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Full text of "Frutos de mi tierra"

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University  of  Toronto 


http://www.archive.org/details/frutosdemitierraOOcarr 


TOMAS  CARRASOflILLA 


FRUTOS  DE  MI  TIERRA 


BOGOTÁ 

L  I  iJ  R  E  II  í  A    N 


o  i  íH 


I  MEDARDO  RIVAS 

N   FRANClaCÜ 


PROLOGO 


Había  oído  hablar  con  elogio  de  Frutos  de  mi  tierra 
á  loa  pocos  amigos  del  autor  que  lograron,  antes  que  yo, 
conocer  el  manuscrito;  pero  confieso  que,  cuando  llegó 
mi  turno  y  puda  á  mis  anchas  examinar  y  apreciar  tan 
primoroso  trabajo,  fui  sorprendido  por  la  maravillosa 
fidelidad  de  la  pintura,  la  honda  y  sostenida  observación 
de  caracteres  y  de  costumbres  que  preside  aquella  serie 
de  cnadros,  y  el  color  p^-ot^amente  local,  íntimamente  an- 
tioqueño,  de  la  obra,  A  'me  á  comunicar  á  Carras- 

quilla, condiscípulo  y  ai^.^  3  mis  buenos  tiempos,  estas 
impresiones,  y  lo  urgí  á  que  procediera  sin  demora  á  su 
publicación,  no  por  cortesía  para  con  aquel  amigo  (cortesía 
acaso  explicable  en  quien  no  lleve  la  franqueza  al  extre- 
mo á  que  en  mis  relaciones  amistosas  la  llevo  yo),  sino 
porque  estoy  convencido  de  que  su  libro  será  uno  de  los 
mejores  entre  los  que  hasta  ahora  ha  producido,  en  su 
género,  el  ingenio  colombiano. 

No  contribuyó  poco  á  mi  agradable  sorpresa  el  haber 
hasta  entonces  ignorado  que  Carrasquilla,  de  quien  pocas 
noticias  había  tenido  después  de  nuestra  vida  común  da 
estudiantes,  en  los  claustros  dé  la  Universidad  de  Antio- 
quia,  hubiera  dedicado  su  tiempo  y  su  claro  talento  á  lec- 
turas y  estudios  de  índole  puramente  literaria  y  á  ensa- 


IV  PRÓLOGO 

VOS  en  el  arto  uifícil  de  dar  forma,  por  medio ¿e  la  pala- 
bra escrita,  á  las  imp'-esiones  ó  ideas  de  nuestro  ser  seusible 
y  pensante;  tarea  en  extremo  delicada  y  exigente  y  que 
no  llega  á  hacerse  cea  absoluto  dominio  y  nitidez  efno  por 
el  que  ha  nacido  con  vocación  para  ella  y  ha  logrado  vencer 
las  difionVadcs  externns  é  internas  con  que  tropieza  todo 
escritor  al  tratar  de  estereotipar  en  el  papel  su  pensa- 
miento. Entonces  supe  que  un  cuadrito  da  costumbres 
firmado  con  seudónimo  y  publicado  hacía  poco  con  el 
titulo  de  Simón  el  Mago,  que  me  había  llamado  ía  aten- 
ción por  pu  donaire  y  gracejo,  era  obra  de  mi  amigo, 
quien,  retirado  hace  algunos  años  á  San^^o  Domingo,  villa 
asentada  como  un  nido  de  águilas  en  lo  alto  de  nuestro 
quebra<lo  territorio,  hacia  el  Nordeste,  en  el  riñon  mismo 
de  las  sierras  y  cordüleras  antioqueñas,  lleva  vida  apaci- 
ble de  í'studio  y  observación,  en  clima  sano  y  agradable; 
libre  de  toda  preocupación  ó  cuidado  que  pudiera  des- 
viarlo de  sus  aficiones  y  meditaciones;  en  esa  dichosa 
mediocridad  de  fortuna — en  la  cual,  teniendo  todo  lo  ne- 
cesaáo,  se  carece  de  las  tentaciones  de  la  ambición — que 
es  la  atmósfera  más  propicia  para  el  trabajo  de  la  inteli- 
gencia; céübe;  sano  de  cuerpo  y  de  alma  y  rodeado  de 
afectuoso  ambiente:  condiciones  todas  las  más  adecuadas 
para  estudiar,  pensar  y  e&cribir. 

Es  del  caso  observar  que  rara  vez  aciertan  á  combi- 
narse estas  especiales  condiciones  con  una  verdadera  vo- 
cación y  un  talento  claro  y  equilibrado,  que  sepa  ir  dere- 
cho á  su  objeto  sin  las  vacilaciones,  perezas  y  desfalleci- 
mientos que  producen  perplejidad  cuanto  á  los  temas  ó 
asuntos  que  convenga  tratar  y  al  modo  como  han  de  tra- 
tarse, ó  hacen  dejar  para  otra  ocaHÍóu  la  tarea,  ó  presen- 
tan lo  que  de  ésta  se  ha  hecho  como  demasiado  imper- 
fecta, y  nos  inducen  ;.  abandonarlo  ó  destruirlo.  Y  como 
qu'i^ra  que  «  el  arta  es  largo  y  la  vida  breve,))  los  días, 
loa  meses  y  los  años  utilizables  se  pasan  sin  que  S'\lgaraos 
deesa  esterilidad  inquieta  y  dolorosa,  de  donde  resulta  al 
fin  de  todo  ello  \ina  existencia  inútil,  y  el  pesar,  qua  es 
casi  un  remordimiento,  c!a  suponer  que  acaso  con  algjia 
esfuerzo   sostenido   por  parte  nuestra,  pudo  haber  sido 


PROLOGO  V 

fructuosa.    «Pudo   haber  sido!,..»   la  triste   naso   quo 
aterraba  á  "Wbittier. 

Conviene  a  mi  propósito  introducir  aquí  una  digre- 
sión, que  no  estará  dol  todo  fuera  de  lugar.  Bien  se  quo 
bace  años  ae  dijo  en  tono  axiomático  que  entre  nosoti'os 
no  puede  baber  verdadera  novela  ni  verdaderos  novelia- 
taa,  porque  nuestra  sociedad  carece  de  clases  perfecta- 
mente caracterizadas  y  diferenciadas  entre  sí;  y  que  esa 
afirmación,  que  pertenece  íi  las  que  por  su  carácter  y 
amplitud  provocaban  la  sonrisa  desdeñosa  de  Lord  Ma- 
caulay,  ba  sido  recibida  con  mansos  signos  afirmativos 
por  la  gran  cabeza  de  este  Bovarj',  conforme  y  respetable 
tragavirotes  que  se  llama  el  Público.  Mus  no  me  suena 
muy  bien  tan  contundente  y  fácil  aserto.  Veo  que  la 
noción  de  lo  que  debe  ser  la  novela  va  cambiando  cada 
día;  que  este  cambio,  como  todo  progreso  verdadero,  se 
bace  en  el  sentido  de  la  simplificación;  que  en  países 
como  los  Estados  Unidos  y  Suiza,  donde  la  novela  pros- 
pera y  florece  gloriosamente,  las  viejas  clases  ó  demarca- 
ciones sociales  no  existen  yá  ó  ban  sido  sustituidas  por 
otras  cuya  diferenciación  principal  estriba  casi  única- 
mente en  su  mayor  ó  menor  riqueza,  y  que,  por  consi- 
guiente, en  su  personal,  se  cambian,  se  hacen  y  se  des- 
hacen cada  día;  que  en  esos  países,  así  como  en  aquellos 
donde  todavía,  total  ó  parcialmente,  se  conservan  las  an- 
tiguas estruckiras  sociale3,  como  Inglaterra,  Alemania, 
Kusia,  Italia,  Francia,  España  y  Portugal,  este  género  li- 
terario produce  sus  obras  más  famosas  y  aplaudidas,  siaí 
necesidad  de  contraponer  clases  sociales  distantes  entre  sí,' 
sino,  por  el  contrario,  reduciendo  el  género  á  verdaderas 
monografías,  casi  siempre  tipos  más  ó  menos  incoloros  de 
la  clase  media,  de  esa  burguesía  quo  desesperaba  á  Gau- 
tiei",  y  que  es  boy,  sin  embargo,  la  dominadora  del  mun- 
do, puesto  que  en  beneficio  suyo  se  han  hecho  y  se  están 
explotando  los  principales  progresos  del  siglo. 

Veo  también,  como  en  síntesis,  que  el  ansia  de  go- 
zar lo  más  posible,  á  costa  de  cualquier  sacrificio  ó  abdi- 
cación, en  esta  vida,  sea  porque  yá  no  se  cree  en  la  otra 
futura  ó  porque  temerariamente  se  hace  de  ella  caso 


VI  PRÓLOGO 

omiso,  aguijonea  á  la   porción  de  humanidad  que  á  sí 
misma  se  llama  civilizada,  y  la  empuja  en  desatentada  ca 
irera  en  persecución  del  dinero,  llave  infalible  de   todas 
las  concupiscencias;  que  la  facción  característica  del  final 
del  siglo  en  que  estamos   viviendo  es  una  exageración 
monstruosa  de  la  noción  de  este  factor  y  una  consiguien- 
te depreciación  de  la  de  elementos  ó  resortes  que  antea 
gozaban  de  igual  ó  mayor   prestigio,  con   lo  cual  se  ha 
desequilibrado  esencialmente  la  marcha  ascendente  de  la 
civilización,  tal   como  la  entienden    y    definen  los  más 
lavanzados  pensadores;  que  la  moralidad  y  el  saber  no  son 
¡yá  sino  factores    secundarios  en  ese  desarrollo;    que  este - 
,'afáu  reinante,  ayudado  por  el  espirita  cada  día  más  utili- 1 
(tarista  y  estrecho    de    las    enseñanzas  é  instituciones    en 
'boga,  Tía  hecho  más   en  la  obra   de  borrar  las  antiguas 
demarcaciones   sociales  y   reducir   á   valor  casi  nulo  lae 
tradiciones  de  nobleza  y  las   jerarquías  de  sangre,  que  la 
tremenda  Revolución  francesa  con  su  esponja  ensangren-| 
tada  y  el  pasmoso  poder  de  su  propaganda  política,  hastsi 
llegar  á  dividir  virtualmeute  las  sociedades  en    sólo    dof 
clases,  que  se  odian  por  miedo  ó  por  envidia:    la  de  loí 
que  tienen  y  la  de  los  que  no  tienen  dinero,  clases  que 
tocándose  en  su  punto  de  partida,  se  alejan  luego  una  d( 
otra  hasta  llegar,  magnificándose   alarmantemente,  á  ex 
tremes  cuyo  contraste  y  contemplación  hau   hecho  ger 
minar  con  desusado  vigor  en  nuestros  días  las  sectas  so 
cialistas.  i 

Y  volviendo  luego   la  vista  á  nuestra    propia  socie- 1 
dad,  me  encuentro  con  que  los  mismos  fenómenos  que  S( 
observan  en  las  más  antiguas  y  avanzadas,  están  verifi 
candóse  aquí,  donde,  no  por  ser  menos  violentas   las  re 
acciones,  dejamos  de  presenciarlas  y  de  sufrirlas.  I 

Y  sigo  creyendo  que — puesto  que,  gracias  á  las  facij 
lidades  de  comunicación  universal,  á  los  libros  y  periódi; 
30S  y  á  los  progresos  y  economías  de  tiempo  y  de  trabaje 
jue  van  introduciéndose  en  todas  las  manifestaciones  di 

la  actividad  humano,  nuestra  sociedad  no  es  sino  un: 
'provincia  de  la  gran  sociedad  civilizada  del  mundo,  go 
bernada  por  las  mií-mas  leyes  generales  y  sometida  en  1( 


PROLOGO  VII 

esencial  A  las  mismos  faces  do  desarrollo — las  condiciones 
que  presiden  la  producción   literaria  y  deciden  de  su  ca- 
rácter y  alcance,  deben  ser  aquí  las  mismas  (]ue  se  obser- 
van en  otras  naciones,  sólo  modificadas   j;or   las  circuns- 
tancias peculiares  de  nuestra  sociedad.    Por  donde  se  me  ¡ 
muestra  patentemente,  ó  tal  me  parece,  que  aquello  de  la  ' 
falta  de  Novela  por   la   do   clases  sociales  bien  caracteri-  í 
zadas,  no  pasa  de  ser  una  pamema. 

Sin  necesidad  de  explotar  esa  contraposición  de 
clases,  y  con  el  mero  relato  de  sucesos  naturales  do  diaria 
ocurrencia,  acaecidos  en  la  vida  de  gentes  que  en  nada 
se  distinguían  especialmente  de  la  masa  social  en  cuyo 
seno  existieron  y  en  las  condiciones  más  comunes  y  nor- 
males, escribió  Jorge  Isaacs  su  María,  novela  de  primer 
orden  en  todo  sentido,  aunque  los  que  no  aceptan  que 
ésta  pueda  existir  sin  sucesos  extraordinarios  y  trances 
absurdos,  la  han  colocado  con  desdén  magistral,  ya  en  el 
género  idílico,  ya  en  el  de  cuadros  de  costumbres.  El 
argumento  de  aquélla  no  puede  ser  más  nacional:  los 
tipos  que  el  autor  pintó  é  hizo  funcionar  se  pueden  hallar 
todavía  en  aquellas  regiones,  á  jiesar  de  los  cambios  que 
van  introduciéndose  en  las  costumbres  de  nuestra  inci- 
piente sociedad;  los  paisajes  que  copió,' ahí  están,  indeci- 
blemente bellos,  en  ese  prodigioso  Valle  del  Cauca,  del 
cual  sí  que  puede  decirse  que  es  "  una  sonrisa  de  la  natu- 
raleza"; y  los  sentimientos  y  pasiones  que  animan  la 
acción  ¿no  son  acaso  los  mismos  que  desde  que  el  hombre 
cayó  á  la  tierra  vienen  animando  la  familia  humana,  do- 
minados por  el  amor,  ese  magnetismo  del  infinito,  voz 
augusta  y  recóndita  de  una  fuerza  superior  é  incontras- 
table que  habla  á  todos  los  seres  y  les  marca  fatal 
camino? 

Otros  ensayos  menos  afortunados  se  han  hecho  entre 
nosotros,  de  los  cuales — omitiendo  adrede  la  Manuela, 
respecto  ú  cuyo  mérito  y  carácter  ha  fallado  yácou  justo 
aplauso  el  aprecio  de  los  lectores — sólo  citaré  aquí  dos, 
que  me  parecen  de  los  más  notables:  Don  Alvaro,  de  don 
José  Caicedo  Eojas,  y  el  Alfá-ez  Beal,  de  don  Eustaquio 
Palacios.  Aquél,  con  todas  las  apariencias  de  una  obra 


VIII  PROLOGO 

meditada  y  pulida,  aunque  fría  y  casi  sin  vida,  llena  de 
distiucióu  y  delicadeza  y  escrita  con  castiza  pulcritud  ;^ 
éste,  sumamente  descuidado  en  el  estilo  y  lenguaje,  da- 
ñado en  su  efecto  por  la  intrusión  de  las  observaciones 
del  autor,  que  suelen  ir  en  su  ingenuidad  hasta  la  pero- 
grullada, con  una  acción  que  no  corresponde  bien  al  cua- 
dro elegido,  pero  rico  en  detalles,  verdadera  resurrección 
de  tiempos  yá  olvidados,  lleno  de  interés,  de  un  mérito 
muy  superior  al  que  le  lia  reconocido  el  público,  y  obra 
do  exhumación  que  ha  descubierto  tesoros  que  llaman  á 
gritos  al  novelista  de  más  recui'sos  á  quien  toque  escribir 
la  novela  de  la  vida  colonial  en  el  Cauca  con  esos  ele- 
mentos, tan  parecidos  á  los  que  la  señora  H.  H.  Jacksou 
explotó  con  habilidad  y  éxito  envidiables  al  hacer  en  su 
Bamona  el  análisis  apológico  de  la  vida  y  costumbres  de 
la  población  mejicana  en  California  antes  de  la  anexión 
de  este  territorio  á  los  Estados  Unidos.  Estos  ensayos 
tomaron  como  tema  la  sociedad  del  Virreinato  y  la 
vida  colonial,  las  que,  vistas  desde  nuestros  días,  en  esa 
lejanía  que  borra  las  asperezas  del  aspecto,  con  la  magia 
que  el  tiempo  comunica  á  lo  pasado  y  el  interés  que  ins- 
piran las  noticias  relativas  á  gentes,  usos  y  sucesos  á  que 
retrospectivamente  estamos  ligados  por  tradición  y  afecto,. 
y  ricas  en  las  diferenciaciones  sociales,  que  entonces  se 
conservaban  con  una  regularidad  y  una  severidad  tan 
estrictas,  debieron  dar  ocasión  á  aquellos  escritores,  si  el 
huero  aforismo  que  vengo  con  hechos  rebatiendo  tus^iera 
fundamento,  para  escribir  novelas  muy  superiores  á  la 
Haría,  ya  que  ésta,  al  ser  verdadera  aquella  tesis,  no 
debió  resultar  viable.  Y  lo  dicho  basta  para  mi  objeto. 
Vendremos  á  parar  en  que  no  tenemos  sino  con- 
tadísimos  novelistas,  porque  siendo  de  suyo  difícil  y  exi- 
gente este  género,  y  nuestro  país  imo  de  los  más  pobi'e& 
entre  los  poblados  por  razas  civilizadas  y  de  los  más 
atrasados  en  cultura  literaria,  es  natural  que  sean  muy 
raros  los  individuos  que,  dotados  por  la  Divina  Provi- 
dencia con  el  don  superior  de  poder  imaginar  y  exhibir 
las  escenas  de  la  Novela,  tengan  al  mismo  tiempo  ocasio- 
nes y  medios  j^ra  descubrir  su  propia  vocación  y  lograr^ 


PROLOGO  IX 

por  estudios,  observaciones  y  ensa3'os  pacienzudos,  enca- 
minarla y  educarla,  y  puedan,  además,  dedicarse  á  esa 
tarea,  que  viene  á  coronarse  con  la  reposada,  digna  y  no- 
ble producción  literaria,  sin  las  preocupaciones  y  exigen- 
cias diarias  y  prosaicas  de  la  vida,  sin  el  contagio  de  la 
pasión  política  y  sus  consiguientes  inquietudes  y  desa- 
zones, que  á  todos  ataca  en  estas  repúblicas  nuevap,  y 
contando,  finalmente  (y  esta  es  falla  característica  de 
nuestra  situación  en  materias  literarias),  con  un  público 
serio  y  entendido  en  que  abundan  los  lectores  de  gusto 
educado  y  severo,  capaces  de  apreciar  aquel  trabajo  y  de 
estimular  material  y  moralmente  al  autor.  En  resumen: 
que  estamos  demasiado  pobres  y  atrasados  para  pagarnos 
el  lujo  de  tener  novelistas;  y  que  eetá  muy  lejano  el  día 
en  que  la  demanda  de  novelas  nacionales  sea  tal  entre 
nosotros  (pues  no  parece  razonable  contar  para  esto  con 
el  público  extranjero),  que  permita  á  nuestros  novelis- 
tas vivir  de  su  profesión. 

En  poesía,  sobre  todo  en  la  lírica,  que  es  la  que  más 
aficionados  ha  contado  por  acá,  los  requisitos  para  sobre- 
salir son  mucho  menores  y  más  naturales  que  adquiridos; 
como  que,  desde  luego,  se  trata  de  trabajos  de  poca  ex- 
tensión, en  cuyo  buen  éxito  y  excelencia  hacen  más  la  ins- 
piración y  la  oportunidad  que  el  estudio  y  el  esfuerzo, 
cuya  publicación — que  generalmente  se  hace  en  perió- 
dicos y  revistas—  no  exige  gastos  á  su  autor,  y  que  cuen- 
tan con  lectores  entusiastas  (aunque,  en  lo  general,  de 
pésimo  gusto,  á  que  se  debe  en  gran  parte  la  índole  ru- 
tinaria y  la  pobreza  de  nuestras  poesías  líricas)  en  todas 
las  esferas  sociales,  desde  los  mancebos  de  barbería  has- 
ta la  dama  remilgada  y  bachillera.  Así  y  todo,  para  pro- 
ducir un  poema  de  grandes  proporciones  como  el  Gonzalo 
de  Oi/ún,  único  en  su  especie  en  nuestra  Antología,  se  ne- 
cesitó que  en  su  autor  se  reunieran  no  pocas  condiciones 
especiales  que  rara  vez  podrán  combinarse  del  mismo 
modo  entre  nosotros;  pues,  reduciéndome  á  examinar  sólo 
unas  de  ellas,  es  hecho  constante  que  nuestros  literatos 
pertenecen  á  las  clases  pobres  de  la  sociedad  y  viven 
acosados    por  las  necesidades;    que  los  hijos  de  familias 


X  PRÓLOGO 

ricas  son,  por  lo  general,  los  quo  peor  educaciÓQ  reciben 
por  acá,  y  que  cuando  entre  ellos  aparece  alguno  dotado 
de  capacidades  y  aficiones  literarias,  rara  vez  tiene  fuer- 
za de  carácter  suficiente  para  quitar  su  atención  de  los 
negocios  y  dedicarse  á  educar  y  explotar  aquellas  facul- 
tades en  bien  do  las  letras. 

Casi  todos  los  Conquistadores  de  esta, parte  de  los 
antiguos  dominios  de  España  en  Indias  y  fundadores  de 
nuestras  familias  y  de  nuestro  pueblo  en  cuanto  éste 
remonta  sus  orígenes  hasta  la  Península,  fueron  hombres 
de  armas  tomar:  mozos  de  espada  ó  arcabuz;  segundones, 
los  mejorcitos,  desprovistos  de  toda  cultura  intelectual; 
oscuros  aventureros  tan  ignorantes  y  rudos  como  vale- 
rosos; gentes  de  avería,  en  fin,  sin  bagaje  literario,  y  que 
mal  podrían  producir  después  por  atavismo  en  su  des- 
cendencia espíritus  inclinados  á  estudios  y  observacio- 
nes de  que  ellos  ni  remota  noción  tuvieron.  Que  en  otro 
sentido,  como  era  de  esperarse  ó  de  temerse,  sí  hemos 
sufrido  los  efectos  de  la  ley  del  atavismo.  Ni  después 
hemos  tenido,  como. han  tenido  en  Chile,  en  proporción 
apreciable,  cruzamientos  de  que  hubiera  podido  salir 
ganando  nuestra  raza  en  este  concepto;  cruzamientos  de 
cuyos  efectos  benéficos  no  puede  yá  dudarse  y  que  ex- 
hiben en  aquella  República  tan  gallardas  muestras  y  en 
la  nuestra  la  figura  prominente  de  Isaacs. 

En  tales  circunstancias,  los  géneros  literarios  de  cier- 
to orden,  así  como  los  aprendizajes  que  exigen  mucha 
capacidad,  larga  aplicación  y  considerables  gastos,  han 
tenido  que  andar  entre  nosotros  de  capa  caída.  Sin  que 
por  eso  dejemos,  en  nuestro  loable  pero  infundado  amor 
propio  nacional,  da  creer  que  vamos  en  esta  última  ma- 
teria á  (í  paso  de  vencedores  »  y  de  dar  credenciales  de 
hablistas  á  aficionados  de  pacotilla  y  de  humanistas  y 
filólogos  á  dómines  pedantes  que,  entre  otras  cosas  del 
oficio,  ignoran  el  griego.  ¡  Tan  exacta  observación  es 
aquella  de  que  cada  cual  se  complace  en  juzgarse  apto 
en  lo  que  menos  entiende  y  aquel  refrán  que  dice  que  «  en 
tierra  de  ciegos  el  tuerto  es  rey  !  »  Verdaderamente  causa 
maravilla   pensar   que  haya  podido  formarse  entre  noso- 


PRÓLOGO  XI 

tros  y  por  su  propio  esfuerzo  el  insigne  Rufino  J.  Cuervo, 
príncipe  de  las  letras  de  Ilispano-América. 

Si  hasta  el  gusto  por  la  lectura  ha  sido  aquí  escaso 
y  apenas  ahora  empieza  á  extenderse,  y  eso  sólo  en  las 
secciones  que  por  la  mayor  proporción  de  sangre  de  blan- 
cos en  6u  población,  ó  por  haber  tenido  gobiernos  menos 
ineptos  y  descuidadr/S,  hau  logrado  que  se  generalice  un 
tanto  en  sus  masas  la  enseñanza  elemental;  pues  es  sa- 
bido que  la  inmensa  mayoría  de  Departamentos  tan  po- 
blados como  Cundiaamarca  y  Boyaci'i,  no  sabe  leer.  El 
hecho  de  haber  aumentado  muy  considerablemente  el 
número  de  libros  impresos  importados;  en  los  últimos 
años — de  los  cuales,  según  so  me  informa,  una  gran 
parte  viene  para  Antioquia — y  el  de  estarse  fundando 
Bibliotecas  públicas,  por  iniciativa  particular,  en  las  más 
importantes  poblaciones  de  este  Departamento,  son  da- 
tos significativos  y  consoladores  ;  no  debiendo  preocu- 
parnos demasiado,  porque  en  estos  comienzos  y  mientras 
va  formándose  y  aquilatándose  el  gusto  de  los  lectores, 
los  libros  importados  y  los  que  llenan  yá  los  anaqueles 
de  esas  bibliotecas  sean  en  gran  parte  novelones  insulsos 
ú  obras  de  poco  fondo  y  escaso  mérito,  á  la  altura  de  la 
educación  literaria  de  los  consumidores:  el  tiempo  y  la 
lectura  irán  enseñando  á  éstos  á  buscar  alimentos  más 
nutritivos  y  sabrosos. 

Como  pasamos  de  la  Colonia  á  la  autonomía  en  épo- 
ca en  que  nuestra  población  estaba  atrasadísima  en  gusto 
y  cultura,  y  entramos  en  una  existencia  de  luchas  intes- 
tinas y  ensayos  desastrosos,  a  las  veces  ordenados  por  un 
empirismo  dogmático  y  ciego,  y  otras  por  un  erróneo 
prurito  de  festinadas  experimentaciones  in  anima  vili, 
que  no  han  dejado  tranquilidad  para  nada  y  han  hecho 
de  la  vida  en  Colombia  una  pesadilla,  al  mismo  tiempo 
que  da  fuera  nos  han  ido  llegando  muestras  primorosas 
del  adelanto  literario  y  científico  de  otras  sociedades,  en 
nuestras  masas,  aun  en  las  menos  incultas,  ha  llegado  á 
calar  la  idea — en  tan  sólidas  razones  apoyada,  aunque 
acaso  esas  masas  no  acierten  con  el  fundamento  de  su 
juicio — de  que  no  es  posible  que  acá  produzcamos  en  esas 


XII  PRÓLOGO 

materias  cosa  que  valga  la  peña  de  leerse,  viniendo,  con- 
secuencialmente,  á  perderse  todo  aprecio  por  nuestros 
autores  nacionales,  salvo  contadas  excepciones,  que  en 
algunos  casos  se  deben  al  bombo  que  los  mismos  intere- 
sados ó  sus  comparsas  han  tocado  á  toda  fuerza  para  lla- 
mar á  sí  la  atención,  y  toda  esperanza  de  que  algún  día 
alcancen  aquéllos  á  sobresalir  hasta  competir,  en  el  inte- 
rés que  sus  obras  inspiren  y  la  excelencia  intrínseca  de 
ellas,  con  Ifrs  que  vienen  de  ultramar  abasteciendo  nues- 
tras bibliotecas  y  saciando  el  hambre  de  información,  de 
entretenimiento  y  de  educación  literaria  que  acosa  á 
nuestros  lectores. 

De  suerte  que  mientras  las  necesidades  y  ahogos  de 
una  sociedad  tan  pobre  como  la  nuestra,  han  solido  obli- 
gar á  los  que  tenían  dentro  de  sí  la  vocación  y  capacida- 
des propias  para  llegar  á  ser  novelistas,  á  entrar  por  sen- 
deros áridos,  en  que  sucumbe  aquella  vocación  y  estas 
capacidades  se  atrofian,  quedando  ellos  reducidos  á  la 
categoría  de  lectores  de  seguro  criterio,  y  acaso  inva- 
didos de  por  vida  por  la  sorda  displicencia  é  irritabili- 
dad que  engendran  á  la  larga  los  despechos  minúsculos, 
entre  los  pocos  que  hayan  podido  aunar  á  esas  ventajas 
interiores  las  otras  condiciones  de  independencia,  estudio 
y  atmósfera  propicia  jjara  su  trabajo,  los  más,  convenci- 
cidos  de  la  pobre  acogida  que  á  éste  habría  de  hacer  el 
público,  y  atemorizados  por  las  enormes  dificultades  ma- 
teriales de  la  publicación  en  naestro  país,  donde  ésta  ha 
salido  por  lo  regular  carísima  y  en  forma  fea  y  defectuo- 
saj  han  retrocedido,  llenos  de  respeto  por  la  labor  inte- 
lectual, y,  absteniéndose  de  hacer  el  esfuerzo,  siempre 
penoso,  de  la  creación  literaria,  se  han  contentado  con 
sentirse  capaces  de  la  hazaña,  sin  imponerse  las  miserias 
de  la  prueba.  De  ciertos  ensayos  hechos  por  el  prurito 
muy  socorrido  de  publicar  algún  libro,  sea  el  que  fuere, 
es  mejor  no  tratar. 

Y  he  dicho  todo  lo  anterior  para  mostrar  cuánto 
aprecio,  indulgencia  y  estímulo  merecen  aquellos  escri- 
tores nuéíítros  que,  á  pesar  de  tantas  y  tan  grandes  difi- 
cultades y  probabilidades  de  fracaso,  se  lanzan  resuelta- 


PROLOGO  XIII 

mente  á  la  arena  y  presentan  al  público  libros  dignos  de 
ser  leídos  con  avidez  y  conservados  con  esmero  al  lado 
de  las  obras  que  se  han  conquistado  yá  un  puesto  en  el 
aprecio  de  los  peritos. 

Tal  es  el  libro  de  Carrasquilla. 

^yyft^.dn  nrrtumbm  en  que  para  ligar  la  serie  de 
cuadros  que   la  forman  hay  apenas  la  trama  suficiente —    ^ 
por  cierto  de  poco  valor  en   sí   misma,  sin  que  esto  ami- 
noro el   de   aquéllos, — quien    la    lea  con  cuidado,    sobre 
todo  si  por  acaso  topd   antes   con    los    originales,   hallará 
que  el  autor  logró  esta  vez  lo  que  es  el  más  alto    deside- 
rátum en  el  género:  reproducir  con  absoluta   verdad  los  \ 
tipos  y  escenas   que  quiso  retratar  ó  copiar    en  su  libro.   '^ 
Si  eso  logró  y  si  lo  hizo  en  estilo  correcto  y  con  lenguaje 
tan  castizo    como  lo  permitía  la  clase  de  obra   encomen- 
dada   á   este    instrumento,  la  parto   del  artista  está  bien    ' 
desempeñada.  Pretender  buscar  en  una  serie  de  cuadros  , 
de  costumbres  trasceudentalismcs  y   doctrina,   sería   in- ' 
signe  simpleza.  Lo  más  que  como  enseñanza  ó  generaliza- 
ción pudieran  sacar   del   libro  los  que  no  admiten  (jue  se 
escriba  por  escribir,  como  se  pinta  por  pintar,  es  un  sen- 
timiento de  abominación  y  desprecio    para  con  la  mayor 
parte  de  los  personajes  que  en  éi  figuran  y  con  cuya  cru- 
da exhibición    alcanzó  el  aiítor  á  hacerlos   más  odiosos  y 
repugnantes    que   si  en   buscar    este  efecto  hubiera  em- 
pleado centenares  de  páginas  de  disquisiciones  y   anate- 
mas abstractos:    que  eso  satisfaga  á  los  que  en  estas  ma- 
terias  suelen    tomar    el  rábano  por  las  hojas.  Bien  que, 
probablemente,  este   temperamento  en  que  sitúo  la  cues- 
tión es  más  de  lo    que  en  justicia  corresponde  á  aquella 
agrupación  terca  é   inquieta    que   finge  ignorar  que,  enw 
esto  de  enseñanzas  morales   sacadas  de   las  obras  artístiy\^ 
cas,  casi  siempre  hay  más   doctrina   latente  en  el  discí/ 
pulo  que  en  el  maestro,  resultando  el   concepto   final  en 
armonía  con  las  tendencias  ó  ideas  del  primero;  que  suele 
llegarse  al  mismo  término  por  diversos  carninos,  como  lo 
prueba  el  hecho  de  que  se  sacó  una  impresión  de  aprecio 
por  la  pureza  y   la  rectitud   en  las  acciones  más  ocultas 
de  nuestra  vida,  después  de  leer  Iprcmessi  spo-si  de  Man- 


XIV  TEÓLOGO 

zoni,  como  después  de  leer  el  Primo  Basilio  de  Queiroz; 
y  que  cuando  sólo  se  trata  de  obras  de  entretenimiento, 
yá  sabemos  por  boca  de  Merimée,  quien  formuló  senci- 
llamente el  concepto  popular,  que  «  una  cosa  es  tanto 
más  divertida  cuanto  más  carece  de  conclusiones  útiles  ». 

Pero  la  fidelidad  de  la  reproducción  es  maravillosa 
en  esos  cuadros:  más  perfecta,  en  su  naturalidad,  según 
creo,  que  la  que  reina  en  las  páginas  magistrales  de  la 
Manuela.  Sin  que  deje  de  ser  innegable  que  Carrasquilla 
se  dejó  arrastrar  en  su  trabajo,  sobre  todo  al  pintar  sus 
personajes,  por  aquella  noción  por  todos  tácitamente 
aceptada  en  la  práctica,  aunque  rara  vez  conscientemen- 
te, que  expresó  Lord  Macaulay  en  su  estudio  sobre  Ma- 
quiavelo,  cuando  dijo:  "  Los  mnjores  retratos  son  aque- 
llos en  que  se  lia  puesto  alguna  ligera  dosis  de  caricatu- 
ra... Se  pierde  un  poco  en  exactitud,  mas  cuánto  se 
gana  en  el  efecto  producido  !  "  La  dosis  en  el  caso  que 
analizo  no  sale  do  las  proporciones  convenientes. 

Que  pudo  elegir  Carrasquilla  escenas  y  tipos  menos 
repugnantes,  tarea  fácil,  dadas  las  condiciones  y  estado 
de  nuestra  sociedad  y  nuestras  costumbres,  es  evidente; 
mas  esta  observación  en  nada  amengua  el  mérito  de  la 
obra  en  sí  misma,  y  sólo  probará,  ó  que  el  autor  tomó 
para  ensaj'arse  el  primer  grupo  de  gentes  cursis  o  ab- 
yectas con  que  trojDezó,  sin  preocuparse  mucho  ni  poco 
con  el  resultado  final  de  su  trabajo,  el  que  por  su  forma 
hace  pensar  que  fue  emprendido  con  el  mero  designio 
de  hacer  algún  cuadro  naturalista,  llevado  luego  por  la 
corriente  misma  de  la  acción  y  las  tentaciones  del  mode- 
lo á  las  dimensiones  en  que  hoy  nos  es  presentado,  ó 
que,  viendo  cómo  algunos  de  nuestros  más  peregrinos 
tipos  y  costumbres  van  desapareciendo,  al  propio  tiempo 
45ue  otros  nuevos  van  formándose,  sin  que,  fuera — en 
tesis  general — de  emborronadores  de  papel  ó  de  escritor- 
zuelos rastreros  que  pretenden  el  títalo  de  escritores  de 
costumbres  porque  explotan  sin  arte  ni  ingenio  la  pintu- 
ra de  lo  sucio  y  soez,  haya  quien  acuda  á  dejar  de  este 
estado  social  una  copia  exacta  y  amplia,  en  que  quede  á  lo 
vivo  reproducido,  vino  á  resolverse  á  aplicar  su  observa- 


ruüLOuo  XV 

ciÓD  genial  á  gremios  tan  desdichados;  ó  no  probará  nada, 
que  os  lo  que  sucede   con   casi  todas   las  observaciones. 

Pero,  sea  lo  que  fuere,  una  vez  elegido  el  tema, 
debió  ser  tratado  como  Carrasquilla  lo  trata:  leal  y  ya- 
lientemente,  siguiendo  el  consejo  que  el  viejo  Polonio  da 
A  su  hijo  Laertes  respecto  A  la  necesidad  de  ser  uno  fiel 
á  la  verdad  para  consigo  mismo,  á  fin  de  no  llegar  nunca/v 
á  la  falsedad  para  con  los  demás;  reproduciendo  lo  visto,' 
oído  y  sentido,  real  ó  imaginario,  pero  absolutamente 
verosímil,  tal  como  lo  vio,  lo  oyó  y  lo  sintió  con  su  tem- 
peramento de  artista,  y  no  escuchando  el  insidioso  racio- 
cinio de  aquel  barbero  á  quien  George  Elliot,  en  su  Bó- 
mola,  hace  decir :  «  los  florentinos  tenemos  ideas  muy 
liberales  sobre  el  lenguaje,  y  consideramos  que  un  ins- 
trumento que,  como  la  lengua,  con  tanta  eficacia  puede 
emplearse  en  adular  ó  prometer,  debe  en  parte  habernos 
6Ído  dado  para  esos  objetos." 

Es  superfino  agi-egar  que  el  autor  sabe  mejor  que 
nadie  que  su  observación  se  limitó  á  una  porción  muy 
reducida  de  la  agrupación  humana  á  que  pertenecen  sus 
^ersonajes;^  que  todos. ellos,  con  tan  pocas  excepciones 
que  no  vale  la  pena  de  citarlas,  son  seres  primitivos  y 
¿EOSdTOfren  quienes  Ifv  que  Ariosto  llamó  naturaleza  es- 
clava se  impone,  por  causas  demasiado  fáciles  de  hallar, 
Bobre  la  naturaleza  libre;  excrecencias  y  tumores,  nó 
frutos  de  nuestra  tierra ;  y  que  sería  tan  absurdo  juzgar 
en  globo  á  la  sociedad  de  nuestra  villa  por  los  datos  que 
respecto  á  una  porción  especial,  definida  y  muy  restrin- 
gida de  ella,  aparecen  acopiados  en  el  libro,  como  lo 
sería  el  juicio  que  del  modo  de  ser  y  vivir  de  todos  los 
parisienses  formara  algún  lector  intonso,  con  las  infor- 
maciones, por  cierto  muy  detalladas  y  verdaderas,  que 
sobro  algunos  de  éstos  le  suministra  El  Assomoir. 

Sin  que  por  lo  que  dejo  dicho  pueda  tachárseme  de 
optimista  y  parcial,  pues  debo  agregar,  á  fuer  de  obser- 
vador despreocupado,  que  no  se  me  ocultan  muchas  de 
las  condiciones  defectuosas  de  que  adolece  nuestra  gente. 
Desde  luógo,  los  españoles  que  se  establecieron  en  el  te- 
rritorio que  hoy  se  llama  Antioquia  procedían  en  su  ma- 


XVI  PROLOGO 

yor  parte  de  Vizcaya,  Asturias  y  Extremadura,  y  ti-aje- 
ron  consigo  las  ideas,  costumbres  y  preocupaciones  que 
entonces  primaban,  y  acaso  aun  hoy  priman,  en  aquellas 
agrias  Provincias:  afición  desmesurada  al  trabajo;  hábitos 
de  frugalidad,  aseo  y  economía;  respeto  profundo  á  la  pa- 
labra empeñada;  espíritu  de  religiosidad  sincera  y  honda 
— y  por  consiguiente  eficazmente  caritativa, —  pero  sin 
mojigatería;  grandes  afectos  de  familia,  dentro  de  la 
cual  cada  uno  se  encastillaba  y  federaba;  ansia  de  pro- 
gresos cuyas  aplicaciones  les  permitieran  avanzar  en  bus 
negocios  y  aumentar  el  bienestar  propio  y  el  de  sus  alle- 
gados; especial  aptitud  para  hallar  sin  esfuerzos  ni  con- 
torsiones el  lado  práctico  de  las  cosas,  desde  las  más  sen- 
cillas hasta  las  más  nuevas  y  difíciles,  desde  la  organiza- 
ción y  orden  de  la  familia  hasta  el  manejo  limpio  y  acer- 
tado de  las  cosas  públicas.... 

Con  estas  condiciones,  que  son  en  su  mayor  parte 
cualidades,  los  defectos  que  á  ellas  corresponden  natu- 
ralmente provienen  de  la  estructura  y  desenvolvimiento 
de  la  vida  social.  Si  después  de  establecido  esto  se 
piensa  que  Medellín  es  una  ciudad  relativamente  nueva; 
que  acá  son  casi  desconocidas  las  gentes  de  casa  aristo- 
crática y  los  escudos  de  armas;  que  de  todos  los  extre- 
mos de  nuestro  terruño  han  ido  viniendo  á  agruparse 
aquí  familias  de  estas  condiciones,  la  mayor  parte  de 
raza  blanca  pura,  pero  que  no  tienen  que  llorar  perdidas 
grandezas  ó  sentirse  humilladas  por  la  pobreza  y  la  rui- 
na, después  de  la  prosperidad  y  el  prestigio;  que  las  más 
antiguamente  avecindadas  y  más  satisfechas  de  su  abo- 
lengo, pronto  se  codean  sin  reparo  con  las  de  reciente 
establecimiento,  dominándolo  todo  un  amplio  sentimien- 
to democrático  muy  loable,  y  un  alarmante  y  pernicioso 
espíritu  de  negocio  y  de  nivelación  por  medio  del  dine- 
ro ;  que  nuestros  más  acaudalados  mülonario-s,  casi  en  su 
totalidad  de  pura  cepa  española  que  se  complace  en  re- 
producir aquí  los  más  gallardos  tipos  de  las  provincias 
septentrionales  de  la  Península,  eran  ayer  no  más  jorna- 
leros ó  mineros  paupérrimos  y  deben  su  fortuna,  ganada 
en  meritoria   lucha,   á   su    propio   esfuerzo,  ejercido  en 


PROLOGO  xvir 

forma  do  inteligencia,  psrseverancia,  actividad,  Iiuura- 
dez  y  economía;  que  á  causa  del  aislamiento  en  que  for- 
zosamente tenemos  que  vivir  per  nuestra  situación  ex- 
cepcionalmente  mediterránea  y  por  el  ningún  tiempo  y 
esfuerzo  que  aquí  se  dedican  á  esparcimientos  sociales, 
éstos  son  raros  y  de  carácter  agudo  y  anómalo;  y,  en  fin, 
que  nadie  entre  nosotros  se  paga  de  oropeles  y,  buscando 
en  todo  la  solidez  y  la  firmeza,  se  gasta  la  existencia  en 
bregar  por  independizarse  de  la  necesidad,  de  la  pobreza, 
de  la  empleomanía,  de  la  vida  ú  expensas  del  esfuerzo 
ajeno  y  otras  desdichas  reinantes,  y  de  las  indignidades 
''y  menguas  que  éstas  traen  consigo,  ó  imponen,  así  como 
en  allegar  á  los  descendientes  medios  de  escapar  de  esas 
horcas  candínas,  de  donde  salen  quebrantados  los  carac- 
teres y  mutilado  el  ser  moral;  cuando  en  todo  esto  se 
piensa,  ningún  observador  serio  extrañará  la  reserva  de 
nuestras  costumbres  ni  hallará  despreciable  nuestro  modo 
de  entender  la  vida.  Sin  que  por  éste — y  esperando 
mejores  días,  que  al  fin  llegarán  cuando  tengamos  fáci- 
les comunicaciones  con  el  exterior  y  haya  pasado  el  pe- 
ríodo de  formación  y  acopio  en  que  hoy  estamos — deje 
de  serle  permitido  lamentar  que  con  elementos  de  grata 
actividad  social  como  los  que  aquí  poseemos  yá;  con 
una  naturaleza  tan  feuoraenalmente  bella;  con  una  situa- 
ción tan  pintoresca;  con  un  clima  que  goza  fama  de 
agradable;  con  ima  raza  de  que  son  rasgos  característi- 
cos la  inteligencia  y  la  vivacidad,  así  como  sorprendente 
aptitud  para  descubrir  el  lado  ridículo  de  las  personas, 
de  las  situaciones  y  de  los  sucesos  y  acierto  esjDecial 
para  dar  forma  gráfica  á  esas  impresiones,  y  cuyas  muje- 
res son,  cuando  lo  quieren,  modelos  de  distinción  y  de 
elegancia;  y  con  un  núcleo  de  familias  educada»  y  ricas, 
que  por  su  número,  educación  y  riqueza  sobrepasan  la 
proporción  que  naturalmente  corresponde  á  la  cuantía 
de  la  población,  la  vida  social  sea  aquí  de  una  monoto- 
nía desesperante,  una  verdadera  vegetación  y  pueda  to- 
davía llamarse  con  justicia  Medellín,  usando  de  una  grá- 
fica expresión  de  Stendhal,  "  la  patria  del  bostezo  y  del 
razonamiento  triste." 


XVIII  PROLOGO 

En  las  escalas  más  bajas,  aunque  nó  más  humildes, 
de  esa  sociedad,  halló  Carrasquilla  sus  tipos  principales  y 
los  que  á  ellas  no  pertenecen  menos  pertenecen  á  las  más 
elevadas.  Los  vio  de  cerca,  pensó  que  mostrándolos  satis- 
faría una  necesidad  propia  de  artista  y  proporcionaría  á 
BUS  lectores  el  regalo  de  un  entretenimiento  y  esa  bendi- 
ción del  cielo  que  se  llama  la  risa,  pero  la  risa  genuina  y 
medicina],  que  es  la  que  estalla  con  la  contemplación  de 
lo  ridículo  (el  que  suele  no  ser  otra  cosa  que  la  despro- 
porción entre  las  pretensiones  y  los  medios);  y  pasólos  á 
su  lienzo  con  una  fidelidad  que  pasma,  exagerando  lige- 
ramente las  actitudes  grotescas  y  los  trances  risibles, 
como  lo  están  chulos  y  manólas,  petimetres  y  damiselas 
en  los  cuadros  de  Goya  ;  y  con  colores  y  luces  que  de 
puro  intensos  parecen  sencillos  y  son  el  resultado  de  una 
observación  ingenua  aplicada  á  naturalezas  robustas  y 
vivaces.  La  ironía,  ese  procedimiento  tan  difícil  como 
eficaz,  que  deja  impresión  de  frescura  amable  en  las  Es- 
cenas de  vida  clerical  y  de  desoladora  dulzura  en  La  Aba- 
desa de  Joarres,  es  el  medio  de  anotación  que  usa  el 
autor;  ironía  que,  con  apariencias  á  las  veces  de  bona- 
chona simpleza,  haría  creer  al  que  no  sepa  leer  el  libro, 
que  Carrasquilla  tiene  alguna  predilección  especial  por 
tales  ó  cuales  de  los  personajes,  escenas  y  costumbres  que 
nos  presenta,  de  donde  podría  deducirse  un  juicio  erró- 
neo respecto  de  las  ideas,  y  acaso  de  los  ideales  de  aquél, 
lo  cual  es  bueno  advertir  aquí  para  evitar  equivocaciones  ; 
porque  hay  que  eaber  leer  este  libro,  como  todos  los  en 
que,  haciéndose  á  un  lado  cuidadosamente  el  autor,  deja 
funcionar  sus  personajes  con  tal  libertad  y  naturalidad, 
que  al  fin  no  sabe  uno  si  son  de  aquél  ó  de  éstos  las  no- 
ciones é  impresiones  cuyo  desarrollo  está  presenciando- 
Idea  que  Pérez  Galdós  expresa  con  delicada  sencillez 
cuando  en  su  primera  parte  de  Nazarín  dice:  "  yo  mismo 
me  vería  muy  confuso  si  tratara  de  determinar  quién 
escribe  lo  que  escribo." 

Esos  personajes,  en  el  libro  de  Carrasquilla,  nada 
hacen  ó  dicen  ó  piensan  que  merezca  calificarse  de  extra- 
ordinario, ni  mucho  menos,  mas  como  habitualmeüte  no 


í»ii6loqo  XIX 

•prestamos  ateucióu  á,  los  casos  y  vidas  de  esta  clase,  por 
entro  los  cuales  suele  rodar  accidental  ó  permanenteraen- 
to  la  nuestra  propia,  tomándolas  como  manifestaciones 
comunes  do  fenómenos  elementales,  cuando  el  autor  des- 
arma pieza  por  pieza  toda  aquella  armazón,  al  parecer 
sencilla  y  rudimentaria,  nos  sorprende  tan  inesperada 
complicación  de  detalles  y  resortes,  de  propósitos  y  tena- 
cidades, de  expectativas  y  sorpresas,  de"  egoísmos  y  mi- 
serias, de  atavismo  y  deformaciones,  presentándosenos 
todo  como  un  brote  extraño  de  vegetación  exuberante  y 
monstruosa — como  se  llenan  de  detalles  y  complicaciones 
anle  nuestros  ojos  sorprendidos,  los  bichos  más  diminu- 
tos y  á  la. simple  vista  de  conformación  física  más  rudi- 
mentaria, cuando  les  vemos  al  través  de  los  lentes  del 
microscopio — ;  pero  sin  que  podamos  dejar  de  reconocer 
que  asimismo  y  uó  de  otro  modo  es  la  realidad,  que  si 
antes  do  acertábamos  á  formarnos  idea  de  la  complexi- 
dad de  esa  estructura^  culpa  era  de  nuestra  ligereza  y 
prejuicios,  y  que  quien  así  sabe  entender,  analizar  y 
exhibir  todas  esas  reconditeces  ha  hecho  yá  mucho  para 
adueñarse  de  uno  de  los  más  poderosos  y  apreciables  re- 
cursos no  sólo  del  arte  de  la  Novela,  sino  también  del 
dramático. 

El  análisis  que  por  medio  de  bien  calculada  exhibí-  ■, 
ción  hace  Carrasquilla  de  la  sensibilidad  de  sus  protago- 
nistas es  otra  do  las  faces  interesantes  del  libro.  Tal  vez 
en  algunos  capítulos  (v.  g.  el  xx),  recarga  demasiado  los 
colores,  tin  que  esto  sea  yá  necesario  para  ayudar  al 
efecto;  pero  es  la  verdad  que  en  ese  trabajo  despliega 
una  fuerza  de  observación  de  detalles  que,  por  tratarse 
de  animalidades  sorprendidas  en  la  intimidad  de  sus  im- 
presiones, haco  recordar  el  esmero  con  que  Zola  adivina 
y  apunta,  en  Germinal,  las  relaciones  y  confidencias  de 
Batalla  y  Trompeta,  los  dos  caballos  que  bregan  en  cons- 
tante taren  en  el  fondo  de  los  pozos  y  á  lo  largo  de  las 
negras  galerías  de  la  mina. 

Agustín  y  Filomena  quedan  despue's  de  leer  el  libro 
tan  perfectamente  delineados  y  exhibidos,  que  yá  nunca 
los  olvidaremos  ni  los  confundiremos  con  otro  alguno  de 


XS  PRÓLOGO 

los  personajes  que  tengamos  en  Ja  memoria  por  causa  de 
otras  lecturas,  y  no  nos  queda  duda  alguna  de  que  esos 
sujetos,  así,  compuestos  de  todas  esas  pieoecitas  que  sin 
grande  esfuerzo  aparente  de  análisis  sicológico  nos  pre- 
sentó el  autor,  han  existido,  existen  ó  pueden  naturalmen- 
te existir.  Como  personaje  de  segundo  plano,  ni  dema- 
siado visible  ni  demasiado  confuso,  en  una  media  luz  di- 
fícil de  hallar  al  escribir  cuadros  de  esta  especie,  y  que 
con  el  juego  de  él  permite  que  la  acción  se  anime  sin 
complicarse,  Belarmina  no  puede  ser  más  natural.  Cuan- 
to á  César,  tan  meloso  y_cargan te  como  bellaco,  todo  lo 
que  á  este  respecto  pudiera  yo  decir  sería  poco.  Más  mal 
todavía  de  lo  que  á  mi  incapacidad  corresponde  creería 
yo  haber  desempeñado  mi  oficio,  si  no  agregara  que  en 
mi  concepto  casi  todo  lo  relativo  á  los  amores  de  Galita, 
que  ocupa  buenas  páginas  del  libro,  es,  por  lo  excesiva- 
mente diluido,  inferior  al  resto  y  pudo  y  debió  compac- 
tarse y  depurarse  un  tanto. 

La  descripción  de  la  tienda  de  los  prenderos,  la  del 
Valle  de  Medellín,  visto  desde  el  Citcaracho,  y  el  paseo 
que  á  este  último  lugar  hace  César  en  compañía  de  su 
prometida  jamona,  son  capítulos  magistrales,  dignos  de 
la  pluma  de  cualquiera  de  los  novelistas  veteranos  que 
en  este  ramo  de  pinturas,  descripciones  y  relatos  están 
actualmente  enriqueciendo  con  sus  cuadros  la  literatura 
española. 

Mas  no  deja  de  asaltarme  el. temor  de  que  la  obra, 
no  tanto  por  su  crudeza  y  realismo  atrevidísimo,  á  que 
todavía  no  está  acostumbrado  el  gusto  de  la  mayor  parte 
de  nuestros  lectores,  cuanto  por  tratar  de  tipos  y  costum- 
bres esencialmente  antioqueños,  mucho  más  caracteriza- 
dos y  diferentes  de  los  que  se  conocen,  en  condiciones 
análogas,  en  el  resto  del  país,  que  los  de  la  Manuela,  por 
ejemplo,  y  por  usar  en  sus  diálogos  de  modismos,  pro-- 
vincialismos  y  arcaísmos  cuya  significación  escapará  á 
los  que  no  hayan  nacido  ó  vivido  aquí  ó — cuanto  á  los 
últimos— conozcan  las  reliquias  do  vieja  lengua  caste- 
llana que  todavía  se  estilan  en  nuestras  montañas,  sea 
mal  entendida  y  poco  apreciada  fuera  de  Antioquia.   Si 


PRÓLOGO  XXI 

asi  fuere,  lo  sentiré  por  los  lectores  que  no  gocen  del 
placer  de  saborear  una  á  una  las  frases  bárbaras  ó  pin- 
torescas de  nuestro  pueblo.  Y  no  aconsejaré  que,  como 
se  hizo  con  el  Cultivo  del  maíz,  do  Gregorio  Gutiérrez 
(que  es,  probablemente,  en  su  género,  con  la  Lvangelina 
de  Longfellow,  la  más  hermosa  muestra  de  poesía  de  que 
puede  enorgullecerse  la  América),  se  ponga  al  fia  del 
libro  un  diccionario  que  ayude  á  entenderlo:  especie  de 
fe  de  crraííií,  civilizada,  que  poco  ó  nada  sirve  en  la  prác- 
tica, pues  el  lector  que  á  ella  tenga  que  acudir  cada  vez 
que  tropiece  con  una  palabra  ó  una  expresión  cuyo  sen- 
tido no  alcance  á  comprender,  sacará  de  la  lectura  una 
impresión  de  descanso,  interés  y  placer  tan  intensa,  como 
la  del  que,  sin  conocer  el  inglés,  haya,  con  la  ayuda  de 
una  Gramática  y  un  Diccionario,  recorrido  desde  el  prin- 
cipio hasta  el  fin,  leyendo  y  traduciendo,  el  Viaje  senti- 
mental de  Sterne.  ¿  Qué  hacer  en  tal  caso  ?  Pues...  nada  ! 
Y  que  c(  los  qne  tengan  ojos  vean  y  los  que  tengan  ore- 
jas oigan.» 

Así  y  todo,  uo  faltarán  fuera  de  Antíoquia  y  de  los 
numerosos  é  importantes  núcleos  de  población  antioque- 
ña  esparcidos  fuera  de  nuestro  territorio,  quienes  acier- 
ten, por  una  á  modo  de  intuición  del  sentido  común,  á 
comprender  y  saborear  el  de  aquel  lenguaje  lleno  á  las 
veces  de  donaire  y  color  y  otras  lastimosamente  vulgar  y 
pedestre,  así  como  el  de  las_-£cases  y  giros  de  gusto  y 
casta  un  tanto  discutibles  que,  en  casos  excepcionales  y 
nunca  por  ignorancia  ó  descuido  imposibles  de  suponer 
en  quien  con  tanta  donosura  maneja  el  estilo  elegante  y 
la  dicción  castiza,  sino  para  hacerse  más  comprensible 
y  familiar,  suele  usar  el  autor.  Tengo  para  mí  que  tal 
vez  habría  sido  un  desacierto,  desde  el  punto  de  vista  en 
que  éste  debe  situarse,  suprimir  todo  aquello,  cambián- 
dolo por  la  banalidad  de  un  lenguaje  paupérrimo  que, 
palabra  por  palabra,  fuera  comprendido  y  aceptado,  con 
idéntica  apreciación,  por  toda  la  población  de  un  país  en 
que,  por  ser  tan  extenso  como  es,  y  aquélla  tan  rala  y 
deseminada  y  tan  desprovista  de  relaciones  y  comunica- 
ciones, cada  agrupación  tiene  sus  modismos  que  casi  for- 


XXII  PRÓLOGO 

man.  dialectos  en  algunas  remotas  regiones,  complicado 
todo,  allá  por  los  vicios  de  pronunciación  de  loa  negros 
y  acullá  por  los  de  los  indios,  de  modo  que  el  color  local 
del  habla,  que  es  la  mitad  de  la  acción,  se  perdería  á 
trueque  de  que  todos  los  lectores  entendieran  una  rela- 
ción que  como  tal  nada  tiene  de  sorprendente,  y  diálogos 
y  monólogos  cuyo  interés  estriba  en  las  peculiaridades 
del  lenguaje  en  que  están  escritos,  que  es  el  en  que  fue- 
ron hablados.  Y  creo  que  do  dos  males  se  escogió  el 
menor. 

Debiendo  agregar  aquí  que  no  me  guía  en  este  caso 
un  espíritu  de  regionalismo  estrecho  y  egoísta,  sino  im 
sentido  de  aprecio  artístico  muy  defendible ;  sin  que, 
por  otra  parte,  la  tacha  de  regionalista  aplicada  á  tontas 
y  á  locas  me  asuste  demasiado,  pues  sabiendo,  como  creo 
que  sé,  dar  á  cada  factor  de  los  que  familiarmente  mane- 
jan mi  criterio  y  apreciación,  su  valor  justo  y  exacto  y 
profesando  intenso  amor  á  la  patria  colombiana,  no  me 
parece  pernicioso,  ni  menos  peligroso,  que  cada  cual  lo 
tenga  también  en  debida  proporción,  por  el  lugar  en  que 
nació  y  por  las  gentes,  escenas,  costumbres,  paisajes  y 
territorios  con  que  entró  desde  la  infancia  en  más  íntima 
comunicación  y  familiaridad;  y  se  me  alcanza  que  pros- 
cribir y  anatematizar  este  sentimiento  natural  y  respe- 
table, bajo  máscara  de  un  patriotismo  tan  estéril  y  pla- 
tónico como  rimbombante  y  con  innegables  propósitos  de 
explotación,  no  deja  de  ser  tarea  ingrata  y  poco  en  vi- 
diable. 

Si  mis  temores  se  realizan — lo  que  Dios  no  quiera — - 
el  círculo  de  lectores  de  Frutos  de  mi  tierra  se  restringi- 
rá considerablemente,  en  detrimento  de  la  fama  de  Ca- 
rrasquilla; mas,  como  éste  se  halla  en  todo  el  vigor  de  la 
edad  y  ha  tomado  en  serio  la  vida,  es  justo  esperar  que, 
dueño  yá  de  la  popularidad  en  su  terreno  y  con  fuerzas 
sobradas  para  mayores  hazañas,  querrá  buscar  lectores 
y  reputación  fuera  de  nuestras  breñas.  No  dudo  que  ha 
de  lograrlo,  si  para  ello  combina  y  explota  materiales  de 
observación  y  trabajo  que  hoy  más  que  nunca  están  á 
su  alcance. 


rR<5L0GO  XXIII 

Por  el  triunfo  que  ha  de  conquistarle  la  publicación 
de  este  libro,  y  por  los  que,  mediante  Dios  y  su  propio 
esfuerzo,  habrán  de  corresponderle  después,  le  envío  des- 
do aquí  mis  más  cordiales  parabienes.  Todo  nuevo  es- 
fuerzo que  él  haga,  todo  aplauso  que  obtenga,  acrecerán 
la  gloria  de  la  Patria  y  de  Antioquia  y  serán  motivo  de 
regocijo  especial  para  sus  amigos.  Desde  ahora  mo  iden- 
tifico en  pensamiento  con  los  lectores  que  han  de  enten- 
der y  estimar  intonsamente  el  libro  que,  por  distinción 
tan  inmerecida  como  apreciada  por  mí,  me  ha  tocado 
presentar  al  público;  y  ruego  al  ausente  amigo  que,  ex- 
cusando la  pobreza  de  ingenio  y  el  poco  acierto  con  que 
he  desempeñado  la  tarea  — en  la  cual  he  querido  reducir- 
me á  consideraciones  generales  para  dejar  á  los  lectores 
el  placer  de  sorprender,  una  A  una  y  con  su  propio  cri- 
terio, libre  de  todo  prejuicio  nacido  de  ajenas  apreciacio- 
nes de  detalles,  las  bellezas  del  libro, — vea  en  mi  esfuer- 
zo uaa  pequeña  prueba  del  aprecio  cu  que  tengo  su 
obra  literaria,  así  como  una  gratísima  ocasión  de  recor- 
darle mi  antigua  é  invariable  amistad,  ya  que,  felizmen- 
te, puedo  desde  mi  oscuridad  decir  con  el  glorioso  crea- 
dor de  Hamlet  : 

«  /  count  myself  in  nolhing  else  so  happy 
As  in  a  soul  rememherivg  v^y  good  friends.'» 


MedellÍD,  18  de  Enero  de  1896, 

Pedro  Nel  Ospina. 


El  autor  .te  reserva  todos  los  derechos. 


FRUTOS  DE  MI  TIERRA 


POR    LA     MAÑANA 

lOR  la  puerta  que  comunica  el  cuarto  del 
zaguán  con  lojs  corredores  del  patio,  salió 
Agustín  Álzate,  en  camiseta  y  arrastrando 
desaforadamente  las  chancletas  de  tapiz. 

—  Nieves!  Nieveees  ! — gritó  espeluznado  de  la 
pura  incomodidad. 

— Allá  voy,  hermano, — contestaron  de  adentro.   ' 

Agustín  se  paseó  resoplando  y  rascándose. 

Oyóse  á  poco  ruido  de  alpargatas,  y  apareció  en 
el  corredor  una  mujercitaclorótica,  medio  gibada,  del- 
gaducha, cabello  ralo,  cara  que  no  fuera  mala  á  no 
tener  la  boca  torcida,  que  parecía  vieja  y  joven  á  la 
vez,  vestida  con  traje  de  percal  desteñido,  la  cual  rau- 
jercita  traía  una  taza  de  café. 

— No  te  he  mandao,  sinvergüenza, — berreó  él,  con 
los  ojos  brotados  y  zapateando  en  cuanto  la  vio, — no 
te  tengo  dicho  que  no  me  dejes  entrar  las  negras  á  mi 
cuarto? 

— Hermano  ! — exclamó  Nieves  muy  sorprendida. 
— Diónde  saca  usté  eso  ? 


2  Frutos  de  mi   herra 

— De  dónde  ?..,  Vení  negámelol 

— Mi  palabra,  hermano,  mi  palabra  !...  Yo  mis- 
itia  arreglé  el  cuarto....  y  nadie  más  ha  dentrao! 

— Y  entonces,  ¿  por^qué  está  todo  pasao  á  cebolla 
y  á  cocina  ? 

— Eso  es  parecer  suyo,  hermano,  porque  ni  Car- 
raen  ni  ña  Bernabela  han  dentrao. 

— Sí  entraron,  embustera,  porque  una  almuhada 
tiene  un  parche  de  tizne  !...  O  es  que  vos  no  te  lavas 
las  manos  ? 

— Cómo  nó,  hermano  !  Vea —  dijo  mostrándole 
la  palma  de  la  que  tenía  libre. 

— No  te  las  lavas,  cochina  ! — replicó  él  sin  dig- 
narse mirar, — y  por  eso  me  empuercates  toda  la  cama. 

— Vea,  hermano:  ese  tiznao  será  de  otra  cosa.... 
tal  vez  eso  que  se  unta  en  el  pelo.... 

— Quién  te  lo  estaba  preguntando?...  Echa  acal 

Y  le  arrebató  la  taza,  derramando  un  poco  sobre 
las  rebanadas  de  pan. 

— Gass  ! — dijo  él  escupiendo  el  primer  trago,  no 
bien  se  lo  echó. — Esto  es  una  porquería  !...  Esto  está 
humao  !...  Toma  llévate  eso  ! 

— Hermano,  por  Dios  !...  Pero  si  lo  hice  como 
lo  hago  siempre  I...  Si  yo  no  le  sentí  humo  I 

Y  le  recibió  la  taza  y  probó. 

— Desasiada  ! — gritó  él  dando  terrible  zapatazo. 
¿  No  te  tengo  dicho  que  no  me  probés  mis  comidas  1 
Sobrao  tuyo  será  lo  que  me  traes  todos  los  días  1 

— Virgen  santa,  hermano  ! — repuso  Nieves  aga- 
chando la  cabeza. — Usté  sí  que  saca  cosas...!  ¿  No  ha 


/ — Por  la  mañana  3 

visto,  pues,  que  yo  prebo  todo  aparte  ?  Como  no  lo 
quiso,  por  eso  probé....  y  humao  no  está. 
— Quítate  de  mi  vista,  maula! 
— Y  qué  le  parece,  hermano,  que  ahora  no  hay 
más  leche  pa  hacerle  más  café....  ¿Quiere  chocolate, 
pues  ? 

— Nó  !  No  quiero  nada!...  Me  voy  para  un  ho- 
tel, pues  hasta  hambre  se  pasa  en  esta  maldita  casa!... 
Ya  se  ve:  ni  cama  limpia  le  ponen  á  uno  ! 
Nieves  salió  con  las  lágrimas  en  los  ojos. 
— Vení  acá  ! — gritó  él. — Anda  lávate  esas  manos 
pa  que  me  vengas  á  quitar  esas  indecencias  de  lá 
cama  !  Anoche  no  pude  dormir  con  la  ede;ntina.... 
Y  mira:  si  vuelvo  á  encontrar  esos  parches....  ya 
sabes  ! 

Y  el  señor,  pisando  y  resoplando  muy  recio,  vol- 
vióse á  su  cuarto. 

Eran  las  cinco  y  media  de  la  mañana.  Agustín 
abrió  los  cristales  de  los  postigos,  y  la  luz,  filtrándose 
por  el  encaje  blanco  de  las  cortinas,  alumbró  la  es- 
tancia. 

Era  ésta  espaciosa  y  alta;  el  cielo  raso  blanquísi- 
mo y  con  uno  á  manera  de  quinqué,  de  pantalla  opa- 
ca con  tilindajos  de  cristal.  Tapizaba  las  paredes  papel 
de  afelpadas  floronas  y  filetes  doradosj  adornábanlas 
grandes  oleografías,  en  marcos  de  gruesa  moldura,  dora- 
da también, que  representaban,  unas  á  los  soberanos  de 
Italia,  y  otras  á  unos  frailes  alegres  paladeando  sendas 
cepitas  de  lo  añejo.  La  cama,  al  frente  de  la  puerta  del 
zaguán,  con  la  cabecera  arrimada  á  la  pared,  en  medio 


4  Frutos  de  mi  tierra 

de  dos  cómodas  gemelas  y  con  la  mesita  de  noche  á  la 
derecha,  parecía  una  mamá  rodeada  de  sus  hijas;  las 
cuatro,  de  comino  crespo  y  muy  buena  hechura,  hacían 
flux  y  llenaban  el  testero.  El  lado  de  la  calle  lo  ocupaba 
una  tarima, — turquesa  que  llaman  por  aquí, — vestida 
de  lanilla  verde  y  con  cojines  de  lo  mismo,  sobre  la  cual 
están  los  blancos  de  la  cama,  los  almohadones  y  el 
rollo,  ahorcado  con  cintas  en  las  puntas,  todo  de  lino 
y  de  letines^  muy  bien  puesto  y  encarradito,  pues 
estos  trebejos  poco  más  se  usan  acá,  como  no  sea  para 
emperejilar  las  camas.  Por  el  lindero  del  zaguán  sigue 
un  escaparate  de  perchas,  muy  grande  y  mejor  traba- 
jado; después  la  puerta  y  luego  el  lavabo,  que,  fuera 
de  lo  necesario,  tiene  de  cuanto  Dios  ha  criado  en 
frascos,  botes  y  cepillos.  Dos  mecedoras  de  junco, 
«una  mesa  redonda,»  un  reloj  pequeño  de  bronce 
sobre  una  cómoda,  y  un  frutero  de  camargo  sobre  la 
otra,  completan  el  mobiliario,  el  cual  se  asienta  en 
tapiz  envigadeño  de  cabuya,  de  fondo  oscuro,  á  listo- 
nes rojos  y  verduscos. 

Nada  que  huela  á  libro,  ni  á  impreso,  ni  á 
recado  de  escribir.'  Pulcritud,  simetría  y  brillo,  eso  sí, 
por  todas  partes. 

Agustín  vierte  la  jarra  de  porcelana  azul  en  la 
taza  Ídem  de  idem,  y,  con  mucho  estregamiento,  ja- 
bonaduras y  pujidos,  sin  derramar  una  gota,  se  echa 
un  lavatorio.  Después  de  bien  enjugado,  espuma  el 
jabón,  saca  de  un  cajoncito  las  navajas,  se  da  unos 
brochazos  por  la  cara,  infla  el  cachete,  y,  la  navaja 
rapando,  la  esponja  secando,  pronto  está  aquel  rostro 


/ — Por  ¡a  mañana  5 

como  repulido  con  papel  de  lija.  Seca  y  asienta  con 
sumo  cuidado  la  herramienta,  y,  cada  cosa  en  su  es- 
tuche, vuelve  al  cajón  á  alinearse  con  la  equidistan- 
cia y  paralelismo  que  en  todo  pone  Agustín.  De  una 
caja  salen  unas  barras  con  aforros  de  papel  plateado; 
la  dentadura  de  carey  se  mete  por  entre  la  cerrada  y 
rucia  greña;  la  barrita  va  pasando,  va  pasando,  con 
mucha  maña,  por  encima  del  lomo  del  peine,  y  lo 
rucio  se  ennegrece  y  relumbra.  Cuando  Agustín  con- 
sidera que  todo  está  parejo,  toma  otro  peine,  se  apar- 
ta un  tantico,  se  plantifica  ante  el  espejo,  guiña  los 
ojos,  estira  la  trompa,  y  en  la  propia  mitad  se  abre  la 
carrera, — no  muy  blanca  que  se  diga; — peina  á  lado  y 
lado  para  abajo,  ataca  luego  para  arriba,  y  el  copete 
queda  como  sacado  á  pulso.  Siguen  perilla  y  bigote, 
con  pintura,  aceitada  y  afilamiento. 

Primero  faltaría  el  sol  que  esta  operación  cada 
mañana. 

Como  era  día  de  arreglar  el  almacén,  había  que 
ponerse  traje  que  viniera  al  caso,  y  al  efecto,  sacó  del 
escaparate  un  terno  color  de  algarroba,  á  listas  diago- 
nales más  claras,  y  de  saco  á  la  d'Orsay,  pues  xA.gustín 
no  usa  sino  pieza  de  entalle  y  faldas. 

Al  fin,  después  de  muchas  estiradas  de  camisa  y 
apretamientos  de  hebillas  y  tirantes,  guardó  los  pan- 
talones que  cambió, — que  eran  Iosjcon_que  se  levan- 
taba,— les  marcó  el  doblez  á  los  que  se  puso,  cerró 
bien  cómodas  y  escaparate,  alineó  y  puso  en  orden  los 
cachivaches  del  lavabo,  se  cepilló,  se  echó  pestorejos 
y  soplidos  aquí  y  allá,  dio  cuerda  al  reloj  de  oro,  y 


6  Frutos  de  mi  tierra 

después  de  ponerse  el  brillante  sombrero  de  copa,bas 
ton  en  mano,  se  dio  ante  el  espejo  los  últimos  perfiles. 

— Nieves,  camina  arregla  esto  ! — gritó,  una  vez 
en  el  corredor,  con  bronca  voz  de  mando. 

— Allá  voy,  hermano. 

Tomó  el  portante,  camino  del  almacén. 

¡  Tendría  qué  ver  que  en  un  Departamento  de 
Colombia,  la  demócrata,  resultase  alguien  con  aires  de 
realeza  !  Vaya  si  tendría  ! 

Pues  es  que  Agustín  Álzate  tiene  una  tiesura, 
un  sacudimiento  de  cabeza,  un  modo  de  erguirse  y 
contonearse,  y  sobre  todo,  un  pendoleo  de  brazos,  un 
andar  y  un  compás  tan  dinásticos  I 

'  Y  sobre  lo  que  él  se  procura,  el  cuerpo  que  le 
ayuda:  alto  como  un  granadero,  cenceño  como  un  ve- 
nado, el  ojo  pardo  y  saltón,  largo  el  pescuezo,  nariz 
medio  corva,  ensanchada  á  toda  hora  y  como  aspiran- 
do malos  olores,  boca  desdeñosa,  entrecejo  fruncido, 
dientes  montados  en  oro,  bigotes  á  lo  Napoleón  III, 
cetrina  la  color  y  un  tanto  rugosa  y  acartonada  la  piel. 
Destellos  de  azabache  lanza  su  becerruno  calzado;  á 
su  ropa,  flamante  siempre,  ni  leve  peluzilla  se  le  pega, 
ni  átomo  de  polvo  la  empaña;  su  camisa,  última  ex- 
presión de  lo  niveo,  parece  tallada  de  puro  tiesa.  Gas- 
ta en  sus  palabras  la  concisión  del  magnate;  no  cede 
la  acera  al  más  pintado;  echa  á  codazos  al  que  se  la 
disputa,  y  se  pasa  á  la  opuesta  por  no  darla  á  las  se- 
ñoras; no  saluda  á  nadie;  mira  á  pocos,  y  á  esos  de 
mala  cara.  No  tiene  más  relaciones  que  las  comercia- 
les; no  fuma;  llueva  que  truene,  se  baña  á  las  cuatro; 


I — Por  la  mafiaua  *7 

en  su  casa  le  llaman  «  Agusto,»  y  los  sastres  le  tiem- 
blan, porque  no  hay  obra  que  le  satisfaga. 

Nieves  entró  á  la  pieza,  armada  de  la  escoba  de 
esparto  para  barrer  paredes,  del  cepillo  encabado  para 
escobillar  el  tapiz,  y  del  trapo  sacudidor.  Aunque  no 
había  para  qué,  sacudió  por  los  rincones  y  por  detrás 
de  los  cuadros;  cepilló  luego  hasta  sacar  la  tongada  al 
corredor;  por  sí  ó  por  nó,  pasó  el  trapo  por  las  cubier- 
tas de  hule  de  cómodas  y  mes^;  azotó  el  mobiliario, 
y,  por  último,  estregó  la  gran  luna  del  espejo  y  sopló 
el  lavabo,  sin  tocar  las  menudencias,  porque  le  estaba 
prohibido. 

— I  Hoy  como  que  amaneció  el  Cónsul  con  el 
güevo  ? — chillóla  voz  áspera  de  una  mujer  que  entra- 
ba al  cuarto. 

— Sí,  Minita, — contestó  Nieves  quitando  la  funda 
del  tizne;  hoy  está  con  la  vena  ! 

— De  la  cama  le  oí  los  berridos  á  ese  grosero...  Y 
qué  fue  lo  que  le  aconteció  ? 

— Pues  nada,  holita  ! — repuso  laarregladora  mos- 
trando la  tnnúdi. — Vé:  por  este  suciecito  fue  todo...!  y 
que  no  durmió  por  eso,...!  Y  de  bravo  se  le  metió  que 
el  café  estaba  humao  !...  |  Ave  María  !  es  que  es  tan 
trabajoso  ! 

— Y  vos  tan  oveja....  que  te  la  dejas  pinchar  de 
estos  demonios  I...  Te  tratan  pior  que  á  mí,  que  es 
cuanto  se  puede  decir  !..  y  no  te  vale:  mientras  más 
te  cargan,  más  te  les  agachas  I 

— Pero  yo  qué  voy  á  hacer,  holita  }  si  le  contes- 
to á  mi  hermano,  pior  se  pone.  Y  qué  saco  con  eso  ? 


8  Frutos  de  mi  tierra 

Mi  hermana  también  es  trabajosa  á  ratos....  pero  mas- 
que tienen  sus  cosas  malucas,  ellos  siempre  son  for- 
males con  nosotras,  y.... 

^No  te  digo,  ala  ? — interrumpió  Minita  furiosa. 
— Si  vos  sos  un  tronco  de  carne  con  ojos  !  Mostrame  á 
ver  cuál  es  la  formalidá..,. Vamos  á  ver:  mostrámela  ! 
Nos  tratan  como  muías  de  carga  !...  Nos  mantienen 
pisadas!  (haciendo  ademanes  de  machucar).  Y  que 
les  sirvamos  de  rodillas!...  Esa  es  la  formalidá  que 
les  encontrás  !  A  mí  me  tienen  tan  jaita,. tan  desespe- 
rada estos  malditos...! 

— Ave  María,  Minita!  Usté  si...! 

— Vos  qué  otra  cosa  vas  á  decir,  almártaga  !  Si 
vos  tenes  la  culpa  de  todo  ! 

Nieves  no  replicó,  porque  sabía  que  Mina  (dimi- 
nutivo tierno  de  Belarmina),  en  tocando  este  punto, 
yá  no  estaba  en  sus  cabales. 

Era  la  señorita  Belarmina  larga,  huesosa  y  alam- 
brada, los  brazos  nudosos  como  rejos  tiesos,  los  hom- 
bros encaramados  y  contraído  el  pecho,  la  cara  angu- 
losa y  juanetuda,  chapas  pintadas,  ojazos  profundos,. 
de  mirar  cortante,  nariz  pico  de  loro,  boca  hundida, 
dientes  calzados  con  amalgama,  voz  como  graznido, 
y  capid  indómita  y  flechuda. 

En  la  mañana  de  que  se  trata  vestía  traje  de  mu- 
selina que  fue  negra,  muy  raído  y  roto  por  los  codos ; 
calzaba  chinelas  de  pañete,  no  muy  nuevas;  y  como 
se  agitaba  tanto,  parecía  una  gallinaza  en  riña. 

La  cual,  viendo  el  silencio  de  Nieves,  exclamó  al 
fin: 


1 — Por  la  mañana  9 

— Bien  haces  en  fruncirte  el  pico,  animal  !  Ya  se 
ve:  vos  qué  ?...  Para  vos  lo  mismo  es,  con  tal  que  les 
lambas. 

Tampoco  contestó,  y  Mina  agregó: 

— Valiente  vida  !...  No  sé  cuál  me  tiene  más  éti- 
ca, si  el  viejo  ola  bollona.  Allá  veres:  hoy  es  el  día 
de  las  bullas  con  el  misté;  allá  veres  que  el  Cónsul  nos 
va  á  tragar  !  Es  decir....  ni  las  cocineras;  porque  las 
cocineras  el  día  que.se  aburren  se  largan. 

En  el  corredor  se  oyó  un  ruido  entre  carraspeo 
y  tos,  y  luego  zumbido  de  faldas  y  pisadas.  La  despe- 
chada Mina,  en  cuanto  lo  oyó,  puso  punto  en  boca  y 
salió  apresurada,  á  tiempo  que  una  señora  entraba, 

— Nieves, — dice  ésta  en  tono  reposado: — apenas 
arregle  aquí,  póngase  á  arreglar  la  sala,  y  quite  las 
fundas,  que  mañana  me  dijo  mi  siá  Chepa  que  venía. 

— Bueno,  hermana, — contestó  Nieves  muy  humil- 
de, á  la  vez  que  alisaba  el  tendido  de  la  cama  y  forma- 
ba bien  las  esquinas  de  los  colchones,  según  el  man- 
dato expreso  de  Agustín. 

— Hacele  bien  hechas  las  punticas:  si  no,  te  come 
aquél  ! — dijo  la  señora,  muy  sonreída,  al  ver  el  cuida- 
do que  Nieves  empleaba  en  la  operación. 

— Figúrese  cómo  es  él  de  discontento  ! — contestó 
ésta  alzando  la  cabeza,  como  iluminada  de  repentina 
alegría. 

No  era  para  menos,  que  yá  se  estaba  temiendo 
que  su  hermana  se  levantara  también  «en  el  rucio,j^ 
como  los  otros;  y  cuando  esto  sucedía,  que  no  era 
pocas  veces,  quedaba  á  tres  fuegos  esta  alma  de  Dios. 


10  Frutos  de  mi  tierra 

La  señora  se  dirigió  al  corredor  de   la  cocina,  en 
busca  del  chocolate. 

Por  lo  gordota,  cogotuda  y  campante,  bien  se  co- 
nocía que  la  señora  «  vendía  al  contado  » :  el  talle  cor- 
to, rollizo  y  papujado  lo  ceñía  un  saco  de  linón  blan- 
co, con  golas  de  franja  y  listicas  caladas;  desde  el  re- 
meneante y  altísimo  caderamen  pendía  y  se  desparra- 
maba en  amplios  pliegues  una  falda  de  lanilla  azul 
fuerte,  bajo  la  cual  se  agitaba  un  torbellino  de  almi- 
donados trapos.  Eran  los  brazos  molledones  y  tron- 
chos, las  manos  pompas  y  con  muchas  sortijas.  El 
rostro,  pintoresco  en  sumo  grado:  de  la  papada  al 
remate  de  la  frente,  y  de  oreja  á  oreja,  capa  heroica 
de  polvos;  en  cada  moflete,  encendido  parche  de  vi- 
nagre rojo;  arribita  del  labio  superior  y  á  la  izquierda, 
un  lunar  de  relieve  con  pelos;  cejas  abundantes  y 
muy  bien  engrasadas;  ojos  ígneos,  negros  y  rasgados, 
llenos  de  juventud,  que  lo  mismo  se  humedecían  que 
chispeaban  á  la  menor  causa;  nariz  chata  y  bronca; 
labios  gruesos,  hendido  el  superior,  que,  con  su  exce- 
siva movilidad,  dejaban  ver  unos  dientes  amarillentos, 
bien  conservados  y  parejos.  Lustrado  con  betún  pa- 
recía el  pelo,  que  se  torcía  detrás  de  las  orejas,  for- 
mando dos  riscos  adelante,  se  atrincaba  atrás  en  dos 
trenzas,  para  cruzarse  en  abultada  moña,  rellena  de 
elementos  extraños.  Tiene  abajo  del  cogote  un  morri- 
to  de  grasa;  una  sarta  de  corales  chamizudos  en  la 
llena  garganta;  dos  sortijas  de  pelo, — de  esas  que  lla- 
man cachacos, — en  cada  sien;  zarcillos  de  pensamien- 
to con  centro  de  piedra;  y  sobre  la  moña  una  peineta 


/ — Por  la  mañana  11 

cartagenera  que  en  letricas  de  oro  reza:  (t  Filomena 
Álzate  í. 

Con  el  último  trago  del  chocolate  se  levantó  Fi- 
lomena y  sacó  del  bolsillo  del  traje  un  portamonedas 
de  mallas  de  acero. 

— Tomá,hole, —  dijo  dirigiéndose  á  Mina  y  po- 
niéndole en  la  mano,  según  iba  enumerando:  — Los 
tres  riales  para  el  misté  de  Agusto;  los  dos  para  los 
güevos... . 

Y  que  tanto  para  lo  uno,  y  que  cuánto  para  lo  otro, 
y  que  un   real  para  aguacates,  hasta  completar  doce. 

— Con  esto  no  alcanza,— objetó  Mina. — No  hay 
sino  maiz  y  frisóles:  de  todo  lo  demás  hay  que  com- 
prar, hasta  dulce  ! 

— Pues  ai  te  encimo  dos  riales. 

— Tampoco  hay:  ¿no  sabe  que  todo  está  muy 
caro? 

— Pues  usté  verá  cómo  hace,  pero  más  no  le  doy. 
¡Imposible  aguantar  un  platal  todos  los  días  ! 

— Pues  verá  que  no  alcanza. 

— ¿  Y  cómo  á  Nieves  sí  le  alcanza  ? 

— Es  que  esta  semana  está  más  caro  todo  I 

— Aunque  esté. 

Y  sin  más  replicar,  se  retiró  Filomena  remeneán- 
dose; envolvióse  en  un  a  pañolón  de  abrigo,»  apiza- 
rrado y  con  chillona  guarda  coloiada,  y,  contoneo  va 
y  contoneo  viene,  tomó  la  calle,  pues  la  señora  era 
comercianta  ó  cosa  así. 

Ella  que  sale  y  Mina  que  se  dispara  al  cuarto,  ex- 
clamando: 


12  Frutos  de  mi  tierra 

— Vé  las  cosas  de  aquella  hambrienta  !  —  y  tiró 
los  reales  sobre  la  cama. —  Dizque  ridículos  catorce 
ríales  para  hacer  hoy  el  mercao!...  Y  vos  tenes  la 
culpa,  so  atembada,  que  te  pones  á  tásales  el  chimbo 
á  estos  lambrañas  ! 

— Vea,  Minita,no  se  confunda...  Cómpreles  á  ellos 
sus  cuidos,  que  ai  comemos  nosotras  cualquier  cosa. 

— Esto  es  lo  que  más  injuria  me  da  ! — chilló  Be- 
larmina  agarrando  á  la  otra  por  el  pelo  y  tirando  á 
toda  gana. — ¡  Esta  animal  de  cuatro  orejas  !...  Como 
los  tenga  bien  jartos,  aunque  nosotras  vivamos  muer- 
tas de  hambre  !  Ai  te  dejo  tus  catorce  riales  pa  que 
hagas  vos  el  milagro. 

— Sí,  Minita,  no  se  noje  por  eso,.  .  ¿  No  le  he 
dicho,  pues,  que  yo  le  despacho  á  Carmen  masque  no 
sea  semanera  ?  Vayase  tranquila  á  su  costura. 

Nada  tranquila  que  salió. 

Por  orden  superior,  emanada  de  Agusto,  las  dos 
se  alternaban  por  semanas  en  el  desempeño  de  la  casa, 
tocándole  á  la  una  arreglo  y  aseo,  y  á  la  otra  lo  refei- 
rente  á  comida.  Despachar  lo  último  llamaban  ellas  ser 
semanera;  pero  casi  siempre  Nieves  lo  hacía  todo,  si 
bien  Mina  era  la  responsable  en  su  ramo  y  período 
respectivos, 

Luego  que  el  cuarto  de  Agustín  quedó  como 
unas  platas,  salió  Nieves  para  la  despensa,  en  donde, 
ayudada  de  un  puñado  de  maíz,  que  era  su  aritméti- 
ca, ajustó  con  Carmen  el  negocio  de  la  compra. 

En  seguida  se  cogió  el  cabello,  á  todo  correr;  se 
medio  lavó,  y,  con  los  útiles  del  caso,   dejando  en  la 


/ — Por  la  mañana  18 

puerta  las  alpargatas,  para  no  ensuciar  el  tapiz,  en- 
tró á  la  sala. 

La  cual  se  abría  los  domingos,  sin  que  la  viesen 
más  que  les  transeúntes  que  ojeaban  por  las  ventanas,  y 
doña  ChepaMiranda, única  persona  quevisitabala  casa. 

Tiene  el  salón  dos  ventanas  á  la  calle,  puerta  á 
la  pieza  que  tan  impropiamente  llamamos  antesala, 
y  la  de  entrada  ;  las  cuatro  con  cortinas  caladas  de 
dibujos  color  de  calostro  y  fondo  granate,  colgadas  de 
una  tira  de  latón  dorado  con  relieves,  recogidas  en 
ganchos  de  flores  de  loza  y  atadas  con  cordones  re- 
matados en  borla.  El  cielo  raso  tiene  friso  y  tres  rose- 
tones de  estuco,  y  cada  rosetón  una  bomba  color  de 
rosa.  El  papel  es  rojo  con  arabescos  de  oro.  Pegados 
á  las  paredes  se  atoran  un  juego  compuesto  de  doce  si- 
lletas, cuatro  sillas  y  dos  divanes,  de  madera  negra  y 
acolchado  de  seda  encarnada,  y  cuatro  consolas,  ne- 
gras asimismo,  de  estilo  rococó  y  con  muchas  calco- 
grafías de  nidos  y  pajarracos.  Correspondiendo  á  cada 
una  de  aquéllas,  y  ligeramente  inclinado,  cuelga  un 
espejo  oval,  de  una  vara  de  altura,  con  marco  gordo, 
dorado  y  copetudo.  En  el  centro,  mesa  oblonga,  her- 
mana de  las  consolas;  tapiz  de  pelo,  con  medallones 
rojos  y  festones  de  margaritas,  añadido  en  cuatro  tiros 
y  medio.  Todo  nuevo,  puesto  á  codal  y  escuadra,  con 
esa  afectación,  esa  simetría  sistemática  que  quita  á  los 
muebles  su  lenguaje  é  imprime  á  las  habitaciones 
cierto  aire  de  arreglo  de  iglesia. 

Ocho  diosas  de  yeso,  convertidas  en  payasas, 
adornan  las  consolas.  «Pues  no  ve  ?  Agusto  que  fue 


14  Frutos  de  mi  tierra 

á  comprar  esas  monicongas  tan  indecentes  !  i»  y  á  Fi- 
lomena le  dio  tantísima  vergüenza,  que  vino  en  po- 
nerles enaguas  depercalina  rosada  y  amarillas  gorgne- 
ras de  linón.  ¡Bonita  es  ella  para  desnudeces  griegas! 

En  medio  de  cada  par  de  divinidades  se  levanta, 
de  entre  jardinera  de  porcelana,  un  frutero  de  catnar- 
go,  con  pintura  de  carmín,  ocre  y  verdacho,  fabricado 
por  Agusto  y  Nieves;  sobre  la  mesa  central,  otro  al- 
tísimo y  puntiagudo,  de  igual  material  é  igual  proce- 
dencia, i  Cuidado  no  los  picoteen  el  par  de  toches  di- 
secados que  se  están  posaditos  en  los  ganchos  del  cor- 
tinaje de  la  antesala  ! 

Pasó  Nieves  á  esta  pieza.  De  Dios  y  su  santa 
ayuda  había  menester  para  sacudir  y  volver  á  ordenar 
todo  aquello.  Dos  mesas  y  una  cómoda  atestadas: 
cofrecitos  de  conchas,  perritos  de  loza,  platicos  de 
cristal,  copas,  florerillos,  canastillas  de  perfumería  y 
otras  cien  cositas  más. 

Todos  los  prodigios  de  la  paja  de  trigo,  de  la 
viruta,  del  helécho,  enmarcando  láminas  realeras, 
formando  las  más  extrañas  creaciones,  se  apeñuzcan 
por  ahí  en  las  paredes.  Cascaras  de  huevo  forradas  en 
junco,  con  muñequitos  recortados,  y  unidas  en  racimo, 
•también  hay;  y  canastillas-avisos  de  la  Emulsión  de 
Scott,  de  á  cuatro  ó  cinco  en  sarta,  también;  y  alma- 
naques de  la  misma  Emulsión. 

En  el  centro  de  todo,  cual  cometa  en  constelado 
firmamento,  se  destaca,  allá  sobre  la  cómoda,  la  vera 
efigie  de  Agusto,  de  tamaño  natural  y  de  medio  cuer- 
po. La  valiente  brocha  de  Palomino  lo  representó 


/ — Por  la  mañana  15 

sentado,  en  actitud  meditabunda:  la  siniestra  mano 
empuña  el  bastón,  mientras  la  diestra,  cuyo  corres- 
pondiente codo  se  apoya  en  un  mueble  tendido  de 
damasco  carmesí,  sostiene,  á  lo  Julio  Arboleda,  la 
egregia  cabeza  y  ostenta  la  gran  sortija  de  esmeralda. 
Del  escotado  chaleco  pende,  en  majestuosa  onda,  la 
leontina,  que  le  costó  á  Agustín  trescientos  pesos. 

En  el  costurero^  donde  jamás  sé  cose,  baja  un 
poco  el  tono,  si  bien  continúan  la  Emulsión  y  la  paja: 
«  Esteras  antioqueñas  »,  unidas  con  trenza;  par  de 
turquesas,  de  percal  rojo,  con  sus  respectivos  cojines; 
taburetes  de  vaqueta  pintada  y  con  grabados  ilumi- 
nados que  suponen  la  historia  de  Colón  ;  almohadi- 
llas,— dormilonas  que  decimos  por  aquí, — pendiente? 
de  tres  cordones  y  á  dos  metros  de  altura,  formando 
ringlera  con  unas  muñecas  muy  galanas,  aseguradas 
del  pescuezo;  una  jaula  verde  con  canario,  colgando 
de  la  puerta-ventana;  crochet  en  los  taburetes,  cro- 
chet en  los  cojines,  crochet  en  las  dormilonas. 

Sigue  después  el  cuarto  de  Filomena,  que  es  muy 
lujoso;  luego  el  de  Mina  y  Nieves,  con  sus  camitas 
de  comino,  tendidas  con  colchas  de  muestrarios  de 
percal,  con  un  San  Antoñito  pesetero  y  una  Dolorosa 
á  la  cabecera  de  Nieves,  y  con  dos  baúles  y  unos  ca- 
jones vestidos.  Sigúele  el  <r  cuarto  del  rebrujo  y>,  con 
mucho  coroto  y  mayor  orden.  Allí  está  la  máquina 
de  coser,  del  número  8,  que  les  regaló  Filomena  á  alas 
muchachas  d,  con  tal  que  le  hicieran  los  trajes  y  de- 
más costuras  de  la  casa.  Allí  cose  Mina,  y  Nieves  re- 
mienda y  apedacea  medias. 


1 6  Frutos  de  mi  tierra 

Da  este  cuarto  á  un  pequeño  corredor,  donde 
esíkel  aguamanil  de  veidad;  al  corredor  sigue  un 
patiecito,  con  el  baño  en  la  mitad,  rodeado  de  «azuce- 
nos  de  Obando  »  y  con  una  rosa  canaria  enredada  en 
las  tapias. 

Barridas  y  arregladas  estas  piezas,  tornó  Nieves 
al  aseo  de  los  corredores  principales,  que  son  muy  es- 
paciosos y  alegres:  tiestos  con  matas  en  los  bordes; 
guardabrisas  entre  poste  y  poste;  las  paredes,  cubier- 
tas con  papel-mármol  y  zócalo  de  balaustrada;  Suiza 
y  el  Tirol,  en  hermosos  paisajes,  prendidos  con  cinta 
roja  y  estoperoles  de  cobre  ;  el  patio,  de  menuda  pie- 
dra y  levantado  en  forma  elíptica,  luce  en  el  centro 
una  columna  coronada  por  un  jarrón,  en  cuya  cuenca 
medra  deshecha  en  ramos  una  «  yedra  de  San  Juan,» 
ia  más  hermosa  de  nuestras  flores. 

Al  través  de  los  vidrios  de  la  ancha  puerta  del 
comedor  se  ve  una  mesa  con  apéndice  en  figura  de  meri- 
diano en  los  extremos,  tendida  de  alemanisco;  en  la 
mitad,  un  taller  giratorio,  vacío  y  virgen ;  una  frutera  á 
cada  lado,  con  algunas  naranjas  lamosas  y  sendas  pinas 
pudriéndose;  seis  servilletas  arrolladas  en  sus  aros, 
puestas  simétricamente;  dos  aparadores  con  mucha 
cristalería,  virgen  también;  dos  cómodas  adheridas  á 
la  puerta-vidriera,  donde  se  guarda  la  incólume  vajilla; 
y  tres  bombas  que  no  conocen  vela.  Porque  el  comedor 
es  para  que  se  vea:  el  de  verdad  estáatrás,  en  el  corredor 
de  la  cocina:  una  mesa  cualquiera,  tendida  ó  sin  tender, 
donde  comen  Agustoy  Filomena  y  algunas  veces  Mina, 
que  lo  que  es  la  otra,  yanta  siempre  junto  al  fogón. 


I^Por  la  mañana  17 

La  casa,  toda  de  comino,  con  muy  buenas  cerra- 
duras, estÁ  pintada  de  verde,  con  filetes  de  otros  colo- 
res, y  de  «  imitación  madera  crespa  »  en  los  tableros 
de  las  puertas,  exclusive  la  del  comedor  y  las  interio- 
res, que  están  barnizadas. 

El  esmeradísimo  aseo,  el  arreglo  prolijo,  caracte- 
rísticos de  Medellín,  brillan  en  esta  casa  desde  la  pe- 
sebrera hasta  la  calle,  del  callejón  de  a  la  puerta  falsa» 
al  lindero  opuesto. 

Es  muy  central:  en  el  riñon,  como  quien  dice: 
Calle  de  las  Queseras  del  Medio,  número  iii. 

Y  antes  de  enredarnos  con  esta  gente,  será  bien 
dar  un  salto  atrás,  á  fin  de  cogerla  desde  sus  pañales. 


II 


HISTORIA      ANTIGUA 


A  seña  Ménica  Seferino  quedó  viuda  del  maes- 
tro Álzate,  con  una  runfla  de  siete  mucha- 
chos y  una  casita  de  mala  muerte  por  único 
patrimonio. 

Como  no  era  hembra  de  lloriqueos  ni  pataletas, 
pronto  se  dejó  de  lutos,  y  emprendiólas  con  el  traba- 
jo. Con  la  labia  que  Dios  le  dio,  logró  sonsacarle,  en 
calidad  de  préstamo,  dos  onzas  á  un  su  compadre.  Al- 
quiló un  oficial  de  carpintería,  y,  con  cuatro  tablas 
viejas  y  unos  cajones  de  pino,  trasformó  la  sala  en 
tienda,  de  la  noche  á  la  mañana.  Fuese  al  mercado  é 
hizo  una  compra  por  lo  grande,  consiguiendo  además 
que  le  fiaran  un  tercio  de  harina  y  una  damajuana  de 
aguardiente:  pues  al  mes  ya  teníala  pulpería  comple- 
tamente montada.  Puso  á  Onofre,  el  mayor  de  los 
tres  muchachos,  á  asistir  la  venta,  en  tanto  que  ella 
y  Juanita,  la  mayor  de  las  niñas,  se  andaban  por  la 
cocina,  hinchendo  tripa,  moliendo  cacao,  y  en  aquel 
brete  de  amasijo  y  horno.  Al  cabo  de  cuatro  meses 
había  comprado  todos  los  enseres  del  oficio  y  hecho 
construir  dos  monumentales  chiqueros,  en  los  que 


// — Historia  antigua  19 

aprisionó  cuatro  puerquitos.  Comprometióse  con  todo 
el  barrio  á  pilar  un  mundo  de  maíz,  á  trueque  del 
afrecho  y  la  aguamasa;  se  hizo  á  un  par  de  pilones, 
y  cátame  á  los  zarrapastrosos  chiquitines  pegados  de 
las  manos  de  pilón,  suda  que  suda  la  gota  gorda  y 
haciendo  pucheros;  pero  con  el  genio  y  el  rejo  de 
la  seña  Mónica  no  había  remilgos. 

El  cuento  del  ventorrillo  y  los  puercos  prospera- 
ba que  era  una  bendición,  y  la  empresaria,  encariña- 
da con  el  lucro,  quiso  dar  ensanche  al  negocio.  Sacó 
la  hucha,  que  yá  tenía  <r  á  plan  de  baúl,»  y  contrató 
quién  le  hiciera,  en  todo  el  largo  del  corral,  una  me- 
dia-agua, á  tejavana,  con  su  canoa  y  una  veintena  d-e 
argollas,  empotradas  en  la  pared.  Hizo  clavar  en  el 
corredor  del  patio  una  hilera  de  palitos  numerados,  á 
modo  de  percha,  y  luego  dio  aviso  verbal  á  todo  el 
que  llegaba  á  su  tienda  de  que  cuidaba  bestias  y  guar- 
daba monturas,  á  real  y  medio  el  día.  Divulgada  la 
noticia,  principia  el  efecto. 

Agustín,  el  mediano,  que  corría  con  el  arreglo 
de  escobas  para  el  horno,  con  pilada  y  lavado  de 
maíz,  fue  promovido  á  las  altas  funciones  que  la  nue- 
va industria  reclamaba,  con  obligación  de  hacer  la 
chicha  y  los  mandados;  y  Pedrito,  el  menor,  quedó 
en  reemplazo  de  Agustín. 

¡  Y  qué  hábil  y  metódico  resultó  éste  i  jamás  el 
freno  de  Juan  se  le  trocó  por  el  de  Diego;  la  yerba  y 
caña,  repartidas  por  alquitara;  enviárale  Dios  bestias, 
que  dónde  acomodarlas  no  faltaba.  Pues,  y  la  chicha  "i 
Y  eso  de  ponerse  en  un  credo  en  la   plaza  y  volver 


20  Frutos  de  mi  tierra 

con  aquel  costal  de  compras?...  con  ser  que  el  pobre 
no  estaba  muy  católico  de  pies,  que  con  las  andanzas 
y  trasteos  por  la  pesebrera,  lo  cogieron  las  niguas  por 
su  cuenta  y  no  lo  dejaron  en  paz  hasta  pararle  los 
dedos  y  tumbarle  las  dos  uñas  grandes;  y  ni  la  hiél 
de  vaca,  ni  el  sebito  caliente,  ni  la  otoba,  fueron 
parte  á  que  sanase;  pero  así,  patojito  y  todo,  se 
despachaba  á  las  volandas. 

A  más  de  los  cinco  ó  seis  pesos  que,  entre  los 
martes  y  los  viernes, — días  de  mercado, — dejaba  el 
cuido  de  caballerías  y  la  guarda  de  monturas,  ocasio- 
nó esta  industria  la  venta  de  almuerzos  á  las  gentes 
que  venían  á  vender.  Por  real  y  medio  daba  la  seña 
Mónica  ajiaco,  tamal  y  tazón  de  un  brevaje  compues- 
to de  cacao,  mucha  harina  de  maíz  y  su  poco  de  hí- 
gado de  res.  Era  cosa  de  quedar  rendida  de  ser- 
vir, soplar  y  batir;  mas  no  de  llevar  la  paga  al  bol- 
sillo. 

Como  á  la  gente  principal  del  barrióse  le  antoja- 
se probar  los  guisos  de  la  seña  Mónica,  quiso  ésta  dar- 
les gusto,  y  los  domingos  les  vendía  de  lo  bueno.  Y 
qué  almuerzos  !  Todavía  se  recuerda  con  gastronómi- 
co deleite  el  espesor  de  aquel  mondongo,  la  suculen- 
cia de  aquellos  tamales  !... 

Entre  las  pesebreras,  la  cocina  y  el  ventorrillo, 
fue  creciendo  la  familia,  arrullada  por  el  lucro;  y  al 
verlos  á  todos  tan  espigaditos,  hizo  Mónica  su  calave- 
rada: compróles  giiacintofies  de  cordobán,  trajes  de 
muselina  y  ajuar  de  oír  misa  á  Juanita  y  Nena,  y 
muda  entera  á  Onofre  y  Agusto.  ¡  Qué  feliz  se  sintió 


II — Historia  antigua  21 

el  caballerizo  cuando  estrenó  ese  atavío,  suyo  desde 
nuevo !  ¡  Cómo  bendijo  la  industria  copacabaneña 
cuando  vio  ocultarse  bajo  la  capellada  del  alpargate 
los  estragos  de  la  nigua  i 

Al  relegar  aquellos  nefandos  pantalones  de  dril, 
que  tanto  tormento  le  dieron  á  causa  de  los  boquero- 
nes de  la  rodilla  y  de  los  anteojos  de  las  posas;  al 
contemplarse  tan  peripuesto,  digo,  se  dio  cuenta  de 
la  dignidad,  de  la  grandeza  del  varón.  Con  la  mugre 
y  los  remiendos  cayó  la  venda.  ¿  Cómo  había  vivido  él 
diez  y  siete  años  con  aquellos  andrajos  ?  ¿Pensaría  su 
madre  que  eso  iba  á  ser  para  los  domingos  solamente.'* 
Eso  sí  que  nó!  vestirse  siempre  muy  bien,  como  él 
se  merecía.  Pues  no  faltaría  más  que  volver  á  usar 
esa  ruana  bogotana  que  se  arrollaba  por  las  puntas 
como  hoja  de  plátano  1  Eso  para   el  bobo  de  Onofre. 

Había  de  ser  Agusto  el  Narciso  de  los  Alzates,  y 
éste  fue  el  primer  preludio. 

Desde  ese  día  paró  moña,  y  ¡  adiós  chicha,  man- 
dados y  pesebrera  !  Cada  rato  armaba  un  lío  con  la 
seña  Mónica,  hasta  que  declaró  que  lo  que  él  quería 
era  botas.  Túvolo  ésta  por  loco  rematado,  y  en  verdad 
que  botas  en  esos  tiempos,  y  en  mozo  de  la  laya  de 
Agustín,  era  para  asustar;  pero  tanta  jeta  estiró  él, 
tanto  descuidó  sus  deberes,  que,  para  ver  de  endere- 
zarlo, accedió  ella  y  contrató  unos  borceguíes  con  el 
maestro  Caleño,  zapatero  popular  en  ese  entonces. 

No  fueron  así  no  más  las  torturas  y  fatigas  con 
la  tal  invención.  Otro  hubiera  dado  al  diablo  con  los 
cueros  esos;  pero  al   Agusto  no   lo  apearon  de  las 


22  Frutos  de  mi  tierra 

suelas  ni  los  repelones,  ni  el  agua-sangre  que  mana- 
ban las  sacaduras^  ni  la  rechifla  de  los  muchachos 
cuando  lo  veían  patojín  patojeando,  «  con  las  niguas 
en  el  oscuro.»  A  todo  se  sobrepuso:  por  sobre  ascuas 
y  espinas  era,  pero  daba  los  primeros  pasos  hacia  el 
ideal  que  perseguía. 

Con  tales  aprietos  empeoró  tanto,  que  la  seña 
Mónica  estuvo  «  á  cantos  de  coger  el  monte.» 

— Liaseguro  que  el  patojo  éste  me  está  quitan- 
do la  vida  ! — exclamó  una  vez  con  amargor  maternal. 
— ¿  Pero  qué  es  lo  que  querés,  enemigo  malo  ? 
-~\  — Lo  que  quiero  es  que  busté  me  ponga    una 

tienda  á.^  solo, — replicó  Agusto  en  tono  imperioso. 

— Vean  este  sofístico  !...  ¿Y  diónde  diajos  saco 
yo  plata  "i 

— Del  baúl  I...  O  si  no,  fíe:  harto  créito  tiene! 

— Un  veneno  pa  vos  ! ... — rugió  la  madre. 

— Pues  antós  me  largo  !... — rugió  el  hijo  salien- 
do apresuradamente,  á  pesar  del  calzado. 

La  seña  Mónica  se  quedó  amarilla:  por  vez  pri- 
mera se  le  soliviantaba  alguno  en  esa  casa  donde  su 
voluntad  era  ley. 

El  enojo  materno  se  deshizo  en  llanto.  Con  los 
ojos  escaldados  aún,  tercióse  el  pañolón  y  tiró  calle 
abajo,  en  busca  de  su  compadre  Juancho,  el  de  las  dos 
onzas.  Dos  horas  después  volvía  serena. 

— Anda  búscate  aquel  caviloso  y  decile  que  á  yo 
que  venga, — dijo  á  Onofre,  no  bien  entró  á  la  casa. 

No  se  andaba  Agustín  por  los  antípodas:  á  la 
vuelta  de  la  esquina  lo  encontró  Onofre,  dándole  pa- 


// — Historia  antigua  23 

Hque  al  herrero.  Llegóse  á  su  madre  con  aire  de  ge- 
neral á  quien  el  enemigo  pide  capitulaciones. 

— Mira,  muchacho, — le  dijo  ella, — no  me  ator- 
mentes I...  Sentate  yo  te  cuento:  yo  no  tengo  plata, 
como  vos  pensás ;  pero  mi  compadre  Juancho  te  abre 
créitos  para  que  pongas  la  tienda.  Pero  escucha:  si 
salís  con  uria  pata  floja  y  haces  quedar  mal  á  mi  com- 
padre.... nos  quedamos  en  la  calle;  porque  él  no  te 
fía  si  yo  no  le  apinoro  la  casa.  Conque  ya  sabes  !... 

— Es  que  busté  creye  que  yo  soy  como  Onofre,... 
Bien  puede  apinorala  !  ""v 


A  cuatro  pasos  de  la  plaza  principal,  donde  hoy 
se  encuentra  lujoso  almacén  de  novedades,  se  sentía, 
cuando  pasaban  estos  sucesos,  un  olor  á  rechín  que 
salía  de  la  tienda  allí  situada.  El  transeúnte  refinado 
pasaba  por  junto  á  ella  con  las  narices  tapadas  y.  las 
tripas  revueltas,  en  tanto  que  el  plebeyo  ó  artesano 
se  colaba  de  rondón  atraído  por  los  olores. 

La  pulpería  es  para  encantar  á  un  apasionado  por 
los  productos  patrios:  ni  un  artículo  que  no  sea  indí- 
gena. Abundancia  y  orden  tienen  allí  sus  dominios. 

Del  techo  de  tablas  pende,  á  manera  de  araña, 
ubérrimo  racimo  de  plátanos,  y  á  lado  y  lado  un  mos- 
quitero de  papel,  picado  en  rejilla,  que,  con  sólo  in- 
vertirlo, hubiera  servido  á  EiíTel  de  modelo  para  su 
famosa  torre.  Por  todo  el  frente  ondea  una  sarta  de 
correas,  chumbes,  reatas  de  guarnid,  cargadores  y  cin- 


2  i  Brutos  de  mi  tierra 

chas,  tremolando  sus  variados  colgajos.  Ostentan  las 
tablas  más  altas  conos  de  azúcar  con  su  tosca  envol- 
tura de  guasca  ;  las  de  más  abajo,  los  entrepaños  bor- 
deados con  encaje  de  papel,  que  cortó  hábil  tijera  en 
fantásticos  calados,  y  un  estupendo  acopio  de  comes- 
tibles; el  pan  y  el  bizcocho  morenos,  donde  las  mos- 
cas hacen  de  las  suyas  ;  una  balumba  de  arepas,  con 
sus  parches  requemados  ;  columnas  de  pandequeso  y 
roscas;  pilastras  de  panelas  de  coco,  y  de  cidra,  y  de 
guayaba,  y  de  leche,  formadas  en  batallón.  De  las 
tablas  divisorias  cuelgan  gajos  de  yesqueros,  guarnie- 
les  de  vaqueta,  pares  de  alpargates  de  vistosa  cape- 
llada, mazos  de  velas  de  sebo,  jarrillos  y  teteros  de 
hojalata.  Sacos  de  lienzo  henchidos  de  almidón,  sagú 
y  anís  alternan  enfilados  con  jiqueras  preñadas  de 
corozos,  de  colaciones^  de  cebada,  de  linaza.  Cucuru- 
chos de  especias,  hacecillos  de  tabacos  se  apilan  por 
los  rincones.  La  cabuya  en  rama,  en  lazos,  en  todas 
sus  manifestaciones,  blanquea  aquí  y  allá.  Por  el  sue- 
lo campan  los  costales  de  maíz,  y  de  fríjol,  y  de  papas, 
y  de  arroz,  llevando  en  sus  abiertas  bocas  el  almud  ó 
la  pucha,  el  cuartillo  ó  la  raya.  Una  mesa,  tendida 
con  mantelillo,  tomado  de  «mal  de  la  tierra  .•>),  convi- 
da con  sus  empanadas  y  chorizos,  con  sus  platos  de 
conserva  de  brevas  ó  de  papaya,  donde  resalta  la  gor- 
da tajada  de  quesisto, — ración  para  un  jornalero,  que 
vale  un  medio. — Gran  caja,  perseguida. por  las  avis- 
pas, denuncia  la  panela  de  Envigado.  Antioquia  y 
Sopetrán  están  representados  por  el  coco  de  entraña 
sabrosa  y  malsana;  por  el  tamarindo  de   acritud  me- 


// — Historia  antigua  25 

dicinal;  por  el  corozo  grande,  encanto  de  los  niuclia- 
chos;  por  \z pulpa,  ingrata  al  paladar.  Diputados  por 
Hatoviejo  son  los  aguacates,  como  calabazas;  por  San 
Cristóbal  los  sombreros  de  caña,  cuáles  blancos,  cuáles 
abigarrados  de  negro,  cuáles  de  rojo.  El  mostrador 
sólo  tiene  un  boquete  en  claro  para  el  despacho:  en 
el  un  extremo,  otra  caja  en  forma  de  pupitre,  con 
tapa  de  linón,  donde  se  guardan  las  filigranas  de  azú- 
car salidas  de  la  confitería  de  las  señoras  Escobares  ; 
en  el  otro,  entre  una  verjita  de  madera,  tres  grandes 
frasco.s  de  aguardiente  y  dos  de  mistela,  coloreados, 
éstos  con  higo,  aquéllos  con  cogollo  de  hinojo;  y  una 
bandeja  de  paisaje  imposible,  donde  brillan,  de  puro 
limpios,  los  vasos  y  las  copas  de  diversas  formas  y  co- 
lores, con  su  señal  de  cera  negra  para  la  medida.  El 
resto  del  mostrador  es  una  falange  de  botellas,  en  las 
que  se  requinta  la  chicha,  esa  chicha  cuyos  espumo- 
sos dulzores  refrescan  el  caldeado  gaznate,  y  que  es  el 
Grullo  de  Agusto,  pues  la  llaman  ce  la  chicha  de  los 
Alza  tes  )>. 

Agusto  es  dueño  por  mitad  de  esa  tienda  que  abas- 
tece media  villa.  El  pobre  está,  de  las  seis  de  la  maña- 
na á  las  ocho  de  la  noche,  dale  que  más  dile,  sin  tener 
tiempo  ni  para  reventarse  uno  de  esos  barros  que  le  es- 
tán arando  la  cara:  Que  un  cuartillo  de  sal;  que  un 
medio  de  leña  ;  que  el  despacho  para  mi  sid  Menga- 
nita;  que  el  traguito;  que  la  cena....  y  aquello  es  el 
cuento  de  nunca  acabar. 

Mas  no  temáis,  que  Agustín  no  esta  solo....  ¿No 
oís  cómo  chirria  la  cazuela  en  la  trastienda  .'* 


rruíus  ae  mi  ¡.ierra 


Pegada  de  la  hornilla,  cuya  lumbre  aviva  con  un 
cuero,  se  ve  unajnuchacha  frescachona,  de  carnes  ten- 
tadoras, peinada  con  mucho  repulgo  si  mal  vestida^ 
la 'cual,  una  vez  llameante  el  carbón,  se  apercibe  á  ar- 
mar unas  empanadas  tan  repulgadas  como  su  cabeza. 
A  un  lado  tiene  el  perolillo  de  adobo  hecho  un  em- 
palago, por  lo  aliñado  y  grasoso.  La  ardiente  gorda- 
na,  al  recibir  la  fría  masa,  tinta  en  azafrán,  ruge  de 
enojo  y  escupe  y  espumaraja;  la  ennegrecida  cuchara 
de  palo,  cual  buque  salvavidas,  no  bien  la  inflamada 
grasa  dora  el  relleno  manjar,  lo  impele  á  la  orilla  y  le 
pone  en  salvo  en  la  playa  de  un  plato  hospitalario. 
Apenas  ha  terminado  tan  filantrópica  tarea,  vuela  á 
socorrer  las  longanizas,  que  en  la  atroz  gordana  se 
retuercen  en  las  convulíiones  de  los  condenados,  ni 
más  ni  menos  que  les  vio  santa  Francisca  Romana, 
allá  en  las  calderas  de  Lucifer. 

Tales  fritangas,  cargando  el  aire  át  allegros  y^QX- 
fumes  culinarios,  danle  á  la  pulpería  grande  atractivo 
para  las  gentes  comilonas  de  medio  pelo.  A  más  de 
eso,  el  platicar  es  allí  constante,  porque  Filomena,  la 
moza  de  la  hornilla,  distrae  y  enreda  á  todos  con  el 
flujo  y  reflujo  de  su  chachara,  con  sus  carcajadas  que 
retiñen  á  lo  lejos;  y  á  los  parroquianos  se  les  van  las 
horas  en  aquello:  y  venga  de  lo  fermentado,  si  hace 
calor;  de  lo  frito,  si  fresca;  y  ahora  anís,  y  luego  mis- 
tela, y  repetición  de  esto;  y  el  negocio  andando. 

— Pero  vean  este  patojo! — le  decía  la  seña  Mónica 
al  compadre  Juancho,  dos  años  después  de  Augusto 
poner  tienda. — ¿  Qué  le  parece,  compadre  7  toítos  se 


// — Historia  antigua  27 

enloquecen  porque  les  tome  el  víver...!  Y  me  dice 
José,  el  del  dulce,  que  pa  debo  y  pago,  al  tanto  habrá ! 
Pero  él  nó:  casi  toíto  lo  compra  platica  en  mano,  por- 
que sabe  que  al  momentico  lo  ven  le  á'como  quiere  ! 
¡  Y  saca  las  cosas  lan  baratas  en  esas  contratas,  que  yo 
roe  almiro!...  ¡Es  que  lo  quieren  tanto  por  jormal !... 

