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Full text of "Historia crítica y social de la Ciudad de Santiago, desde su fundacion hasta nuestros dias, (1541-1868.)"

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HARVARD COLLEGE LIBRARY 

SOUTH AMERICAN COLLECTION 




THE CIFT OF ARCHIBALD CARY COOLIDGE,. '87 
AND CLARENCE LEONARD HAY, '08 

IN REMEMBRANCE OF THE FAN-AMERICAN SCIENTIFIC CONGRESS 
SANTIAGO DE CHILE DECEMBER MDCCCCVIII 




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HISTORIA CRITICA Y SOCUL 



BE LA 



OITJIDA.D DE SA.2SrTIA.aO. 



EL EX— SElOR DON ftMBROSIO O'KIGGIHS DE VltLlEHIR. 



^ HISTORIA CRITICA Y SOCIAL 



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CIUDAD DE SANTIAGO 



DI8DB 



SU FUOACION HASTA NUESTROS DÍAS, 



(1641-1868.) 



MS 



B. VICUÑA MAOKENNÁ. 



VALPARAÍSO; 

IMPRENTA DEL MERCURIO 

do Reoaredo S. Tornero. 

1869. 



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Harvard Colleira Llbrary 

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A LAS SESÍORAS 



doKá gármen mackenm de VICUÍÍA 



YDOSTA 



MAGDALENA VICUÑA DE SUBERCASEAUX, 



dos seres queridos que el amor reúne en un solo nombre, y 
para quienes el culto de mi alma es una ofrenda infinita de 
admiración y de ternura por todo lo que hai de puro, de no- 
ble, de sublime en el alma de la mujer y de la madre, consa* 
gra estas pajinas, que, bajo las formas efímeras del lenguaje, 
guardan austeras enseñanzas, 

su hijo 

Benjamín. 



Santiago, diciembre 31 de 1868. 



PREFACIO. 



^•^ 



PROPÓSITOS. - ^IjJLST. - STTKlQTrSS. 



Es opinión de algunos que el mejor prólogo de las obras mo- 
dernas dadas al público, es no poner ninguno, porquA indisputa- 
blemente mas aprovecha al escritor lo que calla sobre el monto 
de trabajo i los nobles motivos de critica o los propósitos de 
enseñanza, no menos que de solaz i amenidad que hayan prece- 
dido a su labor, que cuanto pudiera decir por lisonjear a sus 
lectores o a si mismo con su enumeración prolija: consejo de 
oro, parlicularmente en esta tierra en que es fama la han ganado 
tantos con sólo vivir i morir callados! 

Con todo, se nos perdonará digamos unas cuantas palabras en 
benefício de los que este libro lean, esplicándoles las tres cosas 
mas sustanciales que sus pc^jinas significan o contienen, a saber: 
1.®, su propósito; 2^**, su forma filosófica i literaria; i 3/, las 
fuentes de que ha sido derivado. 

Sobre lo primero tenemos mui poco que decir, porque las 
varias cuanto sanas intenciones que este libro encierra, irán 
apareciendo a la mente de cada uno a medida que avance en su 
lectura, i su desapasionado concepto, no el nuestro, será el que 
venga a calificar el espiritu de esta empresa, cuyo argumento, 
como el de toda historia loca^ es sumamente delicado. 

Oportunamente el frió observador de nuestro modo de ser 
politico i social^ o puramente doméstico, como pueblo, como 



— 8 — 

comunidad, como familia, decidirá, por consiguiente^ si el re- 
trato de nuestro actual Santiago es una copia fíei de su orijinal, 
i si han sido agrupados con desgreño o fortuna los singulares 
matices de raza i costumbre?, vicios i grandezas, virtudes i 
preocupaciones que en el trascurso de los siglos han venido 
acumulándose en el vasto lienzo de nuestra presente sociabili- 
dad. Solo entonces también podrá formarse cabal concepto el 
crítico sagaz sobre aí^l Sar^ia^go 3i3 Rííi flía; brillante, opulento^ 
beato, chismoso, étefrnaVneñter asofnaíío a la ventana del vecino, 
nobilísimo de sangre, valiente, aristocrático en todo, i mas que 
ninguna otra cosa, llamada mfntoo defecto, parsimonioso de su 
hacienda, es el mismo Santiago que fundó Pe )ro de Valdivia 
con su hueste de estremeños, es el mismo del cual los vizcaínos 
se hicieron absolutos dueños en los siglos del coloniaje, i por 
último, el mismo que de lo alto de los mástiles del corsario Ata" 
cama divisó venir sobre nuestras playas las naves de Pareja... 

No debéirio^j'si^ embaígcT; oniitir eí señáíai* separadamente 
dos motivos que nos han impulsado mas inmediatamente a esta 
tarea. El uno es solo de urjencia"' porque en los momentos que 
el trigo convertido en oro, i el oro trocado en ladrillos i en 
brocados, trasforman la ciudad colonial desde sus cimientos, 
lpi^ntán4ose uñ.p§^lacjo do quiera que antes hubiese un mojinete^ 
h^P indispensable un bosquejo, siquiera rápido, que conserve 
la sombra i los perfiles de la ciudad que desaparece bajo la 
azada para no volver, como el hombre i la luz, a ostentarse sobre 
la tierra. El otro es de pura honra, o si se quiere de vanidad 
local, porque mientras eñ Europa hasta las mas humildes villas 
lieaen su historia escrita i las capitales de Sud América sus 
libros e^pQciales de estadística i descripción, la mas hermosa i 
la mas rica de aquellas, cual sin disputa es Santiago, no posee 
Qtrp guia que los almanaques pobres i efímeros en que se apun- 
tan lop aniversarios de los santos, junto con la hora en que sale 
el sol i se pone, cada día* 

Estp en Quanto a los propósitos. 

Respecto de la forma del presente libro, nos referimos también 
.al público indu^jente como a juez. Nosotros no podemos decidir 
8i hemos acertado o no en la concepción jeneral del plaii, en la 
distribución t^e.sus detalles, en su colorido, en su compajina- 
cion. Lo. único que podríamos anticipar es que hemos buscado 
con ahinco f^ acierto, tratando de combinar lo ameno con lo 
severo, la enseñanza útil con el deleite pasajero. 
.. Nos ha parecido por esto preferible uu estilo llano i corrido 
,cual conviene a esta historia esclusivaménle doméstica narrada 
a la gran familia chilena por uno de sus mas humildes mlem- 



— 9 — 

bros, no menos que el empleo de notas complementarlas para 
descartar el testo en lo posible de materias estrañas a la unidad 
de su argumento. 

Por lo demás, este, como todos nuestros pobres ensayos, está 
escrito al correr de la pluma, bien que sobre materiales prepa- 
rados cuidadosamente después de un largo estudio i de investi- 
gación laboriosa i paciente, cual siempre lo hemos acostumbrado. 

Por esto hemos llamado critica la presente historia, pues en 
realidad lo es, i porque, en otro sentido, concebimos que én el 
presente estado de las ciencias de investigación i de la literatura 
seria una avanzada presunción, casi una petulancia, escribir un 
libro histórico sin apuntar prolijamente cada uno de los oríjenes 
i comprobaciones de los hechos que en él se mencionan, de los 
caracteres que se recuerdan, de las pasadas acciones que se ala- 
ban o vituperan, de las impostaras, en fin, que cual la del 
seudo-palacio de Valdivia i otras muchas de diversos jéneros, 
se persiguen i esclarecen. 

Tocamos, pues, al tercero i último punto de este prefacio i 
creemos que la mejor manera de cumplir el deber que nos im- 
pone es agregar simplemente a continuación una nómina tan 
completa como nos es posible de los libros i papeles inéditos de 
consulta que nos han servido, i es la siguiente: 

1.» Cartas de Pedro Valdivia a Carlos V. — I. Serena, eetiemtjre 4 de 154B. — 
II. Lima, junio 15 de 1548. — III. Concepción, octubre 15 de 1550. — IV. Concep 
cion, noviembre 25 de 1551. — V. Santiago, octubre 26 de 1652. 

2.» Libro becerro del cabildo de Santiago — (Actas de 1541 « 165Y.) 

3.» Historia de Chile desde su descubrimiento hasta el afio de 1575, com- 
puesta por el capitán Alonso Góngora Marmolejo. 

4,*^ Información de los sucesos de la guerra de Chile hasta el año 1698 i el 
aviamiento que se dio aquel afio al jeneral don Gabriel de Castilla. 

5.» Hechos de don Garcia Hurtado de Mendoza, por Cristóbal Suares de Fi. 
gueroa. . * 

6.* Crónica del Reino de Chile escrita por el capitán don Pedro Marino de 
Lovera, reducida a nuevo método 1 estilo, por el padre Bartolomé de Escobar, 
de la Compañía de Jesús (1595). 

7.» Relación de los servicios que hizo a Su Majestad don Alonso de Soto- 
ma'yor, por el licenciado Francisco Caro de Torres. 

8.» Guerras de Chile, causas de su duración i medios para su fin por el maestre 
de campo Santiago Tesillo. 

9,* Vista jeneral de las continuadas guerras: difícil conquista del gran reino 
i provincias de Chile, por Luis Tribaldos de Toledo. 

10.» Historia de Chile, por el maestre de campo don Pedro de Córdoba i 
Fígueroa (1492-1717). 

11.» Historia militar, civil i sagrada de lo acaecido en la Conqiiista i pacifica- 
ción del Reino de Chile, por Miguel de Olivares, de la Compañía de Jesús. 

12.» Histórica relación del Reino de Chile por Alonso de O valle de la Com- 
pañía de Jesús (Roma 1647). 



— 10 — 

13.» Oviedo y ValdcB.— Historia jeneral y natural de las Indias (Madrid 1866)* 

14.» Herrera. ^Historia jeneral de los hechos de los castellanos. 

16.» Eizaguirre.— Historia eclesiástica, política i literaria de Chile (Santiago 

186T). 

16.» El chileno instruido en la historia topográfica, civil i política de su país, 
por el reverendo padre José Javier Guzman (Santiago 1834-36). 

17.» Gay.— Historia de Chile (París). 

18.» Feuillée.— Journal des observations physiques mathématiques et bota, 
ñiques dans les Indes occidentales (París 1714). 

19.» Relation du voyage de la mer du sud aux cotes du Chili et du Pérou 
1T12-1714, par M. Frezier, ingénieur ordinaire du roi (Paris 1716). 

20.» Premier voyage de Tamiral Byron a la mer du sud (Berlin 1799). 

21.» Voyage de décou verte a Vocean Pacifique du nord et au tour du monde 
par le capitaine George Vancouver (Paris 1799). 

22.» La Perouse. — Voy ages au tour du monde (Paris 1797). 

23.» Historical narrative of twenty years* residence in South America, by W. 
B. Stevenson (London 1829). 

24.» Travels in South America duríng the years 1819, 20, 21 by Alexander 
Caldcleugh (London 1825). 

25.» Journal of a residence in Chile by a young American, detained in that 
country, during the revolutionary scenes of 1817-18-19 (Boston 1823). 

26.* Sketches of Buenos Aires, Chile and Perú, by Samuel Haigh, Esq. 
(London 1881). 

27.» Travels in Chile and la Plata by John Miers (London 1826). ^ 

28.» Journal of a residence in Chile during 1822 by Mary Graliam (Londres 

1824). 
29.» Storia delle missione apostoliche dello stato del Chile di Guiseppe Sallusty. 
30.» Basil HalL—Journal wrilten on the coast of Chile, México etc. 1820- 

1821. 

3L» T. Sutcliffe.— Sixteen years in Chile and Perú 1822-37. 

32.» Walp^lc—Fonr years in the Pacific on board the Collingwood 1844-49. 

38.» Félix Maynard. — Voyage et aventures au Chili. 

34.» Gustave Aymard. — Le gran*! chef des Aucas. 
I 35.» Cordillera and pampa, mountain and plain, sketches of a journey in 
Chile and the Argentine provinces in 1849, by lieut. Isaac G, Strain (New York 
1853). 

36.» The U. S. Naval astroiiomical expedition to the southern hemisphere 
during the years 1849, 50, 51, 52 by lieut. J. M. Gilliss (Washington 1855.) 

37.» Three years in Chile (New York 1863). 

38.» Periódicos, folletos, memorias i todo j enero de publicaciones^de diferen- 
tes épocas. 

89.» Historia jeneral de Chile, Flandes indiano por el padre Diego de Rosales 

(M. S). 
40.» Historia de Chile por el capitán don Vicente Carvallo.y Goyeneche (M. S.) 
41.» Historia de Chile por el capitán don José Pérez Garcia (M. S.) 
42.» Archivo inédito del cabildo de Santiago desde 1557 a 1868. 
43.» Papeles inéditos del virei don Ambrosio OHiggins, conservados en po- 
der de su nieto don Demetrio G'Higgins. 

44.» Papeles inéditos del secretario del vireinato don Judas T. de Reyes, que 
conserva su hijo don Ignacio. 



— 11 ^ 

45.* Papeles inéditos del famoso correjidor de Santiago don Lnis de Zafiarta 
en poder de don Jayier Luis de Zañartu. 

46.* Papeles del obispo Rodríguez que con muchos otros preciosos doenmen- 
tos conserva el sefior don Ignacio Víctor Eizaguirre. 

47.* Diversos papeles i documentos inéditos examinados personalmente por 
el autor en la Biblioteca Real de Madrid i en varias ciudades de España; en el 
Museo británico de Londres i las bibliotecas públicas de Lima, Buenos Aires i 
Santiago. 

48.* Diversos documentos existentes en el archivo del Ministerio del Inte- 
rior, Casa de Moneda y otras oficinas públicas. 

49.* Cartas de diversas épocas que nos han sido franqueadas por particulares 
o funcionarios públicos e informes verbales recojidos de personas competentes i 
autorizadas. 

50.» Archivo de la Real Audiencia de Chile conservado en las secretarias 
de la Corte de Apelaciones de Santiago. 

Después de agradecer debidamente su desinteresada coopera- 
ción a todos los que han tenido la bondad de ofrecérnosla, nos 
seiá permitido agregar las siguientes advertencias que creemos 
conveniente para mejor coiisultar la parte crítica del presente 
estudio, a saber: 1.* Las obras citadas en la nómina anterior, 
hasta el número 1 1 , pertenecen a la colección de historiadores 
cliileaos impresa en Santiago, i a esta edición se refieren las 
citas del testo, en que solo se pondrá, para abreviar, el nombre 
del autor i la pajina. 2.* Las obras o documentos que se haya 
omitido insertar en la enumeración que antecede, se citarán por 
sexjarado en el lugar oportuno. 3.* Como el autor no pretende 
en manera alguna hacer de la presente obra un trabajo osten- 
tí'sode erudición, anticipa humildemente, como lo ha verificado 
siempre, la corrección de cualquier erior de detalle cometido, i 
agradecerá todo jénero de reclificaciones o ampliación de noti- 
cias, pues es natural suponer que en un libro que abraza una 
era de mas de trescientos años, no le ha sido posible llenar todos 
los vacios de un período tan largo como oscuro. 4.* El autor se 
reservad derecho de completar en breve esta obra con un Guia 
minucioso de Santiago, al que el presente libro servirá de punto 
de partida, i por lo tanto se reserva sobre él todos los derechos 
que le confiere la lei. h.^ Por último, que tocándose estrecha- 
mente la vida colonial de Santiago con la de Valparaíso, que fué 
solo un arrabal de aquella Corte, se seguirá pronto al presente 
libro, como su inseparable jemelo, otro con el siguiente título: 
Historia de la ciudad y puerlo de Valparaiso. 

I dicho todo esto en pro del público amigo i bien intencio- 
nado, como los antiguos caminantes de nuestra tierra que^l 
llegar a un rio caudaloso acostumbraban persignarse en la frente 
i en el pecho, los asientos del cuerpo humano donde residen las 
potencias jeneratrices de los malos como de los buenos libros, 



^, 12 _ 

nosotros, a su ejemplo, fijos los ojos en lo alto, firme la brida 
entre las manos, henchido el corazón de sanas esperanzas, nos 
lanzamos al tormentoso piélago de los años que fueron^ de las 
jeneraciones que pasaron. 

Dios ha de consentir, por tanto, lleguemos a la opuesta orilla, 
salva al menos la vida; que en cuanto a las aguas turbias, que 
sin remedio han de salpicarnos en el trance, será suficiente re- 
paro arrojar de los hombros la ancha capa, de tela burda pero 
imperaieable, i así desembarazados seguiremos el camino para 
empezar de nuevo otra jornada, escribir oirás historias i pasar 

mas adelante otros rios hasta ahogarnos algún dia en la nada 

de los tiempos. 

« 

. Santiago, diciembre de 1868. 

El autor. 



CAPITULO I. 



El oampamenio de San Oriftóval. 



Orijen del nombre de Santiago. — El campamento de S^ Críetóyal. — Probable 
derivación de este nombre. — Itinerario de Valdivia hasta el valle del 
Mapocho. — "El camino del Inca." — Razones que motivaron la elección del 
valle del Mapocho para fandar a Santiago. — Población indijena del valle. 
— ^Infloencia del dominio de los Ineas. — ^Vestijios del quichua i del araucano 
en. nuestra lengua.-*-Notable agricultura de los aborígenee en el valle del 
Mapocho. — Frutos naturales, cosechas i preparaciones culinarias, — Ventajas 
militares que ofrecía la planta de la ciudad. — La Chimba. — ¿Por qué a 
Santiago se le ha llamado Chile^ — Parlamento de caciques. — Aplazamiento 
característico de la rebelión hasta después de las cosechas. — Fundación de 
Santiago. 



Al declinar la tarde del día 19 de enero de 1540 una cuadrilla 
de cientü i cincuenta lucidos caballeros penetiaba en la catedral 
del Cuzco en actitud reverente i a la vez altiva. Iban desnudos 
de sus cascos i celadas, pero llevaban en alto las espadas i se- 
guían con la vista el pendón de Castilla que por delante de la 
columna, desplegado al viento, llevaba un capitán de guerra. 

Introducidos los conquistadores en el templo, un soldado de 
rostro varonil i de arrogante porte se adelantó bácia el sitial en 
que el obispo de aquella iglesia, i el primero que lo fuera de 
la América del Sur, frai Vicente Valverde, presidia la ceremo- 
nia relijiosa, i en sus manos, en presencia del estandarte real^ 
depuso la promesa solemne, por si i sus compañeros, de que en 
la conquista que iban a emprender desde la madrugada siguien- 
te, su primer cuidado seria fundar una ciuda.l bajo la invoca- 
ción del apóstol de los caballeros españoles, I edificar en el lugar 
mas privilejiado de su recinto una iglesia consagrada a la asutir 
don de la Yirj.en María. 

£1 capitán que hacia aquel voto llamábase Pedro de Valdivia. 



— 14 — 

Al sigmente día, 20 de enero de 1540, los ciento cincuenta 
.conquistadores emprendían su marcha con rumbo al Sud. 
■••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••■ 

Once meses después los peregrinos del Cuzco se detenían a 
orillas de un rio de corto caudal i de aguas cristalinas, que co- 
rría al pié de un cerro que entonces no tenia nombre ni lo tuvo 
por muchos afios, pero que hoi es conocido por el de San dis- 
tó val. (1) 

A la márjen meridional de ese rio resolvió el caudillo de los 
aventureros echar la planta de la ciudad que habia ofiecído al 
apóstol-soldado, así como erijir en su circuito la iglesia prome- 
tida a María. 

Ese fué el oríjen del nombre de la capital de Chile, llamada 
desde su fundación Santiago del Nuevo Estremo, porque Pedro 
de Valdivia, como»muchos de sus compañeros de conquista, era 
estremeüo. 

Ese fué también el oríjen de nuestra Catedral, consagrada 
todavía huí mismo a la asunción de María, por cuya causa se 
ha tallado el aúo último su colosal esííjie en lo mas prominente 
de su altar mayor. 

Las razones que aconsejaban al sagaz i esperimentado capitán 
estremezo la eieccion de aquel sitio para ediñcar la capital de 
un reino, honran en alto grado su previsión i su criterio. 

La hueste invasora había venido, en efecto, hasta aquel pa- 
raje, i una vez que hubo mentado por su espalda setentiional 
los Andes chilenos, recorriendo un pais agrio, quebrado, estéril, 
sin terrenos aprovechables para el cultivo ni para la alimenta- 
ción de un vecindario considerable. De Copiapó había pasado al 
Huasco^ en seguida a Coquimbo, i uno en pos de otro, en se- 
guida, los cinco valles que corren en nuestro ten itorio norte 
desde Aconcagua al último nombrado; i en ninguno de ellos se 

(1) En todos los documentos del siglo XVI en que hemos visto mencionado 
el cerro de San Gristóval se habla de él solo como de '*el cerro grande que está 
a la otra banda del rio" n otra designación semejante. Hubo dcBpues muchos 
capitanes del nombre de Crietóval, tan común entonces como el de Alonso» 
pero nos parece que el verdadero oríjen de la denommacion del nuestro es la 
leyenda católica que atribuye a San Gristóval la virtud que los paganos asig- 
naban al jigante Atlas, representándolo jeneralmeote llevando en sus espaldas 
el peso del mundo que soporta el niño Jesús (a quien el santo lleva a cuestas) en 
una mano. De aquí proviene que los españoles llamasen con frecuencia algunas 
de sus montañas con el nombre de San Gristóval Aeí, por ejemplo, llámase un 
cerro que domina a Badajoz i también el pico mas alto de las montañas de 
Ronda, que sirve de punto de mira a los navegantes del estrecho de Jibraltar. 
En Ghile un cerro alto que domina la villa de Yumbel llámase también San 
Crutávtil. 



— 15 — 

había echado de ver el aprovechamiento que necesitaba el por- 
venir de una gran ciudad. 

Por consiguiente, Pedro de Valdivia, siguiendo siempre el 
derrotero de su predecesor Diego de Almagro, habia torcido la 
brida de su comitiva en la subida del valle de Cancanicapua^ por 
la parte de él que hoi se llama Quillota; i atravesando el distrito 
aurífero de Marga-Marga, en el que su antecesor babia becho 
lavar con ingrata suerte algunas bateas de mineral de oro, des- 
cendió sobre Melipilla por la cuesta llamada al presente de Iba- 
cache, pasando antes por el asiento que ocupa Casablanca i 
después por Talagante i los Ceriillos basta llegar a la falda del 
San Gristóval. (1) 

Era, pues, la vasta planicie del Maipo i las márjenes del valle 
del Mapocho no comprimidas, cual los del norte, por enormes 
montaúas, el sitio que la naturaleza ofrecía de preferencia para 
el asiento i regalo de los nuevos pobladores. 

Como razón topográfica, la elección del adelantado español no 
tenia reproche; pero es preciso añadir que en esto obedecia 
también a las sabias providencias que sobre la erección de po- 
blaciones en América habia dictado Carlos V mucbos años ha- 
cia. (2) 

En otro sentido, lo que los castellanos buscaban casi esclusiva- 
mente en el Nuevo Mundo, eran estas dos cosas supremas: — oro 
i jentiles a quienes convertir a las creencias de Cristo; i como 
no les era dable alcanzar lo uno i lo otro, sino donde existiesen 
masas considerables i sumisas de irdíjenas, allí donde las en- 
contraban, ponian sus reales i su altar. 

Añora bien; ese agrupamiento indispensable existia entonces 
en Chile solo en el valle del Mapocho, que en lengua indica 
quería decir pais {mapu) de la jente {che}. 

Al norte de este rio y su comarca, refiere el mismo Valdivia 
en su primera carta a Carlos V, que en siete valles no habia en- 
contrado mas de tres mil aboríjenes, i éstos esparcidos, aislados, 

(1) El camino de Almagro j de Valdivia no pudo ser sino el del Inca, del que 
existen todavía visibles huellas en muchas partes de nuestro territorio seten- 
trional i especialmente en la provincia de Copiapó, como lo demostraremos 
prolijamente en otra obra que tenemos preparada sobre Diego de Almagro. El 
único autor que habla del itinerario de éste (Oviedo), cita después de Coquimbo 
el valle de Lua^ que no puede ser sino el de la Ligua. Gay menciona, al hablar 
de la mardia de Valdivia, el de Longotoma, que corre cuatro leguas al norte del 
de la Ligua, i describe después su ruta al sur por Tapihue i Talagante, a cuyo 
último punto descendió, según él, por la montaña llamada hoi de Zapata. 
Parece, empero, mas natural que hubiera sido por Ibacache, como sucede hoi^ 
bien que esa cadena es la misma que mas al oriente se llama de Zapata. 

(2) Ordenanzas de 1523. 



viviendo cada parcialidad casi ajena a la existencia de $u vecina. 

En el valle del Mapuche, al contrario, los primeros historia- 
dores, con 8U acostumbrada exajeracion, afirman que los pobla- 
dores Ufaban a ochenta mil. 

Una sana crítica aconseja, sin embargo, reducir esta cifra in- 
verosímil a una espresion racional, i como t¿il el numero de 
ocho mil no nos parece ni corto ni escesivo para empadronar 
los aborijenes de nuestro valle (Ij. 

(1) Jerónimo de Quiroga i Marino de Lovera se fijan en esta cifra; pero es 
preciso advertir que el último descubre su exajeracion de una manera asom- 
brosa. Hablando, por^jemplo, de la indiada que derrotó a Valdivia en el llano 
de Tucapel, dice que se componía de ciento cincuenta mil combatientes (páj. 115) 
! la que batió a VlUagran en seguida en la cuesta de Marihueno perdió en 
muertos ciin mil, pereciendo eolo noventa i seis españoles. El mismo autor, qae 
■ fué correjidor de Valdivia, asegura que en este distrito, i diez leguas a su cir- 
cunferencia, habia quinientos mil indios, i el jesuíta Escobar, que amplió su 
obra hasta 1595, asegura que en medio siglo de guerra iban ya muertos dos 
millonea de ellos. 

El padre Ovalle acepta también el número de 80,000 pobladores indíjenas.-^ 
"Al pié de este cerro, dice, (páj. 162) hallaron los castellanos poblado gran suma 
de indios que según refieren algunos de los autores, llegaban a ochenta mil, i pa- 
reciendo al gobernador Pedro de Valdivia que supuesto que los naturales de 
la tierra habían poblado en este lugar, seria bin duda el mejor de todo el valle." 

Pero basta fijarse en las circunstancias de topografía que hemos señalado, la 
pobreza de los cultivos, la escasez de agua para los regadíos, el sistema aislado 
de valle a valle que existia forzosamente en la época indíjena, por la carencia 
de animales de transporte, para imajinarse que el solo valle del Mapocho, ú. 
taado entonces entre las planicies áridas de Colina i de Maipo, aun tomando en 
cuenta la frugalidad habitual del indíjena americano, pudiese alimentar mas de 
diez ndl individuos. 

Pero hai, ademas de estas razones de inducción, datos evidentes que disminu- 
yen esta misma última cifra de un modo considerable. Carvallo, por ejemplo, 
dice que él víó una información hecha en 156S (28 años después de la fundación 
de Santiago) por un vecino llamado líuño Hernández; i de ella resulta que el 
númeiro de indios que existia entre el vallecito de Colina i los cerrillos de Apo- 
cha^Ie (hoi cerrillos de Espejo) no pasaba de diez mil. Olivares dice que los 
mapuches eran solo ocho mil, pero sospechamos que es error de copia, porqué en 
otra parte asegura que Valdivia dio a Francisco Villagran un repartimiento de 
treinta mil indios en Maquehua (donde jamas habrá habido dos mil) i otro de 
doce mil a Pedro Olmos de Aguilera en la Imperial (Olivares, páj. 129.) 

Pero ademas del dato auténtico de Carvallo, resulta que el mismo Valdivia, 
en su tercera carta a Carlos V en 1546, (cinco años después de la fundación) 
asegura que era tan escaso el número de los indios, qne habiéndolos repartido 
en encomiendas a sesenta vecinos, se habia visto obligado a reducir los últimos 
a treinta, a fin de que sus dueños sacaran algún provecho. Carvallo añade que 
lo» indíjenaa que ayudaron a edificar a Santiago bajo su primera planta, con- 
tando con loa yanaconas peruanos que trajo Valdivia, llegó a seis mil. Góngora 
Marmolejo, que tiene la autoridad de un contemporáneo i era testigo de vista, 
afirmA por su parte que en el primer encuentro que sostuvieron los españoles 



— 1? — 

Una alta inspiración de política aconsejaba ademas al con- 
quistador estremefio echar los cimientos de la cabecera del 
futuro reino en aquella localidad. 

El Mapocho era a la verdad la frontera meridional del vasto 
imperio incarial que Yupangui i sus sucesores hablan ganado 
por el mediodía durante un siglo de lentas subyugaciones, según 
era su política, i cuya gran nacionalidad acababa de derribar 
en su propio centro Francisco Pixarro i Diego de Almagro. 

Hasta aquel rio i a lo mas hasta el Cachapoal los incas tenian 
por suya la tierra. Los indíjenas eran sus tributarios (míía- 
maes) i por tanto se manteoian sumisos, laboriosos i sujetos a 
su autoridad. Su lengua (el quichua) i hasta su relijion, la ins- 
titución que mas cuesta implantar en una conquista, imperaba 
en gran manera en todos esos distritos (1). Almagro habla 

con los mannches solo quedaron trescientos de éstos en el campo, lo que prueba 
qne, aunque los indíjenas habían venido en masa desde «I Maule al Aconcagua^ 
no podían pasar de cuatro o cinco mil combatientes. Por último, el jesuíta Esco- 
bar, que escribió en 1595, apunta que en los términos de la jurisdicción de San. 
tiago, que se estén dia entonces del rio Choapa al Maule, no existían ni siete mU 
indios, bien qae ya habla hecho en ellos considerables estragos la viruela i otros 
males anexos a la conquista. 

En vista de todos estos antecedentes, creemos que el valle del Mapocho no 
psdia tener mas de diez mil pobladores por ningún concepto. 

Bien notoria es, ademas, la inaudita ponderación de los primitivoi historiado- 
res para creer, como cree también Prescott, por ejemplo, que Hernán Cortó 
peleó en Otumba contra doscientos mil guerreros mejicanos i que en el Perú 
alzaban tal grita las masas de indios al pasar el Inca en eus viajen, según refiere 
Ondergando, que con el estruendo caian aturdidos los pájaros. El mismo Val' 
divia, llevado de un propósito de acreditar sus conquistas, escribía al rei en 
1551 que la tierra de Chile era ''toda un pueblo i una simentera i una mina de 
oro, i si las casas no se ponen una sobre otra, no pueden caber en ella mas de lo 
que tiene." 

Pero esta es la poesía del lenguaje de los conquistadores. Ya hemos visto cuál 
era la realidad. 

(1) El padre Rosales en su famosa historia inédita de Chile (que tuvimos 
ocasión de examinar en Valencia en 1860 mediante la complacencia de su actual 
poseedor señor Salva), dice que eu Colifia existia un. templo dedicado al Dios 
de los peruanos FaehaeanKic. Frente a la estación de la Calera, en el ferro, 
carril de Santiago a Valparaíso, hai una cuesta que separa el valle de Quillota 
del de Ocoa i que se llama también Pachaccuna i en cuyas faldas existió tal ves 
un templo bajo el mismo nombre del que existe todavía en el valle de Lurin a 
cinco leguas de Lima, maravillando al viajero en sus portentosas ruinas. Por 
otra parte, el idioma quichua estaba ya de tal modo divulgado entre los abori* 
jenes de Chile, que al menos hasta el valle del Mapocho, puede decirse que la 
lengua de la raza conquistadora era la misma de la raza conquistada. Aun hoi 
mismo, por la tradición que han ido perpetuando de una en una las nod^zas 
indíjenas de los primeros hijos de los conquistadores, existen palabras cuya 

BZSf . CBÍT. % 



— 18 — 

encontrado en su camino el tributo de los chilenos, que valia 
cada año mas de doscientos mil pesos, i del que apartó como 
muestras dos pellas de oro que pesaba la una 11 libras y la otra 
16. El mismo Valdivia halló en Talagante una colonia de mita» 
maes que esplotaban aquel valle bajo la disciplina inmediata de 
los delegados del Inca. El jefe político de las i educciones del 
Mapocho, no era tampoco, como en breve veremos, un cacique 
indijena, sino un noble del Cuzco llamado Vitacura (l). 

lejitima etimolojia estaba ya borrada en tiempo de la conquista, pues lo mUmo 
se decía ktAaina (joven), cluuque (espreso), tambo (posada), en el Cuzco que en 
Santiago. I aquí es digno de observarse que esta mezcla de palabras invadió de 
tal modo la propia lengua de los conquistadores por la asimilación de las razas, 
que'anm conservamos, sin fijarnos, infinidad de voces quichuas o ehiUnat, que 
se aplican precisamente a personas, cosas i condiciones en un sentido familiar 
i frecuente. Asi, por ejemplo, tenemos respecto de las personas httaina por man- 
cebo; kuacho por bastardo, che por jente, 1 entre otras las palabras chape i chasca» 
(ambas quichuas i araucanas a la vez), aplicadas a los cabellos. Para designar 
ciertas enfermedades quedan también algunas palabras como chavalongo^ chava» 
dolor; lonco cabeza; arestín por sarna, jDoAtfa por hinchazón, i do aquijooAuacAa, 
potra o potroso 1 otras; como objeto de uso, ademas de las muchas denomina, 
clones indijenas, conservamos las de poncho^ chano, chamanto, para designar un 
solo articulo o sus variedades, siendo de notarse la semejanza de otras que 
tienen analojia de significado, como huasca (soga), huaraca {honda), huirá 
(mimbre), huincha (lazo o cinta delgada). En la labranza se mantienen muchos 
nombres (fuera de los de animales, insectos, yerbas, flores, aves, todos indijenas), 
como el de lampa por pala o azada, pirca, por tapia, chancho por puerco, de- 
biendo hacer notar que entre los indijenas de Chiloé solo se da el nombre de 
cochi a este animaL Por último, hasta para designar ciertas condiciones del 
cuerpo i del espíritu usamos cada dia espresiones jenuinamente bárbaras i abo. 
ríjenes, como por ejemplo guara por gracia, donaire. Tuturutú es una palabra 
esencialmente quichua i en el mismo malicioso sentido la usan en Lima, en 
Arequipa, en el Cuzco y en Santiago. Otro tanto puede decirse del huaso o 
huasa, palabra quichua i araucana a la vez, que significa espalda, ancas, i de 
aquí fué que a los hombres que los indios velan sobre la espalda o ancas de 
los caballos comenzaron a llamarlos huasos, por lo que la jenuina espresion tan 
popular no es propiamente homJbre de campo, sino hombre de a caballo. 

£1 estadio de las etimolojias quichuas i araucanas es sumamente curioso i 
llegará a ser tema de serias investigaciones cuando los espíritus se preocupen 
de estadios serios también. Por ahora solo conocemos los calepinos quichuas de 
Torres — ^Rublos y González— Olguin, y la gramática araucana del jesuíta Febres; 
pero aan con estos pobres elementos una persona medianamente sagaz podría 
hacer una descomposición de nuestro idioma familiar, casi tan curiosa e intere. 
•ante como la que algunos filólogos espafioles han hecho estudiando las riúces 
árabes del castellano, que en realidad, en las cosas que significan progreso, poe 
sia, imajinadon es árabe puro. Nuestro estudio filolójico seria tanto mas curioso 
euanto que hai palabras como gaucho, por ejemplo, derivadas hasta del latín» 
de gaudeos, gauderios, nombre que se daba a la jente alegre en las Pampas i en 
Montevideo. 

(1) El valle del Mapuche estaba cultivado por mttomoe» del gobernador orejón 
Yitacura, quien dio permiao a Valdivia i lo recibió con buen semblante. 'Tor 



v/19 — 

Esta circunstancia era, pues, de una importancia definitiva 
para Valdivia, puesto que le permitía hacer pié seguro en un 
sitio conveniente para emprender después contra los belicosos 
promaucaes del Maule i los Araucanos del Biobio, a cuyo territo* 
lio se proponía llevar en breve sus armas. Santiago, según se 
verá mas adelante, no era para Valdivia un fin: era apenas un 
punto de iniciativa. 

En otro sentido, aquellos indijenas, si bien sujetos a una in« 
fluencia estranjera, no podían considerarse como bárbaros. 
Tenían cierta agricultura especial enseñada por los peruanos, 
que los convertía en colonos de inmediata utilidad. En su propio 
idioma nos han quedado, como ya insinuamos, las palabras i 
las nociones de su labranza. Tenian en efecto sementeras que 
ellos denominaban caj/s, i sus heredades que hoi llamamos 
todavía chácaras en las que cultivaban el maiz^ una especie de 
judia llamada fréjol (1) i lapajpa, tres producciones indijenas de 
América i la última con especialidad de Chile, donde todavía 
crece salvaje. Cultivaban también la quinua^ semilla amarga pero 
sana i nutritiva importada del Perú, en cuyos valles interiores 
se cultiva todavía; el tabaco {puler) cuya simiente debió venirles 

esta causa no menos que por la grande anchura, fertilidad i sanos aires de este 
Talle, que es de lo mejor de las Indias i aun de la cristiandad, determinó el je- 
neral de hacer aqni asiento i aun de dar trasa de fundar una ciudad lo mas 
breve posible." (Marino de Lovera, pajina 45.) 

- KoB parece oportuno advertir aqni que durante la conquista se llamaban 
mitimaes a los indios tributarios de los Incas del Pera, como lo eran a la sazón 
los chilenos. 

Los españoles llamaban yanaconM a sus indios de servicio, fueran peruanos 
o chilenos^ i a los janaconas por ostensión los llamaban mitimaes o indios de 
encomienda o repartimiento. 

También los llamaban a todos los indijenas indistintamente conoi o anaeona$ 
cuando estaban subyugados y servían. 

La palabra encomienda tenia su oríjen en la fórmula hipócrita del título en 
que se imponía la esclavitud al aboríjena, pues por ella se encomendaba éste a 
la conciencia i cuidado de su ama 

El repartimiento, era la distribución por cabezas, que según las localidades 
86 hacia de los indios, 1 de aqui vino lo que se llama hoi inquilinaje^ que do es 
sino una modificación del repartimiento i de las encomiendas, abolidas en Chile 
solo a fines del pasado siglo por el ilustre O'Higgins. (Véase la obra titulada: 
Entretenimientos de un prisionero en el Rio de la Plata por el barón de Juras 
Reales. Barcelona 1828.) 

Como estas palabras son de frecuente uso en toda obra que se ocupe de la 
era colonial, nos ha paresido conveniente esplicarlas en este lugar. 

(1) Friiol dicen los primitivos hbtoriadores: porotos los llamad todavía las 
jentes del pueblo. El valle de Purutum es todavía famoso por el escelente cul- 
tivo de voA porotos. 



-20- 

desde mas lejos, i Antonio de Herrera habla de una especie de 
avena que llamaban leca^ de la que hacían harina moliéndola 
entre dos piedras (1). Aprovechaban ademas los frutos naturales, 
como los del arrayan, del cohuil, del pangue (/as nakas), elgui- 
Uave, el maqui, el quilo i la sabrosa frutilla (fragaria chilen^ 
sis). Del maíz i del grano del moUe hacian chichas espirituosas 
para su regalo i borracheras. Poseían un conocimiento aventa- 
jado de irrigación, como que sus maestros habían sido los ad- 
mirables injenieros hidráulicos de laNasca i Cajamarca, i cual 
lo atestigua todavía el notable acueducto que llamamos el Sallo 
del agua; i a la verdad que en agricultura tenían por añejas los 
bárbaros de hace tres siglos ciertas cosas que hoi nosotros cono- 
cemos solo como novedades, pues en algunos de sus valles usa- 
ban, como ahora, el huano del Perú, lo que hacia que los mai- 
zales de Copiapó fueran, según un cronista de Indias, «tan altos 
como lanzas» (2)-; al paso que en sus sementeras domésticas nos 
han dejado preparaciones que todavía regalan nuestro paladar. 
Las humilas [huminlas ákiciaa los indios) i la chuchoca, como con- 
dimentos del choclo o giano del maíz, el chuno dd liulo i de la 
papa^ el sabroso hurpo [hulpo) tan frugal como agradable, están 
probando que los galopines castellanos tuvieron algo que apren- 
der de las cocineras indijenas, madres i abuelas de las que hoi 
todavía nos preparan i sazonan cada dia la cazuela i el huacha- 
lomOy símbolos indispensables de la vitalidad orgánica del chi- 
leno. Las indias del Mapocho sobresalían especialmente en las 
preparaciones del maíz, del que según el jesuíta Pebres conocían 
no menos de seis variedades, entre las que no debe olvidarse la 
curahüa i su deliciosa harina (el llalli) cuya tuesta ha dado nom- 
bre a uno de los barrios mas populosos de Santiago: «La villa 
del Cóbil.» 

En cuanto a sus habitaciones, i aunque Valdivia las pondera 
de cmui bien hechas i fuertes, con grandes tablasones i muchas 
mui grandes, i de a dos, cuatro i ocho puertas» (3) no seria 
acertado juzgarlas superiores a los mismos ranchos que sus des- 
cendientes han continuado fabricando hasta hoi dia sin ninguna 
mejora visible, como sucede también con las rucas; que dan 
abrigo todavía al araucano, i que forman la principal fisonomía 
de los arrabales de nuestros pueblos, desde Santiago a Angol de 
los Confines. "^ 



(1) El jesuíta Febres habla de otra semilla fi&mosa llamada nueffen en sa Arte 
de la lengua chilena. 

(2) Herrera, libro I, Decada VIL 

; (3) Carta al rei de 25 de setiembre de 1551. 



-21 - 

Fuera de estas consideraciones jenorales, que debian pesar 
poderosamente en la balanza de la elección, ocurríase natural- 
mente al conquistador de Chile i a sus capitanes, muchos de 
los que eran hombres graves i de seguio consejo, como mas 
adelante veremos, otros de estratejia i de conveniencia militar, 
que no podian escaparse a la mente de soldados, muchos de ellos 
encanecidos en la guerra con los bárbaros de América. 

Por aquella época, en que las mieses se ostentaban en todo su 
esplendor, presentaba en efecto la planta en que hoi la capital 
de Chile luce las galas de su opulencia, el aspecto de una mese- 
ta de mediana elevación sobre las barrancas dc^ rio Mapocho, 
que dividiéndose, al tocar por el oriente el contrafuerte del 
cerro de Santa Lucia, en dos brazos paralelos, circundaban aque 
montículo, i después de apartarse por considerable distancia, 
iban a reunirse en dirección al poniente (i). 

Por consiguiente, existia una especie de península (si es que 
no era una isla lonjitudinal) bastante espaciosa i a la vez aislada 
por dos corrientes que le servirían de defensa i de elementos 
de salubridad i aseo, fuera de que la colina rocallosa que exis- 
tia en una estremidad de aquella «Área, al paso que hermoseaba 
de una manera admirable el panorama, serviria de refujio en el 
caso de una adversidad militar (2). 

Bien madurados todos sus planes dentro de su cavilosidad, 
que era muclia, i de su secreto que era mayor, Valdivia, si 
tuaJo, por no despertar susceptibilidades peligrosas, desde el 
primer dia de su llegada al Mapocho, en su márjen de- 
recha o la Chimba (3), frente a la que servia de asiento a la po- 

(1) El sitio de bifurcación de los dos cauces del Mapocho era evidentemente 
el q\w se ll>ima todavía las CajUas de Agua^ i era en ese punto jeneralmente 
donde ronipian, bu8can<1o su antiguo nivel, las diversas inundaciones que ha i 
asolado a Santiago, según en su lugar veremos. 

£n cuanto al punto de conñtiencía de \oa dos cauces, no sabrianos docir ahora 
si ésta tenia lu^ar por algún bajío del barrio de Tungni, evidentemente situado 
en inferior nivel a la ciudad antigua, o si siguiendo la dirección de las chácaras 
de. Chucliunco iba la Cufiada a tocar otra vez el Mapocho en los bajos de Pnda- 
huel. Nos inclinamos ^in embargo a la primera opinión. 

(2) La importüncia eetratójica del cerrillo de Santa Lucia, que para el rulgo 
fué jeneralmente la gran causa determinante de la elección de Valdivia, tuvo en 
ella, a nuestro entender solo una influencia mui subalterna, porque la arma mas 
poderosa de los castellanos i la mas temida de los indios era el caballo, que ne- 
cesita terreno desembarazado. I así aconteció que en la primer batalla que ocu- 
rrió con los indios, los que la decidieron fueron los jinetes que salieron a campo 
raso a fuera de las palizadas. Siglos mas tar^e Mareó del Pont i su consejero 
militar el fraile Martínez demostraron con sus curiosos castillos que el Santa 
Lucia po<lia servir para asolar a Santiago mas no para defenderle. 

(H) Chimba es una palabra quichua que quiere decir simplemente al otro 



— 2á- 

blacion indijena, llamada estrictamente de Huelen^ citó a sus 
capitanes a un coDeejo de guerra i en seguida, con aprobación de 
éstos, convocó a todos los caciques del territorio llamado entonces 
propiamente Chile (1) a un parlamento, que fué el primero que 
tuvo las solemnidades que prescribían las pragmáticas reales. 

Historiadores hubo que nos conservaron los nombres de las 
principales reducciones presentes en aquella junta política cele- 
brada a cielo raso al pié del San Cristóval. Marino de Lovera, que 
militó bajo las banderas de Valdivia, menciona a los caciques de 
Colina, Lampa, Butacura, (Batuco?) Apoquindo, Cerrillos de Apo« 
chame, Talagante, Melipilla i otros, hasta el Cachapoal. Car- 
vallo añade los nombres de Millaciira, cacique de la reducción 
montuosa del Maipo, Huara-Huara, cacique de la Dehesa i el 

lado del rio. Este nombre se ha conservado en los pueblos de Copiapó, Ovalle, 
Santiago i algunos otros vaUes donde existen ciudades, lo que es todavía un* 
prueba de la influencia fílolójíoa de la lengua indíjena que dejamos señalada en 
otro lugar. 

(1) No pertenece a esta obra el dilucidar la interesante i curiosa cuestión del 
oríjen verdadero del nombre de Chile ni tampoco de la estension que tenia este 
territorio. Algunos han creido, sin embargo, que ese nombre se aplicaba estrió» 
tamente solo al valle do Aconcagua, lo que es un error, porque según Oviedo, 
que escribió teniendo a la vista relaciones auténticas de Almagro, de quien era 
amigo personal i adicto partidario, nos demuestra que el pais llamado Chile 
era propiamente el que ocupa bol las provincias de Santiago, Colchagua i Cu- 
rico, incluso el valle de Aconcagua. 

** Anduvo, dice de Almagro, (tomo 4.*, pajina 273) personalmente visitando 
la provincia de Chile i la de los Picones su comarcana, las cuales ambas contor- 
nan hasta ciento sesenta leguas (españolas) de largo poco mas o menos." 

Hemos anticipado esta observación únicamente para dar razón del hábito 
popular que hasta la fecha hace dar el nombre de Chile a la ciudad de Santia- 
go, aun entre los habitantes del mismo valle de Aconcagua, i la esplicacion de 
esto para nosotros está indudablemente en que se consideró a Santiago desde 
HU fundación como el núcleo habitado i principal del territorio de Chüe, nom- 
bre que se usaba en contraposición al territorio de Copiapó, Coquimbo^ Penco, 
etc. que formaban especie de reinezuelos separados, a virtud del sistema federa- 
tivo que ezistia en nuestra era aborijene, i cuyos vínculos se pusieron todos a la 
vez en juego para repeler la conquista. 

Ko fueron, sin embargo, los indijenaslos que comenzaron a llamar a Santiago 
ChUe sino los crioUos i las razas intermedias. Los indios llamaban a Santiago 
Cara-Mapitchef ciudad del Mapocho, como llamaban a Concepción Cara-Peneo, 
El nombre de Chüe aplicado a Santiago rije todavía en las provincias meridio- 
nales como un hábito inveterada En 1810 el jeneral O'Higgins i el doctor Ro- 
sas denominan Chile a Santiago en su correspondencia privada. Benavides, que 
era natural de Quirihue, nunca le dio otro nombre en sus comunicacioiies oficia- 
les; i hasta un oficial, subdito de Rancagua, que hizo la campaña de la restau- 
ración del Perú en 1839, cuando le preguntaban en los salones de Lima en qué 
lugar de ChUe habia nacido, solia contestar con adorable candon "En un pueblo 
que está 25 leguas mof allá de Chile.** 



— as- 
mas importante de todos, Huekn^Huala^ señor del sitio en que 
iba a edificarse la nueva ciudad, pues aqui es preciso decir que 
la colina misteriosa, a cuyo derredor estaba agrupado el vasto 
caserío indijeoa, llamábase Huelen^ nombre que en indio quiere 
decir dolor ^ desdicha i que harto giande lo fué para los suyos, 
pues de ellos solo quedan hoi como memoria, a manera de co- 
losales lápidas, sus áridos peñones. 

Hízose la ceremonia con todos los aparatos que el hombre 
gasta cuando para engañar sin remordimientos comienza por 
engaúarse así mismo. Se leyó la fórmula de algarabía mística 
y réjia escrita del doctor Palacios Rubios, en que, a título de 
toma de posesión para Dios, el Rei i el Papa, se consumaban los 
despojos. Como era de estilo, se repartieh)n abrazos i regalos, 
tronó el cañón, 'se dispararon al aire los viejos arcabuces, i por 
último dejó a los invadidos por único lejítimo derecho, el de pedir 
a la embriaguez de sus chichas el sopor de su ira impotente o de 
su finjido abatimiento. 

Fué entre tanto cosa evidente, según el testimonio de todos 
los contemporáneos, certificada después por los hechos, que los 
caciques convocados i en especial Haelen-Huala tenían resuelto 
en juntas sijilosas oponerse a la ocupación de la tierra i hacer 
salir de eUa a Valdivia de grado o por fuerza, como hicieran 
abandonarla en virtud solo de su taima, seis años antes, al Ade* 
lantado Almagro. Pero hemos dicho que por aquellos dias lag 
mieses estaban todavía en los campos, i sus cautos dueños re* 
solvieron aguardar hasta tenerlas en sus trojes para dar el grito 
de guerra. Medida de sabiduría i de estómago, que se ha hecho 
tradicional, pues desde aquellos años hasta el que hoi corre, 
¿cuándo se viera a los chilenos i en especial a los maptiches correr 
a las revueltas en tiempo de trillas i sandias? Afinidades que 
llamaremos de temperamento, porque nadie consentirla de buen 
grado en que la llamásemos de raza! 

Pedro de Valdivia, lo tenemos ya dicho, era un capitán pru- 
dente, i empleó dos meses cabales en todos sus aprestos de 
apoderamiento pacífico del territorio^ pues aunque no consta 
el día en que sentó su campo en la ribera del Mapocho, en sus 
propias cartas dejó él referido que había sido a últimos del año 
de 1540. Imajinámosnos a veces que el día exacto de aquel su* 
ceso fué el 13 de diciembre en que se conmemora a Santa Lu- 
cia, i de aqui talvez vino la erección de la ermita de esa advo- 
cación en el cerrillo de este nombre, que desde entonces lo tuvo. 
Hácese preciso advertir^ sin embargo, que las colinas altas que 
en forma de anfiteatro rodean la espalda de la Serena llámanse 
también de Santa Lucia; de otra ermita semejante que hubo 



— 34 — 

allí. (1) Al fin, el día 12 de febrero de 1541 Valdivia mandó a sú 
escribano estender la acta de fundación de la nueva ciudad (2). 
Pero solo doce dias mas tarde^ esto es, el 24 de febrero tomó la 
posesión real del sitio, cuyas dos circuns -.anclas diversas ar- 
monizan claramente dos fechas que solo han podido ser irre- 
conciliables para espíritus poco reflexivos. 

Entre tanto, toda la noticia descriptiva que nos ha quedado 
del ceremonial empleado en aquella coyuntura es la de esa 
eterna ostentación española llamada publicación del bando ^ es- 
coltada de tropa armada i salvas de cañón, el pregón de un es- 
cribano i todo cacompañado, como dice el buen padre Guzman, 
refiriéndose a esta propia ocasión, de muchos vivas i gorras 
volantes por los aires» (3). 

(1) Esta última circunstancia i el ser conocida Tnlgarmente Santa Lnda 
como abogada de la vwUif nofl induce a sospechar que se diera su nombre a tales 
eminencias por las deleitosas vUt€u que desde ellas se disfrutan. 

(2) La acta de fundación de la ciudad, cuyo orijlnal se quemó en el asalto 
que en breve dieron los indios a la ciudad, dice asi en el trasunto de ella que 
bal en el libro becerro, 

"A 12 del día del mes de febrero, afio de mil e quinientos e cuarenta e un 
afios, fundó esta ciudad en nombreide Dios, i de su bendita madre, i del após- 
tol Santiago, el mui magnifico señor Pedro de Valdivia, teniente de gobernador 
li capitán jeneral por el mui ilustre sefior don Francisco Pizarro, gobernador i 
•apitan jeneral en las provincias del Perú por S. M. I púsole nombre la ciudad 
de Santiago del Nuevo Estremo, i a esta provincia i sus comarcanas, i aquella 
tierra de que S. M. fuere servido que sea una gobernación, la provincia de la 
Kueva Estremadura. 

(3) Guzman i 2.* páj. 781. 



CAPITULO II. 



Huelen. 



Ordenanza real sobre la planta de las ciudades en América. — La distribuAion 
de las aguas decide de la dirección de las calles principales. — Delineacloo 
primitiva de la ciudad.^— La Cañada i la Cañadilla. — Nomenclatura de 
sus calles. — Erección de la plaza de armas. — Pedro Valdivia edifica sus 
casas en un ángulo de ella. — Manifiéstase que el titulado palacio d$ don 
Pedro de Valdivia es solo una superchería. 



Háse atribuido jeneralmente al in jenio del fundador de San- 
tiago la delincación de la planta de la ciudad, i aun de sí mismo 
dice, en una de sus famosas cartas al emperador, que él dio 
el trazo de ella. Pero es lo cierto que ese sistema de cuadrán- 
gulos o manzanas^ peculiar a la América española desde Méjico 
a Buenos Aires, habia sido adoptado mui de antemano por 
disposiciones reales. «I cuando hagan la planta del lugar, habia 
ordenado Carlos V en 1523 a los descubridores del Nuevo Mun- 
do, repártanla por, sus plazas, calles i solares a cordel i regla, 
comenzando desde la plaza mayor i sacando desde ellas las ca- 
lles a las puertas i caminos principales, i dejando tanto compás 
abierto cuanto que aunque la población vaya en gran creci- 
miento, ge pueda siempre proseguir y dilatar en la misma fof- 
ma* (1). 

(1) Estos preceptos fueron incorporados mas tarde en la lei !.•, tit. 7.*, libro 
4.* de la Recopilación de Indias. En ella se anadian ademas mandatos tan 
cnerdo:* como los siguientes: 

"Procuren tener el agua cerca i que se pueda conducir al pueblo i hereda- 
des, derivándola, si fuese posible, para mejor aprovee.barse de ella, i los materia' 
les necesarios para edifícios, tierras de labor, cultura i pasto, con que escusarán 
el mucho trabajo i costos que se siguen de la distancia. No elijan sitios para 
poblar en lugares mui altos, por la molestia de los vientos i dificultad del ser- 
vicio i acarreto, ni en lugares mui bajos, porque suelen ser enfermos: fúndense 
en los medianamente levantados, que gocen descubiertos los vientos Nórtú i 



— 26 — 

La demarcación de Santiago, como la de Lima, que se tomó 
por modelo, debió, pues, comenzar por el diseño de la plaza 
principal, esto es, por el centro de la casi-isla elejida por el 
conquistador entre la Cañada (1) del Mapocho i su cauce per- 
manente, pues el lecho de aquella, que se niveló gradualmente 
con el transcurso de siglos, debía bailarse a la sazón mas cer- 
cano al de la última. 

£1 historiador Pérez Garcia, que en esto como en todo copia 
a otros i en especial a Olivarez, i a su ejemplo el padre Guzman, 
que reprodujo solo los traslados que aquel dejara, refieren que 
la planta primitiva de la ciudad comprendía diez calles de oriente 
a poniente desde la falda occidental del Santa Lucia; i ocho de 
norte a sur entre la Cañada i el rio, lo que parece exacto, por- 
que el mayor espacio del terreno i las ventajas del declive e 
irrigación daban mayor enganche a la ciudad en su suave des* 
censo hacía el oeste. 

El primer plano científico de Santiago, dibujado en 1712 por 
el injeniero francés Frezíer, nos confirma en esta suposición, 
pues las ochenta manzanas que Valdivia delineó para poblar, 
aparecen distribuidas en diez calles que corren en ese rumlK), 
mientras que las calles de norte a sur escasamente llegan a ocho, 
comprendida la llamada hoi de las Ramadas^ que por su tortuo- 
sidad i su propio nombre no parece haber entrado en la planta 
primitiva. 

Habria de creerse que fuera la intención de Valdivia el dar 
preferencia para la morada de los vecinos a las calles que co 
riian de sur a norte, i que son las que no sin cierto ingrato 
desden Uámanse hoi día atravesadas, porque esto habria permi- 
tido una mas conveniente distribución de la sombra i de la luz, 
del calor i del aire, no solo dentro de las habitaciones, que hoi 
sufren una cruel desigualdad en las horas que alumbra el soU 
sino en la conveniencia de la via pública, inundada ahora en 

Mediodía i si hubiera de tener sierras i cuestas sean por la parte do LevanU i 
PonienU" 

Nadie podrá negar que la mayor parte de estas condiciones fueron consulta- 
das en la fundación de Santiago. 

(1) Sabido es que los españoles llaman cahadas las hondonadas del terreno, 
como quebradas, cauces secos de rlos^etc. Esto mismo se estila en Méjico i el 
Rio de la Plata, usándose la denominación jenéiica de quebrada tolo en el Perú 
y Chile. 

La Cañadilla era otro cauce enjuto del Mapocho, pero menos pronunciado 
que el que hoi ocupa nuestra hermosa Alameda. Sin embargo, en la Inundación 
de 1827, el rio salió en esa dirección buscando su nivel, por lo que fué preciso 
trabajar un pretil de cal i ladrillo, como siglos antes se habían hecho los taja- 
mares cerrando el canee de la cañada grande. 



— ir- 
los meses de verano por una resolana fatigosa que ha forzado 
a los habitantes a distinguir marcadamente como dos zonas 
jeográfícas, (i no sin ciertas buenas razones de hijiene), las 
casas de las veredas del sol i las opuestas de la sombra. 

Pero esas condiciones, que solo la ignorancia de las reglas 
mas vulgares de la salubridad pública podria desdeñar, hubie- 
ron de subordinarse a una necesidad mas vitvl i mas preciosa 
de la localidad: tal era la admirable distribución de sus aguas 
para usos públicos i domésticos que, atravesando cada manzana 
por su cenlro en la dirección de su declive natural; deberían 
convertir en breve la naciente población en un verjel, al paso 
que le suministrarían para un tiempo venidero, que solo hoi 
llega, una ventaja hijiénica, digna de ser envidiada, una vez 
convenientemente establecida, por las mas opulentas capitales de 
Europa. Los acueductos de regadío que todavía existen con sus 
primitivos nombres de acequias interiores, fueron, pues, coetá- 
neos con la delincación de la ciudad, i aun hai motivos para 
creer que la precedieron, pues hemos dicho que los indios co- 
nocían el arte de la irrigación artificial. Era, por tanto, natural 
regasen con las aguas de la vega, las sementeras que se esten- 
dian al pié del Huelen^ sirviéndose de las acequias que hoi mis^ 
mo se ven cavadas i corrientes a su falda. 

Señalado el circuito de la plaza, él alarife (1) que nuestra 
prosaica nomenclatura civil ha convertido hoi del árabe, en lo 
que se llama director de obras públicas, procedió a tirar sus cor- 
deles hacia los cuatro vientos para dar cabida a los ochenta 
cuadrángulos que debia contener la población. Según se deja 
ver hoi dia no parece, sin embargo, que en esa primitiva distri- 
bución quedaran diseñadas todas las calles que hemos dicho 
debia comprender aquella. 

Suponemos^ en efecto, que por el oriente la delincación acor* 
delcomenzó solo en la que hoi se denomina calle de las Claras, 
pues desde la vereda oriental de ésta^ hasta las paredes del 
cerro, se estendian hacia el oriente solares informes e irregula- 
les, según se denotaba todavía en los primeros años del últi 
mo siglo. 

Usa misma delincación terminaba por lo mismo en la calle 
que hoi llaman de Teatiru>s, por unos beatos que en ella vivie- 
lon, tres cuadras al poniente de la plaza, pues sus curvaturas 
están probando que en su perfil no intervino la regla del ala- 



(1) £1 primer alarife de Santiago llamóse Pedro da Gamboa i faé electo por 
el eabildo con el aneldo de 509 pesos, el 18 de marzo de 1541, esto es, un mes 
deepueb de fundada la cindad. 



— 28 — 

rife sino el capricho del tiempo i el de sus primitivos veci- 
nos (1). 

DAse, pues, naturalmente por sentado que, apremiados los 
conquistadores, en vista de los asomos del invierno, que en la 
época de la fundación se hallaba ya cercano, 'solo levantaron 

(1) Es un e&tudio ein dada nimio pero enriólo el de la actual nomenclatura 
de esiis TÍas que bou las arterias de nuestra vida social, i a las cuales todos yí- 
vimos mas o menos asociados por un grato recuerdo o por lo que liga todavía 
mas estrechamente el alma, por un dolor. Pero puedo asegurarse que esa averi- 
guación ha quedado mui empobrecida por la incuria de nuestros primeros ciu- 
dadanos i sus sucesivas jeneracionea. Las calles de la capital no tuvieron en 
verdad nombre en los dos primeros siglos de su fundación, con escepcion tai- 
vez de la llamada del Ilei, i que, de la independencia acá, ha comenzado a 
llamarse del Eniado, En todos los títulos privados, en los asientos del cabildo 
i en las mercedes de solares, jamas se daba nombre a calle alguna, porque lo 
cierto era quo no lo tenían. La fórmula invariable era en esas épocas: "el solar 
tal, que está a espaldas, o seguido o contiguo del solar cual," i asi se decia de 
las casas i de las calles, fijándose siempre en las mas conspicuas de aquellas, 
fcistcma incurable que rije todavía con pasmo de los estranjcros, únicos que 
saben el número de In casa en que habitamos desde que vimos la primera luz 
del sol que todavía alumbra nuestra inercia. Por no aprender un námero 
dnmos aun Ins señan de un modo capaz do llenar una pajina de este libro, i 
esto que nosotros mismos, en la mayor parte de los casos, no las entendemos, a lo 
que se figrcija qne dándolas todos a un tiempo como es costumbre univoreal, 
rrsulta que un forastero entienda tanto de las señ€u% de Santiago como de las de 
Pekin o del Cairo. Y e^to es tan antiguo i tan inmutable, que en la hora que 
corre podría asegurarse, como un dato de estidística, que de cien moradores de 
Santiago solo uno sabe el número de su casa, i ese uno las mas veces lo da 
equivocado, a no ser que lo lleve apuntado en su tarjeta, bien que a su vez la 
tarjeta, como medio de comunicación e indicación de domicilio, es una cosa que 
está todavía muí en ciernes. 

Mientras Sisntiago fué una triste villa, i tal lo fué por mas de un siglo, acon- 
tecíale, ])ue^», lo que a luieetra» villas de hoi, cuyp.s calles no tienen rótulos, i si 
lo tienen pintado • n alguna tabla, nadie se los aplica. Mas andando los años i 
creciendo el vecindario i el tráfico, el pueblo, este gran bautizudor de sus pro- 
j)ias obras, comenzó a dar nombres permanentes a las calles pública.-». Como 
era natural, el ritual eclesiát>t¡oo prevalt-ció, i de aquí el oríjen monástico de 
nL!ejtro& nia^ ojíulentos* barrios. Otras tomaron su fé de bautismo de la opubncia 
anti^^ua de sus moradores, como la de Ahumada^ p* r el capiUm don Valeriano 
de Ahumada que habitó a principios del siglo XVII una casa recientemente tras- 
formada (li. del senador Matte); la de Aforandé, por ciertos vecinos de Concep. 
cion, hijos de un marino francés a quien el amor trajo a Chile i el orgullo a 
Santiago; la de Bretón, del nombre de otro estranjero que vino a mediado» del 
último siglo en el navio Orijlama^ i puso en Santiago i en esa calle el primer 
biliar quo se viera en esta tierra de trucos, situado en estramuros; por último 
como la de Galvez, Duarie, Mesias et«., que no tienen, por supuesto diverso 
oríjen de las que hoi se llaman de Lira, de Dávila, de VillavicenciOf de Cas- 
tro, etc. 

Prevaleció también en la imajinacion popular la idea de los sitónos estertores 
de algún palio o jardín primitivo, i de aquí los nombres del Mosgtteío, del ( hiri- 



— 29 — 

algunas palizadas i ranchos (1) de lolora^ a semejanza de las 
rucas indíjenas. El mismo Valdivia dice en su primera carta: 
cNos hicieron nuestras casas de madera i paja en la traza que 
les di.» • 

Tnoy9f del PeumOy del Sauces dados a calles subalterna», algunas de las que se 
han hecho mas tarde principales. 

Otras debieron su oríjen a cirounptanciasmas especiales, i algunas de ellas no 
carecen de cierta curiosidad. La de San Antonio, por ejemplo, llámase así a 
consecuencia de un santo de esa advocación que liai en un aliar de San 
Franciaco, frente a frente de la via cuando se abre su puerta lateral; la de la 
Ceniza tomó el suyo de las borras i cenizas que se arrojaban habta en los 
primeros años de ebte siglo de las jabonerías que allí hubo, i la de la Bandera 
recibió este nombre casi en una época contemporánea, pues antes Je 182 í co- 
nocíanla con el nombre de calle atravesada de la Compañía, i asi consta de los 
libros de cabildo del último siglo; mas, como un lionrado comercianíe, que aun 
existe, (el señor don Pedro Chacón Morales», acostumbrara enarbolar una ban- 
dera en su tienda, situada en esa calle, cada vez que babia realización o martillo, 
comenzó el pueblo gradualmente a cambiarle su primera denominación. 

Hubo también nombres de calles que se han alterado en tiempo algo mas re- 
moto, como las de Huérfanos^ que se llamó de la Moneda vieja en una época, por 
estar en ella la casa en que se sellaba, mientras que la que hoi lleva el íiltimo 
nombre llamábase Calle realy basta que se edificó en ella el actual palacio de 
gobierno. La calle de la Neveina llamóse también por muchos años de la Penca- 
deria, pues solo allí se permitia la venta de mariscos, i hubo otras calles que 
tuvieron nombres diversos, pero cuya locflizacion seria hoi difícil establecer. 
Los libros del cpbildo hablan, por ejemplo, de una calle llamada del Bachiller^ 
a principios del siglo pasado, que debió ser una de las mas centrales, pues se 
gastaron en una vez quinientos pesos en su acomodo, y parécenos que no puede 
ser otra que la que hoi se denomina del Puente, porque en su remate setentrio- 
nal se levantó mas tarde éste. Como.se ve, la pila bautismal de nuestra capital 
es bastante humilde, sobre todo si se la compara con la pomposa Buenos Aires; 
pero por lo menos es tan característica en sus apelativos conventuales, como 
lo era, digámoslo de paso, la nomenclatura de una aldea de Inglaterra (Giren- 
cester) en la que el que esto escribe habitó largos dias i de cuyas únicas cinco 
calles, llamábase una Gold Street^ otra Silveí* 8t. i la tercera Bollar St. o sean 
las calles del Oro, déla Platal del Peso fuerte, todo lo cual no puede negarse 
que es esencialmente ingles. 

Hai también en nuestros nombres patronímicos cierto estiramiento i formali- 
dad que acusa nuestro oríjen gallego-vizcaino, pues no tenemos como la anda- 
luza Lima ninguna calle que se llame de los Polvos azules, La faltriquera del 
diablo, De siete jeringa». De chupa jeringas, De las divorciadas i de Ya parió, . 

(I) No es esta una espresion americana, como pudiera creerse, sino una 
aplicación de la palabra rancha, que los militares españoles usaban por comida; 
i como ésta la encontraban los conquistadores o la preparaban en las habitacio- 
nes de los indíjenas, le dieron este nombre. Ranchear en las historias antiguas 
es por esto sinónimo diQ forrajear. Las caeas de los indios llamábanlas rucas; i así 
■e denominan todavía en Arauco. En Méjico llaman ranclw las haciendas, como 
las llaman Aa/o« en Yenezuela,'in;entoa en el Perú, estancias ea el Plata, etc., 
potrerat en Valdivia, campanarios en la Union, etc. 



n 



— 30 — 

Has como aconteciera, según en breve veremos, que los in- 
dios alzados en masa quemaron i arrancaron hasta el suelo esa 
aldea provisional, hubo de construirse de nuevo en el próximo 
verano (1542) con materiales de mdobon (i) i teja, según espreso 
mandato de Valdivia, a fin de ponerla a cubierto de nuevos in* 
cendios. 

El núcleo de la población habla estado, sin embargo, desde 
la primera hora de la fundación, en la plaza principal^ que se 
habia rodeado de una palizada para ofrecer algún reparo al pe- 
ligro constante de un súbito alzamiento. I tan acertada fué a la 
verdad e.-ta disposición^ que a no haberse tomado en tiempo, 
babrian perecido todos los españoles en la sangrienta batalla 
que les dio Michimalonco a los pocos meses de elejido aquel 
sitio. tLes ganaron toda la ciudad, sino fué solamente el poco 
sitio donde estaban» , dice un historiador contemporáneo^ i lue- 
go aña.de que hicieron pedazos a dos cristianos cen la plaza^ que 
era donde se peleaba» ^^2). 

Por esto fué que cuando Valdivia reparó lo destruido dice él 
mismo: «determiné hacer un cercado de estado i medio de alto, 
de mil i seiscientos pies en cuadro que llevó doscientos mil (?) 
adobes dt a vara de largo i un palmo de alto», añadiendo que 



i otras por el estilo. Lo único qne ofrecería algana semejanza con estas, es la de 
Santa Rosa que basta fines del último siglo se llamó calle de las Matadas o de 
las McUadorcu. Fué también especial nuestra nomenclatura en la continuidad 
de un solo nombre aplicado a la serie de cuadras de una sola calle, que solo la 
plaza interrumpía, al contrario de lo que se usa en Méjico, Lima i Buenos Aires 
en que cada ciLadra tiene un nombre diferente. Algunas también lo tuvieron 
antes en Santiago como la que se llama bol del Estado^ que era llamada de San 
Agustín, el Hei, Pescadería, Caridad i el Basural, 

£1 sistema español puro prevaleció, pues, en nuestro primitivo bautizo i ba 
■ido imposible desarraigarlo a fuerza de decretos, de placas en las esquinas, 
i de avÍH>s en los periódicos, lo que es una prueba mas de nuestro espíritu pro- 
gresista i eminentemente innovador. Debe consolarnos, empero, el que nosotros 
liayaraos podido dar un nombre siquiera a una sola calle de España, pues una 
de las mejores de Cádiz llámase Calle del conde del Maide, por nuestro buen paL 
sano don Ni<tolas de la Cruz, que allí vivió opulento en los primeros años de 
este siglo. En Madrid mismo, i a la mitad del paseo de la Fuente Castellana^ 
alguien vló en 1859 una villa llamada La chilena, que serla tal vez todo lo que 
los madrileños sabían de Chile, antes de tener noticia del traspaso del Cova^ 
donga i del traspaso de Pareja. 

(1) Los indios no conocían propiamente el adobe, que es de oríjen árabe («/- 
atob,) pero usaban lo que todavía so llama adoban i lo empleaban como los 
indios del Perú en sus casas y templos, según se ve ahora en todas las admira- 
bles ruinas de los últimos, principalmente en los valles de Cbincba 1 de Ca- 
ñete. 

(2) Góngora Marmolejo páj. 8. 



— Sí — 

él mismo ayudó con sus manos a preparar los materiales i car- 
garlos en sus hombros para ejemplo (1). 

La loc^alizacion de este fuerte es materia que ha atormentado 
los cerebros de muchos antiguos historiadores. Uno de ellos 
comparativamente moSerno (Córdoba Figueroa) dice que fué en 
el cerro de Santa Lucia, opinión tan fuera de camino^ que aun 
el mismo padre Guzman la encuentra descabellada. Otro mas 
reciente (Carvallo) afirma que «el fortín dominaba la nueva po- 
blación i descubría toda la ribera del Mapocho.» 

Pero ateniéndonos únicamente a lo que dicen los contempo- 
ráneos i especialmente Marmolejo, qué fué uno de los primiti- 
vos fundadores^ el sitio fortificado no pudo ser sino la que es 
hoi todavía nuestra plaza principal. Aquel cronista la señala 
por su nombre: en la plaza dice, como acabamos de verlo. Las 
dimensiones que da Valdivia al recinto fortificado cuadran ade- 
mas ajustadamente al suyo i no a otro; la opinión de Carvallo, 
que fué prolijo en sus consultas, se concilla, porque ese sitio, 
abierto entonces, dominaba la ribera del Mapocho, i por último 
el pueblo, ese gran libro de todas las averiguaciones dudosas, 
llama todavía aquel lugar con el nombre primitivo que sus fun- 
dadores le dieron: La plaza de armas. Nadie hasta aquí la ha 
llamado la plaza mayor ^ la plaza del rei, que es la designación 
común de esos lugares en las ciudades españolas, en cuyo país 
llamánse solo plazas de armas las ciudades fronterizas o forti- 
ficadas, como Badajoz, Figueras, Pamplona, Santoña, etc. 

En un ángulo de ese recinto así protejido, Pedro de Valdivia 
puso pues por su propia mano la primera piedra de la iglesia 
que al salir del Cuzco habia ofrecido al culto de Maria^ i a)mo 
era de costumbre i de lei en todas las fundaciones, hizo edificar 
en su inmediación su propia morada. La casa o palacio de Pedro 
Valdivia, estaba por consiguiente situada en el ángulo fronteri- 
zo al de la Cátedra), i es la misma que, reedificada dos o tres 
veces, ha estado sirviendo de mansión a los capitanes jenerales 
de la colonia i a los presidentes de la república (2). 

(1) Carta primera citada. 

(2) Calculamos que esta aseveración, que destruye por su base un error vul- 
gar i por tanto acariciado, va a causar en ciertos críticos una impresión lasti- 
mosa, quizá de grita i de difamación. Vamos por tanto a dar clara i perfecta 
razón de como lo quQ se ha llamado el palacio de Pedro Valdivia en el barrio 
oriental de Santa Luc:a, donde se ba consagrado a su memoria un hermoso tem- 
plo, es solo una supercheria que no resiste al criterio mas superficial. 

Ta queda evidentemente demostrado que Valdivia jamas estableció su cam- 
po en la falda oriental del Santa Lucia, i menos tuvo el pensamiento absurdo 
de edificar allí una ciudad en el pedregal estrecho que dejaban dos brazos d« 
rio destinados a lavarlo en todas sus creces. Este solo argumento seria concia- 



« 



— 32 — 

Los demás solares que hacían frente ala plaza, so distribuye- 
ron entre los principales pobladores. En consecuencia, uno de 
ellos tocó al alcalde Juan Dávalos Jufré que edificó en él la pri- 
mera casa de altos conocida en Chile. Otro, que es en el que se 
levanta lioi el suntuoso palacio arzobispal^ perteneció al primer 

y ente; pero está históricamente demostrado que las casas de Valdivia tuvieron 
íínicamente la localizacion que hemos apuntiido. Gay, por ejemplo, dice (t. !.• 
páj. 140) hablando de la construcción de la iglesia: "También construyeron en 
un costado de la plaza la casa de Pedro Valdivia, algo mas desembarazada ésta 
que ]as dcmaf»" i esta a>everacion no es antojadiza, porque el mismo Valdivia 
tratando de aquellos mi&mos edificios qu« hemos dicho era de lei edificar conti- 
guos, dice a Carloa V en su tercera carta datada de Concepción el 13 de octu- 
bre de 1550: "Atendí a que se hiciese la iglesia i casas,"* 

Ahora bien, de estas mismas casas dice el procurador de Santiago Francisco 
Miñez en los capítulos o solicitudes que pu»o a Valdivia en 9 de noviembre de 
1552, que están citas en la plaza i que habiéndolas vendido Valdivia al rei por 
medio de su mayordomo Martin de Alba, estaban ya ocupadas por los oficiales 
reales i tenían allí su oficina de cuentas i tesorería. (Libro becerro de Santiago, 
año de 1552) Del mismo libro consta que cuando Valdivia fué electo goberna- 
dor popularmente, a los pocos meses después de fundada la ciudad, se salió de 
la sala o tambo en que estaba funcionando el cabildo abierto, *'se entró a su 
cámara, dice la acta, que estaba allí juniaJ* Esta misma versión ha acojido el 
señor Amunátegui en su interesante libro sobre el descubrimiento de Chile. 

Tero aparte de todo eeto, que no puede ser mas concluyente para destruir el 
engaño, podemos añadir que el padre Ovalle, que escribió en 1640, asegura que 
al irse él en su juventud al colejio de Córdoba (1618), esto es, ochenta años des- 
pués de la fundación de Santiago, no existía población ni una sola casa en la 
parte oriental del Santa Lucia. Frezier, que levantó el plano de Santiago 94 
años mas tarde todavía (1712) no señala tampoco un solo edificio en esa locali- 
dad, que atravesaban solo dos cauces solitarios de agua para los usos de la po- 
blación. I lo mas curioso todavía es que no mencionando la tal casa ningún 
historiador digno de respeto, haya sido el buen padre Guzman en sus consejas a 
BU sobrino Amadeo el primero que la haya consignado doscientos noventa 
cinco años (1835) después de edificada aquella. 

"I así mas probable me parece que este fuerte (dice t 2. páj. 783) fuese uña 
casa que aun se conserva el día de hoi con el nombre de palacio dt don Pedv 
Valdivia..!* 

Pero aun fuera de estos claros antecedentes históricos, hai otros no menos 
indisputables de arqueolojía que contradicen la autenticidad de esa absurda 
reliquia. 

Puede asegurarse, sin temor alguno de que la preocupación salga a desmen- 
tirnos, que no hai en Santiago muralla alguna de adobe que tenga mas de dos- 
cientos años de antigüedad; pues si todos los templos, la mayor parte de cal i 
ladrillo, de cal i cauto i aun de piedra de sillería, han sido reedificados dos, 
tres i hasta cuatro veces, en trescientos años, cómo se habria podido mantener 
de pié aquella pobre pared? 

El argumento jefe que hai en esta cuestión i el que nos ha guiado para en- 
contrar la verdad en este problema no son, sin embargo, las consideraciones an- 
teriores fino una simple cuestión de buen sentido. Lo que queda de la casa Ha. 
mada palacio de Pedro Valdivia es un macizo de cuatro varas de lErente i dt 






— 33 — 

*' 
procurador de ciudad Antonio de Pastrana, que lo perdió en bre- 
ve junto con la vida, como en su lugar diremos. 

Para la acertada distribución délos habitantes se dividió cada 
manzana en ocho solares, cuatro por cada frente de las calles 
que corren de este a oeste^ i de aquí la preferencia de éstas, 

seis 11 ocho de costado, con un altillo o sobrado que apcuan permite estar de pié 
a un hombre de buena estatura i al que se sube por una escalerilla miterable i 
oscura. Ahora bien, suponiendo que lo que ha desaparecido del pcUacio fuese 
otro tanto de lo quo existe o diez tantos mas, ¿pudo ser jamas tal edificio, la 
morada (las casas como él mismo las llama, pues por fuerza habian de ser mni 
espaciosas) de un hombre tan fastuoso i arrogante como Pedro YaldiTla, 
que se complacía en llevar hasta en la guerra una numerosa servidumbre desde 
mayordomo a paje i palafrenero? 

Es fuera de duda que eso pequeño edificio tiene una antigüedad bastante 
considerable como lo demuestra la forma especial de sus tejas en estremo angos- 
tas i acanaladas i sus vigas de canelo sin labrar, que se tocan encima del tobra- 
do; pero esto no podrá inducir a ninguna persona sensata a atribuir a esa cons- 
truccion otro orijen que el que en realidad es evidente tuvo, esto ea, el de una 
casa quinta, chácara o bodegón de algún honrado vecino que la quiso hacer re- 
sistente a los temblores, i esta conclusión la saeamos del hecho de que basta 
echar una mirada por algunos de nuestros arrabales rústicos (especialmente en 
la Chimba) para encontrar construcciones análogas i casi tan antiguas como la 
apócrifa de que damos cuenta. Las vigas de canelo bruto no es tampoco argu- 
mento de una estrema antigüedad, pues casas bal en Santiago, i no pocas habita, 
das todavía por familias opulentas que tienen esa clase de madera como soportal 
en su techumbre. La casa por ejemplo que fué de don Jerónimo Medina en la 
tercera cuadra de la calle de la Compafiia i que hoi reedifica la famUia Ovalle. 
Vicuña, tenia únicamente vigas de canelo sin labrar, i aun ahora mismo podrían 
usarlas nuestros arquitectos, pues se encuentra en abundancia en la hacienda 
de San Miguel i otras vecindades de San Francisco del Monie, que fué de donde 
acarrearon aquellas, i de aquí su nombre. En las haciendas vecinas de Santiago, 
como en Pirque por ejemplo, los campesinos, cuando puedan, no usan otra dass 
de vigas que la de canelo, porque les ahorra el trabajo de labrarlas, bastándoles 
el quitarle las cortezas. 

Ki aun a pretesto de que ese entresuelo fué no ya palacio sino la e<ua de car»' 
po de Valdivia podrá revindicarse, pues está averiguado que la chicara que 
Valdivia se asignó a sí mismo estaba situada al pié del San Oristóval, dondt 
tuvo su primer campamento i por la que corrían entonces no menos de tres 
acequias, en una de las cuales dio permiso para levantar un molino a uno de 
gus capitanes seis meses antes de su muerte {Jbibro becerro. — Actas del cabildo 
de 1653.) 

Entre tanto, no por que hayamos desvanecido este error, que solo prueba las 
puerilidades que sirven muchas veces a lo que se llama criterio, tradición, his- 
toria, etc., pretendemos disminuir el mérito de los hombres bien intencionados 
que en aquel sillo levantaron una bonita iglesia espiatoria. Lo único que podría, 
moa decir sin agravio de nadie es que el tuno que por vengarse de Pareja ape- 
dreó la lápida que daba razón' a la impostura, manifestó mas instinto histórico 
que aquellos santos varones. Oportunamente i cuando hayamos dé dar cuenta 
de la adquisición por el Estado de este famoso palacio, acabaremos de compro- 
bar nuestra opinión (si todavía es preciso) con la escritura de compra a la vista, 
msv. OBÍT. 8 



— 34 — 

siendo todas de 40 varas de frente i de 75 varas de costado, to- 
cándose pur éste los unos con los otros, cuál suele verse todavía 
en algunas pocas manzanas de la parte central i aristocrática 
de la ciudad, donde las casas solariegas, no han entrado todavía 
en el lote de las subdivisiones que con los siglos, los terremotos 
i de las herencias ha de venir a transformar i a hacer incono- 
cible nuestra cuna. 

Los sitios se concedían gratuitamente al que los solicitaba a 
titulo de vecino, i aun se les donaba mas de uno con la sola obli- 
gación de cerrarlo con tapia de adobon (que era la que tenían 
en uso i sabían construir los indios yanaconas^ según ya diji- 
mos, por haberla introducido en el Perú) en el plazo de seis 
meses, pasado el cual se denunciaban por vacos i se daban a 
otros. 

Tal fué la primitiva planta de Santiago, desnuda de edificios 
i tal cual la trazó el cordel del a/an/e Pedro de Gamboa. Juzga- 
da su distribución por la crítica moderna, parecería un evidente 
error el que entonces no se hubiese dado mas espacio a sus vias 
públicas ni señalado mas lugares para las plazas i sitios de re- 
creo de la población; pero en justicia es preciso confesar que 
aquellas eran en demasía abiertas para hombres que venían de 
los callejones moriscos de Sevilla i de Granada, de Gáceres y de 
Trujillo, i que las últimas tuvieron mucha mayor estensíon de 
la que nos ha reservado nuestra imprevisora codicia. No ten- 
drían tampoco derecho para acusar a aquellos de mezquinos los 
que después de haber tolerado la calle Angosta, que ciertamente 
no fué delineada por los conquistadores, están ahora haciendo 
vías públicas de veinte varas de claro por respetar en los subur- 
bios de la ciudad que tiene mejor planta natural en el mundo, 
la triste parsimonia de los particulares. 



CAPITULO III. 



Los fundadores. 



Notable carácter de la hueste que trajo ValdWia i su oríjea eitremefto. — Sas 
principales capitanes. — Sus mas notables vecinos. — Juan Gómez i Juan Fer- 
nandez de Alderete. — Los adalides de la conquista. — Los primeros clérigos 
i frailes. — Doña Inés deSuarez. — El primer verdugo. — Nómina de los fun- 
dadores de Santiago. — ^Fundación de su primer cabildo. 



El mayor número de los compañeros de Pedro Valdivia, aun- 
que aventureros i hombres de guerra, a diferencia de las cua- 
drillas castellanas que hablan hecho conquistas en otras partes 
de la América, eran soldados de mediana pro i algunos de mu- 
cho respeto. Otro tanto habia sucedido con los camaradas de 
Almagro, de la cual dicen los historiadores fué la mas lucida i 
noble jente de guerra que militó bajo el pendón de los con- 
quistadores del nuevo mundo, salvo que los almagrislas o los 
de Chiley como se les llamó mas tarde, eran casi todos castella- 
nos, como su caudillo, mientras que los secuaces del nuevo 
Adelantado eran en su mayor número hijos, como él, de la va- 
ronil i selvática Estremadura (1). 

é 

(1) Todos los historiadores de crédito, Oviedo, Herrera, Góngora, Lovera, 
etc., están de acuerdo en esto, asi como en que la hueste de Vuklivia era aun 
de mas lustre que la de Almagro, porque aquellos vinieron casi todos a su costa 
(pues Valdivia era personalmente pobre), mientras que Almagro empleó toda 
BU parte de botin en los tesoros de Atahualpa i del Cuzco en alistar su banda, 
cuyas deudas injentes perdonó a cada uno, como es sabido, con su proverbial 
prodigalidad, al entrar a Copiapó. 

No puede decirse otro tanto de los refuerzos que trajeron en seguida Monrojr, 
Villagra i el mismo Valdivia, cuando regresó del Perú. De estos últimos, dice 
el palentino Fernandez, Hütoria del Perúf páj. 129, "habia algunos que hablan 
sido desterrados del Perú i otros a galera por culpados en la rebelión de Gon- 
zalo Pizarro.'' £1 tercio que trajo Hurtado de Mendoza era también compuesto 
de muehoB de los rebeldes de los Jirones i Oontreras. 



— 36 — 

No quiero decir por esto que los orijenes de nuestros mayo* 
res fueran de mas alta alcurnia que los de otras ciudades, en que 
las jeneraciones han dado menos valor a ios blasones; porque 
puede asegurarse que de los soldados de Almagro i de los de 
Valdivia solo quedó entre nosotros la memoria. De los primeros 
porque no volvieron ya a la tierra después del descubrimiento, 
i de los^ültimos porque el mayor número pereció,, a ejemplo de 
BU jefe, en las lanzas del indio bárbaro. 

En los libros tradicionales del cabildo de Santiago solo que* 
da, en verdad, noticia de tres o cuatro capitanes que sobrevi* 
vieron a los. desastres, i de ellos, por sus servicios señalados, 
tomaremos nota mas adelante. 

Los verdaderos fundadores de nuestra nacionalidad, sin dis- 
puta escepcional en la América española, vinieron, según to- 
mamos compromiso de demostrarlo en debido lugar, de otra 
provincia de Uspaña, mas análoga a la nuestia en clima, en 
producciones i en otras semejanzas de topografía i panorama, 
que bol dia mismo al viajero nacido en los valles i gargantas 
de Chile, cuando recorre los valles i desfiladeros montuosos de 
Vizcaya, parécele tener a la vista, bien que en pintoresca mi - 
niatura, el molde en que se hubiera diseñado la grandiosa to- 
pografía del lejano suelo palirio. Por ahora bástenos solo dejar 
sentado, como único timbre de nobleza digno de ser acojido por 
un pueblo civilizado, la circunstancia harto especial i estraña 
en aquellos siglos de que de los ciento i sesenta compañeros de 
Pedro de Valdivia, mas de la mitad de su número sabian leer i 
escribir. Noventa de ellos firmaron, en efecto, por sí i por los que 
no podian hacerlo, el acta de nombramiento de gobernador 
propietario en la persona de su caudillo el 10 de junio de 1541 , 
i así consta del libro becerro^ ejecutoria de h\ verdadera nobleza 
santiaguina, no de la que fué comprada mas tarde con el fruto 
de los potreros i de las ramadas de matanza. 

Gomo Pedro de Valdivia era un capitán prestijioso i popular, 
probado en las guerras de Italia, de Venezuela i del Perú, donde 
los Pizarro le consideraban como su brazo derecho, acompa- 
ñábanle hombres de mucha cuenta en la guerra, tanto en las 
hazañas como en el consejo. Eran de éstos sin disputa los mas 
notables Jerónimo de Alderete, un caballero ya entrado en años 
natural de Olmedo en Castilla la Vieja; Francisco de Aguirre, 
soldado de mucho valor oriundo de Talavera de la Reina; 
Francisco Villagra, esforzado aventurero, hijo de Astorga, en el 
reino de León; Rodrigo de Quiroga, el patriarca de Santiago i 
su verdadero fundador civil, gallego de nacimiento, i por último 
Alonso de Monroy, el amigo mas leal i mas abnegado del cau- 



— 37 — 

dillo estremeño, como que en su servicio rindió la vida. Tenían 
entre tanto, los cuatro primeros tan altos títulos en la conside" 
ración de sus compaíieros i en la de Valdivia mismo, que unos 
por un principio i otros por otro, fueron sus sucesores en el 
mando; i acaso el último lo habüia sido en primera línea^ por la 
naturafeza de sus servicios i lo probado de su lealtad, si la 
muerte no hubiese cortado su carrera antes que la de su señor. 

Entre estos entendidos capitanes Valdivia babia distribuido 
el mando de las armas desde su salida del Cuzco. A Monroy lo 
habia hecho su sárjenlo viayor^ empleo que en cierta manera 
equivalia al que se llamó después de cuartel-maestre i hoi jefe 
de estado mayor en los ejércitos. A Jerónimo de Alderete conñó 
una compañía de caballeiia i la otra a Francisco de Aguirre. A 
Francisco de Villagra dio la de arcabuceros i ballesteros i a Rodrigo 
de Quiroga la de los piqueros i rodeleros o soldados que pelea- 
ban de a pié con lanzas i broqueles. Para el mando conocido en 
seguida con el título de maestre de campo, designó a un caballero 
de Salamanca llamado Pedro Gómez de don Benito, del que no ha 
quedado en la crónica mas huella que la de su pomposo nom- 
bre, por lo que debió morir o abandonar la tierra de temprano. 
Por último entregó la bandera de la conquista, con el título de 
alférez real, que era el cuarto título en la jerarquía militar 
entre los descubridores (1), a un soldado joven i animoso 
llamado Pedro de Miranda^ i el mismo cuya tradición ha reco- 
jido la historia con una melancólica simpatía por las aventuras 
singulares que esperimentó en el valle de Gopiapó a su regreso 
al Perú, en compañía de Monroy, i mas que por esto por haber 
sido víctima del primero i estraño crimen doméstico que con- 
signan nuestros anales, según en época oportuna hemos de 
contar. 

Hábrase visto que aquellos capitanes tenian nacionalidad di- 
versa en la nomenclatura política de España, tan hondamente 
marcada en esa época; pero de los soldados jóvenes, dicen los 
cronistas que en su mayor número eran estremeños, i entre" 
éstos hacíase notai el brillante Diego García de Cáceres, a quien 
encontramos todavía entre los proceres de la capital cuarenta 
años después de su fundación. 

Otros de los notaÍ3les eran Antonio de Ulloa i Gaspar de Oren- 
se, emisario el uno de Valdivia i ol otro de Villagra, tan se- 



(1) Adelantado, maestro de campo, sarjento mayor , alférez real. ''Ad«laiitado* 
]laiiaban en Espafia a los gobernadores militares de las provincias fronterizas 
de los moros, i de aqui vino que se aplicase con propiedad a los descubridores 
de América, cuya vida era adelantar siempre la conquista. 



— 38 — 

fialado aquel por su fea traición, como el último por su lealtad 
acendrada; Pedro de Yillagra, natural de Colmenar de Arenas, 
pariente del primer Yillagra i su sucesor en el mando; Juan 
Bohon, el verdadero fundador déla Serena, Antonio de Pastrana 
i Juan Godipez, el primero i último procurador de ciudad de 
entre los pobladores orijinarios, el capitán Rodrigo de Araya, 
que puso al pié del Santa Lucia el primer molino gue corrió en 
Santiago (1) i Pedro de Gamboa que hemos ya dicho fué su 
primer alarife. 

Mas alta jerarquia que el último tuvieron Juan Fernandez 
Alderete, i Juan Gómez, que algunos llaman de Almagro^ talvez 
porque, como el Adelantado don Diego, era oriundo de aquel 
pueblo de Castilla. 

Era Juan Fernandez hombre de «muchas canas i de pecho va- 
ronil en cualquier lancet, según dice alguien que lo conociera 
(2) al referir ia enérjica resistencia que opuso a Francisco de 
Víllagra cuando se negó a entregarle los caudales del rei sentán- 
dose sobre la caja que los contenia, pues era tesorero. Llegó por 
tanto a ser uno de los vecinos mas respetables de Santiago i fué 
él quien levantó a sus espensas la hermita que dio nombre al 
peñón de Santa Lucia. 

Juan Gómez, cuyo nombre conserva todavía una de las que- 
bradas de Valparaiso, en cuyo fondo i laderas estuvo el puerto 
primitivo, era al contrario tan terrible i cruel como Fernandez 
Alderete pasaba por cristiano. Tuvo el primero la vara de la 
justicia como alguacil mayor, i su implacable severidad con los 
indios, particularmente en el asiento de Valparaiso, a donde 
le llevó la averiguación de un levantamiento, i los crueles casti- 
gos que acaso ejecutó entre aquellos infelices pescadores, dio 
ocasión a que su nombre quedara para siempre recordado en la 
comarca. 

Entre los simples caballeros que seguían el pendón de Valdi- 
via tan solo por el amor a las aventuras i al peligro en aquella 
edad vecina de las ciuzadas, contábanse Juan de Cepeda, Luis 
de Toledo i dos brillantes paladines llamados Diego Oro, natural 

(1) Eate molino ha existido, bien que mejorado, en su sitio primitivo, que es 
el que hoi ocupa la panaderta de Stuven, en el ángulo sudoeste del cerro da 
Santa Lucia. £1 segundo se fabricó en el costado opuesto donde todavía existe 
i fué hasta hace poco propiedad de un sefior Collao. Levantólo el vecino fun- 
dador Bartolomé Flores, natural de Nurembergy, cuyo verdadero apellido debia 
por tanto ser el de Blumen. El tercer molino lo levantó el capitán Juan Dáva- 
los Jofré en terrenos de Valdivia al pié del San Gristóval i el cuarto fué cons- 
truido por Rodrigo de Q.uiroga en el barrio de la Chimba. 

(2) Marifio de Lovera, páj. 174. 



— 39 — 

de Mayorga, en Castilla la Vieja, i Vicencio Monti, oriundo de 
MilaD. Tan bien sentada debieron tener estos soldados su re- 
putación de valor i de lealtad, que ellos figuran entre los trece 
compañeros que elijió Valdivia para su empresa contra Gonzalo 
Pizarro, i entre los que iban hombres como Alderete, don An- 
tonio Beltran, i el capitán Juan Dávalos Jofré, el primer alcalde 
que tuvo Santiago, i sin disputa el primero de sus vecinos, en 
el sentido honroso que se da en el dia a este título, si ño hubiese 
existido Rodrigo de Quiroga. 

