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Full text of "Historia de Cristóbal Colon y de sus viajes : escrita en Francés segun documentos auténticos sacados de España é Italia"

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University  OF  California. 

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The  Bancroft  LrBRARY- 

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II. 


HISTORIA 


DE 


CRISTÓBAL  COLON 

Y 

DE   SUS  VIAJES, 

ESCRITA  EN  FKANCÉS 

SEGTJN  DOCUMENTOS  AUTÉNTICOS  SACADOS 

DE    ESPAÑA    t    ITALIA, 

POB 

ROSELLY  DE  LORGUES, 

Y 

TRADUCIDA  EN   ESPAÑOL 

POR 

3s^jíL:Ri:A.isro  j""cr3D:E:Ri-A.s. 


TOMO  II. 


CÁDIZ. 

EDUARDO  GAUTIER,  EDITOR. 

CALLE  DE  SAN   FRANCISCO,  25. 
1863. 


IMPRENTA  Y  LITO'iRAFIl  DE  Ll  REVISTA  MÉDICA, 

CALLE  DE  LA.  BOMBA,  NÍTMERO     1. 
1863. 


irik0  tmm. 


235123 


CAPITULO    I. 


I. 


El  30  de  Mayo  de  1498  se  dieron  á  la  vela  en  el 
puerto  de  Sanlúcar  de  Barrameda  seis  carabelas,  á  las 
ordenes  del  almirante,  que  mandó  zarpar  invocando  la 
Santísima  Trinidad^  y  haciendo  voto  de  imponer  tan 
augusto  nombre  á  la  primera  tierra  que  descubriese.^ 

Ya  no  eran  islas  las  que  buscaba  Colon,  ya  no  iba 
con  propósito  de  sondar  en  las  inmediaciones  de  la  gran 
isla  de  Cuba,  que  se  suponia  ser  el  principio  de  las  In- 
dias, sino  que  se  hacia  á  la  mar  con  ánimo  de  interro- 
gar los  desconocidos  espacios  del  Océano  al  mediodía, 
y  partia  resuelto  en  busca  de  un  nuevo  continente,  cu- 
ya existencia  presentía  su  intuición  bajo  una  latitud  mas 
avanzada,  hacia  occidente.  Sus  esperanzas  igualaban  casi 

1.  Cristóbal  Colon.  "Partí  en  nombre  de  la  Santísima  Trinidad, 
Miércoles  30  de  Mayo,  de  la  viUa  de  San  Lucar."  Eeladon  del  tercer 
viaje,  dirijida  d  los  reyea  católicos. 

2.  Oviedo  y  Valdes.  Historia  natural  11  jeneral  de  las  Indias,  lib. 
III.  cap.  III. 


•  •  •   .e  c     • 
»■••••«     • 


— 8— 

en  este  viaje  á  la  importancia  de  su  primer  clescubri- 
miento.i 

Mandó  hacer  rumbo  primeramente  al  S.  con  el  ob- 
jeto de  evitar  una  flota  francesa  que  cruzaba  á  la  sazón 
á  la  altura  del  cabo  de  S.  Vicente:^  el  7  de  Junio  echó 
el  ancla  en  la  bahia  de  Porto-Santo,  donde  oyó  misa,  se 
proveyó  de  leña  y  agua  y  salió  para  Madera,  cuyo  go- 
bernador y  mayor  parte  de  sus  habitantes,  que  de  anti- 
guo lo  conocian,  lo  recibieron  con  gran  pompa.  Per- 
maneció allí  seis  dias,  é  hizo  víveres  y  azúcar  prieto  que 
se  compraba  á  precios  bastante  módicos.  Pué  luego  á 
la  Gomera  y  después  continuó  su  viaje. 

Sin  cesar  preocupado  de  las  necesidades  de  la  colo- 
nia, apenas  llegado  el  almirante  á  la  inmediación  de 
la  isla  del  Pierro  despachó  directamente  para  la  Espa- 
ñola tres  bajeles  á  las  órdenes  de  su  cuñado  don  Pedro 
de  Arana,  de  su  primo  el  jenoves  Juan  Antonio  Colon 
y  de  Alonso  Sánchez  Carvajal,  señalándoles  el  camino 
mejor  y  mas  corto  que  debían  tomar.  El  mando  de  la  flo- 
tilla lo  tendrían  por  turno  uno  cada  semana. 

Hecho  esto.  Colon  con  los  otros  tres  buques  hizo 

rumbo  hacia  la  zona  tórrida  '^en  nombre  de  la  Santísima 
Trinidad.''^ 

Un  ataque  de  gota,  que,  al  cuarto  día  de  la  invasión, 
se  agravó  con  calentura,  vino  á  poner  el  colmo  á  su  fa- 
tiga; pero  la  enerjia  de  su  voluntad  dominó  la  violencia 
del  dolor  y  no  cesó  por  ello  de  dirijir  en  persona  la  na- 
vegación.^ Cuando  hubieron  montado  la  estéril  isla  de 
Bella- Vista,  refujio  de  los  portugueses  leprosos,   (Miér- 

1.  "Una  empresa  tan  importante  y  gloriosa  en  su  dia  como  el  pri- 
raer  descubrimiento'"— Muñoz.  Historia  del  nuevo  mundo,  lib.  vl. 
§23. 

2.  Herrera  dice  que  esta  escuadra  era  portuguesa;  pero  Las  Casas 
asegura  que  era  francesa,  y  la  misma  relación  de  Colon  no  deja  márjen 
á   dudar  en  este  punto.' 

3.  Herrera.  Historia  jener al  de  las  Indias  Occidentales,  Década  1. 
lib.  III.  cap.  IX. 

4.  Femando  Colombo.  Vita  deW  Amiraglio,  cap.  LXV. 


coles  4  de  Julio),  el  almirante  se  inclinó  al  S.  E.  Desde, 
el  dia  27  de  Junio  no  liabian  podido  observarse  las  es- 
trellas, ni  tomar  la  altura;  que  tan  densa  estaba  la  bru- 
ma, pero  Colon  prosiguió  en  la  misma  derrota  a  pesar 
de  que  la  fuerza  dq  las  corrientes  que  se  dirijian  al  N. 
y  al  N.  E.  retardaba  de  una  manera  penosa  la  marcha. 
El  7  de  Julio  aun  estaba  el  almirante  á  la  vista  del  Fier- 
ro y  deseoso  de  sostener  el  rumbo  indicado  hasta  llegar 
á  la  línea  equinoccial,  desde  donde  hubiera  tomado  la  vuel- 
ta de  la  tielTa  firme  de  las  Indias,  al  occidente. 

Pronto  aparecieron  yerbas  iguales  á  las  que  tanto 
alarmaron  á  las  tripulaciones  en  el  primer  viaje  de  des- 
cubrimientos, y-  no  bien  se  avanzaron  ciento  veinte  le- 
guas al  S.  E.,  el  13  de  Juho,  bajo  el  paralelo  de  Sierra 
Leona,  calmó  repentinamente  el  viento,  las  olas  queda- 
ron tersas  como  un  espejo  y  las  vel^s  inmóviles  y  vacias, 
colgando  de  las  vergas:  ni  el  mas  leve  soplo  de  brisa 
rizaba  el  inmenso  mar  y  los  buques  parecian  estar  pre- 
sos por  un  poder  superior  en  una  dilatada  lámina  de 
plata:  añádase  á  esto  un  calor  sofocante  y  un  sol  abra- 
sador y  se  comprenderá  si  tan  terribles  sensaciones  no 
enervarían  el  cuerpo  y  no  abatirían  el  espíritu  de  los 
marineros.  Hallábanse  en  la  todavía  desconocida  re- 
jion  de  las  calmas,  acerca  de  la  cual  los  forjadores  de 
cuentos  hacían  á  bordo  tantas  y  tan  siniestras  rela- 
ciones. 

El  primer  día,  un  Sol  que  ni  el  mas  leve  vapor  en- 
tibiaba encandescia,  por  decirlo  así,  cuanto  se  alcanzaba 
con  la  vista,  todo  quemaba,  y  el  alquitrán  perdía  su  con- 
sistencia. Felizmente  al  otro  dia  densas  nubes  cubrieron 
el  cielo,  y  cayó  de  rato  en  rato  un  aguacero  de  gruesas 
gotas;  pero  no  era  bastante  para  mitigar  el  calor,  que 
continuaba  lo  mismo  y  bajo  cuya  influencia,  unida  á  la 
humedad,  se  alteraban  los  víveres  mas  que  de  paso;  las 
salazones  se  corrompían;  la  manteca  se  derretía  como  si 
estuviese  al  fuego;  el  trigo  se  arrugaba  y  parecía  cocer- 
se, y  las  duelas  de  las  barricas  se  comprimían,  los  flejes 


—lo- 
se soltaban  y  el  contenido  se  vertía  por  las  aberturas.  ^ 
Sin  embargo  del  peligro  era  tan  sofocante  la  calor  que 
"no  habia  nadie  que  osase  descender  debajo  de  cubierta 
k  remediar  la  vasija  y  mantenimientos/'^  Duró  esta  si- 
tuación ocho  dias,  pero  si  la  falta  de  viento  impidió  evi- 
tarla, el  almirante  se  dirijió  como  de  costumbre  á  Dios  que 
de  tantos  riesgos  lo  habia  libertado.  Recordó  que  siempre 
que  habia  pasado  á  cien  leguas  al  O.  de  las  Azores  por 
el  punto  designado  en  la  famosa  línea  de  demarcación 
pontificia,  habia  esperimentado  un  gran  cambio  en  la  tem- 
peratura, y  según  esto  dijo  que,  '^resolvió,  si  placia  á 
nuestro  Señor  enviarle  viento  y  tiempo  propicio  para  sa- 
lir de  los  sitios  en  que  se  hallaba,  no  avanzar  mas  ha- 
cia el  mediodia,  ni  retroceder,  sino  inclinarse  á  po- 
niente hasta  que  hubiera  vuelto  á  encontrar  el  tempe- 
ramento que  observa  en  el  paralelo  de  la  islas  Cana- 
rias, y  entonces  ir  mas  al  S.  Y  que  quiso  el  soberano 
Señor,  al  cabo  de  ocho  dias,  otorgarle  un  buen  vien- 
to de  E.  y  que  auxiliado  por  él  se  dirijió  á  poniente.'' 
Los  acaecimientos  confirmaron  la  conjetura  cosmográfica 
del  almirante,  pues  adelantando  al  O.  halló  la  dulce  y 
serena  atmósfera  que  siempre,  en  el  indicado  meridia- 
no, refrijeró  su  fatigado  pecho.  "Por  espacio  de  diezisiete 
dias.  Dios  nuestro  Señor  me  dio  buen  viento,"  pero  las 
provisiones  estaban  averiadas  y  en  su  mayor  parte  in- 
servibles, la  vasijeria  del  vino  vacia  y  de  la  del  agua  solo 
quedaba  un  barril  en  cada  uno  de  los  tres  buques.  En  pe- 
ligro de  morir  de  sed,  no  obstante  el  dolor  que  le  causaba 
apartarse  de  su  camino,  mandó  gobernar  al  N.  en  de- 
manda de  las  islas  Caribes,  esperando  tomar  en  ellas  ví- 
veres y  carenar  su  escuadrilla.  La  desolación  de  los  tri- 

1.  Fernando  Colon.  HiHoria  del  almirante,  cap.  LXV. — Muñoz. 
Historia,  del  nuevo  mundo,  lib.  VI. 

2.  "Y  entre  en  tanto  ardor  y  tan  grande  que  creí  que  se  me  que- 
masen les  navios  y  jente,  que  todo  un  golpe  vino  á  tan  desordenado, 
míe  no  había  persona  que  osase  descender  debajo  de  cubierta  ;i  reme- 
diar la  vasija  j  mantenimientos  etc."— Crist<Sbal  Colon,  Belacion  del 
tercer  maje  dtrijida  á  Inxreyeif  católicos. 


—11— 

pillantes  era  espantosa  cuando  en  medio  de  las  mas  pa- 
vorosas y  sonibrias  imajiuaciones,  á  eso  de  las  doce  de 
la  mañana  del  31  de  Julio,  un  marinero  de  Huelva  lla- 
mado Alonso  Pérez  Nizzardo,  criado  del  almirante,  ha- 
biendo subido  por  casualidad  á  una  gavia,  vio  dibujarse 
á  occidente  tres  cumbres  de  montaña  que  parecian  es- 
tar imidas  en  su  base. 

Era  la  tierra  deseada! 

Debia  hallarse  á  una  distancia  de  (juince  le.guas;^  y 
por  una  prodijiosa  singularidad,  desde  lejos,  figuraba 
representar  misteriosamente  el  emblema  de  la  Santísima 
Trinidad,  y  recordar  á  Colon  su  promesa  de  imponer 
tan  hermoso  nombre  á  la  primer  tierra  que  descubriese. 


II. 


Las  estrañas  circunstancias  de  este  descubrimiento 
y  las  tres  cumbres,  pareciendo  salir  de  la  misma  mon- 
taña, y  recordando  de  una  manera  tan  exacta  el  voto 
del  almirante  de  imponer  el  augusto  nombre  de  Trinidad 
á  la  primera  tierra  que  encontrara,  han  sorprendido  á^ 
los  cronistas  contemporáneos  y  á  los  historiógrafos  rea- 
les. Pedro  Mártir  de  Angleria,  al  hacer  referencia  al 
decaimiento  de  los  marineros,  sumerjidos  en  lúgubres 
imajinaciones  y  atormentados  por  la  sed,  habla  de  la 
grande  alegría  que  entre  ellos  escitó  la  repentina  apa- 


1.     Fernando  Colon.  Historia  del  aliyúraate,  cap.  LXV. 


—12— 

ricion  de  las  tres  elevadas  montañas;^  Oviedo  dice  que 
la  isla  de  la  Trinidad  fué  llamada  así  'aporque  el  almi- 
rante  habia  decidido  poner  este  nombre  á  la  primera 
tierra  que  descubriese,  y  por  que  vio  tres  montes  a 
la  misma  hora  muy  próximos  unos  deotros/'^  Herrera,  en 
dos  de  sus  escritos  sobre  las  Indias  occidentales,  Jiace 
constar  la  estraña  coincidencia  que  hubo  entre  la  pro- 
mesa de  Colon  y  la  aparición  de  la  tierra  desconocida 
con  estas  palabras:  '^El  marinero  de  la  gavia  divisó  tres 
cumbres,  Je  suerte  que  el  nombre  de  la  isla  estaba  en 
perfecto  acuerdo  con  el  voto  del  almirante/'^  Muñoz  que 
tuvo  ante  los  ojos  documentos  y  relaciones,  cuyo  para- 
dero se  ignora  hoy,  menciona  que  Colon  atribuyó  este 
hallazgo  á  un  señalado  favor  de  la  divina  majestad,^  y 
que  tenia  por  milagrosas  las  circunstancias  de  tiempo 
y  lugar  y  el  aspecto  de  las  tres  montañas,  hallazgo  en 
tan  íntima  conformidad  con  su  proyecto  de  consagrar 
á  la  Santísima  Trinidad  el  primer  territorio  que  encon- 
trara. 

En  su  relación  oficial  el  almirante  esplica  á  SS.  AA. 
sucintamente,  con  su  sencillez  sublime  las  penosas  cir- 
cunstancias en  las  cuales  plugo  á  la  providencia  venir 
en  su  socorro,  y  se  limita  á  escribir  las  siguientes  pa- 
labras: ''Y  como  su  alta  Inajestad  haya  siempre  usado 
de  misericordia  conmigo  por  acrecentamiento,  subió  un 
marinero  á  la  gavia  y  vido  al  poniente  tres  montañas 


1.  "Nauta  quídam  speculator  tres  montes  altíssimos  sublatis  prse  lae, 
titia  ad  coelum  vocibus  se  conspicere  proclamat." — -Petri  Martyris  An- 
glerii,  Occanece  Decadis  primee,  lib.  sextus. 

2.  Oviedo  y  Valdes.  Historia  natural  y  jeneral  de  las  Indias,  lib. 
III.  cap.  III.— Traducción  de  Juan  Poleur,  ayuda  de  camarade  Fran- 
cisco 1. 

3.  Herrera.  Descripción  de  las  Indias  Occidentales  que  se  llaman 
Jioy  nuevo  mundo,  cap.  VII,  p.  16. — Edic.  de  Amsterdan,  1622. 

4.  El  presente  atribuyó  á  un  señalado  beneficio  de  Dios,  mirando 
como  niila<íroso  el  tiempo,  el  modo  y  la  vista  de  tres  cumbres,  etc."..— 
Muñoz.  Historia  del  nuevo  mundo,  lib.  VI.  §  23. 


—13- 

juntas  ^.  Rezcimos  el  Salce  Pujina  y  otras  oraciones  en 
acción  de  gracias  á  nuestro  Señor/' 

En  seguida,  el  almirante,  cesando  de  singlar  hacia 
el  N.,  tomó  el  rumbo  de  la  tierra  que  le  habia  sido  mos- 
trada y  la  llamó  Trinidad  en  cutnplimiento  del  voto  que 
hizo  al  partirse  de  las  playas  de  Sanlucar  de  Barrame- 
da.  A  la  /¿ora  de  completas,  llegó  á  un  cabo  que  por  su 
forma  quiso  ponerle  por  nombre  Punta  de  la  Galera,  y  en 
el  quedivisó  un  ancón,  rodeado  de  terrenos  cultivados,  de 
exuberante  y  balsámica  vejetacion,  que  recordaban  la 
huerta  de  Valencia  en  la  primavera,  y  salpicados  de  ca- 
banas; pero,  á  su  pesar,  no  pudo  quedarse  en  él  en  ra- 
zón á  que  las  anclas  no  mordían  el  fondo.  Dirijióse, 
pues,  á  lo  largo  de  la  costa,  al  mediodía,  y  á  unas  cinco 
leguas,  habiendo  encontrado  ancladero  se  detuvo  y  lle- 
nó de   agua  una   pipa. 

Al  dia  siguiente,  1.°  de  Agosto  de  1498,  se  dieron 
á  la  vela,  costeando  para  busí^ar  un  puerto  donde  care- 
nar una  de  las  carabelas,  componer  la  vasijeria  y  hacer 
aguada  y  pertrechos  de  boca.  Llegados  que  fueron  a  un 
promontorio  que  Colon  llamó  Cabo  de  Arena,  distin- 
guióse una  bahia  cómoda,  y  los  marineros  saltaron  en 
tierra  para  reposar  de  sus  fatigas.  Y  vieron  huellas  de 
hombres  y  de  brutos  de  patahendida,  y  utensilios  de 
pesca;  pero  ni  un  ser  humano,  ni  de  las  bestias  mas  que 
una  y  esa  muerta:  era  una  especie  de  gamo  muy  cono- 
cido en  aquella  isla.  Según  su  invariable,  costumbre,  Co- 
lon hizo  clavar  una  cruz  elevada  en  la  orilla,  donde  glori- 
ficó el  sagrado  nombre  de  Jesu-Cristo;  circunstancia  es 
esta  que  omiten  Las  Casas  y  el  cura  de  los  Palacios,  pero 
que  se  demuestra  con  las  propias  palabras  del  almirante 
en  su  relación  á  los  reyes  católicos.^ 

1.  Sin  duda  por  modestia  no  dijo  el  almirante  en  esta  ocasión  que 
el  marinero  favorecido  con  este  primer  aspecto  era  Alonso  Pérez  Niz- 
zardo,  criado  suyo. 

2.  "Y  en  todo  cabo  mando  plantar  una  alta  cruz,  y  á  toda  la  jente 
que  hallo  notifico,  etc." — Belacion  del  terca'  viaje  dinjida  á  los  reyes 
católicos. 


—14— 

El  dia  2,  llegó  á  la  parte  del  E.  una  etubarcacion  tri- 
pulada por  veinticuatro  hombres,  jóvenes  todos,  armados 
de  arcos,  flechas  y  broqueles,  la  cabeza  cubierta  con  pa- 
ñuelos de  algodón,  pintados  de  diversos  colores,  y  en- 
torno de  la  cintura  otra  tira  de  lo  mismo,  á  guisa  de 
nagüeta  corta.  Sus  cabellos  eran  negros,  largos  y  cor- 
tados, casi  á  la  moda  española,  y  su  cutis  mas  blanca 
que  la  de  los  insulares  vistos  hasta  entonces.  Así  que  la 
canoa  estuvo  á  poCo  trecho  se  detuvieron  los  remeros 
y  llamaron  con  grandes  voces  á  los  de  la  capitana,  que 
no  los  comprendieron;  mas,  hízoles  el  almirante  señal 
de  que  se  acercaran  pues  la  desconfianza  parecia  domi- 
narlos. Durante  mas  de  dos  horas  quedaron  observan- 
do I03  buques  desde  lejos,  y  si  á  veces  se  aproximaban 
para  examinar  los  espejos,  las  palanganas  de  metal,  las 
corazas  relucientes  y  otros  objetos  de  mucho  brillo  que 
sacaban  los  españoles  para  atraerlos,  apenas  lo  hacian, 
se  alejaban  de  repente.  Quiso  Colon  en  esto  conquistar- 
los por  medio  de  un  espectáculo  divertido,  y  al  efecto 
reunió  sobre  la  toldilla  de  proa  á  los  marineros  mas  mo- 
zos para  que  bailaran  al  son  de  la  flauta  y  del  tambo- 
ril.. Pero  no  bien  repararon  en  la  danza  los  insulares 
cuando,  dejando  á  un  lado  los  remos,  pusieron  mano  á 
las  armas  y  comenzaron  el  ataque;  que,  según  su  cos- 
tumbre de  preludiar  las  batallas  con  bailes  guerreros, 
hablan  tomado  el  alegre  ejercicio  de  los  estranjeros  por 
manifestación  hostil  y  aceptado  el  pretendido  reto.  A  tan 
brusca  agresión  contestó  el  virey  con  dos  ballestazos 
que  fueron  muy  suficientes  para  moderar  el  impulso  de 
los  naturales,  que  se  ampararon  detras  de  la  popa  de  la 
carabela  mas  inmediata,  cuyo  piloto  tuvo  el  arrojo  de 
saltar  en  su  canoa  para  regalar  con  un  justillo  y  un  gor- 
ro escarlata  al  que  parecia  ser  jefe.  Hiciéronle  los  indios 
señas  de  que  fuese  á  tierra,  que  le  darian  cuanto  desea- 
ra, y  se  dirijieron hacia  la  orilla  como  en  ademan  de  aguar- 
darlo; pero  no  atreviéndose  el  marinero  á  tanto  sin  per- 
miso del  almirante,  y  habiendo  pasado  á  la  Capitana  con 


—15— 

objeto  de  pedírselo,  apenas  lo  vieron  los  insulares  entrar 
en  el  buque  donde  se  liabia  bailado,  sospechosos  de  al- 
guna traición  se  lanzaron  en  su  barquichuelo  y  huyeron 
á  todo  remo.^ 

Al  avanzar  algún  tanto,  notíS  el  almirante  entre  la 
Trinidad  y  una  tierra  vecina  que  supuso  ser  isla,  una 
violenta  corriente  acompañada  de  un  ruido  desconocido 
hasta  entonces  por  lo  espantoso.  "El  agua,  dijo  61,  iba 
de  levante  á  poniente  con  tanta  impetuosidad  como  el 
Guadalquivir  cuando  se  sale  de  madre;''  y  al  ver  que  la 
dirección  de  E.  á  O.  era  continua,  sin  interrupción  y 
con  una  rapidez  de  dos  millas  y  media  por  hora'*^  temió 
formalmente  no  poder  ir  mas  adelante  á  causa  de 
los  bajos  que  indicaba  el  estruendo,  ni  retroceder  por  la 
fuerza  de  la  corriente.  Mientras  que  á  una  hora  muy 
avanzada  de  la  noche  el  insomnio,  la  inquietud  y  el  deseo 
de  observar  lo  retenian  sobre  la  cubierta  de  su  carabela, 
á  pesar  de  la  oftalmía  que  lo  aquejaba,  oyó  de  repente 
un  rujido  terrible  que  salia  de  la  parte  del  mediodía,  v 
después  de  haberse  detenido  á  examinar  con  la  mas  gran- 
de ansiedad  el  espacio,  vio  que  una  inmensa  masa  de 
agua,  formando  una  montaña  tan  alta  como  los  palos 
del  buque,  avanzaba  en  su  dirección,  acompañada  del 
horrísono  concierto  de  las  otras  corrientes.  Sin  embar- 
go, hundióse  como  por  ensalmo  la  eminencia  levantando 
la  carabela  y  ganó  la  embocadura  del  canal  donde  lu- 
chó por  algún  espacio  con  la  corriente  opuesta.  Todos 
se  creyeron  perdidos  sin  remedio.  Tanto  efecto  causó 
en  el  almirante  la  proximidad  del  peligro  que  muchas 
semanas  después  se  resentía  aun  de  sus  penosas  impre- 
sioties.^  Al  (lia  siguiente  hizo  sondar  el  sitio  por  las  cha- 
lupas, que  hallaron  de  seis  á  siete  brazas  y  reconocieron 


1.  Cristóbal  Colon.  Relación  del  tercer  viaje  dirijida  d  los  reyes 
eatólicos. 

2.  Anotación  hidrográfica  de  Navarrete. 

3.  Cuando  dictaba  á  su  secretario  la  relación  para  los  reyes. 


—16 


lina  doble  corriente:  una  para  entrar  y  otra  para  salir. 
"Plugo  al  señor  darme  viento  favorable,  dice  Colon,  y 
atravesé  por  el  centro  de  la  embocadura;  logrado  lo  cual 
volví  ti  gozar  de  reposo/^  Puso  por  nombre  á  tan  peli- 
groso paso  el  de  Boca  del  Dragón. 


III. 


Es  cosa  jeneralmente  admitida  que  el  primer  punto 
del  nuevo  continente  que  divisó  Cristóbal  Colon,  fué  la 
costa  de  Paria,  y  este  es  un  error  refutado  de  antema- 
no por  el  mismo  almirante  en  su  relación  á  los  reyes 
católicos. 

No  carecerá  de  interés  el  que  establezcamos  ahora 
de  una  manera  escrupulosa  el  primer  sitio  del  nuevo 
mundo  que  se  ofreció  á  las  ávidas  miradas  de  los  euro- 
peos, y  podremos  hacerlo  tanto  mejor  cuanto  que,  gra- 
cias á  la  relación  del  virey  sobre  su  tercer  viaje,  no  que- 
da ningún  jenero  de  duda  acerca  de  cual  fuera. 

Antes  de  desembocar  por  el  terrible  paso,  llamado 
por  él  Boca  del  Dragón,  Colon  tenia  á  su  dere- 
cha, un  poco  hacia  la  proa  de  su  buque,  el  último  cabo 
occidental  de  la  Trinidad,  y  á  la  izquierda,  de  popa  á 
proa,  el  estremo  superior  del  Delta  del  Orinoco,  rio  in- 
menso que  sale  al  Atlántico  por  siete  grandes  bocas  y 
cuarenta  pequeñas,  en  una  estension  de  cincuenta  le- 
guas próximamente,  produciendo  con  sus  vueltas  y  re- 
vueltas islas  de  mas  ó  menos  consideración,  cubiertas  de 
un  follaje  espeso,  nervudo  y  abundantísimo,  en  las  cua- 


—ir- 
les, sobre  nopales  que  sumerjeii  sus  ramas  en  el  agua 
salada,  de  en  medio  de  bosquecillos  de  tamarindos,  de 
gigantescos  cañaverales  •  y  de  heléchos  arborescentes  se 
elevan  anacardos,  mauricias,  palmeras  de  abanico  y  aca- 
cias cargadas  de  dorados  racimos,  mezcladas  con  lianas 
sarmentosas  y  plantas  frutales  que  tornan  los  parajes  en 
que  vejetan  en  cavernas,  impenetrables- á  la  vista  del 
hombre  y  á  los  rayos  del  Sol.  Era  imposible  no  tomar 
por  islas  aquellas  porciones  de  terreno  á  la  sazón  me- 
dio anegadas,  formando  canales  sin  número  y  entre  las 
que  ninguna  corriente  regular  indica  el  desagüe  de  un 
rio,  sino  al  contrario,  porque  tan  pronto  los  remolinos 
como  los  vientos  forman  falsas  corrientes  y  las  hacen  su- 
bir en  vez  de  bajar.  La  uniformidad  de  las  prodijiosas 
producciones  de  estas  islas  las  hace  tan  parecidas  unas 
á  otras  que  frecuentemente  los  Guaraonios,i  acostum- 
brados á  navegar  por  el  archipiélago  que  llevamos  des- 
crito, y  en  el  cual  habitan,  se  pierden  en  su  verdadero  la- 
berinto.^ 

Sobre  estas  montañas  de  verde  que  parecen  salir  de 
las  aguas  y  que  se  elevan  hasta  limitar  el  horizonte,  posó 
primero  sus  ojos  el  almirante,  y  á  pesar  de  que  ningún 
indicio  pudo  hacerle  suponer  que  la  tierra  en  que  se  apo- 
yaban estuviera  cortada  en  porciones  por  la  embocadura 
de  un  rio,  esperimentaba  en  si  algo  nuevo,  estraño  é 
inesplicable  acerca  de  su  naturaleza,  pues  lejos  de  dar 
un  nombre  colectivo  á  los  islotes,  designa  el  lugar  con 
el  de  Tierra  de  Gracia,  porque  la  sola  gracia  de  Dios 
lo  habia  guiado  allí;  y  no  habló  nada  de  islas  en  esta 


1.  C*  est  improprement  que  plusieurs  écrivains  donnent  a  ees  in- 
digénes  le  nom  de  Guaranis.  Les  Indiens  Guaranis  sont  au  Paraguay. 
Les  Guaraoüns  différent  des  Guaranis  par  la  langue  et  les  moeurs  au- 
tant  que  par  la  contrée  qu'ils  occupent. — Dauxion-Lavaysse,  Voyage 
aux  Ues  de  Trinidad,  de  Tabago,  de  la  Marguerite  et  dans  diverses 
parties  de  Venezuela,  1. 1,  p.  3. 

2.  Depons,  Voyage  a  la  partie  oriéntale  de  la  Terre  Ferme  dans 
VAmérique  méridionale,  tom.  III.  p.  26^4. 

3 


—18— 

parte  de  su  relación.  Se  observa,  pues,  que,  no  obstante 
las  apariencias,  no  tenia  por  cosa  muy  cierta  el  que  fue- 
ra un  verdadero  archipiélago. 

El  primer  paraje  del  nuevo  continente  que  llamó 
necesariamente  la  atención  del  virej  de  las  Indias,  cuan- 
do quiso  doblar  la  punta  de  Jeacos  para  reconocer  la 
costa  interior  de  la  Trinidad,  está  comprendido  entre  el 
cabo  del  Morro  y  el  del  Hedió,  en  el  Delta  del  Orinoco. 

En  las  inflexiones  montuosas  de  la  orilla  las  palme- 
ras, los  piraguaos  de  lisas  estipas  lujosamente  coronadas 
de  penachos,  los  bombajes,  entrelazados  con  las  flores 
de  oro  de  los  banisteros,  las  pasifloras,  las  vainillas,  con- 
fundidas con  convólvulos  carmesí,  los  panchupanes  de  in- 
finitos ramilletes  de  flores  blancas,  y  sobre  todo,  los  ci- 
rios, las  raquetas  y  los  cactus  cilindricos  prestaban  al 
terreno  una  fisonomia  tranquila  en  estremo,  diferente 
de  la  del  fauno  de  las  islas.  Si  se  agrega  á  esto  los  ra- 
cimos de  fruto  de  formidables  nopaleras,  los  vejetales 
puntiagudos  de  hojas  sajitadas,  el  matiz  verde  oscuro, 
el  tono  ennegrecido  de  los  pezones,  la  fuerza,  el  vigor 
de  las  plantas  mas  insignificantes,  y  el  azul  del  cielo,  mas 
profundo,  indicando  nuevas  condiciones  de  existencia, 
se  tendrá  una  débil  idea  del  carácter  jigantesco  déla  re- 
jion  y  del  aspecto  de  su  vejetacion  colosal.  Algo  inmen- 
so y  poderoso  penetró  la  intuición  del  revelador  del  glo- 
bo con  su  vista,  pues  conoció  que  no  se  hallaba  bajo  la 
influencia  predominante  de  la  humedad  salitrosa;  que 
la  del  mar  cedia  ante  la  abundancia  del  agua  dulce,  y 
que,  al  fin,*tocaba  la  tierra  firme. 

Como  aquella  perspectiva  de  uniforme  follaje  no  le 
ofrecia  ningún  punto  de  reconocimiento,  buscó  por  otro 
lado,  y,  después  de  haber  bordeado  por  la  costa  interior 
de  la  Trinidad,  divisó  á  la  distancia  de  doce  leguas  al 
N.  E.  la  cresta  de  un  promontorio  que  suponia  ser  una 
prolongación  de  la  tierra  de  Gracia,  como  así  era  en 
efecto.  Hizo  sacar  agua  del  mar  y  la  encontró  de  desagra- 
dable gusto  para  bebería.  Inclinóse  á  esta  parte  y  sintió 


—19— 

que  una  muy  fuerte  corriente  lo  impelía  al  E.N.E.,  y 
al  acercarse  reconoció  cerca  del  cabo  Lapa  una  embo- 
cadura mas  estrecha  aun  que  la  de  la  Boca  del  Dragón-, 
el  ruido  y  ajitacion  de  las  olas  no  era  menor.  Viró  de 
bordo  y  siguió  la  costa  occidental,  tanto  con  el  objeto 
de  encontrar  otra  salida,  como  con  el  de  comunicar  con 
los  habitantes  del  pais.  Cuanto  mas  avanzaba,  mas  grato 
iba  siendo  el  sabor  del  agua.  Asi  que  se  divisaron  ter- 
renos desmontados  y  cultivados  mandó  á  Pedro  de 
Terreros  con  un  destacamento  para  reconocerlos,  el  cual 
vio  veredas  abiertas,  fuego,  pescado,  una  casa  sin  techo 
y  multitud  de  monos;  pero  ningún  ser  viviente.  Prosi- 
guió el  almirante  costeando  ocho  leguas  mas  y  de  nue- 
vo hizo  saltar  jente  en  tierra.  Hallaron  huertas  escelen- 
tes,  mucha  tierra  en  cultivo,  árboles  cargados  de  frutas 
suculentas  y  de  cierta  clase  de  uva;  mas  no  pudieron 
dar  con  un  indíjena.  Estos,  por  razón  del  ejercicio  obli- 
gado de  sus  principales  sentidos,  desde  la  mas  tierna 
infancia  adquirían  tal  superioridad  en  el  alcance  de  la 
vista  y  del  oido  y  sutileza  del  olfato,  que  divisaban  á 
los  estranjeros  antes  de  ser  notados,  y  oian  sus  pasos  y 
reconocian  sus  huellas,  evitando  así  su  encuentro:  por 
eso  lo  mismo  en  tierra  de  Gracia  que  en  la  isla  de  la 
Trinidad  no  pudieron  los  españoles  lograr  cojer  uno. 

Era  Domingo  aquel  día,  y  Colon  dispuso  celebrar- 
lo en  la  nueva  tierra,  de  la  que  hizo  tomar  posesión  en 
la  forma  acostumbrada.  Erijióse  una  gran  cruz^  en  un 
lugar  culminante  de  la  ribera,  y  el  sagrado  nombre  del 
redentor  resonó  sobre  el  suelo  desconocido.  En  esta  ce- 
remonia representó  al  virey  su  honrado  mayordomo, 
el  capitán  Pedro  de  Terreros ,2  pues  el  malestar  que  le 
producía  la  oftalmía  lo  forzaba  á  permanecer  encerra- 
do en   su  cámara.  El  primer  europeo  que   asentó  la 


1.  "Una  gran  Cruz  hincada  en  tierra." — Deposición  de  Hernando 
Pacheco  en  el  8?  interrogatorio.  Pleito.  Prohanzas  del  almirante. 

2.  Muñoz.  Historia  del  nuevo  mundo,  lib.  VI.  §  26. 


—so- 
planta  en  el  nuevo  continente  fué,  pues,  Pedro  de  Ter- 
reros, y  el  segundo,  Andrés  del  Corral. 

Al  siguiente,  Lunes  6  de  Agosto,  ordenó  Colon  se 
bordeara  inmediato  á  la  costa:  una  pequeña  canoa  tri- 
pulada por  cinco  indios  pasó  por  la  proa  de  la  carabe- 
la m  Correo,  que  por  su  reducido  tamaño  y  poco  cala- 
do podia  aproximarse  mucho  mas  que  sus  compañeras. 
El  oficial  les  hizo  señas,  llamándolos  y  dándoles  á  en- 
tender qne  quería  ir  con  ellos  á  la  playa;  lo  compren- 
dieron los  naturales  y  se  acercaron  al  costado  con  áni- 
mo de  recibirlo  en  su  frájil  esquife;  mas  el  español  sal- 
tó de  manera  que  lo  volcó,  y  cuando  los  indios  pro- 
curaban ganar  la  orilla  á  nado  los  marineros  se  hablan 
arrojado  al  agua  y  les  cortaban  la  retirada:  cociéronlos 
á  todos  salvo  uno,  y  los  condujeron  á  presencia  del  al- 
mirante.^ 

Eran  robustos  y  bien  proporcionados  y  su  color  re- 
cordaba su  oríjen.  Dióles  Colon  bujerías,  terrones  de 
azúcar  y  cascabeles,  lo  que  los  colmó  de  alegría,  y  des- 
pués los  despidió.  Según  lo  habia  previsto,  los  indíje- 
nas,  enterados  del  buen  tratamiento  de  que  fueran  ob- 
jeto sus  compatriotas,  acudieron  presurosos  á  la  orilla, 
deseando  todos  venir  á  bordo.  Traian  en  presente.-  pan, 
agua  deliciosa,  un  cierto  brevaje  verde,  una  especie  de 
vino,  carcajes,  arcos  y  hasta  flechas  envenenadas:  consi- 
deraban con  indescribible  asombro  á  los  españoles,  los 
miraban  con  curiosidad,  olfateaban  con  sensual  preste- 
za sus  vestidos,  sus  chalupas  y  las  bagatelas  que  reci- 
bían,^ y  decian  que  los  estranjeros  tenian  buen  olor.^ 

Al  otro  dia,  á  ocho  leguas  de  aquel  lugar,  hacia  oc- 
cidente, el  almirante  vio  el  cabo  de  la  Aguja,  cuya  cam- 
piña er.i  magnífica  y  cuya  playa  estaba  muy  poblada. 


1  Herrera.  Kistoria    jeneral  de  los  viajes  y  conquistas  de  los 
españoles  en  las  Indias  occidentales,  Decada  X^  íib.  III.  cap.  IX. 

2  Muñoz.  Historia  del  nuevo  mundo,  Lib.  VI.  §.27. 

3  Herrera.  Historia  jeneral  de  los  viajes  y  conquistas  de   los 
españoles  en  las  Indias  occidentales,  Década  1.  lib.  III.  cap.  XI. 


—21— 

"Mande  anclar,  dice  Colon,  para  recrearme  contemplan- 
do tan  hermosa  tierra,  su  verdura  y  sus  moradores»  ^ 
Pero  solo  á  hurtadillas,  por  decirlo  así,  podia  echar 
Colon  una  mirada  sobre  la  opulenta  rejion,  pues  su  oftal- 
mia  no  le  peruiitia  salir  de  la  cámara.  Interrogaba  y  le 
describian;  y  como  por  las  apreciaciones  de  otros  for- 
maba su  juicio,  pareciendo  delicioso  el  sitio  lo  llamó 
Los  Jardines.  En  esto,  vinieron  muchos  indios  á  su- 
pUcarle  de  parte  de  su  rey  bajase  á  tierra,  y  no  pudo 
acceder  al  convite:  su  aparente  indiferencia  duplicó  la 
curiosidad;  y  al  '^observar  que  no  hacia  alto  en  ellos, 
se  trasladaron  en  número  infinito  á  los  bajeles.»  Eran 
de  estatura  elevada  y  cabellos  negros  y  flexibles,  que  sq 
ocultaban  á  medias  en  una  tela  do  brillo  con  que  ceñian 
la  cabeza:  los  hombres  no  usaban  mas  ropaje  que  un  pa- 
ñuelo atado  alrededor  de  la  cintura,  y  las  mujeres  lo  mis- 
mo, pero  mas  largo.  Las  canoas  de  los  jefes  eran  grandes 
y  lijeras  y  estaban  mejor  construidas  y  con  mas  comodi- 
dad que  las  de  los  otros  indios,  pues  tenian  en  medio  una 
camareta  donde  iban  con  sus  esposas.  La  mayor  parte  de 
ellos  se  adornaban  el  cuello  con  planchas  de  oro  del  tama- 
ño de  una  herradura,  y  parecian  orgullosos  de  su  adorno, 
aunque  no  hubo  ninguno  que  nS  lo  cediera  gustoso  por 
una  campanilla:  vieron  se  también  mujeres  con  braza- 
letes de  perlas  finas,  "que  hicieron  abrir  los  ojos  á  los 
castellanos.// 2  Apuró  Colon  cuantos  recursos  estuvie- 
ron á  su  arbitrio  para  inquirir  de  qué  lugar  estraian  el 
oro,  y  todos  le  indicaban  una  tierra  muy  elevada,  á  corta 
distancia,  hacia  poniente;  pero,  sin  embargo,  le  aconse- 
jaban no  fuera,  porque  sus  habitantes  eran  antropófagos. 
Preguntóles  dónde  recojian  las  perlas  y  le  señalaron  tam- 
bién á  poniente  y  al  norte;  mas,  aunque  su  deseo  de  re- 
conocer por  sí  mismo  aquellos  parajes  era  grande,  debió 

1  Cristóbal  Colon.  Relación  del  tercer  viaje,  dirijida  á  los  reyes 
católicos. 

2  Herrera.   Historiajeneral  de  los  viajes  y  conquistas  délos   Cas- 
tellanos en  las  Indias  occidentales,  Decada  1.  lib.  III.  cap.  XI. 


"*'  »>•) 

iC.W 

renunciar  á  él  en  atención  á  que  las  apremiantes  necesi- 
dades de  la  colonia  lo  traían  inquieto,  y  que  los  víveres 
que  conducia  para  los  de  la  Española  iban  averiándose 
cada  vez  mas.  Tampoco  la  carabela  que  mandaba,  por 
su  mucho  calado,  era  apropósito  para  esploraciones  de 
aquel  jénero,  y  su  salud  rendida  con  las  continuas  viji- 
lias,  y  sus  ojos  en  un  estado  cercano  á  la  ceguera  le  hacian 
sentir  la  necesidad  de  llegar  cuanto  antes  á  la  Española, 
desde  la  cual  enviarla  á  su  hermano  don  Bartolomé  á  la 
prosecución  de  las  descubiertas. 

Dio  Colon  orden  de  hacer  rumbo  á  poniente,  y 
,  lo  mantuvo  hasta  que  quedaron  en  tres  brazas  de 
agua.  Ancló  allí,  y  despachó  mas  adelante  á  M  Correo 
para  que  reconociera  si  el  paso  estaba  franco.  Llegó  M 
Correo  ala  mitad  de  un  gran  golfo  que  rodeaban  cuatro 
golfos  mas  pequeños,  en  los  que  desaguaban  muchos  rios: 
el  Paria,  el  Guarapiche,  el  Eantasima,  el  Cacao  y  el  Ca- 
ripe,  y  por  todas  partes  halló  cinco  brazas  de  fondo.  El 
agua  era  en  estremo  dulce,  tanto,  que  dijo  Colon  no  ha- 
berla bebido  nunca  semejante.  Puso  á  esta  especie  de 
mar  interior  el  nombre  de  Golfo  de  las  Perlas,  que  es 
el  llamado  de  Paria.  Esperaba  dar  con  un  estrecho  al 
N.,  porque  ni  por  el  mediodía,  ni  por  poniente  había  sa- 
lida; pero  quedó  cercado  por  todas  partes  por  la  tierra,y  el 
11  de  Agosto,  levando  anclas,  desando  el  camino  que 
trajo,  para  intentar  echarse  fuera  por  entre  el  cabo  Paria 
y  la  isla  de  la  Trinidad,  peligroso  paso  al  E.  N.  E.  que, 
con  tanta  prudencia,  evitó  el  5  de  Agosto.  Y  lo  arrastra- 
ban con  tal  ímpetu  las  corrientes  de  aquel  lado  que  no 
pudo  volver  á  ganar  las  orillas  de  los  Jardines,  que  tanto 
hubiera  deseado  ver  de  nuevo.  Por  do  quiera  corría  el 
agua  cristalina  y  de  buen  beber. 

Logró  al  día  siguiente  echar  el  ancla  junto  al  cabo 
de  Paria,  en  un  puerto  que  denominó  de  los  Monos,  á 
causa  de  la  abundancia  que  había  de  los  tales  cuadruma- 
nos en  los  árboles  vecinos,  y  quedó  en  el  para  santificar 
el  Domingo  y  con  propósito  de  zarpar  el  Lunes  y  fran- 
quear la  temible  angostura. 


-23— 


IV. 


Acercáronse  el  Lunes  al  estrecho. 

La  estremidad  N.  E.  de  la  isla  de  la  Trinidad  no  está 
precisamente  de  frente  al  !S.  O.  del  cabo  Paria,  pues  en- 
tre la  punta  de  la  isla  y  la  de  la  tierra  firme  hay  muchas 
islas,  que  no  dejan  entre  sí  mas  que  salidas  impractica- 
bles á  los  buques;  pero  entre  la  mayor  de  estas  islas  y  el 
continente  americano  se  abre  un  paso  ancho,  de  cosa  de 
legua  y  media,  y  el  único  que  puede  aventurarse' menos 
inconsideradamente  para  desembocar  en  el  mar  Caribe. 
Sin  embargo,  en  los  meses  de  Julio  y  Agosto  la  abundan- 
cia de  las  lluvias  y  el  desbordamiento  de  los  grandes  rios 
que  desembocan  en  el  golfo  de  Paria,  dan  á  las  corrientes 
de  agua  dulce  un  impulso  terrible.  Esta  masa  se  estrella 
contra  las  islas  que  se  oponen  ásu  camino,  y  de  su  lucha 
con  las  olas  del  mar  resulta  un  estrépito  semejante  al  de 
los  hervideros  y  escollos. 

Si  para  entraren  esa  verdadera  mar  interior,  que  se  lla- 
ma golfo  de  Paria,  hubo  menester  Colon  del  auxilio  de  Ja 
divina  providencia,  su  socorro  no  le  fué  menos  necesario 
para  salir,  así,  insistiremos  acerca  de  sus  detalles,  que  nun- 
ca se  han  dado  con  exactitud,  á  pesar  de  que  el  verídico 
Herrera  reconoció  que  en  el  desemboque  en  la  mar  Cari- 
be, "sufrió  mas  el  almirante  que  en  la  Boca  del  Dragón, 


cuando  entró  en  el  golfo;  y  que  el  peligro  fue  mayor  to- 
davía/' 1 

Poco  antes  del  mediodía,  se  hallaban  las  carabelas 
próximas  al  paso.  Un  espantoso  desconcierto  se  advertia 
en  las  olas:  el  agua  fluvial,  impelida  al  mar,  pugnaba 
con  la  salada  que  la  marea  empujaba  con  toda  su  fuerza 
á  la  entrada  del  golfo,  y  las  ondas  se  ajitaban  con  tal  so- 
berbia que  se  levantaban  en  '^montañas  tan  altas  y  con  tan 
pavoroso  estruendo  que  hacian  temblar  de  horror  á  los 
mas  decididos  de  á  bordo.//  Por  lo  cual  conjeturó  Colon 
que  "los  lechos  de  la  corriente,  y  las  colinas  de  agua 
que  salian  y  entraban  en  aquellos  caños  con  ruido  tan 
formidable,  provenían  del  choque  del  agua  dulce  oponién- 
dose á  la  entrada  de  la  del  mar,  y  de  la  del  mar  oponiéndo- 
se á  1^  salida  de  la  dulce/''^  Por  falta  de  viento  no  podían 
contar  los  navegantes  con  el  auxiho  de  las  velas,  y  con 
razón  temían  ser  arrojados  por  las  corrientes  contra  los 
bajos  y  quedar  destruidos  entre  las  rocas  de  las  dos  ori- 
llas. En  este  aprieto  confesó  el  virey  que,  si  conseguían 
escapar  podrían  decir  con  sobrado  motivo  que  habían  sido 
libertados  de  la  boca  del  Dragón,  "por  lo  cual  quedó 
este  nombre  á  aquel  sitio.//  ^ 

A  pesar  de  la  inminencia  del  peligro,  aprovechando 
el  almirante  los  soplos  de  una  brisa  de  tierra,  hizo  avan- 
zar las  carabelas,  y  "no  bien  hubieron  entrado  en  aque- 
lla especie  de  desfiladero,  el  viento  amainó  completamen- 
te, y  estuvieron  á  punto  de  ir  á  estrellarse  con  los  peñascos/'^ 
No  invocó  el  virey  en  vano  á  su  divino  protector;  que  en 
la  hora  de  mas  peligro  lo  acornó  el  altísimo.  Arreció  el 
viento,  el  agua  dulce  se  hinchó,  se  dilató  y  alzó  furiosa 

1  Herrera.  Historia  jeneral  de  los  viajes  y  conquistas  de  los  cas- 
tellanos en  las  Indias  occidentales,  Decada  1.  íib.  III.  cap.  XI. 

2  Cristóbal  Colon.  Relación  del  tercer  viaje  dirijida  á  los  reyes 
católicos. 

3  Herrera.  Historia  jeneral  de  los  viajes  y  conquistas  de  los  cas- 
tellanos en  las  Indias  occidentales,  Decada  1.  íib.  III.  cap.  XI. 

4  Washington  Irving.   Vida  y  viajes  de  Cristóbal  Colon,  Lib.  X 
cap.  III. 


—es- 
como "una  montaña;  mas  plugo  al  fin  al  señor  que  al 
vencerá  la  salada  los  pusiese  fuera''.  El  poder  del  vien- 
to fué  el  medio  de  su  salvación;  pero  tal  era  la  seguridad 
de  Colon  y  su  confianza  en  ''la  misericordia  del  que  todo 
lo  puede/'  que  en  aquel  momento  solemne  se  ocupaba 
tranquilamente  en  las  observaciones  hidrográficas.  Y  acos- 
tumbrado á  los  prodijios  del  favor  celestial  ni  aun  mencio- 
na este  socorro  maravilloso,  y  se  limita  á  dejar  consignadas 
sus  observaciones  con  la  heroica  sencillez  que  lo  caracte- 
riza, diciendo:  ^^salí  porla  embocadura  del  N.  y  hallé  que 
el  agua  dulce  tenia  la  victoria,  y  cuando  hube  pasado, 
cosa  que  se  llevó  á  efecto  por  infljijo  del  viento,  estando 
yo  en  la  cumbre  de  una  de  las  colinas  líquidas,  noté  que, 
en  los  lechos  de  la  corriente,  el  agua  de  la  parte  interior 
era  dulce  y  la  de  la  esterior  salada."^  Durante  este 
sondeo,  comenzaron  á  volver  en  sí  de  su  consternación 
los  marineros. 

Así  que  sus  tres  carabelas  hubieron  franqueado  la 
espumosa  boca  del  Dragón,  manifestó  el  virey  pública- 
mente su  reconocimiento,  "dando  infinitas  gracias  al  se- 
ñor que  lo  había  libertado  de  los  peligros  del  abismo."^ 

Hizo  rumbo  al  N.  O.,  reconoció  la  costa  interior 
de  Paria,  y  señaló,  en  frente  del  cabo  de  los  Tres  Picos, 
las  tres  islas  que  llamó  de  Los  Testigos,  sin  duda  en  alu- 
sión á  los  tres  milagrosos  acontecimientos  de  aquel  tercer 
viaje,  emprendido  en  nombre  de  la  Santísima  Trinidad. 
En  seguida,  dejando  al  N.  O.  dos  islas  mas  lejanas,  á 
las  que  puso,  en  honra  de  la  santa  vírjen,  Concepción  y 
Asunción,  llegó  á  la  Margarita,  verdadera  joya  de  la  na- 
turaleza, isla  jevestida  de  suntuosas  galas,  rica  y  favore- 
cida en  los  productos  de  su  suelo  y  del  mar  que  la  cir- 
cunda, y   cubierta  de  cabanas.  ^  Luego   pasó   á  Cuba- 

1  Cristóbal  Colon.  Relación  del  tercer  viaje  dirijida  d  los  reyes 
católicos. 

2  Colon  dadas  infinitas  gracias  al  señor  que  le  Labia  librado,  etc. 
Muñoz.  Historia  del  nuevo  mundo  lib.  VI.  §  29. 

3  Herrera.  Jlistoriajeneral  de  los  viajes  etc.  Decada  I.  lib.  III. 
cap.  XI.     Hoy  la  Margarita,  totalmente  despojada  de  sus  bosques  ha 

4 


—26— 

gua,  islote  vecino,  árido  y  triste,  mas  desde  entonces,  cé- 
lebre por  la  pesca  de  sus  perlas. 

Seducido  por  sus  descubrimientos  habría  prosegui- 
do Colon  su  viaje  y  entrado  en  el  golfo  de  Venezuela,  pa- 
sando por  la  costa  de  Caracas,  mas  allá  de  Cumana,  cuyo 
horizonte,  eternamente  puro  y  diáfano,  ofrece  á  la  admi- 
ración del  hombre,  en  la  perpetua  tranquilidad  de  sus 
noches,  muchas  constelaciones  de  ambos  mundos,  y  reú- 
ne en  los  límites  aéreos  del  antiguo  hemisferio  las  sor- 
presas del  cielo  austral.  De  alli  se  divisan,  como  embutidos 
en  el  horizonte  del  N.  los  astros  familiares  á  Europa:  el 
Carrito,  la  Lira,  Arturo,  Sirio,  Casiope  y  Orion,  mientras 
que  en  los  campos  del  espacio  lucen  las  estrellas  zenita- 
les  del  Águila  y  del  Serpentario,  la  espléndida  Nave,  la 
Corona  y  la  no  menos  magnífica  Cruz  del  Sur,  y  se  de- 
jan adivinar  á  lo  lejos,  como  un  vapor  sublime,  las  Nubes 
Magallánicas.  Pero  tuvo  que  renunciar  á  ellos  porque  la 
corrupción  disminuía  por  horas  los  víveres  que  habia 
embarcado  á  su  bordo,  á  costa  de  tanto  trabajo.  Su  casi 
completa  ceguera  no  le  dejaba  hacer  observaciones,  no 
podia  tampoco  sacar  de  su  viaje  nociones  exactas,  y  cor- 
ría peligro  la  salud  de  los  tripulantes  si  se  prolongaba  el 
reconocimiento  del  nuevo  continente.  Resolvió,  pues,  po- 
ner la  proa  en  demanda  de  la  Española. 


perdido  su  frescura  j  belleza.  Cultívase  el  algodón  y  la  caña  dulce  en 
sus  tierras  mas  fértiles;  lo  demás  parece  triste  y  estéril. 


CAPITULO  IL 


1. 


En  ninguna  de  sus  esploraciones  habia  observado  Co- 
lon cosas  tan  estrañas  como  aquellas,  cuyas  causas  se  es- 
forzaba al  presente  en  investigar.  Sobreponiéndose  á  las 
convulsivas  contracciones  de  sus  párpados,  inflamados 
con  la  oftalmía,  desañando  la  luz  del  dia,  dominando  el 
poder  del  insomnio  y  las  dolorosas  punzadas  de  la  gota, 
habia,  en  efecto,  intentado  interrogar  con  una  mirada 
aquella  grandiosa  é  imponente  naturaleza.  Las  cualida- 
des del  terreno,  la  riqueza,  el  lujo,  la  magnificencia  de 
la  vejetacion,  la  color  de  los  indíjenas  que  no  eran  ne- 
gros como  los  de  África  bajo  el  mismo  paralelo,  la  sua- 
vidad, la  dulzura  del  clima,  la  trasparencia  y  la  limpi- 
dez del  cielo,  el  cambio  de  las  constelaciones,  el  movi- 
miento, la  njitacion,  el  ímpetu  de  las  olas,  la  dirección  de 
las  corrientes,  la  abundancia  del  agua  dulce  enmedio 
del  mar,  hacían  surjir  en  su  imajinacion  un  tropel  de 
ideas. 

Por  ciertos  rasgos  de  fisonomía  cósmica  que  hubie- 
ran pasado  desapercibidos  para  cualquiera  otro  observa- 
dor habia  ya  conocido  una  de  las  grandes  divisiones  jeo- 
gráficas  del  globo  y  la  parte  opima  de  uno  de  los  princi- 
pales continentes.  Y  por  el  solo  convencimiento  de  sus 
percepciones  espontáneas  y  confusas  impresiones,    que 


—28  — 

no  habria  podido  definir  si  se  lo  hubiera  propuesto,  co- 
nocia  que  la  parte  de  la  tierra  en  que  se  hallaba  entonces 
era  mas  elevada  que  aquella  de  que  habia  salido;  le  pa- 
recia  haber  subido  por  la  mar  cual  si  fuera  una  montaña; 
y  afirmaba  haberse  acercado  á  la  parte  mas  alta  del 
mundo. 

Este  sencillo  aserto  sobrepujaba  con  toda  la  elevación 
del  genio  á  las  lecciones  de  la  ciencia  contemporánea; 
Colon  marchaba  por  la  senda  de  un  gran  descubri- 
miento cosmográfico:  el  crecimiento  ecuatorial. 

En  el  documento  que  dirijió  á  SS.  AA.  con  el  nom- 
bre de  relación  dijo  el  virey  de  una  manera  terminante 
que  se  creia  que  la  tierra  era  redonda;  pero  que  por  lo 
que  él  habia  visto,  conjeturaba  que  no  era  perfectamente 
esférica  y  que  mas  parecia  "una  pera  que  fuese  toda  muy 
redonda,  salvo  allí  donde  tiene  elpezon,^  cuya  prominen- 
cia está  naturalmente  ii^as  inmediata  al  cielo.  En  efecto, 
el  crecimiento  ecuatorial,  es  de  unos  veintiún  kilómetros,^ 
poco  mas  ó  menos  cinco  veces  mayor  altura  que  el 
monte  Blanco:  de  suerte  que  esta  parte  del  mundo  se  in- 
terna mas  profundamente  en  las  rejiones  etéreas. 

Añadió  Colon  que,  Aristóteles,  colocaba  el  punto  mas 
culminante  de  la  tierra  bajo  el  polo  Antartico,  y  que  otros 
sabios  lo  hablan  combatido  y  querían,  por  el  contrario, 
que  la  espresada  prominencia  existiera  en  el  Ártico,  pero 
que  él  tenia  por  cierto  que  el  crecimiento  del  globo  se 
verificaba  hacia  el  Ecuador.  Y  al  mismo  tiempo  que  com- 
prendía y  disimulaba  el  error  de  sus  antepasados,  en 
razón  á  que  no  pudieron  tener  noticias  de  lo  que  él  aca- 
baba de  descubrir,  y  declaraba  no  estar  en  ánimo  de 
pronunciar  acerca  de  la  constitución  jeodésica  del  otro 
hemisferio  porque  no  lo  habia  visitado,  en  lo  tocante  al  que 


'  1     Tercer  viaje  de  Cristóbal  Colon.   Colección  de  los  viajes  y  descu- 
brimientos etc.  ioxño  \. 

2     Humboldt,  Cosmos,  Essai  d'  une  descnption  physiqíie  du  monde 
t.  I.  p.  159. 


—29— 

nos  ocupa,  daba  testimonio  de  que  su  foriua  era,  no 
esférica  como  una  bola,  sino  como  una  pera  muy  redon- 
da, salvo  en  la  estremidad  donde  tiene  el  cabo.  Y  no  sa- 
tisfecho aun,  escojia  imájenes  mas  sensibles  y  exactas 
del  crecimiento,  y  de  la  pequeña  alteración  que  debia 
producir  en  el  conjunto  de  lafisonomiadelglobo.^ 

Con  harta  lijereza  ha  criticado  Mr.  de  Ilumboldt,  tan- 
tas veces  repetido  por  los  biógrafos  de  Colon,  la  opinión 
del  grande  hombre  en  lo  tocante  á  la  figura  de  la  tierra, 
y  pretendido  que  la  concebia  en  forma  de  pera,  lo  cual 
seria  por  demás  ridículo.  Este  aserto,  desgraciadamente 
tan  acreditado,  es  de  todo  punto  falso,  pues  no  pudiendo 
Colon,  para  demostrar  con  la  debida  exactitud  su  pensa- 
miento, elejir  un  objeto  perfectamente  redondo  como  una 
pelota  ó  una  naranja,  escojió  una  pera,  y  téngase  presen- 
te que  no  se  trata  de  una  pera  oblonga  ni  ovalada,  sino 
de  una  pera  toda  iimy  redonda  salvo  allí  donde  tiejie  el 
jjezon.  Y  de  manera  tan  clara  se  reflejaba  en  su  mente 
la  idea  del  crecimiento  ecuatorial  que  determinó  los  ras- 
gos jeodésicos  de  su  forma  diciendo  que,  aquella  eleva- 
ción no  la  producia  un  saliente  repentino  de  la  tierra  por 
aquella  parte,  ni  era  un  brusco  y  penoso  accidente  del 
suelo,  sino  que  procedia  de  muy  lejos,  de  donde  venia  en 
progresión  imperceptible;  lo  cual  es  verdad. 

Del  descubrimiento  referido,  avanzó  Colon  algunos 
pasos  mas  por  el  sendero  de  la  ciencia,  esforzándose  en 
reconocer  el  carácter  histórico  de  la  rejion.  Y  como  si  hu- 
biese admitido  el  principio  ñilosófico  alemán  de  que  la  tier- 
ra es  la  profecía  de  la  historia,  buscó  cuál  pudiera  ser  el 
destino  de  un  pais  tan  distinto  de  los  que  habia  recorrido  y 
que  describían  los  viajeros;  y  estando  el  mas  inmediato  al 
cielo,  y  de  consiguiente,  recibiendo  el  primero  los  rayos 


1  O  como  quien  tiene  una  pelota  muy  redonda,  y  en  un  lugar  de 
ella  fuese  como  una  teta  de  mujer  allí  puesta,  y  que  esta  parte  deste 
pezón  sea  la  mas  alta-e  mas  propinca  al  cielo."  Tercer  viajé  de  Cristo- 
bal  Colon. 


—30— 

del  Solj.se  preguntó  si  la  sublime  elevación  en  que  se  ha- 
llaba y  su  dulcísima  temperatura  no  indicaban  la  primer 
mansión  del  primer  hombre:  el  paraiso.  No  dice  haber  ha- 
llado el  sitio  del  jardin  de  las  delicias;  pero  supone  que 
debe  estar  en  el  punto  mas  alto  del  crecimiento  ecuato- 
rial "adonde  no  puede  llegar  nadie,  salvo  por  voluntad 
divina,// 1  y  lo  que  mas  le  induce  á  creerlo  es  el  jigantesco 
rio,  cuyo  inmenso  volumen  era  incomparable  con  los  has- 
ta entonces  conocidos,  y  que,  bastante  poderoso  para  en- 
dulzar el  agua  salada  á  distancia  tan  grande  de  la  ribera, 
le  hacia  presumir  fuera  uno  de  los  cuatro  que  cruzaban 
el  paraiso  terrenal,  y  de  que  habla  la  Sagrada  Escritura. 


II. 


Dos  miembros  de  la  Academia  de  Ciencias,  en  Paris 
y  en  Berlín,  han  hecho  desgraciadamente  mofa  de  que 
Colon  creyera  en  el  paraiso  terrenal.  Pero  no  vemos  noso- 
tros que  hubiese  materia  para  despreciar  al  hombre  gran- 
de en  una  conjetura,  á  la  sazón  muy  racional  y  motivada, 
porque  cerca  de  las  dos  terceras  partes  del  mundo  esta- 
ban por  descubrir,  y  nada  indicaba  que  no  se  pudiese 
hallar  el  paraiso.  Colon  no  pertenecía  ni  en  lo  mas  míni- 
fno  á  la  escuela  racionalista  y  naturalista  de  la  moderna 
filosofía;  creía  con  fe  ardiente  é  implícita  en  lo  que  la 
Iglesia  catóhca  enseña,  y  así,  no  dudaba  de  la  existencia 
del  paraiso  terrenal.  Suponiendo  á  esta  rejion  sobre  la 
morada  de  las  razas  humanas,  era  lójico  pensar  que  no 

2     Tercer  viaje  de  Cristóbal  Colon. 


—31— 

hubiera  sido  destruida,  como  lo  demás  del  dominio  del 
hombre,  por  las  aguas  del  diluvio,  y  que  hubiese  quedado 
intacta  al  través  de  los  siglos  como  el  primer  dia  de  su 
creación.  Los  teólogos  y  los  sabios  de  la  edad  media  su- 
ponian  al  paraiso,  según  las  palabras  de  la  traducción  de 
los  Setenta,  situado  en  la  parte  mas  oriental  del  Asia,  y 
como  la  tierra  firme  era  á  los  ojos  de  Colon  el  principio 
del  Oriente,  podia  racionalmente  pensar  en  descubrir  las 
rejiones  vecinas  del  paraiso.  Y  ademas,  la  persuasión  del 
virey,  que  por  otra  parte  no  la  manifiesta  sino  como  una 
sospecha,  está  mucho  mejor  basada  que  la  opinión  mas 
jeneralmente  admitida  en  su  época,  con  respecto  á  la  pri- 
mera mansión  del  hombre,  pues  al  recordar  que  unos  lo 
habian  colocado  en  las  fuentes  del  Nilo  en  Etiopia,  y 
otros  en  las  islas  Afortunadas,  y  que  san  Isidoro,  Beda,  Es- 
trabon,  el  maestro  de  la  historia  escolástica,  san  Ambro- 
sio (fec.  están  acordes  en  ponerlo  en  la  parte  de  oriente,^ 
en  cuanto  á  él,  confiesa  no  haber  hallado  nunca  en  los 
escritores  griegos  y  latinos,  la  menor  indicación  exacta 
sobre  el  caso,  mientras  que  las  nuevas  influencias  de  los 
cielos,  de  las  aguas,  de  la  tierra  y  aquella  prominencia  y 
aquel  rio  sin  segundo  le  parecian  conformes  con  la  mas 
digna  opinión  del  jardin  de  delicias. 

Después  de  Colon,  un  célebre  viajero  llamado  Amé- 
rico  Vespucio  pensó  también  que  estaba  situado  en  la 
misma  rejion,  y  dice  que  debe  encontrarse  allí,  si  es  cier- 
to que  en  el  mundo  hay  algún  paraiso  terrestre,  (se  nel 
mondo  é  alcun  paradiso  terrestre).  Ninguno  de  los  his- 
toriadores españoles  ha  visto  en  la  docta  conjetura  de 
Cristóbal  Colon  un  motivo  de  burla.  Gomara,  Herrera, 
Delrius,  Acosta,  Casaneus  y  Maluenda  han  discutido  con 

1  "Algunos  le  ponían  allí  donde  son  las  fuentes  del  Nilo  en  Etio- 
pia.... algunos  jentiles  quisieron  decir  por  argumentos,  que  él  era  en  las 
islas  fortunatas  que  son  las  Canarias,  etc.  San  Isidoro  y  Beda  y  Strabo 
y  el  maestro  de  la  historia  escolástica  y  san  Ambrosio  y  Scoto,  y  todos 
los  sanos  teólogos  conciertan  quel  paraiso  terrenal  es  en  el  oriente.— 
Tercer  viaje  de  Cris'tóbnl  Colon. 


stíriedíid  el  caso,  y  Solorzano,  el  gran  juriscoiisiüto  de  las 
Indias,  espresa  que,  ''no  se  puede  negar  que,  consideran- 
do la  temperatura  y  casi  perpetua  primavera  de  L^s  mas 
de  estas  provincias,  merezcan  sino  el  nombre  de  Paraíso, 
el  de  huerto  de  deleite  ó  de  las  alabanzas  del  Tempe,  Cam- 
pos Elíseos,  &c."i  Washington  Irving  se  ha  manifestado 
mas  justo  en  lo  tocante  á  esto  que  Mr.  de  Humboldt. 
'Tos  hombres  de  saber  en  el  silencio  y  la  tranquilidad  de 
su  biblioteca,  sobre  todo  en  la  época  presente,  en  que  la 
ciencia  no  arriesga  nada  y  se  apoya  en  hechos  positivos, 
podrán  sonreír  de  tales  visiones:  pero  no  debe  olvidarse 
que  á  la  sazón  se  apoyaban  en  las  hipótesis  de  los  filósofos 
mas  ernditos  de  su  tiempo,//  dice  el  escritor  americano.^ 

Cualquiera  que  fuese  la  magnitud  del  error  de  Colon 
en  lo  tocante  al  paraíso  terrestre,  lo  injenioso  de  sus  de- 
ducciones suplía,  con  sobrada  amplitud,  ala  imperfección 
de  sus  cálculos.  De  lo  que  el  habia  descubierto  no  era 
posible  inferir  secuelas  mas  estensas  que  las  suyas;  y  sus 
fallos  sobre  las  cosas  presentes  ó  aparentes,  aunque  des- 
conocidas aun,  estuvieron  siempre  basados  en  hechos  cos- 
mográficos y  profundas  consideraciones. 

Al  ver  una  masa  de  agua  dulce  semejante,  producida 
por  un  rio,  infirió  Colon  que,  si  aquel  rio  no  descendía 
del  paraíso  terrestre,  tenia  necesariamente  un  curso  muy 
dilatado,  y,  siendo  así,  debía  provenir  de  una  tierra  in- 
mensa, situada  al  mediodía,  y  de  la  cual  no  se  tenían  da- 
tos.* Navarrete  se  ve  en  la  necesidad  de  convenir  en  ello 
diciendo,  que  ''esta  reflexión  persuadió  á  el  almirante  de 
que  aquella  tierra  era  la  tierra  firme.//  Por  la  calidad  del 
agua  del  mar,  reconoció  Colon  la  cantidad  de  agua  dul- 
ce del  rio,  y  calculó  su  corriente;  por  la  corriente,  la  esten- 
sion  de  la  tierra,  y  por  ella  el  carácter  jeográfico  del  suelo 
que,  no  pudíendo  ser  una  isla  era  un  continente. 

Mas  aun:  desde  aquel  momento,  el  revelador  del  globo 

1  Solorzano  y  Pereyra.  Política  indiana,  lib.  I.  cap.  IV.  §.  4. 

2  Historia  de  la  vida  y  viajes  de  Cristóbal  Colon,\vo.  X.  cap.  IV. 


—33— 

conoció  que  habia  llegado  á  una  tierra  de  la  cual  Europa 
no  poseia  el  menor  indicio.^  Esto  prueba  que  no  se  creia 
en  Asia,  sino  en  un  continente  del  todo  nuevo  hasta 
entonces. 

Colon  acababa  de  señalar  el  nuevo  mundo. 

Y  así  como  en  la  calidad  del  agua  habia  el  almirante 
adivinado  el  carácter  de  la  tierra,  en  el  movimiento  de  las 
olas  adivinó  también  una  de  las  leyes  jenerales  del  globo: 
el  gran  rio  del  Océano,  ó  sea  corriente  ecuatorial.  Afir- 
mó que  las  aguas  del  mar  se  mueven  como  los  cielos  de 
oriente  á  occidente,^  es  decir,  eu  sentido  inverso  á  la  tier- 
ra que  jira  de  occidente  á  oriente;  que  en  aquella  altura 
meridional  la  marcha  del  rio  pelásjico  se  precipitaba,  por- 
que en  el  mismo  dia  de  nuestra  señora  de  Agosto,  fiesta 
de  la  patrona  de  los  mares,  entre  la  hora  de  la  misa  y  la 
de  completas  salvó  con  una  brisa  floja,  una  distancia  de 
sesenta  y  cuatro  leguas  marinas,  y  atribuyó  á  este  rápi- 
do movimiento  la  dislocación  de  la  isla  de  la  Trinidad 
que,  en  otro  tiempo,  formaba  parte  del  continente,  y  el 
estado  de  numerosas  islas.  En  apoyo  de  su  opinión,  se- 
ñalaba la  configuración  jeneral  de  las  islas  de  la  mar  Ca- 
ribe, orientadas  todas  en  igual  sentido,  uniformemente 
anchas  deponiente  á  levante  y  de  N.O.  á  S.E.,  y  angos- 
tas por  el  contrario  del  N.  al  S.  y  del  N.  al  S.E.,  recono- 
ciéndose haber  sido  carcomidas  por  la  violencia  de  la 
corriente  pelásjica.^ 


1.  "Y  creo  esta  tierra  que  agora  mandaron  descubrir  vuestras  Al- 
tezas sea  grandísima;  y  haya  otras  muchas  en  el  Austro  de  que  jamás 
se  hobo  noticia." 

2.  "Muy  conocido  tengo  que  las  aguas  de  la  mar  llevan  su  curso 
de  oriente  a  occidente  con  los  cielos."— Tercer  viaje  de  Cristóbal 
Colon. 

3.  "Y  por  esto  han  comido  tanta  parte  de  la  tierra  porque  por  eso 
son  acá  tantas  islas,  y  ellas  mismas  hacen  desto  testimonio,  porque  to* 
das  auna  mano  son  largas  deponiente  á  levante,  etc....'*— Tercer  viaje 
de  Cristóbal  Colon. 

5 


—34— 


III. 


Durante  el  viaje  que  vamos  describiendo,  y  en  el 
cual  el  almirante  acababa  de  hallar  tantas  cosas  en  tan 
poco  tiempo  (del  1."^  al  18  de  Agosto,)  su  razón  se  mani- 
fiesta superior  á  sus  descubrimientos,  debiendo  mas  á  la 
fecundidad  de  su  espíritu  que  á  la  marcha  de  sus  cara- 
belas. Lo  que  abarca  con  su  mirada  es  insignificante,  si 
se  le  compara  con  lo  que  alcanza  su  intuición.  Cristóbal 
Colon,  doblegado  bajo  el  yugo  del  sufrimiento  y  casi  cie- 
go, lo  vio  todo  y  lo  observó  todo  objetiva  y  subjetiva- 
mente: la  tierra,  sus  producciones,  su  verdor;  el  aire,  su 
calidad,  su  influencia,  su  temperatura;  y  así,  como  lo 
pensó  antes  de  su  partida,  la  espedicion  que  iba  á  co- 
menzar en  nombre  de  la  Santísima  Trinidad,  no  fué  me- 
nos importante  que  su  primera -empresa,  pues  tornaba 
después  de  haber  consumado  la  pacífica  conquista  de  tres 
grandes  verdades,  de  tres  hechos  cosmográficos  para 
siempre  útiles  á  las  ciencias,  á  saber: 

La  existencia  del  nuevo  continente. 

El  crecimiento  ecuatorial,  y 

La  gran  corriente  oceánica. 

El  menor  de  los  antedichos  descubrimientos  hubiera 
bastado  por  sí  solo  para  dar  fama  inmortal  á  un  hom- 
bre. Ademas  de  la  espresada  revelación  de  las  grandes 
leyes  del  globo,  de  los  conocimientos  capitales  para  el 


—35— 

porvenir  del  saber  humano,  se  admiran,  multiplicados 
por  su  injenio,  cálculos  interesantes  y  preciosos  para  la 
ciencia. 

Aparte  de  las  adquisiciones  que  habia  hecho  en  be- 
neficio de  la  humanidad,  el  revelador  del  globo,  poseia 
desde  aquel  entonces  una  certidumbre  científica  que, 
aun  cuando  no  se  apoyaba  todavía  en  ningún  testimo- 
nio, ni  en  ninguna  observación,  no  estaba  por  eso  esta- 
blecida con  menos  solidez  en  su  espíritu.  Y  sabia,  sin 
que  pudiera  decirse  cómo,  que  de  la  otra  parte  de  la 
gran  tierra  de  donde  manaba  íiquel  inmenso  rio  se  ha- 
llaba de  nuevo  el  Océano.  Sí,  lo  sabia,  porque  lo  afirma- 
ba: mas  adelante  lo  probaremos. 

En  medio  de  las  terribles  pruebas  á  que  lo  sometía 
su  dolor  físico,  percibía  el  almirante,  en  lo  profundo  de 
su  reflexión,  ráfagas  de  luz  repentinas;  pero  fecundiza- 
das por  el  poder,  del  cual  viene  toda  luz  y  don  perfecto. 
Colon  entreveía  mas  de  lo  que  decía. 

Y  era  tanta  la  importancia  de  su  tercer  viaje,  que 
no  restaba  ya  ningún  gran  descubrimiento  posible;  el 
mensajero  de  la  cruz  no  dejaba  á  las  jeneracíones  futu- 
ras sino  muy  pocos  y,  gracias  á  él,  quedaba  el  mundo 
entero  abierto  á  la  investigación  del  hombre.  Desde  ha- 
ce tres  siglos,  nadie  ha  encontrado  en  las  leyes  de  la 
naturaleza  nada  mas  estenso,  profundo  y  fundamental 
para  la  ciencia;  desde  hace  tres  siglos,  nadie  ha  hecho 
en  un  viaje  tantas  adquisiciones  intelectuales. 

Es  digno  de  notar  que  la  relación  del  almirante  so- 
bre su  tercer  empresa,  tan  comentada  y  criticada  por 
cierto  corrillo,  no  fué  un  documento  elaborado  con  re- 
poso y  tranquilidad,  en  el  silencioso  retiro  de  un  ga- 
binete de  estudio,  sino  una  verdadera  improvisación,  re- 
dactada en  la  mar,  pues  postrado  en  una  litera  de  su 
camarote  la  dicto  á  uno  de  sus  dos  secretarios:  Diego 
de  Alvarado  ó  Bernardo  de  Ibarra.  Sin  embargo  de  que 
lleva  el  sello  de  la  improvisación,  adornado  con  las  ga- 
las de  una  imajínacion  fecunda,  rica,  poderosa,  se  haría 


—se- 
de notar  la  sólida  erudición  de  su  autor,^  si  el  saber  no 
desapareciera  completamente  en  presencia  de  la  grande- 
za de  la  síntesis,  de  la  inmensidad  de  las  miras,  de  la 
profundidad  de  las  revelaciones  y  de  las  nuevas  consi- 
deraciones ofrecidas  en  ella  á  la  meditación  de  sus  con- 
temporáneos. Este  documento  contiene  pruebas  muy  po- 
sitivas de  que  fué  redactándose  en  la  travesía  de  la  Mar- 
gáritaj^á  la  Española. 


IV. 


Habíase  orientado  el  almirante  en  dirección  recta  á 
Santo  Domingo,  ciudad  que  don  J3artolomé  debia  ha- 
ber hecho  edificar  durante  su  ausencia;  pero  las  cor- 
rientes y  los  vientos  de  E.  lo  arrastraron  mas  allá,  y 
cuando  creía  tocar  el  puerto  en  la  boca  del  Ozama,  se 
halló  delante  de  la  pequeña  isla  de  la  Beata.^  Sorpren- 
dióse en  un  principio  del  yerro  de  su  cálculo;  mas  al 
cabo  encontró  en  él  la  prueba  y  la  confirmación  de  su 
descubrimiento  de  la  gran  corriente  ^elásjica.  Temeroso 
de  permanecer  por  mas  tiempo  detenido  por  el  viento 
contrario  y  la  fuerza  de  la  corriente,  envió  una  embar- 


1.  En  este  escrito  cita  Colon,  por  acaso  y  sin  pensar  siquiera  en 
la  erudición  que  revela  á  las  Santas  Escrituras,  la  Historia  Romana, 
Ptolomeo,  Estrabon,  San  Ambrosio,  Beda,  San  Isidoro,  Scott,  Nico- 
lás de  Lyra,  Averrohés,  Aristóteles,  Séneca,  el  cardenal  Pedro  de 
Ailly,  San  Agustin,  ellibro  de  Esdras,  Francisco  de  MairOnes,  etc. 


—37— 

cacion  á  la  orilla  para  buscar  un  indljena  que  se  hiciera 
cargo  de  llevar,  atravesando  las  montañas,  un  mensaje 
al  adelantado;  y  prosiguió  en  demanda  del  puerto.  Po- 
cos dias  después  avistó  una  carabela  que  maniobraba 
para  alcanzarlo;  en  ella  venia  don  Bartolomé  que  acu- 
día cariñoso  á  su  encuentro.  Y  por  cierto  que  mas  que 
nunca  necesitaba  de  su  lealtad  y  abnegación!  Desde  su 
salida  de  las  islas  de  Cabo  Verde,  el  almirante,  devora- 
do por  la  ñebre,  postrado  por  la  gota,  y  martirizado 
por  una  oftalmia  de  las  mas  dolorosas,  no  disfrutó  ni  un 
momento  de  descanso  en  su  largo  padecer;  y  al  llegar 
pálido,  consumido,  casi  ciego,  anhelando  reposo  para  el 
cuerpo  y  el  espíritu,  la  ingratitud  y  el  crimen  que  du- 
rante su  ausencia  pusieron  la  isla  trocada  en  un  vol- 
can, no  iban  á  consentirle  ni  una  hora  de  quietud  y 
sosiego  reparador. 

Ya  recibía  malas  nuevas  el  heraldo  de  la  cruz,  anun- 
cio de  los  trabajos,  presajio  de  las  tribulaciones  y  pe- 
nosas pruebas  que  el  lapidario  de  Burgos  le  predijo  ani- 
mosamente. 


CAPITULO  III 


Para  mejor  comprender  en  qué  circunstancias  volvia 
Colon  á  empuñar  las  riendas  de  su  gobierno,  echemos 
una  ojeada  sobre  los  acontecimientos  sobrevenidos  en  la 
Española  durante  su  ausencia,  (de  10  de  Marzo  de  1496 
al  30  de  Agosto  de  1498.) 

El  almirante  al  partir  de  la  isla,  habia  prometido  á 
los  colonos  el  envió  de  prontos  socorros,  y  en  efecto,  las 
tres  carabelas,  comandadas  por  Pero  Alonso  Niño,  ha- 
bian  sido  cargadas  de  víveres;  pero,  tanto  á  consecuen- 
cia de  los  abusos  de  las  oficinas  de  la  marina  para  su  pro- 
visión, como  del  poco  cuidado  tenido  con  ellos  en  la  tra- 
vesía, la  mayor  parte  quedó  inservible.  De  consiguiente, 
fué  casi  inútil  este  primer  socorro.  Desde  entonces  hasta 
el  dia  en  que  el  virey  inquieto  de  la  situación  de  la  Es- 
pañola, para  esperar  la  conclusión  del  armamento  de  las 
seis  carabelas  destinadas  á  su  tercera  espedicion,  hizo  sa- 
lir bajo  las  órdenes  de  Pedro  Coronel  las  dos  que  primero 
quedaron  rematadas,  hablan  transcurrido  catorce  meses^ 
sin  que  los  desgraciados  habitantes  de  la  colonia  hubieran 


1.     " Que  pasados  mas  de  catorce  meses  de  su  partida  no  habia 

cumplido  la  palabra  de  mandarles  socorro." — Muñoz.   Misto ria  del 
nu^vo  mundo,  lib.  VI.  §  10. 


—39— 

recibido  nuevas  de  la  metrópoli;  los  cuales,  creyéndose 
olvidados,  culpaban  á  el  almirante  de  su  abandono.  Sus 
utensilios  y  ropas  se  habian  destrozado;  y  como  no  con- 
taban sino  con  un  reducido  número  de  trabajadores, 
carpinteros  y  campesinos,  y  nopodian  fabricar  ni  los  úti- 
les mas  indispensables,  las  humillaciones  se  unian  á  la 
miseria  y  al  abatimiento.  Los  fanfarrones  y  revoltosos 
hidalgos  y  los  segundones,  venidos  con  el  objeto  de  acu- 
mular oro,  se  llenaban  de  indignación  al  verse  trocados 
en  mendigos,  los  vestidos  remendados  de  colores  diver- 
sos, y  reducidos  finalmente  á  cubrirse  las  carnes  de  ma- 
hon  y  algodón  tejido  por  los  insulares.  Su  exasperación 
se  habia  cambiado  en  aborrecimiento;  achacaban  al  vi- 
rey  todos  los  males  que  padecian,  al  beato  y  hablador 
jenoves  que  ninguna  pena  se  tomaba  por  los  nobles  hi- 
jos de  Castilla,  y  maldecian  á  los  reyes  por  haberlos 
puesto  bajo  las  órdenes  del  estranjero;  que  atraidos  á 
la  Española  por  la  codicia  del  precioso  metal,  su  espe- 
ranza habia  quedado  frustrada,  no  obstante  el  descubri- 
miento de  las  minas  de  Hayna,  por  no  permitirles  el  ade- 
lantado trabajar  en  ellas. 

Merece  ser  esplicada  esta  medida,  tanto  mas  cuanto 
que  el  almirante  anhelaba  con  tal  ardor  encontrarlas. 

Viendo  Cristóbal  Colon  que  los  avaros  hambrientos 
que  lo  siguieron  en  su  segundo  viaje,  habian  caido  so- 
bre la  Española  como  una  plaga,  tiranizando  á  los  in- 
dios, quitándoles  sus  cortas  cantidades  de  oro,  y  vio- 
lando todas  las  leyes  del  cristianismo  y  de  la  humani- 
dad, se  horrorizó  de  que  concurrieran  á  su  obra,  y  no 
quiso  que  manos  impuras  tocasen  aquel  metal,  que  él  iba 
á  ofrecer  á  Jesu-Cristo,  y  por  medio  del  cual  esperaba 
libertar  un  dia  su  sepulcro  venerado.  Deseaba  Colon 
que  brazos  inocentes  tan  solo  fueran  los  que  estrajesen 
de  las  entrañas  del  suelo  este  puro  homenaje  de  la  fé;  y 
así  como  en  la  ley  antigua  para  la  construcción  del 
tabernáculo  y  confección  de  los  ornamentos  del  gran 
sacerdote,  debian  elejirse  obreros  animados  del  espíritu 


de  sabidnriaj^  el  revelador  del  globo  esperaba  que  sola- 
mente los  verdaderos  cristianos  tuviesen  la  dicha  de 
cooperar  á  un  acto  tan  superior  de  piedad  católica. 

Aun  antes  de  la  llegada  de  los  españoles  atribuian 
al  orólos  indíjelias  cierto  valor.  Viajaban  para  procu- 
rárselo, lo  compraban  entre  ellos  por  medio  de  cambios 
y  hacian  ciertas  ceremonias  supersticiosas  para  descu- 
brir sus  mejores  criaderos.  Durante  los  veinte  dias  que 
precedian  á  sus  trabajos  se  separaban  de  sus  mujeres,^ 
y  vivian  en  la  castidad  y  mortificación,  imponiéndose 
ciertos  ayunos.3  Aprovechóse  el  almirante  de  la  costum- 
bre descrita,  y  dijo  de  una  manera  terminante  á  los  pe- 
rezosos, hambrientos  de  oro,  venidos  á  la  Española  en 
la  persuasión  de  satisfacer  hasta  la  saciedad  su  apetito, 
que  fuera  vergonzoso  entre  cristianos  hacer  menos  por 
adquirirlo  que  los  indios  idólatras  y  salvajes,  y  no  colo- 
car su  busca  bajo  la  protección  especial  del  Señor,  aña- 
diéndoles que,  con  el  fin  de  utilizar  doblemente  sus  fa- 
tigas, debian,  antes  de  comenzar  la  tarea,  cesar  en  sus 
violencias  y  atropellos,  abandonar  su  vida  disoluta,  con- 
fesar sus  faltas,  quedar  contritos,  ponerse  en  estado  de 
gracia,  ser  continentes,  ayunar  y  hacer  penitencia;  que, 
reconciUados  así  con  Dios,  sus  trabajos  serian  bendeci- 
dos, y  con  mas  abundancia  obtendrían  los  bienes  tem- 
porales.^' Y  no  autorizó  para  la  esplotacion  de  las  minas 
sino  á  aquellos  cuya  regularidad  de  costumbres  se  jus- 
tificaba por  los  sacerdotes  de  la  colonia. 

Hirió  en*  lo  mas  hondo  del  corazón  á  los  altivos  y 


1.  ExoDi,  cap.  XXXV.  V.  31,  35. 

2.  Oviedo  y  V aldes.  Historia  natural  y  jeneral  de  las  Indias^  lib. 
V.cap.III.  ^ 

3.  Los  indíjenas  de  la  costa  de  Veragua,  cerca  del  itsmo  de  Pana- 
má, decían  también  que  descubrían  el  oro  íjfuardando  abstinencia  y  se- 
parándose de  la  compañia  de  las  mujeres.  Fernando  Colon.  Vida  del 
almirante,  cap.  XCI  v . 

4.  "Geste  saincteté  toutefois'n'étoit  pas  agréable  a  tous.  Car  qiiant 
aux  femmes,  aucuns  disoient  qu'ils  en  étoient  plus  separes  que  les  In- 
diens,  parce  qu'elles  étoient  en  Espagne;  et  quant  aux  jeúnes,  que  plu- 


—41— 

pendencieros  hidalgos,  engañadores  de  mujeres  y  tira- 
nos de  los  indios,  que  no  pudieron  embarcarse  con  el 
comisario  rejio  Aguado,  esta  medida;  mas  esperaron  que 
en  ausencia  del  almirante,  su  hermano  don  Bartolomé, 
menos  escrupuloso,  les  concederia  permiso  de  ir  á  las 
minas.  Pero  el  adelantado  se  circunscribió  á  cumplir 
estrictamente  las  instrucciones  del  virey. 

Aumentóse  el  desengaño  con  la  miseria,  y  el  descon- 
tento de  dia  en  dia,  á  medida  que  las  ropas  iban  cayendo 
en  pedazos.    La  bien  calculada  neglijencia  de  las  ofici- 
nas de  la  marina  conseguia  su  objeto,  pues  impedir 
el  aprovisionamiento  de  la  Española,  era  provocar  la 
insurrección,  dando  á  la  fuerza  numérica  el  auxilio  de 
la  miseria  y  de  la  desesperación.  Jactábanse  de  que, 
agriando  los  ánimos  y  exasperando  el  orgullo  castella- 
no, seria  imposible  el  gobierno  del  adelantado;  pero  don 
Bartolomé  valia  la  mitad  que  su  hermano,  y  la  multi- 
tud de  tropiezos  y  peligros  solo  le  ol)ligaba  á  redoblar 
su  enerjía  y  actividad.  Do  quiera  se  presentaba  era  pre- 
ciso obedecer;  así  es  que,  no  obstante  la  penuria  y  la 
mala  voluntad  jeneral,  se  habian  levantado  una  forta- 
leza cerca  de  las  miñas  de  Hayna  y  bautizado  con  el 
nombre  de  San  Cristóbal,  otro  castillo  en  la  orilla  de- 
recha del  Ozama  y  llamado  Santo  Domingo,  y  bajo  la 
protección  de  sus  baterias  construidose  casas  perfecta- 
mente alineadas  formando  un  pueblo  que  ya  era  la  resi- 
dencia del  gobierno.  Todo  esto  quedaba  hecho  conforme 
á  las  instrucciones  del  almirante,  traidas  de  Cádiz  por  el 
piloto  Pero  Alonso  Niño,  que  á  su  vuelta  á  España  ha- 
bla conducido  los  trescientos  prisioneros  de  guerra  in- 
dios, que  donosamente  llamó  carga  de  oro,  pensando  en 
er producto  de  su  venta. 

sieurs  clirétieiis  mouroient  de  faimetne  mangeoient  queracines  et  au- 
tres  mauvaises  viandes.  Et  touchant  la  confession,  que  l'Eglise  ne  les 
contraignoit  qu'une  fois  Tan,  h.  Paques.  Que  Dieu  ne  leur  demandoit 
davantage,  et  qu'il  devoit  suffire  á  FAmiral."— Oviedo  y  Valdes.  His- 
toria natural  y  jeneral  de  las  Indias,  lib.  V.  cap.  III.  Traducción  de 
Juan  Poleur,  ayuda  de  cámara  de  Francisco  I. 

6 


—42— 

Si  bien  toda  la  parte  de  la  isla  visitada  por  los  es- 
pañoles podia  considerarse  como  sometida,  la  mas  occi- 
dental, igualmente  apartada  de  la  Isabela  y  de  Santo 
Domingo  por  una  distancia  de  mas  de  sesenta  leguas, 
ocupadas  por  bosques  y  montañas,  el  estado  de  Jara- 
gua,  conservaba  su  independencia.  Este  reino,  en  el  cual 
gobernaba  el  gran  cacique  Behechio,  no  atentaba,  pero 
tampoco  reconocia  á  la  autoridad  castellana.  Después 
de  la  prisión  del  Señor  de  la  Casa  de  Oro,  su  mujer,  la 
célebre  Anacaona,^  se  habia  refujiado  al  lado  de  su  her- 
mano Behechio,  en  cuyo  espíritu  las  gracias  y  supe- 
rioridad de  intelijencia  de  la  hermosa  viuda  tenian  gran 
ascendiente;  y  se  atribuia  la  inmovilidad  del  cacique  á 
la  influencia  de  Anacaona  cuyas  elevadas  inchnaciones  la 
predisponian  en  favor  de  los  españoles.  Sin  embargo, 
creyó  don  Bartolomé  no  deber  diferir  por  mas  tiempo  la 
sumisión  de  este  reino,  el  único  que  no  hubiese  todavia 
reconocido  la  soberania  de  Castilla.  Como  á  las  venta- 
jas de  no  dejar  tal  ejemplo  de  independencia  á  los  ca- 
ciques sometidos,  se  agregaba  un  motivo  de  ocupar  útil- 
mente en  la  disciplina  á  unos  hombres  que  la  falta  de 
trabajo  corrompía  y  qae  miraban  con  horror  las  faenas 
manuales,  marchó  el  adelantado  hacia  Jaragua,  dispues- 
to á  la  guerra,  pero  sin  desearla  y  finjiendo  una  escur- 
sion  topográfica.  Behechio,  hombre  muy  susceptible  en 
su  orgullo,  á  la  primer  noticia  de  que  iba  á  ser  visitado, 
puso  sobre  las  armas  cerca  de  cuarenta  mil  guerreros 
que,  fraccionados  en  escuadras,  y  protejidos  por  la  es- 
pesura de  los  árboles,  seguian  sin  ser  vistos  la  marcha 
de  los  españoles;  mas  pronto  aconsejado  por  su  hermana, 
la  célebre  Anacaona,  retiró  sus  tropas. 

1.  Conformándonos  con  la  ortografía  jeneralmente  adoptada,  lla- 
mamos Anacoana  á  esta  célebre  reyna;  pero  su  nombre  debería  es- 
cribirse como  se  pronunciaba:  Anacaona,  que  significaba  Flor  de 
Oro  en  lenguaje  indíjena,  y  se  componía  de  las  dos  palabras:  Ana,  Jlor, 
Caona,  oro  fino.* 

*    Nosotros  hemos  preferido  esto  último,  y  así,  siempre  que  sea 

{)reciso  nombrar  ;'   la  poética  viuda  del  Señor  de  la  Casa  de  Oro,  la 
lamaremos  Anacaona.  N.  del  T. 


43- 


n. 


No  solamente  era  la  reyna  Anacaona  el  primer  poe- 
ta de  la  isla,  sino  que  constituia,  por  decirlo  así,  su 
mas  suave  y  deliciosa  poesia.  Su  persona,  su  vida,  sus 
conceptos,  eran  encantadores:  inspiraba  antes  de  estar 
inspirada.  Debíansela  baladas  y  bailes  y  poesias  recita- 
das ó  cantadas,  enriquecidas  con  pasos  coreográficos, 
realzados  con  pantomimas;  su  fama  literaria  hacia  na- 
cionales los  areytos  que  inventaba;  y  todos  los  sobera- 
nos de  la  «isla  eran  sus  tributarios  en  materia  de  coreo- 
grafía. Reyna  del  ceremonial,  de  la  lengua,  de  los  jue- 
gos y  de  los  placeres,  habia  hecho  adoptar  la  etique- 
ta de  su  corte,  puesto  en  moda  sus  galas,  sus  muebles 
y  sus  flores  favoritas.  Y  su  palacio  abundaba  en  uten- 
silios elegantes,  coquetas  frivolidades,  frájiles  instrumen- 
tos y  pequeñas  obras  maestras  del  arte  indíjena,  como 
verbi  gracia:  cestas  caladas,  calabazas  cinceladas  y  pin- 
tadas, telas  teñidas  de  colores  vivos,  taburetes  esbeltos 
y  lijeros,  aereas  hamacas,  estraños  abanicos,  máscaras 
adornadas  de  oro,  y  aderezos  de  conchas  y  caracoles  me- 
nudos. Tenia  también  una  especie  de  servicio  de  mesa, 
en  el  cual  entraban  finos  manteles  de  algodón  bordados 
de  flores,  y  á  guisa  de  servilletas  hojas  aromáticas. ^ 

Santuario  del  buen  gusto,  abierto  á  todas  horas  á 
lo  nuevo,  el  palacio  de  Anacaona,  perfumado  de  gratos 

1.    Ramusio,  Delle  navigationi  e  tñaggi.  BaQcolte,  vol.  III.  fol.  9. 


_44— 

olores,  poblado  de  pájaros  y  albergando  en  su  recinto 
multitud  de  jóvenes  y  alegres  vírjenes,  resonaba  con  fre- 
cuencia en  armoniosos  acentos.  El  influjo  que  la  viuda 
del  señor  de  la  Casa  de  Oro  ejercia  en  todos  los  sobera- 
nos,^ así  como  la  preponderancia  de  sus  ideas,  prueban 
que,  en  medio  de  los  bosquejos  literarios,  de  los  injeniosos 
pasatiempos  que  su  jenio  inventivo  patrocinaba,  existian 
en  ella  dotes  elevadas  y  sólidas.  Entre  unos  pueblos  en 
que  el  respeto  á  la  costumbre  dejeneraba  en  culto,  su 
amor  á  la  novedad,  unido  al  éxito  que  obtenia  en  su  in- 
troducción, manifiestan  un  conocimiento  y  un  tan  fácil  ma- 
nejo de  los  espíritus,  que  dan  testimonio  de  su  recono- 
cida superioridad.  El  comunicativo  carácter  de  esta  rey- 
na  la  impelía  naturalmente  hacia  el  camino  de  la  civili- 
zación. Parecerá  en  estremo  atrevida  la  fecundidad  de 
su  imajinacion,  si  se  advierte  la  soledad  y  aislamiento 
en  que  se  hallaba  su  intelijencia. 

No  podemos  ocuparnos  de  la  mujer  que  formaba  la 
mas  notable  individualidad  de  Haiti,  sin  rendir  justicia 
á  su  talento,  á  su  grandeza  relativa,  y  á  la  simpatía  que 
la  inclinaba  en  favor  de  aquellos  estranjeros,  que  habían 
venido  á  ser  ya  un  motivo  de  inquietud  y  espanto  para 
el  resto  de  los  señores  isleños.  Hasta  su  cruel  calumnia- 
dor, Oviedo,  se  vé  en  la  necesidad  de  confesar  que  '^era 
de  gran  injenio,  y  sabia  hacerse  servir,  reverenciar  y  te- 
mer de  los  suyos;^  y  que  después  de  la  muerte  de  su  ma- 
rido y  de  su  hermano  fué  obedecida  y  acatada  tanto  ó 
mas  que  ellos  mismos.'^  Un  miembro  de  la  compañía  de 
Jesús,  decía,  ateniéndose  á  notas  redactadas  en  Santo 
Domingo:  '^Era  Anacaona  mujer  dotada  de  cualidades 
superiores  con  mucho  á  su  nación  y  á  su  sexo;  y  no  sola- 
mente no  participaba  de  los  sentimientos  de  su  esposo 
contra  los   españoles,  sino  que  los  apreciaba  y  tenia 

1.  Emile  Ñau,  Histoire  des   Caciques  d'JELaiti,  obra  escrita  en 
Santo  Domingo  é  impresa  en  Puerto  Príncipe  en  1855  en  4? 

2.  Oviedo  y  Valdes.  Historia  natural  y  jener al  de  las  Indias  oc- 
cidentales, lib,  V.  cap.  III.  Traducción  de  Juan  Poleur. 


—en- 
grandes deseos  de  que  fueran  sus  vecinos :'^i  y  el  proto- 
notario  apostólico,  Pedro  Mártir  de  Angleria,  lo  mismo 
que  los  historiógrafos  de  España,  Herrera  y  Muñoz,  se 
ocupan  de  sus  nobles  prendas  y  eminentes  cualidades;^ 
y  todos  á  una  en  cuanto  á  sus  elevados  pensamientos, 
reconocen  con  el  docto  secretario  del  senado  de  Vene- 
cia,  Giambattista  Ramusio,  que  en  Anacaona,  iban  reu- 
nidas la  gracia,  el  injenio,  el  encanto  y  el  predominio.^ 

Guando  don  Bartolomé  hubo  llegado  á  la  parte  del 
reino  de  Jaragua  en  que  lo  aguardaba  Behechio,  á  la 
frente  de  un  considerable  número  de  guerreros,  le  pre- 
guntó el  objeto  de  su  venida.  Y  como  el  adelantado  le 
protestara  de  lo  pacífico  de  sus  intenciones,  el  cacique 
despachó  correos  á  su  hermana,  anunciándole  la  visita 
del  caudillo  español,  para  que  pudiera  prepararse  á  re- 
cibirlo. 

A  medida  que  los  castellanos  iban  acercándose  á  la 
residencia  real,  iba  también  haciéndose  sentir  el  influjo 
de  la  misteriosa  princesa.  Los  caciques  de  los  estados 
que  atravesaban  enviaban  víveres  en  abundancia,  y  no 
satisfechos  aun  venían  á  rendir  homenaje  al  huésped  de 
su  soberano;  y  al  aproximarse  á  la  agreste  capital  de  Ja- 
ragua  una  multitud  tímida  y  curiosa  salió  al  encuentro 
de  las  tropas.  En  ella  venían  los  empleados  y  oficiales 
de  la  corte  con  los  distintivos  de  sus  dignidades,  prece- 
diendo á  graciosos  grupos  de  muchachas  bellísimas,  que, 
marchaban  en  orden,  y  sirviendo  de  comparsas  á  un  coro 
de  treinta  vírjenes,  engalanadas  de  flores,  la  frente  ceñi- 
da con  cintillos,  y  en  las  manos  ondulosas  palmas  que  en- 
trelazaban, formando  arcadas,  haces  y  gavillas,  conforme 


1.  El'P.  Charlevoix.  Sistoire  de  Saint -Domincfue,  lib.  II.  p.  147. 

2.  Estos  dos  historiógrafos  la  llaman:  "La  insigne  Anacaona 

Mujer  prudente  y  entendida Famosa  heroina,  etc.  lib.  III.  cap.  VI. 

Muñoz,  1. 1,  lib.  VI.  §  6,  10  y  11. 

3"  "Alia  bellezza  s'aggiungeva  l'ingegno  e  piaccevolozza  per  le 
quali  cose  era  di  tanta  autorita  che  la  governava,  etc." — Bamusio. 
JDelle  navigazionc  viaggiy  BaccoUe,  vol.  III,  fol.  9,  verso. 


—46— 

á  la  cadencia  del  areyto,  que  acompasaban  al  danzar 
qon  las  armonías  de  su  canto.  Tan  maravillosa  y  poética 
escena  representada  bajo  la§  magníficas  cúpulas  de  aque- 
llos robustos,  copudos  y  perfumados  árboles,  cerca  del 
lago  misterioso  de  Jaragua,  y  en  medio  de  los  bosques, 
parecía  realizar  para  los  españoles  las  mas  risueñas  imá- 
jenes  mitolójicas,  con  la  diferencia  de  ser  mayor  el  nú- 
mero ,de  las  musas  y  de  las  gracias,  y  de  que  las  ninfas 
y  hamadriadas  de  aquellos  sitios  encantadores  hubieran 
querido  aumentar  su  coreografía.  Al  llegar  cerca  del  ade- 
lantado cada  una  de  estas  terpsícores,  por  su  turno,  hin- 
caba una  rodilla  en  tierra  y  ponia  á  sus  pies  un  ramo 
en  señal  de  gloria  y  rendimiento.  ^ 

Detras  de  estos  grupos  seductores,  en  el  centro  de 
un  coro  de  canéforas,  venia  en  un  cojín  de  flores  la  reyna 
idolatrada,  el  orgullo  y  el  amor  de  aquellas  rejíones,  la 
ilustre  Anacaona,  rodeada  de  su  corte  y  conducida  en 
hombros  de  seis  jentíles  hombres  en  un  palanquín  abier- 
to, formado  de  follaje.  La  neglijente  dignidad  de  su  per- 
■^ona  revelaba  su  nobleza;  su  mirada,  la  fascinación  que 
ejercía,  y  la  espresion  de  su  rostro  infundía  deseos  de 
someterse  á  la  dulce  esclavitud  de  su  autoridad.  En  ella 
se  personificaba  la  tierna  y  dulce  poesía  y  el  brillo  des- 
lumbrador de  las  Antillas.  Convencida  de  su  poder,  des- 
deñaba la  viuda  del  Señor  de  la  Casa  de  Oro  los  atri- 
butos esteriores  de  la  soberanía  y  traía  en  vez  de  dia- 
dema real,  una  corona  de  flores;  y  flores  tan  solo  para 
collar,  brazaletes  y  cínturon.^  Sobre  el  bruñido  negro 
ébano  de  su  cabellera  se  esmaltaban  blancas  flores  mez- 
cladas de  zarzarosas,  y  como  también  su  primoroso  ce- 
ñidor iba  recamado  de  ellas,  hubiérase  dicho  que,  así 


1.  "Y  al  fin  entregan  sus  ramos  al  adelantado,  dobladas  las  rodi- 
llas en  señal  de  reverencia."— Muñoz.  Sistoria  del  nuevo  mundo,  lib. 
Vi.  §6. 

2.  "In  testa,  al  eolio  e  braccia  havenda  girlande  di  flori  rossi  e 
bianclii  odoratissimi." — Kamusio.  Delle  navigazioni  eviaggi,  RaccoUe^ 
vol.  III.  fol.  9.  verso. 


—47— 

como  era  su  nombre  Flor  de  Oro,  Anacaona  era  la 
rey  na  de  las  flores.  Su  belleza  superaba,  á  pesar  de  es- 
to, á  sus  gracias,  porque,  esceptuando  á  su  cuñada  Gua- 
nahattabenechena,  verdadero  fenómeno  de  seducción,  co- 
mo ninguna  otra  admirada  y  recordada  por  los  habitan- 
tes de  la  isla,^  antes  y  después  de  aquella  época,  no  ha 
habido  otra  hija  de  las  Antillas  que  fuera  comparable 
á  la  reyna  Anacaona.  Así  fué  que  su  aspecto  sedujo  á 
los  españoles.  Al  llegar  la  hermosa  viuda  cerca  de  las 
tropas  se  apeó  de  su  litera,  saludó  al  adelantado  con 
jentil  donaire  y  lo  guió  á  la  estancia  que  al  efecto  le 
había  hecho  preparar. 

Pasó  don  Bartolomé  dos  dias  al  lado  de  Behechio, 
colmado  de  agasajos  y  de  honores,  y  disfrutando  de  fes- 
tines espléndidos,  del  espectáculo  de  los  mas  dramáti^ 
eos  areytos  y  hasta  de  un  simulacro  de  batalla  á  la' 
usanza  del  pais. 

En  medio  de  estas  diversiones  y  alegrías,  en  una 
conversación  amistosa  con  el  cacique,  promovió  el  ade- 
lantado con  esquisito  tacto  la  idea  de  pagar  un  tributo 
á  los  reyes  católicos,  en  cambio  de  su  protección;  y  co- 
mo no  se  conocían  minas  auríferas  en  los  estados  de 
Behechio,  don  Bartolomé  allanó  todas  las  dificultades, 
aceptando  en  tributo  víveres;  lo  cual  no  era  en  manera 
alguna  oneroso  para  Jaragua.  Hecho  esto  partió  el  her- 
mano del  almirante,  maravillado  de  la  noble  Anacaona, 
y  dejando  á  su  corte  bajo  la  mas  favorable  impresión  y 
sinceras  disposiciones  hacia  los  castellanos. 


1  '*Gruánaíiattabeileclienam  aíunt  pai^em  nuUam  in  universa  ín- 
sula habuissc  pulcliritudine." — Petri  Martyris  Anglerii,  Oceanece  De- 
cadis  tertice,  liher  nonus,  fol.  68. 


-~48— 


III. 


Prosiguiendo  su  escursion,  visitó  don  Bartolomé  las 
minas  de  Cibao,  é  inspeccionó  la  Vega  y  la  Isabela  ave- 
riguando que  la  carencia  de  objetos  necesarios,  prin- 
cipalmente la  insuficiencia  de  los  alimentos,  predisponia 
á  los  castellanos  á  las  enfermedades  que  los  diezmaban. 
Y  para  procurarles  al  menos  víveres  en  abundancia  sin 
gravar  mucho  á  los  naturales,  los  acantonó  en  pequeños 
destacamentos  en  las  aldehuelas  mejor  abastecidas.  Pero 
en  vez  de  hacer  todo  lo  mas  lijero  posible  su  hoapedaje 
forzado  en  los  pueblos  de  los  indios  y  de  atraérselos  con 
su  buen  comportamiento  para  aficionarlos  á  la  relijion 
cristiana,  les  hicieron  aborrecer  hasta  su  solo  nombre. 

Todos  los  esfuerzos  evanjélicos  del  franciscano  Juan 
Bergoñon  y  del  hermano  Román  Pane  no  habian  dado 
mas  resultado  todavia  que  la  conversión  de  una  sola  fa- 
milia compuesta  de  dieziseis  individuos,  cuyo  jefe,  lla- 
mado Guaycavanú,^  fué  bautizado  con  el  nombre  de  Juan 
Mateo.  Y  aunque  el  gran  cacique  Guarionex-  daba  fran- 
ca hospitalidad  á  los  misioneros,  los  veia  con  placer, 
habia  aprendido  nuestros  principales  dogmas,  sabia  el 
Pater  y  hacia  recitar  á  su  servidumbre  el  credo,  como 


1.    "Entró  el  primero  como  mas  instruido  G-uaycarami,  recibien* 
do  con  el  bautismo  el  nombre  de  Juan  Mateo." — Muñoz,  ffistoria 


del  nuevo  mundo,  lib.  VI.  §  8. 


—49— 

un  cierto  pilludo,  de  apellido  Barahona,  á  quien  acojió 
en  su  cabana,  suponiéndole  caballero,  le  í>edujo  y  arre- 
bató su  esposa  predilecta,  encolerizado  contra  el  cris- 
tianismo á  causa  de  los  cristianos,  repugnó  una  relijion 
que  no  sabia  impedir  semejante  atropello  de  las  leyes 
mas  santas. 

Perdida  toda  esperanza,  se  alejaron  los  misioneros 
de  su  residencia. 

Mas  la  injuria  inferida  al  cacique  mas  grande  de  la  is- 
la, fué  vivamente  sentida  por  sus  caciques  subalternos. 
Sus  vecinos,  cuyos  vasallos  vivian  oprimidos  de  un  modo 
indigno,  se  le  presentaron;  que  Guarionex  era  por  su 
nacimiento  el  mas  noble  y  el  principal  de  los  reyes  de 
la  Española,  y  con  encarecidos  ruegos  le  pidieron  desem- 
barazara el  territorio  de  aquellos  tiranos  estranjeros,  ya 
que  á  la  sazón  se  hallaban  dispersos  y  macilentos.  Hay 
que  advertir  que  era  este  cacique  de  carácter  poco  beli- 
coso, y  que  sobre  todo  le  parecia  difícil  el  éxito  de  una 
lucha  contra  unos  hombres  que  ademas  de  sus  cortantes 
espadas,  manejaban  el  rayo  con  tanta  presteza,  y  tenian 
por  auxiliares  briosos  corceles  y  perros  sanguinarios.  No 
opinaba  pues  por  la  guerra,  y  proponía  medios  dilato- 
rios; pero  como  sus  caciques  inferiores  y  sus  primeros 
feudatarios  se  hablan  inflamado  de  un  tan  patriótico  fue- 
go, que  le  pusieron  en  la  disyuntiva  de  empuñar  las  ar- 
mas inmediatamente,  ó  de  ser  considerado  como  traidor 
é  indigno  de  su  pueblo  y  despojado  de  la  corona,  Gua- 
rionex, tuvo  que  doblar  la  cerviz  á  la  voluntad  de  la  na- 
ción, y  ya  á  la  cabeza  de  quince  mil  guerreros  iba  á  unir- 
se secretamente  á  otras  tropas  en  los  bosques  de  las  in- 
mediaciones de  la  Vega,  cuando  el  adelantado,  noticioso 
de  la  trama,  reunió  con  prisa  los  soldados  que  se  halla- 
ban en  disposición  de  salir  al  combate  y  al  cabo  de  una 
marcha  durante  la  noche,  llegó  de  improviso  al  campo 
de  Guarionex.  Su  prontitud  é  ímpetu,  así  como  la  habi- 
Hdad  de  su  táctica  pusieron  presto  en  derrota  al  nume- 
roso ejército  enemigo,  logrando  además  apoderarse  de  los 

7 


—so- 
principales  caciques  promovedores  de  la  conjuración  y 
entre  elk)s  de]  desgraciado  Guarionex,  que  antes  de  ser 
su  primera  víctima  habia  sido  su  primer  adversario. 

Confiados  en  la  generosidad  del  hermano  del  grande 
almirante,  los  subditos  de  Guarionex,  que  á  la  sazón 
sin  duda,  se  acusaban  de  su  desventura,  vinieron  á  su- 
plicar al  adelantado  les  devolviera  su  rey.  Mas  como  no 
podia  acojerse  la  demanda,  se  reunieron  en  número  de 
unos  cinco  mil  y  sin  mas  armas  que  sus  lamentos  y  pla- 
ñidos se  agruparon  en  torno  de  la  tienda  que  habitaba 
Guarionex,  y  de  esta  suerte  pasaron  noches  y  dias  dan- 
do tristísimas  quejas;  que  ellos,  no  teniendo  modo  de  res- 
catar á  su  señor  le  probaban  al  menos  su  amor  y  su 
lealtad  con  tales  testimonios  de  desconsuelo.  Condolido 
al  fin  don  Bartolomé  de  su  pesadumbre  y  tal  vez  tam- 
bién importunado  de  sus  lamentaciones,  no  sintiéndose 
con  fuerzas  para  continuar  fomentando  una  tan  natural 
afiiccion,  no  queriendo  tampoco  castigar  con  la  mu^erte 
á  un  prisionero  que  habia  sido  impulsado  al  combate 
de  la  manera  referida,  para  tornar  de  repente  en  júbilo 
el  abatimiento  del  pueblo  indio  puso  en  libertad  á  su 
magnánimo  monarca.  Y  uniendo  la  justicia  á  la  clemen- 
cia, dispuso  que  se  ejecutaran  los  dos  caciques,  primeros 
instigadores  de  la  revuelta,  y  que  fuera  reducido  á  pri- 
sión el  Barahona  que  infirió  el  ultraje  á  Guarionex.  El 
castigo  impuesto  al  libertino  español,  ejemplar  que  puso 
en  zozobra  al  resto  de  hambrientos  seductores  y  tiranue- 
los de  la  raza  indíjena,  puso  también  en  fermentación  la 
hez  de  lo^  colonos,  los  hombres  viciosos,  los  imitadores, 
aunque  no  tan  osados,  de  Barahona,  y  concibieron  un 
odio  en  estremo  violento  al  adelantado. 

.Como  poco  tiempo  después  llegaran  unos  mensa- 
jeros de  Behechio  á  decir  á  don  Bartolomé  que  los 
tributos  impuestos  á  su  señor  estaban  prontos,  y  como 
su  transporte  por  tierra  hubiera  sido  una  carga^cien  ve- 
ces mas  dura  y  penosa  que  la  contribución  misma,  dis- 
puso el  adelantado  partiese  en  su  busca  una  carabela 


—si- 
en la  cual  se  constituyó  con  la  idea  de  que  así  queda- 
rían mas  arraigadas  las  buenas  relaciones  ya  estableci- 
das con  el  rey  de  Jaragua. 

Don  Bartolomé  fué  recibido  con  el  mismo  ceremo- 
nial que  en  su  primer  visita,  y  Behechio  y  Anacaona 
manifestaron  una  verdadera  satisfacción  en  volverá  ver- 
lo. Lo  colmaron  de'  atenciones,  agasajos,  presentes  y 
festejos;  y  Anacaona,  entusiasta  de  lo  nuevo,  y  deseosa 
de  conocer  las  maravillas  de  los  estranjeros,  manifestó 
interés  por  visitar  la  carabela;  que  hasta  aquel  entonces 
no  habia  visto  ningún  bajel  europeo.  Al  efecto  mandó 
su  hermano  que  se  armaran  dos  grandes  canoas  escul- 
pidas y  dadas  de  colores,  una  para  la  reyna  viuda  y  sus 
mujeres,  y  otra  para  él  y  sus  oficiales;  pero  habiendo  don 
Bartolomé  puesto  á  las  órdenes  de  Anacaona  su  chalu- 
pa, prefirió  esta  embarcarse  con  él. 

En  el  momento  en  que  la  lancha  acostó  la  carabela, 
hizo  la  artillería  la  salva  prescrita  por  la  ordenanza  en 
honor  de  los  soberanos,  y  al  estruendo,  cayeron  como 
muertos  los  indios  en  las  canoas,  y  la  hermosa  Anacao- 
na que  instintivamente  se  refujió  entre  los  brazos  del 
adelantado,  tranquilizada  por  él  con  un  movimiento  de 
cariñosa  protección,  se  rió  de  su  espanto,  subió  á  bor- 
do en  compañía  de  su  hermano,  y  consideró  con  indes- 
cribible sorpresa  la  distribución  interior  del  buque.  Hi- 
zo á  todos  don  Bartolomé  multitud  de  presentes,  de  an- 
temano prevenidos  para  el  caso,  mandó  algunas  manio- 
bras, entre  ellas  la  de  virar  y  alejarse  de  la  costa,  y  lue- 
go condujo  á  la  reyna  á  la  playa  en  su  chalupa  por  en- 
tre las  nubes  de  humo  que  con  estrépito  vomitaban  los 
cañones;  lo  cual,  ahora,  en  lugar  de  infundirla  pavor  ha- 
lagaba su  orgullo.  Y  cuando  el  hermano  del  almirante 
se  despidió  del  cacique,  Anacaona  manifestó  por  ello 
un  vivo  sentimiento,  se  esforzó  por  detenerlo,  y  no  le 
dejó  partir  sino  con  promesa  previa  de  tornar  á  Ja- 
ragua. 

Algunos  escritores  españoles,  interesados  en  caluní- 


—52— 

niar  á  esta  noble  mujer,  han  mirado  de  reojo  sus  rela- 
ciones con  don  Bartolomé  Colon.  Pero  por  mas  que  la 
belleza,  la  majestad  innata  de  Anacaona,  el  agreste  en- 
canto de  su  morada,  donde  sus  areytos  y  coreografía 
mantenian  una  infantil  elegancia,  y  daban  á  su  corte 
una  picante  orijinalidad,  interesaran  á  don  Bartolomé, 
y  la  viuda  del  señor  de  la  Casa  de  Oro ,  fuera  la 
única  mujer  de  las  Antillas  que  mereciera  cautivar  su 
atención,  el  adelantado  no  sintió  jamás  por  ella  otra 
cosa  que  amistad  y  solo  la  dio  pruebas  de  esa  cor- 
tesania  de  que  cualquier  caballero  se  hubiera  heclio 
un  deber  si  no  hubiese  sido  un  atractivo.  Que  sin 
elevarse  tanto  en  cosas  de  piedad ,  como  el  almiran- 
te, participaba  su  hermano  de  su  ñrmeza  de  prin- 
cipios y  regularidad  de  costumbres  y  siempre  apo- 
yaba con  propios  ejemplos  la  autoridad  de  sus  man- 
datos. 


IV. 


Mientras  que  el  adelantado  conducia  en  su  carabe- 
la las  provisiones  que  iban  á  dar  alguii  consuelo  al  des- 
fallecimiento de  la  dispersa  colonia  y  hacer  que  de  nue- 
vo se  reunieran  sus  miembros,  habíanse  aprovechado  de 
su  ausencia  varios  descontentos  para  derribar  su  auto- 
ridad y  apoderarse  de  la  isla.  El  que  se  proclamó  su 
caudillo  era  un  antiguo  familiar  del  almirante,  elevado 
por  él  á  la  dignidad  de  alcalde  mayor  de  la  colonia,  y 
llamado  Francisco  Roldan. 


—53— 

Después  de  la  partida  del  comisario  rejio  Juan 
Aguado,  con  el  cual  habia  tenido  secretas  intelijencias, 
andaba  Roldan  caviloso  con  la  idea  de  apoderarse  del 
gobierno  de  la  colonia;  que  Aguado,  habiendo  descubier- 
to en  él  los  signos  característicos  de  un  traidor,  lo  ini- 
ció en  la  malevolencia  de  las  oficinas  de  Sevilla,  y  mas 
particularmente  en  la  aversión  que  profesaba  a  el  almi- 
rante don  Juan  de  Ponseca,  favorito  del  rey  Temando. 
Sabia  que  Pedro  Margarit  y  los  desertores  coaligados 
contra  Colon  no  hablan  recibido  a  su  vuelta  a  España 
ningún  castigo;  y  tranquilo  con  la  seguridad  de  un 
apoyo  en  el  caso  de  que  sus  manejos  contra  el  almi- 
rante, su  bienhechor,  obtuvieran  feliz  resultado,  princi- 
pió desde  aquel  entonces  á  procurarse  armas  y  caba- 
llos y  a  formarse  un  partido.  Pretendía  ser  la  única  au- 
toridad de  la  isla;  no  reconocía  la  del  adelantado,  y  de- 
cía que  su  nombramiento  escedia  á  las  facultades  otor- 
gadas al  virey,  y  que  SS.  A  A.  no  lo  hablan  sancionado; 
pues  tenia  noticia  por  sus  relaciones  con  la  jente  de  la 
marina,  que  Pernando  el  católico,  á  instigación  del  obis- 
po Ponseca,  se  ofuscó  en  lo  del  título  conferido  por  el 
uno  al  otro  hermano.  Y  para  interesar  en  su  causa  a  los 
indíjenas  y  hacerlos  partícipes  de  sus  quejas  contra  el 
adelantado,  se  manifestó  en  estremo  indignado  de  que 
don  Bartolomé  fuese  a  hacer  transportar  a  Castilla  los  in- 
dios del  territorio  de  la  Concepción  cojidos  con  las  ar- 
mas en  la  mano  en  ocasión  del  levantamiento.  Pinjióse 
abogado  de  los  indíjenas,  y  declaró  que  en  su  cali- 
dad de  alcalde  mayor  no  podia  consentir  en  semejante 
deportación  sin  previa  formación  de  causa,  aparte  de  ser 
tan  contraria  a  las  bien  conocidas  intenciones  de  la  reyna 
que  tanto  protejia  á  sus  ruievos  vasallos.  Así  pues,  en 
nombre  de  la  humanidad  y  del  respeto  debido  á  las  le- 
yes, se  insurreccionaba  Roldan  contra  una  autoridad 
usurpada  y  una  violación  del  derecho  natural  Hombre 
no  menos  astuto  que  resuelto,  tomó  por  pretexto  para 
sublevarse  la  circunstancia  de  haber  hecho  entrar  don 


—54-^ 

Diego  Colon  en  el  puerto  pequeño,  en  lugar  de  de- 
jarla en  la  rada  como  de  costumbre,  la  carabela;  lo  que 
probaba  que  no  queria  que  se  pudiese  tornar  á  España. 
Como  se  vé  el  pretesto  de  la  presente  rebelión  nada  te- 
nia de  nuevo,  pues  era  el  mismo  que  tuvo  la  de  Bernal 
Diaz  de  Pisa  y  la  de  Pedro  Margarit  y  compañeros,  es 
decir,  el  deseo  de  volver  á  la  patria. 

En  efecto,  instruido  del  proyecto  don  Diego,  habia 
hecho  entrar  en  el  puerto  la  carabela,  para  mejor  pro- 
veer á  su  defensa  durante  la  noche;  y  para  halagar  la  va- 
nidad del  alcalde  conspirador,  lo  encargó  de  conducir 
cuarenta  soldados  al  distrito  de  la  Concepción,  con  el  ob- 
jeto de  que  mantuvieran  el  orden.  Mas,  apenas  se  sin- 
tió Roldan  apoyado  con  esta  fuerza,  su  audacia  igualó 
á  su  ingratitud,  y,  arrancándose  de  una  vez  la  máscara, 
atacó  á  mano  armada  el  arsenal,  y  lo  saqueó,  como  igual- 
mente los  reales  almacenes  al  grito  de  '''¡viva  el  rey!''  y 
no  abandonó  la  población  mas  que  para  engrosar  su 
partido  en  el  campo. 

El  comandante  del  fuerte  de  la  Magdalena,  que  se 
hallaba  personalmente  obligado  á  Cristóbal  Colon,  el 
traidor  Diego  de  Escobar,  se  unió  á  Roldan  con  los  su- 
yos y  ensayó  el  modo  de  arrastrar  en  su  revuelta  una 
escuadra  de  treinta  hombres,  mandada  por  el  capitán 
Garcia  de  Barrantes;  pero  este  valiente  militar,  previen- 
do la  inmediata  deserción  de  sus  soldados,  asediados  por 
los  emisarios  de  Roldan,  la  incomunicó  de  una  manera 
severa,  para  mejor  preservarla  de  su  peHgroso  contacto. 
Roldan  con  esto  se  trasladó  al  fuerte  de  la  Concepción, 
imajinando  reclutar  su  pequeño  presidio;  mas  tampoco 
su  comandante  Miguel  Ballester,  veterano  esclavo  de  la 
ordenanza  militar,  quiso  franquearle  la  entrada,  y  no  sa- 
tisfecho aun  previno  de  lo  que  pasaba  al  adelantado, 
instándole  á  retirarse  á  su  lado  á  la  Concepción;  que  Ba- 
llester conocia  la  débil  defensa  que  podría  presentar  la 
Isabela,  y  el  plan  decidido  de  Roldan  de  asesinar  á  don 
Bartolomé,  único  obstáculo  de  su  ambición.  Los  rebel- 


—65— 

des,  confiando  en  la  impunidad,  en  razón  á  que,  deciaii 
ellos,  el  nombramiento  del  adelantado,  sieudo  como  era 
nulo,  su  autoridad  no  era  sino  una  usurpación,  entraron 
á  saco  las  cabanas  de  los  naturales  y  hasta  la  granja 
real.  En  poco  tiempo  llevaron  la  desolación  por  todos 
los  distritos;  y  los  pocos  colonos  laboriosos  de  la  isla, 
asaltados  y  vejados  por  sus  compatriotas  que  querían 
enrolarlos  por  fuerza  en  las  fibs  de  los  insurrectos,  aban- 
donaron sus  trabajos,  así  como  los  indios,  exasperados 
con  los  vejámenes  de  los  que  recorrían  los  bosques,  ce- 
saron de  cultivar;  de  suerte  que,  el  primer  fruto  de  la 
revolución  fué  el  empeoramiento  de  los  males.  Entonces 
los  rebeldes  se  arrojaron,  como  los  buitres  sobre  la  car- 
ne, en  el  estado  de  Jaragua,  donde  la  hospitalidad  de 
Anacaona  dispensó  tan  franca,  jenerosa  y  dulce  acojida 
á  los  castellanos. 

Mas  poco  tiempo  después,  los  insurrectos,  entrega- 
dos á  sí  mismos  se  sintieron  agoviados  bajo  el  peso  de 
su  independencia,  y  se  fraccionaron  en  cuatro  bandas 
principales,  teniendo  á  su  cabeza  á  Diego  de  Escobar, 
Pedro  Riquelme,  Adrián  de  Mojica  y  Pedro  Gamez,  quie- 
nes por  lo  pronto  aceptaban  la  autoridad  de  Roldan.  Sin 
embargo,  ajitados  estos  hombres  de  vagos  temores,  luego 
de  haber  tenido  lugar  la  primera  satisfacción  de  saciar 
sus  malos  instintos,  comprendiendo  que  aquella  violación 
de  todos  los  deberes  no  podría  ser  estable,  hubieran  de- 
seado someterse  de  nuevo  al  imperio  de  la  obediencia, 
pero  sin  sufrir  el  castigo  de  sus  crímenes. 

Mientras  que  los  partidarios  de  Roldan  paseaban 
por  las  costas  de  Jaragaa  sus  vicios  y  distraían  el  tedio 
que  enjendra  la  saciedad,  vieron  con  sorpresa  dibujar- 
se tres  velas  en  el  horizonte:  eran  las  tres  carabelas  que 
el  almirante  había  destacado  de  su  escuadra  en  las  islas 
Canarias,  para  que  en  el  mas  breve  espacio  llegaran  á 
la  colonia,  bajo  las  ordenes  de  Pedro  de  Arana,  de  Juan 
Antonio  Colon  y  Alonso  Sánchez  de  Carvajal. 

Echado  que  hubieron  las  anclas,  tuviéronse  por  per- 


—56— 

didos  los  revoltosos,  creyendo  que  fuerzas  imponentes 
venían  con  ánimo  de  hacerles  dar  cuenta  de  sus  vejacio- 
nes. Pero  á  la  primera  ojeada,  comprendió  Roldan  que 
los  buques  traian  viaje  largo,  sin  duda  por  haberse  es- 
traviado  en  su  camino,  y  que  de  contado  se  ignoraban  á 
bordo  los  recientes  sucesos.  Por  lo  tanto  se  atrevió  á 
presentarse  como  encargado  por  don  Bartolomé  de  vi- 
jilar  aquella  tierra,  y  en-  razón  á  la  penuria  que  sufrían 
los  colonos  á  pedir  armas  y  mantenimientos  á  los  tres 
capitanes  para  su  jente,  en  lo  cual  se  apresuraron  á  com- 
placerle. Puso  así  Roldan  á  sus  secuaces  en  comunica- 
ción con  los  tripulantes,  y  aquellos  ponderaron  á  estos 
la  vida  cómoda  y  sensual  que  hacían  en  Jaragua,  con- 
citándolos á  desertar.  Tarde  fué  cuando  se  apercibie- 
ron los  comandantes  de  los  espresados  manejos,  pero  con 
todo,  vijilaron  á  la  marinería,  y  Alonso  de  Carvajal, 
esperanzado  de  poder  traer  á  buen  fin  al  traidor  Rol- 
dan, se  apersonó  con  él.  Mas  Roldan  protestó  de  su  amor 
á  el  almirante  y  le  dijo  que  solo  se  había  levantado  con- 
tra don  Bartolomé,  y  que  hasta  había  redactado  una  car- 
ta con  destino  á  su  antiguo  amo,  cuya  respuesta  esperaba 
con  impaciencia. 

Los  tres  capitanes  reunidos  en  consejo,  reconociendo 
que  los  vientos  y  las  corrientes  podían  retardar  aun  por 
algún  espacio  la  llegada  de  las  carabelas  á  Santo  Do- 
mingo, acordaron  desembarcar  bajo  las  órdenes  de  Juan 
Antonio  Colon  los  trabajadores  traídos  á  sueldo,  y  que 
así  prosiguieran  su  marcha  hasta  Santo  Domingo,  con 
el  objeto  de  ahorrar  víveres  y  tiempo.  Pero  no  bien  hu- 
bieron saltado  en  tierra  estos  hombres,  que  eran  cuaren- 
ta, perfectamente  armados  y  provistos,  se  pasaron  á  la 
banda  de  Roldan,  salvo  siete  á  quienes  los  malos  conse- 
jos no  pudieron  conseguir  apartar  de  su  deber.^  No  obs- 
tante, con  tan  corto  puñado  de  valientes,  se  atrevió  Juan 


1.     "  Colon  con  solo  seis  ó  siete  de  quarenta  que  eran  fué  á  recon- 
venir á  Roldan."— Muñoz.  Sutoria  del  nuevo  mundo,  lib.  VI.  §  40. 


—57— 

Antonio  Colon,  verdaderamente  digno  de  su  ilustre  fa- 
milia, á  ir  en  busca  de  Roldan,  para  hacerle  presente  la 
enormidad  de  su  falta  para  con  el  virey  su  bienhechor, 
los  monarcas  sus  señores  y  la  colonia  de  que  era  alcal- 
de mayor.  Su  elocuencia  quedó  sin  fruto,  y  entonces 
tornó  á  su  carabela  con  los  siete  que  habian  perma- 
necido fieles,  y  se  dio  á  la  vela  en  demanda  de  Santo 
Domingo,  juijto  con  el  noble  Pedro  de  Arana,  cuñado 
del  almirante,  mientras  que  Carvajal  aguardaba  unos 
dias  mas  sobre  las  anclas,  con  intención  dé  probar  el 
último  esfuerzo  sobre  los  rebeldes. 

Alonso  Sánchez  de  Carvajal  era  persona  que  bajo  la 
rudeza  militar  de  las  formas,  escondia  lo  esquisito  de  su 
tacto  diplomático.  Así  sucedió  que,  prescindiendo  de  las 
razones  de  corazón  y  de  conciencia,  y  no  considerando 
la  cuestión  mas  que  bajo  el  punto  de  vista  material, 
señaló  al  alcalde  mayor  lo  grave  y  peligroso  de  su  posi- 
ción; le  hizo  entender  que  con  haber  nombrado  los  re- 
yes adelantado  de  Indias  á  don  Bartolomé,  su  princi- 
pal agravio  se  desvanecía;  que  el  almirante,  próximo  á 
llegar  con  tres  naves,  tenia  con  las  tripulaciones  de  los 
seis  buques,  y  la  jente  de  Miguel  Ballester,  reunida  á 
la  de  Gracia  de  Barrantes,  fuerzas  sobradas  para  hacer- 
se obedecer;  y  que  valia  mas  que  ya  que  ocupaba  el 
primer  cargo  de  la  isla  y  disponía  al  presente  de  cierto 
número  de  parciales,  se  aprovechara  de  la  ocasión  para 
obtener  una  amnistía  con  ventajosas  condiciones,  que  no 
esponerse  á  una  batalla,  cuyas  consecuencias,  cuales- 
quiera que  fuesen,  le  serian  funestas.  De  tal  modo  ha- 
blaba Carvajal  que  parecía  un  mediador  con  simpatías 
por  la  causa  de  Roldan.  Y  como  sus  cortas  relaciones 
con  los  insurjentes  le  hicieron  concebir  de  él  la  mas  favo- 
rable opinión,  le  indicó  que  en  todo  caso,  le  importa- 
ba irse  acercando  á  Santo  Domingo  para  tratar  con  mas 
comodidad  en  el  momento  oportuno.  En  efecto,  los 
rebeldes,  divididos  en  cuatro  partidas;  se  dirijieron  se- 
paradamente sobre  Bonao,  donde  el  íntimo  amigo  de 


-58— 

Roldan,  Pedro  de  Riquelme,  habla  traído  el  producto 
de  sus  rapiñas  y  poseía  dilatados  dominios. 

Alonso  Sánchez  de  Carvajal,  después  de  mandar  sa- 
lir su  carabela  al  cuidado  de  un  teniente,  para  Santo  Do- 
mingo, se  trasladó  por  tierra  al  mismo  punto,  escoltado 
por  un  destacamento  de  los  sublevados  que  querían  pro- 
tejer  de  un  ataque  de  los  indios  al  hombre  que  mira- 
ban como  á  un  ájente  muy  suyo,  y  no  ló  dejaron  hasta 
llegar  á  los  alrededores  de  la  plaza. 


CAPITULO  IV. 


I. 


Apenas  llegado,  dirijió  el  almirante  á  los  colonos  una 
proclama,  sancionando  todos  los  actos  administrativos 
del  adelantado,  y  señalando  el  levantamiento  de  Roldan 
como  causa  de  la  penuria  jeneral. 

Al  presentarse  Alonso  Sánchez  al  virey  le  manifestó 
el  ánimo  en  que  Roldan  se  hallaba,  sin  ocultarle  lo  mas 
mínimo  de  cuanto  ofrecia  de  inquietadora  la  fuerza  que 
tenia  á  sus  órdenes.  Según  él,  era  menester  usar  de  dul- 
zura y  de  medios  conciliadores,  puesto  que  se  carecia 
de  los  elementos  necesarios  para  obrar  de  una  manera 
enérjica;  que  las  tripulaciones  que  habia  conducido  el 
almirante  se  encontraban  en  gran  parte  sufriendo  las 
consecuencias  del  viaje  y  la  impresión  del  nuevo  clima,  y 
que  entre  los  antiguos  colonos,  unos,  padecian  de  nostal- 
gias, y  les  pesaba  la  vida,  otros,  eran  amigos  de  los  revol- 
tosos, y  todos  estaban  desilusionados  de  un  pais,  en  el  cual 
no  los  detenia  sino  la  imposibilidad  de  abandonarlo.  Con 
el  fin  de  conciliar  los  ánimos  y  atemperarlos,  mandó  el 
almirante  pubHcar  el  permiso  de  que  cualquiera  que  qui- 
siese tornar  á  Castilla  en  los  cinco  buques  que  se  dispo- 
nían al  efecto,  pudiera  hacerlo.  Y  al  mismo  tiempo  comi- 
sionó al  comandante  del  fuerte  de  la  Concepción,  Mi- 


—60— 

guel  Ballester,  para  que  tuviese  una  entrevista  con  Rol- 
dan, que  habia  plantado  su  tienda  por  aquella  parte,  y 
le  prometiera,  en  su  nombre,  olvido  de  lo  pasado,  y  has- 
ta, si  lo  exijia,  darle  lo  prometido  por  escrito,  para  que 
libremente  pudiera  volver  á  Santo  Domingo. 

Habiendo  sabido  algunos  dias  mas  tarde  Ballester, 
que  los  rebeldes  estaban  reunidos  en  Bonao  se  consti- 
tuyó allí,  donde  los  encontró  llenos  de  arrogancia  é  irres- 
petuosos en  sumo  grado  hacia  el  almirante,  lloldan 
despreciaba  la  gracia  que  se  le  ofrecía,  y  replicaba  con 
altanería  que  no  la  aceptaba,  y  que  no  solo  no  habia 
menester  de  ella ,  sino  que  por  el  contrario ,  podia, 
como  mejor  le  pluguiera,  sostener  ó  dar  en  tierra  con 
la  autoridad  del  mismo  virey.  Y  afectando  una  indigna- 
ción de  hombre  honrado,  declaró,  no  querer  oir  hablar 
de  proposiciones  de  ningún  jénero  mientras  no  se  le  hu- 
biera dado  cuenta  de  los  desgraciados  indios,  arrebata- 
dos del  distrito  de  la  Concepción;  que  en  la  ventajosa 
posición  en  que  se  encontraba  no  le  convenia  escuchar 
propuesta  que  no  fuese  en  su  provecho;  y  que  en  todo 
caso  no  tratarla  con  otra  persona  que  con  Alonso  Sán- 
chez de  Carvajal,  que  era  hombre  de  bien. 

Tanto  encomio  y  deferencia  hicieron   dudar   de  la 
fidelidad  de  Carvajal;  acumuláronse  sospechas  en  núme- 
ro considerable,  acusósele  de  estar  en  secreta  intelijencia 
con  los  rebeldes;  trájose  á  cuento  que  les  habia  facilita- 
do víveres  y  pertrechos  de  guerra;  que,  cuando  tuvo  á 
Roldan  en  su  carabela,  en  vez   de  hacerlo  prisionero, 
lo  alojó  y  festejó  por  espacio  de  dos  dias  enteros;  y  lue- 
go, que  habia  venido  de  Jaragua  escoltado  por  la  ban- 
da de  Gamez,  hasta  las  cercanías  de  Santo  Domingo; 
y  que  el  mismo  dia  de  su  llegada,  se  ocupó  en  escribir 
á  varios  de  los  insurrectos  reunidos  en  Bonao.  Pero,  á 
pesar  de  lo  grave  de  tales  suposiciones,  no  puso  Colon 
en  duda  por  un  momento  la  lealtad  de  Alonso  Sánchez, 
y  lejos  de  dar  oídos  á  su  séquito,  que  le  instaba  no  em- 
plearlo mas,  él  conociendo  la  hidalguía  de  su  carácter, 


—61— 

se  dirijió  con  su  habitual  jenerosidad  al  fraHco  diplo- 
mático, y  después  de  manifestarle  que  aun  cuando  las 
apariencias  lo  acusaban  él  le  conservaba  su  buena  vo- 
luntad, lo  encargó  de  proseguir  la  comenzada  nego- 
ciación. 

En  su  consecuencia  tornó  Carvajal  de  nuevo  al  cam- 
po de  los  rebeldes,  los  cuales,  tanto  mas  altaneros  cuan- 
to mas  débil  veian  al  gobierno,  no  quisieron  escucharle, 
aun  cuando  era  el  mediador  de  su  agrado,  porque  decian 
que  se  presentaba  sin  traer  los  prisioneros  indios,  prime- 
ra condición  de  s\i  avenencia.  Sin  embargo,  Carvajal  ob- 
tuvo, gracias  á  sus  anteriores  relaciones,  permiso  para  con- 
ferenciar con  el  jefe  de  la  horda,  y  le  entregó  una  carta 
del  almirante,  en  que  su  alma  se  reflejaba  en  el  estilo 
claro  y  sencillo  de  como  corazón,  en  que  estaba  escrita. 

Tenemos  un  verdadero  placer  en  reproducirla  ín- 
tegra. 

'^Mi  primer  cuidado  al  llegar  á  esta  capital,  querido 
'  amigo,  decia,  después  de  abrazar  á  mi  hermano  fué  pre- 
guntar por  vos,  pues  no  ignoráis  que  luego  de  mi  fami- 
lia, habéis  ocupado  de  antiguo  en  mi  corazón  un  lugar 
muy  preferente;  y  tanto  he  contado  siempre  con  el  vues- 
tro, que  nunca  dejé  de  tener  en  vos  ilimitada  confianza. 
Inferid  de  esto  el  dolor  y  la  congoja  que  me  causaria 
la  nueva  de  que  andabais  enojado  con  las  personas  que 
en  el  mundo  me  tocan  de  mas  cerca  y  me  son  mas  ca- 
ras. Consoláronme,  no  obstante,  con  decirme  que  aguar- 
dabais mi  vuelta  con  impaciencia,  y  lisonjéeme  entonces 
con  la  esperanza  de  que  permanecíais  fiel  á  vuestros 
primeros  sentimienios  hacia  mí,  y  prometíame  que  ape- 
nas fueseis  sabedor  de  mi  arribo,  me  os  uniríais  presu- 
roso; mas,  no  viéndoos  parecer,  y  creyendo  que  recela- 
bais algún  resentimiento  de  parte  mia,  os  envié  á  Balles- 
ter  para  daros  por  su  mediación  cuantas  garantías  pu- 
dierais apetecer,  y  en  verdad  que  el  mal  éxito  del  paso 
ha  echado  el  colmo  á  mi  copa  de  amargura.  Porque, 
¿decidme,  Roldan,  de  qué,  de  dónde  dimana  esa  descon- 


—62—       ^ 

fianza  que  os  inspiro  ahora?  En  fin,  me  habéis  pedido 
á  Carvajal,  y  os  lo  envió;  abridle  vuestro  corazón,  indi- 
eadle  de  una  manera  clara,  precisa,  lo  que  esté  en  mi 
mano  hacer  para  reconquistar  en  vuestro  pecho  la  con- 
fianza perdida;  pero,  por  cuanto  hay  de  mas  sagrado, 
tened  en  cuenta  lo  que  debéis  á  la  patria,  á  los  reyes 
nuestros  soberanos  y  señores,  á  Dios,  á  vos  mismo.  Rol- 
dan; velad  por  vuestra  honra,  juzgad  mas  sanamente  de 
las  cosas  que  lo  habéis  hecho  hasta  aquí;  contemplad 
atento  el  abismo  que  os  estáis  abriendo,  y  deteneos  en 
vuestro  camino,  y  no  persistáis  en  tan  desesperado  pro- 
pósito. Os  he  presentado  á  S.S.  A. A.  como  el  hombre 
en  quien  pueden  aquí  depositar  mas  confianza;  mi  ho- 
nor y  el  vuestro  perderían  sus  quilates  si  testimonio  tan 
ventajoso  quedara  desmentido  con  vuestra  conducta, 
daos,  pues,  priesa  á  tornaros  en  quien  fuisteis.  Suspen- 
do la  salida  de  los  buques,  que  se  hallan  listos  para  le- 
var anclas,  en  la  espera  de  que,  con  una  pronta  y  com- 
pleta sumisión,  me  devolvereis  la  libertad  de  repetir  á 
los  reyes,  cuanto  bueno  de  vos  les  he  dicho.  Que  Dios 
os  tenga  en  su  santa  guarda.  "^ 

Un  lenguaje  tan  propio  para  tranquilizar,  y  una  bon- 
dad tan  persuasiva,  surtieron  su  efecto,  y  ya  Roldan,  Mo- 
jica  y  Gamez  estaban  disponiéndose  para  montar  á  ca- 
ballo y  partir  en  busca  del  virey,  acompañados  de  Car- 
vajal, cuando,  los  rebeldes,  apercibidos  del  caso,  se  opu- 
sieron á  ello,  manifestando  á  sus  jefes  que  nada  se  con- 
certaría sin  su  anuencia,  jurando  que  de  haber  arreglo 
seria  por  escrito  y  de  común  acuerdo. 

Invitados  á  ello  por  Alonso  Sánchez  Carvajal,  pu- 
sieron sus  condiciones;  pero  eran  tan  duras  y  humillantes 
que  mas  parecían  una  befa  del  gobierno;  eran  lo  que 
podía  esperarse  de  semejante  gavilla  de  malvados. 

El  bizarro  Miguel  Ballester,  que  se  había  agregado 


1.    Traducción  del  P.  Charlevoix  en  su  Kistoire  de  Saint-Domin- 
^ae.  1. 1,  lib.  IV. 


—63— 

á  Carvajal,  reconoció  como  él  que  aquellos  bandidos  so- 
lo buscaban  un  medio  de  prolongar  la  impunidad  de 
su  tirania,  ejercida  á  costa  de  los  desventurados  indios, 
cuyos  defensores  se  llamaban;  y  escribió  en  su  conse- 
cuencia á  el  almirante  rogándole  que  á  toda  costa  hi- 
ciera un  tratado  con  ellos,  pues  la  plaga  de  la  revolu- 
ción cundia  y  se  propagaba  de  una  manera  solapada,  y 
temia  que  hasta  su  corta  escuadra,  cercenada  ya  por  va- 
rias deserciones,  se  pasara  entera  á  los  insurrectos.  Des- 
graciadamente estaban  sus  advertencias  y  sospechas  muy 
fundadas! 

Habiendo  querido  Colon  saber  la  fuerza  total  de  que 
podia  echar  mano  en  caso  necesario  para  oponerse  á  los 
levantados,  dispuso  pasar  una  revista  á  todos  los  habi- 
tantes de  Santo  Domingo.  Debian  presentarse  armados 
y  tal  vez  por  esto  circuló  la  noticia  de  que  el  objeto  de 
la  revista  era  una  marcha  repentina  sobre  Bonao.  Solo 
setenta  hombres  acudieron  á  la  orden,  y  aun  esos  no 
podian  llamarse  efectivos  para  la  guerra,  pues  los  habia 
desmontados,  sin  armas,  apenas  entrados  en  convalecen- 
cia ó  en  vísperas  de  caer  enfermos;  y  del  resto,  mas  de 
la  mitad  eran  ó  parientes  ó  de  iguales  hábitos  é  incli- 
naciones que  los  revoltosos. 1  Comprendió  el  virey  que 
una  lucha  con  tales  elementos  solo  servirla  para  disipar 
el  último  resto  de  su  autoridad,  y  que  la  moderación 
se  hacia  tan  indispensable,  como  necesario  el  aguardar 
con  sabias  contemporizaciones  á  que  cualquier  evento 
permitiera  reconstituir  el  poder. 

Ofreció  Colon  en  seguida  conceder  una  licencia  de 
embarque  á  cuantos  desearan  volver  á  Castilla.  Cinco 
carabelas  habia  preparadas  para  darse  á  la  vela,  y  en  ellas 
se  encontraban  los  indios  prisioneros  del  último  levan- 
tamiento. Por  espacio  de  tres  semanas  demoró  su  sali- 
da con  ánimo  de  que  partieran  con  aquellos  rebeldes  que 
maldecían  la  isla,  y  consideraban  su  estada  allí  como  el 

1.     Las  Casas.  Historia  de  las  Indias,  lib.  I.  ca^.  CXXXIII.  Ma. 


-64- 


mas  atroz  de  lo5  tormentos;  pero  ninguno,  de  los  qne 
antes  andaban  tan  ansiosos  y  solícitos  por  hallar  tér- 
mino á  su  destierro  pensaba  en  la  hora  presente  en  atra- 
vesar los  mares,  y  así,  el  18  de  Octubre,  se  dio  la  orden 
de  zarpar. 


II. 


Por  estos  buques  envió  Colon  á  los  reyes  la  relación 
de  su  descubrimiento  de  la  tierra  firme,  con  la  carta 
jeográfica  del  viaje,  y  la  marítima  del  camino  que  habia 
de  seguirse  para  llegar  á  la  costa  de  Paria.  Como  aun 
adolecía  de  las  consecuencias  de  su  pftalmia,  dictó  el  des- 
pacho al  secretario  Bartolomé  de  Ibarra.^ 

Remitió  también  á  la  reyna,  con  un  caballero  Ha- 
llado Arroyal,^  ciento  setenta  perlas,^  escojidas  entre  las 
mas  bellas,  y  algunas  alhajas  de  oro  que  habia  procu- 
rado en  el  nuevo  continente,  diciéndole,  como  asimismo 
á  su  esposo,  que  eran  las  primeras  perlas  que  llegaban 
de  occidente.  Y  se  proponía  hacer  continuar  sus  descu- 
brimientos de  tierra  firme  por  don  Bartolomé,  con  tres 
naves,  así  que  la  presencia  del  adelantado  y  la  de  las 

1.  Pleyto. — Probanzas  del  almirante,  Pregunta  XIIL  Deposi- 
ción de  Bernardo  de  Ibarra. 

2.  Oviedo  y  Yaldes.  Historia  natural  i]  jen  eral  de  las  Indias,  lib. 
III.  cap.  VI. 

3     Herrera.  Sistoria  jeneral  de  los  viajes  y  conquistas  de  los  cas- 
tellanos en  la^  Indias  occidentales,  Decada  1.  íib.  III.  cap.  XV. 


.     —es- 
tripulaciones  no  fuera  necesaria  en  la  Española  á  causa 
de  las  turbulencias  ocasionadas  por  Roldan. 

El  almirante,  en  un  informe  privado  acerca  de  los 
asuntos  de  la  colonia,  esponia  en  su  triste  desnudez  los 
acontecimientos  sobrevenidos  durante  su  ausencia,  y  de- 
cia  que,  sin  embargo  de  que  todo  parecia  perdido,  por- 
que, en  medio  de  las  turbulencias  y  facciones,  ño  se  cul- 
tivaban los  campos,  ni  se  pagaban  los  tributos,  y  de  que 
el  libertinaje  de  los  españoles  rebeldes,  que  vivian  sin 
fe  ni  freno,  subyugando  á  los  indios,  robándoles  hasta 
sus  mujeres  y  matándolos  por  mera  complacencia,  in- 
fida perniciosamente  sobre  los  castellanos  que  quedaban 
fieles,  los  cuales,  no  por  ser  menos  crueles,  eran  menos 
cobardes  y  perezosos,  faltos  de  temor  de  Dios,  políga- 
mos y  esclavizadores  de  indíjenas,  podrían  las  cosas  en- 
trar en  orden,  si  conteniendo  S.S.  A. A.  con  su  protec- 
ción los  efectos  de  la  envidia  á  sus  empresas,  los  oficia- 
les de  las  oficinas  de  Sevilla  se  abstenian  de  disfamar 
las  Indias,  y  de  retardar  el  despacho  de  los  negocios  y 
los^  envios  de  buques,  como  lo  hicieron  con  su  escuadra, 
de  lo  que  resulto  tan  grave  perjuicio  para  la  colonia. 
Pero  no  habia  partido  de  Sevilla  la  chispa  que  habia  en- 
cendido tamaña  hoguera  en  las  Indias. 