— Sí,  comadre;  pero  mucho  que  lo  quieren  ! 

— j  Si  le  viera  aquella  tienda,  compadre  !  La  tie- 
ne como  un  pesebre  !  Y  qué  le  parece  que  él  mismo 
idió  los  papeles  pa  las  tablas  !  de  la  cosa  más  linda  !... 
Y  tiene  tanta  curia  pa  todo,  que  con  los  muñecos  y 
alimales  que  tren  las  ropas,  y  con  los  redondeles  de 
las  tamboras  del  hilo,  jue  arreglando  por  toíta  la  tien- 
da unas  ringleras  y  unas  figuras  que  da  gusto  ...!  Y 
pa  eso  que  la  muchacha  le  coteja,  porque  esa  sí  es  la 
que  tiene  jundamento  !  Con  el  cuento  de  las  empa- 
nadas y  los  chorizos,  aquella  tienda  parece  publica- 
ción de  bulas!...  Ni  una  briznita  de  nada  dejan  per- 
der!... Liaseguro,  compadrito,  que  esto  es  mucha 
satisfaución  pa  yo  ! 

— Sí,  comadre,  y  tiene  mucha  razón. 

— Pues  sí,  compadre;  vea:  cuando  el  muchacho 
se  metió  en  la  tal  inguandia,  sudé!  ...  Y  eso  que  le 
metimos  tanta  leva:  busté  se  acuerda.  Lo  que  á  yo 
más  me  confundía  era  que  apenas  medio  ajuntaba  las 
letras  y  que  no  sabía  ni  lo  negro  de  echar  cuentas!... 
Pues  con  las  leicioncitas  que  busté  me  le  dio,  con  eso 
tuvo  pa  endilgase....  porque  ese  sí  es  el  enemigo  que 
tiene  capacidá  I  Qué  le  parece  que  se  consiguió  un 
libro  y  él  mismo  nos  leía  de  noche  de  corrido,  que 


28  Frutos  de  mi  tierra 

aquello  era  una  taravita!  unas  historias  de  Cario 
Mano  y  de  Roldan,  que  imposible  !...  Pero  si  le  oye- 
ra la  prenuncia  !•••  mismamente  un  cura!...  Ahora, 
si  lo  viera  jalar  pluma  !... 

Mónica,  tan  de  pocas  palabras  con  su  compadre, 
se  dejaba  arrebatar  cuando  cogía  este  tema.  Y  no  era 
ceguedad  materna;  fuera  de  los  recursos  retóricos,  el 
panegírico  de  los  hermanos  Alzates  era  la  verdad;  tal 
vez  no  toda,  pues  la  asociación  de  Agusto  y  Filome- 
na, verificada  meses  hacía,  no  podía  apreciarla  la  seña 
Mónica,  á  pesar  de  su  mucha  trastienda. 

1E1  caso  es  que  los  dos  hermanos  se  complemen- 
aban  para  formar,  en  unidad  admirable,  el  genio 
wnercantil.  Y  es  lo  curioso  que  la  muchacha,  con  ser- 
-ilo  tanto,  representaba  la  síntesis,  y  el  varón  el  análisis. 
Los  negocios  grandes,  las  compras  al  por  mayor,  bro- 
taban del  cerebro  femenil,  hábilmente  calculados;  los 
perfiles  y  menudencias  corrían  por  cuenta  de  Agustín. 
Ella,  friendo  y  fregando  en  la  trastienda,  ó  armando 
la  trampa  de  los  ratones,  era  el  alma  que  dirige;  él, 
tratando  y  contratando,  el  agente  activo  que  cumple 
-tós  instrucciones  recibidas. 

A  pesar  de  las  del  compadre  Juancho  y  de  las 
inspecciones  oculares  de  la  seña  Mónica,  Agusto  siem- 
pre pagó  el  noviciado  en  el  venteril  oficio;  pero  ha- 
biendo Filomena,  previo  permiso  materno  y  el  con- 
sentimiento del  pulpero,  determinado  hacer  las  em- 
panadas en  la  tienda,  á  fin  de  venderlas  mejor  á  pie 
de  fábrica,  comenzó  ella  á  observarle  y  á  darle  opi- 
niones tan  acertadas,  que  Agusto,  harto   infatuado 


II — Historia  antigua  29 

con  su  nueva  posición,  vio  en  la  hermana  una  como 
directora  de  negocios,  y  diosa  á  consultarla  y  á  seguir 
sus  consejos,  que  siempre  le  dieron  buenos  resultados. 
Filomena,  además,  desempeñaba  al  hermano  cuando 
éste  iba  á  las  compras. 

A  la  muchacha  le  surtió  el  negocio,  y  cuando  se 
vio  con  algunas  ganancias,  propuso  al  pulpero  la  aso- 
ciación. Con  tal  viveza  le  pintó  lo  que  habían  de 
hacer  y  acontecer,  y  las  granjerias  que  precisamente 
debían  reportarles,  que  Agusto  aceptó  de  buen  grado. 
El  cántaro  de  la  lechera  no  se  rompió  en  esta  vez, 
pues  las  ganancias  resultaron. 

La  revolución  del  6o, — « la  guerra  grande  », — los 
cogió  ya  establecidos;  y  aquello,  tan  aciago  para  el 
país,  fue  la  suerte,  el  río  revuelto  para  los  nuevos  em- 
presarios: los  patojos  de  la  blusa  y  la  caranga  deja- 
ban sus  raciones  en  la  pulpería,  en  cambio  de  comes- 
tibles y  bebestibles.  Y  como  los  Alzates  eran  el  paño 
de  lágrimas  para  todos  con  su  abastecida  tienda,  y 
como  jamás  se  metieron  en  honduras  de  opinión  po- 
lítica, ni  güelfos  ni  gibelinos  tuvieron  qué  ver  con 
ellos,  como  no  fuerft  para  comprarles. 

Con  la  tal  guerra  se  pusieron  las  botas. 

Sabido  es  que  cuando  á  las  hembras  les  da  por 
negociar,  el  diablo  les  ayuda:  pues  á  Filomena  se  le 
ocurrió  dar  los  dineros  sobre  prendas....  y  los  tiene 
usted  de  prestamistas. 

Con  todos  los  tronados  y  cesantes  que  las  gue- 
rras dejan,  la  coyuntura  para  la  prendería  fue  como 
buscada  con  vela. 


30  Frutos  de  mi  tierra 

Y  cuidado  si  eran  humanitarios  los  prenderos!... 
Un  medio,  un  mero  medio,  cobraban  por  cada  pata- 
cón  semanalmente;  y  para  que  al  empeñador  no  le 
quedara  muy  duro  el  pago,  no  daban  nunca  sino  muy 
poca  cosa  por  la  prenda,  aunque  valiera  mucho.  Y 
para  que  quedase  libre  de  cuidados,  era  condición 
sine  gua  non  y  que  se  hacía  constar  en  el  documento, 
que,  trascurrido  un  minuto  después  del  plazo  estipu- 
lado, no  había  para  qué  pensar  en  prenda  ni  en  re- 
clamación alguna. 

Y  como  Filomena  tenía  tantísima  memoria,  no 
se  le  pasaba  el  minuto  sin  que  hiciera  correr  á  Agus- 
to  á  pedir  la  adjudicación,  si  la  prenda  era  de  menor 
cuantía,  ó  el  remate,  si  se  trataba  de  cosa  gordita. 

El  pobre  se  vio  al  principio  en  demandas  y  vuel- 
tas ante  la  justicia,  porque  hubo  chamuscados  tan  in- 
gratos, que  pidieron  legalmente  el  rescate  de  la  alha- 
ja. Y  más  de  uno  se  salió  con  la  suya. 

De  ahí  en  adelante  se  dio  al  negocio  el  giro  de  retro- 
venta,  y  se  acabaron  las  demandas  é  impertinencias. 


III 


LaseñáMónica  también  trabajó  como  una  negra. 
Fueron  muchas  las  barrigas  militares  que  llenó,  mu- 
chísimas las  hambres  que  les  mató,  y  estupendas  las 
perras  que  de  su  casa  salieron;  pero  las  mochilas  que 
guardaba  en  el  baúl  misterioso,  también  se  preñaron, 
y  nó  de  níkel,  como  se  estila  hogaño. 

La  tal  guerra  les  hizo  la  olla  gorda. 


// — Historia  antigua  31 

Pero  como  quiera  que  en  este  perro  mundo  siem- 
pre se  andan  las  penas  de  intrusas,  la  seña  Mónica,  en 
medio  de  su  auje,  llevó  su  parte  de  pesares  y  que- 
brantos. 

Qnofre,  tan  ñoño  y  tan  poquita  cosa,  dio  en  la 
flor  de  beber  aguardiente;  y,  hoy  con  la  madre,  ma- 
ñana con  los  clientes,  por  un  quítame  allá  esas  pajas, 
armaba  unos  belenes  que  no  hubo  más  remedio  que 
ponerlo  de  patitas  en  la  calle.  El  pobre  pasó  la  pena 
negra;  pero  alguien  se  acordó  de  él,  y  en  un  recluta- 
miento le  echaron  mano,  y  de  tambor  fue  á  dar  al 
Cauca,  con  la  Tercera  División.  Sin  pormenores  nin- 
gunos, se  supo  luego  que  en  la  pelea  de  Santa  Bárbara 
le  <i  jumaron  la  pechera  »,  y  negocio  concluido. 

Pedrito,  que  tanto  prometía,  rastrojeando  una 
vez  orillas  del  río,  e:i  busca  de  ramos  para  las  escobas, 
resbaló  y  se  dio  un  zabullón,  del  cual  atrapó  una  pul- 
monía que  se  lo  llevó  en  una  semana. 

Para  llover  sobre  mojado,  vinieron  cosas  peores. 

Juajiiia  era  el  recreo,  el  objeto  de  las  maternas 
complacencias,  y  con  razón,  porque  Juana,  con  su  ca- 
rácter blando  y  jovial,  templaba  la  cruda  vulgaridad 
de  aquella  familia,  de  la  que  apenas  tenía  el  sórdido 
positivismo.  Para  Juana  lo  mismo  era  el  fregar  que 
el  zurcir,  lo  mismo  la  piedra  de  moler  que  el  tambor 
de  bordar.  Diligente,  activa,  metódica,  como  una  hor- 
miga, donde  ponía  la  mano  salía  todo  tan  bien,  y  tan 
pronto,  que  la  seña  Mónica  solía  repetir:  «  Ave  María  1 
si  esta  muchacha  juera  negra,  valiente  jornal  sacaba!;) 
Y  era  lo  mejor  que,  en  medio  del  vertiginoso  trabajo 


82  Frutos  de  mi  tierra 

de  esa  casa,  Juarnta  tenía  tiempo  p a ra-todou^Así  pudo 
aprender  á  coser,  á  bordar,  y  otros  primores  femeni- 
les, si  bien  en  letra,  leída  ó  escrita,  no  andaba  muy  al 
tanto.  No  hay  para  qué  decir  que  el  cosido  y  arreglo 
de  ropas  corría  por  su  cuenta,  pero  sí  que  introdujo 
en  su  casa  el  almidón  y  el  planchado, — cosas  que  á  la 
seña  Mónica  siempre  le  parecieron  tan  superfluas 
como  dispendiosas. — Y  era  tal  la  hacienda,  tal  la  in- 
dustria de  la  chica,  que  ella  misma  le  dio  al  dormito- 
rio un  baño  de  cal,  y,  á  fuerza  de  estregones  por  los 
ladrillos  y  de  jabón  por  los  armatostes  de  camas,  baú- 
les y  tarimas,  logró  trasformar  aquella  indecencia  en 
algo  en  que  se  podía  echar  ojo  y  narices.  El  olor  acre 
de  chivo  que  allí  se  respiraba  desde  tiempo  inmemo- 
rialj  se  tornó  en  ese  del  aseo  que  parece  llevar  al  alma 
el  bienestar  de  los  hogares  honrados.  Desaparecieron 
aquellos  grasientos  sacos  de  guiñapos  y  paja  en  polvo, 
que,  á  guisa  de  cabeceras,  campaban  en  los  jergones: 
volviéronse  éstos  camas  limpias  y  urbanas. 

No  era  esto  sólo:  Juana  era  una  real  moza.  <í  Mi 
palomita»,  la  llamaba,  de  niña,  su  difunto  padre;  de 
mujer  le  sentaba  á  maravilla  tan  tierno  dictado. 

Pero  lo  bueno,  cuando  no  se  muere,  se  va.... 

Entre  los  muchos  militares  comensales  de  la  seña 
Mónica  figuraba  en  primera  elteniente  Pinto,  arro- 
gante mozo,  de  grandes  ojos  y  marcial  bigote,  muy 
farolero,  y  á  quien  le  venían  muy  bien  la  chaqueta 
roja  y  el  kepis.  El  tal,  apenas  vio  la  muchacha,  prin- 
cipió á  hacerle  ojitos  y  á  pelarle  el  diente.  No  gastó 
ella  muchos  desdenes,  que  siempre  fueron  las  hembras 


// — Historia  antigua  33 

inclinadas  á  hombres  de  galones  y  chafarote;  con  lo 
cual  se  trabó  entre  los  dos  un  enredo  amoroso  que  ni 
para  los  berrinches  de  la  señáMónica.  De  pronto  hubo 
marcha  de  tropas,  y  Pinto  de  ausentarse;  mas  no  sin 
que  se  hicieran  juramentos  los  dos  enamorados,  pro- 
metiendo él  volver  cuanto  antes,  si  una  bala  traidora 
no  lo  mataba. 

Ménica,  creyendo  que  con  la  marcha  acabaría 
todo, — pues  no  era  ella  para  fiarse  en  militarotes, — en- 
tonó un  Te  Deiwi;  pero  al  ver  que  Juanita  no  comía, 
que  las  mejillas  se  destiñeron,  que  lloraba  á  escondi- 
das, que  iba  enflaqueciendo,  trocó  en  sermón  el  haci- 
miento  de  gracias. 

—  Pero,  muchacha,  por  María  Santísima  I .... 
Cómo  te  pones  á  bramar  como  una  vaca  y  á  volvete 
un  rejo  tieso,  por  un  melitar....  que  quién  sabe  qué 
será?...  No  creas  que  eso  vuelve!...  Y  manque  vuel- 
va.... ¿sabemos  qué  es  lo  que  quiere  con  vos?  No 
tiene  él  cara  de  ser  muy  formal....  Pues  le  aseguro 
que  el  diajo  del  hombre  nos  mató!...  Y  pa  eso  que 
estas  mozas  de  ahora  se  enamoran  tan  feo  !...  Cuando 
yo  estaba  casándome,  muchas  veces  que  se  jue  él,  y 
yo  nunca  me  puse  como  vos,  con  ser  que  Alifonso 
era  un  novio  de  agarre....  no  como  ese  ojivolao  del 
Pinto. 

Ni  una  palabra  replicaba  Juanita  á  las  frecuentes 
fraternas;  pero  conforme  corría  el  tiempo,  iba  de  mal 
en  peor. 

La  seña  Ménica  no  acertó  en  esta  vez.  Terminada 

la  guerra,  volvió  el  teniente,  provisto  de  fe  de  bautis- 

3 


34  Frutos  de  mi  tierra 

mo  y  certificados  de  soltería.  Que  era  por  los  momen- 
tos que  se  venía  á  casar.  Mónica  no  pudo  saber  á 
punto  fijo  qué  c¿4ta  de  páiaro  era  el  futuro  yerno,  ni 
se  le  antojaba  muy  buena;  pero  viendo  cuál  estaba 
la  hija,  no  tuvo  más  que  consentir  á  todo.  Los  mozos 
se  casaron,  y  quince  días  después  partieron  para 
Bogotá. 

A  cuerno  quemado  le  supieron  tales  cosas  á  la 
seña  Mónica;  mas,  para  no  preocuparse  con  ellas  de- 
masiado, vinieron  otras  que  si  en  amor  de  Dios  fue- 
ran.... 

Los  vecinos,  lo  mismo  que  los  transeúntes,  dieron 
en  pensar  que  eran  de  pura  resaca  unos  olorcillos  que 
de  casa  de  Mónica  salían.  Soltáronse -4a5-lefTguas, 
hasta  que  los  celadores  de  la  renta  vinieron  en  perso- 
na-á  meter  narices;  y  lo  que  oliscaron  los  alarmó 
tanto  más,  cuanto  en  esos  días  estaban  los  estanqueros 
medio  locos_con  el  __contrabando  que,  á  causa  de  la 
guerra,  se  había  extendido  que  era  un  horror.  Los 
barruntos  se  elevaron  á  certeza,  y  la  Seferino  fue  sor- 
prendida por  una  visita  domiciliaria  de  los  señores 
del  resguardo.  No  tuvieron  éstos  que  inquirir  mucho, 
porque,  á  más  de  aquel  ambiente  de  sacatín  que  se 
respiraba  por  toda  la  casa,  dieron  á  poco  con  el  apa- 
rato aguardentesco:  un  cántaro  con  todo  y  cabezote, 
que  funcionaba  muy  orondo,  allá  tras  el  horno.  Lo 
mismo  fue  verlo  los  celadores  que  arremeter  á  fuego 
y  sangre  contra  cada  cacharro  que  les  pareció  sospe- 
choso. No  quedó  olla,  ni  puchero,  ni  títere  con  cabe- 
za; y  como  cazadores  que   volviesen   de   la    partida 


// — Historia  antigua  35 

cargados  de  piezas,  salieron  muy  ufanos  con  el  cuerpo 
del  delito  y  el  botín  de  pailas  y  peroles. 

La  pobre  Mónica  Jjae  condenada  á  veinte  pesos 
de  multa  ó  á  otros  tantos  días  de  encerrona  en  la 
cárcel.  Y  fue  la  más  negra  que,  al  ver  cuántos  per- 
juicios iba  á  sufrir  en  sus  negocios  si  dejaba  la  casa 
en  poder  de  las  dos  muchachas,  tuvo  que  aflojar  la 
plata,  peso  sobre  peso. 

.— ,Esta  multa,  el  secuestro    de  los  cobrizos  trastos, 
Ja  perdida,  quizás  para  siempre,  de  la  clandestina  in- 
dustria, fueron  taladros  que,  horadando  las  entrañas 
de  la  agiotista,  borraron  de  las  de  la  madre  el  recuer- 
do de  Juana,  el  de  Pedro,  el  de  Onofre. 

Estaba  aturdida:  ¿cómo  se  había  dejado  coger 
de  aquel  modo  ? 

Pero  no  siendo  ella  de  las  que  alambican  el  do- 
lor, aunque  fuese  pecuniario  y  se  tratase  de  alambi- 
que, determinó,  mejor  que  echarse  á  morir  por  lo 
que  yá  no  tenía  remedio,  resarcir  con  un  redoblado 
trabajo  las  pérdidas  hechas. 

Pagó,  al  efecto,  una  criada  que  reemplazase  á 
Juana  en  la  cocina,  y  el  negocio  siguió   como  nunca. 

¡  Bien  por  la  hembra  de  gran  corazón  ! 


IV 


En  cuanto  á  Agustín  y  Filomena,  la  situación  no 
podía  ser  más  halagüeña. 

Como  cesara  la  guerra,  cesó  el  bloqueo  comercial, 
y  la  tienda  de  efectos  del  país  se  complicó,  libre  el  co- 


36  Fi  utos  de  mi  tierra 

rnercio,  con  vinos,  rancho,  quincallería,  telas  y  cuan- 
to Dios  y  la  industria  criaron.  Aquello  era  el  Cosmos. 

La  prenda,  á  manera  de  la  chuspita  mágica  del 
sargento  Pipa,  les  iba  dando  joyas,  plata  labrada,  ob- 
jetos de  lujo,  ropa,  instrumentos  de  toda  clase.  Dónde 
acomodar  tanto  ?  Pues  no  había  más  que  comprar  el 
local  y  hacerlo  de  nuevo,  de  dos  pisos.  Dicho  y  he- 
cho: al  cabo  de  quince  meses,  después  de  soportar 
una  mala  tienda,  inauguraron  el  almacén  con  un  ne- 
gocio que  era  de  ver.  Arriba  Filomena,  en  medio  de 
la  estantería  de  envoltorios,  trastos  y  herramientas, 
con  una  gran  caja  de  fierro  atestada  de  joyas  y  dinero, 
trabajaba  casi  á  escondidas;  Agusto  abajo,  en  aquel 
local  que  temblaba.  Cerrojos  y  seguridades  por  todas 
partes. 

Diez  años  trascurrieron,  y  la  familia  Álzate  veía 
5/abrirse,  día  por  día,  anchurosos  horizontes  de  dichas 
pecuniarias.  Para  los  prenderos  todo  fue  azul  y  arre- 
bol; para  Mónica  hubo  ligeras  nubéculas.  Eran  éstas 
el  pensar  que  á  algún  ladrón  de  los  muchos  que  enton- 
ces pululaban,  se  le  ocurriera  forzar  la  mal  segura 
casa  y  alzar  con  el  baúl  misterioso;  eran  el  conside- 
rar lo  mandón  que  Agusto  se  iba  poniendo  con  ella 
y  con  las  dos  muchachas.  «Ya  se  ve — decía  en  son  de 
disculparlo — :  como  es  tan  buen  mozo  y  como  tiene 
tanta !  t> 

Con  gran  sigilo  hizo  en  cierta  vez  la  seña  Móni- 
ca minucioso  arqueo  de  fondos,  y  quedó  tan  satisfe- 
cha, que  se  hizo  este  cargo:  «  Qué  molienda  !  Harto 
he  sudado.  Yá  voy  á  descansar.  Mi  compadre  y  Filo- 


11 — Historia  antigua  87 

mena  me  ayudarán  á  idear  qué  hago  con  estos  reali- 
tos....  Y  voy  á  darle  gusto  al  muchacho:  me  pondré 
zapatos  y  buena  ropa....  ¿Pues  todas  no  se  ponen  ? 
No  más  alpargate  !  » 

Fuese  al  comercio,  compró  merino  para  hacerse 
unas  sayas,  y  un  pañolón  de  copioso  fleco  de  seda,  que 
le  valió  un  dineral;  y  envió  á  llamar  al  miestío-Cuiii*-- 
has  para  que  le  hiciera  los  zapatos,  con  la  expresa 
condición  de  que  fueran  muy  dóciles  y  holgados.  A 
poco  todo  estuvo  hecho,  y  como  se  acercase  la  fiesta 
de  la  Virgen  délos  Dolores,  de  quien  la  seña  Mónica 
era  muy  devota,  pensó  estrenar  el  ajuar  en  esa  solem- 
nidad. 

Mas  por  algo  se  dijo  que  el  hombre  propone  y 
Dios  dispone:  la  víspera  del  gran  día,  por  la  tarde, 
cayó  Mónica,  como  herida  por  el  rayo,  con  un  ataque 
cerebral. 

Al  alarma  acudieron  los  vecinos  y  el  compadre 
Juancho,  quien  recetó  una  promesa  para  que  su  co- 
madre volviera  en  sí  y  pudiera  confesar  y  hacer  tes- 
tamento. 

Incomodados  Agusto  y  Filomena,  les  dijeron 
que  no  vinieran  á  asustar  á  las  muchachas  con  alha- 
racas; que  el  mal  no  valía  la  pena,  y  que,  sobre  todo, 
qué  testamento  ni  qué  nada,  cuando  su  madre  no  te- 
nía, la  pobre,  ni  para  el  entierrito,  si  algún  día  moría. 
Compadre  y  vecinos  voltearon  cola.  Filomena  trancó 
la  puerta  para  que  no  viniera  «:  ningún  sopero  á  mo- 
lestar.!) Se  llamó  al  doctor,  quien  declaró  que  el 
asunto  correspondía  al  cura.  Vino  el  cura,  y  como  la 


88  Frutos  de  mi  tierra 

enferma  ni  hablaba  ni  estaba  en  conocimiento,  la  ab- 
solvió suh  condiciofie  y  la  oleó.  A  todo  esto  Belarmi- 
na  y  Nieves  parecían  unas  Magdalenas,  ora  desmaya- 
das en  brazos  de  la  criada,  ora  pataleando  en  el  suelo. 
Filomena  y  Agustín,  con  fortaleza  de  mártires,  asis- 
tían á  la  moribunda.  Y  tienen  los  grandes  dolores 
tan  extrañas  manifestaciones,  que  á  los  dos,  cual  si 
fuesen  los  agonizantes,  les  dio  la  buscadera....  por  las 
ropas  de  la  madre,  por  la  cama,  por  debajo  las  almo- 
hadas. Filomena  al  fin  se  aquietó.  ¿  Toparía  algo  ? 
También  se  aquietó  Agusto.  ¿  Será  contagioso  el  ali- 
vio como  la  enfermedad  ? 

Repuestas  un  tanto  las  doloridas  muchachas,  fue 
la  sirvienta  á  saber  de  la  enferma.  Al  llegar  al  cuarto, 
la  puerta  es  cerrada  cautelosamente,  y,  asustada,  cre- 
yendo que  Mónica  es  muerta,  corrió  á  Mina  y  Nieves 
gritando: — c<  Se  murió  !  Se  murió !  >  Esta  cae  al  suelo 
patatín  patatús,  aquélla  se  dispara,  y,  dando  grandes 
voces,  empuja  la  puerta.  Agustín  abre,  y  asiéndola 
violentamente  por  un  brazo,  la  arrastra  á  la  despensa; 
lo  propio  hace  con  la  atacada  y  con  la  fámula,  y  las 
deja  encerradas  en  aquella  estrechura.  Dióle  á  poco 
un  Ir  y  venir  del  cuarto  á  la  pesebrera  y  de  la  pese- 
brera al  cuarto....  Después  no  se  oyeron  más  ruidos 
en  la  casa  que  el  sollozar  de  las  prisioneras. 

Tal  corrió  la  noche.  Al  otro  día  la  moribunda 
no  se  crispaba  yá,  ni  tan  siquiera  movía  un  dedo: 
era  por  la  inercia  un  cadáver,  pero  aún  alentaba.  A 
las  cinco  de  la  mañana  siguiente,  treinta  y  seis  horas 
después  del  ataque,  murió. 


// — Historia  antigua  89 

Entonces  el  comprimido  dolor  de  Agusto  y  Filo- 
mena estalló  ahogando  con  sus  alaridos  los  de  las  mu- 
chachas. Los  vecinos,  á  quienes  se  levantara  esa  ma- 
ñana el  entredicho,  acometieron  la  empresa  de  con- 
solar y  lidiar  á  aquellos  huérfanos.  Mucho  de  cris- 
tianas reflexiones,  mucho  de  tomas  antiespasmódi- 
cas,  y  no  faltó  una  vecina  rumbosa  que  trajese  limeta 
de  agua  deFlorida,  para  hacer  aspirar  y  frotar  áquien 
lo  hubiera  menester.  El  compadre  Juancho  voló  á 
comprar  el  cajón  mortuorio  y  á  traer  á  Cambas  para 
que  arreglara  la  tumba.  Mientras  unas  tejían  coronas 
de  ciprés  y  componían  jarras  de  yerbas  funerarias, 
otras  amortajaban  la  difunta. 

Tal  acabó  esta  mujer  que  tanto  aliento  tuvo  en 
la  brega  de  la  vida.  El  descanso  que  deseaba  lo  halló 
bajo  la  tierra,  los  arreos  de  gala  fueron  su  mortaja,  y 
sólo  en  el  ataúd  tuvo  zapatos. 

El  compadre  se  quedó  con  las  tres  mujeres,  y 
Agustín  fue  á  acompañar  á  su  madie  hasta  el  cemen- 
terio de  los  pobres;  donde,  después  de  dar  las  gracias 
á  los  que  condujeron  el  féretro,  expresó  el  deseo  de 
quedarse  solo  con  el  oficial  albañil  que  debía  tapar  la 
bóveda,  á  fin  de  ayudarlo  á  depositar  el  cajón  y  á 
rezar  con  su  madre  por  última  vez.  Todos  se  retira- 
ron, respetando  tan  piadoso  deseo. 

Esperó  en  el  campo-santo  hasta  el  anochecer: 
quería  ocultar  su  dolor. 

Yá  de  noche,  atravesaba  las  calles,  á  paso  lento, 
llevando  bajo  el  brazo  un  envoltorio. 

Ocho  días  después  se  vendieron  en  la  tienda  de 


40  Frutos  de  mi  tienda 

i. 

r  /   (    los  hermanos  Álzate  el  pañolóp  y  los   zapatos  de  la 
/V    — muerta.  V 


— Amigo:  yá  han  pasao  por  este  trago  tan  amar- 
go.... pero  como  la  vida  es  vida,  mientras  se  llora  hay 
que  brujuliar  !.  .  ¿  Por  qué  no  pega  un  registrico  en 
los  corotos  de  mi  comadre  ?  Yo  estoy  en  que  ella  te- 
nía sus  rialitos.... 

Tal  decía  el  compadre  Juancho  á  Agustín  la 
noche  siguiente  del  entierro  deMónica. 

— Pues  vea  busté  que  no  habíamos  acatao ! — 
contestó  el  interpelado. — ¡  Qué  pesar  tan  grande  te- 
ner que  trastiale  sus  cositas!...  Pero  mientras  más 
tarde  es  pior....  ¿  Quiere  busté,  compadrito,  abrir  el 
baúl  .? 

— Pues  ahora  que  estamos  solos,  es  mano.  Y  yo 
mesmo  sirvo  de  testigo,  que  estas  cosas  siempre  es 
bueno  quialguno  de  juera  las  presencé. 

Procedióse  á  buscar  la  llave  del  baúl.  ¿  Dónde.? 

— Pues  busquémola  en  la  ropa  que  tenía  mi  co- 
madre cuando  cayó  con  el  mal. 

Filomena,  llorando  á  moco  y  baba,  dio  al  fin  con 
un  traje  de  percal  morado,  en  cuyo  bolsillo  se  encon- 
traron algunas  monedas  de  plata  y  la  llave,  atada  con 
las  tiras  de  la  faja. 

— ¡  Qué  descuido,  Filomenita  ! —  dijo  Juancho 
tomando  la  llave. 

— Pero,  compadre!...  ¿Quién  estaba  aquí  pa 
estas  cosas  ? 


I í^ Historia  antigua  41 

Á 

Abierto  el  baúl,  se  encontraron,  entre  unos  pa- 
ñuelos de  seda  y  otrtis  baratijas,  una  mochila  cuida- 
dosamente liada,  ert  un  rincón,  y  en  otro  una  cajita 
de  hojalata,  de  las  que  antaño  traían  los  fósforos,  con 
cinco  moneditas  de  oro,  de  á  diez  reales.  La  talega 
resultó  contener  noventa  y  un  pesos,  de  á  ocho  déci- 
mos, en  plata  gruesa. 

Volvióse  el  dinero  á  la  talega,  y  cada  cuál  á  su 
puesto,  silencioso,  en  tanto  que  Mina  y  Nieves  llora- 
ban acurrucadas  en  una  cama. 

Juancho  rompió  el  silencio  exclamando  con  voz 
suspirona,  después  de  carraspear: 

— I  Noventisiete  patacones  y  un  tomín....  por 
todo  !  Porque  lo  veo  lo  creo.  Yá  ven  lo  que  son  las 
cosas:   ¡  una  mujer  que  trabajó  tanto  ..! 

— ¡Eh,  compadre  !  ¡  Si  ella  lo  vivía  diciendo  !— 
gimió  Filomena  subiéndose  el  pañolón  á  la  cabeza: — 
que  á  gatas  iba  con  el  día,  y  que  si  se  moría.,.,  ji !  ji  ! 
ji  !...  no  tenía....  ji  I'  ji  !  ni  pal  entierrito  ! ... 

— Pues  nó,  mis  hijos, — exclamó  Juancho  ponién- 
dose en  pie. — A  lo  hecho,  pecho  !,..  Yo  tenía  mucho 
cariño  por  mi  comadre,  y  ella  también  jué  muy  ser- 
vicial con  yo.  Yo  hice  los  gastos  de  ataúl  y  entierro 
y  bóveda....  Aquí  tengo  la  cuenta  (sacando  del  guar- 
niel  un  papelito).  Véanla:  ciento  tres  patacones  cua- 
tro riales  y  medio. 

— No  alcanza,  compadrito! — protestó  Agustín. 

— Ello  sí,  mijo;  sí  alcanza,  porque  yo  soy  hom- 
bre que  tengo  qué  comer,  bendito  sea  mi  Dios!... 
y  los  amigos  ¡sernos  amigos!...  Pérese  y  verá  ! 


42  Frutos  de  mi  tierra 

Y  tomó  la  mochila,  vació  el  dinero  en  la  tarima  y 
volvió  á  contar. 

— En  cuanto  á  lo  primero, — dijo  el  viejo  cuando 
hubo  terminado  y  partido  el  dinero, —  estos  treinta 
patacones  pa  que  le  mandemos  decirlas  misas  á  mi 
padre  San  Gregorio  por  el  ánima  de  mi  comadre.... 
Estas  dos  onzas  son  pa  Minita,  y  estas  otras  dos  pa 
mi  ahijada,  pa  que  compren  su  lutico.  Restan  vein- 
tiséis riales,  que  me  los  embolsico  yo:  bustedes  los 
grandes  son  pudientes  y  muy  buscalavida. 

Las  agraciadas  subieron  una  nota  más  en  el  llan- 
to; los  buscalavida,  pasmados,  apenas  pudieron  ar- 
ticular: 

— Pero  cómo  se  pone  !... 

— ¡  Con  qué  le  pagaremos  ! 

— Nó,  nó  ! — exclamó  el  compadre  engallándose — 
Yá  les  digo  lo  que  hay....  Eh  !  si  á  yo,  cuando  nací, 
me  curaron  el  ombligo  con  oro  !  (dándose  á  dos  ma- 
nos en  la  barriga.)  Reciban,  pues,  muchachitas. 

— Dios  se  lo  pague,  padrino  ! — exclamó  Nieves 
anegada  en  llanto,  al  recibir  su  parte. 

— Muchas  gracias, — dijo  la  otra,  al  recibir  la  suya. 

— Yo  me  yevo  la  plata  pa  que  digan  las  misas — 
dijo  Juancho  guardándola  en  su  pañuelo  rabo  de 
gallo. 

Y  á  poco  se  despedía,  llevando  en  el  alma  algo 
negro  que  le  sugería  el  pensamiento,  y  que  su  corazón 
de  hombre  honrado  rechazaba  como  crimen  imposi- 
ble. Cavilando  y  atando  cabos,  pasó  la  noche  sin  pe- 
gar los  ojos. 


// — Historia  antigua  43 

AI  otro  día,  en  cuanto  se  levantaron,  dijo  Agus- 
to  á  Mina  y  Nieves: 

— Yá  ven,  pues,  que  quedamos  güérfanos  y  muy 
pobres  !  Mientras  estén  con  yo  y  Filomena  no  les  fal- 
tará el  bocao  de  frisóles  y  mazamorra;  pero  lo  que  es 
la  ropita,  la  tienen  que  sargentiar  bustedes. 

— Sí,  mis  queridas — agregó  Filomena — con  yo  y 
Agusto  no  les  faltará  qué  comer;  pero  tienen  que  bes- 
tisen  y  hacer  la  comida;  ¡  porque  negras  no  aguanto 
yo  en  casa  !...  Esta  jetona,  que  hizo  tanto  escándalo 
cuando  se  estaba  muriendo  mi  mamita,  ¡  ahora  mis- 
mo voy  á  decile  que  se  largue  ! 

— Sí,  hermana, — contestó  Nieves — es  muy  jus- 
to... Nosotras  trabajaremos  lo  que  podamos. 

Mina  guardó  silencio. 

A  los  dos  meses  de  muerta  la  seña  Mónica,  reci- 
bió Agustín  una  carta  de  su  cuñado  Pinto,  en  que  lo 
ponía  de  vuelta  y  media  por  no  haberle  comunicado 
ni  á  él  ni  á  Juanita  tal  acontecimiento;  y,  además,  le 
anunciaba  haber  conferido  poderes  á  un  abogado  de 
la  ciudad  para  que  lo  representase  en  la  sucesión  de 
su  "señora  Mónica." 

Los  prenderos,  que  no  habían  pensado  en  tal 
cosa,  montaron  en  cólera.  El  abogado  fue  á  ellos  á 
cumplir  su  cometido.  A  qué  seguir  mortuoria  .?  Pero 
sí  se  hizo  avaluar  la  casa;  y  el  apoderado  recibió  de 
los  dos  hermanos  la  quinta  parte  de  su  valor,  como 
herencia  de  Juanita. 

El  ventorrillo,  los  almuerzos  y  la  guarda  de  bes- 
tias no  pudieron  continuar  en  la  casa,  y  las  dos  mu- 


44  Frutos  de  mi  tierra 

chachas  quedaron  reducidas  á  hacer  algunos  comesti- 
bles, que  enviaban  á  vender. 

Cerca  de  dos  añ.os  lo  pasaron  casi  encerradas, 
trabajando  en  la  cocina,  y  sufriendo,  cuándo  los  enojos 
de  Agusto,  cuándo  las  displicencias  de  Filomena,  sin 
oír  más  palabras  cariñosas  que  las  de  Juancho,  que 
nunca  dejó  de  visitarlas  ni  de  llevarles,  de  cuándo  en 
cuándo,  algún  regalillo. 


III 

HISTORIA     DE     LA     EDAD     MEDIA 

jRASE  .d_compadre  hombre  muy  vivo  y  de 
mucha  letra  menuda.  De  niño  fue  merca- 
chifle, tendero  de  mozo,'y  yá  maduro,  me- 
tióse negociante  en  bestias,  y  determinó 
casarse.  En  la  época  á  que  nos  referimos  vivía  holga- 
damente de  sus  ahorros,  que  enredaba  en  negocillos 
rateros,  pero  seguros.  Joaquina,  su  consorte,  que  era 
una  bendita,  no  le  dio  más  que  un  hijo,  el  cual  fue 
victima  del  sarampión;  y  se  cerro  después  en  una  es- 
terilidad, de  la  que  no  fueron  parte  á  sacarla,  ni  mé- 
dicos, ni  yerbateros,  ni  promesas  á  cuanto  santo  hubo. 
Esto  acobardaba  á  Joaquina;  pero  no  era  lo 
solo,  que  también  dieron  en  chocarle  sobremanera  las 
amistades  de  Juancho  con  la|comadre  Mónica,  á  quien 
no  podía  pasar  «ni  envuelta  en  huevo)),  á  pesar  del 
compadrazgo;  y  lo  propio  le  sucedía  con  la  ahijada. 
Como  era  de  natural  discreto,  no  llegó  á  decir  esta 
boca  es  mía,  ni  á  su  marido,  ni  á  la  antipática  coma- 
dre ni  á  nadie,  avanzando  cuando  más  ádecirle  á  aquél 
tal  cual  vez:  — «  Juancho,  confiésese:  mire  que  el  hom- 
bre que  se  rancha  á  no  confesase  es  porque  anda  en 
malos  pasos  !  »  El  marido  soltaba  una  carcajada,  y 
solía  contestar: — «Ya  querés  ponerme  en  sazón  pa  que 
mi  Dios  jale  con  yo». 

Por  lo  demás,  el  matrimonio  era  de  los  felices. 


46  Friitos  de  mi  tiei'va 

La  mañana  que  siguió  ala  noche  del  desvelo,  por 
causa  de  los  dineros  de  Mónica,  dijo  el  marido  á  la 
mujer: 

— Mijita:  anoche  no  pestañé. 

Ella,  mirándolo  con  ojo  escrutador,  repuso: 

— Déjate  deso  y  anda  confesate. 

— Es  que  se  me  meten  unas  ideas  !..• 

— Unjú  ! — gruñó  Joaquina  aparentando  indife- 
rencia. 

Muy  preocupado  se  lo  pasaba  el  compadre  en  ese 
entonces,  y  pensó  hasta  en  llevarse  las  huérfanas  á  su 
casa;  pero  su  mujer  se  le  opuso,  alegando  que  yá  él 
estaba  muy  viejo  para  recoger  á  nadie,  y  que  mejor 
era  dejarlas  donde  estaban  que  exponerlas  á  una  se- 
gunda   orfandad. 

Días  andando,  empezó  á  e nfgr ma r.xl_pabtg^vje- 
jí)  hasta  que  se  le  desarrolló  una  hidropesía  de  pe- 
cho, que  se  lo  llevaba  por  la  posta.  Por  ello,  más  que 
por  las  amonestaciones  de  Joaquina,  hubo  de  pedir  el 
cura.  Larguísima  cuanto  contrita  fue  la  confesión,  in- 
terrumpida á  cada  paso  por  el  estado  del  penitente. 
Cuando  terminó,  habló  un  rato  con  el  sacerdote,  que, 
lleno  de  unción  y  ternura,  lo  exhortaba  á  buena 
muerte.  Al  despedirse  le  dijo  éste: — «Pues  sí,  amigo: 
no  necesita  de  revelarlo  á  nadie;  pero  sí  debe  arreglar 
eso  á  conciencia.  Siempre  me  parece  bueno  que  deje 
algo  á  la  otra  hermanita,  para  evitar  sospechas.  Se 
trata  de  una  muerta,  y  sería  un  escándalo  inútil.  Dios, 
en  su  infinita  misericordia,  la  habrá  perdonado,  como 
le  perdona  á  usted». 


III— Historia  de  la  Edad  media  47 

El  tpsramento  de  Juancho.  sin  ninguna  formali- 
dad legal,  fue  harto  sencillo:  de  su  hacienda,  que  de- 
jaba á  Joaquina,  sólo  separaba  seiscientos  pesos:  cua- 
trocientos para  su  ahijada  Nieves  Álzate  y  doscientos 
para  Belarmina  del  propio  apellido,  mandando,  como 
condición  indispensable,  que  les  fueran  entregados 
sin  que  Agustín  y  Filomena  lo  sospecharan. 

Nada  más  natural,  siendo  un  viejo  sin  hijos  y 
teniendo  tanto  cariño  á  las  huérfanas. 

Así  se  cumplió,  pues  Joaquina  era  cristiana  como 
Dios  manda.  Ellas  guardaron  el  legado,  sin  pensar  en 
negocio  alguno,  y  siguieron  su   misma  vida  de  reclu- 
sión y  trabajo.  Mina  soñó   entonces  con   una   casita 
para  las  dos,  blanca  y  pintadita,  como   una   tacita  de 
plata  ;  ^^LLsíícs  no  le  pareció  que  eso  tuviera  pies  ni 
cabeza:  porque   ¿  qué  iban  á  hacer, — decía  ella, — dos  I 
muchachas  solas,  arriesgando  á  que  las  mataran  ?;  que  ', 
más  valía  aguantar  los  regaños  de  Agusto  y  no  hacer 
caso  de  los  desprecios  de  Filomena.  Nieves,  á  su  vez,   i 
pensó  en  la  Casa  de  Beneficencia;   pero  la  otra  le  dijo  | 
que,  si  estaba  Joca,   se  fuera  sola,  porque  lo  que  era 
ella,  primero  la  mataban. 

En  tal  desacuerdo,  hubieron  de  tomar  un  par- 
tido que  satisfizo  á  entrambas;  y  fue  esperar  hasta 
ver  si  se  casaban. 

Pero  i  cosa  más  rara  I  sin  saberse  cómo,  ni  por 
qué,  Agusto  y  Filomena  se  fueron  tornando  comuni- 
cativos y  cariñosos  con  ellas.  El  se  les  apareció  un 
día  con  unos  trajes  de  regalo,  diciéndoles  que  era  pre- 
ciso que  se  quitaran  el  luto,  porque  podían  enfermar; 


48  Frutos  de  mi  tierra 

llevóles  ella  sendos  pares  de  zarcillos,  de  oro  bajo, 
por  más  señas. 

— j  Yá  ves,  bolita,  cómo  sí  nos  quieren  ! — le  dijo 
Nieves  á  Belarmina,  luego  que  estuvieron  solas. 

— ¡  Ah  boba  1...  ¡  porque  nos  güelieron  la  platica  1 

— No  siás  cavilosa,  que  ellos  no  saben  1 

— Puú!...  No  sabrán  ellos  I... 

En  esas,  por  obra  de  un  mal  viento  que  recibió 
acalorada,  se  le  torció  la  boca  ala  ahijada  de  Juancho. 
¡Qué  de  aprensiones  las  de  Agustín!  Al  momento 
médico  y  medicinas.  Y  fueron  tantas  las  ternezas  de 
los  dos  hermanos  con  la  enferma,  que  la  desconfiada 
Belarmina  hubo  de  colar  en  dudas, 

Y  como  la  boca  no  se  enderezase  mayor  cosa,  ellos 
le  pagaban  la  torcedura  con  mimos  y  cuidados. 

Un  día  el  hermano  no  habló  palabra  ni  al  almuer- 
zo ni  á  la  comida.  También  Filomena  estuvo  cabizba- 
ja. Peor  estuvieron  por  la  noche.  Nieves  quiso  saber 
la  causa. 

— Pues,  mijita — le  dijo  Agusto  con  lastimosa  so- 
lemnidad.— ¡Es  que  tenemos  un  entripao  muy  gran- 
de! Yo  y  Filomena  nos  metimos  en  negocios....  ¡que 
nos  mataron  !  Determinarnos  fiar,  y  dos  malditos,  que 
nos  debían  un  platal,  se  quebraron,  y  no  pudimos  cum- 
plir con  el  comercio :  tuvimos  que  hipotecar  la  tienda, 
y  hasta  la  fecha  no  hemos  podido  pagar  un  medio  de 
la  suma  de  esa  hipoteca.  Pasó  mañana  se  nos  cumple 
un  contao  de  más  de  mil  pesos,  y  no  tenemos  en  caja 
nián  ochenta  !...  Con  el  cuento  de  la  hipoteca  y  de 
los  dos  quebraos,  andan  regando   que   nosotros  tam- 


III^Historia  de  la  Edad  media  49 

bien  estamos  quebraos,  y  no  hemos  podido  incontrar 
quién  nos  preste  esa  plata :  ¡  todos  nos  han  dejao  con 
la  vergüenza  en  la  cara  !...  Y  no  tenemos  más  reden- 
cía  que  hipotecar  también  este  rancho !...  Bustedes 
nos  tienen  que  dar  la  firma;  porque  con  los  tres  dere- 
chos de  yo  y  Filomena  no  alcanzamos... 

— ¡  Sí,  muchachas: — interrumpió  ésta,  muy  ape- 
sadumbrada— vamos  á  quedar  de  limosna  ! 

— Pero,  ¿cómo  es  la  cosa... — replicó  Nieves 
confundida — es  decir  que  el  cuento  de  la  poteca  es 
apinorar  ? 

— La  misma  historia  ! — contestó  la  pulpera. 

— Virgen  santa!...  ¿  Cómo  vamos  á  pinorar  la 
casita,  pa  que  después  se  la  lleven  },..  Yo  me  acuerdo 
que  mi  mamita  decía  que  apinorar  una  casa,  mejor 
era  dala  de  una  vez ! 

— Pues  ésa  es  la  cosa  ! — afirmaron  á  dúo,  en  el 
colmo  de  la  angustia.  V 

— Pues  nosotras, — dijo  Nieves  muy  compadeci- 
da,— tenemos  seiscientos  pesos  que...  (se  suspendió 
porque  Mina  le  metió  un  codazo). 

— ¡Seiscientos  pesos! — exclamó  Agustín  con  mal 
fingida  sorpresa — ¡  Vos  sí  estás  por  grojiar  i... 

— Sí,  hermano...  Yá  lo  dije  ! — replicó  la  mucha- 
cha con  resolución — Tenemos  seiscientos  pesos  que 
nos  dejó  mi  padrino:  cuatrocientos  á  yo  y  doscientos 
á  Minita. 

Silencio  profundo  siguió  á  estas  palabras.  La 
prendera,  como  el  tahúr  que  envida  el  resto,  dijo 
al  fin:  4 


50  Frutos  de  mi  tierra 

— ¡Ahora  me  desayuno  de  la  tal  herencia!... 
Y  si  bustedes  no  nos  prestan  esos  reales...  ¡  yá  veti 
lo  que  nos  va  á  pasar  !...  Nosotros  se  los  tomamos  á 
premio...  y  bustedes  los  ponen  á  ganar  I 

— Por  mi   parte...  cómo  nó  ! — contestó  Nieves. 

— Y  busté  qué  dice,  Minita? — pieguntó  Agusto 
viendo  que  ésta  se  callaba. 

— Pues  yo...  no  sé... 

— ¡Mire  que  la  necesidad  es  mucha! — dijo  la  de 
los  cuatrocientos. 

En  un  instante  en  que  pudieron  verse  á  solas,  le 
dijo  Belarmina  á  la  otra. 

— ¡  Esta  animal...  que  no  le  para  nada  en  el 
pico!....  Cuando  nos  dieron  la  plata  escondido  de 
ellos,  por  algo  era  !... 

— ¡  Pero  busté  misma,  Minita,  no  me  dijo  que 
ellos  sabían  ! 

— ¡  Sí,  te  dije,  bruta  !...  ¿  Y  por  eso  les  fuites  á 
confesar?...  Pues,  por  lo  que  es  mi  parte,  mi  plata 
no  se  las  presto!...  Mira:  deciles  que  fue  una  leva 
que  les  metiste  pa  ver  qué  decían. 

— Nó,  Minita,  ¿pa  qué  voy  á deciles  esa  mentira, 
cuando  yá  les  dije  que  sí?...  No  les  preste  busté  si  no 
quiere;  pero  me  parece  muy  mal  hecho  I 

— I  Mira  en  la  que  me  metites  !  Y  si  les  digo  que 
nó,  hasta  nos... 

Aquí  cortó,  porque  Filomena  las  sorprendió  con 
unos  gajos  de  pasas,  que  les  había  traído  desde  esa 
tarde  y  que  había  olvidado  dárselas, — según  dijo, — 
por  lo  preocupada  que  estaba. 


JII— Historia  de  Ja  Edad  media  51 

Desde  esa  hora  no  se  les  apartó  la  buena  her- 
mana, hasta  el  día  siguiente,  en  que  se  llevó  el  dinero 
todo,  merced  al  silencio  de  Mina,  á  la  candidez  de 
Nieves,  y  á  las  muchas  tretas  de  que  se  valió. 

Los  prenderos  se  regodeaban,  allá  en  el  salón  de 
las  prendas,  con  el  bocado  que  habían  cogido, 

— j  Yá  ves ! — le  dijo  la  negocianta  al  compa- 
ñero— j  Yá  ves  que  tan  bien  salió  i...  Si  nos  metemos 
en  el  enredo  que  vos  querías,  de  ladrones  y  baúles 
desarrajados  ¡  quién  sabe  en  qué  bunde  nos  ponen  !... 
Yo  le  tengo  horror  á  cosas  con  los  policías!:  ¡  esos 
demonios  tienen  mucho  ojo!...  Y  la  tal  Minita..» 
\  quién  sabe  con  qué  disparates  le  había  salido  al  Al- 
calde !...  ¡  Mina  es  cruel  abeja...  sábetelo  ! 

— Ah  !...  Eso  sí ! — replicó  Agusto,  con  aire  sen- 
tencioso.— A  conforme  es  esa  de  solapada,  es  la  otra 
de  cordera  ! 

— Allá  veres  la  lidia  que  nos  va  á  dar  pa  lo  otro. 


II 


En  la  cocina  de  la  casa  pasa  á  la  sazón  una  es- 
cena bien  diversa. 

Nieves,  sentada  en  un  banco,  llora  como  el 
niño  después  de  un  castigo.  Belarmina,  en  pie,  las 
trenzas  deshechas,  manotea,  gesticula  y  baila,  sacudi- 
da por  temblores  y  crispaturas;  lagrimones  queman- 
tes como  agua  fuerte  le  saltan  de  los  ojos  de  centella; 
apenas  logra  tartamudear, 

. — Ah  !    boquitorcida!...  Mereces   vivir  siempre 


52  Frutos  de  vii  tierra 

entre  la  ceniza....  por  animal !...  Por  eso  te  sopapié.... 
por  eso  !..,   yá  lo  oítes,  arrastrada  !... 

Calla  un  momento  y  luego  continúa: 

— Si  tenías  tanta  gana  de  darle  la  plata  á  esos 
logreros,  ¿  por  qué  les  fuites  á  endonar  la  mía  ?... 
¿Porque  me  callé  la  boca?...  ¿Y  quién  te  mandó 
disponer  de  lo  que  era  muy  mío  ?...  Osada!...  Atre- 
vida !...  Ladrona  ! 

Nieves  llora  á  más  y  mejor,  sin  articular  una 
excusa. 

— ¿  Estás  pensando,  so  bestia,  que  otro  padrino 
te  se  vuelve  á  morir  pa  déjate  ?„.  Diz  que  á  pre- 
mio !...  ja  1  ja  !..i  Espera  en  una  pata  el  premio  !.., 
¡  Que  me  arranquen  la  lengua  si  volvés  á  güeler  un 
chimbo  de  los  cuatrocientos  pesos  i...  Y  te  quedas  ai 
como  una  bestia,  sin  contestar  tan  siquiera?...  ¡  Ah 
tronco  de  carne  !... 

Y  exasperada  más,  si  es  posible,  por  la  inercia  de 
la  hermana,  se  abalanza  sobre  ella,  con  las  manos 
como  garfios,  y  la  revuelca,  y  la  araña,  arrancándole 
los  cabellos,  desgarrándole  las  ropas. 

Nieves  chilla  y  huye,  dejando  los  mechones  en 
las  manos  de  la  iracunda.  Esta  cae  desmadejada. 

Cuando  los  prenderos  fueron  á  comer,  encontra- 
ron la  puerta  trancada;  golpearon  con  violencia  y  de 
seguido,  porque  tardaban  en  abrir.  Al  fin  la  puerta 
chirrió,  se  abrió  y  asomó  Nieves,  con  los  ojos  como 
carne  cruda. 

— Qué  fue,  hole  ? — preguntó  Agusto. 

— Nada,  hermano:  Minita  que  me  pegó. 


/// — Historia  de  la  Edad  media  53 

Y  fueron  tan  discretos,  respetaron  tanto  la  sus- 
ceptibilidad herida  de  la  hermanita,  que  se  guardaron 
muy  bien  de  preguntar  cosa  alguna:  sólo  se  guiñaron 
el  ojo.  I  Gente  más  prudente...! 

Minita  no  parecía  por  ninguna  parte,  ¿Qué  iba 
á  parecer,  si  estaba  recoletada  por  allá  en  las  pese- 
breras "í 

Colóse  la  prendera  á  la  cocina,  j  Qué  estropicios 
aquéllos  !  Ni  comida  ni  nada  ;  el  fogón  al  apagarse  ; 
la  olla  agtiamasera  hecha  tiestos  ;  charcos  de  agua- 
masa  por  todas  partes.  Pero  tampoco  en  esta  vez  se 
descabalóla  prudencia  en  lo  más  mínimo.  «  ¡  Ah  Mi- 
nita !  i>  se  dijo  Filomena  ;  y  ella  misma,  ella,  con  esas 
manos  habituadas  á  hundirse  en  ondas  de  oro  y  pla- 
ta, se  apercibió  á  improvisar  el  qué  comer. 

A  no  ser  por  la  mansedumbre  de  Nieves,  sabei  i 
Dios  cuánto  durara  el  encono  de  Minita;  mas  ésta,- i 
viéndola  tan  humillada,  se  resolvió,  á  los  ocho  días,  á  w 
dirigirle  la  palabra. 

— Apuesto, — le  dijo  con  calma, — que  todavía  es- 
tás creyendo  en  las  invenciones  de  estos...  ! 

— ¿  Cómo  no  he  de  creer  ?...  ¡  Pobrecitos  !...  Por 
nosotras  han  podido  salir  de  empeños.  ¿  No  ve,  Mi-  ' 
nita,  qué  tan  agradecidos  y  contentos  están  ? 

— Llévatela,  mi  Dios,  antes  de  que  peque  ! — ex- 
clamó Belarmina  juntando  las  garras. — Contentos? 
Están  de  sobra  I...  El  agradecimiento  me  lo  derrito 
en  la  nuca  !...  No  seas  creída,  ala  i 
— ¡  Es  qué  busté  es  tan... 
— 1  Sí:    muy    levantatestimonios  I...  Esa   es   tu 


54  Ff  titos  de  mi  tierra 

cantaleta  de  siempre...  Pero  escucha:  ¡  acordate  de 
mí  si  Agusto  ó  Filomena  nos  pagan  un  cuartillo,  un 
miserable  cuartillo  !...  Sólo  vos,  que  sos  tan  boba,  has 
podido  tragarte  el  cuento  de  la  tienda  apinorada  y 
las  lástimas  que  nos  lloraron...  Ya  ves,  pues:  por  tu 
bobada  nos  quedamos  pilando  por  el  afrecho,  y  arri- 
madas á  ellos,  que  ahora  nos  están  jonjoUando  por 
engatúsanos  bien;  pero  después...  ¡  yo  te  contaré  un 
cuento  I... 

— ¡  Busté  sí  es  fatal,  Minita  ! — dijo  Nieves  em- 
perrándose á  llorar. 

— ¡  Haceme  el  favor  de  no  llorarme,  que  no  te 
digo  esto  por  mal  !  Te  lo  digo  pa  que  sepas  cuál  es  la 
situación  en  que  estamos,  que  no  lo  comprendes... 
Ya  ves:  ¡ni  un  papel  pal  pago  !...  Si  les  cobramos, 
salen  con  que  no  tienen  con  qué,  y  nos  emboban  con 
cualesquier  mentira...  ¡  esto  es  si  no  nos  pegan!... 
Ya  nos  ves  de  cocineras  !...  Y  lo  pior  es  que  si  no 
inos  casamos,  no  tenemos  más  que  alzar  la  chamarra 
\y  recibir  los  rejazos;  porque  unas  tristes  arrimadas, 
Hqué  vamos  á  hacer,  sin  tener  á  quién  voltiar  á  ver  ?... 
I  Si  no  se  hubiera  muerto  el  dijunto  Juancho !,.. 

A  este  recuerdo,  la  ahijada  apuró  el  llanto  excla- 
mando: 

— j  Pobre  mi  padrino! 

— ¡  Pobres  de  nosotras  ! 

— ¡  Mi  Dios  lo  tenga  en  su  santa  gloria  !...  Nos 
quería  tanto  ! 

— Y  ya  ves  lo  que  sacó ! 

Días  después  salieron  losprenderos  con  la  Rove' 


/// — Historia  de  la  Edad  media  55 

dad-dc-qTTg  habfa— qi^€^j^:ender  la  casa,  que  pagaban 
muy__bien,  para  comprar  otra  muy  comó'dT ^rmás 
central;  que  Mina  y  Nieves  tenían  que  consentir  en 
la  venta,  porque  Aguato  se  moría  de  vergüenza  vi- 
viendo en  ese  rancho  tan  infeliz;  que,  yá  que  tenía 
con  qué,  iba  á  darles  harto  gusto  á  sus  hermanas;  que 
la  casa  tal  estaba  para  ser  rematada  en  pública  almo- 
neda; que  él  la  sacaría  sumamente  barata,  y  que  la 
pondría  "  como  un  pesebre  ;  "  con  lo  cual  quedarían 
todos  muy  retebién  y  muy  en  grande.  Estas  razones 
las  reforzó  Filnmpnn  £nn  su  acostumbrada  elocuencia^ 

Minita  todo  lo  oyó  en  silencio,  dando  cuerda  á 
su  cavilosidad,  á  ver  si  sacaba  qué  trampa  era  esa.  La 
simple  de  Nieves  á  todo  dijo  amén. 

Filomena  se  puso  en  pie,  llena  de  majestad  y  re- 
poso, y  encarándose  con  la  "cruel  abeja,"  le  dijo: 

— ¡  Vos  sí  sos  la  mujer  más  rara  que  yo  conozco  !  i 
¡Con    vos   no   se   puede   contar  pa  nada,  porque  ves - 
cosa  mala...  manque  sea  un  favor  que  te  se  va  á  ha-  ; 
cer  !...  Pero  atendeme:   yo   y   Agusto  representamos  j 
tres  derechos  en  esta  casa:  los  dos  de  yo  y  él,  y  el  que 
era  de  Juana,  porque  nosotros  dimos  lo   que  él  valíaj 
Nieves  consiente  en  la  venta,  porque  ve  la  convenen- 
cia... I  mas  luego  vos  estás  sola  y  pordebajiada  ! 

— ¡  Sola  y  pordebajiada  he  estao  siempre  1 

— Sí?...  Pues  ahora  estás  más!   La  casa  se   ven- 
de por  sobre  vos,   porque   sernos   cuatro  y  las  leyes 
nos  dan  derecho  y  mando  !...  Si  vos   no   querés   que;, 
compremos  otra  casa,  te  se  dará  tu  parte  en  plata  !...| 
¡  pa  que  compres  un  palacio  pa  vos  sola  ! 


66  Frutos  de  ini  tierra 

Los  doscientos  pesos  prestados  surgieron  de  re- 
pente, poderosos  é  imponentes,  en  la  memoria  de  Fi- 
lomena, y,  temiéndose  haber  ido  demasiado  lejos, 
hizo  una  transición  que  hubiera  hecho  temblar  una 
platea,  con  la  rechifla,    y  prosiguió  inmediatamente: 

— ¡  Peíp.  es_mi20sjj)le,  Minita,  que  usté  qui&ra. 
separase  de  nosotros ! 

Sacó  el  pañuelo,  lo  llevó  á  los  ojos  y  se  enjugó- 
quién  sabe  qué. 

— El  único  gusto, — continuó  á  poco  la  enterne- 
cida,—  el  único  que  tengo  es  vivir  con  mis  herma- 
nitas!...  Por  eso  quiero  que  compremos  una  casita 
buena,  bien  alegre,  pa  mantenela  bien  limpiecita  y 
pa  que  estemos  todas  bien  á  gusto.  Pero  si  en  esto  te 
damos  disgusto  !...  Pa  que  ustedes  disfruten  y  estén 
bien  contentas  es  que  trabajamos  yo  y  Agusto....  Y 
ahora  sale  mi  hermanita  con  que  está  sola  y  pordeba- 
jiada....  Es  verdá  que  semos  bravos..,,  pero  que- 
reías.... 

Y  tan  conmovida  estaba,  que  se  entró  á  la  alco- 
ba, se  acostó  con  la  cara  tapada,  produciendo  ese  rui- 
do de  narices  denunciador  del  llanto. 

Agusto  suspiró  muy  hondo;  Nieves  se  deshizo 
en  llanto,  y  Minita  se  quedó  callada. 

I  Poderosa  es  la  ternura  fraternal !  Agustín  con- 
siguió el  sí  de  la  hermana  para  enajenar  la  casa;  re- 
mató la  otra,  que  en  poco  tiempo  estuvo  elegante- 
mente remontada.  Es  la  que  conocemos. 


III — Historia  de  la  Edad  media  57 


III 

Los  Alzates  mayores,  al  verse  dueños  de  tan  mag-  / 
nífica  morada  y  tan  ricachos,  quisieron,  claro  está,  y 
darse  tono. 

T.<;i.primern  qiiff  hizo  Agiism  fnp  nnndirtp  ¿  hacex. 
nrj^rimprn  (\f  Y'psi'if^n'^  á  ciial  más  ostentoso  y  llama- 
tivo; y  compróse  muchos  dijes  y  joyas,  para  perfilar 
con  el  debido  aparato  ios  rasgos  del  elegante  refinado. 
Que  nadie  le  tosiera  en  trapos  fue  su  idea,  y  la  reali- 
zó. Luego,  mucho  boato  para  la  casa,  y  especialmente 
para  las  cosas  de  su  uso  personal;  porque  una  alhaja 
de  tantísimo  valor  como  él,  mal  podría  guardarse  en 
estuche  de  cartón,  ni  tratarse  así  tal  cuál.  Tenía  tam- 
bién que  perpetuar  su  imagen,  ya  que  no  en  bronces 
y  mármoles,  en  lienzo  al  menos.  Fue  entonces  cuan- 
do Palomino  trabajó  el  retrato  de  marras.  a 

Agustín  siempre  se  había  estimado  mucho,  peroí-f 
de  esta  época  en  adelante  el  amor  á  sí  propio  fue  cre-j 
ciendo,  como  crece  en  velocidad  la  piedra  que  cae;  y  "^ 
tras  este  sentimiento  le  vino  el  de  su  grandeza.  Aquí 
fue  ello  1  Figuraos  un  mortal  gozando  los  éxtasis  del 
yo,  en  una  plenitud  que  humanamente  no  tiene  con 
qué  compararse ;  figuraos  un  ser  sin  dependencia  de 
nada  ni  de  nadie,  que  mira  al  mundo  y  á  sus  habitan- 
tes como  cosa  de  muñequitos  de  plomo;  figuraos  una. 
ráfaga  de  viento   individual  que  á  toda  hora  entona 
trisagios,  hosannas  y  santas^  en  alabanza  de  Agusto 
Álzate;  figuraos  todo  esto,  y  tendréis  ¡dea  de  las  que  "^ 


58  Frutos  de  mi  tierra 

con  respecto  á  sí  mismo  pasaban  por  el  cerebro  de 
este  señor,  si  fue  que  tuvo  cerebro- 
Guando  la  propia  satisfacción,  ó  el  recreo  en  las 
prendas  personales,  encuentra  al  desarrollarse  alguna 
luz  intelectual,  algún  sentimiento  elevado,  suele  no 
presentarse  tan  al  desnudo,  y,  á  las  veces,  suele  hasta 
velarse  con  cendales  de  fingida  modestia.  Entonces 
esa  jactancia  es  moneda  corriente;  tan  corriente,  que 
corre  y  correrá  como  ha  corrido  siempre. 

En  Agusto  no  había  nada  de  esto.  Tampoco 
era  su  corazón  urna  de  filigranas,  como  no  fueran 
las  de  las  joyas  empeñadas.  Por  ende  no  rebaja- 
ría de  injusticia  el  exigir  tapujos  y  velos  en  las  jactan- 
^■^V¿Pcias  y  baladronadas  de  Agusto:  redondas  y  crudas  las 
espetaba,  con  el  candor  y  la  buena  fe  del  niño  que  de- 
cía á  otro;  «  ¡  Chupa  que  en  mi  casa  hay  dijunto  !  y> 

No  así  Filoinena:  mujer,  al  fin,  tenía  algún  disi- 
mulo. Positivista  hasta  en  eso  de  darse  tono^  hizo  que 
le  comprasen  una  finca  de  campo,  cerca  á  la  ciudad, 
que  no  sólo  le  producía  alguna  utilidad,  sino  que  era 
además  el  lugar  para  sus  esparcimientos  domingueros; 
la  cual  finca,  con  algunas  reses,  la  dio  para  trabajarla 
á  un  infeliz,  á  quien  pedía  cuenta  cada  domingo, 
hasta  de  los  huevos  que  no  habían  puesto  las  gallinas. 

Con  ser  mucho  su  engreimiento  y  excesiva  su 
vanidad,  con  sentirse  muy  superior  á  Agusto,  en  lo 
tocante  á  negocios  y  á  entender  las  cosas,  no  se  mos- 
traba muy  vanagloriosa,  ni  estaba  tampoco  tan  llena 
I  de  sí  misma  que  no  echase  de  menos  algo:  un  mari- 
dito,  como  quien  dice. 


r 


/// — Historia  de  la  Edad  media  59 

Enfrascada  toda  su  ^Mü  pn  ^'-'g  npgnring^  hjpn 
oco  se  había  acordado  del  espejo;  pero  al  ocurrírsele 
la  ¡dea  matrimonial,  hizo  ante  uno  de  «cuerpo  ente- 
ro»— que  á  la  prendería  vino  á  dar, — el  inventario  de 
sus  encantos  físicos.  No  serían  tantos,  ó  acaso  le  pa- 
recieron muy  descuidados,  porque  desde  ese  día  se 
dio  á  cultivarlos  con  empeño,  y  con  este  fin  reunió  en 
su  nuevo  tocador  todo  cuanto  puede  teñir  de  negro, 
blanco  y  rojo,  fuese  yeso,  ladrillo  molido  ú  hollín. 
Entre  las  prendas  rezagadas  había  faldas  de  seda  y 
pañolones  de  raso;  pues  á  manos  de  una  costurera 
fueron  á  dar,  y  pronto  estuvo  Filomena  arrastrando 
unas  colas  y  luciendo  unos  esponjes,  unos  alzaditps 
por  delante,  que....  María  santísima  I 

Como  no  encontrara  calzado  extranjero  que  le 
viniese  al  bronco  pie,  hubo  de  apelar  al  de  nuestros 
zapateros  (en  ese  entonces  no  había  zapateras  finas), 
¡Pero  qué  de  punteras  de  charol,  qué  de  visos  de  ta- 
filete, qué  chirrión  !  Paramentada  con  perifollos  tan 
vistosos  cuanto  anticuados, — pues  la  amasculinada  se- 
ñora no  estaba  en  los  tiquismiquis  de  la  moda; —  re- 
cargada de  joyas,  con  tembleques  de  mariposa  en  la 
moña  de  redecilla,  amantada  con  los  pañolones  de 
colorines,  se  contoneaba  calle  arriba  y  calle  abajo,  de- 
jando bizco  al  género  humano,  haciendo  crujir  la 
seda,  la  almidonada  faldamenta  y  los  chirriones.  Pa;:. 
recia  el  Sombrerón. 

iTintrt  ^nmn  sp  p^i-^n  en  evidencia,  v  el  novio  no 
aspnru^  prij-  ninguna  p¡^]rtp  !  Quc  estaba  con  la  embcs- 
iidera,   era   visto;   pero   nadie  se  atrevió  á  capearla. 


60  Frutos  de  mi  tierra 

Mucho  tiempo  duró  esta  actitud,  hasta  que,  cansada 
de  tan  infructuosa  campaña,  depuso  las  armas  de  mi- 
radas, sonrisillas  y  andaregueo,  conservando  sólo  los 
afeites  y  algunas  galanuras,  y  llevando  en  el  corazón 
hieles  y  solimanes,  sin  cambiar  por  eso  el  propósito 
de  embestir  al  primer  temerario  que  se  le  acercase. 

Mina  también  se  andaba  muy  fermentada.  Tan- 
to, que  á  cualquier  triquitraque  botaba  la  tapa.  Lq^, 
,  desabiiíTiienXQajie-lx:y.idLaLl£  habían  venidn  en  tropel: 
que  la  ladrona  de  Filomena  salió  con  que  ni  ella  ni 
Nieves  tenían  parte  en  la  casa,  porque  apenas  diz  que 
representaban  entre  ambas  novecientos  pesos,  conta- 
do lo  prestado  y  el  valor  de  las  dos  acciones  de  la 
casita  vendida,  suma  que  era  tanto  como  nada  para 
los  veinte  mil  y  pico  que  valía  la  nueva;  que  el  pica- 
ro de  Agusto  las  trataba  peor  que  á  perros;  que,  aun- 
que habían  buscado  cocinera  y  paje,  por  echar  bam- 
bolla, siempre  eran  ellas  las  criadas;  que  Agusto  las 
quería  matar  si  las  camisas  tenían  una  arruguita,  si 
las  medias  un  punto  zafado,  si  la  cama  no  estaba 
'como  alisada  con  bolillo;  que  a  ese  maldito  viejo  3) 
las  celaba  tanto,  que  no  las  dejaba  asomar  las  narices 
ni  á  la  puerta,  ni  á  las  ventanas;  que  el  negro  asis- 
tente y  la  zamba  déla  cocinera  las  espiaban,  por  orden 
de  esos  bribones,  para  «ponerles  en  pico»  todito  lo 
que  ellas  hacían;  y  que  por  todo  esto  los  novios,  ¡  tan 
estupendos  !  que  les  salieron,  se  habían  malogrado. 
;u  Esta  retahila,  y  otras  más  que  sería  prolijo  enu- 
'^  merar,  pasaban  en  procesión  á  todas  horas  por  la 
mente  de  Mina,  enfermándola. 


III— Historia  de  ¡a  Edad  media  6 

En  sustancia  todo  ello  era  cierto,  menos  lo  de 
los  novios.  Los  tales  eran  mozos  que  pasaban  á  me- 
nudo por  la  calle  y  á  quienes  Mina  elevaba  á  la  cate- 
goría de  pretendientes  suyos  ó  de  Nieves,  sin  que 
ellos  tuvieran  noticia  de  las  pretendidas  siquiera. 
Y  tan  mal  andaban  en  asuntos  amorosos  las  pobres, 
que  ni  aun  les  levantaron  el  grato  testimonio  de  ser 
novias  de  nadie.  Parecía  que  la  inicua  opinión  públi- 
ca las  hubiera  condenado,  sin  oírlas,  á  celibato  per- 
petuo. 

Mina,  tan  recelosa  de  suyo,  siempre  tan  contra- 
riada, sintiéndose  sola  é  impotente  en  la  lucha  con 
los  dos  hermanos,  y  descorazonada  para  el  logro  de 
sus  deseos  matrimoniales,  no  halló  otro  expediente 
que  sepultar  bajo  una  mal  fingida  calma  todo  aquel 
tumulto  de  ideas  y  sentimientos.  Pero  esto  no  era 
posible  en  ella:  por  alguna  parte  tiene  que  resollar  la 
caldera,  y  Af inn  fpnía  \  TSfit^yes:  todas  se  las  pagaba 
p«;ta  rr'\^\\\r^^  ñ  qnjpn  h^pía  responsable  de  la  suerte 
d£  las  d<»6. 

Tan  sólo  lágrimas  y  blandas  palabras  oponía 
,^¿¡£^g&-á  los  improperios  y  malos  tratamientos  de  Mi- 
nita.  En  su  corazón,  como  en  rico  vaso,  puso  Dios  la 
flor  inmarcesible  de  la  humildad.  Por  ello  perdona- 
ba sin  esfuerzo,  sufría  sin  quejarse,  sin  sentirse  des- 
graciada; y,  apóstol  inconsciente  del  hogar,  trataba 
sólo  de  llevar  á  las  áridas  almas  desús  hermanos  una 
gota  de  la  ternura  que  la  suya  atesoraba;  que,  aunque 
vegete  entre  malas  yerbas,  siempre  exhala  perfume 
la  violeta 


62  Frutos  de  mi  tierra 

Mas  la  dulzura  de  esta  pobre  muchacha  era  teni- 
|da  por  Agustín  y  Filomena  como  apocamiento,  y 
;Como  adulación  por  Belarmina. 

Nieves,  en  otro  hogar,  rodeada  de  afectos,  llena 
de  prestigio,  entre  cuidados  y  atenciones,  fuera  acaso 
muy  otra;  que  suelen  ser  las  contrariedades  y  triste- 
zas de  la  vida  yunque  y  martillo  que  forjan  las  gran- 
des almas. 


IV 


Viendo  Filomena  la  pachorra  que  Agusto  gasta 
ba  para  el  matrimonio,  le  dijo  un  día: 

— Cómn  e^.?.  \   vna  nnpensás  ca&ate  ? 

Agusto  alzó  á  mirarla,   como  se  miraría  á  una 
persona  que  diera  señales  de  locura. 

— ¡Mira  que  hay    mujeres  muy  ricas! — añadió 
ella — Y  si  te  dejas  envejecer  más  ! ... 

— Envejecer  ?....Yá  se  quisieran  esas  ricachonas 
cogerme  á   yol...  ¡Plata.,,  tenemos  mucha! 
— Pues  por  lo  mi^m"'  jj^  plñlfi  ^'^g^^   ^^   p1:i<-a 

Y  como  Filomena  pensaba  tan  al  derecho  en 
todo,  quiso  seguirle  el  consejo,  y,  al  efecto,  sejoietió 
ji  rnrf-pjar,  muy  en  los  rinco  casns  4, lina  rira  herp- 
_dera.  Esta  se  rió  del  prendero  en  sus  mismas  bar- 
bas; y  cate  usted  que  al  Álzate  se  le  sube  la  mostaza 
y  determina  probarle  á  la  muy  engreidota  que  él  se 
puede  casar  con  la  que  ganas  le  den.  ¡  Casualmente 
que  toditas  se  las  pelaban  por  pescárselo  I  Pasóse  en- 
tonces aja  Menganita  y...  nada;  luego  á  la  otra^^  y 
»ada;  y  así  sucesivamente  á  todas  las  ricas  de  la  ciu- 


III— Historia  de  la  Edad  inedia  63 

dad.  Pues/  señor,  parecía  que  las  morrocotudas  esas 
hubieran  hecho   pacto. 

Siempre  fueron  las  calabazas  muy  amargas  al  hu- 
mano paladar;  pero  Agusto,  el  feliz  Agusto,  tuvo  para 
condimentarlas  una  salsa  con  la  cual  le  supieron  á 
gloria:  «Bien  sabían — se  dijo — que  yo  no  me  había 
de  casar  con  ellas.  Por  eso  se  están  haciendo  de  mi 
alma!...  Yá  las  quisiera  ver  yo,  si  les  floriara  de 
veras  I  »  Y  se  quedó  tan  satisfecho  I 

Estos  fueron  los  amores  que  se  le  conocieron  y 
que,  por  cierto,  sonaron  muchísimo.  En  los  privados, 
si  los  hubo,  no  nos  metemos. 

El  barrio  déla  nueva  casa  es,  en  su  mayor  parte, 
de  gente  rica  y  linajuda.  Los  vecinos,  con  todo,  hi- 
cieron á  la  familia  Álzate  la  visita  de  rigor,  la  que 
inmediatamente  fue  devuelta  por  duplicado;  pero 
luego  siguieron  todos  honrando  la  tal  casa  con  su  au- 
sencia. No  necesitaban  de  tanto  Agusto,  Filomena  y 
Mina,  para  poner  entre  ojos  al  vecindario  entero.  A 
todos  declararon  la  guerra  y  con  especial  encarniza- 
miento á  la  familia  de  don  Juan  Palma,  única  pobre 
de  la  calle.  ¿  Pobres  á  los  prenderos  ?...¿  Pobres  á  ellos 
que,  cuando  algún  pordiosero  les  imploraba  desde  la 
puerta  un  bocado,  lo  echaban  noramala  hartándolo  á 
insultos  ? 

No  sabían  las  Palmas  con  quiénes  tenían  que  ha- 
bérselas. 

Decía  Filomena:  «c  Esas  muertas  de  hambre!... 
Esas  mugrosas  !...  Quien  las  ve  tan  orgullosas...  y 
no  prenden  el  jogón  !  y>\ 


64  Frutos  de  mi  tierra 

Decía  Agustín:  o:  j  No  hay  que  haceles  casol... 
esas  son  unas  vagamundas,  unas...l  i»; 

Decía  Mina:  «Tan  ferósticas!...  porque  á  cuál  de 
todas...  I  Si  parecen  cría  de  micos  !  j>; 

Decía  Nieves:    «  ¡  Por  Dios  1   ¡  Ñor  sean  así!  í;  y 

Los  otros,  en  coro:  «  Calla  la  boca  !  calla;  que 
vos  hasta  pa  esas  topas  defensa  !  t> 

Minita,  tan  poco  comunicativa  con  los  prenderos, 
en  quienes  miraba  enemigos  encubiertos, — como  he- 
mos visto, — estuvo  entonces,  por  antipatía  á  las  Pal- 
mas, en  largas  pláticas  con  ellos,  sobre  todo  con 
Agustín. 


Vestida  de  bermejo,  hecha  un  ascua  de  oro  y  co- 
lorete, se  estaba  una  vez  á  la  puerta  la  gentil  prendera. 
Marfa^  \^  rnfííT^írr''^^  ri&J<w-P«44,yig^  pasaba  por  la  calle, 
paladeando  un  corozo  grande,  que,  al  chupar,  le  in- 
flaba los  carrillos,  como  el  viento  á  un  chirimero.  De 
pronto  é  inconscientemente  alzó  á  mirar  á  Filomena, 
y,  á  la  vista  de  aquella  guacamayona  picando  uvas  de 
corales,  con  que  la  señora  prendía  el  cuello;  á  la  vista 
de  esas  uc/xuvas  que  le  colgaban  de  las  orejas,  la  mu- 
chacha se  encantó  y  se  quedó  fija  en  aquello,  con  el 
corozo  en  la  boca.  La  quintañona  beldad  observó,  á 
su  vez,  las  papujadas  mejillas  de  la  niña;  y,  creyendo 
que  la  remedaba  y  la  hacía  burla  en  su  propia  cara, 
se  abalanzó  sobre  ella;  pero  la  rapaza  se  le  escapó  ha- 
ciéndole gestos,  esta  vez  muy  de  veras.  Filomena,  más 
furiosa  aún,  vomitó  por  esa  boca  sapos  y  culebras. 


III— Historia  de  la  Edad  media  Cü 

No  bien  la  gestosa  entró  á  casa,  compareció  el 
asistente  de  los  Alzates  en  solicitud  de  la  señora  de 
Palma,  con  este  recado:  (( Que  á  mi  siá  Jilomena  que 
castigue  una  niña  suya,  muy  mal  criada,  qui  ha  ido 
á  moléstala  y  á  burlase  della.» 

Confundida  la  señora,  llamó  á  la  chica,  la  exami- 
nó, le  hizo  cargos;  protestó  ésta  de  su  inocencia,  y 
refirió  cómo,  por  ver  «  esas  cosas  tan  lindas  que  tenía 
esa  señora  »,  se  paró  etc....  La  madre  y  las  otras 
niñas  rieron  del  caso. 

((  Dígale  á  la  señora, — dijo  la  de  Palma, — que 
hasta  ahora  no  he  encontrado  motivo  para  castigar  á 
María;  que  yo  averiguaré  bien  la  cosa,  y  que  si  hay 
falta,  se  la  castigo  ». 

El  criado  dio  la  razón,  y  agregó  que  «  esa  vieja 
y  las  hijas  se  habían  reído  mucho  ». 

Filomena  que  tal  oye,  sale,  atraviesa  la  calle,  se 
acerca  á  una  de  las  ventanas  de  las  Palmas,  y....  para 
qué  te  quiero,  boca  !  Las  pobres  no  tuvieron  más  re- 
medio que  cerrar. 

A  la  mañana  siguiente,  cuando  el  señor  Palma, 
gran  madrugador,  salió  á  la  calle,  notó,  á  pesar  de 
estar  aún  algo  oscuro,  que  en  la  recién  enlucida  pared 
de  su  casa  había  algo  escrito  con  carbón,  en  gordos 
caracteres.  Leyó.  Lo  que  rezaba  el  letrero  no  hay 
para  qué  decirlo;  pero  sí  que  el  señor  Palma,  que 
nunca  sufrió  corea,  perlesía  ni  ningún  mal  nervioso, 
tembló  como  azogado,  crispó  los  puños  y  chasqueó 
los  dientes;  y  que  un  albañil  corrió  á  encalar  de 
nuevo  casi  todo  el  frente  de  la  casa.  5 


66  Frutos  de  mi  tierra 

Otro  día,  estando  las  Palmas  conversando  en  la 
puerta  de  la  calle  con  un  su  pariente,  acertó  á  pasar 
Agusto  á  tiempo  que  la  risueña  Lola  mostraba  los 
dientes.  ¿  Pues  no  se  le  antojó  á  éste  que  era  de  él  de 
quien  se  reían  ?  Púsose  como  un  serpentón  y  tarta- 
mudeó algunas  palabras,  ininteligibles  por  fortuna. 
Fuese  á  don  Juan  con  la  querella,  quien  le  recibió  con 
displicencia;  fuese  en  seguida  al  Alcalde,  quien  exi- 
gió fianza  de  guardar  la  paz. 

Pero  á  la  paz  de  los  Alzates  no  le  faltaban  gestos, 
cuándo  de  mofa,  cuándo  de  furor,  ni  miradas  enve- 
nenadoras, ni  puños  medidos,  ni  quitadas  de  acera 
con  empujones  á  la  calle.  Las  Palmas  como  si  tal 
cosa;  pero  temblando  por  dentro.  Don  Juan  quiso 
:  vender  la  casa,  por  huir  de  los  Alzates;  mas,  no  en- 
contrando una  que  conviniese  á  sus  recursos,  hubo 
de  resignarse  á  soportar  los  nuevos  vecinos. 


IV 

LAS     QUESERAS     DEL     MEDIO 


>L  amai:xe€er..^l  domingo  fue  lluvioso^  tal 
siguió  la  mañana;  el  medio  día,  nubladillo 
y  tristón  como  un  convaleciente;  la  tarde, 
á  manera  de  esas  gentes  que  pasan  la  juven- 
tud recogidas  para  alborotar  en  la  vejez,  determinó 
arrebolarse,  allá  por  el  poniente,  por  supuesto,  y  ves- 
tida de  azul  batatilla  y  de  blancos  tules  por  arriba,  de 
color  de  esperanza  por  abajo,  tanto  garbeó,  que  pudo 
al  ñn  alegrar  la  ciudad.  No  quiso  ser  menos  Eolo: 
perfumándose  con  rosas,  eucaliptos  y  azahar,  echóse 
á  volar  regando  aromas,  acariciándolo  todo,  delgadillo 
y  silbador. 

Los  medellinenses,  metidos  en  sus  casas  con  el 
tedio  dominguero  muy  pronunciado,  al  ver  esos  cela- 
jes, al  sentirse  regalados  con  tales  ráfagas,  dieron 
de  mano  á  los  aburrimientos,  y  salieron  á  las  puertas, 
y  luego  á  paseo. 

Los  mozos  del  buen  tono  ecuestre  sacaron  los  po- 
tros del  rumbo,  enjaezáronlos  con  el  galapaguillo 
francés,  y  asiendo  por  la  sutil  brida,  estuvieron  de  un 
salto  á  horcajadas.  Refrenados  los  caballos,  compues- 
to el  sentada,  abiertas   las   piernas  como  una  A  ma- 


68  Frutos  de  mi  tierra 

yúscula,  y  con  todas  las  tiesuras  que  el  caso  exige, 
partieron  á  paso  menudito,  alardeando,  ya  del  andar 
del  palafrén,  ya  de  la  apostura  del  jinete,  si  no  del 
charolado  botín,  cuya  punta  de  lanza  toca  apenas  el 
aro  del  argentino  estribo,  sin  faltar  en  tan  caballeres- 
ca serenidad  ni  el  salto  inverosímil,  ni  el  bizarro  cara- 
coleo, para  poner  á  las  claras  que  el  jinete  no  es  nin- 
'Vgún  cura.  Las  francesas  antioqueñas,  que  ya  se  creían 
[chasqueadas  por  el  mal  tiempo,  se  botaron  también 
por  esas  calles  de  Dios,  disfrazadas  según  el  último 
figurín,  asustando  á  los  hombres,  dando  en  qué  en- 
tender á  sus  rivales  en  elegancia. 

Los  7naiceritos,  aforrados  en  gomosos,  se  anda- 
ban muy  lindos  y  sietemesinos,  enredando  por  ahí 
con  el  chic  parisiense. 

Los  trenes  del  tranvía  iban  y  venían  de  bote  en 
bote.  Cruzábanse  los  coches'  de  alquiler,  llevando  en 
sus  sebosos  asientos  á  las  señoras  del  fregado  y 
del  hollín  y  á  las  sirenas  de  cuarto  ciego.  La  calesa 
de  algún  ricacho  pasaba  majestuosa,  tirada  por  su  her- 
moso tronco. 

Los  galleros  de  los' pueblos  circunvecinos  salían 
del  circo,  con  los  marañoiies,  papujos  y  canagiiayes, 
héroes  del  día,  terciados  á  guisa  de  guarniel,  ahupan- 
do sus  caballejos,  echando  sus  tragos  los  afortunados, 
mustios  y  despaciosos  en  sus  bagajes  los  de  negra 
suerte. 

Gentes  como  se  estilan  por  acá,  de  ruana  y  paño- 
lón, trajinaban  por  todas  partes. 

¡  Vaya  si  había  qué  ver  en  esta  hermosa  tarde  ! 


IV — Las  Queseras  del  medio  69 

Y  viendo  estaban  en  el  portón  de  las  Palmas 
hasta  una  docena  de  chicas,  á  cual  más  guapa,  senta- 
das en  tabureticos  y  banquetas. 

Las  Palmas,  pobres  y  todo,   eran  tan  populares,/! 
que  su  casa  fae  siempre  4">unto  de  reunión  de  todas  ,j 
las  muchachas  del  barrio;   y  los  días  de  fiesta  se  for-   » 
maba  en  su  puerta  un   ramillete  de  flores  de  carne  y 
hueso,  que  ni  para    hacerle  chorrear  la  baba  á  tanto 
abejón  como  pasaba  por  la  calle. 

La  junta  de  esa  tarde,  engrosada  con  tres  miem- 
bros nuevos  y  varios  honorarios,  estaba  animadísima 
é  interesante  además;  pero  no  tenía  ronda  de  galanes. 

A-poco  atravesaba  la  calle  una  niña,  muy  á  la 
francesa  y  tan  garbosa  y  apuesta,  que  parecía  tener  la 
sal  de  Dios  regada  por  todo  el  cuerpo. 

La  cual  se  dirigió  al  portón  referido. 

— ¡  Pepa  !  ¡  Pepa  ! —  exclamaron  varias,  como  si 
llegase  la  capitana. 

Ella  fue  estrechando  manos  á  diestro  y  siniestro, 
y  á  manera  de  saludo  dijo: 

— ¡  Pero,  niñas,  por  Dios  !...  ¡Es  una  vergüenza 
que  tantas  muchachas  tan  cuartas  no  tengan  una  pa- 
rranda de  novios  en  la  esquina!...  O,  si  es  que  no 
tienen,  avisen  para  prestarles  de  los  míos! 

— Sí,  Pepa  ! — replicó  una  morenilla  más  picante 
que  el  ají; — lárganos  unitos  de  los  tuyos  ! 

— ¡  Pero  es  que  no  se  puede  ni  creer  que  estén 
todas  comiendo  pavo  ! — repuso  la  recién  llegada,  to- 
mando asiento. — ¿  Por  qué  no  los  llaman  ? 

Y  viendo  que  ni  en  las  esquinas  inmediatas  ni 


70  Frutos  de  mi  tierra 

en  parte  alguna  se  paraba  nadie;  viendo  que  no  pasa- 
ba ningún /^o  de  servir,  exclamó: 

— ¡  Así  nó,  mis  hijas  !...  ¡  Imposible  que  piquen 
los  pollos,  si  no  los  saben  llamar!...  Espérense  y 
verán,  yo  les  enseño.  • 

Y  esto  diciendo,  salióse  hasta  media  calle,  metió 
la  mano  al  bolsillo,  la  sacó  luego  llena  de  confites  y 
comenzó  á  chillar,  como  si  estuviese  en  corral  de  ga- 
llinas. 

— Cutu  I  cutu  !  cutu  !.  .  Cutu  !  cutu  !  cutu!... 
Cutu  I  cutu  !  cutu!  (al  mismo  tiempo  que  regaba  el 
grano). 

—  {  Por  Dios,  Pepa!...  ¡No  seas  loca  !..st  Mira 
que  te  pisan  los  coches  !...  ¡  Qué  dirán,  por  Dios,  los 
que  pasen  ! — decía  una,  mientras  otras  reían. 

— Eh,  niña!  no  sea  boba  !  Espérese  y  verá. 

Y  siguió  llamando:  ¡Cutu!  cutu!  cutu!... 
Como  dicen  que  acuden  los  espíritus  al  conjuro 

del  médium,  así  mismo  comparecieron  tres  estudian- 
tes universitarios  en  la  boca-calle  cercana.  Pepa,  al 
verlos,  exclamó  con  rabia  cómica: 

— Vean  estos  cachuchos  cintiazules  !...  Pensarán 
que  es  á  ellos  ? 

Y  encarándoseles,  hace  ademán  de  espantarlos, 
diciendo:  ¡  Huise,  criolletas  !  ¡mi  maíz  no  es  para 
ustedes ! 

La  trinca  estudiantina  prosiguió  su  marcha  calle 
arriba. 

— Por  Dios,  Pepa  !...  Ah  pena!  oyeron!...  ah 
pena! 


IV — Las  Queseras  del  medio  71 

Esta  permanece  en  su  puesto,  y,  como  el  general 
que  desde  el  campamento  dirige  el  catalejo  al  enemi- 
go, lleva  ella  la  mano  vacía  á  un  ojo,  á  modo  de  alar- 
gavista,  lo  apunta  á  lo  lar£;o  de  la  concurrida  calle, 
observa,  y  á  poco  clama  entusiasmada: 

— Allá  vienen  !  allá  vienen!...  y  toditos  son  de 
espuela  y  pelea  !...  Ahora  sí,  muchachas:  prepáren- 
se.... bien  risueñas,  con  la  cara  más  bonita  que  sepan 
hacer  !  Yá  casi  llegan  ! 

En  efecto:  allá,  como  una  cuadra  distante,  sobre- 
salía de  entre  la  burda  concurrencia  un  grupo  de  ca- 
chacos y  pepitos. 

— Hay  para  todas! — dijo  la  generala. — ¡Qué 
cuartos  que  vienen  !...  Vean  cómo  bolean  las  varitas  ! 
Vean  otros  tan  pechiblancos  !...  ¡  Eso  sí  es  concu- 
rrencia!... 

La  cachaqiieril  pléyade  llega,  y  derechito  á  la 
esquina,  ojo  al  portón.  El  general  manda: 

— [  Apunten,  muchachas  ! 

Algunas  se  entraron  al  zaguán,  á  ocultar  la  risa. 

El  enemigo  se  movió  á  vanguardia.  Iba  á  pasar 
por  la  emboscada.  Pepa  retrocedió  hasta  la  acera,  y, 
antes  que  los  pollos  llegasen,  regó  la  confitería.  Al  re- 
guero, ellos  se  sorprenden,  y  algunas  elegantes  corte- 
sías se  malogran. 

En  el  portón  se  oye  el  gorjeo  de  risas  comprimi- 
das. X^n pepo,  de  los  últimos,  muy  vidrioso,  sin  duda, 
se  detiene,  entre  escamado  y  burlón;  se  retuerce  el 
atildado  bigotillo  y,  dirigiéndose  á  las  niñas,  dice  en 
tono  provocativo: 


72  Frutos  de  mi  tierra 

— ¿  Les  parecemos  muy  célebres  ? 

— Nó,  caballero.  Nada  célebres — responde  Pepa 
con  mucha  impavidez. 

— Entonces....  ¿  por  qué  se  ríen  tanto  ? 

— Pues  porque  estamos  diciendo  muchas  ocu- 
rrencias.... que  no  le  importan  á  usted. 

— Y  esos  confites  ? 

— Confites  ?...  Usted  está  un  poco  mal  de  la  vista, 
caballero:  ¿  no  ve  que  es  maíz  ? 

— Yo  soy  muy  serio....  para  estas  gracias  !... 

— Sí?...  Pues  me  alegro  mucho!  nosotras  somos 
muy  risueñas. 

El  mocito,  viéndose  poco  airoso,  quiso  cambiar 
de  táctica,  y,  con  risita  forzada,  dijo: 

— Es  una  pura  broma,  señorita.  Disimule.,,  me 
habían  dicho  que  usted  era...  era  muy  pronta...  y 
determiné  provocarla. 

Pepa  lanzó  una  carcajada  de  loro. 

— Conque  provocarme  I...  já  I  já  !  já  i  señor..., 
usted  sí  que  es  chirriao  I... 

El  (c  señor  »  se  aturrulló  tanto,  que  siguió  su  ca- 
mino sin  saber  qué  familia  era. 

Gran  confusión  hubo  en  el  campo  mujeril. 

Estas  reían  á  todo  trapo,  aquéllas  hacían  extre- 
mos de  angustia,  cuáles  protestaban  de  la  conducta  de 
Pepa,  cuáles  de  la  át\ pepito:  algunas  la  trataban  de  loca 
de  atar;  otras  le  echaban  calurosas  laudatorias,  procla- 
mándola cerno  á  la  más  cuarta  de  las  hembras;  y  hubo 
una  tan  aterrada,  que  propuso  se  levantara  la  sesión, 
6  que,  al  menos,  se  pasase  á  la  sala.  Pero  la  moción  fue 


IV — Las  Queseras  del  medio  73 

tan  impopular,  que  antes  se  convino  en  que  ninguna 
se  iría  hasta  las  seis  y  media,  y  que  del  portón  no  se  mo- 
verían ni  las  moscas. 

El  nervio  chistoso  se  exaltó  tanto  en  la  tertulia, 
á  causa  de  esta  escena,  que  el  caballero  serio  fue  blanco 
de  alfilerazos  epigramáticos.  La   algarabía  azonzaba. 

— Pero  quien  es  esa  criatura  de  mi  Dios  ? —  pre- 
guntó Pepa. 

— Es  M^ftfn  Hala-  un  joven  muy  interesante — 
contestó  una. 

— Ahora  lo  oigo  mentar  ! —  repuso  la  Escanden. 

— jOuien  lo  veía,  que  parecía  que  iba  á  reventar 
como  un  cañón,...  y  se  vanió  ! 

El  símil  agradó,  y  el  señorito  Gala  quedó  confir- 
mado esa  tarde,  entre  las  niñas  ésas,  con  el  mote  de 
c  El  Vaniao  ». 

Cuando  éste  se  unió  á  sus  compañeros,  que  algo 
habían  oído,  no  fueron  pocas  las  bromas  que  le  dieron. 

A  poco  estaban  de  vuelta,  y  al  pasar  por  frente 
al  portón,  no  podían  atajar  la  risa.  Igual  cosa  pasaba 
á  las  muchachas.  Sólo  Martín  volvía  muy  cariacon- 
tecido. 


A  causa  del  mal  tiempo  no  pudo  ir  Filomena  ese 
domingo  á  la  finca,  lo  que  la  puso  de  muy  mal  humor. 
Para  ver  de  disiparlo,  se  emperejiló  bien,  no  sin  ha- 
berse regado  antes  por  todo  el  rostro  gracias  de  car- 
mín y  nieve.  Sacó  luego  del  escaparate  un  gran  cofre 
y  se  puso  á  dar  lustre  á  las  joyas.  Pegada  á  una  mesa, 


74  Frutos  de  mi  tierra 

con  ese  aire  solemne  y  esos  frunces  de  boca  que  algu- 
nos ponen  cuando  están  haciendo  algo  muy  bien, 
pasó  todo  el  medio  día,  soba  que  soba  y  dale  que  más 
dale,  á  la  tiza  y  á  la  gamuza. 

..  Agusto,  cuyos  solaces  eran  elaborar  los  fruteros 
que  yá  conocemos,  ó  hacer  cucharas  de  naranjo,  ó  amo- 
lar las  navajas  de  barba  y  el  cortaplumas,  estuvo  ese 
domingo  sin  estro  artístico  y  sin  disposición  para  nada. 

Él  no  era  hombre  de  parrandas  ni  bebezones,  ni 

Vmigo  de  nadie.  ¿  El  juntarse  con  cualquier  clase  de 

gente  ?  ¿El  ir  á  esos  casinos,  á  ese  Edén  donde  había 

[tanto  gorrista?  Nó,  nó !  Que  fueran  á  que  les  diera 

de  beber  el  diablo  !    Tampoco  le  agradaba  el  campo. 

¡  Harto  cagajón  había  manejado  de  niño,  harta  basu- 

i   ra,  para  ir  ahora  á  ver  vacas,  bagazo  de  caña  y  des- 

jv  aseos  !  Que  fuera  Filomena,  que  le  gustaba  eso. 

Quitóle  al  lecho  los  paramentos  y  la  colcha  de 
damasco,  se  echó,  y  quedóse  al  momento  como  un 
angelito. 

Aprovechó  Minita  el  sueño  del  cancerbero  para 
echar  á  la  puerta  un  ratico  de  pesca;  pero  ni  una  an- 
guila picó. 

Muy  tarde  despertó  el  señor. 

— Cómo  es:  ¿  aquí  no  se  come  hoy? — gritó  fu- 
rioso, saltando  al  corredor. 

— Pues  como  usté  estaba  dormido....  —  contestó 
Nieves  muy  asustada,  porque  ese  día  principiaba 
semana. 

— Y  vos,  sorombática,  que  todo  lo  dejas  pa  la 
hora  de  la  muerte!... 


IV — Las  Queseras  del  medio  75 

Nieves  corrió  á  arreglar  la  mesa. 

— [  Ave  María,  Agusto  ! — exclamó  Mina,  entran- 
do.— Me  admiro  de  que  haya  podido  dormir  con  la 
rochela  que  tienen  aquellas  sinvergüenzas  !  Me  fui  á 
asomar  á  ver  qué  era,  y  ai  se  están  riendo  de  todo  el 
que  pasa.  Óigalas  ! 

— Quiénes?...  Las  Palmichas  ?  No  les  digo!... 
Apuesto  que  ai  están  echándoles  ojo  y  haciéndoles 
cismas  á  todos  los  que  ven....  porque  esas  sí  son  las 
tísicas  que  más  gana  tienen  de  casase  I...  i  Ah  falta  que 
les  está  haciendo  el  rejo  !... 

Se  sentaron  á  la  mesa.  Agusto,  camisa  al  aire 
y  sin  chaleco,  ocupó  el  puesto  de  honor.  ¡  Y  cómo  se 
cuidaban  los  Alzates  !  La  botella  de  vino  seco  dulza- 
rrón campaba  sobre  el  mantel  de  arabescos  de  azafrán 
y  grasa;  sendos  plátanos  bananos  lucían  junto  á  las 
arepas  de  maíz  remojado,  en  los  puestos  del  señor  y 
de  Filomena.  Aquél,  tomando  la  suya,  la  parte  por 
mitad,  y,  manipulando  con  media,  cual  si  fuese  con 
el  cubierto,  acomete  el  principio,  que  es  un  plato  de 
estrellados  huevos,  cuyas  yemas,  al  ser  heridas,  re- 
vientan, combinando  en  vistoso  matiz  su  amarillez  de 
oro  con  la  púrpura  del  tomate  y  con  el  verdor  de  la 
cebolla. 

— Pues  les  aseguro  que  las  tales  Palmichas  están 
que  piden  azote, — dijo  el  señor,  medio  atragantado 
por  los  bocados  que  le  esponjaban  ambos  carrillos. 

— Esas?...  Neme  digas!  —  exclamó  Filomena 
con  estrépito. — Esas  son  las  vagamundas  más  grose- 
ras que  hay  !...  Con  tanto  así  que  les  vea....  las  acá- 


7^  Frutos  de  mi  tierra 

bo  !...  Sobre  todo  esa  tuntunienta  que  me  arremedó; 
ésa  chupa  muy  duro  ! 

— ¿  Y  la  grandulaza  que  se  rió  de  yo  ? —  clamó  el 
varón,  que  casi  se  ahogaba  con  un  tarugo  de  longani- 
za, plato  que  siguió  á  la  entrada  de  huevos, 

— Y  vos,  tan  ovejo,  que  no  le  reventates  el  hoci- 
co á  esa  dientipelada ! 

— Si  fue  que  mi  acordé  de  la  fianza  ... 
— ¡  Qué  cuento  de  fianza  ¡  —  observó  Mina,  chu- 
pándose los  diez  mandamientos,  tintos  en  salsa. — ¡  Si 
eso  fue  hace  añísimos,  cuando  mandaban  los  rojos  i... 
¿  Qué  va  á  saber  el  Alcalde  de  ahora  ? 

Agustín,  ocupadísimo  en  descuartizar  á  dos  ma- 
nos el  caparazón  de  una  gallina  frita,  guardó  silencio, 
y  Mina  continuó: 

— Bien  le  había  podido  bajar  el  moño  á  la  Lola... 
¡Y  pa  eso  que  son  tan  visitadas  !...  No  sé  qué  gracia 
les  toparán  á  esas  hambrientas.  Ya  se  ve:  como  son 
tan  lambonas.... 

— Pisssl  Pues  si  las  visitas  son  por  el  encarte  de 
ellas...!  —dijo  la  prendera. — Si  en  esta  calle  no  hay 
sino  zambos  alzaos,  porque  tienen  cuatro  riales.  Mira: 
estas  jetimoradas  de  la  esquina  se  les  ve  el  zambo  á 
leguas;  la  doña  Teresita,  tan  merecida,  es  hija  de  una 
vieja  vagamunda;  las  yarumaleñas  son  unas  tristes 
puebleñas  que  quieren  venir  á  meter  la  Gómez....  ¡Si 
en  esta  calle  no  hay  con  quién  hablar  !...  Si  yo  me 
llego  á  imaginar  que  por  aquí  vivía  tanta  canalla,  ni 
á  palos  habíamos  comprao  esta  casa  !  Si  yo  le  vivo 
diciendo  á  este  Agusto  que  lo  que  debemos  hacer  es 


IV- — Las  Queseras  del  medio  77 

irnos  pa  Bogotá!...  Ya  ven  lo  que  escribe  Juana!  Y 
me  dice  mi  siá  Chepa  que  esa  sí  es  la  tierra  pa  disfru- 
tarse y  ganar  harta  plata,  en  cualesquier  cosa  !...  Pero 
éste  nó:  le  parece  que  si  no  es  aquí  no  hay  vidaI.^. 
Pues  yo,  cuando  menos  lo  piensen,  me  les  voy. 

Nada  contestó  Agusto  á  esta  interpelación:  esta- 
ba royéndose  la  rabadilla  de  la  gallina,  acto  solemní- 
simo para  él. 

Los  fríjoles  y  la  mazamorra,  cantados  por  el  poe- 
ta antioqueño,  también  aparecieron  en  la  mesa;  pues 
aunque  Agustín  no  los  comía  nunca,  Filomena  sí  les 
hacia  el  honor  algunas  veces. 

Luego  que  aquél  dejó  la  osamenta  del  ave  sin  una 
hebra,  se  zampó  un  vaso  de  leche  postrera,  quedándo- 
sele la  densa  espuma  en  los  pintados  bigotes.  Tras  es  to 
vino  el  plato  de  conservón,  de  la  laya  de  los  que  anta- 
ño vendía. 

Nieves  le  trajo  cosa  de  una  pucha  de  café  clarucho, 
y  el  gastrónomo,  mientras  reanudaba  la  conversación 
sobre  las  Palmas,  le  mezcló  dulce  raspao  hasta  espesarlo, 
y  se  apercibió  á  bogar,  pues  bogado  era  como  lo  tomaba. 

— Dejen  esas  pobres  en  paz  ! — dijo  Nieves  ea  i 
tono  festivo,  al  oír  á  la  prendera  continuar  la  apolo- / 
gía. — Lo  que  ha  de  hacer  mi  hermano  es  casase  con|| 
Lola,  pa  que  hagan  las  paces. 

Ella  que  dice  y  Agusto  que  se  quita  el  tazón  de 
la  boca  y  se  lo  avienta  á  la  cara  con  café  y  todo. 

— Ah  animal  ! — le  grita,  echando  candela. — Sólo 
á  vos  te  se  ocurre  !...  Estúpida  !...  Grosera  I...  Atre- 
vida !... 


78  Frutos  de  mi  tierra 

Afortunadamente  que  ce  el  Cónsul  í  tomaba  el 
café  frío;  que  si  no,  le  sancocha  la  cara  á  la  infeliz. 

— Muy  merecido  que  lo  tenes  ! — exclamó  Minita. 
,  Aturdida  con  el  trastazo,  ^negada  en  UaníP  y  en 
_café^  recogió  Nieves  los  tiestos  del  trasto  y  salió  para 
la  cocina. 

Los  prenderos  estuvieron  á  poco  en  la  puerta  de 
la  calle,  viendo,  llenos  de  rabia,  la  alegre  tertulia,  á 
la  que  el  joven  Gala  hacía  el  costo  en  ese  momentp. 

En  la  acera  opuesta,  frente  al  portón  de  los  Ál- 
zales, precisamente,  estaban  dos  hermanitos  de  las 
Palmas,  diableando,  gx^amor^j^compaña  de  Pachito 
Escandón,  que  había  seguido  á  Pepa.  Ocupábanle  los 
tres  mocosos  en  el  gravísimo  asunto  de  cambiar  re- 
tratos de  cajetillas  de  cigarrillos.  Que  cuatro  Núñez 
por  ese  Gaitán:  que  «  No  vaya  á  creer  »;  que  cinco: 
que  <L  Ni  por  mil  »;  que  tres  Dolores  Sucre:  que  «Esa 
no  hay  quien  no  la  tenga  t>;  que  don  Juan  Montalvo 
por  don  Belis:  que  «  Échalo  !  »;  y  que  éste  <r  es  muy 
escaso»;  y  que  aquél  «es  muy  común»,  hasta  que 
hubo  gran  canje  de  personajes  ilustres.  Luego  que 
cada  cual  guardó  su  colección,  se  pusieron  á  «  echar 
balero  y>.  El  Escandón  había  improvisado  uno  famoso 
con  un  lápiz  y  una  naranja  verde,  y  los  Palmitas  se 
dieron  modo  y  maña  para  hacer  los  suyos  por  el  pro- 
pio estilo.  Entusiasmados  con  el  invento  y  las  apues- 
tas, chillaban  que  era  un  gusto.  El  señor  Álzate  abría 
la  boca  para  regañarlos,  cuando  la  naranja  de  Palma, 
el  menor,  desprendiéndose  con  fuerza  de  la  cuerda, 
saltó  y  fue  á  caer,  sin  tocarlos,  á  los  pies  de  Filóme- 


JV— Las  Queseras  del  medio  79 

na.  Ella  y  el  hermano  rugieron,  zapatearon  é  insul- 
taron á  los  rapaces.  Inmutados  los  Palmitas,  trataron 
de  huir;  pero  el  ladino  Escandón  volteó  á  los  rega- 
ñones y  dijo  con  sorna: 

— Eh  !  Parecen  del  Bolo  I  No  nos  vamos,  mu- 
chachos; no  nos  vamos  ! 

Agusto  pasó  del  grana  al  verde,  y  entrándose 
apresuradamente,  tomó  el  sombrero  y  el  bastón,  y 
salió  desempedrando  las  calles. 

Las  alegres  chicas  no  se  dieron  cuenta,  con  su 
charla,  de  lo  que  á  los  niños  pasaba;  pero  al  ver  que 
Agusto  iba  fan  afinaHn^  las  Palmas  palidecieron  y 
callaron. 

— Qué  fue  .'* — preguntó  Pepa. 

• — Es  que  está  pasando  don  Agusto  ! 

/ — Valiente  novedad  I 

No  habían  corrido  tres  minutos  cuando  don 
Agusto  volvía,  erguido  y  triunfante.  Tres  gendarmes 
le  seguían. 

Estos,  á  una  señal  del  señor,  echan  mano  á  los 
rapaces,  que  gritan  llorando  de  miedo. 

— Pa  la  cárcel,  malcriados  1  Es  pa  que  tiren  na- 
ranjitas  !... — exclamó  Agustín. 

Pepa  y  las  Palmas,  fuera  de  sí  al  ver  aquello,  se 
lanzan  sobre  los  eorchetes  protestando: 

— Eso  sí  nó !  Los  muchachos  no  los  llevan  !,,. 
I  Por  qué  gracia  "í 

Las  otras  chicas  las  imitan.  Chillando,  estruján- 
dose, arremolinándose,  se  prenden,  cuáles  de  los  al- 
guaciles, cuáles  de  los  niños.   Aturdidos  dos  de  aqué- 


80  Frutos  de  mi  tierra 

líos,  largan  su  presa.  Empecinado  el  otro,  se  aferra  á 
la  suya.  Las  chicas  entonces  le  cargan  á  él  solo:  lo 
"zarandean,  le  tumban  el  kepis,  lo  pellizcan  de  lo  lindo. 
El  grandísimo  sinvergüenza  intenta  sacar  la  bayone- 
ta, y  mientras  tanto  el  preso  se  le  zafa  y  se  asila  en  el 
zaguán.  Corren  tras  él  las  lidiadoras  en  montón,  y 
cubren  la  puerta.  El  enemigo,  rompiendo  por  entre 
faldas,  se  les  entra.  Mas  las  fieras  muchachas  no  le 
dan  tiempo  de  llegar  al  contraportón:  unas  rojas, 
otras  lívidas,  todas  trémulas,  lo  envuelven,  lo  arro- 
llan, y,  empellón  va,  pellizco  viene,  lo  echan  á  la 
calle.  El  zambo,  que  por  más  señas  está  de  botines  y 
muy  galán,  da  un  traspié  y  se  va  de  hocicos  contra 
el  empedrado. 

La  escena  pasa  en  un  segundo. 

Al  levantarse  el  del  revolcón,  se  agolpa  la  gente, 
atraída  por  el  bochinche.  Nadie  entiende  á  nadie: 
todas  aquellas  amazonas  hablan  y  gesticulan  á  la  vez. 
Están  hermosas  en  su  embriaguez  !  Sólo  se  distingue: 
ce  Negro  grosero  !  »  «  Negro  sinvergüenza  !  »  La  voz 
de  Pepa  sobresale  enérgica:  «  Nosotras  también  va- 
mos á  echar  hoja,  como  los  estudiantes....  el  otro  día 
que  estos  negros  descarados  los  iban  á  llevar  á  la 
cárcel  !  » 

Los  compañeros  de  Martín  Gala,  que  se  habían 
entrado  al  casino  de  la  esquina,  acuden  con  algunos 
vecinos. 

— Pero,  ¿qué  es  la  cosa,  señoritas  .'* — pregunta  el 
doctor  Puerta. 

— Nada,  doctor, — contesta  la  Escandón,   con  voz 


IV — Las  Queseras  del  medio  81 

temblona: — que  los  gendarmes  iban  á  llevar  los  niños 
á  la  cárcel....  y  nosotras  se  los  quitamos  ! 

(Gran  sensación  en  el  público.) 

— Y  por  qué  los  llevaban  ? 

— Por  qué  ?  Porque  don  Agusto  Álzate,  aquel 
viejo  bigotipintado  que  está  en  aquella  puerta,  los 
mandó  llevar  porque  tiraron  una  naranja  al  alar  de 
su  casa. 

Todos  dirigen  la  vista  al  punto  señalado  por 
Pepa.  Allí  están  Agustín  y  Filomena,  como  desafian- 
do al  público,  como  asesinándolo  con  sus  miradas. 
Dios  sabe  cuál  se  hallan  por  dentro:  todo  lo  están 
oyendo. 

— Pero  eso  no  es  motivo  ! — dijo  un  cachaco. 

— ¡  Cómo  nó,  caballero  ! —  replica  Pepa,  en  voz 
alta  y  menos  trémula, — ¡  Cómo  nó  I:  no  ve  que  á  ese 
señor  le  dio  miedo  que  los  niños  le  fueran  á  reventar, 
con  las  naranjas,  ese  par  de  nacidos  que  tiene  la  viejita 
en  los  cachetes  ?..,¡  Vea  qué  inflamados  los  tiene  !...Po- 
brecita ! 

El  auditorio  estalla.  Triunfo  más  estupendo  no  lo 
hubo  en  las  otras  Queseras. 

Los  vencidos  prenderos  se  entran  sonámbulos,  in- 
conscientes. Lo  mismo  hacen  las  vencedoras. 

Mareadas,  riendo  unas,  llorando  las  más,  arman 
en  aquella  casa  la  de  Dios  es  Cristo. 

El  alguacil  obstinado,  más  corrido  que  una  mona, 
con  el  kepis  nuevo  hecho  una  miseria,  no  tuvo  más  que 
aguantar  las  búrlelas  de  los  otros  dos,  que  tomaron  á 
risa  el  suceso.  6 


82  Frutos  de  mi  tierra 

— j  Hijue  las  niñas  pa  tener  uña  brava  !...  Nos 
trancaron  bien  alegre  !... —  dijo  uno. 

— Y  sin  modo  !...  — repuso  el  otro —  Pero  destas 
niñas,  hombre  !...j  ojualá  nos  pelizcaran  to  los  días  ! 

La  señora  de  Palma  andaba  en  visitas  á  todo  esto. 
Cuando  llegó  á  casa,  todo  era  confusión  y  zambra. 
Quiso  saber  la  causa:  ¡  imposible  !  todas  á  un  tiempo 
contaban  lo  sucedido.  A  fuerza  de  regaños  y  repre- 
guntas, pudo  al  fin  medio  enterarse,  y  quedó  ate- 
rrada. 

— No  me  digan  más,  mis  hijitas  I — exclamó  la 
señora. — Vayanse  las  que  no  quieran  morir;  porque 
es  yá  que  nos  vienen  á  matar  !...  y  si  alguna  queda 
con  vida....  busque  quién  nos  blanqueé   la    pared.... 

i  Para  matanzas  estaban  los  Alzates  !  La  viejita 
de  los  nacidos,  suelta  la  moña  en  trágico  desorden, 
bailoteando  unas  veces,  dando  revuelos  como  agallo 
otras,  el  ojo  volado,  alzados  los  puños  en  épico  furor, 
iba  y  venía  por  los  corredores,  llevando  el  espanto  al 
corazón  de  Nieves,  que,  en  unión  de  Mina,  el  criado 
y  la  cocinera,  corría  á  favorecer  á  Agusto. 

El  cual,  en  prosaica  postura,  pasaba  por  las  pro- 
pias congojas  que  Sancho  cuando  la  toma  del  bálsa- 
mo aquél.  Los  estrépitos  del  mal  eran   para  alarmar. 

— ¡  Se  nos  muere  el  hombre  ! — gritaba  la  infla- 
mada Filomena. — Se  nos  muere  !...  Corre  Vangelista 
por  el  dotor ! 