Es digno, por otra parte, de notarse en este estudio de nom- 
bres seculares, que aunque muchos de los vecinos fundadores 
de Santiago comenzaron a llamarse capitanes desde los primeros 
años de la conquista, solo aparecen firmados en las primeras 
actas con el título preciado de Don, tres caballeros llamados Don 
Antonio de Beltran, Don Francisco Ponce de León i Don Martin 
de Solier, a quien empero no le valió su alcurnia, pues fué el 
primero a quien Valdivia hizo cortar la cabeza, junto con cua- 
tro de sus parciales, por adictos al bando de los Almagristas. Es 
también curioso saber que solo a su regreso de! Perú, cuando 
Valdivia vino provisto de gobernador propietario por el licen- 
ciado La Gasea, comenzó a darse a sí propio el título de Don que 
antes no habia tenido^ como no lo tuvieron Pizarro i Almagro, 
que lo compraron con el descubrimiento de un mundo. Hoi 
solo cuesta el sobrescrito de una carta, i esto solo es una señal 
de los tiempos, i de tal modo, que ya comienza a ser un lujo el 
dejar el Don olvidado en los papeles. La era de la semecracia que- 
da ya iniciada, aunque solo sea de nombres,.» 

A mas de los soldados vinieron, como aconteció entonces en 
todas las conquistas, algunos sacerdotes animosos entre los que 
la historia ha conservado los de Bartolomé González Marmolejo, 
natural de Carmena en Andalucía (1), hombre bueno i prudente, 
aficionado a la cria de caballos, lo que no le impidió ser un es- 
celente cura de nuestra primera parroquia i el primer obispo 
de Santiago, siendo digno de curiosidad que uno de los motivos 
por que el gobernador le recomendó con mas especialidad al 
rei para la mitra, fué el de haber sido introductor de unas cuan-' 
tas yeguas que fueron de gran servicio a los colonos. De los 
otros dos clérigos que con él vinieron llamábase el uno Juan 
Lobo, natural de San Lucar, hombre arrojadísimo, que en vien- 
do indios se ponia el breviario de coraza, i empuñando lanza se 
entraba entre ellos, como sucedió el dia de la primera batalla 
del Mapocho, donde, dice uno de eus contemporáneos, (2-) 

(1) Marino de Lovera^ dice quo era de Constantioa. 

(2) Góngora Marmolejo, páj. 8. 



— 40 — 

canduvo entre ellos como lobo entre pobies ovejas.» Llamábase 
el otro Diego Pérez, i de éste^ nada escepto su nombre i un plei- 
to por cobro de pesos do que hablan las actas de cabildo, se ha 
conservado como memoria. Vinieron también dos potables frai* 
les mercedarios, insignes misioneros i de los que hai motivo 
para creer que uro al menos, Antonio de Rendon, espedicionó 
por puro celo apostólico con Diego de Almagro. El otro llamábase 
Antonio Correa, era natural de Roma i fué el verdadero funda- 
dor de su orden entre nosotros. 

Quédanos solo por recordar en esta nómina de los fundadores 
de la capital,' dos nombres de mujer que la crónica conservaría 
con profundo acatamiento, si la memoria de la una no hubiese 
sido afeada con una calumnia necia, puesto que la inventaron 
en su honra, i porque la otra fué víctima de un terrible drama 
de familia, en parte achacado a la violencia de su carácter. 
Fué la primera dofia Inés de Suarez, esposa del venerable Ro- 
drigo Quiroga^ castellana esforzada, hijadePlasencia i de quien 
dicen los historiadores casóse después en Málaga, aunque no 
esclarecen si fué Quiroga su primer marido. Fuó ésta la prime- 
ra mujer que formara su hogar en este suelo de dulces hogares; 
i aquello que han contado del degüello que hizo de siete caci- 
ques por su propia mano, no es sino uno de esos plajios de 
escritores pedantes que quisieron pintarla como Judith, esta 
caricatura divinizada de la mujer, cuando fué solo dechado de 
virtudes privadas i sociales. Era la otra doña Esperanza de 
Rueda, mujer de Jerónimo de Alderete, que viuda de éste, casó 
en seguida con el infeliz Pedro de Miranda i pereció -con él al 
filo de la espada de un deudo ingrato. 

Debemos señalar todavía en la última jerarquía de los funda- 
dores de Santiago el ¿leí que representaba una institución esen- 
cialisima 6n toda comunidad española: la del verdugo. Llamóse 
el primero de este oficio Ortun Jerez, según el historiador Car- 
vallo, i le nombró el cabildo en 1547^ estoes, seis años después 
de la fundación, época sin duda en la que si los primeros colo- 
nos de Santiago hubiesen venido de otro suelo, habrían creido 
la mas oportuna para nombrar un maestro de escuela 

Tal es, tan completa como nos ha sido posible formarla, la 
nómina de los mas notables entre los primitivos pobladores de 
Santiago (1). 

(1) Como DOS parece digno de consignarse en una obra como la presen- 
te loe nombres de los primeros vecinos i fundadores de Santiago, los apunta- 
mos en seguida, copiándolos de la acta del cabildo del 10 de junio de 1541 en 
que el pueblo elijió gobernador a Pedro de Valdivia, i cuyo documento firma- 
ron todos los que sabian escribir. Los nombres que aparecen de cursiva son los 



— 41 — 

Conocidos los nombres de los secuaces i aquellos de sus he- 
chos que una prolija pero de suyo tardia investigación ha traido 
a nuestra noticia, cúmplenos dar cuenta del caudillo. I vamos 
a hacerlo en seguida considerándolo^ no como capitán ni ade- 
lantado, ni siquiera como a cualquiera de los demás conquista- 
da aquellos eonqnlstadores de que ha quedado alguna memoria cualquiera. Loa 
demás son aquellos de quienes se conservan únicamente los nombres. Hé aquí 
esa nómina: 

Alcaldes y rejidores. — Francisco de Aguirre, Joan Davalo Jufré^ Joan 
Fernandez Alderete^ Don Martin de Solíer, Joan BoJion, Francisco de Villagra, 
Gerónimo Aldereie^ Gaspar de VUlaroel, Joan Gómez, Antonio de Fastrana (1). 

Vecinos. — Alonso de Chinchilla, Antonio Tomé Vasano, Gabriel de la Cruz, 
Garcí Días, Bartolomé Márquez, Joan Negrete, Joan Bolaños, Alonso de 
Córdoba, Francisco Carretero, Perezteban, Joan Ruiz, Joan Ortiz, Joan Ga- 
laz. Martin del Castro, Pedro Martín, Joan Gutiérrez, Diego Ñoñez, Pascual 
Ginoves, Lope de Lauda, Pedro González, Francisco de León, Juan Carreño, 
Joan Xeres, Rui García, Salvador de Montoya, Santiago Pérez, Joan Jufré, 
Rodrigo de Quiroga, Gil Gregorio Davila, Joan Pinel, {escribano de S. 3f.), 
Joan Crespo, Joan Cabrera, Joan de Cusbano, Alonso del Campo, Luis de la 
Peña, Pedro Domínguez, Joan de Vera, Gerónimo de Vero, Pedro de Gan^oa, 
Joan Godinez, Pedro de Miranda, Marcos Veas, Don Francisco Ponce de León, 
Alonso Salguero, Joan de Cha vez, Francisco de Arteaga, Santiago de Acosa, 
Rodrigo de Araya, Martin de Ibarrola, Gaspar de las Casas, Pedro de León, 
Joan Pacheco, Rodrigo González, clérigo, Bartolomé Florea (2), Hernando 
Vallejo, Pedro Gómez, Joan Jj>bo, (clérigo), Antón Hidalgo, Lope de Ayala, 
Gabriel de Zalazar, Diego de Céspedes, Antonio de Ulloa^ Bartolomé Muñoz, 
Pedro de VUtagra^ Joan de Cuevas, Antón Díaz, Francisco Galdamez, Alonso 
Sánchez, Joan de Funes, Joan de la Higuera, Diego Pérez, (clérigo^, Luis de 
Toledo, Alvar Nufiez, Alonso Pérez, Pedro Zisternas, Francisco de Riberos, 
Joan Alvarez, Giraldo Gil, Francisco de Randona, Pedro Gómez, (maestre de 
campo.) 

Creemos digna de consignarse en este lugar la acta de la erección del primer 
cabildo de Santiago, cuyo tenor es el siguiente: 

"Lunes, siete dias del mes do marzo de 1541, nombró el dicho señor Pedro 
do Valdivia, teniente de gobernador i capitán jeneral, los alcaldes, rejidores^ 
mayordomo, procurador de la ciudad para que los alcaldes administrasen la 
justicia en nombre de S. M., como es uso í costumbre, i los rejidores proveyesen 
en lo tocante al rejimiento della; i el mayordomo i procurador procurasen el 
pro e utilidad della. I señaló por escribano público e del consejo de ella, a mi, 
Luis de Cartajena, que entendiese en la fidelidad e asiento de cabildos 1 guarda 
del libro en que se asentasen, i en todo aquello tocante i perteneciente al dicho 
oficio; conviene a saber, a los magníficos i muí nobles señores Francisco de 
Aguirre i Juan Dábalos Jufré por alcaldes ordinarios, e a Juan Fernandez Al- 
derete, e Juan Bohon, e Francisco de Villagra, e don Martin de Solier, i Gaspar 
de Villarroel i Jerónimo Alderete, por rejidores, i por mayordomo a Antonio 
Zapata, e por procurador a Antonio de Pastrana. 

Pasó ante mí, Luis de Cartajena,"* 

(1) Sn la eopla pablieada en la Coleocion de historiadores se dice equivocadamente Gomeik 

(2) Ya hemos dicho qne este conquistador era alemán i su apellido por consiguiente era 
distinto. 

/ 



— 42 — 

gores, sino simplemente como al primitivo fundador de antia- 
dOy pues no debe echarse un instante en olvido el carácter 
escliisivamente local de esta narración, a fin de ponernos a 
cubierto del cargo que pudiere hacérsenos de haber empeque- 
ñecido de propósito la talla verdaderamente encumbrada del 
bravo hidalgüelo de Estremadura. 

Pero antes narremos algunos de los sucesos mas esenciales 
de su gobierno. 



CAPITULO IV. 



lia conspiraoioD de Pastrana. 



üeroismo i admirable constancia de los fundadores de Santiago. — Sorpresa I 
batalla qne, les dan los indios. — El clérigo Lobo i Francisco de Aguirre. — 
Aparición del apóstol Santiago, quien decide la batalla. — Miseria en que 
queda la colonia. — La primera siembni de trigo. — Las micas de Marga- 
Marga. — Envia Valdivia a Monroy por refuerzos con el primer oro que 
saca de ellas. — Conspiración de lo3 Almagristas. — Atolondramiento de 
Chinchilla, imprudencia de Pastrana i su suplicio. — Mal éxito característi- 
co del primer empréstito levantado en Santiago. — Valdivia ocnrre en con- 
secuencia al despojo i se dirijo furtivamente al Pera. — Dudas sobre la leal- 
tad de Valdivia a la corona de Espafia. — Severo juicio sobre los primitivos 
conquistadores. 



Cualquiera que sea el prisma de luz por el que la posteridad 
mire hacia atrás para medir la edad tenebrosa de la conquista, 
i por mas que la lilantropia condene sus bárbaras crueldades 
o la razón desahucie sus absurdos, no será dado a ningún ánimo 
severo negarse a la admiración que inspira la constancia, la 
imponderable tenacidad, el sufrimiento inconmensurable de 
aquellos hombres. 

Por el hecho solo de haber venido a la tierra de Chile después 
de lo «mal infamada» que la dejaran Almagro i sus secuaces, 
los de Valdivia habían dado muestras de una resolución heroica 
que el transcurso de los sucesos i del tiempo vino a confirmar* 
sometiéndola a durísimas pruebas. 

Hemos dicho ya, en efecto, que repartidos aceleradamente 
los solares i construidos algunos pajizos techos, a que apenas 
diera lugar la penuria del invierno, pasado en seguida éste con 
todas sus escaseces, único refrijerio de hueste tan fatigada por 
lo largo i lo escabroso de una travesía antes no transitada, vi- 



— 44 — 

nieron sobre ella de sorpresa i de noche los indios comarcanos 
como una ola humana. 

Pedro de Valdivia, poseído desde la primera hora de la ñebre 
de conquistas, que bulló en su cerebro hasta llevarlo a la insen- 
satez i a la muerte, habia apenas trazado la planta de la ciudad, 
cuando montó de nuevo a caballo i con sesenta de los suyos se 
.partió a hacer descubrimientos por el sud. El esperto Monroy 
quedó a cargo de la naciente colonia con los noventa restantes. 

De esa ausencia i de la división de fuerzas se aprovechó el 
caudillo de los rebelados, que todos designan con el nombre de 
Michimalonco, sin decir de qué distrito era señor. Esta parte 
de nuestra historia es oscura i tócase de cerca con la era de la 
fábula, pues en el incendio que redujo a cenizas la colonia, pe- 
reció el libro que Valdivia habia traido en blanco i en el que se 
hicieron los primeros asientos de la ciudad. Pero la mayor 
parte de los historiadores seüalaa el dia 11 de setiembre de 
1541 i la hora las tres de li mañana, como el instante elejido 
por los bárbaros para caer sobre los desapercibidos cristianos. 
Llegaron con grandes alaridos, orijen del chivateo en nuestras 
tropas, i con teas incendiarias que aplicaron a sus endebles 
habitaciones i a sus palizadas provisorias. 

La refriega duró nueve horas, pues los asaltadores solo repa- 
saron el rio enteramente deshechos a las doce de la mañana 
siguiente. 

Escusado es decir que los conquistadores hicieron prodijios 
de denuedo. Esta era su costumbre, i el matar indios era para 
ellos mas que una profesión, un hábito consuetulinario. Pero 
distinguióse, Eegun la opinión de los cronistas, aquel clérigo 
Juan Lobo de que ya dimos noticia con las pintorescas espre- 
siones de uno de sus camaradas, i el valeroso cuanto membrudo 
caballero Francisco de Águirre. De la lanza con que saliera el 
último a decidir en campo raso la obstinada contienda dice un 
soldado que tenia «tanta madera como sangre», i que tan arre- 
batado habia sido su ardimiento que (añade aquel) aconteció el 
caso singular i sin duda ponderado de que durante veinte i 
cuatro horas no pudo el caballero soltar el asta de la crispada 
mano, hasta que hubieron de aserrarle aquella en dos estremi- 
dades para desembarazarle de su peso. No hai tampoco para 
qué contar aquí la aparición del apóstol Santiago en un caballo 
blanco, acojida por casi todos los cronistas eclesiáticos desde 
Escobar a Olivares, i a la que el buen padre Ovalle consagra una 
lámina especial, recordando este propio caso. I a la verdad que 
no emprendemos esto, porque si hubiéramos de contar todos 
los milagros de que hai constancia auténtica como ocurridos en 



-. i5 — 

la capital desde !a batalla del apóstol basta el ánima de la arli- 
lleria^ (1851), babrla materia para llenar tantos volúmenes 
cuantos son los del Año cristiano, sin embargo de que todavía 
no se ha rejistrado en él ningún milagro de Chile. 

Valdivia, llamado entre tanto con angustia, volvió acelerada- 
mente al destruido pueblo, i en toncos fué cuando levantó aquel 
reducto o plaza de armas que ha sido el forum de nuestra his- 
toria civil i que el arte ha transformado hoi dia en un verjel de 
flores, cuyos muros son palacios. 

Pero alzados los indios i huidos los de servicio coa los ven 
cidos, por el temor del castigo que mereciera su complicidad, 
la miseria sorprendió a los españoles en su propia victoria. Aun- 
que solo hablan muerto cuatro cristianos i tres caballos (bien 
entendido que Valdivia habla primero de los dltimos contando 
al monarca sus penalidades, pues en esos dias una bestia de 
guerra valia mas que un buen soldado de pelea) la mayor parte 
de los últimos habian quedado heridos, i la destrucción del si- 
tio fué tan completa; que según la famosa relación del goberna- 
dor de la colonia solo encontró a su regreso «dos porquezuelas, 
un cochinillo^ i una polla i un pollo i hasta dos almuerzas de 
trigo» (1). 

Con esa provisión, que hoi es la ración diaria de una escua- 
dra de soldados i su cabo, la hueste de Valdivia debia susten- 
tarso por lo menos durante los meses que tardarían en madurar 
las sementeras, fuera de que los bárbaros, por un rasgo de 
diabólica magnanimidad, quemaron sus propios acopios i se 
echaron a alimentarse de raices i cebolletas silvestres que cre- 
cían en los campos, a ñn de aumentar con su hambre la de 
sus voraces i aborrecidos usurpadores. 

Las miserias que padecieron aquellos infelices soldados se 
hallan, pues, fueía de toda ponderación durante los dos primeros 
atios de la fundación de su pueblo, i nadie las ha recordado con 
mas animación de lenguaje i atractivo de forma que su propio 
capitán en sus admirables epístolas, dignas de correr bajo la ' 
misma cubierta que las mas famosas del conquistador de Méji- 
co. Veíanse obligados ellos mismos a labrar el campo con sus 
.caballos, i a la par que el arado llevaban en las manos la espada 
desenvainada, porque los indios vivían en un temeroso alza- 
miento que no daba treguas ni siquiera al sueño de los pobla- 
dores. Cuando una cuadrilla dormía la otra velaba o ejecutaba 
las labores del campo. Al hambre añadíase la desnudez, porque 
no llegaban socorros de ningún jénero i los colonos que hacia 

(l) Curta primtra de ValdivU a Carlos T. 



— 46 — 

poco ostentaban sobre sus cotas de pelea esquisitas sedas i tercio- 
pelos, vestían ahora miserables tdnicas de cueros de perro^ dice 
Lovera, o simplemente de andrajos, ateniéndonos a la espresion 
de Valdivia. Los animales mas inmundos vinieron a ser en oca- 
siones su alimento regalado, i si alguno tenia diez granos de 
maiz o un puñado de trigo mo lo molia por no perder el sal- 
vador (1). 

Tan acerbo se hizo al fin aquel sin número de calamidades, 
aumentadas por el rigor de tres inviernos, uno de los cuales (el 
de 1544) fué tal cual ni los indios mas ancianos lo recordaban, 
a no ser como memoria de otro de que hablaban sus antepasados, 
que al fin llegaron a hacer alguna mella en el alma forjada de 
acero del mismo guerrero estremeño; «porque los trabajos de la 
guerra, invictísimo César, decia a su rei con cierto amargo or- 
gullo, puédenlos pasar los hombres, por que loor es al soldado 
morir peleando; pero los del hambre, mas que hombres han de 
ser para sufrirlos.» Añadíase a todo esto la suma escasez de oro 
en que se hallaba la tierra contra las espectativas mas ardien- 
tes de Valdivia i de los nuevos pobladores, porque si bien el 
metal no era en realidad escaso, su esplotacion en grande esca- 
la dependía de la abundancia del trabajo manual; i como los 
indios andaban fujitivos i alzados por todo el pais, no quedóle 
al gobernador otro recurso que enviar a las minas de Marga- 
Marga, (únicas que como hemos dicho visitara Almagro en 
1535) (2) los pocos yanaconas peruanos que le quedaban fie- 

(1) Afrecho. — Carta primera de Valdivia, "i vino su calamidad a tal grado 
(dice Marino de Lovera pajina 70) que el que hallaba legumbres silvestres, 
langosta, ratón i semejantes sabandijas le parecía que tenia banquete.'' 

En una reclamación hecha 26 años mas tarde a la Real Audiencia de Lima 
sobre liberación do subsidios (agosto 30 de 1567) por el cabildo de Santiugo, el 
procurador de ciudad Juan Godinez, que habla sido uno de los vecinos funda- 
dores, decia estas palabras. "Padecimos tantas hambres que nuestro manjar eran 
cigarras del campo." (Gay. — Documentos para la historia de Chile, tomo 1.* pa- 
jina 237). 

Según Marifio de Lovera no quedó en la colonia mas trigo que unos cuarenta 
granos que se encontraron entre unas balanzas que un soldado habla traído de 
Lima. Pero ateniéndonos a la relación auténtica de Valdivia parece que ese es 
un error o que el autor confunde lo que aconteció en Méjico, donde efectiva- 
mente el primer trigo que se plantó se halló entre unos cuantos puñados de 
arroz que llevaba un negro cocinero en el ejército de Cortés. El trigo se intro- 
dujo en la América del Sud en un cantarito que Humboldt dice haber visto a 
fines del siglo último en el convento do San Francisco de Quito, de allí lo lle- 
varon a Lima i la primera sementera la hizo en su jardín en 1535 doñi María 
Kscobar de Cha vez. {Stevenson, — Twenty years resídence in South América.) 

(2) Pasando accidentalmente en 1851 por los campos eriazos en que están 
aitoadas las diversas hijuelas de Marga-Marga (una de las que en esa época era 



— 47 — 

les, i de quienes dice él mismo al rei ceran nuestra vida.i 

Mas como las minas podían labrarse solo en el invierno i se 
hallaban mas de treinta leguas distantes del asiento de Santia- 
go, érales preciso a los conquistadores no solo vijilar perso- 
nalmente a los operarios sino acarrearles los víveres, que ellos 
propios sacaban del cultivo en el lomo de sus caballos. I a pesar 
de estos sacrificios i de los alzamientos parciales de los ope- 
rarios, como aconteció ima vez en Concón i otra en el mismo 
mineral, acumulábase el oro con tanta lentitud que en una parte 
de sus cartas dice Valdivia cconsideraria como la salvación jun- 
tar 200 o 300 mil castellanos, i en otra (carta 3.*^) afirma que 
«cada peso de oro les costaba cien gotas de sangre i doscientas 
de sudor.» 

I asi, peleando i agotando fuerzas, solo pudo reunir al cabo 
de dos años de residencia unos sesenta mil castellanos, con los 
que despachó a Monroy a hacer alistamientos de jen te en el 
Perú. Para este propósito, ocurriendo a su acostumbrada sa- 
gacidad, a su «prudencia vulpina» como la llama con exactitud 
el malogrado Bello (1), fundió el oro en forma de estribos y en 
platos macisos, haciéndolos forrar de cuerb para burlar la sus- 
picacia de los indios; i encargando a los mensajeros que solo los 
ostentasen en los tambos i en los pueblos donde debian hacer 
recluta de nuevos pobladores, pues con esto queria, dice el je- 
suíta Escobar haciendo un estudioso retruécano literario, que 
era el gran arte del lenguaje en esa época «con solo platos hacer 
plato a todo el mundo i que todos estribasen tan solo en los es- 
tribos de Monroy i sus cinco compañeros.» 

Las desdichas de los fundadores de Santiago no terminaron 
aquí, porque talvez en fuerza de su mismo rigor brotó el des- 
contento en los ánimos. I en el pecho de aquellos hombres, el 
enfado no tardaba en ser seguido de la violencia i de la rebe- 
lión. 

Residía, en efecto, en la colonia i con el elevado rango de 
procurador de ciudad un anciano caballero que hemos dicho 
llamábase don Antonio Pastrana; i fuera que mantuviese alguna 
secreta afección i connivencia con los partidarios de Almagro, 

propiedad del célebre pintor francés MoBYoiain) tuvimos ocasión de maravi- 
llarnos con las inmensas escavaciones que se hicieron para lavar oro en aquellos 
parajes durante la conquista. Los aficionados podrían todavía cerciorarse con 
fiusilidad de la magnitud de esos trabajos, pues los lugares esplotados quedan a 
corta distancia hacia el sud-oeste de la estación de la Pefia Blanca en el ferro- 
earríl de Santiago a Yalparaiso. 

(1) Biografia de Pedro de Valdivia por Juan Bell«.— ulna¿M de la ünivini' 
dadf febrero do 1862» 



— 48 — 

que por aquel tiempo vengaron su sangre matando en Lima a 
Francisco Pizarro; fuera que el jénío arisco i poco conciliador 
de Valdivia le acarrease algún disgusto intimo, comenzó a ma- 
quinar contra el gobierno del último, i acaso contra su vida, 
pues en la América de entonces tanto valia lo uno como lo otro. 
Secundábanle secretamente en la empresa uno de sus colegas 
en el cabildo llamado don Martin de Solier, que era rejidor, y su 
propio yerno Alonso de Chinchilla, un mozo valiente pero ato- 
londrado, natural de Medina del Campo, como su suegro, y cuya 
firma hemos visto estampada en seguida de la de éste en la lista 
ya publicada de los pobladores. 

Uno de los levantamientos de los yanaconas de las minas de 
Marga-Marga, en que estuvo al perecer el capitán que allí pre- 
sidia (llamábase Gonzalo de los Rios), escapando solo con un 
negro, obligó a salir de trasnochada al gobernador para poner 
reparó en el desorden; i los secretos conjurados meditaron apro- 
vecharse de su ausencia para realizar su intento. Mas el aturdi- 
do Chinchilla, dando ya por lograda la empresa, salió a la plaza 
(en uno de cuyos ángulos o por lo menos en su inmediata ve- 
cindad tenia su solar su propio suegro) (1) i revolviendo su ca- 
ballo por todo su circuito, comenzó a denostar con voces des- 
compuestas a los que se mostrasen partidarios del Adelantado 
ausente. 

El alguacil mayor de la ciudad, cuyo nombre ya dimos, no 
era hombre que tolerase aquellos desmanes, i en el acto, con su 
altivez jenial, que por eso le elijió Valdivia para ájente de jus- 
ticia, le encerró en su propia casa, pues a la sazón no habia 
cárcel, i arrestó en otra al suegro del culpable. Regresó a poco 
Valdivia, i como se empeñara en descubrir lo que habia de 
verdadera culpa en la jactancia temeraria del hijo i en el carác- 
ter caviloso del padre, logró sorprender a aquel, por medio del 
alguacil mayor, una carta que le escribiera el último. Iba el 
papel, según Marifio de Lovera, único historiador que dá los 
detalles de este curioso lance, dentro de la comida que de su 
casa mandaban al preso, i aunque el alguacil logró arrebatárselo 
de las manos, el último, mas presto o esforzado, se la llevó a la 
boca i se la tragó entera, sin que se descubriese su contenido. 

Aumentadas con esto las sospechas i la cólera de Valdivia, 
resolvió por escarmiento quitar la vida a todos los procesados, 

(1) La casa i solar de los Pastrana parecen haber sido la que hoi ocupan las 
ftftinilias Campino i Echeverría en la primera cuadra de la calle de la Compa- 
fiia. La úlüma fué en este siglo propiedad de don Tomas O'Híggins i mas tarde 
M albergd en tila el conocido Café de la Independencia, 



— 49 — 

i sin mas dilijencia mandó a Juan Gómez que ahorcase en la 
plaza mayor al viejo Pastrana, a Chinchilla, a don Martin de 
Solier^ un soldado de Sevilla llamado Rodrigo Márquez i un 
quinto cómplice cuyo nombre no ha llegado hasta nosotros. 

Hermoso estreno de la vida civil i de la fraternidad comunal 
entre los pobladores de nuestro suelo! Mientras los colonos a 
quienes llevó al destierro su fé i su respeto por la eficacia de la 
lei, lo firmaban pocos años mas tarde como la base de su asocia- 
ción política el célebre Compact de unión i de amor a bordo del 
May FloweVy antes de desembarcar en la roca de Plymouth, núes, 
tros mayores sellaban sus tratos degollándose entre sí. No de otra 
suerte hablan disuelto su compañía Almagro i Pizarro, Balboa i 
BU suegro Arias Djivila, i no tendría tampoco en breve otra so- 
lución la que firmaron el mismo Pedro de Valdivia i Pedro 
Sánchez de la Hoz, cuando su lugarteniente; Francisco de Villa- 
gra, lo hizo degollar en la plaza pública de Santiago! 

Pero faltaba aun a la mísera colonia una desventura mayor 
todavía que las apuntadas hasta aquí: tal fué el viaje furtivo i 
la traición verdaderamente indigna que hizo a sus subditos i 
amigos el mismo Pedro de Valdivia, llevándose al Perú todo el 
oru que aquellos hablan juntado con su sangre i su sudor, para 
de esta suerte hacerse valedero en el ejército que a la sazón 
(1547) llevaba el licenciado La Gasea contra el rebelde Gonzalo 
Pizarro. 

Este episodio es demasiado conocido^ pues por característico 
le cuentan con prolijidad de detalles todos los historiadores; (1) 
pero para el propósito que desarrollaremos en el próiimo capí- 
tulo hácese necesario que el lector le tenga mui en la memoria, 
pues él demuestra la poca conciencia i honradez personal del 
soldado cuyo retrato o&upa el hueco de un altar en un templo 
consagrado a su memoiia, no menos que el poco amor con que 

(1) La Buma de que se apoderó YaldlTia a pretesto de enriarla rejistrada al 
Perú pasó de ochenta mil pesos, según su propia confesión, i fué tal la deieap*. 
ración que se apoderó de algunos de los despojados, que un infeliz soldado lla- 
mado Espinel, que tenia dos hijas en Granada i a las que llevaba un dote de 
seis mil pesos, se ahorcó de despecho. Algunos historiadores dicen que Yaldivia 
a su regreso (1549) derolvió fielmente el dinero usurpado, pero otros lo niegan. 
Marino de Lorera cuenta a este propósito una curiosa anécdota, según la cual 
un soldado de injénio viro i pronta palabra llamado Francisco Camacho, recor- 
dó a Valdivia el lance en una fiesta o saínete que representaban años mas tarde 
en Concepción, diciéndole que tenia merecido dos veces el nombre de Pedro, 
nna vez por haberle recibido en la pila, i otro por haberlo conquistado en la 
rada de Valparaíso, donde, como el apóstol, echó la red, i sacé de entre 1m in- 
cautos los ochenta mil dorado» (nombre de un pescado) con los qiM m habla 
marchado al Perú. 

OlÍT, 4 



— 50 — 

siempre miró esta ciudad de guien algunos le han llamado 
cpadre. » 

I no hablamos hecho acuerdo de esta primera incidencia de la 
curiosa i siempre característica historia pecuniaria de la ciudad 
de Santiago^ si no fuera que ella ilustra un rasgo esencial de 
nuestra manera de ser social de ahora, de ayer, de siempre, i que 
vamos a referir^ aun a riesgo de que se llame este el segundo 
capítulo de la difamación^ pues entendemos que el primero ha- 
brá sido el haber difamado el palacio de Don Pedro de Val^ 
ditia. 

Es el caso, pues, que el despojo hecho por el gobernador, del 
oro de los primitivos sautiaguinos, tuvo su razón de ser en la 
obstinada mezquindad de éstos para prestarle buenamente un 
solo tomin de aquel metal, talvez porque esto de prestar a los 
gobernantes, cuando no hai bancos que privilejiar i bonos que 
vender con premio, es cosa que en Chile jamas se viera antes 
ni después de los siglos, cl aunque lo procuró mucho, dice un 
historiador contemporáneo hablando de este empréstito, ninguno 
le quiso prestar cosa algunas (1). <I los que confiaban de su cau- 
dillo las vidas, dice otro no menos maravillado, no le quisieron 
fiar el oro.i^ (2). 

Rasgo peculiarísimo del pais cuyo emblema financiero estaba 
representado entre los indíjenas por dos palabras que les han 
sobrevivido^ la coima i la yapa, i que después un gran hombre 
de estado que conocía profundamente el carácter nacional, es- 
pañolizó en este grato lema esculpido en una ínfima moneda 
economia es riqueza! 

Por lo demás, era tan mediocre el sentimiento de la virtud i 
de la lealtad entre aquellos nuestros padres, que solo se habla 
de ellos para contar sus reciprocas traiciones. Como Francisco 
Pizarro habia traicionado a su socio Diego de Almagro i como 
su hermano Gonzalo traicionara ahora a su rei, así Antonio de 
Ulloa, emisario íntimo de Valdivia, le traicionó a su vez. Cuan- 
do el último, a su turno, dejara provisoriamente por su sucesor 
a Francisco de Yiilagra, resultó que al paso que hacia cortar la 
cabeza a Hoz (3) en homenaje a la lealtad que debia a su po- 

(1) Diego Fernandez. — Historia del Perú, parte l.\ libro 2.; capitnlo 35. 

(2) Jerónimo de Qniroga. — Compendio histórico de la conquista de Chile. 
Semanario Erudito de Valladares t. 23 páj. 171. 

(3) Sánchez de la Hoz era un aventurero que habia logrado llamar la aten- 
ción en España, donde gastó en poco tiempo 60 mil pesos que Uotó del Perú, lo 
que le permitió casarse con una noble i bella dama llamada dofia Agionar de 
Aragón. 

ProTisto de una real cédala que le daba mejor derecho para descubrir en 



— 61 — 

derdante, él mismo escribía cartas dobles a España i a Lima a 
fin de usurpar el mando de que era delegado, en caso que algún 
accidente favorable le permitiese dar en el suelo con su amigo 
(1). Talvez es la memoria de esto lo que hizo estampar al buen 
jesuíta Escobar (1595) estas palabras por cierto tristes para 
la ejecutoria de nobleza moral de nuestro pueblo. «Verda- 
deramente, todas las veces que me vienen a las manos semejan- 
tes hazañas^ me parece que esta jente que conquistó a Chile por 
la mayor parte de ella tenia tomado el estanco de las maldades» 
desafueros, ingratitudes, bajezas i exhorbitancias.» 

dule, es conocida la dejación formal de su titulo que hizo por escrítara pública 
a Valdivia. Mas encontráadose pobre, i ausente aquel ea el Perú, intentó nn 
alzamiento como el de Chincbilla, i fué descubierto en el denuucío hecho en el 
confesonario al clérigo Lobo por uno de los cómplices. Yillagra le encontró en 
BU habitación la bandera que iba a enarbolar (como a Esponda en 1814^ i sin 
mas auto, le mandó degollar junto con un tal Romero, que era su confederado. 

(1) El mismo Valdivia no estuvo exento de la fea nota de hacer un papel 
doble en la guerra de sus antiguos amigos los Pizarro contra el reí, al menos ú 
hemos de atenernos a lo que a propósito de esta misma coyuntura dice de él su 
contemporáneo, Fernandez el Palentino. Refiriendo éste, en efecto, en el capitulo 
94 de su historia, tan preciosa como rara, la detención que La Gasea impuso a 
Valdivia, a solicitud de muchos agraviados, ^'pusieron éstos, dice, ciertos capítu- 
los por escripto i querellas contra Pedro de Valdivia luego que llegó con Pedro 
de Hinojosa, (su captor por orden de La Gasea) en que le acusaban del oro que 
habia tomado, de personas que habia muerto i de la vida que hacia con eierta 
mujer, i aun de que había sido confederado con Gonzalo Pizarro, i qtu 9u talida 
de Chile había sido para servir en la rebelión i de otras muchas otras cosas." 

Tratando del propio asunto en el capítulo 85, el mismo historiador añade esta 
aseveraeion: "I aun quiero decir (i assi es) que habia recibido cartas de Gonza- 
lo Pizarro, lo cual disimuló Pedro de Valdivia como si nada supiera." 

Sin embargo, en sus cartas a Carlos V, Valdivia llama solo hombrexuelo ñ 
Gonzalo Pizarro o le trata con otros epítetos denigrantes. 

Lo nus probable es que él fué al Perú a ponerse del lado del mtt fuerte. 



CAPITULO V. 



Pedro de Valdivia, fundador. 



P«dro de Valdiria eonaiderado como hombre de guerra i como colonizador.—* 
Su insaciable ambición de conqnistas. — Fnnda a Santiago solo como un 
punto de partida. — Motivos rerdaderos de la fundación del hospital i de la 
Dehesa. — £1 verdadero propósito de Valdivia era establecer el centro de 
in gobierno en la Araucania. — Su retrato físico.— Poca gratitud que le 
debe Santiago. — Su decidida preferencia por las ciudades del sud. 



Considerado en su índole i en su carrera de conquistador^ Pedro 
de Valdivia es sin disputa una de las eminencias del nuevo 
mundo. Como hombre de guerra su talla puede medirse, sin 
esponerla a desaire^ delante de los mas grandes capitanes, sin 
esceptuar ni a Hernán Cortés i Benalcazar, ni Pedro de Alvarado 
i a Pizarro. Como estratéjico i disciplinario no tenia ningún 
rival, i por esto La Grasca le dijo cuando llegó al Perú con solo 
diez caballeros que su presencia valia para él un ejército, al paso 
que el avieso Carvajal esclamaba en el campo de Xaquixuana 
observando la disposición de las tropas paciñcadoras: «el diablo 
o Valdivia anda entre ellos, i Los Pizarro i el mismo Almagro le 
rindieron siempre el homenaje de reconocerle como la primera 
cabeza de sus huestes. 

Mas, estudiado en su misión de colonizador, el fundador de 
Santiago desciende hasta confundirse con la mediocridad i aun 
con la insensatez. Arrebatado de su ciega ambición de conquis- 
tas, se le encuentra siempre inquieto, impaciente, versátil, fun- 
dando un pueblo mas adelante del otro sin cuidarse de los que 
dejaba atrás i aun arruinando a éstos para conseguir la pros- 
peridad de los mas nuevos. Imprevisor, caprichoso, injusto, 
llegó hasta el crimen i la infidencia, como dejamos contado, para 
realizar sus miras ambiciosas, fundadas de preferencia en su 



— «3 — 

propia gloria mas que en el bienestar i felicidad de los que le 
habian confiado su destino. 

Si Pedro de Valdivia hubiera sido solo vulgarmente prudente» 
habría comenzado, en efecto, por solidificar 3us conquistas faa- 
xiendo pié firme en la ciudad que habia fundado como cabeza 
de sus dominios, i de esta suerte, avanzando lentamente hacia 
el mediodia^ sin sangre, sin sacrificios de oro i de muchas vi- 
das, sin esceptuar la propia habria podido llegar a una gloriosa 
senectud dejando fundada, si no una nación próspera, una co- 
lonia organizada. 

Pero su sed insaciable de descubrimientos i conquistas^ acha- 
que común de todos los aventureros del nuevo mundo, le pi'e- 
cipitó desde su primera hora en empresas temerarias, i de allí 
vino que para ejecutar lo que habria s do la obra paciente de 
pocos aflos se han necesitado tres siglos de guerra i de desgra- 
cias; encontrándose todavia incompleta esa empresa que un error 
orijinario hizo colosal i que está causando todavia males sin 
cuento a la república. 

En un sentido puramente civil nada tiene, pues, que agradecer 
la capital de Chile a su fundador, sino su nombre, en cumpli- 
miento de un voto militar i supersticioso, i la elección forzada i 
aun prescrita por leyes anteriores que hizo de la hermosa pla- 
nicie en que hoi se ostenta. 

En todo lo demás, Santiago no fué deudora a su primer go- 
I)ernador sino de violencias, desaires, cadalsos i, por último, 
afrentosos saqueos, como el ya recordado de los ochenta mil 
dorados de Camacho. Lejos de considerar aquel sitio como la 
cabecera de su conquista, como la base siquiera de sus opera- 
ciones militares, la ciudad, o mas bien, la aldea del Mapocho fué 
solo para el batallador estremeño una especie de posada^ como 
habia sido San Miguel de Piura en el Perú para Pizarro, donde 
sus tercios encontrarian alojamiento cuando llegasen de refuer- 
zo, i donde, a costa de sus moradores pacíficos e industriosos, 
viniesen los turbulentos soldados del mediodia a pasar los 
meses de forzosa inacción dentro de cuarteles de invierno. Ver- 
dad es que dotó a la ciudad de un ejido dándole como propios 
las tierras que él llamó la Dehesa, por el objeto a que era des- 
tinada, esto es, la crianza de caballos, i verdad es también que 
fundó un pobre hospital en un arrabal del pueblo que habia 
delineado, dándole una tierra en Chada\ un indio de enco- 
mienda; pero de estos actos puramente militares i de los que 
el vulgo ha querido hacer una coiona cívica a Valdivia, solo se 
deduce que jamas se apartaba de su mente el pensamiento capital 
de 8u existencia aventurera: la guerra. 



--- 54 — 

Quería tener hospitales para curar sus soldados, como funda- 
ba dehesas para tener caballos en que montarlos, pues en la 
conquista de la América el soldado de infantería figuraba mas 
entre el bagaje que en las filas de la jente de pelea. Un caballo 
valia dos mil pesos i un soldado de a pié podia conseguirse por 
la mitad de ese valor. Para estos mismos ñnes Valdivia hizo 
un gran cercado en los alrededores de la ciudad, que se llamó 
potrero, por los potros que echó en su recinto bajo el cuidado de 
un albeitar pagado por la ciudad, i es curioso saber que de allí 
vino el nombre que se dio después a los cercados de nuestros 
campoS; bien que el hecho de llamar potreros los sitios de cul- 
tivo es una lójica fácil de comprender en nuestro suelo en que 
hai tantas cosas, tantos nombres i tantos hombres al revés. Es 
curioso también volver a recordar que el criar potros era también 
en esos años una escelsa recomendación para obtener del rei i 
del papa una mitra de pastor cual la alcanzó González Marmo- 
lejo. • 

El pensamiento i el alma de Valdivia estuvieron siempre mas 
allá del Mapocho, mas allá del Maule^ mas allá del Biobio i del 
Cautin. En sus cartas a Carlos V solo habla del Estrecho de 
Magallanes (que no hacia mucho fuera descubierto) como el 
límite posible de sus conquistas i de su ambición, i todos sus 
hechos confirman que tal era su jigantesco sueño. Antonio de 
Herrera (1) asegura, ala verdad, que fundó a Valdivia como 
que allí debia encontrarse el centro de su reino, i el haber dado 
su nombre a aquella población descubre sus orgullosas miras. 
Marino de Lovera, que militó a su lado i debió morir con él, 
salvándose por un acaso de acompañarle a la fatal jornada de 
Tucapel, se queda algo mas atrás porque, dice, (páj. 126) que 
llegando al valle del Imperial «determinó de edificar en él una 
ciudad que fuese cabsza del reino t i de aquí i de la ficción de 
las cabezas de águila, remedo del Capitolio de Roma, resultó su 
pomposo nombre. Lo que el queria, por tanto, no era poblado - 

(1) Historia jeneral de los hechos de los castellanos decada VIII, libro Vil. 

Aunque esto es demasiado cierto, creemos que Mr. Burney, en su célebre Re- 
eopilacion de viajes i descubrimientos en la mar del sur, ha llevado demasiado 
lejos su suspicacia cuando atribuye a Valdivia el propósito de encontrar la boca 
del estrecho por el lado del Pacifico con el innoble objeto de embarcarse por 
ese rumbo a España llevándose, como Cambiaso en 1852, todos los tesoros pro- 
pios u usurpados que pudiese acopiar, con el objeto de comprar en España la 
posesión definitiva de estos dominios. 

Burney^ Discoveries in the South Sea. — Londres, 1823, vol. !.• 

Sin embargo, es preciso confesar que el procedimiento empleado con los veci- 
nos de Santiago cuando regresó Valdivia al Perú, da alguna razón de ser a esta 
conjetura. 



— 66 — 

res pacíficos sino hombres de guerra i de descubrimiento, i por 
esto no cesaba de pedir con estribos i platos de oro, incautos que 
le siguieran, «porque lo demás que venimos a buscar, decia a 
Garlos V en su tercera carta, como jente no falte, ello sobrará 
con el ayuda de Dios» . I por esto despoblaba a Santiago para 
fundar a Concepción con mayor número de vecinos i en seguida 
despojaba a ésta para echarla planta de la Imperial (1). Tan 
levantados eran ciertamente sus pensamientos que el mismo 
gobernador afirma haber fundado a Villarrica, al pié de los An- 
des i en un sitio que hasta hoi parece inaccesible, porque creyó 
que allí estaba el paso del mar Atlántico, que era el límite 
oriental de sus concesiones reales, i que los indios le persua- 
dieron no estaba por ese rumbo mas distante de cien leguas. 

Los propios atributos morales del conquistador i hasta su 
complexión física, sanguínea i robusta, están acusando de una 
manera inequívoca que aquel hombre no habia nacido para los 
ejercicios pacíficos i blandos de los fundadores de pueblos, sino 
para la carrera de aventuras i temeridades a las que al fin pagó 
el tributo de su sangre, t Era hombre de buena estatura, dice 
uno de sus contemporáneos (2) de rostro alegre, de cabeza gran- 
de conforme al cuerpo, que se habia hecho gordo, espaldudo; 
ancho de pecho, hombre de buen entendimiento, aunque de 
palabras no bien limadas, liberal i hacia mercedes graciosamen- 
te. Era jeneroso en todas sus cosas, amigo de andar bien vesti- 
do i lustroso, i de los hombres que lo andaban, i de comer i 
beber bien, afable i humano (?) con todos». 

Otro soldado que militó bajo sus banderas nos ha conservado ' 
del conquistador un retrato análogo i que, a ser semejante, como 
hai motivo para creerlo, debió representar en gran manera la 

(1) Hemos dicho qne Valdivia fundó a Santiago en 1541 con sesenta vecinos 
encomenderos, los que después redujo a treinta. Ahora bien, ninguna de las 
cUidades de arriba fué fundada por él con menor número i si al contrario lat 
mas con uno superior. 

Concepción en 1650 con cuarenta vecinos, la Imperial, en marzo de 1651, con 
ochenta, Valdivia en enero de 1562 con cien i Villarrica en abrU con cincuenta. 
Qué dato para estimar la importancia que atribula a Santiago su propio fun* 
dador! 

Pidiendo algunas gracias a favor de Santiago su procurador de ciudad se 
espresaba, a este mismo propósito en 1552 en los términos siguientes: "Ha mas 
de doce años que es poblada esta ciudad i en todo este tiempo ha padecido como 
sola grandes trabajos en tanta manera, que los vecinos hasta el dia de hoi los 
padecen; i con ^ favor i socorro de ellos han sido las ciudades de Concepción, 
Imperial, Valdivia, Villarrica i Serena^ pobladas i se sustentan" — {Acta del ea^ 
¡nido, 18 de noviembre de 1552.) 

(2) Góngora Marmolejo. 



— 56 — 

flscmomia adusta, concentrada i altiva que debemos a la fácil 
munificencia de una ex-reína. cSu estatura era mediana^ nos 
dice el capitán Marino de Lovera i el cuerpo membrudo i for- 
nido, el rostro alegre i grave; tenia un se&orio en su persona i 
trato que parecía de linaje de príncipes i (1). 

Otra circunstancia, derivada no solo del carácter sino de las 
providencias de gobierno, que pone en evidencia la poca afición 
que Valdivia tuvo por índole i sistema al valle del Mapocho es 
la de que no residió en él sino forzado i casi como un cautivo. 
Verdad es que pasó ocho d e los catorce años de su gobierno al 
pié del Santa Lucia, pero fué tan solo porque su falta de recur- 
sos i la necesidad de procurárselos acumulando oro le forzó a 
ello; i esto es tan cierto, que a su regreso del Perú, cuando vino 
provisto de gobernador propietario por La Gasea (1548) estuvo 
escarbando la tierra de impaciencia por continuar su rula al 
sud con los soldados que habia traido de refresco. I aunque le 
derribó el caballo en esta ocasión, quebrándole una pierna, ac- 
cidente que le puso a dos dedos de su tumba, no fué todavía 
duefio de enfrenar su ansia i se hizo llevar hasta el Biobio en 
una litera, a hombros de indios. Desde entonces solo en una 
ocasión vino a estos valles, i fué únicamente para sacar nuevas 
levas de reclutas i enviar oro al Perú para que le trajeran otros. 
En sus propios asuntos personales i domésticos no menos que 
en SUJ9 negocios de Estado descubre Valdivia la poca añcion a 
la ciudad que ha levantado monumentos a su memoria, poique, 
aun a diferencia de Francisco Pizarro, que elijió el nombre de un 
distrito vecino de Limapara inscribirlo en el blasón de sus armas, 
(marqués de los Alacillos)^ el conquistador de Chile solicitó el 
título de marqués de Arauco; i mientras elijió a Quillota (Can- 
il) Según el capitán Góngora Marmolejo, Valdivia tenia, sin embargo, dos 
defectos capitales qne acusan al aventurero i al plebeyo. Uno de ellos era que 
"aborrecia a los hombres nobles" i el otro que era dado al trato ilícito de muje- 
res, vicio que sus biógrafos describen con palabras tan jenuinamente casi ella- 
ñas, que no nos atrevemos a reproducir. 

Marino de Lovera añade, por su parte, que era un desaforado jugador, i en 
tan gran escala, que en una ocasión habia apostado en una parada catorce mil 
pesos, jugando con el capitán Machicado. El jesuíta Escobar no se asusta, con 
todo, de esta apuesta, porque por esos años era corriente en Potosí i otros luga- 
res ajnstar paradas de 25 mil i mas pesos. En una ocasión (1589) un cabaUero apos- 
tó a otro en aquella villa un injenio que valia 40,000 pesos delante de la justicia 
del lugar, el rejidor don Pedro Sores de ülloa. Preciso es, sin embargo, aña- 
dir que el rejidor se escandalizó de aquella enormidad i se opuso a qu3 se tirara 
el dado. Rasgo de heroísmo i de escrúpulo que no se ha visto mas tarde cuando 
la mioma justicia era la que ponia la carpeta i daba sus propios puestos por pa- 
rada! perdidas o ganadas... 



— 57 — 

canicagua) para tener sus haciendas o granjerias, i aclaró un 
sitio en la playa boscosa de Valparaíso para su lecreo, en San- 
tiago solo reservó una chácara solitaria al otro lado del Hapo- 
cho. Hasta las propias casas que edificó para su morada en 
nuestra plaza pública las vendió por especulación a los tesore- 
ros del rei, según en otra parte contamos, i esto ahorra toda 
ociosa discusión. Su casa de Concepción fué al contrario muí 
lucida, allí se instaló con su familia, celebrando en sus aposen« 
tosen 1553 con pompa iuusitada el matrimonio de su propia 
cuñada, doña Catalina de Gaete, con un caballero llamado don 
Lorenzo Suarez de Figueroa. 

De esta misma casa, dicen los historiadores, que cuando Yi- 
Hagra desamparó a Concepción pocos meses después de la muer- 
te de Valdivia, quedaron en ella «hechas las camas i colgadas 
las tapicerías», lo que demuestra que era una mansión de lujo» 
como la de Santiago habia sido solo una residencia mezquina i 
provisoria. 

Los méritos de Valdivia como fundador están, pues, mui 
abajo del nivel de su fama merecida de soldado; i si bien es 
cierto que le caasara un gozo intenso el oir, como cuenta la 
tradición, el llanto de los niúos criollos que habian nacido en 
Chile, i si eé mas cierto que amó su propia gloria vinculada a 
la gloria de nuestro suelo, (1) nosotros, escribiendo como nos 
cumple en esta vez, solo una historia local, hemos tenido que 
apreciar sus actos para dejar evidenciado cómo fué que esta co- 
lonia^ en la que el acaso habia acumulado tantos elementos de 
prosperidad, la blandura del clima, la fertilidad de la tierra^ la 
pureza de los aires, la abundancia de la jente, la escelencia de 
las aguas i de los arbolados, la incomparable regularidad de las 
estaciones, estuvo condenada a vejetar miserablemente b»jo la 
mano de su fundador, i cómo fué, así mismo, que después de 
desaparecido éste, arrastró todavia una vida lánguida por mas 
de medio siglo, sin poder levantarse en tan dilatado tiempo de 
la condición de una aldea inferior en mucho a las que hoi se 
encuentran a cada paso a lo largo de nuestras sendas públicas 
o en los recodos de nuestros fértiles valles (2). 

(1) Pérez García. — Historia de Chile, M. 8. 

En una de sus cartas a Carlos V, decía Valdivia con varonil franqueza, qne 
aunque tuviera un millón de ducados no compraría un palmo de tierra en £•- 
pafia, pues solo pedia que se le concedieran reales mercedes en Chile ''para qne 
de ellas gocen mis herederos i quede memoria de mil de ellos para adelante.** 
Noble ambición, qne fué cumplida por la espada i el martirio, i a la que no de- 
fraudamos aquí sino lo que ha tenido de postizo! 

(2) En el libro becerro ha quedado consignado otro dato sobre la mala rolan- 



— 58 — 

Bien que entonces, cuando Santiago comenzó a ostentarse con 
las galas de una ciudad mediana, un terremoto cual no se re- 
cuerda otro en América, la postró en un solo minuto por el suelo 
toda entera. 

El nombre fatídico de la colina a cuyo pié se habia ediñcado 
correspondió a sus destinos, i la ciudad del Huelen fué durante 
dos siglos la ciudad del dolor. 

tad de Valdivia para con Santiago, o por lo menos, de su preferencia decidida 
por las ciudades qne habia fundado nltra Maule. Habiendo solicitado en efecto 
el procurador de ciudad de aquella, Francisco Mifiez, el 9 de noyiembre de 
1562 que se le adjudicase por limite meridional a la ciudad de Santiago a fin 
de que tuTÍesen sus vecinos mayor número de indios de encomienda, el rio Itata 
"por ser la primera (decia el pedimento) que se fundó i estar los vecinos de 
ella tan adeudados i con tsinpoea tierra", se negó a otorgarlo redondamente el 
gobernador. 



CAPITULO VI. 



La colonicu 



Primeros progresos de la colonia. — El clima de Santiago según Valdivia. — Re- 
pártese en chácaras el valle del Mapocho. — Cuidadosa distribución de las 
aguas. — ^Propagación de los animales domésticos.— Castigos terribles délos 
que les hicieran dafio. — Enorme precio délos caballos. — Primera rifa autori- 
zada en Santiago. — Permítese la crianza de cabras en los solares de la ciudad, 
i se les espulsa. — Peste de la caracha. — Ordenanzas de Valladolid i primeros 
acuerdos locales del cabildo de Santiago. — Numerario. — Multas i prohibi- 
ciones. — Conservación áe los bosques. Maderas que sirvieron a la cons- 
truccion de Santiago. — Los primeros molinos. — Idilio de Pérez Garcia 
sobre el regocijio de Valdivia al notar los progresos de Santiago. — Precios 
fabulosos de los primeros . artículos de consumo. — Primeros buques que 
vienen a la colonia. — Tirania con que se reglamenta el comercio. — Oríjen del 
"regateo." — Aranceles municipales de los gremios. — Oríjen del trianguez o 
mercado público. — Por qué se dice todavia "dar plata para la plaza." — 
Aspecto de la aldea primitiva. — La iglesia parroquial. — Hermitas del So- 
corro i de Santa Lucia. — ^Primeras medidas de policía de aseo. — Acequias 
interiores. — Diferentes categorías de pobladores, — Encomenderos, vecinos i 
moradores. — Vida diaria. — La qtteda. — Se prohibe dormir fuera de la ciu- 
dad bajo pena de la vida. — Escesiva pobreza de los habitantes durante loa 
primeros veinte años.— Curiosos arbitrios de que se vale el cabildo para 
mandar hacer una puerta i escaños para su uso. — Espedientes para conser- 
var el único herrero que habia en la colonia. — Cómo i con qué se pagaban 
los empleados de la ciudad. — Llega a Santiago la noticia de la muerte de 
Valdivia. 



Si bien fué obstáculo poderoso al desarrollo rápido de la co- 
lonia del Mapocho el carácter duro i belicoso de su fundador, 
era de suyo tan jeneroso su suelo, tan templado i fecundante su 
clima, que por sí solo el terrazgo que labraban los conquis* 
tadores con su sangre i sudor bastaba a su sustento (1). Las dos 

(1) "Tiene esta tierra cuatro meses de invierno, no mas, que en ellos, sino es 
cuando hace cuarto de luna, que llueve un dia o dos, todos los demás hacen tan 
lindos soles que no hai para que llegarse al fuego. El verano es tan templado i 
corren tan deleitosos aires, que todo el dia se puede el hombre andar al sol, que 
no le es importuno.** — {Primera carta de Valdivia a Carlos F.) 



— 60 — 

almuerzas de trigo que escaparon al asalto de 1541, sembradas 
con esmero en los solares del pueblo, produjeron en el verano 
del abo subsiguiente no menos de doce fanegas. No tuvieron 
menos rápida i copiosa distribución los pocos animales domés- 
ticos que con inñnito cuidado babia traido desde el Cuzco a 
lomo de caballo el Adelantado. 

Por su orden también, i medido por el alarife comenzóse a 
distribuir a los vecinos todo el valle irrigado del Mapocho, que 
comprendía entonces según parece la jurisdicción de Ñuñoa, i 
es sin duda por esto que en esa dirección existen todavía las mas 
antiguas beredades rusticas del pais (1). Dábase el nombre de 
chácaras a esas pertenencias, porque tal era el nombre que te- 
nían los lotes de cultivo de los indios del Cuzco, de una palabra 
quichua que, según dijimos, quiere decir beredad o patrimonio 
de labranza. Las primeras chácaras de Santiago tenían un 
frente o cabezada de siete u ocho cuadras sobre el rio i un fondo 
proporcionado a la distribución de ciento cuarenta o ciento cin- 
cuenta lotes en que se dividió toda la campiña susceptible de 
aprovechamiento. 

Gomo la riqueza de estos fundos dependía solo del goce de la 
agua, por la ardentía del clima, establecióse con la mayor estric- 
tez su reparto equitativo mediante reglas i turnos que dio el 
cabildo al alarife. Por un acuerdo del 22 de diciembre de 1551 
aquella corporación impuso multas de tres pesos de oro a todo el 
que atajase las aguas en su curso para aprovecharlas a escon- 
didas en su heredad (2). 

Se permitía también el sembradío de hortalizas i legumbres 
dentro de los solares de las casas, que por lo común estaban 
vacios, siendo tan reducido el número de los pobladores, i solo 
cuando ya la aldea contaba ocho anos de existencia acordó el 
ayuntamiento prohibir la plantación de los fréjoles, papas, maiz 
i otras legumbres en el recinto de la ciudaj, para fomentar el 
incremento de las chácaras sub-urbanas (3). 

Como era entonces costumbre en todo gobierno^comunal, se 
establecieron reglas, a falta de cierros i deslindes, para protejer 
las cosechas de Hos hurtos i del daño de animales. Como el 
principal forraje de las bestias era la caña tierna del maiz, se 
dispuso que cuando los indios ojos negros fuesen a traer los 

(1) La medida aplicada por el alarife eran 125 a 130 varas de frente, tiendo 
cada nna de eetas varas de 25 pies castellanos. 

(2) El agua se distribuía por bateas en lugar de regadores. En 167'7 (junio 
25) entre 26 vecinos que tenían chácaras disponían de 1453 bateaSf todas, por 
supuesto, de la escasa agua del Mapocho. 

(3) Acuerdo del 13 de octubre de 1548. 



— 61 — 

piensos no tocasen los choclos o mazorcas, bajo la pena de cin- 
cuenta azotes para el indio i de cien para -éi negro, al que por 
lo común se aplicaban dobladas todas las penas impuestas a 
los infelices aborijenes, como para ^manifestar a éstos que habia 
seres mas infelices que ellos. Si el que hacia el daño era espa* 
fiol debia pagar seis pesos a la ciudad i abonar aquel al agra- 
viado (1). 

(1) Art 40 de la Ordenanza dictada para Santiago por Carlos Y a requisi- 
ción de Jerónimo de Alderete en Yalladolid el 10 de mayo de 1664. Eate cu- 
rioso documento, del que existía una copia entre los papeles de don Judas Tadeo 
Beyes, ha sido publicado integramente por Gay en el t. 2.^', páj. 187 de sus 
JDoetanerUot hütóricos. 

Como una muestra de los primeros reglamentos que la ciudad dictó para su 
policia'copiamoe en seguida un acuerdo del cabi]do,^que solo es cuatro afios pos- 
terior, a su fundación, i dice así: 

"En la ciudad de Santiago del Nuevo Estremo, lunes, cinco dias del mes de 
enero de 1646 afios, en ku ea9<u del mui magnífico Pedro de Valdivia, electo 
gobernador, se juntaron a cabildo i ayuntamiento, conviene a saber, el dicho 
señor Gobernador i los magníficos i mui nobles sefiores Francisco de Aguirre i 
Pedro Alonso, Alcaldes ordinarios i Juan Gómez, alguacil mayor, Juan Dávalos 
Jufré e Juan Fernandez Alderete i Salvador de la Montoya e Jerónimo de Al- 
derete e Gabriel de la Cruz, Bejldores, e asi juntos por ante mi Luis de Carta- 
jena, escribano de este ayuntamiento, acordaron i mandaron los dichos sefiores 
que se guarden i apregonen las ordenanzas siguientes: 

Que ninguna persona heche su caballo o caballos a pacer sin los poner guar- 
da; e que ninguna persona tome caballo ni Uegua de otro espafiol que ande pa- 
ciendo, ún licencia de su duefio, so pena de diez pesos de oro para los propios 
de epta ciudad, i que se le pueda pedir dicho caballo por el de hurto i que esté 
diez dias en la cárcel. — Otro si que ningún vecino ni morador de esta ciudad 
m»nde hacer ni haga adobes, dentro de su solar sino estuviere cercado. I no lo 
haga en parte alguna sino fuere adonde está sefialado por el alarife Pedro de 
Gamboa, e si lo hiciese en otra parte en solar ajeno, que sea obligado a los arrar 
con tierra i no con estiércol ni con paja. I que pague de pena por cada vez que 
lo tomasen haciendo los tales adobes, sino fuere donde lo está mandado i sefia- 
lado, tres pesos de oro para los propios de esta ciudad i perdidos los adobes 
píira la iglesia mayor de esta ciudad. — Otro ti, que ningún espafiol ni otra per- 
sona entre ni mande entrar en solar ajeno ni en la chácara ni en huerta que otro 
tenga sembrada para fruta ni hortaliza ni otra cosa alguna, sin tener primero 
Ucencia de su duefio, so pena que el que lo contrario hiciese cargue en pena de 
éstos diez dias en la cárcel i de seis pesos de oro para la obra de la iglesia^ mayor 
de esta ciudad; e si fuere esclavo o Anacona el que entrase o se probase, les 
sean dados cien asotes por las calles acostumbradas de esta ciudad como a pú- 
blico ladrón. — Otro m, que todas las personas que tuviesen medidas asi varas 
de medida como medias fanegas i celemines i todas las demás medidas que las 
traigan a sellar para ante los sefiores Francisco de Aguirre, Alcalde i Gabriel 
de la Cruz^ Rejidor, so pena que si dentro de un mes próximo nguiente no las 
trajesen paguen de pena 60 pesos de oro para los progresos de esta ciudad i que 
les mandarán que vean las medidas que no se hallaren selladas i darlas por fal- 
sas i se pondrán en la picota de esta ciudad. I de como lo acordaron, ordenaron 



— 62 — 

En los primeros años del asiento de la colonia se permitía 
también mantener los escasos ganados dentro délos solares, 
doD^e, por lo menos, se les recojia de noche de la vega del rio 
o de otros terrenos que los vecinos disfrutaban en común. An- 
dando el tiempo se prohibió; sin embargo, este sistema i lo 
único que se consentia a los pobladores era que tuviesen a lo 
mas seis cabras en sus solares para aprovechar su leche^ hasta 
que surjiendo muchos disgustos por los males que hacian aque- 
llos animales sueltos en los cercados se les mandó echar del 
recinto (1). Rijió solo la escepcion para las llamas o «carneros 
de la tierra» {chilihueques decían los indios) que llevasen a los 
vecinos el pasto para sus cabalgaduras i también el sebo^ dice la 
ordenanza de 1554, que taWez emplearían en el alumbrado de 
sus habitaciones. La multa para el que faltase a estas disposi*- 
clones era de dos tomines de oro, porque es preciso advertir 
que en esos años no corría moneda alguna sellada, en cuya vir- 
tud los pagos se hacian como hoi en billetes de banco, que al- 
gunas veces por escasez de papel eran escritos en cueros de 
carnero, so pena de que el que no concediese crédito tenia que 
llevar consigo las balanzas de pesar en el bolsillo (2), 

Para el incremento de los animales útiles i especialmente de 
los caballos, hemos dichos que se [formó un potrero, i se nom- 
bró un albeitar . A poco, los chacareros comenzaron a usar mar- 
cas de fuego i a rejistrarlas en el libro de cabildo, donde todavía 
se conserva su tosca estampa en mas de una de sus pajinas. 
Establecióse ademas en el cascajal del río i en el sitio según pa- 
rece que hoi dia es nuestro principal mercado un recinto cer- 
cado que se llamó corral del consejo (3): allí se llevaban los 
animales aparecidos o dañinos para imponerles multas a sus 
dueños o venderlos en pública subasta cuando no los tenían. La 

i mandaron los dichos señores, lo firmaron de sus nombres. — Pedro de Valdivic^ 
— Juan Fernandez Alderete. — Juan Dávalos Jufré. — Francisco de Aguirre,'^ 
Juan Gómez. — Jerónimo Alderete. — Salvador de MorUoya. — Gabriel de la Cruz 
— Pasó ante mí Luis de Cartajena." 

(1) Acuerdo del 27 de enero de 1657. 

(2) La moneda mas ínfima usada era el tomín de oro, i jeneralmente se ha- 
blaba de castellanos que entonees valdrían tres pesos de nuestra actual moneda 
cada uno. ^peso de oro valia 16 reales, esto es, dos pesos de nuestra moneda i 
el ducado algo como cinco reales. 

Preciso es advertir que el precio del oro en aquellas épocas era mnl superior 
al valor intrínsico i comercial que hoi tiene. 

(3) Por acuerdo del 19 de octubre de 1556 el cabildo dispuso que el próximo 
dia de San Andrés, se hiciese un rodeo en la plaza pública para contar los ani- 
malefl, examinar sus marcas, etc. 

Algunos afioB mas tarde (1568) el cabüdo planteó de su cuenta una vaquerift 
•n la estancia de Pndahuel. 



— 63 — 

peca del daño en un cercado ajeno era un tomín de oro por ca- 
beza^ si aquel se ejecutaba de dia i dos si era de noche. Para 
el cómputo se equiparaban cinco animales menores a uno ma- 
yor, i la prueba requerida se valorizaba por testigos equivalien- 
do dos negros a un español, i tres indios a dos negros (1). 

Con .estos prolijos cuidados de los que era ájente celoso el 
ayuntamiento, creció de tal modo el capital agrícola de los po- 
bladores que en 1545 ya se contaban en la Dehesa de la ciudad 
cincuenta yeguas de vientre; se esperaba para el mes de diciem- 
bre una cosecha de diez o doce mil fanegas de trigo, i de maiz 
fsin número»^ según las palabras de una de las cartas de Val- 
divia. De los puercos, decia también, el último con evidente 
exajeracion, que en esa época llegaban ya a diez o doce mil, por 
manera que se hablan reproducido como los granos del trigo; i 
de las gallinas asegura que eran abundantes «como la yerba,» 
todo lo que está demostrado que la lengua del conquistador no 
se quedaba corta. 

Todas estas precauciones no Impidieron, sin embargo, una 
peste desgraciada que el libro de cabildo llama caracha^ cuya 
crudeza estinguió en 1549 toda la cria de ovejas que existia a 
la sazón en la colonia (2). 

Ciomo del agua de las sementeras i de la propagación de las 
bestias, cuidaba también el ayuntamiento de los bosques, i aun 
cuando la planta de la ciudad estuviese rodeada por muchas 
leguas a la redonda de un espeso monte de espino (tan tenaz al 
hacha, que la tradición cuenta se veian todavía sus troncos no 

(1) Ordenanza citada de Yalladolid, art. 41. 

Por una ordenanza de 5 de enero de 1663 Be eBtableció la bárbara pena de 
cortar la mano, al indio u anacona que apedrease o flechase una yegua, medida 
atroz que solo se comprende en yista del enorme yalor de los caballos. Juzgue* 
Be de éste al tenor de un permiso otorgado por el cabildo el 7 de abril de 1663 al 
capitán Gaspar de Orense para rifar públicamente un potro, una yegua, un 
mocho i una muía en tres mü pesoa^ siendo esta la primera rifa autorizada por 
«1 cabildo de Santiago. 

A&os mas tarde yernos rejistrada en los libros de cabildo una pena, si bien mas 
leve, no menos característica de la dureza de los conquistadores: tal era la de 
trasquilar a los carreteros que atravesasen la ciudad sin ir delante de los bue- 
yes (Acuerdo del 6 de setiembre de 1566.) 

Debe tenerse entendido que esta era una pena mui rigorosa, porque entre los 
indíjenaa como entre los chinos era cosa de gran afrenta cortarles el chape o 
trenza. Hoi mismo llevan ésta todavía algunos campesinos en las haciendas re- 
motas, i es signo de consideración. JSs un hombre de chape dicen por un hom- 
bre de respeto. 

(2) £1 procurador de ciudad Gonzalo de los Rios solicitó del cabildo por 
petición fecha 27 de enero de 1650 que se mandase matar una que otra oveja 
que hubiese quedado vívAi para impedir la propagación del contajio. 



— 64 — 

ha un 8igIo en el recinto de la plaza), impúsose multa se veris!- 
ma al que cortase sin lieencia i al que teniéndola no dejase el 
retoño de horca i pendón que disponían las ordenanzas españo- 
las. La multa por cada pié de árbol asi derribado era de dos 
pesos de oro (i). Y sobre esto es digno de notai^e que hasta los 
vecinos mas ilustres i opulentos, como Juan Jofré i el mismo 
Rodrigo de Quiroga, tenian que recurrir por permiso escrito al 
ayuntamiento cada vez que necesitaban enviar al bosque a cor- 
tar maderas de construcción (2). 

La abundancia de las cosechas dio en breve fomento a la in- 
dustria de los molinos de trigo, pues este cereal se molía solo a 
usanza de los indios^ entre dos piedras gordas i a fuerza de 
brazos, como algunos lo ejecutan todavía en nuestros campos 
para tostar harina. Hízose la primera concesión, según dijimos, 
el 22 de agosto do 1548 al capitán Rodrigo de Quiroga i se le 
señaló sitio en la estremidad del Santa Lucia, que cae sobre la 
Alameda^ i no por cierto en la cumbre de esta colina, como lo 
hace decir absurdamente al sabio Gay el pedantesco e insufri- 
ble compilador de sus apuntes, que de esta suerte los malo- 
gró lastimosamente para la la historia, desparramándolos en 
seis volómenes, como preciosas semillas entre arenas muertas e 
infecundas (3). Preciso es también advertir que, según lo declara 
el mismo señor Gay, su historia solo se ocupa de la parte po- 

(1) Acuerdo del !.• de julio de 1549. 

(2) Uno de estos permisos concedidos a Pedro de Miranda, Rodrigo de Qairo> 
ga i Alonso Escobar consta del acta del cabildo de 23 de noviembre de 1651. 

Parece que el primer bosque de que se echó mano para edificar a Santiago 
fué del de la Dehesa, donde existían árboles seculares muí corpulentos 1 espe- 
cialmente canelos que crecían en el rio i se empleaban esclusivamente para vi- 
gas. Carvallo habla de un monte del valle de Maipo que al tiempo de la entrada 
de Valdivia pertenecía al cacique Millacura; pero creemos que se referirá a laa 
inmensas selvas de San Francisco del Monte que sirvieron para redifícar a San- 
tiago en el siglo XVII. Dicese también por tradición que la enorme viga que 
sostiene el arco toral del presbiterio de San Francisco fué estraido de un árbol 
que crecia en la Granja de los padres (bol Alameda de los Monos) pero nos 
parece esto infundado, pues esos terrenos fueron siempre eriazos como todo 
el llano de Maipo que comenzaba entonces en la barranca sur de la Cañada. 
Mas exacto nos parece que se trajera de la Granja o convento de San Francisco 
que los frailes tenian i conservan en la que es bol día la aldea del Monte o de 
otra que conservan en la vecindad de la hacienda del Peral. Según Marino 
de Lovera, o mas propiamente su comentador el jesuíta Escobar, que escri- 
bió en 1596, las maderas del Maule se emplearon en los edificios de San- 
tiago desde los primeros años de la conquista. *'Entre otras cosas, dice, (páj. 49) 
que ayudaron a edificar brevemente esta ciudad no fué la de menos comodidad 
la abundancia de maderas del valle que está en la ribera del gran rio Maule, 
donde ha,\ robles de que hacer navios." 

(3) Gay 1 1.% páj. 200. 






— 65 — 

lifcica de la colonia, por manera que la mayor parte de los 
datos estadísticos, sociales o puramente domésticos recojidos 
por aquel investigador se conservan todavía inéditos. 

Por esa misma época se hizo otra merced a Bartolomé Flores 
en el sitio que dijimos; i con fecha 22 de junio de 1553, Valdi- 
via permitió al rico vecino Juan Dávalos Jufré, o Jofré, aprove- 
chase el caudal de la acequia de su chácara de San Cristóval 
para poner otras dos^máquinas. (1) 1 es digno de notarse que ya 
en esa sazón corrian no menos de tres acequias, como antes re- 
ferimoS; por la falda de ese cerro, lo que piuebala industria de 
los vecinos, o lo que nos parece mas exacto, la de los habitan- 
tes indíjenas del valle que habían aprendido aquel arte de los 
hijos de los Incas, sus señores feudatarios i sus primeros maes- 
tros en las artes de la civilización. 

Tal era el estado de la colonia en los dias de Valdivia, i al 
llegar a esta parte no queremos defraudar a nuestros lectores 
de la candorosa aunque desaliñada pintura que hace de ella un 
historiador del siglo pasado (Pérez García), que escojió para 
imprimirle mayor animación la época en que el gobernador re- 
gresaba del Perúerl 1549. 

«Colmado fué el gusto de don Pedro Valdivia, dice, ver que 
en los solares de sus españoles no hubiesen otras hortalizas i 
frutas que las traídas de Europa, en cumplimiento de la pro* 
hibicion de que se sembrasen maiz, fréjoles, papas i zapallos, 
que solo debían cultivar los indios como frutos de su país. 
Saboreóse con el rico pan de trigo, comprado a dos pesos la fa- 
nega. Paladeóse con el jeneroso vino que ya daban las viñas en 



(1) Es curiosa la ceremonia de toma de posesión que hizo Jufré i que consta 
del acta del cabildo de 15 de setiembre de 1553. "I el dicho capitán Jufré, dice, 
B€ anduvo paseando por dicha tierra, tomando e continuando la dicha posesión, 
i en señal de ello, cortó árboles i ramas i echó piedras en dicha acequia, i man- 
dó a los dichos señores del cabildo que presentes estaban que calieran de laa 
dichas tierras.'^ 

Los abusos de los primeros molineros dcbieroil ser tan escesivos como lo han 
BÍdo loi de los últimos, pues la ordenanza de Valladolid ya citada de 1554 con- 
sagra una buena parte de sus disposiciones a reglamentar esa industria. Según 
ella (art. 30), el trigo debia recibirse i entregarse en romana I el que no tuviese 
ésta debia pagar 50 pesos de multa. La maquila consistiría únicamente en almud 
i medio por fanega o su equivalente en oro (art 31). La disposición 3 2.» estaba 
concebida en estos curiosos términos: "Ordenamos i mandamos que de aquí 
adelante ningún molinero sea osado de tener ni tcntifa en los tales molinos ni en 
tut circuitos i distritos, gallinas, ni patos, ui puercos." Este delito se castigabí^ 
con tan severas penas que a la tercera infracción se suspendía al molinero el 
ejercicio de su industria. La razón que daba Carlos Y para esa severidad era la 
de que las gallinas picaban los costales i derramaban el trij^o. , « . 

BIST. CBÍT. i 



— 66 — 

Chile. Dio buenos piensos de cebada a sus caballos, viendo yea- 
der a doce reales la fanega. Llenó su regocijo de vei las campi- 
ñas que él halló desiertas cubiertas de animales, siendo alegre 
el pais para la vista i dulce la melodía para los oidos; el bra- 
mido del buei, el relincho del caballo, el rebuzno del borricOy el 
berrido de la cabra, el valido de la oveja, el gruñido del cerdo^ 
el miau del gato, el ladrido del perro i el salto del conejo. Miró, 
en fin, llenas las casas de europeas aves que le gustaban, mas 
que sus sabrosas carnes, sus cacareos, arrullos i graznidos. Mas 
lo que le llenaba mas el contento entre tantos gustos, era ver 
muchachos i llorar niños, hijos de sus casados españoles, sa- 
liendo de si donde los veia, haciéndoles estremosas caricias, 
como que loscreia seminario perpetuo de españoles que asegu- 
raban su conquista.» 

CSomo la pequeña colonia del Mapocho creciera en produc- 
ción i la fama de su oro, ponderada por la maña de Valdivia, 
cundiera en el Perú, comenzaron a venir de aquella costa ávi- 
dos mercaderes esperanzados en cuadruplicar su fortuna, lo 
que no era difícil conseguir, pues los objetos mas usuales 
vallan en Chile cuatro tantos mas de lo que en el Perú. De esta 
suerte no podia comprarse una camisa en menos de veinte pe- 
sos, un par de zapatos (borceguíes) por otro tanto, mientras que 
la arroba de vino se pagaba hasta en setenta pesos (1). £1 mer- 
cado de Santiago iba^ pues, a ser un pequeño California para 
los navieros del Pacífico. 

Bl primer buque que vino a nuestras costas después de la 
entrada de Valdivia fué despachado de Lima por un aventurero 
siciliano llamado Juan Alberto, quian encontró a los colonos en 
tanta miseria, que parecían salvajes^ pues era entre ellos un lujo 
andar vestidos con cotas de cuero. Sucedía esto dos años des- 
pués del asiento de la ciudad, i por consiguiente los provechos 
del especulador debieron ser considerables. La segunda i no 
menos oportuna remesa llegó en setiembre de 1543 en un barco 
que, a fuerza de empeños i de fianzas, logró hacer despachar 
Monroy desde el «puerto de Arequipa» (Islay, probablemente) a 
un rico comerciante llamado Lucas Martínez de Vegazo, vecino 
de aquella ciudad, i cuyo valor, especialmente en ropa i armas, 
importaba mas de sesenta mil pesos. £1 tercer navio que ancló 
en Valparaíso llegó en julio de 1544 i era mandado por el noble 

(1) Aeta del cabildo d« 14 de dicitmbre de 1547. — En loi primeros afios el 
Tino faé tan escaso, que en 1655 se mandaron comprar por el cabildo las uvas 
de los parrones particulares para hacer dos botijas de vino que sirvieran a la 
celebración de la misa (acuerdo del 9 de marzo de 1555). Foco después el Tino 
M h<g^ nuestro primer articulo de esportaeion durante todo el siglo XVI. 



— 67 — 

i caballeresco jenovés Juan Bautista Pastene, el amigo mas fiel 
i desinteresado de Valdivia. Antes que él vino una espedicion 
de aventureros que naufragó por impericia del práctico en una 
caleta del norte, pereciendo todos los tripulantes a manos de los 
indios (1). 

Aquel primitivo comercio estaba, sin embargo, sujeto a cor tapt* 
sas tan absurdas i brutales, que hace suponer, o que los que lo 
ejercitaban eran avezados malhechores o que nuestros mayores 
tuvieron las mismas opiniones económicas que todavía leinan 
entre sus hijos. Nadie, por ejemplo, era dueño de comprar un * 
cargamento o parte de él sin que el buque en que venia despa- 
cbado estuviera anclado en el puerto, so pena de perder la 
tercera parte de su propiedad (2). Por otra parte, si un merca- 
der compraba un mismo artículo de tres diferentes manos, 
constituía esto un conato de monopolio que se castigaba con la 
pérdida de la mercaderia (3). Pero esto era comparativamente 
benigno con la obligación que tenia todo mercader al menudeo 
{regatón) de poner su mercaderia en exhibición i venta forzosa 
durante nueve dias, siendo arbitrario a cualquier otro del gre- 
mio el comprarla por el mismo precio que él habia pagado, con 
tal únicamente que no fuera para su uso particular i sí para el del 
público. Queria alejarse de esta suerte todo peligro del estanco 
de los menesteres mas usuales, como el jabón, la cera í tías co- 
sas de comer 1 beber» (4), dice la Ordenanza de Valladolid; pero 
no se echaba de ver que con todos esos gravámenes se hacia el 
comercio imposible, o por sus riesgos, los que trañcacan en él 
doblaban sus precios i provechos. Fuera de esto, los regatones 
debían tener a las puertas de sus tiendas sus aranceles firmados 
por el escribano con los prec ios de venta. Y era el empeño por 



(1) Aun negro que reñía éntrelos náufragos, a quien al principio lo3 indios 
respetaron, marayiliados de su estraña complexión, le mataron también cuando 
se persuadieron, después de haberle lavado con agua hirviendo ieoronia$lá% 
maíz, que su color era natural. Entre el valle de Quilimari i el de Chuapa, hai 
usa hoya profunda que cae sobro el mar i que se denomina todayia la qttebrada 
ddnegrOf circunstancia que indacirki a creer habia sido en esas recindades el 
sitio del naufrajio. 

(2) Ordenanza citada, art. 58. 

(3) Id: art. 51. 

(4) Ademas se reserraba el cabildo el derecho de contar i poner precio t loi 
artículos de consumo cuando encarecían demasiado, cuya operación económica se 
llamaba hacer cata i tasa. En los libros de cabildo hai constancia de un caso de 
esta naturaleza ocurrido en 1667 (marzo 11) a consecuencia de haber encareci- 
do la zarzaparrilla, el aceite, jabón i cera, artículo el último tan indispensable i 
de tanto consumo en los tres siglos do la colonia por altares, procesiones, etc., 
como lo es, por ejemplo,^el papel de imprenta en la actuaUdad* 



^- 68 — 

mantener el arancel del mercader i el afán de hacerlo bajar, lo 
que dio orljen a ese curioso i elerno diálogo de nuestros porta- 
les que se llama re^aíear, arte en el que se señalan de continuo 
labios cantados de poetas, no menos que las grandes damas que 
llegan arrastrando sedas i porñan una hora por un cuartillo en 
vara del propio lienzo que tiran des{:ues dentro de su esplén- 
dido equipaje... Pero, en ñn, se deja ya ver que esto no es de 
hoiy sino costumbre histórica i chilena, i digo lo último, por 
que una señora amiga mia, a quien se le ocurrió regatear en 
las tiendas de París, le pusieron tan mal ceño por el insulto, 
que quedó para siempre curada de su achaque. 

Otro tanto sucedia en los gremios encargados délas pequeñas 
industrias urbanas. Con frecuencia el cabildo no solo, según diji- 
mos, hacia cata i lasa de los víveres i alimentos, inventariando i 
poniendo precio fijo a cada cosa, sino que asignaba la tarifa de 
cada profesión i de cada artículo. Un sastre, a virtud de esto, no 
podia pedir, bajo la pena de cien pesos de oro, mas de tres pesos 
por la hechura de una capa llana, otro tanto por una gorra de 
terciopelo, cuatro pesos por una saya [basquina) de mujer, dos 
pesos por un manto e igual suma, si la saya o el sayo eran 
para niños menores de diez años. Otro tanto sucedia con los 
herreros, los espaderos i ios zapateros, que eran los otros tres 
gremios oficialmente reconocidos. Un juego de herraduras valia 
tres pesos, cien clavos veinte reales, una hoz (echona) doce rea- 
les i un azadón con mango cinco pesos. El aderezo de una es- 
pada costaba seis pesos^ i dar filo a un cuchillo o un par de 
tijeras cuatro reales, i otro tanto la hechura de un par de zapa* 
tos para niños, o el doble si el zapatero suministraba el cuero. 
Los zapatos de hombres en la misma proporción costaban el 
doble (1). Preciso es ademas advertir que estos precios iban 
bajando gradualmente, al punto de que en el arancel de 22 de 
noviembre de 1552, cuatro años posterior a aquel, encontramos 
algunos de estos precios reducidos casi a la mitad. En este úl- 
timo es digno de observarse que los cerrojos de las puertas de 
calle vallan hasta seis pesos^ precio que entonces no se habría 
considerado exorbitante si se hubiese previsto que todavía en 
ciertas casas se conservaría su uso^ trasmitido el utensilio de 
inventarío en inventarío, al través de diez i siete testamen- 
tarias ojeneraciones... 

Las medidas subalternas de hijenie, policía i orden económi- 
co de la población i de las casas corría parejas con este sistepia 
que había dejado de ser español para convertirse en jenuina- 

(}) Anuncel de 22 de febrero de 1648. 



— 69 — 

mente chileno^ i a tal punto, que parecería orijinaria de su 
suelor tan proíandameate arraigado está en las entrañas de la 
tradición délas familias i del pueblo! — El español era el señor 
i lejislaba. Alindio se le azotaba por una mirada, por una pala- 
bra siniestra, por una sospecha. Al negro, que políticamente era 
inferior al indio, se le quemaba vivo o se le sometía a un su- 
plicio mas bárbaro i casi increíble (1). 

Sin embargo, en beneñcio indirecto del indio i del plebeyo 
en jeneral establecióse a los doce años de fundada la colonia 
una feria semanal^ como las que hasta ahora mismo se cele- 
bran en algunas ciudades de Méjico (donde las hemos visto en 
1358), i eran conocidas con el nombre azteca de íriangues. 
Con esta misma denominación solicitó del cabildo el procurador 
de ciudad Francisco Miñes el 9 de noviembre de 1552 se permi- 
tiera la reunión diaria de los indios en la plaza pública para 
que celebrasen los cambios menudos que hacia indispen8al)le 
su misera existencia. Entre otras razones para esta acertada 
petición, el funcionario municipal daba la de que de esta ma- 
nera, acercándose peiiódicamente los indíjenas a la iglesia pa- 
rroquial, inmediata a la cual tendría lugar la feria, adquirirían 
alguna noción práctica de lo que era el cristianismo. Comuni- 
cándose los indios de las diversas servidumbres de que depen- 
dían, se podría, por otra parte, descubrir con mas facilidad sus 
maquinaciones secretas, i, por último, sus mismos amos ten- 
drían ocasión de ponerse en mas estrecho contacto con la raza 
dominada i de cuya esplotacion vivian. 

El pensamiento fué aceptado, i en esta virtud la plaza pública 
se convirtió en ciertos dias de la semana en un mercado, si no 
abundante i vistoso, no sin cierto inierés local que le hace 
digno de ser señalado en un pais en que los actos de sociabili- 
dad [pública son de tan reciente data. Es también cosa digna 

(1) CoDustia éste en una operación qnirúrjica qut no nos atreTemos a nom- 
brar, pero que Be ejecutaba por mano vil i por el cnehiro del verdugo. Ha 
quedado constancia de este jénero de castigo en el acta del cabildo de 2t de 
noviembre de 1551 en que tratando de imponerse castigo a un negro que habia 
abusado de una indiezuela, llamaron a la sesión a tres mercaderes que babian 
residido en Lima, cuyos nombres eran Juan Pérez, Juan de Rojas 1 Rodrigo 
Vega; i habiendo declarado éstos que la Audiencia de Lima solia aplicar el 
castigo que insinuamos, en casos análogos, sin mas dilijencia entregaron al ver- 
dugo al infeliz africano cual si hubiese sido un potro salvaje. 

De quemas de negros en la hoguera trae un caso Alonso de Ovalle ocurrido 
probablemente entre 1630 i 40, porque él mismo dice le confesó i le acompañó 
a la hoguera, donde ocurrió todo el pueblo. Su delito habia sido del mismo jéne- 
ro que el anterior aunque mas soez i brutal. Recientemente hemos visto castí* « 
gado este último con un afio de prisión. 



— 70 — 

de nota que del establecimiento de esos iriangues en la plo^a 
principal date la costumbre doméstica arraigada entre nosotros 
de no llamar jamas sino la plaza lo que debiéramos designar 
por mercado o recova. Como las dueñas de los conquistadores 
mandaban sus yanaconas a la plaza a bacer sus compras dia- 
rias, nosotros todavía cada noche dejamos sobre el velador la 
piala para la plaza, que es nuestra vida cotidiana, y por cuya 
carencia estable se dice se han perdido tantos matrimonios i 
sucedido otros percances íntimos no menos lamentables. I asi 
B^uirá sucediendo por desgracia mientras en el lenguaje do- 
méstico de Santiago plaza i estómago continúen siendo una 
sola cosa (1). 

Por lo que llevamos referido de los acuerdos municipales que 
imperaron en Santiago durante los primeros quince anos de su 
'existencia (pues se habrá observado que nuestras citas de los 
libros capitulares solo llegan a 155i), es fácil darse cuenta ca- 
bal de lo que seria aquella comunidad, triste, pobre, taciturna, 
implantada de improviso en medio de una nación bárbara i en u 
sitio que se reputaba como el último rincón del mundo, «el ün 
de la cristiandad,» como solia llamarse por aquellos años al 
cristiano Chile (2). 

(1) Por la ordenanza cit.ida de Valladolid bc reglamentó en 1554 la celebra- 
ción de estos trianffuea sujetándolos a ciertas prohibiciones en obsequio de loa 
indios, como la de que los negros solo pudiesen comprar de ellos para sus amos 
i no para su propio uso, bajo la pena de cien azotes. Proponíanse con esto evitar 
que los africano?, mas astutos i corrompidos que los indios, los engañasen en sus 
tratos. Por el mismo principio, al negro que fuese osado de hacerse servir por 
vax indio o india, recibiría doscientos azotes por el desafuero, i si llevasen armas 
•e les castigaría con diez dias do cárcel. 

Refpeéto de los indios^ aunque mas humanos, los conquistadores les trataban 
eon estrema dureza, persiguiendo sus taquü o borracheras (acuerdo del 31 de 
julio de 1551) quebrándoles sus tinajas, esparciéndoles sus chichas i azotando- 
los» cosa que hoi dia no ha dejado de practicarse i con tal escándalo, que ha ve- 
nido a ser uno de los graves negocios del Estado. 

Las supersticiones de los indíjenas eran perseguidas sin eonmis'?racion, i en 
21 de enero de 1562 se acordó por el ayuntamiento que cada seis meses se 
nombrarla un juez de ambicamayos i de hechizos para perseguir los brujos que 
haeian daños u ojeaban a las jentes que querían mal, i aunque se quemaron vivos 
algunos de esos hechiceros por el implacable alguacil Juan Gómez, el Zañarta 
del siglo XVI, no se ha logrado en trescientos i treinta años agotar a fondo 
esa barbarle. Todo lo que se ha conseguido es que los ambicamayot modernos 
anden vestidos eon polleras o sotanas. Aquellas se llaman todavía médieas i 
curan por la orina. El último ambicamayo de sotanas, a nuestro humilde enten- 
der, fué el que inventó el buzón de la virjen. 

(2) Talvez no se creerá fuera del caso recordar aquí que Valdivia dio a Chile 
el nombre del Nuevo Extremo no tan solo por recordar su provincia natal, sino 
porque en realidad los conquistadores consideraban esta parte del territorío de 



— 71 — 

La ciudad presentaba^ como era inevitable, un aspecto si bien 
ameno por la grandiosidad natural de sus panoramas i la grati- 
tud con que la ti^^rra habla pagado todos los cultivos caseros, a 
virtud de una admirable red de acequias vecinales, monótono, 
solitario i casi lúgubre en todo lo demás. Sus calles eran solo 
hileras de paredones oscuros o de palizadas de espino sin pavi- 
mento ni veredas (que éstas fueron invenciones de ayer), con 
una acequia abierta a tajo herido por el centro, lo que las tenia 
convertidas permanentemente en charcos de agua. Ni las hu- 
mildes moradas de los pobladores presentaban siquiera la pobre 
simetría de nuestras actuales villas, pues- el mayor número de 
aquellas se hallaban edificadas dentro de los solares, como en 
la previsión de una sorpresa, i en su derredor crecían algunos 
árboles de fruta importados de Europa, o se cultivaban las me- 
nestras del consumo diario de la familia. 

Por razones de estratejia militar i de estratejia divina, las 
casas de los mas pudientes se hallaban situadas en las inme- 
diaciones de la plaza de armas^ porque allí estaba el fuerte i 
allí la iglesia parroquial, allí la espada i la cruz. 

Dijimos en otra parte que el mismo Valdivia habia cargado 
en sus hombros la piedra angular déla humilde iglesia consa- 
grada a la vírjen en un rincón del sitio que bol ocupa nuestra 
suntuosa catedral. Doce años tardaron el cabildo i los carpinte- 
ros en levantar sus muros i aderezar su techumbre, gastándose 
en su fábrica 12,500 pesos bajo la dirección de un maestro 
mayor llamado Gal vez ( 1 ) . . ' 

Lo que seria aquel primer templo de la capital, construido 
con el dinero que cuesta hoi un buen granero, i por un carpin- 



la América como su último confio, exactamente como en el siglo XIII s« habla 
considerado la provincia de Extremadura, la Extrema Ora^ esto «8, la últíma i 
mas lejana conquista de Alónimo IX. 

(1) La mayor parte de este gasto se hizo con oblacionea de los Tccinoi, porque 
el cabUdo no tenia nada que dar. En noviembre 9 de 1552 el procurador da 
ciudad Miñes, ya citado, se presentó solicitando tres mil pesos para rematar la 
obra de la iglesia, que llevaba hasta esa fecha 9,000 pesos de costo. El cabildo 
prometió dos mil pesos (pues nunca tuvo otro caudal que promesas i buenas 
palabras) de los diezmos del año venidero, cosa qus por lo menos prueba que •! 
déficit es una institución nacional tan antigua como nuestra vida. Pocos diaa 
mas tarde (acuerdo del 28 de noviembre de 1552) el mismo ayuntamieato re- 
solvió conceder 500 pesos mas, fuera de su contrata al maestro Galvez, para 
construir «1 arco de la capilla mayor. I de esta jenerosidad no so admire t\ 
discreto lector ni nos culpe de inconsecuencia por dejarla aquí apuntada, pues 
esa es una largueza esencialmente santiaguina, sobre todo en aquellos tiempos «n 
que se dejaba de heredera únicamente o a su alma o a los jesuitas, que todo era 
lo mismo. 



— 72 - . 

tero soldado, es cosa fácil de imajínarse. San Lázaro, que es en 
el dia, no un homenaje sino una burla hecha a Dios i a su pue- 
blo, habría sido un tabernáculo puesto a la vista de aquel, a 
lo que se agregaba que sus sombrios muros estaban rodeados 
por un campo santo, en cuyo centro una tosca cruz recordaba 
a los conquistadores su terrenal destino. No debe tampoco olvi- 
darse que la plaza pública era en esa época una especie de pá- 
ramo atravesado por una ancha acequia i cortado por innume- 
rables pozos i lagunatos, pues en su recinto se liabian cortado 
los adobes que habían servido para levantar las murallas de la 
iglesia. 

Algunas medidas de policía urbana dictadas en aquellos anos 
nos llevan a otro jénero de conjeturas sobre el aspecto que de- 
biera ofrecer nuestra gran ciudad cuando se hallaba todavía 
envuelta en sus pañales. Una providencia del cabildo de 19 de 
«ñero de 1554 prescribía que no se embarazase con cavas i es- 
combros las salidas de la ciudad por las barrancas que la ro- 
deaban-, i se comisionó a dos rejidores para deshacer esos obsta» 
culos. Se prohibía también hacer tacos en las acequias que 
corrían por el centro de las calles, con el objeto de regaf el 
Interior de los solares, i se ordenaba que los cauces que atra- 
vesaban éstos se trabajasen de cal i ladrillo, medida que solo se 
realizó en el trascurso de siglos. Prescribíase ademas que entre 
una casa i otra se pusiese una reja de rayo fijo, idea que se ha 
llevado a cabo i vuelto a revocar tantas veces cuantas se les ha 
ocurrido a nuestras autoridadí?s locales, desde el magnífíco 
Carlos V, que dictó la ordenanza municipal que recordamos, 
hasta Francisco Echaurren, el Gailos V de Santiago, que ha 
dictado las últimas sobre regadíos i nivelación de acequias. 

Sobre la limpieza fi hijenie pública solo queda constancia de 
un acuerdo celebrado por el cabildo el 5 de noviembre de 1550 
en el cual se dispone que cada vecino c^tá obligado a hacer ba- 
rrer el frente de su casa por medio de sus esclavos i yanaconas. 
Esta disposición fué sancionada en la ordenanza de 1554 con 
una multa de dos pesas por cada infracción, por lo que no dejará 
de parecer estrano que habiendo adelantado el vecindario en 
caudal i en asee de una manera que no tiene medida, solo se 
exija ahora una cuarta parte a los que delinquen, cosa que asen- 
tamos por mera novedad, sin decir por esto que sea ello señal 
de atraso o de progreso. 