Colon,  después  de  haber  indicado  con  sinceridad  el 
mal,  señalaba  los  remedios  oportunos. 

Debia  prorogarse  por  uno  ó  dos  años  mas  la  facultad 
concedida  á  los  colonos  de  ocupar  en  su  servicio  á  los 
naturales  aprisionados  en  la  guerra;  y  como  salvo  las  ro- 
pas y  el  vino,  que  era  preciso  traer  de  España,  el  resto 
de  los  objetos  indispensables  para  la  vida  iba  á  sacarse 
del  suelo,  y  preparaba,  por  medio  del  trabajo  de  los  in- 
dios grandes  cosechas  de  casave,  alimento  á  que  ya  los 
castellanos  se  habian  acostumbrado;  que  las  patatas  y 
otras  diversas  raices,  conocidas  con  el  nombre  jenérico 
de  ajes,  abundaban;  que  eran  muchas  las  riberas  y  fa- 
bulosas las  pescas  que  podrían  hacerse;  que  los  pollos  y 
cerdos  se  multiplicaban  con  prontitud;  que  los  útias,  de 

9 


—66— 

sabor  mas  suculento  que  los  conejos,  eran  tantos  que 
un  perro,  guiado  por  un  hombre,  cojia  quince  ó  veinte 
diarios,  y  que  las  subsistencias  todas  estaban  asegura- 
das, no  le  quedaba  mas  que  esforzarse  en  conseguir  que 
los  cristianos  vivieran  como  tales. 

Para  lograr  la  realización  de  esta  idea,  se  proponia 
devolver  á  Castilla,  en  cada  retorno  de  naves,  cincuenta 
hombres  de  los  de  corazón  viciado  y  espíritu  indomable 
que  se  reemplazarían  con  igual  número  de  labradores 
honrados.  Al  mismo  tiempo  se  harían  venir  de  España 
relijiosos  de  mérito  para  trabajar  en  la  conversión  de  los 
naturales,  y  mas  principalmente  para  reformar  las  rela- 
jadas costumbres  de  los  cristianos,  indignos  de  tan  her- 
moso nombre.  1  Y  para  facilitar  la  misión  espiritual  de 
los  sacerdotes,  pedia  un  alcalde  hábil,  versado  en  la 
ciencia  del  derecho  y  acostumbrado  á  ser  administrador 
de  justicia,  sin  la  cual,  anadia,  los  sacerdotes  alcanzaran 
poco  fruto;  é  insistía  en  que  fuese  español,  porque  los 
malcontentos  se  quejaban  de  su  rigor,  y  decian  que, 
como  jenoves,  no  ahorraba  la  sangre  de  los  castellanos. 

Mas  una  manera  tan  franca  de  esponer  el  mal,  y  de 
señalar  los  medios  de  curarlo,  en  lo  cual  se  nota  á  la 
vez  la  rectitud  de  intenciones,  la  penetración,  y  la  au- 
toridad de  la  esperiencia,  se  acojió  y  apreció  mal  en  la 
corte. 


1.  "Que  vengan  relijiosos  d«  virtud  así  para  la  conversión  de  los 
isleños,  como  principalmente  para  la  reforma  de  las  costumbres  estra- 
gadas de  los  españoles." —  Muñoz,  Historia  del  nu^vo  mundo,  lib. 
VI,  §  44, 


— «7— 


III. 


Después  de  la  salida  de  las  carabelas,  manifestó 
Roldan  deseos  de  acercarse  al  virey  y  complacerlo  en 
adelante,  y  al  efecto,  demandó  un  salvoconducto,  que 
una  vez  en  su  mano,  se  trasladó  á  Santo  Domingo.  Pero 
su  conducta  dio  motivo  á  pensar  que  no  habia  venido 
mas  que  para  atraer  á  su  partido  algunos  de  los  que  per- 
manecian  fieles,  pues  afectando  aires  de  altivez  y  tono 
amenazador  con  los  funcionarios  agregados  á  su  antiguo 
amo,  puso  condiciones  exorbitantes,  no  quiso  admitir 
ninguna  de  las  que  le  proponia  Colon,  y  con  pretesto  de 
(^ue  debia  deliberar  antes  con  sus  compañeros  se  volvió 
á  Bonao. 

El  6  de  Noviembre  trasmitió  Roldan  al  virey  unos 
artículos  inaceptables,  como  parecía  reconocerlo  él  mis- 
mo, declarando  que  no  habia  podido  conseguir  menos 
de  sus  compañeros.  A  pesar  de  lo  peligroso  de  la  situa- 
.  cion,  mantuvo  el  almirante  su  dignidad,  negándose  á  fir-- 
mar  un  convenio  tan  ofensivo,  bien  que  al  mismo  tiempo 
publicó  un  bando  ofreciendo  el  olvido  de  lo  pasado,  viaje 
gratis  á  España  y  libranzas  para  el  pago  de  sus  sueldos 
á  cuantos  partidarios  de  Roldan  se  presentaran  antes  del 
fin  del  mes;  mientras  que  aquellos  que  persistiesen  en 
su  estravio  serian  abandonados  al  rigor  de  la  ley.  Hecho 
lo  que  precede,  despachó  al  animoso  Carvajal,  en  com- 
pañía del  mayordomo  Diego  de  Salamanca,  portador  de 


—68— 

los  poderes  para  tratar,  y  de  la  ampliación  de  la  amnistía. 
Pero  al  llegar  á  la  Concepción  encontráronla  sitiada  por 
las  hordas  de  Roldan,  las  cuales,  no  siéndoles  posible 
tomarla  por  asalto  procuraban  rendirla  por  hambre  y 
sed.^  Fijóse  la  amnistía  en  las  puertas  del  castillo,  y  aun- 
que solo  sirvió  al  pronto  de  pávulo  á  las  risotadas  y  re- 
truécanos de  los  rebeldes,^  al  cabo  de  muchas  pláticas 
se  redactó  un  convenio,  (17  de  Noviembre,)  que  seria  so- 
metido á  la  ratificación  del  virey,  entre  los  jefes  de  las 
bandas  y  Carvajal,  auxiliado  por  Salamanca. 

Quedaba  estipulado: 

1.°  Que  Roldan  y  sus  partidarios  se  embarcarían 
para  España  en  el  puerto  de  Jaragua  en  dos  buques, 
que  deberían  aprovisionarse  y  aparejar  en  el  término  de 
cincuenta  días. 

2.°  Que  se  les  daría  un  certificado-  de  buen  com- 
portamiento ,  y  una  orden  para  percibir  los  sueldos 
caídos. 

3.°  Que  se  les  restituirían  ciertas  propiedades  se- 
cuestradas, entre  otras,  una  manada  de  trescientos  cin- 
cuenta cerdos  á  Roldan;  y 

4.°  Que  se  permitiría  á  cada  uno  para  su  servicio 
varios  indios,  que,  si  venían  en  ello,  podrían  llevar  á 
Castilla,  con  facultad  de  que  fuesen  de  preferencia  las 
mujeres  que,  ó  hablan  hecho  madres,  ó  estaban  en  vís- 
peras de  serlo. 

Al  firmar  este  pacto  el  día  21  de  Noviembre,  le  agre- 
gó Colon  una  nueva  gracia  para  los  partidarios  de  Rol- 
dan: la  de  permanecer,  si  les  placía,  en  la  isla,  á  costa 
del  erario,  ó  recibir  una  cédula  de  vecindad,  lo  que  im- 
plicaba concesión  gratuita  de  terreno  para  sembrar  y  edi- 
ficar, y  el  préstamo  de  cierto  número  de  naturales  para 
ejecutar  los  trabajos.  Era  esta  medida  un  gran  elemento 


li     Fernando  Colon.  Historia  del  almirante,  cap.  LXXXIX. 
2.     "De  que  los  rebeldes  hicieron  grande  mofa." — Muñoz.  Historia 
del  nuevo  mtmdo,  lib.  VI.  §  46. 


—69— 

de  prosperidad  para  la  colonia;  pero  en  aguellos  momen- 
tos parecian  los  rebeldes  impacientes  por  marchar,  y  así, 
se  pudieron  en  camino  de  Jaragua.  La  capitulación  an- 
tes citada  obligó  á  suspender  al  adelantado  el  viaje  que 
debia  hacer  para  proseguir  el  descubrimiento  de  Paria, 
y  asegurar  el  comercio  de  las  perlas;  lo  cual  contrarió 
en  ^stremo  al  virey,  pues  no  le  quedaban  mas  que  tres 
naves  en  estado  de  ir  á  España,  y  era  con  las  que  con- 
taba para  la  proyectada  espedicion.  Además,  las  muni- 
ciones de  boca,  como  bastaban  apenas  para  el  pasaje  de 
los  insurrectos,  con  mas  razón  habia  que  desistir  á  lo 
de  esplorar  la  costa  firme  del  nuevo  continente. 

Sin  embargo,  con  la  salida  de  los  facciosos,  iba  á 
recibir  el  almirante  una  mas  que  mediana  compensación 
de  su  disgusto,  porque  ya  podia  ocuparse  de  la  colonia, 
restablecer  en  ella  el  orden,  cuidar  de  la  recaudación  de 
los  tributos,  estender  el  cultivo  de  la  tierra  y  la  crian- 
za de  ganados,  atender  á  la  esplotacion  de  las  minas, 
y  mejorar  la  suerte  y  condición  de  los  españoles  en  la 
isla.  Sin  pérdida  de  tiempo  encomendó  á  su  mas  joven 
hermano,  el  modesto  y  piadoso  don  Diego,  la  goberna- 
ción de  Santo  Domingo,  y  partió,  acompañado  de  don 
Bartolomé,  para  visitar  el  interior  de  la  Española. 

Cuando  las  carabelas  estuvieron  á  punto  de  darse  á 
la  mar,  escribió  Colon  á  SS.  AA.  invocando  su  justicia, 
esponiéndoles  lo  difícil  de  las  circunstancias ,  en  que 
para  mantener  la  paz,  habia  firmado  el  convenio  con 
los  insurjentes  que  carecía  de  medios  de  combatir ;  y 
les  rogaba,  en  nombre  de  su  autoridad  suprema,  iio  re- 
conocieran unos  compromisos  que  tan  contra  su  volun- 
tad contrajera,  bajo  la  presión  del  alzamiento,  y  que 
eran  nulos  por  haber  carecido  de  libertad  de  acción  una 
de  las  partes  y  de  leal  cumplimiento  la  otra.  Y  de  con- 
siguiente, les  supHcaba  mandasen  prender  y  castigar  al 
traidor  Roldan  y  á  su  gavilla,  y  en  particular  tratar  con 
rigor  á  los  malhechores  que,  deportados  para  merecer  su 
gracia,  se  sublevaron  apenas  desembarcados,  pasándose 


—70— 

al  enemigo  con  armas  y  bagajes.  Pedíales  también  Co- 
lon que  diesen  órdenes  de  quitar  á  los  levantados  el  oro 
que  llevaban,  según  se  decia,  en  grandes  cantidades, 
como  asimismo,  apartarlos  de  las  mujeres  que  habían 
forzado  a  seguirlos  y  entre  las  que  iban  muchas  hijas 
de  caciques. 

Pué  confiada  la  carta  aun  oficial, cuya  lealtad  y  afi- 
ción conocía. 


CAPITULO  V. 


I. 


Muy  creído  estaba  el  almirante  de  que  los  rebeldes 
habían  partido  para  España;  mas  estos  juzgaron  que 
les  seria  más  conveniente  el  no  hacerlo;  que  la  vida  que 
llevaban  en  el  estado  de  Jaragua  les  placía  por  lo  ame- 
na. Y  pretestando  que  los  buques  no  habían  llegado  en 
el  plazo  convenido  de  cincuenta  días,  y  que  estaban 
mal  provistos  y  peor  abastecidos,  rehusaron  embarcarse 
los  facciosos.  Verdad  es  que  las  carabelas  no  arribaron 
á  Jaragua  hasta  principios  de  Abril;  pero  también  es 
cierto  que  sufrieron  grandes  temporales  y  averias  que 
las  habían  obligado  á  carenarse. 

Así  las  cosas,  esplícó  el  almirante  en  una  carta  á 
los  jefes  de  la  rebelión  la  demora  inevitable,  carta  que 
solo  sirvió  de  asunto  nuevo  á  mas  ultrajes  y  burlas;  lo 
que  visto  por  Carvajal,  le  probó  que  seria  inútil  discu- 
tir con  tan  voluntariosos  voluntarios,  y  así  no  insistió  lo 
mas  mínimo  en  exijir  la  ejecución  del  pacto,  limitándo- 
se á  que  diera  testimonio  del  caso  el  notario  Francisco 
de  Carai,  y  á  compadecer  á  Roldan  por  el  poco  domi- 
nio que  ya  le  quedaba  sobre  su  jente. 

Hecho  esto,  se  despidió  de  él  con  la  mayor  frialdad. 
Quiso  Roldan  acompañarlo  por  cortesía  á  distancia  de 
media  legua;  montaron  ambos  á  caballo,  y  cuando  es- 


—72— 

tuvieron  bien  intrincados  en  el  bosque,  el  alcalde  cons- 
pirador que  iba  taciturno  y  como  reflexionando  en  lo  di- 
ficultoso de  manejar  á  hombres  ingobernables,  le  dijo 
de  repente  que  estaba  convencido  de  lo  sano  de  sus 
consejos;  que  se  le  bacia  tarde  el  apagar  la  tea  de  la 
discordia;  que  anhelaba  tener  una  vista  con  el  virey,  y 
que  si  se  le  facilitaba  un  nuevo  salvoconducto,  pasarla 
á  proponer  un*  arreglo  honesto  y  conveniente  en  todos 
conceptos;  pero  que  para  el  mejor  éxito  del  negocio  era 
preciso  guardar  mucho  el  secreto.  Metió  Carvajal  al  oir 
esto  espuelas  á  su  caballo,  y  entró  lleno  de  alegría  en 
Santo  Domingo.  Dióle  Colon  en  seguida  el  salvocon- 
ducto; y  para  que  los  rebeldes  confiaran  mas  en  él,  ga- 
rantizaron con  su  firma  su  inviolabilidad,^  durante  la  ne- 
gociación, los  capitanes  de  mar  Carvajal,  Coronel  y  Pe- 
dro Terreros,  y  Alonso  Malaver,  Diego  de  Alvarado  y 
Rafael  Cataneo,  hidalgos  de  cuenta.  No  podemos  al  lle- 
gar aquí  por  menos  de  mencionar,  que  entre  los  fir- 
mantes se  hallaba  un  cumplido  cristiano  y  caballero,  de 
nombre  Cristóbal  Rodríguez,  y  apellidado  la  lengua,  en 
razón  á  haber  sido  el  primer  castellano  que  habló  la 
lengua  principal  de  Haiti.  Habíalo  Colon  animado  mu- 
cho para  que  persistiese  en  su  estudio,^  y  Rodríguez, 
con  una  constancia  igual  á  su  desinterés,  prestó  grandes 
servicios  al  gobierno  de  la  isla,  espuso  frecuentemente 
su  vida  en  medio  de  los  indíjenas,  y  vino  á  ser,  como 
imtérprete,  un  auxiliar  celoso  de  los  hermanos  de  la  ór- 
den  Seráfica. 

Poco  después,  Cristóbal  Colon,  siguiendo  el  ejemplo 
del  buen  pastor  que  busca  las  ovejas  descarriadas,  salió 
en  persona  al  encuentro  de  Roldan  y  dio  con  él  en  el 
puerto  de  Azua.  Mas  lejos  de  ablandarse  su  corazón,  con 
una  bondad  á  la  cual  había  perdido  el  derecho,  subió  á 


1.  Muñoz.  Historia  del  nuevo  mundo,  t.  I.  lib.  VI.  §  49. 

2.  Herrera.  Ilistoriajene^vil  de  los  viajes  y  conquistas  de  los  cas- 
tellanos en  las  Indias  occidentales,  Decada  1.  lib.  III.  cap.  VlII. 


—73— 

la  carabela  que  mandaba  el  almirante  y  presentó  con 
altivez  sus  condiciones,  como  si  fuera  vencedor.  Com- 
prometíase en  ellas  a  deponer  las  armas  mediante  las  si- 
guientes cláusulas: 

Primera. — Su  reposición  en  el  oficio  de  alcalde  ma- 
yor, cargo  que  se  haria  inamovible. 

Segunda. — Dando' una  proclama,  en  la  que  se  de- 
clarase que  las  diferencias  sobrevenidas  habian  sido  el 
fruto  de  la  malevolencia  y  de  falsas  noticias. 

Tercera. — Espulsando  de  la  isla,  y  deportando  acto 
continuo  á  España  á  quince  individuos  que  se  reservaba 
nombrar. 

Cuarta.  — Conceder  el  derecho  de  residencia,  con  las 
ventajas  anexas  á  él,  á  cada  uno  de  los  suyos. 

A  pesar  de  lo  exorbitante  de  tales  pretensiones,  por 
amor  á  la  paz,  vino  en  ellas  el  virey.  En  seguida  pasó 
á  tierra  Roldan  para  someter  á  sus  compañeros  las  ba- 
ses del  tratado,  y  por  espacio  de  dos  dias  se  ajitaron  y 
revolvieron  aquellos  espíritus  turbulentos,  discutiendo  y 
debatiendo  sus  artículos,  hasta  que  al  fin  los  agravaron 
con  tan  escesivas  condiciones,  que  solo  citar  la  última 
de  ellas  bastará  para  dar  una  idea  de  las  demas:  era 
que,  dado  el  caso  de  que  el  gobernador  contraviniese  á 
cualquiera  de  las  estipulaciones,  tendrían  el  derecho  de 
reunirse  y  de  obtener  su  ejecución  del  modo  que  tuvie- 
sen por  mas  oportuno  y  eficaz.  No  obstante  ser  esto  el 
colmo,  de  la  insolencia  y  del  insulto.  Colon,  cediendo  á 
la  imperiosa  ley  de  la  necesidad,  sancionó  con  su  firma 
un  pacto  que  tanto  lo  ultrajaba,  si  bien  modificándolo 
algo,  con  añadir  que  mientras  ellos  obedeciesen  las  ór- 
denes de  los  reyes,  las  suyas,  y  las  de  los  funcionarios 
establecidos  por  él,  consentía  en  todo.  Esta  condición 
espresa,  que  le  parecía  su  último  refujio,  el  áncora  de 
salvación  de  su  autoridad,  la  hizo  poner  bajo  el  mismo 
sobre  en  que  remitía  á  Roldan  el  nombramiento  de  al- 
calde mayor;  pero  el  revoltoso  caudillo,  al  leerla,  se  le- 
vantó de  su  asiento,  y  con  la  mayor  insolencia,   mandó 

10 


—74— 

que  se  borraran  aquellas  palabras,  y,  apelando  á  la  bru- 
talidad de  sus  cómplices,  amenazó  con  hacer  ahorcar  á 
quien  osara  contradecirle.  El  almirante  tuvo  que  some- 
terse de  nuevo  al  yugo  de  la  voluntad  de  su  antiguo 
servidor,  ahora  ingrato  y  rebelde. 

Apenas  conseguia  el  virey  calmar  con  su  mesura  y 
mansedumbre  la  imponderable  arrogancia  de  la  traición 
en  triunfo,  pues  por  todas  partes,  aun  en  presencia 
suya,  se  presentaba  Roldan  como  la  única  autoridad 
verdadera  de  la  isla.  Rodeado  siempre  en  Santo  Do- 
mingo de  malcontentos  y  adversarios  declarados  del  al- 
mirante y  su  famiha,  ofendia,  molestaba  y  amenazaba 
con  descaro  á  cuantos  rehusaron  entrar  en  su  partido; 
y  forzó  al  bueno  de  Rodrigo  Pérez,  á  renunciar  su  car- 
go de  teniente  de  alcalde,  solo  porque  quiso  investir 
con  él  á  su  mas  íntimo  cómplice,  Pedro  Riquelme,  es- 
tablecido en  Bonao,  con  la  segunda  intenciv^^n  de  hacer- 
se fuerte  allí. 

Estremécese  de  indignación  el  historiador  y  su  ma- 
no tiembla  al  narrar  tamaños  ultrajes.  Y  la  tristeza  y  el 
dolor  de  que  se  siente  poseído  igualan  á  su  justa  có- 
lera, cuando  contempla  al  revelador  del  nuevo  mundo, 
al  héroe  cristiano  en  la  dura  necesidad  de  transijir  con 
seres  tan  miserables;  reducido  á  aceptar  las  condiciones 
de  un  servidor  ingrato  hasta  rayar  en  bárbaro,  y  ame- 
nazado en  su  poder  y  existencia  por  hidalgos  sin  hi- 
dalguía, soldados  sin  disciplina,  trabajadores  hambrien- 
tos y  presidiarios,  á  quienes  él  había  facilitado  los  me- 
dios de  lograr  por  sí  mismos  su  rehabilitación! 

Para  colmo  de  infortunio,  en  lugar  del  apoyo  eficaz 
que  aguardaba  de  los  reyes,  recibió  una  respuesta  es- 
crita bajo  la  inspiración  de  don  Juan  de  Eonseca,  en 
cuyos  términos  ambiguos  se  advertían  muy  equívocas 
disposiciones.  Decíasele  que  SS.  A  A.  habían  recibido 
sus  cartas,  y  que  en  cuanto  á  la  sublevación  de  Roldan, 
como  era  el  caso  grave,  lo  examinarían  con  atención  y 
presteza  y  pondrían  remedio.  Evidentemente,  su  exac- 


—75— 

ta  y  cabal  relación  no  liabia  convencido  á  los  reyes,  y 
sí  prevalecido  en  su  espíritu  las  denuncias  calumniosas. 
La  superioridad  de  sus  miras,  sus  prodijios,  sus  peligros, 
sus  fatigas,  sus  esfuerzos  todos  para  el  engrandecimien- 
to y  gloria  de  España  nada  pesaban  ya,  pues  no  po- 
dían contrabalancear  las  hablillas  de  hombres  viles  y 
perversos.  Bastaba  acusarlo  para  ser  bien  acojido.  ¿Y  no 
supérala  injusticia  de  la  corte  á  la  ciega  animosidad  de 
los  rebeldes,  seres  toscos  y  vulgares?  Colon,  pues,  sa- 
crificaba en  vano  sus  días  y  los  de  sus  hermanos  en  pro- 
vecho de  la  corona  de  Castilla,  sin  conseguir  inspirar  á 
los  reyes  aquella  noble  confianza  de  que  tan  digno  era, 
y  que  hubiera  sido  la  primer  recompensa  para  un  tan 
elevado  corazón. 

El  convencimiento  de  lo  que  llevamos  dicho,  que  hu- 
biera bastado  para  paralizar  otra  voluntad  que  la  suya, 
no  le  impidió  proseguir  en  sus  planes  reorganizadores. 
Procuró  primero  granjearse  por  medio  de  la  dulzura  y 
los  intereses  materiales  á  los  antiguos  compañeros  de 
Roldan,  concediéndoles  tierras  para  cultivo;  pero  repar- 
tiéndolas de  tal  modo  que,  las  rebeldes  se  encontrasen 
diseminados  en  una  gran  estension,  muy  separados  unos 
de  otros  y  á  mucha  distancia  de  las  habitaciones  ya  le- 
vantadas. Eormó  una  compañía,  compuesta  de  hombres 
escojídos,  cuya  fidelidad  no  estaba  menos  probada  que 
su  moderación  y  valor,  con  el  objeto  de  que  pudiera  ser- 
vir para  cobrar  los  tributos  de  los  indios,  mantener  en 
paz  á  los  españoles  y  reprimir  desde  su  oríjen  los  estra- 
vios  de  estos.  Y  se  dispuso  á  purgar  la  colonia  de  los 
malcontentos  incorrejíbles,  qué,  á  ningún  precio  querían 
trabajar,  entre  otros  á  los  quince  individuos,  cuyo  inso- 
portable y  díscolo  carácter  señaló  el  mismo  Tioldan.* 

Encargó  Colon  k  los  dos  alcaldes  García  de  Barran- 
tes y  Miguel  Ballester,  de  pasar  á  Castilla  para  apoyar 
en  la  corte  sus  demandas  acerca  del  rejimen  interior  de 
la  colonia;  y  á  fin  ád  que  pudieran  ilustrar  á  SS.  AA. 
con  respecto  á  la  insurrección  de  Rx)ldan,  y  á  la  urjen- 


—re- 
cia de  las  medidas  que  habia  debido  tomar,  les  entre- 
gó las  actuaciones  y  procedimientos  comenzados  contra 
los  rebeldes  desde  su  vuelta.  También  insistía  de  nuevo 
el  almirante  en  lo  del  envió  de  un  alcalde  íntegro  é  ins- 
truido, que  acabara  con  las  acusaciones  contra  su  rigor 
y  dureza. 

Muchos  descontentos  aprovecharon  esta  partida,  y 
se  embarcaron  llevándose  consigo  mujeres  indias,  en  su 
mayor  parte  madres,  ó  á  punto  de  serlo,  y  de  una  ma- 
nera clandestina,  porción  de  esclavos  cada  uno,  los  cua- 
les, aparte  de  ir  forzados,  iban  en  contravención  á  las 
órdenes  espresas  del  almirante. 


II. 


Antes  de  la  salida  de  las  carabelas  llegaron  nuevas 
inquietadoras  de  la  estremidad  N.O.  de  la  Española: 
preparábase  un  levantamiento  jeneral.  Los  ciguayenos, 
mas  belicosos  y  mas  impacientes  del  peso  del  yugo  es- 
tranjero  que  el  resto  de  los  insulares,  se  habian  alzado 
en  armas.  Despachó  el  almirante  contra  ellos,  y  con  gran 
prisa,  al  adelantado,  con  todas  las  fuerzas   disponibles. 

Y  mientras  que  su  hermano  se  separaba  de  él  para 
someter  las  tribus  insurrectas,  y  Santo  Domingo  queda- 
ba casi  sin  medios  de  defensa,  una  noticia  mas  grave 
aun  que  la  rebelión  vino  de  la  j)arte  opuesta  de  la  isla: 
cuatro  carabelas  acababan  de  anclar  en  el   puerto  de 


■    —11— 

Yaquinio,  á  las  ordenes  de  Alonso  de  Ojeda,  antes  adicto 
á  el  almirante  y  á  la  sazón  hechura  de  Eonseca.  Violan- 
do los  privilegios  concedidos  por  los  reyes  á  Cristóbal 
Colon,  fue  á  la  costa  de  Paria  y  al  golfo  de  las  Perlas 
y  volvia  con  oro  y  esclavos;  y  su  temeridad,  exaltada 
con  la  protección  que  le  dispensaba  el  obispo  ordenador 
de  la  marina  le  inspiró  la  idea  de  precipitar  la  caida  de 
Colon,  apoderándose  del  poder  y  de  su  persona.  Ofre- 
ció á  los  españoles  que  vivian  en  los  alrededores  de  Ya- 
quimo  libertarlos  de  la  tiranía  de  los  Colones,  preten- 
diendo que,  caldos  en  desgracia  con  el  rey,  sin  mas  apo- 
yo en  la  corte  que  el  de  la  reyna,  cuya  salud  decaia  des- 
de la  perdida  de  su  hijo,  y  no  daba  esperanzas  de  resta- 
blecerse ya  en  adelante,  su  protector  don  Juan  de  Fon- 
seca  seria  la  única  verdadera  autoridad  de  las  Indias. 
También  se  dijo  con  poderes  para  tomar  con  Carvajal 
las  riendas  del  gobierno  provisional  de  la  isla;i  y  pro- 
puso pagar  sus  atrasos  á  cuantos  quisieran  marchar  con 
él  sobre   Santo  Domingo. 

Los  antiguos  compañeros  de  Roldan,  incapaces  de 
desperdiciar  una  ocasión  ds  revolucionarse,  aplaudieron 
la  oferta,  y  Ojeda,  reunidos  que  tuvo  á  los  mas  audaces 
enemigos  de  la  tranquilidad,  quiso  forzar  á  que  lo  si- 
guieran á  los  colonos  pacíficos  ó  menos  presurosos,  y 
atacó  de  una  manera  brusca,  durante  la  noche,  sus  ha- 
bitaciones. 

Cuando  llegaron  á  oidos  de  Colon  noticias  tan  aflic- 
tivas, se  hallaba  sin  tropas  disponibles,  y  hasta  dudoso 
de  la  fidelidad  de  la  escasa  guarnición  de  Santo  Do  - 
mingo;  lo  cual  aumentaba  su  inquietud.  Ningún  recur- 
so le  quedaba  para  afrontar  tantos  peligros,  comprimir 
el  alzamiento  de  los  indios,  hacerse  respetar  de  los 
antiguos  rebeldes,  y   rechazar  las  agresiones  venidas 

1.  "El  se  ostentó  con  todo  el  favor  del  obispo  Fonseca,  arbitro  en 
los  negocios  de  las  Indias;  y  finjió  tener  provisiones  j)ara  tomar  parte 
en  el  mando  do  la  colonia  junto  con  Carvajal."— Muñoz,  Ristoriá  del 
nuevo  mundo,  lib.  VI.  §  53. 


—ra- 
lle ultramar.  En  tal  estremo  era  tal  vez  su  único  re- 
curso el  primero  de  los  peligros,  y  seguramente,  la  últi- 
]ua  (le  las  humillaciones,  que  consistía  en  ponerse  bajo 
Ift  ])rotcecion  del  traidor  lloldan.  Pero  ¿cómo  dudar  de 
que  desde  su  entrevista,  el  alcalde  mayor  y  Ojeda,  hom- 
bres de  carácter  igual  cu  lo  violento  y  lo  ambicioso, 
no  se  concertaran  para  derrocar  el  ))oder  lejitimo,  ysu- 
])lantarlo?  La  deserción  se  habia  declarado  entre  los  su- 
bordinados del  almirante,  y  uno  tras  otro,  todos  lo  aban- 
donaban en  la  inminencia  del  peligro. 

En  este  refresco  de  enemigos,  que  venían  a  reani- 
mar el  mal  sofocado  fuego  de  la  revolución,  y  á  dar  con- 
sistencia al  levantamiento  indijena,  rcconocia  el  virey  las 
inspiraciones  secretas  de  las  oficinas  de  Sevilla;  y  recor- 
dando la  inquietud  de  la  corte,  la  perenne  malevolencia 
de  don  Fernando,  cuya  diplonuicia  no  habia  podido  nun- 
ca encubrir;  viendo  á  su  autoridad  sin  apoyo  en  Espa- 
ña, sin  respeto  en  la  isla,  y  sin  fuerza  ejecutiva,  y  su 
vida  y  la  de  sus  hermanos  continuamente  amenazada 
por  bandidos  habituados  al  crimen;  y  comprendiendo  su 
aislamiento  y  su  impotencia  de  consiguiente,  la  desven- 
tura de  los  indíjenas,  á  los  que  hacian  repugnar  el  cris- 
tianismo los  escesos  de  los  cristianos  impios,  se  sintió 
en  gran  manera  hastiado  do  los  hond)res.  Y  entonces, 
humillado  hasta  lo.  sumo,  y  vacilante  bajo  el  peso  de 
tantas  aflicciones,  se  apoderó  de  aquel  alma  noble,  je- 
nerosa,  inmensa,  que  dominó  el  espanto,  el  temor  y  los 
peligros,  uiía  mortal  congoja. 

Era  el  dia  aniversario  del  nacimiento  del  salvador, 
(25  de  Diciembre  do  1  199).^ 

El  valor  de  Colon  hasta  ese  dia  invencible,  decayó 
repentinamente;  su  pecho  se  estremeció  con  la  ¡dea  de 
la  muerte  que  se  le  destinaba;  solo  quedó  en  el  el  ins- 


1.  "II  giorao  di  Natalo  dol  1109  havondoini  tul  to  il  mondo  abban- 
donaUí.  fu  assalito  congiiorra  da  imliani  e  da  cattivi  cri.sliahi...." — Fer- 
nando Oolombo.    lita  dcIV  Áinmh'a;ilio.  rnpit.  T/XXXTV. 


—79— 

tinto  de  la  conservación,  y  por  la  vez  primera  pensó  en 
guardar  su  vida.  Resolvió,  pues,  el  revelador  del  nuevo 
mundo,  escapar  en  una  carabela  con  sus  hermanos,  al 
través  del  Océano,  á  la  cólera  de  sus  enemigos.  Pero  en 
medio  de  los  siniestros  temores  qíie  preocupaban  á  sus 
oficiales  y  de  las  terribles  angustias  de  su  corazón,  no 
invocó  en  vano  á  su  divina  majestad, ^  y  la  mano  que  ya 
tantas  veces  le  habia  mostrado  su  vijilante  protección, 
se  estendió  en  su  socorro.  Dios  se  dignó  á  hablar  á  su 
servidor  atribulado,  y  una  voz  de  lo  alto  le  dijo:  "¡Oh 
hombre  de  poca  fe!  levántate;  ¿á  quien  temes?  ¿no  estoy 
yo  aqui?  Anímate  y  no  te  abandones  á  la  tristeza  ni  al 
temor,  que  á  todo  proveeré  yo."^ 


III. 


En  efecto,  conforme  al  misterioso  anuncio  del  auxi- 
liar divino,  cambiaron  de  aspecto,  repentinamente,  las 
cosas,  sin  esfuerzo  y  aun  sin  iniciativa  de  su  parte;  y  an- 
tes de  la  espiración  del  dia  supo  que  se  habian  descu- 
bierto minas  de  oro  de  fabulosa  riqueza.  Ademas,  Rol- 
dan, lejos  de  querer  participar  del  poder  con  Ojeda,  no 

1.  "Casi  á  punto  de  desesperar,  recurrió  al  auxilio  de  Dios,  y  fué 
consolado  milaf^rosamente." — Muñoz.  Historia  del  nuevo  mundo,  lib. 
VI.  g  56. 

2.  "Mi  soccorse  all'  hora  Nostro  Signore,  dicendomi,  ó  huomo 
di  poca  fide  non  haver  paura,  io  sonó."—  Fernando  Colombo.  Vita 
delV  Ammíraglio,  capit.  LXXXIV. 


-so- 
pensó  sino  en  rechazar  de  la  isla  á  un  tan  peligroso  ri- 
val. La  lucha  entre  ambos  adversarios,  dignos  el  uno  del 
otro  por  su  audacia,  su  astucia  y  su  fuerza  física,  fue 
'muy  viva,  y  al  fin,  tras  una  serie  de  incidentes  curiosos 
y  dramáticos.  Roldan  obligó  a  Ojeda,  el  protejido  com- 
prometedor de  las  oficinas  de  Sevilla,  á  reembarcarse. 
La  facilidad  con  que  Ojeda  habia  reclutado  partida- 
rios entre  los  antiguos  insurrectos,  hizo  reflexionar  seria- 
mente á  Roldan  y  le  inspiró  el  deseo  de  apoyar  en  lo 
sucesivo  de  una  manera  franca  la  autoridad  del  virey,  de 
la  cual  dimanaba  la  fuerza  de  la  suya.  Pero  desde  que 
sus  ex-cómplices  lo  vieron  asegurar  la  ejecución  de  las 
órdenes  del  almirante,  y  trabajar  por  el  restablecimiento 
de  la  tranquilidad,  le  tomaron  un  odio  encarnizado. 

Así  las  cosas,  un  joven  hidalgo  llamado  Fernando  de 
Guevara,  primo  de  Adrián  de  Mójica,  que  habia  sido 
uno  de  los  capitanes  de  la  revuelta  de  Roldan,  vino  a 
Jaragua  para  embarcarse  en  los  buques  de  Ojeda,  por- 
que el  almirante  lo  habia  desterrado  de  la  isla,  a  causa 
del  escándalo  que  daban  en  Santo  Domingo  sus  depra- 
vadas costumbres;  pero,  como  cuando  llegó  ya  habian 
partido  las  carabelas  del  turbulento  favorito  de  Fonse- 
ca,  permitióle  Roldan  permanecer  en  Jaragua,  hasta  que 
el  almirante  hubiera  decidido  de  su  suerte.  Guevara, 
aprovechándose  de  las  gracias  de  su  persona,  y  esplotan- 
do  su  elegancia,  se  habia  hecho  admitir  en  la  corte  de 
la  reyna  Anacaona  y  atrevídose  hasta  á  pretender  la  mano 
de  su  hija,  la  joven  Higuanamota,  Y  después  de  haber 
conquistado  el  corazón  déla  encantadora  princesa,  obtuvo 
el  consentimiento  de  su  madre  á  una  unión  que,  á  lo 
que  parecía,  deseaba  lejitimar  con  el  sacramento  de  la 
Iglesia.  Mas,  bien  fuera  que  Roldan,  como  dice  Las 
Casas,  estuviese  prendado  de  Higuanamota,  bien  que 
no  creyera  formal  la  promesa  del  cínico  libertino,  bien 
que  no  debiera  permitir  en  la  precaria  situación  de 
Guevara,  un  enlace  que  hubiera  dado  alguna  importan- 
cia política  á  quien  estaba  penado  por  el  virey,  le  man- 


—si- 
do abandonar  incontinenti  el  lugar  donde,  provisional- 
mente, habia  elejido  domicilio. 

No  obstante  la  orden,  cautivado  el  hidalgo  por  las 
gracias  de  Higuanamota,  no  podia  separarse  de  los  si- 
tios en  que  vivia,  y  Roldan,  sabedor  de  su  desobedien- 
cia, lo  mandó  comparecer  ante  sí  y  lo  reprendió  con  se- 
veridad, echándole  en  cara  el  abuso  que  hacia  de  la 
confianza  de  una  mujer  tan  superior  como  la  reyna  Ana- 
caona, deslealtad  que  no  perdonaría  el  almirante.  Rogó 
y  suplicó  Guevara  lo  dejasen  en  Jaragua;  pero  como 
Roldan  permaneció  inflexible,  afectó  resignación.  Mas 
sabedor  el  alcalde  de  que  en  vez  de  obedecer,  Guevara 
se  habia  escondido  en  el  palacio  mismo  de  la  reyna,  y 
que  habia  enviado  á  buscar  un  sacerdote  para  bautizar 
á  su  prometida,  le  mandó  abandonar  en  el  acto  los  esta- 
dos de  Jaragua  é  ir  á  presentarse  en  persona  al  virey  para 
pedirle  sus  órdenes.  Lejos  de  cumplir  el  presuntuoso 
hidalgo  esta  resolucioii,  respondió  con  amenazas,  y  tra- 
mó con  algunos  malcontentos  una  conjuración  contra  la 
vida  de  Roldan,  y  convinieron  en  apoderarse  de  su 
persona  por  sorpresa  y  arrancarle  los  ojos.  Precisamente 
el  alcalde,  á  la  sazón  padeciendo  de  oftalmia,  nunca  sa- 
lla de  su  cuarto,  é  informado  del  proyecto,  comprendió 
que  un  golpe  de  mano  vigoroso  podria  tan  solo  evitar 
una  nueva  revuelta;  y  así,  espidió  un  mandato  de  pri- 
sión contra  Guevara  y  sus  siete  consortes,  los  cuales  fue- 
ron estraidos  del  mismo  palacio  de  ^Luacaona  ya  su 
vista,  y  todos  ocho  con  grillos,  enviados  á  la  cindadela 
de  Santo  Domingo. 

Al  saber  Adrián  de  Mojica  el  arresto  de  su  primo, 
de  antiguo  cómplice  de  Roldan,  se  tornó  en  su  mas  fu- 
rioso adversario  y  salió  presuroso  para  Bonao,  punto  de 
reunión  de  los  antiguos  rebeldes,  donde  habitaba  Pe- 
dro de  Riquelme,  el  mas  íntimo  amigo  de  Roldan.  No 
fué  difícil  á  Mojica  sublevar  los  residentes  en  Bonao  y 
hasta  arrastrar  en  la  revuelta  al  mismo  Riquelme,  en 
quien  eonfiab«a  tanto  Roldan  que  lo  habia  nombrado  te- 

11 


—82— 

niente  de  alcalde.  Encontróse,  pues,  el  pariente  de  Gue- 
vara á  la  cabeza  de  una  fuerte  columna,  formada  de 
liombres  llenos  de  audacia.  Y  no  solo  querían  libertar 
á  Guevara  y  deshacerse  de  Roldan,  al  que  miraban  como 
á  traidor,  sino  también  dar  la  muerte  al  yirey. 

Instruido  Roldan  de  su  proposito  les  siguió  la  pis- 
ta sin  que  ellos  lo  sospecharan,  y  cuando  tuvo  en  su 
mano  todos  los  cabos  de  la  trama,  en  ocasión  de  ha- 
llarse reunidos  los  principales  conspiradores  en  el  lugar 
de  la  cita,  que  creian  perfectamente  secreto,  él,  hombre 
atrevido,  robusto  y  muy  diestro  en  el  manejo  de  las 
armas,  llegó  de  repente  con  siete  criados  y  tres  solda- 
dos resueltos,  y  entrando  de  improviso  en  el  conciliá- 
bulo se  apoderó  de  Mojica  y  de  algunos  de  sus  cómpli- 
ces, remitiéndolos  con  cadenas  á  la  cindadela  de  Santo 
Domingo. 

Sin  pérdida  de  momento  envió  la  sumaria  del  ar- 
resto á  el  almirante,  y  le  pidió  sus  órdenes. 

Ocupado  estaba  el  virey  en  las  fortificaciones  de  la 
Concepción,  y  quedó  con  esta  novedad  tan  aflijido  co- 
mo embarazado.  Habíase  prometido  "no  tocar  el  cabe- 
llo á  nadie, "  y  "llorando  "^  respondió  á  el  alcalde,  que 
puesto  que  sin  motivo  habian  hecho  una  nueva  tenta- 
tiva de  rebelarse  tenia  que  hacer  justicia  de  su  delito, 
conforme  á  las  leyes  del  reyno.  En  su  consecuencia, 
instruyó  Roldan  inmediatamente  la  causa,  y  Adrián  de 
Mojica,  como  instigador,  fué  condenado  á  la  pena  capi- 
tal, y  sus  secuaces,  según  su  grado  de  culpabilidad,  á 
la  de  destierro  ó  presidio.  Tuvo  lugar  la  ejecución  de 
Mojica  en  los  baluartes  de  la  cindadela.  A  la  vista  del 
supHcio  el  fanfarrón  hidalgo,  sobrecojido  de  miedo  y 
esperando  sin  duda  que  vinieran  sus  antiguos  amigos 
á  libertarlo  del  estremo  que  lo  aguardaba,  no  prestaba 

i 

1.  "Yo  tenia  propuesto  en  mí  no  tocar  el  cabello  á  nadie,  y  á 
este  por  su  ingratitud  con  lágrimas  no  se  pudo  guardar,  así  como  yo 
lo  tenia  pensado." — Carta  del  almirante  al  ama  el eJ  príncipe  don 
Juan. 


-    —83-- 

oidos  á  su  confesor,  para  ganar  tiempo  y  retardar  la 
hora  postrera;  mas  Roldan,  indignado  de  su  cobardía  hi- 
zo que  lo  arrojaran  por  el  pretil  al  foso.i  En  cuanto  á 
Guevara,  el  alcalde  mayor  lo  tuvo  preso  hasta  el  13  de 
Junio,  en  que  lo  envió,  vijilado  por  Gonzalo  el  Blanco, 
á  la  disposición  del  almirante,  que  se  hallaba  todavía 
en  la  Concepción.  Los  contumaces  condenados  eran  por 
lo  regular  hombres  perdidos;  y  el  adelantado  por  una 
parte,  y  el  alcalde  por  otra  los  perseguían  sin  descanso, 
y  hacian  poner  por  obra  las  sentencias  en  el  mismo  si- 
tio en  que  los  sorprendían:  iban  con  un  sacerdote,  y  de 
esta  manera  podían  al  menos  aquellos  criminales  confe- 
sarse y  recibir  la  absolución. 

La  prontitud  del  castigo,  la  inflexibilidad  del  alcal- 
de mayor,  y  su  acatamiento  á  los  menores  deseos  del  vi- 
rey,  intimidaron  á  los  revoltosos,  que  tomaron  la  fuga; 
con  lo  cual  se  tranquilizaron  los  hombres  de  bien;  los 
indíjenas  volvieron  á  la  obediencia  de  Castilla;  tornaron 
á  pagarse  los  tributos;  los  colonos  pacíficos  pudieron  em- 
prender los  grandes  trabajos  de  agricultura  que  patro- 
cinaba el  almirante;  se  multiplicaban  las  plantaciones; 
se  acrecentaban  los  rebaños,  y  renacía  el  reposo  y  la  ti'an- 
quilidad  en  toda  la  isla,  hasta  el  punto  de  que  un  espa- 
ñol podía  atravesarla  en  completa  seguridad,  aun  sin  ar- 
mas. Cierto  número  de  indios  empezaba  ya  á  vestirse  y 
vivir  á  la  europea,  y  á  pedir  el  agua  del  bautismo.  Lo- 
grábase con  mas  facilidad  vencer  su  antigua  costumbre 
de  habitar  en  cabanas  aisladas,  y  agruparlos  en  aldeas, 
siendo  así  mas  cómodo  instruirlos  en  la  relijion  cristia- 
na. Todo  sonreía  en  la  naciente  colonia.  Tanto  es  esto 
cierto  que  el  almirante  estaba  seguro  de  que  antes  de 


1.  Aprovechándose  de  la  equivocación  de  Herrera  ha  desnatu- 
ralizado completamente  cierta  escuela  estos  hechos,  atribuyéndolos 
á  Colon,  á  la  sazón  ausente,  y  que  no  los  conoció  sino  para  lamen - 
í  arlos.  Y  hemos  debido  hacerlos  constar  aquí,  con  arreglo  á  la  ver- 
dad, y  no  se^un  una  versión  contra  la  que  protestaban  de  antemano 
los  testimonios  de  Colon  y  de  su  hijo  don  Fernando. 


tres  años,  solo  las  rentas  de  la  corona  nioiitarian,  á  lo 
menos,  á  sesenta  millones  anuales.  Cinco  años  después 
cscediaii  de  cien  millones. 

Pero  ya,  á  impulsos  de  las  oficinas  de  Sevilla,  se  lia- 
l)ia  preparado  un  acontecimiento  que  debia  cambiar  el 
destino  de  los  indios,  acibarar  las  mas  dulces  esperanzas 
de  Cristóbal  Colon,  apartar  del  yugo  del  Evanjelio  á 
los  hijos  de  los  bosques  y  entregar  su  raza  á  la  desespe- 
ración y  al  esterminio. 


CAPITULO  VL 


Para  poder  apreciar  con  mas  exactitud  la  causa  del 
suceso  que  vamos  á  describir,  convendrá  que  nos  trasla- 
demos al  momento  en  que  Cristóbal  Colon  salia  para 
su  tercer  viaje. 

El  insulto  que  le  habia  inferido  Jimeno  de  Bribiesca 
fué  premiado  con  el  ascenso  al  oficio  de  pagador  jene- 
ral  de  la  marina;  que  don  Juan  de  Fonseca  recompen- 
saba, como  servicios  prestados  á  la  corona,  las  animosi- 
dades contra  los  Colones.  Lo  atrevido  de  sus  ataques 
prueba  lo  mucho  que  contaba  con  el  apoyo  de  una  ele- 
vada influencia,  cuya  mala  voluntad  hacia  Colon  á  nadie 
se  üscureoia.  El  rey  Fernando  envidiaba  la  celebridad 
del  grande  hombre,  y  tenia  celos  de  la  gran  opinión  y 
respeto  afectuoso  que  le  profesaba  su  esposa.  La  cons- 
tante confianza  de  Isabel  exasperaba  su  egoista  suscep- 
tibilidad; y  como  desde  el  año  de  1496  le  habia  disgus- 
tado la  concesión  del  título  de  virey  á  un  estranjero,  por 
considerarlo  en  menoscabo  de  la  majestad  de  su  propia 
corona,  minea  en  sus  cartas  le  daba  mas  nombte  que  el 
de  almirante  de  las  Indias,  omitiendo  con  astuto  pro- 
pósito los  de  virey  y  gobernador  perpetuo. 

T;a  iioticin  del  descubrimiento  de  In  tierra  fírnic,  ht\ 


'      —86— 

profundas  observaciones  de  Colon  acerca  de  aquellas  re- 
jiones  ignoradas,  y  el  envió  de  las  perlas,  de  los  velos 
pintados  y  de  las  joyas  de  oro,  procedentes  de  allí,  hablan 
contentado  mucho  á  Isabel;  pero  no  contestó  por  sí  mis- 
ma; y  como  encargó  de  hacerlo  al  obispo  ordenador, 
este,  al  acusar  al  virey  la  recepción  de  sus  cartas  y  rela- 
ciones, le  reprendió  por  no  haber  informado  mas  pronto 
á  SS.  A  A.  de  la  rebelión  ;  á  la  cual,  hubieran,  decia, 
remediado  prontamente. 

En  cuanto  á  don  Fernando,  no  hallaba  que  los  resul- 
tados de  tales  espediciones  hubiesen,  hasta  entonces, 
cubierto  los  desembolsos  del  erario,  y  ademas  de  no  ver 
en  la  persona  del  almirante  más  que  im  motivo  de  gas- 
tos inútiles,  daba  con  gusto  oidos  á  sus  acusadores. 

Los  descontentos  venidos  por  su  voluntad  o  despedi- 
dos de  la  Española,  esparcían  en  Sevilla  las  calumnias 
que  los  cortesanos  de  Roldan  habían  confeccionado  con- 
tra los  Colones;  y  es  innegable  que  un  ínteres  idéntico 
•los  ajitaba,  y  que  parecían  obedecer  á  secretas  instruc- 
ciones. En  Sevilla  era  donde  debían  percibir  sus  suel- 
dos atrasados,  porque  allí  solamente  podían  efectuarse 
los  pagos  para  los  gastos  coloniales;  pero  por  su  negati- 
va ó  insinuaciones,  las  oficinas  decidieron  á  unos  cin- 
cuenta de  aquellos  perezosos  á  encaminarse  á  Granada 
para  pedirlos  al  rey.  Y  se  atrevieron  los  impúdicos  per- 
sonajes á  apostarse  en  los  patios  de  la  Alhambra,  á  es- 
perar la  salida  de  S.  Á.,  para  hostigarle  con  sus  inter- 
pelaciones y  demandarle  á  voces  que  les  pagara.^  Un  día 
tuvieron  el  atrevimiento  de  comprar  una  carga  de  uvas 
y  de  comerlas  al  pié  de  las  ventanas  de  Fernando,  di- 
ciendo en  alta  voz,  que,  gracias  á  la  ingratitud  del  rey 
y  del  almirante,  aquel  era  el  único  alimento  permitido 
á  su  pobreza;  y  si  por  desgracia  los  hijos  de  Colon,  á 


1.  "Se  il  Ré  Cattolico  usciva  füori  tutti  lo  circondavario  e  toglie- 
vanlo  in  mezzo,  gridando  "paga  paga." — Fernando  Colombo.  Vtfa 
delV  Ammiraglio,  cap.  LXXaV. 


—87— 

quienes  su  empleo  de  pajes  de  la  reyna  obligaba  á  atra- 
vesar los  patios  del  alcázar,  se  presentaban,  la  turba  de 
holgazanes  ponia  los  gritos  en  el  cielo  y  los  perseguia 
con  denuestos  de  este  jaez:  '^Esos  son  los  hijos  del  almi- 
rante de  los  mosquitos,  del  que  ha  encontrado  las  tier- 
ras de  vanidad  y  engaño,  para  desgracia  y  sepultura  de 
los  caballeros  castellanos!''^ 

La  estraña  paciencia  del  rey  con  reclamaciones  tan 
insolentes,  la  libertad  permitida  á  los  reclamantes  de 
acampar  en  el  patio  de  palacio  para  que  estuvieran  al 
acecho  de  las  salidas  del  monarca,  de  ordinario  poco 
sufrido,  y  la  repetición  de  los  insultos  dice  bastante  cla- 
ro que  el  astuto  Fernando,  disimulado  hasta  en  las  mas 
íntimas  interioridades  de  famiha,  tenia  algún  interés  en 
sufrir  tales  ultrajes.  Dejaba  que  los  clamores  y  lamen- 
taciones llegaran  á  un  estremo  que  nadie  pudiera  igno- 
rarlos; ya  resonaban  en  las  habitaciones  de  su  esposa, 
pero  él  necesitaba  de  un  escándalo  para  destruir  la  con- 
fianza y  la  admiración  de  Isabel. 

Quejas  pregonadas  de  semejante  modo,  no  era  fácil 
pasaran  desapercibidas,  y  en  efecto,  la  reyna  hizo  averi- 
guaciones, por  las  que  resultó  que  los  hidalgos  se  dolian 
de  la  miseria  en  que  los  habia  sumido  el  almirante,  des- 
pués de  haberlos  agoviado  bajo  el  peso  de  infinitos  ma- 
los tratos;  que  le  achacaban  sus  enfermedades  y  su  po- 
breza; que  lo  acusaban  de  querer  acabar  con  todos  los 
verdaderos  hidalgos,  para  que  no  teniendo  á  sus  órdenes 
sino  á  jente  vaga  y  maleante,  le  fuera  fácil  levantarla 
contra  los  reyes,  y  declararse  soberano  independiente;- 
que,  con  este  objeto,  habia  tomado  sus  medidas  de  acuer- 

1.  "Gridavano  fino  el  cielo,  e  ci  perseguitavano  dicendo  "ecco  i 
figliacoli  dcir  Ammiraglio  de'  mosciolini,  di  colui  che  ha  tróvate  terre 
di  vanita  e  d'inganno  por  sepultura  e  miseria  de'  gentiluomini  easti- 
gliani."— Fcrnapdo  Colombo.  Vita  delV  Ammiraglio,  cap.   LXXXV. 

2.  "Cominciarono  adunque  questi  nobili  á  publicare  per  tutta  la 
corte,  come  Colombo  é  suo  fratello  trovandosi  richissimi,  si  volevano 
deír  isole  impatrovire  e  farsi  Signori  di  tutti  i  paesi  ritíovati." — Gi- 
rolarao  Benzoni.  La  Historia  del  Nuovo  Mondo,  lib.  I.  fol.  23  verso. 


—88— 

do  con  ciertos  caciques;  que  prohibia  trabajar  en  las  mi- 
nas por  temor  de  que  se  conocieran  demasiado  pronto 
las  riquezas  que  guardaban  y  que  él  reservaba  para  sí; 
que  esa  fué  la  causa  de  que  en  un  principio  ocultara  el 
criadero  de  las  perlas,  cosa  que  no  se  decidió  á  mencio- 
nar hasta  que  hubo  sabido  que  su  descubrimiento  cun- 
dia  por  el  público;  que  su  avaricia  solo  igualaba  á  su 
soberbia;  que  se  recreaba  en  humillar  á  los  españoles, 
principalmente  siendo  castellanos;  que  durante  la  esca- 
sez, si  lepedian  permiso  para  ir  á  buscar  comida,  lo  con- 
cedía, y  acto  continuo  negaba  haber  dado  la  autoriza- 
ción, y  por  ello,  sin  piedad,  los  ahorcaba;  y  por  último, 
que  habia  impedido  á  los  sacerdotes  administrar  el  agua 
del  bautismo  á  los  indios,  que  ellos  juzgaban  capaces  de 
recibirla,  porque  prefería  esclavizarlos  á  cristianizarlos. 

Eran  estas  acusaciones  tan  graves,  y  de  tal  manera 
opuestas  al  carácter  de  Colon,  que  su  mismo  peso  las 
hundia,  y  como  tampoco  ninguna  se  formulo  por  escrito 
y  apoyó  con  firmas  conocidas,  la  rey  na  no  paró  mucho 
en  ellas  su  atención. 

Pero  si  el  almirante  habia  dirijido  una  relación  cir- 
cunstanciada sobre  la  revuelta  de  Roldan,  este  también 
habia  enviado  á  sus  amigos  de  Sevilla  apuntes  sobre  lo 
mismo,  en  los  que  todos  los  actos  de  la  administración 
del  adelantado  y  de  su  hermano  el  almirante,  que  Jos 
aprobó  á  su  vuelta,  se  presentaban  desnaturalizados  con 
singular  esmero  y  habilidad,  y  de  tal  modo  que,  aun 
prescindiendo  de  la  gran  parte  de  animosidad  y  exaje- 
racion  que  contenían,  no  quedaba  por  eso  peor  estal)le- 
cida  la  gravedad  de  la  situación.  El  almirante  lo  confe- 
saba con  pedir  un  alcalde  y  un  jefe  de  contabiHdad;  y 
tanto  mas  lo  acusaban  las  apariencias,  cuanto  que  el 
principal  motor  del  alzamiento  era  un  elejido  suyo,  y  que 
le  debia  favores;  pero  que  en  su  calidad  de  alcalde  ma- 
yor no  pudo  soportar  mas  los  actos  de  tiranía  y  vio- 
lencia cometidos  ante  sus  ojos.  Los  ánimos  estaban  dis- 
puestos á  creer  fácilmente  en  la  acusación,  porque  se 


—89-^ 

decia  que  antes  de  su  salida  de  Sanlúcar,  Colon,  en  el 
puerto,  y  casi  á  la  vista  de  los  reyes,  probó  su  carácter 
violento  y  brutal  maltratando  á  un  individuo;  ademas  el 
haber  nombrado  á  Roldan,  que  tantas  dificultades  crea- 
ba á  la  sazón  patentizíaba  su  impericia  administrativa, 
así  como  su  terquedad,  su  opinión  acerca  de  la  esclavi- 
tud de  los  indios ,  á  pesar  de  las  formales  resolucio* 
nes  de  la  rey  na.  Hacíase,  pues,  necesario,  para  remediar 
el  mal,  nombrar  un  comisario  instructor,  majistrado  de 
saber  que  fuera,  conforme  á  los  deseos  del  almirante, 
á  hacer  justicia,  empezando  por  informar  contra  los  re- 
beldes; que  durante  sus  dilijencias  se  descubrirían,  sin 
duda  alguna,  las  causas  del  mal,  y  entonces  se  conven- 
dría en  los  medios  de  curarlo. 

Dióse  la  reyna  á  tan  sabio  parecer. 

Y  en  verdad  que  el  enviar  un  juez  ilustrado  hubie- 
ra sido  un  beneficio  para  la  colonia,  pero  desgraciada- 
mente, en  lugar  de  un  jurisconsulto  como  pidió  Colon, 
elijieron  para  majistrado  á  un  militar:  el  comendador 
don  Francisco  de  Bobadüla,  que  gozaba  de  la  estimación 
del  obispo  Fonseca,  y  de  gran  crédito  en  la  corte.  Sin 
duda  fué  objetada  su  incompetencia  por  Isabel,  puesto 
que  en  lugar  de  una  real  provisión,  que  lo  hubiera  nom- 
brado alcalde  mayor  de  la  isla,  no  recibió,  por  el  de- 
creto de  21  de  Marzo  de  1499  mas  que  una  comisión 
especial  de  informar  acerca  de  las  turbulencias  sobre- 
venidas en  la  Española,  de  proceder  contra  los  que  se 
hubieran  levantado  contra  el  almirante,  de  reducirlos  á 
prisión,!  de  secuestrar  sus  bienes,  y  de  juzgar  á  los  pre- 
sentes ó  contumaces,  en  lo  civil  y  criminal,  con  todo  el 
rigor  de  las  leyes. 

Hasta  aquí  no  presentaba  mal  aspecto  el  negocio. 
Pero  como  importaba  mucho  á  los  que  querían  aniqui- 
lar la  autoridad  de  Colon  el  convertir  esta  comisión  es- 


1.     Comisión  al  comendador  Francisco  de  Bób&áiWa,— Colección 
•dmUmática.  Documentos  n?  CXXVII. 

12 


—90— 

pecial  en  título  definitivo,  y  que  en  último  resultado  les 
permitiera  desposeerlo,  después  de  dos  meses  de  influir 
e  intrigar  de  una  manera  muy  embozada,  y  durante  los 
cuales  fueron  minando  en  el  ánimo  de  la  reyna  el  as- 
cendiente que  sobre  él  supo  tomar  Colon,  lograron  ha- 
cer admitir  la  hipótesis  de  que,  si  desgraciadamente  el 
resultado  de  las  informaciones  del  comisario  rejio  pre- 
sentaba la  prueba  de  la  incapacidad  administrativa  del 
almirante,  y  la  justificación  ó  escusa  de  la  revuelta  de 
Roldan,  convendría  proveer,  sin  dilación ,  á  tan  apre- 
miantes necesidades,  y  reparar  males  tan  inveterados . 
De  suerte  que,  el  nombramiento  de  Bobadilla  para  el 
gobierno  de  las  Indias,  pareció  haber  quedado  prepara- 
do para  el  caso  en  que  se  juzgara  indispensable  el  re- 
emplazo del  virey;  y  en  su  consecuencia,  el  21  de  Ma- 
yo inmediato,  se  confirió  en  una  real  orden  al  comen- 
dador.i  Y  temiendo  que  Colon  alegara  sus  privilejios  y 
tratados  con  la  corona  de  Castilla,  que  le  aseguraban  la 
gobernación  perpetua  de  los  paises  por  él  descubiertos, 
y  procurase  hacerlos  valer  con  las  fuerzas  de  que  dispo- 
nía, mandóse  á  él  y  á  sus  hermanos,  por  cédula  de  igual 
fecha,  entregaran  á  Bobadilla  las  fortalezas,  castillos, 
buques,  armas,  pertrechos,  mantenimientos,  caballos,  ga- 
nados^ y  cuanto  hubiera  de  la  pertenencia  de  SS.  AA. 
Mas  aunque  Isabel  hubiese  sido  insidiosamente  im- 
pulsada á  suponer  posible  la  eventualidad  del  relevo  de 
Colon,  y  desde  luego  á  firmar  los  decretos  que  eran  su 
consecuencia  necesaria,  no  se  obtuvo  sin  emplear  para 
ello  nuevos  esfuerzos,  la  carta  de  creencia  que  se  soli- 
citaba para  el  comendador,  carta  que  autorizaba  á  Bo- 
badilla para  obrar  á  su  antojo,  y  ponerse  de  un  solo  gol- 
pe en  posesión  del  gobierno  de  las  Indias.  Cinco  dias 
de  vacilaciones  y  de  lucha  interior  transcurrieron  antes 
de  que  las  maniobras  de  don  Juan  de  Fon  seca,  ocul- 


1.  Colección  diplomática.  Documentos  n?  CXXVIII. 

2.  ídem  •  ídem         n?  CXXIX. 


—91— 

tamente  secundado  por  una  elevada  influencia,  arranca- 
ran á  la  lealtad  de  Isabel  la  firma  del  documento^  que 
abandonaba  á  Cristóbal  Colon  á  merced  del  comendador. 
Pero  no  obstante  el  asentimiento  dado  á  las  pretensio- 
nes administrativas  que  parecía  deber  sujerir  la  pruden- 
cia, la  noble  reyna  no  concedió  la  ampliación  del  nom- 
bramiento de  Bobadilla,  y  transcurrió  mas  de  un  afio 
antes  de  que  permitiera  poner  en  ejecución  una  medida 
de  desconfianza,  contra  la  que  protestaba  su  jeneroso 
corazón;  que  el  afecto  de  Isabel  al  grande  hombre  no 
fué  menos  firme  que  constante  y  pertinaz  el  odio  de  sus 
enemigos,  y  ella  se  prometia  siempre  recibir  alguna 
nueva  favorable  que  restableciera  su  crédito. 

Todos  los  escritores  haH  afirmado  equivocadamente 
que  lo  que  hizo  perder  la  gracia  de  la  reyna  á  Colon 
fué  la  llegada  de  las  dos  carabelas  que  traian  de  la  Es- 
pañola los  descontentos  y  criminales,  acompañados  de 
multitud  de  esclavos;  y  este  es  uno  de  los  muchos  er- 
rores de  los  biógrafos,  que  procede  de  la  manera  super- 
ficial y  poco  escrupulosa  con  que  se  ha  tratado  en  to- 
das épocas  la  historia  del  revelador  del  nuevo  mundo. 

Las  medidas  tomadas  contra  Colon  llevaron  las  fe- 
chas de  21  de  Marzo  y  21  y  26  de  Mayo  de  1499; 
mientras  que  el  arribo  de  las  dos  carabelas,  cargadas  de 
esclavos,  no  tuvo  lugar  sino  á  fines  de  año,  es  decir,  en 
Diciembre  de  1499.  De  consiguiente,  no  fué  el  envió  de 
un  cargo  de  hombres  el  que  pudo  motivar  las  disposi- 
ciones concertadas  mas  de  seis  meses  antes.  Y  no  se 
crea  que  el  hecho  de  remitir  esclavos  á  Castilla  consti- 
tuia  una  violación  de  las  órdenes  de  los  reyes,  que  si 
bien  estaba  prohibido  someter  á  ese  yugo  á  indios  dis- 
puestos á  convertirse  y  á  los  indíjenas  pacíficos,  era  lí- 
cito esclavizar  y  trasportar  á  España  á  los  que  hubieran 
tomado  parte  en  la  muerte  de  un  castellano,  como  asi- 


1.     Cakta  de  creencia.— De  Madrid  á  26  de  Mayo  de  1499.  Co- 
Icccion  diplomática,  n?  CXXX. 


—92— 

mismo  á  los  prisioneros  cojidos  con  las  armas  en  la  ma- 
no; y  ya  en  18  de  Octubre  de  1498  habia  Colon  remi- 
tido cierto  número  de  prisioneros  sin  que  se  le  recri- 
minara por  ello. 

Cierto  es  que  la  reyna,  como  madre  adoptiva  de  lo& 
indios,  era  opuesta  á  toda  medida  rigorosa  que  les  con- 
cerniese, y  que  los  protejia,  y  que  repugnaba  la  esclavi- 
tud, tan  contraria  á  la  igualdad  cristiana;  pero  no  por 
eso  desconocía  la  necesidad  de  la  esclavitud  como  me- 
dio de  intimidación  y  represión. 

En  los  momentos  en  que  de  las  oficinas  de  Sevilla 
partia  un  grito  de  indignación  contra  el  almirante  por 
haber  permitido  á  los  españoles  traer  esclavos  legales  con- 
sigo, previo  su  libre  consentimiento,  el  protejido  del  obis- 
po ordenador,  Alonso  de  Ojeda,i  verificaba  con  la  mayor 
tranquilidad,  á  la  vista  de  aquellos  tiernos  filántropos, 
la  venta  de  los  desgraciados  indios  de  Puerto  Rico  que, 
sin  darle  lugar  á  tal  estremo,  arrebató  de  sus  hogares, 
como  verdadero  pirata.  Durante  esta  esplosion  de  vir- 
tud, firmó  la  reyna,  en  la  misma  ciudad,  (5  de  Junio 
de  1500)  con  el  notario  navegante  Rodrigo  de  Bastidas, 
un  contrato,  por  el  cual,  se  reservaba  la  cuarta  parte  de 
los  esclavos^  que  tuviera  ocasión  de  hacer.  Ya  preceden- 
temente habia  mandado  S.  A.  entregar  al  capitán  Juan 
de  Lezcano  cincuenta  indios,  escojidos  entre  los  de  veinte 
á  cuarenta  años,  para  que  sirvieran  de  remeros  en  las 
galeras;^  y  mas  tarde,  adoptando  de  un  modo  franco  la 
idea  de  Colon,  autorizó,  en  decreto  del  dia  80  de  Octu- 
bre de   1503,  á  sus  vasallos  de  las  Indias,  á  esclavizar 

1.  La  conducta  de  Ojeda  ,  impune  robador  de  hombres,  era 
tan  opuesta  á  la  humanidad,  que  el  capellán  de  su  escuadrilla,  no 
pudiendo  soportar  el  espectáculo  de  sus  latrocinios  ,  se  huyó  y  se 
ocultó  en  los  bosques  de  la  Española,  hasta  que  se  partieron  sus  ca- 
rabelas. Herrera.  Historia  jener al  de  las  Indias  occidentales.  Dé- 
cada I.  lib.  IV.  cap.  IV. 

2.  Asiento  con  Redyrigo  de  Bastidas.  Hejist.  del  archivo  de  Ind. 
en  Sevilla. 

3.  Orden  del  13  de  Enero  de  hi9Q.—  Suplemento  primero  d  la  co- 
lección diplomática,  n?  XXXIII. 


—93— 

á  cuantos  caníbales  pudieran  haber  á  las  manos,  con  fa- 
cultad de  venderlos  y  comprarlos  sin  incurrir  en  falta 
alguna,  porque,  decia,  '^trasladándolos  á  nuestra  tierra, 
y  teniéndolos  los  cristianos  á  su  servicio,  con  mas  faci- 
lidad se  convertirán  á  nuestra  santa  fe  católica/^i  Así, 
pues,  no  debe  buscarse  la  causa  de  la  desgracia  de  Co- 
lon en  la  remesa  de  esclavos  de  Diciembre  de  1499;  re- 
mesa que  tampoco  hizo  él,  y  contra  la  que  tomó  pre- 
cauciones. Lo  que  perdió  al  virey,  fué  la  ida  de  Isabel 
á  Sevilla. 

Si  se  esceptua  al  honrado  Francisco  de  Pinelo,  teso- 
rero, á  quien  su  aislamiento  condenaba  al  silencio,  en 
Sevilla,  todos  los  funcionarios  superiores  de  la  marina  y 
de  las  colonias,  apoyados  por  la  burocracia  entera,  no 
tenían  mas  que  una  voz  para  condenar  á  el  almirante 
de  las  Indias.  Y  era  tan  compacta  la  acusación,  la  opi- 
nión publica  estaba  tan  fuertemente  pronunciada,  y  se 
insinuaba  y  cundía  de  tal  suerte  en  las  relaciones  y  en 
el  personal  administrativo,  que  sofocó  la  defensa  que  hu- 
bieran presentado  el  valiente  Ballester  y  García  de  Bar- 
rantes. Hasta  la  reyna  concluyó  por  ceder  al  número,  y 
Eonseca  triunfó,  quedando  Colon  condenado  sin  haber 
sido  oido,  y  juzgado  por  las  declaraciones  de  sus  ene- 
migos. 

Logróse  probar  á  la  reyna  que  el  almirante,  mofán- 
dose de  la  libertad  de  los  indios,  habia  regalado  á  cada 
castellano  uno  ó  muchos  indíjenas  libres  é  inocentes, 
para  reducirlos  á  dinero,  vendiéndolos  en  los  mercados 
de  Andalucía,  lo  que  indignó  de  tal  manera  el  alma  je- 
nerosa  de  Isabel  que,  dicen,  esclamó:  '''¿Con  qué  derecho 
dispone  así  de  mis  subditos  Colon?  ¿quién  le  ha  dado 
permiso  para  liberalidades  de  semejante  especie?'^  Y  acto 
continuo  hizo  pubhcar  en  Sevilla,  Granada  y  otras  ciu- 
dades "que  bajo  pena  de  muerte,"  cuantos  habían  reci- 


1 .     Provisión  par'a poder  cautivar  d  los  caníbales  rebeldes. — A p én " 

DICE  A  LA  COLECCIÓN  DIPLOMÁTICA,  11?  XVII. 


—94— 

bido  esclavos  del  almirante  los  devolvieran,  para  remi- 
tirlos á  su  patria,  encargando  al  mismo  tiempo  al  guar- 
da de  su  persona  Pedro  de  Torres,^  y  á  algunos  oficia- 
les mas,  de  recibir  á  aquellos  desgraciados  y  enviarlos  en 
seguida  al  comendador  Bobadilla  para  embarcarlos.  El 
mayordomo  del  arzobispo  de  Toledo  tuvo  á  veintiuno  en 
depósito:  otros  quisieron  permanecer  con  los  que  los  ha- 
bian  traido,  y  particularmente  una  muchacha,  estable- 
cida en  la  casa  de  Diego  de  Escobar,  que  manifestó  su 
voluntad  de  no  salir  de  Castilla,  ni  tornar  á  las  Indias.^ 

Se  comprende  la  santa  cólera  que  infundiría  á  Isa- 
bel la  sola  idea  de  semejante  violación  de  los  mas  sagra- 
dos derechos;  pero  ¿cómo  pudo  admitir  que  fuera  cul- 
pable de  ellos  Colon,  cuando  habia  leido  en  su  alma  he- 
roica como  en  un  libro?  Su  error  no  puede  esplicarse 
sino  por  la  infernal  astucia  de  los  enemigos  del  virey, 
que,  sin  duda,  llevaron  su  audacia  al  estremo  de  confec- 
cionar pruebas  palpables  del  crimen  que  le  imputaban. 

Colon  habia  dado  á  cada  español  que  volvia  un  es- 
clavo para  su  servicio,  escojido  entre  los  legales,  esto  es, 
entre  los  que,  en  virtud  del  derecho  á  la  sazón  estable- 
cido, á  consecuencia  de  haber  participado  en  las  matan- 
zas de  los  cristianos,  6  en  las  revoluciones,  se  hallaban 
reducidos  ala  esclavitud,  y  en  su  lugar  les  habia  con- 
cedido las  mujeres  que  se  les  hubiesen  unido  con  un 
lazo  natural.  Pero  lejos  de  regalar  indios  libres  á  unos 
españoles  hacia  los  cuales  no  podia  tener  simpatias,  es- 
tipuló terminantemente  en  el  tratado  que  ratificó  en  21 
de  Noviembre  de  1498,  que  '^no  embarcarían  ningún 
esclavo  de  viva  fuerza. "  Y  distaba  tanto  de  disponer  de 
los  indios  libres  para  venderlos,  que  escribia  á  SS.  AA. 
por  los  buques  que  trasportaban  los  esclavos,  suplicán- 
doles mandaran  quitarlos  á  los  viciosos  y  rebeldes  que 


1.     Orden  de  20  de  Juuio  de  1500. — Colección    DirLOMÁTiCA- 
Documentos,  n.  CXXXIV. 

3.     Nota  al  documento  n.  131  de  la  Colección  diplomática. 


—95— 

Jos  llevaban,  como  también  el  oro,  en  atención  á'qne 
los  convenios  que  le  habian  obligado  á  firmar  eran  nu- 
los por  haberlos  derogado  ellos  los  primeros,  y  á  que 
SS.  AA.  no  estaban  comprometidos  con  &us  compromi- 
sos. Así  es  que,  si  los  colonos  traian  esclavos  libres,  era 
en  violación  de  las  órdenes  del  almirante.  A  pesar  de 
esto,  se  atrevieron  á  propalar  que  las  ventas  de  esclavos 
se  verificaban  en  conformidad  á  sus  instrucciones. 

Rodeada  Isabel  de  enemigos  de  Colon,  que  ocul- 
taban su  mala  voluntad  bajo  las  formas  mas  hipócritas, 
asediada  por  do  quiera,  oscureciéronse  á  su  alta  pene- 
tración las  asechanzas,  y  á  la  desgracia  sucedió  el  des- 
afecto, y  el  reemplazo  del  virey  suspendido  durante  mas 
de  un  año,  decidióse  en  definitiva. 

Desde  aquel  instante  nada  de  cuanto  habia  pedido 
Colon  se  le  otorgó;  y  hasta  se  negaron  á  enviarle  su  hijo 
don  Diego,  cuya  compañia  deseaba  y  al  que  quería  ir 
acostumbrando  á  los  negocios  y  preparando  para  el  go- 
bierno que  debia  desempeñar  un  dia,  conforme  á  las  ca- 
pitulaciones del  17  de  Abril  de  1492,  firmadas  en  Santa 
Fe,  y  al  título  que  se  le  espidió  en  Granada  el  30  del 
mismo  mes  y  año;  que  ya  se  le  consideraba  como  des- 
poseído de  su  cargo,  y  se  anulaban  de  hecho  los  con- 
venios que  obligaban  para  con  él  á  la  corona  castellana. 

'Violando  los  privilejios  del  almirante,  concedieron 
los  reyes  una  licencia  á  Rodrigo  de  Bastidas  para  des- 
cubrir en  las  Indias  occidentales;  quince  días  después 
se  dio  al  comendador  Alonso  Velez  de  Mendoza  otra 
autorización  igual,  y  por  su  contenido,  se  observa,  que 
los  derechos  de  Cristóbal  Guerra  y  Alonso  de  Ojeda, 
se  pusieron  al  nivel  de  los  de  Cristóbal  Colon.^  Reco- 
mendóse espresamente  en  30  de  Mayo  á  Bobadilla  que 
exijiera  el  abono  por  el  almirante,  de  las  pagas  que  re* 
conociera  deber  ser  á  su  cargo;  diéronsele  pliegos  fir- 


1.     Capitulación  hecha  en  el  nombre  de  los  señores  reyes  católicos. 
Colección  diplomática,  n?  CXXXV. 


— ge- 
niados en  blanco  por  los  reyes,  para  que  los  llenara  co- 
mo mejor  fuera  de  su  agrado;  para  su  séquito  se  nom- 
braron veinticinco  personas  á  costa  del  tesoro,  y  en  ca- 
lidad de  escribano  á  Gómez  de  Uibera;  que  en  la  mente 
de  los  oficinistas  de  Sevilla,  y  con  secreto  beneplácito 
del  rey,  estaba  ya  nombrado  gobernador.  Los  indios  se 
pusieron  en  una  pequeña  carabela,  que  llevaba  las  mu- 
niciones, al  cuidado  de  los  frailes  franciscanos  Juan  de 
Trasiera,  Juan  Francés,  y  Juan  Bermejo,  que  acompa- 
ñaban al  P.  Alfonso  de  Viso,  benedictino,  y  á  dos  reli- 
jiosos  mas.  El  comendador  se  instaló  a  bordo  de  otra 
carabela  llamada  La  Gorda.  A  fines  de  Junio  se  hicie- 
ron á  la  mar  los  dos  bajeles  con  rumbo  á  la  Española. 


CAPITULO  VIL 


I. 


Mientras  que  el  almirante,  confiando  en  la  sabiduría 
de  la  reyna  y  en  la  justicia  de  su  causa,  veia  renacer  en 
la  isla  el  orden  y  la  tranquilidad,  y  se  ocupaba  asidua- 
mente en  agrandar  la  fortaleza  de  la  Concepción,  de  la 
cual  su  talento  de  injeniero  hacia  un  verdadero  fuerte 
de  primera  clase,  un  Lunes  por  la  mañana,  (23  de  Agos- 
to,) avistáronse  desde  Santo  Domingo  dos  carabelas,  que 
pugnaban  con  la  brisa  de  tierra  y  bordeaban  á  distan- 
cia de  una  legua,  para  ganar  la  embocadura  del  Ozama. 

ím ajinando  don  Diego  Colon  que  aquellas  carabelas 
traerían  á  su  sobrino,  el  hijo  mayor  del  almirante,  que 
deseaba  mucho  su  venida,  despachó  en  &eguida  en  de- 
manda de  los  buques  una  embarcación  para  informarse 
de  si  en  efecto  venia  á  bordo.  Acostó  la  lancha  á  la 
Gorda,  y  cuando  su  patrón  preguntó  quién  era  el  co- 
mandante, Bobadilla,  apoyándose  en  la  borda,  respondió 
que  él;  que  se  llamaba  el  comendador  don  Prancisco  de 
Bobadilla;!  que  en  calidad  de  comisario  rejio,  llevaba  el 
encargo  de  juzgar  á  los  rebeldes,  y  que  don  Diego  no 

1.     Herrera.  Historia  jener al  de  los  viajes  y  conquistas  de  los  cas- 
tellanos en  las  Indias  Occidentales.  Década  1.  lib.  1 V .  cap.  VIII. 

13 


~-98— 

se  habia  embarcado.  Lo  cual  dicho,  tornó  á  la  orilla  la 
canoa. 

Estendióse  prontamente  la  noticia  y  llenó  de  pavor 
á  los  antiguos  insurrectos. 

Serian  las  diez  de  la  mañana  cuando  amainó  el  vien- 
to, y  las  dos  carabelas  entraron  en  la  rada.  Apenas  an- 
cladas, percibió  el  comendador  á  corta  distancia  dos  hor- 
cas con  dos  cuerpos  pendiendo  de  ellas;  no  era  menester 
mas  para  justificar  en  su  ánimo  las  acusaciones  de  cruel- 
dad lanzadas  contra  el  almirante.  Poco  tardaron  en  ir 
(i  la  Gorda  la  mayor  parte  de  los  funcionarios  á  presen- 
tar sus  homenajes  al  enviado  de  los  reyes,  que  decidió 
no  saltar  en  tierra  hasta  el  dia  siguiente. 

En  efecto,  el  Martes,  acompañado  de  su  séquito  y 
del  estado  mayor,  se  trasladó  directamente  á  la  iglesia, 
donde  ya  se  hallaban  don  Diego  Colon  y  Eodrigo  Pérez, 
repuesto  en  su  cargo  de  teniente  de  alcalde  desde  la 
deserción  de  Pedro  Riquelme.  Al  concluirse  la  misa,  en 
la  sriisma  puerta  del  templo,  hizo  Bobadilla  que,  ante 
ílon  Diego  y  demás  asistentes,  leyera  Gómez  de  Ribera, 
el  real  mandato  en  que  se  le  conferia  la  comisión  de  in- 
formar acerca  de  las  turbulencias  que  habian  tenido  lu- 
gar en"  la  isla.  Y  al  terminarse  esta  requirió  á  Colon  y 
á  Ptodrigo  Pérez,  don  Francisco,  en  virtud  de  los  pode- 
res que  ya  conocian,  para  que  le  entregaran  los  presos 
detenidos  en  la  ciudadela,  entre  otros  á  Fernando  de 
Guevara,  Pedro  Riquelme  y  tres  mas  que  se  decia  es- 
taban condenados  á  la  última  pena. 

Contestóle  don  Diego  que  el  virey  tenia  provisiones 
y  títulos  superiores  á  su  comisión,  como  se  lo  probaria 
en  tiempo  y  lugar  oportunos;  que  en  su  ausencia  no  po- 
dia  él  obedecer  á  semejante  requisitoria;  y  le  suplicó  le 
facilitara  copia  de  sus  títulos  para  espedirla  á  el  almi- 
rante, d(3  quien  todo  dependia  en  aquella  tierra.  A  esto 
dijo  Bobadilla  que,  puesto  que  no  tenia  ninguna  facul- 
tad de  obrar,  era  inútil  entregarle  la  copia  que  pedia,  y 
que  no  tardaría  mucho  en  hacer  valer  otra  autoridad 


—99— 

que  la  de  juez,  porque  tenia  derecho  de  mandar  á  to- 
dos, hasta  al  mismo  almirante. 

El  Miércoles  por  la  mañana,  al  salir  de  misa,  se  de- 
tuvo de  nuevo  francisco  de  Bobadilla  en  el  umbral  del 
templo  y  mandó  leer  al  escribano  Ribera  la  real  orden 
de  21  de  Mayo  de  1499,  que  le  conferia  el  gobierno  y 
judicatura  de  las  islas  y  tierra  firme  de  las  Indias,  y  pres- 
cribia  á  todos  los  subditos  reconocimiento  y  obediencia. 
En  seguida  prestó  el  nuevo  gobernador  el  juramento  de 
costumbre;  é  intimó  á  don  Diego  y  á  Rodrigo  Pérez  pu- 
sieran en  sus  manos  á  los  prisioneros;  mas  estos  le  con- 
testaron que  si  bien  acatarian  cuantas  disposiciones  to- 
mara en  nombre  de  los  reyes,  en  ausencia  del  almirante 
nada  podian  hacer  sin  las  instrucciones  de  quien  su  tí- 
tulo de  virey  habia  investido  de  poderes  perpetuos  y  su- 
periores á  los  suyos. 

Pero,  como  la  mayor  parte  de  los  concurrentes,  los 
empleados  sobre  todo,  dieran  muestras  de  participar  de 
esta  confianza,  y  no  creer  sin  reserva  en  los  títulos  que 
iban  publicados,  impuso  silencio  Bobadilla  é  liizo  leer 
al  escribano  la  orden  de  SS.  AA.  firmada  en  igual  fe- 
cha, y  que  prescribía  á  el  almirante  y  á  sus  hermanos, 
así  como  á  cuantos  dependieran  de  su  autoridad,  le  en- 
tregasen las  fortalezas,  castillos,  almacenes  públicos,  ar- 
mas, provisiones,  caballos,  rebaños  y  todo  lo  que  perte- 
iieciese  á  la  corona.  Una  disposición  tan  imperiosa  pare- 
ció empezar  á  someterle  el  auditorio,  y  él,  con  el  ob- 
jeto de  atraerse  en  seguida  la  benevolencia  del  pueblo, 
añadió  que  tenia  otra  publicación  mas  que  hacer. 

La  multitud  escuchaba  con  estmordinaria  curiosidad! 

Entonces,  el  escribano  leyó  la  cédula  entregada  por 
los  reyes  al  comendador  el  30  de  Mayo  precedente,  para 
que,  en  su  vista,  averiguase  las  sumas  que  resultara  en 
deber  el  almirante  y  le  obligara  á  pagarlas,  y  como 
la  mayor  parte  de  los  oyentes  eran  acreedores,  escitó 
la  nueva  el  mayor  contento,  y  concilio  los  ánimos  en  fa- 
vor del  enviado.  A  la  sazón,  contando  ya  con  el  apoyo 


—100— 

de  la  multitud,  intimó  á  Colon  y  á  Pérez  la  entrega  de 
los  presos,  con  las  piezas  de  sus  causas  respectivas,  di- 
ciendo por  conclusión  que  si  de  buen  grado  no  se  le  da- 
ban sabria  tomarlos  á  la  fuerza. 

Don  Diego,  por  toda  respuesta,  repitió  lo  que  de 
antemano  habia  dicho,  y  al  oirlo  Bobadilla  se  dirijió  con 
aire  marcial  á  la  fortaleza,  escoltado  por  los  suyos  y 
acompañado  de  la  demás  jente.  Tenia  el  castillo  por  al- 
caide á  Miguel  Diaz,  el  caballero  aragonés  que,  en  otro 
tiempo  al  servicio  de  don  Bartolomé,  hubo  de  fugarse 
á  consecuencia  de  cierto  duelo  á  la  usanza  catalana,  y 
que  conquistó  el  corazón  de  la  cacica  Catalina,  que  le 
reveló  la  existencia  de  criaderos  auríferos  en  las  raárje- 
nes  del  Ozama.  Conociendo  Diaz  las  intenciones  del  co- 
mendador redoblaba  su  vijilancia,  así  es  que  á  su  llega- 
da al  pie  de  los  muros,  las  puertas  estaban  cerradas  y 
él  en  persona  en  el  adarve.  Bobadilla,  luego  de  haber 
hecho  repetir  la  lectura  de  sus  poderes,  intimó  al  caste- 
llano la  entrega  de  los  prisioneros;  mas  como  á  la  de- 
manda que  este  le  hizo  de  examinarlos  y  exijirle  copia, 
contestara  el  comendador  que  no  quería  contemporizar 
por  evitar  un  ajusticiamiento,  y  que  le  pusiera  en  pose- 
sión de  los  presos,  replicóle  Diaz  que  siendo  alcaide  por 
el  almirante  que  había  conquistado  aquellas  islas,  aguar- 
daria  sus  instrucciones.  Tal  firmeza  no  dejó  al  comisa- 
rio la  menor  esperanza  de  seducirlo,  y  se  retiró  por  lo 
pronto  para  preparar  el  ataque  del  castillo. 

Dispuso  al  efecto  que  desembarcaran  los  marineros 
de  las  dos  carabelas,  los  unió  á  los  veinticinco  hombres 
que  traia  consigo,  juntó  en  un  instante  á  los  militares 
esparcidos  en  la  ciudad,  convocó  á  los  quejosos  de  Colon, 
y  seguido  de  este  grueso  de  malcontentos,  vino  á  poner 
sitio  á  la  fortaleza,  que  no  tenia  de  fuerte  mas  que  el 
nombre.  Formó  sus  columnas  de  ataque  bajo  el  cañón 
de  la  muralla  que  permaneció  mudo,  y  dio  denodada- 
mente la  orden  de  atacar. 

La  primera  compañía  que  se  lanzó  de  una  manera 


—101— 

vigorosa  sobre  la  puerta  principal,  la  imprimió  tan  recia 
sacudida  que  desgonzada,  tronchados  sus  cerrojos,  sal- 
tada su  cerradura,  cedió  y  dejó  franco  el  paso,  mientras 
que  por  otra  parte  se  ponian  escalas  y  se  comenzaba  im 
inútil  asalto,  puesto  que  ya  habia  entrada  libre.  Duran- 
te este  simulacro  solo  dos  hombres  se  presentaron  en  el 
adarve,  espada  en  mano,  dispuestos  á  la  pelea:  el  cas- 
tellano y  Diego  de  Alvarado,  secretario  del  almirante. 
Entró  en  la  cindadela  el  gobernador  con  gran  estrépito, 
y  en  el  mismo  punto  mandó  que  los  prisioneros  que 
se  habian  hallado  encerrados  en  una  sala,  con  grillos,  se 
le  trajeran,  y  previo  un  sucinto  interrogatorio,  sin  que 
constara  por  escrito,  los  encargó  á  la  vijilancia  del  al- 
guacil Juan  de  Espinosa. 

De  allí  corrió  á  emprender  una  conquista  mas  fácil 
aun;  la  de  la  propia  casa  del  virey,  que  ya  no  habia 
menester  de  ella,  decia,  porque  iba  á  enviarlo  á  España 
con  sus  hermanos,  cargados  de  cadenas.^  Tomó  posesión 
de  todo  el  menaje,  regalo  personal  de  Isabel;  se  apode- 
ró de  la  vajilla,  de  la  ropa  blanca,  de  los  caballos,  de  los 
vestidos,  armas,  perlas  y  joyas;  cojió  cuanto  numerario 
habia  y  cuanto  metal  aurífero  encontró  en  lingotes  ó 
polvo,  sin  testigos,  ni  comprobación,  ni  inventario;  hizo 
desaparecer  pepitas  de  oro  preciosas,  muestras  de  ob- 
jetos raros,  que  el  almirante  reservaba  para  presentar  á 
SS.  AA.,  granos  de  singular  tamaño,  parecidos  á  hue- 
vos de  ánades,  y  una  cadena  de  oro  de  veinte  marcos 
de  peso.  Las  curiosidades  ele  mineralojia,  las  conchas  y 
caracoles  estraños,  las  colecciones  de  vejetales  que  en 
fuerza  de  su  perseverancia  habia  reunido  en  sus  viajes, 
los  idolillos,  los  recuerdos  relijiosos  que  recibiera,  todo 
fué  saqueado  por  el  avaro  y  brutal  comisario;  y  hasta 
las  notas  y  observaciones  debidas  á  su  sagacidad,  los 
cálculos  de  su  fecundo  injenio,  sus  cartas,  sus  apuntes 

1.  Cristóbal  Colon. — "Y  publicó  que  á  mime  habia  de  enviar  en 
fierros,  y  ámis  hermanos." — Carta  del  almirante  al  ama  del  prín- 
cipe DON  JUAN. 


—102- 

científicos,^  los  desahogos  de  su  piedad,  las  mas  íntimas 
confidencias  de  su  corazón  sublime,  las  escudriñó  y  man- 
cho con  su  vista  el  calumniador  Bobadilla.  Confiscó  cual 
lejitimos  despojos  los  secretos  del  jenio,  y  arrancó  de  los 
legajos  pertenecientes  á  la  administración  cuantas  prue- 
bas hubieran  bastado  para  confundir  á  los  delatores  de 
Colon.2 

Y,  al  mismo  tiempo,  el  nuevo  gobernador,  para  inau- 
gurar su  toma  de  posesión  con  un  golpe  que  deslum- 
brase,  hizo  publicar  el  permiso  concedido  por  veinte  años 
á  todos  los  habitantes  de  la  isla  para  esplotar  las  minas 
de  oro.  Y  en  lugar  de  mantener  la  tercera  parte  de  los 
productos  en  favor  de  la  corona,  como  Colon,  redujo  á 
la  undécima  los  derechos  del  tesoro.  De  esta  manera, 
con  su  primera  medida,  si  bien  se  aseguraba  una  gran 
popularidad,  cercenaba  en  machos  millones  las  rentas  de 
la  colonia;  y  al  crear  la  fortuna  de  algunos  particulares, 
echaba  sobre  Castilla  una  pesada  carga. 


II. 


Así  las  cosas,  un  mensajero  de  don   Diego  Colon 
sorprendió  al  almirante  en  medio  de  las  sólidas  fortifica- 


1.  Herrera.  Ilistoriajeneral  de  los  viajes  y  conquistas  de  los  cas- 
tellanos en  las  Indias  occidentales.  Decada  1.  lib.  IV.  cap.  IX. 

2.  Cristóbal  Colon. — "Y  aquellas  que  mas  me  liabian  de  aprove- 
char en  mi  disculpa,  esas  tenia  mas  ocultas." — Carta  del  almirante 
al  ama  del  príncipe  don  Juan. 


—103- 

ciones  que  levantaba  en  la  Concepción.  Pero  como  en 
las  primeras  noticias  todo  estaba  confuso  y  oscuro,  pen- 
só Colon  al  pronto  que  aquel  enviado  de  que  le  habla- 
ban, infatuado  con  sus  poderes,  como  Juan  de  Aguado, 
los  exajeraba;  y  no  hallando  en  su  conciencia  nada  que 
motivara  tanto  rigor  de  parte  de  los  reyes,  faltóle  poco, 
para  creer  que  Bobadilla  habia  falsificado  los  documen- 
tos que  ostentaba  para  imponer  á  los  crédulos,  y  á  seme- 
janza de  Ojeda,  volver  á  encender  un  fuego  que  tanto 
costó  sofocar.  No  obstante,  con  el  objeto  de  estar  mas 
inmediato  al  teatro  de  los  sucesos  y  mejor  informado 
de  los  asuntos  de  Santo  Domingo,  se  dirijió  á  Bonao, 
que  por  dias  iba  creciendo  en  importancia.  Allí  supo 
mas  pormenores  y  en  su  consecuencia,  escribió  á  Boba- 
dilla felicitándolo  por  su  llegada  á  la  isla,  é  invitándolo 
ano  tomar  medidas  importantes  sin  haber  estudiado  las 
localidades;  y  le  indicaba  que  deseoso  como  estaba  de 
trasladarse  á  Castilla,  pondria  presto  en  sus  manos  las 
riendas  del  gobierno,  y  le  facilitarla  cuantos  datos  y  an- 
tecedentes pudiera  necesitar.  El  comendador  no  se  dig- 
nó contestarle,  y  permaneció  en  el  silencio  de  quien  odia 
ó  desprecia  al  enemigo  vencido.  Mas  en  desquite,  feli- 
citó al  antiguo  rebelde  Roldan,  y  le  remitió  un  despacho 
confirmándolo  en  su  cargo  de  alcalde  mayor.  Muchos 
de  los  principales  cómplices  de  la  rebelión,  contra  los 
cuales  mandaba  proceder  la  cédala  del  21  de  Mayo  de 
1499,  recibieron  también  empleos,  cuyos  nombramien- 
tos iban  estendidos  en  los  pliegos  que  firmaron  en  blan- 
co los  reyes. 

Transcurrieron  algunos  dias  y  Bonao  vio  llegar  á  un 
alcalde,  enviado  por  el  nuevo  gobernador,  que  publicó 
la  ampliación  de  sus  poderes  y  ordenó  á  los  habitantes 
le  prestaran  obediencia.  Lo  que  no  bien  fué  oido  por 
el  almirante,  protestó  en  su  presencia,  diciendo  que  sus 
títulos  de  virey  y  de  gobernador  perpetuo  no  podían 
quedar  anulados  por  las  provisiones  dadas  á  Bobadilla, 
y  que  el  nombramiento  del  comisario  rejio  solo  era  valí- 


—104— 

do  para  la  administración  de  justicia,  y  requirió  á  los 
concurrentes  para  que  continuaran  prestándole  obedien- 
cia en  lo  sucesivo  como  hasta  entonces. 

Sin  embargo,  si  bien  el  comendador'  se  habia  apo- 
derado de  una  manera  pirática  de  la  casa  del  virey  y  de 
cuanto  contenia,  no  estaba  del  todo  tranquilo,  en  razón 
á  que  el  almirante  contaba  con  oficiales  decididos,  ejer- 
cia  gran  influjo  sobre  los  caciques,  su  hermano  don  Bar- 
tolomé se  hallaba  en  Jaragua  al  frente  de  soldados  fie- 
les, y  corria  la  voz  en  Santo  Domingo  de  que  Colon  iba 
á  verificar  un  movimiento  jeneral  en  la  isla.  Y  como  en 
virtud  de  sus  capitulaciones  con  la  soberana  católica  era 
virey  y  gobernador  jeneral  perpetuo  de  las  Indias,  y 
ninguna  orden  podia  buenamente  destruir  sus  privile- 
jios,  y  tenia  derecho  de  sostenerse  por  la  fuerza  de  las 
armas,  temeroso  Bobadilla  de  que  Colon  rechazase  con  la 
punta  de  la  espada  la  cédula  espedida  por  la  ingratitud 
de  Fernando  y  el  error  de  Isabel,  juzgó  prudente  em- 
plear medios  de  persuasión  y  dulzura  para  enderezarle 
á  su  propósito. 

Conocidas  la  piedad  de  Colon  y  el  afecto  con  que 
miraba  la  orden  de  San  Francisco,  imajinó  el  comenda- 
dor que  el  mejor  medianero  para  el  caso  seria  un  fran- 
ciscano, y  en  su  consecuencia,  suplicó  el  7  de  Setiembre 
al  P.  Juan  de  Trasiera,!  que  vino  encargado,  por  dispo- 
sición de  la  reyna,  de  los  indios  devueltos  á  la  Españo- 
la, se  dirijiera  á  Bonao  en  busca  suya,  le  notificase  su 
desgracia,  y  le  mostrase  la  carta  de  creencia  dada  á  él 
por  SS.  AA.  No  pudo  el  sacerdote  rehusar  tan  triste 
cometido;  partió,  y  apenas  llegado,  refirió  al  virey  lo  su- 
cedido en  Sevilla,  y  lo  que  acababa  de  pasar  en  Santo 
Domingo;  y  para  convencerlo  de  la  realidad  de  los  he- 
chos, que  mas  parecían  una  penosa  pesadilla,  le  hizo  ver 


1.  "Per  un  Fra  Giovanni  della  serra  á  7  di  Setiembre  gli  mando 
una  regal  lettera." — Fernando  Colombo,  Vita  delV  Ammiraglio,  cap. 
LXXXV. 


lu carta,  cuyo  terrible  laconismo  disipábala  incertidum- 
bre  y  ahorraba  las  esplicaciones. 

Era  este  su  siniestro  contenido: 

'^Don  Cristóbal  Colon,  nuestro  almirante  de  la  mar 
océana;  hemos  encargado  al  comendador  Francisco  de 
Bobadilla,  portador  de  la  presente,  de  deciros  de  parte 
nuestra  ciertas  cosas  de  que  está  comisionado,  y  os  pe- 
dimos le  deis  entero  crédito,  y  obréis  en  su  confor- 
midad/' 

El  papel  traia  la  firma  del  rey  y  de  la  rey  na,  y  la 
contrafirma  del  secretario  Miguel  Pérez  de  Almazan.i 
No  habia  nada  que  dudar,  los  reyes  rompian  los  conve- 
nios hechos  con  él,  violaban  su  palabra,  su  firma,  y  dis- 
ponian  de  cargos  y  privilejios  que  eran  propiedad  suya, 
que  pertenecían  á  su  descendencia.  SS.  AA.  lo  casti- 
gaban así  antes  de  informarse,  antes  de  permitirle  la 
menor  justificación,  contra  todas  las  reglas  del  decoro, 
contra  razón,  contra  equidad,  y  sin  la  mas  leve  sombra 
de  falta  por  su  parte.  En  los  primeros  instantes,  en  pre- 
sencia de  tamaña  iniquidad,  que  hubiera  bastado  para 
dar  al  traste  con  la  razón  de  cualquier  otro  mortal,  que- 
dó Colon  sumido  en  un  abismo  de  tristeza,  y  cubrióse 
su  rostro  de  rubor,  se  avergonzó  por  sus  reyes;  pero,  si 
los  soberanos  sofocaban  la  voz  del  agradecimiento,  si  ol- 
vidaban sus  promesas  y  violaban  su  palabra,  él,  respe- 
taba sus  juramentos.  Resolvió,  pues,  no  quebrantar  la 
obediencia  y  dar  cristianamente  el  ejemplo  de  la  sumi- 
sión y  respeto  á  la  autoridad,  aun  siendo  injusta.  Lo 
que  le  oprimía  el  corazón,  era  que  aquella  Isabel  tan 
grande,  tan  jenerosa,  tan  pura,  tan  sublime  siempre,  se 
hubiera  dejado  sorprender  por  los  enemigos  de  su  glo- 
ria; y  mas  sufria  por  ella  que  por  sí. 

Colon,  con  el  objeto  de  no  escitar  la  soberbia  del 
nuevo  gobernador,  tomó  el  camino  de  Santo  Domingo 


1.     Colección  diplomática.-  Documentos,  n.  CXXX- 

14 


—106— 

á  caballo,  sin  escolta,  y  casi  sin  criados,!  sin  mas  tahalí 
que  el  cordón  de  San  Francisco,  ni  mas  armas  que  su 
breviario,  y  de  esta  manera,  entre  las  oraciones,  la  poe- 
sía de  los  salmos  y  la  contemplación  de  la  naturaleza 
equinoccial,  plenamente  resignado  á  la  voluntad  de  su  di- 
vino maestro  fué  al  encuentro  de  su  enemigo  el  precur- 
sor del  Evanjelio  en  el  nuevo  mundo.  Apenas  advirtie- 
ron á  Bobadilla  de  su  proximidad,  mandó  prender  á  su 
hermano  don  Die^o  y  encerrarlo  en  una  carabela,  con 
grillos,  sin  decirle  la  causa,  ni  menos  observar  la  mas 
trivial  forma  de  justicia.  Y  cuando  llegó  don  Cristóbal 
para  saludarlo,  rehusando  este  su  visita,  hizo  hacer  con 
él  lo  propio  que  con  don  Diego,  y  aprisionarlo  en  la  for- 
taleza con  hierros  en  los  pies.  No  puso  resistencia  el  al- 
mirante y  siguió  humilde  á  los  satélites  de  Bobadilla 
que  lo  conduelan  al  castillo.  Mas  al  tratarse  de  trabar 
con  grillos  aquellos  pies  que  hablan  conducido  á  Casti- 
lla á  la  conquista  del  nuevo  mundo,  todos  los  corazones 
se  indignaron;  entre  los  oficiales  y  guardas  del  goberna- 
dor, ninguno  se  sintió  con  fuerzas  para  obedecer  medida 
tan  abominable;  el  dolor  comprimido  ahogaba  la  voz  en 
las  gargantas  de  los  testigos,  que  maldecían  en  sus  aden- 
tros su  servil  y  abyecta  obediencia;  la  serenidad  y  repo- 
so del  héroe  infundía  doloroso  respeto,  y  las  cadenas, 
aunque  traídas  á  su  presencia,  yacian   sobre  el  suelo, 
sin  que  nadie  osara  tocarlas;  que  ante  ultraje  tal,  hasta 
los  mismos  carceleros  retrocedían,  como  ante  la  idea  de 
una  profanación,  de  un  sacrilejio.  Las  bárbaras  órdenes 
del  gobernador  no  podian,  pues,  llevarse  á  efecto,  cuan- 
do vino  á  ofrecerse  alegremente  para  consumar  esta  in- 
famia, no  un  satélite  del  comendador,  ó  un  indio  estú- 
pido ó  rencoroso,  sino  un  criado  de  la  casa  del  almi- 
rante, su  propio  cocinero,  que  echó  sobre  su  nombre 
un  sello  de  infamia  al  martillear  sonriendo  y  con  impú- 


1.     "Y  luego  partí  asi  como  le  dije  muy  solo." — Cristóbal  Colon. 
Carta  del  almirante  al  ama  del  principe  don  Juan. 


—107— 

dica  presteza  las  cadenas  de  su  amo.  Las  Casas  lo  cono- 
cia,  y  se  llamaba  Espinosa. ^ 

No  supo  el  almirante  mejor  que  su  hemiano  don 
Diego  la  causa  de  su  mal  tratamiento.  Teníasele  inco- 
municado de  una  manera  muy  rigorosa,  nadie  podia  verlo 
ni  hablarle,  y  solo  Bobadilla  le  envió  quien  le  dijera  es- 
cribiese á  su  hermano  el  adelantado  avisándole  se  guar- 
dara de  hacer  ajusticiará  los  condenados á  muerte,  que 
existian  en  su  poder,  en  una  prisión  subterránea  en  Ja- 
ragua,  y  prescribiéndole  volver  sin  tropa  á  Santo  Do- 
mingo. Vino  Colon  en  ello;  exhortó  á  don  Bartolomé 
á  someterse  dócilmente  á  las  órdenes  dadas  en  nombre 
de  los  reyes,  le  instó  á  que  no  atormentara  su  imajina- 
cion  buscando  el  motivo  de  su  prisión,  y  le  aseguró  que 
volverían  juntos  á  Castilla  y  que  una  vez  allí,  se  repara- 
ría el  mal  inferido.  Como  siempre  el  adelantado,  lleno  de 
deferencia  á  los  deseos  del  almirante,  dimitió  su  coman- 
dancia y  tomó  el  camino  de  Santo  Domingo.  Apenas 
entrado  en  la  población  se  le  pusieron  grillos  y  se  le  re- 
legó á  otra  carabela;  y  así  quedaron  los  tres  hermanos 
aislados,  sin  saber  uno  de  otro,  incomunicados,  y  en  la 
mas  completa  desnudez. 

El  almirante  no  tenia  mas  que  las  lijeras  ropas  que 
vestía  en  el  momento  en  que  lo  arrestaron;  que  Boba- 
dilla se  había  apoderado  de  todos  sus  vestidos,  incluso 
su  sayo.2  De  suerte  que  le  fué  menester  sufrir  casi  '^des- 
nudo en  cuerpo'^  y  sobre  el  banco  de  piedra  de  su  ca- 
labozo el  frío  de  las  noches,  los  dolores  del  rehumatis- 
mo  y  las  punzadas  de  la  gota.  Su  ahmento  se  componía 
de  desperdicios,  y  en  verdad  que  para  que  un  marino 

1.  Las  Casas.  Historia  de  las  Indias:  lib.  1.  cap.  CVIII.  Ms. 

2.  Cristóbal  Colon.  Carta  á  los  reyes  católicos  en  Jamaica  el  7  i}e 
Julio  de  1503.— El  sayo  es  una  especie  de  sobretodo  muy  largo,  sin 
botones  ni  ojales,  que  baja  basta  media  pierna,  y  constituye  el  traje 
particular  de  los  campesinos  españoles.  Esta  sola  palabra,  sayo,  parece 
una  nueva  prueba  de  la  humildad  del  almirante  y  de  su  vestido,  y 
manifiesta  que,  cuando  no  llevaba  el  hábito  franciscano,  procuraba 
cubrirse  con  prendas  que  se  le  asemejaran  por  la  forma  y  el  color. 


—108— 

enoaiiecido  en  el  mar  y  habituado  á  las  privaciones  se 
quejara  de  su  ración,  debiaser  esta  bien  nauseabunda.* 
Mientras  que  Colon  sufría  ''muy  malos  tratamien- 
tos/''!  sin  saber  aun  de  qué  crímenes  se  le  acusaba,  con- 
cluyo Bobadilla  por  donde  hubiera  debido  comenzar  al 
poner  la  planta  en  la  Española:  abrió  una  sumaria  so- 
bre las  turbulencias  que  habian  estallado  en  la  isla.2 
Pero,  en  lugar  de  reducir  á  prisión,  según  las  órdenes 
de  la  reyna,  á  los  que  se  habian  sublevado  contra  el  al- 
mirante y  sus  hermanos,  invirtiendo  el  sentido  de  sus 
instrucciones,  llamó  á  todos  los  rebeldes,  los  facciosos, 
los  criminales  y  reos  que  habia  puesto  en  libertad,  para 
que  declarasen  contra  él,  el  adelantado  y  hasta  el  pací- 
fico don  Diego.  Gon  la  convocación  de  aquellos  hom- 
bres sin  fe,  se  disipó  el  involuntario  interés  que  habia 
escitado  el  atropello  cometido  en  la  persona  del  virey; 
y  todos  los  que  su  penetración  y  amor  á  la  justicia  tur- 
bó en  sus  rapiñas,  conducta  licenciosa,  tiranía  contra  los 
indios  ó  malversaciones,  comenzaron  á  formular  sus  que- 
jas. Hubo  emulación  en  el  odio  y  porfía  en  disfamar.  Se- 
ñalóse por  su  impudencia  el  director  del  hospital,  Die- 
go Ortiz,  quien,  como  Colon  en  su  solicitud  por  los  en- 
fermos, vijilaba  la  calidad  de  los  víveres,  de  los  medica- 
mentos, empleo  del  material  y  de  los  abastos,  y  hacia 

*  ¡Qué  prueba  tan  dolorosa  de  la  falacia,  y  de  la  ruindad  de  su 
corazón  ofreció  el  rey  católico  en  esta  circunstancia!  ¡Qué  mancha  tan 
negra  echó  con  sus  propias  manos  sobre  su  inmerecido  renombre  de 
grande  con  este  solo  hecho!  Porque,  no  hay  que  dudarlo,  él  fué  el  ins- 

Íirador  del  atropello.  Y  así  como,  incitado  por  la  envidia  relegó  á 
jojá  al  gran  capitán  déla  época,  al  inmortal  Gonzalo  de  Córdoba,  que 
puso  en  sus  sienes  la  hermosa  corona  de  Ñapóles,  descendió  de  su  tro- 
no para  dar  la  mano  á  hombres  indignos  como  el  obispo  Fonseca,  y 
constituirse  en  ájente  de  sus  arteros  proyectos,  para  liundir  á  Colon  áT 
todo  trance,  aunque  siempre  recatándose  de  una  manera  astuta,  encu- 
bierta y  tenebrosa  como  su  corazón.  Pero  ya  á  los  principios  de  este 
libro  dijimos  que  fué  uno  de  sus  achaques  pagar  en  moneda  falsa  á 
aquellos  de  sus  vasallos  que  merecían  premios  de  mas  valia. 

N.  del  T. 

1.  Palabras^  de  Cristóbal  Colon,  "desnudo  en  cuerpo;  con  muy 
mal  tratamienlo."— C/íff/Vo  ?/  último  viaje  de  Colon-. 

2.  Femando  CíjIoii.  ]'iía  dcll'  Anuiiirac//io,  cap.  LXXXVI. 


—109— 

comprobar  las  cuentas,  no  satisfecho  con  los  pasquines 
injuriosos  que  fijaba  en  las  esquinas  de  Santo  Domingo 
redactó  un  libelo  contra  el  almirante,  y  leyó  en  público 
las  venenosas  elucubraciones  de  su  animosidad. 

La  orijinalidad  de  su  sátira  mordaz,  y  tal  vez  la  au- 
dacia de  sus  calumnias;  pero  principalmente  la  disposi- 
ción de  su  auditorio,  le  merecieron  jeneral  aplauso.  Acon- 
teció lo  que  suele  en  casos  análogos;  el  buen  éxito  en-  i 
jendró  rivales,  y  á  poco,  cada  uno  fué  llegando  con  una 
obra  parecida.  Regocijóse  de  ello  en  gran  manera  el  co- 
mendador, que  así  conseguia,  con  el  solo  curso  de  los 
sucesos,  estender  contra  el  virey  las  mas  negras  y  tene- 
brosas acusaciones,  mientras  este,  en  su  pureza  é  inte- 
gridad, ni  sospechaba  que  aun  en  el  infierno^  se  forja- 
ran parecidas.  Con  un  poco  menos  de  prevención  y  de 
familiaridad  con  la  mentira,  hubieran  reconocido  los 
calumniadores  que,  á  fuerza  de  exajerar,  se  hablan 
apartado  de  su  propósito;  pero  cuando  la  vista  se  turba 
en  un  acceso  de  cólera,  ni  calcula  distancias  ni  mide 
proporciones.  Hubieran  creido  los  partidarios  del  réji- 
men  de  Bobadilla  que  su  triunfo  era  incompleto  si  no 
lo  presenciaban  los  Colones,  y  guiados  por  la  pasión  acu- 
dían á  dar  rienda  suelta  á  su  alegría  á  los  adarves  de 
la  fortaleza  en  que  estaba  preso  el  virey,  y  á  tocar  trom- 
pas, clarines  y  timbales  en  torno  de  las  carabelas  en  que 
se  hallaban  encadenados  sus  hermanos.^ 

Entretanto,  el  procedimiento  contra  los  Colones,  pro- 
seguía; todos  se  ocupaban  de  sus  iniquidades,  iniquida- 
des que  los  acusados  ignoraban,  así  como  el  motivo 
de  su  prisión,  pues  no  se  les  liabia  comunicado  nin- 
gún auto,  y  continuaban  como  el  primer  dia;  que  el  go- 
bernador habia  prohibido  bajo  pena  de  la  vida  hablar  ^ 
con  ellos. 


1 .     Cristóbal  Colon. — "Que  al  infierno  nunca  se  supo  de  las  seme- 
jantes"."—  Carta  del  almiranle  al  ama  del  prhuñpe  don  Juan. 
•^.     reinando  Colon.  V/\'a  dell'  Ainmira,qlio,  i-ap.  JJÍXXVl' 


— lio— 

Cuando  hubo  parecido  que  la  sumaria  cOntenia  con- 
tra los  Colones  pruebas  suficientes  de  todo  linaje  de 
crímenes,  salvo  la  menor  falta  contra  la  castidad,  re- 
solvió Bobadilla  enviarlos  al  obispo  Ponseca  ó  á  su  ami- 
go Gonzalo  Gómez  Cervantes,  de  Cádiz.  Y  para  garan- 
tizarse de  la  estricta  ejecución  de  sus  mandatos,  elijió 
un  joven  oficial,  llamado  Alonso  de  Vallejo,  venido  con 
•  él  de  España,  sobrino  de  Cervantes,  y  protejido  y  fami- 
liar del  ordenador  de  la  marina,  en  cuya  casa  se  habia 
criado.^ 

Siniestras  y  lúgubres  imajinaciones  inquietaban  la 
mente  del  virey,  porque  á  no  dudarlo,  aquel  desprecio 
á  las  fórmulas  judiciales,  aquel  rigoroso  secreto,  aquel 
tratamiento  inhumano,  eran  de  tan  funesto  augurio  que 
no  se  atrevia  á  preveer  cuál  seria  el  desenlace  del  aten- 
tado cometido  con  su  persona.  Y  por  esa  razón  en  el 
momento  en  que,  sumido  en  las  tinieblas  de  su  silencio- 
so calabozo,  percibió  ruido  de  pisadas  y  de  armas,  no 
dudó  de  que  llegaban  para  asesinarlo  ó  conducirlo  al 
patíbulo,  y  al  reconocer  en  el  que  marchaba  al  frente 
del  piquete  á  un  favorito  del  obispo,  á  Vallejo,  á  quien 
habia  visto  en  Sevilla,  creyó  que  su  hora  postrera  iba  á 
sonar,  y  le  dijo  con  tristeza:  "A  dónde  me  llevas?  Vallejo. 
A  bordo  de  líf  Gorda  que  va  á  zarpar,  voy  á  conducir 
a  su  señoría,  le  contestó  el  marino;  pero  dudando  Co- 
lon todavía  y  temiendo  que  por  un  resto  de  humanidad 
lo  engañase  el  oficial,  le  replicó;  Vallejo,  ¿es  verdad  lo 
que  me  dices?  Y  Vallejo  que  á  pesar  de  sus  protectores, 
era  un  cumplido  caballero,  le  respondió:  Juro  á  su  seño- 
ría, por  su  vida,  que  lo  llevo  á  la  carabela  para  embar- 
carse. "2  El  acento  de  franqueza  del  oficial  tranquilizó  al 
virey,  que  se  sintió  aliviado  de  un  peso  enorme,  pues  ya 
se  le  habían  humedecido  los  ojos  de  dolor,  temiendo  ser 


1.     Herrera.   Hisioriajeneral  de  los  viajes  y  conquistas  délos  Cas- 
tellanos en  las  Indias  occidentales.  Decada  1.  lib.  IV.  cap.  X. 

3.     Las  Cas'ds.  Historia  de  las  Indias,  lib.  I.  cap.  CLXXX.  Ms. 


—111— 

ejecutado,  como  habia  sido  aprisionado,  es  decir,  sin  pro- 
cedimiento, sin  ser  oido,  y  legar  así  luego  á  sus  hijos  el 
oprobio  que  de  ello  hubiera  resultado,  y  con  el  que  ha- 
brían salpicado  de  cieno  su  memoria  sus  enemigos. 

Quedó  Colon  instalado  á  bordo  de  la  Gorda  con  sus 
dos  hermanos,  todos  con  grillos. 

La  voluminosa  sumaria  formada  contra  ellos,  se  con- 
fió á  principios  de  Octubre  al  cuidado  de  Algiso  de  Va- 
llejo,  capitán,  y  de  Andrés  Martin,  maestre  de  la  cara- 
bela, la  cu-al  levó  anclas  y  dio  las  velas  al  viento  en  se- 
guida.. 

No  obstante  que  Vallejo,  como  sobrino  de  Cervantes 
y  protejido  de  Fonseca,  poseia  la  completa  confianza  del 
comendador,  era  en  el  fondo  un  hombre  de  honor,  se- 
gún Las  Casas,  que  lo  conocía  con  intimidad  y  lo  repu- 
taba muy  su.  amigo.  Dotado,  pues,  don  Alonso,  de  sen- 
timientos hidalgos,  sufria  interiormente  de  ver  tan  mal 
parado  al  maestro  de  todos  los  navegantes,  al  vencedor 
de  la  mar  Tenebrosa,  cuya  dulce  y  tranquila  dignidad, 
en  medio  de  tantos  sinsabores,  bastaba  para  desmentir 
las  odiosas  imputaciones  lanzadas  contra  su  gloria  desde 
algunas  semanas  hacia.  El  maestre  de  la  Goieda,  el  viejo 
marino  Andrés  Martin,  participaba  en  silencio  de  las 
mismas  simpatías  de  su  joven  capitán.  Así  es  que,  ape- 
nas se  perdió  de  vista  el  puerto,  se  acercaron  ambos  res- 
petuosamente á  el  almirante,  suplicándole  les  permitiera 
desembarazarle  de  los  grillos;!  pero  Colon,  que  no  se 
avergonzaba  de  llevarlos  por  sí,  sino  por  sus  reyes,  en- 
grandecido por  la  injusticia  y  purificado  por  la  persecu- 
ción, rehusó  el  alivio  que  ofrecian  á  sus  males;  que  no 
quería,  ni  aun  á  tal  distancia,  en  la  libertad  del  Océano 
y  bajo  la  responsabilidad  del  capitán,  contravenir  las  ór- 
denes de  un  apoderado  de  sus  monarcas.  Y  sin  embar- 
go de  la  sujeción  penosa,  de  las  molestias  y  de  los  su- 

1.  "Quantumque  poi  in  mare....  volesse  trarre  i ferri  ali'  Ammira- 
glio,  á  che  egli  non  consentí  mai...." — Fernando  Colombo,  Vita, 
delV Ammiraglio,  cap.  LXXXVI. 


—112— 

frimientos  que  ocasionaban  á  sus  miembros  doloridos 
aquellas  pesadas  cadenas,  las  conservó,  no  reconociendo 
^no  en  los  reyes,  puesto  que  en  su  nombre  se  le  habían 
remachado,  la  facultad  de  limarlas. 

El  discípulo  del  Evanjelio  no  profirió  una  queja,  ni 
pronunció  una  palabra  de  amargura,  ni  menos  formuló 
protesta  contra  la  violencia  que  con  él  se  ejercía,  y  lo  in- 
digno é  infame  de  los  tratos  á  que  lo  sometían,  sino  ca- 
lló, porque  con  su  silencio  quiso  dar  ejemplo  de  obedien- 
cia cristiana  á  la  autoridad  lejítima,  aun  en  el  caso  de 
que  proceda  de  una  manera  equivocada  ó  abusiva.  Mas, 
si  bien  no  dirijió  ninguna  representación  á  los  sobera- 
nos, referente  á  las  malas  artes  de  que  era  víctima,  des- 
ahogó al  menos  su  corazón  en  una  carta  a  la  virtuosa 
amiga  de  la  reyna,  doña  Juana  de  la  Torre,  nodriza  que 
había  sido  del  infante  don  Juan. 

Para  evitar  un  yerro  histórico,  creemos  oportuno  es- 
plícar  aquí  de  qué  modo  se  halló  esta  doña  Juana  real 
y  verdaderamente  nodriza  del  príncipe  de  Asturias,  en- 
tonces, cuando  el  título  de  ama,  tan  eminente  y  envi- 
diado por  la  grandeza,  pertenecía  de  derecho  á  la  mas 
noble  y  dietínguída  de  las  mujeres  del  rey  no. 

Debiendo  la  educación  comenzar  en  la  cuna,  porque 
jeneralmente  las  primeras  impresiones  influyen  sobre  el 
resto  de  la  vida,  estaba  admitido  en  España  que  la  mu- 
jer mas  inmediata  á  la  reyna  por  la  antigüedad  de  su 
linaje,  lustre  ;de  su  rango  é  ilustración  y  virtud  diera 
el  primer  alimento  y  tuviera  los  primeros  cuidados  con 
el  heredero  de  la  corona. 

Así,  pues,  cuando  el  Martes  30  de  Junio  de  1478, 
nació  en  Sevilla  el  infante  don  Juan,  el  primer  acto 
de  la  reyna  Isabel  fué  nombrar  oficialmente  para  nodri- 
za á  la  mas  noble  matrona  de  las  Españas,i  esposa  del 

1.  "La  cual  declaró  luego  aya  del  príncipe,  que  llaman  comun- 
mente ama,  (durando  este  estdo  antiguo)  á  doña  María  de  G-uzman." 
Ortiz  de  Zúñiga.  Anales  eclesiásticos  y  seculares  de  la  muy  nohle  y 
mny  leal  ciudad  de  Sevilla,  lib.  XII,  año  1478.  :i  TI.  p.  383. 


—lis- 
ilustre  Pedro  de  Ayala,  y  tia  de  don  Juan  de  Guzman, 
heredero  del  ducado  de  Medina  Sidouia. 

Descendia  doña  Maria  de  ese  antiguo  tronco  de 
los  Guzmánes  que  timbró  sus  proezas  de  la  edad  me- 
dia, con  la  gloria  de  dar  á  la  Iglesia  en  Santo  Domin- 
go el  campeón  de  la  valiente  milicia  de  la  orden  de 
predicadores,  y  que  en  nuestros  días  ha  dotado  á  la 
Francia  con  un  tipo  tan  seductor  como  inimitable  de 
las  gracias  soberanas,  en  la  persona  de  su  majestad  la 
emperatriz  Eujenia. 

Lo  mismo  que  la  nodriza  del  príncipe,  la  dama  de* 
signada  para  madrina  del  rejio  vastago  era  oriunda  de 
las  mas  poderosas  casas  de  Castilla,  pues  en  ocasión  de 
acristianar  á  don  Juan,  de  quien  iban  á  ser  padrinos  su 
santidad  el  papa,  el  rey  de  Francia,  la  república  de  Ve- 
necia  y  el  reyno  castellano  representados  por  el  nuncio 
apostólico,  el  conde  de  Beauniont,  el  plenipotenciario 
de  Venecia  y  el  gran  condestable  don  Pedro  Fernandez 
de  Velasco,  no  se  halló  en  la  nobleza  de  ambos  reynos., 
otra  señora  posible  para  tan  honroso  cargo  que  doña 
Leonor  de  Ribera  y  Mendoza,  duquesa  de  Medina  Sido- 
nia^  igualmente  unida  por  la  sangre  de  sus  abuelos  í 
doña  Eujenia  de  Montijo,  condesa  de  Teba  y  empera- 
triz de  los  franceses. 

Evidentemente,  en  su  elevada  posición,  con  sus  obli- 
gaciones y  reales  entroncamientos,  no  podia  la  nodriza 
sujetarse  con  regularidad  á  los  deberes  de  su  cometido, 
y  al  aceptar  las  prerogativas  y  privilejios  anexos  á  él  lo 
hizo  para  devolver  en  esplendor  lo  que  recibia  en  hon- 
ra. Y  apenas  hubo  cumplido  con  las  exijencias  de  la  eti- 
queta, y  probado  su  deferencia  y  respeto  á  la  suprema 
autoridad,  realzando  con  su  presencia  las  grandes  so- 
lemnidades que  con  motivo  de  tan  fausto  suceso  tuvie- 

1.  "Pueron  padrinos  el  Nuncio  del  Pontífice,  el  embajador  de 
Venecia,  el  condestable  don  Pedro  de  Velasco,  el  conde  de  Beaumont, 
y  madrina  sola,  la  duquesa  de  Medina  Sidonia,  doña  Leonor  de  Ri- 
bera y  Mendoza."— Andrés  Bernaldez.  Histona  de  los  reyei  (xttálicos'. 

15 


&^'MgQr:Mm%'^'  Propia  corié,'á  site'tííi!i(llid^-(9iá 
s^is  castillos.  HiáKááe',  ^üe§;^lieébsái^b;^ate|)iiésí  d^rii^/i^i 
"oñc&l-S^'ltóitópba/ÜBa'qué  Ib'fué^^  La 

"M^'^^  íiibráiés  •rés'^tóridiíííl  'de'la^ 

%ribi4.^^^^  herrííaña' dé  su  secreta- 

^^Téíl^  y^  dé^Mtonio  'dé'ídi*t;es;^llevád(iypcir 

el  'álmMtite  a  la  Espátibla  én  ¿ti  segundo  viaje,  íiié'lk 
favorecida  , por  Isabel /¿?  católica  para  sustituirla' en-' % 
;^it|íí'Mi(Sdaií 'qü&'énvídt^^^       'amistad  dé  dofia!  Jua- 
'j¡ÍsiW  Ilizo  mas  adelante  indispensable  para  la-'^épíá, 
'qitó'bolmo  de  favores  á  ella  y ^  á  siíis  hijbs.^      .    ';'^í  ^''^ 

■V^^lia  elevación  -dé  áíiiiiip  y 'la  jiiedad  dé^dbn 
"y  puede  también  que  su  amor  á' k  liáttííafe^í'^éf le- 
ntecieron la  afjectuosii  simpatía  ,y  lá''tíofifiáii*y'd'é  (I)5l'étt. 
TF^''é^ti^tóüyc('¿n'  su  noticia;  primero;  til '^idgutefefeclti - 

^fttí^'^s^i-aMíd^^^  W^^émál^'''^  ^^  i  ^'^^^"^'^  ^^^• 
,.80íivo'£  ¡^ouíiiii  'A)  jjxüiíioií  iii  w)  uümi  qs  oíí  .oogfifsV  sb  • 

fiflob   6ijp  o-o'im  ogQ'iííóíí  ííiií  xrííiíj  oídiaoq  fi-roñog  mió 

-obí8  ijfííbííM  ob  msupnb  jiRobnolAvínedíH  ob  'lonosJ 

ii  eobíJÓH   '¿u'¿  ob  07^fí/j8  n[  -loq  í^bmu  oíaomíojj'ot  ^mi 

-fí'ísqífío  Y /jdsT  ob  xiasbnoa  .oiiíüoM  9b,BÍfi9Ííja\fíob 

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-iído  ?Aí^  ffoo  jioí0í8oq  ñbñi^M?.  nh  ,9Ínom9.ta3bÍ7S 

lísi'iboff  /][  BÍboq  ofí  ,?íOÍíí6ímnoííoTÍíío  gaÍBS'i  y  gaíioiofíg 

^obrJSíííoo  rj?í  ab  g9í9d3b  '^o[  h  bíibhñbi'oo'i  rioo  98ifiÍ9ÍJT8 

oí  lü  /i  80X9ffR  eoii'jíívi'fq  y^  gfiYÍÍG'go'i'yíq  ^d  'Mqsofi  li?  y 

-noíf  íío  tóídíooT  oííp  oí  'fobfíofqgo  m  '[0YÍoY9b  íi'íjjq  ojírrí 

-iio  ni  oj)  wifonoiizo  í-ijí  m.)v  ohiíqmi.")  (xíi/íwf^nnoífG  Y   ni 
r.rrro-rBste  ,C(arfa,;que  íendriamos^un  verdadero  placer  eii 

AT^PÍPtoP^r  entera,  relinosamente,  revela  en  el,  mas  atto 

-0«i?JJ  17101*:.'     /-íjj      j;!  J¡'   ,  •'*  :,  \        .'  xi\C>i    C;^:.    .  ■•    i:  '   -.íi.-i'íOlj/íl 

frado  el  carácter  provideínciaLv  la  misión  sobrehumana 

eí)  ioí)í5CK^!íír'>  ío  ^-j-jíiíhíc/i  í-)í>  <í'-)!!;!  /  í;»  k^Ji^'^^V 't^'V^i^'í"  ,  .J^..    -. 
<tnora.wiví«OírroB^^a,.,eBpedidíi,en  .Granatla  ei, 31. de,.  4.gosío  ige  .•14u5>,Yle 
•ili^bi^  conati^iido  .  la  i-ey na  \m\  xeiita ,  dq  sesenta  nnl  ínarave ílis^;   y 
.vdespues  de  su  muer {:«  di,óá  su  bija  uii  doto  4^v  millón  y._med,íp  de 
maravedís,  hallándoge  en  Alcalá  de  Henares  el  11  de  Julio  dé  l'SO'S. 


—115— 


Xjo  qiie^  primero  se  desprende  de  su  contenido  son 
las 'ráfagas  liípdihbsás  'de¡  su  ektóbtttaLhfeidad/te''fc'á'réh¿lál. 
compfta'd^a^^^ 

'áe'iosi  latítWs' de  su  c()rá^'6ri,  V  4tl^"íió*'ób*átárit'é  lá'Ví- 
v¿ka  V  rapidez  con  qlielá  rddálétó/^^ÜM  V)^lte'  Mkri 
ffaestómpo  eiielíái'síiió ^ué'aí  coiltí'Mb;;iá fá^'^álli^^^ 
do,  siri'  saDérlo,  dé  pensamientos  ¿üblimés;  háálá  tal  pupt¿ 
qiiél  liay  algo  de  lo  infíñitó'  eiíi  sú  títíiítfeñídíiíXi'^fétí^á 
esce^€  á  cuanto  pujdiéramos  decir,  y  el  ultrajé 'inféríídilfe 
'es Íncálqü]at)íep puesto  que  debe  ptóporcldñki'sé'. á'servi- 
^cíos;^'  iíó'iienen  précibi  'j^^'^'éim^g^l'^^^^^ 
en\el  escelénte'ytiló  de  sü  ¿áíta^  qlie  él  qué  ÍÚ'  escribe 
Vs 'un'ciístianQ  inspirát|ó,  qué  habla  con  la  inientíid^á 

■á^'i^á- K6iii|)r^;'aé=tííáf:  ^'"'^'^^'/'i,  '^  ^^:  ^^*;'^^'^;  ''v^i  "'^^ 

'''^^  I^No^ebnp^  í  Cólí^'délUéU^n^Mó 

'que*  a  losdebíiás  nVortaleá,  ni  considera  está^ádvéj^sidád 
como' im;ftecfó  pürtoéhüe  ■  indivídiláli ' cbrtib  f á/^bofisfe^ 
cüencia  dé  liiia  ■Kbstilidad  dé'  persoíi ás  6 'dé  páí-tido,  Í¿iiib 
que  repoi^oce  en  lo  que  le  sucede,  la  lucha  delíiitiildo 
contra;  'eí  espíritu  de*  1^ '  íél  '''&  \ és  .üná  -nbvédátí;  ^íce,  el 
'qlie  me'lqtíeje  del ip\irido,^ti  habitó  de  tna.ltrátármé'd'átk 
de  aníiffub;''Ml "éóinbateá  W  háidádd,i  y  á'todoé  ref- 

sHii  hastláj  eí^i^pséiitc:;  'érí'iq^ué  'dé'  ^á^^m^^y^'m^ 

'VMb.  arnías]  ni' icói)séjB¿,'-p^^  ctüélídiad  mb  tMb 

'echadp  al'^^fe'í'^'Péro,' te  tóás  \^'áfondb  ^^M- 
rezca  a  los  'ójóé  '¿Jeí;iii;útído, '  xio  flaíjüéa  éUdiscijiuló'  del 
'  véWb;' j^'  cpMiiüá:  ''La'  esperanza  eii  áíjuéí '  qué'  ^nds  *  fija 
ffeadb'  íiib  ácbrrb  V  rile  sostiene;  qiie  siempre'  sti'^ápéyo 


y  me  dij( 

i3'é  pbcá.fé,' álbté  (jüe  yo  soy,  ilb  hayas  nfiiedb!''^  Ue- 
'  cuerda  a  1a  virtuosa  dbña  Juariá  qué  ha'  ;sidb'  *ébitíb'  ító- 
"¿dsMo  á^  i'énii'''de'fttéra''á  servir  álbs  réyefe  Cón'la'rtíé- 

itii    i.(;.\i;iii>  I   niiüiíi.-íliiii    i!)  i;  (icM  n(  j   m  cyuí    )l    >;:  ninr»!) 

1.  Palabras  de  Colon.  Carta  alampa  del  príncipe  don  Juan. 

2.  Carta  del  almirante  al  ama  deljpríncipe  don  Juan, 


—116— 

jor  voluntad,  y  á  tributarles  servicios  inauditos/'  "Dios, 
prosigue,  rae  hizo  mensajero  del  nuevo  cielo  y  de  la  nue- 
va tierra  de  que  habla  en  el  Apocalipsis  por  boca  de  San 
Juan,  después  de  haber  hablado  de  ella  por  la  de  Isaias, 
y  me  mostró  el  paraje  donde  debia  encontrarla.  En  to- 
dos hubo  incredulidad,  y  á  la  reyna  mi  señora  dio  dello 
el  espíritu  de  intelijencia  y  esfuerzo  grande,  y  la  hizo  de 
todo  (el  nuevo  mundo)  heredera,  como  á  cara  y  muy 
amada  hija/' 

Xa  reacción  en  contra  suya  de  la  opinión  pública, 
y  las  violentas  medidas  que  ponen  el  sello  al  desprecio 
y  á  la  ingratitud,  no  lo  desconciertan,  porque  sabe  que 
los  negocios  que  ha  dirijido  ''son  de  aquellos  que  no  pue- 
den por  menos  de  ir  ganando  diariamente  en  la  estima- 
ción de  los  hombres/'  Y  aunque  se  habia  llegado  á  un 
estremo,  que  hasta  los  mas  viles  y  miserables  se  creian 
con  derecho  á  ultrajarlo  "gracias  á  Dios  se  contará  al- 
gún dia  en  el  mundo,  esclama,  á  quien  puede  no  con- 
sentillo/'l 

¿La  protección  de  qué  autoridad  sino  es  la  del  pon- 
tificado invoca  aquí  el  heraldo  de  la  cruz?  ¿Quién  sino 
el  sucesor  del  príncipe  de  los  apóstoles,  autor  de  la  do- 
nación hecha  á  los  reyes  catóhcos,  es  el  que  puede  opo- 
nerse á  la  violación  de  sus  derechos,  á  la  injusticia,  bajo 
cuyo  peso  se  halla?  Solamente  á  él  pertenecía  abogar 
esta  causa,  protejer  con  sus  rayos  al  revelador  del  glo- 
bo, é  impedir  que  el  mensajero  de  la  Iglesia,  bajo  aque- 
llos nuevos  cielos,  sucumbiera  á  las  astucias  de  la  iniqui- 
dad, á  los  artificios  de  la  felonía  real.  Los  vínculos  es- 
trechos que  ligaban  la  misión  del  patriarca  de  los  mares 
a  los  intereses  apostólicos  de  la  santa  sede  le  hacían  na- 
turalmente esperanzarse  en  su  socorro.  Sin  embargo,  no 
insiste  en  tal  eventualidad,  ni  toma  ningún  partido,  ni 
forma  ningún  plan,  ni  se  disculpa  de  nada,  no  sabiendo 
de  que  se  le  acusa,  ni  procura  de  antemano  rechazar  ini  - 

1.     C<wt<^  <^^l  almirante  al  ama  del  príncipe  don  Juan, 


—117— 

putaciones  que  no  puede  apreciaren  su  justo  valor,  puesto 
que  nada  ha  hecho  que  merezca  ser  reprendido;  presu- 
me sí,  que  se  le  argüirá  con  que  empleó  formas  viciadas, 
con  que  hubo  irregularidades  en  su  administración,  por 
que  ejecutó  cosas  sin  precedente  ó  fuera  de  las  costum- 
bres de  la  burocracia,  pero  á  eso  responde  que  ''no  debe 
juzgársele  como  á  un  gobernador  enviado  á  una  ciudad 
ó  provincia  administrada  con  regularidad,  y  donde  á  las 
leyes  existentes  puede  darse  rigoroso  cumphmiento,  sin 
peHgro  de  la  cosa  pubHca/'  Y  al  establecer  su  posición 
dice:  'To  debo  ser  juzgado  como  un  capitán  enviado  de 
España  para  conquistar  en  las  Indias  á  una  nación  nu- 
merosa y  guerrera,  cuyas  costumbres  y  relijion  están  del 
todo  opuestas  á  las  nuestras,  y  cuyos  hijos  viven  dise- 
minados por  las  alturas,  y  donde  no  hay  grandes  pobla- 
ciones, ni  tratados  políticos."  Pero  ni  una  palabra  que 
aluda  á  la  reyna.  Diríase  que  sabe  de  qué  manera  la 
han  inducido  al  error.  Hasta  omite  hacer  memoria  de 
cierta  añeja  calumnia  de  sus  enemigos. 

Que  cristiano! 

Habíanle  destituido,  ultrajado,  y  puesto  grillos,  que 
llevaba  en  aquellos  momentos;  sus  carnes  estaban  ma- 
gulladas; y  no  obstante,  tan  violento  y  repentino  revés 
de  la  fortuna,  la  espoliacion  temeraria  de  que  era  víc- 
tima, la  secreta  enemistad  del  rey,  la  involuntaria  com- 
phcidad  de  la  reyna,  el  triunfo  de  sus  perseguidores,  no 
logran  quebrantar,  ni  aun  hacer  vacilar  su  perseverancia, 
ni  el  peso  de  tanta  desgracia  consigue  hacerle  doblar 
la  cerviz,  ni  abatir  su  pluma,  pues  escribe  con  altivez  al 
concluir  su  epístola  á  doña  Juana:  ''Dios  nuestro  señor 
está  con  sus  fuerzas  y  saber  como  solia,  y  castiga  en  to- 
do cabo,  en  especial  la  ingratitud  de  injurias/'^ 


X.     Carta  del  almirante  al  ama  del  príncipe  dan  lÍHCiih 


v1  ! 

,^H\mu/  >iHiíriol  oí-ííqitr,  ')¡)|,  {{,,',  miü^ií^  :)\  '.^;  <)njrj>;  'hh 
•K»j  jM)r»ín,i;ífffi,„í,í:  „;.  „)   ;r,l,;;ÍHTnífííi'mi  oíIííiÍ  ^)íij)  iun 

<^ííli{  r)t)!fí>h    /;,í)iíl)rfi;lií;^of  íío')  í{í)iri iriinííubK  iii-)íff/ím(  o, 

iíñi-)i«o(j  líH  -ir* DÍfíiíj^')  \n  {  _\i;'w!í!n(í  jirio*)  jíÍ  oh  o'f2iiJ^(| 
•)l)  oí,nÍ7ii')  fíníirjíDifir  í>/fío-)oí)íCiVií|/!'>^  ofhí)  (/Y"  ^riih 
-ffirífni,),¿fí  .í.íiíí  i:  ;^r.i{)i{f   ^-.mÍ  ío   íntxiíipíio)  injuj   nniuifjíl 

.pjlénto^|<^^^^^  almirante  1q  daba  yieMós  propiGios  tthb'y 
,í)ti:o,!^|?(,,  pues ' ^u  Vía^^^  ¡fué  úrio  de!  íóS'tnás'qtii-tos'V'^á- 
pid^s  (júe  Jídsta  epíb)^  liabiári  héého 'délas  Tñdiá^: 
salieron  las  carabelas  éh' Octubre  de  Sáíitb  DóniiñgB''y 
entraron  en  la  baiiia  dé  Cádiz  el  20  dé'Nóvíéinbré/'A 


j!:]9S;j^i^  j¡:|0  bien  llegaba  la  r  ,  .    ^ 

maestre,  Anld^es  Márf in,  [  de '  e-nViái*'  en '  secreto  á  ferm'riá- 
(|^  a  un  ihbp:ibre  dé  coñpánzá  para  qué  líeVafeé  la  carta 

^ epnta  ¡  por  Cblbn  á  '^oñaí  Juana  déToríéá,'  "nodriza' del 
infante  doíi  Juab,'jg^ué  allí  sé  hallaba  á  la'Sa¿bri  la  Corté; 

iíi.íW-  tan  éfibaz  ét 'mensajero  q^üé  se  'a¿lelajitó''á  lós'dtís- 

lpac]íioS|  y  süra^iía  reinitidbá  por  BobádilláV  Felikñreiita 
P^ra  Colon ^  Gmiíada  no  -era '  Sevilla;  y  la¡  hostilidad '  bu- 
rocrática y  animosidades  locarles  lio  teiiiMí  estráViád^  la 
opinión  ¡en  la  ciüdá.d  del  Dkrró  y  d^l  Jéilil  Corilb  '  éri  la 
del  Guadalquivir.  '  Eii  ¡tornó  de  1a  Alhambira,  la '  Con- 
quista de  la  fe  católica,  se  conservaba  intacta  la  gloria 
del  gran  porta-cruz  de  la  Iglesia,  y   cualesquiera  que 

1.     P.  Charievoix.  Mistoire  de  Saint  Dominffue,  lih.  III. 


de¿a'díé^*áti  'dbi*¿i'^/d'réííUeídO!de''stt'tr¡ttiíf(!yláiÍH:(V^^^ 
'ákl'''úiV ■priWét^ ■  'dtó(Íubri*Hient(i,'  qm  adbimrmí ' t^mfeicá 
'life  ^ínifeti^ftiáttíeá;'  infdíiáiéi'ím  itíiátíime  'mdígiiaci(pní  nconJ- 
'tféi'tíh  %^tH¡&¡  qtie'  'pai»ecia  etóble^apiena^íy  <en';Cádip, 
'd8ñdfe'iC5Íoíl  y  sus  heímai^í/s,  ¿báftypme  M^&  *órdéneá  de 
«BóbadiÜfelí '  ábábabkti'  déf  'seir  éiítfe^ádds  > '•  ál '  ¡cpitrejidot <  •  de 
Jerez;  Gdíi¿aloG(í>méz'¡'CétWntes,^  ami^gp  de>  ¡Ponséda;, 
^réjiróbíábh,  él  públtó^ó'  de' un-  lüod^  ¿evdroUabaá'ol'ateiif- 
t^dó:  íftiiéríisy"  \4  qíier  debió  ^¿sa)F^h^í#MB6raa€iní>'dfaj^ 
reynaj'^^^^^'^  ^"^^^  í>í>  obuíí^í)  (>"íf>í)i;f)-io7  bh  y  jjiíf;L»');>'iM(]  •>( 
•  (^^  l^pénéis>^dófiá  JÍLitóa1fteb>tJ0diíunload(>^á/la^í^^ 
'^árt^^dél;áteiratíté;,-^b  la  pe- 

~íi^tí*á '  ^*n*  'ñé^r ' píófulidó.  PoeoB  itístawteá  despKieé  salja 
'^áé^^'Oi'aftíEtdííl  titt  cdrréi^'^traorditíaíió'kíbíií&dfeuííá'  00P- 
4aMé§^de!''poíí#éh  Irb^tad  á;  los  Góloiieá. -«LtíegOí^Qli- 
'lifó^Is^abieil  'ál'  viréy;  jüiáta^^ 

^•?kiJ4o%(](Mlfe'tífénsa  tó  óptíesta^'á  w^  'sen^iiíftentos/Jiy 
^^tf  tó*^"¿ftklfn^í§eMiáil  lastimaídos  ¡éft  mi''íperBí6ttía);{^^  W- 
"léí-ábfífi^Sát'eaffcaS'dé  s^*^  a^lta  estiinaMé'»  >y  detefencm^ple 
^tñvitábp'  áítrábfódáí^éio  tMS  p3í¿n$í)  qtieí'teíñíiekíposí*- 
^He;  áTáí^^'díteí  ^'^lé-^iíAiáti^  iinalibwízá^^íde^  do¿  ínril 
"(Méadbé'#^oíé','&  ílA' 4é  í^e  püdtópai  yepamriík!feáifefti|a 

YdáifiiK"^^  ^^^^^  '^^^4'  ifo>^f>'^oo  na  oh  «08Íík]iííí  íoI  •iimí'íqa'í 


^^tólijál  ^-  íití;^^^^^!^!^^^^'^^^;  í^tíe  ^1^^  forfíídteé  ut|a 
" idí^* «dé  iá' áriimófeidád  y  del  ¡ddib ' qu^  ípmfeáabaiu  ^ á i eli  al- 
-ftlf^áiitfe  ^étt^>  Memigóy, '  pttes'lóSí  i  a*^¿(^  J^'éébésq  d©T«¡fl- 

ciados  en  arabos  docitMmite^'''estabáií'en  taíi!  sbieítía 
'  BfM'sibi^  'boíl '  d'  ndble  ^  teííipera»ien to  y  eleyactón  1  cris  - 

tiana  de  Colon,  que,  virtuosamente  rechazados  por  la 
í€Óiera.de  la  reynn,  vinieron  á  tierra.en  cuanto  pu ser  en 
^élllós'íos  OÍOS:  y  no  toínó  á  tr^.tiar$e  del  proceso  y  á&lm 

atropellos  hasta  ef  ftja  eív..4^^q^ftí^l^^''^^^^^^l^'VdestltuclO|l 

y  castigo  de  Bobadilla.  .iU  'Jii  ,invmvmoa-\ivv)ti'ó  '«i^ 


—120— 

El  17  de  Diciembre  recibieron  los  reyes  á  Colon 
acompañado  de  sus  hermanos,  en  audiencia  solemne,  y 
lo  acojieron  con  las  muestras  mas  satisfactorias  de  cari- 
ño, al  par  que  en  estremo  resentidos  de  los  insultos  de 
que  habia  sido  objeto.  Mas  como  esta  primera  entre- 
vista de  etiqueta  con  SS.  A  A.  no  era  otra  cosa  que  una 
'reparación  pública  del  ultraje  inferido  en  nombre  suyo 
al  hombre  á  quien  tanto  debian,i  pasados  unos  dias,  lla- 
mó doña  Isabel  al  virey  á  su  cámara  para  tener  una 
esplicacion  completa  de  las  causas  de  la  animosidad  que 
le  perseguia  y  del  verdadero  estado  de  las-  Indias. 

Presentóse  solo  el  revelador  de  la  creación,  y  la  rey - 
na,  á  su  aspecto,  recordando  el  indigno  tratamiento  de 
que  habia  sido  víctima  en  nombre  suyo,  sintió  estreme- 
cerse hasta  las  fibras  mas  secretas  de  su  pecho,  y  se  le 
agolparon  las  lágrimas  á  los  ojos.  Colon,  al  notar  la 
emoción  de  que  se  hallaba  poseida  su  idolatrada  sobera- 
na; emoción  en  que  iban  mezclados  la  ternura  y 'el  do- 
lor, procuró,  pero  en  vano,  encontrar  una  palabra  para 
acusar  ó  defenderse;  que  su  alma  dulce  y  virjinal,  á  pe- 
sar del  trascufso  de  los  años,  re frij erada  y  fortalecida 
Xíon  la  eterna  fragancia  y  lozanía  de  sus  impresiones,  no 
pudo  alentar  una  palabra;  y  el  que  recibió  siempre  inal- 
terable los  reveses  de  la  fortuna,  quedo  sin  fuerzas  para 
reprimir  los  impulsos  de  su  corazón  por  mas  tiempo,  y 
dejó  escapar  por  los  ojos  el  tesoro  que  rebosaba  en 
él.  Reyna  y  subdito  lloraron  á  la  vez  sin  proferir  mas 
que  sollozos,  hasta  que  al  fin,  dando  tregua  al  llanto  y 
á  la  muda  elocuencia  del  coloquio  de  sus  almas,  confun- 
dió el  patriarca  de  los  mares  con  breves  razones  el  siste- 
ma completo  de  sus  acusadores. 

Las  lágrimas  de  la  reyna  fueron  un  bálsamo  conso- 


1.  L'Amiral  parla  peu  en  présence  du  Roí,  qu'il  aavait  bien 
n'étre  pas  dans  ses  intéréts,  mais  ayant  été  admis  quelques  jours 
apres  á  une  audience  particuliere  de  laE-eine....,  il  toucha  jusqu'  aux 
larmes  le  coeur  de  cette  bonne  princesse. — El  P.  Charlevoix,  Histoire 
de  Saint- Domingue,  lib.  III. 


—m— 

lador  para  el  espíritu  del  héroe.  Le  prometió  Isabel  no 
dejar  impune  su  ofensa,  enderezar  la  justicia  y  reinte- 
grarlo en  el  ejercicio  de  sus  funciones;  pero  sin  embar- 
go, no  convenia  devolverle  inmediatamente  el  gobierno 
de  la  Española  á  causa  de  las  violentas  enemistades  conci- 
tadas en  contra  suya,  para  no  crearle  nuevas  dificulta- 
des. A  poco  de  esta  audiencia  dirijió  Colon  á  los  sobe- 
ranos una  queja  en  forma  contra  los  actos  tiránicos  per- 
petrados por  el  comendador,  poniendo  de  relieve  los  vi- 
cios y  graves  daños  que  resultarían  de  la  nueva  admi- 
nistración; y  casi  al  mismo  tiempo,  con  la  idea  de  inte- 
resar en  su  reclamación  á  algunos  personajes  que  for- 
maban parte  del  consejo  de  los  reyes,  redactó  una  nota, 
cuyo  borrador,  escrito  de  su  puño,  nos  ha  sido  feliz- 
mente conservado.  - 

No  contiene  la  nota  en  cuestión  una  sola  frase  de 
efecto,  ni  arreglada  conforme  á  la  oratoria,  ni  á  la  des- 
treza diplomática;  adviértese  sí  en  ella  que  es  el  mensa- 
jero de  la  cruz  el  que  habla.  Recuerda  que  ha  venido 
voluntariamente  á  ofrecer  á  España  la  conquista  de  las 
Indias,  y  que  la  dio  la  preferencia  cuando  Francia,  Ingla- 
terra y  Portugal  estaban  decididas  á  emprender  la  es- 
pedicion.  '^Entonces  nuestro  redentor,  añade,  me  pre- 
paró el  camino,  y  puse  bajo  el  cetro  de  SS.  AA.  tierras 
mas  grandes  que  el  África  y  lá  Europa,  y  donde  hay 
razón  de  pensar  que  la  Santa  Iglesia  prosperará  mucho. 
En  siete  años  hice  yo  esta  conquista  por  voluntad  divina,^ 
y  en  los  momentos  en  que  aguardaba  obtener  recom- 
pensas y  reposo,  me  vi  repentinamente  aprisionado  y 
cargado  de  cadenas  en  desdoro  de  mi  honra  y  del  me- 
jor servicio  de  los  reyes,'^  etc.  Suplica  á  los  individuos 
del  consejo,  que  en  su  calidad  de  '^fidelísimos  cristianos,'' 
examinen  todos  sus  tratados  con  la  corona,  consideren 

1.  Carta  de  Cristóbal  Colon  á  los  miembros  del  consejo,  afines 
de  1500.  La  orijinal  visada  por  él  historiógrafo  don  Martin  Fernandez 
de  Navarrete. 