•\ 


V, 


HUN     CUARTO     ALEGRE» 


A£XÍN-GaJa  se  despidió  de  sus  camara- 
das  y  llegó  á  casa  á  eso  de  las  seis.  Inme- 
diaUmente,  y  sin  quitarse  los  arreos  de 
día  de  fiesta,  que  eran  de  lo  más  fino,  se 
echó  en  la  cama,  á  fumar  cigarrillo,  para  ver  de  es- 
pantar esa  bandada  de  cotorras  que  llevaba  en  la  ca- 
beza. 

— No  hay  duda — se  decía: — me  puse  en  ridícu- 
lo,... pero  harto  I...  ¿Quién  me  mandaría  enredar- 
me con  la  malcriada  ésa  ?...  ¡  Cómo  se  reirían  de  mí 
las  otras!...  Pero  fue  que  los  confites....  ¡malditos 
confites  !....  me  dio  tanta  injuria  !....  La  podía  haber 
insultado  y  seguir.... 

Habitaba  Martín  en  el  barrio  de  San  Francisco,  "1 
en  casa  de  doña  María  Ramos,  señora  viuda  y  pobre,    ' 
la  cual,  mediante  una  módica  pensión,  asistía  á  tres 
ó  cuatro  huéspedes,  estudiantes  casi   siempre.  Toda  i 
la  familia  de  la  señora  era   una  hija  solterona,  tan  > 
vieja,  que  más  que  su  hija  parecía  su  hermana,  con 
ser  que  la  madre  no  estaba  muy  conservada. 

Por  compañeros  de  habitación  tenía  Martín  á  un 
tal  Mazuera,  estudiante  de  Jurisprudencia,  mozo  fle- 
mático á  la    vez  que   parlanchín,  sobrado  amigo  de 


84  Frutos  de  mi  tierra 

meterse  en  todo  y  con  sus  ribetes  de  tunante;  y  á 
otro  joven,  muy  bonachón  y  aplicado,  que  cursaba 
Medicina,  á  quien  Mazuera  llamaba  el  doctor  Cañas- 
gordas^  por  ser  natural  del  pueblo' así  llamado  y  pare- 
cerle  un  poco  presuntuoso. 

Las  patronas  los  trataban  como  á  hijos,  y  ellos, 

al  par  que  las  querían  y  respetaban,  las  embromaban 

de  cuantos  modos  estaban  á  su  alcance,  las  tuteaban, 

— las  trataban  de  vos,  mejor   dicho, —  llamando  á  la 

jLtaadre,  «Marucha  X)  y  á  Paulita,  la  hija,  <r  la  vieja»,  por 

w  antonomasia. 

Los  tres  muchachos,  si  bien  de  caracteres  muy 
diversos,  la  llevaban  muy  en  paz;  y  de  esta  armonía 
se  aprovecharon  las  señoras  para  acomodarlos  en  el 
cuarto  del  zaguán,  que  era  muy  grande;  el  cual  se 
arreglaba  tres  veces  al  día,  pues  el  desbarajuste  de  los 
mozos  corría  parejas  con  el  orden  y  aseo  de  ellas. 
Tales  composturas,  lejos  de  molestarlas,  les  servían 
de  tema  para  reír  y  darles  bromas  en  forma  de  rega- 
ños, (£  por  el  poco  fundamento  »  y  «  por  lo  marranos» 
que  eran. 

Qala  era  caucano,  hijo  de  una  viuda  riquísima,  y 
no  tenía  más  hermanos  que  uno,  hacendado.  Como 
aquél  no  despuntara  por  el  lado  de  los  negocios  y  ha- 
ciendas, y  deseando  la  madre  que  fuera  hombre  de 
letras,  determinó  que  hiciese  estudios  formales  y  se 
graduara  de  doctor  en  cualquiera  facultad.  Demasia- 
\do  ortodoxa,  no  quiso  mandarlo  á  Bogotá,  porque — 
-'decía  ella — esos  colegios  de  por  allá,  aunque  cató- 
licos en  su  actual  enseñanza,  merced  á  la  Regene- 


V —  «  Un  cuarto  alegre  »  85 

ración,  estaban  contagiados  de  la  herejía  roja  que  por  1f 
tantos  años  cundió  en  ellos,  y  que  para  desinfectarlos  í 
era  menester  echarlos   abajo   desde  sus  cimientos,  y  j 
construirlos  de  nuevo. 

Por  esto  y  por  amor  patrio,  pues  la  señora  era 
antioqueña,  prefirió,  por  la  de  Popayán,  la  Universi- 
dad de  Medellín,  donde,  según  sus  cuentas,  no  podía 
ser  mucho  el  contagio,  habiendo  sido  de  pocos  años 
el  dominio  herético.  A  Martín,  que  tenía  en  pers- 
pectiva á  Bogotá,  le  agradó  bien  poco  esta  determi- 
nación; pero  halagado  con  la  promesa  que  le  hizo  su 
madre  de  enviarlo  á  Europa,  si  le  daba  gusto,  aceptó 
y  se  vino,  muy  recomendado,  por  cierto,  á  los  amigos 
y  parientes  que  su  madre  tiene  en  Medellín. 

Ni  los  talentos  ni  la  aplicación  del  caucano  eran 
cosa  del  otro  mundo.  No  es,  pues,  de  extrañarse  el 
que  brillara  tan  poco  en  las  aulas  y  el  que  los  profeso- 
res y  jefes  del  Establecimiento  no  le  tuvieran  mucha 
deferencia.  No  así  entre  los  estudiantes:  su  carácter 
altivo,  sin  ser  insolente,  rasgado,  no  exento  de  simpa- 
tía y  gracia,  le  granjeó  bien  pronto  numerosas  amis- 
tades. El  manejar  bastante  dinero,  el  haber  dado  al- 
gunos pescozones,  muy  bien  asentados,  en  los  lances 
estudiantiles,  y,  más  que  todo,  su  generosidad  rumbo- 
sa, le  dieron,  dentro  y  fuera  de  los  claustros,  muchí- 
sima popularidad.  A  más  de  esto,  Galita  ó  tCauca- 
no  >,  como  le  llamaban,  hablaba  por  los  codos,  y,  á 
fuerza  de  decir  sandeces,  llegó  á  echárselas  oportunas 
y  á  adquirir  fama  de  muy  chistoso  y  decidor. 

El  deseo  de  distinguirse,  de  sobresalir,  tan  propio 


86  Frutos  de  mi  tierra 

de  la  juventud,  lo  tenía  Martín  muy  pronunciado;  pe- 
ro este  deseo, — que  en  otro  fuera  noble  emulación  para 
los  estudios, — lo  aplicaba  sólo  á  cosas  de  poca  monta, 
bien  ajenas  al  asunto.  Nunca  se  tuvo  en  menos  porque 
en  las  clases  hubiese  chiquitines  más  adelantados  que 
él,  ni  porque  los  superiores  se  lo  hicieran  notar;  pero 
que  alguno  lo  aventajara  en  tirar  la  pelota,  afuera  más 
hábil  en  el  trapecio,  era  para  Gala  motivo  de  verdade- 
ra mortificación  y  para  que  se  propusiese  propasarlo. 
En  lo  tocante  á  vestidos,  leontinas,  relojes  y  otras  ga- 
lanuras, tampoco  se  dejaba  «echar  ñatas  t>  ni  del  más 
peripuesto  estudiantón. 

.  Fueren  una  palabra,  el  mayor  hereje  que  tuvo  la 
religión  de  Minerva. 

Los  ilustres  varones  de  la  sapiencia,   como  cate- 
dráticos, por  ejemplo,  le  parecieron  siempre  embobados 
de  rostro,  sin  pizca  de  malicia  ni  elegancia,  más  pro- 
pios para  decir  misa  ó  ayudar  á  decirla,  que  para  ha- 
^cer  el  cachaco. 

i  Que  el  cachaco,  el  cachaco  de  rumbo,  y  no  otra 

/vcosa,  era  el  sueño  de  Maxtía. 

Á  más  no   poder,  y  entre  si  salgo  ó  no  salgo, 

aguantó  el  primer  año  en  el  internado,  sin  mas  ansias 

que  losdías  de  vacaciones,  para  gastar  y  hacer  tonterías. 

Al  segundo  año,  so  pretexto  de  que  el  internado 

.  le  enfermaba,  siguió  externo,  y  se  colocó  en  casa  de 

/Tdoña  María,  continuando  sus  estudios  más  por  rutina 

^  ó  á  falta  de  otra  cosa  en  qué  ocuparse. 

Por  uno  de  esos  caprichos  frecuentes  en  jóvenes 
desaplicados  y  ricos,  ó  acaso  por  convenir  á  sus  miras 


V —  «  Uti  cuarto  alegre  »  87 

cachaquHes,  dedicó  alguna  atención  á  la  Historia  y  la  / 
lengua  patria,  únicas  clases  en  que  no  salió  abajo  de^ 
paso  en  el  terrible  trance  de  los  certámenes.  ' 

Al  tercer  año  pretendió  matricularse,  contra  vien- 
to y  marea,  en  el  primero  de  Medicina,  pensando  des- 
lumbrar  á  su  madre  con  este  paso  y  anticipar  el  viaje 
á  Europa,  Sobra  decir  que  el  plan  no  le  surtió, — y  mal    ,   , 
podía  surtirle, — de  lo  cual  tomó  disgusto....  ^,¿¿443     \ 
Universidad  I 

Libre  de  los  pocos  escrúpulos  que  de  colegial  tu- 
viera; libre  para  obrar;  con  carta  franca  para  ponerse 
en  fondos,  dio  comienzo  entonces  á  la  carrera  de  cu' 
chaco.  Compró  caballo;  recorrió  sastrerías  y  almace- 
nes, haciéndose  á  lo  mejor,  á  lo  más  vistoso,  á  lo  más 
de  moda;  abonóse  al  teatro,  donde  á  la  sazón  funcio- 
naba una  muy  celebrada  compañía  dramática  ;  fue 
cliente  de  casinos  y  cantinas, — de  "  El  Edén,"  sobre 
todo^ — ;  y  tan  pronto  estuvo  en  el  busilis  del  taco, 
que  era  de  verle  hacer  billas,  carambolas  y  palos  por 
todas  partes. 

Obsequioso,  con  esa  generosidad  del  que  gasta 
sin  saber  cuánto  cuesta  lo  gastado,  dejaba  en  esos  pa- 
rajes una  estela  que  le  formó  aureola.  ¿  Qué  mucho, 
pues,  que  fuera  uno  de  los  niños  mimados  de  casinis- 
tas,  sastres,  zapateros  y  comerciantes  de  novedades  ? 
I  Qué  mucho  que  pronto  se  relacionase  con  la  cre- 
ma ?  Y  tanto  alcanzó,  que  fue  enrolado  en  El  Pomo ^ 
uno  de  los  clubes  de  mayor  fuste.  Pero  El  Pomo  te- 
nía su  reglamento,  y,  Martín,  que  no  estaba  para  com- 
promisos, se  salió  al  mes. 


88  Frutos  de  mi  tierra 

En  honra  del  ex-estudiante,  será  bien  hacer  cons- 
tar que  nunca  se  le  vio  en  trapisondas  aguardentescas, 
ni  tumbado  por  ahí,  ni  conducido  á  la  cárcel;  mas  lo 
que  es  tomarse  un  doblete  de  brandy,  una  sangría,  un 
doné pachero^  unas  cuántas  botellas  de  cerveza,  eso  sí, 
cada  rato.  ¡  Y  tanto  como  se  despabilaba  con  estas  li- 
baciones ! 

Hacía  el  amor,  ó  al  menos  los  cocos  amorosos,  á 
toda  chica  guapa  que  veía  en  el  teatro,  ó  en  la  iglesia, 
ó  en  cualquier  parte,  sin  que  esto  le  impidiera  tener 
siempre  sus  chicoleos  ventaneros,  muy  bien  entabla- 
dos, alcanzando  su  constancia  á  una  sola  hasta  cinco 
meses. 

En  cuanto  al  amor  de  otro  modo,  no  le  faltaban 
por  esos  trigos  algunos  picos  pardos  en  que  enredarse; 
pero  en  lo  que  Martín  contaba  sobre  estos  asuntos, 
que  no  era  poco,  había,  valga  la  verdad,  más  alharacas 
que  pecados. 

Entre  sus  amigos,  el  favorito  era  José  Bermúdez, 
miícHacho  muy  de  chispa,  de  familia  distinguida, 
bastante  holgazán  y  poco  adinerado.  Martín  cifró  en 
él  sus  delicias,  y  José,  parásito  por  necesidad,  recibía 
mucha  sabia  de  tan  jugoso  tronquito.  Y  como  el  se- 
ñorito éste  era  aficionado  en  grado  sumo  á  la  amena 
lectura,  medio  se  le  pegó  al  cancano  la  afición.  Jun- 
tos leyeron,  en  casa  del  primero,  no  pocas  novelas  de 
Sué,  Dumas  padre  y  su  escuela;  algunos  tomos  de 
poesía  peninsular  y  del  país,  y  tal  cual  fragmento  de 
Historia  y  Biografía.  Aunque  estos  novelones  eran 
muy  para  el  gusto  de  Martín,  no  pudo  cogerles  la  sus- 


V —  «  Un  cuarto  alegre  »  89 


tancia  (niip.  p-;  Hp  siipflnEr^  pues  las  complicaciones, 
aventurasy  laberintos  en  que  abundan  los  libros  su- 
pradichos  le  ponían  tal,  que  aun  leídos  por  separado, 
los  confundía,  achacando  al  personaje  del  uno  las  he- 
roicidades del  otro:  no  eran  así  no  más  las  revolturas 
que  hacía  de  Monte  Cristo^  Judio  Errante^  Mohica- 
nos  y  otras  cosas. 

Si  en  la  Universidad  distrajo  sus  aburrimientos 
de  desaplicado  con  la  Historia,  ahora  la  encontraba 
tan  insípida  y  pesada,  que  sólo  pudo  leer  en  formali- 
dad medio  tomo  de  Los  Girondmos^  y  eso  porque 
María  Antonieta  lo  embelesó  de  tal  modo,  que  llegó 
á  enamorarse  de  ella.  ¿  No  se  prendó  Bécquer  de  una 
mujer  de  piedra  ? 

Mas  no  le  mentaran  versos,  porque  estaba  en 
sus  glorias.  Sin  comprender  á  Espronceda,  le  arrulla- 
ba la  armonía  del  metro.  Aprendióse  varios  trozos  de 
Acuña,  no  poco  del  Idilio  y  todo  El  tren  expreso.  De 
Bartrina  no  entendía  jota,  ni  su  poesía  se  le  parecía  á 
verso,  ó  al  revés ;  pero  como  José  era  mucho  lo  que 
le  ponderaba,  lo  ponderó  también  Galita,  y  á  toda 
hora  se  le  oía  aquello  de 

Juan,  cabeza  sin  fósforo,  con  Juana.... 

que  tan  en  boga  estuvo  en  Medellín,  lo  mismo  que 
aquello  otro  de 

Todo  lo  sé.  Del  mundo  los  arcanos.... 

pieza  que  Bermúdez,  y  Martín,  por  supuesto,  tuvie- 
ron siempre  por  palmaria  declaratoria  de  materia- 
lismo. 


90  Frutos  de  mi  tierra 

Don  Adriano  Scarpetla  le  encantaba,  poniéndole 
en  rebullicio  todos  los  sentimientos.  Pero  ni  roman- 
ces, ni  poemas,  ni  don  Adriano,  ni  nada  llegó  á  herir 
tanto  la  fantasía  del  joven,  ni  á  empeorarlo  de  cabeza 
como  la  Biograjia  de  Lord  Byron^  por  Castelar. 
Toda  la  ornamentación  del  autor,  toda  la  música^  que 
decimos  por  acá,  la  tomó  el  mozo  textualmente,  é 
hizo  con  don  Emilio  lo  que  no  hiciera  en  la  Univer- 
sidad con  Isaza,  Delille  y  los  Hermanos  Cristianos:  lo 
leyó  y  releyó.  A  medida  que  se  iba  penetrando  del  asun- 
to, Byron  se  le  agigantaba  y  más  le  enloquecía.  ¡Válga- 
nos Dios,  qué  hombre  !  j  Ese  Byron  tan  cachaco^  tan 
hábil  nadador,  por  quien  se  morían  negras  y  blancas!... 
Así  era  como  Galita  quería  ser.  j  Pues  no  era  tonto 
el  chico  ! 

En  plata:  el  amante  de  Carolina  Lam  vino  á 
ser  para  él  lo  que  Amadís  y  su  caterva  para  don  Qui- 
jote; y  de  tal  modo  se  fue  calentando  de  cascos  con 
estos  pujos  lordbyrianos,  que  hasta  una  caída  se  de- 
seó, para  quebrarse  una  pata  y  salir  luego  cojín  co- 
jeando lordbyrianamente. 

Mandó  hacer  el  retrato  del  poeta  y  que  le  exa- 
geraran ese  corbatín  ó  pañuelo  borrascoso  con  que  le 
pintan  (adorno  que  se  avenía  á  maravilla  con  el  gusto 
fantástico  de  Galita),  y  lo  colgó  á  la  cabecera  de 
la  cama,  cual  á  su  santo  de  devoción.  Esto  alarmó  á 
las  viejas,  que  no  concebían  cómo  un  joven  pudiera 
tener  en  su  cuarto  otras  imágenes  que  las  de  la  Vir- 
gen y  San  Luis  Gonzaga. 

Profesaban  ellas  al  caucanoese  cariño  indulgente 


V —  <i  Un  cuarto  alegre  »  91 

que  la  , vejez  sana  prodiga  á  la  Juventud;  y  cuando 
consideraban  que  él,  tan  rico,  tan  alegre,  prefería  la 
pobre  casa  de  unas  tristes  viejas  á  hoteles  y  restau- 
rantes, entonces  al  afecto  se  mezclaba  el  reconoci- 
miento. 

El,  á  su  vez,  se  había  vinculado  á  las  patronas, 
como  sobrino  á  tía  contempladora;  y  las  veces  que  le 
acometía  el  tedio, —  que  también  le  daba,  aunque 
nada  byroniano  —  no  salía  de  casa,  y  se  tendía  á  la 
bartola  en  alguna  tarima,  y  llamaba  á  Marucha  para 
que  le  hiciese  cabecera. 

(T  ¡  Quita  de  aquí  indino,  sinvergüenza,  desca- 
rado !  3> — ó  cosa  así,  solía  contestarle  la  vieja,  pellizcán- 
dolo y  fingiendo  una  rabia  horrible;  pero  al  fin  y 
al  cabo  venían  á  ser  los  muslos  de  Marucha  la  al- 
mohada de  Martín.  Aprovechaba  ella  estas  ocasio- 
nes para  exhortarlo  á  la  vida  de  colegial  concienzudo 
y  á  que  dejase  esas  idas  á  los  casinos  que,  al  decir  de 
la  predicadora,  cson  el  perdedero  de  tanta  gente»; 
pero  acompañaba  sus  homilías  con  unos  pases  tan  sua- 
ves por  la  capul  y  las  patilHtas  del  acostado,  que  éste 
se  quedaba  hecho  piedra  á  la  mitad  del  sermón. 

Los  dos  estudiantes,  sus  compañeros,  le  predica- 
ban también,  entre  veras  y  chanzas. 

La  madre,  últimamente,  lo  estrechaba  con  cartas  y, 
más  cartas  por  todos  los  correos,  poniéndole  de  mani-fi 
fiesto  los   horrores  de  la  ociosidad  y  diciéndole  que,  |t 
si  no  quería  seguir  los  estudios,  se  volviese  á  su  lado. 

Los  acudientes  lo  apuraban  con  puyas  y  consejos. 

¡  Pero,  váyale   usted  con  epístolas  y  evangelios  á 


92  Frutos  de  mi  tierra 

un  mozo  levantado  de   cascos,  que  se  cree  un  Creso  y 
I  que  ha  tomado  á  Byron  por  modelo  ! 

Galitg,  no  ha  cumplido  los  veintiuno.  Bien  ga- 
llardo y  mejor  plantado,  alto  y  robusto;  musculatura 
de  acróbata ;  el  pescuezo  recio  y  redondo,  arranca  del 
torso  lo  mismo  que  modelo  clásico  de  cartillas  de  di- 
bujo; cabeza  grande;  el  pelo  medio  crespo,  entre  cas- 
taño y  rubio.  La  cara,  de  un  blanco  desabrido  con  pe- 
cas, de  nariz  bronca  y  unos  ojos  pardos  é  inquietos,  es 
una  desarmonía;  pues  en  tal  caraza  asoman  y  no  ba- 
jan de  las  orejas  unos  cuadritos  peludos,  muy  bien 
demarcados,  con  pretensiones  de  patillas,  y  sobre  esa 
boca  de  negro,  un  bigotín  rubio  tan  atildado  y  leve 
que  parece  pincelada  de  purpurina.  En  hablando  ó 
líendo,  muestra  hasta  las  cordales  de  una  dentadura 
inverosímil,  por  lo  blanca  y  pareja.  Habla  recia  y  ar- 
moniosamente, y  es  su  gesticulación  tan  expresiva, 
tan  gráficos  sus  ademanes,  que,  al  ser  tratado,  ni  feo 
parece. 

Cuando,  caballero  en  El  Melado,  les  pasa  á  las  mu- 
chachas, haciéndoles  figurines  y  monerías,  es  lo  que  se 
llama  un  buen  mozo. 

A  propósito  de  su  porte  de  hombre  hecho  y  de- 
recho y  de  su  carácter  de  chiquillo  tonto,  le  dijo  Ma- 
zuera  cierta  ocasión:  «  Eres  un  pepino  de  olor:  mucho 
tamaño,  mucha  elegancia,  mucho  perfume....  ¡  y  por 
dentro  estropajo !  » 


V —  «  Un  cuarto  alegre  »  93 


Tendido  en  la  cama  seguía  Martín  en  sus  ingratas 
cavilaciones. 

A  las  siete  entró  Matucha  al  cuarto  con  la  luz. 

— I  Pero  hombrecito... —  le  dijo,  al  encontrarlo 
de  tal  guisa — Creí  que  eran  los  otros...  Qué  es  eso  ?.., 
Estás  enfermo,  ó  qué  ? 

— i  Nó:  no  tengo  nada — contestó  él  con  displi- 
cencia. 

— ¡  Pero  vos  á  estas  horas  en  la  casa  ?...  Siempre 
tenes  que  tener  algo  ! ...  ¿O  fué  que  te  dio  la  vena  de 
pronto  ?...  ¡  Apuesto  que  es  algún  bochinche  con  la 
novia  de  abajo  !...  Pero  si  te  queda  la  otra,  hombre- 
citó  I...  Con  cuál  fué  ?  Decime. 

— ¡  Qué  cuento  de  noviasl  Es  que  tengo  algo  de 
dolor  de  cabeza... 

— No  le  digo!...  Algunos  traguitos...  eso  sí!...  ¡Le 
aseguro  que  los  tales  casinos  ! ...  Pero  no  se  entristezca 
por  eso,  mijito  !  No  sea  haragán,  que  parece  que  estu- 
viera en  las  últimas  !...  Voy  á  hacerle  una  bebida 
amarga,  pa  que  se  la  tome  antes  de  merendar.  Eso  es 
la  bilis  irritada. 

Salió  Marucha  muy  diligente;  y  á  poco  entraron 
los  estudiantes  muy  endomingados,  que  venían  de 
pasear. 

— ¿A  ver  qué  es  lo  que  tienes  ? — pregunta  Pérez. 

—  Si  no  es  nada,  hombre  ! 

— Dice  Marucha  que  estás  triste — replicó  el  me- 


94  Frutos  de  mi  tierra 

diquillo,  quitándose  los  botines  domingueros — i  Ay 
que  callo  !....  Qué  te  sucedió  ? 

— ¡  Esa  es  otra !....  Es  decir,  que  no  puedo  estar 
triste  de  memoria  ? 

— Pues  no  !...Como  hiciste  tanta  buya  con  la  ter- 
tulia que  va  á  haber  esta  noche  donde  las  Bermú- 
dez...  como  diz  que  estabas  tan  convidado  ... 

— Pues  resolví  no  ir  ! 

— ¡  No  ir  tú,  así  por  antojo  !...  Esa  si  no  me  la 
metes  1  No  tienes  enfermedad  ninguna,  pero  te  ha  pa- 
sado alguna  ¡  muy  gorda  I...  Se  te  ve. 

— Bueno,  pues! —  repuso  Gala  de  peor  humor — 
Que  sea  como  dices:    ¡me  han  pasado  cosas  atroces! 

— Cuando  nos  las  vas  contando. 

Gala,  por  toda  respuesta,  se  volteó  para  el  rincón. 

— Pues,  mi  estimado, — dijo  el  estudiante  salien- 
do, vestido  yá  con  la  ropa  semanera — estas  cosas  son 
como  los  dos  últimos  sacramentos. 

Mazuera,  que  descansaba  tirado  en  la  cama,  prin- 
cipió también  el  cambio  de  traje,  y  entonó: 

a  Y  así  cBCUchando  de  la  mar 
El  melau  cólico  rumor, 
Entre  la  luz  crepuscular, 
Bogando  vamos  sin  temor  »... 

Cuando  iba  en  el  se  torjiard,  gruñó  Gala  y  dijo: 
— Déjalo  para  las  tablas,  que  aquí  no  hay   quien 

te  aplauda  ! 

Más  alto  y  más  destemplado  prosiguió  Mazuera 

la  popular  barcarola,    y    no  calló  hasta  dar  la  última 

nota,  si  tal  puede  llamarse. 


V —  ((.  Un  cuarto  alegre  »  95 

— Te  gustó,  Galita  ? 

— Mucho  1  Eres  un  tenor  admirable  ! 

— Ya  ves  lo  que  es  el  estilo ! — dijo  el  cantor  po- 
niendo la  levita  en  el  ropero — Esta  barcarola  la  cantan 
desde  el  polo  ártico  hasta  la  Patagonia,  «  de  las  pla- 
yas del  Don  hasta  las  cumbres  del  soberbio  Sedar  », 
con  la  mismita  música,  con  la  mismita  letra  que  la 
canto  yo,  y  ya  ves...  cantada  por  mí,  siempre  es  nue- 
va, i  UTest-ce  paSy  tnonpetit? 

— Eh  !...  No  friegues  ! 

— ¡  Estás  como  sapo  toriado  !..  Como  no  me  ti- 
res leche...  ¡  A  ^mala  seña  que  es  ese  humor!....  Es 
decirl...  me  parece  que  te  has  metido  en  una!... 

— ¡  Habla  ai  bocón  ! 

— Pues  si  no  fuere  alguna  tarja  al  juego...  que 
me... 

— ¡  Pues  no  sería  con  plata  tuya  ! 

— Pero  tuya. 

— Lo  cual  á  tí  no  te  importa. 

— Poco  más  me  importa,  mi  querido...  Tampoco 
me  importan  otras  hazañas  tuyas  que  nos  espetas 
cada  rato,  sin  que  te  las  preguntemos...  Se  ve  que 
aprendiste  hoy  á  ser  muy  discreto...  ¡  Muy  bueno  !: 
al  fin  te  repuntará  el  juicio. 

Y  salió  también.  Después  de  la  merienda,  á  la 
que  Galita  no  quiso  asistir,  Mazuera  y  Pérez  empren- 
dieron el  estudio.  Aquél,  sentado  junto  á  la  mesa,  lá- 
piz en  mano,  mirando  al  texto,  ó  garrapateando  en 
un  papel,  se  engolfaba  en  las  terriblezas  del  a-\-b; 
—pues  á  más  de  las  leyes,  le  metía  á  las  ecuaciones — ; 


96  Frutos  de  mi  tierra 

el  otro  recostado  en  la  cama,  quería  sacarle  la  quinta 
esencia  á  un  tratado  de  Patología. 

El  caucano,  que  parecía  dormir,  se  incorporó  al 
cabo,  bostezó,  y  con  cara  yá  serena,  se  levantó,  sacó 
cigarrillos  y  fué  á  ofrecerles  á  los  estudiantes.  El  de 
Medicina,  en  vez  de  recibirle  el  obsequio,  le  tomó  el 
pulso  con  la  mano  izquierda,  sacó  el  reloj  con  la  otra, 
y  dijo  luego  doctoralmente: 

— j  Mejoría  notable  !  Casi  no  hay  fiebre. 

— ¡Gracias  á  Dios!  —  exclamó  el  algebrista  — 
Creí  que  se  iba  á  carbonizar. 

—  Hombres  I — repuso  el  enfermo  —  Ustedes  si 
friegan  muy  parejo  i...  Caray  I...  Pero  es  que  á  mí 
me  pasan  unas  guamas  !...  Les  voy  á  contar...  ¡  pero 
eso  sí;  que  no  se  ofrezca  ni  con  las  viejas,  ni  en  la 
Universidad,  ni  con  nadie!... 

Tosió,  encendió  el  cigarrillo,  y,  con  voz  atragan- 
tada por  el  humo  aspirado  que  devolvía  por  las  nari- 
ces, les    contó  con  no  pnra   vivP7a  la  p<írf>r\:i  pnfrp  p1  y 

^epa  Escandón. 

— ¡Hombre,  Caucano....  no  seas  bestia! — pro- 
rrumpió el  médico,  tan  luego  como  Gala  hubo  termi- 
nado.—  Pareces  niña  de  primera  comunión,  como 
dice  Mazuera...  Bien  haces  en  encargar  secreto...  jUn 
cuero,  una  garra,  como  tú,  enchivado  por  las  reposta- 
das de  una  malcriada  ?  ..  Ni  se  cree  !...  Estás  mogollo, 
mogollo  !  Déjate  de  venganzas  y  niñerías,  y  vete  á  la 
tertulia,  que  todavía  es  temprano. 

— ¿Y  tú  que  dices,  fafalachero  ? —  preguntó  Mar- 
tín al  matemático — ¿  Por  qué  te  quedas  callado  ? 


V —  «  Uti  cuario  alegre  y>  97 

— ¿  Me  pides  mi  parecer  ? 

—  Sí. 

—  Sí  ?  Pues  bueno:  sin  importarme  el  caso,  voy 
á  dártelo. 

Y  fingiendo  un  tono  magistral,  dijo  así: 
— Tengo  la  pena  de  separarme  en  un  todo  de  la 
respetable  opinión  del  doctor JTañasgordas:  Creo  que 
esa  niña  estólida  te  comió,  y  que  debes  tomar  ven- 
ganza, como  piensas  (  pero  sangrienta  !  Yo,  en  tu  lu- 
gar, la  desafiaría...  Nó,  desafio,  nó!:  la  puedes  matar 
en  el  duelo...  y  la  pena  de  muerte  no  escupe  ahora. 
Lo  mejor  será  que,  mañana  mismo,  telegrafíes  á  tu 
casa,  pidiendo,  por  el  correo  próximo,  un  perrero  de 
esos  que  usan  en  tu  tierra;  y  apenas  te  venga,  atisbas 
á  la  grosera  esa,  cuando  salga  de  misa,  y  allí  en  el 
atrio,  delante  de  bastante  gente,  ¡  le  metes  una  pela... 
que  se  acuerde  de  tí !  Esto,  cuando  más,  será  cuestión 
de  policía...  y  quedas  vengado. 

—  ¡Para  tí  estaban  buenos  los  azotes,  rábula  in- 
feliz! ^ 

—  ¡  No,  Galita  !...  ¡  Aplaqúese,  aplaqúese  I — dijo 
el  Mazuera,  con  ademán  de  paz. — Si  no  le  gusta  mi 
consejo...  con  no  seguirlo  está  el  cuento  acabado... 
Y  si  yá  no  quiere  vengarse...  no  se  vengue...  Mu- 
cho mejor  !  Esto  es  más  generoso,  más  cristiano. 

Gala  furioso,  cogió  el  sombrero  y  la  llave  de  la 
calle,  y  salió  refunfuñando.  No  tomó  resuello  hasta 
llegar  al  casino.  Sentóse  junto  á  una  mesa  de  tresillo, 
á  ver  jugar;  pero  estaba  tan  desazonado  que  no  aguan- 
tó diez  minutos.  Fuese  á  la  sala  del  billar,  donde  ju- 

7 


98  Frutos  de  mi  tierra 

gabán  guerra  una  tanda  de  cachacos^  metiendo  ruido 
grandísimo,  lo  cual  le  fastidió  más. 

Ignórase  si  Martín  pronunció  ó  nó  el  Eureka^ú 
se  dio  ó  nó  la  palmada  en  la  frente, — cosas  tan  de  ri- 
gor en  el  momento  de  topar  lo  que  se  busca — ;  sólo 
se  sabe  que,  cuando  ^  preocupado  mozo  bajaba  la_es- 
calera  del  casino,  le  vino  repentino  y  preciso  el  modo 
de  vengarse.  ¡  Pues  cómo  no  !  ¡  No  tenía  que  ver  ! 
¡Cosa  más  clara...  y  no  habérsele  ocurrido  hasta  aho- 
ra !  La  malvada  se  las  iba  á  pagar;  sí,  señor:^que- 
■tearle  muy  recio  }  pero  muy  recio  !  ¡enamorarla  ¡  pero 

¡harto  !  y  así  que  estuviera  perdidita...  ¡  dejarla  col- 
gada^ q.ow  tanto  palmo  de  narices !...  I  Y  lo  poquito 
[que  sabía  él  en  achaques  de  embobar  muchachas! 

Saboreando  de  antemano  los  deliciosos  confites 
de  la  venganza,  fué  á  acostarse  á  las  diez.  ¡  Cuan  otros 
de  los  que  Pepa  le  regara  esa  memorable  tarde  I 

Y  como  él,  en  tratándose  de  empresas  cachaqui- 
les,  no  se  dormía  en  las  pajas,  abrió  operaciones  desde 
el  día  siguiente.  Escogió,  al  efecto,  el  mejor  vestido, 
la  corbata  más  pintada,  en  la  que  prendió  un  chicha- 
rrón de  oro,  y,  con  el  andar  más  gentil  de  su  reper- 
torio, tiró  calle  abajo. 

Entróse  á  la  peluquería  de  que  era  abonado,  y, 
una  vez  bien  acicaladito  y  aromático,  sp  puso  eprtre 
dos  espejos  contemplándose  al  derecho  y  al  revés.  Se 
encontró  irresistible.  ¡  Pobrecita  Pepa ! 

Regando  tricófero,  despidiendo  lumbres,  atuza 
que  atuzarás  el  bozo,  haciendo  molinete  con  el  junco, 
cruzó  varias  cuadras,  bien  así  como  el  pavo,  cuando 


V —  «  Un  cuarto  alegre  )>  99 

atraviesa  el  corral  resoplando,  la  cabeza  hacia  atrás, 
la  cola  en  abanico. 

Para  el  galán  en  la  esquina  de  Pepa,  tose,  encien- 
de un  fósforo,  fuma,  escupe,  silba,  y  sólo  le  falta 
cantar:  «  ¡Aquí  estoy  yo!  »  Aparece  ella  en  la  ventana, 
reconoce  al  Vaniao  y  suelta  la  carcajada.  Devuelve  él 
la  risa  y  clava  en   ella    los  ojos.  ¡Jesús  qué  miradas! 

¿  Coqueteos  rasgados  á  Pepa  ?  <í  A  Pepa  El  Va* 
niao  ?,„  Quítase...  y  al  portón.  Aquf  el  quedarse 
fijos,  aquí  el  bizcar  por  no  interrumpir  con  impor- 
tuno parpadeo  el  magnetismo  de  esos  cuatro  ojos. 
Sonríe  Gala:  sonríe  Pepa.  Lleva  él  la  mano  al  pecho: 
ella  también.  Tose  Martín:  pues  Pepa  le  aclarea. 

Es  una  gloria  de  Dios  el  verlos. 

Anochece.  Avanza  el  galán  hasta  la  puerta  y,  al 
pasar,  dice  á  media  voz:  <t  ¡Adiós,  mi  bien  !  »  «  Hasta 
mzñam,  guertdo  T> — contesta  la  Escandón  con  voz 
entera,  subrayando  la  última  palabra  con  el  más  mar- 
cado desprecio;  pues  es  de  saberse  que  querido^  en  el 
lenguaje  regional,  vals  á  veces  por  buen  hombre^  ó 
cosa  así. 


VI 


OTRO      ídem 


lEPA  era  la  cuarta  hija  de  don  Pacho  Es- 
canden y  la  mayor  de  las  solteras.  De  nina 
fue  tan  callejera,  turbulenta  y  potrancona 
t^^'  que  todos  pronosticaron  que  iría  á  ser  una 
apocada,  una  mosca  muerta.  Tales  vaticinios  marra- 
ron, y  sólo  las  Hermanas  de  la  Caridad,  en  cuyo  cole- 
gio estuvo  tres  años,  pudieron,  con  todos  sus  halagos 
y  requilorios,  domesticarla  un  tanto  y  darle  punto  de 
señorita  distinguida,  aunque  no  en  el  grado  que  ellas 
quisieran:  Pepa  á  los  diez  y  siete  años  era  tan  vivara- 
cha cuanto  se  puede  ser  á  esa  edad  y  en  su  clase. 

Cuando  la  familia  pasaba  temporada  en  El  Po- 
blado^ donde  tenía  don  Pacho  una  bonita  quinta,  se 
volvía  Pepa  una  chiquilla  desaforada,  una  criatura 
que  en  todo  quería  meterse.  Ella  iba  á  traer  leña  con 
los  criados,  echándose  á  cuestas  enormes  tercios  de 
chamiza;  ayudaba  á  encerrar  los  terneros  y  á  ordeñar, 
tnaniando  las  vacas  ella  misma,  tumbándolas,  si  se  le 
antojaba,  pues  hasta  fuerza  tenía;  tomaba  el  azadón  y 
hacía  siembras,  deshierbas  y  estropicios  en  huerta  y 
jardín.  Mientras  las  otras  niñas  se  estaban  en  la  casa 
muy  quietas  y  aseñoraditas,  la  Pepa,  en  asocio  de  Pa- 
cho, el  úaico    hermanito,    que  era  su  compañero  de 


VI—  Otro  Ídem  101 

armas,  se  andaba  por  ahí  trasconejada,  entre  los  ras- 
trojos y  huertos  vecinos,  cogiendo  fruta  para  hacer 
encurtidos,  ramo  culinario  en  que  era  muy  entendi- 
da. Sus  recreos  en  casa  eran  trasegar  en  las  pesebreras 
y  el  corral;  hacer  alfandoques  y  estirado;  lavar  los 
chicos  del  mayordomo  y  sacarles  las  niguas;  y,  de 
preferencia,  poner  columpios  altísimos  de  los  pomos  y 
mangos,  en  los  que  pasaba  horas  enteras  columpián- 
dose á  toda  gana  y  cantando  á  todo  pecho. 

Pero  cuando  al  Poblado  iban  visitas  de  gente  gra- 
ve,   de  hombres   sobre  todo,  Pepa  era  la  formalidad 
suma,  encantando  á  los  huéspedes  con  su  amabilidad 
y  complacencia,   con  travesuras  y  chanzas  del  género] 
moderado. 

Doña  Bárbara,  su  madre,  explicaba  el  carácter 
de  la  hija,  dicréñHo  que  un  doctor  le  dijo  que  toda  la 
viveza  consistía  en  que  Pepita  tenía  el  corazón  muy 
grande  y  la  caja  del  corazón  muy  chica. 

A  tal  explicativa  no  se  atenía  don  Pacho,  y  á 
menudo  le  echaba  cantaleta  por  sus  travesuras,  tra- 
tándola de  extravagante  y  descocada;  pero  como  ella 
salía  siempre  con  alguna  originalidad,  la  cantinela  pa- 
raba en  risa  y  venía  á  ser  ineficaz. 

Una  vez  que  iba  muy  oronda  á  montarse  en  pelo 
en  un  caballo  viejo,  acertó  á  verla  don  Pacho  y  qui- 
so comérsela  viva;  ella  escuchó  muy  callada  la  repri- 
menda, y  no  bien  acabó  el  señor,  la  señorita  tomó  el 
¡amelgo  por  el  ronzal,  le  pasó  la  mano  por  hs  crines  y 
le  dijo  con  mucha  formalidad:  íAtiende,  mochito  mío, 
las  palabras  de  tu  padre  y  grábalas   en    tu  corazón  !  » 


102  Frutos  de  mi  tierra 

Otra  vez  estaba  metida  en  el  baño,  en  botines, 
armada  de  uría  escoba  de  la  Costa,  con  la  que  estrega- 
ba los  lamosos  ladrillos  y  batía  ese  lodo  espeso  y  ver- 
doso que  se  saca  de  dichos  lugares,  cuando  llegó  el 
padre  á  regañarla.  Pepa  suspende  la  tarea,  alza  á  mi- 
rarlo y  le  dice  con  tono  gemebundo:  <r  Pues  agárrame 
de  las  agayas  y  sácame  á  la  ribera. » 

Esto  lo  tomaba  Pepa  de  un  entremés  bíblico,  re- 
presentado por  señoritas  en  unos  certámenes  del  cole- 
gio de  las  Hermanas,  en  el  cual  entremés  hizo  ella  de 
Tobías  el  viejo,  con  el  ojo  muy  cerrado,  la  voz  cas- 
cada, mucha  giba,  luenga  barba  de  cerda,  la  greña 
empolvada  y  bordón  en  mano. 

Doña  Bárbara,  con  su  hipótesis  de  la  caja  chi- 
quita, defendía  á  Pepa,  celebrándole  siempre  las  locu- 
ras; y  sólo  en  cierta  ocasión  hubo  de  enojarse  con  ella 
y  darle  sus  buenos  pellizcos:  se  trataba,  entre  la  se- 
ñora, el  jnayxirdnmn  y— la-cocjngra,  de  verificar  en  el 
corral  una  operación  quirúrgica  de  no  poca  trascen- 
dencia, y  la  aturdida  muchacha  quiso  intervenir. 

Con  todo,  no  carecía  de  cierto  tactoen^^íjciedad,  y 
se  adaptaba  muy  bien  á  los  círculos  cultos  de  Medellín. 

Tenía  habilidad  especialísima  para  arreglar  tra- 
jes, sombreros  y  prendidos;  y,  por  una  á  manera  de 
simpatía  entre  ella  y  los  inventores  de  modas,  presen- 
tía el  figurín  por  venir,  en  tales  términos  que  sus 
cálculos  sobre  si  tal  ó  cual  moda  bajaría  ó  subiría, 
eran  tenidos  entre  sus  amigas  como  verdaderas  pro- 
fecías, siendo  proverbiales  su  elegancia  y  buen  gusto 
en  el  vestir. 


\  VI  —  Otro  ídem  Wj^ 

Poco  ó  ningún  partido  sacaban  su  madre  y  sus 
hermanas  de  tales  habilidades;  porque  Pepa  no  se 
afanaba  sino  por  Pachito,  ya  haciéndole  el  vestido 
marinero,  los  cuellos  de  una  y  otra  forma,  ya  gorros 
frigios  y  mil  embelecos  más,  para  ponerlo  según  la  úl- 
tima orfienanza  de  su  Majestad  la  moda ;  ó  bien  el  arre- 
glo del  sombrero  de  caña,  la  confección  del  guarniel 
de  pañete,  la  compra  del  cuchillito  con  su  vaina,  para 
transformarlo  en  caimán,  según  el  gusto  del  niño. 

No  menos  entendida  era  en  costura  llana,  tejidos 
y  demás  labores  femeniles;  pero  tampoco  cosía  sino 
cuando  le  daba  su  real  gana.  Lo  que  sí  hacía  siempre, 
á  pesar  de  tener  buenos  criados,  era  barrer,  arreglar 
y  sacudir,  y  no  así  á  la  diabla,  sino  con  esmero  y  co- 
quetería, poniendo  flores  y  matas  donde  cupieran. 
Las  gloscinias,  azaleas,  primaveras,  jazmines  del  Cabo, 
y  otras  yerbas  que  cultivaba  en  tiestos  de  barro 
colocados  en  los  bordes  del  patio  y  en  los  ángulos 
de  los  corredores,  estaban  siempre  tan  frescas  y  flo- 
ridas que  á  menudo  se  las  pedían  para  adornar  las 
iglesias. 

¡  Qué  actividad  la  de  esta  criatura  !  Ni  aun  en 
sus  recreos  se  estaba  ociosa;  pero,  eso  sí,  todo  era 
según  le  venía  el  capricho,  sin  fijarse  en  si  la  tarea  ur- 
gía ó  nó,  si  convenía  ó  dejaba  de  convenir. 

Doña  Bárbara,  hacendosa  como  la  más  y  no  muy 
blanda  para  aflojar  sus  dineros  á  trueque  de  fantasías, 
no  se  resignaba  con  los  que  le  sacaban  las  modistas, 
pensando  en  que  Pepa  podría  ahorrárselos  tan  fácil- 
mente;  ni  tampoco  convino  nunca  con  «  el  malvado 


OQ  -  Frutos  de  mi  tierra 

vicio  »  que  tenía  ésta  de  comenzar  una  cosa  y  no  aca- 
barla, de  hacerla  para  desbaratarla  luego. 

Desde  muy  niña  la  pusieron  á  estudiar  el  piano, 
y  tuvo  por  maestra  de  canto  á  la  señora  Lema  de  Gó- 
mez, la  Patti  de  la  tierra.  Mientras  la  profesora  le 
solfaba  ó  le  hacía  alguna  explicación, -la  discípula  es- 
taba echando  boliche,  ó  entretenida  con  Muzingo, 
el  gatico  querido;  y  por  el  estilo,  si  no  más  desapli- 
cada, fue  siempre  en  la  clase. 

Así  y  todo,  cuando  Pepa  cantaba  era  cosa  de  pa- 
rar mucha  gente  en  la  calle;  pero,  eso  sí:  el  piano  te- 
nía que  teclárselo  alguna,  porque,  en  yendo  á  acom- 
pañarse ella  misma,  no  salía  con  nada.  Su  voz  fresca 
y  cristalina  como  el  chorro  al  brotar  de  la  peña,  elás- 
tica como  un  hilo  de  goma,  se  hizo  para  los  recove- 
cos y  contorsiones  del  canto  crespo.  Si  las  romanzas 
italianas,  si  las  arias  de  ópera  que  cantaba  las  adulte- 
raría ó  nó,  lo  ignoramos;  pero  es  lo  cierto  que  Pepa, 
sin  esfuerzo,  como  quien  habla,  daba  unas  cadencias, 
unos  trinos,  unas  notas  graves,  sobre  todo,  que  pro- 
ducían escalofríos. 

Mes  por  mes  recibía  los  arrendamientos  de  una 
tienda  que  para  alfileres  le  tenía  asignados  don  Pacho. 
Las  tres  cuartas  partes,  más  ó  menos,  se  iban  en  tra- 
pos y  modas,  por  supuesto,  y  el  resto  lo  repartía  pre- 
cisamente entre  varias  pobres  vergonzantes,  de  quie- 
nes se  había  declarado  protectora,  y  á  las  que  prodi- 
gaba esa  otra  limosna  que  muy  pocos  dan;  limosna  la 
más  hermosa,  para  la  cual  no  se  ha  menester  dinero, 
y  que,   sin  embargo,  alivia  al  necesitado  acaso   más 


VI—  Otro  Ídem  105 

que  el   dinero   mismo,  á  saber:  las  consideraciones  y 
el  aprecio. 

Para  Pepa,  una  persona  pobre,  especialmente  si^ 
era  de  buena  familia,  tenía  algo  de  ungida.  Su  burla 
á  los  trapos  que  no  estuvieran  al  tanto  de  su  buen 
gusto,  tan  temida  entre  las  ricas,  nunca  jamás  la  tuvo 
para  ridiculizar,  bien  fuese  apayasado,  traje  alguno 
que  denunciase  pobreza;  y  con  un  /  Pobrecita  í  que 
le  salía  del  alma,  tenía  para  escudar  los  pobres  guiña- 
pos; pues  en  presencia  de  Pepa  ni  la  más  maleante  se 
atrevía  á  <r  ponerles  el  m^nte»,  por  temor  de  que  ella 
le  largase  alguna  fresca. 

Siendo  rica  y  del  copete,  dicho  está  que  sus  re- 
laciones eran  muy  solicitadas;  pero  Pepa,  si  bien  ama- 
ble é  insinuante  con  todas,  sólo  tenía  tal  cual  santa 
de  devoción  entre  las  niñas  de  su  clase.  Y  no  por  or- 
gullo,-que  en  ella  no  cabía,  sino  porque  congeniaba 
con  muy  pocas,  hallando  más  aliciente  y  mayor  ex- 
pansión en  las  amistades  con  viejas,  y  en  la  remotísi- 
ma que  en  Medellín  se  cultivan  entre  «  cachacos  seño- 
rgrosTo  y  «señoritas  hombreras. y> 

Con  viejas  sí  intimaba  á  maravilla  :  fuesen  abue- 
las, ó  solteronas  arreboladas,  ó  beatas,  con  todas  se  an- 
daba de  comadreo,  jugaba  al  tute,  comentaba  la  cróni- 
ca,— mundanal  ó  sacristanezca,  según  el  caso,—  siendo 
siempre  espartana  en  Esparta  y  ateniense  en  Atenas. 

Todo  lo  cual  no  quiere  decir  que  Pepa  estuviera 
aislada  de  las  demás  jóvenes. 

La  regocijada  chica  tenía  una  piedad  que  pudié- 
ramos llamar  independiente.  No  quiso  alistarse  en  la 


K6  Frutos  de  mi  tierra 

<:ongregación  de   Las  Hijas  de  María,  por   sentirse 
incgpaz  de  renunciar  á  las  diversiones  mundanas  que 
^.estí»,  institución^  prohibe.;  y  para  paliar  esa  «  bolada  de 
hereje  > , — que  decía  doña  Bárbara, — alegaba  Pepa  que 
sin  comprometerse  á  lo  que  no  había  de  cumplir,  era 
y  sería  siempre  tan  hija  de  la  Virgen  como  la  mejor. 
No  por  ello  dejaba  de  frecuentar  los  sacramentos 
ni  de  rezar   mucho,   particularmente   á  San   José,  á 
quien  dedicaba  comuniones  y  ponía  no  pocas  velas  y 
flores.  En  su  propio  cuarto  la  acompañaba  uno  de  lien- 
zo, bisojo,   de  barba  muy   peinada,  que  el  Niño  (de 
camisa  de  punto)   acariciaba  con  la  una  manita,  mien- 
tras sostenía  en  la  otra  el  Universo  Mundo,  muy  azul 
y  rematado  en  cruz. 

Esta  efigie,  que  no  el  santo,  había  de  sacar  á 
Pepa  de  todo  apuro:  Que  la  Sociedad  de  San  Vicente 
de  Paúl  no  daba  un  socorro  gordo  para  alguna  fa- 
milia menesterosa;  que  la  del  Sagrado  Corazón  le 
retiró  los  seis  reales  semanales  á  la  Menganita;  que 
papá  no  quería  aflojar  el  permiso  para  ir  al  teatro; 
que  había  gruñido  por  la  invitación  al  baile  tal...  en 
todo  caso  vela  al  cuadró.  Y  aseguraba  ella  que  jamás 
su  «San  Josesito  ¡tan  querido,  aunque  tan  fcíto  el 
pobre  I  )>,  le  había  jugado  una  floja,  y  que  era  el  más 
milagrero  de  los  San  Josees  del  mundo;  pues  como  el 
suyo...  «  ¡  tal  vez  el  del  cielo  !.  .» 

Jamás  le  pidió  novio.  ¿  Para  qué,  si  desde  niña 
los  tuvo  aún  á  pares  ?  Tantos  fueron,  que  no  aca- 
baríamos la  lista;  y  ninguno  llegó  á  durarle  arriba  de 
un  mes,  porque  prontico  les  cogía  pereza,  y  algo  bien 


F7~  Otro  idcm  107 

pesado  había  de  hacerles  para  salir  de  ellos.  No  era, 
sin  embargo,  de  las  que  buscan:  se  contentaba  con 
que  la  encontraran.  Su  idea  era  tener  novio,  ni  más  ni 
menos  que  se  tiene  sombrilla,  ó  cajas  de  polvos.  Ena- 
morarse de  nadiCf  nunca  se  \e.  nrnrrió;  y  en  cuanto  á 
los  temores  de  «  quedarse  »  tampoco  la  mortificaron: 
tenía  por  tan  seguro  su  matrimonio,  como  la  muerte, 
y  se  hacía  cargo  de  que  su  media  naranja  no  se  la  qui- 
tarían todas  las  mujeres  juntas;  que  el  marido  ven- 
dría el  día  menos  pensado,  <f  como  haber  uvitas  d  ;  y  se 
le  figuraba  que  ello  habría  de  suceder  de  un  modo 
harto  extraño  é  inesperado;  pero  que  así  y  todo,  ella 
tendría  de  adivinarlo  al  vuelo. 

Cuando  entre  las  señoras  mamas  se  trataba  de 
los  percances  del  matrimonio  y  de  los  chascos  que  se 
han  llevado  tantas  con  los  maridos,  siempre  decía 
Pepa  algo  así: 

— Pues  yo  no  voy  á  ser  como  otras  que  se  enojan 
porque  el  marido  bebe;  nó,  señor:  los  hombres  deben 
beber  sus  tragos,  y  emborracharse  también,  si  les  da 
ganas...  Para  eso  son  hombres!...  Y  si  les  gusta... 
hacen  muy  bien  !  Si  yo  fuera  hombre...  ¡  miren!...  es 
decir  !...  Sería  lo  más  cuarto  !...  ¡  Ver  á  un  cachaco  á 
media  caña,  de  sombrero  á  un  lado,  y  en  un  buen 
caballo...  hastai  ! 

— ¡Virgen  Santa,  qué  muchacha   ésta  ! — le  solía 
replicar  doña  Bárbara — ¿Y  vos  sí  tenías  cara  de  ca- 
sarte con  un  aguardientoso  1 
— Si  me  gustaba...,  demás  ! 
— ¿  Y  si  te  pelaba  .?  * 


108  Fi-iiios  de  mi  tierra 

— i  Yo  también  le  daba  duro  I...  ¿  Es  decir  que 
las  mujeres  somos  santos  de  palo  ?  Nó,  señor!:  Si  uno 
se  mete  á  bobo  se  lo  comen  !...  Si  mi  marido  me  va 
á  pegar-..  ¡  le  pasa  raspando  ! 

Diálogos  semejantes  eran  frecuentes  entre  madre 
é  hija,  y  ésta  sostenía  su  opinión,  aun  delante  de  don 
Pacho. 

PepgjTO  era  una  beldad,  ni  mucho  menos:  Si  no 
mal  parecida  no  podría  citarse,  ni  por  el  palmito  ni 
por  las  formas.  Pero  el  aire,  señor  I...  Dijo  Dios: 
<c  Toma  garbo  y  garabato.» 

Si  apta  era  para  el  canto,  para  hablar  era  artisja: 
Sin  artificios  de  ningún  linaje,  engrosándola  sin  en- 
ronquecería, adelgazándola  sin  atiplarla,  daba  á  su 
voz  las  inflexiones  más  graciosas,  más  suaves, *á  la  vez 
que  más  marcadas;  inflexiones  tanto  más  agradables, 
cuanto  Pepa,  por  instinto  oratorio,  probablemente, 
las  ajustaba  al  carácter  de  la  conversación  con  un  tino 
y  una  facilidad  que  envidiaran  grandes  actrices.  Al 
tenor  del  hablado  era  el  lenguaje  de  acción. 

Su  carcajada,  entre  relincho,  oído  de  lejos,  y 
arrullo,  oído  de  cerca,  acababa  sin  dejar  rastro,  ni  en 
los  músculos,  ni  en  los  ojos,  y  era  tan  alegre,  que  ino- 
culaba á  todo    el   mundo  los   microbios  del  regocijo. 


d) 


VII 


LA     VENGANZA 


|LLA   vio  en   las  amorosas    morisquetas  del 
caucano,  algo  como  una  provocación.  Impo- 
sible  ocurrírsele  que  eso  fuera  en   son  de 
venganza;  pero  sí  se  le  ocurrió  desde  luego 
que  todo  era   por  disimular  la  tupa  del  día    anterior. 

Et  descaro  del  mozo,  aunque  le  pareció  ensayado 
para  el  caso,  no  la  sentó  mal,  mucho  menos  cuando 
la  encontraba  cesante,  por  haber  mandado"  á  paseo, 
dos  días  hacía,  al  último  pretendiente.  Y  en  cuanto  á 
la  provocación,  así  se  las  dieran  todas:  ¡  Yá  vería  El 
Vani'ao,  si  se  metía  mucho  ! 

Contentísimo  se  fue  éste  de  la  esquina  por  el  buen 
comienzo  de  su  empresa.  Precisamente  que  <(  un 
cuaito  ))  de  la  laya  de  esa  condenada  era  el  más  apa- 
rente para  ser  burlado.  Él  le  iba  á  «quitar  los  brinqui- 
tos  y  las  malcriadezas  ».  Cabalmente  que  las  feas  como 
Pepa  deberían  ser  muy  urbanas.  ¡  Pasara  una  mal- 
criada bonita  I... 

Fuese  á  Bermú.lez  v  le  contó  lo  acaecido. 

— ¡  No  te  metas  de  á  mucho  con  esa  1 — le  dijo 
éste— Te  la  vuelve  á  hacer  pasar...  muy  fea  I 


lio  Frutos  de  nn  tierra 

— ¡No  seas  animal?...  Ayer  me  cogió  de  sor- 
presa, ahora  estoy  prevenido. 

— Pues  cuenta,  pues!...  Y  acuérdate  de  Calderón. 

Martín  contestó  con  una  carcajada,  y  exclamó  en 
seguida: 

(  -— ¡  Ah  bestia!...  j  Enamorarme  yo  de  esa  taras- 
ica  ?...  Yo,  José  }  Nó,  mijo  !:  ¡la  mujer  que  me  ena- 
íjfmore  á  mí,  no  es  de  esta  tierra  ! 

— Será  del  cielo!...  Pero  no  eches  cañas,  Galita. 

Al  otro  día,  desde  las  cinco,  yá  estaba  el  cau- 
cano  haciendo  las  mismas  piruetas. 

Solo,  ó  con  cajtdelero,  en  la  esquina,  en  el  paseo, 
en  cualquier  parte  donde  Pepa  se  hallase,  siguió  em- 
palagando tres  semanas  mortales,  y  todo  perro  y  gato 
se  enteró  de  los  coqueteos. 

Al  cabo  de  este  tiempo  le  dijo  Bermúdez: 

— Déjate  de  esas  bobadas;  si  en  eso  consiste  tu 
venganza,  estás  más  vengado  que  Monte-Cristo. 

— Nó,  mijo!...  ¡  Si  todavía  falta  el  trueno  gor- 
do!... Deja  que  se  presente  una  ocasión  en  que  haya 
harta  gente  reunida  para  trancarle  bien  alegre...  y  á 
un  ratico  írmele  y  dejarla  esperando  toda  su  vida... 
lEstá  más  enamorada  la  dientona  !... 

— ¿  De  quién  ? — preguntó  José,  con  fingida  cu- 
riosidad. 

— ¡  Qué  pregunta  I...  ¿  De  quién,  pues  7 

— No  adivino...  si  no  me  lo  dice;:. 

— I  Pues  de  mí !...  ¡  Qué  caray  !  ¿  Te  parece  muy 
particular  que  alguna  mujer  se  enamore  de  mí  ? — 
repuso  Martín,  muy  enojado. 


VII  —  La  venganza  111 

— ¡  No  me  vayas  á  comer  por  eso  !...  Nada  raro 
me  parece  que  se  enamore  de  tí  cualquier  mujer... 
¡  menos  Pepa  Escandón  ! 

—  ¡  Pues,  para  que  lo  sepas,   está   más   enamorada 
de  mí,  que  un  palomo  azul  ! 

— No  hay  tá!,  Galita  !  El  palomo  eres  tú...  por 
lo  candido. 

—  ¡  Pues  si  todavía  le  falta  un  punto  para  estar 
perdida — repuso  el  palomo,  muy  herido  y  con  aire 
amenazador — yo  haré  que  no  le  falte  I 

— Déjate  de  cuentos  !...  y  vamonos  para  El Edén^ 
que  ahí  viene  el  tranvía.  Con  unos  buenos  pacheros 
en  la  cabeza,  te  hablaré  del  amor.  ¡  Yo  sé  mucho  de 
eso,  Galita  ! 


II 


En  una  de  las  iglesias  de  la  ciudad  se  celebraban 
las  últimas  funciones  de  cuarenta  horas. 

Martín  se  encontró    con  Pepa  al  llegar  á  la  pla- 
zuela. Ella  iba  presurosa,  porque  temía  llegar  tarde. 
El  la  siguió  al  templo:  era  ésta  la  hora    preciosa  paral 
remachar  el  clavo  de  la  venganza.  " 

La  iglesia,  profusamente  iluminada,  estaba  de  bote 
en  bote.  Pero  Pepa,  con  aquel  modo  que  tienen  las 
hembras  para  escurrirse  por  entre  el  gentío,  sobre  todo 
en  las  iglesias,  se  coló  por  la  nave  derecha  y  llegó  junto 
al  pulpito.  Una  vez  allí,  registró  con  los  ojos  por  todos 
lados,  como  buscando  algo;  hablóle  en  secreto  á  una  se- 
ñora; ésta  replicó  incomodada;   Pepa  hizo  ademanes 


112  Frutos  de  mi  tierra 

enérgicos;  hízolos  la  señora;  la  muchacha  insistió;  la 
señora  se  quitó  del  reclinatorio,  lo  alzó  con  violencia  y 
se  lo  entregó  áPepa,  pero  conservó  su  puesto.  Pepa, 
con  el  mueble  en  alto,  permaneció  en  pie  entre  el 
apretamiento,  atisbando  un  claro.  Unas  sus  amigas, 
que  estaban  á  mucha  distancia,  le  hicieron  una  seña: 
Pepa,  asiendo  á  dos  manos  por  el  espaldar  del  recli- 
natorio, con  riesgo  de  descalabrar  á  más  de  cua- 
tro, se  abrió  paso  otra  vez,  llegó  al  punto  señalado 
y  se  acomodó.  Por  el  surco  que  ella  rompía  se  metió 
Martín,  muy  fresco;  y  á  tiempo  que  Pepa  se  arrodi- 
llaba, llegó  él  á  una  pilastra,  en  donde  se  recostó, 
muy  sí  señor,  entre  todas  las  mujeres,  que  se  pusieron 
furiosas  de  ver  á  ese  descarado  que  había  ido  á  pasar- 
les los  codos  por  la  cara  y  á  cometer  irreverencias 
kante  el  Amo  Patente. 

El  decorado  del  templo  es  una  alegoría  de  la  au- 
rora, probablemente.  Desde  la  bóveda  central,  y  de 
unas  astas  que  rematan  en  ramillete,  penden  á  lado 
y  lado  linones  azules  y  amarillos,  rosados  y  blancos, 
los  cuales,  después  de  formar  una  ondulación  y  un 
trabadillo,  se  recogen  de  dos  en  dos  en  cada  pilastra, 
donde  se  meten  por  una  corona  y  luego  se  abren  en 
delta,  prendido  con  puntillas.  En  cada  linón  relumbra 
un  sistema  planetario  de  papel  dorado.  Por  las  colum- 
nas trepa,  en  matemática  espiral,  un  bejuco  de  linón 
verde,  con  flores  de  linón  rojo,  tan  fenomenal,  que 
debe  ser,  por  lo  menos,  la  flor  de  Ltlild,  que  olvida- 
ron los  Linnéos. 

En  los  tableros  del  estucado  tabernáculo,  compi- 


VII  —  La  venganza  llñ 

ten.er  formas  y  colores, sendos  perendengues  de  papel: 
éstos,  como  rosetas,  aquéllos,  como  escarapelas,  es- 
totro, una  mariposa  pintiparada.  Arriba,  un  par  de 
angelotes,  con  mucho  tirabuzón  en  el  cabello  y  no 
poco  esponje  en  las  faldas,  enarbolan  sus  banderas, 
estrelladas  también  y  con  el  monograma  de  Cristo  en 
letronas  de  fantasía. 

Abajo,  un  parche  abigarrado  de  bibelots  cubre  an- 
cha gradería;  paralelas  de  candelabros  multiplican  las 
luces  en  el  cristal  de  sus  pantallas;  cumbres  de  azuce- 
nas brillan,  más  inmaculadas  aún,  entre  los  profusos  ja- 
rrones de  encendidas  flores  ;  el  racimo  y  la  mies,  san- 
tificados por  el  símbolo,  forman,  acá  un  risco,  allá  una 
cimera;  ajíes  y  naranjas,  limas  y  rejalgares  se  elevan 
en  pirámides,  como  los  humildes  ensalzados  del  Mag- 
nificaí. 

Barriles  de  hiraca,  de  biao  y  de  achira,  forrados  en 
rizos  blancos,  se  codean,  más  abajo,  con  las  macetas 
de  gloshinias,  margaritas,  primaveras  y  otras  matas  no 
menos  distinguidas.  Por  entre  esta  vegetación  asoman 
doradas  jaulas  con  canarios,  turpiales  y  mochuelos  que 
se  agitan,  medio  asfixiados,  en  esa  atmósfera  de  fuego. 
y  todo  muy    equidistante,  geométrico  y  aglomerado. 

Arrodillamiento  y  persignada  generales  indican 
que  el  rosario  va  á  empezar. 

Pepa  saca  uno  de  nácar,  muy  rico  por  cierto,  se 
inclina  sobie  el  brazo  del  reclinatorio  y  baja  los  ojos. 
Martín,  cuñado  de  mujeres,  es  el  único  que  está  en 
pie,  sin  saber  á  qué  santo  encomendarse  para  dis- 
traerse en  ese  rosario  ineludible,  porque  salir  de  donde 


114  Frutos  de  mi  tierra 

se  metió....  ¡  Y  para  eso  que  Pepa  no  quiere  esta  tarde 
darse  por  entendida  !  El  galán  bosteza  y  pasea  la  mi- 
rada por  los  linones. 

El  rumor  del  rezo  llena  la  iglesia.  ¡  Modo  más 
curioso  de  hablar  con  la  Virgen  y  el  Señor  I:  El  pri- 
mer misterio  glorioso,  tal  y  cuál  cosa,  y  cuando  el 
cura  va  en  el  Señor  es  contigo,  lo  atropella  la  gente 
con  el  Santa  María,  y  sigue  atropellándolo,  hasta 
que  el  cura  se  contagia  y  los  atropella  á  todos,  de  tal 
forma  que  aquello  se  vuelve  una  titiritera  de  padre- 
nuestros y  avemarias,  que  ni  un  mercado. 

A  cada  campanillazo,  anunciador  del  Gloria 
Patri,  Martín  le  hacía  algún  visaje  á  Pepa.  Se  le 
quería  figurar  que  no  era  tan  tarasca:  como  que  tenía 
mano  bonita;  como  que  pasaba  las  cuentas  del  rosario 
con  cierta  gracia;  y,  viéndolo  bien,  como  que  no  le 
sentaba  mal  el  traje  negro:  ese  prendido  de  la  man- 
tilla, con  el  encaje  hasta  las  cejas,  con  una  punta 
vuelta  por  detrás  y  recogida  adelante,  era  cosa  de  ca- 
chaca. 

El  desigual  rumor  se  convierte  en  un  zumbi- 
do desacordado  y  monótono.  Las  mujeres  croajan 
como  lechuzas,  los  hombres  hacen  el  cucarrón  que  se 
estila  en  nuestros  colegios:  es  el  Ora  pro  nobis  de  las 
letanías.  Antes  de  que  terminen  las  zumbadas,  entó- 
nalas el  coro  gregorianamente. 

Aparece  el  orador  en  la  sagrada  cátedra,  y  mu- 
chos hombres  en  las  puertas  del  templo.  Se  oye  ese 
sonar  de  faldas,  ese  sacudir  de  los  pañuelos  en  que  los 
varones  se  han  arrodillado,  ese  movimiento   general 


VII  —  La  venganza  115 

que  indica  que  todos  se  aprestan  á  escuchar  y  á  en- 
tender mucho.  Tose  el  jesuíta;  tose  la  gente.  Resta- 
blecido el  silencio,  y,  mientras  el  orador,  tricornio  en 
mano,  recita  á  media  voz  el  latinajo  del  texto,  Martíri 
le  echa  á  Pepa  un  pespunte  cerrado,  también  á  ma-^ 
ñera  de  epígrafe  resumidor  de  la  tesis  que  los  dos  ibaí» 
á  desarrollar  con  la  elocuencia  de  los  ojos.  Pero  ella 
ni  alza  á  ver.  «  Cuando  vamos  en  medio  sermón, — 
se  dijo  él, — I  yo  te  contaré  un  cuento  !  » 

El  orador  principia  reposadamente.  Su  voz  va 
subiendo  por  grados,  armoniosa,  flexible,  varonil;  su 
verbo,  nutrido,  afluente,  casi  pletórico,  se  va  produ- 
ciendo, encadenado  en  una  dicción  que,  ya  se  adorne 
con  las  galas  de  la  Retórica,  ya  tenga  la  lisura  de  la 
Dialéctica,  embelesa  siempre.  La  acción  sobria,  lo  ex- 
presivo del  rostro,  lo  animado  de  la  mirada,  más  que 
la  palabra  misma,  hacen  que  sea  orador,  orador  de  es- 
tilo, orador  verdaderamente  lírico.  Hermano  de  Co- 
loma, sabe  envolver  la  doctrina  en  el  arte.  Discípulo 
de  Fáber,  se  muestra  teólogo  profundo,  al  par  que 
poeta. 

El  amor  de  Dios  á  sus  criaturas,  este  amor  que  le 
obligó  á  quedarse  con  ellas  en  el  Sacramento,  era  el 
tema  que  desenvolvía.  Iba  yá  en  el  final  de  su  dis- 
curso; y  Martín,  con  tantas  mamarrachadas  como 
había  hecho,  no  pudo  conseguir  que  Pepa  lo  mirase, 
de  reojo  tan  siquiera;  por  lo  cual  hubo  de  aquietarse 
un  poquito. 

Bajó  el  predicador.  Gala  volvió  con  avidez  hacia 
ella,  y  nada.  Por  lo  visto,  era  una  fanática. 


116  Prtiios  de  mi  tierra 

Hay  un  momento  de  agitación.  Algunos  caballe- 
ros, á  codazo  limpio,  avanzan  hasta  el  altar.  Sacrista- 
nes y  dependientes  de  la  iglesia   bajan  repartiendo 
cirios;  y,  primero,  saltonas   como  cocuyos,  luego  en 
constelaciones,    aquellas   luces  se  propagan,  se  juntan 
hasta  formar  una  sola.  El  palio  de  fleco  de  oro  y  em- 
blemática bordad  ur  a  se  alza  y  se  despliega,  undoso,  ca- 
brilleante. El  Gobernador  del  Departamento  recibe  el 
guión,  los   demás  altos   funcionarios  se   reparten  las 
varas;  los  monaguillos  de  sayal  rojo  y  repulgado  ro- 
quetín   toman  la    Cruz  y  los  ciriales,  y  van  abriendo 
calle  por  la  nave  central.   Su  Señoría  Ilustrísima  se 
levanta,  allá  en  su  solio  de  púrpura,  y,  revestido  de  la 
capa  pluvial,  sube  por   unas  gradas   que  se   han   co- 
locado ante  el  Sancto  Sanctoriim.    Como  poseído  de 
santo  recelo,  toma  con   el   amaisal  sagrado  El  Santí- 
simo Sacramento.  Entónase  el  Pangeliiigua^  échanse 
á  vuelo   las  campanas,  agítanse  esquilones  y  cámpa- 
DÍ'las;  y  el  palio  cubriendo    La  Majestad,  el    guión 
precediéndola,  vuelto  hacia  Ella,  los  ciriales,  las  luces, 
todo,  se  mueve   lentamente   enfilando  por  la  estrecha 
calle. 

El  bochornoso  ambiente,  recalentado  con  tanta 
llama,  se  perfuma  con  el  humo  que  de  los  agitados 
pebeteros  se  levanta.  Por  un  movimiento  simultáneo, 
reflejo,  aquella  muchedumbre  postrada  de  hinojos,  á 
medida  que  la  procesión  avanza,  va  girando,  girando, 
hasta  dar  la  espalda  al  desierto  tabernáculo. 

No  es  sino  un  disco  blanco,  entre  cerco  de  me- 
tal, lo   que  la    mirada  alcanza,   y,   sin   embargo,    se 


VII  —  La  venganza  117 

siente  un  estremecimiento  extraño,  algo  como  fiebre 
de  adoración:  las  caras  se  transfiguran,  muchos  ojos 
se  cierran,  muchos  se  abren  fijos,  con  no  sé  qué  pas- 
mo, muchos  se  humedecen  con  una  lágrima.  Dijérase 
que  por  el  cerebro,  por  el  corazón  de  esa  multitud, 
pasa  una  ráfaga  del  cielo. 


III 


¡  Qué  ocasión  se  había  perdido  ! .  .  El  fanatismo 
era  lo  peor.  La  malvada  función,  que  vino  á  acabar  yá 
de  noche,  cuando  Pepa  no  podía  verlo.  Pero  eso  no  se 
quedaba  así.  ¡  De  ningún  modo  !...  La  ocasión  ven- 
dría evidentemente,  y  entonces...  ¡  guay  de  tí,  Pepa 
Escandón  !  A  la  tarde  siguiente,  por  si  acaso,  volvió 
el  vengativo  á  la  esquina. 

En  la  puerta  estaba  la  niña,  con  un  visitón  de 
siete  amigas,  cuyos  trajes  rameados,  á  estila  de  colcha, 
hacían  resaltar,  desde  lejos,  el  de  Pepa,  que  era  de 
tela  ligera  y  sonrosado.  Por  haberse  bañado  poco 
antes,  llevaba  el  pelo  destrenzado,  cogido  con  una 
cinta;  las  mangas  semicortas  dejaban  ver  los  ante- 
brazos ceñidos  con  pulseras  negras;  en  el  pecho,  sobre 
una  cascada  de  franja,  se  había  prendido  con  desdén 
un  manojito  de  heliotropo. 

Martín  no  podía  explicárselo;  pero  no  sólo  no  le 
pareció  tarasca,  sino  que  hasta  bonita  la  encontró,  con 
ser  que  en  el  grupo  ése  había  dos  muy  hermosas.  Era 
que  uno  se  acostumbraba  á  todo,  y  la  vista  más. 

Ella  se  quedó  muy  desentendida.   El  tampoco 


118  Frutos  de  mi   tierra 

hizo  los  ojos  y  ademanes  que  solía:   se  puso  á  verla 
quieto  y  sosegado. 

Eh  !  ¿Tendría  telarañas  en  los  ojos  ?  ¡No  haber 
notado  que  era  mujer  muy  bien  hecha  I...  ¡Vea  usted  1 

Las  niñas  se  entraron.  A  poco  preludió  el  piano, 
y  la  voz  de  Pepa  se  oyó. 

Martín  sabía  que  cantaba,  pero  nunca  la  había 
oído.  Desde  las  primeras  notas  sintió  como  un  frío  de 
felicidad.  Era  una  canción  de  amores:  el  aire,  de 
bambuco,  tierno,  apasionado;  la  letra  de  Selgas... 
«llega,  suspira,  y  me  aguarda»,  dijo  la  voz,  y  se 
apagó. 

A  éstas  llega  íisaé  BePíaúdez,  por  detrás  de  Mar- 
tín, y,  dándole  una  palmada  en  el  hombro,  le  dijo  al 
oído:  «Lanza,  no  caigas  al  suelo,  que  nos  comen  los 
pijaos  !  »,  y  siguió  de  largo,  sin  esperar  réplica.  Mar- 
tín se  dio  una  corrida...  y  se  fue  sin  saber  á  dónde. 
Le  parecía  que  todos  se  iban  á  burlar  de  él. 

¡  Aunque  «eso»  se  quedara  así,  no  volvería  ja- 
más á  esa  esquina  ! 

Mentira;  al  otro  día  vino  más  temprano.   Pepa 
[salió,  le  dio  tsn  espaldazo  formidable,  se  entró  y  ni  á 
la   puerta  ni  á  la  ventana  volvió  á  asomar  toda  la 
tarde. 

Lo  mismo  sucedió  al  otro  día  y  en  los  cuatro  si- 
guientes. 

El  conmovido  corazón  de  Gala  reventó  entonces. 
No  era  un  enamoricamiento  de  un  día:  era  una  idea 
clavada,  una  necesidad  del  alma  que  nunca  había  sen- 
tido.  Ninguna  de  las  muchas  novias  como  había  te- 


VII  —  La  venganza  119 

nido,  ninguna  le  inspiro  jamás  eso  tan  intenso,  tan 
insistente  que  le  acosaba  ahora.  Ni  en  el  mundo  po- 
día haber  otra  capaz  de  tanto  ;  porque  Prpn  tifi  If^  nn-_. 
tojo  una  mujer  excepcional,  única  en  la  excepción. 
Tan  violenta  fue  la  voltereta ,  que  la  escena  de  los  con- 
fites, causante  de  todo,  vino  á  ser  para  él  uno  de  los 
rasgos  más  encantadores  de  esa  mujer  sin  igual.  El 
había  sido  la  víctima  en  ese  rasgo,  era  cierto;  y  por 
ello  i  dejaba  Pepa  de  ser  más  picante,  más  espiritual, 
más  rara  }  Nó,  que  antes  aumentaba  sus  hechizos. 
Una  mujer  común  mal  podría  tener  ese  desparpajo 
para  el  coqueteo,  esa  finura  en  la  burla,  esa  gracia 
hasta  para  rezar.  Lo  que  él  tomó  por  mala  crianza, 
por  desenvoltura,  esa  era  precisamente  la  gran  cuali- 
dad de  Pepa:  «  otra  niña,  corazón  de  pollo,  se  hubiera 
corrido  con  una  palabra  d.  ¡  Y  el  talento  que  revelaba 
eso  !  Esa  mujer  sí  lo  podía  comprender  á  él;  porque 
ella  debía  amar  con  pasión,  con  delirio;  (]^bía  am^r 
como  Carolina  Lam  amó  á  Byron  ;  y  después  de  todo, 
ese  canto  era  el  de  un  ángel. 

El  £6  abismaba-efl-e&tes— Goa^ideracianes,  y  guar- 
daba el  secreto  á  sus  amigos;  pues  ya  se  suponía  las 
burlas  de  Bermúdez  y  Mazuera.  Sólo  á  Cañasgordas 
confió  algo  de  lo  que  en  su  corazón  pasaba. 

Rondando  día  y  noche  la  casa  de  Pepa,  persi- 
guiéndola en  el  templo,  en  la  calle,  pasaron  muchos 
días,  y  todo  en  balde,  porque  ni  una  mirada  consi- 
guió. Exaltóse  más  con  los  desdenes;  solicitó  las  casas 
frecuentadas  por  Pepa;  y  buscó  ocasión  de  relacionar- 
se con  sus  dueños  y  visitarlos,  á  fin  de  ponerse  al 


120  Frutos  de  mi  tierra 

habla  con  ella.  Pasando  por  intruso  consiguiólo,  y 
peor  que  peor:  Pepa  lo  enfermó  más  con  su  conver- 
sación, con  su  desenfadada  charla,  y  le  mantuvo  tan 
á  raya  que  no  pudo  ensayar  con  ella  ni  el  más  común 
de  los  requiebros;  pues,  sobre  no  darle  lado  la  mu- 
chacha, se  sentía  tímido  y  cohibido  en  su  presencia. 
Vergüenza  de  si  mismo  le  daba  al  verse  tan  pacato,  él 
que  se  creía  capaz  de  requebrar  á  todas  las  hembras 
del  mundo.  Desalientos  y  ti  istezas  le  manteaban  el 
alma,  y  clamor  para  arriba  como  espuma.  Quiso  sa- 
car mucha  dignidad,  mucho  orgullo,  y  hacer  con  es- 
tos elementos  un  dique  que  atájese  la  corriente  de  su 
Smor;  pero  hubo  un  concierto  en  que  Pepa  cantó; 
Martín  la  oyó,  y  el  amor  echó  tal  crecida  que  no  va- 
lieron diques.  Dio  entonces  en  comunicar  sus  cuitas 
amorosas  á  todas  las  amigas  ó  conocidas,  y  tan  inge- 
nuo estuvo  con  ellas,  como  reservado  con  Bermúdez 
y  Mazuera.  Más  de  una,  á  sabiendas  de  que  Pepa  se 
burlaba  de  él,  de  que  lo  llamaba  El  Vaniao  y  El  Lom- 
briciento^ se  prestó  á  desempeñar  el  correo  y  la  tele- 
grafía del  amor.  Amas  de  recaditos  que  ardían  en  un 
candil,  hubo  un  par  de  cartas  que  «  ciirrticiitiaban  en 
la  mano  »:  pues  la  señora  y  «;  dueño  de  mi  alma  »  (así 
decía  en  una)  riñó  con  las  zurcidoras  de  voluntades,  y 
les  atajó  el  paso  á  las  correístas. 

El    enamorado  caucano  no  sabía  qué  hacerse^  ni 

f>n  parFp  nignm    frnnfi    npir;,»rirrv-  Fn  raga     ((  que  n¡  pcrrO 

con  gusanos  »,  decía  Marucha,  y  en  la  calle,  todo  era  ir 
y  venir  de  un  punto  á  otro,  pasar  por  la  casa  de  la  in- 
grata y  plantarse  en  la  esquina,  casi  inconscientemente. 


vil — La  venganza  121 

Yá  no  daba  bola  en  el  billar,  ni  se  entusiasmaba 
jugándolo;  en  El  Edcn  no  permanecía  arriba  de 
veinte  minutos;  el  irago^  en  antes  tan  alegre  y  reidor, 
lo  ponía  ahora  asaz  parsimonioso  de  lengua  y  recru- 
decido de  corazón.  Para  sus  amigóles  de  parranda 
había  perdido  los  encantos;  pues  hasta  la  manía  de 
obsequiar  se  le  iba  quitando. 

Otras  veces  le  daba  por  quedarse  en  casa  tres  ó 
cuatro  días,  echado  en  la  cama  fumando  y  leyendo  la 
biografía  aquélla,  ó  dándoles  fatiga  á  las  viejas  que, 
no  impuestas  de  lo  que  pasaba,  ni  á  figurarse  alcan- 
zaban que  el  aburrimiento  de  Martín  pudiera  ser  cosa 
de  amor,  ni  menos  de  desdenes  de  novia;  pues  pri- 
mero hubieran  creído  ellas  que  los  bueyes  vuelan, 
que  suponer  tan  sólo  que  existiese  mujer  alguna  de 
tantas  agallas  que  le  fuera  á  hacer  el  gesto  alcaucano. 
Tanto  como  todo  esto  les  parecía. 

Con  tales  enclaustradas  y  lecturas  se  iba  fermen- 
tando de  tal  suerte,  que  su  amor  se  le  imaginó  en  el 
mismo  grado,  si  no  más  alto,  que  el  de  Carolina  Lam 
por  Byron.  Si  Pepa  no  le  correspondía  al  fin,  él  mo- 
riría loco,  de  la  propia  locura  de  Carolina.  Esto  era 
axiomático.  Se  sentía  capaz  de  poner  por  obra  todo 
cuanto  hizo  la  abrasada  lady,  y  mucho  más. 

Para  pintarle  su  pasión  al  doctor  Cañasgordas  le 
decía:  «  ¡  Mira,  hombre,  me  duele  todo  este  lado  ! — y 
señalaba  el  izquierdo,  del  hombro  al  pie. — Examí- 
name á  ver  si  tengo  hinchado  el  corazón  1  » 

El  doctorcito  tenía  yá  agotada  su  terapéutica 
con  Galita,  y  la  temperatura  no  le  había  bajado.  Este 


122  Frtttos  de  mi  tierra 

quedó  en  que,  si  el  asunto  no  tomaba  otro  sesgo,  se 
pegaba  un  tiro  indefectiblemente.  ¡  Al  manicomio  no 
lo  llevaban  á  él...  aunque  fuera  por  Pepa  !  ¿  Y  qué 
iban  á  hacer  en  su  casa  con  un  loco  ? 

Con  todo,  un  consuelillo  tenía  en  sus  quebrantos, 
y  era  el  pensar  que  Byron  también  fue  desgraciado  en 
su  primero,  en  su  único  amor.  Cnmn  ^1^  había  llevado 
el  poeta  <t  una  estaca  de  macana  clavada  en  el  cora- 
zón...  y  eso  que  María  no  fue  como  Pepa  ».  Ahon- 
dando este  pensamiento,  se  le  vino  de  presto  el  de  ser 
poeta  también.  ¿  En  qué  estaría  pensando  que  no  se 
le  había  ocurrido  ?  ¡  Cuánto  iba  á  aliviarse  al  exhalar 
en  versos  ese  pesar  tan  negro  !  ¡  Y  lo  que  le  gustaban 
á  él  versos  de  amor  !  ¿  Sería  capaz  de  hacerlos  así... 
poco  más  ó  menos  como  los  de  la  carta  de  El  tren  ex- 
preso? Esos  de  cuatro  renglones  eran  tan  lindos...  y 
no  debían  de  ser  trabajosos.  Si  era  capaz  ! 

Y  entusiasmado  fuese  á  casa  de  José,  y,  sin  co- 
municarle sus  proyectos,  se  trajo  un  tomo  de  Campo- 
amor.  De  vuelta,  se  le  ocurrió  que  sus  versos  debían 
ser  como  los  de  Byren,  y  ni  uno  sabía  de  él;  por  lo 
cual  se  volvió  á  José,  que  no  tenía  las  obras  del  poeta; 
y,  j  oh  desgracia  !  sólo  pudo  recitarle  algunas  estro- 
fas de  utia  traducción  de  Arcesio  Escobar,  que  nada 
bonitas  que  le  parecieron. 


VIII 


ESTROFAS    Y    PESCOZONES 

^ERDADERO  vate,  iba  á  cantar  por  obra 
de  adivinación,  como  los  pajaritos  que 
nacen  aprendidos;  pues  es  de  saberse  que 
Martín  no  había  estudiado  Métrica,  pero 
ni  del  diccionario  de  la  rima  tenía  noticia.  ¿  Qué  im- 
portaba ?  i  El  amor  no  hacía  siempre  los  poetas  ?  Sí,  y 
por  cierto  que  los  versos  casi  todos  eran  de  amor.  El 
suyo  iba  á  surtir  aquel  chorro  de  lágrimas,  porque  sus 
cantos  debían  tener  todos  los  toques,  todos  los  dobles 
del  dolor.  No  podía  ser  de  otro  modo,  siendo  la  pa- 
sión tan  profunda  cuanto  mal  pagada. 

Que  a  cuandc  el  amor  dicta,  la  pluma  corre  •», 
dijo  alguno  que  debía  entenderlo;  pero  á  nuestro  ena- 
morado no  le  corrió,  que  se  le  atrancó  desde  el  co- 
mienzo. O  porque  su  estética  fuese  tan  indómita  y 
violenta  que  no  se  dejara  meter  en  molde  alguno  de 
estrofa ;  ó  porque  fuera  tan  lánguida  y  poco  viable 
que  no  diese  sujeto  qué  amoldar,  es  el  hecho  que  Mar- 
tín se  quebraba  la  cabeza,  pujaba,  emborronaba  cuar- 
tillas y  más  cuartillas,  y  los  tales  versos  no  le  salían. 
La  maldita  carta  del  tren  no  se  prestaba  á  calcos,  ni  á 
recalcos,  ni  á  nada.  ¡Fuera  á  la  quinta  porra  el  di- 
seño... y  Campoamor  y  el  proyecto  I 


12-1  Frutos  de  mi  tierra 

Pluma  y  papeles  volaron  lejos,  cuando  á  ésas  se 
le  vino  esta  estrofa: 

, ,  «Yo  soy  el  labio,  tú  eres  Ifi  sonrisa 

Yo  soy  la  lira,  tú  la  inspiración,  etc.» 

Y  tras  ésta  hasta  una  docena  que  se  le  parecían 
como  un  vidrio  verde  á  la  esmeralda  de  Muzo. 

¡  Qué  hallazgo  !  Ni  un  tirabuzón.  Al  momento 
fue  Pepa  «  la  brisa  perfumada  ■»  y  él,  «  un  arbusto  que 
esa  brisa  mece»;  ella,  «  la  palma  al  cielo  levantada  » 
y  él,  «  un  abrojo  que  en  el  campo  crece  »;  ella,  a  la 
luna  de  fulgor  plateado  que  alumbra  el  porvenir  de 
Martín  Gala  »;  éste,  «  el  turpial  que  canta  enamorado 
entre  una  jaula,  adorno  de  la  sala  J).  En  fin,  no  hubo 
qué  no  fueran  él  y  Pepa. 

El  paralelo  se  interrumpía  de  vez  en  cuando 
por  una  sarta  de  abalorios  no  menos  poéticos,  con 
sonajas  de  querella.  Verbigracia: 

«  Mi  blanca  paloma...!  Mi  bien...!  Mi  tesoro...! 
¿  Por  qué  me  desoyes  ?...  ¿  Por  qué  no  me  miras  ? 
No  sabes,  ingrata,  que  te  amo  y  te  adoro 
¡  Y  tú  ni  me  nombras.. .  ni  por  mí  suspiras  !  » 

Descorchado,  pues,  el  muchacho,  picada  la  vena 
poética,  chorrearon  las  estrofas  á  borbotones.  Martín 
£6  sintió  en  las  cumbres  del  Parnaso.  ¡  Aquello  sí  era 
poesía  pulpa  !  Tales  alumbramientos  pasaban  á  puerta 
cerrada;  y  por  más  que  Marucha  metía  ojo  por  la  ce- 
rradura, por  más  que  cavilaba  é  inquiría,  no  daba  en 
el  chispite. 


VIH — Estrofas  y  pescozones  126 

A  Ella,  se  intituló  la  primera  composición;  ¡In-tu 
^/•¿7/í7/ la  segunda;  luego    vino  Amor  Eterno,  y  asíj 
fue  viniendo  cada  gatuperio  que  temblaba  Apolo.       » 

Muy  grande  debe  de  ser  el  pudor  del  genio  inédi- 
to, cuando  Martín  guardó  sus  poesías  y  la  conveniente 
reserva  en  los  comienzos.  Pero,  deseoso  de  hacer  lle- 
gar hasta  Ella  las  dos  más  bellas,  resolvió  mos- 
trárselas al  doctor  Cí7;/í7j^o;7/<7j,  quien,  hallándolas  de 
lo  mejor,  hizo  que  Martín  se  las  leyese  á  otros  estu- 
diantes, peritos  en  la  materia,  los  cuales  las  pusieron 
en  las  nubes.  Halagada  la  vanidad  del  poeta,  perdida 
la  vergüenza    aquélla,  les   espetó   todo  el    repertorio. 

iExito  completo:  lo  excitaron  á  que  publicase  ese  mun- 

\do  de  hermosura. 
<v       Yá  no  se  paró  en  pelillos:  á  quien  quería  oírle  le 

/leía  ó  le  recitaba.   La  fama  del  nuevo  poeta  se  regó 
por  la  Universidad,  y    allí  fue  á  que  le  oyeran,  y   ob- 

(tuvo  estupendas  ovaciones.   Pero  ni   una  letra  á  Ber- 
múdez  y  Mazuera. 

En  ausencia  de  éste,  rodeado  en  el  cuarto  de  va- 
rios amigos,  leía  Martín  la  poesía  A  Eila,<\\ie.  iba  á 
enviársela  corregida  y  aumentada, escrita  con  muchos 
floreos  por  hábil  calígrafo.  En  la  mitad  de  la  lectura 
¡ría  cuando  entró  Mazuera.  El  lector  perdió  mucho  la 
entonación;  pero  siguió  T'eyendo.  Mazuera  guardó 
tanto  silencio  y  estuvo  tan  atento,  que  Martín,  que 
le  miraba  de  reojo,  comprendió  que  fingía. 

— ¡  Qué  lirismo,  qué  sentimiento  ! — exclamó  el 
estudiante,  no  bien  acabó  el  poeta. — ¿  Eso  es  de  Béc- 
quer  ?...  Nó:  no  lo  he  visto  en  lasísimas.  Eso  debe  de 


i 26  Frutos  de  mi  tierra 

-ser  de  Peza...  ¡  Qué  poesía  tan  nueva  !...  ¡  No  he  oído 
nada  más  bello  ! 

— ¿  De  Peza  ?...  Aquí  está  el  Peza — dijo  tocando 
á  Martín    uno  que  cayó  en  la  red. 

Mazuera  abrió  los  ojos,  luego  la  boca,  levantó  los 
brazos,  los  juntó  con  cruzamiento  de  dedos  y  dijo: 

— ¿Tuyos,  Galita?...  Tuyos?...  Imposible! 

— ¡  Pues  no  es  artículo  de  fe  I — replicó  éste,  mon- 
tando en  cólera. 

— Tuyos?...  Pues  te  aseguro  que  si  no  moriste 
en  el  parto,  no  escapas  de  la  fiebre  puerperal...  des- 
graciado ! 

— I  Miserable,  canalla  ! — aulla  Martín  palidecien- 
do y  lanzándose  contra  el  burlón — Me  has  cogido  de 
mingo  !...  y  suena  un  pescozón.  Mazuera  se  lo  de- 
vuelve con  otro  que  hace  bambolear  al  poeta. 

Los  estudiantes  se  interponen  y  los  sujetan. 

— Lárguemen  ! — gritaMartín — ¡Lárguemen  para 
escupirle  la  cara  á  aquel  maldito  ! 

— ¡  Corran  por  el  cura! — vocifera  Mazuera — Pero 
ligero,  que  la  fiebre  poética  le  ha  dado  con  loquera!... 
4  Corran,  que  mi  compadre  Bécquer  es  muerto  ! 

Las  viejas  son  las  que  corren. 

—  jQué  es  eso,mis  hijitos,por  la  Virgen  ! — clama 
Marucha — ¿  Dándose  cocas  como  negros  ?  ¡Válgame... 
I  pero  eso  á  cuenta  de  qué? 

Nadie  contesta.  Entre  ellas  y  los  muchachos  aga- 
rran al  furibundo  Bécquer,  y  mal  de  su  grado  lo  sien- 
tan en  la  cama,  desatándose  él  en  improperios  contra 


VIII  —  Estrofas  y  pescozones  127 

Mazuera,  que  oye  todo  como  si   lál  cosa.  Calla   al  fin 
'Mamn  y  calla  el  auditorio. 

El  burlón,  que  en  el  fondo  era  un  buen  mucha- 
cho, aprovecha  el  silencio  y  dice  con  toda  forma- 
lidad: 

«Señores:  Delante  de  ustedes  y  de  las  viejas  pi- 
do perdón  á  Martín.  No  tuve  la  menor  intención  de 
ofenderlo:  únicamente  de  bromear,  como  tengo  de 
costumbre.  A  todos  ustedes  pido  también  perdón, 
porque  con  mis  necedades  les  he  hecho  pasar  un  mal 
rato.  No  crean  ustedes  que  entre  Martín  y  yo  cabe 
disgusto:  el  pescozón  que  me  dio  no  me  duele  ni  fí- 
sica ni  moralmente;  y  estoy  seguro  de  que  á  él  le  pasa 
lo  mismo  con  el  que  le  di  yo.  No  crean,  tampoco, 
que  mi  burla  á  los  versos  fue  de  veras;  nó,  señores: 
sin  pretender  igualarlos  con  los  de  Peza,  como  dije 
en  chanza,  me  parecen  bastante  buenos...  Supongo 
que  no  me  harán  el  deshonor  de  creer  que  digo  esto 
por  miedo.    He  dicho.» 

Viejas  y  mozos  aprobaron  calurosamente  tan 
juiciosas  razones,  y,  como  olivas  de  paz,  rodearon  al 
poeta,  que  no  chistó  palabra,  aunque,  por  la  cara, 
bien  se  le  veía  que  la  furia  se  le  iba  pasando. 

Cuando  los  tres  estudiantes  estuvieron  solos, 
Mazuera  se  acercó  á  Martín,  y  haciéndole  un  pase 
muy  cariñoso  por  la  frente,  le  dijo  : 

—  Hombre;  caucano,   ¿se   te   pasó?...  Valiente 
viaraza  !    De  éstas    no    te  había  visto.    Pusimos  fun- 
ción.   ¿  Quedaste  satisfecho  con  mi  discurso  .'* 
,         — Sí  y    nó:   Con    tu   discurso  sí...  pero  la  rabia 


128  Fi  utos  de  mi  tierra 

que  me  hiciste  dar,  todavía  no  se  me   ha   pasado. 

— Pues  que  se  te  pase,  porque  tengo  que  decirte 
una  cosa. 

— ¡  Díla  ! 

— ¡Nó!  Cuando  estés  en  completa  calma;  ahora  nó. 

Llamaron  á  comer,  y  de  sobremesa,  como  se  sin- 
tiese Martín  yá  sereno,  dijo  á  Mazuera: 

— A  ver:  díme  lo  que  tenías  que  decirme,  que  yá 
se  me  pasó. 

— Pues  si  te  crees  yá  aplacado,  te  lo  digo  ;  si  no, 
nó,  porque  te  vas  á  calentar  otra  vez. 

— No  tengas  cuidado:  dílo,  que  no  me  enojo. 

— Bueno,  pues,  siéntate,  y  vamos  por  partes: 
Primero  que  todo,  es  que  los  versos  no  se  los  mandas 
á  la  Pepa...  ¡  No  abras  los  ojos  !...  Es  que  no  te  lo 
consiento,  porque  eso  no  es  verso  ni  es  nada,  y  se  va 
á  reír  de  tí  más  de  lo  que  se  ha  reído  hasta  ahora. 
Tú  me  estás  guardando  el  secreto  de  tus  coqueteos 
con  la  tal  Pepa;  pero  los  sé  de  memoria,  cómelos 
sabe  todo  el  mundo....  Lo  otro  es  que  no  te  metas  á 
poeta,  ó  si  te  metes,  no  muestres  tu  versos,  porque  te 
pones  en  ridículo.  En  la  Universidad  te  están  co- 
miendo por  esto.  Ve:  entre  los  admiradores  de  tus 
poesías  hay  unos  que  entienden  tanto  de  esto  como 
yo  de  pedacear  medias,  por  ejemplo,  el  doctor  Cañas- 
gordas,  que  no  me  dejará  mentir;  hay  otros  menos 
zoquetes  que  te  ponderan  por  delante  para  darte  cuer- 
da, y  tallarte  bien  tallado  por  detrás ;  otros,  y  éstos 
son  los  más,  que  te  adulan  para  sacarte  tragos,  mon- 
tadas en  coche,  tranvía  y  cuanto  les  da  su  gana.  Otra 


VIII — Estrofas  y  pescozones  129 

cosa:  si  de  veras  estás  enamorado  de  la  muchacha, 
— cosa  que  dudo  mucho, —  si  estás  porque  te  corres- 
ponda, en  lugar  de  andar  por  ahí  como  perro  velón 
aullando  de  fatiga  y  contando  lo  que  sientes  y  lo  que 
no  sientes,  hazte  el  disimulado,  el  desdeñoso;  que  las 
mujeres  se  hacen  de  mi  alma  cuando  le  ven  á  uno 
ganas,  aunque  ellas  tengan  más.  Qué  opinas? 

Martín,  comido  por  dentro,  no  contestó  al  punto, 
y  luego,  con  aire  que  quería  ser  calmoso  y  que  resul- 
taba contrariado,  dijo: 

— Muy    bien;    pero    ¿no   dijiste  hoy  mismo  que  ^i 
mis  versos  eran  muy  buenos  ?...  * 

— ¡  Oh  vanidad  ! — repuso  el  boquifresco — Te  due- 
le mi  franqueza  y  no  se  te  da  nada  que  los  demás  se 
diviertan  con  tus  tonterías  ! 

— Nó,  no  me  duele...  pero  te  contradices  ! 

— No  te  digo  !...  La  viveza  te  va  amatar  !...  jPero, 
hombre  de  Dios,  no  seas    tan    botón  de  rosa  !  Si  dije 
que  tus  versos  eran  muy  buenos,  lo  dije  porque  debía 
decirlo;  por  cubrir   el    expediente;  porque  á  esos  ani- 
males que  te  oían    se   lo    podía    hacer  creer;    porqueJ 
una  cosa  se  dice   en    público,  y  otra  en  privado;  por*í 
que  no  quiero  que  quedes   en    ridículo;  por  todo  estol 
lo  dije...  i  Qué  opinas  tú,  Cañasgordas  ? 

— Pues,  hombre — contestó  el  pachorro  del  medi- 
quillo,— estuvo  bueno  que  hubieras  dicho  eso...  Tal 
vez  sí  sería  cierto  que  se  estaban  tirando  á  Galita, 
porque  yo  los   vi   matarse  el  ojo  y  que  se  codeaban... 

— ¡  Los  viste  ! — saltó  el  poeta  echando  lumbres — 
¿Y  por  qué   no   me  dijiste  para  haberlos  reventado  ? 

9 


130  Frutos  de  mi  tierra 

— Hombre...  no  me  atreví. 

— ¡  Traicioneros  I...  ¿  Por  qué  no   se   reirían  por 
delante  ? 

— ¡Bendito  sea  mi   Dios! — exclamó  Mazuera — 
¡  Y  después  dicen  que  la  inocencia  diz  que  se  acabó  ! 

Y  aquí  siguió  con  toda  formalidad  dándoles  ma- 
traca á  más  y  mejor,  y  sentó  en  conclusión,  que  tanto 
el  poeta  como  el  médico  eran  unos  bienaventurados. 
Cañasgordas  convino  en  todo;  algunos  reparos  puso 
Galita;  pero  no  obstante  tuvo  de  confesarse  á  sí  pro- 
pio que  Mazuera  estaba  sobrado  de  razón;  por  lo 
cual,  después  de  disculparse  como  pudo,  le  contó  de 
largo  y  tendido  cuanto  hasta  allí  le  había  callado,  ex- 
presándole la  seriedad  de  sus  amorosas  pretensiones. 
Tantas  filosofías  de  caporal,  tanta  dilucidación  de  Pero 
Grullo  le  metió  el  bachillerón  de  Mazuera,  que  Galita, 
convencido  del  todo,  determinó  tomarlo  por  consejero 
y  consultor. 

Que  es  tanto  como  decir  que  le  dio  en  la  vena  del 
gusto  ;  pues  para  aquél  era  la  gloria  misma  dirigir  y 
tomar  parte  en  todo.  Después  de  larguísimo  parlamen- 
to, se  acordó: 

I."  Que  el  comercio  con  las  musas  debía  ser,  caso 
de  continuarlo,  con  suma  reserva,  como  cosa  de  con- 
trabando que  era;  2.°  Que  con  Pepa,  como  si  nada 
hubiese;  3.°  Que  en  las  tan  anunciadas  fiestas  de  Agos- 
to, que  yá  se  aproximaban,  era  ocasión  para  abrir  ope- 
raciones, con  la  seriedad  y  la  cachacada  que  el  asunto 
requería;  y  4."  Que  Mazuera  dirigiría  todo. 


IX 


DESPUÉS    DE    UN    GUSTO 


ENTADO  en  la  tarima  del  ropón,  medio  re- 
costado en  los  cojines  y  con  mucha  desgana, 
tomaba  Agustín  una  taza  de  leche,  j  Cuan 
quebrantado  le  dejó  el  colérico  ataque  ! 
Cuatro  días  estuvo  postrado  en  cama,  y  hacía  apenas 
la  primer  levantada.  Con  ser  que  se  había  dado  su 
mano  de  cosmético,  le  repuntaban  blanqueando  unas 
púas  por  la  cara  que  lo  desmedraban  no  poco.  Durara 
un  día  más  la  enfermedad,  y  entre  cámaras  y  bascas, 
gorgorismos  y  calambres,  dieran  cuenta  del  señor.  Yá 
se  ve  :  para  tantas  rabias  en  montón  como  le  hicieron 
dar  ese  domingo,  antes  fue  poco  el  ataque. 

A  los  tres  días  después  de  levantado,  yá  estaba  ca- 
riliso  y  con  los  retoques  de  siempre,  y  yá  era  hombre 
de  pasear  por  los  corredores  y  de  hablar  recio.  Apenas 
se  iba  dando  cuenta  de  todas  las  ofensas  que  le  habían 
irrogado. 

Cuando,  tras  empedernida  inflamación,  viene  la 
lanceta  y  chuza,  el  chorro  salta  espeso  inundando  cuan- 
to encuentra  á  su  paso.  Así  Augusto  :  sin  poder  ha- 
blar á  causa  de  los  males,  se  le  fue  formando  un  acce- 


]  32  Frutos  de  mi  tierra 

so  tal  de  ira,  que,  no  bien  pudo  desatar  la  lengua...  el 
Señor  nos  asista  ! 

Para  "  esa  guaricha  hija  de  Pacho  Escandón  "  y 
compañeras  de  pelea;  para  las  Palmas,  desde  don  Juan 
hasta  el  gato ;  para  los  alguaciles,  para  todos  alcanzó, 
y  hubiera  sido  capaz  de  dar  abasto  á  la  ciudad  entera. 

Pero  la  causa  de  todo  habían  sido  "  esas  ñapan- 
gas  de  las  Palmichas."  [  Pues  allá  verían  las  muy  tales 
por  cuales  ! 

Ellas,  entre  tanto,  por  temor  de  disgustar  á  papá, 
se  lo  ocultaban  todo;  y  sólo  cuando  iban  visitas  de 
ventana,  abrían  éstas,  y  eso  á  medias.  Al  portón  nadie 
volvió  á  asomarse;  los  niños,  para  ir  á  la  escuela,  obser- 
vaban mil  precauciones  ;  que  yá  en  la  casa  sabían  á 
qué  atenerse  respecto  á  los  vecinos  del  frente. 

Una  tarde,  desde  temprano,  salieron  de  caminata 
las  muchachas  y  don  Juan,  quedando  los  chicos  al  cui- 
dado de  la  señora,  quienes,  amedrentados  con  los 
gendarmes,  no  querían  salir  de  la  casa.  Aburrida  del 
largo  encierro,  abrió  la  señora  una  ventana  y  se  puso 
tras  la  celosía  á  tejer  una  complicada  labor.  ^^ 

Engreída  con  el  mete  y  saca  de  los  dos  agujones 
de  macana,  ni  de  Agustín  ni  del  santo  de  su  nombre 
se  acordaba,  cuando  Agustín  en  persona,  el  aire  ame- 
nazante, el  puño  levantado,  se  acerca  callandito  y  le 
larga  á  voz  en  cuello  las  mayores  desvergüenzas.  Cuál 
se  quedaría  la  señora,  que  no  advirtió  á  quitarse  ni  á 
ceirar  la  ventana,  sino  que  se  estuvo  como  un  palo 
hasta  que  Agustín  acabó. 

Desde  los  balcones  del  casino  oyeron  unos  cacha- 


IX — Después  de  iin  gusto...  133 

eos,  y  comprendiendo  que  en  casa  de  don  Juan  no 
había  hombre  á  esa  hora,  bajó  uno  de  ellos,  con  todo 
y  revólver;  pero  no  encontró  con  quién  habérselas: 
Augusto  se  había  eclipsado.  Se  había  eclipsado  al  vol- 
ver la  esquina,  tomando  calle  arriba,  y  muy  ufano 
con  "  la  raspa ''  que  le  echó  á  "esa  vieja  infame." 
Mas  de  pronto,  sin  saber  por  qué,  se  acordó  de  don 
Juan,  y  ¡  cosas  de  convaleciente  !  sintió  cierto  frío  en 
las  tripas.  Fuese  derecho  al  almacén;  pero  al  llegar  se 
detuvo  un  momento,  y  se  volvió  apresurando  el 
paso ;  caminó  algunas  cuadras  y  al  fin  paró  en  un 
despacho, 

— Señor  Alcalde, — dijo  entrando, — vengo  á  que 
le  eisija  fianza  á  don  Juan  Palma  y  á  su  mujer  y  á  las 
hijas,  porque  nos  molestan  y  provocan  mucho  á  mí  y 
mis  hermanas...  y  yo  no  respondo... 

— Está  muy  bien,  señor — repuso  el  Alcalde; — 
pero  conviene  que  usted  también  dé  fianza  si  teme 
alguna  molestia. 

— Sí,  señor,  así  debe  ser  y  ojalá  sea  ahora  mismo. 

Vuelto  den  Juan  del  paseo,  y  citado  por  un  co- 
misario, acudió  inmediatamente  ante  el  Alcalde.  No 
poca  fue  su  sorpresa  al  enterarse  del  asunto;  y  como 
protestase  de  los  cargos  contra  él  y  su  familia, 'contó 
Agustín  lo  de  los  gendarmes,  y  cómo  al  pasar  éste  por 
la  calle  no  hacía  un  momento,  lo  había  remedado  la 
señora  de  Palma  desde  una  ventana,  y  cómo  había  te- 
nido que  reprenderla.  Indignadísimodon  Juan,  viendo 
chiquitico  al  querellante,  no  tuvo  más  que  dar  la  fianza 
de  guardar  la  paz,  por  él,  por  su  mujer  y  por  sus  hijas. 


134  Frutos  de  mt  tierra 

Agusto  salió  de  la  Alcaldía  como  si  dejara  en  ella 
un  peso  enorme. 

—  ¡  Yá  se  las  eché  á  la  vieja  I — le  dijo  á  Filomena, 
no  bien  entró  á  casa — (  Pero  te  aseguro  que  no  rae 
quedó  qué  reconciliar!...  El  Alcalde  le  eisigió  fianza 
al  viejo  Juan,  y  á  mí  también. 

— ¿Y  vos  fuites  onde  el  Alcalde  } 

— Yo  sí...  por  evitar  más  molestias. 

— ¿  Y  por  qué  no  me  avisates  antes  pa  yo  haber 
ido  onde  esas  tísicas  y  acabarlas  ?  ¡  Pero  la  puerquita 
de  ma  Pacho  Escandón  sí  no  se  me  escapa  ! 

Don  Juan  buscó  casa  al  otro  día  y  se  mudó,  y  dio 
aviso  de  que  la  suya  estaba  para  arrendamiento. 

Cuando  vieron  que  don  Juan  la  desocupaba,  hubo 
en  la  de  los  Alzates  algo  como  el  desbordamiento  de 
un  triunfo  político. 

"¡  Yá  salimí)s  de  esa  indecencia  !" 

"¡  Gracias  á  Dios  que  se  largaron  á  jeder  lejos  !" 

"¡Yá  no  estamos  sometidos  á  verlas  por  la  fuerza  I" 

Estos  y  otros  versículos  más  sublimes  todavía, 
desarrollaron  en  los  tres  hermanos  mayores  una  char- 
la y  una  gana  de  reír,  que  nunca  se  había  visto  en 
hijo  de  la  seña  Mónica. 

Aunque  era  por  la  tarJe,  hubo  piscolabis  de  tra- 
go y  bizcochuelos.  Agusto  descendió  desde  el  Olim- 
po de  su  gravedad  y,  á  propósito  de  «las  Palmichas,» 
dijo  cuchufletas  tan  sumamente  chistosas,  y  remedó 
«la  vieja»  con  tanta  chuscada,  que  áMinita  le  dolía 
el  estómago  de  reírse.  Ella,  que  no  se  derretía  por  los 
prenderos,   se  sintió   ese  día  muy  amiga  de  Agusto  y 


IX — Daptícs  de  un  gusto...  135 

muy  vinculada  con  Mena, — diminutivo  que  no  usaba 
hacía  años. 

Entre  Mena  y  Mina  concertaron  que  el  domingo 
próximo  venidero  se  ¡rían  todos  á  la  casita  de  la  finca, 
á  comerse  una  gallina  con  arracachas  frescas,  y  que 
Agusto  debía  llevar  el  vino.  Bien  poco  le  agradaban 
á  él  las  partidas  de  cahipo  y  las  comidas  idílicas;  pero 
tal  estaba  esa  tarde,  que  convino  en  todo. 


Pues  no,  señor:  Patetas  quiso  que  la  gallina  y  las 
arracachas  se  escapasen. 

Sucedió  que  esa  misma  semana  vino  de  sus  po- 
sesiones de  Cauca  Jorge  "Réngala,  yerno  de  don  Juan. 
hombre  que  tenía  un  genio  que  ni  pólvora.  El  tal,  al 
ser  informado  por  su  mujer  de  los  asuntos  de  familia, 
supo  toda  la  campaña  de  Palmas  y  Alzates.  ¡  Qué  ex- 
plosión aquélla  ! 

Cambió  traje  inmediatamente,  vistióse  el  sobre- 
todo, aunque  hacía  verano,  fuese  al  cuarto  de  las 
monturas,  y,  sin  esperar  el  almuerzo,  salió  para  la 
calle  apretando  el  paso  v^losd  lentes;  llegó  al  casino 
tantas  veces  mencionado,  pidió  brandy,  y  se  plantó 
en  el  balcón,  como  quien  está  en  acecho. 

La  calle,  muy  concurrida  siempre,  lo  es  más  á 
esa  hora:  Comerciantes,  empleados  é  industriales  van 
y  vienen  en  busca  del  almuerzo;  de  colegios  y  escue- 
las sale  la  chiquillería  y  las  partidas  de  pollitas  de  tra- 
je corto  y   estrepitoso   calzado;   cachacos  y  artesanos 


136  Frutos  de  mi  tierra 

entran  á  las  botillerías  á  libar  la  deliciosa  copa  de  la 
mañana. 

En  la  camina  del  casino,  situada  en  una  esquina, 
se  oía  animadísimo  entrar  y  salir,  y  ese  ruido  de  cris- 
tales que  se  chocan,*  de  saluddsque  se  cruzan,  de  tim- 
bres que  llaman,  de  charlas  al  vuelo;  ruido  cantinero 
y  botilleresco,  oído  sólo  en  los  instantes  en  que  el  labo- 
rioso "medellinense  abre  un  paréntesis  (como  para  sig- 
no admirativo)  en  sus  cotidianos,  febricitantes  afa- 
nes. 

Bengala,  muy  desentendido  aparentemente,  con- 
tinúa en  expectativa  desde  los  balcones  del  casino.  De 
pronto  se  yergue,  la  cara  se  le  infla,  baja  apresurado 
y  se  planta  en  la  esquina.  Por  la  calle  que  da  á  la  del 
comercio  viene  Agüsto,  sereno,  contoneado,  dispu- 
tando la  acera,  arrollando  á  los  que  pasan.  Llega  á  la 
esquina,  y  antes  que  tenga  tiempo  de  volverla,  un  lá- 
tigo relampaguea  ante  sus  ojos  y  cruje  en  su  pecho, 
y  cruje  en  su  nuca,  y  cruje  en  su  rostro.  Aturdido, 
cegado,  se  bambolea  como  ebrio,  y  el  látigo,  potente, 
eléctrico,  chasquea  y  chasquea  sobre  su  cuerpo  y  da 
con  él  en  tierra  despatarrado  y  convulso.  El  látigo  si- 
gue: lo  hace  retorcerse,  lo  zangolotea,  lo  revuelca,  al 
misma  tiempo  que  una  voz  bronca,  entrecortada,  bra- 
ma: ¡«Miserable!...  ¡Sólo  te  atreves  á  insultará 
las  mujeres,  á  las  señoras  !  ..>  ¡  Cobarde  ! ...  ¡  No  te  vale 
el  corsé  que  te  pones  para  quedar  marcado  con  el  fue- 
te ! ...  I  No  te  valió  la  fianza,  canalla ! ...  » 

Aquello  fue  como  el  rayo.  La  gente  se  agolpa, 
se  arracima,   tropezándose,  estrujándose.  Entre  mu* 


IX — Después  de  un  gnslo...  13? 

chas  manos  pueden  arrancar  el  látigo  de  las  de  Ben- 
gala.  La  batahola  atrae  nueva  oleada  de  gente,  á  cuyo 
empuje  caen  algunos  sobre  el  flagelado.  Pulido  como 
un  difunto,  cubierto  de  polvo,  la  camisa  afuera,  rotos 
los  tirantes,  echando  sangre  por  las  narices,  yace 
Augusto  en  el  empedrado.  Lo  alzan,  lo  entran  á  fa  / 
cantina.  La  gendarmería  rompe  por  entre  el  tumulto J 
y  ^tíngr^'-T  ^'^  "'^'^íldo  ante  la  autoridad.  -"""'^ 

— j  Sí,  lo  merezco  ! — exclama  el.  —  He  ensuciado 
mi  fuete  I 

Cantineros,  dependientes  y  cachacos  acuden  al 
herido:  le  sueltan  la  ropa,  le  limpian  la  sangre,  le  dan 
pócima  y  tratan  de  aplicarle  ventosas. 

«  Nó,  nó,  aquí  nó  ! — dice  él,  entre  acecido  y  ace- 
cido— Déjemen!...  ¡Atrevido,  traicionero!...  Coger- 
me... cogerme  despensionado  y  enfermo!...  Pero... 
¡  yo  lo  mato  I...  ¡  lo  mato  I...  ¡  lo  mato  !  » 

Sin  ver  si  puede  ó  nó  andar,  lo  cogen  cuatro 
hombres  y  seguidos  de  alborotada  turba  lo  llevan  en 
vilo  á  la  casa,  que  por  fortuna  está  ádos  pasos. 

Mina,  aunque  de  trapillo  y  alpargates,  no  pudo 
prescindir  de  asomarse  á  la  puerta  á  averiguar  qué 
bulla  era  ésa.  Al  ver  que  traen  á  Agusto  de  aquel 
modo,  se  retuércelas  manos  y  grita: 

— ¡  Lo  mataron.  Dios  mío  ! 