Tenían ademas los escasos fieles, que vivían en medio de un 
pueblo tenaz e idólatra, otros dos santuarios situados a las es- 
tremidades de la falda del Santa Lucia, que miraban sobre la 
ciudad. En la del sud se había erijido a espensas del cabildo i 



— 73 — 

de Valdivia una ermita en que se custodiaba el busto en minia- 
tura de la Vírjen del Socorro, compañera inseparable del con- 
quistador, que vino a ser por tres siglos el ídolo de Santiago i 
la patrona de nuestras armas, basta que declarada goda, como 
lo fué nuestra señora del Rosario, patrona de las armas reales, 
vino a reemplazarla «nuestra señora del Carmen», madre de la 
Patria (1). 

El otro edificio sagrado era una ermita consagrada por la pie- 
dad del viejo tesorero Juan Fernandez de Alderete a la vírjen ci- 
racusana Sr^nta Lucia, i que aunque de bumilde aspecto parece 
ocupó un sitio prominente del declive del cerro (parécenos que 
el que bol ocupa una casa con jardin que domina la actual calle 
dé la Merced) i en la veneración de los conquistadores. 

Aquellas dos bumildes ermitas fueron la cuna de dos conven* 
tos, (San Francisco i la Merced) cuya historia será mas adelante 
la historia de la colonia, según lo haremos notar cuando de 
Santiago, visto como ensayo de colonia, pasemos al Santiago 
conventual, esto es, cuando lleguemos a su gran edad de capí- 
tulos, de intrigas, de testamentos, de escándalos, de amores i 
sacrilejios. 

Con tan escasos elementos de sociabilidad i desarrollo la vida 
de la capital de la Nueva Extremadura no podia ser sino pro- 
fundamente triste. Durante el gobierno de Valdivia puede de • 
cirse pasaron por sus hogares como transeúntes mas de mil 
pobladores; pero en los primeros años su vecindario permanente 
se compuso de sesenta capitanes i hombres de guerra, trt s clé- 
rigos, dos frailes i una mujer, la 'ya afamada doña Inés de 
Suarez, mujer de heroicas virtudes. 

Aquel puñado de jentes, condenado al duro servicio de las 
aimas i a la par al de la tierra, aislados por sus ocupaciones i 
rodeados de una masa de población in'írte, servil, desconfiada 
i en el fondo su mas acerva enemiga, inspira al observador cier- 
ta piedad innata por su suerte. Mas, a poco, fueron alterándose 
las cosas con algún favor. Valdivia, que habia poblado la ciudad 
con solo sesenta vecinos sedentarios, comenzó a permitir, a vir- 
tud de la concesión gradual de los solares del pueblo, la clase 
mas numerosa do vecinos llamados moradores (2). 

(1) La vírjen del Socorro que trajo Valdivia en el arzón de bu eilla, i que 
tiene el tamaño de nna muñeca mediana, os la misma qne se reverencia en el 
altar mayor de San Francisco. En otra ocasión hablaremos de ella, probable- 
mente con mas deteacion i reverencia. 

(2) El vecindario noble de las ciudadea españolas de Chile se componía prin- 
cipalracute de dos clases. A la primera pertenecían los encomenderos^ os decir, 
los que tenían repartimiento de indios i los empicaban en labrar sus tierral o 



• — 74 — 

La vida diaria de aquella desventurada jeute no podia con 
todo ser mas escasa de placeres. No había niños, ni mujeres, ni 
familia. Por consiguiente no había hogar, i con esto queda pin- 
tada su mísera condición. En el dia buscaban el sustento. En la 
noche la campana de la parroquia tocaba la queda, poco después 
de las oraciones, i ya nadie podia transitar por las desiertas calles 
sino el alguacil o su ronda, el alcalde i su patrulla. Si un español, 
para el cual la queda sonaba un poco mas tai de, se aventuraba 
a desobedecer ese precepto, perdia sus armas, i si el infractor 
era negro perdia como de costumbre su pellejo, pues debian 
aplicársele cien azotes (1). 

En cuanto a salir del recinto del pueblo en las horas vedadas, 
esponiéndose a las acechanzas de los indios, era una culpable 
temeridad que se pagaba con la cabeza. «Ninguna persona de 
ninguna condición, decia un acuerdo celebrado por el ayunta- 
miento el 23 de diciembre de 1549, sea osado de salir de esta 
ciudad para dormir fuera de ella con sus pies o ajenos so pena 
de la mc/a.» 

Otro de los caracteres mas penosos de aquella comunidad, 
era su estremada e irremediable pobreza. No habia moneda ni 
cosa que lo valiese. Ya hemos visto que los propios del cabildo 
se componían de una hacienda, de un potrero, i de un corral 
que lejos de producir acarreaban gastos, i las multas, por lo 
mismo que eran crecidas i no habia con qué pagarlas, se hacían 
ilusorias, según nos cuenta el señor Amunátegui en su brillan- 
te crónica del Descuhrimicnlo. En cuanto a los arbitrios, ya he- 
mos visto que solo figuraba en ellos la esperanza de tenerlos (2). 
Basta decir que el ayuntamiento no tenia casa donde reunirse, i 
solo doce años después de instalado (1552) vino a conseguir 
que Valdivia le asignase un aposento de las casas que habia 
edificado en la plaza i vendido al rei. I todavía, cuando obtu- 



en BUS mlnaB. Estos eran, con mucho, los roas importantes, los mas ricos i los 
que tenían mas privilejios i menos cargas. Por lo jeneral, eran todos coriquisia- 
dons o BUS hijos i descendencia directa, en la que aquel título i la encomienda 
anexa conetituian una especie de feudo o mayt»razgo. Los scgandos componían 
el mayor níimero de habitantes i formaban como la hurgesia de la colonia. Una 
i otra clase, separada hondamente como hasta aquí por ridiculas preocupacio- 
nes, tenia en él cabildo una representación diversa, pues uno de los alcaldes se 
titulaba de encomenderos i era en cierta manera el delegado de la aristocracia. 
£1 alcalde de vecinos representaba al pueblo mas directamente. Solo a ñnes del 
último siglo encontramos que estas diferencias comenzaron a desusarse. 

(1) Acuerdo del 31 de julio de 1551. — Acta del cabildo. 

(2) Como es sabido, propios llamaban los municipios españoles sus rentas 
fijos, como tierras, censos, etc.; arbitrios eran las contribuciones, deramas, etc. 



— 75 — 

vieron techo, resultó que carecían de escaños en que sentarse i 
mesa sobre que escribir. 

Es tan curioso i especialísimo el remedio que el ayuntamiento 
encontró a esta singular penuria que no podemos menos de re- 
producirlo íntegro, hoi que hasta nuestras mas humildes auto- 
ridades se sientan bajo doseles i que los porteros mismos tienen 
para descanso divanes i poltronas. 

«Este dicho dia, dice el acuerdo capitular del 8 de abril do 
1552, estando en su cabildo los dichos señores, habiendo visto 
que los carpinteros que residen en esta ciudad han incurrido 
en la pena que estaba impuesta que no cortasen madera alguna 
sin licencia o mandado de los señores del cabildo, dijeron: que 
mandaban e mandaron a Sebastian de Segovia, carpintero, haga 
a su costa unas puertas i una ventana de casa del cabildo, e 
dos bancos para la dicha casa, que sean cada banco de diez pies 
en largo i dos palmos en archo; los cuales han de dar traídos 
en la casa del cabildo. E asimismo mandaron a Bartolomé Flo- 
res, vecino de esta ciudad, por cuanto incurriere en la dicha 
pena, que mande hacer e haga dos escaños para la dicha casa, 
cada uno de a doce pies en largo i en ancho dos palmos i me- 
dio (1); los cuales sea obligados de dar i entregar en la dicha 
casa. I que de hoi en adelante ninguna persona sea osado de 
cortar madera alguna en el dicho monte, sin licencia de los se- 
ñores del cabildo, so pena de pérdida i la dicha pena que está 
puesta; i laque tuvieran cortada, vengan a manifestar, so pena 
que cada uno que la quisiere la pueda tomar; i lo susodicho, 
hagan las dichas obras para la dicha cásalos dichos carpinteros 
dentro de un mes.— Rodrigo de Araya. — Juan Fernandez AUe- 
relé.— Juan de Cuevas,- Pasó ante mí Pascual de Ibazeta, escri- 
bano público i del consejo.» 

No es ráenos ilustrativo de esta situación un episodio que 
ocurrió poco mas tarde con el único herrero que habia en el pue- 
blo i cuyo nombre era Romero. Intentó éste irse no sabemos si 
a Concepción o fuera del país; pero, al saberlo, se reunió alar- 
mado el cabildo, (enero 31 de 1553) i le prohibieron se ausen- 
tase, bajo una multa de 500 pesos de oro «i mas que irán tras de 
él, dice el acta de ese dia, i lo volverán a esta ciudad a su 
propia costa.» 

Las escaceses de los míseros colonos llegaron a tal grado, que 

(1) En cuanto a la mesa de que hemos dicho carecía el ayuntamiento, la ha- 
bia solicitado por un p<ídimento espreso el procurador de ciudad Gonzalo de 
los Ríos un año antes (acta del 26 de enero de 1551), i es probable que ya por 
la época de los escaños estuviese hecha; pues de otra suerte los venerables ediles 
se la habrían procurado a cuenta de multas. 



— 7« — 

a hdber vivido bajo el réjimen actual, es mas que s^uro se les 
babria recojido como a mendigos i encerrádolos eu el hospicio, 
bien que harto menos dura habria sido su suerte si hubiesen 
vivido como los menesterosos de hoi. 

Hai un caso curioso que esto ilustra i vamos a recordarlo te- 
niendo a la vista los libros de cabildo. 

Dijimos en uno de los capítulos de esta historia que en el 
primer mes de la instalación del ayuntamiento (marzo de 1541) 
Labia sido nombrado alarife para la repartición de las aguas i 
el alineamiento de ^as calles el vecino Pedro Gamboa con un 
salario de 500 pesos, de manera que cumplido el primer año de 
su servicio ocurrió al cabildo por su sueldo. Mas^ como no hu- 
biese un maravedí en las arcas, hubo de contentarse con una 
piomesa de que se le pagaría una suma redonda de 1,200 pesos 
en el término de tres mos^ que debia durar su comisión, com- 
prometiéndose los rejidores a pagarlos, junto con los vecinos, 
en el caso que el cabildo no tuviese fondos en la época obligada 
(Acuerdo del 9 de mayo de 1542). 

Pero cumpliéronse los tres años i el paciente alarife, que no 
habia recibido ni un castellano de oro, volvió a ocurrir por sus 
sueldos insolutos. 

La providencia que puso el ayuntamiento es peculiar. Con 
fecha de 29 de diciembre de 15^3, ordenó que su mayordomo 
(tesorero municipal) Antonio Zapata le entregase ese dinero del 
producto de las multas «i si no las hai, decia el acuerdo, 
que espere hasta que haya oro i la ciudad cobre i se le pa- 
gue.» 

¿Se le pagó alguna vez por el cabildo o por los vecinos? Nada 
menos que eso.'En las actas del cabildo de 1550, esto es, siete 
años después, se encuentra (sesión del 22 de agosto) una solici- 
tud judicial del mismo infeliz e insistente Gamboa, en que 
pide mandamiento de embargo nada menos que contra el pri- 
mer capitalista de la colonia Juan Davales Jofré i contra el clérigo 
Diego Pérez, que no debia ser de los mas pobres, por cien pesos^ 
que lodavia le estaban adeudando, de sus servicios de alarife, a 
virtud de una capitación que se habia hecho entre los poblado- 
res el 26 abril de 1547. 

Dos años antes, empero, el pobre nivelador habia tirado a las 
acequias su destino, pues vemos que el 1.® de mayo de 1548 le 
habia reemplazado un individuo llamado Lorenzo Miñes. Fué 
también un signo característico de aquella edad el que el nuevo 
alarife, mas práctico que su antecesor, se convino en recibir, en 
lugar de dinero, ciento i cincuenta fanegas de víveres imenes- 



— 77 — 

tras que debían proporcionarle los chacareros en remuneración 
de su trabajo (1). 

En esta lastimosa situación, cuya pintura hemos hecho cuan 
íiel i cuan prolija nos ha parecido posible, ocurrió una novedad 
que vino a poner el sello a tantos infortunios. 

El 10 de enero de 1554, penetraba jadeante en la plaza de 
Santiago un caballero de renombre entre los conquistadores i 
que había corrido desde Concepción en el brevísimo espacio, 
para aquellos tiempos, de once días. 

Era Gaspar de Orense^ que traía al abatido vecindario del Ma- 
pocho la nueva de que Pedro Valdivia habia perecido con se- 
senta de los suyos, la flor i lustre de los conquistadores, en una 
emboscada ingloriosa. 

La obra unipersonal de tantos años veniaso al suelo con un 
solo golpe. La gran rebelión de la Araucania comenzaba en 
toda su pujanza, i en breve los infelices labradores de la vega 
del Mapocho, convertidos en soldados, irían a escuchar la cor- 
neta de Lautaro, que venia marchando sobre Santiago, dueño ya 
del fuerte Penco i virtualmente seftor de todo el territorio de la 
Nueva Estremadura. La consternación del pueblo fué, pues, 
tan profunda como súbita; reunióse el cabildo, convocóse al 
vecindario a sesión pública i ho encontró mas remedio a su 
desdicha que nombrar por sucesor del Adelantado al popular i 
honrado Rodrigo de Quiroga, el patriarca veneiable de Santia- 
go, no solo porque se tomasen en cuenta sus méritos de guerra, 
sino como dijo el procurador de ciudad^ Santiago de Azocar, al 
proponerlo, «por ser como es, caballero hijodalgo e persona tan 
valerosa con quien todo el pueblo i toda la tierra está tan bien 
quista, que no hai persona que de él se queje.» (2) 

Gran elojio por cierto i casi único entre los conquistadores del 
nuevo mundo i en especial del Nuevo Estremo/ 

(1) Treinta afios mas tard« era alarife i jaez da aguas de Santiago Pedro 
Martin, i su sueldo consistía en do^fanegit» de cosechas que debía pagarle eada 
chacarero. (Acuerdo del 12 de octubre de 16'77.— Gay, Documentos, v. 2.^ paji- 
na 95.) 

(2) Acta del 11 de enero de 1654. 



CAPITULO VIL 



Los primeros feudos. 



Competencias entre los sucesores de Yaldina. — Yillagra se apodera del gobier- 
no por la fuerza. — Desiuteres de Rodrigo de Quiroga.-- Penetra en Santiago 
conjente armada Hernando de Águirre. — Arbitraje del licenciado Las 
Pellas. — Llega Hurtado de Mendoza i prende a Yillagra i a Aguirre. — 
Concluyen los feudos. 



Pedro Valdivia al morir solo dejaba a sus sucesores una co- 
rona de espinas,, 

Pero apenas la vieron caída sobre el campo de la derrota i de 
la muerte, lanzáronse sobre ella sus principales lugar-tenien« 
tes, porque, al ñn, era una corona. 

Fueron los principales contendientes Francisco de Aguirre, 
que vivia en una especie de feudo en la Serena, ciudad que él 
habia poblado, Rodrigo de Quiroga, electo popularmente por el 
cabildo de Santiago, i Francisco de Yillagra, que tenia en Arau- 
co el mando de las armas. 

Cada cual alegaba su derecho como preferente; i las disputas 
e interregnos que su porfía iba a acarrear durante un período 
igual al que habia gobernado Valdivia (1554-1568), atraeria 
sobre la infeliz colonia fundada en las márjenes del Mapocbo 
todas las angustias i los atrasos de una guerra de bandos. 

Indisputablemente quien tenia mejor derecho para recojer la 
herencia de Valdivia era el valeroso Francisco de Aguirre, au- 
sente en la época de la muerte de aquel en las provincias del 
Tucuman (parte integrante del territorio de Chile a la sazón), 
porque habia sido instituido heredero por el testamento de 
aquel. El honrado Quiroga solo tenia el timbre de su merecida 
popularidad. Pero Villagra, el menos digno por su carácter a 
la vez caviloso i sanguinario, disponía del derecho supremo so- 
bre todos los demás derechos en aquellos siglos: el de la fuerza. 



— 79 — 

El, por tanto, seria de hecho el sucesor de Pedro Valdivia, 

I es de notarse la peregrina coincidencia que ya comienza a 
ofrecer nuestra temprana historia sobre la influencia militar 
del sur, que vino a estinguirse solo ayer en el arenal de Lon- 
gomilla, i que estuvo imponiendo durante tres siglos comple- 
tos (1550-1850) la lei del sable a la república. No es tampoco 
menos digna de nota esa federación espontánea i casi irjnata 
que la topografia impuso por sí sola a nuestro gobierno terri- 
torial, presentando; como en su cuna, las tres grandes divisio- 
nes coloniales que caracterizaban el reino de Chile hasta la época 
de la uniñcacion de la república; esto es, Coquimbo^ Santiago 
i el € fuer te Penco» (1). ^ 

La primera contienda por la rivalidad del mando estalló entre 
Villagra i Quiroga, pues ya hemos dicho que Aguirre estaba 
ausente, que a no estarlo^ el negocio se habria hecho mucho 
mas complicado. En vano fué que el cabildo de Santiago dipu- 
tase al sud al prudente caballero Diego Garcia de Gáceres. Vi- 
llagra i sus soldados no querían oir sino la entrega inmediata 
e incondicional del poder. I aunque rotos con gran estrago en 
la batalla en que fueron a buscar la venganza de Valdivia i 
apostrofados como viles por una mujer que ha inmurtalizado el 
estro de Ercilla por su aturdimiento para abandonar sus hoga- 
res a los bárbaros, (2) viniéronse en tropel soldados i vecinos 
hasta el Mapocho, desamparando cuanto habia poblado Valdivia, 
incluso los tambos que, a usanza de los Incas, servían de hos- 
pedaje en la ruta, al derredor de cuyos pajizos recintos, cre- 
ciendo con los años, fueron formándose todas nuestras actuales 
ciudades i villas mediterráneas. 

El cabildo de Santiago, fiel a su afecto por Quiroga, habia 
querido resistir a los intrusos del sud, pero éstos «se fueron, 
dice alguien que presenció la escena (3), a la puerta del ayun- 
tamiento con palabras bravas i ñeras. que hacian, poniéndole 
temor para que recibieran a Francisco de Villagra contra su 
voluntad i como hombre poderoso.» Distinguíanse entre los in- 
Folentes aquel capitán Alonso de Reynoso, que mas tarde ad- 
quirirla tan menguada fama por el suplicio vil que diera a 

(1) Ya desde 1554 se hablaba del territorio de ultra Maule coa la denomi- 
nación tradicional de las cmdades de arriba. — Acta del cabildo del 9 de agosto 
de 1554. 

(2) Doña Mencia de los Nidos, que llamó a Villagra hombrecillo cobarde 
porque desamparó a Concepción después de su terrible derrota de Marihueno. 
— Araucana^ Canto VII. — Doña Mencia era natural de Cáceres, en Estrema- 
dura. (Góngora Marmolcjo, páj. 53.) 

(8) Góngora Marmolejo, páj. 53. 



— 80 — 

Caupolican, i de quien dice otro testigo de vista (Marino de 
Lovera, páj. 174) que «entró en la casa capitular con mucha 
jente hablando palabras altis i desabridas.» 

I no obstante, aquellos vecinos, mas acostumbrados al torneo 
que a los debates, solo cedieran en presencia de los arcabuces 
por la mayoria de un voto en el acuerdo tumultuoso, i ese voto 
fué el del magnánimo Rodrigo de Quiroga, que nunca mostró 
afición al mando sino para hacer el bien. 

Los vecinos de Santiago, aunque por caridad recibieron con 
benevolencia a los emigrados fujitivos de Concepción (1), no se 
resignaban de buen grado a soportar el yugo de Villagra, que 
solo atendia a sus soldados i por lo cual le contemplaban «con 
gran descontentamiento» (2). No fué por cierto parte a calmar 
éste el apoderamiento violento que hizo Villagra del tesoro del 
rei, que importaba mas de cien mil pesos, según antes dijimos, 
i el que, distribuido con prodigalidad entre los soldados, con- 
tribuyó a ganarle nuevos prosélitos i a afianzar el ánimo délos 
que habia traido. 

Mas apenas encontró término la reyerta con Quiroga, a los 
ocho meses después de la muerte de Valdivia (setiembre de 
1554), cuando se presentaba en el campo a entablar la suya 
Francisco de Aguirre. Sabedor de lo que pasaba, habia volado 
de las pampas ai jentinas, donde le alcanzó la nueva, al asiento 
de su gobierno feudatario de la Serena, i despachado en el acto 
a su hijo don Hernando con diez i seis soldados para exijir de 
Villagra i del cabildo que el testamento de Valdivia fuese cum- 
plido en su persona. 

El joven emisario, aturdido o fiado de su buen derecho, pe- 
netró en Santiago en son de guerra con su corta cuadrilla, i 
aun se dijo que sus arcabuceros, que eran seis, se presentaron 
con las mechas encendidas, apostándose en las gradas de la 
iglesia parroquial (enero 7 de 1555). . 

Pero Villagra era demasiado poderoso para temer aquel ama« 

(1) "Con la macha candad de la jente de este pueblo, cuyos moradores sa- 
lieron gran trecho a recibirlos i los hospedaron en sus casas"' (Marino de Lorera, 
páj. 173). 

La hospitalidad de los vecinos de Santiago no debia eer, empero, de larga 
duración, porque en el libro becerro se encuentra una acta de 11 de octubre 
de 1555, mandando dar pregón para que en ocho dias saliesen de la ciudad i pa> 
Basen el Maule bajo la multa de 200 pesos los vecinos de Concepción i dentro 
de diez dias los de Angol, Imperial i Valdivia. 

Otro tanto hubo de verificarse respecto de los vecinos de Concepción tres 
siglos después (1819) a consecuencia de la despoblación de las comarcas 
del sud. 

(2) Góogora Marmolejo, páj. 53. 



— si- 
go. I el imprudente capitanejo fué desarmado, junto con sus 
secuaces, en presencia de los doscientos soldados aguerridos 
que rodeaban a Villagra. 

Aguirre, mas hondamente agraviado por este desacato, con- 
tinuaba por su parte avanzando sobre la capital con los solda- 
dos que trajera del Tucnman, i aun llegaron sus avanzadas a 
estar a la vista de las de Villagra, cuando uno i otro celebraron 
una curiosa transacción, mediante el influjo, según se dijo por 
algunos^ del venerable cura González Marmolejo, quien se in- 
terpuso como mutuo amigo cuando ambos partidos ibanse ya 
a las manos. 

Consistió el avenimiento de los pretendientes en un arbitraje 
sometido a un cierto licenciado llamado de Las Peñas, el pri- 
mero de su especie que vino a nuestras costas i cuya triste 
esfijie moral, por lo que se dijo de él, no seria difícil encontrar 
en esta hora debajo de muchas togas. El historiador Gay, o 
mas bien, el que caricaturó su historia, lo llama «un juriscon- 
sulto eminente;» pero a la verdad que su conducta fué solo la 
de un eminente pillo, porque para sentenciar pidió honorario 
anticipado i le dieron las parles cuatro mil pesos, suma que 
entonces pareció una- enormidad sin nombre, como hoi seria 
solo una migaja. Fuera de esto, no quiso firmar su sentencia 
sino cuando estuvo metido en un buque surto en Valparaíso i 
con sus velas ya cargadas por la brisa, todo lo que prueba qua 
de antemano tenia la conciencia de su iniquidad. 

I asi era lo cierto, porque sentenció injustamente a favor de 
Villagra, que era a quien mas le temia i el que mas le habia 
dado, ordenando que gobernase mientras la Real Audiencia de 
Lima resolviese definitivamente la disputa, prevaricato flagran- 
te que pagó después con una rotura de narices i una paliza 
que le hizo dar el agraviado cuando aüos mas tarde su pobreza 
le trajo de nuevo a Chile, poniéndole en manos de Agui«» 
rre (1). 

En consecuencia, los dos rivale» retiraron sus campos, i cada 
cual fué a encerrarse en el respectivo asiento de su corte. Villa- 
gra en la de Santiago i Aguirre en la de la Serena, que los tra- 
viesos de injenio llamaban entonces la ciudad de los siete pecados 
mortales^ porque solo habia tenido siete pobladores. Parecetiaque 
en esto se hubiese querido perpetuar la predisposición conjenial 
i la gracia indisputable de los hijos de aquel hermoFO suelo en 
la inventiva de los refranes i especialmente en el uso de los 
sobrenombres. 

(1) Marifio de Lovera, páj. 175. 

BI8T. OSÍT, ^ 



^ 82 — 

Hallábanse asi ambos caudillos en pacifica posesión de sus 
dominios, cuando de improviso se presenta un tercero que los 
reduce a ambos a una profunda paz. Era éste don García Hur- 
tado de Mendoza, un adolescente de veinte años que, a la 
cabeza de trescientos hombres, venia del Peni enviado por el 
virei su padre a poner en orden* a aquellos viejos turbulentos, 
pues a la sazón Yillagra tenia cincuenta aüos i Aguirre talvez 
mas. 

Encontrábase Yillagra en la capital desapercibido de toda zo- 
zobra i oyendo tranquilamente una maüana la misa conventual 
en San Francisco, cuando le entregaron una carta de un estan- 
ciero del norte en que le daba aviso que un capitán de guerra 
pasaba a prenderle. I asi era la verdad, porque habiendo desem- 
barcado en la Sereüa don Garcia^ habla metido en un barco a 
Aguirre i despachado por tierra al capitán Juan Ramón con jente 
armada para que asegurase la persona de Villagra. El cauto 
mancebo quería hacer la justicia de Salomón. 

Yillagra, que era astuto i disimulado, recibió al emisario con 
buen talante i le entregó su mando i su persona, por manera 
que cuando su émulo le vio llegar bajo custodia al propio buque 
en que le tenían prisionero hubo de decirle por via de recon- 
ciliación i de saludo. — cMire vuesa merced, señor jeneral, qué 
son las cosas del mundo; que ayer no cabíamos los dos en un 
reino tan grande i hoi nos hace don García caber en una ta- 
bla» (1)* 

De allí les llevaron al Perú, donde vivieron libres i amigos en 
la corle del virei, pues su destierro no habia sido sino una me- 
dida precautoria i harto l)landa en aquellos días en que la pre- 
caución mas en voga era cortar a su enemigo la cabeza. El 
mismo Yillagra habia degollado a Pedro Sánchez de la Hoz, i 
tan solo por una palabra descompuesta hizo aplicar garrote a su 
propio alférez real, el capitán Jinojo. 

Concluyó de esa suerte el primer feudo de los conquistadores 
i el primer interinato político en el gobierno de la colonia; i 
ciertamente que no fueron aquellos escándalos militares i foren- 
ses a propósito para dar estimulo i vitalidad a la precaria colo- 
nia, que fe mecia en su cuna a la sombra de humildes cortijos 
en la vega del Mapocho. 

(1) Marino de Lo vera, páj. 197. 



CAPITULO VIII. 



LoB dos Villagra. 



OaTácter de don García Hartado de Mendoza i de sn gobierno. — ^Viene a San. 
tiago solo como transeúnte. — Entraña manera como Francisco Villagra et 
nombrado gobernador propietario. — Su solemne entrada en Santiago. — Su 
carácter i sa muerte. — Pedro de Villagra i su gobierno esencialmente mili- 
tar.— £1 virei del Perú nombra a Rodrigo de ^uiroga en su lugar i TÍol«n. 
cias a que aquel se entrega. — Entran las tropas del Perú a la capital en 
son de guerra. — Establécese la real audiencia en Concepción. — Gobierno d« 
Bravo de Saravia. — Su retrato según G jngora Marmolejo. — £s nombrado 
gobernador propietario Rodrigo de Qulroga. — Inmenso regocijo con qu« 
es recibida esta noticia. 



Don García Hurtado gobernó en Chile cuatro años; (1557- 
1561) pero en Santiago, como casi todoa los presidentes del sigla 
XVI i del siguiente, gobernó solo dias. Santiago era la capital 
del reino en el papel i en los mapas. El «fuerte Penco» lo era 
de hecho, a virtud del gobierno civil i de las armas. 

Era donGarcia un mozo taciturno, austero, devoto i valiente. 
Le mandó el virei su padre para que conquistase temprana fama 
i por sacar del Perú todos los hombres que hablan quedado 
flotando sobre su suelo, como las espumas después déla borras* 
ca, a la postre de las rebeliones de Contreras i de los Jirones. 
Pasó en consecuencia su vida en los campamentos, celebrando 
misas i procesiones, torneos i justas de guerra en los dias que 
le dejaban ociosos las batallas. Su gobierno por esto pertenece 
mas bien a la epopeya que a la historia, i si la Araucana^ que 
cantó la gloria de uno de sus secuaces ocultó la suya, fué en 
desquite de una violencia de mozo, porque es sabido que hizo 
sentenciar a muerte a don Alonso de Ercilla porque en una 
fiesta de caballeros sacó la espada en su presencia estando todos 
a caballo en la plaza de la Imperial. Fué preciso por esto queuñ 



— 84 — 

escritor cortesano (Suarez de Figueroa) pintara después con 
ponderación su carácter i sus hechos, omitidos o rebajados por 
Ja poca magnanimidad del poeta i camarada. 

Partia el adolescente gobernador su añcion a las armas con 
el culto de la vírjen, i vivía rodeado de frailes que le habia 
dado su padre por guardianes i tutores. Antes de cada encuen- 
tro oia misa de rodillas; i un encomendero de Chile escribía a 
otro su amigo en el Perú en carta que publica el biógrafo de 
aquel; (1) que nunca le vio sin que llevara en la mano su rosa« 
rio. No bebía vino i huia de las mujeres como del pecado, bien 
que entonces en Chile no habia ese jénero de tentaciones, en la 
que cayeron mas tarde tan apuestos gobernadores desde Alonso 
de Rivera al caballeresco Cano. Tenia, sin embargo, la figura i 
la edad de los paladines felices. cCra, dice un contemporáneo, 
(2) de buena estatura, blanco i las barbas le sallan negras, los 
ojos grandes, bien hablado i se preciaba de ello, honesto en su 
vivir.! I lo ultimo era tan cierto, que aunque trajo veinte mil 
pesos de sueldo, los renunció porque no habia de dónde pagar* 
selos i despidió todo el boato de mayordomos, maestre-salas i 
palafreneros que trajo consigo de la corte vice-real, quedándose 
solo con un escudero i un mozo de espuelas que se las calzara 
cuando hubiese menester. Bastábale a su virtud i a su entereza 
la ración de hambre que se pagaba en esos años a los goberna- 
dores de Chile, dos mil pesos, harto inferior salario al que 
tiene hoi un jefe de escuadrón (3). 

Habitó, como dejamos dicho, de continuo en Concepción don- 
de fabricó un palacio a manera de fortaleza (4) i en Santiago 
tuvo por lugar-teniente a un licenciado Santillana que no debió 
ser de la alegre familia de Le Sage, porque a un soldado lla- 
mado Ibarra a quien sorprendió escribiendo anónimos contra 
don Garcia lo mandó ahorcar sin otro trámite que el de la soga 
i el nudo, pues tal era la lei de imprenta que rejia en esos 
años. 

Amaba don Garcia mas a sus soldados i a sus frailes que a 
los prosaicos vecinos de las villas, i si es cierto que en Santiago 

(1) Suarez de Figaeroa, páj. 1S. 

(2) Góngora Marmolejo, páj. 91. 

(3) 'Tor este respecto (la suma pobreza del pais) despidió alabarderos i orla- 
dos, que, aunque tenia veinte mil pesos de salario, no los cobraba porque no 
habia tanto dinero en las cajas del rei de que se pudiese pagar." — Oóng^ra 
Marmolejo, páj. 90. 

(4) '*Habia mandado labrar utí palacio que en tiempo de necesidad podía 8er> 
Tir de fortaleza con un cuarto sobre el mar de mucha vista i recreación."— Aco- 
res de Figueroa^ páj. '75. 



— 85 — 

f aé bien quisto, como cuentan algunos, debióse sin duda a que 
es común achaque de los hombres i por consiguiente de los 
pueblos preferir aquellos que los gobiernan desde lejos, lo que 
por lo menos prueba que toda autoridad es de suyo poco ama- 
ble i que el mejor mandatario es aquel que meaos se conoce o 
que impera desde mayor distancia. Entre el licenciado Santilla- 
na i don Garcia, los pobladores de Santiago era seguro que pre- 
ferían al último. 

Por esto, cuando al fin de su gobierno vino a Santiago, que 
aun no conocía, le recibieron sus vecinos con inusitados aga- 
sajos i le ayudaron con buen ánimo a levantar, en el sitio de 
la parroquia, cuya iglesia solo sirvió veinte i seis aüos, la pri- 
mera catedral de piedra que tuvo Santiago. La capilla parro- 
quial que edificó Pedro de Valdivia hemos dicho ^uó de toscos 
adobes. 

Estando en estas prácticas devotas i oyendo talvez su diaria 
misa como Francisco de Villagra recibió una mafiana el man- 
cebo cierta nueva que contristó su alma i al parecer amilanó su 
espíritu esforzado. 

Por una de aquellas cosas del mundo, que Francisco de Aguirre 
habla recordado al de Villagra, cuando se encontraron cautivos 
por órdenes de don Garcia, el último de aquellos volvia ahora 
provisto por el rei gobernador de Chile. Anunciábanle pues a 
don Garcia que aquel como agraviado venia a despojarle. 

Aconteció para esto el caso singular que habiendo Villagra 
despachado desde Chile a España a aquel capitán Gaspar de 
Orense^ (el mismo que segnn dijimos trajera a Santiago la no- 
ticia de la muerte de Valdivia) para pedir mercedes, naufragó 
el buque en que navegaba a la vista de las costas de España, i 
entre ios fragmentos del naufrajio que la resaca echó a la playa 
de San Lucar encontráronse las peticiones que el viejo capitán 
dirijia con humildad i maña al soberano. Llevaron aquellas a 
un clérigo llamado Cisneros, hermano de la mujer de Villagra, 
i como siempre ha sido cosa de gran aprovechamiento el tener 
deudos tonsurados, i el influjo sacerdotal fué jeneralmete po- 
deroso en todas las cosas de gobierno, vínole la provisión real 
que le restituia su gobierno. 

Al saber tan estraordinario acaso, turbóse, pues, don Garcia 
ya desazonado con la pérdi.ia del padre; repartió su menaje, 
inclusa su vajilla, entre sus amigos i sus monjes, metióse en 
San Francisco, casi como un penitente, i en secreto fué a em- 
barcarse para Lima i para España en un barco que se hallaba 
surto en el • puerto de la Ligua» (Papudo). 

Pocos dias después se presentaba en los suburbios de Sanlia- 



— Si- 
go, i riñiendo por tierra desde Coquimbo, montado en un mar- 
cho negro de mediano porte, el nuevo gobernador propietario. 
Los vecinos le recibieron como a hombre que le temian i que 
al propio tiempo, por sus prodigalidades del tesoro ajer.o le te- 
nían añcion de camaradas. Formaron dos compañías, una de a 
pié, que por ser de honor mandó el licenciado Altamirano, co- 
lega del de las Peílas, i que tuvo después altas comisiones de 
gobierno, i otra de lanzas i a^^argas, i con esta escolta i mas de 
mil indios salieron los principales vecinos a su encuentro. Ha- 
biac aderezado por dentro la ciudad con lo mejor que tenían 
aquellos pobres ediles. fEn la calle principal, (cuenta uno que 
dice fué cierto iporque me hallé presente») por donde habla de 
entrar hicieron unas puertas grandes, a manera de puertas de 
ciudad, con un chapitel alto encima i en él puestas muchas Ogu- 
ras que lo adornaban; i la calle toldada de tapicería, con muchos 
arcos triunfales hasta la iglesia; por todos ellos muchas letras i 
epítetos que le levantaban en gran manera, dándole muchos 
nombres de honor» (1). 

El ayuntamiento quedóse a la parte de afuera de la puerta 
que |de estilo se mantenía cerrada i allí recibió su juramento 
al nuevo mandatario sobre unos evanjelios que se hallaban 
abiertos en una mesa cubierta con un lujoso tapiz de terciopelo 
carmesí, ccomo es costumbre en los príncipes» dice Maimole* 
jo (2). I luego los rejidores lleváronle a la iglesia bajo de palio, 

(1) GÓDgora Marmolejo páj. 93. — ^Viílagra traia esa mañana un rico traje á% 
terciopelo negro con franjas de oro "i guarnecido de martas", según aquel his- 
toriador, i tal era su hábito ordinario, porque siendo natural del reino de León 
debía pagar su tributo a la charrería que es peculiar de los habitantes de esa 
parte agpreste i pintoresca de España. El charro es en León lo que el manólo en 
Madrid, i el majo en Andalucía, el lacho en los campos de Chile i el nútico en 
Santiago. Villagra fué, pues, el primer charro^ o si es permitida la transposición, 
•I primer aiúiico de Santiago. De León nos ha venido también la moda de todo 
ete recargo de bordados, recortes i demás zarandajas usadas todavía en las pro* 
TÍncias, en sábanas, almohadas, etc. 

(2) N'o apuntan los primitivos historiadores la fórmula de este juramento en 
el caso de Yillag^, pero respecto de Bravo de Saravia, que entró en Santiago 
como gobernador siete años después (1668), Góngora Marmolejo consigna el si- 
guiente: 

**VS. jure poniendo la mano en estos evanjelios (teniendo el libro abierto) 
que guardará a esta ciudad todas las libertades, franquezas, exenciones que 
hasta aqui ha tenido i por los demás gobernadores antecesores de VS. le han 
ndo dadas i guardadas.*' 

Es digno de observarse por el respeto que aun aquellos rudos soldados, hijos 
empero, muchos de ellos, de los comuneros de Castilla, tenian por las fórmulas 
de la libertad, que mientras no se pronunciaba el juramento, las puertas figura, 
das de la ciudad permanecían cerradas, i se abrían de par en par solo deepaea que 



-^•87 — 

como se hace con los santos, mientras un alcalde seguia con- 
duciendo su macho negro por la brida, cosa que hoi se haría 
solo por los dioses. 

¡Veleidades de la humana grandeza! Dos años después el 
pobre Villagra hallábase sentado en una silla de baqueta en su 
casa de Concepción, hidrópicoj desesperado, moribundo, i lo 
que es peor, en manos de un curandero llamado el bachiller 
Bazan, quo se obstinó en curarle con infiltraciones de azogue 
en todo el cuerpo. Causáronle éstas una sed tan desmedida, que 
al beberse el agua de una ampolleta que contra el consejo del 
médico le dieran, espiró en el acto. Le enterraron en San Fran- 
cisco, santo de su devoción^ el 15 de julio *de 1563, dia de su 
muerte. 

Habia nacido Francisco de Villagra, tercer gobernador propte' 
tarto de Chile^ en Astorga en medio de las breñas del reino de 
León, que es fama imprime en sus naturales la jenial aspereza 
de sus sierras. Era su padre un comendador, pero siendo ile- 
jitimo, llevó solo, a estilo de Francisco Pi/.arro, el nombre ma- 
terno, i murió como Pedro de Valdivia, a los cincuenta i seis 
años. cEra, dice de él uno de sus camaradas (Marmolejo, pa- 
jina 118), de mediana estatura, el rostro redondo con mucba 
gravead i autoridad i las barbas entre rubias, el color del rostro 
sanguíneo, amigo de andar bien vestido, i comer i beber i ene- 
migo de pobres» . 

Fué en esto distinto del popular Valdivia i en todo inferior 
a este ilustre capitán. Era violento, pero como hombre de gue- 
rra pasó por el mas desgraciado de los conquistadores. A Val- 
divia^ ni los castellanos ni los indios le vencieron nunca, i en 
su primera derrota, que fué solo una celada, pereció como sol- 
dado. Villagra, al contrario, en todas partes fué deshecho i él 
enseñó a los indios a vencer. Desde los balcones cubiertos de 
macetas que rodean la encantadora cuanto hospitalaria mansión 
de Lota divisase casi a tiro de cañón la famosa cuesta de Mari- 
hueno, en que Villagra perdió sus baterías en la primera jor- 
nada, salvando la vida gracias solo al admirable «castaño,» cuya 
pintura con mano maestra trazó Ercilla, i a cuyo pié pereciera 
de una lanzada en la boca i con el caballo caido por el suelo en 
un segundo encuentro su propio hijo Pedro de Villagra, l^iza- 
rro adolescente. 

Tenian los gobernadores de Chile, como los príncipes, el dc- 



•1 gobernador habia prestado aqnel pleito homenaje. Solo se reeuerda de un 
eapitan jeneral, el terco Ibafiez, que se negara a prestar aquel juramento» lo 
que dio lugar a grayes escándalos, como en su lugar veremos. 



— 88 — 

recho de nombrarse sucesor^ i a ejemplo de aquellos, desigoa* 
ban por lo común a sus parientes. Por esto Vlllagra, que había 
perdido ya a su hijo, dejó nombrado a su primo Pedro de Villa- 
gra, que algunos confunden con aquel (1). 

Era don Pedro un soldado de fortuna, hijo de un escribano 
que tenia oficio en Colmenar de Arenas en el reino de Granada. 
Mozo vino al Peni con los Pizarros, casándose en el Cuzco con 
una señora de nota llamada doña Beatriz de Santillana. Allí le 
inquietó Valdivia i le trajo consigo como soldado de valor, i 
dióle mas tarde el titulo de su maestre-sala i un reparti- 
miento en Tirua de mas de veinte mil indios^ diceLovera. Era, 
según éste, cbien dispuesto, de buen rostro, cari aguileno, ale- 
gre de corazón, amigo de hablar, aficionado a mujeres,» tipo 
acabado del soldado i del conquistador, según se deja ver; i por 
lo tanto los suyos le adoraban. 

Arrastrado por éstos, vínose a invernar a Santiago con gran 
disgusto del vecindario, que aborrecía la soldadesca desenfre • 
nada de las ciudades de arriba, pues alborotaba el pueblo con sos 
escándalos i su ocio, al paso que sus exorbitancias i sus pagas 
sangraban sus pobres arcas. A ejemplo de su primo, el buen 
don Pedro tiró a la recojida los dineros del reí, i hubo soldado 
a quien cupo en el reparto hasta setecientos pesos, caudal de 
príncipe a la sazón entre los moradores de Santiago, que en con- 
secuencia no se escapa de ser llamada con este motivo la Capua 
del ejército por el severo i casi adusto Marmolejo. 

Los escesos de los tercios fronterizos traían tan disgustado al 
vecindario, que todos los ojos se volvían como a una esperanza 
hacia el noble i prudente Rodrigo de Quiroga, decano entonces 
de los conquistadores; i como por una rara ventura sucediese 
que por esa época vino al Perú un nuevo vireí natural de Ga- 
licia (don García de Castro), fué fácil a las descontentos ganar 
su voluntad en favor de Quiroga, que era gallego también. No 
68 difícil de concebir, desde que en España^ después de Dios, 
está el paisano. 

Para realizar sin alborotos aquel cambio, el virei alistó un 
ejército de doscientos soldados agaerrídoa, provisto de caño- 
nes i caballos; i a la cabeza de ellds desembarcó un día en el 
puerto de Valparaíso el jeneral don Miguel de Costilla, (que 
otros llaman de Castilla), i el mismo esforzado caballero, de 



(1) La familia de ViUagra fué en la conquista la que la de los Larrain, o de 
loa OchocierUoa, en la de la independencia. Hubo Francisco de Villagra i su 
hijo Pedro muerto en Marihueno. Gabriel de Yiüagra que fué un capitán di«- 
tinguido, era tío de don Franci«co, i por ülümo don Pedro, que era en primo. 



^ 89 — 

quien cuenta Garcilaso que habiendo venido con Almagro ai 
descubrimiento de Chile, le vio él mismo en el Cuzco, cuando 
niúo, con los dedos enjutos i sin uü aspor el rigor de las nieves. 

Costilla, haciendo alarle de prudencia i de imparcialidad» 
quedóse en Valparaíso con su jente; mas como el turbulento 
Villagra supiese que estaba caucándose en secreto con Rodrigo 
de Quiroga, sus soldados soplaron su ira, i fué-^e una mañana 
con treinta de ellos a prender al dltimo en su propia casa, si- 
tuada en un costado de la plaza. Quiroga, que era tan bra\o 
como medido, encerróse en ella para defenderse, i como no qui- 
siese salir a los requirimientos de su émulo, enfurecido éste, 
mandó traer dos barriles de pólvora para volar las puertas. 

Alguien, sin embargo, le disuadió del loco intento, i como 
Costilla viniese a acercándose a la ciudad con su tropa, todos 
los parciales de Quiroga salieron al campo a reunírsele, entran- 
do al siguiente dia con él en el pueblo, donde, • pasando la calle a 
manera de alarde, llevando delante cuatro piezas de bronce i 
mucha arcabucería, vinieron a parar a la plaza principal al 
romper el dia, con estandarte tendido, como si fuesen a entrar 
a alguna batalla» (1). 

Entre tanto, los parciales de Villagra se hablan reunido tu- 
multuariamente en el cabildo i sostenian allí el buen derecho 
de su jefe; porque decían que éste babia sido provisto por la 
Real Audiencia, que era superior autoridad a la del virei de 
Lima. «Mas como veian doscientos hombres,» dice otro de los 
capitanes que nos ha dejado memoria de esas turbulencias (2), 
cedieron luego por un voto i admitieron lab provisiones vice- 
reales que les presentaba Castilla en la punta de su espada, i en 
las que Quiíoga era nombrado gobernador interino por la terce- 
ra vez, pues ha de advertirse que cuando Hurtado de Mendoza 
se embarcó casi furtivamente en el Papudo, dejó a aquel con el 
mando superior. 

Escudado es añadir que Villagra fué, como su primo, como 
Aguirie i como babia ido el mismo Valdivia desde Atacama 
por órdenes de La Gasca^ bajo partida de rejistro a dar cuenta 

(1) Marifio de Lovera, páj. 296. 

(2) Góng^ora Mariuolejo, páj. 139. Eete escritor, tan rudo como sagaz, dice 
a este propósito que era el siétema de todos los gobernadores de Chile el pro> 
piciarse el cabildo, como que era el congreso encargado de revisar »U8 nombra- 
mientos i proclamarlos, práctica que no parece muí desacertada, desde que se 
ba perpetuado por mas de tres siglos... "Que era una cautela (dice Góngora 
de la participación del cabildo en las elecciones) que los que gobernaban a 
Chile en aquel tiempo (¡1 ahora!) tenian; pues como hacían las elecciones, pro- 
curaban granjearse a los del cabildo i tenelios propicios para caeos semejantes." 



— 90 — 

de sus hechos a la corte de Lima, porque esto que tasto nos 
adusta ahora de acucar ex-presidenles, fué tan usual en la co- 
lonia, que los que no pasaban por la residencia i sus resultas 
era únicamente porque les habían dado garrote o muerto a pu- 
Hadas de antemano como le aconteció a los dos Almagros i a dos 
de los Pizarros. 

Rodrigo de Quiroga, si bien era un pacífico vecino, amigo 
de la quietud, como soldado tenia pocos parecidos, i así, aun- 
que ya viejo, montó a caballo i fuese a medir su lanza con los 
iiidios. En esto estaba cuando la corte de España, que no deja- 
ba un solo error por cometer, envió para domar aquellos bár- 
baros una real audiencia ojmpuesta de dos togados que fueron 
a embrollar todo a Concepción donde formaron tribunal (1). 
I como si esto no bastase, vino para reemplazarles en agosto de 
1568 otro oidor que habia pasado toda su vida bajo los doseles 
de Ñapóles i Lima, i que a una salud infeliz i a un ánimo pusi- 
lánime anadia la carga agoviadora de setenta años (2). 

El gobierno de don Melchor Bravo de Saravia (3), cuarto 
gobernador en propiedad i presidente de la colonia, fué solo 
una serie de desastres militares en las fronteras, por lo cual la 
narración de aquel no cabe dentro de nuestra historia esencial- 
mente local; pero como las mas veces un retrato físico o moral 
basta para caracterizar una época, vamos a reproducir aquí el 
curiosísimo que de este gobernador nos ha dejado el agrio Mar- 
molejo, quién, como que le conoció de cerca, se propuso dibu- 
jarlo de cuerpo entero. «Era de mediana estatura, dice aquel 
soldado, angosto de sienes, los ojos pequeños i sumidos, la na- 



(1) Llamábanse uno de éstos don Juan de Torres 1 el otro tenia por nombro 
un retruécano. Eg<u Venegas. Como es sabido, esta audiencia solo duró na 
corto tiempo, porque ee notó que no habia hecho sino empeorar los negocios 
públicos del país i especialmente los de la guerra. 

(2) Bravo de Saravia fué el primer Presidente de Chile, porque como es sabi- 
do estos funcionarios tomaron ese titulo de la Real Audiencia que presidian. 
Antes se llamaban Adelantados o simplemente OobemadoreSf disting^iéndoae 
marcadamente los propietarias^ esto es, los que eran provistos por el rei, de los 
interinos que eran nombrados por testamento, por el cabildo, por las Reales 
Audiencias de Santiago o Lima i por último por el virci. El titulo de Adelan- 
tado solo lo hemos encontrado en los nombramientos de Almagro, Valdivia i 
Jerónimo de Alderete, que no llegó a recibirse del mando. 

(3) Bravo de Saravia era natural de la villa de Soria en Aragón i alli existe 
todavía su casa solariega, cuyo vinculo o mayorazgo disfrutan todavía sus des- 
cendientes en Chile, pues es sabido que él fué el fundador del marquesado de 
la Pica que heredó su hijo Ramiviañez Bravo de Saravia. 

Don Melchor gobernó 1 años desde el 16 de agosto de 1568 basta el 20 de 
enero de 1676. 



— íl — 

rir gruesa i roma, el rostro caído sobre la boca, sumido de pe- 
chos, jibosouü poco i mal proporcionado, porque era mas largo 
de la cintura arriba qi^ de allí abajo; pulido i aseado en su 
vestir, amigo de andar limpio i que su casa lo estuviese; dis- 
creto i de buen entendimiento; aunque )a mucha edad que te- 
i.ia no le daba lugar a aprovecharse del; cudicioso en graq 
manera i ^migade rescebir todo lo que le daban. 

•I era tanta su codicia, proseguía (páj. 211), que mandaba a 
su mayordomo metiese delante del cuantos cubiletes de vino ca- 
bian en una botija, teniendo cuenta cuanto se gastaba cada dia a 
su mesa, en la cual solo él bevia vino, aunque valia barato^ para 
saber cuantos dias le habiade durar; i porque vido un diaunas 
gallinas que comian un poco de trigo que estaba al sol enju- 
gándose para llevarlo a el molino, i era el trigo suyo las mandó 
matar; i como después supiese del mayordomo que eran suyas, 
habiéndolas repartido a algunos enfermos, lo trató mal de pa • 
labra. Decian ansimismo que no veia i para el efecto traia un 
antojo colgado del pescuezo, que cuando quéria ver alguna 
cosa se lo ponia en los ojos^ diciendo que de aquella manera 
vía, i era cierto que sin antojo veia todo lo que un hombre de 
buena vista podia ver cuando quería, que una sala todo el lar- 
go della via un paje meterse a la faltriquera de las calzas una 
pierna de capón, lo cual yo vi i me halle presentet (1^. 

Como sus antecesores, Bravo de Saravia habia fijado de pre- 
ferencia el asiento de su gobierno en la ciudad de Concepción, 
que oscurecía ya en mucho a su rival del Mapocho, (2) porque 
ademas de ser plaza de guerra i puerto de comercio, los goberna- 
dores la preferían de tal suerte que en la primera no tenían 



(1) Es preciso coofesar que éste no es un retrato trazado por mano amiga, i 
así era la yerdad, porque el mismo autor nos descubre con ruda franqueza de 
soldado que le quería mal porque siendo TÍejo i eetando pobre le negó el em- 
pleo de defensor de naturales o protector de indios que tenia 600 pesos de renta 
por preferir a un mercader rico, llamado Francisco Lugo, de quien era amigo, 
postergando asi a un benemérito cooquistador. 

Por esto parécenoa justo copiar aquí otra miniatura de aquel personaje que 
encontramos en otro autor contemporáneo: "Era don Melchor, dice, el capitán 
Marino (páj. 334) menudo de cuerpo, mui sano de complexión, mui templado en 
el comer, mui recto en las cosas de su oficio, al dicho de todos, mui celoso en 
el servicio de Su Majestad i amante de su real hacienda.*' 

(2) A tal grado era esto, que Bravo de Saravia llegó a solicitar que de hecho 
quedare la capital instalada en Concepción. '*A los oficiales propietarios (deela 
al rei en carta datada en Concepción el 8 de mayo de 1569) me parece rendan 
en esta ciudad, que es la nías rica del Rey no, a viendo paz donde está la Au* 
^encia**. (Gay.— Documento* voL 2.% páj. 99.) 



— 93 — 

casa donde alojarse sino de prestado i en verdad no la tuvieron 
hasta mas de un siglo adelante (1). 

Fué por esto en todo iusigniflcanle^ara nuestro propósito el 
período de mando de aquel gobernador, que duró siete afios. 

Vejetaba, a la verdad, tristemente la colonia bajo su débil i 
encojida mano, sufriendo con los reveses de las armas i con las 
tiranias de las levas i requisiciones de víveres iporratas, cuan* 
do llegó una noticia que colmó todos los ánimos de gozo. 

El rei habia nombrado gobernador propietario al patriarca del 
pueblo, al esclarecido Quiroga. Llegida i publicada esta nueva, 
dice alguien que a la sazón residía en la propia capital, fué tanto 
el contento que en la ciudad de Santiago se recibió, que anda- 
ban los hombres tan regocijados i alegres, que parecía total- 
mente tecev su remedio delante. Era de ver el repique de cam- 
panas, mucha jente de a caballo por las calles, damas en las 
ventanas, que las hai mui hermosas en el reino de Chile; inñ- 
nitas luminarias que parecía cosa del cielos (2). 

Tocamos, pues, a un período verdaderamente interesante d^ 
la historia de nuestra metrópoli, porque si Valdivia fué el que 
echó en la vega del Mapocho las piedras i la sangre que le sir- 
vieron de cimiento, Rodrigo de Quiroga debe ser considerado 
como su verdadero fundador civil. 



- (1) En efecto, habiendo Tendido sas casas Pedro de Valdivia, tegnn en otro 
lugar dijimof, los gobernadores cuando venían a Santiago se hospedaban en la 
residencia de algún vecino pudiente i amigo. Francisco de Villagra residió por 
esto en casa de Juan Dávalos Jufré, i cuando llegó Saravia, el último puso a tn 
dispos cion i a la de su familia todos los aposento» aUos de su casa situada en la 
plaza i que por lo tanto parecía ser espaciosa i de dos pisos. Esto último tenia 
lugar como hemos dicho en 1668. 
(2) Góngora Marmolejo, páj. 209. 



CAPITULO IX. 



Santiago «n el ilglo XVL 



Carácter benéfico del gobierno de Qulroga. — Sa notable influencia en el cabildo 
desde la fandaclon de Santiago. — Error de Guy sobre el valor histórico de 
loa archlTOB monicipalea en Chile. — Deacábrense ricas 'oiinas de oro en 
Choapa i Villarríca. — Establécese la primera carnicería pdblica en Santia- 
go. — Comienza a esportarse el trigo en pequeñas cantidades. — Valor de las 
chácaras i de loa solares en Santiago. — Manera como se confirió la v^n- 
dad, — Armas de Santiago. — Precio de los materiales de construcción. — 
Primera casa de portales en la plaza. — Empedrados, tajamares 1 proyecto 
de traer ala ciudad el agua de Ramón. — Plazas públicas. — La primera bo« 
tíea. — £1 hospital i loe primeros médicos. — Su singular honorario. — £1 
cabildo examina li^ primera matrona. — Los primeros hogares. --Remesaj 
de damas en busca de maridos. — La viuda de Valdivia. — Doña Esperanza 
de Baeda.-*E1 primer crimen social.— El primer sospechoso de herejía.-» 
Terremoto de 15*75. -—Fiestas de los pobladores.— Toros. — Alejamiento 
sistemático del pueblo en los pasaÜMnpos de los colonos. — Muere Rodrigo 
de Quiroga. — Sa elojia 



Cuando el buen Rodrigo de Quiroga tomó de firme las rien- 
das de la colonia, que tantas veces habla rejido sin ambición i 
con yirtud probada, contaba ya Santiago treinta i cinco años 
de existencia; i como quiso concederle Dios larga existencia, 
pues vivió hasta los ochenta, puede decirse que la infancia de 
nuestro pueblo se meció en sus brazos, i que de sus nobles 
dias consagróle la mitad cumplida. Habia nacido en 1500 en 
Súber, pueblo de Galicia, i feneció en Santiago en 1580, larga 
cuenta de vida para un conquistador castellano; pues fué él uno 
de aquellos compañeros de Pizarro entre quienes, dicen los his- 
toriadores, solo el llamado Mansio Serra, que fué fel que jugó 
el sol macizo del templo del Cuzco en un tiro de dados, murió 
en 8u cama como cristiano. 

La influencia personal de Rodrigo de Quiroga en los destinos i 



— Si- 
en el gobierno económico de la colonia se hace evidente desde los 
primeros dias de su fundación, ya como vecino industrioso, ya 
como uno de ios mas laboriosos miembros del cabildo. Muchas 
de las medidas que dejamos recordadas en pajinas anteriores 
pertenecían a su iniciativa i mas comunmente a su desintere- 
sada ejecución, según se deja ver en los libros antiguos de aque- 
lla corporación. 

Pero cuando la estampa de su espíritu se hace mas visible, 
es desde el momento en que, llamado a suceder a Valdivia, 
(enero de 1554, época en que llegamos en el capítulo IV, mar- 
cando los progresos materiales de antiago);x pudo adueñarse 
como jefe del ánimo 1 de la adhesión de sus co-vecinos. 

Fué esto a tal punto que, acostumbrado el ayuntamiento a 
reunirse solo una vez por mes (i por tiempos tan de tarde en 
tarde, que pasaron años completos sin que se celebrase un solo 
acuerdo) don Rodrigo consiguió convocarlos cada semana i aun 
con mas frecuencia en ciertos casos (1). 

Bien que es deber de imparcialidad hacer presente que en 

(1) EzAminando las actas del cabildo de Santiago durante los doce afios del 
gobierno de Valdivia (1641>1663), resalta que en ese largo trascurso se reunió 
lolo ciento cinauenta i siete veces en esta forma: trem sesiones en 1541; una en 
cada uno de los años de 1642, 43 i 44; seis en 1645; una en 1546; ocho en 1547; 
ditx en 1548; veinte i tres eu 1549; diez i nueve en 1550; diez i seis en 1551, veinte 
i tres en 1552 i treinta i siete en 1553; total ciento cincuenta i siete sesiones en 
doce afios. 

Ahora bien, en el afio que entró a gobernar Quíroga, el cabildo celebró sesen- 
ta i cinco sesiones, o casi la mitad de las que habiau tenido lugar en todo el 
periodo anterior. 

No ofrece, sin embargo, el estudio prolijo do los libros del ayuntamiento el in- 
terés histórico que por algunos se les ha atribuido. Para que la acción de los 
cabildos coloniales hubiese sido fecunda se habría necesitado rentas i libertad, 
cosas ambas de que carecían en lo abábluto. Por esto casi la totalidad de sua 
acuerdos se reduelan a medidas insignificantes de mera política local i mas co- 
munmente al rejistro de sus libros de títulos, de empleos, propiedades i profe- 
siones, concesiones de sitios a los vecinos i otros insignificantes procedimientos 
de réjimen interíor. 

Cuando la influencia del cabildo viene a hacerse sentir de una manera pode- 
rosa en nuestra localidad es desde la independencia acá, en que alcanzó uno de 
tus elementos mas indi:fipensable«: la libertad, i especialmente de treinta, años a 
esta parte, en que comenzó a disponer del que todavía era mas esencial — las 
rentas. Por esto padece en nuestro concepto un profundo error el sefior Gay 
cuando dice en su historia (t 3.^ páj. B32) estas palabras: "Estamos peD<uadIdos 
de que la mejor historia de Chile s-rii una recopilación bien redactada de sus 
cabildos i espetíalmeute del de bu capital." Tan evidente nos parece nuestro 
juicio en esta parle, que mucho mayor cantidad de materia de estudio aprove- 
chable para este libro hemos encontrado en el archivo del ministerio del 
interior^ donde existen diseminados algunos fragmentos de los papeles de la an- 



— 96 — 

eslejénero inusitado de actividad entraba por mucho como 
móvil secreto i principal, el mismo que hoi parece presidir to- 
davia soberano en casi todos los actos de nuestras asambleas 
deliberantes— la política. Por manera que lo que mas pudo en 
el cabildo de Santiago en el siglo XVI fué la discordia de los 
caudillos de que sus miembi*os eran parciales, observación fácil 
de verificar hoi dia, i que está probando que el corazón hu- 
mano es a prueba de siglos i mas inmutable en su eterna esen- 
cia que las rocas i los continentes. 

Junto con la aparición ostensible de Rodrigo de Quiroga 
en la escena pública^ alcanzó también Santiago un beneficio 
que hasta entonces le había negado el destino, siendo esto la 
causa eficiente de su atraso. Por el aüo de 1557, poco antes de 
la venida a Chile de don (jarcia Hurtado de Mendoza, se descu- 
brieron al norte de la provincia de Santiago, i en los términos 
de su jurisdicción, las ponderadas minas de oro de Choapa, que 
son todavía, aunque disminuidas, el sustento principal de 
aquel distrito, i las no menos opulentas de Villarrica, que pro- 
dujeron el oro mas puro del nuevo mundo, celebrado en Euro- 
pa misma con el nombre de oro de Valdivia, por el del puerto 
de su esportacion. £1 famoso mineral de Ponzuelos, sobre el 
que corren hasta hoi tantas fábulas^ i a cuyos veneros debió 
su engrandecimiento la ciudad de Osorno, fundada por Hur- 
tado, no tardó tampoco mucho en hacerse conocer (1). Hacia 

tigna capiUnia jeneral, que en el archivo del cabildo conservado integro desde 
BU fundación. 

Debemos también recordar en esta parte que nuestras citas de los acuerdos 
de esa corporación a que nos referiremos en adelante corresponden a sus* libros 
oríjinales, pues las actas publicadas solo llegan hasta 155*7. 

(1) Las venas auríferas de Choapa i Villarrica se descubrieron al parecer 
coetáneamente por los años de 1561, pues Góngora Marmolejo que escribia en 
1575, decia que en catorce afios se habia sacado de ambas localidades ''grandí> 
simo número de pesos de oro.'* Según el licenciado Juan de Herrera, que tuvo 
injerencia notable en los negocios públicos de Chile, se habian pagado al rei en 
los cuarenta afios corridos d^sde 1541 a 1581 solo 80 mil pesos por derecho de 
quifUot, es decir, la quinta parte que debía a la corona la producción del oro, 
A virtud de una lei vijente en Castilla i en las Américas. I de aquella suma 60 
mil pesos habia llevado Jerónimo de Alderete a España i los otros 20 mil el 
mismo Herrera a Lima. Pero nadie dejará de comprender que los quintos se 
pagaban a la corona lo mismo que se pagaban después los diezmos a la iglesia 1 
que tampoco los oficiales reales ^instituidos para aquel objeto) podian responder 
de desfalcos i voluntariedades de los Adelantados; de lo que hemos visto varios 
casos durante el gobierno de Valdivia i de los dos Yillagra. 

Kespecto de la calidad comerruable del oro de Chile, el jesuíta Ovalle refiere 
que él llevó a España eu 1G4Ó algunas pepas en bruto del producido ea Yi- 
Uarríea i alcanzó en todos los ensayes noa lei de 23 quilates 



• — 96 — 

el afto de 1561, un vecino de Santiago llamado Francisco Mo- 
reno, natural de Sevilla, encontró en un cerro llamado Lamillo, 
no lejos de la ciudad (pero cuya localizacion no nos es posi- 
ble fijar con exactitud), una mina de oro tan copiosa que, 
según el capitán Marino de Lovera (páj. 180), produj») en solo 
una faena de diez i seis meses no menos de medio millón de 
pesos. 

Con estos inesperados elementos de riqueza, la colonia del Ma- 
pocho, que habia arrostrado durante los primeros veinte i cinco 
aíK)s de su menor edad una existencia tan trabajosa, sembrando 
dentro de sus propios cortijos lo que necesitaba cada poblador 
para su diario sustento, comenzó a tomar vuelo de una manera 
rápida en todos los demás ramos de producción a que se pres- 
taba la jenerosidad privilejiada de su suelo i de su clima. 

El ganado mayor se habia propagado de una manera tan 
prodijiosa, que un historiador habla de una arria de dos mil 
vacas que llevaba en 1558, esto es, diez i ocho años después de 
la fundación de Santiago, por la quebrada de Quiapo, uno de 
los lugar- tenientes de Hurtado de Mendoza, el jeneral don Mi- 
guel de Velasco, que en esa coyuntura fué atacado por los arau 
canos, codiciosos de tan pingüe botin (1). Diez años mas tarde 
poníase por cuenta del propio ayuntamiento, según ya dijimos^ 
una «estancia de vacast en los terrenos llamados de Puda- 
huel (2). 

Por esta misma época se habia conseguido también regulari- 
zar el espendio de la carne en la ciudad, que antes se hacia de 
una manera incierta en los triangues semanales. Desde 1566 co- 
menzó a venderse en un puesto fijo. Fué el primero de esa lar- 
ga i robusta familia de abasteros, que con el tiempo ha venido 
a formar una ciudad propia i peculiar en el barrio llamado del 
Cuadro, un individuo llamado Francisco Morales, i su compro- 
miso con el cabildo tuvo tal singularidad, que por sí solo reve- 
la la infinita miseria de nuestros ya remotos mayores. Morales 
se obligaba, en efecto, a matar por lo menos dos veces a la se- 
mana (miércoles i sábado), peio su pacto era forzoso solo por 
un año, i de éste se reservaba un mes libre en que era dueño 
de dar o no de comer al vecindario, i ademas estipuló con el 
ayuntamiento que seria facultativo en él el dar a los parroquia- 
nos carne de cordero cuando le pidiesen de vaca i vice-versa (3). 

(1) Marino de Lovera, páj. 222.— Parécenos, sla embargo, que en esto hai 
una desmedida exajeracion, pues tememos mucho que los cronistas de la con- 
quista contasen las vacas con la misma aritmética con que contaban los indioa. 

(S) Acuerdo de 30 de abrU de 1568. 

(8) Acuerdo de 24 de diciembre de 1566. 



— 97 — 

I de aquí vendría sin duda lo mal enseñados i lo despóticos que 
han sido los miembros de este respetable gremio hasta la hora 
que corre. 

Comenzóse también a producir en no mediocre proporción el 
trigo i otros cereales. Ya desde enero de 1556 este cereal se vendía 
por tarifa a dos pesos la fanega i la cebada a un peso i medio (I). 
Cuando el doctor Bravo de Saravia regresaba a Lima en 1575, 
había elejído para su trasporte un buque que se hallaba ancla- 
do en la boca del Maule» cargado con cuatrocientas fanegas de 
trigo que se esportaban para Lima i que desgraciadamente se 
malograron por haber naufragado el barco en su propio fon- 
deadero. Por este dato se ve cuan antiguo es este cdestino ma- 
niñesto,» que ha hecho de Chile un país esencialmente espor- 
tador i náufrago, cosas que hoi suelen tomarse con tanta 
novedad cuando suceden. 

Como era de esperarse, las chácaras mismas de los suburbios, 
que antes se regalaba un conquistador a otro como una nari- 
gada de rapé, comenzaron a tomar un valor comerciable, i otro 
tanto vino a suceder con los sitios de la ciudad que al princi- 
pio^ por no levantar un tapial a su frente, dejaban sus dueños 
desamparados. En los libros de cabildo de 1556 encontramos 
un asiento por el cual el 14 de diciembre de ese año el rejidor 
Francisco Miñez vendió a la corporación una chácara de su 
propiedad, sita en la Cañada, por la suma de cien pesos, i hai 
otro de igual jénero del 30 de abril de 1568, según el cual el 
escribano del cabildo recibía de éste en pago de sueldos atra- 
sados, que importaban 840 pesos, una cuadra de Santa ¿ucta, 
dice el libro, en lo que parece dar a entender que se trataba 
de una de las manzanas vecinas a este collado (2). 

j 

(1) Arancel de 18 de enero de 1666. 

(2) Durante todo el siglo XVf, eato es, hasta 1600, o al menos mui eercA d« 
€8ta fecha se concedían gratis los sitios de la capital, sin mas condición que 1* 
de que el solicitante se hiciese vecino i que lo cercase dentro de cierto tiempa 

La concesión del derecho de vecindario conferia ciertas cargas 1 derechoi^ 
por lo cual se daba un titulo i se dejaba transcripción en los libros del ayunta- 
miento. Estos procedimientos eran mui numerosos en los primeros afioa de la 
existencia de Saotlago i ocupan casi la totalidad de los libros capitulares, pues 
éstos constituían como una especie de rejistro público de los títulos dt pro- 
piedad. 

£1 trámite para otorgar la vecindad era con todo mui sencillo. Se presentaba 
el solicitante verbalmente, por escrito o de palabra manifestando que se propo- 
nía residir perpetuamente en la ciudad, en tal industria o profesión, qud era 
easado o se proponía serlo, etc., etc., comprobado lo cual se mandaba estender 
la concesión, que por lo común contenia éstas o semejantes palabras: '*I como 
es mui provechoso en la república (dice \m título de vecindad de 15 de junio de 

HlfT. OBÍT. 7 



— 98 — 

Al propio tiempo que los intereses jenerales de la colonia 
tomaban un desarrollo tan rápido como era posible, atendida la 
sangre que corria en las dos razas matrices de su población^ 
la planta misma de la ciudad adquiría bajo la vijilancia del ca- 
bildo una regularidad bienhechora que aumentaba la ameni- 
dad de su incomparable clima i el cúmulo de ventajas naturales 
que, en el concepto de todos los viajeros serios i de los jeógra- 
fos entendidos, la constituyen en una de las ciudades mas her- 
mosas del universo, considerada en su conjunto, su valle, su 
cielo, su rio, sus verjeles, sus montañas, sus brisas, i, sobre 
todo esto, sus hijas. 

Ya desde 1554 Santiago tenia el pomposo título de ciudad, 
otorgado nada menos que por el emperador Carlos V, que la 
había declarado mui noble i mui leal en un pedazo de pergamino, 
que con unas armas de mal gusto i peor inventiva nos envió 
desde Yalladolid con el Adelantado Alderete (1). 

1668 que tenemos a la vista) el dicho individao i vive virtttogamenie (f ) i es 
mni necesario en ella: por tanto le admitían e admitieron e hablan i habrán por 
.yecino de esta ciadad de Santiago, i como a tal mandaban i mandaron que 
agora i de aqui adelante sea i le hayan todos por vecino de esta ciadad, i como 
a tal le sean guardadas las preminencias, faems i libertades qae se deben guar- 
dar a los vecinos de esta ciadad e ansy lo proveyeron.** 

Se ve, pues, que la palabra vecino no tenia eomo ahora solo un titnlo de cor- 
tesía social que ne impone otra obligación que la mui liviana de una vidta de 
barrio, sino que constituía una posición municipal i política determinada. £1 
vecino era por consiguiente elejible i elector, pagaba contribución, tenia dere 
cho a ciertas exenciones, etc., era, en fin, ciudadano activo en la comunidad. 
Kada de esto corre9pondia al forcutero, o al vecino de otra cirulad, i especial- 
mente de las de arriba, i de aquí ese provincialismo tan hondo i tan radicado 
que ha existido en todos nuestros pueblos i que aun se ha traducido en actos de 
hostilidad abierta, no diré entre una proTincia i otra, pues esto ha sido frecuen- 
te, sino entre dos poblaciones vecinas, como San Felipe i los Andes, i aun de 
un barrio a otro barrio como sucedió hasta hace poco entre Santiago i la 
Chimb€U 

£n cuanto a los títnlos i constitución, la propiedad de los solares en los tiem- 
pos en que éstos se daban de regalo, i que por lo que se ve hoi dia fueron dias 
de verdadera promisión, hé aquí una muestra que copiamos al acaso de los 
libros de cabildo: 

"En este dia el dicho (7 de abril de 1853) Pedro Hernández Perin por una 
petición pidió en el cabildo un solar en esta ciudad, cual él señalare. Los seño- 
res del cabildo mandaron que el señor Pedro Gómez, Alcalde i Juan Gome^ 
Bejidor, vean el solar que pide Pedro Hernández i se le señalen i amojonen para 
que sea suyo propio, el cual cerque dentro de ocho meses después que se le se- 
fialare, i no lo cercando quede vaco este solar.*' 

(1) Tenemos en nuestro poder un calco que hicimos en la Biblioteca Real 
de Madrid (en 1860) de las armas de Santiago, que se ven grabadas en la mag- 
nífica colección titulada Teatro eclesiástico del Perú, por el cronista real Jil 
González Dávila, en que se hallan también las de las demás ciudades de Amé- 



— 99 — 

Por su parte el ayuntamiento, en una esfera mas modesta i 
eficaz, dictaba de tiempo en tiempo medidas que contribuían 
al adelanto material de la población, después de todo lo que 
habla estatuido la oidenanza de Valiadolid de 1554 i las diver- 
sas providencias del gobierno de Valdivia que dejamos en otra 
parte consignadas. 

Desde 1557 (acuerdo del 29 de enero) se habia impuesto a los 
materiales de construcción un precio de reglamento, i es cu- 
rioso observar que el de la teja fuese mas o menos el mismo 
que hoi conserva, esto es, veinte pesos el millar. 

Mas adatante observamos (octubre 29 de 1577) que se manda 
por pregones cercar todos los solares que no tuviesen tapias, en 
el término de treinta dias, so pena de darlos por vacos, i al 
mismo tiempo (febrero 15 de 1577) se concede permiso a un 
vecino llamado don Pedro Alderete para que edifique en la 
plaza una casa con portales, destinados al uso del público, que 

rica. £1 eecado de la Imperial es mucho mas elegante qae el nuestro, que solo 
tiene un león pesado en el centro i una coronación o chapitel sin significación 
alguna, mientras que en aquel se ostentan las águilas imperiales de dos cabezas 
i algunos emblemas militares bastante bien distribuidos. 

De buena gana habriamos reproducido en este libro uno 1 otro emblema, si 
tUTiéramos la idea de que en nuestro pais existiesen veinte personas capaces de 
apreciar ese jénero de estudios en lo que realmente significa para el arte i para 
la historia. Pero nuestra convicción es demasiado triste a ese respecto; i a la 
Tardad que a veces nos admiramos de cómo estamos imponiéndonos la fatiga 
de escribir este libro que tal vez nadie leerá sino para indagar sus lunares, que 
no serán pocos. Nuestra única disculpa es esclamar con el poeta: 

But why then publisli? There are no rewards 
Of fame or profit when the world grows weary 
Y ask in turn-why do you play at cands? 
Why drink? why read 

Ko siendo, pues, posible reproducir las armas imperiales de Santiago, eopia- 
mos su descripción de los libros del cabildo, así como la fecha en que fué prd- 
alamado patrón de la ciudad el apóstol de las batallas: 

"En este dia 22 de junio de 1556, dice el acta respectiva, se presentó en este 
cabildo el prívilejio de las armas que Su Majestad hizo merced a esta ciudad de 
Santiago del Nuevo Estremo, que son un escudo con un campo de plata i en él 
pintado un león de su mismo color con una espada desembainada en la mano i 
ocho veneras del señor Santiago en la borda a la redonda. I al principio del 
privilejio está pintado el señor Santiago i arriba de todo el prívilejio las armas 
reales de su majestad. También se presentó en este cabildo el real título que su 
majestad le da a esta ciudad para que se intitulo i llame ciudad. I en fin otra 
real provisión para que se intitule noble i leal ciudad. I asi todo visto se juntó 
i mandó archivar.'* Nombróse al sagrado apóstol Santiago patrón de la ciudad 
i se mandó que su víspera i dia se paseara el real estandarte (que también vino 
de España) con solemnidad, i se dio principio a ella el año de 1556 siendo el 
primer alférez real Juan Jufré." 



— 100 — 

midiesen doce varas de claro, es decir, el ancho de nuestras 
actaales calles, lo que en realidad seria un admirable progreso, 
hoi mismo que nuestros alarifes andan añadiendo por pulgadas 
la capacidad de nuestras estrechas veredas. 

La severidad del director de obras públicas en aquellos años 
habia llegado a tal punto que, habiendo una señora casada con 
un tal Francisco Llaues tenido la fantasia de edificar su casa en 
el espacio que hoi ocupa la vereda setentrional de la Alameda, 
al desembocar en ella la calle del Estado, obstruyendo así la 
linea recta de la via en dos direcciones, el cabildo mandó echar 
abajo el edificio el 15 de junio de 1573, sin necesidad de que 
hubiesen discursos jigantescos sobre los peligros de la espro- 
piacion pública ni por la responsabilidad civil. 

De esta suerte, i aunque despoblado, se cuidaba mas del 
porvenir en esos tiempos de atraso que lo que se deja ver 
en este siglo de las luces, en que continuamente se ve vender 
para edificar localidades que los pulmones del vecindario están 
pidiendo a gritos para solazarse. 

Cosas estradas i dignas de un especial estudio! 

En 1574 los ediles de Santiago le hablan asignado cuatro 
plazas públicas, cuando la ciudad toda era una área vacia. I 
hoi que las jen tes comienzan a aglomerar sus viviendas, las 
unas sobre las otras, se les niega espacio, es decir, aire i luz, 
que es la satud, que es la vida (1). 

£1 empedrado de las calles, que solo vino a realizarse de una 
manera considerable a fines del pasado siglo, i por un sistema 
que se aproxima a lo racional, a fines del que va corriendo, 
ocupó también el pensamiento del cabildo, en el gobierno de 
Rodrigo deQuiroga, a que se refiere la mayor parte de estas 

(1) Segan un asiento de los libros capitulares de 5 de noviembre de 1574, se 
eolije que a la sazón existían cuatro plazas públicas en Santiago. Era la prime- 
ra la que hemos llamado plaza de armas, i que allí se designa como la que sir- 
yió para cortar los adobes de la parroquia. La segunda estaba situada en el 
mismo sitio que ayer solo fué vendido (Cancha de gallos) (1) i comprendía una 
buena parte de la manzana situada entre la calle del Mosquete i la de Tres Mon- 
tes, pues se jugaban en ella cañas i se hadan paradas i otros ejercicios militares. 
Habia otra plaza mas pequeña que se llamaba de Sania Líicia, cuya localiza- 
clon no aparece clara, pues solo dicen los libros de cabildo que "está junto a 
las heredades de Andrés H'^mandez." La cuarta era otra plaza o espacio de 
consideración llamada plazoleta de Juan Godinez "situada entre el solar de] 
canónigo Alonso Pérez i el de Juan Lepe." 

(1) Es un ootnpensatiTO do este incalificable absurdo el que el comprad<nr haya sido don 
Enrique Melggs por la suma de 18,850 pesos. )— Sí no tenemiis pues una plaxs mas, teadrsmos 
de sagaro algo que nos Indemnice de su privación, 1 sobre todo que liberte a Santiago del 
padrón de Inikmia que representaba ese ediflcio, destinado a un pasatiempo tan b&rbaro ooao 
repugnante. 



— 101 — 

mejoras. Por un acuerdo de 27 de mayo de 1578 se comisiona, 
en efecto, al alcaide Alonso dp. Córdova i al rejidor Alvaro de los 
Ríos para que manden empedrar ciertas calles prÍDCÍ pales, i en 
el mismo dia surje el primer proyecto de los tajamares, dando 
comisión al correjidor Juan de Cuevas i al capitán Marcos Veas 
para que emprendan las obras que las lluvias liacian necesarias 
en el rio, a ña de protejer la ciudad, autorizándolos para im<^ 
poner contribuciones, o derramasy como se llamaban entonces, 
con harto disgusto i horror de los vecinos de Santiago (cosa en lo 
que no ha habido la mas mínima innovación), todo desmbolso 
hecho en el pro comunal. 

Pero lo que fué mas digno de notarse es que la idea de traer 
el agua de Ramón a la ciudad babia sido anterior aun al aüo 
que acabamos de apuntar, pues con fecha de 15 de febrero de 
1577, el ayuntamiento habia pedi lo propuestas para la cons- 
trucción de una acequia de una vara de ancho i media de pro- 
fundidad, que debia conducir el agua del mananti&l de Tóbala- 
ba (pues aun Garcia Ramón no habia dado su nombre a aquella 
vertiente) hasta la fuente de la plaza, por la gran necesidad de 
agua clara que tiene la ciudad, dice el acuerdo citado (1). Para 
que ese pensamiento llegase a ser un hecho permanente, ha 
sido preciso que trascurriesen doscientos ochenta i ocho aúos! 

La salubridad pública no habia nunca sido desatendida; ver- 
dad era que los recursos que había para ^conservarla eran 
únicamente los admirables de la naturaleza. Diez i seis aúos 
después de fundado Santiago habia ya una botica rejentada por 
un farmacéutico llamado don Francisco Bilbao; pero puso tales 
precios a sus drogas, que el vecindario se presentó al cabildo 
denunciando el fraude i en consecuencia se mandó abrir infor- 
mación para que el desafuero tuviese su remedio. 

Dijimos en otra parte que Pedro de Valdivia habia fundado 
un hospital, que después de su fallecimiento quedó bajo la viji- 
lancia del cabildo hasta por mas de medio siglo. Fué su piimer 
médico, con titulo de tal, un Alonso de ViUa^liego, que si su 
voluntad para curar era como su ciencia, habría sido en todo 
digno de su emblemático apellido. Habíalo nombrado el cabildo 
el 30 de julio de 1566, pero encontramos que un mes después 
(agosto 30) la señala como reemplazante a don Alonso del Cas- 
tillo, a quien acabamos de nombrar con motivo del proyecto 
secular del agua potable. El trato ajustado por el doctor es digno 
de curiosidad para el público, para el protomedicato i en espe- 

(l) La acequia debía llagar hasta la casa de Alonso Castillo qaé era a sazón 
el médico de la ciudad i taWez por bu eonaejo quería emprendersa la obra. 



~ 102 — 

cial para los enfermos. Era su priucipal obligación asistir por 
lo menos dos veces al dia al hospital i cuantas ocasiones fueren 
necesaria?, sin esceptuar las noches, imponiéndose por cada in- 
asistencia una multa de dos pesos de oro, es decir, que entonces 
los médicos pagaban cuando no iban, la misma suma que bol se 
les paga cuando van, lo que no puede negarse es de estricta justi- 
cia retributiva. Pero lo que no lo parecia ciertamente, era que el 
salario pactado, que ascendía solo a doscientos treinia pesos al 
aüio, se le pagase en víveres de los que se contribuía para el 
sustento de la casa; de modo que mientras al médico se le pa- 
gaba con choclos i zapallos, él exbibia sus multas en tejos do 
oro (1). Tal era entonces el grado de importancia que tuvo la 
medicina i sus profesoresl Después diremos cuánto tiempo du- 
raron estos absurdos i quién vino a ponerles fin 

Verdad es también, i esto se nos olvidaba decir, que Alonso 
del Castillo era un digno émulo de aquel bachiller Bazan que en 
1563 curó la hidropesía de don Francisco de Villagra con frota- 
ciones de azogue, esto al menos, si hemos de atenernos a una 
querella que interpuso contra él el 6 de noviembre de 1568 el 
• procurador de ciudad Martin Hernández de los Ríos, denun* 
ciándob como uu charlatán que no sabia tni de llagas», dice 
el pedimento, fuera de que se obstinaba en no querer curar 
indios, porque decii que éstos se morían solo «cuando se que- 
rían morir...» 

Hubo también en esa misma época otro doctor llamado Bar- 
tolo Ruiz, que era un verdadero ¿Sanr/redo áei Jil Blas, porque 
se descubrió luego que no tenia mas aptitudes que las de un 
simple barbero. El cabildo, lo había recibido de médico, cons- 
tituido en protomedicato i con el certificado del doctor Vi- 
lladiego, quien lo declaró apto bajo juramento. Los alcaldes 
limitaron sin embargo su práctica dándole autorización, dice 
el acta respectiva, «para que no cure de cosas pertenecientes a 
la cabeza, ni del cuerpo, ni de fratura» (2). 

Alguien entre los descendientes de los conquistadores talvez 
desea saber cuál fué la primera i feliz profesora examinada de 

(1) El primer legado hecho al hospital consistió en el molino que hemos di- 
cho habla fabricado el alemán Bartolomé Florea i del caal le hizo cesión el 13 
de enero de 1567, al tiempo de morir, imponiér.dole por único grayámeu el de 
que Be le mandasen decir dos misas por semana, las que serian pagadas con una 
fanega de harina amasada al sacerdote que las dijese. Flores recomendaba en 
•n cláusula testamentaria que se prefiriese a los padres de San Francisco, pero 
no dice si era por una derocion especial o porque considerase a esos fraUas maa 
aficionados al pan que a los otros. 

(3) Cabildo del 30 de julio de 1666. 



— 103 — 

obetetricia que recibió en sus manos los primeros chilenos que 
vieron la luz de la vida bajo techos cubiertos de tejas. Llamá- 
base Isabel Bravo, i su marido Diego Valdés. Vino de Lima» 
donde habia hecho su práctica, i el cabildo la dio por recibida 
el 22 de octubre de 1678, después de haberle preguntado gra- 
vemente los ediles lo que se necesitaba «para que la criatura 
saliese entera i viva, asi como cuántas maneras habia de 
partos.» 

I a la verdad que la profesora habia llegado en tiempol 

Comenzaba el clima privilejiado de la colonia, cuyos miste- 
riosos componentes de reproducción no han tenido hasta aquí 
superiores ni siquiera paralelos en la etnografía humana, a 
producir con usura los frutos que le son propios i a fundarse 
nuestra sociedad por el mas dulce de sus atributos: el hogar, 
la familia. 

Hemos recordado que la primera i venerable matrona que 
pisó nuestro suelo era doña Inés de Suarez, o Juárez, como al- 
guien la llama, i aunque por su edad parece no tuvo en Chile 
descendencia^ formó con todo a su alrededor el primer centro 
social i doméstico, asociada a una joven, hija de la edad juve- 
Dil de su esposo, a quien quería éste entrañablemente i que 
casóse en breve con un soldado vizcaíno de esclarecido valor^ el 
jeneral don Martin Ruiz de Gamboa, sucesor que fué mas tarde, 
a usanza de príncipes, de su propio suegro Rodrigo de Quiroga, 
en el mando de la colonia. 

Vino en seguida otra señora, si no de gran distinción, porque 
su cuna habia sido humilde, honrada cual lo fueron siempre 
las damas de esta tierra. Llamábase doña Marina de Gaete, es- 
posa de Pedro Valdivia, en cuyo honor dio este nombre a la 
Serena, pues tal era la patria de aquella en Estremadura 1 no la 
suya (1). Hízose acompañar doña Marina de su propia hermana 
doña Catalina, que fué, según en otra parte dijimos, la primera 
novia que honró nuestros altares, sin verse obligada a que su 
amante la corriera en veloz caballo, cual era entonces la práctica 
de la tierra, i cual continúa siendo en el territorio bárbaio i 
aun en nuestros campos, que a la verdad nunca ha dejado de 
serlo. 

Llegaron estas damas a Santiago en 1553, casóse la última, 
como dijimos, en Concepción, i viuda la primera los pocos me- 
ses de su arribo, vino a Santiago a encerrarse en la soledad 

(1) Valdivia era nacido propiamente en Castueras, nna de las diez i seis Tillas 
que componen la dehesa o territorio de la Serena, de la caal Villanuera es 
otra de aqneUas, i en esta última parece nació dofia Marina. 



. --- 104 — 

del dolor, haciendo al morir ofrenda de su fortuna a esa misma 
poética i tierna significación. La primera viuda ilustre de San 
tiago, que lo fué la de su fundador, dejó establecido el culto de 
la Virjen de la Soledad, que todavía tiene un templo erijido en 
BU nombre, bien que son raras sus saccrdotizas. 

En los primeros años de la conquista si bien, como en breve 
veremos, babia iglesias por domas i santos de todas las jerar 
quias del aüo cristiano, carecíase por completo de manos que 
los vistieran. La soltería eia una institución femenina entera- 
mente desconocida, porque encontránaose la población en un 
orden enteramente inverso al que hoi arroja un fastidioso cen- 
so que deja al bello sexo en una abrumadora mayoria, dispu- 
lábanso los conquistadores las primeras Elenas como en los 
tiempos de Troya i California. Conserva la historia recuerdo 
dé una de estas primeras encantadoras remesas de poblado- 
ras, compuesta de «seis señoritas nobles» que trajo consigo 
una gran dama para proporcionarles estado. Ignoramos si la 
piadosa i casamentera señora, que en la una i otra calidad ha 
tenido tantas herederas, se viera forzada a someter sus pupi- 
las al curioso procedimiento que en lengua i charla portu- 
guesa nos contó en un jurado el célebre coronel Correa Da Cos- 
ta, como el mas usado en San Francisco, poro es lo cierto que 
apenas habían desembarcado en Valparait=o, ya habla demanda 
por la posesión de sus blancas manos españolas. Hános también 
referido nuestro buen amigo el ilustre historiador Gay que 
entre sus preciosos papeles, aun por dicha no esplotados por el 
señor de López i otros camaradas embardunadores de historia, 
existen algunas curiosas peticiones al rei por mercedes en que, 
apuntándose los servicios en cuyo nombre se piden, se acom- 
pañan listas de haber importado en el pais tantas vacas, tantas 
ovejas, tantas damas, etc., todo para el consumo de los colonos 
i para el cumolimiento de aquel precepto del Evanjelio que el 
linaje humano, no sabemos por qué, ha tenido menos repug- 
nancia en dejar cumplido. Crescife el muUiplicamini, 

Dijimos también en otro lugar que desde los primeros años 
de la conquista se habia establecido en la capital otra señora de 
tan gran nombre entre los conquistadores de Santiago como 
doña Mencia de los Nidos lo habia sido entre los de la Concep- 
ción, o como fué en breve la heroica Inés de Aguilera entre los 
de la Imperial. Era aquella doña Esperanza de Rueda, que, 
viuda, poco después de la de Valdivia, del sucesor legal de éste, 
Jerónimo de Alderete, muerto en la bahia de Panamá a su re- 
greso de España (1554)^ casóse con el brillante alférez real que 
habia venido del Cuzco con los primeros conquistadores i cuyo 



— 105 — 

nombre antes dijimos, era don Pedro de Miranda. I no se tenga 
a mal seamos prolijos en esta enumeración jenealójica, porque 
vamos a contar a su propósito el mas antiguo de los crímenes 
sociales que han enlutado las pajinas domésticas de Santiago i 
que por fortuna no ha tenido después otro parecido. 

Tenia don Pedro de Miranda, como Rodrigo de Quiroga, am- 
bos casados con viuda, una hija llamada doña Catalina, que no 
sabemos le babria dado la bendición de un sacerdote o era solo 
el fruto de sus mocedades, de las cuales pocos, si alguno de los 
conquistadores, se hallaban exentos. Vivía doña Catalina en el 
recato de las canas de su padre i de la virtud de su madrastra, 
cuando pidióla en nupcias un caballero llamado don Bartolomé 
Mejia, en cuyo nombre, aunque se dice era vecino de la Con- 
cepción, hemos encontrado inscrito uno de los solares de San- 
tiago. Goncediéronsela los padres, 1 dona Catalina fué la esposa 
de un apuesto soldado^ de quien luego concibió. 

Hallábase en este estado cuando una tarde de noviembre in- 
vitóla su madrastra; que también iba a ser madre, para ir a la 
iglesia a vísperas de difuntos. Mas la joven, a quien su marido 
por celos u otro motivo que no apunta la crónica, le habia pro- 
hibido aquellas salidas, negóse a complacerla. Insistió la señora 
con enfado en que habia de acompañarla, i como la otra a su 
vez porfiase, salieron a la vez los dos esposos, el de doña Espe- 
ranza i el de doña Catalina, a participar en la femenina quere- 
lla. Era Mejia áspero de jénio e iracundo de corazón, i mmtu- 
vo su prohibición de una manera terminante, por lo que exaltada 
la señora díjole «algunas palabras de las que suelen decir las 
mujeres cuando están bravas» (i). 

Bastó esto para la consumación de un horrendo crimen. 

Fuera de sí el contrariado marido sacó la espada que llevaba 
al cinto, i atravesándola por el pecho de la matrona, dejóla allí 
mismo muerta a presencia de su esposo i de su hija; i luego 
arremetiendo contra éstos, sin cuidarse de la preñez de la últi- 
ma, los asesinó cobardemente a su turno, matando también a 
un huésped de la casa llamado don Francisco de Soto que vino 
o socorrerlos, por manera que en un minuto el monstruo enlo- 
quecido fe bañó en la sangre de seis criaturas, cometiendo un 
cúmulo de crímenes domésticos que autorizó a la justicia, i no 
sabemos si al pueblo, para descuartizarlo allí mismo aquella 
tarde, como lo ejecutaron, «cumpliéndose en aquel procedimien- 
to (que recuerda la lei Lynch de los pueblos del norte) dice el 
historiador que ha dejado constaijcia minuciosa de este hecho, 

(1) Marino de Lovtra, páj. 326. ' ' } 



— loe — 

siete muertes con la suya, pues parece andaban sueltos los siete 
pecados capitales.» 

Preciso es, sin embargo, para valorizar concienzudamrate es- 
tos errores, que no era siempre la dulzura el arma de persua- 
cion de la mujer en esa época, sino el orgullo i )a altivez que 
heredaron dos veces del godo i del árabe. Por esto, sin duda, 
dice el jesuita Escobar, que escribió poco después de estos trá- 
jicos sucesos (1595) que eran tantas las gollerías de las mujeres 
españolas «que cada una queria tener treinta indias de servicio 
que le estuviesen lavando i cosiendo como a princesa.» 

Consta de los libros de cabildo otro caso estrafio i misterioso 
casi contemporáneo del anterior, i según el cual un poderoso 
vecino llamado don Pedro Lisperguer alemán de orijen i deudo 
remoto según decian de Carlos V, estuvo escomulgado por 
la iglesia, pues habiendo sido electo alcalde discutióse larga^ 
mente sobre si se le recibirla o nó, resultando al ñn que lo 
fuera, porque no se trataba de negocio de herejía^ sino de peni- 
tencia canónica. Verdad es que aparece también que ni ésta ha- 
bía cumplido el alto caballero, lo que pone de manifiesto o su 
poderoso influjo personal o el poco caso que harían de las eseo- 
muniones los soldados, que por lo común formaban el ayunta- 
miento de Santiago. 

Este suceso ha quedado sin embargo, envuelto entre sombras, 
como muchos otros de su jénero, pues ningún historiador lo 
menciona, i apenas consta de una acta del cabildo la tenue alu- 
sión que dejamos recordada (1). 

Aconteció también por estos anos una calamidad de otro jé- 
nero i consecuencias que produjo gran espanto en el ánimo de 
los colonos, tal fué el terremoto de 17 de marzo de 1575, el pri- 
mero de que han conservado memoria los historiadores, des- 
pués que los castellanos entraron en Chile, i que, por lo tanto, 
inició esa serie de cataclismos casi periódicos que han ido 
marcando con sus escombros cada uno de los siglos de nuestra 
existencia. El terremoto de 1575 fué el cataclismo del siglo XVL 
El mas famoso del 13 de mayo de 1647 el del siglo XVII. El de 
8 de julio de 1730 el del siglo XVIII. En cuanto al nuestro lleva 
ya pagados dos tributos en el 19 de noviembre de 1822 i el 20 de 
febrero de 1835, i es de esperar que no toque a nuestras jene- 
raciones la tercera prueba. Que otras la tendrán i terrible, es 
duro pero irremediable vaticinio. 

No causóy empero, estragos de consideración este sacudi- 
miento en la ribera del Mapocbo ni en los valles mediterráneos, 

(l) iota del aynntamieLio del 14 de diciembre d« 1568. 