16 


—122— 

como  ha  venido  de  tan  lejos  á  servir  á  SS.  A  A.,  cómo 
ha  dejado  mujer^  é  fijos,  condenándose  á  no  verlos  casi 
nunca,  para  mejor  cumplir  su  cometido,  y  atiendan  á 
que,  en  premio  de  tanto  esfuerzo  ha  sido,  en  el  invierno 
de  su  vida,  despojado  de  su  dignidad  y  de  sus  dere- 
chos, sin  miramiento  de  justicia  ni  misericordia.  Y  te- 
meroso de  que  se  comprenda  mal  el  sentido  de  esta  úl- 
tima palabra  prosigue  así:  '^Dije  misericordia,  y  non  se 
entienda  de  S.  A.  porque  no  tiene  culpa/'^ 

En  cuanto  á  la  memoria  en  que  justificaba  su  admi- 
nistración, no  hay  duda  que  contenia  hechos  concluyen - 
tes  y  consideraciones  de  importancia;  pues  de  sus  re- 
sultas, y  no  obstante  el  influjo  de  las  oficinas  de  Sevi- 
lla, las  principales  innovaciones  del  comendador  fueron 
anuladas  y  restablecidos  con  todo  vigor  los  reglamentos 
de  Colon,  como  lo  prueban  muchas  reales  órdenes. 

Y  á  la  par  que  reconocian  los  reyes,  de  una  mane- 
ra tan  auténtica,  la  sabiduria  administrativa  de  Colon, 
no  juzgaban  prudente  despacharlo  para  la  Española  sin 
haber  antes  apaciguado  la  fermentación  de  los  ánimos, 
exaltados  contra  él,  y  decidieron  nombrar,  en  reemplazo 
de  Bobadilla,  un  gobernador  interino  encargado  de  la 
gobernación  de  las  Indias  por  espacio  de  dos  años  so- 
lamente; plazo  que  parecía  ser  bastante  para  disipar  las 
facciones,  borrar  las  huellas  de  la  enemistad  y  res- 
tablecer la  regularidad  en  todos  los  resortes  administra- 
tivos. Era,  decian,  en  interés  del  almirante  por  lo  que 
principalmente  se  adoptaba  la  medida. 

No  hay  que  dudar  de  la  sinceridad  de  Isabel  al  pro- 
meter á  Colon  reintegrarlo  en  su  honorífico  puesto;  pero 
su  astuto  marido  habia  resuelto  en  secreto  arrebatarle 
para  siempre,  ademas  del  vireynato,  el  gobierno  de  las 


1.  Copia  literal  del  borrador  escrito  de  mano  de  Colon.  Colección 
diplomática,  documentos  n.  CXXXVII. 

2.  Copia  literal  del  borrador  escrito  de  mano  de  Colon.  Coleccio7i 
diplomática,  documentos,  n.  CXXXVII. 


—123— 


Indias,  y  todo  fue  combinándose  para  este  objeto  desde 
aquel  entonces.  \ 


II. 


Al  considerar  la  animosidad  de  los  colonos  de  la 
Española  contra  el  virey  y  los  propósitos  reservados  del 
rey  de  no  darle  su  gobierno,  han  imajinado  la  mayor 
parte  de  los  historiadores  que,  real  y  positivamente,  no 
estaba  destinado  Colon,  mal  que  le  pesara  á  su  injenio, 
á  rejir  hombres;  que  existia  en  él  alguna  causa  que  lo 
incapacitaba  para  la  administración. 

En  el  sistema  de  los  escritores  que  niegan  toda  ac- 
ción providencial  sobre  la  humanidad,  y  discurren  que 
el  solo  progreso  de  la  navegación  portuguesa  hubiera 
necesariamente  acarreado  la  descubierta  de  un  conti- 
nente situado  al  O.  de  Europa,  no  ha  podido  prescindú' 
Colon  de  cometer  faltas  como  gobernador  por  lo  mismo 
que  no  podia  poseer  todas  las  cuaUdades,  y  que,  ''en  ra- 
zón á  esas  mismas  dotes  no  era  adecuado  á  un  puesto 
tan  difícil/'^  Pero,  recordando  los  dones  superiores  que 
derramó  el  todopoderoso  sobre  el  heraldo  de  la  cruz,  y 
sus  eminentes  cualidades,  superadas  por  sus  virtudes; 
los  que  saben  que  en  el  cristiano,  con  el  amor  de  Dios 
y  el  del  prójimo,  la  misericordia  corona  la  justicia,  no 


1.     Washington  Irving.  Vida  ^viajes  de  Cristóbal  Colon.  Hum- 
boldt.  Examen,  crítico  de  la  historia  de  la  jeograjia  etc.  etc. 


—124— 

dudaran  de  que,  un  ser  en  el  cual  concurrían  tan  gran 
copia  de  facultades  escelentes,  de  aptitudes  tan  diver- 
sas, y  una  penetración  tan  viva,  unida  á  un  espíritu  pe- 
netrante y  observador,  á  la  esperiencia  y  á  una  calma 
y  perseverancia  tan  probadas,  fuese  idóneo  para  admi- 
nistrar de  una  manera  útil  y  provechosa  las  tierras  que 
habia  descubierto. 

Lejos  de  poner  en  tela  de  juicio  la  capacidad  admi- 
nistrativa de  Colon,  seria  menester,  por  el  contrario,  és- 
trañarse  de  que  en  medio  de  una  superioridad  como 
la  suya,  careciera  de  esta  circunstancia.  Sin  embargo, 
sus  biógrafos,  no  hallando  en  él  la  menor  desperfeccion, 
ni  como  cristiano,  ni  como  navegante,  cansados  tal  vez 
de  verse  en  la  necesidad  de  prodigarle  siempre  alaban- 
zas, creyeron,  al  par  que  variar  de  metro,  dar  una  prue- 
ba de  imparcialidad  escrupulosa,  criticando  ciertas  me- 
didas de  su  administración,  y  calcularon  conseguir  su 
propósito  de  censurarlo,  aunque  blanda  y  ambiguamente, 
apoyando  ciertas  frases  de  su  antiguo  enemigo  Ovie- 
do en  dos  pasages  de  Las  Casas,  por  cierto  neutraliza- 
dos por  el  mismo  escritor  en  otras  partes  de  su  manus- 
crito. Hasta  entonces  se  habían  limitado  los  historiado- 
res de  Colon  á  dudas  y  tímidas  reticencias  y  conjetu- 
ras; pero  sin  entrar  jamas  de  un  modo  franco  en  el 
examen  de  los  supuestos  agravios;  que  las  acusaciones 
contra  el  gobierno  de  Colon  no  tomaron  cuerpo,  en  rea- 
Hdad,  hasta  que  se  lo  dio  el  apasionado  Navarrete  que 
animó  á  la  escuela  protestante,  y  con  ella  al  gran  Hum- 
boldt.  Pero,  gracias  á  el  último,  las  oscuras  y  tortuosas 
insinuaciones  del  académico  español,  estas  imputaciones, 
tan  confusas  como  la  calumnia  que  se  avergüenza  de  sí 
misma,  se  establecen,  se  fijan,  se  articulan  con  claridad 
y  quedan  desde  luego  en  disposición  de  discutirse.  Y 
son  de  tal  naturaleza,  que,  aim  al  examinarlas  despo- 
jadas  de  los  ambajes  y  artificios  con  que  procuran  exor- 
narlas sus  narradores,  asombran  por  su  gravedad. 

Acúsase  formalmente  á  Colon:   l."^  de  dureza,   in- 


—125— 

flexibilidad  y  crueldad;  ¿."^  de  alentador  á  la  libertad  de 
los  indios,  recomendados  á  su  protección  por  la  reyna,  y 
3.°  de  impericia  é  incapacidad  administrativa. 

Comprobemos  primero  el  mas  enorme  de  los  tres 
cargos:  el  de  crueldad. 

Sobre  todo  manifestó  Colon,  dicen,  su  cruel  severi- 
dad en  tiempo  de  la  conjuración  de  Bernal  Diaz  de 
Pisa;  en  sus  instrucciones  escritas  al  comandante  Mar- 
garit,  y  con  motivo  de  la  ejecución  de  Adrián  de  Mo- 
jica,  llevada  á  cabo  con  un  suplicio  ilegal. 

Examinemos  los  hechos. 

Bernal  Diaz  de  Pisa  tramó  contra  la  colonia  una 
empresa  criminal,  cuyo  proyecto,  escrito  de  su  puño,  se 
encontró  sobre  su  persona.  El  crimen  era  innegable, 
y  sin  embargo.  Colon,  en  lugar  de  hacer,  como  podia, 
juzgar  y  ejecutar  al  jefe  de  la  conjuración  se  contentó 
con  enviarlo  á  España. 

He  aquí  la  manera  que  tiene  Washington  Irving  de 
apreciar  este  suceso. 

"El  almirante  se  condujo  con  ejemplar  moderación. 
Por  respeto  á  la  categoría  y  empleo  de  Diaz  se  abstuvo 
de  imponerle  ningún  castigo  personal,  pero  lo  mandó  á 
bordo  de  uno  de  los  buques  para  que  se  le  procesase  en 
España,  en  vista  de  la  sumaria  de  su  delito  y  del  sedi- 
cioso documento  que  se  le  habia  hallado.  A  los  cabeci- 
llas inferiores  los  castigó  según  el  grado  de  su  culpabi- 
lidad; pero  no  con  el  rigor  que  merecia  la  ofensa...  Las 
medidas  que  tomó,  aunque  necesarias  para  la  seguridad 
jeneral,  y  tan  suaves  y  blandas  como  fué  posible,  se 
tacharon  de  actos  arbitrarios,  y  parecieron  dictadas  por 
un  espíritu  de  venganza.  "^ 

Porque  era  estranjero  parecía  á  los  castellanos  inso- 
portable la  autoridad  del  virey,  á  pesar  de  su  modera- 
ción, dice  el  P.  Charlevoix  en  su  Historia  de  Santo  Do- 


1.     Washington  Irving.  Historia  de  la  vida  y  viajes  de  Cristóbal 
Colon,  lib.  VI.  cap.  VIII. 


—126— 

m.ingo\  y  "este  acto  de  justicia,  en  apariencia  tan  nece- 
sario, y  en  el  que  se  observaron  todas  las  formalidades 
con  tanta  exactitud,  le  malquistó  con  la  multitud,  y 
fué  de  funestísimas  consecuencias  para  él  y  toda  su  fa- 
milia. "1  Desde  aquella  época  se  le  reputó  de  cruel  é  in- 
humano, y  sus  adversarios  lo  acusaron  de  imponer  por 
mero  capricho  'los  castigos  corporales  mas  rigorosos 
á  la  jente  de  baja  calidad,  y  de  ultrajar  á  los  caballe- 
ros castellanos;  pero  se  guardaron,  prosigue  Washington 
Irving,  de  hablar  de  las  exijencias  que  habian  dado 
márjen  á  aquellos  trabajos  estraordinarios,  ni  del  ocio  y 
libertinaje  de  la  jeneralidad,  tan  dignos  de  represión  y 
castigo,  ni  de  las  cabalas  sediciosas  de  las  personas  de 
cuenta,  tratadas  mas  con  blandura  que  con  inflexi- 
bihdad.  "^ 

En  cuanto  á  las  instrucciones  dadas  al  comandante 
Pedro  Margarit,  como  han  sido  publicadas  por  el  go- 
bierno español  en  la  colección  diplomática,  hemos  po- 
dido apreciarlas  por  nosotros  mismos;  y,  lo  decimos  con 
sinceridad,  lo  que  mas  principalmente  ha  llamado  nues- 
tra atención  en  ellas  es  la  esquisita  sagacidad  con  que 
Colon  adivinó  las  costumbres  particulares  de  los  pue- 
blos nacientes.  No  parece  sino  que  los  habia  goberna- 
do desde  su  juventud. 

Sin  embargo,  la  filantropia  de  Hurnboldt  se  siente 
indignada  de  un  recurso  contra  los  ladrones,  recomen- 
dado por  el  almirante  en  el  contesto  de  las  citadas  ad- 
mirables instrucciones. 

Pero,  las  penas  varian  según  los  tiempos  y  lugares;  y 
el  exijir  su  atenuación,  su  dulce  y  suave  uniformidad,  los 
esmeros  y  cuidados  que  la  frenolojia  y  la  filantropia  pro- 
testante reclaman  hoy  para  los  criminales,  es  un  delirio 
de  los  modernos  ideólogos.  En  la  época  del  descubri- 

1.  El  P.  Charlovoix.  Histoire  de  SainUDomingue,  lib.  II.  p.  119. 
en  4. 

2.  Washinj^ton  Irviní?.   Historia  de   Cristóbal  Colon,  lib.  VIII. 
cap.  VIII. 


—127— 

miento,  los  españoles  y  los  indios  principalmente,  no 
guardaban  al  delito  tantas  consideraciones.  En  medio 
de  la  abundancia  y  comodidad  de  vivir  que  la  natu- 
raleza les  habia  proporcionado,  miraban  los  pueblos  de 
las  Antillas  al  robo  como  á  una  odiosa  perversidad;  y 
atendiendo  á  que  no  podia  escusar  la  falta  la  necesidad, 
la  castigaban  de  una  manera  horrible.  He  aquí  lo  que 
sobre  esto  dice  el  autor  de  la  Historia  natural  de  las  In- 
dias, que  se  informó  en  los  mismos  lugares:  '^El  pecado 
mas  grande  y  abominado  de  los  habitantes  de  esta  isla 
era  el  hurto.  Porque  si  á  alguno  se  le  cojia  en  fragranté, 
por  pequeña  é  insignificante  cosa  que  fuera  la  hurtada, 
lo  empalaban  vivo,  de  la  suerte  que  dicen  se  hace  en 
Turquia,  y  lo  dejaban  así  hasta  que  exhalaba  el  alma.'^^ 

Tal  era  la  aversión  en  que  el  robo  se  tenia  en  Haiti, 
refiere  el  P.  Charlevoix,  que  ''al  culpado  se  le  empala- 
ba, de  cualquier  condición  ó  jerarquía  que  fuera,  y  se 
le  dejaba  espuesto  á  la  vista  de  todo  el  mundo;  y  esta- 
ba prohibido  interceder  por  él.  Tanta  severidad  habia 
producido  el  efecto  deseado.''^ 

Pero  animados  con  la  paciencia  de  los  españoles  que, 
al  principio,  reían  de  su  ansia  por  las  bujerías  de  Euro- 
pa, y  no  hacían  alto  en  los  robos  de  poca  monta,  mu- 
chos, á  quienes  el  temor  del  castigo  hubiera  contenido 
para  no  hurtar  á  sus  compatriotas,  se  decidieron  á  sa- 
quear sus  huéspedes.  Colon  dispuso  entonces  se  castigara 
á  los  ladrones.  Pero  en  lugar  de  imponerles  el  suplicio 
á  que  hubieran  sido  condenados  entre  ellos,  ¡la  estaca! 
cien  veces  peor  que  la  horca  y  que  la  rueda,  sustituyó 
tan  bárbara  pena  con  otra  que,  sin  atentar  ala  vida,  des- 
pués de  un  dolor  pasajero,  dejara  una  señal  duradera, 
con  el  fin  de  que  el  culpado,  con  su  solo  aspecto  sirvie- 
se por  do  quiera  de  ejemplo  é  intimidación:  reducíase  á 


1.  Oviedo  y  Valdes.  Historia  natural  y  jener al  de  las  Indias  oc 
f  dentales,  lib.  V.  cap.  III.  Traducción  de  Juan  Poleur. 

2.  El  P.  Charlevoix.  Histoire  de  Saint-Domingue,  lib .  1 .  p.  48, 49 . 


—128— 

practicar  una  incisión  en  la  estremidad  de  la  nariz  6  de 
las  orejas,  y  era  el  término  medio  de  la  que  para  casos 
análogos  se  prescribia  en  el  código  de  Valencia,^  y  en 
el  de  la  Santa  Hermandad. ^  En  España,  en  caso  de  reinci- 
dencia se  condenaba  á  muerte.*  Mas,  como  en  un  pue- 
blo en  el  que  el  deseo  de  engalanarse,  la  vanidad,  obli- 
gaba á  sufrir  con  el  tatuaje  de  ciertas  partes  del  cuerpo 
dolores  mucho  mas  intensos  y  agudos  que  los  que  pu- 
diera producir  la  sajadura  de  las  orejas  ó  nariz,  y  los 
azotes  no  hubieran  sido  bastante  para  castigo.  Colon 
tuvo  que  aplicar  á  los  indios  la  pena  dispuesta  en  Cas- 
tilla para  los  reincidentes.^  Y  aun  así  era  mas  suave  que 
la  prescripta  en  el  código  criminal  indíjena;  y  sin  em- 
bargo de  haber  merecido  tanta  humanidad  las  bendi- 
ciones de  los  insulares  y  sido  su  admiración,  ha  escan- 
dalizado á  la  filantrópica  gazmoñería  de  cierta  escuela.** 
La  acusación  de  crueldad  con  que  se  pretende  dar 
en  rostro  al  virey,  parece,  ademas,  quedar  plenamente 


1.  Código  de  Valencia. — Tarazona.  Instituciones  del  fueeo  y 

PEIVILEJIOS  DEL  EEINO  DE  VALENCIA,  t.  VIII,  p.  396. 

2.  Rosseeuw-Saint  Hilaire.  Historia  de  España,  lib.  XVIII. 

*  Y  aun  sin  Uegar  ese  caso,  pues,  como  se  observa  en  el  fuero  de 
Cáceres,  incurría  en  la  pena  capital  "todo  Home  que  uvas  furtare  de 
noche  ó  qual  cosa  se  quisiere."  Y  si  bien  por  el  de  Baeza  no  se  con- 
denaba á  muerte  al  culpado,  se  le  sometia  á  castigos  dolorosos,  tales 
como  la  pérdida  de  las  orejas  y  de  los  ojos;  y  según  el  de  Placencia 
al  robador  de  despojos  de  guerra  se  deshonraba  y  ponia  en  cruz,  tras- 
quilado y  con  las  orejas  cortadas. 

N.delT. 

3.  "Quibus  deinde  furto  gravius  iterum  coesis  aures  amputan- 
tur." — Luici  Marini  Siculi.  De  rebus  Hispanice,  lib.  XIX. 

**  Y  en  verdad  que  está  bien  aplicada  la  calificación  de  filantró- 
pica gazmoñería  á  la  de  los  finjídos  sentimientos  humanitarios  que, 
con  afectada  unción  bíbKca  é  hipócritas  lamentaciones  invoca  la  es- 
cuela protestante,  pues  sus  discípulos,  los  que  tantas  y  tantas  veces 
han  protestado  contra  los  castigos  y  malos  tratamientos  impuestos  por 
los  españoles  á  los  africanos  en  sus  posesiones  de  ultramar,  han  verti- 
do mas  sangre  en  sus  colonias,  inventado  torturas  mas  abominables, 
perpetrado  crímenes  mas  nefandos  y  llevado  á  cabo  proyectos  mas 
horrorosos,  que  los  que  hubieran  podido  imajinar  siquiera,  en  momen- 
tos de  frenesí,  los  conquistadores  castellanos. 

No  exajeramos  en  nuestro  aserto,  porque,  pasando  por  alto  las 
pavorosas  escenas  de  que  diariamente  son  teatro  las  islas  Jónicas, 


—129—  .  ' 

justificada  ron  las  circunstancias  de  la  ejecución  de 
Adrián  de  Mojica. 

Recordemos  de  una  manera  sucinta  el  hecho. 

Después  de  su  última  sublevación,  fué  sorprendido 
y  preso  Adrián  de  Mojica  en  un  conciliábulo  nocturno 
con  sus  principales  cómplices,  por  el  alcalde  mayor  Rol- 
dan. Escribió  entonces  este  á  el  almirante,  ocupado  de 
muchas  semanas  atrás  en  la  construcción  del  fuerte  de 
la  Concepción,  pidiéndole  sus  ordenes,  y  su  respuesta 
se  contrajo  á  decirle  que,  habiendo  tenido  lugar  aquel 
nuevo  levantamiento  sin  motivo  alguno,  y  debiendo  pro- 
ducir su  impunidad  perniciosos  efectos,  debia  hacerse 
justicia,  conforme  á  las  leyes  del  reino.  En  su  conse- 
cuencia, mandó  Roldan  instruir  la  causa  de  Mojica  y 
consortes. 

Condenó  la  sentencia  á  Mojica  a  la  pena  de  muerto, 
como  jefe  de  la  conjuración,  y  á  sus  compañeros,  según 
su  grado  de  culpabilidad,  á  prisión  perpetua  ó  tempo- 
ral. En  los  momentos  de  la  ejecución  se  envió  un  sa- 
cerdote íi  Mojica,  quien,  así  como  hasta  aquel  trance 
habia  sido  fanfarrón  é  insolente,  viendo  que,  á  pesar 
de  su  nobleza  y  de  sus  amigos,  iba  á  descargarse  sobre 
su  cabeza  la  espada  de  la  ley,  se  sobrecojió  de  miedo, 
y,  buscando  el  modo  de  ganar  tiempo,  rehusaba  con- 
fesarse. Condujéroule,  no  obstante,  al  glacis  de  la  cin- 
dadela, el  sacerdote  exhortándolo  y  él  negándose  siem- 
pre á  prestarle  oidos  para  retardar  el  instante  supremo. 
Pero  informado  Roldan  de  su  astucia,  é  indignado  de 
tal  cobardia,  después  (k^  tanta  arrogancia,   mandó  atar 


puestas  solo  bajo  la  protección  de  la  Gran  Bretaña,  y  el  cabo  de 
Buena  Esperanza,  y  coDcretándonos  al  Hindostán,  vemos,  no  allá  en 
el  siglo  Xy,  sino  cw  ])leno  sif^lo  XIX,  que  el  pueblo  que  pretende 
marchar  á  la  cabeza  de  la  humanidad,  guiándola  por  el  sendero  del 
progreso,  con  la  antorcha  de  la  civilización  en  la  mano,  es  el  mismo 
que  en  su  guerra  co'n  los  indos  ha  eclipsado  con  su  barbarie  y  su  ini- 
quidad á  la  de  las  hordas  de  Atila, 

X.  i\o\  T. 

17        . 


—130— 

la  cuerda  á  una  de  las  ahuenas  y  arrojav  al  condenado 
por  la  muralla. 

Este  acto  de  brutalidad  tan  en  armonía  con  el  na- 
tural violento  y  soberbio  de  Roldan,  hace  estremecer 
a  un  pecho  cristiano  con  su  dureza.  La  snpresion  del 
sacramento,  último  consuelo  del  moribundo,  oprime  el 
corazón.  Por  desgracia  el  historiógrafo  real  Herrera,  i-c- 
gülarmente  exacto  y  juicioso,  estraviándose,  al  llegar  á 
este  punto,  ha  imputado  á  el  virey,  á  la  sazón  ausente 
de  Santo  Domingo,  el  arresto  y  desatentada  ejecución 
del  perturbador  Mojica.  Los  cronistas  posteriores  han 
reproducido  el  error,  y  todos  lo  repiten  de  buena  fe,  sin 
el  mas  leve  examen. 

Mas;  si  Navarrete,  Washington  Irving  y  Humboldt 
se  han  afanado  por  acreditarlo,  nosotros  vamos  á  desen- 
mascararlo, y  por  ello,  cuantos  aman  la  gloria  de  Co- 
lon y  buscan  la  verdad  histórica^  nos  quedaran  agrade- 
cidos. 

Desde  luego  el  carácter  del  hombre,  el  del  hecho, 
las  circunstancias  del  tiempo  y  lugar,  las  reglas  de  la 
etiqueta  y  del  decoro,  y  las  disposiciones  materiales  prue- 
ban el  error  de  Herrera.  Dice  él  mismo  que  el  almi- 
rante estaba  en  la  Concepción  cuando  tuvo  lugar  la  re- 
vuelta de  Mojica,  y  es  exacto,  pues  Colon  gustaba  del 
sitio,  cabecera  de  la  magnífica  llanura  de  Vega  Real, 
donde  disfrutaba  de  risueñas  y  seductoras  perspectivas. 
En  su  segundo  viaje,  habia  erijido  en  ella,  mientras  no 
podia  construir  una  iglesia,  una  gran  cruz,  al  pié  de  la 
cual  recibia  invisibles  consuelos,  y  que,  es  cosa  sabida, 
permaneci(S  por  mucho  tiempo  favorecida  con  numerosos 
prodijios^  y  virtudes  divinas:  el  heraldo  de  la  cruz  se 
complacia  en  habitar  en  la  Concepción  por  causas  mis- 
teriosas. 

Poco  tiempo  antes,  con  motivo  de  la  captura  de  Fer- 


1.     Oviedo  y  Vcldf's.    Jfisinr/a  nahiral  y  ¡cunera!  de  las  Indias, 
.III,  cap.  V. 


—131— 

liando  de  Guevara,  primo  de  Mojica,  pidió  líoldau  or- 
denes al  virey,  que  le  respondió  remitiera  el  aprehendi- 
do á  Santo  Domingo;  y  algo  mas  adelante,  por  la  pri- 
sión de  Mojica,  aconteció  lo  propio,  y  contestó  como  se 
ha  visto.  Trasladóse,  pues,  á  Mojica,  para  ser  juzgado,  á 
Santo  Domingo,  como  también  á  su  cómplice  Pedro  Ri- 
quelme,  ex-alcalde  de  Bonao;  que  ]io  se  podia  de  un 
modo  conveniente  proceder  en  la  Concepción  contra  los 
rebeldes,  por  no  tener  á  su  lado  el  almirante  mas  perso- 
nas que  los  trabajadores  del  fuerte,  que  se  construia  por 
sus  planos,  y  un  puesto  de  caballeria.  Así  es  que,  en  el 
asiento  del  gobierno  y  en  las  prisiones  de  la  ciudadela 
fueron  encerrados,  interrogados  y  juzgados  los  revolto- 
sos, como  asimismo  llevada  á  término  la  sentencia.  El 
atrevido  golpe  de  mano  que  puso  á  Mojica,  durante  la 
noche,  en  poder  de  Roldan,  no  pudo  haberse  intentado 
})orel  almirante,  ni  convenia  á  su  dignidad  y  oficio.  Y 
si  Colon  hubiera  venido  en  persona  á  sorprender  el  con- 
ciliábulo, ¿cómo  es  imajinable  siquiera  que  no  tomara 
de  la  guarni'^ion  del  fuerte  mas  de  tres  soldados,  ade- 
mas de  los  siete  criados  de  que  anteriormente  hemos  ha- 
blado? Por  el  contrario,  tan  pequeño  guarismo  se  espli- 
ca  topográficamente  por  la  posición  del  alcalde,  que  se 
encontraba  en  el  campo,  lejos  de  puntos  guarnecidos. 
Por  lo  que  antecede,  y  no  olvidando  que  el  almirante  no 
se  movia  apenas  de  la  Concepción  hacia  muchos  meses, 
aseguramos  que.  Herrera,  si  bien  no  faltó  á  la  verdad 
(le  los  sucesos  faltó  á  la  verdad  de  los  nombres.  El  es- 
crupuloso historiador  don  Eernando  al  rectificar  nombres 
y  fechas,  y  dejar  á  cada  uno  la  parte  que  le  cupo  en  los 
acontecimientos,  prueba  la  ausencia  del  almirante,!  ha- 
bla de  su  correspondencia  con  el  alcalde  mayor  sobre 
los  confinados,  y  menciona  el  procedimiento  instmido 
con  arreglo  á  la  ley  en  Santo  Domingo,  y  seguido  de  la 
ejecución  del  jefe  principal  de  la  trama.  Y  como  entre 

1.     Fcrnaado  Coloa.  Vifa  dclVÁiniitiraglio,  cap.  LXXXIV. 


—132— 

s 

el  dicho  contradictorio  de  Herrera  y  el  a:<i  rio  circuiís- 
tanciado  de  don  Fernando  no  hay  lugar  á  djida,  repetire- 
mos las  palabras  de  don  Eustaquio  Fernandez  de  Navar- 
rete,  al  refutar  con  lealtad  á  su  abuelo,  '^que,  en  cuestiones 
como  estas  en  que  el  afecto  filial  no  ha  podido  ladear  la 
pluma  de  don  Fernando,  su  relación  debe  ser  la  mas 
verídica/'J^  Mas  aun,  ¿hubiera  un  hombre  de  piedad  tan 
acrisolada  como  Colon  permitido  ciue,  con  rigor  casi  impío, 
se  privara  á  un  moribundo  del  sacramento,  su  consuelo 
último  y  única  esperanza?  El  virey  se  liabia  "prometi- 
do no  tocar  nunca  á  un  cabello  de  sus  administrados," 
y  jamas  en  sus  espediciones  marítimas  mandó  compare- 
cer á  un  hombre  ante  vm  consejo  de  guerra,  ni  firmó- 
una  sentencia  de  muerte,  y  cuando  escribió  á  Roldan 
para  que  formarse  causa  á  Mojica  lo  hizo  "llorando "  de 
sentimiento  y  dolor,  aunque  la  necesidad  le  parecia  tan 
imperiosa  que,  con  "su  hermano  no  hiciera  menos  si  lo 
quisieía  matar  y  robar  el  señorío  que  su  rey  y  rey  na  le 
tenían  dado  en  guarda/'^  Agregúese  á  esto  que  Colon 
manifiesta  terminantemente  en  su  carta  á  hi  nodriza  del 
príncipe  de  Asturias  que  Roldan  prendió  por  sí  á  Mo- 
jica ya  parte  de  su  cuadrilla,  y  (pie  los  ajustició  sin  que 
él  lo  proveyera;-^  pues,  sin  duda,  el  vindicativo  alcalde, 
conociendo  su  mansedumbre  cristiana,  temió  un  sobre- 
seimiento indefinido,  ó  una  conmutación  de  pena  lo 
evitó  con  la  rapidez  de  la  ejecución. 

Debemos  hacer  constar  también,  que,  al  entrar  Co- 
lon en  tantos  pormenores  no  pudo  suj)oner  la  imputa- 
ción postuma  lanzada  contra  él  por  lo  de  Mojica,  y  que 
si  se  lamentaba  de  su  muerte  era  porque  se  habia  li- 
sonjeado con  la  evanjélica  esperanza  de  que,  bnjo  su  go- 
bierno, no  se  derramaría  sangre;  y  que,  como  el  alcnlde 
que  habia  firmado  y  hecho  cumplir  la  sentencia  des- 


1.  Don  Eustaquio  Kernanclez  de  Navarrete.  Colección  de  D 
mentas  inéditos  para  la  Jtisforia  de  España,  tomo  XVI.  p.  524 

2.  Carta  del  almirante  al  ama  del  príncipe  don  Juan. 

3.  Ibid. 


^UCtl' 


133— 


cinpefuiba  tüclavia  el  mismo  cargo,  y  los  testigos  y  ajen- 
tes  de  la  autoridad  viviaii,  y  la  sainaría,  autos  y  proce- 
dimientos se  conservaban  en  el  archivo,  si  realmente 
como  menciona  Herrera,  contra  toda  verosimilitud,  hu- 
biera Colon  prendido  y  hecho  juzgar  y  ejecutar  á  Mo- 
jica  ¿se  habría  atrevido  á  atribuir  este  triple  papel  á 
Roldan  ([ue,  en  aquellos  momentos  era  alcalde,  pues  Bo- 
brtdílla  le  dej(5  en  el  pleno  ejercicio  de  su  cargo? 

En  lo  que  respecta  a  la  acusación  de  no  haber  rcs- 
()etado  la  libertad  de  los  indios,  y  haber  hecho  de  arpie- 
lla  parte  de  sus  administrados  nn  objeto  de  tráfico,  se 
desploma  al  impnlso  del  mas  lijero  examen. 

En  las  costumbres  de  su  época  no  era  h  esclavitud 
lo  que  hoy  nos  parece.  El  caballero  cojído  en  la  guerra 
pertenecía  al  que  lo  había  forzado  á  rendirse,  y  no  que- 
daba libre  hasta  (pie  pagaba  su  rescate.  Después  de 
lo  de  Pavia,  Erancisco  I  fué*  de  Carlos  V.  Dulcificada 
por  el  cristianismo,  carecía  entre  los  españoles  la  escla- 
vitud del  repugnante  sello  (pie  le  ha  impreso  el  fauatis- 
nio  de  los  musulmanes  y  el  inhumano  orgullo  de  los 
plantadores  americanos.*  Ya  bajo  el  reinado  de  D.  En- 
riípie  III  se  veían  en  Sevilla  esclavos  negros  tratados  con 
el  mayor  cariño;i  luego  de  la  toma  de  Málaga,  los  Re- 


*  Aquí  es  preciso  liaeer  una  diferencia.  Es  preciso  distinguir  en- 
tre el  esclavo  de  las  colonias  españolas,  y  el  esclavo  de  los  estados  del 
Sur  de  la  Union  Americana,  pues  en  las  primeras,  como  dijo  Lamar- 
tine en  la  sesión  de  la  cámara  de  los  diputados  en  Paris  el  23  de  Abril 
de  1835,  menester  es  confesarlo  en  honor  de  una  religión  que  se  inter- 
pone en  nombre  de  Dios  entre  el  amo  y  el  esclavo  para  moderar  la  ti- 
ranía del  uno  y  dulcijicar  la  resignación  del  otro,  la  esclavitud  xo 
ES  MAS  QUE  UNA  PALABiiA;  mientras  que  d.^sgraciadamente  en  los  se- 
gundos, añadimos  nosotros,  dorido  falta  ese  poderoso  regulador  de  las 
acciones  humanas;  donde  á  los  golpes  repetidos  del  libre  examen  se  ha 
ido  progresando  de  una  manera  i^w palpahle,  tau  material,  el  esclavo  ca- 
rece de  apoyo,  está  solo,  es  una  cosa  que  vive,  y  que  no  tiene  mas  media- 
nero entre  su  amo  y  el  que  el  látigo,  ni  mas  desahogo  que  la  desespe- 
ración, ni  mas  anhelo  que  la  muerte. 

N.  delT. 

1.  Navarretc.  Colección  de  los  viifjcs  >j  dcscubriniicnlos,  etc.,  m- 
Iroduccioii,    §  XIX. 


—134— 

yes  Católicos  regalaron  á  las  reyíias  de  Ñapóles  y  Por- 
tugal cierto  número  de  muchachas,  eiejidas  entre  las 
mas  bellas,  y  los  mismos  sobeíanos  enviaron  al  papa 
Inocencio  VIH,  con  magníficos  presentes,  cien  esclavos 
escojidos,!  que  aceptó  el  pontífice,  pero  que,  en  menos 
de  un  año,  los  convirtió  al  cristianismo  con  la  influencia 
augusta  de  su  bondad,  y  llegó  á  confiar  en  tal  estremo 
en  su  fidelidad,  que  los  incorporó  á  su  guardia.2 

No  bien  llegado  Colon  entre  los  caribes,  comprendió 
que  la  dulzura  y  exhortaciones  serian  ineficaces  con  unas 
tribus  desnaturalizadas,  desobedientes  al  orden  provi- 
dencial, y  que  no  conocían  otra  ley  que  la  violencia;  y  pi- 
dió la  autorización  de  reducir  á  cautiverio  á  la  raza  an- 
tropófaga,  con  el  objeto  de  arrancarla  sus  feroces  hábi- 
tos, trasplantarla,  y  enseñarle  con  la  lengua  castellana 
el  Evanjelio,  único  preservativo  que  podia  defenderla  de 
upa  completa  destrucción.  Por  un  esceso  de  filantropía 
se  le  contestó  que  tratara  á  los  caníbales  como  á  los  de- 
mas  indios;-^  pero,  como  los  hechos  justificaron  la  de- 
manda del  almirante,  vieronse,  pasado  algún  tiempo,  los 
filántropos  de  las  oficinas  de  Sevilla,  en  la  necesidad  de 
exijir  la  aplicación  de  las  medidas  propuestas  por  el  en 
un  principio.^ 

Colon,  al  trasladar  á  Castilla  los  indios  declarados 
esclavos  legales,  no  consideraba  el  precio  de  su  venta 
como  el  valor  del  hombre,  sino  como  el  valor  de  su  tra- 
bajo. Y  tal  esclavitud,  temperada  por  la  dulzura  cris- 
tiana, no  era  en  realidad  otra  cosa  que  el  usufructo  del 
trabajo  del  indio  culpado  de  participación  en  una  revuel- 
ta ó  en  el  asesinato  de  im  español. 

1.  Ortiz  de  Ziiñiga.  Anales  erlesiásticos  y  aecularei  de  la  muy  nu- 
ble 1/  muy  leal  ciudad  de  Seoilla,  lib.  XII,  í'ol.  \ú\. 

2.  Kosseeuw  Saiut-Hilaire.  Histoirc tV Espagnc,  1.  V.  lib.  XVlll . 
cap.  II.  p.  400. 

3.  Memorial  que  para  los  reyes  caiólieos  dio  el  almiraute  don 
Cristóbal  Colon  en  la  ciudad  Isabela.  -jffc.v/>MCíítf  de  los  reyes  al  mar- 
jen  de  cada  capitulo. 

4.  Apéndice  á  la  colección  diplomática,  uúm.  XVII.— IIejiste. 

DKL  SELLO  DE  COllTE  li.N   Sl3IA>'t'A¿. 


—las- 
Lejos  de  reducir  íí  esclavitud  á  los  indios  pacífi- 
cos. Colon  se  constituia  en  su  defensor,  y  hacia  respetar 
sus  personas,  familias  y  propiedades;  por  lo  cual  los 
aventureros  pervertidos,  hambrientos  y  rapaces  de  la 
í]spafio]a,  se  coaUgaron  en  su  contra.  Y  mientras  que  en 
la  corte  resonaban  los  ecos  de  los  falsos  plañidos  de  h)s 
oftcinistas  de  Sevilla,  lamentándose  de  la  pretendida 
crueldad  del  almirante  con  los  indios,  los  castellanos  de 
la  Española  escribian  a  su  patria,  que  no  permitia  que 
los  naturales  fueran  sometidos  á  los  cristianos.  El  mis- 
mo Humboldt  ha  hecho  notar  esta  contradicción. i  Co- 
lon, pues,  no  aconsejo  mas  que  la  esclavitud  de  los  antro- 
pófagos; y,  aunque  su  consejo  era  saludable,  jamas  aten- 
tó á  la  libertad  de  los  indios  pacíficos. 

La  ignorancia  y  la  animosidad  han  imputado  tam- 
bién al  virey  haber  organizado  la  esclavitud  de  los  indí- 
jenas,  estableciendo  el  sistema  de  los  repartimientos,  6 
sea  distribución  de  servicios,  y  el  trabajo  de  las  minas; 
pero  es  un  doble  error:  calumnia  y   anacronismo. 

En  primer  lugar.  Colon  no  poseyó  nunca  un  solo  in- 
dio áfuer  de  esclavo;^  en  segvmdo,  es  preciso  tener  pre- 
sente que  no  podia  reducirse  á  esclavo  al  indio  bauti- 
zado; y  en  tercero,  que  el  virey  no  permitia  ir  á  las  minas 
ni  á  los  españoles,  sin  ciertas  condiciones  relijiosas.  Du- 
rante su  administración  no  se  obligó  una  vez  á  los  natu- 
rales á  estraer  oro  de  la  tierra,  porque,  respetando  el 
sistema  de  gobierno  estal)lecido  entre  ellos,  no  quiso 
trastornar  por  ninguna  causad  orden  existente,  y  privar 


1.  Humboldt.  examen  critico  de  la  historia  de  la  jeograjia  del 
nuevo  continente,  t.  III.  sección  2.  p.  282, 

2.  Colomb  n'eut  pas  uu  aeul  esclave;  raais  revoque  omonaateur 
de  la  marina,  premier  aut?ur  de  toutes  les  oalomuies  rcpandues  eontre 
lili,  eu  poRsédait  en  tonta  propriété  denx  cents,  dont  un  noble  fran- 
ciscain,  le  cardinal  Ximenes,  l'obligea  dése  dessaisir.— El  P.  Char- 
levoix,  Bistoire  de  Haint-3ominriue,  lib.  Y.  p.  337,  en  4.  Después  de 
la  retirada  del  cardenal  ministró,  don  Juan  de  Fonseca  importunó 
rey  y  se  hizo  devolver  esta  propiedad  anticristiana. 


—136- 

é 
á  los  caciques  de  sus  vasallos  naturales.  Y  solo  cuando  á 
consecuencia  de  revpluciones  ó  maldades,  debia  castigar 
á  los  reyezuelos,  hiego  de  haber  hecho  algunos  ejempla- 
res, en  lugar  de  trasportarlos  a  Castilla,  conforme  á  de- 
recho, les  imponia  ciertos  prestamos  en  favor  de  la  colo- 
nia, que  se  reducian  á  proveerla  de  un  número  de  hom- 
bres que  trabajaban  para  el  gobierno  en  obras  de  utilidad 
pública,  uno  ó  dos  dias  á  la  semana. 

Hubo  ocasiones  en  que  el  ahnirante  propuso  susti- 
tuir el  tributo  con  esta  clase  de  servicios,  lo  cual  acepta- 
ban con  entera  libertad  los  caciques,  y  cumplian  exi- 
jiéndolo  por  sí  mismos  de  sus  vasallos,  que  no  por  ayu- 
dar gratis  á  los  españoles  dejaban  de  pertenecer  á  sus 
señores.  Y  no  solo  no  resentían  con  el  trabajo  periódico 
su  dependencia  y  su  libertad,  sino  que  se  acostumbra- 
ban á  vivir  reunidos,  y  así,  en  mas  estrechas  relaciones 
con  los  europeos,  &e  ,vencia  un  gran  obstáculo  para  su 
entrada  en  el  gremio  de  los  fieles. 

Esto  distaba  tanto  de  la  esclavitud  como  los  présta- 
mos comunales  de  hoy,  de  ser  una  carga  afrentosa.  Pero 
los  gobernadores  que  sucedieron  al  virey,  desnaturali- 
zando el  principio  y  el  objeto  de  los  servicios,  lo=^  torna- 
roa  pronto  en  carga;  la  carga  en  esclavitiul,  y  la  esclavi- 
tud en  destrucción  de  la  raza  indíjena.  Bobadilla  y  su 
sncesor  fueron  los  organizadores  del  sistema  de  los  re- 
partimientos, tan  funesto  para  los  haitianos  que,  Colon, 
lejos  de  consentirlo,  lo  deploro. 

La  única  acusación  fundada  que  hayan  lanzado  con- 
tra el  sus  enemigos,  consiste  en  su  formal  oposición  al 
bautismo  de  los  indios.  Sin  duda  parecerá  estraño  que 
el  mensajero  de  la  salud,  que  plantaba  cruces  por  do 
quiera  y  convidaba  á  los  indíjenas  á  venerarlas,  los  re- 
chazara de  la  Iglesia  cuando  manifestaban  deseos  de 
entrar  en  ella;    pero,  sin  embargo,  nada  es  mas  cierto. 

Multitud  de  indios,  incitados  por  el  cebo  de  la  nove- 
dad, su  infantil  inclinación  á  iuiitaí^lo  todo,  y  principal- 
meute,  por  Jas^  inmnnidades  concedidas  á  los  conversóos, 


—137— 

sin  tener  la  mas  leve  noción  del  cristianismo,  demanda- 
ban ser  bautizados,  del  mismo  modo  que  hubieran  pedi- 
do un  jubón  ó  una  gorra.  Opúsose  entonces  el  almirante 
con  la  mayor  enerjia  á  la  condescendencia  de  ciertos 
eclesiásticos,  cuyo  proselitismo,  demasiado  induljente, 
favorecía  el  pretenso  movimiento  relijioso,  y  que  con  el 
anhelo  de  acrecentar  con  prontitud  su  rebaño,  acristia- 
naban naturales,  sin  mas  preparación  que  su  deseo  de 
ser  cristianos.  Por  piedad,  pues,  impedia  el  abuso  del 
sacramento,  es  decir,  su  profanación;  que  por  lo  demás 
su  manera  de  tratar  á  los  indíjenas  fué  siempre  pateríial, 
no  viendo  en  los  hijos  de  los  bosques  sino  á  hermanos 
suyos  en  Jesucristo,  y  amándolos  jenéricamente  por  ha- 
berlos descubierto  para  incorporarlos  á  la  Iglesia. 

•  El  amoroso  y  contemplativo  carácter  de  Colon  lo 
conducia  á  la  dulzura  y  á  la  induljencia;  y  si  publicó 
bandos  severos,  lo  hizo  para  pro  tejer  la  vida  y  hasta  la 
honra  de  los  indíjenas  que  ciertos  españoles  escarne- 
cian.  La  llamada  crueldad  de  Colon  no  fué  otra  cosa 
que  la  justicia  puesta  al  servicio  de  la  fraternidad  cris- 
tiana. 

Menester  es  decirlo,  en  su  odio,  los  enemigos  del  al- 
mirante, se  gozaban  en  atribuirle  todas  las  medidas  to- 
madas por  su  hermano  el  adelantado. 

D.  Bartolomé,  recto  y  justo;  pero  penetrado  de  lo 
útil  que  era,  y  de  su  ascendiente  sobre  los  licenciosos, 
hambrientos  y  fanfarrones,  no  se  cuidaba  de  dulcificar 
con  esplicaciones  verbales  y  suavidad  de  formas  el  exac- 
to cumplimiento  de  sus  órdenes,  sino  que  marchaba  im- 
pávido por  su  camino,  abatiendo  á  diestro  y  siniestro  el 
orgullo  de  los  arrogantes  hidalgos,  sin  parar  mientes  en 
su  enojo,  y  obhgándolos  á  bajar  la  impúdica  cerviz  á  la 
lejítima  autoridad  de  su  hermano  el  virey.  Según  Las 
Casas,  la  justa  severidad  del  adelantado  fué  la  causa  pri- 
mordial de  las  acusaciones  de  crueldad,  lanzadas  con 
tanta  persistencia  contra  Colon;i  y,  no  obstante,  como 

2.     Las  Casas.  Historia  de  las  Indias,  lib.  I.  cap.  XXIX;  Ms. 

18 


—138--^ 

confiesa  D.  Eustaquio  Navarrete,  "es  una  verdad  que 
toda  esta  severidad  hacia  falta,  pues  no  se  sabe  como 
hubiera  podido  gobernarse  de  otro  modo  jente  tan  re- 
voltosa y  díscola,  "i 

Lejos  de  haber  sido  censurada  por  la  corte  su  ruda 
conducta  con  sus  administrados,  fué  Colon,  al  contrario, 
acusado  de  demasiado  blando  y  conciliador;  y  en  las 
instrucciones  entregadas  á  su  sucesor  en  audiencia  so- 
lemne, en  presencia  de  los  reyes,  le  recomendaba  el  con- 
sejero D.  Antonio  de  Ponseca,  hermano  del  obispo  or- 
denador de  la  marina,  temeroso  de  que  le  aconteciera  lo 
propio  que  á  el  almirante,  castigara  en  su  orijen  cual- 
quier revuelta,  é  hiriera  como  el  rayo  2 

Se  vé,  pues,  que  las  acusaciones  dirigidas  á  Colon 
son  sombras  que  se  desvanecen  al  irlas  á  tocar.  Pero, 
tenemos  aun  que  refutar  la  creencia  jeneral  en  que  se 
está  de  la  impericia  administrativa  del  virey.  En  esto,  la 
acusación  es  en  estremo  ambigua  y  oscura,  pues  no  pue- 
de aducir  un  solo  hecho  con  exactitud. 

Objétase  á  la  capacidad  del  almirante  su  proposi- 
ción de  colonizar  la  Española  con  criminales  y  su  malha- 
dada elección  de  Roldan  para  el  oficio  de  alcalde  mayor 
de  la  isla;  y,  equitativamente,  la  idea  de  reclutar  colonos 
en  cárceles  y  presidios  no  debe  atribuirse  á  él,  sino  á  la 
imperiosa  ley  de  la  necesidad.  Y  en  efecto,  que  una  me- 
dida tal  manifiesta  de  una  manera  bastante  clara  el  pe- 
)ioso  estremo  á  que  se  estaba  reducido.  No  debe  echar- 
se en  olvido  que  en  los  momentos  en  que  se  produjo  la 
referida  propuesta,  estaban  los  ánimos  tan  prevenidos  en 
contra  de  las  Indias,  que  ninguna  recompensa  hubiera 
decidido  á  un  castellano  á  embarcarse  para  ellas;  que 
una  estada  de  dos  años  en  la  Española  parecía  compen- 


1.  Don  Eustaquio  Fernandez  de  Navarrete.  Noticias  de  don  Bar- 
iolomé  Colon.  Colección  de  documentos  inéditos,  tomo  XVI. 
p.  527. 

2.  Herrera.  Historia  jeneral  de  las  conquistas  y  viajes  de  los  cas- 
tellanos en  las  Lidias  Occidentales.  Década  1.  lib.  lY.  cap.  XIII. 


—139— 

sar  la  pena  capital;  que,  ademas,  era  una  cuestión  de 
vida  ó  muerte  para  la  colonia;  y  que  también  las  esclu- 
siones  designadas  por  Colon,  en  las  que  se  esceptuaban 
los  malhechores  mas  delincuentes,  daba  marjen  á  espe- 
rar que  aquel  rejimen  penitenciario  i)rodujera  buenos 
resultados.  Y  es  de  creer  que,  si  los  deportados  no  hu- 
biesen desembarcado  en  pésimas  circunstancias  en  medio 
de  los  rebeldes,  cuyo  mal  ejemplo  y  peores  sujestiones 
despertaron  sus  depravados  instintos,  no  habria  habido 
razón  para  lamentar  su  envió.  La  necesidad  de  abrir  las 
prisiones  para  poblar  la  Española  es  mas  un  cargo  para 
los  castellanos  que  para  Colon,  porque,  en  lo  que  á  el 
respecta,  se  advierte  que,  á  pesar  de  tan  duro  estremo, 
que  dicho  sea  de  paso,  no  le  desconcertó,  no  se  descui- 
dó un  instante  en  salvar  la  colonización  católica  del  nue- 
vo mundo,  y  que  mejor  que  abandonarla,  buscó  los  ele- 
mentos de  cultura  y  civilización  por  otro  sendero  que  el 
que  las  ideas  y  costumbres  de  su  época  tenian  abierto. 
No  dijo  como  un  elocuente  girondino:  "Perezcan  las  co- 
lonias mejor  que  los  principios; "  y  como  sabia  habituar- 
se á  todo  y  á  todos,  aceptó  las  peripecias  y  continua  lu- 
cha con  hombres  ingratos  y  perversos,  mas  bien  que 
dejar  estinguirse  el  jérmen  de  lá  fé  católica  que  habia 
esparcido  por  las  nuevas  rej iones.  Hoy,  la  rápida  pros- 
peridad de  Australia,  y  el  primer  ensayo  de  Francia  en 
la  Guayra  parecen  justificar  el  estraordinario  atrevimien- 
to de  las  esperanzas  de  Colon. 

Lo  que  fué  de  su  elección,  siempre  fué  escelente.  La 
conducta  criminal  de  Roldan  no  prueba  la  falta  de  buen 
juicio  del  virey,  porque,  habiendo  sido  de  las  personas 
de  su  servicio,  tuvo  mas  de  una  ocasión  de  apreciar  su 
amor  á  la  legalidad  y  su  aptitud  para  lo  contencioso  y 
judicial.  Por  eso  lo  nombró  primero  alcalde,  empleo 
.que  desempeñó  con  gran  satisfacción  de  la  colonia  y 
luego  lo  elevó  á  la  dignidad  de  alcalde  mayor,  lo 
cual  era  al  mismo  tiempo  una  recom[)ensa  y  im  estí- 
mulo para  comportarse  bien.  Y  si  mas  tarde  la  ambi- 


—140— 

cion  lo  aguijoneó  y  lo  volvió  ingrato  y  traidor,  no  por 
eso  su  talento  y  especialidad  quedaron  menos  justifica- 
dos: no  debe,  pues,  hacerse  á  Colon  responsable  del 
desagradecimiento  de  un  hombre  á  quien  habia  colmado 
de  beneficios  y  honrado  con  el  título  de  amigo. 

Lo  declaramos  francamente,  hemos  buscado,  pero  no 
podido  hallar  errores,  ni  defectos  en  el  injenio  adminis- 
trativo de  Colon.  Y  no  pretendemos  tan  solo  que  durante 
su  administración,  no  cometió  falta  alguna,  sino  que  lo 
afirmamos  de  una  manera  terminante,  lo  sostenemos  con 
la  conciencia  de  lo  que  hacemos,  y  lo  manifestamos  así 
en  nombre  de  la  sinceridad  de  nuestras  investigaciones, 
de  la  magnitud  de  nuestros  trabajos,  del  leal  homenaje  á 
que  tiene  derecho  la  verdad,  y  del  interés  que  inspira  el 
heroísmo  calumniado. 

Nunca  hubo  que  desempeñar  un  gobierno  mas  arduo 
que  el  de  Colon,  pues  se  movía  en  un  espacio  descono- 
cido, careciendo  hasta  de  los  mas  triviales  precedentes 
administrativos,  y  sin  cesar  entorpecido  por  las  dificulta- 
des del  clima,  de  la  hijiene,  de  las  antiguas  costumbres, 
y  nuevas  necesidades,  de  los  perennes  conflictos  de  los 
hidalgos  y  los  indíjenas,  de  las  sospechas,  de  la  descon- 
fianza, de  los  brutales  apetitos,  de  la  insubordinación  ó 
indisciplina,  erijidos  en  estado  normal,  y  de  las  pedan- 
tescas pretensiones  de  la  burocracia  de  Sevilla,  con  sus 
formas  inaplicables  á  las  exijencias  de  un  réjimen  de 
todo  punto  nuevo. 

A  pesar  de  esto.  Colon  no  cometió  la  menor  falta. 
Es  verdad  que  no  era  infalible;  pero  también  lo  es  que 
no  faltó.  La  protección  del  Señor  se  estendió  á  sus 
obras;  y  si  en  su  cuerpo  sufría.  Dios  lo  premiaba  en  sus 
trabajos,  porque  ni  una  sola  de  sus  instituciones  contenia 
el  jermen  te  un  vicio,  el  motivo  de  un  trastorno,  la  cau- 
sa de  una  dificultad  para  una  época  por  venir.  Del  mis- 
mo modo  que  no  se  descubren  vicios  en  un  santo,  no  se 
encuentra  un  defecto  en  su  gobernación,  y  esto  fue  por- 
que no  tuvo  en  cuenta  su  elevación  personal,  ni  el  en- 


—141— 

grandecimiento  de  su  casa,  ni  la  riqueza  de  sus  hijos, 
sino  la  gloria  de  Jesucristo,  la  dilatación  de  Castilla,  la 
civilización  cristiana,  la  buena  administración  de  las  In- 
dias, y  la  esplotacion  de  las  fuentes  de  riqueza  de  aque- 
llas tierras,  con  las  mejores  condiciones  y  de  la  manera 
que  mas  beneficio  reportara  al  pueblo.  Convencido  de 
que  su  obra  seria  eterna,  no  sacrificó  nunca  Colon  á  lo 
presente  los  recursos  de  lo  venidero. 

Para  manifestar  todo  lo  que  pensamos,  diremos  que 
no  nos  sorprende  absolutamente  el  no  tropezar  con  fal- 
tas ni  en  su  administración,  ni  en  su  vida  pública,'  y  que 
lo  que  sí  nos  estrañaria  seria  el  hallarlas  en  quien  era 
tan  completo;  descubrir  algo  ilójico,  algo  fuera  de  lugar 
en  un  cristiano  que  vivia  en  presencia  de  Dios  y  que 
abrigaba  en  su  corazón  siempre  una  gratitud  inmensa, 
infinita  por  los  favores  que  sobre  él  derramaba  la  divina 
majestad. 

Sus  misteriosas  obligaciones,  sus  comunicaciones  con 
el  orden  sobrenatural,  son  precisamente  los  rasgos  que 
distinguen  á  Colon,  que  lo  diferencian  del  resto  de  los 
administradores,  y  que  hacen  de  su  vida  enseñanza  me- 
morable. Pero,  conformándonos  'con  la  humildad  francis- 
cana de  que  nunca  salió  Colon  para  defenderse  nos  limi- 
tamos á  rechazar  la  calumnia,  cuando  pudiéramos,  por 
el  contrario,  poner  de  relieve  su  casi  fenomenal  capacidad 
en  materias  administrativas. 

La  práctica  y  rectitud  de  su  buen  sentido  le  fué  se- 
ñalando siempre  la  oportunidad  de  las  medidas,  asi  como 
los  medios  mas  sencillos  y  directos  de  ponerlas  en  eje- 
cución. Cada  detalle  de  su  administración  revela  la  fuer- 
za de  unidad  del  conjunto,  y  el  conjunto  la  ciencia  de 
los  detalles;  cosa  que  conceptuaba  Napoleón  I  como  la 
mas  rara  é  importante,  lo  mismo  en  la  paz  que  en  la 
guerra.  Colon  tenia  siempre  presente  aquellas  palabras 
de  la  Escritura:  "Quien  descuida  las  pequeneces  caerá 
poco  apoco. "  Porqué,pues,  discutir  los  actos  de  sugobier- 
no  si  los  hechos  hablan  mas  alto  que  las  interpretaciones? 


—142— 

Cuando,  después  de  haber  descubierto  el  nuevo 
continente,  volvia  enfermo  á  la  Española,  á  poco  de 
la  insurrección  de  los  naturales,  de  la  revuelta  de  los 
castellanos,  que  despreciaban  cuanto  emanaba  de  él,  y 
de  la  deserción  de  sus  subordinados,  se  encontraba  sin 
tropas,  sin  dinero,  sin  apoyo  moral,  en  suma,  en  una 
posición  desesperada,  y,  sin  embargo,  supo,  con  diestms 
concesiones,  y  hábiles  contemporizaciones,  dominar  de 
la  fuerza,  desarmar  al  crimen,  restablecer  la  autoridad 
y  la  seguridad  publica,  organizar  la  producción  é  inau- 
gurar una  era  de  prosperidad  en  la  isla.  Si  esto  no  es 
capacidad  administrativa,  que  se  nos  esplique  tamaño 
prodijio,  y  se  nos  designe  su  verdadero  nombre! 

¿Cómo  dudar  de  las  relevantes  dotes  administrativas 
de  Colon,  al  verlo  trasformarse  repentinamente  y  á  me- 
dida que  las  necesidades  lo  reclamaron,  de  hombre  de 
mar  en  agricultor,  arquitecto,  injeniero  militar  y  civil, 
economista,  y  ser  una  especialidad  como  agrónomo  y 
majistrado?  Todas  las  cuahdades  mas  eminentes,  indis- 
pensables á  los  fundadores  de  colonias,  que,  con  harta 
frecuencia,  tienen  que  proveer  á  mucho  con  poco,  y  por 
un  tránsito  azaroso  llegar  á  un  termino  feliz,  las  poseia 
en  grado  superior  el  virey  de  las  Indias. 

A  pesar  de  su  santa  sed  de  oro,  no  bien  se  encon- 
tró Colon  instituido  gobernador  de  los  nuevos  paises, 
lejos  de  prestar  una  preferente  atención  á  las  minas  y  á 
los  procedimientos  metalíirjicos,  se  contrajo  de  una  ma- 
nera casi  esclusiva  al  cultivo  de  la  tierra,  base  funda- 
mental y  último  objeto  de  toda  colonización  de  impor- 
tancia. 

Con  el  nombre  de  Granja  Real,  habia  establecido 
una  granja  modelo,  en  la  cual  se  conservaban,  con  toda 
la  pureza  de  su  raza,  animales  reproductores  de  cada 
especie;  y  por  su  inspiración  se  hacian  plantaciones  y 
tenian  lugar  ensayos  de  aclimatación  y  horticultura.  Y 
comprendiendo  que  era  preciso  renunciar  al  réjinien  eu- 
ropeo y  adoptar  la  hijiene  de  loa  naturales,  se  esforzaba 


—143»-- 

por  habituar  á  los  colonizadores  á  los  alimentos  de  los 
indíjenas.  En  esto  escedió  su  penetración  á  las  caras  lec- 
ciones de  la  esperiencia,  queriendo  que  pudieran,  llega- 
do el  caso,  prescindir  de  la  metrópoli  para  vivir,  y  de- 
volverla mas  de  lo  que  recibieran  de  ella.  En  vez  de 
célibes  ansiosos  de  oro,  incapaces  de  aficionarse  al  ter- 
reno para  cultivarlo,  y  que  no  supieran  sino  trastornar* 
lo  y  dar  al  traste  con  todo,  no  gustaba  de  admitir  sino 
hombres  casados,  laboriosos,  amigos  de  Li  agricultura, 
con  el  objeto  de  que  unos  se  dedicaran  al  desmonte  y 
la  labranza,  otros  á  abrir  acequias^  y  desecar  pantanos 
y  otros,  en  fin,  al  pastoreo  de  los  ganados. 

Para  igualar  los  productos  agrícolas  y  la  esplotacion 
de  las  minas  auríferas,  estableció  con  la  mas  exacta  equi- 
dad los  derechos  del  fisco  sobre  los  trabajadores;  dere- 
cho que  consistía  en  los  buscadores  de  oro,  en  la  ter- 
cera parte  de  su  recolección,  y  que  satisfacían  con  la  me- 
jor voluntad.  Así,  sin  agoviar  al  contribuyente  enrique- 
cía el  tesoro  en  lugar  de  empobrecerlo,  como  hizo  Bo- 
badilla,  sacrificando  el  ínteres  de  la  reyna  á  una  efímera 
popularidad.  Y  temiendo  que  los  habitantes  de  la  Es- 
pañola se  aficionaran  á  los  pleitos  y  procedimientos  con 
la  venida  de  esos  lejistas  cavilosos  que  inventan  las  cau- 
sas, envenenan  siempre  las  reclamaciones,  y  atizan  el 
fuego  de  la  discordia  sobre  los  límites,  servicios,  entra- 
das y  salidas  y  cañerias  de  las  fincas,  y  hacen  surjir  di- 
ferencias del  modo  mas  artificioso,  prohibió  á  los  abo- 
gados, procuradores  y  demás  jente  de  la  curia  abordar 
á  la  isla,2  así  como  lo  había  hecho  con  los  estranjeros 
y  los  herejes. 

La  confirmación  oficial  de  la  superioridad  adminis- 
trativa del  almirante  existe  aun  en  las  instrucciones  je- 


1.  Cédula  para  que  Fernando  de  Zafra  husque  veinte  hombres 
de  campo  y  otro  que  sepa  hacer  acequias.  Colección  diplomática.  Do- 
cumentos *n.  XXIII. 

2.  El  P.  Cliarlevoix.  JüsloWe  de  Sainf-Donr/'nf/ue,  lib.  III.  p.  141, 
142,  en  4. 


—144— 

neraks  del  23  de  Abril  de  1497  dadas  por  los  reyes 
al  gobernador  de  las  Indias  para  la  población  de  las 
islas  y  tierra  firme;  las  cuales,  verdadero  resumen  de 
las  ideas  de  Colon,  prueban  que  aquel  hombre,  criado 
en  la  mar,  encontró,  no  obstante  esto,  los  medios  de 
protejer  los  intereses  de  los  ausentes  y^elos  herederos 
lejanos,  como  también  las  formas  jurí cucas  que  mejor 
pudieran  garantizar  todos  los  derechos.  Tanto  es  así 
que,  en  el  citado  documento,  se  remiten  SS.  A  A.  á  la 
memoria  del  virey,  y  la  reproducen  in  extenso  en  esa 
parte.  1 

Ademas,  hay  un  hecho  que  prueba  irrefragablemente 
las  altas  cualidades  de  Colon  y  su  idoneidad  para  la  go- 
bernación de  los  pueblos,  á  saber:  el  restablecimiento, 
en  su  primer  vigor  y  estado,  por  la  fuerza  de  las  cosas, 
de  todas  sus  disposiciones  y  reglamentos  coloniales,  que 
antes  hablan  sido  censurados  y  anulados  por  la  corte, 
haciendo  de  este  modo  justiciad  sus  pensamientos,  mien- 
tras su  persona  era  objeto  de  luia  crítica  de  mala  ley 
y  de  acusaciones  calumniosas. 

Reasumiendo: 

Queda  probado  hasta  la  saciedad  que  en  la  admi- 
nistración del  almirante  no  se  halla  una  falta,  y  que  pa- 
recía incarnada  en  él  la  ciencia  de  gobernar,  porque,  no 
habiendo  podido  adquirir  con  el  estudio,  ni  aun  sus  mas 
lijeros  principios  á  causa  de  sus  continuas  navegaciones, 
no  ideó  jamas  cosa  que  la  desmintiera. 

Fué,  pues,  contra  los  hechos,  contra  la  evidencia, 
contra  la  justicia  y  contra  la  razón,  acusado  de  imperi- 
cia administrativa;  pero  la  envidia  necesitaba  de  un  pre- 
testo  para  ocultar  su  pasión,  y  se  parapetó  tras  él  fin- 


1.  Nos  parece  que  se  debe  guardar  la  forma  que  está  en  el  ca- 
pítulo de  vuestro  memorial,  que  sobre  esto  nos  distes  que  es  el  siguien- 
te. "Muchos  estranjeros  é  naturales  son  muertos  en  las  Indias,  etc.." 
— Instrucción  de  los  señores  reyes  católicos  al  almirante  para  la  pobla- 
ción de  las  islas  y  tierra  firme. — Colección  diplomática.   Documento 


—145— 

jieiidose  guardadora  de  los  intereses  públicos. 

El  rey  don  Fernando,  cauteloso  y  sutil,  y  presumien- 
do tanto  de  habilidad  gubernamental  como  de  astucia 
política  ni  amaba  á  Colon  por  su  saber,  ni  á  las  co- 
lonias por  su  distancia;  que  el  receloso  monarca  temia 
ver  debilitada  su  autoridad,  teniendo  el  Océano  de  por 
medio,  y  ios  resultados  inmediatos  constituían  el  prin- 
cipal objeto  de  sus  esperanzas;  y  si  bien  su  tesoro  no 
habia  aventurado  una  blanca  en  el  asunto,  le  dolian  los 
compromisos  contraidos  por  Castilla  de  sostener  un  es- 
tablecimiento cuyos  resultados  no  guardaban  proporción 
con  los  ensueños  ambiciosos,  ni  con  la  necesidad  de  re- 
cursos que  tenia  para  llevar  á  cabo  sus  proyectos  sobre 
Italia.  ''Consideraba  el  nuevo  mundo  como  ajeno,  y  no 
lo  estimaba  sino  por  lo  que  rendia;''i  y  tan  indiferente 
le  era  la  suerte  que  pudiera  caberle,  como  indiferente  y 
estraño/ué  á  su  descubrimiento.  Después  de  haberse, 
por  un  momento,  envanecido  de  Colon,  miraba  con  ojos 
de  envidia  su  inmensa  celebridad,  y  le  hacia  sombra  la 
encumbrada  posición  creada  al  marino  jenoves  por  los 
tratados  que  le  conferian  y  aseguraban  para  lo  futuro 
un  gobierno  á  parte. 

Y  como  cuanto  mas  se  estén dian  los  descubrimien- 
tos mas  se  ensanchaban  los  derechos  de  Colon,  los  ene- 
migos del  hombre  grande,  los  funcionarios  superiores 
de  la  marina,  el  ordenador  Fonseca,  el  veedor  Soria  y 
el  pagador  jeneral  Jimeno  úe  Bribiesca,  sabedores  de 
las  imajinaciones  que  preocupaban  al  rey,  y  su  secreto 
aborrecimiento  á  la  persona  del  almirante,  alimentaban 
en  su  espíritu  la  idea  de,  que  el  título  de  virey  despres- 
tijiaba  á  la  corona.  Púsose  por  obra  todo  cuanto  tendie- 
se á  anular  de  hecho  los  dictados  y  franquicias  que  po- 
seía, y  á  barrenar  á  las  claras  las  capitulaciones  conve- 
nidas con  él,  y  ratificadas  con  todas  las  fórmulas  lega- 
les. Sin  embargo,  menester  es  reconocerlo,  la  ingratitud 


1.     José  Qnintaua. 

19 


—146— 

y  la  mala  voluntad  del  rnoimroa  no  entraron  por  tanto 
en  tamaña  iniquidad,  como  el  egoismo  y  animadversión 
de  las  oficinas  de  Sevilla.  El  odio  de  don  Juan  de  Fon - 
seca  pesó  mas  en  la  balanza  que  el  desamor  y  ruines  ce- 
los de  Fernando  el  católico. 


III. 


Siendo  cosa  resuelta,  el  reemplazo  provisional  de  Co- 
lon en  el  gobierno  délas  Indias,  de  acuerdo  con  Isabel, 
á  quien  se  habia  persuadido  de  la  prudencia  de  la  me- 
dida, dirijióse  con  maestria  la  elección  de  la  reyna  y  re- 
cayó en  un  personaje  bien  quisto  en  la  corte,  íntimo  del 
ordenador  jeneral  de  la  marina,  honrado  con  el  aprecio 
del  rey,  y  cuyas  maneras  graves  y  circunspectas,  en  ar- 
monia  con  la  elegancia  de  su  lenguaje,  inspiraban,  na- 
turalmente, consideración  y  respeto.  Era  comendador  de 
Larez,  y  se  llamaba  don   Nicolás  de  Ovando. 

Concedióse  al  gobernador,  en  apariencia  interino, 
aunque  definitivo  en  el  ánimo  del  rey,  un  séquito  nun- 
ca visto  y  una  magnifica  flota  de  treinta  y  dos  velas, 
que  el  obispo  Fonseca,  Bribiesca  y  Gonzalo  Gómez  de 
Cervantes,  á  la  sazón  establecido  en  Sevilla,  dejaron,  con 
inusitada  actividad,  en  disposición  de  darse  á  la  vela,  en 
menos  de  seis  meses.  Si  Colon  hubiera  podido  descen- 
der á  dar  entrada  en  su  pecho  á  la  envidia,  no  habria 
mirado  sin  disgusto  ni  sospechas  semejante  aparato  guer- 
rero y  alarde  de  fuerzas  concedido  á  un  interino.  Ade- 


—117— 

mas,  el  veedor  de  la  marina  que,  en  otra  ocasión,  se 
negó  á  dar  pasaje  gratuito  á  un  solo  criado  del  almiran- 
te, no  objetó  ahora  la  menor  dificultad  para  facilitarlo 
á  los  diez  guardias  de  á  caballo  y .  doce  de  á  pié  de 
Ovando,  que  llevaba  consigo  oficiales  de  alta  categoría 
y  se  rodeaba  de  un  aparato  que,  el  virey,  no  se  hubiera 
atrevido  ni  á  imajinar  siquiera.  Sin  duda  que  al  gober- 
nador transitorio  se  le  protejia  de  muy  diverso  modo 
que  al  gobernador  titulado,  perpetuo  y  hereditario. 


IV. 


Pero  la  desconfianza  y  los  celos  vulgares  no  tenian 
fácil  entrada  en  el  gran  corazón  del  virey,  y  así,  mien- 
tras se  preparaba  el  armamento  de  la  flota,  retirado  en 
un  solitario  albergue  y  entregado  al  estudio  y  á  la  ora- 
ción habia  perdido  de  vista  desde  la  elevada  cima  de 
las  contemplaciones  divinas  las  intrigas  de  la  corte  y  las 
míseras  ajitaciones  del  mundo:  una  ambición  mas  atre- 
vida hacia  palpitar  su  pecho.  No  le  bastaba  haber  des- 
cubierto el  nuevo  continente,  la  costa  firme;  necesitaba 
recibir  el  premio  de  sus  trabajos;  y  como  las  glorias  hu- 
manas eran  impotentes  para  ello,  aguardaba  de  mas  alto 
la  recompensa. 

Esperaba  Colon  que,  poniendo  su  divina  majestad 
el  colmo  á  sus  favores,  se  dignara  reservarle  la  conquista 
del  santo  sepulcro,  hasta  entonces  negada  á  los  denoda- 
dos esfuerzos  de  los  cruzados. 


-148— 

Sabido  es  que  tal  fué  el  anhelo  constante  del  virey, 
y  después  de  su  tercer  viaje,  por  el  cual  habia  aumen- 
tado con  una  mitad  mas  el  espacio  de  la  tierra,  se  le  ha- 
cia tarde  el  momento  de  poner  por  obra  su  heroico  pro- 
yecto. Y  tanto  en  el  convento  de  sus  amigos  los  fran- 
ciscanos de  Granada,  como  en  el  pintoresco  monasterio 
de  los  de  Zubia,  erijido  en  el  teatro  dh  la  guerra  en 
memoria  de  la  escaramuza  de  la  reyna,i  y  desde  donde 
abarcaba,  á  un  tiempo,  la  vista,  la  hermosa  Vega,  ma- 
ravilla de  la  vejetacion  europea,  y  la  Alhambra  y  el  Al- 
baicin,  prodijios  de  la  arquitectura  morisca,  vivia  en 
la  intimidad  de  lá  suma  anjélica,  en  la  sociedad  de 
los  maestros  de  la  teolojia,  alimentándose  deliciosamente 
coii  el  estudio  de  las  Santas  Escrituras,  aspirando  en 
las  revelaciones  de  los  profetas  y  en  los  elevados  cantos 
de  los  salmistas  el  exotérico  perfume  que  exhalan,  y  procu- 
rando descubrir  hasta  en  el  fondo  de  las  imájenes  apoca- 
lípticas algunos  pasajes,  destellos  luminosos  que  creia' 
debian  aclarar  la  cuestión  de  los  santos  lugares,  llamar 
la  atención  de  los  reyes  católicos  é  inclinarlos  á  tan  glo- 
riosa empresa. 

A  veces,  en  los  intervalos  que  le  dejaban  sus  investi- 
gaciones, electrizado  por  la  poesia  de  Israel  y  los  mag- 
níficos himnos  de  la  Iglesia  romana,  hacia  también  por 
desahogar  en  versos  las  emociones  de  su  piedad.  Poeta 
por  las  sensaciones  de  su  alma,  lo  era,  ademas,  por  la 
manera  de  espresarlas  aun  en  la  lengua  de  su  patria 
adoptiva. 

Desgraciadamente  se  han  perdido  aquellas  estancias 
cristianas  de  Cristóbal  Colon,  cuyos  últimos  vestijios 
existen,  escritos  á  la  ventura,  en  el  croquis  de  su  tra- 
bajo sobre  las  profecías. ^  Su  metro  es  grave  y  solemne 


1.  La  única  batalla  formal  qiio  tuvo  lugar  cu  la  Vega  de  Gra- 
nada, durante  el  sitio  de  la  ciudad,  se  empeñó  repentinamente  con  mo- 
tivo de  un  paseo  de  la  reyna  doña  Isabel  por  el  cerro  de  Zubia.  Ape  - 
Uidóse  el  choque  Escaramuza  de  la  reyna. 

2.  Desgraciadamente  ia  paráfrasis  del  Meimn'afc  naris-sima  /na. 


-J49-         •        .        •         ^ 

como  el  jenio  cristiano,  y  abunda  en  pensamientos  que 
revelan  lo  desengañado  del  mundo  que  se  hallaba  su 
autor,  lo  profundo  y  arraigado  de  su  fe  y  una  lójica  di- 
vina. Su  trozo  mas  estenso  tiene  por  asunto  los  fines  del 
hombre,  y  luego,  en  seis  estrofas,  empezada  cada  una 
con  una  palabra  latina,  desenvuelve  la  máxima  católica: 
"Memorare  nomssima  tua,  et  non  pecabis  in  (Eternum!' 
Estas  seis  estrofas  rebosan  la  grandeza  é  inflexibilidad 
de  nuestros  dogmas,  y  abundan  en  esas  hondas  impre- 
siones, sed  ardiente  del  paraiso  y  horror  al  pecado  que, 
tan  naturales  son  á  las  almas  santas.  Si  en  un  idioma 
(pie  tan  tarde  fué  el  suyo  y  que  no  comenzó  á  balbu- 
cear hasta  la  edad  de  cuarenta  y  nueve  años  se  mostró 
Colon  poeta,  ¿qué  acentos  tan  armoniosos  no  habría  des- 
pedido en  el  de  Dante  y  Tasso,  la  dulce  habla  de  su 
juventud? 

Nos  parece  digno  de  atención  esta  circunstancia  que 
concurrió  en  Colon  en  su  infortunio  y  su  vejez,  pues 
grandes  injenios  y  grandes  santos,  escribieron  también 
poesías  en  sus  últimos  años.  La  juventud  comienza  me- 
trificando y  la  ancianidad  torna  á  la  poesia,  como  en 
busca  de  xm  consuelo,  pero  esta  vuelta  á  la  poesia,  lo 
mismo  que  á  la  música,  reflejo  de  la  eterna  adolescen- 
cia del  alma,  parece  ser  la  recompensa  esclusiva  de  quien 
ha  encanecido  en  la  práctica  de  la  virtud.  Para  no  pre- 
sentar mas  que  un  ejemplo,  diremos  que,  el  gran  Bos- 
suet,  poco  antes  de  su  muerte,  gustaba  de  traducir  en 
verso  francés  los  salmos  de  David.  A  dos  siglos  de  dis- 
tancia estos  dos  hombres  sublimes  esperimentaron  la 
misma  necesidad  y  buscaron  en  la  misma  fuente  el  mis- 
mo consuelo. 

Durante  cerca  de  siete  meses,  de  concierto  con  va- 


el  principio  de  una  oda  sobre  el  nacimiento  de  San  Juan  Bautista  ti- 
tulada: Gozos  del  nacimiento  de  San  Juan  Bautista,  después  una  es- 
tancia referente  á  los  deberes  del  cristiano  y  algunos  versos  mas,  es- 
parcidos por  las  liojas  del  Libro  de  las  profecías  componen  únicamente 
]o  que  Jiasta  nosotros  ha  llegado  de  las  pocsias  de  Cristóbal  Colon. 


—150— 

rios  sabios  relijiosos,  de  los  mas  versados  en  las  letras 
sagradas,  se  ocupó  Colon  en  compulsar  la  Escritura  y 
los  autores  eclesiásticos  con  el  objeto  de  reunir  los  di- 
ferentes testos  y  de  indicar  las  interpretaciones  que  se 
adaptaban  á  los  hechos  á  que  el  habia  dado  ejecu- 
ción, así  como  los  pasajes  aplicables  al  sepulcro  del 
Salvador,  y  cuando  le  pareció  que  su  trabajo  estaba 
completo,  envió  (13  de  Setiembre  de  1501)  una  copia 
á  un  docto  teólogo  de  Sevilla,  llamado  Fr.  Gaspar  Gor- 
ricio,  de  la  cartuja  de  las  Cuevas,  para  que  lo  exami- 
nara y  lo  enriqueciera  en  caso  necesario. 

Este  precioso  manuscrito,  destinado  á  los  reyes  ca- 
tólicos, se  ha  perdido;  su  borrador  formaba  un  tomo 
en  folio  de  ochenta  y  cuatro  hojas,  con  este  título:  Co- 
lecciofi  de  las  profecías  sobre  la  reconquista  de  Jerusalen 
fj  el  descubrimiento  de  las  Indias.  Humboldt  no  ha  te- 
nido reparo  en  llamar  á  este  trabajo  '^bosquejo  de  la  es- 
travagante  obra  de  las  profecías'^  y  hasta  lo  ha  califica- 
do de  "profecías  paganas  y  bíblicas/'^  La  omnipoten- 
cia de  su  nombre  ha  hecho  que  se  acepte  un  juicio 
que  tiende  á  desprestijiar  á  Colon  en  el  ánimo  de  los 
lectores  eruditos;  pero,  nosotros,  que  no  podemos  dar 
asentimiento  á  tal  sentencia,  decretada  sin  justicia  y 
sin  mas  previo  examen  de  los  documentos,  haremos  cons- 
tar que,  mientras  reconoce  que  ''la  obra  estravagante'' 
no  es  mas  que  un  croquis,  conviene  en  que  muchos  re- 
lijiosos ayudaron  á  Colon  en  su  trabajo. 

Y  en  efecto,  el  fragmento  impreso  ''de  la  obra  estra- 
vagante"  que  ha  recorrido  Humboldt  no  es  sino  un  cro- 
quis, una  especie  de  borrador,  escrito,  en  parte,  por 
otra  mano  que  la  del  almirante,  y  que  viene  á  ser  el  bos- 
quejo informe  de  un  pensamiento  no  coordinado,  pues 
los  pasajes  recojidos,  las  autoridades  diversamente  clasi- 
ficadas no  están  unidas  por  el  razonamiento,  y  presen- 


1,     Huiuboldt.  Examen  crítico  ik  la  /liaior'ui  'le  h(  jcoffriifia    del 
mieüo  vontinetüe,  t.  I.  p.    102. 


—151  — 

tan  no  mas  que  un  montón  de  materiales.  ¿Y  siendo  co- 
mo es  asi,  podrá  juzgarse  sanamente  de  una  obra  por 
fragmentos  y  borradores,  abreviados  y  truncados  por 
catorce  mutilaciones?  Los  sabios  sacerdotes  que  ayu- 
daron á  Colon  en  su  trabajo,  no  lo  conceptuaron  estra- 
vagante.  El  profundo  teólogo  de  la  cartuja  de  Sevilla  lo 
poseyó  íntegro,  es  decir,  acabado  y  completado  con  las 
catorce  pajinas,  que,  una  mano  criminal,  arrancó  por  en- 
tonces del  croquis,  único  ejemplar  que  nos  haya  que- 
dado, las  cuales  debieron  constituir  la  parte  mas  impor- 
tante del  trabajo,  como  convienen  Muñoz  y  Nav^rrete;! 
y  por  haberlo  conocido  cabal  fué  por  lo  que  concibió 
de  él  una  opinión  muy  distinta  de  la  de  Humboldt. 

El  sabio  cartujo  dirijió  muchas  cartas  a  el  grande 
almirante  sobre  este  asunto,  y  apenas  hubo  recibido  y 
leido  su  manuscrito  le  envió  una  diciéndole  que  se  apli- 
caría con  tanto  mas  gusto  á  complacerlo  cuanto  que  con 
ello  '^se  enseñaria,  y  despertaría  su  entendimiento  en 
cosa  tan  salutífera,  consolatoria,  admonitoria  y  provoca- 
tiva al  servicio  de  nuestro  señor  Dios,^  y  al  pro  é  honra 
de  sus  reyes  é  de  toda  la  relijion  cristiana/^  Y  después 
de  haber  examinado  concienzudamente  la  obra  confesó' 
no  serle  posible  agregar  sino  muy  poco,  porque  ya  Co- 
lon habia  recojido  la  flor  de  todas  las  autoridades,  sen- 
tencias, palabras  y  profecías  contenidas  en  las  Santas  Es- 
crituras y  los  glosadores.  Pero  no  obstante  conocer  que 
le  quedaba  poco  que  espigar,  se  entregó  á  su  tarea  con 
unción  edificante  é  interior  consuelo,  elevándose  á  las 
miras  jenerosas  del  contemplador  de  la  creación,  y  rogó 
á  Dios  iluminara  el  camino  de  sus  investigaciones  para 


1.  "Pero  le  faltan  catorce  hojas  que  han  cortado,  y  es  factible 
fuese  lo  mejor  de  la  obra."— iVb¿a  d  la  colección  del  manuscrito  enan- 
cado hecha  por  el  historiógrafo  real  en  Sevilla  el  14  de  Marzo  de 
1784. 

2.  Respuesta  del  P.  D.  Fray  Gaspar  Gorricio.  Colección  diplo- 
mática. Docamcnto  n.  CXL. 


^152— 

poder  corresponder  '^á  los  santos  deseos'^^  de  su  señoría 
el  virey. 

En  el  trabajo  de  Colon  sobre  las  profecías,  como  solo 
tenia  por  objeto  la  emancipación  de  los  santos  lugares, 
no  insistió  acerca  de  las  ventajas  de  la  conquista.  Los 
reyes  conocian  su  proyecto,  pues  les  habia  hablado  de 
él  antes  de  salir  para  su  primera  espedicion  y  mas  ade- 
lante, á  la  vuelta  del  segundo  viaje  y  en  ocasión  de  mar- 
char á  la  descubierta  del  nuevo  continente.  Empero 
como  se  fundaba  en  la  autoridad  de  los  libros  santos 
para  acreditar  el  fin,  esclusivamente  relijioso,  de  la  espe- 
dicion propuesta,  establecia  primero,  á  manera  de  prefa- 
cio á  su  escrito,  ciertos  principios  de  una  buena  interpre- 
tación de  las  Escrituras,  tomados  de  San  Agustin,  Santo 
Tomás,  San  Isidoro  y  Gerson.  Después,  entrando  en  ma- 
teria, recordaba  el  modo  maravilloso  con  que  fué  esco- 
jido  para  dar  cumplimiento  á  muchas  palabras  de  los 
profetas,  particularmente  las  de  Isaias,  relativas  á  las  na- 
ciones situadas  en  los  confines  del  globo. 

A.  pesar  de  la  multitud  de  sus  enemigos  que  ace- 
chaban todas  las  ocasiones  de  perderlo,  y  de  la  vijilan- 
ciá  de  la  Inquisición,  á  la  sazón  tan  afanosa  en  reprimir 
el  pensamiento  mas  trivial  que  se  manifestara  de  dudo- 
sa ortodoxia  católica,  escribía  Colon  injenuamente  que 
la  Santísima  Trinidad  le  inspiró  la  primer  idea  de  su 
empresa;  que  el  redentor,  es  decir,  el  verbo  hecho  car- 
ne, le  mostró  el  camino;  que  nuestro  señor,  manifes- 
tándose propicio  á  su  deseo,  le  habia  hecho  merced  del 
espíritu  de  intelijencia;  que  le  habia  ''abierto  en  se- 
guida el  entendimiento''  de  una  manera  palpable  y  dá- 
dole  la  fuerza  necesaria  para  la  ejecución  de  todo,^  re- 


1.  "E-ogando  á  nuestro  Señor  que  cumpla  quod  locutus  est  per 
08  PropJietarum,  y  plega  á  su  infinita  clemencia  de  lo  asi  hacer,  y  lle- 
var los  santos  deseos  de  V.  S." — Respuesta  del  P.  D.  Fray  Gaspar 
Gorricio. 

2.  Carta  del  almirante  al  rey  y  á  la  reyna, — Libro  de  las  Pro- 
fecías,  fol.  IV. 


—153— 

conociendo  al  propio  tiempo  que  en  su  hallazgo  solo  le 
sirvieron  las  ciencias  y  las  matemáticas  de  muy  endeble 
apoyo,  y  que  de  Dios  únicamente  recibió  la  inspiración 
y  el  ánimo  para  llevarla  á  cabo. 

Es  indudable  que  quien  se  despoje  de  la  pasión  lio 
encontrará  ni  exajeraciones,  ni  "estravagancias''  en  el 
trabajo  sobre  las  profecias.  Nosotros  hemos  admirado 
en  él  la  erudición  y  la  majestad  unidas  á  la  sencillez  y 
claridad  del  razonamiento;  que  en  lo  que  respecta  al  fon- 
do de  la  obra,  Colon  comprobaba  un  hecho  señalado  ya 
hacia  seis  años  por  el  ilustre  lapidario  de  Burgos,  don 
Jaime  Ferrer,  y  reconocido,  con  el  trascurso  del  tiempo, 
por  filósofos  cristianos,  teólogos,  obispos  y  príncipes  de 
la  Iglesia,  de  un  mérito  eminente. 

El  servidor  de  Dios,  esforzándose  por  penetrar  todos 
los  secretos  del  globo,  y  midiendo  el  celo  de  los  hom- 
bres por  el  suyo  esperaba,  ya  que  habia  aproximado 
á  las  rej iones  lejanas,  que  el  nombre  del  Salvador  fuera 
llevado  en  triunfo  por  toda  la  tierra.  Y  en  el  ardor  de 
su  fé,  deducía  resueltamente  de  este  resultado  evaujé- 
lico  que  todas  las  naciones  se  convertirían  al  cristianis- 
mo, y  que,  una  vez  los  pueblos  rejidos  por  el  mismo 
pastor  y  la  misma  ley,  se  acercarla  la  fin  del  mundo; 
que  su  espíritu  investigador,  después  de  haber  ensan- 
chado el  espacio,  intentaba  conquistar  las  nociones  del 
tiempo  futuro  y  designar  la  época  en  que  concluiría  la 
vida  del  globo.*^  Apoyándose  en  la  opinión  de  San  Agus- 
tín, admitida  por  muchos  teólogos,  y  en  particular  por 
el  cardenal  Pedro  de  Ailly,  que  el  mundo  debia  concluir 
en  el  sétimo  millar  de  años,  á  contar  desde  la  creación 
del  hombre,  habia  supuesto,  según  los  cálculos  del  r^ 
don  Alfonso,  que  la  duración  del  mundo  no  debia  ser 
mas  que  de  ciento  cincuenta  y  cinco  años,  y  que,  de 
consiguiente,  iban  á  atropellarse  los  sucesos  y  á  presen- 
ciarse por  la  nueva  jeneracion  los  signos  precursores  del 
tremendo  día. 

En  sus  escritos,  el  gbate  Joaquín  de  Calabria,  repu- 

20 


—154— 

tado  durante  su  vida  de  profeta  y  santo,  y  celebrado 
por  el  Dante  y  San  Vicente  Ferrer  y  San  Bernardino  de 
Siena,  en  algunos  de  sus  sermones,  y  Pedro  el  venera- 
ble, abad  de  Cluny,  habian  representado  como  próxima 
la  fin  del  mundo,  y  el  último,  hecho  cálculos  de  proba- 
bilidad sobre  la  época  en  que  ocurriría.  El  bienaventu- 
rado ermitaño  Telesforo,  no  temió  designar  el  terríble 
dia,  á  pesar  de  decir  que  el  señor  podia  disponerlo  de 
otra  suerte.  El  sabio  astrónomo,  cardenal  Nicolás  de 
Cuza  se  ocupó  también  del  caso,  y  así,  empapado  Colon 
en  las  ideas  del  docto  Pedro  de  Ailly  sobre  la  estincion 
del  mahometismo  y  la  venida  del  Antecristo,  buscaba 
á  su  vez  el  modo  de  basar  en  cálculos  la  hora  postrera 
del  universo,  bien  que,  sin  estenderse  apenas  en  las 
probabilidades,  ni  hacer  de  la  posibiHdad  la  piedra  an- 
gular de  su  razonamiento. 

El  cumplimiento  de  las  profecías,  la  infalibilidad 
de  la  palabra  de  Dios,  tal  es  el  punto  de  partida  de  su 
demostración.  "Nuestro  redentor  dijo  que  antes  de  la 
consumación  deste  mundo  se  habrá  de  cumplir  todo  lo 
que  estaba  escrito  por  los  profetas,"!  esclama,  y  de 
aquí,  por  una  serie  de  razonamientos,  que  la  muti- 
lación de  catorce  pajinas  nos  impide  apreciar,  infiere 
\a,  necesidad  de  libertar  presto  el  Santo  Sepulcro,  no 
con  el  objeto  de  asegurar  á  España  una  ventaja  po- 
lítica, sino  con  .el  de  donarlo  á  la  Iglesia  católica. 

Lo  que  ambicionaba  el  discípulo  del  verbo  era,  res- 
catando del  dominio  de  los  infieles  la  tierra  de  los 
milagros,  reunir  Jerusalen  á  Roma;  entregar  el  sepul- 
cro del  Salvador  al  sucesor  del  príncipe  de  los  apósto- 
les, y  d^  esta  suerte  la  Palestina  se  hubiera  unido 
á  la  Santa  Sede,  con  el  mismo  lazo  que  unió  la  Je- 
rusalen antigua  con  la  moderna  y  el  antiguo  con 
el  nuevo  testamento.  Habríanse  agregado  los  santos  lu- 


1.     Libro  de  las  profecías,  fól.  IV,  Caria  del  almirante  al  rey  y  d 
la  reyna. 


—155— 

garcs  al  dominio  de  San  Pedro,  como  heredamiento  de 
sus  derechos  de  primojenitura  apostóHca,  y  la  cuestión 
de  los  santos  lugares,  ese  nudo  gordiano  de  los  intereses 
relijiosos  de  los  tiempos  por  venir,  se  hubiera  desata- 
do con  el  oro  del  nuevo  mundo,  ó  cortado  con  la  espada 
de  su  revelador,  y  no  habria  servido  en  la  actualidad  de 
pretesto  á  la  ambición  de  los  cismáticos  griegos  ó  rusos 
que  se  atreven  á  llamarse  de  la  Iglesia  ortodoxa.  No  se 
habrían  visto  naciones  separadas  de  la  comunión  roma- 
na, ni  gobiernos  protestantes  y  panteistas  acudir  llenos 
de  audacia  á  disputarse,  como  una  parte  de  la  lejítima 
paterna,  privilejios  que  por  los  derechos  de  una  posesión 
antigua,  por  los  del  martirio  y  de  la  caballería  pertene- 
cen solo  á  la  Iglesia  católica,  apostólica,  romana,  y  lue- 
go de  ella  á  la  Francia,  su  primojenita. 

Calculó  Colon  que,  con  el  producto  de  sus  derechos 
del  décimo  y  octavo,  podría  acometer  la  empresa,  y 
combinó  su  presupuesto  de  modo  que  le  fuera  dable  le- 
vantar, en  dos  veces,  un  ejército  de  cien  mil  infantes  y 
diez  mil  caballos;!  pero  en  los  momentos  mismos  en  que 
se  entregaba  á  tan  piadosos  proyectos,  no  recibia  de  sus 
rentas  ni  lo  bastante  para  componer  su  capa.  Los  dos 
mil  ducados  que  lá  reyna  le  habia  mandado  entregar  en 
Cádiz  se  habian  invertido,  tanto  en  gastos  suyos  como 
del  adelantado.  Necesitaba  sostener  en  Córdoba  el  mo- 
desto ajuar  de  su  mujer  doña  Beatriz,  á  su  hermano  don 
Diego,  que  m^anifestaba  deseos  de  separarse  para  siem- 
pre del  mundo,  y  ademas,  como  por  su  doble  carácter 
de  virey  y  de  grande  almirante  estaba  obligado  á  vivir 
con  cieito  boato,  y  á  mantener  un  número  de  oficiales 
y  criados,  y  llevaba  mas  de  un  año  de  permanencia  en 
España,  se  habian  apurado  sus  recursos. 


1  "Que  donde  á  siete  años  jo  le  pagaría  cincuenta  mil  de  pie  y 
cinco  mil  de  caballo  en  la  conquista  dcUa,  y  donde  á  cinco  años  otros 
cincuenta  mil  de  pie  y  otros  cinco  mil  do  caballo,  que  serian  diez  mil 
de  caballo  ó  cicu  mil  de  pie  para  esto." — Carta  del  almirante  Colon 
á  Su  Santidad. 


--156— 

Cuando  se  recuerda  la  severidad  de  principios  de 
Colon,  su  método,  su  orden,  su  economia,  no  se  conci- 
be, ni  aun  tomando  en  cuenta  sus  gastos  escepcionales, 
que  se  hallara  tan  desprovisto  de  metálico;  pero  nos- 
otros no  dudamos  de  que  su  celo  por  los  hospitales  y 
amor  á  los  pobres,  los  amigos  de  Dios,  hubieran  con- 
tribuido particularmente  á  su  repentina  indijencia,  así 
como  tampoco  de  que,  contando  con  sus  rentas,  á  la  sa- 
zón caidas,  y  que  ascenderían  á  mas  de  ocho  mil  duca- 
dos, satisfaciera  su  agradecimiento  y  piedad,  devol- 
viendo á  la  familia  franciscana  en  Granada  lo  que  en 
otra  época  recibió  de  ella  en  la  Rábida. 

Empero  como  no  percibió  aquel  año  las  cantidades 
que  se  le  adeudaban  en  la  Española  y  la  primer  remesa 
de  cuatro  mil  ducados  no  se  hizo  hasta  el  2  de  Agosto 
de  1 502,  carecía,  absolutamente,  de  recursos,  y  el  que 
habia  dado  á  la  corona  un  territorio  cien  veces  mas  es- 
tenso que  Castilla,  no  poseia  un  palmo  de  tierra,  ni  te- 
cho bajo  que  albergarse,  y  vivia  en  una  posada,  care- 
ciendo de  medios  con  que  "pagar  el  escote,  "i  y  lo  que 
ei*a  peor  para  su  ardiente  caridad,  "sin  una  blanca  para 
el  ofertorio'^  cuando  estaba  en  la  iglesia.2  Solo  por  es- 
te motivo  se  quejó  de  su  miseria,  solo  el  no  poder  ofre- 
cer á  la  Iglesia  y  á  los  pobres  le  hizo  lamentarse  de 
su  desnudez;  que  por  lo  demás,  no  paró  mientes  en  una 
miseria  que  lo  forzaba  á  quedar  oscurecido  y  rebajaba 
la  dignidad  de  sus  títulos,  pues  para  él  la  pobreza  no 
era  penosa  sino  por  el  desconsuelo  que  causaba  á  los 
pobres  que  no  tenia  medios  de  socorrer. 

Las  malas  voces  estendidas  sobre  la  colonia  impedían 
que  Colon  recibiera  sus  atrasos.  Su  mala  situación  y  su 
falta  de  crédito  y  de  influjo  gubernamental  eran  noto- 
rios en  Castilla  y  en  el  estranjero,  como  lo  espresa  ima 


1     Cristóbal  Coiou.    Carla  á  lob-  yt^t/cs  cu  (olióos,  Jec/iaikc  tn  la  Ju' 
niaica.  el  7  de  Julio  de  tóOS. 
2.     Jbidevi. 


_157— 

carta  del  secretario  de  la  embajada  veneciana  en  Espa- 
ña, en  la  cual,  se  precia  de  haberse  hecho  "grande  ami- 
go suyo/^  y  se  ocupa  de  su  bondad  inagotable,  y  de 
que  en  medio  de  sus  tribulaciones  y  secretas  congojas 
hacia  componer  por  pilotos  de  Palos  para  Domingo  Ma- 
lipiero  un  mapa  de  gran  tamaño,i  representando  todas 
las  tierras  descubiertas  en  las  Indias. 

Los  grandes  que  gradúan  sus  acciones  á  la  tempera- 
tura de  la  corte,  habian  abandonado  al  viejo  marino,  cu- 
ya soledad  solo  turbaban  los  franciscanos  2  y  algunos 
sabios  estranjeros.  Comprendió  entonces  que  el  que  se 
dedica  á  todos  no  tiene  agradecimiento  individual;  que 
después  de  haber  servido  á  todo  el  mundo,  parece  no 
haberse  servido  á  nadie,  y  que  nadie  se  cree  servido;  lo 
cual  le  recordó  el  proverbio  italiano  que  dice:  '^Chi  serve 
al  comune,  non  serve  nessuno/^ 

Aliviado  del  peso  de  los  negocios  se  entregaba  con 
mas  anchura  y  libertad  á  Dios;  é  impulsos  sublimes  ele- 
vaban su  alma  con  mas  frecuencia  á  las  alturas  inescni- 
tables  de  la  conversación  celestial.  El  contemplador  del 
verbo  encontraba  en  su  forzada  holganza  consoladoras 
compensaciones,  y  la  ingratitud  del  rey,  la  injusticia  de 
la  opinión  pública  no  conseguian  otra  cosa  de  él  que 
irlo  apartando  mas  y  mas  de  los  intereses  temporales,  e 
imj)eliéndolo,  como  al  apóstol  de  las  naciones,  el  bienaven^ 
turado  admirador  de  lo  invisible,  San  Pablo,  á  vivir* 
solo  en  Cristo,  y  á  no  ambicionar  otra  ciencia,  que  Jesús 
muei-to  en  la  Cruz. 


1  Carta  de  Angelo  Trivigiano  fecha  21  de  Agosto  1601.— Morelli, 
Lettcra  rarÍ8sima,  p.  44. 

2  Humboldt  reconoce  que  Colon  vivia  en  Granada  en  amislad  cou 
los  frauciscauos. — Examen  vHf/ico  de  Jm  hidoria  de  la  cfcograjia  del 
nuevo  continente.  1.  III,  §  2,  p.  258. 


CAPITULO  IX. 


I. 


Lejos  de  pensar  en  descansar  al  fin  de  sus  trabajos 
marítimos  y  de  su  lucha  contra  la  malevolencia  de  los 
hombres,  impaciente  Colon  del  reposo  en  que  se  halla- 
ba porque  recaía  en  perjuicio  del  catolicismo,  ofreció 
á  la  rey  na,  durante  el  gobierno  interino  de  Ovando,  pro- 
seguir sin  tregua,  sus  descubrimientos. 

Los  modernos  historiadores,  apreciando  con  arreglo 
á  los  intereses  humanos  el  móvil  de  este  cristiano  ejem- 
plar, han  atribuido  su  propuesta  al  temor  de  verse  so- 
brepujado por  sus  pequeños  rivales,  los  grandes  mari- 
neros de  España  y  de  Portugal  que  se  habían  lanzado 
por  la  estela  de  sus  naves,  y  cuyos  nombres  pregona- 
ba la  fama;  y  con  la  envidia,  la  emulación  náutica  y  la 
ambición  esplican  el  celo  que  lo  abrasaba  y  lo  impelía, 
mal  que  le  pesara  á  sus  años  y  dolencias,  contraídas  en 
la  mar,  á  penetrar  los  arcanos  de  la  parte  del  globo  en- 
vuelta aun  en  las  tinieblas.  Este  es  un  error,  una  interpre- 
tación en  todo  contraria  á  la  realidad,  una  consecuencia 
lójica  de  las  preocupaciones  en  que  se  aferran  estos  escri- 
tores al  tratar  de  aquel  hombre  desinteresado  y  de  fe,  por- 
que podemos  afirmar  de  luia  manera  terminante  que  á  la 


—159— 

sazón  no  se  hacia  ilusiones  de  la  corte  el  virey,  ni  es|}era- 
ba  mas  favores  y  riquezas;  y  que  tan  solo  para  glori- 
ficar al  redentor  y  llevar  al  resto  del  mundo  el  estan- 
darte de  la  cruz,  completando  así  su  obra  de  descubri- 
mientos, fué  por  lo  que  quiso  ponerse  en  camino  como 
lo  prueban  las  siguientes  palabras  que  escribió  á  SS.  AA. 
durante  la  espedicion:  '^No  vine  yo  este  viaje  á  navegar 
por  ganar  honra  ni  hacienda,  esto  es  cierto,  porque  es- 
taba ya  la  esperanza  de  todo  ello  muerta/^^ 

Habiendo  encontrado  el  nuevo  mundo,  y  creyendo 
que  la  primera  parte  de  su  misión  se  habia  cumplido, 
le  parecia  que  aun  le  quedaba  el  resto,  y  que  tenia  que 
dar  la  vuelta  al  globo  y  conquistar  el  santo  sepulcro, 
para  que,  de  este  modo,  después  de  haber  mostrado  el 
signo  de  la  salvación  á  pueblos  hasta  entonces  ignora- 
dos, pudieran  con  libertad  ir  á  depositar  sus  ofrendas 
al  pié  de  la  urna  venerada,  y  queria  abrirles  el  paso  an- 
tes de  partirse  de  la  vida  terrenal. 

Una  secreta  atracción  se  unia  á  su  fervor  relijio- 
so  para  impulsarlo  á  surcar  de  nuevo  los  mares:  el  pla- 
cer de  contemplar  sitios  desconocidos  de  la  tierra;  que 
la  nieve  de  los  años  en  nada  habia  enfriado  su  juvenil 
entusiasmo  por  la  naturaleza,  y  no  podia,  de  consiguien- 
te, saciarse  de  admirar  la  creación  y  de  elevar  su  alma 
al  creador.  Ningún  hombre  habia  recorrido  tanta  esten- 
sion  de  mares  y  costas,  y  á  medida  que  mas  veia  y  mas 
dilatadas  iban  siendo  sus  nociones  de  las  magnificencias 
del  verbo,  mas  ancha  y  profunda  era  la  huella  que  de- 
jaban en  su  mente. 

En  tierra,  mientras  descansaba,  no  bien  su  injenio 
cesaba  de  investigar  lo  desconocido  y  que  no  necesita- 
ba de  aguzarse  para  sorprender  alguna  gran  ley  del 
universo,  su  espíritu  meditador  se  extasiaba  en  delicio- 
sas contemplaciones:  y  cuando  en  el  silencio  y  soledad  de 


1.     Carta  de  Cristóbal  Colon  á  los  reyes  católicos  fechada  en   la 
Jamaica  en  7  de  Julio  de  1503. 


—160— 

su  retiro,  en  los  intervalos  de  sus  plegarias,  se  reconcen- 
traba en  sí  mismo,  despertábanse  sus  recuerdos,  y  sur- 
jian  del  fondo  de  su  memoria  y  le  parecía  escuchar  en 
los  ecos  de  su  alma,  las  sonoras  armonías  de  la  poesía 
ecuatorial,  ó  los  cadenciosos  susurros  de  los  céfiros  ali- 
sios, ó  los  graves  acentos  de  las  melodías  pelásjícas,  re- 
flejándose en  ella  desde  las  melancólicas  brumas  del 
Océano  Jermánico  y  los  tersos  hielos  del  polo,  hasta  las 
seductoras  bellezas  de  las  Antillas  y  la  majestuosa  her- 
mosura de  la  flora  equinoccial:  las  islas  Afortunadas,  las 
Azores,  el  archipiélago  de  Cabo-Verde,  el  grandioso  as- 
pecto de  la  tierra  firme,  la  magnificencia  del  Orinoco,  el 
golfo  de  las  Perlas,  el  cielo  deslumbrador  de  la  Trini- 
dad, las  constelaciones  australes,  cuanto  sus  ojos  habían 
visto,  en  suma,  cuanto  su  Intuición  había  adivinado,  se 
enlazaba  con  lo  que  entreveía  su  esperanza.  Sus  in- 
mensas investigaciones  se  presentaban  de  un  golpe,  si-" 
multáneamente,  en  un  solo  grupo,  en  su  visión,  desarro- 
llándose al  mismo  tiempo  su  comprensión  del  creador 
de  una  manera  sublime,  y  elevándose  á  la  altura  de 
aquel  indescribible  infinito. 

Y  como  Dios  se  había  dignado  conservarle,  á  pesar 
de  sus  años,  sus  fatigas  y  trabajos  de  espíritu  y  de  cuer- 
po toda  la  viveza  de  emociones  de  la  juventud,  Colon, 
al  par  que  le  daba  gracias  por  su  bondad,  apreciaba 
dignamente  este  beneficio  del  alma,  señorío  del  jenio 
cristiano  que  ningún  monarca  podía  restrím'ír  ni  echar 
por  tierra.  Tanta  era  su  modestia  y  humildad  que  le 
parecía  que  gozo  y  satisfacción  tan  dulces  no  las 
< merecía  un  pecador  como  él;  y  como  precisamente  son 
los  mejores  cristianos  los  menos  contentos  dé  sí  mis- 
mos, escribía  á  SS.  AÁ.  con  candor  edificante,  recor- 
dando los  favores  que  sobre  él  había  derramado  el  altí- 
simo: ''Entré  casi  niño  en  el  mar,  para  dedicarme  á  la 
navegación  y  he  continuado  hasta  hoy.  Carrera  es  esta 
que  impele  al  que  la  sigue  á  querer  penetrar  los  secre- 
tos deste  mundo....   Aunque  soy  pecador  gravísimo,  la 


—161— 

piedad  y  misericovdia  de  nuestro  Señor,  siempre  que  yo 
íie  llamado  por  ellas,  me  ha  cubierto  todo:  consolación 
suavísima  he  fallado  en  echar  todo  mi  cuidado  á  con- 
templar su  maravilloso  conspecto/'i 

Y  en  efecto  que  tan  vasta  contemplación,  cuyo  pri- 
vilejio  ninguno,  salvo  el  virey,  disfrutaba  entonces  en 
la  tierra,  constituia  el  goce  mas  grande  del  admirador 
del  verbo  divino.  Su  pura  satisfacción  no  es  un  don  que 
indistintamente  se  reparte  á  las  criaturas  mortales,  pues 
los  seres  de  natural  grosero,  é  instintos  carnales,  avaros 
y  materiales  apenas  la  conciben,  y,  no  obstante  la  per- 
fección de  los  sentidos,  la  animalidad  no  la  conoce.  Las 
sensaciones  de  casto  placer  que  se  esperimentan  con  la 
contemplación  parecen  participar  de  lo  infinito,  y  el  im- 
pío y  el  incrédulo  no  las  han  clasificado  en  la  nómina 
de  sus  deleites.     ' 

¡Qué  prodijio!;  en  medio  de  las  maravillas  de  la  Al- 
hambra  brotó  una  ráfaga  de  luz  del  injenio  de  Colon, 
que,  iluminándole  el  espacio  y  lo  desconocido,  le  dejó 
ver,  entre  las  dos  grandes  divisiones  del  nuevo  conti- 
nente, una  angostura  que  debia  servirles  de  medio  de 
comunicación,  solo  que,  en  su  intuición  misteriosa,  to- 
maba por  un  estrecho  un  itsmo.  Hablaba  de  ^n  estre- 
cho de  mar,  cuando  no  existia  sino  un  estrecho  de  tier- 
ra, y  mostraba  á  Isabel  sobre  la  carta  incompleta  del 
mundo  inesplorado  el  lugar  en  que  se  debia  encontrar 
y  por  el  cual  podría  pasarse  al  Asia,  indicándolo  con 
exactitud  asombrosa.  López  de  Gomara  menciona  que 
buscaba  un  estrecho  de  que  habia  hablado  á  los 
reyes  para  trasladarse  al  otro  lado  de  la  mar  y  cor- 
tar la  línea  equinoccial;^  Herrera  testifica    que   an- 

1.  "Mas  s'inganno  nell'  intenderlo,  perciocehe  ei  non  pensava 
che  fosse  stretto  di  stíettura  di  térra,  come  gli  altri  sonó,  ma  di  mari, 
che  passasse  come  bocea  di  un  mare  all'  altro."— Fernando  Colombo, 
Vita  delV  Ammiraglio,  cap.  CX. 

2.  Francisco  López  de  Gomara.  Historia  de  las  Indias,  cap.  El 
cuarto  viaje,  p.  IV.— Obra  escrita  en  1552,  impresa  en  Medina  del 
Campo,  por  Guillermo  de  Millis. 


—les- 
tes de  partir  anunció  c[ue  creía  dar  con  él  á  la  altura 
del  puerto  del  Retrete,^  cerca  del  Nombre  de  Dios,  pun- 
tos totalmente  desconocidos,  y  que  descubrió  algunos 
meses  adelante;  Las  Casas  dice  que  pensaba  que  debia 
estar  inmediato  á  Nombre  de  Dios;  Benzoni  atirma  que 
iba  en  derechura  á  buscarlo;^  Washington  Irving  reco- 
noce que  '^conjeturaba  que  su  situación  era  hacia  el 
itsmo  de  Darien/'^  En  efecto,  allí  está  el  estrecho  de  tier- 
ra que  une  las  grandes  rejiones  del  nuevo  continente. 

Aprobado  que  fué  por  Isabel  el  propósito  de  su  al- 
mirante, propósito  que  cautivó  su  atención,  cuidó  el  ins- 
pirado nauta  de  los  preparativos  de  su  empresa.  Habien- 
do pedido  permiso  de  llevar  en  su  compañia  á  su  hijo 
don  Fernando,  paje  de  la  reyna,  joven  dotado  de  bellas 
prendas,  y  cuya  sociedad  endulzaria  én  cierto  modo  la 
continua  separación  de  su  familia  que  le  imponia  su  co- 
metido, Isabel,  previsora  y  maternal  siempre,  no  solo 
vino  gustosa  en  ello,  sino  que  dispuso  se  le  dotara  con 
el  sueldo  de  oficial  de  mar,  acumulando,  durante  su  au- 
sencia, su  paga  de  paje  en  la  de  su  hermano  mayor.^ 

Trasladóse  en  seguida  Colon  á  Sevilla  para  dispo- 
ner los  aprestos  del  viaje;  y  aunque  se  entregaba  con 
una  confianza  ilimitada  á  la  divina  providencia,  no  de- 
jaba por  eso  de  tomar  las  precauciones  que  dicta  la 
humana  prudencia.  Logró  á  fuerza  de  instancias  que  el 
adelantado  lo  acompañase  en  la  espedicion;  que  el  va- 
liente marino,  desengañado  de  la  corte,  cercano  á  esa 
edad  en  que  el  reposo  y  la  tranquihdad  son  una  recom- 

1.  Herrera.  Historia  jeneral  de  Ioé  viajes  y  conquistas  de  los  cas- 
tellanos en  las  Indias  Occidentales.  Década  1.  lib.  V .  cap.  I. 

2.  "E-icercar  lo  stretto  ch'  entra  nel  mai'e  di  mezzogiorno " — 

Girolamo  Benzoni.  La  Istoria  del  Mondo  Nouvo,  lib.  I.  fol.  28. 

3.  Washington  Irving.  Historia  de  la  vida  y  viajes  de  Cristéhal 
Colon,  lib.  XIV,  cap.  V.  t.  III.  p.  155. 

4.  "E  SS.  A  A.  prometieron  al  almirante  su  padre  que  le  serian 
pagados  al  dicbo  don  Diego,  porque  dicho  don  Fernando  iba  en  su 
compañia  en  servicio  de  SS.  AA." — Partida  de  pago  hecJio  por  el  te- 
sorero de  SS.  AA. — Suplemento  primero  á  la  colección  diplomática, 
n.  LVII. 


—163— 

pensa,  y  no  participando  del  entusiasmo  católico  del  al- 
mirante, se  mostraba  poco  dispuesto  á  esporierse  á  los 
azares  de  una  empresa  de  aquel  jénero.^  Sin  embargo, 
al  considerar  la  vejez  de  su  hermano,  su  abatimiento 
físico,  que  la  enerjia  de  su  voluntad  le  impedia  sentir 
á  él  mismo,  recordando  de  qué  suerte  habia  tornado  de 
sus  dos  últimas  esploraciones,  y  comprendiendo  que  po- 
dria  serle  necesario,  sacrificó  de  nuevo  en  aras  del  amor 
fraternal  su  gusto,  la  necesidad  que.  tenia  de.  sosiego,  y 
el  propósito  hecho  de  no  servir  mas  á  un  gobierno  tan 
ingrato,  y  consintió  en  embarcarse. 

En  cuanto  á  don  Diego,  la  tremenda  injusticia  co- 
metida con  el  virey,  y  la  prueba  á  que  lo  sometiera  la 
maldad  de  los  hombres,  pareció  fijarlo  en  su  vocación, 
y  resuelto  á  separarse  de  la  corte  y  del  mundo  para  no 
servir  mas  que  á  la  Iglesia  en  adelante,  abrazó  el  estado 
sacerdotal,  después  de  haber  observado  la  vida  de  un 
relijioso  en  medio  de  los  afanes  y  cuidados  de  la  gober- 
nación de  la  Española. 


II. 


Desde  la  muerte  de  su  compatriota  el  papa  Inocen- 
cio VIII  no  se  habia  puesto  Colon  en  relaciones  con  su 
sucesor  en  el  trono  del  príncipe  de  los  apóstoles.  Asi  es 

1.     "Porq[Uc  lo  truje  contra  su  grado." — Carta  de  Cristóbal  Co- 
Ton  á  los  reyes  católicos,  escrita  en  la  Jamaica  el  7  de  Julio  1503. 


—164—. 

que,  al  disponerse  para  su  cuarto  viaje,  cjue  debia  ser 
el  complemento  de  sus  espediciones,  escribió  el  heraldo 
de  la  cruz  al  jefe  de  la  Iglesia  para  darle  cuenta  de  su 
silencio,  de  sus  acciones  y  de  sus  proyectos,  y  pedirle  su 
cooperación  protectora. 

A  juzgar  por  el  noble  y  familiar  estilo  de  esta  car- 
ta, diríase  que  un  augusto  parentesco  unia  la  misión  de 
Cristóbal  á  los  destinos  del  catolicismo,  pues  se  advierte 
en  ella  la  confianza  del  hijo  que  habla  con  su  padre.  Aun- 
que seglar,  casado  y  padre  de  familia,  demanda  Colon 
á  el  papa,  naturalmente  y  sin  exponer  sus  títulos,  una 
delegación  de  su  autoridad  espiritual  del  mismo  modo 
que  hubiera  podido  hacerlo  un  verdadero  legado  de  la 
santa  sede:  impetra  del  soberano  pontífice  un  breve  que 
prescriba  á  todos  los  jefes  de  las  órdenes  relijiosas  le 
permitan  escojer  en  sus  conventos,  para  hacerlos  misio- 
neros apostólicos,  á  seis  relijiosos  que  se  reserva  desig- 
nar por  sí  ó  por  medio  de  apoderado,  y  á  cuya  partida 
no  pueda  oponerse  ninguna  jurisdicción,  bien  sea  ecle- 
siástica ó  civil:  quiere  que  á  su  vuelta  á  los  conventos 
se  reciba  y  trate  á  estos  sacerdotes  no  solo  como  si  no  los 
hubieran  dejado,  sino  hasta  con  mas  favor,  si  así  lo  me- 
recen sus  obras,  y  apoya  la  petición  de  los  evanjeh- 
zadores  añadiendo:  'Torque  yo  espero  en  nuestro  Se- 
ñor de  divulgar  su  santo  nombre  y  Evanjelio  en  el  uni- 
verso.'^i 

No  permitiéndonos  la  mucha  estension  del  docu- 
mento reproducirlo  in-extenso,  lo  estractaremos. 

Decia  primero  Colon  que  desde  que  partió  para  su 
primer  descubrimiento  habia  proyectado  ir  á  su  vuelta 
á  presentar  en  persona  á  su  santidad  la  relación  de  su 
empresa;  pero  que  las  pretensiones  de  Portugal  lo  ha- 
bían obUgado  á  disponer  con  prisa  su  segundo  viaje,  lo 
que  le  habia  impedido  poner  en  ejecución   su  idea; 


1.     Carta  del  almirante  Colon  á aa  santidad. —  Colección  diplo- 
mática. Documento  n.  CXLV. 


—165— 

después,  hablaba  de  su  tercer  viaje  hacia  el  S.  O.,  du- 
rante el  cual,  habia  encontrado  tierra  inmensa  y  el  agua 
del  mar,  dulce;  y  anadia  que  fuera  para  su  alma  una  gran 
delectación  el  que  al  fin  pudiera  acercarse  á  su  santidad 
con  la  historia  de  sus  descubrimientos,  escrita  por  él 
con  ese  objeto  y  redactada  '^en  la  forma  y  manera  de  los 
Comentarios  de  Cesar ¡'^  desde  el  primer  dia  hasta  aquel, 
en  que  se  preparaba  á  hacer,  en  nombre  de  la  Santísi- 
ma Trinidad,  un  viaje  que  redundaría  en  su  gloria  y 
honra;  declarando  que  el  objeto  á  que  iban  encaminados 
sus  esfuerzos  le  daba  alivio  y  hacia  que  no  temiera  Jos 
peligros,  ni  tuviera  en  cuenta  los  trabajos  y  diversos  jé- 
neros  de  muerte  que  en  sus  espediciones  anteriores  tu- 
vo que  arrostrar  '^con  poco  agradecimiento  del  mundo/'^ 

Confiaba  el  revelador  de  la  creación  al  jefe  de  la 
Iglesia  el  íntimo  propósito  de  su  deseo,  en  medio  de  sus 
descubrimientos;  que  habia  intentado  su  empresa  con  el 
ánimo  de  emplear  los  beneficios  que  de  ello  le  resulta- 
ran en  restituir  el  santo  sepulcro  á  la  Iglesia  católica; 
que  apenas  llegado  á  aquellas  nuevas  rejiones  escribió 
á  los  reyes  que,  antes  de  siete  años,  levantaría  cincuenta 
mil  infantes  y  cinco  mil  caballos,  duplicando  su  número 
cinco  años  después,  quedando  así  un  ejército  de  cien 
mil  peones  y  diez  mil  jinetes;  que  nuestro  señor  le  ha- 
bía dado  por  esperiencia  la  prueba  de  que  bastaría  para 
el  caso  con  sus  rentas;  pero  que  ''Satanás  lo  habia  des- 
torbado  y  con  sus  fuerzas  puéstolo  en  términos  que  no 
hubiera  efecto....  que  por  muy  cierto  se  veia  que  era  ma- 
licia del  enemigo  y  porque  non  viniese  á  luz  tan  santo 
propósito;''^  y  que  el  gobierno  de  las  Indias  se  le  habia 
quitado  de  una  manera  violenta. 

El  borrador  que  poseemos  de  esta  carta,  dictada  por 


1.  Carta  del  almirante  Colon  d  sio  santidad. — Colección  diplo- 
mática.. Documento,  n.  CXLV. 

2.  Ibidem. 

3.  Ibidem. 


—166— 

el  almirante  al  joven  don  Fernando,  su  hijo,  está  por 
concluir;  pero  no  puede  dudarse  de  que  lo  haya  sido,  y 
formado  parte  de  la  remesa  que  encargó  hacer  á  Roma 
á  Francisco  de  Rivarol,  pues  tenemos  una  prueba  im- 
plícita de  ello. 

Mientras  preparaba  lo  necesario  para  su  partida  re- 
dactó Colon  una  memoria  para  su  hijo  mayor,  don  Die- 
go, en  la  que  esponia  la  razón  de  sus  derechos,  enume- 
raba sus  títulos  é  indicaba  los  medios  de  hacerlos  valer. 
Su  precaución  descubría  sus  temores.  Conocía  la  mala 
voluntad  del  rey,  y  recelando  que  en  ausencia  suya  ó 
después  de  su  muerte,,  si  sobrevenía  en  remotas  tierras, 
añadieran  á  los  atropellos  perpetrados  la  espolíacíon  cla- 
ra y  manifiesta,  que  le  robasen  los  títulos  y  pergaminos 
de  sus  privilejios,  los  confió  á  sus  fieles  amigos  los  frai- 
les, depositándolos,  en  copia,  en  sus  conventos.  Al  mis- 
mo tiempo  que  tomaba  estas  medidas  de  prudencia  es- 
cribía á  los  reyes  para  recomendar  á  su  benevolencia 
sus  hijos  y  hermanos,  si  sucumbía  en  la  demanda.  Como 
también  en  aquella  carta  se  traslucía  su  inquietud,  Isa- 
bel, á  la  sazón  en  Valencia  de  las  Torres,  le  contestó  para 
tranquíHzarlo  junto  con  el  rey  su  esposo,  de  una  mane- 
ra muy  deferente,  y  en  términos  llenos  de  consideración 
estraor diñaría,  inusitada,  aun  tratándose  de  los  mas  ele- 
vados personajes.  Le  recordaban  SS.  AA.  el  dolor  pro- 
fundo que  les  había  causado  la  nueva  de  su  encarcela- 
miento; aflicción  de  que  toda  la  corte  había  sido  testi- 
go; le  prometían  hacer  por  el  mucho  mas  de  lo  que  men- 
cionaban sus  privilejios,  y  le  renovaban  la  esperanza  de 
poner  en  posesión  de  sus  títulos,  carg-os  y  dignidades, 
faltando  el,  á  su  primojénito  don  Diego.^ 

No  obstante  las  rejías  promesas,  prosiguió  Colon  to- 
mando sus  medidas  para  precaverse  de  la  hostilidad  pa- 
laciega. Confió  al  jurisconsulto  Nicolás  Oderigo,  emba- 
jador de  la  república  de  Jénova,  una  copia  de  sus  pri- 

1.     Fernando  Colon.  Vita  delV Ammiraglio,  cap.  LXXXVIII. 


—167— 

vilejios,  que  guardaba  en  un  sólido  cofre,  depositado  en 
la  Cartuja  de  las  Cuevas,  en  Sevilla.  Hubiera  querido 
poder  colocar  todas  sus  capitulaciones,  convenios  y  tra- 
tados con  la  corona  de  Castilla  en  una  caja  de  corcho 
forrada  decera,i  y  sumerjirla  en  la  cisterna  del  convento 
para  mejor  preservarlos  de  las  pesquisas  de  sus  enemi- 
gos. Y  no  solamente  dio  al  diplomático  jenoves  testimo- 
nio de  sus  títulos,  sino  que  agregó  al  legajo  la  carta  que 
SS.  A  A.  le  dirijieron  con  fecha  14  de  Marzo,  desde  Va- 
lencia de  las  Torres,  y  que  acababa  de  recibir,^  supli- 
cando á  su  compatriota  informara  en  secreto  á  su  hijo 
don  Diego  del  lugar  en  que  se  pusiera  el  depósito.^ 

Y  no  satisfecho  todavia,  temeroso  de  los  manejos  de 
sus  adversarios  contra  cuanto  concernia  á  su  nombre, 
á  sus  derechos,  á  sus  honores,  remitió  á  sus  amigos, 
los  franciscanos  y  Jerónimos,  duplicados  de  sus  pactos 
con  los  reyes  católicos.  Hecho  lo  cual  se  ocupó  sin  des- 
canso de  los  preparativos  de  marcha. 

Como  en  los  mejores  dias  de  su  poética  mocedad, 
rebosando  esperanza  é  inquebrantable  fortaleza  iba  Co- 
lon á  lanzarse  á  los  peligros  del  mar.  Y  no  lo  hacia  para 
servir  á  un  rey  ingrato,  y  cuya  sorda  hostiUdad  conocia 
demasiado,  sino  para  sacrificarse  de  antemano  en  aras 
de  la  humanidad.  Ni  las  dulzuras  del  hogar  doméstico, 
que  no  liabia  gustado  aun  en  los  años  que  contaba  de 
vida,  ni  la  edad,  ni  las  dolencias,  ni  el  resentirse  de  una 
antigua  herida,  ni  los  sufrimientos  á  que  se  vio  someti- 
do en  la  última  esploracion,  bastaron  para  contenerlo. 
Al  contrario,  amenazado  por  la  vejez,  hacíasele  tarde  el 
cumplir  su  cometido.  Solo  por  medio  de  trabajos  mas 
prodijiosos  todavia  imajinaba  que  podría  romper  los  obs- 


1.  Carta  autógrafa  del  almirante  don  Cristóbal  Colon  al  J?.  P. 
Gaspar  y  de  la  Cartuja  de  Se-villa. 

2.  Carta  de   Cristóbal  Colon  á  Messire  Nicolás  Oderigo.—Co- 
DICE  Colombo-Ameeicano,  p.  322. 

3.  Carta  familiar  de  don  Cristóbal  Colón.— Coleccios  diplo- 
mática, n.  CXLVI. 


—168— 

tíiciüos  que  suscitaba  la  corte,  y  llegar  á  su  objeto  de- 
finitivo, la  emancipación  del  santo  sepulcro.  A  la  sazón," 
descubierta  ya  la  tierra  firme,  le  parecia  que  si  lograba 
franquear  el  estrecho  que  debia  existir  hacia  el  centro 
de  aquel  nuevo  continente,  nada  se  opondría  á  su  cir- 
cunnavegación, y  que  volvería  á  España  por  el  Asia  y 
la  costa  africana.  Contando  para  el  logro  de  su  atrevido 
proyecto  con  el  auxilio  providencial,  que  lo  habia  soste- 
nido en  los  momentos  mas  críticos,  se  lanzaba,  pues,  a 
los  setenta  y  seis  años,  ardiendo  en  juvenil  entusiasmo, 
en  busca  de  lo  desconocido,  con  ánimo  de  arrancarle  de 
una  vez  el  misterioso  velo. 


r 


rte  mxio. 


CAPÍTULO  1 


I. 


Obligados  á  estractar  en  dos  volúmenes  la  historia 
de  este  hombre  inmenso  vamos  concretándonos  á  los 
principales  acontecimientos  de  su  vida,  omitiendo,  por 
necesidad,  cuantos  pormenores  no  le  sean  personales. 
No  vacilamos  un  instante  en  sacrificar  el  estilo  al  laco- 
nismo, sin  tener  en  cuenta  mas  que  la  brevedad,  reasu- 
miendo, por  decirlo  así,  nuestras  frases,  y  amenudo  nues- 
tros pensamientos,  y  prescindiendo  voluntariamente  de 
toda  forma  literaria.  Sin  pena  nos  oiremos  calificar  de 
áridos  y  exiguos,  siempre  que  logremos,  no  obstante  los 
estrechos  límites  del  cuadro  que  nos  hemos  trazado,^  re- 
producir los  principales  rasgos  de  tan  vasta  existencia. 

Tanto  como  nos  ha  sido  posible,  hemos  huido  déla 
fascinación  que  naturalmente  debia  ejercer  en  nosotros  tan 
g  rande,  tan  maravilloso,  tan  sublime  asunto,  y  constante- 


1.  La  historia  de  Wasliington  Irving  tan  iacompleta  como  ajena 
al  carácter  de  Colon,  cuenta  cuatro  volúmenes  en  8?  Humboldt  ha 
consagrado  cinco  volúmenes  en  8?  á  esta  biografía  bajo  el  título  de 
Examen  crítico  de  la  historia  de  la  jeog rafia  del  nuevo  continente.  . 


—172— 

mente  evitado  que  el  historiador  sustituya  á  la  historia,  y 
que  el  narrador  esparza  en  campo  tan  feraz  y  dilatado 
como  es  la  instructiva  biografía  del  patriarca  de  los  ma- 
res, ni  aun  aquellas  consideraciones  filosóficas  que  con 
mejor  oportunidad  hubieran  podido  deducirse  de  ella. 

Pero,  entiéndase  esto  bien:  no  debe  atribuirse  nues- 
tra brevedad  sino  á  la  falta  de  espacio  donde  estender- 
nos, y,  ademas,  téngase  presente  que  hasta  las  aseve- 
raciones secundarias,  los  hechos  accesorios,  y  mas  insig- 
nificantes detalles  que  vamos  mencionando,  son  la  sin- 
cera manifestación  de  la  mas  exacta  y  rigorosa  espresion 
histórica,  y  que  no  hay  un  nombre,  ni  una  fecha  que  no 
hayamos  comprobado  con  la  mayor  escrupulosidad  y 
cuya  plena  responsabilidad  no  aceptemos. 

La  cuarta  espedicion  del  almirante  ha  sido,  de  to- 
das sus  empresas,  la  menos  considerada,  sin  embargo 
4e  ser  á  sus  ojos  'la  mas  noble  y  provechosa,'''^  llegan- 
do muchos  escritores  al  punto  de  ignorarla  completa - 
mente.2  Mas  hoy,  para  restaurar  en  su  primitiva  ver- 
dad la  relación  de  tan  jigantesca  empresa,  aparte  del  tes- 
timonio de  los  historiógrafos  reales  de  España,  poseemos 
cuatro  relaciones  contemporáneas  que  fueron  redactadas 
por  testigos  y  actores  principales  de  aquel  viaje  memo- 
rable, el  último  de  Colon.  Es  la  primera  la  del  almi- 
rante, dirijida,  en  forma  de  carta,  á  los  reyes  católicos; 
la  segunda,  la  historia  que  don  Fernando  escribió,  auxi- 
liándose ya  de  sus  recuerdos,  ya  de  las  notas  de  su  pa- 
dre; la  tercera,  el  resumen  de  los  dramáticos  incidentes 
de  aquella  campaña  que  hizo  Diego  Méndez,  honrado 
marino,  muy  considerado  por  el  almirante;  y  la  última 
la  nota  y  el  diario  de  un  enemigo  de  Colon,  el  escriba - 


1.     Cristóbal  Colon.  Carta  á  los  reyes  católicos,  fechada  en  la  Ja- 
maica el  7  de  Julio  1503. 

2.  Mas  de  diez  escritores  franceses  que  han  hablado  de  Colon  de 
una  manera  accidental  perdiendo  de  vista  á  el  almirante  después  del 
descubrimiento  de  la  tierra  firme  y  de  su  prisión,  parecen  ignorar 
de  todo  punto  el  cuarto  viaje. 


—173- 


no  Diego  de  Porras.  Ninguna  otra  espedicion  marítima 
de  la  época  á  que  nos  referimos  proporciona  tantos  de- 
talles circunstanciados,  ni  se  apoya  en  documentos  de 
la  calidad  de  los  que  vamos  á  aducir,  ni  ofrece  seme- 
jantes garantias  de  veracidad  á  la  historia. 


II. 


El  almirante  habia  hecho  con  tres  carabelas  sus  tres 
primeros  viajes;  pero,  al  emprender  el  cuarto,  pidió  cua- 
tro naos,  abastecidas  para  dos  años,  porque  calculaba 
después  de  haber  descubierto  el  estrecho  que  lo  hubiera 
conducido  del  Atlántico  á  el  grande  Océano,  dar  la 
vuelta  al  mundo,  volviendo  por  el  mar  de  Asia  y  la  costa 
de  África.  Era  esta  la  primera  tentativa  oficial  de  cir- 
cunnavegación que  se  hubiera  producido  bajo  el  Sol  des- 
de que  flotó  un  bajel  sobre  las  aguas. 

Para  una  espedicion  de  la  naturaleza  de  la  que  se 
trataba  quiso  el  almirante  elejir  su  jente,  escojer  sus  ví- 
veres y  preparar  sus  medios  de  defensa;  y  así,  dio  á  las 
oficinas  de  Sevilla  las  dimensiones  de  sus  bajeles:  el 
mas  grande  seria  de  setenta  toneladas  y  de  cincuenta 
el  mas  pequeño. 

En  su  vista,  el  ordenador  de  la  marina,  hizo  fletar 
cuatro  carabelas  que  estaban  amarradas  cerca  de  los  mue- 
lles de  Sevilla.  Preparáronlas  para  darse  á  la  vela,  y  el 


—174— 

3  de  Abril  de  1502  bajaron  por  el  Guadalquivir  con  di- 
rección á  la  Puebla  Vieja.  1  Queriendo  presenciarlos  tra- 
bajos y  activarlos,  marchó  el  adelantado  con  las  naves, 
y  las  condujo  en  seguida  á  Cádiz  para  proceder  á  su 
aparejo,  mientras  el  virey  se  ocupaba  de  las  municiones 
y  del  alistamiento;  que  con  el  poco  auxilio  que  le  pres- 
taron las  oficinas  de  Sevilla  necesitó  hacerlo  todo  por 
sí,  hasta  tal  punto,  que  tuvo  que  renunciar  á  otros  cui- 
dados y  quedó  rendido*  de  cansancio.^  Al  fin,  un  Miér- 
coles por  la  mañana,  salió  para  Cádiz  con  el  objeto  de 
completar  el  armamento  de  la  flotilla,  llevando  en  su  com- 
pañía á  su  segundo  hijo  don  Fernando,  á  la  sazón  de 
trece  años  de  edad  y  paje  de  Isabel  la  Católica, 

Verificada  la  inspección  de  las  tripulaciones,  enar- 
boló  Cristóbal  Colon  su  pabellón  de  almirante  en  la  ca- 
rabela de  setenta  toneladas  que  llamó  Capitana.  La  se- 
gunda en  tamaño  se  llamaba  Santiago  de  Palos,  la  ter- 
cera Gallega  y  la  mas  pequeña  VizcaÍ7ia.^ 

Esceptuando  los  hermanos  Francisco  y  Diego  de 
Porras  que  habia  aceptado  por  pura  condescendencia  con 
el  tesorero  real  Morales,  habia  escojido  su  estado  mayor, 
formándolo  principalmente  de  oficiales  propios  para  ta- 
maña empresa  y  en  su  mayor  parte  educados  en  la  gran 
escuela  de  sus  precedentes  navegaciones.  No  es  fácil, 
pues,  comprender  cómo  entre  aquellos  marinos  se  encon- 
traba el  médico  con  que  habían  dotado  á  la  escuadri- 
lla las  oficinas  de  Sevilla,  pues  era  cierto  curandero,  en 
otro  tiempo  boticario  en  Valencia,  nombrado  Bernal, 
hombre  perverso,  cuya  asistencia  temían  los  enfermos, 
y  que,  al  decir  del  almirante,  hubiera  merecido  cien  ve- 


1.  Cartas  del  almirante. — Carta  autógrafa  del  almirante  don, 
Oristóhal  Colon  dirijida  el  4  de  Abril  1502  al  R.  P.  don  Gaspar  Gor- 
riciOf  á  la  Cartuja  de  Sevilla. 

2.  Carta  autógrafa  del  almirante  al  JR.  F.  Cartujo  don  Gaspar 
Gorricio. 

3.  Enlacien  de  la  jente  é  navios  que  llevó  á  descubrir  el  almi- 
rante don  Cristóbal  Coioví.  — Cuarto  y  ultimo  v?aje  de  Colon. 


—175— 

ees  ser  hecho  cuartos^  para  hacer  justicia  á  sus  obras. 

Sin  contar  los  oficiales  de  su  casa  y  cuatro  intér- 
pretes, conduela  Colon  á  bordo  de  los  cuatro  pequeños 
buques  ciento  cincuenta  hombres.  Con  este  puñado  de 
jente  partia  con  ánimo  de  dar  la  vuelta  al  mundo,  y 
de  defenderse  de  las  agresiones  que  pudieran  sobreve- 
nir de  los  pueblos  desconocidos,  en  que  fuera  menester 
renovar  los  víveres  y  reparar  las  averias.  Mas,  como  la 
necesidad  de  visitar  todas  las  costas,  de  entrar  en  to- 
das las  bahias  y  golfos  para  buscar  el  estrecho,  le  obli- 
gaba á  no  emplear  sino  buques  pequeños,  y  habia  que- 
rido aumentar  la  fuerza  de  sus  naves  con  la  calidad  de 
sus  tripulantes,  merece  mencionarse  la  distribución  que 
de  ellos  hizo. 

Tuvo  la  Capitana  por  comandante  al  capitán  de  ban- 
dera del  almirante,  Diego  Tristan,  verdadero  tipo  de  ma- 
rino, que  poseia  en  grado  muy  superior  el  instinto  de 
su  profesión  y  los  deberes  inherentes  á  ella.  Fueron  bajo 
sus  órdenes  el  piloto  mayor  de  la  flota,  Juan  Sánchez; 
los  pilotos  Santiago  María  Cabrera,  Pedro  de  Umbria 
y  Martin  de  los  Reyes.  El  almirante  tomó  por  ayudan- 
tes al  capitán  Guillermo  Ginoves  y  al  teniente  Francisco 
Ruiz,  hermano  del  piloto  Sánchez  Ruiz,  que  navegó  en 
el  primer  viaje,  y  ademas  del  maestre  Ambrosio  Sán- 
chez, y  de  su  digno  contramaestre  Antón  Donato  lle- 
vaba consigo  á  dos  oficiales  en  clase  de  escuderos.  La 
tripulación  se  componía  de  catorce  marineros  de  pri- 
mera clase  y  veinte  novicios,  del  artillero  Mateo,  de 
Juan  Barba,  y  Martin  Arrieza,  toneleros,  de  un  carpin- 
tero de  oríjen  francés,  del  calafate  Domingo,  apelUdado 
el  Vizcaino,y  de  cuatro  trompeteros. ^  También  se  en- 

» 

1,  Carta  auto ff rafa  del  almirante  á  su  hijo  mayor  don  Diego, 
fechada  en  Sevilla  el  20  de  Diciembre  1504. 

2.  En  el  rol  de  las  tripulaciones  Diego  de  Porras  no  inscribió 
sino  dos,  Juan  de  Cuellar  y  Gonzalo  de  Salazar,  pero  habia  cuando 
menos  cuatro  conforme  al  uso  establecido  por  el  almirantazgo.  Ademas 
el  apunte  secretamente  tomado  por  el  notario  de  la  espedicion  no  era 
un  documento  oficial  sino  una  noticia  escrita  de  memoria  para  su  use 


—176— 

contraban  á  bordo  un  indio  de  la  Española  que  debia 
servir  de  intérprete  y  tres  españoles  entendidos  en  la 
lengua  arábiga.  Asimismo  hay  razones  para  creer  que 
el  jenoves  J.uan  Antonio  Colon  estuviera  en  la  Capitana 
con  el  almirante  y  su  hijo. 

Dióse  el  mando  del  Santiago  de  Palos  al  mayor  de 
los  Porras,  recomendado  por  el  tesorero  real.  A  el  lado 
de  este  oñcial,  tan  incapaz  como  arrogante,  multiplicó 
el  virey  los  buenos  consejeros  é  influencias  poniendo 
en  su  buque  al  secretario  en  jefe  de  la  flota,  antiguo 
escudero  suyo,  Diego  Méndez,  que  era  á  un  tiempo  con- 
sumado marinero,  soldado  intrépido,  fervoroso  cristiano 
y  servidor  leal,  y  que  ganó  en  el  curso  de  aquella  cam- 
paña el  grado  de  capitán  de  navio,  blasones  y  el  título 
de  caballero.  Acompañábanlo  muchos  oficiales  adictos 
á  Colon,  á  saber:  los  dos  hermanos  Andrea  y  Battista 
Ginoves,  Francisco  de  Tarrios,  Juan  Jacome  y  Pedro 
Gentil,  mayordomo  del  almirante.  Francisco  Bermudez, 
maestre  y  su  contramaestre  Pero  Gómez,  eran  dos  cum- 
plidos marinos.  Contaba  el  Santiago  once  marineros  de 
primera  clase,  catorce  novicios,  un  calafate,  un  tal  Juan 
de  Noya,  maestro  tonelero  de  Sevilla,  un  carpintero,  y 
por  primer  artillero  á  un  diestro  armero  de  Milán,  lla- 
mado Bartolomé.  Colon  invistió  con  el  oficio  de  nota- 
rio de  la  escuadra  á  Diego  de  Porras,  que  se  trasladó 
á  la  carabela  de  su  hermano. 

La  Gallega,  bajel  grande,  pesado  y  defectuoso  en 
su  arboladura,  fletado  solamente  á  razón  de  ocho  mil 
trescientos  treinta  y  tres  maravedis  mensuales,  cuando 
el  Santiago  costaba  diez  mil,  se  confió  por  el  almirante 
al  fiel  capitán  Pedro  de  Terreros,  primer  europeo  que 
puso  el  pié  en  el  nuevo  contrnente  y  que  tuvo  la  insig- 


y  con  miras  hostiles  á  el  alrnirant3;  que  Diego  de  Porras  no  estaba 
en  el  caso  de  poseer  semejarite  documento.  Y  así  sin  embargo  de  re- 
conocer su  importancia  estamos  en  el  caso  de  señalar  los  errores  y 
muchas  omisiones  que  contiene  que  han  dejado  pasar  desapercibidas 
los  biógrafos  de  Colon. 


— 177-— 

lio  honra  de  representar  al  virey  eu  la  tierra  firme.  Los 
maestre  y  contramaestre  Juan  Quintero  y  Alonso  Ra- 
motí,  ambos  paleños,  eran  vigorosos  hombres  de  mar. 
Dotaban  á  la  nave  nueve  marineros  escojidos,  catorce 
novicios  ó  mozos,  y  ademas  un  oficial  suplente,  el  señor 
Camacho,  pariente  cercano  del  capitán;  en  todo  treinta 
tripulantes. 1 

A  la  Vizcaína,  la  mas  pequeña  de  las  cuatro  cara- 
belas, que  debia  sondar  los  pasos,  entrar  en  los  anco- 
nes, reconocer  las  orillas,  y  que  no  llevaba  mas  que  vein- 
ticinco hombres,  incluso  los  oficiales,  á  fin  de  compen- 
sar la  cantidad  de  su  tripulación  con  su  calidad,  la  dio 
ocho  marineros  de  primera  clase,  fuertes,  robustos  y  es- 
perimentados,  agregándoles  doce  novicios  ó  mozos,  lle- 
nos de  emulación,  y  entre  los  que  se  hallaba  un  paje 
llamado  Cheulco.  Colocó  á  la  cabeza  de  esta  resuelta  y 
florida  jente,  á  un  noble  compatriota  suyo,  Bartolomé 
Fieschi,  digno  de  mandarla,  y  "sujeto  en  quien  concur- 
rían grandes  prendas, "  puso  á  sus  órdenes  inmediatas 
á  un  teniente  de  probada  fideHdad,  nombrado  Juan  Pa- 
san, jenoves  también,  enrolado  como  escudero,  y  que 
debia  ser  plenamente  secundado  por  el  maestre  Juan 
Pérez  y  el  contramaestre  Martin  de  Fuenterrabia.  Para 
auxiliar  con  algún  recurso  moral  á  la  nave,  que  tan  es- 
puesta estaba  á  encontrarse  separada  del  resto  de  la  flo- 
ta, dispuso  que  se  instalara  en  ella  el  único  sacerdote 
que  habia  conseguido  embarcar,  el  celoso  franciscano 
P.  Alejandro. 

Quedó  á  bordo  de  cada  buque  su  tripulación,  pronta 
á  darse  á  la  vela,  pero  el  viento  soplaba  del  S.  y  tenia 
enclavados  los  bajeles  en  la  rada  de  Cádiz.  Durante  esta 
forzada  inmovilidad,  una  embarcación,  que  el  mismo 
elemento  que  impedia  la  salida  del  puerto,  habia  im- 


1.  En  su  rol  de  la  tripulación  de  la  Gallega  el  escribano  Diego 
de  Porras  no  asienta  mas  que  veintiocho;  pero  es  porque  ha  olvidado 
los  dos  pilotos  y  el  lombardo  Sebastian. 

¿O 


,     —178— 

pelido  con  gran  rapidez  (i  las  costas  de  Europa,  trajo  la 
nueva  de  que  los  moros  estaban  sitiando  la  fortaleza 
lusitana  de  Arcilla,  en  la  costa  de  Marruecos;  y  no  bien 
lo  entendió  el  almirante,  cumplido  caballero  de  la  cruz, 
que  sin  parar  mientes  en  el  viento  contrario,  mandó  le- 
var anclas  al  son  de  trompetas,  conforme  á  lo  dispuesto 
para  los  almirantes  de  Castilla,^  y  "salió  con  él  en  so- 
corro de  los  portugueses,  llegando  con  prontitud  al  punto 
atacado.  "^ 

Bastó  el  aspecto  de  las  velas  Españolas  para  poner 
en  desatentada  fuga  á  los  moros  que  también  habian  en- 
contrado una  vigorosa  defensa,  en  la  que  el  gobernador 
pagó  como  bueno  su  tributo  de  sangre,  recibiendo  en 
los  baluartes  una  honrosa  herida.  Envióle  el  almirante 
su  hijo,  su  hermano  y  los  capitanes  de  la  escuadra  para 
felicitarlo  en  su  nombre  y  ofrecerle  sus  servicios.  Dis- 
pensó el  gobernador  la  mas  lisonjera  acojida  á  la  dipu- 
tación, colmó  de  caricias  al  joven  don  Fern'^ndo  y  en- 
vió, para  dar  las  gracias  á  su  padre,  á  sus  primeros  ofi- 
ciales, entre  los  cuales  se  hallaban  algunos  que  tenian 
el  honor  de  ser  allegados  suyos  por  parentesco  con  su 
primera  mujer  doña  Eehpa  Monis  de  Perestrello.^ 

Prosiguió  Colon  su  rumbo  el  mismo  dia;  y  como 
para  recompensar  su  celo  y  dilijencia  el  viento  se  tornó 
favorable.  "Nuestro  Señor  me  dio  en  seguida  un  tiem- 
po tan  bueno  que  llegué  aquí  en  cuatro  dias, "  escribió 
de  la  gran  Canaria,  donde  se  detuvo  para  renovar  el 
agua,  hacer  leña  y,  sin  duda,  también  una  barrica  de 
cogucho.  En  esta  carta,  dirijida  al  R.  P.  Gorricio,  de 
la  cartuja  de  las  Cuevas  de  Sevilla,  le  recomendaba  el 
negocio  de  que  lo  habia  encargado  para  Roma,  daba 
gracias  á  Dios  de  que  toda  su  jente  gozase  de  salud  y 


1.  En  cumplimiento  de  la  ordenanza  del  almirantazgo  de  Castilla 
de  1430  dada  por  don  Fadrique. 

2.  Carta  de  Cristóbal  Colon  fechada  en  la  Gran   Canaria  y  di- 
rijida al  R.  P.   Gaspar  el  24  de  Abril  de  1502. 

3.  Femando  Colombo.— Fíía  delV  Ammiraglio,  e.  LXXXVIll. 


—179- 

Ic  anunciaba  que  iba  á  hacer  su  viaje  en  nombre  de  la 
Santísima  Trinidad  y  que  esperaba  de  ella  la  victoria;^ 
esta  espresion  militante  indica  su  pensamiento  único. 
Colon  veia  en  el  fondo  de  todas  las  contrariedades  que- 
habian  retardado  el  cumplimiento  de  su  obra  la  lucha 
del  espíritu  del  mundo  con  el  espíritu  de  la  Iglesia,  cuyo 
campeón  era,  y  que  su  vida  venia  siendo  un  combate 
sin  tregua  ni  descanso  contra  el  príncipe  del  mundo,  de 
quien  esperaba  triunfar  á  la  postre.  Concluia  su  epís- 
tola recomendándose  á  las  oraciones  del  padre  prior  y 
de  toda  la  comunidad.^ 

El  25  de  Mayo,  por  la  tarde,  partió  Colon  en  nom- 
bre de  la  Santísima  Trinidad. 

El  tiempo  estaba  magnífico  y  la  brisa  impulsaba  á 
la  escuadrilla  de  una  manera  tan  constante  que,  sin  dar 
una  virada,  alcanzó  en  diez  y  seis  días  el  grupo  de  las 
Caribes  y  tocó  en  Santa  Lucia,  de  donde  el  almirante 
hizo  rumbo  á  la  Martinica,  en  la  que  ancló  para  reno- 
var agua,  leña,  víveres,  lavar  la  ropa  y  solazarse  bajo 
sus  frondosas  y  verdes  arboledas.  Así  se  pasaron  tres 
dias,  y  transcurridos 'que  fueron  singló  la  escuadrilla  en 
demanda  de  la  isla  de  San  Juan,  hoy  Puerto  Rico,  cos- 
teando la  encantadora  curva  formada  por  este  archipié- 
lago que  va  escalonándose  de  la  Granada  á  las  grandes 
Antillas,  y  parece  prolongarse  por  los  grupos  de  Baha- 
nia  hasta  las  inmediaciones  de  la  Florida.  A  pesar  de 
serles  conocidas  aquellas  alturas  estaban  admirados  los 
tripulantes  del  conjunto  armonioso  de  la  luz,  de  la  tier- 
ra y  del  agua:  impelíalos  sobre  la  superficie  del  mar  el 
aire  perfumado;  y  la  feracidad  de  las  riberas,  tempera- 
das por  una  suave  y  dulce  atmósfera,  aumentaba  á 
tal  punto  su  encanto  que  les  parecía  el  viaje  una  escur- 
sion  de  placer. 

Quería  el  almirante  dirijirse  de  la  isla  de  San  Juan 


1.  Cartas  del  almirante  al  B.  P.  Fray  Gaspar. 

2.  Cartas  del  almirante  al  B.  P.  Fra?/  Gaspar . 


—180— 

al  puerto  de  Santo  Domingo  con  ei  objeto  de  dejar  allí 
la  correspondencia  de  que  se  habia  encargado,  y  cam- 
biar la  Gallega  por  uno  de  los  treinta  y  dos  buques  que 
sabia  debian  volver  á  España  bajo  las  ordenes  de  su  an- 
tiguo teniente  Antonio  de  Torres,  porque,  sin  embargo 
del  buen  tiempo,  se  habia  advertido  en  la  navegación 
su  pesadez,  (tanto  que,  los  demás,  tenian  que  acortar 
velas  para  no  dejarlo  por  la  popa,)  condiciones  tormento- 
sas, y  poca  firmeza  en  la  arboladura  á  causa  de  que  no  en- 
traba lo  bastante  en  la  carena.  En  su  consecuencia,  llega- 
da que  fué  la  flota  á  una  legua  de  distancia  de  Santo 
Domingo  echó  el  ancla,  y  Colon  mandó  á  tierra  al  mis- 
mo capitán  de  la  Gallega,  Pedro  de  Terreros,  para  que 
manifestara  al  gobernador  la  necesidad  en  que  se  halla- 
ba de  que  lo  proveyese  con  otro  bajel  de  los  que  iban 
á  zarpar,  ó  bien  permitiera  la  compra  de  una  carabela 
que  el  almirante  pagaría  de  su  peculio.  También  debia 
Terreros  demandarle  de  parte  de  Colon  licencia  para 
refujiarse  en  la  bahia  con  sus  cuatro  buques,  para  po- 
nerse al  abrigo  de  una  violenta  tempestad  que  preveía 
estar  próxima  á  estallar. 