— No  se  asuste,  mi  señora,  que  apenas  está  apo- 
rriado — repone  un  conductor. 

— j  Sí,  sí,  lo  traen  muerto! — chilla  Filomena  apa- 
reciendo en  el  zaguán,  y  se  estriega  la  frente  mesán- 
dose el  pelo. 


138  Fr titos  de  mi  tierra 

Se  acerca  y  \e  la  pechera  ensangrentada. 

— ¡Lo  asesinaron  de  una  puñalada  !...  —  chilla 
más  alto,  y,  dando  un  berrido  como  de  res  que  de- 
güellan, se  va  al  suelo. 

— ¡  Nó,  hermana,  por  Dios  ! — solloza  Nieves  tra- 
tando de  alzarla — (  No  está  matao;  oiga  que  diz  que 
fue  que  le  dieron  fuete  !... 

Augusto  vaga  en  la  región  de  los  sueños;  una 
nube  espesa  lo  envuelve;  no  obstante,  percibe  las  úl- 
timas palabras  de  Nieves,  y  abriendo  tamaños  ojos, 
exclama: 

— j  Ah,  escandalosa  I 

La  gente  invade  la  casa.  Algunas  mujeres  del 
pueblo  levantan  á  la  prendera  y  la  llevan  á  la  tur- 
quesa del  costurero. 

Una  vez  allí,  se  sacude  nerviosa  y  grita: 

—  ¡  Pero  qué  es  tanto  gentío  !...  ¿  Hay  velorio  ó 
qué  .?...  ¡  Salgan  de  aquí,  salgan  I„, 

— ¡  Vean  qué  albondigona  tan  ladina  I — replica 
una  vendedora  de  yerba — ¿  Qué  pedazo  les  venimos 
á  quitar  ,?...  ¡  Jártense  su  pelea  !  Y  sale  seguida  de  la 
plebe  grande,  dejando  algunos  muchachos  rezagados. 

Los  conductores  de  Agustín,  hallando  á  mano  la 
cama  de  Filomena,  lo  colocan  allí,  donde  se  agita  un 
momento.  De  repente  se  tira  al  suelo,  llega  hasta  la 
puerta  del  costurero^  en  la  cual  se  apoya,  y  grita  fre- 
nético á  los  curiosos  chicos: 

«  j  Rumben  pa  fuera,  vagamundos  !  » 

Cual  bandada  de  ajrecheros  dispersa  por  una  pe- 


IX — Después  de  un  gusto...  139 

drada,  sale  la    rapacería  dando  corcovos,  risotadas  y 
relinchos. 

Los  conductores,  entre  los  que  hay  un  cachaco^ 
van  á  sostener  á  Agustín. 

— Ay  !  Ay  I  no  me  toquen  ! — plañe  él,  y  como 
puede  se  vuelve  á  la  cama. 

El  cachaco^  un  tanto  embarazado,  va  á  retirarse. 

— ¡Pero,  señor,  por  Dios!   Cómo  fue?  Cuente-    I 
nos, — -le  dice  Mina,  deteniéndolo. 

Este  dijo  lo  que  había  visto,  atenuando  la  cosa 
en  cuanto  era  posible.  Al  oír  nombrar  á  Bengala, 
saltó  Filomena  como  una  tigre: 

— Bengala  .''...   ¡el  yerno  de  don  Juan  Palma  1,^^ 
Y  un  verdadero  rugido  se  escapó  de  su  pecho,  engara- 
batáronsele  las  manos,  y  quedó  con  los  brazos  rígidos, 
los  ojos  brotados,  más  terribles  aún  junto  á  las  man 
chas  de  colorete. 


X 


LA     MAR     DE     CUSAS 


UENTAN  que  las  Reverendas  Madres  Car- 
melitas de  Medellín,  para  celebrar  debida- 
mente la  fiesta  de  los  Santos  Inocentes, 
hacen  una  claustral  en  que,  á  más  del  exqui- 
sito pipiripao,  hay  bureo  de  guitarra,  canto,  vueltas  y 
valse  redondo  con  todo  y  abracijo;  y  es  fama  que 
algunas  Madres  son  tan  tremendas,  que,  en  días  como 
ése,  se  chantan  sombrero  con  pedrada,  á  lo  matachín, 
se  pintan  bigotes,  remedan  los  Padres  curas,  y  hacen 
táritas  cosas,  que  la  Madre  superiora  se  pone  en  mil 
aguas,  sin  saber  si  excomulgarlas  ó  echarse  á  reír  como 
una  tonta;  y  agregan  quede  estas  diabluras  queda  un 
recuerdo  tan  grato,  que  con  él  suelen  endulzar  en  el 
resto  del  año  los  tedios  y  aburrimientos,  tan  crudos 
en  el  claustro,  al  decir  de  piadosos  autores. 

Decíamos  esto  al  tanto  de  que  á  Medellín,  la  her- 
mosa, le  acontece  lo  propio:  todo  el  año,  muy  formal 
y  recogida  en  sus  quehaceres,  trabajando  como  una 
negra,  guardando  como  una  vieja  avara,  riendo  poco, 
conversando  sobre  si  el  vecino  se  casa  ó  se  descasa, 
sobre  si  el  otro  difunto  dejó  ó  no  dejó,  rezando  mucho, 
eso  sí.... 


X —  La  mar  de  cosas  141 

Pero,  allá  de  cuando  en  cuando,  también  echa 
su  cana  al  aire,  y  hace  fiestas  á  manera  de  las  Madres 
Carmelitas.  Mas  no  se  vaya  á  creer  que  es  para  con- 
memorar la  degollina  de  Heredes;  nó,  señor,  que  se 
trata  de  aquella,  no  menos  cruenta,  entre  chapetones 
y  criollos,  que  tuvo  lugar  un  7  de  Agosto  de...  hace 
muchos  años,  por  allá  en  el  puente  de  Boyacá. 

Como  de  encargo  vendría  aquí  un  cachito  crítico- 
histórico  sobre  nuestras  glorias  patrias.  ¡  Cuánta  eru- 
dición luciéramos  I  ¡  Cómo  encantáramos  al  lector 
con  aquello  del  LeóJt  de  Iberia^  Las  cadenas  rotas, 
La  virgen  America,  La  ominosa  servidumbre,  Los 
carcomidos  tronos! ...  Sería  un  modelo  el  tal  cacho. 
Pero  mejor  será  no  meternos  en  arquitrabes...  y  va- 
mos con  las  fiestas. 

Desde  que  se  sabe  que  el  permiso  para  hacerlasji 
está  concedido,  todo  es  animación  y  alegría.  MedellírJ 
se  transforma.-  En  los  semblantes  se  lee  el  programan 
crece  el  movimiento  de  gentes;   apercíbese  el  comer- 
cio para  la  gran  campaña  ;  y  la  conversación,  dale  que 
le  darás  sobre  el  futuro  acontecimiento,  parece  ina- 
gotable.   Los  señores  dueños  de   la   renta  de  licores 
sienten   por  anticipación  esa   voluptuosidad  que  pro- 
duce el  susurro  de  los  billetes  y  la  armonía  del  níquel 
cuando  van   cayendo  al  cajón   arreo,  arreo  como   un 
chorrito.  Los   de  tijera  y  mostrador  olvidan  los  ser- 
mones contra  la  usura,  y,  muy  frescos,  sacan  cuantos 
rezagos  tienen,  que,  por  arte  debirlibirloque,se  trans- 
forman   en    novedades    llegadas  un  día   antes.    ¡  Así 
valen  ellas ! 


142  P'rttios  de  mi  tierra 

Sastres,  modistas  y  zapateros  tienden  redes  don- 
de caen  reclutas  y  veteranos,  si  no  ellos  mismos  con 
algún  sablazo;  hoteles^  fondas,  restaurantes  y  pulpe- 
rías surgen  déla  noche  á  la  mañana  llenos  de  vida 
y  abundancia,  convidando  á  indigestiones  y  borra- 
cheras ;  los  establecimientos  de  vieja  data  no  se  dejan 
echar  el  pie  adelante  de  les  nuevos,  é  invientan  lo 
nunca  visto,  lo  nunca  oído  para  sorprender  á  los  pa- 
rroquianos. Arriéndanse  las  casas  á  precios  descomu- 
nales, y  en  ellas  la  carpeta  verde  y  la  templada  coleta 
esperan  impacientes  el  revolar  de  los  albures,  el  cru- 
jir de  Las  muelas  de  Santa  Polonia,  la  pintarrajeada 
ruleta,  las  burras  del  afortunado,  los  ajos  y  cebollas 
del  perdidoso.  Las  barreras  y  palcos  de  la  plaza  prin- 
cipal, vuelta  de  toros,  se  estremecen  al  oír  la  apología 
de  las  cornudas  fieras  de  Ayapel  y  de  Cauca. 

Los  chalanes  de  los  pueblos  se  dan  cita  en  la  Ca- 
pital, y  caballos,  yeguas,  mulos,  de  todo  pelaje  y  con- 
dición, encuentran  allí  quien  dé  por  ellos  el  doble  de 
su  valor:  trátase  entonces  de  ponerse  á  horcajadas  y 
no  hay  que  andarse  con  reparos.  Ni  los  talabarteros 
finos  ni  los  remendones  dan  abasto,  porque  ¿  quién 
que  va  á  cabalgar  en  fiestas  sale  con  vejeces  ?  ¿  Y 
quién  en  fiestas  no  cabalga  ? 

Y  Medellín,  en  tanto,  brota  y  brota  moneda  por 
todos  los  poros,  cual  si  un  sudor  pecuniario  le  sobre- 
viniese, y  para  todo  hay;  pues  de  cicatera  se  ha  tor- 
nado en  manirrota. 

Elabóranse  en  las  zapaterías  las  más  extrañas 
obras:    cuándo  las  babuchas    orientales  recargadas  de 


X — La  mar  de  cosas  143 

bordados,  cuándo  las  calzas  de  terciopelo  para  algún 
galán  histórico,  cuándo  la  zapatilla  á  lo  Luis  XV,  de 
altísimo  tacón;  porque  lo  que  es  sin  disfrazarse,  nadie 
se  queda. 

Y  los  pobres  sastres  purgan  picardías  propias  y 
ajenas  ¡desgraciados!  Sus  talleres  son  entonces  un 
infierno  de  trapos  y  perendengues:  por  los  brocados  y 
tisúes,  galones  y  argentería,  aquello  semeja  una  fábri- 
ca de  ornamentos  de  iglesia;  por  los  terciopelos,  rasos 
y  panas,  plumas,  alamares  y  cintas,  el  taller  de  una 
modista  en  víspera  de  baile.  Y  el  infeliz  que  cuando 
más  sabrá  quién  es  el  padre  de  los  hijos  del  Zebedeo, 
lleva  á  todas  éstas  en  la  aturdida  cabeza  toda  una  ga- 
lería de  personajes  célebres,  los  creados  por  el  arte,  los 
tipos  de  todas  las  naciones,  amén  de  las  fantasías  per- 
sonificadas por  la  moda  ó  por  el  capricho  de  algún 
cliente  invencionero.  Y  todo  ello  ¡  válgale  Dios  ! 
visto  por  el  lado  indumedario,  y  sin  más  guía  que  el 
figurín,  ó  algún  retrato,  ó  un  grabado,  cuando  nó  la 
ilustración  de  cualquier  libro,  ó  la  receta  verbal.  A 
mayor  abundamiento  tiene  que  aguantar  en  la  nuca, 
— y  no  pintados,  sino  en  carne  y  hueso — ,  á  los  futu- 
ros duques  de  Nevers,  á  los  majos  españoles,  á  los 
bandidos  napolitanos,  á  los  emperadores  del  Mogol... 
al  Diablo  mismo;  porque  ningún  parroquiano  desam- 
para el  taller  hasta  que  todo  el  disfraz  le  queda  á  su 
sabor  y  talante.  ¡  Así  salen  aquellas]  cosas  I  don  Se- 
bastián de  Portugal  át  pavita  pajiza,  el  sombrío  Fe- 
lipe II  con  frac  y  caponas  de  gusanillo,  el  trovador 
provenzal  de  clerical  manteo. 


144  Frutos  de  mi  tierra 

Esto  de  disfraz  debe  de  ser  entre  nosotros  cues- 
tión de  raza.  Bien  nos  venga  de  los  españoles,  tan  bi- 
zarros en  el  vestir;  bien  de  nuestios  indígenas  proge- 
nitores, tan  pintados  de  piel,  tan  apasionados  por 
plumajes  y  abalorios,  ello  es  que,  en  mentándonos 
vestimenta  abigarrada,  hasta  el  más  estirado  viejo  se 
disfraza,  siquier  con  la  colcha  de  la  cama.  Díganlo,  si  no, 
las  fachas  bigotudas  de  las  Madres  Carmelitas. 

Aunque  en  las  fiestas  hay  toda  clase  de  diversio- 
nes, bien  puede  decirse  que  las  máscaras,  el  disfraz  y 
el  baile  son  las  de  la  juventud  dorada  y  de  toda  la 
gente  de  calidad.  Primero  en  las  calles  y  ecuestremen- 
te,  por  lo  charro  y  matachinesco,  máscara  al  rostro, 
entre  estruendos,  carreras,  gritos  y  payasadas  ;  luego 
en  los  salones,  á  lo  serio  y  á  lo  rico,  á  yeces  sin  careta, 
siempre  con  cultura,  estrechando  en  deleitoso  abrazo 
á  la  bailadora  beldad. 

Porque  para  bailar  se  abren  día  y  noche  muchos 
salones,  y  no  como  quiera,  sino  con  refinamiento  y 
largueza,  con  invitación,  expresa  á  las  veces,  tácita 
las  más,  colectiva  ó  individual,  á  todos  los  clubes  y  va- 
rones de  calidad  que,  con  sólo  dar  sus  nombres  ó  el 
de  alguno  de  sus  compañeros,  son  recibidos  con  todos 
los  fueros  y  miramientos  del  caso.  Y  como  el  disfraz  es 
no  sólo  de  cuerpo,  sino  también  de  carácter,  resulta 
que  los  señores  más  sañudos  y  avinagrados,  y  las  ma- 
mas de  más  campanillas, se  disfrazan,  para  la  recepción, 
de  Amabilidad,  de  Confianza  y  de  Simpatía,  disfraces 
en  que  Carreño  se  sale  con  las  suyas. 

¡  Oh,  padres  de  la  Patria  !    ¡  Oh,  Libertad  I  ¡  Por 


X — La  mar  de.  cosas  145 

honraros  se  hacen  tales  cosas  ;  mas  no  temáis  que  el 
recuerdo  de  vuestras  glorias  sea  tan  intenso  que  lle- 
gue á  exaltarnos  hasta  hacer  por  vosotros  épicas  locu- 
ras !...  Por  ahora  nos  contentamos  con  hacer  brotar 
de  nuestras  frentes  el  grato  sudor  del  baile,  ó  con  una 
borrachera  patriótica...  á  vuestro  nombre. 

Pues  bien:  el  amartelado  Martín  está  en  aprie- 
tos. Mazuera,  su  Mentor,  ha  tenido  que  irse  á  su 
pueblo  por  grave  enfermedad  del  padre.  Telémaco 
solo,  como  Dios  y  el  amor  le  han  dado  á  entender, 
está  preparando  lo  necesario  para  el  asalto  supremo. 
Ha  calmado  la  incertidumbre  y  vuelto  á  su  pecho  la 
esperanza.  Los  aprestos  y  preparativos  son  tales,  que 
si  Pepa  no  se  rinde  esta  vez,  es  porque  no  tiene  co- 
razón ni  sangre  en  los  ojos. 

La  primera  diligencia  de  Galita  fue  cambiar  £¿ 
Melado,  dando  un  dineral  encima,  por  un  caballo  re- 
tinto, caballo  propiamente  tal,  sin  que  le  falte  nada, 
que  parece  llevar  dentro  todos  los  diablos  juntos, 
según  es  de  azogado,  alborotozo  y  petulante:  dos  fue- 
lles humeantes, sus  narices;  la  cabeza,  pequeña;  el  ojo 
quiere  salírsele;  cola  y  crines  se  revuelven  en  azota- 
doras  madejas;  las  patas,  delgadas  y  nerviosas,  fuer- 
tes y  flexibles;  cualquier  ruido  le  hace  temblar  y  en- 
cabritarse; cuando  siente  en  sus  lomos  montura  y  ji- 
nete, no  hay  contorsión  que  no  haga,  brinco  que  no 
dé;  y,  si  alcanza  á  columbrar  una  hembra,  el  solo  re- 
lincho diera  en  tierra  con  otro  que  su  dueño.  Pero, 
afortunadamente,  el  oaucano  es  todo  un  señor  equi- 

tador,  capaz  de  tenerse  en  un   proyectil  disparado,  en 

10 


146  Frutos  de  mi  tierra 

lo  cual  cifra  uno  de  sus  principales  timbres  de  gran- 
deza, al  par  que  una  como  seguridad  en  el  triunfo. 
I  Y  cómo  nó,  si  en  el  ensayo  de  la  maestranza,  que 
para  las  fiestas  se  prepara  y  de  la  cual  hace  parle, 
todos  los  concurrentes  se  han  quedado  bobos  con  ca- 
ballo y  caballero  ?...  ¿  Qué  irá  á  decir  Pepa?  Pues 
«si  en  el  árbol  verde  se  hace  esto...  y> 

Las  patronas,  aterradas,  le  pronostican  muerte 
con  destripamiento  y  todo,  y  cada  vez  que  le  ven  sa- 
lir en  El  Retinto  se  quedan  con  el  credo  en  la  boca,  lo 
cual  le  pone  más  engreído  y  satisfecho,  por  parecerle 
que  el  miedo  de  ellas  es  la  más  palmaria  prueba  del 
arrojo  y  valentía  que  él  se  atribuye. 

Tiene  para  estrenar  una  gualdrapa  roja,  un  fre- 
no y  unos  estribos  de  aro,  eslas  dos  prendas  tan  pri- 
morosamente nikeladaá,  que  son  la  misma  plata. 

Su  sastre  le  está  haciendo  dos  superfinos,  elegan- 
tísimos disfraces;  uno  para  lucir  en  los  salones,  y  en 
la  maestranza  el  otro.  Las  viejas,  ayudadas  por  él 
mismo,  le  fabrican  uno  de  arlequín,  de  tan  prolija  la- 
bor, que  es  cosa  de  tenerlas  atareadísimas. 

ítem  más:  está  ensayándolos  lanceros,  la  cuadri- 
lla y  el  bostón  en  casa  de  las  Bermúdez;  y  al  ensayo, 
que  á  veces  para  en  baile,  ni  una  noche  ha  faltado; 
y  sus  progresos  coreográficos  han  sido  tales,  que  todas 
las  chicas  se  lo  disputan  ^^.ra. parejo.  Entre  las  ma- 
mas que,  á  manera  de  las  antiguas  dueñas,  vigilan  el 
ensayo,  ha  oído  varias  veces  cómo  se  vuelven  lenguas 
ponderando  el  garbo  y  la  elegancia  c  del  cancano  )»  y 
el  modo   que   tiene  para  bailar,   A  más  de  estas  pon- 


X — La  mar  de  cosas  lil 

deraciones,  no  ha  faltado  alguna  jamoncilla  amable 
que  le  eche  sahumerios  en  su  cara;  todo  lo  cual,  ufíi- 
do  á  la  ¡dea  que  de  sí  propio  tiene  formada,  lo  ha 
puesto  que  no  cabe  en  el  pellejo. 

Mas  no  todo  el  monte  ha  de  ser  orégano:  sus  acu- 
dientes están  que  trinan  contra  él.  Habiéndose  junta- 
do, lo  pusieron  en  la  picota,  y,  como  caso  de  concien- 
cia, determinaron  llamarlo  para  calentarle  las  orejas 
por  sus  desmedidos  gastos.  Tocóle  al  más  viejo  diri- 
girle la  palabra,  y  Martín  no  lo  dejó  acabar  para  des- 
hacerse en  improperios,  terminando  con  la  declara- 
toria de  no  necesitarlos  para  maldita  la  cosa  y  con 
mandarlos  á  freir  monas. 

— Qué  allaneróte  ! — dijo  el  más  irritado  de  los 
tres — tan  luego  como  Gala  salió. — Un  mozo  que  no 
es  capaz  de  ganar  un  centavo  ¡  y  yá  lleva  gastados,  en 
dos  meses,  más  de  setecientos  fuertes  I...  ¡  Y  compra 
caballo  por  cuatrocientos  ! 

— ¡  No,  señor,  no  hay  sujeto  ! — replicó  otro  — Y 
la  señora  madre  ¡que  le  den  lo  que  pida,  que  le  den 
lo  que  pida  ! 

— ¡  Ah  madres  1 — clamó  el  tercero. 

Por  telégrafo  pidió  Galita  cambio  de  acudientes, 
indicando  á  quiénes  quería  por  tales;  y  dos  de  éstos 
recibieron  inmediatamente  de  la  rica  viuda  orden  de 
darle  á  Martín  lo  que  pidiera,  con  la  expresa  condi- 
ción de  que  exigirían  los  honorarios  que  á  bien  tu- 
viesen. El  muchacho  fue  llamado  al  punto  por  ambos, 
y  fue  tan  fino,  que  á  uno  y  otro  pidió  suma  gorda,  de 
lo  que  le  quedaron  muy  reconocidos. 


148  Frutos  de  mi  tierra 


II 


¡  Llega  el  dial- 
La  caravana  de  máscaras^sa!fi.jdesdfi_£Lalba  des- 
pertando Ta~cíu'dad  coíTterrible  cencerrada.  ¡  Qué  tor- 
menta aquélla  !  Una  banda  de  cuernos  embocados 
por  mozos  de  potente  pulmón,  se  acompaña  con  el 
maullido  y  el  rebuzno  de  gran  número  de  señores  y 
señoritos  que  se  han  vuelto  gatas  y  jumentos.  Quié- 
nes lloran  á  todo  pecho  con  llanto  de  recién  nacido; 
cuáles,  metamorfoseados  en  arrieros,  reniegan  como 
unos  condenados.  Las  bramaderas  de  sutil  tablilla 
de  pino  fingen  huracanes  en  el  monte.  Cosa  diabólica 
parece  el  sonar  de  vidrios  y  guijarros  entre  tarros  de 
hojalata,  que,  ora  arrastran  por  el  empedrado,  ya 
chocan  contra  puertas  y  ventanas;  éstas  se  abren,  y 
asoman  caras  soñolientas,  ávidas  de  recibir  esa  primi- 
cia de  emociones  festeriles. 

La  caravana  marcha  compacta  llenando  la  calle, 
y  luego,  como  río  salido  de  madre,  se  desborda  é  inun- 
da la  ciudad. 

A_las_doce, .  Medellio-  está-loca.-4^ataTr  la  ale- 
gría, el  frenesí,  el  alcohol,  sólo  encuentran  para  ex- 
presarse, gritos,  aullidos,  vertiginosas  carreras  que, 
excitando  los  ánimos,  producen  contagio  general. 

Las  danzas  é  invenciones  principian  á  salir  por 
entre  el  hervidero  de  gentes.  Los  improvisados  palcos 
de  la  plaza,  construidos  sobre  las  barreras;  las  ventas 
de  comestibles,  arregladas  abajo,  tiemblan  con  la  pe- 


X —  La  mar  de  cosas  1 49 

sadumbre  del  bello  sexo  negro,  puesto  de  veinticinco 
alfileres,  arrebol  en  la  ahumada  mejilla,  perifollos  y 
cintajos  rojos  por  todas  partes.  En  balcones  y  venta- 
nas de  plazas,  plazuelas  y  calles,  se  agolpa  el  señorío; 
que  la  animación  no  está  circunscrita  á  determinado 
punto  de  la  ciudad:  dondequiera  la  jarana  aturde. 

Pepa  tiene  en  sus  ventanas  gran  séquito  de  ami- 
gas, á  cual  más  emperejilada,  el  cual  séquito,  en 
rochela^  no  le  va  en  zaga  á  los  festeros.  Pepa  enca- 
beza, por  supuesto,  y  su  regocijo,  sus  locuras,  están  al 
orden  del  día.  Salta  tumbando  taburetes;  escarba  en 
el  teclado  del  piano  arrancando  armonías  dignas  de 
la  gatuna  alborada;  pellizca  á  ésta;  saca  á  bailar  á  la 
otra,  diciendo  cada  disparate  que  hace  estallar  al  sé- 
quito en  una  sola  carcajada. 

— ¡  La  fortuna  que  nadie  las  oye  !— exclama  doña 
Bárbara  entrando. — i  Estas  locas  ni  aun  ven  nada  por 
hacer  bulla  !...  Asómensen,  niñas,  asómensen  y  verán  ! 
Y  en  efecto,  parecía  que  todas  las  extravagancias 
de  las  fiestas  se  hubieran  dado  cita  por  ese  lado. 
Por  las  calles  que  en  la  esquina  de  la  casa  se  cruzan, 
pasan  y  pasan  cosas  estupendas:  Pajizos  chaj7ipa?ies, 
con  colgajos  de  racimos  de  plátanos,  que  navegan 
sobre  las  ocho  ruedas  de  dos  carros  unidos,  tirados 
por  jamelgos,  remados  por  negros  de  la  crema  fina, 
de  enormes  jetas  rojas  y  apelmazada  pasa  de  cerda, 
los  cuales  cantan  hajnbucos  bozales,  acompañándose 
de  vihuelas  bravas;  barcos,  de  la  misma  traza  que 
\q-¡,  champanes ^znyo%  marineros,  muy  despechugados 
con  el  gracioso  traje  del  oficio,  entonan  barcarolas  de 


150  Frutos  de  mi  tierra 

iré  melancólico.  Las  danzas  de  artesanos,  formadas 
or  gremios,  se  cruzan  y  barajan  entre  jinetes  y  es- 
pectadores, é  invaden  las  casas,  donde,  después  de 
hacer  su  respectiva  mojiganga  en  la  sala,  son  regala- 
dos en  el  comedor.  Así,  á  qué  quieres  boca,  corren  la 
ciudad,  sin  dejar  de  ir  precisamente  al  tablado  de 
la  plaza,  que  se  ha  levantado  para  que  se  exhiban 
las  danzas  é  invenciones  populares.  Allá  viene  la  de 
Los  gallinazos  abriendo  las  gigantescas  alas,  dispután- 
dose un  mortecino  que  parece  de  mastodonte,  y  todos 
haciendo  gttsf  gusf  Apenas  cabe  por  la  calle  la  ne- 
gra bandada.  Sigúela  otra  de  murciélagos,  enorme- 
mente orejones,  pinchando  el  traje  de  las  gentes  con 
sus  alas,  tamañas  como  paraguas  abiertos.  Por  otro 
lado  enfilan  Los  moros  y  cristianos:  éstos  llevan  en 
piezas  la  custodia  de  cartón,  forrada  en  papel  dorado, 
que  al  fin  aparece  armada  con  su  hostia  de  á  cuarta; 
aquéllos  enarbolan  en  largos  palos  las  medias  lunas 
de  á  vara;  los  hijos  de  Mahoma  declaman;  predican 
los  de  Cristo;  trábanse  en  contienda  hablada,  can- 
tada y  bailada;  y  al  fin 

«  El  moro  rendido, 
Alegre  y  contento 
Celebra  las  fiestas 
Del  gran  sacramento.)) 

— ¡  Qué  cuento  de  sacramento  á  estora  ! — grita 
un  borracho — ¡Que  viva  ño  Golibar  ! 
— ¡  Que  viva  ! — responde  otro. 
— j  Viva  ! — aulla  la  multitud. 


X — La  mar  de  cosas  151 

Mientras  se  celebra  el  auto  sacramental  y  se  con- 
vierte la  morisma,  van  llegando  las  parejas  de  baila- 
rines callejeros:  ellos,  muy  cari-pintados,  vestidos  de 
majos;  ellas  (que  también  son  ellos  y  artesanos),  con 
mascaritas  menudas  y  melindrosas,  la  aparasolada 
falda  al  muslo,  trabadillos  de  cinta  en  la  reseca  pier- 
na, y  abanicándose  con  mucho  dengue.  Las  músicas 
de  cada  danza  suenan  á  la  vez. 

Terriblemente  desbocadas,  haciendo  apartar  á 
todo  bicho,  llevándose  por  delante  cuanto  topan,  aso- 
man, allá  á  lo  lejos,  las  bizarras  amazonas:  son  caclia- 
eos  que,  por  lucir  su  pericia  en  la  equitación,  apelan 
al  disfraz  con  faldas  para  montar  á  mujeriegas.  So- 
berbios son  los  caballos,  interesante  el  grupo:  más  de 
uno,  rigurosamente  entrajado  con  todo  y  sombrero  de 
copa,  y  rosa  en  la  solapa,  va  muy  aseñorado  luciendo 
su  talle  de  batea;  otro  es  una  negra  con  montera, 
camisa  blanca  y  pollera  de  fula,  fumando  su  acabo 
por  dentro,»  con  un  delicioso  qué  se  me  da  á  mí.  Al- 
terna con  la' negra  esotro  que,  coronado  de  azahares, 
profana  el  traje  nupcial  de  la  esposa  ó  de  la  hermana 
exhibiéndolo,  enlodándolo,  haciéndolo  trizas;  sigue 
una  madre  dando  alaridos  lastimeros  y  viento  á  su 
niño  que  se  asfixia  en  las  agonías  del  crup;  otras  de 
fundones  amarillos  y  rojos  van,  ¡  las  muy  impúdicas  ! 
amamantando  sus  criaturas  que,  suspensas  de  las  in- 
fladas vejigas  de  res,  al  par  que  se  nutren  con  el  néc- 
tar ése,  se  van  desbaratando  á  impulso  de  la  carrera. 
Despacio  y  bailando  con  admirable  compás  aparecen 
no  lejos  de  este  grupo  los   disfrazados  de  caballo  y  ji- 


152  Frutos  de  mi  tierra 

nete  á  la  vez,  invento  harto  peregrino  é  ingenioso 
que  parece  realizar  la  fábula  de  los  centauros.  Detrás 
de  ellos,  seguida  de  la  turbamulta,  y  sumamente  pe- 
ripuesta, traen  á  la  ilustre  Aroma ^  esa  perra  bailarina 
que  ha  cosechado  más  lauros  ella  sola  que  todos 
nuestros  poetas  juntos. 

Entre  los  jinetes  de  veras  hay  arlequines,  monos 
y  monas  criando  hasta  cuatro  monitos,  que  se  sacu- 
den colgados  de  las  grupas;  aquí  gigantes  y  enanos, 
perros  mudos  y  burros  que  rebuznan  mejor  que  los 
alcaldes  de  marras;  allí  gallos  hermosísimos,  más  gran- 
des que  los  burros;  acá  una  garza,  que  un  sapo  verde 
lleva  cogida  por  la  gaita;  allá  un  ciervo  cuya  ra- 
mificada cornamenta  tropieza  en  los  balcones.  Este 
luce  traje  formado  con  retratos  de  cigarrillos,  aquél, 
uno  de  cajas  de  fósforos;  el  de  más  allá  lleva  capa  de 
espejos  que  saltan  en  mil  pedazos.  El  humbre-botella, 
cual  tremendo  símbolo,  cabecea  por  las  calles  y  con 
su  enorme  corcho  amenaza  romper  el  bautismo  á  las 
festeras  de  los  balcones.  Don  Quijote  y  su  escudero 
Sancho  también  se  andan  por  allí  hechos  unos  malan- 
drines; y  hasta  la  Muerte,  muy  alegre,  de  sombrero 
con  pedrada,  en  amor  y  compaña  de  una  tanda  de 
diablos  y  diablas,  que  yá  van  con  la  cola  enroscada 
como  renuevo  de  zarra,  ya  arrastrándolas  como  cu- 
lebras... 

Y  todo   acompañado  de   gritos,   interpelaciones 
al  transeúnte,  peladuras  de   pava,  diálogos  con  las  de 
Vlos  balcones   y  ventanas.    Babel  es  aquello,  que  em- 
Ijbriaga,  que  marea,  imposible  de  describir. 


X — La  mar  de  cosas  153 

En  la  calle  de  Pepa  hay  un  instante  de  calma. 
Mas  de  repente  estalla  del  lado  de  la  plaza  atronado- 
ra gritería,  hurras  y  cohetes.  Un  jinete  disparado  se 
abre  paso.  «  Se  saltó  la  b.irrer3  I  Se  saltó  la  barrera  !>» 
claman  muchas  voces;  y  en  verdad  que  el  salto  era 
digno  de  tanto  entusiasmo,  porque  la  barrera  era  al- 
tísima y  el  jinete  el  primero  que  la  salvaba.  Dos  cua- 
dras más  abajo  para,  entra  á  una  botillería  y  sale  tra- 
yendo en  la  diestra  un  envoltorio  de  papel,  mientras 
con  la  otra  mano  sofrena  el  caballo  que,  con  los  gri- 
tos y  cohetes,  salta  y  rebota  cubierto  de  espuma. 

Por  un  milagro  de  equitación,  el  jinete,  tras  un 
salto  del  alborotado  bruto,  logra  pararlo  como  clava- 
do en  las  cuatro  patas   frente  á  las  ventanas  de  Pepa. 

Erase  el  disfrazado  una  de  esas  figuras  que  en- 
gendra la  fiebre:  su  cabeza,  tamaña  de  grande,  lleva 
hacia  un  lado,  con  indecible  petulancia,  un  sombrero 
de  copa  del  tamaño  natural;  sobre  las  narizotas,  gafas 
de  cartón;  los  calzones  á  la  turca  y  una  como  capa, 
que  flota  hasta  las  ancas  del  corcel,  son  un  prodigio. 
¡  Qué  lotería  tiene  que  ver  !  Sobre  el  fondo  gris  de 
la  percalina,  pegados  con  engrudo,  y  de  papel  de  to- 
dos los  colores,  sapos,  alacranes,  calaveras,  caras  de 
perro,  serruchos,  mitras,  el  sol,  la  luna,  el  cometa  y 
cuanto  mi  Dios  ha  creado,  todo  en  horrible  mezco- 
lanza. Con  esa  voz  chillona,  aguardentosa,  voz  de 
vieja  demente,  que  se  finge  en  tales  casos,  dice  el 
máscara: 

— ¿  Me  conocen  .'...  Me  conoce,  Pepita  ? 

Pocas  son  las  niñas  que  no  se  inmutan  al  ser  in- 


1 54  Frutos  de  mi  tierra 

lerpeladas  en  su  ventana  por  un  disfrazado;  pero  Pe- 
pa contestó  muy  impávida: 

— No  señor,  imposible  conocerlo  tan  desfigurado  ! 

Mentía,  porque  lo  estaba  esperando;  y  como 
quiera  que  no  hay  mujer  que  no  tenga  algo  de  zaho- 
ri, Pepa  adivinó  quién  era. 

— ¡  Pues  vea,  Pepita,  que  somos  vecinos  ! 

— Sí, señor,  eso  se  le  vepor lo  confianzudo  queestá.. 
Y  sí  que   tiene   cosas  bonitas  en  el  vestido...  hastai ! 

— Sí,  Pepita,  cositas  muy  bonitas — y  le  mostraba 
la  capa. — Vea  lo  que  tengo  aquí  para  usted — y  levan- 
tó el  envoltorio. 

— ¡  Huy,  señor,  eso  será  voladores  ! — exclama 
Pepa  fingiendo  mucho  miedo. 

— ¿  Usted  le  tiene  miedo  á  un  volador  ? 

— Sí  señor...  ¡  cuando  no  es  vaniao  .''—contesta 
la  niña  con  cierto  retintín  en  la  última  palabra. 

El  disfrazado  hizo  una  pausa  como  corrido,  y, 
rompiendo  con  torpe  mano  el  forro  del  envoltorio, 
dejó  ver  un  hermoso  ramillete. 

— ¡  Pues  vea  que  no  son  cohetes  i...  Este  ramo... 
me  hace  el  favor  de  aceptarlo  ? 

— ¡  Qué  precioso  está  !...  Pero,  señor,  mi  marido 
es  muy  celoso...  ¿  y  si  sabe  ?... 

— ¿  Su  marido  }  \  ja  I  i  ja  !  ;  señorita  Pepa  ! 

— Señora  Pepa,  cuando  se  le  ocurra.  ¿No  sabía 
que  me  había  casado  .?  Entonces  no  es  tal  vecino,  por- 
que mi  casamiento  hizo  mucho  ruido. 

El  "señor"  siguió  riendo,  y  luego,  en  ademán 
de  súplica,  con  voz  seria,  aunque  fingida,  replica: 


X — La  mar  de  cosas  155 

— Le  digo  que  me  haga  el  favor  de  aceptarme  el 
ramo,  señorita.  ¡Para  usted  lo  traje  expresamente  ! 

— Recíbelo,  Pepa,  recíbelo — le  dice  Lola  Palma. — 
No  desaires  al  caballero. 

Pepa  vacila,  y  luego,  animada  de  una  idea  repen- 
tina, dice  : 

— Me  voy  á  exponer  á  una  pelea  con  mi  marido... 
¡  figúrese  con  lo  bravo  que  es  I  pero  le  acepto  el  ramo 
con  mucho  gusto,  con  la  condición  de  que  usted  tam- 
bién me  reciba  otro  que  yo  le  regalo.  ¡  Si  no,  nó  ! 

— ¡  Cómo  nó  !  i  Con  toda  mi  alma  :  de  sus  ma- 
nos viene  ! 

— Espérese,  pues,  un  momentico,  que  voy  á  traer- 
lo. Arrímese  á  la  puerta,  porque  ni  su  ramo  ni  el  mío 
caben  por  la  ventana. 

Y  esto  diciendo,  se  entra,  y  al  instante  vuelve  con 
un  manojo  de  apio  y  verdolaga,  amarrado  con  una  tira 
amarilla. 

— Tome,  pues,  señor — le  dice  yá  en  la  puerta,  re- 
cibiendo el  de  flores  y  entregando  el  de  yerbas — Mi 
ramo  no  está  bonito;  pero  es  muy  medicinal:  diga  en 
su  casa  que  le  hagan  bebida  y  verá  cómo  se  alivia  de 
las  lombrices. 

El  caballo  se  alborotó  con  las  ramas,  y  Pepa  se 
entró  corriendo. 

— ¡A  ver,  mostranos  ! — dijeron  cuatro  ó  cinco 
metiendo  mucha  bulla. 

— ¡  Qué  primor,  por  Dios  ! 

— ¡  Jazmines  del  Cabo  !... 

— I  Camelias,  raijita  !... 


156  Frutos  de  mi  Uerra 

— ¡  Camelias  1...  ¡  Qué  encanto  I 

— Pero,  ¿quién  era  ?  ¿  Lo  conociste  ? 

— {Pobrecito !...  Un  ramo  tan  bello  !  y  yá  ves 
con  lo  que  le  saliste  I 

— I  Vos  sí  lo  conociste  !  ¡  Decinos  quién  es  ! 
^        — Nó,   no  supe — dijo   Pepa  con   aplomo — ¿  No 
(weron  que  dijo  que  era  un  vecino  ?  Será  el  sereno  de 
li  esquina,  que  es  muy  amigo  mío. 

— ¡  El   sereno  sí,  hermana  ! — exclamó  Lola   Pal- 
ma— [  El  sereno  sí  es  Vaniao  y  lombriciento! 

Los  ojos  que  le  hizo  Pepa  fueron  horribles. 

— Ah  I  yá  sé  ;  el  caucano,  Martín  Gala — dijo  una 
rubia — ¡  Qué  pesada  estuviste  i...  Pobrecito  ! 

— ¡Qué  cuento  de  Martín  Gala  !...  ¡  Cuántos  si- 
glos hace  que  peleamos  I 

Pepa,  con  achaque  de  ir  á  inspeccionar  el  festejo 
1  comedor,  se  entra  con  el  ramo,  impaciente  y  emo- 
tonada.  Apenas  sola,  lo  registra  por  todas  partes,  lo 
ondea,  levanta  "las  apiñadas  flores...  Nada  I  ni  una 
tarjeta.  Estaba  segura  de  encontrar  algo,  una  esquela, 
por  ejemplo.  Sin  pensar  en  el  daño,  se  pone  á  desba- 
ratarlo :  nada  !  Yá  le  estaban  remordiendo  las  yerbas 
y  las  pullas  con  que  regaló  al  disfrazado  galán,  yá  lo 
iba  encontrando  muy  arrogante  jinete,  muy  respetuo- 
so bajo  el  traje  de  arlequín  ;  pero  al  no  encontrar  lo  que 
deseaba,  se  desata  contra  él,  allá  en  su  pensamiento  : 
de  bobo,  de  Juan  Lanas,  de  alma  de  Dios,  no  lo  reba- 
jó, "i  Siempre  me  conquista  con  esas  vivezas  de  mon- 
ja !"  Y  tan  irritada  se  sentía,  que  prometió  hacerle 
una,  que  allá  vería  el  grandísimo  zoquete. 


X — La  mar  de  cosas  157 

Repartió  las  flores  entre  las  muchachas,  reserván- 
dose para  sí  tres  camelias  solamente. 

Lo  negro  de  la  uña  faltó  para  queGalita  diera  en 
tierra  con  su  persona  al  recibir  el  medicinal  manojo. 
El  Retinto  partió  como  un  coriete  calle  arriba,  volteó 
otras  y  otras  hasta  llegar  á  casa  de  Las  Viejas.  Echó 
pie  á  tierra,  hizo  desensillar  y  se  entró  á  la  pieza  con 
gran  premura.  La  hiperbólica  cabeza,  los  arreos  de 
payaso,  todo  fue  á  un  rincón ;  con  lo  primero  que  en- 
contró se  enjugó  el  copioso  sudor;  púsose  apresurada- 
mente los  mejores  trapos,  y  salió. 

— ¡  No  sea  loco,  niño  ! — le  gritó  Ala  ni  ch^  al 
verlo. — i  Cómo  se  fue  á  desvestir  acalorado  !...  i  Pero 
qué  fue  esa  determinación  .?...  ¡  No  salga  así !...  ;  No 
le  digo;  si  esto  no  tiene  cabeza  ! 

La  señora  hablaba  sola  :  el  sin  cabeza  yá  estaba 
en  la  calle.  Pepa  lo  había  conocido,  se  había  burlado 
de  él  ¡y  eso  no  podía  serl  Era  preciso  que  lo  sucedi- 
do no  hubiera  sucedido,  y,  para  que  así  fuera,  Martín 
iba  á  presentársele  á  Pepa  vestido  de  cachaco  y  á  pie, 
para  que  viera  ella  que  no  era  él,  ni  podía  serlo,  el  diS'- 
frazado  de  las  yerbas. 

Pasó  Martín  por  la  calle  de  Pepa,  y  no  viéndola  en 
parte  alguna,  se  entró  á  una  tienda,  y  desde  allí  obser- 
vó disimuladamente,  hasta  que  ella  apareció  en  la  veri- 
tana;  salió  entonces  aparentando  mucha  indiferencia. 

Mayor  fue  la  sorpresa  de  las  niñas  al  verlo,  y 
Pepa  aprovechó  esta  aparición  para  probarles  que  el 
disfrazado  sí  era  el  sereno;  pero  "ella  comprendió  per- 
fectamente el  enredo  del  cuento. 


158  Frutos  de  mi  tierra 

Martín  volvió  á  su  casa  y  se  acostó,  pretextando 
cansancio  ante  las  viejas,  que  lo  asediaron  á  preguntas. 

¡  Mal,  muy  mal  había  principiado  !  Tan  pródigo 
como  era,  sintió  tristeza  y  rabia  al  pensar  en  los  vein- 
te pesos  que  dio  por  el  ramo.  El  fracaso  del  primer 
ataque,  ataque  según  él  tan  bien  ejecutado,  lo  amilanó 
muchísimo.  Con  todo,  no  había  que  desesperar,  pues 
el  daño  lo  había  enmendado  á  maravilla  y  aún  le  que- 
daba bastante  pólvora  para  quemar  en  la  campaña  de 
los  salones. 


III 


Son  las  once  del  día.  El  salón  grande  del  Jokey- 
Club,  lugar  de  la  escena.  Catorce  muchachos,  entre 
ellos  Martín,  se  están  disfrazando.  El  paisaje,  pinto- 
resco si  los  hay.  Un  mocetón,  como  una  torre,  de  pie 
sobre  un  taburete,  en  paños  menores,  remeda  el  Chim- 
borazo;  aquéllos,  agazapados,  que  se  calzan  las  babu- 
chas de  terciopelo,  edificios  comenzados;  otros,  medio 
en  cueros,  peladas  rocas;  el  piso,  mar  tormentosa  de 
trapos,  envoltorios  y  calzados,  á  donde,  al  traquear  de 
los  relojes,  al  sonar  de  las  cadenas,  se  van  á  pique  los 
asientos,  pereciendo  los  pasajeros  y  la  tripulación... 
de  cubiletes  y  corbatas  ;  la  mesa  del  billar,  lujuriosa 
vegetación  de  chaquetas,  capas  y  pantalones  entrela- 
zados, cual  la  maraña  de  un  rastrojo  del  Cauca.  Lu- 
ciendo el  lujo  de  la  zona  tórrida,  hay  un  jardín  de 
gorros,  turbantes  y  sombreros,  con  sus  penachos  de 
mil  colores.    Diseminadas  por  paredes  y  muebles,  ha- 


X —  La  mar  de  cosas  159 

ciendo  muecas,  riendo,  graves,  serenas,  están  las  más- 
caras. Los  muchachos  sudan,  trastean,  gritan,  echan 
ternos;  uno  brega  con  una  liga  que  no  le  alcanza;  se 
sofoca  otro  con  la  media  que  no  puede  acomodarse 
hasta  el  muslo ;  aquéllos,  tira  por  aquí,  amarra  por 
allá,  ayudan  á  los  más  apurados.  Tres  oficiales  de  sas- 
trería, aguja  en  mano,  prenden,  bastean  y  farfullen, 
pinchando  á  veces  el  cuero  del  pobre  paciente,  que  se 
está  como  santo  de  palo. 

Por  fin,  á  la  una  y  media,  termina  el  arreglo. 
Los  músicos  están  reunidos,  la  caja  de  ramilletes  para 
obsequiar  á  las  damas,  arreglada  con  el  debido  primor, 
en  el  centro  de  la  cual  hay  un  acopio  de  extraños  tar- 
jetones  de  cartulina  inglesa,  donde  se  lee  por  un  lado: 
Columna  volante.  Tras  largo  templar  de  guitarras, 
bandolas  y  acompañadores,  la  música  rompe  alegre  y 
entusiasmadora.  La  mascarada  sale. 

Martín  se  vuelve  todo  carne  de  gallina.  El  violín 
le  dice  clarito:  «  ¡  No  temas  !  j  No  temas  ! »,  y  su  co- 
razón, acelerando  los  latidos,  opina  con  el  violín.  Am- 
bos confirman  lo  que  le  dijo  el  espejo,  cuando,  con  la 
máscara  puesta,  vio  reproducida  su  fantástica  facha 
en  el  azogado  cristal:  apareció  allí  su  airoso  cuerpo, 
pero  nó  como  él  se  había  contemplado  otras  veces  en 
el  traje  común;  nó:  realzado  con  el  ceñido  disfraz,  que 
divulga  la  forma  musculosa  y  robusta,  clásicamente 
viril,  que  acentúa  el  plantaje  atrevido,  la  flexibilidad 
nerviosa  y  elegante.  Los  lanceros  se  le  cruzaron  por 
la  mente  y  la  figura  que  él  haría  en  tan  caballeresca 
danza,  se  le  antojó  tan  apuesta,  que  uno  como  cosqui- 


1 60  Frutos  de  mi  tierra 

Íleo  eléctrico  le  hacía  bailar  en  la  calle,  y  mirarse  las 
piernas  y  los  pies. 

El  disfraz  todo  era  de  encendida  grana,  harto 
sencillo  y  elegante:  ferreruelo  echado  hacia  atrás, 
ajustado  el  jubón,  huecos  y  con  cuchillas  los  follados, 
de  finísimo  raso  estas  prendas;  de  seda  los  guantes 
y  las  ceñidas  calzas,  los  zapatos  de  tafilete.  No  lleva 
al  cinto  la  hidalga  tizona;  pero  sí  lleva,  y  muy  tiesas, 
dos  plumas  de  gallo,  negras  como  el  abismo,  puestas 
á  modo  de  cuernos,  sobre  la  graciosa  gorra  de  peluche. 
Cátate  á  Mefistófeles, 

La  Columna  volante  fue  recibida  en  varias  casas 
principales,  muy  á  contentamiento  de  sus  dueños,  que 
no  sabían  cómo  complacer  y  festejar  á  tan  distingui- 
dos caballeros.  Mostráronse  tales,  en  efecto,  luciendo 
trato  y  maneras  de  salón. 

No  será  esto  .creíble,  tratándose  de  una  sociedad 
como  la  de  Medellín,  donde  raras  veces  se  respira  ese 
ambiente  de  los  salones,  que  pule  y  barniza,  donde 
alborea  apenas  lo  que  se  llama  el  gran  mundo;  pero, 
bien  por  cultura  intuitiva,  ó  porque  la  ocasión,  áfuer 
de  rara,  sea  solemne,  es  lo  cierto  que  el  medellinense, 
el  antioqueño,  en  general,  se  deja  en  la  calle  su  bron- 
quedad cuando  entra  en  reuniones  con  señoras.  Claro 
está  que  no  es  un  pisaverde,  ni  lo  será  jamás;  que  esta 
Antioquia,  tan  montañosa,  tan  sencillota,  tan  poco 
desgonzada  de  nuca,  podrá  tener  cultura  muy  genui- 
na,  todo  lo  maciza  que  se  quiera;  pero  con  cinceladu- 
ras y  filigranas,  nó. 

Muchas  glorias  coreográficas  alcanzó  Martín;  y 


X — La  mar  de  cosas  161 

¡oh  desgracia  I  Pepa  no  las  presenció  siquiera;  no 
estaba  en  las  casas  donde  él  bailó.  ¿  A  qué  esas  glorias 
entonces  ? 

¿  Se  quedaría  Pepa  metida  en  casa  ? 

K  Ah  cafay  I  Tal  vez  no  asiste  á  bailes — se  decía 
Martín. — Imposible  1  Si  me  han  dicho  que  baila  muy 
bien.  No  nos  veremos?  Y  si  pierdo  esta  ocasión.... 
Soy  tan  de  malas,  que....» 

Y  Martín,  en  medio  del  bullicio,  de  la  universal 
alegría,  sentía  peso  en  el  corazón  y  amargor  en  la 
boca.  Así  pasó  el  día,  así  la  noche.  Pepa  no  pareció 
en  parte  alguna. 

Por  sentir  cansancio  se  acostó  Martín  al  amane- 
cer, no  porque  creyera  dormir;  pero  el  sueño  lo  en- 
gatusó de  lo  lindo.  A  las  doce  del  siguiente  día  vino 
á  despertarlo  José  Bermúdez. 

«¡Hombre,  no  seas  posma! — le  dijo  sacudién- 
dolo.— Durmiendo  á  estas  horas  ?...  ¡Albricias,  hom- 
bre!... Donde  don  Panfilo  reciben  esta  noche  con 
especialidad,  y  Pepa  va  á  ir.  Te  lo  aseguro !...  Todos 
se  están  vistiendo;  sólo  faltamos  nosotros.  Pronto, 
pronto,  levántate!» 

De  un  salto  estuvo  Galita  en  el  suele;  como  por 
vapor  se  arregló,  y,  sin  desayunar,  se  echó  á  la  calle. 

IV 

La  Columna  volante  ingresa  en  las  filas  que  lle- 
nan la  casa  de  don  Panfilo.  Es  muy  temprano  aún,  y 
ya  se  baila  á  tutiplén.  11 


II 


162  brutos  de  mi  tierra 

Martín,  que  ha  bailado  en  varias  partes,  está  en 
Babia.  El  ron,  el   brandy,  el  travieso   champagne^  los 
jj' vinos  generosos;  el  tórrido  vapor  de  los  salones,  re- 
/  cargado  del  aroma  de  tanta  flor,  del  olor  del  tricófero 
'-    y  la  velutina,  mezclado  con  el  de  la  traspiración  huma- 
na; aquellas  mujeres   envueltas   en    nieblas  como  los 
ángeles;  aquellas  que  cual  reinas  barren   la  alfombra 
con  la  larga  cola   de  terciopelo;  aquellas  del  desnudo 
cuello,  del  traje  sin  mangas,  festonadas  y  floridas  como 
nuestros  jardines;  el  haz  de  fuego  de  las  arañas;  el  re- 
flejar de  los  broches   de  brillantes;    el  fulgor  de  los 
hermosos  ojos;  el  aleteo  de  los  abanicos;    las  sonrisas, 
el  movimiento,  el  ruido,  lodo,  en  fantásticos  giros,  se 
le  ha  subido  á  los  cascos. 

^e^tent€  po&ta-t  vaya  si  se  siente  !  Traduce  al  len- 
guaje articulado  el  verbo  divino  de  la  orquesta:  ver- 
tiera en  una  estrofa  las  oleadas  del  piano,  los  quejidos 
del  violín,  el  perlado  arrullo  de  la  bandola;  y,  como 
el  visir  del  cuento  oriental,  tradujera  los  pájaros. 

siente  poeta.  Su  corazón  es  foco  incandescente 
que  estalla,  renuye  y  torna  á  estallar  en  tempestuosa 
lava:  la  siente  tronar  en  el  cerebro,  relampaguear  en 
los  ojos,  hervir  en  las  arterias. 

Qo^c^jpnfo  p^ptj^  El  aliento  de  Elvira  ha  acaricia- 
do su  cuello;  de  Elvira,  el  Arcángel  Gabriel  de  Mede- 
Hín.  Sobre  su  pecho  se  ha  recostado  en  lánguido  aban- 
dono la  ardiente  Carmen,  á  quien  le  temblaba  el  seno 
como  paloma  aprisionada  en  las  manos.  Ha  creído 
que,  al  ceñirla,  se  le  partía  el  talle  á  la  ideal  Luci- 
la; que  la   enguantada  manita   se   volvía  bagazo   al 


A' — La  mar  de  cosas  lGf> 

apretarla  en  la  suya;  que  esas  miajas  de  armiño,  de 
azúcar  rosado,  de  tul,  en  forma  de  niña,  se  deshacían 
en  el  vértigo  del  vals. 

Y  qué  más  ?  Pues  que  en  este  como  serrallo  aún 
no  ha  estado  con  la  sultana  favorita;  que  este  como 
amasijo  de  inflamado  petróleo,  de  Cántico  de  los  Cán- 
ticos, de  Oriente  y  Mediodía,  que  lleva  por  dentro, 
debe  venir  á  parar  todo  en  Pepa  ¡  claro  está  ! 

A  buscarla  I 

Entró  al  salón  principal.  Una  marejada  de  disfra- 
zados, una  nube  de  hermosas  encuentra  allí;  pero  ni 
rastro  de  Pepa. 

Pasó  á  la  antesala.  El  club  Batuecas  con  el  de 
La  matica  de  aroma  alternaban  entre  las  damas,  dis- 
frutando de  uno  de  esos  deliciosos  interregnos  de  los 
saraos.  Martín  pasó  revista:  Pepa  no  estaba. 

Fuese  al  costurero.  Los  doce  pares  de  Francia^ 
trasformados  en  estudiantina  compostelana  de  la  tuna, 
lucían  en  el  tricorn-io  la  clásica  cuchara  y,  en  las  evo- 
luciones de  una  cuadrilla,  las  zancas,  muy  canijas  al- 
gunas, por  más  señas.  Tampoco  encontró  nada. 

Pero  en  la  casa  está;  Martín  lo  sabe.  Lo  estarán 
engañando  "> 

Asomóse  á  las  otras  piezas  arregladas  para  el  bai- 
le. Ni  señales  de  Pepa  halló;  pero  sí  á  La  Goma  (  el 
fénix  de  los  clubes),  uniformado  de  frac  encarnado,  el 
claque  bajo  el  brazo,  ó  sirviendo  de  abanico,  y  con  to- 
do el  com'  il  faiit  parisiense;  el  cual  Goma  estaba  in- 
dividual, colectiva  y  solidariamente  hecho  un  veneno, 
poique  estos  paletos  de  Medellín  dieron  en  la  flor 


164  Frutos  de  mi  tierra 

de  tomar  á  disfraz   todo  ese  chic  de  las  orillitas  del 
Sena. 

Dos  clubes  iban  á  retirarse,  pues  en  estos  bailes 
simultáneos  de  fiestas  el  personal  de  varones  se  releva 
á  menudo,  á  fin  de  asistir  á  diferentes  casas.  Quedaba 
en  la  de  don  Panfilo  un  salón  libre,  y  la  Columna  vo- 
lante \hdL  á  ocuparlo.  El  director  de  ésta,  que  lo  era 
José  Bermúdez,  dio  orden  de  que  tocasen  los  lanceros. 
I  Cómo  no  bailarlos  Martín  ?  ¿  Pero  sin  Pepa  1... 
Qué  aprieto  !  Sin  saber  qué  hacerse,  salió  al  corre- 
dor, cuando,  en  medio  de  la  bulla,  alcanzó  á  oír  unas 
carcajadas  masculinas  que  salían,  al  parecer,  de  un 
cuarto  frontero  al  costurero.  Asomóse,  y  desde  el  co- 
rredor vio  al  grave  doctor  Puerta  riendo  como  un  ni- 
ño, repantigado  en  una  .mecedora,  y  junto  á  él,  en 
otra,  á  Pepa,  que  tenía  la  palabra.  A  juzgar  por  el 
gesto  y  las  carcajadas  del  doctor,  por  los  ademanes 
de  Pepa,  debía  estar  nanrando  alguna  barrabasada. 

En  el  momento  que  Martín  la  ve,  ella  se  pone  en 
pie,  salta,  sacude  cachetes,  retuerce  pellizcos  al  aire, 
ayudada  del  abanico,  que  interpreta  muy  bien  sus  di- 
versos papeles. 

%  Martín  se  quedó  lelo.  La  poesía,  la  vehemencia, 
[el  mundo  de  bellezas  que  llevaba  por  dentro,  todo  se 
deshizo  de  un  golpe,  y  una  ola  de  embobamiento  lo 
inundó  por  dentro  y  por  fuera.  Agua  abajo  se  fueron 
las  cosas  tan  lindas  que  le  iba  á  decir.  Tuvo  miedo. 
Mas  la  beldad  de  su  amada  se  le  antojó  tan  suprema, 
que  al  cabo  el  sentimiento  hubo  de  balbucir  algo  que 
diera  luz  á  su  tupido  seso.  Agolpáronsele  entonces  á 


X —  La  mar  de  cosas  1G5 

la  memoria  oleografías,  cromos,  retratos  de  cantatrices 
y  comediantas  ;  recordó  que  Castelar  mienta  mucho 
la  Venus  de  Milo  y  las  madonas  de  Rafael.  ¡Lástima 
que  Martín  no  las  conociera  para  compararlas  con 
Pepa  ;  |  porque  lo  que  era  con  cosas  de  por  aquí !... 

"  Ese  traje... — se  dijo — qué  traje  !  Sólo  ella  pue- 
de vestirse  así  ¡  tan  sencilla,  tan  distinguida  I  i  Qué 
color  !  ni  verde,  ni  azul,  ni  gris...  ¡  Qué  tela  tan  rica! 
¿  y  el  espejismo  que  hace  al  moverse?...  Se  parece  al 
lago  de  Ginebra  que  hay  en  jE¿  Casvto  :  se  parece  tam- 
bién á  los  horizontes  del  Cauca,  en  las  mañanas  de... 
(imposible  dar  con  el  mes  ;  pero  la  poesía  le  fue  cre- 
ciendo). ¿  Y  el  peinado  .''...  ¡  Vea  usted  qué  peinado ! 
Es  como  el  del  retrato  de  aquella  bailarina  que  tiene 
José...  Así,  peinada  sin  peine,  con  ese  abandono  tan 
encantador,  deberían  peinarse  las  bellas ...  ¿  Y  ese  modo 
de  manejar  el  abanico  ?...  Ah  caray  1  ¿  De  qué  pájaro 
tan  hermoso  serán  esas  plumas,  tan  parecidas  al  tra- 
je.'... i  Del  ave  del  Paraíso  tienen  que  ser!...  ¡  Ah 
caray  si  don  Pacho  le  da  gusto  !  esos  diamantes  que 
lleva  en  las  orejas...  ¡Ah  caray!...  ¡esas  flores  son 
mis  camelias  !    Horiverá  !" 

Y  entusiasmado  con  las  flores  que  Pepa  llevaba 
en  la  cintura,  se  sopló  al  cuarto. 

— ¡  Señorita   Pepa, — exclamó   con    voz   fingida^, 
aunque   sobresáltala — ¡  la  he  estado  buscando  comoi| 
un  loco  I...  i  Me  hace  el  favor  de  acompañarme  á  bai-lj 
lar  los  lanceros  }..,  \  Me  han  dicho  que  ustj]  los  bailad 
divinamente  I...  I 

— ¡  Señor,  por  Dios  I...  ¿  Cómo   vino   á  sacarme 


166  Frutos  de  mi  tierra 

de  este  rincón  ? — dijo  ella,  que  al  v.uelo  conoció  á  Mar- 
tín, de  cuyo  disfraz  tenía  noticia, 

— Es  que  la  he  buscado  en  todas  las  casas  !... 
j       — ¡  Pero,  señor,  sí  que   me  da  pena...  tenerle  que 
y/decir  que  nó  \ — agregó  Pepa,  fingiendo  azoramiento. — 
^Figúrese  usted  que  un  disfrazado  me  enterró  un  tacón 
de  esos  puntudos...!  que  me  dejó  muerta  !...  Vea  us- 
ted :  aquí  mismo...  (sacando  la  punta  de  un  pie  y  se- 
ñalando con  la  del  abanico  sobre  el  dedo  pequeño)  en 
launa!   ¡  Estoy  que   no  puedo   dar   paso !...  Por  eso 
me  vine  á  este  cuarto.   Martín  no  vio  señales  de  piso- 
tón; pero  sí  un  zapatico  muy  mono,  que  le  encalabrinó 
más  el  alma,  si  cabe.  Pepa,  al  verlo  tan  embarazado, 
continuó  : 

— ¡Pero,  caballero,  no  vaya  á  pensar  que  es  de- 
saire! Pregúntele  al  doctor...  que  le  estaba  pidiendo 
receta...  Si  estuviera  por  aquí  alguna  amiga  mía  para 
que  bailara  con  ella  I  (y  la  taimada,  haciéndose  la  con- 
fundida, atisbaba  por  todas  partes) — ¡Todas  están 
bailando  1...  ¡Ahpena!  Pero  vea,  señor...  siéntese  aquí 
á  un  ladito.  ¿  Iba  á  bailar  conmigo  los  lanceros,  nó  ? 
Pues  mientras  los  bailan  por  allá  con  el  pie,  bailémos- 
los nosotros  con  la  lengua...  no  le  parece  "i  Martín  vio 
el  cielo  abierto,  bendijo  los  tacones  puntiagudos,  y 
tomó  el  asiento  que  Pepa  le  ofrecía. 

— Sí,  señor...  pero  acerqúese  más — dice  ella  con 
la  sonrisa  más  amable  del  mundo — ¿  Por  qué  no  se 
quita  la  careta  ?...  Le  estaba  contando  al  doctor  una 
cosa..^.  Permítame  un  momentico  se  la  acabo...  para 
que  principiemos,  nó  ? 


X — La  mar  de  cosas  167 

— Oh!  señorita!  continúe  usted  :  ¡oyéndola  ama- 
necería ! 

— ¡  Qué  galante  es  el  señor!...  Pues  sí,  doctor, 
como  le  iba  contando  :  Quitamos  los  niños,  les  pudi- 
mos á  los  negros  !...  ¡  Pero  no  puede  figurarse  el  ho- 
rror tan  grande  que  nos  pegó  de  que  nos  fueran  á 
seguir  sumarios  !...  ¡  Yá  nos  parecía  que  entraba  el 
Alcalde  á  hacernos  jurar  !...  ¡  Yá  nos  veíamos  en  la 
cárcel !  Figúrese  que  yo  le  había  oído  contar  á  papá 
que  á  unos  estudiantes  los  habían  llevado  á  la  cárcel  y 
les  estaban  siguiendo  sumarios  ¡  nada  más  que  porque 
habían  desobedecido  á los  gendarmas  !...  ¡  Pues  á  nos- 
otras nos  mandan  al  presidio  ! — les  decía  yo  á  las  mu- 
chachas. Unas  lloraban  de  la  rabia,  otras  del  susto... 
Mi  siá  Inés  nos  echó,  antes  que  viniera  el  otro  viejo  y 
nos  pegara...  El  negro  de  la  caída  ¡  me  parece  que 
tuvo  que  gastar  mucha  tintura  de  árnica  !...  j  Eso  fue 
lo  más  terrible  que  se  puede  suponer  ! 

El  doctor  Puerta  y  unas  mamas  que  estaban  allí 
fumando,  le  reían  y  celebraban  el  cuento  que  era  un 
gusto.  Martín,  sin  saber  de  qué  se  trataba,  reía  también 
como  un  bendito.  Esta  mujer  me  mata  ! — se  decía, 
j  Valiente  canela ! 

— La  otra  pasativa  de  esa  tarde — prosigue  la  na- 
rradora— también  fue  divina  !  Qué  le  parece,  doctor... 

Y  Pepa  c^ntó  aquí  la  escena  con  Martin  Gala,  los 
coqueteos,  la  historia  de  los  ramos  de  la  antevíspera, 
mostrando  como  comprobante  las  camelias.  Dióle  á  la 
narración  los  tintes  más  ridículos  ;  dijo  que  Martín 
"era  un  payaso  disfrazado  de  payaso  ";  que  lo  era  tan 


^¿ 


168  Irruios  de  mt  tierra 

to  que,  para  hacerle  creer  á  ella  que  no  era  él  el  dis- 
frazado, había  corrido  á  quitarse  el  disfraz,  y  que  al 
momento  había  vuelto  "el  payaso  disfrazado  de  ca- 
chaco." 

Martín  se  sentía  morir:  un  temblor  nervioso  le 
agitaba  la  cabeza  ;  cada  palabra,  cada  carcajada  era  un 
mordisco  que  le  arrancaba  un  pedazo  del  alma. 

El  doctorPu£ila_fueJl3inado_pojLSiL^  don 

_Eánfilü_para-.que  hiciera-Jos  honores  en  el  comedor  á 
la  danza  de  Los  hijos  del  cielo.  Cuatro  ó  cinco  señoras 
se  quedaron  en  la  pieza  hablando  del  traje  de  Menga- 
nita,  del  disfraz  de  Perengano,  lamentando  profunda- 
mente que  tan  bellos  trapos  femeniles  quedaran  perdi- 
dos con  los  desgarrones  y  con  esa  terrible  mancha,  esa 
marca  que  el  sudor  hombruno  deja...  en  el  talle  de 
los  trajes. 

— ¿  Conoce  usted  al  tal  Martín  Gala  ? — preguntó 
Pepa  al  disfrazado,  luego  que  salió  el  doctor,  como 
quien  inicia  una  plática  confidencial. 

— Sí,  señorita,  lo  conozco  mucho — contesta  él, 
con  voz  que  no  era  fingida,  pero  que  lo  parecía,  por- 
que era  extraña,  honda,  atragantada  como  un  sollozo. 
— Sí,  señorita,  conozco  á  Martín  Gala...  y  usted  es 
muy  cruel  cuando  se  burla  de  un  hombre  que  la  ama 
á  usted...  con  pasión,  con  delirio  ! 

— I  De  veras  ? 

— ¡  Tan   de  veras,  señorita — repone  Martín  con 
acento  solemne — la  ama  tanto,    ¡tanto!   que  si  usted 
\  no  corresponde  á  su  amor,  si  no  le  da  alguna  esperan- 
a...  Martín  se  muere  ! 


\ 


X —  La  mar  de  cosas  169 

— i  Aprensiones  nada  más,  caballero !...  Los  hom- 
bres se  mueren  de  cualquier  cosa...  menos  de  amor. 

— ¡  Créamelo,  señorita;  Martín  moriría  si  usted... 
Esta  noche  la  ha  visto  á  usted...  y  está  loco  :  ha  creído 
ver  á  María  Antonieta  de  Lorena  ! 

Pepa  lanzó  una  carcajada  de  muy  buena  fe,  y 
exclamó  : 

— Pues  vea  usted  que  sí  tiene  que  estar  de  rema- 
te, si  ve  tales  cosas...  María  Antonieta...  ¿  no  es  una 
que  es  reina  1 

— Sí,  señorita, fue  la  reina  de  Francia...  ¡la  reina 
del  amor  y  de  la  belleza  ! 

— ¿  Todo  eso  era  ?...  ¡  Pues  entonces  el  señor  ése 
está  más  que  loco  ! 

— jOh  !  señorita...  i  El  amor  enloquece  ! 

— O  emboba  ! — replica  ella  pasando  del  tono  fes- 
tivo al  serio — He  oído  contar  que  algunos  se  casan 
por  poder...  y  estoy  pensando  si  también'se  propon- 
drá por  poder;  porque  usted,  señor...  ¡  parece  más  in- 
teresado que  el  pretendiente!  ..  ¿  Tiene  usted  poder? 

Martín,  que  yá  se  estaba  ufanando  con  su  sentida 
declaración,  se  cortó  tanto  con  la  salida  de  Pepa,  que 
sólo  acertó  á  contestar  : 

— j  Sí,  señorita,  tengo  poder!...  es  decir... 

— Sí  ?  Pues  si  tiene,  dígale  usted  á  ese  señor  Mar- 
tín Gala — replica  ella  poniéndose  en  pie — que  si  se  ha 
de  morir,  se  vaya  preparando  y  arreglando  sus  cosas... 
porque  María  Josefa  Escandón  ¡  la  reina  de  Francia  ! 
no  se  casa  con  un  payaso  !...  con  un  seminarista  ! 

El  lago  de  Ginebra   se  rizó,  fulguraron  los  hori- 


1 70  Frutos  de  mi  tierra 

zontes  caucanos,  el  plumaje  del  ave  del  Paraíso  se  des- 
plegó, y  María  Antonieta  de  Lorena,  dando  un  revo- 
loteo, salió  dejando  á  Martín  Gala  aplastado  como  un 
sapo. 

Los  cielos,  al  ver  la  caída  de  Mefistófeles,  dieron 
una  salva  de  cañonazos,  después  enviaron  aleluyas  de 
granizo,  luego  se  desataron  en  chorros. 

José  Bermúdez,  al  ver  aparecer  á  Pepa  eri  los 
salones,  corrió  á  buscar  á  Mefistófeles;  pero  Mefistó- 
feles se  había  desvanecido. 


XI 


BILIS     y    ATRABILiS 

ORQUE  se  halla  en  esa  cama,  especie  de 
sancto  saiiciorum,  que  no  puede  ocupar  si- 
no su  dueño,  puede  creerse  que  el  acostado 
es  Agustín:  tan  acabado  está.  Su  frente  se- 
meja la  senda  surcada  por  la  rueda;  en  el  cabello,  en 
la  barba,  crecida  y  eriza,  se  podrían  contar  las  hebras 
negras;  el  ojo,  azafranado  en  lo  blanco,  mortecino  en 
lo  negro,  denuncia  hondo  pesar;  la  cara  parece  de  car- 
tón mojado. 

Tres  meses  han  pasado  desde  el  trágico  percance, 
y  aún  guarda  cama.  Los  azotes,  que  no  pasarían  de 
veinte,  tan  sólo  le  ocasionaron  dos  días  de  fiebre,  li-/ 
gera  inflamación  y  mucho  molimiento,  amén  de  va- 
rios cardenales,  entre  verdes,  azules  y  morados,  tres 
ó  cuatro  muy  grandes  en  el  rostro.  Sufrió  en  la  caída 
un  golpe  en  una  rótula  que,  aunque  el  médico  lo  tuvo 
por  muy  malo,  aunque  pronosticó  que  formaría  líqui- 
do, no  pasó  de  una  hinchazón  que  pronto  se  deshizo. 
Pero  la  bilis,  no  bien  aplacada  aún  con  el  ante- 
rior escape,  se  aprovechó  de  la  ocurrencia  para  decla- 
rarse en  huelga  y  darse  á  correr  por  todas  partes,  con 
toda  formalidad.  Agusto  sentía  las  fatigas  de  la  muer- 
te. Calenturiento,  con  los  amargos  humores  retozán- 
dole  en  el  arca  del  cuerpo,  sudando  azafrán,  azafrana- 


172  Fi-utos  de  mi  tierra 

do  él  mismo  y  cuanto  le  rodeaba  azafranado,  pasó 
•cuatro  días.  Acaso  la  hiél  del  alma,  que  á  ésas  se  le 
extrabasó  también,  pudo,  mejor  que  los  ácidos  que  le 
propinaron,  neutralizar  los  efectos  de  la  huelga,  que 
si  no,  se  dejara  de  pistoleras  el  malhadado  señor. 

Libre  del  envenenamiento  biliario,  si  bien  con 
los  rastros  amarillos  del  mal  y  con  los  verdes  del  lá- 
tigo, quisieron  los  dos  médicos  que  lo  asistían  que 
dejase  la  cama.  Pero  ¿  cómo  1  Agustín. se  sentía  peor. 
Sacudidas  como  corrientes  eléctricas  le  mantenían  en 
un  corcovo  que  sólo  cesaba  para  dar  lugar  á  una  evo- 
lución de  magia  nerviosa:  era  un  crecerse,  un  espon- 
jarse en  aquella  cama,  que  á  poco  se  convertía  en  una 
mole  fofa,  en  un  relleno  crespo  de  algo  como  viruta 
ó  cerda  que  apenas  cabía  en  el  cuarto,  acompañado 
este  crecimiento  de  una  chillería,  un  zumbar  de  des* 
pertadores  de  reloj,  unos  trompetines,  que  Agusto  no- 
podía  saber  si  eso  salía  de  entre  las  almohadas  ó  de 
su  propia  cabeza;  y  al  par  que  él  crecía  cuanto  oía 
y  palpaba.  Las  mantas  tenían  entonces  el  grueso 
de  un  colchón,  éste,  el  de  diez  por  lo  menos,  y  así 
por  el  estilo.  En  tales  crecimientos  debía  estarse  quie- 
tico,  porque  si  se  ladeaba  siquiera,  era  como  un  te- 
rremoto; si  las  ropas  se  rozaban,  ¡  allá  te  va  un  hura- 
cán !  cualquier  ruido  exterior  eran  fragores  y  estré- 
pitos siniestros  como  cataclismos.  Y  como  el  cuarto 
no  crecía  en  proporción  de  lo  otro,  quedaba  el  señor 
metido  en  horma;  y  no  se  ahogaba  porque,  en  lo  más 
apurado  del  tamaño,  la  embrujada  evolución  obraba 
al  revés  y  á  la  carrera:   cuando   menos  lo  pensaba  es- 


XI—BilisyaUabths  173 

taba  Agusto  delgaditico  y  terso  como  lámina  de  mar- 
fil, y  digojániina,  porque  no  guardaba  la  forma  del 
cuerpo,  sino  que  se  volvía  un  retablo  sin  canto  hasta 
reducirse  á  uno  como  retrato  hecho  en  papel  de  seda 
y  sumamente  bien  recortado,  el  cual  retrato  se  perdía 
entre  las  ropas  de  la  cama. 

Tortas  y  pan  pintado  eran  estas  andróminas  cor- 
porales en  comparación  del  embolismo  de  pesadilla 
que  le  enredaba  el  espíritu.  Y  es  de  tenerse  en  cuenta 
que  las  facultades  mentales  de  Agustín,  tan  someras 
y  apagadas  en  estado  de  salud,  adquirieron  con  los 
choques  y  estregones  de  las  enfermedades  una  intensi- 
dad profunda.  Trazábale  la  imaginación  los  más  som- 
bríos disparates,  á  vueltas  de  los  cuales  el  intelecto 
pronunciaba  alguna  palabra  desconsoladora  como  la 
realidad. 

De  pronto  le  acometía  una  corajina  que  no  que- 
daba trasto  á  vida;  y  Agusto  formaba  el  propósito  de 
acabar  en  un  dos  por  tres  con  Bengala,  don  Juan  y 
toda  su  canalla.  ¿  Qué  más  fuera  que  dejar  el  lecho  é 
irse  á  ellos  como  el  dios  de  las  venganzas  ?  Pues  nó  ; 
porque,  á  lo  mejor  del  arrechucho,  le  entraba  una 
congoja,  un  amilanamiento  que,  helándolo  hasta  el 
tuétano,  le  hacía  rezumar  por  la  frente  un  sudor  frío  que 
á  él  se  le  antojaba  el  puro  suero.  Si  aquello  era  raiedo^ 
vergüenza  ó  enfermedad,  no  lo  sabía;  pero  al  sen- 
tirlo, le  venían  espasmos  y  erizamientos,  y  se  tapaba 
hasta  la  cabeza,  bien  así  como  el  rapaz  que  despierta 
después  de  haber  visto  al  Diablo. 

En  medio  de  tales  excitaciones  y  quebrantos  apre- 


174  Frutos  de  mi  tierra 

ciaba  ¡  pero  de  qué  modo  !  la  trascendencia  moral  del 
azote  ;él  tenía  que  matar  á  ese  hombre;  eso  se  lo  gri- 
taba una  voz  desde  allá  de  lo  profundo  de  su  ser ;  y 
mientras  tal  no  hiciera,  no  podía  asomar  donde  la 
fjgente  lo  viese.  ¿  El,  Agustín  Álzate,  un  hombre  de  su 
calibre,  verse  "  pelado  por  un  arrastrado  ?"  ¿  Podría 
darse  un  trastrueque  más  inaudito  ?  Eso  era  el  rompi- 
miento de  todas  las  leyes  del  universo. 

Así  mismo  era;  pero,  ahora  trasudores,  luego  tem- 
blores, día  llegó  en  que  Agusto  se  declaró  sin  las  aga- 
llas suficientes  para  sacarse  el  clavo  con  Bengala  ;  y 
esta  misma  impotencia  le  sugería  las  mayores  barbari- 
dades. ¿  Qué  sabía  él  de  Médicis  y  Borgias,  qué  de  los 
parientes  de  Eloísa  ?  Pues  así  y  todo  soñaba  con  ve- 
nenos que  matasen  lentamente  entre  acerbísimos  do- 
lores, etc.  etc.  Y  más  y  más  se  exaltaba  con  estos  deli- 
rios, para  apagarse  luego  en  negra  sima  de  tristeza. 

También  Filomena  fue  Juguete  de  encontradas 
vehemencias.  Pasado  el  rabioso  soponcio  que  la  aco- 
metió al  saber  que  Bengala  había  sido  el  de  todo,  la 
señora  se  desfogó  con  la  elocuencia  de  costumbre. 
Qué  cosas  dijo  !  Juró,  sobre  unas  cruces  que  hizo  en 
la  pared  con  las  uñas,  que  haría  podrir  en  la  cárcel  al 
bandido  de  Bengala  ó  se  quitaría  el  nombre.  Minita 
sirvió  de  consueta.  Después  fue  el  lloriqueo  triste  y  el 
lamento  amargo :  que  en  Aledellín  les  tenían  tema 
porque  eran  ricos  ;  que  yá  habían  principiado  por 
Agusto  ;  y  que  el  día  menos  pensado  todos  amanecían 
degollados  en  la  casa. 

Su  pena  por  las  del  hermano,  su  ternura  para  con 


XI—  Bilis  y  airahilis  175 

él,  la  solidaridad  de  la  ofensa,  sobre  todo,  fueron  tanto 
más  aparatosas  y   cacareadas  cuanto   menos  hondas: 
más  que  todo  era  recrudecencia  de  su  odio  á  la  familia    / 
de  Palma. 

Pronto  supo  que  Bengala  andaba  libre,  sin  haber 
sufrido  prisión  alguna;  y  bramando  de  ira  se  botó  al 
cuarto  de  Aguscín. 

— ¡  Yá  lo  sabe,  mi  querido — le  dijo  casi  ahoga- 
da— por  ai  anda  el  picaro  de  Bengala...  libre,  libre- 
cito!...  ¡  Allá  veres  que  ni  causa  le. siguen...  porque 
en  este  maldito  Medellín  no  hay  justicia  para  nos-j 
otros!...  ¡Pero  con  ésta  no  se  queda  ese  infame ! 
Apenas  te  levantes  compramos  un  revólver  y  le  metes 
un  balazo  á  ese  demonio...  para... 

El  llanto  no  la  dejó  acabar.  La  Belona  de  pulpe- 
ría se  tiró  en  la  tarima  á  sollozar  el  berrinchín. 

Agusto  la  oía  tamañito,  sin  articular  un  monosí- 
labo. I  Bueno  estaba  él  para  echar  bala  ! 

<J^ partir  dp  psp  día  1f¡  jní'piró  Filom^nn  ^p'  ny^r- 
sión,  que  no  quería  ni  verla.  Por  fortuna  que  la  nego- 
cianta  poco  paraba  en  casa. 

A  la  prendería,  que  casi  siempre  corría  por  cuen- 
ta de  ella,  acudió  en  esos  días  bastante  gente  ;  pues 
por  ser  época  de  regocijos  públicos,  lo  era  de  empeños 
privados;  y  por  igual  causa  había  en  el  almacén  redo- 
blado trabajo. 

El  intervenir  en  la  venta  le  disgustaba  sobrema- 
nera, porque,  á  más  de  parecerle  impropio  de  su  actual 
copete  el  vender  públicamente,  como  en  los  tiempos 
de  la  pulpería,  le  tenía    especial  inquina  al  dependien- 


1 76  Frutos  de  mt  tierra 

te,  con  quien  nunca  había  tenido  que  entenderse.  El, 
por  «u  parte,  rara  vez  subía  al  segundo  piso,  donde 
ella  trabajaba. 

Mal  de  su  grado  tuvo  que  ayudar  en  la  venta; 
pero,  tan  desconfiada  como  era,  y  temiendo  que  el  de- 
pendiente hiciera  agostos  mientras  ella  subía  á  la  pren- 
dería ó  salía  á  algún  despacho,  determinó  despedirlo  y 
abocarse  ella  sola  todo  el  trabajo. 

¡  En  cuáles  se  vio  para  dar  abasto  !  A  riesgo  de 
que  se  le  escapasen  no  pocas  gangas,  hubo  de  recurrir 
al  medio  de  emplazar  los  empeñadores  para  la  noche  y 
á  la  casa,  á  donde  acudieron  algunos,  á  pesar  de  la 
competencia  y  los  apuros. 

Fuera  de  este  trabajo  tuvo  que  dar  otras  vueltas 
y  verificar  varios  pagos.  Así  pasó  el  brete  de  las  fiestas. 

Fatigadísima,  con  los  pies  como  ascuas,  se  acosta- 
ba la  señora,  consolándose  con  la  idea  de  que  á  lo  me- 
nos economizaba  el  sueldo  del  dependiente  y  de  que 
yá  no  tenía  quien  la  fiscalizara. 

Pero  esta  situación  no  era  para  durar. 
y  Sentíase  enferma  de  tanto  trabajar  ;  y  viendo  que, 
a  pesar  del  mandato  expreso  de  los  médicos, ^A&u**^ 
o_deiaba  la  cama,  las  ternuras  se  fueron  acabando 
hasta  declararse  en  abierta  hostilidad  contra  el  herma- 
no ;  hostilidad  que  se  enconaba  más  al  ver  que  corrían 
días  y  semanas  y  él  seguía  en  sus  trece. 

Una  mañana,  despertando  más  aburrida  é  indis- 
puesta que  de  ordinario,  se  lanzó'al  cuarto  del  enfermo 
como  una  bomba. 

— j  Pero  decí  de  una  vez  qué  es  lo  que  estás  pen- 


t 


XI—Bilisyatrabilts  177 

sando,  hombre  del  enemigo  malo  ! — exclamó  al  entrar, 
desparramando  la  puerta. — |  Decime  si  es  que  pensás 
podrirte  en  esa  cama,  pa  ver  qué  hago  !...  O  si  es  que 
le  tenes  miedo  al  Bengala...  préstame  los  calzones 
y  toma  estas  naguas,  pa  yo  ir  á  entendeme  con  ese 
bandido  ! 

— ¡  Quítate  de  aquí ! — fue  la  respuesta. 

— ¡  Ah  espantajo  I...  sinvergüenza  !....  Hubiera 
sido  yo  la  pelada... !  y  ve:  masque  estuviera  con  la  len- 
gua ajuera  ;  masque  estuviera  con  las  tripas  en  la  ma- 
no ¡  le  había  bebido  la  sangre  á  ese  demonio  !...  ¡  Pero 
vos  nó,  ala:    vos  sos  un  gallina  ! 

Dijo  y  salió.  Menos  épica  volvió  á  la  tarde. 

— I  Nó,  Agusto,  por  la  Virgen  ! — le  dijo,  entran- 
do con  todo  el  señorío  posible. — Eso  no  puede  ser.  Yo 
no  soy  bruja,  pa  poder  hacer  tanto  sola;  \  Imposible 
repicar  y  andar  en  la  procesión  I...  Levántese  ma- 
ñana. 

— ¡  No  me  levanto  ! — gritó  él  furioso.  ¡  Pa  qué 
echó  el  dependiente!...  ¡Sino  puede  sola,  busque 
quien  le  ayude ! 

— ¡  Sí,  será  por  tantos  que  hay  á  quién  buscar  !... 
¡  Una  manada  de  uñones,  de  perezosos,  que  es  lo  que 
se  encuentra  I... 

— Pues  no  busque,  si  no  le  dan  ganas...  pero  no 
me  levanto  ! 

— ¡  Pero  vean  este  maldito  hombre  ! — prorrumpe 
la  señora  emperrándose. —  ¡Este  lo  embobaron  I... 
Pues  yá  sabe,  pues,  mi  queridito,  que  si  no  se  mueve 
nos   vamos   al   suelo    ¡sin  remedio !...  Yá  no  puedo 

12 


178  Frutos  de  mi  tierra 

más...  ¡  no  puedo  !...  Yo  no  soy  la  muía  que  se  mató... 
j  Toíto  se  lo  va  á  llevar  la  trampa  ! 

— j  Por  mi  parte  !...  — replica  Agustín  volvién- 
dose al  rincón. 

— ¡  Por  mi  parte  !  — contesta   ella  remedándolo, 
y  como    una   fiera  arremete  contra  él  á  los  sopapos — 
'  ¡  Ah,  so   sinvergüenza!...  ¡  Toma  más...  que  todavía 
I  le  quedó  faltando  á  Bengala  ! 

El  acostado  sacó  un  pie,  y  la  dejó  seca  de  un 
jarretazo  en  el  estómago. 

Todos  los  recursos  estaban  agotadc»,  y  Agustín 
I  no  se  movía  del  cuarto.  Enfermo  de  veras,  fingido  ó 
I  embobado,  Filomena  lo  declaró  hombre  perdido. 
!  ¿  Cómo  cerrar  la  tienda,  cómo  suspender  los  negocios? 
i  Y  Filomena  sola  no  podía  llevarlos,  era  cierto.  Y  los 
tales  dependientes !...  Para  hacerle  un  presente  al 
Diablo  estaban  buenos. 

¿  Cómo  haría    ella  para    conseguir  un  muchacho 
formal,  dócil,   que   se   dejara   gobernar  por  ella  sola- 
mente, que  no  fisgara,  que  Se  amoldara  á  todo,  que  no 
•  pidiera  tanto;  cómo  haría  ?... 

Cuando  yá  pensaba  que  ese  fénix  de  los  depen- 
dientes era  un  imposible,  una  idea  le  vino:  recordó 
que  poco  antes  de  la  caída  de  Agusto  habían  recibido 
una  carta  de  Juanita,  de  que  no  hicieron  caso. 

Buscóla  al  momento.  Era  de  letra  de  su  cuñado 
Pinto,  y  en  parte  decía  así: 

«...^ Cesar  está  mui  aburrido  en  esta  porque  hase 
algún  tienpo  que  está  sin  colocazion,  después  de  la 
canpaña  enfermó  mucho  i  perdió  el  destino  que  tenia 


XI—  Bilis  y  atrabilis  179 

i  después  ha  tenido  barias  colocaziones  en  que  no  le  á 
hido  bien.  El  es  mui  acto  para  el  travajo  sobre  todo 
como  asistente  de  Casinos  y  billar  que  es  destino  que 
á  desenpeñado  barias  vezes.  Tan  bien   sabe  llevar  li- 

Í)ros.  Tiene  mui  bonita  letra  i  es  de  mui  buen  carap- 
ter.  Vean  mis  queridoj  hermanos  si  es  posible  que 
Ustedes  le  consigan  un  destino  en  esa;  nos  disen  que 
allá  se  puede  colocar  fasil  i  tanto  Pinto  como  yo  cree- 
mos que  Ustedes  lo  faboreserán  en  lo  que  es  de  su  parte, 
aunque  no  sea  mucho  el  sueldo  Cesar  está  resuelto  á 
hirse  a  esa:  contal  que  sea  resibido  por  Ustedes  i  que 
esté  al  lado  de  Ustedes  que  tienen  recursos  para  todo.» 
¡  Lo  que  quieren  es  que  se  lo  mantengamos  ! 
— se  dijo  Filomena — ¡  Eso  es  todo  1...  No  será  tanta 
cosa  cuando  está  de  balde  y  pide  cacao  hasta  aquí... 
Pero  tal  vez... 

Se  propuso  el  punto,   estudiándolo  al  derecho  y 
al  revés;  y,  desde   luego,    pensó    no   consultarlo  con 
nadie,    pues  yá  se   figuraba   que   le    iban  á  salir  coa  i 
cuentos  de  protección  al  sobrino  y  de  consideraciones! 
de  familia,  y  no  se  trataba   de   eso.  ¡  Bonitos  estaban 
los  tiempos  para  proteger  ! 

^CÜ^J^Jl^^  Miranda  le  había  habladQ-de_César 
como  de  un  muchacho  muy  fino  y  muy  buen  mozo; 
pero  tampoco  se  trataba  de  eso.  Fue  ala  señora,  para 
ver  de  sacarle  algo  más  sobre  el  asunto:  Doña  Chepa, 
en  cuanto  á  conducta  y  habilidades  de  César,  estaba 
tan  adelantada  como  ella. 

Por  sí  ó  por  nó,  comunicó  su   idea  á  Ag«eíki. 
«Hace  lo  que  queras, d  le  contestó  és te. 


180  Frutos  de  mt  tierra 

Al  fin  se  resolvió  á  escribir.  No  quiso  «mandar 
tomar  la  pluma  »  á  nadie:  á  falta  de  Agusto  ó  del  de- 
pendiente, ella  misma  garrapateó  á  su  modo  la  carta 
Ípara  Juana,  en  la  que,  después  de  contarle  el  estado 
de  Agustín,  le  propuso  la  venida  de  César  á  trabajar 
con  ella,  comprometiéndose  á  proporcionarle,  en  la 
casa,  «buena  mesa))  y  demás  comodidades;  prome- 
tiéndole un  regular  sueldo,  y,  si  él  se  manejaba  bien, 
abrirle  un  partido  muy  ventajoso,  sin  expresar  ni  el 
sueldo  ni  el  partido. 

A  la  semana  siguiente  recibió  este  telegrama  de 
S^  Juanita:  ff^jjjírlr^lQs.  Cés4i_Mrte  si  envíale  jecursoj 
viaje.)) 

¡Pero  nada  bien  que  le  sentó! 

«  Si  les  mando  mi  plata....  ¡  quién  sabe  si  se  ma- 
man i — se  dijo  la  usurera. — Mejor  será  no  meterme.» 

No  obstante,  averiguó  con  doña  Chepa  á  cuánto 
subirían  los  gastos  del  tal  viaje;  díjole  ésta  que  á 
ochenta  pesos,  por  lo  menos.  Le  pareció  un  exceso; 
pero  tan  rendida  se  sentía,  que  se  resolvió  á  todo,  y 
remitió  una  letra  á  favor  de  Juana,  por  valor  de  se- 
tenta y  cinco  pesos,  y  una  carta  en  que  apuraba  el 
viaje  del  sobrino. 


XII 


MILAGRO     DISPUTADO 

A  salita  de  Las  Viejas,  esa  salita  tan  alegre 
siempre,  siempre  tan  compuesta,  es  ahora 
tristeza  y  abandono.  En  las  do?,  ventanas, 
cerradas  del  iodo,  no  cuelgan  yá  las  blancas 
cortinillas  guarnecidas  de  rizos;  los  tapetes  de  leones 
y  pavos  reales,  ornato  de  la  tarima,  yacen  enrollados 
en  un  rincón;  éita,  pelada,  polvorosa,  es  imagen  del 
desamparo;  los  taburetes  de  guadamacil,  empañados 
también,  no  alcanzan  á  lucir  las  frutas  y  floronas  de 
sus  canastillas,  ni  guardan  esa  simetría  que  solían; 
La  niiierte  del  General  Santander,  colocada  entre  las 
dos  ventanas,  parece  más  fúnebre  y  patética;  y  hasta 
Sarrazola,  el  difunto  de  Marucha,  convida  á  la  tristeza, 
desde  su  lienzo  de  pintura  heroica. 

En  una  mesa,  sobre  la  urna  del  quiteño  Naci- 
miento, arde  con  llam.a  azulada  y  mustia  un  vaso  de 
aceite  de  higuerillo,  ante  el  Divino  Rostro;  frente  por 
frente,  en  la  otra  mesa,  entre  los  floreros  de  yeso  y  los 
ajados  claveles  de  papel,  se  consumen  nueve  velas 
alumbrando  la  Virgen  del  Perpetuo  Socorro,  cuya 
imagen,  rodeada  de  angelitos,  recargada  de  adornos  y 
colorines,  es  la  única  plácida  en  este  lupcT-  de  duelo. 
Dos  bandos  de  señoras  y  comadres  del  barrio, 
encabezados  por  Marucha  y  Paula,  de  hino]os  ante  las 


182  Frutos  de  mi  tierra 

venerandas  efigies,  rezan  á  la  vez  las  letanías  de  ]a 
Virgen  las  unas,  las  de  la  Santa  Faz  las  otras. 

La  plegaria,  en  fervoroso  crescendo,  se  oye  á  mu- 
cha distancia:  ahora  ¡  Ruega  por  nosotros!  ahora  /  Ve- 
nid d  mi  socorro,  oh  Madre  de  bondad/ 

En  lo  más  recio  entra  ]\ÍAzuera  con  los  ojos  en- 
charcados, el  índice  sobre  la  boca,  y  dice  á  media  voz: 
«¡Chito  !...  Que  recen  paso...  el  doctor  Puerta  lo  de- 
clara fuera  de  peligro.» 

Marucha,  que  tal  oye,  suspende  el  rezo  y  sale  en 
puntillas.  A  poco  vuelve  bañada  en  llanto,  transfi- 
gurada de  alegría:  otra  vez  se  postra  de  rodillas,  y, 
puestas  las  manos,  cerrados  los  ojos,  poseída  de  esa 
fe,  de  ese  reconocimiento  de  las  almas  sencillas,  ofre- 
ce á  Dios  su  acción  de  gracias,  haciendo  los  visajes 
más  grotescos,  las  más  risibles  muecas. 

Continúa  luego  el  rezo  de  su  bando,  y  en  cuanto 
termina,  se  acerca  á  la  Virgen,  la  besa,  y  velándola 
con  un  pedazo  de  tul,  la  dice  con  transporte: 

— ¡  Te  lucistes,  queridita! 

— I  Qué  es  la  cosa,  mamita  ? — pregunta  Paula 
no  bien  acaban  las  otras. 

— f  Pues  qué  ha  de  ser,  hija:  que  Galita  está  fue- 
ra de  peligro  I...  Allá  está  dormitao...  la  cosa  más 
aliviada  ! 

— ¡  Es  que  con  el  Divino  Rostro  son  pandeque- 
sos  ! — exclama  la  hija  entusiasmada. 

— ¡  No  digo  que  no  será  El! — repone  la  madre, 
socorrista  decidida— sí  será...  pero  por  qué  ?  Porque  mi 
Señora  del  Perpetuo  intercedió!...  Si  no,  quién  sabe!... 


XII— Milagro  disputado  183 

— ¡  Ave  María,  mamita,  hasta  herejía  es  decir 
eso  ! 

— ¡  Nó,  señor,  no  hay  tal  !  Si  á  mi  Dios  no  le  da 
gana  de  concédenos  lo  que  le  pidamos,  no  nos  lo  con- 
cede ¡  pero  á  la  Virgen...  toitico,  toitico  lo  que  ella  le 
pide!...  Yo  por  eso...  ¡  la  Virgen  por  delante  ! 

— j  Mas  luego  siempre  fue  El ! 

— Aháá!...  No  me  quites  el  gusto  con  argumen- 
tos ! 

Las  devotas  mujeres  se  retiraron,  y  sólo  una  se- 
ñora quedó  con  Marucha. 

—  Camine,  mijita — le  dice  ésta,  casi  abrazándola — 
sentémonos  en  el  costurero  á  fumar  el  tabaquito,  y 
que  nos  traigan  el  algo,..  ¡  Gracias  á  mi  Dios  que  yá 
podemos  resollar  tranquilas ! 

Y  tomando  una  bandejita  de  tabacos^  le  brinda 
á  la  señora. 

— ¡Valiente  milagro  tan  patente,  mi  siá  María  !  — 
dice  aquélla  en  cuanto  enciende. 

—\  Calla  la  boca,  mija:  si  esto  se  puede  escribírl 
Si  lo  viera  ¡  tan  tranquilo  !  lo  que  anoche  fue  que  pen- 
samos que  no  amanecía  ! 

— ¡  Valiente  pena  habrán  tenido  !  Nó  ? 

— ¡No  me  digas! — contesta  Marucha  palmean- 
do en  el  hombro  á  su  interlocutora. 

Y  en  seguida  da  un  chupón,  se  saca  el  cigarro, 
escupe  y  dice: 

— Desde  que  falleció  Sarrazola  no  habíamos  te- 
nido unas  pesadumbres  como  éstas!...  ¡No  es  de 
ahora  que  estamos  con  entripaos  !    Desde  antes  de  las 


18é  Frutos  de  mi  tierra 

tales  fiestas  determinó  Galita  comprar  un  diajo  de 
caballo...  ¡  que  mire,  mijita  !  ¡  de  milagros  no  lo  ha 
vuelto  una  plasia !  Diz  que  era  pa  corretiar  en  las 
carreras  y  pa  la  maestranza.  ¡  Pero  vea:  cada  vez  que 
yo  veía  á  ese  niño  en  ese  animal,  me  infriaba  toítal ... 
¡  Gracias  á  mi  Dios  que  le  cayó  el  mal  antes  de  la  tal 
maestranza,  porque,  si  no,  en  la  plaza  lo  recogen  en  pe- 
dazos ! ¡  Ave  María,  mijita,  yo  no  sé  cómo  es  que 

las  autoridades  permiten  ese  matadero  de  gente...  y 
que  haiga  tanto  loco  que  se  exponga  á  desnucase  por 
divertirá  los  demás!...  Pero  nó:  Galita  estaba  tras- 
tornao  con  las  fiestas...  y  yo  confundida:  ¡  quién  sabe 
qué  le  irá  á  suceder  á  este  niño,  quién  sabe  qué  le  irá 
á  suceder...  porque  eso  no  tiene  juicio  pa  nada!... 
Pues  se  disfrazó  con  un  embeleco  que  le  hicimos  aquí, 
que  nos  sacó  la  giel;  se  horquetió  en  el  caballo... 
¡cuando  ánada  vuelve  y  se  quita  el  disfraz,  bañaito 
en  sudor  1  Me  le  pegué  á  la  Virgen  del  Perpetuo,  y 
le  dije:  Ya  sabes,  ai  te  entrego  el  muchacho.  ¡  Líbra- 
melo de  tantos  peligros !  (Pausa,  encendida  ^^tahaco 
y  chupones).  El  viernes,  que  ayer  hizo  ocho  días... 
tún !  tún !  en  la  puerta,  á  las  cinco  de  la  mañana. 
'Esos  son  borrachos,'  dijo  Pabla...  ¡pero  á  mime 
dentro  el  temblor  de  la  muerte  !,  y  le  dije:  Asómate 
á  la  ventana  á  ver  qué  es.  Conocimos  en  el  habla  á 
José  Bermúdez...  ¡  Pues  ai  nos  traían  al  muchacho 
moribundo  !  Me  levanté,  me  tiré  la  ropita  como  pude, 
y  fui  á  ver:  no  podía  ni  hablar,  ardido  de  fiebre,  to- 
siendo lo  más  feo  y  quejándose  que  aquello  partía  el 
alma...  Me  güelió  á  licor...  ¡qué  te  parece!...  Ber- 


XII— Milagro  disputado  185 

mudez  voló  por  el  dolor  Puerta.  ¡  Le  pareció  malí- 
simo!: que  al  momento  cáusticos  y  otros  remedios 
terribles.  Bermúdez  y  Pérez,  el  otro  muchacho,  co- 
rrieron pa  la  botica.  El  dotor  no  se  quería  apartar, 
j  Cuando  les  oí  mentar  numonía...  mira,  niña,  me 
quedé  muerta  !...  ¡Qué  te  parece,  numonía...  lo  qu^l 
llamábamos  ahora  años  dolor  de  costao — que  ahora! 
todo  es  cambiao — el  mal  que  mató  á  Sarrazola  !  ¡Cómo 
me  quedaría  á  tu  parecer  !  Yo  le  pregunté  á  Puerta: 
Se  morirá,  dotor  ? — '  Pues,  mi  señora,  nada  puedo 
decirle;  pero  el  ataque  es  violento.'  Averiguó  quién 
era  la  familia  de  Galita...  ¡No  le  oí  más  !  Me  fui  pa 
donde  la  Virgen,  y  le  dije:  (  Mi  señora:  si  ha  de  ser 
tu  santísima  volunta  que  este  niño  se  muera,  no  me 
lo  dejes  morir  sin  confesión  !...  ¡  Mira,  niña,  de  figú- 
rame no  más  que  se  podía  morir  sin  confesión...  me 
dentro  la  loquera!...  Figúrate  como  está  el  mundo  de 
perdido;  con  tanta  sonsacadora  como  hay...  j  y  él  que 
es  tan  repispao  !...  Al  otro  día  pior.  Vino  Puerta  con 
otro  médico  nuevo,  que  casi  lo  desafusió:  que  el  mal 
diz  que  era  en  toítos  los  pulmones!...  Aháa  !  ¡yo 
mando  por  el  cura  !,  le  dije  á  Pabla.  Mandamos  á  lla- 
mar un  jesuíta;  y  fui  y  le  dijeá  Galita:  ¿  Qué  tal  está, 
mijo? — 'Muy  mal,  Marucha,  yo  me  muero!  ' — No, 
mijo,  no  piense  en  eso  !...  Quiere  confesase  pa  que  se 
tranquilice  ?  ¡  No  crea  que  es  que  está  malo  !  Con- 
fiésese: confesión  no  llama  muerte..  Aquí  está  el 
Padre  Céspedes  que  nos  vino  á  hacer  visita...  .¿quiere 
que  se  lo  dentre.?  ¡  Y  qué  te  parece,  me  dijo  que  sí  I 
Se  confesó,  más  bien  largo...  y  pior  me  puse:  ¡cuan- 


186  Frutos  de  mi  tierj-a 

do  está  tan  blanditopa  la  confesión,  es  que  siempre 
se  va  á  morir  I...  y  mira,  niña,  esta  idea  se  me  clavó  ! 

Paula  trajo  dos  jicarones  de  chocolate,  con  sen- 
das rebanadas  de  pan  y  sendos  pares  de  bizcochuelos. 
Marucha  se  echó  al  cueipo  el  suyo  en  un  santiamén, 
y  con  más  alientos  continúa: 

— tc  Ese  día,  á  la  propia  oración,  vino  Mazuera, 
que  se  había  ido  á  ver  al  taita,  que  también  estuvo  de 
muerte  con  el  mal  en  la  vejiga.  ¡  Figúrate  cómo  ven- 
dría el  pobre  con  tanto  trasnocho!:  ¡  Pues  á  propia  ho- 
ra se  puso  con  el  otro  al  bordo  de  la  cama  de  Galita, 
y  no  se  la  han  despintao  ni  de  día  ni  de  noche  ! ... 
¡Valientes  muchachos,  mija,  pa  tener  unos  senti- 
mientos bien  preciosos!  Ellos  no  se  han  vuelto  á 
acordar  ni  de  fiestas,  ni  de  comer,  ni  nada;  masque  el 
colegio  se  volvió  á  abrir,  no  han  asomao  con  lo  apli- 
caos que  son.  ¡  Hoy  han  venido  á  pegar  los  ojos  ! 
Pero  lo  que  más  me  ha  atormentao  es  el  delirio  de 
ese  niño.  ¡  Ave  María,  mijila,  qué  cosa  tan  triste !... 
¿  Vos  te  acordás  de  la  compañía  Furnié  ?...  ¡  Qué  te  vas 
á  acordar  I...  Una  noche  me  llevó  Sarrazola  á  la  co- 
media ¡  porque  ese  sí  era  marido  que  estaba  por  dale 
gusto  á  su  mujer  !  y  ai  en  la  comedia  salía  un  come- 
dianie  ¡  muy  bonito  !  que  hacía  el  papel  de  un  novio 
que  deliraba  con  la  novia...  Pnes  hace  de  cuenta  á 
Galita:  ¡  disvariando  á  to3o  pecho  y  así  de  triste  !  Es- 
tá loquito  perdido  por  Pepa,  la  hija  de  Pacho  Escan- 
dón...  que  nian  bonita  diz  que  es.  Y  eso  ha  sido  que 
no  ha  largao  la  Pepa  de  la  boca;  armao  de  viaje;  di- 
ciéndole  adiós  pa   siempre;  y   que   lo  mató;  y  que  le 


XII  —Milagro  disputado  1 8 7 

perdona,  ¡  Te  aseguro,  niña,  que  eso  eran  los  enredos 
más  lastimosos  I...  Yá  se  ve:  con  ese  modo  de  recetas 
de  ahora  antes  no  se  puso  como  debía  ponerse:  ¡  Pón- 
gase á  pensar,  niña,  cómo  estaría  ese  cristiano  de  ar- 
dido por  dentro,  con  todo  el  licor  que  tomó  !...  Pues 
ve:  en  lugar  de  dale  cosas  frescas,  dicen  los  médicos 
á  échale  brande  y  vino  sin  caridá...  ¡Valientes  reme- 
dios, niña  !...  Yo  nian  lo  veía,  del  pesar  que  me  daba, 
i  pobre  mijo  I...  Mazuera,  que  tiene  mucha  capacidá, 
era  el  único  que  le  comprendía  bien...  ¡Y  nada  que 
les  gustaba  á  los  dotores  !  Que  eso  diz  que  era  de- 
lirio viajero,  que  es  muy  mala  seña...  ¡Ahora  cogió 
un  cuento  con  un  payaso  y  con  los  seminaristas,  lo 
más  raro  !  A  la  madre  si  no  la  mentaba  casi...  ¡  Po- 
bre señora,  inocente  de  todo...  y  como  adora  en  ese 
hijo  !...  Mazuera  i  tan  querido  !  se  ponía  á  lagrimiar 
cuando  le  oía  tanta  pendejada...  Y  qué  te  parece:  nos 
contó  Bermúdez  que  Galita  diz  que  estaba  muy  con 
tentó  en  el  baile,  en  cas  de  Panfilo;  y  que  de  repen- 
te se  perdió  el  muchacho.  Bermúdez  lo  buscó  por 
toíto  el  baile  y  no  topó  á  nadie,  sino  la  máscara  que 
un  niñito  se  la  había  topao  en  la  escalera:  ¡  Agua 
Dios  misericordia  se  había  salido  del  baile!  Si  es  un 
loco,  mija!,..  Allá  diz  que  estaba  la  Pepa,  más  en- 
gandujada !...  y  Galita  que  había  estao  buscándola 
por  todas  partes,  no  volvía.  A  un  rato,  visto  que  no 
parecía,  se  salió  Bermúdez  á  buscarlo  á  la  calle;  y  en 
el  casino  del  chato  Rojas  lo  encontró  ¡  tirao  en  un  so- 
fá en  el  corredor  del  palio,  átodo  el  ventestate  y  mu- 
ribundo  !   Diz  que  había  dentrado  del  modo  más  par- 


188  Frutos  de  mi  tierra 

ticular:  en  cabeza,  mojao  como  un  pato  y  temblando 
de  un  modo  espantoso,  hasta  que  cayó  yá  con  el  do- 
lor en  los  costaos,  tosiendo  y  con  la  calentura.  Y  no 
has  de  ver:  el  tal  casino  diz  que  estaba  así  de  gente 
{juntando  los  dedos)  y  no  hubo  un  cristiano  que  se 
acomidiera  á  hacerlo  acostar  siquiera  1  Si  no  va  Ber- 
mudez,  ¡  ai  lo  dejan  morir  como  perro  maicero  !  ¡  Toí- 
tos  estaban  pegaos  del  dao  !  ¡  Te  aseguro  que  las  co- 
sas que  hizo  ese  niño  son  pa  habese  muerto  cuatro 
veces!  ¡  Es  que  milagro  como  este!...  Voy  á  ver 
si  yá  recordó  pa  darle  el  alimentico.  ...  Pabla  ! 
Pabla  I 

— Señora  ! — contestó  ésta  desde  las  alcobas, 
— Tráete  los   disfraces  y  los  engrollables  de  Ga- 
lita,  pa  que  se  los  mostremos  á  esta  niña  ¡  pa  que  vea 
cosa  pa  bien  linda  ! — y  salió, 

— Todos  tres  están  dormitaos — dijo  volviendo  al 
instante. — El  sueño  de  Galita  j  es  ya  de  alentao,  de 
alentao  !  Bien  dijo  el  dotor  que  lo  de  anoche  fue  el 
crisis...  Pero  mira,  niña,  qué  preciosidá  !  (exclamó  en 
cuanto  Paula  entró  con  los  trajes).  Mira  :  este  lacre 
era  el  que  tenía  puesto...  ¡  pero  miren  cómo  lo  puso  !... 
El  gorro,  tan  lindito,  no  se  supo  qué  camino  cogió  en 
el  bunde.  Mira,  este  otro  vestido  morao,  era  el  que 
tenía  pa  juUeriale  á  la  novia  en  la  maestranza...  ¡  Po- 
bre mijo  !...  tan  escondido  que  tenía  todo,  diz  que  pa 
dar  el  golpe.  ¡  Estos  enemigos  de  embelecos  me  han 
atormentao  como  no  tenes  idea !...  Pero  mirále  los 
flecos!...  ¡Ve  estos  galones  !  Ni  un  santo,  mija  !  Yá 
se  quisiera   San   Juan   esta  capita!...  ¡Pobre  mijo! 


XII —Milagro  disputado  189 

j  Qué  tan  lindo  hubiera  quedao  con  su  muda  y  con 
este  plumaje  de  la  corrosca  ! 

Y  Marucha,  desbordada  en  su  tierno  entusiasmo, 
se  pone  el  empenachado  sombrero  al  tres,  se  engalla 
y  da  unos  pasos  de  contradanza. 

— ¡  Ave  María,  mamita,  usté  si  está  distraída  I — 
exclama  Paula. 

— ¡  Calla  la  boca  !...  ¡  Un  baile  le  mandara  yo  4 
la  Virgen  de  puro  alegre  ! 


XIII 

LA  CUEVA    DE   MONTESINOS 

kN  el  cerebro  de  Galita  continuaban  las  fies- 
tas con  terribles  aditamentos:  el  fragor  de 
las  calles,  el  bullicio  de  los  salones,  el  remo- 
lino de  hermosas,  la  abigarrada  corte  de  ga- 
lanes. Pepa,  en  brazos  de  uao,-galIardo  en  sumo  gra- 
do, suspendía  el  baile  para  señalar  á  Martín  con  el 
abanico,  para  estallar  en  vilipendiosa  carcajada,  para 
decir  «¡gasss!»  y  tirarle  una  escupa  en  la  cara.  Y 
como  Martín  tenía  el  don  de  la  ubicuidad,-  se  encon- 
traba á  la  vez  en  la  plaza  :  allá,  tras  los  palcos  y  ba- 
rreras, al  compás  de  músicas  marciales,  á  manera  de 
medioeval  torneo,  al  plañir  délas  campanas  que  toca- 
ban á  muerto,  ejecutaba  la  maestranza  sus  graciosas 
evoluciones,  sus  caracoles  simétricos,  sus  valientes  al- 
cancías. Entre  la  brillante  caballería,  en  medio  de  los 
penachos  encumbrados,  de  los  recamos  de  oro  y  plata, 
de  la  pompa  de  tan  gentiles  disfrazados,  Martín,  caba- 
llero en  El  Reiüito,  pero  en  el  retinto  flojo,  orejicaído 
y  menoscabado,  exhibía  el  roquete  blanco  y  el  boneti- 
co  de  los  seminaristas,  montando  con  la  hombría  de 
bien  y  el  aire  temeroso  de  cura  gordo  que  va  de  con- 
fesión. Sobre  el  futuro  tonsurado  llovían  piedras  lan- 
zadas entre  atronadora  rechifla,  al  mismo  tiempo  que 


XIII —  La  cueva  de  Montesinos  191 

unos  sacerdotes  y  todo  el  seminario  en  comunidad 
hacían  en  el  atrio  de  la  catedral  la  posa  de  un  entie- 
rro, cuyo  difunto  no  era  otro  que  Martín.  Muerto  y 
todo  le  llegaba  hasta  las  entrañas  aquel  De projundis^ 
largo,  coreado,  lleno  de  horror.  Con  más  dolores  que 
los  producidos  por  la  lapidación,  sentía  sobre  su  cadá- 
ver los  goterones  de  agua  bendita  que  Pepa,  en  furi- 
bundas aspersiones,  le  echaba  á  una  con  los  apedrea- 
dores  del  seminarista  vivo. 

A  la  vez  que  de  difunto  sensitivo  y  de  maestran- 
te,  se  andaba  en  despoblado,  sobre  un  corcel  que  vo- 
laba más  que  el  viento,  precedido  de  un  cartelón  ne- 
gro de  letronas  blancas  que  decía:  Martín  Gala. 

Viajaba  de  noche  trasmontando  cordilleras,  atra- 
vesando dilatadas  llanuras  sembradas  de  cruces;  y  el 
caballo  volaba  y  volaba  hasta  caer  muerto  de  cansan- 
cio, Martín  quedaba  debajo.  Una  nube  de  gallinazas 
lo  rodeaba,  y  cuando  yá  le  comían,  las  desbandaba 
el  asperges  de  Pepa.  El  i?^y?<zVíca;/^  m/<7Ci?,  salmo- 
diado por  ella  á  carcajada  tendida,  lo  repetían  los  ecos 
convertido  en  canto  de  ciirriicutü.  Martín  revivía 
desnudo;  un  caballo  reemplazaba  al  muerto ;  y  ala, 
carrera,  sin  tropiezo  alguno,  cruzaba  por  ásperos  mon- 
tes, por  sobre  escarpas  como  pedazos  de  vidrios,  de- 
jando aquí  y  allá  las  carnes  de  los  dos.  De  súbito  la 
corriente  avasalladora  de  ancho  río  los  envolvía;  te- 
ñíase en  sangre  la  onda  mortal,  y  caballo  y  cabalga- 
dor se  sumergían. 

Por  una  vislumbre  de  razón,  también  se  encon- 
traba por  momentos  en   su  cuarto:   Pérez  y  Mazuera 


192  Frutos  de  mi  tierra 

le  rodeaban  ;  el  doctor  Puerta,  entre  palabra  y  pala- 
bra, reía  como  la  noche  del  baile,  en  tanto  que  «  La 
Vieja,»  disfrazada  de  monja,  cantaba  las  canciones  de 
Pepa,  por  allá  en  un  rincón. 

Mientras  más  borroso  el  embolisme  y  mayor  la 
complicación,  más  fuertes,  más  pronunciadas  las  im- 
presiones ;  y  todo  ello  tenaz,  invariable,  con  el  mismo 
lujo  de  horrores. 

Al  choque  de  tanto  disparate,  relampagueó  en  la 
enferma  mollera  esta  pregunta:  ¿  Será  suefio  ó  nó  ? 
Vaya  usted  á  decirle  ! 

Entre  si  es  sueño  ó  vigilia,  transcurrieron  siete 
días,  que  para  Martín  tanto  podían  ser  un  cuarto  de 
siglo  como  uno  de  hora,  pasados  los  cuales  hubo  un 
momento  en  que,  sintiendo  los  cáusticos,  dificultad 
para  respirar  y  mucha  tos,  vino  en  atar  cabos  y  en 
recordar  todo  hasta  la  confesión.  Lo  sucedrdo  de  ahí 
en  adelante  lo  dedujo,  y  Martín  amaneció. 
^  \  La  muerte  le  estaba  coqueteando  de  veras ! 