— 107 — 

porque el mayor empuje de su violencia cargó a la parte del 
8ur, como el de 1861 que arruinó a Mendoza vino por el crien* 
te, i los terríficos de 1868 han estallado hacia el norte. Salió el 
mar en la costa de Valdivia, penetrando por la marea de los 
rios hasta tres leguas al interior, quedando el cauce de éstos 
secos en la baja, según lo vio por sus ojos el capitán Mariúo de 
Lovera, correjidor a la sazón de aquella ciudad, i quien porque 
lo vio lo cuenta. Concepción quedó arruinada «porque salió la 
mar de sus limiles bramando mas que leona, i entrándose por 
la tierra^ hizo estragos en los rastros de las fábricasTi a la mis- 
ma tierra dejó hecha laguna, i En Santiago fué al principio 
suave el vaivén, según uno de sus vecinos que a la sazón escri- 
bía en su propio recinto su famosa historia (1); pero luego 
añade (páj. 210), «tomó tanto ímpetu, que traia las casas i edi- 
ficios con tanta braveza, que parecía acabarse todo el pueblo. • 

Sucedió esto a las diez de k mañana del jueves santo del 
año recordado, a poco de haber tomado el mando Rodrigo de 
Quiroga. Según Pérez García ocurrió este terremoto el miérco- 
les de Ceniza de 1570, pero en esta versión hai evidentemente 
error. 

No todo, empero, era ultrajes, escándalos, misterios i convul- 
siones de la tierra, tristes sombras que cobijaron nuestra cuna, 
para los poco venturosos pobladores de Santiago. A la afición 
innata de los espalloles a las fiestas i al alegre pasar de la vida 
i de los años, se habia juntado el amor invencible a la ociosi- 
dad i a la somnolencia del alcohol que en todas partes ha 
x^aracterizado a la raza indíjena de América; i así sucedía que 
mientras los indios vivían en la perpetua orjía de sus taquis i 
en la bacanal de sus chinganas^ los españoles corrían estafermo^ 
jugaban cañas i alcancías, o se ejercitaban en su arte i ciencia 
favorita de la tauromaquia^ en laque es preciso confesar no han 
tenido superiores, desde el Cid Campeador a Montes, el primero 
i el último torero de España. 

Las corridas de toro comenzaron a tener lugar en la plaza 
pública desde el primer gobierno interino de Quiroga (1554), 
pues se conserva im documento de 1574 en el que se dice 
que hacia veinte años se corrían; i^ tan serio era el nego- 
cio, que el 15 de julio del último año recordado se celebró ca^ 
bildo abierto para acordar cómo se deberían cerrar ese año las 
barreras, esto es, el anfiteatro de las lidian. Antes se hacía, al 
parecer, por un empresario de cuenta de los vecinos; mas como 

(1) Oóngora Marmolejo residía eu Santiago en 1675 i en ese mismo afi(^ die« 
él acabó su relación. 



— 108 — 

éstos se manifestasen pocos satisfechos, resolvieron en esta 
reunión construirlas por si mismos, trayendo cada uno de su 
casa los maderos i asientos que le tocaron según el reparti- 
miento que se hizo. Por manera que se asistid entonces a los 
espectáculos pdblicos con mucha mas comodidad i holganza 
que en el dia, desde que cada cual llevaba su palco consigo, lo 
disponía en todo a su sabor i lo hacia conducir de nuevo en 
hombros de sus indios, sin que todo esto le costase un solo 
maravedí. 

Los dias de tabla para estos regocijos populares eran las ñes- 
tas de San Juan, Santiago i el Carmen, i esto espiica el cabildo 
abierto celebrado el 15 de julio, víspera del último. 

No tenian iguales privilej ios los infelices naturales, pues al 
fin los unos eran los amos i poseían hasta el monopolio del 
placer. En los asientos del cabildo se encuentra un acuerdo del 
24 de julio de 1568, disponiendo que saliese un rejidor a cas- 
tigar las borracheras de los indios, quebrándoles sus vasijas i 
azotándoles. £1 rejidor fué sustituido después por un carretón 
que se llamaba de los borrachos, creación única entre todas las 
ciudades del mundo, i que ha estado probando hasta hace poco 
la abyección moral de nuestro pueblo i la indolencia con que 
sus clases ilustradas la miraban perpetuarse. El alejamiento 
sistemático del bajo pueblo de todas las fiestas espaíiolas fué, 
sin embargo, una cosa peculiar a Chile» i apenas ha venido a 
ser una conquista del pueblo mismo en los regocijos nacionales 
de la independencia. En España, al contrario, el pueblo es amo 
en todos sus pasatiempos, i en el anfiteatro* de toros el pueblo 
es rei. 

Tales habían sido los principales rasgos de la política, del 
gobierno de la ciudad i aun de la sociabilidad íntima del pue- 
blo i las familias, que hablan caracterizado la vida de la colonia 
hasta el año de 1580, en que a los 40 años de su fundación 
murió su quinto gobernador don Rodrigo de Quiroga a los 80 
de su vida. Larga i honrada existencia, que tal suele la Provi- 
dencia concede; la a los que llevan una alma limpia dentro de 
un pecho varonill 

Era, como dijimos en otra pajina, don Rodrigo natural del 
lugarejo de Súber, en Galicia, vastago de un hombre oscuro, 
que esto era propio de los conquistadores, hijos todos de sus he- 
chos, llamado Hernando de Cambra, que ni siquiera le dio 
su nombre, pues fué común en esos años llevar indiferente- 
mente el de la madre, i aun el del pueblo o heredad en que se 
habia nacido. Vino a la América con los Pizarros, i fué como 
hemos visto, uno de los capitanes de armas que trajo Pedro 



-- IOS — 

de Valdivia. Sus proezas le habían hecho ya tan meritorio como 
8u prudencia, a lo que se anadia que era el único de los con- 
quistadores que había venido a Chile trayendo consigo a su 
esposa. 

En consorcio con ésta fué por tanto don Rodrigo, desde los 
primeros aúos, el verdadero padre de los colonos, según habrá 
ido descubriéndose por el tenor de esta relación. Distinguíale 
antes de todo la caridad, i como, merced a su industria, se 
había hecho el mas rico de los vecinos de Santiago, la ejer- 
citaba en grande escala. Dicen los historiadores que cada afio 
se amasaban en su casa de ocho a diez mil fanegas de harma 
para el sustento de los pobres, i de su renta, que ascendía a 
treinta mil pesos, no reservaba un solo maravedí, pues lodo lo 
invertía en limosnas para el culto o los menesterosos. La pri- 
mera iglesia de la Merced que tuvo la capital se ediücó en 
unos solares que él regaló a los fundadores de la orden, ayu- 
dándoles después jenerosamenteen su fábrica, por cuyo motivo 
i como fué el único gobernador que en cerca de un siglo murió 
en la capital, diéronle sepultura en aquel templo. Era ademas 
dueño de muchas propiedades que legó para instituciones pia- 
dosas, i entre otras dio a los padres de la orden de predicado- 
res todo el terreno que se llamó después Llano de Sanio Domingo 
que hoi forma el barrio de la Chimba i una red de propiedades 
rústicas cuyo valor escede de millones. 

De cada uno de los mas culminantes conquistadores de Chile 
han tenido bien i mal que decir los mas imparcíales cronistas 
pero de don Rodrigo de Quiroga solo encontramos alabanzas. 
•Era de buena estatura, dice uno (1), moreno de rostro, de 
baiba negra, cari aguileno, nobilísimo de condiciones, muí je- 
neroso, amigo en estremo grado de pobres, i ansi Dios le ayu- 
daba en lo que hacía L su casa era hospital i mesón de todos 
los que la querían. No se le conoció vicio en ninguna suerte 
de cosa, ni lo tuvo, tanto fué amigo de la virtud.» I otro, que 
también le conoció personalmente, nos ha dejado no menos 
honroso retrato de su alma en estas sencillas palabras: «Fué 
hombre de mui buenas partes, como fueron sobriedad, tem- 
planza i afabilidad con todos.» (2) 

Escusado seria decir que fué partícipe principal en el ejer- 
cicio de todas esas virtudes su noble compañera, doña Inés 
de Suarez, si el hacerlo no sirviera como una protesta de la 
historia contra aquella fábula del degüello de siete caciques que 

(1) Góngora Marmolejo, páj. 166. 
{%) lía rito d« Lovera, páj. S98, 



— lio — 

ha atribuido a bu mano la temeridad inconsiderada de alguno» 
eroniatas de la presente i mas viejas edades (1). 

Murió don Rodrigo el 27 de enero de 1580 en todo el vigor de 
BUS facultades, i entró a sucederle, por derecho de nombra- 
miento, según ya dijimos, su propio yerno don Marlin Ruiz de 
Gamboa, que le babia ayudado en su senectud a llevar el peso 
del gobierno civil de la colonia i especialmente el de las armas. 



(1) La casa habitación de Quiroga estaba en la plaza, se^n dijimoe; pero 
tenia una quinta en la Chimba en el sitio que se conoce todayia con el nomhre 
de SQ esposa — la calU di Juara. £n el desierto de Atacama existe también un 
ja^el o agnada que esa admirable mujer, tipo feliz de tantas otras en nuestra 
tierra» hizo abrir a su paso con Valdivia i se llama todaria eljagvel de daña InU. 



CAPITULO X. 



X<a guenra i los tiibutot. 



El gobtrnador Martin Kuiz de Gamboa. — Curiosa ceremonia con que te recibe 
del mando. — Los gobernadores de guerra Sotomayor i Loyola. — Levas i 
contribuciones que imponen a Santiago. — Característica i enéijica resisten- 
cia que oponen sus vecinos. — Envian éstos un rejidor a Lima i obtienen 
exenciones de la Real Audiencia. — Detalle de las erogaciones que hacen 
para la guerra. — Clamores sobre su pobreza i su ruina. — Los araucanos 
matan a Loyola. — ^Plagas* epidemias i broceo de las minas a fines del siglo 
— ^Triste condición de Chile al terminar el siglo XVI. — Escasos progresos. 
— Suntuosidad de las iglesias. 



La muerte de Rodrigo de Quiroga fué una calamidad pública 
para Santiago, como la del inquieto i belicoso Valdivia había 
sido casi una ventura. Los sucesores de aquel dieron, en efecto, 
punto a la breve tregua de paz i de gobierno civil que aquel 
por su ancianidad i su carácter habia mantenido durante los 
últimos años de su vida (1675-80). 

Martin Ruiz de Gamboa, su hijo i heredero de hacienda i de 
mando, era solo un soldado, vizcaíno de nacimiento, i por tan- 
to pertinaz i testarudo. Fué el que llevó las armas españolas a 
mayor distancia en nuestro territorio, fundando la ciudad de 
Castro, en honor del virei que habia hecho a su suegro gober- 
nador de Chile, a virtud de un trato godlego, (1) i fundó tam- 
bién a Chillan, otra plaza militar, en honor de su propio nom- 
bre, pues» denominóla San Bartolomé de Gamboa, costumbre 
tradicional, que no ha concluido todavía en que toda ciudad 
nueva ha de llamarse por un apellido, como antes habia de ser 
forzosamente por un santo. 

(1) Asi lo dijo don García de Castro cuando los oidores de Lima que hablan 
nombrado % Pedro de Yillagra le reeonvlnieron por haberlo destituido. 



— 113 — 

Hai un rasgo que caracteriza al sucesor de Rodrigo de Quiro- 
ga i su gobierno, por lo que vamos a recordarlo. 

Cuando murió don Rodrigo, encontrábase en Chillan su su- 
cesor ocupado de negocios militares; pero apenas le llegó la 
nueva, corrió a tomar posesión de su destino. En el intervalo 
habíale desempeñado en calidad de lugar tenientpun licenciado 
del nombre de Azocar, que tuvo la cortesía de salir al encuen- 
tro del nuevo gobernador, con quien, no sabemos por qué, ha- 
bia tenido algún disgusto, i como al tiempo de vei-se se levan- 
tara por es!^ causa entre ellos algún altercado, «se apearon 
luego, dice Mariíio de Lovera (páj. 407) el capitán Juau de Li- 
sama, Nicolás de Quiroga i otros soldados, i dieron con él muía 
abajo i lo llevaron medio arrastrando a la ciudad. • 

Tales eran los cumplimientos oliciaies con que se suludaban 
entonces los gobernadores entrantes i salientes, que no es dis- 
tinto del que suelen darse hoi dia, bien que no los bajan de 
una mansa muía sino del trono de un poder omnímodo que 
apenas alcanzan a sacudir titánicas batallas. Inútil es aiíadir que 
el buen doctor Azocar fué a pagar a Lima su corto interinato 
después del porrazo que le dieron de su muía. Estraúo destino 
de los togados! A Las Peñas le dieron una paliza, a Azocar lo 
arrojaron de la muía; pero ellos lo llevaron en santa pacien- 
cia, pues su época habia de llegar. La Real Audiencia no tarda- 
rla en llegar a Chile. 

No escapó, empero, a su turno, mejor librado su perseguidor; 
pues habiendo llegado tres años mas tarde su sucesor propie- 
tario, el ilustre Sotomayor, le tomó ríjida residencia ti fueron 
tantas las exorbitancias, dice el escritor que acabamos de citar, 
tan desaforadas las sin razones, tan patentes las injusticias, tan 
graves las atrocidades que se le acumularon, que parecía pia- 
doso castigo cortarle diez cabezas si diez tuviera.» Oh hom- 
bres! . hombres que gobernáis o que sois gobernados ¿cuándo os 
habréis convencido de que 1'^ justicia política es solo una cosa 
de ultra- tumba?... Por esto sin duda fué que el cronista anti- 
guo que citamos, terminó su juicio con estas reparadoras pala- 
bras... «Comoquiera que en realidad de verdad le estuviera 
mui bien tenerlas (las diez cabezas) para recibir en ellas diez 
coronas» (1). 

Fué don Alonso de Sotomayor, sesto gobernador propietario 
del reino de Chile, un esclarecido capitán que en Flandes i en 
España misma alcanzó levantada fama por sus hazañas i talentos 
militares. Era estremeño como los Pizarros, como Cortés i como 

(1) Marino de Lovera, páj. 396. 



— 113 — 

Pedro de Valdivia, lo que se recuerda como un alto timbre 
para los primitivos conquistadores de Chile, en su mayor nú- 
mero oriundos de aquella provincia árida i fuerte. Trajo un 
refuerzo de seiscientos hombres, los primeros que venían di- 
rectamente de España i constituian el continjente mas eficaz i 
poderoso que se enviara a Arauco, pues el de don García había 
sido solo la mitad de ese número, i a mas jente bisoüa í revol- 
tosa (1). 

La corte de Madrid se había apercibido al ñn de que la cttes- 
tion de Arauco, como se le llama todavía, era un negocio serio, i 
mandaba uno de sus mejores tercios i un capitán afamado para 
ponerle fin. 

Don Alonso venia, pues, no a gobernar, sino a hacer la gue- 
rra, i en ésta ocupó con suerte varia pero con ánimo siempre 
esforzado los nueve años cumplidos de su gobierno (1583-1592). 
Su corte i su cuartel jeneral eran la Concepción, reedificada por 
la segunda vez de sus ruinas, entre las agrestes colonias que 
la dominan, en medio de las cuales yace todavía oscuro i olvida- 
do el viejo Penco. 

La capital verdadera del reino estaba, pues, en la vecindad 
del Biobio, i Santiago era lo que Valdivia había querido que 
fuese, esto es, una dehesa de caballos, un hospital para inváli- 
dos, una posada para las tropas que llegasen de refresco, pidien- 
do pan i forraje, í por último, cuando mas, un sitio ameno í 
tranquilo en que los viejos capitanes fuesen a reposar sus canas 
i a morir bien con Dios i con la vírjen, entre las plegarias de sus 
monjas, siendo en segaida sepultados en sus silenciosos claus- 
tros i encomendadas sus almas a Dios por los fieles. Don Alonso 
solo venía a Santiago cuando necesitaba víveres, caballos, sol- 
dados, dinero; i entonces, sin apearse casi de su montura^ 
golpeaba las puertas del ayuntamiento, daba sus órdenes, lian- 
za en mano volvía otra vez a las fronteras. 

No se condujo de otra suerte su sucesor don Martín Oñez de 
Loyola, sétimo gobernador propietario. Sobrino de San IgnaciOi 
í vizcaíno como él, había nacido doblemente soldado, por la 
tierra en que viera la primera luz i por la cuna en que mecie- 
ran su infancia. El Loyola de Chile no tuvo, empero, como el 
capitán de Pamplona, la inspiración salvadora de dejar la espada 
por el claustro, cuando recibiera en la carne el primer bautismo 
del fuego. I a mal le estuvo, porque su venida a Chile le costó 
la vida. 

(1) Según el historiador español Lafuente, Sotomayor fué el correo de gabi- 
nete enviado por Felipe II a Flandes con los despachos en que nombra a Ale- 
jandro Farnesio sucesor de don Juan de Austria. {Lafuente^ t. 14, páj. 86). 
HIST. cbít. 8 



— 114 — 

Era Loyola belicoso en estremo, i colocó a Santiago en el úl- 
timo estremo de su empobrecimiento i desventura con las con- 
tribuciones de sangre i oro quft le impuso, cuando ya don Alonso 
de Sotomayor parecía haberlo dejado exhausto. 

Preciso es advertir aquí, por la segunda vez, que si hai algo 
que los santiaguinos hayan aborrecido intensamente después 
de los herejeSy es el impuesto; i así nunca hau dejado de poner 
el grito en el cielo cuando se les ha pedido sea un millón de 
pesos, sea una camisa. De aquí el ódioinjénitoal fisco, es decir, 
al gobierno con cara de alcabalero^ i de esto dan testimonio 
todos los hombres de pensamiento de que ha quedado me.noria 
desde Pedro de Valdivia, que para sacarles plata, se las robaba, 
hasta don Diego Portales, que no dejó robar a nadie, so pena de 
los carros. 

Asi, desde los primeros añcs, vemos al cabildo de Santiago 
órgano lejítimo de su población, dispuesto con puños apretados 
a sosteuer los fueros de sus hijos en cuanto corrían peligro 
sus heredades o personas. Ya hemos recordado algunas de e^^tas 
antiguas protestas i a la vista tentamos otra que a la fecha de 
que nos ocupamos contaba ya veinticinco anos, en cuya vir- 
tud, el procurador de ciudad Juan Gudinez pedia misericorJia 
para el patrimonio de sus representados, disminuido, según sus 
palabras, en mas de 400 mil pesos en las guerras que se hablan 
sucedido desde YaMivia hasta Bravo de Saravia (1). Mas tarde 
hubieron de pedir amparo a la Real Audiencia de Lima, cuyo 
tribunal, sensible a dadivas i a empeños, les otorgó la franquía 
de no suministrar levas ni subsidios piara el ejército de las 
ciudades de arriba (2) La teoría sautiaguiua era entonces la de 
que la guerra debia hacerse por las ciudades que habia poblado 
Valdivia a costa suya i con su sangre, pues ya hablan crecido 
lo suficiente para vivir sin el materno sohten. 

Pero el sobrino de San Ignacio, que como tal no entendía en 



(1) Reclamación de Juan Godinez de 30 de agosto de 156Y, publicada por 
Oay. — Documentos t. 2.^ i)áj. 237. — El mismo Bravo de Saravia decía al reí 
en carta de 8 de mayo de 1569 que se necesitaban refuerzos de jentes, porque 
lot pocos españoles que quedaban '^estaban pobres i cansados." Las palabras de 
Godinez eon dignas de reproducirse: "i yvr ebo, dice, estamos adeulados i po- 
bres-que no ha quedado casa ni ha«:ieuda que no la hemos empeñado i vendido. 
I como no nos queda cosa con que sastentar los ga-stos de «sta guerra sino el 
ánima, deseamos darla a Dios de quien la recibimos porque es cierto que de 
los conquistadores que en esta ciudad somos vecinos no hai tres que puedan to- 
mar las armas, porque están todos viejos, mancos i constituidos en todo estremo 
de pobreza/' 

(2) Real proyision át la Audiencia de Lima el 26 de abril de 1695. 



•-- 115 — 

casos de pequenez, mandó cumplir la leí militar, i por lo me- 
nos pidió a los empecinados santiaguinos que alojaran los con- 
tinjentes que le llegasen de Lima i le3 proveyesen de caballos 
paia seguir su marcha a la frontera. Mas pedirles e!^to entonces 
era como pediiles dos siglos después que se suscribieran al 
corsario Áloconift. 

Vamos a la prueba de la historia. 

Por e) año de 1597 lleg^'i a Va]()arai?o un refuerzo de ciento 
cuarenta soldados al cargo del Jeneral don Gabriel de Costilla, 
i aunque Loyola habia prevenido al correjidor de Santiago Ni- 
colás de Quiroga (el mismo que derribó de la muía al doctor 
Azocar) que tuviese preveniáos reclutas, víveres, dinero i ca- 
ballos desde un año hacia, solo juntó 425 pesos i seis rocines úti- 
les entre los vecinos^ es decir, loósuniicfguinos de sangre i dcjurCy 
i 60 p^^sos entre los ??iortíí/ore5, es decir, los transeúntes. Aquella 
suma sirvió solo para comprar cincuentd frenos, lo que parece- 
ría cosa de burla, desde 4ue no habia cabaLos a que poner- 
los (1). 

(1) Consúltese sobre estos curiosos i característico? incidentes el documento 
publicado en el t. 2.° de la Colección de historiadores chilenos con el título de 
"Relación de la guerra de Chile hasta 17 98", cuyo manuscrito existe en la Bi- 
blioteca Nacional. 

Según este interesante espediente, que se compone de informaciones de tes- 
tigos raantladas levantnr por Loyola para probar la mezquindad de los vecinos 
de Santiago, resulta que desde l.")9t) él habia mandado a Santiago desde Con- 
cepción al capitán Miguel de Silva para que se aprontasen recursos en el verano 
de ese año. en \o que aquellos no corslntieron, premunidos con la provisión 
de la Aud encia de Lima ya citada. 

En el verano del año siguiente, cuando de seguro esperaba el refuerzo qa« 
traia don Gabriel de Castilla ordenó el gobernador que se acopiasen en la Li- 
gua 1,0 O fanegas de trigo en »St«n tingo 500 carneros, cecinas, ciballos^ mon- 
turas, etc., tocándole a las ciudades de arriba 400 caballos i 500 vacas. 

Ordenó también con fecha 7 de octubre de 1597 que todo vecino de Santiago 
que fuese capaz de montar a caballo saliese a campaña bajo severas penas, i 
que los que por su e.lad no pudiesen tomar el campo socorriesen la tropa de 
Crtfrtilli con dinero. i cabalg.ulur\s. 

Ya hemos dicho cuánto de lo- dos últimos recursos se juntaron, pero es cu- 
rioso añ ulir la nomondatura de las contribuciones para que se tenga idea de la 
maneía cómo entonces se di.-tribuian las proralas. Los paiti»h»s de Lampa i Co- 
lina contribuyeron con ocIk» j[)otros cada una. el de la Angostura con diez i siete, 
el de Pomnire (Melipilla) con í^eis el de Aconcagua con veinte i ocho, el de 
Qnillota con trece. Kl correjidor de Rapel envió ademas veintiún potros i veintt 
i siete "apar jos de arria'*, i tres vecinos de Santiago llamados Alonso de Ri- 
veros, Alonso de Córdova i Juan Godinez (aquel mismo que en 1567 reclamaba 
contra las gavelas i que a la sazón debia ser m^is que octojenario. pues vino con 
Valdivia i es el último que sobrevivió de los conquistadores;, dieron por su 
parte cincuenta yacas i ciento sesenta carneros. 



— 116 — 

Al fin una aciaga mañana (noviembre 25 de 1598) los indios 
cayeron en la solitaria quebrada de Guadava sobre el campa- 
mento de Loyola que, estando la tierra de paz, viajaba desaper- 
cibido i confiado en su humillación. Escusado es decir que le 
cortaron la cabeza i bebieron en su cráneo la sangre en sus 
orjias infernales, como habían bebido cuarenta i cuatro años 
antes en el cráneo de Valdivia. 

Aquel acontecimiento, que debia ejercer en la capital del 
reino una influencia local, semejante a la que tuvo el desastre 
de su primer gobernador, encontró a su vecindario en la misma 
lánguida i abatida disposición que la hallara el último. Los 
veinte años de guerra que habían seguido al gobierno pacífico 
de Rodrigo de Qairoga, no habian podido menos que postrar 
sus fuerzas agotadas en la misma lucha que sostenía con los 
gobernadores, los capitanes i los soldados mismos por defender 
sus cortos provechos. Asi es que las pinturas que nos han que- 
dado de esa época están cargadas de tintes sombríos. «Por todo 
lo cual, decía un acuerdo del cabildo en tiempo del gobernador 
Sotomayor, protestando contra la recluta forzosa que éste ha- 
cia, esta ciudad, vecinos i moradores, i estantes i habitantes de ella 
i su jurisdicción están muí aflijidos i claman sobre ello en las 
plazas... i los predicadores en los pulpitos; i las mujeres en las 
calles, cargadas de sus hijos, lloran i piden a Dios justicia por 
ello, por los daños que reciben» (1). 

Según se ve, Loyola había pedido caballos i solo le enviaron potros, i éstos 
tan chucaros i tan inservibles, que al llegar a la Angostura los soldados de Cas- 
tilla tuvieron que abandonarlos i alquilar yeguas cerriles, según la declaración 
que prestó el capitán don Juan Pérez de Cáceres que vino con el refuerzo de 
Castilla. No dice, sin embargo, el capitán si entre las últimas irian algunas de 
la cria de "la yegua de Orlando", aunque el que popularizó la última tuvo es- 
tancia donde compraron aquellas. 

Debemos también advertir que al requirimiento de Loyola para tomar en 
masa las armas respondieron un vecino i dos mercaderes, i de éstos últimos re- 
sultó que ambos habian ido por sus negocios a las ciudades de arriba. 

Hai una cosa notable que señalar aquí, i es la protesta que aludiendo a estos 
mismos sucesos i otros posteriores hace el padre O valle sobre la jenerosidad 
con que los santiaguinos sostenían la guerra ^'acudiendo a ella, dice (páj. 160} 
con sus haciendas, con sus hijos i vecinos, sin que haya habido tiempo en que 
no esté o con las armas en la mano o socorriendo al real ejército, con dinero, 
caballos, comida i jente..." Pero hai otra cosa que tenemos también que adver- 
tir, i es la de que el buen padre Ovalle era sanüaguino... i a mas, jesuíta. 

(1) Poder que dio el cabildo de Santiago al rejidor Francisco de Zúñiga con 
fecha 1*7 de setiembre de 1591 para que recabase de la Real Audiencia de Lima 
la exención recordada de gabelas. 

Parece que Zúñiga se trasladó a Lima i allí obtuvo la real provisión que he- 
mos mencionado anteriormente. 



— 117 — 

Sobrevino por este mismo tiempo una plaga de ratones que 
dicen algunos ponderativos historiadores se comian hasta los 
niños en las cunas, i en seguida (1590 i 91) una terrible epi- 
demia de viruelas, especie de cólera morbus asiático en la época 
en que era desconocida la vacuna, i que diezmó la población 
de la América desde Caitajena a la Patagonia, con la particula- 
ridad de que no acometia a los mayores de treinta i cinco años 
i a los nacidos en España. En los naturales, i especialmente en- 
tre los araucanos, fué donde mas cruelmente se cebó el azote, 
siendo entre éstos últimos el mejor aliado que pudieron encon- 
trar los conquistadores fronterizos. Sin duda en esa época o poco 
mas tarde (1611) seria cuando aquellos bárbaros mataron en Le- 
bu a unos pobres soldados que llevaban unas botijas con len- 
tejas, porque dijeron que iban a sembrar las viruelas en sus 
tierras... 

Con la escasez d« operarios, por el gran número de indios que 
perecieron (1), comenzaron a declinar las minas de oro que eran 
todo el ser de la colonia, porque en vaao era producir trigos i 
ganados desde que no habia cambios para esportarlos. Citábase 
como ejemplo de esta decadencia que las encomiendas de Jeró- 
nimo de Alderete, que heredó su esposa doña Esperanza de 
Ruedas con una producción de 20,000 pesos, no rendían 3,000 
en 1595, «por lo que, dice el cronista contemporáneo que apunta 
este dato (2), los conquistadores se mueren de hambre ellos 
i sus hijos, sin dejar a sus herederos ni un tomin que no es 
deuda. I ha venido el negocio a tanta miseria, que lo están 
ahora los hijos de los que ganaron la tierra con tanto estremo, 
que hai muchas huérfanas hijas de conquistadores i descubri- 
dores del reino que andan a buscar de comer por casas ajenas i 
sirviendo a los que en España estaban por nacer cuando los po- 
bres hombres andaban descubriendo i conquistando estos reinos 
por muchos años i con muchos trabajos, derramando su sangre.» 

I de todas estas angustias, guerras, terremotos i desolaciones 
venia, que después de sesenta años de existencia, Santiago ape- 
nas tuviese el aspecto de una aldea, si bien de grande ostensión 
i de hermosos arbolados, tan escasamente poblada, que debia 
reinar en ella ia soledad de los cementerios—pues en el último 
año del siglo XVI no contaba con mas de quinientos habitantes 



(1) **Han venido en tanta disminución los indios (1595), que donde babia mil 
indios, apenas se hallan ahora cincuenta; i por esta causa está la tierra mui 
adelgpzada, pobre i miserable, i finalmente sin otro remedio sino la esperanza 
del ciclo/* — Marino de Lovera, páj. 448. 

(2) El jesuíta Escobar. 



— 118 — 

espafioles, hecho significativo i desconsolador del que podrá 
formarse alguna idea teniénJa>e | rásente q.e Gasablanca tiene 
hoi dos mil, i que Angol, abiealo de ayer, tivs veces aquel nú- 
mero (1). 

Pobre Chile! Era el verjel déla América por su clima, su fe- 
racidad, la blanda índole de sus hal)ituUüs. i destinándolo Dios 
para tan grandes fines, consentía r'Dt m^es que IiaHa soldados 
mercenarios repudiasen su sue'o i aun le nii rasen con insopor- 
table horror! «Cosa, ciert'), de gran ponderación, esciama por 
esto con justicia rl buen padre E-coi^ar, ya tantas veces citado 
como comentador de Marino de Lovera que los que viven en la 
tierra mas templada, mas sana, mas abundante, mas regalada 
i deleitable de las del mundo, est'Mi l';s nídsde.^ventJiradjs, mas 
pobres, mas tristes i mas desc.ontentos de vivir en ella, cnanto 
que por el ansia con que totlos huyen de entrar allá, tenién- 
dose ya por cuco para amedrentar a los facinerosos, i estando 
ya introducido por proverbio: yunrilao:^^ que o.s enriaran a Ch'le.w 

Como una compensarion de este lamentable estado de la co- 
lonia, recréanse los primitivos croni-Las en trazarnos la pintura 
deleitosa de lo quesera la caiíital de Dliile a la s; zon, pues hasta 
desús acoíjuias, de que Imi se huye con a^ico, decía uno de 
aquellos (Escobar) que «tenian sus orillas hech is verjeles de 
arrayan, albahaca i rosas i o^ras varias yerbas i flores; i tanto 
es el número de sus arboledas, que las caniuezas que en Espa- 
ña son de mayor gusto, se echan acá a los pueicos en grande 
suma.» 

Habíase hecho con todo algunos progresos en el orden econó- 
mico de la ciudhd i en la riqueza agrícola d3 sus campiñas. En 
1595 se regulaba (jue habia en la piovincia de Santiago mas de 
ochocientas mil ovejas. Existian al propio liempo algunos o6ra- 
j>s de telares en que los indios, tan entenlidos en todos los 
oficios que re¡uiereu proli|ilai de muios i p.ioiencia^ traba- 
jaban jergas, frazadas i aun paños, que no t3nian el pulimiento 
conveniente, pon|ne los preparaba'i con manteca a falta de 
aceite. El jesuíta Escobar habla taaibien como testigo ocular 
«de injenios de azúcar que abaste -en toda la tierra,» pero no 
hemos conservado otra noticia do este jénero de industria que 
la del Injenio que existió hace poco en el valle de la Ligua i que 
I lleva desde entonces ese nombre. Pérez Garcia, refiriéndose en 

I 

? (1) "Verdad ea que con hacer cincuenta i cinco años que se conquistó esta 

' tierra no ha crecido mucho el número de la jente española, pues los de esta 

ciudad de Santiago, con »er cabeza del reino, no pasan de quinientos habitantes." 

— Marífio de Lovera. 



— 119 — 

su compendio a esta época malhadada de nuestra historia, afir- 
ma también que la Audienciii.de Lima despachó (enero 22 de 
1597) una real provisión autorizando al cabildo de Santiago para 
hacer una derrama entre los vecinos a fin de traer ala ciudad 
la agua de Ramon^ porque la iei rio, dice con claridad castellana 
el viejo capitán, •enfeimade cAmaras...» 

Pero en ¡o que Santiago había hecho ya por esa época pro- 
gresos verd::deraniente maravillosos, era en la erección de igle- 
sias i capillas, conventos i müiiasterios, llevando el celo exaje- 
rado de estas fundaciones al punto de que tola la ciudad podia 
considerarse solo como un vasto cliustro, pues hubo algunos 
de éstos que el jesuita Ovalle llamó ciudades. 

Mas, tan especial es este asunto en una historia de la «Roma 
americaí a,» así llamada por el número de sus iglesias i otras 
causas, que le consagraremos un estudio por separado en el 
próximo capitulo. 



CAPITULO XI. 



La Roma de las Indias. 



Lm htnnltM del Socorro 1 Sania Lucia sirTen de base a la erección de San 
^aneiico i de la Merced. — Disputas, escomuniones i violencias que ocurren 
eon este motívo. — ^Transacciones que se celebran. — El capitán Esquivel se 
retira del mundo 1 da el sitio en que se funda Santo Domingo. — Tribula- 
eiones por que pasan los ^¿^t^^^tnos antes do fundar su orden. — Sordas hosti- 
lidades del vecindario. — Milagros que les proporcionan el solar que hoi 
ocupan. — Sus perseguidores incendian su primera iglesia. — Algunas damas 
viudas de los conquistadores fundan el monasterio de Agustinas. — Eríjeee 
en obispado la parroquia de Santiago i construyese su primera catedral de 
piedra. — Su descripción. — Primeras procesiones i celo relijioso. — Santos 
patronos de Santiago. — ^Desafueros eclesiásticos i enerjia con que loa repri- 
me el prudente Rodrigo de Quiroga. — Comienza la gran era conventual de 
Santiago. 



En los primeros años de la conquista, los piadosos fundado- 
res de Santiago solo tuvieron para su culto i sus censos, sus dis- 
putas teolójicas i sus capellanias, la iglesia parroquial de que 
tenemos dada ya noticia i las dos hermitas fundadas, según ya 
dijimos, por el fervor de Valdivia i de uno de sus capitanes, la 
una con el título del Socorro, ya nombrada, i la otra de Santa 
Lucia, erijida por el anciano tesorero Juan Fernandez de Al- 

derete. 

> 

De estos dos humildes oratorios, que no tenian mas aspecto 
de templo católico que el que les diera una tosca cruz coronan- 
do un techo pajizo, nacieron dos de los suntuosos conventos 
que, si no puede decirse adornan nuestra moderna capital, le 
dan todavía ese aire solemne de misticismo i de reposo, que le 
ha hecho meiecer el nombre de «Roma de las Indias.» 

El gobernador Valdivia, agradecido en efecto al celo i abne- 
gación con que le hablan acompañado en su empresa algunos 
entusiastas frailes mercenarios, cuyos "nombres hemos apunta- 



— 121 — 

do con honor en otra pajina, les confió el cuidado del templo 
de su devoción -personal, consagrado a la advocación de la vír- 
jen, que, como soldado, habia elejido desde sus primeras ar- 
mas, como era costumbre en esa edad de caballeresco fanatis- 
mo, i a la que, según ya contamos, estaba anexo el hospital, 
que también él habia fundado. 

Por su parte, el tesorero Alderete, sintiéndose ya anciano i 
como hombre de cuentas, inclinado a dejar arregladas en buena 
hora las de la eternidad, habia traspasado el dominio de su 
hermita a unos cuantos frailas franciscanos que, bajo la direc • 
cion de los padres Martin de Robleda i Cristóval de Ravaneda, 
llegaron a Santiago diez o-doceaños después de su fundación. 
Tiene la escritura en que se celebró este pactp fecha 3 de octu- 
bre de 1553, i en ella se imponía por única condición de parte 
del cesionario la conservación cuidadosa del recinto sagrado, 
unas cuantas misas de ánimas i el que después de sus dias 
se pusiese en la sacristía una tableta con su nombre para que 
encomendasen su alma al cielo los sacerdotes i los fieles. 

La futura iglesia de la Merced iba, pues, a edificarse en el 
sitio que al comenzar la antigua Cañada ocupa hoi San Fran- 
cisco, i por lo opuesto, éste iba a fundarse en el actual sitio de 
aquella. 

Pero una de esas peripecias eclesiásticas que forman casi es - 
elusivamente el tejido i los relieves de la vida colonial de San- 
tiago, vino a cambiar temprano i de súbito aquellas perspec- 
tivas. 

Los padres mercenarios, impelidos de un noble celo, habían 
seguido a Valdivia en sus empresas militares i dejado su her- 
mita a cargo de un fraile ya anciano llamado Antonio de Olme- 
do, que, por sus años, acaso no podía ejercer su ministerio 
entre los bárbaros. Mas aconteció que éste muriera a poco de 
haber los franciscanos entrado en posesión de la hermita de 
Santa Lucia. 

Quedó por lo tanto acéfala la capilla del Socorro, en cuya 
emerjencia reclamaron su posesión a la vez el cabildo, en repre- 
sentación de su fundador i patrón Pedro de Valdivia, que a la 
sazón acababa de perecer, i el cura de la parroquia, González 
Marmolejo, quien, habiendo recibido del obispo del Cuzco el tí- 
tulo de visitador, tenia cierta jurisdicción privativa sobre los 
negocios eclesiásticos de la colonia. 

De esta encontrada pretensión surjió una acalorada disputa, 
i hubo protestas, amenazas, escomuniones i hasta vias de he- 
cho entre el cura i el cabildo por una parte, i entre los clérigos 
dependientes de aquel i los franciscanos. 



— 122 — 

Habia remello, en efecto, el cabildo poner en posesión de la 
bermita vacante del Socorro a los frailes franciscanoí» que cui- 
daban de la de Santa Lucia, i cfue talvez se encontraban mejor 
hallados en la ultima mas espaciosa localidad; pero resistié- 
ronlo el visitador i sus colegas, al punto de que, según un his- 
toriador (1), hubieron de echar «a fuerzas de brazos a los clé- 
rigos,» cosa que no era difícil sucediese desde que entre éstos 
estaba aquel famoso Juan Lobo que tan buenas suertes de lanza 
solia echar entre los indios, Eu despique, cuenta otro histo- 
riador (2) el cura Marmolejo i el bachiller Calderón escomul- 
garon al cabildo por aquella invasión violenta de sus inmuni- 
dades. 

No se cuidaron de esto los capitulares, i, según el mismo 
autor último citado, hicieron escritura con los padres Robleda 
i Ravaneda con fecha marzo 17 de 1554, dos meses después de 
la muerte de Valdivia, cediéndoles a perpetuidad la hermita 
del gobernador difunto e imponiéndoles la obligación de dirijir 
preces por su alma, consagrando un altar especial a la virjen 
del Socorro i erijendo otro monumento a la memoria de Valdi- 
via, que coronaria su busto. 

El cabildo, que no parecía obrar en esto por parcialidad sino 
movido de la gratitud i del buen servicio de los fieles, ordenó 
también que se separase el hospital de la hermita i mantuvo su 
derecho esclusivo para intervenir en él. 

Unos piadosos vecinos del apellido de Ortiz-Escovedo vinie- 
ron luego en ausilio de los franciscanos, obsequiándoles algu- 
nos solares de su propiedad, mediante lo cual i hs limosnas 
que entonces era tan fácil recojer para fínes del culto, como lo 
es en el dia, pudieron preocuparse deerijir iglesia i levantar 
sus claustros. 

Pusieron, en efecto, la prime ra piedra de aquella bajo la ad- 
vocación de la Santísima Trinidad, según lo apunta la crónica 
i un letrero que se lee todavia en uno de los arcos de sus puer- 
tas laterales, el 5 de julio de 1572, i esta venerable iglesia, la 
mas antigua de Chile i la única que conserva sus muros pri- 
mitivos (cual es fácil persuadirse desde la primera mirada) 
quedó terminada en 1618, después de medio siglo de constante 
trabajo. (3) 

(1) Marífiode Lovera, páj- 66. 

(2) Carvallo, Historia M. S. 

(3) Hé aqni esta inscripción tal cual se lee en la puerta interior de San Fmn 
cisco: 

Se puso la primera piedra de esta igletia el tábado 5 d^. julio de 16*72. Colocó*^ 



— 123 — 

La relijion franciscana tuvo el honor de recibir los primeros 
neófitos criollos, hijos de l>s conquistalores, pues en 1558, 
esto es, diez i ocho años después de la fundación de la colonia, 
ya recorrían sus claustros, calada la capucha, coristas nacidos 
en Santiago (1). 

Tuvo también poco mas tarde aquella orden otra gloria 
mucho mas encumbrada i digna de emulación entre los servido- 
res de Cristo. Su provincial» Juan de Tobar, fué uno de los már- 
tires de Gruadava el 23 de noviembre de 15íl8, pues era uno de 
los que venia en la comitiva de Onez de Loyola. 

Los desposeídos frailes do la Merced no abandonaron por esto 
su derecho, i cuando uno de los que sobrevivió a su cruzada 
en la Araucania, el padre Correa, según ya tenemos referido, 
fué a Lima i regresó años después trayendo consigo once com- 
■pañeros, ocurrieron al gobernador que a la sazón rejia la colo- 
nia (que lo era el prudente Rodrigo de Quiroga) (1565), recla- 
mando su antiguo sitio. El pleito iba a ser ruidoso i a concluir 
talvez con otro escándalo de fueiza. como el que cuenta Lovera, 
pero intervino aquel noble funcionario i las cosas se transaron 
amistosamente. El mismo don Rodrigo obsequió a los pf.dres 
unos solares que tenia contiguos a la vieja liermita de Santa 
Lucím, i allí fundaron su^ iglesia, echando sus cimientos el 10 
de íigosto de 1566, b;ijo la invocación de San José i de la propia 
venerable esfijieque hoiadoinasu altar mayor, traída de Lima 
por Correa i reconocida abogada de pestes i de sequías en San- 
tiago. 

No se hizo, con todo, esa erección en el sitio que actualmente 
ocupa su bonita iglesia, que es solo de hnes del pasado siglo, 
sino al pié del cerro donde estaba sin duda la hermita de Al- 
derete. Dos años después, según consta de un asiento de los 
libros de cabildo de setiembre 9 de 1568, el cabildo cedió a los 
padres la manzana fronteriza de su iglesia, a condición de cer- 
carla, i ésta es la que ocupa hoi dia, por manera que el conven- 
to de aquella orden vino a ser uno de los mas estensos. El padre 
Ovalle vio en su recinto, a principios del siglo XVII, dos moli- 
nos que movian las aguas traídas por la falda de Santa Lucia i 
que disfrutaron hasta hace poco junto con los padres agusti- 



d santísimo sacramento en los dos tercios de ella que se acabaron dia de San Lino 
papa en 23 de enero de 1597. I acabóse de todo punió dicha iglesia el año de 1618| 
cuarenta i seis anos después que se comenzó, 

íl) Eizftguirrc, t. 1.% páj 137. 



— 124 — 

nos (1). La apertura de la calle, que aisló su área actual, es obra 
de recientes años. 

En cuanto a la dificultad con los franciscanos, quedó deñnití- 
vamenle transada por un acuerdo celebrado ante el escribano 
de cabildo, según el cual el día de la conmemoración de la vir- 
jen del Socorro, los mercenarios dispondrían como dueños del 
altar i del pulpito de San Francisco, concesión enorme para 
aquellos tiempos i que prueba el buen derecho de los que alcan- 
zaron la ventaja. 

No tuvieron que pasar por tantas pruebas i turbulencias los 
hijos de Domingo de Guzman i de Tomas de Aquino para fun- 
dar su claustro i su escuela, revestida desde el principio del 
prestí jio del saber. 

Autorizados para trasladarse a Chile por real cédula fecha en 
Valladolid el 4 de setiembre de 1551, llegaron a Santiago tres 
miembros de la orden* con el padre Jil González, un año mas 
tarde; i habiéndole proporcionado sitio un capitán anciano que 
quería solo llorar culpas en una celda solitaria, después de ha 
ber hecho cruda guerra a los infieles en el Perú i en Arauco, 
fundaron su iglesia en el sitio que hoi ocupa en 1552, dando el 
hábito de lego a su jeneroso bienhechor, cuyo nombre era Juan 
de Esquivel. Otro tanto hicieron años mas tarde los francisca- 
nos con el capitán don Tomas Toro Sambrano, fundador de una 
opulenta familia de la colonia i de la república i cuyo retrato 
se ve todavía en uno de los pórticos del claustro. Quince años 
mas tarde, esto eS; el 7 de enero de 1567, encontramos una acta 
del cabildo en que se dona a aquellos relijiosos los solares que 
forman su vasto claustro, i ya dijimos que al morir Quiroga en 
1580, les legara ademas algunas de sus pingües propiedades. 
Como los franciscanos se jactaban de haberse albergado en sus 
claustros los primeros novicios de la tierra, la orden de Santo 
Domingo pedia enorgullecerse habiendo salido de sus aulas los 
primeros profesores criollos. El historiador Eizaguirre cita con 
elojio como el primero de éstos a Nicasio de Naveda, natural de 
Santiago. 

La menos feliz de todas las órdenes en su establecimiento en 
la conventual colonia del Mapocho, fué la última en llegar, la 
de nuestro padre San Agustín. Sea que los santiaguinos creye- 
sen tener ya bastantes claustros con haberles cedido casi la mi- 
tad del área de la ciudad^ fuese por otros motivos que nos son 

(1) Eetas acequia? son lae mismas que corren hoi por las dos avenidas late- 
rales de la Alameda, aumentado su caudal con el de otra que hasta principios 
de esto siglo corría por el centro de la Cañada. 



— 136 — 

desconocidos, lo cierto es qae^ a pesar de haber asignado a loa 
últimos el gobernador Loyola, en cuyo tiempo entraron, un sitio 
cómodo cerca de la plaza, los vecinos les pusieron pleito, i les 
obligaron a ir a refujiarse en el sitio que hoi ocupa su ColejiOy 
i que a su vez ha venido a ser en el día otro refujio... 

Desde allí, sin embargo, los prudentes padres diérouse trazas 
para no vivir en el desaire de un arrabal, i con ciertos milagros 
que refiere por menudo el historiador Carvallo consiguieron 
que una piadosa señora llamada doña Catalina Ri veros i sus dos 
hermanos les cedieran el famoso sitio que hoi ocupan, i que 
algunos juzgan como cortado de molde para edificar en él la 
estinguida Compañía i sus apéndices. Sucedió esto en 1595^ i 
los milagros de que se conserva memoria fueron, el uno el ha- 
ber entrado a pedir limosna a la casa de doña Catalina un na- 
zareno que llevaba las mangas de los agustinos, el otro la apa- 
rición de un busto de San Agustín que se halló una mañana en 
el jardin de la casa, i el tercero el que no existiendo cuervos 
en Santiago se viera un dia una bandada de ellos en el tejado 
dé la misma casa, lo que, teniendo en cuenta que el traje de la 
orden es oscuro, lo tomó la buena señora por una orden del cielo 
para ceder el sitio a los hijos desposeídos de San Agustín (I). 

No fué, empero^ de gran duración este asomo de prosperidad, 
porque la sorda guerra que desde su entrada les hacian, ocasionó 
a los padres el dolor de ver su iglesia provisoria incendiada por 
mano enemiga i arrasados después los escombros d6 su claus'^ 
tro, a causa de un tarbion de agua que en una noche tempes- 
tuosa, desbarrancando una de las grandes acequias que enton- 
ces surtían la ciudad i el convento mismo, echaron de propósilo 
sus crueles enemigos. Asegura el ilustrado señor Eizaguirre en 
su notable historia relijiosa de Chile, que se supo con certidum- 
bre los nombres de los autores de este crimen, ocurrido en 
tiempo del correjidor ya nombrado don Nicolás de Quiroga 
(1596); pero el haberlo silenciado hasta aquí la historia, está 
probando o que fueron personas de alta suposición las que lo 
perpetraron, o que ha habido culpable pusilanimidad en ocul- 
tarlos. Lo cierto es que después de estos desastres, los perse- 
guidos padres encontraron gran favor no solo en Chile sino en 
la ciudad de Lima, que contribuyó con gruesas sumas, i tal ha 
sido su creciente prosperidad, que hoi es la mas rica de nues- 
tras órdenes monásticas^ pasando sus rentas de mas de cuaren- 
ta mil pesos. Fué su fundador el padre Cristóval de Vera i cua- 
tro adjuntos que le acompañaron desde Lima, que era entonces 

(1) Carvallo, M. S. 



— 126 — 

el almacigo de donde se traía por barcadas a Santiago la semilla 
Je Jesucristo. 

Muí anterior a esta institución de monjes fué la clausura de 
mujeres, que tenia su mismo nombre i segiiia las reglas "de su 
fundador. Sucediaesto porque la guerra de Arauco hacia muchas 
viudas, que anhelaban por el retiro, el silencio i la oración, 
sublimes lenitivos del dolor, i porque por otra parte crecían las 
hijas de los conquistadores i era preciso educarlas en los claus- 
tros, cosa que no debe maravillarnos, pues hoi mismo ¿acaso eon 
otras que monjas las directoras de la educación de la mujer'? 

Tres damas viudas, doña Isabel de Zúñiga, daña Beatriz de 
Mendoza i doña Ana de Cáceres, nobles apellidos todos entre los 
conquistadores, fundaron el monasterio que existia hace pocos 
años distante dos cuadras de la plaza i cuya iglesia secular es 
hoi una vasta ferretería. Ayudóos en la empresa el caudal de 
una señora llamada doña Francisca de Guzman, que había vi- 
vido en celibato, no menos que la piedad ilu>trada i siempre 
jenerosa de Rodrigo de Quiroga, quien, después de algunas 
dificultades que allanó el ponlitice Ciiegorio Xíll, a consecuen- 
cia de haberse hecho las piimeías profesiones s'n licencia, tuvo 
el placer de dejarlas ya establecid is i profesas cuatro finos antes 
de su muerte, esto es, en 1576. IVlieie Carvallo que se hizo su 
instalación el 21 de setiembre de aquel año con liestjis suntuo- 
sas, cual jamas se había visto ames en Sdniiago i con asisten- 
cia de toda la nobleza, que habia mirado el instituto como suyo. 
Del acta de cabildo de 17 de setiembre de aquel año cousta 
también que habiéndose prt^seutado ese dia el arcediano i go- 
bernador del obispado don Francisco Paredes solicitando la venia 
de aquel cuerpo para la instalación del monasterio con las dornas 
que dejamos mencionada?, «dijeron los señores capitulares que 
su parecer es que se reciban las dichas monjas por ser personas 
de calidad i viudas.» El primitivo asiento del monasterio con- 
sistia solo en un cuadro de cincuenta varas, i el resto de los 
solares que corrían hasta la Canadá f ra nn viñeilo. (1) 

En un capitulo anterior hemos hablado del obispado de San- 
tiago cuando solo llevamos consignados los recuerdos del buen 
cura Maimolejo i de la pobre igksia parroquial construida por 
el maestro Galvez i otros carpinteros que así sabian de su oficio 
como el párroco de arquitectura. 

Pero es tiempo ahora de decir que en fuerza de las recomen- 
daciones de Valdivia, fué el buen Marmolejo nombrado primer 

(1) Carta del eindico de las monjas agustinas don Ignacio Moran.* Santiago, 
tBero 24 de 1868. 



— 127 — 

obispo de Santiago por el papa Pío IV el 27 de julio de 1561, i 
convertida su humilde casa parroquial en el asiento de una 
vasta diócesis, seguu las reglas del obispado del Cuzco (1563). 
En consecuencia, la iglesia de adobes de los primeros conquis- 
tadores fué sustituida por una catedral que, trabajada de pie- 
dra de cantería i de tres naves, llegó a ser considerada como la 
mejor de Sud-Aniérica. 

Puso la primera piedra de este nuevo templo, según en otro 
capitulo dijimos, don García Hurtaao de Mendoza en 1561, 
dando de su caudal una suma considerable; ademas de 24,000 
pesos con que contribuyó el vecindario (1). 

Fué el (^ i rector de la obra por contrata el maestro Juan de 
Lezama durante doce años, i en 1573 le dieron por ausiliar (se- 
gún consta del acia capitular del 9 de euero) al maestro Mayor- 
quin con ti es pesos diarios de salario. 

La obta de las murallas marchó al principio lentamente, pues 
en 14 de junio de 1566, seis años después de comenzada, se 
quejaba el constructor ai cabildo de la carencia da materiales, 
especialmente de la pie Ira. hn n68 aiUorizaba el cabillo a Juan 
Davalos JuíVe para echar una nueva derrama de tres mil pesos 
en el vecindario, i sin embargo, cinco años mas tanle (1573) aun 
no estaban cerrados los áreos. Nombrós*3 por este motivo para 
apurar ^1 trabajo al meacionado Mayorqnin, paes le angustiaba 
al cabildo i al virtuoso obispo Birrionuevu, que habia sucedi- 
do a Marmolejo (fallecido niui anciano en 1564), el sustituir la 
vieja parroquia ya inutilizadíí, al grado de que habia sido for- 
zoso pasar la eucaristía a la Merced (1573). Al fin, el trabajo se 
terminó dos o tres años después, i como esta igle^a subsistió 
hasta el gran terremoto de mayo de 1647, su existencia, desde 
que fué consagrada, alcanzó a mas de setenta años. 

Tenia este templo la fachada principal al norte, mirando ha- 
cia la que es hoi calle del Puente, i probablemente sus torres, 
si las tuvo, estaban colocadas en su parte posterior, según era 
costumbre. Su altar mayor quedaba por consiguiente en el sitio 
que ahora ocupa la capilla del Sa;^rario, i desde su muralla 
trasera corria un pequeño patio, en una de cuyas paredes una 

(1) *Trató. dice el biógrafo de don García (Siiarez de Figueroa. páj. T6\ que 
se hieifcse allí mistno una catedral principal, juntándose a este fin en tres de- 
mandas que se hicieron veinte i cuatro mil escudos. Comenzóse este templo 
Buutuoso en su tiempo, poniendo él mismo la primera piedra, siendo ahora el 
mfjor que hai en aquellos reinos." 

Córdova Figueroa describe este mismo templo en las siguientes palabras 
(páj 53): '*£ra de tres naves i de pulido maderamen su techumbre, con dos ór- 
denes de arquería de fina cantería de piedra." 



— 128 - 

puerta estrecha daba acceso al palacio del obispo. El suntuoso 
templo metropolitano que boi tenemos, i que es el cuarto eu el 
orden de sus construcciones, fué por consiguiente concebido 
bajo un plan enteramente distinto del de aquellos, cambián- 
dose su antiguo costado en su principal fachada. 

Tales eran entre tanto las cinco órdenes monásticas i las 
principales iglesias que adornaban a Santiago en los últimos 
años del siglo de su fundación. I como se dejará notar, ni su 
clero ni sus monjes, ni su vecindario habían sido remisos ni 
escatimadores en aparejar dignamente el culto de Dios i de sus 
santos. No faltaban tampoco ruidosas novenas, procesiones^ 
penitentes, reñidos capítulos i ardientes competencias, pues 
éstas surjieron de la caba misma de nuestros cimientos, como 
si su semilla hubiese venido en la sandalia de nuestros prime- 
ros prelados, según lo hemos de ver mas adelante, (i) La gran 
era conventual de Santiago aun debia tardar algunos años, i de 
ello habremos de ocuparnos mas por estenso al hablar de sus 
grandezas i de sus increíbles escándalos en el siglo próximo i 
en el subsiguiente (2). 

(1) Las procesiones comenzaron en Santiago junto con su fundación, i éstas 
«rao ya tan formales, que diez i seis años después, esto e^, el 2 de mayo de 1556, 
ordenaba el cabildo a los gremios que sacasen en el próximo corpus todas sua 
insignias e mvenciones. Otro tanto observamos en 1568, con la particularidad 
de una democrática petición que en este último (junio 18) hizo al cabildo el 
herrero Sebastian Hernández para que se le permitiese llevar pendón junto al 
sacramento. 

Ya por ese mismo tiempo estaban distribuidos los diversos patronos que tuvo 
Santiago, i que, seg:un Pérez Garcia, aunque no los apunta todos, eran los si- 
gaientes (fuera del apóstol, que lo era de la ciudad i nuestra señora del Socorro, 
que lo era de las armas i en jeneral déla conquista): San Saturnino, abogado 
de loa temblores; San Antonio, de las inundaciones; San Lucas, de la langosta; 
San Lázaro, de la sarna i carachas; San Stibastian, de las pestes, i la visitación 
de Santa Isabel de las lluvias, a la que vino a destronar el labrador de Madrid 
cuando le hicieron su iglesia. 

"A este modo, dice a su vez el padre O valle hablando de la devoción de los 
primeros pobladores de Santiago en la pajina 1 55 de su historia, los españolea 
conquistadores de las Indias, cuidando tan poco de sus casas i viviendaSy comen- 
zaron luego desde el principio las fábricas de las iglesias con tan grande aplica- 
ción i cuidado, que las que hoi se ven (1647) no parecen edificios hechos, como 
lo son de cien años a esta parte, sino heredades como en otras partes á% los jen- 
tiles o fabricados de muchos siglos/' 

(2) El cuerdo i moderado Rodrigo de Quiroga fué el primero en levantar 
la mtno contra los desmanes eclesiásticos, sosteniendo con su autoridad a la 
Real Audiencia que en aquellos años se estableció transitoriamente en Chile, 
pues ésta amparaba a los particulares contra las usurpaciones i tiranías del go- 
bierno espiritual. En una carta al rei fecha febrero 2 de 1576 (que publica Gsy 
entre los documentos de su historia t. 2.«, páj. 106) don Rodrigo, hablando del 



— 129 — 

Bástenos por ahora enunciar que no se haría ofensa alguna a 
la exactitud filosófica de nuestra historia colonial con dividirla 
bajo estos dos grandes temas: 

En lo material.<-Etema guerra de conquista, cuyo asiento es 
Arauco. 

En lo espiritual. — ^Eterna guerra de competencias eclesiásti- 
cas i ruidosos capítulos frailescos, con su asiento inmutable en 
Santiago. 

amparo contra las últimas se espresaba en efecto con estos términos: "Los jaeces 
eclesiásticos hacen fuerzas a los legos, de tal suerte que la Audiencia tenia 
tanto trabajo con algunos de ellos sobre el alzarlas, aconteciendo algunas veces 
no obedecer las primeras provisiones, a cuya causa han molestado i aflijido con 
descomuniones 1 delaciones contra los legos." 

I mas adelante en esa misma pieza se felicitaba de que de esas providencias 
no hubiese apelación, porque si la hubiera, dice, seria "dar ocasión a que los 
jueces eclesiásticos se saliesen con todo lo que quisiesen/* 

Dos años después el mismo Quiroga, de cuya acendrada piedad hemos visto 
tantas pruebas/daba cuenta de encontrarse en choque con el obispo del Impe- 
rial, que queria nombrar docirhieros i curas sin su anuencia. Pero el gobernador 
eon una laudable eneijia, a pesar de sus años, habia cortado radicalmente el 
conflicto» ordenando que no se pagase salario a ninguno de los que no se elijie- 
aen conforme a lo establecido por la leí. Esos no hai inconvenjmíe qne todos los 
dÍA« vemos puestos por la mano del Presidente de la Rep&blica en loa noifibra 
mientoa de Iob curas por el Ordinario, datan, pues, desde aquellos añoa. 



BlSf . CJ^ÍX. 



CAPITULO XII. 



XiM !•▼««. 



Ctrácter ealamltoso del siglo XVK en Santiago. — Alarma que despierta en 
Efpafia la muerte alevosa de Loyola. — Se aamenta el ejército perman^ite 
i Tiene Alonso de Riyera de gobernador. — Sistema miserable en qne des- 
cansa la gnerra de Arauco. — Guerra defensiva i sns absurdos. — Creación 
de las Fronteras i los tercios. — Mciheas o entradas a la tierra. - Oríjen de 
las rabonas. — ^Miserable organización del ejército i su afemÍDamiento. — Laa 
Cangrejeras i la Albarrada. — Paces de Baldes i reconocimiento, de la in- 
dependencia de los Araucanos. — Juicio acertado de Jerónimo de Quiroga 
sobre este inconcebible error. — Fraudes inauditos. — ^Plan de Lazo de la 
Voga para poner fin a la guerra. — Placarte de l^(i^.^Elpago de ChUe.-^ 
Superioridad de los reclutas i caballeros de Santiago para la guerra.-^ 
Tenaz resistencia que los santiaguinos oponen a las Uvas. — Bajada del 
gobernador Lazo de la Vega a Santiago. — Conferencia que celebra con los 
vecinos para procurarse reclutas. — Desobediencia de los principales de 
aquellos! su prisión. —Jenerosa reconciliación de Lazo. — Nuevas quejas 
del cabilda — Felipe IV ordena que no se bagan levas en Santiago sino 
cada diez afioa. 



£1 siglo XVI, que marca la era do la fundación de Santiago, 
habia sido una edad de prueba i de tan grandes infortunios, 
cuanto la admirable constancia de sus primei*os hijos pudo 
solo sobrellevarlos. La muerte por la lanza de los bárbaros del 
primero i del último de sus gobernadores no habia sido el ma- 
yor de aquellos. 

No obstante, la era subsiguiente estaba destinada a sobrepu* 
jarle. £1 siglo XVII es todo entero una crónica de horror, i a 
la verdad quO; desentraüando de sus arcanos las enseñanzas filo- 
sóficas que las jeneraciones van trasmitiéndose entre sí, llega a 
comprenderse esa peculiaridad de nuestro carácter nacional, que 
nadie negará es sufrido en el dolor i constante contra las adver- 
sidades. Inundaciones, guerras continuas, terremotos que iban 
hacinando ruinas sobre las ruinas que habían dejado anterio- 



— 131 — 

res trastornos, presidentes enloquecidos, como Meneses, otros 
infatuados i dominados por mujeres^ como Acuña, pestes he- 
diondas en el pais de los aires puros, hambres en la tierra de 
la hartura, incendios i saqueos de piratas; alborotos i motines 
de soldados; alborotos o motines de frailes i aun de. monjas con 
escalamientos de murallas; asedios puestos a los conventos con 
fuerza aitnada; duelos a cuchilladas en las gradas de los tem • 
píos; disputas puramente de pulpito, que terminaban en el en- 
grillamienlo délos deanes o en la fuga de un obispo; i, por úl- 
timo, hasta la negra mano de la inquisición arrimando los 
tizones de sus hogueías en nuesti as principales ciudades; tal es 
el descarnado resumen de lo que fué para Chile, i en especial 
para su centro político i social, que era Santiago, el siglo XVII, 
al menos basta su último tercio. 

Verdad es que el vulgo ha encontrado dos compensativos a 
esa serie no interrumpida de calamidades, esto es, la Rfsal Au- 
diencia^ que debió traer el orden i el equilibrio de la justicia a 
la nación i el JReal Siluado que debió producir la prosperidad 
de su comercio i el buen réjimen de su economia adminis- 
trativa. 

Pero tómanos desde luego sobre nosotros, i para cumplirlo 
en breve, el compromiso de evidenciar que estos mismos ele- 
mentos de prosperidad, como plantas traídas de fuera i coloca- 
das en terreno agrio i enmalezado, abserverian su veneno i 
crecerían sobre él solo para prestarle una sombra funesta. 

Cúmplenos entre lanío recorrer raui a la lijera una de las 
causas mas graves de aquel profundo malestar, la guerra, que 
es todavia, como entonces, la llaga mas dolorosa, mas antigua i 
peor curada que aqueja la constitución de la república. 

Al saberse en efecto en España la muerte aleve del goberna- 
dor Oñez de Loyola, cuando hacia poco Ercilla habia publicado 
su ponderado canto ensalzando la gloria de un pueblo bárbaro 
para encumbrar mas alto la de los propios, comprendióse por 
la piimera vez en la corte que la guerra de Arauco no era asun- 
o de campamentos ni de octavas reales sino un grave negocio 
de Estado. Por otra j aate, la víctima de Guadava era un sobri- 
no de San Ignacio. Los jesuítas comenzaban a ser poderosos en 
el viejo mundo, i ya en Chile hablan entrado protejidos por 
la espada de aquel caudillo. Hizose aquella, en consecuencia, 
ademas de cuestión de Estado, alta cuestión político-eclesiásti- 
ca, i por consiguiente tuvo la magnitud que entonces recibía 
todo lo que en aquellas edades pasaba al nuevo mundo por el 
doble camino de Madrid i de Roma. 

En vista de esto, ordenóse por el rei que el ejército de Arauco 



— 132 — 

se hiciese subir a 2,000 plazas veteranas, cuando antes solo ba- 
bia tenido a lo sumo 600 soldados colecticios; se despacha- 
ron 1^000 hombres de España que vinieron por Buenos Aires 
con el capitán Mosquera. Gaspar de Villarroel trajo 300 de Mé- 
jico i basta de Lisboa sacó una compaüia de caballería el capi- 
tán don Francisco Rodriguez del Manzano, fundador de la fami- 
lia de Ovalle, influyente en la colonia. I aun mas tarde marchó 
también con toda dilijencia, con poderes amplísimos, i lo que 
era mas eñcaz, con libranzas que importaban un millón de du- 
cados (1) un soldado tanto o mas ilustre que don Alonso Soto- 
mayor, i formado^ como éste, en la gran escuela de las guerras 
de Flandes. Hemos nombrado al célebre gobernador Alonso de 
Rivera, figura militar de primera magnitud destinada a ocupar 
un pedestal prominente entre Pedro de Valdivia, Alonso de So- 
tomayor, Garcia Ramón i don Francisco Lazo de la Vega, los 
cinco grandes batalladores del primer siglo de la colonia. 

La guerra de Arauco no era en si misma una empresa de 
jigantes, pero la hablan hecho tal la tenacidad de algunos ca 
pi tañes como Valdivia i los Villagias; la incompetencia mani- 
fiesta de los que iban a dar batallas envueltos en sus togas de 
curiales como Bravo de S:dravia i los oidores de la primera 
Audiencia; i por último, i lo que perpetuó sus estragos, el ne- 
gocio, el vil negocio que se hizo por todos, presidentes, oido- 
res, Eoldados, clérigos, hasta mercaderes de tráfico público, 
mediante la prosecución de un ardid que era llamado guerra, 
porque en ella intervenían lanzas i cañones, pero que consistía 
solo en una especulación organizada en todos sus detalles para 
lucrar por una parte con el salario i la sangre de los soldados, i 
por la otra, con la sangre i la esclavitud de los indíjenas de 
Arauco. 

Alonso de Rivera puso al principio algún rigor; pero enamo- 
rado a escondidas de una bella chilena, hija de una heroína 
(doña Inés Fernandez de Córdova cuya madre fué doña Iñes de 
Aguilera, la salvadora de la guarnición de la Imperial), casóse 
sin licencia real, lo que le valió su desgracia, i aunque le suce- 
diera un hombre tan entendido como él mismo i aun mas an- 
tiguo en el arte de guerrear con los araucanos (Alonso Garcia 
Ramón) metiéronse de por medio los jesuítas con sus utopias 
de misiones i de fundación de pueblos i de estancia de conversión 
a la manera del Paraguai. I cuando iba la guerra a tener acaso 
su último desenlace puesta en manos vigorosas, Luis de Valdi- 
via trajo desae España dentro de su gabán de clérigo una real 

(1) Carvallo, Historia M. S, 



— 133 — 

cédula que era un legado de tres siglos de combates para la re- 
pública. Tal fué el famoso plan de guerra defensiva acordado 
por la Corte, i que vino a dar a los indios su primera gran vic- 
toria política i de hecho. tFué la guerra defensiva providencia 
para eternizar la guerra, dice uno de sus propios capitanes; fué 
pararse en medio de la carrera i fué, en fin, en los indios, la 
posesión de la tierra que hasta hoi gozan.» (1) 

Datan desde entonces lo que se ha denominado por una ano- 
malía inesplicable las Fronteras, dentro del territorio mismo 
del Reino i de la República, porque quedó acordado que el Bio- 
bio, separarla en adelante el pais libre i reconocido por tal de 
los bárbaros, del que se hallaba sometido a la España. ^ 

Aquella fué la primera abdicación déla conquista. Formá- 
ronse entonces dos tercios de tropas que se manteniSn mas en 
observación que en campaña, i se situaron, el uno en Tumbel, 
punto estratéjico de la Alta Frontera con el nombre de Tercio 
de San Felipe de Austria, a cargo del sárjenlo mayor, que era el 
teicer oficial del ejército fronterizo i se ocupaba mas inmedia- 
tamente de la instrucción del soldado, i el tercio de Arauco, en 
la Baja Frontera, bajo la mano del maestre de campo ^ o segundo 
jefe después del capitán jeneral, i se componía por lo común 
de caballería; a virtud de hallarse mas en la vecindad de los 
indios. 

Sin embargo, como aconteció que en breve les neófitos de los 
jesuítas mataron a lanzadas i a traición a sus apostóles i echa- 
roa las cruces de la conversión al fogón de sus malones, rom- 
pióse el absurdo artificio de la guerra defensiva fundada por un 
fraile fanático i presuntuoso, por mas que su virtud personal 
le hiciera llamar el Las Casas de Chile. Hubo en consecuencia 
de volver de su destierro a pelear de nuevo i a morir en breve 
el valiente Alonso de Rivera (1617). Sus huesos yacen todavía 
donde fué la antigua Concepción, al lado de los de su sucesor 
en dos ocasiones el no menos ilustre Garcia Ramón. 

Corrió desde entonces la guerra mas de doce años con suerte 
varia, por entre las manos de i^nos cuantos hombres vulgares 
que con el titulo de interinos (el mas funesto de los procedimien- 
tos administrativos de la colonia trasmitido integro hasta noso- 
tros) se contentaban con hacer cada año su entrada a la tierra, 
nombre técnico que se daba a la campaña de cada año. Quemá- 
banse en ellas de paso unos cuantos ranchos i sementeras, ha- 
cíanse cautivos unos pocos centenares de piezas^ que iban a 

(1) Jeró limo de Quiroga, qne fué durante 1*7 afio» maestre de cnmpo en las 
Fronteras tn el último tercio del siglo XYII. 



— 134 - 

ser vendidas como esclavos en Lima i en Potosí; i en seguida 
volvíanse los capitanes a invernar a Concepción i con mas fre- 
cuencia a Santiago, seguidos de una soldadesca vil, viciosa, 
cobarde, reclutada fntre la hez de los mestizos i cholos del 
Perú, que convertían nuestras ciudades, según el testimonio 
unánime de los cronistas antiguos, en sucias madrigueras de 
hurto i disolución. Cuando al verano sígnente volvían a la en* 
trada o maloca de costumbre^ lus lerdos arrostraban consigo 
una turba de mujeres indias o mestizas que iban a participar 
de los despojos de los saqueadores en el territorio indíjena. De 
aquí el oríjen de esa institución verdaderamente bárbara e in- 
munda que se practica todavía en nuestro ejército con asom- 
bro de los europeos i que es conocido con el nombre peculiar de 
hs rabonas {\), 

l^ero en medio de esa molicie i de esa corrupción del ejercicio 
de las armas en que había dejenerado el primer heroico vigor 
de la conquista, los indios cruzaron en una ocasión de sorpresa 
las ímajínarias fronteras i vinieron a dar una completa derrota 
al tercio de Yumbel, en el vecino estero de las Canfjrejeras (mayo 
15 de 1629). Fué en esa famosa batalla, triste escaramuza diaria 
de nuestras armas modernas, donde cayó prisionero aquel fa- 
moso capitán, adolescente entonces, don Francisco BascuDan, que 
nos ha contado su cau/iücrío feliz en un grueso volumen, mo* 
numen to inmensurable de majadería literaria. 

Fué preciso que llegara a Chile un hombre de la fama i de 
los talentos militares de don Francisco Lazo de la Vega (diciem- 
bre 33 de 1629) para que la guerra adquiriese su antiguo equi- 
librio. La gían batalla de la Albarrada, ganada por el tercio de 



(1) Uno de los fiscales de la primUÍTa Real Andiencia, en un despacho fecho 
en 1610, se queja altamente de las fechorías de los soldados i de la impotencia 
para castigarlos porque por R. C. de 2 de dlclombre de 1608, el conocimiento 
de todas las causas militares correspondía esüludivamente al gobernador, esto 
es, al jeneral en jefe del ejército. Según este mismo togado, cuando los soldados 
voltian a las Fronteras, después de invernar en Santiago, se llevaban mas de 
trescientas indias robadas, i de aquí las rabonas. El estado del ejército en si 
mismo DO era menos lastimero según este autor. De las compañías de caballería 
habla una sola que tenia cincuenta plazas i de la infantería otra cien. Las de* 
roas se encontraban vergonzosamente incompletas. La mayor parte de los capi- 
tanes eran mozos sin esperiencia, i se re/ormaha cada ofio un número conside- 
rable de capitanes, que iban a vivir de holgazanes en S¿intiago, a fin de dar 
entrada en las filas a los designados por el favor. Los escándalos en la provisión 
de los víveres eran tan exorbitantes, que el trigo se vendía en esa época (1610) 
a loB soldados a cuatro pesos la fanega i la cebada a dos pesos. — (Informe del 
oidor Celada a Felipe IIL Santiago, enero 6 de 1610. Documentos vol. 2.« 
páj. 194.) 



— 185 — 

Arauco el 12 de enero de 1631, dejó vengado el desastre de las 
Cangrejeras. Empero^ para que se juzgue de esa guerra bajo 
su verdadera luz. no se eche en olvido que Lazo no tenia en ese 
combate sino 800 hombres bajo su mando^ i oue habiéndoles 
muerto 812 i capturado 520 de los indios, solo perdió un sol- 
dado. 

Lazo de la Vega gobernó cerca de diez años, como habían 
gobernado Sotomayor i Rivera, i como ellos, no se habia apeado 
del caballo ni habia visitado a Santiago sino para pedir ausi- 
lios i reclutas (según en su lugar veremos), hasta que al fin, 
domada por su brazo de Qerro la cerviz del indio, su sucesor, 
que era tan cauto en el gobierno, como aquel fuera duro i 
obstinado eu el ejercicio de las armas (don Francisco López de 
Zúíiiga, marques de Baldes) celebró las primeras paces jenerales 
(16Í9) llamadas paces de Baides por el nombre de su autor. Las 
últimas de ese jénero que se celebraron durante el coloniaje 
tuvieron lugar siglo i medio mas tarde bajo el ilustre 0*H¡gg¡ns 
en el famoso Parlamento de Negrele (1793), donde se echaron 
definitivamente las bases de la existencia política propia que 
hasta hoi hemos reconocido a la Araucania (1). 

Tal era la guerra colonial considerada rápidamente i solo en 
su esencia. La historia, empero, nos ha conservado algunos 
rasgos de ella que la acaban de pintar en toda su fea desnudez. 

Respecto de su parte económica, por ejemplo, que es en lo 
que mas directamente interesada aparece la crónica i adminis- 
tración local de Santiago, se descubre que lo que se llamaba 
guerra servia solo de pretesto o de escusa para una dilapida- 
ción escandalosa i una cadena de saqueos que comenzaba en 
Lima o en Potosí, de donde parlia el situado (que al principio 



(1) Este primer parlamento, orijen de tantos otros que liun sido la causa 
principal de la prolongación de una guerra inconcebible, se celebró en los lia. 
nos de Quillin a cuatro o cinco leguas de Puren, el 6 de enero de 1641, asis- 
tiendo como toqui de los araucanos el famoso Putapichon, señor do Tomeco, el 
Lautaro del siglo XVII, i el marques de Baides en persona con 2,350 soldadoR 
que era el mayor número de tropas acopiadas hasta entonces eo la frontera. 
Baldes llevaba en su séquito mas de siete mil personas i los indios se presenta- 
ron en mayor número. 

^ Las principales bases de la paz fueron: 1 .* reconocimiento de la independen- 
cia de los araucanos; 2.* permiso otorgado por éstos para reconstruir los antl* 
guos fuertes i colonias; 3.* alianza de las do8 naciones; 4.* canje de prisionero^' 
lo que equivalía a otros tantos absurdos i miserables condescendencias, porque, 
como dice con sobraoa razón Jerónimo de Quiroga, esperto como el que mas en 
aquellos asuntos, ' todo no fué otra cosa que perdonar a los indios los pasados 
desórdenes, d<^arlos en la potetion de la tierra i darles comodidad i facultad 
para correrlas, muertes i robos." 



— 136 — 

(1604) faé solo de 100,000 ducados i subióse ea breve a 21S,ú6o) 
e iba a terminar en los fuertes de las fronteras^ donde los sol* 
dados a quienes aquella cuantiosa suma estaba destinada vi- 
vían hambrientos i vestidos de andrajos. 

Cuando hayamos de ocuparnos del comercio de la colonia» es 
decir, del comercio de Santiago en estos años, contaremos mas 
prolijamente lo que era el situado i sus resultados financieros, 
civiles i aun sociales. Bástenos decir por ahora que habiendo 
fundado con sus aprovechamientos los gobernadores Rivera i 
Garcia Ramón una estancia de vacas llamada de Calenioa, a 
orillas del Longomilla, que llegó a contar 12,000 vacas para la 
mantención del ejército, i otra hacienda de sembradíos i de 
ovejas, que tuvo 18,000 délas últimas, produciendo hasta 7,000 
fanegas de trigo (la estancia de Buena Esperanza^ cerca de la 
Florida) en una i otra, cuando pocos años mas tarde llegó Lazo 
de la Vega no encontró sino la noticia de que habían existido 
aquellos caudales (1). Fuera de ésto, la deuda de la empobrecida 
colonia subía en esa coyuntura a mas de 250 mil pesos. Feliz- 
mente el avisado presidente entró al mando con dos situados en 
la mano (el de 1628 i el de 1629) con lo cual pagó 90 mil pesos 
de atiaso i gastó 180 mil en reclutas i reposiciones (2). 

Los sueldos del ejército, que jamas se pagaban en dinero, 
aino en ropa i víveres, por el cuádiuplo de sus lejítimos precios, 
corrían parejas con aquel sistema de derroche i monopolio, al 
^uuto de que el jeneral en jefe del ejército (el maestre de cam- 
po) ganaba entonces algo menos del prest de un jefe de batallón 
en estos tiempos de orden i de baratura en la mantención en 
cuartel i en la compra de arreos militares (3). 

I como los sueldos que se pagaban por reglamento a las guar- 
niciones del Perú i de Costa ñrme eran dos o tres veces supe- 
riores al de Chile, repugnábase por toda la jente de guerra que 
tenia algún valimiento el venir a comer las migajas del situado 

(1) '*FaIta todo sin que haya mas que la memoria." (Carta de Lazo de la Vega 
al reí. Yumbel, abril 2*7 de 1630). — Gay, DocameQtos, vol. 2.*. 

Rivera estableció también noa fábrica de jarcia en Quillota para utilizar el 
magnifico cáñamo de aquel valle, 1 en Melipilla un obraje de telares para fabri- 
car paños burdos de tropa; pero una i otra hablan desaparecido en el desgobier- 
no de sus sucesores. 

(2) Informe del doctor don Lorenzo de Almen sobre el gobierno de Lazo de 
la Vega, fechado en Concepción el 16 de marzo de 1634 i publicado por Gay 
en su segundo volumen de documentos. 

(3) Según el primer reglamento del ejército que trae Carvallo eo su historia 
manuscrita i que se promulgó en 1608, componíase aquel de quince compañías 
de infantería de a cien hombres cada una, siete de caballería con setenta plazas 
i cuarenta capitanes reformados que hacían la guardia del gobernador i con los 



>r> « 



-: 157 — 

en A prendió ékChikyCbmó se llamaba eñtoüce.^é^fé étielo^^eá el 
lenguaje de la. contaduría militar. I de tal manera era esto, 
que el pago dé Chile comenzóse a hacer materia de mofa i'de 
refrán, has^^ que quedó perpetuo i como un lema o estigma 
nacional, cuándo la colonia, convertida en república, comenzó 
a pagar los servicios de sus mas eminentes ciudadanos como 
aquella había pagado sus tercios. 

De aquí, pues, otro de los tristes caracteres de la guerra de 
Arauco hecha con jen te mercenaria 1 descontenta; dé aquí el 
que no progresaran jamas las armas; de aquí el que se mirara 
el ejercicio de éstas como una mengua^ i por último, que el 
ejército itiistno en campada no fuese sino una aglomeración 
confusa de aventureros forzados que en gran manera autoriza- 
ban el nombré de presidio que se daba a sus cuarteles. «Es tan 
poca la peguridad que se tiene de esta jente (escribia al reí el 
gobernador Garcia Ramón desde Concepción el 12 de abril de 
1607) por andar tan descontentos, que prometp aV. M. que 
no hái barco que ande con ella ni pueda estar en puerto nin- 
guno, porque luego le arrebatan i huyencon éU (1). «No ha ha- . 

cuale» 86 completaban los dos mil hombrea del ejército permanente. Los sneldot 
principales eran los siguientes por mes: 

£1 maestre de campo $ 137 4 rs^ 

Saijento mayor 68 6 *' 

Auditor de guerra 33 5 " 

Veedor o comisario jeneral 165 I ** 

Capitán de infantería 68 6 " 

Alférez....; 27 4 " 

Saijento 16 4 " 

Soldado 11 4 " 

(1) 6ay, PocumentoB, vol. 2* 

Habla llegado a tal punto la miseria i desolación de Chile por estos afios, i 
eran tantos loé gastos improductiyos en sangre i oro, que aun llegó á pensarse 
(según algunos putores) en despoblar el reino 1 dejarlo a merced dé sos prima- 
res habitantes, pensamiento que se habría llevado a cabo d no se hubiese tenido 
en cuenta que la guerra de Arauco suministraba anualmente una buena provi- 
sión de cautivos de complexión rohusta, que eran destinados a las minas de Po- 
tosí i Guaucavelica, cuyos horribles trabajos no podian soportar los naturales 
del Perú. Felipe IIT, en efecto, por R. C. de 26 de marzo de 1608 había decla- 
rado esclavos, como los negros, a los indios que se hiciese prisioneros. 

Al hablar de los últimos afios del siglo XVI dijimos que se habla hecHo un 
refrán en el Perú el decir por cualquier desacato: Guárdate que té mandarán a 
Chite; asi comenzó a hacerse adajio en los primeros afioi del siguiente de lo que 
•e llamaba el pago de ChUe, principalmente desde que se promulgó ^plM^arie 
o plan de sueldos de 1608, del que hemos dado ya algunas cifras capitales para 
probar su exigüidad. De aquí vino que cuando a tm oficial o soldado de U opu- 
lenta Lima le enviaban a esta colonia por castigo u otra causa,' decían de él que 



— 188 — 

bido agujero en el reino, anadia otro capitán de aquella época, 
por donde se hayan podido ir los qneestán ac4que no lo hayan 
intentado» (1). Este mismo celoso soldado pedia al rei que no 
se enviasen mas al ejército de Cbile jente vil i aun presidiarios 
rematados de Lima, según era entonces la costumbre. Por lo 
regular, componíase el mayor número de aquel de cholos^ es 
decir, indios peruanos que venían a continuar, indijenas con- 
tra indijenas, la guerra de conquista que habia comenzado 
un siglo antes de la entrada de los españoles el inca del Cuzco 
Tupangui (2). 

' HabrAse por esto hecho juicio de lo que era el personal del 
que se llamó por mas de dos siglos ejércilo de la frontera^ i es 
preciso oir a sus propios caudillos para saber cómo se hacian 
aquellas guerras que tuvieron tantos poetas i cronistas. «Es 
menester, dice el gobernador Jara Quemada ya citado (3), que 
el soldado de a caballo lleve tres soldados, uno para que le trai- 
ga yerba i otro que le lleve la comida i cama i le haga de co- 
mer^ i esto el menorete porque hai muchos que meten quince o 
veinte caballos i seis yanaconas i el infante su trigo i piedra de 
moler ^ que todos los mas las llevan, con que todas las veces que 
se alojan i se levanta el campo parece que se funda o se muda 
una ciudad.» 

I si esto hacian los menoretes; ¿cuál seria el regalo i holganza 
de los capitanes? El mismo Lazo de la Vega, siendo tan soldado 
como era, necesitaba, según su propio maestre de campo don 
Santiago Tesillo, doscientos caballos para él i su sequilo personal, 
que de capellán a cocinero constaba de diez i seis personas. 

El equipo de caballos, arma tan poderosa de guerra en la 



recibía el poffo a sneldo de Chile, i éste i no la ingratitud pública es el oríj^m 
del refrán. La ingratitud ha sido solo su sanción republicana. 

Sin embargo, alguna aplicación tenia ya el pago de Chile como apotegma 
moral en los siglos coloniales, pues hablando Qlivares (citado por Carvallo) de 
la ingratitud con que el rei pagó los servicios del ilustre chileno Pedro Cortes, 
cuj'a hoja de guerra tenia la inscripción de ciento diez i nueve hatallas, dice "que 
lo que ganaban los valientes i animosos, lo comían los poltrones." 

(1) El gobernador Jara Quemada. —Carta al rei, de Santiago^ enero ?9 de 
1611 (Gay, Documentos, vol. 2.«) 

(2) Hablandade la cotiiposicion del ejército fronterizo, el capitán prisionero 
de las Cangrejeras, ategura que todas las levas se hacian en el Pevú, "siendo 
asi, dice, que son de mas utilidad i provecho cuatro honibres de Chile que cietüo 
de los que suelen traer i han traido en estas últimas tropas, pues las mas veces 
llegnn sin camisas ni espadas, que en lugar de dar algún cuidado 1 temor a los 
enemigos, los menosprecian i hacen burla 1 chanza de ellos." (Bascuñan, CauU- 
verio fdiz.) 

(3) Informe al rei de 1.» de mayo de 1611. 



— 189 — 

subyugación de las razas de América, no era mejor que la cali- 
dad de los jinetes. Al contrario^ mientras los indios se habían 
hecho dueños en menos de cincuenta aüos de las mejores caba- 
llerías de este continente, la decadencia de las crias que con 
tanto afán habia establecido Valdivia, habia llegado a tanta 
postración, que en los primeros años del siglo XVII (1611) no 
habia en todo el reino seis tratantes de caballos por la razón 
de haberse consagrado todos los estancieros a la crianza de mu* 
las, que iban a vender a precios subidísimos a Potosí i otros 
ricos asientos de minase. A tal grado llagó esto, que en el año 
último citado el presidente de Gliile se vio forzado a mandar 
comprar caballos al Paraguay p.ira la remonta del ejército, i 
cuando llegaron éstos se encontraron inservibles por chucaros o 
cerriles. El primer importador de estas arrias de caballos foras- 
teros^ llamados después cuyanos^ fué el capitán Pedro Martínez 
de Cavada. 

Tal era la llamada guerra de Arauco, despojada de oropeles, 
de poemas i de frailerias de crónica, tales sus principales ele- 
mentos de acción, de movilidad, de triunfo, de gloria i de ne- 
gocio. 

¿Qué mucho entonces que durara trescientos aüos i que fuera 
el mas grave i el mas influyente asunto püMíco de la vida co- 
lonial i de la existencia misma política, civil i sobre todo ñnan- 
ciera de la capital? 

Talvez prolijos en demasia hemos sido en esta reseña, pero 
hacíase ella indispensable para entender con claridad muchos 
de los sucesos posteriores de la vida local de Santiago que vamos 
narrando, i en la cual las Fronteras no eran como hoi no una 
raya Imajínaiia o un nombre histórico, sino como las murallas 
mismas de la ciudad. 

I en efecto, si no se ha echado en olvido que los principales 
si no todos los gobernadores de la colonia eran esclusívamente 
nombrados en atención a su carácter i antecedentes militares, 
adversos por consiguiente al desarrollo pacíñco de las ciudades 
puramente agrícolas i mercantiles, como comenzaba ya a serlo 
Santiago; si se recuerda que muchos de aquellos no conocían 
la ciudad sino de nombre o como una posada hallada a medio 
camino, i por último que durante una parte del año si bajaba 
(esta era la palabra consagrada) de las ciudades de arriba la sol- 
dadesca viciosa i desenfrenada que las guarnecía era solo para 
traerle el continjente de sus vicios i de sus escándalos, se com- 
prenderá que la guerra de Arauco fuese una causa secular del 
atraso, de la tristeza social, de la pobreza del tráfico, de la este- 
rilidad de la tierra, de la miseria del pueblo, de la paralización, 



— 140 — 

m fin ^completa del {»?ogreso coloalal que en todos seotidoi 
observamos durante el malhadado siglo XVII. 

Por otra parte, i por estas propias razones, ya hemos visto 
de qué manera áspera, enojosa i egoísta contemplaba el vecin- 
dario del Hapocho aquella guerra culpable i funesta, fundada 
en el predominio de las ciudades australes i en la mina directa 
del asiento político del reino. Dimos ya cuenta del disfavor con 
que siempre miraron los primeros pobladores las empresas desa- 
tentadas de Valdivia i su constante repulsa de ausilios i de sol- 
dadoSj que al fin amparó contra Loyola la Real Audiencia de 
Lima (1597). 

Otro tanto aconteció en los primeros aúos del siglo subsiguien- 
te con el severo Jara Quemada i el caballeresco don Francisco 
Lazo de la Vega. Maldecía el primero en sus despachos, i a 
guisa de soldado antiguo i regañón, i denunciaba al rei la 
poltronería de los santiaguinos, i especialmente de los capita- 
nes que a titulo de reformados i «con una patente mal dada» (1), 
no querían consentir en militar en la frontera^ siquiera los 
tres meses de verano que duraba la campaña o la guerra activa 
de cada año. 

Eran tenidos, sin embargo, los soldados que producía Santia- 
go en mucha cuenta, no solo porque eran de suyo animosos í^ 
sufridos, pues hasta hoi mismo es acreditada opinión que no 
hai pueblo de la república que contribuya con mejores reclu- 
tas, i de esta idea, como la de que sallan siempre en buenos 
caballos i con armas escojidas, venia que los jenerales del sud 
viniesen de tarde en tarde a pedirle su obligado continjente de 
sangre i de acero. 

Hizo esta demanda en dos ocasiones el incansable don Fran- 
cisco Lazo de la Vega, viniendo para el caso a hospedarse en 
casa de algún rico e inñuyente vecino, pues nunca tuvo otra 
mansión que el lienzo de su tienda de campaña (2). 

No obtuvo ningún éxito voluntario en su primera visiti 

(1) Carta citada de Jara Quemada al rei, de OoDcepcion, 1.* de marzo d< 
1611. 

(2) Segan Tesillo, Lazo de la Vega maodó construir una casa de piedra pan 
eü reddeDcia, pero esto no pudo tener lugar sino en Coneepcioi Hasta prinei 
pios del siglo XVIU los capitanes jenerales no tenían residencia fija en Sant'a 
go, pues la que babia sido casa de Valdivia en el ángulo nordeste de la platj 
estuvo ocupada, según dijimos, por los tesoreros reales i sus oficinas. 

Sin embargo, en los últimos años del gobierno de Lazo de la Vega i durant* 
el período de su sucesor el marques de Baldes, parece que los preúdentea aolia 
habitar también las Cajas reales, pueB hablando de este edificio el tesorero M 
gttel de Lerpa en carta de 23 de mayo de 1647, dice: "donde eolia vivir el gi 
iMsmiadoF cuando bajaba a esta ciudad/' Con todo^ el palacio que fué de loa pr 



— 141 ^ 

ocurrida a poco de su entrada al reino (junio 23 de 1630) pues 
aanque puso bandera de enganche i dio pregones de guerra, 
DO ocurrió un solo individuo a su llamado. Sin embargo^ a • 
fuerza de dinero i gastando dos situados de un solo golpe con*- 
siguió sacar en noviembre un mediano ejéixíito de seiscientas 
treinta plazas (1) con el que a poco moverse consiguió lafámo- 
sa victoria de la Albarrada de Maipo de la conquista, i esto es- 
tará probando cuan fácil habría sido dar cima a aquella guerra 
si en tiempo oportuno se hubiese puesto en ella el debido em i* 
puje (2). 

A su regreso a la capital en el invierno de 1631; orgulloso la 
Vega con su victoria i empeñado por lo mismo en sacar de 
ella todo el fruto que debia producir para la pacificación del 
reino, solicitó con mas ahinco de los vecinos una eficaz coope- 
ración. Iiiüüles fueron sus ruegos contra la inveterada adver^ 
8Íon i los fundadores de aquel pueblo a todo lo que fuera ofre-^ 
cer en aras de la patria otro continjente que el de las palabras, 
que entonces se vertían solo en lo privado de las reuniones de: 
familia o cuando mas en él pulpito, según ya recordamos, asi 
como hoi apeoas dan salida a sus manifestaciones, tan vivas 
como copiosas, la prensa, la tribuna i los tneelings. «Palabras! 
palabrasi palabrasi», según decia el gran poeta del corazón hu ^ 
mano (3). 

sidentes hasta 1846 i la mudanza de las Cajas recUes^X edificio que todavía Ueya. 
su nombre, son hechos que pertenecieron al siglo XVllI, según ha de versé 
oportunamente. 

(1) Carvallo.— M. S. 

(2) Lazo de la Vega, como todos los hombros de honradez i de int^lijeam.. 
de Ift colonia que sepcuparon de la cneetion de Arauoo en un sentido piirg«. 
mente militar, pensaba como piensan tod&fia los hombres honrados e inteli- 
jetites de la repábliea. Ateniéndonos a lo que refiere su propio mae^re de cam- 
po Santiago Tesillo, buen soldado, natural de las montafias de Santander, qué 
escribió sobre los medios de poner fin a aquella inconcebible contienda,. i.a«o, 
propuso a la corte el concentrar en una sola campafia enérjica i dcjcisiva todas 
aquellas entradas a la tierra de pillaje i asesinata Para esto pidió que vinieseii) 
de España dos mil hombres veteranos i aguerridos; que se gasitase - en up solo 
año los situados de cuatro, que se ocupasen de una manera permanente cuatro 
puntos estratéjicos de las fronteras, fundándose en ello» pueblos socorridos eQtre 
si^ i por último, que se emprendiese contra los. bácbaros por laa fronteras del 
Biobio i las de Valdivia. 

Ko fué tampoco otro el plan del ilustre don Ambrosio O'Higgins 150 años 
después, i ¿acaso es diferente el que persiguen hoi después de otro, siglo maí, 
ga>tado los jóvenes capitanes de la Bepúblicat 

(3) "What do yon read mylordf 
Wúrdé, vwík, wordsf' 
Shakespeare^ Hamlet, actoll,^ eso. IL 

Según Tesillo, el gobernador llevó un memorial escrito a la jutJba^de. ve^iiiiM 



— 142 — 

Pero Lazo de la V^a no era como los hombres de hoi, que 
a las voces de los unos contestan con las Voces de los otros. A la 
grita de los santiaguinos el airado capitán contestó con la cár- 
cel, metiendo en ella a los mas encopetados de los señores feu- 
datarios de Santiago, que rehusaban empuñar la lanza por se- 
guir medendo el pacifico arado o las yuntas de sus chácarai 
Sttb-urbanas i de sus estancias de ganados. 

Hubo con este motivo serios alborotos en la tranquila capital, 
i tomó la voz por todos en defensa de los fueros del pueblo una 
orguUosa matrona llamada doña Isabel de Guzman por la pri- 
sión de su hijo don Antonio Escobar. Guardó a éste quince dias 
en la sala de cabildo de Santiago (que era de ordinario la pri- 
sión de la jente noble) el enojado don Francisco, i solo le dio 
suelta a influjos del provincial de los jesuítas, i porque el man- 
cebo ademas de su madre tenia poderosísimos parientes. Era 
uno de ésto» don Francisco Fuenzalida, hermano de doña Isa- 
bel de Guzman i persona a la sazón de mucha cuenta, según ha 
de notarse en la relación de un suceso social lleno de interés 
dramático i que en breve hemos de narrar. 