El  gobernador,  que  habia  recibido  con  respecto  á 
Colon  instrucciones  particulares  délos  reyes;  que,  en  el 
paquete  mismo  que  este  le  trasmitió,  tenia  una  copia 
de  las  que  SS.  AA.  le  dieron  acerca  del  itinerario,  y 
que  sabia  estarle  prohibido  recalar  en  la  Española,  ob- 
jetó la  orden  espresa  de  los  monarcas.  Bien  es  verdad, 
que  el  caso  de  reparar  averias  y  huir  de  una  tormenta 
no  se  prevenía;  pero,  no  obstante,  hubiera  podido  Ovan- 
do, sin  duda,  acceder  á  la  súplica,  si  no  hubiese  temido 
desagradar  a  los  soberanos,  y,  principalmente,  malquis- 
tarse con  las  oficinas  de  Sevilla,  También  puede  ser  que 
no  estuviera  convencido  de  la  urjencia  de  deshacerse  de 
una  nave  que  contaba  dos  meses  escasos  de  viaje.  En 
lo  que  toca  á  la  inminencia  de  la  tempestad,  la  sereni- 
dad del  cielo,  el  brillo  del  sol,  y  la  tranquíHdad  de  las 
olas,  la  hacían  pasar  en  aquel  entonces  por  una  chanza; 


—181— 

y  no  solo  no  vino  en  otorgar  á  Colon  lo  del  bajel  que 
solicitaba,  mas  le  "prohibió  saltar  en  tierra  y  hasta  gua- 
recerse en  la  rada. " 

Denegadas  las  peticiones  del  almirante,  tornó  Ter- 
reros á  la  Cajpita7ia  para  dar  cuenta  á  su  jefe  del  resul- 
tado infructuoso  de  su  misión;  y  al  trasladarse  á  bordo 
pudo  contar  en  la  bahia  treinta  y  cuatro  buques  ancla- 
dos, con  pabellón  de  partenza,  que  era  los  que  compo- 
nian  la  flota  que  debia  traer  á  España  Torres,  y  á  la 
que  se  habian  reunido  dos  carabelas  compradas  por  el 
escribano  navegante  Rodrigo  de  Bastidas. 

Mas  fácil  es  concebir  que  espresar  la  indignación 
de  que  se  poseyó  el  grande  hombre  al  verse  rechazado 
de  "la  tierra  y  puertos  que  por  voluntad  de  Dios  ganó 
á  España,  sudando  sangre;  "^  no  encontrando  auxilio  de 
ninguna  especie  en  una  isla  de  la  cual  era  virey  y  go- 
bernador perpetuo,  quedando,  de  consiguiente,  á  merced 
de  los  desencadenados  elementos  y  luego  forzado  á  pro- 
seguir su  interrumpida  navegación  con  buque  inútil  para 
el  caso.  Esta  negativa,  tan  contraria  á  las  leyes  de  la 
humanidad  y  los  usos  de  la  mar,  difundió  la  consterna- 
ción por  las  tripulaciones,  que  se  lamentaban  de  hallar- 
se á  las  órdenes  de  un  hombre  á  quien  un  rigor  tan 
desmedido  parecia  poner  fuera  del  derecho  natural.  Y 
particularmente  los  numerosos  marinos  de  Sevilla  y  sus 
alrededores,  penetrados  de  las  malas  disposiciones  que 
sustentaban  contra  Colon  las  oficinas  de  la  marina,  se 
creyeron  en  gravísimo  peligro,  deduciendo  de  la  repulsa 
de  Ovando  muy  terribles  consecuencias. 

Pero,  por  mas  profunda  que  fuera  la  indignación 
que  causó  al  virey  la  crueldad  de  aquella  negativa, 
sus  instintos  humanitarios  y  caridad  cristiana  pu- 
dieron mas  que  su  justo  resentimiento,  y  despachó  un 
nuevo  mensajero  á  Ovando  para  decirle  que  ya  que  lo 


1.     Carta  d  los  rei/es  vatóliQOs  fechada  en  la  Jamaica  el  1  de  Ju- 
lio de  1503. 


—182— 

privaba  de  un  asilo,  á  pesar  de  la  necesidad  que  de  61  te- 
nia, tanto  para  reparar  su  escuadra  como  para  salvarse 
en  el  momento  supremo  de  una  catástrofe,  portándose 
con  una  rijidez  que  pensaba  no  estar  conforme  con  las 
intenciones  de  SS.  AA.,  al  menos  dilatara  la  salida  de 
la  flota  que  se  disponia  á  darse  á  la  vela,  no  permi- 
tiéndola zarpar  antes  de  ocho  dias,i  porque  el  huracán 
habia  de  estenderse  hasta  remotos  parajes;  que  en  lo 
que  á  él  concernia  iba,  sin  pérdida  de  momento,  á  bus- 
car abrigo. 

No  obstante  estar  persuadido  el  gobernador  de  que 
lo  qne  deseaba  el  almirante  era  encontrar  un  pretesto 
para  hacerse  ver  en  la  ciudad  como  carecia  de  nociones 
de  náutica  y  su  prudencia  lo  inclinaba  á  no  desdeñar 
advertencias  provechosas,  convocó  un  consejo  de  oficia- 
les al  que  asistieron  todos  los  de  la  escuadra  con  su  ca- 
pitán jeneral  Antonio  de  Torres.  Menester  es  confesar- 
lo, como  ni  la  mas  leve  apariencia  atmosférica  venia  en 
apoyo  de  lo  previsto  por  el  almirante,  quedó  resuelto 
no  demorar  la  partida.  Y  los  marinos,  al  ver  la  pu- 
reza y  tersura  del  cielo,  rieron  é  hicieron  mofa  del  vati- 
cinio del  patriarca  de  los  mares,  cahficándolo  de  fúnebre 
y  "falso  profeta,  "2  y  tal  vez  de  viejo  desatinado. 

En  estremo  entorpecido  con  el  mal  estado  de  la  Ga- 
llega,  no  se  ocurrió  á  Colon  otro  medio  de  ahviarlo  que  el 
de  darla  el  mejor  capitán,  confiriendo  su  mando  superior 
á  su  hermano  don  Bartolomé,  hombre  fecundo  en  recur- 
sos, y  en  seguida  enderezó  su  rumbo  á  lo  largo  de  la 
costa  vecina.  A  poco  descubrió  un  ancón  bastante  res- 
guardado, por  cuyo  motivo  lo  bautizó  con  el  nombre  de 
Puerto  Escondido,  y  en  el  que,  después  de  echar  el  an- 
cla, tomó  sus  medidas  para  recibir  la  tempestad,  y  con 
tanta  presteza  que  parecia  verla  avanzar  por  el  horizonte. 


1.  Fernando  Colombo.  Vita  delV  Ammiraglio,  c.  LXXXVIII. 

2.  Herrera.  Historia  jeneral  de  los  viajes  y  conquistas  de  los  cas- 
tellanos en  las  Indias  occidentales.  Década  1.  lib.  V.  cap.  II. 


—183- 


III. 


El  buen  estado  del  mar,  el  esplendor  del  cielo,  k 
suavidad  del  ambiente,  todo  sonreia  á  los  que  debian 
partir,  y  que,  al  cabo  de  una  tan  larga  ausencia  de  la  pa- 
tria y  de  la  familia  suspiraban  por  la  vuelta.  Con  arre- 
glo á  las  órdenes  de  la  reyna,  habia  espedido  Ovando 
licencia  de  embarque  á  los  rebeldes  conocidos,  que  en 
su  gran  mayoría  no  anhelaban  otra  cosa,  puesto  que  ya 
poseian  cantidades  de  oro  suficientes  para  hacer  que  con 
su  peso  se  inclinara  en  su  favor  la  balanza  de  los 
jueces. 

Habiáseles  distribuido  en  número  de  quinientos,  en 
varias  carabelas.  Bobadilla,  el  gobernador  destituido,  que 
se  consolaba  de  su  desgracia  con  las  pepitas  de  oro  que  lle- 
vaba tomó  plaza  en  la  Capitana,  donde  también  Roldan, 
destituido  con  él  y  llamado  á  dar  cuenta  de  su  alzamien- 
to, habia  reunido  las  sumas  de  oro  que,  empleando  cuan- 
tos ardides  y  malas  artes  son  imajinables,  robó  durante 
la  revuelta.  Embarcáronse  asimismo  en  esta  carabela 
cien  mil  pesos,  procedentes  de  las  rentas  de  la  corona, 
y,  con  jeneral  pesadumbre  de  los  habitantes  de  Santo 
Domingo,  la  famosa  pepita,  el  fragmento  de  oro  natu- 
ral de  mayor  tamaño  de  que  jamas  se  haya  hecho  men- 
ción en  la  historia.  Esta  pepita  que  fué  tocada  por  mas 
de  mil  manos,!  y  admirada  y  deseada  por  cuantos  la 
♦ 

1.  "Globum  cum  mille  amplius  homines  viderunt  atque  attrecta- 
verunt." — Petri  Martyris  Anglerii.  Oceaneoe  Decadis  primw,  liber  de- 
cimus,  fol.  24  §  D. 


—184— 

vieron  pesaba,  según  un  testimonio  auténtico,  "tres  mil 
seiscientos  pesos "  4e  los  que  deduciendo,  al  decir  de 
los  peritos  en  la  materia,  trescientos  de  piedra  y  desper- 
dicio, restaban  "tres  mil  trescientos  de  oro  puro,  "i  Ade- 
mas, se  estivaron  á  su  lado  por  los  rebeldes  cien  mil  pe- 
sos de  oro  fundido  y  marcado,  y  gran  copia  de  granos 
de  no  escaso  calibre,  para  enseñarlos  en  España.  Nun- 
ca se  habia  visto,  de  una  vez,  cantidad  de  oro  tan  es- 
traordinaria. 

Otra  porción  de  riquezas,  igualmente  adquiridas  en 
menoscabo  de  la  justicia  y  de  la  humanidad,  á  costa  de 
la  sangre  y  de  la  vida  de  multitud  de  desgraciados  in- 
dios, se  amontonó  en  las  bodegas  de  las  carabelas  res- 
tantes. 

Terminados  los  aprestos  y  embarques  dio  el  capitán 
jeneral  la  señal  de  partida,  y  la  flota,  poniendo  sus  ve- 
las al  viento,  se  alejó  de  una  manera  majestuosa  de  las 
orillas  del  Ozama,  con  rumbo  directo  al  S.  E.  para  do- 
blar el  cabo  de  la  Espada,  bajo  la  isla  de  Saona,  y  lue- 
go de  haber  montado  el  promontorio  del  Engaño,  ganar 
mar  ancha. 

Todo  iba  en  popa,  como  suele  decirse;  mas,  apenas 
llegaron,  llevados  por  una  suave  brisa  á  la  altura  del 
cabo  Rafael,  cosa  de  ocho  leguas  de  camino,  el  viento 
amainó,  y  pocos  instantes  después  comenzaron  á  pre- 
sentarse signos  inquietadores:  anublóse  la  trasparencia 


1.  Oviedo  y  Valdes.  Historia  natural  y  jeneral  de  las  Indias 
occidentales  lib.  III,  cap.  VII.  La  cifra  de  Oviedo  nos  parece  ser 
exacta  porque  este  cronista  oficial  fué  interventor  de  la  fundición  de 
monedas  de  oro  en  las  Indias.  Se  ocupó  mucho  en  referir  exactamente 
el  valor  de  esta  pepita-fenómeno,  y  dice  que  si  en  su  memoria  escrita 
en  Toledo  el  año  de  1525  designó  la  cifra  tres  mil  doscientos  faé  por- 
que no  tuvo  á  la  vista  sus  notas  ni  su  diario;  pero  que,  á  la  sazón,  al 
escribir  su  historia  estaba  en  los  lugares  mismos  y  poseia  el  testimo- 
nio de  los  que  habian  visto  este  grano  que  pesaba  un  poco  mas  de 
tres  mil  seiscientos,  incluso  la  piedi'a.*  # 

*  En  lo  propio  conviene  también  Herrera,  en  su  Historia  de  las 
Indias,  lib.  v .  cap.  II. 

N.  del  T. 


-185— 

del  cielo,  la  luz  del  dia  palideció;  el  Océano  quedo  in- 
móvil, triste,  opaco,  y  el  aire  tardo,  pesado,  denso,  so- 
focante. Ya  no  liabia  duda  para  los  pilotos  espertos: 
aquello  era  los  preludios  del  huracán. 

Estaban  á  vista  de  la  tierra  y  no  podian  ampararse 
en  ella,  pues  ni  el  mas  leve  soplo  chocaba  con  las  velas 
que  pendían  de  las  vergas  tan  rectas  y  fijas  que  pare- 
cian  clavadas  en  bastidores.  El  Atlántico,  empañado  y 
blanquinoso,  permanecía  terso  como  las  planchas  de  un 
féretro  de  plomo.  No  era  ya  posible  volver  á  puerto,  ni 
escapar  del  peligro  de  las  costas  lanzándose  á  alta  mar, 
y  en  tal  aprieto,  sin  duda  hubo  mas  de  un  piloto  de  los 
que  hicieron  mofa  del  aviso  de  Colon,  que  hubiera  que- 
rido, siguiendo  los  consejos  de  su  esperiencia,  no  haber 
abandonado  el  muelle  de  Santo  Domingo;  mas,  ay!  que 
ya  era  demasiado  tarde,  y  ningún  poder  humano  servia 
á  la  sazón. 

Siguió  el  golpe  al  amago. 

Una  ondulación  formidable  desniveló  la  llanura,  y 
las  olas,  tras  algunas  oscilaciones  se  levantaron  negras, 
espumosas,  soberbias,  dando  pavorosos  rujidos  y  vomi- 
tando las  arenas  de  su  seno  contra  los  costados  de  la 
formidable  flota  que,  tan  presto  la  azotaba  con  sus  pa- 
los y  la  embestía  con  sus  proas,  como  corría  desatinada 
entre  los  silbidos  del  viento,  chocándose,  hendiéndose 
y  haciéndose  pedazos.  Una  espesa  bruma  vino  á  cargar 
mas  de  sombra  aquella  escena  de  desolación  y  horrores, 
en  que,  con  dificultad,  se  oian,  en  los  intervalos  que  de- 
jaba el  inmenso  grito  de  la  tempestad,  las  bocinas  de 
mando  de  los  que  vivian  y  los  lastimeros  plañidos  de 
los  que  en  tan  terrible  hora  exhalaban  el  alma  tras  in- 
describibles agonías. 

Parte  de  las  navfes  se  abrieron,  dando  salida  <í  los 
tesoros  que  encerraban;  otras  pugnaron  con  impotentes 
maniobras;  y  la  Capitana,  repleta  de  oro,  sin  embargo 
de  su  sohdez,  después  de  haber  sido  juguete  de  la  tor- 
menta, fué  pasto  de  los  abismos  que  la  obsorbieron  con 

24 


—186— 

sus  riquezas  y  tripulantes,  de  los  que  nadie  se  salvó. 
Mas  de  venitiseis  carabelas,  henchidas  del  precioso  me- 
tal, fruto  délas  rapiñas  cometidas  con  los  indios, se  des- 
barataron y  sumerjieron,  y  otras,  lleyadas  mas  al  in- 
terior del  Océano  y  arrastradas  á  paralelos  descono- 
cidos, perecieron  á  mayor  distancia,  al  cabo  de  mas  pro- 
longadas angustias  y  de  mayores  esfuerzos  de  deses- 
peración. 

De  aquella  poderosa  escuadra  no  volvió  á  la  Espa- 
ñola mas  que  dos  ó  tres  cascos  muy  mal  parados,  mien- 
tras que  el  mas  pequeño,  trabajado  y  frájil,  nombrado 
La  Aguja,  prosiguió  su  rumbo  á  Europa,  '^conducien- 
do todo  el  caudal  del  almirante,  que  consistía  en  cua- 
tro mil  pesos;  y  fué  el  primero  que,  como  por  voluntad 
de  Dios,i  llegó  á  Castilla/'  Los  buques  que  volvieron  á 
carenarse  á  la  Española  llevaban  á  la  jente  mas  menu^ 
da  y  pobre,  y  solo  habia  entre  ella  un  hidalgo:  el  escri- 
bano piloto  Rodrigo  de  Bastidas,  que  ''era  un  hombre 
bueno,''^  y  á  quien  Bobadilla  habia  perseguido  también 
de  una  manera  inhumana. 

En  tan  tremendo  dia  sucumbieron,  sin  esceptuarse 
uno,  los  traidores,  los  calumniadores,  los  enemigos  acér- 
rimos de  Colon;  "en  él,  dice  un  historiógrafo  real,  perdió 
la  vida  Erancisco  de  Bobadilla,  el  que  envió  á  el  almirante 
y  á  sus  hermanos  con  grillos,  sin  acusarlo,  ni  darle  lu- 
gar á  defenderse;  en  él  el  rebelde  Erancisco  Roldan  y  mu- 
chos de  sus  cómplices,  cuando  se  alzaron  contra  los  re- 
yes y  el  almirante,  cuyo  pan  hablan  comido,  y  que  tira- 
nizaron á  los  indios;  en  él  también  el  cacique  Guario- 
nex,  que  rehusó  pertinazmente  el  Evanjelio,  y  los  cien 
mil  pesos  con  el  grano  de  oro  de  fabulosa  magnitud;''^ 


1.  Herrera.  Historia  jener al  délos  viajes  y  conquistas  de  los  cas- 
tellanos  en  las  Indias  occidentales.  Década  1.  íib.  V .  cap.  II.  p.  337. 

2.  Rafael  Maria  Baralt,  Resumen  de  la  historia  de  Venezuela,  t. 
I.  cap.  VIL  p.  132. 

3.  Herrera.  Historia  jeneral  de  los  viajes  y  conquistas  de  los  cas- 
tellanos en  las  Indias  occidentales.  Decada  1.  lib.  V.  cap.  II. 


—187— 

todo  se  perdió;  que  las  furiosas  olas  se  tragaron  á  la 
vez,  junto  con  las  riquezas  á  sus  inicuos  poseedores  "en 
número  de  mas  de  mil  y  quinientos  hombres /^^ 

¿Pero,  que  acontecia  entretanto  al  virey  en  puerto 
Escondido?  Confiaba  en  Dios  y  dejaba  bramar  la  tor- 
menta. 

Durante  el  dia,  las  cuatro  carabelas  resistieron  al 
viento  y  á  la  mar;  pero  la  tempestad  fué  terrible  du- 
rante la  noche,  y  las  naves  se  separaron  entonces.  En 
medio  de  la  oscuridad  garraron  del  puerto  tres  bajeles, 
quedando  firme  sobre  las  anclas  solo  la  Capitana.  Cada 
uno  de  ellos  escapó  por  un  lado,^  sin  dar  á  sus  tripu- 
lantes mas  esperanza  que  la  muerte,  ni  mas  amparo  que 
el  de  la  cólera  de  los  elementos.  La  Gallet/a,  á  cuyo  bor- 
do se  encontraba,  felizmente,  el  adelantado,  perdió  su 
chalupa,  y  para  recuperarla  faltó  poco  para  que  zozo- 
brase, hasta  que  tras  penosas  tentativas  se  tuvo  que  re- 
nunciar á  ello.  Mas,  si  las  tres  carabelas  sufrieron  ave- 
rias considerables  y  destrozo  en  sus  aparejos,  y  pérdidas 
en  sus  víveres,  la  de  Colon,  '^abalumada  a  maravilla,  co- 
mo él  mismo  refiere,  nuestro  Señoría  salvó,  que  no  hubo 
daño  de  una  paja. '^^ 

Luego  de  haber  sido  bien  castigadas  por  el  huracán 
por  espacio  de  muchos  dias,  se  reunieron  las  cuatro  na- 
ves en  el  puerto  de  Azua,  en  un  Domingo,^  como  para 
que  juntos  celebrasen  los  marinos  la  festividad  y  dieran 
gracias  á  Dios  por  su  protección  manifiesta.  Las  circuns- 
tancias de  este  inesperado  encuentro  sorprendieron  al 
virey,  á  pesar  de  lo  habituado  que  estaba  á  las  bonda« 
des  del  altísimo. 


1.  Oviedo  y  Valdcs.  Historia  iiatural  y  jencral  de  las  Indias  oc- 
cidentales, lib,  III.  cap.  TX. 

2.  '"La  notte  con  grandissima  oscurita  si  partirono  tre  navigli 
della  siia  compagnia,  ciascun  per  lo  suo  camino." — Fernando  Colom- 
bo,  Vita,  delV  Ammiraglio,  cap.  LXXXVIII. 

3.  Carta  á  los  reyes  católicos  fechada  en  la  Jamaica  énT  de  Ju- 
lio de  1503. 

4.  Fernando  Colombo.  Vita  delV Ammiraglio,  cap.  LXXXVIII. 


—188— 

Castástrofe  fué  la  que  acabamos  de  narrar  que  no 
se  consideró  como  mero  siniestro  marítimo,  y  en  la  que 
todos  los  escritores  contemporáneos,  sin  escepcion,  han 
visto  un  castigo  providencial,  mirándolo  sobrecojidos  de 
respeto  y  horror:  que  tan  clara  y  trasparente  se  mani- 
festó á  la  sazón  la  justicia  del  cielo. 

Si  el  discernimiento,  por  decirlo  así,  de  la  tempes- 
tad, que  separó  el  justo  del  culpable,  y  con  golpes  tre- 
mendos hundió  en  los  abismos  al  malvado  con  sus  espe- 
ranzas, ilusiones  y  riquezas,  acumuladas  á  costa  de  su  al- 
ma; si  el  paso  franqueado  en  lo  mas  horroroso  del  hu- 
racán al  reducido  tesoro  del  almirante,  colocado  con 
dañada  intención  en  la  peor  de  las  naves,  y  que  la  con 
dujo  sola  á  través  del  Atlántico  al  puerto  de  su  desti- 
no, nos  llenan  de  asombro,  el  asombro  se  torna  en  estupor 
al  pensar  en  la  protección  que  en  los  mismos  instantes  (Je- 
fendia  la  persona  y  la  escuadra  del  virey  en  las  aguas  de 
las  Antillas,  pues  los  cuatro  buques  de  que  constaba  que- 
daron igualmente  preservados  así  en  la  costa  como  en 
ancha  mar;  La  Gallega  que  antes  peligraba  al  impulso 
de  una  ola,  resiste  ahora  como  una  roca  al  de  una  bor- 
rasca deshecha;  y  la  Capitana  no  pierde  ni  un  hombre, 
ni  un  ancla,  ni  un  cabo,  ni  una  tabla,  ni  recibe  el  me- 
nor daño. 

El  carácter  verdaderamente  sobrenatural  de  este  su- 
ceso causó  en  España  sensación  profunda;  y  lo  singular 
de  sus  circunstancias,  lo  inmenso  de  la  pérdida  y  el 
duelo  de  mas  de  quinientas  familias,  imprimieron  á  sus 
detalles  una  lúgubre  y  eterna  notoriedad.  La  reyna 
hizo  á  Ovando  un  doble  cargo  por  su  doble  repulsa  á 
Colon,  cuando  le  advirtió  de  la  inminencia  del  peligro, 
y  cuando  le  demandó  un  asilo;i  el  rey  lamentó  el  oro 

1.  "Muclio  sintieron  los  reyes  la  pérdida  de  la  flota  porque  lo  ma- 
nifestaron públicamente....  Dijeron  á  Nicolás  de  Ovando  que  les  habia 
disgustado  la  negativa  dada  al  almirante  en  la  difícil  circunstancia  en 
que  se  hallaba,  y  el  no  haber  querido  seguir  su  consejo  deteniendo 
la  flota  algunos  dias  mas."— Herrera.  Historia  Jeneral  de  los  viajes  y 
conquistas  etc.  Década  1.  lib.  V.  cap.  XII. 


—189— 

fundido  y  sobre  todo  la  pepita,  hasta  el  dia  sin  semejante, 
y  la  isla  conservó  la  memoria  de  la  catástrofe,  por  lar- 
go espacio,  con  los  mas  vivos  colores.  El  archicronó- 
grafo  imperial  Oviedo  que  residiíS  en  ella  y  conversó 
con  testigos  oculares  se  maravilló  de  su  carácter  provi- 
dencial, y  en  tres  partes  distintas  de  su  Historia  natural 
se  ocupa  de  la  flota  perdida  por  haberse  desdeñado  el 
aviso  del  almirante.^  El  milanes  Girolamo  Benzo- 
ni,  que  fué  á  la  Española  cuarenta  años  después  del 
suceso  y  pudo  oir  á  algunos  testigos  oculares,  no  puede 
menos  de  ver  en  él  el  cumplimiento  de  una  sentencia  fir- 
mada por  la  mano  del  todopoderoso;^  y  el  castigo  de  los 
rebeldes  y  la  destrucción  del  fruto  de  sus  execrables  di- 
lapidaciones le  parecen  un  ejemplo  saludable  presen- 
tado á  la  faz  del  mundo,  y  una  gran  lección  de  filoso- 
fía histórica. 


IV. 


La  predicción  del  almirante,  sus  terribles  efectos,  la 
inmunidad  concedida  al  pequeño  tesoro  del  mensajero 
de  la  cruz,  al  través  del  Atlántico,  v  la  conservación  de 


1.  "....Qui  furciit  perdiis  pour  nc  point  avoir  cru  ne  prins  cou- 
seil  de  rAmiral." — Oviedo  y  Valdes.  Historia  natural  y  jeneral  de 
las  Indias,  traducción  do  Juan  Poleur. — Oviedo  vuelve  sobre  esto  eu 
los  cap.  VII,  IX,  X.  del  tercer  libro  de  su  historia. 

2.  Benzoni. — "Qui  é  da  notare  quanto  la  giustizia  di  Dio  permct- 
te  per  castigare  la  malignita  de  gli  uomini  é  conKiderarc  che  tutti  i 
nostri  tesori  é  le  nostro  richezze  nell'  quali  tanta  fidanza  abbiaino, 
iutto  sonó  sorni  o  ombre  false,  etc." — La  historia  del  Nuovo  Mondo, 
libr.  I.  fogl.  XXIV.  Venezia,  1572. 


—190— 

sus  cuatro  bajeles  en  la  mas  Caribe,  así  como  la  escep- 
cion  hecha  á  su  carabela  de  ser  la  única  que,  durante 
el  pavoroso  tumulto  de  las  olas,  quedase  libre  de  fati- 
gas y  averias,  son  hechos  que  justifican  testigos  ocula- 
res, documentos  auténticos  y  la  unánime  conformidad 
de  los  historiadores,  y  que  no  es  posible  poner  hoy  en 
litijio. 

Y,  cosa  digna  de  consignarse!,  nadie  se  ha  aventu- 
rado nunca  á  atribuir  este  encadenamiento  de  circuns- 
tancias á  la  casualidad,  esa  dilijente  abogada  de  todo  lo 
difícil,  de  todo  lo  arduo,  y  á  la  que  jeneralmente,  se  con- 
decora con  todo  lo  imprevisto  y  estraordinario,  desde 
el  momento  en  que  la  razón  no  halla  una  esphcacion 
que  la  satisfaga. 

Fuera  inútil  empresa  el  esplicar  naturalmente  aquel 
acontecimiento  formidable!  ¡En  vano  seria  esforzarse  por 
atribuirlo  á  la  habilidad  consumada,  á  la  luminosa  es- 
periencia  del  almirante!  Porque  predicciones  de  esta  na- 
turaleza se  elevan  á  terreno  mas  alto  que  el  de  los  he- 
chos de  la  observación  y  de  la  práctica.  Interróguense 
sino  los  hombres  especiales,  los  marineros,  y  mejor  que 
otros  contestaran  que  es  imposible  hacer  semejantes  pro- 
fecías con  el  auxilio  de  la  ciencia  náutica.  El  sabio  Ara- 
go,  no  solo  no  creia  en  la  posibilidad  de  presajiar  ima 
tempestad,  mas  aun  el  adivinarla  antes  de  la  llegada  de 
los  signos  precm sores.  Ademas,  vamos  á  reproducir  tes- 
tualmente  lo  que,  con  referencia  á  la  predicción  de  Co- 
lon, ha  escrito  un  oficial  superior  de  la  armada,  director 
que  fué  del  Colejio  Naval,  y  autor  del  Marinero  per- 
fecto y   del  Diccionario  de  marina  de  vela  y  de  vapor. 

'^Creemos  estar  bien  fundados  al  negar  la  infalibili- 
dad absoluta  de  un-  hombre,  de  un  instrumento  mete- 
reolójico,  de  un  dato  probable,  de  un  indicio  precursor, 
en  lo  que  atafie  á  predicciones  y  anuncios  acerca  del 
tiempo  que  puede  hacer,  no  solo  con  dos  dias  de  anti- 
cipación, pero  ni  con  dos  horas  siquiera.  Que  Colon,  por 
ejemplo,  en  aquella   circunstancia,  huljiera  observado 


—191— 

que  las  nubes  de  las  rejiones  superiores  tenian  una  mar- 
cha bastante  pronunciada  hacia  la  de  las  nubes  mas  pró- 
ximas á  la  tierra;  que  hubiera  notado  que  los  vientos 
alisios  amainaban;  que,  por  intervalos,  las  brisas  del  O. 
tomaban  cuerpo,  ó  cualquiera  otra  indicación  práctica, 
y  que  juzgase  prudente  tomar  sus  precauciones  y  gua- 
recerse, fácilmente  lo  concebimos,  tanto  mas,  cuanto 
que,  como  marino  consumado,  acostumbraba  Colon,  lo 
mismo  que  todos  los  jefes  prudentes,  á  ocuparse  siem- 
pre mucho  de  su  rumbo,  de  su  nave,  del  estado  del  cielo 
y  de  las  continjencias  que  pudieran  sobrevenir.  Pero 
en  lo  que  respecta  á  manifestar  de  una  manera  pública 
que  debia  estallar  una  tormenta  dos  dias  después,  cree- 
mos que  es  cosa  fuera  del  alcance  de  las  facultades  hu- 
manas, y  que  ni  Colon,  ni  nadie  en  el  mundo  pudo  nun- 
ca predecir  con  certidumbre/^^ 

También  nosotros  estamos  convencidos  de  que  tal 
profecía  '^está  fuera  del  alcance  de  las  facultades  huma- 
nas;'^ y  por  eso  es,  precisamente,  por  lo  que  el  anuncio 
oficial  de  Colon  al  gobernador  Ovando,  y  su  consejo  de 
no  dejar  salir  la  escuadra,  dado  con  insistencia,  dos  dias 
antes  del  huracán,  nos  parece  revestido  de  un  carácter 
prodijioso,  adaptado  á  aquel  castigo  de  la  providencia. 
Y  como  las  circunstancias  del  hecho  no  dejan  márjen 
á  la  casualidad,  Humboldt  y  Washington  Irving,  es- 
critores racionalistas,  menospreci adores  del  orden  so- 
brenatural, no  se  han  atrevido  á  hacerla  intervenir  en 


1.  Bonnefoux-  Vie  de  ChristopJie  Colomb,  p.  363,  364. 

2.  Humboldt  ha  tratado  en  una  nota  de  tiznar  en  cierto  modo  la 
piadosa  opinión  de  Las  Casas  y  de  Fernando  Colon.  Por  su  parte  pre- 
tende Washington  Irving  que  si  los  culpables  quedaron  castigados 
participó  de  su  suerte  el  inocente  cacique  Guarionex,  confundiéndose 
así,  en  la  pena,  el  inocente  y  el  culpacto.  Pero  nosotros  observaremos, 
primero  que  bajo  el  punto  de  vista  católico,  semejante  obiecion  ca- 
rece de  fundamento;  y  después  que,  Guarionex  siempre  sordo  á  la  pa- 
labra evanjélica,  hartas  veces  perdonado  por  Colon  y  el  adelantado, 
ingrato  con  ellos,  provocador  de  asesinatos  y  cómplice  de  los  revolu- 
cionados, no  puede,  ni  aun  á  los  ojos  de  los  hombres  aparecer  sin 
culpa. 


—192— 

esta  ocasión,  ni  á  aventiirav  una  interpretación  amolda- 
da á  su  sistema. 

¡Cuánta  sagacidad  uo  reveló  la  tormenta,  dejando 
libre  el  camino  al  mas  frájil  de  los  buques,  que  iba  condu- 
ciendo caudales  del  almirante,  y  contentándose  con  ave- 
riar las  naves  de  Bastidas,  mientras  devoraba  con  ansia 
inestinguible,  después  de  haberlas  destrozado,  á  las  só- 
lidas carabelas  restantes,  cargadas  de  hombres  perver- 
sos y  de  riquezas  que  destilaban  sangre!  jQué  acierto  en 
el  huracán  que  respetó  la  Capitana,  en  que  flotaba  el 
pabellón  del  mensajero  de  la  cruz,  hasta  el  punto  de  no 
inferirla  el  mas  leve  daño,^  y  dejarla  en  el  puerto  sobre 
sus  amarras,  en  ocasión  en  que  hacia  garrar  y  arrojaba 
á  mar  ancha  á  los  otros  bajeles  y  los  ponia  en  grave 
aprieto,  cual  si  fuera  su  propósito  señalar  con  la  dife- 
rencia del  tratamiento,  la  diferencia  de  su  destino,  y  po- 
ner mas  patente  la  especial  protección  que  la  dispen- 
saba! 

¡Y  qué  pensar  del  buen  tiempo,  que  se  diria  de  acuer- 
do con  la  tormenta  á  fin  de  reunir  al  lado  de  la  Capi- 
tana, en  un  Domingo,  en  el  mismo  punto,  á  las  naves 
dispersas  y  perdidas  de  vista  en  el  espacio,  como  para 
permitir  á  los  nautas  solemnizar  el  dia,  conforme  á  la 
piadosa  costumbre  del  heraldo  de  la  cruz? 

¿Son,  por  ventura,  estas  asombrosas  providencias 
obra  de  la  casualidad?  No.  Pero,  si  lo  son,  estuvo  tan 
injeniosa  en  sus  combinaciones,  tan  trascendental  en  sus 
cálculos,  se  apartó  tanto  de  lo  accidental,  de  lo  impre- 
visto, que  apenas  se  la  conoce,  y  de  puro  trocada  no  se 
parece  á  sí  misma. 

Los  enemigos  de  Colon,  sorprendidos  de  la  inmuni- 
nidad  que  preservaba  á  sus  bienes  y  equipajes,  y  vien- 
do de  que  manera,  instantáneamente,  quedó  vengado  de 


1.     Cartas  á  los  reyes  ci fálteos  e>ierila  en  la  Jamaica  ci  7  de  Ju- 
lio 1503. 


—193— 

sus  perseguidores,  atribuyeron  a  su  poder  iiiájico  la  ter- 
rible jornada.^ 

Cuando,  recordando  la  suma  piedad  de  Colon,  in- 
ventor y  donador  de  aquella  tierra  en  que  habia  planta- 
do la  cruz,  se  aproximan  con  la  mente  sus  jigantescos 
trabajos,  sus  sagrados  derechos,  sus  puras  intenciones, 
y  se  llega  al  atentado  cometido  contra  él  por  los  ingra- 
tos, los  rebeldes  y  el  comisario  de  un  poder  engañado, 
arracanda  de  su  gobierno,  arrojando  en  una  prisión,  car- 
gando de  grillos  y  desterrando  de  la  isla  al  mensajero  de 
la  salud,  se  siente  oprimirse  el  corazón,  y  se  reconoce  en 
ello  una  gran  lección  dada  al  mundo;  porque  así  como  la 
sabiduría  del  creador  se  revela' por  medio  délas  maravi- 
llas de  sus  obras,  la  eterna  gobernación  de  la  divina  pro- 
videncia se  muestra  visible  á  nuestros  ojos  en  hechos  se- 
mejantes. 

No  debe  olvidarse  tampoco  la  evanjélicajenerosidad 
del  consejo  de  Colon.  Luego  de  la  negativa,  espresada 
de  modo  tan  acre  por  Ovando,  el  almirante  le  despachó 
un  mensajero,  no  Con  la  esperanza  de  enderezarlo  á  me- 
jor camino  hacia  su  persona,  sino  con  el  anhelo  de  salvar 
á  sus  enemigos  del  mismo  riesgo  á  que  lo  esponian,  y  de 
preservar  la  flota  de  una  destrucción  inminente.  Parece 
que,  en  su  misericordia,  la  providencia  dispuso  que  se 
diera  aquel  aviso  á  los  culpados,  como  última  prueba  á 
la  inflexibilidad  de  su  corazón.  Pero  aquellos  hombres 
avaros,  codiciosos,  impúdicos,  una  vez  enriquecidos,  te- 
nían sed  de  la  patria,  y  se  les  hacían  siglos  los  dias  que 
tardaban  en  llegar  á  Castilla  para  gozar  del  fruto  de  sus 
vejaciones  y  robos,  tanto  mas  cuanto  que,  como  su  pasa- 
do estaba  lejitimado  con  el  oro  esperaban  merecer,  sin 
duda,  los  favores  con  que  el  influjo  de  don  Juan  de  Fon- ' 
seca  premiaría  su  desamor  al  almirante.  Así  es  que  des- 
preciaron la  advertencia  del  patriarca  del  Océano  y  con- 

]      Fernando  Colon.  Historia  del  almirante  don  Cri/ttÓhaJ  Colon. 
cap.  LXXXVIII. 

;25 


—194— 

testaron  con  carcajadas  de  incredulidad  y  mofa  á  aquel 
acto  de  magnanimidad  cristiana.  Y  después  de  haberle 
hecho  apurar  hasta  las  lieces  el  cáHz  de  la  amargura;  des- 
pués de  haberlo  salpicado  con  el  cieno  de  sus  calumnias 
cuando  era  su  jefe,  veian  con  repugnante  alegría  á  sus 
buques  rechazados  de  la  tierra  que  habia  descubierto. 
La  presencia  del  justo  hubiera  turbado  sus  culpables 
ilusiones,  y  no  queriendo  nada  de  él,  ni  aun  los  consejos. 
Jos  rechazaron  como  á  su  persona  en  la  época  en  que  fué 
virey,  y  dijeron  al  servidor  de  Dios  lo  qne  el  impío  de 
los  antiguos  tiempos  dijo  al  señor  mismo:  '^Apártate  de 
núr^  i 

La  ingratitud  puso  el  colmo  á  la  in  quidad;  pero  el 
todopoderoso  cegó  á  los  soberbios. 

Y  el  ánjel  del  señor  mandó  á  la  tempestad  y  se  cum- 
plió el  castigo. 

El  piadoso  historiador  del  almirante,  don  Fernando 
Colon,  informado  de  cada  una  de  las  circunstancias  de 
tan  intelij ente  siniestro,  afirma  estar  convencido  de  que 
"fué  providencia  divina,  porque  silos  rebeldes  hubieran 
llegado  á  Castilla,  jamás  habrían  sido'  castigados  según 
merecían  sus  delitos,  antes  bien,  porque  eran  favorecidos 
del  obispo,  hubiesen  recibido  muchos  favores  y  gracias.  "2 
Este  acto  de  justicia  divinal,  comprobado  con  documentos 
oficiales,  notas  y  testimonios  de  historiógrafos  reales,  que 
tuvo  efecto  en  el  segundo  año  de  la  era  del  renacimiento, 
en  la  época  en  que  tomó  vuelo  la  imprenta,  se  desarro- 
lló la  literatura  en  España,  y  se  difundieron  las  luces  del 
progreso  y  de  las  investigaciones  de  la  crítica,  parece 
venir  á  probar  y  hacer  creíbles'  á  los  mas  pertinaces  in- 
crédulos los  milagros  del  Antiguo  Testamento;  á  demos- 
trar de  una  manera  incontestable  la  intervención,  palpa- 
ble á  veces,  del  soberano  de  los  cíelos  en  las  cosas  de  la 

1.  Recede  a  nobis,  scientiam  viarum  tuarum  nolumus.^— Job. 
cap.  XXI,  V.  14. 

2.  Fernando  Colon.'  ffistoria  del  almirante  don  Cristóbal  Colon, 
cap.  LXXXYIII. 


—195— 

tierra,  y  á  corroborar  los  castigos  temporales  impuestos  á 
los  pueblos  rejidos  por  la  antigua  ley,  que  mencionan  los 
libros  santos,  que  ratifican  las  mas  elevadas  tradiciones 
del  oriente,  y  que  la  profana  antigüedad  conservó  con 
indeleble  recuerdo. 

Ni  en  tiempo  de  los  patriarcas,  ni  después  de  la  sali- 
da de  Ejipto  de  la  tribu  de  Jacob,  bajo  los  jueces  y  los 
reyes,  se  presentó  á  los  mortales  un  signo  mas  evidente 
de  la  cólera  de  Dios  que  aquel. 

Y  sin  embargo,  el  hombre  en  favor  de  quien  pareció 
verificarse  este  juicio  divino,  semejante  á  la  sazón  al  pro- 
feta que  advertía  á  los  nacidos  para  darles  tiempo  de  ar- 
repentirse, no  solo  no  aludió  en  vida  á  su  aviso  des- 
preciado, sino  que  ignoró  por  algún  tiempo  el  prodijio 
que  se  liabia  operado  y  en  el  que  desempeñó  un  papel 
tan  conforme  á  su  carácter  de  mensajero  de  la  salud.  Pe- 
ro cuando  dos  años  adelante  conoció  todos  los  pormeno- 
res de  la  catástrofe,  la  llamó  con  su  verdadero  nombre, 
milagro,  é  hizo  observar  al  rey  que  '^gran  tiempo  hacia  que 
Dios  nuestro  señor  no  mostraba  uno  tan  público.''^ 

El  cataclismo  que  inauguró  de  una  manera  tan  ter- 
rible la  cuarta  campaña  de  esploracion  del  almirante 
sorprendió  y  maravilló  á  los  contemporáneos  por  lo  enor- 
me de  sus  consecuencias;  pero  en  el  fondo,  por  milagro- 
so que  fuera  no  es  para  nosotros  mas  estraordinario  que 
ciertas  circunstancias  de  sus  viajes  precedentes. 

El  hecho  de  augurar  la  tormenta  no  se  ofrece  á  nues- 
tros ojos  con  circunstancias  tan  asombrosas  como  el  de 
anunciar  la  tierra,  marcando  el  dia  y  casi  la  hora  de  su 
descubrimiento,  en  la  noche  del  11  de  octubre  de  1492, 
en  ocasión  de  hallarse  todavía  á  veintiuna  leguas  de  dis- 
tancia, y  de  no  existir  el  mas  leve  indicio  de  su  vecindad, 
ni  aun  para  la  vista  masesperimentada.  Ni  este  debe  pa- 


1.  Carta  dd  almirante  don  Cristóbal  Colon  pidiendo^  al  reí/  cató- 
tólico  nombre  á  su,  hijo  don.  DleQo.-j.tara  sucederle,  e^c— Suplem.  pri- 
mor, á  la  cülci'ciua  diplom.  n.  C* VI. 


—196— 

recer  mas  estraño  que  el  de  la  promesa  hecha,  á  las  tri- 
pulaciones, exasperadas  ya  con  el  hambre  y  prontas  {\ 
deshacei'se  por  un  medio  violento  de  los  indios,  de  que 
pasadas  tres  singladuras,!  divisarian  el  cabo  de  San  Vi- 
cente, como  así  fué  en  efecto.  Ni  es  menos  grande  y  ad- 
mirable el  descubrí]'  Ja  isla  de  la  Trinidad,  y  presentár- 
sele con  el  signo  del  nombre  que  la  destinaba  antes  de 
salir  de  España. 

Pero  en  la  navegación  cuya  historia  vamos  á  narrar, 
lo  estraordinario  se  enlaza  tan  estrechamente  con  lo  pro- 
dijioso,  y  lo  prodijioso  se  une,  se  liga,  se  identifica  de  una 
manera  tal  con  el  heraldo  de  la  cruz,  que  nos  familiari- 
za por  fuerza  con  ello.  Y  si  bien  es  cierto  que  las  leyes 
del  orden  jeneral  no  se  interrumpieron  en  provecho  de 
Colon,  y  que  no  pudo  evitar  ni  los  pehgros,  ni  los  sufri- 
mientos, también  es  verdad  que  el  modo  como  venció  los 
mayores  y  mas  graves  riesgos,  y  la  confianza  que  mani- 
festaba, no  pueden  esplicarse  sin  fé  en  un  auxiliar  invi- 
sible, en  la  protección  de  una  fuerza  sobrenatural.  Y,  lo 
dechnos  con  la  sinceridad  que  enjendra  una  convicción 
íntima,  profunda  y  arraigada,  quien  no  cree  en  lo  sobre- 
natural, quien  no  cree  en  lo  que  se  eleva  sobre  el  nivel 
del  orden  común,  no  puede  comprender  á  Colon. 


IV. 


Pasó  el  almirante  algunos  dias  en  Azua  |)ara  que  des- 
cansaran  sus  tripulaciones  de  los  trabajos  pasados,  y  ha- 
cer ciertos  reparos  en  la  naves  que  garraron.  Referíanse 

1.     Véase  cu  el  primer  tomo  las  p.  123  y  421. 


-197-  .  . 

los  marineros  y  pilotos  los  recíprocos  peligros  porque  lia- 
bian  atravesado  y  las  maniobras  que  tuvieron  que  ejecu- 
tar para  salir  sin  mas  daño  del  aprieto,  y  así  se  consola- 
ban de  los  males  propios;  pero  ninguno  estaba  tranquilo 
al  pensar  en  la  suerte  que  hubiera'  cabido  á  la  flota,  par- 
tida contra  el  parecer  del  almirante.  De  allí  se  dio  á  la  ve- 
la la  escuadrilla  en  demanda  de  Yaquimo  para,  en  su 
puerto,  aguardar  que  afirmara  el  tieirqjo. 

Y  como  el  14  de  Julio  pareciera  la  mar  en  buen  es- 
tado encaminóse  al  S.  el  almirante;  pero  el  viento  cayó, 
y  las  corrientes  lo  llevaron  sobre  la  Jamaica,  á  los  cayos 
de  Morant,  pequeñas  islas  arenosas  donde  se  proveyó  de 
agua  dulce,  haciendo  practicar  hoyos.  Prosiguió  la  calma, 
y  la  impetuosidad  de  las  corrientes  lo  arrastró  al  grupo 
de  innumerables  islotes  que  rodea  la  costa  S.  O.  de 
Cuba,  que  descubrió  en  su  segundo  viaje,  y  llamó  Jar- 
dines de  la  Reyna,  en  cuya  altura  como  le  cargase  un 
norte  fresco,  gobernó  resueltamente  al  mediodía,  hacia  la 
parte  de  la  tierra  firme  en  que  imajinaba  encontrar  el 
estrecho. 

Se  mantenía  al  S.  cuarto  al  S.  0.;i  pero  fue  contra- 
riado eii  su  derrota,  casi  en  seguida,  por  el  estado  estra- 
ño  de  la  temperatura.  El  cielo  estaba  encapotado,  el  sol 
permanecía  cubierto,  y  las  estrellas  ao  se  dejaban  ver;  y 
á  pesar  de  la  fuerza  y  de  la  variación  de  los  vientos,  sen- 
tía que  la  mar  oponía  á  su  marcha  una  fuerza  constante, 
si  bien  irregular  en  su  violencia.  Chubascos  frecuentes 
inundaban  las  cubiertas  de  sus  carabelas,  y  á  menudo 
partían  relámpagos  del  horizonte  que  lo  iluminaban  to- 
do: era  preciso  poseer  en  tan  alto  grado  como  Colon  la 
fuerza  de  voluntad  y  la  enerjia  para  no  alterar  el  rumbo, 
pues  ;í  veces  el  enrarecimiento  de  la  borrasca  lo  forzaba 
á  huir  á  palo  seco,  ó  á  ponerse  á  la  capa,  y  entonces,  en 
ima  noche,  perdia  el  corto  camino  adelantado  de  una  ma- 


1.     Fué  la  vía  cfcl  Sur  cuarta  al  sur  ueste. — Diana  del  escribano 
Diego  de  Porras. 


.  —198— 

ñera  penosa  por  espacio  de  muchos  días.  Mientras,  el  can- 
sancio, los  desvelos,  la  humedad,  complicada  con  el  frió 
intenso  y  el  calor  sofocante,  daban  al  traste  con  el  áni- 
mo de  las  tripulaciones. 

La  fe  ardiente  de  Colon  se  sobreponia  sola  á  las  con- 
trariedades que  por  do  quiera  surjian;  y  con  el  pensa- 
miento fijo,  enclavado  en  su  objeto,  no  se  detenia  en  con- 
tar los  obstáculos.  Comenzaba  á  pesar  sobre  él  el  sesen- 
ta y  siete  avo  año  de  su  vida,  sin  que  lo  notara  apenas; 
que  lo  esquisito  de  sus  sentidos  en  nada  se  habia  debi- 
litado, y  no  obstante  sus  padecimientos  rehumáticos  su 
cuerpo  permanecia  erguido  y  firme,  sosteniendo  con  no- 
table gallardia  su  majestuosa  cabeza,  coronada  con  esa 
blanca  y  reluciente  diadema  de  honor  de  que  habia  la  sa- 
grada escritíira,  y  bajo  la  cual,  partia  de  sus  ojos  una  mi- 
rada suave  y  serena,  impregnada  de  un  fluido  amoroso  y 
tierno,  que  tenia  algo  de  evanjélico  y  esparcia  por  el 
contorno  de  su  rostro,  no  muy  padecido  con  sus  traba- 
j  os  de  mar,  sus  prolongadas  tribulaciones,  su  indomable 
actividad  y  las  injusticias  de  que  era  víctima  su  persona, 
u  na  luz  dulcísima.  A  medida  que  avanzaba  en  edad, 
avanzaba  también  en  perfección  cristiana.  Y  con  sus  an- 
chos y  holgados  hábitos  de  franciscano  y  la  maravillosa 
dignidad  de  su  continente,  no  era  posible  mirarlo  sin  re- 
cordar ima  de  esas  imájenes  de  los  patriarcas  6  de  los 
profetas  de  cjue  creemos  formarnos  idea  leyendo  los  libros 
santos.  Húbiérasele  tomado  por  \m  rey  pastor,  trasporta- 
do dé  la  Idumea  ola  Mesopotamia  alas  llanuras  del  At- 
lántico. 

Se  habían  identificado,  por  decirlo  así,  sus  altos  y 
nobles  pensamientos  con  sus  facciones,  y  esto  las  impri- 
mía un  sello  de  valor  mortificado,  de  piadosa,  de  ascéti- 
ca caballerosidad.  Y  se  advertía  al  mismo  tiempo  que  la 
santidad,  la  grandeza,  en  este  almirante,  cuya  boca  no 
insultó  jamas  á  nadie,  ni  profirió  una  palabra  brutal,  y 
que  para  afirmar,  testificar  6 '  amenazar  no  empleó 
nunca  mas  juramento  que  el  siguiente:  "¡Por  san  Fer- 


—1^9— 

liando!  "1  y  que  á  pesar  de  la' viveza  de  su  jeuio,  no 
'^maldijo "  las  contrariedades  de  á  bordo  6  de  la  atmós- 
fera, ni  las  maniobras,  ni  mucho  menos  los  marineros,  co- 
mo es  antiquísima  costumbre  entre  lajentedemar. 

Penetrado  siempre  de  la  santidad  de  su  fin,  de  la  im- 
portancia del  deber,  y  del  mérito  de  la  obediencia,  ad- 
vertía de  su  falta  á  los  desobedientes,  amenazaba  con 
abandonar  á  sus  propias  fuerzas  ál  que  se  obstinaba  en 
practicar  el  mal,  ó  por  negligencia  cometía  alguna  falta 
en  su  deber;  y  como  era  Dios  el  único  objeto  de  sus  pen- 
samientos y  obras,  cuando  mandaba  alguna  maniobra 
ó  exijía  algún  nuevo  trabajo  decía:  "Se  lo  debemos 
á  Dios,''  2  y  se  esforzaba  en  inculcar  en  sus  espíritus  las 
nociones  del  deber,  cosa  de  que  la  mayor  parte  no  se  cui- 
daba apenas;  y  dando  el  primero  el  ejemplo  de  lo  que  re- 
comendaba á  sus  inferiores  de  todas  graduaciones,  cuan- 
to peor  era  el  tiempo,  mas  permanecía  en  medio  de  la 
tripulación,  animándola  y  sosteniéndola  con  la  vista  6  la 
palabra.  De  esta  suerte  si  bien  no  los  sustraía,  porque 
tampoco  estaba  en  su  mano,  á  las  intemperies  de  aquellas 
alturas  desconocidas,  á  lo  menos  compartía  con  ellos  las 
fatigas;  y  ni  los  dolores  de  la  gota  que  se  le  agregaban  á 
los  sufrimientos  comunes  eran  bastantes  á  doblegar,  ni 
aun  á  entibiar  la  perseverancia  cristiana  que  lo  alentaba. 

Para  colmo  de  desdicha,  al  salir  del  puerto  de  Yaquí- 
1110,  enfermó  gravemente  y  ''llegó  fartas  veces  á  la  muer- 
te; "  mas  con  la  conciencia  de  su  responsabilidad  y  del 
fin  de  su  espedícion,  sobreponiéndose  al  aniquilamiento 
de  sus  fuerzas,  hizo  construir  una  "camarilla"  sobre  la 
cubierta;  y  así,  desde  su  litera  dirijia  el  rumbo,^  prosi- 
guiendo su  lucha  jigantea  y  desproporcionada  con  las 
fuerzas  de  un  cielo  siempre  encapotado  y  de  una  mar 

'  1.  lo  giuro  che  mai  non  lo  sentí  ginrare  altro  giuramento,  che 
per  san  Femando.  Vita  delV Ammiraglio,  cap.  IV. 

2.  Herrera.  Historia  jener al  de  las  conquistas  y  viajes  de  los  cas- 
tellanos en  las  Indias  occidentales.  Década  primera,  lib.  VI.  cap.  XV. 

3.  Cuarto  y  último  viaje  de  Colon. 


—200— 

desconocida.  '^Sus  marineros,  cansados  de  combatir  crní 
los  elementos,  demandaban  descansar  en  Jamaica,  ola 
Española,  cosa  que  cualquiera  otro  hubiera  hecho  sin 
aguardar  á  que  se  lo  pidieran;  pero  como  nadie  sabia  riie-. 
jor  que  el  pugnar  con  los  obstáculos,  se  mantuvo  firme, 
reanimó  h  la  jente  y  aguardo  el  viento  favorable  que  llego 
a  la  postre/^i 

Entonces  se  descubrió,  á  poca  distancia,  en  direc- 
ción del  mediodia,  una  isla  cercada  de  porción  de  islotes: 
era  Guanaja,  situada  como  centinela  avanzado  del  golfo 
de  Honduras.  Mandó  Colon  reconocerla,  y  acto  continuo 
el  adelantado  se  embarcó  con  un  fuerte  destacamento  en 
dos  chalupas  y  ganó  tierra.  Vieron  abundancia  de  pinos 
semejantes  á  los  de  las  Antillas,  y  notaron  huellas  de  civi- 
,  lizacion,  pues  hallaron  crisoles  destinados  á  fundir  cobre, 
algunos  de  cuyos  fragmentos  pareciendo  á  los  marineros 
partículas  de  oro,   los  escondieron  en  sus  bolsillos. 

En  esto  repararon  en  una  especie  de  galera  veneciana, 
ancha  de  unos  ocho  pies,  muy  larga  y  constniida  de  una 
sola  pieza,  que  abordaba  á  la  orilla.  Su  cámara,  en  forma 
de  góndola,  cubierta  con  hojas  de  palmera,  artística- 
mente colocadas  é  impenetrables  á  la  lluvia,  venia  rebo- 
sando mercancías:  piezas  de  algodón,  coberteras,  camise- 
tas, hachas  de  cobre,  espadas  mejicanas,  vasos  de  tierra 
y  granos  de  cacao.  El  adelantado  entró  con  sus  dos  cha- 
lupas á  la  galera,  una  por  cada  flanco,  se  apoderó  de  ella 
sin  esperimentar  la  menor  resistencia  y  condujo  á  la  Ca- 
pitaña  á  los  que  la  montaban. 2  Habia  entre  ellos  muje- 
res vestidas  con  unas  cubiertas  de  algodón,  con  las  cua- 
les se  envolvían  con  mucho  recato  y  honestidad,  y  veinti- 
cinco hombres  sin  mas  ropaje  que  ceñidores.  No  dieron 
muestras  de  temor  al  encontrarse  en  poder  de  los  estran- 
jeros.  Colon  los  trató  con  el  mayor  afecto,  procuró,  aun- 


1.  P.    Cbarlevoix.  Histoire  de   Saini-Domingve,  t.   J.   lib.   IV 
p.  237. 

2.  Fernando  Colon.  Vita  delV Ammiraglio,  cap.  LXXXIX. 


—201— 

que  en  vano,  aprovechar  la  ciencia  de  sus  intérpretes, 
para  recabar  de  ellos  algunas  noticias;  mas,  comprendió, 
no  obstante,  que  venian  de  Yucatán,  pais  rico  y  cnltivado. 
Dispuso  que  se  tomara  por  via  de  mueslrü  de  vnrcs  oh- 
jetos  de  su  comercio,  y  distribuyéndoles  en  cambio  cus- 
cábeles  y  otras  bujerías  de  Europa,  con  lo  que  quedaron 
en  estrerao  satisfechos,  los  devolvió  á  su  canoa,  conser- 
vando solo,  para  intérprete,  á  un  viejo  llamado  Guiumbé, 
que  hubo  de  antojársele  ser  intelijente  y  esperto  en  lo  de 
navegar  por  las  costas. 


26 


CAPITULO  11. 


De  la  isla  de  Guanaja  se  dirijió  el  almirante  al  S.  en 
busca  de  la  tierra  firme  que  avisto  cerca  de  un  cabo  cu- 
bierto de  árboles,  cargados  de  una  clase  de  manzanas  de 
hueso  esponjoso,  que  los  indíjenas  llamaban  caxinas,  y 
que  él  nombró  así.  No  bien  lo  hubieron  doblado,  tornó 
á  comenzar  la  tempestad,  y  frecuentes  chubascos  y  fuer- 
tes rachadas  de  viento  volvieron  á  trabajar  de  nuevo  á  la 
escuadrilla.  Sin  embargo,  el  Domingo  14  de  Agosto,  vís- 
pera de  la  Ascensión,  el  almirante,  imposibilitado  de 
abandonar  el  lecho,  mandó  á  tierra  al  adelantado  con  el 
estado  mayor  y  las  tripulaciones  para  asistir  al  santo  sa- 
crificio de  la  misa,  que  celebró  el  padre  Alejandro;  y  aun- 
que no  pudo  procederse  á  la  toma  de  posesión  por  haber 
sido  necesario  ganar  apresuradamente  las  carabelas  y  re- 
comenzar el  combate  contra  los  elementos,  el  dia  1 7  du- 
rante una  clara,  desembarcaron  á  quince  leguas  del  cabo, 
á  orillas  de  un  rio,  y  tuvo  lugar  la  ceremonia,  erijiéndo- 
se  en  la  forma  acostumbrada  una  gran  cruz.  En  memo- 
ria de  estas  circunstancias  se  puso  al  rio  el  nombre  de 
Posesión. 

Navegaba  la  escuadrilla  contra  viento  siempre  y  á 


—203— 

vista  de  la  costa.  Conforme  á  las  órdenes  del  almirante, 
la  pequeña  carabela  de  cincuenta  toneladas,  Vizcaína, 
se  acercaba  cuanto  mas  podia  á  la  costa,  y  entraba  en 
todos  los  golfos  y  ancones  de  cierta  anchura  por  temor 
de  pasar  de  largo  y  no  descubrir  el  estrecho  por  el  cual 
imajinaba  Colon  ganar  las  mares  de  levante,  las  Indias 
orientales;  '^Nunca  de  la  costa  desta  tierra  se  apartó  un 
dia,  é  todas  las  noches  venia  á  surjir  junto  con  tierra:  la 
la  costa  es  bien  temerosa,  ó  lo  fizo  parecer  ser  aquel  año, 
muy  tempestuoso,  de  muchas  aguas  é  tormenta  de  cie- 
lo,''i  escribia  el  notario  Diego  de  Porras,  comprobando, 
sin  conocer  el  alcance  de  su  observación,  con  que  vigilan- 
cia tan  constante  estudiaba  Colon  la  configuración  del 
nuevo  continente.  Y  anadia  las  siguientes  palabras  con 
tono  despreciativo  y  de  soberbia:  '^Iba  contino  viendo  la 
tierra,  como  quien  parte  del  cabo  de  San  Vicente  hasta 
el  cabo  de  Tinisterre,  viendo  contino  la  costa/^2  y  en  efec- 
to, si  hubieran  navegado  en'kltamar  ni  habrían  esperimen- 
tado  la  mitad  de  las  fatigas,  ni  corrido  la  cuarta  parte  de 
los  peligros  á  que  los  esponia  aquella  navegación  por  ri- 
beras desconocidas.  Mas  era  necesario  ir  cerca  de  tierra 
para  descubrir  el  estrecho. 

El  tiempo  no  cesaba  de  trabajar  á  los  tripulantes  y 
á  los  buques:  las  lluvias,  en  estremo  copiosas,  la  ajitacion 
de  las  olas  y  las  corrientes  contrarias  no  les  permitian  un 
momento  de  descanso  desde  que  salieron  de  los  Jardines 
de  la  rey  na,  si  bien  á  veces  tomaban  tierra  por  algunas 
horas  en  parajes  dados  con  el  fin  de  observar  los  habi- 
tantes y  las  producciones.  Vieron  así  pueblos  que  habla- 
ban diversos  idiomas,  que  á  penas  comprendia  el  viejo 
interprete  Guiumbé:  unos,  tatuados  en  diferentes  partes 
del  cuerpo,  lucian  sobre  sus  miembros  figuras  de  leopar- 
dos y  de  ciervos;  otros,  vestian  camisolas  y  corazas  de  al- 


1.  Diego  de  Porras.  Relación  del  viaje  é  de  la  tierra  agora  nueva- 
mente descubierta  por  el  almirante  don  Cristóbal  Colon. 

2.  Ibidem. 


—204— 

godon  estampado;  y  muchos  se  adornaban  la  cabeza  con 
un  mechón  de  áspero  cabello.  En  los  dias  de  ceremonia,  es- 
te se  pintarrajaba  el  rostro  de  negro,  aquel  de  rojo;  estos 
se  trazaban  líneas  en  la  frente,  aquellos  se  embadurna- 
ban de  un  color  oscuro  alrededor  de  los  ojos.  Tan  estra- 
ña  y  caprichosa  compostura  llenó  de  admiración  al  joven 
don  Femando,  que  treinta  años  adelante  escribia:  "To- 
dos ellos  creen  coii  tales  modas  andar  singularmente 
hermosos,  y  no  están  sino  horribles  como  diablos,  "i 

Avanzando  al  E.  hallaron  tribus  en  que  los  hombres 
en  completa  desnudez,  se  alimentaban  de  pescado  crudo 
y  carne,  y  cuya  feroz  mirada  y  repugnantes  facciones  re- 
velaban lo  rudo  y  brutal  de  sus  costumbres.  Al  verlos 
hizo  observar  el  intérprete  sus  instintos  antropófagos. 
Mas  al'E.  se  topó  con  unasjentes  que  llamaban  la  aten- 
ción por  la  magnitud  y  separación  de  sus  orejas,  pues 
hombres  y  mujeres  exajeraban  su  fealdad  practicándose 
en  ellas  un  agujero,  ancho  lo^'bastante  para  que  cupiese 
un  huevo,  y  embutiéndose  luego,  en  el  hueco,  un  hueso 
ó  guijarro.  Esta  singularidad  mereció  al  sitio  la  designa- 
ción de  Costa  de  la  Oreja. 

Pero  las  mencionadas  observaciones  eran  casuales  y 
cortas,  porque  el  tiempo  proseguía  molestando  á  los  na- 
vegantes. Lámar,  siempre  por  la  proa,  obligaba á  traba- 
jos continuos:  lejos  dé  despejarse,  el  cielo  parecía  redo- 
blar su  cólera  é  inclemencia;  los  marineros  sucumbían 
al  cansancio;  la  fuerza  de  los  vientos,  la  violencia  de  las 
olas  y  la  falta  de  sol  abatían  los  espíritus  mas  firmes; 
las  lluvias  incesantes  hablan  podrido  las  velas  que  se  ri- 
faban en  pedazos;  habíanse  perdido  anclas,  aparejos,  lan- 
chas y  la  mejor  parte  de  los  víveres;  se  multiplicaban  las 
vias  de  agua;  y  tal  era  la  gravedad  de  la  situación,  que  á 
cada  chubasco  se  creían  perdidos.  La  tripulación  de  la 

1.  Fernando  Colon.  La  vie  de  Cristofle  Colomb  et  la  découverte 
qiCil  a  faite  des  Indes  occidentales,  vulgairement  appelées  le  Nouveau, 
Monde.  Traducción  del  provenzal  Oatolendy,  i.  lí.  cap.  XXVIII. — 
Por  Claudio  Barbin.  1681. 


—206— 

Vizcaína  se  preparó  á  recibir  la  muerte,  administrándo- 
la el  P.  Alejandro  los  últimos  sacramentos,  y  el  resto  de 
los  marinos,  que  carecian  de  los  auxilios  de  la  Iglesia,  y 
estaban  convencidos  de  la  inminencia  del  peligro,  implo-^ 
raban  el  perdón  de  sus  faltas  y  se  confesaÍDan  entre  ellos; 
y  no  hubo  uno,  grande  ó  pequeño,  que  no  hiciera  un  vo- 
to particular,  ó  no  prometiera  alguna  peregrinación. i 
Entre  los  criados  del  almirante  ofrecieron  muchos  abra- 
zar la  vida  monástica  si  se  salvaban  de  aquel  aprieto. 

Estas  escenas  de  desolación  se  repitieron  con  harta 
frecuencia  en  las  lúgubres  ocasiones  en  que  desahogó  su 
cólera  el  Océano.  Cdon  mismo  confiesa  cuanto  lastima- 
ba el  corazón  semejante  angustia.  '^Otras  tormentas  se 
han  visto;  mas  no  durar  tanto  ni  con  tanto  espanto.  Mu- 
chos esmorecieron  harto  y  muchas  veces  que  teniamos  por 
esforzados,  "2  dice  en  su  carta  á  los  reyes,  fechada  en  la 
Jamaica.  Pero  lo  que  mas  le  dolia  era  el  haber  espuesto  á 
su  joven  hijo  á  tamaños  sufrimientos,  y  el  tener  á  bordo 
del  peor  buque  á  su  hermano  don  Bartolomé,  que  tan 
poco  deseo  manifestó  de  embarcarse,  y  que  solo  consin- 
tió en  acompañarlo  por  obediencia.  Y  al  par  que  se  echa- 
ba en  cara  su  desgracia,  pensaba  amargamente  en  su 
primojénito,  que  habia  quedado  en  España,  y  que  se  en- 
contraría huérfano  y  tal  vez  despojado  de  los  honores  y 
privilejios  que  le  aseguraba  su  mayorazgo.  Eelizmente,  le- 
jos de  poner  el  colmo  á  sus  aflicciones  con  su  propio  do- 
lor, don  Eernando  lo  consolaba  y  desplegaba  una  enerjia 
increible  en  sus  cortos  años.  Tanto  es  así  que  dijo  su  pa- 
dre: "Nuestro  señor  le  dio  tal  esfuerzo  que  él  avivaba  á 
los  otros,  y  en  las  obras  hacia  como  si  hubiera  navegado 
ochenta  años,  y  él  me  consolaba.  "^ 

Aparte  de  los  rigores  atmosféricos,  necesitaba  com  - 


1    Cristóbal  Colon.   Carta  d  los  reyes  católicos,  fechada  en  la  Jü' 
maica  el  7  de  Julio  de  1303. 

2.  Ibidem.  * 

3,  Ihidem.  . 


—206— 

batir  una  fuerza  constante  y  regular,  á  saber,  la  masa  de 
agua  que  afluía  en  sentido  inverso  al  rumbo  que  conser- 
vaba, y  que  con  mucha  propiedad  comparó  á  un  rio  ma- 
•rino.  Era  la  gran  corriente  ecuatorial  ó  pelásjica  que  de 
suerte  tan  maravillosa  habia  descubierto  y  comprobado 
en  su  viaje  preqedente,  y  que  oponia  tanta  resistencia  que 
en  una  navegación  sostenida  de  sesenta  dias,  con  difi- 
cultad pudo  salvar  ana  distancia  de  setenta  leguas, i  has- 
ta que  al  fin,  á  fuerza  de  perseverancia,  alcanzó  el  14  de 
Setiembre  un  promontorio  que  avanzaba  del  E.  al  medio- 
día, y  tras  el  cual  encontró  la  mar  en  cierto  modo  bonan- 
cible y  viento  fresco.  En  nombre  de  las  tripulaciones  dio 
Colon  gracias  al  Señor  por  el  repentino  alivio  de  sus  ma- 
les, y  en  prueba  de  ello  llamó  al  cabo  de  Gracias  á  Dios, 
apellido  que  conserva  hoy  todavía. 

Allí  se  despidió  con  regalos  al  intérprete  Guiumbe, 
que  también  habia  participado  de  los  apuros  de  los  de- 
mas,  y  pareció  quedar  muy  satisfecho  de  la  munificencia 
del  almirante. 

Sin  desviarse  de  su  propósito  de  esplorar  las  riberas 
y  buscar  el  estrecho,  seguía  Colon  por  la  costa  de  Mos- 
quitos; pero  como  sus  carabelas  necesitaban  carenarse, 
los  aparejos  de  reparos  y  los  marineros  de  reposo,  iba  á 
la  descubierta  de  paraje  conveniente.  Y  siendo  de  mu- 
cha urjencia,  el  hacer  lefia  y  aguada,  el  Sábado  17  de 
Setiembre  se  detuvieron  en  la  embocadura  de  un  ancho 
rio,  por  el  que  subieron  para  aprovisionarse,  las  canoas  de 
la  Capitana  y  delsi  Vizcaína.  Cuandolasdos  embarcaciones 
hubieron  hecho  su  cargo,  volvieron  en  demanda  de  las  ca- 
rabelas; mas  en  esto,  un  poderoso  golpe  de  mar,  rechazó 
la  corriente  que  traia  dirección  contraria,  y  en  el  violen- 
to choque  que  se  produjo  quedaron  envueltas  las  lanchas. 


1.  Pedro  Martyr  justifica  con  un  error  la  violencia  de  esta  cor- 
riente.— Tantam  scribit  vim  fuisse  oppositi  torrentis  oceani,  quod  die- 
bus  quadraginta  leguas  vix  potuerit  septuaginta  percurrere.'/  Petri 
Martyris,  Oceaneoe  Decadis  (ertice,  liber  quartus,  fogl.  XLIX,  §  D. 


—sor- 
La  de  la  Vizcaína,  de  construcción  lijera,  zozobro,  y  no 
obstante  la  destreza  del  resuelto  contramaestre  Martin  de 
Fuenterrabia  y  del  oficial  Miguel  de  Lariaga,  ninguno 
de  los  que  la  tripulaban  tornó  á  salir.  La  de  la  Capitana 
llegó  sola  con  su  cargamento.  Aquella  pérdida  fué  muy 
sentida  por  todos  y  principalmente  por  Colon,  que  afliji- 
do  llamó  al  sitio  rio  del  Desastre. 


II. 


Esta  disminución  de  brazos  en  la  Vizcaina  forzó  á 
debilitar  el  personal  de  las  otras  carabelas,  que  ya  era 
apenas  suficiente  para  maniobrar,  en  razón  á  hallarse  to- 
dos estenuados  con  dos  meses  de  trabajos  incesantes. 
Por  dicha,  el  Domingo  25  de  Setiembre,  se  divisó  entre 
la  pequeña  isla  de  Quiribi  y  la  tierra  firme,  un  anclade- 
ro de  buenas  condiciones,  situado  enfrente  de  una  pe- 
queña aldea  nombrada  Carriari,  que  ofrecia  perspectiva 
deliciosa.  Un  rio  llevaba  frescura  á  su  opulenta  vejeta- 
cion,  engalanada  con  las  joyas  de  mas  brillo  de  la  natu- 
raleza equinoccial.  La  hermosura  del  cielo,  la  magnificen- 
cia del  paraje  y  las  balsámicas  emanaciones  de  sus  plan- 
tas dieron  nuevas  fuerzas  al  almirante,  que  se  estasiaba 
contemplándolo  todo  con  la  vehemente  curiosidad  de  su 
espíritu  y  la  embriaguez  del  poeta. 

Hallado  que  fué  un  lugar  aparente  para  proceder  á  la 
carena,  el  mismo  dia  de  la  llegada  se  comenzó  á  calafa- 
tear las  vias  de  agua,  á  componer  el  aparejo,  y  á  orear  y 


—208— 

secar  las  provisiones  que  la  temperatura  y  el  agua  del 
mar  habian  averiado.  Y  era  tal  el  cansancio  de  los  mari- 
neros que  preferían  guardar  las  hamacas  que  divertirse 
en  la  ribera.  Al  dia  siguiente  prohibió  Colon  la  bajada  á 
tierra,  con  lo  cual,  los  indíjenas,  que  se  habian  reunido 
en  la  playa  armados  con  sus  flechas,  venablos  de  madera 
petrificada  y  mazas  ó  macanas,  para  oponerse  á  la  inva- 
sión de  los  estranjeros,  viendo  que  no  salian  de  sus  bu- 
ques y  que  no  daban  muestras  de  hacer  alto  en  sus  beli- 
cosos aprestos,  desistieron  de  su  actitud  amenazadora.  La 
curiosidad  pudo  mas  entonces  que  la  desconfianza;  y  fue- 
ron acercándose  al  mar,  haciendo  señales  de  paz,  y  mos- 
trando á  los  españoles  coberteras  de  algodón,  camisolas 
y  armas,  hasta  que  algunos  mas  atrevidos  se  arrojaron  al 
agua  y  vinieron  á  proponer  trueques.  Pero  el  almirante, 
queriendo  darles  una  idea  elevada  de  la  clase   de  hués- 
pedes que  eran  los  españoles,  no  dio  licencia  de  traficar; 
regaló  á  los  indios   con  aquellas  bujerias^  que  tanto  los 
deslumhraban,  y  no  aceptó  una  hilacha  en  cambio.  Los 
de  Carriari  hicieron  señas  á  los  de  España  para  que  acu- 
dieran á  la  orilla;  pero  como  sus  invitaciones  y  ruegos 
fueron  desatendidos,  se  reunieron  en  consejo;  y  ya  fuera 
que  su  orgullo  se  resintiese  de  la  no  admisión  de  sus  pre- 
sentes, ya  que  imajinaran  ser  esto  una  prueba  de  descon- 
fianza hacia  sus  personas,  acordaron  no  aceptar  á  su  vez 
los  regalos  de  los  desconocidos,  y  en  su  consecuencia  hi- 
cieron un  montón  con  ellos  y  los  dejaron  sobre  la  arena. 
El  Miércoles  por  la  mañana  saltaron  en  tierra  los  marine- 
ros con  licencia  de  Colon,  y  el  primer  objeto  en  que  nota- 
ron fué  la  pila  de  bagatelas  europeas. i 

Con  el  objeto  de  obligar  á  los  estranjeros  misteriosos 
á  desembarcar,  y  queriendo  primero  atraerse  su  confian- 
za los  de  Carriari  despacharon  un  anciano  con  una  espe- 
cie de  bandera  parlamentaria,  puesta  al  estremo  de  un 
palo  y  llevando  en  presente  al  almirante  dos  muchachas 

1.     Femando  Colon.  Vita  delV Ammiraglio,  cap.  XCI, 


.  —209— 

imiy  engalanadas  y  secretamente  provistas  tle  polvos  má- 
jicos.  La  mayor  apenas  frisaba  en  los  once  años  y  ambas 
mostraban  '^tan  poca  vergüenza  que  hubiera  sido  difícil 
que  las  aventajaran  mujeres  perdidas/'  Las  puso  en  una 
chalupa  que  volvia  de  la  aguada  y  suplicó  á  los  marinos 
las  condujeran  á  las  carabelas,  donde  el  almirante  las  dio 
vestidos  y  varias  bagatelas,  las  hizo  servir  de  comer,  y 
por  la  tarde  las  devolvió,  si  bien  por  haberse  encontrado 
la  playa  solitaria  hubo  que  tornarlas  abordo.  Tomó  el 
almirante  sus  medidas  para  que  pasasen  una  noche  tran- 
quila, y  por  la  mañana  las  devolvió  á  tierra;  pero  una  ho- 
ra después,  habiendo  vuelto  á  la  orilla  las  canoas,  las  dos 
jóvenes,  acompañadas  de  numerosos  testigos,  entregaron 
cuanto  hablan  recibido. 

Al  otro  dia  bajó  á  tierra  el  adelantado  para  tomar 
lenguas  acerca  de  la  rejion,  y  dos  notables  de  la  vecindad 
se  adelantaron  antes  que  hubiera  salido  de  la  lancha,  lo 
alzaron  respetuosamente  en  sus  brazos  y  lo  condujeron 
á  un  banco  de  césped.  Hízoles  don  Bartolomé  multitud 
de  preguntas  á  las  cuales  respondieron  con  la  mejor  vo- 
luntad, y  temiendo  no  poder  recordarlas  todas  con  exac- 
titud mandó  al  secretario  en  jefe  de  la  flota,  Diego  Mén- 
dez, las  escribiera  en  el  acto.  Mas  así  que  los  indios  vie- 
ron trazar  sobre  el  papel  caracteres  negros,  sospecharon 
algún  májico  artificio,  y  amedrentados,  huyeron  como  de 
gravísimo  pehgro,  imajinando  neutrahzar  el  maleficio  ar- 
rojando sobre  sus  cabezas,  en  dirección  á  los  españoles 
unos  polvos  que,  en  efecto,  el  viento  iaipelia  hacia  ellos;i 
que  en  su  orguUosa  susceptibilidad  y  corrupción  parecía 
ser  este  pueblo  muy  dado  á  la  superchería.  Los  habitan- 
tes de  la  costa  usaban  tahsmanes,  tenian  adivinos,  nigro- 
mánticos que  reputaban  muy  peligrosos,^  practicaban  el 
embalsamiento,  erijian  túmulos  á  los  muertos,  adornaban 
sus  sepulcros  de  esculturas  representando  figuras  de  ani- 


1.     Fernando  Colon.   Vita  delV Ammiraglio,  cap.  XLÍ. 
3.     Cuarto  y  último  viaje  de  Colon. 

27 


_210— 

males  é  informes  retratos  de  los  finados,  y  ejecutaban 
con  bastante  perfección  ciertos  objetos  artísticos. 

Así  que  estuvo  terminada  la  reparación  de  las  carabe- 
las el  almirante,  antes  de  aparejar,  tomó  en  calidad  de  in- 
térpretes dos  indios,  y  aflijidos  sus  padres  con  el  cautive- 
rio á  que  los  suponian  reducidos  enviaron  á  cuatro  de 
su  tribu  para  tratar  del  rescate  á  cuyo  fin  traían  gran 
cantidad  de  pedrería.  El  almirante  dispuso  se  les  dieran 
regalos;  pero  que  no  se  devolviesen  los  demandados.  Los 
delegados  refirieron  lo  sucedido  y  entonces  fué  grande  el 
embarazo  entre  aquellas  pobres  jentes  que  no  sabían  ya 
lo  que  ofrecer  al  gran  jefe  de  los  estranjeros.  Y  como  las 
piedras  no  habían  dado  resultado  y  su  presente  de  las 
muchachas  había  sido  rehusado  anteriormente,  imajína- 
ron  ofrecer  en  cambio  de  sus  compatriotas  dos  marrani- 
llos  salvajes  en  estremo  ariscos,  llamados jo^mw^  que  Co- 
lon recibió  gustoso  y  pagó  con  nuevos  objetos;  pero  no  H- 
bertando  á  los  intérpretes. 

El  Miércoles  5  de  Octubre  levó  anclas  el  almirante 
y  se  dirijió  al  S.  sin  perder  de  vista  la  orilla,  á  lo  largo 
de  la  costa  de  Mosquitos,  conocida  hoy  por  Costa  Ri- 
ca en  razón  á  la  abundancia  y  riqueza  de  sus  minas  de 
plata  y  oro.  Entró  luego  en  un  golfo  cortado  por  muchas 
islas,  que  formaban  entre  sí  pequeños  canales,  profundos 
y  sin  escollos,  en  las  que  los  árboles  jigantes  de  las  orillas 
estendían  sus  ramas  á  estraordínaria  altura  y  las  cruza- 
ban, dejando  bajo  sus  copas  una  bóveda  capaz  de  con- 
tener los  buques  con  toda  su  arboladura,  y  cuya  sombra, 
frescura  y  delicioso  ambiente  recreaban  á  los  marine- 
ros desde  á  bordo;  llamábase  el  golfo  bahía  de  Caraba- 

1.  iiBegaren  que  así  se  llama  adonde  estaba.  Enfel  idioma  de  aque- 
lla tierra  los  llamaban  hegares  ó  pecares,  de  que  nosotros  hemos  hecKo 
pécaris.  Según  el  ilustre  Cuvier  este  jénero  de  cerdos  difiere  de  los 
puercos  //por  un  orificio  glanduloso  abierto  sobre  el  lomo,  por  defensas 
cortas  y  rectas  que  no  salen  de  la  boca  y  por  la  falta  de  rabo  y  de  un 
dedo  interno  en  la  pata  trasera.'/  Cuviee.  Annotations  au  quatrieme 
voy  age  de  Christcyphe  Colomh,  traduit  par.  MM.  de  Vemeuil  et  de  La 
Boquettey  memh^es  de  V  Académie  royale  espagnole  d'Jiistoire. 


—211— 

ro,  y  hoy  se  conoce  en  las  cartas  por  el  nombre  de  bahía 
del  Almirante. 

Al  saltar  en  tierra  vieron  los  españoles  veinte  canoas 
varadas,  cuyos  tripulantes  se  divertian  por  los  bosques; 
iban  desnudos  y  llevaban  al  cuello  placas  de  oro.  Disi- 
póse su  temor  cuando  hubieron  divisado  á  los  intérpretes, 
é  invitados  por  ellos,  cambió  uno  de  los  insulares  un  es- 
pejo de  oro  por  tres  cascabeles.  Aquí  fué,  donde  después 
de  Cajinas,  se  halló  metal  fino  de  esta  clase,  i 

Una  abundancia  fabulosa  favorecía  con  sus  dones 
aquella  tierra:  los  peces,  las  aves,  la  caza,  las  raices,  los 
granos,  los  árboles  frutales  y  las  flores,  se  encontraban  en 
la  mayor  abundancia.  El  almirante  sin  ceder  á  la  seduc- 
ción de  tantas  bellezas,  quiso  penetrar  hasta  el  interior 
del  golfo,  descubriendo  un  terreno  muy  accidentado  y 
sembrado  de  habitaciones  construidas  en  los  puntos  cul- 
minantes. En  unas  canoas  llenas  de  indios  que  se  avista- 
ron, observaron  los  navegantes  que  traían  los  naturales 
adornado  el  cuello  con  láminas  de  oro;  pero  que  en  vez 
de  trocarlas  gustosos,  á  la  manera  de  los  insulares,  las 
daban  una  gran  importancia  y  se  negaban  á  desprenderse 
de  ellas.  También  traían  en  la  cabeza  diademas  de  pluma 
y  de  garras  de  animales.  Interrogólos  Colon  acerca  de  la 
naturaleza  del  pais  y  de  los  lugares  circunvecinos  y  supo 
que  estraian  el  oro  de  una  tierra  situada  al  me.diodia. 

Habiendo  entrado  las  carabelas  por  otra  rada  de 
grandes  dimensiones,  nombrada  hoy  laguna  de  Chiriqui, 
el  almirante  se  procuró  nuevas  noticias  que  ratificaron 
las  ya  recibidas.  Se  alejó  entonces  de  estos  sitios  y  pasó 
á  mar  ancha  para  navegar  con  mas  libertad,  aunque  sin 
dejar  de  atender  cuidadosamente  á  la  costa,  y  después  de 
haber  seguido  el  mismo  rumbo  por  espacio  de  doce  leguas 
vio  la  embocadura  de  un  rio,  y  despachó  las  embarcacio- 
nes con  el  objeto  de  practicar   un  reconocimiento.    Al 


1.     Diego  de  Porras.  Relación  del  viaje  éde  la  tierra  agora  nueva- 
mente descubierta  por  el  almirante  don  Cristóbal  Colon. 


—212— 

acercarse  á  la  playa,  percibieron  los  españoles  un  golpe 
de  indijenas  de  unos  doscientos,  armados  en  guerra,  y 
que  venian  á  oponerse  á  su  desembarque,  mientras  que 
con  trompas*  marinas  y  tambores  de  madera  atronaban 
los  bosques,  convocando  á  mas  defensores.  A  medida  que 
se  acercaban  los  de  Castilla,  los  indios  parecian  venir 
mas  furiosos  á  su  encuentro,  mascando  y  escupiendo 
yerbas  en  señal  de  desprecio,  y  entrándose  por  el  agua 
hasta  la  cintura  para  tirar  con  mejor  acierto  y  de  mas 
cerca  sus  dardos  y  venablos.  Conforme  á  las  instruccio- 
nes del  almirante  los  españoles  sufrieron  con  calma  estos 
insultos,  contestándolos  únicamente  con  señales  de  paz. 
Poco  á  poco  fueron  sosegándose,  y  concluyeron  por  tro- 
car diez  y  siete  espejitos  de  oro  por  algunos  cascabeles, 
cuyo  sonido  les  placia  en  estremo. i  Por  la  tarde  volvieron, 
á  las  carabelas  los  espedicionarios,  tornando  al  otro  dia 
á  tierra,  para  proseguir  los  cambios;  y  al  saltar  de  las  ca- 
noas encontraron  á  los  indíjenas  subidos  en  los  árboles 
donde  habian  pasado  la  noche  temerosos  de  ser  sorpren- 
didos. Los  llamaron  v  se  abstuvieron  de  contestar;  los  es- 
pañoles  por  su  parte  se  mantuvieron  inmóviles  en  las  em- 
barcaciones; y  los  riberanos,  interpretando  la  calma  por 
cobardia  resolvieron  deshacerse  de  tan  importunos  hués- 
pedes, tañendo  las  trompas  y  disparándoles  una  lluvia  de 
flechas.  Los  españoles,  para  contenerlos,  lanzaron  un  ba- 
iles tazo  é  hicieron  un  disparo  de  artillería,  cuya  detona- 
ción produjo  tal  asombro  entre  ellos  que  se  les  cayeron 
las  armas  de  las  manos  y  huyeron  á  todo  correr  á  lo  mas 
intrincado  de  los  bosques.  Entonces  desembarcaron  solo 
cuatro  de  los  de  Colon,  los  llamaron,  acudieron  sumisos 
y  cambiaron  tres  espejos;  tampoco  traian  mas,  en  razón 
á  haber  venido  preparados  no  mas  que  para  el  combate. 
De  este  punto  avanzó  la  flotilla  hacia  el  E.  y  al  pa- 
sar por  Cobrava  divisó  cinco  grandes  aldeas  asentadas 
cerca  de  los  rios,  y  en  las  que  se  adquirieron  mas  ante- 

1.     Fernando  Colon.  Tifa  delV Ammiraglio,  cap.  XCII. 


ceden  tes  sobre  el  oro,  pues  se  supo  que  los  indios  lo  es- 
traian  en  Veragua  y  que  Veragua  no  estaba  lejos.  Los 
intérpretes  aseguraban  que  allá  concluia  la  tierra  aurí- 
fera. 


III. 


Cualquier  hombre  aficionado  á  la  grandeza,  sabiendo 
que  la  posesión  de  las  minas  le  habia  de  volver  el  favor 
de  la  corte  y  cerrar  la  boca  de  sus  enemigos  no  habria 
tenido  cuidado  mas  apremiante  que  el  de  reconocer  en 
seguida  aquella  tierra,  tan  fecunda  en  oro,  tomar  posesión 
de  ella  en  la  forma  solemne  y  volverse  á  España  para 
tornar  con  fuerzas  suficientes  y  proceder  á  la  ocupación 
del  pais.  Pero  Colon,  completamente  abstraido  con  la 
idea  de  descubrir  el  estrecho,  no  quiso  retroceder  por 
unas  minas  que  consideraba  ya  como  adquiridas,  y  par- 
tió, no  obstante  copiosos  y  continuos  aguaceros,  para  pro- 
seguir su  viaje  y  encontrar  el  estrecho  deseado. 

Se  hallaba  precisamente  en  la  altura,  que  en  Grana- 
da, bajo  las  bóvedas  de  la  Alhambra,  designó  ser  aquella 
que  le  franquearía  el  paso  para  llevar  ala  mar  delmediodia 
la  enseña  de  la  salud,  y  así,  hacia  seguir  por  la  Vizcaína 
las  menores  sinuosidades  del  terreno.  Estaba  en  el  litoral 
de  Chagres,  y  buscaba  de  una  manera  ansiosa  el  estrecho 
en  frente  de  Panamá,  á  la  sazón  desconocido.  Presentía 
Colon  ése  punto  jeográfico,  objeto  de  tantos  votos  inútiles 
desde  hace  mas  de  tres  siglos  y  medio,  y  que  los  jeólogos 


—214—    ' 

de  Francia,  Inglaterra  y  Prusia  han  estudiado  tan  pro- 
fundamente. Y  se  obstinaba  en  descubrirlo  allí,  donde,  á 
pesar  de  no  existir  lo  exijen  y  demandan  todavía  las  ne- 
cesidades de  la  civilización;  y  lo  buscaba  en  los  parajes 
que,  una  configuración  particular,  parece  haber  prepa- 
rado para  la  división  de  las  dos  grandes  rejiones  del  con- 
tinente americano.  Diríase  que  la  naturaleza  se  detuvo 
repentinamente  en  su  obra  por  mandato  de  Dios,  y  que 
reservó  á  la  humanidad  la  apertura  de  este  paso,  como 
prodijio  de  su  injenio  y  último  término  de  su  poder.  Co- 
lon inquiría,  pues,  el  estrecho,  no  á  la  estremidad  de  las 
rejiones  australes  en  que  se  halla,  sino  donde  debía  estar 
y  donde  estará  un  día;  que  el  revelador  del  globo,  vino  á 
señalar  su  sitio. 


IV. 


No  habiendo  encontrado  Colon  el  estrecho  en  Cha- 
gres  prosiguió  buscándolo,  porque  también  podía  hallar- 
se mas  lejos.  Siguió  la  costa  al  E.  y  el  2  de  Noviembre, 
después  de  pasar  por  entre  dos  isletas,  fué  aechar  el  an- 
cla en  un  puerto  cómodo  y  seguro,  rodeado  de  terrenos 
cultivados,  animados  por  viviendas  de  graciosa  forma,  es- 
paciosas, y  hasta  pintadas^  algunas.  Arboles  frutales  for- 
maban verjeles  en  torno  délas  habitaciones,  que  recibían 
sombra  de  magníficas  palmeras  y  suave  aroma  de  las  ana- 

1    Femando  Colon.  Vita  delV Ammiraglio,  cap.  XCII. 


—2X5— 

lias  y  vainillas.  Colon  dio  á  aquel  puerto  el  nombre  de 
Bello.  Los  indios  de  los  alrededores  trajeron  gran  canti- 
dad de  frutas  y  de  algodón  tejido;  pero,  salvo  un  jefe  y 
siete  notables  de  cuyas  narices  pendían  reducidas  látioi- 
nas  de  oro,  nadie  poseia  de  este  metal.  Su  adorno  con- 
sistía en  pintarse  de  rojo;  que  solo  el  jefe  se  reservaba  el 
color  negro.  Desgraciadamente  los  continuos  chubascos 
empañaron  tan  delicioso  é  indescribible  cuadro,  y  de  sus 
resultas  tuvieron  que  permanecer  en  la  rada  las  carabe- 
las por  espacio  de  siete  dias.  Al  fin  el  Miércoles  9  de 
Noviembre,  sin  embargo  del  mal  cariz  del  cielo  se  dieron 
á  la  vela  para  continuar  la  esploracion  de  la  costa. 

Costeaban,  sin  saberlo,  el  itsmo  de  Panamá. 

Detras  de  las  montañas  que  limitaban  su  vista  se  es- 
tendia  el  Océano  Pacífico;  y  cual  si  hubiera  oido  el  mur- 
mullo del  gran  mar,  se  obstinaba  Colon  en  descubrir  un 
paso  que  lo  llevase  á  él.  Luchando  con  el  viento  logró  al- 
canzar el  cabo  Nombre  de  Dios;  pero  una  vez  allí  le  aco- 
metieron de  tal  manera  los  elementos  que  debió  echar  el 
ancla  en  el  mas  inmediato  refujio. 

Escojió  entre  islas  un  abrigo  sobre  la  costa,  que  esta- 
ba bien  cultivada  y  proporcionaba  frutos  y  particular- 
mente maiz  en  tanta  abundancia,  que  lo  llamó  puerto  de 
las  Provisiones.  Se  mantuvieron  en  él  hasta  el  23  de  No^ 
viembre,  en  cuyo  dia  partieron  continuando  el  reconoci- 
miento de  las  costas.  En  una  tierra  nombrada  Guaigua 
se  presentaron  mas  de  trescientos  indíjenas  que  traian 
joyas  de  oro  y  vituallas  para  hacer  cambios;  mas  Colon, 
afanoso  de  llegar  al  estrecho,  no  se  detuvo,  si  bien  la  vio- 
lencia del  tiempo  lo  forzó  á  entrar  en  el  primer  puerto  que 
vio.  Era  un  ancón  estrecho,  cuya  boca,  mas  estrecha  aun, 
no  presentaba  otra  ventaja  que  la  de  amortiguar  la  fuer- 
za de  las  olas,  y  en  el  cual  estaban  las  carabelas  tan  próxi- 
mas á  tierra  que,  de  un  salto  desde  a  bordo,  salvaban  la 
distancia  los  marineros.  Las  cercanías  eran  llanas  y  descu- 
biertas por  falta  de  árboles,  y  las  plantas  acuáticas  y  los 
herbazales  abundaban  en  cocodrilos  que  iban  á  descansar 


—216— 

sobre  el  limo  y  despedían  un  olor  fuertemente  almizclado. 
Durante  nueve  dias  retuvo  el  temporal  á  la  flota  en  aquel 
sitio  que  llamó  el  almirante  el  Retrete. 

Los  naturales,  dulces  y  confiados,  acudieron  trayendo 
víveres  y  adornos  de  oro,  y  trataron  de  una  manera  muy 
familiar  en  los  cambios,  que  el  almirante  hacia  vijilar  con 
mucho  esmero.  Por  desgracia,  favorecidos  por  la  disposi- 
ción del  terreno,  se  escaparon  una  noche  varios  marine- 
ros, burlando  la  vijilancia  de  los  oficiales,  fueron  á  las 
cabanas  en  que  hablan  sido  acojidos  con  tan  buena  hos- 
pitalidad durante  el'  dia,  y  con  sus  galanterías  y  rapaci- 
dad exasperaron  á  los  naturales,  que  á  su  vez  vinieron  á 
embestir  á  las  carabelas.  Hizo  Colon  lo  posible  por  evi- 
tar la  efusión  de  sangre,  y  procuró  apaciguarlos,  aunque 
en  vano,  pues  crecían  en  aborrecimiento  á  medida  que 
Col#n  aumentaba  en  dulzura.  Quiso  intimidarlos  con  un 
cañonazo  sin  bala;  pero  ellos,  familiarizados  con  el  es- 
truendo aun  mas  pavoroso  del  trueno,  respondieron  á  la 
descarga  con  insultos,  golpeando  la  tierra  y  los  árboles 
inmediatos  con  sus  mazas.  Visto  lo  cual,  con  grande  sen- 
timiento suyo,  mandó  al  artillero  Mateo  que  les  hiciese 
puntería,  y  así  que  espitementaron  los  efectos  del  dispa- 
ro huyeron  despavoridos  á  guarecerse  detras  de  las  mon- 
tañas. 


CAPrrULO  TIT 


Vientos  aseladores  continuaban  castigando  á  los  es- 
pedicionarios.  Hacia  cuatro  meses  que,  con  cortas  inter- 
rupciones, desde  cerca  del  cabo  de  Gracias  á  Dios,  chu- 
bascos, lluvias  y  mares  gruesas  habian  apurado  las  fuer- 
zas morales  y  físicas  de  los  tripulantes.  Los  capitanes  y 
la  maestranza  lo  mismo  que  la  marinería  clamaban  por 
volver  directamente  á  Castilla;  pero  el  almirante  cuya  vo- 
luntad no  flaqueó  nunca  en  presencia  de  los  obstáculos, 
y  que  habia  concluido  por  concebir  dudas  acerca  de  la 
exacta  posición  del  estrecho  y  por  comprender  que  tal 
vez,  no  obstante  las  fundadas  probabilidades  de  sus  cál- 
culos, aquel  paso  abierto  por  la  naturaleza  podía  estar 
situado  bajo  una  latitud  mucho  mas  meridional,  hacia 
las  tierras  que  dijo  existían  en  la  parte  austral  del  glo- 
bo, considerando  el  estado  de  su  persona,  de  sus  mu- 
niciones averiadas  y  de  sus  buques,  que  las  bromas,  en 
número  infinito,  taladraban  de  la  quilla  á  la  línea  de 
flotación,  si  bien  resolvió  retroceder,  fué  para  dirijirse  á 
Veragua,  acerca  de  cuyas  minas  de  oro  había  recibido 
noticias  y  pormenores  que  parecían  fabulosos. 

En  efecto,  el  Lunes  5  de  l^iciembre,  salió  del  Retrete 

28 


—318— 

con  rumbo  al  O.,  en  demanda  de  Veragua,  y  alcanzó  á 
Puerto  Bello,  donde  pasó  la  noche.  Al  día  siguiente,  no 
obstante  el  viento  contrario,  prosiguió  la  ruta,  cambián- 
dose á  poco  la  brisa  al  E.,  cosa  que  habia  esperado  por 
espacio  de  tres  meses.  Hízole  esto  pensar  en  apro- 
vecharla, á  pesar  de  lo  quebrantados  que  se  hallaban 
sus  buques;  pero  tuvo  que  desistir  de  la  idea,  por- 
que no  bien  hubo  hecho  cuatro  leguas,  ráfagas  con- 
tinuas impidieron  mantener  rumbo,  cualquiera  que  fue- 
se, y  necesitó  volver  á  Puerto  Bello  para  esperar  el 
buen  tiempo;  mas,  en  el  momento  de  entrar  en  la 
rada,  una  violenta  borrasca  lo  rechazó;  las  olas  eran 
tan  altas,  y  tan  violentas  las  sacudidas  que  no  se  sabia 
como  gobernar:  en  este  aprieto  cayó  de  nuevo  enfer- 
mo y  una  de  sus  antiguas  heridas  se  abrió,  y  por  es- 
pacio de  nueve  dias  perdieron  los  suyos  la  esperan- 
za de  consérvalo  á  la  vida.i  Los  chubascos  y  vento- 
leras impedian  igualmente  entrar  en  puerto  que  ganar 
mar  ancha,  y  así  las  carabelas  luchaban  entre  el  peligro  de 
ser  sumerjidas  y  el  de  destrozarse  contra  los  escollos  que 
ocultaba  la  ajitacion  de  las  aguas.  ■ 

Sin  embargo,  los  pilotos  y  marineros,  que  creian  haber 
apurado  en  esta  espedicion  todos  los  rigores  del  mar,  no 
habian  esperimentado  todavía  una  verdadera  tormenta 
oceánica.  Sabida  cosa  es  hoy,  que  bajo  las  latitudes  in- 
tertropicales, hacia  el  sitio  de  la  gran  corriente  ecuato- 
rial, los  fenómenos  meteorolójicos  llegan  á  un  grado  de 
fuerza,  de  brillo  y  de  majestad  desconocido  en  nuestras 
rejiónes.  Aveces  la  interrumpida  línea  de  los  relámpagos 
atraviesa  el  horizonte  todo;  el  sonido  de  los  truenos  es 
aterrador;  la  elevación  de  las  olas,  raya  en  lo  fabuloso, 
y  el  Océano  manifiesta  lo  formidable  y  grandioso  de  su 
poder  soberano. 

Juguete  de  las  olas,  tan  presto  estaban  las  carabelas 


2.     Cristóbal  Colon.  Carta  á  los  reyes  católicos,  fechada  en  la  Ja- 
maica, el  7  de  Julio  de  1503.     » 


—219— 

en  las  cimas  que  se  levantaban,  como  en  los  abismos 
que  se  abrian  bajo  sus  quillas;  ''jamas  vieron  ojos  la  mar 
tan  alta,  fea  y  hecha  espuma/'^  El  cielo  rebozado  en  nu- 
bes rojaS',  cargadas  de  electricidad,  estaba  pesado  y  sofo- 
cante: á  cada  momento  pavorosos  relámpagos  desgarra- 
ban la  lúgubre  cortina  é  inflamaban  el  vidrioso  horizon- 
te; los  ojos  de  los  marineros  no  podian  sufrir  su  fulgor  y 
se  cerrabaD;2  el  aire  parecía  incandescido;  los  sacudimien- 
tos que  las  impetuosas  ondas  imprimían  á  los  bajeles  ha- 
cían crujir  sus  cascos  y  arboladuras,  y  á  cada  instante  se 
hubiera  creido  que  iban  á  sumerjirse;  la  color  encarnada 
délas  nubes  se  reflejaba  en  aquella  mar  ''que  semejaba 
ser  de  sangre,  herviendo  como  caldera  por  gran  fuego, 
dice  el  mismo  Cristóbal  Colon,  y  el  cielo  jamas  fué  visto 
taiL  espantoso,  pues  un  dia  con  la  noche  ardió  como 
forno.  "'^  Durante  veinticuatro  horas  se  respiró  fuego. 
Rayos  globulares,  cuya  luz  siniestra  duraba  muchos  se- 
gundos, se  seguían  los  unos  á  los  otros,  sin  cesar,  y  era  tal 
su  foco,  que,  á  pesar  de  su  debilidad  y  postración,  se  le- 
vantaba á  menudo  de  la  litera  el  almirante  para  ver  si  le 
habla  consumido  el  velamen  y  arboladura  de  la  nave. 

Mas  no  era  este  todo  el  peligro,  pues  á  medida  que 
redobló  el  fuego  del  cielo,  las  carabelas  fueron  dejando 
de  divisarse,  y  separadas  y  cubiertas  con  muros  y  bóve- 
das de  agua,  al  oir  las  detonaciones  que  seguían  á  los 
relámpagos  creían  los  navegantes  de  cada  nave  que  los 
de  una  sus  compañeras  disparaban  toda  su  artillería,  pi- 
diendo auxilio  al  zozobrar.^ 

En  medio  de  este  desorden  de  la  naturaleza  la  lluvia 
cala  gruesa  y  de  una  manera  impetuosa,  tanto,  que  con- 
cluyó por  apagar  la  hoguera  que  chispeaba  en  la  atmós- 
fera, y  prosiguió,  sin  cesar,  en  ocho  dias,  "compacta  co- 


1.  Cuarto  y  último  viaje  de  Colon. 

2.  Fernando  Colon.  Vita  delV Ammiraglio,  cap.  XCIV. 

3.  Cuarto  y  último  Viaje  de  Colon. 

4.  P.  Cliarlcvoix.  Histoíre  de  Saint-Domingue,  lib.  IV.  p.  241 


en  4? 


—  220— 

mo  si  la  vaciaran  á  cántaros  desde  lo  alto:  "i  no  debia  lla- 
marse aquello  lluvia,  sino  segundo  diluvio.  Los  marine- 
ros se  sentian  tan  rendidos  que  anhelaban  morir  para  li- 
bertarse de  tales  sufrimientos, 2  y  entonces  fué,  cuando, 
estenuado  con  las  fatigas  que  \e  ocasionaban  las  incesan- 
tes borrascas,  sucumbió  elP.  Alejandro,  siendo  así  el  pri- 
mer sacerdote  que  haya  perecido  en  el  Océano,  en  cum- 
plimiento de  su  ministerio  evanjélico,  un  franciscano;  que 
las  primicias  gloriosas  de  fin  semejante  parecían  tocar  de 
derecho  á  la  orden  Seráfica. 

Mientras  se  verificaba  la  tremenda  revolución  pelásjica 
que  hemos  descrito,  una  de  las  carabelas  fué  arrebatada 
á  distancia  considerable,  y  si  bien  logró  echar  un  ancla  y 
mantenerse  firme  sobre  ella,  al  cabo,  una  fuerte  ventole- 
ra le  barrió  la  lancha  grande,  y,  para  no  perecer,  tuvo^u 
tripulación  que  cortar  con  presteza  las  amarras,^  quedan- 
do el  buque  tres  dias  á  merced  de  la  tormenta.  Para  col- 
mo de  desgracia,  los  marineros  se  mareaban,  y  como  el 
invsomnio,  el  cansancio  y  el  temor  concluyeron  por  sumir- 
los en  profundo  abatimiento,  la  imájen  del  naufrajio  se 
les  presentaba  con  los  mas  vivos  colores  tras  aquel  cata- 
clismo, en  que  %a  hablan  perdido  los  navios,  por  dos 
veces,  las  barcas,  anclas  y  cuerdas,  y  que  los  tenia  abier- 
tos y  sin  velas.  "^  Una  sola  cosa  estraña  al  llegar  aquí,  y 
es,  como  dice  el  P.  Charlevoix,  que  aquellos  buques  en 
que  no  se  tenían  por  seguros  en  mar  tranquilo,  resistie- 
ran tan  largo  espacio  al  redoblado  empuje  desemejante 
sacudimiento.  5 

No  obstante  la  furia  de  los  elementos,  aun  no  se  ha- 
bía desahogado  la  cólera  del  Océano;  después  de  tantos 
peligros,  aun  no  habia  llegado  el  peligro  mas  temible,  el 

1.  Herrera.  Mialoria  general  délos  viajes  y  coiKiaistas  de  los  cas- 
tcUauus  en  las  Indias  occidentales.  Década  primera,  lib.  V,  cap.  IX. 

2.  Cuarto  y  úl  fimo  viaje  de  Colon. 

3.  Fernando  Colon.  Vita  dclV Ammiraglio,  cap.  XCIV. 

4.  Cuarto  y  últimn  viaje  de  Colon. 

5.  P.  Cliarlevoix.  Hrsfoire  de  Saint- Domingue,  lib.  ÍV.  p.  241- 
en  4?. 


—221— 

peligro  supremo,  la  nueva  prueba  á  que  tenían  que  so- 
meterse los  infortunados  esploradores. 

■  El  Martes.  13  de  Diciembre  de  1502,  mientras  que 
el  almirante  agonizaba  en  su  lecho  de  dolores,  un  grito 
desgarrador  partió  de  una  de  las  carabelas,  y  repetido 
en  seguida  por  las  demás,  fué  á  resonar  en  el  alma  del 
moribundo,  que  se  estremeció  y  abrió  los  ojos. 

¡Qué  espectáculo  tan  horroroso  se  presentó  á  la 
vista! 

En  un  punto  del  espacio,  ajitada  la  mar  por  un  mo- 
vimiento jiratorio,  é  hinchándose  con  las  olas  que  atraia 
á  su  centro,  se  levantaba  como  una  montaña,  mientras 
que  pardos  y  densos  nubarrones,  descendiendo  en  cono 
vuelto  se  estén dian  en  busca  del  torbellino  acuático,  que 
á  su  vez  se  alzaba  palpitante  hacia  ellas,  como  querien- 
do tocarlas.  Entrambas  monstruosidades  se  unieron  de 
repente  con  un  espantoso  beso  y  se  confundieron  en 
forma  de  X,  dando  vueltas.  Aquello  era,  dice  el  histo- 
riador de  Santo  Domingo  '^una  de  esas  pompas  ó  trom- 
bas marinas,  que  la  jente  de  á  bordo  llama  fronks,  que 
tan  poco  se  conocian  á  la  sazón,  y  que  desde  entonces 
han  dado  al  traste  con  tantos  bajeles.'^  i  Un  áspero  sil- 
bido precedía  al  resuello  fatal  que  arrojaba  sobre  las  ca- 
rabelas esta  fantasma,  á  la  sazón  sin  nombre  en  nuestras 
lenguas,  y  que  es  lamas  espantosa  manifestación  de  esas 
tormentas  infernales  á  que  el  oriente  dio  el  mismo  nom- 
bre del  espíritu  del  mal:  Tifón.  ;Desgraciado  del  buque 
que  encuentra  en  su  camino! 

Al  grito  de  desesperación  de  sus  marineros ,  se 
reanimó  el  orrande  hombre.  En  la  inminencia  de  una 
catástrofe  se  alzó  de  su  litera,  recuperó  su  antigua 
fortaleza,  salió  á  la  cubierta  y  vio  que  se  acerca- 
ba el  coloso,  absorbiendo  el  mar.  El  fenómeno  era 
desconocido,  y  no  le  lialló  remedio;    que  el  arte  nada 


1.     P.   ChaTlevoix.  Histoire  de  Saint. Domíngue,  lib.  IV.  p.  211 
en  4? 


—222— 

podia  en  contra  suya,  tanto  menos  cuanto  que  hubiera 
sido  vano  esfuerzo  el  tratar  de  gobernar. 

En  seguida  sospechó  el  adorador  del  verbo,  en 
tatl  formidable  ostentación  de  las  fuerzas  de  la  na- 
turaleza, alguna  maniobra  satánica.  Y  si  bien,  temeroso 
de  usurpar  atribuciones  del  sacerdocio,  no  pudo  conjurar 
las  potencias  del  aire,  al  acordarse  de  qu^  era  jefe  de  una 
espedicion  cristiana,  y  que  su  fin  era  santo,  quiso,  á  su 
manera,  intimar  al  espíritu  de  las  tinieblas  que  le  fran- 
quera  el  paso.  Hizo  que  en  el  acto  se  encendieran  velas 
benditas  en  los  faroles,  y  se  enarbolára  la  bandera  real 
de  la  espedicion;  ciñó  la  espada  sobre  el  cordón  de  San 
Francisco;  tomó  en  las  manos  el  libro  de  los  Evanjelios, 
y  de  pié,  enfrente  de  la  tromba  que  avanzaba,  leyó  la 
sublime  afirmación  con  que  empieza  el  Evanjelio  del  dis- 
cípulo querido  de  Jesús,  san  Juan,  hijo  adoptivo  de  la 
Vírjen  María. 

Y  esforzándose  para  dominar  con  su  voz  el  rujido  de 
la  tormenta,  dijo  al  Tifón  el  mensajero  de  la  salud: 

En  el  principio  era  el  verbo,  y  el  verbo  era  con  Dios, 
y  el  verbo  era  Dios. 

Este  era  en  el  principio  con  Dios. 

Todas  las  cosas  fueron  hechas  por  él:  y  nada  de  lo 
que  fué  hecho  se  hizo  sin  él. 

En  él  estaba  la  vida,  y  la  vida  era  la  luz  de  los  hom- 
bres: 

Y  la  luz  en  las  tinieblas  resplandece,  y  las  tinieblas 
no  la  comprendieron. 

En  el  mundo  estaba,  y  el  mundo  por  él  fué  hecho,  y 
no  le  conoció  el  mundo. 

A  lo  suyo  vino,  y  los  suyos  no  le  recibieron. 

Mas  á  cuantos  le  recibieron,  dióles  poder  de  ser  he- 
chos hijos  de  Dios,  á  aquellos  que  creen  en  su  nombre: 
Los  cuales  son  nacidos  no  de  sangre,  ni  de  voluntad 
de  carne,  ni  de  voluntad  de  varón,  mas  de  Dios. 

Y  el  \Q>vho  ff te  hecho  carne,  y  habitó  entre  nosotros. 
Entonces,    en    nombre  del  divino  verbo,  redentor 


—223— 

nuestro,  cuya  palabra  calmaba  los  vientos  y  las  aguas, 
mandó  Cristóbal  Colon  á  la  tromba,  de  una  manera  im- 
perativa, desviarse  de  aquellos  que,  hechor  hijos  de  Dios, 
llevaban  la  cruz  á  las  estremidades  de  la  tierra  y  navega- 
ban bajo  lo  invocación  de  la  Santísima  Trinidad.  Luego, 
sacando  su  espada  lleno  de  fe,  trazó  en  el  aire  con 
ella  la  señal  de  la  cruz,  y  describió  en  torno  suyo  un  cír- 
culo acerado  corno  si  real  y  positivamente  cortara  la  trom- 
ba, i  Y  en  efecto,  ¡oh  prodijio!  la  tromba,  que  se  dirijia 
en  busca  de  las  carabelas,  atrayendo  en  un  negro  her- 
videro las  olas,  pareció  oblicuarse,  pasó  entre  los  buques 
medio  zozobrados,  se  alejó  bramando,  espumosa,  sober- 
bia, desconcertad;!,  y  fué  á  perderse  en  la  tumultuosa 
inmensidad  del  Atlántico.  ^ 

La  repentina  huida  del  fenómeno  destructor  pare- 
ció al  almirante  un  nuevo  favor  de  su  divina  majestad; 
en  cuanto  á  los  demás,  '^creyeron  haber  sido  preservados 
por  virtud  celestial. "  ^ 

'^La  misma  piedad  que  le  habia  hecho  recurrir  á 
Dios  para  ser  defendido,  le  impidió  dudar  de  que  le  de- 
biera la  salvación  en  tales  circunstancias.'^  ^  El  caso  es 
que  la  tromba  pasó  cerca  de  la  Capitana-,  que  á  falta  de 
recursos  náuticos  recitó  el  principio  del  Evanjelio  de 
san  Juan,  que  hizo  con  su  acero  ademan  de  cortarla,  ^  y 


1.  De  aquí  proviene  la  idea,  que  se  estendió  primero  entre  lo3  ma- 
rinos, de  que  se  preservaban  de  las  trombas  cortándolas  con  un  sable 
y  recitando  el  Evanjelio  de  San  Juan.  En  su  traducción  de  la  vida  de 
Cristóbal  Colon,  menciona  esto  candidamente  el  provenzal  Catolendy, 
y  dice  en  una  nota  marjinal,  hablando  de  la  tromba:  Se  preservado 
ella  cortándola  con  un  cuchillo  y  el  Evanjelio  de  San  Juan.  La  vie  de 
Cñstojle  Colomh,  segunda  parte,  cap.  XXXII,  en  12,  impreso  en  la 
oficina  de  Claudio  Barbin,  en  1681. 

2.  Las  Casas.  Historia  de  las  Indias,  lib.  II.  cap.  XXIV.  Ms. 

3.  Herrera.  Historia  jener al  de  los  viajes  y  conquistas  de  los  cas- 
tellanos en  las  Indias  occidentales.  Década  1.  íib.  v .  cap.  IX. 

4j.     P.  Charlevoix.  Histoire  de  Saint-Domingue,  lib.  IV  p.  242. 

5.  //Manica  che  il  martedi  á  13  di  decembre  passo  fra  i  navigli,  la 
quale  se  non  tagliavano  dicendo  l'Evangelio  di  san  Giovanni,  non  é 
dubbiocheannegava  chiunque  coito ellaliavesse."— Fernando  Colombo. 
Vita  detV Ammiraglio.  cap.  XCIV. 


—224— 

que  ella  se  apartó  quebrantada  y  vota  y  desapareció  en 
lontananza. 

No  pudiendo  el  protestante  Washington  Irving  ob- 
jetar lo  mas  mínimo  contra  la  autoridad  del  hecho,  para 
debilitar  el  efecto  de  tan  milagroso  acontecimiento,  atri- 
buye á  resolución  colectiva  de  las  tripulíiciones  la  obra 
que  fue  de  propia  inspiración  del  almirante,  diciendo: 
"Cuando  vieron  los  desesperados  marineros  avanzar  há- 
(íia  ellos  la  tromba,  conociendo  que  iiingun  esfuerzo  hu- 
mano podia  salvarlos  del  peligro,  se  pusieron  á  recitar 
pasajes  del  Evanjelio  de  San  Juan.  La  tromba  pr.só  por 
entre  los  bajeles,  sin  causarles  mal  alguno,  y  los  azora- 
dos marinos  atribuyeron  su  salvación  á  la  eficacia  mila- 
grosa de  las  palabras  de  la  escritura.'^  l 

En  vano  ha  intentado  Washington  Irving  oscurecer 
con  el  plural  la  iniciativa  espontánea  de  Colon,  y  hacer 
desaparecer  la  acción  del  admirador  del  verbo,  pues  el 
mismo  hecho  protesta  contra  ello  y  le  opone  obstáculos 
morales  y  físicos  que  lo  imposibilitan  ¿Cómo  podian  los 
tripulantes  de  las  carabelas  convenir  en  los  medios  de 
combatir  la  tromba,  estando  separadas  las  naves  por  la 
espantosa  ajitacion  de  las  olas,  siéndoles  apenas  dado 
entreverse  al  través  del  vapor  del  agua  y  las  espumas, 
y  aim  menos  oirse  de  unas  á  otras?  ¿Cómo^  pues,  poner- 
se de  acuerdo  en  la  elección  del  Evanjelista,  y  de  los  pa- 
sajes considerados  capaces  de  conjurar  el  peligro?  Qué, 
en  su  marcha  veloz  y  violenta,  ¿dejaba  tiempo  el  torbelli- 
no para  deliberar?  ¿Cómo  y  de  quién  aconsejarse  enton- 
ces? Ademas  de  esto,  en  ninguna  de  las  cuatro  carabe- 
las poseian  los  marineros  ejemplares  del  antiguo  ni  del 
nuevo  testamento;  que  el  uso  de  las  BibHas  no  se  ha  in- 
troducido en  el  pueblo  sino  con  el  protestantismo,  y  has- 
ta la  presente  el  español  no  lo  ha  adoptado.  Washington 
Irving,  en  la  mas  completa  ignorancia  del  dogma  cató- 


1.     Washington  Irving.    Historia  de  Cristohal    Colon,  lib,  XV'. 
cap.  VI.  t.  III.  p.  211. 


-225— 

lico,  olvida  que  en  Castilla  nadie  tenia  fe  supersticiosa 
en  el  poder  del  testo  sagrado,  en  su  eficacia  taumatur- 
ga;  y  no  considera  la  imposibilidad  de  que  se  ocurriese 
á  un  piloto,  un  recurso  tan  singular  y  estraño  á  la  náu- 
tica, y  al  mismo  tiempo,  tan  atrevido  bajo  el  punto  de 
vista  religioso,  como  ni  tampoco  que  lo  mas  que  podrian 
hacer  los  navegantes  seria  recitar  algunas  oraciones  de 
la  liturjia,  propias  del  momento.  Para  recurrir  á  las 
palabras  del  discípulo  querido,  y  eiejir  aquella  subli- 
me declaración  del  precursor  del  verbo,  era  preciso 
estar  muy  adelantado  en  la  senda  de  los  conocimientos 
divinos,  encontrarse  casi  á  la  altura  de  aquella  intui- 
ción sobrehumana,  merecer  la  protección  del  cielo,  ser 
agradable  á  los  ojos  del  Señor  y,  en  una  palabra,  lla- 
marse Cristóbal  Colon.  Todas  las  almas  católicas  pen- 
saran como  nosotros,  y  ningún  espíritu  grave  y  juicioso 
creerá  en  el  inadmisible  plural  de  Washington  Irving, 
porque  los  milagros  no  se  hacen  jeneralmenté  en  co- 
mandita. 


11. 


No  bien  hubo  desaparecido  la  tromba,  amainó  la  tor- 
menta, el  impulso  de  las  olas  decayó,  se  estinguió  el 
viento,  y  poco  á  poco,  pareció  volver  en  sí  de  su  cólera 
el  Océano. 

Pero  los  marineros,  en  su  mayor  parte  enfermos,  es- 
taban exhaustos  y  no  tenian  fuer/aspara  la  maniobra.  Con- 

29 


—226— 

siderando  los  trabajos  y  fatigas  á  que  hubieron  de  doble- 
garse los  navegantes,  y  á  las  que  no  habria  podido  con- 
tinuar resistiendo  la  mas  vigorosa  constitución,  Herrera 
ve  en  esta  calma  un  acto  de  la  divina  misericordia,  y  di- 
ce de  una  manera  positiva,  que  Dios  se  la  concedió  para 
conservarlos  á  la  vida.i  Y,  en  efecto,  la  bonanza  les  dio 
un  descanso  saludable  y  necesario,  si  bien  para  reponer 
sus  fuerzas  no  tenían  sino  víveres  corrompidos  é  insufi- 
cientes. 

Sin  embargo  de  la  tranquilidad  del  aire,  no  reapare- 
cia  la  Umpidez  del  cielo,  el  horizonte  permanecia  empa- 
ñado, y  una  luz  verdosa  se  derramaba  en  la  moviente 
llanura,  por  la  cual  asomaban  de  vez  en  cuando  las  ne- 
gras aletas  de  los  tiburones.  Presto,  como  si  hubieran  si- 
do convidados  á  un  banquete  acudieron  presurosos  estos 
tigres  de  la  mar,  que  jeneralmente  van  aislados,  en  nú- 
mero considerable,  y  comenzaron  á  dar  vueltas  en  torno 
de  las  carabelas.  Pareció  á  los  marineros  de  funesto  pre- 
sajio  la  reunión;  pero  el  almirante  los  reanimó;  y  como 
carecían  de  provisiones  frescas,  con  ayuda  de  ganchos  y 
garfios,  coii  pedazos  de  carne  podrida  y  hasta  de  trapos 
colorados,  pescaron  á  mas  de  uno  de  los  importunos  ron- 
dadores. El  joven  don  Pernando,  para  quien  era  aquello 
de  todo  punto  nuevo,  conservó  en  la  memoria  sus  diver- 
sos accidentes,  y  así,  nos  refiere  que  vio  estraer  del  vien- 
tre de  un  tiburón  tortugas  de  cuatro  pies  de  diámetro, 
que,  lejos  de  estar  muertas,  vivieron  tadavia  mucho  tiem- 
po á  bordo  de  la  Capitana;  que  del  de  otro,  sacaron  los 
marineros  la  cabeza  de  uno  de  los  de  á  bordo  que  se  ha- 
bía caído  al  mar,  y  que  él  habia  engullido  sin  escrú- 
pulo; y  que  por  repugnante  que  fuera  la  carne  de  tan  as- 
querosos y  temibles  cetáceos  el  hambre  hallaba  en  ella  un 
mas  que  mediano  recurso,^  porque  después  de  ocho  me- 

1.  Herrera.  Sutoria  jeneral  de  los  viajes  y  conquistas  de  los  cas- 
tellanos en  las  Indias  occidentales,  Década  prim.  lib.  V,  cap.  IX. 

2.  "Ora  quautunque  alcuni  gli  havessero  per  maraugurio,  ed  altri 
per  eattivo  pesce,  tiitti  non  dimeno    lor  faceramo  honore,  per  la  pe- 


—227— 

ses  de  mar  y  de  todos  los  contratiempos  que  habían  es- 
perimentado,  la  carne  ahumada  y  salada  se  había  corrom- 
pido; las  harinas,  alteradas  por  la  humedad  manaban 
gusanos,  y  la  galleta  estaba  de  tal  modo  enmohecida,  que 
los  marineros  no  se  atrevían  á  comer  la  sopa,  '^por  la  can- 
tidad de  anímales  que  salían  de  ella  y  se  cocían  á  la  par/^l 
Unos  se  llevaban  los  alimentos  á  la  boca  cerrando  los  ojos, 
para  que  sus  estómagos  no  se  resistieran  á  recibirlos,  y 
otros  aguardaban  á  la  noche  para  no  ver  el  infecto  comes- 
tible á  que  habían  quedado  reducidos.'^  En  medio  de  tal' 
penuria,  y  no  obstante  sus  dolores  y  enfermedad,  '^no  se 
trataba  mejor  el  almirante  que  el  último  grumete.  "^ 

El  sábado  1 7  de  Diciembre,  lograron  los  espedicíona- 
rios  alcanzar  un  puerto  estrecho  y  largo,  en  cuya  cerca- 
nía divisaron  una  aldea  construida  sobre  árboles.  Los  ha- 
bitantes edificaban  así  sus  cabanas,  para  evitar  las  sor- 
presas nocturnas,  pues  andaban  en  guerra  con  sus  veci- 
nos. Allí  ancló  la  flotilla,  y  descansó  la  tripulación  por 
espacio  de  tres  días. 

El  Martes,  habiendo  parecido  favorable  el  tiempo, 
desplegaron  sus  remendadas  velas  y  saheron  á  la  mar; 
mas  apenas  hubo  transcurrido  un  corto  espacio  se  levan- 
tó un  viento  contrarío  que  los  obligó  á  refujiarse  en  la 
rada  mas  inmediata  para  esperar  á  que  se  amortiguase 
,  su  cólera.  Engañados  por  las  apariencias  volvieron  á  sa- 
lir al  cuarto  día  con  brisa  favorable,  pero  que  también 
se  cambió  al  cabo  de  pocas  leguas,  llegando  á.ser  tal  su 
violencia  que,  mal  que  le  pesara  á  la  obstinación  de  los 
pilotos,  que  por  aquella  vez  estaban  picados,  fué  menes- 
ter ampararse  de  un  ancón  en  el  que  por  ventura  encon- 


nuria  clie  di  vettovaglie  havevano.// — Fernando  Colombo.   Vita  delV 
Ammiraglio,  cap.  XCIV. 

1.  Herrera.  Historia  general  de  las  Indias,  J)éc2í,^di^x\m.  lib.  V. 
cap.  IX. 

2.  "lo  vidi  molti,  i  quali  aspettavano  la  notte  per  manglar  la 
maz  Zamora  e  non  vederci  i  vermi  cke  v'erano.'' — Fernando  Colombo. 
Vita  delV Ammiraglio,  cap.  XCIV. 

3.  P.  C\¡idiV\Q\o\%.  Histoire  de  Saiiit-Domingue,\\h,  IV. 


—228— 

traron  buen  aiicoraje,  y  donde  los  carpinteros  y  cala- 
fates, carenaron  la  Gallega  y  ocurrieron  á  varias  vias  de 
agua  de  la's  demás  naves,  se  procuraron  cierta  cantidad 
de  maiz,  y  renovaron  la  aguada. 

El  año  nuevo  alcanzó  á  las  carabelas  allí.  El  3  de 
Enero  de  1503,  sin  embargo  de  la  lluvia  y  del  viento  de 
proa,  procuró  la  flota  tornar  á  su  camino,  y  luchando  con 
todo  su  poder,  logró  penetrar  el  6,  fiesta  de  los  reyes,  en 
un  rio  (pie  el  almirante,  en  honor  de  la  Epifanía,  llamó 
de  Bethléem,  ó,  abreviando,  Belén.  Los  indíjenas  lo  de- 
nominaban Yebra,  y  no  distaba  mas  de  una  legua  de  la 
ribera  de  Veragua,  tierra  de  las  minas  de  oro.  De  Puer- 
to Bello  á  Veragua  hay  treinta  leguas,  y  para  salvarlas  se 
había  invertido  cerca  de  un  mes  de  trabajos  y  padeci- 
mientos. Va\  memoria  de  lo  cual,  puso  el  almirante  á  es- 
ta parte  del  litoral  el  nombre  de  Costa  de  las  Contrarie- 
dades. 1 

Despachó  jente  Colon  para  que  sondase  el  rio  de  Ve- 
ragua; pero  no  encontraron  fondo  suficiente,  mientras 
el  de  Belén  contaba  cuatro  brazas  á  la  boca.  Quedaron, 
pues,  en  el,  sobre  las  anclas,  y  el  almirante,  sin  voluntad 
de  hacerlas  levar,  porque  un  día  mas  tarde  que  hubiera 
llegado,  ya  no  habria  podido  entrar.  El  mismo  lo  corrobo- 
ra con  las  siguientes  palabras*.  ''El  dia  de  la  Epifanía  lle- 
gué á  A^eragua  sin  aliento,  y  allí  me  hizo  descubrir 
nuestro  señor  un  rio  y  un  buen  puerto,  en  el  que  pene- 
tró con  dificultad,  y  al  siguiente  comenzó  de  nuevo  la  tor- 
íneuta.  Si  hubiera  estado  fuera  no  me  hubiese  sido  posi- 
l)Ie  hacerlo  á  causa  del  banco.''  ^ 

A  orillas  del  rio  Belén  se  asentaba  una  aldea  india, 


1.  "Por  todos  estos  temporales  tan  contrarios  y  diversos,  que  pa- 
rece que  Jiunca  hombres  navegantes  padecieron  en  tan  poco  camino; 
como  de  Portobelo  á  Veragua  otros  tales.  Llamó  á  aquella  costa  la 
costa  de  los  contrastes;  ^  el  almirante  en  todo  esto  tiempo  padecia  do- 
ores  de  gota  y  sobre  ello  estos  otros  trabajos;  y  la  jente  también  iba 
enferma."  Herrerji.  Historia  de  las  Indias  oceiOerifales,  etc.  Década 
priui.  lib.  V.  <'.Hp.  I  X. 

2.  Ci'.artu  jf  í'l(im')  fiüjí  de  Co/o/i. 


—229— 

cuyos  moradores  empuñaron  las  armas  no  bien  divisaron 
á  los  estranjeros.  Apaciguados  que  fueron,  obtuviéronse, 
aunque  con  cierto  trabajo,  noticias,  pero  no  muy  esten- 
sas, de  la  situación  do  las  minas;  y  al  otro  dia  una  canoa 
armada  en  guerra  paso  al  rio  de  Veragua.  Los  naturales 
hicieron  alarde  de  oponerse  al  desembarco,  mas,  el  anti- 
guo escudero  de  Colon,  Diego  Méndez,  que  hablaba  al- 
gún tanto  el  indio,  les  hizo  entender  que  no  traian  otro 
objeto  que  el  de  hacer  trueques,  con  lo  cual  se  tranquili- 
zaron y  cambiaron  veinte  espejos  de  oro  por  bujerías  de 
Europa. 

El  12  de  Enero,  remontó  el  adelantado  con  las  lan- 
chas el  rio,  hasta  la  residencia  del  jefe  de  la  rejion,  que 
se  titulaba  Quibian.  Tenia  su  cabana  en  una  pequeña 
eminencia  y  sabedor  de  la  visita  de  don  Bartolomé,  le 
salió  al  encuentro.  En  la  entrevista,  que  fué  amistosa, 
dio  el  Quibian  las  joyas  de  oro  que  traia  consigo,  y  re- 
cibió en  presente  varios  objetos  que  tuvo  en  mucha  esti- 
ma. Ambos  se  separaron  mutuamente  satisfechos.  Lleva- 
do por  la  curiosidad  á  Belén,  al  dia  siguiente,  el  Qui- 
bian, mereció  del  almirante  la  mas  favorable  acojida,  y 
le  enseñó  las  carabelas,  sosteniendo  los  dos  la  plática  por 
señas,  mientras  su  séquito  trocaba  espejos  de  oro  por  cas- 
cabeles. En  esto,  sin  duda  hubo  de  ocurrírseie  alguna 
sospecha  y  partió  de  una  manera  brusca. 

Después  de  cuantos  riesgos  y  contratiempos  habia 
esperimentado  el  almirante,  le  quedaba  aun  otro  peligro 
en  el  puerto. 

El  24  de  Enero,  en  ocasión  que  una  tempestad  pavo- 
rosa azotaba  el  Océano  y  que  todos  los  de  la  escuadra  de- 
bían conceptuarse  seguros  por  estar  al  abrigo  en  Belén, 
de  repente,  sin  causa  visible,  se  hinchó  el  rio  y  con  tan 
estraordinaria  violencia  que  rompió,  como  si  fueran  hilos 
las  amarras,  y  lanzó  unas  contra  otras  las  carabelas.  La 
Capitana  embistió  con  tanta  furia  á  la  Gallega  que  le 
hizo  serias  averias,  entre  ellas  la  de  troncharle  el  palo  de 
mesana.  Estas  dos  naves  fueron  tropezando  ya  con  una,  ya 


—230— 

con  otra  orilla,  juguetes  del  desbordamiento  é  impetuo- 
sidad de  las  aguas  y  solo  "por  un  favor  especial  de  Dios 
no  se  desbarataron  sus  cascos,  "i  Colon,  en  su  carta  á  los 
reyes  católicos,  reconoció  que  el  caso  fué  grave,  pues  con 
motivo  de  haber  estado  sus  naves  á  punto  de  ser  arreba- 
tadas dice:  "Y  cierto  las  vi  en  mayor  peligro  que  nunca, " 
para  luego  añadir  con  injenuidad  y  tierna  modestia:  "Re- 
medió nuestro  Señor  como  siempre  fizo/'^  Pero  ¿de  dón- 
de pro  venia  aquella  imprevista  revolución?  El  almirante 
la  atribuyó  no  á  las  continuas  lluvias,  que  hubieran  pro- 
ducido una  crecida  progresiva  del  rio,  sino  á  una  causa 
repentina,  instantánea,  á  una  tempestad  inmensa,  horri- 
ble, que  habia  estallado  en  el  centro  del  pais  en  la  cade- 
na de  prominentes  montañas,  cuyas  cimas  estaban  en- 
vueltas en  nubes,  que  iban  en  dirección  de  N.  á  O.,  y  á 
las  cuales  habia  impuesto  el  nombre  de  San  Cristóbal. 
Lo  cual  ha  quedado  plenamente  justificado  por  la  espe- 
riencia. 

Del  6  de  Enero  al  14  de  Febrero  permaneció  llovien- 
do sin  cesar,  comp  dice  Colon,  y  no  tuvo  una  sola  oca- 
sión de  penetrar  en  el  interior  de  las  tierras,  ni  de  hacer 
ninguna  clase  de  reparos.  Mas,  sin  embargo  de  la  lluvia, 
el  adelantado,  á  la  cabeza  de  setenta  hombres,  practicó 
un  reconocimiento  internándose,  y  llegó  hasta  la  man- 
sión del  Quibian,  quien,  con  graciosas  maneras  le  fué  al 
encuentro,  convenientemente  escoltado.  Al  siguiente  dia, 
conducido  por  ties  guias  que  le  habia  dado  el  artero 
Quibian,  para  salvar  cuatro  leguas  de  distancia  necesitó 
pasar  cuarenta  y  tres  veces  á  vado*^  un  rio,  á  cuya  orilla 
durmieron  la  inmediata  noche.  A.  la  otra  mañana,  á  co- 
sa de  una  legua,  encontraron  mineral  aurífero  en  la  su- 
perficie del  suelo.  Los  guias  llevaron  asimismo  al  ade- 

1.  Herrera.  Sístoria  jeneral  de  los  viajes  y  conquistas  de  los  cas- 
tellanos en  las  Indias  occidentales.  Década  prim.  lib.  V.  cap.  X. 

2.  Cristóbal  Colon.  Carta  escrita  á  los  rejes  católicos  fechada  en 
la  Jamaica  en  7  de  Julio  de  150:^. 

3.  Fernando  Colombo»  Vita  deirAnimi rae/lio,  cai>,  XCV. 


—231—         ^ 

lantado  a  una  muy  elevada  montaña  y  le  mostraron  ter- 
renos que  se  estendian  al  horizonte,  asegurándole  que  no 
solo  en  aquella  rejion  sino  á  veinte  jornadas  de  marcha, 
en  dirección  á  poniente,  existian  minas  del  precioso  me- 
tal. Y  como  nombraban  las  ciudades  y  aldeas  en  que  con 
mas  abundancia  se  hallaba,  súpose  entonces  que  el  Qui- 
bian  habia  hecho  conducir  á  los  españoles  á  las  minas  de 
un  cacique,  enemigo  suyo,  para  ponerlo  en  un  aprieto 
con  los  estranjeros,  y  no  á  las  suyas  cuyos  criaderos  ha- 
bia ocultado. 

Luego  de  haber  dado  cuenta  de  su  misión,  volvió 
á  partir  el  adelantado  el  Jueves  16  de  Febrero,  siguiendo 
la  costa,  á  la  frente  de  un  destacamento  de  cincuenta  y 
nueve  hombres,  acompañados  de  las  embarcaciones.  Así 
recorrió  una  parte  del  litoral  de  Urira,  y  obtuvo  provi- 
siones y  espejos  de  oro,  con  gran  copia  de  los  cuales,  ad- 
quiridos por  medio  de  los  cambios,  tornó  á  las  cárabe-, 
las.  Apesar  de  esto,  dio  por  resultado  la  escursion  de 
don  Bartolomé,  probar,  que  los  terrenos  auríferos  mas 
ricos  eran  de  Veragua. 

Resolvió  el  almirante,  ya  que  el  estado  de  sus  naves 
le  impedia  en  aquella  campaña  proseguir  en  busca  del 
estrecho,  establecer  en  aquel  punto  un  puesto  militar  que 
sirviese  al  mismo  tiempo  de  factoría  para  la  trata  del  oro, 
mientras  él  fuera  directamente  á  Castilla  en  busca  de  re- 
fuerzos y  abastecimientos.  Al  efecto  hizo  considerables 
regalos  al  Quibian  para  que  no  se  ofuscara  al  pronto  con  la 
fundación  del  establecimiento  en  su  tierra;  escojió  un  sitio 
algo  elevado  próximo  al  rio  y  á  un  kilómetro  déla  em- 
bocadura; mandó  desembarcar  ochenta  hombres,  bajo 
las  órdenes  del  adelantado,  que  construyeron  casas  de 
madera  con  techumbre  de  palma,  y  de  un  modo  sólido 
un  gran  almacén  que  debia  contener  algunas  municiones 
de  boca  y  guerra,  legumbres  secas,  vino,  aceite,  vinagre, 
pertrechos  de  campaña,  armas  y  cañones;  y  después  de 
dejarles  la  GalUga  tan  bien  provista  como  fué  posible,  se 
dispuso  á  zarpar;^  pero  á  las  lluvias  incesantes  y  á  las 


^  —232- 

inii  11  ilación  es  había  sucedido  la  sequia;  el  rio  habia  baja- 
do de  un  modo  considerable,  y  la  arena,  impelida  por 
las  olas,  formaba  á  la  entrada  una  barra  imposible  de 
franquear,  pues  no  tenia  mas  que  media  braza  de  agua. 
No  quedaba  mas  partido  que  tomar  que  el  de  la  confor- 
midad y  la  paciencia,  y  Colon  esperó  que  las  lluvias,  tan 
maldecidas  por  sus  marineros  y  á  la  sazón  tan  deseadas, 
vinieran  a  libertarlos  del  bloqueo. 


íir. 


Sin  embargo,  viendo  el  Quibian  que  se  establecía  en 
su  territorio  nada  menos  que  un  puesto  militar,  resolvió 
caer  de  improviso  sobre  los  estranjeros  y  quemarles  los 
bajeles.  Paralo  cual,  disimulando  astutamente  sus  inten- 
ciones, reunió  sus  tropas  para,  en  apariencia,  ir  a  pelear 
con  el  cacique  de  Cobrava  Aurira,  con  el  cual  acababa 
de  tener  un  choque  del  que  salió"  herido  en  un  muslo.  Por 
ventura,  mientras  preparaba  su  agresión,  á  la  vista  de 
los  confiados  españoles,  ¿i  bordo  del  Santiago  de  Palos 
observaba  un  hombre  atentamente  las  idas  y  venidas  de 
los  indíjenas. 

Llegó  á  representar  este  hombre  un  papel  demasia- 
do principal  en  la  espedicion  que  vamos  narrando  y  en 
la  suerte  del  almirante  para  que  no  le  concedamos  aqui 
un  lugar  preferente,  al  que  por  otra  parte  le  hubiera  tam- 
bién dado  derecho  la  nobleza  de  su  corazón,  si  sus  virtu- 
des lio  hubiesen  echpsado  su  demiedo   y  bizarría:  era 


—238— 

de  Segura  y  se  llamaba  Diego  Méndez.  Tiempos  atraSj 
seducido  por  la  admiración  que  le  infundió  el  almirante 
se  agregó  á  él  en  calidad  de  voluntario,  lo  acompaño 
en  el  primer  descubrimiento,  llegó  á  ser  escudero  suyo, 
y  con  este  oficio  lo  siguió  en  el  segundo  y  tercer  viaje, 
hasta  que  habiendo  reconocido  Colon  su  mérito  lo  nom- 
bró secretario  jeneral  de  la  flota,  colocándolo  á  bordo 
del  Santiago  de  Falos,  para  equilibrar  con  sus  buenas 
prendas  las  malas  cualidades  de  su  capitán  francisco 
de  Porras. 

Diego  Méndez  vino  en  busca  del  almirante  y  le  di- 
jo: "Señor,  esas  jentes  que  han  pasado  por  aquí  en  traje 
de  guerra,  aunque  dicen  que  van  á  reunirse  con  los  de 
Veragua  para  marchar  contra  los  de  Cobrava  Aurira,  yo 
pienso,  por  el  contrario,  que  es  para  quemar  nuestros 
buques  y  asesinarnos  á  todos,  "i 

Lo  cual  oido  por  el  almirante  lo  encargó  de  vijilar  á 
los  indios;  y  sin  perder  momento  armó  Diego  Méndez  una 
lancha  y  siguió  la  costa  de  Veragua,  con  ánimo  de  reco- 
nocer el  campo  enemigo.  Una  legua  escasa  habría  boga- 
do cuando  halló  reunidos  á  mas  de  mil  guerreros,  bien 
provistos  de  vituallas  y  brevajes;^  ganó  la  orilla  y  se  atre- 
vió á  ir  solo  á  su  encuentro.  Ofrecióles  acompañarlos  á  la 
guerra  con  su  canoa,  mas  como  ellos  lo  rehusaran  pretes- 
tando  ser  inútil,  tornó  á  su  lancha  y  quedó  toda  la  no- 
che á  la  mira.  Aquella  era  la  designada  para  consu- 
mar su  proyecto;  pero  viendo  que  hablan  sido  descubier- 
tos sus  planes,  tomaron  el  partido  de  volver  á  Veragua, 
mientras  el  intrépido  Méndez  se  dirijia  á  la  Capitana 
para  dar  cuenta  de  lo  sucedido  á  Colon  "que,  como  el 
dice,  lo  apreció  en  mucho.'^ 

Animado  por   el  buen  éxito  de  su  primer  ensayo  y 
por  los  elojios  del  almirante,  que  para  él  eran  de  un  va- 


1.  Relación  hecha  por  Diego  Méndez  de  algunos  aconiecimientos 
del  último  viaje  del  almirante  don  Cristóbal  Colon. 

2.  Ibidem. 

30 


—234— 

lor  éstraordinario  se  ofreció  el  bizarro  segurano,  poniendo 
el  colmo  á.  su  decisión  y  temeridad,  á  ir  á  espiar  el  cam- 
pamento indíjena.  Empero,  como  meditaba  una  estrata- 
jema,  necesitaba  llevar  consigo  un  compañero,  y  lo  tuvo 
porque  nada  produce  mejores  resultados  que  la  audacia. 
Un  joven  oficial  de  la  Vizcaína,  llamado  Rodrigo  de  Esco- 
bar quiso  ser  de  la  partida.  Puesto  ya  en  camino,  encon- 
tró Diego  Méndez  dos  canoas  de  indios  estranjeros,y  supo 
de  sus  bocas  que  el  proyecto,  desconcertado  por  su  pre- 
sencia, se  ejecutaría  durante  la  noche,  pasados  dos  dias.  Y 
como  les  instara  para  que  lo  condujesen  á  Veragua  en  sus 
esquifes,  mediante  una  razonable  cantidad  de  bujerías,  lo 
disuadieron  de  su  idea  "aconsejándole  que  de  ninguna 
manera  fuese,  porque  estuviera  cierto  que  en  llegando  lo 
matarían,  junto  con  el  que  traia  á  su  lado,  "i  Solo  á  fuer- 
za de  instancias  consiguió  que  lo  desembarcaran  en  fren- 
te de  las  aldeas.  Al  acercarse,  los  guerreros  del  Quibian 
le  cerraron  el  camino  de  su  habitación";  pero  habiéndose 
finjido  médico  y  dicho  que  como  tal  venia  á  curar  la  he- 
rída  de  su  jefe,  apoyado  que  hubo  sus  palabras  con  va- 
rios regalos,  le  abrieron  paso. 

La  mansión  del  Quibian,  situada  en  un  terraplén,  en 
la  cumbre  de  un  cerro,  ocupaba  el  centro  de  una  plaza 
adornada  con  las  calaveras  de  trescientos  vencidos.  Sin 
retroceder  á  la  vista  de  tan  bárbaros  trofeos,  avanzó  Die- 
go Méndez  en  dirección  al  palacio;  y  al  reparar  en  su 
persona,  un  grupo  de  mujeres  y  de  niños  que  habia  sen- 
tados á  la  puerta  se  levantaron  y  entraron  dando  gran- 
des gritos.  Y  sin  embargo  de  esto  y  de  la  repentina  lle- 
gada de  un  hijo  del  Quibian  que  venia  frenético  y  rodea- 
do de  salvajes  con  armas,  encontró  Diego  Méndez  el  mo- 
do de  observar  la  plaza  y  retirarse  sin  un  rasguño. 

A  consecuencia  de  la  relación  de  Diego  Méndez, 
quedó  resuelta  la  prisión  del  Quibian  y  de  sus  capitanes, 


1.     Relación  hecha  por   Diego  Méndez  de  algunos  acontecimientos 
del  último  viaje,  etc. 


—235— 

y  el  adelantado  con  el  cargo  de  ejecutarla.  Al  efecto  to- 
mó don  Bartolomé  consigo  ochenta  hombres,  que  de  dos 
en  dos  lo  siguieron  hasta  alguna  distancia  de  la  mansión 
del  Quibian,  ocultándose  entre  los  árboles.  Luego  se  ade- 
lantó, acompañado  no  mas  que  de  cinco  de  los  suyos,  pe- 
netró en  la  fortaleza  del  jefe,  se  apoderó  de  él,  y  disparó 
un  arcabuz,  señal  á  que  acudieron  los  emboscados  espa- 
ñoles, asegurando  con  cuerdas  á  sus  servidores  y  parien- 
tes que,  como  él,  se  miraban  atónitos. 

Lanzaban  los  vasallos  del  cacique  j émidos  lastimeros 
y  suplicaban  al  adelantado  le  devolviese  la  libertad,  ofre^ 
ciéndole  por  su  rescate  un  tesoro  que  decian  existia 
oculto  en  un  bosque  inmediato;  pero  el  caudillo  nada 
quiso  oir,  ni  tampoco  tenia  un  momento  que  perder,  pa- 
ra evitar  que  la  tribu  se  aglomerase  y  esto  acarreara  una 
coalición  sangrienta. 

Trasladaron  los  cautivos  á  las  embarcaciones;  y  el 
Quibian  se  puso  bajo  la  guarda  del  primer  teniente,  ó 
sea  piloto  jeneral  de  la  flota,  el  hercúleo  Juan  Sánchez, 
quien,  á  las  reiteradas  recomendaciones  del  adelantado, 
contestó  con  tono  fanfarrón,  que  respondia  de  su  preso 
y  consentirla,  si  se  le  escapaba,  que  le  arrancasen  la  bar- 
ba pelo  á  pelo.  Dicho  lo  cual,  tomó  al  Quibian,  fuerte- 
mente atado,  lo  puso  en  el  fondo  de  la  lancha,  lo  sujetó 
ademas  aun  banco,  y  comenzó  á  bajar  por  el  rio,  pues 
ya  iba  entrando  la  noohe.  Mas,  como  se  quejara  de  un  mo- 
do lastimero  de  sus  ligaduras  el  indio,  y  Sánchez,  ba- 
jo su  áspera  corteza  no  careciera  de  sentimientos  huma- 
nitarios, aflojó  los  cordeles,  y  desató  el  que  lo  amarraba 
al  banco  de  los  remeros,  contentándose  con  tenerlo,  por 
un  estremo,  en  1^  mano.  Seguia  el  prisionero  atentamente 
todos  los  movimientos  del  piloto,  y  aprovechándose  de 
un  momento  en  que  miraba  á  otra  parte,  se  lanzó  de  un 
salto  al  agua,  sumerjió  cual  una  piedra  y  desapareció,  dan- 
do al  traste  con  Juan  Sánchez,  que  habia  soltado  el  cabo  al 
impulso  de  su  caida.  El  indio,  acostumbrado  á  zambullir, 
nadó  entre  dos  aguas,  y  se  escapó  sin  que  nadie  pudiera 


—236— 

ver  en  medio  de  la  oscuridad  lo  que  fuese  de  el.  Este  in- 
cidente hizo  que  se  redoblara  la  vijilancia  con  los  prisio- 
neros restantes  que  se  condujeron  alas  carabelas. 

Después  de  haber  dispuesto  el  embarque  del  Qui- 
bian  y  de  los  suyos,  persiguió  el  adelantado  al  ejército 
indio,  pero  como  se  dispersó  por  bosques  impenetrables, 
tuvo  que  limitarse  á  ejercer  los  derechos  de  conquista  en 
la  mansión  del  jefe.  No  abundaba  el  oro  en  la  estancia  de 
aquel  soberano,  señor  de  las  minas  mas  ricas  que  hasta 
entonces  se  conocian,  pues  no  encontró  en  ella  mas  que 
seis  grandes  espejos,  dos  coronas,  muchas  placas  peque- 
ñas de  oro  puro,  y  veintitrés  joyas  del  mismo  metal,  pero 
de  poca  ley.  i  El  todo  ascenderia  á  trescientos  escudos 
de  valor;2  y  cuando  el  adelantado  lo  entregó  al  almiran- 
te, este  para  recompensar  su  habilidad  en  haber  evitado 
la  efusión  de  sangre,  después  de  deducir  la  parte  perte- 
neciente al  real  tesoro,  le  dio  ima  de  las  dos  coronas,  á 
guisa  de  recuerdo  de  su  inocente  victoria,  y  repartió  el 
resto  entre  los  hombres  que  le  acompañaron. 

Sobrevinieron  entonces  abundantes  lluvias,  y  hu- 
bieran perinitido  sacar  las  naves  de  la  embocadura,  á  no 
haber  estado  tan  alta  la  barra  que  no  pudieron,  á  pesar 
de  su  poco  calado,  salvarla  sin  haberse  procedido  antes  á 
descargarlas.  Púsose  todo  lo  que  contenian  en  la  orilla, 
y  así  que  estuvieron  del  otro  lado,  se  invirtieron  muchos 
dias  en  transportarlo  de  nuevo  á  bordo  con  las  lanchas, 
y  estivarlo  de  manera  conveniente.  Habia  echado  el  an- 
cla el  almirante  á  una  legua  de  la  embocadura,  y  aguar- 
daba un  viento  propicio  para  tomar  el  rumbo  de  la  Espa- 
ñola, de  donde  hubiera  enviado  á  la  pequeña  guarnición 
refuerzos  y  víveres,  antes  de  darse  á  la  vela,  definitiva- 
mente, para  Castilla,  mientras,  el  Quibian,  que  habia 


1.  Inventario  de  lo  tomado  hecho  por  el  notario  Diego  de  Porras. 
Relación  del  oro  que  trajo  el  adelantado  de  Veragua,  cuando  itajo  pre- 
so al  cacique  y  ciertas  piezas  de  guaní. 

2.  El  P.  Ch&úevoix..  Sistoire  de  Saint-Domingue,  lih.  IV.  paj. 
244  en  4? 


—237— 


salido  de  las  olas,  la  noche  de  su  fuga,  como  un  ti- 
burón, y  deslizádose  hasta  llegar  á  las  diseminadas  vi- 
viendas de  su  pueblo,  escitaba  el  odio  de  sus  guerreros 
contra  los  españoles,  y  oculto  entre  la  maleza  acechaba 
sus  movimientos  y  preparaba  en  secreto  su  venganza. 


í 


CAPITULO  IV. 