Abrió  desmesuradamente  los  ojos  y  trató  de  in- 
corporarse. Vio  á  sus  compañeros  y  á  jPaula,  y  creció 
su  espanto.  «  Qué  quiere,  mijo  ?»  oyó  que  le  dijo  ella; 
quiso  articular  algo,  pero  fuese  por  miedo  ó  por  debi- 
lidad, sólo  produjo  un  murmullo.  Hundióse  otra  vez, 
no  yá  en  los  horrores  aquéllos;  que  se  hundió  en  la 
muerte.  Por  tal  tuvo,  á  lo  menos,  la  frialdad  y  con- 
goja que  sintió;  V-£ii-t:a.n  terrible  tTan(;;p  vini°rvn-;1 
rnnfyjdírsele  Muerte  y  Pepa  en  una  misma  p^rsorta.- 
Pp.pa  nnn  rara  de  ralavpra  y  manos  de  esqueleto,  (S 
Jkt«etiecon  arreos  de  fiesta. 


XIII —  La  cueva  de  Montesinos  193 

La  fiebre  bajaba,  y  Martín  iba  analizando.  ¿  Se 
habría  muerto  yá  ?,..  ¿  Todo  ello  serían  escenas  de  ul- 
tratumba ?  Si  acaso  no  lo  eran,  lo  serían  muy  pronto 
seguramente.  Aquí  la  de  rezar  con  toda  el  alma  y  de 
repetir  aquello  át  alcanzadme  que  muera  con  la  muer- 
te del  justo. 

-\^,¿odo  esto  la  favorable  crisis  paja^  y  la  con- 
valecencia entra  á  galope  tendido  como  la  enfer- 
medad. 

Lo  que  era  en  esta  vez  no  se  moría  nada;  de  ello 
se  convenció  por  fin.  Y  ¡  lo  que  son  las  cosas !  Des- 
pués de  tantos  sustos;  después. de  haber  sentido  olores 
de  la  otra  vida,  resultó  con  que  el  mozo  dio  en  rega- 
tearle á  Dios  el  chiripazo,  á  cuenta  de  que  este  vivir 
de  flor  era  una  sola  amargura. 

¡  Vivir  <;i'n  pgn  rn'ijfir!  0'v'i^rla  !•..  Punto  menos 
que    imposible.  Esa  mujer   lo   había  matado;    era  su 
verdugo;  le  tenía  miedo;  en  su  corazón  sentía  la  lluvia/ 
de  asperges;  en  su  corazón   oía  el  Requiescat  in pace) 
pero  en  su  corazón  no  había  odio  contra  esa  mujer,  j 

Odio.?  Pero  ni  indiferencia,  ni  menos  olvido.      í 

Esa  mujer  era  un  abismo  de  maldad;  en  el  alma 
de  esa  mujer  todo  era  negro...  Entonces  ¿  por  qué  no 
odiarla  ?...  ¡  Ay  !  No  podía:  sentíala  atracción;  una 
atracción  tanto  más  tirante,  cuanto  mayor  era  la  mal- 
dad de  esa  mujer.  Eso  era  ineludible;  era  su  destino. 
Como  el  suicida  á  quien  atrae  la  bala  que  ha  de  vo- 
larle los  sesos,  así  lo  atraía  esa  mujer. 

Los  sesos  ?  Nó,  él  no  los  tenía:    bien  comprendía 

que  estaba  loco.  Sj^oeo; porque  coc  amor  nn-eraamor, 

1q 


194  Frutos  de  mi  tierra 

sino  locura.    ¿  Cómo  amar  tanta  perversidad  sino  es- 
tando loco  como  él  lo  estaba  ? 

Esa  locura  no  alcanzó  á  quitarle  la  vida;  pero  sí 
le  había  apagado  la  razón.  Sus  presentimientos  no 
podían  engañarlo:  esa  pasión  no  podía  acabar  de  otro 
modo....  ¡Qué  vida  iba  á  ser  la  suya!...  ¡  Pobre  su 
madre  !...  ¡Tantas  esperanzas  en  ese  hijo...  separarlo 
tanto  tiempo  de  su  lado,.,  hacer  el  sacrificio  de  la 
ausencia...  para  conseguir  un  loco!...  Pero  nó:  él 
conocía  su  locura,  y,  conociéndola,  él  la  ocultaría.  Sí; 
la  muestran  aquellos  que  ignoran  tenerla;  pero  él  no 
la  mostraría:  evitaría  á  su  madre  esa  pena,  se  evitaría 
el  verse  amarrado  en  una  jaula,  ó  apedreado  por  los 
muchachos,  i  Qué  vivir  más  espantoso,  vivir  mu- 
riendo!...  ¡Sabría  Dios  cuántos  años  tendría  de  so- 
brellevar esa  vida  ! 

(La  muerte;   esa   otra   muerte;   esa  con  ataúd  y 
entierro...  muy  espantosa,  era  cierto;  la  cuenta^  muy 
»  espantosa  también;  pero  pasaba  pronto,  y  acababa  el 
penar  1 

Había  perdido  una  coyuntura  para  terminar  de 
una  vez:  el  jesuíta  le  había  dicho  tan  dulces  palabras; 
su  confesión  fue  tan  contrita;  su  arrepentimiento 
era  tan  grande,  que  ¡  si  Dios  fuera  servido  de  llevár- 
selo !... 

Y  Martín,  fantástico  de  suyo,  tomado  ahora  por 
la  enfermedad  y  profundamente  impresionado,  iba 
sutilizando  sus  tristezas,  hasta  tenerse  por  el  hombre 
más  desgraciado. 

Con  todo,  convino  en  no  desearse  la  muerte  con 


Xlil — La  cueva  de  Montesinos  195 

entierro,  porque  eso  era  ofender  á  Dios,  y  no  estaba 
ahora  por  pecar;  que  antes  iba  á  seguir  las  exhorta- 
ciones del  Padre  Céspedes,  que  había  vuelto  á  visi- 
tarlo, y  los  consejos  de  Marucha.  Sí,  en  adelante  iba 
á  ser  muy  buen  cristiano;  yá  lo  era,  pues  que  rezaba, 
y  muy  devotamente.  Sólo  la  virtud  y  los  consuelos 
de  la  Religión  podrían  darle  aliento  en  su  vida  de 
martirio. 

La  salve,  con  aquello  de  gimiendo  y  llorando  en 
este  valle  de  lágrimas,  le  suministró  el  programa.  Sí: 
gemir  y  llorar  en  silencio,  no  había  más,  y  Galita  se 
creyó  un  Job. 

La  ocasión  se  pintaba  sola  para  prácticas  de  pie- 
dad y  enmienda  de  pecadores:  Mazuera  y  Cañasgor- 
das  habían  trasladado  sus  estudios  á  la  sala;  de  la  sala 
habían  emigrado  al  cuarto  del  enfermo  El  Divino 
Rostro  y  la  Virgen  del  Perpetuo  Socorro,  El  con  su 
lámpara,  Ella  con  sus  velas;  las  viejas  los  colocaron 
en  el  hueco  de  la  ventana,  donde  Galita  pudiera  ver- 
los bien ;  y  en  el  cuarto  se  les  hacían  los  rezos,  con 
más  fervor,  si  con  menos  bulla  que  antes. 

Byron, — El  Gaitóti,  como  lo  llamaba  Marucha, — 
había  desaparecido,  y  en  su  reemplazo  acompañaba  á 
Martín,  en  el  rincón  de  la  cama,  la  Virgen  de  Chi- 
quinquirá,  de  las  señoras  X., cuadro  andariego,  clásico 
en  Medellín,  por  ser  visita  obligada  de  todo  enfermo 
grave,  y  gran  hacedor  de  milagros,  según  milagreras 
conseias,  el  cual  cuadro  lleva  pegada  á  la  pintura,  á 
modo  de  ex-votos,  porción  no  pequeña  de  zarcillos, 
florecillas  y  cositas  de  oro,  circundando  á  la  Virgen  y 


196  Frutos  de  mi  tierra 

eclipsando  las  santas  figuras  de  sus  amigos  Andrés  y 
Antonio. 

Otrosí:  Martín  piensa  cumplir  al  par  que  Las 
viejas  las  promesas  de  misas,  comuniones  y  novenas 
que  ellas  han  mandado;  Marucha,  además,  lo  hizo 
asentar  en  la  hermandad  del  Carmen,  y  el  hermano 
carga  el  escapulario. 

También  estuvo  de  ejercicios  espirituales.  No 
bien  la  pieza  se  pudo  abrir  libremeote,  Marucha  se 
instaló  cerca  á  la  puerta,  con  la  «  mesita  tabaquera,»  los 
canastos  de  harinas^  los  rollos  y  demás  recados  del 
caso,  y,  calados  los  anteojos,  acomodada  en  su  ban- 
queta, principió  á  farfullir  sus  «bobos,»  como  ella  de- 
cía, y  á  echar  las  prédicas.  A  cada  docena  de  tabacos^ 
un  milagro  de  la  Virgen  del  Socorro,  con  muchas 
consideraciones  y  exornado  —  por  vía  de  ameniza- 
ción — con  alguna  aventura  de  Sarrazola,  con  el  naci- 
miento de  Pabla,  con  las  gracias  de  Calistro,  el  mu- 
chacho de  Marucha,  <r  que  falleció  á  los  diez  y  nueve 
años,  tres  meses  y  dos  años  de  colegio.»  Por  el  esta- 
do de  Galita  no  podía  Marucha  ser  lo  prolija  que  de- 
seara, ni  contar  de  seguida  como  era  su  costumbre; 
pero  así  recortada  y  todo,  Martín  estuvo  en  un  tris 
de  recaer  con  las  conferencias. 

<r  Yá  lo  ve,  mijito — le  dijo  Marucha  al  levantar 
la  primera  sesión — la  Virgen  le  ha  mandao  este  mal, 
pa  volverlo  á  su  Divina  Majestá,  y  pa  que  deje  esa 
vida  de  pecadera  y  esas  compañías  tan  fatales  qué  ha 
tenido...  [  Yá  ve  lo  que  son  los  tales  casinos  !...  Pón- 
gase á  pensar,  á  su  parecer,   cuánto  será  el  platal  que 


XIII — La  cueva  de  Montesinos  197 

le  ha  cogido  el  tal  chato  ¿  y  ai  no  lo  dejó  tirao  con  el 
mal,  sin  pregúntale  siquiera  qué  tenía  ?...  Yá  ve  al 
José  Bermúdez...  ¡  santo  onde  te  pondré,  mientras  lo 
vio  alentao  y  botando  plata  como  si  fuera  cagajón  !... 
y  yálo  ve,  mijo,  cuanta  gracia  hizo,  fue  ir  por  el  do- 
tor  y  después  asomase  un  ratico  por  cumplido!... 
Habelo  traído  de  onde  estaba  boíao  i  caso  me  parece 
tanta  hazaña  !...  ¡  Es  pa  que  vaya  viendo  la  laya  de 
amiguitos  !» 

Esta  parrafada,  más  ó  menos,  era  de  todos  los 
días;  y  Martín,  desengañado  como  estaba,  convenía 
con  Marucha. 

Afirmándose  más  en  sus  buenos  propósitos,  prac- 
ticando virtudes  cristianas,  pasó  la  convalecencia. 
El  curso  de  resignación,  sobre  todo,  iba  á  pedir  de 
boca:  Dios  quería  probarlo  enloqueciéndole  el  corazón 
para  que  amase  á  una  mujer  tan  mala;  pues  bien:  no 
rechazaría  el  cáliz;  vitalicia  que  fuese,  resistiría  á  la 
prueba;  amaría  ese  imposible,  esa  maldad,  en  abstrac- 
to, en  ¡dea,  yaque  no  en  carne  y  hueso. 

Aunque  á  Galita  no  se  le  ocurrió  el  símil,  nos 
consta  que  se  propuso  amar  ala  muchacha  al  modo 
que  el  sectario  obcecado  ama  su  error,  su  error  que 
tan  sólo  persecuciones  ha  de  acarrearle. 

Y,  cual  conviene  á  hombre  que  oculta  la  locura, 
que  hace  frente  á  la  desgracia  con  las  armas  de  la 
virtud,  Martín  guardaba  un  recogimiento  melancóli- 
co que  áél  le  parecía  augusto,  pero  en  grado  super- 
lativo. 

En  los  adentros  sentía  los  enternecimientos  de  la 


198  Frutos  de  mt  tierra 

piedad,  al  par  que  los  hachazos  del  martirio,  y,  víc- 
tima que  no  quiere  ser  comprendida,  tomaba,  calla- 
dito  su  boca,  camino  del  Calvario. 

Tal  iba  el  convaleciente,  cuando  héteme  aquí  que 

á  los   pocos   días   de   levantarse,  l^-ftreroTT— efttraüdo 

u ñas  ansias   allá   como  corporales,  un  tantico  concre- 

.  £as  v_determinadas;  rPepa,  yá  sin  dares  ni   tomares 

I  con  la  muerte;   Pepa,  exenta  de  toda   perversidad; 

!  Pepa,  con  todos  sus  encantos,  poetisada  por  el  re- 

V  cuerdo,  realzada  por  la  pasión,   apareció  en  escena 

Icomo  modelada  por  el  genio  helénico.  Santos  propó- 

«itos,  promesas  de  comuniones,  curso   de  virtudes, 

Varón  fuerte.  Platón,  todo  se  lo  llevó  el  diablo. 


XIV 


G  A  L I T  A     LEE 


1 


LL  i^^Tg^Q^RE  mijo,  tan  entotumao  que  se 
*•  ■  '■■^^BL  levantó!"  era  la  muletilla  de  Maru- 
-O  cha;  V,  en  efecto,  Galita  seguía  día  por 
día  más  c3¿[i_ziu,io.  Lo  poco  que  hablaba 
era  para  expresar  su  gratitud  á  Las  viejas,  á  sus  com- 
pañeros y  al  doctor  Puerta;  pero,  en  tratándose  de 
otro  asunto,  no  adelantaba  palabra;  y,  ni  las  historias 
de  Marucha,  ni  la  charla  de  Mazuera,  ni  la  crónica  de 
las  fiestas,  ni  las  Bermúdez,  que  fueron  a  verlo,  ni  las 
cremas  y  golosinas  de  enfermo  que  éstas  le  enviaban, 
fueron  para  sacarlo  de  su  silencio. 

Antes,  todos  le  hablaban  de  Pepa,  ahora  nadie  se 
la  nombraba;  luego  todos  sabían  lo  que  pasó  entre  él 
y  ella. 

Por  lo  que  decía  Marucha,  por  lo  que  él  recor- 
daba, supuso  que  Pepa  había  figurado  en  el  delirio; 
quiso  saberlo  por  sus  compañeros;  pero  ambos  se  hi- 
cieron los  bobos.  Galita,  entonces,  muy  conmovido, 
contóles  el  episodio  del  baile,  pintándoles  su  desen- 
canto de  la  vida  y  el  fuego  en  que  se  abrasaba,  sin 
poner  en  la  pintura  una  sola  pincelada  de  la  resig- 
nación de  antes,  y  sí  muchas  de  despecho. 

Cañasgordas  le  salió  con  aquello  de  que  cuando 


200  Frutos  de  mi  tierra 

una  puerta  de  cuero  se  cierra...  cosdi  que  al  cuitado 
pareció  vulgarísima,  inadecuada  y  hasta  hiriente  á  la 
alteza  de  ese  amor,  que  el  burdo  mediquillo  era  in- 
capaz de  comprender. 

El  remontado  Mazuera,  volviendo  al  tono  do- 
cente de  Mentor,  ventiló  la  cuestión  con  todas  las  filo- 
sofías y  exornaciones  de  su  cosecha.  Probó,  ó  al  rae- 
nos  pretendió  probar,  que  los  amores  exclusivos  eran 
la  paparrucha  más  grande;  y  no  bastando  esto,  apeló 
el  bachiller  á  los  narcóticos  de  la  alabanza;  puso  á  Ga- 
lita  en  las  nubes  y  á  Pepa  eij  el  gajo  de  abajo,  decla- 
rándola, por  ende,  indigna  de  tan  encumbrado  amante. 
Y  mucho  que  se  adormecieron  los  dolores  con  estas 
gotas  rosadas. 

Por  fin  dieron  á  Martín  por  bueno  y  sano,  y,  con 
tal  que  se  cuidara  de  malos  vientos,  permiso  para 
salir  á  todas  horas. 

Sería  de  noche,  porque  de  día  se  podría  encon- 
trar con  Pepa  por  allí  en  cualquier  parte,  y  él  no  que- 
ría verla  de  ningún  modo.  De  noche  pagaría  las 
visitas,  arreglaría  el  viaje  y  se  despediría;  porque  él 
56  iba  precisamente.  ¿  A  qué  permanecer  más  tiempo 

[\en  Antioquia  ?  Además,  la  última  carta  de  su  madre 
ira  enérgica  y  terminante:  lo  amenazaba  con  retirarle 
los  recursos  si  no  volvía  al  Cauca  ó  á  los  estudios. 
¡  Lindos  serían  los  que  él  hiciera,  con  ese  comején  que 

jle  roía  el  alma  I  ¡  Al  Cauca  otra  vez  !  Acaso  la  vista 
de  su  tierra,  las  caricias  de  su  madre,  la  vida  de  las 

I  haciendas,  podrían  aliviarle.  Acaso,  allá  en  la  finca  de 

j\£a  Soledad,  lejos  de  las  mentiras  sociales,  confundido 


XIV—  Galita    lee  201 

con  los  vaqueros,  hallaría  medios  de  aturdir  su  cora- 
zón, ¿.^o  vivió  Byron  en  el  campo  ?  Allá,  sin  testigos, 
sin  que  nadie  lo  criticara,  derramaría  su  sentimiento 
en  raudales  de  poesía;  y,  á  semejanza  de  la  muerta  de 
El  ir  en  expreso^  recitaría  sus  cantigas  al  lucero  de  la 
tarde,  para  que  esta  estrella,  que  también  era  suya, 
se  las  recitara  á  Pepa. 

Trocada  la  cruz  en  lira,  convertido  el  Calvario 
en  Pindó,  madurado  el  plan,  y  combinadas  de  ante- 
mano algunas  estrofas,  anunció  Galita  el  viaje,  y  Las 
viejas  emprendieronelJj¿nto. 

Bermúdez  fue  á  invitarlo  para  que  salieran  á  pa- 
sear á  la  Quebrada  Arriba;  pero  Martín  se  excusó. 
Todavía  se  estuvo  en  casa  por  tres  días,  pasados  los 
cuales  hizo  venir  al  peluquero  para  que  lo  arreglara; 
púsose  vestido  negro  de  levita  y  el  alfiler  de  perla 
negra  cogida  con  una  garra,  en  el  que  vio  un  símbojo: 
la  perla  su  corazón,  la  garra  el  dolor;  y  se  echó  á  la 
calle,  con  aire  de  recién  llegado  de  largo  viaje  por  el 
extranjero.  El  movimiento,  la  vida  afanada  de  la  ciu- 
dad, el  aspecto  de  la  gente,  le  parecían  extraños  é 
inusitados,  sarcasmos  de  la  suerte  las  felicitaciones  de 
los  conocidos;  creía  que  todos  leían  en  su  porte  este 
letrero:  <l  ¡Desgraciado  joven! ^^  Impensadamente  se 
fijó  en  un  cartelillo  verde  retumbante,  vivo  aún,  que 
en  una  esquina  sobresalía  del  pegote  de  papeles,  y 
leyó:  "Se  invita  á  las  personas  piadosas  para  que 
asistan  á  la  velación  que  tendrá  lugar  el  20  de  los 
corrientes,  en  la  Vera  Cruz,  para  pedir  a  Dios  por  la 
salud  del  joven  Martín  Gala." 


202  Frutos  de  mi  tierra 

Yá  sabía,  por  Marucha,  de  la  tal  velación,  y  ni 
caso  había  hecho,  pensando  que  eso  sería  cualquier 
rezo  mandado  por  Las  viejas;  y  ni  el  interés  que  des- 
pertó su  vida  en  peligro  le  cogía  de  nuevo;  que  antes 
se  lo  figuraba  general.  Pero  al  ver  que  eso  había  sido 
anunciado  y  todo,  y  en  letra  de  molde,  al  leer  su 
nombre,  brotaron  del  fondo  de  su  pena,  como  flores 
de  la  sepultura,  unas  satisfaccioncillas  Intimas  ¡  deli- 
ciosas ! 

"  Ese  charlatán  de  Mazuera — se  d'jo  Galita — 
tiene  mucho  talento:  muy  cierto  es  que  yo  no  me 
estimo  en  lo  que  valgo...  Pero  esa  velación  debió 
costar  mucho...  y  Las  viejas  ¿  con  qué  la  iban  á  pa- 
gar ?...  Si  fuera  por  mi  cuenta,  me  hubieran  dicho 
que  debía  eso...  José?'...  ¡  qué  velación  iba  á  mandar 
ése  i...  Mazuera  y  Cañasgordas  menos"... 

Alartín  repasó  amistades  y  conocimientos,  y, 
como  no  fuera  á  las  Bermúdez,  no  encontraba  á  quién 
achacarle  la  velación. 

El  gusto  se  lo  apagó  de  un  soplo  esta  idea: 
♦(  ¡  Quererme  todos  tanto...  y  esa  mujer  I  »... 

Iba  primero  al  telégrafo  á  anunciarle  á  su  madre 
f  el  próximo  viaje,  y  en  seguida   á   la    redacción  de  un 
^periódico,'á  que  le  publicaran    una    despedida  <  muy 
hitn  jalada^ »  que  le  había  escrito  Mazuera. 

Al  entrar  á  la  Casa  de  Gobierno,   donde   estaban 
entonces  las  oficinas  telegráficas,   un   chico,  hermano 
de  las  Bermúdez,  lo  llamó  y  le  entregó  una  carta,  d¡- 
ciéndole:  «  Aquí  te  mandan  las  muchachas.» 
'         Rompió  el   sobre  y  vio...  ¡  Dios   del  cielo  !  Le 


XIV—Galita   lee  203 

pareció  que  se  caía.  Estaba  soñando.  Eso  no  era  cier- 
to. Había  vuelto  al  delirio. 

«  ¿  Qué  es,  niño...  mala  noticia  ? — le  preguntó  el 
portero. 

Que  nó,  contestó  Galita   con    meneo   de  cabeza, 
el  ojo  tamaño,  fijo  en  aquellas  letras.  Era    un   tarjeta 
de  visita  con  este  nombr^:  Alaria _^£L^ef^   F.<ír.anrlán^^ 
y  debajo  y  á  la  vuelta,  en   letra  patoja:  «  Perdóneme  n 
Martín.  Yo  lo  amo  lo  adoro.  No   se   baila    por   Dios;! 
para  el  Cauca  sin  que  hablemos=repa.i»  !  V 

Otro  papelito  de  letra  de  Julia  Bermúdez,  decía:/ 
ccMi  apreciado  Galita.  =í  Pepa  quiere  hablar  con  U.l 
Está  muy  arrepentida.  Bengase  ala  oracioncita  áaquí\ 
á  casa  »  etc. 

¡  Iba  á  recaer  precisamente  !  Si  hasta  sentía  dolo- 
res otra  vez.  De  repen^tejumjLj¿eiL.l£-atejrr4;  <c  ¿  Será 
otra  burla  ?...d 

Entró;  se  recostó  en  la  barandilla  del  patio;  miró 
el  surtidor,  los  cuadros  del  jardín,  los  desgabilados 
arbolocos,  luego  el  escudo  nacional,  pintado  al  frente 
en  una  como  portada;  leyó  la  inscripción:  Pueblo, 
respetad  al  Magistrado;  Magistrado^  respetad  la  ley; 
después  miró  al  cielo;  pensó  en  El  Retinto;  recordó 
el  cuadro  de  San  Martín  que  había  en  su  casa,  mon- 
tado en  un  caballo  palomo^  y  partiendo  la  capa  con  el 
mendigo;  habló  solo  y  como  el  loro,  diciendo  este 
pedacito  de  la  biografía  consabida:  «.La  belleza  es  laví 
luna  cuyos  melancólicos  rayos  alumbran  las  ncc/tes  del  I' 
alma.T» 

Al  fin,  sin   acordarse  de   tal   telégrafo,  ni  de  la 


204  Frutos  de  mi  tierra 

despedida  tan  h'ien  jalada,  ni  de  nada,  salió  apresura- 
damente, llegó  á  la  casa,  llamó  aparte  á  Mazuera  y, 
dándole  la  carta,  le  dijo: 

— Díme  si  esto  es  cierto  ó  es  una  burla  ! 

— Ah  caray  ! — exclamó  el  Mentor,  en  cuanto 
leyó  la  tarjeta — Que  si  es  cierto  ?...  Pues  de  más! 
Eso  tenía  que  suceder  !  Sí,  señor:  aquí  está  pintada 
la  Pepa.  ¡Si  es  un  tipo,  no  te  digo!  Y  en  seguida  leyó 
la  boleta. 

— No  será  por  engañarme? 

— Por  engañarte  ?  ¡  No  seas  bestia  !  Esto  es  más 
cierto  que  el  Algebra...  ¡  Pero  ve  qué  arranques!... 
Caramba  !  Está  apasionada.  Si  estuvieras  por  desqui- 
tarte, aquí  te  las  pagaba  juntas  !..  Pues  en  plata  te 
pide  una  cita — Es  un  tipaso!... 

— Pero...  voy  ? 

— Pues  para  cuándo  lo  dejas  ? 

— Es  que...  ese  cambio,  así  de  repente... 

— ¡  Pero,  hombre,  por  Dios...  parece  que  no  co- 
nocieras á  ninguna  mujer!...  Si  así  son  todas,  hom- 
bre! ¡  Y  ésta  no  anda  con  vueltas  !...  Me  hadado 
más  gana  de  tratarla  !...  Es  de  verdad  que  está  arre- 
pentida... Créemelo.  ¡  Pero  ve  qué  ortografía  !...  ¡Está 
estupenda  para  ti  ! 

j  Qué  talento  tiene  este  bobo  ! — pensaba  Martín. 


XV 


LLEGADA 


ERRADURAS  de  despeada  caballería  re- 
suenan en  el  empedrado.  El  viajero  lee  el 
nombre  de  la  calle,  dobla  la  esquina,  y  es- 
poleando el  mulo,  que  apenas  se  mueve,  se 
acerca  á  la  casa  número  iii,  y  pregunta. 

— Sí,  mi  niño, — \e  contesta  e\  asisietiíe  ó  criado- 
Bien  puede  desmontase. 

Hácelo  el  viajero;  el  criado,  tomando  el  animal 
por  la  brida,  lo  entra  por  la  «puerta  falsa»;  resuenan 
las  espuelas  en  el  zaguán;  resuena  la  campanilla  del 
contraportón;  Mina  abre,  y  al  tiempo  que  él  se  dobla 
levantando  el  casco,  ella  exclama  cortada: 

—I  Caballero  !...  Ah  !...  Es  ggsar  ? 

— César...  para  servirte  ! — canta  él  apresuiada- 
mente. 

Ella  le  da  la  mano,  César  se  la  estrecha  en  las 
suyas  y  luego  la  abraza  cantando: 

— Tú.„  eres  Filomena,  nó  ? 

— Nó,  señor,  soy  Belarmina — repone  ésta  un 
tanto  disgustada. 

— ¡  Ah  caracho  !...  ¡  Belarmina,  como  nó!...  Y 
¿  cómo  estás,  ah  ?  ¿  Cómo  están  por  aquí  ?  ¿Y  las  otras, 
ah  ?   Y   siguen   abrazados   hasta  el  costurero.   El  se 


206  Frutos  de  mi  tterra 

sienta.  Mina,  tupida  con  el  abracijo,  que  nunca  se  le 
había  ocurrido,  contesta: 
y/  — Estamos  bien,  César....  Agusto  muy  nervioso. 

Y  grita  en  seguida: 

— Nieves  !  Nieveees !  camina  saluda  á  César,  que 
yá  vino ! 

Llena  de  confusión  y  vergüenza,  imagen  del  en- 
cogimiento, aparece  Nieves,  y  desde  la  puerta  estira 
la  mano  diciendo  muy  pasito  y  despacio: 

— Cómo  le  ha  ido,  César.... 

— ¡  Hombre,  Nieves! — salta  él  poniéndose  en  pie  y 
abrazándola. — ¿Y  qué  tal,  ah  ?...  ¿  Cómo  te  conservas  ? 

— Toy  alentada...  y  sí  que  vino  temprano! 

— Temprano?  (soltando  la  abrazada  y  sacando  el 
reloj).  Ah  caracho!  Cómo  nó!...  Créia  que  era  tarde: 
no  son  las  cuatro  y  media !  Siéntate !  Cuéntame  cómo 
están  y  qué  es  lo  que  tiene....  tío  Agustín.  No  será 
nada  de  cuidado,  nó  ?  ¡  Enfermedad  de  rico,  nó  ? 

— El  dice  que  está  muylITáT^Trr 

— Sí?  ¡Cuánto  siento  lo  que  me  dices  !...  Y 
cuál  es  la  enfermedad,  ah  ? 

— Pues  á  él  le  dio  buenamoza — contesta  Mina — 
pero  ahora  como  que  es  algo  de  necedá. 

La  campanilla  suena,  el  contraportón  cruje,  y 
asoma  el  volumen  de  la  prendera. 

— Es  Filomena — anuncia  Mina. 

— ¡  Hola,  Filomena  ! — exclama  César  saltando 
al  corredor  y  abalanzándose  á  abrazarla;  pero  no  pu- 
diendo  abarcarla  con  la  debida  elegancia,  se  contenta 
con  echarle  el  brazo  y  darle  palmaditas. 


XF—  Llegada  207 

— Qué  tal,  César  !...  Hace  rato  llegó  ? 

— Horita,  horita  !  Y  cómo  estás,  ah  ? 

— No  tengo  novedad.  Muchas  gracias.  Y  usté? 
(Desprendida  de  los  brazos  del  sobrino,  fue  á  sentar- 
se al  frente.  Le  miró:  (C  ¡  Qué  hombre  tan  lindo  !  ») 

— Ah!...  Vengo  medio  muerto!  Desde  el  río 
traigo  un  pestarrón  ¡  matroz  !...  El  tren  me  acabó  de 
zumbar:  ¡casi  un  día  para  hacer  diez  leguas!... 
1  Qué  cosa  tan  bárbara  !  ¡  Eso  es  un  chispero  que,  en 
lugar  de  moverse,  no  hace  sino  quemar  la  ropa  I... 
Y  hora  verán  !  El  ranguillas  que  me  alquilaron  en 
Pavas,  por  pocas  no  me  arrima  á  San  Roque:  ¡  dos 
días  he  gastado  y  creya  no  llegar  !  Al  otro  día  ma- 
drugo y  voy  á  montar,  ¡  pero  en  qué:  achajuanado 
del  modo  más  bestial!  No  daba  un  paso.  Salgo  á  bus- 
car un  animal  en  qué  seguir,  y  tuve  que  esperar  unos 
arrieros,  porque  no  encontré  allí  quién  me  alquilara 
ni  una  muía  de  carga.  Por  fin  llegaron  unos,  y  cuan- 
do iba  á  ensillar  me  puse  tan  feo,  que  tuve  que  arrun- 
charme. Pensé  que  las  fiebres  me  iban  á  zumbar. 
Pues  nó:  al  otro  día  pude  seguir;  pero  hoy  sí  me  ha 
ido  peor:  ¡  he  venido  no  sé  cómo,  con  el  calor,  el 
polvo  y  la  peste!...  Cosa  más  atroz!  Y  aquí  en  el 
camellón  j  la  venía  pasando!:  un  parrandón  de  niñas 
en  un  balcón,  la  mar  de  gente...  ¡  y  yo  metiéndole 
espuela  á  la  muía,  y  la  muía  sin  moverse  !...  Ah  ca- 
racho I  No  sé  cómo  estoy  aquí  I 

— Por  manera  que  no  más  dentro  á  Antioquia 
encomenzaron  los  trabajos.? — dijo  Filomena  muy 
risueña  y  muy  divertida  con  las  cosas  de  César. 


208  Frutos  de  mi  tierra 

— Ah  !  sí  I  (en  tono  de  zumba).  He  llegado  de 
malas  á  esta  tierra!  Si  así  sigo..» 

— Pues  como  no  se  aburra — dijo  Filomena— todo 
está  bueno. 

— Ah  !  j  No  lo  creas  1  ¿  Con  ustedes  quién  se 
puede  aburrir  ? 

— ¡  Pues  quién  sabe,  César  ! — repone  la  señora  de 
muy  buen  humor. — No  se  ponga  á  floriar  desde  ahora. 
Bueno,  ¿  y  cómo  dejó  á  Juana  y  la  familia  "> 

— ¡Muy  bien,  ala! — contesta  él,  inclinándose  — 
j  Perfectamente  están  lodos!  ¡Tantos  recuerdos  les 
mandan  !  La  pobre  mamá  se  quedaría  llorando  por 
mi  venida,  \  yá  me  la  supongo  !  Desde  que  se  decidió 
mi  viaje  principió  el  llanto...  Papá  vino  á  sacarme  y 
nos  les  tuvimos  que  venir  escondido  !...  Por  aquí 
traigo  una  carta:  me  parece  que  es  para  tí  y  tío  Agus- 
tín (sacando  una  cartera  muy  fina).  Por  ai  en  los  baú- 
les vienen  unos  chismes  que  les  manda. 
^  Filomena  guardó  la  carta  sin  leerla.  No  sabía  qué 

I  adivinanza  era  ésa:  esperaba  un  muchacho  así,  pobre, 
mal  entrajado,  y  César  venía  de  guantes;  casco  in- 
glés; vestido  de  paño  burdo,  muy  nuevo  y  elegante; 
j  magníficas  polainas;  calzado  extranjero,  amarillo  é 
I  impermeable;  guarnid  muy  lustroso,  extranjero  asi- 
\  mismo;  venía  de  revólver...  ¡y  tráia  hátiles! 

Los  setenta  y  cinco  pesos  del  recurso  se  le  volvie- 
ron á  la  tía  la  acosa  más  particular í.  Aunque  fuera 
una  bribonada,  ni  modo  de  enojarse  con  César,  por- 
que... ¡  ah  muchacho  ! 

Filomena,   Minita  y  Nieves,  en   el  costurero;  la 


XV—  Llegada  209 

cocinera  y  el  negro  asistente^  en  el  corredor,  todos  es- 
taban con  la  boca  abierta.  A  medida  que  César  se  iba 
produciendo,  el  encanto  crecía.  Como  los  asistentes  á 
ópera  \>iagneriana,  poco  más  atendían;  p»ro  bien- ge 
les_alcanzaba  que  nq|ie11n  dp  Cf'snr  pn  1n  ^rnrJT  mismaj. 

^]   ^nlmr»  rlp  1t   fínnra 

La  fraseología  y  acentuación  bogotanas,  las  ar- 
moniosas elles,  esas  inflexiones  moduladas,  el  natural 
despejo  del  muchacho,  lo  biien  apersonado  que  era, 
todo  se  aunaba  para  embobar  el  auditorio. 

— ¡  Ah  caracho!...  iQué  casa  tan  primorosa  tie- 
nen ! 

— Camine  conózcala — dijo  Filomena  con  inusita- 
da insinuación,  siguiendo  la  costumbre  medellinense 
de  mostrar  las  casas  á  cuantos  llegan  á  ellas. 

César  se  despojó  de  espuelas  y  polainas,  y  fue  lle- 
vado primero  á  la  gran  sala. 

— j  Ah  carrizo  ! — cantó  al  entrar — j  Esto  es  muy 
réminton  !...  ¡Ustedes  tienen  un  gusto  !...  \  Qué  be- 
lleza ! 

Las  estatuas  con  sus  trajes  de  percalina,  los  pája- 
ros disecados,  los  fruteros.  Cada  cosa  recibió  su  tributo 
de  admiración.  Lo  mismo  en  las  demás  piezas  mostra,'» 
bles.  Minita  y  Nieves  resultaron  también  muy  elegan- 
tes, y  Filomena  de  un  tipo  ;  muy  distinguido  ! 

— Voy  á  ver  si  aquél  abre — dijo  ésta,  dirigiéndose 
al  trancado  cuarto  de  tío  Agustín. 

'  — Agusto  !  Agusto! — gritó  golpeando — abrí  pa 
que  saludes  á  César.  Abrí,  que  tiene  mucha  gana  de 
verte !  1* 


2J0  Frutos  de  mi  tierra 

— Anda  á  la  porra  ! — gritaron  de  adentro. 

— jNó,  César, — dijo  la  del  tipo  distinguido  vol- 
viendo al  costurero — no  hay  esperanza  que  abra!... 
Tiene  que  saludarlo  á  la  tiaición,  cuando  le  dentren 
la  comida...  ¡  Augusto  está  fatal !  Después  le  conta- 
remos... Pero  camine  recuéstese  un  ratico,  que  estará 
molido...  ¿  Quiere  dulcecitos  de  cajón,  ó  un  vaso  de 
cerveza  ? 

—  ¡Gracias!  Te  agradezco  tanto!...  pero  hora 
no  deseo  nada. 

— Tome  la  cervecita,  que  ahora  le  sienta  muy 
bien. 

— Bueno,  alita,  te  acepto  la  cerveza ! 

Filomena  lo  condujo  á  su  propia  cama,  porque 
la  que  le  tenía  preparada  le  parecía  yá  mal  pergeñada 
para  tal  huésped. 

—Recuéstese  aquí — dijo  ella  doblando  hacia  un 
lado  el  gran  ropón  que  cubría  la  cama. 

Quitóse  César  casco,  guarnid  y  revólver,  y  se 
estiró  cuan  largo  era. 

— j  Ah  caracho  ! — exclamó. —  i  Qué  cuja  tan  de- 
liciosa ! 

Los  cojines  forrados  en  bordada  holanda,  los  re- 
henchidos almohadones,  el  rollo  con  lazos  en  las  frun- 
cideras,  la  rica  colcha  de  damasco,  perdieron  su  vir- 
ginidad. 

Filomena  corrió  al  criado: 

— Corre  cómprate  aquí  á  la  esquina  una  botella 
de  cerveza  inglesa.  ¡Pero  es  que  volas,  porque  tenes 
que  hacerme  otros  mandaos! 


XV— Llegada  211 

Despachado  el  negro,  fuese  á  la  cocina; 

—  ¡Una  comida  de  lo  mejor! — mandó  al  entrar. 

— I  Ave  María,  mi  siá  Jilomena, — dijo  la  cocinera 
muy  entusiasmada — valiente  niño  pa  bonito!...  Qué 
le  toca  á  busté  ? 

— Es  hijo  de  una  hermana  mía. 

— Hijue  pucha  !...  Pero  sí  que  tiene  un  habla  pa 
más  sabrosa  I 

— i  Pues  esmérate  harto  !;  Nieves  viene  á  ayu- 
darte. 

— ¿Paqué  no  me  dijo  dendiantes?...  Busté  sí 
qués!...  Tanté  comida  á  estora  ! 

— Es  lo  mismo !  Lo  que  falte  se  manda  traer  á  los 
hoteles;  pero  sí  tenes  que  hacer  la  torta  de  mojicón, 
y  unos  pastelitos  como  los  del  otro  día.  De  la  gallina 
de  Agusto  sacas  unas  presas. 

— Tome  los  dulcecitos,  César, — dijo  la  señora, 
después  de  la  cerveza. — La  comida  se  demoia,  y  ten- 
drá fatiga. 

— ¡Nó,  nó,  ala,  absolutamente  !  No  te  afanes  por 
mí,  ni  vas  adarme  banquete,  que   yo  soy  de  la  casa. 

— ¡  Figúrese,  banquete  i  ..No  sabe  los  trabajos 
que  va  á  pasar  con  lo  mal  que  comemos  por  aquí... 
Quédese,  pues,  conversando  con  Mina,  que  yo  tengo 
que  volver  á  la  tienda...  ¡  En  esto  vuelvo  ! 

Salió  con  mucho  afán,  y  luego  en  la  calle  se  pa- 
raba ensimismada,  aunque  no  tanto  que  no  advirtiera 
á  entrarse  á  la  Agencia  de  trasteo  y  solicitara  dos 
mozos  de  cordel. 

A  espaldas  del  uno   hizo  bajar  del  salón  prenda- 


212  Frutos  de  mi  tierra 

rio  un  hermoso  lavabo  de  mujer,  con  todo  y  espejo, 
empeñado  tiempo  hach,  que  inmediatamente  fue 
llevado  á  la  casa.  El  otro  mozo  llevó  un  juego  de  baño 
muy  lujoso,  que  tenía  igual  procedencia.  Filomena 
agregó  un  tintero  de  cristal  de  roca,  mangos  de  escri- 
bir, esponja  y  demás  útiles,  y  salió  al  punto,  pensando 
en  su  aire  tan  distinguido. 

Las  dos  mecedoras  de  junco  le  fueron  capadas  á 
la  antesala,  y  en  un  instante  el  cuarto  de  César,  que 
era  el  contiguo  al  comedor,  quedó  alhajado;  la  cama 
tuvo  vestido  de  ceremonia  y  primorosa  cubierta  la 
mesa-escritorio. 

— ¡  Pero  qué  le  parece,  César, — dijo  la  señora, 
conforme  volvió  á  su  alcoba — con  tanta  gana  de  irlo 
á  encontrar,  siquiera  hasta  La  Estación/...  ¿Pero 
cómo  ?...  ¡  Estoy  hasta  los  ojos  de  trabajo  !.,.  ¡  No  se 
figure...  y  yo  sólita...  Cuando  recibí  el  parte,  pensé 
buscar  un  coche  ¡  pero  ni  bamba  ! 

— ¡  Ah,  sí,  ala! :  yá  me  lo  suponía.  ¡Estás  excusada! 

La  comida,  reforzada  con  platos  traídos  del  res- 
taurante de  Jorge  y  de  £1  Continental,  fue  tarde, 
pero  de  regodeo.  César  estuvo  encantador;  hizo  el 
elogio  de  los  platos  y  el  de  las  tías,  guardándose  muy 
bien  de  darles  el  título,  y  tú  por  aquí,  tií  por  allá. 
j  Muchacho  más  insinuante  !  Comía  como  el  filoso- 
fastro de  Moratín.  Pero,  ¡  qué  manera  de  mascar,  de 
cortar  el  pan,  de  levantar  la  copa  !  ¡  Carreño  en  per- 
sona !  A  los  postres — que  no  fue  sino  uno — se  puso  á 
contar  cosas  de  Bogotá. 

El  auditorio  se  pasmaba. 


A'F—  Llegada  213 

Salieron  á  girar  las  comidas  de  su  tierra:  el  cu- 
chuco; la  mazamorra  de  tallos,  garbanzos  a  y  la  mar  de 
cosas;  »  la  sopa  juliana  por  el  propio  idem;  las  papas 
charriadas;  los  tostados:  cada  guiso  con  su  receta; 
luego  las  retretas,  con  su  distribución  de  días  y  luga- 
res; después  las  corridas  de  toros  y  las  de  caballos;  en 
seguida  el  pesebre  de  Espina,  con  sus  congresos  y 
garroteras;  y,  por  último,  don  Vicente  Montero  con 
las  trampas  para  coger  toda  clase  de  alimañas  ¡  hasta 
cachacos/  Al  llegar  César  á  esta  trampa,  Filomena 
abría  tamaños  ojos:  sin  duda  quería  aprender  el  pro- 
cedimiento de  don  Vicente:  ce  Pues  para  coger  ca- 
chacos hay  que  ir  donde  hay  cachacos  »  etc.  etc. 

Aquello  era  remedado  y  con  todas  las  pantomi- 
mas del  caso,  y  el  mozo  lo  entendía. 

«  ¡  Nc,  por  Dios,  César  !  exclamó  Filomena  con 
los  ojos  llorosos  por  la  risa — j  Nos  hace  vomitar  la 
comidita  !...  ¡  Cállese  la  boca  !d 

Minita  y  Nieves  se  ahogaban.  César  se  inspi- 
raba más. 

A  las  nueve  terminó  \^  funda,  como  él  decía. 

Tío  Agustín  abrió,  y  el  sobrino,  seguido  de  las 
tres  tías,  que  entraron  con  él,  del  ^íw/íjw/í?,  de  Car- 
men y  Bernabela,  que  se  quedaron  en  el  corredor, 
compareció  en  el  cuarto.  Abrazo,  palabras  de  almí- 
bar, augurios  de  pronta  reposición,,de  todo  hubo  por 
parte  de  César;  pero  el  enfermo  estaba  hecho  un  eri- 
zo: el  sobrino  le  atacó  los  nervios,  se  le  asentó  en  la 
boca  del  estómago.  ¡Bueno  estaba  él  para  la  bulla 
que  César  metía  ! 


21  i  Fniios  de  mi  tierra 

Este,  en  medio  de  la  ovación,  fue  instalado  en 
su  pieza.  La  gran  cuestión,  objeto  de  su  venida,  se 
afrontó.  Mucho  desinterés  por  ambas  partes:  César 
prometió  hacer  y  acontecer;  Filomena  no  quería  sino 
que  él  ganara  á  todo  trance  ;  Filomena  quiso  que  él 
fijara  los  honorarios  ;  ¡  él  cuando  !  Eso  se  arreglaría 
como  ella  quisiera;  entre  los  dos  no  podían  caber  di- 
ferencias.  Y  no  quedaron  en  nada. 

La  prendera  no  se  conocía  á  sí  propia;  ella,  que 
•no  se  mandaba  hacer  un  par  de  zapatos  sin  arre- 
glar antes  el  precio;  ella,  que  no  podía  obrar  en  ne- 
gocio alguno  si  no  sabía  á  qué  atenerse.  Pero  con 
César  no  era  posible:  ¡  era  tan  generoso,    tan  formal ! 

Filomena  misma  le  arregló  la  cama,  le  trajo  bo- 
tella de  aguardiente  alcanforado  para  que  se  frotara; 
y  las  tres   tías   dieron   las  buenas  noches  al  sobrino. 


XVI 


CESAR     PINTO 


COSTADO   y  friccionarlo  ibn  p1  hflg-&toao 
r^uBJarido- lao  impre'aionps  rfiobjdas.  x 

Charras,  charrísimas,  w/^r/'círr^j  hasta  las  / 
w^-;^>^-     cachas  le  parecían  Mina  y  Nieves;  Filo-' 
mena  un  mamarracho;    el  tío,  un  salvaje;  los  cuatro,] 
poco  menos  que  animales.    El  que  lo  tratasen  á  cuer- 
po de  rey  no  era  ninguna  novedad;  si  tal  no  sucedie- 
ra, no  fuera  él  César  Pinto.  ¡  Y  estaban   qué  ricos  los 
tíos  éstos  !  Se  les  veía  por  encima  del  capote.  En  fin: 
amanecería  y  ver/amos. 

Y  dando  un  bostezo,  se  acomodó,  y  pronto  dor- 
mía á  pierna  suelta. 

E¿jC¿sar  bajo  de  estatura;  de  musr.nlatnra  blanda; 
medio  regordete,  al  par  que  bien  compartido  y  acin- 
turado; tez  blanca  y  fina;  mejillas, como  durazno  ma- 
duro; bozo,  patillas  y  cabello,  cejas  y  pestañas,  todo 
negrísimo  y  crespo;  ojos  dulzarrones,  grandes  y  oscu- 
ros; ligeramente  respingado  de  nariz;  bien  dentado, 
y  con  orificaciones  que  le  pegan  mucho:  un  lindo 
muñeco,  el  tipo,  precisamente,  para  encantar  á  Filo- 
mena, que  no  encontraba  belleza,  siquiera  fuese  mas- 
culina, mientras  no  viera  facciones  menudas  y  carri- 
Hitos  con  chapas. 


216  Frutos  de  mi  tierra 

Tiene  César,  gesto  muy  animado;  accionar  ele- 
gante y  expresivo;  arrisca  las  narices  y  los  labios  con 
mucha  monada;  sabe  hacer  ojitos,  ya  tristones,  ya 
regocijados;  á  más  de  muy  bogotano  en  él  acento,  es 
de  suyo  timbrado  de  voz,  sandunguero,  reidor,  y  nada 
sangripesado. 

Con  tan  buenas  partes,  y  con  oirás  que  luego 
enumeraremos,  se  cree  él  una  sirena  con  pantalones, 
como  quien  dice. 

Hijo  de  un  perdulario,  tahúr  de  profesión,  y  de 

una  madre  tan  de  caracol,  fue  César  desde  niño  muy 

dueño  de  sus  acciones.  EscuelaJDios  la  dé:  allá,  por 

muerte  de  un  obispo,  dejaba  de  hacer  novillos  en  una, 

donde  por  costumbre  lo  pusieron,  con  lo  cual  fue  cre- 

yvCiendo  hecho   un  asno  y  un  Judas  Izcariote.  Milagro 

I  patente,  que  diría  Marucha,  fue  el  que  hubiese  apren- 

í  dido  á  medio  leer  y  á  medio,  escribir ;  y  más  milagro 

todavía,  el  que  no  hubiera  ido  á  parar  al  Panóptico, 

siendo,  como  era,  el  jefe  de  la  pillería  del  barrio. 

Pero   Álzate  al  fin,    manifestó  desde   los  quince 
Aaños  deseos  de  trabajar  y  de  conseguir  dinero;  y  Jua- 
!nita,  ya  que  nó  el  padrazo,  lje--et3Tmg4iL2^_qH£!i¿£fi^6s 
AlBQun  almacén,  donde  permaneció  bastante  tiempo. 
Comoera~He  natural  jovial  y  scfbrado  avisado,  el  prin- 
cipal le  cobró  cariño,  y  de  los   treinta  días  por   mes 
que  le  pagara  al  principio,  lo  subió  á  cóndor  y  luego 
á  dos.  Viendo  el  protector  cuan  atrasadillo  andaba  el 
protegido,  y   queriendo  sacar  de  él  un   mozo  de  pro- 
vecho, logró  que  estudiara  algo  de  Aritmética  y  Con- 
tabilidad.   Cuando  yá  tenía  algunos  conocimientos; 


I 


XVI  —  Cesar  Pinto  217 

cuando  el  sueldo  se  le  había  aumentado  y  la  pers- 
pectiva de  una  colocación  estable  y  lucrativa  se  le 
ofrecía,  principió  César  á  relacionarse  con  gentes  de 
la  pega  y  á  dar  disgustos  al  patrón,  apurando  tanto 
la  cosa,  que  al  fin  y  á  b  postre  hubo  de  perder  des- 
tino y  protección. 

Estalló  á  poco  la  revolución  del  85  y  [netiósejni-- 
lUar,  á  órdenes  de  Gaitán  Obeso,  con  quien  hizo  toda 
la  campaña  de  la  Costa.  De  ella  trajo  el  arte  del  dado 
y  otros  achaques,  amén  de  fiebres  y  fríos. 

Pasada  la  tormenta,  un  su  copartidario  le  dio 
empleoen_una  hacienda,  con  buena  remuneración; 
pero  César  no  era  hombre  para  faenas  de  campo,  y 
pronto  se  voLdó-á-Bog^tá  á-vJAdr.de.sus  rentas. 

En  su  casa,  donde  nunca  reinó  la  abundancia, 
estaban  entonces  á  la  cuarta  pregunta;  pues  la  suerte 
aporreaba  á  Pinto,  días  hacía,  del  modo  más  inicuo; 
y  si  bien  Juanita  y  las  tres  niñas  grandes  trabajaban 
sin  descanso,  no  alcanzaban  á  matar  el  hambre  y  las 
necesidades  de  la  familia.  Mas,  tras  las  crueldades, 
quiso  la  voltaria  diosa  de  los  tahúres  sonreírle  á  su 
constante  perseguidor  en  una  jugarreta;  y  fue  lo  me- 
jor que  Pinto,  por  vez  primera,  se  aprovechó  de  la 
ganancia  para  vestir  la  familia,  que,  como  es  de  supo- 
nerse, estaba  en  pelota.  Por  de  contado  que  á  César 
le  cupo  lo  más  y  mejorcito. 

Halagado  con  la  ganancia  del  padre,  sin  curarse 
de  los  anteriores  maltratos,  el  hijo  vio  en  el  juego  un 
.gran  medio,  un  manantial  de  riqueza;  y  si  antes  no  se 
le  había  ocurrido,  era  debido   á  lo  ratero  é  insignifi- 


218  Frutos  de  mi  tierra 

cante  de  los  juegos  de  campaña  y  de  otros  no  mayo- 
res en  que  había  tomado  parte. 

Como  era  mozo  de  chirumen,  pronto  dio  en  el 
quid;  su  buena  presencia,  los  trajes  nuevos  que  ahora 
llevaba,  eran  para  infundir  prestigio,  no  digo  en  cual- 
quier garitillo,  en  Ig  más  respetable  mesa  de  juego. 
Con  tantas  ventajas,  y  no  teniendo  qué  perder...  ¡por 
fuerza  tenía  que  ganar  !  Más  claro  no  cantaba  un  gallo. 

Blindado  de  esta  lógica  y  de  un  aplomo  que  lo 
abonara  ante  los  más  suspicaces;  haciendo  fieros,  como 
que  no  quiere  la  cosa,  con  unos  p. ¡eos  realejos  que 
consiguió,  por  modos  que  después  sabremos,  César 
principió  á  frecuentar  los  altos  garitos  y  los  grandes 
personajes  del  dado.  Y  como  quiera  que  la  fortuna,  á 
fuero  de  Mesalina,  halaga  á  los  novatos  audaces,  el 
muchacho  ganó  la  vez  primera  y  siguió  ganando  casi 
siempre,  llevando  el  asunto  con  tanta  prudencia,  que 
abandonaba  el  campo  en  cuanto  daba  una  caída,  y  se 
abstenía  de  jugar  si  principiaba  mal,  pretextando,  para 
separarse  de  la  mesa,  estar  indispuesto  ó  tener  algún 
negocio  ó  cita  importantes. 

Con  todo,  no  dejó  de  verse  en  deudas  y  hondu- 
ras, en  cuyo  caso  cambiaba  de  garito  y  personal. 
Obrando  en  campo  tan  ancho,  no  haya  miedo  que 
dejase  de  encontrar  algún  prójimo  que  tuviera  qué 
perder;  sino  que  César  jugaba  por  negocio  solamente: 
No  heredó  de  su  padreTa  pasión  por  dados  y  baraja; 
en  otra  cosa  estaban  sus  anhelos. 

Las  ganancias,  según  iban  viniendo,  las  gastaba 
en  lujo  para  su  persona,  llegando  á  ser,  en  lo  de  tra- 


XVI—  Cesar  Pinto  219' 

pos,  cachaqttiío  bastante  regular;  _que  en  cuanto  á  Ai 
gepgrgsidadj^fue  siempre  un  cachacazo  de  primera  ' 
fuerza.  Y  no  porque  obsequiase  y  brindase  muy  á 
menudo  ni  con  cosas  exquisitas  ni  caras,  sino  porque 
en  ello  ponía  tanto  garbo  y  donosura, que  una  copa  de 
cualquier  agua  chirle,  ofrecida  y  presentada  por  él, 
parecía  á  la  vista,  y  hasta  al  paladar,  licor  preciado  de 
grande  estima;  y  lo  propio  acontecía  con  los  festejos 
de  comer  y  de  fumar.  Tanto  puede  el  estilo. 

Esta  nota  de  elegante  bizarría  era  la  gran  parada 
de  César;  pues  no  sólo  le  granjeaba  el  prestigio  consi- 
guiente, sino  que  en  ella  le  iba  uno  de  sus  negocios 
principales,  y  acaso  el  en  que  era  más  habilidoso. 
Porque  César  no  iba  obsequiando  así  á  tontas  y  á  locas 
á  cualquier  amigóte:  él  sabía  con  quién  había  de  gas- 
tar gorra  y  con  quién  dinero,  en  qué  grado  debía  ser 
lo  uno  y  lo  otro,  y  cuándo  era  tiempo  y  ocasión  de 
obrar.  No  era  malo  el  negocio:  dar  á  la  tierra  el  grano  í 
para  que  retorne  la  mazorca. 

Ya,  con  la  urgencia  y  la  nobleza  pintadas  en  la 
cara,  eran  dos  condores  que  devolvería  á  la  siguiente 
semana,  indefectiblemente;  ya,  por  medio  de  una  es- 
quelita  muy  fina,  ocho  ó  diez  pesos,  para  salir  de  uri 
compromiso;  y  así  y  asao;  y  unos  por  incautos,  otros 
por  generosidad,  por  cultura  los  más,  iban  cayendo 
muchos;  y  pocas  veces  marraba  el  golpe,  porque  para 
conocer  los  mogolles  tenía  César  un  ojo.... 

No  faltaban  antioqueños  de  paseo  en  la  populosa 
capital;  y,  como  los  viese,  el  joven  Pinto  se  les  metía 
por  el  ojo  de  una  aguja,  en  son  del  paisanaje  con  su 


220  Frutos  de  mi  tierra 

madre,  les  servia  de  cicerone^  los  acompañaba  en  el 
paseo  al  Tequendama,  los  presentaba  en  varias  casas, 
^  y  los  pobres  maiceros  pagaban  tributo  al  César,  y  muy 
agradecidos  que  quedaban  de  sus  favores.  Sin  que  esto 
quiera  decir  que  sean  nuestros  paisanos  los  más  abier- 
tos de  bolsa,  ni  los  más  blandos  de  entrañas,  sino  los 
más  novicios,  debido  á  que  en  Antioquia,  sin  que  falte 
la  gorra,  que  en  todas  partes  se  usa,  todavía  se  desco- 
noce la  caballeresca  industria  del  sable. 

No  paraban  en  ésta  las  del  muchacho, que  ejercía 
otras  no  menos  caballeras:  Por  uno  á  modo  de  esca- 
moteo misterioso  (si  vale  el  calificativo  en  los  tiem- 
pos que  alcanzamos),  César  se  veía,  cuando  menos  se 
lo  soñaba,  con  un  precioso  alfiler  de  corbata,  ó  un 
Smith  tj-  Wesson,  ó  un  paraguas. 
7<.  Tenía,  además,  unas  amigas  tan  alegres...;  y 
estas  amistades,  que  tan  caras  les  suelen  salir  á  algu- 
nos, supo  César  hacerlas  más  lucrativas  que  las  otras. 
Pensaba  él,  y  pensará  sin  duda  todavía,  que,  tratán- 
•  dose  de  una  amistad  en  que  tanto  disfrutan  los  ami- 
gos como  las  amigas,  si  no  ellas  más,  era  demasiado 
justo  y  puesto  en  razón  el  que  alguna  vez   las    damas 

Ise  tornasen  de  regaladas  en  regaladoras;  y  pensó  tam- 
bién que  él  era  de  los  llamados  al  goce  y  provecho  de 
tales  regalos  y  finezas:  para  algo  le  había  dado  Dios 
esa  figura  tan  bonita  y  ese  genio  de  ángel. 

Semejantes  teorías,  impracticables  al  parecer,  las 
aplicó  César  con  éxito  que  sobrepasó  á  sus  esperanzas. 
Amigas  hubo  que  le  dieron  las  grosuras  del  esquilmo 
hecho  á  otros  corderillos.   Y  no  era  ni  gracia,  porque 


XVI—  Cesar  Pinto  221 

cuando  el  galán  apelaba  á  lo  patético;  cuando  él  re- 
gistraba por  el  tono  de  la  ternura,  era  como  el  Ábrete 
sésamo  del  cuento. 

Una  señorona,  medio  retirada  del   trato,  á  cau^ 
de  los  ultrajes  del  tiempo,  y  que  tenía  buena  tiene 
y  mejores  ahorros,   hubo   de   amigarse  con  César; 
tienda,  economías,  joyas,  una  tras  otra  fueron  pasan-1 
do  á  manos  del  mocito.  Menos  positivas,    aunque  de 
más  viso,    tenía    otras   relaciones  en  la  clase  media  y 
tal  cual  en  la  alta;    y    en   todas  partes  era  recibido  y 
tratado   como   él    se    merecía.  Y  se  merecía    muchp,i 
c  cómo  nó  ?   X^w  cachaco   tan    elegante   en   el  vestir 
cuanto  distinguido   en    el    trato   con  las  señoras,  de 
amenísima  conversación,  que  baila  el  bostón  como  un 
trompo,  que  sostiene  una  broma  con  tan  fino  gracejo, 
¿ha    menester    referencias    y    recomendaciones    de 
nadie  ?  No  tal:  con  presentarse  en  sociedad  él  mismo 
se  recomienda. 

Pero  á  estas  relaciones  les  tenía  César  cierto  re- 
celillo  y  las  llevaba  con  mucho  tatu-oon  -tea.  Había  f*' 
tantos  petardos  sociales,  tanta  siembra  y  tan  poca 
cosecha:  el  ramo  de  cumpleaños,  el  regalo  de  boda, 
un  gasto  imprevisto  en  algún  parrandón  con  señoras. 
Eso  era  mejor  de  lejitos. 

Su  encanto,  su  centro,    (^''a.n  log  ratiinns^  Ins  rafg.^ 

V  lugares  de  recreo:  allí  no  había  pejigueras,  sino  ob- 
sequies de  champagne^  brandy  y  helados;  sino  convi- 
tes opíparos  de  día  y  de  noche;  sino  juego  recio  y 
decente,  donde,  entre  veras  y  chanzas,  podía  una 
apuestica  volantona    traerle   un    gaje   gordo;  donde, 


222  •     Frutos  de  mi  tierra 

•con  algún  tragúete  de  ron,  ofrecido  con  aquella  ma- 
gia suya,  podía  pasar  por  un  Lorenzo  el  Magnífico ; 
donde  podría  presentarse  por  ahí  alguito  propio  para 
el  escamoteo:  un  portamonedas,  una  carterita,  por 
ejemplo. 

Allí  se  disfrutaba  d£  iin;^  ^nriPt^nd  brillan^  y 
regocijada:  tanto  caballero  que  había  viajado  por 
Europa  y  Norte-Américaj  tanto  doCtor;  tanto  perio- 
dista; las  conversaciones  altas,  salpimentadas  con  el 
chiste;  las  cuestiones  peliagudas,  discutidas  con  peli- 
agudo ingenio.  ¡Y  lo  que  César  aprendía  oyendo  ! 
De  allí  extraía,  como  de  inagotable  chupadero,  ese 
jarabe  eruditísimo  que  lucía  en  su  conversación:  de 
tan  gratas  aulas  sacaba  el  chico,  á  más  de  las  frescas 
sobre  política  local  y  de  crónica  bogotana,  noticias  de 
la  corte  de  Luis  XV,  de  Ninon,  la  Maintenon  y  la 
Sevigné;  de  la  revolución  francesa;  de  papas  y  Bor- 
gias;  de  la  Patti,  Sarah  Bernhardt  y  Gayarre;  sacaba 
mucho  cuerpo  de  doctrina  sobre  Crítica,  Literatura, 
Filosofía,  Legislación,  de  todo;  los  nombres  de  Spen- 
cer,  Edisson,  Draper,  Littré,  Zola,  Valbuena,  Julio 
Verne  y  otros;  y  tantas  cosas  más,  que  pudiera  poner 
cátedra  de  ciencia  recreativa.  Y  ya  que  no  en  cáte- 
dra, mostraba  su  erudición  en  cualquier  parte  que 
cupiese,  porque  eso  sí,  oportuno  como  él  solo. 

Así  fue  acendrándose  su  trato  de  gentes  hasta 
adquirir  ese  relumbrante  baño,  ese  esmalte  policromo 
que  tan  útil  le  era  en  su  empresa  de  sacarle  la  miel 
á  la  vida. 

Y  César  sacaba  no  poca,  como  hemos  visto;  pero 


XVr^  César  Pinto  223 

¿cómo  sentirse  satisfecho,  con  las  agallas  que  el  tenía? 
Tantos  tontos,  por  ahí,  ricos,  riquísimos...  y  él  nada!; 
los  soberbios  caballos  de  Mengano;  el  carruaje  del 
otro;  los  vestidos  parisienses  del  de  más  allá;  esa  Eu- 
ropa con  sus  mujeres,  con  sus  cafes,  con  sus  teatros; 
todo  eso  y  algo  más,  se  le  revolvía  en  la  cabeza,  y  los 
colmillos  de  la  codicia  le  trituraban  el  corazón.  César 
tenía  que  ser  rico,  muy  rico;  pero  -fulminantemente, 
sin  la  fatiga  del  trabajo,  sin  la  vulgaridad  de  las  eco- 
nomías. Nadie  más  apto  que  él  para  la  opulencia:  si 
se  sentía  rico  por  sus  gustos  refinados,  por  sus  encum- 
bradas aspiraciones;  rico  por  temperamento.  La  ri- 
queza  era  su  vocación. 


Cómo  sería  ello  1...  Tal  vez  un  casamiento  ven- 
tajoso.... acaso  un  tesoro  sepultado  en  las  entrañas 
de  algún  caserón  colonial....  Y  César  se  perdía  en 
globos  de  dichas,  para  luego  descender  al  terráqueo, 
¡tan  bello  para  tantos,  tan  feo  para  él!;  su  familia 
tronada,  y  viviendo  por  esos  callejones  de  Santa  Bár- 
bara; papá,  que  no  había  vuelto  á  ganar,  y  con  ese 
vestido  tan  pringoso;  mamá  y  las  niñas  ¡tan  charras! 
y  haciendo  dulces  y  bizcochos  como  unas  menestrales; 
y  él  ?...   pues  lo  que  era  él  estaba  fuera  de  su  centro. 

Mohíno  además  se  andaba  el  mozo  con  estos  hipos 
que  arreciaban  cada  día.  Mas  algo  bueno  le  daba  el 
corazón.  ¡  Pues  á  ver  qué  era  !  Si  no  había  sido  de  los 
más  mimados  de  la  suerte,  tampoco  tenía  grandes 
quejas  contra  esta  señora,  si  bien  se  miraba.  ¿Porqué 
habría  de  hacerle  una  floja  á  lo  mejor  del  cuento  ? 

Buscar,  pues;  buscar  con  fe,  sin  desalentarse;  ir 


224  Frutos  de  mi  Uerra 

oliscando  las  huellas  del  presentimiento,  como  el  pe- 
rro las  de  la  pieza. 

Buscó,  olfateó,  ojeó,  hasta  convencerse  deque  la 
dicha  grande,  la  d¡cha»reunida,  no  la  cazaba  en  Bogotá 
ni  de  un  boleo  ni  de  muchos.  Esos  residuos  de  dicha 
que  recogía  allí  con  sólo  estirar  la  mano;  esas  espu- 
raitas  de  aquella  bcda  de  Camacho,  eso....  ¡  para  irri- 
tar más  el  apetito  I 

Pero  no  había  que  desmayar.  ¡  Sería  una  ver- 
güenza permanecer  en  la  inacción  ! 

Bogotano  raizal  y  aferrado,  y  pensando  que  no 
sería  probablemente  á  Europa  ni  á  los  Estados  Unidos 
á  donde  tendería  ei  vuelo,  le  acobardaba  la  idea  de  dejar 
la  tierraj,  pero  tal  se  iba  poniendo,  que  se  resolvió  á 
arrostrar  hasta  la  proscripción.  Sí,  la  suerte  lo  impelía. 

¿  Chile  .?..,  ¿  La  Argentina  ?...¿  Centro  América  ?.. 
Muy  bien:  pero  no  siendo  él  para  andarse  por  esos 
mares  y  caminos  de  Dios  en  el  caballo  de  San  Fran- 
cisco, hecho  una  lástima,  ¿cómo  ir  tan  lejos,  así  tan 
sin  blanca  ? 

Pudiera  ser  que  el  Tolima...  Antioquia..  Y  le 
vino  la  corazonada:^ntioquia  ^-Antioquia  era  ! 

Cabal:  Sus  padres  hablaban  de  Antioquia  como 
de  la  tierra  del  oro;  en  Bogotá  había  muchos  ricacho- 
nes de  Antioquia;  esos  patanes  quede  Antioquia  ve- 
nían traían  mucha;  en  Antioquia  había  muchachas 
riquísimas,  según  todos  los  maiceros;  en  la  capital  de 
Antioquia  tenía  él  unos  tíos,  muy  tacaños,  por  cierto, 
pero  podridos  en  la  plata...  y  pudiera  ser;  luego  en 
Antioquia  le   aguardaba  la  fortuna. 


XVI—  Cesar  Pinto  225 

Con  tan  rigoroso  razonamiento,  el  plan  vino.  Co- 
municado á  sus  padres,  ocasionó  la  carta  aquélla,  me- 
dida que  se  tomó  á  la  si  pega;  pues  ni  Juanita  ni  su 
señor  marido  esperaban  nada  de  sus  hermanos  antio- 
queños. 

César  se  apercibía  para  el  viaje  de  cualquier 
modo,  pensando  que  los  tíos  no  habrían  de  ser  tan  re- 
fractarios á  las  seducciones  del  sobrino,  cuando  se  re- 
cibió la  carta  de  Filomena. 

Con  sólo  formar  el  proyecto  principiaba  á  reírle 
la  fortuna  desde  Bogotá:  no  solamente  esta  bendita 
carta,  sino  que  César,  á  la  buena  de  Dios,  tomó  áésas 
los  dados,  y  en  un  periquete  se  ganó  algo  más  de 
trescientos  pesos. 

ítem  más:  la  amiguita  nueva,  á  quien  juró  queí- 
pronto  volvería  hecho  un  potentado  y  haría  con  ellav 
una  vida  de  delicias,  se  enterneció  tanto  con  el  pesar  V 
de  la  partida,  que  le  dio  tres  condores  por  recuerdo  V 
y  su  par  de  baúles  norteamericanos  para  el  viaje. 

Pues...  «si  en  Sopetrán  dan  cocos,  ¿qué  no  será 
en  Antioquia  ?  » 

En  volandas  á  reforzar  el  guarda-ropa:  \?l percha 
ejerce  poderoso  influjo.  Que  ni  los  tíos  ni  las  crestas 
de  Antioquia  fueran  á  tomarlo  por  un  pobretón. 

(c  j  Adiós  tierra  natal,  suelo  querido,»  no  te  de- 
rrumbes ni  des  en  paramar^  que   César  juró  volver  ! 


16 


XVI  r 


I-:  N    R  I,    T  A  n  o  u 


OS  faroles  públicos  aún  no  se  habían  prendi- 
do, cuando  Galita,  con  el  corazón  como  no- 
villo caucano,  entraba  á  casa  de  las  Ber- 
múdez. 

Julia  salió  á  recibirlo  al  contraportón,  con  son- 
risa de  triunfo,  y,  dándole  la  mano  con  amistosa  efu- 
sión, le  dijo  pasito:  «  ¡  Ay  Dios,  qué  dirá  cuando  lo 
sepa  I  y> 

Recibióle  el  bastón  y  el  sombrero,  los  colgó  de  la 
percha,  y  no  permitió  que  se  quitase  el  abrigo. 

Entraron  á  la  sala,  donde  apenas  se  veía,  á  causa 
de  la  hora  y  de  las  espesas  cortinas.  Pepa  y  otra  Ber- 
múdez,  que  ocupaban  un  diván,  se  pusieron  en  pie. 
Martín  saludó  de  mano  y  notó,  á  pesar  de  estar  muy 
turbado,  que  la  de  Pepa  temblaba.  En  cuanto  ellas 
se  sentaron,  tomo  él  una  silla  junto  al  diván. 

— Señorita  Pepa.,. — balbuceó  él  con  voz  que  no 
le  sonaba,  no  sin  haber  carraspeado  antes — cómo  está.-* 

— Muy  mal,  Martín! — le  contestó  ella,  no  menos 
conmovida. 

El  no  replicó  nada,  ni  ella  agregó  más;  pero  Julia 
los  sacó  del  apuro  diciendo  á  Gala: 


XVir—En  el  Tahor  227 

— Aquí  dentro  sí  debe  quitarse  el  sobretodo,  por- 
que se  acalora  mucho,  y  va  y  le  hace  daño  la  salida. 
Hízolo  así  el  galán;  y,  como  Julia  prendiese  un 
fósforo,  él  se  puso  á  ayudarle  á  encender  los  candeleros 
del  piano  y  la  bomba  central. 

Martín  miró  á  Pepa,  ella  levantó  los  ojos  el  espa- 
cio de  un  relámpago,  y  por  dentro  del  enamorado 
pasó  el  cielo:  ese  relámpago  le  resarció  con  usura 
todos  los  dolores. 

La  otra  niña  se  retiró  discretamente,  y  Julia,  por  ^ 
una  delicadeza  femenil,  se  puso  al  piano,  ^,  pianito, 
j£¡an¡to¡^  principió  á  teclar  El  último  pensamiento  de 
Weber. 

— Señorita  Pepa — dijo  él  no  bien  volvió  á  su 
asiento,  y  como  quien  hablara  en  sueños,  —  ¿decía 
usted  que  está  mal  ? 

— Sí,  Martín...  ¡estoy  con  una  vergüenza,  con 
una  tupa  horrible!...  ¡  Qué  idea  se  habrá  formado  de 
mí  con...  eso  que  le  escribí! 

— ¡Ah  nó,  señorita,  ninguna  idea  desfavorable! 
— Yo  soy  asi,  Martín:  una  mujer  sin  juicio,  que 
hago  las  cosas  sin  pensarlas.^,  y  después^-fne-pesa... 
Pero  vea:  cuando  supe  que  estaba  tan  malo...  jsentí 
un  remordimiento!...  Después  me  dijeron  que  en  el 
delirio  de  la  fiebre...  me  mentaba  usted...  ¡  y  le  ase- 
guro, Martín,  que...  ¡me  dio  una  cosa!  Me  vine  á 
donde  las  muchachas,  desesperada...  y  mandamos  una 
velación  al  Santísimo  por  usted...  (Y  como  asustada 
de  lo  que  iba  diciendo,  se  interrumpe,  exclamando): 
¡Por  Dios,  Martjj] — ytrsoy  una  Iota!  j( 


228  Frutos  de  mi  tierra 

— Señorita.,..  Pepita,  ¿es  cierto  todo  eso? — re- 
plicó Martín  fuera  de  sí. 

— ¡Nove — dijo  ella,  poseída  de  verdadera  ver- 
güenza— qué  tan  mal  hecho  será,  que  ni  aun  cree! 

— ¿Mal  hecho  por  qué,  Pepita?...  No  me  atrevo 
á  creer....  es  decir,  sí  creo,  ¡  pero  es  que  he  sufrido 
tanto! 

— ¡  Sí  habrá  sufrido....  pero  no  ha  tenido  remor- 
dimientos como  yo!  Y'-^-m-*^?  msnfj'ido  con  usted 
muy   mal.  He  sido   muy   grosera....  muy   hipócritai. 
peio  era  que  yo  no  creía  que  usted  me  quisiera  así... 

— ¡  Pepita,  por  Dios,  no  diga  eso  !...  ¡  Yá  ve  cómo 
me  han  puesto  sus  desdenes  1... 

— Sí,  Martín;  pero  yo  pensaba  que  usted  me  co- 
quetiaba  por  pasar  el  rato,  ó  por  burla....  Como  usted 
se  enojó  tanto  conmigo  la  tarde  que  nos  conocimos, 
\  i  por  mi  malcriadeza,... 

— Nó,  Pepita,  el  malcriado  fui  yo...  pero,  ¿y  las 
manifestaciones  que  después  le  hice?,.,  ¿y  las  dos 
cartas  que  le  escribí  ? 

— Pues  yo  no  sé,  Martín...  A  mí  me  parecía  que 
eso  no  era  cierto....  Yo  sí  recibía  las  razones,  y  las 
muchachas  me  contaban  todo  lo  que  usted  decía  de 
mí....  pero  como  las  mujeres  somos  tan  creídas....  Yá_ 
mi  me  ha  pasado  lo  mismo  con  otros  novios  que  he 
temdo  de  mentiras....  Las  cartas....  yo  no,séi^o  he 
-4;ecib¡do  jamás  cartas  de  novios:  ninguno  me  ha  es- 
crito, y  cuando  JulTalñe  dio  la  suya,  me  dio  mucho 
susto.  Con  la  otra  sí  me  dio  rabia,  porque  yo  me 
ponía  á  pensar  que  usted  podía  dármelas  al  descuido 


XVII—  En  el  Tahor  229 

ó  dejarlas  en  las   ventanas  de   la  casa,  donde  yo  las 
viera....  Yo  no  sé,  Martín,  yo  soy  lo  más  boba. 

— No  me  atreví,  Pepita,  á  darle  cartas  á  usted, 
porque  creí  que  no  me  las  recibía  y  que  se  burlaría  de 
míen  mi  propia  cara. 

— Pues  tal  vez  sí  le  hubiera  dicho  alguna  imperti- 
nencia, porque  yo  soy  muy  atolondrada.  Pero  vea:  es 
que  uno  se  enreda  mucho  con  estas  cosas,  y  también 
le  meten  á  uno  cuentos....  Y  como  los  coqueteos  de 
nosotros  empezaron  de  un  modo  tan  particular,  yo  no 
podía  saber  si  lo  quería  ó  nó....  Yo  sí  decía  por  ahí 
que  usted  me  chocaba  de  muerte,   peque  creía  que 
iba  nada   más    que  de  petulante  á  hacerme  papeles, 
por  seguir  el  alegato  que  tuvimos  en  la  puerta  de  las 
Palmas....  y  por  eso  no  me  le  quise  correr.  Por  eso 
sería  que  no  pensé  en  corresponderle  de  veras....  Pero 
uno  no  se  conoce:  ¿recuerda  la  tarde  que  íe  di  el  es--| 
paldazo  ">  pues  fue  que  una  amiga  me  dijo  que  usted  ^ 
estaba  coquetiando  en  San  José  con  una  niña  de  Rio- 
negro....  y  me  dio  mucha  rabia.  Y  como  usted  se  re 
tiró  en  esos  días  de  la  esquina,  yo  creí  la   cosa.    Julia 
sí  me  decía  que  eso  era  mentira....  Pero  vea:  la  noche 
del   concierto....  ¡  recuerde   todo   lo   desdeñoso   que 
estuvo  conmigo  !...  Yo  atisbé   mucho,  y  me  pareció 
que  le  estaba  pispiando  á  Lola  Palma,  y  me  persuadí 
que  usted  no  estaba  por  nada.  Esa  noche  del  concier- 
to sí  estuve  muy  molesta,  j  No  sé  cómo  canté  !...Porl 
eso  era  que  yo  hablaba  de  usted   y  le  ponía  apodos. 
Yo  no  lo  había  vuelto  á  ver  sino   de  lejos,   hasta  las 
fiestas....  Yá  ve,  pues,  que  yo  no  tenía  por  qué  estar 


230  Frutos  de  mi  tierra 

muy  satisfecha.  Por  eso  estuve  con  usted  tan.... 
grosera;  y  también  porque  yo  no  quería  confesar  de- 
lante de  las  muchachas  que  estaban  en  casa,  sobre 
todo  delante  de  Lola,  que  me  había  alegrado  con  el 
ramo  que  usted  me  llevó. 

— OhJ_Eepita  1  si.jisted  supiera  cuánto  sjiñí ! 
— Yá  me  lo  figuro....  pero  es  que  usted  no  sabe 
cómo  soy  yo:  yo  me  trastorno  cuando  oigo  música  y 
carreras;  me  dan  ganas  de  volar!...  y  ese  día  estaba 
en  el  tercer  bolero,  como  dice  Julia.  Yo  no  sé  qué 
tenía;  pero  creí  firmemente  que  en  el  ramo  venía 
carta.,..  No  sé  por  qué  se  me  metió  eso.  Y  así  que 
no  encontré....  vea,  Martín:  me  dio  una  incomodi- 
dad, una  tristeza  tan  grande  !...  Me  parecía  que  sí 
era  cierto  que  usted  se  burlaba  de  mí;  que  me  había 
puesto  de  pantalla  para  coquetiar  con  otras....  hasta 
con  la  misma  Lola,...  y  todas  las  groserías  que  le  co- 
metí donde  don  Panfilo  fue  de  rabia.... 

La  nerviosa  vergüenza  se  fue  disipando,  como  se 

■jcomprende,  y  Pepa  expresó  sus  sentimientos  con  la 

¡mayor  naturalidad. 

Enamorada  por  vez  primera,  y  de   un  hombre  á 
[uien  creía  haber  puesto  á  las  puertas  de  la   muerte, 

/Pepa  exageraba  sus  crueldades  pasadas,  tratando,  por 
vía  de  desagravio,  de  ser  muy  explícita  con  el-  que  yá 
consideraba  su  prometido. 

Y,  en  efecto,  fue  bastante  más  explícita  de  lo  que 
entre  nosotros  puede  permitirse  una  joven  de  su 
clase;  sin  que  esto  quiera  decir  que  estuviese  desme- 
dida é  inconveniente. 


I 


XVII—  En  el  Tnbor  281 

El  haber  sido  algo  mujer  eti  sus  procederes  con 
Martín  lo  consideraba  ahora  como  el  colmo  de  la  per- 
fidia y  del  .orgullo,  siendo,  como  era,  tan  ingenua,  tan 
al  natural,  y  estando  tan  poco  habituada  á  los  fingi- 
mientos sociales,  ni  menos  á  los  que  impone  e!  amor 
propio  ó  el  otro  amor. 

Así  fue  que  todo  lo  echó  afuera  en  esta  plática 
de  amor,  la  primera  que  en  su  vida  se  le  ocurrió. 

La  noche  que  hizo  de  María  Antonieta  de  Lorena, 
aún  no  estaría  Martín  en  el  Casino, á  donde  fue  á  dar, 
cuando  yá  Pepa  estaba  arrepentida  de  lo  que  acababa 
de  hacer. 

¡Eso  era  mucha  hipocresía,  mucha  mala  crian- 
za !  ¡  Haberlo  humillado  de  ese  modo...  en  vez  de  ir 
á  bailar  los  lanceros  con  cl,  darle  las  gracias  por  el 
ramo,  y  lavar  lo  del  apio  y  la  verdolaga  !  Y  ese  viejo 
del  doctor  Puerta,  que  se  había  puesto  á  darle  cuerda 
para  que  ella  disparatara...  Esa  manía  de  «echar 
gracias  k  le  iba  á  costar  caro:  sin  remedio  que  el  can- 
cano se  había  ido  furioso,  y  ¡  con  tanta  razón  I  ¿  Para 
qué  iría  ella  á  ese  baile?...  Martín  no  volvería  á  pen- 
sar en  ella...  Y  todo  por  una  timidez  de  él,  ocasio- 
nada acaso  por  el  mismo  amor  que  la  tenía;  por  falta 
de  una  esquela...  ¿  Pero  qué  esquela  ni  qué  nada  en 
un  ramo  que  lo  decía  todo?...  Indudablemente  que 
era  una  extravagante,  una  desenvuelta,  como  se  lo 
repetía  papá...  i  Ponerse  á  darle  esa  yerba  á  un  caba- 
llero !  ¡  Qué  vulgaridad  [..,  ¡Figurarse  que  el  amor 
hubiese  menester  de  escritura,  y  todos  los  novios  de 
atrevimiento  y  descaro,  sólo  á  ella  se  le  ocurría  !...  Y 


232  Frutos  de  mi  tierra 

eso  de  gustarle  tanto  los  hombres  medio  calaveras, 
siempre  tenía  que  ser  señal  de  locura...  Y,  viéndolo 
bien,  Martín  Gala  de  todo  tendría,  menos  de  bobo  y 
de  seminarista;  muy  cachacho  y  muy  cuarto  alegre 
que  era;  y,  sobre  todo,  respeto  y  timidez  con  la  novia 
podía  tenerlos  hasta  Pedro  Advíncula...*  j  La  boba, 
la  seminarista  era  ella,  que  por  sus  groserías  y  chistes 
de  mal  gusto  iba  á  perder  un  novio  tan  de  veras  ! 
¡  Esta  sí  había  sido...!  ¡  Si  ella  pudiera  lavarla  de  al- 
gún modo!... 

Y  atisbaba  todo  disfraz  rojo;  pero  ni  rastro  de 
Mefisto. 

¡  Y  aquí  te  quiero  ver,  escopeta  !  La  muchacha 
perdió  el  gusto,  y  á  poco  más  se  retiró  del  baile,  diz 
que  porque  tenía  «  una  jaqueca  horrible  >;  y  tanto  lo 
sería,  que  antes  de  llegar  á  la  casa  ya  iba  llorando  del 
dolor. 

La  noticia  de  la  gravedad  de  Galita,  corrida  por 
todaMedellín;  los  delirios  con  Pepa,  de  que  le  habló 
Bermúdez,  acabaron  de  completar  la  cosa,  si  algo  le 
faltaba. 

Julia, — celestina  declarada  de  tan  legítimos  amo- 
res,— aconsejó  á  Pepa,  vuelto  Martín  á  la  vida,  el 
mensajito  aquel  que  conocemos. 

Todo  ello,  y  algo  más,  entreverado  con  poéticos 
arranques  de  Martín,  con  todo  y  Byron,  y  acompa- 
ñado por  el  piano  de  Julia,  que  no  enmudecía,  salió  á 
colación  en  esta  entrevista,  con  bastante  mayor  re- 

*  Pedro  Adríncala  Calle,  célebre  por  sus  raterías  y  fugas. 


XVI T—  En  d  Tabor  233 

dundancia  que  la  que  hemos  gastado  en  narrarlo;  y 
en  seguidita  virin_b  formnl,  .«inlpninísima  prorne¿a^de. 
matrimoiucu. 

El  cual  se  verificaría  lo  más  pronto  posible;  pues, 
aun  cuando  don  Francisco  María,  el  padre  de  la  novia, 
habría  de  oponerse,  pro¿aifel^£nte,  por  lo  enemigo 
que  era  de  que  sus  hijas  casaran,  Pepa  estaba  resuelta 
á  arrostrarlo  todo. 

Hora  y  media  duró  el  coloquio,  y  durara  sabe 
Dios  cuánto,  á  no  interrumpirlo  una  visita.  Mas  por 
eso  no  había  de  retirarse  Galita;  que  antes  se  quedó 
á  refrescar;  y,  pasado  el  refresco,  como  no  hubiese 
rancho  aparte  para  la  pareja,  ni  quien  la  pastorease, 
volvió  á  la  sala,  y  la  visita  se  hizo  general. 

Hablóse  circunstanciadamente  del  asunto  palpi- 
tante, á  saber:  toditos  los  matrimonios  que  se  habían 
arreglado  en  las  fiestas;  pues  en  MeJellín,  yá  se  sabe, 
unas  fiestas,  un  baile,  ó  cualquier  bureo  en  que  mo- 
zas y  mozos  se  puedan  apalabrar,  es  otra  tanta  pepi- 
toria de  casorios,  fuera  de  los  muchos  que  la  gente 
arregla  en  tales  ocasiones,  sin  dar  traslado  á  las 
partes. 

Sobrado  es  decir  que  Pepa  y  Martín  figuraron 
en  el  catálogo;  y  ¡miren  la  frescura!:  Pepa  no  lo  negó. 

Alguno  de  los  visitantes  la  instó  á  que  cantase, 
y  ella  no  se  hizo  de  rogar:  salió  con  Julia,  que  le 
acompañaba  muy  bien.  Puesta  en  pie,  apoyada  en  un 
extremo  del  piano,  con  la  mirada  hacia  arriba,  cual  si 
al  través  del  cielo  raso  entreviera  arrobadora  visión, 
principió  á  bocalizar   no   sé  qué  arias  de  Lucia.  ¡  Y 


234  Frutos  de  mi  tierra 

digo  si  estaría  inspirada  !  Primero  era  como  si  el 
viento,  las  aguas  y  la  seda  se  matizaran  en  un  solo 
rumor  entre  el  gañote  de  la  niña:  aquello  hervía; 
luego  hacía  una  gárgara  de  perlas  que,  saltando  en 
regueros,  parecían  chocar  en  las  pantallas  del  piano, 
en  las  bombas,  en  las  lunas  de  los  espejos.  Las  perlas 
se  recogían,  se  chocaban  á  su  vez,  para  condensarse 
en  una  gota  de  rocío,  que  oscilaba  en  el  aire,  diáfana, 
nítida,  prolongada  en  desesperante  delicia.  Pepa  sala 
tragaba,  y  pronto  la  devolvía  partida  en  hebras  suti- 
les, metálicas,  que  subían  y  subían,  se  retorcían,  tor- 
naban á  bajar  en  espiral  de  arrullos,  tornaban  á  subir, 
se  rasgaban  y  morían... 

De  cuando  en  cuando  ponía  los  ojos  en  Martín, 
y  esto  era  como  dos  rayos  de  sol.  El  pobre,  en  tanto, 
se  crispaba,  allá  en  su  asiento,  con  un  quebranta- 
huesos de  tercianas  del  cielo. 

¡  Aunque  Mazuera  se  burlara,  aunque  se  riera  el 
mundo,  había  de  hacer  unos  versos  «  A  Pepa  can- 
tando !  y>  Sentía  las  estrofas  atropellarse,  dar  brincos 
por  escaparse  en  ese  terremoto  de  felicidad,  de  amor, 
de  poesía. 
.  Galita  salió  alto  del  suelo.  La  plétora. poética  lo 

n  congestionaba  más  á  medida  que  se  acercaba  á  la  casa. 
I  ¡  Qué  mujer  !  Qué  pasión  !  Qué  delirio!...  Ca- 

fx^rolina    Lam    no    amó   á   Byron    con  la  violencia  de 
''  Pepa;  sólo  Pepa  podía    alcanzar  á  Galita  y  dispararse 
con  él  en  ese  vértigo  del  corazón.  Eso  era    «  dos  fle- 
chas   que    rasgaban    las   concavidades   del    éter...» 
¡Ah...   si    se   '\\\j^i\tx2i  templado   de   la   pulmonía!... 


XVJI—En  el  Tahor  ¿85 

Oh  nó  1  si  no  murió  «  al  oír  á  esa  mujer,  al  verla  en 
ese  canto  i>...  ya  no  moría  jamás. 

Llegó  á  la  casa  con  la  lengua  afuera.  A  viejas  y 
á  estudiantes  los  confundió  en  un  solo  abrazo.  No 
acertaba  á  decir,  no  podía  concentrar  la  noticia  en 
dos  palabras  ni  darla  en  calma. 

— Pero  qué  es  ese  enredo,  enemigo  malo  ? — grita- 
ba Paula,  que  no  entendía  jota. 

— ¡  Que  está  loca  por  mí ! — acesó  él  volteando 
con  ella,  como  cosa  de  baile. 

—  ¡  Virgen  santa,  mi  madre,  qué  haremos  con 
dos  locos  I...  Pero  onde  la  vites,  pues?...  No  le 
digo  ! — exclamó  Marucha  apartándose,  pero  entera- 
mente contagiada  del  entusiasmo. 

— ¡  Desmáyate  en  mis  brazos,  Galita  mío  ¡--de- 
clama Alazuera  con  cómicos  ademanes. 

— ¡  Nó,  nó,  mijito— agrega  Marucha  agarrando  á 
Martín  por  los  molledos — ¡Vos  vas  á  recaer  del  sofo- 
co!... ¡  Nó,  nó...  camine  acuéstese!  Yo  le  llevo  la 
cena  á  la  cama...  ¡  Pero  vean  este  indino:  uno  aquí 
muerto  de  la  pensión  con  la  tardanza,  sin  poder 
acostase,  y  él  hecho  el  Judas  con  la  novia  !...  Cami- 
na pa  la  cama,  que  ahora  nos  contás  quieto  y  so- 
segao. 

Y  á  estrujones  lo  arrastró  hasta  el  cuarto  y  lo 
hizo  acostar.  El  sueño  se  le  espantó  á  las  viejas;  mé- 
dico y  jurisconsulto  suspendieron  el  estudio;  y  Ga- 
lita, después  de  atracarse  de  carne,  huevos  y  choco- 
late, pudo  narrar. 

El  viaje   se  había  acabado:   aunque  mámalo  si- 


286*  Frutos  de  mi  tierra 

tiara  por  hambre  y  sed;  aunque  le  echaran  perros,  no 
lo  sacarían  de  Medelh'n  sin  llevarse  ce  esa  lindura  por 
delante  ».  En  un  tris  lo  ahorca  Marucha  del  abrazo 
que  le  metió. 

Apenas  se  retiraron  las  viejas,  se  puso  Mazuera 
á  sacar  el  borrador  de  la  carta  que  Martín  iba  á  escri- 
bir al  día  siguiente  á  la  madre,  á  fin  de  contarle  «  bien 
patente  todo  el  cuento  >  y  la  dejada  del  viaje ;  el  cual 
borrador  quedó  mucho  más  patente  de  lo  que  Galita 
esperaba.   iQué  talento  tenía  ese  bobo  de  Mazuera  ! 


XVIII 

DE     CLARO     EN     CLARO 

|ESDE  las  once,  la  voluminosa  tía  hacía  tra- 
quear la  cama  con  unas  revolcaderas,  un 
cobijarse  y  componerse  que  no  le  daban 
tregua.  El  calor  le  derretía  las  mantecas, 
y  todas  las  pulgas  de  Medellín  conspiraban  esa  noche 
contra  ella,  y  ninguna  se  saciaba.  ¡  Qué  se  iban  á  sa- 
ciar, cuando  á  tales  horas  sentía  Filomena  que  una 
linfa  de  almíbar  calientita  le  transcurría  por  las  agi- 
tadas arterias  !  A  no  ser  por  unos  fogonazos  altemos- 
externos,  alternos-  internos  y  correspondientes,  que  de 
súbito  la  acometían  pierna  abajo,  acaso  hubiera  pre- 
sentado una  novedad  patológica,  sucumbiendo  víc- 
tima de  una  apoplejía  melosa.  Cada  rato  tenía  que 
incorporarse,  y  en  medio  de  los  sofocones,  dulzores  y 
rascazones,  un  mosquito  parlero  le  rumbaba  en  la 
cabeza. 

¡  Y  qué  cosas  tan  lindas  y  tan  gratas  le  decía  ! 
Vaya  una  muestra: 

<  ¿  Y  qué  tendría  de  particular  ?  ¿  No  se  casó  mi 
siá  Chepa,  cuarentona,  con  Agapito,  que  apenas  te- 
nía veinticinco?...  ¡Y  muy  bien  que  han  vivido!... 
A  ver:  él  debe  andar  por  los...  veintisiete  ó  veintio- 
cho... por   manera  que  le  llevo  como  diez  y  ocho... 


288  Frutos  de  mi  tierra 

j  Siempre  es  mucho  !  ¿  Qué  camisón  me  pongo  ma- 
ñana?... ¿El  de  paño  de  seda? — Nó,  ese  no  pega 
en  semana;  mejor  es  la  chaqueta  elástica  con  la  funda 
granate,  la  de  las  quillas  de  cintas...  ¡  Y  el  papelillo 
de  ahora,  que  está  tan  sumamente  malo!...  Siempre 
le  tengo  que  dar  algo  desde  mañana:  el  pobrecito  es- 
tará muy  pelado..,  ¿Cuánto?...  ¿Un  cóndor?  Tal 
vez  es  muy  poquito:  serán  veinticinco  pesos...  ¡  Tan 
pobre  y  tan  bien  puesto  !...  ¡  Lo  que  es  la  educa- 
ción !...  Pero  él  no  pudo  tener  con  los  setenta  y  cinco 
fuertes  que  le  mandé:  algún  amigo  que  le  prestó... 
¡  Valiente  pie  tan  lindo  y  tan  chiquito,  y  eso  que  las 
botas  con  que  vino  se  ve  que  le  quedan  flojas!... 
Tiene  cara  de  imagen.  ¡  Cómo  será  bien  afeitaito ! 
¡  Y  tan  bolonguito  y  tan  bien  repartido  !...  ¡  Pero  esos 
ojos!...  ¡Qué  bonitos  son  los  hombres  ojitristes  !... 
¡  Si  esto  llegara  á  suceder  ! .. 

El  silbido  agudo  del  sereno  le  hace  dar  un  brinco 
de  susto.  Al  darse  cuenta  de  lo  que  es,  da  un  suspiro 
como  un  quejido. 

«¡Sí....  hasta  los  serenos  me  están  chiflando 
desde  ahora  !  Estoy  pensando  en  los  huevos  del  gallo. 
¡Qué  sofocación  ésta!  ¿Tendré  calentura?  (Trata 
de  pulsarse.)  ¡  No  me  puedo  hallar  en  este  demonio 
de  cama  !...  Aquí  se  acostó  él....» 

— Pero,  ¿  qué  es  lo  que  tiene,  Filomena  ? — pre- 
guntó Minita  desde  el  cuarto  contiguo,  donde  dormía, 
como  yá  se  ha  dicho. 

— No  sé,  niña:  no  he  pegao  los  ojos  en  toda  la 
noche!...  Tengo  dolorcito  de  cabeza....  bastante! 


XVIir—  De  claro  en  claro  239 

—  Eso  fue  la  comida  tan  tarde.  Agusto  tiene 
agua  Florida  en  el  cuarto....  ¡Nieves!  ¡Nieves! 
¡  Nieveees  !... 

— ¿  Qué  es,  Minita  .? — contéstala  hermana  des- 
pertando. 

— ¡Valiente  piedra  ésta!...  Levántate  y  anda  á 
ver  si  Agusto  tiene  el  cuarto  sin  llave,  y  tráete  la  bo- 
tella de  agua  Florida,  que  Filomena  tiene  dolor  de 
cabeza....  En  el  nochero  está. 

— Y  si  va  y  se  noja...?  — dijo  Nieves  vacilando. 

— ¡  Esta  perezosa...! 

Un  fósforo  estalló  y  la  luz  fue.  Nieves,  envuel- 
ta en  la  colcha,  con  los  pies  embutidos  en  las  chinelas 
de  soche,  salió  callandito,  y  al  instante  volvió  con  la 
botella. 

La  insomne  señora  se  incorpora. 

—  Pero,  hermana,  eso  leva  á  hacer  mal:  está 
bañada  en  sudor....  Hiii  !  Pero  onde  se  puso  así,  por 
Dios? 

En  efecto,  por  la  frente  y  el  cogote  le  chorreaba 
á  Filomena  un  líquido  hollinóse;  y  el  pañuelo  que 
hacía  de  gorro  de  dormir  estaba  calado  y  con  manchas 
negras:  la  cabellera  se  le  había  desteñido.  Parecía  una 
carbonera. 

— Limpese,  hermana,  que  va  á  poner  imposibles 
las  almuadas....  ¿  Quiere  que  le  vaya  á  hacer  una  be- 
bidita  de  cidrón  y  botón  de  naranja  ? 

— Echa  Tagua  y  quítate  de  aquí,  cismática  í — 
y  le  arrimó  un  cachete. 

Empapó  un  pañuelo  y  se  dio  una  enérgica  friega 


240  Frutos  de  mt  tierra 

por  frente,  nuca  y  pescuezo, y  aspiró  el  remedio  hasta 
estornudar.  Bien  lo  había  menester.  Arregló  el  lecho, 
que  estaba  como  un  campo  de  batalla,  y  tornó  á 
echarse. 

Pero  ni  la  calma  fue  mayor  ni  el  sueño  la  coro- 
naba de  amapolas;  y  el  endianlrado  mosquito,  si  acaso 
salió  con  los  estornudos,  se  le  volvió  á  colar,  y  mucho 
más  decidor  que  antes. 

«  Pues  ró,  señor  ! — proseguía  el  avechucho — no 
hay  que  entregarse  así  máiz  máiz.  ¿  Por  qué  gracia  ? 
Cuando  hay  realitos  se  puede  hacer  hasta  miel  de 
abeja....  La  cosa  se  puede  ir  manejando  con  mañita. 
¡  El  es  tremendo:  se  le  ve  1...  pero  yo  tampoco  soy 
de  las  más  bobas....  [  Virgen  santa:  como  no  tenga 
novia...!  ¡  Figúrese  cuántas  habrá  tenido  él!...  pero 
casamiento,  lo  que  es  casamiento,  no  debe  tener;  por- 
que no  se  hubiera  venido.  Y  él,  tan  pobrecito,  ¿  con 
qué  diajos  se  iba  á  casar.?  Sí;  casamiento  no  tiene; 
eso  es  visto.  Yo  se  lo  pregunto  con  disimulo....  Por 
Dios !  las  dos  de  la  mañana,  y  yo  que  tengo  que  ma- 
drugar tanto  ! ...  \  Me  tiene  esa  tienda  á  cantos  de  en- 
loquecerme !  ¡  Nos  amoló  aquel  maldito....  y  no  ser 
capaz  Agusto  de  darle  un  buen  susto  !...  Y  quien  lo 
ve!...  tan  orgulloso  con  las  personas!...  ¡  El  modo 
como  recibió  á  César  ese  vinagre !  Y  César  tan  for- 
malito  y  tan  cariñoso  con  él.  Ah  bonito  que  es  la 
educación  en  las  personas !  Uno  sí  que  debía  esme- 
rarse para  tratar  á  la  gente;  yá  ven  César.,..  (Suspiro 
gordo).  Eh  1  pero,  ¿de  dónde  habré  sacado  yo  estas 
invenciones?    Un  muchacho  tan   pispo... .Qué  será 


XVIII— De  claro  en  claro  241 

lo  que  tengo  ?  Me  siento  tan  rara  !...  tengo  )a  cabeza 
como  tocando  tambora....  me  parece  que  no  soy  yo. 
El  corazón  está  como  corcoviaudo...  Y  esta  picazón  en 
todo  el  cuerpo....  será  la  pulga  ?  ¡  Valiente  cosa  para 
medrosa  son  esos  pitos  de  los  serenos  !  Aja  !  Yá  enco- 
menzaron  los  perros  también  !...  ¡Virgen  del  Carmen, 
mi  madre!...  están  viendo  al  diablo!...  No  debían 
permitir  perros  en  la  ciudad....  Óiganles  esos  aullidos 
tan  horribles !...  ¿Será  que  me  voyámorir?  Nó! 
Nó  !  Nó  !  Dios  mío  !... 

Y  una  convulsión  nerviosa  le  recorre  el  cuerpo 
y  se  enfría  hasta  las  tripas. 

— ¡  Mina  !...  [  Minita  !...  ¡  Nieves  ! — grita  dando 
diente  con  diente — levántensen,  que  estoy  muy  mala  I 
Pero  ligero  1... 

— ¡  Ahora  sí ! —gruñe  Minita— Pero  ¿  qué  es  lo 
que  tiene  ? 

Se  oye  agitación  de  ropas,  traquido  de  muebles, 
trompicones,  el  candelero  rueda. 

— Pero  acaso  topo  los  lucíferos! — murmura 
Nieves. 

— ¡  Cuándo  habías  de  hacer  las  cosas  al  derecho, 
bruta  I — exclama  Belarmina  levantándose  también  y 
buscando  á  tientas — ¿  Dónde  los  pusites,  almártaga  ? 

— Pues  aquí  en  el  tabrete. 

Tentando  por  el  suelo  dio  Nieves  con  la  cajita. 

Estregó  la  cerilla  dos  veces,  tres,  y  nada. 

— ¡  Echa  acá,  que  vos  ni  pa  eso  servís  ! — y  le 
arrebató  la  caja  y  encendió  con  tanta  furia,  que  la  ca- 
beza inflamada  del  fósforo   voló   lejos.  Vino  otro  que 

16 


242  Frutos  de  mi  tierra 

prendió;  pero  la  vela  yacía  en  el  suelo,  partida  en 
tres  partes. 

— ¡  Mira  cómo  la  volvites  ! — y  arrojó  el  fósforo, 
que  le  quemaba  las  uñas. — ¡  Saca  otra  vela,  que  esto 
no  sirve  ! 

Otro  fósforo  y  otro  para  buscar  la  vela;  con  el 
cuarto  se  pudo  prender;  y,  medio  cubiertas  con  lo 
primero  que  hallaron  á  mano,  se  precipitaron  á  la 
pieza  de  la  enferma  haciendo  extremos  de  susto. 

— ¡  A  ver  qué  es  lo  que  tiene  1 

— ¿  Qué  le  ha  dao,  hermana,  por  Dios  .'' 

— Ay  !  ay  I  muchachas,   me  estoy  muriendo  ! 

Y  manoteando  con  la  convulsión,  cerraba  los 
ojos  en  el  colmo  de  la  angustia. 

Aterradas,  la  agarran,  la  enderezan,  la  sacuden, 
le  quitan  el  pañuelo. 

— ¿Peroqué  le  duele,  niña?...  ¡Diga,  por  la  Virgen! 

— No  sé...  ¡  pero  me  estoy  muriendo  ! 

— ¡  Nó,  hermana,  no  salga  con  ésas!...  i  Qué 
hacemos,  Minita  !...  ¿  Es  cólico,  ó  qué  ? 

Filomena,  presa  de  las  convulsiones,  no  contes- 
ta, y  Nieves,  persuadida  de  i^ue  ha  llegado  la  hora  de 
su  hermana,  desparrama  la  puerta,  sale,  golpea  la  del 
bogotano  y  grita: 

— César !  César  !  oh,  César  !  levántese,  por  Dios, 
que  á  mi  hermana  le  ha  dao  una  cosa  ! 

—  ¡  Ah  caracho  !...  ¡  Perombre,  qué  será!...  ¡Ho- 
rita  estoy  allá  ! 

Nieves  vuelve  á  entrar,  Filomena  yá  ha  abierto 
los  ojos  y  Mina  la  friega    con    el    Agua   de   Florida. 


XVIII—  De  claro  en  claro  243 

— ¿  Qué  fuites  á  hacer  ? — preguntó  la  enferma, 
azorada,  á  la  atribulada  Nieves. 

— Fui  á  llamar  á  César. 

Filomena  lanzó  un  Ay  /  de  horror,  é  instintiva- 
mente se  tapó  la  cara  con  la  colcha,  chillando. 

— ¡  Nó,  nó,  que  no  dentre,  por  Dios  !...  1  Cerra 
la  puerta,  cerrala  ! 

Mina  obedece,  y  á  tiempo  que  echa  la  aldaba, 
César  empuja. 

— ¿  Qué  es  la  cosa,  ah  ?...  ¿  Por  dónde  entro  ? 

— Nó,  César, — contesta  la  enferma  con  voz  muy 
sana,  aunque  conmovida,  —  no  fue  nada....  Vuelva 
acuéstese !...  No  es  nada  !  Me  dio  una  cosa  muy  ma- 
luca; pero  yá  se  me  pasó....  ¡  Es  que  esta  Nieves  es  tan 
escandalosa!  (Lanzando  á  la  muchacha  una  mirada 
de  aquéllas). 

— ¡Perombre! — repone  el  mozo. — ¡Qué  terronera 
me  estaban  metiendo ! 

— Pues  no  ve!...  No  tenga  pensión  1  ¡Vuélvase, 
que  le  hace  mal  la  salida ! 

— ¡Esos  son   nervios  nomasito  ! — dice   él. — Asi/ 
es  mamá....  ¡  Perombre,  Filomena....  yo  crcia  que  tú] 
eras  más  valiente  !...  Fricciónate  con  algo,  y  arrún- 
chate otra  vuelta. 

—  ¡  Si  no  es  nada,  César....  fue  susto  no  más  ! 

— Pues  hasta  mañana,  nó  ?  Duérmete  tranquila 
y  no  pienses  en  tonteras. 

Pensar  Filomena  que  César  estaba  yá  en  su  pieza, 
botarse  de  la  cama  y  lanzarse  contra  Nieves  á  sopapos 
y  pellizcos,  fue  uno  mismo. 


244  Frutos  de  mi  tierra 

— j  Ah  boquitorcida  ésta  I — exclama  con  voz  aho- 
gada.— ¡Tan  halaraquienta! 

— Ay  !  ay  !  hermana, — chilla  Nieves  llorando; — 
no  me  pegue...  ¡Fue  que  me  dio  mucho  susto!... 
¡  Como  decía  que  se  estaba  muriendo  ! 

— ¿Y  pa  qué  lo  fuites  á  llamar,  boba  ?  Si  le  dio 
tanto  susto,  i  pa  qué  no  llamates  á  Agustín  más 
bien  ? 

— ¡Sí...  pa  que  me  regañara!...  ¡  Y  el  pobrecito 
que  se  desvela  tanto...  estaba  dormido  cuando  fui  por 
la  botella...  y  si  lo  he  dispertao  !... 

— ¡  Calla  la  boca,  berrionda  !...  ¡'Por  todo  prende 
la  casa  esta....  animal  de  monte!...  ¿No  te  dio  ver- 
güenza que  viniera  César  y  te  topara  en  camisa  dor- 
midora.?... ¡  Será  por  tan  lindas  que  tenes  las  cani- 
llas !  ..  ¡  Tira  á  acostarte,  espanto  de  mina  vieja!... 
¡Y  ojalá  vasa  salir  mañana  con  alguna  bobada  delante 
de  César....  pero  mira,  te  acabo  ! 

El  espanto  salió  tragándose  los  sollozos  y  untán- 
dose saliva  en  los  pellizcados  molledos. 

— i  Si  ésta  es  tan  montañera  ! — dijo  Minita. — j  Si 
la  hubieran  visto  hoy,  cuando  vino  César  !  Salió  re- 
cogida como  un  sarangoche,  con  la  mano  estirada 
desde  la  cocina....  ¡con  aquella  simpleza  !...  ¡Valiente 
vergüenza  me  dio  ! 

—  ¡Esto  es  una  vaca! — dice  Filomena,  muy  re- 
puesta con  los  sustos  y  rabias. — Y  usté  vaya  acuéstese 
también,  y  déjeme  la  vela  encendida. 

Entre  colérica  é  impresionada,  recogióse  otra  vez 
la  agitada  tía.  ¡Qué  diría  César,   por   Dios!    ¡Sise 


XVI II—  De  claro  en  claro  245 

descuida  un  tantico,  la  coge  de  aquella  figura  !  Esa 
Nieves  le  hacia  pasar  unas.... 

Que  no  pensara  en  tonteras,  le  había  dicho  César. 
Pues  entonces,  ¿  qué  demonios  se  quedaba  ella  ha- 
ciendo en  esa  cama,  cuando  el  sueño  no  le  venía  1 

A  las  cuatro  de  la  mañana  se  dijo:  «:¡Esta  no  es 
conmigo!»  y  de  un  salto  estuvo  en  pie.  Vistióse  lo 
blanco;  se  fue  á  la  antesala,  con  todos  los  útiles  de 
tocador;  entreabrió  la  ventana;  y,  apenas  fresca,  se 
dio  un  lavatorio,  y  principió  la  ardua  tarea  de  teñirse 
de  nuevo  y  de  corregir  todos  los  desperfectos  que  el 
copioso  sudor  y  la  mala  noche  le  habían  ocasionado. 

A  punto  estuvo  de  que  le  volviese  el  trastorno, 
al  mirarse  en  el  espejo.  Yá  quisiera  ella  que  el  tiempo 
tuviera  pescuezo  para  tener  el  gusto  de  torcérselo. 
Pero  á  medida  que  afeites  y  menjurjes  iban  apare- 
ciendo en  rostro  y  cabellos,  le  iba  colando  al  alma  un 
vientecillo  de  contento.  Al  fin  no  quedó  retoque  por 
hacer:  estuvo  felicísima  en  la  ejecución:  jamás  se  sin- 
tió tan  artista. 

Se  contempla  bien,  y  una  inspiración  le  viene. 
Derecho  de  la  carrera  y  cerca  de  las  orejas,  se  saca, 
con  mucha  mañita,  unos  pelos  del  apelmazado  tocado, 
toma  luego  unas  tijeras,  y,  en  menos  que  canta  un 
gallo,  estuvo  con  unas  tenacillas  de  alacrán,  á  modo 
de  proyecto  capulesco.  Fascinada  con  el  efecto,  corre 
á  la  cómoda,  saca  una  redecilla  de  añeja  usanza,  y 
aprisiona  en  ella  la  apócrifa  moña. 

¡  Ahora  sí,  Cesarito  de  mi  vida,  afórrese  ! 

Púsose  la  mano   en   la   cintura,  como  se  estilaba 


2i6  Frutos  de  mi  tierra 

antaño  para  bailar  vueltas;  irguióse  remeneando  la 
monumental  cadera;  y,  con  gracia  encantadora,  hizo 
ante  el  espejo  el  ensayo  de  cinco  ó  seis  dengues,  á 
cual  más  hechicero,  j  Pero  miren  la  prendera  ! 

A  las  cinco  salió,  yá  vestida,  y  vertió  en  el  des- 
agüe del  patio  la  terrible  mixtura  de  su  taza  de  baño. 

A  las  seis  estaban  en  el  almacén.  Era  sábado. 
En  un  instante  hizo  barrer  y  sacudir,  tocándose 
antes  con  un  gran  pañuelo,  por  no  desperfeccionarse 
con  el  polvo.  El  muchacho  barrendero  le  arregló  lo 
alto,  y  ella  misma,  encaramada  en  un  taburete,  iba  or- 
denando lo  de  más  abajo,  haciéndolo  con  tanto  pri- 
mor, que  ni  el  propio  Agustín, 

Compuestos,  pues,  los  cachivaches  y  trebejos, 
dobladas  y  puestas  á  codal  y  escuadra  todas  las  ropas, 
hecha  la  tienda  unas  platas,  se  sentó  la  negocianta  á 
descansar,  dejando  para  el  medio  día  el  arreglo  del 
piso  superior,  prendas,    depósitos   de   vinos  y  demás. 

El  desvelo  la  tenía  un  si  es  no  es  sonámbula: 
veía  candelillas  en  el  aire;  le  oscilaban  los  dibujos  de 
zarazas  y  pañuelos;  pero  el  pensamiento  volaba  muy 
lejos,  luminoso,  sereno,  irisado.  Tal  se  encumbra  en 
nuestros  pueblos  antioqueños,  la  noche  del  santo  ti- 
tular, el  globo  aerostático,  que  deja  á  los  mirones 
nuquitiesos.  Y  vaya  en  gracia  la  comparación. 

;Y  qué  bellas  lontananzas  alcanzaba  la  soñadora  ! 
Si  algún  empeñado  empeñador  acierta  á  comparecer 
en  los  momentos  del  ensueño,  topara  á  la  prendera 
blanda  de  corazón  como  unos  algodones. 


XIX 
LOS    bAules 

^OLVIÓ  á  casa  á  las  diez.  El  bogotano,  des- 
pués de  mutuos  informes  sobre  el  estado  de 
salud,  y  del  modo  cómo  se  pasó  la  noche, 
principió  á  dar  bromas  á  Filomena,  con 
mctivo  del  patatús.  Esta,  entre  si  niega  ó  confieso, 
sostuvo  la  charla,  muy  amable  y  sonreída. 

Cuando  acababan  de  almorzar,  llegó  el  equipaje 
de  César,  y  las  tres  tías  salieron  con  él  hasta  el  portón. 
Nueva  sorpresa  de  la  protectora  al  ver  que  los 
baldes  eran  unos  mundos  muy  ventrudos,  papujados 
de  tapa,  con  doble  cerradura,  reforzados  con  tiras 
aforradas  en  reluciente  latón,  y  todos  ellos  resguar- 
dados con  unas  placas  azules  que  hacían  visos  como 
marquesitas. 

—  ¡Caramba  con  la  carga,  don  César!  —  dijo 
Filomena  en  tono  de  zumba,  resuelta  á  vengarse  de 
las  bromas  referidas. — ¡  Pero  se  trajo  á  toíto  Bogo- 
tá !...  i  Los  que  tienen  de  estos  baulitos  ay  van...  el 
probé  diuno  !... 

— Horaaa  !  ...  ¡Mucho   que   sí  !  ...  ¿  Qué   creías, 
ah  ? ...  i  No  dejé  ni  el  Capitolio  ! 
— ¡  Eso  es  mucho  chorro  ! 

—  ¡  Ni  el  Tequendama,  ala! 


248  Frutos  de  mi  tierra 

El  arriero,  sudoroso,  dando  esas  aspiraciones  de 
cansancio  que  parecen  silbidos,  entró  con  el  sobornal, 
formado  de  dos  paraguas  y  tres  bastones,  y  luego 
descargó  los  baúles  en  el  cuarto  de  César. 

Era  el  tal  arriero  un  envigadeño  de  la  cepa,  de 
esos  de  cara  escultórica,  barba  nazarena,  rejo  y  múscu- 
los de  atleta.  Con  el  mugriento  sombrero  hacia  atrás; 
la  mulera  al  hombro;  una  como  chamara  de  lienzo 
gordo,  larga  por  delante  y  sin  mangas;  terciado  el 
enorme  guarnid  ;  la  hoja  rialera  al  cinto;  la  camisa 
de  diagonal  remangada  hasta  el  codo;  desnuda  launa 
pantorrilla,  medio  cubierta  la  otra  por  amplio  cal- 
zoncillo que  salía  del  recogido  pantalón,  todo  el  hom- 
bre salpicado  de  barro,  era  un  valiente  tipo  de  An- 
tioquia,  hermoso  si  los  hay. 

— ¡Barajo,  mi  don  —  exclama  dirigiéndose  á 
César — ¡me engañó  miserablemente  !...  Vea  la  mulita: 
¡  viene  muerta  !  Y  asina  mismo  ha  pasao  con  las  otras 
que  les  hemos  echao  los  baúles...  ¡  Si  hubiera  imaginao 
loque  pesaban  esos  malditos  !  ..  ni  por  cien  pesos  se 
los  saco !...  Me  comió,  mi  don  ! 

— ¿  Por  cuánto  te  comprometites? — le  pregunta 
Filomena. 

— \  Por  quince  chiquitos...  qué  le  parece  ! 

— ¡Pues  el  engañao  es  otro  !...  Con  este  tiempo 
tan  bonito  que  está  haciendo,  no  vale  eso. 

— ¡  María  Santísima,  doña  Filomena  !  !  ! 

— ¿Pero  vos  y  tu  hermano  no  nos  han  sacao 
carga  de  loza  mucho  más  barata  ? 