Los agraciados ocurrieron a la Real Audiencia invocando las 
cédulas del tiempo de Oüez de Loyola i otra posterior de 1612 
en que el rei ordenaba no se hiciesen levasen Santiago sino en 
casos de estrema necesidad. Don Francisco, por su parte, pidió 
amparo a la Audiencia de Lima, i ésta dio sentenciad su favor. 
Usando, empero, de una magnanimidad poco común entre los 
tercos conquistadores de aquellos siglos, cuando don Francisco 

qae celebró con el objeto ele pedirles subsidios, haciéndoles presente la urjeoda 
de hacer levas desde que durante la época de su gobierno no habla venido un 
solo soldado de fuera. *'I aunque en esta ciudad, decia el jeneral en su escrito, 
i sus contornos conocidamente hai grande nám^ro de hombres mozos vagabun- 
dos sin ejercicios, ante facinerosos i delincuentes, todos se retiran en esta oca- 
sión de la que les ofrece la guerra con la gloria militáis i este es el 4>anto en 
que y. S. ha de emplear lo ardiente de su celo, lo severo de su justicia, ponien- 
do ungulares dilijencias en sacarlos.*' 

Dirijiéndose en seguida a su propio auditorio, afiadia: "Diferente senda pre- 
tendo seguir con la nobleza de esta ciudad de Santiago. No es mi intento raler* 
me del poder sino de la suavidad." ~(Tesil]o, páj. 95.) 

Preciso es también tener aquí presente, en abono de la resistencia de los 
tantiaguinos, que éstos no se consideraron del todo seguros contra los indios 
que habitaban dentro de la jurisdicción de Santiago i en la ciudad misma sino 
f n el último siglo. Durante el propio gobierno de Lazo, los araucanos, aliados 
con los pehuenches, llegaron por los valles de las cordilleras hasta los limites de 
la provincia de Aconcagua (como en el tiempo de los Plnclieira) i tuvieron tan 
apurado al gobernador, que habiendo salido éste a cortarles el paso a la lijera, 
It llevaron hasta su casaca de pafio grana i un inmenso botín, según cuenta Je- 
rónimo de Quiroga. 



— 143 — 

hubo humillado el orgullo de los aristócratas de la colonia, les 
invitó aun paseo de campo que turo lugar en una quinta veci- 
na a Santiago, i allí entre abrazos i brindis se selló la reconci- 
liación de los ánimos i obtuvo el gobernador de la sagacidad i 
buen trato lo que no habia coiiseguido del rigor. 

No duró, por esto, mucho tiempo la armonía ni el éxito del 
gobernador, porque no se ha conocido pueblo alguno, con es 
cepcion talvrz de los viscainos, mas persistente para defender 
sus haberes i sus fueros que el de Santiago, retoño jenuino, es 
verdad, i el mas lozano de cuantos se plantaron en América de 
la encina de Guérnica* El cabildo^ en efecto, según Carvallo, 
ocurrió directamente al rei después de estos sucesos, haciéndo- 
le presente que en desobedecimiento de sus reales órdenes dB 
1612, los gobernadores no hablan cesado de hacer levas en su 
ciudad, siendo que ésta «no tenia en las doscientas i cincuenta 
casas que formaban su vecindario cuatrocientosxincuenta hom- 
bres de armas i en las ochenta leguas de su distrito no se con • 
iaban setecientos.» En esta virtud Felipe IV ordenó que solo 
cada diez anos pudiesen levaritarse fuerzas en Santiago i su dis- 
trito (1). 

Tales habían sido hasta cerca de la medianía del siglo XVII 
los amargos frutos de una guerra tan insensata por la manera 
de producirla que tuvieron los caudillos militares como crimi- 
nal por lo que toca a las granjerias i lucros Ilícitos que todos, i 
especialmente los fronterizos arrancaban de ella. 

Llegado ya, en consecuencia, el tiempo de ocuparnos de una 
de las mas poderosas medidas que para regularizar la guerra, 
que era la vida consuetudinaria de la colonia, i la existencia 
civil del pueblo^ que era solo un accesorio, dictaron los reyes 
de España, esto es, la reinstalación de la Real Audiencia en 
Chile, suceso de una influencia trascendental en la historia 
local de nuestro pueblo. 

(1) R C. de San Lorenzo, noviembre 2 de 1638. 



CAPlTüiO XUI. 



X<a Real Andionoia. 



B^ocijo de los tantiaguiDos por la reinstalación de la Audiencia. — Los pri- 
meros oidore3.-7-Solemne recepción que les hace el pueblo. — Entra el real 
tello bajo de paKo.— Fiestas i torneos en la plaza. — Lamentable estado de 
Santiago al establecerse la Andieneia. — Condición comparativa de las otras 
eiadades M reino. — Estincion pasi completa de los indíjenas de encomien- 
da.;— Miserable condición de la agricultura. — Inutilidad de aquel tribunal 
i hondos males sociales i políticos que atrae. — £1 espíritu de litijio se apo- 
dera de los. Tecinos. — Famosos libros de Jinés de Lillo i curiosa noción 
para traducirlos — Influencia perniciosa de la Audiencia en las costumbres. 
— Lujo i deúgualdad de condieioBes.-^aballero8 i mtdátot. — £1 moAo i el 
«¡^.!— Loe primeros j>e/t<i»Re9. — Lamentaciones del padre Ovalleí sobre el 
fiístao introducido por la Audiencia. — Impotencia de ésta para farorecer 
el desarrollo del pais^ según su propio rejente. — Comienzan las eompett 
cioi entre las autoridades.— Inmoralidad personal de los oidores. 



La B^l Audiencia, re^Utuida a Cbile a principios, del siglo 
XyjLy fué recibida pQr los colonos, debpues de su malogrado 
ensayo en Concepción a fines del precedente» con intenso re- 
gocijo. Era una cosa nueva, i venia ademas de lejos, razón por 
la que los habitantes de Santiago, donde venia ahora a estable- 
cer su solio, la aclamaran con Víctores i suntuosas fiestas. Lo 
desconocido es siempre para los que sufren una parte de la 
esperanza, i es preciso confesar que los santiaguinos tenian de* 
recno a esperar, en razón de lo que hablan sufrido. 

Las fiestas de instalación del real tribunal fueron por consi- 
guiente de una magnificencia inusitada. Hallábase de presi- 
dente en piopiedad el maestre de campo Garcia Ramón, i habla 
bajado a la capital i\nicamente con el objeto de dar la bienve- 
nida a los oidores. Eran éstos el doctor don Luis Merlo de la 
Fuente, persona que ha dejado testimonios de su prudencia i 



^. 145 — 

sabiduría, cuando ocupó inteiñnamente el puesto supremo, i 
los licenciados don Francisco Talaverano Gallegos, don Juan Ca* 
jal i don Gabriel Celada, de cuyo úllimo no ha quedado otra 
memoria que la de un papel en que consigna ciertas noticias 
sobre lo que era Santiago en la época de su judicatura. Merlo 
era el rejente, los otros tres los miembros vitalicios del tribu* 
nal. Su primer ñscal vino también de fuera i llamábase don 
Hernando Machado, famoso en épocas posteriores. 

Llegaron estos magnates a YalparaisOy pusiéronse luego en 
marcha i el liines 7 de setiembre de 1609 se detenían en los 
suburbios de Santisgo^ hospedándose en la casa-quinta de un 
abogado que debió vivir orgulloso como de una consulta de tan 
insigne honor. 

Pasaron allí la noche los doctores refrescando la fatiga de 
una jornada heclia a lomo de caballo^ pues el rodado fué benefl* 
cío de tardíos años; í a la maüana siguiente saliéronles al 
encuentro el gobernador i lo mejor del pueblo en vistosa cabal- 
gata. Allí el último funcionario colgó de su cuello el sello real, 
emblema de la autoridad de la Audiencia, que venía dentro de 
una pequeúa caja de fierro dorado i sostenida por una cinta de 
tafetán encarnado (1). 

Con el silencio de una profunda reverencia llevaron aquel 
signo de la autoridad del monarca a un aposento del claustro 
de San Francisco que se había tapizado de seda i otras ricas 
telas, levantándose a mas un solio ostentoso, al pié de cuyos 
cortinajes se colocó un rico cojin de terciopelo. Sobre éste de- 
positó el gobernador el venerado signo, i después de haberlo 
cubierto el rejente, en presencia de los testigos, con un pañuelo 
de tafetán rosado «cuajado de muchas flores de seda de todos 
colores,! sobre el que se puso una corona de plata (de la que 
para el caso despojaron sin duda las sietíes de alguna vírjen], 
retiráronse todos con gran compostura. El rejente Merlo quedó 
personalmente encargado de la custodia del sello, asistido de 
una compañía de infantería, ceremonial i precauciones todas 
dictadas por el ardid de los cortesanos de una impostura réjía, 
que por lo mismo era preciso rodear de misterios para hacerla 
temer de un pueblo avasallado i supersticioso. 

Estos habían sido solo los preliminaares. 

A la mañana siguiente hízose la entrada triunfal del cofre, 



(1) El real sello era un timbre seco esférico i de una circunferencia con- 
siderable, tal vez de quince centimetros. Se estampaba jeneralmente sobre cera 
lacre^i en muchos espedientes de aquella época se conserva maa o menos dete- 
riorado por el tiempo o los ratones; que en esto pararon tantas grandwmst 

OKÍT. 10 



— 146 — 

llevándolo en procesión bajo de palio desde San Francisco a las 
Cajas reales, situadas en un ángulo de la plaza, i siguiendo en 
el tránsito la via uncial de todas las ceremonias pdblicas de la 
colonia, que lo era la calle del Rei^ hoi del Estado, Después de 
sacado el depósito con gran pompa relijiosa, se le colocó sobre 
un hermoso caballo overo^ como si hubiera querido decirae que 
la justicia iba a tener en Chile dos colores, ricamente enjaeza- 
do, empero, «con gualdrapas de terciopelo negro.» El gobernador 
marchaba a un lado de la bestia^ llevando la derecha, como era 
de rigoroso estilo en todo ceremonial, i el rejente al costado 
opuesto. Todas las corporaciones, que, según un documento de 
la época, se liallaban representadas por ciento ochenta i seis 
oficios sujetos ala jurisdicción de la Audiencia (1), seguían en 
pos con continente grave L respetuoso, marchaba en seguida la 
escolta compuesta de tres compañías de a pié i dos de caballos, 
únicas fuerzas rejimentadas que existian a la sazón en la capi- 
tal, i por ño, e! pueblo, o como comenzaba ya a llamársele, la 
filete^ compuesta de unos pocos indios i algunos mas mestizos. 
En \Í8ta, en efecto, de la desnudez de los últimos i de sus an- 
drajoS; por lo escaso i caro que era entonces todo aparejo de 
vestirse, i por el contraste que ofrecia lo vistoso de los trajes 
de los señores, recamados de oro i de seda, de terciopelo i enca- 
jes, acostumbraron éstos a denominar a aquellos con el nombre 
nacional que todavía conservan: los rolos. 

Llegado el convoi a las Casas reales, que erai las mismas de 
Valdivia, quizá algún tanto modificadas, subieron todos las es- 
caleras^ dice la relación contemporánea del ceremonial que tene- 
mos a la vista (2), lo que prueba que ya aquella mar sion tenia 
un segundo piso; i allí todos los funcionarios del reino, desde 
el gobernador al obispo, que lo era entonces el fraile Pérez de 
Espinosa, de turbulenta memoria, prestaron juramento de obe- 
diencia al soberano i a los delegados de su justicia, besando el 
sello i llevándo-iele a la cabeza. 

La Real Audiencia de Chile, que debia existir en nuestro suelo 
con difeiencia de meses, dos siglos cabales (setiembre de 1609 
a abril de 1811) quedó desde ese dia solemnemente insta- 
lada^ i el gobernador de Chile elevado a la categoría de presiden 
(e, a virtud de la inmunidad privativa de presidir el real acuer- 
do en todos los graves negocios administrativos o políticos que 
por las leyes ie Indias le estaba conferida. 

(1) Noticias sacras i reales de lo3 dos Imperios de las Indias por Juan Diez 
de la Calle. — M. O. déla Biblioteca Real de Madrid. 

(2) Acta de la fundación de la Real Audiencia. ^Gaj.— Documentos voL 2.; 
páj. 189. 



— U7 — 

Siguióse después de las ceremonias oficiales ud toraeo mili- 
tar celebrado en la plaza por los principales caballeros en honor 
de los majistrados, i sucediéronse las fiestas i los regocijos pú- 
blicos los unos en pos de los otros, con tanta magnificencia que 
para at<^nder a los gastos que aquellos ocasionaron, (cuyo mon- 
to pasó de dos mil pesos) el cabildo, que no tenia un sojo mara- 
vedí disponible, hubo de empeñarse en un déficit casi secu- 
lar (1). . 

Es digna de un especialísimo estudio la acojida i la influen- 
cia que tuvo en la colonia aquella institución, porque este libro, 
según dijimos en su prefacio, no está del todo consagrado a la 
amenidad de fútiles recuerdos, siso que tiende en lo posible a 
encontrar la causa i a dessubrir la filiación directa de muchos 
males sociales i políticos que hoi todavía nos aquejan como si 
se encontraran en su primitivo vigor. 

Para medir la estension del poderío moral de aquella autori- 
dad que se hacia tributar los mismos honores que a la majestad 
divina, paseándose bajo el palio de los altares, i por cuyo ho- 
menaje caía en ruinas el mismo municipio que hasta aquí he- 
mos visto tan parsimonioso de sus haberes^ hácese preciso echar 
una mirada sobre lo que era la capital entonces, la condición 
de su vecindario i el grado de desarrollo i prosperidad que hu- 
biese podido hacer necesaria la planteacion de aquel tribunal 
que iba a servir de emblema en nuestro suelo hasta hoi mismo 
al poder i al misterio de Dios. 

Al narrar los asuntos del último decenio del siglo XVI hi- 
cimos una triste pero verídica i comprobada pintura de la de- 
plorable condición de la colonia que había fundado Pedro de 
Valdivia a orillas del Mapocho, i que en sesenta años de exis- 
tencia había alcanzado solo el aspecto i los recursos de una 
espaciosa villa rural. Después no habían sido mejores sus desti- 
nos durante el primer decenio del siglo subsiguiente, en que 
la Real Audiencia vino a sentarse en sus sillones de oro i ter- 
ciopelo. 

Según uno délos propios miembros del augusto tribunal (2), 
Santiago constaba entonces solo de doscientas casas, como hoi 
aglomera mas de cinco mil. Aquellas eran pobres, bajas, del 
aspecto que hoi tienen las mansiones antiguas de nuestras 
villas de provincia, fuera de que a la tristeza de sus muros se 
añadía su soledad, por lo diseminado de su caserío i la escasi 
sima población que lo animaba. 

(1) Caria citada de Jara Quemada al Perú. 

(2) £1 ¿Mal Gabriel de Celada.— Informe citado. 



— 148 — 

A la verdad, i para que se juzgue lo que era en su conjunto 
el país que con tanta pompa castellana denominaban el «reino 
de Chile* (como se llamaba • reino» el de Murcia i el de Jaén 
en la lejana península), nos bastará recordar que las otras cua- 
tro únicas ciudades que tenia a la sazón todo nuestro territo- 
rio poseían en su totalidad menor número de habitaciones que 
el poblachon del Mapocho. Concepción contenia solo setenta i 
seis casas, de ellas treinta i seis de paja; Chillan ocho de teja 
i treinta i nueve de paja; la Serena cuarenta i seis, de las que 
solo once tenían cobertor de teja, i, por último. Castro osten- 
taba, para adquirir el derecho de ser llamada ciudadj doce ran- 
chos pajizos. 

En cuanto a Valparaíso, no sustentaba todavía en su opulenta 
playa sino un gran galpón de ramas i horcones i la capilla rui- 
nosa 5ue hacia cuarenta afios saqueara el pirata Drake. 

Los pueblos que hoi embellecen nuestras fértiles llanuras o 
se albergan entre las grietas de ricos veneros son, con la escep- 
cion de algunos miserables fuertes de ia frontera, un siglo 
posteriores, i aun los últimos, formados de simples palizadas 
para contener el caballo i la lanza del indio, encerraban solo 
chozas. Uno de los mas importantes de estos últimos por su 
posición estratéjica era Nacimiento, i sin embargo estando a la 
espresion de doña Catalina de Erauzo (la monja alférez, que fué 
soldado de su guarnición) «todo en él, escepto el nombre, era 
muerte.» 

Por otra parte, la despoblación Ae la colonia cundía de una 
manera alarmante, pues a la par que la guerra devoraba la flor 
de los pobladores castellanos, las epidemias, las fatigas de las 
faenas i la esportacion de brazos esclavos para Potosí i Huanca- 
velica i otros distritos mineros del Alto i Bajo Perú, diezmaban 
cada aüo los restos de la población indijena, de tal suerte, decía 
el mismo oidor anles citado, «que habiendo sido este reino uno 
de-Ios mas poblados de Indias, pues hubo encomiendas de dos 
i tres mil indios, no haí al presente (1610) encomienda que 
pase de cíen, i casi todas de cuarenta, cincuenta i sesenta in- 
dios, i se han apurado i consumido, ae modo que no ha que- 
dado en todo el distrito de esta ciudad dos mil ochocientoe 
indios tributarios, i de éstos mas de los mil son aucaes (arau- 
canos) cojidos en la guerra» (1). 

(1) Según el miimo oidor Celada, en todas las demás ciudades del reino reu- 
nidas no había a la sazón tres mil indios de encomienda, i ha de tenerse presen- 
te que si los siete mil indijenas de encomienda que los cronistas Asií.;nan a la 
jurisdicción de Santiago en los últimos años del siglo XVI estaban reducidos a 
lolo una cuarta parte, era contando con algunas tribus que veniau anualmente a 



— Itó — 

En la proporción que se agotaban los medios productores 
aniquilábase la industria de los campos, única fuente, no de 
riqueza sino de sustento para los míseros colonos. No habia 
esportacion i por consiguiente el valor de los frutos era pura- 
mente nominal. Según Carvallo, valia el trigo en tiempo del 
gobernador García Ramón, un peso la fanega, otro tanto valia 
una vaca, dos reales un carnero i real i medio una oveja. 

No era esto de estrañarse dQsde que en las matanzas, la gran 
faena rural de aquellos años, solo se aprovechaban (dice el pa' 
dre Ovalle) las lenguas i los huackalomos para salazones, los 
cueros para las suelas i cordobanes que iban a buscar mercado 
en Cuyo i el Alto-Perú, i por último las gorduras que reducidas 
a sebo servian para iluminar los palacios de la corte de Lima i 
las humildes moradas de los chilenos. Todo lo demás se quema- 
ba en las estarcías para no infestar el aire con las podredum- 
bres o se echaba por el cauce de los rios a perderse en el mar. 

A este estado de cosas, que hacia llamar «reino miserable» a 
este pedazo de la tierra por uno de sus propios gobernadores (1), 
al paso que adquiria el título oficial de presidio de los vireyes 
de Lima, añadíase en seguida que su mar, única esperanza 
de desarrollo i de engrandecimiento para su espirante vitalidad, 
se hallaba infestado de corsarios, mientras que su puerto de 
salida era saqueado e incendiado casi periódicamente, siendo su 
último bombardeo, que a todos por lo cobarde ha parecido único, 
el quinto o sesto de la serie. Por último, en el preciso año de 
la instalación de la Audiencia habia ocurrido una súbita crece 
del Mapocho, en el último dia de la pascua de Pentecostés de 
1609, que habla asolado los campos i la ciudai haciendo pere- 
cer ciento i veinte personas i no menos de veinte mil cabezas de 
gí^nado. 

I fué en estos precisos momentos cuando la Real Audiencia 
vino a instalarse coa una pompa de príncipes i de sacerdotes, i 
cuando la ciudad de su^^o arruinada coatrajo una deuda ínjente 
para festejarla! 

prestar sus trabajos gratuitos a los encomenderos de Santiago desde mas allá 
del Maule. Condolido el presidente García Ramón de la suerte de los indica de 
Cauquenes, que eran obligados a servir ocho meses del año a los encomenderos 
de Santiago, solicitó del reí en carta datada del Ester de Vergara (donde a la 
sazón tenia su campo) el 9 de marzo de 160S que los últimos ao agregasen a la 
encomiendas de Chillan, a fin da ahorrarles las miserias de un penoso viaje. 
Por esta sola circun>«-tancia, fuera del trabajo de las minas dentro i fuera de- 
pais, se comprenderá como bastó apenas un siglo parala estincion casi completa 
de la ra2a indijena al norte del Maule i su sustitución por la casta mestiza cono 
cida bol con el nombre de hiiasos en los campos i rotos en las ciudades. 
(1) Jara Quemada, carta citada. 



— 160 — 

¿Cuál iba en consecuencia a ser la misión, el presiijio i la 
acción salvadora de aquel cuerpo fastuoso i arrogante que llega- 
ba de esa suerte a una iofeliz colonia moribunda de hambre i 
de tristeza? Qué intereses iba a representar, cuando no los habla 
de ningún jénero^ Qaé graves cuestiones de justicia, de derecho 
o de Eátado debia solucionar, cuando la única preocupación del 
pueblo consistía en procurarse una tela para cubrirse arrancán- 
dole al monopolio de los mercaderes de Lima, en cambio de 
unos cuantos lios de charqui i algunos centenares de lenguas 
secas? Por último, qué impulso social, político o puramente 
moral iban a dar a la comunidad aquellos graves doctores^ a 
quienes por leyes especiales estaba prohibido todo trato i vin- 
culo familiar i casi hasta el derecho del habla con sus gober- 
nados? 

La Real Audiencia fué, pues, una de esas creaciones fícticías 
del enfermizo sistema administrativo de España, i a la vez una 
de esas sinecuras cómodas i distantes con que se pagaba en 
la Corte el ocio impertinente i la adulación tenaz de los pala- 
ciegos. 

Sus frutos inmediatos i seculares fueron en consecuencia de 
amargo sabor para la naciente colonia i hasta ahora mismo 
traen las jeneraciones en sus fauces las agrias heces de la 
primera simiente. 

Fué el primero i el ma<i contajioso de aquellos el que nues- 
tros roayoies» que hasta allí hablan vivido tranquilos en sus 
humildes heredades, de nadie codiciadas, recurriendo apenas a 
la barata i esperta justicia de los alcaldes, se hiciesen todos, 
por novedad los unos, por lucro los otros, por mania muchos, 
f después todos por derecho de herencia o de contajio, que ha 
llegado intacto hasta nosotros, insignes litigantes i embrollo- 
nes. De aquí esa corte de curiales que trajina todas nuestras 
veredas; de aquí esas lejioues de abogados que han sido en la 
sociedad almacigo de todas las discordias i en lá política el 
cáncer de todo lo recto i de todo lo justo; de aquí, en tln, ese 
sistema social i doméstico que ha hecho de la almohada de 
cada padre moribundo la primera pajina del cuerpo de autos 
en que, bajo el nombre de particiones, leslanmitarias, compro^ 
misoSy etc., han inscrito las familias su ruina i sus discordias. 

I porque no se crea que estamos haciendo una pintura de 
fantasía o moderna del amable gremio a que de derecho perte- 
necemos, rejistre el que se sienta tentado de acusar este pa- 
saje de difamación (que a fé no han de faltar) en el archi- 
vo del cabildo los libros que se llaman de Jines de Lillo, el 
primer agrimensor de tierras que vino a nuestro pais, i verá 



— 151 — 

en ellos que apenas se estableció la Audiencia surjieton iá\ nú- 
mero de litijios sobre los predios i heredades de la conquista,, 
que fué preciso a aquel perito rehacer el mapa de la ciudad i 
de su campiüa para dejar mas emtirollados que antes a sus 
dueños, i dar asi materia de que ocuparse a los oidores. Siglos 
mas tarde un buen señor propuso al congreso nacional que se 
descifrase esos libros de títulos primitivos, pero felizmente no 
tuvo curso su moción, que llegar a otro desenlace, habria 
sido como abrir la caja de Pandora en la plaza de O'Higgins, 
donde mora hoi dia la justicia en un recinto de palacios (1). 

Otra de las creaciones inmediatas de la Real Audiencia fué la 
alteración en las c<)stumbres de los pobladores, al principio 
sencillas i casi niveladoras, desde que por lo común eran los 
proceres de cada comunijad aquellos capitanes de guerra que 
sin preferencia de cunas babian alcanzado respetabilidad por 
sus canas i sus fatigas de soldados. Los oidores fueron el 
primer vastago del árbol jenealójico de la aristocracia de 
Chile, i alimentado éste por la sangre azul de sus hijos, vino a 
dar sombra mas tarde a los condes i mayorazgos que vilipen- 
diaron todos los nobles ejercicios de la intelijencia i del traba- 
jo, al punto de hacer, por ejemplo, de la carrera del escritor 
pübiico una simple cuestión de ridículo^ i de la carrera dei 
artista una simple cuestión de oprobio, levantando a la perezsc 
i a la ignorancia, al ocio i a la insolencia, los templos en que 
todavía se las venera de rodillas. No fueron verdaderamente 
oidores los que llegaron a fundar sobre la nieve i los campos 
yermos de la Nueva Inglaterra la república que ha sido grande 
solo porque ha honrado el trabajo, que, cualquiera que haya 
sido su forma, grande o humilde, es siempre fecunda. 

De aquella misma fuente vino otro mal social que palpita 
todavía en nuestras entrañas i las devora— el lujo. — La primera 
carroza que rodó en Santiago, donde hoi los coches por fortuna, 
i con gran fastidio de los grandes^ comienzan a dejenerar en 
una institución plebeya, fué la carroza de los oidores, i a su 
paso todos eran oiiligados a descubrirse en señal de reverencia; 
la primera peluca que se empolvó en nuestros salones fué la 

(1 ) El 4 de julio de 1 837 el señor diputado don José Agustín Seco presentó 
a la Cámara de que era miembro un proyecto de lei para que se hiciesen tra* 
ducir los libros sibiliticon de Jinés de Lillo, por el único paleógrafo que en 
aquella época era capaz de entenderlos, el anciano don N. del Fierro; pero la 
moción no pasó mas adelante. 

Jinés de Lillo debió llegar a Chile en los primeros años del siglo XVII, pues 
cuando entró la Real Audiencia en 1609, ya «ra capitán de uno de los tercios 
de la milicia. Su compañía íVié precisamente la que quedó custodiando el sello 
real en San Francisco la víspera de la instalación del tribunal 



— 162 — 

peluca de los oidores, estos jenuinos fundadores de esa clase 
mas social de política que todavía llevan el nombre áe peluco- 
Mes, sinónimo de aristocracia i predominio. Llevaban tos oido- 
res sobre la frente un peinado especial, regulado por leyes 
reales, que lo hablan establecido en monopolio, llamado por su 
forma el copete^ pues era una especie de penacho de cabello 
levantado sobre la frente. De aquí vino, en consecuencia, que 
a toda familia de pro se le llamase por ese nombre de barbe- 
ría i que aquellos a honra esclarecida lo tuvieron. Todos los 
demás eran retos^ es decir, plebeyos. — El smííco, esto es, la bur- 
gesta de la colonia, fué una transacción que los magnates acor- 
daron a la época en que el poncho comenzó a cambiarse por el 
levita i la chupaya por el fieltro.— iNo falta quien llore, dice a 
este respecto el candoroso padre Ovalle, que escribió cuarenta 
años después de fundada la Audiencia (1647), que ésta ha aira- 
gado el reino en la riqueza a que hubiera llegado si sus vecinos 
hubieran proseg aido passando con la llaneza que antes acos* 
tumhraban^ vistiéndose de los paños que se tejian en la tierra 
i ahorrando de tantas libreas i galas superfinas, como las que 
hoi usan» (i) 

En lo que la Real Audiencia, como poder regulador, pudo 
poner algún remedio i prestar un mediocre servicio a la colonia 
fué en moderar con oportunos castigos Iof desafueros de la sol- 
dadezcd; que invadía todas las prerogativas civiles i hasta el 
hogar mismo de las ciudades, i de Santiago especialmente, cuan 
do después de sus desmoralizadoras correrías entre los bárbaros 
venían a invernar, como bárbaros de otra especie, en sus cuar- 
teles. Pero por uno de los absurdos de aquellos tiempos, según 
ya dejamos escrito, los soldados estaban exentos de toda juris - 
dicción que no fuera la de sus propios jefes, propensos natural- 
mente a protejer sus desacatos. Era éste un procedimien- 
to tan contrario al buen orden de la república, que el propio 
majistrado fundador de la Real Audiencia se veía obligado a 
confesar dos años escasos después de instalado el tribunal, que 
éste, lejos de haber puesto reparo a los males que afiijlan al país 
lo habla reducido a «peor estado que otro alguno de los otros 
reinos I de que era señora la España en el Nuevo Mundo (2) 

(1) Ovalle. — ^Historia de Chile, páj. 167. 

(2) Instrucciones del rejente de la Audiencia Merlo de la Fuente al goberna- 
dor Jara Quemada de 19 de febrero de 1611. "Dejando con ello, (dice en con- 
secuencia de la prohibición impuesta a la Audiencia para conocer en asunto de 
fuero mUitar) estas aflijidas provincias con guerra contíuua de tantos años, cujos 
malea pretendía remediar con la fundación de dicha Audiencia, en peor estado 
que otro alguno de los demás de sus reinos." 



— 163 — 

Es una condición inseparable de todo poder humano i que 
acusa la frájil arcilla en que leposa su existencia terrena, la de 
ser invasor. í mas pronunciada es esta tendencia, cuando, sien- 
do una fuerza colectiva, necesita mas pábulo i presenta menos 
responsabilidad individual en sus desmanes. Tal era el elemen- 
to constitutivo de la Audiencia, i así fué que desde el primero 
hasta el último dia de su existencia como cuerpo político, no 
dejó un instante de preocuparse de la absorción de todos los 
l»oderes. De aquí fué que cuando ella misma no gobernaba, ha- 
bía de designar de alguna manera al presidente de hecho, i de 
aquí esas interminables competencias de autoridad que forman 
casi por completo la tela de nuestra historia colonial, i que le 
representa eternan^ente en pugna o con el obispo o con el ca- 
bildo eclesiástico, con el capitán jeneral o con el ayuntamiento, 
con todo, en fin, lo que por las leyes o la constitución civil de 
los pueblos está llamado a tener una participación mas omenOs 
directa en la administración del poder público. Por esto uno 
de les primeros actos de la Real Audiencia, casi coetáneo con su 
establecimiento, fué su ruidosa querella con el fraile obispo 
Pérez de Espinosa, de que a su turno daremos cuenta. Por esto, 
doscientos años mas tarde, vemos a la misma Real Audiencia 
hacer del último presidente español (el brigadier García Carras- 
co) un manequí de su agonizante omnipotencia, i poner en ma- 
nos de Figueroa, cuando aquella ya iba a escapársele para 
siempre (bien que habría de resucitar bajo otra forma) la espada 
i el pendón de los conjurados. 

Pero ni siquiera en las costumbres privadas a las que, según 
las leyes de ludias, debían pagar tributo de tanta sumisión, los 
oidores de América prestaron con su ejemplo el eücaz correc- 
tivo encargado a su misión pública. Funcionarios hubo tan 
relajados, que en medio de sus escesos domésticos hubieron de 
sufrir ignominiosa destitución i otros pagaron con su honra lo 
que habian usurpado al fraude o al cohecho, fuera de que 
casi siempre se les encuentra envueltos a ellos o a sus deudos 
(que contraía leí los tenían en tal número, que podía decirse 
eran los arbitros absolutos de la sociedad) en cuanta querella 
doméstica nos ha conservado la crónica de aquellos tiempos. 

Progresivamente el lector irá asistiendo al desarrollo de ese 
panorama judicial, cuya tela aun hoí dia vemos deslizarse de- 
lante de nuestros ojos con no pequ^os escándalos. Por ahora 
nos limitamos a exhibir una de sus mas ruidosas i caracterís- 
ticas peripecias, del todo, empero, perdida hasta aquí para la 
tradición i para la hií'toria. 

Tema será ese del próximo capítulo. 



CAPITULO XIV. 



Una pendencia en el siglo ZVU. 



Feudos dt la aristocracia colonial de Santiago. — El doctor Jiménez de Mendo- 
za i eu parentela. — Don Pedro Lisp^rguer i bus parciales. — Gonzalo de los 
Ríos. — Oposición al Correjiniiento de Santiago. — Un diálogo característi- 
co bfljo los portales de la Audiencia.— Un chisme i un denuncio. — Los pa- 
rientes del doctor Mendoza resuelven acuchillar a Lisperguer en la plaza 
pública. — El dia de San Quintín. — Aspecto de la plaza i de los conjurados 
en la mañana. — Asaltan a don Pedro al salir de la Catedral. — Su Taliente 
defensa i jeneroaidad. — Ausilio que le llevan don Diego Montero i otros ca- 
balleros. — La pendencia se hace jeneral. — Estratajema indigna del alcalde 
de la Sania Hñrmandad. — Desarme i prisión de Lisperguer i sus amigos. — 
Los liberta Gonznlo de los Rios i el pueblo. — Juicio de los Conj arados. — 
Sentencia de la Real Audiencia. — Reflexiones. 



Habían corrido apenas cinco aüos desde la solemne instala- 
ción de la Real Audiencia i rejia el segundo gobierno de Alonso 
de Rivera, quien, como de co¿tumbre, habitaba en Concepción 
sin cuidarse de la otra i lejítima capital de la colonia. Gober- 
naban en consecuencia la ciudad los oidores i mas especial- 
mente el correjidor, que por esta época (1614) lo era el doctor 
don Andrés Jiménez de Mendoza, magnate de estensa parentela, 
de carácter imperioso, tan acostumbrado, en consecuencia, al 
influjo como al mando. 

Hallábase relacionado con las principales familias de la coló- 
►nia i en especial con los FuenzaliJa, los Güzman, los Escobar, 
los Cuevas i otros que sonaban como los mas condecorados en 
el preciado libro de las alcurnias. Tenia ademas un hijo de su 
propio nombre, mozo que ya figuraba en los estrados, i dos 
yernos de vasta influencia social, pues el uno era nada menos 
que alcalde de la Sania Hermandad^ título qué equivalía a ser la 
segunda persona de la Inquisición i aun del reí, desde que 
Felipe II había tenido a honor el llevarlo. Llamábanse estos 



— 155 — 

personajes don Baltazar Díaz de Carvajal i don Alonso Sanches 
de la Cadena. El liltimo era el alcalde de la hoguera. 

No toda la aristocracia de la colonia estaba, sin embargo, 80« 
metida de buen grado al poderoso doctor Jiménez de Mendoza. 
Ánte?B, al contrario, crecían los feudos en el vecindario, divi- 
diéndose las familias en parcialidades, como era costumbre 
en esos siglos i como es costumbre todavía. Santiago ha sido 
esencialmente familista, si 63 permitida la espresioD; i como en 
J810 tuvo por cabeza de bando a los Carreras i a los Larrain 
C«los Ochocientost), en el siglo XVII disputánanse alternativa- 
mente el poder i la influencia social los Capuleíos i los Monte- 
ganes de la época. 

Era el caudillo del partido opuesto a los Mendoza el jeneral 
don Pedro Lisperguer, nieto de aquel edil alemán que por sos- 
pechas de heiejia negábase a recibir el cabildo de Santiago a 
fines del pasado siglo, e hijo del ilustre capitán Juan Rodulfo 
Lisperguer que habia perdido gloriosamente la vida guerrean- 
do con los bárbaros en los primeros afios del presente. Don Pe- 
dro era mozo^ valiente, pendenciero (1), orgulloso de su estirpe 
semi-rejia, a su decir, no menos que de los servicios prestados 
por su abuelo i por su padre en la conquista del Perú i en la de 
Chile. Hablase casado ademas hacia poco con la hija del oidor 
don Pedro Solorzano, que habia comenzado a peinarse el cope- 
te en nueítra corte hacia solo un año (julio l.«de 1613) (2). 

(1) En el interrogatorio del doctor Mendoza se encuentra esta sani^rienta 
pregunta: "Digan si don Pedro es acostumbrado a cometer mnchoa i mui graven 
deliíot i a tener muchas pendencias, i es mui ra<il quisto en esta repíiblicn." Los 
testigos se refieren solo a dos prisiones que habia sufrllo Lisperguer, la una en 
la sala de cabildo i la otra en la cárcel, pero no dicen la causn. Indudablera-^nte 
aquellas fueron el resultado de su jéaio orgulloso i atrevido, no de delito que 
deshonre, pues tenia tan honorables i decididos amigo». El mismo confiesa que 
ha tenido chunas pendencias. "Digan si es quieto i pacífico ni acostumbrado a 
mover riñas, porque si algunas ha tenido ha sido en defensa de las juntas i ale- 
vosías que contra él han acometido, como lo hizo en esta ocasión defendiéndo- 
se del dicho doctor Mendoza i demás de treinta parientes que le acompafiaban/' 
— (Interrogatorio de Lisperguer) Lisperguer tenia el mismo nombre de su 
abuelo. — Su madre era doña Águeda de Flores, hija o nieta del capitán alemán 
que vino con Valdivia. — Don Pedro, el primer Lisperguer, era también de Nu- 
remberg. 

(2) Solorzano es el primer oidor que figura en la lista que trae Pérez Garcia 
<le los miembros de la Keal Audiencia en el t. II., cap. 21 de Historia Manus' 
trrita. Hubo otro oidor del mismo nombre, Alonso de Solorzano i Velazco hijo 
t^alvez del anterior, que tomó posesión de la garnacha el 7 de enero de 1659. 

Este apellido es esencialmente curial en la historia de América, pues ademas 
del femoso Solarzano i Pereira, el Tostado de América, que fué oidor del Perú, 
«ncontram^w en Chile en 1670 otro oidor con el nombre de Francisco Cái'Jenat 



— 156 — 

Era por otra parle cufiado de Lisperguer el jeneral don Gonzalo 
de los Ríos, hijo o mas probablemente nieto del famoso capitán 
de idéntico nombre que vino con Pedro de Valiivia i estuvo al 
perecer en el alzamiento de indios de Marga- Marga, que en su 
lugar dejamos rebordado. Por desgracia del doctor Mendoza, 
habia concluido su período legal, i a mediados de 1614 hubo 
de resignar su puesto en manos del capitán don Francisco de 
Zúiliga, encargado de tomarle residencia. 

Vacante el correji miento, los dos bandos hostiles de la ciudai 
86 lanzaron en su demanda, pues el que hubiera de contar con 
su vara IFamada de XdijuMida seria señor de los otros. 

Presentábanse al parecer como los principales aspirantes al 
puesto del doctor Mendoza, su cuñado don Luis de las Cuebas 
i don Gonzalo de los Rios, hermano político de Lisperguer (1). 

Corría el juicio de contradicción al oficio y como se llamaban las 
dilijencias previas para alcanzar el título del rei, cuales eran 
las informaciones de testigos ante la Real Audiencia, las cre- 
denciales de servicios propios o de aiUepasados, las tachas de 
los títulos opuestos i otros prolijos ardides. 

Con los trámites de los últimos, encendíase el calor así de 
los opositores como de sus secuaces; i en consecuencia veíase 
cada dia el pórtico de la Real Audiencia atestado de caballeros 
que ocurrían, los unos en pro de la causa de los Rios, los otros 
en favor del de las Cuebas. 

En una de estas ocasiones ocurrió un lance de palabras, o por 
otro nombre, mas casero i mas exacto, dióse lugar a un chisme, 
que tuvo terribles consecuencias, i sobre el que va a desarro- 
llarse todo el argumento de este característico episodio. 

Conversaban una mañana (la del sábado 9 de agosto de 1614) 
bajo el pórtico del tribunal, que lo es hoi el de la casa de co- 
rreos, don Gonzalo de los Rios i su hermano don Pedro Lis- 
perguer sobre los incidentes del juicio de contradicción, cuando 
alguien vino a decirles que don Luis Cuebas, el mozo, sobrino 
del doctor Mendoza, habia presentado a los estrados un escrito 

l Solorzano. Este último no figura en la lista de Pérez García, que ademas de 
incompleta, tiene errores gírrañiles en la ortografía de los nombres. Hállase en 
un apante mucho mas curioso que se encuentra en los manuscritos de la Biblio- 
teca yol. 35 in folio. 

(1) Del espediente auténtico que tenemo'í a la viíta no aparece con toda cla- 
ridad la cansa anterim' del conflicto de que vamos a dar cuenta, pues aquel 
consta únicamente del cuaderno áe prueba, i aun éste se halla mutilado, comen- 
zando en la páj. 245 i teniiinando en la 389. Sin embargo, el legoj<í, tal cual se 
conserva en el arcliivo de la Real Audiencia, arroja una luz completa sobre to- 
das las \nc\áenciüs posieriores del negocio. 



— 157 — 

injurioso contra sus personas. Irritado don Gonzalo, i sin cui- 
darse de que lo oyeran, comenzó a proferir denuestos contra el 
artificioso inspirador de sus rivales. «De ello tiene la culpa, 
dijo en alta voz, el doctor Mendoza, i me la ha de pagar^ i le 
tengo de poner muchos capítulos en la residencia que se le está 
tomando», acompañando todo esto con las interjecciones cono- 
cidas de todos i que parecen inseparables de toda provocación 
castellana. Don Efedro, mas irascible todavía i menos parlero, 
le hizo coro añadiendo con irónico desprecio estas palabras 
verdaderamente brutales: «A Mendozilla no hai que ponerle 
capítulos sino darle muchas coces i quitarle cuanto diente i mue- 
las tiene, porque es hombre de burla» (1). 

Este lenguaje era característico de los hombres de la época 
i de la contienda, i por esto fielmente lo copiamos; al paso que 
revela el grado de enojo a que habian llegado los ánimos i la 
cortesía con que acostumbraban tratarse los caballeros en sus 
feudos. 

- Alguien, empero, oyó aquel áspero diálogo, i llevó el chisme 
al doctor Mendoza. Otr© testigo mas prudente se contentó con 
dar aviso, por temor de malas resultas i para prevenirlas, al 
oidor don Juan Cajal, uno de los cuatro fundadores del primitivo 
tribunal. Habia sido aquel discreto i previsor denunciante el 
capitán don Miguel de Zamora, procurador de ciudad. 

Por la rabia de Lisperguer i de su deudo, i lo crudo de las 
palabras de uno i otro, podrá concebirse la cólera que ganó el 
pecho del doctor Mendoza al oir el relato de su afrenta, hecha 
en agravio de su reciente autoridad i de una manera tan pdbli- 
ca. Fuera de sí, i aunque anciano i ya con pocos dientes, re- 
solvió tomar una sangrienta venganza, pidiendo a don Pedro 
con las armas en la mano satisfacción de sus injurias. 

Para dar seguro logro a su propósito pdsolo inmediatamente 
en noticia de sus dos hijos políticos ya nombrados, de sus so- 
brinos don Juan i don Luis de las Guebas, llamado el último el 
mozo por llevar el propio nombre que su padre,! de su hijo que 
tenia también su mismo nombre (2). 

Estos a su vez lo comunicaron a sus parientes i amigos mas 

(1) Estas son las palabras testuales atribuidas a Ríos i a Lisperguer por el 
doctor Mendoza. Consta de la tercera pregunta del interrogatorio del último a 
I 260. 

(2) Era mucho mas natural i sentaba mejor esta manera de distinguir a loi 
hijos de los padres que con el feo n.® 2.** que hoi se usa cuando bal nombres re> 
petidos. Dou Pedro Palazuelos Astaburuaga babi a adoptado el sistema francei^ 
llamándose Pedro Palazuelos hijo, cada vez que se firmaba en un documento 
público. 



— 158 — 

fieles, i entre todos combinóse a la lijera un plan dirijido a 
quitar la vida al soberbio rival del ex-correjidor, o por lo me- 
nos, a inilijirle un castigo público i tremendo. 

Eian ademas de los ya nombrados el alma del complot dos 
jóvenes de alia posición 1 de altiva índole llamados don Francis- 
co (1) i don Andrés Fuenzalida; i a juzgar por la parte princi* 
pal que tomaron en el asunto, es de creerse fueron deudos o, 
por lo menos, relaciones íntimas del doctor Mendoza. Parece 
que por aquella época habían perdido a su padre, pues los cro- 
nistas de la Companiade Jesús hablan de un capitán Fuenzalida 
que en 1611 les legó una de sus casas, en que ellos fundaron, en 
la plazuela de su propia iglesia, ei primei internado de estudios 
literarios. Vivía, empero, su viuda doíia Ana de Guzman, airo- 
gante señora, madre de aquellos mancebos. Tenia también esta 
dama dos hijas, doña Beatriz i doña Isabel, que usaban solo el 
apellido de su madre, como solia estar en uso en las mujeres, 
i esta ühima era casada con un joven caballero del nombre de 
Alonso de b>cobar i Viilarroel. A título de hermano, entró éste 
también de buen grado en la aventura, i a título de esclavo de 
Sánchez de la Cadena asociaron al intento a un animoso mu- 
lato llamado Tomas Carcelen. 

Llegaba a diez de esta manera el número de los conjúralos, 
parientes o amigos del doctor Menloza, aunque Lispergaer 
hacia pusar de treinta solo los primeros. Formaban aquel nú- 
mero tres hijos i dos sobrinos del doctor Mendoza^ tres hijos 
de doña Ana de Guzman, el mismo ofendido i el mulato de su 
servidumbre. 

Parece fuera de duda que los conjurados no se proponían 
matar a don Pedro, sino vengar en su sangre la injuria de su 
deudo. Plan determinado no se descubre que tuvieran, i a la 
verdad no era posible lo meiitaran, porque ni la prisa de la 
resolución daba lugar, ni siendo ésta, como era, un arranque 
de irreflexiva cólera, parecía cosa fácil concertar las miras. 

Era el ^ia siguiente al del diálogo del pórtico de la Real Au- 
diencia festivo, i ademas doblemente solemne por ser el dia del 
bienaventurado San Lorenzo i el aniversario de )a famosa ba- 
talla que Felipe II habia ganado a los franceses el 10 de agosto 
de 1557 en Sao Quintín, 

Era, pues, apropiado dia para tener una de San Quinlin; i a 
fin de darle mayor escándalo i renombre, elijióse como campo 



(1) Este es el mismo personaje que en 1631 leTantó después la toz contra las 
levas drl preí^idente Lazo de la Vega, por defender a su sobrino don Antonio 
Eaeobar, bijo de su hermana dofia Isabel. 



— 159 — 

de batalla U plaza pública i aun las gradas de la iglesia catedral. 

Convino, en efecto, el doctor 11 endeza i sus secuaces en ace- 
char en aquella mañana al desapercibido don Pedro cuando 
viniese ala misa de la iglesia mayor, según solia^ i aprovecttar 
aquel propicio momento para afrentarle a la mitad del dia i en 
presencia de todo el pueblo. 

Con este propósito, el doctor debia aguardar a su émulo cerca 
de la puerta principal de la iglesia, salirle de improviso al en- 
cuentro, i poniéndole al pecho la espada, pedirle cuenta desús 
ultrajes de la víspera. Los deudos del agraviado debían al pro- 
pio tiempo encontrarse esparcidos en el circuito de la plaza 
formando corrillos, como en casual conversación (cual se usa 
todavía después de la misa de moda) o en los pequeños esta- 
blecimientos piiblicos, que en esos remotos años existían en 
el circuito de aquella. No consistían éstos sino en una barbería, 
cuyo fígaro llamábase Pedro Pozo, i una sala de trucos^ que 
este nombre se daba entonces al juego de bolas, afrancesado 
mas tarde .con el de billar. 

Des le temprano todos los comprometidos en el escarmiento 
estaban en sus puestos, i el doctor Mendoza, según su hábito 
i el de todos los caballeros de esa época, habia montado su ca- 
ballo rucio (dice el proceso), cubiertas sus ancas con las ricas 
gualdrapas de seda i terciopelo, en que estribaba el lujo de los 
jinetes. Como era dia de invierno, lloviznaba, i el enojado doc* 
tor^ después de rondar un rato por la calle en que habitaba 
su enemigo (i cuyo nombre, así como el de las otras^ no se da 
en los autos, pues todas carecían todavía de él), fué a ponerse 
a cubierto bajo el pórtico de las Cajas reales, que, según he* 
mos repetido en varias ocasiones, fueron antes las casas de 
Valdivia i después el palacio de los presidentes i sucesivamen- 
te cuartel de bombas i de guardias nacionales. £1 pórtico de este 
edificio, asi como el de la Real Audiencia i el cabildo, que era 
todo un cuerpo, corría a manera de portal desde ese ángulo de 
la plaza hasta la sala del ayuntamiento, que en mas de tres 
siglos no h^ mudado de domicilio, talvez por creerse el dueño 
de la ciudad. 

Por fortuna del doctor Mendoza, i para mejor disfrazar su 
temeraria empresa, acertó a pasar por allí el padre Juan Alva» 
rez de Tobar, i pusiéronse ambos a conversar de coeas indife- 
rentes. Las sospechas de su intento quedaban asi veladas. 

Entre tanto, habían dado las once de la mañana, i éljeneral 
Lisperguer (1) salia tranquilamente de su casa, vestido con un 

(1) Preciso es que se tenga presente qae el nombre áejeneral se daba por lo 
eomon a todo capitán u oficial que hubiera tenido mando de alguna tropa en 



— 160 — 

traje depafio pardo, con valona en la camisa, cuello de enca- 
jeSi una ropilla o casaca ceñida al cuerpo en forma de chaleco, 
con anchas manga? para dejar sueltos los brazos, i sin llevar 
mas arma que bu espada de caballero cantoneada de plata. El 
casco i la cota de la conquista estaban ya relegados a la fron« 
tera i a los torneos militares. Tras de él, i mas como lujo que 
por precaución, marchaba un esclavo llamado Blas Carrillo ves- 
tido con libreado paüo negro, ciüendo espala al cinto, a guisa 
de escudero. Alguien en el proceso declara que le viera también 
una pistola, lo que, a ser cierto, ha bria probado únicamente 
que en aquellos tiempos no habia otra policia de seguridad en 
la capital de Chile que la que cada cual llevaba en sus bolsillos. 

Entre tanto, Lisperguer, ajeno enteramente al eco siniestro que 
hablan tenido sus desmedidas palabras de la mañana preceden- 
te, penetraba en la catedral por la puerta que entonces se llama- 
ba del perdón; i como le dijeran que ya la misa estaba concluida, 
dirjjióse hacia las gradas este.ricres, parándose en el ángulo 
del cementerio i de las Cajas reales^ pues la iglesia estaba edi- 
fícada en el sitio que hoi ocupa la capilla del Sagrarlo, hacia 
la medianía de la plaza. El resto, en la estension de un solar, 
lo ocupaba el campo santo cavado por Valdivia. 

No lejos de él, i a la puerta de la iglesia, estaban conversan- 
do en amistoso grupo el liceaciado don Francisco Pastene^ nie 
to sin duda del ilustre jenovés amigo de Valdivia i prjmo her- 
mano del jesuíta historiador Alonso de Ov8lle, el capitán don 
Pedi*o del Castillo Velasco, que acababa de hacer su comunión 
en Santo Domingo,] don Diego González Montero, a quien debía 
caber años mas tarde (1662 i 1670) el insigne honor de ser el 
primero i el único de los presidentes criollos que tuvo Chile 
en la larga serie que comienza en Almagro i acabó en el briga- 
dier García Carrasco. Debia ser a la sazón muí joven, pues 
mediaron 56 años entre este episodio i su último gobierno. 

El momento (3n que Lisperguer descendía las gradas de la 
iglesia fué el elejido por el doctor Mendoza para consumar su 
atentado. Apeándose con presteza del caballo, arrojó al suelo 
BUS guantes, i desenvainando la espada, precipitóse sobre su 
rival saludándole por su nombre i cubriéndole de denues- 
tos (1). 

eampafia i mas comuDmeote a los ex-correjidores. — Maetíre de campo, como e> 
sabido, ñamábase a todos los que hablan tenido el título de alcaldes o rejidorei. 

(1) Dice el proceso que al acercársele solo le dijo: — /Señor don Pedro/ i \ne. 
go muchas palabras injuriosas, a las que Lisperguer confiesa que le contestó 
con otras mayores. 



— lei — 

No era don Pedro Lisperguer hombre que se turbase en tales 
lances^ ni seria aquella la última de sus aventuras de dar i re- 
cibir cuchilladas^ como no era tampoco la primera. Asi fué 
que, desnudando a su vez la empala, paró el golpe de su adver- 
sario, i le atacó con tanta resolución, sostenido por su juvenil 
vigor, que en unos cuantos pasos de armas le trajo al suelo'. 
No quiso matar el caballero al anciano, i al contrario, repri> 
miendo su saña, cuenta él mismo que le dijo: •Levántate, 
viejo, que yo no acostumbro matar a rendidos» (!)• 

Al ver a su deudo a los pies de Lisperguer i a su mercad, los 
mozos apostados, que eran sus hijos i sobrinos, corrieron en 
su socorro de todos los puutos de la plaza donde estaban pues- 
tos en acecho. 

Alonso de Escobar i el hijo del doctor encontrábanse en aquel 
instante en la sala de trucos, i se precipitaron en la plaza 
blandiendo sus aceros; pero antes que ellos habian llegado los dos 
Fuenzalida, Luis Cuebas el mozo i Baltazar Dias, por manera 
que casi a la vez emprendieron todos a cuchilladas sobre el 
valeroso don Pedro i su escudero. 

£1 partido era desigual en estremo, pero consintió la estrella 
del agredido que estuviesen tan cerca i fueran sus parciales i 
sus Íntimos amigos aquellos caballeros don Diego González 
Montero i el capitán Castillo, que hemos dicho conversaban 
con el abogado Pastene a la puerta de la iglesia. 6on noble áni* 
mo,. aunque sorprendidos, echaron éstos mano a sus armas^i 
mientras su compañero de toga se daba a correr, metíanse ellos 
en la refriega defendiendo al que mas necesitana su socorro. 

Era con todo tan considerable el número de los cuadrilleros, 
que un grupo de ellos, interponiéndose entre Lisperguer i sus 
amigas, estorbó en gran manera el ausilio que éstos le llevaran. 
Fueron de estos últimos Alonso de Escobar i Andrés de Men- 
doza, que, como hemos dicho, habian salido de la sala de tru- 



(1) Estas palabras dolían mas al doctor Mendoza que sus cadenas, cuando 
te le sometió a juicio, e hizo cuanto estuvo de su parte por contradecirlas. Áñr* 
maba que Lisperguer no le había derribado, pues no le habia acertado ningún 
mandoble ni estocada, i que si habia caldo al suelo era por efecto de una pedrada 
que le babia disparado en el momento de la riña un hombre del pueblo llama- 
do el Carnicero^ tocándole en el muslo. Sin embargo, los testigos que abonan el 
dicho de Lisperguer declaran afirmativamente en esta forma: '*£n la enal 
actitud (cuando estaba el doctor en el suelo) pudiéndole matar el dicho don 
Pedro por haberlo derribado a sus pies de una cuchillada, no lo quibo, antes coa 
gran reportación le dijo que se levantase, mandando a Blas Carrillo en altaa 
▼ocea que no le hiélese mal." — (Sesta pregunta del interrogatorio de Lispergner 
de 14 de setiembre de 1614 fa 240 vuelta). 



— 162 - 

COB, i el mulato Tomas Garcelen, que atacaba de preferencia 
a don Diego González, con ánimo, al parecer, .de darle muerte. 

Quedó el combate, en conhecuencia, trabado en dos parciali- 
dades, no siendo menos de veinte las espadas desenvainadas, 
fuera de muchos advenedizos que iban iiegaudo i que a falta 
de armas aitxtjaban piedras, principalmente contra los aco;ne- 
tedores^ llevados del instinto popular, casi siempre justo i jene- 
roso. 

Vino en esta coyuntura, llamado por los gritos i el ruido de 
las armas, f 1 teniente del alguacil major, Juan Rodrigues de 
Márquez, llevando en alto la vara del rei, i comenzó a pedir a 
los combatientes en su nombre la paz i la concordia. Pero les 
enfurecidos caballeros no hicieron otra demostración de obe- 
diencia que dar de empellones al oficial real a fin de que se re- 
tirase (1). 

Continuaba ya el combate por un largo rato, manteniéndose 
firme sobre su puesto don Pedro i sus amigos, i aunque don 
Diego babia recibido una ancha herida en la cabeza I el capitán 
Castillo un tajo en el cuelh, que les traia desatentados^ la des- 
treza i la serenidad del primero le permitía todavía hacer frente 
•n todas direcciones i a pesar de batirse con seis u ocho de sos 
agresores juntamente. 

En tan critica coyuntura, un ardid puso fin al combate i dio 
todas las ventajas a los cuadrilleros, con escepcion de las de la 
honra. Cuando los acometedores mas encarnizados de dtn Pe- 
dro, os decir, los dos Figueroa, Bal tazar Diaz i Luis de Guebas^ 
secundados por el mismo de ctor Mendoza, ya recobrado de su 
golpe, desesperaban talvez de rendirle, acercóse con disimulo 
por un costado el alcalde de la Hermandad Sanche» de la Cade- 
ná^ i apellidando a la Inquisiciofi i al Rei (-2), cojió«a don 
Pedro el brazo i la espada, intimándole que era su reo. En este 
momento, i estando ya desarmado, le hirieron a la vez los dos 
Fuenzalida, el uno en el cuello, en el hombro el otro, mientras 
que el propio alcalde, no contento con su innoble estratajema, 
le hacia un tajo con su daga en las narices. 

Rendido asi, cubierto de sangre, con su ropa desgarrada i su 
sombrero desbaratado por los golpes, arrastraron sus émulos a 

(1) "Impidieron al dicho algaacil dándole de remptijonet i poniéndole las eipa- 
daa a lot pechos qae no se Uegase** — {InUrrogcUorio de Li»perguer,\^-'Ei teniente 
de algosdl, qae era a la res alcaide de la cárcel, dice en su declaración que aun- 
q«f intentó prender a los asaltantes "eran tantas las cuchilladas i espadas de- 
stBTsinadas, que no pudo arrestar a ninguno.*' 

(2) Sos palabras fueron.— ''^^1 dd vil con nombre de alcalde de U Hér- 
naadad", dice el proceso. 



— 163 -^ 

Lisperguer a la cárcel vecina, Itaciendo irrisión de su persona 
i dando asi color de legalidad a sus procedimientos, porque su 
propósito meditado era suponer que el alcalde de la Hern^an* 
dad habla visto por acaso la riña i habla prendido a Lisperguer 
como a su autor mas l*esponsable. Su íinjida imparcialidad 
quedaba sin embargo descubierta en demasía por su intimidad 
con los agresores i porque llegando a la cárcel injurió al ren- 
dido con palabras infames, siendo a mas tan exaltada su cólera^i 
que, quitando su muleta a un hombre natural de Salamanca 
que por allí estaba, la tiró como un desatentado contra la 
puerta de la prisión en que estaba ya encerrado su enemigo. 
. Desarmado de aquella suerte Lisperguer, &us do4 jenerosos 
compañeros no tardaron en sucumbir. Herido en el cuello áoo 
Pedro del Castillo^ habría talvez perecido a manos de Alonso 
de Escobar, si un caballero llamado don Juan Ruiz de León no 
se hubiese interpuesto ofreciendo que él mismo lo conducirit 
a la prisión. En cuanto a don Diego, continuó defendiéndose 
en retirada hasta que pudo lograr asilo en el dintel de la igle** 
sia, cuyo sagrario nadie era osado violar. 

Los cuadrilleros hablan salido mejor librados: Alonso da 
Escobar con una cuchillada en una mano, el doctor Mendoza 
con su golpe ignominioso i Luis de Cuebas con una pedrada 
que^ según su declaración, le dejó aturdido en el suelo. 

Según se ve -en este proceso, la piedra comenzaba a tener 
una importancia capital en las riñas de Santiago, i esto quo 
todavía la plaza no estaba empedrada ni se habia hecho cuestión 
de \aL piedra de Ayala.,. 

Entre tanto, la voz de la pendencia (este era el nombre jurídico 
que se le daba) habia corrido por la ciudad, llenando de pavor 
a las familias, pues habia sido aquel un torneo de la flor de los 
caballeros de Santiago. La plaza toda era una especie de campo 
de batalla, en que entre la plebe, los indios, los esclavos i la 
servidumbre corrían las facciones de los Mendoza por un lado i 
la de los Lisperguer por el opuesto. 

Uno de los mas apresurados en llegar habia sido el jeneral 
Gonzalo de los Rios, i al saber el lance de su cuñado^ ardiendo 
eo ira, habia hecho abrirlas puertas de la cárcel i llevádolo a 
la catedral, donde iban ganando asil^ todos los que hablan to« 
mado parte en la zambra de espadachines armada con tanto 
éssándalo en la plaza pública. Habia subido a tal grado la justa 
cólera de don Gonzalo, que a voces levantadas gritaba a sus 
esclavos mataran a aquellos asesinos; i habriase talvez renova* 
do el alboroto entre los escuderos i las jentes de servicio, si en 
eea iardia coyuntura no hubiese llegado el oidor Cajal a la 04* 



— 164^ 

beza de la fuerza armada, disponiendo cuáles debian ir libres a 
curarse a sus casas i cuáles debian ser sometidos a los fallos de 
la justicia del rei, cuyo representante era su persona. 

Después del crimen debia venir el proceso, como después do 
la herida la venda. 

Habia sido aquel un delito público e infraganti, i por tanto 
no babia medio de escapar a la vindicta de la lei. Mientras 
Lisperguer, Montero i Castillo se curaban de sus heridas en su 
casa, Mendoza i sus parciales se mantenían en consecuencia ea- 
cerrados en la cárcel pública, sometidos a ^os lentos trámites 
de la causa. Solo el alcalde Sánchez de la Cadena tuvo, a virtud 
de su titulo sacrosanto, la inmunidad de su persona, aunque 
no se libertó de fianzas, pues vemos que para ausentarse del 
pueblo hubo de pedir permiso a lo? oidores. El esclavo Tomas 
Caicclen se mantuvo también fujitivo hasta que, capturado a 
B'i vez le cargaron de prisiones a ruegos de don Diego Montero, 
que le acusaba de haber sido el mas empeñado en asesinarle, 
asegurando que babria conseguido su intento si no le hubiesen 
aturdido de una pedrada (1). 

Entre tanto, el 16 de setiembre de 1614, esto es, treinta I seis 
dias después del atentado, se dio punto a la sumaria i se abrió 
el término de prueba. 

Durante el curso de la última, los reos se esforzaron en en- 
redar la verdad con teijiversaciones, tachas, denegaciones i 
tantos i tan abultados cargos hechos de individuo a individuo, 
de familia a familia, que a ser ciertos en su mas mínimo signi- 
ficado, habríase persuadido el historiador moderno que nuestros 
mayores tuvieron una manera de ser social mas hostil i enco- 
nosa que la actual, si tanto cabe. 

El principal ardid del doctor Mendoza consistía en dejar esta- 
blecido el increíble subterfujio legal de que Lisperguer habia 
sido el agresor i él la victima, i por este tenor cada cual se es- 
forzaba por poner en limpio su inocencia. Luis Cuevas asegu- 
raba, por ejemplo, que él no habia participado en lo menor 
del delito, porque al entrar a la plaza le derribaron de una 
pedrada que le dejó sin conocimiento. Los dos hijos políticos 
de Mendoza sostenían que hablan oido misa tranquilamente en 
la catedial i dirijídose después a la Iglesia de la Merced en com- 
pafiia del sarjento mayor don Antonio, Recio, cosa que é§te 
afirmaba, i nada tenia de estraúo, desde que la mañana habia 
dado lugar a aquellas i otras precauciones. Alonso de Escobar 
i el propio hijo del doctor aseguraban a su turno que estaban 

(1) Solicitad de MoDtcro del 31 de octubre de 1614. 



~ 155 — 

viendo jngar a los trucos i apostando en las paradas, cuando 
entró un indio diciendo que habia cuchilladas en la plaza i a 
la bulla salieron. Por lUtimo, los dos Figueroa probaban que 
babian almorzado con perfecto apetito en casa de su madre dofia 
Ana de Guzman, i la testigo que esto abonaba, doña Maria de 
los Reyes, viuda de un capitán, lo aseguraba con jurameuto, 
pero DO bajo su fírma, pues siendo tan gran señora no sabia 
escribir, como el descortés curial lo puso por dilijencia en el 
proceso. 

Todo era en balde, entre tanto, porque ademas de la pública 
notoriedad del lance, habia testigos contestes que lo habian pre- 
senciado hasta en sus últimos detalles. Eran los principales de 
éslos, sin contar los propios ofendidos, el alcaide de la cárcel ya 
nombrado, el sacristán mayor de la catedral; Gregorio Bernaldel 
Mercado, un negociante llamado Alonso Reí Barrueta, que por x 
acaso se encontraba aquella mañana en su tienda bajo los por- 
tales, i por último un individuo del nombre de Fernando Ga- 
bria, que, estando preso en la cárcel, habia visto desde una 
ventana toda la pendencia. 

£1 27 de enero de 1615, esto es, cinco meses después del aten- 
tado, la Real Audiencia pronunció al fin su fallo i los principales 
reos fueron condenados a las penas i multas que rézala siguien* 
te sentencia, que por breve desciframos de los autos que la 
contienen en su foja 372: 

«En la causa criminal del jeneral don Pedro Lisperguei^ 1 el 
capitán don Diego González Montero con el doctor Andrés Jime* 
nez de Mendoza, capitán Andrés i Francisco do Fuenzalida^ 
Alonso de Escobar Villarroel; Alonso Sánchez Cadena, Baltazar 
Diaz de Carvajal, Luis de la Cueba el mozo, Andrés de Mendoza 
i Juan de Cueba, sobro la pendencia que tuvieron en la plaza 
de esta ciudad con los dichos don Pedro Lisperguer i don Diego 
González, visto, etc., fallamos que por la culpa que contra el 
dicho doctor Mendoza i demás consortes resulta, que los debe- 
mos condenar i condenamos: al dicho doctor en cuatro años de 
destierro de esta ciudad i sus términos i en cuatrocientos pata* 
cones; i a los dos capitanes Andrés i Francisco de Fuenzalida eu 
otros dos años de destierro, todos precisos de esta ciudad i sus 
términos, i en otros doscientos patacones a cada uno de los su« 
sodíchos, i no lo quebranten los unos ni los otros, pena de 
cumplirlo doblado; i asi mismo condenamos a dicho Andrés 
Ximenes (1) en dos años de destierro de esta dicha ciudad, los 
cuales salga a cumplir cada (2} que por esta Real Audiencia le 

(1) El Wjo. 

(2) Faltó quizá la palabra vee. 



— 166 — 

fuere mandado i en cincuenta patacones; i a todos los demás 
reos contenidos en la causa de esta nuestra sentencia asi mis* 
mo les condenamos a cada uno de ellos en mnt3 patacones, 
^ue unos i otros aplicamos para la Cámara de S. M. i gastos de 
estrados por mitad i en las armas con que delinquieron, que 
aplicamos conforme a la ley, que por esta nuestra sentencia 
definitiva assi lo pronunciamos, é mandamos con costas. 

cE! licenciado, Hernando Talaverano Gallegos, 

El licenciado, Juan Cajal 

cDieron i pronunciaron esta sentencia los señores presidente 
i oidores do esta Real Audiencia que en ella firmaron suft 
nombres estando haciendo audiencia pública en la ciudad de 
Santiago de Chile en veinte i siete dias del mes de heneit) de 
mil seiscientos i quinze años. 

Daltazar Maldonado.t 

¿Cumplióse esta sentencia, cuya lenidad salta a la vista i al 
criterio? 

Lo ignoramos. 

Lisperguer y Montero, que habian sido la parte civil en el 
proceso, tuvieron la magnanimidad de desistirse de su acusa* 
cion, cuando, promulgada la sentencia, se vio por ella quié- 
nes habian sido los acometidos i quiénes los perpetradores. — 
cJiíramos a Dios, decian ambos en su escrito de desistimiento 
dos dias posterior a la sentencia, i por esta f que este aparta- 
miento no es de malicia ni por temor de que se nos haga justi- 
cia, sino por el servicio de Dios i del rei.» 

El juicio, sin embargo^ prosiguió su curso. Apelaron del 
fallo los delincuentes en recurso de revista, i confirmólo la 
Audiencia; pero el mayor número de aquellos habia salido ya 
de su prisión. El doctor Mendoza habíase refujiado en Concep- 
ción. Sánchez de la Cadena se encontraba atendiendo tranqui- 
lamente a sus negocios en el valle de Quillota i muchos de los 
otros se habian ido bajo fianzas de resultas a sus casas. 

Era aquel asunto una inminente dificultad social i talvez ter- 
minó en el olvido i la reconciliación de los espíritus i en la 
impotencia de !a leí para dominar su fiereza o sus arranques 
de jenerosidad i de perdón, antes que por los respetos o el temor 
de un tribunal que no habia sabido prevenir el escándalo, a pe- 
sar de un oportuno aviso, como no liabia sabido después casti- 
garlo, a la postre de un largo proceso. 

Pasamos ahora a presentar el preslijio de la Real Audiencia 
bajo faces mui diversas en su aspecto esterior pero uniformes 
en su significado histórico i moral. 



CAPITULO XV. 



OldorM i ofaUpot. 



Tendencia inyasora da las autoridades coloniales i especialmente de laa aole* 
siásticar. — Primera competencia entre el obispo del Imperial i el de San- 
tiago. — Rara mansedumbre del obispo Medellin.— El terrible fraile Juan 
Pérez de Espinosa. — Su primera disputa de jurisdicclou. — Eutrométese en 
la administración del hospital. — Ardiente querella con los oidores por la 
precedencia en los Asperges. — Los oidores le intiman arresto i él los esco- 
mulga, saliéndose de la ciudad. — Santiago en entredicho. — La quebrada del 
Obispo. — ^Triunfo definitivo de Pérez de Espinosa. — Disputas de Lazo da la 
Vega sobre el beso del eyanjelio. — Prudencia con que* zanjan estos alboro- 
tos el obispo Villarroel i el marqués de Baidea. 



Decíamos en el capitulo de esta historia que precede al ante- 
rior, que uno de los caracteres mas señalados del poderio da la, 
Real Audiencia en nuestro suelo fué su tendencia invasora de 
otros poderes i su omnímoda aspiración a su engrandecimiento, 
ya se tratase de una fútil ceremonia, ya de una cuestión vital 
de jurisáicc'on. Prometíamos también comprobar ese sistema 
cuyo desarrollo i peripecias ocupa casi por entero, junto con la 
guerra de Arauco^ la era colonial, i en cumplimiento de esa 
promesa vamos a recordar algunos interesantes casos ocurridos 
en la primera mitad del siglo de que nos ocupamos. 

Se observará por su sola enunciación que ese afán febril de 
prerogativas era un achaque universal de todas las autoridades 
ya civiles, ya militares, ya eclesiásticas, i de las últimas prin- 
cipalmente, porque nada hai mas metido en las cosas terrenales 
de nuestros mayores que el cielo i sus representantes. Vamos a 
ver salir por consiguiente al proscenio de estos ruidosos escán* 
dalos, oidores con sus garnachas i copetes, obispos con sus es« 
posa$ i sus escomuniones, presidentes calzados de espuelas i 



— 168 — 

ceñidos de la banda ofrecida por la mano del rei, inquisidores 
i BUS tizones, canónigos con sus controversias de coro, alguaci- 
les llevando en la mano la vara de la j astici.\ para poner la paz 
entre los bandos, monacillos metidos en cuestiones de asperges, 
frailes eternamente envueltos en tremebundos capítulos, que^ 
terminaban en cismas o en abiertas rebeliones, i por último, un 
poco mas adelante, las monjas mismas corriendo despavoridas 
por las calles, i a los graves oidores tras de ellas, i muchas otras 
ocurrencias por el estilo de las que hoi mismo acontecen. 

Comenzaremos por la primera querella entre la audiencia i el 
metropolitano. A todo señor todo honor. 

Habian sucedido al pacifico i prudente cura i obispo Gonzá- 
lez Marmolejo tres frailes franciscanos de índole diversa i de 
tendencias tan opuestas, que apenas podria creei-se que una 
misma cogulla hubiese ocultado conciencias tan hondamente 
separadas. Habia sido el primero frai Fernando de Barrionuevo, 
natural de Guadalajara de España, que ha dejado memoria de 
santo, pero que no obstante pagó tributo a su edad poniéndose 
a disputar con su colega el obispo del Imperial, sobre si el te« 
rri torio comprendido entre el Maule i el Nuble correspondía a 
su jurisdicción, pleito, empero, de hermanos que la Audiencia 
de Lima sentenció el 3 de diciembre de 1568 en favor de la ül 
tima diócesis. 

Tomó el báculo a la muerte de aquel manso prelado, otro 
fraile franciscano natural de Lima i que habia sido guardián 
del Socorro en la capital. Llamábase frai Diego de Medellin, i 
consagróse obispo en 28 de junio de 1574. Fué un varón hu- 
milde, tranquilo, misionero, gran visitador de sus ñeles, i cuén* 
tase de él que era t^nto su amor a la pobreza^ que observando 
en una de sus visitas, a las que salia acompañado de un solo 
lego (gloriosos tiempos de un sencillo cristianismo!) que éste 
llevaba dos pequeños vasos de cristal para beber, le obligó a 
dar uno de limosna, diciéndole que para apagar la sed bastaba 
con el otro. Fué este obispo el que estableció la costumbre que 
rije basta esta hora misma en nuestra catedral^ de tocar las 
campanas al tiempo de consagrar en la misa mayor, a fin de 
que los indíjenas formaran un respetuoso concepto de aquel 
acto augusto, pues todos ios fieles eran obligados a arrodillarse, 
fuera en sus casas, fuera en la via pública. 

Fué frai Pedro de Azuaga el tercero de aquellos relijiosos, 
sacados todos de una sola celda, lo que prueba la gran prepo- 
tencia de los claustros, en un siglo que habia comenzado por la 
prepotencia de un fraile, el ilustre Gisneros, i terminaba en 
otro en que otro fraile era desde el confesonario el rei de Espa« 



— 169 — 

ña (Froilan Díaz). Mas como Azuaga muriera sia consagrarse 
antes de comenzar el nuevo siglo (1597), entró a gobernar la 
diócesis otro fraile, también de San Francisco. Era éste vaciado 
en un molde que todavía parece conservarse no del todo muti- 
lado por la acción de los siglos i por mas que su borrascosa 
vida le llevase a morir en un claustro solitario^ en su suelo 
natal, del cual talvez le habría estado mejor no salir. 

Era este prelado el célebre don Juan Pérez de Espinosa, cas- 
tellano de cuna í de alma, que pasó los años de su gobierno pas- 
toral en una ardiente batalla con todos los que en demanda suya 
tenian una suma cualquiera de poder. 

Versó la primera disputa que de este obispo se recuerda sobre 
una persona de fuero eclesiástico (un sacristán talvez) que había 
sido arrestado por el correjidor de la ciudad, i sin mas dilijen- 
cia fulminó sobre el último, (que lo era talvez el ya conocido 
doctor Mendoza) el arma mas terrible de la edad que recorre- 
mos, la escomunicm. Hubo, empero, de humillarse el correjidor, 
que por lo común no era jente que sé humillaba ni ante Dios, 
i, mediante la interposición de un eclesiástico prudente, el fun« 
clonarlo civil fué perdonado. 

Poco después armó pendencia el mismo prelado con el gobier* 
no local, a consecuencia de alegar derecho al hospital, que 
dependía directamente del ayuntamiento. Pero oportunamente 
intervinieron en esta vez dos jesuítas, que, aunque su entrada 
en el pais era reciente, tenian ya una influencia colosal, pues 
no hai terrazgo en el mundo que haya dado con mejor rendi- 
miento la semilla de Loyola que el del valle del Mapocho. 

El tercero í el mas ruidoso de sus altercados no tardó en so- 
brevenir en tiempo que gobernaba el caballeresco García Ra* 
mon, i aquí es preciso confesar que fué la Real Audiencia la 
que dio el primer paso del escándalo. 

Acostumbrábase en esa época en el ritual de la iglesia ofrecer 
en las fiestas de tabla o de asistencia el agua bendita, o como 
se llamaba técnicamente, los asperges, a los canónigos antes 
que a los oidores, i éstos, que no podían sufrir tamaño desacato, 
ocurrieron al rei pidiendo justicia i reparación. 

£1 Consejo de Indias, que siempre manifestó un espíritu 
ilustrado í conciliatorio en todas aquellas nimiedades, que lie* 
gabán a su acuerdo abultadas de escándalos, dispuso que se 
estuviese a la costumbre, frase ambigua que nada resolvía i que 
en Espaíia se usaba de continuo en las mas arduas como en las 
mas fútiles consultas del gobierno de ías Indias. Para contentar, 
empero, de alguna manera a ios oidores por el desaire de hecho 
de su pretensión, resolvió al mismo tiempo el Real Consejo re- 



^. 170 — 

bajar la soberbia del obispo, ordenándole que cuando asistiese a 
la Catedral por funciones de tabla llevase su cauda un solo paje... 

Pero los oidores no pudieron resignarse a que los canónigos 
mojasen primero que ellos sus dedos en el hisopo de los mona- 
cillos, i resolvieron, después de un profundo acuerdo, no entrar 
a la iglesia sino después que hubiesen concluido los asperges. 
De aquí la cólera del obispo, i sobre la cólera, la escomunion, 
como el rayo en pos del trueno. 

Los oidores con todo (cosa estraúa!) no abaten su altivo cope 
te delante de la primera prueba, i para hacer entrar en razón al 
airado pastor, le intiman orden de arresto dentro de su propio 
palacio. Sin embargo, para hacerle saber el vejatorio rescripto, 
el alguacil mayor, encargado de notificárselo, púsose de rodi- 
llas a fin de leérselo^ como los condenados a muerte, que así 
oyen lasentencia de su suplicio. 

No era hombre que se paraba en cosas de poca cuenta el so- 
berbio fraile castellano, i haciendo ensillar su muía, salióse 
furtivamente de su casa, pues la obispaldia no estaba todavia 
edificada; i después de declarar la ciudad en entredicho, es decir^ 
suspendida la validez i administración de todos los sacramen- 
tos, fuese a esconder su cólera i a esperar la sanción de su om« 
nipotencia en una garganta profunda de la chácara del SálíOf 
propiedad entonces de los descendientes del capitán Rodrigo de 
Araya, que fué su primitivo dueúo (1). Llámase todavia por la 
jentc del lugar aquel agreste sitio la Quebrada del Obispo. 

Sus cálculos no fallaron esta vez al terco prelado. £1 pueblo, 
no teniendo dónde oir misa ni quión se la dijera, comenzó a 
murmurar, a hacer corrillos, a lanzar gritos: i los oidores, que 
los escuchaban desde sus ventanas, estrechados entre su sober- 
bia i su miedo al peligro del cielo que les amenazaba, consin- 
tieron en humillarse. Revocaron en consecuencia sus autos i 
fueron a recibir prosternados al triunfante obispo, saliendo a su 
encuentro hasta el arrabal de la Chimba. 

En Espaíla quedaban, sin embargo, todavia sucesores de aquel 
reí llamado por escelencia el calúttco qne, mandó a su vii^i de 
Ñápeles ahorcase los cursores del Papa si no andaban en quie- 
tud, i aúos mas tarde en desagravio do. la paz pública, ordeií^ron 
a Pérez de Espinosa se trasladase a España, donde murió hu- 
millado en una celda de su antiguo convento de Sevilla, legan- 
do, a pesar suyo, su fortuna, que pasaba de sesenta mil pesos, 
a la catedral de la colonia que tanto habla ajitado con su insa- 

(I) Por esto en manuscritos antiguos eo habla del SaUo de Araya, que no es 
eomo el Solio de AlvaradOf sino el despofiadero del agua. 



— 171 — 

ciable codicia de mando. Todo el bien que habia hecho a su 
diócesis era fundar el primer seminario que tuvo el reino (1). 

Siguióse a este gran escándalo otro de menor cuautia i entre 
análogos personajes. Los oidores solicitaron asiento de prefe- 
rencia sobre toda otra autoridad dentro de la iglesia, pues decían 
serlos representantes directos del rei, mas en esta materia 
quiso el último (Felipe III el piadoso) dar la razón al represen- 
tante directo de Dio?. 

En pos de esta desavenencia tocó su turno al propio capitán 
jeneral, que lo era a la sazón nada menos que el valeroso don 
Francisco Lazo de la Vega. Habríase creido un hombre de su 
altura i de su fama, superior a las nimiedades frailescas de su 
época, pero no obstante que vivió siempre con la espada desen- 
vainada entre los bárbaros, i a pesar de gobernar la iglesia du- 
rante el mayor tiempo de su mando militar el bondadoso obis« 
po don Francisco Salcedo, entabló querella en una de sus raras 
bajadas a la capital por dos capítulos harto singulares. Era el 
primero porque los diáconos no le presentaban a besar el evan- 
jelio después de dársele lectura sobre la mesa del altar^ i el se-, 
gundo porque no venian los monacillos hasta su silla presiden* 
cial a incensarlo con oloroso sahumerio. En ambas pretensiones 
salió con todo desairado el ilustre capitán, pues el hijo de Feli- 
pe II, de quien se ha dicho habia nacido mas para fraile que 
para rei, tenia resuelto el caso en favor de la iglesia por una 
real cédula dada en Balsain el 5 de setiembre de 1609. 

Sucedieron, no obstante, al presidente i al obispo, dos hom- 
bres de temple superior, que cortaron de raiz una de aquellas 
necias disputas con una sola i mutua cortesía. En la primera 
asistencia al templo del marqués de Baldes^ sucesor de Lazo de 
la Vega, el ilustre obispo Villaroel, que tomó el puesto de Sal- 
cedo (1638), ordenó que se llevase el evanjelio al presidente, i 
éste, rehusando aceptar el honor después de concedido, libertó 
a todos los presidentes futuros de una ceremonia que era una 
simple cuestión de fastiJio^ i esXo porque el marqués de Baldes 
fué, según las propias palabras de su émulo, cgran caballero, 
mui enemigo de puntos» (2). 

(1) Establecióse éste al parecer en la cuadra que ra de la plazuela de Santa 
Ana a la calle de la Compafiia. El padre O valle marca en la medianía de 
aquella un edificio ecles1á.stico que llama San Anjel, i éste era probablemente el 
seminario fundado por Pérez Espinosa. 

(2) El ilustre Villaroel, como es sabido, dedicó al presidente de Chile su fa- 
mosa obra destinada, bajo el titulo significativo de los Do9 cuchilloM o gobUmo 
§d49Ídstico pacífico, a poner fin a aquellas insensatas reyertls, que duraban ya 
eerca de medio siglo. Hablando precisamente del incidente aquí recordado, el 



— 172 — 

Pero aun nos queda por contar el mas grave i el mas intere* 
sante de los episodios de aquella edad de controversias, cuyo 
fuego escondido suele todavia echar súbitas llamaradas, ya al 
pié del solio civil, ya al de los altares. 

I como este caso es a la vez característico de la época en que 
tuvo lugar i del carácter de los hombres que eu él tomaron 
parte, va a sernos perdonado el que lo refiramos con alguna 
detención i en capitulo separado, tanto mas cuanto que una 
rara fortuna puso en nuestras manos los testimonios autén- 
ticos i minuciosos de su desarrollo. 



«míoente prelado, 86 etpresa en estos propios tiempos: "Fué doo Franoieco de 
Zúfiign, conde de Pcdroso i marque de Baldes gran caballero, mui enemigo de 
puntos, npacíbílisimo en la condición, terror de los indios, alirio de los vasallos^ 
de grandísimas cortesías i grande reverenciador de la iglesia, estaba mejor qne 
yo eo las ceremonias: asistió a una fiesta: celebré yo de pontifical: mandé al 
canónigo que habla cantado el CTanjelio que le llevase el libro i no lo qoiao 
admitir: hice grandes dilijencias desde el altar i no fué posible recabarlo con él; 
con qne quedó ejecutoriado, que a los gobernadores no se les ha de bajar el li- 
bro de los evanjelios. Quedó él conocido por relljioso i cortesano, edificado el 
pueblo de la cortesía del obispo i yo quedé sin escrúpulo de haber torcido algo 
la ceremonia, porque es mui justo que en obsequio de su rei, use el obispo de 
alguna dispensación en el rijido del ceremonial." — {Lo$ doi euchiÜ09J) — Tomo II, 
p«j. 192, Madrid, HSS. 



CAPITULO XVÍ. 



Zja Inquisición i la Audiencia. 



KapaQtosa miaeria de Empana durante el rdluo de Folips II 1 de 9u hijo. — Sa* 
qveo de los galeones da América por orden del rei. — Felipa IV, por ecoao- 
mía, ordena que la InquisicioQ de América riva de ventas propias i manda 
cuprimir ocho canonjías. — £1 obispo Salcedo dispone.cumplir la real cédu- 
la de la supresioa ^El cabildo eclesiástico de Santiago. — El deán ddn 
Tomas de Santiago. — Los oidores.— Los dos Machado de Chaves. — Contro* 
Tersia sobre la supresión de canonjías. — El deán Santiago se avoca el juicio 
como comisario de la Inquisición de Lima. — Recurso de fuerza de los ca* 
nónigos a la Audiencia. — ^Triunfo del cabildo. — Nueva cuestión sobre la 
herencia del judio Manuel Bautista Pérez, quemado en Lima. — ^Vuelve el 
comisario a reclamar su jurisdicción. — De8tierro4)ajo partida de rejistro del 
caaónigoValenzaela. — La Audiencia sostiene a los canónigos. — El comisario 
ocurre a los inquisidores de Lima, i altivas instrucciones que éstos le envian 
— En consecuencia, escomulga al gobernador del obispado i publica la bula 
de Pablo Y. — Terror del pueblo i desaliento de la Audiencia. — Remitense 
los autos en caso de concordia al virei de Lima. — El comisario continúa 
sus cobranzas a nombre de la Inquisición. — Episodio de Coquimbo.—* 
Llega a Chile el venerable obispo Yillarroel. — Su severidad con los ajentea 
de la Inquisición en la Serena. — Desaire que le hace el comisario a la 
vuelta de su vieita i castigo sumario que le impone. — El gobernador del 
obispado lo prende dentro de la iglesia i le embarga su vajilla. — Refújiasa 
el deán en San Agustín, toma el hábito i prosigue sus sumarios contra el 
cabildo eclesiástico i el obispo. — Angustias del pueblo i rogativas públicas 
que se hacen por la restitución de la paz. — El obispo solicita el ausilio del 
brazo secular i se apodera del deán, trasladándolo en una silla a Santo Do- 
mingo. — El canónigo Machado le remacha grillos. — ^Terribles severidades 
del obispo. — Humillase al fin el comisario. — La codicia dt la Inquisición es 
la única causa de estos alborotos. — Reflexiones. — Avenimiento prudente del 
obispo. Villarroel 1 del presidente Baldes. — Umca desavenencia del cabildo 
con Villarroel. — Publica éste su célebre obra Loa dos cuchillo» i la dedica 
•1 último. — Carta del marques de Baldea al obispo. 



El reinado de Felipe II habia sido de tanta prodigalidad como 
de insondable miseria. Al paso que edificaba el Escorial^ este 
Veroalles de sombrío granito, ijevantaba en Roma» de mármo- 



— 174 ^ 

les i de oro, a Santa María la Mayor^ como rival de las basílicas 
do los pontífices, no tenia, según cuenta Michelet, ni el rei ni 
tu ministro el cardenal Granvella con que costear un espreso 
urjente durante la guerra de Flandes. En c^^nsecuencia, el rei 
se había !iecho salteador, como que todi^ los reyes mas o me- 
nos lo son un poco, i habia llegado su temeridad a tal punto, 
que mientras sus alguaciles embargaban a los labriegos hasta 
sus humildes arados, f u hermana la princesa de Parma hacia 
saquear los galeones que llegaban a Cádiz cargados del oro de 
las Indias para vaciarlo en el exhauto tesoro (1). 

No fué menos infeliz i menesteroso el reinado d«3 Felipe 111» 
que solo cuidó de mantener gcrdos i opulentos a sus frailes, 
bien provistas las despensas de sus monjas i mantenidos con 
esplendor los santos ministros de la santa Inquisición. 

Deseando, con todo, su hijo Felipe IV, un tanto mas ilustrado 
i libertino, aliviar su erario del grave peso que le imponía el 
sustento de esta|úllima iniquidad, que su abuelo Felipe II habia 
establecido en América en el siglo XVI, dispuso que la sostu- 
viesen sus.propios subditos ultramarinos, o lo que es lo mismo, 
que los americanos pagasen por ser quemados vivos. Ordenó 
con este motivo S. M. por real cédula de 14 de abril de 1633 
que se suprimiese una canonjía de cada una de las ocho cate- 
drales que existían ectonces en la América del Sur, a fin de 
aplicar su salario a la hoguera (2). 

Cuando tocó su término a Santiago, gobernaba la iglesia el 
bondadoso Salcedo, i convocando en el acto a su cabildo (junio 
16 de 1634), prestó inmediata obediencia al real rescripto. Allí 



(1) La Fuente.— llUtoría de España, tomo 13, i)áj. 63. — '*0s represento, ea- 
eribia la princesa al rei, el agravio i gravísimo dnfio por venir, cobre habér&elea 
tomado tantas veces (el oro) i tan gran suma i estar los mercaderes tan que- 
brados I las personas i vecinos de las Indias tan escandalizados, i a términoa 
que ceria totalmente acabarlos de destruir." 

(2) Toda la relación que va a seguir está fundada en papeles autógrafos que 
una casualidad nos proporcionó en Lima en 1860 i que conseryamos orijinales. 
Consisten princípalmente-en una serie de cartas del deán do nuestra catedral, 
don Tomas de Santiago, comisario de la Inquisición en Chile, al inquisidor ma- 
yor de la misma en Lima, Juan de Mafiosca, i que abrazan un período de maa 
de diez aüos (1635-1646). 

£1 que.desee consultar estos sucesos con mas detención, puede leer el discur- 
so de nuestra incorporación a la facultad de filosofía y humanidades de la Uní- 
Tersidad de Chile el 27 de agosto de 1862 con el título de Lo que fué la Inquin- 
eian en Chile, 

Respecto de las otras competencias eclesiástico- civiles i en jeneral todo lo 
relatiro a la iglesia chilena, puede estudiarse con mucho fruto la aotable histe- 
ria del tenor Eizaguirre. 



— uo — 

mismo ordenó que tan luego como falleciera uno de los cañó* 
nigos quedase suprimida su prebenda i aplicada su renta, que 
consistia en una parte de los diezmos, al sosten de la Inquisi" 
cion de Lima. Mantenía ésta solo tres estériles sucursales en 
nuestro suelo, a saber: en la Serena, Concepción i Santiago Era 
el comisario de esta última el misericordioso obispo Salcedo. 
Sin embargo, antes que niiüguno de los robustos prebenda- 
dos, desapareció del mundo el anciano obispo (1635). Entró en 
consecuencia a sucederle como comisario de la Inquisición el 
deán don Tomas de Santiago por nombramiento del tribunal de 
Lima. En cuanto al obispado, quedó en sede vacante por tres 
años, hasta que vino provisto desde España el ilustre fraile 
agustino Gaspar de Villarroel. 

En el intervalo fué nombrado provisor i gobernador del obis- 
pado uno de los canónigos de mas influencia por sus altos en- 
troncamientos, llamado don Juan Machado de Chavez, que años 
mas tarde (1650) fué obispo de Popayan. 

Eran los otros miembros del cabildo eclesiástico, en cuyo 
seno van a nacer estas ajitaciones^ ademas dei deán de Santia- 
go, don Lope de Landa Butrón (arcediano), don Diego López de 
Azocar (chantre), don Juan de Pastene (tesorero) i los preben- 
dados don Jerónimo Salvatierra, don Juan Aranguez Valenzue* 
la, don Pedro Camacho i don Francisco Navarro, todos criollos, 
oriundos de Chile, con la sola escepcion del provisor Machado 
avecindado en Santiago desde 1609, en que vino con el oidor 
su padre, i del deán Tomas de Santiago, que se habia traslada- 
do de España a la edad de doce años, i los mas, como Pastene, 
Landa Butrón i Pérez de Azocar, pertenecientes a las mas nobles 
i antiguas familias de la colonia. 

El provisor Machado era ademas hermano del oidor don Pe- 
dro Machado de Cbavez, a cuya influencia sin duda debió su 
nombramiento, pues era el liltim® un caballero de grandes 
campanillas, emparentado ademas con otro de los oidores llama- 
do el doctor don Jácomo Adaro i San Martin, quien, a su vez, 
tenia i*elaciones de consanguinidad con el tercer oidor don 
Pedro González de Güemes. I téngase presente lo antigua que 
es esta cuestión de parentela en nuestro suelo, aun en los mas 
altos cuerpos del E:$tado, i por allí poird sacarse la consecuencia 
de niucbos fenómenos tristes o miserables que con frecuencia 
se suceden. El único oidor que no paiecia estar implicado por 
estas conexiones de sangre, a virtud talvez de e^tar recien lle- 
gado era el llamado don Pedro Gutiérrez de Lugo (1). 

(1) Los dos Machado eran hijos de aquel llamado Hernando Machado, qii« 
TÍnotie fiscal déla primera Audiencia en 1609» i quien, como tal, a«tu6 ta U 



— 176 — 

Hecho este elenco de los personajes del drama^ vamos a asis- 
tir a sus peripecias. 

A puco de haber llegado a Santiago la real orden de supre- 
sión de prebendas, uno de los canónigos, don Francisco Navarro, 
agoviddo acaso por el peso de los aüos, asilóse, como era de 
costumbre i casi de moda en esa edad, desde el retiro de Car- 
los y al claustro de Yuste, en una celda del convento de San 
Francisco para morir allí, lejos del bullicio i de los pecados del 
munrlo. JuzgóselO; por tanto, muerto civilmente, i se consultó 
a la Corle sobre si deberla considerarse como supresa la pre- 
benda que disfrutaba, resolución que fué aprobada por real ór«^ 
den el 31 de agosto de 1635. 

Hasta aquí la Inquisición de Lima i su delegado en Santiago 
no tenian derecho de queja, porque mientras mas aprisa vinie- 
se a sus cofres la renta suprimida, mas de su agiado seria la 
dilijencia de su comisario. En cuanto a que el canónigo mu- 
riese en una cama recamada de encajes o en la tarima de una 
celda, era cosa de poca sustancia con tal que muriese pronto. 

No pensaban, sin embargo, de la misma manera los canóni* 
gos criollos de Santiago, que no podían mirar con buenos ojos 
la disminución de la renta de su coro en obsequio de un tribu- 
nal estranjero, i que, sea dicho en honor de todos los chilenos 
laicos i eclesiásticos, nunca miraron con apego aquella abomi- 
nación del infierno. Vieron por esto desde lejos, i jamas en el 
suelo de la patria^ el humo de sus tizones. 

Por esla razón sin duda, i por ganar tiempo^ habian promo- 
vido i consultado la supresión de la renta del canónigo Nava- 
rro, pues estando éste vivo, podia reclamar, hacer pleito, resistir 
de hecho, i de esta suerte retardar por algunos^ años la consuma- 
ción del despojo, pues en esto de espedientes i chicanas eran 



cansa Lídperguer-Mendoza en 1614. Don Pedro, que parecía ser in hijo mayor 
] haber venido nacido de Lima o de Europa, entró a m. turno en la fiscalía el 
14 de mayo de 1632 i recibió los garnachos de oidor el 19 de diciembre de 
1635. Después le encontraremos desempeñando importantes comisiones cUUes 
i aun militares en el reino. 

Adaro era oidor diez afios antes que Machado, pues vino de fiscal en 1622, i 
González de Quemes i Gutierres de Lugo eran los mas moderuos, datando el 
empleo del primero, de mayo de 1635 i el del segundo de abril de 1636. 

£n cuanto al canónigo don Juan de Pastene, debia ser hermano del licenda* 
do don Francisco, que tan pocos ánimos i tan buenas piernas mostró en la pen- 
dencia de San Quintín en 1614, i nieto del almirante jenoves don Juan Bautista 
Pastene. Primo hermano, en consecuencia, del historiador Ovalle. 