El  dia  6  de  Abril,  como  el  almirante  se  ocupara  de 
los  últimos  preparativos  de  marcha,  cerca  de  sesenta 
hombres  de  la  guarnición  fueron  á  las  carabelas  para 
dar  la  última  despedida  á  sus  cam aradas.  En  esto  dis- 
puso Colon  que  se  renovara  la  provisión  de  agua  y  de 
leña,  y  al  efecto  partió  la  lancha  grande  de  la  Capitana 
bajo  las  órdenes  del  capitán  de  bandera  Diego  Tristan, 
en  persona,  llevando  de  remeros  á  Pedro  Rodríguez,  Pe- 
dro Iñaga  y  Gonzalo  Rodríguez,  y  á  los  novicios  Juan  y 
Alonso  de  Miranda,  el  último,  criado  del  primer  piloto, 
Juan  Sánchez,  al  tonelero  sevillano  Juan  de  Noya,  á  los 
calafates  Domingo  Durana  y  Domingo  el  vizcaíno,  que 
debian  llenar  la  piperia  y  proveer  á  las  composturas,  y  á 
dos  marineros  mas,  que  juntos  con  el  artillero  Mateo, 
eran  los  tres  que  iban  armados. 

Mientras  que  la  chalupa  se  dirijia  á  la  embocadura 
del  río,  con  intención  de  internarse  por  él  lo  suficiente 
para  llegar  al  sitio  en  que  el  agua  dulce  no  estuviera 
mezclada  con  la  salobre,  los  veinte  hombres  que  habian 
quedado  con  don  Bartolomé  andaban  deseminados  en  to- 
das direcciones;,  unos  en  la  ribera,  otros    con   Diego 


—239— 

Méndez,  en  las  barracas,  y  así  de  los  demás.  Lo  cual 
notado  por  el  Quibian,  aprovechándose  de  aquella  mo- 
mentánea disminución  de  fuerzas,  hizo  circunvalar  el 
campo  de  los  españoles,  ''con  mas  de  cuatrocientos 
guerreros,  armados  con  sus  flechas  y  mazas/'  Dieron 
tres  gritos  acompasados,  y  felizmente  con  ellos,  el  tiem- 
po necesario  á  los  castellanos  para  poner  mano  á  las  es- 
padas. Comenzó  el  combate  con  una  lluvia  de  flechas  y 
dardos,  y  á  la  primer  descarga  cayeron  al  suelo  heridos 
cinco  ó  seis  españoles,  cerca  de  las  barracas,  y  muerto 
el  contramaestre  de  la  Gallega,  Alonso  Ramón.  Ani- 
mados con  el  buen  éxito,  despreciaron  los  mas  osados 
los  venablos,  y  vinieron  con  sus  mazas  sobre  el  puñado 
de  estranjeros  cuyo  temple  desconocian  aun;  "pero  ni 
uno  de  ellos  tornó,  dice  un  actor  principal  de  la  traje- 
dia,  porque  con  nuestros  aceros  les  podamos  brazos  y 
piernas  y  los  acabamos.'^i  Diezinueve  salvajes  perdieron 
así  la  vida  entre  los  españoles.  Tamaña  desgracia  espar- 
ció el  terror  por  aquella  jente,  que  el  adelantado,  provisto 
de  una  lanza,  azotaba  de  una  manera  despreciativa, 
aunque  herido  de  un  dardo,  pues  no  paró  mientes  en 
ello.  Retiráronse  al  fin  los  indios  á  los  bosques,  desde  los 
que  arrojaban  impunemente  sus  flechas.  Los  marineros 
Bartolomé  García,  JuHan  Martínez  y  Juan  Rodríguez,  y 
los  novicios  Dionisio  y  Bartolomé  Ramírez,  Alonso  de 
la  Calle  y  Juan  Badronji  quedaron  fuera  de  combate, 
cubiertos  de  heridas,  en  su  mayor  parte  mortales,  y  con 
esto,  reducido  el  destacamento  á  trece  hombres;  puña- 
do de  valientes  que  animaba  el  adelantado.  Solo  un 
combatiente  abandonó  su  puesto,  y  acobardado  dio 
á  todo  correr  huyendo  del  peligro,  sin  que  fuera  bas- 
tante á  detenerlo  el  haberlo  llamado  Diego  Méndez, 
á  quien  contestaba  sin  aflojar  el  paso,  que  quería  po- 
ner á  buen   recaudo  la   vida;  pero,    digámoslo   pres- 


1.     Relación  hecha  por  Diego  Méndez  de  algunos  acontecimientos 
del  último  viaje  del  almirante  don  Cristóbal  Colon. 


_240—    ' 

to,  no  era  español,  sino  lombardo,  y  se  llamaba  Bas- 
tiano.i 

Entonces  llegó  la  chalupa  de  la  Capitana  al  teatro 
del  combate,  y  todos  los  españoles  imploraron  su  auxi- 
lio; pero  Tristan,  esclavo  de  su  consigna  no  se  arri- 
mó atierra,  temeroso  también  de  que  sus  compañeros, 
arrojándose  á  la  vez  en  la  lancha,  la  hicieran  zozobrar, 
accidente  que  hubiera  podido  ser  de  funestas  conse- 
cuencias para  el  almirante,  y  tuvo  valor  para  resistir 
á  los  ruegos^  de  la  maestranza  y  permanecer  mudo 
espectador  de  la  lucha  que  tornaba  á  comenzar,  pues 
los  indios  que  hablan  salido  de  nuevo  de  los  bosques, 
volvían  con  ánimo  de  acabar  en  aquella  ocasión  con 
los  estranjeros.  Pero  los  castellai^os,  entusiasmados  con 
don  Bartolomé  y  Diego  Méndez,  los  rechazaron  con 
vigor  tan  estraordinario  á  sus  habitaciones,  que  no 
repitieron  el  ataque.  La  pelea  duró  tres  horas,  y  solo 
cuando  hubo  concluido  se  ocupó  el  adelantado  de  su 
herida. 

A  la  sazón  Diego  Méndez,  gran  conocedor  de  las 
estratajemas  de  los  indíjenas,  previno  á  Diego  Tris- 
tan  del  peligro  que  corria  si  remontaba  el  rio  mien- 
tras los  guerreros  permanecieran  reunidos  y  ocultos  en 
las  yerbas  de  la  orilla,  pues  acechaban  sin  ser  vistos  to- 
dos sus  movimientos  y  podian  en  un  momento  dado 
acometerle  con  su  flotilla  de  canoas.  Pero  el  capitán  de 
bandera  quiso  á  toda  costa  ejecutar  los  órdenes  recibi- 
das y  continuó  animosamente  su  camino  hasta  un  lu- 
gar en  que  el  agua  ya  dulce  servia  para  su  objeto,  y 
en  el  cual  se  aproximaban  mucho  las  dos  orillas,  y  los  ár- 
boles jigantescos  que  crecían  en  ambas  estendian  sus 

1.  "Al  lombardo  chiamato  Bastiano,  fuggendo  furiosamente  per 
ascondersi  in  una  casa,  disse  Diego  Méndez  torna,  torna,  in  dietro 
Bastiano!  ove  vai?" — Fernando  Colombo.  Vita  delV Ammiraglio. 
cap.  XCVIII. 

2.  "Essendo  egli  dimandato  ed  anco  da  alcuni  ripreso  del  non 
daré  aiuto  a  cristiani..." — Fernando  Colombo.  Vita  delV Ammiraglio, 
cap.  XCVIII. 


—241— 

brazos,  unos  hacia  otros,  como  si  biiscáran  el  modo  de 
enlazarse. 

Cuando  se  preparaban  á  saltar  en  tierra  oyóse  soni- 
do de  caracoles  en  dirección  de  los  bosques,  y  poco  des- 
pués se  vio  salir  de  todas  las  sinuosidades  del  rio  ca- 
noas montadas  cada  una  por  tres  indios,  un  remero  y 
dos  arqueros,  provistos  de  dardos  y  flechas.  En  el  ac- 
to quedo  cercada  la  chalupa  y  heridos  á  la  vez  casi  to- 
dos sus  tripulantes,  por  ún  diluvio  de  flechas  que  cayó 
sobre  ellos  desde  las  canoas  y  riberas.  No  contaba 
la  lancha  mas  que  tres  hombres  armados  que,  con  tan 
repentino  ataque,  gritos  horribles  y  número  ilimitado 
de  enemigos  parecieron  quedar  sin  movimiento.  Es- 
citábalos Diego  Tristan,  dando  pruebas  de  una  sangre 
fria  prodijiosa,  y  aunque  herido  también  se  portó  con 
heroísmo  hasta  que  un  venablo  se  le  clavó  en  el  ojo  de- 
recho y  atravesándole  la  órbita  le  dejó  muerto.  El  to- 
nelero Juan  Noya,  no  obstante  hallarse  herido,  se  arrojó 
al  rio,  y  nadando  entre  dos  aguas  consiguió  escaparse 
y  llegar  al  campamento  español;  donde  refirió  el  suceso, 
que  dejó  á  los  castellanos  sumidos  en  la  mayor  conster- 
nación, y  que  viéndose  i  educidos  á  tan  corto  número, 
casi  todos  heridos  y  además  rodeados  de  pueblos  sal- 
vajes que  les  profesaban  odio  implacable,  se  precipitaron 
á  la  carabela  y  quisieron  huir  sin  comunicarlo  al  ade- 
lantado, cuya  inflexibilidad  conocían;  mas  el  agua  no 
estaba  bastante  alta  j  no  pudieron  sacar  del  rio  a  la 
Gallega,  teniendo,  por  fuerza,  que  volver  á  su  puesto 
peligroso. 

Por  la  noche  llegó  con  la  jente  que  habia  ido  á  des- 
pedirse la  chalupa  de  la  Gallega,  y  enterados  que  fue- 
ron de  las  refriegas  de  aquel  dia,  desearon  ir  á  la  Cajji- 
tana  á  pedir  al  almirante  los  socorriera  y  llevara  con- 
sigo; pero  la  violencia  del  mar  les  impidió  franquear 
la  embocadura,  y  pura  colmo  de  aflicción,  la  corriente 
arrastró  á  sus  ojos  los  cadáveres  de  sus  infortunados 
compatriotas,    cruelmente   mutilada j.^    por   los    indios. 

31 


—242— 

Atraidos  por  la  rápida  putrefacción  propia  de  aquel  cli- 
ma, hambrientos  buitres  y  voraces  cuervos,  hicieron  un 
festin  de  sus  infelices  cuerpos,  dando  grandes  muestras 
de  alegría,  batiendo  las  alas  y  lanzando  graznidos. 

Animados  con  la  toma  de  la  chalupa  tornaron  los 
indios  á  hostilizar  el  campamento  español,  y  como  la 
abimdante  vejetacion  que  lo  rodeaba  les  permitía  acer- 
carse sin  ser  notados,  lo  inquietaban  á  cada  paso  con 
s  US  trompas,  tambores  de  madera  y  descompasadas  vo- 
ces, obligando  así  á  los  estranjeros  á  estar  constante- 
mente sobre  aviso  para  contenerlos.  El  adelantado  con 
el  objeto  de  proveer  á  la  situación,  estableció  el  puesto 
en  un  llano  descubierto,  en  el  que  hizo  con  tablas,  tierra 
y  pipas  una  especie  de  reducto,  en  cuyo  centro  se  pusie- 
ron las  municiones  de  boca  y  guerra  y  dos  falconetes  de 
de  latón,  apuntando  á  los  sitios  mas  espuestos,  que 
mantuvieron  al  enemigo  á  distancia  respetuosa.  Sin 
embargo,  estaban  los  españoles  bloqueados,  por  decirlo 
así,  en  su  baluarte. 


II. 


Por  su  parte  esperi mentaba  el  almirante  mortales 
inquietudes.  Diez  dias  iban  transcurridos  esperando  la 
vuelta  de  la  chalupa,  pero  en  vano.  Y  si  bien,  presin- 
tiendo alguna  desgracia  habia  enviado  muchas  veces  la 
canoa,  perfectamente  armada,  para  que  fuera  en  su  bus- 


—24S— 

ca  y  trajera  nuevas  del  campo,  la  fuerza  de  la  resaca,  á 
la  embocadura,  la  habia  impedido  acercarse  á  tierra,  y 
solo  habia  vuelto  á  la  Capitana  á  costa  de  grandes  es- 
fuerzos y  corriendo  graves  peligros. 

Mas,  aunque  carecian  de  noticias  de  la  chalupa  y  de 
la  factoría,  todos  abrigaban  la  esperanza  de  que,  á  cau- 
sa de  los  cincuenta  prisioneros  que  se  conservaban  en 
rehenes  á  bordo  del  Santiago  de  Palos ^  los  indíjenas  no 
atacarían  el  campamento.  Por  las  tardes  se  encerraban 
los  indios  en  el  entrepuente  de  proa,  cuya  escotilla 'se 
aseguraba  con  cadenas  y  candado,  y  sobre  la  cual  dor- 
mian,  ademas,  varios  marineros,  sin  embargo  de  que 
estaba  la  boca  á  una  altura  bastante  elevada  para  que  no 
pudieran  alcanzarla  los  indijenas.  Pero  una  noche,  en  vez 
de  pasar  la  cadena  y  cerrar  el  candado,  se  contentaron 
los  marineros  con  estender  los  cois  sobre  la  escotilla, 
cosa  que,  observada  por  los  naturales,  amontonaron  sin 
ruido  las  piedras  que  servian  de  lastre,  subieron  sobre 
ellas,  y  apenas  hubieron  llegado  al  nivel  de  la  escotilla,  á 
una  señal  convenida  y  por  un  esfuerzo  simultáneo,  le- 
vantaron con  sus  espaldas  la  tapa,  de  manera  tan  brus- 
ca y  repentina  que,  dando  al  traste  con  los  guar- 
dias, mientras  se  cerci(jraron  de  lo  que  pasaba,  tuvo 
lugar  la  mayor  parte  de  los  indios  de  arrojarse  por  la 
obra  muerta,  Y  como  los  que  no  habian  podido  saltar 
en  el  primer  pronto  fueron  lanzados  al  entrepuente  con 
ayuda  del  resto  de  la  tripulación  y  cerrados  por  los 
mismos  pilotos,  al  dia  siguiente,  cuando  se  abrió  la  es- 
cotilla para  renovar  -su  atmósfera  y  dar  la  ración  á  los 
prisioneros,  ninguno  se  halló  vivo;  que,  sin  escepcion 
se  habian  estrangulado,  desesperados,  con  restos  de  jar- 
cia que  hallaron  en  la  bodega. 

Cubrióse  de  sombra  el  ya  harto  triste  cuadro  que 
presentaba  la  situación  con  la  mortandad  de  los  indios 
y  la  fuga  de  sus  compañeros,  que  inspirando  serios 
temores  de  que  hiciesen  atacar  el  establecimiento,  escitó , 
al  mismo  tiempo  á  varios  tripulantes  á  imitar  el  ejemplo 


—244— 

de  los  salvajes  que  habían  desafiado  la  violencia  de  las 
olas;  y  Pedro  de  Ledesma,  sevillano,  primer  marinero 
de  la  Vizcaína  se  ofreció  para  ir  á  tierra,  si  el  almirante 
lo  hacia  llevar  en  la  lancha  hasta  las  inmediaciones  de 
la  resaca,  en  las  que  lo  aguardarla.  Gracias  á  sus  mús- 
culos de  bronce  y  al  poder  de  sus  pulmones,  ganó  la 
orilla  y  llegó  inesperadamente  al  establecimiento  espa- 
ñol, en  el  que  fué  recibido  con  la  alegría  que  un  liber- 
tador. Le  refirieron  el  funesto  combate  del  dia  6  de 
Abril  y  la  catástrofe  de  Tristan;  vio  á  Noya,  su  com- 
pañero, y  único  que  salió  con  vida  del  trance,  y  todos  le 
dijeron  intercediera  con  el  almirante  para  que  los  sa- 
case de  allí,  porque,  si  los  dejaba  en  costa  tan  abomi- 
nable, se  embarcarían  en  la  Gallega,  aunque  estuviese 
casi  podrida,  y  se  abandonarían  á  merced  de  las  olas, 
mejor  que  caer  vivos  en  manos  de  los  salvajes,  que,  á  no 
dudarlo,  les  tenian  reservados  suplicios  horribles. 

Pedro  de  Ledesma  volvió  á  marchar  encargado  de 
un  mensaje  verbal  del  adelantado,  y  braceando  vigorosa- 
mente llegó  á  donde  lo  esperaba  la  lancha.  Conducido 
que  fué  á  la  presencia  del  almirante,  este,  para  recom- 
pensar de  una  manera  digna  su  valor  ejemplar,  lo  elevó 
incontinenti'  al  rango  de  oficial.! 


1.  Washington  Irving,  Humboldt  y  todos  los  demás  historiado- 
res de  Colon,  designan  unánimes  á  Pedro  de  Ledesma  por  el  título  de 
piloto  desde  la  salida  de  Cádiz,  y  este  es  un  error  evidente,  porque 
no  debió  su  ascenso  mas  que  á  la  jenerosidad  del  almirante.  Hasta 
que  no  tuvo  lugar  su  promoción  estuvo  inscrito  en  el  rol  de  tripulan- 
tes de  la  Vizcaína  en  calidad  de  primer  marinero;  y  ni  su  nombre  ni 
otro  alguno  parecido  constaba  en  la  lista  de  la  plana  mayor.  Andando 
el  tiempo,  no  satisfecho  Ledesma  con  el  dictado  de  piloto,  se  dio  el 
de  capitán  de  la  Vizcaína,  como  se  vé  en  las  siguientes  palabras  de 
la  información  del  fiscal  hecha  en  Sevilla,  á  18  de  Marzo  de  1513. 
"Pedro  de  Ledesma,  piloto,  declaró  que  fué  en  el  viaje  por  capitán  y 
piloto  del  navio  Vizcaíno."  Pleito,  Probanzas  del  fiscal,  pregunta  IX. 


-345- 


III. 


La  relación  de  Ledesma  puso  á  Colon  en  una  per- 
plejidad horrible.  Veia  espuestos  á  los  hombres  que 
tenia  en  tierra,  y  no  podia  socorrerlos;  veia  á  su  herma- 
no herido,  teniendo  bajo  sus  órdenes  á  un  destacamen- 
to cercenado  por  la  muerte,  exaltado  por  la  desespera- 
ción, pronto  á  sublevarse,  y  rodeado  por  una  multitud 
de  furiosos  salvajes;  veia  á  las  tres  carabelas  mache- 
teando, casi  sobre  las  mismas  anclas,  y  que  resentidas  y 
haciendo  agua  por  todas  las  costuras  no  resistirían  qui- 
zas á  la  primera  tormenta  que  sobreviniese;  que  los  tri- 
pulantes se  entregaban  á  siniestros  temores;  que  los  ca- 
pitanes, completamente  desmoralizados,  lloraban  á  lá- 
grima viva;  que  la  mar  continuaba  soberbia  y  el  cielo 
sombrío  é  inclemente;  que,  él  mismo,  en  el  parasismo 
de  sus  dolores,  adolecía  de  una  fiebre  ardiente;  veia, 
en  suma,  en  torno  suyo,  no  mas  que  desolación  y  an- 
gustia. 

En  medio  de  tantas  añicciones,  hizo  Cristóbal  Co- 
lon un  esfuerzo  para  subir  á  la  cofa  del  palo  mayor,  y 
ver  si  desde  allí  descubría  algún  signo,  algún  indicio 
saludable.  Y  se  volvió  á  los  cuatro  puntos  del  horizon- 
te, llamando  á  los  vientos  en  su  socorro.  Pero  solo  le 
respondió  la  voz  de  las  olas  con  su  lúgubre  acento.  En- 
tonces, cediendo  al  peso  de  su  tristeza,  se  abatió,  como 
en  otros  tiempos  el  profeta  caido  bajo  el  enebro  del 
desierto,  y  que,  con  el  corazón  lacerado,  demandaba  al 


—246— 

Señor  lo  quitara  del  mando.  No  obstante,  Colon^  no 
murmuró,  ni  manifestó  ningún  deseo;  que  su  abati- 
miento era  demasiado  grande  para  exhalarse  en  pala- 
bras: jimio  en  el  fondo  de  su  corazón,  y  una  transición 
insensible  lo  llevó  de  la  vijilia  al  sueño,  sin  distraer  la 
mente  de  aquella  idea.  Y  la  aflicción  asediaba  su  alma 
adormecida,  cuando  distinguió  ''una  voz  compasiva,'^ 
cuyas  palabras,  llenas  de  ese  enérjico  laconismo,  vigor  y 
grandeza  innatos  en  el  carácter  español,  vamos  á  trans- 
cribir con  la  mayor  escrupulosidad, 
Decia  la  voz: 

.  "O!  ESTULTO  Y  TARDO  Á  CREER  Y  Á  SERVIR  Á  TU 

Dios,  Dios  DE  todos!  qué  hizo  Él  mas  por  Moyses 
ó  POR  David  su  siervo?  Desquk  naciste  siempre  él 

TUVO  DE  TÍ  MUY  GRAN  CARGO.  CUANDO  TE  VIDO  EN  EDAD 
DE  QUE  ÉL  FUÉ  CONTENTO,  MARAVILLOSAMENTE  HIZO 
SONAR  TU  NOMBRE  EN  LA  TIERRA.  LaS  InDIAS,  QUE  SON 
PARTE  DEL  MUNDO,  TAN  RICAS,  TE  LAS  DlÓ  POR  TUYAS: 
TÚ  LAS  REPARTISTE  ADONDE  TE  PLUGO,  1  TE  DlÓ  PODER 
PARA  ELLO.  De  LOS  ATAMIENTOS  DE  LA  MAR  OcÉANA 
QUE  ESTABAN  CERRADOS  CON  CADENAS  TAN  FUERTES, 
TE  DIO  LAS  LLAVES;  Y  FUISTE  OBEDECIDO  EN  TANTAS 
TIERRAS,  Y  DE  LOS  CRISTIANOS  COBRASTE  TAN  HONRADA 
FAMA.  Qué  HIZO  EL  MAS  ALTO  PUEBLO  DE  ISRAEL 
CUANDO  LE  SACÓ  DE  EjIPTO?  NI  POR  DaVID,  QUE  DE 
PASTOR  HIZO  REY  EN  JUDEA?  TÓRNATE  Á  ÉL,  Y  CONOSCE 
YA  TU  YERRO:  SU  MISERICORDIA  ES  INFINITA:  TU  VEJEZ 
NO  IMPEDIRÁ  Á  TODA  COSA  GRANDE:  MUCHAS  HEREDADES 
TIENE  ÉL  GRANDÍSIMAS.  AbRAHAM  PASABA  DE  CIEN 
AÑOS  CUANDO  ENJENDRÓ  Á  IsSAC,  NI  SaRA  ERA  MOZA. 
TÚ  LLAMAS  POR  SOCORRO  INCIERTO:  RESPONDE,  QUIEN 
TE  HA  AFLUIDO  TANTO  Y  TANTAS  VECES,  DiOS  Ó  EL 
MUNDO?  LOS  PRIVILEGIOS  Y  PROMESAS  QUE  DA  DiOS, 
NO  LOS  QUEBRANTA,  NI  DICE  DESPUÉS  DE  HABER  RECI- 
BIDO EL  SERVICIO  QUE  SU  INTENCIÓN  NO  ERA  ESTA,  Y 
QUE  SE  ENTENDÍA  DE  OTRA  MANERA,  NI  DA  MARTIRIOS 
POR    DAR    COLOR    Á    LA    FUERZA:    ÉL    VA    AL    PIÉ    DE    LA 


—247— 

LETRA:  TODO  LO  QUE  RL  PROMETE  CUMPLE  CON  ACRES- 
CENTAMIENTO.  EsTO  ES  USO?  DlCHO  TENGO  LO  QUE  TU 
CRIADOR  HA  HECHO  POR  TÍ  Y  HACE  CON  TODOS.  AhORA 
MEDIO  MUESTRA  EL  GALARDÓN  DE  ESTOS  AFANES  Y  PE- 
LIGROS QUE  HAS  PASADO  SIRVIENDO  Á  OTROS." 

Estaba,  dice  Colon,  medio  muerto,  al  oir  esto,  y  no 
supe  hallar  la  menor  respuesta  á  palabras  tan  verdade- 
ras; no  pude  sino  llorar  mis  errores.  El  que  rae  habla- 
ba, quien  quiera  que  fuese,  concluyó  diciendo:  /'No  te- 
mas, confia;  todas  estas  tribulaciones  están  escritas  en 
piedra  mármol,  y  no  sin  causa. " 

Al  llegar  aquí  nos  detenemos;  porque  la  admiración 
-suspende  nuestra  pluma,  y  al  transcribir  estas  espresio- 
nes, repetidas  por  el  mismo  Colon  con  su  encantadora 
injenuidad,  quedamos  sobrecojidos  de  indefinible  res- 
peto. El  lenguaje  de  esta  visión  brilla  como  un  reflejo 
del  Horeb  ó  del  Sinaí,  y  se  cree  oir  dentro  del  pecho 
el  monólogo  misterioso  que  justificaba  la  providencia  á 
los  ojos  de  su  enviado.  La  narración  de  tan  consoladora 
plática  celestial,  de  tan  sublimes  interrogaciones  i  y  re- 
velaciones íntimas,  escede  á  toda  comparación  moderna, 
y  es  preciso  retroceder  á  los  cedros  del  Líbano, '  á  las 
palmeras  de  los  profetas,  y  buscar  en  las  profecías  sa- 
gradas del  Jordán,  para  encontrar  una  enerjía  semejan- 
te en  poder  y  grandeza.  ¡Quien  oyó  jamas  en  la  mar 
palabras  tan  majestuosas  y  graves!  ¿Se  concibe  siquiera 
un  lenguaje  tan  digno,  elevado  y  solemne  y  al  mismo 

1  Ticknor,  en  su  importante  Hist.  de  la  literatura  Española,  1. 1, 
p.  219,  al  ocuparse  de  este  sublime  discurso  no  puede  menos  de  decir 
que  su  estilo  vigoroso,  y  al  mismo  tiempo  tierno  y  selitimental  en  su- 
mo grado  no  tienen  rival  en  ningún  escrito  contemporáneo;  pero,  si 
bien  nos  complace  el  consignar  aquí  tan  acertado  juicio,  nos  duele 
que  la  misma  pluma'haya  trazado  en  una  de  las  muchas  y  eruditas 
notas  con  que  enriquece  la  obra  citada  las  siguientes  frases:  El  que 
quiera  hablar  de  Colon  como  se  debe,  y  conocer  lo  mas  noble  y  ele- 
vado de  su  carácter,  cometerá  un  descuido  imperdonable  si  no  lee 
las  reflexiones  que  sobre  él  hace  Alejandro  Humboldten  su  Examen 

crítico  de  la  Hist.  de  la  Geografía  del  Nuevo  Continente Nadie  ha 

comprendido  el  carácter  de  Colon  como  él  etc. 

N.  del  T. 


—248— 

tiempo  tan  sencillo?  Lo  decimos  con  M.  de  Villemain: 
Es  menester  cerrar  el  siglo  XV  con  esta  visión  sublime, 
á  la  que  nada  falta,  ni  el  injenio,  ni  el  entusiasmo,  ni 
la  desgracia  de  un  gran  hombre. i 

Pero  sin  embargo  de  reconocer  la  elevación  y  poesía 
de  estas  inimitables  frases,  la  escuela  protestante  quiere 
ver  en  ellas  el  arte  de  la  astucia  ó  el  delirio  de  un  ca- 
lenturiento. Y  sospechando  de  la  sinceridad  de  la  vi- 
sión reduce  el  relato  del  almirante  á  un  arreglo  hábil- 
mente concebido  para  dar  una  lección  indirecta  al  rey 
don  Fernando,  que  violaba  sus  compromisos  con  él. 

No  descenderemos  á  discutir  esta  odiosa  imputa- 
ción, porque  nos  bastará  disiparla  con  la  luz  de  .un 
solo  hecho.  Tanto  menos  fundamento  hay  para  ver 
aquí  una  lección  indirecta  á  los  soberanos  de  Castilla 
cuanto  que,  en  la  misma  carta  en  que  menciona  lo  de 
la  visión,  el  almirante  no  busca  ningún  rodeo  para  re- 
cordar á  los  reyes  católicos  la  manera  ofensiva  é  injusta 
con  que  se  le  despojó  de  su  gobierno,  reclamar  la  repo- 
sición en  el  ejercicio  de  sus  poderes,  dignidades  y  ho- 
nores, y  demandar,  para  complemento  de  aquella  obra 
de  justicia,  el  castigo  de  sus  enemigos;  todo  esto  es  muy 
claro  y  recto,  y  no  contiene,  en  nuestro  concepto,  ni 
alusión  directa,  ni  indirecta.  Y,  en  verdad  que  la  obli- 
cua no  era  la  línea  que  seguía  Colon,  ni  las  formas  apo- 
lojéticas  ó  ficticias  entraron  jamás  en  su  modo  de  decir. 

¿Cuándo  la  impostifra  y  el  disimulo  inspiraron  lo 
sublime?  ¿Háse  visto  alguna  vez  que  semejante  grandeza 
de  imájenes,  revistiese  la  mentira  y  le  asegurase  los  ho- 
menajes, los  encomios  y  la  admiración  de  los  hom- 
bres? ¿Quién  puede  dudar  de  la  realidad  de  esta  visión, 
sino  quien  niega  rotundamente  lo  sobrenatural,  y  la  ac- 
ción divina  en  la  humanidad?  ¡Ciegos  sin  ventura,  pri- 
vados de  la  vista  interior,  faltos  del  sentimiento  relijio- 
so,  esencia  de  la  razón  humana!  Quien  admite  la  revela- 

1     Villemain:   Tablean  de  la  litérature  au  moyen  age,  tome  II. 


—349— 

cioii,  cree  en  las  apariciones  con  que  fueron  favorecidos 
los  patriarcas,  en  la  inspiración  de  los  profetas,  en  los 
consuelos  invisibles  de  los  mártires,  en  los  prodijios 
operados  por  los  santos.  Y  no  duda,  ni  remotamente, 
de  la  visión  de  que  habla  Cristóbal;  que  un  lenguaje 
tal,  se  repite,  no  se  inventa. 

Pero,  aun  desdeñando  la  intervención  divina,  la  voz 
que  realmente  solo  escuchó  Colon,  en  medio  del  estré- 
pito de  la  tormenta,  no  deja  motivo  á  los  incrédulos 
para  poner  en  litijio  la  rectitud  del  almirante.  Porque, 
es  evidente,  en  el  sueño  de  su  luminosa  intelijencia,  el 
pensamiento  cristiano,  con  su  forma  bíblica  de  imájenes, 
debia  subsistir,  permaneciendo  Colon  el  mismo  hasta  en 
su  letargo.  Y  si  la  visión  no  fué  mas  que  un  sueño  pro- 
fundo, el  sueño,  al  menos,  era  proporcionado  á  el  alma 
del  revelador  del  globo,  sublime  como  su  injenio,  noble 
como  sus  intenciones;  y  durante  el  cual,  o^ó  palabras 
dignas  de  su  alma,  capaces  de  vigorizar  su  abatido  co- 
razón y  de  permanecer  para  siempre  grabadas  en  su 
memoria. 

Lo  que  refiere  Colon  aconteció  mientras  dormia;  y 
no  fué  precisamente  una  visión  á  manera  de  la  del  padre 
de  los  creyentes  ó  de  Israel,  abuelo  de  las  doce  tribus; 
ni  fué  tampoco  un  viento  como  el  que  se  ajitó  sobre  el 
profeta  de  la  desolación;  fué  una  voz.  Colon  no  refiere 
lo  que  sintió  ó  vio,  sino  sencillamente  lo  que  oyó:  Fides 
ecc  ándito' 

¿De  dónde  provenia  aquella  voz  y  á  quien  pertene- 
cia?  El  servidor  de  Dios  no  lo  dice,  sin  duda  por  modes- 
tia; se  contrae  á  esponer  el  hecho  con  una  discreción  lle- 
na de  respetuosa  gratitud;  y  sin  designar  el  ser  compa- 
sivo que  lo  consoló,  añade-.  Quien  quiera  que  fuese;  pero 
ya  las  palabras  que  preceden  á  la  frase  citada,  habian 
impreso  á  esta  confidencia  el  sello  de  la  veracidad  cris- 
tiana. 

En  presencia  de  aquel  que  le  hablaba,  descubriéndo- 
le su  propio  corazón,  recordándole  las  munificencias  pro- 

32 


—250— 

videnciales,  la  elección  y  la  predilección  celestial  de  que 
era  objeto,  mostrándole  la  desinteresada  bondad  del  crea- 
dor, que  nada  le  debia,  en  parangón  con  la  ingratitud  de 
aquellos  que  le  debian  tanto,  estaba  Colon  casi  muerto. 
Y  confiesa  que  nada  podia  responder,  y  que  no  hizo  si- 
no llorar  sus  errores.  Entonces,  así  como  acontece  á  los 
justos  en  sus  arrobamientos,  á  los  amigos  de  Dios  en 
sus  éxtasis,  temblando  de  amor,  lamentó  su  debilidad  y 
sus  imperfecciones,  que  llama  errores;  y  hubiera  que- 
rido ser  puro  cual  la  luz  para  conceptuarse  menos  in- 
digno del  sol  de  la  justicia,  el  señor  Dios.  Al  través  de 
su  laconismo  se  lee  claro  su  pensamiento;  y  quien  haya 
profundizado  en  los  estudios  psicolójicos,  reconocerá  en 
él  la  fuerza  esperimental  de  lo  verdadero  y  un  criterio 
infalible  de  sinceridad. 

Verdaderamente  que  las  combinaciones  de  la  astu- 
cia y  de  la  ambición  frustrada  no  hubieran  descubierto 
aquella  imájen,  ni  menos  inventado  aquella  sensación 
del  alma  cristiana  bajo  el  peso  glorioso  y  terrible  de  un 
favor  celestial.  Semejantes  ideas  no  pertenecen  al  orden  de 
la  composición  diplomática;  que  así  no  se  confeccionan 
las  notas  para  vengar  agravios  de  corte  á  corte. 

Tornemos  á  la  narración. 

Cuando  el  almirante  salió  de  su  abatimiento,  se  sin- 
tió fortificado.  Pero  el  tiempo  proseguia  azaroso,  y  por 
espacio  de  nueve  dias  tuvo  que  someterse  su  constancia 
á  nuevas  pruebas,  hasta  que  al  fin  calmó  la  mar.  Entre 
tanto  el  fiel  Diego  Méndez  en  su  doble  caHdad  de  pri- 
mer secretario  de  la  nota  y  de  comisario  de  la  marina, 
habia  combinado  los  medios  de  unirse  al  almirante  con  la 
mayor  presteza,  sacrificando  los  menos  objetos  posibles. 
Al  efecto,  empleó  cuatro  dias  en  hacer,  con  las  velas  inú- 
tiles de  la  Gallega,  sacos  en  los  cuales  puso  la  galleta  que 
quedaba;  luego  se  apoderó  de  dos  canoas  de  los  indios,  las 
aferró  una  con  otra  fuertemente,  construyó,  con  tablas, 
una  cubierta  sobie  la  que  colocó  la  pólvora,  el  bizcocho, 
los  útiles,  y  las  bagatelas  que  servia  para  los  cambios,  hizo 


-251— 

atar  con  cabos  á  la  popa  de  las  embarcaciones  los  bar- 
riles de  vino,  aceite  y  vinagre,  y  así  que  hubo  reposa- 
do un  tanto  la  mar,  la  lancha  de  la  Gallega  remada  por 
los  mas  vigorosos  marineros,  remolcó  el  material  y  lo 
llevó  á  las  carabelas,  volviendo  después,  sucesivamente, 
á  buscar  cuanto  fuera  embarcable,  por  siete  veces,  y  de- 
jándolo todo  transportado.  Adeniás  tuvo  el  valor  de  per- 
manecer en  tierra  con  cinco  hombres  de  guarda  para 
que  nada  se  perdiese  inútilmente,  y  de  no  dirijirse  á 
bordo  sino  cuando  todo  quedó  en  salvo.  Habiase  saca- 
do de  la  Gallega  cuanto  contenia  capaz  de  aprovechar- 
se, y  el  casco  taladrado  por  las  bromas  y  sentido  y  que- 
brantado en  todas  direcciones  se  abandonó  en  el  rio. 
Recibiéronse  con  imponderable  contento  los  compa- 
ñeros, que  se  habian  creido  perdidos,  por  sus  camaradas 
de  la  escuadrilla;  y  el  almirante  afectuoso  con  sus  ser- 
vidores y  entusiasta  de  los  que  cumplian  con  su  deber, 
manifestó  de  una  manera  publica  su  agradecimiento  á 
Diego  Méndez,  pues  durante  su  alocución  lo  abrazó  y 
besó  repetidas  ocasiones,!  nombrándolo,  en  seguida  su 
capitán  de  pabellón,  dándole  el  mando  de  la  Capitana 
y  complaciéndose  en  multiplicar  en  su  persona  las  prue- 
bas de  confianza  con  que  le  honraba,  y  que  tanto  me- 
recia. 


IV. 


A  fines  de  Abril,  en  la  noche  del  santo  dia  de  Pas- 
cua, dio  el  almirante,  en  nombre  de  la  Santísima  Trini- 
dad, la  orden  de  zarpar. 

1  Relación  hecha  por  Diego  Méndez,  de  algunos  acontecimien- 
tos del  líltimo  viaje  del  almirante  don  Cristóbal  Colon, 


—252— 

Y  las  tres  carabelas  desplegaron  sus  gastados  lien- 
zos, y  pusieron  el  rumbo  á  la  Española  á  donde  impor- 
taba ir  lo  mas  presto  posible  á  carenar  y  abastecerse. 

La  persistencia  del  mal  tiempo,  aquella  increible  su- 
cesión de  tempestades,  apuraba  las  fuerzas  de  los  mari- 
neros, y  aterraba  sus  imajinaciones.  Los  pilotos  no  ha- 
llaban ya  ninguna  esplicacion  á  tan  pertinaces  rigores; 
y  mientras  los  tripulantes  creian  que  los  muchos  máji- 
eos  de  la  costa  habian  hecho  uso  de  sus  artes  tenebro- 
sas para  desviar  á  las  naves  de  ella  y  hacerlas  perecer, 
los  moradores  de  las  tierras  visitadas  por  las  carabelas 
atribulan  á  la  venida  de  los  desconocidos  aquellas  conti- 
nuas perturbaciones  y  desórdenes  de  la  naturaleza;  y 
habrían  dado  cuanto  poseían  en  el  mundo  porque  los  es- 
tranjeros  no  se  detuvieran  una  hora  en  su  pais.i  Pero 
Colon  veia  en  la  conjuración  délos  elementos  contra  sus 
buques  un  esfuerzo  supremo  del  enemigo  de  la  salud 
para  oponerse  al  cumplimiento  de  sus  votos. 

No  puede  negarse  que  en  este  viaje,  emprendido  para 
abrir  paso  á  la  cruz  en  la  inmensidad  del  Océano  y  traerla 
á  Europa  por  la  circunnavegación  del  globo,  se  esperi- 
mentó  en  los  vientos,  en  las  aguas,  en  los  meteoros  acuo- 
sos é  ígneos,  una  violenta  y  escepcional  oposición,  y  que 
la  continuada  lucha  del  almirante,  fué  el  ejemplo  mas 
grande  de  la  constancia  humana  contra  fuerzas  que  es- 
cedieron de  una  manera  tan  terrible  á  los  recursos  del 
hombre.  Nunca  habian  oido  hablar  de  tales  peligros  ma- 
rítimos los  mas  viejos  marineros,  ni  jamas  habian  sopor- 
tado carabelas  el  empuje  de  olas  tan  poderosas,  ni  sos- 
tenido tan  reiterados  ataques.  Tan  no  se  habia  visto  aun 
obstinación  semejante  en  la  cólera  del  Océano,  que  el 
enemigo  secreto  de  Colon,  el  notario  Diego  de  Porras, 
que  en  su  relación  procuraba  siempre  atenuar  las  difi- 
cultades del  viaje,  con  el  objeto  de  manifestar  que  las 


1      Cristóbal  Colon.  Carta  dios  reyes  católicos,  fechada  en  la  Ja- 
maica el  7  de  Julio  de   1503. 


—253— 

disposiciones  tomadas  por  el  almirante  eran  el  resultado 
de  meros  caprichos,  tuvo  que  conceder,  que  sobrevinie- 
ron contrariedades  estraordinariasA  La  inclemencia  del 
aire,  la  verdadera  hostilidad  de  los  elementos  impresio- 
naron profundamente  al  joven  don  Fernando;  y  aunque 
mostraba  sobrado  valor  acongojaba  á  su  padre  la  idea 
del  riesgo  á  que  lo  habia  espuesto.  Mas  tarde,  después 
de  haber  surcado  muchas  veces  el  Atlántico,  cuando  es- 
cribió su  historia,  en  época  en  que  una  esperiencia  de 
treinta  años  habia  modificado  sus  ideas  cosmográficas, 
le  parecia  imposible  lo  que  le  sobrevino  en  aquella  cam- 
paña, y  desconfiando  de  sus  propios  recuerdos  y  teme- 
roso de  incurrir  en  las  exajeraciones  de  una  imajinacion 
adolescente  consultó  la  relación  de  un  oficial  con  quien 
navegó,^  encontró  en  ella  la  justificación  de  sus  prime- 
ras impresiones. 

Advertíase  algo  insólito,  formidable  y  agresivo  en 
el  carácter  de  aquellos  sacudimientos,  de  aquellos  com- 
bates pelásjicos,  de  aquellas  incesantes  variaciones  de 
viento,  contrarias  siempre  al  rumbo  de  Colon,  que 
tanto  le  impedían  avanzar  como  volver  atrás,  por  el 
litoral,  y  que  parecían  combinarse  para  forzarlo  á  echar- 
se á  mar  ancha,  y  apartarse  de  una  vez  de  la  nueva 
tierra.  El  historiógrafo  real  Herrera,  admirado  tam- 
bién de  un  acontecimiento  que  era  inaudito  en  los 
anales  del  Océano,  dice  en  su  historia  jeneral  de  los 
viajes:  '^Sallan  de  un  puerto,  y  no  parecia  sino  que 
de  industria  el  viento  contrario  los  estaba  esperando 
como  tras  una  esquina  para  resistirlos.    Volvían  con 


1  "La  costa  es  bien  temerosa  ó  lo  fizo  parescer  aquel  año  muy 
tempestuoso,  de  muchas  aguas  é  tormentas  del  cielo." — Diego  de 
Porras.  Relación  del  viaje  é  de  la  tierra  agora  nuevamente  descubier- 
ta, por  el  almirante  don  Cristóbal  Colon. 

2  "E  fu  ció  cosa  tanta  strana  e  non  mai  piú  veduta,  che  io 
non  avrei  replicato  tante  mutationi,  se  oltra  1'  essermi  trovato  pre- 
sente, non  r  avessi  vedulo  scritto  da  Diego  Méndez...  II  quale  an- 
cora scrisse  questo  viaggio" — Fernando  Colombo.  Vitd  del  Ammira- 
fflio,  cap.  XCIV. 


—254— 

la  fuerza  de  él  laácia  el  oriente,  y  cuando  no  se  ca- 
taban venia  otro  que  los  volvía  impetuosamente  al  po- 
niente: y  esto  tantas  y  tan  diversas  veces,  que  no  sa- 
bia el  almirante  ni  los  que  con  él  andaban  qué  se 
decir  ni  hacer/^i  Es  un  hecho  que  de  entonces  acá, 
ninguna  esploracion  marítima  en  el  resto  del  globo, 
ningún  viaje  posterior  por  las  mismas  alturas  ha  sufrido 
tan  crueles  contratiempos.  Vencidos  los  mal-ineros  por 
la  fuerza  invisible,  contra  la  cual  luchaba  el  heraldo 
de  la  cruz,  aniquilados  por  los  vómitos,  á  consecuen- 
cia del  mareo,  y  en  perenne  sobresalto  por  el  furor  de  las 
olas  que  á  cada  momento  los  amenazaban  tragar  se 
quebrantaron  muchas  robustas  constituciones,  y  mas 
de  una  se  destruyó  para  siempre. 

Pero  las  naves  estaban  en  peor  disposición  toda- 
via  que  sus  tripulantes,  pues  sus  bodegas  se  hablan 
convertido  en  hervideros  de  agua  que  corrompían  las 
provisiones. 

A  pesar  de  todo  Colon,  no  pudiendo  resignarse  á 
la  idea  de  que  el  estrecho  no  existiese  en  las  latitu- 
des en  que  se  hallaba,  queria  prosegir  buscándolo, 
y  no  obstante  el  parecer  contrario  de  los  pilotos  y  el 
temor  de  los  marineros  mandó  poner  el  rumbo  al  E. 
en  lugar  de  seguir  al  N.;  y  como  las  disputas  de  los 
oficiales  acerca  de  la  derrota  tenida  y  la  que  debia 
seguirse,  que  cada  uno  estimaba  con  arreglo  á  las  car- 
tas que  habia  formado,  habrían  acarreado  graves  des- 
órdenes y  ocasionando  mas  perturbación  en  los  áni- 
mos, con  la  autoridad  que  le  era  propia,  recojió  los 
mapas  á  los   pilotos  é   impuso   silencio   á  todos.2  Y 

1  Herrera.  Mistoria  general  de  los  viajes^  conquistcts  de  los  cas. 
tellanos  en  las  Indias  occidentales.  Década  í,  lib.  IV,  cap.  IX. 

2  Acusa  Mr.  Huraboldt  al  almirante  de  liaber  abusado  de  su  au- 
toridad para  apoderarse  de  los  planos  de  los  pilotos,  y  quedar  así  due- 
ño absoluto  del  camino  por  donde  podia  llegarse  á  estas  nuevas  re- 
giones. Pero  el  testimonio  de  un  enemigo  de  Colon,  el  escribano  Die- 
go de  Porras,  sirve  para  darle  un  mentís,  con  solo  manifestar  cuál  era 
el  estado  de  los  ánimos  á  bordo,  y  basta  para  justificar  la  prudente 


—255— 

aunque  á  treinta  leguas  de  camino  fué  indispensable 
abandonar  la  Vizcaína ^  en  razón  á  la  mucha  agua  que 
hacia,  y  repartir  su  dotación  entre  la  Capitana  j  el 
Santiago  de  Palos,  no  torció  Colon  su  rumbo,  sino 
que  pasando  á  la  altura  del  puerto  del  Retrete,  atra- 
vesó el  grupo  de  las  islas  de  Barbas,  perteneciente  á 
el  cacique  Pocorosa,  se  acercó  de  nuevo  á  tierra,  fran- 
queó el  cabo  de  San  Blas,  y  avanzó  diez  leguas  mas 
al  O. 

Habituado  á  los  favores  de  la  divina  providencia 
que  tantas  veces  lo  habia  sostenido  y  preservado,  pro- 
seguía el  almirante  su  esploracion  con  sus  maltratados 
buques  y  escasos  víveres,  cuando  el  1.°  de  Mayo,  justa- 
mente alarmados  los  pilotos  con  lo  difícil  de  la  situación, 
le  manifestaron  el  estado  de  las  naves  y  el  abatimiento 
de  los  marineros,  estenuados  en  fuerza  de  las  privacio- 
nes y  trabajos.  Insistieron  todos,  y  Colon  dispuso  po- 
ner el  rumbo  en  derechura  al  N.  Por  espacio  de  dos 
dias  se  disfrutó  de  buen  viento.  Temían  los  oficiales 
haber  sido  arrastrados  al  E.  del  archipiélago  Caribe,  y 
el  almirante  por  su  parte  haber  sido  llevado  al  O.  del 
cal  o  de  San  Miguel,  como  así  fué.i 

El  2  de  Mayo  alcanzó  Colon  dos  islas  tan  cubiertas 
de  tortugas  que  les  puso  este  nombre.  Las  corrien- 
tes y  los  vientos  contrarios  los  impelieron  de  nuevo  á 
los  bajos  de  los  Jardines  de  la  Reina,  sin  embargo  de 
quvo  habia  tomado  sus  medidas  para  evitarlos;  y  la  vio- 
lencia del  mar  lo  forzó  á  retroceder  y  mantenerse  á  la 
capa,  no  cesando  un  solo  instante   de  dar  á  las  bom- 


medida  de  Colon.  "Los  marineros,  dice,  no  traían  ya  carta  de  nave- 
gar que  se  les  habia  el  almirante  tomado  á  todos:  se  decian  que  el 
yerro  que  se  hizo  al  principio  habia  causado  gran  desconcierto  en  el 
des.  ..brir."  Diego  de  Porras.  Relación  del  viaje  é  de  la  tierra  agora 
nuevamente  descubierta  por  el  almirante  don  Cristóbal  Colon. 

1  "E  ancor  che  tutti  i  piloti,  dicessero  che  noi  saressimo  passati 
al  levanto  delle  isole  de  Caribi,  V  Ammiraglio  non  dimeno  temea  di 
non  poter  pur  prendere  la  Spagnuola;  il  che  se  verifico."— Fernando 
Colombo.   Vitta  delV Ammiraglio,  cap.  C. 


—256— 

bas.  En  ocasión  tan  critica,  hallándose  sin  mas  provisio- 
nes de  boca  que  un  poco  de  galleta,  ajo,  aceite  y  vina- 
gre, los  asaltó  una  tempestad. 

Perdió  el  almirante  una  en  pos  de  otra,  en  pocas 
horas,  tres  anclas;  y  á  media  noche  faltaron  los  cabos 
del  Santiago  de  Palos  y  vino  á  dar  con  tal  violencia  su 
casco  sobre  el  de  la  Capitana  que  le  destrozó  la  popa, 
quedando  muy  mal  parada  en  la  proa,  y  '^siendo  mara- 
villa que  no  se  acabasen  de  hacer  rajas/^i  La  mar  si- 
guió en  mal  estado  por  espacio  de  seis  dias,  al  cabo  de 
los  cuales  volvió  á  su  comenzada  derrota  el  almirante, 
'''con  pérdida  de  todas  sus  áncoras,  en  naves  agujereadas 
como  panales  de  cera,  y  con  tripulaciones  completamen- 
te desmoralizadas/'  Llegó  á  Macaca,  en  la  costa  de 
Cuba,  para  descansar  y  procurarse  algunos  víveres,  y  de 
allí  intentó  ganar  la  Española,  mas  el  viento  y  las  cor- 
rientes lo  arrojaron  mucho  mas  abajo.  Y  era  tanta  el 
agua  que  entraba  en  las  bodegas  que  ni  bombas,  ni 
calderas  bastaban  para  apurarla,^  cuando  tornó  á  enco- 
lerizarse la  tempestad.  El  Santiago  de  Palos  necesitó 
arrojarse  en  seguida  en  un  puerto,  y  la  Capitana  si 
bien  no  quiso  hacer  lo  propio,  ''sus  tripulantes  ya  no 
sabían  á  qué  santo  encomendarse,  pues  sus  fuerazs  é 
industria  no  podían  dominar  el  agua  que  ya  tocaba  al 
combés.  "3  Colon  lo  ha  dicho:  La  nave  se  me  anegó,  y 
milagrosamente  me  trajo  Nuestro  Señor  á  tierra.  ^ 

El  23  de  Junio,  al  romper  el  alba,  la  Capitana  y  se- 
guida del  Santiago  de  Palos,  fué  llevada  á  la  costa  N. 
de  la  Jamaica,  á  un  puerto  abrigado,  pero  sin  jente  y 

1  Cristóbal  Colon. — Carta  d  los  reí/es  católicos,  fechada  en  la 
Jamaica  el  7  de  Julio  de  1503. 

2  "Di  giorno  e  di  notte  non  lasciavamo  di  seccar  l'acqua  in 
ciascuno  di  essi  con  tré  trombe;  delle  quali  se  si  rompeva  alcuna  era 
dimestiere,  mentre  si  acconciava,  clie  le  caldiere  supplissero  e  1'  uffi- 
cio  delle  trombe  facessero."  Fernando  Colomb.  Vitta  delV  Ammira- 
glio,  cap.  C. 

3  Herrera.  Sistoria  general  de  los  viajes  y  conquistas  de  los  cas- 
tellanos en  las  Indias  occidentales.  Década  I,  lib.  VI,  cap.  II. 

4  Cristóbal  Colon.  Carta  á  los  reyes  católicos  fechada  en  la  Ja- 
maica el  7  de  Julio  de  1503. 


—257— 

hasta  privado  de  agua  dulce.  Era  víspera  de  la  fiesta 
de  San  Juan  Bautista,  y  los  navegantes  la  celebraron, 
observando  forzosamente  el  ejemplo  del  predicador  del 
ayuno. 

Al  dia  siguiente,  arrostrando  peligros  sin  cuento, 
siguieron  la  costa  en  busca  de  un  refujio  mas  al  E.,  y 
en  efecto  reconoció  el  almirante  hacia  el  centro  de  la 
parte  N.  de  la  isla,l  la  niagníñca  rada  que  habia  visto 
en  ocasión  de  su  descubrimiento  de  la  Jamaica,  anco- 
raje  cómodo  y  seguro,  rodeado  de  paisajes  encantadores 
y  que  en  el  primer  impulso  de  su  admiración  nombró 
Santa  Gloria,^  porque  la  armonia  de  las  obras  del  Crea- 
dor se  manifestaba  en  ella  con  indescribible  magnificen- 
cia, y  su  alma  relijiosa  esperimentaba  en  la  delicia  de 
su  contemplación  una  felicidad  que  le  parecia  como  un 
reflejo  de  la  de  los  elejidos. 

Tan  risueña  y  hospitalaria  tierra  contenia  muchos 
habitantes  y  abundaba  en  todo  lo  necesario  á  la  vida. 
No  fué  Colon  el  único  en  considerar  en  este  suceso  una 
gracia  particular  del  Señor,  que  su  capitán  de  pabellón, 
el  bizarro  Diego  Méndez,  lo  tuvo  por  un  acto  de  mise- 
ricordia divina;  y  al  ocuparse  de  la  llegada  del  almirante 
á  Jamaica,  el  historiógrafo  Herrera  dice  que,  "con  su 
encuentro  fué  grandemente  favorecido  de  Dios. "  ^  Y  en 
verdad  que  no  podia  verificarse  un  encallamiento  en  una 
costa  que  brindara  con  mejores  recursos.  Parecia  haber 
sido  escojida  de  propósito. 

La  bahía  de  Santa  Gloria  se  encontraba  defendida 
del  choque  de  la  gran  corriente  de  E.  á  O.  por  las  líneas 
de  la  costa,  que  á  derecha  é  izquierda  amortiguaban 
el  empuje  de  las  olas,  quebrantadas  ya  á  lo  lejos  por  el 

1  *'E1  puerto  que  se  diz  de  Santa  Gloria,  que  es  casi  en  el  me- 
dio de  la  parte  septentrional.  Cristóbal  Colon."  Nota  puesta  en  la  hoja 
LIX  del  Libro  de  las  profecías. 

2  Andrés  Bernaldez.    Historia    de    los    reyes    Católicos,    cap.- 
C.XXV,  Ms. 

3  Herrera.  Historia  general  de  las  conquistas  y  viajes  de  los  caS' 
tellanos  en  las  Indias  occidentales.  Década  I,  lib.  VI,  cap.  III. 

33 


—258— 

promontorio  Fiat  á  poniente,  y  el  cabo  Drax  á  levante,  l 
El  amurallamiento,  por  decirlo  así,  de  la  costa,  guarneci- 
da de  maderas  de  un  modo  espléndido,  la  libraban  del 
azote  de  los  vientos.  A2:aas  vivas  v  frescas  corrian  al 
E.  por  tres  rios  cubiertos  de  grata  sombra,  y  frutas  de 
todas  clases,  en  mucho  superiores  á  las  de  las  otras  is- 
las, abundaban  en  las  inmediaciones.  La  aldea  de  Mai- 
ma,  distante  apenas  un  cuarto  de  legua,  coronaba  un 
gracioso  ribazo. 

Mandó  el  almirante  proceder  ala  varadura  del  San- 
tiago de  Falos\  que  sin  embargo  de  estar  la  Capitana 
llena  de  agua  hasta  la  cubierta,  y  todos  asombrados  de 
que  no  se  hubiera  ido  á  fondo  aun,  parece  que  Colon 
queria  ensayar  el  medio  de  volverla  á  la  mar,  pues  no 
tomó  ninguna  providencia  respecto  á  ella,  ni  dio  la  or- 
den de  vararla  sino  al  cabo  de  muchos  dias,  cuando  se 
hubo  convencido  de  "que  seria  tentar  a  Dios  desear  ir 
mas  lejos  con  una  nave  que  no  gobernaba  y  que  flotaba 
por  milagro.2 

Aferróse  entonces  la  Capitana  á  babor  del  Santia- 
go, unióse  á  él  con  fuertes  tablones,  y  con  todos  los 
palos  á  la  sazón  inútiles  y  clavazón  interior  que  se  logró 
aprovechar  se  levantaron  a  popa  y  á  proa  de  ambas 
carabelas  varias  barracas  que  se  cubrieron  de  paja.  Lo 
cual  hecho, prohibió  salir  de  á  bordo  el  almirante  a  las 
tripulaciones  á  fín  de  prevenir  desavenencias  con  los  na- 
turales. 

Distribuida  que  hubo  sido  la  última  ración  de  ga- 
lleta y  vino  por  el  capitán  de  pabellón  Diego  Méndez, 
que,  á  pesar  de  su  título  puramente  honorífico,  era  el 

1  Yéase  la  gran  carta  de  la  isla  levantada  por  orden  del  gobierno 
inglés. — Map.  of  Jamaica,  in  the  colonial  office  and  Admiralty. — By 
Joíin  Arrowsmitli. 

2  En  los  últimos  apuntes  del  diario  de  Diego  de  Porras,  á  pesar 
de  la  notoria  equivocación  del  nombre  del  mes,  se  viene  en  conoci- 
miento, por  las  fechas  y  los  nombres  de  los  dias,  del  lugar  en  que  se 
verificó  el  naufrajio,  y  que  la  Capitana  no  fué  sacrificada  sino  muclioi 
dias  después  que  el  Santiago  de  Palos. 


—259— 

encargado  por  el  almirante  del  reparto  de  los  víveres, 
se  vieron  en  presencia  del  hambre.  En  tan  lúgubre  si- 
tuación nadie  se  atrevió  á  pedir  permiso  para  bajar  á 
tierra  á  procurarse  abastos;  pero  la  fe  y  la  intrepidez 
del  leal  escudero  de  Colon  brillaron  de  nuevo,  ofrecién- 
dose al  almirante  á  hacerlo. 

En  su  consecuencia,  tomando  una  espada,  y  ha- 
ciéndose acompañar  por  tres  hombres  animosos  ganó 
la  orilla.  Sin  duda  que  si  hubiera  dado  con  indíje- 
nas  tan  belicosos  como  los  del  rio  Belén  habria  pere- 
cido; mas  como  él  mismo  escribe  "plugo  á  Dios  que 
hallara  la  jente  tan  mansa  que  no  le  hicieron  mal, 
antes  se  holgaron  con  él  y  le  dieron  de  comer  de 
buena  voluntad.'^i 

Concertóse  el  capitán  Méndez  con  'el  cacique  de 
Aguacabilda  para  la  provisión  diaria  de  cierta  canti- 
dad de  pescado,  aves,  utias  y  pan  de  casave,  que  se 
pagaria  con  cascabeles,  peines,  cuchillos,  anzuelos  y 
cuentas  azules  con  las  que,  los  indios,  formaban  co- 
llares, y  despachó  en  seguida  á  uno  de  los  españoles 
para  que  lo  participara  á  el  almirante,  é  hiciera  re- 
cibir y  abonar  el  valor  de  las  vituallas.  Trasladóse 
luego  á  tres  leguas  de  distancia,  convino  también  con 
otro  cacique,  envió  á  Colon  el  aviso  con  otro  espa- 
ñol, y  continuando  en  su  camino,  llegó  á  la  cabana 
del  gran  cacique  de  Huareo,  á  trece  leguas  de  Santa 
Gloria.  El  jefe  lo  acojió  perfectamente,  y  como  le  pro- 
metiera las  remesas  cotidianas  de  mantenimientos  que 
solicitaba  v  le  entrep;ara  en  el  acto  cuanto  le  deman- 
dó,  lo  comunicó  á  Colon  por  medio  de  su  tercer  com- 
pañero. 

Confiando  en  Dios  que  tantas  veces  habia  mani- 
festado su  protección  á  su  amo,  y  acorrídolo  á  él  mis- 
mos en  trances  difíciles,  se  aventuró  á  quedar  solo, 


l     Relación  hecha  por  Diego  Méndez  de  algunos  acontecimientos 
del  último  viaje  del  almirante  don  Cristóbal  Colon. 


—260— 

é  intrincarse  en  la  parte  oriental  de  la  isla.  Y  fué  bien 
inspirado,  porque  se  entró  por  las  tierras  del  cacique 
Ameyro,  que  simpatizó  con  el,  cambió  su  nombre  con 
el  suyo,  vino  en  venderle  una  escelente  canoa,  y  ade- 
más le  prestó  seis  remeros  para  conducirlo  con  toda 
comodidad  á  donde  mejor  fuera  de  su  grado.  Méndez 
agradecido  le  regaló  una  fuente  pequeña  de  latón  que 
traia  para  su  uso,  un  jubón,  y  una  de  las  dos  camisas 
que  poseia  en  aquel  momento.  Hecho  esto,  cargó  la 
canoa  con  los  víveres,  y  se  dirijió  á  fuerza  de  remos 
en  busca  de  las  carabelas,  que,  "al  tiempo  de  acostar- 
las él,  no  tenían  un  pan  que  comer .'^i 

Amenazadas  por  el  hambre  las  tripulaciones,  aco- 
jieron  con  transportes  de  alegría  al  valiente  Diego 
Méndez,  y  Colon  lo  estrechó  paternalmente  entre  sus 
brazos,  é  hizo  de  nuevo  públicos  elojios  de  su  nuevo 
servicio.  Su  jeneroso  corazón,  tan  grande  para  la  gra- 
titud, sabia  estimar  de  una  manera  digna  la  abnega- 
ción de  su  celoso  servidor.  Y  no  se  satisfacía  con  ad- 
mirarlo sint)  que  "daba,  como  refiere  el  mismo  Mén- 
dez, gracias  á  Dios  que  lo  había  llevado  y  traído  en 
salvamento  de  tanta  jente  salvaje.''^ 

Desde  aquel  día  acudieron  con  regularidad  los  in- 
dios cargados  de  provisiones;  y  Colon,  para  descanso 
de  Méndez,  designó  á  dos  dignos  oficiales  que  aten- 
dieran á  los  trueques.  Mas ,  como  gran  número  de 
canoas  estrañas  á  las  aldeas  de  los  caciques  visitados 
por  el  capitán  de  pabellón,  vinieran  también  con  abas- 
tos, la  competencia  hizo  establecer  una  especie  de  pre- 
cío  corriente.  Así,  por  dos  hermosas  utias  se  daba  un 
cabillo  de  agujetas,  por  una  cesta  de  pan  de  casave, 
algunas  cuentas  de  vidrio  azul,  y  por  armas  y  utensi- 
lios, cascabeles;  que  las  tijeras,  espejillos  y  gorros  grana 
se  reservaban  para  regalar  á  los  magnates. 

1.  jRelacion  hecha  por  Diego  Méndez  de  algunos  acontecimientos 
del  último  viaje  del  almirante  don  Cristóbal  Colon. 

2,  Tbidem. 


CAPITULO  V, 


I. 


La  magnificencia  del  paraje,  la  abundancia  de  víveres 
y  las  amistosas  disposiciones  de  los  indíjenas  no  seduje- 
ron, sin  embargo,  al  almirante  porque,  gran  conocedor  de 
la  movilidad  de  ánimo  de  los  salvajes,  y  de  su  profundo 
disimulo  y  belicosos  instintos  l  sabia*  muy  bien  que  tan 
risueña  perspectiva  podia  nublarse  de  un  momento  á 
otro.  Y,  en  efecto,  nada  hubiera  sido  mas  fácil  á  los  na- 
turales, en  caso  de  sublevarse,  que  sitiar  por  hambre  á 
los  españoles  en  sms  pontones  ó  quemárselos,  porque 
poseian  importantes  flotillas  de  canoas,  y,  ademas,  los 
marineros  de  Colon,  de  resultas  de  los  continuos  tra- 
bajos á  que  los  sometió  el  azarosísimo  viaje  que  acaba- 
ban de  rendir,  estaban  faltos  de  enerjía.  Agregúese  á 
esto  que  no  habia  forma  de  poner  á  flote  las  naves,  ni 
de  construir  otras,  porque,  ni  se  contaban  brazos  bas- 
tantes para  tal  empresa,  ni  habia  un  carpintero,  por- 
que todos  sucumbieron  en  el  funesto  dia  6  de  Abril. 

Colon  se  hallaba,  pues,  en  la  situación  de  un  náu- 


1    En  su  segundo  viaje  cuando  vino  á  Jamaica,  antes  y  después 
de  su  esploracion  de  la  costa  meridional  de  Cuba. 


—262— 

frago,  pero  ni  en  mar  ni  en  tierra,  á  causa  del  vara- 
miento, espuesto  á  la  vecindad  de  los  indios,  y  privado 
de  los  recursos  que  tiene,  para  el  navegante,  la  mar  an- 
cha, reducido,  en  suma,  á  la  inmovilidad  y  á  la  impo- 
.tencia.  ¡Triste  y  desconsolada  posición!  Se  hacia  menes- 
ter socorro;  pero,  de  qué  manera  obtenerlo?  ¿por  dónde 
y  de  quién  valerse  para  poner  en  noticia  de  la  reyna  el 
descubrimiento  de  las  minas  de  oro  de  Veragua,  y  la 
existencia  de  un  mar  inesplorado  de  la  otra  parte  del 
nuevo  continente?  sin  tener  chalupa  ni  embarcación  de 
ninguna  clase,  capaz  de  emprender  el  viaje  de  Jamaica 
á  Española  por  un  mar  tan  soberbio,  y  luchando  contra 
las  corrientes  y  vientos  del  E.  que,  con  frecuencia,  obli- 
gan á  los  bajeles  bien  tripulados  y  provistos  á  soste- 
ner el  combate  mas  de  un  mes.  Para  el  vencedor  de  la 
mar  Tenebrosa  era  esta  situación  casi  humillante  y  lo 
contristaba,  á  lo  que  contribuia,  no  poco,  su  larga  pri- 
vación de  los  Sacramentos  de  la  Iglesia  i  y  de  los  con- 
suelos espirituales,  y  el  verse  en  aquel  ignorado  y  re- 
moto destierro,  cuyo  término  próximo  ó  lejano  que  no 
preveia  iba  á  demorar  el  rescate  de  los  santos  luga- 
res, anhelo  de  su  piadoso  corazón. 

En  tamaño  aprieto  escribió  a  los  reyes  católicos  la 
relación  de  su  viaje,  demandándoles  auxilio  para  salir 
de  donde  estaba,  junto  con  su  jente. 

Debe  parecer  sobre  manera  estraño  el  que  Colon 
preparase  un  mensaje,  no  obstante  la  imposibilidad  de 
hacerlo  llegar  á  su  destino,  y  en  verdad  que  es  empre- 
sa que  nadie  en  su  lugar  hubiera  imajinado  siquiera, 
porque  el  medio  de  trasmitirlo  no  se  podia  comprender 
en  lo  humano.  Tanto  es  así,  que,  apesar  de  lo  habitua- 
do que  se  hallaba  á  los  favores  de  su  divina  majestad, 
decia  en  su  carta  á  SS.  AA.  que,  "si  lo  lograba  seria  un 
milagro.  2" 

1  Cristóbal  Colon.    Carta  á  los  reyes  católicos,  escrita  en  la  Ja- 
maica  el  7  de  Julio  de  1503. 

2  Cuarto  viaje  de  Cristóbal  Colon.  Traducción  de  los  señorea 
Verneuil  y  de  la  Éoqnette,  de  la  Eeal  Academia  de  la  Historia. 


—263— 

Y,  en  efecto,  milagrosamente,  llego  la  carta  á  po- 
der de  los  reyes. 

Esta  carta,  por  largo  tiempo  relegada  al  olvido,  y 
que  fué  impresa  en  España,  l  causó  hace  cuarenta  y 
cinco  años  gran  sensación  en  las  sociedades  científicas: 
Venecia,  Bassano,  Pisa,  Florencia,  Jénova,  Turin,  Mi- 
lán, Pavía,  Roma  y  París  se  ocuparon  de  ella;  y  el  sa- 
bio Morelli,  bibliotecario  en  Venecia,  la  mandó  reim- 
primir, acompañada  de  notas,  con  el  título  de:  Lettera 
rarissima. 

No  es  menos  notable  el  escrito  en  cuestión  bajo 
el  punto  de  vista  de  los  hechos  marítimos,  que  del  de 
los  descubrimientos,  y  del  de  los  sucesos  narrados,  que 
del  de  las  observaciones  recojidas;  interesa  además  por 
lo  crítico  de  las  circunstancias  en  que  Colon  lo  redac- 
tó y  por  la  manera  singular  que  empleó  para  remitirlo; 
que  en  cuanto  a  su  contenido  ni  es  carta,  ni  relación,  ni 
resumen  de  viaje,  sino  una  comunicación  del  revelador 
del  globo  á  los  reyes  Católicos. 

A  la  siempre  noble*  sencillez  del  almii'ante  se  une 
en  la  carta  precitada  no  sabemos  qué  de  patético,  tier- 
no, patriarcal,  superior  y  divino  que  parece  ser  la  con- 
sagración suprema  de  la  virtud  por  la  desgracia;  co- 
mo cuantos  escritos  se  conocen  de  Colon  es  fluido  y  es- 
pontáneo ,  y  al  injenio  que  revela  da  realce  el  modo 
de  decir  de  aquel  cristiano  en  prueba  tan  terrible. 
Sin  embargo,  no  se  presenta  ya  el  heraldo  de  la  cruz 
con  tanto  amor  á  la  creación  como  en  sus  anteriores 
relaciones,  porque,  después  que  una  mano  rival,  la  del 
implacable  Eonseca,  quedó  con  el  cargo  de  responderle, 
diríase  que  quería  preservar  de  profanaciones  las  confi- 

1  Pernando  Colon  afirma  que  se  imprimió;  y  en  su  Biblioteca 
Occidental,  dice  León  Pinelo,  que  se  hizo  en  4?,  y  que  el  original  pa- 
só á  manos  de  don  Lorenzo  Eamirez  de  Prado:  el  impreso  se  vendia 
en  la  tienda  de  libros  de  Juan  de  Saldierna.  En  Italia,  Constanzo 
Bainera,  de  Brescia,  la  tradujo,  y  se  imprimió  en  Yenecia  en  1505 
viyiendo  todavía  Colon.  Morelli  la  dio  nueva  vida  en  1810,  al  reim 
primirla  bajo  el  título  de:  Lettera  rarissima. 


—264— 

dencias  de  su  pasión  por  la  naturaleza  y  de  su  inestin- 
guible  entusiasmo  por  las  bellezas  del  Verbo;  se  traslu- 
ce su  desaliento  en  sus  palabras,  no  porque  siente  de- 
caer sus  fuerzas  bajo  el  peso  del  tiempo,  que  el  hom- 
bre de  deseos  no  duda  de  la  providencia  ni  de  sí  mis- 
mo, sino  porque  adivina  que  la  salud  de  la  reina,  mi- 
nada por  los  pesares,  vá  á  entregar  á  los  consejeros  de 
Fernando  los  negocios  de  las  Indias,  y  en  su  conse- 
cuencia calla  ó  estracta  ciertos  pormenores;  y  obrando 
cual  jefe  de  una  empresa  cristiana,  al  presentir  que  vá 
á  medírsele  con  el  rasero  del  espíritu  mundano  y  to- 
do el  rigor  del  odio  popular  contiene  en  su  corazón 
los  impulsos  relijiosos. 

Refiere  primero  el  almirante  los  azares  y  sufrimien- 
tos inauditos  de  su  viaje,  anuncia  la  existencia  del 
Océano,  del  otro  lado  de  la  tierra  descubierta,  men- 
ciona las  minas  de  oro  de  Veragua  y  de  las  rej iones 
vecinas,  y  al  estenderse,  particularmente,  sobre  este 
hallazgo  que  sabe  es  el  objeto  único  de  los  deseos  del 
rey,  añade:  ''Yo  tengo  en  mas  esta  negociación  y  mi- 
nas con  esta  escala  y  señorío  que  todo  lo  otro  que 
está  hecho  en  las  Indi  as /'l 

Antes  de  hablar  de  sí  mismo,  se  ocupa  de  las  ne- 
cesidades de  sus  tripulaciones  y  llama  en  favor  de 
ellas  la  atención  de  los  reyes,  asegurando  que  nunca 
habrá  traído  nadie  á  España  mejores  nuevas  que  su 
jente.  La  desnudez  de  aquellos  que  servían  y  sufrían, 
le  hace  recordar  que  los  que  desertaron  de  la  colonia, 
huyendo  el  trabajo  y  calumniando  su  administración, 
habían  recibido  empleos,  lo  que,  dice,  es  muy  dañoso 
ejemplo.  Esta  falta  de  justicia  lo  conduce  á  la  falta  de 
celo  que  advertia  por  la  restauración  del  santo  sepul- 
cro, idea  fija  de  su  vida;  y  por  un  resto  de  dignidad 
cristiana  parece  no  querer  volver  á  ocuparse    de   un 


2     Cristóbal  Colon.  Carta  d  los  reyes  católicos,  fechada  en  Ja- 
maica el  7  de  Julio  de  1503. 


—265— 

proyecto  sacrificado  por  la  ambición  de  Fernando  á 
dudosas  conquistas  en  Italia,  ni  llamarlo  por  su  nom- 
bre, ni  mencionarlo  en  fuerza  de  lo  conocido  que  es 
de  los  reyes;  pero  sin  embargo,  como  su  pensamiento 
se  alimentaba  con  el  pan  cuotidiano  de  las  Santas 
Escrituras,  lo  espone  bajo  la  forma  de  una  figura  bíbli- 
ca, dando  á  la  cuestión  de  los  Santos  lugares,  mientras 
esperan  su  libertad,  la  imájen  del  Salvador,  aguardan- 
do, con  los  brazos  abiertos,  durante  todo  el  dia,  al 
pueblo  incrédulo,  i  con  las  siguientes  palabras:  '''El 
otro  negocio  famosísimo  está  con  los  brazos  abiertos 
llamando:  estrangero  ha  sido  fasta  hora/^  2 

Diremos  de  paso  que  esta  magnífica  figura,  á  to- 
das luces  inspirada  por  el  príncipe  profeta  Isaías,  ha 
pasado  desapercibida  por  los  biógrafos  de  Colon;  nin- 
guno de  ellos  ha  comprendido  su  significado,  y  lo  pro- 
pio ha  acontecido  en  Erancia  é  Italia  á  los  editores  y 
traductores  de  la  Lettera  rarissima,  pues  ni  unos  ni  otros 
acertaron  en  cual  pudiera  ser  el  importante  negocio  que, 
en  vano,  aguardaba  siempre  con  los  brazos  estendi- 
dos. 3 

A  continuación   de  la  idea   mencionada,  que  para 

1  "Expandí  manus  meas  tota  die  ad  populum  incredulum  qui 
graditur  in  via  non  boná  post  cogitationes  suas."  Isdioe  cap.  LXV. 

2  Cristóbal  Colon.  Carta  d  los  reyes  Católicos  fechada  en  la  Ja- 
maica el  7  de  Julio  de  1503. 

3  La  figura  empleada  por  Colon  como  era  completamente  ininteli- 
jibleá  los  traductores,  abandonaron  estos  el  texto  á  su  pretendida  oscu- 
ridad é  hicieron  la  versión  mas  caprichosa  que  pueda  imajinarse.  Los  se- 
ñores Yerneuil  y  la  Roquette,  traductores  del  orijinal,  y  ambos  de  la 
B/cal  Academia  Española  de  la  Historia,  han  interpretado  este  pasaje  con 
las  siguientes  palabras:  "El  otro  negocio  es  muy  importante  y  exije  que 
se  ocupen  de  él,  sin  pérdida  de  tiempo;  ya  que  hast^|||íioy  no  se  ha 
pensado  en  él."  El  traductor  de  La  lettera  rarissima  se  ha  afanado 
menos  todavía  por  encontrar  su  verdadero  sentido,  y^;  dice  así  en  la 
versión  italiana:  "En  qué  se  fundan  mis  enemigos  qi^é  se  atreven  á 
darme  en  rostro,  diciendo  que  soy  estranjero?"  No  hiy  duda  de  que 
este  modo  de  traducir  es  estraño  de  todo  punto  á  la  verdad,  y  de  con- 
siguiente, censurable;  pero  hablando  con  la  franqueza  que  nos  es  pro- 
pia, diremos  que  los  traductores  de  acabos  testos  si  no  comprendieron 
ni  sospecharon  el  sentido  de  las  palabaas  de  Colon  fué  por  lo  muy 
distantes  que  se  hallaban  de  su  carácter  relijioso. 

84 


—266— 

no  deshonrarla,  quisiera  no  haber  espnesto  al  despre- 
cio ó  á  las  eternas  demoras  de  la  corte,  conociendo  el 
revelador  del  globo  que  le  será  menester  libertar  con 
sus  solos  recursos,  sin  el  auxilio  de  don  Fernando,  el 
santo  sepulcro,  pide  lo  que  se  le  devenga,  como  si  se  le 
debiera  al  mismo  Dios,  diciendo:  "Es  justo  dar  á  Dios 
lo  que  es  suyo; "  reclama  la  restitución  de  sus  bienes  y 
de  sus  honores,  y  el  castigo  de  los  que  lo  han  roba- 
do y  calumniado,  y  al  obrar  asi,  añade,  "quedará  á  Es- 
paña gloriosa  memoria  con  la  de  VV.  AA.  de  agrade- 
cidos y  justos  príncipes."  l 

Aunque  su  razón  y  su  equidad  no  se  sintieran  me- 
nos ofendidas  que  su  corazón  por  el  modo  con  que  se 
habian  premiado  sus  servicios,  no  solo  no  se  advierten 
en  su  queja  amargas  reticencias,  ni  palabras  irónicas 
sino  que  se  disculpa  de  haber  despertado  recuerdos 
que  hubiera  deseado  guardar  en  silencio.  Pero  la  justi- 
cia y  la  ingratitud  tenidas  con  el  lo  condolieron  de 
su  propia  suerte;  el  carácter  épico  de  sus  desgracias, 
la  jigantesca  poesia  de  sus  padecimientos  marítimos, 
la  iniquidad  de  que  fué  víctima,  sin  duda  incompara- 
ble, después  de  la  de  los  judíos  con  el  salvador,  lo  tras- 
portaron á  los  tiempos  por  venir,  y  al  colocarse  en  el 
punto  de  vista  de  la  posteridad,  laméntase  y  se  lastima 
del  destino  mortal  de  Cristóbal  Colon,  esclamando:  "He 
llorado  fasta  aquí  á  otros:   haya  misericordia  agora  el 

cielo,  y  llore  por  mí  la  tierra llore  por  mí  quien 

tiene  caridad,  verdad  y  justicia"!  2  Así,  no  es  á  Casti- 
lla, no  es  á  Europa  á  quienes  convida  á  llorar  por 
él  el  mensajero  de  la  cruz;  sino  al  mundo  entero  que  ha 
descubierto:'  "¡Que  la  tierra  llore  por  mí"!  ¿Qué  mor- 
tal se  atrevió  jamás  á  emplear  un  lenguaje  semejante? 
Lo  sublime  de  la  queja  corresponde  á  su  infortunio  sin 
ejemplo.  ¿Qué  poeta,  qué  profeta,  qué  héroe  del  Evan- 

1  Cristóbal  Colon.    Carta  á  los  reyes  católicos  fechada  en  la  Ja- 
maica el  7  de  Julio  de  1503. 

2  .  Ibidem, 


—267— 

jelio,  usó,  al  hablar  de  sí  rnisnio,  mas  atrevidas  y  po- 
derosas iinájenes,  y  revistió  con  mas  majestad  los  acen- 
tos que  se  escaparan  de  su  pecho?  Verdaderamente 
es  aquí  donde  se  conoce  que  el  estilo  es  el  homhre\  por- 
que la  grandeza,  la  sencillez,  la  tristeza  y  la  audacia 
se  armonizan  de  tal  suerte  que  parecen  una  sola  vibra- 
ción del  alma.  "El  abandono  con  que  está  escrita  esta 
carta,  dice  el  ilustre  Humboldt,  su  estraña  amalgama 
de  fuerza  y  debilidad,  de  humildad  tierna  y  orgullo, 
nos  inician,  por  decirlo  así,  en  los  secretos  y  en  los 
combates  interiores  de  la  gran  alma  de  Colon "  i 

Al  escribir  su  carta  el  almirante  anunciaba  que  la 
enviaría  por  medio  de  los  indios;  y,  en  efecto,  piratas 
temerarios  se  lanzaban  á  veces  con  sus  canoas  á  con- 
siderables distancias,  siguiendo  ciertas  corrientes  y  ha- 
ciendo escala  en  diversas  costas;  pero  como  ninguno 
había  entre  ellos  bastante  insensato  y  despreciador  de 
la  vida  para  querer  pasar  en  derechura  de  Jamaica 
á  Haití,  afrontando  corrientes  y  vientos  continuos  del 
E,  ppr  ningún  precio  hubo  indíjena  que  se  prestara 
á  luchar  con  lo  imposible  y  arrostrar  con  su  piragua 
una  corriente  de  cuarenta  leguas  de  anchura,  con  vien- 
to, casi  siempre,  por  la  proa. 

Y  el  mensaje  quedó  sin  mensajero. 

Mejor  que  los  demás  conocia  Colon  estas  dificulta- 
des y  peligros,  y  de  consiguiente,  la  imposibihdad  de  sal- 
var cuarenta  leguas  de  mar,  contra  viento  y  corriente 
en  las  frájiles  embarcaciones  de  los  salvajes,  en  lo  cual 
veia  mil  probabihdades  de  muerte  por  una  de  buen 
éxito.  Durante  nueve  días,  Colon,  á  solas  con  su  con- 
ciencia, permaneció  en  presencia  de  Dios,  consultando 
su  divina  voluntad;  y  al  fin  se  decidió  á  saber  lo  que 
el  altísimo,  como  dice  Pedro  Mártir,  había  resuelto  i 
con  respecto  á  él. 

1  Humboldt.   Histoire  de  la  geograpMe  dn  Nouveau  Continent, 
t.  III.  section  II,  p.  239. 

2  "Quid  de  se  Deus  cogitet,   statuit  experiri." — Petri  Martiris 
Anglerii.    Oceanece  Decadis  terüoe,  lib.  IV.  fol.  52  recto. 


—268— 

Sin  duda  que  solamente  un  cristiano,  preparado  y 
dispuesto  á  los  sufrimientos,  un  hombre  de  corazón 
fuerte,  que  hiciera  á  Dios  el  sacrificio  de  su  vida,  in- 
molándose por  la  salud  de  todos  sus  compañeros,  era 
el  único  que  podia  intentar  tamaña  empresa.  ¿Pero, 
cuál  seria  la  jenerosa  víctima?  Difícil  hubiera  sido  bus- 
carla, pues  Colon  no  creía  capaz  de  tanto  heroísmo 
sino  á  su  antiguo  escudero,  el  capitán  de  pabellón 
Diego  Méndez,  oficial  educado  en  su  escuela  íntima, 
que  amaba  á  Dios,  á  la  ciencia  y  al  almirante,  su  jefe, 
y  á  quien  no  ligaban  á  la  tierra  lazos  mundanos.  Al 
día  décimo  llamólo  Colon  á  una  plática,  que  estuvo  en 
secreto  por  e&pacio  de  treinta  y  tres  años,  y  que  no 
se  divulgó  por  Méndez  hasta  el  19  de  Julio  de  1536, 
en  el  acta  solemne  de  sus  últimas  disposiciones.!  La 
grandeza  de  alma  que  requería  un  asunto  tan  delica- 
do, y  lo  grave  de  las  circunstancias  en  que  se  encon- 
traban, dan  á  el  misterioso  coloquio  un  ínteres  estraor- 
dinario. 

He  aquí  las  palabras  que  Colon  dirijió  á  Méndez, 
á  solas  con  él,  sin  mas  testigo  que  Dios: 

''Hijo  mío,  ni  uno  de  los  que  aquí  están,  salvo  vos 
y  yo,  cree  én  el  pehgro  en  que  vivimos,  por  razón  de 
nuestro  corto  número  y  del  infinito  de  los  salvajes, 
cuyo  carácter  es  voluble  y  caprichoso,  y  que  cuando 
se  les  antoje  venir  sobré  nosotros  á  quemarnos  en  nues- 
tros dos  bajeles,  en  los  que  hemos  fabricado  casas  de 
paja,  podrán  fácilmente  hacerlo  desde  tieiTa  y  tornar- 
nos pavesas  á  todos.  El  arreglo  que  con  ellos  habéis 
hecho  para  que  nos  provean,  si  bien  hoy  lo  cumplen 
con  la  mejor  voluntad,  mañana,  tal  vez,  no  les  conven- 

1  Este  testamento  ológrafo  que  consta  de  13  páginas  se  escribió 
en  Valladolid  y  fué  depositado  en  la  escribania  de  Fernán  Pérez,  se- 
cretario de  S.  A.  y  notario  de  cámara,  el  26  del  mismo  mes  á  presen- 
cia de  siete  testigos,  todos  de  la  servidumbre  de  la  vireina  de  las  In- 
dias doña  Maria  de  Toledo.  Merece  notarse  que  el  primero  de  estos 
siete  caballeros  era  Diego  de  Arana,  sobrino  de  Beatriz  Enriquez  y 
emparentado  por  casamiento  con  la  vireina. 


—269— 

ga,  y  no  será  estraño  que  nada  nos  traigan;  y  como 
no  nos  hallamos  en  posición  de  forzarlos,  tendremos 
que  someternos  á  su  capricho.  He  imajinado  un  medio 
para  sahr  del  aprieto,  decidme  si  os  place;  consiste  en 
que  alguien  se  aventure  en  la  canoa  que  comprasteis, 
para  trasladarse  á  la  Española  y  procurarse  una  nave, 
en  donde  nos  salvemos  de  la  triste  situación  en  que 
nos  miramos.  Dadme  vuestra  ppinion.'^i 

Diego  Méndez  respondió:  '^Bien  veo,  señor,  el  riesgo 
que  corremos,  que,  por  cierto,  es  mas  grande  de  lo  que 
podría  calcularse;  pero  tengo  el  proyecto  de  pasar  de 
aquí  á  la  isla  Española  con  una  embarcación  tan  redu- 
cida como  la  canoa,  no  solo  por  muy  difícil,  sino  lo  que 
es  mas,  por  imposible;  y  no  sé  quien  se  ose  aventurar  á 
pehgro  tan  notorio  ^  cual  es  el  de  atravesar  un  golfo  de 
cuarenta  leguas  entre  islas,  en  que  la  mar  está  tan  so- 
berbia. " 

Hubo  un  momento  de  silencio. 

Colon  nada  replicó,  porque  tampoco  tenia  nada  que 
objetar.  No  se  trataba  de  razonar,  sino  de  sacrificarse;  y 
su  mirada,  su  actitud,  decían  bastante  á  su  escudero 
que  á  él,  hombre  de  fé  y  de  valor,  que  había  esperimen- 
tado  la  bondad  de  Dios,  tocaba  ofrecerse  de  nuevo  en 
aras  de  la  salvación  común. 

Comprendiólo  Méndez,  y  respondiendo  al  pensa- 
miento de  su  caudillo,  dijo: 

"He  espuesto  mi  vida  en  muchas  ocasiones  por  sal- 
var la  vuestra,  señor,  y  la  de  todas  las  personas  que  vi- 
ven con  vos,  y  Dios  me  ha  salvado  milagrosamente.  A 
pesar  de  mi  conducta,  no  han  faltado  murmuradores 
que  hayan  dicho  que  siempre  me  confiaban  aquellas  em- 
presas en  que  había  gran  cosecha  de  lauros  que  cojer, 
cuando  había  entre  ellos  otros  capaces  de  ejecutarlas  tan 
bien  como  yo.    Por  esto,  creo  que  será  conveniente  que 

1  Testamento  ológrafo  de  Diego  Méndez,  fechado  en  Valladolid 
el  19  de  Junio  de  1536. 

2  Ibidem. 


--í¿70-~ 

vuestra  señoría  los  haga  llamar  á  todos  y  les  proponga 
el  caso,  para  ver  si  hay  alguno  que  quiera  salir  á  viaje, 
que  lo  dudo,  y  si  rehusan,  arriesgaré  mi  vida  por  vues- 
tro servicio  como  otras  veces/' 

Al  dia  siguiente,  se  reunieron  todos  los  oficiales  en 
consejo.  Cuando  se  hubieron  sentado,  en  semicírculo, 
alrededor  del  almirante,  este,  les  propuso  lo  de  mandar 
una  canoa  á  la  Española.  En  el  primer  pronto,  queda- 
ron mudos  de  sorpresa,  y  repuestos  que  fueron  de  ella, 
representaron  varios  que  tal  proposición  no  era  factible, 
porque  no  se  podia  llevar  á  cabo  semejante  travesía. 

Entonces  Méndez  se  levanto  y  dijo: 

"Señor:  una  vida  tengo,  no  mas,  yo  la  quiero  aven- 
turar por  servicio  de  vuestra  señoría  y  por  el  bien  de 
todos  los  que  aquí  están,  porque  tengo  esperanza  en 
Nuestro  Señor,  que  vista  la  intención  con  que  yo  lo 
hago,  me  librará  como  otras  muchas  veces  lo  ha  he- 
cho. "  1 

Lo  cual  oido  por  el  almirante,  se  alzó  de  su  asiento, 
su  fué  hacia  el  capitán,  lo  abrazó,  y  en  su  espansiva  ad- 
miración, lo  besó  en  las  mejillas,  esclamando:  "Bien  sa- 
bia yo  que  no  había  aquí  ninguno  que  osase  tomar  esta 
empresa  sino  vos. « 2  y  después  de  haber  premiado 
así  al  militar,  dirijiéndose  al  cristiano,  añadió  con  su 
poderosa  fé,  secreto  de  su  grandeza:  "Confio  firmemente 
en  que  Dios,  Nuestro  Señor,  permitirá  que  salgáis  ven- 
cedor de  los  peligros  que  vais  á  correr,  cual  en  otras 
ocasiones. " 

Sin  embargo  de  su  confianza  en  la  bondad  divina, 
no  descuidó  Diego  Méndez  la  menor  precaución  de 
cuantas  aconsejaba  la  prudencia  humana.  Hizo  poner 
en  seco  la  canoa,  volverla,  colocarla  una  quilla  y  un 
pequeño  palo,  cubrirla  á  popa  y  á  proa  con  fuertes  ta- 
blas, calafatearla  de  una  manera  prolija,  ensebarla  y  al- 

1  Relación  Tiecha  por  Diego  Méndez,  de  algunos  acontecimientos 
del  último  viaje  del  almirante  don  Cristóbal  Colon. 

2  Ibidem, 


—271— 

quitranarla,  y  abastecerla  con  municiones  de  boca  para 
ocho  personas.  Luego,  recibido  que  hubo  los  despachos 
del  almirante  y  sus  piadosas  exhortaciones,  se  lanzó  á  la 
mar  con  seis  remeros  indios  y  un  español,  á  quien  se- 
dujo su  audacia. 

Antes  de  llegar  á  la  punta  oriental  de  la  isla,  ne- 
cesitaba recorrer  treinta  y  cinco  leguas  de  costas,  desa- 
fiar las  ventoleras  de  tierra,  la  impetuosidad  de  las  cor- 
rientes, y  arrostrar  hasta  peligros  desconocidos,  tales 
como  el  de  ser  sorprendido  por  una  ñotilla  de  piratas 
que  se  apoderasen  de  su  persona.  Pero,  dice  él.  Dios 
me  libró  milagrosamente;  i  y  sin  dejarse  intimidar  por 
el  imprevisto  suceso,  prosiguió  su  rumbo  y  alcanzó  la 
estremidad  de  la  isla. 

Muy  tranquilo  esperaba  allí  el  enviado  de  Colon  á 
que  la  mar,  á  la  sazón  ajitada,  se  calmara,  para  poder 
continuar  el  interrumpido  viaje,  cuando  los  indios  de  la 
vecindad  se  conjuraron  con  ánimo  de  matarlo  y  apode- 
rarse, así  de  la  canoa  como  de  lo  que  contenia. 

Habíanse  ya  hecho  con  él,  y  llevádolo  al  interior, 
á  tres  leguas  de  la  playa,  y  echaban  suertes  para  que 
los  jugadores  que  perdiesen  la  partida  se  hicieran  cargo 
de  su  asesinato;  mas  permitió  el  sefior  que  Méndez  en- 
tendiera su  proyecto,  y  logrando  burlar  su  vijilancia, 
escapase,  reconociese  la  senda  y  encontrase  su  esquifé. 
Como  el  viento  fuera  propicio,  desplegó  velas  el  intré- 
pido marino  y  tornó  á  la  bahía  de  Santa  Gloria,  condu- 
ciendo salvos  sus  despachos  al  almirante.  "Y  contóle, 
escribe  él  mismo  en  su  Relación,  todo  lo  sucedido,  y  có- 
mo Dios,  milagrosamente,  me  habia  librado  de  las  ma- 
nos de  aquellos  salvajes.2  "Regocijóse  en  gran  manera 
su  señoría  de  mi  vuelta,  y  me  preguntó  si  acometeria 
de  nuevo  mi  espedicion. "  Demás  está  decir  que  Mén- 
dez contestó  por  la  afirmativa,  si  bien  pidió  que  un 

1  JRelacion  hecha  por  Diego  Méndez  de  algunos  acontecimientos 
del  último  viaje  del  almirante  don  Cristóbal  Colon. 

2  Ihidem. 


—272— 

destacamento  armado  lo  escoltara  hasta  que  él  hubiera 
podido  alejarse  de  la  punta  oriental  de  la  isla  llamada 
Aomaquique.  Puso  Colon  á  disposición  suya  setenta 
hombres  á  las  órdenes  del  adelantado,  los  cuales  no  de- 
bían abandonar  la  punta  nombrada  sino  tres  dias  des- 
pués de  su  partida. 

El  valor  de  Méndez  excitó  una  noble  emulación,  y 
el  capitán  de  la  Vizcaína,  Bartolomé  Pieschi,  de  ilustre 
sangre  y  admirador  de  Colon,  aunque  compatriota  su- 
yo, se  ofreció  á  traerle  nuevas  de  la  llegada  de  Diego 
Méndez  á  la  Española.  Para  protejerlos  de  los  indios,  al- 
gunos mas  se  atrevieron  entonces  á  seguirlos,  y  se  pre- 
paró una  segunda  canoa.  En  cada  esquife  entraron,  aparte 
de  Méndez  y  de  Fieschi,  seis  españoles,  escojidos  por 
ambos,  y  diez  indios  para  los  remos.  Se  convino  en  que 
luego  de  haber  tocado  en  la  Española,  Pieschi  se  volve- 
ría para  informar  al  almirante  de  su  feliz  llegada,  mien- 
tras que  Méndez  proseguiría  con  la  carta  para  el  gober- 
nador, y  una  vez  entregada  y  despachada  para  Jamaica 
una  carabela  bien  provista,  se  dirijiriá  á  España  men- 
sajero de  los  despachos  que  iban  con  sobre  á  los  reyes. 


II. 


Las  dos  canoas,  vogando  de  conserva  y  costeando 
la  orilla,  por  la  cual  marchaba  el  destacamento  manda- 
do por  don  Bartolomé,  llegaron,  no  sin  dificultad,  á  la 
punta  Aomaquique,  donde  permanecieron  cuatro  dias, 
esperando  que  la  mar  calmara.   Y"  como  pareciera  en- 


—273— 

tónces  que  las  olas  se  habían  adormecido,  Diego  Méndez 
se  prosternó  y  oro,  se  recomendó  á  la  misericordia  di- 
vina, y  particularmente  á  Nuestra  Señora  de  Antigoa, 
y  se  despidió  del  adelantado.  Humedeciéronse  los  ojos 
de  todos  en  aquel  momento  supremo,  y  los  españoles  de 
la  escolta,  conmovidos  con  el  espectáculo  de  tamaño  sa- 
crificio, vertieron  copiosísimas  lágrimas,  l  Lastimera  fue 
la  separación.  Pero  el  enviado  del  almirante,  sin  dejar- 
se ablandar  por  tales  muestras  de  dolor,  fortalecido  con 
las  palabras  de  su  jefe:  "Confio  en  que  Dios  Nuestro 
Señor  os  hará  vencer  de  los  peligros  que  os  amenazan 
cual  otras  veces,./  se  alejó  de  la  costa,  queriendo  apro- 
vechar la  bonanza,  cosa  rara  en  tan  caprichosa  rejion. 

Navegaba  al  E.,  cuarto  al  S.  Los  remeros  hacian 
cuanto  podian,  pero  como  ni  un  soplo  rizaba  la  tersa 
superficie  azul  del  mar,  el  caloi^  y  la  sed  los  molesta- 
ban estraordinariamente,  y  para  refrescarse  y  descansar 
se  arrojaban  de  tiempo  en  tiempo  al  agua,  y  asian  los 
remos  por  turno.  Quejábanse  de  la  sed,  y  los  capita- 
nes, para  aplacársela,  no  les  escaseaban  las  calabazas 
de  agua;  en  lo  que  anduvieron  el  primer  dia  dema- 
siado compasivos. 2 

Por  la  tarde  se  perdió  de  vista  la  tierra. 

Pa;'a  evitar  sorpresas  hicieron  guardia  los  espa- 
ñoles en  cada  canoa.  A  la  mañana  siguiente  se  halla- 
ban en  estremo  fatigados.  El  calor  aumentó  con  el  dia, 
y  los  ren  eros  exhaustos  y  sedientos,  caian  bajo  sus  ban- 
cos. Méndez  y  Eieschi  que  hablan  reservado  dos  bar- 
riles de  la  codiciada  bebida,  cuando  los  veian  desfa- 
llecer, les  repartían  algunos  sorbos,  y  los  alentaban  con 
la  esperanza  de  llegar  presto  á  la  pequeña  isla  de  Na- 
vasa.  Cuya  idea  reanimaba  á  los  abatidos  marineros 
que  temían  haberla  dejado  á  un  lado. 

Vino  la  noche,  y  fué  sofocante.   Los  vogadores,  ya 

1  Relación  hecha  por  Diego  Méndez  de  algunos  acontecimientos 
del  último  viaje  del  almirante  don  Cristóbal  Colon. 

2  Fernando  Colombo.  Vita  delV Ammiraglio,  cap.  CV. 

35 


.    .  •      —274— 

sii)  fuerza,  dejaban  caer  los  remos,  y  yacían  inmóviles  en 
el  fondo  de  las  chalupas.  El  mas  débil  espiró  en  nie- 
dio  de  los  horrorosos  tormentos  de  la  sed;  y  se  tiró  al 
mar  su  cadáver. 

Al  otro  dia  hicieron  el  último  esfuerzo;  pero  el  sol 
los  abrasaba,  se  llenaban  la  boca-  de  agua  salada  para 
mitigar  el  ardor  que  los  consumia,  y  no  hacian  sino 
acrecentarlo.  Y  entró  de  nuevo  la  noche  sin  descu- 
brir la  isla  prometida,  infundiendo  en  todos  los  corazo- 
nes profunda  tristeza.  Perdida  la  esperanza,  se  prepa- 
raron  á  morir. 

Solo  el  enviado  de  Colon,  confiando  en  Dios,  no 
desesperaba.  En  esto  salió  la  luna  por  el  N;  y  Méndez, 
que  sin  cesar  interrogaba  el  espacio  observó  que  una 
línea  oscura  y  rota  ocultaba  la  parte  inferior  de  su  dis- 
co. Y  calculando  que  una  masa  opaca  se  interponía  en 
la  lontananza  entre  el  astro  y  las  canoas,  i  dio  gracias 
al  señor  por  haberlo  socorrido  con  aquel  signo  celestial, 
y  despertó  el  celo  de  sus  marineros,  que  no  soltaron  los 
remos  hasta  el  amanecer,  en  que  alcanzaron  á  Navasa. 

Era  una  isla  baja,  árida  y  de  cosa  de  media  legua 
de  circuito.  La  formaban  peñascos  y  carecía  de  agua, 
de  árboles  y  plantas.  Pero  afortunadamente  en  los  hue- 
cos de  las  piedras  había  agua  de  las  últimas  lluvias,  y 
todos  dieron  gracias  á  Dios  por  su  misericordia.  2  Al 
notar  Méndez  la  poca  estension  y  altura  de  Navasa 
comprendió  que  si  sus  ojos  no  se  hubieran  fijado  sobre 
la  luna  en  un  momento  dado,  habrían  pasado  lejos  de 
ella,  sin  distinguirla,  y  perdidose  irremisiblemente  en 
la  inmensidad  de  las  olas.  Saboreáronse  los  viajeros  con 


1  "Concesse  lor  gratia  che  in  tempo  di  tanto  bisogno  Diego  Mén- 
dez air  apparir  della  luna  vedesse,  che  uscia  sopra  térra,  percioche 
un'  isoleta  copria  la  luna  á  guisa  di  ecclissi.  Ne  in  altro  mode  havreb- 
bono  potuto  vederla." — Fernando  Colombo. —  Vita  delV Ammiraglio^ 
cap.  CV. 

2  "Smontati  adunque  in  essa  ove  meglio  potettero,  tutti  resero 
molte  gratie  á  Uio  di  tanto  soccorso." — Femando  Colombo,  Vita 
delV Ammiraglio,  cap.  CV. 


el  agua  det  ciélofpero  álgíinós  españoles/ á  pesar  de  lais 
recomendaciones  de  los  oficiales,  bebieron  con  esceso, 
hasta  ponerse  enfermos;  y  de  los  remeros,  varios  lo  hi- 
cieron tan  sin  medida  que  se  sofocaron  y  murieron. 

Reposado  que  hubieron  pocas  horas,  Méndez,  y 
Fieschi  tornaron  á  sus  canoas,  no  sin  hacer  llenar  antes 
de  agua  los  barriles  y  las  calabazas.  Remaron  la  noche 
entera,  y  al  otro  dia  ganaron  tierra  en  el  cabo  de  S. 
Miguel,  hoy  de  Tiburón,  en  una  hermosa  playa,  á  la 
que  acudió  en  seguida  gran  golpe  de  indios  de  la  ve- 
cindad con  abundancia  de  víveres  l 

Después  de  permanecer  dos  dias  allí  con  el  obje- 
to de  reponer  las  gastadas  fuerzas,  Méndez  tomó  á  suel- 
do seis  remeros  indíjenas;  que  los  de  Jamaica  estabífn 
imposibilitados  de  continuar  sirviendo,  y  se  dirijió  á 
Santo  Domingo,  distante  todavía  ciento  treinta  leguas. 
Cuando  hubo  hecho  cuarenta  al  través  de  los  mayores 
peligros,  pues  esta  parte  de  la  isla  no  se  hallaba  toda- 
vía sometida,  y  era  sitio  en  que  solían  abundar  los  an- 
tropófagos, entró  en  el  puerto  de  Azua,  donde  el  comen- 
dador Gallego,  que  administraba  el  distrito,  le  dijo  que 
el  gobernador  jeneral  Ovando  estaba  en  Jaragua,  á  cin- 
cuenta leguas  al  interior.  Abandonó  entonces  su  canoa, 
y  marchó  sin  perder  momento  en  su  basca,  encaminán- 
dose solo  y  á  pie  por  entre  tribus  independientes  ú  ofen- 
didas, altas  montañas,  ríos  de  rápida  corriente,  y  bos- 
ques intrincados  que  parecían  desafiar  su  heroísmo  du- 
rante su  trayecto,  hacinando  los  obstáculos.  No  le  ate- 
morizó tampoco  la  soledad;  pues  confiando  en  Dios,  y 
acordándose  de  su  jefe  resistió,  lo  mismo  á  los  riesgos 
verdaderos  que  á  las  fantasmas  de  la  imajinacion. 

No  bien  se  hubo  separado  de  Diego  Méndez  deseó 
Bartolomé  Fieschi  volverse  para  notificar  al  almirante 
la  llegada  de  sus  despachos  á  la  Española,  pero  tal  era 


1     Relación  hecha  por  Diego   Méndez  de  algunos  acontecimien- 
tos del  último  viaje  del  almirante  don  Cristóbal  Colon. 


--376— 

el  cansancio  de  indios  y  españoles,  que  no  pudo  resol- 
verlos á  seguirlo;^  que  por  ningún  precio  querían  arros- 
trar de  nuevo  en  canoa  un  viaje  semejante,  cuyo  éxito 
tomaban  por  milagro  en  que  no  seria  prudente  confiar 
dos  veces;  y  consideraban  tan  maravillosa  aquella  tra- 
vesía verificada  en  tres  dias  y  tres  noches,  como  la  con- 
servación del  profeta  Joñas  por  igual  espacio  en  el  vien- 
tre de  la  ballena.  2  Forzoso  le  fué,  pues,  al  intrépido  ca- 
ballero aguardar  la  nave  que  Diego  iMendez  liabia  ido 
á  solicitar  del  gobernador. 


III. 


Siempre  encastillados  á  bordo  de  las  dos  carabelas, 
tenian  los  marineros  y  pilotos  los  ojos  fijos  en  el  N.,  es- 
perando impacientes  la  vuelta  del  capitán  Eieschi.  Mu- 
chas semanas  liabian  trascurrido  en  inútil  espectativa;  y 
la  inñuencia  de  aquella  nueva  temperatura,  la  alimenta- 
ción vejetal  á  que  se  veian  reducidos,  la  falta  de  vinos  y 
de  cordiales,  tras  los  inauditos  trabajos  que  hablan  su- 
frido en  una  navegación  sin  ejemplo,  comenzaron  á  mi- 
nar á  los  mas  débiles;  ^  y  cierto  número  de  tripulantes 
entró  en  el  hospital. 

1  Fernando  Colon.   Vita  delV Ammiraglio,  cap.  CV. 

2  Parea  loro  appunto  elie  Dio  gli  havesse  liberati  dal  ventre 
della  Balena  corrispondendo  i  tre  di  e  le  tre  notti  alia  figura  del 
profeta  Gioná. — Fernando  Colombo.   Vita  delV Ammiraglio.  tap.  C  V. 

3  Oviedo  y  Valdes.  Historia  natural  y  jeneral  do  las  indias, 
lib.  III.  cap.  IX. 


—277— 

Anubló  las  frentes  esta  circunstancia,  y  agrió  mas 
los  ánimos,  harto  exasperados  ya  con  las  privaciones,  lo 
dudoso  del  porvenir,  el  aislamiento  y  la  inmovilidad  á 
que  por  fuerza  estaban  sometulos;  inmovilidad  absoluta 
porque  ni  aun  podian  divertirse  con  los  juegos  de  azar, 
por  estar  prohibidos  en  la  ordenanza  de  la  marina  cas- 
tellana. 1  Pero  aunque  así  no  fuera,  ¿de  qué  les  habrían 
servido  los  dados  ó  los  naipes;  en  ocasión  en  que  no  te- 
nían para  las  apuestas  un  vaso  de  vino  ó  aguardiente? 
No  habia  maniobras  en  que  ocuparse,  ni  mucho  menos 
ejercicio  de  velas  ó  de  fuego;  y  dos  centinelas  colocadas 
en  las  cubiertas  de  popa  bastaban  para  la  guarda  de  tan 
enojosa  rechision.  La  belleza  seductora  de  la  rada,  dig- 
na de  sil  nombre,  reflejo  terrenal  de  la  gloria  del  Crea- 
dor, ningún  sentimiento  despertaba  en  sus  almas  ava- 
rientas y  materiales,  que,  hastiadas  á  consecuencia  del 
reposo,  padre  de  la  pereza,  á  su  vez  madre  de  todos  los 
vicios,  hacian  en  secreto  comentarios  acerca  de  su  si- 
tuación. 

No  habrán  olvidado  nuestros  lectores  que  las  cuatro 
carabelas  de  la  espedicion  fueron  fletadas  en  Sevilla,  y 
que  los  que  las  tripulaban  pertenecían  en  su  mayor  par- 
te á  este  puerto.  El  almirante  habia  escojido  todos  sus 
oficiales,  á  escepcion  de  los  dos  hermanos  Francisco  y 
Diego  de  Porras,  sevillanos  también,  y  que  le  recomen- 
dó con  gran  empeño  el  tesorero  Morales.  Cediendo  á 
sus  instancias  había  nombrado  al  uno  capitán  del  San- 
tiago  de  Falos  y  al  otro  escribano  de  la  escuadra;  pero 
eran  tales  que  dejaremos  á  Colon  retratarlos  moralm en- 
te. "Ningunos  de  ellos,  dice,  poseía  las  dotes  que  re- 
querían sus  oficios.  Pero  yo  cerré  los  ojos  por  amor  á 
quien  me  los  dio.  En  las  Indias  se  manifestaron  de  dia 
en  día  mas  envanecidos  de  su  posición;  les  perdoné  in- 


1  Castigándose  en  veinte  clias  de.  prisión  y  la  pérdida  del  dinero 
en  los  marineros,  con  cuarenta  dias  de  arresto  en  los  oficiales,  y  cien 
palos  en  los  remeros.  Ordenanzas  del  almirantazgo  de  Castilla  de 
1430,  axt.  34. 


—278— 

finidad  de  faltas  que  habría  castigado  á  un  pariente  mió, 
y  que  por  cierto  merecian  otra  pena  que  reprensión 
de  boca.  "1  Y  lejos  de  haber  quedado  convertidos  con 
una  induljencia  tan  paternal,  resolvieron  ambos  Porras 
inmortalizarse  y  conquistar  una  posición  brillante  á  cos- 
ta de  la  honra  y  de  la  misma  vida  de  su  bienhechor. 
Para  lo  cual  contaban  con  la  impunidad  que  les  propor- 
cionaría la  influencia  de  su  hermana,  reputada  por  la 
mas  singular  hermosura  de  Sevilla,  y  el  crédito  del  te- 
sorero Morales,  que  vivia  en  su  esclavitud. 

Atrajéronse  los  Porras  fácilmente  á  los  maríneros  y 
novicios  sevillanos,  que  se  envanecian  de  trabar  relacio- 
nes con  caballeros  de  su  ciudad  natal;  y  el  corpulento 
y  grosero  Ledesma,  olvidando  el  rápido  ascenso  que  de- 
bía al  almirante,  y  el  piloto  mayor,  que  sin  embargo  de 
ser  de  Cádiz  se  habia  adherído  á  los  de  Sevilla,  el  Juan 
Sánchez  que  dejó  escapar  al  Qiiibian  encomendado  á  su 
vijilancia,  después  de  sus  muchas  fanfarronadas,^  des- 
contento de  su  pasada  desgracia,  y  creyendo  enmendar- 
la con  un  crimen  se  asociaron  á  la  conjuración.  Escep- 
tuando  estos  dos  oficiales,  no  lograron  los  Porras  ganar 
mas  en  el  estado  mayor,  aunque  sí  en  la  maestranza  y 
marinería  á  cuanto  contaba  de  mas  robusto  y  osado,  á 
saber:  el  tonelero  Juan  de  Noy  a,  el  armero  Juan  Bar- 
ba, consumado  espadachín,  Gonzalo  Gallego,  y  Francis- 
co Córdoba,  que  hablan  sido  desertores,  Andrés  y  mu- 
chos otros,  todos  de  Sevilla  ó  sus  inmediaciones.  Esta 
trama  fué  urdiéndose  de  una  manera  lenta  y  silenciosa 
á  bordo,  con  el  objeto  de  ser  mas  secreta.  Sus  afihados 
conocían  el  espíritu  que  animaba  á  las  oficinas  de  la 
marina  con  respecto  á  Colon. 

Decian  los  Porras  por  lo  bajo  que  el  almirante  los 


1  Cartas  de  don  Cristóbal  Colon  á  su  hijo  don  Diego,  en  Sevilla 
d  21  de  "Noviembre  de  1504. 

2  Con  su  jactancia  habitual  habia  dicho  que  consentiría,  si  se  le 
fugaba  el  Quibian,  en  que  le  arrancasen  la  barba,  pelo  á  pelo.  Las 
Casas.  Miit.  de  las  Indias,  lib.  II.  c.  XXV,  Ms. 


:      —279— 

detenia  miserablemente  acuartelados  en  las  podridas  na- 
ves para  estar  acompañado  y  con  guardia,  pues  lo  lisbian 
desterrado  y  no  podia  volver  á  Castilla;  que  hasta  en  la 
isla  Española  le  estaba  prohibido  residir;  que  habia  des- 
pachado para  España  á  sus  hechuras  Méndez  y  Eieschi 
para  mover  á  los  reyes,  y  que  sin  duda  alguna  iban  á 
ser  todos  sacrificados  en  aras  dé  su  interés  personal.  Y 
prosiguieron  paso  á  paso  minando  su  autoridad  y  pres- 
tigio, recordando  el  modo  con  que  trataban  en  las  ofici- 
nas de  Sevilla  al  jenoves,  y  el  cómo  Roldan  lo  forzó  a 
reponerlo  en  su  empleo.  Por  otra  parte,  ninguno  de  los 
sevillanos  debia  ignorar  los  manejos  de  que  era  objeto 
Colon,  y  las  molestias  y  humillaciones  sin  cuento  que  le 
habian  impuesto.  Comprendieron  que  el  odio  del  orde- 
nador jeneral  y  la  belleza  de  la  hermana  de  los  Por- 
ras, 1  abogarian  en  favor  suyo  y  conseguirían  el  perdón 
de  su  partida;  y  aun  llegaron  á  lisonjearse  de  que  me- 
diante sus  acusaciones,  entendiendo  la  corte  que  nadie 
podia  vivir  con  el  estranjero,  libertará  de  él  á  la  nación 
española.  2  En  cuanto  á  lo  demás,  descansaban  en  la 
buena  acojida  que  les  dispensaría  Ovando  apenas  arri- 
baran á  Santo  Domingo,  pues  siendo  un  cumplido  ca- 
ballero, y  enemigo  de  Colon,  recibiría  gran  contento  al 
saber  que  quedaba  abandonado  de  cuantos  lo  rodeaban, 
como  merecía. 

Diego  de  Porras  que  jamas  se  habia  embarcado  has- 
ta entonces  hallaba  razones  náuticas  para  justificar  su 
rebelión  demostrando  que  el  almirante  en  lugar  de  ve- 
nir neciamente  á  Jamaica  pudo  muy  bien  ir  del  cabo  de 
la  Cruz  á  la  Española;  y  que  las  últimas  averias  de  las 
carabelas  así  como  el  varamiento  en  aquel  maldito  puer- 
to eran  la   consecuencia  de   sus   desaciertos  y  capri- 


1     "Hallarían  al  obispo  don  Juan  de  Ponseca,  que  les  faToreceria 

Ír  aun  al  tesorero  Morales,  el  cual  tenia  por  dama  una  hermana  de 
08  Porras." — Fernando  Colon.  Historia  del  almirante  don  Cristóbal 
Colon,  cap.  CII. 

1    El  P.  Charlevoix.  Sistoire  de  Saint-Domingue.  lib.  IV.  p.  248. 


—280— 

chos.  1  No  obstante,  como  no  estaba  en  lo  posible  lle- 
var á  efecto  la  partida  sin  canoas,  sin  armas,  sin  obje- 
tos de  cambio,  y  evidentemente  no  se  obtendria  tales 
cosas  mas  que  por  la  fuerza,  es  decir,  en  batalla  con  los 
adictos,  lo  cual  seria  un  partido  estremo,  se  convino 
aguardar  la  terminación  del  año  que  iba  corriendo,  y  sino 
llegaba  para  entonces  ninguna  nueva,  desde  el  2  de 
Enero  se  apoderarian  de  las  cosas  necesarias  y  partirían 
para  la  Española. 

Entre  tanto  el  almirante  ocupado  de  los  enfermos  y 
solicito  y  cariñoso  con  aquellos  que  liabia  conducido  al 
descubrimiento  del  estrecho,  padecía  ademas  grandes 
dolencias  y  sus  achaques  lo  forzaban  á  yacer  en  su  le- 
cho, casi  baldado;  pero  acostumbrado  á  sufrir  y  de  muy 
antiguo  á  resignarse,  no  manifestaba  impaciencia  ni  des- 
aliento. Sus  corazonadas  le  daban  por  seguro  que  Mén- 
dez habia  llegado  con  felicidad;  y  como  por  otra  parte 
sabia  que  el  noble  Eieschi  habria  vuelto,  á  haber  estado 
en  su  mano,  y  la  negativa  que  de  una  manera  tan  dura 
le  espresó  Ovando  de  acojerlo  en  el  momento  del  peli- 
gro le  prometia  poca  presteza  en  socorrerlo  en  su  des- 
gracia, no  le  estrañaba  la  tardanza.  Y  su  absoluta  su- 
misión á  la  voluntad  divina  y  su  pleno  asentimiento  á 
cuanto  emanara  de  ella,  ahuyentaba  de  su  mente  las  ajja- 
sionadas  é  irritantes  imajinaciones  que  bullian  en  las 
cabezas  de  muchos  de  los  suyos. 

'  Mal  que  les  pesara,  el  secreto  que  se  prometieron  los 
revoltosos,  sus  trazas  y  palabras  acerbas  comprometian 
sus  hostiles  proyectos,  pues  ya  hablan  trascendido  algo,  si 
bien  de  un  modo  vago,  y  se  sabia  que  varios  andaban  des- 
contentos. Mas,  aunque  el  almirante  habia  reunido  mu- 
chas veces  en  consejo  á  todos  sus  oficiales  para  pregun- 
tarles si  sabian  el  medio  de  sahr  de  tan  apretada  situa- 
ción, pues  en  cuanto  á  él,  ignorándolo,  era  de  parecer 

1  Esta  acusación  se  lee  en  su  diario.  "La  causa  desta  ida  á  la 
Jamaica  no  hay  quien  la  sepa,  mas  de  querello  jacer."  Relación  del 
viaje  é  de  la  tierra  agora  nuevamente  descubierta  por  el  almirante. 


-281— 

de  esperar  con  firmeza  y  confianza,  á  pesar  del  mucho 
tiempo  transcurrido,  casi  todos  los  pilotos  fueron  de  su 
.modo  de  pensar,  y  ni  los  mismos  Porras  tuvieron  que 
objetar  al  plan  de  su  jefe. 

Halna  llegado  el  año  de  1504. 

Tenia  el  alaiirante  por  costumbre  dedicar  á  Dios  el 
primer  dia  de  cada  año.  El  siguiente  2  de  Enero,  era  el 
señalado  por  los  rebeldes  para  obrar,  y  tomaron  las  ar- 
mas. Erancisco  de  Porras,  elejido  cabeza  de  la  subleva- 
ción, se  presentó  de  una  manera  grosera  en  la  cámara 
del  almirante,  á  quien  sus  dolores  retenian  inmóvil  en  su 
litera ,  y  con  tono  provocativo  le  dijo:  'Tarece  almi- 
rante que  su  señoría  no  piensa  volver  pronto  á  Castilla 
y  que  ha  resuelto  hacernos  perecer  aquí,'''  Sorprendió  á 
Colon  este  principio  tanto,  como,  según  su  pintoresca 
imájen,  '^si  los  rayos  del  sol  cansaran  tinieblas,"!  y  aloir 
tan  insolentes  palabras,  dudando  de  lo  qué  podia  haber 
sobrevenido,  respondióle  con  moderación  y  cortesía  que 
debia  conocer  la  imposibilidad  de  trasladarse  á  la  Espa- 
ñola sin  bajeles  y  no  ignorar  que  los  habia  pedido  al  go- 
bernador; que  mas  que  á  otro  alguno  le  interesaba  no 
permanecer  en  semejante  sitio;  que  en  las  circunstancias 
graves  no  habia  querido  nunca  decidir  lo  mas  mínimo 
sin  consultar  á  sus  oficiales;  que  los  habia  reunido  con 
frecuencia  para  deliberar  sobre  este  asunto;  y  que  si  ha- 
bia descubierto  algún  espediente,  recibirla  comento  en 
convocar  espresamente  al  consejo  para  con»unicarle  su 
proposición.  A  lo  cual  replicó  Porras  con  tono  burlesco 
y  descomedidos  ademanes,  que  no  era  ocasión  ni  habia 
lugar  para  discursos,  y  que  se  embarcara  en  el  acto,  ó 
quedara  con  Dios.  Dicho  esto  le  volvió  la  espalda,  y  sa- 
lió gritando  á  sus  compañeros  de  Sevilla  que  se  habían 
acercado:  "Parto  para  Castilla;  quien  me  ame  que  me 
siga.'^  Y  en  el  acto  dijeron  todos:  ¡Yo!  ¡Yo!  ;  se  despar- 


1     Cartas  de  don  Cristóbal  Colon  á  su  hijo  don  Diego. — Carta  de 
21  de  Noviembre  de  1504, 

36 


—282— 

ramaron  por  las  barracas,  el  armero  Juan  Barba  se  atre- 
vió á  tirar  del  sable  contra  los  del  almirante ,  y  los 
sevillanos  entraron  á  saco  en  el  arsenal,  donde  estaban 
colocados  los  objetos  de  cambio,  y  tomaron  las  mercan- 
cias  y  utensilios  que  les  convinieron  á  la  voz  de  ¡Casti- 
lla!, mientras  los  otros,  escitados  por  los  Porras  clama- 
ban: ¡Que  mueran!  jQue  mueran!,  y  los  irresolutos  pre- 
guntaban: Señor  almirante,  qué  haremos  nosotros? 

En  medio  de  tan  horrible  confusión,  el  almirante,  im- 
pedido como  se  hallaba,  procuró  salir  de  su  cama,  cayó, 
se  levantó  de  nuevo,  y  aunque  tornó  á  caer,  persistió  en 
su  deseo  de  presentarse  á  los  tumultuados;  pero  su  hijo, 
sus  oficiales  y  sus  escueleros  lo  tomaron  en  brazos  y  lo 
devolvieron  al  lecho,  l  Durante  esta  escena,  el  adelan- 
tado habia  empuñado  una  alabarda,  y  colocádose  á  la 
entrada  de  la  cámara  para  cerrarla  á  los  rebeldes,  si  bien 
luego  los  oficiales  y  criados  de  su  4iermano  lo  conduje- 
ron á  su  lado,  y  obligaron  á  los  Porras  á  retirarse,  no 
sin  advertirles  que  ya  que  se  les  dejaba  hacer  cuanto 
les  placia  fuera  prudente  se  marcharan  antes  de  ser  cau- 
sa de  la  muerte  del  almirante,  cosa  por  la  que,  segura- 
mente, serian  castigados  2  con  la  mayor  severidad  por  la 
reina.  Apoderáronse  entonces  los  conjurados  de  las  ca- 
noas que  Colon  compró  á  los  indios,  tanto  para  servirse 
de  ellas  como  para  privarlos  así  de  un  medio  de  atacar 
las  barracas,  y  partieron  victoriosos.  El  buen  éxito  en- 
grosó su  partido,  y  era  de  ver  como  iban  á  porfía  á 
quien  reuniria  primero  sus  ropas  y  tomaria  sitio  en  los 
esquifes.  Llegaron  los  de  Porras  á  cuarenta  y  ocho  hom- 
bres, y  no  permanecieron  fieles  á  Colon  mas  que  algu- 
nos oficiales,  su  servidumbre  y  los  enfermos,  que  se  en- 
tregaban á  la  desesperación,  creyéndose  abandonados. 

Al  saber  Colon  el  desconsuelo  de  los  pacientes  se 


1  Herrera.  Sistoria  jeneral  de  los  viajes,  etc.  en  las  Indias  occi' 
dentales.  Década  I.  lib.  vi.  cap.  V. 

2  Las  Casas.  Historia  de  las  Indias,  lib.  II.  cap.  XXXII.  Ms. 


—383— 

hizo  conducir  á  la  enfermeria  para  alentarlos  y  hablar- 
les de  Dios,  que  prueba  á  los  mortales  con  las  tribula- 
ciones, convencerlos  á  que  pusieran  en  él  su  confianza, 
y  prometerles  que  presto  remediaría  su  situación.  Tomó 
también  sus  medidas  para  que  los  desgraciados  recibie- 
ran buena  asistencia. 

Sostenido  por  sus  criados  pasaba  Colon  todos  los 
dias  á  la  barraca  transformada  en  hospital,  y  permane- 
cia  con  los  enfermos  informándose  de  su  estado,  cuidán- 
dolos, distrayéndolos  y  consolándolos  particularmente. 
Y  con  el  fin  de  despertar  el  celo  del  médico  y  de  los 
enfermeros,  se  ocupaba  de  los  remedios  y  pócimas;  y 
con  sus  propias  manos,  doloridas  por  el  rehuma,  '^ven- 
daba á  los  pacientes.'^  1  Su  afán  y  constancia  fueron  ben- 
decidos por  el  Señor,  á  quien  invocaba  sin  cesar  en  favor 
de  aquella  pobre  jente,  2  pues  no  solo  no  murió  nin- 
guno, sino  que  al  cabo  de  poco  tiempo  á  todos  se  habia 
dado  de  alta.  ^  Esta  maravillosa  cura,  la  asiduidad  y  vi- 
jilancia  de  Colon  en  el  servicio  médico  y  su  examen  de 
las  medicinas  irritaron  de  una  manera  profunda  al  bo- 
ticario Bernal.  ^  Y  desde  aquel  momento  surjió  para  el 
almirante  en  las  carabelas  otro  peligro, grave,  y  de  di- 
versa especie  que  el  ejendrado  por  la  presunción  y  alta- 
nería de  los  Porras,  y  la  ruidosa  animosidad  del  círculo 
de  Sevilla. 


i 


1  Herrera.  Sistoria  jeneral  de  los  viajes  y  conquistas  de  los  caste- 
llanos en  las  Indias  occidentales.  Década  I.  lib.  VI.  cap.  "VI. 

2  Siguiendo  el  consejo  del  Eclesiástico  á  los  médicos. — Eccli.  cap. 
XXXIII.  vers.  14. 

3  Fernando  Colombo.  Vita  delV Ammiraglio.  cap.  CII. 

4  Poco  después  de  esto,  recayeron  fundadas  sospechas  de  haber 
envenenado  con  sus  pócimas  á  dos  hombres  que  le  estorbaban.  Carta 
ádon  Diego  Colon,  fechada  en  Sevilla,  á  29  de  Diciembre  de  1504. 


CAPITULO  VI. 


I. 


Francisco  de  Porras,  acompañado  de  su  horda,  se- 
guía el  camino  que  habia  tomado  Diego  Méndez,  y  á 
su  paso  robaba  y  maltrataba  á  los  indios,  diciéndoles 
que  el  almirante  les  pagaria,  y  que  si  lo  rehusaba  lo 
mataran;  asegurándoles  que  no  tenian  otro  medio  de 
librarse  de  sus  manos,  porque  proyectaba  esterminarlos, 
como  ya  lo  habia  hecho  con  otros.  No  bien  llegados  al 
cabo  Aomaquique,  los  rebeldes  pusieron  víveres,  agua  y 
mercancias  en  las  canoas,  tomaron  remeros  indios ,  y 
partieron  en  demanda  de  la  Española. 

Pero  apenas  habían  navegado  cuatro  leguas,  cuando 
las  olas  comenzaron  á  ajitarse  y  el  viento  á  ponerse  con- 
trario. Amainó  con  esto  su  audacia  y  quisieron  volver  á 
tierra;  mas  el  agua  entraba  en  las  canoas  y  amenazaba  dar 
con  ellas  al  traste.  Para  aliviar  de  peso  las  embarcaciones 
echaron  primero  al  mar  sus  pacotillas,  después  sus  equi- 
pajes, no  conservando  mas  que  las  armas  y  los  mante- 
nimientos^ y  por  último,  como  arreciara  el  mal  tiempo 
resolvieron  deshacerse  de  una  parte  de  los  remeros,  y 


—285— 

mataron  á  puñaladas  á  algunos  de  estos  desdichados.! 
Lo  cual  visto  por  sus  compañeros,  les  infundió  tal  espan- 
to que  muchos  se  arrojaron  al  agua,  conñados  en  su  cos- 
tumbre de  nadar;  pero  no  les  valió  el  espediente,  porque 
después  de  haberse  sostenido  un  tanto  sobre  las  olas, 
el  cansancio  los  arrastró  al  rededor  de  las  canoas,  pi- 
diendo solamente  la  gracia  de  que  les  dejaran  apoyar 
las  manos  para  reponerse.  "Y  en  vez  de  hacer  esta  obra 
de  caridad,  les  cortaban  la  muñecas  con  sus  espadas "  6 
y  los  dejaban  ahogarse.  Alcanzaron,  al  fin,  la  orilla  lo 
rebeldes. 

Llegados  que  fueron,  dehberaron  acerca  del  partido 
que  habia  de  tomarse;  unos  querían  ir  á  Cuba  y  de  allí 
pasar  á  la  Española;  otros  tornar  á  las  carabelas  y  aca- 
bar de  saquear  cuanto  contenian  de  armas  y  municio- 
nes; los  que  hablan  seguido  á  los  rebeldes  en  el  últi- 
mo momento,  proponían  volver  á  la  obediencia  del  al- 
mirante; y  la  mayoría  decidió  probar  de  nuevo  el  paso 
á  la  Española,  escojiendo  mejor  tiempo. 

Esperaron  mas  de  mes  y  medio  á  que  la  mar  re- 
posara. Mientras  tanto  arruinaban  y  saqueaban  las  tier- 
ras circunvecinas.  Hubo  un  momento  que  se  juzgó  pro- 
picio y  lo  aprovecharon  para  salir;  pero  así  que  se  apar- 
taron de  la  costa,  las  olas  se  ensoberbecieron,  y  con  gran 
trabajo  pudieron  alcanzar  la  playa  de  que  salieron. 

Transcurrió  otro  plazo ,  y  augurando  bien  del  es- 
tado del  mar ,  se  reembarcaron,  resueltos  á  franquear 
el  difícil  paso,  si  bien  la  cólera  de  los  elementos,  alar- 
mando sus  criminales  conciencias,  los  forzó  por  tercera 
vez  á  desistir  de  su  plan.  No  obstante  su  lucha,  no  pu- 
dieron los  rebeldes  traspasar  la  distancia  recorrida  en  la 
primera  espedicion,  y  se  tuvieron  por  muy  felices  en 


1  Femando  Colombo.   Vita  delV Ammiraglio.  cap.  CU. 

2  Herrera.  Historia  general  de  las  conquistas  y  viajes  de  los  cas- 
tellanos en  las  Indiüs  occidentales.   Década  I,  lib.  VI,  cap.  VI. 


—286-- 

cojer  tierra.i  Renunciando  entonces  á  un  propósito  que 
ya  les  pareció  quimérico,  y  no  dudando  de  que  Méndez  y 
Fieschi  hubieran  sucumbido,^  abandonaron  las  canoas 
y  se  dedicaron  á  recorrer  la  isla,  como  verdaderos  ban- 
didos, yendo  de  una  en  otra  cabana,  despojando  y  vio- 
lentando á  los  indíjenas. 


It. 


Mantenia  el  almirante  con  su  prudencia  las  buenas 
relaciones  con  los  indios,  que  seguian  trayendo  víveres 
en  abundancia.  Pero  empezaron  íi  manifestarse  poco  á 
poco  exijentes  en  los  trueques,  y  ya  fuera  que  cediesen 
á  las  escitaciones  de  los  rebeldes,  ya  que  los  robos  per- 
petrados por  estos  hubieran  cambiado  sus  amistosas 
disposiciones  para  con  todos,  cesaron  de  repente  de  pro- 
veer las  carabelas.  Semejarte  interrupción  escitó  gran- 
de inquietud  en  sus  tripulantes,  pues  como  no  podían 
entrar  tierra  adentro  para  tomar  por  hi  fuerza  lo  que  no 
les  daban  de  grado,  por  temor  de  dejar  espuestos  á  un 
conflicto  a  Colon  y  á  los  convalecientes,  y  los  abastos  se 
habian  apurado,  la  idea  de  perecer  de  hambre  acudió 
amenazadora  y  terrible  á  los  infelices  y  ya  amedrenta- 

1  "Si  steltero  in  quella  populatione  di  Aomaquique  piu  di  un 
mese,  aspettando  il  tetiipo  e  distniggendo  il  paese.  roí,  venuta  la 
calma,  toruarono  ad  iuvarcarsi  dice  altre  volte;  ma  non  fccero  nulla 

perhavere  i  venti  contrarii.  Per  la  qual  cosa  essendo  disperati 

etc." — Femando  Colombo.  Vita  delVAmmiraglio.  cap.  CII. 

2.  El  P.  Charle roix.  Histoire  de  Saint-Domingue ,  lib.  IV. 
paj.   251. 


—287— 

dos  náufragos,  quitándoles  hasta  la  mas  levo  y  remota 
esperanza  de  salvación. 

En  tan  horroroso  trance  solo  Colon,  conservando  un 
resto  de  ella,  invocó,  como  siempre,  al  señor,  y  nomo 
de  costumbre,  no  en  vano. 

En  estas  circunstancias  tuvo  lugar  la  predicción  tan 
conocida  del  eclipse,  y  que  diferentes  escritores  han  ar- 
reglado de  \n  manera  mas  conveniente  para  que  fuese 
digna  compañera  del  cuento  del  huevo  puesto  de 
pie  sobre  una  mesa.  Sin  embargo,  entre  las  dos  anéc- 
dotas existe  toda  la  diferencia  que  hay  entre  la  fábula 
y  la  verdad.  La  historieta  del  huevo  es  un  cuento,  y  el 
cuento  dtil  eclipse  predicho,  una  historieta.  Lejos  de  nos- 
otros el  poner  en  tela  de  juicio  la  predicción  astronó- 
mica; á  lo  que  únicamente  vamos  á  concretarnos  es  á 
rectificar  ciertos  accesorios,  y  sobre  todo  las  palabras 
atribuidas  á  Colon  con  tal  motivo. 

Háse  dicho,  y  por  cierto  nmy  de  lijero,  que  habiendo 
calculado  el  almirante  un  eclipse,  convocó  á  los  indios  á 
pretesto  de  un  espectáculo  y  les  anunció  que  su  Dios 
estaba  irritado  contra  ellos  porque  le  rehusaban  los  ví- 
veres; que  de  allí  á  tres  dias  verian  que  la  luna,  al  salir, 
se  inyectaba  en  tintas  rojas  y  luego  ennegrecia  en  se- 
ñal de  los  castigos  que  iban  á  caer  sobre  ellos;  que  en 
el  momento  del  eclipse,  los  espantados  indios  suplicaron 
al  almirante  calmara  la  cólera  de  su  Dios,  ofreciéndole 
proveerlo  en  adelante,  y  que  entonces  Colon  se  encerró 
en  su  cámara  prudentemente,  finjió  hablar  á  su  señor, 
y  saliendo  un  poco  antes  de  la  termhiacion  del  eclipse 
íes  dijo  que  habia  obtenido  la  gracia  que  le  demanda- 
ban. Tan  toipey  grosero  proceder,  que  bien  puede  ca- 
lificarse de  verdadero  escamoteo  relijioso,  es  una  manera 
de  esplotar  la  credulidad  de  los  salvajes  y  de  poner  en 
juego  el  nombre  de  Dios,  que  la  consideramos  absolu- 
tamente incompatible  con  el  casi  evanjélico  carácter  de 
Colon. 

En  primer  lugar,  obsérvese  bien,  las  palabras  que 


—288-- 

los  escritores  han  puesto  en  boca  de  Colon,  no  son  de 
ningún  modo  testuales,  porque  no  han  podido  serlo.  Sus 
contemporáneos,  don  Fernando,  Méndez,  Oviedo,  Las 
Casas,  no  recojieron  sus  mismas  palabras.  Fernando  Co- 
lon, único  testigo,  á  la  sazón  de  quince  años  de  edad, 
no  tomó  nota  de  ellas,  y  además,  como  narró  este  su- 
ceso mas  de  veintinueve  años  después  de  acaecido,  nada 
hay  de  estraño  que  olvidara  los  términos  de  que  hizo 
uso  el  almirante.  Méndez  estaba  ausente,  y  solo  pasa- 
dos treinta  y  dos  años  del  caso  escribió  lo  que  oyó  de- 
cir. Oviedo  no  tuvo  conocimiento  de  él  sino  de  un  mo- 
do indirecto,  y  sabida  cosa  es  que,  voluntariamente,  be- 
bia  en  la  fuente  de  los  enemigos  de  Colon,  y  que  por 
otra  parte  no  lo  refirió  sino  transcurridos  veinticinco  años 
del  eclipse  en  cuestión.  Por  último,  Las  Casas,  que  se 
ocupaba  á  la  edad  de  ochenta  y  cuatro  años  de  su  His- 
toria de  las  Indias,  no  la  remató  hasta  pasados  cincuen- 
ta y  tres  de  la  muerte  del  almirante.  Es  claro,  pues,  que 
ni  unos  ni  otros  han  tomado  de  boca  de  Colon  las  pa- 
labras que  le  atribuyen;  y  que  de  cuantas  versiones  se 
conocen,  la  del  testigo  don  Fernando  merece  ser  la  pre- 
ferente; advirtiendo,  no  obstante,  que  los  traductores  de 
la  obra  del  hijo  de  Colon,  cuyo  orijinal  se  ha  perdido, 
han  cometido  inexactitudes  en  la  versión.  En  la  esencia, 
en  el  hecho  principal,  la  relación  de  los  cuatro  escrito- 
res contemporáneos  nos  parece  digna  de  crédito.  Están 
acordes  en  esto,  y  solo  faltan  en  lo  de  hacer  representar 
á  Colon  un  papel,  y  emplear  un  lenguaje  antipático  á 
su  naturaleza,  lo  cual  se  esplica  con  la  distancia  que  se- 
para el  acontecimiento  de  su  descripción.  Por  eso,  cuan- 
do los  historiadores  han  referido  como  una  picante  no- 
vedad aquel  espediente  nstronómico,  con  el  fin  de  pre- 
sentarnos una  prueba  del  jenio  creador  de  Colon,  le  han 
atribuido  con  la  mejor  buena  fé  el  lenguaje  que  ellos, 
en  lugar  suyo,  habrian  tenido. 

Restablezcamos ,  en  fin ,  las  circunstancias  de  es- 
te suceso,  y    devolvámosles  su    verdadera    fisonomía. 


—289— 

Cuando  por  mediación  de  Diego  Méndez  hizo  Cris- 
tóbal Colon  con  los  caciques  de  los  alrededores  el  con- 
venio para  el  abastecimiento  de  las  carabelas  á  precios 
convencionales,  les  dijo  que  su  señor  Dios  le  habia  he- 
cho llegar  allí,  y  que  allí  permanecería  hasta  que  fuera 
su  voluntad  el  sacarlo.  Se  presentó,  pues,  conforme  lo 
exijia  su  verdadero  carácter,  como  huésped  de  la  provi- 
dencia, y  retuvo  á  bordo  las  tripulaciones,  únicamente 
para  preservar  de  su  codicia  á  los  hospitalarios  rivera- 
nos.  Por  esc,  en  el  momento  en  que,  á  pesar  de  las  pre- 
cauciones de  su  vijilancia,  violando  los  indíjenas  sus  pro- 
mesas, quisieron  reducir  al  hambre  á  los  náufragos,  no 
viendo  Colon  en  lo  humano  recursos  para  evitar  un  caso 
tan  estremo,  invocó  el  auxiHo  del  todopoderoso,  que  en 
lugar  de  asistirlo  con  un  milagro  material,  como  á  los 
patriarcas  y  profetas  de  la  ley  antigua,  y  enviarle  maná 
ó  codornices,  le  sujirió  una  idea:  socorrió  á  su  servidor 
con  una  noción  tomada  del  orden  científico,  y  pertene- 
ciente á  la  arquitectura  celestial;  le  inspiró!  un  medio 
que  jamás  se  habia  empleado  desde  el  principio  de  la 
historia,  y  en  el  que  nunca  hubiera  pensado  por  sí  mis- 
mo el  almirante;  le  recordó  que,  al  cabo  de  tres  dias  ha- 
bría un  eclipse  de  Luna.  De  esta  suerte,  el  signo  por  el 
cual  se  libertó  Diego  Méndez  de  la  horrible  muerte  del 
sediento,  debía  salvar  del  hambre  á  Cristóbal  Colon.  Y 
como  en  tan  angustiosas  circunstancias,  cada  vez  que  el 
mensajero  de  la  cruz  se  ponía  en  oración,  suplicando  al 
señor  que  lo  acorriera,  se  presentaba  en  su  mente  la 
imagen  del  eclipse,  reconoció  que  por  su  medio  debía 
evitar  la  catástrofe  que  amenazaba.  Dios  le  mostró  el 
objeto,  y  su  injenio  le  proveyó  de  los  medios  de  utili- 
zarlo. 

Imajinó  Colon  servirse  del  fenómeno  de  un  modo 

1  Percioclie  Dio  mai  non  abbandona  colui,  che  gli  si  raccommanda, 
come  facea  l'Ammiraglio,  lo  a\^erti  del  modo  che  dovea  ottenere  por 
provedersi  del  tutto." — Fernando  Colombo,  Vita  delV Ammiraqlio. 
Cap.    CU. 

37 


—290— 

que,  al  par  que  le  asegurase  los  mantenimientos  de  que 
tanto  habia  menester,  manifestara  á  los  indígenas  la  su- 
perioridad del  Dios  de  los  cristianos  sobre  sus  Zemés. 
Al  efecto  mandó  un  intérprete  de  Haili  á  los  caziques 
para  invitarlos  á  un  gran  espectáculo  que  darían  los  es- 
tranjeros  al  dia  siguiente,  y  como  lo  previo,  acudieron 
en  tropel.  Dióles  entonces  en  rostro  con  su  infidelidad  y 
dureza;  les  recordó  que  era  su  huésped  por  voluntad  de 
Dios;  y  les  dijo  que  el  mismo  Dios  que  habia  permitido 
á  sus  enviados  llegar  felizmente  á  Haiti,  habia  por  el 
contrario  agitado  la  mar,  yrechazado  así  las  tentativas  de 
los  que  se  sublevaron  contra  é\,^  añadiéndoles  que  su 
divino  señor  conocía  su  proyecto  de  hacer  morir  de  ham- 
bre á  los  estranjeros,  á  pesar  de  su  compromiso  de  pro  • 
veer  las  naves;  que  infaliblemente  aquel  que  recompensa 
á  los  buenos  y  castiga  á  los  culpados  estaba  irritadocon 
sus  criminales  intei^tos;  y  que  para  probarles  la  preemi- 
nencia de  los  servidores  de  su  Dios  con  respecto  á  sus 
Zemés  les  iba  á  anunciar  lo  que  losboutis  ignoraban,  lo 
que  no  sabían  sus  Zemés,  esto  es,  que  aquella  noche  2 
al  salir  la  luna,  verían  que  el  astro  enrojecía,  á  pesar 
de  la  tranquilidad  del  cielo,  y  que  luego  se  oscurecía 
y  les  negaba  la  luz. 

Dicho  lo  cual,  se  partieron  los  indios,  conturbados 
unos  pocos,   y  haciendo  mofa  del  caso  los  mas. 3 

Mas  no  bien  llegó  la  noche,  el  color  sanguinolento 
de  la  luna  dio  al  traste  con  el  ánimo  de  los  mas  decidi- 
dos, que  apenas  vieron  que  sus  tintas  se  cargaban,  lan- 
zaron lastimeros  plañidos,  y  se  precipitaron  eu  tropel  á 
las  carabelas,  agobiados  de  cestas  repletas  de  provisio- 
nes, rogando  al  almirante  apaciguara  la  cólera  de  su 
Dios,  y  prometiéndole  traer  en  lo  sucesivo,  sin  interrup- 

1  El  P.  Charlevoix -HVsíoeVe  de  Saint- Domingiíe.  Kb.  IV.  p.  251. 

2  Conocía  Colon  demasiado  la  voleidad  de  los  salvajes  para  anun- 
ciarles el  eclipse  con  tres  dias  de  anticipación,  como  dicen  la  mayor 
parte  de  los  historiadores.  Por  eso  no  se  lo  predijo  sino  en  el  mismo 
dia  y  pocas  horas  antes  de  verificarse. 

3  Fernando  Colombo.    Vita  (lell^Ammimglto.  Cap.  CIII. 


—291— 

cion,  los  abastos.  A  sus  instancias  contestó  Colon  que 
iba  á  hablar  á  su  señor,  y  en  efecto,  se  retiró  á  su  cá- 
mara. Para  quien  comprende  el  carácter  del  mensajero 
de  la  Cruz,  debe  estar  fuera  de  duda  que  pidió  á  su  di- 
vina majestad  por  ellos,  para  que  preparase  sus  ojos  á  la 
pura  luz  del  Evanjelio,  les  inspirase  sentimientos  dulces 
y  humanos,  y  apartara  de  sus  cabezas  los  males  queha- 
bian  caido  sobre  los  indíjenas  de  la  Española. 

Mientras  tanto  fue  totalizándose  el  eclipse  y  á  la  par 
creciendo  el  terror  de  los  indios  reunidos  en  la  orilla,  co- 
mo lo  demostraban  sus  lamentos  y  los  gritos  con  que 
demandaban  á  los  españoles  conmiseración. 

Llegaba  á  su  término  el  fenómeno  celeste,  cuando 
el  almirante,  concluida  su  plegaria,  salió  de  su  cámara 
y  dijo  á  los  caciques  que  habia  hablado  de  ellos  á  su 
Dios,  y  que,  habiendo  oido  su  promesa  de  tratar  bien  á 
los  cristianos,  y  de  abastecerlos,  y  estando  ellos  en  cum- 
plirlo, quedaba  satisfecho.  Les  anunció  que  los  eclipses, 
objeto  de  espanto  en  la  mayor  parte  de  los  pueblos 
idólatras,  no  era  para  los  servidores  de  Jesu-Cristo  un 
presajio  amenazador,  y  que  presto  la  luna  se  despoja- 
ría de  su  velo  y  reapareceria  blanca  y  pura  con  su  na- 
tural belleza.  No  descuidó  el  almirante  la  ocasión  que 
se  le  presentaba  de  enseñar  á  los  indígenas  el  signo  de 
la  salvación,  y  de  inspirarles  ese  saludable  temor  de 
Dios,  que  es  el  pincipio  de  la  sabiduría.  Con  -esto,  dié- 
ronle  gracias  por  su  intercesión  los  caciques,  y  se  reti- 
raron alabando  al  Dios  de  los  cristiatios,!  del  que  no 
volvieron  á  hablar  sino  con  muestras  de  profundo  res- 
peto. En  adelante  enviaron  con  exactitud  los  víveres, 
que  continuaron  pagándoseles  con  escrupulosidad  en 
objetos  de  cambio. 


1  "Essi  rendevaiio  molte  gratie  aU"Ammiraglio,  e  lodavano  il  suo 
I)io...  lodando  continuamente  il  Dio  de  "cristiani." — Fernando  Colom- 
bo. —  Vita  deirAmmt'raf/lio.  cap.  CIII. 


-292— 


lil. 


Diez  meses  iban  transcurridos  desde  que  las  tripu- 
laciones de  las  dos  carabelas  baradas  en  aquella  mag- 
nífica bahía  esperaban  salir  de  su  destierro;  ya  hasta 
los  mas  optimistas  de  entre  los  pilotos  desesperaban,  y 
considerándose  perdidos,  se  consolaban  con  el  triste  pen* 
samiento  de  vender  caras  sus  vidas,  cuando  se  apurasen 
las  bujerías  con  que  se  proveian  de  víveres.  Pero  á  pe- 
sar de  la  modestia  de  Colon,  los  favores  que  tantas  veces 
habia  recibido  de  su  divina  majestad  le  daban  una  gran 
confianza  en  su  bondad;  y  sabiendo  que  en  la  tierra,  lo 
mismo  que  el  resto  del  universo,  nada  se  verifica  sin 
su  permiso,  se  esforzaba  en  adivinar  cuál  pudiera  ser  el 
objeto  de  la  interrupción  de  su  empresa,  y  de  donde 
provendría  la  causa  de  tan  dilatada  permanencia,  com- 
pletamente inútil  á  la  gloria  de  Dios  y  á  la  salvación  de 
las  almas. 

Y  si  al  darse  cuenta  de  las  contrariedades  infernales 
que  padeció  en  su  navegación,  creia  entrever  el  tenebro- 
so origen  de  su  persecución  sin  ejemplo,  también  encon- 
traba que,  después  de  haberlo  sometido  á  tan  rudas 
pruebas,  el  señor  habia  venido  en  su  auxilio;  y  que,  sin 
embargo  de  lo  encarnizado  de  la  lucha,  le  habia  permi-^ 
tido  plantar  la  cruz  en  diversos  parajes  del  nuevo  conti- 
nente, y  conducido  á  naufragar,  de  una  manera  milagro- 
sa, atravesando  una  distancia  de  setecientas  millas,  y 
pugnando  con  las  ensoberbecidas  olas,  hasta  ponerlo  en 


—293— 

lugar  seguro,  y  en  el  que  era  práctico.  Mas,  á  la  sazón, 
por  qué  parecía  olvidarlo  el  señor? 

Mucho  preocupaba  á  Colon  su  situación  estraña,  y 
nos  hallamos  en  el  caso  de  afirmarlo,  pues  si  bien  nin- 
guno de  los  historiadores  contemporáneos  ha  dicho  nada 
de  ello,  ni  aun  él  mismo  en  su  relación,  tuvo  un  confi- 
dente en  medio  de  sus  soHtarias  pesquisas,  no  encon- 
trando en  quien  desahogarse,  que,  al  cabo  de  tres  siglos 
nos  ha  revelado  su  pensamiento  fijo,  su  preocupación, 
en  la  ansiedad  de  su  destierro.  Este  confidente  fué  el 
borrador  del  Libro  de  las  Profecías,  que  habia  llevado 
consigo,  junto  con  otras  pocas  obras,  compañeras  inse- 
parables de  sus  viajes,  entre  las  que  se  hallaba  el  Imago 
mundi  ^  del  sabio  cardenal  Pedro  de  Ailly,  y  que  era 
su  favorito. 

Por  las  revelaciones  postumas  del  Libro  de  las  Pro- 
fecías, se  vé  como  por  un  cristal  que  su  alma  permane- 
cía siendo  joven  y  poética,  sin  embargo  de  los  años  y  de 
los  sufrimientos  que  agobiaban  su  cuerpo,  porque  en 
verso  era  como  se  hablaba  á  sí  mismo  el  revelador  del 
Globo,  preguntándose,  cuál  podía  ser  la  causa  de  tan 
prolongada  espatríacion?  2  Y  su  perspicacia  en  las  cosas 


1  En  este  ejemplar  del  Imago  Mundi,  del  cual  nunca  se  separaba 
Colon  en  sus  viajes,  parece  que  existe  con  las  anotaciones  de  su  puño 
en  la  Biblioteca  Colombina,  fundada  en  Sevilla  por  su  hijo  D.  Fer- 
nando. En  las  notas  y  documentos  justificativos  del  primer  de  la  His- 
toria jeneraldel  Brasil,  cita  su  autor  el  señor  de  Yarniiaghen  algunas 
de  ellas,  y  motivando,  juiciosamente,  su  opinión  sobre  el  origen  del  li- 
bro, dice:  "Chegamos  a  convencer-nos  de  que  essas  notas  marginaes 
bemque  escriptas  em  lettra  muito  mais  muida  para  poupar  as  margen, 
sao  do  proprio  punho  de  Colombo,  e  nao  de  seo  irmáo,  como  julgon 
com  Las  Casas  o  señor  Wasbiagton  Irving.  Historia  Geral  do  Brazil. 
Notas  ao  tomo  primero. 

2  En  la  hoja  Lxxvn  del  Lihro  de  las  Profecías,  se  leen  estos  dos 
versos  de  mano  de  Colon: 

Qual  sea  la  causa  de  tanto  destierro 
Por  mil  prolongado  y  mas  de  quinientos. 

El  historiógrafo  D.  J.  Bta.  Muñoz  puso  al  pié:    Es  de  letra  del  Al- 
mirante.    Colee,  diplom.  p.  272. 


—294— 

celestiales,  su  fe  mas  que  su  injenio,  buscaba  la  solución 
de  este  problema  divino! 