— j  Carcule  carga  tan  manual...  ahora  estos  pul- 


X/A"—  Los  baúles  249 

pitos  de  baúles  !...  Vea,    mi    don,  siempre    me    tiene 
que  encimar  an  que  sea. un  peso. 

— Eh  !  Este  sí  está  distraído... — exclama  Filo- 
mena sacando  un  rollito  de  billetes  que  había  llevado 
para  darle  á  César — Toma  los  quince  pesos  y  deja 
tu  bulla  ! 

—  i  Nó,  nó,  ala — prorrumpe  el  señorito — yo  cu- 
bro eso  !...  No  te  pongas  tú... — y  va  sacando  la  car- 
tera. 

— ¡  Eso  sí  nó,  esto  corre  de  mi  cuenta  ! — alegó 
ella  quitándole  la  cartera. 

César  se  resigna. 

— ¡  Pero,  mi  doña, — insiste  el  envigadeño — si- 
quiera cuatro  riales  sí  me  debe  encimar  I 

— ¡Toma  y  déjate  de  neciar  ! — contesta  ella  muy 
festiva — ¡  Trato  es  trato  ! 

— i  Ah  usté  pa  fregada  !...  i  A  usté  se  la  come- 
rán las  nutrias  ! 

Pagado  y  despedido  el  arriero,  procedió  César  á 
abrir  el  equipaje.  Las  tres  tías  le  rodearon;  corcheas 
ÁQ patchouly  y  semicorcheas  de  esencia  de  rosa  llena- 
ron el  cuarto  no  bien  giraron  las  tapas  de  los  baúles. 
Apareció  primero  la  sombrerera  de  cuero  y  correaje, 
con  el  cubilo  y  el  coco  color  de  idem;  la  caja  del 
claque  en  seguida;  después  los  tres  pares  de  calzado, 
los  gemelos  de  teatro  y  unas  cajas  de  cartón. 

«(  Todo  esto — dice  César  sacando  los  cartones — 
son  encomiendas  de  las  hermanas  de  mi  señora  Chepa, 
la  amiga  de  mamá,  nó  ?...  ¡  Señoras  más  pechu- 
gonas !... 


250  Frutos  de  mi  tierra 

Metiendo  las  dos  manos  asió  por  el  montón  de 
ropas,  y  descubrió  el  fondo:  casi  iodo  él  eran  manza- 
nas, y  César  fue  repartiendo. 

— ¡  Qué  cosa  tan  linda,  por  Dios! 

— Gracias,  César  ! 

— ¡  Pero  güela,  hermana,  güela  y  verá  ! — excla- 
maba Nieves  entusiasmada — ¡  Pero  cómo  habrá  de 
esto  en  Bogotá  ! 

— No  tanto,  alita, — repuso  César — á  veces  da 
trabajo  conseguir. 

— Sí  ?  Yo  pensaba  que  eso  era  allá  como  las  gua- 
yabas por  aquí. 

— Esta  boba!.. — le  dice  Filomena  entre  brava 
y  risueña. 

César  fue.  sacando  del  otro  baúl  y  poniendo  con 
cuidado  sobre  la  cama  los  vestidos  nuevos,  olientes 
aún  á  sastrería,  con  los  cuales  venían,  muy  bien  en- 
vueltos en  papel  de  seda,  los  guantes  negros,  los  blan- 
cos y  los  de  color.  Luego  volteó  la  trampilla  déla 
misteriosa  tapa,  y  un  alud  de  puños,  cuellos  y  corba- 
tas se  desgajó. 

'  Filomena  estaba  bizca  de  ver  aquel  lujo,  pues 
aunque  Agustín  tenía  mucha  más  ropa,  no  era  de 
tanto  gusto  como  la  de  César.  No  obstante,  notó  que 
lo  que  eran  trapitos  interiores  escaseaban  no  poco. 

Por  fin  encontró  César  los  regalos  de  mamá: 
para  Filomena  uno  á  modo  deguarniel  hecho  de  soles 
de  Maracaiho  sobre  fondo  rojo,  que  en  lugar  de  ore- 
jas tenía  lazos  de  cinta;  para  Agustín  una  relojera  de 
cuero,  ornada  de  capullos  de  rosa  con  pétalos  de  seda 


XIX— Los  baldes  251 

y  cuajado  follaje,  de  cuero  también  ;  para  Belarmina 
y  Nieves  dos  indias,  de  una  cuarta  de  grandes,  con 
sus  cestos  en  la  cabeza,  muy  bien  plantadas  en  sus 
tablitas,  y  tan  realista  y  primorosamente  fabricadas, 
que  sólo  se  sabía  que  los  vestidos  eran  trapo;  pero  las 
indias...  imposible  adivinar  de  qué  material  estaban 
hechas,  porque  parecían  gente  de  verdad,  con  pelo, 
arrugas,  uñas  y  todo. 

Grandísimo  fue  el  contento  de  las  señoras  con 
los  presentes. 

—  ¡  Pero  qué  curia  tienen  por  allá  pa  toJo  ! — de- 
cía Filomena — Juanita  misma  hizo  el  guardacami- 
sas !... 

Nieves  dejó  su  india  y  tomó  el  guarniel,  metió  la 
mano  en  todo  el  fondo,  lo  examinó  atentamente  y 
dijo: 

— ¡  Yo  estaba  pensando  que  guarda-camisas  era 
una  cosa  como  un  baulito  chiquito  !...  Pero  á  lindo, 
nó?... 

Las  dos  hermanas  le  lanzaron  unas  miradas  como 
cuatro  escopetas. 

—  ¡  Pero  vean  estas  viejas  I — dijo  Filomena,  to- 
mando una  india  por  disimular  la  patochada  de  Nie- 
ves— ¡  Mismamente  parece  que  resuellan  y  que  van  á 

hablar! Véanles    esos    ojazos !   Quién    las    hizo, 

César? 

— No  sé,  ala, — respondió  el  interpelado,  sacu- 
diendo el  fondo  del  baúl — Allá  hacen  eso  primoroso. 
j  Si  vieras  los  tipos  del  pesebre  de  Espina...  eso  es  lo 
más  chirriado  ! 


252  Frutos  de  vii  tierra 

Agustín  abrió,  y  Filomena  fue  á  llevarle  la  relo- 
era.  El  recibió   el   legalo   con    displicencia  y  lo  tiró 
en  la  mesa  sin  decir  palabra. 

— ¿No  te  parece  muy  bonita? — preguntó  ella 
con  más  cólera  que  admiración — No  te  parece?... 
Pues  que  te  hagan  güevos  ! 

— Yo  pa  qué  eso — refunfuñó  el  señor. 

— ¡  Pues  la  deberías  agradecer  siquiera,  mas  que 
no  te  parezca  bonita...  porque  es  un  cariño  de  Jua- 
na !..  ¡  Hartas  niguas  que  te  sacó,  harto  que  te  re- 
mendó! 

—  ¡  Cariño  !...  Ujúú  !...  ¡A  mí  si  me  comen  con 
sus  cariños  ! 

— ¡  Este  sí  es  el  que  se  ha  puesto  !... 

— Y  vos  !...  De  cuándo  acá  tan  querendona  ? 

— Yo  ?...  siempre  he  querido  mucho  mi  familia  ! 

— Púúú  !  Vos  sí:  á  la  vista  está  !...  Que  lo  digan 
las  muchachas...  que  lo  diga  yo,  ahora  que  estoy 
enfermo  ! 

— ¡  Calla  la  boca,  que  vos  sos  un  desagradecido, 
un  grosero  ! 

— ¡Y  vos...  tan  bien  educada!  Anda  echa  finu- 
ritas  con  ese  papelero  que  niandates  traer...  y  déjame 
en  sana  paz ! 

— ¿  Le  tenes  tirria,  nó  ? — vociferó  la  señora  con 
los  ojos  brotados  y  en  ademán  de  pegar. — No  lo  que- 
ros porque  es  pobre,  porque  te  parece  que  te  va  á 
(icomer  algo.  Pues  no  te  dé  miedo:  sabe  y  entendé  que 
César  no  necesita  de  ti  pa  nada.  Looítes  ?  Para  nada  ! 
porque  yo  también  tengo  plata  !  Oítes  ? 


XIX—Loshduhs  253 

— Pues  anda  dásela  toda,  si  estás  tan  generosa  !  i 

— Pues  si  me  da  la  gana  sí  se  la  doy:  casualmen-  i 
te  que  la  gané  con  mi  puño !   (y  casi  se  lo  metía  por /A 
los  ojos  al  hermano).  Y  si  no  se  la  doy,   lo  enseño  á/  I 
buscarla,  como  te  enseñé  á  ti,  so  sinvergüenza  ! 

Agusto,  fuera  de  sí,  no  sólo  por  los  insultos  sino 
también  por  el  tratamiento  de  //,  que  él  tenía  por  la 
mayor  de  las  injurias,  gritó: 

—  Quita  de  aquí,  vieja  del  demonio  !  anda  á  fre- 
gar al  infierno ! 

La  palabra  vieja  chirrió  en  el  corazón  de  Filo- 
mena cual  la  marca  encendida  sobre  la  piel  de  la  res;ji 
y  como  una  hiena  se  lanza  sobre  Agusto,  para  acabar! 
con  él.  Mas  de  repente  se  contiene:  recuerda  que] 
César  está  en  casa,  que  puede  oír;  y,  sin  articular  pa- 
labra, porque  la  rabia  se  lo  impide,  sale  precipitada- 
mente derecho  á  la  antesala,  donde,  á  pesar  de  la 
exaltación,  espera  que  le  pasen  los  temblores. 

Per  vez  primera  en  su  vida  se  le  ocurría  moderar 
los  iracundos  arranques,  y,  en  verdad,  no  principiaba 
mal,  pues  á  poco  más  salía,  yá  medio  repuesta. 

Guardó  las  manzanas  en  el  guarda-camisas,  y  fue 
á  colgarlo  de  dos  clavos  sobre  el  espejo  de  su  mesa  de 
baño;  pero  al  ir  á  colocarlo  se  vio  en  el  espejo,  y  el 
guarda-camisas  se  le  desprendió  délas  manos;  y  botes, 
polveras,  adornos,  derribados  por  las  dispersas  frutas, 
cayeron  al  suelo  y  se  volvieron  trizas. 

Ni  reparó  en  el  daño:  ¡  qué  iba  á  reparar,  si  se 
había  visto  en  el  espejo  !  en  ese  maldito  espejo  que 
tan  linda  la  reprodujo  á  la  luz  de  la  vela,  y  ahora  tan 


254  Frutos  de  mi  tierra 

medrosa,  tanto,  que  de  puro  aturdida  largó  el  saco. 
Lo  que  era  hacer  las  cosas  de  noche  !  ¿  Pues  no  tenía 
una  mejilla  con  un  parche  que  ni  bledo,  mientras  que 
la  otra  lucía  los  suaves  tintes  de  una  rosa  ruborosa  ? 
Pues,  ¿  y  la  capul,  y  ese  enemigo  de  redecilla  ?  Esta- 
ría dormida  seguramente  cuando  se  había  puesto  de 
aquella  figura. 

César  la  había  visto  así  I  Maquinalmente  recogió 
las  manzanas  y  los  restos  de  las  cositas,  y  cerró  la 
puerta. 

Azorada,  impaciente,  se  puso  al  tocador;  pero  ni 
acertaba  con  los  ingredientes  ni  con  el  medio  para 
igualar  aquellos  rosicleres.  Un  desaliento  abrumador 
la  tomó:  se  sintió  vieja,  lo  que  se  llama  vieja;  su 
fealdad  se  le  triplicó;  y  el  ridículo,  con  toda  su  pesa- 
dumbre, pasó  sobre  ella  el  espacio  de  un  segundo,  y 
la  dejó  prensada. 

Al  estricote  medio  se  arregló,  se  quitó  la  rede- 
cilla y  salió. 

— Oh,  César  ! — gritó  yá  en  el  corredor,  mientras 
sacudía  el  pañolón  con  ambas  manos  por  delante  de 
la  cara,  maniobra  que  le  inspiró  el  temor  de  que  César 
se  la  viese. — César,  vístase  y  salga  á  conocer  á  Mede- 
llín....  Yo  voy  á  la  tienda.  Hasta  el  lunes  no  princi- 
pie. Descanse  algo. 

— j  Perombre  i  ...  ¿conque  principias  dándome 
asueto?...  Famoso  ! — contesta  él  desde  el  cuarto. 

— Sí,  vayase  á  pasiar !  Ploy  no  hay  qué  hacer 
allá.  Yo  voy  á  medio  arreglar  algo;  que  eso  está  de 
la  vista  de  los  perros. 


XX 


LENA    SECA 


O  estaba  para  nada,  ni  para  vender  siquiera. 
Una  mujer  le  hizo  varias  compras,  y  Filo- 
mena se  quedó  sin  saber  si  le  había  pagado 
ó  nó;  equivocaba  el  precio  de  los  géneros, 
y  no  acertaba  con  ellos. 

No  pudo  más.  Cerró  las  puertas,  y  subió  al  se- 
gundo piso,  donde  se  acabó  de  componer  las  pinturas 
y  el  peinado. 

Cansada,  con  la  respiración  anhelosa,  falta  de 
aire,  abrió  un  balcón,  y  se  apoyó  en  la  baranda ;  luego 
acercó  una  silla,  y  se  recostó. 

Que  los  balcones  tenían  «muy  buena  divisa,^» 
vivía  diciendo  Agusto;  pero  nunca  Filomena  se  había 
fijado  en  ello.  Ese  día,  sin  embargo,  tendió  la  mirada 
por  tejados  y  torres,  por  tierra  y  cielo,  deteniéndola 
aquí  y  allá,  y  encontrando  en  todo  una  belleza  que 
jamás  notó,  una  solemnidad  que  la  entristecía  más. 

Sf,  todo  era  muy  bonito,  sin  duda:  la  ciudad,  los 
campos,  el  cielo  tan  limpio  de  ese  día;  pero....  eso 
para  qué.''...  César  era  un  imposible!...  ¡Qué  injusti- 
cias £6  veían  I  Los  hombres,  si  les  dada  su  gana,  podían 
querer  á  la  reina,  aunque  fueran  viejos;  y  una  triste 
mujer,  porque  tuviese  de  cuarenta  para  arriba,  no 
podía  querer  á  nadie. 


256  Frutos  de  mi  tierra 

Filomena  se  profundizaba  en  la  negrura  de  esta 
injusticia,  protestando  y  rabiando.  Sin  embargo,  su 
razón  le  decía  que  alguna  había  en  esto;  y,  después 
de  todo,  no  era  de  ayer  que  ella  se  pintaba  las  canas; 
por  otra  parte,  César  estaba  tan  joven  y  ¡  era  tan 
lindo  !  Pero,  poniéndose  en  los  casos,  esas  canas  po- 
dían no  ser  cosa  de  vejez:  desde  los  treinta  años  yá 
habían  principiado,  y  antes  de  los  treinta  y  siete,  el 
elemento  blanco  prevalecía  sobre  el  negro;  luego  por 
esta  parte.... 

A  ver  la  gordura,  y  la  pata  de  gallina,  y  esas 
otras  rayitas  que  se  querían  formar  por  ahí  en  la 
cara...  Pues  nó:  cualquiera  podía  ajarse  por  la  menor 
causa,  sin  ser  por  ello  viejo;  y  en  cuanto  á  las  grasas, 
¿cuántos  no  eran  gordiflones  desde  pequeños?  Y, 
sobre  todo,  cuarenta  y  seis  años,  largos  de  talle,  más 
que  fueran,  bien  poco  querían  decir,  cuando  uno  se 
sentía  joven  por  dentro. 

El  intelecto  de  Filomena,  encaminado  siempre  á 
los  negocios  mercantiles,  amaestrado  en  las  especula- 
cionts  y  cálculos  del  oficio,  saltaba  ahora  de  su  órbita 
inopinada  y  violentamente,  para  venir  á  tratar  una 
para  ella  novísima  cuestión.  ¡Y  tanto  como  lo  era  I 
Cierto  que  Filomena  aspiró  siempre  á  compartir 
con  alguien  su  ternura;  cierto  que  para  ello  se  consi- 
deraba con  buena  vocación;  pero,  sea  porque  en  su 
vida  fuese  solicitada  para  novia,  sea  porque  sus  facul- 
tades afectivas  no  se  hubiesen  referido  á  determinado 
varón,  ó  bien  porque  no  hubiera  estado  tan  en  pro- 
pincua  ocasión  como  la  que  en  la  actualidad  se  le 


XX— Leña  seca  257 

presentaba  con  César,  es  lo  cierto  que  el  corazón  de  la 
ocupada  jamona  jamás  se  vio  tan  quebrantado  por^ 
achaque  de  amor  como  al  presente. 

Aunque  súbita,  la  pasión  se  presentó  tan  al  des- 
tape y  tan  franca,  que  Filomena  la  definió  al  punto: 
aquello  fue  un  tiro  de  salteador  que  la  hizo  despertar 
de  su  sueño  de  cuai£ii¿a__y.  tánt<;^í>  año»;— Todo  est 
tiempo  la  calculista  había  subrogado  á  la  mujer; 
ahora  la  mujer  se  alzaba  poderosa  reclamando  sus 
derechos,  con  el  empuje  de  una  ternura  largo  tiempo 
reprimida;  ternura  fermentada  en  Filomena  por  ua\ 
temperamento  nervioso  que,  á  los  últimos  trotes  de  la 
segunda  juventud,  presentaba  sus  ribetes  de  histérico. 

César  fue  para  la  vejancona  un  verdadero  reacti- 
vo: en  esa  explosión  de  sentimiento  obraban  arreba- 
tos y  languideces  de  una  fiebre  algo  más  que  juvenil, 
aunados  á  enternecimientos  compasivos  de  amor  de 
madre;  á  todo  lo  cual  se  agregaba  el  deslumbramien- 
to de  la  novedad,  la  alteza  del  ídolo  y  la  necesidad 
de  afectos,  arreciada  por  la  vejez. 

Todas  estas  notas,  que  bien,  que  mal  las  distin- 
guió Filomena,  no  obstante  el  rebullicio. 

Corporalmente  hablando,  se  sentía  á  punto  de 
caer  redonda;  y  el  alma,  suspendida  del  cielo,  se  ma- 
reaba en  las  congojas  del  que  anhelara  asir  lo  intan- 
gible. 

Ella  iba  á  cometer  quién  sabe  qué  disparate;  á 
darle  á  César  motivo  para  que  pensase  mal  de  ella,  y 
á  las  gentes  para  que  la  denigrasen.  Era  preciso  mo- 
derarse, tener  mucho  juicio.  17 


258  Frutos  de  mi  tierra 

Tal  le  decía  la  razón;  esa  razón  suya,  tan  certe- 
ra en  ventas  y  compras,  tan  serena  en  usuras;  pero, 
I  razones  con  un  amor  de  esa  clase? 

¿  Por  ventura  no  era  Filomena  señora  de  diñe- 
pos,  dueña  de  muchos  bienes  ?  Pues  todo,  sin  escati- 
!  mar  nada,  todo  lo  daría  por  César.  Fuera  suyo  el 
i  mundo  entero,  y  César  lo  tendría.  Mujeres  más  jóve- 
Ines,  hermosas  como  el  sol,  encontraría;  pero  que  lo 
lamasen  como  ella...  imposible... 

Lo  que  á  ella  le  faltaba  en  la  vida,  eso  que  el 
dinero  con  todo  su  poder  no  alcanzó  á  darle,  eso  era 
César;  pues  César  tenía  que  ser  snyn.  Cómo?  De 
.cualquier  modo,  con  tal  de  conseguirlo.  Un  mes,  un 
'(día,  una  hora...  y  después  morir,  no  importaba... 
Pero  el  matrimonio...  oh!...  el  matrimonio  !...  Po- 
seerlo de  por  vida,  ser  de  ella  sola,  sola  exclusiva- 
mente, sin  que  ninguna  otra  mujer  tuviera  derecho 
á  quitárselo...  eso  sería  el  cielo. 

Ante  esta  idea  sintió  que  resucitaba,  mejor  di- 
cho, que  vivía.  Un  escalofrío  de  felicidad  recorrió  su 
cuerpo. 

Convulsa,  en  agitación  cuasi  celeste,  se  levanta 
y  torna  á  apoyarse  en  el  balcón. 

Nó !  ella  no  era  una  vieja:  ella  sentía  la  plenitud 
de  la  vida,  las  fruiciones  juveniles  del  corazón.  El 
suyo  se  había  fundido,  y  por  una  copelación  descono- 
cida, la  escoria  se  había  eliminado,  no  quedando  sino 
riquezas. 

¿Por  qué  era  ella  así  tan  brava  con  la  gente  ? 
¿  Por  qué  tan  injusta  con  sus  hermanitas  ?...  El  pobre 


XX— Leña  seca  259 

Agusto  estaba  qué  enojado  con  ella...  y  con  cuánta  ra- 
zón... Y  la  plata  de...  ¡Virgen  Santa,  si  César  supiera  ! 
En  el  negror  del  pasado,  alumbrado  ahora  de  re- 
pentino resplandor,  vio  tan  viles  é  infames  cosas,  que 
Filomena  sintió  un  oleaje  de  vergüenza  de  sí  misma; 
ese  bochorno  del  alma  tanto  más  acerbo,  que  sólo  lo 
presencia  el  testigo  interior  del  yo.  Todas  sus  mácu- 
las de  mujer  codiciosa,  una  enredada  en  otra,  se  le 
presentaron  en  un  instante.  Todas  eran  feas,  muy 
feas;  pero  su  máxima  culpa,  lo  que  en  su  instinto  de 
mujer  encontró  más  degradante  á  los  ojos  de  César, 
fue  la  conducta  con  las  Palmas.  Si  él  llegara  á  saber  lo 
de  los  pasquines,  lo  de  los  insultos,  ¿  no  diría  que  era 
una  mujer  así  poco  más  ó  menos  y  comida  de  envidia  ? 
Seguramente  que  esto  era  la  nota  más  marcada  de 
vejez  rabiosa;  y  de  ello  precisamente  tenía  que  curarse 
para  aparecer  delicada  ante  César. 

En  el  hervor  del  pensamiento,  las  enojosas  remi- 
niscencias, con  toda  su  mugre,  se  fueron  apartando 
para  tornarse  en  cachaza.  La  pasión,  burbuja  central, 
base  del  sistema,  obraba  cada  vez  más  potente,  reven- 
tándose, difundiéndose  en  el  remolino  de  la  ebulli-  / 
ción.  Se  trataba  del  gran  problema:  i  qué  hacer  paraí 
que  César  lo  supiese  todo  "i  ¿  Tendría  ella  que  decla- 
rarse, tendría  que  requerirlo  de  amor  ?  ¿  Llegaría  él 
á  sentir  por  ella  un  ápice  siquiera,  un  remedo,  de  lo 
que  ella  sentía  por  él?..,  [  Probablemente  que  nó  1 
Pudiera  ser  que  César  no  adivinara...  pudiera  que  sí... 
Pero,  fuese  por  adivinación,  fuese  por  declaratoria, 
era  necesario  que  lo  supiese,  era  preciso  que  de  su  co- 


260  Frutos  de  mi  tierra 

razón  volara  una  chispa  é  inflamara  el  de  César  como 
una  yesca.  De  un  modo  ó  de  otro,  ella  tenía  que  en- 
chuflarle  ese  amor.  Si  no...  sería  la  locura,  el  acabo  de 
todo...  quién  sabe  qué  ! 

A  otro  tal  vez  se  atrevería  á  decírselo;  pero  á 
César  ni  por  escrito. 

Una  angustia  indecible  la  acometió. 

El  ruido  de  un  coche  que  pasaba  la  volvió  al 
mundo  externo,  no  obstante  la  preocupación.  En  él 
iban  dos  conocidos  suyos,  marido  y  mujer,  con  tres 
niños  blondos  y  rosados.  Por  los  trajes  comprendió 
Filomena  que  iban  de  paseo  al  campo.  Los  niños  gor- 
jeaban y  agitaban  las  manitas  revelando  su  alegría; 
en  los  esposos  vio  la  dicha  de  la  vida:  él,  maduro,  yá 
cano  de  bigote,  grave,  sereno  de  actitud,  parecía  la 
fuerza  que  protege,  la  experiencia  que  dirige;  ella, 
hermosa,  casi  niña,  recostada  en  el  hombro  del  mari- 
do, sonriendo  á  los  hijos,  espejo  era  de  la  mujer  que 
lleva  el  pecho  henchido  de  íntimas  fruiciones. 

(c  Van  para  la  quinta  del  Poblado» — se  dijo  Fi- 
lomena, y  siguió  con  la  vista  el  carruaje.  ¡Qué  con- 
tentos iban!...  ¿  Alguna  vez  no  iría  ella  con  César  á 
la  finca?  ¡Unos  mangos  que  allí  había,  tan  coposos, 
tan  juntos!...  ¡  Tantas  hojas  que  caían  y  hacían  col- 
choncitos !...  ¡Bajo  esos  mangos,  en  esa  sombra  tan 
sabrosa,  ella  y  César  solitos!... 

La  ráfaga  de  idilio,  encajada  en  su  angustia,  pasó 
dejándola  niaTTfiste.  ¡Pues  no  ve  I:  ese  matrimonio 
tan  feliz...  y  ella  nada...  y  la  esposa,  que  era  tan  mu- 
chacha para  ese  señor  tan  rodillón.  Su  casamiento  con 


A'A" — Leña  seca  261 

César...  siempre  era  disparatado;  si  ella  podía  ser 
madre  de  él:   Juana  sólo  la  llevaba  dos  años  de  edad. 

Un  apretamiento  que  sintió  en  el  pecho,  la  obligó 
á  entrarse.  Recostóse  en  un  vetusto  sofá,  de  esos  que 
se  ven  en  nuestras  peluquerías,  que  llenaba  casi  un 
extremo  del  salón,  y  reclinó  la  cabeza  en  el  duro  rollo 
de  cerda,  para  ver  de  calmar  esa  ansiedad  agoniosa 
que  la  estaba  matando. 

<£  i  Imposible,  imposible  !  »  Esta  idea  se  le  pre- 
sentó terrible,  irrefutable.  «¡Imposible!...»  Sí:  es- 
taba soñando,  estaba  destornillada  de  cabeza,  estaba 
enferma.  Nó,  nó:  eso  no  podía  ser  sino  efecto  del 
desvelo  de  la  noche  anterior.  ¡  Si  á  ella  le  hacía  tanto 
daño  no  dormir!  Pues  á  ver  cómo  dormía  un  rato. 

Y  al  efecto,  puso  sobre  el  recio  cabezal  un  envol- 
torio de  ropas  empeñadas,  que  cerca  había  (por  más 
señas  que  eran  una  ruana  de  paño  y  un  pantalón  de 
pañete,  nuevos  aún).  Pasóse  las  manos  por  la  frente, 
se  sacudió  bien,  para  echar  fuera  los  tormentosos  pen- 
samientos; luego  se  acomodó,  y  cerró  los  ojos. 

Con  el  forzado  reposo  del  cuerpo  empeoró  más 
el  alma. 

¿Qué  haría,  por  la  Virgen?...  Lo  que  deseaba 
no  tenía  pies  ni  cabeza.  César  querría  á  otra,  ó  si  no, 
se  enamoraría  y  se  casaría  seguramente  en  Medellín. 
Si  se  casaría  !...  Y  ella?... 

Adiós  propósito  de  dormir. 

Enderezóse  con  alebrestada  ligereza;  fue  al  tina- 
jerillo  que  allí  tenía,  y  apuró  con  avidez  un  vaso  de 
agua,  porque  le  parecía  que  se  abrasaba. 


262  Frutos  de  mi  tierra 

Principió  á  pasearse  atontada. 

Si  César  se  casaba...  ella  se  hacía  criminal,  ella 
mataba!...  Por  qué  era  tan  desgraciada?  ¡Tantos 
hombres  en  el  mundo,...  y  ella  sola!...  Tantos  hom- 
bres ?  Nó!...  ¡  Qué  le  importaban  los  hombres !  Que 
se  murieran  todos  si  querían....  pero  que  le  dejasen  á 
César,  ^ésar  era  el  mundo^  era  todo ! 

¿Y  si  él  no  la  quería?...  Oh!...  ¡Entonces  lo 
odiaría,  lo  echaría  de  su  casa!  Sí:  que  se  largara  y  la 
dejara  en  paz!...  Nó,  nó,  nó!...  Eso  sí  nó!...Si  Cesarse 
iba,  ella  se  iba  también...  ¿Y  cómo  echarlo,  pobrecito.? 

I  No  podría  quererlo  de  otro  modo....  así  como  á 
un  hermanito  ?.,.  Tal  vez  !  Así,  viviendo  juntos,  mi- 
rándolo á  toda  hora,  cuidándolo,  arreglándole  la  ro- 
pita,  viéndole  sus  cositas.,.,  así  como  debía  hacer 
Juana,  ¿  no  podría  quererlo  lo  mismo,  sin  que  fuera 
su  novio  ni  su  marido  ?  Sí....  un  hermanito.... 

Hermanito?..  nójSeñor!  Era  con  amor.. .era  para  ca- 
sarse con  él  como  ella  lo  quería...  A  quemas  hermanos? 

¿Se  quedaría  burlada....  hecha  un  jumento? 

Las  dos  cajas,  colocadas  entre  las  dos  puertas,  en 
la  pared  que  da  á  la  calle;  las  dos  cajas,  con  su  barniz 
broncíneo,  con  sus  chapas  de  cobre  fundido,  fulgura- 
ron entonces  á  los  ojos  de  su  dueña. 

Sí,  el  dinero  era  capaz  de  mucho,  yá  lo  sabía  ella; 
pero  si  no  servía  en  esta  ocasión....  ¡  maldito  fuera  el 
dinero  ahora  y  siempre  ! 

Tanto  rollo  de  billetes,  tanta  joya,  casa  tan  es- 
pléndida, almacén  tan  valioso,  dinero  en  los  Bancos, 
solares  en  la  carretera,  finca  de  campo;  tanta  comodi- 


XX— Leña  seca  263 

dad....  ¡y  sufriendo  de  aquel  modo!...  Así  serían  todos 
los  ricos  ?  Pues  nó:  todos  vivían  muy  felices.  ¡Sola- 
mente ella  penaba  !.., 

Bien:  era  fea  y  vieja;  no  había  que  ver.  Lo  bon- 
dadosa que  se  iría  á  volver,  que  yá  estaba;  la  ternura 
de  su  alma;  el  amor  tan  giande  que  sentía....  todo  eso 
estaba  por  dentro,  y  César  ni  caso  haría  de  ello!... 
No  le  quedaba,  pues,  más  que  la  plata,  y  ser  muy 
formal,  muy  generosa  con  él....  ¡y  andarle  viva  I 
Pero  entonces....  era  por  interés  por  lo  que  César  áe^ 
casaría  con  ella  I  Así  qué  gracia  ?...  í 

Era   por  interés....   y  qué  importaba  .''  Con    tall 
que  César  fuera  suyo  !...  *--" 

Y  si  después  la  abandonaba  }...  Nó,  eso  nó:  una 
persona  tan  decente,  de  tan  bonitos  sentimientos 
como  César,  no  haría  eso  nunca,  nunca  !  Pero  se 
habían  visto  muchos  casos!...  Sí  se  habían  visto, 
pero  ¿porqué?  Porque  esos  maridos  eran  unos  per- 
didos y  sus  mujeres  unas  bobaliconas....  Casara  ella 
con  César,  á  ver  si  se  le  iba  !...  Aunque  fuera  el  más 
tunante....  A  ella  la  cogerían  descuidada....  «  ¡  pero 
muy  tarde  I  » 

No  había  que  darle  más  vueltas  al  asunto:  dinero, 
formalidad,  viveza;  con  esto  iba  á  salir  del  paso.... 
Esta  saca  saldría.  Si  á  todo  había  que  buscarle  la 
comba  en  esta  vida  !...  Ese  cuento  de  «  imposible  » 
á  toda  cosa  que  se  iba  á  hacer,  eso  era  de  gente  apo- 
cada. No  había  «  tal  Ferbus  ». 

Cuánto  avanzó  Filomena  en  estos  instantes  de 
ventura  ! 


264  Frutos  de  mi  tierra 

El    habérsele    ocurrido  llamar  á  César,   siempre 

era  porque  había  de  convenirle....    ;  Más  claro  que  el 

agua!...   Y  lo  que  convenía,  á  la   casa    venía...   ¡Lo 

que  eran  las  cosas  en  la  vida,  bendito   fuera   Dios  !... 

/guando  había  de  pensar  ella  que   su  sobrinito....  So- 

jlbrinito  !...  Virgen  santísima  1...  la  dispensa  ! 

Los  clérigos,  la  Señoría  Ilustrísima,  el  Padre 
Santo  de  Roma,  aparecieron  en  fantástica  procesión, 
aplastando  las  recién  nacidas  ilusiones. 

¿  Cómo  no  haber  pensado  en  la  tal  dispensa  .-'... 
Y  ese  Obispo,  que  era  tan  templado,  no  la  daba,  no 
la  daba  !...  Si  á  unos  de  Belén  no  los  habían  casado, 
diz  que  porque  eran  tío  y  sobrina...  (Parentesco  de 
todos  los  diablos  !  Y  cómo  antes  sí  se  podía  ?...  ¡  Esos 
cambios  sí  eran  muy  célebres ! 

Esto  fue  lo  imprevisto  para  Filomena,  y  como 
tal  la  dejó  anonadada. 

Qué  injusticias!...  ¿Qué  tenía  que  ver  el  paren- 
tesco con  lo  otro  ?  A  ver  si  no  era  lo  mismito,  ó 
mejor,  casarse  uno  con  alguno  de  la  familia  ?...  Siem- 
pre tenían  «  razón  los  rojos  en  rajar  contra  los  cleros.h 
Mucha  que  tenían  !...  Si  hubiera  sido  cuando  ellos 
mandaban,  que  había  casamiento  por  lo  civil !...  Pero 
ahora  !...  Más  valía  no  haberlo  visto  nunca  I...  Pero 
¿no  habría  remedio?  Aunque  costara  muchos  miles, 
¿qué  importaba?  Todo  lo  daría  por  la  dispensa. 
Todo  ?  Y  si  lo  daba  todo,  aunque  no  fuera  todo, 
I  no  quedaba  pobre  ?...  Y  entonces,  cómo  conseguir 
á  César?...  Ni  bamba!  ni  bamba  1  Ni  dispensa,  ni 
nada  1 


XX — Leña  seca  265 

Retorcióse  las  manos  desesperada   y   se  deshizoV»* 
en  sollozos  ahogados. 

¡Todo  había  sido  un  sueño...  menos  que  un 
sueño,  porque  ni  siquiera  había  dormido!...  Soñar 
así,  sin  dormir  !  Estaría  enloqueciéndose  ? 

Un  f(  Ay,  Dios  mío  I  d  sofocado,  desgarrador,  se 
arrancó  de  su  alma. 

Ella  no  era  capaz  de  soportar,...  j  ó  la  tendrían 
que  amarrar  !...  Volver  á  verlo,  volver  á  oírlo. ...peor 
que  si  se  fuera  ! 

Pero  ¿qué  era  eso.?...  ¿en  veinticuatro  horas, 
cómo  se  había  perdido  así,  de  ese  modo,  por  un  mu- 
chachito?... Ah,  nó!:  eso  no  era  amor  ¡no  podía] 
serlo!  Era  que  estaba  cow  ideas,  (íxz.  que  estaba  en- 
ferma. El  mucho  trabajo,  el  desvelo,  el  ataque  ¡  tan 
terrible!  de  la  noche  antes,  eso  era.  Debía  tener  algo 
"'en  la  cabeza. 

Pasóse  las  manos  por  la  nuca,  por  las  sienes; 
tomóse  los  pulsos:  en  todas  partes  tempestad. 

Volvió  á  acostarse,  esforzándose  en  discurrir  qué 
sería  aquello,  para  si  era  «  cosa  mala  é  imposible  », 
dar  de  mano  á  todo,  si  bien  fuera  arrancándose  de 
cuajo  todo  su  ser. 

Ella,  tan  orgullosa,  en  estos  embelecos  .-* 

Sí!  Valiera  la  verdad:  aunque  le  doliera  el  co- 
razón, aunque  el  penar  acabase  con  ella,  más  que  un 
imposible,  era  «  cosa  mala  ».  Tan  mala,  que  no  pa- 
recía «  cosas  de  señora  y>. 

Tendría,  pues,  que  vivir  con  César,  y  mirarlo 
como  fruto  prohibido.  De  tanto  amor  ni  un  recuerdo 


266  Frutos  de  mi  tierra 

iba   á  quedarle  !  ..  Ah,  sí  !  las  manzanas.  Las  guar- 
daría.... para  verlas  á  raticos  ! 

Un  pensamiento  de  superstición  acabó  de  hun- 
/dirla,  por  si  algo  le  faltaba:  las  manzanas  se  habían 
caído  y  rodado  por  el  suelo.  No  podía  darse  presagio 
más  negro  ! 

El  verbo  interno  de  la  prendera  habló  ese  día 
lenguas  desconocidas,  como  los  orgullosos  de  Babel. 

Destroncada,  magullada  de  cerebro,  en  una  laxi- 
tud morbosa,  echóse  la  cuitada  en  el  suelo  como  una 
ebria. 

La  tormenta  se  desencadenó  del  todo. 
/         La  fiebre  de  la  pasión,  embargando  por  completo 
/  á  Filomena,  la  fue  arrastrando,  de  miraje  en   miraje, 
f   al  estado  de  verdadera  alucinación  ;  y  á  modo  de  as- 
ceta combatido  por  diabólicas  artimañas,   vióse  enre- 
dada, entre  despierta  y  dormida,  en  unas  delicias  que 
serían  del  cielo  ó  del  infierno,  jamás  de  la  tierra. 
\  Una  voz,  que  era  toda  ternura  y  rendimiento,  la 

voz  de  César,  blanda  y  palpitante,  se  quebraba  en  sus- 
piros cerquita  á  la  oreja  de  la  señora;  y,  con  una 
sola  palabra,  con  solo  un  rumor,  le  metía  en  el  alma 
la  esencia  toda  de  la  felicidad.  Dio  su  mano  con  un 
boquerón  del  sofá,  por  donde  asomaba  la  cerda;  y  eso 
fue  para  ella  las  sedosas  sortijas  de  un  cabello.  En  me- 
dio de  tan  embriagador  frote  de  rizos,  saltaba  convul- 
sa y  retorcida,  merced  á  un  ruido  que  sólo  había  oído 
á  las  madres,  cuando  locas  de  amor  se  quieren  comer 
sus  chiquitines;  y,  simultáneo  con  tal  ruido,  le  ale- 
teaba encima,  muy  encima,   algo  como    una    mari- 


XX— Leña  $€ca  2C7 

posa  de  fuego  que  se  posaba  en  su  frente,  en  sus  me- 
jillas, en  sus  labios,  al  mismo  tiempo  que  un  soplo 
suave,  un  vapor  henchido  de  extraño  perfume,  tem- 
plándole el  incendio  de  la  cara,  le  llegaba  hasta  la 
medula,  sin  que  ella  acertara  á  comprender  si  era 
vida    ó   muerte  lo  que   esa    inoculación  le  producía. 

Viendo  en  la  casa  que  ya  eran  más  de  las  seis  y 
que  Filomena  no  parecía,  enviaron  al  negro  asistente 
á  ver  qué  novedad  era  aquélla.  Este  volvió  á  poco 
con  la  de  que  había  golpeado  el  almacén  y  nadie  con- 
testó, rainque  las  puertas  tenían  puestas  las  llaves  por 
dentro. 

Alarmados  corren  Mina  y  César,  seguidos  del 
criado. 

Al  llegar  al  almacén,  una  puerta  se  abre,  y  Filo- 
mena aparece. 

¡  César,  César  ! — exclama  ella  con  voz  quebran- / 
tada  y  lastimera,  y  se  desmadeja    sobre  el  bcgütano|í 
asiéndolo  por  las  piernas.   César  bambolea  y  diera  enV 
tierra  á  no  apoyarse  contra  el   mostrador.    Ella  cha- 
palea y  cae  crispada,  fija  en  él  como  una  extática. 

Mina  y  el  criado  intervienen;  tratan  de  alzarla, 
mas  no  lo  consiguen:  Filomena  con  fuerza,  que  crece 
á  medida  que  la  agarran,  los  sacude,  los  estruja,  los 
lleva  de  aquí  para  allá.  César  va  á  tenerla;  ella  se 
aferra  á  él  y  no  larga. 


XXI 


TOPETÓN 


S  más  sucia  que  la  boca  de  don  Pacho \j 
Escanden, "  suelen    decir   en   Medellín 
para  ponderar  la  porquería  de  alguna 
cosa. 

Y  en  verdad  que  la  comparación  viene  á  tales 
casos;  pues  por  la  boca  de  don  Pacho  (que  de  buen 
hoyo  goce)  salían  á  todas  horas  atrocidades  enormes. 
Para  los  hombres  tenía  chascarrillos  y  dicharachos 
de  una  crudeza  aterradora,  reservando  para  las  seño- 
ras cuentos  amarillos,  del  género  nauseabundo.  La 
palabreja  aquella  que  tan  sublime  encontró  Víctor 
Hugo,  la  encontraba  mucho  más  don  Pacho,  y  la 
largaba  con  todos  sus  afines  por  lo  menos  cincuenta 
jk^eces  al  día;  siendo  una  de  sus  manías  capitales  esto 
\ie  decir  verdores  é  indecencias.  Y  cuando  con  tales 
cosas  tenía  ocasión  de  abochornar  y  correr  á  la  gente, 
era  cuando  más  contento  quedaba,  sobre  todo  si  la 
corrida  era  entre  hombres  y  mujeres. 

Habiendo  confesado  cierta  vez,  impúsole  el  sa- 
cerdote, por  penitencia,  no  decir  en  absoluto  palabra 
alguna  mal  sonante.  Don  Pacho  quiso  cumplir,  y  es- 
tuvo tres  días  muy  formal;  pero  ni  tenía  de  qué  ha- 
blar, ni  gusto  para  nada,  hasta  que,  tedioso  y  medio 


XXI—  Topetón  269 

enfermo,  se  fue  al  padre  cura  y  le  declaró  que,  si  no 
le  rebajaba  la  penitencia,  facultándolo  siquiera  para 
hablar  de  cosas  sucias,  se  dejaría  de  religión  y  sacra- 
mentos; y  á  no  ser  que  consiguió  la  rebaja,  capaz  hu- 
biera sido  el  perro  viejo  de  renegar  de  su  catolicismo, 
con  ser  que  era  mucho. 

A  más  de  estas  suciedades,  tenía  don  Pacho  es- 
pecialísimo  prurito  de  contradecir  y  motejar  á  todo 
el  mundo,  y  dar  bromas  de  perverso  gusto,  sólo  por  el 
de  hacer  rabiar  á  los  cristianos.  Como  él  pudiese  llevar 
la  contraria  en  hechos  ó  en  palabras,  estaba  en  sus 
glorias.  No  pocas  molestias  y  hasta  rompimientos  de 
amistad  le  costaron  sus  genialidades;  mas  por  eso  no 
hubo  de  enmendarse. 

Este  desaseo,  estas  terceduras,  como  lo  prueba  el 
rasgo  de  la  penitencia,  no  eran  sino  exteriores,  bro- 
tes acaso  de  un  carácter  burdo  é  inculto;  pero  por 
dentro  era  don  Pacho  la  limpieza  misma,  la  propia 
rectitud. 

Timorato  á  carta  cabal,  cumplía  escrupulosa- 
mente con  los  preceptos  de  la  Madre  Iglesia,  y  soco- 
rría al  pobre  sin  ostentación  y  por  amor  de  Dios. 
Riquísimo,  á  fuerza  de  atinado  y  constante  trabajo  y 
de  una  honradez  que  rayaba  en  necedad,  se  vio  don 
I  Pacho,  en  la  época  á  que  nos  referimos,  en  muy  pres- 
tigiosa posición  social  y  financiera. 

Desde    muy    temprano   principió   la  carrera  del 
comercio,  manifestando    para   ello  tan  buenas  aptitu- 
des que,  á  pesar  del  poco  brillo    de   su  familia,  4ogró-^ 
casarse,  mozo-artrn,  c?JT^-áoiía_Bárbara  Campero,  que, 


270  Frutos  de  mi  tierra 

allá  por  sus  verdes  años,  era  dama  muy  de  pro,  no 
sólo  por  los  caudales  que  iba  á  heredar,  sino  también 
por  lo  empingorotado  de  su  prosapia;  pues  era  nada 
menos  que  Campero  de  la  Calle,  apellido  que,  aun  en 
esa  época  en  que  tanto  había  bajado  el  pergamino,  á 
causa  del  deslinde  con  España,  todavía  se  cotizaba 
muy  alto  y  olía  á  leguas  á  cosa  de  Castilla,  no 
tarito  por  lo  de  Campero  cuanto  por  el  añadidijo.  Toda 
esta  grandeza  constaba  de  una  ejecutoria  que  doña 
Bárbara  guardaba  como  oro  en  paño;  por  la  cual  eje- 
cutoria se  probaba  que  en  sangre  de  Camperos  de 
la  Calle  no  corría  goia  ni  de  judaica  ni  de  morisca  ; 
que  un  tatarabuelo  de  doña  Bárbara  fue  todo  un  te- 
niente real,  y  un  su  tío  recaudador  de  alcabalas;  que 
linaje  tan  ilustre  tuvo  su  casa  solar,  ic  situada  en  el 
valle  de  Baztán,  perteneciente  al  Arzobispado  y  Uni- 
versidad de  Pamplona.»  Y  la  tal  casa  se  describía  en 
el  pergamino  con  todos  sus  pelos  y  señales,  acompa- 
ñada la  descripción  de  un  dibujo  que  representaba 
el  escudo  de  armas  de  la  familia,  que  era  un  tablero 
de  ajedrez,  dos  lanzas  cruzadas,  un  plumaje  y  oirás 
quisicosas  no  menos  significativas  y  heráldicas. 

Don  Francisco  María  y  doña  Bárbara,  fuera  de 
malogramientos,  hubieron  en  su  matrimonio  un  coro 
de  nueve  mujeres;  y  hasta  « las  diez  de  últimaj), — que 
decía  don  Pacho, — ó  sea  al  décimo  alumbramiento, 
no  reventó  el  trueno  gordo:  un  muchacho  en  que  vio 
el  viejo  su  alegría,  su  vida,  su  gloria,  todo  junto. 

Las  cuatro  hijas  mayores,  aunque  no  por  orden 
de  edad  ni  muy  mal,  se  habían  casado.  ¡  Y  en  cuáles 


XXI—  Topetón  271 

se  vieron  sus  respectivos  novios  para  habérselas  con 
el  presunto  suegro  !  Pues  don  Pacho  era  tan  apegado  á 
sus  hijas,  que  en  mentándole  matrimonio  de  alguna,  se 
ponía  hecho  una  furia,  no  precisamente  porque  se  la 
fueran  á  quitar,  sino  porque,  dado  su  genio,  se  le  ha- 
cía necesario  aturrullar  á  doña  Bárbara,  que  no  tenía 
ni  tiene  más  pío  que  casar  su  prole. 

Y  como  quiera  que  la  señora  era  muy  pronta  de 
lengua  y  sobrado  amiga  de  alegatos  y  pendencias, 
solía  haber  entre  marido  y  mujer,  á  propósito  de  ca- 
sorios, las  del  Pantano  de  Vargas. 

Sucedía  muy  á  menudo  que  don  Pacho  dejaba 
de  venir  á  la  hora  de  comer,  y  á  las  veces  tardaba 
tanto,  que  había  que  servir  la  mesa  sin  su  asistencia. 
Tales  informalidades  se  le  trepaban  á  la  moña  á  doña 
Bárbara;  pues  no  sólo  le  trastornaban  el  orden  y  mé- 
todo que  en  todo  ponía,  sino  que  la  privaban  de  las 
salidas  y  visitas  de  la  tarde,  que  eran  sus  mejores 
esparcimientos. 

Las  cinco  habían  sonado  hacía  rato;  en  la  casa 
yá  se  había  comido,  y  don  Pacho  no  parecía.  Inco- 
modada doña  Bárbara,  se  salió  al  portón,  á  tiempo 
precisamente  que  él  llegaba. 

— ¡Caramba  con  usted  para  ser!...  —  le  dice 
ella. — ¡  Venir  á  comer  eso  frío  ! 

— ¿Quién  es  ese  animal  que  está  erí  la  esquina? — 
pregunta  él,  con  aire  de  malísimo  humor,  sin  atender 
al  regaño. 

Doña  Bárbara  paseó  la  mirada  por  todas  partes, 
con  fingido  afán,  y  luego  exclamó: 


í 


272  Frutos  de  mi  turra 

— ¡  No  veo  animal  por  ninguna  parte  !...  Estaré 
ciega? 

— Nó!...  ¿Y  ese  que  está  plantado  en  la  es- 
quina ?... 

— ¡Pues  no  lo   veo;  lo  que  veo  es  un  caballero! 

— ¿Caballero?...  ¡Un  zoquete!...  un...  (Yá  se  sabe). 

— ¡Caballero,  y  muy  caballero, y  muy  decente,  y 
de  muy  buena  familia...  ¡  mas  que  te  pese  ! — objeta 
ella,  acalorada  yá, 

— Sí,  yá  sé  !...  Es  el  tal  Martín  Gala,  un  sinver- 
güencita  de  muy  mala  ley  !... 

— Sí  ?-..  Pues  si  estabas  tan  impuesto  ¿  para  qué 
me  preguntabas  ? 
I\         — Sí,  lo  sabía  I...  Y  también   sé   que  le  está  ha* 
jiciendo  cocos  á  Pepa  y  que  vos  los  estás  alcahuetiando, 
i  como  lenes  de  costumbre  ! 

— i  Muy  cierto:  los  estoy  alcahuetiando,  y  los 
alcahuetiaré...  hasta  que  me  reviente  ! 

— i  Por  supuesto!...  Vos  como  trasendás  novios 
para  las  hijas...  ¡  aunque  sean  presidiarios!...  ¿  Por 
qué  no  llamas  á  todos  los  que  pasan  por  la  calle  y  se 
las  ofreces  ? 

— ¡  Pues  sí  debería  llamarlos,  yá  que  mis  hijas 
tienen  un  padre  tan  rancio,  tan  intransigente  como 
vos,  que  no  querés  verlas  felices  ! 

Don  Pacho  lanzó  un  ja  !  ja  !,  á  modo  de  car- 
cajada. 

Esto  pasaba  del  zaguán  al  comedor.  Una  criada 
entró  con  la  sopa  de  tallarines,  de  excitantes  vapores, 
y  don  Pacho  se  sentó  á  la  mesa. 


XXI—  Topetón  273 

— ¡  Conque  felices  ! — exclama,  á  las  tres  ó  cua- 
tro cucharadas — ¡  Mira  que  es  mucha  felicidad  echar- 
se un  muérgano  á  cuestas  ! —  j  Que  se  le  haya  meti- 
do á  esta  boba   que   sólo   casándose    se    puede  vivir  I 

— ¡  Sí,  señor,  se  me  ha  metido,  y  no  se  me  saldrá 
nunca,  nunca  ! 

— ¡  Que  se  te  va  á  salir...  cuando  vos  si  te  ahogas 
hay  que  buscarte  agua  arriba  ! 

— ¡  Pues  estoy  muy  buena  para  vos,  porque  si  nos 
ahogamos  juntos,  de  para  arriba  te  encuentran  también! 

Hubo  un  tremendo  silencio.  Don  Pacho  las  aco- 
metió con  el  asado;  doña  Bárbara  escanció  el  tinto, 
mezclándole  mucha  agua,  que  así  lo  tomaba  él,  y 
trasteó  por  ahí  dirigiendo  el  'servicio  ;  que,  enojada  y 
todo,  no  se  creía  eximida  del  más  menudo  deber. 

— I  Es  una  cosa  muy  particular — dice  al  fin  el 
marido  en  tono  querelloso,  estregándose  los  labios 
con  la  servilleta — es  muy  raro  !...  Hasta  los  gatos 
saben  en  la  calle  lo  que  pasa  en  mi  casa,  y  á  mí  se 
me  esconde  todo,  ¡  como  si  yo  fuera  algún  muñeco 
pintado  en  la  pared  ! 

— ¡  Ah  cosa  divina  !  —  prorrumpe  doña  Bárba- 
ra—  ¡Palos  porque  bogas  y  palos  porque  no  bogas  !: 
si  te  digo  lo  que  hay,  nos  querés  comer  vivos,  vivi- 
tos,  á  todos;  si  te  lo  escondo,  también...  Decime  una 
cosa,  Escandón:  ¿  mandaste  promesa  de  embromar- 
nos, ó  qué  .'' 

— j  La  promesa  que  debería  mandar  es  la  de  en- 
cerrarte en  tu  casa  con  tus  hijas,  para  que  no  fue- 
ras á  alcahuetiarlas  á  las  casas  ajenas  !  18 


274  Frtitos  de  mi  tierra 

— I  Mándala  ahora  mismo  !..i  ¡  Pero  eso  sí:  que 
el  encierro  sea  en  un  calabozo  bien  oscuro,  donde  no 
vayas  á  molestarme!...  ¡Qué  más  me  quisiera  yo ! 

— ¡  Y  para  eso  que  siempre  encuentran  payasos 
y  correas  para  todo  !  Hoy  se  me  apareció  Puerta  al 
almacén  á  apadrinar  al  zoquete  ése,  y  casi  me  pide  la 
muchacha  !...  j  Que  diz  que  están  de  casamiento,  que 
diz  que  se  ven  donde  las  Bermúdez,  y  que  vos  estás 
muy  en  autos  I... 

— I  Y  no  te  dijo  más  Puerta  ? 

—  ¡No  me  dijo  más,  porque  no  le  quise  oír  ! 

— ¡  Pues  le  faltó  lo  principal ! — replica  la  señora, 
inflada,  haciendo  jarra  y  apuntando  con  los  ojos  á  la 
cara  del  marido. — Le  faltó  decirte  que  Pepa  está  re- 
suelta á  casarse  por  sobre  vos...  ¿  lo  oíste  ?  ¡  Por  sobre 
vos ! 

— 1  Pues  que  se  case,  y  que  se  friegue,  y  que  se 
la  lleve  el  Diablo  ! 

— ¡  Sí,  señor,  que  se  la  lleve  I...  Para  eso  son  las 
mujeres,  para  casarse  ¡  aunque  se  las  alce  el  Patas, 
como  á  mí !...  Y  yá  lo  sabes:  en  los  otros  casamientos 
de  las  muchachas  no  dije  esta  boca  es  mía,  aunque 
vos  vivís  echándome  en  cara  que  las  alcahuetié;  pero 
ahora...  yá  te  digo  ! 

Don  Pacho  interrumpe  con  un  zapatazo,  acom- 
pañado de  estruendo  de  lozas  y  cubiertos,  y  echa  por 
esa  boca  ajos  y  cebollas. 

— ¡  Patiá  y  renegá  cuanto  te  dé  la  gana! — vocifera 
doña  Bárbara,  trepada  yá  en  el  último  punto  de  su 
geniazo. — ¡También  patiates  y  hicistes  mil  escanda- 


XXI ^  Topetón  275 

los  cuando  el  casamiento  de  Ana,  y  siempre  la  depo- 
sitaron, y  siempre  se  casó,  y  vos  te  quedates  reventan- 
do cornejales,  con  las  piernas  juagadas!...  Entonces 
ni  entré  ni  salí;  pero  ahora  (no  voy  á  ser  boba! 
Desde  ahora  te  lo  digo  para  que  no  te  coja  de  susto: 
¡  en  este  casamiento  me  he  metido...,  y  mira:  pienso 
meterme  hasta  aquí !  ( La  señora  señalaba  por  su 
barba)....  hasta  aquí  I  Sabes  por  qué  ?  Porque  es  un 
muchacho  estupendo ;  porque  no  quiero  que  mis 
hijas  se  queden  solteronas,  queriendo  á  los  perros  y 
á  los  loros  y  odiando  al  género  humano....  como  tus 
hermanas;  y....  ¡  porque  me  da  la  gana! 

Dijo  y  salió.  Salió  también  don  Pacho  á  la  calle, 
resuelto  á  mandar  á  donde  él  sabía  al  pretendiente; 
pero  el  pájaro  había  volado 

Detrás  de  la  pájara,  que,  no  bien  entendió  el 
por  qué  de  la  camorra  de  sus  señores  padres,  se  esca- 
bulló para  la  calle,  caminito  de  Villanueva,  á  casa  de 
las  Bermúdez. 

Al  no  encontrar  á  quien  buscaba,  tornó  don 
Pacho  al  comedor,  y  no  presentándosele  más  víctimas 
que  ofrecer  á  su  furor  que  trastos  y  comidas,  hubo  de 
hacer  una  hecatombe  de  lozas  y  cristales:  hasta  la 
gran  frutera,  el  mimo  de  doña  Bárbara  y  el  centro  de 
su  mesa,  fue  sacrificada  con  todo  é  higos. 

Doña  Bárbara,  al  ver  el  patio  cual  un  campo  de 
Garrapata,  con  tanta  mortandad,  vuela  á  la  cocina  y 
vuelve  con  un  palo. 

— ¡Toma,  Escandón, — le  dice,  levantando  el 
arma,  y  desfigurada    por   la    ira — aquí  te  traigo  este 


276  Frutos  de  mi  tierra 

garrote  para  que  acabes  de  una  vez  !  Ve:  aquí  en  el 
repostero  está  la  vajilla....  después  seguís  con  los  es- 
pejos, las  bombas  y  la  araña...  ¡  para  que  después 
acabes  con  nosotros  de  una  vez  !...  ¡  Y  si  querés  ha- 
cha, también  te  la  consigo,  que  es  mejor  que  nos 
mates  á  hachazos,  como  Daniel  Escobar,  que  no  á 
disgustos  ! 


XXII 


LOS     TRES     PACHOS 


[na  semana  había  corrido  desde  el  anterior 
pleito  conyugal,  y  aún  continuaba  el  enojo: 
de  día,  mutua  negación  de  habla;  de  noche, 
á  tres  cuartas  de  apartados:  doña  Bárbara, 
hecha  un  ovillo,  vuelta  al  rincón; don  Pacho,  estirado 
en  la  orilla,  vuelto  á  su  lado. 

Pepa  había  recibido  una  reprimenda  de  padre  y 
señor  mío  y  la  orden  terminante  de  no  volver  en  su 
vida  á  pisar  casa  alguna  que  oliera  á  las  Bermúdez  ; 
pero  ni  del  regaño  ni  de  la  prohibición  se  dio  por 
notificada,  que  antes  cogió  el  asunto  con  más  fervor. 

Bien  se  le  alcanzaba  á  don  Pacho  que  su  mujer 
le  había  estregado  unas  verdades  tamañas,  y  que  el 
amoroso  negocio  de  Pepa  llevaría  los  mismos  hilos 
que  llevaron  los  de  sus  otras  hijas,  máxime  metiendo 
doña  Bárbara  la  mano  en  el  batido ;  pues  tampoco  se 
le  ocultaba  que  ella  era  muy  mujer  de  cumplirle  lo 
que  le  prometió ;  mas,  por  lo  mismo,  cabalmente, 
pensaba  no  ceder  ni  una  pizca. 

Y  estaba  tan  enconado,  que  hasta  de  las  cuatro 
niñas  chicas  se  retraía,  no  quedando  en  casa  sino  Pa- 
chito  que  siguiera  gozando  de  las  paternales  contem- 
placiones. 


278  Frutos  de  mi  tierra 

Una  tarde,  al  anochecer,  después  de  la  indispen- 
sable caminata  vespertina,  entró  el  señor  á  la  casa;  se 
puso  el  saco  de  dril,  las  chinelas  y  el  gorro,  señal 
evidente  de  que  no  pensaba  salir  en  la  noche,  y  se 
retiró  á  su  cuarto  del  zaguán,  con  el  propósito  de 
leer  los  periódicos  de  la  quincena. 

Apenas  había  principiado,  cuando  entró  Pachito. 

Era   un   caballero   de   seis   años  no  cumplidos, 

robusto  y  motoso^  con  dos  ojos  que  alumbraban,  y  tan 

despabilado  y  simpático,   que,  á  pesar   del  mimo  en 

que  lo  tenían,  conservaba   siempre  los  encantos  de 

•  ángel  endiablado, 

— ¡  Hasta  mañana,  papasito  ! — chilló  el  rapaz, 
saltando  con  todo  el  fragor  de  sus  botas  torcidas. 

— j  Eh,  hombre! — le  contestó  el  viejo  recostán- 
dole sobre  las  piernas  y  pasándole  la  mano  por  el 
cabello  —  tan  temprano  te  vas  á  acostar  ?  Yá  re- 
zaste ? 

— Sí,  papasito,  el  rosario  toíto,  y  la  oración  á 
San  Luis. 

— ¿  Y  fuiste  hoy  á  la  escuela  ? 

— ¡  Hoy  sí !...  En  esta  semana  y  en  la  otra  no  he 
faltao  ni  un  día  I  No  le  he  dicho  "i 

—Cuenta,  pues:  yá  te  he  dicho  que  si  faltas  no 
te  llevo  al  Poblado  los  domingos. 

— j  Eh,  no  vaya  á  creer,  papasito  ! 

— A  ver  qué  tanto  has  adelantado  en  la  lectura... 
Léeme  aquí — y  le  dio  un  periódico. 

— ^x\  La  Justicia ?  Piss  ! —exclamó  el  niño— 
En  esa  letrona  tan  grandota  ¿  quién  no  lee  ? 


XXII—  Los  tres  Pachos  279 

— Nó,  no  es  arriba;  que  eso  lo  sabes  de  memoria. 
Léeme  aquí — y  le   señaló  la  sección   de   avisos. 

Pachito,  entre  sonideo  y  silabeo,  juntó: 

— Li-bre-ría-  y  -pa-pe-le-ría-de-Ma-nu-el-Jo- 
sé-Alvarez...  Papasilo, — exclamó  interrumpiendo  la 
lectura  —  en  la  tienda  de  ese  señor  es  onde  hay  los 
libros  de  animales  y  viejos...  ¡Me  tiene  que  comprar, 
oye,  papasito  ! 

— Así  que  leas  bien  de  corrido  te  compro. 

— ¿  Di  aquí  á  dos  meses,  papasito  ? 

— Si  de  aquí  á  dos  meses  sabes  leer  como  yo,  te 
compro  todos  los  que  queras. 

— ¿  Cuántas  amanecidas  faltan,  papasito  ? 

— ¿  No  sabes  cuántas,  hombre?  Pues  se&enta  y 
una. 

— ¡  Sesenta  y  una  !  — exclama  Pachito  muy  des- 
consolado—  ¡  María  Santa...  pues  eso  será  de  aquí  á 
mil  años  ! 

— Pero  ¿  no  sabes  contar  ?...  No  me  dijiste  que 
yá  estabas  en  la  clase  de  Aritmética  ? 

— I  Eso  qués  tan  trabajoso  !...  Lo  que  más  sé  es 
Odjetiva  y  los  catálogos... 

— j  A  ver:  contá  á  ver  qué  tanto  sabes...  Uno, 
dos,  tres... 

Pachito  era  un  señor  que  casi  sabía  contar  hasta 
ciento. 

Pacho  I.*  se  encanta.  Pacho  2.°  acaba,  y,  con  ese 
dengue  encantador  de  niño  malicioso,  se  acerca  á  la 
oreja  de  su  padre  y  le  dice  en  gran  secreto: 

— Papasito.  conténtese  mañana  con  mamá. 


280  Frutos  de  mi  tierra 

— ¿  Qi^6  qué,  hombre  ? 

El  niño  repite  más  susurrado: 
— Que  se  contente  mañana  con  mamá. 
El  padre  guardó  silencio,  yelhijito,  colgándosele 
de  la  nuca,  le  ruega  en  voz  alta  y  con   mucho  mimo: 

— ¡  Sí,  papasito,  se  tiene  que  contentar !...  El 
rosario  es  maluco  sin  busté:  Pepa  se  equivoca  en  las 
letanías  y  Tina  le  tiene  que  soplar...  ¿No  es  cierto, 
papasito,  que  soplar  es  malo  ?  En  la  escuela  regañan 
si  uno  sopla. 

— Sí  es  malo... — repone  don  Pacho  muy  pen- 
sativo.— ¿  Y  quién  te  dijo  que  yo  estaba  bravo  con  tu 
mamá.?  Yo  no  estoy  bravo  nada,  hombre. 

— Sí,  púú  !  Nuabré  visto  yo  que  están  bravos  !..- 
Y  con  Pepa  también  tá  bravo...  Pepa  es  boba,  papa- 
sito:  ¡  No  sabe  rezar  letanías  !...  Mañana  se  tiene  que 
contentar  con  ellas,  papasito  1 

— ¿  Y  vos  sabes  por  qué  estoy  bravo  .? 

— Yo,  sí !...  Tina  me  dijo. 

— I  Por  qué  .? 

— Aja  !...  Pues  no  sabe,  pues  ? 

'• — i  Por  qué  ?  decí  á  ver. 

— Pues  porque  Galita,  qués  novio  de  Pepa,  le 
choca  á  busté. 

— I  Y  vos  lo  conoces  } 

— Hiii  ..c!  (El  me  quiere  mucho  y  me  da  me- 
dios !  ¡Tiene  mucha  plata,  papasito!...  ¡Yo  le  vi 
una  montonera  !... 

— ¿  Y  vos  has  ido  á  pedirle  á  ése  ?  (en  tono  de 
regaño). 


XXII— Los  tres  Pachos  281 

—  ¡  Nó,  papasito  !  El  me  llama  cuando  está  en  la 
esquina...  y  me  da,  sin  yo  decile. 

— ¿  Y  por  qué  no  me  habías  contado  ? 

— Mamá  y  Pepa...  me  dijeron  que  no  le  contara. 

— ¡  No  volvás  á  ir,  aunque  te  llame  !  Y  yá  sabes: 
como  volvás  á  recibirle  otro  medio  á  ese...  te  quito 
el  caballo  y  la  montura  ! 

— ¡  Yo  no  lo  vuelvo  á  hacer,  papasito  ! — dice  la- 
grimando, y  luego  se  arrodilla: 

— ¡Papasito — gime — écheme,  pues,  la  bendición  ! 

Diósela  el  padre,  sellándola  con  el  <(  pico  cortao  j) 
de  costumbre,  y  el  niilo  salió. 

Mitad  disgustado,  mitad  enternecido,  quedó  don 
Pacho  con  esta  escena.  ¡  Ah  maldito  pretendiente.... 
hasta  á  Pachito  se  la  tenía  metida!...  Ese  Pachilo 
iba  á  ser  un  fregado  como  su  padre:  dentro  de  una 
docena  de  años  sería  el  primer  comerciante  de  Me- 
dellín. 

Ese  mismo  día  había  asistido  don  Pacho  á  una 
junta  bancaria,  en  la  que,  entre  varias  opiniones, 
había  prevalecido  la  suya  sobre  los  puntos  discutidos 
y  arrcgládose  todo  según  sus  consejos.  Este  triunfo, 
unido  á  los  futuros  de  Pachito,  lo  embebió  hasta  olvi- 
darse del  novio,  de  la  novia,  de  Bárbara  y  del  pro- 
yecto de  lectura. 

Ana  y  su  señor  marido  entraron  á  poco,  y  éste, 
que  yá  era  tan  querido  de  su  suegro  como  antes 
odiado,  se  quedó  conversando  con  él  sobre  la  política 
actual,  materia  en  que  se  entendían  muy  bien,  por 
ser  ambos  conservadores  de  capa  de  coro.  El  doctor 


2-2^  Frutos  de  mi  tierra 

Núüez_  por  arriba,  el  doctor  Núñez  por  más  arriba; 
pues  á  la  sazón  corrían  los  tiempos  en  que  el  Espíritu 
Santo  soplaba  por  los  lados  de  Colombia. 

Luego  la  emprendieron  con  El  Porvenir  de 
Cartagena,  haciendo  cada  comentario  que  mal  año 
para  la  Hermenéutica  Sagrada.  Cosa  de  media  co- 
lumna llevaría  leída  don  Pacho,  cuando  golpearon 
en  el  portón  con  cierto  aparato. — «¡Adelante!  d  gritó 
el  suegro,  y  el  yerno  salió  á  recibir  al  visitante. 

— ¿El  señor  Escandón  está  en  casa? — preguntan 
enfáticamente. 

— Sí,  señor.  Siga  usted. 

Chirriones  de  calzado  nuevo  se  oyeron,  un  caba- 
llerete rechoncho,  sombrero  de  copa  y  paraguas  en 
mano  (aunque  no  llovía),  apareció  en  la  puerta,  é 
hizo  una  venia  muy  tiesa. 

Don  racho,  sin  moverse  de  su  asiento,  miró  al 
caballero  de  pies  á  cabeza,  y  luego  que  se  hubo  sen- 
tado, le  pregunta  con  aire  de  grandeza: 

— I  Qué  quería  usted,  amigo.? 

— Quería  tratar  con  usted  un  asunto  serio — con- 
testa con  aplomo  el  interpelado; — pero  temo  que  no 
sea  éste  el  lugar. 

— ¡Barajo,  amigo,  qué  misterioso  viene  usted!... 
Aquí  puede  hablar  como  si  estuviéramos  solos. 

— Pues  bien,  señor  Escandón,  se  lo  diré  á  usted 
sin  rodeos:  vengo  en  nombre  de  Martín  Gala  á  soli- 
citar de  usted  una  conferencia  con  él  ó  conmigo. 

— Que  qué  ? — bufa  don  Pacho  irguiéndose  en  la 

silla  y  dando  un  corcovo. 


XXII—  Los  tres  Pachos  283 

— Se  lo  diré  de  otro  modo:  vengo  á  pedir  á  / 
usted,  en  nombre  de  ese  joven,  la  mano  de  la  señorita  | 
María  Josefa,  su  hija  de  usted. 

Don  Pacho  quedó  aturdido:  tanto  descaro,  tanta 
frescura,  le  desconcertaban. 

— Quién  es  usted? — pregunta  el  viejo,  concen- 
trando en  su  ceño  todo  el  asco,  todo  el  desprecio  de 
que  era  capaz. 

—  Franri^r»  Arij-pnio  Mazucra,  para  servir  á 
usted — repone  el  estudiante  inclinándose  con  mucho 
respeto. 

— ¡No  conozco,  no  conozco! — exclama  el  señor 
Escanden. 

— Es  muy  natural,  puesto  que  nos  vemos  por 
primera  vez. 

— Pero  ¿  es  usted  el  padre  ó  la  madre  de  eseí 
vagamundo....  \ó  qué  demonios  I  para  venir  con  esosjv 
disparates  ?  (con  manoteo  terrible). 

— En  este  momento  soy  todo  lo  que  usted  quiera, 
porque  soy  embajador. 

— De  veras  ? — j  Pues   se    va   con  la  embajada  áV 
otra  parte. 

Y  dirigiéndose  al  yerno,  agrega: 

— ¡  Pero  ve  qué  mozo  tan  atrevido,  tan  sopero!... 
j  Venirme  á  mí  con  esta  clase  de  propuestas!...  ¡Se 
conoce  que  el  pretendiente  tiene  ojo  de  colmenero 
cuando   te  maadó  á  vos  de  emisario ! 

(Elí'Oíera  tratamiento  muy  común  en  don  Pacho). 

— Yo  le  diré  á  usted,  señor  Escandón: — repone 
Mazuera  más  fresco   que  unas  horchatas — Gala  se  fue 


284  Frutos  de  mi  tierra 

primero  á  lo  grande,  y  envió  cerca  de  usted  al  doctor 
Puerta,  su  íntimo  amigo  de  usted,  y  usted  no  lo  aten- 
dió. Hoy-.. 

— ¡  Te  manda  á  vos  ! — interrumpe  don  Pacho, 
poniéndose  en  pie. 

— Precisamente  ;  porque  sabe,  como  usted  y 
como  todo  el  mundo,  que  lo  que  no  alcanza  San 
Miguel  lo  alcanza  el  Diablo. 

— ¡Al   Diablo    te   largas    vos    ahora   mismo!... 

4  Pues   estamos   buenos,  que   cada  car de...    (yá 

se  sabe),  venga  á  pedir  novias  para  cualquier  Pe- 
rico de  los  Palotes  !... 

Mazuera  permanece  en  su  asiento  cargando  muy 
satisfecho  el  paraguas  y  el  sombrero, 

— ¿Tendré  que  echarte  á  las  cocas  .? — grita  don 
Pacho,  con  aire  de  cumplir  la  amenaza. 

— Seguramente  que  no  hará  tal,  señor  Escan- 
den— replica  el  mozo,  modulando  la  voz — Nobleza 
obliga,  y  además,  en  mi  carácter  de  embajador,  soy 
inviolable,  como  usted  bien  lo  sabe.  Sentiría  profun- 
damente  que   no  nos  entendiéramos  en  este  asunto. 

— ¡Que  no  nos  entendiéramos  !...  Ja  !  ja  ja  !... 
¡  Oigan  esto  ! ...  ¡  Esto  sí  es  lo  más  grande  que  hay  !... 
¿  Con  que  sentirías  mucho  ?...  ¿Sos  casamientero  de 
profesión  ó  qué  diablos? 

— Tanto  como  de  profesión  nó,  señor;  pero  sí  de 
ocasión...  y  en  ésta  cumplo  con  un  encargo  de  amis- 
tad muy  sagrado. 

— ¡  Pues  yá  está  despachado ! 

— Señor  Escandón,  antes  de  dar  por   terminado 


XXII—  Los  tres  Pachos  28& 

el  negocio — dice  Mazuera  sacando  un  papel — tenga  la 
bondad  de  imponerse  de  £^  r.irta. 

— ¡  Nó,  nó  !:  no  qiiifr^  ^'^^'- ''^'•f-n»^  Hp  ese  car...  } 

— No  es  de  Gala,  señor  Escanden;  es  de  la  señora 
qiadre  de  él,  guc  se  Ja  rli'''g^  ^  f'}  Léala,  señor,  que  es 
muy  conveniente  (presentándole  el  papel). 

— ¡  Nó,   nó:no  acostumbro  leer  cartas  ajenas! 

— Pero  vea  usted,  señor  Escanden:  queriéndolo 
el  dueño...  ¡  es  excesiva  delicadeza  en  usted  ! 

— ¡  Barajo,  amigo  !...  —  repone  don  Pacho,  sor- 
prendido de  la  cachaza  del  muchacho — j  Es  usted 
peor  que  Chitobabas  !...  ¡  Para  cobrón,  no  tendría 
precio  ! 

— Honor  que  usted  me  hace,  nada  más — contesta 
el  embajador  ligeramente  sonreído. 

Quedóse  don  Pacho  fijo  en  él,  y  volvió  á  sen- 
tarse. 

Lo  descabellado  de  la  embajada,  aquella  flema  de 
cabeciduro,  nueva  para  don  Pacho,  el  terco  de  los 
tercos,  despertó  en  el  viejo,  no  obstante  su  incomodi- 
dad, algo  como  la  curiosidad  de  un  artista  que  diera 
con  otro  de  estilo  opuesto  al  suyo.  Su  manía  de  em- 
bromar al  prójimo  lo  tentó,  por  otra  parte,  á  decirle 
á  Mazuera,  á  más  de  los  insultos  referidos,  una  cuchu- 
fleta que  le  ardiera.  Por  de  pronto  lo  que  mejor  se  le 
ocurrió  fue  preguntarle,  con  una  urbanidad  que  á. 
don  Pacho  le  pareció  de  lo  más  cáustica: 

— ¿  Me  decía  el  caballero  que  era  Mazuera  ? 

— Sí,  señor.  Un  criado  suyo — contesta  éste,  afec- 
tando el  aire  humilde  y  sencillo  de  la  gente  del  pueblo. 


286  Frutos  de  mi  tierra 

•^\  Pues  debiera  ser  Correa,  según  la  tiene  de 
gruesa!... 

— ¡  Sorprende  la  penetración  de  usted,  señor  Es- 
canden ! — repone  el  estudiante  con  la  mayor  natura- 
lidad.— Precisamente  soy  Correa  por  mi  madre,  y  el 
segundo  apellido  de  mi  padre  es  Correa  también. 

— Y  es  de  La  Culata  el  caballero  ? 

— i  Las  coge  usted  al  vuelo,  señor  !  Soy  de  San 
Cristóbal»  sí,  señor:  paisano  de  los  sombreros  de  caña 
y  de  las  azucenas. 

Estas  cañas  con  aforres  de  flores  se  las  tragó  muy 
satisfecho  el  viejo,  pero  no  por  esto  se  aplacó. 

— Seres  algún  azotacalles,  sin  oficio  ni  beneficio. 

— Beneficio....  ninguno,  señor;  pero  oficio  sí. 

— El  de  alcahuete? 

— Estudiante,  en  lo  que  pueda  servirle. 

— ¡  Muchas  gracias  1  Yá  se  deja  ver  qué  tanto 
estudiarás,  intruso  ! 

-r-Poco  más,  señor  Escandón:  doce  horas  de  día 
y  cuatro  de  noche. 

— ¡  Barajo  !  Pero  seres  un  pozo  de  sabiduría. 

— Algo  de  eso,  señor:  cualquiera  puede  ahogarse 
en  mis  conocimientos. 

— Sabes  lo  que  sos?...  Un  cuero  !! 

— Conque  en  qué  quedamos  de  la  carta  ? 

— No  quedamos  en  nada! 

Era  la  tal  obra  de  Mazuera,  y,  en  lo  conducente, 
estaba  de  acuerdo  con  una  verdadera  de  la  madre  de 
Gala,  por  la  cual  le  daba  el  consentimiento  para  ca- 
sarse; pero,  como  tuviera  sus  ribetes  de  regaños,  entre 


XXII—  Los  tres  Pachos  "287 

el  Mentor  y  el  Telémaco  acordaron  escribir  una  que 
en  lugar  de  regaños  tuviera  loas,  para  hacerla  llegar, 
de  cualquier  modo,  á  manos  de  don  Pacho. 

No  anduvo  corto  Mazuera  :  la  madre  se  alegraba 
sobremanera  de  que  el  hijo,  á  su  mayor  edad,  se  casa- 
ra y  fuera  hombre  serio,  á  fin  de  manejar  en  debida 
forma,  y,  á  su  vez,  tener  á  quien  legar  la  grande  he- 
rencia que  le  tocaba.  Igualmente  se  alegraba  por  la 
elección,  pues  poco  más  ó  menos  sabía,  por  informes 
fidedignos,  quién  era  la  novia.  Hubo  su  poco  de  en- 
comios para  las  antioqueñas,  y  otras  cosas  muy  deci- 
doras; y  como  Mazuera  sabía  muy  bien  que  en  acha- 
ques gramaticales  y  caligráficos  no  son  las  señoras 
las  más  entendidas,  hubo  de  poner  tal  realismo  en  la 
supradicha  carta,  que  nadie  podía  poner  en  duda  su 
autenticidad. 

Este  documento  debía  presentarlo  el  doctor 
Puerta,  quien  se  había  encariñado  tanto  con  Martín, 
después  de  la  cura,  que  se  le  ofreció  por  representan- 
te y  peticionar^o  ante  don  Pacho,  que,  como  yá 
sabemos,  era  muy  su  amigo.  Fracasado  el  padrinazgo 
del  doctor,  volvió  la  carta  á  manos  del  novio. 

Fue  entonces  cuando  éste  determinó  que  fuera 
Mazuera  á  ponerle  el  cascabel  al  gato.  |  Valiente  tra- 
bajo para  Mazuera  !  ¡  El  de  maestro  director  y  con- 
certante; él  haciendo  de  emisario  ante  un  viejo  tan 
soez  como  don  Pacho  !  No  le  dieran  á  él  cosas  en 
que  hubiese  que  replicar  pronto  y  que  meter  aleluyas 
y  andróminas.  La  idea  de  armar  una  buena  pelotera 
con   el   viejo   le   deslumhraba,  y,  después  de  todo,  el 


288  Frutos  de  mi  tierra 

papelón  que  iba  á  desempeñar    no   podía  ser  más  im- 
portante. 

Martín  tenía  plena  seguridad  de  que  Pepa  se  de- 
jaría depositar,  si  fuese  necesario,  y  el  escándalo  que 
el  depósito  habría  de  causar  en  nada  mortificaba  al 
novio,  que  antes  bien  le  parecía  asaz  romancesco  y 
lordhyriano  ;  pero  Pepa  le  declaró  que,  si  tal  sucedía, 
el  matrimonio  había  de  ser  calladito  y  modesto,  cual 
convenía  á  novia  depositada.  Por  esta  oscuridad  sí 
no  pasaba  Galita:  casarse  así,  sin  meter  mucho  ruido, 
sin  que  vieran  ni  nombraran  á  uno,  sin  que  lo  envi- 
diaran, sin  poder  hacer  viso  con  los  regalos  á  la 
novia,  ni  con  los  obsequios  de  amigos  y  parientes; 
casarse  á  las  cinco  de  la  mañana,  como  los  artesanos, 
sin  lucir  los  trajes,  sin  fiesta...  ni  nada,  era  tanto 
como  casarse  á  medias.  ¡  Esto  sí  no  era  tolerable  ! 

Hé  aquí  el  empeño  de  Galita  en  conquistar  á  don 
Pacho. 

Y  volvamos  á  la  embajada. 

Viendo  Mazuera  la  obstinación  del  viejo  en  no 
recibir  la  carta,  quiso  él  misrtio  leerle  el  gran  párrafo 
de  la  herencia  de  los  cien  mil  pesos,  con  que  pensaba 
encandilarlo.  Él  que  principia  á  leer,  y  don  Pacho 
que  se  acaba  de  volar. 

— ¡  Hágame  el  favor — prorrumpe  el  señor,  tar- 
tajoso por  la  cólera  —  de  no  leerme  lo  que  no 
quiero  oír ! 

.    — Pero  vea  una  cosa,  señor  Escandón:   la  seño- 
rita Pepa... 

— ¡Ni  una  palabra  más  sobre  el  asunto  !!...  (con 


XXII—  Los  tres  Pachos  289 

tentaciones  de  tirarle  con  el  pisa-papel  de  bronce) 
j  Si  no  quiere  que  haga  con  usted  en  mi  casa...  lo  que 
no  debo ! 

— Gala  es  acreedor... 

El  cara  de  vaqueta  iba  á  hacer  el  elogio  de  Ga- 
lita,  probablemente;  pero  hubo  de  suspender  al  ver 
que  don  Pacho  se  salió  del  cuarto  y  se  entré  á  los  co- 
rredores, metiendo  no  poco  estrépito  al  abrir  y  cerrar 
el  contraportón. 

El  yerno,  que  quedó  algo  más  aturrullado  que  el 
mismo  embajador,  le  dijo:  "  Amigo,  no  extrañe  esto 
en  don  Pacho:  ésta  es  cuestión  que  no  se  puede  men- 
tar aquí.  ¡  Y  tenga  entendido  que  le  ha  ¡do  sumamen- 
te bien  ! 

Con  lo  cual  el  embajador  se  guardo  su  carta,  se 
despidió  y  tiró  calle  arriba  pensando  que  el  suegro 
de  Galita  sí  era  lo  más  bruto  del  mundo. 


19 


XXIII 


ENCADENADO 


jL  médico  declaró  que  lo  de  Filomena  era 
nervios  solamente;  y  ella  quedó  muy  paga- 
da con  la  declaratoria,  pues  ser  nerviosa  le 
parecía  señal  de  delicadeza  y  de  blandura, 
cualidades  que,  por  de  pronto,  necesitaba  mostrar 
más  que  cualesquiera  otras. 

El  lunes  siguiente  se  verificó  la  posesión  de 
César  en  el  almacén.  Y  muy  perturbada  que  se  vio 
ella    al   ir   á   imponerlo  de  libros,  apuntes  y  papeles. 

El  listo  muchacho  estuvo  á  poco  más  al  cabo  de 
precies,  artículos,  facturas,  etc. 

Cuando  llegaron  al  asunto  de  las  prendas,  sí  fue  la 
tupa. 

T-Pues  no  ve,  César: — dijo  la  nerviosa,  luego 
que  subieron  al  segundo  piso — j  cosas  de  aquel  Agus- 
to,  que  es  tan....  angarrioso  I....  Vea  cómo  tiene  esto 
de  corotos  y  porquerías...  ¡  y  eso  que  á  mí  no  me 
gusta  !  ...Pero  ¿  qué  hace  uno  con  la  gente,  cuando  dan 
en  la  idea  que  les  presten  ?... 

— ¿Y  con  qué  condiciones  reciben  prendas? 
— preguntó  el  bogotano,  como  muy  interesado. 

— Yo  nian  sé  bien...  — contestó  ella  pasando  por 
la  mesa   el    plumero   sacudidor,   por   disimular  unos 


XXIII—  L  iicadcnado  29 1 

calores  que  se  le  subían  á  las  orejas — Nian  sé  de 
veras..,  ¡  ay  por  nada  ! ...  Yo  ai  le  apunto  á  Agusto  lo 
que  él  me  dice;  pero  ni  sé  bien  cuál  es  el  premio... 
Eso  como  que  es  unas  veces  más  y  otras  menos.. ...t 
según. 

César  comprendió  el  embarazo  de  la  tía,  cogida 
VI /ragnn¿i'  deViío  de  usura,  y  con  suma  formalidad 
se  apresuró  á  replicar: 

— Pues  nó,  ala,  debes  darle  más  importancia  á 
este  negocio.  Mira:  ¡  en  Bogotá  una  prendería  es  una 
mina  !  De  veras,  es  un  bonito  negocio,  y  que  sólo 
pueden  hacer  los  que  tengan  sus  riales...  Y,  además, 
se  saca  á  mucho  pobre  de  apuros. 

La  usurera  sintió  como  si  le  pasasen  por  la  cara 
un  plumón  de  veloiitine. 

\  Hombre  más  puesto  en  razón  ! 

— Ah  sí ! — repuso — ¡  Nosotros  es  mucho  el  po- 
bre que  hemos  favorecido!... ¡  Lo  que  tiene  es  que  son 
tan  desagradecidos  !:  ai  les  da  uno  su  plata  por  cua- 
lesquiera vejez,  que  ni  pa  los  trabajos  después,  con 
tanto  chisme  y  güeso...  y  siempre  quedan  discon- 
tentos. 

— Eso  pasa  siempre,  ala:  agradecimiento  no  hay 
que  esperar.  ¿  Y  alhajas  valiosas  no  caen  ? 

— Sí  cae  una  que  otra...  [  peroyá  se  sabe:  por  un 
mundo  de  plata  1  Voy  á  mostrale  algunas  que  tenemos 
aquí,  que  nos  cuestan  mucho. 

Y  abrió  una  de  las  cajas,  y  sacó  un  cofre  de  co- 
mino que,  al  parecer,  pesaba  bastante. 

— Estas — dijo   torciendo  la  llavecita  —  están  yá 


292  Frutos  de  mi  tierra 

adjudicadas  casi  todas...  ¡  £s  un  trabajo  muy  grande 
entendese  con  las  autoridades !  Vea:  todo  esto  junto 
vale  un  platal;  pero  por  separao  una  que  otra  cosita 
vale  algo. 

La  prendera  levantó  la  tapa,  y  un  relámpago  de 
oro  hizo  parpadear  al  bogotano. 

— ¡  Ah  caracho  ! — exclama  él,  deslumhrado  de 
veras — ¡  Esto  es  una  riqueza  ! 

— ¡  Álcela  y  verá  !— le  dice  ella  con  profunda  sa- 
tisfacción. 

— ¡Horaaa!...  ¡Se  necesita  estar  bien  comido 
para  moverlo ! 

— ¡  Esto  no  vale  nada  ! — repone  Filomena,  más 
satisfecha  aún,  escarbando  en  las  joyas. — Casi  todo  es 
de  cargazón,  poco  más  ó  menos  como  lo  que  tenemos 
en  la  vidrera  pa  la  venta.  ¿  No  ve  ?:  casi  todo  es  coral 
y  piedra  falsa.  ¡  Lo  que  tenemos  en  casa,  eso  sí  es  cosa 
buena ! ...  Mire  esta  cadena  pa  reló...  sí  es  muy  bonita ! 
(y  la  saca).  Nos  cuesta  hasta  muy  carísima. 

— Ah  1...  primorosa  ! 

Y  César  la  toma,  le  corre  el  cincelado  pasador  y 
la  recoge  en  la  mano,  como  calculando  su  peso. 

— I  Le  gusta  .'  —  pregunta  Filomena,  con  cierto 
airecillo  de  inspiración. 

— ¡  Yá  lo  creo ! ...  i  Es  linda  ! 

— Pues  tengo  mucho  gusto  en  regalársela. 

— j  Ah,  nó,  nó  !— murmura  él  haciéndose  el  tur- 
bado— ¡Muchísimas  gracias  !...  Te  estimo  infinito; 
pero... 

— ¿  Pero  qué  ?  ¿  No  puedo  dar  lo  que  es  mío  ? 


XXIII  —  Encadenado  293 

— ¡Ah,  sí!  ¿Cóinonó?...  ¡pero  me  apeno!... 
Un  regalo  tan  valioso...  no  debo  aceptarlo. 

— Vea,  Cesar — dice  la  jamona  con  solemnidad  — 
si  me  desaira...  ¡  me  nojo  con  usté  toda  la  vida  ! 

— ¡  Ah,  nó,  alita  !  Si  lo  tomas  á  mal,  te  acepto  el 
regalo... 

— ¡  Ponétela  ! 

Y  ella  misma  se  la  echó  al  cuello  del  mozo,  ex- 
perimentando al  hacerlo  cierta  sensación  de  ventura. 

¿  Sería  esa  cadena  la  soga  con  que  enlazara  al  lin- 
do sobrinito  1 

Este,  al  ver  cómo  colgaba  chaleco  abajo  el  cade- 
nón,  se  sintió  tan  charro,  que  dio  per  perdida  toda  su 
elegancia  bogotana;  mas  como  no  era  de  los  que  se 
ahogan  en  poca  agua,  exclamó  entre  serio  y  risueño: 

— ¡  Espérate  un  tantico!...  ¡No  conpliques  los 
acontecimientos  !...  Te  recibo  la  cadena,  á  condición 
de  no  usarla,  porque... 

— Está  muy  fea,  pues  .'' — interrumpió  ella  medio 
corrida. — ¿Oes  que  no  se  usa?...  ¡Pero  yo  veo  á 
muchos  cachacos  de  cadena !  No  se  pondrán  otros 
porque  no  tienen, 

— ¡No  me  he  explicado  todavía,  alita!:  esta  ca- 
dena es  primorosa,  de  trabajo  admirable,  de  muchísi- 
mo gusto  y  muy  valiosa;  pero  por  lo  mismo  que  vale 
tanto,  no  es  propio  que  un  hombre  pobre  como  yo  la 
lleve:  podrán  creer  que  me  la  alquilaron,  ó  que  no  es 
mía,  ó  que  me  la  chorrié. 

— Ah!... es  porque  eré  qués  cosa  empeñada  !,..No 
César:   esa  cadena   la  compré  hace  tiempos...  ¡  com- 


294  Frutos  de  mi  tierra 

prada  ! — dijo  la  tía  algo  despechada — me  costó  sesen- 
ta fuertes  ! ...  Pero  si  eré... 

César,  turbado  de  veras,  al  ver  el  disgusto  de  la 
tía,  replicó: 

— ¡  Si  no  es  por  eso,  alita  I;  aunque  fuera  empe- 
ñada ¿  qué  tendría  de  particular  ? 

— Puesentonces  es  disculpa;  porque  esa  herradura 
que  tiene  en  la  corbata,  se  ve  que  es  de  piedras  finas  y 
que  vale  mucho..    ¿  Y  esa  cómo  sí  se  la  pone  ? 

La  lógica  del  reparo  aumentó  la  turbación  de 
César;  pues  ese  alfiler,  que  nunca  pudo  usar  en  Bo- 
gotá, por  razones  que  él  se  sabía,  era  dije  más  valioso 
que  la  cadena  en  cuestión.  Por  lo  cual  hubo  de  sacar 
el  reloj,  quitarlo  del  pendiente  de  dotible',  y  engarzarlo 
en  el  regalo. 

—  ¡  Mira,  pues  ! — dijo  guardando  el  reloj — mira 
que  hago  tu  gusto!  Eres  tan  fina  que  me  la  haces  pasar, 

Filomena  clavó  en  él  los  ojos.  ¡  Ahora  sí  que  es- 
taba buen  mozo  y  bien  entrajado  !  El  saco  á  la  d'Or- 
say,  azul  turquí;  el  chaleco  escotado,  con  viso  de  pi- 
quet  blanco;  la  corbata  abullonada,  color  de  calostro, 
le  venían  que  ni  pintados,  j  Y  ese  modo  tan  bonito  y 
tan  hormado  de  ponerse  los  pantalones  !  ¿  Pues  y  esa 
cosa  para  sacar  aquel  piecito  de  dama?  La  usurera  se 
extasiaba,  saboreando  el  placer  de  haber  contribuido 
con  la  cadena  á  realzar  tanta  beldad.  Mas  de  pronto 
se  le  ocurrió  esta  idea:  Agusto  y  Mina  conocían  la 
prenda,  se  la  verían  á  César,  sabrían  que  ella  se  la  ha- 
bía regalado,  y,  como  eran  á  cuál  más  caviloso,  quién 
sabe  qué  pensarían. 


XXI II  —  Encadenado  295 

— César— le  dijo,  pasado  un  momento,  y  cuando 
yá  estuvieron  en  el  piso  bajo — estoy  pensando  que  se 
puso  la  cadena  por  condescender...  meior  será  que  la 
guarde.  Tal  vez  sí  pueden  crer  tanto  envidioso  como 
hay  que  sí  es  ajena. 

— Lo  que  tú  quieras,  hija — repuso  él  con  voz 
meliflua,  quitándose,  á  la  vez  que  el  regalo,  un  peso  de 
encima. 

— Es  primorosa  ! — prosigue  luego- — Yá  que  no 
debo  usarla,  la  guardaré  siempre  como  un  recuerdo... 
j  Es  muy  grato  pensar  que  hay  almas  tan  nobles 
como  la  tuya  ! 

Filomena  creyó  oír  un  preludio  de  música  celes- 
te. ¿  Que  ella  tenía  un  alma  muy  noble  .?  Ese  César 
sí  sabía  valuar  las  cosas  I 

— Sí,  César,  es  mejor  que  la  guarde...  pero 
mire...  — agregó  sacando  algo  de  la  vidriera — Estas 
mancornitas...  son  de  poco  valor,  y  sí  puede  usarlas: 
no  vakn  más  que  un  cóndor. 

— ¡  Me  abrumas  con  tus  finezas  ! — exclamó  el 
bogotano  recibiendo  los  gemelos,  que  inmediatamente 
sustituyeron  á  los  que  llevaba. 

Luego  se  quitó  la  herradura  y  dijo: 

— Si  no  fuera  el  recuerdo  de  un  amigo  tan  noble 
como  tú,  ¡  con  cuánto  gusto  correspondiera  á  tu  no- 
bleza con  este  alfiler  !,..  Mira  qué  lindo  es. 

— ¡  Yo  no  lo  hago  por  interés  !:  ¡lo  hago  por  ca- 
riño ! — contestó  ella  examinando  la  herradura. 

— ¡  Yá  lo  creo  ! — exclamó  César,  con  una  efusión  de 
lo  más  patente — Sería  feliz  si  de  algún  modo  pudiera 


296  Frutos  de  mi  tierra 

pagarte  con  algo  más  que  mi  gratitud  y  mi  profunda 
estimación  !... 

Unos  compradores  cortaron  el  coloquio.  A  ma- 
las I:  precisamente  cuando  Filomena  tenía  en  la  pun- 
ta de  la  lengua    una    contesta  tan  linda  y  tan  á  pelo. 

La  venta  siguió  hasta  horas  de  ir  á  almorzar. 
Como  en  la  calle  volviese  el  sobrino  con  sus  palabras 
de  reconocimiento,  le  dijo  Filomena: 

— ¡Pues  nó,  César:  esté  persuadido  que  con  cariño 
y  buenos  modos  todo  se  paga  !...  ¿  pues,  y  con  el 
trabajo.?:  ¿  le  parece,  pues,  poquito  lo  que  me  tiene 
que  ayudar  1 ...  Yo  no  soy  pa  estas  cosas  de  tienda.  Si 
hasta  me  choca  mucho  que  las  señoras  nos  metamos 
en  hundes  de  comercio;  porque  aquí  no  venden  las 
señoras  como  en  la  Costa  y  en  Bogotá,  según  me 
ha  contao  mi  siá  Chepa. 

— Ah  sí!:  en  Barranquilla  y  Cartagena  venden 
todas  las  señoras,  y  en  Bogotá  también  hay  mucha 
señora  comercianta. 

— Sí,  César,  así  es;  pero  yo  siento  mucha  repu- 
la nancia  en  estar  vendiendo  todo  el  día...  y  sobre  todo, 
nosotros  sernos  ricos  y  ganamos  también  en  otras 
cosas,  fuera  de  la  tal  tienda.  Yo  lo  que  más  necesito, 
^  ahora  que  Agusto  está  así,  es  una  persona  como  usté, 
Ique  me  acompañe,  que  me...  (aquí  le  entró  tos),  que 
me  considere,  y  con  quién  hablar.  Esoy  tan  sólita  ! 
I  Agusto  yá  ve  cómo  está,  y  las  muchachas...  j  son  tan 
I  bobitas,  las  pobres  1  Usté  va  ser  mi  consuelo,  César. 
J  Me  parece  que  nos  entendemos  muy  bien...  y  ojalá 
|l  mí  plata  le  pudiera  servir  á  usté... 


XXIII  —  Encadenado  297 

— ¡  Me  abrumas,  hija,  te  lo  repito  !...  ¡  Jamás  po- 
dré pagarte  !...  Jamás ! 

— Usté  es  muy  bueno,  César. ,,  ¡  y  con   eso  hay  ! 

— ¡  Seré  muy  bueno,  yá  que  te  empeñas  !...  (en 
tono  de  dulce  reconvención).  Pero  mira,  ala:  no  me 
trates  de  usted...  ¡  Parece  que  me  tuvieras  respeto,  ó 
que  fuera  un  extraño  para  tí  I  ¡  Trátame  siempre  de 
iú,  como  yo  lo  hago  contigo,  como  se  deben  tratar 
los  amigos ! 

— Acaso  estoy  enseñada  á  ese  cuento  de  tú... 

— ¡  Pues  enséñale,  hija,  enséñate!  ...  ¡  El  usted 
sí  me  lo  cambeas! — replicó  el  sobrino  con  sonrisa  de 
gorja. 


XXIV 


NOSTALGIA 


OSA  de  un  mes  ha  corrido.  César  se  asfixia. 
j^jedellín  le  parece  el  más  concentrado 
emporio  de  gente  sosa.  ¡  Hombres  más  pa- 
catos, más  patanes  y  erizos  que  los  de  An- 
tioquia  !...  Las  mujeres  no  las  conoce  sino  de  vista; 
pero,  por  encima,  bien  comprende  que  si  acaso  tienen 
alma  es  de  vaca.  Ha  visto  algunas  bellas;  pero  con  la 
belleza  boDade  los  santos  de  papel.  SuscoQOcidos  desde 
Bogotá  los  ha  hallado  fríos,  egoístas  y  antipáticos;  ha 
desplegado  con  ellos  toda  su  amabilidad...  y  como  si 
arara  en  el  mar. 

Se  pasma  pensando  cómo  pueden  vivir  por  acá 
sin  morirse  de  tedio:  ni  un  baile,  ni  una  tertulia,  ni 
un  paseo,  ni  una  visita  de  sociedad,  ni  la  más  míni- 
ma invitación...  ¡Probablemente  tendrá  que  ¡aj'iar se 
sin  haber  lucido  los  guantes  y  el  frac! 

¡  Los  casinos!...  /^/  Edén! ...  Bah  !  ¡  Cosa  más 
atroz  !:  cuatro  viejos  hambrientos,  baraja  en  mano, pe- 
leándose por  un  real;  ó  una  docena  de  inocentones 
muchachos,  pegados  del  taco,  á  quienes  les  parece 
que  ponen  una  pica  en  Flandes  si  tumban  un  palo. 
¡  Tierra  más  infeliz  !...  Los  ricos  de  por  aquí  iban  á 
morir  de  rancios,  Y  eso  que  á  cuál  de  todos  tenía  más 
ancha  la  «  tripa  aguardientera  ». 


XXIV—  Nostalgia  299 

Pero  el  principal  encono  de  César  contra  Antio- 
quia  era  por  no  haber  topado  todavía  una  amiga 
tierna  y  generosa,  de  corazón  sensible,  como  esas  que  , 
dejó  en  su  tierra.  •,  Las  amigas  de  por  aquí !...  ¿  Qué 
paraje  sería  esta  Medellín  ?  Una  de  dos:  ó  esto  era 
una  sacristía  en  figura  de  poblachón,  ó  á  las  gentes, 
en  vez  de  sangre,  les  debía  circular  aguamasa  por  las 
venas.  Exacto  !...  el  maíz  eia^el  de  todo:  hombres 
que  lo  comían  y  lo  bebían  á  toda  hora^  tenían  que 
volverse  gallinas  y  bueyes  de  carga.  ¡  Ah  caracho  !... 
Si  al  más  travieso  de  los  cachaqiiiios  de  acá  se  le  po- 
dían rezar  salves  como  á  San  Luis  Gonzaga.  Yá  se 
veía:  con  eso  de  pasarse  todos  en  las  iglesias,  lamiendo 
ladrillo  como  beatas  solteronas,  antes  eran  muy  vivos. 
¡  Los  chapetones  de  Bogotá,  cuando  Bogotá  era  Santa 
Fe,  no  podían  ser  tan  chapetones  como  estos  maiceros! 

Sus  tíos...  j  Valiérale  Dios  con  los  tíos  !...  Lo 
que  era  ricos;  sí,  señor:  muy  ricos;  pero  á  lo  maicero^ 
como  si  no  lo  fuesen.  De  tío  sí  estaba  armado  !...  Po- 
quita era  la  guerra  que  le  había  dado  !  ¿  Pues  no  tuvo 
que  irlo  á  llevar  al  Cucaracho^  para  ver  si  cambiando 
de  aires  dejaba  los  histéricos  de  monja  loca  ? 

Afortunadamente  que  la  salida  fue  de  madrugada 
y  por  calles  muy  excusadas,  que  si  no  César  se  hubiera 
muerto  de  la  vergüenza,  con  la  funda  que    pusieron. 

Figúrese  tal  cachaco  llevando  de  cabestro  á  tío 
Agustín,  que  parecía  un  tembleque,  y  seguidos  de  tía 
Nieves  ¡  que  iba  más  charra  !  aferruchada  de  las  or- 
quetas  del  galápago;  porque  le  parecía  que  la  yegua 
motilona  que  montaba  iba  á  tumbarla.  ¿  Pues  y  lo  que 


300  Frutos  de  mi  Uerra 

el   sobrino    tuvo   que  lidiar,  ayudando  á  Filomena  á 
convencer  al  viejorro,  que  no  quería  irse  ? 

En  cuanto  á  tía  Filomena,  César  no  podía  for- 
mar opinión.  Con  todo,  comprendió,  desde  luego, 
que  con  él  era  muy  otra  que  con  los  demás. 

Que  él  tenía  el  arte  de  robar  corazones,  tiempo 
hacía  que  lo  sabía;  mas  esa  manera  de  cariño,  esas 
finezas  de  la  tía,  no  dejaron  de  intrigarlo  al  princi- 
pio, por  tener  idea  anticipada  desde  Bogotá  de  la 
poca  ó  ninguna  generosidad  de  los  parientes  antio- 
queños.  Pero,  al  fin  y  al  cabo,  determinó  que  todo 
ello  era  muy  lógico  y  natural,  tratándose  de  persona 
tan  atractiva  y  seductora  como  el  hijo  de  su  madre. 
Y  siendo  así,  ¿qué  más  tenía  la  tía  Filomena  que  en- 
tregarse á  discreción  ? 

La  sal  del  cuento  estaba  horita   en    ver   cómo  se 

\  explotaba   la   situación   cuanto  antes,   porque  lo  que 

Jera  permanecer   en    Medellín    arriba  de  tres  meses... 

¡  ni  porque  lo  matasen  !    Y,  sobre  todo,    el    destino  le 

apestaba.  El,  metido   todo  el  día  tras    un   mostrador, 

él,  vendiendo   al    pormenor  fideos  y  jabón   de  pino? 

Y  eso  que  Filomena  trataba  siempre  de  dulcifi- 
carle la  faena,  ya  escanciándole  una  copa  de  los  vinos 
generosos  que  en  la  tienda  se  vendían,  ya  brindán- 
dolo con  una  cajita  de  galletas,  que  al  efecto  abría;  ó 
bien  mandándolo  al  Edén  á  que  se  diera  sus  baños  y 
se  distrajese  un  rato,  y  todo  ello  envuelto  en  miel.de 
exquisito  cariño. 

Lo  que  tiene  es  que  César,  tan  habituado  al  tri- 
buto, poco  más  agradecía. 


XXIV  ^  Nostalgia  301 

J^a  amartflaHn  ¿pñr^m  ¡ba  llevando  el  asunto  con 
sumo  tiento ;  y  aunque  con  el  trato  continuo  y  la 
compañía  de  César,  sus^anhelos  eróticos  se_aceji¿ia- 
ban  más^y  más,  no  por  eso  se  dejó  llevar  del  corazón, 
escamada  como  estaba,  después  del  trastorno  aquél. 
Y  en  cuanto  estaba  á  su  alcance,  ponía  atento  oído  á 
lo  que  le  dictara  el  buen  juicio. 

A  tanto  alcanzó,  que,  á  pesar  de  la  fascinación 
que  experimentaba  con  la  presencia  del  joven,  todas 
las  tardes,  después  de  comer,  le  decía  algo  así:  *(  Nó, 
César,  no  te  quedes  metido  en  la  casa:  vestite  y  án- 
date á  pasiar  con  los  amigos,  pa  que  viás  las  mucha- 
chas.» Y  casi  lo  echaba. 

Como  se  ve,  quería  complacerlo  hasta  en  lo  del 
tuteo.  Era  de  oírla  con  aquello  de  <í  Tú  tenes  razón  !» 
(C  Esto  es  para  tú»,  «Con  tú  no  hay  quien  se  abu^ra^,, 
y  otros  túes  de  la  laya. 

Cuando  estaba  con  él,  eso  era  como  un  magne- 
tismo; apenas  sola,  le  acometían  tristezas  y  descon- 
fianzas, que  á  menudo  acababan  en  lloriqueos. 

En  los  comienzos  César  volvía  del  paseo  de  las 
siete  á  las  ocho;  pero  gradualmente  lo  fue  prolon- 
gando, y  vez  hubo  que  se  estuviese    hasta  las   once. 

Con  tales  ausencias  y  tardanzas  pasaba  Filomena 
cada  agonía,  que,  quieras  que  nó,  el  ojo  venía  á  que- 
darle siempre  como  tomate.  Pero  ni  una  palabra  que 
oliera  á  disgusto,  ni  á  curiosidad  indiscreta,  ni  mu- 
cho menos  á  fiscalización,  j  qué  tal  !  César  la  encon- 
traba siempre  sin  acostarse,  más  afable  y  compla- 
ciente si  cabe.  Él  manifestaba  mucha    pena  por  estas 


302  Frutos  de  mi  tierra 

esperas,  y  la  instaba  á  que  se  arrtinchara  á  la  hora 
d€  costumbre,  y  ella  objetaba:  (C  ¡  Me  da  mucha  pen- 
sión I  ..  Y  podes  necesitar  algo,  y  venir  sin  meren- 
dar, y  los  criaos  son  tan  chambones  pa  todo...  Y 
también  me  da  miedo  que  te  enfermes  con  este  sereno 
.de  aquí,  que  es  tan  malo  pa  los  forasteros.» 

César  le  daba  bromas  por  estos  temores;  pero  ni 
él  venía  más  temprano,  ni  ella  se  metía  en  cama  an- 
tes de  verlo,  con  lo  cual  tenían  todas  las  noches  su 
rato  de  parlamento,  casi  siempte  en  el  comedor. 

Esta  vida  tan  nueva  para  Filomena,  estos  tras- 
nochos, la  traían  enervada  y  perezosa.  El  comercio  y 
los  negocios  los  iba  llevando  á  más  no  poder;  pues, 
aunque  en  la  tienda  estaba  con  César,  el  tráfico  y  la 
actividad  le  eran  enojosos.  En  la  casa  misma  le  era 
importuna  la  presencia  de  Mina,  única  que  alternaba 
en  el  palique  con  el  bogotano,  y  eso  de  día. 

Cuando  la  salida  de  Agustín  al  Ciicaracho,  quiso 
Filomena  que  fuese  Mina  la  que  lo  acompañase;  pero 
él  determinó  que  había  de  ser  Nieves,  y  de  ahí  no  lo 
sacaron.  Quiso  entonces  Filomena  que  Mina  se  fuera 
también,  alegando  que  ésta  necesitaba  temperar  más 
que  ninguno;  pero  Agustín  no  la  quiso  por  compa- 
ñera y  Minita  se  quedó. 

Filomena,  en  esta  contrariedad,  estuvo  tan  su- 
mamente prudente,  que  bien  claro  se  vio  cuan  deli- 
cada y  suave  de  genio  se  iba  poniendo. 

Como  con  tío  Agustín  se  fuesen  la  cocinera  y  la 
negra  Bernabela, — que  casi  vivía  en  casa, — quedaron 
servidos  por  el  fámulo  solamente,  el  cual  traía  la  co- 


XXIV  —  Nostalgia  303 

mida  de  un  hotel.  Cambio  fue  éste  muy  propicio  á 
Filomena,  en  su  propósito  de  regalar  á  César  por  el 
lado  de  la  bucólica;  y  si  la  moscona  de  Minita  no  se 
quedara  en  casa,  fuera  ésta  la  ocasión  de  la  soledad 
poética  tan  deseada.  Pero,  si  no  á  la  medida  de  sus 
deseos,  esta  ocasión  tampoco  fue  desfavorable:  la  ena- 
morada rogó  á  César  que  no  se  estuviese  en  la  calle 
hasta  muy  tarde,  porque  como  estaba  «  ¡  tan  nervio- 
sa!... por  el  estado  del  pobre  Agusto  »,  le  daba  miedo 
a  de  quedarse  con  la  mera  Mina  como  dos  ánimas  en 
aquella  casa»...  y  el  muchacho  estuvo  tan  formal,] 
que  á  las  ocho  y  media  yá  estaba  de  vuelta. 

Hacía   algunos  días  que  ella  notaba  que  él  iba 
perdiendo  los  tintes  de  durazno   maduro  que  trajo  de, 
Bogotá,  que   enflaquecía,  que  no  comía  como  antes, 
por  lo  cual  lo  amonestaba  á   que  se  cuidase   mucho,! 
sobre  todo  de  recibir  <c  ese  sereno  de  Medellín,  que  es... ' 
¡lo  pior  que  hay  I»  pronosticándole  que  iba  á  enfermar. 

El  mozo  sostenía  que  gozaba  de  cabal  salud, 
como  el  fino  amor  de  la  jamona  lo  deseaba;  pero, 
hoy  me  duele  la  cabeza,  mañana  no  paso  bocado, 
pasado  me  «siento  muy  feo»,  día  llegó  en  que, 
encontrándose    muy   mal,  hubo   de    tomar  la.. cama. 

Por  fortuna  que  César, —  por  no  molestar  sin 
duda  á  sus  tías, — había  ido,  desde  antes  de  postrarse, 
á  consultar  con  un  médico;  y  anduvo  éste  tan  acer- 
tado, que  al  momentico  le  conoció  el  mal:  diz  que 
era  reumatismo. 

«¡No  te  lo  decía!... — machacaba  Filomena — 
¡Es  pa   que   no   me  creas  I...  ¡Figúrese   rematís  .. 


304  Frutos  de  mi  tierra 

achaquito  que  no  se  la  perdona  á  ningún  mucha- 
cho !...  Lo  mismo   que   padecieron   los  hermanos  de 

mi  siá  Chepa...  y  padecen    toítos   los   muchachos 

¡  Eso  era  visto:  desde  que  yo  te  vi  metido  de  noche 
en  todo  ese  lodo  podrido  que  hay  por  ai  en  las  calles, 
te  vi  el  morao  !...  ¡Si  por  eso  era  mi  pensión  I  y> 

César  que  se  encama,  y  Filomena  que  se  constituye 
en  enfermera.  ¡Adiós  almacén  y  prendería  !  No  valie- 
ron las  protestas  del  reumático  sobre  la  poca  monta  del 
mal,  sobre  los  perjuicios  que  iba  á  sufrir  la  enfermera. 

El  día  y  parte  de  la  noche  lo  pasaba  la  señora 
orillita  de  la  cama;  y  ni  una  madre  con  su  hijo,  ni 
una  hermana  de  la  caridad  con  una  novicia  enferma, 
gastarán  más  ternura  y  agasajos. 

César,  como  yá  se  dijo,  andaba  escasillo  de  trapi- 
tos interiores:  pues  al  momento  su  docena  de  cada 
cosa,  y  todo  de  lo  más  fino,  y  con  su  marca  de  hilo 
rojo;  tal  receta  se  mandaba:  pues  al  pie  de  la  le- 
tra, pasando  lo  más  mínimo  por  la  vista  de  Filome- 
na; ella  se  apersonaba  en  la  cocina,  en  cuanto  César 
dormía,  y  tisanas,  alimentos,  baños,  salían  como  sa- 
cados á  pulso  ;  las  cremas,  caspiroletas  y  sopitas  que 
ella  elaboraba  ó  mandaba  elaborar  á  las  guisanderas 
más  hábiles  de  la  ciudad  para  su  enfermito,  eran 
para  engolosinar  á  un  difunto. 

Belarmina,  aterrada,  comparaba. 

— ¡  Estoy  apenadísimo  contigo  I —  dijo  una  vez 
el  enfermo  á  la  enfermera — Por  mí  te  perjudicas,  por 
mí  cierras  el  almacén...  ¡  vete  hoy,  hija,  á  vender!... 
¡  Vete,  que  estoy  muy  bien  ! 


XXJV^  Nostalgia  305 

—  ¡  Nó,  mijo,  primero  eslá  la  salú  que  lodo ! 

— ¡De  rodillas  no  te  pago!...  Pero  te  perju- 
dicas. 

— ¡  Déjate  de  cuentos, hole,  que  no  hay  tal  perjui- 
cio !...  ¡  Y  man  que  lo  hubiera  !...  ¿  acaso  estamos  de 
limosna.'  Pa  eso  sirve  la  plata,  mi  querido:  paño 
esclavitase  uno. 

— ¡  Pero  tú  le  esclavizas  por  bondad  ! 

— No  lo  creas  :  cuando  hay  cariño,  no  hay  es- 
clavilú.  ¿  No  ves  con  el  gusto  que  lo  hago  todo  ? 

— Bien  lo  veo,  hija,  y  me  lleno  de  gratitud; 
pero  por  tu  misma  bondad  me  apeno:  yo  no  merezco 
lánto  ! 

— ¿  Entonces  quién,  pues  ? — pregunta  ella  con  la 
zalamería  más  inaudita. 

César  no  contestó:  las  cosas  de  su  tía  le  confun- 
dían de  veras. 

Aunque  la  enfermedad  no  fuera  para  correr  por 
los  óleos,  hubo  un  día  en  que  César  se  quejó  muchísi- 
mo, y  en  que  Filomena  casi  lo  creyó  perdido,  pensando 
que  el  reumatismo  se  le  iba  á  subir  al  corazón. 

No  hubo  lál:  á  los  diez  y  siete  días  pudo  levan- 
tarse el  muchacho. 

Ese  día  fue  la  prendera  al  almacén,  y  luego  al 
comercio,  á  verificar  algunos  pagos;  pero  pronto  vol- 
vió á  casa. 


20 


XXV 


AMOR      DEL     ALMA 


(EMEROSA  Filomena  de  que  César  se  le 
aburriese,  lo  apremiaba  á  preguntas  sobre  el 
particular,  y  nunca  dejó  él  de  manifestarle 
mucho  acomodo  y  mayor  contento,  llegan- 
do hasta  mostrar  calor  en  las  mentiras,  pues  no  siem- 
pre se  daba  ella  por  convencida. 

Pero  el  aburrimiento,  que  crecía  día  por  día,  se 
arreció  tanto  con  la  enfermedad,  que  César  se  decidió  al 
fin  á  cantar  de  plano  en  claro  y  á  obrar  en  consecuen- 
cia, no  esperando  sino  á  ponerse  bueno  para  lajiarse. 

i  Qué  protección  de  tíos  ni  qué  nada  !  ¡  Fuera 
Antioquia  noramala  !  Si  acaso  conseguía  dinero  allí, 
¡  para  harto  le  serviría  !  Si  él  pudiera  soportar  medio 
año  siquiera  de  esta  vida,  se  casaba,  á  no  dudarlo,  con 
alguna  de  las  más  ricachas;  pero  la  sola  idea  de  es- 
perar le  reventaba. 

La  iba  á  tener  tremenda  con  tía  Filomena;  ¡  pero 
muy  tremenda...  y  sin  remedio  ! 