Los otros eran apellidos conocidamente criollos, i el de Azocar ^Land* 
Butrón déjenle que guardaba pergaminos. 



tan diestros nuestros abuelos como lo son sus hijos, que al fin 
de ellos lo heredaron. 

Por desgracia, i casi al mismo tiempo en que volvía de Es- 
paíia aprobada la consulta sobre la supresión de la prebenda 
de Navarro, murió olio de los canónigos, el llamado Salva* 
tierra. 

I de aquí el conflicto. 

El cabildo eclesiástico, con el gobernador del obispado a su 
% cabeza i a su espalda la Real Audiencia, a virtud del pareniesco, 
piecisáronse a sostener que la supresión de la prebenda de Na- 
varro era nula i quedaba sin efecto por haber fenecido de hecho 
otro de los canónigos; i al efecto hicieron salir del claustro a 
voz de capí/tt/o (voz tan poderosa en Santiago como la de pa* 
renkla) i tomar su asiento en el coro a su anciano colega, a ün 
de certificar con el hecho la verdad do su reclamo. 

Mas ei comisario de la Inquisición, 'que era en todo digno de 
ella i especialmente en su temerario orgullo i en su avaricia 
feroz, sostuvo con evidente injusticia que no era la renta del 
difunto Salvatierra, sujeta todavía en su percepción a trámites 
demorosos, sino la de Navarro, cuyos escudos sin duda ya es- 
taban pasando por su mano, la que deberla declararse válida i 
subsistente. 

De aquí el escándalo. 

Corrió la controversia algunos meses levantando de punto» 
dia por dia, hasta que en una sesión solemne del cabildo ecie* 
siástlco, el obstinado comisario de los inquisidores, que hemos 
dicho era también deán de aquella corporación, solicitó saliese 
de la sala el canónigo Navarro, que se hallaba allí presente 
(agosto 19 de 1636); i una vez así ejecutado, a virtud de lo dis- 
puesto en las leyes capitulares, pidió aquel con altivez se diese 
en el acto cumplimiento a la real orden que habla dado por 
gupresa la canonjía del canónigo vivo i que se hallaba en el 
recinto de cuerpo presente. Por toda respuesta, el arcediano 
Landa de Butrón, envalentonado con la mano fuerte que pres- 
taba la Audiencia al cabildo, tomó en su mano la real cédula 
aludida, i poniéndola sobre la cabeza, después de haberla be- 
sado con profunda reverencia, dijo ique la obedece i la obe- 
decía como cédula i carta de su seüor i rei natural, pero 
en cuanto a su cumplimiento, no ha hgar,T^ fórmula preciosa 
de aquellos tiempos del embrollo que hasta hoi dia no se 
acaban! 

Pero una cosa era el Rei i otra la Inquisición; i el esforzado 
deán, tomando el nudo por su cuenca, cortólo de un golpe, de^^ 
clarando que embargaba la renta de Navarro en mérito de la 

HIST. obIt. Ifi 



— 178 — 

absoluta i universal jurisdicción sobre vidas i haciendas que 
tenia como reqresentan'e del Saato Oficio de Lima, del cual 
Sanlingo era una remota dependencia. 

El ieme<l¡odel cabildo estaba mui cerca, i como Tomas A. 
Berket^ ai*zobispo de Cantorliery, fuese entonces un santo mui 
poco conocido en nuestra tierra, pues era smto inglés, ocurrió 
en el acto a la Audiencia, diciendo de fuerza en el embargo del 
comi^ario: €Í así, escrib'a este mismo a sus comitentes de 
Lima, en agosto de 16i6, se presentaron a la Audiencia por via 
d<^ fuerza, i como tiene el canónigo Navarro al oidor Machado 
de esta Audiencia, i éste trae las voluntades de otros que se ha- 
cen la barba i el copete por sus dependencias, lo han querido 
apoyar por este camino, por espantarme, que soi poco espanta- 
dizo.)» I en seguida, dando razón de su personalidad i de la de 
sus émulos en el cabildo, como daba la de sus oidores, decia en 
esa misma epístola estas palabras verdaderamente notables 
como eco de aquell*. s siglos: cMe han querido comer vivo todos 
mis compañeros, a que se junta sei^ recien entrado en el Dea- 
nato de esta Santa Iglesia, i pedir i requerir a dichos compañe- 
ros me dejasen usar i gozar de todas las preeminencias que los 
deanes mis antecesores tuvieron i gozaron. De esta suerte es 
que como lodos son criollos, i yo de España, aunque criado en 
esta tierra dcsie doce años, se han aunado todos contra mí, 
que no pongo cosa en el cabildo que la quieran tratar, con ser 
mui justa, obligándome a renunciar». 

Escusado es entre tanto decir que la Audiencia prestó su am- 
paro al cabildo, i que al fin el rei diri la razón al último, decla- 
rando (abril G de 1638) suprimida la canonjía del difunto 
Salvatierra i subsistente la inmortal de Navarra. 

Pero no era el deán Santiago hombre que se dejase vencer 
ni por el cabildo ecle^^iástico, ni por la Audiencia, ni por el 
mismo rei. Mientras tuviese en las manos un fragmento siquiera 
del pendón del Santo Oíicio, él continuarla reclamando su om- 
nipotencia i su venganza. 

No tardó en presentársele propicia ocasión para ejercitar la 
una i la otra. 

Por el mismo tiempo en que llegaban la confirmación real 
de la sentencia que absolvía al prebendado Navarro, cuya resu- 
rrección civil habia causado tan malos ratos al vengativo comi- 
sario, recibía éste órdenes perentorias de sus poderdantes para 
embargar las mercaderías de un negociante de Santiago llama- 
do Pedro iMartinez Gigo qa^ había resultado deudor de un infe- 
liz millonario portugués, a quien, por rico, declaró judaizante 



— 179 — 

el inquisidor mayor, Juan de Mafiozca, i como a tal lo quemó 
en un auto solemne el 23 de enero de 1639 (1). 

Debia ser Martínez G¿igo uno de los comerciantes de mas 
fuste de su épnca, el Lataste i el Besa de su siglo, porque, como 
decía el comisario contestando a Jos mandamientos de embargo 
de los inquisidores, cno hai oidor, ui canónigo, ni provisor, ni 
clérigo, ni fraile que no e^té enredado en estos bienes de Pero 
Martínez Gago.» Por manera que el rencoroso sayón iba a tener 
como tomar cuenta i represalia 'le todos i cada uno de los que 
(e babian mostrado sus enemigos, los oidores, los canónigos i 
el provisor, cl asi, decia el mismo en la carta que acabamos de 
citar^al mejor tiempo que se podia pedir a boca, vinieron las 
comisiones.» 

Cuando éstas llegaron para la cobranza i ejecución habla 
muerto el mercader Martiner.; pero los inquisidores, que no 
omitían precauciones ni para el fuego ni pura el despojo, or- 
dejiaban a su delegado que procediera en ese caso contra el 
suegro del deudor, don Jerónimo de la Vega^ embargándole 
una factura de efectos traída por el difunto de Espaíia que 
importaba veintiocho mil pesos. Estas mercaderías debian de- 
I)0sitaise en manos del rico naviero Juan deHeredia, que hacia 
el tráfico entre Valparaíso i el Callao. 

La deuda ejecutiva del San'o Oficio contra la sucesión do 
Pérez Gago era solo de dos mil pesos; pero como era deuda de 
testameutiiria, que, como las de concurso, suelen ser en esta 
tierra deudas de humo o de granito, (porque o se desvanecen 
o porque son eternas) a fin de evitar percances i escrituras do 
dudoso orijen (que las iiaü), el mañoso deán resolvió avocarse el 
conc cimiento de la cansa a titulo de jurisdicción eclesiástica i de 
su I rivativo derecho sobre todo lo creado. Alegaba ademar, como 
fundamento para constituir.-e en juez de su propia causa, el 
hecho de tener alguna participación en la testamentaria de 
Martínez Gago los canónigos don Francisco Camacbo 1 don Juan 
Aranguez de Valenzuela, con quienes cl comisario tenia cuen* 
tas antiguas por el negocio de la canonjía supresa. La deuda 
de Camacbo era solo de 40 pesos, 1 aunque ignoramos cual 
fuera la injerencia de Aranguez en este negocio, fué tal la per- 
versidad i el odio del comisario, que le obligó a ir hasta Espa- 
ña a justificarse ante el supremo tribunal del Santo Oficio de 
sus denuncios o calumnias que, son dos cosas muí parecidas i 

(1) £1 célebre Manuel BaulUta Ptrez, daefio de la eaea llamada de Pilatoa 
qa« Be mueatra todavin cerca de San Franoiaco en Lima, i a quien se confiíea- 
ron maa de teiaeientot mil peaos. — (Véase mi opúsculo Francisco Moycn). 



I 1 



— 180 — 

por lo jeneral una sola. De nada habia valido al infeliz pre- 
bendado que la Audiencia i el Presidente, que lo eia, según diji- 
mos, don Francisco Lazo de la Vega, pidiesen a su perseguidor 
con grandes sumisiones (dice el mismo deán) suspendiese la orden 
de que el tal canónigo pareciese ante el tribunal supremo (l). 

Todo eslo empr<?udia el comisario don Tomas de Santiago 
por hacerse pago de dos mil pesos i por vengarse de sus ene- 
migos. Pero los demás acreedores de la testamentaria de Mar- 
tínez Gago, que eran muchos i personas de valer, no podían 
consentir en que per tales motivos se hiciese eclesiástico un 
juicio a todas luces de jurisdicción civil, i por lo tanto entabla- 
ron competeqcia al deán i le ganaron el pleito. •! me amenazan 
con la Audiencia, escribía el comisario al inquisidor Mañozca, 
que en todo se quiere meter hasta los codos.» 

Cuando la nueva de la osada competencia llegó a los oídos de 
los esbirros de Lima, exaltóse su furor, i en el acto ocurrieron 
al arbitrio supremo que anonadaba como el rayo todas las difi- 
cultades, a la escomunion. El astuto deán les habia escrito en 
muchas de cus cartas que en Santiago «era mas fácil hacerse 
pagar con censuras que con ejecuciones.» ¡Trastorno de los 
tiempos! ¿Qnién podria escapar hoi al mas misero alguacil? \l 
cuantos creen, como Napoleón el Grande, que las escomuniones 
lio tienen mas poder que un cañonazo disparado con pólvoral 
¡Oti perversidad de los tiempos i de los hombres que tienen 
deudas! 

Dióy pues, órdenes Mañozca a su satélite de escomulgar a los 
oidores, al cabildo eclesiástico i al mismo gobernador del obis- 
pado, si de cualquier manera se oponían a la cobranza. «I si les 
parece a esos señores do la Audiencia, le decia en epístola del 
8 de febrero de 1638, que autógrafa tenemos a la vista, que 
podian usar con Vd. como con los demás jueces eclesiásticos, 
se engañarán malamente i levantarán contra lo que Su Majes- 
tad ordena i manda, que después podrá darles cuidado. I si le 
echan de esa tierra, no es malA ésta.» 

C!on estas medidas de alto coturno subieron las cosas a tal 
grado de fermento, que, habiendo llevado el comisario su inso- 
lencia hasta leer las cartas de Mañozca en plena Audiencia, le 
amenazaron sus ministros con meterle en un buque i echarle 
por díscolo del reino. Con todo, algo flaquearon sus espíritus 
delante del resplandor siniestro dul Acho. «Algo han amainado, 
escribía, en efecto, el comisario a los inquisidores, viendo mi 

(1) Esta orden faé confirmada por los inquisidores de Lima Andrés Joan 
QalUA i Antonio de Castro «1 8 de octubre de 1642. 



— 181 — 

resolución de que digo que me embarquen, i 70 los dejo esco- 
mulgados si me embarcasen, i veremos quién los absuelve, si no 
es V. S. i los demás señores. • 

El pérfido deán, como hombre cauto, consultaba sin embargo 
a sus señores en esta propia carta, datada en Valparaíso, si de* 
beria escomulgar solo a los oidores que leerán adversos, o a 
toda la Audiencia, cporque dicen que si dejo uno con la juris- 
dicción de la Audiencia, les escribid, éste uno que deje me 
maodará que absuelva a los demás, i luego andarán las opi- 
niones de los frailes de estar escomulgados i no estar escomul- 
gados, i andar en cisma.» Eo esta misma carta leíanse estas pa- 
labras que encierran una profunda i consoladora filosofía para 
el historiador que pasea la vivida linterna de la verdad por 
aquellos dias tenebrosos: cToda esta tierra (Chile) está por 
conquistar i no conocen al Santo Oficio, i por esto i hasta que 
vean hacer a su señoría i i demás señores una gran demoUracion^^ 
es decir, un solemne auto de fé. 

Pero la cosa no paró aquí. El deán habia doblegado a la Au« 
diencia. Pero fallábale postrar a sus pies al propio gobernador 
del obifpado, de quien se mostraba desembozado rival. Para el 
deán Santiago era corta ambición sucederle en el mando acci- 
dental de la iglesia Chilena (1). 

El comisario, en consecuencia, escomulgó al gobernador del 
obispado en nombre de la Inquisición, i el gobernador esco- 
mulgó al comisario a nombre de la Iglesia. I tanta era la exal- 
tación de los ánimos, que el deán hubo de llamar en su ausilio 
al presidente Lazo de la Vega, que, ocupado de los bárbaros, 
había parecido mantener*se en estricta neutralidad durante 
.aquella querella que no (Ta de cañones sino de cánones. cEs- 
cribí al gobernador, dice Santiago en una desús cartas a Lima, 
sobre estas cosas, diciendo que estos señores (los oidores) no 
guardaban cédulas de S. M. ni las querían obedecer, i como a 
tan gran ¡yrincipe lo llamaba para que me diese todo favor i ayu« 
da; i como el provisor de este obispado es hermano del oidor 

(1) En la condacU del deán Santiago habia a la verdad tanto de orgnHo i da 
codicia como ambición de mando. En todas snt cartas a Jnan da Mitfiotca con- 
elnia deseándole el araobispado de Lima, eolo por adularle; en otras la hacia 
presente el envió de ' plumeros, orejones, lenguas i lomos de vacas" (que esoi 
eran los únicos presentes de la tierra) basta que en una carta de 1 9 de marzo de 
1637, descubriendo su miseria, le decia estas palabras, a propósito del nombra- 
miento en propiedad del obispo que debía suceder a Salcedo: '*! siendo el electo 
alguno de los de esa ciudad (Lima), i no habiendo de venir tan presto, se sirva 
hacerme merced de pedirlo ^ara mí el gobierno del obispado, que no lo hoffo 
tanto j^ ¡a codicia de mandar ^ cuanto porque el provisor que al presente es, 
hace mU injusücias.'' 



— 182 — 

Hachado, i el sefior oidor Adaro está emparentado con el di- 
cho oidor Güeroe?, por el casamiento que dicen ha hecho, se 
hacen la barba i el copete unos a otros, con la mano del dicho 
provisor, el cual me escomulgó defartidpantis i por incurso en 
la bula de la Cena, habiéndole escomulgado yo primero, por 
querer entrometerse a cx>nocer de una causa de los bienes de 
Pedro Martínez Gago, sobre unos desacatos que tuvo el canó- 
nigo Francisco Camacho, canónigo de esta iglesia, por haberle 
embargado unos cuarenta pesos que debia a los bienes de di- 
cho Pedro Martinez Gago.t 

Pero al fin era preciso que aquellos escándalos inauditos que 
traian desquiciarla la sociedad en sus ejes mas esenciales, las 
creencias i los caudales, tuviesen algún término, después de 
cinco aúos de incesante ajítacien. El propio temerario deán ha- 
bla ya dado la última campanada de arreb.ito publicando por 
bando la terrible bula de Pió Y, que era el ¿slaJo de siiio de la 
iglesia, cpara aterrar la plebe del pueblo,» decía el desbocado 
tayon. 

Mas, fuera que este atentado colmara el último limite de la 
tolerancia, fuese que interviniese el presidente Lazo de la Vega 
con 8u autoridad, o, lo que es mas probable, que el prestijio o 
el mandato del obit^po nuevamente electo i recien llegado a la 
capital, frai Gaspar do Villarroel. tuviese algún valimiento en 
losíLnimos, fué lo cierto que el alboroto se disipó en gran ma- 
nera, o por lo menos quedó aplazado, remitiéndose todos log 
cuer^tosde autos, las cobranzas como las escomuniones, en caso 
de concordia al virei de Lima, que lo era a la sazón don Lufs 
Fernandez de Cabrera, conde de Chinchón. 

Importaba esto talvez un pasajero triunfo para la indómita 
arrogancia del comisario del Santo Oficio; pero su hora le ha« 
bia al fin llegado, i quien le haría purg.ir todas sus culpas i 
desacatos seria un fraile humilde, que con su sabiduría i su 
caridad llenó de duradera gloria el hasta entonces oscuro asien- 
to de nuestra diócesis. No necesitamos volver a nombrar a frai 
Gaspai de Villarroel. 

Después de concluidos o aplazados los pleitos ejecutivos de la 
testamentaria de Pedro Martinez Gago, había continuado, en 
efecto, el codicioso cobrador persiguiendo a los infelices deudo- 
res del Santo Oficio (quien se instituía heredero sobre los hijos 
i deudos de los mismos que quemaba}, haciendo pagar a unos 
con fsei^cientos quíntales de sebo^» a otros con cdosciertos de 
cobre^'^a otros, en fin, con zuelas i cordobanes. El Reino no 
daba mas, i por esto talvez fué que no tuvimoi hogueras; que 
si Copiapó se descubre doscientos aúos antes, mas de uno de 



— 18S — 

nuestros abuelos habría pasado a la otra vida como los portu- 
gueses ricos de Lima. Pero no contento con sus depreciaciones 
personales, aquel insaciable esbirro mandó ajenies a la Serena^ 
i con tales exijencias, qué hubj de armarle partido en el pue* 
blo, andando la jente amotinada por las calles gritando los unos 
Aqui del reí! i los otros Aquí de la Inquisición! (1). 

Por fortuna, encontrábase a la sazón en aquel pueblo, ha* 
ciendo su visita pastoi al, el ilustre Villarroel, i no pudiendo 
sobrellevar con paciencia tantos desmanes, hizo castigar con 
escesivo rigor i aun con vapulaciones a los esbirros del deán 
SantiagO; sin cuidarse si alguno de ellos tuviese o no carácter 
eclesiástico. De él mismo potentado que los enviaba, dijoles a 
aquellos que era «un deanejo de burlas», amenazando al clé- 
rigo su delegado, cuyo nombre era Ampuero, que si continuaba 
alborotando las jenfes lo baria volver a Santiago «atado a la 
cola de su caballo» (2). 

Bajo tan ominosos auspicios para el soberbio deán, regresó 
el obispo a la capital i llegó a su palacio en la víspera del dia 
de San Andrés, en el ver<.no de 1038. Fuéronle a recibir al coro 
todos SUS canónigos; mas tardó el deán en presentarse, siendo 
que a él le cumplía llegar primero, pues como a la mas alta 
dignidad entre los prebendados, érale privativo el citarlos para 
congregorse. Disimuló el obispo la punzada que le daba aquel 
desaire; mas tan luego como llegó el deán a su presencia, re- 
convínole con aspereza, en razón de su falla de cortesía, mul- 
tándole en cuatro pesos por la estudianda tardauza que había 
puesto en llegar. Amostazóse el deán coa aquel recibimiento i 
dijo a su prelado que apelaba de la multa, porque el inquisidor 
era insigne litigante i enton lia lodos los recursos del oficio. 
Pero el obispo, si no sabia de leyes, ja ñas se quedaba, por lo 
mismo, en medio del camino, i asi «me juró por su consagra- 
ción, dice el mismo deán en H carta citada, aluliendo a los 
cuatro pes<:s de multa, que me los había de llevar, con grande 
8oberbia.> Y para hacerle ver que no juraba en falso, le aumen- 
tó iucontinenlí la multa hasta cien pesos. 

Volvió a apelar el deán, «una, dos i tres veces», de aquella 

(1) Véase sobre esto episodio el discurao UDÍver»ítaHo citado. 

(2) Cnrta del <]ean Santiago al receptor jeneral del Santo Oíicio de Lima don 
Pedro Ov^orio de Lodlo. fecha en Saiitiugo el 22 de enero de 1639. El deim dice 
en esta carta que Villarrot;! hizo poner en el cepo al clérigo Ampnero i qae lo 
azotaron de tal mo«Io que le pusieron la espalda "como un torabrero negro.*' 

Por no incurrir en repeticiones i no prolongar en demana este episodio, re« 
currimos desde esta parte a la relación que antes teníamos hecha 4e eatoa nota* 
blea tüceaot. 



— 184 — 

sMteDcia da menor euantia, i estallando entonce la aHeta de 
•Q superior mandó a sus clérigos i prebendados que hid^ep 
aUi mismo preso al temerario subalterno, que así desobedecía 
su autoridad. 

Oebia pasar todo esto en la sacristía de la catedral, porque el 
deán refiere el lance como si hubiera tenido lugar fuera del 
recinto de la iglesia, cpues yo, cuenta él mismo, viendo el furor 
de dicho seüor obispo i su cólera, dije a los clérigos que no me 
prendiesen i fui huyendo bácia el coro para irme a la calle, i 
dicho sehor obispo mandó que me prendiesen, i don Juan Ha- 
chado (el famoso provisor) llegó a mí con sus criados, dicienap 
que después se veria eso, i fuese preso.» 

Condujeron entonces al destix)nado deán a la capilla del mis - 
mo obispo, i allí los canónigos encerraron al lobo de la Inquir 
sicion, que mui pronto se varia reducido, bajo las manos de su 
propio pastor, a la condición de sumiso cordero de la grei sa- 
cerdotal. 

Aquella misma noche mandó el obispo al provisor Machado 
que fuese a casa del comisario i descerrajase sus armarios se- 
cret<^, estrayendo todos los papeles de la Inquisición, pues 
siempre temía que aquel ministro de escondidas venganzas 
estuviera fraguando alguna contra su pei*sona. Llevóse el pro- 
visor todo el archivo del comisario i unas cuantas piezas de 
vajilla de plata, (botin del santo oficio) hasta. completar el valor 
de la multa de cien pesos que el obispo hubia impuesto al deán. 
Para aumentar la ignominia de éste, dejó Machado preso en el 
cepo a uno de si(| mayordomos, porque no quiso de pronto en- 
tregarle las llaves. 

Al otro dia, que era el de la festividad de San Andrés, el 
obispo, sin declinar en su saña, hizo venir a su presencia al 
comisai io, que tampoco sesgaba en lo menor por su parte, i 
haciéndole sentar en una sillet» forrada en cuero de vaca, cosa 
que tuvo a gran afreuta el deán, acostumbrado talvezalos 
mullidos terciopelos del coro, le tomó su confesión, asesorándo- 
se con dos letrados, sin que faltara el oidor Machado a la entre- 
vista, pues era la infdliz suene del comisario de la Inquisición 
que si escapaba délas manos de un hermano, iba, sin remedio, 
a estrellarse en las del otro, siempre oprimido entre ios dos po- 
deres, el civil i el eclesiástico, que él habia osadamente provo- 
cado i que ahora, a su vez, le calan encima de consuno. 

Después de aquel trámite de humillación, el obispo ordenó al 
doctor Santiago se mantuviese en su casa, la que le daba por 
cárcel, en castigo do su desacato, señalándole para su guarda 
dos criados de la propia servidumbre de su Ilustrísima, a quie- 



nes él mismo TéD debia pagar cuatro pesos diarios, porque ^- 
piasen todos sus pasos. 

Resignóse el enfurecido comisario a devorar sus humillacio* 
nes, Qnjiendo apariencias, pero a escondidas púsose a fraguar 
sus teiTÍbles sumarias, llarnmdo testigos, bajo pena de esco- 
munion mayor, para que declararan sus desavenencias con el 
obispo. 

Mas, no tardó éste en saberlo, i aquí el conflicto tocóla su 
término, porque eia fuerza que uno de los dos habia de some- 
terse a la obediencia i a la paz que exijia el estado violento de 
los ánimos, puestos ya, desde mas de tres aüos atrás, por culpa 
de un clérigo desatentado, en la mas aflictiva ansiedad. 

Ordenó, en consecuencia, el obispo que prendieran al comi- 
sario en su domicilio, resuelto, sin duda, a ejecutar en su per- 
sona un ejemplar castigo. Pero sdpolo en tiempo el astuto deán ' 
por dos familiares que se lo avisaron, i púsose en salvo, asilán- 
dose en San Agustin, donde pidió el habito para sustraerse por 
de pronto a la inevitable jurisdicción i a la justa saña de su 
prelado. 

Peio, ¡cosa singular! no por esto aquel hombre, cuya porfla 
rayaba en el frenesí, dejó de proseguir, como él mismo lo aseve* 
ra, sus tramas secretas contra el obispo i su clero en la celda 
en que se habia asilado, i hacia llamar ahí testigos para ade* 
lantar su prueba, conminándoles con escomunion si revelaban 
sus secretos; pero el obispo no tardaba en llamarles a su vez, i 
levantando la escom unión del Santo Oficio, i poniendo por 
amenázala de los cánones, arrancaba la.verdad de ¡as declara- 
ciones. 

No era ya dable que aquel estado de alarma i provocaciones 
se prolongase por mas tiempo. £1 pueblo se vela sumerjido eñ 
la mas azarosa inquietud. El obispo habia escomulgado al co-- 
misario i éste a sus do^ provisores. Hacíanse rogativas públicas 
porque se restituyese la paz a la iglesia, i el mismo prelado 
encomendaba a lo.s üeles desde el pulpito que rogasen a Dios 
porque volviese al buen camino el estraviado deán. Mas todo 
era inútil. La resistencia de aquel parecía indestructible. 

Resolvióse entonces el obispo a pedir ausilio al brazo secular^ 
i dióselo la audiencia de buen grado, comisionando a uno de 
los alcaldes con vara de justicia, para que aprehendiese al deán 
sobre todos los fueros de la Inquisición i del hábito de^San 
Agustin, que era, sin embargo, el mismo que llevaba el obispo 
Villarroel, pues por humildad nunca se vistió de otra ma- 
nera. 

cAl fin me aprehendieron, dice el deán, i me llevaron a SaQ^ 



to romingo en una silla, con mucha jente.» Pero no por esto 
dejó de escomulgar al alcalde que puso en ejecución su captura, 
conminándole con la multa de dos mil pesos. 

Mas nada valia ya al infeliz deao, cuya omnipotencia de in- 
quisidor habia caido por los suelos, delante de la mitra i del 
copete. 

Al poco rato de encontrarse en una celda o calabozo de Santo 
Domingo, cuyo prior era frai Bernardino de Albornos, pariente 
de los dos Machado de Chaves, se piesento uno de éstos ci me 
echó, dice el prisionero, dicho provisor, unos grillos mui biea 
remachados i dormí toda aquella noche con eltos^ que es la 
primera cosa qae ha sucedido en las Indias ni en todo el 
mundo. 

I de esta manera la Real Audiencia, el cabildo eclesiástico, el 
capitán jeneral, el desventurado Manuel Bautista Pérez i todas 
las victimas del furor inquisitorial quedaron, al fin, condigna» 
mente vengad<is. 

Pero aun fallaba algo mas para la espiacion. En pos del cas- 
tigo debía venir la humill<icion. Al siguiente dia, cuando el 
obispo se presentó en«l claustro de Santo Domingo, salió a su 
encuentro el acongojado deán i «me eché a sus pies, cuenta 
61 mismo, i le dije que en qué le habia ofendido, que mirase 
que el canónigo Aranguez de Valenzuela, con tcdos los demás 
preboAidados se querían vengar de míi,iotras lástimas que 
por este estilo añade el deán en su caria citada a los inquisi- 
dores. 

Levantóle el obispo del suelo i ordenó se le quitaran loi 
grillos i los hábitos de fraile agustino que llevaba puestos, en- 
cargándole fe fuese tranquilamente a su iglesia, haciéndole a 
la vez présenle con estas significativas palabras lo que podia 
importarle su conducta en adehnte. En su lengua i en su pluma 
está su wda! 

I, sin embargo, cuan poco se cuidaba el rencoroso inquisidor 
delegado de aquel consejo! En la misma carta en que lo recor- 
daba decia a sus comitentes de Lima, que el obispo «era el 
diablo» i les pedia que, como a su comisario^ lo inhibiesen de 
la jurisdicción de aquel, sin duda para volver a las turbulen- 
cias de que aun no se veia libre. Para hacer eabal justicia al 
comisario de la Inquisición, debemos aüadir que al pedir las 
penas de sus enemigos al Sanio Oficio, se espresaba en estos 
blandos términos, cuya sinceridad no nos atreveríamos a ga- 
lanlir. cSi bien de mí sol compasivo^ i lo que toca a mi persona 
lo tengo remitido, mas el agravio que se ha hecho a la digni- 
dad que ejerzo no es nrio sino de V, S. i esos señores del tri- 



. -. 187 ~ 

bunal i asi con misericord ia pido a V. S. i esos seftores sé haga 
justicia blanda para la enmienda de lo de adelante.» 

£1 enérjico prelado de la diócesis, de«pues d? arruel suceso 
iba, con todo, reduciéndole a su delier, i con tanta dureza, que 
hubo de postrarle en el abatimiento, «pues cada día (dice el 
propio leo en su últ'ma carta a los inquisidores, que tiene la 
fecha de junio 23 de 16 iO) me hace amenazas del zepo i de ca- 
beza, i estoi amilanado, e impide por debajo de cuerda cada dia 
estas comisiones (las cobranzas), diciéndome sus palabradas asi 
de esos sefiores (los inquisidores) como contra mí, i como es 
prelado, soporto con paciencia i prudencia, i digo a todo que 
tiene razón i como somos de sangre i carne se siente, i a la 
menor palabra, me dice: borrachon acá i borrachón acuyá^ i lo 
padezco por ese ^anto Tribunal i trescientos pesos que me ha 
llevado de multas. t 

I nunca anduvo mas acertado el deán Santiago que al jun« 
tar el Santo OBcio con su multa de trescientos pesos, pues toda 
la misión que él i sus delegantes tuvieron en Chile fué el mas 
afrentoso peculado, porque, como hemos visto, sin ningún ob- 
jeto de fé, sino del despojo de unos cuantos infelices, ponian a 
todouel reino en alboroto, violando leyes i cometiendo todo jé- 
nero de desacatos. 

Consuela, empero, saber en definitiva que el botín de aque- 
llos sacrilegos especuladores fué harto escaso, porque en su 
ultima carta el comisario dice amargamente a sus seüores: En 
eslos tres anos no se ha cobrado blanca. 



Tales fueron algunos de los sucesos político-relijiosos dd la 
primera mitad del siglo XVII, cuya significación moral se pres- 
ta a graves meditaciones del filósofo i del historiador, porque 
al menos están probando que la base de nuestra f-xistencia co- 
lonial, como fondo i como forma^ como principios estemos i 
como vida intima, fué esencial i esclusivamente eclesiástica. 
Consistía por esto el orgullo de las mas altas familias cricUas 
en t^ner sus representantes en el clero, componiéndose el coro 
de Santiago, cieu aúos después de su fundación, casi entera- 
mente de hijos de su pueblo. Es al propio tiem'^K) digna de una 
observación especialisima por su aplicación local, la circuns- 
tancia de que el móvil principal que ajilaba siempre las pasio- 
nes de las autoridades, de las jerarquías i del pueblo, era esa 
tradicional e irremediable parsimonia, que es el tipo distintivo 



— 188 — 

de naasiro pueblo, en cuyo ooraaon, mientras lodo ha pasado» 
ha quedado siempre inmd?il como la colina de rocas que se 
ostenta en su centro, i tan eterno como los censos i capellanías 
que gravitan casi todos sus solares, aquella idolatría que Moi- 
sés encontró arraigada en su pueblo después de haber dictado 
d doc&lago. 

Con tolo, llegaron, puede decirse, a su apojeo por aquellos 
afios los furores de la controversia i la codicia, porque vino a 
aplacarlos nn hombre sabio i desinteresado, a quien, cuan- 
do murió con la dignidad de uno de los primeros arzobispados 
de la América, le encontraron por todo caudal i todi herencia 
seis reales de plata en el bolsillo. Fué entonces también cuando 
este mismo hombre eminente escribió su célebre obra ya cita- 
da con el titulo los Dos cuchilhs, destinando dos volúmenes, 
monumentos de investigación i de paciencia, a deslindar pací- 
ficamente conforme a la lei i a la justicia los fueros de la Iglesia 
i del Estado. En prenda de buena fé, según dijimos, dedicó 
aquel enorme trabajo a la autoridad civil del reino, con la cual 
partiera de hecho el poder i la equidad. I tan a maravilla tuvo 
el último aquella paz entre ambos gobiernos, quedando cada 
eucMlo^ el civil i el eclesiástico, dentro de su vaina, que en la 
carta en que aceptó la dedicatoria decíale estas palabras: «Veo 
que ee abrazan en otros gobiernos los majistrados i los obispos, 
i en ésta de V. S. ofreciéndose cada dia tantas oeasionesy no ha 
iscomulgado V. S no solo oidor pero ni ahjuaciU (1). 

Así corria entre tanto su triste i lánguida vida la colonia. 
Dos eran sus grandes i casi únicas faces. En las fronteras los 
bárbaros. En el centro los oidores, los canónigos i los inquisi* 
dores que no eran sino otra especie de bárbaros. I el infeliz pre- 
sidente escapando de las lanzas de los unos para ser ensartado 
en las plumas i en los hisopos de los otros, veíase obligado 
cuando bajaba a Santiago a escuchar sus absurdos i sus des- 
manes sin tener para dirimirlos otro poder que el de sus es« 
puelas. Por esto, sin duda, decía el maestre de campo de .Lazo 



(1) Carta de don Francisco López de Zúfiiga, marqués de Baldes, al oblfpo 
Víllarroel. — Concepción, mayo 30 de 1646. 

Sin embargo, Villarrocl en nna ocasión pagó también en el principio de m go- 
bierno, tributo a sn aiglo con motivo de la procesión del apóstol Santiago en 
1689. 

SegQn refiere Carvallo, acostumbrábase hasta ese afto que cargaran el anda 
del apóstol dos canónigos i dos rejidores. Ocurrióscle al obispo suprimir los 
hombros de éstos i poner los de cuatro prebendados. Enojóse en eonsecnencia 
«1 cabildo, 1 al alio siguiente (1640) celebró la procesión del patrono en San 
FrandeeoL 



— 189 — 

de la Vega, don Santiago Tesillo, cgue no ha habido goberna« 
dores de mas atormentados oídos que los de Chile.» 

Tiempo es, pues, de volveren otra dirección la vista, que los 
ojos también sufren tormento de la monotonía. 

Vamos por consiguiente a ocuparnos del crecimiento mate- 
rial del pueblo cuya múltiple historia nos empeñamos en tra- 
zar. A bien que no pocos argumentos i casos eclesiásticos he- 
mos de encontrar todavia en nuestro camino i en el propio siglo 
a cuya primera mitad hemos llegado. 



CAPITULO xm 



La mlted d« «n tifia 



£1 ég\o XVII es una era de dolor para Santlago.^-Rnioa de las ñeU dudade» 
i emigración de viadas i menesterotos que recibe Santíaipi. -^Intentan los 
indios do tervlüiimbre levantarse, i se islva la ciudad por un refuerzo ines- 
perado de tropas.— Gran avenida de 1609.— Construcción de los primeros 
tajamares por «I Inés de Lillo. — Agua de Reanon, — Abolición de las enco- 
miendas i su reemplazo por el tributo personal — La müa ilo) mínffoeoi. — 
Pobreza Indecible de Santiago. — Uulca renta de su cabildo en 1611. — ^Pa- 
drón déla ciudad en 1615. — Segunda inundación de 1618. — Espantosa 
epidemia de viruelas. — Muere de pesadumbre el gobernador Lope do UUoa. 
-*Deearrollo de la ciudad de 1618 a 1626. — El primer plano de Santiago. 
•—Idea do los demás que ha tenido hasta la feclia, sus vistas panorámica^ 
paisajes^ etc. — Adelanto de las calles, arquitectura^ empedrados. — Nuevas 
plazoletas de San Saturnino i de Santa Ana. — Fundación de las parroquiai 
de Simta Ana i San lúJro. — Aspecto jeneral de la plaza de armas, sns edi- 
ficeos públicos i prix'ados. — El palacio arzobispal i sus litljlos. — La CaSiads. 
— Una vista de lai cordilleras según el padre Ovalle. — Abundancia de 
mantenimientos en Santiago. — Baratura prodijiosa del mercado en 1634. — 
i:.sca8a población de la ciudad i crecido esceso de las mujeres.— Efectos 
sociales de esta desigualdad. > Aspecto solitario délas calles.» Estraordi- 
narlo número de negros i cómo son quemados vivos. — Singular fecundidad 
de las familiaa patricias. — Costumbres domésticas, ti ajes. — Lujo, presentes 
de boda. — Indignación del jesuíta Ovalle contra los quitasoles. — Milicias 
urbanas de la ciudad. — Ostentación en el culta — Innumerables procesio- 
nes de semana Santa. — La mecánica aplicada a !<« santos. --Horribles pro- 
cesiones nocturnas llamadas de sait^rs.— Precesión de la Vera Cruz. — Eje- 
cutoria de noblez4 que imprimía su alumbrado. — Orijen de esta hermandad 
i del Cristo que todavía se venera. — Festividades de Corpus. — Competen- 
cia curiosa entre el Cabildo i la Audiencia sobre si deberla ser la virjen 
del Socorro o la de la Victoria patrona de Santiago. — ^Triunfa la Audien- 
cia. — Transformación de una Dolorosa en San Juan Bautista. — Mudanza da 
los siglos. 

El siglo XVII se inició para Santiago, en cuya crónica urbana 
Tamos a entrar de nuevo mas especialmente, con funt>stos au- 
gurios. Una de agüellas calamidades que a haber tenido lugar 



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en los pueblos clásicos de la antigüedad, babria dado noble 
tema a las arles^ a la poesía 1 a la historia del mundo, habia 
sido la alborada de aquella edad que en otra parle hemos dicho 
fué de tan crueles pruebas. Tal fuó la ruina de aquellas siete 
ciudades de arriba, que, como los retoños arrancados a un ár- 
bol fuera de sazón, la mano imprudente de Val livia habia es- 
parcido en el lerritorio araucano, alimentándolos con la sangre, 
el oro, i, como era natural^ con la aversión de Santiago. 

En la misma madrugada en que los bárbaros a la sombra 
del sueüo i de la niebla quitaron la vida al gobernador Lo- 
yola i a toda su comitiva en la ladera de Guadaba, hordas 
enfurecidas que el odio i el secreto de una vasta conjuración 
liabian disciplinado, cayeron sobre las ciudades de Valdivia, 
YlHarica^ Osorno, la Imperial, Arauco, Cañete i Angol, i con 
la tea i el hacha las i*edujeron en una misma hora a cenizas. 
Las dos primeras ciudades^ opulentas entonces con su oro, ca- 
yeron de un foIo golpe, sorprendidas en el sueño, siendo de no- 
tarse que en Valdivia, puerto tle la otra, mataron mas de cuatro- 
cientos cristianos, persiguiéndolos hasta las naves surtas en el 
lio, donde algunas familias desnudas se refujiaron. Muéstrase 
todavía ia pintoresca colonia en forma de cuchilla, dominando 
en su graciosa vuelta el Calle-Calle, donde existió la primitiva 
ciudad, i compréndese cómo ios inlios pudieron rodearla por 
enterOy sin dejar otra salida a los cristianos que la del rio, 
donde machos perecieron (1). En Osorno, que era ciudad 
de mucho mas cuenta i talvez tan importante como Santiago, 
si ha de consulta! se el plano que nos ha quedado de sus 
ruinas, iriCendiadas todas las cas is, pudieron ganar el fuerte 
algunos caballeros con sus esposas i sus hijos, i saliendo por 
sus murallas «como leones hambrientos,» dice el maestre de 

(1) El botin de la ciudad fué inmenso. Algunos, como Molina, que escribió 
en gran manera de memoria, lo hacen subir a dos millones de pts^s, pero según 
Jerónimo de Quiroga, no pasó de cuatrocientos mil peso?, lo que era enorme 
para esa época. De los tres buques que salvaron con jente, dos de ellos, los de 
los mae.-tres Baltano i Rojas, hicieron rumbo a Valparaíso. £1 tercero, del ca- 
pitán Villarroel, se dirijió al Callao. 

Como la sorpresa fué mas completa en Valdivia que en ninguna de las otras 
ciudades, los indios se apoderaron de los caballos i de las armas de los espafio- 
les, aprovechándose de aquellos i escondiendo las últimas en los bosques. Tene- 
mos en nuestro poder un precioso arcabuz de aquella época, que, rosando un 
bosque hace cinco afioe, a pocas leguas de Valdivia, encontraron los labriegos 
enterrado en una espesura, i cuya posesión debimos a la jenerosa cortesía del 
eefior tesorero don Francisco Adriasoia, quien lo usaba para trancar la puerta 
de la tesorería. Pesa al menos tres arrobas i es de poro eobre preciosamente 
oeeidado. 



campo Jerónimo de Quiroga, contuvieron la bárbara canalla, 
defeadiéndose treinta i dos meses con heroica constancia, bas- 
ta que, socorridos, escaparon en demanda de Chiloé, trayendo 
por guia un crucifijo que todaviase reverencia en una de las 
iglesias de Santiago (Las Claras). 

Otro tanto hicieron los vecinos de Angol i la Imperial, los 
últimos bajo la dirección de dona Inés de Aguilera, heroína 
como mujer, como esposa i como madre. En cuanto al pueblo 
de las Infantas que menciona un cronista, no se tuvo jamas 
noticia ni ha podido después marcarse sobre el mapa el sitio de 
sus ruinas, (l) £i mismo Osorno estuvo por mas de dos siglos 
S4*pultado bajo la sombrado los bosques que crecieron sobre sus 
claustros, i cuando a fines del último debióse su noticia a la 
indiscreción de un indio, costóle la cabexa, pereciendo a ma- 
nos de un pueblo en que el odio a los cristianos es una se- 
gunda vida« 

Ahora bien, los fragmentos de aquellas siete ciudades que 
escaparon a su destrucción, vinieron a posarse sobre la infeliz 
SantiHgo. Las ramas del antiguo tronco, arrastradas por el tur- 
bión, volvían a su primitivo asiento para vivir de su savia, i si 
bien es cierto que aquella segunda inmigración (después de la 
que habia lenido lugar en la primera ruina que atrajo la muer- 
te de Valdivia) aumentó el número de lorii pobladores de San- 
tiago, dio ésta también creces a suis desdichas i a su pobreta, 
porque los que llegaban eran solo menesterosos, niños i desam- 
paradas viudas. Todos los que habian cabido o podido pelear 
sucumbieron en la porfiada i sublime resistencia. tRedujé- 
ronse a la mendicidad ilustres familias, dice hablando de estas 
adversidades un prolijo cronista; muchas salieron del reino, 
otras se esparcieron por él i no fiocas quedaron prisioneras! (2). 

Pero ni el propio pueblo de Santiago, a pesar de su lejanía del 
teatro del levantamiento, de su sumisión ya casi completa, i del 
hábito de la obediencia i del látigo, dejó de participar de aquella 
conmoción que puso a todo el pais en la ladera de un abismo. 
Temeroso el vecindario de que, como en los tiempos del primer 
Villagra, olro Lautaro viniese en demanda de la capital del 
reino, el alcalde Melchor Jofré del Águila, hijo sin duda del con* 

(1) Jerónimo de Quiroga* No debe eonfundirse U$ Jn/ania» eoa loe üdIab- 
ttt» Uemados también Angol i los C<mji!ne$, 

(2) Córdova Figaeroe, i>áj. 184.--Gerea de medio ñg\o después (1641), el 
marques de Baides reseató algunos de aqneUos inf«liee« cautifos, 1 entre otros 
la noble fanália do don Pedro Méndez de Sotomayor. La mayor parte de los 
de^eendientes de los espesóles^ s^n embargo, i espeeialmente las mujeres^ se ne- 
gaban tenazmente a volrer a la rida eif ilizada. 



quistador i patricio Juan Jofré, levantó bandera de enganche 
para correr la tierra hasta el Maule i observar el desarrollo de 
la insurrección. Solo veinte vecinos respondieron a su voz i 
con ellos partió a galope para el sud. 

De esta ausencia, tal vez impruaente, quisieron aprovecharse 
los siapochinos, como sus mayores lo hablan ejecutado en la 
primera salida de Valdivia, i fuese de motu propio, fuese por 
instigaciones venidas de allende el Biobio, resolvieron aquellos 
romper su penosa servidumbre i hacer con los vecinos de San- 
tiago lo que BUS compatriotas hablan hecho con las Siete ciu- 
dades. 

Dejóse ver, por fortuna, el peligro antes de la hora de la 
esplosion^ i la pequeña hueste que habla ido hacia el medio 
dia^ tuvo lugar de regresar en tiempo oportuno. cEl alcalde, 
dice Jerónimo de Quiroga, que casi fué un contemporáneo, hizo 
varear (1) la ciudad, retirar las familias a un recinto i ponerse 
todos a la defensa, con temor de perderse si no eran soco- 
rridos.! 

Fuéronlo, sin embargo, de una manera casi milagrosa, por 
la columna de sesenta portugueses que habia traído de Lisboa 
a Buenos Aires don Francisco Rodríguez Ovalle del Manzano, i 
que el gobernador de Buenos Aires, tio del dltimo capitán, ha- 
bia despachado a toda prisa, temeroso del rumbo que llevaban 
los sucesos de Cbile. 

Sentíanse, pues, todavía hondamente en la capital los efectos 
de aquella calamidad, cuyos pobladores así pagaban otra vez 
la insensatez de su fundador, cuando una nueva desgracia pU« 
blica vino a poner de nuevo su temple a prueba. Fué ésta la 
primera i terrible inundación del Mapocho, de que hemos ha- 
blado en otra ocasión para recordar sus estragos en vidas i ha- 
ciendas, i que ocurrió el último día de la pascua de Pentecostés 
de 1609, es decir, en pleno otoño i en lo mas sazonado de las 
mieses. 

(1) Esta es la palabra qne usa Quiroga, Begun un manuscrito de su obra que 
esdate en la Biblioteca Nacional 1 que parece fué propiedad del doctor Vera. 
Pero en el testo de la publicación hecha por Valladares en el Semanario eru- 
dito, tomo 28, páj. 212, bc lee barrear, esto es, defender con barreras o trinchera! 
la ciudad. 

Por lo demás, la edición de Valladares, aunque dice que es copia Jiel del que 
cseribió Quiroga, ofrece frecuentes variantes con el testo manuscrito de la Bi- 
blioteca, i a nuestro juicio en demérito del último. Queremos citar un tolo 
ejemplo. Hablando del gobernador Quiñones, Quiroga lo caractericü enéijiea* 
mente en estas dos palabras: JSra un caballero rUpido i rico. La edición de 
Valladares dice: £ra un cabaUero de retolueion i rico, lo que tiene un rignifiet* 
do moi diverao. 

BUl. QÉbL IS 



— 194 ^ 

Tan cónsiderab!e fué el destrozo de la avenida, que hubo 
de b»jar de las fronteras el gobernador García R<imon a (loner 
remedio. Acordós>e ÓFtoci*n la fabriccicion de los primeros taja- 
mares que cubrieron la |K)blacion i que parece currian en el 
espacio que hoi se estienden entre la plazuela de l-t Cjuiolia de 
gallos i el Puente de cal i canto. Fué su constructor el agri- 
mensor jeneral Jinés Lillo, el decano de los injenieros de Chile, 
a quien el pueblo, el gobernador i el obispo reunidos en cabil- 
do abierto dieron autorizaciones suücientes, junto con el 
maestre de campo Juan de Quiroga, «sin mas dilijencia, autos 
ni espacio alguno de papelotes,» dice el cronista Carvallo. En 
pocos afios quedó concluida la obra, i Tué tan bien ejecutada, 
que según aquel historiador, muerto a principios de este siglo, 
(i en un hospital de Buenos Aires, puesto que fué nistoriador), 
nos dice que a ílúes del ultimo «so miraban todavía kus vesti- 
jios i admira su solidez.» Hoi mismo el agua suele descubrir 
algunos de sus derruidos cimientos en la parte que hace frente 
a la plaza del mercado. 

Fué también sin duda por este tiempo cuando volvió a medi- 
tarse el traer a la ciudad el agua llamada de Ramón, i que sin 
duda recibió este bautismo del nombre de aquel gobernador, 
pues antes i aun después se la llamaba de VHacura^ por el 
gobernador peruano que gobernaba en el Mapocho a la entrada 
de Valdivia, i al que, por el delito de ofrecer al últuno hospi- 
talidad, macaron los indios rebelados (1). 

No pararon aquí las desgracias de los vecinos de Santiago, 
precursoras de su total ruina que no tardaria en llegar, ()orqne 
en los primeros anos de este siglo, (1608), al paso que Felipe III 
dedal aba esclavos a titulo de guerra a los indios fronterizos, 
libertaba a los miUnjos o indios de encomicida (llamados tam- 
bién indios í/e cédulas^ corpas, nnaconas i yanaconas) del yugo 
servil que les habia impues'o la conquista. Este fué un golpe 
de muerte para la perezosa colonia del Mapocho, que hasta ahi 
habia vivido solo del sudor i del tributo de sus encomiendas. 
-Cupo el honor de plantear esta medida, decretada desde 1601, 
i si bien egoísta en su orijen altamente humanitaria en sus re- 
sultados, al virei del l'erú don Francisco de Borja, principe de 
Esquilache, como cupo la gloria de su ejtxucion deüuitiva hace 

(1) El sefior don Joaquín TocornAl, rcui conocedor de la crónica local de 
Santiago, i que en sus últimos nfios no bebía kíuo del agua de aquella fuente, en 
cuya Tecindfld tenia su chácara, aseguraba que la verdadera denominación da 
Ut vertientes era de Rahon, pero no recordamos que diese alguna razón de este 
nombre, al parecer poco fondado. 



— 193 — 

apenn^ nolionta «nfios «ni ilnsho don Ambrosio O'Hipgins (1). 
Dijimos ya (MI niio »k los i-, -pítilos priMvJ-^nti'S ciiíii era el 
pol lera^eiio «leSíiiili g» en l»»IO(J). iiiTerior talvt'Z al que hoi 
lien»' CiSíiJjlaiira, i para firmarse co:u!epto de li opulencia odil 
del puehlp, nos hasiaiá nronhir (] te cnainlo lleg'i un ano mas 
larde el gobernador Jara Quemada a esU^ miserubh reino^ como 
lo llamaba en suh despachos al rei, la cinda 1 solo tenia de ren- 
tas GOO pcsüs que le producía uo derecho sobre el sebo i el 
jabón. 

(1) T.o que dio principalmente oríjen a la abolición, o mas bien, reglamenta- 
ción de la miíii fué la alarmaiitu diáiuiriucion de la raza indíjena, i por conee" 
cufiK'ia Ist crtH¡iente e«c:<8ez «Iü operarios para la» minas de Potosí i de Huan- 
eavélicsi que enjrran núnuro i>e sacaban «le Cbile, spgun en otro lugar dijimos. 
Kenov(>>-e hi prohibición del trabajo forz^ido ])or R. C. de 8 de diciembre de 
1610, i por último, ptanteósíe < n C hile por R. C. de 25 de julio de 1620, a cujo 
fin se constituyó en visitador el oidor don Hernando Machado, ya tantas reces 
nombrado. No llevó éste a cabo su comisión sin graves escándalos (como habla 
sucedo por igual motivo en el Perú en tiempo de Gonzalo Pizurro i después en 
el de los Jirones) según refiere Carvallo. 

En un libro existente en la biblioteca de Lima, con el título de Tratados dé 
confirmacfoftes reales de encomiendas [lor el licenciado Antonio de León, (el 
eélebre bibliógrufo americami), relator del con.<«('jo de Indias, impreso en Ma- 
drid en 1680. es decir, casi contemporáneamente, i que puede considerarse como 
un resumen del derecho público de los americanos en esa época, se cuenta en 
los términos siguiente* la manera como se verificó la reforma entre nosotros: 
**En el reino de Chile, dice (páj. 112), se prohibió el servicio personal i se tasa- 
ron los indios por el vire! del Perú, príncipe de Esquilacbe, don Francisco de 
Borja, que acabó en su tiempo lo que muchos de sus antecesores desearon, no 
solo en ésta, sino en (»trns gravísimas materias, que dispuso i resolvió con el 
acierto que se espeniba del gran talento, intelijencia i cuidado que mostró en 
aquel viivinato. De lo que vamos tratando, de Chile hizo ciertas ordenanzas 
que, enviadas por el consejo, con |HK-a reformación se confirmaron i publicaron 
)>or ordenanzas reales Kn ellas se tasó el tributo de los indios de las ciudades 
de Santiago, la Concepción, San Bartolomé de Gamboa i la Serena i sus térmi 
nos a ocho pesos i medio cada año. lus seis para el encomendero, peso i medio 
para la doctrina, medio ])ara el correji lor i medio para el protector. El de los 
indios pampas de las ciudades de Menloza, San Juan i San Luis de Loyola me- 
dio peso mcno^ los de Castro i Chiloé a tiete pc-^os i dos reales." 

Ademas del inquilinaje i los pueblos de indio (. ha quedado un recuerdo vivo 
de lo que era la mita en los fningacos, como se llama todavía a los eonchavos 
(otra palabra indíjena) que se hace para as trillas, siembras i otras operaciones 
rústicas. La mita fc llamaba también minga i de aquí el mingaco. Véase el 
prefacio de las Memorias secretas de Juan de Ullon, don David Barry y la 
Memoria del Illmo. obispo Salas, leidn en la sesión sol-uine de la Universidad 
de Chile el 29 de octubre de 1848 cobre el se roicio personal de los itidijenas i 
iu abolieion, 

(2) Seguú nn censo f^irmndo ^n Santiago en 1613 por el oidor constituido «a 
visila, Hernando de Machado, existían en la jurisdicción de la ciudad 1717 bUii« 
eoj o espafioles^ 8,000 indios i 3u0 negror. (Pérez barcia.) 



— IM — 

Desesperóse de tal suerte el poco sufrido gobernador, como 
que venia del regalo de Lima, donde fuera jentil hombre del 
marqués de Montes Claros, al encontrar la ciudad llena de viu- 
das, según reñere él mismo, i de soldados ociosos, vagamundos 
e indisciplinados, que pidió al rei le sacase cuanto antes de sus 
penas llevándole a cualquier gobierno de Costa Firme o donde 
S. M. quisiese hacerle merced. 

Poco mas tarde una nueva invasión del rio ocurrida en tiem- 
po del timorato gobernr^dor don Lope de UUoa (1618) vino a 
aumentar las zozobras i pesadumbres del amilanado vecinda- 
rio. Parece que esta vez el turbión rompió por su antiguo cauce 
de la Caíiada, porque cuenta Jerónimo de Quiroga que las mon- 
jas Clarisas se refujiarofi en la Catedral, comenzando asi sus 
eternas peregrinaciones que las han dado un asiento diverso en 
cada siglo. 

I el cielo, no contento con este nuevo eslabón añadido a la 
cadena de males que oprimía al pueblo, envió en pos una de- 
sastrosa peste de viruelas de la que murieron en el leino, se- 
gún el cronista citado, mas de 50 mil almas, esto es, un tercio 
de la población total del reino. 

£1 mismo gobernador Ulloa i Lemus sucumbió al peso de 
tantas aflicciones, muriendo^ según opinión común, mas de 
melancolía del alma que de enfermedad de la carne. 

La ciudad, con todo, algo crecia, i según el padre Ovalle 
(que en todo lo de Santiago debe tomarse con cautela, pues era 
saniiaguino) fué tan rápido su desarrollo en esa época, que ha- 
biendo estado ocho años ausente en elcolejiode Córdova (1618- 
162G) cenando volví, dice (páj. 161) hallé que la ciudad se 
habia estendido de manera que estando plantada a la falda del 
cerro, a la parte occidental, le hallé todo roileado de ca^as i con 
buen fondo hacia la parte oriental i lo mismo proporcionada- 
mente por los otros lados» (1). Preciso es para medir a compás 
estos adelantos traer a la vista el curioso mapa de Santiago 
que publicó de memoria el buen jesuíta en Roma en 1647 i 
que, por tanto, es el mas antiguo de los que se conocen (2). Se- 

(1) Según Ovalle (pájioa 153) eo el tiempo de su viajo a Córdova (1618) San 
Lázaro era únicamente una capilla de campo situada fuera de la dudad; a su 
regreso en 1826 la encontró incorporada en la población. Este dato nos confir- 
ma en la opinión quo emitimos en el segundo capítulo sobre que la primitiva 
delineacion del alarife de Santiago solo llegó hacia el poniente hasta la calle lla- 
mada hoi de Morandé. 

(2) Los planos de Santiago que conocemos son los once siguientes, hasta el 
dia. 

l.« El d«l padre Ovslle, J647. 



— 197 — 

gun sü disposición, que consiBte solo en haber llenado una 
pftjina en folio dé cuadritos de ajedrez con una colina dibujada 
en el centro, resulta que la aldea de Santiago eia en el afio de 
8u total destrucción (1647) una ciudad tan grande como es hoi 
Paris o Pekin. Por este tiempo también i talvez para consolarla 
del cúmulo de sus infortunios, Felipe IV habia concedido a 
nuestro pueblo el titulo de mui fiely otorgándole a mas la facul- 
tad de dictar sus propias ordenanzas (1). 

El aspecto de la ciudad habia adquirido algún mediano em- 
bellecimiento a pesar de la lentitud estraordinaria con que 
crecía el ndmero de sus habitantes, de tal manera que un siglo 
después de su fundación podia considerársela como uno de los 
asieíitos de primer orden de las posesiones españolas de la época. 
Sus solares, que al principio quedaban holgados a razón de 
cuatro en cada cuadra, se babian subdividido en 1640 en di- 
versos lotes, según el testimonio de uno de sus propios vecinos, 
Alonso de Ovalie, que habia nacido en 1601 i que dejó en aquel 
afio la ciudad de su claustro i de su amor para no volverla a 
ver. Algunas de sus calles se hallaban ya toscamente empe- 

2* El de Frezitr, sin disputa el mas exacto de todos en la época colonial, 
1713. 

B.^ £1 del jeógrafo López, (1766) que es solo una reproducción abreTÍada del 
anterior, con alguna mas estension dada a los barrios de la Chimba. 

4.* £1 del autor anónimo de la historia italiana de Chile, atribuida al jesuíta 
Vidaurre i publicada en Bolonia, (1686t) en el que se nota algún mayor des- 
arrollo en los suburbios del sud. 

6.« El de Pedro Schmidtmeyer, 1822. 

6.» £1 de John Miers, 1825. 

*!,• El de Gay, 1886. 

8;* £1 de don Juan Hervage, 1841. 

9.« El de don Pedro Dejean, 1866. 

10.* £1 de Gilliss, 1856. 

11.* £1 de Fioretti, 1866. 

En cuanto a las vistas panorámicas de Santiago, son innumerables, como laa 
de Qay, Gillis, Hervage, Miers^ María Graham, Baxley, etc. Las mas curiosas 
nos parecen las de Schmidtmeyer, pues a mas de no carecer de cierta exactitud 
i de un atractivo colorido, fueron muchas de ellas dibujadas por el jeneral 1 
médico Paroissien, edecán del jeneral San Martin. 

£1 pintor de estilo Molinelli ha publicado también últimamente (1855) en 
Europa una hoja panorámica de Santiago, tomada, como casi todas las anterio- 
res, desde el cerro de Santa Lucia, que es un admirable punto de mira. 

El paisajista francés Charton, el hábil colorista escoses Gellaty i la mayor 
parte de los artistas i amaiettrs que han visitado a Santiago en el presente siglo, 
han trabajado vistas de la ciudad i de su adyacente panorama, sobre todo del 
lado de la cordillera, muchas de las que serian dignas de ser reproducidas por 
el lápiz del litógrafo 1 aun unas pocas por el buril del grabador. 

(1) Real cédula de Madrid, marso 16 de 1623. 



— IM — 

dradci», con iin.n nc^quia de rgua corrionte por sn centro, como 
Be conperv;ilwn lia^^la ¡«yer, i con calzmla'» de piedra, angostas, 
nial ajustadas, fiero sollrp|illo^tas sclire el nivel del pavimento, 
a manera de veretia?, piíra oí uso de los iransenntes: i nfi se 
conservaron hasta (pie siglo i inodio mas larde el piesidente 
O'Hig^ins las si.stiluyu |M>r niio^tios cuino Jo<; enlosailos. 

ExihlidU entonces, ademas de las pl.izas q lo autos menciona- 
mos i que talvez hai.ian sido ocnpa las parcialmente por las 
demasias del caserio, una llamada de Sau Salurni^'o, donde 
existia una capilla consagiada al patrón de los temblores, i cuyo 
solar, cuando fuó después demolilo, sirvi) para construir una 
casa de recojidas, que es la misma que hoi existe destinada a 
cuartel de guardias cívicas, i de la cual tomó nombre la caite 
que todavía lo lleva. Otra plaza marca el mapa de Ovallc en el 
sitio que hoi ocupa la iglosia do Sauta Ana (i). 

La plaza principal estaba rodeaila de edi (trios bajos i de me- 
diano aspecto, pei*o eran de ladrillo i arquería los panos que 
caian al norte i sur, ocupan«lo el primero las casas realt^^ en el 
ángulo nordoeste« la cancillería o sala de la Audiencia en el 
centro, i la casa de cabildo al otro estremo. Los portales 
del medio día estaban coronados de una azotea, rodeada de 
barandas i balcones, donde las damas i jentlles hombres de la 



(l) Segiu jel plano de Frrzier, que es 66 nfios posterior (1712) í mnoho mas 
correcto, el sitio que ocupaba la priiniíiva iglesia de Santa Ana. edificada sognn 
Ovalle en 1646, era el que lioi tiene el monasterio de las monjas Rouis*. Este 
último, que entonces era solo un heateno, se hallaba situado en el solar que bol 
ocupa la familia OrtAzar Ovalle, en el ángulo sudoeste en que forman esqaina 
Ut calles de Santo Domingo i del Peumo. 

Aunque t^^un Ovalle la pnrroquin de Santo Ana fué funladA en 1616. consta 
de los libros de liautismo quu se con-'ervan todavía en la parroquia, que pc ad- 
miniAttaba aquel «icramcnfo des le 1641. La primera pirtida qun ^e rejiístra es 
es del 2 de agosto de 1641^por el ductor Di(>go Urdofiez Delgadillo, su primer 
cura. 

Santa Ana era entonces una parroquia suburbana i casi rural como la de 
San Uidro, que se fnnd«> 46 iiño.s \\\ ts tar le como una pirroquia de campo. Se 
gun los libros con<'ervailos en su archivo, fundó e^Ui i'iltim:i el obii^po Ilu'nan- 
zoro en 1 686, i su primer bautizo fué celebrado en ede año por su primer cura 
don Diego de Tapia. 

Según la tradición, Santa Analta sido rec'>nstruid;i dos veces, después de dos 
incei.dÍ4»s. En cuanto a la i^'c-ia nctiiMl, como a la de San I-idro, cu^'a ig1e.-ÍA 
es también la tere ra, hablari'UK s fiportuuHmentc mis ndelanto. 

Constan e^tos dato.^ de curta:^ (]iíh Imii tenido la bondad do dirijirnos los ae-* 
tuales cum- de estas parroquia*». Ioí dij^UíM son tres dí)n lí.«Uinislao ole^i i don 
Miguel Aiijel Ortega, euya ofiv'io>idad n«»8 c «mj» acemo;* en a.i;radec»*r, tanto 
mas cuanto que suá contentaciones figuran entre l>ui poquidlmas que hemos reci- 
bido de las periouns a quienes hemos pedido datos. 



ciudad as¡8t¡<nn a los torneos de caballeros i a las lides de toros, 
que en los dias de juras reales, entradas de presidentes u otras 
ocasiones solían liacerse, i para cuyos graves fines la plaza so 
mantonia sin empedrarie, como se observa todavía en algunas 
ciudades principales de España i er^pecial mente en Galicia. No 
se escondían con todo iras de la bóveda de aquel edificio, 
destinado por lo común a la vivíenJü de los oidores i de perso- 
nas aiislocrátícas, ni los suntuosos' almacenes ni los plebeyos 
baratillos^ que solo por su nombre han podido hacerse simpáticos 
a nuestros compatricios (I). El ceniro del comercio era en 
aquellos aíios la calle del rti en la vecindad del convento de 
San Agustín, cuya i^ilesia, dice Ovalle, se hallaba rodeada de 
tiendas de comercio. Estas, que al principio dd siglo no pasa- 
ban de una docena/ llegaban, según aquel cronista, a cincuenta 
en la éjiioca en que escribió su historia. 

De los otros dos costados de la, plaza ocupaba la medianía del 
poniente la catedral de pielra que había comenzado Hurtado 
de Mendoza, i cuya torre debió hallarse situada mas o menos 
en el sitio que hoi ocup i el campanario de la actual. En las 
estremidades levantábase hacia la derecha coa un portal bajo de 
arcos de ladrillo, avanzado sobre biplaza, el palacio de los obis- 
pos, construido rcícientemaute (1520-80) sobre un sitio que 
compró con su propio peculio el ilasirisimo S ilcedo (2). 

Dice de esta residencia el padre Ovalle, qae tuvo un curioso 
jardin, i antes do la demolición de su fachuda, que se ejecutó 

(1) Una de efltns casas era de dos pisos, según en otra parte dijimo$«, i a prin. 
eipios del siglo XVII la habitaba doña Baltazura de Jufré, hija del célebre ca- 
pitán don Juan Jufré, que ht>nii>s dicho la habi i construido. Gsla señora se había 
casado con un hijo de la desgraciada doña £.^peranza de Rueda i del no menos 
infeliz Pedro de Miranda, cuyo trájico fin contamos <*n otra parte. 

Tuvo doña Baltazara tres hijas, doñn María, doña Eufrasia i doña Esperanza 
(del nombre de su abuela) todas las que fueron monjas agustinas. 

(2) La propiedad de este solar, es lo que ha dado lugar, si no hemos sido 
mal informado**, al ruidoso pleito ^ostenido entre el cabildo de la catedral i sa 
metropolitano, i que ha retardado por cerca de veinta años la construcción del 
frontispicio del palacio arzobispal que hoi se termina. 

Como Salcedo habia comprado el folnr (que ne^un dijimos fué probablemente 
déla familia del infeliz Antonio Pastrana, el procurador de ciudad decapitado 
por Valdivia) con su propio dinero, unoi parientes suyos que rc-^idian en Salta, 
cobraron el valor del terreno al cabildo de la ^Catedral. Ilubo pleito, perdiólo 
el último i pagó el valor, qu« era de 12.000 pesos. De aquí el título de la iglesia 
a esa ca*a. La mitro lo revindicó iin embargo, como derecho propio, a virtud 
del uso i otros antecedentes que i^^noraraos, hasta que uu tribunal compuesto 
de los demás obispos de la república (con escepcion del de Chlloé) i el vicario 
de Santiago, La dado el título lejítimo al último. 



lolo en 1830, se hizo una mansión histórica por haber resi- 
dido en ella el ilustre San Martin. 

Pero el sitio clasico de la capital era entonces, comohoi, nues- 
tra Alameda, el mas hermoso de los paseos públicos del mundo, 
si ha de valorizarse como panorama. No piHlriamos por esto 
privar a nuestros lectores de una descripción minuciosa que de 
ella hace uno de fus propios vecinos, que tiene a la vez el 
atractivo i el respeto de un transcurso de mas de dos siglos. 
cEs esta Cañada^ dice el jesuíta Ovalle, que parecía tenerle par- 
ticular añcion, pues se educó en una de sus veredas (en el 
noviciado de San Borjas) absolutamente el mejor sitio del lugar» 
donde corre siempre un aire tan fresco i apacible, que en la 
mayor fuerza del verano salen los vecinos que allí viven a 
tomar el fresco a las ventanas i puertas de calle, a que se añade 
la alegre vista que de allí se goza, así por el gran trajin i jente 
que perpetuamente pasa como por la salida que hai a una i 
otra parte: i una hermosa alameda de sauces con un arrollo 
que corre al pié de los árboles desde el priacipio hasta el fin 
de la calle; i el famoso convento de San Francisco, que está 
ilustrando i santiñcando aquel sitio con una famosa iglesia de 
piedra blanca echa de sillería, i una torre a un lado de lo mis* 
mo tan alta que de mui lejos se dá a la vista a los que entran 
de fuera: es de tres cuerpos con sus corredores i remata el últi* 
mo en forma de pirámide, es mui airosa, i de lo alto de ella se 
goza por todos lados de bellísimas vistas que son de grandísimo 
recreo i alegria.i 

Era a la verdad tan espléndido el panorama, qae ofrecían en 
su derredor o a la distancia todos aquellos lugares, que el mis- 
mo sencillo fraile, de cuya injenua relación copiamos los pri- 
mores de la Cafiada, describe en estos términos, no del todo 
privados de una simpática elocuencia, las grandezas de los An- 
des, cuando desde el valle divisanse sus altas cumbres como la 
alba, esplendente flecadura del cortinaje del cíelo. «Entonces, 
dice, rayando el sol en aquella inmensidad de nieves i en aquellas 
empinadas laderas i blancos costados i cuchillas de tan dilata- 
das sierras, hacen una vista que aun a los que nacemos allí i 
estamos acostumbrados a ella nos admira i da motivos de ala- 
banzas al criador, que tal belleza pudo criar* (1). 

Descendiendo ahora do la magniñceocla de la naturaleza a 
los humildes haberes del cortejo, hé aquí como otro cronista 
contemporáneo reflere de qué hacían su puchero los vecinos i 



(1) OTftUe, páj. 169. 



cuánto pagaba por su diaria subdístencia cada familia, (i) 
«Abunda tanto, dice aquel, la capital del reino en las mejores 
gallinas del orbe, que no valen mas de a real, i el mejor capón 
real i medio, dos o tres pollos un real i un grueso cordero otro, i 
el cabrito al mismo precio: el mejor carnero que puede haber, 
dos reales i el que mas dos i medio; i a esta causa no hai carni- 
cería pública en la ciudad; de manera que son tantas las esce- 
lencias que hai en este buen temple, que se pueden en suma 
encarecer con decir que hasta los ratones que se crian en los 
campos se comen i estiman por mayor regalo que en España 
los mejores conejos de ella.t 

íEs el sitio de esta ciudad, añade otro contemporáneo hablan- 
do de su escelente asiento topográfico, capaz de innumerables 
vecinos i no tiene quinientos: abundante de mantenimientos 
regalados. Sus habitadores son nobilísimos i de ánimos jenero- 
sos, mui honradores de forasteros, hombres valerosos, en el 
ocio galanes i corteses. Ejercítanse a caballo i son jeneralmente 
todos escelentes i fortisimos jinetes de ambas sillas.» (2). 

El vecindario de Santiago en la época de que nos ocupamos 
i contado ya un siglo de existencia, no pasaba, según testimo- 
nios contemporáneos de seiscientos vecinos, bien que por una 
razón inversa de las primitivas condiciones sociales que presi- 
dieron a la planteacion de la colonia, existiese a la sazón un 
triple número de mujeres (3). La guerra, en efecto, no hacia 
sino viudas i huérfanas, de suerte que para cada varón en es- 
tado de desposarse, sobre todo en las clases superiores, habia al 
menos seis o mas doncellas. I de este hecho curioso i caracte - 
listico vinieron dos fenómenos sociales, uno de los que subsiste 
todavía en todo su auje, a saber, el estraordinario desarrollo de 



(1) El cronista de Indias Tribaldos de Toledo, qne escribió en 1634, obra ci* 
tada, páj. 8. 

(2) £1 nK>ntañés TesiUo, obra citada, páj. 31. Te^illo era natural de las mon- 
tafias de Santander, i por tanto mui aficionado a nuestro país. "Ob! Chile, es- 
clama en una parte de su curioso libro. Ob! provincia la mas agradable sin 
duda, de toda la América!" 

Por este mismo tiempo (marzo 16 de 1634) escribió desde Concepción don 
Lorenzo Almen su informe ya citado sobro el gobierno de Lazo de la Vega, i 
en él encontramos los siguientes conceptos sobre Santiago i especialmente sobre 
los santíaguinos. *'Es la ciudad de Santiago población de 500 vecinos, el sitio 
capaz de diez mil i el valle amenísimo, el temple escojido, los manteiíimicntos 
mnchos i buenos, i la m&s parecida a España en todas de cuantas hai en las In- 
dias occidentales; pero como está compuesta de maestres de campo, capitanes i 
toldados i son sucesores de los conquistadores primeros que tuvo este reino, a 
la milicia se inolinan poco." 

(S) Tñbaldot de Toledo (1634). 



los monasterios de Monjas, que ya va en decaimiento, i el des- 
preslijio injusto, vulgar, pero característico i profundamente 
arrai[^a.io en nuestras costumbres, del celibato femenino, preo- 
cupnciou que solu la cultura i engnardeci miento de la mujer 
por la mujer misma ha podido ir dominando en Europa i espe- 
ciülmeuttí en la América del Norte. 

Debíase a «>sta circunsUuicia, í¡ue se presta a consideraciones 
mui interesantes sobre nuestra actual organización social, cier- 
to aspecl*» físico de suma tristeza que pesaba sobre la capital. 
Las mujeres no salian jamas de la casa, i los hombres, apenas 
cuando ilian a caballo a sus chácaras o a sus diarias ocupacio- 
nes (1). 

Las rivalidades sociales que habían comenzado a introducir 
los oidores i especialmente sus soi)erbias esposas, que traian 
tan altos sus mmos^ coino aquellos su c*pt'le, comenzaron tam- 
bién a despertar esa incurable emulación de nuestras calles, 
madre inagotable de estos dos monstruos derrocadores de la 
pi)z de las familias que se llaman to lavia el lu o i el chisme, i 
que ^on de oríJLMi tan antiguo, que ha llegado a mirái*seles como 
instiUiciones sociales i aun domésticas. 

Ya hemos vii^to como el apo-tóüco padre O valle, que era hijo 
de un rico mayorazgo i de la ilustre estirpe de los Pasteae (2), 

(l) Era de tnl motlo desierto el nvpecto de la ciudad, que habiéndose asomado 
A la portería de la Compafiin un jesdita recien llegado de Europa a prlncipioi 
del siglo, esclamú ni ver tanta solelad. 

ApareTtt rare nanien in jurgile vaalo. 

(i) Dan Fi'aneisco de ÜViille, el capitm q-ie dijimos trajo el socorro délos 
portugueses a Santiago, se casó con una uleta de Juan Bautista de Pastene, 1 
don Alomo fué pu .«egundo lujo. 

Como un ejemplo del desarrollo jencalójico de las familias de Santiago en esa 
época vamos a citarlo que dice O vallo de la de Kscobir, que era una de las mas 
distinguidas de la colonia, según en otro lugar dijimos a propósito de la parti- 
cipación de uno de sus iiiienibrus en la pendencia de \o^ M*>ndoza i de loa ím- 
perí<uer, i de In prisión de otro por don Frauui«co Lazo d« la Vega. ' 

El capitán don Cristóval d« E¿ct)bar vino a Chile en 154:6 o 1547. Tuvo por 
liijo a don Alonso de Escobar, que se estsibleció en Chile i debió ser el saegro 
de la tantas veces nomb^-ada don i I>nbel de Guzman. Ahora bien, entre hijos, 
Diet(»8 i bisnietos de este último, el padre Ovnlle dice haber cono i to antes de 
su salida de Chile en 1610 no meno-» de ochenta i ¡tiete persona», i de é:^tns un 
tronco ds familia, el jeneral don Luis de as Cueba*», que »e había presentado 
con ocho hijoá armados iW punta en blanco a ofrecer 9ti4 servicios para la 
guerra. Entre estoi* ocho debian ir aquel don Juan 1 aquel don Luis Cuebas d 
mozo de que tenemos dada ya notieiu. 

ÍCo es difereute la savia que hoi alimenta en nuestro suelo el árbol frondoso 
de lai* familias. Conocimo.4un caball ro que. habiendo muerto en 1849, d«-jóonee 
hijos i é^tos en 1 8«'i5 hablan juntado cit-nto cuatro nieto», délos que sesenta 
eran mujeres i cuarenta i cuatro varones. Iloi mismo conocemos un joven de 31 



— 203 — 

86 escandalizaba délos estragos que había hecho en la simplici* 
dad de las costumbres la introJucciua de las pompas de. la Au- 
diencia^ i a i]iii debemos afiadir que en cuantas oca^ijiei se le 
prevenían no deja de iirr^jar sobre ellas snscensura?, «porque los 
que antes, dice, salínn mui honrados a la plazi vestivlos con la 
templanza que usiban los m is p'incipales i la ¡ente mas noble, 
no pueden lioi parecer en público sino con vestidos de seda, o 
paño de Cahlilla, que aun suele costar mas, porque una vara 
vale de doce a veinte rea'es de a ocho. Ni puede parecer de- 
cente quien tiene opinión de algún oaud:il, m^nos que con 
criados vestidos de librea, mas o menos, conforme tjene cada 
uno el posible, i de algiinos anos a e-ta parte han dado en usar 
quitasoles de niuclio precio, i si bien al principio comenzaron 
por la jente de primera clase, hoi deja do ufarlos solamente 
quien no puede, i aunque parecen bien i son de mucba aulo^ 
ridad \ mayor comoditlad i provecho para la salud; pero en íin 
es mayor cargo i gasto i aumenta los forzosos que trae consigo 
el vivir en corle.» 

Ciitica también amargamente el ])uen padre la moda que 
entonces, según é), se halda introducido i que en realidad re- 
monta a los zarcillos de Rebeca, de los regalos nupciales. «I 
han dado, dice (páj. 169j en hacer ricos presentes a las novias 
a las primeras vir tas después de liecbas las capitulaciones, i 
yo los he visto hacer de mucho valor, como ser de esclavos (1), 

Bfios que eaenta setenta i dos sobrinos vivos, hijos todos de hermanos, i por últi- 
mo un caballero que apenas tiene cuarenta, ertcierra ya en los colcjios déla 
capital 07iee hijos, fuera de los que van a la escuela i de los quo se están criando 
o por nacer en la casa. ... Bendito sea el charquican! 

(1) Foreste tiempo era mui cont^iderable el número de negros que existía 
en Chile i a ellos ci^pecinlmente He npÜcaba el titulo de esclavos, pues los indi] 
jenas no lo eran ni podían leífalmente serlo. Venían entonces en grandes par- 
tidas en tránsitt) para el Perú después de hab'-r sido trasportadas directamente 
de Cuyo i Guinea a Buenos Aire.-*, i rn seguida a través de las pampas i cordi- 
lleras, para aítorrar a-í el costo inji^nte de trurf^porte por el istmt» i las enfer- 
metlades de aquellas zonas, que disminuían ^u número. Es un hec o curioso 
i desconocido que el ilu-^tr^jenf ral Lii« lleras viniere a Chile en su juventud 
(ISOO) a cargo de una de e^tas arrías de ganado humano, como empleado de 
una casa especuladora de Buenos AirfS, hecho que él mi^^mo contaba i que ofre- 
cía un sinifular contraste con ^u jrlorio'a carrera de lÜKTtador. 

En 1640 pasaba de 400 el número de n^^^ro:* que existía en Santiago, según 
el padre Ovalle. lo que consiituíi car*i la mita I de la población de hombres 
blancos de la ciudad. Tant4i «-ra, en efecto. »»u «U'sj)Poj)orcítni, que el i)residente 
marqués de Baldes l!e;j^ú a temer por la seguridad í\ís la población .<^i llegaba 
a emplearse en las frontera-n las cortas milicias que guarnecían a aquella. *'I 
por estar tan poco habifidü de españ )lrs, diut» de ella, en c^irta al vvi de no- 
viembre U de 1639 (6ay, documentos vol. 2.^ páj. 410) i ton disipado de na- 



^. 104 — 

restidos, estrados (alfombras) i escritorios llenos de preseas 1 
joyas de oro i piedras preciosas. • 

Si esto era en lo privado^ en lo público i ostentoso los san- 
tiaguinos no dejaban nunca de pagar su tributo a su vanidad, 
cuando la fiesta, entiéndase bien, era pagada por el tesoro 
público^ pues no hai memoria de un pueblo al que le haya 
gustado divertirse gratis tanto como al nuestro; i es esta talvez 
la rr.zun por que la ilustre municipalidad tiene hasta hoi cedi« 
do gratis su teatro, que en esto es distinto también de todos los 
demás teatros del universo. A cada entrada de gobernador los 
satiaguinoshacian, pues, la misma locura que habían hecho en 
la recepción de la Real Audiencia en 1609, esto es, dejar que 
el municipio se arruinase con tal que los vecinos pasasen un 
dia de solaz. § Son en aquel reino mui lucidas estas acciones, 
dice de la recepción de Lazo de la Vega su maestre de campo 
Tesillo, aunque no se proporcionan las fuerzas con los de* 
seos» (1). 

Pero donde se ostentaba con todo su esplendor la suntuosidad 
i la gala de la comunidad santiaguina era en el aparato escéni- 
co de su culto. No había en aquel siglo eminentemente ecle- 
siástico agua en nuestra ciudad que no estuviese bendita, ao 
habia una sola marqueta de cera que no estuviese consagrada 
a los altares, no habia un retaso de tisú de oro que no sirviese 
para vestir santos, así como era raro i casi deshonroso que 
existiese una gran familia sin un provincial de su sangre, o 
por lo menos sin contar con un asiento en el coro de la cate* 
dral, dignidad; empero, inferior en mucho a la que imprimía 
el triunfo i el escándalo de un gran capitulo conventual. 

A fin de ofrecer un escaso trasunto de las pompas católicas 
deesa edad, queremos únicamente hacer la descripción somera 
de las que tenían lugar durante la semana santa. De su compa- 



turales, si de él ae hubiese de proveer el real ejército de je ote, seria dejar las 
casas sin habitadores, los campos sin labranza, i las mujeres, niños i viejos ecle- 
siástioos e impedidos en poder i albedrio de indios i de negros^ jente poco s^^- 
ra i mal contenta/' 

Las fuerzas que tenia Santiago en 1640, según O valle, consistían, en una eom- 
pnfiia de capitanes reformados que constituía la guardia del presidente, otra de 
vecinos encomenderos, que servia como de lujo i adorno urbano, cual nuestra 
actual guardia nacional; dos compañías de caballería, fundada probablemente 
por los labradores i chacareros del valle, i tres de infantería, compuestas de las 
diferentes clases de la población. Contendrían eu su totalidad de 150 a 200 in* 
dividuos de tropa, de los que solo una tercera parte seria capaz de tomar laa 
armas. 

(1) Tesillo, páj. 82. La recepción de Lazo tuvo lugar el 23 de julio de 16SA. 



— w« — 

ración con las que se practican en el dia podrá deducirse la 
diferencia de las épocas. 

Iniciábanse las solemnidades como se acostumbra todavía el 
miércoles santo; i en este dia tenían lugar tres procesiones ca- 
racterísticas, de las que nuestras devotas no conservan en el 
dia la mas débil tradición. 

Salla la primera de la iglesia de la Compañía i componíase 
esclusivamente de negros, hombres i mujeres, que llevando 
sobre unas andas la imájen de la Verónica, iban a tomar su 
puesto en la plaza, frente a la Catedral. 

La segunda era la procesión de los mulatos, i pertenecía a San 
Agustín, donde tenían su cofradía. Vestían éstos túnicas ne- 
gras i cargaban la imájen del Cristo agoviado con el peso de la 
cruz. 

Apenas asomaba el último cortejo, desembocando en la plaza 
por la calle del Reí, adelantábase a su encuentro la procesión 
de la Verónica, i ésta por medio de secretos resortes, que mo- 
vían debajo de los paños del anda, acercaba al rostro del cristo 
un lienzo blanco i le enjugaba la sangre i el sudor. 

Era éste el preciso momento en que la tercera procesión^ lle- 
gando de la Merced, hacia su aparición en el recinto i comple- 
taba el paso i la emoción de los cristianos i el pasmo profundo 
de los indios, en cuya edificación eran principalmente acomo- 
dados aquellos espectáculos. Llamábase la última la proce- 
sión de los Nazarenos. Vestían éstos túnicas rojas i conducían 
en sus hombros una anda en que se veía a la vírjen sumida en 
profunda consternación i a su sobrino San Juan Bautista mos- 
trándole la compasión de la Verónica, i consolándola con aquel 
tierno lance. 

Al dia siguiente tenían lugar las procesiones llamadas de san- 
gre en las que no se escuchaba por toda la ciudad sino el pavoroso 
alarido de los penitenles, los golpes de las disciplinas de roseta, 
las caídas de los aspados, i todo estoen medio del lúgubre canto 
de los frailes i de los gremios i de los jemidos i sollozos con 
que las damas corrían, seguidas de toda su servidumbre, de 
una iglesia en otra, ganando las induljencias de las estaciones. 

En las primeras horas de la noche de este dia recorrían las 
calles dos procesiones plebeyas, que salían^ la una, compuesta 
esclusivamente de indios, de San Francisco, i la otra de more- 
nos de Santo Domingo, e iban recorriendo las calles i los diver- 
sos convenios i monasterios, donde salian a recibirle las co- 
munidades i cofradías con cirios encendidos en las manos e 
invitándolos a hacer allí estación. A la mañana siguiente, podía 
marcarse en el pavimento por los chorros de sangre el itinerario 



— 206 — 

que habían recorrido aquellos grupos f matizados hasta el mar* 
tiiio. hiifUi ol rii*ii«^i. 

IVioihiUiii las doce di* la noche, i a esa hora precisa, las 
pr.eil.s di' la Metred s^e suuian, reihinando en el silencio mas 
pioriiudn, p-ira dar |<i^o a la ntas folenme, a la mas triste i, a 
la vfz a la ma> iinp')iiente i aterradora de aquellas M^remonias. 
Era ésta la fainusa |irt»ces:on llinia>la de la I «ra Cruz, que tenia 
todavía lii*rar a príiiri|iiosdcl presente siglo, i a la que en núes 
tni propio tieni|»o se ha erijido una herni<isa capilla, junto al 
anóniniti pftiacio que »>c ha llamaito de Valdivia. 

El a e$ta pruce5Íon coupnesta esclnsivciniente áe eabaNeros^ i 
tenia por objeto honrar la imAjen del Cristo hii't írico que hoi 
se \e ^olire el altar mayor de la iglesia enjida a su invocación 
i que hasta entonces se coeservaba con gran acatamiento en la 
Merced (Ij. 

ErA asunto de las mas graves deliberaciones del cabildo, de 

(1) La dfrocion de la Vera Cruz, eobre cnyo orijéii se conMrFan en nuestro 
pQeliI<i vAg^s i contradiotoríaa veraíone», arranca de^de los tiempos heroteo-sa- 
per^ticioMci del Ci«l Campeador i de Alooao 11, cuando hizo su entrada solemne 
en Toledo (10S7>. llevando en sus manos una cruz, formada con dos ramas ver 
des que cortaron de un árbol, i que debía sostituir a la odiada media luna. 

Desde ese dia acostumbróse on las ciudailes principales de E^^pofla conmemo- 
rar aquel he<*lio clásico de la lii«turia nacional organizándose cofradías con el 
nombre de la Vera Cruz, a las que el |.>oütífice Gregorio Vil concedió indul- 
jeucbs estraordinarias. 

Eítas iusiituciones psínron a i mórica con la conquist^i, i de aquí el nombrt 
de la Vera Cruz, dado |K>r Corté* a la pi-imera tierra que pisó en Méjico. Piza- 
rro la i au^ iró en Lima en lo 10, i el oi.i'«po Louiza hizo sus constituciones m 
1570, é} oci en que probablemente paaó a Chile. 

£n CAte {«ai^ como en el Perú, e^ta cofradía desapareció con el trastorno prt^ 
fundo de la independencia; nn embargo, en 1835 tenÍA iodnvia en Lima 14B 
hermanos que pagaltan 30 pc:iOá de i cor[K)racion i 3 pe^os nnualea. 

Dicese por alguno^ que el cri^to de la Vera Cruz fué obsequiado a la ciudad 
de Santiago por Felipe 1 1, i no falta quien 6U|)onga de pn*ferencia que es el 
que hizo yenir de Burgo.^, copiado del ftunoso cristo milagroiK) que se venera en 
BU catedral, el virei Hurtado de Mendoza, en d^'sagr^'vio del que re suponía 
había echado al agua i encarnecido el pirata llawkins en la bahía de Val|ia- 
raiso, en 1591, episodio que ¡lerteneci a la historia do esta última ciudad. Era 
un hecho cierto que el cristo vino a Chile, que se !e hizo un-i procesión de desa* 
gravio en 1594 i se le colocó en un altar de la Merced. |)ero la esRj[ie de la Vera 
Cruz es muí diferente del de Burgos, que vimos i cximiinamos en su propio 
altar en 1860. 

Concluida la derocion i la cofradi i de la Vera Crtu, los frailes de la Merced 
arrojaron tu crucifijo al de pro/undU de los santos viejos, i de allí 1«) ^acó i 
restituyó a su altar, que le luibia usurpado la virjen del Carmen, el procurador 
de ciutlad don Ignacio de Keyes, actual contador mayor. De allí 1^ llevó a 
•a re-idencia actual el ilustrado mi.-'ticísmo del intendente don Miguel de la 
Barra, como oportunamente contaremos» 



agravios políticos, de celos profundos, de enemistades i hasta 
de intrigas tenebrosas, la designación (jne se hacia cada atio 
de la pericona que debia llevar en sns manos el venerado leño, 
asi como la del que sostendría el guión i aun la de los mas inme* 
diatos acompañantes. Ilacíasü esa eleD*ion porsufiajios, i ¡ene- 
raímenle cabia su hcnor a\ mas rico, i \jov tanto, al ina* inílti- 
yenle de los vecinor: i no podía ser de otra suerte, porque el 
elojido debia costecir el sermón, la onjuesta vocal e instrumen- 
tal de la función, i los médicos i ausilíares cncatgad )s durante 
el curso de la procesión, de S()3orr*r a los disciplina nles^ n<pntlos 
i demás pcritenles que formaban el cortejo del manso i humilde 
Salvador de los hombres i de sus penas. La procesión de la 
Vera Cruz era esencialmene de sanjre, i er.i tnl el rigor de los 
castigos a la carne i la contiicíon de los /mimos, que dice un 
testigo de vi^ta: «he visto a algunos que se maiaa i otros que se 
abren hs carnes» (I). Cuánta barbarie humana, en nombre del 
cielo! 

Por lo demás, aquella fiesta era esclusirarr*ente aristocrática. 
No [)Odian alumbrar en ella sino los caballeros^ i en con?ecuen- 
cia cada cirio, que era de cera barnizada de verde en memoria 
de las ramas de Toledo i de 4i;i grosor estr.aordinario, valia 
talvez el salario de muchos meses d^i un hondire del pueblo. 
Disputábanse por esto aquel insigne honor lo mas selecto del 
vecií.dario, i entre nuestros mayores er^a una ejecutoria de no- 
bleza decir:— tXIi padre o mi abuelo alumbraba en la Vera 
Cruz.» 

Como en los dos días anteriores, el viernes «anto tenían lugar 
dos procesiones a cuál m\s lugabrrj i nvílancjlica, aunque no 
eran píxipiamente de sangre. Llamibase la primera de la Piedad 
i|se había instituido si)lo a prin ipios del si^j^lo en Santo Domin- 
go. Consistía en una serie de an las en cadi una de las cuales 
iba un ánjel llevjinilo uno de los em:dem;is de la pasión^ i cuyos 
alumbrantes asísti.m vestidos con tiinicas moradas. La segunda 
salla por la noche de S.in Francisco en un profundo silencio. 
Conocíase con el nombre de la SuMad, porque la cofradía que la 
celebraba tenia una capilla bajo esta denominación junto a 
aquella iglesia, la que, según creemos, debió su orijen a la 
piedad i al dolor de la viuda de Pedro de Valdivia, i es la mis- 
ma que hace algo mas de veinte añoi restableció con sus cacU" 
ruchos i su sepulcro el devoto auditor don Pedro Palazueios 
Astaburuaga. 
Comenzaba la ceremonia, como se practica toJavia, por el 

0) ElpAdreOyaUe^páj. 167. 



_ sos- 
descendimiento de la Cruz, § sin que se oyera^ dice el paire 
üvalle, a quien debemos la mayor parte de estos detalles, otra 
cosa que los golpes del martillo i los de los pechos de los 
fieles.» 

Recorría la procesión la calle del Rei i la plaza, volviendo 
en sep;uida por su actual itinerario a la Soled-td, donde se reci- 
bia del sepulcro i de su precioso cadáver, acomodado con esqui- 
sito primor, la angustiada imájen de la madre del Redentor. •! 
allí, dice el autor antes citado, hablando como testigo presen- 
cia!, desenvolviendo un delicado lienzo que llevaba en las 
manos, le aplicaba al rostro como quien llora, i luego abriendo 
los brazos los enlazaba en la cruz, i arrodillándose a su pié» la 
besa una i otra vez i vuelve a abrazarla i a hacer otras demos- 
traciones de dolor i sentimiento, i todo esto con tan gran pri* 
mor i destreza^ que parecía persona viva.» 

Llevamos en cuenta durante tres dias de la Semana Santa no 
meaos de ocho procesiones hasta la noche del viernes, i antes 
de amanecer el sábado ya recorrían las calles o'el claustro otras 
cuatro de e^tas fiestas, copiadas del culto pagano^ i que, a la 
verdad, en los presentes dias, por cada destello de divinidad 
que las alumbra, tienen mil otros mundanos, acopio abundante 
para el cesto del confesionario, aun entre las mas tímidas de 
las deidades que las presiden. 

Tenia lugar la primera de aquellas en los claustros de Santo 
Domingo, que a la sazón eran los mas hermosos de la ciudad, 
que se hallaban recien construidos (1647), i la celebraban úni- 
camente los caballeros^ es deair, los encomenderos i los vecinos 
nobles que llevaban tal título por ser descendientes de los pri- 
mitivos conquistadores. En todo lo demás, era esta fiesta sim- 
plemente un contraste de la que se celebraba con tan lügubie 
pompa en la media noche del jueves santo. Cada asistente se 
esmeraba en llevar sus mas ricas galas para escoltar el paseo de 
los emblemas de la resurrección. 

Las otras tres sallan a la hora del alba de San Francisco, 
Santo Domingo i la Compañía, i eran celebradas por las cofra- 
días o gremios que tenian respectivamente sus fundaciones en 
aquellas iglesias. La procesión de la última pertenecía a los 
indios, i tenia de curioso que el niño Dios, de cuya imájen ha- 
cían un pagano emblema, era paseado vestido con el traje de 
los indijenas i al son de sus monótonas cantinas, tamboriles y 
flautas de cañas de melancólico tañido. 

Tales eran únicamente las fiestas de las calles pdblicas en 
los últimos dias de la cuaresma, pues se habrá notado que no 
hacemos mención de ninguna de las pomposas ceremonias que 



•* 



— 209 — 

tenían lugar en el recinto de los templos. Habráse, entre tanto, 
de formar idea de su magnitud i del contraste de aquella época 
con la presente, recordando que de la primera solo nos queda 
Tin vestijio en las dos procesiones llamadas del Sanio Sepulcro, 
resucitado por un espíritu exaltado, i en la del Señor JResucilado 
que ha venido a ser únicamente una devoción, o mas bien, un 
entretenimiento matinal de cocineras i gañanes. Otro tanto 
puede decirse ha sucedido con las funciones de Corpus que en 
aquellos años, en que el almanaque era solo el rejistro de las 
festividades de misa de guarda, de ayuno i jubileo, ocupaban 
un mes entero, siendo la festividad predilecta de los indíjenas, 
según se observa todavia en algunas localidades de la repúbli- 
ca, especialmente en el Norte. Los negros celebraban también 
ñestas peculiares el dia de reyes, en que sallan vestidos con los 
trajes i las armas de las tribus de África a que hablan perte- 
necido i rendían culto a la Vírjen diputándole un rei que para 
el caso elejian entre los esclavos de mas cuenta en las casas so- 
lariegas de la ciudad. 