Ocho  meses  hacia  que  Diego  Méndez  habia  salido, 
y  no  se  tenian  nuevas  de  la  Española,  por  lo  que,  escep- 
to  el  almirante,  cierto  de  su  feliz  llegada,  nadie  conser- 
vaba la  mas  leve  esperanza  de  aquella  parte,  tanto  me- 
nos cuanto  que,  aun  admitiendo  el  milagro  de  que  Mén- 
dez hubiera  desembarcado  en  la  costa  de  la  Española, 
del  cabo  de  San  Miguel  á  Santo  Domingo  todavía  le 
quedaban  mas  de  cien  leguas  de  terreno  montañoso  y  ás- 
pero. Así  los  ánimos,  un  rumor  que  de  propio  intento 
estendia  entre  los  indíjenas  la  cuadrilla  de  Porras  acabó 
de  descorazonar  á  los  compañeros  de  Colon:  pretendían 
haber  visto  zozobrar  un  bajel,  arrastrado  por  las  corrien- 
tes hacia  el  S.  Esplotando  entonces  este  malestar  el  mé- 
dico Bernal,  que  aborrecía  al  almirante  con  la  vehemen- 
cia con  que  el  crimen  aborrece  á  la  virtud,  se  atrajo  i  á 
un  escudero  de  la  CapHana,  llamado  Alonso  de  Zamo- 
ra, á  un  aspirante  del  Saiitiago  de  Palos,  Pedro  Villa- 
toro,  que  habían  estado  enfermos,  y  á  un  tal  Gonzalo 
Camacho,  natural  de  Sevilla,  y  á  quien  su  parentesco 
con  el  honrado  Pedro  de  Terreros,  mayordomo  de  Co- 
lon, hubiera  debido  preservar  de  su  estravío. 

Para  que  Colon  apurase  hasta  las  heces  el  cáliz  de 
la  amargura,  fué  precisamente  entre  los  hombres  á  quie- 
nes asistió  con  sus  esmeros  y  medicinas  morales  donde 
se  fraguó  en  secreto  una  segunda  conjuración,  mas  te- 
mible que  la  primera.  Cediendo  á  las  instigaciones  de 
Bernal,  resolvieron  los  antiguos  pacientes,  desesperados 
de  su  situación,  apoderarse  de  las  canoas  de  servicio  y 
de  cuanto  había  á  bordo,  y  asesinar  al  almirante,  que 
los  puso  en  tan  lamentable  estado.  Nada  traslucia 
del  tenebroso  proyecto,  si  bien  Colon  no  dudaba  de  la 
existencia  del  pehgro,  ni  la  divina  providencia  olvida- 
ba á  su  servidor. 

1     Cristóbal  Colon.      Carta  del  almirunte  á  8H  hijo  don  Dieyo,  fe- 
chada en  Sepila  el  29  de  Diciembre  de  1504. 


—295— 

"Dios  proveyó'^i  como  dice  Herrera.  Habíase  fijado 
dia;  y  en  su  noche,  era  cuando  debia  estallar  la  revuel- 
ta de  los  enfermos;  mas,  pocas  horas  antes  del  momen- 
to designado,  á  la  caída  de  la  tarde,'^  se  avistó  al  N.  E- 
avanzando  sobre  las  olas,  como  una  aparición,  las  ve- 
las de  una  pequeña  carabela,  que  se  acercó  y  dejó  caer 
las  anclas  á  cierta  distancia  de  las  barracas.  Su  presen- 
cia hizo  abortar  el  crimen. 


IV. 


Para  esplicar  cómo  llegaba  tan  tarde  el  socorro  de 
Ovando,  menester  nos  será  remontarnos  al  arribo  de 
los  dos  mensajeros  del  almirante  á  la  Española. 

El  auxilio  divino  que  protejió  á  Méndez  en  su  na- 
vegación, lo  condujo  sano  y  salvo,  á  través  de  monta- 
ñas erizadas  de  obstáculos  y  de  enemigos,  hasta  el  lu- 
gar en  que  se  encontraba  el  gobernador  jeneral,  ocupa- 
do de  una  visita  militar  en  la  parte  central  del  estado 
de  Jaragua.  Con  todo  el  fuego  de  su  alma  espuso  el  dig- 
no capitán  á  Ovando  la  gravedad  de  los  peligros  que 
asediaban  á  Colon  y  á  las  tripulaciones;  y  no  descuidó 
nada  de  cuanto  pudiera  interesarlo  para  que,  con  mas 
prontitud,  los  socorriera.  Pero  el  gobernador,  no  obs- 
tante acojer  con  galantería  al  bravo  Méndez,  pareció 
no  dar  mucha  importancia  á  su  relato;  y  sospechando 

1  Historia  jeneral  de  los  viajes  y  conquista  de  los  castellanos  en  las 
Indias  occidentales.     Década  I.-''  lib.  YI  cap.  YII. 

2  Mas  vedendo  Nostro  Signore  il  gran  pericolo  che   all'Ammira- 
glio  soprastava,  da  questa  segonda  seditione,  gli^piacque  di  remediarvi 

con  la  venuta  di  nn  caravellone " — Fern'ando  Colombo.      Vita 

delV  Ammiraglio,  cap.  CIV. 


—296— 

hubiera  una  segunda  intención  en  lo  del  naufrajio,  cal- 
culó que  aquel  aprieto  habia  sido  preparado  por  el  al- 
mirante, para  proporcionarse  un  pretesto  plausible  de 
venir  á  la  isla  Española, i  y  no  tomó  por  el  momento 
resolución  alguna.  Valiéndose  de  diferentes  medios 
dilatorios,  conservó  á  Méndez  á  su  lado,  en  apariencia 
por  no  quererlo  esponer  á  los  peligros  de  un  camino  de 
setenta  leguas,  por  un  pais  inseguro;  pero  en  realidad 
con  el  fin  de  quitarle  los  medios  de  comunicarse  con  los 
partidarios  del  almirante,  ^sí  es  que,  cuando  el  fiel 
Diego  Méndez  volvia  á  la  carga,  recordando  la  triste 
situación  de  su  jefe,  y  ofrecía  fletar  á  su  costa,  una  ca- 
rabela que  le  llevase  víveres  y  lo  condujera  á  Castilla, 
Ovando  respondía  que  ciertamente  nada  deseaba  tanto 
como  sacarlo  del  sitio  en  que  sufria;  pero  que  hacia  fal- 
ta para  ello  tener  buques,  cosa  que,  por  desgracia,  no 
se  encontraba  en  los  puertos  de  la  isla.  Y  en  efecto,  iba 
transcurrido  un  año  sin  una  entrada. 2  Entre  tanto  con- 
tinuaba el  gobernador  su  marcha  par  la  tierra  de  Ja- 
ragua. 

líl  estado  de  Jaragua,  el  mas  estenso  y  considerable 
de  los  cinco  reinos  de  Haiti,  pertenecía  como  ya  diji- 
mos, á  Behechio.  Con  motivo  de  se  muerte  habia  pasa- 
do la  corona  á  las  sienes  de  su  hermana,  la  célebre  Ana- 
caona; que  la  joven  viuda  de  Behechio,  la  incomparable 
Guanahattabenechena,  hermosura  la  mas  arrogante  de 
que  se  hubiera  tenido  memoria  en  aquellas  islas,  con  ar- 
reglo á  los  usos  del  pais,  fué  sepultada  viva  con  sus  me- 
jores galas^   y  dos  mujeres  de  su  servicio.^   Quedaba, 

1  El  P.  Cliarlevoix.     Histoire  de  Saint- Domingue,     !ib.  IV. 

2  Relación  hecha  por  Diego  Méndez  de  algunos  acontecimientos 
del  último  viaje  del  almirante  JD.  Cristóbal  Colon. 

3  "Secum  sua  mordlia  sibi  que  viventi  gratos  ornatos  sepelivit." — 
Petri  Martyris  Anglerii.  Oceanece.  Decadis  tertioe.  liber  nonus.  fol. 
LXIII. 

4  "Deux  de  ses  femines  entrérent  toutes  vives  avec  lui,  non  pas 
tant  par  l'amour  qn'elles  lui  portoient  que  par  forcé  et  accomplirent 
ees  infernales  obséques  et  funérailles  pour  observer  la  coutume  qui 
n'otoit  point  genérale  dans  toute  l'ile." — Oviedo  y  Valdés.     Histoire 


—297— 
pues,  Anacaona  sin  rival  en  belleza  y  poder,  y  reco- 
nocida su  elegante  supremacía  por  los  grandes  y  peque- 
ños soberanos  de  la  isla,  que  adoraban  su  persona  y  ve- 
neraban sus  mandatos;  porque  Anacaona  era  la  personi- 
ficación de  la  poesía  de  los  insulares,  el  modelo  de  las 
gracias,  y  el  primer  objeto  sublime  accesible  á  sus  en- 
tendimientos. 

En  esto,  ciertos  cómplices  de  Roldan  que  se  habian 
sustraído  á  la  orden  de  embarque  para  España,  y  que 
obtuvieron  terrenos  en  el  reparto  que  se  hizo  en  el  es- 
tado de  Jaragua,  donde  cometían  horribles  escesos, 
imajinando  conciliarse  al  gobernador  y  anticiparse  á  las 
quejas  que  de  sus  iniquidades  |podrian  llegarle,  escri- 
bieron repetidas  veces  que  los  indios  se  aprestaban  á  un 
levantamiento.  Y  Ovando  que  había  resuelto,  á  imita- 
ción del  almirante,  ir  á  examinar  por  sí  mismo  los  hom- 
bres y  las  cosas,  y  comprimir  á  los  indíjenas,  l-eprimien- 
do  á  la  par  los  abusos  de  los  españoles,  montó  á  caballo 
y  partió,  acompañado,  por  lo  que  pudiera  sobrevenir, 
de  trescientos  infantes  y  setenta  jinetes.  Y  como  se  anun- 
ciara diciendo  que  venía  á  cobrar  los  tributos  y  á  visi- 
tar á  una  princesa  que  siempre  se  había  manifestado  be- 
névola con  los  castellanos,  avisó  en  seguida  Anacaona  á 
todos  los  caciques  para  que  se  reunieran  en  su  residen- 
cia con  gran  pompa  á  fin  de  rendir  homenaje  al  gober- 
nador. Ella  por  su  parte  le  salió  al  encuentro,  precedida 
y  seguida  de  un  notable  cortejo,  en  el  que  los  coros  y 
los  bailes  de  su  invención,  alternados  con  grupos  de  se- 
ñores revestidos  de  sus  mas  lujosos  ornamentos,  iban 
mezclados  con  canéforas,  que  perfumaban  el  ambiente 
con  sus  flores  y  guirnaldas. ^  Hizo  ejecutar  por  treinta 


naturelle  et  genérale  des  Indes,  lib.    Y.  cap.   III.  Traduction  de  Juan 
Poleur,    ayiida  de  cámara  de  Francisco  I. 

1  Femando  Denis,  en  su  Ismael  Ben  Kdizar^  lia  retratado  admira- 
blemente las  costumbres  de  Haití  y  el  carácter  poético  de  la  reyna,  y 
á  pesar  de  su  forma  novelesca,  la  realidad  de  la  observación  es  tan  no- 
toria en  este  estudio  local  que  lo  coloca  muy  por  cima,  en  importan- 
cia V  exactitud,  de  la  Historie  des  Caciques  d'Haiti,  par  rar.  E.  Nan. 

38 


—298— 

cpri^tag  una  danza  nuev^,  1^  dan^a  virginal,  en  aue  no 
figuraban  ni  hombre,  ni   mujeres  casadas  sino  aonce- 
llas.i  Luego,  el  gobernador  y  su  séquito  quedaron  ins- 
talados en  las  habitaciones  preparadas  al  efecto,  sirvién- 
doseles comidas  de  estraordinaria  abundancia.  Muchos 
dias  se  pasaron  en  diversiones,  en   que  no  podian   los 
ojos  cansarse  de  contemplar  el  buen  gusto  que  reina- 
ría en  la  corte  salvaje.2  Pero  los  antiguos  cómplices  de 
Roldan  se  turbaron  al  ver  que  elríjido  comendador  cedia 
también  á  los  encantos  de  Anacaona,  y  reiteraron  sus 
instancias  para  persuadirlo  de  que  aquel  recibimiento 
ocultaba  la  parte  mas  odiosa  de  sus  pérfidos  intentos. 
El  ánimo  inquieto  y  receloso  de  Ovando  aceptó  fá- 
cilmente esta  idei,  y  para  anticiparse  á  la  supuesta  re- 
vuelta de  los  indios  discurrió  un  ardid  abominable.  Ha- 
bían los  naturales  obsequiado  á  los  estranjeros  con  sus 
juegos,  y  de  ello  se  aprovechó  el  gobernador  para  llevar 
á  cabo  su  pensamiento,  convidándolos  á  su  vez  á  pre- 
senciar los  ejercicios  de  equitación  de  los  españoles.  Se- 
ñaló el  domingo  inmediato  .para  la  fiesta  é  invitó  á  la 
reina  de  Jaragua  para  que  asistiera,  insinuándola  al  pro- 
pio tiempo  que  seria  digno  de  su  majestad  el  ir  acompa- 
ñada de  toda  la  nobleza.  La  sala  en  que  se  reunía  la  cor- 
te india  daba  sobre  la  plaza  donde  debía  verificarse  la 
justa,  y  consistía  en  una  estancia  abierta,  cuyotecho  des- 
cansaba en    gran   número   de  pilares.   Anacaona,  la 
siempre  bella  flor  de  oro,  poética  y  seductora  como  en  la 
época  en  que  el  caballeresco  adelantado  rendía  homena- 
je al  poder  de  sus  gracias,  realzadas  con  el  lijero  tinte  de 
melancolía  que  les  habia  impreso  los  pesares  causados  á 
su  hija  Higuenemota  por  Fernando  de  Guevara,  ocupó 
con  esta  el  lugar  que  la  correspondía,  es  decir,  el  pre- 
ferente entre  los  primeros  caciques,  impacientes  ya  por 
ver  en  la  palestra  á  los  caballeros. 

1  Oviedo  y  Valdés.  Historia  natMral  y  jeyíeral  de  las  India&j  lib.  V. 
cap.  I. 

2  El  P.  Charlevoix.  Hisimre  de   Saint  Bmning^te.  Lib.  YI.  p.  232. 


—299— 

Hiciéronse  aguardar  los  españoles.  Entre  tanto,  pe- 
lotones de  infantería,  fueron  cubriendo  las  avenidas  de 
la  plaza,  y  Ovando  se  distraía  jugando  al  tejo  con  calma 
imperturbable,  no  obstante  haber  convenido  con  los  su- 
yos en  que  apenas  se  llevara  la  mano  á  su  cruz  de  Al- 
cántara,!  jinetes  y  peones  aconieterian  á  la  multitud. 
Cuando  todas  las  salidas  quedaron  cerradas,  montó  el 
gobernador  en  su  caballo  y  se  presentó  á  la  frente  de  su 
escuadrón  que  hizo  algunas  evoluciones.  Sacando  des- 
pués su  espada  y  lo  mismo  los  demás  jinetes,  cosa  que 
sobresaltó  un  tanto  el  corazón  de  la  reina,  dio  la  señal,  y 
entonces,  cargando  la  caballería  sobre  los  espantados  in- 
dios, mientras  la  infantería  les  cortaba  la  retirada,  se 
tornó  el  palenque  en  matadero.  Mujeres,  niños,  ancia- 
nos, todos,  en  suma,  quedaron  contusos,  hollados,  heridos 
ó  muertos;  y  la  sala  en  que  se  encontraba  Anacaona 
cercada  por  la  caballería,  se  cambió  en  prisión  para  los 
caciques.  Solo  salió  de  ella  Flor  de  oro;'^  pero  maltrata- 
da de  una  manera  lastimosa  y  fuertemente  atada.  Amar- 
róse á  ochenta  y  cuatro  señores-^  á  los  postes  de  la  ha- 
bitación, y  se  les  sometió  á  la  tortura  para  que  decla- 
rasen acerca  de  la  ])retendida  trama,  y  tomada  acta  de 
las  falsas  confesiones  que  arrancáronlos  dolores  del  tor- 
mento, se  prendió  fuego  al  sitio  y  perecieron  abrasados. 
Lo  propio  aconteció  con  la  capital  de  Jaragua,  que  de- 
vorada por  las  llamas  desapareció  en  pocas  horas,  con- 
virtiéndose así  la  risueña  corte  de  Anacaona  en  un  lo- 
dazal de  cenizas  y  sangre. 

En  premio  de  su  confianza,  de  su  hospitalidad  y  de 
su  resignación  vio  la  sin  ventura  Anacaona  que  las  ca- 
denas del  cautivo  remplazaban  á  sus  guirnaldas  de  flo- 
res- que  por  los  testimonios  arrancados  en  el  tormento  la 


1  Herrera.     Miatoria  j^eneral  de  los  viajes  y  conquistas  de  los  ouste- 
llanos  en  las  Indias  occidentales.     Década  l.'^  lib.  vi,  cap.  IV. 

2  Ibid.  IMd.     Década  1.%  lib.  VI,  cap.  VI. 

B     Relucion  hecha  por  Dier/o  Méndez  de  algunos  aconté&hni&fíios  del 
último  viaje  del  Almirante  don  Cristóbal  Cohn. 


— soo— 

conducían  á  Santo  Domingo  como  á  un  vil  delincuente; 
y  que  allí,  con  las  declaraciones  de  los  caciques,  auxilia- 
das de  las  acusaciones  de  los  bandidos,  cuyas  tropelías 
y  desenfrenos  sufrió  tan  largo  espacio,  la  juzgaban,  si- 
guiendo los  trámites  de  un  proceso  risible.  Y  fué  con- 
denada á  morir  en  público  en  la  horca!  Así  pereció  la 
noble  y  hospitalaria  Anacaona,  la  poética  y  gloriosa  rei- 
na de  Haiti. 

Hasta  que  Ovando  hubo  cometido  este  acto  de  bar- 
barie no  cedió  á  las  instancias  de  Diego  Méndez.  Solo 
cuando  los  indios  exasperados  huían  en  todas  direccio- 
nes, y  saciaban  su  justo  enojo  en  venganzas  aisladas, 
permitió  el  gobernador  al  capitán  mensajero,  trasladar- 
se á  Santo  Domingo  como  deseaba;  que  aparte  de  las 
probabilidades  de  morir  á  que  lo  esponía  entonces,  no 
temia  que  el  fiel  escudero  pudiera  socorrer  á  su  amo,  no 
habiendo  tenido  lugar  ningún  arribo  de  buques.  Pero 
Méndez  no  vaciló,  y  partió  a  pié,  e  hizo  las  setenta  le- 
guas^  de  camino  bajo  la  guarda  de  aquel  que  ya  otras 
veces  lo  habia  protejido. 


Conocíaseen  Santo  Domingo  el  abandono  en  que  ya- 
cía el  padecido  almirante,  pues  el  noble  Fieschi  y  los  doce 

1     Relación  hecha  por  Diego  Méndez,   de   algunos  acontecimientos 
del  último  viaje  del  almirante  don  Cristóbal  Colon. 


—301— 

españoles  venidos  en  las  canoas  hablan  estendido  por  di- 
versos lugares  de  la  isla  la  nueva  del  varamiento  en  la  Ja- 
maica. Sin  embargo, cuandoDiegoMendezhuboentrega- 
do  al  bizarro  Sánchez  de  Carvajal,  comisionado  de  Colon, 
la  carta  que  no  se  habia  atrevido  á  remitirle,  y  Martin 
González,  panadero  de  la  marina, Diego  Salcedo,  antiguo 
escudero  del  al  pairan  te,  y  Diego  de  Salamanca,  mayordo- 
mo que  habia  sido  del  mismo,  supieron  que  haciasiete  me- 
ses que  el  gobernador,  informado  del  naufragio  del  almi- 
rante, no  habia  dado  ninguna  orden  para  socorrerlo,  no 
pudieron  menos  de  manifestar  su  indignación  portan  cri- 
minal abandono.  Porque  no  obstan  te  las  apasionadasacu- 
saciones  acumuladas  contra  Colon  por  los  envidiosos  de 
su  gloria  y  los  rebeldes  á  su  poder,  su  injenio,  sus  vir- 
tudes, su  afabilidad  le  atraían  la  voluntad  de  cuantos  eran 
de  su  servidumbre.  Por  otra  parte,  su  naufragio  en  una 
costa  no  sometida,  al  cabo  de  una  navegación  tan  glo- 
riosa por  sus  descubrimientos  y  tan  desastrosa  para  su 
persona  hacia  que  su  infortunio  escitara  la  mas  viva 
simpatía  entre  la  jente  marinera.  Muchas  personas  no- 
tables, hasta  funcionarios  públicos,  tales  como  el  alcalde 
mayor  de  la  isla,  doctor  Maldonado,  le  profesaban  gran 
estimación;  y  luego,  Miguel  Diaz,  ex-alcaide  de  la  for- 
taleza, Juan  Velazquez,  García  de  Barrantes,  y  el  de- 
nodado Malaver  le  eran  adictos;  y  Cristóbal  García  de 
Palos,  y  el  joven  Bartolomé  Las  Casas,  que  mas  adelan- 
te se  inmortalizó  por  su  amor  á  los  indios,  le  debían  fa- 
vores personales;  y  Jerónimo  Grimaldi,  yBriones  y  otros 
muchos,  venidos  para  colonizar  real  y  verdaderamente 
aquella  tierra,  honraban  al  ser  superior  que  la  habiá 
descubierto  y  dado  á  España. 

Entre  los  moradores  mas  influyentes  de  Santo  Do- 
mingo, se  señalaba  un  piloto  llamado  Bartolomé  Roldan 
que  tuvo  la  honra  de  acompañar  á  Colon  en  su  primer 
viaje,  y  que,  habiendo  trabajado  con  éxito  en  las  minas 
y  adquirido  gran  riqueza,  sus  instintos  industriales  la 
aumentaron  de  una  manera  considerable,  pues  acababa 


—802— 

de  construir  en  las  cuatro  principales  calles  de  la  ciudad 
toda  una  acera  deedificiosi  para  venderlos  ó  alquilarlos. 
La  sola  idea  de  que  hacia  siete  meses  que  su  almirante 
se  hallaba  varado  en  una  costa  salvaje  y  abandonado,  su- 
blevaba su  corazón;  y  como  sus  relaciones  con  los  tra- 
bajadores y  con  sus  numerosos  inquilinos  le  daban  gran 
crédito,  la  opinión  pública  se  afectó  en  el  mas  alto  gra- 
do. Los  frailes  de  San  Erancisco  ya  que  no  podian  ir  en 
socorro  del  revelador  del  globo,  rogaban  á  Dios  sostu- 
viera su  paciencia  en  la  ruda  prueba  á  que  estaba  so- 
metida, y  diariamente  pedian  en  público  á  los  fieles, 
unieran  sus  plegarias  á  las  deellos.^  El  celo  délos  bue- 
nos religiosos,  que  no  temia  reprender  desde  lo  alto  del 
pulpito,  la  ingratitud  habida  con  el  almirante,  levanta- 
ba h  voz  con  ánimo  y  solemnidad  contra  tamaño  olvido. 

La  indiferencia  de  Ovando  era  injustificable,  porque 
si  le  faltaba  una  carabela  bastante  grande  para  traer  á 
los  náufragos,  podia,  cuando  menos,  enviarles  provisio- 
nes y  esperanza,  por  uno  de  los  bergantines  que  se  ocu- 
paban en  el  servicio  costanero  de  la  Española;  y  por- 
que si  no  hubiera  impedido  marchar  á  Méndez,  este 
habría  tenido  tiempo  de  construir  una  falúa  y  despa- 
charla para  Santa  Gloría  paratranquiUzar  al  almirante. 

Sin  embargo,  habiase  manifestado  tan  fuerte  ájente 
la  opinión  pública  que,  para  satisfacerla,  anunció  el  go- 
bernador la  sahda  de  un  bergantín  para  Jamaica.  Pero 
¿á  quién  confió  su  mando?  A  un  oficial  de  tierra.  Y  ¿qué 
oficial  eligió?  El  enemigo  mas  decidido  que  tuvo  el  al- 
mirante en  la  Española.  Las  provisiones  y  fresco  fueron 
proporcionadas  á  los  sentimientos  del  gobernador  hacia 
Colon;    para  ciento  treinta  hombres^  mandaba  medio 

1  Herrera.  Historia  g«twral  de  los  viajes  y  cotiqimtas  tle  los  cas- 
tellanos en  las  Indias  occidentales.    Década  I,  lib.  Y,  cap.  lY. 

2  Las  Casas,  testigo  ocular  y  aimcular  de  esto,  lo  afirma.  Los  re- 
Ujiosos  h¿bian  partido  de  España  con  Ovando  en  13  de  Febrero  de 
1502;  pera  na  podian  ol\T.dar  que  la  Iglesia  debia  á  Colon  el  Nuevo 
Mundo.   Jlistoria  de.  las  Indias,  lib.  II,  cap.  XXXY. 

o-    Ovando   ignoraba    entonces  la  revc^ucimide  losP(»i'as  y  su  d^- 


—308— 

celtio  salado  y  un  barril  de  vino.  Prohibióse  al  oficial 
comunicar  oon  las  carabelas,  llevar  ó  traer  de  sus  tri- 
pulantes cartas  ni  paquetes,  y  hablar  con  ellos,^  pues 
únicamente  debia  entregar  á  Colon  la  carta  y  el  obse- 
quio del  gobernador  y  volverse  en  seguida.  El  óJio  de 
su  envfado  garantizaba  á  Ovando  de  la  puntual  obser- 
vancia de   sus  instrucciones. 


VI. 


Como  no  se  habia  tocado  auní  la  retreta  cuando  se 
presentó  el  bergantin  en  la  bahía  de  Santa  Gloria,  ha- 
bian  visto  todos  los  españoles  con  alegría  y  duda  ú 
mismo  tiempo  que  la  reducida  nave,  en  vez  de  acercar- 
se, echaba  el  ancla  á  cierta  distancia. 

Puso  en  el  agua  su  chalupa  el  bergantin,  que  avan- 
zó á  la  Capitana  y  pidieron  un  cabo  sus  marmeros,  y  da- 
do que  le  fué,  aferraron  á  él  un  barril  de  vino  y  medio 
cerdo  salado,   que  los  de  Colon  izaron  á  bordo.   Des- 


sercion  con  armas  j  bagajes,  y  sabia  que  quedaban  ciento  treinta  hom- 
bres en  las  carabelas  por  lo  que  dijo  Méndez.  El  cual,  en  su  relación 
habla,  es  cierto,  de  230,  pero  sin  duda  por  error,  porque  al  ajustarías 
cuentas  de  las  pérdidas  sufridas  en  Mío  del  Desastre  y  Belén  j  de  los 
14  españolea  que  fueron  en  canoas  á  Española,  se  vé  que  solo  queda- 
ban 130  en  Santa  Gloria. 

1     Herrera.  Historia  jeneral  de  los  viajes  y  conquistas  de  los  cas- 
tellanos en  las  Indias  occidentales.   Década  I,  libro  v I.,  cap.  YII. 


—304— 

pues,  el  oficial  puso  en  la  punta  de  un  bichero  un  plie- 
go para  el  almirante,  y  asi  lo  alargó,  apartándose  de  la 
carabela  apenas  lo  hubieron  recibido,  y  aguantándose 
apartado.  Habló  entonces  en  voz  alta,  y  al  reconocerla, 
quedaron  estupefactos  varios  de  la  Capitana',  era  la  del 
traidor  Diego  de  Escobar,  el  comandante  del  fuerte  de 
la  Magdalena,  que  mientras  el  almirante  descubría  el 
nuevo  continente  se  habia  levantado  contra  él,  y  pasá- 
dose  á  Roldan  con  los  suyos.  Su  presencia  allí  era  una 
contravención  á  las  órdenes  de  la  reyna,  que  disponían 
que  todos  los  antiguos  rebeldes  se  remitieran  á  Castilla, 
y  la  comisión  que  le  habia  conferido  el  gobernador 
constituía  una  grave  ofensa  á  el  almirante. 

No  obstante  esto,  Colon  sahó  de  su  cámara  y  se  pre- 
sentó sobre  cubierta.  Escobar  le  gritó  que  el  goberna- 
dor sentia  no  tener  en  puerto  un  buque  bastante  capaz 
para  recojerlo  y  sacarlo  de  allí  con  todos  los  suyos;  que 
se  cuidaba  de  sus  intereses;  que  apenas  fuera  posible,  se 
acudiría  para  rescatarlo  de  aquella  cautividad,  y  que  se 
ofrecía  á  llevar  á  Santo  Domingo  su  respuesta,  sí  le  pla- 
cía escribirla  inmediatamente,  pues  el  bergantín  debia 
hacerse  á  la  vela  en  el  acto.  En  efecto,  Colon  acusó  re- 
cibo de  su  mensaje  á  Ovando,  recomendando  á  sus  bue- 
nos oficios  á  Méndez  y  á  Eieschi;  y  asegurándole  que 
no  los  habia  enviado  con  otro  objeto  que  el  de  avisarle 
de  su  desgracia  y  pedirle  auxilio.  Le  participaba  tam- 
bién la  revuelta  de  Porras,  cosa  que  hacia  mas  grave  su 
situación;  y  terminaba  encomendándose  á  su  diligencia. 

Mientras  tanto  la  canoa  permaneció  inmóvil;  y  aun- 
que los  pilotos  de  las  carabelas  hicieron  algunas  pregun- 
tas á  los  remeros,  estos  guardaban  silencio,  en  obedien- 
cia á  su  consigna.  Así  que  el  despacho  del  almirante 
pasó  á  manos  de  Escobar,  bogó  su  jente  con  brio  hacia 
el  bergantín,  que  sin  perder  momento  levó  anclas  y 
puso  todas  sus  velas  al  viento  para,  aprovechar  laleve 
brisa  de  tierra,  cuyos  perfumados  soplos  se  sentían  de 
vez  en   cuando. 


Parécenos  oportuno,  ya  que  en  el  capítulo  que  pre- 
cede se  ocupa  el  autor  del  libro  de  las  Profecías  y  del 
Imago  mundi,  decir  algunas  breves  palabras  acerca  de 
una  obra  que  existe  en  la  célebre  biblioteca  Colombina 
de  Sevilla,  en  la  cual  fué  descubierta  por  los  años  de 
1857,  gracias  á  la  incansable  laboriosidad  de  su  ilus- 
trado bibliotecario,  D.  José  María  Fernandez  y  Velas- 
co.  Es  esta  un  precioso  ejemplar,  perfectamente  con- 
servado, de  la  Historia  rerum  ubique  gestarum,  cum  lo- 
corum  descriptione  non  finita  Asia  minor  incipit-.  Vene- 
tiis  MCCCCXXVII;  debida  á  la  pluma  del  Pontífice 
Pío  II,  conocido  en  la  república  literaria  bajo  el  nom- 
bre de  Eneas  Silvio  Piccolonimi.  Da  mas  realce  á  este 
libro  el  haber  pertenecido  á  Cristóbal  Colon,  y  verse 
en  él  ampliados  unas  veces  y  rectificados  otras  los  dis- 
cursos de  uno  de  los  varones  mas  claros  de  su  época, 
por  el  mas  grande  que  han  producido  los  siglos.  Los 
anchos  márjenes  del  Eneas  Silvio  se  hallan  en  su  ma- 
yor parte  cubiertos  de  llamadas  y  anotaciones  de  mano 
del  almirante,  y  seria  muy  del  caso  que  una  persona 
docta  en  el  idioma  del  Lacio  hiciese  un  concienzudo 
estudio  de  ellas.  Por  nuestra  parte  nos  gloriamos  de 
ser  los  primeros  que  se  hayan  ocupado  del  antedicho 
libro,  dando  á  conocer  el  estado  en  que  se  halla. 

N.  del  T. 


39 


CAPITULO  VIL 


Cuando  los  marineros  al  despertarse  no  vieron  ya 
al  bergantín,  creyeron  haber  soñado.  Y  las  circunstan- 
cias de  aquella  entrada  y  salida  nocturna,  lo  mismo 
que  la  actitud  reservada  y  el  mutismo  de  los  remeros 
de  la  lancha,  parecieron  á  los  oficiales  que  no  habían 
dormido,  sospechosas  y  de  funesto  augurio.  El  mensaje 
de  Ovando,  traído  por  un  traidor,  por  un  enemigo  no- 
torio de  Colon,  tenia  para  ellos  un  significado  amena- 
zador, é  inferían  que  el  gobernador  no  estaba  en  ánimo 
de  salvarlos  á  causa  de  su  aversión  al  almirante.  Para 
tranquilizarlos,  Colon  finjió  la  mas  completa  satisfac- 
ción, y  esplicó  la  repentina  salida  de  Diego  de  Esco- 
bar con  el  deseo  -de  conducirles  á  la  mayor  brevedad 
las  suspiradas  carabelas. 

En  realidad,  Ovando,  no  había  enviado  al  traidor 
Escobar  sino  para  ver  si  el  almirante  podría  con  sus 
propios  recursos  salir  algún  día  de  donde  estaba.l  Pero 
el  interés  que  escitaba  su  desgracia  y  las  calorosas  pro- 
testas de  los  relijiosos  de  San  Francisco  lo  pusieron  en 
la  necesidad  de  no  contrariar  por  mas  tiempo  los  es- 

1.     Fernando  Colombo,  Vita  delV  Ammiraglio,  cap.  CIV. 


—308— 

fuerzos  de  Diego  Méndez  para  socorrer  los  náufragos 
y  hasta  aparentar  deseos  de  ir  en  persona  á  rescatarlos. 

En  los  sentimientos  de  paternidad  adoptiva  que 
animaban  al  almirante  hacia  todos  sus  subordinados, 
sufria  interiormente  al  considerar  una  parte  desús  ma- 
rineros y  oficiales  separados  de  él.  Los  miraba  como  á 
hijos  estraviados;  y  esperando  enderezarlos  por  buen 
camino  y  ahorrar  así  á  los  infelices  indios  los  disgustos 
y  los  daños  que  sufrían,  prometiéndoles  la  pronta  vuelta 
á  España,  les  ofreció  el  perdón  de  sus  faltas,  siempre  que 
tornasen  á  las  carabelas  sin  tardanza.  Para  probarles 
que  habia  recibido  noticias  de  la  Española,  les  remitió 
un  pedazo  de  cerdo  y  una  medida  de  vino,i  y  escojió 
para  mensajeros  á  dos  hombres  de  mérito,  que  preci- 
samente habian  sostenido  relaciones  con  los  Porras. 
Cuando  se  presentaron  los  enviados  en  el  campo  de  los 
rebeldes,  Porras  vino  á  su  encuentro  y  les  habló  apar- 
te, para  que  su  jente  no  oyera  sus  proposiciones,  de  te- 
mor que  no  las'  aceptaran,  pero  no  obstante  su  cautela, 
supieron  que  Diego  Méndez  habia  llegado  á  la  Espa- 
ñola, y  que  por  dias  se  aguardaban  las  naves. 

Después,  conferenció  Porras  con  sus  principales 
cómplices  y  les  dijo  que  Colon  era  un  hombre  cruel, 
con  lo  cual  no  hacia  sino  repetir  la  eterna  calumnia  de 
que,  desde  la  época  de  Margarit  y  del  P.  Boil,  echaban 
mano  todos  los  rebeldes  para  autorizar  sus  crímenes. 
Añadióles  que  no  era  posible  confiar  en  su  palabra;  que 
Roldan,  que  tan  bien  lo  conocía,  jamas  se  dejó  seducir 
por  sus  hermosas  promesas,  y  que  concluyó  por  hacerle 
trasladar  á  Castilla  con  grillos.  Concluida  su  arenga 
respondió  á  los  enviados  del  almirante  que  sus  compa- 
ñeros no  admitían  su  proposición;  que  solo  accedían  á 
que,  caso  de  llegar  dos  carabelas,  se  instalasen  en  una, 
y  si  no  venia  mas  de  una,  embarcarse  en  ella,  dejando 


1.     Herrera.  Historia  jeneral  de  los  viajes  y  conquistas  de  los 
castellanos  en  las  Indias  occidentales.  Década  1.»  lib.  vi,  cap.  VII. 


—aco- 
la mitad  del  buque  á  la  disposición  del  almirante;  y 
que,  puesto  que  habian  perdido  parte  de  sus  ropas  en 
la  mar,  (cuando  intentaron  trasladarse  en  canoas  á  la 
Española,)  esperaban  que  su  señoría  les  diese  otras.l 
Y  como  le  hicieran  observar  los  negociadores  que  no 
eran  sus  proposiciones  aceptables,  les  replicó  que  to- 
maría por  la  fuerza  lo  que  no  le  otorgaran  de  grado,  y 
despidió  á  entrambos  oficiales. 

Así  las  cosas,  temeroso  Porras  de  que  la  promesa 
del  perdón,  y  la  de  la  próxima  partida,  influyera  en 
algunos  de  su  banda,  y  se  volvieran  á  las  carabelas, 
negó  la  venida  del  bergantín,  diciéndoles,  que  lo  de  la 
nave  aparecida  era  una  ilusión  operada  por  Colon,  cosa 
en  que  estaba  muy  diestro  por  ser  gran  nigromántico,^ 
pues  de  lo  contrario  si  se  hubiera  presentado  en  reali- 
dad un  buque,  él  se  habría  trasladado  en  seguida  á  su 
bordo  con  su  hijo  y  su  hermano  para  poner  á  buen  re- 
caudo sus  vidas  en  lugar  de  consumirse  de  una  manera 
vergonzosa  en  las  barracas.  De  lo  cual  quedaron  con- 
vencidos aquellos  desalmados,  incapaces  de  compren- 
der la  nobleza  del  almirante  y  la  jenerosidad  de  su 
mensaje;  y  llevaron  su  barbarie  al  estremo  de  consen- 
tir en  lo  que  su  caudillo  les  propuso,  á  saber:  "apode- 
rarse de  la  persona  de  Colon,  y  de  cuanto  se  contenia 
en  las  naves.  "^ 

En  efecto,  conducidos  por  Porras,  se  acercaron  los 
rebeldes  á  la  bahía  de  Santa  Gloria,  poniendo  sus  cuar- 
teles en  la  aldea  de  Maima.^  Componíase  la  insolente 
banda,  y  sin  motivo,  encolerizada,  de  sevillanos  en  su 
mayor  parte;  era  la  verdadera  representación  de  los  se- 
cuaces de  Eonseca.  En  las  carabelas  no  se  la  conocía 

1.  Fernando  Colombo.  Vita  delV  Ammiraglio,  cap.  CVI. 

2.  Las  Casas,  Historia  de  las  Indias,  lib.  II  cap.  XXXV.  Ms. 

3.  Herrera.  Historia  general  de  los  viajes  y  conquistas  de  los 
castellanos  en  las  Indias  occidentales.  Década  I."*  lib.  Yl.  cap.  VII. 

4.  Ad  una  popolatione  d'Indiani  che  si  cliiamava  Maima,  doye 
poi  i  cristiani  fabricarono  una  popolatione  che  nomarono  Siviglia. 
Fernando  Colombo.  Vita  delV  Ammiraglio,  cap.  C  VII. 


—310— 

por  otro  nombre  que  por  el  de  Sevilla-,  en  razón  á  que 
se  habia  formado,  menos  por  influjo  personal  de  Por- 
ras, que  por  las  hostiles  predisposiciones  de  sus  com- 
patriotas. Por  ese  motivo,  también,  se  sustituyó  el  nom- 
bre de  Maima  con  el  de  Sevilla,  y  aun  hoy  mismo,  cuan- 
do todas  las  antiguas  designaciones  españolas  han  des- 
aparecido de  la  Jamaica,  víctima  de  la  Inglaterra,  el 
signiñcativo  nombre  de  Sevilla  subsiste,  por  una  es- 
cepcion,  en  medio  de  los  británicos,  cual  si  se  quisiera 
perpetuar  la  memoria  de  los  dolores  y  persecuciones 
que  padeció  el  almirante  en  la  hermosa  rada  de  Santa 
Gloria,  llamada  después  de  don  Cristóbal. 

Ocupada  que  tuvo  Porras  la  posición  de  Sevilla,  dis- 
tante de  la  ribera  cosa  de  un  kilómetro,  se  atrevió  á 
retar  para  combate  personal  al  almirante.  "Colon  es- 
taba tan  enfermo  á  la  sazón  que  no  abandonaba  el  le- 
cho. "1  Indignóse  de  tanta  insolencia  y  se  estremeció 
de  justa  cólera  al  saber  que  los  revoltosos  iban  á  venir 
sobre  él;  pero,  sin  embargo,  recomendó  espresamente 
al  adelantado  que  ofreciera  annistía  á  cuantos  depu- 
sieran las  armas. 

En  presencia  del  peligro,  reunió  don  Bartolomé  á 
los  tripulantes. 

Desgraciadamente,  muchos  eran  antiguos  enfermos, 
y  otros,  hombres  de  estudio,  oficiales  de  mas  espíritu 
que  pujanza.  Dióles  buenas  armaduras,  y  creyó  acer- 
tado salir  al  encuentro  del  enemigo.  Llegado  que  fué 
á  un  cerro,  á  un  tiro  de  ballesta  distante  de  Sevilla,  con 
arreglo  á  sus  instrucciones,  despachó  á  los  rebeldes  don 
Bartolomé,  los  dos  oficiales  con  quienes  antes  habían 
conferenciado,  los  mismos  que  Porras,  sin  querer  oír, 
despidió  espada  en  mano.  Contando  los  rebeldes  por 
su  parte  con  los  hombres  mas  corpulentos,  fuertes  y 
ejercitados  en  el  manejo  de  las  armas,  miraban  con  lás- 


1.    El  P.  Charlevoix,  JEListoire  de  SainUDomingue,  lib.  IV.  p. 
254  en  4? 


—311- 

tima  á  los  caballeros  y  á  los  convalecientes  que  preten- 
dían medirse  con  ellos.  Solo  temian  á  uno,  al  adelan- 
tado, y  ya  tenían  convenido  el  leunir  contra  él  sus  co- 
munes esfuerzos.  Los  seis  mas  vigorosos  de  la  partida 
habían  jurado  matarlo,^  y  debían  arrojarse  sobre  él  á 
un  tiempo. 

Conociendo  el  adelantado  que  se  acercaba  el  mo- 
mento del  choque,  reanimo  con  breves,  pero  bien  sen- 
tidas palabras,  el  ardor  de  los  suyos,  y  les  recomendó 
que  cumplieran  con  su  deber  como  él  con  el  suyo.  En 
esto,  los  de  Porras  se  arrojaron  de  una  manera  repen- 
tina y  furiosa  sobre  el  destacamento  de  don  Bartolomé, 
gritando:  ¡Matad!  jmatad!  y  los  seis  colosos  se  lanzaron 
á  la  vez  contra  el  adelantado,  quien  al  primer  choque, 
dejó  tendido  en  el  suelo  y  cadáver,  al  pendenciero  Juan 
Barba,  maestro  armero  de  la  Capitana  y  el  primero  que 
desenvainó  la  espada  el  día  del  alzamiento;  dio  al  traste 
con  el  piloto  mayor  Juan  Sánchez,  é  hirió  en  dos  par- 
tes, de  dos  golpes  de  jigante  á  Pedro  de  Ledesma.  En 
un  instante,  quedaron  fuera  de  combate  seis  campeo- 
nes. Visto  lo  cual  por  Erancisco  de  Porras,  atacó  mas 
de  cerca  á  don  Bartolomé  y  le  tiró  un  tajo  tan  violento, 
que  hendió  su  broquel,  entrándose  hasta  la  guarda; pero, 
aunque  herido  en  la  mano,  el  adelantado  se  le  abrazó, 
esforzándose  en  derribarlo;  y  como  durante  la  lucha 
recibiera  su  adversario  heridas  que  lo  pusieron  fuera 
de  combate,  quedó  prisionero.  El  adelantado  continuó 
en  la  batalla.  Con  la  muerte  de  los  mas  vaHentes,  se 
atemorizaron  los  restantes  y  tomaron  la  fuga,  y  el  ade- 
lantado iba  á  perseguirlos  cuando  sus  oficiales  le  hi- 
cieron presente,  que  los  indios,  hasta  entonces  espec- 
tadores del  combate,  podrían  atacarlos,  no  bien  los  vie- 
ran separados  y  rendidos  de  cansancio.2  Don  Bartolo- 
mé volvió  á  las  carabelas  con  los  prisioneros  que  había 

1.  Herrera.  Historia  general  de  las  Indias  occidentales.  Déca- 
da 1.*  lib.  VI.  cap.  XI. 

2.  Fernando  Colombo.  Vita  delV  Ammiraglio,  cap.  C Vil. 


—312— 

hecho  y  los  presentó  á  el  almirante,  quien  dio  gracias 
á  su  hermano;  pero,  sobre  todo,  al  Señor,  "teniendo 
por  cierto  que  él  lo  habia  libertado  de  la  muerte /''^ 

Esta  victoria  no  costó  mas  que  dos  heridas  á  los 
hombres  del  almirante:  don  Bartolomé  curó  bastante 
pronto  de  la  suya;  pero  por  desgracia  el  bizarro  capi- 
tán de  la  Gallega,  Pedro  de  Terreros,  antiguo  mayor- 
domo del  virey,  habia  sido  alcanzado  en  la  ingle,  y  no 
obstante  los  afanes  del  almirante,  sucumbió  al  cabo  de 
pocos  dias.  El  leal  Terreros,  indignado,  sin  duda,  con 
la  conducta  de  su  pariente,  el  escudero  Camacho,  que 
tomó  parte  en  la  conspiración  del  médico  Bernal,  re- 
vocó el  testamento  que  habia  hecho  en  favor  suyo,  du- 
rante aquella  campaña,  y  legó  sus  bienes  á  otros  pa- 
rientes lejanos.  2 

Sin  jefe,  los  rebeldes  pidieron  capitulación,  com- 
prometiéndose con  ju!ramento  y  grandes  imprecaciones 
á  obedecer  á  el  almirante  en  lo  futuro.  Y  Colon  se 
dignó  perdonarlos,  conservando  solamente  en  calidad  de 
prisionero,  en  su  carabela,  á  Francisco  de  Porras:  á  los 
demás  revoltosos,  bajo  las  órdenes  de  un  capitán  de  su 
confianza,  probablemente  Pedro  Coronel,  los  acanto- 
naron en  la  isla  para  evitar  las  coaliciones  que  hubie- 
ron podido  estallar  si  hubiesen  entrado  en  las  barracas. 


II 


Mas  de  un  año  habia  trascurrido  cuando,  con  in- 
describible contento  de  las  tripulaciones,  entraron  dos 

1.  Herrera.  Historia  general  de  las  Indias  occidentales.  Déca- 
da 1.^  lib.  VI.  cap.  XI. 

2.  Cristóbal  Colon.  Carta  á  su  hijo  don  Diego,  fechada  en  Se- 
villa á  29  de  Diciembre  de  1504. 


—sis- 
carabelas  en  la  bahía  de  Santa  Gloria.  Venían  bajo  las 
ordenes  de  un  fabricante  de  jabón  de  laEspañola,!  lia-, 
mado  Diego  de  Salcedo,  escudero  que  fué  en  la  casa  de; 
Colon,  que  á  su  lado  adquirió  cierta  esperiencia  en  las 
cosas  de  la  mar,  y  que,  á  causa  de  su  tranco  hacia 
cinco  años  que  estaba  establecido  en  Santo  Domingo; 
no  obstante  lo  cual  no  vacilo  en  dejar  sus  negocios  des- 
de el  momento  en  que  se  trató  de  ir  en  socorro  del  vi- 
rey,  su  antiguo  amo.  La  primera  de  estas  carabelas 
habia  sido  fletada  por  el  infatigable  Diego  Méndez  y 
"cargada  de  víveres,  tales  como  pan,  carne  de  cerdo, 
de  carnero  y  frutas.  "^  La  segunda  lo  fué  por  el  gober-j 
nador  Ovando,  á  quien  la  opinión  púbUca  forzaba  á 
manifestar  buena  voluntad,  mal  que  le  pesara,  y  que 
temeroso  de  ser  adelantado  por  Méndez,  confió  también 
á  Salcedo  la  conducta  del  buque.  Apenas  las  dos  ca- 
rabelas hubieron  salido  de  la  rada  de  Santo  Domingo, 
Diego  Méndez  que,  á  la  par  habia  fletado  otro  bajel, 
se  partió  para  Castilla  con  Bartolomé  Pieschi,  para  dar 
cuenta  á  SS.  A  A.  del  cuarto  viaje  del  almirante. 

Colon,  después  de  dar  gracias  al  Señor  por  su  mi- 
sericordia, subió  á  la  carabela  tomada  á  su  costa  con 
sus  oficiales  y  los  que  le  fueron  fieles.  Los  partidarios 
de  Porras,  pasaron  á  la  carabela  despachada  por  el  go- 
bernador. Al  fin,  el  28  de  Junio,  aban  donaron  las  na- 
ves la  bahía  de  Santa  Gloria  en  la  que  tantos  peligros 
y  socorros  misteriosos,  y  tantos  sufrimientos  y  consue- 
los invisibles,  abatieron  y  elevaron,  unos  en  pos  de 
otros,  el  corazón  mas  grande  del  mundo. 
*  La  lucha  que  habia  sostenido  el  almirante  contra 
las  olas,  durante  el  curso  de  aquel  viaje,  desde  la  hora 


1.  Queriendo  recompesar  lo3  servicios  prestados  por  Diego  Sal- 
cedo al  gobierno  de  la  Española,  le  liabia  el  virey  concedido  á  pe- 
tición suya  en  3  de  Agosto  de  1409  el  privilejio  de  la  venta  del  ja- 
bón en  las  Indias.  Colección  diplomática,  docum,  número  CXXXI. 

2.  Cuarto  y  último  viaje  de  Colon.  'Relación  hecha  por  Diego 
Méndez  de  alqnnofi  acovtecimientn.<t  efe. 

40 


-314- 

solemne  en  que  profetizó  la  tempestad,  volviu  á  empe- 
zar apenas  hubo  zarpado,  y  la  violencia  del  viento,  com- 
binada con  la  de  las  corrientes,  le  detuvo  mas  de  un 
mes  en  la  travesía.  Cosa  digna  de  notarse:  con  sus  ve- 
las y  sus  espertos  marineros,  necesitó  estar  por  espacio 
de  mas  de  treinta  dias,  maniobrando  continuamente, 
para  franquear  un  espacio  que,  por  misericordia  divi- 
na, salvó  su  mensajero  Diego  Méndez,  al  remo  y  en  ca- 
noas, en  cuatro  dias! 

No  obstante  los  adelantos  náuticos  de  nuestra  épo- 
ca, del  estudio  hidrográfico  de  aquellas  alturas,  y  auxi- 
liados por  una  esperiencia  secular,  no  se  hallaria  hoy 
un  oficial  de  marina,  desde  el  simple  guardia  á  el  je- 
neral  que,  á  trueque  de  un  reyno,  quisiera  intentar  el 
paso  de  Jamaica  á  Haiti  con  las  condiciones  que  lo  hizo 
Diego  Méndez.  No  es  posible  dudarlo,  durante  la  cuarta 
espedicion  de  Cristóbal,  lo  prodijioso  se  encuentra  sin 
cesar,  y  se  comprende  cuanta  razón  tenia  él  en  decir 
á  los  reyes  católicos  al  referirles  cosas  tan  extraordi- 
narias: 

"¿Quién  creyera  lo  que  yo  aquí  escribo?  "  Sin  em- 
bargo de  añadir  á  renglón  seguido;  "Digo  que  de  cien 

PARTES  NO  HE  DICHO  LA  UNA  EN  ESTA  LETRA.    LoS  qUC 

fueron  con  el  almirante  lo  atestigüen."! 

Logró  alcanzar  Colon,  tras  penosos  esfuerzos  la  pe- 
queña isla  de  la  Beata,  y  desde  ella  avisó  por  tierra 
lú  gobernador,  continuando  luego  su  navegación  hasta 
echar  el  ancla,  el  13  de  Agosto,  en  la  bahía  de  Santo 
Domingo. 

1.  Carta  á  los  Meyes  católicos,  fechada  en  la  Jamaica,  el  7  de 
Julio  de  1503.  Los  Sres.  Yerneuil  y  de  la  Koqnette,  miembros  am- 
bos déla  Eeal  Academia  de  la  Historia,  dicen:  "Es bastante  estraño 
que  Colon  hable  así  de  sí  mismo"  es  decir,  en  tercera  persona.  Por 
nuestra  parte  no  esperimentamos  la  estrañeza  de  estos  Sres.,  porque 
esta  manera  de  decir  nos  prueba,  por  el  contrario  su  sinceridad.  Co- 
lon habia  escrito  para  el  papa  sus  viajes,  á  la  manera  de  los  Comen- 
tarios de  César,  es  decir,  en  tercera  persona;  y  en  aquellos  momen- 
tos completaba  su  trabajo  con  la  historia  de  su  cuarta  espedicion. 
(íQué  tiene,  pues,  de  estraño  que  k  causa  de  la  costumbre  se  le  es- 
capara esta  frasea 


—315— 

El  gobernador,  con  grande  aparato  y  acompañado 
de  todos  los  funcionarios  y  iiabitantes  notables  de  la 
ciudad,  salió  á  recibir  á  Cristóbal  Colon,  que  fué  ob- 
jeto de  las  mas  sinceras  muestras  de  respeto  de  parte 
del  público.  La  jente  marinera  honraba  en  su  persona 
al  navegante  incomparable;  los  franciscanos  al  mensa- 
jero de  la  salvación,  al  precursor  de  sus  futuras  pre- 
dicaciones; y  el  pueblo  a  la  personificación  del  infortunio. 
Ovando  instaló  á  el  almirante  en  el  palacio  del  gobierno 
y  lo  festejó  con  banquetes  y  regocijos. 

A  pesar  de  tan  buenas  relaciones  aparentes.  Colon 
sabia  reducir  á  su  justo  valor  las  demostraciones  de 
Ovando.  Por  su  parte,  Ovando  no  podia  convencerse 
de  que  el  almirante  no  procurase  influir  en  la  isla,  es- 
perando ser  repuesto  en  su  cargo,  en  razón  á  que  su 
nombramiento  limitaba  á  dos  años  el  ejercicio  de  su 
empleo. 

Poco  tardó  en  querer  probar  á  Colon,  que  él  era 
en  realidad  el  gobernador  de  la  Española.  Suscitó  al 
efecto  una  cuestión  de  competencia,  y  pretendió  cono- 
cer en  la  revuelta  de  los  Porj-as,  alegando  que  habia 
tenido  lugar  en  territorio  de  su  jurisdicción,  y  exijien- 
do  la  entrega  de  Francisco  de  Porras,  detenido  á  bor- 
do de  la  carabela,  tras  la  primera  declaración  lo  hizo 
poner  en  libertad,  sin  abrir  sumaria,  sin  escribir  un 
papel-.l  y,  no  satisfecho  todavía,  habló  de  encarcelar  y 
formar  causa  á  los  que  tomaron  las  armas  en  defensa 
del  almirante. 2  Con  lo  cual,  decia  Ovando,  no  hacia 
sino  defender  los  intereses  de  la  buena  justicia  y  aten- 
der  al  sostenimiento  de  los  derechos  del  trobierno,  con- 
tra  los  que  no  debian  prevalecer  los  del  almirantazgo. 
Colon,  resuelto  á  ser  víctima  de  las  mayores  iniquida- 
des, primero  que    ocasionar  el    mas    lijero   trastorno 


1.  Cristóbal  Colon.  Carta  d  su  lujo  don  Diego,  fechada  en  Se- 
villa d  21  de  noüiemhre  de  1504.  Cartas  del  almirante. 

2.  Fernando  Colombo.  Vita  dclV  AmmiragUo;  cap.  CVII. 


—316— 

en  líi  colonia,  se  contrajo  á  representarle  sonríen - 
,  do,l  con  la  tranquilidad  que  dá  la  resignación  cris- 
tiana, y  de  que  tan  penetrado  estaba,  cuan  ilusoria 
seria  la  autoridad  de  un  almirante  si  no  tuviera  fa- 
cultades de  castigar  una  rebelión  que  estallara  en  su 
propio  buque. 

Aquellos  miserables  partidarios  de  Porras  ^  que 
/no  liabian  desertado  al  llegar,  pidieron  volver  á 
España,  y  desprovistos  de  todo  jénero  de  recursos,  sin 
ropas  que  vestir,  solicitaban  pasaje  en  algún  buque. 
El  almirante,  que  luego  de  su  revolución  hubiera  po- 
dido dejarlos  bajo  la  guarda  del  gobernador,  y  embar- 
carse solo  con  sus  allegados  y  oficiales  en  la  carabela, 
con  tanta  mas  razón  cuanto  que  un  buque  no  tenia  ca- 
i  bida  para  todos,  considerando  lo  que  hablan  padecido 
jen  su  esploracion  por  las  costas  de  la  tierra  firme  se 
apiado  de  sus  crímenes,  ó,  como  el  decia,  de  su  enfer- 
medad moral,  y  creyó  "que  fuera  gran  cargo  de  con- 
ciencia los  dejar  y  desampararlos.  "'^  Destinó,  pues,  para 
ellos  la  nave  que  se  carenaba,  y  compró  de  su  peculio 
otra  en  la  que  se  trasladarla  á  España  con  su  familia, 
servidumbre  y  amigos. 

Para  cubrir  este  esceso  de  gastos  se  hizo  rendir 
cuentas  de  las  sumas  que  se  le  adeudaban,  que,  según 
cálculos  aproximados  que  hablan  hecho  sus  adictos,  se 
elevarían  á  un  total  de  once  mil  castellanos;  pero  no  se 
le  entregaron  mas  de  cuatro -rail.  Con  tal  motivo  tuvo 
un  violento  altercado  con  el  gobernador;  mas,  como  co- 
nociera que  Ovando  le  tendía  asechanzas  en  el  curso 
de  la  disputa,  se  las  destruyó  con  sagacidad  y  pruden- 
cia; dándose,  desde  aquel  momento,  gran  priesa  en  la 
reparación  de  la  carabela,  porque  permanecer  en  Santo 
Domingo   en  la  casa  de  un  enemigo  tan  artificioso  y 

1 .  Disimulaba  y  no  hacia  sino  reir.  Herrera .  Historia  general  de 
las  Indias  etc.  Década  1.'  lib.  VI.  cap.  XII. 

2.  Carta  del  almirante  d  su  hijo  du7i  Dierjo  fechada  en  Sevilla 
d  Vi  de  Diciembre  de  1506. 


—317— 

astuto  se  le  híicia  insoportable.  Añádase  á  eso  que  su 
posición  era  de  las  mas  falsas;  que  no  podia  manifestar 
sus  designios,  ni  dar  un  consejo,  ni  espresar  de  una 
manera  franca  su  pensamiento;  que  se  hallaba  en  el 
caso  de  desconfiar  de  todo  y  de  todos;  que  s6  veia  á0-» 
parado  de  la  administración  de  un  pais  del  cual  era  do- 
nador, y  virey  y  gobernador  perpetuo;  y  que,  por  últi- 
mo, contemplaba  ensangrentada  y  sin  colonos  la  mag-^ 
nífica  isla  á  que  quiso  llevar  la  civilización  y  la  dignii' 
dad  del  cristianismo.  ' 

La  gran  alma  del  mensajero  de  la  cruz  fluctuaba 
en  un  mar  de  amarguras. 

De  los  cinco  reinos,  de  ios  grandes  vasallos,  de  ios 
numerosos  caciques  de  la  Española,  nada  subsistia. 
Hasta  la  reina  Anacaona,  la  flor  de  oro,  la  encantadora 
soberana  de  Haiti,  la  de  fama  esclarecida,  la  niusa  vi- 
sible délas  mas  poéticas  rej iones,  la  que  era  á  untierii-i 
po  la  Ejeria,  la  Clio,  y  la  Talía  de  las  Antillas,  habiá 
desaparecido,  y  la  tortura,  la  ignominia  y  la  muerte  pa- 
gad ola  ^u  jenerosa  confianza  y  réjia  esplendidez  con 
los  de  Castilla.  Con  ella  cesaron  los  cantos,  las  gracio- 
sas danzas,  los  juegos  cómicos  y  la  alegría:  que  ya  so^ 
bre  las  diezmadas  y  esparcidas  tribus  no  estendian  su 
poder  sino  el  terror  y  la  desolación. 

A  las  matanzas  de  Jaragua  y  á  la  de  Higuey,  ha- 
bia  sucedido  los  tranquilos  y  cuotidianos  homicidios 
(|ue  se  cometían,  recargando 'de  trabajo  en  las  minas  á 
los  indíjenas. 

Porque  apenas  Bobadilla  hubo  puesto  los  grillos  á 
Colon,  protector  de  los  indios,  cuando  estos  seres  sin 
ventura,  que  engañados  por  los  rebeldes,  se  regocijaron 
de  su  infortunio,  se  vieron  sometidos  á  un  rigoroso  em- 
padronamiento, arrancados  á  la  tutela  dé  sus  caciques 
y  distribuidos  entre  los  colonos  á  quienes  pertenecían 
de  hecho  en  completa  propiedad.  Entonces,  por  la  pri- 
mera vez,  se  encontraron  sujetos  y  con  la  obligación 
de  trabajar  con   regularidad  en  las  minas;  que  en  la 


—318— 

práctica,  la  protección  cristiana  del  sistema  de  los  re- 
partimientos se  tornó  en  dura  é  insoportable  esclavitud. 

Las  órdenes  ulteriores  trasmitidas  á  Ovando  por  la 
reina  con  objeto  de  dulcificar  la  suerte  de  los  indios 
quedaron  pronto  olvidadas;  y  pretestando  que  los  indios 
eran  naturalmente  inclinados  á  la  pereza  y  á  los  vicios 
mas  odiosos,  y  que  seria  saludable  á  sus  almas  familia- 
rizarlos con  el  trabajo,  se  les  distribuyó  en  cuadrillas  ó 
por  categorías  á  españoles  insaciables,  venidos  á  la  isla 
no  para  poblarla,  sino  para  esplotarla,  y  que,  con  inicua 
barbarie  no  permitian  el  mas  insignificante  reposo  á  los 
desgraciados  puestos  en  sus  manos.  Avaros  sin  medi- 
da los  forzaban  á  trabajar  continuamente;  y  mientras 
que  su  codicia  se  negaba  á  darles  el  alimento  necesario, 
ellos,  separados  de  sus  mujeres,  de  sus  hijos,  arranca- 
dos á  todas  sus  costumbres,  debian,  so  pena  de  muer- 
te, seguir  á  sus  amos  á  las  lejanas  escursiones  á  que  los 
impelia  su  sed  de  oro.  El  descubrimiento  de  un  placer, 
era  para  los  indios  una  sentencia  funesta,  y  cada  mina 
se  tornaba  para  ellos  en  un  sepulcro.  Los  trabajado- 
res sucumbían  de  hambre  y  de  cansancio,  y  así  encon- 
traban la  muerte  en  las  escavaciones  como  en  los  bos- 
ques en  que  los  perseguían  implacables  cazadores  de 
hombres.  La  desolación,  el  espanto,  el  hambre  y  los 
trabajos  los  diezmaban  diariamente, y  la  muerte  segaba 
con  su  guadaña  tribus  enteras. 

Emigraban  aldeas  y  pueblos  en  masa,  perseguidos 
como  bestias  feroces  por  perros  y  caballeros,  otros  has- 
tiados de  la  vida  se  libertaban  de  tanta  tiranía  con  el 
suicidio,  y  las  enfermedades  remataban  la  obra  comen- 
zada por  la  iniquidad.  Estas  calamidades,  angustias  y 
crímenes,  fríamente  ejecutados,  oprimían  el  corazón  del 
almirante;  que  no  eran  duelos  lo  que  él  se  prometió  al 
descubrir  las  indias,  y  amaba  á  los  Inocentes  hijos  de 
aquella  tierra  y  habla  recibido  el  don  de  adivinarlos  y 
subyugarlos  por  su  ascendiente  personal.  Por  eso  ver- 
tieron lágrimas  la  primera  vez  que  se  separó  de  ellos 


—319— 

en  líi  Navidad,  y  en  Santa  Gloria  también  lloraron  su 
partida.  Pero,  por  desgracia,  nada  podía  hacer  en  su 
favor  á  la  sazón;  su  única  esperanza  descansaba  en  la 
justicia  de  la  reina,  y  de  la  noble  Isabel  venia  una  parte 
y  no  pequeña  de  sus  dolores,  porque  las  últimas  noti- 
cias llegadas  de  Castilla  anunciaban  que  la  estrella  res- 
plandeciente de  la  nación  Española  se  estinguia  en  su 
ocaso.  Lo  cual  traspasaba  el  corazón  del  almirante. 

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III. 


Con  arreglo  á  las  ordenes  de  su  hermano,  apresu- 
raba el  adelantado  los  preparativos  de  marcha. 

Al  fin,  el  12  de  Setiembre,  después  de  despedirse 
del  gobernador  y  de  los  mas  honrados  colonos,  subió 
el  almirante  con  sus  araigo.^,  oficiales  y  servidumbre  á 
bordo  de  la  carabela  que  habia  comprado.  En  la  otra, 
recientemente  carenada,  se  acomodaron  los  marineros 
que  quisieron  volver  á  España:  la  mandaba  don  Bar- 
tolomé. 

Apenas  se  habrían  alejado  dos  leguas,y  estando  aun 
á  la  vista  del  puerto,  un  imprevisto  chubasco  rompió  el 
palo  mayor  del  buque  de  Colon,  hendiéndolo  hasta  la 
quilla;!  pero  lejos  de  arribar,  para  componerlo,  el  al- 
mirante se  traslado  en  seguida  con  su  séquito  á  la  nave 
del  adelantado  y  continuó  el  viaje,  mientras  que  la  ca- 

1.     Fernando  Colonibo.  Vlfa  delV  Ammiraplio,  cap.  CVII. 


— 320  " 

rebela  inaltratada  tornaba  á  Santo  Domingo.  El  viaje 
fue  bastante  bueup  mientra^  se  navegó  pov  las  Antillas, 
ípas  asi  que  hubieron  salido  de  sus  latitudes,  la  mar 
se  ajitó,  y  durante  upa  horrorosa  tempestad,  recayó  el 
almirante,  ^tacado  de  su  rehumatismo  articular,  que- 
d^pdo  como  paralizado  en  su  camarote. 

Habia  vuelto  á  empezar  la  lucha  con  los  vientos  y 
las  ^gua^. 

El  sábado,  9  de  Octubre,  tras  una  violenta  borras- 
ca, en  ocasión  que  los  elementos  hablan  cedido  de  su 
furor,  una  repentina  rachada  partió  el  palo  mayor  por 
cuatro  sitios.  Los  consejos  del  almirante,  dados  desde 
su  lecho,  y  la  industria  del  adelantado  remediaron  el 
accidente,  y  el  árbol  fué  cortado,  asegur-adas  las  unio- 
nes con  tablas  del  castillo  de  popa,  y  aferrado  todo  con 
cabos. 

V  Pocos  dias  después,  otra  tormenta,  rompió  el  palo 
de  mesana.  Restaban  todavía  setecientas  leguas  de  ca- 
mino, y  en  lugar  de  esforzarse  por  ganar  las  Azores 
para  reparar  las  averias  y  cambiar  la  arboladura,  como 
hubiera  hecho  todo  capitán  prudente.  Colon,  habituado 
á  los  auxilios  dej  Altísimo  no  pareció  parar  mientes  en 
e\  nuevo  siniestro.  Sus  dolores  no  le  dejaban  reposo 
alguno;  y  como,  además,  sombríos  presentimientos  aji- 
taban  &u  espíritu,  se  le  hacia  tarde  estar  cerca  de  la 
^eina.  Continuó,  pues,  derechamente,  su  rumbo  á  Cas- 
tilla. El  resto  del  viaje  fué,  sin  cesar,  dificultoso  y  abun- 
dante en  peligros,  hasta  que  al  cabo,  de  tempestad  en 
tempestad,  llegó  "por  permiso  de  Dios,  "i  al  puerto  de 
Sanlucar  de  Barrameda  el  7  de  Noviembre. 


1.     Herrera.  Historia  general  de  los  viajes  efr.,  en  la.^  India.' 
cidentales.  Década  i.'  lib.  VI,  cap.  XII. 


CAPITULO  VIH. 


I. 


La  natural  alegría  que  rebosa  en  el  pecho  del  ma- 
rino cuando,  tras  los  peligros  de  una  larga  navegación 
vuelve  á  ver  la  patria,  quedó  reprimida  en  el  instante 
con  la  tristeza  pública.  El  ánjel  protector  de  Castilla, 
la  reina  idolatrada,  Isabel  la  católica,  en  suma,  sucum- 
bia  á  una  lenta  enfermedad. 

No  obstante  su  ardiente  deseo  de  trasladarse  en  el 
acto  á  Medina  del  Campo,  á  la  sazón  residencia  de  la 
corte,  tuvo  el  almirante  que  detenerse  en  Sevilla,  foco 
de  sus  adversarios.  Sus  dolencias  le  forzaron  á  hospe- 
darse en  un  mesón;  que  hasta  los  escasos  amigos  que 
contaba  en  la  ciudad  se  hallaban  ausentes,  y  su  fiel  ad- 
mirador el  sabio  teólogo  Er.  Gaspar  Gorricio  habia  aban- 
donado, si  bien  por  poco  tiempo,  la  cartuja  de  las  Cue- 
vas. El  tiempo  triste  y  sombrío  como  los  ánimos,  agra- 
vaba la  situación  del  que  vivia  alejado,  como  un  es- 
tranjero,  en  el  pueblo  que,  por  su  causa,  se  habia  torna- 
do en  centro  de  los  negocios  coloniales,  pues  durante 
su  ausencia  las  oficinas  de  la  marina  habían  recibido  su 
completa  organización,  y  el  almirantazgo  de  las  Indias 
formaba  un  verdadero  ministerio  de  marina  y  ultra- 
mar, cuya  dirección  estaba  en  manos  del  implacable 

41 


—322— 

Fonseca.  Designábase  este  ministerio  con  el  nombre 
de  Casa  de  la  Contratación. 

Así  pues,  Colon,  que  se  habia  prometido  descansar 
de  sus  trabajos  y  cuidados  al  llegar  á  Europa,  se  veia, 
á  pesar  suyo,  en  medio  de  sus  perseguidores.  Además, 
los  marinos  que  por  lástima  trajo  á  España  á  su  costa 
y  entre  los  cuales  se  contaban  muchos  rebeldes,  no  pu- 
diendo  obtener  de  Fonseca  el  pago  de  sus  atrasos  y 
conociendo  su  jenerosidad  lo  importunaban  con  sus  re- 
clamaciones, persuadidos  de  que  no  se  olvidarla  de  ha- 
cerlas valer.  Así  las  cosas,  é  imposibilitado  Colon  de 
abandonar  su  lecho  de  dolores  y  de  escribir  sin  gran 
dificultad ,  supo  que  los  emisarios  de  sus  enemigos,  los 
revoltosos  que  habian  atentado  á  su  vida,  eran  bien  re- 
cibidos en  la  corte  á  la  que  iban  con  prolijos  afeites 
y  "barbas  de  poca  vergüenza,  "i  como  él  dice,  á  maqui- 
nar contra  su  persona,  mientras  los  procesos  que  se  les 
formaron  quedaron  en  el  buque,  que  apenas  sahdo  del 
puerto  hubo  de  volver  á  Santo  Domingo  para  carenar- 
se. Colon  escribió  entonces  á  los  reyes  para  informarlos 
de  lo  pasado,  y  asimismo  al  tesorero  Morales,  á  quien, 
temiendo  prestase  oidos  á  las  calumnias  de  los  Porras, 
remitió  copia  de  los  juramentos  por  los  cuales,  los  re- 
beldes, al  solicitar  su  perdón,  se  comprometieron  á  obe- 
decerle en  adelante.  También  se  dirijió  al  doctor  Án- 
gulo y  al  licenciado  Zapata,  secretario  de  SS.  A  A.  para 
atenuar  el  efecto  de  las  acusaciones  de  los  Porras. 

Añadíase  á  los  padecimientos  físicos  del  almirante 
el  dolor  moral  mas  intenso  que  pudiera  lastimar  su  co- 
razón, y  era,  que  sucumbía  á  un  mal  incurable  la  mu- 
jer heroica  que  lo  comprendió,  lo  adivinó  y  se  hizo  su 
protectora  y  amiga;  y  ni  podia  hablarle  ni  escribirle  en 
aquel  momento  terrible,  ni  se  atrevía  á  hacerse  pre- 
sente á  su  memoria,  en  la  que  por  otra  parte  confiaba. 


1.     Cartas  de  don  Cristóbal  Colon  d  su  hijo  don  Diego.  Fecha  en 
Sevilla  á  21  de  Noviembre  1504. 


—323- 

Tampoco  tenia  ya  cerca  de  Isabel  á  la  virtuosa  doña 
Juana  de  la  Torre  que  hubiera  sido  la  única  persona, 
tal  vez,  que  habria  tenido  ánimo  bastante  para  hablar 
de  él  á  S.  A  en  tales  dias.  Todas  las  semanas  llegaban 
á  Sevilla,  correos  de  la  corte,  y  las  noticias  que  traian 
afectaban  el  ánimo  del  grande  hombre,  de  tal  manera, 
que,  son  sus  palabras  "le  encrespaban  los  cabellos,  "i 

Mas  ¡ay!  que  en  el  momento  del  desembarque  de 
Colon  todas  las  esperanzas  se  habian  perdido  ya. 

Habitaba  la  reina  en  Medina  del  Campo  cuando 
esperimentó  los  primeros  síntomas  de  una  enfermedad, 
cuyos  progresos,  declarada  que  fué,  ya  no  se  detuvieron. 
Atribuíanlo  unos  á  irritación  vajinal^  ocasionada  por 
las  molestias  de  la  equitación  durante  la  guerra,  y  otros 
á  los  disgustos  que  le  causó  la  pérdida  sucesiva  del  in- 
fante don  Juan,  de  su  hija  mayor  doña  Isabel,  de  su 
nieto  don  Miguel,  y  á  los  disturbios  domésticos  que 
tan  desgraciada  hicieron  á  su  hija  doña  Juana,  casada 
con  el  archiduque  Fehpe  el  hermoso;  pero  nosotros 
creemos  que  todas  estas  causas  reunidas  orijinaron  y 
agravaron  de  una  manera  cruel  su  posición. 3  Y  aunque 
su  enérjica  voluntad  cedió  algún  tanto  á  la  pérdida  de 
fuerzas  físicas,  y  le  fué  preciso  suspender  una  parte  de 
sus  trabajos  ordinarios,  consagraba  aun  todos  los  dias 
muchas  horas  á  los  negocios  de  su  reino.  En  este  es- 
tado recibió  la  carta  del  almirante  escrita  el  7  de  Julio 
de  1503  en  la  Jamaica,  y  traída  milagrosamente  por 
Diego  Méndez  á  Castilla. 

Pero  la  reina  no  había  esperado  la  llegada  del  bi- 
zarro escudero  para  ocuparse  del  almirante,  y,  en  tanto 
que  yacia  abandonado  en  una  remota  costa,  le  probaba 

1.  Cartas  de  don  Cristóbal  Colon  d  su  hijo  don  Diego.  1.°  de 
Diciemhre  de  1508. 

2.  "Putridum  et  verecumdum  ulcus  quod  ex  assiduis  ad  grana- 
tara  equitationibus  contraxisse  aiunt."  Alvar  Gómez  de  Castro,  De 
rehus  gestis  Francisci  Ximenii,  lib.  III,  fol.  47. 

3.  Lucio  Marineo,  Las  cosas  memorables  de  la  España;  lib. 
XXI. 


—324—      ' 

la  constancia  de  su  memoria,  nombrando  guarda  de  su 
persona  á  su  hijo  mayor  con  un  sueldo  de  cincuenta 
mil  maravedis  al  año;i  poco  después  escribió  dos  veces 
al  gobernador  Ovando  para  que  protejiera  los  derechos 
del  almirante^  conforme  á  las  capitulaciones  de  Santa 
Eé,  y  mas  adelante  concedió  á  su  hermano,  el  eclesiás- 
tico don  Diego,  cartas  de  naturaleza  para  poderlo  in- 
vestir con  algún  beneficio.^ 

Quiso  Isabel  admitir  á  su  presencia  al  piadoso  y 
leal  servidor  del  almirante,  y  oyó  los  pormenores  de 
aquella  navegación,  contra  la  cual  parecía  haberse  com- 
binado el  poder  de  los  elementos,  última  lucha  del  re- 
velador del  globo  contra  las  fuerzas  de  la  naturaleza; 
espedicion  sin  igual  por  los  peligros  y  sufrimientos  y 
en  la  que  le  acometió  la  atmósfera  con  todos  sus  rigo- 
res y  el  mar  con  todos  sus  peligros:  escuchó  la  relación 
del  descubrimiento  de  las  minas  de  oro  de  Veragua  y 
de  la  obstinada  perquisición  del  estrecho  que  no  se  ha- 
bia  encontrado  por  falta  de  bajeles  en  estado  de  conti- 
nuar esplorando  las  costas;  pero  cuya  apertura  en  un 
paraje  mas  lejano,  confirmaba  la  existencia  reconocida 
de  nuevo,  de  un  mar  de  la  otra  parte  de  la  tierra  fir- 
me. Supo  asiuiismo  de  boca  del  noble  escudero  el  es- 
tado de  la  colonia  en  que  habia  pasado  nueve  meses 
contra  su  voluntad;  y  también  las  matanzas  de  Jara- 
gua  y  de  Higuey,  la  esclavitud  á  que  el  trabajo  de  las 
minas  servia  de  pretesto,  y  el  fin  lamentable  de  la  poé- 
tica, noble  y  hospitalaria  reina  Anacaona.  Llenóse  de 
amargura  su  corazón  con  tan  horribles  detalles,  y  rebo- 
sando indignación  dijo  al  presidente  del  consejo  de  jus- 

1.  Nombramiento  de  contino  á  don  Diego  Colon.  Aechiv.  de 
Simancas;  lib.  de  continos.  Letra  C. 

2.  Carta  de  la  reina  al  comendador  Ovando,  fecha  en  Segovia 
á  27  días  del  mes  de  Noviembre  de  1503.  Documentos  diplomáticos. 
núm.  CLII. 

3.  Naturáfeza  de  Reinos  á  don  Diego  Colon  hermano  del  almi- 
rante.   Registrado  en,  el  JReal  Archivo  de  Simancas,  en  el  sello  de 

Corte. 


—325— 

ticia,  al  hablarle  de  Ovando;  "yo  vos  le  haré  tomar  una 
residencia  cual  nunca  fué  tomada,  "i 

Para  recompensar  la  fidelidad  del  valeroso  Diego 
Méndez^  que  Colon  habia  hecho  capitán,  quiso  enno- 
blecerlo y  le  dio  por  armas  blasones  que  perpetuaron 
el  recuerdo  de  su  heroismo. 

Presto  el  cambio  de  semblante  de  Isabel  inquietó 
á  la  corte.  Pero  como  para  el  tratamiento  de  una  en- 
fermedad cuya  causa  era  interna  y  orgánica,  las  consul- 
tas de  la  medicina  tuvieron  que  ser  siempre  verbales, 
pues  su  estremado  pudor  no  consintió  jamas  el  uso  de 
las  esploraciones  quirurjicas  acostumbradas,  y  necesa- 
rias en  su  posición,  los  recursos  del  arte  no  fueron  sino 
accesorios;  y  una  vez  declarada  duró  cien  dias  en  pro- 
gresivo aumento.^ 

La  solicitud  de  la  nación  por  su  soberana  fué  es- 
tremada:  veiase  en  las  iglesias  el  pueblo  dirijir  sus  ple- 
garias al  cielo;'*  imponíanse  ayunos,  hacíanse  novenas, 
ofrecíase  el  Santo  Sacrificio  y  se  vertían  por  los  caste- 
llanos copiosas  lágrimas,  porque  la  reina  era  el  honor, 
la  gloria,  la  éjida,  la  esperanza  de  cada  familia;  perso- 
nificaba la  delegación  del  poder  divino  de  los  monar- 
cas, y  en  el  imperio  inmaculado  de  su  nombre  reasu- 
mía la  autoridad  maternal  de  la  corona.  Enternecida 


1.  Herrera.  Historia  general  de  los  viajes  y  conquistas  etc.,  en 
las  Indias  occidentales.  Década  1.  lib.  IV.,  cap.  IV. 

2.  Diepo  Méndez  nos  dará  una  prueba  del  recelo  é  injusticia 
con  que  trata  cierta  escuela  todo  ]o  que  atañe  al  catolicismo.  No 
atreviéndose  Humboldt  á  calificar  de  loco  á  este  cristiano  heroico, 
que  salvó  tres  veces  la  espedicion,  durante  aquella  memorable  cam- 

Eaña,  se  contenta  con  llamarlo:  "un  homme  bizarre."  Pero,  ¿por  qué 
í  dá  este  nombre?  Porque  es  admirablemente  singular  y  singular- 
mente sublime.  Humboldt.  Examen  critique  etc.  t.  III,  p.  239. 

3.  Historia  Palentina. — Por  el  continuador  anónimo  del  obis- 
po don  Hodrigo  Sánchez  de  Arévalo. 

4.  "Quibus  diebus  cum  omnes  suae  domus  equites,  sacerdotes, 
et  totius  Hispaniee  populi  per  omaes  ecclesias  sacrificiis  orationibus, 
jejuniis  et  lachrymis  pro  ejus  salute  profusis  Deum  optimum  máxi- 
mum deprecarentur...  etc."  Lucio  Marineus  Siculus,  De  rebus  Eis' 
jpanicB  memorahilibus,  lib.  XXI. 


—326— 

Isabel  con  la  iniciativa  tomada  por  sus  vasallos  no  se 
opuso  á  sus  piadosos  deseos;  pero  cuando  hubo  reco- 
nocido la  ineficacia  de  sus  votos  no  quiso  que  se  im- 
portunara al  cielo  con  sus  súplicas,  y  dando  el  ejemplo 
de  la  mas  completa  resignación  á  la  voluntad  del  Altí- 
simo, dispuso  que  cesaran  las  rogativas  públicas  por  su 
curación,  y  manifestó  solo  deseos  de  que  se  rogase  á 
Dios  por  la  salud  de  su  alma. 

Como  generalmente  acontece  en  tales  casos,  en  este 
periodo  tomó  la  enfermedad  el  carácter  hidrópico^  que 
viene  á  ser  entonces  su  modo  de  terminar.  La  reina  es- 
perimentaba  una  repugnancia  invencible  á  toda  clase 
de  alimentos;  se  sentia  devorada  por  una  sed  insacia- 
ble;2  y  la  exacerbación  de  los  sufrimientos  locales  no 
disminuía  en  lo  mas  mínimo  los  dolores  que  esperiraen- 
taba  en  todas  las  articulaciones. 

Tres  dias  antes  de  su  muerte  añadió  Isabel  un  co- 
dicilo  á  su  testamento,  redactado  el  12  de  Octubre  pre- 
cedente, en  el  cual,  pudorosa,  hizo  preveer  y  prohibir 
para  su  cuerpo  el  embalsamamiento  que  precede  al 
entierro  de  los  soberanos,  pues  no  quería  que  ni  aun 
la  muerte  abrogara  aquella  ley  de  recato  y  honestidad 
que  fué  la  casta  regla  de  su  vida;  y  humilde,  prohibió 
también  se  le  consagrara  un  sepulcro  suntuoso. 

Circulaba  en  la  corte  la  noticia  de  que  Isabel  ha- 
bía hecho  prometer  al  rey  la  destitución  y  castigo  de 
Ovando,  que  se  había  bañado  en  la  sangre  de  los  in- 
dios, protejer  aquellos  pueblos  lejanos  que  tanto  deseó 
someter  al  dulce  dominio  de  la  cruz  y  reintegrar  en 
sus  derechos,  títulos  y  gobierno  á  el  almirante,  y  así  era 


1.  Sparsus  esfc  illi  humor  per  venas,  paulatim  labitur  in  hidropi- 
siam.  Nec  deserit  illam  febris  intra  rcedulam  jam  delapsa."  Petri 
Martyris  Anglerii,  Opus  Epistolarum,  liber  decimus  septimus.  Epist. 
CCLXXIII. 

2.  "Die  noctuque  perpetuum  est  potus  immoderatum  deside- 
rium,  cibi  vero  nausea."  Petri  Martyris  Anglerii,  Opus  Epístola- 
rum,  Ibidem. 


—327— 

en  efecto.  Pero  deciase  al  mismo  tiempo  en  Sevilla  que 
S.  A.  habia  hablado  de  Colon  en  su  testamento,^  y  era 
falso,  porque  motivos  de  prudencia  le  impusieron  un  si- 
lencio que,  daba  testimonio  de  la  fidelidad  de  su  me- 
moria, lejos  de  acusarla  de  olvidadiza.  En  provecho  de 
Colon  se  abstuvo  de  disponer  lo  mas  mínimo  á  su  fa- 
vor, pues  le  conocia  bastantes  enemigos  y  temia  fuese 
á  aumentar  su  número  la  mala  voluntad  que  le  profe- 
saba su  marido;  que  la  ausencia  de  Colon  ni  le  defen- 
día de  los  tiros  de  la  envidia,  ni  embotaba  sus  empon- 
zoñadas saetas. 

Mientras  que  Colon  esponia  su  vida  por  Castilla, 
en  el  momento  mismo  en  que  varaba  en  la  Jamaica, 
sintiéndose  apoyadas  las  oficinas  de  Sevilla  por  una  ele- 
vada persona,  pidieron  á  la  reina,  á  la  sazón  impedida 
por  sus  dolencias,  despachase  con  igual  prontitud  que 
otras  veces  los  negocios  de  ultramar,  designando  cerca 
de  su  persona  á  alguna  de  confianza,  á  la  cual  se  diriji- 
rian  para  lo  tocante  á  la  administi ación  de  las  Indias 
y  empresas  de  las  mares  de  occidente.  Una  car- 
ta, fechada  en  Alcalá  el  5  de  Julio  de  1503,  en  res- 
puesta á  las  oficinas  de  marina,  manifiesta  las  importu- 
nidades y  exijencias  de  los  perseguidores  del  grande 
hombre  que  apoyaban  diariamente  á  competidores  y 
á  estranjeros  en  violación  de  los  derechos  y  tratados  del 
almirante;  y  sin  admitirlos,  señaló  la  reina  para  recibir 
este  jénero  de  comunicaciones  á  Ruiz  de  Castañeda, 
secretario  del  real  despacho.^ 

Al  fin,  conociendo  Isabel  que  su  hora  postrera  se 
acercaba,  hizo  que  la  vistieran  con  el  hábito  de  la  or- 
den de  San  rrancisco,^  cuya  regla  observaba  de  mu- 
chos años  atrás,  y  así  recibió  con  todo  el  ardor  de  su 

1.  Carta  del  almirante  don  Cristóbal  Colon  ásti  hijo  don  Diego. 

2.  Colección  de  documentos  inéditos  para  la  Historia  de  España. 
Tomo  XIII,  p.  496. 

3.  ''Cojuí?  Corpus  habitu  sancti  Francisci  reconditum  auimam 
Deo  reddidit."  Lucias  Marienus  Siculus,  De  rehus  Hispanice  tnemo' 
rahilibiís,  liber.  XXI,   de  Isabelia)  regina)  morte. 


—328— 

piedad  el  Santo  Viático.  Permaneció  su  fisonomía  en 
sus  últimos  momentos  con  la  misma  dulce  espresion  de 
siempre;  la  majestad  real  y  la  gracia  femenil  no  solo  no 
la  abandonaban,  sino  que  perraanecian  unidas  en  su  le- 
cho de  muerte,  y  la  postración  de  sus  miembros,  el 
abatimiento  de  su  cuerpo,  torturado  de  una  manera  tan 
secreta,  y  la  languidez  con  que  se  cerraban  sus  ojos  ha- 
cian  su  agonia  semejante  al  sueño  de  la  tumba.  Cuan- 
do la  llevaron  los  últimos  socorros  de  la  Iglesia  para 
el  consuelo  de  los  enfermos:  la  estremaucion,  su  inmo- 
vilidad era  completa;  mas  al  ir  á  descubrirle  .los  pies 
para  imponerles  los  santos  óleos,  un  estremecimiento 
repentino  ajitó  á  la  moribunda:  era  que  el  pudor  se  so- 
breponía al  aniquilamiento:  hizo  un  ademan  y  se  in- 
corporó para  cubrir  y  retirar  aquellos  miembrosl  que 
salvo  su  marido,  nadie,  ni  aun  sus  damas,  vieron  en 
completa  desnudez. 

La  lucha  contra  la  destrucción  duró  todavía  algu- 
nas horas,  hasta  que  el  martes,  26  de  Noviembre^  de 
1504,  á  las  doce  de  la  mañana,^  voló  á  los  cielos  el  al- 
ma de  la  que  fué  en  la  tierra  un  dechado  de  virtud. 

Con  ella  se  eclipsó  la  gloria  y  la  felicidad  de  las 
Españas.* 

1.  "Non  erit  silentio  proetereundum  tatam  fuisse  in  ea  lionesti 
tatis  et  pudicitiae  copiam,  quod  et  dum  unctionem  extremam  reci- 
peret,  etsi  jam  semianiínis  esset,  pedem  nudum  in  quo  unctio  pone- 
retur,  nulli  etiam  alcun  familiari  ñeque  raulieri  ostendi  pateretur... 
etc."  Historia  Palentina.  "Cuya  honestidad  fué  tanta  hasta  que  el 
alma  se  le  queria  salir,  que  cuando  le  daban  la  extremaunción  no 
consintió  que  le  descubriesen  el  pié,..,  etc."  Las  cosas  memorables 
de  la  España. 

2.  "Obiit  autem  Hispaniarum  máximum  decus  in  oppido  me- 
thyna  campi,  die  vigésimo  sexto  novembris  anno  millesimo  quin  gen- 
tesimo  quarto."  Lucii  Marinei  Siculi,  De  rebus  Hispaniae,  lib.  XXI. 

3.  Hemos  querido  fijar  minuciosamente  el  dia  y  hora  de  su  fa- 
llecimiento para  quitar  la  incertidumbre  que  ocasionan  las  distintas 
fechas,  en  las  cuales  se  pone  este  acontecimiento  por  acreditados 
historiadores.  Lucio  Marineo  era  capellán  de  S.  A.  el  rey,  y  Pedro 
de  Torres,  hermano  de  doña  Juana,  nodriza  del  infante,  habia  sido 
de  la  servidumbre.  Y éase  Apuntamientos  de  Pedro  de  Torres.  Bib. 
Eeal,  núm.  96,  fól.  10. 

*    Véase  nuestra  Isabel  la  Católica^  p.  65  y  siguientes.     N.  del  T. 


-339— 


II. 


Durante  este  tiempo  sufría  el  almirante  crueles  an- 
gustias y  se  estremecía  con  la  idea  de  perder  á  la  reina 
que  era  el  alma  de  los  descubrimientos,  la  abogada  de 
las  Indias,  la  protectora  de  la  verdad  y  de  la  justicia, 
la  imájen  de  lo  hermoso  y  de  lo  bueno,  y  el  bello  ideal 
de  la  majestad  del  trono;  y  hacia  votos  á  la  Santísima 
Trinidadi  por  la  conservación  de  sus  días. 

Apenas  llegado  á  Sevilla  había  concertado  Cristó- 
bal Colon  el  modo  de  ir  á  Medina  del  Campo.  Impo- 
sibilitado de  soportar  el  paso  del  caballo  y  las  intem- 
peries, imajinó  hacerse  trasladar  á  brazos.  Pero  como 
una  silla  de  manos  de  las  dimensiones  ordinarias  no 
podía  convenir  á  su  estado,  para  evitar  demoras  resol- 
vió; que  tan  grande  era  su  afán  de  hacer  el  viaje,  em- 
prenderlo en  la  litera  de  un  muerto,  en  la  que  se  traje- 
ron los  restos  del  cardenal  Hurtado  de  Mendoza,  últi- 
mo arzobispo  de  Sevilla.  En  su  consecuencia  suplicó  al 
cabildo  se  sirviera  prestársela  en  razón  á  que  sus  do- 
lencias no  le  permitían  hacer  el  viaje  de  otro  modo. 
Tuvo  el  cabildo,  como  se  vé  en  los  archivos  de  la  Ca- 
tedral, una  junta  el  26  de  Noviembre  de  1504  para  de- 
liberar acerca  de  la  petición  del  almirante  de  las  In- 

1.  "Plega  á  la  Santa  Trinidad  de  dar  salud  á  la  reina  nuestra 
Señora."  Carta  de  don  Cristóbal  Colon  á  su  hijo  don  Diego.  En 
Sevilla  1?  de  Diciembre  de  1504. 

42 


—330— 

dias,i  pero  no  obstante  su  deseo  de  coraplacerle,  como 
la  notoria  pobreza  de  Colon  no  aseguraba  á  los  señores 
canónigos  de  los  deterioros  que  pudiera  esperimentar 
la  litera  en  el  camino,  no  consintieron  hacer  el  présta- 
mo sino  bajo  la  condición  de  que  el  asistente  de  Sevi- 
lla, Francisco  Pinelo,  tesorero  de  la  marina,  se  obligase 
personalmente  á  devolverla  á  la  Catedral  en  buen  es- 
tado.2 

Proyectaba  entonces  Colon  tomar  el  camino  mas 
largo,  es  verdad;  pero  también  el  mas  cómodo:  la  anti- 
gua via  romana,  llamada  de  la  Plata,  y  que  de  Mérida 
conduce  á  Salamanca.  Mas  no  pudo  ponerse  en  mar- 
cha porque  la  agravación  de  sus  males  y  el  rigor  desa- 
costumbrado de  la  estación  le  impidieron  dejar  el  lecho. 

Se  sabe  por  la  misma  correspondencia  del  almirante 
que  llegaban  todas  las  semanas  á  Sevilla  correos  de  la 
corte  con  noticias  de  la  augusta  paciente;  pero  sin  em- 
bargo, el  3  de  Diciembre  ignoraba  todavía  la  calami- 
dad sobrevenida,  pues  disponia  la  marcha  de  su  her- 
mano don  Bartolomé,  de  su  hijo  don  Pernando  y  del 
buen  Carvajal,  y  pedia  á  Dios  por  el  restablecimiento 
de  la  reina,  cuando  ya  debia  de  haber  recibido  en  el 
cielo  el  premio  de  sus  obras  inmortales. 

Unia  al  almirante  con  Isabel  la  Católica  un  vín- 
culo de  simpatía  recíproca  y  superior,  arraigada  pro- 
fundamente y  fortalecida  y  desarrollada  con  su  mutuo 
entusiasmo  por  la  naturaleza,  fecundada  con  el  calor 
de  la  fé,  y  vivificada  en  Cristo,  su  principio  y  fin  fun- 
damental. A.SÍ  es  que  al  recibir  la  funesta  nueva,  el  do- 
lor y  la  aflicción  que  sufrió  solo  son  comparables  al  de 
un  padre  que  ve  morir  á  su  hija  única;  porque  con 

1.  "Este  dia  mandaron  sus  mercedes  que  se  preste  al  almirante 
Colon  las  andas  en  que  se  trujo  el  cuerpo  del  señor  cardenal  don 
Diego  Hurtado  de  Mendoza."  Archivo  de  la  contaduría  de  la  santa 
Iglesia  de  Sevilla.  Colección  diplomática,  núm.  CLIV. 

2.  "E  se  toma  una  cédula  de  Francisco  Pinelo  qué  asegure  de 
las  volver  á  esta  iglesia,  sai:  as"  Archivo  de  la  contaduría  de  la  santa 
Iglesia  de  Sevilla.  Colección  diplomática,  nxim.  CLIV. 


—331— 

Isabel  perdía  no  solo  á  su  reina  sino  á  una  incompara- 
ble amiga.  Isabel  amaba  con  filial  ternura  y  honraba 
con  respetuosa  deferencia  al  ser  superior  que  Dios  le 
habia  enviado,  contemplaba  en  él  sus  propias  cualida- 
des, es  decir,  sus  eminentes  virtudes,  admiraba  su  mo- 
destia, su  sencillez  de  santo  y  su  poético  candor, 
y  solamente  ella  veia  claro  su  grandeza,  solo  ella  es- 
perimentaba  el  respeto  que  impónia  su  misión  provi- 
dencial, porque,  salvo  algunos  seres  privilejiados,  entre 
los  cuales  se  contaban  varios  obispos  y  relijiosos,  el 
resto  de  los  españoles  no  lo  consideraba  mas  que  como 
un  alto  funcionario  de  marina  que  servia  á  la  coro- 
na en  ultramar,  ó  como  un  almirante,  esplorador  de 
mares  poco  conocidos,  y  al  que  su  oríjen  jenoves  ha- 
cia siempre  un  tanto  sospechoso;  solo  ella  habia  apo- 
yado sus  planes  y  su  administración  á  despecho  de  las 
oficinas  de  Sevilla,  de  los  cortesanos,  de  los  consejeros, 
de  la  opinión  pública,  del  mismo  rey,  y  no  habia  ce- 
dido mas  que  en  una  ocasión  á  las  apariencias:  que  era 
preciso  que  la  imperfección  humana,  que  la  debilidad 
de  la  mujer,  apareciese,  siquiera  como  un  relámpago  en 
el  curso  de  aquella  amistad  sin  igual,  si  bien  supo  re- 
parar su  falta  vertiendo  en  secreto  lágrimas  de  dolor  y 
pesar  profundos  por  la  desgracia  en  que,  sin  voluntad, 
fué  cómplice.  Pero  para  el  alma  ardiente  de  #olon 
aquel  momento  no  habia  existido.  Para  él  siempre  fué 
la  incomparable  Isabel  el  tipo  de  la  purez?,  de  la  cons- 
tancia y  de  la  fidelidad  á  la  palabra,  y  la  esencia  de 
las  gracias   y   de   la  poesia  de    la   humanidad.!    ¿A 

1.  La  Francia,  tan  hospitalaria  para  los  nombres  gloriosos,  y 
tan  amante  de  la  justicia  histórica  no  conoce  cual  se  debe  la  vida  de 
la  noble  Isabel.  Somo8,^sin  embargo,  acreedores  á  Mr.'  Ferdinand 
Denis,  autor  de  las  Crónicas  caballerescas  de  España,  de  una  muy 
importante  biografía  de  la  reina  católica,  publicada  hace  algunos 
años  en  la  Mevista  de  París.  Después  de  este  hermoso  trabajo,  no- 
table por  todos  conceptos,  los  juicios  del  sabio  abate  Eohrbacher, 
autor  de  la  Historia  general  de  la  Iglesia,  y  los  de  Mr.  Eossew- 
Saint-Hilaire,  autor  de  la  Historia  de  España,  componían  lo  que 
poseia  la  Francia  de  mas  completo  sobre  la  vida  de  Isabel,  cuando 


•  —332— 

quién  cotnunicaria  en  adelante  las  impresiones  de  sus 
viajes?  ¿Para  quién  emprendería  nuevos  descubrimien- 
tos? ¿Quién  le  seguiría  ya  en  ellos  con  la  imajinacion 
y  le  agradeceria  sus  trabajos?  ¿Quién  vendría  en  su  au- 
xilio para  realizar  el  objeto  final  de  sus  esperan- 
zas: la  redención  del  sepulcro  de  nuestro  Señor?  Por 
eso,  cuando  se  hubo  penetrado  de  que  su  desgracia  era 
inevitable,  de  que  la  reina  habia  muerto,  su  dolor  in- 
menso le  abismó  en  un  silencio  profundo,  y  no  procuró 
espresar  lo  inespresable.  Únicamente  se  sabe  que  sus 
padecimientos  físicos  se  agravaron  de  un  modo  cruel, 
pues  él,  que  tan  lacónico  y  conciso  se  manifestaba  en 
lo  que  concernía  á  su  persona,  confesó  en  su  primera 
carta  á  su  hijo,  que  hacia  gran  esfuerzo  para  escribirle 
á  causa  del  "mal  horrible"  que  le  aquejaba.^ 

También  el  mas  ilustre  guerrero  de  España,  el  cé- 
lebre Gran  Capitán,  Gonzalo  Pernandez  de  Córdoba  es- 
taba traspasado  de  dolor,  y  por  su  rostro,  tostado  con 
el  sol  de  Italia,  rodaban  copiosas  lágrimas  que  la 
muerte  de  Isabel  habia  llenado  su  pecho  de  indeci- 
ble aflicción. 2  El  elegante  latino  Pedro  Mártir,  escri- 

el  ilustre  padre  Ventura  de  Raúlica,  con  justicia  apellidado  el  Bos- 
suet  italiano,  ha  popularizado  en  ella  la  gloria  de  esta  gran  soberana, 
por  medio  de  un  libro  monumental. 

ItsumeinsL  católica  tenia  naturalmente  su  asiento  señalado  entre 
los  mírelos  de  grandeza  y  piedad,  que,  con  tanta  magnificencia,  es- 
ponia  á  nuestra  contemplación  el  libro  intitulado  La  mujer  católica. 
El  maestro  de  los  oradores  italianos,  que  también  es  el  primero  de 
los  predicadores  franceses,  y  no  tiene  mas  émulo  que  el  célebre  do- 
minico Lacordaire,  hombre  único  en  su  j  enero,  no  ha  mucho  tan 
admirable  por  su  elocuencia  como  al  presente  por  ^su  silencio  el  E. 
P,  V.  de  Itaúlica,  usando  de  la  autoridad  que  le  es  propia,  ha  de- 
mostrado la  superioridad  de  la  reina  Isabel  sobre  su  marido,  y  el 
maravilloso  papel  que  le  reservó  la  providencia  en  el  descubrimiento 
del  Nuevo  Mundo;  reducido  á  su  verdadero  valor  á  Fernando  el 
Católico,  distinguido  la  verdadera  causa  de  su  forma,  é  indicando 
sucintamente  por  medio  de  apreciaciones  llenas  de  profundidad  el 
carácter  de  ese  rey,  que  no  fué  grande  sino  con  Isabel  y  por  Isabel. 
Nuestros  lectores  podrán  formarse  mas  cabal  idea  de  Isabel  leyendo 
la  grande  obra  intitulada  La  mujer  católica. 

^  1 .     Memoria  escrita  de  puño  del  almirante  para  su  hijo  don  Diego . 

2.  "Nec  multis  inde  diebus  Regina  fate  concessit,  incredebili 
cum  dolore  atque  jacturá  Gonsalvi."  Paulus  Jovius.  Vitm  illustro- 
rum  virorum,  lol.  275. 


—333— 

bia  al  arzobispo  de  Granada;    "Mi  diestra   desfallece; 

pero   hago   un   esfuerzo  para   escribir La   reina 

ha  exhalado  el  alma  inmensa  que  habitaba  en  su  cuer- 
po, haciéndolo  un  tesoro  de  virtudes!  El  mundo  ha  per- 
dido su  ornamento  mas  precioso  y  hasta  hoy  sin  ejem- 
plar! "1 

Apenas  Isabel,  emblema  de  honor,  de  unión  y  de 
confianza  desapareció  del  mundo,  tornó  á  presentarse 
de  nuevo  el  espíritu  de  la  discordia;  la  desconfianza  y 
el  descontento  batieron  sus  alas  en  las  elevadas  rejio- 
nes  de  la  corte,  preocupando  los  ánimos  é  inquietando 
á  los  hombres  pacíficos  y  previsores.  El  maquiavelismo 
se  apoderó  de  la  política,  los  envidiosos  y  los  hipócritas 
levantaron  la  cabeza,  los  buenos  y  los  justos  se  mira- 
ron con  recelo,  y  entretanto  en  los  campos  se  presentía 
una  calamidad. 

Grandes  alteraciones,  verdaderos  desórdenes  atmos- 
féricos señalaron  aquella  época  de  duelo;  negros  nubar- 
rones se  acumulaban  en  el  horizonte;  lluvias  incesantes 
desgarraban  las  tierras,  destruían  los  caminos  y  lo  inun- 
daban todo,  pudriendo  las  semillas;  lo  que  acasionó  un 
hambre  jeneral.  El  ataúd  de  la  reina,  al  ser  llevado  á 
Granada,  conforme  á  su  voluntad,  estuvo  á  pique  de 
ser  arrebatado  por  las  aguas;  y  el  capellán  del  rey  en- 
cargado de  dirijir  el  convoi  fúnebre,  dice  que,  jamas  se 
conoció  un  llover  parecido,  y  que  mas  de  una  vez 
corrió  peligro  su  vida  durante  el  viaje.^  Las  car- 
tas del  almirante  mencionan  el  mal  estado  del  mar 
á  la  sazón,  que  no  dejaba  salir  los  buques  de  Sanlu- 
car,  y  que  el  desbordamiento  del  Guadalquivir  anegó 

1.  "  Caditmitri  pro  dolore  dextera.  Cogor  lamen  scriberc...  ani- 
mam  illam  ingentem  insignem,  preciare  gestis  optimam  !Regina  ex- 
halavit.  Orbata  est  terrae  facies  mirabili  ornamento,  inaudito  hac- 
tenus..."  Petri  Martyris  Anglerii,  Opus  Epistolarum,  liber  decimus 
septimus.  Epist.  CCLXXVIII. 

2  En  su  primera  carta  del  año  1505  habla  Pedro  Martyr  de  este 
jeneral  trastorno  en  la  atmósfera:  "  Catlorum  illa  rabies  inaudita.^* — ■ 
Petri  Martyris  Anglerii,  Opus  Upistolarum,  liber  decimus  septimus. 
Epist.  CCLXXIX. 


—334— 

á  Sevilla.  1  La  miseria,  las  disensiones,  el  hambre  y  la 
relajación  de  la  justicia,  dieron  presto  testimonio  de  que 
Isabel  no  era  ya.  España  estuvo  á  pique  de  caer  en  el 
caos,  y  su  territorio  de  dividirse. 

Pero,  volvamos  al  almirante,  y  contraigámonos  solo 
á  la  parte  de  los  sucesos  referidos  que  le  toca. 


III, 


Una  gran  debilidad  en  las  manos  aquejaba  á  Colon 
desde  que  desembarcó;  y  como  no  le  era  posible  soste- 
ner la  pluma  durante  el  dia,  necesitaba  ocupar  gran 
parte  de  la  noche  en  el  despacho  de  su  corresponden- 
cia. Aun  en  tan  triste  estado  es  admirable  su  actividad. 

Porque  sabedor  á  su  llegada  de  que  el  soberano  pon- 
tífice Julio  II,  se  quejaba  de  no  recibir  de  él  nuevas  de 
las  Indias,  hizo  al  jefe  de  la  Iglesia  una  relación  de  sus 
descubrimientos.  Mas  temiendo  que  sus  comunicacio- 
nes oficiosas  con  la  corte  pontificia  diesen  márjen  á 
nuevas  acusaciones,  antes  de  remitir  este  documento  á 
Roma,  creyó  prudente  dar  una  copia  de  él  al  rey  y  otra 
al  nuevo  arzobispo  de  Sevilla,  el  dominico  Eray  Diego 
de  Deza,  amigo  suyo,  y  en  otro  tiempo  su  defensor  en 
la  célebre  junta  de  Salamanca. 

Pero  lo  que  admira  mas  que  su  fuerza  moral  y  su 
paciencia  en  medio  de  las  pruebas  a  que  se  hallaba 
sometido,  es  la  jenerosidad  de  su  carácter  y  la  perfec- 
ción evanjélica  de  su  caridad,  que  le  impulsó  á  tomar 
bajo  su  protección  á  los  marineros  que  habia  traido,  y 
de  los  cuales  una  parte  conspiró    contra  su  vida.  No 

1    Viernes  13  de  Diciembre  de  1504. — Cartas  de  don  Cristóbal  Co- 
lon á  su  hijo  don  Diego. 


—335— 

se  limito  á  perdonarlos,  y  proporcionarles  los  medios  de 
tornar  á  la  patria,  distrayendo  mil  y  doscientos  caste- 
llanos de  la  suma  que  percibió  en  Santo  Domingo,  sino 
que  al  entrar  en  Sevilla,  en  su  primera  carta,  recomendó 
á  la  solicitud  de  los  reyes  aquellos  hombres  á  quienes  se 
les  debian  atrasos  y  tenian  gran  necesidad  de  recibirlos. 
Ademas,  algunos  dias  después,  recordaba  á  la  corte  su 
pobreza  y  desnudez;  el  28  de  Noviembre  instaba  á  su 
hijo  hablara  por  ellos; i  y  sin  temor  de  ser  importuno 
por  su  insistencia,  el  1  °  de  Diciembre  volvió  á  ocuparse 
en  favor  suyo. 

Y  como  las  oficinas,  á  pesar  de  las  lamentaciones  de 
los  marineros  y  de  las  súplicas  de  sus  familias,  no  los 
satisfacían,  en  el  momento  en  que  no  podia  enviar  mas 
de  ciento  cincuenta  ducados  á  su  hijo  y  le  advertia 
tuviese  mesura  en  gastar  aquella  suma,  hacia,  no  obs- 
tante la  estrechez  de  sus  recursos,  un  adelanto  á  estos 
ingratos.  Después, cuando  ellos,  cansados  de  suplicar  en 
vano  se  decidieron  á  dirijirse  al  mismo  rey,  les  dio  una 
carta  para  el  arzobispo  de  Sevilla,  encargó  á  su  hijo,  á  su 
hermano  don  Bartolomé  y  á  Carvajal,  que  los  auxilia- 
ran con  sus  consejos  y  dilijencia?,  'aporque  así  era  ra- 
zón; bien  que  entre  ellos  hubiese  que  mas  merecían 
castigo  que  mercedes,'^  como  decia  él  mismo  aludiendo 
á  los  revoltosos,^  y  reiteró  á  don  Diego  la  recomen- 
dación de  apoyarlos  con  todo  su  poder,  "porque  era 
razón  y  obra  de  misericordia,  porque  jamas  nadie  ganó 
dineros  con  tantos  pehgros  y  penas,  y  que  haya  fecho 
tan  grande  servicio  como  este;  "^  llevando  su  caridad  y 
solicitud  al  punto  de  mandar  á  la  corte,  á  Diego  Mén- 
dez, las  nóminas  de  pago. 

Pero  la  enerjia  de  estas  reclamaciones  en  nombre 
de  la  humanidad  y  de  la  justicia,  no  podia  emplearlas 

1  En  Sevilla  á  28  de  Noviembre. 

2  Cartas  de  don  Cristóbal  Colon  á  su  hijo  don  Diego  á  29  de  Di- 
ciembre de  1504. 

3  Ibidem,  ibidem. 


—336— 

en  su  favor,  y  así  se  limitó  á  recordar  sus  servicios  y  los 
compromisos  contraidos  por  la  corona  con  él,  es  decir, 
á  lo  que  su  situación  le  permitió.  Apenas  llegado  á 
Sevilla,  escribió  á  los  reyes  para  anunciarles  su  vuelta 
y  tomar  sus  órdenes,  con  cuyo  motivo  el  rey  Fernando 
dijo  á  su  primojénito  don  Diego  palabras  muy  dul- 
ces y  lisonjeras,  que  el  joven  guardia  creyó  sinceras 
con  la  sencillez  de  su  corazón  y  las  trasmitió  á  su 
padre.  Sin  embargo.  Colon  á  su  despacho  unió  una 
memoria  en  forma  de  '^carta  muy  estensa "  acerca  de 
la  administración  de  las  Indias,  y  en  la  que  esponia 
en  su  realidad  la  situación  de  la  colonia,  el  oríjen  de 
los  males  y  el  modo  de  remediarlos,  y  no  recibió  nin- 
guna respuesta. 

Tornó  á  escribir  y  le  aconteció  lo  propio. 

El  12  de  Diciembre  dirijió  otra  carta  al  rey,  y  no 
se  sabe  que  tuviera  mejor  suerte  que  las  precedentes. 

Mas  como  la  desgracia  que  acababa  de  sobrevenir 
á  España,  podia  haber  hecho  perder  de  vista  sus  misi- 
vas, el  almirante  no  dedujo  de  tan  estraño  silencio  en- 
fadosas consecuencias,  y  menudeó  las  cartas  á  su  hijo 
don  Diego  para  que  obtuviera  una  contestación;  pero 
fué  en  vano. 

A  pesar  del  silencio  del  rey,  como  supiera  por  al- 
guno de  las  oficinas  de  Sevilla,  probablemente  Eran- 
cisco  Pinelo,  que  se  iban  á  erijir  tres  obispados  en 
las  Indiasi  solicitó  el  favor  de  seroido  antes  de  que  se 
tomase  resolución  sobre  ello.  Tampoco  recibió  res- 
puesta. 

En  Diciembre  escribió  otra  vez  á  su  hijo;  pero  no 
se  hizo  alto  en  el  deseo  del  almirante,  y  la  voz  pública 
le  hizo  saber  que  las  presentaciones  habian  tenido  lu- 
gar y  habian  sido  admitidas  en  la  forma  ordinaria.  En- 
tonces pidió  que,  al  menos,  se  retardara  la  salida  de  los 
obispos'-^  hasta  que  él  hubiera  hablado  al  rey:  era  el  18 

1  Carta  de  Colon  de  1."  de  Diciembre  de  1504. 

2  Cartas  de  don  Cristóbal  Colon  á  su  hijo  don  Diego. 


—sar- 
de Enero.  Sin  duda  este  paso  hubiera  sido  inútil  á  no 
haber  dependido  mas  que  de  la  corte,  porque  el  mis- 
mo dia  trajo  á  Sevilla  un  correo  para  trasmitirlas  al 
gobernador  de  la  Española  nuevas  instrucciones,  cuyo 
contenido  ignoraba  Colon.  Pero  mientras  que  yacia 
enfermo,  desgraciado  y  pobre  en  la  ciudad  calumnia- 
dora, convertida  para  él  en  nueva  Cedar,i  el  jefe  de 
la  Iglesia,  que  no  olvidaba  la  autoridad  del  heraldo 
de  la  cruz,  estrañó  que  en  aquella  creación  de  obis- 
pados, motivada  por  los  rápidos  progresos  de  la  con- 
versión de  los  indijenas,  el  virey  de  las  Indias  no 
hubiera  emitido  su  opinión,  ni  aun  fuera  mencionado. 
Este  silencio  de  Colon  y  sobre  Colon,  pareció  sospe- 
choso al  cruciferario  del  catolicismo.  Y  como  en  la  cor- 
te-pontificia no  se  ignoraba  ni  la  envidia  ni  las  perse- 
cuciones de  que  era  objeto  el  almirante,  la  erección 
de  un  arzobispado  y  dos  obispados  á  un  tiempo  para 
responder  á  las  necesidades  respectivas  de  tres  centros 
de  población,  causó  algunas  dudas  en  la  cancillería  ro- 
mana. Los  tres  prelados  propuestos  ofrecían  incontes- 
tablemente todas  las  garantías  deseables  de  piedad  y 
de  ortodoxia,  pues  eran  el  franciscano  García  de  Pa- 
dilla, el  doctor  Pedro  de  Deza,  sobrino  del  dominico 
arzobispo  de  Sevilla  y  el  licenciado  Alonso  Manza,  ca- 
nónigo de  Salamanca. 2  Así,  pues,  la  elección  fué  con- 
firmada por  la  Santa  Sede,  pero,  sin  embargo,  con  su 
prudencia  habitual  no  despachó  las  bulas  hasta  poseer 
mas  amplios  informes;  y  de  esta  suerte  la  corte  de  Ro- 
ma atendió  á  los  deseos  del  almirante,  desairados  por 
el  rey  católico,  cual  si  fuera  conocedora  de  ellos;  y  los 
obispos  no  salieron  para  su  destino. 

Si  Colon  insistía  tanto  en  dar  su  parecer  acerca  de 
la  creación  de  los  obispos,  era  porque  la  gloria  de  Dios 

1  Heu  mihi  quia  incolatus  meus  prolongatus  est!  Habitavi  cum 
habitantibus  Cedar. — Psalm.  CXIX. 

2  El  primero  para  Lares,  el  segundo  para   Jaragua,  y  el   tercero 
para  Concepción. — Charlevoix,  Histoire  etc.,  lib.  V,  p.  310,  in  4." 

43 


—338— 

y  el  honor  del  Soberano  Pontífice  lo  llenaban  de  pia- 
dosa inquietud,  conociendo  que  se  abusaba  de  la  dis- 
tancia para  inducir  en  error  al  santo  padre  y  hacer 
útil  á  fines  mundanos  su  sagrada  autoridad.  Circuns- 
tancia es  esta  que  nunca  han  hecho  notar  los  historia- 
dores y  que  merece  nos  ocupemos  de  ella. 

Esperando  aumentar  la  importancia  de  su  gobierno 
y  dar  á  la  Española  un  esplendor  que  sirviera  á  sus 
miras  ulteriores,  habia  imajinado  Ovando  solicitar  la 
creación  de  un  arzobispado  y  dos  obispados  en  la  is- 
la; ademas  de  que  el  solo  hecho  de  la  creación  justifi- 
caría suficientemente  su  celo  relijioso  y  habilidad 
administrativa.  Así,  pues,  pedia  la  erección  del  arzobis- 
pado de  Jaragua,  teniendo  por  sufragáneos  al  obispado 
de  Lares  y  al  de  la  Concepción. 

Ovando  tenia  un  interés  particular  en  hacer  erijir 
en  silla  episcopal  á  la  aldea  de  Lares,  fundada  bajo  sus 
auspicios,  y  que  contaría  unos  sesenta  habitantes,  por- 
que por  este  medio  se  prometía  atraer  á  ella  colonos  y 
eternizar  su  empresa.  En  cuanto  al  de  la  Concepción, 
en  que  se  habían  reunido  sobre  ciento  cincuenta  indi- 
viduos, protejidos  por  la  sólida  fortaleza  levantada  por 
el  almirante,  el  obispo  no  hubiera  tenido  motivo  de 
quejarse  de  su  residencia,  pues  se  le  daba  el  nombre  de 
ciudad,el  sitio  era  saludable  y  seguro, y  podía  tranquila- 
mente dedicarse  á  sus  tareas  y  vivir  garantido  de  los 
ataques  de  sus  futuros  diocesanos.  Por  lo  que  toca  al 
arzobispado,  parecía  mas  natural  establecerlo  en  Santo 
Domingo,  capital  de  la  colonia,  que  poseía  una  cin- 
dadela y  un  puerto  militar,  y  contenia  el  mayor  número 
de  habitantes  de  la  isla.  Mas,  aunque  Ovando  hubiera 
deseado  la  erección  en  Santo  Domingo  de  una  silla 
arzobispal  que  diera  mas  lustre  á  su  gobierno,  su  ca- 
rácter aiiibicioso  y  dominante  le  hacia  temer  la  pre- 
sencia de  una  autoridad  superior  é  independíente  que 
hubiera  podido  limitar  y  censurar  en  ciertos  puntos  su 
acción;  y  por  lo  tanto  propuso  establecer  el  arzobispa- 


—sao- 
do  en  Jaragua,  lugar  separado  de  la  capital  por  se- 
tenta leguas  de  distancia,  al  través  de  montes  y  de 
valles,  sin  camino  abierto,  sin  habitaciones  y  sin  ha- 
bitantes posibles.  Jaragua!  dolorosa  imájen,  horrible 
recuerdo  que  no  hubiera  debido  despertar  jamás 
Ovando!  pueblo  incendiado  después  de  haber  sido 
pasados  á  cuchillo  sus  moradores!  montón  de  ruinas, 
lodazal  de  sangre  y  cenizas,  silencioso  desierto!  Un  ar- 
zobispado en  Jaragua  era  entonces  tan  útil  á  las  nece- 
sidades relijiosas  de  las  almas,  como  lo  seria  hoy  en  el 
bosque  de  Bondy,  en  Sierra-Nevada  ó  en  las  lagunas 
Pontinas. 

Y  sin  embargo,  semejante  proposición  habia  sido 
examinada,  meditada  y  aprobada  por  don  Juan  de 
Fonseca,  director  de  los  asuntos  coloniales.  He  aquí  có- 
mo este  obispo  nominal  organizaba  el  servicio  de  Dios 
en  la  Española!  Pero  aun  hay  mas:  se  habia  atrevido 
á  decir  que  el  cristianismo  hacia  grandes  progresos  en 
las  Indias,  porque  la  idolatría  iba  disminuyendo  por 
días.  Y  en  verdad  que  disminuía  la  idolatría,  pero  era 
porque  los  idólatras  sucumbían;  porque  después  de 
las  matanzas,  de  las  ejecuciones  en  masa  y  de  los 
asesinatos  particulares  y  arbitrarios,  los  trabajos  de  las 
minas  precipitaban  la  destrucción  de  los  indíjenas;  y 
así,  poco  á  poco,  iba  concluyendo  el  idolismo,  pero  sin 
que  por  eso  la  relijion  de  Jesucristo  ganase  una  sola 
alma.  Ahora  se  comprenderá  por  qué  se  recataban  de 
Colon,  y  por  qué  los  traficantes  sin.  pudor  y  los  fauto- 
res de  iniquidades  espirituales,  huían  de  la  luz  de  su 
penetrante  mirada. 

Pero  sus  observaciones  se  cooaunicaron  de  su  parte 
de  un  modo  secreto  al  nuncio  apostólico.  Y  no  se  con- 
cretó á  esto  solo  la  sohcitud  del  heraldo  de  la  cruz;  que 
á  pesar  de  sus  apuros  pecuniarios  hizo  un  esfuerzo  su- 
premo, auxiliado  por  las  firmas  de  Francisco  Ribarol, 
Francisco  Grimaldi  y  Francisco  Doria,  y  las  acepta- 
ciones de  Pantaleone  y  Agostino  Italiano,  que  solían 


—340— 

poner  á  su  disposición  su  crédito,*  y  consiguió  reunir 
los  medios  para  verificar  un  viaje  á  Roma,  cuyo  come- 
tido encargó  á  su  hermano  el  adelantado,  que  debia 
dirijirse  á  la  capital  de  la  cristiandad  con  un  mensaje 
para  su  jefe.  Don  Bartolomé,  dispuesto  siempre  á  com- 
placer al  almirante,  partió  para  su  destino  con  pretes- 
to  de  visitar  su  patria,  por  no  escitar  sospechas  y  hacer 
rápidamente  el  trayecto.  En  1505  se  hallaba  en  Roma 
donde  redactó  la  historia  del  primer  viaje  de  Cristóbal 
Colon,  acompañada  de  una  carta  de  sus  descubrimien- 
tos, que  regaló  á  un  sabio  canónigo  de  San  Juan  de 
Letran,  quien  á  su  vez  obsequió  con  ella  al  ilustrado 
Alejandro  Zorzi,^  de  Venecia,  amigo  suyo,  y  autor  de 
la  Baccolta,  formada  bajo  sus  auspicios:  menciónase 
esta  particularidad  en  un  ejemplar  del  Mondo  Nuovo, 
existente  en  la  biblioteca  Magliabecchi. 

La  permanencia  del  adelantado  en  la  ciudad  eter- 
na no  fué  dilatada,  pues  habiendo  salido  de  Sevilla  á 
fines  de  Enero  de  1505,  antes  del  mes  de  Diciembre 
estaba  de  vuelta  en  Esparta.  Sin  embargo,  el  objeto 
de  su  viaje  se  realizó,  puesto  que  el  Santo  Padre  se 
negó  á  espedir  los  breves,  y  que  todas  las  instancias 
del  embajador  español  fueron  inútiles,  prevaleciendo 
en  el  ánimo  del  Soberano  Pontífice  el  aviso  confiden- 
cial de  Colon  sobre  los  deseos  de  la  corona  de  Castilla 
y  la  habilidad  de  la  diplomacia.  La  confirmación  de  los 
tres  obispos  quedó  en  suspenso,  y  así  transcurrieron 
muchos  años,  hasta  que  al  cabo  tuvo  el  gobierno  espa- 
ñol que  hacer  en  el  asunto  las  modificaciones  que  se 
contenían  en  el  proyecto  confidencial  sometido  por  Co- 
lon al  Santo  Padre:  la  pretensión  del  quimérico  arzo- 
bispado de  Jaragua  se  desestimó,  y  la  dignidad  de  ar. 


1  Véanse  las  cartas  del  almirante  á  su  hijo,  13  y  29  de  Diciem- 
bre de  1504. 

2  Parece  que  el  trabajo  de  don  Bartolomé  se  intituló,  bien  por  el 
donatario,  bien  por  Alejandro  Zorzi:  Una  informazione  di  Bartolomeo 
Colombo  delle  navigazioni  di  Ponente  e  Garban  nel  Mondo  Nuovo. 


—341— 

zobispo  no  se  conoció  en  largos  años  en  la  isla  Espa- 
ñola, i 

El  frió  escesivo  molestaba  al  almirante  y  exaspera- 
ba sus  dolencias.  También  le  tenia  inquieto  el  mal  es- 
tado de  sus  intereses.  Sabia  que  unas  carabelas  pro- 
cedentes de  la  Española  y  que  los  temporales  habian 
forzado  á  guarecerse  en  la  rada  de  Lisboa,  traian  oro, 
pero  ni  un  grano  para  él,  cuando  calculaba  que  de  sus 
derechos  le  correspondían  sesenta  mil  pesos,2  que  el 
gobernador  debia  haber  mandado  separar.  Por  eso,  al 
escribir  á  su  hijo  el  21  de  Diciembre  le  decia:  "Es  ne- 
cesario poner  buen  recaudo  en  los  dineros  fasta  que  sus 
Altezas  nos  den  ley  y  asiento.'''^ 

No  es  difícil  trabajo  esplicar  los  apuros  pecuniarios 
del  almirante.  Ademas  de  sus  gastos  en  la  posada,  ne- 
cesitaba sostener  en  la  corte  á  sus  dos  hijos,  á  don 
Bartolomé,  y  á  sus  enviados  Méndez,  Carvajal  y  Jeró- 
nimo, que  tampoco  recibian  sus  pagas.  Debíasele  á  la 
sazón  á  don  Diego,  su  primojénito,  veinte  y  cinco  mil 
maravedís,  de  sueldos  atrasados  como  guarda  de  Sus 
Altezas,  y  cincuenta  y  nueve  mil  ochocientos  sesenta 
de  lo  que  le  pertenecia  por  su  hermano.  Al  adelantado 
se  le  adeudaban  doscientos  sesenta  y  un  mil  seiscien- 
tos sesenta  y  cinco  maravedís,^  y  á  don  Fernando  se- 
senta mil.  Comprenderase  ahora  la  ansiedad  del  almi- 
rante, obligado  á  hacer  frente  á  tantas  necesidades,^  si 

1  Mas  tarde  el  rey  propuso  este  nuevo  arreglo,  que  fué  aprobado 
por  el  papa:  suprimir  la  metrópoli  de  Jaragua  y  erijir  á  Santo  Domin- 
go, Concepción  y  Puerto  Rico  en  sufragáneos  de  Sevilla,  quedando  los 
antiguos  prelados. — Charlevoix.  Histoire,  lib.  V,  p.  310,  in  4." 

2  No  se  vio  nunca  igual  maldad,  pues  sesenta  mil  pesos  dejados 
por  mí  habian  desaparecido. — Carta  del  almirante  á  don  Diego  Colon 
á  18  de  Enero  de  1505. 

3  Carta  de  Colon  á  don  Diego  ^  fechada  en  Sevilla  el  21  de  Di- 
ciemh'e  de  1504. 

4  Partido  de  paga  hecho  á  don  Bartolomé  Colon. — Suplemento 
primero  á  la  colección  diplomática  n.°  LX. 

5  Sin  embargo,  cuando  se  verificó  el  pago  en  1506,  según  los  do- 
cumentos comprobados  por  Muñoz,  Femando  no  percibió  sino  31.750 
mrs.,  y  el  adelantado  52.916. — Nota  al  documento  n.°  CLIV,  de  la 
Colee,  dip. — Parece  que  el  almirante  debia  pagar  la  mitad  de  estas  su- 
mas, y  que  las  oficinas  de  Sevilla  lo  hicieron  valer. 


bien  *  no  eran  suficientes  ellas  y  sus  padecimientos  á 
destemplar  su  dulce  carácter,  su  buena  voluntad  y  sus 
simpatías  por  cuanto  le  parecía  digno  de  estimación. 

Al  dia  siguiente  de  la  partida  de  Diego  Méndez 
para  la  corte,  recibió  Colon  la  visita  de  Amérigo  Ves- 
pucio,  que,  llamado  por  el  rey  para  negocios  de  mari- 
na, venia  á  tomar  sus  órdenes,  es  decir,  con  pretesto 
de  manifestársele  respetuoso,  á  pedirle  algunas  cartas  de 
recomendación.  Ya  sabemos  que  Amérigo  Vespucio, 
primer  dependiente  de  su  compatriota  el  florentino 
Juanoto  Berardi,  se  hastió  del  comercio  y  se  dedicó  al 
estudio  de  la  cosmografía,  así  que  sus  pláticas  con  el 
almirante  despertaron  en  él  el  noble  deseo  de  saber. 
Y  aunque  habia  hecho  con  Alonso  de  Ojeda  y  el  piloto 
Juan  de  la  Cosa  un  viaje  á  Tierra  Firme,  auxiliado  con 
las  cartas  de  Colon,  cuya  copia  le  entregó  alevosamente 
el  obispo  ordenador,  don  Juan  de  Fonseca,  el  almiran- 
te no  hizo  alto  en  su  mas  ó  menos  directa  participa- 
ción en  tamaña  felonía,  solo  vio  que  habia  navegado, 
observado  y  sufrido  sin  gran  provecho  para  sus  inte- 
reses; y  como  en  sus  anteriores  relaciones  con  Vespu- 
cio, este,  se  mostró  "siempre  de  una  manera  muy  de- 
corosa, sin  querer  profundizar  mas  lo  conceptuó  ''mu- 
cho hombre  de  bien,''i  admitió  sus  ofrecimientos,  y  lo 
recomendó  á  su  hijo  don  Diego. 

Cinco  dias  después  volvía  el  almirante  á  escribir  á 
su  hijo  para  interesarlo,  así  como  á  Méndez,  en  obte- 
ner el  perdón  de  dos  hombres,  perseguidos  criminal- 
mente, poniendo  la  súplica  entre  las  que  se  presenta- 
ban al  rey  en  la  semana  santa,^  época  de  real  indulto. 
La  carta  en  que  dice  esto  es  la  última  que  haya  lle- 
gado hasta  nosotros  de  cuantas   dirijió    Colon   á  don 


1  Carta  de  Cristóbal  Colon  á  don  Diego, — De  Sevilla  el  5  de  Fe- 
brero de  1505. 

2  Ten  forma  que  Diego  Méndez  ponga  esta  dicha  petición  con  las 
otras  en  la  Semana  Santa  que  se  da  á  Su  Alteza  de  perdón. — De  Sevilla 
el  25  de  Febrero  de  1505. 


—343— 

Diego  de8de  Sevilla,  y  la  única  que  fuera  toda  escritíi 
de  su  puño.  n 

Conociendo  el  almirante  á  principios  de  Enero  de 
1505  que  la  malquerencia  de  la  corte  le  dejaba  ya 
pocas  esperanzas  de  conseguir  se  le  hiciera  completa 
justicia,  y  entendiendo  que  tal  vez  su  persona  era  el 
obstáculo  que  se  oponia  á  la  realización  de  sus  deseos, 
imajinó  presentar  y  hacer  admitir  al  monarca  su  pri- 
mojénito  don  Diego,  como  sucesor  suyo  en  todos  sus 
títulos,  privilejios  y  derechos,  en  virtud  de  los  acuer- 
dos habidos  con  la  corona  en  la  Vega  de  Granada,  fir- 
mados por  los  dos  reyes,  y  ratificados  por  los  mismos 
en  dos  ocasiones,  del  modo  mas  solemne.  Aconsejado 
por  su  padre,  elevó  don  Diego  un  memorial  al  rey  ca- 
tólico, recordándole  los  servicios  que  aquel  tenia  pres- 
tados, y  las  promesas  que  S.  A.  le  habia  hecho  de  viva 
voz  y  por  escrito,  y  rogándole  se  dignara  reponerlo  en 
su  gobierno  y  en  el  pleno  ejercicio  de  sus  prerogativas, 
porque  así  se  debía  á  la  justicia,  á  su  nombre,  y  para 
,  descargo  de  la  conciencia  de  la  reina,  empeñada  en  el 
caso.  Y  concluía  don  Diego  pidiéndole  que,  al  menos, 
con  arreglo  á  las  estipulaciones,  se  le  nombrase  en  el 
lugar  y  empleo  de  su  padre,  y  se  le  enviara  á  Indias, 
dándole  directamente,  sí  lo  estimaba  oportuno,  consé- 
jelos que  lo  ilustrasen  con  su  saber.  ^ 

Don  Diego  no  recibió  respuesta. 

Y  creyendo  el  almirante  que  provenia  este  vsilencio 
de  alguna  irregularidad  de  forma  en  la  presentación  y 
que  gustaría  S.  A.  de  recibir  de  él  mismo  la  espresion 
de  su  deseo,  le  escribió  una  carta  breve,  firme  y  res- 
petuosa, en  la  cual,  invocando  los  derechos  escritos  en 
sus  tratados,  le  recordaba  que  habia  sido  arrancado 
injustamente  de  su  gobierno,  injusticia  que  fué  visi- 
blemente castigada  por  Dios  en  la  persona  de  su  au- 
tor y  de  sus  cómplices,  y  le  suphcaba  invistiese  á  su 

1     Memorial  de  don  Diego  Colon — Las  Casas,  Historia  de  las  In- 
dias, lib.  II,  cap.  XXXVII,  fol,  115. 


—344— 

hijo  don  Diego  con  la  gobernación  de  las  Indias.  Pero 
por  desgracia,  Colon,  con  el  objeto  de  enternecer  al 
rey  y  apresurar  el  despacho  del  negocio,  anadia  que 
pensaba  que  las  dilaciones  que  sufria  eran  la  causa 
principal  de  la  estraña  y  dolorosa  enfermedad  que  le 
tenia  como  tullido. ^ 

Esta  declaración  fué  la  sentencia  del  almirante, 
porque  por  alto  que  estuviera  colocado  Fernando  el  ca- 
tólico no  dejaba  pasar  nada  desapercibido,  aparte  de 
que  sus  cavilosidades  se  adivinaban  y  servían  con  un 
tacto  diabólico.  Desde  entonces  el  sistema  de  parsimo- 
nia que  debia  seguirse  con  Cristóbal  Colon,  quedó  tra- 
zado por  indicación  del  mismo. 

^  Como  se  preveía,  su  carta  no  fué  contestada. 

Impaciente  por  presentarse  en  la  corte  el  almiran- 
te, y  halagándose  con  la  idea  de  que  de  viva  voz  acti- 
varla sus  asuntos,  renunció  al  fúnebre  y  dispendioso 
viaje  que  imajinó  hacer  eu  una  camilla,  y  como  el  tiempo 
habia  mejorado,  creyó  poder  soportar  el  paso  de  una  mu- 
la,ya  que  el  de  un  caballo  era  demasiado  penoso  para 
su  padecido  cuerpo.  Ya  el  29  de  Noviembre  escribió  á 
su  hijo  pidiéndole  obtuviera  del  rey  un  permiso  para 
trasladarse  á  la  corte  en  una  mula,^  cosa  que  prohibía 
una  cédula  de  1494. ^  Don  Diego  obtuvo  la  Hcencia, 
que  se  firmó  en  la  ciudad  de  Toro  el  23  de  Febre- 
ro^ del  año  siguiente.   Sin  embargo,  acrecentadas  sus 

1  Carta  del  almirante  don  Cristóbal  Colon^  pidiendo  al  rey  católi- 
co.— Suplem.  primer,  á  la  Colee,  diplom.  n."  LYl, 

2  Carta  del  almirante  don  Cristóbal  Colon  á  don  Diego. — En  Se- 
villa á  29  de  Diciembre. 

3  A  causa  de  la  comodidad  que  proporcionaban  las'  muías  se  des- 
cuidó completamente  la  cria  de  caballos  en  Castilla,  y  el  ejército  se  vio 
en  las  últimas  guerras  reducido  á  la  mitad  de  jinetes.  Por  lo  cual,  una 
ordenanza  de  1494  prohibió  el  uso  de  muías  á  todos,  salvo  á  las  mu- 
jeres y  al  clero;  y  otra  posterior,  fecha  de  Granada,  á  20  de  Enero,  re- 
novó la  prohibición. — Andrés  Bemaldez,  Historia  de  los  reyes  católi- 
cos, cap.  CXXXIY.  MS.;  y  Ramirez,  Libro  de  Praa7náticas,  1503, 
fol.  284. 

4  Por  la  presente  vos  doy  licencia  para  que  podáis  andar  en  muía 
ensillada  é  enfrenada  por  cualesquier  parte  destos  reinos,  etc. —  Cédula 
rejistrada  en  el  real  ai-chivo,  libros  de  la  cámara. 


—345— 

crueles  dolencias  con  el  disgusto  de  tantas  demoras  y 
con  haber  sobrevenido  malos  tiempos,  no  pudo  hacer 
uso  de  la  autorización,  y  pasó  la  cuaresma  en  Sevilla, 
baldado,  sin  que  eso  obstara  para  que  disminuyese  en 
lo  mas  mínimo  sus  penitencias,  pues  observaba  de 
una  manera  rigorosa  el  ayuno  cuadragesimal,  y  seguía 
exactamente  la  regla  de  la  orden  seráfica. 

La  dulce  influencia  de  la  primavera  mejoró  su  es- 
tado, y  en  el  mes  de  Mayo,  en  compañía  de  su  hermano 
el  adelantado,  y  montado  en  una  muía,  tomó  el  camino 
de  Segovia,  á  la  sazón  residencia  de  la  corte.  Mas  era 
tal  todavía  su  debilidad,  que  al  llegar  al  estremo  del 
camino  de  la  Plata  cayó  enfermo  en  Salamanca.  El  fiel 
Diego  Méndez  voló  á  su  encuentro  para  verle  y  pro- 
digarle sus  cuidados.!  Al  cabo,  tras  algunas  etapas 
ocasionadas  por  la  gravedad  de  sus  dolencias,  consi- 
guió Colon  concluir  su  viaje. 

Acojiólo  el  rey  con  su  habitual  cortesanía  y  ciertas 
apariencias  de  atención,  pero  no  lo  trató  conforme  á  su 
rango,  como  envida  de  Isabel.  Oyó  con  paciencia  el  relato 
de  su  peligrosa  navegación,  y  con  interés  el  de  la  descu- 
bierta de  las  minas  de  Veragua,y  le  dejó  referir  su  nau- 
frajio  forzado  en  la  Jamaica,  el  abandono  en  que  lo  había 
dejado  el  gobernador  de  la  Española,  la  revuelta  de  los 
Porras,  y  las  injurias  y  desaires  sufridos  en  Santo  Do- 
mingo, sin  darle  otro  consuelo  que  palabras  afables; 
pero  de  cuya  escasa  sinceridad  no  podía  dudar  el  ex- 
perimentado almirante.  S.  A.  ponderó  el  ínteres  que 
se  tomaba  por  su  persona,  y  el  respeto  que  le  merecían 
sus  antiguos,  é  indisputables  privílejíos:  pero  encontró 
el  modo  de  concluir  la  audiencia,  no  solo  sin  decidir 
nada,  sino  sin  prometer  lo  mas  mínimo. 

Transcurridos  algunos  días,  creyó  Colon  deber  re- 
cordar al  rey  los  servicios  que  había  prestado.  Fernan- 
do le  respondió  con  estremada  cortesía  que  no  eran  para 

1     Testamento  olóqrafo  de  Diego  Méndez. 

44 


—346— 

olvidados;  mas  la  frialdad  del  tono  neutralizaba  el  efec- 
to de  las  frases;  y  su  aire  de  monarca,  tomado  de  pro- 
pósito para  contenerlo  en  los  límites  de  una  respetuosa 
reserva  y  evitar  así  cualquier  pregunta  directa  que  lo 
condujera  á  una  franca  esplicacion,  dejan  entrever  las 
verdaderas  intenciones  del  rey.  El  cual,  después  de 
hablarle  mucho  de  la  gota  y  del  rehumatismo,  y  de 
recomendarle,  ante  todo,  que  se  cuidara  mucho,  é  in- 
dicarle los  mejores  físicos,  lo  despidió  de  la  manera 
mas  cortés. 

Si  semejante  modo  de  tratar  como  á  un  viejo  im- 
bécil al  revelador  del  globo,  parecía  á  Fernando  muy 
donosa  destreza,  lo  que  tenia  de  cruel  debió  lastimar 
profundamente  el  corazón  de  Colon,  quien,  aunque 
permaneció  por  espacio  de  algunos  dias  abstraído  en 
su  soledad  y  ofreciendo  á  Dios  estas  secretas  ofensas, 
al  cabo  procuró  poner  ante  los  ojos  del  rey  en  pocas 
palabras  el  objeto  de  su  reclamación. 

Lejos  de  abatirse  por  la  indiferencia  y  el  desden  que 
le  manifestaba  la  corte,  y  á  pesar  de  que  siempre  evi- 
taba cuanto  podía  el  recordar  el  carácter  sobrehumano 
de  su  descubrimiento,  y  los  favores  con  que  el  Señor 
lo  había  honrado,  habló  muy  alto  en  su  carta  al  prín- 
cipe, y  llamó  en  ella  por  su  verdadero  nombre  á  las 
cosas  que  finjian  ignorar.  El  recuerdo  de  los  prodi- 
jios  á  que  dio  cima  y  la  conciencia  de  sus  derechos, 
violados  juntamente  con  la  justicia,  imprimen  á  su  es- 
tilo una  fuerza,  grandeza  y  majestad  tales,  que  no  po- 
demos resistir  al  deseo  de  copiar  al  pie  de  la  letra  el 
principio  de  esta  carta,  magnífica  por  su  laconismo  y 
elegante  sencillez.  Es  como  sigue: 

"Muy  alto  y  poderoso  rey. 

"Dios  nuestro  Señor  milagrosamente  me  envió  acá 
porque  yo  sirviese  á  V.  A.  Dije  milagrosamente  por- 
que fui  á  aportar  á  Portugal,  adonde  el  rey  de  allí  en- 
tendía en  el  descubrir  mas  que  otro:  él  le  atajó  la  vis- 
ta, oído  y  todos  los  sentidos,  que  en  catorce  años  no  le 


—347— 

pude  hacer  entender  lo  que  yo  dije.  También  dije  mi- 
lagrosamente, porque  hobe  cartas  de  ruego  de  tres 
príncipes,  que  la  reyna,  que  Dios  haya,  vido;  y  se  las 
leyó  el  doctor  Villalon...."! 

Anadia  el  almirante  que,  por  la  grandeza  de  sus 
servicios  y  las  utilidades  que  de  los  mismos  debian  re- 
sultar, todos  creyeron  que  Su  Alteza  le  honraría,  ma- 
nifestándole su  afecto  de  una  manera  eficaz;  tanto 
mas,  cuanto  que  con  esto,  no  haria  sino  cumplir  lo  que 
se  le  prometió  de  palabra,  y  garantizó  él,  por  escrito, 
bajo  su  firma. 

Contestó  Fernando  que  bien  veia  lo  que  traian  las 
Indias,  y  que  merecía  todos  los  favores  que  le  hablan 
sido  hechos,  mas  que,  como  su  petición  era  un  tanto 
ambigua,  pues  trataba  á  un  tiempo  de  títulos,  de  go- 
bierno, de  derechos  pecuniarios,  de  revisión  de  cuen- 
tas, de  arreglo  de  atrasos,  en  una  palabra,  de  cosas  ca- 
si litijiosas,  seria  conveniente  escojer  un  hombre  capaz 
para  esta  especie  de  arbitraje.  Aceptó  el  almirante  la 
proposición,  y  suplicó  á  S.  A.  se  dignara  confiar  el  ne- 
gocio al  nuevo  arzobispo  de  Sevilla,  don  Diego  de  De- 
za,  en  lo  que  vino  el  rey.  Sin  embargo,  especificó  Co- 
lon clara  y  exactamente  que  la  cuestión  que  él  sometía 
á  la  apreciación  de  otro,  se  reduela  á  lo  que  tocaba  á 
las  rentas  y  al  importe  total  de  los  derechos  sobre  los 
objetos  esportados  de  las  Indias  y  de  las  mercancías 
importadas,  pues  en  lo  de  sus  títulos  y  gobierno  no 
admitía  discusión  por  estar  tan  terminantes  sus  diplo- 
mas. Parece  que  el  arzobispo  de  Sevilla  no  aceptó  el' 
cargo,  bien  porque  creyese  que  su  amistad  hacia  Colon 
lo  había  de  hacer  algo  parcial  en  sus  decisiones,  bien 
porque  su  modestia  le  impidiera  pronunciar  como  ar- 
bitro entre  su  soberano  y  el  virey  de  las  Indias. 

Al  cabo  de  cierto  tiempo,  tornó  el  almirante  á  su- 
plicar al  rey  que  recordara  sus  servicios,  trabajos  é  in- 

1     Cai'ta  del  almirante  clon  Cristóbal  Colon  al  rey  católico. — Su- 
plemento primero  á  la  Colección  diplomática,  n.°  LYIII. 


—348— 

merecida  suspensión;  que  se  hallaba  privado  del  ejer- 
cicio de  sus  derechos  y  gobierno  sin  haber  sido  acusa- 
do, interrogado,  ni  defendido;  que  se  le  castigaba  sin 
previa  sentencia;  que  se  le  habian  puesto  grillos  sin 
eaberse  la  causa;  y  que  SS.  AA.,  al  espresarle  de  viva 
voz  y  por  escrito  lo  mucho  que  sintieron  tan  cruel  tra- 
tamiento, le  prometieron  reponerlo  en  su  poder  y  dig- 
nidades. 

Don  Fernando,  lejos  de  manifestarse  con  deseos  de 
resistir  clara  ó  encubiertamente  á  estas  solicitudes,  re- 
conocia  la  justicia  que  las  dictaba,  y  parecia  darle  ánimo 
para  quejarse  de  lo  que  le  pasaba;  pero  tampoco  hacia 
mas.  Siempre  que  el  almirante  se  presentaba  en  la 
corte,  lo  acojia  con  estremada  benevolencia,  escuchaba 
atento  sus  instancias,  y  le  respondia  de  la  manera  mas 
afectuosa  y  lisonjera;  y  cuando  Colon  volvia  á  la  carga, 
tornaba  S.  A.  á  las  buenas  palabras  y  á  darle  alguna 
esperanza;  pero  no  por  eso  medraba  en  sus  preten- 
siones. 

Al  cabo,  viendo  que  sus  derechos  carecian  de  fuer- 
za, puesto  que  no  encontraba  el  menor  medio  de  ha- 
cerlos valer,  quiso  entregarse  á  la  jenerosidad  del  rey, 
y  le  dijo,  para  evitar  las  demoras  de  un  litijio,  que  fi- 
jara por  sí  de  la  manera  que  tuviese  por  conveniente 
lo  que  le  pertenecia,  porque  estaba  estenuado  por  los 
trabajos  y  enfermedades,  y  se  le  hacia  tarde  el  mo- 
mento de  ver  concluida  la  diferencia  para  poder  reti- 
rarse á  una  soledad  donde  morir  en  .paz 

Mas  don  Fernando  le  contestó  con  mucha  urbani- 
dad que  no  pensaba  privarse  todavía  de  sus  buenos 
servicios,  que  estaba  en  satisfacerlo,  que  no  le  era  po- 
sible olvidar  que  las  Indias  se  le  debían,  y  que  espe- 
raba, no  solo  concederle  cuanto  le  tocase  lejítimamente 
en  virtud  de  sus  privilejios,  sino  recompensarlo  además 
con  haciendas  del  patrimonio  real,  i 

1     Herrera.  Historia  jeneral  de  los  viajes  y  conquitas  de  los  caste- 
llanos en  las  Indias  occidentales. — Decada  1*.  lib.  VI,  cap.  XIV. 


—349— 

Después  de  tan  formales  promesas,  manifestar  la 
mas  leve  duda  hubiera  parecido  una  ofensa.  Era  pre- 
ciso callar  y  esperar.  Por  otra  parte,  si  bien  apenas 
muerta  Isabel  los  grandes  íio  le  hacian  caso,  le  per- 
manecia  fiel  su  antiguo  amigo  Pr.  Diego  de  Deza,  y 
merecia  mucha  consideración  y  cariño  al  ilustre  fran- 
ciscano Jiménez  de  Cisneros,i  cardenal  arzobispo  de 
Toledo.  Así  es  que  Colon  cohservaba  un  resto  de  es- 
peranza tanto  por  esto  como  porque  á  veces  creia  con 
su  habitual  buena  fe  en  las  capciosas  palabras  de  Fer- 
nando; que  su  noble  corazón  no  podia  persuadirse  de 
que  existiera  quien  sostuviese  por  tan  largo  tiempo  se- 
mejante disimulo,  é  hiciera  tal  desprecio  de  los  mas 
sagrados  derechos. 

Tras  esto,  como  quiera  que  había  sido  la  reina  la 
que  estuvo  comprometida  con  el  almirante,  pareció  del 
caso  someter  sus  reclamaciones  al  Consejo  de  los  Des- 
cargos instituido  para  atender  al  cumplimiento  de  las 
intenciones  y  de  las  obligaciones  testamentarias  de  los 
soberanos.  Ocupóse,  en  efecto,  el  consejo,  con  bastan- 
te regularidad  del  negocio;  pero  in virtiendo  sobrado 
lugar  en  el  examen  de  los  autos,  en  discutirlos  y  en 
deliberar  sin  resolver.  Hubiérase  dicho  que  resigna- 
ba su  competencia,  ó  que  paralizaba  secretamente  su 
acción  una  mano  poderosa;  no  parecia  sino  que  en  Se- 
govia  se  ajitaba  el  mismo  espíritu  mahgno  que  en 
Sevilla,  y  que  la  atmósfera  estaba  ya  inficionada  en 
las  márjenes  del  Eresma  como  en  las  del  Betis. 

Transcurrido  cierto  tiempo  consiguió  el  almirante 
que  el  Consejo  volviera  á  ocuparse  de  su  negocio;  mas 
no  fué  sino  para  tornar  á  las  dilaciones,  pues  la  corte 
estaba  muy  dividida  con  respecto  á  la  reclamación. 
Cual  hombres  de  sano  corazón  que  eran,  el  cardenal 
Jiménez  y  el  arzobispo  de  Sevilla,  no  admitían  que 
se  buscasen  medios  de  eludir  los  compromisos  contrai- 

1     Herrera.     Historia  jeneral  de  las  Lidias  occidentales, — Deca- 
da 1.%  lib.  VII,  cap.  XIV. 


—aso- 
dos  con  Cristóbal  Colon;  y  aunque  el  peso  y  autori- 
dad de  tan  graves  y  eminentes  prelados  iba  poniendo 
de  su  parte  á  todos  los  temerosos  de  Dios,  como  quie- 
ra que  en  torno  de  S.  A.  el  rey,  estaban  en  mayoría 
los  cortesanos  nobles,  y  para  ellos  la  razón  de  estado 
era  primero  que  cualesquiera  otras  consideraciones 
privadas  de  conciencia,  y  decian,  se  oponia  esta  al 
cumplimiento  de  lo  pactado  en  17  de  Abril  de  1492, 
á  pesar  de  las  ratificaciones,  á  causa  de  que  la  recom- 
pensa pedida,  excedia  á  los  servicios  hechos,  ademas 
de  no  ser  conveniente  hacer  tan  poderoso  á  un  simple 
particular,  á  un  estrangero  sobre  todo,i  el  Consejo 
de   los   Descargos  no  se  pronunció  de  modo  alguno. 

A  todas  luces  la  causa  de  esto  era  la  secreta  inter- 
vención que  en  el  asunto  tenia  D.  Fernando;  ^pero  Co- 
lon, no  pudiendo  suponerlo  siquiera,  imajinó  que,  tal 
vez,  por  ser  negocio  de  gran  importancia,  no  quería 
S.  A.  cargar  con  la  responsabilidad  de  resolverlo  en 
momentos  en  que  iba  á  llegar  su  hija  doña  Juana,  he- 
redera del  trono  de  Castilla,  en  compañía  de  su  espo- 
so el  archiduque  D.  Felipe  de  Austria;  y  así,  llevó 
con  paciencia  su  nuevo  tropiezo.  Sin  embargo,  no  des- 
perdiciaba las  ocasiones  que  se  le  presentaban  de  re- 
cordar al  rey  lo  injustamente  que  se  le  privaba  de  su  go- 
bierno y  rentas,  y  lo  indigno  é  inicuo  del  proceder  que, 
con  él,  tuvo  el  comendador  Bobadilla,  proceder  que, 
de  hecho,  se  sancionaba  en  la  corte. 