Preparando  estaba  las  cortas  y  largas  que  ten- 
dría que  meterle,  para  lo  cual    se  inspiraba  en  el  re 
cuerdo  de  las  andróminas  de  que  se  valió  en   Bogotá 
con  aquella  su  amiga, — la  vieja   de   la  tienda  á  quien 
dejó  en  la  inopia. — Esto  fue  como  una  revelación. 


JTJlV —  Amor  del  alma  307 

Sí,  señor  :  ¡  !a  manera  como  tía  Filomena  lo  tra- 
taba, los  mimos,  los  regalos,  el  dinero,  todo....  igua- 
lito  á  la  vieja  aquélla!...  Exacto!...  Horita  se  ex- 
plicaba la  manía  de  tía  Filomena  de  mantener  los 
ojos  clavados  en  él;  horita  se  explicaba  los  nervios.... 
Ah  caracho  con  la  tía  para  zumbada  ! 

Ahora  sí  era  cierto  que  se  iba,  aunque  fuera  en 
carguero....   ¡No  faltaba  más  !... 

Pues  nó,  señor:  semejante  ¡dea  podría  ocurrír- 
sele  á  otro  que  César.  No  se  iba  yá;  mejor  dicho, 
aplazaba  el  viaje.  Y  á  ver  qué  se  debía  hacer. 

Aquí  de  César  Pinto  ! 

Tía  Filomena....  se  prestaría,  desde  luego,  á 
todos  los  enredos  que  él  quisiera,  con  tal  de  que  fue- 
sen amorosos.  ..  De  ello  bien  seguro  estaba.  Eso.... 
sería  explotar  la  mina  por  algún  tiempo;  tomarla, 
como  quien  dice,  en  arrendamiento...  Muy  bien;  pero 
todo  arrendamiento  se  acaba  algún  día. ..Pues  entonces, 
hacerse  á  la  mina  de  una  vez...   ¡y  negocio  redondo  ! 

No  había  que  darle  más  vueltas.  En  Bogotá.... 
algo  de  música  le  pondrían  algunos  al  cuento,  por  lo 
tomada  que  estaba  de  años;  pero  la  misma  cosa  había 
pasado  muchas  veces,  y  á  los  tres  días  ¿  quién  se 
acordaba  de  nada  ?...  Si  le  salía  celosa  como  la  vieja 
consabida,  ahí  le  darían  sus  palatuses  y  rabietas,  que 
él  se  las  curaría  por  los  mismos  procedimientos  que  á 
la  otia.  Tía  Filomena  todavía  era  mujer  de  algún 
garabato,  en  comparación  de  la  vieja....  y  estando 
tan  antojada  de  Bogotá,  venía  todo  que  ni  buscado 
de  intento. 


3'J8  ■Finios  de  mi  tierra 

No  había  remedio:  César  se  calavereaba. 

El  noble  joven  se  sintió  rico  desde  este  instante, 
y,  aspirando  los  perfumes  de  París,  palpando  la  rea- 
lización de  sus  sublimes  ideales,  se  durmió,  á  pesar 
de  sus  dolencias,  porque  estas  glorias  pasaban  de 
noche. 

¡  Convergiendo  con  Filomena  en  el  mismo  punto  ! 
Y  luego  dudan  muchos  de  que  al  cielo  se  pueda  ir 
por  distintos  caminos  ! 

La  absorción  de  la  tía  cuando  estaba  con  el  so- 
brino no  era  para  que  ella  echase  largos  párrafos; 
así  que  en  las  pláticas  de  entrambos,  Filomena  ape- 
nas replicaba,  fija  en  aquella  «  cara  de  imagen  »  que 
á  cada  momento  encontraba  más  divina,  y  embobada 
con  esa  gesticulación  tan  hechicera;  y  como  arrullada 
por  esa  voz,  ni  cuenta  se  daba  de  las  ideas  emitidas 
por  César,  ni  del  giro  de  la  conversación,  lo  que  daba 
lugar  á  contestaciones  y  réplicas  tan  fuera  de  tiesto, 
que  ni  para  las  burletas  y  risas  de  ambos. 

Pero  luego  que  César  tomó  la  resolución  consa- 
bida, las  conversaciones  y  pláticas  cambiaron  por 
completo. 

Desde  las  siete  de  la  mañana  del  siguiente  día, 
hora  en  que  ella  entraba  á  saludarlo,  le  pareció  que, 
á  pesar  de  la  completa  cura,  César  estaba  preocupado 
y  tristón. 

Por  la  tarde,  á  eso  de  las  cinco,  se  paseaba  él  por 
la  pieza,  con  ese  andar  lento  é  inseguro  del  que  ha 
estado  muchos  días...  con  reumatismo. 

Si  hermoso  le  parecía  á  Filomena  en  plena  salud, 


XXF—  Amor  del  alma  309 

convaleciente  lo  encontraba  más.  Aunque  un  tanto 
escrofuloso  de  piel,  César  había  tomado  una  palidez 
que  contrastaba  á  maravilla  con  lo  negro  del  cabello 
y  la  barba  ;  ésta  medio  retoñada;  aquél  en  enriscadas 
sortijas  hacia  adelante  y  apelmazado  por  la  almohada 
atrás;  más  ojigrande  y  ojeroso,  por  obra  de  la  recién 
pasada  fiebrecilla;  un  poco  traspillado  y  lacio,  estaba 
el  mocito  asaz  romántico  é  interesante. 

Filomena  le  había  mandado  bordar  un  gorro  de 
terciopelo,  con  relevantes  flores  de  seda  y  gusanillo, 
y  una  borla  como  escoba,  desmayada  por  un  lado,  el 
cual  gorro  estrenó  para  levantarse.  ¡  Y  vaya  si  le  sen- 
taba !  A  riesgo  de  costiparse,  llevaba  anudado  en  el 
pescuezo,  mucho  más  abajo  de  la  ollita,  un  pañuelo 
de  seda,  cuyas  puntas  volanderas  y  desordenadas  aca- 
baban de  romantizar  al  malandante  bogotano,  que 
vestía  gabán  gris  y  calzaba  chinelas  de  tapicería,  para 
pie  de  antioqueña,  regaladas  también  por  tía  Fi- 
lomena. 

Esta,  recostada  en  una  mecedora,  en  beatífica 
actitud,  no  acababa  de  pasmar.'je  ante  aquella  obra  de 
mi  Dios,  con  aquel  gorrito. 

Al  fin  rompió  el  silencio: 

— ¡  Nó,  César,  deje  esa  calladera !.,.  Me  tenes 
muy  entripada..  ¿Tú  sin  hablar  palabra?...  Es  por- 
que no  estás  bien...  Y  cuando  estabas  malo  ¿  cómo 
eras  tan  hablantino  .?... 

— Pues,  alita,  no  sé;  pero  no  me  siento  nada 
mal...  del  cuerpo — contestó  el  joven,  terminando  un 
suspiro  y  continuando  el  paseo. 


310  Frutos  de  mi  tierra 

— ¡  Malo,  qué  vas  á  estar...  pero  algotra  cosa 
itenés  que  tener!  ¿Estás  aburrido,  te  está  haciendo 
Iifalta  tu  familia,  ó  Bogotá  ? 

iV         César,    por    única   respuesta,  suspiró  máshondo 
>  que  la  vez  primera. 

— ¡  Pero,  válgame  Dios,  mijito,  parece  que  tu- 
viera... quién  sabe  qué! — exclamó  la  tía  levantán- 
dose para  encender  la  vela. — Voy  á  traerle  la  me- 
riendita  á  ver  si  se  recobra. 

Y  salió.  No  tardó  en  volver,  trayendo  un  charol 
con  servilleta  de  alemanisco,  que  contenía:  tres  hue- 
vos pasados  por  agua,  en  un  aparatillo  de  alambre 
niquelado;  tazón  de  café;  un  pan  papujado;  y  hasta 
una  docena  de  galleticas  de  esas  de  figuras  y  animales. 

— ¡  No  vaya  á  salir  ahora  con  que  está  feo,  y  que 
no  tiene  gana  !  ¡  Todo  se  lo  tiene  que  comer  ! — dijo 
ella,  colocando  en  un  taburete  la  merienda  y  arri- 
mando la  silla. 

— Hora  no  tengo  nada  de  apetencia,  alita. 

— ¡Manque  no  tenga!...  Siéntese,  que  el  comer 
y  el  rascar  no  tienen  sino  empezar...  ¡  Si  no  comes... 
mira  i    (Le  amaga  ccn  mucho  mimo  un  pellizquito). 

— ¡  Nó,  señor:  está  muy  débil...  y  si  se  rancha 
no  tiene  cuándo  aliviarse  !  Coma  y  verá:  tres  güebitos 
se  los  come  uno  de  un  sorbido.  Voy  á  échatelos  en  la 
copa  como  á  vos  te  gusta. 

—  ¡Tan  tempiano,  hija!...  Con  el  café  tengo 
horita. 

¡  Nó,  señor,  los  güevos   primero  y  el  café  enci- 
ma !...  Cuando  se  vaya  á  acostar  toma  su  vino. 


XXV  —  Amor  del  alma  3 1 1 

Y  la  inexorable  tía  pone  los  huevos  en  la  copa. 
El  se  resigna  y  principia.  Ella  se  sienta  en  la  otra 
mecedora  á  inspeccionar. 

—  ¡  No  ve  cdmo  sí  le  resbala  !— dice  ella  al  ver 
que  el  muchacho  no  lo  iba  haciendo  mal — ¡  Es  que  es 
tan  porfiaíto  I 

— Ahoia  me  tenes  que  contar — agregó  á  poco — 
por  que  son  esos  caras  tan  tristes  y  esa  calladera... 
Yo  me  he  puesto  á  repasar  qué  será  lo  que  te  hemos 
hecho  y  no  he  topao.  Tal  vez  será  alguna  mala  cara 
de  esta  Mina,  que  es  tan  vinagre  á  ratos.  Si  es  eso,  no 
le  hagas  caso  ! 

— ¡  De  donde  sacas  eso  ! — exclama  él  en  tono  de 
reproche,  dando  el  último  golpe  á  los  huevos — Ni 
Mina...  ni  nadie  me  ha  hecho  la  menor  ofensa.  Al 
contrario:  aunque  á  tí  no  te  gusta,  tengo  de  repetir- 
te que  las  finezas  que  recibo  de  ustedes...  ¡  nunca  po- 
dré pagarlas  ! 

— I  Tan  bobito  que  es  !...  Déjese  de  cuentos,  y 
diga  qué  es  lo  que  tiene;  ¡porque  algo  tiene  que  tener! 

César  sigue  envasándose  el  café,  y  cuando  ha 
agotado  la  taza,  se  pone  en  pie  y  da  un  suspiro. 

— ¡Caramba,  mijito,  qué  poca  confianza  me  tiene  ! 

Y  la  tía  sale  con  el  charol.  César  lía  un  cigarri- 
llo y  torna  á  sentarse. 

— Yá  que  te  empeñas, — dice  éste,  luego  que  Fi- 
lomena vuelve, — yá  que  te  disgusta  mi  silencio,  voy  á 
abrirte  mi  corazón...  Siéntate,  hija,  y  escúchame... 
pero  no  me  quieras  sacar  más  de  lo  que  yo  quiera 
contarte. 


312  Frutos  de  mi  tierra 

Ella  toma  asiento,  asustada  con  el  tono  solemne 
de  César. 

— ¡  Yo  soy  un  hombre  muy  desgraciado,  Filome- 
na ! — principia  él,  con  voz  que  parecía  eco  de  entra- 
ñable dolor — Mi  desgracia  sóio  Dios  y  yo  la  sabe- 
mos,., y  sólo  á  tí  te  la  confío,  y  eso  en  parte.  ¡  No  te 
vayas  á  reír,  por  Dios,  porque  esto  sería  lastimar  más 

ri  herida  ! ... 
—  ¡Reírme  yo...  yo,  César  }  ¡  Qué  poco    me   co- 
noce ! — exclama,  subyugada  por  la  nueva   faz  por  que 
César  se  le  presentaba. 

!  — Sin  duda,  tú,  tan  tierna,  tan  delicada  como 
eres  —  continúa  él  —  habrés  sentido  alguna  vez  el 
amor... 

Ella  se  estremece  en  su  silla,  los  ojos  se  le  salen. 
César  nota  el  efecto  y  prosigue: 

— No  te  hablo  de  esos    amores   vulgares,  que  pa- 
san sin  dejar  huella...  (aquí   se   atranca   un  poco)  en 
ninguna  parte,  que  cualquiera  puede  sentir;  nó,  Filo- 
mena: quiero  hablarte   de  ese  amor  del  alma...  ¡.que 
yo  no  puedo  expresar,  ni    nadie  expresa  !  ¡  Amor  que 
1^  enferma,    que    no   se   siente  sino  una  vez  en  la  vida; 
porque  dura...  lo  que  la  vida  dure! ...  Bien:  yo  siento 
1   ahora  este  amor...  ¡  que  me    va    á  llevar  á  la  tumba  ! 
Hablaba    con    voz    pausada,    cuándo     vibrante, 
cuándo  opaca,  y  cada   sílaba    parecía  una  perla  de  lá- 
grima, pues  César  sabía  también  sollozar  con  la  pala- 
bra. Cada  una  que  largaba    era  para   el  corazón  de  la 
prendera  lo  que  el  golpe   del   bolillo   para   el   parche 
del  tambor.  Y  allá  en  sus  entrañas,  muy   hondo* sen- 


XXV—  Aviar  del  alma  3 1 3 

tía  una  ansiedad,  un  susto,  una  turbación  y  una  rabia, 
que  era  ella  la  que  se  iba  á  la  tumba  ¡muy  ligerito!; 
porque,  á  la  vez  que  esto,  se  le  presentaba  una  bogo- 
tana hermosa  sobre  toda  ponderación;  de  una  hermo- 
sura vaga,  fantástica,  que  Filomena  no  podía  definir, 
y  que,  no  obstante,  la  estaba  no  sabía  si  dándole 
muerte  ó  haciéndola  enloquecer. 

— ¿  Has  créido  tú,  mi  amiga,  que  yo  he  enfer- 
mado por  efecto  del  clima  ? — prosigue  César,  cada  vez 
más  puesto  en  razón. —  ¡  Nó:  á  mí  me  tiene  así  el  amor  ,  ¡ 

de  que  te   hablo!  Por  eso  trataba  de  ocultártelo '' 

¡  Y  m£_va  á  matar,  te  lo  repito;  parque  gs  un  amor 
^imposible  !  Entre  esa  mujer  que  yo  amo  de  esta  ma- 
,nera  (se  lleva  la  mano  al  corazón),  entre  ella  y  yo,... 
hay  un  abismo  imposible  de  salvar:  ella  es  rica,  in- 
mensamente rica....  yo,  ¡  un  pobre  diablo,  un  infeliz 
que  no  puedo  brindarle  más  que  mi  corazón....  más 
que  mis  lágrimas  !  Por  eso  me  voy  nomasito  me  ali- 
ne....   i  á  donde  nunca  más  la  vuelva  á  ver  ! 

César  calla,  y  hundiendo  la  cabeza  en  el  pecho, 
resuella  gordo,  cual  si  el  dolor  lo  estrangulase. 

— Y....  ella  es  de  aquí,  pues? — murmura  Filo- 
mena con  voz  de  costipado. 

— Sí,  de  aquí  es ! — contesta  César,  poniéndose  en 
pie,  tirando  el  gorro  y  estregándose  el  pelo. —  Es  de 
aquí!...  ¡No  me  puedo  unir  á  ella...  y  tengo  que 
verla  á  toda  hora  !...  Por  eso  me  voy  lejos,  muy  lejos  ! 

— Te  vas?... — clama  Filomena,  sin  saber  qué  decía. 

— Me  voy!...  Al  irme  me  arranco  el  alma.... 
I  pero  es  preciso  I 


^ 


314  Frutos  de  mi  tierra 

— Yo  conozco  á  esa  mujer? — pregunta  Filome- 
na ronca  del  todo,  mirando  á  César  con  ojos  desvia- 
dos.— Decime !... 

— Que  si  la  conoces  I ...  Y   me  lo  preguntas!... 

— Yol  Yo,  César  !  ..¡  Virgen  santísima  !  ...Yo!... 
Yooo  !... 

El  último  «yo))  fue  un  acecido.  Sintió  que  los 
músculos  de  la  cara  se  le  desencajaban;  que  por  den- 
tro del  espinazo  le  subía  una  gótica  de  azogue;  que 
el  cuero  de  la  cabeza  se  le  templaba  hasta  dolerle. 

Con  aire  de  Marqués  de  Montero  en  la  Flor  de 
Jin  día,  representada  por  Los  Timches^  nuestros  có- 
micos de  la  legua,  prorrumpe  César  Pinto: 

— Tanto  así  me  aborreces,  que  ni  una  palabra 
me  dices  1 

— Yo,  César.?... 

— Tú!...  Sí:  tienes  razón  !...  ¡  Mi  atrevimiento 
es  tanto,  que  merezco  el  castigo  !  (Y  se  dejó  caer, 
pero  en  la  cama). 

— Yo  aborrecerte!...  ay  César!...  No  ves  que...! 
(Y  se  tapa  la  cara  con  ambas  manos,  y  se  alza  de  la 
silla,  temblona,  agitada). 

— Virgen  santa  '...  Vn  fan  vipja  !... 

Y  se  vuelve  á  sentar,  y  se  vuelve  á  tapar. 

— Vieja  ? — salta  él  como  un  rehilete. — No  tal  !... 
Y  aunque  lo  fueras,  ¿qué  tiene  que  ver  mi  pasión 
con  tu  edad  ? 

— Y  tanfea  ! ...  tan  jiorrenda  ! 

— Ah!...  Bien  veo  que   no   me  comprendes! — 


XXF  —  Amor  del  alma  3 1 5 

clama  el  Tunche  en   tonito  de  desaliento. — Veo  que 
no  sabes  calificar  mi  amor,  que  lo  confundes  con  amo- 
res vulgares  !...  Mira:  aunque  fueras  la  mujer  ni£s  fea 
del  mundo...  ¡  te   amaría  lo  mismo  !  aunque  fuera 
la   mujer    más    vieja...  ¡te    amaría  lo  mismo!...  ¡M 
amor,  es  amor  del  alma  !...  ¡  Del  alma  !,  atiende  bien: 
¡  De  mi  alma,  que  está  enamorada  de  la  tuya !...  ¡  Be 
lleza...  harta    se    vende   en    mi    tierra  al  que   quiera 
comprarla!...  ¡Yo  no   busco    belleza,  ni    juventud! 
que  esas  cosas  pueden  comprarse  I...  ¡Lo  que  busco,  lo 
que  necesita    mi   alma  es  otra  alma    como  la  tuya!.. 
¿  Que  estás  vieja  1...  \  No  lo  creas !...  Una  mujer  co 
unos   ojos   como   los    tuyos...  ¡  no   puede    envejece 
nunca !...  ¿  Sabes   quién    era    Niñón   de  Nanclós.''.. 
¿  Lo  sabes  "i 

— No  he  oído  mentar  á  ese  señor — murmura  ella 
con  tiriteo  de  tercianas. 

— No  era  hombre,  nó:  Niñón  era  una  dama 
de  la  corte  pontificia,  compañera  de  Lucrecia  Borgia 
y  de  Cleopatra.  Esta  mujer,  ¡  á  los  ochenta  años  ! 
llegó  á  inspirar  un  amor  matroz  á  un  jovencito,  casi 
un  cachifo...  Tú,  sólo  me  llevas...  algún  par  de  años.. 
¡  Ya  ves,  pues,  que  el  amor  es  cuestión  muy  aparte  ! 

Aquí  calla  y   exhala   otro  suspirón,  y  luego  dice 
con  mucha  amargura: 

— Bien  comprendo,  Filomena,  que   soy  un  mise- 
rable, un  pobre  arrastrado   para   aspirar  á  una  mujer» 
tan  rica,  tan  interesante,  tan  feliz,  de  un  alma  tan  I 
hermosa  como  tú...  ¡  Por  eso  he  devorado  mi  dolor 
en  el  silencio  !...  Por  eso  quiero  poner  tierra  de  por 


316  Finios  de  mi  tierra 

medio,  para  no  volverte  á  ver  !...  ¡  Perdona  este  des- 
ahogo... y  no  me  vayas  á  arrojar  de  aquí  como  á  un 
perro!...  ¡Perdóname...  mira  que  confieso  mi  falta!... 
i  Espera  que  esté  bueno  para  que  me  despidas  ! 

— ¡  César,  por  Dios! — prorrumpe  la  requebrada 
señora,    anegada  en    llanto — ¡No  me  mates !...  ¡_Yo_ 
echarte  de  mi  c.^^^...  rnnndn  fp    jd-^lntro  I  ■    ¿No  ves 
que  soy  yo  la  quejacjestey  muiiutiJo-por  tú  .? 

— ¿De  veras,  Filomena,  me  amas .''...  ¿Me  amas?... 
¿No  es  una  burla  ?  Si  es  una  burla,.,  ¡  horita  mismo 
me  mato  ! 

■^Y  César  Pinto  toma  el  revólver,  que  tenía  pre- 
parado bajo  las  almohadas,  por  si  acaso,  y  que  estaba 
descargado  por  más  señas. 

— ¡Virgen  del  Carmen,  mi  madre  ! — grita  ella, 
asiéndolo  por  los  brazos  — ¡  Guarda  esa  arma  !...  ¡  Vos 
sí  estás  loco  de  veras  !... 

— i  Y  cree  que  me  estoy  burlando  ! — exclama  des- 
madejándose, como  falta  de  aliento,  en  la  cama,  luego 
que  el  sobrino  larga  el  revólver. — César:  yo  no  soy  tan 
rica  como  tú  pensás.  Sí  tenemos;  pero  no  semos  pode- 
rosos... Pero  mira:  ¡  manque  tuviera  todo  el  oro  del 
Zancudo...  manque  tuviera  toi'ta  la  plata  del  comer- 
cio de  Medellín...  me  parecería  poquito  para  tú! 


XXVI 


ir.  USIONES     Y     REALIDADES 


iN  Medellín  va  alcanzando  tanta  boga  la  cos- 
tumbre de  cambiar  de  aires  y  de  salir  de 
francachela  á  fines  de  año,  que,  si  así  sigue, 
Noche  Buena  vendrá  en  que  la  misa  del 
gallo  la  oiga  quien  la  diga,  si  es  que  quedan  clérigos, 
en  la  oiudad, 

Y  mucho  que  le  aprovecha  á  la  gente  el  tal  cam- 
bio de  aire;  pues,  aunque  no  engorde  mayor  cosa,  el 
medellinense,  bien  salga  á  pueblo,  aldea  ó  campo,  se 
vuelve  otro,  en  cuanto  da  un  paso  fuera  de  Medellín: 
los  entrecejos  arrugados  de  los  grandes  se  alisan  no 
poco,  desaparece  la  muequita  despreciativa  de  las 
señoras  encopetadas,  y  baja  el  termómetro  de  la  supe- 
rioriJad.  El  gesto  de  repelente  concentración,  ese 
gesto  de  dispéptico  que  parece  endémico  en  nuestra 
ciudad,  se  torna  en  uno  muy  abierto  y  francote,  y 
viene  luego  una  amabilidad,  que  no  es  ni  la  adulona 
ni  la  comercial  que  tanto  gastamos,  y  en  seguidita 
una  comezón  por  diversiones  y  jolgorios;  y  todos  se 
hablan,  se  tratan,  se  frecuentan,  se  obsequian,  se  re- 
galan, y,  lo  que  es  más  inaudito,    ¡todos  se  conocen! 


318  Fruios  de  mi  tierra 

pues  es  de  saberse  que  en  la  ciudad  ni  los  vecinos 
muy  vecinos  nos  conocemos  bien. 

Pero,  sea  que  el  tono  medellinense  no  se  pueda 
sostener  sino  con  antipatía  y  malas  caras;  sea  que 
tan  linda  ciudad,  en  vez  de  alegrarlo,  predisponga  el 
ánimo  á  la  displicencia;  sea  el  afanado,  constante 
trabajar,  la  lucha  por  la  vida;  sea  el  clima,  únicamen- 
te, ó  todo  esto  junto,  es  el  hecho  que,  en  tornando 
la  gente  á  Medellín,  se  acabaron  las  relaciones  conse- 
guidas en  otra  parte,  y  mucha  hazaüa  es  que  dos  de 
aquellos  amigos  lleguen  á  reconocerse  en  la  calle 
hasta  el  extremo  de  saludarse  con  un  Adiós  Fulano, 
y  seguir  de  largo. 

Pues  bueno:  toda  esta  parrafada  era  para  decir 
que  uno  de  los  lugares  más  socorridos  para  cambiar  de 
aires  y  darse  á  la  sociabilidad,  es  el  pedazo  de  falda 
llamado   El  Cucaracho,   cuyos   linderos   ignoramos. 

Cucaracha /...  \M\rQ  usted  qué  nombre!  Y  no 
se  tiene  noticia,  que  sepamos  al  menos,  de  que  nin- 
guna legislatura  ó  asamblea  haya  tratado  de  cam- 
biarlo por  alguno  de  héroe  ó  de  lugar  de  batalla, 
como  por  acá  es  costumbre.  Y  es  lo  peor  que,  toman- 
do la  parte  por  el  todo,  se  suele  designar  bajo  tal 
nombre  la  falda  en  general,  bien  que  ella  tenga  pun- 
tos menos  mal  bautizados. 

Levántase   en     majestuosa    vuelta    al    occidente 

del   valle.    Aquí   arranca  violenta  y  atrevida,  allá  en 

suavísimo    declive,    más   allá   convulsiva  y  vacilante. 

Presenta,    al    ascender,  ondulaciones  esqueletadas   de 

•  toldo  sobre  estacas,   turgencias  de  acolchados  almoha- 


XXVI  —  Ilusiones  y  realidades  3 1 9 

dones,  asperezas  de  caracol  marino.  Se  encumbra  al- 
tanera hasta  dar  en  el  cielo  la  fantástica  silueta,  que 
así  semeja  delineamiento  de  revuelta  cabellera,  como 
de  almenares  derruidos. 

Ofrece  el  conjunto  imponente,  el  detalle  capri- 
choso, inesperado,  del  paisaje  antioqueño:  en  seguida 
de  una  explanada  para  una  plazuela,  un  tolondrón 
pedregoso  de  difícil  acceso;  después  un  barranco  inex- 
pugnable; luego  un  escalón  ó  un  repecho  que  hace 
echar  los  bofes  al  transeúnte;  cuando  menos  se  piensa 
un  derrumbadero,  un  grupo  de  pedrejones  á  manera 
de  ruinas,  á  vuelta  de  los  cuales  se  serena  el  terreno, 
presentando  la  curva  de  la  colina,  la  oblicua  del  plano 
inclinado,  la  horizontal  del  nivel. 

Cúbrese  en  partes  de  peluche  verde,  como  caste- 
llana de  teatro;  en  partes,  la  paja  seca,  las  telarañas 
y  los  yerbajos  empolvados  le  forman  guiñapos  de 
mendigo;  se  abigarra  por  ahí  con  rebujos  de  heléchos 
y  zarzales,  dejando  ver  los  remiendos  negros  de  rozas 
recién  quemadas. 

Desnúdase  en  los  flancos,  mostrando  peladuras 
rojas  en  carne  viva,  desgarrones  que  se  caen  á  peda- 
zos, escoriaciones  calcáreas,  por  cuyas  grietas  parece 
que  asomaran  cariadas  puntas  de  huesos. 

En  las  hondas  de  tanta  arruga,  ya  se  engalana 
de  guirnaldas  y  festones,  ya  recoge  en  arroyos  la  pie- 
dra corrediza,  ahora  la  pegajosa  podredumbre  de  un 
pantano  le  va  comiendo  como  una  lepra;  y  luego,  por 
allá  en  las  alturas,  se  paramenta  con  ropajes  de  sobe- 
rana, ornados  de  flecos  de  gramíneas  y  de  recamos  de 


320  Frutos  de  mi  tierra 

musgos,  por  entre  los  cuales  se  levanta  el  roble  con 
la  salvaje  arrogancia  de  nuestras  montañas. 

Los  numerosos  propietarios  de  El  Cucaracho^ 
al  cercar  sus  lotes,  al  cultivarlos,  al  construir  sus  ha- 
bitaciones, acaban  de  complicar  este  pedazo  de  falda: 
vallados  de  pedrisco  rojizo  ó  negruzco,  enyerbados  y 
lamosos,  alternan  con  setos  sembrados  de  maguey,  de 
piñuela  y  de  higo  chumbo,  ó  cubiertos  de  entretejidos 
rastrojos,  y  con  las  hileras  de  árboles  y  estacones  que 
unen  los  cuatro  alambres  erizados  de  pinchos. 

Los  propietarios  pobres  labran  para  comer, — que 
no  por  ornato, — su  pequeño  pegujal,  rodeando  los 
pajizos  hogares  de  maíz,  yuca,  plátano,  tal  cual  mata 
de  caña,  el  indispensable  aguacate,  tres  ó  cuatro  algo- 
doneros, dos  ó  tres  papayos,  sin  faltar  casi  nunca  el 
higo,  cuya  penca,  acanalada  y  erguida,  descuella  entre 
el  sembrado  como  cosa  de  flecha  gótica. 

Numerosas  casas  de  recreo,  con  su  pintura  roja, 
sus  siempre  bien  enlucidas  paredes,  sus  dilatados  co- 
rredores, campan  por  su  holgura  en  praderas  acica- 
ladas, donde  algún  pedrejón  cubierto  de  liqúenes, 
sombreado  por  guayabos  y  chagúalos,  hace  las  veces 
de  oasis. 

Tras  las  habitaciones,  ó  á  un  lado,  están  los  jar- 
dines y  arboledas.  Las  opulentas  frondas  de  los  man- 
gos, duraznos  y  pomarrosos  sirven  de  palio  al  fecundo 
naranjo;  al  arizá,  que  ostenta  á  leguas  su  borlón  san- 
griento; al  madroño  puntiagudo,  de  grato  fruto  é  in- 
tensísimos verdores;  al  chirlomirlo,  que  escandaliza 
con  sus  copazos  amarillos.    Estos,  á  su  vez,  protegen 


XXVI  —  Ilusiones  y  realidades  32 1 

con  su  sombra  la  beldad  tonta  del  hicaco,  el  esprii 
del  cafe,  la  corona  y  la  púrpura  del  granado.  Su  ma- 
jestad la  rosa,  esa  reina-Proteo,  luce  allí  todas  sus 
formas  y  colores;  en  tanto  que  el  jazmín  común,  siem- 
pre sencillo,  siempre  humilde,  se  arrima  á  la  tapia, 
busca  la  grieta,  se  entreteje,  y  ofrece  á  la  rapaza,  á 
quien  amedrenta  el  Diablo,  la  corona  sin  espinas  y  la 
florecilia  candida  de  ideal  fragancia,  para  que  vaya  á 
llevarlas  á  la  Virgen. 

Retorcido  ó  en  zig-zag  en  unos  puntos,  recto  en 
otros  como  una  calle,  acá  scmi-urbano  y  polvoriento, 
allá  pedregoso  y  bravio,  después  de  partir  en  dos  el 
suburbio  de  Robledo,  atraviesa  el  camino  real  la  agria 
falda,  como  un  garabato  de  bermellón. 

Riegan  El  Cucnracho  dos  riachuelos,  siquier 
quebradas:  La  Gó/fiez,  que  convida  al  baño,  y  Z,a 
Iguanáy  la  pérfida  Igtianáy  de  negra  historia,  las  cua- 
les, al  descender  por  estas  escabrosidades,  se  desme- 
lenan furiosas  por  los  peñones,  se  aduermen  faltas  de 
aliento  en  diáfanos  remansos,  y  entran  al  valle,  aqué- 
lla pacífica  y  encauzada,  corriendo  la  otra,  ayer  por  el 
predio,  hoy  por  el  camino,  mañana  por  donde  se  le 
antoje. 

Ventea  en  estos  campos  de  Dios  que  es  una  gloria. 
¡Y  qué  vientos  tan  traviesos  y  retozones  1  El  que  viene 
de  frente  corre  como  loco  y...  contra  la  falda  !  el  de 
travesía — que  será  el  del  Norte,  probablemente — pasa 
por  allí  como  mano  de  muchacho  malcriado  por  ba- 
laustres de  ventana.  Los  dos  se  encuentran  y...  j  tén- 
ganse piedras!  arboledas,  rastrojos  y  sembrados,    en- 

21 


322  Frutos  de  mi  tierra 

redadcras,  bejucos  y  colgajos,  se  alborotan,  se  vuel- 
ven al  revés,  en  tremebundo  zarandeo;  vuelan  las 
láminas,  si  con  marco,  si  con  cinta;  la  basura,  como 
en  toda  revolución,  se  arremolina  encumbrada;  bra- 
man las  cañadas;  se  abren  en  flor  las  colas  de  las 
gallinas;  las  señoras  sorprendidas  en  campo  raso... 
sentarse  y  mano  á  la  falda,  mientras  trenzas  y  capu- 
les danzan  en  la  batahola. 

Mas  no  siempre  vienen  los  vientos  tan  furiosos; 
que  á  veces  la  dan  de  músicos,  }',  como  topen  rendija 
ó  agujero,  se  cuelan  á  las  casas  zumbando  como  trom- 
pos de  latón,  lamentándose  tan  tristes... 

Pero  no  son  los  vientos,  ni  las  transiciones,  ni 
[los  atavíos  del  terruño,  loque  constituye  el  encanto 
de  El  encaracho  y  de  esos  campos;  es,  seguramente, 
;1  paisaje  que  desde  ellos  se  disfruta. 

Por  aquello  de  que:  B/  qii&  no  ha  visto  iglesia... 
se  resiste  uno  á  creer  que  aquel  horizonte  pueda  ser 
medido;  al  contemplarlo,  parecen  mentira  las  distan- 
cias y  cómputos  cosmográficos:  es  un  fondo  como  de 
engrudo  claro  medio  tinto  en  añil,  una  semblanza  de 
la  inmensidad,  ornada  de  vellones  de  un  gris  desva- 
necido, que  se  escarmenan  blancos  y  difusos  como 
jirones  de  velo  nupcial.  Al  frente,  Santa  Helena 
• — uno  de  los  puntos  culminantes  de  la  ramificación 
central  de  los  Andes  antioqueños — perfila  sus  crestas 
sobre  ese  fondo  y  se  pierde  á  lado  y  lado  en  lejanías 
azules,  de  aquel  azul  color  de  lo  infinito,  esfumándose 
en  el  cielo. 

Parches   de   arbolado,    risueñas    casitas,    lujosas 


XXVI —  Ilusiones  y  realidades  323 

quintas  cubiertas  de  trepadoras,  festonean  y  tachonan 
las  laderas  de  la  montaña  como  los  cordones  y  las 
condecoraciones  la  chaqueta  de   un  príncipe  alemán. 

El  Alio  de  las  Cruces^  vestido  de  una  vegetación 
á  trechos  espesa  y  lozana,  á  trechos  pajiza  y  achicha- 
rrada, y  con  el  Cemeníerio  de  los  pobres  construido 
de  cal  y  canto  y  muy  valientemente  en  un  descanso 
de  la  colina,  presenta  á  lo  lejos — si  muy  hermoso — 
el  aspecto  romántico  y  exótico  de  un  cromo  de  pelu- 
quería. 

El  Poblado,  cortado  por  amplia  carretera,  con  su 
linda  aldea  de  San  Blas,  asoma  entre  el  ramaje,  y 
dispersa  luego  sus  hermosas  construcciones  de  recreo 
por  llanos,  pendientes  y  caminos. 

El  Morro  de  los  Cadavides  surge  én  pleno  valle 
formando  el  más  gracioso  estorbo,  como  si  la  enrisca- 
da tierra  antioqueña  le  hubiese  regateado  al  lago  la 
lisura  del  fondo;  que  lago,  y  muy  á  la  suiza,  segura- 
mente, fue  esta  cuenca,  al  decir  de  los  sabios. 

No  muy  lejos,  hacia  el  sudoeste,  imponente  y 
magnífica  como  el  sentimiento  que  la  levantó,  esbelta 
como  la  gente  que  habita  esa  región,  blanquea  la  torre 
de  Envigado. 

Por  el  nordeste,  desprendiéndose  dala  cordillera, 
curvándose,declinando  lentamente  hasta  el  río,  cierran 
el  valle  las  arideces  de  El  Bermejal.  Su  suelo  reseco, 
color  de  mancha  de  fierro,  casi  calvo,  parece  formado 
adrede  para  que  más  resalte  la  exuberante  riqueza 
de  los  campos  vecinos. 

Allí  cerca,  en  el  comienzo  mañoso  de  la  falda,  se 


324  Frutos  de  mi  tierra 

diseñan  los  muros  curvados,  los  ángulos,  las  verjas,  y 
hasta  las  estatuas  de  uno,  al  parecer,  magnífico  pala- 
cio. Prodígale  el  ciprés  su  pompa  funeraria;  el  pino 
se  le  inclina,  y  abate  los  brazos,  contraído  de  tristeza; 
la  tierra  del  anfiteatro,  abonada  con  el  polvo  y  los 
gusanos  de  tantas  generaciones,  toma  tintes  de  ceniza; 
bajo  los  techos,  negros  por  el  tiempo,  se  distinguen, 
como  los  dientes  de  enorme  maxilar,  las  blancas  bóve- 
das repletas  de  podredumbre.  Eso  que  semeja  crista- 
lizaciones minerales,  es  la  modesta  capilla;  el  torreón 
que  domina  á  la  izquierda,  el  osario;  el  osario  que, 
con  el  sarcasmo  de  sus  calaveras,  parece  mofarse  de 
esos  mármoles,  de  esas  ostentosas  inscripciones,  de 
esas  coronas  de  inmortal.  La  idea  de  la  nada  ofuscara 
el  alma  si,  volviendo  la  mirada  hacia  arriba,  no  se 
divisase  allá  sobre  la  cima  de  Pan  dé  Azúcar  un  punto 
apenas  perceptible:  La  Cruz  que  promete  el  perdón  y 
la  verdadera  inmortalidad. 

Mas  el  que  mira  desde  El  Cncaracho,  en  nada 
de  esto  para  mientes,  atraído  por  el  fondo  del  valle. 

Todos  los  tonos  del  verde  bordan  en  primorosos 
arabescos  aquel  afelpado.  La  sementera  antioqueña 
forma  por  el  Sur  y  el  Occidente  la  labor  de  más  realce. 

La  caña  de  azúcar,  con  sus  tintes  apagados, 
cuaja  extensos,  irregulares  polígonos  ó  largas  lenguas, 
de  entre  los  cuales  sobresale,ya  la  fábrica  hidráulica,  de 
maquinaria  norteamericana,  de  alta  techumbre  y  atre- 
vida chimenea;  ya  la  raizal  estancia^  tanto  más  pinto- 
resca cuanto  más  humilde.  Campos  de  legumbres 
dejan  entrever  de  mata  á  mata  el  feraz   negror  de  la 


XXVI —  Ilusiones  y  realidades  325 

tierra  en  que  entrañan  las  opimas  raíces;  y  entre  unos 
y  otros  campos,  agobiado  por  el  racimo,  tremola  el 
plátano  sus  bulliciosos  gallardetes. 

¿Qué  verdor  es  ese  que  así  agasaja  el  viento  ? 
Se  revuelve,  se  cimbra  y  se  azota,  volviendo,  ya  de 
un  lado,  ya  de  otro,  el  encrespado  follaje,  brillante 
como  seda;  se  despliega  en  la  vega;  viste  el  ribazo  y  la 
colina;  llena  la  quiebra  y  la  cañada;  y  lo  mismo  en  la 
pendiente  de  las  montañas  que  en  las  márgenes  del 
río,  lo  mismo  en  la  arada  que  en  la  roza,  lleva  siem- 
pre frescura  al  ambiente,  recreo  á  la  vista  y  santo  rego- 
cijo al  corazón  del  labrador.  Adorne,  apenas  recién  na- 
cido, los  altares;  luzca  la  gallarda  espiga  en  el  surco; 
cargue  en  sus  mil  envolturas  el  riquísimo  tesoro,  se 
muestra  siempre  ufano,  se  yergue  siempre  altivo,  sin 
temer  al  trigo  ni  á  rival  alguno.  ¿  Cómo  temerlos  ?  El 
da  á  nuestras  campesinas,  mejillas  como  rosas,  y  car- 
nes apretadas,  henchidas  de  fecundidad;  á  nuestros 
gañanes  fornido  cuerpo,  venas  levantadas  como  cor- 
deles, huesos  de  hierro,  y  ese  brío  indomable  para  el 
trabajo.  El  inspiró  al  bardo  de  nuestras  montañas 
aquel  canto,  aquel  poema  de  la  naturaleza,  cuyos  ecos 
resuenan  de  nación  en  nación... 

Deslindan  estas  heredades  hileras  de  sauces,  de 
naranjos  y  de  limoneros,  pisamos  en  flor  que  semejan 
hogueras,  búcaros  que  semejan  ramilletes,  guamos, 
carboneros,  y  cien  árboles  más,  amén  de  la  vegetación 
que  medra  bajo  la  sombra.  Ciúzanlas  una  red  de  ata- 
jos y  veredas  bordeados  de  flores,  toldados  de  enre- 
daderas, regados  por  arroyuelos. 


326  Frutos  de  mi  iíerra 

Por  dondequiera  se  ven  chozas  rodeadas  de  huer- 
tas y  jardines,  amplias  casas  de  labradores  ricos, 
prados  blanqueando  de  ganado,  quintas  de  placer 
de  elegante  portada  y  variada  construcción,  entre 
palmeras,  mangos  y  acacias. 

Alamedas  umbrías  de  sauces  llorones  y  babiló- 
nicos, de  guaduas  y  eucaliptus,  son  los  caminos  rea- 
les; y  en  todas  partes  la  cañabrava  se  sacude  y  da  á 
los  vientos  la  blonda  cabellera  ;  y  en  todas,  esa  flora 
anónima  tupe  los  claros,  enlaza  las  frondas,  tapiza  los 
bordes  que  le  cedió  el  cultivo;  y  en  todas,  trabajo, 
movimiento,  vida. 

El  Aburra,  perezoso,  ondulante,  aquí  angosto, 
desparramado  allá,  interceptado  á  trechos  por  los  ca- 
ñaverales y  sembrados,  se  ve  desde  la  falda,  bien  así 
como  retorcidos  recortes  de  hojalata. 

^Y.  "nbro  rl  Tiinjji'iífii  n  li  inliilii^  iiiiii  i  nmn  rrgnrrn 
dfíflnrpg  y  tarjpfac-  pc  Mprjplli'g,  la  beldad  colom- 
biana. 

El  cerro  de  El  Volador..,  ¡Maldito  cerro!  ¡Quién 
te  pudiera  cortar  á  cercén,  como  un  lobanillo,  cerro 
nefando  i  Si  no  te  pusieras  por  medio,  se  viera  la 
hermosa  en  todo  su  esplendor;  se  viera  cómo  el  río  la 
besa  el  pie  y  le  rinde  pleito  homenaje. 

¡  Tan  seductora,  tan  engreída!  Recostada  en  el 
regazo  de  aquella  naturaleza,  respirando  ese  aliento, 
siente  fiebre  de  amor  y  neurosis  de  poesía.  ¡  Ah  !  sí : 
su  soñadora  mirada  registra  el  cielo:  ese  sol...  ¿no  será 
una  onza  de  aquellas  que  se  fueron,  acaso  para  no  vol- 
ver .^  La  enamora  la  luna:  ¡  son  tan  bellos  los  astros  de 


XXVI  —  Jlnsiotifs  y  rea  ¡i da  des  327 

plata  !  Contempla  los  arreboles  de  la  larde  :  ¿  Se  desha- 
rán en  lluvia  de  oro  ?  El  viento  enredando  en  la  arbole- 
da le  trae  notas  que  aceleran  los  latidos  de  su  corazón: 
es  el  mismo  ruido,  no  hay  duda,  el  ruido  de  los  billetes 
nuevos  y  de  las  letras  de  cambio.  Su  nariz  de  diosa 
se  ensancha:  en  aquel  concierto  de  olores  cree  distin- 
guir el  perfume  de  los  cajones  de  pino,  los  efluvios 
del  encerado  y  el  aroma  embriagador  de  mercancías 
recién  abiertas.  Veila:  la  pupila  llamea  de  pasión, 
hace  ondular  sus  formas  de  Agripina,  modula  voces 
de  sirena,  y,  recostada  en  el  lecho  de  rosas,  quiete  apa- 
recer QQnio  la  reina  egipcia  ante  el  enamoradizo  triun- 
viro: es  que  ha  oliscado  algún  Creso. 

Y  un  poco  más  de  vista  desde  El  Cucar acho  : 
Vense  por  la  mañana  bJancos  cendales  que  se  alzan 
del  fondo,  que  se  prenden  en  los  flancos,  para  luego 
recogerse  en  las  cumbres ;  mientras  el  valle  parece 
como  inundado  por  copos  de  algodón, 

Al  mediodía  las  nubes  se  pasean  lentamente,  y, 
proyectando  en  faldas  y  llanuras  sus  sombras  vaga- 
bundas, cambian  á  cada  paso  los  efectos  de  la  pers- 
pectiva. Cabrillea  el  paisaje  con  relumbrones  metáli- 
cos y  se  tornasola  con  los  matices  del  pavo  real;  el 
éter,  cristalino,  deja  que  la  visual  se  pierda  en  lo  azul; 
y,  cual  si  el  valle  fuese  inflamado  reverbero,  levanta 
esas  culebrillas  apenas  perceptibles  del  calor,  que,  al 
vibrar  el  aire,  hacen  temblar  el  cuadro  á  guisa  de 
bambalina. 

Y  cuando,  al  ponerse  el  sol,  enciende  el  Ocaso  sus 
luces  de  Bengala;   cuando  reina  esa  calma  solemne 


328  Frutos  de  mi  tierra 

de   la    tarde,   se   aquieta   el    aire,   sube   el    tono    de 
los  colores,  los  detalles   se   precisan,  y  aquella  hermo- 

ísura,  alumbrada  entonces   por   esos  celajes,  reposa  se- 

lírena  y...  ¡téngase   usted    firme,  y  métale   criterio  al 
asunto  !    porque,   cuando    menos  se  lo  percate,    todas 

Uas  engañifas    de   la   luz  y  la  distancia,  y  toda  esa  co- 
media de  magia,  se  le  mete  al  seso,  y  lo  convence,  y 

lio  enreda,  y,. .  ¡aquí   me    tiene    un    hombre    perdido 
para  los  negocios  ! 

Y  dejándonos  de  paisajes  y  de  ilus'^'nfs  bnnLtag 
que — valga  la  verdad — no  vienen  á  cuento,  sigamos. 
con  las  feas  realidades  del  nuestro. 


La  más  fea,  por  ahora,  es  que  Agu¿tínl  leva  yá 
dos  meses  muy  corridos  de  permanencia  en  el  tal 
Cucaracha^  y  ni  la  vista  lo  ha  alegrado,  ni  el  viento 
le  refresca  la  mollera,  ni  quiere  que  nadie  le  vea,  ni 
la  mejoría  en  la  salud  es  cosa  de  notarse. 

La  casa  que  Filomena  le  consiguió  en  arrenda- 
miento, con  todo  y  muebles,  y  muy  cara,  por  más 
señas,  está  situada  bastante  arriba  de  la  falda  y  en 
una  tira  angosta  de  terreno  que  declina  bruscamente 
por  el  Sur  hasta  lindar  con  La  Igiiandy  y  se  explana 
al  Norte,  á  linde  con  el  camino  real.  Por  toda  porta- 
da tiene  una  simple  cancilla,  y  ésa  en  un  rincón,  doce 
varas  distante  de  la  cual  está  la  dicha  casa. 

Que  es  de  las  llamadas  de  número  7,  con  buenas 
piezas   y   corredores  adentro  y  afuera — estos  últimos 


XXVI —  liusiones y  realidades  329 

mirando  al  valle  y  al  Sur — y  con  un  patio  chico, 
cerrado  en  el  ángulo  libre  por  un  trincho  de  piedra 
sembrado  de  rosales  y  con  colgajos  de  panameña  y 
malva  española  por  los  lados.  Cae  al  patio  por  un 
atanor  y  en  una  alberca  un  chorro  nada  cristalino, 
que  luego  pasa  al  baño.  Este  es  de  piedra  sin  labrar 
y  esiá  rodeado  de  culantrillo  y  heléchos,  y  en  la  mi- 
tad del  jardín,  si  tal  puede  llamarse  un  rastrojo 
de  bejucos,  maromas  y  parásitas  que  se  extiende 
al  sur  de  la  habitación.  En  la  huerta,  situada  atrás,  y 
un  poco  inculta  también,  hay  aguacates  muy  viejos,  du- 
raznos muy  coposos,  platanar,  pencas  de  higo  mejicano 
y  una  higuera.  Mucho  nopal,  muchísima  hoja  san- 
ta y  algo  de  zarzales,  en  todos  los  cercados;  enredade- 
ras de  recuerdo  y  rosa-té,  en  los  corredores;  golon- 
drinas, procreando  en  los  aleros  del  tejado;  colonia 
de  colibríes,  en  las  fucias;  concurso  de  mariposas, 
abejas,  abejones  y  gusanos.  Total:  que  la  casa  es  muy 
alegre  y  sabrosa. 

Que  baños  frecuentes,  que  sol  y  sereno,  que  co- 
mida abundante  y  nutritiva,  que  leche  á  pasto,  bran- 
dy, ejercicio  y  mucha  distracción,  todo  ello  acompa- 
ñado de  gotas,  cucharadas  y  jaropes:  tal  fue  el  man- 
dato de  los  médicos;  mandato  que  Agusio  no  cum- 
plía, á  pesar  del  llanto  y  de  las  oraciones  de  Nieves. 
La  pobre  estaba  pasando  la  pena  negra:  Al  ca- 
riño, á  la  abnegada  solicitud  que  en  todo  tiempo  ha- 
bía consagrado  á  su  hermano,  se  unía  ahora  esa  tierna 
conmiseración  que  se  tiene  por  los  seres  queridos  que 
pronto  han  de  morir;   porque,  para  ella,  Agusto  era 


330  Frutos  de  mi  tierra 

víctima  de  una  enfermedad,  más  ó  menos  larga,  más 
ó  menos  definida,  pero  cruelísima  y  de  todos  modos 
mortal;  y  aunque  los  doctores  sostenían  Ic  contrario, 
Nieves  llegó  hasta  dudar  de  los  doctores,  creyendo 
que  ocultaban  la  verdad,  ó  que  tal  vez  no  conocían  el 
mal;  y  en  tales  dudas  tuvo  por  cierto  que  un  milagro, 
un  milagro  solamente  podía  salvar  á  su  hermano. 
¡  Si  ella  lo  había  visto  muerto,  y  bien  muerto  1 
y  no  se  explicaba  cómo  su  hermana  y  César — que 
también  lo  vieron — estuviesen  tan  poco  alarmados. 
O  eran  muy  desentendidos,  ó  muy  bobos  ;  mucho  más 
bobos  los  dos  juntos  que  ella  sola  ;  pues  «  esa  cosa  tan 
horrible  »  que  le  dio  á  su  hermano,  no  era  para  que 
él  viviese  muchos  días,  bien  claro  estaba-  De  repie- 
sentársela  nada  más,  sentía  como  si  le  apretaran  el 
corazón,  y  no  podía  atajar  las  lágrimas;  y  era  el  caso 
que  esa  escena,  con  las  circunstancias  que  la  prece- 
dieron, no  se  le  borraba  un  instante.  Era  de  noche  y 
«hacía  una  luna  que  parecía  la  mitad  del  día»;  su 
hermana  y  César  merendaban  en  el  comedor  «  muy 
á  gusto  »;  Minita  estaba  <r  con  la  vena  »,  y  se  acostó 
sin  merendar;  ella  (Nieves)  servía  el  dulce  ¡muy 
triste  !  porque  su  hermano  le  parecía  muy  malo  ese 
día  y  no  quiso  que  se  llamara  á  los  dotares^  y  porque 
su  hermana  y  él  estaban  bravos  y  no  se  hablaban. 
Ella  tenía  esa  noche  mucha  gana  de  llorar.  De  presto 
oyó  que  abrían  la  puerta  del  cuarto  de  su  herma- 
no, y  lo  vio  salir  dando  brincos  como  si  se  hubiera 
estacado  un  pie.  Creyó  que  era  eso,  y  corrió  á  ver... 
¡  Qué  susto  tan  horrible,  y  qué  pesar  tan  grande  !   su 


XXVI — Ilusiones  y  realidades  331 

hermano  tenía  los  pies  sanos,  pero  se  estaba  muriendo... 
Abría  la  boca  y  «sonaba  seco  como  si  no  pudiera  vo- 
mitar... j  y  era  resollar  lo  que  no  podía  !  Tenía  los 
ojos  salidos  y  muy  miedosos,  y  el  pelo  tieso  de pa- 
rriba  ».  Ella  gritó,  y  salieron  su  hermana  y  César  y 
agarraron  á  su  hermano,  que  allí  mismo  se  les  cayó 
como  muerto...  pero  no  estaba  muerto  todavía.  <í  En- 
tre los  tres  lo  sabiiqiiiaron  muy  duro,  y  César  acató 
á  i'cutialo  con  un  sombrero  ».  Cuando  yá  lo  tenían  le- 
vantado, volvió  en  sí,  vio  á  su  hermana  y  le  dijoccn 
un  mormullo  tan  triste:  «  j  Me  muero,  hermanita  I  »... 
El  pobrecito,  que  estaba  tan  ofendido  con  su  her- 
mana, le  pedía  socorro;  pero  su  hermana  no  entendió 
el  mormullo^  ni  César  tampoco,  porque  si  lo  hubieran 
entendido,  no  estuvieran  tan  disimulados.  Ella  sí  lo 
había  entendido  muy  bien;  pero  á  ella,  como  era  tan 
boba,  no  le  creían  nada. 

Esta  escena,  que  así  reproducía  la  imaginación  ^~^ 
de  Nieves,  movió  á  Filomena  y  al  sobrino,  nó  á  pie-  — ^ 
dad,  pero  sí  á  obrar  en  favor  de  Agusto,  quien,  des- 
pués de  romper  el  encierro  que  se  impuso  y  de  cantar 
la  palinolia,  todavía  se  resistió  á  que  lo  viesen  los 
méJicos  y,  más  aún,  á  recibir  auxilio  de  Filomena, 
de   cuyas  manos  no   quería  ni  la  hostia   consagrada. 

Pero  la  necesidad  siempre  fue  la  gran  ley.  Yá  sa-  \ 
bemos   cómo   César  fue  el  encargado  de   sacar  al  tío.  i 

Pues  bueno:  El  aire  libre,  el  oxígeno  de  la  mon- 
taña, así  como  los  baños — única  parte  del  tratamiento 
médico  que  Agustín  cumplía  con  formalidad— le  equi- 
libraron  y  robustecieron    un    tanto   los   enfurecidos 


332  Frutos  de  mi  tierra 

nervios.  «  La  cosa  tan  horrible  »  sólo  le  había  ama- 
gado, y  una  llamarada  que  le  subía  por  dentro,  casi 
estaba  quiela  y  apagada;  pero,  por  lo  demás,  Agusto 
se-*efTtnr-ca4a-d4ar-püür . 

Nieves,  descorazonada  por  completo,  ni  en  mi- 
lagro, ni  en  San  Antonio,  ni  en  nadie  confiaba  yá: 
Dios  no  quería  aliviar  á  su  hermano.  Y,  mediante  un 
paralelo  que  ella  establecía  á  su  modo,  se  confirmaba 
más  en  esta  idea. 

¿Qué  remedio  iba  á  tener  su  hermano,  si  en 
menos  de  seis  meses  se  había  vuelto  un  viejito  des- 
choncladíi?  El,  que  comía  con  tanta  gana,  no  pasaba 
ahora  bocado,  y  si  lo  pasaba,  se  quería  reventar.  Tan 
aseado  y  bien  puesto  que  se  mantenía...  ¡  y  verlo 
ahora !  Un  hombre  tan  acoudiiiado  y  formal,  que 
hasta  en  sus  diversiones  trabajaba,  ni  aun  fruteros 
quería  hacer  ahora.  ¡Y  verlo  confundido  por  todo  y 
llorando  como  un  chiquito  ! 

Su  hermana  y  Minita  no  creían,  porque  no  lo 
estaban  viendo  como  ella.  Minita  decía  que  no  era 
sino  rabia  con  «  ese  Bengala  »...  ¡  Si  fuera  rabia  nada 
más,  no  estuviera  su  hermano  tan  consumido  ! 

Mucho  más  bravo  que  antes  sí  estaba:  á  ella  le 
había  dado  como  cinco  J>u>los,  le  zapateaba  muy  duro, 
y  cada  rato  le  tiraba  el  pelo;   pero  eso  no  era  por  mal 
genio,  sino  de  puro  enfermo  y  desesperado. 
I  Nieves,  pobre  perro  habituado  á  lamer  las  manos 

que  lo  azotan,  lejos  de  ofenderse  por  las  brutalidades 
de  Agustín,  las  miraba  como  señales  de  un  alivio  si- 
quiera pasajero,  y  prefería  pagarle  las  viarazas  á  verlo 


XXVI  —  Ilusiones  y  realidades  333 

por  ahí  con  esos  ojos  de  angustia  y  esas  caras  de  di- 
funto. 

V  como  su  hermano  la  había  escogido  para  acom- 
pañarlo en  la  última  enfermedad,  á  ella,  tan  zonza  y 
tan  inútil,  en  vez  de  escoger  á  Minita,  tan  viva  y  en- 
tendida, ella  debía  agradecer  esta  preferencia  y  cum- 
plir el  encargo  con  (C  harto  fundamento  y>  y  sin  mos- 
trarle cobardía,  aunque  se  estuviera  muriendo  del 
miedo  y  la  tristeza. 

Lo  de  mostrarse  valiente,  á  pesar  de  la  buena  vo- 
luntad, no  era  tan  fácil;  pues,  á  mayor  abundamiento, 
las  muelas  dieron  en  atormentarla  en  eses  días,  y,  en- 
tre corrimientos,  dolores  y  mordiscos,  le  pusieron  la 
cara  que  ni  una  calabaza. 

Por  fortuna  que  las  negras  sirvientas  eran  lo  que 
se  llama  buena  compañía.  Bernabela,  especialmente, 
estaba  en  todo  para  servir,  consolar  y  tonTar~Ia  pala- 
bra, y  era  la  única  que  con  sus  enredos  é  invenciones 
conseguía  que  Agustín  tomase  algún  remedio. 

Esta  negra,  resto  de  la  esclavitud  en  que  se  crió, 
conservaba,  no  obstante  sus  muchos  años  de  libertad, 
cierto  aire  de  sumisión  y  de  respeto  con  las  personas 
á  quienes  servía,  sin  olvidarse  del  Mi  amo  ni  del  Sti- 
mercé  de  otros  tiempos;  siendo  en  el  fondo  un  costal 
de  malicias  y  bellaquerías  revueltas  con  buenas  inten- 
ciones. Agusto,  tan  claudicado  y  todo,  era  siempre  el 
hombre  celoso  de  sus  fueros  y  el  vecino  de  las  intole- 
rancias :  A  las  primeras  de  cambio  armó  camorra  con 
el  colindante  de  abajo. 

Tenía  éste  en  el   extremo  de  su  lote,  no  lejos  de 


334  Frutos  de  mi  tierra 

la  casa  que  habitaba  Agustín  y  cerca  á  la  cancilla  en- 
antes mencionada,  un  rancho  en  que  una  puerca,  ex- 
tendida cuan  larga  era,  amamantaba  siete  cochinitos, 
los  cuales,  chilla  que  chillará?,  prendían  un  berrinche 
de  todo  el  día.  Como  esto  incomodara  á  Agustín,  de- 
terminó que  el  vecino  se  fuera  con  la  música  á  otra 
parte.  No  quiso  éste;  insistió  el  enfermo;  se  trabaron 
de  palabra;  y  que  vos  sos  un  tal  por  cual;  y  que  vos 
esto  y  aquello;  y  que  ajos  y  cebollas;  acabaron  por 
ponerse  peores  que  la  puerca. 

Llanto    de   Nieves.     Desesperación    de    Agusto. 
Discurso  de  Bernabela. 


III 


La  intrusa  negra,  al  ver  aquellos  extremos,  se 
plantifica  delante  del  afligido  señor,  se  estriega  las  na- 
rices con  el  dorso  de  la  mano,  sorbe  á  toda  gana,  y 
dice: 

— \  Pero,  mi  amito  Agustín,  por  la  Virgen  !... 
Sumercé  sí  !:  ¡Tanté  ponese  á  confundise  por  los  di- 
chos (lese  taita  !...  Y  no  ve  que  jué  á  búscale  cam- 
bamba ?  ¡Un  blanco  como  sumercé...  ¡se  á  enredar 
r,con  esa  gentualla  !  Nó,  mi  amo:  los  negros  semos 
.¡negros  y  los  blancos  son  blancos;  los  negros  en  la 
Icocina,  los  blancos  en  la  tarima... 

— ¡  Es  que  á  mí  hasta  los  negros  me  quieren 
ultrajar  I — murmura  él  tirándose  en  una  banca. 

— ¡Pero,  mi  amo! — repone  la  metomentodo 
tomando  asiento— Es  que  sumercé   es   tan  canónigo: 


XXVI —  Ilusiones  y  realidades  335 

¡  enteramente  no  tiene  naíia  de  pacencia  !  Si  sumer- 
cé  no  juera  tan  sobao...  ¡  mire! :  nian  taba  enfermo  ! 
Mire,  miamo:  un  cristiano  sin  pacencia  ¡  no  tiene 
cuándo!  ¡Calcule!..,  Si  cada  v°z  que  toman,  juera 
uno  enfadase  ¡  María  Santísima  !  ¿  onde  los  diera  la- 
gua.'  A  la  gente  hay  que  aguántale,  miamito.  Yá  ve, 
sumercé,  que  mi  Dios  los  manda  sufrir  con  pacencia 
las  alver.«idades  y  flaquezas  de  nuestro  prójimo.  Y 
mire,  miamo:  sin  pacencia  no  estuno  á  gusto  en  esta 
vida;  porque  siúno  no  tiene  pacencia  ¡  tá  molesto  á 
todora  !...  A  yo  me  parece  que  si  sumercé  no  juera 
asina,  nian  motivo  le  había  dao  á  ese  niño  Bengala... 
pa  tuesos  escándalos  que  hubieron...  i  Y  mire,  miamo 
Agustín;  con  esa  incomodidá  y  ese  flato  que  sumercé 
manija,  no  se  alivéa  jamás !  ¡  Allá  verá  que  nó,  man- 
que siaga  lo  que  siciere! 

Resínese,  miamo,  resínese;  mire  que  toítos  pade- 
cemos: los  ricos,  los  probes,  los  alentaos...  ¡  toiticos, 
mi  amo  Agustín  !:  el  que  no  cojea  diuna  pata  cojea 
diotra.  Y  ya  ve:  más  padeció  Miamito  y  Señor  por 
losotros:  ya  ve  los  impropelios  y  alatomías  qui-hicie- 
ron  con  Él;  ya  ve  qui-hasta  lo  enclavaron  en  la 
cruz...  Y  venido  á  ver  que  lo  que  li-hicieron  á  su- 
mercé. en  comparación  desto,  es  como  un  picao  é 
pulga  !  Resínese,  miamO;  á  la  volunta  de  mi  Dios;y 
mire  que  la  conformidá  pa  las  cosas  deste  mundo 
¡  lamién  se  necesita  de  á  mucho!;  y  cuando  su  Di- 
vina Majestá  le  mandó  esta  penalidá...  ¡  pu-algo  es  !, 
porque  mi  Dios  nu-hace  las  cosas  á  cuente  gracia. 
¿  No  ha  rezao,  pue?,   la  corona  á  la  Virgen  }  Pes  hay 


336  Frutos  de  mi  tierra 

dice  que  mi  Dios  mortifica  más  lalma  del  cristiano 
j  entre  más  lo  quiere !...  ¡María  Santísima,  miamo, 
quesa  devoción  de  la  corona  si  es  de  las  cosas  pa  más 
lindas  !...  Es  dicir  !  Cuando  yo  servía  en  cas  de  las 
señoras  Angaritas,  que  estuve  tres  años  largos,  la  ha- 
cíamos toítcs  en  la  casa  diá  tres  veces  por  semana. 
Vea:  si  quiere  sumercé,  yo  voy  ondéllas  qui  me  lim- 
presten;  y  la  niña  Nieves  lace  con  sumercé,  yui  Car- 
men y  el  muchacho;  y  verá  sumercé  cómo  sialivéa  y 
se  le  quitan  esas  cosas. ,..  ¡Pero  tamién  tiene  que 
proponese  !:  no  ve  que  se  la  pasa  hay  pensando  en  la 
mesma  pendejada...  ¡  7a  con  nada  la  remedéa  !... 
Y  puesués  que  se  pune  á  la  muerte;  y  puesués  que 
sestá  consumiendo...  de  pura  la  pesadumbre  y  la  mo- 
lestia que  le  paña,  ¡  No  piense  más  en  eso,  miamito, 
y  pegúese  del  manto  de  la  Virgen  ! 

Voy  á  contale  un  ejemplo,  que  yo  lioía  contar  al 
dijunto  Padre  Rojas:    Este   quisquera    un  hombre,.. 
¡  muy  virtoso  !  que  se  llamaba...  comuéra  ?...  comue- 
ra,  miamo  ?  No   miacuerdo  intual;  pero  ai  lo  intitu- 
laba él  con    un  nombre  muy  trabajoso;  y  quisquera 
muy  devoto  de  la  Virgen  y  el  Señor,  y  tenía  ¡mucho 
caudal  !  y  las  mangas  vestidas  dialimales  di  una  y  otra 
laya.   Y   mi    Dios,  pa  ver  qué  tan  güeno  era,  le  dio 
licencia  al  Patas  pa    que  l'hiciera...  ¡  toiticolo  que  le 
/diera  la  gana  !...  ¡Tanté  cómo  siaprovecharía  él  !    El 
Mihizo    perder    toíta    la  plata,  sin    que  le  quedara   un 
f  cuartillo;  él  liapestó  toítos  los  animales,  y  no  le  quedó 
'    niuno;  lihizo  morir  toitica  la  jamilia;  le  tumbó  la  casa 
y  todo;  al  último,  le  mandó  á  él...  ¡  una  llaga,  miamo, 


XXVI —  Ilusiones  y  realidades  337 

que  aquellu-era  dende  el  dedo  grande  di-una  y'otra 
pata  hasta  el  pelito  !  Y  el  querido  ¡cito  de  mi  vida  I 
se  la  pasaba  tu-el  santo  día  tirao  en  un  buñiguero,  pu- 
driéndose qui  ni-una  mortecina,  y  ni-un  cristiano  tan 
siquiera  p'espantale  los  moscos,  porque  aquellu-era 
i  una  gedentina  que  naides  se  li-arrimaba  !...  Y  sabe 
sumercé  lo  qui-hacía  el  infeliz  ?  Pes  á  tod'hora  taba  di- 
ciendo: «  ¡  Mándame  más,  mi  Dios !  i  Mándame  más, 
mi  Dios!  ))...  Y'antoces,  mi  Dios,  viendo  que  si-era 
muy  güeno  y  resinao  á  su  santísima  volunta,  se  li-apa- 
reció  con  la  Virgen...  ¡  y  al  momentico  lo  pusieron 
güeno  y  sano,  y  le  regolvieron  el  caudal,  los  alimales, 
la  jamilia  y  toitico  ! 

Y  esto  diciendo,  salió  la  negra  muy  satisfecha, 
sorbe  que  sorbe. 

Nieves  quedó  aturdida:  ¿  Cómo  en  cabeza  de  ne- 
gra podía  caber  tanto?  ¡  Cosa  más  bien  dicha  1  Preci- 
samente lo  mismito  que  ella  sentía  respecto  de  su  her- 
mano; pero  ¡  ni  bamba  de  decirlo  como  Bernabela  ! 
¡  Ah  negra  para  tremenda  !  ¡Que  hubiera  algunos  cris- 
tianos con  tan  buena  cabeza...  y  negros  !  Su  hermano 
se  había  callado  á  todo;  era  señal  de  que  yá  no  estaba 
tan  bravo.  ¡  San  Antoñito  bendito  que  hiciera  caso! 

Bien  lejos  de  todo  se  hallaba  Agusto.  Aunque 
sosegado  en  apariencia,  continuaba  tirado  en  la  ta- 
rima, la  cara  tapada  con  ambas  manos,  en  el  mismo 
tumultuoso  abatimiento.  Del  Surstim  corda  de  la  ne- 
gra había  oído  el  rumor,  sin  parar  mientes  en  si  eso 
expresaba  ó  no  expresaba  algo.  Ni  porque  se  lo  dijera  ' 
el  Obispo.  22 


338  Frutos  de  mi  tierra 

Pero,  si  no  en  el  ejemplo  de  Bernabela,  pensaba 
en  cosas  peores;  pues  los  incidentes  de  ese  día,  agre- 
gando nuevas  notas  á  su  tormento,  avivábanle  el  re- 
cuerdo de  lo  que  en  vano  quería  olvidar:  ¡  A  qué 
estado  había  llegado  I  Después  de  todo  lo  ocurrido, 
■  un  canalla  lo  insultaba,  y  una  negra  hedionda  se  atre- 
vía á  acercársele  para  hablarle  de  Bengala  y  ponerle 
cartilla.  ;  Y  el  mundo  continuaba  como  antes!  ¡Y  él, 
Agustín  Álzate,  un  hombre  como  él,  se  veía  ama- 
\rrado ! 

Pues  es  de  saberse  q;  Agusto  tenía  por  amarra- 
dura, ó  cusa  así,  la  situación  de  su  ánimo,  sin  que 
él  propio  pudiera  explicarse  si  había  enfermado  de 
tristeza  ó  entristecídose  por  enfermedad. 

Desde  el  percance  atrás  referido,  el  pobre  señor 
se  perdía  en  un  sueño  de  pesadilla.  Reducido  á  un 
callejón  sin  salida, daba  y  cavaba  en  un  mismo  punto, 
y  tal  acopio  de  elementos  tempestuosos  iba  acumu- 
lando en  sus  adentros,  que  á  no  estallar  de  vez  en 
caando,  como  estallaba,  aquello  fuera  la  asfixia.  Estas 
reventazones,  yá  se  sabe,  si  no  eran  pueriles  extrava- 
gancias, eran  rasgos  de  salvaje  altanería,  que,  ya  de 
un  modo,  ya  de  otro,  iban  siempre  contra  Nieves. 
Y  no  era  esto  lo  peor  ni  lo  frecuente:  descargada 
-  la  tormenta,  Agusto  se  agitaba  en  el  vacío.  Entonces 
sí  que  era  la  asfixia  de  veras:  á  manera  de  una  bomba 
de  goma  á  la  cual  se  extrae  el  aire  que  la  sostiene, 
dijérase  que  el  espíritu  de  Agusto  juntaba  sus  paredes 
y  se  arrollaba  sobre  sí  mismo. 
1^  Cómonó?  Agustín  vivía  colmado é  íntimamente 


XXVI  —  Ilusiones  y  realidades  33  i) 

feliz,  concentrado  en  el  yo,  cifrando  en  el  yo  el  obje-  / 
tivo  de  la  vida;  y  el  culto  queá  sí  mismo  se  tributaba 
día  por  día,  lo  ponía  más  endiosado.  Su  fortuna,  que 
para  cualquier  antioqueño  de  agallas  anchas  fuera  una 
miseria,  fue  para  el  ex-pulpero  algo  como  la  lampar 
de  Aladino;  pues  es  de  advertirse,  por  si  ello  no  s 
coligiere  de  lo  expuesto  hasta  aquí,  que  Agustín  n 
era  hombre  de  grandes  ambiciones;  y,  si  un  tanto  co 
dicioso,  tampoco  fue   un  avaro.  Desde  chico  se  hizo 
cargo  de  cuánta  valía  da  don  Dinero,  y  por  eso,  más 
que  por  los  placeres  que   proporciona,  lo   persiguió 
hasta  alcanzarlo. 

Y  como  quiera  que  los  arrequives  déla  opulencia 
no  se  llevan  sin  que  uno  se  deslumbre  lo  bastante 
para  alzarse  á  mayores,  Agusto,  una  vez  rico,  dio  en 
achacarse  altísimas  cualidades  y  en  levantarse  falsos 
testimonios, — hartofavorables,  por  supuesto; — y  como 
la  pendiente  es  resbaladiza,  no  paró  hasta  sentirse 
poco  menos  que  rey,  pero  no  un  rey  de  baraja,  como 
quien  dice,  sino  un  rey-dechado,  dechado  de  cuanto 
hay  de  grande,  encumbrado  y  sublime;  y  en  ello  se 
cerró;  y  fuérale  usted  á  probarle  lo  contrario. 

Tal  vivía  Agustín  «Álzate.  Pero  hé  aquí  que, 
merced  á  un  percance,  para  muchos  de  poca  monta,, 
para  algunos  de  grande  enseñanza,  Agusto  se  ofusca, 
vacila,  duda...  y  no  hubo  remedio:  yá  no  era  Agusto 
El  trono  se  vino  abajo,  la  apoteosis  se  tornó  picotaJ 
Nostalgia  como  ésta  sólo  tiene  parecido,  aunque  en 
caricatura,  á  la  del  Diablo. 

Y  como  no  se  vive  sin  ideales,  el  rey  caído  quiso 


340  Fruios  de  mi  tierra 

buscarlos  fuera  de  su  personalidad.  Por  arriba  nó, 
que  yá  sabemos  que  para  él  el  mundo  se  acababa  en 
las  tejas:  Jiuscó.  pues,  de  teia.^ñh^j^.-  i^  ¿l"»-*-^"*'  ' 
Inútilmente;  porque  como  era  hombre  tan  suma- 
mente recogido  y  morigerado  y  de  vida  tan  contem- 
plativa, como  desconocía  los  halagos  del  mundo  y 
se  hallaba  tan  mal  del  cuerpo,  no  pudo  ensayarse  en  los 
placeres  aturdidores,  y  más  que  todo,  yá  estaba  Pedro 
muy  viejo  para  cabrero. 

Amor?  Tal  vez  en  plena  salud  le  diera  por  ahí, 
fuese  casando  ó  sin  casar;  pero   tan  empedernido  y 
amargado  de  corazón   ¿  cómo  amar  ?  Y  ningún   otro 
afecto  le  movía.  Verdad   que  por  Filomena  había  ex- 
perimentado ese  sentimiento  de  compañerismo  en  que 
se  mezclaba  el  interés  con  un  poco  de  cariño;  pero  en 
las  actuales  circunstancias   la  prendera  le  inspiraba 
una  aversión  rayana  en  odio.    Mina  y  Nieves  fueron 
\  siempre  para  él  poco  menos  que  cosas,  y  ahora,  en  la 
¡'desgracia,  no  se  le  ocurrió  elevarlas  á  la  categoría  de 
\  personas. 

Agusto  ignoraba  que  la  lectura  fuera  para  entre- 
tener espíritus  enfermos  y  que  el  tabaco  fuera  el 
amigo  de  los  tristes,  y  ni  tenía  perro  ni  caballo,  ni 
tampoco  sabía  sacar  solitarios  en  la  baraja, — pues 
jamás  agarró  carta — ,  ni  mucho  menos  tocar  guitarra, 
ni  bandola,  ni  instrumento  músico  de  ninguna  clase. 
En  tan  semejante  necesidad  se  dio  á  entender 
que  el  emborracharse  era  p;ran  remedia.  Púsolo  en 
práctica  como  con  un  cuarto  de  botella  de  brandy,  y 
tal  se  pondría,   que  Nieves,  ignorante   del    remedio, 


XXVI — Ilusiones  y  realidades  341 

creyó  llegado  el  terrible  instante,  y  pidió  cura;  y  no 
poco  tuvo  que  argüir  Bernabela  para  probarle  lo  con- 
trario. 

Desde  este  día  determinó  que  su  hermano  se 
había  de  confesar,  y,  á  la  primera  insinuación  que  le 
hizo  sobre  el  particular,  se  llevó  tal  testarazo,  que  no 
tuvo  sino  callar  é  industriarse  con  Bernabela  para 
que  ella  se  lo  suplicase  á  la  primera  coyuntura. 

No  tardó  ésta  en  llegar,  y  fue  en  ocasión  de  unos 
miedos  muy  grandes  que  le  entraron  á  Agustín,  mie- 
dos que  él  no  explicó,  pero  que  tanto  Nieves  como  la 
negra  tuvieron  por  horror  á  la  muerte.  Tamaño 
argumento  no  era  para  que  la  predicadora  se  andu- 
viera corta:  probóle,  no  obstante,  lo  mal  que  el  ser- 
món sentaba  á  tío  Agustín;  que  <i  ese  miedo  pa  mo- 
rirse y  esa  ranchada  pa  confesarse  nu-empataban». 
Y  ni  por  ésas;  que  Nieves  mandase  mucha  vela  á 
San  Antonio,  fue  cuanto  se  sacó. 

Si  alguna  esperanza  conservaba  Agusto,  hubo  de 
perderla  con  el  mal  éxito  del  remedio;  pues  de  ahí  en 
adelante  yá  no  se  paraba  en  chiquitas:  fuera  haciendo 
el  fantoche  de  Jeremías  ó  el  de  Aquiles,  se  andaba  en 
unas  angustias  y  agitaciones  que  eso  parecía  accesos 
de  locura  melancólica.  Inventaba  las  posturas  más 
extravagantes  y  patéticas:  ya  eran  las  manos  en  la 
nuca,  la  cabeza  pegada  al  pecho,  y  acurrucado  en  uii 
rincón;  ya  un  caminar  como  bailoteo,  de  aquí  para 
allá,  apretándose  el  estómago  á  dos  manos;  ó  bien  es- 
tirados los  brazos  hacia  arriba,  los  dedos  trabados, 
como  esas  figuras  que  se  ven  en  los  grabados  que  re- 


3á2  Frutos  de  mi  tierra 

presentan  catástrofes.  El  cabello  y  las  barbas  crecidí- 
simos y  rucios,  el  desorden  y  abandono  del  traje,  la 
demacración  del  rostro,  y,  más  que  todo,  la  mueca  de 
acerba  pena,  acabjiban  de  caracterizar  la  triste_cari- 
catura  de  la  grandeza  caída. 

Las  ideas  fúnebres  lo  acosaban  de  noche,  y  desde 
la  oración  se  rodeaba  de  Nieves,  Bernabela,  la  cocinera 
y  el  muchacho  que   habían    llevado  para  encerrar  y 
traer  la  leña;  y  veces  hubo  que  la  servidumbre  tuviese 
■que  dormir  al  pie  de  la  cama  del  señor,  formándole 
cerco.    ¡Y   pensar  que   en  otro   tiempo   le  producía 
i^-V^  bascas  el  olor  de  la   gente   del   pueblo  !   Una   noche 
fueron  tantas  las  súplicas  de  Nieves  para  que  su  her- 
mano saliese  «  á  echar  una  caminaíta  por  el  llanito  >, 
y^que  Agusto  se  resolvió.   Nunca  tal  hiciera:  en  cuan- 
to  se  asomó  al  corredor,  se  le  presentó  un   velorio; 
eran  los  faroles  de  los   barrios   altos   de  la  ciudad 
que,  por  la  distancia,  se  veían  aglomerados.  Y  des- 
de eso,  la  agonía   y  la  muerte  de  la  seña  Ménica, 
— única  persona    á   quien    había   visto   expirar, —  se 
le  representaba  á  menudo,  con  ese  recargo  de  porme- 
nores que  desentierra  la  memoria,  precisamente  cuan- 
do más  queremos  olvidar.  Y  la  sobresaltada  imagina- 
ción del  enfermo  recomponía  escenas  tales,  que  le  en- 
friaban hasta  el  tuétano.  Entonces  «  la  cosa  tan  horri- 
ble» le  amagaba,  determinándose  casi  siempre  por  un 
hipo  seco,  ruidoso,  como  chirrido  de  máquina  sin  aceite. 
Bien  poco  dormía  el   señor.    ¡Y  qué  insomnios 
tan  tristes  y  pavorosos  los  suyos  !  Por  la  noche  había 
afuera  un  coro  de  bajos,  del  otro  mundo,  probable- 


XXVI — Ilusiones  y  realidades  343 

mente,  que  cantaba  y  rezaba  al  propio  tiempo,  y,  de 
vez  en  cuando,  graznidos  y  aleteos  medrosos  pertur- 
baban el  coro,  si  no  era  que  la  rana  y  el  grillo,  ati- 
plándose en  notas  doloridas,  ahogasen  el  coro  por 
completo.  Que  era  el  viento,  le  decía  Nieves;  pero 
Agusto  saltaba  en  la  cama  al  percibir  distintamente 
cómo  salían  de  la  ventana  lamentos  casi  articulados 
de  ánimas  en  pena.  El  gallo,  en  el  corral  cercano, 
daba  un  quiquiriquí  estridente,  prolongado  en  un 
final  de  llanto,  y  otro  gallo  le  seguía,  y  luego  otro,  y 
después  el  más  distante,  hasta  que  las  voces  se  iban 
apagando  gradualmente,  como  se  ahoga  la  vida  en  el 
«.agonizante;  y  tanto  se  trataba  de  agonía,  que  el  ganado 
I  daba  mugidos  y  aullaban  los  perros,  tan  lastimeros... 
'  seftal  evidente    e  de  que  se  está  muriendo  algún   cris- 


jscnai  ev 
jtiano  D. 


Entredormido,  veía  Agustín  calaveras  y  zanca- 
rrones~errcruz,  que,  por  fortuna,  se  borraban  al  mo- 
mento; pero  una  noche,  á  eso  de  las  nueve,  no  fueron 
calaveras  lo  que  vio;  fue  un  trapo  blanco,  y  en  él 
como  un  retrato:  la  cara  tosca  de  una  mujer  muerta; 
pero  con  los  ojos  abiertos,  y  que  yá,  yá  le  iba  á  hablar, 
y  aun  le  pareció  á  Agustín  que  á  reclamarle  algo. 
Dio  un  berrido  y  saltó  del  lecho,  las  quijadas  bailán- 
dole, el  pelo  erizado  y  sudando  suero.  Se  estrechó  con 
Nieves,  que  rezaba  junto  á  él,  y  con  lengua  estropa- 
josa exclamó: 

— ¡Hermanita...  hermanita! 

— ¿Qué  fue,  hermano,  por  la  Virgen  .' — contesta 
ella,  más  muerta  que  viva. 


344  Frutos  de  mi  tierra 

— ¿  Qué  hacemos,  hermanita  ?...  ¿  Qué  hace- 
mos ? — y  la  estrechaba  con  más  violencia. 

Él  porqué  del  terror  no  lo  explicó;  pero  desde 
esa  noche  determinó  acostarse  de  día  y  velar  de  noche 
acompañado  de  todos.  Bernabela  y  Carmen  hablaron 
■entonces  de  viaje,  alegando  que  esa  vida  sin  dormir 
no  la  soportaban  ellas;  pero  como  Agustín  les  au- 
mentó la  paga  á  como  quisieron,  hubieron  de  que- 
darse y  velar  con  él  hasta  donde  el  sueño  les  permitía. 
i  Los  médicos  parecían  no  querer  habérselas  con 
semejante  enfermo;  pero  por  fin  vino  al  Cucaracha 
el  doctor  Puerta,  quien  examinó  muy  detenidamente 
á  Agustín,  y  sostuvo  que  ni  en  el  corazón  ni  en  parte 
alguna  tenía  nada,  y  el  mismo  régimen,  con  algún 
aumento  de  medicinas. 

— Vea,  niña  Nieves — le  dijo  Carmen,  viéndola 
muy  afanada  con  la  última  medicación — déjese  di 
atormentar  más  á  don  Agustín  con  tanta  medecina, 
y  mande  llamar  á  ño  Claudio  Pino,  pa  que  le  saque 
el  sapo;  porque  allá  verá  que  es  un  sapn  1n  _q'£l 
tiene  en  el  estógamo.  ¿No  ve  que  cuasi  l'oga  .?  ¿No  lo 
•  ve  que  se  mantiene  jaito,  jaito  ?  Y  repare,  niña,  cómo 
apenas  bebe  algo,  yá  encomienza  á  quejase  del  fogaje 
que  le  gana  por  dentro:  pes  es  el  diajo  del  sapo,  que 
á  lo  que  siente  l'agua,  echa  á  hacele  gárgaras,  como 
si-estuviera  entre  un  sapero. 

— ¡No  siás  idiática  ni  pendeja! — dijo  Bernabela 
entrando  á  la  cocina,  donde'  pasaba  el  diálogo. — \  Dé- 
jate de  ese  cuento  de  sapos  !  ¿  No  te  he  dicho,  pues, 
lo  que  tiene  miamo  Agustín  ?  • 


XXVI — Ilusiones  y  realidades  345 

— j  Si  busté  li-oyera  lascosasánii  mama,  niña 
Nieves! 

— Pero  qué  eá  la  cosa  ? — repuso  ésta  sumamente 
confundida. 

Carmen  guardó  silencio,  y  Bernabela  contestó: 

— Pes,  niña...  ¡  manq'este  mal  el  dicilo,  lo    que  t 
tiene  mi  amo  Agustín  es  pecao  callao ! 

— I  Cómo  pecao  callao.^ 

—¡Pes   pecao  callao!  Es  dicir ¡quién   sabe 

cuántos!     I  Tanté  cuánto  hará  que  miamo  Agustín 
no  se  confiesa  ! 

— ¡  Busté  sí  que  saca  unas  cosas  malucas,  Berna- 
bela ! —  exclamó  Nieves  aterrada;  porque  al  punto 
pensó  que  ella  no  recordaba  haber  visto  confesar  á  su 
hermano,  ni  tenido  noticia  del  caso. 

— Mire,  niña:    Me    pesa  el  dicilo;    peru-asin-es. 

— ¡  Pues  no  es  eso — objetó  Nieves— porque  en- 
tonces hubieran  dicho    los   dotores  que  lo  han  visto  I 

— ¡Tantg  los  Hntnres!---  Ppj;  plln»;  s^^hp.rán  de 
medecina;  pero  de  pecaos ;.  qui-han  de  saber  ?...  Mire, 
niña:  asina  mesmo  pasó  puaá  en  Marmato  con  mi 
compadre  Adrián  Giles,  ¡y  resultó  q'era  pecao 
callao  !,  y'apenitas  se  confesó  le  coló  el  alivio.  Mire, 
niña:  se  puso  asina  mesmo  de  calavérico  y  d'  idiá- 
tico  como  miamo  Agustín...  ¡  Mesmamente  un  loco, 
con  ser  que  era  el  hombre  más  racional  !  Y  aquello 
jué  ventiale  y  ventiale  vahos  calientes  y  medecinas 
di-una  y'otra  laya...  ¡  y  nada  le  valió  hasta  que  no.  se 
confesó !  Mire,  niña:  esa  ranchada  pa  no  confesase 
y'ese  hestérico  macho  que   manija  miamo  Agustín  es 


346  Frutos  de  mi  tierra 

d'eso...  ¡Tanté  hombres  con  hestérico  !...  ¡  Si  no  juere 
pecao  callao...  es  dicir,  nu-hay  puerca  rucia  ! 

— Pero  é!,  que  hace  tanto  tiempo  que  no  se  con- 
fiesa, ¿cómo  hace  pa  haber  callao  ningún  pecao? 

— ¡  María  Santísima,  niña  !...  Pes  pior!:  no  ve, 
pues,  cantonees  toítos  tan  callaos,  y  el  Patas  lo  tiene 
cogido  pu-ese  lao...  ¡  Tanté  cómo  será  eso  ! 

La  susceptibilidad  por  la  fama  y  el  buen  nombre 
de  su  hermano  se  hirió  en  Nieves,  y,  aunque  se  incli- 
naba á  creerle  á  Bernabela,  por  aquello  de  pensar  que 
el  mal  de  Agustín  era  desconocido,  se  le  hizc,  no  obs- 
tante, un  deber  de  familia  protestar  contra  la  hipóte- 
sis de  la  negra.  Así  fue  que,  suspendiendo  la  despeda- 
zada de  medio  pan  de  azúcar,  en  que  se  ocupaba,  y  con 
ojos  lacrimosos  y  todo  el  calor  de  que  era  capaz,  dijo; 

— ¡  Nó,  Bernabela:  no  se  ponga  á  decir  eso  de  mi 
hermano;  porque,  si  la  oyen,  pensarán  que  él  es  muy 
malo!...  Y  no  es  tampoco  pecao  callao,  porque  él, 
masque  no  se  confiesa,  es  un  hombre  muy  acondutao 
y  que  ha  vivido  de  un  modo  muy  bonito....  ¡  Todo  es 
de  la  enfermedá;  pero  nó  de  pecaos  ! 

— ¡  Pes  hay  verá  ! — repuso  Bernabela  sorbiendo 
con  mucha  gana,  y  como  si  en  el  sorbetón  estuviese  la 
pronta  réplica,  agregó  en  seguida: 

— ¡No  s'enfade,  niña,  pu-esto  que  le  igo,  que  nu-es 
por  mal  dicir  !  Yo  sé  que  miamo  Agustín  es  muy 
güeno...  pero  un  pecao  callao  lo  pueden  tener  los  que 
sian  más  virtosos...  ¡  No  ve,  niña,  que  el  Patas  sabe 
mucho  !...  Y  yo  li-oía  icir  al  dijunto  padre  Rojas  que 
á  los  virtosos   es   á  los  que   el  Patas  persigue  y  les 


XXVI — Iliísioues  y  realidades  S47 

pone  trampas  pa  que  caigan.  ¡Ya  ve   el  ejemplo  que 
le  conté  l'otro  día  á  miamo  Agustín  de  aquel  hombre 
tan  güeno  y  tan  virtoso  !...  Y  vea:  persuádase  que  lo 
de  miamo  Agustín  es  eso.  ¿  Busté   ere,    niña,  por  un 
momento,  que,  si  no  juera  pu-eso,  yá  no  se  había  con- 
fesao  hacía  tiempísimos  ?  ¡  Tanlé  con    toíto  el  miedo 
q'él  le  tiene  á  La  Pelona  !...  j  Eso  es,  niña,  persuáda- 
se !  Vea:  ese  susto  que  le  paño  l'otri  noche,  y  que  nc 
se  li-ha  pasao  tuavía,  y'esa  juria,    ¡  todo   es   el    Patas 
que  lo  molesta  y  lo  pone  qui-n¡  un  Erón    pa  que    no^ 
se  confiese  !  ¿  Pues  no  li-oyó,    pues,  al   dotor  Puertasl 
que  ijo  que  miamo  Agustín  no  tenía  mal  de  ninguna 
laya  ?...  Y  yá  lo    ve   que  paece  en    1' última   agonía;] 
¡  mas  luego  siempre  será  pecao  callao! 

— ¡No  lo  quiera  mi  Dios  que  sea  eso  ! — prorrum- 
pió Nieves,  llorando  y  completamente  convencida — 
\  Hasta  se  enloquece  mi  hermano,  porque  él  nc  se  con- 
fiesa así  á  ojo  I 

— No,  niña,  no  crea  q'és  loquera  asina  entera- 
mente: apenas  es  que  el  Patas  los  empendeja  á  ratos, 
go  s'enjunesen,  como  le  pasa  á  miamo  Agustín j 
pero  locos  di-amarrar  nó.  Y  no  llore,  niña  Nieves, 
que  yo  voy  onde  las  señoras  Angarltas  á  que  m'im- 
presten  unas  reliquias  q'ellas  tienen  de  mi  Padre 
San  Pedro  Clabel,  y  di-algún  modo  idiamos  pa  que 
miamo  Agustín  se  las  ponga,  ¡  y  verá  cómo  se  con- 
fiesa !  ¡  No  ve  qui-asina  el  Patas  si-uyenta  ! 

Nieves  mandó  al  Señor  Caído  de  Girardota  una 
cabeza  de  cera  para  que  su  hermano  no  perdiera  la 
suya,  y  para  que  hiciese  una  buena  confesión. 


3á8  Frutos  de  mi  tierra 

Y  como  el  doctor  encareció  las  distracciones  so- 
bre todos  los  remedios,  Nieves  ingenió  cuantas  á  su 
alcance  estaban.  Se  hizo  á  una  cometa  con  mucha 
cuerda  para  que  Agusto  la  echase  «  en  esos  vientos 
tan  buenos  »;  buscó  baraja  para  enseñarle  el  tute  y  la 
Cargalahurra;  cuanto  le  parecía  bonito  quería  que 
él  lo  viera:  que  las  tominejas  en  los  niditos,  que  el 
ordeño  de  las  tres  vacas,  que  las  señoras  que  pasaban 
por  el  camino,  tan  bien  montadas,  que  flores,  que 
esto  y  lo  otro,  i  Creía  la  inocente  que  Agusto  tuviera 
algún  lado  ! 

/  Las  veladas  se  iban  entre  ejemplos  y  cuentos, 
'estos  últimos  variadísimos,  pues  Bernabela  los  sabía 
así  de  astistos,  como  de  duendes,  lo  mismo  de  Tío 
Conejo  que  de  El  Muhán,  de  La  Madremonte  y  de 
JS¡  Patetarro\  fuera  de  las  décimas  de  las  bestias,  los 
cuatro  colores  y  otras  muchas,  aprendidas  todas  en 
Marmato,  las  cuales  recitaba  la  negra  con  muchísima 
prosopopeya.  Carmen  no  sabía  sino  el  cuento  de  El 
EnrilaOy  y  vaya  con  el  cuento,  con  la  palabra  y  el 
estilo  de  la  narradora  !  \  Era  una  delicia  ! 

Y  de  todo  ello  resultaba  que  Nieves  era  la  diver- 
tida, y  Agustín  como  si  nada. 

|.  Todos  los  días  recado  sobre  recado  á  Filomena: 

I  que  «  mi  hermano  malísimo  »,  que  «  mi  hermano  más 
\  pior  »,  que  venga  hoy,  que  venga  mañana.  Empeño 
I   inútil:  Filoxtteaa-iia.pare£ÍA- 

Nieves  insistía. 

— ¡  Nó,  niña, — le  dijo  una  vez  Bernabela,  que  era 
la  demandadera   en   ocasiones — yo  no  güelbo  á  icile 


XXVI—  Ilusiones  y  realidades  349 

más  á  la  niña  Filomena  !...  ¿  Pa  qué?  Ella  no  se 
viene  hasta-q'el  niño  Cersa  nu-esté  de  tréselo. 

¿  Pero  está  muy  malo,  pues  ? 

—  ¡Tanté  malo!...  ¡Qué  va  estar!  Pero  mire, 
niña...  malo  será  el  dicilo...  pero  allá  verá  cómo  la 
niua  Filomena  se  casa  con  él...  ¡  Hijuepucha  !  ¡  ¡Has* 
lai  pa  queresen  !  ! 

— ¡  Valientes  cosas  saca  usté  ! 

— ¡  Mi  verdá,  niña  Nieves  !...  |  Mi  verdá  1  Allá 
verá,  niña...  y'acuérdese  de  yo! 


xxvi: 


IDILIO 


OX  más  moderación  y  menos  pindongueo 
qae  otras  veces,  había  vuelto  Filomena  á 
las  joyas  y  galanuras.  Resignóse  á  no  tener 
capul ;  pero  sí  se  compró  un  chai  azulado,  que 
hacía  flux  con  su  alma,  vestida  ahora  de  color  de  cielo. 
¡ Haber  ella  inspirado  ese  amor  tan  violento  !... 
I  y  á  César  !  ¡  Ser  ella  la  mujer  que  lo  tenía  enfermo  1 
Ante  estas  ideas  el  corazón  de  la  prendera  se  volvía 
una  esponja  que  absorbía  á  puchas  la  ternura.  ¡Y  esa 
Niñón  !...  ¡  Ah  querida  que  era  esa  señora  ! 

Por  fin  encontró  dependiente  que  la  llenara  por 
completo,  y  tan  sólo  dos  veces  había  asomado  al  alma- 
cén la  venturosa  negocianta,  y  ésas  por  minutos.  Es- 
taba boba. 

César,  retirado  del  servicio  y  dándose  gusto.  La 
casa,  una  Capua:  helado?,  vinos  y  cerveza,  á  ruedo; 
cigarrcs  y  cigarrillos,  de  lo  caro;  pousse-café.  de  lo 
mejor;  frutas,  las  más  exquisitas;  mesa...  no  se  diga! 
El  tuteo  zumbaba,  y  fl  hah]g^^gotana¿_en^roda  5H 
acent^[i¿iifó'n-y~pureza,  se  cultivaba  allí  como  en  una 
academia:  Filomena  yá  estaba  al  tanto  de  los  vocablos 
más  usuales,  y,  según  su  sentir,  muy  endilgada  en  la 
pronunciación. 


XXVII— Idilio  S5l 

Si  fue  elemento  peninsular,  criollo  ó  indígena  el 
que  vino  á  dar  el  tono  al  hablar  de  las  gentes  de  la 
meseta  de  Santafé;  si  fueron  los  tres  de  consuno;  si 
ello  es  debido  al  clima,  á  la  forma  del  terreno,  á  los 
ruidos  de  aquellas  regiones,  ó  simplemente  al  aparato 
vocal,  lo  sabrán  Caro  y  Cuervo;  pero  no  cabe  dudar, jj 
pues  es  palmario,  que  en  la  formación  del  acento  bo-í'j 
gotano  entraron,  y  en  mucho,  la  música,  la  onomato-' 
peya  y  el  donaire. 

Esos  aumentativos  tan  decidores,  la  pintoresca» 
fraseología,  aquellos  Ahf  y  aquellos  O///,  y,  más  que 
todo,  las  transiciones  y  flexibilidad  de  la  voz  y  el  pin- 
tar con  el  tono,  le  dan  á  la  conversación  más  común 
cierta  variada  amenidad,  cierto  aliño,  que  hacen  que 
uno  prescinda  del  concepto  y  de  la  forma,  nada  más 
que  por  escuchar.  De  aquí,  probablemente,  el  que  esa 
gente  parezca  más  culta  y  educada  de  lo  que  es  en 
realidad,  que  es  muchísimo.  En  tanto  que  nosotros 
los  antioqueños!...  Con  nuestro  modo  de  h.ibli^r  tan 
destemplado  y  monótono,  con  aque'Ias  noticas  finales 
tan  desabridas,  tanto  da  que  echemos  por  la  boca  flo- 
res y  perlas  como  guijarros  y  tronchos  de  col,  con  ser 
que  maltratamos  mucho  menos  que  los  bogot.inos  la 
madre  lengua,  si  se  ha  de  juzgar  por  las  Apuntaciones 
Criticas  de  don  Rufino  José. 

En  este  nuestro  humilde  sentir, — que  por  acá  en 
Antioquia  no  es  muy  general,  dicho  sea  de  p.iS0, — 
abundaba  Filomena;  y  no  hay  para  qué  ponderar  todo 
lo  aflautado  y  violincsco  que  le  sonaba  el  tonito  éiC, 
oyéndolo,  como  lo  oía,  en  palabras  amorosas  y  reque 


352  Frutos  de  mi  tierra 

bradas,  como  vti  chinttica,ini  cr estica  y  otras  del  pro- 
pio jaez  con  que  á  toda  hora  la  regalaba  su  rendido 
amante. 

¡Y  lo  que  eran  las  cosas  1  Ella  se  había  demorado 
en  casarse,  porque  mi  Dios  la  tenía  para  ese  bogota- 
nito  ¡  tan  querido !  ¡  Qué  tal  que  ella  se  hubiera  em- 
barcado con  algún  maicero  de  aquí!  ¡Y  qué  lástima 
que  esas  tísicas  de  las  Palmas  se  hubieran  ido  de  la 
calle,  para  verlas  muertas  de  la  envidia  ! 

O  porque  se  fuese  acentuando  la  voz  viva  del 
hablar  bogotano,  ó  por  el  estado  de  felicidad,  Filome- 
na había  cogido  un  melindre  y  un  mimo  en  la  pro- 
nunciación, que  era  un  encanto  oírla;  y  /  Caracho  / 
va  y  /  Caracho !  viene,  y  Ah  f  por  aquí  y  Oh  / 
por  allá,  y  ala  por  todas  partes. 

Minita,  desde  antes  de  César  enfermar,  tomó  un 
/aire  avinagrado  y  displicente,  hasta  acabar  por  an- 
darse por  ahí  aislada  sin  hablar  palabra.  Filome- 
na creyó  comprender  qué  mosca  picaba  á  la  Mina,  y 
no  trató  de  espantársela:  «  ¡  Que  se  enchivara  y  esti- 
rara la  jeta,  si  le  dolía;  que  se  rascara,  si  le  ardía  !  » 
Casualmente  que  ni  ella  ni  César  necesitaban  para 
maldita  la  cosa  «c  de  esa  ojos  de  culebra,  tan  juzgona.)» 

Filomena  no  se  dejó  enervar  por  el  noviazgo:  si 
había  dado  de  mano  á  la  actividad  mercantil,  era 
para  tomar  la  casamenteril. 

Arreglado  el  matrimonio  con  el  sobrino,  con- 
vencida por  él  de  la  facilidad  de  la  dispensa,  con  sólo 
n  untarles  la  mano  á  los  curas,  >  sintió  ella  como  ne- 
cesidad de  hacer  al  mundo  confidente  de  sus  amores. 


1 


XXVII—  Idilio  S53 

Mas  al  mismo  tiempo  se  le  quería  figurar  que  podrían 
hacer  burla  de  su  casamiento;  y  de  suponérselo  no 
más,  le  iba  entrando  una  corajina  que  se  sentía  muy 
capaz  de  acabar  con  todo  Medellín.  Esas  Palmas, 
sobre  todo  !...  ya  las  veía:  aunque  comiditas  de  envi- 
dia, era  mucha  la  chacota  que  iban  á hacer.  Y  entre  el 
temorde  noserenvidiada  y  el  temor  de  verse  en  ridícu- 
lo, no  sabía  á  cuál  quedarse:  ^  divulgaba  su  matrimo- 
nio, se  burlarían,  y  si  lo  ocultaba,  ¿  cómo  envidiarla  ? 

En  tales  fluctuaciones  optó  por  la  reserva;  pues 
en  medio  de  su  ufanía,  en  medio  de  aquel  dilatamien- 
to  del  corazón,  Filomena  no  podía  menos  que  sentir 
algo  allá  cc>mo  la  vergüencilla  de  la  vejez  enamorada, 
como  el  alfilerazo  instintivo  de  la  mujer  que,  á  sa- 
iendas,  va  á  casarse  cuando  yá  no  es  tiempo,  cuan- 
o  con  el  matrimonio  va  á  acallar  la  locura  del  amor, 
mas  no  á  llenar  la  santa  misión  de  la  madre.  ¡Maldi- 
tos cincuenta  años!  ¡Aylsiasí  como  ella  y  César 
habían  cambiado  corazones,  pudieran  cambiar  eda- 
des!... Pero  nó:  todo  eso  eran  ociosidades.  ¿No  era 
ella  para  su  César  la  mujer  más  encantadora  dQl 
mundo  ?  ¿No  lo  tenía  trastornado  ?  ¿No  sabía,  pues, 
que  amor  como  el  de  César  no  reparaba  en  edades  "í 
Y  si  ella  fuera  una  muchacha  bien  linda,  ¿  qué  gra- 
cia era  que  él  la  adorase  como  la  adoraba  ?...  Pues 
entonces...  ¡  no  pensar  en  esas  bobadas  ! 

Pero...  por  sí  ó  por  nó,  siempre  era  mejor  arre- 
glar todo  sin  decir  palabra:  había  tanto  sopero^  la 
gente  de  ese  Medellín  era  tan  mala,  y  á  las  lenguas 
de  las  envidiosas  había  que  temerles.  23 


354  Frutos  de  mi  ñerra 

Todo  se  haría,  pues,  al  santo  callado.  Desde  lue- 
go que  en  su  casa  no  les  diría  ni  una  palabra,  y  ni 
había  á quién;  pero  á  alguna  persona  de  mucha  con- 
fianza, y  en  muchísimo  secreto,  por  su  puesto,  tenía 
de  comunicárselo:  callar  en  absoluto  no  era  posible, 
máxime  cuando  con  alguien  tenía  que  entenderse 
para  el  arreglo  de  la  dispensa.  ¡  Y  que  ella  sólita 
tenía  que  estar  en  todg!  porque  como  César  era  tan 
tímido  el  pobre,  como  estaba  tan  impresionado  de 
verse  tan  querido  por  ella, — lo  que  él  no  creía  mere- 
cer,-—y  como  aquí  eran  tan  chocantes  con  los  foraste- 
ros, no  se  atrevía  á  dar  ningún  paso  en  el  asunto. 
¡  Era  tan  decente  y  tan   caballero  y  tan  moderado  ! ... 

Y  había  que  obrar  sin  tardanza.  ¿  Cómo  cruzarse  de 
brazos?  ¡  Si  el  noviazgo  era  así...  cómo  sería  lo  otro  ? 

La  iniciativa  no  le  parecía   tan   fácil  á  la  novia. 

Y  qué  hizo  ?  Pues  "^^'f  íifrfírhit''^  á  d^'frH^^pa,  y 
entre  ruborosa  y  satisfecha,  le  sopló  el  cuento.  Y  digo 
si  estuvo  feliz  en  el  comienzo.  No  tan  sólo  aprobación 
y  plácemes  recibió  de  su  confidenta,  sino  también  ins- 
trucciones sobre  el  modo  como  debía  conducirse  con 
César  antes  y  después  del  casamiento,  y  una  porción 
de  sapientísimos  consejos,  encaminados  algunos  á  no 
hacer  ningún  caso  de  las  muchas  habladurías  que,  á 
pesar  de  la  reserva,  iban  á  levantarse. 

— «.  ¡  No  sea  boba,  niña  1 — le  decía  doña  Chepa, 
yá  en  el  contraportón,  á  tiempo  de  despedirse. — Plá- 
gase la  desentendida,  deje  que  hablen  y  digan,  y  no 
atienda  al  que  le  vaya  con  cuentos,  como  hicimos 
Agapito  y  yo...  ¡  Fue  mucho  el  monte  que  nos  pusie- 


XXVII -^  IdtJio  355 

ron,  y  siempre  nos  casamos  !  Y  yá  ve  qué  tan  felices 
vivimos  I  Y  de  la  dispensa,  yá  le  digo:  no  se  le  dé 
cuidao.  Yo  le  hablo  esta  misma  tarde  al  padre  Ángel, 
que  tiene  mucho  brazo  con  el  señor  Obispo....  y  verá 
cómo  nos  arregla  eso....  ¡  Si  no  es  la  primera  que  se 
casa  con  sobrino!  (Aquí  citó  doña  Chepa  varios  casos). 
Y  muchos  recaditos  á  César,  y  que  por  qué  me  ha 
olvidado....  1  Mándemelo,  niña,  pronto  !  i>  etc.  etc. 

Y  no  fue  ésta  la  mayor  fineza,  sino  que  doña 
Chepa  le  cedió  á  la  novia,  de  los  que  usaba,  un  frasco 
de  tintura  para  el  cabello,  la  cual  tintura  estaba  á 
prueba  de  sudores  y  mojaduras,  y  ni  ensuciaba  el  cuero 
cabelludo  ni  la  ropa,  ni  empegotaba  el  pelo;  y  le  pro- 
metió, además,  conseguirle  los  frascos   que  quisiera. 

Conforme  lo  dijo  la  mujer  de  Agapito  resultó. 
Algo  diz  que  gruñó  su  Señoría  Ilustrísima  por  la  dis- 
pensa en  novios  tan  consanguíneos;  pero  como  para 
concederla  tuviese  facultad  pontificia,  hubo  de  acce- 
der á  la  petición  y  á  los  empeños  del  Padre  Ángel, 
cien  pesos  y  doscientos  rosarios  mediantes. 

Tan  fausto,  tan  plausible  como  trascendental 
acontecimiento  bien  merecía  celebrarse  con  toros  y 
cañas,  cuando  menos.  Tal  lo  pensó  Filomena,  y  de- 
cretó un  paseo  al  campo  y  á  pie.  A  la  finca  nó,  porque, 
para  festejar  á  Césa'r,  la  casa  era  fea  y  mala,  aunque 
tenía  aquella  arboleda  tan  bonita  ¡  y  aquellos  man- 
gos !...  y,  además,  los  chiquillos  de  los  mayordomos 
eran  á  cual  más  sangripesado  y  zarrapastroso,  y  los 
mayordomos  mismos  tan  ordinariotes  y  preguntones. 
Mejor  era  al  Cticarac/io;  ¿  qué  le  hacía  que  Agusto 


366  Ftuios  de  mi  tierra 

estuviese  tan  impertinente  ?  Con  no  hacerle  caso  es- 
taba el  cuento  acabado.  A  la  Minita  sí  tenía  que  lle- 
varla, sin  remedio  ¡  Cuándo  había  de  faltar  miércoles 
en  la  semana ! 

Esto  era  martes,  y  desde  ese  día  principiaron  los 
preparativos  y  quedó  concertado  el  paseo  para  el  sá- 
bado próximo,  muy  de  mañanita,  y  la  vuelta  para  el 
lunes  siguiente,  por  la  tarde. 

i  Qué  tres  días  más  deliciosos!  ¡Y  César  que  yá 
estaba  completamente  bueno  !  ¡Ah  caracho!...  ¿Del 
martes  al  sábado  ?  Cuatro  días...  ¡  Cuánto  tiempo  ! 

La  negra  Bernabela  llevó  el  anuncio  del  visitón, 
los   cobertores  y   ropas  de   cama  y  otros  bartulillos. 

Ese  sábado  venturoso  llegó,  y,  no  bien  amaneció 
Dios,  se  pusieron  en  marcha,  caminito  del  Cucaracha. 

Minita  montaba  el  caballo  de  Filomena,  pues 
aunque  se  había  llevado  más  paia  la  novia  que  para 
ella,  la  novia  en  esta  ocasión  prefirió,  en  vez  del  suyo, 
el  de  mi  Padre  San  Francisco,  é  iba  atrás,  apoyada 
en  el  brazo  de  su  novio.  Los  dos  estaban  muy  gentiles 
y  peripuestos.  El,  con  la  viuda  de  viaje,  el  casco  yan- 
kee,  los  boticones  amarillos,  gra,badosé  impermeables, 
la  ruana  terciada  al  hombro  con  remucho  garbo ; 
.  pero  no  llevaba  el  revólver.  Ella...  ¡no  se  diga!:  en- 
tusiasmada con  los  tintes  de  doña  Chepa,  y  viendo 
/  aquel  pelo  tan  negro  y  tan  lustroso  y  cada  hebra 
aparte,  se  dio  á  entender  que  debía  lanzarse  en  la 
moda,  y,  al  efecto,  se  redujo  el  moño  eliminando  el 
relleno,  y  se  hizo  uno,  no  mayor  que  un  níspero,  á 
estilo   greco-romano,  arribita  del    morro  de  la  nuca, 


XXVir—  Idilto  357 

el  cual  moño  atravesó  de  parte  á  parte  con  el  consa- 
bido tembleque  de  mariposa.  Pasando  por  debajo  de 
aquél,  y  anudada  adelante  sobre  la  carrera,  en  formi- 
dable lazo,  llevaba  una  balaca  azul,  de  cuatro  dedos 
de  ancha.  Vestía  chaqueta  elástica  granate,  salpicada 
en  el  delantero  concuenticas  como  rocío,  y  una  falda 
color  de  canario  con  ramazones  y  espigas,  que  pare- 
cía de  papel  de  colgadura,  guarnecida  abajo  con  un 
pentagrama  de  cintas  negras.  Y  á  cada  contoneo  re- 
volaba la  cola,  ya  al  norte,  ya  al  sur.  Porque  no  se  le 
aplastase  el  lazo  del  balacón,  llevaba  en  la  mano  la 
gran  corrosca,  pintada  con  humo  de  pez,  muy  bien  bar- 
nizada, y  con  mucho  plumaje  y  mucha  flor  de  trapo; 
y,  por  último,  el  chai  de  cielo  azul,  caído  hasta  la 
cintura  y  las  puntas  cogidas  en  los  antebrazos.  Con 
ser,  como  era,  para  viaje  á  pie,  Filomena  aprisionó 
los  suyos  en  unas  zapatillas  del  taller  de  las  Arangos, 
calzas  que,  en  otras  circunstancias,  fueran  potros  de 
tormento.  Y  como  quiera  que  el  cimiento  del  galán 
parecía  muy  menor  que  el  de  la  dama,  ella  apenas 
medio  alzaba  la  falda,  dejando  asomar,  eso  sí,  muchas 
franjas   y   bordaduras.   César  le  llevaba   la  sombrilla. 

Le  aseguro  á  usted  que  la  pandorgona  estaba  lo 
que  se  llama  hermosa.  A  ir  descalza,  fuera  una  he- 
roína de  Garcilaso. 

Y  yá  que  á  Garcilaso  nombramos,  es  de  advertir 
que  César  había  formado  del  nombre  de  su  amada  el 
diminutivo  irregular  más  delicado  que  inventar  pudo 
el  amor:  la  llamaba  Filis.  Y  como  ella  tampoco  se 
mamaba  el  dedo,  le  retornó  á  su  amante  el  diminuti- 


358  Frutos  de  mi  tierra 

vo  éste  con  el  ternísimo  de^Sarito.  ¡  Si  el  ilustre  tole- 
dano hubiese  conocido  este  nombre ! 

Filis  y  Sarito,  embebidos  en  la  plática,  camina- 
ban tan  lentamente,  que  á  eso  de  las  seis  irían  tres 
cuadras  allende  el  Puente  de  Colombia.  Mire  usted  si 
aquello  olería  á  idilio.  Pues  y  la  bucólica  ? 

Iba  á  ser  en  grande:  adelante  de  la  pareja,  y  ago- 
biado por  el  peso  de  enorme  catabre^  que  á  la  espalda 
cargaba,  iba  el  negro  asistente^  llevando  de  un  lazo  y 
casi  á  rastras,  un  gorrinillo  muy  gordo  y  barrigudo; 
pues  también  se  trataba  de  matanza  de  marrano,  con 
sus  corolarios  de  morcillas  y  tamales. 

El  ubérrimo  catabre  contenía  los  siguientes  es- 
cogidísimos artículos:  tres  capones  rellenos;  una  posta; 
cuatro  cajas  de  bocadillo;  dos  idem  deariquipe;  seis 
latas  de  sardinas;  seis  idem  de  mortadella;  dos  doce- 
nas de  paquetes  de  cigarrillos  Tomás  Urihe;  otra 
idem  de  panes  rialeros;  una  y  media  idem  de  limetas 
WilHam  Piper  y  de  otros  licores.  ítem  más:  la  lote- 
ría de  doña  Chepa,  que  iba  á  cantar  César  con  las 
aleluyas  y  pareados  délos  indios  bogotanos;  un  orácu' 
Jo  muy  viejo  y  descuadernado,  también  de  doña  Che- 
pa.... y  pare  usted. 

(Este  oráculo,  ó  sea  Libro  de  los  destinos,  era 
para  Filis  la  obra  más  extraordinaria  del  humano 
ingenio.  Ello  tiene  su  explicación:  el  día  que  se  ob- 
tuvo la  dispensa,  estando  ella  en  casa  de  doña  Chepa^ 
sacó  ésta  el  libraco  para  consultarlo  en  todo  lo  rela- 
tivo al  asunto.  La  novia,  ignorante  de  tal  invención, 
iba  eligiendo  el  número, — no  sin  cierto  recelo, — entre 


XXVII— Idilio  359 

los  varios  que  cada  pregunta  trae;  y  ¡  oh  fortuna  ! 
todito  le  salió  á  pedir  de  boca;  iba  á  ser  felicísima  en 
su  nuevo  estado,  á  vivir  luengos  años.,.,  y  otras  ven- 
turas; y  lánto  se  encariñó  con  el  libro,  que  se  lo 
llevó.) 

Decíamos  que  los  amantes  iban  muy  despacito./ 
Jamás  César  se  vio  tan  contento.  ¡Qué  espiritual,/ 
qué  decidor  estaba!  Y  Filomena?.,  borracha,  bo-» 
rrachita  de  felicidad. 

Trisca  que  trisca,  ora  de  bracero,  ora  separados, 
iban  haciendo  posas.  En  una  de  las  vueltas  del  cami- 
no (aún  andaban  en  lo  plano),  Sarito  tendió  la  rua- 
na en  una  piedra,  al  pie  de  un  písamo,  y  se  sentaron 
muy  calladitos. 

Filis  tendió  una  mirada  en  semicírculo,  y  se  sin- 
tió panteísta,  pero  de  ese  panteísmo  burdo  de  los  in- 
dostánicos  :  Los  pétalos  rojos  que  llovían  del  písamo; 
un  toche,  sin  duda  enamorado  también,  que  se  mecía 
al  frente  en  un  florido  naranjo,  vocalizando  por  lo 
fino;  el  coro  de  cantores  invisibles  que  le  contestaba, 
acompañado  dd  rumor  de  cañaverales  y  ramajes;  los 
árboles  y  yerbas  de  la  senda;  ese  airecillo  matinal, 
húmedo  y  cargado  de  esencias  campesinas;  el  sol 
bronceatido  el  paisaje;  las  gentes  que  pasaban;  los 
vapores,  el  cielo....  todo  le  quería  parecer  que  era 
César,  y  que  César  era  todo. 