Fué también por estos mismos años (1645), cuando una real 
orden, en que se ordenaba rendir culto especial a la Vírjen por 
el devoto FelipeJfV, despertó entre los santiaguinos una disputa 
tan grave i calorosa como las que hoi mismo tienen lugar por 
otras deidades de la tierra que en nuestro juicio no tienen pun- 
to alguno de contacto con el cielo, a no sec su idolatría. iSe 
i'ecibiü real orden, dice el historiador Carvallo, contando este 
suceso, dada en Madrid a 10 de mayode 1643 para que se erijiese 
una advocación de nuestra señora la Vírjen Maria i se le hiciese 
fiesta anualmente por el buen suceso de las armas. El Ayunta- 
miento elijió la del Socorro, que se venera en San Francisco i 
la Audiencia mandó que fuese Nuestra Señora de la Victoria i se 
celebrase la fiesta en la Catedral» (1). 

«A consecuencia de esta resolución de la Audiencia se celebró 
cabildo abierto en 28 de abril de 16i5 i se determinó hacer 
fiesta en San Francisco de Nuestra Señora del Socorro, a cesta 
de los capitulares, i se continúa hasta hoi esta devota determi- 
nación. £1 rei costea otra en desagravio de los ultrajes que se 
hicieron en cierto tiempo al Augusto Sacramento del Altar i se 
celebra el dia de San Andrés.» 

¡Qué tiempo i qué contrastes! No llegaba a Chile a principios 

(1) S^gun Gay, el motivo de esta elección fuó que la imájen Yenerada en 
la Catedral era fae aimile de la qne babia sido rescatada de los moriscos dn 
Granada por Felipe II, i de la que este rei babia mandado distribuir copias en- 
tre 808 posesiones de ultramar. 

mav. OBif. 14 



-^ 210 — 

del Biglo buque ni comerciante que no trajera ricas coleccioiles 
de imájenes de bulto para adornar los altares, fuera de las que 
se trabajaban con notable talento por artífices del pais, una de 
cuyas obras, el famoso Señor de Mayo^ ba quedado como un 
verdadero monumento del espíritu lúgubre i aterrador que 
presidia en las concepciones relijiosas. I boi vemos que en 
Santiago mismo caen en falencia los que especulan en sanios i 
en casullas, fuera de que en una ciudad de provincia un amigo 
nuestro vio a un pintor quiteño ocupado en transfigurar una 
vírjen de Dolores en un San Juan Bautista, por medio del apén 
dicede los bigotes: tan escaso habia llegado a ser fuera de la ca- 
pital el repertorio de las imájenes! El pueblo, sin sentirlo, se ha 
hecho iconoclasta. 

Por cuanto llevamos dicho sobre la arquitectura, las cos- 
tumbres, las fiestas relijiosas i los progresos ediles de Santiago, 
se habrá encontrado talvez justificada nuestra aserción hecba 
al principio de este capítulo, i según la cual la humilde colonia 
del Mapocho, que su fundador habia dejado cobijada por pajizos 
techos, comenzaba a tomar un siglo después de nacida el as- 
pecto de una ciudad mas que mediaría, a pesar de haberla visi- 
tado casi año por año todas las plagas que pueden aflijirala 
humanidad. 

Faltábale toiavia sufrir el mayor de los estragos de que hasta 
hoi tenga memoria, i ya esta hora se acercaba. Mas, antes de 
describir hecho tan aciago, hácese forzoso detenerse para com- 
pletar el cuadro de la ciudad, trazando a la lijera el bosquejo 
de sus órdenes monásticas, de la instalación de las unas, del 
progreso de las otras, asi como de sus templos, sus claustros i 
hermitas, único j4nero de construcciones públicas que entoo- 
cis tenia vega i esplendor. Así será menos difícil formane 
mas cabal idea del espantoso cataclismo que iba a transformar 
desde sus cimientos la antigua capital de los conquistadores, la 
Santiago del Nuevo Estremo. 



CAPITULO XVIII. 



Los claustros en el siglo XVII. 



Los primitivos jesuítas. — La creación cíe San Ignacio ea un paso de inñnlto 
progreso. — Comienza el descnfrallam lento de los claustros. — Indisputables 
servicios que su introducion trajo a la colonia. — Respeto con que son reci- 
bidos en Santiago. — Se hospedan en el convento de los dominicos. — Reu- 
nión popular para asignarles polares. — Sagacidad del padre Baltazar de 
Pinas. — Compran un sitio de preferencia i central. — Edifican una iglesia 
provisiojial bajo la invocación de las Once mil vírjenes.- — Abren cátedras 
de enseñanza pública. — Escuelas primarlas. — Echan en el Convictorio do 
San Francisco Javier la simiente del actual Instituto Nacional. — Edifi- 
can el noviciado de San Boijai — Construcción de la primera iglesia de la 
Compañía.^ Fundadores i bienhechores. — Espléndido don del portugués 
Madurelra. — Decláranse los jesuítas de Chile Independientes de la provincia 
de Lima. — Progreso de los claustros de regulares a pesar de la oposición 
civil de los gobiernos. — La misión de los frailes perteneció mas a la con- 
quista que al coloniaje. — Los dominicos fundan la universidad pontificia de 
Santo Tomas, sus grados i su plan de estudios. — Ruidosos capítulos i su 
lucha por hacerse Independientes. — Frailes célebres de San Francisco. — El 
- capitán Toro Zambrano. — El tlervo de Dios Juan de Cañas. — Curiosa notl. 
eia del presidente Fernandez Córdova sobre el estado de las órdenes regula- 
res en 162T. — Prodljloso desarrollo de las monjas Agustinas. — Las siete hijas 
del capitán Molina. — Las Clarisas de Osorno se instalan en Santiago. — Sus 
aventuras i sus reliquias. — Templos de Santiago antes del gran terremoto 
de 1647. — La Compañía. — Miguel de Telena. — La Catedral i sus principa* 
les altares i capillas. — Santo Domingo i la Merced. — El Señor de Mayo, — 
El almirante Gallego. — Lameros lega a los agustinos la hacienda de Lon- 
gotoma. — La orden hospitalaria de San Juan de Dios, su iglesia i su hos- 
pital. — Aspecto lúgubre i conventual de Santiago en lC4t. 



Al proseguir la historia de los claustros de Santiago, inlerrum* 
pida a la postre del último siglo^ sin disputa, el puesto de 
honor pertenece a la Compañía de Jesus^ no solo por el orden 
cíonolójico, pues llegaron a nuestro suelo en los últimos afios 



^- 212 — 

de aqad (1593), tino por el mérito de la justicia, en atención a 
los insignes Tarones que produjo, a su misión altamente civili- 
zadora i a los eminentes senricios que prestó a la república 
antes que^ dejenerando de sus primitivas i severas institucio- 
nes, se hubiesen entregado sus miembros a delirantes ambi- 
ciones i a la culpable codicia de bienes terrenales, que sobre 
ellos trajo aparejados su desprestijio moral i su ruina como 
instituto eclesiástico. 

Ninguna orden civil i monástica babia nacido, en efecto, de 
orf jenes mas h^miildes ni remontádose a mayor altura en el 
orbe cristiano por aquellos dias que la de jesuítas. Herido en 
una pierna en el sitio de Pamplona un simple capitán de tropa, 
la lectura de un libro místico que hiciera solo por solazar las 
horas de su curación^ exaltó su espíritu enfermizo a tal grado, 
que, dejando el lecho i la casa paterna i rompiendo sus amores 
con una dama de Castilla, arrojó la espada del cinto; i empu- 
ñando en su lugar una cruz i una muleta, fuese por las provin- 
cias de su patria a buscar prosélitos de su exaltado misticismo. 
No los halló, i antes bien pers^uido como iluso por los inqui- 
sidores, buscó el fruto de su propaganda en el destierro. I así, 
pobre^ oscuro, perseguido^ cojo i viajando a pié, fué sucesi- 
vamente a Paris, a Roma, a Jerusalen, las tres grandes capitales 
de la humanidad moderna, hasta que a los diez i siete años de 
lucha^ reúne siete secuaces. Ignacio de Loyola podría muí bien 
no ser un santo, después de esta vida de aventuras i prodijios, 
pero indudablemente era un grande hombre, como lo fué 
Pascal, por ejemplo, el mas terrible de los impugnadores de 
su formidable creación, i que no porque le hayan llamado loco^ 
(i a la verdad que lo fué un poco) dejó de ser una de las mas 
altas lumbreras de la humanidad. 

Al fin se promulga en Roma la famosa bula Regimini miliian' 
lis ecelesice (setiembre 27 de 1540). La orden estaba fundada. Los 
jesuítas comenzaron a dispersarse por el mundo. 

Dígase lo que se quiera en contra de los principios de aque- 
lla orden, que, así como su organización posterior i desnatura- 
lizada nanea encontrará las simpatías de los espíritus ilustra- 
dos, fué grande^ útil i oportuna en su iniciativa. Fué una nece- 
sidad del siglo i del espíritu humano, una transacción entre el 
pasado i el presente^ el primer paso que la sociedad moderna 
daba al desenfrailamicnto monacal en su sentido estricto de 
soledad i de contemplación, de aislamiento i de egoísmo, de 
superstición ciega en el alma i de atraso radical en los espíri- 
tus. La Compañía de Jesús, tal cual la concibió su ilustre fun- 
dador i tal cual se desarrolló en su primera edad, no era pro- 



— 213 — 

píamente una hermandad de claustro^ era una institución 
mitad relijiosa, mitad mundana. Sus miembros no debian vivir 
reclusos sino en medio de la sociedad, de sus combates, de sus 
peligros i por lo mismo de sus tentaciones al mal i al placer, 
por el contajio de las pasiones. Ignacio de Loyola fué para el 
catolicismo lo que Martin Lutero para la reforma, i tan cierto 
es esto, que el principal móvil del osado fundador guipuzcoano 
fué salir al encuentro al temerario reformador alemán. Soldado 
aquel, como el último era fraile, lo que Loyola creó no fué una 
comunidad poltrona de monjes solitarios, fué una milicia^ una 
compañía^ como sinónimo del nombre que se dá a cierta reunión 
de tropas, una sociedad, en fin, para que viviese activa en me- 
dio de la sociedad del mundo, i de aquí sus diversos nombres 
siempre homojéneos en su significado mundano i militante. 
Compañia de Jesús, Sociedad de Jesús, Regimini miUlanlis ecclesice, 
como dice la Bula de su erección. 

I esta manera de ver i de juzgar la institución relijiosa que 
mas influencia política i social i mas poder i riquezas ganó en 
nuestro pueblo durante dos siglos, no es solo propio de nuestro 
humilde criterio. «Ignacio de Loyola, dice uno délos escritores 
que con mas conciencia i mas imparcialidad se ha ocupado de 
esta célebre orden (i), no quiso que su compañía se pareciera a 
ninguna de las órdenes relijiosas existentes, porque era tam- 
bién otro su objeto i su fin. Así, ni siquiera le dio traje parti- 
cular, sino el ordinario de los sacerdotes seglares de cada país, 
como a hombres destinados a vivir dentro de la sociedad. A 
los frailes, como destinados a la vida contemplativa, como a 
jente apartada del mundo, se les prescribia la soledad, la ora« 
cion, el ayuno, el silencio, las mortificaciones, oficios divinos, 
el coro: esta era la base de su institución. Los jesuítas, destina- 
dos a ser una milicia activa i laboriosa, i no un cuerpo ascético, 
necesitaban otra clase de ejercicios i de alimentos, mas de es- 
tudio que de contemplación espiritual, mas de conocimiento 
del corazón humano que de maceraciones corporales, mas de 
lectura que de coro, mas de política social que de claustral re- 
tiro: i para su admisión se prefería a los que tuviesen buena 
salud, constitución robusta i hasta físico agradable, porque 
para correr de un cabo del mundo al otro era menester robus- 
tez i fuerzas. 

fSiendo uno de sus principales fines catequizar i ganar almas 
con habilidad i con destreza, tenia que ser uno de sus princi- 
pales medios apoderarse de la educación de la juventud, de la 

(1) Lafuente.— Historia de Espaüa, vol. 12, páj. 175. 



— JU — 

diraoún de las coDdeotías i U «wpflania pública. Para esto 
iui&a tíjOB ertadiar mocho, i saber mucho para poder 
.sx coa i«DUja el majisterlo, el ooofesoDario i la pre- 
¿icacioa. XfgffRatan tambieo ks mnoriinientt» profanos i la 
ifistracricQ aaxoa para isjiuir en todas las clases de la socie- 
dad. For eso se dedicaban al estudio de las lenguas, do la poe- 
sía, de la retCrira, de la íisíca, de las malranáticas, como al de 
la fijoBofa, de la teok>jia, de la historia edesiástlca i de la sa- 



Yolric-i^ de DGen> a alar d hilo de los sucesos, observamos 
qx;e guació de Loyola es electo primer jeneral de los jesuítas 
en el mÍ£2co acó i pDr Ijs TTiifinos dias en que Pedro de Valdivia 
era protíamaZo gobernador de Chile (abril de i5il)^ i para 
mayor omncidenc: j, sus disapulos entran en Chile cuando su 
solrino, Martin de Loyola, llega a gobernar la colonia. 

Fué su inlrod:::c:or el p<:dre fíaltaiar de Pinas, anciano de 
grands respetos i que en el mundo había tenido el título de 
Barón. Desembaroo ec Coquimbo, después de im grueso hura- 
cán, con siete de sus compañeros, entre los que venia frai Mi- 
guel de Teleíka, d arquitecto constructor de la primera i sun- 
tuosa iglesia de la dñapañia. 

Atemorizados dd mar, los padres vinieron por tierra desde la 
Serena r^alados oi todo por aquellos vecinos, e hicieron su 
entrada pública el lunes santo, 12 de abril de 1593, hospedán- 
dose provisoriamente en el convento de Santo Domingo, q[ue 
en breve debia ser, bajo ciertos conceptos, rival del suyo. 

£1 pueblo los recibió con tan singular alborozo, que apenas 
hubieron pasado las festividades de Pascua, se congrio en ca- 
bildo abierto para arbitrar los medios de dar a los bien venidos 
un asiento permanente en la localidad^ señalándoles solar en 
que edificaran su iglesia. 

El sagaz Pinas declaró, sin embaigo, en aquella reunión, 
que ni él ni sus compañeros querían gravar en lo menor al 
pueblo de Santiago, empobrecido por cuarenta años de guerra, 
i afirmó que el ánimo de !a orden «era no tener lugar fijo en 
Chile sino recorrer todas las comarcas.» — «Esta conducta, «mi- 
neniemenie poliiica de los jesuítas, dice el historiador Eizagui- 
rre (t. 1.% páj. 99) les concilio aun en mas alto grado la bene- 
volencia del pueblo. ■ 

Per» éste no quiso aceptar por motivo alguno aquella mani- 
festación de sincero o finjido desprendimiento. I luego al punto 
cuenta el padre Alonso de O valle, uno de los primeros neófitos 
de la orden en Chile, (páj. 331) diciendo i haciendo juntaron 
entre todos la limosna que bastó para comprar una de las casas 



— sis- 
mas principales del lugar, distante una cuadra de la plaza i de 
la Catedral^ a que el mismo dueño acudió con ochocientos pesos 
que remitió de su valor, i aunque no costara entonces mas de 
etros tres mil i seiscientos, se estimaría en tiempo de paz, 
según lo advierte el historiador, en diez mil. 

Ediñcóse, en consecuencia, en el solo espacio de seis sema- 
nas, una capilla provisoria en el centro del claustro, i se puso 
bajo la invocación de una reliquia que los jesuítas hablan traido 
consigo. Era ésta la cabeza.de una de las Once mil virjenes de 
Colonia^ según los primitivos historiadores de la orden (1). 

Pero antes que a su iglesia provisoria, los jesuítas hablan 
atendido a cumplir el mas fecundo i el mas noble de sus pre- 
ceptos, la enseñanza pública. Tres meses después de su llegada 
a Santiago, el padre Gabriel de Vega habla abierto (agosto 15 
de 1593) las cátedras de filosofla i de teólogos que después pro- 
dujo para la república de las letras a los Olivares i a los Yidau- 
rre, a los Molina i a los Lacunza. Fueron los estudiantes fun- 
dadores de aquellos cursos once coristas de Santo Domingo, 
seis de San Francisco, unos pocos de la Merced i algunos 
jóvenes de las familias mas ilustres de la capital. Alonso de 
O valle fué uno de los últimos. 

Fundaron también una o dos escuelas de instrucción prima- 
ria, i los viernes de cada semana hacían venir en la tarde, 
por via de disciplina^ los alumnos de las pocas aulas de parti- 
culares que existían en el pueblo, cada cual presidida de su 
bandera, a ejercitarse en certamen público bajo la superinten- 
dencia de los padres. De aquí el orí jen de aquellos bandos de 
Cartago i Roma, que encendía la rivalidad escolástica con un 
ardor, nocivo talvez al corazón pero no a la intelijencia, i a cu- 
yas batallas de banca a banca, muchos contemporáneos asisti- 
mos en la primera niñez. 

No contentos con estos primeros ensayos, los jesuítas, rejldos 
por un ilustrado provincial, frai Diego de Torres, fundaron en 
1611 un internado que bajo el nombre de Convictorio de San 
Francisco Javier, iba a ser la cuna de nuestro actual i magnífico 
Insiiiulo. Aceptando la donación que en otra parte dijimos ha- 
bla hecho a la orden en ese año el capitán Fuenzalida^ de una 
casa de su morada sita en la plazuela de su propia iglesia, 1 en 
cuyo solar se ediílcó mas tarde (después de la espulsion) el 



(l) Por eyitar mas prolijas investigaolones intercalamos aquí algunos párra- 
fos de nna Reseña kutióHca de la iglesia de la Compañia, qae publicamos anóni- 
ma en el Mercurio de Yalparaido por el tiempo de su horrorosa destrucción en 
diciembre de 1863. 



— 216 — 

actual palacio de /uslicia (1), abrióse allí una aula de estudios 
para laicos i eclesiásticos, a cuyo fin se le incorporó mas tarde 
el Seminario, fundado poco hacia por Pérez de Espinosa. 
Veinte i cuatro aúcs mas tarde (1635) volvió a separarlos el 
obispo Salcedo i desde entonces, con un corto interregno, ambos 
establecimientos conservaron la feliz independencia en que vi- 
ven basta hoi dia (2). 

Sin duda por el mismo tiempo, los jesuítas fundaron su 
propio noviciado en el costado sur de la Cañada, bajo la invo- 
cación de San Francisco de Borja, varón ilustre, de la mas alta 
grandeza de España, que no hacia mucho habia ganado al 
claustro la vista del cadáver de una reina que fué hermosa, en- 
cerrada en su ataúd. Pero si hemos de creer al historiador 
Carvallo, no edificaron la iglesia de aquel nombre sino en 1646 
con 33 mil pesos que obsequiaron a la orden dos caballeros de 
Santiago, que tomaron el hábito, (don Gronzalo i don Francisco 
Ferreira), i don José de Ziiñiga, hijo del marques de Baides, que 
después de la gloriosa muerte de su padre, vino de novicio des- 
de España. 

El colejio máximOf como se denominaba la Compañía que 

(1) Fué, según CarTallo, el primer rector de esta casa el padre Joan de 
Umanes con 4 adjuntos como profesores. Consérvansc todavía los nombres de 
los primeros eolfjiales, i ftieron éstos: Alonso Zelada, Pedro Zagarra, Joan Gon- 
salez Chaparro, Pedro Azúcar, Valeriane Ahumada, Alonso Merlo, Ascenfiio Gra- 
liano, Juan del Pozo, Antonio Molina, Pedro Medina, Juan de Rivadeneira, 
Pedro do Córdova, Juan de Gamboa i Ambrosio de Córdova. 

(2) El Convictorio de San Francisco Javier, a la espulsion de los jesuítas en 
1767 fué convertido en el famoso Colejio carolino o colorado^ como se llamaba 
popularmente por el traje de sus alumnos. En 1813 la independencia suprimió 
el nombre i lo eambió en Instituto, que hol conserva, con menos propiedad gra- 
matical que la que fuera de desear en una corporación de estudios, pues nuestros 
abueloe lo copiaron del InMitiUo de Francia que tiene diverso propósito, como 
llaman el PanUon a nuestro cementerio, siendo que éste no estaba consagrado 
a la gloria, sino ñmplemente a los luiesos de los mortales. 

El Seminario llamábase el Colejio azul por la ropa de sus educandos. Ambos 
ocuparon mas tarde un edificio que construyeron los jesuítas en la caUe de la 
Catedral, a tres cuadras de la plaza i en cuyo solar se edificaron tres de un mis- 
mo orden en los primeros afios'del presente siglo, i son los que hacen ángulo al 
suroeste, entre la calle del Peumo i la de la Catedral Parece que toda esa man- 
zana fué de los jesuítas^ porque Carvallo dice: "Tenian comprada una manzana 
a distancia de 750 varas de la plaza mayor para edificarla con todas las como- 
didades necesarias a fin de que los colejiales no saliesen a la calle ni a las casas 
do sus padres^ hasta concluir sus estudios.'' Cuando Salcedo separó el Seminario, 
se estableció ^ste probablemente en la calle atravesada de Santa Ana a la 
Compafiia que estaba alli vecina i talvez con comunicación interior. Este era el 
edificio que el mapa de O valle señala con el nombre de San Anjel, i que, según 
Eizaguirre, era solo una casa alquilada, probablemente a los mismos jesaitaa 



— 217 — 

todos hemos conocido, así como su iglesia, Tué puesto bajo el 
patrocinio de San Miguel Arcánjel. Las ofrendas, por lo demás, 
habian sido tan numerosas como espléndidas, a contar desde el 
dia que los padres pisaron el suelo de Santiago, siempre blan- 
do i prolíflco bajo la sandalia. Dos viejos capitanes, Andrés de 
Torquemada i Agustín Briseño, juntaron su caudal, i por escri- 
tura pública que lleva la fecha de 12 de octubre de 1595 lo 
oblaron a la orden, comprometiéndose a mas a crearle durante 
su vida una renta anual de 300 pesos. Torquemada cumplió 
exactamente su palabra kasta 1 604 en que murió, i por esto 
fué declarado fundador. Briseüo, enredado en pleitos, solo al- 
canzó a entregar al tesoro de San Ignacio 6,707 pesos; i en 
consecuencia alcanzó únicamente el título de bienhechor. 

Mas adelante, un caballero portugués mui rico i mui devoto, 
llamado don Domingo Madureira i Mon terroso vino en ausilio 
de la orden con cuarenta talegos de a mil^ pesos, i cambió 
ademas el grave título de alguacil del Santo Oficio por la hu- 
milde sotana de Jesús. Otro de los bienhechores de la Compañía 
fué don Jerónimo Bravo de Saravia, i su hijo don Francisco, 
primer marques de la Pica, que erogó 10 mil pesos de sus rentas 
del mayorazgo de Soria en Aragón, feudo actual de esa familia, 
según en otra parte dijimos. 

Esta lluvia de oro, así como sus servicios positivos a la ciu- 
dad i al reino, fueron levantando la prepotencia de los jesuítas 
con tal rapidez i pujanza, que a los 30 afios de su estableci- 
miento comenzaron a pensar en constituirse en provincia in- 
dependiente. Hasta esa época habian prestado obediencia a la 
de Lima, i aunque en 1610, según el oidor Celada, solo conta- 
ban veinte sacerdotes en sus claustros, en 1627 su número 
debió ser mucho mas considerable, pues en ese año se consumó 
la separación de las dos provincias. La era de la grandeza mun- 
dana i por lo tanto perecedera i funesta de los jesuítas iba a 
comenzar en gran manera desde ese propio dia. 

No se observaba en los otros claustros de la capital un pro- 
greso ni tan rápido ni tan provechoso al pueblo. Los frailes 
habian sido los grandes obreros místicos de la conquista, sol- 
dados i apóstoles a la vez, bautizando a los jentiles con una 
mano i acuchillándolos con la otra. Su espíritu de cuerpo, su 
disciplina i su obedecimiento ciego a la voluntad de un supe- 
rior, les habla hecho los mas aptos i eficaces propagandistas en 
el Nuevo Mundo. Pero entrados en el pacífico i soñoliento ciclo 
del coloniaje, su ocio, sus disturbios disciplinarios i sus escán- 
dalos en las costumbres comenzaron a crear embarazos a los 
gobernantes civiles. Ocurrieron los últimos mas como precau- 



— 218 — 

cion que como remedio, a restrinjirles los pennisos de funda- 
ciones que antes se les concedía con la mayor liberalidad. 
«También a veces solevantan hermitas, decia el marques de 
Montes Claros, virei del Perú en 1615, tratando de aleccionar a 
su ^sucesor en estas propias dificultades, en que yo be procedi- 
do (i conviene ir) con mucho recato, mayormente cuando lo 
intenta alguna relijion, porque si, hecha la hermita, le van 
arrimando aposentos, en dos dias ya es casa fundada» (1). 

Era con todo la orden de los dominicos, eegun notamos al 
hablar de su instituto en el pasado siglo, la que se ¡habia la- 
brado mas títulos al aprecio públicx) por su amor a la difusión 
de las luces. En 1619 habia obtenido, en efecto, del papa 
Pablo Y una bula creando una especie de universidad pública 
que daba grado de bachilleres, maestros i licenciados en filo- 
sofía i de doctores en tcolojía i cánones. Llamóse ésta Universidad 
pontificia de Santo Tomas i precedió por mas de un siglo a la 
Heal Universidad de San Felipe^ que solo tuvo otro siglo de exis- 
tencia. (2) 

No obstante, los frailes dominicanos pagaban su tributo a la 
tendencia de la época por emanciparse de la tutela estranjera, a 
que habian vivido sometidos. Como los jesuítas, solo contaban 
en 1610 veinte cofrades; pero ya antes deesa fecha habian ini- 
ciado turbulentas jestiones con el propósito de conseguir aquel 
objeto, por manera que dos años mas tarde (1612), eljeneral 
de la orden Alejandro Seneusi les otorgó el lleoo de sus deseos, 
declarándolos segregados de la provincia de Lima. Resistió, 
empero, el cumplimiento de aquel mandato el provincial Cris- 
tóval de Vera, allegado sin duda al bando de la dependencia de 
Lima, con el pretesto de que aquel no habia obtenido el pase 
del Consejo de Indias, segnn estaba mandado por una real ór- 

(1) Memoria» de los vireyes del Perú, t. !.•, páj. 6. 

(2) £1 ilustrado sacerdote don Ignacio Víctor Kizaguirre conserra orijinal 
la bula de Pablo V, que creó este cuerpo docente tan poco conocido. 

Según el plan de estudios que en su virtud se planteó en Santo Domingo i 
que subsistió hasta 1810 i aun después, el bacbillerato en filosofía se obtenía 
después de dos años de estudio dando examen de metafísica i lójica. Tres afios 
de estudio bastaban para hacer un licenciado j i eran maestros los que habían so- 
portado un examen jeueral. 

La teolojia se estudiaba en cuatro afios por el testo de Santo Tomas, el santo 
de la invocación de la Universidad. En el primer afío se estudiaba la Pars 
prima. — En el segundo la Prima secondce. — En el tercero la Secunda secondte i 
en el cuarto la Tertiapars. 

Ifecesitamos solo afiadir que toda esta algarabía, que era la misma que naea- 
tros abuelos llamaban sahiduria, se estudiaba en latina lo que equivale a decir, 
que ni maestros ni discípulos entendían lo que enseñaban ni lo que aprendían. 



— 219 — 

den de 8 de enero de 1610. LeTantóse contra esta estraüa 
resistencia un padre definidor llamado Bartolomé Montero» i 
sus adeptos lo hicieron provincial independiente. 

De aquí una serie de desafueros i alborotos entre ambas 
parcialidades, hasta que en 1627, el propio año de la indepen- 
dencia de los jesuítas, Urbano VIH les dejó libre de constituirse 
a su albediio, a condición de que sus claustros encerrasen 
^henta relijiosos. 

La condición no era de difícil cumplimiento, i una vez lle- 
nada, los vencedorei elijeron con gran regocijo a ^altazar de 
Espinosa; pero los recalcitrantes volvieron a decir de nulidad, 
i asi corrieron los capítulos con alternativas favorables, ya a los 
unos i a los otros, durante todo un siglo, o como es mas propio 
decir, durante todo el coloniaje. 

Análoga suerte hablan corrido las órdenes San Francisco, 
San Agustín i la Merced. Habíase distinguido, sin embargo, 
el primero por su mas crecido número, que era jeneralmen- 
te el doble de los otros, por la santidad que se atribuía a sus 
monjes, de los que trae larga nómina el padre Guzman, que 
es preciso decir era franciscano. En las murallas de su venera- 
ble claustro, i el único que merezca hoi dia el nombre de tal, 
vénse aun pintados por poco verídica broclia los retratos del 
padre Tomas de Toro Zambrano, bisabuelo del Conde de la con- 
quista, un caballero noble natural de Xeres de Estremadura, 
que después de haber sido un turbulento capitán en el Perú i 
en Chile, a donde pasó eu 1593, habiendo perdido a su esposa 
doña Baltazara de Astorga, desatendió los ruegos de sus hijos, 
tomó el hábito el 30 de abril de 1630^ i murió en el año subsi- 
guiente; el del reverendo frai Jorje, ingles de orijen, que alargó 
por milagro una viga que habia quedado corta en la iglesia de 
la Serena i dio su nombre a la hacienda que aun lo lleva en la 
boca del rio Limari, i por último, el del lego frai Juan de Buena 
Ventura, sobrino del presidente don Pedro de Osores, el de frai 
Antonio Gutiérrez, fundador iú convento del Monle, que muiió 
en 1602, el lego Pedro Chimeros, que tenia el místico don de ha- 
cer bajar los rios i especialmente el Cachapoal, para pasar las 
manadas de carneros recojidas de limosna, prerogativa inapre- 
ciable que en estos años de aluviones, de contratistas de ferro- 
carriles i de rios crecidos i sin puentes, habría valido millo- 
nes (1). 

(1) Véase las inscripciones que los retratos mencionados tienen al pié. Entre 
estos es notable por su injenuidad el siguiente: 

"El siervo de Dios frai Juan de Cañas, estando ocupado en la obediencia, se 
ahogó en el rio Maipo, i después de un dia se halló su cadáver en la orilla cm«- 



— 220 — 

Tm a psreps coman ka disturbios conventuales en los clans^ 
tm délas difierentes órdanes r^^lares en aquellos años, que ocu- 
pándoaedc eUas en nna sola ocasión un gobernante de Chile en 
cartaal reidaEspalka (1), le dice de los dominicos «que habiendo 
recibido en afios pasados on visitador, después le levantaron la 
ebedkDcia i obUganm a que se fuese con algunos escándalos, t 
De k» agustinos que chabian tenido el aüo pasado grandes 
diacnsiooes i escándalo?, n^ando la obediencia a su provincial.! 
h por últinio, de los mercenarios que «tenían también algunas 
rdajacioDes, i si no faeta la prudencia de su visitador, hubie- 
ran k» alborotos 1 escándalos que otras veces ha tenido esta 
rdijioB.» 

I finalmente, para completar este cuadro de efervescencia i 
anarquía edesüslica, decia en esa misma epístola el presidente 
«1 rñ, que á obispo de Santiago habia celebrado un sínodo sin 
hacerlo saber al gobierno, «disponiendo las cosas contra lo que 
debieni mirar». 

EL ünioo claustro que habia escapado al furor de las mudan- 
zas en la primera mitad del siglo XVll^ era el de las monjas 
agusünas, que siempre continuaban entregadas a la pacífica 
tarea de enseñar oraciones i la manera de trabajar dulces de pas- 
ta i de alcorza a las hijas de los nobles, única enseñanza de la 
mujer de esa época. Su número, por tanto, se habia aumentado 
de una manera prodijiosa. Asegura el padre Ovalle que en 1 6 16 
exi<lian 500 mujeres en aquella casa de reclusión (2), lo que 
espUca el lento crecimiento de la población de la ciudad, i de 
de aquellas, 300 eran monjas i las demás sárjenlas^ legas o amas 
de servicio. Cn solo vecino, el capitán don Jerónimo de Molina, 
como la hija de Joan Jufré, encerró dentro de sus muros ocho 
de sus hijas, resolución poco meditada, a nuestro juicio, pues 
mas habría importado a la república las hubiese ofrecido a 
aquellos oché hijos, que según en otro lugar contamos, habia 
presentado por esa misma época el capitán don Luis de las 
Cuevas, armados de punta en blanco para servir en la guerra. 
Siglos después ocurrió, sin embargo, un caso semejante con el 

indiado <Ie nnft multitad de pájaros qne no le Imbian tocado sa carne. Lo traje- 
ron aquí para sepultarlo, 1 al entonarle al reeponao le comenzó a salir sangre da 
narices como si estuviera Tiva" 

Segnn estas mismas inscripciones, el padre Pedro Hernández ''cerró la plana 
de su vida con la dorada rúbrica de una muerte preciosa." 

(1) El presidente don Luis Fernandez de Córdova a Felipe IV. — ^Concepcion, 
febrero !.• de 1 627, publicada por Gay. — (Documentos, t. 2.», páj. 847.) 

(2) Según el obispo Yillarroel, habia en 1647, 400 monjas, pero no distingos 
entre profesas, legas, sirrientes, etc. En 1610 su número habia sido solo de 80. 



— 221 — 

célebre superintendente de la Casa de Moneda^ don José Santiago 
Portales, que dotó los monasterios de Santiago con nueve jóve- 
nes de su estirpe, bien que éste tuvo la precaución de dístin- 
guirlas bajo diversos velos i dejar casi otras tantas para el 
cuidado de la casa i conservación del nombre. 

Comenzaba a rivalizar con esta relijion, a virtud de los ca- 
prichos de la moda, otra casi tan antigua como aquella, pero 
que había venido de lejos i era el segundo monasterio de mon- 
jas establecido entre nosotros. 

Una dama llamada doúa Isabel de Plasencia, habia fundado 
en Osorno en 1573, esto es, dos aíios antes que otras damas 
viudas fundaran en Santiago el monasterio de las Agustinas, 
un claustro de Clarisas bajo la invocación de Santa Isabel, i 
aquella piadosa señora habia sido su primer abadesa. Sin em- 
bargo, parece que su fundador orijinario fué el clérigo Juan 
Donoso, que para este efecto hizo donación por escritura de 7 
de febrero de 1678 de dos barras de oro del opulento mineral 
de Ponzuelo que estaba entonces en todo su auje. 

Rescatadas con acerbas penalidades aquellas infelices relijio- 
sasde la destrucción que padecieron las siete ciudades, llegaron 
a Santiago en 1604, bajo la dirección de la abadesa dona Fran- 
cisca de Ramírez, i mientras se les proporcionaba hospitalidad 
adecuada, se mantuvieron refujiadas en la aldea de Sao Fran- 
cisco del Monte. Edificaron después sus celdas i una iglesia en 
lu parte setentrional de la Cañada i en sitios donados por unas 
señoras del nombre de Palma^ con limosnas que recojieron en 
Santiago i en Lima, donde unos piadosos caballeros oblaron en 
su obsequio treinta mil pesos, inducidos por el fervor del conde 
d^Monte-Rei que gobernaba a la sazón en el Perú. El rei de 
España, por cédula de 1.° de febrero de 1609, les otorgó ademas 
una suma de ocho mil pesos i un subsidio anual de cuatrocien- 
tos. Su número era entonces de solo veinte i cuatro herma- 
nas, (i). 

Al poco tiempo de su llegada a Santiago pudieron, pues, las 
pobres peregrinas colocar en sus altares la famosa efijie de 
Cristo, que las habia guiado entre los bárbaros i una imájen 
de la Yirjen que habían azotado los indios por escarnio, pero 
que pudo recuperar un animoso lego de San Francisco llamado 
el hermano Lucas. Una i otra reliquia existen todavía en sus 
respectivos tabernáculos. 

El obispo Pérez de Espinosa, que rejia a) tiempo de su ingre- 
so las diócesis de Santiago, las dejó, al partir para España, su* 

(1) CarU citada d«l oidor Celada, 1610. 



— 222 — 

jetas a las reglas de San Francisco i sometidas a la obediencia 
de su provincial, que yivia allí vecino i podia cuidar deslías, 
Cañada de por medio. Fué, no obstante^ esta medida de tan 
poco acierto, que trajo mas tarde uu cisma i una rebelión por 
consecuencia. En la mitad del siglo que recorremos, las ctari- 
sas habian alcanzado^ sin embargo, todo su auje. El padre 
Ovalle dice en su historia que comenzaban a ser miradas con 
mas favor en el vecindario que las agustinas mismas; i de ellas 
aüade el obispo Villarroel en su famosa carta al consejero Aro i 
Avellaneda, que «solo les faltaba andar descalzas para represen- 
tar a lo vivo el monasterio imperial de Madrid. i 

Tantos alborotos, desavenencias i porfías como quedan ya 
narradas, no habian sido obstáculo, a pesar de todo, a que cada 
relijion construyese en parte privilejiada de la' ciudad i en los 
sitios en que levantaron sus primeras humildes hermitas, un 
suntuoso templo, hecho en rivalidad las unas de las otras i 
como el monumento que atestiguara el predominio especial de 
cada una sobre los fieles. 

Como era natural, la Compafiia habia sido por el arte i por 
el lujo la mas grandiosas de aquellas construcciones. cFuése 
trabajando, dice el jesuíta Olivares, a toda costa, i se levantó 
una iglesia de cal i canto mui capaz i honrosa, cubierta con 
cinco paños, llena toda de artesones^ primorosamente dispues- 
tos. La capilla mayor quedó con mucha capacidad, se levantó 
sobre cuatro robustas i bien proporcionadas columnas i cuatro 
arcos torales: se cubrió con una media naranja de madera, bien 
enlazada i ajustada i firme, al parecer de todos.» 

Treinta i seis años tardó la construcción de la primera Cm- 
pañia (1595-1631), i su costo pasó de ciento cincuenta mil du- 
cados. Solo su tabernáculo, dice el historiador EizaguirrC; valia 
treinta i dos mil pesos, i esto sin tomar en cuenta el trabajo 
gratuito que ofrecían los obreros i gañanes i las donaciones 
abundantes de materiales de construcción i otros artículos con 
que contribuían la piedad de los vecinos. «El hermano Miguel 
de Telena, ' dice a este respecto el padre Ovalle, contemporá- 
neo de los fundadores de la órde;i de Jesús (1), que murió des- 
pués de haber trabajado muchos años en la iglesia que tenemos 
hoi de piedra^ con gi ande edificación i ejemplo, me solia con- 
tar que aquellos vecinos antiguos tenian un modo de celos, 
unos con otros, sobre quién favorecía mas a la Compañía, en 
tanto grado, que se sentía cada uno de que se acudiese primero 
que él, otro ninguno.» 

(1) Hitftorlfl, páj. 839. 



_ 223 — 

Seguíase, si no en magniflcencia, en categoría, la catedral que 
en otra parte dijimos había fundado el ascético Hurtado de Men- 
doza. La nave principal era de piedra de cantería con vistosos 
arcos i por ambos lados corrian dos alas que se habia cometido 
el error de edificar de adobe, bien que sus muros se hubiesen 
apoyado en tan sólidos estribos (tres por cada parte), que un 
contemporáneo los llamó montes (1). Formaban estas naves late- 
rales quince capillas, entre las que sobresaltan las de San José^ 
la de Stn Antonio, abogado de las inundaciones, que se reve- 
renciaba para evitar las del Mapocho, el de la vírjen de la Vic- 
toria, ya nombrado en otra parte, que tenia en sus costados 
dos hermosos bustos de San Pedro i Santiago, los apóstoles de 
Roma i de nuestra capital, i por último la capilla llamada de 
don Francisco de Ovalle,''que este caballero, ya mui anciano en 
la época a que llegamos (1647), habia fundado i sostenia. Dis- 
tinguíase este tabernáculo por un famoso Cristo de busto que 
don Francisco habia hecho venir de Lima. 

De los conventos de regulares, el que mas sebresalia era San- 
to Domingo. El prior, Juan de la Rosa, acababa de terminar 
una hermosa iglesia de cal i ladrillo de arquería í de tres na- 
ves, que contenían quince capillas i a la que daba «acceso una 
gradería de piedra, dice el obispo Villarroel, cual no la habia 
mas suntuosa en el palacio-convento del Escorial. 

La Merced era la construcción de mas humilde aspecto entre 
los edificios conventuales, pues se había fabricado solo de ado- 
bes; San Francisco tenia, al contrario, una famosa torre, ya 
descrita por el padre Ovalle i que otro eclesiástico de su época 
llama «la mejor de las Indias • (2). 

Por último, los Agustinos hacia sesenta años a que se ocu- 
paban de levantar un templo de grandes proporciones. No es- 
taba del todo terminado todavia, i en 1647 numerosos obrero» 
- trabajaban en rematar su techumbre. Pero ya desde hacia 40 
años (1606) guardaba bajo sus bóvedas la mas preciosa de nues- 
tras reliquias sagradas si no hubiera existido la vírjen del So- 
corro, queremos decir el famoso Cristo de la agonía, llamado 
mas comunmente el Señor de Mayo^ que sin ser ensamblador 
construyó en aquel año, i dicen que por milagro, el lego agus- 
tino Pedro Figueroa. 

Habia sido también de gran ausilío a los padres un valioso 
legado que les dejara en aquel mismo año, i por escritura pú- 
blica otorgada en el Cuzco, con fecha 9 de agosto, el jeneral del 

(1) El obispo Villarroel, carta citada. 

(2) YiUarroel, carta citada. 



— 224 — 

mar del sur HernaBdo Lamero Gallegos. Consistía éste en la 
hacienda de Longotoma, que corria de mar a cordillera por un 
fértil valle, i que don Alonso de Sotomayor habla regalado a 
aquel caballero hacia quince años por ciertas pérdidas de oro, 
verdaderas o íinjidas, que esperimentó en Valparaíso cuando el 
saqueo del pirata Hawkins. Toda la condición que puso el 
magnifico donador fué el que se le otorgara perpetuamente se- 
pultura gratuita para él i sus descendientes en todas las iglesias 
de la orden, espléndida permuta de cinco pies de tierra por un 
valle grande i hermoso como un pequeúo reino! 

De las iglesias menores contábase la de las agustinas i las 
clarisas, la parroquia de Santa Ana, que acababa de. terminarse, 
la antigua capilla de San Saturnino, la de San Lázaro, la del 
colejio de San Borja de reciente construcción, i por último^ la 
de San Juan de Dios, pues los frailes de esta orden hablan ve- 
nido en 1617 a ruegos de Alonso de Rivera i bajo la dirección 
de Gabriel de Molina a hacerse cargo del antiguo hospital del 
Socorro (i). En el sitio en que habla existido la primitiva ca- 
pilla de este nombre edificaron éstos otra mayor al santo de 
su institución, quitando asi a aquella venerable casa su anti- 
guo i lejitimo nombre. 

Existian, por consiguiente, en Santiago por el aüo de 1647, 
i cuando tenia solo trescientas casas de moradores, no menos 
de doce iglesias, capillas i monasterios, que ocupaban con sus 
muros talvez un tercio del circuito poblado. Adquiría así la 
capital un aspecto de lúgubre i solitaria solemnidad^ que lo 
desierto de sus calles, la sombra crecida de sus huertos, lo 
encerrado de sus edificios i el aire de tristeza i de austeridad 
que era conjenial a aquel isiglo, contribuían a revestir de cierto 
melancólico encanto. 

Pero ail Todo aquel conjunto de nobles mansiones i de ele- 
vados tabernáculos iba a desplomarse al impulso de un soplo 
i en la hora misma en qu3 con mas profunda confianza se en- 
tregaban las familias al dulce reposo de sus techos. 

La hora del espantoso terremoto de 1647 iba a sonarl 

(1) Este Gabriel de Molina era manchego, como don Quijote, pero hombre de 
mucho eeeo i autoridad. Tanta era ésta que, en una disputa que el ya céle- 
bre deán Santiago tuvo con el obispo Salcedo, ignoramos por qué motiro, le 
nombraron ambos mediador. Fué también célebre entre los hospitalarioa fnii 
Francisco de Velazco, que nunca se ñrmó sino/roi Francisco Pecador, Cuando 
enfermó de muerte fué preciso que el obispo ViUarroel le ordenara bajo precep- 
to de obediencia el que comiera carne. A su entierro asistieron en cuerpo el 
cabildo eclesiástico i el capitular de la ciudad. 



CAPITULO XIX. 



Bl gran terremoto. 



Las primeras horas déla noche del 13 de mayo de 1617. — Instantaueldad 
Bübíta i terrible eon que llega el terremoto. — Sas principales caracteres 
físicos, i manera cpmo ee hace sentir en Concepoion, eu Mendoza i en Ari- 
ca, donde sale el mar de su lecho. — Su duración. — Ruina completa de la 
ciudad. — Estragos en los templos i su yalorizacion. — Comparativa couser- 
TRclon de San Francisco, San Saturnino i San Juan do Dios. — Los edificios 
públicos. — El terror embarga a los presos i no huyen. — Numero estraordi- 
nario de muertos, particularmente entre los niños. — Manera de sepultar los 
cadáyeres. — Heroií*idad del obispo Villarroel i lances que le ocurrieron. — ► 
Doña Ana de Quiroga. — ^Don Lorenzo de Moraga el emplazada. — Milagros^. 
— La mañana siguiente. — Patética descripción de la Audiencia. — Celo de 
sus miembros por el orden público.^— .\horcan a un negro que se decía hijo 
del rei de Guinea. — ^Son trasladadas a la plaza lasimájenes del Socorro i del 
Sewtr de niai/o. — Establécese la cofradía de Sttn Picolas i/í la penitencia i 
la rogativa pública que todavía so conmemora. — Pánico al caer la noche 
del 14. — Sermón del obispo e inaudito alcance de su voz. — ^Tranquilizanse 
los ánimos. — Medidas que adopta el cabildo para proveer de víveres i des 
ateiTar la ciudad. — Construyese en la plaza una iglesia provisional. — Qraa 
reunión que celebran en ella las autoridades i vecinos i voto solernue que 
hacen i no cumplen. — Plan de mudanza do Ja ciudad a otro asiento. — Se^ 
eionos públicas del 11 i del 16 de octubre sobro el particular. — Triunfan 
los que están por conservar la planta antigna.~;-Noble empeño del cabildo 
por la reapertura de las escuelas públicas. — Inilaencia local i social del 
terremoto. — Tendencia de profundo misticismo que imprime a los espíri- 
tus. — Reflexiones. 



Era la noche del para siempre memorable 13 do mayo do 
1647. Bi aire estaba frió como asomo del invierno, pero la at- 
mósfera se ostentaba pura i diáfana, con esa trasparencia pro- 
funda que es solo peculiar a nuestro clima. La luna iluminaba 
con serena luz la ciudad, quo se dormía cnlte los murmu- 
llos de su campiña i de la brisa. Solo el hombre velaba. Ha- 
* msv. oBiv. 15 



— 226 — 

biaconido ya un largo trascurso desde que el esquilón de la 
catedral habia tocado la hora de la queda, i las familias, espe- 
cialmente los niños i la servidumbre, habíanse entregado al 
Buefijo cuotidiano. En las casas de mas concurso, i en cuyas sa- 
las se recibían visitas, iban sentándose a la mesa de la sucu- 
lenta cena que acostumbraban nuestros abuelos antes del últi- 
mo reposo, de los varios con que, a pausas, se regalaban cada 
dia. Eran las diez i media de la noche (1), hora tardia pero 
feliz en aquellos tiempos, la hora del corazón, de las confiden- 
cias, de los adioses mudos, de esas mil emociones que hacen 
del pecho del hombre un templo de misterios. Para el vulgo, la 
noche comienza con el sueño. Para las almas que guardan la 
eterna vijilia de la esperanza, las sombras son luz, i de cada grie 
ta cavernosa de la tierra, como de cada destello de los astros, se 
desprenden emanaciones luminosas que marcan el rumbo de la 
tenebrosa veteda de la vida. 

En medio de todos esos cuadroi del pasar doméstico, que re- 
velaban, si no una ventura envidiable, la paz de los hogares, 
cuando las diversas jeneraciones que constituían cada familia 
habían perdido hasta la reminiscencia de los súbitos trastornos 
que inquielaron a los primeros pobladores, hacia ya setenta i 
dos aü0Ss(i575), vino súbito, callado, sin presajio el mas leve 
A con un fragor tan instantáneo como espantoso un sacudón 
volcánico de la tierra, que postró la ciudad entera por el suelo, 
cual si fuera solo un montón de escombros rodado de otros es- 
combros. cNo hubo sino un instante entre el temblar i el caert , 
dice el obispo Villarroel en la relación clásica que nos ha dejado 
de aquel suceso que puso en evidencia su admirable carác- 
ter (2). «Cayó tan a plomo la ciudad, i con tanto silencio, aña- 
den otros testigos no menos autorizados, que nadie creyó sino 
que en su casa habia solo sucedido» (3). 

Semejante en esto al terremoto que asoló a Mendoza en 1861, 
el cataclismo de 16i7 diferencióse de la mayor parte de los sa- 
cudimientos subterráneos que han sido el azote de nuestro 
suelo, en que no vino precedido de ese ruido hueco i subterrá- 
neo que sirve tantas veces de saludable advertencia a las ciu- 
dades. Por su instantaneidad, por su fuerza] propulsiva^ que 

(1) Carvallo dice las 10 i 39 minutos. 

(2) Carta del obispo Villarroel al préndente del Consejo de Indias, Garda 
Haro de Avellaneda, de 9 de janio de 1647, publicada en el tomo 2.* de la obra 
Lo9 do$ cuchillo» ya citada, i de las que se han hecho varias ediciones por sepa- 
rado. 

(8) Carta de los oidores a Felipe lY, de 12 de jalio de 1648, publicada por 
Oaj. — Documento», tomo 2.^, páj. 45t. 



vomitó los cimientos «cual si volados por minai i por ciertos 
fenómenos que se observaron en la manera de verificarsQ sus 
estragos (1), es de creerse que nuestra capital fué el foco en que 
la oscilación alcanzó el máximun de su intensidad i de su des- 
nivel, como se supone ha sucedido en Arequipa en el año acia- 
go que acaba de pasar. Sintióse en efecto su vaivén mu i apa- 
gado en la Concepción, i los hombres ancianos que en ella 
habitaban hicieron instantáneas conjeturas de quo algo de es 
traordinario ocurría hacia elsetentrion, juzgando asi talvez por 
la naturaleza i el rumbo de las oscilaciones que allí se espcri- 
mentaron. De la otra parte de los Andes la repercusión fué 
mucho mas esforzada, «pareciendo que lo3 montes se daban 
batalla los unos a los otros,» dicen con ruda poesia los oidores 
en su carta ya citada. Hacia el occidente hinchóse el mar con 
un lento terror, i desatándose en seguida con furia nunca vis- 
ta, fué azotándose de costa en costa i do paraje en paraje, como 
si de un solo envión quisiera salirse de su lecho, I hubo en 
ésto de singular que su mayor violencia fué a estallar en la 
fatídica costa de Arica, talvez por el recodo que hacen allí los 
perfiles angulares del continente (2). Lasólas echaron a consi- 
derable distancia sobre las enjutas playas al navio San Nicolás, 
que hacia poco había llegado del Papudo con un cargamento do 
trigo valorizado en doscientos mil pesos. Perdiéronse en él ca- 
torce vidas, i fué de maravillarse que en el Callao no se tuviera 
noción alguna del suceso. Ocurrió solo que, cuando llegó un 
buque, meses mas larde, llevando la aterradora noticia, al tiem- 
po de echar el ancla, tembló en tierra, lo que hizo decir a .algún 
injenioso que el terremoto thabia ido embarcado, i 

En cuanto a su duración, discrepan poco los recuerdos i los 
testimonios. Debió ser con exactitud de tres a cuatro minutos, 
porque el tesorero real Zerpa afirma que pudieron rezarse en el 
intervalo del sacudimiento hasta tres credos; uno de los oidores 
aumenta el número a cuatro (3). 

Entre tanto, la destruccron de Santiago había sido completa, 



(1) Villarroel dice que una de la» piedras déla catedral, dulpcso de 10 quia- 
tales, saltó un tejado i fué a caer en el pntio de la obispalía, sin haber dañado 
uoa sola teja, *'cual si hubiere sido disparada por un cañón de crujía." 

(2) Según Carvallo, el terremoto de 1047 fuéjeneral en toda la América, 
como ha parecido serlo el último de 1868 i otros que oportunamente iremos 
mencionando. 

(3) £1 rejentc Santíllana, carta al reí de junio 7 de 1647. — Carvallo dice »ieU 
minutos, pero hai en esto sin duda exajeracion. £1 escribano del cabildo. Toro 
Mazóte, habla de un cuarto de hora i otros hasta de media hora. Bajo el rubro de 
Subuao rraro i mineHcorDioso, asentó aquel en efecto en el libro del cabildo, le- 



— 228 — 

irremediable, verdaderamente horrible, como que delante de 
esa calamidad empalidecen todas nuestras aflicciones públicas, 
sin esceptuar las eternas llamas del borrando 8 de diciembre 
de 1863. 

Todos los edificios privados, sin la escepcion de uno solo, 
quedaron hechos escombros, i por consiguiente completamente 
inhabitables. Igual suerte corrieron los ediñcios públicos, los 
mas sólidos como los frójiles, los antiguos como los de mas re- 
ciente creación. En la Catedral solo se mantuvieron de pié con- 
tra los embates del terrífico choque algunos arcos de piedra; la 
Compañía fué arrasada hasta sus cimientos; en Santo Domingo, 
que acababa de entregarse al culto, no quedó ni una celda que 
diera albergue a sus frailes, i otro tanto sucedió en la parroquia 
de Santa Ana, que era también de fabrica reciente; el edificio 
inconcluso de San Agustín cayó sobre sus propios andamies, 
sin perdonar, como se ha creido, el altar del Señor de la ago- 
nía, porque el milagro no estuvo en que la imijen sostuviera 
su propio tabernáculo, sino en que, habiendo caido todo, éste 
no fué derribado de la cruz. Quedó, al contrallo, la esQjie fir- 
me en ella i sin que se apagaran dos bujias, que a esa hora 
tardía de le noche, dicen, le había encendido su propio artífice, 
que aun vivía. £n una relación vemos que el Cristo se sostuvo 
solo por un brazo,' pero nada encontramos en ésta sobre el pas- 
moso milagro de la corona de espinas calda de la cabeza al 
cuello, donde la conserva todavía. De todas suertes, el templo 
que lo guardaba fué de tal manera destrozado, «que la máquina 
de él que quedó, dice YiUarroel, no sirve a los relíjiosos sino 
de horror i espanto.» 

La Merced, como iglesia de adobe, se desplomó sobre todas 
sus murallas, hundiéndose con ellas la techumbre; pero hubo 
en este templo la particularidad de Iiaberee podido salvar las 
fórmulas consagradas de la eucaristía, lo que fué de inmenso 
consuelo para la angustia de los fieles. 

Los monasterios de monjas, celdas i templos, cayeron todos 
i en el de Agustinas habría ocurrido una pérdida considerable 

gajo 32, páj. 284, una curiosa pieza qnc comienza de la numera Biguiento i que 
hemoi copiado del orijinal: 

'^SüBSESO BRABO I MISEBICOBDiOSO. 

En treae de mayo de 647 día lunes a las diez i medía de la noche (alando 
gobernador, etc.) para mostrar Dios nuestro señor su infinita misericordia tembló 
la tierra unos dicen que media hora i otros de un cuarto (somos del último pare- 
cer) mas en tanto estruendo, fuerza i movimiento que al punto que comenzó a 
temblar comenzaron a caer los edificios que se hablan erijido en el curso demás 
de cien afios." 



— 229 — 

de vidas, si no hubiera estorbado un accidente la instantánea 
calida de las madres, porque los corredores que rodeaban los 
claustros se derribaron antes que las celdas, i a iiaber andado 
aquellas con mas prisa^ habrían sido sepultadas entre sus ma- 
deros. 

Notóse también que ni la iglesia de San Francisco, con ser 
la mas antigua, ni la de San Juan de Dios, que era de adobes, 
ni la de San Saturnino, ya muí deteriorada por los años, pade- 
cieron grave detrimento, i la circunstancia de hallarse las tres en 
la inmediación de la base rocallosa del Santa Lucia habría dado 
lugar a alguna curiosa investigación jeolójica, si la destrucción 
completa del monasterio de Clarisas, que está allí inmediato, 
no hiciera aparecer el hecho como de mera casualidad. De San 
Francisco cayó sin embargo su esl)elta torre, desplomándose 
sobre el coro, que hundió hasta el suelo, haciendo en él com- 
pleto destrozo i quitando la vida a ua lego que en esas horas 
estaba allí en oración. En San Saturnino escapo ilesa la imá- 
jen del santo que el obispo Villarroel habia traido hacia poco 
de Lima, i es la misma, según creemos, que se reverencia 
todavía en el templo de su nombre, que es hbi parroquia de 
Yungay. Débese a su inmunidad i a haber sido declarado 
abogado de la ciudad contra los temblores el que se le asocie 
hasta hoi en la solemne rogativa que todos los años se ofrece al 
Señor de la agonía, al que esta ñesta espiatoria está mas espe- 
cialmente consagrada. 

Respecto de los edificios profanos/ esto es, la corrida de arcos 
que sustentaba en el costado norte de la plaza las Cajas reales, 
la Audiencia, el Cabildo i la Cárcel, anexa al último^ cayó toda 
entera, cual si hubiera sido un solo muro. En la tesorería 
escaparon solo los libros i la caja; en la Real Audiencia creyóse 
al principio que se hubiesen mantenido en pié algunos apo- 
sentos, porque, cargadas las puertas que daban a la plaza, pre- 
sentaban cierto aspecto de conservación; mas cuando se abrie- 
ron se vio que por dentro todo era ruina. Otro tanto tuvo 
lugar en el Cabildo i en la Cárcel, escapando el precioso archivo 
de aquella corporación por tenerlo en su casa el escribano, que 
lo era el después célebre don Manuel de Toro Mazóte. 

Fué digno do sorpresa que ninguno de los presos, cuyo nú- 
mero llegaba a veinte, se aprovechó déla turbación de aque- 
lla noche para huir^ por lo que se dio suelta a los mas bajo de 
fianzas, poniéndose en el cepo a los reos de alguna gravedad. 

£1 menoscabo de las fortunas privadas equivalió ala ruina 
de la pública, que, aunque en sí era corta, fué completa e in- 
subsanable. Los oidores calculan en dos millones de pesos el 



— 230 — 

üAlor de los destrozos, suma enorme para aquella época, i el 
obispo tasaba las perdidas de las iglesias i conventos en mas de 
700,000 ducados (1). 

Las pérdidas de vida fueron enormes, como lo requería tan 
pübita como completa destrucción, no menos que la hora de la 
catásti*ord. Perecieron casi todos los niños de la ciudad i el ma- 
yor n limero de los domésticos. La cifra oficial de muertos, 
según el cómputo del ayuntamiento, fué de seiscientos, pero 
Jerónimo de Quiroga lo hace subir al doble en todo el reino 
1 la Real Audiencia a mil. Hubo casa donde perecieron hasta 
trece pprsonas, i por varios dias estuvieron acarreando los ca- 
dáveres a un campo santo improvisado, habiendo ordenado el 
obispo que no se cobraran derechos, para hacer las inhumacio- 
nes mas espeditas. Bajo de la propia ramada que construyeron 
para habitación de aquel prelado enterraron, según éste, catorce 
cadáveres, i en un solo dia personas incógnitas dejaron espueslos 
sobre los escombros de la Catedral otros diez, que fué preciso 
sepultar allí mismo. Traían los cuerpos muertos por las calles 
en parcialidades de a seis en seis, como los troncos humanos 
recojidos de la Compañia, i su vista aterraba a los vivos. tEn- 
traban, dicen los oidores, a carretadas, mal amortajados, terri- 
blemente monstruosos los difuntos a buscar sepultura.» 

Los incidentes que de cada uno se contaban eran a cuál mas 
lastimero. 

El obispo, que fué sin disputa el mas lieróico de los morado- 
res de Santiago, pasó también por uno de los mas felices. En- 
contrábase sentado a la mesa de su parca cena, acompañado de 
un fraile llamado Luis de Lapo, que parecía ser su coadjutor, 
pues él solo le llama <su compañero» cuando le nombra, i le 
rodeaba una parte de su servidumbre, que, tan humilde como 
era aquel noble pastor, pasaba, según su propia relación, de trein- 
ta pei*sonas, encontrándose entre éstos dos pajes, hijos del co- 

(1) Hé aqui un estrado de las cantidades que Yillarroel asigna a cada 
iglesia: 

Catedral 30,000 ducados. 

Compafiia 100,000 

San Francisco 30.000 

San Agustín 100,000 

Santo Domingo 200,000 

Agustinas 200,^ 00 

Claras 50,000 

Total 710,000 ducados. 

Se obserrará que esta suma corresponde solo a las grandes iglesias i con- 
rentos. Yillarroel no computa la ruina de la Merced, Santa Ana i otras igletiasi 



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— 231 — 

nejidor de Colchagua, don Valenün de Górdova. Cuando vino el 
terremoto, el anciano intentó huir, pero estorbáronle en gran 
manera el paso sus familiares, sus pajes de servicio i los cmu- 
chachos que por los rincones se quedaban dormidos.» Al atra- 
vesar un pasadizo cayóle encima una viga i le postró en el suelo 
bañado de sangre; pero asegura el santu obispo que no perdió 
el sentido ni la fé, antes bien, encomendándose a su santo fa- 
vorito; que lo era San Francisco Javier, cuenta él propio con su 
esquisita i tierna injenuidad que le decia: «Javier, dónde está 
nuestra amistad?» — Escuchó su plegaria aquel celeste amigo, i 
un paje que iba por delante i que también habia caido, llamado 
Leonardo de Molina, logró recobrarse, i arrancando el farol que 
aun pendía del zaguán, llamó socorro i sacaron de los escombros 
al noble pastor, el cuerpo todo ensangrentado, pero lleno su espí- 
ritu de celestial unción. Constituido en la plaza i con una mala 
capa que le ofreció un criado, pasó la noche dictando medidas 
fie salvación espiritual para los fieles, dando consuelos, oyendo 
confesiones i exhortando con su ejemplo a cuantos le rodeaban. 

De otras personas de alta categoría social referíanse lances 
llenos también de patético dolor. Una eeñora heroica llamada 
doña Ana de Quiroga, entrando i saliendo a.sus aposentos, ha- 
bia logrado salvar uno en pos de otro a nueve de sus diez hijos, 
pero al penetrar en busca del último, la sublime madre no vol- 
vió a salir. 

De otro caballero contaban un caso verdaderamente estraño, 
i que, apartándolo del cúmulo de patrañas que cada cual inven- 
taba o creia, (como la de un Cristo que habia vuelto los ojos, la 
de un indio que había piofetizado la ruina, i otras parecidas), 
vamos a recordar, porque no lo contradicen ni Villarroel ni los 
oidores, i antes lo afirman. 

Llamábase éste don Lorenzo de Moraga, thombre de gran ca- 
lidad, a quien por lo soldado nadie se le adelantó en este leintM 
Por alguna falta en el servicio, azotó en uno de aquellos dias 
a cierto esclavo suyo, llamado Mateo, «que tendría de noble 
algún retazo,» dice el obispo, porque de allí a los tres dias 
murió de pesadumbre, emplazando a su amo para ante el tribu- 
nal de Dios en un dia fijo, como Pedro i Juan Carvajal lo habían 
hecho con Fernando IV de España, llamado por esto el cw7p/fl- 
zado i como el templario Dd Molay lo hiciera con Clemente V 
para pedirle cuenta de sus crímenes. 

Atemorizóse el capitán con aquella profecía, i como el empla- 
zamiento se cumpliera aquel dia, víspera de San Bonifacio, con- 
fesóse temprano i recibió la comunión. Encontrábase por la 
noche de tertulia en la casa del capitán Andrés de Neira, i en 



^. 232 — 

una torrecilla o mirador que éste habia levantado, por manera 
que cuando surjió el arrebato de la tierra, aturdido aquel con 
la cita del mulato^ saltó por una ventana i cayó en el pavimento. 
I de esta suerte, si bien no perdió la vida, su sangre quedó es- 
tampada al pié del muro, como seúal de su calda. Aquella man- 
cha era la sombra del emplazamiento ^ que deberla pers^uir eter- 
namente al azotador (1). 

Pero los horrores de aquella noche de eterna memoria i de 
eterna advertencia para los hijos de Santiago, no terminaron 
alii. Habíanse abierto grietas sulfurosas en varias partes de la 
ciudad, i despedían éstas exhalaciones tan pestilentes, que icfes 
taban el aire; el polvo de los escombros, tan violentamente cal- 
dos, habia entoldado el cielo i estinguido, como en un pavoroso 
eclipse, la claridad diáfana de la luna; i para colmo de desven- 
tura sobrevino hacia las cuatro de la mañana, como se ha ob- 
servado siempre en estos casos (descubiiendo alguna secreta 
afinidad eléctrica aun no descifrada entre todos los elementos), 
una copiosa lluvia que, acompañada de un viento recio i gla- 
cial, acabó con las últimas fuerzas de un pueblo que vagaba 
dosnudo i desesperado por entre las sepulturas de sus hijos i de 
sus fortunas. Fué el despertar de aquella noche horrenda una 
angustia mayor que todas las que se hablan ido sucediendo 
hora por hoia, minuto por minuto en su prolongado trascur- 
so, i nadie nos ha dejado de aquella escena una pintura mas 
viva, patética i desgarradora que sus propias víctimas, cl sien- 
do el llanto común, dicen los oidores en su carta citada, i re- 
montándose, acaso sin saberlo, al pináculo de la elocuencia del 
dolor, ninguno dejó de llorar, concurriendo a diversas horas 
del dia i de la noche (a 1 is prácticas relijiosas) cuando daban 
lugar las faenas de enterrar los muertos, consolar los agonizan- 
tes, curar los estropeados, detener los que furiosamente se 
arrojaban sobre los cadáveres inertes, queriéndolos resuscitar 
con bramidos como los leones sus cachorros; los huérfanos que 
simplemente pr^untaban por sus padres, llorosos i los que pe« 
leando con los promontorios altos de tierra que cubrían sus 
hermanos, sus hijos, sus amigos, se les antojaban los oian sus- 
pirar, presumian llegar a tiempo de que no se les hubiese apar- 
tado el alma, i los hallaba hechos monstruos, destrozados, sin 

(1 ) ViUarroel cuenta que Moraga habia referido el etnplazamicuto del escla- 
To atU68 del terremoto a rarias perdonas, i entre otras al capitán don Luís de las 
Cneyas (que era quizá el que antes liabiamos llama Jo el mozo) i a su conipnfiero. 
frai Luís de Lapo. 

Este mismo caso cuenta el cronista Jil González Dávila en isu Te€Uro ecMdt- 
iko del Perú. 



— 233 — 

orden sus miembros, palpitando las entrañas, i cabezas dividi- 
das.» 

Caál mas terrible i mas verdadera descripción! 

Una cosa consoladora i noble hubo, es preciso confesarlo al 
hacer memoria de aquella catástrofe tan infausta^ i es la de que 
los vecinos de Santiago, i especialmente sus autoridades espi- 
rituales i civiles 80 mantuvieron a la altura del infortunio con 
que los habia visitado el cielo. Al romper la lenta luz de la ma- 
úana siguiente, veíase en el centro de la plaza arrimado a un 
fogón que de maderos rotos habia encendido uno de los mayor- 
domos del obif-po, a este ilustre prelado transido de frió i hu- 
medad, con su frente desangrando i sin mas reparo que un 
lienzo con que la atara el capitán Juan Rodulfo Lisperguer, hijo 
del conocido don Pedro i nieto del. valeroso maestre de campo 
cuyo propio nombre llevaba. Pero el jeneroso anciano no estaba 
solo. Acompañábale toda su clei*ecia i los regulares de todas las 
órdenes, a cuyo mayor número (de cuarenta a cincuenta dice 
el obispo) había habilitado para confesores. Los miembros de 
la Audiencia i los del Ayuntamiento se alternaban también con 
él en las disposiciones que era preciso tomar, a ñn de poner el 
posible remedio a tan gran cúmulo de inesperados desastres. 

Por el tiempo que recorremos ya no existían o hablan sido 
promovidos a mas altas cancillerías aquellos oidores que tanto 
habían sonado en los disturbios del siglo. Solo González de 
Güemes, ya mui anciano, conservaba su puesto, i en 1647 era 
el decano del tribunal. A les Adaro, a los Machado i a los Lugo 
hablan sucedido el doctor don Bernardino de Figueroa i Cerda 
(junio de 1640), cuatro aúos mas tarde don Nicolás Polanco de 
Santillana, rejente a la sazón i caballero de la orden de Santia- 
go, i por último, don Antonio Fernandez de Ileredia, hidalgo 
manchego, el 12 de mayo de 1646. Era fiscal el doctor don Juan 
de Huerta. 

La primera medida que aquellos celosos funcionarios acor- 
daron^ fué la seguridad del pueblo, porque es preciso no olvidar 
que los habitantes de Santiago vivieron siempre durante aquel 
siglo i aun una parte del siguiente, en la perenne zozobra de un 
alzamiento de castas, piincipalmente de indios i de negros, por 
el escesivo número de aquellos i la insolencia conjenial de los 
últimos. En ausencia del gobernador, que lo era don Maitin de 
Mujica i Buitrón i que se hallaba, como de costumbre, en Con- 
cepción, el oidor Heredia hizo sacar aquella misma noche las 
armas del sitio en que se las custodiaba i se distribuyeron entre 
los vecinos para evitar los robos i desórdenes por medio de 
rondas i patrullas, Fué; sin embargo, cosa de maravillar que 



— 284 — 

en una muchedumbre tan dada a la ratería^ como ha sido la de 
Sanliago, fiel en esto a las propensiones innatas del aboríjene i 
del negro, de que aquella trae orijen, no sucedió hurto quepa* 
Base de cuatro palos i seis clavos de los vertidos por las calles i 
sin dueños, según refíeren los oidores. Tan grande era el es- 
panto de los ánimos, que asi como hoi cada remezón de tierra 
es juzgada ocasión propicia de ladrones, en aquel terremoto na- 
die se cuidaba sino de restituir lo ajeno, creyendo que luego 
comparecerían a donde no habían de necesitar ni lo propio ni lo 
hurtado. En cuanto a los desmanes de otro jénero, se hizo a 
los tres dias un terrible ebcarmienlo ahorcando en la plaza a 
un negro osado, que comenzó a darse titulo i aires de rei de Gui- 
nea ci que con liviandades, dice la Real Audiencia, se divertía 
a hablar arrogancias de un natural furioso,» apellidándose al 
propio tiempo hijo de rei. 

Para ofrecer a las aflijidas familias, cuyo mayor niimero se 
Iiabia convocado en la plaza, otro orden de consuelos, se dijeron 
aquella mañana (la del 14 de mayo) muchas misas al aire libre 
i teniendo los escombros por aliares; condüjose la eucaristía del 
tabernáculo de la Merced^ donde según dijimos casualmente so 
había conservado ileso, i se acomodó en una cajilla de plata, 
bajo unas cortinas de damasco que se ariancaion a la cama del 
obispo; los frailes franciscanos trajeron también en procesión 
hasta la plaza a la vírjen del Socorro^ patrona de la ciudad, í 
los de San Agustín cargaron en sus propios hombros la imájen 
de su cristo milagroso. Salióle a recibir el obispo, i con los 
pies descalzos le acompañó buen trecho, colocándole, así como 
los demás santos tutelares, sobre un altar que se había impro- 
visado. Allí estuvo por muchos dias en solemne espectacion ti 
su semblante acertó a ser tan triste (dicen los que lo vieron, 
como sobrecojidos del místico terror que su rostro inspira 
todavía) i robados los ojos hacia el cíelo, que causaba el mirarle 
espanto i D?speto, tenebroso i tristísimo.» (1) 

(lj Desde entonces data la procesión i rogativa llamada todavía del Sefior 
de Mayo que costea la ciuditd. £n los primeros años tué una procesión de tan- 
ffre mui solemne i aqíu/rienia que tenia lugar a las diez i media de la nocho d« 
cada aniversario, con asistencia del presidente, los oidores, todas las aniorída- 
des i principales vecinos, que concurrían con cirios rojos. La ciudad entera se 
confes:il)a 1 comulgaba en ese din. 

El obispo Yillarroel estableció también una cofradía bajo la invocación del 
Criéío de la arfoiiia i con el nombre de Jeius Marta i San Picolas de la Pcni^ 
lencia, que bajo otra denominación creemos existe tudavia i es la que se hace 
Cíirgo de los aprestos de la novena i de la procesión. El 23 de marzo de 1672 
(según una escritura pública qnc existe en una tle las secn'ttirias de la corte de 
apeladoaes, citada por ol era lito bibliófilo don Rimon Briscño) el capUalo 



— 235 — 

Entfe tanto todo aquel dia continuó temblando, con incansa- 
le i desesperante tesón. Cuenta Carvallo que ocurrieron se- 
enta sacudimientos en veinte i tres dias, llegando, según otra 
autoridad, (la de los oidores) a trescientos en un año, i al prO' 
pió tiempo desarrollóse una variedad de fenómenos atmosféricos 
i meteorolójicos, que preocupó intensamente los espíritus (1). 
Al caer la noche, arreciaron los sacudimientos i un pánico 
indecible se apoderó de la muchedumbre. No se veian sino 
semblantes desencajados surcados de lágrimas, madres desme- 
lenadas corriendo en pos de los hijos i de los esposos; seres 
fanatizados hasta el delirio que con desgarradores alaridos se 
golpeaban las carnes, cubriéndose de sangre, mientras otrcs 
oraban en el desmayo de la agonia i los mas animosos pesian 
misericordia golpeándose los pechos, puestos de rodillas. Co- 
rrían las mas insensatas voces i presajios, i todos los acojían 
como ciertos, porgue el dolor es crédulo i supersticioso. Cuando 
era ya de noche se precipitó sobre la plaza un tropel confuso de 
seres enloquecidos pidiendo a gritos la postrera absolución, 
porque alguien habia pronosticado que iba a abrirse la tierra, 
i al oir aquel clamor desmayáronse casi junto al obispo, para 
el que se habia fabricado allí una ramada, un fraile de San 
Francisco i la mujer del capitán Orosco. Exaltado entonces por 
un sanio o irresistible fervor el anciano prelado, no enflaque- 
cido por la fatiga, el hainbie i el insomnio, subióse sobre una 
mesa i púsose a predicar (2). Empeñóse en desvanecer los le- 



do San Aguslin, siendo provincial frai Juan de Toro Mazóte, ofreció a Carlos 
II el titulo de patrono de aquella memoria, pero no cabemos si el diablo que 
aquel pobre rei tuyo en el cuerpo consintiera en qne aceptase un don venido do 
tan lejos i de balde... 

(1) Los antiguos recordaban entre éátos una nevazón de tres dias que cayó 
aquel invierno en Santiago i una inundación que tuvo lugar eu el Tinguirica, 
un raes cabal después del terremoto, en la que perecieron mas de sesenta mil 
cabezas de ganado. La Real Audiencia da también cuenta al rei en su carta 
citada de un fenómeno estraordinario que ocurrió por estos mismos dias (el 16 
de junio de 164*7) *'Gomo a las seis de la tarde, dicen los doctos jurisconsultos, de 
una nul)e negra que cubría un jirón del cielo, se despidió una luz como fuego, 
con la respuesta qne pudiera dar un tiix) de mosquete, i rompiéndose en el aire 
de la primer rejion centelleó pabezas como un cohete i se volvió a la nube, 
donde quedando formado en planeta como cometa de fuego, se desvaneció poco 
a poco sin dojur rastro." 

£1 lector habrá comprendido que se trataba do un simple aereolito o de una 
bola de fiteffo como se llama vulgarmente este fenómeno sencillísimo. 

Los ruidos subterráneos continuaron por mas de un mes. '*Se oian truenos 
como de artillería, dicen los oidores, i en acabando temblaba." 

(2) Todo lo que el obispo habia comido aquel dia eran unos panecillos que 
le dio un capitán llamado Arcaya. Una mnjer del pueblo lo prt'sentó también 



— 236 — 

mores quiméricos que surjian entre los infelices moradores, i 
arrebatado de su propia e intensa ajitacion, esforzó tasto la 
voz, que él mismo asegura haberle escuchado claramente en el 
silencio de la nocbe, un relijioso desde el claustro de Santo 
Domingo. Pudo esto no ser una ilusión, porcjue )a distancia no 
es escnsiva, pero sin duda fué cosa de abultada ponderación i 
acaso de lisonja, loque aíiade el mismo predicador, que tres 
capitanes i un bulalgo le oyeron ccomo si estuvieran al pié del 
pulpito», encontrándose a cinco cuadras de distancia, pues afir- 
ma que habiendo absuello por tres veces a to los los que debían 
diezmos a la iglesia desde hacia diez afios ca cada absplucíon 
doblaban la rodilla», cosa que. nos parece imposible de suceder, 
a menos que los capitanes fieran gruesos deudores de la masa 
decimal... Llamábanse éstos don Nicolás Flores Lisperguer, don 
Francisco Cortés i don José de Guzman, cuyos opuestos i en- 
cumbrados npellidos recuerdan los feudos domésticos de la 
ciudad, que solo duraron haUa aquella hora tremenda i nive- 
ladora. 

El cabildo, por su parte, se reunia diversas ocasiones en el 
dia al aire libre para deliberar sobro lo que mas urjia después 
do la ruina, esto es, la sepultura de los muertos i la curación i 
sustento de los vivos. Acordaron desde el primer momento que 
se pusiesen corrientes los molinos i se soltase el agua de las 
calles para atender a los menesteres domésticos; se hizo cata i 
tasa, es decir, inventario del trigo, del maiz i del vino aDejo 
que existia en la ciudad, fijándose precio a cada artículo, i se 
escribió a todos los ganaderos comprendidos entre el Maule i el 
Limarí, que no reservasen sus cameras para las matanzas i 
engordas, sino que los condujesen a la capital, donde se les pa- 
garía por sus justos precios. 

Solo dos semanas después del terremoto pudieron los ediles 
reunii*se bajo techo, i esto en los portales esteriores del cabildo 
«por habei*se asokdo las casas i corredores,» i en esta sesión, 
que es la primera que está asentada en los libros después del 
catachsmo, corresponde al y de junio (1). 

Reuniéronse la primera vez (junio 14) en ca?a del capitán 
don Francisco de Urbina, que ya habia sido un lauto reparada 
i quedó acordado en esta sesión «que el mayordomo del cabil- 

dos huevos. Otra un pollo, lo qitc para \a ocasión era nn banqacte. Sin embarg^o, 
a cada momento el obispo repetía qne no cambiarla su diócesis por el arzobis- 
pado de Toledo, pues encontraba ocasión de imitar a los primeros pastores de 
1a igleáia. 

(1) Legajo número S2 que comprende desde 1643 a 1649.— (Archivo del ca- 
bildo). 



— 237 — 

do, que lo era el capitán don Febpe Díaz, procediese a demoler 
los altos de la casa consejil con cuatro peones i un albañil^ que 
era todo el número de operarios que hablan logrado reunir los 
rejidores. Dispúsose también que con la ayuda de aquellos se 
desenterrase la campana del esquilón para hacerla í'efundír, por 
la íalta que sin duda hacia a las distribuciones cuotidianas de 
una ciudad que no tenia otro reloj desde el alba a la queda. 

Tratóse también de consultar un letrado sobre si seria lejíti- 
mo suspender las alcabalas llamadas del viento, que la ciudad 
pagaba a la entrada de los caminos por sus alimentos, combus- 
tibles, jabón i otros enseres de uso diario e indispensable, asi 
como que se levantase el pago de los censos que gravaban casi 
todos los solares déla ciudad, en beneficio, por lo común, délos 
conventos i obras pias. 

Mediante estos arbitrios i dos mil pesos que habia enviado 
desde Concepción^ acompañado de una dolorida carta de pésame, 
el presidente Mujica, la infeliz ciudad comenzó a cubrirse de 
pajizos ranchos, levantados donde hubo antes salas arlesonadas 
i templos magníficos. I desde aquella época hízose costumbre 
mantener en el patio interior de las casas un edificio de horco- 
nes que se llamaba «el rancho,» i servia de refujio seguro en 
los temblores. Una cuadrilla de peones, que se puso bajo la di- 
rección del capitán don Pedro Gómez (1), construyó dentro de 
los muros de las Agustinas una serie de chozas en que se refu- 
jiaron las infelices monjas, mientras que el incansable oliispo 
promovía la erección de una iglesia provisoria construida de 
tablas en un costado de la plaza i en el sitio que hoi humede- 
ce con diáfanos vapores una de nuestras sencillas i frescas 
fuentes. 

El cabildo se suscribió, a petición del alcalde don Antonio 
Chacón, con cuarenta tablas para aquel edificio, sacándolas de 
las propias ruinas de sus casas, tan grande ei*a i tan irremedia- 
ble la común miseria, Pero su principal obrero habia sido el 
admirable Villarroel. Notando que vacilaban los operarios en 
la demolición de los escombros de la catedral antigua, donde 
habla mucho que -salvar, por temor de ser aplastados por las 
vigas i comizas que no cesaban de caer, arrojó la capa el noble 
viejo, i cojiendo un adobe sobre sus frájiles hombros, fué el 
primero en penetrar en el recinto del peligro. Siguiólo^ escita- 
do por su ejemplo, el alcalde Chacón^ i en seguida todo el pue* 
blo, contribuyendo cada cual con tal esfuerzo, que la capilla 
quedó terminada en los primeros dias de julio, no obstante la 

(1) Acuerdo del cabildo, de 14 de janio. 



— 238 — 

cscesiva crudeza del invierno. Tenia la nave provisoria 140 
pies de largo, i durante su corto uso llegó a contar con cua- 
tro altares construidos especialmente con las limosnas de un 
oidor. 

Apenas consagrada la nueva iglesia, convocóse el pueblo ea 
su recinto en la mañana del 9 de julio, con el objeto de ofrecer 
un voto de espíacion que aplacara la cólera del cielo. Asistió el 
obispo, la Audiencia; el cabildo, los prelados i los patricios de 
la ex-ciudad; i después de una solemne deliberación pusiéron- 
se todos de acuerdo en erejir una ermita a la Vírjen bajo la 
invocación de la Purísima Concepción, talvez porque atribulan 
a su intercesión el haberse salvado la ciudad de su nombre, 
que asi, sin embargo, no pensaran si hubieran de aguardar un 
siglo mas. cAcordóse, rezan las palabras testuales del acta que 
conmemoró &quel\olo, se pidiese ala sacratísima Vírjen de 
los cielos, la Vírjen Santa Haría, nuestra señora, i a su glorio- 
Físima natividad un voto de festejarla con sacrificios divinos 
quo se hagan peri)ótuamente a los trece de mayo.B (1) 

En lo que hubo considerable discrepancia de opiniones^ fué 
en el local que deberla elejirse para levantar la ermita espia- 
toria. Porfiaban los unos que fuese al pié de Santa Lucia «por 
)a calle que va de la plaza a la Merced,» i oíros en el Basural^ 
«por la que pasa frente a la catedral en dirección al rio a (que ni 
una ni olra se nombra de otro modo en el acta respectiva). 
Triunfó la última opinión, por sostenerla un rico e influyente 
vecino, el capitán don Valeriano de Ahumada, que dio su nom- 
bre, por vivir en ella, a la calle que todavía lo lleva. Para su 
construcción don Valeriano ofreció cien pesos, por mitad, en di- 
nero i en maderas, lo que equivalía en esa coyuntura a un 
grueso caudal. Mas no sabemos si llegó a oblarlos i si el voto 
corrió la suerte de tantos otros, públicos i privados, quedando 
solo estampado en el papel. 

La ciudad de Santiago del Nuevo Estremo, aquella feliz, tran- 
quila i opulenta mansión, cuyas escelencias hablan cantado 
poetas i narrado ponderativos cronistas, presentaba ahora la 
i majen de un vasto cementerio. Una tercera parte, si no la mitad 
de sus moradores, había quedado sepultada bajo sus muros i 
el resto vivia en toldos o miseras ramadas al estilo de los indi- 



(I) Acta dol cabildo, de 10 de julio de 1647, legajo 32 citedo. Desde este día 
quedó establecida la rogativa de majo de que hemos dado ya cuenta» i es pro- 
bable que por la invocación hecha a la Vírjen, se acostumbre sacar en esa pro- 
cesión la imájen de los Dolores, junto con la del sefior de la Agonía i San Satur- 
nino. 



— 239 — 

jenas; habiendo huido el mayOr Dümero de su miseria i de su 
horror hacia los campos. (1). 

Fué en esUs circunstancias (agosto de 1647), cuando, según 
el historiador Carvallo, se pensó en mudar la planta de la ciu- 
dad, como se practicó ciento i veinte años después con la de 
Concepción. Asegura aquel cronista que con tal objeto vino de 
la frontera el presidente Mujica i que en un cabildo abierto se 
discutieron i votaron los varios arbitrios sujeridos para operar 
aquel grave cambio- 
Añade que en consecuencia unos volaron por que se trasladar 
se al valle de Tango, otros al de Melipilla, otros, por último, al 
de Quillota, i este último lugar designa también Pérez Gar- 
cia. Los que estuvieron por la inamovilidad triunfaron, sin 
embargo, dando por razón mas eficaz i concluyente, de que ha- 
ciéndose la variación perderían las relijiones los censos i cape- 
llanías que gravaban el sitio i de caya renta prmcipalmente 
subsistían, «de modo que los monasterios, dice el cronista que 
en esta parte seguimos, son dueños i señores de aquella ciudad, 
donde apenas habrá casa que no sea censuataria de alguno de 
ellos.» 

No se equivocaba ciertamente Carvallo en esta sentencia, que 
era i es por demás verdadera. Pero nosotros no hemos encontra- 
do en los documentos de aquella edad una huella completamen- 
te certera que nos guie en las averiguaciones de asunto de tan 
trascendental entidad, i nos inclinamos a la duda, desde que el 
único documento fehaciente, cual es el libro de actas del ca- 
bildo en ese año, guarda silencio. 

Lo único que aparece claro i cierto de los legajos del ayunta- 
miento es que en el mes de octubre de 1647 (no en agosto) el 
cabildo presentó un pedimento, no de mudanza sino de reedi- 
fícacion de la ciudad, bajo ciertas condiciones de rebajas de cen- 

(1) £1 cabUdo dispuso en acuerdo del 6 de julio que lodos los que hubiesen 
Balido al campo se recojiescn a la ciudad bajo la enorme multa de cien pesos. 
Poco mas tarde (setiembre 20), a fin de que no faltase carne a la ciudad, acor- 
dó asi mismo que los vecinos se comprometiesen por un mes a comprar la del 
qut) se presentase a hacer posturas para establecer una carnicería pública. 
Antes del terremoto no la babia porque, como escribia Tribaldos de Toledo en 
1604, era aquella tan barata, que cada cual se la proporcionaba del campo a 
muL poca eosta, mucho mas las familias considerables que tenían chácaras i ca- 
sas quintas. 

En el cabildo de ese mismo dia (setiembre 20). se acordó proceder a ^a lim- 
pia de las calles I demolición de los muros desplomados, a cuyo ñn cada rejidor 
debía elejir un barrio, "porque, dice el acuerdo, no se puede andar por las ca- 
lles sin la mayor incomodidad i particularmente las mujeres^ 1 en partes bal ma- 
chas paredes que amenazan caerse.'* 



^240 — 

808 i Otras que no se dicen, al propio tiempo que el presidente 
Mujica envió desde Concepción un plan que las actas del cabil- 
do llaman el arbitrio^ sin decir en qué consistia. 

Paia deliberar sobre el uno i sobre el otro, juntóse lo princi- 
pal del pueblo el once de octubre en casa del capitán don Fran- 
cisco Zabala, i allí se acordó nombrar una diputación compuesta 
de cuatro miembios del cabildo i de cuatro representantes del 
vecindario para que formulasen un proyecto de respuesta a 
las ideas sujeridas por el arbitrio del presidente. Cupo el primer 
lugar entre los últimos al venerable don Francisco Rodrigues 
del Manzano i Ovalle, padre del historiador, i su firma, estam* 
pada con pulso ti émulo en el acuerdo de aquel dia^ está demos- 
trando su provecta ancianidad, pues bacia medio siglo a que 
se habia avecindado en nuestro pueblo. 

Cinco dias después (octubre IG) los comisionados presentaron 
su proyecto, cuya base parecía ser la reediñcacion con rebaja 
de ios censos; i después de ser calorosamente discutido fué 
aprobado por una considerable mayoría. Uno de los votos con- 
trarios fué el del alguacil mayor, Antonio de Marambio, que 
se oponia a la mas mínima reducción de censos, talvez porque 
él las gozaba. £1 voto del altivo don Valeriano de Ahumada fué 
también contrario al proyecto del cabildo, «pues no se confor- 
ma, dice, la consignación escrita de su opinión en el acta de 
aquel día, de lo contenido en dicha respuesta (el plan de la co- 
misión) i que su parecer es que se confirme todo lo contenido 
en el arbitrio.% £1 alférez real don Francisco de Prado dijo, por 
su parte, «que su parecer lo daria de aquí a mañana, que no lo 
tiene visto ni considerado.» 

De todo esto se coüje claramente a nuestro, juicio, que no 
existió un plan acordado i decisivo de mudanza, sino insinua- 
ciones maso menos persistentes i aisladas que venian, ja de los 
particulares, ya de los funcionarios públicos (1). I nos confirma 
en esta opinión la serie de acuerdos del cabildo, que hemos 
recordado i que datan desde el otro dia de la catástrofe, tenden- 
tes todas a radicar la ciudad' en su antiguo asiento. Es digna 
de un especial i noble recuerdo, a este propósito, una providen- 

(1) Lo6 propios oivlores refieren, en efecto, qae luego después del desastre ha- 
blaron de este asunto con el obispo, peí o solo como una simple idea de oportu- 
nidad. "Concurrimos a L-i plaza, dicen, en su carta tantas veces citada, con el 
obispo, donde m confinó largamente el ei i el nó (de la mudanza?) i se resolvió 
no eonyenlr por entonces sino repararse para el hitwiemo. 

Ko obstante esto, la idea de la mudanza era una preocupación popular, i 
nadie pensaba en reedificar su casa hasta que no se resolvíase definitivamente 
a']uella duda, rexpuetla, arbitrio o mudanza, que todos estos nombrea se le daba. 



— 241 — 

tía que aquellos hombres beneméritos tomarou en medio de 
sus angustias (agosto 24) para solicitar ausilios del vecindario, 
con el objeto de restaurar las salas de San Francisco i de la 
Ck)mpañia que servían de escuelas públicas. Rudos pero levan- 
tados espíritus que así acudian a favorecer el pan del espíritu, 
cuando aun no tenian seguro el que debia sustentar sus vidas! 
Tal fué el terrible cataclismo llamado todavía por el pueblo, 
que solo conoce los siglos i los dias por la memoria de grandes 
dolores, el temblor de mayo. Cómo trastorno de la naturaleza en 
lo sdbito, en lo violento i en la variedad terrible de sus destro- 
zos no ha tenido igual ni parecido en los anales. Su influencia 
moral i política, relijiosa i civil, fué taú profunda como la 
huella que dejara en las rocas de la tierra que trituró como 
polvo o hendió en grietas insondables. Aterró a la muchedum- 
bre i morijeró no poco sus hábitos licenciosos. Alteró visible- 
mente la arquitectura de nuestras ciudades, haciendo que ño 
solo se construyera de nuevo desde el fondo de los cimientos, 
sino que le imprimió esas formas pesadas i macizas de que solo 
hoi el arte comienza a emanciparlas, sustituyendo al antiguo 
horcón de espino la aérea columna de fierro i el inconcebible 
mojinele por una infinita variedad de balcones i de frontispi- 
cios. Dio al propio tiempo diverso i mejor temple al ánimo del 
pueblo, tomado en su conjunto, imponiéndole esa enerjia, lenta 
en hacerse sentir, pero persistente i sufrida, que ha sido sin 
disputa una de las dotes mas características de nuestra comuni* 
dad civil entre las demás del mismo oríjen en la América espa- 
ñola. Imprimió, por últimO; al espíritu relijioso de la sociedad, 
tan vivo en el siglo cuya primera mitad hemos descrito, un 
grado tal de preocupaciones i misticismo, por el ejemplo de lo 
deleznable de las cosas del mundo i de la vida, que Santiago 
estuvo a punto de ser todo entero un vasto claustro. Creáronse 
numerosas instituciones monacales, especialmente de mujeres, i 
desde esa época hizo su aparición social i comenzó a reinar como 
potencia, ese ser raro que todavía la civilización no ha des- 
tronado del todo, mitad mujer i mitad monje, que se ha llamado 
la beata. Los conventos de frailes establecieron colejios, recok'^ 
las i co7iventi¡los a manera de sucursales dentro del pueblo mis- 
mo. Los jesuítas levantaron casas de ejercicios i de probación 
i hasta de recreo, fuera de que el pais entero iba cayendo en 
sus manos a título de herencias místicas i piadosas. I por últi- 
mo, las órdenes de reiijiosos ya establecidos, que hablan vivi- 
do desahogadas en claustros tan vastos como las plazas públi- 
cas, taparon las calles de la ciudad con la prolongación de sus 
muros, cual se observa todavía con los de las Claras, no hacien- 
T. obu. 10 



do todavía veinte afios desde que las Agustinas fueron obliga- 
das a derribarlos suyos. 

Vamos, pues^ a dar cuenta tan minuciosa como nos sea po- 
sible, de todo ese movimiento social de nuestro pueblo en la 
mitad que aun nos queda por andar del duro siglo que habia 
dividido en dos porQíones, o mas bien en dos calamidades de 
un análogo tamaño, una calamidad que hasta entonces no ha- 
bia tenido nombre. 

Las inundaciones, las guerras^ las ruinas de ciudades ^r el 
fuego i elciichillo, las pesies asoladoras, las riñas, los tumultos, 
los odios sociales i sangrientos, los terremotos inauditos i tan- 
tas otras desgracias públicas que llevamos a la lijera señalados, 
no habían agotado todavia esa gran era de prueba de nuestra 
comunidad llamada el siglo XVI. A contar, pues, sus trajedias de 
otro jénero deberemos consagrar todavia algunos de los veni- 
deros capítulos de este libro, que hasta aquí ha sido solo un 
rejistro de dolor. 



CAPITULO XX. 



Don Francigeo d« MeiiMet. 



Loi siete afios de NabncodoDOEor en Chile. — Epidemias que dgnieron al ierre 
moto de 1647. — Muere el presidente Mujica con sospechas de reneno.— Le 
reemplaza don Antonio de Acuña. — Doña Jaana Salazar, sus hermanos i 
sns cuñadas. — Hurtos i depredaciones a que se entregan en las fronteras. — 
Piérdese el situado. — Segunda rebelión jeneral de los araucanos. — Ocupan 
a Chillan i lo deHíruycn. — El gobernador se refnjia en Concepción i e 
ejército amotinado lo depone, nombrando al veedor Yillalabos. — ^Tristísi^ 
mo estado del pnis. — ^Viene el almirante Porter de Casanate. — £1 mulato' 
Alejo.". — Muere Porter i le suceden Montero i Pereda. — La familia del 
Agnila. — Llega provisto propietario el jeneral de artillería Meneses. — Sus 
antecedentes i carácter. — Manda prender a Pereda por un chisme antes de 
entrar a Santiago, i accidente que le sucede. — Insanidad de Meneses. — Ea- 
tra en lucha abierta con la Audiencia i el obispo. — ^Su participación en 
los capítulos conventuales i escándalos que ocurren entre los dominicanos 
por una elección doble. — Lo que eran los capítulos en el siglo XVIL— 
Violencias de Meneses con los particulare?.— Edtraordinarlo galope que 
obliga a dar a d»n Juan Gallardo por otro chisme. — Persigue al maestre 
de campo don Ignacio de la Carrera i lo manda ajusticiar. — Antecedentes 
de este jefe en Chile. — Desavenencias de Meneses con el veedor Pacheco. 
— Intenta éste matarle, i perece después de ser vilipendiado. — Estado de 
perpetua alarma en la ciudad. — Meneses pone tienda i carnicería de 
sn cuenta. — Jura de Carlos 11. — Enamórase Meneses de doña Catalina 
Bravo de Saravia i se casa clandestinamente. —Es destituido por esta causa 
i terrible espiacion que sufre. — Pleito sobre la nulidad de su matrimonio i 
sentencia que lo confirma. — Juicio sobro Meneses. — Induljenclas de U 
tftDgre.^-Mejore3 augurios. 