Por  su  parte,  el  hijo  del  almirante,  D.  Diego,  re- 
cordaba también  al  soberano  la  petición  que  le  tenia 
hecha  para  que  lo  invistiera  con  el  gobierno  heredita- 
rio de  las  Indias,  que  de  derecho  le  pertenecía  en  vir- 
tud de  los  tratados,  cuyas  copias  presentaba.  Nunca 
dejaba  S.  A.  sin  respuesta  estas  cosas,  y  lo  hacia  con 
gran  exactitud.  Además,  así  en  las  audiencias  como 
en  las  pláticas,  siempre  hacia  mucho  gasto  de  halague- 

1     El  P.  Charlevoix:  Histoire  de  Saint-Domingue,  libro  IV,  en  4." 


—351— 

ñas  palabras  y  de  protestas  de  benevolencia;  y  no  solo 
no  manifestaba  enojo  por  la  insistencia  del  padre  y  del 
hijo,  sino  que,  lejos  de  eso,  cuanto  mas  le  menudeaban 
en  sus  reclamaciones,  tanto  mas  favorablemente  res- 
pondia.  Así  es  que,  á  pesar  de  que  nada  se  concluia, 
no  podian  quejarse  los  Colones  de  la  cordial  é  invaria- 
ble acojida  que  siempre  les  dispensaba. 

Esperando  un  fallo,  que  no  sé  daba  por  temor  de 
contrariar  las  intenciones  del  rey,  se  fueron  agotando 
los  recursos  pecuniarios  del  almirante,  á  lo  cual  contri- 
buyó el  que  las  naves  venidas  de  la  Española  no 
trajeran  para  él  ni  una  onza  de  plata,  en  razón  á  que 
su  apoderado,  temeroso,  y  con  mucho  fundamento,  de  es- 
citar la  cólera  de  Ovando,  no  se  atrevía^  á  hacer  valer 
de  una  manera  enérjica  derechos  que  se  disputaban  y 
desconocian.  Por  esto,  no  alcanzando  sus  medios  á 
sostener  por  mas  tiempo  el  gasto  que,  por  su  posición 
en  la  corte,  necesitaba  hacer,  se  partió  para  Valladolid, 
donde  el  rey  no  hizo  sino  una  estancia  pasajera.  Mas, 
para  colmo  de  desdicha,  otra  dolencia  vino  á  juntarse 
con  los  tormentos  de  la  gota  que  proseguía,  son  sus 
palabras,  "trabajándolo  sin  misericordia.  "^ 

Entonces  D.  Fernando,  que  sin  aparentar  lo  mas 
mínimo  observaba  con  grande  interés  la  decaden- 
cia de  las  fuerzas  del  almirante,  y  sus  apuros  pe- 
cuniarios, conceptuando  llegado  el  momento  oportuno, 
le  hizo  proponer  que  renunciase  á  sus  privilejios  y  acep- 
tase en  cambio  un  estado  en  Castilla:  el  feudo  de  Car- 
rion  de  los  Condes,  con  una  pensión  además,  sobre  el 
real  tesoro;  pero  Colon  rechazó  con  desprecio  una  ofer- 
ta, con  la  cual  se  habían  esperanzado  seducir  su  po- 
breza. Y  tan  inflexible  á  pesar  de  su  abatimiento,  mi- 
seria y  enfermedades  como  en  la  época  en  que,  fuerte 
con  su  sola  esperanza,  obhgó  á  la  corte  en  la  Vega  de 

1  Nadie  se  atreve   á  reclamar  para  mí  en  este  pais.    Curta  del  al- 
mirante á  D.  Diego  Colon  á  l.«  de  Diciembre  de  1504. 

2  Palabras  de  Cristóbal  Colon. 


— asa- 
Granada  á  venir  en  sus  peticiones,  no  quiso  menos- 
cabar sus  maltratados  privilejios,  y  guardó  el  silen- 
cio de   la   indignación,  limitándose   á  clamar  al  cielo 
contra  tamaña  iniquidad. 

Desde  su  lecho,  escribió  Colon  á  su  antiguo  defen- 
sor en  la  Junta  de  Salamanca,  Pr.  Diego  de  Deza,  á 
la  sazón  arzobispo  de  Sevilla,  y  que  habia  permanecido 
siempre  en  buena  amistad  con  él,  y  desahogó  en  su 
pecho  su  dolor  con  la  moderación  y  el  laconismo  de 
quien  está  familiarizado  con  el  sufrimiento.  'Tarece 
que  su  alteza,  le  dijo,  no  juzga  oportuno  cumplir  lo 
que  él  y  la  reina  (que  santa  gloria  goce)  me  prometie- 
ron bajo  su  palabra  y  firma.  Luchar  contra  su  volun- 
tad seria  lo  mismo  que  contra  el  viento.  Hé  hecho  lo 
que  debia  hacer,  que  lo  encomiendo  á  Dios  que  siem- 
pre me  ha  sido  propicio  en  mis  aflicciones. " 

De  esta  suerte,  el  hombre  que  en  aquellos  momen- 
tos hacia  de  la  nación  española  el  reino  mas  rico  y  po- 
deroso de  la  cristiandad,  no  tenia  ni  una  teja  á  cuya 
sombra  poner  su  cabeza,  ni  cama  en  que  dormir  sino 
alquilada,  ni  mas  caudal  para  vivir  que  lo  que  le  pres- 
taban para  pagar  los  gastos  del  mesón. 

Pero  no  bastaba  esta  miseria  á  la  tácita  animosidad 
del  rey,  que,  tras  de  haberlo  privado  de  sus  rentas,  que- 
ría despojarlo  de  sus  títulos  y  honores.  Pero  se  pregun- 
tará, ¿qué  faltas  habia  cometido  Colon?  ¿de  qué  se  le  po- 
dia  acusar?  Ninguna  y  de  nada;  puesto  que  no  se  le  for- 
muló el  mas  leve  cargo,  ni  tampoco  los  historiadores 
han  descubierto  cosa  alguna  en  este  respecto.  Y  no 
podia  menos  de  ser  así;  porque,  preguntaremos  nosotros 
á  nuestra  vez;  ¿su  obediencia  no  igualó  á  su  celo?  ¿su 
celo  á  su  prudencia?  ¿su  prudencia  á  su  fidelidad?  ¿su 
fidelidad  á  su  rendimiento?  Y  aun  después  de  su  vuel- 
ta, después  que  perdió  á  su  amiga,  á  su  apoyo,  á  su  rei- 
na, ¿se  absorbió  en  el  dolor  en  deservicio  del  rey?  ¿No 
conservó  al  ingrato  monarca  la  misma  lealtad,  la  misma 
afición  que  su  esposa  le  hubiera  deseado? 


—353— 

Tenemos  acerca  de  esto  una  prueba  de  cuya  sin- 
ceridad no  puede  sospecharse,  porque  consiste  en  un 
documento  privado,  en  una  carta  familiar  escrita  en  los 
instantes  mismos  en  que,  anonadado  por  la  muerte  de 
la  reina,  trazaba  á  su  hijo  mayor,  á  la  sazón  colocado 
cerca  de  D.  Fernando,  la  línea  de  conducta  que  debia 
seguir.  El  interés  de  aquellos  consejos  se  duplica  por 
razón  de  las  circunstancias  en  que  los  daba.  He  aquí 
como  habló  el  padre  al  hijo: 

''Ahora,  lo  primero  es  encomendar  fervorosamente 
á  Dios  el  aluia  de  la  reyna,  nuestra  señora.  Su  vida 
fué  siempre  católica  y  santa,  y  pronta  á  todas  las  cosas 
de  su  santo  servicio,  y  por  esto  se  debe  creer  que  está 
en  su  santa  gloria,  y  fuera  del  deseo  deste  áspero  y 
fatigoso  mundo.* 

Después,  lo  que  me  importa  mas  que  todas  las 
otras  cosas,  es  procurar  hacer  continuos  esfuerzos  en  el 
mejor  servicio  del  rey,  nuestro  señor,  y  trabajar  para 
ahorrarle  disgustos.  Su  alteza  es  la  cabeza  de  la  cris- 
tiandad: ved  el  proverbio  que  diz:  cuando  la  cabeza 
duele,  todos  los  miembros  duelen.  Ansí  que  todos  los 
buenos  cristianos  deben  suplicar  por  su  larga  vida  y 
salud,  y  los  que  somos  obligados  á  le  servir,  mas  que 
otros,  debemos  ayudar  á  esto  con  grande  estudio  y  di- 
ligencia.'^  2  ^ 

¿Al  través  de  estas  advertencias  del  almirante  no 
se  percibe  su  alma?  ¿No  son  propias  de  un"  sumiso, 
sincero  y  leal  vasallo? 

Pero,  qué  importaba  á  Fernando  la  fidelidad  de 
Colon?  Para  él,  político  profundo,  el  interés  era  la 
única  regla  del  corazón;  y  ni  suponía  en  otro  una  je- 
nerosidad  de  que  no  se  sentía  capaz,  ni  perdonaba  á 
quien  le  fuera  superior;  pero  lo  que  mas  le  ofuscaba,  lo 
que  lo  hacia  implacable  con  el  almirante,  era  su  gloria 

1  Cartas  de  D.   Cristóbal  Colon.     Memorial  de  letra  del  al- 
mirante. 

2  Ibidem        Tbidem. 

45 


—351— 

y  su  grandeza;  y  así,  para  D.  Fernando,  ningún  servi- 
cio que  le  prestara  Colon,  podia  equivaler  ala  impor- 
tancia que  habia  adquirido.  Habíalo  visto  el  monar- 
ca pobre  y  oscuro,  solicitando  el  honor  de  ser  presenta- 
do á  él  y  á  su  esposa,  pidiendo  ser  creído,  y  que,  tras 
siete  años  de  importunar,  ganó,  en  menos  de  ocho  me- 
ses, el  vireinato  de  una  rejion  mas  dilatada  que  Es- 
paña, y  mereció  ser  tratado  como  soberano  por  el  jefe 
de  la  Iglesia,  la  corte  de  Portugal,  la  de  Castilla  y  las 
demás  potencias  católicas. 

Al  ver  que  con  tanta  ingratitud  se  pagaban  servi- 
cios tan  considerables,  la  mente  contristada  del  his- 
toriador quisiera  descubrir  algún  hecho  que  atenuase  la 
odiosidad  que  inspira  semejante  conducta.  En  efecto, 
preciso  será  decir,  en  descargo  de  Fernando,  que,  ade- 
más de  la  instintiva  antipatía  que  lo  alejaba  de  Colon, 
temía  que  el  progreso  de  los  descubrimientos  y  la  pros- 
peridad de  las  Colonias  diesen  por  resultado  al  virey 
español  de  las  Indias  un  poder  é  importancia  desme- 
didos, y  que,  merced  á  la  distancia  y  á  la  posesión  de 
inmensos  tesoros,  concibiese  y  realizase  la  idea  de 
emanciparse  de  la  metrópoli,  constituyendo  un  estado 
independiente  y  rival  de  Castilla.  Pero,  si  bien  el 
acrecentamiento  continuado  de  territorio  que  hacia 
preveer  la  serie  no  interruuipida  de  descubrimientos, 
hubiera  podido  infundir,  naturalmente,  á  cualquier 
otro  monarca  los  mismos  cuidados,  no  quedaba  Fernan- 
do, por  el  solo  hecho  de  sospechar  ó  desconfiar  de  lo  fu- 
turo, exento  de  sus  compromisos  y  palabra  real.  Porque 
en  primer  lugar,  como  ni  las  faltas,  ni  los  delitos,  ni  los 
crímenes  se  suponen,  es  imposible,  obrando  en  justicia, 
castigarlos  sin  que  á  la  sentencia  preceda  la  prueba;  y 
en  segundo,  como  aun  concediendo  la  hipótesis  de  la 
emancipación  no  constituía  esta  peligro  inmediato  para 
la  existencia  de  la  metrópoli,  no  podia  alegarse  por  el 
^rey  la  necesidad  suprema  de  la  salud  pública,  esa  le- 
jítima  razón  de  estado  que  permite  suspender,   resol- 


I 


— 355 — 

ver  ó  quebrantar  todo  compromiso  contrario  á  la  ley 
de  su  propia  conservación.  Si  de  la  ejecución  de  los 
convenios  ó  capitulaciones  habidas  entre  la  corona  y  el 
almirante,  resultaban  para  éste  enormes  ventajas,  es- 
tas eran  proporcionadas  á  los  beneficios  que  repor- 
taba Cast  lia.  Esa  feliz  eventualidad,  á  la  sazón  ob- 
jeto de  asombro  y  recelo,  la  calculó  perfectamente 
Colon  cuan'do  propuso  sus  condiciones:  la  corte  se  alar- 
maba á  la  sazón  y  se  asustaba  de  ellas;  pero  él  nada 
estrañaba:  todas  sus  promesas  no  solo  se  habian  rea 
lizado  sino  acrecido,  pues  habia  descubierto  mas  de  lo 
que  buscó,  y  dado  á  los  reyes  mas  de  lo  que  les  ofreció 
y  ellos  esperaban.  Por  eso  la  violación  de  las  obliga- 
ciones de  la  corona  para  con  él,  el  olvido  da  la  pala- 
bra y  firma  real  son  injustificables.  Y  por  grande 
que  sea  nuestra  induljen-jia,  la  conducta  de  Fernando, 
nos  entristece.  Ese  desden  á  la  justicia  en  quien  ocu- 
pa el  trono  oprime  el  corazón,  y  esa  resolución  de  no 
cumplir  sus  compromisos  por  la  razón  de  que  parcelan 
escesivo?  indigna  á  los  hombres  de  bien,  porque  la 
mala  fe,  cuanto  mas  alto  está  quien  da  pruebas  de 
ella,  es  mas  degradante.  Fernando,  por  haber  preme- 
ditado la  ruina  de  Colon,  y  querido  prevalerse  luego 
de  la  pobreza  y  desamparo  en  que  lo  habia  sumi- 
do para  consumar  sus  criminales  intentos,  no  tiene  per- 
don  en  el  tribunal  de  la  historia. 

La  deslealtad  de  Fernando  debia  indignará  Colon 
tanto  como  su  ingratitud,  porque,  no  obstante  el  si- 
lencio á  que  le  obligaba  su  modestia,  harto  compren-  ^ 
dia  la  grandeza  de  su  obra,  y,  de  consiguiente,  de  sus' 
servicios.  Cierta  escuela,  á  la  que  pertenecen  la  mayor 
parte  de  los  biógrafos  del  almirante,  repite  ciegamente 
que  este  murió  sin  sospechar  siquiera  la  importancia 
de  sus  descubrimientos,  y  que  tuvo  hasta  el  fin  el 
nuevo  continente  por  la  costa  de  Asia.  Lo  cual, 
mal  que  le  pese  á  Mr.  Humboldt  es  un  error  com- 
pleto y  manifiesto.   Porque  es  preciso  tener  en  cuen- 


—356— 

ta  que  Colon  dio  el  nombre  de  India  á  las  tierras 
descubiertas  con  el  fin  de  interesar  en  la  empresa 
á  la  corte,  en  razón  á  que  las  Indias  pasaban  enton- 
ces por  las  tierras  mas  ricas  del  mundo  en  especería, 
perlas,  oro  y  diamantes.  Fernando  Colon  dice  esto 
terminantemente^  y  otros  contemporáneos  suyos  lo 
confirman  en  todas  sus  partes. 2  Agregúese  á  esto 
que  el  almirante,  desde  su  tercer  viage,  designaba  un 
territorio  del  que  nunca  jamas  habia  oido  hablar;  y 
como  nadie  habia  aun  dado  la  vuelta  á  Cuba,  ni  se 
dio  hasta  muchos  años  después  de  la  muerte  de  Co- 
lon, y  se  tenia  la  isla  por  continente,  muy  bien 
pudo  el  virey,  participar  de  la  misma  opinión  y  creer 
que  aquella  tierra  era  la  prolongación  de  la  costa 
de  África,  avanzando  al  E.  y  llegando  á  la  mar  de 
las  Antillas. 3  Ni  esto  perjudica  lo  mas  mínimo  á  la 
exactitud  de  sus  cálculos  sobre  la  existencia  del  Nue- 
vo Continente,  pues  en  ocasión  de  su  tercera  empre- 
sa, no  solo  conoció  y  comprendió  que  la  Tierra  Firme 
era  un  continente,  sino  que  el  Océano  la  rodeaba. 

La  lójica  de  los  hechos  es  mas  fuerte  que  la  de  los 
historiadores,  y  sin  gran  trabajo  vence  siempre  de  sus 
esfuerzos  y  sutilezas. 

Hemos  dicho  antes  y  lo  repetimos  ahora  que,  desde 
la  época  de  su  tercer  viaje  sabia  Colon  que  el  Nuevo 
continente  no  era  el  Asia,  y  además  añadiremos  ahora, 
que  el  Océano  lo  circunvalaba  con  sus  aguas,  puesto 
que,  antes  de  emprender  la  cuarta  espedicion,  habló 
de  un  estrecho  que  se  proponía  descubrir,  de  un  pa- 
so que  lo  hubiese  conducido  á  ese  mar  del  otro  lado 
del  istmo  de  Panamá. 


1  Femando  Colon.    Vida  del  almirante.  Cap.    VI. 

2  Juan  de  Torquemada,  la  Monarquía  indiana,   lib.  I.  cap.  VII. 
.3    Dos  años  pasados  de  la  muerte  del  almirante,  el  rey    Fernando 

dio  la  orden  de  esplorar  las  costas  de  Cuba  para  que  al  ñn,  se  su- 
piera si  era  continente  ó  isla.  Sebastian  de  Ocampo  recibió  comisión 
para  ello.  Herrera.  Historia  general  de  las  Indias  &c.  Decada  I, 
libro  VII,  cap.  I. 


—357— 

Esta  es  una  verdad,  basada  en  las  propias  pala- 
bras de  Colon,  el  testimonio  de  sus  enemigos  y 
la  jeneralidad  de  los  escritores  de  su  tiempo.  Porque, 
sabida  cosa  es,  que  hallándose  en  Granada,  anunció 
la  existencia  del  Océano  al  rededor  del  nuevo  con- 
tinente; y  si  bien  en  su  carta  del  7  de  Julio  de  1503 
hablaba  de  Ciguare  y  Ganges,  y  repetia  las  denomi- 
naciones dadas  por  los  indíjenas,  conformándose  con 
las  ideas  á  la  sazón  admitidas,  inteligibles  y  únicas, 
no  por  eso  creia  haber  dado  con  el  Asia,  puesto  que, 
á  pesar  de  verse  reducido  á  emplear  la  palabra  India, 
ó  por  prudencia,  ó  no  atreviéndose,  ó  no  queriendo 
crear  una  por  sí  para  imponerla  á  tierra  tan  vasta, 
sobradamente  sabia  que  el  soberano  señor  le  habia 
abierto  las  puertas  de  lo  que  era  de  todo  punto  des- 
conocido al  Mundo  Antiguo.  Tan  clara  idea  tenia 
Colon  de  su  descubrimiento,  y  tan  convencido  estaba 
de  que  aquello  no  era  el  Asia,  que  indicó  la  mane- 
ra como  la  mar  lo  rodeaba  y  trazó  la  posición  jeo- 
gráfica  de  Veragua  con  respecto  á  las  tierras  situa- 
das en  la  orilla  opuesta  del  Océano,  diciendo  que 
era  la  misma  de  Tortosa  con  Fuenterrabía,  y  de  Pisa 
con   Venecia.i 

Si  durante  algún  tiempo  hubiera  podido  Colon 
creer  que  realmente  habia  llegado  á  las  Indias,  sus 
postreras  espediciones  le  habrían  servido  para  rectifi- 
car y  fijar  sus  ideas  acerca  de  la  importancia  de  sus 
descubrimientos,  y  de  consiguiente  nada  estaba  ya 
oscuro  después  de  la  cuarta  espedicion.2  Y  como 
aquella  intuición  poderosa  que  le  habia  hecho  adi- 
vinar la  existencia  de  un  estrecho  entre  las  dos  divi- 
siones del  Nuevo  Continente  y  presentir  la  posición 
que  convenia  á  las  grandes  comunicaciones  de  los  pue- 

1  Cristóbal  Colon.     Carta  á  los  reyes  católicoSj  escrita  en  la  Ja- 
maica  el  7   de  Julio  de  1503. 

2  Herrera.   Historia  general    de  las   Indias  occidentales.    Déca- 
da I,  Hb.   VI,   cap.  VI. 


—358— 

blos  en  los  siglos  por  venir,  ie  demostraba  con  la  ma- 
yor evidencia  lo  inmenso  de  sus  descubrimientos,  tenia 
la  convicción  de  que  nunca  se  hubiese  cometido  con 
ningún  hombre  injusticia  mas  grande.  ¡Por  la  donación 
apostólica  de  la  Santa  Sede  y  la  Linea  de  demarcación 
papal,  de  que  él,  secretamente,  habia  sido  causa,  que- 
dó Castilla  poseedora  de  la  mitad  del  globo,  y  le  ne- 
gaba sus  derechos,  sus  títulos,  sus  honores  y  hasta  el 
sustento!  ¡No  tenia  en  este  mundo  mas  recurso  que  sus 
rentas  y  se  las  hacia  desaparecer,  quedando  así  redu- 
cido el  que  tanto  ^habia  hecho  por  España,  á  deber,  á 
la  confianza  ó  á  la  lástima  de  algunos  compatriotas,  el 
pan  de  cada  diaü! 

¿Y  cuánto  no  debia  sufrir  al  ver  que  la  emancipa- 
ción del  Santo  Sepulcro,  deseo  desesperado  de  su  vida, 
tenia  que  abandonarse,  cuando  todo  parecía  estar  pron- 
to para  ser  realizado,  en  razón  á  que  el  oro  abundaba 
entonces  y  que  cada  bajel  que  llegaba  prometía  para 
el  viaje  próximo  aportar  riquezas  mas  considerables? 

Pero  no  obstante  de  que  nada  traían  para  él,  ni  la 
mas  leve  queja  formuló,  sufriendo  tantas  y  tan  repeti- 
das ofensas  é  injusticias  con  ejemplar  paciencia  y  man- 
sedumbre, y  ocultando  en  lo  mas  íntimo  de  su  cora- 
zón la  tristeza  que  lo  aflijia,  ofreció  sus  amarguras  á 
aquel  cuya  cruz  habia  llevado  á  los  confines  de  la 
tierra.  ¿Presenta  la  historia  un  ejemplo  semejante  de  re- 
signación en  la  desgracia  al  que  ei?  estas  circunstancias 
nos  ofrece  Colon?  ¿No  deja  entrever  su  conducta  algo 
mas  que  la  virtud?  La  filosofía  es  tan  impotente  para  es- 
plicar  como  para  infundir  un  sosiego,  una  calma,  una 
tranquilidad  tan  sublime.  Pero  el  patriarca  del  Océa- 
no tenia  siempre  fijos  sus  ojos  er\  la  imájen  del  reden- 
tor, recordívba  que  nuestro  divino  maestro,  al  traerá  la 
humanidad  algo  mas  que  un  nuevo  mundo,  la  verdad 
y  la  vida,  había  sido  calumniado,  perseguido,  ma- 
niatado, azotado,  escarnecido,  burlado  de  la  mul- 
titud, y  condenado  después  al  último   suplicio,  á  pe- 


—359— 

sar  de  su  inocencia  manifiesta  y  reconocida,  y  por 
eso,  á  su  imitación,  el  mensajero  de  la  salud,  compri- 
mia  sus  dolores  y  perdonaba  á  sus  enemigos,* 

En  la  segunda  semana  de  Abril  supo  el  almirante 
que  el  rey  se  habia  trasladado  con  la  corte  á  la  Coru- 
ña  para  recibir  á  su  hija,  á  la  sazón  reina,  la  cual  ve- 
nia juntamente  con  su  marido  D.  Felipe,  á  tomar  pose- 
sión de  la  corona  de  Castilla.  Un  destello  de  esperanza 
brilló  entonces  sobre  el  lecho  de  dolor  en  que  yacia 
Colon;  y  creyendo  encontrar  en  la  hija  de  Isabel  algo 
de  aquella  cariñosa  justicia  de  que  siempre  le  dio  prue- 
b.^s  la  incomparable  matrona,  le  escribió  para  escu- 
sarse  de  ir  á  su  encuentro,  y  encargó  á  el  adelantado 
llevase  el  pliego,  cuyo  sobre  ibadirijidoá  ella  ya  Fe- 
lipe. 

Resplandece  en  esta  carta,  sobre  todo,  su  resigna- 
ción en  la  voluntad  divina.  Les  dice  que  plugo  á  nues- 
tro Señor  privarlo  del  placer  de  ir  á  su  encuentro  y 
de  dirijir  por  sí  mismo  el  rumbo  de  las  naves  que  los 
habian  traido;  les  da  por  cierto  que,  á  pesar  de  los 
males  que  en  aquellos  momentos  lo  aquejan  sin  pie- 
dad, podrá  rendirles  servicios  incomparables;  y  luego, 
aludiendo  á  la  muerte  de  Isabel  y  alas  mudanzas  so- 
brevenidas á  consecuencia  suya,  añade:  Estos  reve- 
sados tiempos,  ó  otras  angustias  en  que  yo  he  sido  puesto, 
contra  tanta  razón,  me  han  llevado  á  gran  estremo-,  á 
esta  causa  no  he  podido  ir  á  vuestras  altezas  ni  mi 
hijo,^  y  concluye  manifestando  aguarda  ser  repuesto  en 

*  El  distinguido  escritor  italiano  Conde  TuUio  Dándolo,  que  no 
bien  apareció  la  presente  obra  en  Paris,  se  apresuró  á  traducirla  en 
la  dulce  y  armoniosa  lengua  del  Tasso  y  Ariosto,  no  puede  por 
menos,  al  hacerse  cargo  de  este,  trozo  en  una  carta  á  su  autor  que 
sirve  de  introducción  al  pripier  tomo,  que  decirle:  ''Vuestro  libro 
es  digno  de  colocarse  en  la  cabecera  del  cristiano  moribundo,  porque 
os  habéis  servido  de  Colon  para  elevar  las  almas  al  redentor....  bende- 
cido seáis  por  ello "  Sentimos,    al  copiar  esta  hermosa  frase,  que  el 

Conde  TuUio  Dándolo  nos  haya  privado  del  gusto  de  inventarla. 

N.    DEL    T. 

1  Calata  del  almirante  B.  Cristóbal  Colon  á  los  reyes  D.  Felipe  y 
doña  Juana.  Suplem.   primer,  ala  colección  diplomat.,  n."  LXII. 


—  360— 

sus  honores  y  estado,  conforme  á  las  capitulaciones  ha- 
bidas entre  él  v  el  monarca  de  Castilla.  La  fecha  de  esta 
carta  era  del  dia  1.°  de  Mayo;  y  como  la  reina  y  su 
consorte  llegaron  el  7  á  la  Coruña,  el  adelantado  no 
pudo  entregarla  sino  al  cabo  de  algunos  dias.  Los  sobe- 
ranos acojieron  con  benevolencia  la  solicitud  y  prome- 
tieron hacer  justicia. ^  Poco  después  el  enviado  tornó 
á  participar  á  Colon  la  buena  nueva;  pero  durante  este 
tiempo  su  enfermedad  habia  hecho  irremediables  estra- 
gos. 


1    Herrera.  Historia  jefiei^al  de  los  viajes  y  conquistas  de  los  castella- 
nos en  las  Indias  occidentales.     Década  1.^  lib.  VI,  cap.  LIV. 


CAPITULO   IX. 


Cuando,  para  descubrir  el  estrecho,  no  vaciló  Cris- 
tóbal Colon  en  lanzarse  de  nuevo  al  mar,  no  obstante 
contar  sesenta  y  seis  años  de  edad  j  cuarenta  de  ma- 
rino, se  mostró  no  menos  heroico  que  al  partirse  para 
su  primer  empresa.  Porque,  como  quiera  que,  en  sus 
anteriores  espediciones,  habia  padecido  larga  y  tenaz- 
mente de  oftalmías  y  rehumas,  en  esta  que  era  la  cuar- 
ta no  debia  prometerse  mejor  ventura.  Y  así  fué,  en 
efecto,  pues  se  vio  aquejado  de  privaciones  y  fatigas  sin 
número,  á  las  cuales  sucumbieron  muchos  jóvenes  de 
gran  robustez,  y  délas  que,  su  mismo  hermano, el  ade- 
lantado, á  pesar  de  su  vigorosa  constitución,  se  resen- 
tía aun  mucho  después  de  hallarse  de  vuelta  en  Es- 
paña, i  Agregúese  á  esto,  el  que^  una  de  sus  heridas  se 
abrió,  y  que  dolorosas  hinchazones  le  atormentaban 
pies  y  manos.  Pero  sobre  todos  sus  males,  el  mas  gra- 
ve para  el,  si  bien  con  tranquilidad  aparente  y  mesura 
de  palabras  lo  encubría,  estaba  uno:  la  perdida  de  la 
reina,  cuya  muerte  habia  abierto  en  su  pecho  tan  honda 
herida  que  por  ella  se  le  escapaba,  gota  á  gota,  la  fuen- 
te de  su  vida. 

No  era   esta,   sin  embargo,  la  única  de  sus  tor 
turas  morales,  pues  además  de  la  que  le  causaba  la  in* 
gratitud  de  Fernando,  proceder   que  como  cristiano 

1     Cartas  de  Cristóbal  Colon  á  su  hijo  D.   Diego. 

40 


— 8Í)2— 

perdonaba,  le  aflijia  sin  cesar  el  recuerdo  de  aquellas 
apartadas  tierras  que  fué  á  descubrir  un  dia  en  el  nom- 
bre de  Jesucristo,  de  aquellos  pueblos,  antes  tan  feli- 
ces, que  él  ambicionó  traer  al  rebaño  de  los  fieles,  á 
los  que  mostró  el  primero  é  hizo  adorar  el  signo  de  la 
redención,  y  que  entonces  se  destruian  con  insensata 
barbarie.  Sentíase  martirizado  en  los  indios  el  revela- 
dor del  Nuevo  Mundo,  en  los  tormentos  impuestos  á 
sus  tribus,  y  en  los  suplicios  á  que  se  sometían  aque- 
llos infortunados  que  morian  maldiciendo  la  relijion 
sublime   que   aspiró  que  amasen. 

En  medio  de  todos  sus  dolores  físicos,  de  su  aba- 
timiento, de  su  pobreza  y  humillación,  el  almirante, 
habia  encomendado  la  suerte  de  sus  hijos  en  manos  de 
la  divina  providencia,  y  podido  desechar  de  sí  cuanto 
hacía  de  su  persona  y  derechos  el  monarca;  pero  nada 
le  hubiera  hecho  olvidar  los  desgraciados  indios,  ni 
disminuir  la  fiebre  de  indignación  que  lo  dominaba. 
¿Qué  palabras  para  consolar  tal  aflicción?  ¿Cómo  tran- 
quilizar la  pena  que  tenia  su  asiento  en  las  entrañas 
del  discípulo  del  verbo;  cómo  dulcificar,  al  menos,  su 
agonía  moral,  dolor  inmenso,  proporcionado  á  un  pue- 
blo entero  y  multiphcado  por  cada  uno  de  los  que  for- 
maban la  raza  desgraciada  cuyo  fin  preveía,  y  cuyo  es- 
tertor parecía  resonarle  en  los  oídos? 

Para  prolongar  algun  tanto  la  vida  del  almirante, 
hubiera  sido  preciso  poder  resucitar  á  la  grande  Isa- 
bel, y  cerrar  de  seguida  la  sangrienta  llaga  de  las  In- 
dias;i    pero  después  de  tantos    males  y   dolores   sin 

1  Debemos  no  echar  en  olvido  que,  el  conde  de  Falloux  lia  sido  el  úni- 
co, entre  los  numerosos  historiadores  de  Colon,  que  haya  puesto  el  de- 
do en  esa  llaga  del  corazón.  En  la  Histoire  de  Saint  Pie  V,  este 
noble  defensor  del  catolicismo  ha  indicado  la  causa  oculta  de  su  dolor. 
Reconócese  al  primer  golpe  de  vista  en  este  punto,  el  tacto,  la  seguri- 
dad, y  la  justa  apreciación,  realzadas  por  un  estilo  vigoroso  y  elegante, 
cualidades  todas  distintivas  de  la  grandeza  y  elocuencia  que  debia  ma- 
nifestar Mr.  de  Falloux  en  la  peor  época  de  nuestra  última  República, 
á  cuyas  circunstancias  ha  debido  la  justa  fama  de  ser  la  única,  inne- 
gable y  cabal  superioridad  que  puso  de  manifiesto  la  revolución  de 
1848.  Digamos  de  paso  que  el  único  ingenio  producido  por  la  repú- 
blica no  fué  republicano. 


—sea- 
cuento  como  lo  aquejaban,  parecía  cosa  de  milagro  el 
que  ya  su  espíritu  no  se  hubiese  despojado  de  su  ves- 
tidura mortal,  tanto  mas,  cuanto  que,  su  misma 
sensibilidad,  su  compasión  de  los  sufrimientos  ajenos 
era  una  de  las  partes  que  mas  habian  contribuido  á 
ponerlo  en  aquel  trance.  Así  fué  que,  comprendiendo 
que  ningún  poder  humano  era  ya  bastante  para  repa- 
rar su  gastado  organismo,  volvió  á  leer  su  testamento, 
y  no  hallando  en  él  cosa  que  debiera  cambiarse,  quiso 
depositarlo.  ^ 

Un  deber  de  conciencia  nos  obliga  á  detenernos  al- 
gún tanto  en  el  examen  de  este  testimonio  de  su  úl- 
tima voluntad,  que  ha  sido  ocasión  de  las  mas  teme- 
rarias acusaciones  contra  la  pureza  de  tan  gran  servi- 
dor de  Dios. 

Irving  pretende  que,  "la  víspera  de  su  muerte,  re- 
dactó un  codicilo  definitivo  en  debida  forma/^  y,  lue- 
go,añade:  'Una  cláusula  de  este  testamento  encomien- 
da el  cuidado  de  D.  Diego  á  Beatriz  Enriquez,  madre 
de  su  hijo  natural  D.  Fernando.  Sus  relaciones  con 
ella,  como  quiera  que  nunca  estuvieron  sancionadas 
por  el  vínculo  del  matrimonio,  ya  fuese  á  causa  de  esto, 
ó  ya  que  tuviese  remordimientos  por. haberla  desaten- 
dido, parece  ser  que  en  sus  postreros  instantes  se  sin- 
tió muy  conmovido  con  este  motivo,  "i 

Desde  Galeani  Napione,  acrimoniosamente  comen- 
tado por  Spotorno,  comentado  á  su  vez  por  D.  Martin 
Navarrete,  Washington  Irving  y  el  docto  Humboldt, 
seguidos  de  toda  la  escuela  protestante,  ninguno  de. 
los  biógrafos  de  Colon  ha  dejado  de  reproducir  con  la 
mayor  puntualidad  lo  del  dolor  que  causaba  al  almiran- 
te en  sus  postreros  momentos  la  memoria  de  Beatriz 
Enriquez,  y  de  indicar  en  prueba  "de  su  viva  compun- 
ción "  su  último  codicilo,  escrito  "la  víspera  de  su  muer- 
te,» es  decir,  el  19  de  Mayo  de  1506. 

1     Washin^^ton   Irving.    líistona  de  ¡a  vida  y  viajes  de  Cristóha 
Colon.  Titulo  IV,  lib.  XVIII,  cap.  IV,   pág.  37. 


—364- 

No  podemos  consentir  por  mas  tiempo  que  hasta 
en  su  agonía  se  calumnie  al  revelador  del  globo.  Tiem- 
po es  ya  de  poner  término  á  semejante  falsificación  de 
los  hechos,  nacida  de  un  imperdonable  trueque  de  fe- 
chas; y  apoyados  en  la  verdad  no  vacilamos  en  calificar 
de  grosero  error  "la  compunción  del  virey  en  sus  últi- 
mas horas, "  y  en  afirmar  que  no  hizo  ninguna  disposi- 
ción testamentaria  "la  víspera  de  morir, "  y  que,  el 
"codicilo  definitivo  y  en  forma  que  se  pretende  hecho 
v'un  dia  antes  de  su  fallecimiento",  esto  es,  en  19  de 
Mayo  de  1506,  databa  ya  de  cuatro  años. 

El  último  codicilo  de  Colon,  "escrito  de  su  puño, 
fechado  á  1.°  de  Abril  de  1502"  y  depositado  en  po- 
der del  R.  P.  Fr.  Gaspar  Gorrico,  de  la  Cartuja,  antes 
de  su  partida  para  el  último  viaje,  fué,  á  su  vuelta,  ra- 
tificado, como  él  mismo  lo  declaró.  Y  en  prueba  de  su 
constante  voluntad  lo  reprodujo,  otra  vez  de  su  mano, 
en  25  de  Agosto  de  1505,  solo  que,  viendo  acercarse 
su  fin,  deseoso  de  revestirlo  de  un  carácter  auténtico, 
lo  puso,  con  todas  las  formalidades  requeridas,  en  ma- 
nos del  notario  Pedro  de  Hinojedo,  escribano  de  la 
cámara  real,  y  nombró  en  calidad  de  albaceas  á  su  hijo 
mayor  don  Diego,  á  su  hermano  don  Bartolomé  y  á 
Juan  de  Porras,  tesorero  mayor  de  Vizcaya;  lo  cual  tu- 
vo lugar  el  19  de  Mayo  de  1506,  ante  los  testigos  Gas- 
par de  la  Misericordia  y  el  bachiller  Mirueña,  ambos 
vecinos  de  Valladolid,  y,  además,  de  siete  personas  de 
su  servicio,  á  saber:  Bartolomé  Eieschi,  su  noble  com- 
patriota, Alvaro  Pej'ez,  Juan  de  Espinosa,  Andrés  y 
Fernando  de  Vargas,  Francisco  Manuel  y  Femando 
Martínez.  1 


1  Testigos  que  ñieron  presentes,  llamados  é  rogados  á  todo  lo  que 
diclio  es  de  suso,  el  Bachiller  Andrés  Mizueña  é  Gaspar  de  la  Miseri- 
cordia, vecinos  desta  dicha  villa  de  A^'alladolid,  é  Bartolomé  de  Tresco, 
é  Alvaro  Pérez,  é  Juan  Despinosa,  é  Andrea  é  Hernando  de  Yargas,  é 
Francisco  Manuel,  6  Fernán  Martínez,  criados  del  dicho  S.  Almiran- 
te. Testamento  y  codicilo  del  Almirante  'etc.  Colee,  dipl.  docum. 
u.«CLVIII. 


—  365—       . 

Para  poder  apreciar  rectamente  el  sentido  de  las 
palabras  breves  y  sobreentendidas  de  Colon  con  res- 
pecto á  Beatriz,  la  rectificación  de  estas  fechas  es  in- 
dispensable, porque,  el  intervalo  que  separa  la  del  tes- 
tamento de  la  del  acta  de  depósito,  liace  inadmisible 
la  calumniosa  interpretación  que  se  ha  dado  á  el  pesar 
que  manifestó  el  almirante. 

Ahora  bien,  ya  que  hemos  restablecido  las  fechas 
por  su  orden,  hagamos  lo  propio  con  los  hechos  y  da- 
remos á  las  palabras  del  testamento  su  verdadero  sen- 
tido. 

En  su  último  codicilo  de  1.°  de  Abril  de  1502, 
vuelto  a  copiar  de  mano  propia  i  el  25  de  Agosto  de 
1505,  y  archivado  en  19  de  Mayo  de  1506,  se  ocupa, 
en  efecto,  el  virey  de  su  compañera  Beatriz  Enriquez; 
pero  de  un  modo  que,  muy  lejos  de  manifestar  re- 
mordimientos, como  se  ha  dicho,  solo  prueba  dehcade- 
za  de  corazón. 

Recuérdense  las  circunstancias  en  que  se  verificó  el 
matrimonio  de  Colon  con  la  ilustre  cordobesa.  A  pesar 
de  su  elevado  nacimiento,  Beatriz,  en  la  flor  de  su  vi- 
da, llena  de  atractivos,  dio  su  mano  á  Colon,  ya  enca- 
necido, estranjero,  pobre,  desconocido,  desdeñado  á 
causa  de  la  increíble  grandeza  de  sus  pensamientos, 
que  no  aportaba  al  matrimonio  sino  su  injenio  y  un 
proyecto  rechazado  por  tres  gobiernos,  y  que  en  lugar 
de  apoyo  y  protección  solo  encontraba  incredulidad  y 
desprecio.  Ella  arrostró  la  oposición  de  su  familia,  de 
sus  amigas,  la  opinión  y  el  ridículo,  esperimentando 
un  goce  secreto  con  cada  uno  de  estos  sacrificios  que 
por  voluntad  se  impuso;  y,  sin  embargo,  su  marido,  á 
poco  de  serlo,  se  aleja  de  Córdoba,  y  no  vuelve  á  ella 
casi  nunca.  ¿Por  qué?  Porque  Colon  no  se  pertenecía, 
porque  se  debia  á  la  Providencia,  porque  el  mejor  ser- 
vicio de  SS.  AA.  que  él  hacia  por  la  gloria  de  Dios  y 

1     Declaración  del  escribano  de  cámara   Pedro   do  Hinoyedo  etc. 
Colee,  dipl.  dociim.  CTíYIII. 


—366— 

aumento  de  su  Iglesia,  lo  tenían  como  en  cadenas,  por- 
que en  aras  del  bien  del  mundo,  no  vacilaba  sacrificar 
su  felicidad  doméstica.  Así  como  los  profetas  se  apar- 
taban de  sus  mujeres  y  de  sus  hijos  para  ir  á  las  na- 
ciones á  estender  la  buena  nueva,  Colon,  se  desataba 
de  los  lazos  de  la  felicidad  doméstica  y  olvidaba  la  que 
se  había  prometido,  para  trabajar  únicamente  por  el  en- 
grandecimiento de  nuestro  dominio  terrestre,  descu- 
briendo la  totalidad  de  la  creación,  para  llevar  el  signo  de 
la  Cruz  á  los  pueblos  desconocidos,  para  preparar  la 
senda  del  Evangelio,  y,  con  el  producto  de  sus  trabajos 
rescatar  de  manos  de  infieles  el  sepulcro  del  Redentor. 
No  obstante,  en  el  momento  de  partir  para  su  últi- 
ma espedicion,  la  mas  atrevida  y  peligrosa  d^  su  vida, 
al  redactar  su  testamento,  recordando  los  grandes  sa- 
crificios, el  amor  sumiso  de  Beatriz,  el  abandono  en  que, 
por  dilatados  años  la  tuvo  y  que,  en  la  institución  del 
mayorazgo,  no  le  había  señalado  para  su  viudez  renta 
alguna,  sintió  el  mas  vivo  pesar,  y  temió  aparecer  in- 
grato, haber  realmente  olvidado  á  la  que  se  sacrificó  á 
él  y  por  él  en  la  hora  de  sus  tribulaciones,  y  cuya  inje- 
niosa  ternura  se  complació  en  mitigar  sus  angustias  y 
dolores,  no  conciliando  así  lo  que  debia  á  su  compañe- 
ra con  lo  que  debia  á  Dios.  Ya  no  era  posible  modifi- 
car en  el  fondo  la  institución  del  mayorazgo,  por  ser 
conocida  de  los  reyes  y  de  la  santa  sede,  en  favor  de 
Beatriz,  que  nada  solicitaba,  ni  quería,  cuyo  silencio  y 
resignación  eran  iguales  á  la  nobleza  de  su  primer 
amor,  v  fuéle  forzoso  limitarse,  en  consecuencia,  á  reco- 
mendarla  á  su  heredero  universal  en  términos  que  hi- 
cieran doblemente  obligatoria  su  voluntad,  para  tran- 
quilidad de  su  conciencia,  como  él  dice.  Y  como  no 
creia  oportuno  consignar  de  cuánto  le  era  deudor  y 
por  qué  pesaba  tanto  sobre  su  corazón  este  deber  se  lí- 
limitó  á  dsoír:  "La  razón  dello  non  es  lícito  de  la  escri- 
bir aquí.  "^ 

1     Ultimo  ;  itículo  del  testamento  escrito  y  vuelto  á  copiar  de  mano 
de  Colon  á  25  de  Agosto  de  1505.  Colee,  dipl.  docum.  n."  CLVIII. 


—867— 

En  estas  palabras,  Napione,  Spotorno  y  Navarrcte, 
tan  estraños  á  la  historia  de  Colon,  como  al  conoci- 
miento del  corazón  humano,  creyeron  poseer  la  prueba 
de  relaciones  ilícitas,i  y  atribuyeron  su  pesar  á  la  po- 
sición equívoca  en  que  se  hallaba  con  respecto  á  Bea- 
triz. Washington  Irving,  sin  osar  contradecirlos,  opi- 
na como  ellos,  bien  que  no  resueltamente. 

Lo  ridículo  de  tal  interpretación  salta  á  la  vista 
menos  perspicaz,  porque,  si  el  motivo  de  decir  que  no 
era  lícito  espresar  allí  la  causa  de  ello,  hubiese  sido  el 
que  se  supone.  Colon,  ¿habría  consignado  que  Beatriz 
Enriquez  era  madre  de  don  Fernando?,  porque  desde 
el  momento  en  que  declaraba  la  maternidad  de  Bea- 
triz, nada  podia  ocultar  ya  acerca  de  la  naturaleza  de 
sus  relaciones  con  ella.  No  hay  duda,  pues,  de  que  la 
reserva  de  Colon  no  concierne  á  esta  maternidad  de 
que  tan  sin  rebozo  habla  en  otro  lugar;  de  que  no  exis- 
te ningún  misterio,  después  de  una  declaración  tan  ter- 
minante; y  de  que  la  reticencia  del  testador  no  es  rela- 
lativa  al  oríjen  de  su  segundo  hijo. 

Los  mismos  escritores  que  han  visto  en  estas  pala- 
bras la  confesión  de  una  falta,  arrancada  á  la  concien- 
cia en  el  momento  terrible  de  morir,  olvidaron  la  fecha 
del  testamento,  confundieron  su  texto  con  el  acta  del 
depósito,  que  se  hizo  cuatro  años  después  por  Colon, 
la  víspera  de  su  fallecimiento;  y  en  unas  palabras  que, 
por  no  comprender  el  sublime  carácter  de  quien  las  es- 
cribía, no  pudieron  alcanzar  el  sentido,  concluyeron 
que  hubo  relaciones  ilejítimas  y  rtmordimientos  de 
conciencia  en  la  hora  postrera.  No  bastó  para  dete- 
nerlos la  diferencia  de  las  fechas.  Pero  no  nos  deten- 
dremos aquí  á  desvanecer  su  ciega  obstinación,  sino 


1  Navarrete  creyó  bajo  su  palabra  á  Spotorno,  quien  creyó  á  Na- 
pione, el  cual  se  referia  á  las  miserables  astucias  de  un  procurador  que 
no  dudó  en  manejar  toda  clase  de  armas  para  no  perder  su  pleito:  el  li- 
cenciado Luis  de  la  Palma  y  Freitas.  Pleitos  de.  los  descetidientes  de 
Colon. 


—368— 

que  nos  limitaremos  á  decir,  apoyados  en  las  pruebas 
que  dimos  en  las  primeras  pajinas  de  este  libro, ^    que 
el  matrimonio  de  Colon  con  doña  Beatriz  Enriquez,  de- 
mostrado por  una  multitud  de  inducciones  lójicas  y 
papeles  diversos,  reconocido  por  sus  descendientes,  los 
árboles  jenealójicos,  las  tradiciones  de  familia,  fué  de- 
clarado por  él,  de  su  puño  y  letra,   cinco  años,  cuatro 
meses  y  diez  y  ocho  dias  antes  de  verificar  el  consabido 
depósito  la  "víspera  de  su  muerte"  en  un  escrito  que, 
felizmente,  ha  llegado  hasta  nosotros.  En  el  cual,  Co- 
lon, llama  á  Beatriz  su  mujer,  y  espresa  la  causa  de  su 
separación,  de  ella.^    Además,  el  artículo  invocado  con- 
tra Beatriz  ofrece  una  nueva  prueba  de  la  lejitimidad 
de  su  hijo;  porque  si  ella  no  hubiera  sido  mujer  lejíti- 
ma  del  almirante,  este  ¿no  habria  encomendado  el  pa- 
go de  su  viudedad  á  su  hijo  don  Fernando  que  hereda- 
ba millón  y  medio,  mejor  que  á  don  Diego,  fruto  de 
otra  unión?  Claro  es  que  Colon  la  dejó  espresamente 
á  D.  Diego,  como  primojénito,  para  que  la  renta  de  la 
viuda  del  virey  de  las  Indias  se  pagase  por  el  sucesor 
y  continuador  de  sus  títulos  y  privilejios. 

Perdónesenos  la  brevedad  de  nuestra  respuesta  á  la 
última  calumnia  de  los  últimos  historiadores  de  Colon, 
y  que  de  paso,  recordemos  que  semejante  acusación  no 
se  ocurrió  nunca  á  sus  perseguidores,  ni  en  vida  saya, 
ni  mientras  duró  la  línea  directa  de  sus  descendientes; 
que  al  sistema  de  falsa  crítica  y  vana  erudición  es  á 
quien  se  debe. 

Para  comprender  y  juzgar  el  carácter  de  Colon  has- 
ta la  última  hora,  es  su  testamento  de  gran  interés:  las 
fechas  no  son  menos  significativas  en  él  que  las  pala- 
bras, porque  atestiguan  de  su  invariable  firmeza.  Lo 

1  Tomo  I.  Introducción. 

2  "Dejé  mujer  y  fijos  que  jamás  vi  por  ello."  Carta  de  Cristóbal 
Colon  al  Consejo,  escrita  á  Jines  del  año  1500.  El  borrador  de  esta 
carta  todo  de  mano  del  almirante  ha  llegado  hasta  nosotros  y  su  auten- 
ticidad ha  sido  reconocida  implícita  y  esplícitamente  por  los  historió- 
grafos Muñoz  y  Navarreto.  Colee,  dipl.  l)ocum.  n."  CXXXVII. 


—369— 

que  escrilúó  en  1501,  antes  de  la  última  empresa,  lo 
confirmó  en  1505,  y  lo  sancionó  de  nuevo  en  1506,  en 
el  acta  de  depósito,  hecha  "la  víspera  de  su  muerte. " 
En  esta  constancia  se  revelan  aquella  fuerza  de  volun- 
tad y  claridad  de  entendimiento  que  la  producia  y  ali- 
mentaba. En  esta  consagración  de  su  postrer  acuerdo 
se  justifica  y  autoriza  lo  que,  de  una  manera  un  tanto 
imperativa,  hemos  afirmado  del  candor  sublime  y  del 
natural  bondadoso  é  inspirado  de  Colon,  y  se  vé  que 
nada  exajeramos  al  calificarlo  de  inspirado  del  cielo, 
é  inñamado  de  la  gloria  del  verbo  divino,  sabiendo  so- 
meter su  ciencia  á  su  fe,  y  su  injenio  á  la  humildad 
cristiana. 

No  hay  hipócritas  en  el  instante  de  apartarse  de  la 
vida:  no  hay  finjiraiento  ni  doblez  cuando  falta  poco 
para  pisar  el  dintel  de  la  eternidad;  por  eso  son  tanto 
mas  dignas  de  fijar  la  atención  las  palabras  escritas  en 
el  acta  de  depósito  del  testamento  de  Colon,  pues  con 
ellas  el  revelador  del  globo  probaba  por  última  vez  el 
carácter  sobrehumano  de  sus  hechos;  reiteraba  lo  que 
la  ingratitud  de  la  corte  le  habia  forzado  á  escribir  al 
rey  y  a  sus  consejeros  cuando  dijo:  "Por  la  voluntad 
de  Dios  nuestro  Señor  di  yo  á  SS.  AA.  las  Indias  co- 
mo cosa  que  era  mia;  "^  y  se  ocupaba  una  vez  mas  de 
la  famosa  línea  de  demarcación,  no  de  la  línea  caute- 
losa convenida  en  congreso  por  enviados  de  Castilla  y 
Portugal,  y  acerca  de  la  que  siempre  guardó  silencio 
respetuoso,  si  bien  nunca  pareció  tenerla  en  cuenta,  ni 
quiso  mencionar  por  considerarla  tal  vez  como  una 
ofensa  á  la  sede  apostólica;  mas  de  aquella  línea  traza- 
da por  el  soberano  Pontífice  con  asistencia  del  Sacro 
Colejio  que,  arrancando  de  un  polo  iba  á  concluir  en 
el  otro,  pasando  á  cien  leguas  de  las  Azores^  y  de  las 

1  Testamento  y  codicilo  del  Almirante  don  Cristóbal  Colon  otorga- 
do en  Yalladolid.    Colección  diplom.   Docum.  n°  CLYIII. 

2  Testamento  y  codicilo  del  almirante  don  Cristóbal  Colon,  otorgado 
en  Valladolid.    CoUccion  diplomática^  docum,  w."  CLVIII. 

47 


-370— 


islas  de  Cabo  Verde,  y  que  permanecerá  siendo  siem- 
pre, hasta  para  los  mas  incrédulos,  como  uno  de  los 
grandes  prodijios  del  espíritu  humano,  y  testimonio 
de  la  infalible  inspiración  del  pontificado. 


IL 


Terminada  que  fué  la  lectura  de  este  documento, 
y  que  los  testigos  con  él  escribano  Pedro  de  Hinojedo, 
lo  hubieron  firmado.  Colon  pidió  una  pluma. 

Además  de  que  verbalmente,  habia  el  virey  reco- 
mendado á  su  hijo  mayor  que  proveyese  en  sus  nece- 
sidades á  sus  fieles  servidores,  tales  como  Carvajal  y 
Gerónimo,  y  de  su  promesa  al  heroico  Diego  Méndez 
de  un  cargo  de  importancia  y  confianza  en  la  Españo- 
la,i  en  aquel  momento  supremo  quiso,  agradecido,  de- 
jar un  postrer  recuerdo  á  algunos  hombres  de  los  cua- 
les recibió  favores  en  los  primeros  años  que  vivió  en 
Portugal.  Y  como  quiera  que  muchos,  entre  ellos,  ha- 
blan fallecido,  transfirió  á  sus  hijos  ó  herederos  esta 
prueba  de  buena  y  afectuosa  memoria,  añadiendo  una 
nota  á  su  testamento,  y  escribiendo,  en  seguida,  de  su 
puño  y  letra  sus  nombres  y  los  legados. 

Así,  pues,  á  los  herederos  de  Gerónimo  del  Puerto, 
padre  del  canciller  de  Jénova,  veinte  ducados  de  oro; 
á  Vazo  Antonio,  mercader  de  la  misma  ciudad,  esta- 
blecido en  Lisboa,  dos  mil  y  quinientos  reis;  á  los  he- 

1     Testamento  de  puño  de  Diego  Méndez,  hecho  en  \9  de  Junio 
de  1536. 


—371— 

rederos  de  otro  mercader,  también  de  Jen  ova,  Luis 
Centurión  Escoto,  setenta  y  cinco  ducados  de  oro;  á 
los  sucesores  del  jenovés  Pablo  de  Negro,  cien  duca- 
dos de  oro,  y  á  un  pobre  judío  de  Lisboa  que  habitaba 
próximo  á  la  puerta  de  la  Judería,  medio  marco  de  pla- 
ta. Luego,  llevando  al  estremo  su  delicadeza,  espresó 
que  se  les  habia  de  entregar  estos  legados  "en  tal  for- 
ma que  no  supieran  quien  se  los  mandaba  dar.  "i 

Al  fin,  cuando  hubo  devuelto  al  escribano  el  acta 
testamentaria,  apartó  su  mente  de  los  objetos  terrena- 
les, y  cesó  de  pensar  en  los  intereses  del  mundo  y  de 
la  famiha  para  concretarse  á  Dios, 

Obedeciendo  á  una  ley  jeneral  de  la  fisiolojia  y 
de  la  historia  humana,  tienden  las  cosas  á  rematar  de  la 
propia  suerte  que  han  comenzado.  Por  eso  el  ;iiismo 
misterio  que  rodea  y  nos  encubre  el  oríjen  de  Cris- 
tóbal Colon,  envuelve  su  fin.  Pocos  detalles  se  con- 
servan acerca  de  esto;  pero,  no  obstante,  el  sabio  ca- 
nónigo de  Placencia,  Pietro  María  Campi,^  que  logró 
reunir  sobre  la  muerte  del  héroe  cristiano  datos  exac- 
tos que  se  preparaba  á  publicar  cuando  sobrevino  la 
suya,  halló  en  ellos  fundamento  para  poder  aseverar  que 
su  muerte  fue  la  de  un  predestinado,  el  digno  fin  y 
remate  de  una  vida  de  apóstol  y  de  mártir. ^ 

Aunque  faltan  documentos  detallados  sobre  la  úl- 
tima faz  de  astro  tan  luminoso  en  el  orden  de  las  inte- 
lijencias,  es,  sin  embargo,  posible  restablecer  con  bas- 
tante exactitud  sus  circunstancias  mas  notables.  Pácil 
cosa  es  comprender  lo  que  en  aquellos  tiempos  seria  una 
posada,  y  representarse  en  ella  la  habitación  del  almi- 
rante del  Océano.  En  la  cual  solo  adornaba  las  desnu- 
das paredes  las  cadenas  que  le  puso  Bobadilla,  y  que 
el  conservaba  siempre  á  la  vista  á  la  manera   que  los 

1  Memoria  ó  apuntación  á  continuación  del  codicilo  de  mano  ¡yvopia 
del  almirante.  Colección  diplomática.    Docum.  n.°  CLVIII. 

2  Pietro  María  Campi.  Historia  Eclesiástica  de  Placencia,  parte 
tercera,  p.  225. 


—372— 

capitanes  victoriosos  de  la  antigua  Roma  guardaban 
las  coronas  cívicas  y  murales  obtenidas  en  premio  de 
su  valor  y  pericia.^  Allí,  pues,  aquel  que  mereció  tan- 
tos favores  del  cielo,  á  quien  Dios  suscitó  para  des- 
correr el  velo  que  ocultaba  á  la  humanidad  el  resto  del 
globo,  yacia  olvidado  de  los  grandes  y  del  pueblo  en 
la  hora  postrera.  A  pesar  de  todo,  la  firmeza  de  su  es- 
píritu y  la  limpidez  y  penetración  de  su  pensamiento 
permanecían  tan  cabales  y  sin  menoscabo  como  en  la 
época  de  sus  viajes. 

Conforme  á  la  costumbre  de  su  tiempo  y  á  su  pia- 
dosa inclinación,  vistió  el  hábito  de  la  Orden  Tercera 
de  San  Francisco,  traje  con  el  cual,  la  gran  Isabel  qui- 
so también  devolver  á  Dios  el  alma  que  de  él  recibió. 
Sus  dos  hijos,  sus  oficiales,  y  algunos  padres  francisca- 
nos de  su  amistad,  enternecidos  y  consolados  con  las 
palabras  del  ardiente  discípulo  del  Verbo,  asistían  á 
esta  postrera  lucha  de  su  vigorosa  naturaleza  con  la 
muerte.  Terminadas  que  fueron  sus  exhortaciones,  de- 
seó por  última  vez,  recib  r  á  su  Dios  dignamente,  por 
medio  del  sacramento  de  la  penitencia;^  y  ni  el  menor 
orgullo  por  sus  obras,  ni  el  mas  leve  reflejo  de  su  glo- 
ria vinieron  con  tentación  importuna  á  turbar  la  tran- 
quihdad  y  reposo  de  ocasión  tan  solemne;  porque  así 
como  la  humilde  ropa  franciscana  vestía  su  cuerpo,  así 
taitibien  la  humildad  de  la  Orden  llenaba  su  corazón. 

Y  al  ver,  colgando  de  las  tristes  paredes  de  su  vi- 
vienda, las  cadenas,  la  única  positiva  recompensa  que 
merecieron  sus  trabajos  sobrehumanos,  temeroso,  tal 
vez,  de  que  su  aspecto, cuando  ya  él  no  existiese,  irrita- 
ra el  corazón  de  sus  hijos  contra  la  corte,  para  quitar- 
les aquella  prueba  de  la  ingratitud  del  monarca  dis- 
puso que  fuesen  enterradas  con  él.^   Después  de  ha- 

1  Fernando  Colon.    Vida  del  Almirante,  cap.  LXXXVI. 

2  Historia  Jenej'al  de  las  Indias  occidentales.  Década  1.=^  lib.  VI. 
cap.  XY. 

3  "lo  gli  vidi  sempre  in  camera  cotui  feni;  i  quali  volle  clie  con  le 
sue  ossa  íbssero  sepolti." — Fernando  Colon,  Vida  del  Almirante,  cap. 
LXXXVI. 


—373— 

berse  dado  á  sí  mismo  esta  prueba  de  la  sinceridad  de 
su  perdón  de  las  ofensas,  y  seguro  de  que  no  guarda- 
ba ni  la  mas  leve  sombra  de  resentimiento  en  el  pecho, 
confesó  y  fué  absuelto;  que  el  señor,  en  su  infinita  mi- 
sericordia liabia  permitido  que  á  pesar  de  los  estragos 
del  mal  y  de  la  estremada  debilidad  de  su  cuerpo,  los 
órganos  de  su  intelijencia  no  padeciesen  lo  mas  míni- 
mo, para  que  así  no  quedase  privado  del  pan  de  los 
ánjeles  el  contemplador  de  la  creación,  en  su  hora 
postrera. 

Habia  llegado  una  de  las  grandes  fiestas  del  catO" 
licismo,  el  aniversario  de  aquel  dia  en  que  el  hijo  del 
hombre,  después  de  terminar  la  obra  de  la  redención 
y  de  instituir  su  Iglesia,  subió  á  la  gloria  de  su  padre. 

Viéndose  el  almirante  cerca  del  puerto  de  la  eter- 
nidad, pidió  el  viático.  ¡Qué  espectáculo  debió  de  ofre- 
cer entonces  su  habitación!  ¡El  enviado  del  todopode- 
roso, el  ardiente  adorador  del  Verbo,  por  quien  todo 
ha  sido  hecho,  recibiendo  la  visita  del  Verbo  divino, 
bajo  el  símbolo  eucarístico!  ¡Qué  felicidad,  qué  con- 
suelo tan  dulce  debió  penetrar  en  el  pecho  de  aquel 
hombre  de  fé,  al  prosternarse  á  la  llegada  de  su  Señor! 
El  Salvador  divino  que  lee  en  los  corazones,  sabia 
cuanto  deseó  siempre  la  libertad  de  su  Santo  Sepul- 
cro, la  gloria  de  su  nombre  en  todas  las  partes  de  la 
tierra,  y  la  perseverancia  de  sus  aspiraciones  y  esfuer* 
zos  en  tan  sagrado  propósito. 

Así  es  que,  á  pesar  del  temor  que  toda  criatura 
debe  sentir  al  acercarse  á  la  majestad  del  autor  de  la 
vida,  Cristóbal  Colon  estaba  tranquilo  y  lleno  de  espe- 
ranza. Pocos  momentos  antes  de  espirar  pidió  la  Es- 
tremauncion;!  y  como  se  mantenía  clara  y  tranquila  su 
intelijencia,  siguió  las  oraciones  que  se  decían  por  él; 
repitió  sus  responsos,  y  escuchó  humildemente  al  sa- 
cerdote que  le  encomendaba  el  alma.  Al  fin,  tras  una 

1     HeiTera.  Sistoria  jeneral  de  las  Indian  occidentales.  Década  1.' 
Ub.  YI.  cap.  XY, 


-374— 

i  egülar  agonía,  en  la  hora  de  las  doce  de  la  mañana 
el  discípulo  del  verbo  dirjiió  al  Padre  Supremo  las 
mismas  palabras  que  profirió  el  Salvador  al  morir  en 
la  cruz:  ''Dios  mió,  en  tus  manos  encomiendo  mi  es- 
píritu",! y  espiró. 

Era  el   20  de   Mayo  de  1506,  dia  de  la  Ascen- 
sión.* 


III. 


Así  como  en  tiempo  de  las  persecuciones  de  la 
Iglesia  se  daba  sepultura  á  los  mártires  en  las  catacum- 
bas, juntamente  con  vasos  lacrimatorios  y  la  imájen  de 
los  instrumentos  del  suplicio,  las  cadenas  con  que  la 
ingratitud  aprisionó  de  pies  y  manos  al  mensajero  de 
la  cruz  bajaron  con  él  á  la  tierra.  En  seguida  los  pa- 
dres franciscanos  acompañaron  el  cuerpo  á  la  catedral, 
donde  se  celebró  con  grande  modestia  el  funeral;  y  des- 
pués de  concluida  la  ceremonia  lo  depositaron  en  las 
cuevas  de  su  convento  de  la  observancia.  De  esta  ma- 

1  "Y  diclio  estas  últimas  palabras:  In  maniis  tuas  Domine  com- 
mendo  spiritum  9neum" — Femando  Colon.  Historia  del  almirante 
Cristóbal  Colon,  cap.  CVIII. 

*  Fallecimiento  de  don  Cristóbal  Colon  en  España,  en  Yalladolid, 
después  de  cuatro  viajes  alas  Indias,  1506.  Yace  en  la  Iglesia  mayor 
de  Sevilla.  Fué  don  Cristóbal  Colon  varón  de  gran  capacidad,  de  altos 
pensamientos,  de  grande  confianza  en  la  providencia  de  Dios,  fácil  en 
perdonar  injurias,  paciente  en  los  trabajos,  fidelísimo  á  los  Reyes 
Católicos,  muy  devoto  y  católico  cristiano,  confesaba  y  comulgaba  á 
menudo,  enemigo  de  blasfemias,  devoto  de  nuestra  Señora,  y  de  San 
Francisco,  gran  celador  de  la  conversión  de  los  Indios.  Claudio  Cle- 
mente.   Tablas  Cronológicas,  p.  167  y  168. 

N.  del  T. 


—ara- 
nera, Colon,  que  debió  su  primer  hospedaje  en  Espa- 
ña á  la  Orden  Seráfica,  recibió,  también  de  ella,  el  úl- 
timo. Pocos  dias  habian  transcurrido,  y  ya  nadie  en 
Valladolid,  escepto  la  familia  franciscana,  pensaba  en 
tan  doloroso  suceso;  y  puede  asegurarse  que  mas  sen- 
sación causaria  hoy,  en  cualquier  lugar,  la  muerte 
del  alcalde,  que  ocasionó  á  la  sazón  en  toda  España  la 
pérdida  del  hombre  que  duplicó  el  espacio  de  la  crea- 
ción. Ni  el  historiógrafo  real,  Pedro  Mártir  de  Angle- 
ria,  que  en  otra  época  se  preciaba  tanto  y  tan  justamen- 
te del  trato  familiar^  que,  con  él,  tenia,  se  dignó  ocu- 
par de  su  enfermedad  y  fin,  bien  que  cuando  este  ocur- 
rió se  hallase  muy  próximo  á  Valladolid,  en  Villafran- 
ca  de  Valcázar.  Otro^  tanto  aconteció  con  los  redacto- 
res del  Cronicón,'^  que  consignaban  en  él  hasta  las  co- 
sas mas  triviales  y  de  menos  cuenta. 

La  gran  nueva,  la  principal  ocupación  del  momen- 
to era  la  llegada  de  la  princesa  doña  Juana  con  su  ga- 
lán esposo  el  archiduque  D.  Eelipe.  Y  como  prestaba 
asunto  para  todas  las  conversaciones  las  querellas  que 
se  suscitaban  entre  ambos  esposos,  por  la  frialdad  del 
marido,  y  la  mal  recompensada  ternura  de  la  amorosa 
hija  de  Isabel;  y  además  se  afirmaba  que  los  pesares 
habian  comenzado  á  alterar  la  razón,  sin  disminuir  la 
llama  de  su  amor;  que  el  rey  D.  Eernando  aborrecia  á 
su  yerno,  y  que  este  por  su  parte  lo  detestaba,  y  luego 
se  veiala  corte  ajitada  y  dividida  en  intrigas  y  parti- 
dos, el  nombre  de  Colon  quedó  relegado  al  mas  com- 
pleto olvido.  Y  si  á  lo  dicho  se  agrega  que  en  una  cé- 
dula del  rey,  del  dia  2  de  Junio  de  1506,  catorce  pa- 
sados de  la  muerte  del  almirante,  S.  A.,  al  disponer 
que  se  remitiesen  á  su  hijo  mayor  D.  Diego  el  oro  y 

1  "Scripsit  enim  ad  me  Prgefectus  ipse  marinus  cui  sum  intima  fa- 
miliaritate  devinctus." — Petri  Martyris  Anglerii,  oceaneoB  Decadi pri- 
mcB,  liher  secundus. 

2  El  Cronicón  de  Valladolid  que  principia  en  1333  y  concluj^e  en 
1539,  mencionando  hasta  las  mayores  trivialidades  pasa  en  süencio  la 
muerte  de  Colon,  ocurrida  en  1506. 


-áre- 
los objetos  de  su  pertenencia,^  no  mando  escribir  una 
sola  de  esas  palabras  que  sabe  inspirar,  ya  que  no  el 
agradecimiento,  la  buena  educación,  se  verá  mas  cía-- 
ramente  el  desprecio  en  que  se  le  tenia. 

Tan  poco  notada  fué  su  muerte  en  Castilla  que, 
años  después,  varias  obras  publicadas  en  el  extrange- 
ro  hablaban  de  él  como  si  viviese.  Pero  Roma  velaba 
por  su  gloria,  y  protejía  del  olvido  el  nombre  preclaro 
é  inmortal  del  revelador  de  la  creación. 

Siete  años  habian  transcurrido,  y  á  medida  que  se 
estendian  los  descubrimientos  se  iba  haciendo  cada 
vez  mas  evidente  la  importancia  de  las  obras  de  Co- 
lon, hasta  que,  al  fin,  comprendiendo  el  viejo  D.  Fer- 
nando, que,  ni  las  calumnias,  ni  la  injusticia,  podian 
prevalecer  sobre  ellas,  deseoso  de  tranquilizar  su  con- 
ciencia ó  de  engañar  la  opinión  pública,  determinó  de 
borrar  en  cierto  modo  el  recuerdo  de  su  mal  compor- 
tamiento y  adquirir  de  esta  manera  fama  de  monarca 
jeneroso,  mandando  que  se  le  hiciesen,  á  costa  de  la 
corona,  solemnes  honras,  y  que  Castilla  concediese  dos 
varas  de  tierra  para  su  sepulcro  al  hombre  que  la  en- 
riqueció con  la  mitad  del  globo. 

En  efecto,  en  el  año  de  1513  se  turbó  la  fúnebre 
soledad  de  Cristóbal  Colon,  á  consecuencia  de  una 
real  orden  que  disponia  fuesen  sacados  sus  restos  del 
convento  de  Franciscanos  de  la  Observancia  de  Valla- 
dolid  y  trasladados  con  gran  pompa  a  Sevilla,  en  cuya 
magnífica  catedral  debian  tener  lugar  unas  honras  so- 
lemnes. No  hay  duda  de  que  los  altos  funcionarios 
de  marina,  y  los  empleados  de  la  casa  de  Contratación, 
aquellos  que  pusieron  todo  su  esmero  en  impedir  que 
llevase  á  feliz  término  sus  nobles  deseos,  aquellos  que 
vertieron  la  hiél  de  las  ofensas  é  injurias  sobre  su  cora- 
zón, que  acortaron  su  vida  y  denigraron  su  fama, 
asistirían,   vestidos  de  ropas  de  duelo,  con  maneras  hi- 

1    Colección  diplomática. — Documentos  diplomáticos,  n."  CLIX. 


—877— 

pócritas,  apropiadas  a  la  circunstancia,  y  ocuparían  lu- 
gar preferente  al  rededor  de  su  catafalco.  ¡Estraña  ce- 
remonia, preparada  por  el  autor  de  su  muerte,  y  ce- 
lebrada con  el  concurso  de  los  principales  cómplices 
de  su  asesinato  moral!  ¡Consorcio  sacrilego  de  la  pie- 
dad y  el  odio! 

jJamás  en  templo  alguno  de  la  tierra  fueron  objeto 
de  tanta  solemnidad  despojos  mas  gloriosos;  pero  tam- 
bién aquellas  honras  eran  la  única  recompensa  que 
recibia  del  mundo  el  que  lo  duplicó!  ¡En  vida  mereció 
cadenas  y  amarguras  sin  cuento,  después  de  muerto, 
al  menos,  rezaron  por  el  sus  enemigos! 

Terminada  la  ceremonia,  llevaron  sus  amigos,  los 
cartujos,  el  ataúd  al  otro  lado  del  rio  Guadalquivir,  y 
lo  depositaron  en  su  pacífico  retiro  de  Santa  María,  no 
entre  los  sepulcros  de  los  señores  de  Alcalá,  como  equi- 
vocadamente dice  el  analista  de  Sevilla,  sino  en  un  lu- 
gar de  nueva  construcción,*  que  mandó  hacer  en  la 
capilla  de  Cristo,  Er.  Diego  de  Lujan,  al  pie  njismo  del 
altar. 

De  esta  suerte  quedó  el  almirante  bajo  la  guarda  y 
protección  de  los  piadosos  monjes  que  tanto  le  amaron 
en  vida,  y  entre  los  cuales  gustaba  de  reposar  su  espí- 
ritu; y  allí  permaneció  dormido  en  el  Señor  hasta  el 
año  de  1526.  En  cuya  época  volvieron  á  resonar  las 
bóvedas  de  su  sepulcro,  y  se  colocó  á  su  lado  el  cadá- 
ver de  su  heredero  D.  Diego,  de  quien,  al  fin,  habían 
logrado  deshacerse  también  los  mismos  que  acabaron 
con  su  padre. 

*  Pasteriormente  se  lian  construido  también  en  este  ediñeio  ocho 
hornos  de  primera  cochura  para  loza  ñna,  seis  de  ladrillos  y  uno  de  ye- 
so. Además  ha  tenido  que  sufrir  algunas  modificaciones  exijidas  por  los 
adelantos  de  la  época.  Para  dar  una  lijera  idea  de  ella  diremos  que  en 
la  nave  de  la  iglesia  se  hallan  los  tornos  para  dar  forma  á  toda  clase  de 
vajillas  y  servicios;  de  esta  suerte  la  civilización  moderna,  sin  perder  un 
átomo  de  su  carácter,  ha  sabido  conciliar  sus  exijencias  con  la  grandio- 
sidad, solidez  y  belleza  con  que  le  brindan  desde  la  primera  hora  de  la 
Desamortización  tantos  monumentos  de  la  civilización  antigua. 

íí.  del  T. 

48 


—378— 

Después,  tras  un  olvidode  diez  años,  fueron  sacados 
los  restos  de  Colon  de  la  Cartuja,  y  trasladados  á  bordo 
de  una  carabela.  De  esta  suerte  el  hombre  que  primero 
franqueo  los  espacios  del  Océano,  inflamado  de  santa 
esperanza,  y  el  que  primero  lo  surcó  cargado  de  cade- 
nas, fué  el  primero  que  debió  atraversarlo  en  un  ataúd 
para  volver  con  ellas  al  mismo  sitio  en  que  se  le  pu- 
sieron. 

Durante  el  año  de  1536,  el  cuerpo  de  Colon,  fué, 
pues,  trasladado  de  Castilla  á  Santo  Domingo,  la  ciu- 
dad edificada  por  su  mandato,  y  á  la  cual  habia  dado 
por  armas,  además  de  la  torre  y  el  león  de  Isabel,  la 
cruz  y  la  llave,  emblema  del  catolicismo;^  quedando 
depositado  en  una  bóveda  del  santuario  de  la  catedral, 
á  la  derecha  del  altar  mayor. 

Luego  transcurrieron  doscientos  setenta  años,  y 
llegó  á  ser  tal  el  abandono  y  olvido  en  que  se  dejaron 
los  gloriosos  despojos  del  almirante,  que  en  1770  se 
ignoraba  en  la  isla  el  lugar  en  que  estaban,  hasta  que 
un  francés,  Mr.  Moreau  de  Saint-Merry,  tuvo  la  for- 
tuna de  descubrirlos  en  la  catedral  y  de  restaurar  el 
sepulcro.2  Habia  tenido  lugar  entre  los  hombres  nu- 
merosos acontecimientos,  así  en  la  mar  como  en  la  tier- 
ra, cuando  un  -tratado  concluido  con  Francia,  aseo;uró 
a  esta  en  1795,  la  posesión  definitiva  de  la  Española; 
y  no  queriendo  España  abandonar  á  los  nuevos  pose- 
sores de  la  isla  la  célebre  reliquia,  se  decidió  su  exhu- 
mación y  traslación  á  Cuba  por  la  iniciativa  del  j ene- 
ral  de  la  Armada,  don  Gabriel  de  Aristizabal.  En  su 
consecuencia  el  20  de  Diciembre  de  1795  se  reunieron 


1  Si  bien  Ovando  cambió  la  situación  de  Santo  I)omingo  con  noto- 
rio perjuicio  de  los  verdaderos  intereses  de  la  colonia,  tanto  los  habitan- 
tes como  una  gran  parte  de  los  materiales  de  la  nueva  ciudad  provenían 
de  la  antigua  y  formaban  la  continuación  de  la  que  fundó  el  adelantado 
conforme  á  las  órdenes  de  Cristóbal  Colon. 

2  Annales  ynaritimes  et  coloniales,  tom.  IX,  p.  342,  1."  serie. — 
"n  retrouva  dans  une  église  de  Santo- Domingo  le  tombeau  de  Chris- 
tophe  Colomb  dontles  habitants  du  pays  ignoraient  l'existence." 


—379— 

en  la  catedral  las  autoridades  civiles  y  militares  de  la 
colonia,  y  ante  ellas  se  abrió  la  bóveda,  donde  se  ha- 
llaron fragmentos  de  un  ataúd  de  plomo,  mezclados  de 
huesos  y  polvo;  los  cuales  fueron  piadosamente  reco- 
jidos  y  depositados  en  un  cofre  de  plomo  dorado,  con 
cerradura,  y  cubierto  además  ''de  terciopelo,  guarne- 
cido de  galón  y  flecos  de  oro.  "1  Provisionalmente  se 
le  colocó  en  un  catafalco  colgado  de  negro,  ante  el 
cual,  los  franciscanos,  fieles  á  su  antigua  amistad  vela- 
ron y  dijeron  misa. 

Al  otro  dia  el  gobernador  de  Santo  Domingo,  y  las 
oficialidades  de  mar  y  tierra,  juntos  con  los  funciona- 
rios y  notables  de  la  ciudad,  se  reunieron  eif  la  iglesia 
donde  el  arzobispo  D.  Er.  Fernando  Portillo  y  Torres, 
acompañado  de  su  cabildo,^  de  ios  padres  francisca- 
nos, dominicos  y  de  la  Merced,  ofició  una  misa  solem- 
ne, y  pronunció  la  oración  fúnebre  del  virey  de  las  In- 
dias.*^ 

A  las  cuatro  de  la  tarde  tuvo  lugar  la  traslación  á 
bordo  del  bergantin  de  guerra  Descubierta,  la  cual 
participó  de  la  pompa  militar  y  de  la  relijiosa:  hubié- 
rase  dicho  que  era  la  marcha  triunfal  de  las  reliquias  de 
un  santo,  al  ver  la  manera  como  la  Iglesia  honraba  al 
mensajero  de  la  cruz,  al  primer  cristiano  que  publicó  el 
nombre  de  Jesu-Cristo  en  aquella  isla.  Las  banderas 
iban  cubiertas  de  crespón  negro  y  formaban  con  la  co- 
mitiva detrás  del  ataúd,  que  era  llevado  por  turno  por 

1  "La  caja  es  de  largo  y  ancho  como  de  inedia  vara  y  de  alto  una 
tercia:  y  se  trasladó  á  un  ataúd  forrado  de  terciopelo  negro,  guarnecido 
de  galón  y  flecos  do  oro." — Extracto  de  ¡as  noticias  que  comunicarQn  al 
gahierno  los  qefes  y  autoridades^  eíc. —Colección  diplomática,  n." 
CLXXVII. 

2  La  primatie  des  ludes,  d'abord  unie  á  l'arclievéclié  de  Séville, 
avait  été  ensuite  transportée  a  San-Domingo  qui  fut  érigé  en  archevé- 
ché,  avec  arcliidiaconat  et  chapitre,  composé  de  quatorze  chanoines.— - 
Cliarlevoix,  Jlistoire  de  Saint- Domingue,  lib.  VI. 

3  "Se  cantó  solemnemente  vigilia  y  misa  de  difuntos,  predicando 
después  el  mismo  Sr.  Arzobispo." — Extracto  de  las  noticias  que  comu- 
nicaron al  (fohierno  los  gefes  y  autoridades  etc. — Colección  diplomática, 
n.°  CLXXVII. 


—380— 

las  personas  de  mas  cuenta  de  la  colonia,  mientras  las 
baterías  de  la  fortaleza  disparaban  á  intervalos  con 
los  buques  de  la  rada  que,  además  cruzaron  los  mas- 
teleros en  demostración  de  duelo.  Llegados  que  fue- 
ron al  pie  de  las  niurallas  se  detuvieron  los  acompa- 
ñantes; el  clero  cantó  los  últimos  responsos  á  la  vista, 
del  mar,  á  orillas  del  Ozama;  la  cindadela  saludó  con 
quince  cañonazos,  y  al  bajar  la  caja  á  la  canoa  de  la 
Descubierta,  el  arzobispo  puso  en  manos  del  capitán  je- 
neral  la  llave  que  la  cerraba. ^ 

El  bergantín  zarpó  en  seguida,  y  se  dirijió  á  la 
bahía  de  Ochoa,  donde  estaba  anclado  el  navio  San 
Lorenzo  qae,  al  recibir  el  precioso  depósito,  se  dio  á 
la  vela  con  rumbo  á  la  Habana,  á  donde  arribó  el 
dia  15  de  Enero  de  1796,  y  en  cuya  ciudad  se  lia- 
bian  preparado  nuevos  honores  á  los  restos  del  héroe 
délos  mares. 

Recibióselos,  en  efecto,  con  toda  la  pompa  posible. 
Tres  filas  de  chalupas  y  canoas  los  acompañaron  al 
desembarcadero,  en  medio  del  estruendo  de  la  artille- 
ría de  todos  los  fuertes  y  buques  de  guerra.  El  capi- 
tán jeneral  de  Cuba  y  todos  los  funcionarios  superio- 
res de  la  isla  aguardaban  en  la  escala  para  recibir  la 
caja  y  conducirla  entre  las  tropas  formadas  á  la  plaza 
Mayor,  en  la  cual  se  colocó  sobre  un  magnífico  carro 
fúnebre,  y  tuvo  lugar  la  entrega.  Profunda  emoción 
cristiana  sobrecojió  en  aquel  instante  todos  los  cora- 
zones, porque,  como  con  intención  marcada  lo  demues- 
tra el  acta,  en  aquel  mismo  paraje  se  dijo  la  primera 
misa  cuando  se  echaron  los  cimientos  de  la  ciudad. 
Después  se  encaminaron  procesionalmente  á  la  cate- 
dral, donde  ofició  el  arzobispo,  y  en  seguida,  quedaron 
depositados  los  despojos  en  el  presbiterio  á  la  derecha, 

1  "En  seguida  el  gobernador  capitán  jeneral  tomó  la  llave  del  ataúd 
de  mano  del  Sr.  Arzobispo  y  la  entregó  al  Sr.  comandante  de  la  arma- 
da para  que  la  entregase  al  Sr.  gobernador  de  la  Habana." — Colección 
diplomática^  n.  CLXXVII. 


—  e381  — 

presenciando  el  acto  todas  las  notabilidades  de  la  isla, 
en  medio  del  mas  profundo  y  relijioso  silencio. 

Este  aparato  guerrero  y  relijioso,  en  que  tomaban 
parte  con  afán  piadoso  las  masas  del  pueblo,  las  tropas 
de  mar  y  tierra,  las  autoridades, civiles  y  las  corporacio- 
ciones  relijiosas,  no  era  tanto  un  testimonio  de  reco- 
nocimiento tributado  á  la  revelación  del  nuevo  mundo, 
cuanto  un  hoiiaenaje  '''á  la  memoria  del  héroe  cristia- 
no que,  habiendo  descubierto  aquella  isla,  plantó  el 
primero  allí  la  señal  de  la  cruz,  y  propago  entre  sus 
naturales  la  fe  de  Jesu- Cristo /^^ 

Adviértese  en  las  exhumaciones  sucesivas  de  Co- 
lon, que,  ni  aun  con  la  vida,  terminaron  para  él  las 
ajitaciones  y  mudanzas  de  su  destino;  y  que,  así  como 
pidió  cuatro  veces  asilo  á  la  familia  franciscana,  y 
realizó  cuatro  espediciones  de  descubrimientos,  su 
cuerpo  buscó  cuatro  veces  sepultura.  ¡Diríase  que  lo 
prodijioso  le  sobrevivió,  para  que,  ni  aun  en  la  muer- 
te, fuese  parecido  á  los  demás  hombres! 


1     Estracto  &c.   ibid. 


CAPITULO  X. 


I. 


Hasta  el  presente,  sin  detenernos  á  examinar  filo- 
sóficamente los  hechos  de  la  vida  de  Colon,  nos  hemos 
concretado  á  narrar  los  principales.  Ahora  conside- 
rémoslos en  conjunto. 

Pero  en  vano  intentaríamos  aplicar  á  Cristóbal 
Colon  los  nuevos  principios  de  lá  escuela  racionalista 
pura,  fundadora  de  la  filosofía  de  la  historia,  y  con- 
tener nuestras  apreciaciones  en  las  sistemáticas  re- 
glas de  la  moderna  biogiafía,  igualmente  inspiradas 
por  ella.  La  vida  de  Colon  es  de  todo  punto  impo- 
sible someterla  á  esta  norma  pedantesca,  porque 
es  su  contradicción,  y  porque,  además,  la  imperiosa 
de  la  escuela  racionalista  pura  solo  pueden  acatarla 
esos  escritores  que  se  creen  filósofos  por  que  son  ári- 
dos de  estilo,  carecen  de  atrevimiento,  y  van  su  cami- 
no negando  siempre,  no  afirmando  jamás  y  dudando 
perpetuamente.  La  historia  del  inventor  del  Nuevo- 
Mundo  no  puede  empequeñecerse  hasta  el  punto  de 
entrar  en  ese  sistema,  verdadero  lecho  de  Procusto,  á 
cuya  medida  se  quieren  reducir  todas  las  cualidades 
humanas,  aun  cuando  sea  á  costa  de  las  mas  crueles 
mutilaciones,  y  dislocando  los  sucesos  mejor  estableci- 
dos. 

En  manera  alguna  podemos  admitir  la  opinión  de 
Navarrete  así  fundada,  cuando,  al  juzgar  á  Colon,  dice 


—asa- 
que "SUS  defectos  fueron  lo  propio  de  la  naturaleza  hu- 
mana, y  probablemente  el  resultado  de  la  educación 
que  recibió,  carrera  que  abrazó  y  patria  en  que  nació, 
en  la  cual,  el  tráfico  constituía  el  principal  ramo  de  ri- 
queza tanto  pública  como  particular;"!  porque  no 
creemos  en  la  transmisión  de  las  buenas  ó  malas  cua- 
lidades de  un  pueblo  á  los  individuos  que  lo  forman, 
pues  en  ese  caso  cada  parte  adolecerla  del  mismo  ca- 
rácter y  predisposición  del  todo.  La  esperiencia  des- 
miente esta  vulgaridad,  considerada  en  abstracto,  y 
descendiendo  á  pormenores  ninguna  tendencia  de  tra- 
ficante se  advierte  en  los  actos  de  la  vida  de  Colon. 

Tampoco  aceptamos  la  opinión  de  Washington  Ir- 
ving,  basada  en  el  mismo  sistema:  "Los  grandes  hom- 
bres son  un  compuesto  de  flaquezas  y  virtudes;  su 
grandeza  tiene  su  principal  oríjen  de  la  lucha  que  sos- 
tienen con  las  imperfecciones  de  su  carácter,  y  sus 
mas  nobles  acciones  son  á  veces  resultado  del  choque 
de  opuestas  cualidades.  "^ 

Con  semejante  método  jamas  se  podría  escribir  la 
vida  de  un  santo,  sobre  todo  si  fué  de  injénio,  si  pensó 
ú  obró  en  circunstancias  críticas  y  en  un  puesto  ele- 
vado; porque,  siendo  así,  debió,  naturalmente,  cometer 
flaquezas,  manifestar  defectos,  puesto  que,  en  el  hecho 
de  ser  hombre  es  una  mezcla  de  virtudes  y  flaquezas. 
La  escuela  de  la  filosofía  de  la  historia  no  admite  nun- 
ca que   un  hombre  sea  diferente  de  los  demás  en    el 


1  Navarrete  supone  en  Colon  el  instinto  mercantil,  la  proverbial 
sutileza  de  los  jenoveses,  de  que  habla  Humboldt;  pero  Colon  ni  comer- 
ció, ni  poseyó  jamás,  ni  en  ning-im  acto  de  su  vida  descendió  á  sutilizar, 
porque  la  sutileza  no  es  otra  cosa  que  la  falsedad  aforrada  y  esta  no  es 
la  armadura  de  los  fuertes:  Armaturafortium.  Yéase  Navarrete.  Co- 
lección &c.  Introd.  §  LVII. 

2  Es  como  decir  que  la  flaqueza  es  madi'e  de  la  enerjía,  la  debi- 
lidad de  la  bravural  ¿Pero,  cómo  es  posible  que  el  choque  de  cualida- 
des opuestas  á  las  acciones  nobles,  y  que  forzosamente  ha  de  dar  por 
resultado  el  vicio,  pueda  enjendrarla  virtud?  Obsérvese  pues,  á  qué  ab- 
surdos se  remonta  el  moderno  sistema  biográfico,  y  de  qué  insensateces 
se  pagan  los  adeptos  de  la  escuela  racionalista. 


principio  de  su  carácter  é  inclinaciones,  solo  que  estas 
cualidades,  malas  6  buenas,  sean  mas  pronunciadas 
unas  que  otras,  según  los  rasgos  que  distinguen  su 
individualidad.  Por  eso,  no  pudiendo  esplicar  huma- 
namente la  sublimidad  del  lenguaje  de  Colon,  en  la  vi- 
sión de  Veragua,  asombrado  de  la  dicción  majestuosa 
del  viejo  marinero,  antes  que  reconocer  en  ella  la  gran- 
deza de  su  alma,  se  atreve  Humboldt  á  emitir  la  si- 
guiente estraña  opinión:  "La  elocuencia  de  las>alnias 
incultas,  arrojadas  en  medio  de  una  civilización  avan- 
zada, es  como  la  de  los  tiempos  primitivos.  Cuando  se 
sorprende  en  hombres  superiores  y  de  gran  teiaplj  de 
coi'azon;  pero  poco  familiarizados  con  las  riquezas  de 
una  lengua,  y  de  las  cuales  se  sirven  en  uno  de  esos 
arranques  impetuosos  que,  por  su  misma  violencia  y 
espontaneidad,  se  oponen  al  libre  trabajo  de  la  imaji- 
nacion,  se  vé  que  tienen  esa  tinta  poética  propia  de  la 
elocuencia  de  los  tiempos  antiguos. "  i  De  lo  cual  se 
infiere  naturalmente  que,  cualquier  hombre  de  cora- 
zón, y  poco  práctico  en  elCastellano,  puede  en  un  caso 
análogo,  tener  el  mismo  lenguaje  de  Colon! 

El  escrito  mas  reciente  que  ha  visto  la  luz  en  Fran- 
cia, sobre  el  almirante,  es  también  una  prueba  de  tan 
sistemática  manera  de  apreciar  los  hombres.  En  un 
estenso  y  erudito  libro,  el  sabio  director  de  la  Nueva 
Biografía  Jeneral,  Dr.  Hoefer,  dice:  "Los  grandes 
injenios,  como  los  demás  mortales,  participan  ante  to- 
do, de  la  naturaleza  humana  y  de  la  época  en  que  vi- 
ven, y  los  historiadores,  cuando  consideran  lo  pasado 
por  el  prisma  de  lo  presente  nos  dan  una  idea  muy 
falsa  de  ellos.  Por  eso  nos  representan  á  Colon  como 
inspirado  del  deseo  glorioso  de  servir  á  la  humanidad, 
mientras  que,  nunca  tuvo  semejante  ambición,  suce- 
diéndole  en  esto  como  á  Gutemberg  y  Schoeífer,  sus 
contemporáneos,  que  vendían  por  manuscritos  los  pri- 
meros libros  impresos. 

1     Humboldt.  Examen  critique  &c.  L.  III,  p.  240  y  241. 


—385— 

"Colon,  antes  de  lanzarse  al  Océano,  cuidó  de  es- 
tipular para  sí  y  sus  herederos  un  tratado  ventajoso: 
he  aquí  el  hombre.  Su  inmediato  deseo,  era  el  de  lle- 
var la  fe  católica  hasta  los  antípodas  y  arrancar  el  San- 
to Sepulcro  de  manos  de  los  infieles:  he  ahí  el  espíritu 
del  siglo.  "1 

Según  esto,  Cristóbal  Colon  no  fué  otra  cosa  que  el 
reflejo,  la  encarnación  de  las  ideas  de  su  época. 

La  observación  de  los  hechos,  y  la  imparciahdad 
histórica,  lo  mismo  que  la  doctrina  católica  reducen  á 
la  nada  tales  teorías.  La  historia  de  la  Iglesia  des- 
miente en  cada  una  de  sus  páijnas  tan  pretensiosas  y 
absolutas  afirmaciones.  Porque  si  bien  es  cierto  que 
ningún  hombre  puede  evitar  completamente  el  influjo 
de  las  ideas  que  predominan  en  su  época  y  en.  cuyo' 
foco  vive,  y  asimilarse  tan  solo  aquello  que  es  verda- 
dero cuando  respira  el  error,  y  manifestarse  siempre 
grande  cuando  está  en  perpetuo  contacto  con  la  bajeza, 
también  lo  es  que  la  Divina  Providencia,  esa  fuerza  in- 
visible que  guia  los  hombres  apesar  de  su  resistencia, 
obra  sobre  ciertas  almas  y  parece  modificar  la  natura- 
leza. Auxihado  así,  el  hombre,  se  apodera  de  cosas 
á  las  cuales  no  se  le  creia  destinado  naturalmente,  pues 
ni  su  educación,  ni  su  ciencia  adquirida,  ni  su  tacto 
podían  prometérselas.  Bastaría  recordar  solamente. al 
sublime  San  Juan  evanjehsta,  hombre  sin  educación  y 
-sin  principios  literarios,  para  echar  por  tierra  el  sis- 
tema de  la  moderna  filosofía  de  la  historia.  ¿Qué  se 
percibe  en  San  Juan,  el  hijo  de  la  luz,  el  discípulo 
querido  de  Jesús,  de  las  ideas  judaicas  ó  romanas  de 
su  tiempo?  ¿A  qué  época  de  la  literatura,  y  á  qué  es- 
cuela pertenecen  sus  colegas,  Jos  redactores  del  Evan- 
jelio,  obra  sin  ejemplo  y  sin  imitación  posible,  tan  de- 
semejante á  las  producciones  de  las  lenguas  antiguas 


1    Entrega  103,  art.  Colon.    Fennin  Didodt  editor.  * 

*    "Cristóbal  Colon,  arrastrando  por  las  calles  de  Sevilla  el  cordón 

49 


-_386— 

como  á  las  tradiciones  del  docto  Oriente,  y  sin  embar- 
go tan  comprensible  á  todos  y  maravilloso.  ¡Que  se 
nos  diga  cual  fué  el  modelo  de  tan  singular  jénero  de 
exposicioa  histórica,  de  narración  tan  candorosa  al  par 
de  convincente  por  el  sello  de  verdad  que  lleva  impre- 
so, lo  injénuo  de  las  imájenes,  y  el  atractivo  incompa- 
rable de  la  divinidad! 

Procediendo  con  arreglo  á  su  teoría  no  puede  la 
escuela  racionalista  esplicar  el  Evanjelio,  ni  tampoco 
sus  propagadores,  los  apóstoles  y  mártires,  los  héroes, 
en  fin,  que  admiramos  en  la  historia  de  la  Iglesia,  li- 
bido que  nos  ofrece  diez  y  ocho  siglos  de  observación, 
de  esperiencia,  de  vida  activa  y  bienhechora,  que  ocu- 
pa un  lugar  tan  preferente  en  el  mundo,  que  forma 
parte  tan  principal  en  la  constitución  de  las  naciones 
europeas,  que  es  una  tradición  eterna,  y  la  negación 
de  los  principios  de  la  filosofía  de  la  historia.  Porque 
de  jeneracion  en  jeneracion,  durante  el  discurso  de 
mil  ochocientos  años,  la  Iglesia  ha  producido  hombres 
admirables  y  perfectos,  perfectamente  dignos  de  ala- 
banza que  han  justificado  aquellas  memorables  pala- 
bras: "Dios  es  admirable  en  sus  santos; "  y  estos  hom- 
bres perfectos,  .estos  santos,  para  llamarlos  por  su  nom- 
,bre  glorioso,  nos  parecen,  lo  mismo  que  la  Iglesia,  im- 
posibles de  esplicar  por  la  filosofía  de  la  historia,  la 
cual,  para  darse  razón  de  aquellos  hechos,  cuyos  feli- 
ces resultados  escapan  á  los  cálculos  de  la  ciencia,  y  á 
las  meditaciones  de  los  sabios,  se  ve  obligada  á  echar 
mano  de  la  casualidad,  negando,  para  ello,  el  sobrena- 
tural influjo  de  la  providencia,  sin  que,  además,  le 
arredre  el  temor  de  incurrir  en  contradicciones,  de 
sacar  de  quicio  las  leyes  de  la  razón,  y  de  dar  en  tier- 

de  San  Francisco,  y  destinando  para  los  gastos  de  la  guerra  contra  los 
infieles  de  Asia  el  oro  qne  se  prometia  hallar  en  el  Nuevo  Mundo,  y  ha- 
ciendo votos  para  que  las  tierras  que  iba  á  descubrir  no  fuesen  nunca 
holladas  por  otras  plantas  que  las  de  un  cristiano,  católico,  apostóKco, 
romano,  es  el  verdadero  tipo  del  carácter  español  de  aquella  época." 

Ticknor.     Historia  de  la  literatura  española^  t.  1.  pág.  480  y  481. 
Traducción  de  Gayangos  y  Vedia.  N.  del  T. 


-387— 

ra  con  las  reglas  de  lo  justo  y  las  nociones  de  lo  be- 
llo. La  moderna  filosofía  de  la  historia  no  es  otra  cosa, 
para  decirlo  de  una  vez,  que  el  fatalismo  aplicado  á  la 
narración  de  los  sucesos  del  mundo. 

Los  escritores  imbuidos  de  este  sistema,  para  so- 
meter á  Colon  á  su  teoría,  aceptan  complacientes  cuan- 
tas calumnias  y  errores  pueden  contribuir  á  rebajarlo 
y  ponerlo  al  nivel  de  los  otros  hombres.  Por  eso  lo 
acusan!  de  ingratitud,  de  vanidad  pueril,  de  ignoran- 
cia, de  avaricia,  de  falsedad,  de  amancebamiento  y  de 
entusiasmo  relijioso,  lo  cual  es,  á  sus  ojos,  el  mayor 
de  sus  defectos  y  debilidades.  Sin  embargo,  el  irresis- 
tible poder  de  la  verdad  los  vence  hasta  el  estremo  de 
hacerles  admirar  su  paciencia,  su  enerjia,  su  inaltera- 
ble virtud,  su  desinterés  y  su  magnanimidad;  de  mo- 
do que,  apesar  de  su  sistema,  Colon  puede  ser  todavía 
uti  prodijio  de  grandeza  moral,  puesto  que  reúne  to- 
das esas  condiciones.  Pero  ninguno  de  esos  escritores 
presiente  el  carácter  providencial  de  Colon,- ni  parece 
reconocer  su  misión  cristiana. 

Digámoslo  por  última  vez,  ese  sistema  de  filosofía, 
concebido  en  Alemania,  amamantado  por  el  protestan- 
tismo, é  introducido  y  aclimatado  en  Prancia  durante 

1  Humboldt  califica  á  Colon  de  ingrato  con  Martin  Alonso  Pin- 
zón, y  lo  acusa  de  ^^ odiar  con  disimulo  al  jefe  de  esta  familia,  á  la 
cual  tanto  debia."  Examen  critique  de  Vhistoire  de  la  yéographie  du 
nouveau  continente  t.  III  §  2,  pág.  180,  81.  En  prueba  de  este  odio 
por  tanto  tiempo  disimulado  (por  tanto  que  solo  se  manifestó  por  medio 
de  la  clemencia  y  el  olvido),  dice  que,  el  Almirante  cometió  la  ruindad 
de  imponer  el  nombre  de  rio  de  la  Gracia  á  aquel  á  el  cual  Martin 
Alonso  dio  su  nombre  y  "Uegó  diez  y  seis  dias  antes  que  Colon."  Pero 
el  Sr.  de  Humboldt  se  olvida,  tal  vez,  que  Martin  Alonso  llegó  al  rio 
por  deserción,  doblemente  criminal  puesto  que  abandonó  á  su  jefe  para 
dedicarse  al  tráfico  del  oro,  y  no  se  cuidó  de  carenar  su  buque  que  tan- 
to lo  necesitaba.  ¿Podia  el  almirante  permitir  que  se  consagrase  con 
el  nombre  de  Martin  Alonso,  un  rio  que  recordaba  un  crimen?  ¿Cuán- 
do se  ha  visto  imponer  el  nombre  de  un  desertor  á  una  tierra  descubier- 
ta? Colon  llamó  al  rio,  de  la  Grracia,  sin  duda  |porque  allí  hizo  gracia 
á  Martin  Alonso  del  castigo  que  merecía  por  su.  traición,  y  á  tal  punto 
llevó  su  magnanimidad,  que  no  puso  en  noticia  de  los  reyes  el  crimen 
de  su  oficial.  Esta  conducta  del  almirante  es  admirable,  y,  sin  embar- 
go, Humboldt  lo  acusa! 


—388— 

los  primeros  años  de  la  Restauración,  no  puede,  en 
manera  alguna,  adaptarse  al  descubrimiento  del  Nuevo 
Mundo,  ni  tampoco  á  la  vida  de  su  revelador.  Porque 
por  mas  empeño  que  pongan  sus  partidarios  en  empe- 
queñecer los  hombres  y  dislocar  los  sucesos,  lo  sobre- 
natural brilla,  y  hace  imposible  oscurecer  el  esplen- 
dor de  la  Providencia  con  las  tinieblas  de  la  casuahdad. 

Cristóbal  Colon,  el  apóstol  de  la  cruz,  el  mensaje- 
ro del  catolicismo,  el  hombre  que,  por  excelencia,  rea- 
sumió las  ideas  y  el  fervor  militante  de  la  edad  media, 
no  puede  ser  comprendido  y  apreciado  sino  por  los  ca- 
tólicos, y  en  manera  alguna  por  los  incrédulos. 

Colon  es  un  ser  escepcional,  que  no  puede  compa- 
rarse con  ninguno  de  los  grandes  personajes  de  la 
historia. 


II. 


Mucho  se  equivocan  aquellos  que,  después  de  ha- 
ber leido  los  Santos  Evanjelios  y  los  hechos  de  los 
apóstoles,  creen  conocer  la  historia  completa  de  nues- 
tro señor  Jesucristo.  Porque  su  discípulo  querido,  al 
concluir  de  referirnos  la  vida  del  divino  maestro,  dice 
claramente  que  hizo  algo  mas,  y  que  los  libros  que  so- 
bre ello  se  escribiesen  llenarían  el  mundo,  y,  porque, 
además,  la  sola  razón  indica,  de  una  manera  clara  y 
evidente,  que  los  sucesos  narrados  por  los  Evanjelistas 
no  pueden  abarcar  con  la  debida  estension,  no  ya  la 
vida  entera  de  Jesus;  pero  ni  aun  los  tres  años  de  su 
predicación  y  enseñanza. 

Del  mismo  modo,  los  que  crean  haber  leido  aquí 
la  vida  completa  del  discípulo  de  Jesucristo,  Cristóbal 
Colon,  se  equivocan,  porque  Colon  ha  hecho,  ha  dicho 
y  ha  escrito  infinitas  cosas  que  no  serán  nunca  repe- 


—389— 

tidas,  leídas  ni  conocidas  de  los  hombres.  Colon  no 
gustaba  de  entrar  en  detalles,  y  decia  que  no  traslada- 
ba al  papel  ni  la  centésima  parte  de  lo  que  le  sucedia. 
Nosotros  hemos  tenido  mas  de  una  vez,  ocasión  de 
comprender  esta  verdad. 

Agregúese  á  esto  la  mala  voluntad  de  sus  contem- 
poráneos, y  la  pasión  de  que  se  hallaban  poseidos  los 
historiadores  españoles,  particularmente  los  de  la  épo- 
ca de  Fernando  el  católico  y  de  su  nieto  Carlos  V., 
los  cuales,  por  temor  de  incurrir  en  el  desagrado  real 
tocaron  muy  por  encima  cuanto  concernia  á  Cristóbal 
Colon.  Llegóse  á  decir  que,  en  realidad,  él  nada  ha- 
bía descubierto,  y  que,  el  descubrimiento  de  América 
fué  cosa  fácil  y  de  antiguo  .prevista.  Damián  Goes,  en 
su  jenealojia  de  España,  ni  aun  se  toma  el  trabajo  de 
nombrar  á  Colon,  cuando  trata  del  descubrimiento 
del  Nuevo  Mundo;  Juan  Vaseus,  docto  hebraico  y 
jurisconsulto  que  habia  venido  á  Sevilla  á  ruegos  de 
Nicolás  Clenard  y  de  Fernando  Colon,  al  ocuparse,  en 
el  prefacio  de  las  Crónicas  Españolas  del  Nuevo  Mun- 
do, ni  siquiera  se  acuerda  del  nombre  de  su  descu- 
bridor. Y  á  tal  estremo  llegaba  el  olvido  y  la  indife- 
rencia de  que  era  víctima,  que  el  proto-notario  Pedro 
Mártir,  creyó  deber  protestar  contra  ella  y  dejar  con- 
signado en  sus  Décadas  Oceánicas^  que  él  había  sido 
el  primer  descubridor  de  las  tierras  de  ultramar. ^ 

En  pos  de  los  afiliados  do  la  Contratación  de  Se- 
villa, venían  los  cortesanos  que  no  gustaban  de  ver 
que  un  estranjero  hubiese  adquirido  con  el  dinero  de 
Castilla  tanta  gloria,  y  que  buscaban  en  todas  ocasio- 
nes el  modo  de  rebajar  el  mérito  y  la  importancia  de 
sus  empresas  para  estarle  menos  obhgados.  Luego 
seguían  los  hombres  de  estado  de  Aragón,  los  que  así- 

1  Defraudare virum  et  admittere  seelus  mihi  viderer  inexpiabi- 
le,  si  labores  toleratos,  si  curas  ejus  perpessas,  si  denique  descrimina 
qua3  subivit  ea  navigatione,  silentio  preterii-em. — Petri  Martyris,  Oc- 
cean<e  í^~  Decadis  III^  líber  IV. 


—390— 

dos  todavía  á  las  antiguas  tradiciones,  se  habían  opues- 
to sistemáticamente  á  la  espedicion  por  considerar 
quiméricas,  estériles  y  ruinosas  tales  conquistas,  y  que 
no  podían  perdonarle  el  mentís  que  les  dió.i  Y  si  á  es- 
ta mayoría  de  hombres  de  reconocida  importancia 
se  une  los  palaciegos  ansiosos  de  adivinar  la  enemiga 
del  rey,  se  comprenderá  mas  fácilmente  que  los  histo- 
riadores contemporáneos  de  Colon,  sobre  todo  los  cro- 
nistas, debían  de  estar  llenos  de  animosidad  contra  él. 
La  pasión  que,  todavía,  advertimos,  al  cabo  de  tres  si- 
glos, en  don  Martin  Fernandez  de  Navarrete,  su  ma- 
nera de  juzgar  á  los  enemigos  de  Colon,  la  timidez 
con  que  los  califica,  la  debiUdad  con  que  los  justifica, 
nos  dice  bastante  claro  cuanto  se  temió  decir  la  verdad, 
y  cuanta  prevención  ha  habido  contra  este  grande 
hombre. 

He  aquí  de  qué  manera  el  archícronísta  imperial 
Oviedo  juzga  al  miserable  comendador  Bobadilla,  que 
tuvo  la  osadía  de  poner  grillos  á  Colon. 

"Determinaron  SS.  AA.  mandar  un  caballero,  an- 
tiguo servidor  de  su  casa,  para  gobernador  de  la  isla, 
hombre  por  cierto  muy  honrado  y  relijioso,  cuyo  nom- 
bre era  don  Francisco  de  Bobadilla,  de  la  orden  de 
Calatrava:  el  cual  no  bien  hubo  lles-ado  á  la  ciudad 
hizo  prender  al  almirante,  á  don  Bartolomé  y  á  don 
Santiago  Colon,  sus  hermanos,  y  con  grillos  los  em- 
barcó á  cada  uno  en  un  buque  diferente.  De  esta  ma- 
nera vinieron  á  España  y  fueron  entregados  al  corre- 
gidor de  Cádiz,  en  cuyas  manos  permanecieron  hasta 
que  SS.  A  A.  dispusieron  otra  cosa.  Dicen  algunos 
que  los  reyes  no  habían  mandado  al  comendador  Bo- 
badilla prender  al  almirante,  y  que  él  solo  fué  á  la  Espa- 
ñola para  tomar  residencia  é  informarse  de  la  rebelión 
de  Roldan  y  sus  compañeros.  Sin  embargo,  fuese  ó  no 
por  mandado  de  SS.  AA.,  lo  cierto  es  que  él  mandó 
prender  á  los    Colones  y  los  despachó   para  España, 

1    Colon.     Relación  á  los  reyes  í^t.  sohre  el  tercer  viaje. 


-391  — 

continuando  en  la  isla  de  gobernador,  cargo  que  des- 
empeñó en  buena  paz  y  justicia  hasta  el  año  1502 
en  que  fué  relevado  y  recibió  la  orden  de  venir  á  Es- 
paña. "1 

Al  dar  cuenta  de  estos  tratamientos  que  no  pue- 
den menos  de  indignar  á  los  hombres  jenerosos,  Ovie- 
do no  tiene  una  palabra  de  simpatia  para  Colon  ni  de 
censura  para  Bobadilla;  y  tan  incaliñcable  insensibili- 
dad, é  induljencia  no  menos  incalificable  hacia  un  acto 
que  indignará  á  la  posteridad,  manifiesta  suficiente- 
mente la  secreta  antipatia  del  castellano  Valdés  con- 
tra el  jenoves  Cristóbal  Colon. 

Pero  si  se  desea  otra  prueba  de  la  pasión  de  Ovie- 
do, escuchemos  su  juicio  sobre  el  hipócrita  y  sangui- 
nario Ovando,  que  en  medio  de  una  fiesta  hizo  ase- 
sinar á  la  indefensa  población  de  Jaragua,  y  con  la 
apariencia  judicial  encubrió  su  inicuo  proceder  con  la 
hermosa  reina  de  Haiti,  la  noble  Anacoana. 

"He  oido  decir  á  muchos  testigos  dignos  de  fe,  y 
también  á  otros  muchos  que  aun  viven,  que  jamas  hu- 
bo en  las  Indias  un  hombre  que  le  haya  escedido  en 
la  realización  de  aquellas  cosas  oportunas  al  buen  go- 
bierno de  las  mismas,  ni  que  reuniese  como  él  todas  las 
condiciones  que  hacen  apreciables  á  los  que  ejercen 
cargos  públicos 

'Torque  era  muy  devoto,  buen  cristiano,  limosne- 
ro, caritativo,  con  los  pobres,  dulce  y  cortés  con  todo 
el  mundo;  pero  con  los  malos  era  tan  rigoroso  como 
debia.  Favorecedor  de  los  humildes  y  necesitados,  se- 
vero con  los  soberbios  y  altaneros,  y  castigador  de  los 
que  faltaban  á  la  ley;  pero  con  temperancia  y  modera- 
ción, supo  gobernar  la  isla  en  buena  paz  y  justicia, 
haciéndose  amar  y  temer  de  todos.  Además,  protejia 
muy  especialmente  á  los  indios,  sin  dejar  de  ser  por  éso 

1  Histoire  naturelle  et  genérale  des  Indes,  lib.  III,  cap.  VI. 
Traducción  de  Juan  Poleur.  * 

*    Nosotros  hemos  traducido  de  la  traducción. — N.   del  T. 


—392— 

un  padre  para  todos  los  cristianos  que  militaban  bajo 
su  mando. 

'^Daba  buen  ejemplo  con  su  vida  como  caballero 
relijioso  que  era  y  de  gran  prudencia  y  saber/^i 

Cuando  se  halla  que  un  hombre  como  el  comen- 
dador Ovando  '^era  buen  cristiano,  hmosnero,  caritativo, 
dulce  y  cortés  con  todos'^,  es  preciso,  por  oposición 
manifestarse  severo  y  hasta  injusto  con  el  justo;  porque 
quien  alaba  el  crimen  que  triunfa  no  puede  condole- 
cerse de  la  virtud  escarnecida. 

No  habrán  olvidado  nuestros  lectores  el  astuto 
proceder  de  Ovando  con  respecto  á  Colon,  después  de 
su  naufrajio  en  la  Jamaica,  y  los  disgustos  y  agravios 
con  que  lo  mortificó  mientras  lo  tuvo  en  su  casa.  No 
obstante,  Oviedo  calla  todas  las  ofensas  que  sufrió  el 
almirante;  pero  no  se  descuida  en  presentarnos  al  co- 
mendador festejándolo  hast?\  el  momento  de  su  parti- 
da.2 

El  último  y  mas  violento  calumniador  de  Colon  en 
España,  J).  Martin  Fernandez  de  Nav arrete,  hace  tam- 
bién el  elojio  de  Bobadilla;  y  para  acreditar  la  opinión 
de  Oviedo,  se  apoya  en  el  testimonio  del  P.  Las  Casas, 
que  dice  '^no  haber  jamás  oido  cosa  ofensiva  para  él, 
ni  aun  después  de  su  separación  y  de  su  muerte.'^  ^ 
Luego  dá  tormento  al  sentido  de  lo  que  dice  Oviedo 
para  poder  acusar  á  Colon  de  faltas  ocultas  que  eran 
la  causa  secreta  del  castigo  que  los  reyes  le  imponían, 
y  añade  que  SS.  A  A.  lo  trataron  con  afecto  y  lo  per- 
donaron! No  es  posible  llevar  mas  lejos  la  impuden- 
cia y  la  mala  voluntad. 

Oviedo,  sin  embargo,  no  habla  ni  de  favor  ni  de 
gracia;  y  si  bien  dá  cuenta  de  la  opinión  de  los  enemi- 
gos del  almirante,  dice  á  renglón  seguido  y  como  cor- 

1  Oviedo  y  Valdes.  Histoire  naturelle  &c.,  traducción  de  Poleur, 
lib.  III,  c.  XII. 

2  0\áedo  y  Valdes.  Historia  natural  &c.,  lib.  III,  cap.  IX. 

3  Las  Casas.  Historia  general  de  las  Indias^  lib.  II,  cap.  YI. 


—393— 

rectivo:  "Lo  mas  cierto  de  todo  es  que  nunca  han 
faltado  los  murmuradores  y  envidiosos  en  el  mundo, 
principalmente  en  esta  tierra  que,  tan  lejana  está  del 
rey.  "i  Navarrete  formula  un  cargo  contra  Colon  por 
haberse  acercado  á  Santo  Domingo  en  su  cuarto  viaje, 
cuando  buscaba  el  modo  de  cambiar  6  carenar  la 
Gallega,  y  dice:  "El  almirante  apesar  de  esta  insinua- 
ción de  SS.  AA.,  insinuación  que  le  hicieron  con  tan- 
ta dulzura  y  solo  como  un  consejo,  cuando  hubieran 
podido  prohibírselo  terminantemente,  se  presentó  sin 
embargo,  en  la  Española  y  quiso  abordar.  "^ 

Es  evidente  que,  para  encubrir  las  faltas  del  rey 
D.  Eernando  y  hacer  menos  odiosos  los  escesos  come- 
tidos en  la  conquista  de  las  Indias,  los  escritores  del 
gobierno  español,  han  desnaturalizado  sistemáticamen- 
te la  historia  de  Colon,  rebajando  y  calumniando  á  los 
indíjenas  mas  dignos  de  interés,  tales  como  el  noble  y 
fiel  Guacanagari,^  y  la  injeniosa  Anacoana,  dos  de  los 
soberanos  que  dispensaron  mejor  acojida  á  los  de  Cas- 
tilla, difundiendo,  á  falta  de  otra  cosa,  contra  el  al- 
mirante, insinuaciones  mahciosas  acerca  de.  su  carácter, 
y  omitiendo,  de  propósito,  los  detalles  edificantes  de 
su  vida,  que  hubieran  revelado  toda  su  grandeza  cris- 
tiana y  puesto  mas  en  claro  el  inicuo  proceder  de  D. 
Eernando.  Esta  parte  de  la  historia  de  Colon,  que 
puede  llamarse  espiritual,  la  calló  por  un  exceso  de  mo- 
destia su  hijo,  y  jamás  se  ha  ocupado  de  ella  ningún 
biógrafo;  todos  la  han  desdeñado,  hasta  el  punto  que, 
el  cronista  imperial  Oviedo  por  quien  tenemos  detalles 
circunstanciados  acerca  de  la  muerte  de  D.  Diego,  pri- 
mojénito  del  almirante,  apenas  indica  la  fecha  de  la 
suya.  Pero,  ¿cómo  se  hubiera  atrevido  el  historiador 
oficial  á  hablar  de  un  virey  á  quien  se  negaba  su  títu- 

1  Oviedo  y  Valdés.     Histoire  naturelle  8fc.  lib.  III,  cap.  VI. 

2  Navaxrete.     Viajes  8fc.  t.  I,  introducción  §  LXIII. 

3  W.  Irving  reconoce  que  "Ovando  ha  denigrado  á  este  príncipe." 
Historia  de  la  vida  y  viajes  de  Colon,  lib.  YIII,  cap.  VIII. 

50 


lo,  de  un  almirante  despojado  de  su  escnadi'a,  de  un 
j^ohernadoi-  jeneral  privado  de  su  gobierno? 

Sin  embargo,  la  suprema  pureza  de  Colon,  la  gran- 
deza casi  sobrehumana  de  sus  hechos,  y  la  influencia 
que  adquirió  en  los  nuevos  destinos  de  la  nación,  hizo 
confesar  á  estos  parciales  escritores  que  la  antigüe- 
dad hubiera  erijido  templos  al  semidiós  que  des- 
cubrió el  Nuevo  Muudo;  que  merecía  una  estatua  de 
oro  macizo  por  haber  llevado  la  fe  católica  á  las  Indias 
y  contribuido  tanto  á  difundir  en  ellas  la  relijion  del 
crucificado,!  y  de  esta  manera,  aunque  sin  atreverse  a 
declararlo  francamente,  reconocieron  la  misión  apostó- 
lica de  Cristóbal  Colon. 

Tan  vergonzoso  silencio  nos  impone  el  deber  de 
manifestar  todo  cuanto  esperaban  ocultarnos,  de  re- 
conocer claramente  el  carácter  especial  de  Colon,  de 
establecer,  de  xuia  vez  para  siempre,  el  papel  que  le 
designó  la  divina  providencia,  y  de  enumerar  las  seña- 
les de  amor  celestial  con  que  el  altísimo  lo  distinguió 
de  los  demás  hombres. 


IT. 


Para  comprender  y  juzgar  mejor  la  vida  pública 
de  Colon,  nada  es  mas  oportuno  que  examinar  primero 
su  vida  privada.  Penetremos,  pues,  en  su  hogar,  y  por 
un  instante  retrocedamos  á  Jenova. 

El  rasgo  mas  característico  de  Colon,  el  que  cons- 

tiye,  por  decirlo  así,  su  fisonomía  moral,  y   que  de  la 

cuna  al  sepulcro,  conserva  indeleble  toda   la  vida,  es 

el  sentimiento  del  deber. 

.    El  amor  á  sus  padres  es  para  el  niño  el  primero  de 

1     Oviedo  y  YaJdcs.     Historia  cSv.  lih.  VI,  cap.  YIII. 


todos  los  deberes:  debe  amarlos  antes  de  conocer  á  Dios; 
así  aiiK)  Colon  á  los  suyos.  Mas  adelante,  cuando 
ya  fue  hombro,  hizo  cuantos  esfuerzos  son  imajinables 
con  el  fin  de  aliviar  su  pobreza;  aseguro  su  vejez  antes 
de  arriesgar  su  vida  en  la  primera  espedicion;  envió  al 
venerable  Donjingo  las  primicias  de  su  l)ienestar;  cuan- 
do el  señor  lo  llamo  á  sí,  conservo  piadosamente  su 
memoria,  unida  á  la  do  su  honrada  madre,  que  lo 
enseño  á  amar  y  servir  á  Dios;  impuso  el  nombre  de  su 
})adre  á  la  capital  de  la  Española;  y  como  ni  el  tiempo 
resfrió  su  amor  filial,  ni  la  edad,  ni  los  azares,  ni  los 
trabajos,  ni  los  cuidados  de  la  paternidad,  lo  dismi- 
nuyeron, á  los  setenta  años  de  edad  dio  una  prueba  de 
ello  fundando  misas  para  ser  aplicadas  en  sufrajio  de 
las  almas  de  los  que  le  dieron  la  vida. 

No  profesaba  el  almirante  menos  cariño  á  sus 
hermanos;  y  estos  le  correspondían  con  amor,  respeto 
y  lealtad.  Al  recomendar  á  su  primojénito  que  fuese 
bueno  para  su  hermano  menor  I).  Fernando,  sujeto 
dotado  de  las  mejores  cualidades,  le  decía:  "Diez  her- 
manos no  serian  mucho  para  tí;  yo  de  mí  se  decir  que 
jamás  he  tenido  mejores  amigos  á  derecha  é  izquier- 
da que  mis  hermanos."^  Pero  tampoco  hubo  un  her- 
mano mas  previsor,  ni  mas  agradecido  que  lo  fue  Colon 
con  los  suyos,  porque  su  solicitud  por  ellos  se  advierte 
hasta  en  sus  relaciones  oficiales  con  los  reyes:  al  ins- 
tituir el  mayorazgo  cuidó  de  asegurarles  su  porvenir 
dando  disposiciones  que,  tal  vez,  no  tengan  ejemplo,  así 
como  tampoco  los  olvidó  al  redactar  su  testamento,  en 
el  cual  nombró  primer  albacea  á  1).  Bartolomé.  De- 
nlas está  decir  cuanto  encomendó  á  sus  hijos  que  fíle- 
se n  respetuosos  y  adictos  á  ellos. 

El  sacrificio  de  las  afecciones  de  ,su  corazón  que 
hizo  el  almirante  á  la  causa  de  la  Iglesia  nos  impide 
juzgarlo  como  esposo.  Su  vida  conyugal  fué  una  per- 
[)étua  privación  de  felicidad  doméstica,  porque  del  ma- 

1  Ctn-fns  (Jel  ah)n'rfinf:e  á  I).  T)i*'v«,  «•arta  del  1."  de  Dit'icmbve 
de  1-504. 


—396— 

trimonio,  en  cambio  de  los  cuidados  y  afanes  que  oca- 
siona, apenas  si  disfrutó  de  las  dulces  compensaciones 
y  del  reposo  de  la  familia.  Pero,  ¿cómo  dudar  que 
fuese  un  buen  esposo,  cuando  se  mostró  tan  buen  padre? 

El  hombre  cuya  juventud  maduró,  luchando  con  los 
elementos  en  el  Mediterráneo,  tenia  para  su  hijo  mayor 
D.  Diego  entrañas  verdaderamente  maternales,  y  lo  tra- 
taba con  el  cariño  que  D.*  Felipa  le  hubiera'tenido.  No 
menos  predilección  le  merecia  D.  Fernando,  como  se  ad- 
vierte en  la  complacencia  con  que  hablaba  de  él  á  SS. 
AA.  y  en  la  eficacia  con  que  lo  recomendaba  á  su  her- 
mano mayor. 

Esta  buena  voluntad  de  Colon  para  cuantos  com- 
ponían su  familia  se  hacia  estensiva  á  las  demás  per- 
sonas que  lo  rodeaban.  La  igualdad  y  constancia  de 
su  carácter,  su  mansedumbre,  su  dulzura,  su  recta  jus- 
ticia, el  dominio  que  tpnia  sobre  sí  mismo  para  repri- 
mir, sus  impaciencias,  el  modo  paternal  con  que  trata- 
ba á  su  servidumbre  le  granjeó  el  afecto  de  cuantos  co- 
mieron su  pan.  Solamente  uno  fué  ingrato,  y  bueno  se- 
rá decirlo,  este,  ni  era  soldado,  ni  marinero,  ni  noble, 
sino  un  lejista  intruso,  el  alcalde  mayor  Koldan,  quien 
sin  embargo,  pareció,  al  fin,  reconocer  su  falta  y  mal 
proceder  con  su  bienhechor.  Por  lo  tocante  á  los  de- 
más familiares  y  comensales  suyos,  todos  conservaron 
una  especie  de  culto  por  su  buena  memoria. 

Muchos  han  hecho  laboriosos  esfuerzos  para  inves- 
tigar la  causa  que  determinó  á  Colon  á  descubrir  un 
continente  desconocido,  pensando  algunos  que  tenia 
conocimientos  matemáticos  superiores  á  los  de  su  si- 
glo, que  él  fué  quien  usó  primero  del  astrolabio  y  cua- 
drante, atribuyendo  otros  á  los  versos  casi  sibilinos  de 
una  trajedia  de   Séneca,   intitulada    Medea^   grande 

1  Venient  annis 

SEeeula  seris,  quibus  Oceanus 

Vincula  rerum  laxet,  et  ingerís 

Pateat  tellus,  Typhisque  novos 

Detegat  orbes,  nec  sit  terris 

Ultima  Thule Medea,  acto  II,  v.  371. 


—397— 

influencia  en  su  ánimo,  y  también  á  determinados  au- 
tores de  la  antigüedad. 

Pero  estas  suposiciones,  con  las  cuales  se  han  con- 
formado todos  hasta  hoy  no  pueden  resistir  á  la  discu- 
sión. Porque,  en  primer  lugar,  los  instrumentos  náuti- 
cos conocidos  por  Colon  eran  familiares  á  todos  los 
marinos  de  su  tiempo,  y  mucho  antes  de  que  él  na- 
ciese, estaba  en  uso  corriente  la  brújula,  el  astrolabio  y 
el  sextante.  No  menos  inexacta  es  la  suposición  de  sus 
grandes  conocimientos  matemáticos.  Humboldt  lo  acu- 
sa de  impericia  y  de  haber  hecho  malas  observaciones 
estando  próximo  á  las  Azores,  y  halla  que  "no  se  habia 
familiarizado,  como  la  mayor  parte  de  los  marinos  de 
nuestros  dias,  sino  con  la  práctica  de  los  métodos  de 
observaciones,  sin  estudiar  suficientemente  las  bases 
sobre  las  cuales  descansan."  ^  No  se  debe,  pues,  atri- 
buir á  las  matemáticas  la  idea  y  la  enérjica  voluntad 
de  Colon,  sino  á  otra  causa  que  él  mismo  confiesa  con 
singular  naturalidad  y  sencillez. 

Mucha  importancia  se  ha  querido,  también,  dar  á 
los  versos  de  la  Medea  en  razón  á  encontrarse  estos 
copiados  por  dos  veces  de  mano  del  almirante,  á  pesar 
de  que  nada  prueba  que  ejerciesen  el  menor  influjo  en 
su  ánimo.  Antes,  el  papel  en  que  los  escribió  y  dijo 
algo  sobre  ellos  dá  testimonio  de  lo  contrario,  por- 
que estos  versos,  en  los  cuales  nadie  habia  fijado  la 
atención  sino  después  del  descubrimiento,  se  hallan  en 
ti  borrador  del  Libro  de  las  Profecías,  y  de  consiguien- 
te transcritos  allí  con  posterioridad,  no  solo  al  primer 
viaje  sino  al  cuarto,  esto  es,  cuando  estuvo  en  la  Ja- 
maica con  sus  carabelas  varadas.  Tampoco  podian  te- 
ner los  versos  de  \?íMedca  ningún  sentido  antes  de  la 
empresa  de  Colon;  esta  se  lo  dio  maravilloso,  sino  nin- 
guno hubiera  hecho  alto  en  ellos. 2     En  el  mismo  error 

1  Humboldt.  Examen  critique ^  <^c.,  t.  III,  pág.  20. 

2  En  la  notable  publicación  titulada:     Les  voyageurs  anciens  et 
modernes,  Mr.  E.  Charton,  ha  distinguido  con   mucha  sagacidad  que 


—398— 

se  incurriria  atribuyendo  una  acción  determinante  a 
fragmentos  de  autores  que  otros,  como  Colon,  pudie- 
ron haber  compulsado.  Ciertas  ideas  de  Eratóstenes 
y  Posidonio,  mencionadas  por  Estrabon,  las  palabras 
del  TJmeo  de  Platón  sobre  la  Atlántida,  alp^unas  ideas 
cosmográficas  de  Aristóteles  acerca  de  la  forma  y  cor- 
ta estension  de  la  tierra,  varias  noticias  jeográücas  de 
los  árabes,  la  obra  de  Alberto  Magno,  titulada:  Liher 
cosmcc/rapMcus,  la  de  Roger  Bacon  {Opus  majits)  asi 
(;omo  la  del  cardenal  Pedro  de  Ailly  (Jmafjo  Mumli) 
fueron  conocidas  y  examinadas,  y  sin  embargo  no  pu- 
dieron convencer  tantas  autoridades,  ni  traer  á  ningu- 
no al  partido  de  Colon;  y  cuando  en  la  junta  de  Sa-. 
lamanca  tuvo  quien  lo  apoyase,  no  fué  por  cierto  un 
cosmógrafo  su  abogado  sino  un  teólogo,  el  fraile  domi- 
nico Deza. 

Por  otra  parte,  la  ciencia  solo  hubiera  servido,  en 
aquel  entonces,  para  estraviar  á  Colon,  porque  carecia 
de  antecedentes  positivos  y  seguros,  oponía  conjeturas 
á  conjeturas,  sin  que  la  autoridad  de  la  esperiencia 
pudiese  poner  fin  al  debate,  discordaba  en  lo  tocante 
á  la  forma  v  estension  de  la  tierra,  v  el  único  dato  en 
el  cual  se  pudiese  apoyar  Colon,  relativamente  á  la 
estension  de  la  masa  acuosa  del  globo,  era  un  error 
manifiesto,  y  todo  lo  contrario  de  cuanto  las  observa- 
ciones posteriores  nos  demuestran. 

Mientras  que  unos  creian  cirios  antípodas, otros  los 
negaban;  pero  de  tal  modo  que,  aun  después  de  la 
nuierte  de  Colon,  todavía  muchos  sabios  impugnaban 
esa  creencia,  y  aun  se  burlaban  de  ella,  como  dice 
Herrera  en  su  Historia  ih  ^  Jas  Indias}  añadiendo 
que,  los  pretendidos  esclarecinnentos  que  algunos  pien- 
san encontrar  en  determinados  pasajes  de  los  antiguos, 

los  versos  citados  no  tmieron  la  influencia  que  se  dice  en  el  ímimo  de  (-o- 
lon,  yf[ue,  antes  q^ue  él,  ningimo  los  tuvo  en  mucha  cuenta.  Voj/of/et/rs 
anciens  et  modernos,  t.  III,  pág.  85. 
1     Década  I,  lib.  I,  cap.  líl. 


—399— 

acerca  de  lii  existenciu  de  tierras  descouocidas  eran 
demasiado  inciertos  y  oscuros  y  casi  fuera  del  alcauce 
humano,  antes  de  que  el  descubrimiento  les  hubiese 
dado  la  claridad  y  el  sentido  cpie,  después,  se  les  atri^.-. 
buye. 

Del  propio  modo  las  disertaciones  de  los  biógrafos 
eíicaminadas  á  esclarecer  el  oríjen  del  proyecto  que 
tuvo  Colon  de  descubrir  la  otra  mitad  del  globo  nos 
parecen  insuficientes,  desprovistas  de  autoridad  é  in- 
capaces de  convencer.  ¿En  qué  se  fundan?  ¿A  qué 
conducen  esas  investigaciones  que  solo  prueban  erudi- 
ción, y  que  tanto  se  apartan  de  la  verdad?  ¿Quién 
mejor  que  el  virey  podrá  decirnos  el  oríjen  de  su  inspi- 
ración? Oigámoslo,  pues.  Esa  idea  sublime  no  se  la  su- 
jirió  ni  la  meditación,  ni  las  matemáticas,  ni  las  esfe- 
ras, sino  que  brot(S  en  su  imajinacion  espontáneamen- 
te: "nuestro  señor,  con  mano  palpable  le  abrió  el  en- 
tendimiento, dándole  á  conocer  que  era  hacedero 
navegar  de  Oriente  á  Occidente  "^  Esta  idea  que  pri- 
niero  se  le  mostraba  como  un  punto  luminoso,  fué,  poco 
á  poco,  adquiriendo,  merced  al  influjo  de  una  profunda 
meditación,  njayores  proporciones  y  perfecta  lucidez;  en 
su  apoyo  vino  la  lectura  de  los  autores  antiguos,  y  en- 
tonces, hallo  Colon  en  ellos  lo  que  el  común  de  los  hom- 
bres no  habia  podido  vislumbrar;  pero  seria  una  quime- 
ra pretender  que  á  esto  solo  debió  aquella  inquebranta- 
ble convicción  que  supo  resistir  á  diez  y  ocho  años  de 
dudas,  de  repulsas  y  hasta  de  burlas  y  desprecios. 

Colon  ni  fué  cosmógrafo,  ni  astrónomo,  ni  jeógra- 
ib,  ni  físico,  ni  botánico,  ni  jamas  perteneció  á  ningu- 
na comisión  científica,  ni  académica,  y,  sin  embargo, 
la  penetrante  sagacidad  de  sus  observaciones  le  per- 
mitió alcanzar  las  grandes  verdades  cosmográficas,  y 
ocupar  un  puesto  en  la  historia  del  progreso  de  las 
ciencias    del  que  nadie  podrá  desposeerlo.     En  nues- 

1     Cristóbal  Colon.  Libro  de  los  Profecías,  í'ol.  IV. 


—400— 

tros  dias,  el  sabio  universal,  Humboldt,  á  quien  sus 
admiradores  han  apellidado  el  '^Aristóteles  moderno/' 
no  puede  menos  de  admirarlo,  á  su  vez,  al  verlo  '^con- 
servar en  medio  de  tantos  cuidados  materiales  y  mi- 
nuciosos que  resfrian  el  alma  y  empequeñecen  el  cora- 
zón, un  amor  profundo  y  poético  por  la  majestad  de 
la  naturaleza."  "Lo  que  caracteriza  á  Colon,  prosigue, 
es  la  estraordinaria  penetración  con  que  se  apoderaba 
de  los  fenómenos  del  mundo  esterior;  por  cuya  circuns- 
tancia bien  puede  asegurarse  que  fué  tan  notable  co- 
mo intrépido  navegante.  Porque  bajo  un  nuevo  cielo 
y  en  un  nuevo  mundo,  ni  la  configuración  de  las  tier- 
ras, ni  el  aspecto  de  los  vejetales,  ni  las  costumbres  de 
los  animales,  ni  la  distribución  del  calor,  según  la  in- 
fluencia de  la  lonjitud,  ni  las  corrientes  pelásjicas,  ni 
las  variaciones  del  magnetismo  terrestre,  nada  se  ocul- 
ta á  su  sagacidad!...  No  se  limita  á  recojer  hechos 
aislados,  sino  que  los  combina  y  busca  la  relación  que 
tienen  entre  sí,  elevándose,  á  veces,  con  atrevido  vue- 
lo para  descubrir  las  leyes  jenerales  que  rijen  el  mun- 
do ñsico.'^i  Falto,  como  se  hallaba,  de  los  instrumen- 
tos y  del  auxilio  de  la  moderna  esperiencia  no  se 
contenia  por  eso:  las  influencias  atmosféricas,  la  di- 
rección de  las  corrientes,  las  plantas  marinas,  la  diversa 
densidad  de  las  aguas,  el  principio  de  las  divisiones 
climatéricas,  su  relación  con  la  diferencia  de  los  me- 
ridianos, todos  los  secretos  entonces  imponentes  y  gra- 
ves eran  objeto  de  sus  afanes.  A  su  contemplación  y 
estudio  de  los  fenómenos  del  mundo  esterior  somos  deu- 
dores de  una  serie  de  grandes  é  incomparables  descu- 
brimientos científicos.  No  espondremos  aquí  por  falta 
de  lugar  sus  juicios  atrevidos  sobre  todos,  concretándo- 
nos únicamente  á  enumerar  las  principales  que  son 
siete,  á  saber: 

1.      La  influencia  que  ejerce  la   longitud   en   la 
declinación  de  la  aguja  imantada. 

1     Humboldt,  Examen  critique  ¿^-c.,  t.  III,  j^g.  16,  20  y  25. 


-401- 

2.**  La  inflexión  que  esperimentan  las  líneas  iso- 
termas siguiendo  el  trazado  de  las  curbas,  desde  las  cos- 
tas occidentales  de  Europa,  hasta  las  orientales  del 
Nuevo  Mundo. 

3.°  La  situación  del  banco  de  fuco  flotante 
en  el  océano  Atlántico,  donde  se  acojen,  se  preparan 
y  se  forman  los  peces  destinados  á  servirnos  de  ali- 
mento. 

4."*  La  dirección  jeneral  de  la  corriente  de  los 
mares  tropicales. 

5.^  Las  causas  jeolójicas  de  la  configuración  del 
archipiélago  de  las  Antillas. 

6.**  La  mayor  elevación  del  ecuador,  que  implica 
el  aplanamiento  de  los  polos. 

7.°  El  equilibrio  continental  del  Globo,  que  ni 
aun  se  suponia. 

Así,  pues,  además  del  descubrimiento  del  Nuevo 
Mundo,  debe  la  humanidad  á  Cristóbal  Colon  estos 
siete,  de  los  cuales  el  menor  hubiera  bastado  para  ilus- 
trar una  Academia.  Ninguna  parte,  como  ya  hemos 
dicho,  tuvo  la  ciencia  en  estas  conquistas,  sino  que 
fueron  la  recompensa  merecida  de  la  constancia  y  de  la 
observación.  Pero  si  la  ciencia  para  nada  intervino  en 
ello,  como  lo  afirman  todos  los  sabios  con  Humboldt, 
¿quién  le  reveló  unos  secretos  que  hasta  entonces  ha- 
bían escapado  á  las  investigaciones  humanas?  Colon 
no  hizo  ningún  descubrimiento  encerrado  en  el  estu- 
dio ó  el  laboratorio,  sino  sobre  el  terreno,  instantánea- 
mente, allí  mismo  donde  hacia  la  observación.  A  falta 
de  estudios  físicos,  ponía  tanto  empeño  en  sus  inves- 
tigaciones, le  animaba  un  deseo  tan  vivo  de  penetrar 
los  misterios  de  la  naturaleza,  le  auxiliaba  tanto  la  fe 
para  comprender  las  leyes  del  Creador,  y  la  relación 
de  estas  con  la  ilnídad  cósmica  de  nuestro  planeta,  era 
tan  perfecto  contemplador  del  verbo,  suplicaba  á  Dios 
tan  humilde  y  fervorosamente  que  lo  auxiliase  y  condu- 
jese, que  su  imajinacion,  estimulada  con  el  deseo  y  la 

51 


—402— 

curiosidad  y  fortalecida  con  el  estudio  y  la  práctica  de 
las  cosas  divinas  alcanzaba  mas,  y  mas  exactamente  que 
hubiera  podido  hacerlo  sin  otro  auxiUo  que  el  de  la 
ciencia. 

Ningún  hombre  amó  la  naturaleza  con  amor  mas 
vehemente  y  perfecto.  La  tranquila  limpidez  del  cielo 
no  es  comparable  á  la  pura  delectación  de  su  ánimo 
cuando  se  esforzaba  en  arrancar  algún  secreto  á  la 
creación;  santo  é  inefable  placer  que  solo  puede  sentir 
un  alma  verdaderamente  relijiosa.  Las  tintas  de  la 
atmósfera  y  de  la  mar,  las  refracciones  luminosas,  las 
escamas  de  los  peces,  las  hojas  de  los  árboles,  la  forma 
de  las  plantas  desconocidas,  el  plumaje  de  las  aves,  la 
ramificación  de  los  vejetales  acuáticos,  el  perfume  y 
temperatura  de  los  bosques,  los  acentos  melodiosos  del 
ruiseñor  de  los  trópicos,  las  emanaciones  del  mar,  el 
melancólico  acento  del  grillo,  el  canto  monótono  de  las 
ranas,  la  intensidad  del  aire,  las  graves  salmodias  del 
Atlántico;  ora  el  silencio  de  las  llanuras,  ora  el  mujido 
del  Océano,  todo  es  para  Colon  asunto  digno  de  estu- 
dio, y  todo  es  considerado  y  medido  en  su  alma  como 
partes  harmoniosas  de  un  conjunto  divino. 

En  ningún  viajero  ni  poeta  se  advierte  un  amor 
mas  verdadero  y  candoroso  de  las  obras  de  Dios  que 
en  el  almirante.  Distingüese,  además,  de  los  poetas  y 
naturalistas  en  que  manifiesta  la  observación  del  natu- 
rahsta  sin  dejar  de  ser  poeta,  y  la  dulzura  del  poeta 
unida  á  la  sagacidad  del  naturalista;  el  éxtasis  que  le 
produce  la  impresión  de  tantas  novedades  tan  bellas 
no  es  parte  para  impedirle  sus  observaciones  de  cos- 
mógrafo; y -así,  mientras  se  deleita  con  los  perfumes  y 
las  harmonías  del  Nuevo  Mundo,  su  imajinacion  busca 
con  afán  la  manera  de  resolver  los  problemas  capita- 
les que  se  desprenden  de  su  conquista  colosal. 

Amaba  Colon  mas  principalmente  á  la  naturaleza 
á  causa  del  creador,  y  sin  cesar  veia  al  divino  arquitec- 
to,   reflejándose  en  sus  obras  inmortales.     De  esta 


—403— 

man0rft,  ^n  vez  de  disminuir  con  los  años  su  afición 
á  la  naturaleza,  aumentaba  como  la  verdadera  amistad, 
y  se  hacia  mas  íntima  é  inseparable  de  sus  esploracio- 
nes.  Del  propio  modo  acrecentaba  su  agradecimien- 
to al  Soberano  Señor,  pudiendo  decirse  que  cuanto 
mas  conocia  la  creación,  mas  amaba  al  creador  y  mas 
deseaba  servirlo,  y  que  su  injenio,  remontándose  en 
alas  de  la  fe,  consideraba  á  la  humanidad  predestinada 
á  fines  inmortales  y  se  habituaba  á  la  bondad  de  Dios, 
En  su  entusiasmo  no  se  advierte  la  duda  mas  leve,  y 
sus  creencias  son  firmes,  completas,  absolutas,  porque 
une  las  cosas  visibles  á  su  principio  invisible,  siguiendo 
la  doctrina  catóHca,  única  verdadera  fiJosofia.  Si  en 
sus  primeras  esploraciones,  por  apoyarse  demasiado, 
tal  vez,  en  la  ciencia,  cometió  algún  error,  cayó  en  al- 
guna duda,  la  esperiencía  y  la  observación  los  disipa- 
ron; si  en  un  piincipio,  para  combatir  la  opinión  de 
aquellos  que  consideraban  á  la  tierra  llana  y  estendida 
hasta  lo  infinito,  dijo,  comparando  nuestro  planeta  á 
las  demás  creaciones  de  Dios:  ''Este  mundo  no  es 
tan  grande  como  lo  piensa  el  vulgo;  digo  que  este 
mundo  es  poca  cosa,''  es  porque  tenia  en  tan  poco  lo 
descubierto,  relativamente  á  lo  que  podría  descubrir 
que  lo  estimaba  en  la  centésima  parte  de  lo  que  aun 
quedaba  por  esplorar. 

Las  pruebas  escritas  que  han  llegado  hasta  rjosotros 
del  superior  injenio  de  Colon  no  son,  por  desgracia, 
muy  estensas,  porque  solo  forman  una  parte  pequeña 
de  lo  que  redactó.  De  su  numerosa  correspondencia 
con  la  reina,  el  protonotario  apostólico,  Pedro  Mártir 
y  otros  muchos  personajes,  y  relijiosos  notables  solo  nos 
quedan  diez  y  seis  cartas,  á  menos  que  se  dé  este  nom- 
bre á  los  fragmentos  epistolares  que  hay  esparcidos  en 
varios  documentos.  La  historia  de  sus  cuatro  espedi- 
ciones  redactada  para  el  Sumo  Pontífice  en  la  forma 
de  los  Comentarios  de  J.  César,  se  ha  perdido,  corrien- 
do la  misma  suerte  la  relación  de  su  segundo  viaje  á 


—404— 

los  reyes  católicos.  Sus  notas,  sus  cartas  jeográficas, 
que  el  cura  de  los  Palacios,  Las  Casas  y  D.  Fernando 
tuvieron  á  la  vista  han  desaparecido;  las  observaciones 
que  redactó,  después  de  rendido  su  tercer  viaje,  refe- 
rentes á  la  cosmografía  y  la  historia  natural,  que  le  fue- 
ron arrebatadas  con  iodos  sus  papeles  porBobadilla,  el 
26  de  Agosto  de  1500,  cuando  el  comendador  allanó 
su  casa,  jamás  se  le  restituyeron,  pues  parece  que  ha- 
llándose en  la  nave  capitana^  que  pereció  durante  la 
tempestad  desaparecieron  con  ella;  absolutamente  se 
ignora  lo  que  ha  »ido  del  libro  de  l,as  Profecías  que 
Colon  dio  á  la  reina,  y  no  tenemos  de  él  sino  el  bor- 
rador, y  ese  mutilado  por  una  mano  criminal.  Sin 
embargo  de  esto,  y  con  el  solo  auxilio  de  los  escritos 
del  almirante  que  han  podi4o  salvarse  del  naufrajio 
del  olvido,  emitiremos  nuestra  opinión  acerca  de  su 
mérito  é  importancia  literaria. 

En  primer  lugar  lo  que  caracteriza  el  estilo  de  Co- 
lon es  la  espontaneidad,  el  laconismo,  la  enerjía,  la 
falta  completa  de  arreglo  y  de  método  espositivo;  en 
sus  escritos  afluyen  las  ideas  con  abundancia,  se  sien- 
te el  impulso  simultáneo  de  los  pensamientos,  y  se 
nota  que  quisiera  decirlo  todo  de  una  vez;  de  aquí 
proviene,  que  en  algunos  pasajes,  sea  un  tanto  difuso 
y  oscuro  en  apariencia,  sin  que  por  eso  deje  de  ser  ele- 
vado, profundo  y  sintético  á  la  manera  de  San  Pablo. 
En  su  estilo  como  en  sus  costumbres  es  sobrio,  y  vá 
siempre  sin  ambajes  ni  rodeos  prefiriendo  el  camino 
mas  corto;  y  es  tan  grande  su  descuido  que  hasta 
las  relaciones  que  dirijia  á  los  reyes  llevan  impre- 
so el  sello  de  la  improvisación.  Nunca  redacto,  co- 
mo almirante,  un  parte  con  reposo  y  tranquilidad, 
y  al  leerlos  diriase  que  los  dictaban  varios  hombres, 
porque  hablaba  al  mismo  tiempo  como  marino,  misio- 
nero y  naturalista.     Sin  embargo,  cuando  se  dirijia  á 

1  El  almirante  se  quejaba  de  no  haber  podido  recuperar  nunca 
aquellos  papeles  de  que  "como  un  pirata"  se  apoderó  Bobadilla. 


—405— 

SS.  AA.  bajo  el  solo  concepto  de  jefe  del  gobierno  co- 
lonial, se  manifestaba  metódico,  lacónico,  instructivo  y 
admirable.  Esa  relación  íntima  que  existe  entre  el 
estilo  y  el  carácter  del  hombre,  se  advierte  de  una 
manera  palpable  en  los  escritos  del  almirante.  Colon 
reasume,  ó  pasa  en  silencio  sus  mas  íntimas  emociones; 
pero  no  intenta  siquiera  describir  lo  que  es  indes- 
cribible. Cómo  un  hombre  colocado  en  medio  de  la 
inmensidad  del  Océano,  se  siente  sobrecojido  de  su 
grandeza  y  sin  fuerzas  para  describir  aquello  que  lo 
rodea,  que  vé  y  que  toca,  así  Colon,  que  descendía  á 
ocuparse  hasta  del  canto  de  los  grillos  y  del  perfume 
de  las  plantas,  se  abstiene  de  trasladar  al  papel  las  sen- 
saciones de  su  alma,  en  la  cual  se  reflejaba  la  majes- 
tad de  las  grandes  obras  del  creador.  Solo  durante 
su  postrera  espedicion  hizo  descripciones,  'y  brotó  en 
ellas  Ja  poesía,  como  la  fosforescencia  de  las  olas, 
al  trazar  con  mano  maestra  el  cuadro  de  tempes- 
tades no  conocidas  en  Europa,  y  su  lucha  contra 
los  elementos.  Puede  muy  bien  decirse  que  en  estos 
casos  es  un  modelo  del  j enero  descriptivo  y  terrible, 
apesar  de  que,  por  naturaleza,  es  conciso  y  breve  como 
lo  es  siempre  el  jenio,  y  de  que  las  palabras  solo  le 
sirven  para  vestir  ideas  y  pensamientos  de  un  vigor  ex- 
traordinario, pero  que  no  tienen  por  sí  mismas  ningún 
mérito.  No  se  hallará,  pues,  en  él  un  estilo  hmado  y 
elegante,  sino  natural,  grande  como  el  Océano,  y  como 
él  obedeciendo  á  una  fuerza  secreta.  Compréndese 
que  este  hombre  ha  vivido  ante  los  ojos  de  Dios,  y 
que  sus  facultades  se  han  desarrollado  en  medio  de  la 
mas  grande  manifestación  divina  de  lo  infinito  que  sea 
perceptible  á  nuestros  sentidos:  el  mar!  El  mar,  uno 
en  todo  el  globo,  y,  sin  embargo,  tan  diverso  en  su 
inmutable  unidad;  el  mar,  ante  el  cual  se  absorbe  el 
hombre  en  la  contemplación,  que  hace  enmudecer  al 
poeta,  palidecer  al  filósofo,  y  temblar  al  despreocupa- 
do, fecundizó  eljénio  de  Colon,  y  transformó,  bajo  el 


—406— 

sol  brillante  de  los  trópicos,  su  audacia  en  reflexión;  y 
de  sus  convicciones,  inspiradas  por  el  verbo  divino, 
dimanó  aquella  enerjía  que  ni  la  fuerza  del  tiempo,  ni 
la  debilidad  de  los  hombres  pudieron  hacer  vacilar. 