¡  Qué  lindo  era  ese  camino,  por  Dios  !  j  Valien- 
te día  tan  encantador  les  iba  á  hacer  !...Los  pajaritos 
todos  estaban  tan  contentos  conK)  ella....  ¡Qué  di- 
chas tan  particulares  había  en  la  vida  I:  que  de  puro 


360  Frutos  de  mi  tierra 

feliz  se  pusiera  uno  arrozudo  y  le  dieran  escala/ríos,,. 
Eso  de  querer  tanto,  ¡  tanto  !  á  una  persona,  siem- 
pre era  como  si  etiyerharan  á  uno....  ¡  Valientes  ojos 
tenía  César,  ave  María  !  ¡  Si  se  le  entraban  á  uno 
hasta  las  entrañas  !  César  era  mucho  más  lindo  al 
sol. 

Y  en  verdad,  Sarito  tenía  esa  mañana  deliciosa 
un  no  sé  qué  muy  pronunciado  de  tierno  é  infantil 
en  el  gesto,  en  la  risa,  en  la  voz,  que  casi  se  producía 
como  niño  contemplado,  después  de  una  enfermedad 
peligrosa.  Cómo  nó:  ¡  si  el  pobre  estuvo  tan  malo  ! 
Y  como  estaba  tan  enamorado.... 

Y  á  Filis  se  le  saltaron  las  lágrimas. 

— Perombre,  Filis!...  Llorando  hora?...  Qué 
tenes  ? 

Los  mofletes  de  Filis  se  rebulleron  con  un  pu- 
chero encantador;  agachó  la  cabeza,  y  el  moquerito 
de  linón  bordado  secó  las  dos  lágrimas. 

— Es  que  soy  tan  boba! — repuso  Filis  con  voce- 
cita  muy  arrullada,  al  mismo  tiempo  que  se  levanta- 
ba.— Camina,  hijito,  vamonos,  que  nos  come  el  sol. 

— ¡Pero  tú  tienes  algo,  mi  vida!...  ¡  Dímelo! 
¿  O  es  que  yá  no  quieres  á  tu  César  .? 

— ¡Vea:  no  me  diga  eso  ni  en  chanza!...  ¿No 
ves  que  es  de  alegre  que  chocoleo  1 

— ¡  Ah!...  ¡  Bueno,  hija,  bueno  ! — dijo  él  tomán- 
dole la  mano  con  efusivo  agasajo. — Pero,  j  siéntate 
otra  vuelta  I  ¡  Qué  afanosa  eres  !  Descansemos  otro 
ratito,   y  fumémonos  un  cigarrillo.  Horita  seguimos. 

Y  haciéndola  sentar  de   nuevo,  arregló  los  ciga- 


XXVII—  Idilio  361 

rrillos;  y  luego  que  los  hubieron  encendido,  se  recosió 
en  un  extremo  inclinado  de  la  piedra,  con  la  cara 
vuelta  á  Filis,  y,  con  muchísima  monada,  se  puso  á 
echarle  el  humo  á  los  flecos  agusanados  del  chai. 

— j  Pero  ai  quedas  muy  maluco,  hijito  ! 

— ¡  Nó,  alita,  si  estoy  muy  bien  !  ¿  No  estoy  cer- 
quita de  tí  ? 

Pronto  botó  el  cigarrillo,  y,  como  el  turpial  del 
frente,  principió  á  silbar  y  á  cantar  luego: 

(i  Tus  oíos  en  dónde  están  1 
Tus  sonrisas  qué  se  hicieron  1 
Etc.» 

¡Qué  lindo  gorjeaba!  Y  Filis  sacó  del  bolsillo 
una  cajita,  de  esas  como  guardapelo,  que  traen  confi- 
tes para  perfumar  la  boca,  y,  como  quien  da  de  comer 
á  un  pichón,  iba  poniendo  granitos  en  la  de  Sarito, 
que  la  abría  y  la  cerraba  con  tanta  gracia...  sabo- 
reándose, ni  más  ni  menos,  que  un  nene,  y  haciendo 
ademanes  de  querer  comerse  también  los  dedos  y 
.hasta  la  manita  de  Filis. 

De  pronto  ella  la  retiró,  por  un  movimiento  re- 
flejo, y  exclamó  haciéndose  la  furiosa: 

— Ay  !...  grandísimo  descarao!...  ¡Vean  este  gro- 
sero !...  I  No  te  quiero  ! 

—  ¡  De  á  que  sí ! — dijo  él,  con  travesura  de  rapaz, 
poniéndose  en  pie  de  un  salto. 

Y  quitándose  el  casco  y  descubriendo  aquellos 
rizos  que  brillaron  al  sol  como  charol,  se  puso  á  darle 
con  la  copa  en  el  hombro  á  su  Filis,  con  una  maña  y 


362  Frutos  de  mi  tierra 

una  chulada,  que  ella  no  podía  ocultar  el  gusto,  al 
mismo  tiempo  que  le  cantaba  en  la  oreja,  y  en  ca- 
rácter: 

«  No  te  enojes,  por  Dios,  chinita  mía, 
Déjame  recrearme  en  tus  miradas...» 

Ruido  de  jinetes  que  se  acercaban  cortaron  la 
estrofa.  César  saltó  al  borde  del  camino,  y,  mientras 
la  cabalgata  pasaba,  cogió  unas  cuantas  batatillas,  cu- 
yos débiles  tallos  se  enredaban  por  los  alambres  y  es- 
tacones del  cercado  cubriéndolos  por  completo. 

Tornó  á  donde  Filis  estaba,  y,  como  también  era 
("  mozo  £mdito  en  poesía,  principió  á  recitar,  muy  serio 
\^  y  con  no  poca  expresión,  la  estrofa  de  Gregorio: 

«¿Conoces  tú  la  flor  de  batatilla...  (Hizo  sonar 
la  elle,  besó  una  flor,  y  la  colocó  en  la  cabeza  de  Filis 
asegurándola  en  la  halanca). 

«  ¿  La  flor  sencilla,  la  modesta  flor  ?...  (El  mismo 
sonido,  otro  beso  y  una  segunda  batatilla  colocada  en 
seguida  de  la  primera). 

<.(  Así  es  la  dicha  que  mi  labio  nombra...  (Tercera 
batatilla,  y  lo  mismo  que  en  las  anteriores), 
«  Crece  á  la  sombra  (No  hubo  nada). 
<(  Mas  se  marchita  con  la  luz  del  sol  ».  (Cuarta  y 
final). 

[  Filis,  cerrados  los  ojos,  sin  atreverse  á  respirar 
siquiera,  flotaba  en  un  ensueño:  sentía  aquel  contacto, 
i  esa  voz  del  paraíso,  las  flores,  y  sentía  en  la  cabeza,  y 
I  sentía  en  el  corazón,  y  sentía  en  el  alma  aquellos  cua* 
Itro  besos  que  César  dejó  en  las  flores. 


XXVII—  Idilio  363 

Qué  corona  !  Por  la  de  la  reina  del  mundo  ente-r^ 
ro  no  la  cambiara  Filomena.  Toda  su  vida  guardaría 
esas  cuatro  batatillas. 

Mina,  entre  tanto,  los  esperaba  en  el  corredor  de 
una  casa,  para  ver  si  Filomena  quería  montar;  por- 
que si  así  no  lo  hacía,  ¿  quién  aguantaba  «  después  á 
la  bollona  »  ? 

El  alazán,  con  no  menos  desasosiego  que  el  que 
tenía  su  flaca  carga,  bajaba  y  subía  del  corredor  al 
camino,  dando  vueltas  en  torno  de  los  postes,  colazos 
contra  la  pared  y  golpes  con  los  cascos  contra  el  em- 
pedrado, hasta  que  Minita  tuvo  que  desmontarse  y 
coger  el  animal  por  la  brida.  Iba  yá  á  amarrarlo  de 
un  poste,  á  dejárselos  ahí  «á  esos  maulas»  y  á  seguir 
sola  en  sus  páticas, -cuando  los  maulas  arrimaron. 

Pero  Filis,  por  más  que  Sarito  la  instó,  no  quiso 
convertirse  de  zagala  en  amazona. 

— Nó,  nó;  móntate  vos  otra  vez  y  adelántate  si 
querés — le  dijo  á  Mina. — Yo  lo  que  quiero  es  hacer 
ejercicio. 

— Perombre  !...  Esta  faldita  es  zumbada  para 
subirla  á  pie.  Te  vas  á  cansar. 

— Yo  no  me  canso,  César,  no  tenga  pensión  !... 
¿  Cuánto  va  que  voy  hasta  la  casa  sin  descansar  ? 

Minita  no  esperó  más  razones,  y,  antes  que  el 
sobrino  la  ayudase,  trepó  sobre  un  taburete  y  luego 
al  caballo,  y,  sin  decir  palabra,  partió  á  galope  tendi- 
do, se  atravesó  á  Robledo  y  tiró  falda  arriba. 


XXVIII 


EL     VUELO 


«De  Aquilea  de  Peleo  canta,  diosa, 
La  venganza  fatal  que  á  los  Aquivos 
Origen  fue  de  numerosos  duelos, 

Y  á  la  oscura  región  las  fuertes  almas 
Lanzó  de  muchos  héroes,  y  la  presa 
Sus  cadáveres  hizo  de  los  perros 

Y  de  todas  las  aves  de  rapiña....» 

HOMEEO, 

JEVES,  en  medio  de  sus  confusiones,  an- 
gustias y  vigilias,  despertó  casi  alegre  tam- 
bién, el  sábado  de  que  venimos  hablando. 
Y  no  solamente  por  ese  influjo  nervioso,  ó 
como  se  llame, — que  hace  que  algunos  se  pongan  fes- 
tivos'en  la  tribulación  y  melancólicos  en  el  baile, — 
sino  también  porque  su  hermano,  aunque  tan  coléri- 
co y  tan  mal  siempre,  hacía  dos  diasque  estaba  menos 
afligido  y  había  dormido  muy  bien  esa  noche,  y  ella  y 
las  criadas,  por  lo  consiguiente.  A  todo  lo  cual  se  agre- 
gaba el  que  las  muelas  la  hubieran  dejado  eri  paz,  y  la 
perspectiva  de  la  visita,  que  esperaba  con  entusiasmo. 
Así  fue  que  desde  muy  de  mañana  barrió  y  arre- 
gló la  casa  con  mucha  escrupulosidad,  puso  flores  en 
un  vaso  roto,  con  el  que  engalanó  la  mesita  de  la  sala, 


XXVIII  —  El  vuelo  865 

é  hizo  ordeñar  la  vaca  cachipanda,  a  para  tenerles 
unas  hucv\:is posíreras  de  bajada  3».  Salió  luego  con 
Carmen  á  la  casa  vecina,  en  busca  de  lechugas  y 
otras  yerbas,  para  hacer  «  una  ensalada  muy  buena  j, 
que  su  hermana  le  encargó  para  el  almuerzo. 

i  Qué  sabroso  que  iba  á  estar  con  Minita  y  su 
hermana....  si  no  fuera  por  esa  vergüenza  que  le 
tenía  á  César  !...  Como  saliera  del  saludo,  lo  demás 
no  tan  malo. 

Padrenuestro  á  San  Antonio  para  que  la  sacara 
bien  del  apuro. 

En  el  «.  Gloria pairi ))  iba,  cabalmente,  cuando 
Carmen — que  se  había  encaramado  á  un  barranco  á 
coger  alcaparras — dijo: 

«Puaá  viene  una  di-acaballo  bebiéndose  los  vien- 
tos: puel  añaje  me  pese  q'és  la  niña  Mina  ». 

Bebiéndose  los  vientos  también  corrió  Nieves  y 
detrás  la  negra.  Bajaron  obra  de  cuadra  y  media, 
hasta  una  vuelta  del  camino. 

— ¡Ell'es,  niña  Nieves!  —  exclamó  Carmen,  en 
cuanto  Mina  asomó, — ¡  Pero  véanla,  qué    tan  jineta  I 

— ¡Virgen  Santa,  Minita — le  gritó  Nieves,  más 
asustada  que  alegre. — ¿Pero qué  son  esas  carreras  ?... 
¡  Cuenta  con  una  caída,  por  Dios  ! 

— ¡  Cuidao,  me  mato  ! — contestó  la  otra,  sofre- 
nando el  caballo,  que  traía  muchos  bríos. 

— ¿  Pero  usté  cuándo  aprendió  á  montar  tan 
bien  ?  ¡  Ah  usté  pa  tremenda  I 

Las  tres  se  saludaron.  La  amazona  logró  serenar 
el  alazán  y  seguir  al  paso  de  las  encontradoras. 


S66  Frutos  de  mi  tierra 

— ¿Pero  por  qué  venís  sola,  hoHta  ? 

— ¡Más  atrás  vienen  aquellos  pegajosos...  y  en 
tcdo  el  día  no  llegan  ! 

— Ah  ¿  por  qué  ? 

— ¿Por  qué?  j  Porque  están  insoportables!... 
j  Le  aseguro,  mi  querida,  que  cuando  una  vieja  se 
«mbochincha  !... 

— Jú,  niña!...  —  murmuróla  negra. — ¡Ese  güe- 
vo  quiere  sal ! 

Nieves  abría  tamaños  ojos. 

— Sí !  Yá  sé  lo  que  me  vas  á  decir  :  que  son 
cuentos  míos,  nó  ? — agregó  la  Minita  graznando  muy 
recio,  porque  le  parecía  que  estando  de  á  caballo  no 
la  oían  bien — ¡Pero  están  inaguantables...  inmora- 
les 1  ¡  Te  aseguro  que  me  tienen  hasta  los  ojos,.,  es 
decir  !  Mira  ala:  ¡  por  muy  mal  que  lo  estés  pasando 
con  Agusto,  lo  has  pasao  mejor  que  yo,  mil  veces  !... 
Y  qué   hay  de  él  "i  Diz  que  está   muy  horrible,    nó  ? 

— Ello  siempre  está  algo  necio;  j  pero  es  que 
está  tan  malísimo  !  ¡  Es  que  no  me  quieren  creer  que 
mi  hermano  es  de  muerte  que  está  !  ¡  Me  ha  tenido 
con  una  pesadumbre  tan  grande !  Quién  sabe  qué 
será  lo  que  tiene,  que  ni  los  dotores  entienden!... 
Pero  está  calavérico  y  ¡  viejito,  viejito  I  Y  eso  que 
hoy...  lo  va  á  topar  alentao,  pa  como  ha  estao !... 
Pregúntale  á  Carmen  ! 

— i  No  diga  nada,  niña!... — prorrumpió  la  ne- 
gra—  ¡  otra  cosa  es  ver  los  padecimientos  de  don 
Agustín  y  los  males  que  tiene  en  ese  cuerpo  !  Eso  es 
la  penalidá  más  grande  !:    ¡  aquí   onde    pegamos   ojo 


XXVI 11  —  El  vuelo  367 

en  luá  la  noche  con  tuítas  las  afugias  d'él  !...La  probé 
mi  mama,  si  no  juera  porque  echa  sus  tonguitas  de 
día. ..mire,  niña:  i  ni  un  jumo  se  había  tirao  el  lendejo 
de  vieja,  con  tantísimo  trasnocho  !...  Hastai  campa- 
ñas !  Que  le  cuente  la  niña  Nieves  I 

—  I  Pues  mijita:  nos  fregamos  pa  siete  arepas  I 
—replicó  Mina  dirigiéndose  á  la  hermana  y  fruncien- 
do el  pico  en  señal  de  convicción — ¡  Yo,  por  lo  que 
es  mi  parte,  no  le  aguanto  más  á  aquella  vieja  y  á 
aquel  lambón!...  ¡Si  vieras  al  César...  después  que 
nos  metió  la  Gómez  \:  \  esa  es  la  puercada  más  gran- 
de !...  Y  le  tiene  cortao  el  ombligo  á  aquella  animal  ! 

— Y  qué  es  la  cosa,  bolita  !...  que  yá  Bernabela 
me  había  dicho. 

— ¡  Eso...  ni  pa  callao  !...  ¡  Es  decir,  mi  queri- 
da... si  á  nosotras  nos  ha  de  dar  la  gana  de  cásanos, 
como  aquella  boba,   que    nos   amarren    desde    ahora. 

— Y  sí  se  casarán,  Minita  1 

— ¡Yo  qué  diajos  voy  á  saber!...  Pero  mira, 
.  hole:  esa  es  la  cosa  más  pispa.  La  bollona  lo  mantiene 
prendido  de  las  naguas...  ¡y  él,  dejándose  querer  ¡; 
ella  le  saca  los  piojos;  ella  le  saca  las  espinillas;  ella 
lo  peina...  ¡  es  decir,  mijita!:  ni  una  criada.  ¡  E^ues 
cuando  ha  tenido  cara  de  estregale  las  patas  á  ese 
taita,  y  ella  misma  ha  llevao  el  bongo  con  el  agua  ! 
Y  él...  ¡  yá  manda  en  todo  como  el  amo  !...  ¡  Me  pa- 
rece que  la  plata  que  le  habrá  sacao...  es  decir  /,.. 
¡  Yá  ves,  pues,  si  estará  sabroso!...  ¡  Masque  el  viejo 
no  quiera  que  me  quede,  aquí  me  les  rancho  !:  allá  no 
vuelvo  ¡  ni  á  palos  !:  á  ver  tanta    sinvergüenzada  ?... 


368  Frutos  de  mi  ¿ierra 

— j  Válgame,  Minita — exclamó  Nieves,  confun- 
dida, haciéndole  señas  de  que  no  contase  nada  más 
delante  de  Carmen. —  Eso  siempre  está  muy  maluco» 

— Pes  si  lo  columbran  pu-ai  en  la  calle,...  mire, 
niña....  ni  en  qué  sentase  le  queda  á  doña  Jilomena  ! 
Tanté  comués  la  gente  pa  cavilosiar  ! 

— Pues  nó,  Carmen;  por  mucho  cuero  que  le 
saquee,  por  mucho  que  hablen,  no  dicen  ni  la  mita! 

— Virgen  santa,  Minita,  no  diga  eso  í 

— Sí  I...  Como  vos  no  los  has  tenido  queaguantar 
en  la  nuca  !... 

Nieves  sudaba  de  angustia.  A  todo  esto  llegaron 
á  la  cancilla,  y  luego  que  entraron  y  que  Minita  se 
desmontó,  las  dos  hermanas  se  sentaron  en  el  corre- 
dor á  platicar  sobre  el  mismo  lema,  la  una  cada  vez 
más  enérgica,  saltándosele  á  la  otra  unos  lagrimones 
tamaños.  La  candida  mujer,  que  por  años  que  tuvie- 
ra, era  siempre  una  niña,  no  sacaba  en  limpio  de  las 
cosas  de  Minita  y  Carmen  sino  que  su  hermana  iba 
á  casarse;  y  aunque  esto  no  le  parecía  ningún  delito,. 
ni  que  tuviera  nada  de  particular,  sí  la  afectaba  pro- 
.  fundamente;  pues  en  medio  de  su  sencillez,  veía  en 
ese  matrimonio  la  separación  de  Filomena  del  lado 
de  la  familia  y  una  como  orfandad  para  ella  y  Belar- 
mina,  máxime  con  la  idea  que  tenía  de  que  Agustín 
moriría  pronto. 

Así  y  todo,  enjugó  el  llanto  y  trató  de  ocultar 
su  pena,  para  nq,  molestar  á  Minita  ni  á  nadie  en  la 
casa. 

Serían  como  las  ocho  y  media,  y  Agusto  estaba 


XXriTI  —  El  vuelo  369 

bañándose  en  La  Iguauú,  lo  cual  acontecía  rara  vez, 
pues  por  lo  regular  se  daba  los  baños  en  el  de  la  casa. 

A  poco  llegó  el  criado  con  el  catabre  y  el  marra- 
nito,  dando  el  pobre  animal  cada  chillido  que  partía 
tímpanos  y  aumentaba  los  tirones  de  Evangelista, 
que  así  llamaba  el  criado. 

Bernabela  y  Carmen  salieron  á  la  recepción  del 
compinche  y  concolega.  Y  qué  de  efusiones  y  regocijos! 

— Vea,  niña  Nieves  ! — le  gritó  Carmen,  tomando 
el  puerquito  por  el  lazo. —  Véalo  qué  tan  gordito  ! 
qué  tan  bueno  p'asalo  enterito  en  el  horno!  Cómo 
quedará  de  suave  ! 

—  ¡  Ah  querido  que  está! — exclamó  aquélla  acer- 
cándose.— No  lo  vayan  á  matar  tan  chirringo  !  Va- 
liente injusticia  !  Si  está  como  los  de  la  marrana  de 
abajo!...  Pobrecito  !  cómo  vendrá  de  hambriento! 
Anda,  hole,  dale  una  aguamasita. 

Y  dirigiéndose  al  criado,  agregó: 

— Y  toíto  ese  canastrao,  ¿  quiz  que  es  comida, 
hole,  Vangelista  ? 

— Sí,  niña, — contestó  el  zambo  con  socarronería 
y  con  ese  modo  amujerado  tan  común  en  criados  y 
cocineros. — ¿  No  ve  que  son  los   cuidos  pa  Sarito  ? 

— Quién  es  Sarito  ? 

— Aja!  Pes  quién  ?  Pes  el  niño  César!  ¿Asina 
no  es  como  ella  le  dice  ? 

— ¡  Es  pa  que  lo  vea,  niña  Nieves  ! — dijo  Ber- 
nabela triunfante — No  se  lo  icía  ?  |  Es  pa  que  le  crea 
á  esta  negra...  Tanté  cómo  serán  los  potajes  que 
Ireyen !  24 


370  Frutos  de  mi  tierra 

E)  negro  descargó  el  catabre  y  todos  lo  rodea- 
ron, ansiosos  por  examinar  el  contenido. 

— ¡  No  vayan  á  tocarle  eso  aquella   mujer— ^graz- 
nó Mina — porque  después  determina  que  le  robatnóá»^ 
la  mita !  7  ''  «fh-    .' 

— Nó,  bolita,  si  apenas  vamos  á  vet. . 

Y  Nieves  levantó  el  paño  que  tapaba  la  ancha 
boca,  y  exclamó: 

— ¡  Virgen  santa  !...  ¿  Pero  cuántos  días  se  van  á 
estar,  pues  ? 

— Pes  tres  meros  ! — contestó  Evangelista — Pero 
no  ve  que  á  Sarito  lo  que  le  gusta  es  de  á  bastante 
y  de  á  bien  bueno  ! 

— ¡  Tanté  cómo  será  eso  ! — murmuró  la  Berna- 
bela,  con  sorbo  y  estregamiento. 

— ¡  Ese  es  el  tragón  más  grande  ! — repuso  Mi- 
nita — Yá  se  ve:    }  á  que   Dios  lo  trajo  onde  había... 

— ¡  Calla  la  boca  hole  !...  Esta  sí  que  es  !...  — le 
dijo  la  hermana  mirándola  con  ojos  de  súplicas. 

— Eh  !  Es  porque  no  has  visto  á  ese  garoso:  ¡  esa 
es  la  tripa  más  ancha  !  ¡  De  jinchir  fue  que  se  en- 
fermó ! 

— ¡  Esta  siés  la  niña  más  ucurrente  ! — decía  el 
criado,  tostado  de  risa. 

— Hastai ! — dijo  Carmen. 

Y  mientras  los  negros  le  reían  á  Minita  las  ocu- 
rrencias, Nieves  cubría  el  cesto,  para  que  su  hermana 
lo  encontrase  conforme  lo  mandó. 

— ¡  Pes  el  niño  Sersá  sí  se  la  sacó,  pues  1  (el  sor- 
betón fue  en  grande). 


XXVIII  —  El  vuelo  371 

— ¡  Ave  maría,  mama,  es  quese  niño  es  tan  pre- 
cioso !...  ¡  Bien  hace  ella  en  tenelo  asina  ! 

Nieves  salió  al  corredor,  y  viendo  á  Agustín  que 
yá  subía  de  la  quebrada,  le  dijo  á  Minita:  Vaya  salú- 
delo ¡  bien  cariñosa  I  pero  cuenta  con  decile  que  está 
flaco  y  acabao,  porque  se  noja.  Ni  tampoco  le  vaya 
decir  que  no  está  malo,  porque  se  noja  también...  Usté 
verá  cómo !  Y  no   le   cuente   nada   de  mi  hermana. 

Mina,  que  apenas  había  visto  al  hermano  du- 
rante el  encierro  en  la  ciudad,  y  que  no  presenció  su 
salida  al  Cucaracha^  se  quedó  de  una  pieza  cuando 
vio  acercarse  aquel  viejo,  cuyas  barbas  y  melenas, 
mojadas  todavía,  parecían  hisopos  de  cabuya  untados 
de  ceniza.  Pero,  sin  darse  por  sorprendida,  fue  á  él, 
y,  estirándole  la  mano, — señalen  Mina  de  gtande  aca- 
tamiento,— le  dijo  muy  amable: 

— I  Qué  tal,  hermano  ?...  ¿  Cómo  le  ha  ido  ? 

—  ¡  Estoy  muy  bien, — contestó  Agusto,  con  cara 
de  hiél  y  vinagre,  dejándola  con  la  mano  estirada — 
sumamente  bien  con  las  visitas  que  me  han  hecho 
usté  y  mi  siá  Filomena  !...  Estoy  muy  pagao  de! 
manejo...  ¡  Muchas  gracias  mi  siá  Belarmina  ! 

Y  siguió  hasta  el  corredor,    en   cuya  baranda 
apoyó. 

— Como  usté  no  quiso  que   yo  lo   viniera  ac 
pañar... 

— ¡  Desde  que  se  inventaron    las   excusas,  no  ce 
men  quesito  los  ratones  ! 

— Vea,  Agusto:  i  no   me  culpe! — repuso  la  her- 
mana, con  humildad  muy  bien  fingida,  avanzando  al 


372  Frutos  de  mi  tierra 

corredor — Si  viera:  ¡muerta  de  gana  de  venir  á  esta- 
me  con  usté,  siquiera  una  semana  !...  Pero  cómo 
hacía  ?  Con  el  achaque  de  la  damita,  Filomena  no 
me  ha  dejao  íesollar...  y  ella  tampoco  ha  tenido 
tiempo...  nián  pa  ir  á  la  tienda.  ¡  Figure  al  pie  de  él ! 
— Sí ! ...  j  Así  mismo  me  lo  figuraba  ! — dijo  él 
con  voz  y  cara  de  alteración — ¡  Esa  albondigona,  tan 
indolente  y  tan  descomedida  con  uno  1...  ¡  Esa  mala 
entraña  1  A  ese  muerto  de  hambre  sí  sabe  jonjo- 
liar  1...  ¡  Y  uno  aquí  muriéndose  !  Eso  sí  es  lo  que 
yo  no  me  trago  ! 

— Eh,  hermano  !...¿Y  usté  qué  está  pensando, 
pues  ?...  ¡  Si  Filomena  está  perdida,  perdida  por  ese 
caremuñeca...  y  él  también  le  florea  !  Eh  !  ¡  si  usté 
supiera  I... 

Agustín  dio  un  corcovo,  castañetearon  los  dien- 
tes de  porcelana,  saltáronsele  los  ojos,  la  cabeza  se 
puso  perlática. 

— Así  es  la  cosa  ? — articuló  con  vozarrón  trému- 
o. — Pues  que  vengan  aquí  esos  cochinos....  pa  tener 
gusto  de  rumbarlos!...  Una  vieja  que  puede  ser 
¿"agüela  de  ese  muñeco. ...metida  en  amores  con  él... 
indecente!...  Por  eso  era  que  estaba  tan  queren- 
na  !...  porque  le  cayó  en  gracia  desde  que  lo  vio... 
— Nieves  I   Nieveees  ! — aulló  frenético. 
Ésta  acudió  al  punto. 

— Anda  cerra  la  puerta  de  golpe,  y  me  traes  la 
llave  ! 

— Pa  qué,  hermano  ?:  ¿  No  ve  que  entual  llegan 
mi  hermana  y  César  ? 


XXVIII  —  El  vuelo  373 

— Anda  cerrámela  y  traeme  la  llave...  ó  te  acabo  ! 

— Pero....  ¡  hermano,  no  sea  así! — suplicó  la  niu- 
jercita,  dirigiendo  á  Mina   una   mirada  de   querella. 

Un  testarazo  sonó,  y,  como  siempre,  Nieves  sa- 
lió «i  obedecer  enjugándose  las  lágrimas, 

Pero  Agustín,  poseído  repentinamente  de  una 
como  actividad,  se  le  adelantó,  y  él  mismo  fue  á 
cerrar  la  cancilla,  y  se  guardó  la  llave.  De  vuelta, 
hizo  entrar  á  las  dos  hermanas  á  la  sala,  y  cerró,  con 
llave  también,  la  puerta  que  da  al  exterior,  excla- 
mando: 

— ¿  Tara  creyendo  esa  condenada  que  va  venir 
á  enamorar  aquí  .^...  ¡Que  se  largue  á  la  quinta.... 
con  ese  sinvergüenza  ! 

Y  en  seguida  saltó  al  patio  y  gritó: 

— ¡  Bernabela  !  ¡  Carmen  I  ¡  Juan  José  !  ¡  dentren 
todos  los  que  estén  en  la  güerta....  que  voy  á  cerrar ! 

— I  Y  eso  qué  contiene,  miamo  Agustín  ? — pre- 
guntó Bernabela,  saliendo  de  la  cocina. 

— ¡  No  tengo  que  date  cuenta,  so  negra  ! 

No  bien  el  negrerío  estuvo  puertas  adentro, 
Agustín  cerró  la  que  comunica  la  cocina  con  el  solar, 
trancándola  muy  bien. 

— ¡  Ahora  sí:  que  se  brinquen  por  el  vallao  y 
que  se  dentren  por  el  techo....  que  aquí  los  espe- 
ro yo  ! 

Y  tornó  á  la  sala  como  un  cohete. 

— I  Pero  vean  la  viejorra  ! — clamó  luego,  paseán- 
dose á  largos  pasos. — ¡  Y  tan  señora  que  se  quiere 
hacer!...  ¡  y  tratando  de  ñapangas  á  todas  las -que 


874  Frutos  de  mi  tierra 

ve!...  ¡Más  ñapanga  que  ella...!  ¡  Y  ese  pelao,  ese 
lambeplatos  hambriento....  tan  orgulloso  y  tan  pape- 
lero.... y  de  limosna!....  ¿Pero  esa  bestia  estará 
loca  ?...  ¡  Y  quien  la  ve  tan  usurera  y  tan  ladina  pal 
rial,  y  todo  se  lo  va  á  entregar  á  ese  muerto  de  hambre! 

— Ah  !...  ¡  Eso  sí,  hermano  ! — interrumpió  Mi- 
nita,  poniéndose  en  pie  para  mejor  afirmar. — ¡Si  le 
viera  los  mimos  con  él;  si  le  viera  el  lujo!...  ¡Me 
parece  que  lo  tiene  cuchubito  de  plata  I... 

— ¡  Ah  canalla  ! — bramó  el  otro. — A  eso  fue  que 
vino  aquí  ese  méndigo  1  ¡  á  ver  qué  botón  nos  pega- 
ba y  qué  nos  podía  uñar !... 

— ¡Pero  si  es  ella  que  le  mete  la  plata  en  la 
mano  pa  sonsácaselo  ! — replicó  la  flacuchenta,  con 
entusiasta  manoteo. — \  Si  la  tiene  embotellada  !... 
¿Usté  eré  por  un  momento,  hermano,  que  él  la  pueda 
querer  ? 

— ¿  Y  qué  se  le  da  á  ese  picaro  casase  con  su 
agüela,  y  mamase  con  todo? — contestó  el  furibundo. 

Agustín,  el  espejo  de  los  egoístas,  hubiera  te- 
nido muy  á  mal  el  matrimonio  de  su  hermana  y  com- 
pañera en  cualesquiera  circunstancias;  pero  en  las 
actuales,  prevenido  como  estaba  contra  ella,  por  la 
manera  de  conducirse  con  él  últimamente,  y  viendo, 
como  veía,  un  usurpador  en  el  sobrino,  no  era  rabia^ 
no  era  despecho  lo  que  Agustín  sentía:  era  una  sa- 
cudida, un  choque  tan  violento,  que  rompió  de  súbito 
ese  á  modo  de  sortilegio  que  le  tenía  encadenado.  El 
amilanamiento  se  trocó  en  ventolera  de  furor.  El  co- 
raje y-  la  energía,  el  vigor  y  la  audacia  le  corcovearon 


XXVIII—  El  vuelo  375 

entre  el  pecho;  Sintió  ansia  de  estrangular,  de  des- 
tripar, de  esgrimir  machetes  y  arrancar  mondongos, 
de  derribar  el  templo,  de  incendiar  á  Roma:  Nerón, 
Sansón  y  Daniel  Escobar,  los  tres  juntos,  le  poseye- 
ron un  momento:  Asomara  por  ahí  el  filisteo  aquél,  y 
¡  como  hay  Diablo  I  que  se  cumple  el  antojo  que  tuvo 
Filomena:  le  bebe  la  sangre  al  tal  Bengala. 

Calla,  porque  no  puede_hablar.  Se  tira  en  la 
cama,  porque  le  falta  aliento.  Revuélcase  jadeante  y 
trémulo.  Se  levanta  luego  y  vuelve  á  pasearse  con  es- 
trepitoso zapateo;  gesticula  desaforado;  las  mechas  le 
revuelan;  y,  pa^rodia  de  Jacob, blande el  brazo,  asienta 
el. puño,  cual  si  luchase  con  invisible-contenéor. 

— c  ¡  Con  que  se  nos  casa  la  niña  Filomena  !  » — 
tartajea  al   fin,  dirigiéndose  á  Minita. —  ¡  Muy  bueno: 
no  se  sabe  cuál  va  más  armao,  si  ella  ó  el  títer  ese  !... 
Por  eso  era  que  estaba  tan  formalita  con   él,  que   diz 
que  lo  iba  á  proteger...  Ujúú  !...  ¡Y  yo  tan  bestia  que 
no  malicié  nada!...  ¡  Ah  vieja  inmoral  !  !  !•..  (Como 
un  bramido).  ¡  Yá  sé  cual  es  la  proteición  que  lequié-^,*^ 
redar  á  ese   asqueroso!...  ¡  Ah  maldita  ¡...¡Ahifir^ 
fame  !    Porque  me  ve  á  yo  enfermo  sé|fÍM<r)^(¿^o-' 
vechar  pa  dale  lo  que  es    mío...'áf'niozb;  \\o  qué^^y'ó 
he  bregao  y  sudao  toda  mP  vlítfa  \  j'jLW'^ju'á^rtie  hizo 
valer  tanto!...  ¡  Mi    plata' lB¡{iíi«wí-á^>.'  <r  ¡  pero  muy  I 


tarde  !»...*  i  Allá   estará   bién^'^üete,  la    perra  vaga 
munda,  pensando  que  en  esfo  me  les  muero,  pa  alzar 
con  todo!...  ¡  Ah  boba  que  está   esa...  ¡Mañana,  go 


*  Modismo  equivalente  á  nunca. 


876  Frutos  de  mi  tierra 

hoy  misrup,  mando  llamar,  un  Tthnrrnn  pn  pifime  con 
esa  asquerosa  1    ¡  No  le   hace   que  me  lleve  mil  ó  dos 


mil  fuertes;...  ¡No  quiero   más   cuentas  con  esa!... 
¡Y  primero  echo  mi  plata  al  río;  primero  se  la  pico  á 
los  marranos,  que  dejale  un  chimbo  ;  un  chimbo  !    j  á 
esa  angurriosa  !    ¡  Será  por  tan  generosa  que  es  !  ¡  Sí, 
muy  generosa  !    ¡demás!...  ¡con  lo  ajeno!    (A  me- 
dida que  suelta   la  lengua  el   arrebato  crece)...  ¡Yo 
tengo  la  culpa,  yo  la  tengo  !    ¡Si    hubiera  cogido    un 
garrote  y  le  hubiera  dao  una  tunda  al  César;   si  desde 
que  puso  los  pies  en  mi  casa  lo  hubiera   empuntao  pa 
la  porra  !...  ¡  Pero  fue  que  esa  ladrona  se  pautó  con  él 
apenas  me  vio  enfermo  y  humillao!...  ¡Por   eso   fue 
que  ese   demonio    de  ñapanga  me  quiso  pegar  y  me 
ultrajó!....  ¡porque   yá   estaba    cartiándose   con    él, 
de  iquí  á  Bogotá  !  ¿No  le  oyeron  los  cuentos  que  sa- 
caba de  tal  Bogotá,  y   amenazando    con    que  se  iba, 
con   que  se   iba.-*   ¡Por  eso   era!...  ¡Y   yo  tan  ino- 
cente !...  ¡  Pero  anda,  so    maldita,  audá   que  yo  te  las 
cobro!    ¡  Yá   te  cogí    todas  tus    tramas!...  ¡  Oué  tal, 
(^a'í  VA.no  tuviera  mis  alhajas  de  oro  bien  aseguradas 
f  eiV)^_eÜ¿ideJ^erro  !    ¡  Esta  era  la  hora  que  yá  se  las 
habí^^ep(k)a^  ío,dá4.al  marchante  !   Pero  nián  así:  ya 
me  hapráQ^K^j¿iq  ^|^i^t^]a  !...  ¡Figuren  el  tal  Cé- 
sar... que  es  ^ijog^jim^  .jwltiador,  cómo   será  de  la- 
drón !    ¡  Allá  estaráv-fije^^jiridido  usando    mis  cosas  ! 
i  Hasta  llave   falsa    tendrá  pa    abrime  mis  cómodas  y 
mi  escaparate,  y  braciar   con    todo  !...  ¡Hasta   en  mi 
cama  se  habrá  acostao  ese  mugroso  !...  ¡  Tan   acome- 
dida la  puerca,  á   mándame  á  temperar!...  ¡  Pa  salir 


XXVIII  —  El  vuelo  877 

de  yo,  pa  que  no  les  viera  las  infamias  y  la  inmora- 
lidá!...  ¡  Pues  me  voy!  i  Mañana  mismo  me  voy, 
mas  que  sea  en  la  cama  !  ¡  No  le  hace  que  me  muera 
en  el  camino  !  ¡  Hoy  mando  por  unos  cargueros  de  la 
agencia...  o  me  voy  á  pie  1...  ¡  Que  vayen  á  robarle  ] 
al  correo  !...  |  Bandidos  !...  ¡  Asquerosos  1 

Su  voz,  que  por  momentos  relemblaba,  se  fue 
apagando  hasta  no  producir  más  que  sonidos  inarti- 
culados, espasmódicos,  cuándo  como  gruñidos  de 
puerco  acosado,  cuándo  como  los  silbos  que  da  el 
caminante  para  cobrar  aliento.  Sus  ojos  bailaban 
sanguinolentos,  y  su  cara,  desencajada  y  lívida,  toma- 
ba á  veces  los  amoratados  de  la  apoplejía. 

El  auditorio,  inclusive  Bernabela,  estaba  como 
magnetizado  ante  aquel  aparato  de  furor.  Nieves  so- 
llozaba en  un  rincón:  hasta  de  fatiga  se  iría  á  morir 
su  hermano,  porque  yá  era  muy  pasada  la  hora  de  él 
almorzar...  ¿  pero  quién  iba  á  advertírselo  en  ese  mo- 
mento 1 

A  eso  se  oyen  unas  voces  que  llaman:  «Car- 
men !...  Carmen  !...  Nieves!  »...  Las  llamadas  per- 
manecen como  clavadas  en  sus  puestos.  ocNieveees,)) 
repiten. 

Agusto,  que  tal  oye,  se  precipita  á  la  puerta, 
abre,  y  sale  á  todo  correr.  Todos,  como  atraídos, 
salen  tras  él.  En  un  soplo  se  pone  en  la  cancilla,  y 
abre  haciéndose  del  lado  del  batiente.  Sarito  apare- 
ce, va  á  dar  la  mano  á  Filis  para  que  suba  y...  ¡  cata- 
plún  I  del  trancazo  cae  redondo  contra  un  barranco. 
Filis  da  un  chillido  y  va  á  alzarlo;  pero  antes  que  lo 


378  Frtitos  de  mi  tierra 

haga,  Aguslo  tira  la  tranca,  salta  al  camino,  y  se  le 
prende  de  los  gañotes  con  la  siniestra  mano,  mien- 
tras con  la  diestra  le  arranca  corrosca  y  balaca;  le  des- 
barata la  moña,  le  quita  chai  y  sombrilla,  que  unes 
tras  otros  vuelan  al  corral  de  los  marranos;  luego  la 
acogota  contra  la  tapia.  César,  aturdido,  tambalean- 
te, vendado  por  el  casco  que  se  le  ha  hundido  hasta 
los  ojos,  echando  polvo,  tacos  y  chispazos,  se  levanta 
y  va  á  defender  á  su  dama,  á  tiempo  que  las  negras 
acuden  en  terrible  chillería.  Agustín  suelta  á  Filis, 
empuja  á  las  negras  hacia  adentro,  y  asiendo  con 
violencia  la  cancilla  se  entra  y  cierra  á  las  volandas. 
En  cuanto  se  guarda  la  llave,  aulla:  "(¡Arrastra- 
dos!.... ¡Ladrones! ¡Vayan  á  enamorar  al  in- 
fierno !» 

Corre  á  la  casa,  va  á  tirarse  en  la  banca,  ve  el 
catabre^  se  da  cuenta  de  lo  que  es,  y  á  patada  limpia 
lo  avienta  al  corredor,  y.,    aquí  fue   el    horror  de  los 

horrores.  ¿  T{^J^cr:^Ar\  u^oH  c\  jiipgn  Áo  prr^nf^nít-f^np 
se  llama  El  Vnplnf   Pnnr  nqncllii  riii'    lii    inimiio! -«--jiip 

rénlos  capones,  y  volaron  los  capones;  que  vue* 
len  las  botellas,  y  las  botellas  volaron;  que  vuele  el 
pan  y  voló...  y  así  cada  cosa  fue  volando,  unas  al 
corral,  otras  á  las  Jttangas,  cuáles  á  La  Iguana. 

— ¡  Por  la  Virgen,  hermanito  ¡ — exclama  Nieves, 
poseída  de  infantil  pavor — ¡  Es  un  pecao  muy  grande 
botar  la  comida  de  mi  Dios!...  Muy  grande,  muy 
grande ! 

Más  grande  el  afán  de  Agustín.  Nada  se  salvó: 
la  lotería   de   dona   Chepa,  cartón   por  cartón,  voló 


XXVI II  —  El  vuelo  37  J 

también,  y  voló  el  talego.  El  suelo  quedó  como  es- 
carbado de  gallinas,  con  los  cigarrillos  de  don  Tomás 
Uribe  y  el  oráculo  en  añiccs;  Wiliam  Piper  se  estre- 
lló contra  las  piedras,  regándolas  con  su  sangre.  Bo- 
cadillo y  Ariquipe    rodaron   vomitándose  falda  abajo. 

Los    negros  chillan  y  comentan;  Nieves  llora;! 
Agustín  se  tira  en  la  cama    desfallecido;  gallinazas,! 
perros  y  marranos  se  alborotan  por  esas  mangas;  el 
ciiccrrador  corre  á  disputarles  tan  rico  botín;  Mini- 
ta,  serena,  inmutable,  de  codos  en  la  baranda,  abrien-^ 
do  más  sus  ojazos  de  abismo....  no  dice  nada. 

Entretanto  Sarito,  espeluznado  de  la  furia,  su- 
doroso del  largo  caminar,  trataba  de  consolar  á  la  des- 
empajada Filis,  que,  sentada  en  una  piedra  del  cami- 
no, se  emperraba  á  lágrima  viva. 

— Yo  lo  que  más  siento....  ji  !  ji  1  ji  !...  fue  ese 
palazo  tan  horrible  ! ...  ¡Te  va  suceder  algo!...  ]i  ! 
ji  !  ji  I 

— ¡  Si  no  me  pasó  nada,  hijita  !  (enjugándole  los 
mofletes  con  la  ruana ).  Cálmate  !....  Estaba  mal 
parado  y  me  caí:  eso  fue  todo!...  No  me  indigna 
sino  que  ese  chibato  imbécil  te  hubiera  irrespetado... 
¡  Es  tan  bruto  !...  ¡  Por  fortuna  no  tráia  mi  revólver,/;» 
porque  si  no,  ai  queda  !  ^^ 

—  ¡Gracias  á  mi  Dios!...  ¡Valiente  desgracia 
había  sucedido  !... 

— ¡  Yá  lo  creo ! ...  j  No  le  perdono  al  que  te  ofen- 
da ! —  jj¿e  Sarito,  más  tonante  que  el  padre  de  los    - 
dioses. — i  Lo  mato  I ...  \  Mañana  le  mando  esquela  de 
desafío  !...  ¡  Miserable  ! 


380  Frutos  de  mi  tierra 

— ¡  Nó,  por  la  Virgen,  Saritol...  ¡No  me  aca- 
bes de  matar  ! — solloza  Filis,  levantándose  desespera- 
da.— ¡  No  se  vaya  á  hacer  criminal  ! ...  ¡  No  le  vaya  á 
hacer  nada,  por  Dios!...  ¡Se  lo  pido  de  rodillas! 
(uniendo  la  acción  á  la  palabra). 

— j  Peruhija  !...  i  No  te  pongas  así !  (alzándola). 
¿  No  hago  siempre  lo  que  tú  quieres?  ¡  Le  perdono 
por  ti ! 

— ¿  Se  compromete,  mi  rey  ? 

— i  Te  doy  mi  palabra!...  Pero  cálmate,  vida 
mía....  y  arréglate  un  tantico  el  cabello,  para  que  si- 
gamos. 

Filis  medio  se  arregló  como  pudo;  pero,  á  pesar 
de  estar  bajo  la  egida  de  aquel  su  Bayardo,  no  podía 
resignarse  del  todo.  Sentía  un  despecho,  una  incomo- 
didad con  doña  Chepa  :  la  tintura  no  sólo  desteñía, 
sino  que  largaba  una  grasa  verdosa.  La  ruana  de  Sa- 
rito  quedó  como  si  hubieran  puesto  en  ella  una  cata- 
plasma de  paico. 

Eran  cosa  de  las  once  y  media.  A  propia  hora 
emprendieron  el  regreso,  con  aquel  resistero  de  sol; 
Sarito  con  el  casco  muy  desmejorado.  Filis  en  cuerpo 
y  sufriendo  el  tormento  del  borceguí,  en  esas  zapati- 
llas de  las  Arangos.  Y  ¡  lo  que  es  el  mundo  !  mien- 
tras los  amantes  iban  desfallecidos  de  pura  hambre, 
la  puerca  y  sus  siete  infantes  se  hartaban  de  chai  y 
sombrilla,  de  capones  y  bocadillo. 

En  Robledo,  donde  todavía  no  había  hotel,  ni 
Jordán^  ni  parador  alguno,  compraron  dulces,  que 
Filis  ni  comió  siquiera,  cori  la  vergüenza  que  tenía 


XXVIII  —  El  vuelo  881 

de  verse  destrapada  u  como  una  loca».  Pero  sí  com- 
pró un  sombreritode  caña  y  unas  alpargatas;  porque 
«  como  Agusto  la  había  pisado  tan  duro....i>  y  des- 
pués de  tanto  esconder  el  tamaño  de  los  pies,  Sarito 
tuvo  que  llevarle  las  zapatillas,  amarraditas  en  un 
pañuelo. 

Tal  acabó  la  celebración  de  la  dispensa,  Al  día  7 
siguiente,  muy  temprano,  recibió  Agustín,  nó  cartel 
de  desafío,  sino  una  carta  escrita  por  el  novio  y  firma- 
da por  la  novia,  en  que  lo  ponían  de  oro  y  azul. 
Por  ella  lo  llamaba  la  prendera  á  liquidación,  tocan- 
do, como  se  ve,  á  una  puerta  que  se  iba  á  abrir  por 
sí  sola. 

De  todo  lo  cual  resultó  que  en  la  gallera  se 
presentaron  dos  rábulas,  de  aquellos  de  memorial  á 
peseta  y  una  argucia  en  cada  renglón. 

(í  No  rebuznaron  en  balde  el  uno  y  el  otro  alcal- 
de,» pues  tanto  y  tan  recio  se  mellaron,  que  la  parti- 
ción se  hizo  por  vapor,  sin  que  hasta  ahora  se  haya 
podido  averiguar  cuál  de  los  deslindados  quedó  más 
quejoso  del  otro. 

Y  aquí  es  preciso  hacer  constar  que  Filomena 
se  manejó  con  mucha  «  hombría  de  bien.» 


XXIX 

¡  ES     UN     SUEÑO  ! 
(Crónica    de    costurero") 


[UÉ  será  ? 

Por  los  afanes  y  carreras  de  tanta  gente 
bien  se  comprende  que  es  mucha  cosa.  ¿  Se 
moriría  el  Obispo  ?  Eso  si  nó:  no  hay  señal 
de  luto  en  la  Catedral.  Serán  los  rojos  ?  Sí  parece 
cosa  de  pronunciamiento;  pero  los  rojos  que  corren 
por  ahí  no  están  asustados,  y,  además,  los  rostros  bu- 
rocráticos más  parecen  de  pascuas  que  de  ál;  y  si 
fuera  pronunciamiento,  no  andorreara  por  esas  ca- 
lles de  Dios  ese  mundo  de  mujeres.  ¿Si  será  algu- 
na comunión  de  jubileo  .''  A  buen  seguro  que  andu- 
vieran más  en  calma,  j  Si  es  cuestión  de  llevar  la 
lengua  afuera  de  puro  correr  ! 

/  Sonar  de  faldas  y  taconeo  femenil  se  oyen  por 
todas  partes,  con  lo  que  queda  dicho  que  el  mujerío 
alborotador  no  es  el  de  la  plebe.  Aunque  éste  se  en- 
trevera también  en  el  concurso,  está  en  minoría,  ó  en 
empate,  cuando  más.  Tampoco  los  varones  se  están 
muy  sosegados;  que  muchos  cachacos  andan   embele- 


XXIX —  ¡Es  un  sueño!  383 

cados,  metidos  en  el  embolismo.  En  esquinas,  tien- 
das y  oficinas  todos  están  en  expectativa  é  indagando 
qué  será  de  ello.  Gentes  que  no  se  conocen  se  inte- 
rrogan y  se  tratan  como  viejos  camaradas;  vincula- 
dos en  ese  momento  por  la  general  expectación.  El 
que  no  corre  se  alebresta.  El  que  no  atisba  pide  in- 
formes á  los  transeúntes. 

Como  es  sábado,  día  consagrado  por  la  costumbre 
para  el  aseo  y  arreglo  de  almacenes  y  talleres,  se  sien- 
te por  dondequiera  un  barrer  y  un  trastear  vertigi- 
nosos; pues  hasta  las  escobas  y  el  trapajo  sacudidor 
están  apurados  en  este  sábado  de  los  afanes. 

Confluye  á  la  plaza  principal  un  turbión  de  cris- 
tianos, que  se  escurre  por  la  Calle  del  Comercio^  y, 
engrosado  por  los  que  suben  y  bajan  la  de  Ayacucho, 
se  lanza  á  San  Roque  como  una  creciente. 

La  angosta  plazuela  de  este  nombre  se  estremece: 
por  las  seis  bocas  le  tributa  sus  gentes  Medellín;  y 
aquello  se  llena,  se  encrespa  desbordándose  por  arriba, 
por  abajo  y  por  los  lados.  No  son  yá  las  espumosas 
oleadas  de  la  crc7Jie,  es  el  heterogéneo  sedimento  de  la 
ciudad.  Desde  luego  que  el  cuerpo  etnbolador^  invi- 
tado nato  á  todo  bureo  público,  está  allí  con  los  úti- 
les é  ingredientes  de  su  industria,  dando  carácter  al 
concurso,  enredando  con  piruetas  y  gestos  de  payaso, 
con  el  refrán  en  boga,  con  la  cuchufleta  maliciosa, 
subida  de  color.  Las  demandaderas  comerciales  co- 
madrean con  gárrula  animación,  á  la  vez  que  atisban 
todo  y  aprietan  y  avisoran  el  canasto  dé  compra?  y 
muestrarios.  Ciiadas  que  van  al  mercado,  alternan  en 


384  Frutos  de  mt  ttevra 

una  y  otra  parte,  llevando  bajo  el  brazo  la  batea  ó  el 
cesto  para  la  provisión.  Los  mendigos,  fugados  délos 
asilos,  lucen  allí  sus  pingajos  de  rabo  de  cometa,  las 
patas  de  palo,  las  muletas,  sus  llagas  y  su  mugre.  La 
granujería  callejera  y  desarrapada  resbala  entre  la 
turbamulta  como  lagartos  eri  el  bardal.  Vocea  á  todo 
pecho  el  vendedor  de  periódicos. 

Entre  el  sordo  rumor  de  la  creciente  se  perciben 
los  codazos,  los  pisotones,  la  réplica  agresiva  y  furi- 
bunda, el  exaltado  altercar:  cuando  menos  es  que  la 
moza  del  partido,  á  pretexto  de  que  la  empujan  ó  in- 
comodan, le  da  en  qué  entender  á  la  niña  de  alma 
blanca  y  púdicos  carmines.  El  chai  de  seda,  ó  el  en- 
caje de  la  rica  mantilla  de  la  señora,  se  enreda  en  los 
botones  del  gabán  heredado  del  pordiosero,  si  no  en 
la  leontina  de  algún  Lovelace  de  arrabal. 

Y  todavía  llegan,  jadeantes  y  sudando  la  gota 
gorda,  no  pocos  rezagados. 

Señora  hay  que,  en  su  temor  de  no  alcanzar  la 
fiesta,  ha  olvidado  camxbiar  de  calzado,  y  va  muy 
ufana  con  las  chancletas  caseras  y  un  dedo  asomado. 

¡  Para  asomos  ese  día !  Por  la  plaza,  El  Comer- 
cio y  San  Roque,  en  puertas,  ventanas  y  balcones,  en 
cuanto  da  á  la  calle,  están  apostadas  las  mamas,  las 
tías,  las  niñas  y  las  criadas,  hechas  un  racimo;  pues 
en  casa  alguna  hay  palcos  para  tanta  visita.  Estíran- 
se  los  pescuezos,  los  talles  se  apoyan  contra  las  baran- 
das, y,  á  no  ser  porque  las  antioqueñas  son  tan  equi- 
libristas, muchas  se  fueran  de  cabeza  á  media  calle. 
Las  de  más  atrás,  encaramadas  en  taburetes,  quisie- 


XXIX— ¡Es  un  sueño!  385 

ran  volar.  Milagro  será  que  las  monjas  carmelitas  no 
pongan  escalera  y  se  asomen  también  por  los  tejados. 

Qué  será  ?  ¡  Si  tan  siquiera  hubieran  dado  pro- 
grama!... 

— I  Hoy  sí  es  el  día  que  se  calienta  mi  siá  Ma- 
nuela ! — dice  una  dentrodera  á  su  interlocutora. — 
Dende  las  seis  me  despachó  pal  mercao  ! 

— Eh  !...  Ejala  que  se  caliente  ! — replica  la  otra, 
que  es  nada  menos  que  nuestra  amiga  Bernabela. — 
Losotros  tamién  semos  gente  y  los  gusta  ver!...  Yo 
tamién  tengo  que  pegar  patas  pal  Cucaracho  antes 
di  almuerzo....  ¡  pero  sin  ver  bien  toíto  esto  no  me 
voy  ! 

— ¿Y  vos  sí  crés  que  yo  m'iba  ?...  Pero  acábame 
contar....  ¿  Y  la  casa  tá  cerrada  ? 

— Cerrada!  Pes  no  te  ¡go  que  tuá  la  jamilia  ta- 
mos aá  en  El  Cucaracho?...  ¡Pero  mira,  hole :  es 
tanta  l'injuria  que  li-h'agarrao  á  es¡-hombre,  qui-has- 
ta  siá-liviao !...  ¡María  Madre!...  ¡si  eso  pece  un 
Judas  en  aquella  casa !...  Pero  qué  te  paece  qui  hasta 
mi  padre  San  Serapios,  que  lo  tenía  alumbrao  la  niña 
Nieves,  lo  rumbó  á  la  manga!...  ¡Un  imagen  tari 
patente,  que  los  imprestaron  en  Robledo  I...  [  Toíto 
se  salió  del  enmarcao,  y  se  l'hizo  un  roto  en  derecho 
del  machete  que  tiene  el  verdugo  !...  i  Ni  pa  lo  que 
lloró  esa  niña ! 

— Y  eso  á  cuente  qué  ? 

— Pes  de  tentao  !...  ¿No  te   igo    qu'está  endia- 

blao  ?  Eh  !   ¿  vos  qué  crés  ?  Mira:  á  conjormes-taba 

de  flatoso  ta-gora  de  violento:  ¡  Esu-es  quebrar  loza 

25 


886  Frutos  de  mi  tierra 

y  hacer  casabates  sin  caria  !...  ¿  No  te  igo,  pues,  que 
m'inviaron  trasantier  á  comprar  platillos,  porque  los 
dejó  sin  en  qué  comer  ?  Dende  que  le  trancó  al  niño 
Cersa,  y  qu'iba  horcar  á  doña  Jilomena,  t'asine  dañi- 
no!... ¡  Es'es  otro  modo!  A  la  niña  Nieves  la  tiene 
en  el  güesito,  di  hacela  penar  y  d'echaie  cocas.  A 
l'otra  niña,  qu'es  tan  rispida  y  malgenios,  tamién 
l'acabó  l'otro  día:  ¡Tanté  que  se  puso  alégale  ....y 
l'agarró  por  la  crisnejita  y  echó  á  jalar  qu'en  un  tris 
se  l'arranca  !  Peru-esa  si  nu-es  como  la  niña  NieVes: 
dend'ese  día  le  saca  la  caja,  y  puai  se  lo  pasa  sestiando 
qui-ni  vaca.   ¡Tanté!   ¡  comu-es  ella  di   arrecostada! 

— Bueno...  ¿  y  el  viejo  y  doña  Filomena  siempre 
quedaron  bravos  ? 

— ¿Bravos.''...  ¡María  Madre!  i  niún  jumo  se 
tiran  si  se  llegan  á  topar  I  Si  vos  li-oyeras  qué  lay'e 
dichos  se  pasa  diciendo  d'ella  y  el  niño  Cersa  !.».  ¡Y 
toíto  delante  d'esa  niña  q'és  l'inociencia  !...  ¡  Si-esu 
-és  el  Patas  que  lo  tiene  enjunecido  !...  ¡  Ave  María, 
ole,  si  no  juera  q'esa  niña  es  tan  güeña,  y  se  manija 
tan  lindo  con  yu-y  Carmen...  mira:  yálos  habíanos 
largao  ! 

— También  será  por  la  paguita  ¿  no,  hole.? 

— Pes  también  !...  ¡  Tanté  diá  diez  pesos  tó-los 
meses!...  ¡Pero  sí  los  sacan  el  serote,  es  cuanto  te  igo! 

— y  decime,  hole,  Bernabela,  ¿  por  qué  sería  q'ese 
iño  tan  bonito  se  fue  á  casar  con  mi  siá  Filomena, 
an  viejorra  y  tan  patoniada  } 

— ¿  Y  preguntas  1...  ¡  ]2es4Kir-Ia.,_.£lata_L^^__PorJa 
lata  baila  el  perro,..  ¡Tanté  con  tuá  la  q'ella  tiene!.., 


\, 


XXIX—  ¡Es  un  sueño!  887 

¡Se  jué  más  güete  con  su  trozo-e  muchacho  !...  ¡  has- 
-tai !  Qué  tan  contenta  taría,  que,  con  lo  perecida 
q'és,  me  dio  mi  cincana  pa  yo  y'oíra  pa  Carmerí... 
Tamién  jué  que  yo  juí  l'única  que  me  li-acomedí 
ayúdale  arreglar  jiambres  y  todo...  ¡El  caudal  que 
llevaron...  es  dicir  ! 

€  ¡  Yá  vienen  !   ¡  Yá  vienen  !  » — se  oye  gritar. 

La  muchedumbre  se  crispa.  Los  emboladores  re- 
doblan en  sus  cajas.  La  chiquillería  salta  alborozada. 
Todos  se  empinan.  La  boba  del  barrio  se  zangolotea  y 
grita:  «  ¡  Híji,  fiestas  !  !  !» 

Por  la  esquina  de  la  plaza  asoma  la  cosa. 

Se  distingue  por  entre  el  gentío  una  ringlera  de 
sombreros  de  copa,  muchos  plumajes  y  un  bulto  blan- 
co. La  cosa,  empujada  por  otro  gentío  que  la  sigue, 
recorre  en  un  des  por  tres  la  primera  cuadra;  entra- 
da en  la  segunda,  apenas  se  mueve,  detenida  por  la 
turba.  Va  á  torcer  la  esquina  de  la  plazuela...  por 
dónde?  Dos  gendarmes  intervienen:  la  acera  medio 
se  despeja.  Los  detenidos  avanzan... 

Un  soplo  de  estupor  pasa  por  aquella  gente:  los 
ojos  se  agrandan,  más  de  una  boca  brinda  hospitali- 
dad á  las  moscas. 

El  momento  es  tan  solemne,  que  la  muchedum- 
bre se  serena.  Oyese  el  pisar  de  las  señoras,  lento, 
acompasado  y  de  botín  nuevo,  el  de  los  señores,  bronco 
y  chirrionudo;  y,  allá  como  vientecillo  en  los  mai- 
zales, se  percibe  ese  rozar  cosquilloso  de  las  faldas  de 
seda.  ¡  Al  fin  se  puede  ver  !  ¡  Qué  éxtasis  I  ¡  Figuri- 
nes en  carne  y  hueso  ! 


388  Frutos  de  mi  Hería 

Cada  galán  va  con  su  dama.  Ellos,  uniformados 
con  la  flamante  ceremoniosa  vestimenta  de  toda  la 
vida.  ¿  No  la  conoce  usted  1  Pues  vea:  sobretodo,  cola 
de  pájaro  y  pantalón  negros,  lo  demás  como  una  bre- 
taña,  menos  sombrero  y  zapato,  que  relumbran  que 
ni  un  azabache.  Ellas,  completamente  desuniforma- 
das: ésta  de  morado,  aquélla  de  verdecito,  color  de 
rosa  la  una,  color  de  natilla  la  otra;  cuál  lleva  som- 
brero en  forma  de  cedazo,  cuál  uno  como  plato  con 
flores,  quién  va  mitrada  y  con  barboquejo  de  cintas; 
y  todas  rebujadas  de  corpino;  todas  con  la  saya  pe- 
gada, largas  y  escurridas  como  Santas  Ritas  de  sacris- 
tía, y  con  unas  cinturiticas  que  ya  se  trozan. 

Porque  sabemos  de  muy  buena  tinta  que  ahí  van 
las  Palmas  y  las  Bermúdez,  podemos  asegurarlo;  pero 
¡  imposible  conocerlas  !  ¿  Pues  y  á  don  Pacho  .?  ¡  Don 
Pacho  de  frac,  corbata  blanca  y  guantes  1  .. 

En  cuyo  brazo  se  apoya  la  novia;  y  tal  va  ella, 
que  alguien  la  compara  con  un  ángel, — comparación 
tanto  más  razonable,  cuanto  la  desposada  tiene  en  los 
hombros  sendos  promontorios  de  trapo,  á  modo  de 
alas  recogidas. — El  \t\o^abuUoiiado  en  la  cabeza,  pren- 
dido con  las  flores  de  naranjo,  flotando  por  detrás,  flo- 
tando por  delante,  flotando  por  los  lados,  la  envuelve 
como  en  neblina  matinal.  Y  tiene  usted  el  ángel  entre 
nubes. 

No  va  ni  envanecida  ni  turbada;  el  aire  es  de 
sentirse  satisfecha;  sus  denguecillos,  á  fuer  de  angéli- 
cos, sólo  cosa  de  cielo  pueden  ser;  las  miradas  que,  de 
cuando  en  cuando,  dirige  al  público,  al  través  del  etéreo 


XXIX  —  /  Es  un  sueñ  o  /  389 

antifaz,  escomo  si  dos  estrellas  se  filtrasen...  y  todavía 
es  poquito  para  lo  que  siente  el  novio. 


II 


Pero  no  son  los  indumentos  nupciales,  ni  el  boato 
de  los  padrinos,  ni  el  ángel,  ni  las  estrellas,  lo  que 
más  cautiva  á  la  gente;  es  que  en  el  matrimonio  de 
que  venimos  tratando,  y  en  la  persona  d€  Clementi- 
nita  Escanden,  se  ha  resuelto  uno  de  los  problemas 
más  difíciles,  más  trascendentales  para  el  buen  tono  [ 
antioqueño. 

De  indolentes,  cuando  menos,  nos  acusaría  la 
historia  ¡  y  con  cuánta  razón!  si  dejásemos  de  ano- 
tar tan  importante  episodio. 

Hele  aquí:  es  el  caso_£ue  en  Medelh'n,  á  pesar 
de  nuestros  pujotfíp  rívili/nniórij  contado  es  todavía 
el  capitalista  que  gaste  carruajes  propios.  En  casa  de 
don  Pacho,  con  ser  de  las  primeras,  no  los  había. 
Doña  Bárbara  se  puso  en  apuros:  ir  el  acompaña- 
miento matrimonial  en  esos  armatostes  de  alquiler, 
cundidos  de  sumbambico  y  de  carangas  \  imposible  ! 
Conseguir  prestados  con  los  que  tuvieran  ¡  nó  en  sus 
días!  Que  fueran  á  pie,  ¡  peor  que  todo  1  Cierto  que 
aquí,  tanto  novios  como  padrinos,  van  á  la  iglesia  en 
sus  piecitos,  sin  que  por  ello  se  deje  de  echar  el  resto; 
pero  no  se  trataba  del  rumbo,  precisamente,  sino  de 
aquellas  siete  cuartas  de  cola,  de  aquella  lengua  de 
faya  forrada  en  golillas  y  rizados.  Alzarla,  á  más  de 
incómodo,  era   tanto   como   quitarle  la   gracia  á  la 


.9^ 


390  Frutos  de  mi  tierra 

novia;  y  de  figurarse  nada  más  que  tanta  riqueza 
fuera  á  barrer  los  polvos  y  lodos  de  la  calle,  le  daba 
la  jaqueca  á  doña  Bárbara  I  Qué  hacer  ?  Bien  podría 
ella  poner  á  la  mulata  dentrodera  como  una  ascua  de 
oro,  para  que  llevase  el  enemigo  de  la  cola,  ¡  pero 
zambas  sí  que  no  metía  ella  en  la  danza...  ni  á  palos  ! 
I  Dos  días  faltaban  para  las  bodas,  dos  días  tan 
'solamente.  Todo  estaba  previsto,  todo  arreglado, 
menos  el  enredo  éste.  La  señora  se  desvelaba,  consul- 
taba, y  nada.  Pero  ¡  oh  Arquimedes  1  el  terrible  rom- 
Lpecabezas  encalló  en  la  de  doña  Bárbara  Campero  de 
la  Calle  de  Escandón.  A  lo  mejor  del  insomnio  se  le 
vino  á  la  memoria  el  Buen  Pastor  del  Carmen,  tal 
como  lo  arreglaban  las  monjas,  no  há  mucho  tiempo, 
para  la  procesión  de  Ramos.  ¿  Qué  más  lindo  que  ese 
Niñito  Jesús,  paradito  en  el  extremo  de  las  andas, 
teniéndole  la  punta  del  manto  á  Jesús  grande  ? 

El  problema  está  resuelto. 

Doña  Bárbara,  á  falta  de  un  Niño  Dios  camina- 
dor, se  fijó  desde  luego  en  Tina,  la  última  de  sus 
niñas,  preciosa  criatura  de  diez  años,  muy  menuda, 
muy  juiciosita  para  todo,  y  á  quien  llamaban  La 
Mona,  por  ser  blonda. 

Levantóse  con  el  alba  la  señora,  y  á  propia  hora 
despertó  á  la  niña;  y  provista  de  papeles  y  de  una 
pucha  de  agrio  de  naranja,  principió  luego  el  empa- 
pirotamiento  general  de  la  linda  cabeza.  Terminada 
la  labor,  cofiada  que  fue  la  paciente  con  un  pañuelo, 
y  notificada  de  no  asomar  las  narices  á  la  puerta 
hasta  el  gran  día,  la  emprendió  doña  Bárbara   con  el 


XXIX—  ¡Es  un  sueño/  391 

traje  de  primera  comunión  de  la  chica.  Hilvanando 
aquí,  prendiendo  allá,  un  fruncido  en  una  parte,  un 
ringorrango  en  otra,  pronto  estuvo  trasformado  el 
eucar/stico  ajuar. 

Llegado  el  día,  vueltos  tirabuzones  los  papirotes, 
abultada  la  cabeza  en  un  cincuenta  por  ciento  y 
puesta  la  guirnalda  de  rosas  artificiales,  quedó  La 
Mona  mitad  virgencita  quiteña,  mitad  ninfa  de  pro- 
cesión, y  doña  Bárbara  harto  ufanada  con  su  invento. 

Consignado  este  rasgo  para  eterna  remembranza, 
prosigamos. 

Sin  sombrero,  con  mucha  seda  y  mucho  dia- 
mante, de  bracero  con  el  novio,  y  detrás  de  la  novia, 
iba  la  inventora  instruyendo  y  dirigiendo  á  media 
voz  el  consabido  asunto.  No  eran  pocos  los  enojos 
internos  que  sufría,  al  ver  que  el  gentío  no  dejaba 
obrar  como  ella  deseaba;  pues,  aunque  tanto  la  novia 
como  la  niña  estaban  muy  industriadas,  no  era  fácil 
regular  la  marcha  de  las  dos  ni  ponerse  á  justa  dis- 
tancia, de  lo  cual  resultaba  que  novia,  cola  y  porta- 
cola  se  volvían  un  enredo  en  que  la  niña  se  perdía, 
la  cola  se  arrastraba  y  la  novia  se  enguaralaba;  ó 
bien  que  se  apartaban  tanto,  que  cada  cual  tiraba  de 
su  lado,  con  tales  estirones,  que  á  no  estar  la  falda 
cosida  tan  á  conciencia  como  lo  estaba,  sabe  Dios  el 
susto  que  pasaran.    Don  Pacho  trinaba. 

La  comitiva  entra  por  fin  al  palacio  episcopal,  y 
los  gendarmes  quedan  defendiendo  la  frontera. 

Y  mientras  Su  Señoría  Ilustrísima  lee  la  epísto- 
la de  San  Pablo  y  bendice  la  pareja,  hagamos  nos- 


392  Frutos  de  mi  tierra 

otros  los  mal  criados  poniendo  oreja  á  lo  que  con- 
versan varias  señoras  en  un  balcón. 

— I  Nó,  nó,  niñas,  por  Dios !...  ¡  qué  primor  ! — 
exclama  una  señorita  de  treinta  y  dos  nochebuenas, 
aspiranta  á  señora. —  ¡Esto  sí  es  lujo!...  ¿Vieron  el 
ramo  que  llevaba  .?...  ¡  Qué  cintas  tan  encantadoras  ! 
¿  Se  fijaron  en  el  pasador  con  que  tenía  prendido  el 
velo?  ¡Es  una  pina  de  diamantes!...  ¡Y  esos  enca- 
jes, por  Dios!...   Le  aseguro  que  Pepa  va  preciosa! 

— Más  es  bulla  que  otra  cosa  !  Va  bien  puesta, 
pero  preciosa  nó — repone  otra  señorita  cuarentona  y 
pobretona. —  Y  ese  gancho....  es  el  de  las  Bermúdez, 
que  se  lo  pusieron. 

— Eso  sí  nó,  mijita — protesta  otra; — yo  misma 
lo  he  visto  con  mis  ojos:  se  lo  mandó  la  madre  de 
Gala  y  es  una  joya  antigua  de  mucho  mérito. 

— Alguna  vejez  del  Cauca,  que  son   tan   pasaos. 

— Pues  nó,  niña:  en  esta  semana  leímos  en  La 
Moda  que  las  joyas  antiguas  se  han  estado  usando 
tanto,  que  hasta  las  nuevas  las  están  haciendo  al  es- 
tilo antiguo,  y  hasta  les  dan  color  que  parezca  viejo: 
¿No  es  cierto,  mamá  ? 

— Ah  sí!  muy  de  moda....  ¡Y  aquí  tienen  la 
manía  que  joyas  no  se  usan  ! 

— ¡  Pues  á  mí  me  dijeron  las  Pardo  que  en  París 
no  se  ven  ni  aun  aritos  1  Y  yá  ve  que  acaban  de  llegar 
de  Europa. 

Y  luego  agrega: 

— ¿  Pero  no  vieron  á  las  Palma  tan  metidas  en 
docena  .? 


XXIX  —  ¡  Es  un  sueño/  393 

—  ¡  Pero  si  son  madrinas,  niña  !  .. 

— ¡  Pues  no  debían  haber  aceptado  si  habían  de 
estar  menos  que  las  demás!...  Yo  no  me  metía  en 
fiestas  como  ésta,  con  traje  de  raso  de  algodón. 

— ¡Raso  de  algodón!....  ¡Si  los  trajes  son  de 
chalí  de  seda,  con  adornos  de  surhá!....  ¡lindos! 
¡lindos  ! 

— Pues  peor,  porque  unas  costureras  como  ellas 
no  se  deben  meter  en  seda. 

— Nó,  niña, — observa  la  mamá. — Pepa  les  regaló 
los  cortes,  y  ellas  los  hicieron. 

— Muy  apenadas  que  estaban  con  el  regalo — 
agrega  la  hija; — pero  mi  siá  Bárbara  no  quería  sino 
que  todas  las  del  acompañamiento  fueran  de  seda,  y 
por  eso  tuvieron  que  hacer  los  trajes. 

— Pues  yo  no  recibía  esa  clase  de  regalos. 

— Juú  !... —  murmura  doña  Chepa,  que  también 
está  ahí. —  Gattis  nun  comen  churizo  piirque  nnn  daré. 

— ¡  Eso  será  el  gato....  pero  yo  no  soy  gato  ! — 
contesta  la  criticona,  roja  de  ira. 

— ¡  Nó,  niña....  es  una  chanza ! 

— Será  chanza,  pero  de  muy  mal  gusto. 

La  señora  de  la  casa,  viendo  armada  una  muy 
gorda,  cambia  el  tema  diciendo  á  doña  Chepa: 

— ¡  Ah  usted,  Chepita  I...  También  diz  que  es- 
tuvo de  madrina,  y  nos  guardó  el  secreto  por  no  con- 
vidarnos I...  Bueno  !...  así  se  hace  con  las  amigas !... 

— I  Pero  qué  querías,  ala;  sieso  fue  en  un  se- 
creto !... 

— Y  eso  por  qué  ? 


linaguanti 
Udisenterií 


394:  Frutos  de  mi  tierra 

—  ¡Cosas  de  Filomena  !...  Como  Cesarilo  vivía 
en  la  casa,  determinó  no  decir  nada  para  que  no 
hablaran. 

— ¿Y  diz  que  es  muy  buen  mozo  ese  joven, mi  siá 
Chepa? — pregunta  una  niña  de  diez  y  siete. 

— ¡  Es  una  lámina,  mija....  una  pintura  !  Yá  ve 
que  Gala  tiene  fama....  ¡y  no  hay  comparación  ! 

— ¿  Y  diz  que  hubo  mucha  oposición  en  la  fami- 
lia de  esa  señora  ? — interroga  otra. 

— Pues  nó,  niña....  Cosas  de  Agustín,  que  está 
itable!  Es  un  maniático...  más  necio  que  una 
íUiisenieria  !  Cosas  de  viejo  solterón  ! ...  ¡  Pero  á  éste 
sí  se  le  ha  sentado  la  soltería  del  modo  más  atroz  ! 

— ¿  Y  fue  esa  gordiflona  que  vendía  junto  á  los 
Rojas  la  que  se  casó  ? —  exclama  la  cuarentona,  con 
gesto  despreciativo  y  ánimo  de  vengarse  de  lo  del 
gato  en  la  ahijada  de  doña  Chepa. —  ¡Pero  eso  es 
gente....  enteramente  de  media  petaca! 

— Nó,  niña — replica  la  madrina: — es  gente  de 
petaca  entera,  porque  tiene  mucha  plata  ! 

— Pero  i  esa  vieja....  esa  tiendera  ? 

— ¿Le  parece  muy  raro  ?  (un  poco  amostazada). 
k  — Sí  me  parece  muy  raro  que  una  vieja  tan  vieja 

'\^se  case  !  (muy  satisfecha  con  la  indirecta). 

— Sí?  ¿Conque  las  viejas  r.o  se  pueden  casar? 
Pues  yo  la  veo  á  usted  muy  puesta  en  razón....  con 
los  hombres. 

—  ¿  Yo,  mi  siá  Chepa  ?...  ¿  Yo  ?... 

Por  fortuna  un  taburete  se  cae,  metiendo  mucho 
ruido.  Las  señoras  se  mueven,  y  algunas  cambian  de 


XXIX—  ¡Es  un  sueño!  395 

puestos.  La  de  la  casa,  para  ver  de  conjurar  la  tem- 
pestad, se  dirige  á  doña  Chepa,  diciéndole: 

— ¡  Si  viera  qué  tati  bello  el  ramo  del  doctor 
Puerta  !  Aquí  lo  vimos  de  paso.  Le  sale  como  en  cin- 
cuenta pesos  !  El  portabuqué  no  más  le  costó  treinta 
donde  los  suizos:  es  de  electro-plata,  ¡  primoroso  !... 
de  este  altor.... 

Y  mientras  la  madre  señala  á  tres  cuartas  del 
suelo,  la  entusiasta  hija  le  quita  la  palabra  y  continúa: 

— El  ramo,  que  es  inmenso,  es  todo  de  jazmines 
del  Cabo  y  de  otras  flores  j  más  bellas !  Diz  que  encar- 
gó flores  hasta  Sonsón!...  ¡Pero  qué  les  parece! 
rae  dijeron  las  Ríos  que  el  ramo  que  le  mandó  El 
Pomo  es  mucho  más  bonito:  el  jarrón  diz  que  es 
primoroso,  y  el  ramo  tiene  las  tarjetas  de  todos.... 
¡más  de  cuarenta...  y  enorme  !...  ¡Ave  María,  niña,  (di- 
rigiéndose á  la  enojada)  han  pasado  con  ramos  por  la 
calle....  que  no  figure  !  Me  parece  que  no  caben  en 
la  casa  ! 

— ¡Muchísimos,  niña  1 — dice  una  señora  que  está 
en  otro  grupo. — Me  dijerori  que  las  Trujillos  habían 
hecho  más  de  veinticinco,  fuera  de  canastas. 

— Dicen  que  los  regalos  son  lindos  y  de  mucho 
valor, — observa  otra. 

— i  No  tiene  idea  !  Vea,  niña  !... 

Y  la  aspiranta  al  matrimonio  le  fue  haciendo  una 
lista  de  regalos  y  regaladores  que  la  dejó  turulata. 
¡Valiente  memorión! 

—  Usted  también  le  haría  su  buen  regalo  á  la 
ahijada,  ¿  nó,  mi  siá  Chepa  ? 


896  Frutos  de  mi  tierra 

— Nó,  raija:  nada  que  merezca  la  pena  !.  .  A  Fi- 
lomena le  regalé  un  ropón....  regularcito,  y  el  día  del 
matrimonio  les  mandamos  una  canasta  con  unos  du- 
raznos de  Rionegro,  dos  membrillos  muy  bonitos  y 
unas  uvas....  Eso  fue  todo,  mi  ja  ! 

— Muy  bonito  regalo  ! 

— Pues  siquiera  les  hicimos  la  manifestación. 
Pero  antes  fuimos  nosotros  los  regalados:  Filomena 
le  mandó  á  Agapito  una  cartera  ¡  preciosa  !  y  á  mí 
me  regaló  este  anillo  (mostrando  uno  de  esmeralda, 
puesto  en  el  cordial  de  la  izquierda). 

— ¡  Muy  célebre,  mi  siá  Chepa,  muy  finito  ! 

— Será  de  mucho  mérito, — dice  la  de  los  cua- 
renta— porque  es  joya  antigua. 

— Aunque  no  fuera,  niña;  es  un  cariñito  de  una 
amiga  que  quiero  mucho  ! 

— ¿  Y  diz  que  se  fueron  para  Bogotá  apenas  se 
casaron  .? — pregunta  la  dueña  de  la  casa,  alarmada 
otra  vez. 

— Sí,  ala ;  se  casaron  ayer  hizo  ocho  días,  y  se  fue- 
ron el  martes....  ¡  muy  contentos  ! 


III 


La  conversación  se  fue  animando  hasta  volverse 
un  circo  de  gallos:  todas  parlaban  á  la  vez  sobre  el 
grande  acontecimiento. 

La  niña  de  los  treinta  y  dos,  que  hablaba  siempre 
á  la  carrera,  parecía  una  locomotora,  y  tanto  levanta- 
ba la  voz,  que  dominaba  la  algarabía. 


XXIX  —  ¡ Es  un  sueño  f  397 

— ¡El  ajuar  es  cosa  que  una  necesita  una  sema- 
na para  verlo  ! — decía  la  niña. — Casi  todo  es  extran- 
jero, y  lo  que  hicieron  las  Caros  es  encantador.  En 
letines  no  más  gastaron  doscientos  pesos!  Ahora,  ¡si 
vieran  esos  bordados  de  los  cojines  y  los  almohado- 
nes !...  El  traje  está  forrado  en  gró  todo  entero:  es  el 
más  bello  que  ha  hecho  Cecilia  Arango....  Ahora  las 
joyas,  mis  queridas!  |  siete  aderezos  completos!... 
Pero  qué  piedras !  Las  aretas  y  el  pasador  que  le 
llevó  primero  Gala  son  tres  solitarios  que  hastai !... 
La  casa  del  Poblado,  la  casita  chiquita  de  don  Pacho, 
donde  van  á  pasar  la  luna  de  miel,  diz  que  la  tienen 
arreglada  con  un  gusto!...  ¡Figúrense,  con  el  lujo 
de  mi  siá  Bárbara  ! 

— ¿  Y  es  moda  ahora  que  los  suegros  arreglen  la 
casa,  más  bien  que  el  novio  ? —  pregunta  doña  Chepa 
á  la  señora  de  la  casa. 

— Yo  le  diré,  Chepita:  eso  es  determinación  de 
mi  siá  Bárbara,  que  está  culeca  con  este  casamiento... 
Y  como  Gala  se  lleva  pronto  á  Pepa  para  el  Cauca, 
¿  cómo  se  iba  á  poner  en  vueltas  de  comprar  muebles 
y  arreglar  casa  ? 

— Pero,  ala:  ¿  cómo  fue  este  casamiento  tan  to- 
nable,  después  de  la  oposición  de  don  Pacho.? 

— Eh  I  es  que  ustedes  no  saben  cómo  es  Pacho  !  I 
— salta,  metiendo  la  cucharada,  una  señora  burguesa, 
muy  amiga  de  alardear  de  relaciones  y  parentescos 
con  la  gente  grande.- — Eh  !  Yo,  que  sé  las  cosas  de 
JPacho,  les  puedo  asegurar  que  ese  es  el  hombre  más 
caprichosa_Vgaai_desde  el  pruicrpíoTe^üstaba  muctKT' 


398  Frutos  de  tnt  tierra 

Marti ncito,__p£r.n  por  darle  en  qué  morder  á  prima 
Bárbara  y  á  Pepa....  ha  sido  todo.  Vean.... 

— I  Pero  no  diz  que  iban  á  depositar  la  mucha- 
cha ? — interrumpe  doña  Chepa. 

— Ah  !  eso  sí:  iba  á  haber  depósito  en  toda  regla, 
— responde  la  emparentada,  muy  satisfecha  de  ver 
que  su  intimidad  con  gente  tan  nombrada  despierta 
tal  interés,  que  hasta  dejan  de  hablar. —  ¡  Y  hubo  mil 
peloteras  con  Pacho  !  ¡  Ah  Pacho!...  ¡  Si  ustedes  le 
oyeran  contar  á  prima  Bárbara  las  paradas  que  se 
echó!...  Pero  después,  entre  el  doptor  Puerta  y  el 
Padre  Ángel,  que  es  el  confesor  de  Pacho,  lo  pudie- 
ron convencer,  después  de  mil  lidias;  pero  con  la 
condición  que  demoraran  el  casamiento  unos  días.... 
Pero  eso  sí:  diz  que  puso  verde  á  Martincito,  que  le 
tenía  horror!  Martincito  y  Puerta  nos  han  contado 
en  casa  la  excena  (muy  pronunciada  la  x).  Eso  fue 
en  Noviembre....  ¿  ó  á  principios  de  Diciembre?^.. 
íSí,  fue  en  Diciembre,  cuando  se  salieron  al  campo.  Y 
lentonces  fijaron  el  casamiento  para  ahora  en  Julio. 
¡  Pero  vean  cómo  es  la  gente  I  como  Martincito  se 
fue  en  esos  días  para  el  Cauca,  corrió  la  flota  de  que 
había  dejado  colgada  á  Pepa....  y... 

— ¡  Aquí  se  creyó  que  no  volvía  ! — dijo  la  niña 
rabiosa. 

— ;,Es  que  no  conocen  á  Martincito  !  Ese  es  el 
hombre  más  decente....  y  cómo  está  de  enamorado  ! 
Tenía  que  ir  de  precisión  al  Cauca  á  arreglar  unos 
negocios  muy  interesantes  con  la  madre....  Apenas 
hace  quince  días  que  vino. 


XXIX—  ¡Es  un  sueño!  399 

— ¿  Y  diz  que  es  muy  rico  ? — interroga  la  de  diez 
y  siete. 

— ¡  Millonario,  niña,  millonario  ! 

— Pero  de  muy  mala  familia, — afirma  la  cuaren- 
tona. ' 

—  ¡  Ave  María,  m¡  querida  I — exclama  la  noticie- 
ra.— ¡  La  única  que  lo  dice  !  j  Se  conoce  que  no  sabe 
quién  es  prima  Bárbara  !  ¡  Iba  á  ser  ella  tan  gustosa 
si  Alartincito  no  fuera  de  una  familia  tan  noble  !... 
1  Como  es  prima  Bárbara  !... 

— ¡  Pues  pa  que  lo  sepa,  es  un  zambito  peinao  ! 

Hostigada  doña  Chepa  de  la  niña  ésa,  dice  con 
cierto  tonito: 

— Yá  se  quisieran  muchas  un  zambo  de  esos  ! 

— Pisss!...  ¡  Pa  casarse  con  una  tusa....  tiempo 
sobra  !  O  bien  casada,  ó  bien  quedada  ! 

— O  bien  quedada! — repite  doña  Chepa  alargan- 
do bien  las  sílabas. 

Continuó  el  tema  de  los  regalos  y  ramos,  hacien- 
do las  señoras  cada  panegírico,  que  ni  para  los  esco- 
zores de  la  niña  esta. 

Ropas,  trapo  por  trapo;  trajes,  perendengue  por 
perendengue;  sombreros,  joyas  y  todas  las  elegantes 
chilindrinas  del  insigne  ajuar,  todo, — por  síntesis  y 
por  análisis, —  fue  descrito,  comentado  y  puesto  en 
las  nubes.  Todo  nó:  nadie  mencionó  siquiera  el  hu- 
milde regalo  de  Las  Viejas. 

Era  una  tapafunda  de  almohadón. 

No  bien  Galita  les  llevó  la  nueva  de  haberse  fija- 
do el  matrimonio,  tomó  Paula  el  tambor ;  y^  en   los 


400  Frutos  de  mi  tierra 

ratos  de  vagar,  se  dio  á  bordar,  ayudada  de  los  ante- 
ojos, un  archipiélago  de  ojetes  y  unas  ramazones  en 
relieve,  que  formaban  una  cosa  allá  como  letras.  No 
menos  diligente  Marucha,  alcanzó  de  entre  la  cornisa 
del  escaparate,  donde  se  empolvaba  luengos  aflos 
hacía,  un  aparato  cilindrico,  tamaño  como  atambor 
de  guerra,  relleno  de  paja,  con  forro  de  diagonal  y 
fruncido  en  las  bases,  como  maletón  de  viaje.  Tomó 
luego  hilo  del  número  ciento, — que  ella  llamaba  de 
Castilla, —  alfileres  y  unos  bolillos  hechos  á  torno,  y, 
recordando  sus  buenos  tiempos,  estableció  sobre  el 
mueble  aquél  un  telar.  Era  un  tejemaneje,  un  pren- 
der aquí,  un  soltar  allá,  tan  complicado  y  poco  rendi- 
dor,  que  otra  que  Marucha  diera  al  traste  con  la  in- 
vención. Pero  la  perseverancia  era  su  virtud;  y  aquel 
encaje  de  araña  salió  al  fin  con  todos  sus  floreos  y 
ramificaciones,  y  Las  Viejas  pudieron  completar  el 
regalo  para  a  La  Cancana».  Esta  supo  valuarlo  á 
precio  de  corazón. 

El  acompañamiento  sale  por  fin  de  la  casa  epis- 
copal. Yá  vienen  los  novios  muy  de  bracero;  pues  en 
Antioquia,  en  tratándose  de  brazo  ó  de  abrazo,  acon- 
tece lo  que  antaño  en  Madrid  con  lo  último: 

...«  Aquí  no  se  mira  bien 
Antes  del  Bolemne  lazo.» 

Y  vuelta  á  las  apreturas.  La  creciente  va  ba- 
jando y  la  resaca  de  las  bocacalles  también. 


XXIX  —  /  Es  un  sueño /  40 1 


IV 


La  casa  de  don  Pacho,  recién  enlucida  y  pintada, 
es  un  mare  magnum.  Desde  la  calle  se  respira  empa- 
lagoso ambiente  de  azucena  y  de  jazmín  del  Cabo. 
Mesas,  cómodas,  consolas,  como  bazares:  ramilletes, 
canastillos,  barcos,  todos  de  flores;  porcelanas,  cris- 
talería y  bronces;  espejos,  lámparas  y  estuches;  cua- 
dros, costureros  y  cajas;  electro-plata,  chagrín  y  pe- 
luche;  perlas,  esmeraldas  y  brillantes:  una  verda- 
dera exposición.  Red  sutilísima  de  hilos  de  plata, 
envolviendo  los  nevados  copos;  que,  por  bellas  y 
virginales  que  las  flores  sean,  siempre  han  menester 
su  poquito  de  metal.  Medellín  toda  ha  enviado  el 
tributo. 

Criados,  mandil  al  hombro,  vecinas  y  parientas, 

van  y  vienen  en  afanes  por  todas   partes,  éste  con  un 

budín  abanderado,  aquélla  con    un  frutero,  quiénes 

con  los  botellones   y  las  frasqueras.  La  rapacería  de 

nietos  enredando,  metiéndose  en   todo,   corretea  por 

piezas  y  corredores,  con  ese  zapateo  atronador  de  los 

niños  endomingados.  Las  señoras  del  padrinazgo.... 

otras  que  tales:  no  bien  entra  el  acompañamiento,  se 

riegan  por  toda  la  casa,  recreándose  en  los  regalos,  y 

ellas  mismas  en  los  espejos.  Algunos  vecinos,  íntimos 

é  íntimas  de  Pepa,  entran,  según  ellos,  á  felicitarla  y 

á  hacer  un  acto  de  presencia;  según   doña  Bárbara,  á 

examinar  todo,  á  husmearlo  bien.  Aquí  los  apretones 

de  mano,  los   abrazos,   las   fiestas,   las   admiraciones. 

26 


402  Frtitos  de  mi  tierra  ^^^^m 

Pepa  tiene  que  ponerse  de  frente,   de  perfil  y  de  tres 
cuartos;  tiene  que  caminar  con  la  cola,  que  levantarse 
el  velo.  La  una  le  toca  los  azahares,  para  ver  si   son 
de  cera,  de  cabritilla  ó  de    verdad;  la  otra  pasa  las 
uñas  por  la  falda,  para  sentir  mejor  el  crujido  de  aque- 
lla  tela.  «¡Primoroso!    ¡Bello!    ¡Encantador!»   se 
oye  como  granizada.  Doña  Bárbara,  en  ascuas:    se  le 
figura  que  los  trapos  de  Pepa  van  á  quedar  hechos  un 
cochambre  con  tantos  manoseos  y  sobadura.  Martín  es 
llamado  al  corredor,   felicitado  y  examinado,   aunque 
,con  menos  tocamientos.  Oue  no  se  sabe  cuál  de  los 
l;dos  está  más  lindo,  que  nunca  en  Medellín  se  ha  visto 
ijpareja  como  ésta:  tal  la  opinión  unánime  entre  exa- 
-  minadores  y  examinadoras. 

A  todo  esto  la  chusma  invade  el  zaguán  y  se 
agolpa  en  las  ventanas,  mientras  que  las  señoras  más 
entusiastas,  agrupadas  en  los  portones  de  las  casas 
\  ^  vecinas,  examinan  de  paso  cuanto  llevan  parala  boda, 
deteniendo  los  criados,  destapando  las  comidas,  olfa- 
teándolas, si  es  preciso. 

Como  quiera  que  el  cuerpo  examinador  de  aden- 
tro echase  ojos  muy  expresivos  al  comedor,  hubo 
Pepa  de  invitarlo  á  que  lo  viesen;  y  una  vez  dentro, 
el  entusiasmo  se  desbordó. 

¡Un  pedacito  del  cielo!  La  mesa,  la  de  un  pala- 
cio encantado.  Todo  lo  más  sorprendente  estaba  allí: 
allí  el  cuerno  de  fulano,  la  barquilla  con  vela  de  blan- 
cos pétalos,  abarrotada  de  jazmín;  las  canastas  de  las 
Menganitas,  con  cimeras  de  ilusiones  y  desmayos  de 
realidades.  Allí  la  frutera   de  electro-plata,   con  la 


■-/ 


XXIX—  ¡Es  un  sueño!  403 

torre  Eiffel  encima,  construida  de  azucena  y  helio- 
tropio;  el  jarrón  de  El  Potno^  con  el  monumental 
imo,  serpenteado  de  lazos  y  tarjetas;  el  central,  mul- 
ticolor y  alegre,  resaltando  en  la  blancura,  cual  Pepa 
en  la  calle  entre  tantos  colorines.  Allí  había  licoreras 
de  dos  pisos  y  de  uno;  botellones  papujados  y  bote- 
llones flacos;  copas  como  cucuruchos  y  como  cazue- 
las; hojas  de  cristal  tallado,  con  racimos  y  manojos. 
Había  Etnas  y  Vesubios  de  pasta  y  espejuelo,  con 
erupciones  de  azahares  y  papel;  dos  Pablos  y  dos 
Virginias  fundidos  en  jalea.  En  los  puestos,  sendas 
mitras  de  servilletas,  sendos  tarjetones  con  calcogra- 
fías de  pajaritos  y  amores,  y  el  nombre  del  convidado 
dibujado  con  purpurina. 

La  junta  declaró  que  todo  esto,  lo  mismo  que  el 
tapiz  y  las  cortinas,  los  aparadores  y  las  bombas,  era 
(do  más  primoroso  que  se  ha  visto  en  Medellín». 

Después  de  tal  veredicto,  ¿  cómo  dejarlos  ir  con 
las  manos  limpias  y  el  pico  seco  ?  Así  fue  q'.:;,  á  más 
del  trago,  entre  veras  y  chanzas  y  como  cosa  con 
muchachos,  el  uno  tuvo  su  dulce,  tuvo  sus  duraznos 
el  otro,  Zutanita  logró  caramelos,  Menganita  algunas 
almendras,  y  así  cada  cual  llevó  su  parte. 

Despachada  aquella  gente,  y  después  de  una 
libacioncita  en  la  sala,  principió  el  desfile  de  parejas 
para  el  comedor.  Mucha  ceremonia  y  estiramiento 
en  los  comienzos;  pero  aquello  se  fue  alegrando,  y 
don  Pacho  fue  largando  unas,  que  al  fin  no  quedó 
hembra  en  el  comedor. 

Doña  Bárbara,  de  bracero  con  uno  de  sus  yernos, 


404  Frutos  de  mi  tierra 

y  los  novios,  de   bracero  también,  pero  sin  Tina,  se 
escurrieron  para  la  calle,  no  bien  terminó  el  desayu- 
no. La  gente,  no  saciada  aún,  los  siguió  hasta  la  Fo'^^ 
tografia  Artística^  á  donde  se  entraron. 

A  la  vista  tenemos  la  gran  tarjeta  imperial,  re- 
galo del  amigo  Martín.  Más  que  retratos  de  gente  de 
por  aquí,  parece  un  capricho  de  poeta;  algo  como  la 
alegoría  de  lo  soñado  y  lo  real.  El  fondo,  una  lonta- 
nanza. Por  la  llanura  y  la  pendiente  ondula,  sin  cru- 
ces, sin  tropiezos,  una  senda  larga,  muy  larga.  No 
van  juntos.  Ella,  blanca,  aérea,  indecisa,  es  el  fantas- 
ma de  la  felicidad.  El  velo,  levantado  con  desgaire; 
dulce  al  par  que  triste,  la  mirada;  en  las  manos,  el 
ramo;  la  cola,  vuelta  hacia  adelante  en  hermosa  rebu- 
jina; el  cuerpo,  de  medio  lado;  de  frente  el  rostro. 
Dijérase  que  ha  olvidado  su  ventura,  que  ha  suspen- 
dido su  triunfal  carrera,  para  mirar  atrás  y  contem- 
plar por  la  vez  última  su  pasado  de  virgen.  Galita,  es- 
perando, recostado  en  un  barandaje.  Con  la  casaca  y 
los  grandes  ornamentos,  y  embobado  ante  su  mujer- 
cita,  es  un  caballero  particular,  muy  baboso  é  insig- 
nificante. 

Al  almuerzo,  ó  como  se  llame,  que  fue  larguísi- 
mo y  para  reventar,  hubo  muchos  convidados;  y  don 
Pacho,  ¿  lo  cree  usted  ?  estuvo  muy  formal  y  boqui- 
limpio,  debido,  .sin  duda,  á  que  su  mujer  y  sus  hijas 
se  hicieron  de  la  oreja  gorda  con  lo  del  desayuno,  te- 
merosas de  que  se  pusiera  peor  si  lo  regañaban. 

Julia  Bermúdez  dijo  que  los  brindis  en  'casa- 
miento estaban  yá  tan  pasados  de  moda,   que  sólo  se 


^ 


XXIX  —  ¡Es  un  sueño í  405 

veían  en  los  pueblos,  y  eso  cuando  se  casaban  los 
hijos  del  alcalde.  Pero  siempre  brindaron,  y  no  uno 
sino  varios.  Las  improvisacione?, — con  un  mes  de  en- 
sayo la  mayor  parte,  — corrieron  muy  distintas  suer- 
tes: unas  tal  cual,  otras  con  dos  ó  tres  soluciones  de 
continuidad,  otras  con  muchos  remiendos  y  algunas 
del  todo  fracasadas.  El  doctor  Puerta,  tan  sabiondo 
y  todo,  no  salió  con  nada. 

Creíase,  pues,  que  la  oratoria  iba  á  quedar  no 
muy  bien  parada  en  tan  solemne  ocasión,  cuando,  á 
los  postres,  traquea  un  asiento  en  un  extremo  de  la 
mesa,  y  un  convidado  se  pone  en  pie.  Toma  la  copa, 
echa  en  redondo  una  ojeada  tribunaria,  mira  á  los 
novios  ciceronianamente,  carraspea  un  poco  y...  tente, 
piquito  de  oro ! 

Principió  desde  el  Paraíso,  pintando  todo  aque- 
llo tan  nuevo  y  tan  fresquito,  acabadito  de  salir  <í  de 
manos  del  Supremo  Artífice  »;  siguió  luego  el  casa- 
miento de  Adán  y  Eva,  celebrado  «en  el  templo 
grandioso  de  la  naturaleza  í,  y  desde  allí  se  fue  vi- 
niendo, se  fue  viniendo....  hasta  Pepa  y  Martín. 

Acabó,  se  echó  al  coleto  el  trago,  y....  en  un  tris 
se  viene  abajo  el  comedor  ! 

— ¡  Valiente  mecha  tiene  este  niño  ! — exclamó 
un  sirviente  entusiasmado. 

— ¡  Este  es  el  cuero  más  fregao  !  —  vociferó  don 
Pacho. 

Una  convidada,  espiritista á escondidas,  se  conmo- 
vió tanto,  que,  sin  darse  cuenta  de  la  indiscreción,  dijo: 

— En  la  última  reunión  del  Centro  nos  reveló  el 


406  Frxitos  de  mi  tierra 

doctor  Ricardo  de  la  Parra  que  el  alma  de  Mirabol 
reencarnó  hace  veinte  años  en  un  antioqueño,  que 
irá  á  ser  el  primer  orador  de  la  Sur-América....  Creo 
firmemente  que  es  este  joven  ! 

Casi  todos  preguntaron  pasito  quién  era,  y  hubo 

que  hacer  biografías. 

/K  Un  pedacito  de  la  de  Byron  trataba  de  recordar 

iGalita  á  todo  esto,  para  ver  de  contestar  algo;  pero 

jcomo  no  recordase  ni  hebra,  tuvo  que  quedarse  hecho 

I  un  perro  mudo. 

i  ¡Qué  lalenlazo  tenía  ese   bobo  de  Mazuera  !... 

|¡  Valiente  inadvertencia   no   haber  arreglado  con  él 
jalguna  cosita  para  contestar! 

Sí,  señor:   Mirabeau  era  Mazuera,  y  estaba  días 
hacía  en  grandes  amistades  con  don  Pacho. 

Como  á  doña  Bárbara  se  le  había  metido  que  el 
matrimonie^  éste  tenía  de  distinguirse  entre  todos,  de 
eclipsar  los  más  sonados  hasta  entonces,  y  de  «  hacer 
época  »,  no  quiso  que,  en  manera  alguna,  entrasen  en 
su  fiesta  esos  coches  tan  vulgarizados  por  la  costumbre. 
Sino  que,  entre  cinco  y  seis,  atrayendo  muchas 
gentes  á  las  calles,  atravesaba  la  de  Carabobo  una  bri- 
llante cabalgata,  en  medio  de  la  cual  iban  los  novios: 
Galita,  de  flux  color  de  perla  y  pavita  á  la  tirolesa, 
caballero  en  El  Retinto;  caballera  Pepa  en  Priiiceci' 
to,  el  famoso  bridón  del  doctor  Puerta.  Aunque  un 
tanto  lacrimosa,  iba  harto  más  gallarda  y  atractiva 
que  la  amazona  del  Padre  Valenzuela.  Pachito,  á  su 
lado,  envanecido  de  tal  papel.  Cada  jinete  con  un 
gran  ramo. 


XXIX  —  ¡  Es  un  sueño !  i07 

La  tarde  está  apacible,  luminosa;  los  cañaverales 
y  sauces  del  camino  cantan  á  los  desposados  epitala- 
mios nunca  oídos;  bríndalos  el  naranjo  con  su  esen- 
cia, y  hasta  las  palomas,  al  volar  de  techo  en  techo, 
quieren  abanicarlos  con  sus  plumas. 

Y  allá  en  El  Poblado,  al  pie  de  una  colina,  tras 
los  dátiles  y  azúcenos,  bajo  colgaduras  de  norbio  y 
curazao....  espera  el  nido. 


XXX 

EL      ORÁCULO      DE      DOÑA      CHEPA 

RES  meses  han  corrido  desde  el  matrimonio 
de  Filomena. 

La  luna  de  miel;  Sarito  suyo;  esa  Bo- 
gotá, tan  ruidosa,  tan  culta,  tan  regocijada, 
tienen  á  la  señora  de  Pinto  entre  si  sueña  ó  no  sue- 
ña. Opina  del  séptimo  sacramento  lo  que  el  Apóstol 
del  cielo:  Ni  ojo  vio  ni  oreja  oyó..  . 

I  Cómo  se  podía  gozar  de  aquel  modo  y  no  mo- 
rirse ?  ¿  Cómo  vivir  sin  casarse  ?  ¡  Y  ella  que  perdió 
tanto  tiempo  !...  ¡  ah  cosas ! 

Viven  todavía  en  casa  de_Juanita,  donde  tienen 
un  cuartrco  coquetamente  alhajado,  con  muebles  de 
alquiler,  porque  César  no  quiere  que  compren  nada 
mientras  no  tengan  su  casita  propia. 

Filis  ve  á  sus  hermanos-suegros,  á  sus  sobrinos- 
cuñados,  al  través  del  cristal  color  de  rosa  de  la  felici- 
dad.    ¡  Gente   más  querida  !....  Y,  juzgando   por   sí 
misma,   no  alcanza  á   comprender   cómo  en  persona 
humana   puedan  i'untarse  á  los  deliquios_del   amar 
los  talentos  para  el  negocio.  Lo  que  fue  ella,  en  prin- 
/  cipiando  á  negociar  con  el  corazón....  yá  no  sirvió 
i  paramas.   ¡Pues    en    Sarito  se    juntaba  todo!  ¡Qué 
j  hombre,  qué  marido  !  Todo  el  capital, — llevado  á  Bo- 


XXX—  El  oráculo  de  doña  Chepa         409 

gota  en  giros,  alhajas  y  sonantes, — lo  maneja  él.... 
I  Pero  de  qué  manera  !  Haciéndolo  producir  cual  si 
fuese  una  labranza  sembrada  á  la  mañana  y  cosecha- 
da á  la  tarde. 

El  quiere  que  ella  tome  parte  y  dirija:  ¡ella 
cuándo  !...  César  va  á  poner  Monte-pio;  César  va  á 
comprar  hacienda;  César  va  á  arrendar  el  hotel  tal; 
va  á  celebrar  con  el  Gobierno  el  contrato  cuál;  tiene 
en  trato  la  casa  de  Zutano;  ha  hecho  este  y  aquel 
negocio;  impuso  tantas  y  cuántas  sumas....  y  esto  y 
lo  otro.  Que  haga,  que  acontezca,  le  dice  la  mujer. 
¡Pues  estaría  bueno  que  ella  se  pusiera  á  alumbrar 
un  talento  de  esa  clase  I  Pues  y  qué  ?  ¿  Toda  su  pla- 
ta no  es  de  Sarito  .?  La  ternura  de  ese  hombre,  la 
complacencia  de  ese  esposo,  ¿  puede  ella  tasarlas  ? 

El  no  tiene  más  anhelo  que  verla  contenta,  que 
pasee,  que  conozca,  que  se  relacione.  El,  ó  papá,  ó 
las  niñas,  la  sacan  á  todas  partes.  ;  Y  qué  percha^  y 
qué  elegancia  !  ¡  Qué  cintura  tan  bien  cinchada,  qué 
caderamen  tan  ceñido  I  El  modisto  Torres  ha  metido 
la  mano  en  aquellos  trapos. 

La  amabilidad,  la  insinuación,  la  cultura,  el  tra- 
to de  gentes  de  los  bogotanos,  la  comedia  social  tan 
bien  representada  y  con  tanta  tramoya,  todo  lo  toma 
Filomena  al  pie  de  la  letra.  En  aquella  Sabana,  al 
pie  de  esos  dos  cerros,  ha  amontonado  Dios  un  gentío 
exento  de  las  lacras  humanas,  amasado  de  pasta  de 
ángeles  y  querubines.  En  Bogotá  sf  saben  querer;  en 
Bogotá  sí  la  estiman  á  ella  en  lo  que  vale.  ¡  Gracias 
á  Dios  que  ha  dejado  para  siempre  esa  mugre  de  Me- 


410  Frutos  de  mi  tierra 

dellín  !  ¡  Si  ella  y  Sarito  se  hubieran  quedado  allí  !... 
Bah  !  Sería  tanto  como  dejar  dos  zarcillos  de  dia- 
mante tirados  en  la  boñiga. 

En  Bogotáj^  pues,  plantarían  sus  lares  y  penates. 
Este  era  el  fondo,  precisamente,  para  colgar  ese  lien- 
zo con  marco  de  plata,  ese  cuadro  de  dicha  conyugal 
que  ella  y  Sarito  iban  á  ofrecer  al  mundo. 

Ay !...  si  la  vida  no  se  acabara  nunca  !... 
La  ventura,  ó  las  aguas  bogotanas, — que  esto  no 
está  bien  averiguado, — principiaron  á  dañarla  del  es- 
tómago; y,  como  al  comienzo  nada  dijo,  resultó  que, 
cuando  fueron  á  poner  remedio,  yá  el  daño  era 
mucho. 

¡  Cuánto  se  atribuló  el  pobre  Sarito  ! 
Cambio  de   aires,  y  leche  por  único  alimento, 
recetó  el  médico,  entre  otras  cosas. 

César  al  instante  le  buscó  alojamiento  en  una 
hacienda  de  la  Sabana,  casa  de  unos  amigos,  donde 
había  mucha  leche  y  buenas  aguas,  distante  de  la  ciu- 
dad como  una  legua  ;  é  inmediatamente  llevó  á  su 
enferma  y  á  dos  de  las  niñas  para  que  se  k  mimasen. 
De  día  se  lo  pasaba  en  la  ciudad,  por  exigirlo  así 
el  cúmulo  de  negocios  ;  pero  en  cuanto  los  despacha- 
ba.... á  galope  tendido  para  el  campo.  No  tenía  vida 
en  Bogotá  sin  su  mujer. 

Esta  mejoraba  mucho,  y  yá  pensaba  en  el  regre- 
so, cuando  al  financista  se  le  ocurrió  un  negocio  en 
Villeta.  Escribió  á  Filomena  una  carta  de  amante, 
y  mandó  á  papá  para  que  la  acompañase  en  esa  au- 
sencia, que  á  lo  sumo  duraría  cuatro  días.  Como  era 


XXX —  El  oráculo  de  doña  Chepa  áll 

la  primera,  á  Filis  se  le  oprimió  el  corazón,  y,  hasta 
que  lloró  su  buen  rato,  no  se  calmó. 

Sarito,  apenas  llegado  á  Villeta,  telegrafió. 

Pasaron  los  cuatro  días,  pasaron  seis....  y  ni 
César  ni  telegrama. 

Papá  vino  á  la  ciudad  y  telegrafió  al  hijo:  No 
contestan.  Telegrafió  á  un  pariente:  <(  César  sólo  es- 
tuvo de  paso.  No  lo  vi  )>*,  contestó  el  pariente.  Pinto 
se  aterra  y  determina  no  volver  ese  día  al  campo  y 
esperar  hasta  el  siguiente. 

Esa  noche,  como  á  las  nueve,  en  medio  de  un 
fuerte  aguacero,  se  les  apareció  Filomena,  á  pie,  medio 
loca  de  angustia,  calada  por  la  lluvia  y  con  el  pantano 
hasta  la  rodilla:  se  les  había  venido  huida. 

Los  suegros  inventaron  cuanto  estuvo  á  su  al- 
cance para  sosegarla,  bien  que  ellos  tampoco  las  tenían 
todas  consigo. 

A  poco  se  encerró  en  la  pieza  y  se  tiró  en  la 
cama,  agotada,  calenturienta. 

De  pronto  se  levanta,  busca  una  llave  y  abre  el 
escaparate:  de  los  tres  cofres  sólo  hay  uno  y  está  vacío. 
Abre  la  cómoda  de  nogal  que  oculta  la  caja  de  fierro, 
y  se  queda  plantada  como  idiota,  fija  en  la  caja. 
Vuelve  al  escapaiate,  busca,  trastea,  tira  ropas  al 
suelo,  abre  cajones,  da  al  fin  con  una  de  las  dos  llaves 
de  la  caja,  que  guardó  antes  de  irse  y  que  en  su  agi- 
tación no  encontraba. 

Pone  la  llave  en  la  chapeta  y  aprieta:  salta  ésta; 
la  pone  en  la  cerradura  ;  la  saca  ;  torna  á  ponerla.... 
y  no  se  atreve. 


412  Frutos  de  mi  tierra 

Al  fin,  con  mano  crispada,  tuerce  la  llave,  cruje 
el  batiente  y  Ja  caja  se  abre.  Mira,  toca...  la  caja  vacía. 

Otra  vez  se  queda  plantada.  Ni  un  suspiro  exha- 
la. Cierra  caja  y  cómoda,  guarda  las  ropas  tiradas, 
arregla  un  poco  la  pieza,  abre  la  puerta  y  vuelve  á  la 
cama,  inconsciente,  fría,  helada. 

Un  calambre  espantoso  le  arranca  un  chillido. 
Todos  corren. 

Once  horas  después  moría  la  infeliz...  víctima, — 
según  el  médico  que  la  asistió, — de  una  enteritis  coíe- 
riforme. 

Pinto  telegrafió  á  doña  Chepa  la  noticia,  para 
que  la  diera  á  la  familia. 

Esta  había  regresado  de  El  Cucar achOy  y  Agus- 
to,  pasada  la  primera  etapa  del  furor,  estaba  acaso 
peor  que  siempre:  tari  pronto  se  desesperaba  de  tris- 
teza, tan  pronto  se  emborrascaba  como  un  loco. 

Doña  Chepa,  temerosa  del  enojo  por  el  padri- 
nazgo, no  había  vuelto  á  casa  de  los  Alzates;  y,  no 
obstante,  se  apresuró  á  cumplir  su  triste    encargo. 

Tan  inesperada  visita,  el  traje  negro,  la  cara 
inmutada  de  doña  Chepa,  no  pudieron  menos  de 
asustar  á  Nieves,  que  salió  á  recibirla.  La  mensaje- 
ra, después  de  algunos  preámbulos,  le  dijo  que  Filo- 
mena estaba  mala;  pero  como  Nieves  no  compren- 
diera, doña  Chepa  le  mostró  el  telegrama. 

A  los  alaridos  de  la  pobre  clorótica  acuden  Be- 
larmina  y  las  criadas,  Bernabela,  en  cuanto  se  impo- 
ne, corre  al  comedor  donde  está  Agustín  y  le  espeta 
la  noticia. 


XXX —  El  oráculo  de  doña  Chepa  413 

«  Que  qué  ? — grita  el  hipocondríaco,  tirando  la 
taza  en. que  bebía. — ¿  Que  se  murió  Filomena  ? 

Clavó  en  la  negra  una  mirada  centellante,  y  con 
aire  furibundo  agrega: 

—  ¡  Ah  maldita  !...  ¡Ojalá  se  hubiera....!  ¡  Nó, 
nó:  pobrecita  I...  j  Nó,  nó  !  ¡Imposible  que  se  hubie- 
ra muerto  !...  ¡  Una  mujer  tan  rica.'...  que  tenía  tanta 
capacidá  pal  negocio  ...I  ¡Ese  infame  la  mató!..t 
i  La  envenenó!...  ¡La  plata  no  sirve  sino  pa  uno 
condenase  !...    ¡  No  sirve  pa  más  !... 

— i  Virgen  santa,  miamito  !.,,  Manquesté  mal  il 
dicilo —  pero  bien  dice  la  niña  Mina,  que  sumercé 
v'estrenar  la  casa  pa  los  locos  del  Mermejal...  ¡  Tanté  I 
¡  no  servir  la  plata  i 

— Pero  decime,  negra  del  demonio, — exclama, 
asiéndola  por  un  brazo, — decime:  ¿  pa  qué  sirve  ? 

Bernabela,  pensando  que  la  va  á  estrangular,  se 
aparta;  luego  sorbe  y  dice: 

— Pes  vea,  miamo:  la  plata  sirve.... 

Preparaba  los  dedos  para  enumerar,  cuando  en 
el  portón  se  oye  ruido  de  muletas,  y  una  voz  desfalle- 
cida de  anciano  plañe: 

—  ¡  Una  limosnita,  mis  amos,  por  amor  de  Dios  I 
Agusto  grita  energúmeno: 

—  i  Salí  de  aquí,  vagamundo,  perezoso  !...  ¡Tira 
á  trabajar  si  tenes  hambre  ! 

Un  Ay^  Jesús  /  se  oyó,  y  las  muletas,  lentas,  va- 
cilantes, sonaron  en  el  zaguán  hasta  perderse  en  ¡acalle. 

FIN 


índice 


Págs, 

I.    -Parla  mañana »•'  1 

11. — Histoiia  antigua 18 

III. — Ilisforfa  do  la  Edad  media 45 

IV. — Las  Queseras  del  medio 67 

V. — a  Un  cuarto  alegre  »  83 

VI.— Otro  Ídem 100 

VII. — La  venganza ,. 109 

VIII. — Estrofas  y  pescozones 123 

IX. — Después  de  uu  gusto 131 

X. — La  mar  de  cosas » 140 

XI.— Bilis  y  íitrabilig 171 

XII. — Milagro  disputado 181 

XIII. — La  cueva  de  Montesinos 390 

XIV.— Galita  lee 199 

XV.— Llegada ..  205 

XVL— César    Pinto 215 

XVir.— Euel  Tabor 226 

XVIII. — De  claro  en  claro 237 

XIX.— Los  baúles 247 

XX. — Leña  seca 255 

XXL— Topetón 268 

XXIL— Los  tres  Pachos 277 

XXIIL— Encadenado  290 

XXIV.— Nostalgia -  298 

iXXV.— Amor  del  alma 306 

XXVI. — Ilusiones  y  realidades 317 

XXVir.— Idilio 350 

XXVIII.— El  vuelo 364 

XXIX. — ¡Es  un  Eueñol < 382 

XXX. — El  oráculo  de  doña  Chepa 408 


PQ  Jarras quilla,  Tomás 

8179  Frutos  de  mi  tierra 

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