Un  contemplador  del  catolicismo,  no  ha  podido 
por  menos  que  admirarse  al  descubrir  en  Colon  ines- 
peradas dotes  de  escritor,  y  dice:  "El  Diario  del  al- 
mirante tiene,  en  su  laconismo,  no  sé  qué  de  misterio- 
so, de  sublime  y  de  relijioso  como  el  grande  Océano, 
en  medio  del  cual  se  fué  redactando.  "^  Después  de 
alabarlo  en  algunas  cosas,  Mr.  de  Humboldt,  para  no 
apartarse  de  su  sistema  de  humillarlo,  critica  su  estilo  y 
la  medida  de  sus  versos;  pero  á  esta  infundada  opinión 
opondremos  el  peso  de  la  mas  competente  é  incontes- 
table autoridad  contemporánea  en  materia  de  gusto  y 
sana  literatura.  Hé  aquí  las  palabras  de  Mr.  Ville- 
main:  "No  vacilo  en  decir  que  este  estranjero,  que  no 
aprendió  la  lengua  española  sino  ya  entrado  en  años, 
cuando  pretendia  regalar  á  la  península  el  Nuevo  Mun- 
do, fué,  en  su  siglo,  el  hombre  mas  elocuente  de  Es- 
paña. Consistía  esto  en  la  grandeza  de  sus  pensa- 
mientos que  le  hacían  espresarse  con  palabras  sublimes 
y  principalmente  en  su  entusiasmo.  Spiritus  Dei  fe- 
rebatur  super  aquas.  Las  formas  esteriores  del  arte, 
los  períodos  rotundos  y  bien  construidos  abundaban 
en  las  crónicas  españolas;  pero,  con  él,  tuvo  princi- 
pio lo  sublime-  y  sencillo  al  mismo  tiempo  en  la  gran- 
deza.» 2 

Como  su  jénio,  parece  elevarse  el  estilo  de  Colon 
con  los  años,  porque  su  escrito  mas  notable  es  de  poco 
tiempo  anterior  á  la  época  de  su  fallecimiento,  y  en  él 
se  advierte,  sin  embargo,  el  fuego  de  la  poesía  y  de  la 
juventud,  y  la  constante  virilidad  del  alma,  libertan - 

1  Edgar  Quinet.  Discours  prononcé  an  Collége  de  France,  en 
1843. 

2  ViUemain.  Tablean  de  la  littérature  an  moyen  age.  t.  II,  pág. 
392, 


—407— 

dose  de  las  leyes  del  tiempo  y  de  la  influencia  de  la 
vejez.  El  ardor  de  la  piedad,  la  lozania  de  la  inspi- 
ración se  revelan  todavia  al  fin  de  su  cuarto  viaje, 
durante  la  desastrosa  campaña  de  1503.  Libertado 
milagrosamente  de  un  naufrajio,  al  parecer  inevitable, 
con  su  nave  destrozada,  casi  zozobrando,  forzado  á  bus- 
car, á  todo  trance,  un  puerto,  en  lucha  con  el  hambre 
y  los  ataques  de  la  gota,  lejos  de  ceder  al  abatimiento 
jeneral  solemnizó,  lleno  de  tranquilidad,  con  la  Iglesia 
católica,  la  fiesta  de  San  Juan  Bautista,  y  durante  los 
ayunos  y  abstinencias  á  que  tuvo  que  someterse  por 
la  falta  de  víveres,  celebró  en  verso  el  nacimiento  del 
bienaventurado  precursor  del  Mesías.  Esta  inspira- 
ción es,  sin  duda,  el  único  ejemplo  de  composición  li- 
Hteraria  que  haya  tenido  lugar  en  semejantes  circuns- 
tancias. 

¡Qué  idea  no  da  de  la  tranquilidad  de  espíritu  y 
de  la  piedad  de  Colon  ese  pacífico  canto  del  alma  cris- 
tiana, dominando  los  dolores  de  la  carne,  y  no  pensan- 
do sino  en  participar,  á  tan  remota  distancia,  del  re- 
gocijo de  la  Iglesia  católica  en  semejante  día,  y  en  ce- 
lebrar el  natalicio  del  bienaventurado  S.  Juan,  que  se 
estremeció  en  las  entrañas  de  su  madre  á  la  voz  de  la 
Vírjen  en  cuyo  seno  iba  el  salvador  del  mundo!  Las 
circunstancias  de  tiempo  y  lugar  no  son  menos  edifi- 
cantes que  el  asunto  de  la  inspiración,  así  que  el  tier- 
no interés  que  infunde  aumenta  el  encanto  de  su 
injenuidad. 


IV. 


Si  Colon  se  hubiese  concretado  á  descubrir  tierras, 
se  podría,  al  mismo  tiempo  que  reconocer  la  grande- 


—408— 

za  de  su  jenio,  considerarlo  únicamente  como  marino 
cosmógrafo;  pero  sus  viajes  están  ligados  de  una  ma- 
nera tal  á  su  vida  privada,  á  su  fe;  y  su  carácter  apos- 
tólico domina  de  tal  modo  sus  actos  oficiales  que  seria 
injusto  pretender  juzgarlo,  haciendo  abstracción  del 
sentimiento  relijioso,  principio  y  fin  de  su  vida  públi- 
ca. Tal  vez  causará  estrañeza  que,  después  de  haber 
puesto  de  relieve  sus  escelentes  cualidades,  no  hayamos 
investigado,  con  la  severa  probidad  que  requiere  la 
historia,  la  parte  flaca  de  su  carácter  para  oponerla  á 
sus  virtudes;  pero  en  vano  hemos  auscultado  su  cora- 
zón, en  vano  lo  hemos  examinado  bajo  todos  aspectos, 
porque  no  hemos  podido  descubrir  en  él  una  falta  vo- 
luntaria, ni  un  error,  ni  una  flaqueza.  Tampoco  nos 
ha  causado  la  mas  leve  sorpresa*  esta  falta  absoluta  de 
inclinaciones  ó  de  acciones  censurables  durante  toda 
su  vida,  por  la  razón  de  que  no  se  hallan  vicios  ni 
defectos  en  los  santos.  Jeneralmente  entre  los  gran- 
des hombres  los  defectos  inherentes  á  nuestra  natu- 
raleza son  siempre  perceptibles,  aun  cuando  aparezcan 
mitigados  por  su  jenerosidad,  la  esfera  elevada  en  que 
viven,  el  respeto  á  la  opinión,  ó  el  temor  á  la  posteri- 
dad, no  así  entre  los  héroes  del  Evanjelio  que  apare- 
cen siempre  sin  defectos  ni  flaquezas,  purificados,  ele- 
vados, ennoblecidos  por  el  amor,  porque  en  fuerza  de 
su  constante  imitación  del  divino  modelo,  llegan  á  mo- 
dificar su  propia  naturaleza  en  cuanto  lo  permite  nues- 
tra humanidad. 

Para  decirlo  de  una  vez,  Colon,  no  tuvo  ninguna 
de  las  virtudes,  ni  tampoco  ninguno  de  los  vicios  del 
mundo,  y  podemos,  por  muchas  y  muy  graves  razones 
considerarlo  como  un  santo. 

Los  biógrafos  que,  para  obedecer  á  las  exijencia's 
del  sistema  de  filosofía  histórica  han  hecho  penosos  es- 
fuerzos y  emitido  erróneas  suposiciones  para  dejar  es- 
tablecido que  Colon  tuvo  defectos,  no  han  podido  citar 
uno  solo,  ni  apoyarse  en  un  ejemplo,  ni  presentar  una 


—409— 

prueba;  y  todos,  unos  en  pos  de  otros,  cediendo  á  la 
fuerza  de  la  verdad,  han  concluido  por  hacer  un  elojio 
tan  completo  de  sus  virtudes  que  neutraliza  el  veneno 
de  su  crítica.  Nosotros,  á  nuestra  vez,  perseverare- 
mos en  el  primer  propósito  de  ir  derechamente  al  fin, 
sin  detenernos  á  hacer  esa  prolija  é  innecesaria  aup- 
tosia. 


V. 


Puede  muy  bien  decirse  que,  á  causa  de  una  ínti- 
ma solidaridad,  la  pureza  del  hombre  privado  garanti- 
za la  dignidad  y  la  irreprochable  conducta  del  hombre 
público.  Por  esa  razón,  después  de  haber  visto  al  al- 
mirante practicar  tan  exactamente  la  justicia  y  la  equi- 
dad en  el  seno  de  la  familia,  se  espera  verle  observar 
el  deber  con  no  menos  rigor,  cuando  á  las  obligaciones 
morales  se  una  la  responsabilidad  política. 

En  la  elevada  posición  en  que  se  colocó  de  un  solo 
paso,  revestido  en  la  triple  dignidad  de  almirante, 
gobernador  jeneral  y  virey,  siempre  se  manifestó  dig- 
no de  ocuparla,  y  durante  su  administración  ninguno 
le  acusó  de  parcialidad,  escepto  los  altivos  hidalgos 
castellanos,  perseguidores  de  los  indios,  y  que  se  que- 
jaban de  lo  mucho  que  protejía  á  los  indíjenas;  porque 
Colon,  el  discípulo  del  Evanjelio,  que  no  distinguía 
entre  nobles  y  plebeyos  para  practicar  la  justicia,  había 
establecido  una  completa  igualdad  ante  la  ley.  Ya  he- 
mos demostrado  en  el  capítulo  VIII  de  este  volumen, 
que  su  administración  estuvo  exenta  de  errores,  por 
tanto,  no  volveremos  á  entrar  en  detalles  sobre  ella,  y 
nos  limitaremos  á  ir  enumerando  Jos  hechos  capitales. 

Su  negativa  de  admitir  un  principado  por  el  temor 

52 


—410— 

de  que  sus  adelantos  particulares  lo  distrajesen  de  sus 
deberes  públicos,  demuestra,  mejor  cuanto  pudiera  de- 
cirse su  gran  desinterés. 

Siendo  almirante  del  Océano,  virey  y  gobernador 
perpetuo  de  las  Indias  jamas  olvidó  la  obediencia^ 
y  se  sometió  á  las  órdenes  de  un  simple  comisario  de 
los  reyes,  en  fuerza  de  su  respeto  á  la  autoridad  lejíti- 
ma,  visible  delegación  de  Dios. 

Constantemente  practicó  la  igualdad  y  la  abnega- 
ción en  los  casos  desgraciados,  y  nunca,  ni  en  mar  ni 
en  tierra,  quiso  prevalerse  del  menor  de  sus  derechos 
para  tratarse  mejor  que  sus  marineros  cuando  estos 
sufrian  escaseces. 

Sus  medidas  administrativas  no  presentan  ese  ca- 
rácter provisional,  esa  ciega  sumisión  á  la  urjencia  que 
sirve  de  norma  á  la  mayor  parte  de  los  actos  de  la 
autoridad  en  la  práctica  de  los  negocios.  Así  es  que 
no  sacrificó  á  lo  presente  los  intereses  de  lo  porvenir, 
porque  además,  sabia  que  los  actos  administrativos 
duran  mas  que  el  administrador,  y  que  el  porvenir  es- 
tá contenido  en  lo  presente;  y  como  jamas  ambicionó 
ni  popularidad  ni  favor  en  palacio,  ni  las  injusticias, 
ni  la  ingratitud  lo  hicieron  variar  de  conducta,  per- 
severó hasta  el  fin,  ocupándose  con  igual  empeño  de 
los  intereses  de  la  corona  que  de  los  de  particulares. 

Apesar  de  que  la  letra  de  sus  capitulaciones  con 
los  reyes  le  daba  derecho  á  defender  con  las  armas  el 
gobierno  perpetuo  de  que  se  vio  despojado,  y  su  vi- 
reynato  de  las  Indias  que  ningún  decreto  posterior 
podia  proscribir  legalmente,  dio  un  gran  ejemplo  de 
obediencia  cristiana  sometiéndose  á  la  lejítima  auto- 
ridad; respetó,  en  todas  sus  partes  su  juramento,  y  no 
se  consideró  desligado  de  él  por  la  injusticia  de  otro. 
Después  de  habérsele  puesto  cadenas,  no  pidió  rehabili- 
tación pública,  ni  menos  conservó  rencor,  ni  buscó  el 
modo  de  vengarse  de  los  reyes,  antes  al  contrario,  pro- 
curó  emplearse  de  nuevo  en  su  servicio,  y  cuando 


—411- 

murió  Isabel  la  Católica  recomendó  á  su  hijo  que  re- 
doblase sus  esfuerzos  en  el  servicio  de  D.  Fernando  y 
procurase  aliviarle  del  peso  de  los  negocios. 

Su  actividad,  esmero,  previsión,  firmeza  y  rectitud 
en  las  cosas  que  le  estaban  cometidas,  su  respeto  ha- 
cia el  poder,  hasta  cuando  con  él  fué  inicuo,  la  pro- 
tección que  dispensó  á  los  débiles  y  abatidos,  á  los 
marineros  que  participaron  de  sus  trabajos,  su  agrade- 
cimiento á  los  que  le  fueron  fieles,  hacen  de  Colon  un 
dechado  de  virtudes  públicas. 

Ofrécese  Colon  á  los  hombres  del  mundo  como  un 
ejemplo,  porque  en  la  relijion  está  el  secreto  de  su 
virtud,  de  sus  acciones,  y  de  su  fuerza.  Un  santo  pa- 
rece no  servir  de  modelo  sino  á  los  cristianos  mas  pu- 
ros; un  obispo,  un  fundador  de  órdenes  monásticas,  un 
misionero,  no  parece  ofrecerse  en  ejemplo  sino  á  ecle- 
siásticos, diríase  que  el  claustro  ó  el  santuario  son 
los  imicos  que  puedan  aprovecharse  de  su  historia,  por 
eso  la  divina  providencia  ha  creido  útil  poner  ante  los 
ojos  de  los  hombres  un  seglar,  un  funcionario  público 
según  el  Evanjelio,  porque  no  hay  duda  de  que  Colon 
ocupando  una  tan  elevada  jerarquía  sirve  principal- 
mente de  enseñanza  á  los  altos  funcionarios  y  hasta  á 
los  mismos  reyes. 

No  hay  duda  de  que  su  vida  ofrece  fecundas  y  pre- 
ciosas enseñanzas.  En  ella  podran  aprender  los  su- 
bordinados á  sufrir  con  resignación  y  valor  los  malos 
procederes,  las  injusticias  de  que  sean  víctimas  en  el 
ejercicio  de  sus  empleos;  verán  claramente  que  el  méri- 
to puede  no  ser  recompensado;  pero  también  que, 
como  la  falta  de  justicia  por  parte  délos  superiores  no 
altera  en  lo  mas  mínimo  los  deberes  del  subordinado, 
Colon  sufre,  mas  no  se  rebela.  El  cristiano  verá  en  estas 
pruebas  un  medio  de  reformarse  y  rescatar,  con  la  re- 
signación en  la  voluntad  divina,  la  cual  tiene  dulzuras 
que  no  conoce  el  espíritu  del  mundo,  las  faltas  secre- 
tas cometidas  contra  el  Señor. 


—412— 

Porque  si  Cristóbal  Colon,  apoyándose  en  el  es- 
tricto derecho,  en  el  testo  de  sus  capitulaciones  con  la 
corona  de  Castilla,  se  hubiese  sublevado  y  rechazado 
con  las  armas  á  los  comisarios  réjios,  á  los  Aguados, 
Bobadillas  y  Ovandos  que  se  proponían  despojarlo  y 
desposeerlo;  si  alzándose  con  la  isla  Española  se  hu- 
biera proclamado  independiente,  su  fin  habría  sido  el 
de  un  hombre  vulgar;  la  grandeza  y  poesía  de  sus 
trabajos  hubieran  quedado  para  siempre  oscurecidos 
con  semejante  conducta;  el  interés,  el  respeto,  la 
admiración  que  infunde  su  tierna  memoria  se  habrían 
desvanecido  desde  hace  mucho  tiempo;  la  radiante  au- 
reola que  ciñó  á  su  frente  venerable  una  serie  de  in- 
fortunios soportados  con  santidad  no  continuaría  ilu- 
minándola. 

Al  considerar  tan  mal  recompensados  tan  altos 
servicios,  y  conculcados  tan  claros  derechos,  aprende 
el  hombre  á  soportar  con  menos  trabajo  las  injusticias 
y  las  ofensas  del  público  ó  de  los  superiores;  porque, 
en  efecto,  bien  poca  cosa  es  la  injusticia  de  un  gobier- 
no, de  una  municipalidad,  ó  de  un  jefe  respecto  á 
un  particular,  á  un  empleado,  ó  á  un  oficial  cuando  se 
piensa  en  los  servicios  que  prestó  Colon!  ¡Quién  se 
atreverá  á  quejarse  de  contrariedades  ni  vejaciones, 
cuando  recuerde  lo  que  él  sufrió  sin  proferir  una  que- 
ja! Y  quien  se  remonte  á  investigar  la  causa  de  su 
fortaleza  de  alma,  y  de  su  tranquilidad  de  espíritu 
hallará  que  su  conocimiento  del  corazón  humano,  y  de 
las  debilidades  y  flaquezas  de  nuestra  naturaleza,  el 
elevado  concepto  que  tenia  de  Dios  y  de  la  bondad 
divina,  su  deseo  de  perdonar  para  serlo  á  su  vez,  lo 
convencido  que  se  hallaba  de  la  instabilidad  de  las 
cosas  humanas  y  de  cuan  transitorias  son  las  grande- 
zas de  la  tierra  era  lo  que  lo  sostenía  en  sus  tribula- 
ciones, y  daba  aliento  para  soportar  con  paciencia 
las  iniquidades  de  la  vida  presente  y  esperar  resigna- 
do y  tranquilo  en  la  bondad  y  justicia  del  todo-po- 
deroso. 


—413— 


VIL 


Hemos  visto  ya  en  Cristóbal  (Jolón  un  hombre 
dotado  de  virtud  perfecta  y  de  absoluta  pureza  de 
corazón;  cuya  grandeza  moral  es  de  todo  punto  mayor 
que  la  de  los  tipos  mas  célebres  de  la  antigüedad,  y 
no  menor  que  la  de  las  mas  nobles  figuras  de  los  hé- 
roes formados  por  el  Evanjelio.  Sin  embargo,  esto 
no  es  bastante,  porque  para  poder  juzgar  con  la  debi- 
da exactitud  á  Colon,  es  preciso  hacer  un  estudio  pro- 
fundo de  su  carácter,  y  entonces,  al  examinarlo  com- 
pletamente, abarcando  de  una  mirada  los  hechos  y  los 
sucesos  mas  principales  de  su  carrera  no  se  puede  por 
menos  de  reconocer  que  su  carácter  público  en  harmo- 
nía con  su  carácter  privado,  ofrece  el  tipo  de  la  misión 
relijiosa  y  del  mandato  evaiijéhco,  y  que,  como  con 
tanta  justicia  lo  ha  dicho  el  ilustre  P.  Ventura  de 
Ráulica:  Colon  es  el  hombre  de  la  Iglesia}  En  efec- 
to. Colon  pertenece  á  la  Iglesia  con  mas  derecho  que 
á  la  marina.  A  pesar  de  sus  cargos  y  empleos,  mas 
vivia  como  relijioso  que  como  seglar.  No  bien  pisa 
la  tierra  española,  donde  hablan  de  hallar  eco  sus  pa- 
labras, porque  así  lo  tenia  dispuesto  la  divina  providen- 
cia para  premiar  á  Isabel  la  Católica,  es  milagrosamente 
conducido  á  un  convento,  en  el  cual  se  prepara  para 
dar  cumplimiento  .á  su  misión.  Allí  solo  traba  estre- 
cha amistad  con  eclesiásticos.  En  la  corte  donde  lo 
introduce  un  antiguo  nuncio  apostólico,  monseñor  An- 
tonio Geraldini,  si  se  esceptúa  la  reina  y  el  gran  carde- 
nal no  halla  sino  incredulidad  y  oposición.  En  la  junta 
de  Salamanca  la  desconfianza  ó  el  desprecio  responden 

1     Cristo/oro  Colombo  rivendicato  alia  Chiesa.     Manifestó,  1855. 


—414— 

á  sus  palabras,  y  solamente  lo  apoya  un  hombre:  Fr. 
Diego  de  Deza,  esto  es,  un  sacerdote,  un  teólogo;  y  á 
su  vez  los  dominicos  lo  alojan,  lo  asisten  y  lo  socorren. 
Cuando,  harto  de  esperar  quiere  partirse  de  España, 
un  relijioso  lo  detiene,  y  va  en  busca  de  la  reina,  lo 
hace  volver,  y  rematando  con  sus  oraciones  lo  que  ha- 
bia  principiado  con  sus  ruegos,  consigue  convencer  á 
Isabel.  Hay  que  advertir,  también,  que  el  principal 
objeto  que  se  propuso  la  reina  fué  la  salvación  de  los 
pueblos  indios.  Al  monasterio  de  la  Rábida,  á 
donde  primero  llegó  y  fué  socorrido,  vuelve  para  pre- 
pararse á  su  espedicion,  no  con  el  compás  y  el  mapa- 
mundi, sino  con  la  penitencia,  la  oración,  y  la  medita- 
ción de  las  cosas  divinas.  La  empresa  toma  el  carác- 
ter relijioso  de  su  orijen  y  de  su  fin:  da  el  nombre 
de  la  Virgen  Maria  á  su  carabela,  en  árbol  a  en  ella  la 
cruz,  y  se  da  á  la  vela  un  Viernes,  invocando  á  Ntro. 
Señor  Jesu- Cristo.  En  nombre,  también,  de  Jesu- 
cristo, toma  posesión  de  su  descubrimiento;  para  hon- 
rar al  redentor  planta  cruces  ei^  todas  las  tierras  donde 
desembarca;  y  después  de  haber  proclamado  sobre  las 
aguas  la  gloria  del  Verbo,  estiende  el  nombre  de  Jesús 
en  los  virjenes  bosques  de  los  archipiélagos  y  en  las 
riberas  del  Nuevo  Mundo.  Merced  á  su  ardiente  pie- 
dad los  hijos  de  las  islas  y  de  los  bosques  saludaron 
el  simbolo  de  nuestra  libertad  y  bienaventuranza  eter- 
na, y  á  su  imitación  se  prosternaron,  voluntariamente, 
de  rodillas  ante  ese  emblema  cuyo  significado  ignora- 
ban; pero  cuyo  misterioso  ascendiente  esperimentaban 
ya.  El  fué  quien  primero  llevó  la  cruz  á  la  nueva 
tierra.  El  fué  el  precursor  délas  misiones,  el  heraldo 
del  catolicismo,  el  nuncio  del  pontificado  en  aquellos 
remotos  paises.  El  fué  quien  primero  concibió  la  idea 
de  fundar  un  seminario  de  misiones  estranjeras,  do- 
tándolo  de   su  peculio  particular.^     Dá  acasion   á    la 

1     Eu  la  institución  de  sn  mayorazgo,  22  de  Febrero  de  1498,  iiii- 
ponia  Colon  ;i  pu  heredero  la  carg-a  de  fundar  en  la  isla  española  cuatro 


—415— 

Santa  Sede  de  mostrar  el  espíritu  de  infalible  sa- 
biduría, perpetuo  inspirador  de  la  Iglesia  y  de  pro- 
bar de  una  manera  evidente  que  el  pontificado,  le- 
jos de  anatematizar  á  los  que  admitian  la  existencia 
del  Nuevo  Continente,  como  tanto  han  repetido  los 
escritores  del  siglo  XVIII,  enaltecía  á  su  descubridor, 
y  consignaba  acerca  de  la  forma  y  dimensiones  del 
globo  una  opinión  mucho  mas  atrevida,  exacta  y  sa- 
gaz que  todos  los  cosmógrafos  y  sabios  de  la  época. 
Léjcs  de  secularizarse,  por  decirlo  así,  después  de  su 
descubrimiento  y  de  gozar  de  su  triunfo,  no  aspira 
sino  á  emprender  nuevas  esploraciones,  para  proclamar 
en  tierras  mas  remotas  el  nombre  de  nuestro  divino 
redentor.  Hace,  con  la  regularidad  de  un  sacerdote 
el  oficio  de  los  franciscanos;  en  ValladoUd,  en  Grana- 
da, en  todas  partes  se  aloja  en  sus  conventos;  y  des- 
pués de  los  hermanos  de  la  Orden  Seráfica  no  tiene 
intimidad  sino  con  los  Dominicos,  los  Cartujos,  los  Je- 
rónimos, los  eclesiásticos,  en  fin,  de  vida  edificante,  los 
hombres  sencillos  que  pasan  sirviendo  á  Dios;  pero 
nunca  con  los  grandes  y  palaciegos;  de  modo  que  pa- 
recía un  verdadero  relijioso,  un  fiel  observante  de  la 
orden  tercera. 

Los  viajes  siguientes  de  Colon  no  tuvieron  mas 
objeto  que  la  difusión  del  Evanjelio,  y   como  todos 

cátedras  de  teolojía  para  enseñar  misioneros  que  se  dedicasen  á  la  con- 
versión de  los  indios.  La  falta  de  cumplimiento  á  las  capitulaciones 
por  parte  del  gobierno  impidió  la  realización  de  su  deseo.  Sin  embar- 
go, tres  siglos  y  medio  después,  el  patriotismo  de  un  genovés  ilustre, 
dio  cumpluniento  á  la  piadosa  voluntad  de  Colon.  El  Excmo.  Sr.  mar- 
qués Brignole  Sale  ha  íimdado  en  Jénova,  en  el  barrio  de  San  Teo- 
doro, un  Seminario  de  misiones  estranjeras,  pero  en  una  escala  tan 
grande  que,  bien  puede  asegurarse  que  pocos  soberanos  habrían  conce- 
bido un  establecimiento  de  tamaña  importancia.  Este  Seminario  con- 
tará perpétuameníe,  y  cuando  menos,  veinte  y  cuatro  discípulos  y  cin- 
co profesores,  hermanos  de  San  Vicente  de  Paul.  Los  jóvenes  misione- 
ros están  á  las  órdenes  de  la  Propaganda  para  llevar  la  luz  del  Evan- 
gelio á  las  cuatro  partes  del  mundo. 

La  ilustre  compañera  del  marqués.  Señora  Artemisa  Negrone,  se 
asoció  á  su  esposo  para  contribuir  á  tan  piadosa  fundación,  y  por  esta 
causa  lleva  el  Sominario  el  nombre  ácCo/kgío  Brignole- Sak-Negrojie. 


—416— 

sus  descubrimientos,  desde  entonces,  no  fueron  sino  la 
ejecución  de  su  plan,  puede  muy  bien  decirse  que, 
gracias  á  él,  el  sacrificio  perpetuo  de  la  nueva  ley, 
anunciada  y  profetizada  en  la  ley  antigua,  quedó  real 
y  verdaderamente  establecido  en  la  tierra.  Porque 
mientras  el  canto  de  vísperas  y  completas  anuncia  la 
declinación  del  dia  en  nuestra  Europa,  el  de  maitines 
saluda  la  venida  del  nuevo  sol  en  otras  rejiones;  y 
mientras  la  noche  rebosa  en  sus  sombras  nuestro  hemis- 
ferio, se  celebra  el  augusto  sacrificio  en  los  Andes  y 
las  islas  del  Pacífico,  renovándose,  así,  á  todas  las  ho- 
ras del  dia  y  de  la  noche,  la  inmolación  de  la  victima 
celestial  en  ambos  mundos,  é  iluminando  el  sol,  cons- 
tantemente, las  ceremonias  de  la  Iglesia  de  Jesucristo, 
cuya  poderosa  unidad  resplandece,  por  esta  causa,  de 
un  modo  esclusivo,  pues  sola  en  la  tierra  ofrece  el 
magnífico  espectáculo  de  una  perpetua  aspiración  ha- 
cia el  cielo,  tan  continuada  é  inalterable  como  la  vida 
orgánica,  la  respiración  de  las  plantas,  ó  la  rotación 
de  la  tierra. 

Después  de  haber  descubierto  la  totalidad  de  nues- 
tro planeta  para  que  en  ella  brillase  el  emblema  de  la 
salud,  no  tuvo  el  mensajero  de  la  cruz,  sino  un  deseo: 
el  de  rescatar  el  Santo  Sepulcro,  para  franquearlo  á 
todas  las  naciones,  y  entregarlo  en  propiedad  á  la  Sede 
Apostólica.  A  preservar  de  las  desmembraciones  que 
pudiera  ocurrir  á  este  futuro  patrimonio  de  ia  Santa 
Sede,  se  reducen  todas  sus  inquietudes  y  afanes  tempo- 
rales; y  su  costumbre  de  recurrir  en  los  casos  difíciles 
á  la  Santa  Sede,  los  poderes  espirituales  que  de  ella 
solicita,  los  servicios  que  se  ofrece  á  prestarle,  la  con- 
sideración que  le  demuestra  el  pontificado,  la  confian- 
za que  le  inspira,  tanto  con  respecto  á  la  famosa  línea 
de  demarcación,  como  en  lo  tocante  al  arreglo  de  las 
sillas  episcopales  de  Indias,  y  su  gran  deseo  de  recibir 
de  él  relaciones  frecuentes,  parecen  confirmar  de  una 
manera  tácita  el  carácter  de  legado  apostólico  de  que 


-417- 

se  muestra  revestido  en  sus  actos  é  intenciones.  Su 
piedad  ejemplar,  su  confianza  en  Dios,  el  brillo  de  su 
rango,  la  humildad  de  su  vida,  sus  inauditas  desgra- 
cias y  sus  incomparables  servicios  lo  diferencian  del 
resto  de  los  hombres,  hasta  el  punto  de  que  no  halla- 
mos ninguno,  desde  el  principio  del  mundo,  que  haya 
dado  cumplimiento  á  una  obra  tan  considerable.  Agre- 
gúese á  esto  que  la  dulzura  evanjélica  de  los  medios 
de  que  se  valió  estuvo  siempre  en  armonía  con  la  san- 
tidad del  objeto,  y  que,  sin  derramar  una  gota  de 
sangre,  ni  hacer  llorar  una  lágrima  duplicó  el  espacio 
de  la  creación  y  abrió  á  la  ciencia  ihmitados  horizontes. 
No  hay  duda  que  Dios  elijió  á  su  siervo  Cristóbal 
Colon  para  ser  su  mensajero  en  el  Nuevo  Mundo. 
Porque,  desde  la  cuna,  recibió  la  impresión  Je  un  se- 
llo misterioso.  Colon  pertenece  á  la  época  del  renaci- 
miento que  nos  es  tan  familiar,  y,  sin  embargo,  parece 
participar  de  la  existencia  de  los  santos  civilizadores  de 
la  edad  media,  y  permanece  rodeado  de  una  maravillo- 
sa aureola,  á  pesar  de  las  prosaicas  acusaciones  de  sus 
enemigos,  la  exactitud  de  los  testimonios  y  la  autenti- 
cidad de  los  documentos  contemporáneos.  Colon  se 
reveló  en  la  época  del  gran  progreso  literario,  de  las 
universidades  y  de  la  imprenta  en  España,  fue  causa 
del  establecimiento  de  las  escuelas  de  náutica,  de  las 
comisiones  de  hidrografía,  del  desarrollo  de  1h  marina, 
y,  no  obstante,  su  majestuosa  grandeza  parece  elevar- 
lo sobre  el  nivel  de  la  historia  para  trasportarlo  á  las 
edades  nebulosas  de  la  mitolojía  y  de  la  epopeya,  tan 
cierto  es  que  la  grandeza  que  se  desprende  de  los  la- 
zos terrenales  lleva  en  sí  misma  el  jérmen  de  la  subli- 
midad, y  la  sublimidad  la  poesía.  Por  lo  mismo  que 
Colon,  elejido  de  Dios,  estaba  llamado  á  dar  cumpli- 
miento á  un  designio  de  la  divina  providencia,  se  ad- 
vierte en  él  el  selíodela  elección  divina  en  medio  del 
positivismo  de  los  detalles  y  de  los  empleos  diferentes  en 
que  se  ocupó;  señal  ínísteriosa  que  no  lia  ui  aba  la  aten - 

53 


418— 


cion  á  primera  vista  á   los  hombres    vulgares;  pero 
que  las  almas  cristianas  podian  fácilmente  descubrir. 


VII. 


En  la  historia  primitiva  del  catolicismo,  que  una  no  in- 
terrumpida narración  conduce  hasta  la  cuna  del  mun- 
do, se  advierte,  por  la  espresa  voluntad  de  la  providen- 
cia que  los  patriarcas  y  profetas  recibieron,  al  nacer, 
nombres  que  simbolizaban  el  carácter  ó  el  papel  que  de- 
bian  representar.  Del  propio  modo,  cuando  tuvo  lu- 
gar el  establecimiento  del  Evanjelio  vemos,  también, 
que,  sin  escepcion,  los  primeros  cooperadores  escojidos 
por  Jesús,  llevan  nombres  emblemáticos  de  sus  mi- 
siones. 

Antes  de  que  el  Divino  institutor  de  los  hombres 
manifestase  su  doctrina,  el  precursor  Juan  Bautista, 
descendiente  de  la  famiHa  sacerdotal  Je  Abia,  llevaba 
en  el  desierto  el  nombre  significativo  que  le  fué  im- 
puesto por  una  autoridad  sobrenatural,^  apesar  de  la 
oposición  de  sus  parientes  que  todos  querian  darle  el 
de  Zacarías,  como  su  padre,  y  repugnaban  el  de  Juan, 
porque  ninguno  lo  habia  tenido  en  la  familia.2  El 
nombre  de  Juan,  Johannes,  espresa  la  verdadera  pie- 
dad, la  gracia,  la  misericordia  que  debía  de  anunciar 
á  los  hombres  aquel  que  preparaba  las  vias  del  Señor. 

1  "Ait  autem  ángelus,  ne  timeas  Zacharia!  quoniam  exaudita 
est  deprecatio  tua,  et  uxor  tua  Elisabeth  pariet  tibi  filium,  et  vocabis 
nomen  ejus  Joannem."  Evany,  Luc.  cap.  I,  v.  61. 

2  "Y  le  dijeron  á  ella  no  hay  en  tu  linage  quien  tal  nombre  ten- 
ga."  San  Lúeas,  cap.  I,  v.  61. 


—419— 

Bectas  facite  semitas  ejus.  El  primero  de  los  evanje- 
listas  se  llamó  Levi,  hijo  de  Alpheo;  pero  Jesucristo, 
al  llamarlo  para  que  lo  siguiese,  le  dio  el  nombre  de 
Mateo,  que  espresa,  al  mismo  tiempo,  el  don  volunta- 
rio y  el  agradecimiento  al  favor.i  Y  para  no  multipli- 
car los  ejemplos,  citaremos  uno  solo,  el  del  príncipe 
de  los  apóstoles,  jefe  He  la  Iglesia,  San  Pedro. 

Cuando  lo  vio,  por  primera  vez,  el  Divino  Maestro, 
echando,  en  compañía  de  su  hermano,  sus  redes  en  la 
mar  de  Galilea,  se  llamaba  Simón  Barjona,  nombres 
ambos  que,  reunidos,  tenían  un  interesante  significa- 
do. Díjole  Jesús  que  dejase  allí  sus  redes,  que  él  lo 
haría  pescador  de  hombres,  y,  al  punto,  con  una  obe- 
diencia tan  sumisa  como  candorosa,  abandona  sus  re- 
des, esto  es,  su  medio  de  vivir,  y  apesar  de  ser  casado 
y  de  tener  á  su  cargo  á  la  madre  de  su  mujer,  sigue  á 
Cristo,  sin  vacilar,  sin  cuidarse  de  la  manera  como 
proveerá  á  la  subsistencia  de  su  familia.  Pues  bien, 
tan  sencilla  confianza,  tan  pronta  obediencia,  indicio 
de  la  rectitud  de  corazón  y  de  la  sencillez  y  lealtad 
que  caracterizan  al  príncipe  de  los  apóstoles,  es- 
taban maravillosamente  simbolizadas  por  su  nombre 
de  Simón  Barjona,  porque,  en  hebreo-siriaco  Simón 
quiere  áQoivx-.Qmen  obedece,  y  Barjona:  Hijo  de  la  palo- 
ma. Así,  pues,  de  antemano,  el  nombre  de  este  oscu- 
ro pescador  de  Galilea  espresaba  la  obediencia  y  la 
sencillez,  y  presajiaba  también  la  primojenitura,  porque 
la  paloma  la  simbohza.2  Pero,  á  estos  dos  nombres 
añadió  el  tercero,  el  Divino  Maestro,  para  completar  el 
emblema  de  su  destino,  y  lo  llamó  Cepha  que,  en  Si- 
rio vale  Pedro^  es  decir,  la  piedra  fundamental.  Y 
es  tan  grande  el  poder  del  nombre  que,  después  de 
haberle  dicho:    Tu  te  llamarás  Pedro,  tu  vocaberis  Ce- 

1  Mateo,  en  Sirio,  vale  tante  como  Quien  se  dá. 

2  La  paloma,  emblema  del  paciñco  mensaje,  recuerdo  del  arca  de 
Noé,  era  por  su  antigüedad  el  emblema  de  la  primojenitura,  y,  por  esta 
razón,  la  colocaban  en  sus  estandartes  los  Asinos,  el  primojénito  de  lo§ 
pueblos,  de  quien  descendia  Juda  por  Arphaxad. 

3     Joan,  cap.  I,  v.  42. 


—420— 

phas,  añadió  nuestro  redentor:  Y  sobre  esta  piedra 
edificaré  mi  Iglesia,  ei  super  hanc  petram  adijicabo 
Ecclessinm  meam,^ 

No  debe,  pues,  parecer  estrafio  que  el  hombre  es- 
cojido  por  Dios  para  duplicar  el  espacio  de  la  tierra, 
reunir  á  los  pueblos  que,  mutuamente,  se  ignoraban  3^ 
llevar  el  Evanjelio  á  las  naciones  desconocidas,  ofrezca, 
también,  en  su  nombre  algunas  acepciones  misteriosas 
ó  simbólicas. 

En  los  primeros  dias  de  su  vida,  el  primojénito  del 
cardador  Colombo  fué  llevado  á  bautizarse  á  la  cumbre 
donde  se  eleva  la  iglesia  consagrada  al  primer  mártir, 
San  Esteban,  y  en  ella  recibió  un  nombre  que,  unido 
á  su  patronímico  era  el  mas  apropiado  á  la  misión  que 
debia  cnmpliren  el  mundo.  Porque  su  apellido  Co- 
lombo  espresa,  al  mismo  tiempo,  la  pureza,  la  inocen- 
cia, la  sencillez  del  corazón,  el  mensaje  sobre  las  aguas, 
el  mensaje  pacífico,  el  mensaje  divino,  la  pronta  llega- 
da, la  buena  nueva,  la  tierra  descubierta,  la  navega- 
ción, el  jénio  marítimo,  el  fundamento  de  todo  bajel; 
la  quilla.2  A  este  apellido  tan  simbólico,  la  Iglesia 
unió  el  nombre  de  Christophorus,  es  decir,  quien  lleva 
á  Cristo,  quien  trasporta  la  Cruz,  quien  difunde  la  luz 
del  Evanjelio.  Y,  cuando,  después  de  su  llegada  á 
España,  para  españolizar  su  apellido,  lo  abrevió,  llamán- 
dose Colon,  apesar  de  haberlo  así  empobrecido,  es  tan 
grande  su  fuerza  orijinal  que  representa  la  idea  de  los 
viajes,  de  la  agricultura  en  Ultramar,  de  las  colonias, 
de  las  emigraciones  lejanas,  y  por  tal  motivo,  lejos  de 
mutilar  la  figura  simbólica  de  su  nombre  la  dilató,  y 
caracterizó  mas  profundamente. 

Todo  es    singular   y   estraño  en  su  vida;   porque 


1  Math.,  cap.  XVI,  v.  18.  • 

2  Antiguamente  se  llamaba  en  Italia:  Coloniha  la  quilla  de  \o?. 
buques;  y  en  el  tratado  de  construcciones  navales  de  Bartolomés  Cres- 
centio  se  halla  todavía  empleado.  A.  Jal,  Archeáloqie  navale^  t.  IT 
üáír.  198. 


—421— 

después  de  haberlo  visto  sometido  á  oscuros  y  rudos 
trabajos  en  su  juventud,  cuando  llega  el  dia  designado 
por  la  providencia  lo  hallarnos  Grande  Almirante  del 
océano,  gobernador  perpetuo  y  virey  de  las  Indias,  y  acla- 
mado como  taj  en  tierras  situadas  mas  allá  de  la  famo- 
sa Mar  Tenebrosa,  por  aquellas  tripulaciones  que  dos 
dias  antes  querían  arrojarlo  al  agua,  y  que  entonces 
se  le  humillaban  y  prestaban  juramento  de  obediencia. 

Consideremos,  ahora,  en  conjunto,  los  principales 
accidentes  de  la  vida  de  Colon. 

El  blanco  velamen  de  sus  tres  carabelas  sobre  las 
ondas  azules  del  mar,  recuerda  las  tres  palomas  {co- 
lornba)  blancas  en  campo  de  azur  de  sus  armas  de  fa- 
milia, llevando  por  divisa  los  tres  nombres  de  las  tres 
virtudes  teologales;  su  primera  es  pedición,  maravillosa 
y  rápida,  y  cuya  vuelta  lo  fué  mas  todavía;  la  miste- 
riosa relación  que  hubo  entre  el  viernes  y  los  sucesos 
de  esta  empresa  en  honor  de  la  cruz;  el  gozo  que  pro- 
porciono á  su  anciano  padre  la  fama  del  descubrimien- 
to, y  que  vino  á  ser  como  una  recompensa  de  su  piedad 
filial;  sus  tres  primeros  viajes  verificados  en  ¿frí'^  buques 
en  nombre  de  la  trinidad;  la  serie  de  sus  descubriíiiien- 
tos,  compuesta  de  cuatro  espediciones  marítimas;  su 
admisión  en  la  familia  franciscana  que  le  valió  ser 
huésped,  cuatro  veces,  de  la  orden  seráfica  en  la  Rábi- 
bida,  luego  sus  cuatro  viajes  postumos  para  descubrir 
ese  reposo  fúnebre  que,  durante  su  vida,  pedia  el  Dante 
á  los  franciscanos  de  Corvo;  la  visible  protección  que 
le  dispenso  el  Señor  durante  sus  jigantescos  trabajos; 
las  grandes  conquistas  científicas  debidas  á  este  hom- 
bre que  los  modernos  doctores  escluyen  del  rango  de 
los  doctos;  el  privilejio  divino  de  que  disfrutó  cuanto  le 
pertenecía,  ó  iba  en  su  nombre;  las  iniquidades  y  los 
tormentos  que  sufrió  con  tanta  paciencia;  los  sinsabo- 
res y  amarguras  que  le  proporcionaron  aquellos  mis- 
mos á  quienes  mas  sirvió;  su  majestuosa  vejez,  la  vi- 
goroííii  poesía  de  su  intelijencia,  que  resistió  al  tiempo 


—422— 

y  al  infortunio,  y,  en  fin,  su  lucida  agonia  y  su  muerte 
en  el  dia  aniversario  de  la  Ascensión,  todas  estas  cir- 
cunstancias, no  diferencian  á  Colon  de  todos  los  demás 
hombres  grandes  que  recuerda  la  historia? 

No  por  ser  singulares  y  estraños  estos  hechos  dejan 
de  ser  verdaderos,  y,  sin  embargo,  aquellos  que  los 
vieron  y  coadyuvaron  á  ellos,  sus  cooperadores,  ni  los 
han  comprendido,  ni  han  parado  mientes  en  ellos.  Ni 
tampoco  podia  ser  de  otra  manera,  porque  los  ofici- 
nistas de  la  Contratación,  y  el  miserable  Fonseca, 
hombres  sin  piedad,  eran  ineptos  para  el  caso,  y  no 
conocian  que  sus  malos  procederes  solo  servian  para 
ensalzar  y  engrandecer  á  su  inocente  enemigo,  y  que 
lo  glorificaban  á  los  ojos  de  la  posteridad  cuando  creian 
haberlo  humillado  y  abatido  á  los  del  rey.  Empero, 
para  ser  justos,  fuerza  es  reconocer  que  cristianos  de 
gran  mérito,  como  el  cardenal  Cisneros  y  el  síbio  do- 
minico Deza,  entreveian  el  sello  misterioso  de  su  desti- 
ao.  Otros,  que  vivian  lejos  de  la  corte,  también  se 
hallaban  en  ese  caso,  y  en  este  número  debemos  com- 
prender al  noble  lapidario  de  Burgos,  y  á  mucho.^  teó- 
logos y  glosadores  españoles  que  se  han  maravillado  de 
la  relación  mistica  que  existe  entre  los  actos  de  Colon 
y  ciertas  palabras  de  los  libros  sagrados.  Reconoce  el 
P.  Acosta  que  varios  pasajes  de  Isaias,  entre  otros  el 
capitulo  LXVI  pueden  aplicarse  al  descubrimiento  de 
las  Indias  y  dice:  "Varios  autores  doctísimos  declaran 
que  todo  este  capitulo  se  entiende  de  las  Indias. "  ^ 
El  cardenal  de  Verona,  el  gran  Valerio,  exaltaba  impli- 
citamente,  en  su  libro  De  Consolatione,  la  misión  del 
heraldo  de  la  Cruz;  y  Maluenda,  Tomás  Bozio,  Fr. 
Basilio  Fonce  de  León,  Botero,  el  P.  Tomás  de  Jesús, 
Soiorzano,  Herrera,  todos  los  que  han  estudiado  de- 
tenida y  concienzudamente  la  época  han  quedado  per- 
suadidos de  la  misión  conferida  por  Dios  al  almirante, 

1     Historia  natural  y  moral  de  las  Indias,  lib.  I,  cap.  XV. 


—423— 

no  sin  admirarse  y  sorprenderse  de  que  sus  bajeles  y 
hasta  sus  blasones  hayan  sido  anunciados  por  el  prín- 
cipe profeta.    Nueve  son  los  pasajes  de  las  Santas  Es- 
crituras   que   pueden  apHcarse    claramente  á  la  des- 
cubierta del  Nuevo  Mundo,    El  transcurso  del  tiem- 
po ha  servido  para  poner  mas  de  manifiesto  esta  rela- 
ción y  esclarecer  sus  aplicaciones,  particularmente  en 
lo  que  respecta  á  los  destinos   del  pueblo  americano, 
como  se  advierte  leyendo  desde   el  versículo  12  en  el 
capítulo  LX  de  Isaías,  en  el  que,  después   de  haber 
espuesto  las  cosas  sorprendentes  que  contienen  los  cua- 
tro versículos  anteriores,  pronuncia  el  profeta  acerca 
de  las  naciones  de  Ultramar  que  no  practiquen  el  cul- 
to divino  estas  terribles  palabras:     "Pueblos  y  reinos- 
perecerán."  Y  como  el  anuncio  de  tan  terrible  castigo 
no  concernia  á  una  época  próxima,  añade  estas  pala- 
bras del  Altísimo:    "Yo  que  soy  el  Señor  ejecutaré  to- 
do esto  en  su  tiempo,»  es  decir,  en  la  época  prefijada 
en  los  eternos  decretos. i    A  las  almas  jenerosas,  pene- 
tradas de  la  verdad  divina  no  parecerá  en  manera  al- 
guna extraño  que  la  misión  del  revelador   del   globo, 
suceso  que,  de  una  manera   tan    profunda    debía  de 
modificar  las  condiciones  futuras  de  la  humanidad  ha- 
ya sido  demostrada  al  profeta  á  quien  fué  revelado  el 
Mesías.     A  los  hombres  que  no  quieren  remontarse  á 
tanta  altura  y  exijen  testimonios  mas  recientes  les  di- 
remos que,  además  de   los  documentos  escritos  existe 
aun  en  nuestros  dias  la  prueba   de  un  anuncio  olvi- 
(iado,  de  un  misterioso  presentimiento  del  pueblo  re- 
lativo á  la  misión  del  almirante,  y,  con  lealtad  les  ad- 
vertimos que,  sin  Colon,  la  misteriosa  figura  que  vamos 
á  demostrarles  quedarla  inesplicable. 


1     Isaiai,  cap.  LX,  v.  12. 


424- 


VTII. 


A  las  revelaciones  de  Israel  ha  sucedido  una  pro- 
fecía cuyo  autor,  oríjen,  fecha  y  lengua  se  ignoran;  pero 
que,  no  obstante,  una  no  interrumpida  tradición  ha  traí- 
do hasta  nosotros.  Esta  profecía  misteriosa,  sin  texto  es- 
crito, sin  autor  conocido,  que  salió  sin  saberse  de  dónde, 
como  los  rumores  que  conmovieron  al  pueblo  rouiano 
antes  del  nacimiento  del  Salvador,  se  produjo  bajo  la 
forma  de  una  tradición  anónima,  colectiva,  tal  vez,  pe- 
ro altamente  popular. 

Esta  tradición  se  personificó  por  medio  de  las 
artes,  se  colocó  en  los  templos  de  Antioquia  y  de 
Bizancio,  en  las  antiguas  iglesias  de  estilo  romano,  y 
de  estas  pasó  á  los  monasterios,  á  las  abadias, 
hasta  á  las  catedrales  góticas,  en  pintura  y  escultura  á 
un  tiempo;  y  una  piadosa  creencia  hizo  adoptar,  co- 
mo conmemoración  de  lo  pasado,  tan  simbólica  imá- 
jen  del  porvenir.  Hablamos  de  la  efijie  colosal  de  San 
Cristóbal  y  de  su  ley.uda  popular.  Convendrá  tener 
presente,  que  San  Cristóbal  era  el  patrono  del  revela- 
dor del  globo.  Ahora,  narremos  la  historia  verdade- 
ra de  este  santo  para  mejor  apreciar  en  seguida  el 
significado  de  sus  atributos. 

Ofero,  de  nación  Sirio,  era  un  pagano  de  atletica 
estatura,  una  especie  de  Goliath,  orgulloso  de  su  fuer- 
za y  que  no  quería  servir  sino  al  mas  poderoso  rey 
de  la  tierra.  A  causa  de  haber  sido  testigo  de  un 
milagro  se  convirtió  al  cristianismo,  y  en  el  ardor  de 
su  fe,   10  quiso  recibir  otro  nombre   que  el    de   Porta- 


—425— 

Cristo,  esto  es,  Christophorus.  Bautizólo  San  Babylas, 
obispo  de  Antiochía,  y  Cristóbal  predicó  la  palabra  de 
Cristo  en  su  tierra,  junto  á  la  Palestina,  y  en  muchas 
otras  partes  del  Asia  menor,  viajando  siempre,  ocupa- 
do en  difundir  el  Evanjelio,  hasta  el  momento  en  que, 
reducido  á  prisión  por  los  emisarios  de  la  idolatría, 
durante  la  persecución  del  emperador  Decio,  selló  con 
su  sangre  la  cruz  que,  tan  denodadamente,  llevó  en 
vida. 

Poco  tardó  en  celebrarse  su  martirio  en  el  Oriente; 
y  ios  coptos,  lo  mismo  que  los  griegos,  le  rindieron 
culto.  San  Ambrosio  lo  preconizó,  y  de  esta  suerte  se 
halla  en  los  mas  antiguos  martirolojios.  Constantino- 
pla  tuvo  en  otro  tiempo  dos  iglesias  á  ó)  dedicadas;  el 
breviario  mozárabe,  atribuido  á  San  Isidoro  de  Sevilla 
lo  menciona;  en  la  época  de  San  Gregorio  Magno  ha- 
bía en  Sicilia  un  monasterio  bajo  su  advocación;  en  el 
siglo  séptimo,  Toledo  y  otras  ciudades  de  España,  po- 
seian  reliquias  del  mártir,  y  en  Paris,  la  parroquia  de 
su  nombre,  era  una  de  las  mas  antiguas  de  la  ciudad. 

Nada  mas  auténtico  y  exacto  que  esta  historia  de 
San  Cristóbal;  nada  mas  cíerto  que  la  antigüedad  del 
culto  que  se  le  tributa  desde  el  siglo  IV  de  la  Iglesia; 
y  sin  embargo,  si  nos  detenemos  á  considerar  de  qué 
manera  principió  á  honrarlo  la  piedad  de  los  fieles,  no 
hallaremos  la  mas  mínima  relación  entre  los  actos 
apostóhcos  de  su  vida  y  los  atributos  con  los  cuales 
se  le  representa.  Su  efijie  es  la  de  un  santo  de  colo- 
sal estatura,  cuya  actitud  no  espresa  ciertamente  ni 
doctrina,  ni  penitencia,  ni  martirio,  porque  ni  parece 
orar,  ni  hablar,  ni  sufrir.  Tampoco  está  inmóvil;  que 
marcha  al  través  de  las  aguas,  llevando  á  Jesús  niño  so- 
bre sus  espaldas.  Ciertamente  que,  en  esta  imájen  del 
confesor  de  la  fé,  nada  recuerda  el  apostolado  ni  el 
martirio;  y  que,  como  así  no  puede  atribuirse  esa  re- 
presentación á  los  acontecimientos  de  la  vida  del  santo 
üo  hay  duda  que  se  refiere  á  su  nombre,  al  cual,  en  vir- 

54 


—426— 

tud  de  su  simbolismo,  se  ha  dado  una  espresion  que,  no 
pudiendo  reícrirse  á  lo  pasado,  fuerza  es  considerar 
que  se  refiere  á  lo  futuro.  Implica  esto  necesariamente 
la  existencia  de  una  profecía,  largo  tiempo  en  olvido, 
de  un  misterioso  anuncio  cuyo  oríjen  se  ignora  en  la 
actualidad;  pero  sobre  el  cual  se  ha  tallado  el  tipo  de 
San  Cristóbal,  como  primero  lo  representó  el  Oriente 
y  después  lo  conserva  el  mediodía  de  la  Europa  cris- 
tiana. De  aquí  puede,  muy  bien,  inferirse  que  esta 
profecía  fué,  tal  vez,  contemporánea  del  martirio  de 
San  Cristóbal,  y  que  su  imájen  seo  la  reprodi^c- 
cion  literal,  esculpida,  de  la  profecía  en  que  el  pri- 
mero que  tomo  el  nombre  de  Porta-Cristo  anunció 
el  tiempo  en  el  cual  un  grande  hombre,  que  se  lla- 
mase Cristóbal,  trasportaría  real  y  verdaderamente 
la  ley  de  Jesucristo  á  través  de  la  mar  océana,  espli- 
cándose  así  como,  al  dar  el  jenio  oriental  al  santo 
mártir  el  emblema  del  santo  viajero  prometido  lo  ro- 
vistió  de  las  formas  de  un  hombre  de  proporciones  co- 
losales, en  relación  con  lo  jigantesco  de  su  obra.  Por 
una  escepcion  sin  ejemplo  en  la  iconografía  sagrada  y 
los  usos  del  culto,  adoptó  la  piedad  popular  estos  em- 
blemáticos atributos  del  porvenir;  y  la  Iglesia  dio  asilo 
á  las  colosales  figuras  de  San  Cristóbal  que  represen- 
taban el  futí- 10  apostolado  de  un  grande  hombre  que 
llevaría  á  Cristo.  Es  pues  evidente,  primero  que  una 
misteriosa  tradición  ha  dado  oríjen  á  esta  figura  sim- 
bóKca  que  anuncia  lo  futuro,  en  vez  de  recordar  lo  pa- 
sado; que  para  ello  la  ha  despojado  de  todos  los  re- 
cuerdos de  la  vida  apostólica  y  de  la  palma  del  marti- 
rio, representándola  únicamente  en  donde  jamás  estu- 
vo, es  decir,  en  la  mar,  y  en  la  actitud  de  atravesar- 
lo, cuando  es  sabido  que  no  evanjelizó  sino  en  la  tier- 
ra; y  segundo  que,  á  causa  de  haberse  perdido  la  tra- 
dición de  esta  profecía,  oríjen  de  la  figura  colosal  de 
San  Cristódal,  se  ha  compuesto  con  posterioridad  so- 
bre la  misn  ;;  efijie  una  piadosa  leyenda,  que  ha  su- 


—427— 

fr  i  do  alteraciones  y  recibido  las  variantes  exijidas  por  el 
tiempo  y  lugar.  Es,  también,  positivo  que  en  el  Oriente 
tuvo  principio  esta  tradición,  y  que  alH  se  levantaron  las 
j)rimeras  iglesias  y  estatuas  dedicadas  á  San  Cristól)al. 

"eainos,  ahora,  deque  modo  se  nos  representó  pri- 
mero á  San  Cristóbal,  y  cómo  ha  esculpido  su  nombre 
el  cincel  iconográfico  de  los  estatuarios.  Siempre  se  re- 
presenta á  San  Cristóbal  bajo  la  forma  de  un  jigante 
con  el  niño  Jesús  sobre  las  espaldas,  pasando  el  mar 
con  el  agua  hasta  las  rodillas,  y  apoyado  en  el  tronco 
de  un  árbol  frondoso,  con  hojas  y  raices.  Descompon- 
gamos este  emblema,  y  las  partes  nos  darán  el  signi- 
ficado del  conjunto.  Este  santo  de  formas  colosales  es 
un  gran  cristano,  un  héroe  del  catolicismo;  lleva  al  otro 
lado  del  mar  á  Jesús  niño,  es  decir,  la  aurora  del  Evanjc- 
Mo  á  la  nueva  tierra.  El  niño  tiene  en  In  mano  la  esfe- 
ra del  mundo  superada  déla  cruz:  esta esferoicidad  del 
globo  reasume  de  antemano  el  sistema  completo  del 
descubrimiento,  y  la  cruz  puesta  sobre  el  anuncia  la 
efusión  del  Evanjelio  por  todos  los  pueblos.  El  jigante 
católico,  con  la  frente  ceñida  de  la  aureola,  indicio  de 
la  santidad,  se  apoya,  al  atravesar  las  aguas,  en  un 
tronco  de  árbol  floreciente,  cargado  de  hojas  y  frutas 
que  recuerda  la  vara  florida  de  Aaron,  la  raiz  de  Jesé, 
el  tronco  del  árbol  santo,  el  madero  en  que  se  redimió  al 
mundo.  Este  árbol  tiene  en  la  copa  pahuas  de  dátil, 
características  del  Oriente,  y  al  pie  raices,  iraájen  de 
la  trasplantación,  del  nuevo  cultivo.  Ademas,  la  anti- 
gua divisa  de  San  Cristóbal,  que  espresa  la  bondad 
del  apóstol  y  la  buena  nueva  de  que  es  portador,  y 
que  dice:  Qui  fe  mane  vident,  nockirno  tempore  rident, 
implica  el  movimiento  futuro,  el  viaje  por  venir,  y  no 
puede  en  manera  alguna  referirse  á  lo  pasado. 

Con  el  trascurso  del  tiempo,  después  de  las  irrup- 
ciones (ie  los  vándalos  y  arríanos,  se  hizo  esta  estatua 
de  difícil  intelijencia  á  muchas  jentes,  y  con  tal  motivo 
se  ideó  en   Alemania  y  en  otros  países  del  norte   una 


—428- 

leyenda  que  pudiese  esplicar  la  figura  y  estuviese  en 
relación  con  la  vida  del  santo.  Fué,  después,  modifi- 
cándose los  accesorios  de  la  efijie;  en  lugar  de  un  mi- 
sionero llevando  á  Cristo,  se  imajinó  un  hermitaño 
ocupado  en  trasladar  viajeros  al  través  de  un  torren- 
te; y  como  tal  empleo  en  una  época  en  que  tan  pocos 
puentes  existian  para  la  comodidad  de  los  peregrinos, 
podia  ser  de  verdadera  utilidad,  se  ha  hecho  de  San 
Cristóbal,  á  causa  de  la  robustez  de  sus  espaldas,  el 
precursor  de  los  constructores  de  puentes,  que  se  de- 
dicaban modestamente  á  este  trabajo,  siguiendo  el 
ejemplo  del  joven  pastor  San  Benezet,  á  quien  el  con- 
dado veneciano  debió  el  puente  de  Avignon.  También 
se  dice  que  Jesu-Cristo,  para  probarlo,  fué  una  noche 
en  su  busca  en  forma  de  niño,  y  le  pidió  que  lo  pasase 
al  otro  lado  del  torrente,  y  que  el  santo,  algo  contra- 
riado de  que  lo  incomodasen  en  aquella  hora,  lo  tomó 
sobre  los  hombros,  reconociendo  en  el  peso  enorme  y 
progresivo  de  la  criatura  que  llevaba  al  señor  del  mun- 
do. La  misteriosa  tradición,  al  llegar  á  los  bosques  de 
la  Jermania  y  á  las  brumosas  orillas  del  norte,  tomó 
el  carácter  de  una  leyenda  vulgar,  de  una  anécdota 
cristiana  hecha  para  distraer  las  veladas  del  invierno: 
el  mar  se  trasformó  en  rio;  San  Cristóbal  lo  cruza  con 
el  niño  á  cuestas;  en  una  de  las  orillas  hay  un  hermitaño 
con  algunas  reliquias  en  la  mano,  y  cerca  de  la  hermi- 
ta,  y  en  la  otra  orilla  un  alemán  á  caballo  que  se  dirijo 
al  molino,  cuya  rueda  hidráulica  se  vé.  Esta  última 
versión  de  la  leyenda  tudesca  ha  sido  reproducida,  por 
medio  de  la  pintura,  en  una  multitud  de  iglesias  del 
norte,  en  las  orillas  del  Rhin,  en  Baviera,  Béljica,  Ale- 
mania y  el  centro  de  Francia;  y  no  ha  mucho  la  hemos 
hallado  en  Borgoña  entre  las  pinturas  murales  del  co- 
ro, en  la  antigua  abadia  de  los  Benedictinos  de  San 
Sena,  una  de  las  que  mejor  se  conservan  de  la  edad 
media.  Tan  jeneíalizada  se  hallaba  en  Europa  esta  fi- 
gura, símbolo  de  una  leyenda  piadosa,  que  fué  asunto 


—429— 

del  mas  antiguo  grabado  de  madera  que  haya  llegado 
hasta  nosotros,  con  fecha.  La  estampa  que  se  conserva 
en  la  biblioteca  imperial  en  la  sección  de  grabados  lle- 
va la  fecha  de  1423,  y  nos  ha  parecido  copia  fiel  del 
fresco  de  la  abadia  de  San  Sena,  reproducido  con  niuy 
cortas  alteraciones  en  la  mayor  parte  de  las  iglesias 
del  norte.  Pero  no  es  en  el  norte  donde  se  debe  bus- 
car la  exacta  pintura  del  coloso  San  Cristóbal  sino  en 
el  mediodía,  próximo  al  país  de  donde  es  orijinarií): 
allí  es  donde  se  halla  el  verdadero  jigante  con  el  niño 
Jesús  sobre  los  hombros,  pasando  el  mar  con  el  agua 
hasta  la  cintura,  llevando  á  guisa  de  bastón,  el  árbol 
místico  que  va  á  trasplantar,  ó  la  cruz  que  traslada  á 
la  otra  orilla:  y  de  tal  manera  está  revestido  de  sus 
atributos  de  misionero  que,  pendiente  de  la  cintura, 
tiene  la  calabaza.  Entre  todas  las  naciones  católicas 
España  fué  la  principal  en  multiphcar  las  efijies,  capi- 
llas é  iglesias  de  San  Cristóbal,  y  puede  asegurarse  que 
ninguna  otra  nación  posee  de  tan  antiguo,  ni  en  tantos 
altares  reliquias  del  mártir,  ni  elevó  tan  grandes  esta- 
tuas al  santo  que  debia  pasar  el  mar.  Agregúese  á  esto 
una  antigua  tradición  que  se  remonta  al  siglo  XII  y 
que  el  almirante  recordó  después  de  su  tercer  viaje, i  la 
cual  señalaba  á  España  como  predestinada  á  dar  cum- 
plimiento á  una  gran  misión  relijiosa.  También  en  su 
Historia  natural  y  moral  de  las  Indias^  el  P.  Acosta, 
cuyo  talento  profundo  y  jeneralizador  ha  sido  reconocido 
por  Humboldt,  dice  que  '^habia  sido  profetizado,  de 
muy  antiguo  que  el  nuevo  mundo  debia  de  ser  con- 
vertido á  Jesu-Cristo  por  la  nación  española/^  ¿No  es 
singular  y  estraño  que  se  designase  para  esta  obra 
evanjélica  á  un  pueblo  situado  entre  las  montañas  y  el 
mar,y  que,  de  consiguiente,  no  podia  estenderse  sino  por 
el  Océano,  para  difundir  la  luz  de  la  verdad  mas  allá  de 

1  "El  abad  Joachin  Calabrés  dijo  que  habia  de  salir  de  España 
quién  habia  dé  reedificar  la  casa  del  monte  Sion."  Libro  de  las  Pro- 
fecías, fol.  IV. 


-430— 

hmar  tenebrosa?  En  efecto,  de  España,  donde  tanto  se 
había  honrado  á  San  Crist(5bal,  partió  el  mensajero  de 
la  Buena  Nueva,  llevando  la  cruz  al  otro  lado  del  mar. 
Y  es  tan  natural  y  sencillo  el  ver  en  la  misión  católica  del 
íiliniranto  laesplicacion  de  lañgura  emblemática  de  San 
Cristóbal,  que  el  primer  jeógrafo  de  la  época  del  des- 
cubrimiento, Juan  de  la  Cosa,  reconocido  como  tal  por 
la  reina  Isabel,^  al  dibujar  la  carta  del  nuevo  mundo,  y 
mostrar  así  el  moderno  progreso  jeográfico  debido  á 
Colon,  en  vez  de  poner  el  nombre  del  vencedor  de  la 
MAR  TENiíBiiosA,  pintó  la  figura  simbólica  del  santo, 
con  el  niño  Jesús  sobre  sus  hombros,  porque,  á  sus 
ojos,  la  predicción  contenida  en  esta  relijiosa  imájen 
se  habia  realizado  al  fin.2  Es  también  de  notar  que, 
después  de  verificado  el  descubrimiento,  las  estatuas 
que  se  hacen  de  San  Cristóbal  no  son  tan  colosales,  ni 
tan  numerosas  sus  capillas,  y  que  si  bien  es  cierto  que 
se  conservan  las  existentes  es  muy  raro  que  se  erijan 
luievas  bajo  su  advocación.  Esto  debe  atribuirse  á 
que  la  efijie  ha  recibido  su  esplicacion.  Puédese  ya, 
pues,  devolver  al  mártir  de  la  Siria  la  palma  de  su 
triunfo,  la  corona  de  su  victoria;  que  solo  nos  queda 
en  6i  el  mártir  de.  Jesu-Cristo,  y  el  autor  ó  la  causa  de 
la  misteriosa  profecía  que  Colon,  el  revelador  del  globo, 
recibió  encargo  de  cumplir. 

1  La  reina  católica,  en  una  carta  fechada  en  Alcalá  el  5  de  Julio 
de  1003,  decia  designando  á.  Juan  de  la  Cosa:  "Creo  que  lo  sabrá  hacer 
mejor  que  otro  alguno."  Archivo  de  Simancas.  Legajo  de  la  Cámara, 
n.°XLIL 

2  Esta  preciosa  carta  trazada  p(U'  Juan  de  la  Cosa  en  el  Puerto 
de  Santa  María,  el  año  1500,  y  que  poseia  Mr.  Walkenaer,  ha  sido 
recuperada  por  el  gobierno  español.  Mr.  de  Ilumboldt  ha  publicado 
una  copia  en  la  última  edición  de  su  Historia  de  la  Geografía  del 
Nuevo  Continente^  j  en  ella  so  vé  la  imájen  de  San  Cristóbal  después 
de  haber  pasado  el  mar  con  el  niño  Jesús.  Mr.  T.  Denis  cree  que  Juan 
de  la  Cosa  se  propuso  reproducir  en  el  rostro  del  Santo  las  facciones 
de  Colon.  Nosotros  también  somos  de  su  opinión,  y  tenemos  que  lo 
propio  sucedia  al  editor  de  Herrera,  porque  el  retrato  grabado  por  Bou- 
ttats  que  adorna  su  edición  de  1628  no  parece  ser  sino  una  copia  en 
tamaño  grande  de  la  miniatura  de  San  Cristóbal  en  la  carta  de  Juan 
de  la  Cosa. 


--431 


IX. 


No  debe  juzgarse  á  Colon  corno  se  juzgaria  al  em- 
perador Enrique  lll,  á  Cromwell,  6  á  Federico  el  Gran- 
de: por  el  estudio  de  los  hechos  de  su  vida;  porque  una 
serie  de  acontecimientos  estraordinarios,  un  concurso 
de  maravillosas  coincidencias,  forman  parte  de  sus  em- 
presas de  navegante,  de  sus  actos  administrativos,  y 
porque  la  naturaleza  de  su  injenio,  y  su  carácter  relijioso 
io  ligan  mas  al  cielo  que  á  la  tierra.  El  contemplador 
del  Verbo,  el  heraldo  de  la  cruz,  el  que  se  prometió  li- 
bertar el  Santo  Sepulcro,  lleva  en  todos  sus  actos  el  sello 
de  su  apostolado;  el  embajador  de  Dios  á  las  naciones 
desconocidas,  se  distingue  de  los  demás  hombres  por 
el  carácter  augusto  de  su  misión  divina.  Se  compren- 
de que  algo  misterioso  y  sublime  se  mezcla  y  confunde 
con  su  vida,  y  se  vé  que  lo  dramático  y  lo  poético  for- 
man parte  de  su  existencia,  y  que,  cuanto  le  atañe  se 
ennoblece;  sus  tribulaciones  y  congojas  por  su  persis- 
tencia, tanto  pertenecen  al  dominio  de  la  epopeya  co- 
mo al  do  la  historia;  sus  dolores  se  inmortalizan,  y  los 
miserables,  ingratos  y  envidiosos  cuya  insignificancia 
misma  destinaba  al  olvido,  se  com memoran  en  la  his- 
toria por  el  solo  hecho  de  haberse  encarnizado  con  el 
heraldo  de  la  cruz,  para  que  sus  nombres  pasen  á  la 
posteridad  cubiertos  de  infamia.  Pero  también  aque- 
llos que  le  sirvieron  lealmente  ganaron  á  su  contacto 
la  inmortalidad,  y  sus  nombres  no  podrán  ser  borrados 
de  los  anales  del  mundo.  Todo  cuanto  es  de  él  6  por 
él,  se  convierte  en  útil  y  glorioso:  los  títulos  de  noble- 


--432— 

za  conferidos  á  sus  hermanos  no  los  engrandece  tanto 
como  el  nombre  de  hermanos  de  Colon:  su  fiel  es- 
cudero Diego  Méndez  obtiene  también  cédula  de 
nobleza;  pero  es  mas  ilustre  aun  por  la  admiración  que 
infunde  en  los  corazones  jenerosos:  su  mayordomo,  Pe- 
dro de  Terreros,  es  herido  mortalmente  en  su  defensa; 
pero  antes  alcanza  la  inmortalidad,  porque  Colon  le 
reserva  la  gloria  de  ser  el  primero  que  pise  el  Nuevo 
Continente;  su  intérprete  indio,  triste  idólatra  rescata- 
do por  el  bautismo,  el  lacayo  Diego,  casa  con  la  her- 
mana del  mas  noble  de  los  soberanos  de  Haiti:  su  in- 
térprete castellano,  Cristóbal  Rodríguez,  (a)  La  Len- 
gua, adquiere  gran  importancia:  sus  criados  llegan  á 
ser  oficiales,  sus  oficiales  navegantes,  sus  primeros  pi- 
lotos alcanzan  hacerse  célebres;  otros  ocupan  puestos 
de  confianza  ú  honrosos  empleos,  como  Sánchez  de 
Carvajal  que  fué  nombrado  guardia  de  la  persona, 
mientras  su  compatriota  Bartolomé  Fieschi  asocia 
su  nombre  á  la  gloria  imperecedera  de  su  postrer  es- 
pedición.  Si  no  hubiese  tenido  relaciones  con  el  almi- 
rante, ¿quién  recordaria  al  jurisconsulto  Nicolás  Odé- 
rigo,  por  mas  que  hubiese  sido  enviado  de  la  Serenísi- 
ma República?  ¿Ni  habría  pasado  los  Pirineos  la  fama 
del  jeneroso  dominico  Diego  de  Deza,  y  del  sabio  teó- 
logo Fr.  Gaspar  Gorrico?  Después  de  haber  hecho  un 
papel  brillante  en  la  corte  ilustrada  de  Isabel  la  Cató- 
lica ¿no  estaría  hoy  olvidado  el  nombre  de  Pedro  Már- 
tir de  Angleria,  si  no  se  hubiese  ocupado  de  Cristóbal 
Colon?  Lo  propio  habria  sucedido  con  el  médico  Gar- 
cía Hernández,  de  Palos,  y  el  doctor  Chanca,  de  Se- 
villa, si  su  fé  y  confianza  en  él  no  los  hiciera  seguirle  á 
las  rejiones  del  Nuevo  Mundo,  como  Juanoto  Berar- 
di,  á  quien  de  corredor  de  buques  convirtió  en  cosmó- 
grafo, y  Auiérigo  Vespucci,  que  de  tenedor  de  hbros 
hizo  casi  un  rival.  Del  propio  modo,  por  haber  acojido 
jenerosamente  al  pobre  viajero,  cuando  llegó  casi  des- 
fallecido á  las  puertas  de  la  Rábida,  la  Orden  Seráfica 


-433- 

que  solo  ambiciona  el  privilejio  de  la  humildad^  se 
vio  investida  de  los  honores  mas  altos  y  participó,  hasta 
el  fin,  de  la  gloria  del  descubrimiento,  recibiendo  los 
hijos  de  San  Francisco  el  premio  de  los  valientes.  El, 
primer  sacerdote  que  celebró  el  santo  sacrificio  de  la 
misa  sobre  el  Océano,  el  primero  que  pisó  la  nueva 
tierra,  el  primer  relijioso  que  admiró  la  naturaleza  en 
Cuba,  en  la  Jamaica,  en  los  jardines  de  la  Reina  y  del 
Evanjelista,  y  el  primero  que  predicó  en  indio  el 
nombre  del  señor,  y  promulgó  la  ley  de  Jesucristo  y 
la  autoridad  de  la  santa  Iglesia  católica,  apostólica 
romana,  fueron  franciscanos.  También  la  Orden  Seráfi- 
ca tuvo  la  gloria  de  administrar  el  primer  bautismo, 
de  erijir  el  primer  convento  y  de  dar  el  primer  prelado 
á  la  Española,  así  como  de  su  orden  salió  el  primer 
mártir  del  apostolado  en  el  Océano. 

Apesar  de  haber  figurado  Colon  en  la   escena  del 
mundo  al  principiar  el  renacimiento,  nada  tiene  djC  su 
época,  antes  al  contrario,  se  adelanta  á  ella  por  la   in- 
tuición y  la  ciencia;  así  como  sufé  completa,  implícita 
y  ferviente,  revestida  del  carácter  militante  y   caballe- 
resco es  de  la  edad  media,  al  propio  tiempo  que  partí- 
cipa  ta  ito  de  las  cosas  primitivas  y  fundamentales  del 
Catolicismo,  que  mas  parece  un  héroe  del  Evanjelio, 
^  un  profeta,  un  patriarca  que  un  paladín    de  Palestina. 
En  vano   la   literatura  profana,    resucitada  por   me- 
dio de  la  imprenta,  seduce  los  injenios    de   Italia  y 
Erancia,  invade  á  Castilla,  tienta  á  los  mismos  sabios  de 
la  ciudad  eterna  con  sus  alusiones  mitolójicas,  el  men- 
sajero de  la  cruz  no  transijo  con  el  error,  ni  se  permite 
la  mas  leve  concesión  al  espíritu  de  la  época;  y  en  sus 
relaciones  con  los  propagadores  del  helenismo  y  de   la 
bella  latinidad  continua  siendo  lo  que  era  en  su  infan- 
cia, en  Jénova,  y  despuesen  la  mar,  es  decir,  el  discípulo 
del  puro  catolicismo.  Este  respeto  á  su  fé,  esta  ortodo- 
xia de  su  lenguaje  dice  mejor  que  todos  los  comentarios 
hasta  qué  punto  se  hallaba  penetrado  el  discípulo  del 

06 


*      -434— 

Evanjelio,  del  sentido  de  las  cosas  divinas,  y  cuan  gran- 
de era  el  convencimiento  que  tenia  de  su  misión  provi- 
dencial, para  la  que  nq  parece  sino  que  Dios  se  compla- 
ció en  señalarlo  desde  su  nacimiento  á  semejanza  de 
aquellos  héroes  á  quienes  llamó  por  su  nombre.  Nunca 
se  compara  este  discípulo  déla  cruz  con  los  grandes  hom- 
bres de  Grecia  y  Roma,  con  las  celebridades,  en  fin,  de 
la  antigüedad  profana,  y  si  asimila  su  destino  a  algún 
otro  alude  á  los  varones  del  Antiguo  y  Nuevo  Testa- 
mento: una  vez  parece  fundar  la  firmeza  de  su  fe,  lo  atre- 
vido de  su  empresa  en  el  ejemplo  de  San  Pedro,  y  dos 
veces  compara  las  gracias  con  que  su  divina  majestad 
lo  habia  colmado,  á  los  favores  que  recibieron  Moisés  y 
David;  pero  particularmente  á  la  misión  del  lejislador 
de  los  hebreos  es  á  la  que  él  comparaba  la  suya.  Era 
fundado  este  parangón,  por  lo  demás  ajeno  de  toda  va- 
nidad personal?  Aun  cuando  nos  falta  espacio  para 
examinar  de  la  manera  debida  punto  tan  arduo,  dire- 
mos en  primer  lugar  que,  entre  el  almirante  y  el  jefe 
del  apostolado  existen  ciertos  rasgos  esteriores  de  se- 
mejanza. Porque,  si  bien  en  lenguas  diferentes,  uno  y 
otro  tuvieron  el  mismo  nombre  patronímico:  San  Pe- 
dro era  hijo  de  Barjona,  esto  es,  Paloma,  y  Cristóbal 
de  Colombo,  Columba,  esto  es,  paloma;  uno  y  otro  vi- 
vieron primero  del  producto  déla  mar;  el  primero  reci- 
bió de  Cristo  un  nombre  que  significaba  que  llevaría 
la  Iglesia,  el  segundo  recibió  de  la  Iglesia  un  nombre 
que  significaba  que  llevaría  á  Cristo;  Pedro  repre- 
sentaba la  firmeza  de  la  base,  la  inmutabilidad  del  fun- 
damento; Cristóbal  la  dilatación  de  los  dominios  de  la 
Iglesia,  la  propaganda  de  la  Cruz. 

Además ,  si  consideramos  los  puntos  de  con- 
tacto mas  esenciales  que  existen  entre  el  destino  de 
Colon  y  el  de  Moisés,  aparecerá  que  estos  dos  hom- 
bres estraordinarios  dieron  cumplimiento  á  misio- 
nes providenciales.  La  de  Moisés  la  sostiene  la  Iglesia 
católica,  y  la  reconocen  tanto  los  judíos  como  los  cris- 


-435— 

tianos;  la  de  Colon  la  sostiene  la  evidencia,  y  algún  dia 
será  reconocida  por  todos  los  hombres  de  buena  fe.  En 
el  tiempo  señalado  por  la  divina  providencia,  esto  es, 
mil  y  quinientos  años  antes  de  Jesucristo,  Moisés  re- 
constituye el  pueblo  de  Dios,  debilitado  por  la  esclavi- 
tud, establece  la  doctrina  verdadera,  el  culto  del  Dios 
único  y  aisla  á  su  pueblo,  para  mejor  preservarlo  del 
contajio  de  la  idolatría  En  el  tiempo  señalado  por  la 
Providencia,  rail  y  quinientos  años  después  de  Jesucris- 
to, dilata  Colon  los  términos  de  la  tierra,  acerca  á  las 
naciones,  y  extiende  el  dominio  de  la  Iglesia.  Entram- 
bos llevaban  nombres  en  estremo  simbólicos.  Entram- 
bos tenian  cuarenta  años  cuando  principiaron  á  ejecu- 
tar el  mandato  divino.  Moisés  se  separó  de  Sófora,  su 
esposa,  para  ocuparse  de  su  misión;  Cristóbal  vivió  lejos 
de  Beatriz  para  cumplirla  suya.  El  mar  se  abrió  para 
dar  paso  á  Moisés,  y  templó  sus  rigores  al  paso  de  las 
naves  de  Colon.  Moisés  llevaba  una  ley  nueva,  la  ley 
de  la  alianza  al  pueblo  escojido;  Colon  llevaba  la  rueva 
ley,  la  ley  de  gracia  á  las  naciones  llamadas.  Elpriaie- 
ro  aplicaba  la  ley  temporal  con  inflexible  rigor;  el  se- 
gundo la  ley  de  gracia,  de  misericordia,  de  caridad. 
Moisés  triunfó  con  el  signo  de  la  Cruz^  de  los  obs- 
táculos que  le  oponian  los  hombres  y  la  naturaleza, 
y  Colon  de  sí  propio  y  de  los  demás  con  el  sagrado  em- 
blema que  llevaba,  lo  mismo  en  su  corazón  que  en  su 
nombre,  y  que  tenia  en  las  manos  al  pisar  las  fronteras 
del  Nuevo  Mundo.  Ambos  enviados  del  altísimo  reci- 
bieron señales  visibles  de  la  protección  y  asistencia 
divina,  y  faeron  auxiliados  de  una  manera  sobrenatural 
y  proporcionada  á  la  diferencia  de  tiempos  y  lugares. 
En  recompensa  de  sus  peligros,  de  sus  grandes  tral)ajos 
y  de  la  libertad  que  alcanzó  para  su  pueblo,  Moisés 
sufrió  amenazas,  conspiraciones,  tumultos,  y  hasta  la 
deserción  de  sus  mas  allegados;  en  premio  del  acrecen - 

1     Figurándola  con  las  manos  levantadas  en  la  montaña,  y  en  el  tao 
en  que  colocó  la  serpiente  de  bronce. 


—436— 

tamiento  que  proporcionó  á  España,  de  las  riquezas  que 
le  dio,  de  los  adelantos  y  progresos  de  que  fué  causa,  Co- 
lon tuvo  que  sufrir  rebeliones,  deserciones,  destitución , 
cadenas,miseria  y  calumnias.  Moisés  deseaba  ver  á  Dios, 
así  como  habia  tenido  la  dicha  inefable  de  oirle  y  ha- 
blarle; Colon  ambicionaba  descubrir  las  maravillas  de 
sus  obras,  conocerlo  por  medio  de  ellas,  así  como 
sentía  en  sí  su  omnipresencia.  Moisés  aspiraba  á  con- 
ducir su  pueblo  á  la  tierra  prometida;  Colon  á  facilitar 
á  las  naciones  el  acceso  al  Santo  Sepulcro.  Ni  el  uno  ni 
el  otro  alcanzaran  el  objeto  de  sus  afanes;  pero  sus  nom- 
bres se  perpetuaran  hasta  la  consumación  de  los  siglos. 
Las  maravillas  realizadas  en  favor  de  Colon,  y  testi- 
ficadas por  la  historia  contribuyen  á  hacer  creibles,  hasta 
á  los  filósofos  de  buena  fe,  los  milagros  de  que  fué  obje- 
to el  pueblo  de  Dios  en  una  época  en  que  los  signos 
materiales  y  decisivos  reemplazaban  la  autoridad  de  la 
palabra  de  gracia  y  de  amor,  que,  después,  se  mani- 
festó en  el  Evanjelio.  Lo  colosal  de  sus  trabajos  y 
empresas ,  lo  atrevido  de  sus  investigaciones ,  las  es- 
trañas  coincidencias  y  los  signos  tan  palpables  del 
auxilio  que  recibió  de  lo  alto,  y  la  majestuosa  enerjía  de 
su  lenguaje  lo  hacen  remontarse  á  la  edad  heroica  de  los 
tiempos  primitivos;  y  parecería  una  figura  emblemática 
si  su  ternura  evanjélica  y  ardiente  catolicismo  no  lo 
acercasen  tanto  á  nosotros.  Colon,  en  medio  de  sus  fun- 
ciones administrativas  y  marítimas,  y  de  la  multitud 
de  negocios  diferentes  que  lo  rodeaba  y  que,  á  las  veces, 
absorben  la  vida  entera  de  un  hombre,  sin  dejar  á  su 
alma  ni  un  instante  para  ocuparse  de  las  cosas  eternas, 
no  cesó  de  obrar  como  si  estuviese  en  la  presencia  de 
Dios.  Por  esta  causa  escedió  su  virtud  del  nivel  de  las 
fuerzas  humanas,  y  pudo  elevarse,  y  mantenerse  en 
esa  altura  en  que  la  gracia  de  Dios  solamente  sos- 
tiene la  flaqueza  y  debilidad  de  los  mortales.  Así 
pues,  al  analizar  la  vida  del  Heraldo  de  la  Cruz,  some- 
tiendo al  análisis  de  una  crítica  escrupulosa  sus  hechos 


—437— 

é  intenciones,  se  llega  forzosamente  á  reconocer  en  él 
una  virtud  tan  sólida  y  arraigada  que  parece  formar 
parte  de  su  misma  sustancia;  pero,  de  tal  modo,  que  en 
vez  de  calificarla  con  el  prodigado  nombre  de  virtud, 
mueve  á  darle  el  de  Santidad. 

No  han  llegado  al  cielo  todos  los  santos  por  la  misma 
via,  porque  así  como  hay  muchas  mansiones  en  el  reyno 
celestial,  así  también,  hay  muchos  caminos  para  alcan- 
zarlo. 

Viviendo  en  el  siglo,  no  podia  el  almirante  limitarse 
á  la  oración,  á  los  oficios  del  coro,  á  las  mortificaciones, 
al  perfeccionamiento  interior,  en  fin,  como  los  eclesiásti- 
cos, pero  se  esforzó  en  imitar  su  espíritu  de  abnegación, 
su  celo  por  el  servicio  de  Dios,  y  el  bien  del  prójimo  en 
el  ejercicio  de  sus  cargos  públicos,  hasta  un  punto  tal 
que,  mas  de  una  vez,  se  vieron  comprometidas  su  auto- 
ridad y  su  vida  por  la  evanjélica  mansedumbre  á  que 
siempre  quiso  circunscribirse,  aun  en  medio  de  graví- 
simos peligros,  sin  que  nunca,  por  inminentes  que  fue- 
sen hiciera  derramar  una  gota  de  sangre;  Colon,  antes 
de  dominar  á  los  demás  quiso  dominarse  á  sí  mismo;  y 
su  imperio  sobre  la  impetuosidad  natural  de  su  carácter 
prueba  la  perseverancia  con  que  se  combatía.  Pué  dulce 
y  humilde  de  corazón,  demostrándolo  especialmente  á 
la  vuelta  de  su  primer  viaje,  cuando  lejos  de  atribuirse 
algún  mérito  por  ello,  solo  manifestó  estrañeza  de  ha- 
berlo realizado  con  tanta  facilidad,  y  atribuyó  al  Señor 
su  victoria,  llegando  á  ser  tan  grande  su  modestia  que 
nunca  quiso  imponer  su  nombre  á  ninguna  tierra  ni 
bajel,  en  tanto  que  sus  tenientes  daban  los  suyos  á  sus 
carabelas. 1  Pero  en  lo  que  mas  se  advierte  su  evanjé- 
lica dulzura  es  en  la  manera  como  trataba  á  sus  infe- 
riores, según  el  mundo,  con  los  cuales  es  notorio  que 
departía  familiarmente  á  ejemplo  del  divino  maestro 
con  los  niños.     Los  enfermos  eran  para  él  objeto  de 

1    Entre  otros  Vicente  Yañez  Pinzón, 


-438- 

especial  predilección;  y  llevaba  á  tal  estremo  el  olvido 
de  las  ofensas,!  el  perdón  á  sus  enemigos  que  abogaba, 
sufría  y  pagaba  por  ellos.  Su  adhesión  inquebrantable 
á  la  fé  católica,  y  su  previsora  solicitud  por  el  pontifi- 
cado no  tuvieron  rival,  ni  aun  entre  los  miembros  de  la 
santa  Iglesia  Romana;  y  en  medio  de  la  indiferencia  con 
que  miraba  su  gloria  personal,  en  tanto  que  descuidaba 
escribir  y  dar  á  la  estampa,  con  el  objeto  de  trasmitirla 
á  la  posteridad,  la  historia  de  sus  descubrimientos,  re- 
dactaba espresamente  para  el  soberano  pontífice  la  rela- 
ción de  sus  cristianas  espediciones.  Bueno  será  tener 
en  cuenta  que  esto  no  lo  hizo  Colon  por  ningún  rey, 
para  comprender  mejor  que  nunca  le  movieron  consi- 
deraciones humanas.  El  grande  y  ardiente  deseo  que 
tuvo  Colon  de  libertar  el  Santo  Sepulcro  para  que  todas 
las  naciones  de  la  tierra  honrasen  la  tumba  del  Salvador, 
¿no  es  propio  de  un  héroe  del  Evanjelio?  Sus  nobles 
proyectos  y  conquistas  ni  alteraron  el  fervor  de  su  de- 
voción á  la  santísima Vírjen, de  cuyoculto  era  devotísimo, 
ni  tampoco  entibiaron  su  amor  filial  á  San  Prancisco,  el 
glorioso  fundador  de  la  orden  que  le  dio  el  j)rimer  socor- 
ro y  el  primer  asilo;  y  si  les  testimonios  de  s"  rclijiosidad 
y  pureza  no  estuviesen  tan  patentes  en  todos  los  hechos 
de  su  vida  ejemplar,  sus  relaciones  familiares  con  los  mas 
doctos  y  piadosos  eclesiásticos  de  su  tiempo  bastaría  para 
demostrar  el  estado  de  perfección  en  el  cual  pedia  á  Dios 
la  gracia  deservirlo.  Y  este  conjunto  de  aspiraciones, 
de  cálculos  desinteresados,  de  empresas  cristianas,  de 
acciones  piadosas  forma  un  concierto  de  tal  naturaleza 
que  no  es  posible  hallar  en  la  vida  del  siglo  otro  cris- 
tiano tan  grande  por  la  fé,  la  constancia  en  la  adver- 
sidad y  la  resignación  en  la  voluntad  suprema. 

1  Hé  aquí  la  manera  que  Colon  tenia  de  censurar  á  aquellos  que, 
con  sus  manejos,  entorpecían  sus  espediciones:  "Q,ue  Nuestro  Señor  per- 
done á  los  que  contrarían  y  han  contrariado  tan  provechosa  empresa, 
y  se  oponen  á  que  se  lleve  á.  buen  fin."  Relación  del  tercer  viaje  á  los 
reyes  católicos  .  Traducción  francesa  de  los  Sres.  Yerneuil  y  la  Ro- 
quette. 


-439— 

Pero  lo  que  demuest  ra  con  mas  claridad  todavía  que 
el  revelador  del  globo  no  era  solamente  un  hombre  ele- 
jido  por  Dios  para  descubrir  el  Nuevo  Mundo,  sino  que, 
.agradable  á  los  ojos  del  Señor,  caminaba  con  paso  firme 
por  la  senda  estrecha,  es  que  terminada  su  misión,  con- 
tinuo socorriéndolo.  Los  favores  celestiales  se  multi- 
plican con  los  trabajos  del  Heraldo  de  la  Cruz;  cuanto 
mas  avanza  en  años,  mas  adelanta  en  perfección  y  mas 
se  dejan  sentir  en  él  los  auxilios  divinos;  y  esta  acción 
cooperadora  de  la  divina  providencia  no  solo  es  mani- 
fiesta á  Colon,  mas  también  á  cuantos  la  observen  con 
ojos  hechos  para  la  luz.  Y  á  medida  que,  robustecido 
por  el  favor  del  cielo,  se  siente  capaz  de  grandes  sufri- 
mientos^, vienen  sobni  él  en  gran  número,  multiplicados 
y  proporcionados  á  su  grandeza  de  alma,  sin  que  por 
muchos  y  repetidos  que  sean  le  arranquen  una  queja. 
Su  ánimo  para  sufrir,  inmenso  como  su  amor,  su  tran- 
quilidad de  espíritu,  inalterable  hasta  el  portrer  mo- 
mento, su  anjélico  reposo  en  la  agonía,  sus  palabras  al 
altísimo,  antes  de  morir,  el  principio  prodijioso  y  el  fin 
edificante  de  su  vida,  todas  estas  cosas  juntas  ¿no  pa- 
recen indicar  en  Colon  un  predestinado?  Ademas 
Colon  poseyó  de  una  manera  visible  las  tres  virtudes 
teologales,  practicó  sin  interrupción  las  cuatro  virtudes 
cardinales,  y  pareció  gozar  de  los  siete  dones  del  Espí- 
ritu Santo;  en  él  hallamos  á  Dios  admirable,  como 
siempre  lo  es  en  sus  santos;  y  seria  difícil  suponer  que 
el  adorador  en  espíritu  y  en  verdad,  el  contemplador 
del  verbo,  el  hombre  de  misericordia  que  perdonaba  á 
sus  enemigos,  hasta  á  sus  verdugos,  que  vivió  pobre  en 
medio  de  las  riquezas  que,  á  tan  poca  costa,  hubiera 
podido  atesorar,  que  el  heraldo  del  rey  de  los  cielos, 
objeto  de  tantas  mercedes  de  Dios,  no  se  halle  entre 
sus  elejidos  en  la  gloria,  después  de  haberlo  sido  tan 
evidentemente  en  la  tierra. 


440- 


X. 


A  no  haber  leído  los  capítulos  anteriores,  y  solo  te- 
niendo en  cuenta  el  presente  diríase  que  tratamos  déla 
historia  de  un  bienaventurado,  de  un  santo.  Acerca  de 
esto,  hace  largos  años  que  nuestra  opinión,  espresada 
con  gran  claridad  en  la  obra  que  publicamos  bajo  el 
titulo  de  La  Cruz  en  ambos  mundos,  se  ha  fortalecido  y 
confirmado,  merced  al  estudio  especial  que  hemos  hecho 
de  su  época  y  de  su  carácter,  y  que  nos  permite  consi- 
derarlo digno  del  mayor  respeto,  ya  que  sin  la  autori- 
zación de  la  Iglesia  no  nos  atrevamos  á  decir  de  la 
veneración  de  los  cristianos,  si  bien  tenemos  el  ín- 
timo convencimiento  de  que,  Cristóbal  Colon  fué  un 
Santo.* 

Advertimos,  sin  embargo,  que  aquí  se  emplea  la 
palabra  Santo  del  único  modo  que  la  puede  usar  un 
católico  al  aplicarla  á  quien  no  ha  sido  canonizado  por 
la  Iglesia,  esto  es,  como  figura  retórica,  y  á  falta  de  una 
espresion  mas  exacta;  y  que,  cuando  decimos,  que, 
Cristóbal  Colon  es  Santo,  entendemos  por  ello  que 
el  mensajero  de  la  cruz  se  halla,  como  personaje 
histórico,  en  la  posición  de  un  héroe  del  Évanjelio, 
de  un  gran  servidor  de  la  Iglesia,  acerca  de  cuyos 
méritos  esta  no  ha  pronunciado  fallo  alguno.  Muchos 
grandes  prelados,  mártires,  fundadores  de  órdenes  reli- 
jiosas  y  santos  ilustres  han  penrianecido  temporalmente 
en  situación  análoga,  esperando  el  dia  de  su  canoni- 
zación. Tal  vez  se  sorprendan  y  escandalicen  al- 
gunos del  atrevimiento  de  nuestras  palabras;  pero  á 

*    Nuestra  opinión  ha  sido  siempre   esta  misma.   Véase  nuestro 
prefacio  al  tomo  primero,  y  nuestra  Vida  de  Isabel  la  Católica, 

N.  delT, 


—441— 

los  que  tal  cosa  suceda,  podemos  decir  de  una  manera 
terminante  que  no  estrañaran  ni  al  augusto  jefe 
de  la  cristiandad,  ni  á  los  príncipes  de  la  Iglesia.  Por- 
que cuando  no  ha  mucho,  en  Roma,  exaltamos  la  pu- 
reza de  Colon,  y  le  tributamos  grandes  alabanzas,  nues- 
tra voz  fué  benévolamente  acojida  en  las  elevadas  rejio- 
nes  del  pontificado.  El  inmortal  Pió  IX,  el  primer 
pontífice  que  haya  surcado  el  Océano  y  vivido  en  las 
tierras  descubiertas  por  Colon,  conoce  su  profunda 
piedad,  su  misión  providencial  y  las  simpatías  de  la 
Santa  Sede  por  su  gloria;  el  Sacro  Colejio  lo  honra;  y 
el  recuerdo  de  su  nombre  famoso  se  conserva  en  la  Ciu- 
dad Eterna,  que  no  puede  olvidar  estuvo  en  relaciones 
epistolares  con  tres  papas  sucesivos;  que  después  de  su 
muerte  otros  tres  papas:  León  X,  Gregorio  XIV"  é  Ino- 
cencio IX  aceptaron  las  dedicatorias  de  libros,  en 
los  c  lales  se  trataba  del  espíritu  divino  que  llenaba  á 
Colon;  que,  á  ejemplo  de  los  pontífices  protejió  su 
fama  los  cardenales,  y  que  estos,  en  diversos  tiempos 
supieron  inspirar  y  recompensar  los  poemas  que  publicó 
la  Italia  en  el  ojio  del  cristiano  esclarecido  que  á  la  sazón 
casi  no  conocía  el  mundo.  También  los  franciscanos 
de  Roma  han  dado  asilo  á  su  esclarecida  memoria;  y  no 
parece  sino  que  la  amistad  que  en  vida,  le  profesó  el 
P.  Marchena  se  trasmitió  á  toda  la  Orden  Seráfica.  Ade- 
mas de  lo«í  franciscanos,  los  Menores  conventuales,  los 
padres  de  la  Observancia,  los  Capuchinos  y  Dominicos 
le  permanecen  fieles,  y  no  seria  difícil  hallar,  entre  estos 
últimos,  mas  de  un'  Fr.  Diego  de  Deza  para  defenderla, 
empezando  por  su  vicario  jeneral  en  Francia,  el  M.  R. 
P.  Jandel. 

Así,  pues,  no  vacilamos  en  repetirlo:  el  Heraldo  de 
la  Cruz  ocupa  respecto  á  la  Iglesia  la  posición  espectante 
de  un  bienaventurado,  antes  de  su  canonización.  Y 
llegará  sin  duda,  un  dia,  en  que  la  virtud  superior  que 
'  Dios  hizo  brillar  en  el  Mensajero  de  la  Salud,  sea  pro- 
clamada solemnemente  por  el  Vicario  de  Jesucristo, 

56 


^-442— 

añadiendo  la  Iglesia  un  título  á  los  nombres  tan  mara- 
villosos y  significativos  que  llevaba  el  elejido  de  la  Pro- 
videncia:. A  la  Iglesia  toca,  en  tiempo  oportuno,  decidir 
en  su  sabiduría  acerca  de  este  punto.  La  aureola  de  la 
santidad  seria  la  única  corona  digna  de  ceñir  la  frente 
venerable  del  patriarca  del  Océano, 

Mas,  no  faltará  quien  diga:  un  Santo  hace  milagros, 
los  milagros  son,  por  excelencia,  los  signos  de  la  san- 
tidad, y  Colon  no  los  ha  hecho.  A  esto  contestaremos: 
ademas  de  los  prodijios  á  que  dio  cumplimiento  en  vida, 
ha  hecho  milagros  después  de  muerto;  y  no  dudamos 
en  manera  alguna  de  que,  en  circunstancias  dadas,  y 
autorizado  para  ello,  pueda,  al  cabo  de  tres  siglos,  hacer 
otros  nuevos. 

XI. 

A  principios  de  Abril  de  1495  visitó  Colon,  por  se- 
gunda vez,  en  la  Española,  los  llanos  de  Vega  Real,  en 
los  cuales  el  año  anterior,  admirado  y  sorprendido  de  su 
hermosura^  bendijo  á  Dios  y  le  dio  gracias  al  frente  de 
sus  tropas  por  haberle  mostrado  el  camino  de  lugar  tan 
delicioso.  Después  de  la  sumisión  de  Guarionex,  sobe- 
rano de  aquel  territorio,  alcanzó  el  almirante  en  las 
capitulaciones  que  se  hicieron  autorización  para  cons- 
truir una  fortaleza  á  la  entrada  de  la  Vega;  y  queriendo 
al  mismo  tiempo  rendir  allí  homenaje  al  signo  de  la  re- 
dención, dispuso  que  'el  capitán  Alonso  de  Valencia 
fuese  con  veinte  hombres,  de  mar^  los  mas  de  ellos,  y 
abatiese  un  árbol  de  magníficas  proporciones  que  había 
escojido,  para  formar  con  él  una  Cruz  de  hasta  diez  y 
ocho  ó  veinte  palmos  de  altura.  La  cual  fué  plantada, 
por  mano  del  mismo  Almirante,  en  una  colina  al  pié  de 
las  montañas  que  dominan  mejor  y  por  el  punto  mas 
pintoresco  la  Vega  Real. 

1  Tomo  1.°  libro  II,  cap.  3.° 

2  Oviedo  y  Valdes,  Historia  natural  de  las  Indias^  lib.  III,  cap.  V, 


—443^ 

Colon  aplicó  luego  su  innato  talento  de  injeniero  á 
la  construcción  de  la  fortaleza,  que  debia  ser  de  impor- 
tancia bajo  el  punto  de  vista  estratéjico  entendido  por 
él;  y  con  este  motivo  residió  algún  tiempo  en  aquel 
sitio,  á  el  cual  habia  impuesto  el  nombre  de  la  In- 
maculada Concepción,  con  el  que  también  se  desig- 
nó la  fortaleza  y  toda  la  comarca.  Mientras  duraban 
los  trabajos,  como  no  tenia  á  su  lado  ningún  sacerdote. 
Colon  iba  diariamente  dos  veces  á  hacer  sus  oraciones 
al  pié  de  la  Cruz,  con  los  operarios  y  soldados;  y  así 
comoel  salmista  buscaba  al  Señor  y  admiraba  sus  obras 
en  medio  de  lanochei  así,  también,  el  almirante  solia 
encaminarse  en  dirección  de  la  colina  á  la  incierta  luz 
de  las  estrellas, y  al  pié  de  la  Cruz,  emblema  de  la  eter- 
nidad, se  abismaba  en  contemplaciones  inefables  a  la 
vista  de  los  astros,  que  gravitando  armoniosamente  en 
el  éter,  hacían  en  su  espíritu  el  efecto  de  una  melodía 
de  coros  celestiales.  Su  intuición  de  las  cosas  místi- 
cas se  dilataba,  sin  duda,  protejida  por  aquel  signo 
que,  con  fé  y  piedad  tan  sinceras  habían  puesto  sus 
manos.  Recordamos  en  la  historia  que  el  inmortal  es- 
pañol san  Ignacio  de  Loyola,  hallándose  en  oración 
al  pié  de  una  cruz,  colocada  en  el  camino  de  Manresa 
á  Barcelona,  "vió  con  tan  gran  claridad  cuanto  habia 
conocido  de  la  relijion  que  las  verdades  de  la  fé  le  pa- 
recieron ya  evidentísimas.//  2  Algo  muy  semejante  de- 
bia acontecer  á  Colon  en  la  Vega,  cuando  tanta  predi- 
lección le  mostraba,  apesar  de  la  vida  molesta  de  cam- 
pamento que  necesariamente  hacia  en  ella.  De  todos 
los  puntos  de  la  isla  fué  siempre  la  Concepción  el  que 
mas  le  agradó  y  en  el  que  vivió  mas  largo  tiempo: 
allí  no  tenia  ni  familia,  ni  sociedad,  ni  comodidades 
de  ninguna  especie;  pero  en  cambio  recibía  sublimes 
compensaciones.  Por  eso  le  vemos  volver  a  la  Concep- 

1  Psal.  118. 

2  El  P.  Bouhours.    Vie  de  Saint  Ignace.  lib.  I,  páj.  39,  edición 
en  4."  francés. 


—444— 

cioíi  apenas  regresa  de  su  tercer  viaje,  y  tranquiliza 
las  turbulencias  movidas  por  Roldan,  pasando  en  la 
Vega  largos  meses  consecutivos  hasta  que  desembarca 
Bobadilla  para  destituirlo.  Y  como  en  aquellos  sitios, 
según  dice  él  mismo,  habia  invocado  á  la  Santísima 
Trinidad,  quiso  consagrarlos  con  la  erección  de  una 
iglesia  en  la  que  debian  celebrarse  tres  misas  diarias: 
la  primera  en  honor  de  la  Santísima  Trinidad,  la  se- 
gunda de  la  Inmaculada  Concepción  y  la  tercera  por 
los  difuntos.!  Después,  cuando  el  revelador  del  glo- 
bo, en  recompensa  de  sus  nuevos  descubrimientos 
quedó  privado  de  su  gobierno  y  prisionero,  los  caste- 
llanos, á  su  ejemplo,  continuaron  acudiendo  á  orar  al 
pié  de  su  cruz,  que  implorada  un  dia  con  gran  fe,  hizo 
el  milagro  de  curar  á  unos  calenturientos  que  la  toca- 
ron. Cundió  la  nueva  del  prodijio  por  toda  la  co- 
marca, acudieron  otros  cristianos  enfermos,  y  no  pocos 
sanaron;  por  lo  cual  fué  llamada  la  verdadera  cruz, 
para  diferenciarla  de  las  otras  cruces  que  no  hacían 
milagros.  Su  nombre  y  maravillas  se  estendió  entre 
indios  y  españoles;  y  aquellos,  oprimidos  por  estos 
desde  la  llegada  del  nuevo  gobernador  Bobadilla,  al 
comprender  la  veneración  de  sus  dominadores  hacia 
este  signo  sagrado,  para  herirlos  en  el  corazón  resol- 
vieron destruirlo.  Al  efecto  acudieron  en  gran  núme- 
ro al  lugar  de  la  cruz,  ataron  á  su  tronco  cuerdas  de 
bejuco,  y  se  "esforzaron  por  arrancarla,  tirando  de 
ella;  pero  jamás  la  pudieron  mover  de  aquel  lugar.»  2 
Humillados  por  ello  intentaron  destruirla  con  el  fuego: 
allegaron  durante  la  noche  multitud  de  haces  de  leña 
seca,  los  apilaron  al  rededor  de  la  cruz,  y  cuando  ya 
la  sobrepujaban  en  altura,  les  prendieron  fuego.  Es- 
talló el  incendio  con  violencia  estraordinaria,   desapa- 

1  Testamento  y  codicilo  del  almirante  etc.  Valladolid,  19  de  Ma- 
yo de  1506. 

2  Oviedo  y  Valdés,  Historia  natural  y  jeneral  &c.,  lib.  III,  ca- 
pítulo y. 


—445— 

reciendo  la  cruz  en  medio  de  un  torbellino  de  lla- 
mas y  humo,  con  lo  cual,  se  dieron  los  idólatras  por 
satisfechos,  y  se  retiraron  con  sus  sacerdotes,  los  hoJm- 
Ü8\  pero,  al  siguiente  dia,  no  bien  amaneció,  pudie- 
ron ver  que  la  cruz  permanecía  entera  y  perfectamen- 
te conservada,  elevándose  majestuosa  sobre  un  mon- 
tón de  tibia  ceniza.  La  cruz  iiada  habia  perdido  de 
su  color  natural,  "como  no  fuese  al  pié,  que  estaba 
un  poco  ennegrecido,  cual  si  se  le  hubiese  aplicado 
una  luz.  "4  Aterrados  los  indios,  entonces,  del  poder 
milagroso  de  la  cruz,  huyeron,  temiendo  algún  castigo, 
por  que  ya  la  consideraban  cosa  celestial;  pero  la  có- 
lera de  sus  bohutis  los  hizo  volver  á  la  carga,  y  armados 
de  sus  hachas  de  piedra,  y  de  los  cuchillos  que  se  ha- 
bian  proporcionado  en  los  trueques  con  los  de  Casti- 
lla, vinieron  de  nuevo  sobre  la  cruz.  Mas  la  madera 
les  opuso  una  resistencia  inesperada  é  increíble,  y 
además  notaron  que,  no  bien  habían  cortado  un  trozo, 
se  reponia,2  y  tenían  que  comenzar  de  nuevo  su  tra- 
bajo. Entonces  cedieron  de  su  empeño,  y  se  prosterna- 
ron confundidí  s,  adorándola.'*^ 

Hay  que  agregar  á  estos  prodijios  otro  perma- 
nente y  visible  á  todos,  y  cuya  evidencia  se  aumentaba 
cada  año:  el  de  la  conservación  perfecta  de  la  madera 
de  la  cruz,  sin  estar  cubierta  del  menor  preservativo 
contra  la  influencia  de  la  humedad  y  del  calor  estre- 
mos,  cuya  transición  es  tan  rápida  en  aquel  clima,  y 
tan  nociva.  Cincuenta  y  ocho  años  después  de  ha- 
berse plantado  en  Vega  Real  permanecía  la  cruz  del 
almirante  en  el  mismo  ser  que  el  prÍQier  dia.  No  me- 
nos que  esto  sorprendía  á  los  isleños  el  verla  de  pié  y 


1  El  P.  Charlevoix.  Histoire  de  Saint  Domingue,  t.  1.  libro  YI, 
pajina  479. 

2  Ibid,  Ibid  t.  1.  lib.  YI  página  479. 

3  " la  miraron  con  acatamiento  y  respeto  y  se  humillaron  á 

ella  de  ahí  adelante."    Oviedo  y  Yaldés,  Historia  <^c.,  lib.  III,   ca- 
pítulo Y. 


-446— 

respetada  de  los  huracanes  y  las  trombas, ^  cuando  los 
árboles  y  aun  las  casas  caian  por  tierra  á  su  alre- 
dedor. 

La  relación  de  estos  prodijios,  y  las  curas  mila- 
grosas atraian  al  sitio  de  la  Verdadera  cruz  gran  nú 
mero  de  colonos,  que  invocándola  iban  en  peregrina- 
ción á  visitarla;  muchos  cortaban  con  sus  cuchillos 
pedazos  del  tronco,  y  siempre  continuaba  repitiéndose 
el  prodijio  de  la  renovación;  estos  fragmentos  los  po- 
nían en  relicarios,  y  se  llevaban  á  las  demás  partes 
de  la  Española,  alas  colonias  del  Nuevo-Mundo  y  has- 
ta á  Castilla,  "permitiendo  el  señor  que  sucediese  en 
prueba  del  agrado  con  que  miraba  la  piedad  de  los 
fieles,  lo  que  habia  hecho  para  confundir  la  sacrilega 
empresa  de  los  indios:  y  así,  durante  muchos  años, 
aunque  continuaron  cortando  pedazos,  la  cruz  no  dis- 
minuyó.» 2 

Un  milagro  tan  permanente,  curas  tan  numero- 
sas y  tan  grande  concurso  de  peregrinos  en  la 
Concepción,  dieron  á  la  fama  de  la  Verdadera  cruz 
notoriedad  inmensa;  y  como  la  humana  flaqueza  se 
muestra  siempre,  parece  ser  que  algunos  clérigos, 
esplotando  la  piedad  de  los  fieles,  recibían  cuantiosas 
ofrendas  destinadas  á  la  Verdadera  cruz;  pero  no  las 
aplicaban  con  arreglo  á  la  intención  de  los  peregrinos. 
No  bien  tuvo  noticia  del  hecho  el  emperador  Car- 
los V,  mandó  que  el  tesorero  del  obispo  de  la  Con- 
cepción cuidase  de  invertir  las  sumas  percibidas  para 
la  Verdadera  Cruz  en  la  manera  y  forma  espresadas 
por  sus  donatarios;  y  en  el  año  de  1525,  para  hon- 
rarla también,  por  su  parte,  dispuso  se  tomase,  du- 
rante cuatro  años,  la  cantidad  de  veinte  mil  marave- 
dís  de  lo  de  las  penas  aplicadas  á  su  cámara,  para 

1  "Así  por  sus  milagros  como  porque  jamás  se  pudrió  ni  cayó 
por  ninguna  tormenta  de  agua  ni  viento."  Oviedo  y  Yaldés,  Histo- 
ria &c.  lib.  III,  cap.  V. 

2  El  P.  Charlevoix.  Historia  citada,  t.  I,  lib.  VI,  pag.  480. 


—447— 

ayudar  á  que  el  lugar  donde  estaba  la  Santísima  Cruz 
se  tuviese  con  mas  decencia  y  devoción,// 1  supli- 
cando después  "al  papa  que,  para  conservar  y  acre- 
centar la  devoción  de  fieles  cristianos,  concediese 
alguna  induljencia  para  los  que  la  visitasen  y  ofre- 
ciesen alguna  limosna.// 2  Pero  como  en  la  carta  del 
emperador  no  se  hacia  mención  del  heraldo  de  la 
cruz,  y  se  hablaba  solo  de  una  cruz  que  se  habia 
plantado  cerca  de  la  Concepción,  el  pontífice,  en  su 
prudencia,  no  se  dio  prisa  por  acceder  á  los  deseos 
de  S.  M.;  porque  la  Santa  Sede  y  los  teólogos  en 
jeneral  no  tienen  gran  confianza  en  los  prodijios  ope- 
rados por  indeterminada  persona,  ni  tampoco  creen 
en  milagros  hechos  por  varios,  y  porque  el  mérito  y  el 
poder  que  reconocen  é  invocan  los  filósofos  alemanes 
racionalistas  á  la  partícula  se  que  gozó  de  tanto 
crédito  entre  los  escritores  del  siglo  pasado,  no  está 
reconocido  aun  en  Roma.  En  efecto,  en  la  historia 
del  Antiguo  Testamento  no  vemos  un  solo  milagro 
anónimo,  y  lo  propio  acontece  en  la  historia  primi- 
tiva del  apostolado,  advirtiéndose  que,  cuando  por 
causas  reservadas  en  los  secretos  de  la  divina  providen- 
cia el  milagro  llega  á  verificarse  por  varios,  el  nom- 
bre y  calidad  de  esos  hombres  jamás  se  oculta,  ni  es 
un  misterio:  el  plural  puede  siempre  descomponerse 
en  singulares  distintos.  Pueden  ser  los  hijos  de  Aa- 
ron,  los  sacerdotes  ó  los  profetas,  los  apóstoles  ó  los 
discípulos,  los  santos,  las  corporaciones  relijiosas,  he- 
rederas de  su  espíritu;  pero  nunca  el  público,  la  mul- 
titud, la  partícula  se^  quien  produzca  el  milagro; 
porque  si  el  Señor  concede  á  una  reunión  de  fieles, 
que  le  rezan  en  comunidad  aquello  que  le  pide,  no 
por  eso  confiere  un  poder  milagroso  al  anónimo.  Dios 
hace,   entonces,  milagros  para  ellos,  no  ^por  eilos;  esto 

1  Herrera.  Historia  jeneral  de  las  Indias  occidentales,  década  III, 
Hb.  VIII,   cap.  X. 

2  Ibid.  Ibid.  Ibid. 


es  lo  que  concede.  Es  indudable  que  se  han  visto  mi- 
lagros producidos  en  tal  capilla  ó  cual  altar,  sin  que 
nadie  haya  podido  comprobar  la  causa,  es  decir,  la 
ocasión  personal,  ni  saber  á  los  méritos  de  quién  atri- 
buir el  favor  recibido,  pero,  no  lo  es  menos  que,  habi- 
tualmente,  se  alcanzan  por  uno  los  milagros  que  apro- 
vechan á  muchos.  Sea  de  esto  lo  que  fuere,  Roma  es- 
peró con  prudencia  datos  mas  exactos  y  extensos,  y, 
tal  vez,  quiso  dejar  al  tiempo  que  comprobase  los  pro- 
dijios  realizados  por  la  Verdadera  cruz.  Pero  los  nue- 
vos descubrimientos  de  la  América,  las  conquistas  de 
Méjico  y  el  Perú,  las  espediciones  de  los  portugueses 
en  la  América  meridional  é  Indias  orientales,  hicieron 
que  España  descuidase  algún  tanto  su  primera  colonia. 
Agregúese  á  esto  que  en  los  años  sucesivos  una  causa 
del  todo  desconocida  hizo  cesar  el  prodijio  de  la  reno- 
vación de  la  madera;  lo  cual  unido  á  la  piadosa  costum- 
bre de  cortar  fragmentos  de  ella  los  peregrinos  hizo  que 
fuese  disminuyendo  en  tamaño  cada  dia.  Sin  embargo, 
su  contacto  continuaba  operando  milagros.  Entonces, 
para  protejerla  de  los  peregrinos,  dispuso  el  obispo  de 
la  Concepción  que  se  trasladase  procesionalmente  á  su 
catedral,  donde  fué  colocada  en  una  capilla,  en  la  mis- 
ma que  se  hallaba  por  los  años  de  1535,  cuando  el 
cronista  imperial  Oviedo  y  Valdes,  á  la  sazón  gober- 
nador de  la  cindadela  de  Santo  Domingo,  escribía  en 
ella  el  tercer  libro  de  la  Historia  natural  de  las  Indias. 
Veinte  y  nueve  años  después  (1553)  un  terrible  tem- 
blor de  tierra  destruyó  casi  en  su  totalidad  la  Concep- 
ción, viniendo  al  suelo  todos  los  edificios  de  piedra,  in- 
cluso la  catedral.  Solo  uno  pudo  resistir:  la  capilla  en 
que  se  conservábala  Verdadera  cruz.  Observóse,  tam- 
bién, que  ninguno  de  los  habitantes  que  tenian,  fuese 
sobre  si  ó  en  sus  casas,  partículas  de  la  verdadera 
cruz,  recibió  la  mas  leve  lesión,  por  mas  que,  algunos 
se  hallasen,  pasado  el  accidente,  bajo  las  ruinas. ^    Y 

1    El  P,  Charbvoix,  HUtoire  de  Saint  Domingue^  t.   I,  lib.  VI, 
pág.  480, 


—449— 

¡cosa  singular!  los  primeros  amigos  del  heraldo  de  la 
cruz,  los  P.P.  franciscanos,  que  so  hallaban  en  su  igle- 
sia en  el  momento  de  principiar  el  temblor,  quedaron 
envueltos  en  los  escombros;  pero  no  recibieron  mal 
alguno,  y  ¡cosa  no  menos  estraña  y  notable!  la  sola 
casa  que  permaneció  en  pié,  fué  el  convento  de  San 
Erancisco,  cayos  relijiosos  poseían  una  partícula  de 
la  Verdadera  cruz  de  la  Concepción;  y  en  la  época  en 
que  el  P.  Juan  Bautista  Le  Pers  tomaba  en  los  luga- 
res mismos  las  notas  que  sirvieron  al  P.  Charlevoix  pa- 
ra escribir  su  Historia  de  Santo  Domingo,  aun  se  veia 
solo,  dominando  una  ciudad  derruida,  el  priyilejiado 
monasterio. 

Pasado  el  desastre,  aquella  parte  de  los  habitantes 
que  pudo  salvarse  de  él  se  diseminó  por  las  inmedia- 
ciones, estableciéndose  los  que  no  quisieron  alejarse 
mucho  de  la  Concepción,  en  un  punto  situado  á  dos 
leguas,  al  S.  E.,  y  que  llamaron  la  Vega.  ¿Qué  fué  de 
la  Verdadera  Cruz,  entonces?  Nadie  lo  sabe.  El  terri- 
ble trastorno  que  sufrió  la  localidad  cambió  todas  las 
condiciones  de  existencia  del  país,  y  la  sede  episcopal 
de  la  Concepción  fué  suprimida  é  incorporada  á  la  de 
Santo  Domingo.  Además,  el  desarrollo  que  fueron  ad- 
quiriendo las  colonias  del  üarien  y  de  Castilla  de  oro, 
y  el  descubrimiento  de  las  minas  de  Méjico  y  el  Perú, 
distrajeron,  á  causa  de  su  importancia,  la  atencioy  del 
Consejo  de  Indias,  y  la  Española  quedó  casi  abando- 
nada á  sí  misma.  Entonces,  aprovechándose  los  ingle- 
ses de  esta  neglijencia,  cayeron  sobre  ella  y  arruinaron 
á  la  capital,!  y  los  franceses  por  su  parte,  se  posesio- 
naron de  algunos  puntos  de  la  isla  sin  pedir  permiso; 
llegando  á  tal  extremo  el  abandono  en  que  la  madre 
patria  la  dejó  que  no  despachaba  para  ella  sino  un  ga« 
león  cada  tres  años!  El  abuso  y  la  codicia  de  las  auto- 
ridades locales  tomó  tanto  cuerpo  que  llegó  á  darse  el 


En  1 586,  Doake,  destruyó  gran  parte  de  Sto.  Domingo. 

57 


—450— 

casó  de  que  el  gobernador,  de  acuerdo  con  los  princi- 
pales funcionarios,  comprase  los  cargos  de  estos  bajeles, 
antes  de  anclar,  para  revenderlos  al  por  menor  á  precios 
exorbitantes,  de  cuyas  resultas  las  pobres  jentes  apenas 
tenian  lo  necesario  para  cubrir  su  desnudez,  y  fué  pre- 
ciso, en  las  aldeas  de  mucho  vecindario,  que  se  dijesen 
misas  durante  la  noche  las  fiestas  de  guardar,  para 
que  los  cristianos,  envueltos  en  las  tinieblas,  no  tuvieran 
que  avergonzarse  unos  de  otros.  En  medio  del  desor- 
den y  malestar  de  semejante  situación,  y  siempre  con 
el  temor  de  algún  golpe  de  mano,  intentado  por  los  in- 
gleses, holandeses  y  franceses  que  se  establecian  á  su 
placer  en  las  partes  mas  convenientes,  perjudicando  á 
los  colonos  españoles,  las  comunicaciones  con  el  inte- 
rior de  la  isla  acabaron  por  interrumpirse.  Así  no  es 
extraño  que  haya  llegado  á  no  saberse  el  destino  que 
cupo  á  la  cruz  del  almirante,  tanto  menos  cuanto  que, 
en  el  mismo  Sto.  Domingo,  se  olvido  con  el  tiempo  el 
sitio  de  la  sepultura  de  Colon.  Tampoco  nos  sorprende 
que  la  relación  que  existe  entre  la  misión  del  almirante 
y  la  cruz  que  plantó  en  la  Vega  haya  pasado  desaper- 
cibida para  unos  hombres  que  perdieron  de  vista  la 
que  habia  entre  él  y  su  descubrimiento,  y  que,  con 
la  mejor  fé,  hablaron  de  ella  en  plural  lo  mismo  que  de 
la  cruz.  Porque  ¿quién  se  hubiera  determinado,  en 
tiempo  de  Ovando,  á  recordar  el  nombre  de  Colon  á 
proposito  de  los  milagros  de  la  cruz?  Des[)ues,  la  ex- 
tremada modestia  de  su  heredero,  Don  Diego,  las  di- 
ficultades que  le  creaba  el  odio,  y  el  temor  de  dar  pá- 
bulo á  las  calumnias  de  sus  enemigos  le  impidieron 
mezclar  su  nombre  á  la  fama  de  los  prodijios  atribui- 
dos á  la  cruz  puesta  por  su  padre.  Esto  no  obsta  para 
que  los  milagros  de  la  Verdadera  Cruz  sean  una  verdad 
innegable,  y  tan  autorizada  y  evidente  que,  en  prueba 
del  respeto  y  veneración  que  infunde,  vemos  imponer  el 
hermoso  nombre  de  Vera  Cruz  á  una  ciudad  del  Nue- 
vo Continente.  Porque  el  nombre  de  esta  ciudad  no 


—451— 

reconoce  mas  orijen  sino  el  recuerdo  de  la  Vera  Cruz 
de  la  Ooncepcion.  Dicen  algunos  historiadores  que 
Hernán  Cortés  llamó  así  á  Villa  Rica  á  causa  de  ha- 
ber desembarcado  en  ella  un  Viernes  Santo;  pero  en 
tal  Ciso,  si  hubiese  querido  consagrar  el  recuerdo  del 
dia  de  su  llegada,  la  hubiera  puesto:  Ave  Crux,  ó  Ve- 
¿cilla  Regis,  y  no  precisauícnte  el  de  Vera  Cruz  con 
el  cual  designaron  siempre  los  colonos  de  Haiti  la 
única  cruz  de  la  isla  que  operaba  milagros.  Los  cuales 
no  es  posible  negar,  ni  menos  que  la  cruz  fuese  plan- 
tada por  el  almirante,  cosa  en  que  conviene  su  enemi- 
go Valdes,  y  el  clérigo  López  de  Gomara,  i  Pero  los 
habitantes  de  la  isla  disfrutaban  de  los  beneficios  mila- 
grosos de  la  cruz  sin  acordarse  de  Colon,  así  como  se 
utilizaba  la  metrópoli  de  las  Indias  sin  agradecérselas; 
y  juzgaba  el  almirante  con  tanta  exactitud  las  calum- 
nias extendidas  contra  su  fama  que  bien  podia  decir 
en  una  carta  al  ama  del  príncipe  Don  eJuan:  "Tal  re- 
putación me  han  creado  que  si  hago  construir  iglesias 
y  hospitales,  se  dirá  que  son  cuevas  para  ladrones. "  Sin 
embargo,  bueno  será  dejarlo  consignado,  los  primeros 
que  con  solo  tocar  la  cruz,  recobraron  la  salud  eran 
precisamente  aquellos  que,  honraban  el  madero  á  cu- 
yo pié  gustaba  meditar  el  almirante,  y  que  sin  pen- 
sarlo, tal  vez,  veneraban  su  memoria,  al  mismo  tiempo 
que  la  cruz.  La  existencia  y  los  milagros  de  la  cruz 
de  la  Vega  es,  pues,  un  hecho  evidente  que  no  dá  már- 
jen  á  la  (luda,  y  su  desaparición  posterior  no  puede 
perjudicar  en  lo  mas  mínimo  á  su  realidad  histórica. 
¡Cuántas  reliquias  glor'osas,  objeto  dü  la  mas  autori- 
zada veneración  han  desaparecido  también  con  el  tras- 
curso de  los  siglos! 

Abrigamos  lafiruie  esperanza  de  que  llegará  un  dia 
en  que  la  Santidad  del  Heraldo  de  la  cruz  surjirá  de 
la  hi;ítoria,  y  recibirá  del  pontificado  la  sanción  nece- 
saria para  que  sea  venerada  por  los  hombres. 

1  Gomara.  Hist.  de  las  Indias,  cap.  XXXVI. 


—452— 


XII. 


Es  tan  grande  la  importancia  de  la  historia  de  Cris- 
tóbal Colon  que,  aun  obstinándose  en  desconocer  su 
carácter  providencial,  ofrece  con  su  vida  muy  elevadas 
lecciones  bajo  el  punto  de  vista  filosófico.  Reducido  á 
su  sola  personalidad,  es  el  revelador  del  Globo  ines- 
plicable,  misterioso  y  grande,  como  todo  lo  que  no 
es  terrenal  Su  vida  ofrece  una  práctica  enseñanza  de 
humana  sabiduría  y  de  resignación  admirable.  El  hom- 
bre que  dio  cima  á  la  obra  mas  importante  de  la  hu- 
manidad fue  también  objeto  de  las  mayores  ingratitu- 
des, despreciado  antes  de  realizar  su  empresa,  admira- 
do después,  por  un  momento,  aborrecido,  luego,  y 
destituido  y  aprisionado,  y  si  bien  tarda  poco  en  recu- 
perar su  libertad,  queda,  ya  para  siempre  castigado  sin 
culpa  con  la  enemiga  d-el  rey;  en  vano  añade  uno  en 
pos  de  otro,  nuevos  territorios  a  los  que  ya  ha  dado 
á  España,  porque  está  en  contra  suya  la  opinión  y  to- 
dos lo  abandonan  por  seguir  la  corriente  del  monarca; 
y  así  se  vé  al  hombre  que  ha  hecho  de  Castilla  la  na- 
ción mas  poderosa  del  universo,  languidecer  en  la  os- 
curidad y  la  pobreza,  sufriendo  á  un  tiempo  física  y 
moralmente,  y  muriendo  sin  que  nadie  se  interese  ni 
conduela  de  su  estado.  Y  en  medio  de  tanto  infortu- 
nio ni  una  queja  sale  de  sus  labios.  Un  tipo  como  el 
de  Colon  no  lo  hubiera  podido  concebir  la  antigüedad; 
solo  el  cristianismo  es  capaz  de  crearlo  y  compren- 
derlo. 

El  ejemplo  de  Colon  nos  manifiesta  que,  aun  do- 
minando sus  pasiones,  cumpliendo  con  amor  todos  sus 
deberes  y  poniendo  al  servicio  de  la  mejor  causa  la  mas 
sostenida  sabiduría,  ninguno  se  exime  en  este  mundo 
de  las  tribulaciones  de  la  vida;  y  que  el  jenio,  la  gloria, 
la  sublimidad  no  son  partes  que  preservan  de  las  ace- 


—453— 

radas  saetas  de  la  maledicencia,  ni  la  virtud  y  los  dea- 
nes del  señor  emancipan  al  hombre  de  su  condición 
terrenal;  que,  á  pesar  de  los  consejos  de  la  mas  clara 
prudencia  no  es  posible  no  ya  libertarse,  pero  ni  aun 
alejar  de  sí  las  injusticias;  que  el  tiempo  inexorable 
nos  agobia  y  quebranta  en  su  marcha  constante  hacia 
la  eternidad;  que  el  curso  de  los  sucesos  entibia  nues- 
tras mas  firmes  resoluciones  y  gasta  nuestras  fuerzas; 
y  que,  á  las  veces,  nos  vemos  obligados  á  hacer  aquello 
que  deseábamos  evitar,  sin  poder  evitar  lo  que  no  que- 
riamos  hacer.  El  ejemplo  de  Colon  nos  enseña,  también, 
que  nadie  alcanza  en  esta  vida  el  colmo  de  sus  deseos. 
Así  vemos  en  su  historia  que  él,  que  duplicó  el  espacio 
de  la  tierra,  no  pudo  ver  realizados  sus  propósitos. 
Colon  alimentaba  tres  nobles  pensamientos;  descu- 
brir el  Nuevo  Mundo,  dar  la  vuelta  al  globo,  y  liber- 
tar el  Santo  Sepulcro.  De  estas  tres  aspiraciones  de 
su  corazón,  apenas  sí  alcanzó  la  primera;  porque,  si 
bien  es  cierto  que  descubrió  el  Nuevo  Mun  rio,  no 
tuvo  la  satisfacción  de  darle  su  nombre,  sino  que  se 
vio  usurpar  esa  gloria  por  un  hombre  que  nada  habia 
hecho. 

El  cúmulo  de  dificultades  que  necesitó  vencer  Co- 
lon para  dar  cumplimiento  á  su  obra,  parece  reno- 
varse en  nuestros  dias  para  impedir  qus  se  le  haga 
cumphda  justicia.  Han  desaparecido  de  los  archivos 
importantísimos  documentos,  otros,  como  el  libro  de 
las  Profecías  han  sido  mutilados,  y  la  invasión  fran- 
cesa en  tiempo  de  Napoleón  ha  sido  causa  de  dolorosos 
latrocinios.  Por  otra  parte  el  sabio  canónigo  de  Pla- 
sencia,  Campi,  murió  cuando  iba  á  dar  á  la  estampa 
la  relación  edificante  de  los  postreros  momentos  de 
Colon,  y  sus  preciosos  manuscritos  han  desaparecido 
por  la  incuria  ó  la  ignorancia  de  sus  herederos.  Hasta 
la  rehabilitación  material  de  los  rasgos  de  su  fisono- 
mía encuentra  dificultades  de  diversos  jéneros,  por  es- 
tar infestada  la  Europa  y  especialmente  la  Italia  de 


--454— 

mil  pretensos  retratos  del  héroe,  á  cual  mas  fantásti- 
co, innoble  é  inverosimil,*  y  Jénova  que  quiso  levan- 
tar á  la  memoria  de  su  hijo  un  monumento  digno 
de  él  y  de  su  maternal  entusiasmo,  lleva  gastados, 
desde  1846,  sumas  inmensas  sin  conseguirlo,  porque 
las  enfermedades  y  la  muerte  han  venido  siempre  á 
privarla  de  los  eminentes  artistas  á  quienes  habia  con- 
fiado los  trabajos.  Nosotros  mismos  cuántas  dificulta- 
des no  hemos  tenido  que  vencer  para  llegar  á  esta 
pajina! 

Por  un  efecto  natural  de  las  relaciones  que  unían  á 
los  destinos  del  Catolicismo  el  corazón  sacerdotal  y 
el  jénio  apostólico  de  Colon,  el  clero  que  fué  el  conso- 
lador de  sus  infortunios,  continuó  siendo  el  defensor 
de  su  gloria.  Diríase  que,  adelantándose  á  su  época, 
conipreiídia  el  clero  que  la  causa  del  almirante  era  la 
suya  propia  y  qué  haciéndole  justicia  se  honraba  á 
sí  mismo.  En  efecto,  la  vida  de  Colon  hace  resplande- 
cer la  superioridad  del  catolicismo,  porque  en  ella  se 
advierte  el  contacto  de  lo  sobrenatural  con  el  hom- 
bre, y  con  ella  se  comprende  que,  sin  el  socorro  de  la 
gracia,  no  hubiera  podido  descubrirse  el  Nuevo  Mun- 
do. Además  su  vida  justifica  al  pontificado  de  las 
acusaciones  que  formularon  contra  ellos  enciclopedis- 
tas al  tratar  especialmente  de  su  pretendida  persecu- 
ción contra  Galileo,  pues  no  siendo  la  rotación  de  la 
tierra  mas  peligrosa  para  la  ortodoxia  de  la  fé  que  su 
esferoicidad,  admitida  en  principio  y  en  hecho  por  el 
papa  Alejandro  VI,  esta,  debia,  por  razón  natural,  con- 
ducir á  aquella.  Si  un  pontífice,  auxiliado  de  su  infa- 
libilidad, habia  reconocido  en  1493  la  forma  esférica 
del  globo,  en  el  hecho  de  trazar  la  famosa  línea  de  de- 
marcación', si  otro,i  en  el  siglo  XVI,  al  admitir  la  de- 
dicatoria del  libro  titulado:  De  Revolutionibiis  orbiiim 


*     Sin  salir  de  nuestro  pais,  véase  el  que  Luis  Felipe  regaló  á  la 
Biblioteca   Colombina  de  Sevilla.  N.  del  T. 

1     Paulo  III. 


—455— 

coelestiuniy  sancionaba  la  base  de  las  ideas  de  Koppér- 
nico  ¿cómo  es  posible  que,  en  el  siglo  XVII,  después 
de  los  notables  progresos  hechos  en  la  astronomía, 
merced  á  la  invención  del  telescopio,  persiguiese  la 
Santa  Sede  á  Galileo  por  su  doctrina  del  movimiento 
de  la  tierra?  Las  medidas  de  que  fué  objeto  Galileo 
tuvieron,  pues,  por  causa  circunstancias  personales; 
y  la  confianza  que  manifestó  el  pontificado  á  Colon  re- 
futa de  antemano  las  imputaciones  de  los  enciclope- 
distas: Galileo  no  hizo  mas  que  presentar  de  una  ma- 
nera mas  tanjible  la  demostración,  evidentísima  ya,  de 
la  redondez  del  globo. 

El  estudio  de  la  vida  de  Colon,  provechoso  á  to- 
dos, lo  será  mas  todavía  á  los  cristianos.  Porque,  al 
considerar  el  conjunto  de  sus  hechos  de  peregrino,  de 
apóstol  y  de  mártir,  y  su  poderosa  intelijencia,  pene- 
trada de  Dios  hasta  el  punto  de  sufrirlo  todo  sin  pro- 
ferir una  queja,  se  siente  el  hombre  lleno  de  respeto, 
é  inclinado  á  creer  con  docilidad  y  á  amar  sin  reserva, 
reconoce  que  se  eleva  sobre  el  nivel  de  las  imperfec- 
ciones y  de  las  virtudes  terrenales,  y  para  decirlo  de 
una  vez,  que  llega  á  los  dominios  de  la  santidad. 

Al  leer  el  resumen  de  su  vida,  escrito  por  su  hijo 
D,  Fernando,  se  comprende  que  se  hallaba  poseído  de 
relijiosa  emoción  al  hacerlo,  á  causa  de  lo  que  descu- 
bría en  las  notas  de  su  padre,  y  que  su  gran  modes- 
tia le  ha  impedido  decirnos.  La  narración  termina 
con  estas  palabras  que  reasumen  su  sentido:  Laus  Beo. 


—457- 


AMI60S  POSTUMOS  DE  COLON 


Después  de  tres  siglos  de  indiferencia,  el  hombre 
que,  durante  el  trascurso  de  su  vida,  no  tuvo  por  ami- 
gos fieles  sino  dos  frailes,  cuenta  á  la  sazón,  en  todos 
los  estados  católicos,  grandes  simpatías.  Así  como  una 
madre  nunca  se  engaña  acerca  de  sus  hijos,  reconoce 
sus  méritos,  los  ama  y  les  conserva  en  su  corazón  un 
lugar  preferente  aun  cuando  todos  los  abandonen,  la 
Santa  Sede  ha  conservado  su  antigua  y  tierna  solici- 
tud por  la  fama  de  su  querido  hijo,  Cristóbal  Colon; 
é  imitados  los  Papas  por  los  cardenales  han  logrado 
impedir  que  la  Italia  misma  se  olvidase  de  haber  sido 
cuna  del  héroe  del  Evanjelio. 

Por  esa  razón,  al  terminar  esta  biografía,  vamos  á 
inscribir,  á  manera  de  epitafio,  los  nombres  de  sus 
principales  admiradores.  De  esta  manera  los  futuros 
amigos  de  Colon  conocerán  á  los  que  les  han  pre- 
cedido. 

Por  la  triple  obligación  del  agradecimiento,  del 
respeto  y  de  la  verdad,  debemos  nombrar  primero 
entre  todos  los  amigos  que  cuenta  en  la  actualidad 
Critóbal  Colon  á 

S.  S.  el  Papa  Pió  IX,  luego  le  siguen:  (i) 
El  Emmo.  Sr.  Cardenal  Pietro  Marini, 
El  Emmo.  y  Rmo.  Sr.  Cardenal  de  Andrea, 
El  lílmmo.  Sr,  Cardenal  Ferreti, 
El  Emmo.  Sr.  Cardenal  Altieri, 
El  Emmo.  y  Rmo.  Sr.  Cardenal  Biunelli, 
El  Emmo.  Sr.  Cardenal  Fransoni,  prefecto  de  la 
Propaganda, 

(1)  Iremos  enumerando  los  nombres  de  los  amigos  de  Colon, 
sin  tomar  en  cuenta  la  jerarquía  para  dar  preferencias. 

58 


—458—   • 

ElEmino.  Sr.  Cardenal  Fieschi, 

El  Emmo.  Sr.  Cardenal  Macchi,  decano  del  Sacro 
Colejio, 

El  Emmo.  Sr.  Cardenal  Patrizzi, 

El  Emmo.  Sr,  Cardenal  Morichini, 

El  Emmo.  Sr.  Cardenal  Bofondi, 

El  Emmo.  Sr.  Cardenal  Wiseman, 

El  Emmo.  Sr.  Cardenal  Amat, 

El  Emmo.  Sr.  Cardenal  Riario  Sforza, 

El  Emmo.  Sr.  Cardenal  Gande, 

El  Emmo.  Sr.  Cardenal  Justo  de  Recanati, 

El  M.  R.  P.  Jandel,  procurador  jeneral  de  los 
Dominicos, 

El  M.  R.  P.  Gualerni,  jeneral  de  los  Menores 
conventuales, 

El  M.  R.  P.  Lorenzo  da  Brisighella,  predicador 
apostólico, 

El  M.  R.  P.  Alfonso  de  Ruinill}^  definidor  jene- 
ral de  los  Capuchinos, 

El  M.  R.  P.  Bernardino  da  Terentino,  secretario 
jeneral  de'los  Observantes, 

El  M.  R.  P.  Villefort,  secretario  de  la  Compañía 
de  Jesús, 

El  M.  R.  P.  secretario  jeneral  de  los  Menores 
conventuales. 

El  M.  R.  P.  Eilippo  Rossi, 

El  M.  R.  P.  Eélix, 

El  M.  R.  P.  Vaure,  que  en  el  Convento  de  los 
Santos  Apóstoles  proclamó  las  glorias  de  Colon, 

El  M.  R.  P.  Cerino,  uno  de  los  hombres  mas  sa- 
bios que  encierra  la  ciudad  eterna. 

En  el  Piamonte  hallamos: 

El  cardenal  Charvaz,  arzobispo  de  Jénova;  los  se- 
ñores Lorenzo  Pareto,  Vincenzo  Ricci,  Giacinto  Vivia- 
ni,  Luigi  Bartolomeo  Migone  y  Pietro  Elena,  indivi- 
duos de  la  comisión  encargada  de  levantar  un  monu- 
mento al  almirante,  y  los  cantores  de  su  gloria  Lorenzo 
Costa  y  Enrique  Bixio, 


—459— 

El  Excnio.  Sr.  marqués  Antonio  Brignole  Sale, 

El  Excmo.  y  Rmo.  Sr.  Billet,  arzobispo  de  Cliani- 
bery, 

El  Excmo.  Sr.  Marongio,  arzobispo  de  Cagliari, 

El  conde  Tullio  Dándolo, 

El  M.  R  P.  Ventura  de  Raulica, 

En  España  vemos  iniciado  el  pensamiento  de  la 
restauración  de  la  Rábida  por  SS.  AA,  RR.  los  Sere- 
nísimos Sres.  infantes  Duques  de  Montpensier,  y  S.  M. 
la  reina  Amelia,  y  cantada  su  gloria  por  las  Sras.  doña 
Dolores  de  Molina,  y  doña  Antonia  Diaz  y  Fernan- 
dez; y  por  los  Sres.  D.  Juan  Manuel  Alvarez,  D.  Fran- 
cisco Rodríguez  Zapata,  D.  José  Fernandez  Espino, 
D.  A.  Magariños  Cervantes,  D.  José  de  Benavides, 
D.  Demetrio  de  los  Rios,  D.  Fernando  de  Gabriel  y 
Apodaca,  D.  Tomás  de  Reina  y  Reina,  D.  Arístides 
Pongilioni,  D.  Narciso  Campillo,  y  D.  Juan  José  Bue- 
no. Debeímos  también  consignar  aquí  el  nombre  de 
Mr.  A.  de  Latour  que,  tan  doctamente,  ha  escrito 
acerca  de  D.  Fernando  Colon,  (i) 

En  Francia  el  primer  amigo  de  la  memoria  de  Co- 
lon es  una  mujer  esclarecida,  colocada  en  tan  elevado 
rango,  que  no  se  hace  necesario  la  nombremos  en  esta 
pajina  para  que  se  comprenda  quien  es. 

Le  siguen  el  conde  de  Falloux,  Mr.  de  Saucet,  ex- 
ministro;  el  ilustre  Mr.  Guizot,  el  conde  de  Salvandy, 
Mr.  de  Lourdoneix,  Mr.  de  Riancey,  Mr.  Gandy,  el 
barnn  G.  de  Flotte,  Mr,  L.  Roche,  Mr.  Barbey  d'Au- 
revilly,  el  conde  G.  de  Saffray,  el  abate  Cadoret,  Mr. 
Gauttier  de  Claubry,  Mr.  F.  Denis,  el  R.  P.  Lacordai- 
re,  el  cardenal  arzobispo  de  Lyon,  monseñor  de  Bo- 
nald;  el  cardenal  Mathieu,  arzobispo  de  Besanzon;  el 


(1)  Es  para  nosotros  un  deber  muy  grato  dejar  consi/rnado 
en  una  nota  la  simpatía  y  el  respeto  que  profesa  á  la  memoria  de 
Cristóbal  Co'ou,  el  venerable  Cardenal  de  Tarancon,  arzobispo  de 
Sevilla:  simpatia  y  respeto  que  nos  ha  manifestado  d?  palabra  re- 
petidas veces.  N.  del  T. 


—460— 

arzobispo  Burdeos,  el  cardenal  Donnet;  monseñor 
Guibert,  arzobispo  de  Tours;  monseñor  Sibour,  arzo- 
bispo de  París;  monseñor  Chalandon,  de  Aix;  monse- 
ñor Jolly,  de  Sens;  monseñor  Jherphanion,  de  Alby; 
monseñor  de  Prilly,  obispo  de  Chalons;  monseñor  de 
Garsignies,  de  Soissons;  monseñor  de  Morlhon,  de 
Puy;  monseñor  Roess,  de  Strasburgo;  monseñor  de 
Mazenod,  de  Marsella;  monseñor  Doney,  de  Montaii- 
ban;  monseñor  Croizier,  de  Rhodez;  monseñor  Thi- 
bault,  de  Montpellier;  monseñor  Menjaud,  de  Nancy; 
monseñor  Ghatrousse,  de  Valence;  monseñor  Pallu  du 
Pare,  de  Blois;  monseñor  Angebanlt,  de  Angers;  mon- 
señor Lameluc,  de  Aire;  monseñor  Gignoux,  de  Beau- 
vais;  monseñor  Wicart,  de  Laval;  monseñor  Dreux- 
Breze,  de  Moulins;  monseñor  Caverot,  de  Saint-Dié; 
monseñor  Casamelli  d'Istria,  de  Ajaccio;  monseñor 
Bonnamie,  arzobispo  de  Calcedonia,  y  monseñor  Tir- 
marche,  obispo  de  Arras. 

No  debemos  olvidar,  tampoco,  aquellos  de  sus  ami- 
gos que  nos  han  precedido  en  la  eternidad,  y  así,  consig- 
naremos el  nombre  del  inmortal  arzobispo  de  París, 
monseñor  Affre,  que  pereció  víctima  de  nuestras  dis- 
cordias civiles.  Dejemos  también  *  inscritos  los  nom- 
bres del  cardenal  Lambruschini,  del  cardenal  Pornari, 
de  monseñor  Garibaldi,  nuncio  en  París,  y  del  sabio 
cardenal  Angelo  Mai,  infatigable  descifrador  de  los 
palimpsestos,  y  autor  de  una  multitud  de  importantes 
descubrimientos  históricos. 

Al  terminar  este  libro  nos  complacemos  en  colocar 
como  una  corona  de  flores  sobre  la  fama  de  Colon,  el 
nombre  augusto  de  la  emperatriz  Eujenia,  para  quien 
es  tan  cara  la  memoria  del  inmortal  revelador  del 
Nuevo  Mundo. 


FIN  DEL  TOMO  II  Y  ULTIMO. 


índice. 


LIBRO  TERCERO. 


CAPITULO  I. 

Paginas. 
El  almirante,  en  su  viaje  de  descubrimiento  de  la  Tierra  firme, 
esperimenta  las  calmas  de  la  zona  tórrida.  Peligros  y  pade- 
cimientos d,e  la  navegación.  Hállase  la  Trinidad.  La  Tierra 
firme.  Carácter  del  Nuevo  Continente 7. 


CAPITULO  II. 


Inducciones  científicas  del  almii*ante.  Sus  ideas  respecto  al  pa- 
raíso terrenal.  Sus  descubrimientos  científicos 27. 


CAPITULO  III. 


"Vuelta  de  Colon  á  la  Española.  Acontecimientos  desastrosos 
curridos  durante  su  ausencia.  La  reyna  Anacoana  j  su  corte. 
Revueltas  y  deserción  de  los  deportados.  .     , 38. 


CAPITULO  IV. 


Proclama  del  almirante  á  los  rebeldes;  promesas  de  perdón.  De- 
serción de  las  tropas.  No  se  puede  apelar  á  la  fuerza.  Tiene 
que  sufrir  humillaciones  y  que  hacer  acuerdo  con  los  re- 
beldes  59. 


CAPITULO  V. 

Cómo  el  jefe  de  los  rebeldes  no  pudo  hacerse  respetar  de  ellos. 
Alzamiento  de  los  Indios.  Llegada  de  Ojeda  para  dar  mas 


—462— 

fuerza  á  la  revuelta.  De  cómo  favoreció  á  Colon  la  Divina 
Providencia,  cuando  ya  estaba  á  punto  de  huir.  Sumisión  vo- 
luntaria del  jefe  de  los  rebeldes.  Restablécese  el  orden     .     .       71. 


CAPITULO  VI. 


Los  enemigos  de  Colon  en  Sevilla.  Intrigas.  Animosidad  del 
rey  Don  Fernando.  Hácese  que  la  reyna  reemplace  á  Colon 
con  el  comendador  Bobadüla 85. 


CAPITULO  VIL 


Llegada  del  comendador  á  Santo  Domingo.  Pone  sitio  á  la  cin- 
dadela y  la  toma,  como  también  se  apodera  de  la  casa  y  me- 
naje de  Colon,  durante  su  ausencia.  Prisión  del  almirante  y 
de  sus  hermanos.  Envíanles  á  España  con  grillos     ....       O" 


CAPITULO  VIII. 


Indignación  de  la  Reyna  al  saber  el  atropello  cometido  con  el 
almirante.  Llega  este  á  la  corte.  La  audiencia  pública  y  la 
privada.  Destitución  de  Bobadilla.  Colon  se  ocupa  del  rescate 
del  Santo  Sepulcro 118. 


CAPITULO  IX. 


Colon  quiere  proseguir  sus  descubrimientos.  Antes  de  partir, 
indica  en  la  carta  el  itsmo  de  Panamá.  Escribe  al  Padre 
Santo.  Precauciones  que  toma  contra  el  rey 158. 


LIBRO  Cüá^ETO. 

CAPITULO  I. 


Pártese  Colon  con  cuatro  bajeles.  El  gobernador  de  la  Española 
le  niega  la  entrada  en  puerto.  Colon  predice  una  tempestad  y 


—463— 

todos  se  burlan  de  su  pronóstico.  La  tempestad  sobreviene  y 
destruye  la  flota  española.  Sálvase  Colon  con  sus  buques.     .     171. 


CAPITULO  II. 

La  Tierra  Arme.  Contrariedades.  El  rio  del  desastre.  Búscase  el 
estrecho.  El  itsmo  de  Panamá.  El  cabo  Nombre  de  Dios.     .     202. 


CAPITULO  III. 


Lucha  de  Colon  con  los  elementos.  Tempestades.  La  tromba.  Los 
caimanes.  Sufrimientos  de  la  tripulación.  Mal  estado  de  los 
buques.  Establecimiento  del  Rio  Belén 217. 


CAPITULO  IV. 

Ataque  de  los  naturales.   Son  asesinados  algunos  españoles.  La 
fuerza  de  la  resaca  impide  á  Colon  favorecer  á  los  suyos.  Su 
dolor.  Vision  misteriosa.  Se  reembarcan  los  españoles.  Las  ca-  .' 
rabelas  varan  en  la  Jamaica 238. 


CAPITULO  V. 


Colon  escribe  á  los  reyes  una  carta  sin  saber  como  la  hará  lle- 
gar á  sus  manos.  Decisión  de  Méndez.  Alzamiento  de  los  Por- 
ras. La  camarilla  sevillana.  Deserción 261. 


CAPITULO  VI. 


Conducta  de  los  pronunciados.  Escitan  á  los  indijenas  contra  el 
almirante.  Apuro  de  los  Españoles.  Predicción  del  eclipse. 
Los  indios  traen  provisiones.  Llegada  de  un  espia  de  la  Es- 
pañola   284. 


CAPITULO  VIL 
Ataque  de  los  rebeldes.  El  adelantado  los  derrota  y  hace  pri- 


■  ^':'n    -  —464— 

sionero  á  uniefe.  Al  cabo  de  muchos  meses  recibe  socorro  el 
almirante.   Vuelve  á  la  Española  y  en  seguida  á  Castilla.     .     307. 


CAPITULO  VIH. 


Enfermedad  y  muerte  de  Isabel.  Sufrimientos  y  pobreza  del  al- 
mirante. Desde  su  lecho,  deshace  una  intriga  urdida  en  Roma 
por  Don  J.  de  Fonseca.  Desoye  el  rey  sus  reclamaciones.     .     321. 


CAPITULO  IX. 


Agrávanse  los  padecimientos  de  Colon.  Cierra  su  testamento. 
Error  de  los  historiadores  respecto  á  Beatriz.  Recibe  Colon 
los  últimos  Sacramentos.  Muere.  Viajes  postumos  del  almi- 
rante      361, 


CAPITULO  X. 


Vida  privada  de  Colon.  Su  carácter  providencial.  Leyenda  de 
San  Cristóbal.  Paralelo  entre  Colon  y  Moisés.  Santidad  de 
Cristóbal  Colon.  Müagros  de  una  cruz  puesta  por  él    .     .     .     382. 


AMIGOS  POSTUMOS  DE  COLON 457. 


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