Al grande e irreparable desastre de 1647 sucedieron veinte 
afios que, por su esterilidad i sus plagas, pudieron compararse 
a los siete de Nabucodonosor. Por consecuencia de la intempe- 
rie i de la desnudez en que hablan quedado los moradoies de la 
infeliz Santiago, o como decian los oidores en su carta diver- 



— ta — 

fas veces citada, cpor los humores que la tierra yomitaB a 
causa del terremoto, sobrevino uaa epidemia de fiebres tifoideas, 
que se conocieron con el nombre indíjena de chavalaneos (dolor 
de cabeza). 

El hambre ll^ó en seguida como resultado de la pérdi- 
da de las cosechas, i habiendo dado orden el virei del Perú» 
conde de Salvatierra, que se trajesen para socorro de la ciudad 
mil vacas de Valdivia^ (cuya plaza se restauraba a la sazón 
después de ocupada por los holandeses, nueva plaga de aque- 
llos dias) quitáronlas los indios al capitán Espejo que las arria- 
ba por sus tierras. Compadecido de tantas aflicciones vino de 
la mejor librada Concepción el gobernador Mujica, que cera 
gran caballero, gran soldado i gran cabeza.» (1) Mas a los tres 
áw de haber llegado sucumbió violentamente (abril de 1649} 
después de haber gustado una ensalada, i no sin sospechas de 
veneno, por haber descubierto en esos dias cierto fraude de 
uno de los empleados de encomiendas, que era su pariente (2). 
Enterráronlo en la catedral provisoria, i cuando a los dos años 
exhumaron sus restos, dicen los cronistas que conservaba in« 
tacta su mano derecha, de donde el elocuente Villarroel arran- 
có argumentos para ponderar en un sermón solemne las esce- 
lencias de la caridad i los testimonios que de ella da Dios i la 
naturaleza. 

Después de un corto interregno, o:upado por el maestre de 
campo Alonso de Córdova (que desde entonces se asignaron a 
ese puesto las vacantes de gobernador . que antes tenían los 
rejentes de la Audiencia), vino provisto para poner remedio un 
capitán de Fiandes, llamado don Francisco de Acuña. Traia 
éste por especial misión restaurar la desdichada colonia, sacán- 
dola de su profunda ruina; pero no hizo sino ahondarla* hasta 
el colmo de la desesperación ^ hasta el motín mismo i el desa- 
cato contra el rei, de losantes sumisos colonos. Era, en efecto, 
el nuevo mandatario viejo i de endeble corazón, i para su mal 
i el del ]^ais traia una mujer joven. Imperiosa i empeñada en 
acopiar una fortuna injente, destinada al lujo de la ibérica cor- 
te. Llamábase doña Juana Salazar, i acompañábanla dos cuña- 
das tan codiciosas como ella. A las plagas de la tierra i del 
clima iban a agregarse ahora las de la alcoba. 

El pusilánime viejo entregó, pues, su banda a su dama, i las 
otras dos hermanas montaron a caballo en marcha para el sud, 

(1) Palabras del virei del Perú coode de Mansera al veedor ViUaloboi ca 20 
de setiembre de 1646. — (Archivo de la Real Audiencia.) 

(2) Por esto talvez dice Jerónimo de Quiroga que el Justificado Mnjlcft mu- 
rió con stDtimiento de todos, menos di tm toffoch. 



— sa- 
ciando sus maridos don Juan i don José de Saladar, nombrados 
maestre de campo i sárjenlo mayor de las fronteras. 

Escitados desde lejos por doüa Juana, i al oido por cada nna 
de las suyas^ los dos impi^ovisados caudillos comenzaron a hur- 
tar indios, llamados piezas^ porgue como tales las venáian en 
el mercado de Lima i Potosí i aun en el de Santiago. Alcanza- 
ban aquellos elevadísimos precios, desde que por la rebelión 
del Portugal ya nó venian negros de la colonia del Sacramento, 
que era el surtidero de los valles del Perú, por la via de Valpa- 
raíso. 

Los araucanos, entre tanto, que desde las paces jenerales de 
Baldes (1641) se habian mantenido en una mediana aunque 
exijente quietud, celebrando parlamentos a la entrada de cada 
gobernador, tomaron está vez las armas, a la voz de que los 
tratados babiau sido rotos. 

Fué éste el segundo i famoso levantamiento jeneral de los 
Araucanos después del formidable de las siele ciudades^ que ha- 
bía ocurrido hacia cincuenta i siete años. 

Como un torrente desbordado ios enfurecidos naturales rom* 
pen la valla ficticia que en el papel i en las crónicas se llamaban 
Fronteras, incendian a Yumbel, saquean a Chillan, jugando ala 
chueca en su plaza pública con la cabeza del cristo de su iglesia 
principal^ i, como las huestes de Lautaro en tiempo de los Vi- 
nagran, amenazan la linea del Maule, es decir, la puerta de San- 
tiago, que no tenia defensa (1). Para mayor desventura piérdese 
el real situado en la costa de Osorno, cuyos indios, alzados como 
los otros, degüéllala los náufragos. Van a castigarlos los inep- 
tos Salazar, i muere el uno como cobarde, huyendo, i el otro, 
prófugo también, se escapa por Valdivia abandonando a su 
mujer, que ha sil vado por milagro a la saña de los indios, a 
orillas del rio Bueno. T an medroso como sus deudos, el gober- 
nador, deshecho en Yumbel, busca asilo en Concepción, que ye 
otra vez después de medio siglo coronadas sus alturas de escua- 
drones i de lanzas. Niéganle entonces obediencia los indignados 
tercios, quieren matarle, i él busca la vida en un convento, ti- 
rando antes su bastón sobre un tejado, dando el grito de trai- 
ción; i sin cuidarse de ésta nombran los amotinados un caudillo 
popular, el veedor Villalobos que habia vivido en Chile cin- 

(1) En efecto, existían a la sazón solo lOt encomenderos en la jnrisdiccíon 
de Santiago, que tenian obligación de dar un hombre armado pora la gnerra, 
pues. 88 imponía esta gabela únicamente a loe que tenian mas de seis indios de 
eneonuenda, a mas de qne aquellos pobres recinos ''estaban mas para ser floco- 
rridoaque para socorrer". — (Carta del oidor Solorsano al reí Santiago, abdl 13 
de 1657.) 



— 245 — 

cuenta años i tenia mas de noventa de edad. Curiosa elección 
de jefe en tiempo de tantos alborotos! (1) 

La Real Audiencia de Santiago, a pe5ar de su aisgusto con- 
tra aquel gobierno de faldas, no aprobó tan inusitados alboro* 
tos i menos lo hizo el virei, conde áñ Salvatierra. Formóse pro- 
ceso, castigóse a los cabecillas, escapó por sus canas Villalobos, 
mientras que el capitán Juan Rodulfo Lisperguer, envuelto 
siempre, como su padre don Pedro i sus dos abuelos, en todos 
los alborotos de la colonia, pasó a Lima a dar cuenta de lo que 
acontecía. Volvió justificado i con socorros de tropa, no así e^ 
teniente de veedor i el alcalde de Concepción, que fueron en- 
cerrados en prisiones. 

En medio de un desquiciamiento tan jeneral i profundo, acer- 
tó el virei a nombrar para el gobierno de Chite un hombre de 
mérito insigne. Era éste el almir.inte don Pedro Porler de Ca- 
sanate, uno de los marinos mas ilustres de su siglo, «de gran 
capacidad^ jenio activo i conocimientos nada comunes en su 
tiempo con respecto al arte de navegar» (2). liabia sido uno 
de los descubridores del golfo de California i obtenido en 1640 el 
prívilejio esclusivo de su navegación i de su pesca, pero des* 

(1) El veedor Juan Frentes Villalobos ea ua personaje hlstóríco tan poco 
eooocido, que el seftor Ainunátegui ea su compendio de Ilistoria de ChUe solo 
dice de él "un señor Villalobos." 

En el archivo de la Heal Audiencia existo, sin embargo, una curiosa infor- 
mación rendida por este oficial en 1647, siete años antes de estos sucesos, i en 
que acredita sus servicios por haber escrito al rei el presidente Majica "en con- 
tra de su honor, calidad, partes i servicios." • 

De eUa resulta que vino de soldado raso en el tercio que trajo de Lisboa el 
eapitan Mosquera en 1605; que sirvió con Garcia Ramón en las Fronteras, asis- 
tiendo a la construcción del fuerte do Monterci, en el sitio que lleva todavia 
este nombre a orillas del Biobio, "pisando i haciendo adobes, por no haber peo- 
nes ni artífices mas de la jento de guerra"; que entró hasta la Imperial con 
Joan Rodulfo Lisperguer cuando este ilustre capitán perdió la vida; i por haber 
defendido durante treinta i tres horas un lienzo del fuerte contra innumerables 
bárbaros, le confiaron la bandera de su compañia, que llevó a Concepción. Reti< 
rado por enfermo en 1610 se dedicó al comercio, i tuvo tan buena fortuna con 
seis mil pesos que le prestó el capitán Alejandro do Candia, que el presidente 
don Luis de Córdova le nombró capitán proveedor del ejército cuando comen- 
zó la guerra ofensiva (1626). Ilízose, en consecuencia, mui rico, fué alcalde de 
Concepción, protect-or de indios, i aun cambiaba cartas directamente con el 
TÍrei del Perú i con el rei mismo. De aquí i de su jenerosidnd en el uso de su 
hacienda, el prestijio que, a pesar sujo, le hizo ser el sucesor de Acuña, a virtud 
del motin de Concepción. 

(3) HlstoriA de la marina real de España por March i Labores, tomo 3.*, 
páj. 5t6. En U Biblioteca marítima española de Fernandez Navarrete (t 2.* 
páj. 6Ó4) se enenentran preciosos datos sobre ebte personaje, no menoa üustre 
•orno sabio qns eomo héroe. 



— J4T — 

pues de serios contrastes de fortuna, que le causará la envidia, 
la preseociá de piratas holandeses en el mar del sur le hizo ve* 
nír al apostadero del Callao. Hallábase allí prestando sus dis* 
tinguidos servicios profesionales, cuando, desesperado el virei 
de no recibir de Chile sino noticias funestas^ le rogó pasase ala 
colonia. Hízolo de buen grado el ilustre marino, e intentó poner 
en orden las cosas i los hombres. 

A su llegada, el estado del país no podía ser mas deplorable. 
Al cataclismo de la naturaleza habia sucedido el de la sociedad 
i el del gobierno. «Perdidos los fuertes, dice uno de los oidores 
de aquel periodo (1), dueüo el enemigo de la campaña, sin espe- 
ranza de poderlo avasallar, con fortuna en sus campeadas, lle- 
nos de depojos, i los nuestros sin indios amigos, la jenle de mas 
pecho i valor prisioneros, muertos i ausentes, los mas que han 
quedado bisoño:» i sin reputación, cada dia con recelos de que 
se alcen los domésticos, que han quedado tan rebeldes i sober- 
bios, que por momentos pone en cuidado a la Real Audiencia 
a prevenir que los correjidores de los partidos los desenvalgen 
i los desarmen.f 

Empeñó el digno almirante todo su esfuerzo en dar solución 
a un estado de cosas tan complicado i calamitoso; pero estor- 
bóselo, por una parte, la tenaz rebelión de los indios, atizada 
por la defección del famoso mulato Alejos, que por un agravio 
de cuartel abandonó sus banderas, i por la otra, la pobreza in- 
curable del reino, el estado inquieto de los ánimos, i por últi- 
mo, su propia muerte, ocurrida en 1662. 

Sucedióle como interino, i con grandes i lej (timos regocijos 
de los sanliaguinos, que al fln tenian un presidente de su seno, 
aquel honrado caballero don Diego González Montero, que tan 
valicnte^ayuda prestó a don Pedro Lisparguer en la pendencia 
de 1615 (2), i luego vino de Lima, en calidad también de inte- 
rino^ esperando el nombramiento en propiedad del rei^ don 

(1) Don Alonso Solorzano i Velasco. Dice éste, ademas, en su carta al rei, 
publicada entre los documentos de Gaj, que en 105 años de guerra iban consu* 
midos veinte mil hombres i diez i siete millones de pesos. 

(2) Don Diego dcbia tener a la sazón mas de setenta años, pero se mantenía 
tan animoso todavia, que se dispuso a salir a campaña contra los indios alzados. 
Una calda del caballo, que le quebró una pierna, se lo impidió, pero marchó en 
BU lugar BU hijo don Diego Montero del Águila seguido de la flor de los caba- 
lleros de Santiago, que eran sus amigos o camaradas. 

£1 segundo apellido del hijo de Montero trae a la memoria el de aquel Mel* 
ebor Jufiré del Águila, que cuando la pérdida de las tieU ciiidtuU$ salió hasta 
el Maule en protección de Santiago. Probablemente era una sola familia, i, se- 
gún creemoí, cb la misma que dio su nombre a un antiguo TÍnoiilo que exista 
todATia «D la Angostura de Payne. 



— 548 — 

Anjel de Pereda, un caballero bueno como nn áojel i tímido 
como un coriero, que, al decir de los cronistas, empleaba siete 
horas del dia en oración oral i mental. No era talvez desenca- 
minada del todo aquella lección, porque siendo entonces Chile 
un vasto sepulcro, veníale bien un monje que orara sobre su 
lápida. 

£1 eco de tantos infortunios habia llegado entre tanto hasta 
Madrid, i la corte; entretenida en comedias i en autos de fé, 
habia designado para gobernador propietario a un famoso je- 
neral de artillería llamado don Francisco de Menéses, que se 
decía descendiente délos antiguos reyes de Portugal, i en cuya 
guerra, a fin de someter aquel pais de nuevo al cetro de Gas- 
tilla, habia él hecho su ilustre carrera. Traia fama de bizarro 
i de valiente, i acreditábalo en su frente una honda cuchillada, 
bello adorno en esos aúos de un rostro varonil. 

Pero el mismo Menésea se encargó de dar un triste desmen- 
tido a las esperanzas que se cifraban en su nombradla, aun 
antes de pisar nuestro suelo. Desde Mendoza, i por un simple 
chisme sobre desfalco a la caja del ejército, mandó prender a 
su antecesor, el honrado Pereda, i éste, tan asustadizo como 
honrado, huyendo del preboste, fuese a asilar a San Francisco. 
Mas como era de noche, i hallase la portería cerrada, intentó 
subir por una muralla, i cayéndose de ella, quebróse una pier 
na, con lo que quedó mas postrado que si le hubieran cargado 
de grillos. 

Aquella medida brutal impresionó tristemente al vecindario 
de Santiago, donde Pereda, que era de Asturias, tenia solo ami- 
gos i paisanos. No obstante, por el boato con que se anunciaba 
Menéses a la cabeza de trescientos soldados veteranos, con un 
nombre semi-réjio i una cédula de que era portador, según la 
cual los servicios prestados en la guerra de Chile eran equipa- 
rados a los que se prestaban en Flandes, resolvieron los descon- 
solados habitantes hacerle un recibimiento esplendido. 

Hasta 1663 habia tenido el cabildo de Santiago una propina 
real de mil ducados para festejar a los presidentes en su recep- 
ción, pero en los apuros crecientes del tesoro español ordenó 
Felii^e IV (abril 4 de aquel año) que esa concesión fuese supri- 
mida i que los homenajes se costeasen solo de los propios de la 
ciudad. No obstante esta parsimonia; el ayuntamiento de San- 
tiago hizo al orgulloso gobernador una acojida tan brillante, 
que después de su recepción pasó él en persona a la sala capitu- 
lar a agradecer el obsequio. 

Aquella fué, no obstante, su ünica i su última cortesia. Su 
gobierno, que duró cuatro años, debia ser un perpetuo drama 



— 349 — 

de esc&ndalos i de arbitrariedades, de cuchilladas i de amores, 
en cada una de cuyas peripecias el desatentado gobernador iba 
a figurar como el mas conspicuo protagonista. 

Poseido de un insensato orgullo, arrebatado por el ímpetu de 
pasiones indomables, irreflexivo, vehemente, atrabiliario en 
todas sus resoluciones, poseido del vértigo del mando i de la 
Irresponsabilidad, Henéses atropello cuanto encontró delante de 
sus pasos, fuese autoridad, fuese honor, fuese virtud, fuese 
siguiera venerandas canas. Solo una cosa supo respetar, i fué a 
los soldados, porque en ellos encontraba cómplices i amparado- 
res, ademas de que le querían bien por su probado valor i su 
liberalidad, las prendas que mas ama la jente de pelea. 

Después de su temeraria persecución contra el inmaculado 
Pereda, dio Meneses sobre la A^udiencía^ disputándole su juris- 
dicción en causas que eran conocidamente ajenas a la suya, i 
no contento con esto, cometió el inaudito desacato de sacar de 
su tolio^ para llevarlo a un domicilio privado, aquel venerado 
sello real que habia entrado a Santiago hacia medio siglo con 
los honores tributados a Dios (1). 

Buscó en seguida querella al obispo, que lo era el enérjico 
fraile Humanzoro, i como no pudiera veacerle, le humilló con 
insultos llenos de irreverencia. 

Pasó en seguida a los conventos, i tomando cartas en uno de 
los mas ruidosos capítulos de Santo Domingo, dio lugar a que 
naciera un cisma, nombrándose a la vez dos provinciales, uno 
en Santiago i otro en Córdova de Tucuman (2). 

(1) Informd al reí de los oidores don Gaspar do Cueva i Arce, i don Jaan de 
la Pefta Salazar. Santiago, agosto 16 do 1668 (Pablieado por Gay, Documentó»^ 
tomo 2.% páj. 518). — Cueva i Arce hablan tomado su puesto en la Audiencia el 
11 de mayo de 1662 i ]a Pe&a el 20 de noviembre de 1663, un mes antes de la 
entrada de Meneees, que tuvo lugar el 30 de enero de 1664. 

(2) Tuvo lagar este décimo o centesimo escándalo de las órdenes de regula- 
res de la manera siguiente: 

Acostumbrábase por aquella época celebrar alternativamente los capítulos 
conventuales para la elección de prior, ya en la provincia de Santiago ya en la 
de Córdova, que para este efecto se consideraba una sola. El capitulo eorrespon* 
diento a la elección de 1662 se celebró en Córdova, 1 allí quedó acordado que 
el próximo tendría lugar en Santiago en 1666. Mas el último prior electo, fral 
Matoo Abren, por el ínteres de dejar en su lugar a un sobrino suyo llamado 
Cristóval de Figueroa, se obstinó contra toda justicia en que la elección debía 
hacerse en Córdova, donde tenia sus parciales. Se hicieron en consecuencia m- 
moltáneamente las dos elecciones, i el capítulo de Santiago elijtó a frai Valentín 
de Córdova, como el de la otra parte de la cordillera al sobrino de Abren. 

De aquí el cisma. Ambos provinciales electos enviaron sus procuradores a 
Boma para iosten^r la legalidad de su elección, i el jeneral de la orden, Juan 
Bautista Marini, dio la razón a los alborotadores de Córdova, deelarando nato 



— 280 — 

Airemelió 'ea pos contra el cabildo civil, olvidaüxo de los 
honores qne éste le tributáray i entre otras voluntariedades le 
prohibió el paseo del estandarte de Santiago el día de su fesli- 
Tilad, que era prerogativa de la ciudad, i que él, por capri- 
cho, hizo suya» 

Contra los particulares, sus violencias fueron inauditas. A 
un caballero llamado don Juan Gallardo, que en cierta tertulia 
manifestó duda de la celeridad con que el maestre de campo, 
favorito a la sazón del presidente, don Ignacio de la Carrera 
Iturgoyen, babia levantado un fuerte en Repocura, a orillas 
del Reinaco, le hizo ir, caballero en una muía, mas de trescien- 
tas l^uas^ i a cargo del preboste, a cerciorarse por sus propios 
ojos de la realidad del hecho. Don Francisco de Menéses fué 
uno de esos gobernadores cde atormentados oidosi de que nos 
habla Tesillo, i como a él le atormentaban^ asi devolvía el tor- 
mento. Muí en breve su voluble i atolondrada índole le preci- 
pitó a su vez en ardientes desavenencias contra su propio 
segundo en las armas, i la Carrera tuvo que huir del fuerte de 
San Pedro, donde le tenia preso i condenado a muerte, disfra- 
zado con la sotana del confesor que le prestaba los últimos 
ausilios, i atravesando el Biobio en una balsa, pudo lldvar su 
queja ante el virei de Lima, conde de Salvatierra (1). 

€l capitulo de SantUgo, tan tolo tal vez por la inercia del cmíeario del último^ 
que se quedó en Lima. Este fué el hecho, pero no sabemos por cuál parcialidad 
estuvo empeftado Menésesw Lo ánlco que dicen sus acusadores es que él atizó la 
discordia i precipitó el cisma. 

Poco antes babia ocurrido (1639) otro disturbio parecido en la relijloa domi- 
nicana, a consecuencia de haber violentado el oidor Solorzano i Velasco a los 
definidores a elejir de prior al padre Pedro Flores Lisptrguer, que a mas ten- 
dría la considerable influencia de su proderosi familia. Exacerbados los vencí- 
dos, ocurrieron a Roma, pero la resolución dd ésti sobre la ilejitimidad de la 
la elección de Lisperguer llegó a Santiago cuando el último liabia ya cumplido 
su periodo. 

"La celebración de capítulos provinciales, dice a este propósito el se&or 
Eizaguirre con su ilustrado espíritu, contÍDu.S siendo para los relijlosos la man- 
zana de la discordia 1 para el pueblo la piedra del escándalo. Unidos a los frai* 
les los personajes mas respetables de Santiago por vínculos estrechos de sangre 
o amistad, no perdonaban arbitrios para elevar a sus deudos a los puestos mas 
elevados en la relijion/' — Historia eclesiástica^ tomo 2.«, páj. 816.) 

(1) EiFte don Ignacio de la Carrera Iturgoyen, bisabuelo de don Ignaro do 
la Carrera i Cuevas, que dio a Chile tres libertadores i tres mártires, existia en 
la colonia desde muchos años atra?. En 1656 era vecino feudatario de Santiago, 
caballero de Alcántara i sarjento mayor del tercio establecido en la isla de 
8anta[Maria para tener en respeto a los piratas. Tenia a mas un repartimiento de 
indios en Malloa concedido por el rei. En aquel afio sostuvo un pleito por esas 
tierras con un Francieoo Arévalo Brlsefio, cuyoa autos se encuentran en el ar- 
ebivo de la Real Audiencia. 



— t5l — 

Ni al Teftdor del ejército, que era un oficiv^l arisco pero hon- 
rado, llamado don Manuel Pacheco, perdonó Menéses en su de- 
lirio insano de pendencias; mas el liltimo, que era veliemente 
i frenético, decidió tomar venganza por sí i para lodos. Resuel- 
to a matar a Meneses, salió furtivamente de Concepción, que 
era el punto de su residencia oficial, i dejando sus cortos bie- 
nes a cargo del maestre do campo don Fernando de Mier, que 
en vano se esforzó por disuadirlo (i), vínose a la capital; i una 
tarde, puesto en acecho en la plazuela de San Juan de Dios, 
acompañado de un escudero, disparó un pistoletazo contra su 
émulo, que acertaba a pasar aquella tarde con su ayudante 
don Juan Francisco del Fierro en aquella dirección, lomando 
talvez el siempre grato aire vespertino de la anchurosa Cañada. 

Sin turbarse Menéses, que era tan bravo como turbulento, 
e ileso de la bala, atacó a los asesinos i mató al escudero 
de Pacheco, escapando éste en aquel momento por haber to- 
mado asilo dentro de la vecina iglesia. Pero Menéses no reco- 
nocia ningún jénero de prerogativa divina o humana, superior 
a su voluntad; i así el malhadado veedor fué estraido a la fuer- 
za i cubierto de hojas de coles, rapado de la mitad de la barba, 
las cejas i la cabeza, cabalgando una bestia de albarda, fué pa- 
seado por la ciudad entre irrisiones i befas. Al otro dia ama- 
neció muerto en su calabozo. 

Tal era la vida de Menéses, t causando siempre, según la es- 
presión de sus acusadores (los oidores citados), confusión a los 
vasallos, viéndole acompañado en la paz con ministros de gue- 
rra, con armas de fuego i cuerdas encendidas, discurriendo de 
esta suerte las calles, unos corriendo a caballo, otros a pié, qui- 
tando muías i cabalgaduras ensilladas i enfrenadas, sin dar 
razón por qué se quitaba lo ajeno.» 

Aprestar cumplido crédito a los denuncios de sus fiscales, 
Menéses a la verdad habia descendido desde sus encumbrados e 
insólitos caprichos, a manejos tan indignos como criminales en 
su alto puesto, porque, dicen aquellos, que apartando cada año 
los mejores fardos del siluaJo, por su propia cuenta, los ponía en 
un despacho de su dependencia que administraba un mercader 
llamado Francisco Martínez Argumedo, i ésto con tal escándalo, 
que esa granjeria era conocida de todos con el nombre de la 
tienda del gobernador, Dícese que hasta la carnicería pública la 
suprimió de propio albedrío, i puso otra de su peculio, ne- 
gociación que mal sentaba al que se decía hijo de reyes. 



(1) Etto enenta'Górdova Figneroa (páj. 287} i debía saberlo, porque Mier era 
III abuelo. 



— «5 J — 

d ednmlo de ms desafaeros, qtradábde a Véoém 

■Bo de oin especie, que aauque a nuestro juicio, 

^w de mamas le inciimiiiao, costóle al fin el poder, la 

cCedKv oorrido tres aflos del gobierno de Meutea, 
d deagc^iemo en todo, cuando aconteció- 
debia completar la cadena de sus estrafias aves- 
ooD km r^ocijos acostumbrados la jura de 
C¿ri3s E ee diciembre de 1666, i asistia a los torneos de cafias 
i áe »rt:;.as qrse se jugaba en la plaza nna dama tan belia como 
nraai^j E:a hi;m del primer marqués de la Pica don Francisco 
3^«n> de Sanrim, ^qne antes de este titulo tenia el de sefior de 
i de dmia liaroeb Inestrosa, i tenia por nombre Ga* 




é1»- 



Al Yc!a dtsde so doad, enamoróse de ella perdidamen- 
^ ci arrebatado jeneraL «I como en aquellos tiempos, dice 
ti bis^xiador Garrallo, qoe cuenta el suceso con curiosos ara< 
besns de lennaie, k» buenos soldados no se hallaban bien, ni 
se ccctecrplaban empleados, d no trataban de alguna conquista, 
w ai¿s;o en lascDcantadcttas banderas de Cupido i emprendió la 
leodir^oQ át una stíhora que adornada de nobleza, discreción i 
hennosnra^ i o caieda de la virtud de la fortaleza. Bien era 
menester que la poseyese en grado superior para resistir los ásal 
tos de tan poderoso enemigo, cuales un gobernador en aquellos 
remotos países» Se dejó poseer de la dulce afición, i fué tan 
Tira i diestramenlesorprñidido, qoe entr^^adalodo a la pasión, 
olridé las mas serias reflexiones de la racionalidad^ porque el 
amor profano i la ciencia no pueden contra el que tiene la ce- 
guedapl por cualidad inseparable de su ser. Embelesado i con- 
ducido de aquellos dulces desórdenes a que convidan los fron- 
doso» mirtos, deque son poblados los deliciosos Ijosquesáe 
Yénns^ se precipitó a la celebración de un matrimonio sin la 
debida licencia del soberana » 

Celebróse éste en consecuencia, si no clandestinamente, en el 
mas estricto sijilo, ejecutando la ceremonia nupcial un fraile 
agustino, tio de la novia, llamado don Pedro de Inestrosa, i sin 
mas testigos que sus padres, el sárjente mayor don Melchor de 
Cárdenas, el doctor don Femando de Toleib i el tesorero resl 
don Jerónimo Hurtado de Mendoza, todos confidentes íntimos 
del presidente i la familia. 

En una ciudad como la de Santiago^ ahora i en aquellos tiem- 
pos podian guardarse todos los secretos del mundo, con usa 
sola escepcion. I es ésta la de los secretos de matrinionio, india* 
crecion que a tal grado ha venido i tan incurable se ba fadebo 



* é 



-^ 2M — 

«tót al trascano de los aftosv qtie las jentiles jtoeradoñes que 
lueiaeaiDaai ae easan, cuando el decreto noexiate, lo inventan. 

Hisose, pues, {lúblico el enlace del gobernador, primero en 
loa estrados de Santiago, después en los salones de Lima^ por 
último en los palacios de Madrid, i como Menéses tenia enemi- 
gos ea las cuatro partes del mundo, vínote su destitución vío- 
leltta por el desacato de no haber pedido la venia del rei. Cosa 
propia del absurdo réjimen colonial que quedaran impunes to- 
dos sus atropellamientos e injusticias i le castigaran solo por la 
simple omisión de una ceremonia, que no pasaba de ser una 
€eremoBÍa! 

Pero la espiacion debia ser tan dura para Meneses como la que 
61 babia impuesto a los que no le amaban o no le temian. Vino 
secretamente todo un marques que tenia el propio nombre de su 
víctima don Diego Avila i P;)checo (marques de Navamorquen- 
de) a tomarle su residencia i deponerle. 

Fuera aviso, fuera remordimiento, Menéses quiso huir cuan- 
do se aproximaba a Santiago su sucesor, súbitamente desem- 
barcado en Valparaíso, pero dióle alcance en el llano de Maipo 
aquel jentil-hombre Gallardo, a quien él mismo enseíiara a 
galopar en el viaje violento que le obligó hacer a Repocura. 
Trájole, en consecuencia, el dltimo fatigado i con escarnio, pa- 
seándole por las calles de Santiago^ como él habia paseado al in- 
feliz Pacheco; i como le pidiera un vaso de agua al atravesar la 
Cañada, se le hizo dar en un tiesto inmundo i del agua de la 
calle pública. Logró fugarse poco después a Mendoza el proscri- 
to gol)ernador, i cuando le traian otra vez bajo custodias^ en- 
contróse en su paso de la cordillera con el justifícado Pereda, 
que iba de gobernador a Buenos Aires, que asi quiso el destino 
irle presentando uno en pos de otro, como fantasmas evocados^ 
a todos los que su soberbia habia deprimidol Por último, tras- 
ladado a Lima, hízole sentir allí su influencia i su enojo su 
émulo mas poderoso, aquel maestre de campo don Ignacio de 
la Carrera, que habia mandado ajusticiar, hasta que, al ñn, 
agoviado de sinsabores i despecho murió, sin mas amigo que 
tVi noble esposa, desterrado en la Villa de Trujillo (1). 

(1) Ia autoridad CQlcdáBÜca de Santiago dija d« nulidad del matrimonio 
«kmdeatíno.de Meneses antas de su salida para el Perú, i se siguió el juicio 
ante el obispo frai Diego Humanzoro, entre el promotor fiscal, don Diego López 
da Castro i don Alonso Bernal de Mercado, como curador ad litem dedofia 
Catalina Bravo de flaravia. £1 pleito fué resuelto, sin embai^o^ a laror de la 
rndtdes del matrimonio por sentencia de 10 de mayo de 1670, cuya parte dispo- 
iMipaeoplamiia en seguida.de anos papeleare lainiUa.-^''VistQS» etc., etc., ¿illa- 
BBM^ atentos i «OBttderados loa méritos de la dieba cansa que por cuanto Uparte 



— 264 — . 

Tal fué la vida de don FraDcirco de Menéses, el mas odioso 
de los tiranos que ncs enviara )a EFpafia, i cuya memoria 
solo sus def dicha?, su melancólico fin, i mas que todo el re- 
cuerdo de sus infelices amores, realzados por la virtud de una 
mujer, ha podido revestir hasta aquí de una esquiva simpatía. 
No autoriza esto, sin embargo, a que, a titulo de deudos, h 
rindan hoi homenajes como a un varón preclaro, historiadores 
serios i por lo demás revestidos de altos merecimientos (i). A 

d« la dicha r cfk>ra Catalina Brayo deSaraTÍa e Inestrosa probó sn acción i deman- 
da bien cumplidamente, dárnosla por b en probada i qne el dicho promotor fiflcal, 
bachiller Diego López de Castro, no probó sns escepciones en cuanto a la dan- 
defiinidad del didio matrimonio por defecto de parrocho, dárnosla por no pro- 
badas, en cuya consecuencia debemos declarar ¡declaramos el matrimonio entre 
loa dichos sefiores don Francisco de Menéses i doña Catalina Bravo de Saravia 
Inestrosa haber sido i ser desde su principio válido, i por tal le damos i pro- 
nunciamos, atento al cual mandamos que el dicho sefior don Francisco de Me- 
netes se vele con la dicha sefioro doña Catalina Bravo de Saravia Inestrosa, i 
reciba las bendiciones nupciales dentro de ocho dias de la notificación de esta 
nuestra sentencia. I en cnanto al defecto de las denunciaciones i su dispensa- 
ción de quien la podia conceder, declaramos el dicho matrimonio por clandes- 
tino i celebrado contra lo dispuesto por el Santo Concilio de Trcnto, i por ha- 
berse celebrado i consumado, omitiendo esta solemnidad con conocimiento de 
os testigos i personas que intervinieron i asistieron al dicho matrimonio, ocul- 
tándolo de propóúto, multamos i condenamos a dicho señor don Francisco de 
Menéses i al maestre de campo don Francisco Bravo de Saravia en mil pesos de 
a ocho reales cada uno, i a In señora doña Catalina Bravo de Saravia Inestrosa 
i a doña Marcela de Inestrosa i contador don Jerónimo Ilurtado de Mendoza 
i Quiroga, a cada uno de quinientos pesos de a ocho reales todas las dichas 
penas, aplicadas por mitad para la Santa Cruzada i fábrica de la santa iglesia 
catedral de esta ciudad, por lo que resulta de las declaraciones de los susodi- 
chos. I en cnanto al doctor don Fernando de Toledo, reverendo padre maestro 
frai Pedro de Inestrosa, relijioso de la orden del Señor San AgaHin, i sárjente 
mayor don Melchor de [^Cárdcnas, por ser difuntos no hacemos juicio con ellos; 
i por esta nuestra sentencia definitiva juzgando asi la pronunciamos i manda- 
mos concertar en que condenamos a los susodichos. — Frai Diego, obispo de 
Santiago de Chile." 

Apelada esta sentencia ante el provisor i juez eclesiástico del arzobispado de 
Lima, don José Dávila Fulcon, la confirmo éste el 26 de abril de 1674 cuando 
ja Menéses había muerto, pero exonerando a los acusados de las multas, que 
era toda la parte adversa de la sentencia i su única sanción jeneral. 

£n la cspresion de agravios qne motivó esta resolución decíase que el matri- 
monio habia sido secreto *'por la precisa necesidad deque se hiciese sin ceremo- 
nias, porque no se hiciese público sino que se hiciese secreto, i porque hacién- 
dose público se impidiria el dicho matrimonio^ porque no vendrían en él 
ninguno de los contrayentes, ni los dichos sus padres, por la pérdida de los 
oficios del gobernador i capitán jeneral del reino de Chile que gozaba." 

(1) £1 sefior Eizaguirre, de quien Meneses es quinto o sesto abuelo por la linea 
materna, se queja en su historia de qne Gay haya pintado a aquel gobernador 
oon negros colores "cuando fué (son las palabras de su Historia, tomo 2.% pá- 



— 268 — 

la verdad lo mas que a nuestro juicio pudiera decirse del famo- 
so don Francisco de Meneses es lo que de él apunta su contem- 
poráneo Jerónimo de Quiroga, a saber que habia tdejado fama 
de ser gobernador de remache i no de tornillo. • 

El fruto recojido por la infeliz colonia, de aquella política 
artera i codiciosa, habia sido entre tanto proporcionado a la 
magnitud de sus desmanes, por manera que no habia injusticia 
en decir que dos malos gobernantes, cuales hablan sido Acuna 
i Menéses, causaron al pais en lo moral i en lo político, un re- 
troceso tan considerable como el del terremoto de 1647 lo habia 
causado en lodo los demás órdenes de la vida. 

La única diferencia estaba en que el último habia tardado 
solo el espacio de tres credos en consumar su ruina, i el sacri- 
ficio del pueblo bajo el yugo de los otros llevaba ya de duración 
veinte aüos cumplidos (1649-1669.) 

Cansado al fin el destino de no deparar a Chile sino males, 
permitió que sucesivamente empuñase las riendas de su des- 
greñado i casi perdido reino i presidio dos hombres verdade- 
ramente eminentes, el uno por su laboriosidad i talento, el 
otro por su justicia i su bondad, i que de consuno 4ban a ende- 
rezar el rumbo de la política i de la administración a puerto de 
salvamento. 

Esos altos funcionarios fueron el presidente don Juan da 
Henriquez, que gobernó a Chile doce años (1770-1782) i don 
Marcos José de Garro que Je sucedió durante otros diez (1782- 
1792.) 

Este nuevo período del siglo XYII que abraza una era de 
igual estension a la corrida en el capítulo precedente, será el 
objeto de nuestras investigaciones en el que sigue al presente. 

jina 201) hombre de temple nada comun, a quien poco asustaba lo que suele 
llamarse "opinión pública." 

Es curioso observar que de la rama femenina fundada por Meneses a virtud 
de su matrimonio con doña Catalina Bravo de Sarayia, proceda un hombre tan 
culminante en nuestra historia como don Diego Portales, asi como de la linea 
directa de su rival don Ignacio de la Carrera Iturgoyen resultasen los tres ilus- 
tres Carera, muertos, como Portales, de una manera tan trájlca después de go- 
bernar el pais en medio de mil ajitaeionea 



\ 



CÁPimio Hi. 



Don Jva& d# HMudqj 



(mno I A&a.vo oa vir Novisinaa) 

R«f4ificaeioii do Santiaga — ^MitÜdimo qtte ivedonüiia ea ka «ipiritna.— Bá- 
pida reconstrucción de la catedral. — Naevaa iglesias conventoalea. — ^Fon- 
dación de la recoleta franciscana 1 del esting^ido convento chico de San 
Ildefonso. — Fundación del colejio de San Diego. — Las monjas aguatinas i 
clarisas cierran las calles que las limitan i ocnpan cada cual otra manzana. 
Don Juan de Henr¡que2.-~Sa carrera i notables coalidadea de gebiemo.— 
Tríate estado en que encuentra la ciudad i la colonia^ — ^Decadencia comple- 
ta de la agricultura i del comercio. — Censo de 1671. — ^Obraa públicas que 
emprende. — Lo que era el ramo de halavza i su singularidad. — Tajamarea 
— £1 primer puente de Santiago. — £1 agua de Ramón es conducida hasta 
las cajas de agita. — Contrato que celebra el cabildo i los síndicos de San 
Francisco i las Claras para traerla a la ciudad. — ^La primera pila de San- 
tiago i su actual tratamiento. — Construcción de Teredas. — Inaugaradon 
del famoso reloj de la Compaffia. — Galería de retratos de los presidentes i 
su desgraciada destrucción en 1817. — Ayaricia i presunta yenalidad da 
Henriquez. — Fundación de las monjas de la Victoria. — Lucha de las anti- 
guas clarisas con loa provinciales de San Francisco. — Son vencidas i obli- 
gadas a la obediencia con fuerza armada. — El oidor Azafia i el provincial 
Cordero.^ Las monjas son absueltas por el papa, pero sigue el ciamaJ — 
Réjio legado del capitán Lantadilla. — Inténtase la fundación de nn nuevo 
monasterio de clarisas. — Ilustrada oposición del obispo Hnmanaoro. — ^Pleito 
i apelación de las mü i guinienlas, — ^Fundación de las monjas de la Yicto> 
ría llamadas monjUas. — Dificultades que suscita el carácter invaaor del 
obispo Humanzoro. — ^Desaire que hace al prior de San Juan de Dios.-^Ar- 
dientes desavenencias con los oidores i Henriquez por la celebración del 
Corpus. — Célebre cuestión entre la cruz alta i el guión del eabildo.^vómo 
puede clasificarse filosócafimente la historia colonial 



Quedó tan decaída i tan postrada por el s*ielo la fortuna de 
la capital de Chile desdóla terrible noche del 13 de mayo de 
1647, la verdadera «noche triste» de Santiago, que para le?an« 
tar 8u frente del polvo hubo de recurrir a la limosna. Las jentes 



— 267 ~ 

caritativas de Lima le enviaron en los. primeros momentos una 
suma de 11,000 pesos, que luego subió a 30,000, preparando 
asi el camino de una escasa retribución secular (1). Por fortu- 
na, a mas de los dos mil pesos erogados de su peculio por el 
presidente Mujica, existían en la caja del cabildo eclesiástico 
unos siete mil pesos de fondos de la Catedral, i con estas sumas, 
que hoi formarían solo una parte del presupuesto de arqui- 
tectura de un solo vecino, se acometió la reedificación de la 
ciudad. 

Pero los santiaguinos, antes de ocuparse de su morada, pensa- 
ron en la de Dios. Era esto natural e inevitable. Habíase apo- 
derado de la sociedad, tanto en sus familias privilejiadas como 
en su muchedumbre, tal desencanto de las cosas de la vida, que 
BU alma, cual si kubiera sido arrancada a la materia por los 
sacudimientos plutónicos de la tierra, se cernia suspendida en 
los abismos golpeando con sus alas las esferas del cielo en que 
estaban ñjas todas las miradas. Si la primera mitad del siglo 
XVII habia sido por esto mística i conventual, la última serla 
la era del arrobamiento del espíritu, de los estasis del pensa- 
miento, de las revelaciones, de los milagros, de los santos, en 
fin. El siervo de Dios Bardeci i sor Ureula Suarez, la Santa Te- 
resa de Santiago, iban a ser la encarnación viva de aquella 
transformación profunda, cuyas raices se ven todavía profun* 
damente asidas a cada altar, a los hogares, a las conciencias. 

Como era natural, el primer templo de cuya erección se preo- 
cuparon los vecinos i las autoridades fué de la catedral, e hf- 
zose esto con tanta dilijencia, que en julio de 1648, esto es, 
catorce meses después del terremoto, estaban cortándose en los 
bosques del sud las maderas que debian emplearse en su fá- 
brica (2). 

Aprovecliáronse los nuevos constructores de la parte que ha- 
bia quedado en pié de la antigua catedral de Hurtado de Men- 
dosa, que consistía en su nave central i arquería de piedra que no 
habia sido demolida, i esto forzó a seguir el antiguo plan de las 
capillas laterales levantadas de adobe. Gomo en la obra de las 
catedrales (que por su culto especial i el patronato eran reputa- 
das dependencias reales) tomaba parte todo el pueblo, dividién- 
dose el gasto por terceras partes entre el rei, los vecinos i los 
indios, que en consecuencia prestaban su trabajo gratis (3), 



(1) Carta citada de los oidores. — Carvallo. 

(2) Carta citada de los oidores, julio 16 de 1648. 

(8) Memoria del vlrei Moates Claro», Giiáaara de la Maniilla, diciembre 12 
de 1615. 

HIBT. CBIT. 17 



— 258 — 

adelantó la construcción tan aprisa, que dos afios i medio des- 
pués de la ruina, esto es, el 22 de marzo de 1650, se hizo la 
traslación de los altares i de la encaristia de la humilde iglesia 
de tablas erijida en un costado de la plaza. La obra, con todo, 
no se terminó enteramente sino 27 años mas- tarde, porque la 
techumbre solo vino a terminarse en 1676 i la inauguración so- 
lemne de la iglesia tuvo lugar en 1687. 

De una manera lenta por la flaqueza de la fuerza, pei-o cons- 
tante en razou de los brios del espíritu i de las creencias, fue- 
ron levantándose todos los otros templos derribados. La Merced» 
a cuya fábrica dio especial impulso su provincial frai Francisco 
Rosa (1) i el marqués de Navamorquende, durante su corto 
gobierno, estaba terminada de nuevo en 1676, i por la celeridad 
de su reconstrucción (pues treinta años eran un breve espacio 
en esos lentos siglos), hemos de creer que la nueva iglesia no 
aventajaba en suntuosidad a la anterior de bumilde adobe. Por 
esa misma época Santo Domingo tenia mui adelantadas tres na- 
ves de cal i ladrillo, i sus magníficos provinciales, a pesar délos 
fieros capítulos que los dividían, rivalizaban en el afán común 
de que su templo fuera el primero entre las órdenes de regulares, 
triunfo que al fin ha conseguido en nuestros dias. Dos oidores 
que en 1776 dieron cueqta minuciosa al rei de los progresos 
monacales de Santiago, refieren que ese año ya se celebraban 
oficios en aquella iglesia, aunqus se hallaba lejos de estar ter- 
minada (2). Utro tanto tenia lugar en San Francisco, cuya igle- 
sia habia sufrido comparativamente poco, i con San Agustin, 
que se reconstruyó en su forma actual. No asi la Merced i Santo 
Domingo, cuyas iglesias son obra comparativamente modernas 
i casi de este siglo. 

La Compañia continuó también levantándose con una magni- 
fíc( ncia i una solidez tan estraordinaria, que si su primer tem- 
plo, siendo reputado el primero del reino, habia costado 150 
mil ducados, el que sus opulentos dueños construían ahora cos- 
taría cuatro tantos mas, esto es, seiscientos mil ducados (3). 
Los que hayan visto por sus ojos cómo estaban echados sus 



(1) Francisco llama a esto prelado Carvallo; pero en una carta que ha tenido 
]a bondad de escribirnos el ilustrado provincial de la Merced, frai Benjamín 
Kencoret, le nombra Alonso. Según el señor Reneoret, esta iglesia era de una 
gOla nave i su modelo se conserva todavía en una celda que se construyó dán- 
dole la forma de la iglesia. Esta subsistió hasta el terremoto de 1730. 

(2) Carta de los oidores don Diego Portales i don Juan de la Pefia Salazar 
de 16 de octubre de 1776. 

(3) Córdova Figuerci. 



_ 259 — 

cimientos, se daráo cuenta del esplendor con que se habian 
acabado sus detalles. 

Erijiéronse al mismo tiempo nuevas fundaciones piadosas, 
i ésta es la edad de esos conventos sucursales llamados colejio$y 
i de esos fraccionamientos de claustros que se conocen todavía 
con el nombre de recoletas. Solo la orden de franciscanos, que 
se sustentaba únicamente do limosnas, estableció dos de estas 
santas casas. En la Chimba, la recolección que existe en nues- 
tros dias, i que bajo la invocación de Santa Maria de las Cabe- 
zas se ediñcó en un sitio donado por don Nicolás de Saina 
(correjidor de Coquimbo) su esposa doña Maria Ferreira (i) i en 
la Ganada el colejio de San Diego, a cuya erección contribuyó 
poderosamente el obispo Humanzoro, que era fraile francisca- 
legándolé su biblioteca después de sus dias. El sitio de la fun- 
dación, que abarcaba una manzana por sus cuatro frentes^ tó 
habla donado una piadosa señora llamada doña Maria de Vie- 
ra (2). 

Pero donde se hizo mas visible la irresistible propensión de 
los espíritus al misticismo i a la contemplación relijiosa fué en 
el desarrollo de los monasterios de red usas. De tal manera cre- 
ció en las familias aquel proselitismo, reputado hasta hoi el 
mas seguro arbitrio de la salvación eterna, que las agustinas se 
vieron forzadas, con el permiso del cabildo, a cerrar con una 
pared corrida la calle de su próxima manzana (1651), i otro 
tanto hicieron tres años mas tarde las monjas clarisas, esten- 
diéndose aquellas hasta la Cañada i las últimas hasta la calle 
del Teatro o San Agustín, en la forma que hoi existen. Circuns- 
tancia de tanta mayor significación, cuanto que las dotes exiji- 
das entonces a las enclaustradas equivalían a un caudal. Solo 
el de las agustinas pasaba de 2,300 pesos, i se moderó mas tar- 
de, I sin embargo, no todo era suntuosidad, ni lujo ni moda en 
aquellas ereaciones. La sociedad estaba íierida por un dolor 
profundo. Las almas vivian en una eterna congoja, en el temor 

(1) Segan una interesante carta del digno 'padre recoleto frai Francisco Pa- 
checo de fecha enero 18 de 1868, la primera iglesia tuvo solo una nave de 60 
yaraa de largo i 13 de ancho, al pié de cuyo altar mayor fueron enterrados bus 
fundadores. £1 claustro comprendía dos manzanar, i fué su primer proTincial 
frai Buenaventura Oten en 1663, cuyo prelado renunció ser provincial del con- 
vento grande por la guardiania de los recoletos. 

(2) Carvallo. — Los franciscanos tenían también, según este historiador, un 
noviciado llamado Convenio chico de San lldefon&o o la Granjilla, que dice •»* 
taba arruinado a fines del último siglo. Parécenos que este edificio no puede 
ser otro que el que Frezier marca en su caria do Santiago (1712) con el nombre 
de Nbvicicuioa de los JF^rancÍ8ca7i09 en un sitio vecino al que hoi oeupa la eaplllA 
de la Furísima en la Chimba. 



— 260 — 

indecible de la nada i del castigo, i es [preciso que así sea para 
que el observador desapasionado pueda esplicarse cómo ua 
pueblo entero pasó medio siglo edificando claustros, sin cui- 
darse de sus propios techos (1). 

Todo eso^ a la verdad, i cuanto existe de humano sobre la 
costra del orbe, arrancaba entre tanto descorazón déla criatura 
i de sus mas recónditas entrañas, porque si hoí mismo fuera 
la barreta del positivismo, que a su turno devora el regazo de 
la sociedad, a cabar los muros de aquellos templos grandiosos 
i de aquellas solitarias celdas, se echaría de ver que la liga que 
habia servido a la trabazón de sus cimientos, estaba amasada 
con lágrimas. 

Por estos mismos afios abríanse los heridos en que hoi asien- 
tan sus iglesias las monjas del Carmen de Santa Teresa, llama- 
das por el vulgo Carmen Allo^ i las de las de Santa Rosa de Lima 
que tuvieron oríjen en un humilde beaterío, pero de éstas, asi 
como del curioso oríjen de las antiguas MonjHas (hoi de la 
Victoria), verdaderas peregrinas de nuestra ciudad, a la que 
han dado vuelta como si fuera el mundo, nos reserraremos ha- 
cer memoria un poco mas adelante, a fin de guardar, en lo po- 
sible, el orden cronolójico de los acontecimientos. 

En medio de este estado ya endémico de los ánimos i de las 
cosas, que la codicia de doña Juana Salazar i los desafueros 
inauditos de Meneses no habían hecho sino agravar, llegó por 
fortuna para Chile, i en especial de Santiago, el hombre que^ 
según antes anunciamos, estaba llamado ei gran manera a re- 
parar males tan antiguos i que se creian ya de imposible cura. 

Era éste don Juan de Henriquez, natural de Lima, hijo de 
an oidor que en su juventud le envió a Europa a hacer sus es- 
tudios i sus armas. Dotado de una inlelijeqcia clara i aventa- 
jada^ de un espíritu fino, perspicaz, disimulado, maleable como 
los metales aquilatados, laboriosísimo pai'a una época en que 
el sueño era vida, infatigable en el propósito de allanar dificul- 
tades, que es la mejor parte i la mas ardua i rara del arte de 
gobernar; celoso de la hacienda piiblica tanto como de la suya 
propia, i de ésta lo era mucho; paciente, en fin, tolerante con los 
hombres, organizador de las cosas de gobierno, fecundo en ideas 
i de mas que liberales sentimientos para su época, don Juan de 
Henriquez es la gran lumbrera administrativa del siglo XVII. 
En este sentido, su misión es Cínica entre los gobernadores de 



(l) Ses^n an libro publicado en latín en 1662 (la lamosa Jeografia Jlaviana i 
•n magnífico atlas), no ezbtian en Santiago, que antes del terremoto habU te- 
nido cerca de trescientas easas, sino ochenta. Oet^ginta domicilia privatorum. 



— 261 — 

« 

aquel siclo i solo comparable a la del ilustre don Ambrosio 
O'Higgins, a quien cupo un puesto análogo a la postre del siglo 
subsiguiente. 

Como habia sido soldado, a la vez que jurisconsulto (en Ná* 
poles, donde fué togado, i en Lima, donde estaba al mando de 
las tropas), decían de él sus contemporáneos que si como perito 
de guerra era distinguido, en la ciencia del derecho pasaba por 
eximio; i aun lo llaman profesor. Su principal conato, apenas 
recibido del mando, que le entregó aquel don Diego González 
Montero, a quien cabian por lo común los isterinatos, fué en 
consecuencia, arreglar el ejército de las fronteras^ cuya discipli- 
na i organización económica se hallaba en un estado deplorable, 
desnudo, hambriento i sin pagas. Para salir de estos empeños 
cuenta Carvallo que hubo de hacerlo de su vajilla privada^ tal 
era la pobreza suma en que habia caldo la colonia. £1 trigo va- 
lia solo 4 reales la fanega, los ganados en proporción, i asi los 
demás frutos de la industria, que se reduela a la de los cueros 
i de los huesillos, el orégano i otras menestras embarcadas para 
el dispendio de Lima. 

Era esto de tal manera, que los fletes de mar, que antes ha- 
bia valido hasta cinco pesos el quintal, estaban ahora reducidos 
a cuatro i seis reales (1). 

No obstante el desmayo que era propio de tantas miserias, 
Henriquez acometió todo jénero de obras públicas. 

Desde 1662, los negociantes de Santiago, que eran por lo co- 
mún esportadores de frutos para el Perú, hablan consentido en 
establecer, después de graves consultas, uia contribución vo- 
luntaria, según la cual se cobrarla en Valparaíso un cuartillo 
de real jwr cada quintal de frutos que se embarcase, i como &e 
graduase el impuesto por el peso, llamóse aquel el ramo de ba- 
lanza. En esta calidad fué aprobado por Felipe IV (2), i aunque 
su objetp esclusivo era invertir su producto en la fabricación i 
reparo anual de los tajamares, que protejian la casa de cada 
cual, es preciso convenir que aquel hecho es uno de los fenó- 
menos mas estraordinarios de su siglo. Una conlribudon voliAn- 
^aria en Santiago era algo tan inusitado e inaudito como el 
terremoto de que llevamos dada larga i asombrosa cuenta. 

(1) Carta citada de los oidores Portales 1 la Pefia (1676). De un oeixso forma- 
do oficialmente por Jerónimo dé Quiroga, con asistencia de escribano, en 1671 
resultó que la población blanca de la ciudad de Santiago (no de sn jarisdiccion), 
no llegaba sino a 700 almas sin contar los menores de 14 aflos. 

(2) Cédula del Buen Retiro, julio 20 de 1663. Esta misma contribución yol- 
vio a ser aprobada por 10 afios por B. C. de setiembre 5 de, 1675, 1 con alguao« 
interyalos continuó rijiendo hasta principios del presente siglo. 



— 262 — 

Por el tiempo a que nos referimos no producía este arbilrto 
(pues tal 80 llamaba), sino 800 pesos, i con esa suma habíase 
construido algunas cuadras de pretil en años anteriores. En 
1661, el rejidor don Ignacio de Almaza había levantado una 
cuadra de ellos por orden del cabildo con el costo de 1676 pesos, 
i hécbose acreedor por su diiijencia a un voto de gracias (1). 
El gobernador Meaéses habia vendido también con este mismo 
objeto algunas varas de rejidores, pues era llegado ya para la 
exhausta Espa&a la época ignominiosa de la venalidad de los 
oficies. 

Pero el gobernador que después de Garcia Ramón acometiera 
de nuevo la empresa de protejcr de una manera permanente la 
ciudad contra las aguas, fué don Juan de Henriguez, i en su 
tiempo se terminaron aquellos tajamares que habia comenzado 
Jines de Lillo en 1609, i de los que ya no quedan sino escondi- 
dos vestijios. Los de la muralla que todavía corre paralela en 
ciertos trechos en los actuales pretiles, son de fecha mucho 
mas moderna. Los que fabricó Henrlquez fueron completamen- 
te destruidos en la gran avenida de 1768. 

La terminación de los tajamares en toda la estension fronte- 
riza a la ciudad, exijia como un complemento indispensable la 
construcción de un puente que uniese a ella el barrio de la 
Chimba, donde los frailes franciscanos acababan de exijir un 
claustro de recoletos de su orden. 

Henriquez hizo rambien ese puente, i este fué el primero que 
tuvo el Mapocho. Según algunos cronistas, era de seis arcos u 
ojos, como entonces se decía; según otros, era de trece i basta 
de diez i siete (2), i del mismo cuyas ruinas marca Frezier en 
8U carta de Santiago de 1712. Sus derruidos estribos se aprove- 
charon mas tarde para construir el que hoi se llama todavía el 
puente de palo^ en oposición al de cal i canto, por la calidad de 
sus materiales respectivos. 

Después de los tajamares i del puente, venia como una deri- 
vación lójica el establecimiento de una pila que trajese al ve- 
cindario el envidiable beneficio de las ricas fuentes de aguas 
naturales que abundaban en su vecindad, en leemplazo de los 
turbiones calcáreos i arcillosos del Mapocho, cuyos efectos sobre 
el sistema ha calificado con tan poca ceremonia el historiador 
Pérez García. 

(1) Archivo de la municipalidad. 

(2) Los oidores Portales i la Pefia, como[contemporHi)coB, dicen ocho ojos. Car- 
Tallo, que escribió siglo i medio mas tarde dice trece, tal vez porque despnes 
reeibió aquella obra algún ensanche. Córdova Figneroa, que fué contemporá- 
neo, da la última cifra. 



— 263 — 

A Henriguez cupo, en consecuencia, él honor de traer el agua 
de Ramón hasta el centro de la plaza de Santiago, proyecto que 
pendía desde 1595. Encargóse el cabildo de su conducción has- 
ta el sitio que hasta hoi se llama Las eajilas de agua^ i donde 
entonces existia un huerto de ciruelos de un vecino llamado 
Tomas Febres. I hubo en esto la particularidad de que la pie- 
dra con que se cubrió el cauce de cal i ladrillo, trabajado hasta 
aquel punto, faé traida de Valdivia, donde es conocida con el 
nombre de cancagua i despreciada por su frajilidad i poca du- 
reza. 

Para hacer llegar el acueducto del arrabal al centro de la po- 
blaciou; celebraron el cabildo i los síndicos de San Francisco 
1 de las Claras un convenio, según el cual se pondrían tres pi- 
las, una en la plaza i una en cada convento^ pagando los esti- 
pulantes por terceras partes el costo de la olDra (1) Hízose así, 
empleándose aquellos antiguos tubos de greda, sepultados a 
cinco o seis metros de profundidad, que solían tener las calles 
de los barrios orientales hechas araero por las escavaciones 
para repararlas, especialmente en la directa del Alto del Puerto 
a la plaza por donde venia el tubo madre. 

£1 agua de Ramón siguió corriendo para el libre abasto público 
hasta las Cajas de aguas, que se hicieron de este modo un sitio 
de recreo para los que iban a bebería en toda su natural pure- 
za, i de aquí sin duda vino el que mas tarde se hiciera allí uno 
de nuestros mas hermosos paseos suburbanos. La gran inunda- 
ción llamada todavía la avenida grande que tuvo lugar en 1733, 
privó a Santiago de este beneñcio, que acaba de serle devuelto 
bajo una forma que habría parecido a nuestros abuelos obra de 
brujería. 

En aquellos tiempos, modelar i fundir una pila de bronce era 
una empresa que parecía superior a toda dilijencia, pero la del 
gobernador Henriquez fué bastante a procurársela. Hizo venir 
de las fronteras un escelente armero que entendía de fundición; 
i con un mulato albañil de su propiedad, que tenia a su ser\ri- 
cio, emprendió la obra. Existe ésta todavía en la forma de una 

(1) Escritará pública celebrada ante el escribano Matías de Uga el 2 de oe- 
tabre de 1682, entre José González Manrique, procarador de ciudad, por parte 
del cabildo, el capitán don Francisco Bardeci, sindico de San Francisco, i don 
Jaan de Toro, que lo era de las Claras. Para mas detalles, véase el Rejistro mu- 
nicipal de marzo 27 de 1828. Allí se dice que en 1695 el agua de Ramón corría 
hasta la pila de la plaza pública, pero no hemos encontrado otra huella de esta 
obra pública. Talvez entonces se traería por un cauce a herido abierto, lo qne 
ha sido dempre de sencillísima i barata realización. Aun después de esta época 
i en el siglo subsiguiente, notamos que ocurrían largas interrupciones de afloe 
en el suministro de agua pura a la ciudad, particularmente en 1718. 



— 264 — 

colamna coronada de una elegante lasa en el óvalo de San Mi- 
gnel déla Cafiada, a dónde la ba hecho llegar de inmigración en 
inmigración i de desden en desden el ignorante desprecio de 
nuestros ediles, desde que fué arrancada del sitio que refrescó 
durante cerca de dos siglos en el centro de la plaza pública 
(1771-1836). Una inscripción que con gran dificultad se lee 
todavía en forma espiral en su columna, da todavía testimonio 
de su venerable antigüedad, que en otro pais la habría hecho 
acreedora a la vidriera de un museo, como es hoi adorno de una 
avenida solitaria i lo será después de un basural. 

....Gobernando el muí ilustre señoe- don Juan Henriqüez 

GOBERNADOR I CAPITÁN JENER AL. -^ALONSO MeLENDEZ ME FESIT (sic). 

Emprendió también Henriqüez la construcción de calzadas en 
las calles que aquel nombre se daba entonces a las veredas, i 
es digno de fijar la atención que un hombre tan celoso como él 
del adelanto local, i por lo tanto tan ilustre, don Ambrosio 
O'Higgins, reemplazara éstas un siglo mas [tarde con los en- 
losados que en aquellas sustituyeron a los toscos guijarros 
del rio. 

Tuvo también aquel funcionario la alegría de escuchar la 
primera campanada del reloj que hábiles obreros jesuítas, ve- 
nidos de Alemania, trabajaron para la torre de la Compañía, i 
es el mismo que se conserva todavía con justa, pero casual es- 
timación, en la torre de Santa Ana. Dio su claro martinete el 
primer golpe en la noche intermedia entre el 31 de diciembre 
de 1770 i el 1.® de enero de 1771, i toda la ciudad estuvo des- 
pierta con el oído atento i el aliento comprimido en las válvu- 
las del pecho hasta que la admirable máquina hizo vibrar su 
primer latido despertando Intensos regocijos. La era de la queda 
iba a ser ya una redundancia si no un anacronismo. 

£1 gobernador Henriqüez había dado cíen pesos de los fondos 
de cabildo para ausiliar aquella máquina, por el beneficio que 
reportaría a la ciudad. 

Otra de las obi as que se recuerdan de aquel celoso mandata- 
rio, fué la conclusión de la casa consejil que hablan comenzado 
sus antecesores, después de la ruina, sin poderle dar remate por 
la insondable pobreza en que se había sumerjido el reino^ i en 
especial la ciudad. 

No era, empero, aquella ni con mucho una obra tan impor- 
taste como la que hoi existe, i que es mas de un siglo pos- 
terior. 

Tenia por todos estos motivos el pueblo de Santiago una obli- 
gación de gratitud para con su activo reconstructor, i talvez 
por esto cuando 'se colocó su retrato, según era costumbre, en 



_ 265 — 

la sala de los gobernadores, se le adornó con un letrero en que 
se recordaban sus principales beneficios (1). 

Pero no se crea por esto que Henriquez descuidaba sus pro- 
pios proventos, porque lo menos que se dice de él es que de 14 
mil indios que se hicieron cautivos durante su gobierno se ad- 
judicó así mismo no menos de ochocientos, los cuales vendió a 
los chacareros de Santiago a razón de 250 duros la piedra, paga- 
deros en los trigos de cosecha. I como éste se cotizaba a cuaíro 
reales, i el gobernador lo vendia al ejército a dos pesos, calcu- 
lábase que en esta sola negociación el injenioso gobernador ha- 
bla echado en sus bolsillos ochocientos mil pesos de provecho 
neto (2). 

No había descuidado tampoco Henriquez asistir con la libe- 
ralidad que era posible en aquellos años de imponderable estre- 
chez, a la fábrica de los templos, según el espíritu reinante, A 
su salida del gobierno (1682) la Catedral se encontraba comple- 
tamente cubierta; i de su propio peculio habia dado 400 pesos 
i 600 tablas, valorizadas a dos pesos cada una, al convento de 
Santo Domingo, que continuaba siendo la orden favorita de los 
presidentes. Casi otro tanto habia dado un hermano suyo lla- 
mado don Gaspar, don Blas o don Baltasar, que algunos de estos 
nombres era, sin que importe a la historia cuál. Habia tenido 
también el gobernador limeño durante su largo goLierno de 
doce años el orgullo de dejar fundado un nuevo monasterio, 
porque como en el siglo subsiguiente estuvo de moda el fundar 
pueblos, de donde nos vino el semillero que tenemos repartido 
en todo el territorio, así en el siglo cuya crónica estamos por 
agotar, no se consideraba período feliz sino aquel en que cada 
gobernador habia cavado los cimientos o de una iglesia, o er- 

[1) Pérez García vio este retrato en 1781 i hace menciou especial de él. Es 
]a misma galería de que habla el navegante ingles Vancouver caando fué reei« 
bido ea el palacio por el presidente 0*HiggÍQS, i en la cual figuraba en esa 
época (1795) el retrato de su huésped como el último de la serie. 

Tan preciosa colección fué destrozada por las turbas que invadieron el pala- 
cio de los presidentes en la noche de la batalla de Chacabuco, i cuando se supo 
que Marcó lo habia abandonado. Esta desgraciada circunstancia ha hecho que 
los amantes de la historia nacional liayan perdido una fuente de información 
en que el arte, las costumbres, los trajes i los caracteres mismos habrían venido 
en ausilio de la filosofía que guia en la investigación de aquella. Los peruanosi 
tienen este admirable recurso en su completa galena conservada (con bastante 
descuidóles verdad) en el Museo de Lima i que se estienJe desde Francisco 
Pizarro al virei don Juan Laserna (1535-1822). Entre esta serie se encuentran 
los retratos de Manso, Jáuregul, O'Higglns i Aviles, que fueron los únicos vire'- 
yes i antes presidentes de Chile. 

(2) Carvallo. 



— 366 — 

mita, o capilla^ o siguiera hospedería, mucho mas un claustro 
de nobles doncellas i de venerables viudas. 



SITIO I ASALTO DE UN MONASTERIO. 

El lunes 7 de febrero de 1G78 dejaban la portería de las Cía- 
risas de la Cañada seis monjas presididas de la antigua abadesa 
Sor Úisula Araos, e iban a instalarse en una casa recien cons 
truida en el ángulo nordeste de la plaza principal, frente a las 
casas de cabildo, i ese mismo dia, bajo los auspicios del presi- 
dente Henriguez i del rei Carlos If guedaba fundado el real 
monasterio de Nuestra Señora de la Victoria^ cuya última con- 
tinuaba siendo, junto con la vírjen del Socorro, la patrona de 
Santiago. 

La historia de esta instalación, gue mas tenia de cisma que 
de mudanza, es digna de ser recordada con a!guua especialidad, 
porgue es una pajina mas agregada a las novelescas peregrína- 
ciones gue las desgraciadas monjas de Santa Clara, a ejemplo 
de la patix)na de su advocación, habian hecho por la tierra i 
por el mar desde su primitiva fundación en Osorno. 

En el lugar correspondiente dijimos gue al trasladarse a £s< 
paña el obispo Pérez de Espinosa, gue les habia dado hospita- 
lidad en Santiago en los primeros aú&s del siglo, delegó su 
jurísdiccion en los provinciales de San Francisco, por el doble 
motivo, sin duda, de la añnidad gue existia en ambas reglas i 
por la proximidad de sus claustros. 

No admitieron, sin embargo, las madres de buen grado agüe- 
lla sumisión, i pusieron pleito a sus tutores pretendiendo no 
depender como las Agustinas sino del cayado del ordinario. De 
aguí un gran escándalo. 

«La abadesa, dice Carvallo, a guien vamos a dejar referir 
este curiosísimo episodio, con. la mayor parte de su comuni- 
dad pretendió sustraerse de la jurisdicción del Provincial. Alegó 
gue en su fundación de la ciudad de Oiorno fueron subordina- 
das al órdioario, i lo mismo en su actual establecimiento en la 
ciudad de Santiago. I gue haberlas dejado el ilustrísimo obispo 
doctor frai Juan Pérez de Espinosa, cuando abandonó su obis- 
pado, bajo la superioridad del provincial, fué lo mismo gue 
nombrar al provincial de San Francisco de provisor de su mo- 
nasterio, cuya superioridad rehusaba, i reclamaba a su lejítimo 
superior. 

fSiguióse pleito i se nombraron por jueces al ilustrísimo 
señor doctor frai Dionisio Cimbrón, obispo de la ciudad de la 



— 267 — 

€k>Dcepcioii, que a la sazón se hallaba en la capital, i al maestre 
don Alonso de Córdova, presbítero. 

•Vistos los autos, sentenciaron a favor de la abadesa. El 
provincial apeló al Metropolitano (de Lima) i ganó sentencia a 
su favor i una real provisión del virei, amparando en la pose- 
sión al actual provincial i a sus sucesores, dirijida ala Real 
Audiencia de Chile, para que se le diese cumplimiento. 

» Aquel tribunal encargó su ejecución al doctor don Pedro de 
Azaña, Solis de Palacio, uno de los ministros que componian el 
tribunal. 

»Para verificarlo dispuso cercar el monasterio con tres com- 
pañías de milicias conducidas por su maestre de campo don 
Antonio Calero; i acompañado del R. P. frai Alonso Cordero, 
provincial, con toda su numerosa familia relijiosa entró en el 
monasterio. 

»Se tocé la campana a comunidad, i juntas aquellas'^señoras 
en la sala capitular, se les intimó la sentencia del Metropolita- 
no i la leal provisión del virei. Oída, protestaron de la fuerza 
que se les hacia i el recurso al supremo Consejo de Indias i al 
Sumo Pontífice i a los tribunales que mas les conviniese. En- 
tonceb el doctor Azaña las ultrajó i lo mismo el provincial con 
palabras injuriosas i las amenazaron. 

» Exasperadas las relijiosas por el violento despojo de sus 
derechos e intimidadas con las amenazas, con la numerosa co- 
munidad de relijiosos i con la tropa armada que cercaba el 
monasterio^ apelaron a la fuga. La tropa intentó contenerlas 
usando de violencia, i a empellones i golpes procuraron arre- 
drarlas. Pero algunas de aquellas ultrajadas señoras se escapa- 
ron corriendo i las demás quedaron sufriendo el ultraje. 

sSe esparció la triste noticia por toda la ciudad, i los padres, 
los hermanos i los parientes de aquellas relijiosas corrieron pre- 
surosos a la real audiencia, que se hallaba en su sala, despa- 
chando los negocios forenses. Viendo aquel sabio tribunal el 
riesgo que corría la quietud pública, salió en cuerpo de tribu- 
nal hacia el monasterio: pero la tropa, que tenia orden de su 
jefe para no dejar entrar persona alguna, le resistió la entrada 
i tomó el partido de enviar al escribano de cámara para inti- 
mar al doctor Azaña un decreto de suspensión de la comisión. 

»Mas, todo fué ocioso, i aunque el tribunal i el ayuntamien- 
to precedido de su correjidor don José de Morales i Negrete, 
i de sus alcaldes ordinarios don Valentín Fernandez de Córdova 
i don Martin de Urquiza^ seguidos de todo el pueblo apellidaron 
la voz del reí, no fué bastante para que cediesen, porque a con- 
secuencia de la orden que tenia la tropa se dispuso a defender 



— ses — 

la puerta i llegó el caso de hacer fuego. A mucho sé propasa 
la imprudencia, i fué grande el escándalo que hubo i estuTie- 
ron a punto de un rompimiento del pueblo contra la tropa i 
contra la comunidad de San Francisco. 

iSalieron aquellas señoras relijiosas con su resolución, por- 
que las mujeres, cuanto tienen de tímidas antes de entrar en 
un empeüo, tienen de constantes puestas ya en los lances, i se 
sustrajeron de la jurisdicción del provincial refujiándose en las 
Agustinas, en el monasterio de la Concepción de Nuestra Seño- 
ra, donde siguieron su instituto con santa emulación. 

lEl oidor comisionado intentó capitular de promovedor de 
motin al ayuntamiento, pero este ilustre cuerpo se indemnizó 
con una cumplida información del hecho, i de su moderación, 
de que fué testigo ocular el tribunal de la Audiencia, i de todo 
se dio aviso al soberano para su real deliberación. £1 juez ecle- 
siástico declaró inclusos en el canon: I^guis suctdenle a todos 
los que de la información del hecho que mandó hacer^ salieran 
agresores de los ultrajes inferidos a las relijiosas. 

«Orientado el virei de todo lo acaecido libró otra real pi'ovi- 
sion mandando a la señora abadesa del monasterio de la CSon- 
cepcion de Nuestra Señora despidiese de su casa a sus venera- 
bles huéspedas^ i a éstas que volviesen a la suya, -dejándolas el 
derecho a salvo para que ocurriesen a donde mas les convi- 
niese i amparando entre tanto al provincial en su posesión. 
Obedecieron estas señoras agraviadas, i ocurrieron a la curia 
romana, i la sagrada congregación pronunció la siguiente sen- 
tencia en 12 de febrero de 1661: «Vistos los procesos i alegatos 
de una i otra parte por los eminentísimos cardenales, juzgaron 
todos i sentenciaron que las dichas monjas nunca habian sido 
sujetas a los relijiosos de San Francisco sino al Ordinario i que 
a él se debian sujetar i mandaban que a él se sujetasen.» 

jpSe subió al Papa Alejandro Vil la decisión de los eminentísi- 
mos cardenales^ i Su Santidad la conQrmó en 25 del mismo 
mes i año por estas palabras: MÁlexander confimial seníenliam 5. 
Congregalionis que eodem anno 1'2. Februarii censml monaslerium 
Sante Clare in Regno Chilensi in omnibm, el per omnia ordinarü 
jurisdiciioni^ el quebeniro ribesse nullumqe pus compelere Regularte 
bus. % Quedaron victoriosas las monjas i salieron de este capri- 
choso litis» (1). 

(l) Todo esto consta de los acuerdos celebrados por el ayuntamiento en loa 
días 19 i 20 de diciembre de 1656 i 12 i 13 de enero da 67, que se hallan a f. 
1 75 i siguientes del libro de j^o visiones de la capital n.* 14, cuyas ton las clán- 
snlas que signen: **í temiendo mayores dafios en la obedienciA 1 sujeoion ál pre- 
lado regular, se salieron del dicho monasterio, i para impedírselo laa «eometie 



— 209 — 

I^ victoria quedó, pues» en definitiva por la toca, I la cogulla 
fué humillada. 

£1 terrible Azaña fué trasladado a la Audiencia de las Char- 
ca$, i suponemos que el no menos formidable Cordero no volvió 
a ser mas provincial de frailes ni de monjas. 

Has, fuera que el provincial tuviera en aquel claustro algunos 
paji*tidarios inconsolables, fuera por otros motivos, la discordia 
mal apagada siguió cundiendo en el rebaüo, i al fin estalló un 
verdadero cisma entre los bandos disidentes. 

Talvez para calmar esos escándalos ocurrlósele a un comer- 
ciante casi millonario llamado el capitán don Alonso del Campo 
Lantadílla legar seiscientos mil pesos para que se fundara una 
nqeva casa de Clarisas, que debería denominarse Santa Clara 
del Campo, i ocurrió precisamente este insólito legado en la 
éppca en que mas altos venian los disturbios. 

Pero en aquellos aúos, herencia i embrollo eran, como ton 
hoi, dos cosas enteramente idénticas, i como el caudal fuera 
tan injente, creyeron los oidores que valia mas dejarlo en las 
manos que los tenían a réditos, porque de esa suerte era mas 
fácil i provechoso cobrar los últimos que los primeros. El 
obispo que lo era a la sazón (1670) el voluntarioso Humanzoro, 
pretendía por su parte, i en esto daba tanta prueba de cordura 
como los oidores de entender cada uno su aegocio, que no se 
hiciera fundación de monjas de vida contemplativa, sino una 
casa de recqjidas de que la ciudad ya necesitaba con urjencia 
por las muchas pecadoras que en ella hablan nacido. 

Siguióse con este motivo un eterno e intrincado pleito, i 
hubo al fin de enviarse los autos al Consejo de Indias, no sabe- 
mos si en consulta o a virtud de aquel recurso que se llamaba 
de las mil i quinientas^ que ha quedado por refrán de tardanza 
entre nosotros, i según el cual se consignaban mil i quinientos 
pesos al tiempo de apelar. 

Esta vez, la apelación duró seis anos, (1670-1676) i al fin vino 
sentencia contra el obispo i los oidores, mandando que el nuevo 
monasterio se fundase sin pérdida de tiempo con los bienes del 
acaudalado Lantadílla. 

ron loa soldados i personas que habían ido a asistir al dicho señor oidor, ofen- 
diéndolas con las armas i a empellones, arrastrándolas por el snelo, i ponién- 
doles las manos en los rostros, arrastrándolas de los cabellos, siguiéndolas con 
otras demostraciones i agravios en la salida que hacian para reducirse al mo- 
nasterio de la limpia Concepción de esta ciudad, por las calles páblicas, obli- 
gándolas a correr, faldas en cinta, por los golpes 1 malos tratamientos que les 

habían hecho, e iban haciendo de lo cual resultó tan gravo escándalo que ha 

parecido stn ejemplo en la cm¿»an<ía¿?/*— (Carvallo M. S.) 



— 270 — 

Cupo, pues, al presidente Henriquez la fortuna de dar cum- 
plimiento a aquella real cédula. Compróse una manzana entera 
anexa a la plaza; edificóse el monasterio con una iglesia espa- 
ciosa, i, como queda dicho^ el lunes 7 de febrero de 1678 se 
hizo la traslación. Fluctúa todavia en el vulgo una vaga tradi- 
ción de que aquel cambio de domicilio se hizo con los acciden- 
tes de una fuga, corriendo las monjas cismáticas desgreñadas 
por las calles, mientras las que quedaban fíeles al antiguo es- 
capulario las perseguian con sendos torniscones. Pero esto nos 
parece haber sido una de los muchas abusiones^ que tal es la 
palabra inventada por el pueblo mas abusionero del mundo. 

Tal, fué entre tanto, el oríjen del monasterio de las monjas 
de la Victoria que el pueblo llamó instintivamente las monjiías^ 
por ser reto&os de un árbol ya viejo plantado en el huerto del 
solar contiguo. El monasterio de la Cañada comenzó por lo mis- 
mo a llamarse también desde esa época de Sania Clara la an^ 
ligua. 

Aunque estos borrascosos sucesos habían precedido en gran 
manera a la administración de don Juan de Henriquez, no care- 
ció la ultima de las tormentas eclesiásticas que fueron la marca 
de fuego de aquel siglo en que llovió agua bendita. 

Era el presidente conciliador, afablo i aun de trato humilde, 
a punto de haber dado mérito a un cronista (Pedro de Figueroa 
citado por Carvallo) para contar que, habiendQ ido un dia en 
persona a ver a un escribano para un asunto urjente, le halló 
dormido i no quiso que le despertaran. Pero, no obstante, hubo 
de habérselas con un obispo terco, empecinado i quisquilloso, 
que puso mas de una vez a prueba su tolerancia i su cortesía. 

Era aquel don Diego de Humanzoro, que habia tomado el 
báculo de la diócesis casi al propio tiempo que Henriquez em- 
puñaba el bastón del gobierno civil (1671). Prelado batallador, 
especie de trasunto de aquel pendenciero Pérez de Espinosa, 
fraile i franciscano como él, tenia tan a pechos los fueros de su 
iglesia i lo alto de sus prerogativas, que en una ocasión mandó 
arrojar de la iglesia en que se celebraban las honras de Felipe 
IV, nada menos que al prior de San Juan de Dios, Nicolás de 
Salles, tan solo porque^ siendo lego, habia tomado uno de los 
asientos destinados a la j^nte de categoría, desacato tan igno- 
minioso como innecesario que le costó al prelado un justo pleito 
de reparación puesto por el agraviado prior. 

Pero su querella de mas consecuencia ocurrió con la Real 
Audiencia i con Henriquez, como su presidente, i vamos a con- 
tarla, porque tales sucesos son la esencia i médula de la vida 



— 271 — 

colonial, en que cabrían sin artificio estas tres grandes divi- 
siones de la historia. 

Historia civil. — ^Pendencias de los presidentes con los dioce- 
sanos. 

Historia ec/c5tasííca.— Pendencia de los obispos con los presi- 
dentes. 

Historia judicial. — Pendencias de la Real Audiencia con todo 
el mundo (1). 

El resto de la historia se compone de las pendencias con los 
indios. 

Era costumbre que el .octavario de corpus lo costeasen los 
oidores, turnándose en el gasto uno en pos de otro cada día de 
los ocho en que aquel se celebraba; i en el que tuvo lugar en 
1662 (cuando Henriquez no habia llegado todavia a Chile), tai- 
vez por simplificar engorrosas ceremonias, acordaron aquellos 
invitar en conjunto al obispo a sus funciones, diputándole con 
un recado respetuoso al alguacil mayor, que por lo común era 
un gran tenor del pueblo. 

Pero el soberbio mitrado tomó a grave insulto aquella corte- 
sía, i como los oidores no lo levantaran, prohibió a sus clérigos 
que predicasen durante el octavario, a fin de quitar la mitad 
del lucimiento a las fiestas del copete. 

Llegado Henriquez al reino, quiso conciliar los ánimos en las 
fiestas del siguiente afio, i como presidente del real tribunal 
,fué en persona a hacer una reverente invitación por sí i sus 
colegas al enfadado diocesano. Pero ¿sesgó éste en su soberbia? 
Ni un solo ápice. La alternativa era: o iban los oidores en per- 
sona cada dia a invitarle para su respectivo turno, o él les ne- 
gaba su presencia i su cátedra en la iglesia metropolitana. 

Henriquez resolvió entonces con su peculiar sagacidad dar 
al orgulloso ministro un golpe certero^ i para esto dispuso con 
los suyos, que el octavario se celebrarla ese año (1663) en la 
iglesia privilejiada de Santo Domingo. 

Fuera de sí el obispo, i empeñado en deslucir aquellas obla- 
ciones solemnes del catolicismo, que él consideraba como pro-* 

(I) Ko era solo privativo de Chile este perenne desacuerdo de la autoridad 
eclesiáetica i civil, que es uno de los fenómenos mas dignos de un especial es- 
tudio en la era colonial. El vasto vircinato del Perú era solo un semillero de 
ese jénero de discordias i especialmente Lima. Consúltense las memorias de los 
vireyesy publicadas por Fuentes, i muí particularmente la escandalosa rivalidad 
i polémica que sostuvo por esta misma época (1684) el arzobispo Liñan con el 
duque de la Palata (don Melchor de Navarro i Rocaful). Las cartas de este úl- 
timo al arzobispo, que a su vez habia sido también virei, pueden citarse como 
un modelo de impasible pero comedida eneijia. 



— 272 — 

lanaa desde que er^ atentatorias a su orgullo, conminó a los 
miembros del ayuntamionto con censaras sí osaban solemnizar 
con su presencia las funciones de la Audiencia, admitiendo su 
convite. 

Pero esta vez volvió a ser vencida El octavario se celebró con 
especial esplendor, i a ias amenazas eclesiásticas del obispo la 
Real Audiencia contestó con una real provisión el 27 de mayo 
de 1663, poniendo a raya sus abusos. 

Otro de los alborotos de aquel tiempo, ocurrido durante el 
episcopado de Humanzoro, tuvo un oríjen mas fdtil todavía. 
Vamos a contarlo. 

Hasta 1660 era un hábito ya tradicional que en las proce- 
siones de Corpus el guión de la Municipalidad fuese llevado 
junto al palio, que cargaban los rejidores, i que la cruz capi- 
tular, símbolo de la autoridad prelaticia, marchase unos pocos 
pasos adelante. Pero a alguien ocurriósele en la procesión de 
aquel año [)oner en la misma línea de marcha la cruz i el guión. 
Terrible escándalo, i como eco un pleito que iría hasta el Con- 
sejo de Indias! Falló éste farsa tan pueril de la manera que solia 
en casos de escesiva nimiedad, pues hemos encontrado una 
leal cédula dada en el Buen retiro, el 3 de julio de 1662, en la 
cual se dispone tque se siga la costumbre hasta que el juez 
eclesiástico decida sobre la propiedadi, que era equivalente a 
no resolver nada, i esto, si no era lo mas legal, era sin disputa 
lo mas cuerdo (1). 

Al fin la muerte (1678) apagó les brios batalladores del alta- 
nero fraile, i su paciente cuanto hábil domador, don Juan de 
Henriquez, fuese a Espaíia (1682) a ocupar un puesto en el 
Consejo de Indias, que babia dirimido sus discordias, honor 
insigne que ni antes ni después de él disfrutó i\ingun presiden- 
te de Chile, mucho mas siendo americano. 

Entre tanto, .todo lo que la historia tiene que decir de ese 
nombí amiento escepcional (aparte la sombra de los ochocientos 
esclavos vendidos por írigo en yerba i otras que mas adelante 
aparecerán en el papel), era escepcionalmente merecido. 

(1) Colección de reales cédulas exiftentes en la Biblioteca Nacional. 



CAPITULO XXII. 



El tesorero de la Santa Cruzada. 



El tarUo Garro. — Cinco ¡nuntlacíones sucesivA^ del Mapocho. — ^Pérdida del 
Real Situado — ^A^iruela?. — Paciencia del santo Garro. — Singular preser- 
vativo contra la clú»mogr¿ifía de Santiago. — Constraccion de tajamares cti 
el barrio de San Pablo. — Inmoralidad, castigo i muerte de lo3 oidores Gar- 
cía Sftlazar i Cueva Lugo. — El TKSoacno i»k l% santa cruzada. — Fundación 
del monasterio del Carmen de Santa Teresa o Carmen Alto. — Frai Juan de 
la Concepción, su vida i su constancia de fundador. — El capitán P»ardeci. 
—El rci autoriza la fundación del monasterio. — Frai Juan de la Concep- 
cepcion viene de Guamanga i se traslada a Chuquiáaca en busca de monjas 
fundadoras. — Tráelas el correjidor Gaspar de Ahumada, i reyertas que 
sostiene con el fraile en el camino. — Fúndase definitivamente el monaste- 
rio. — Nuevos beateríos. — Ruidosa eausa criminal sobre una herencia del 
rei. — Los mercaderes portugueses López i Pasos. — Se establecen en San- 
tiago i cuantiosa fortuna que^acumulan. — El tesorero de la Santa Cruzada 
don Pedro de Torres. — Sus relaciones con Pasos. — Mueren los dos merca- 
deres, i Torres resulta su albacea. — ^Sus antiguas especulaciones i menosca- 
bo de su fortuna. — Mudanza que ee nota i dote fabuloso que da a en hija. 
— Los condes de Sieriabella i orijen de los portales de Santiago. — Miste- 
rios. — Legado que se atribuye a Pasos a favor del monasterio del Carmen. 
— Lo reclama en vano fral Juan de la Concepción. — Resuelve denunciar al 
tesorero Torres como usurpador de la herencia de los portugueses. — Se 
confabula con un fraile hijo de Pasos i lo delata al presidente Henriqnez i 
al oidor mas antiguo la Peña Salazar. — Desentiéndease éátos. — Curioso 
viaje del hijo de Pasos a Lima, su denuncia al virei Rocaful e intrigas 
por que desiste. — Porfía frai Juan de la Concepción i manda a España a 
su confabulado. — Carlos II ordena que se forme causa criminal al tesorero 
Torres. — Peripecias de este juicio. — Declaraciones de todos los nobles i 
ancianos de la ciudad. — Componenda, — Estado inconcloso del procer. — 
Sínodo diocesano de 1688.— Temblor de 1690. 



Succiió al feliz e industrioso don Juan de Henriquez en 1682 
un buen caballero llamado don Marcos José de Garro, que vino 
por ascenso del gobierno del Tucuman, como solia llamarse el 
de Bienos Aires; i el pueblo de Santiago, que siempre ha sido 

HI8T. OSIT. 1< 



— 274 — 

aficionado a los apodos dándolos en reemplazo de nombres i 
aun de apellidos, a los cojos, a los tuertos, a los curcunchos i los 
huacJws^ que etlos últimos son apodos de indios, púsole a la 
conclusión de su gobierno el sobrenombre de Santo. 

I a la verdad que el sanio Garro mereció aquel título como 
el santo Job el suyo, porque no hubo calamidad física i social 
que no aílíjese a la colonia durante su período. Cinco inunda- 
ciones del Mapocho que arrasaron los tajamares construidos 
con tanta constancia i oportunidad por el previsor Hénriquez; 
la pérdida en un naufrajio del real situado, que era el maná 
del desierto para los chilenos, verdaderos israelitas de la Amé- 
rica, entre las tribus que en ella tuvo España; profundas discor 
días i litijios prolongados en las familias de Santiago por causa 
de intereses; escanJalos de oidores relajados que mueren en el 
destierro; guerras con los iadios, interrumpidas solo por breves 
treguas de quietud i botin, i por último la propagación ya en- 
démica de la viruela, espectro que hacia su aparición cada pri- 
mavera: tales fueron lis pruebas que consagraron la santidad 
del paciente mandatario i lo hicieron digno de la canonización, 
que sin consultar a Roma le otorgó Santiago. De todas aquellas 
salió a la verdad triunfante. 

Comenzó por dar enrostro ala chismografia incurable del 
pueblo, especie de viruela santiaguina, para la cual no se ha 
inventado todavía la vacuna, haciendo pasear en unas andas 
por. los cuatro ángulos de la plaza, i a manera de pregón, unos 
veiutü i cinco mil pesos que constituían toda su fortuna, adqui- 
rida lícitamente con sus sueldos ea el otro lado de los Andes. 

A los desbordes de las avenidas opuso nuevos tajamares, i su 
paciencia, que era mas dura que el cal i canto. Como la inun- 
dación de 1683 rompiera hacia los barrios bajos déla ciudad, 
que se llaman hoi de las Capuchinas i San Pablo, hizo construir 
por el espacio de ochocientas varas, esto es, de cinco cuadras (1), 
el pretil que corre todavía, bien que reconstruido, desde los ar 
eos del puente hasta mas abajo de S ui Pablo. En los libros de 
cabildo encuéntrase ademas un acuerdo que tiene fecha de se- 
tiembre 9 de 1630, llamando a licitación para reparar los des- 
trozos del rio durante los arios corridos de 1680 a 1687. 

Puso remolió a la terrible pérdida áelsiluado (1685), que 
equivalía casi al hambre i a la rebelión del ejército, solicitan- 
do del vireí del Perú^ duque de la Palata, que viniese por tie- 
rra^ i directamente de las cajas de Potosí, con lo que se alio- 

(l) Gaj dice ochocientas varfls, Corvftllo sttecientafl eir.cnenta, lo qr.« haot 
oinco cuadras jastne« 



— 275 — 

rraron comisiones, fraudes i peligros (i). En las desavenencias 
de la sociedad, por acusaciones que se hacia a grandes perso- 
najes de haber usurpado injentes cantidades delrei, procedió 
con una tranquila i prudente firmsza, según luego hemos de 
ver con alguna detención. Por último, reprimió con severa 
mano el libertinaje desenfrenado a que solían entregarse, pre- 
validos de su inmunidad, los orgullosos oidores. Pagaron el tri- 
buto de este merecido castigo por sus escesos en una sociedad 
que ha sido siempre tan celosa de sus costumbres como la de 
Santiago, dos hombres licenciosos i desventurados que hablan 
llegado a Chile casi junto con el gobernador. 

Fueron aquellos don Juan de la Cueva i Lugo, que habia to- 
mado su puesto en la Audiencia en 1682» i don Sancho García 
Salazar, que lo habia hecho en el año subsiguiente. Sin embar- 
go, tan escandalosa fué desde el principio la conducta de.am- 
bos, i tan descarados sus amores, sus orjias i depravaciones, 
que, denunciados por el obispo (que lo era por entonces el ilus- 
trísimo Carrasco, natural de Saíia, en el Perú, i autor de nues- 
tro primer sínodo diocecano, que por aquellos años tuvo lugar), 
hubo de desterrarlos, al primero a Valdivia i al segundo, como 
reo de menores culpas, a Quiliota. Murió aquí García Salazar 
devorado de rubor a los ocho dias de haber llegado con su afren- 
ta a cuestas, al paso que, por un evento singular, su colega, tan 
infeliz como él, después de haber litigado algunos años sobre 
la justicia de su destierro en un presidio, obtuvo por gracia 
que le destinaran a aquel precioso lugar, i allí no tardó en mo- 
rir, reunienlo así la muerte en un solo féretro a los que tantas 
veces la vida i el placer habia asociado en el festín i en la 
alcoba. 

Alcanzó también el presidente Garro, como su antecesor Hen« 
riquez, el envidiado privilejio de hacer la fundación de un 
nuevo monasterio. Fué éste el llamado Carmen Alio de la orden 
de la inspirada Teresa de Jesús, santa moderna i española, que 
hacia apenas medio siglo habia sido canonizada (1622), por cuya 
razón hallábase en gran voga en la Península i en América. 

Habíanse dalo los primeros pasos de su fundación en tiempo 
del presidente Henriquez, según antes dijimos, i fué su inicia- 
dor un fraile portugués, carmelito descalzo^ tan exaltado como 
apostólico, llamado Juan deja Concepción. 

(1) El rei dispuso el 6 de enero de 1687 qne se trajese directamente el »Í- 
tuado de Potosi, via Atacama. El duque de la Palata contrarió esta dispotielou 
por oficio de 16 do abril de aquel año, pero no sabemos si llegó a alterarte el 
Antiguo itiBerario. Suponemo:?, sin embarga, qne se siguió siempre el dirtcto d« 
lima. 



— Í76 — 

Durante el gobierno del presidente último nombrado había 
Tenido a América el fraile lusitano en demanda de cierta he- 
lencia que su padre habia dejado en las Charcas, i al volverse a 
su país, via de Buenos Aires, por donde babia entrado, el gober- 
nador de aquella colonia, que a la sazón era Garro, le impidió 
que Fe embarcase, porque siendo portugués el fraile, el buque 
que debia llevarlo conducía también despachos importantei 
sobre las desavenencias a que daba lugar la colonia portuguesa 
del Sacramento, situada a la embocadura del rio de la Plata. 
Kl fraile descalzo tenia un espíritu activo, viandante i un fervor 
relijioso sincero i profuíjdo, por manera que^ a pesar de sus 
desventajas de nacionalidad, obtuvo del obispo de aquella dió- 
cesis, Ascona, que le nombrara cura de la villa de Lujan, i 
después de haber edificado allí una iglesia con limosnas, pasó 
a Chile sin mas compañia que un pequeño lienzo del Carmen 
i un cajoocillo de lata para recibir oblaciones. 

Tuvo tanta dilijencia en su misión, i encontró tan bien dis- 
puesta la tierra, a pesar de su pobreza, bien que nunca fué po- 
bre pata la alcancía, que el padre forastero presto llenó la déla 
santa con gruesos patacones. Solo de los soldados de los tercios 
fronterizos, a cuyos cuarteles llegó, recojió 683 pesos, a dedu- 
cir del situado cuando éste se distribuyera. 

Provisto de una suma de tres a cuatro mil pesos, el carmeli- 
ta buscó como asociado a un caballero de distinción, que antes 
hemos nombrado como síndico del convento de San Francisco. 
Era éste el capitán don Francisco Bardeci. 

Puestos en consorcio, edificaron ambos una humille capilla 
en el sitio mismo que hoi ocupa su claustro i su iglesia recien- 
temente restaurada, i que era donde el piadoso Bardeci tenia 
su morada (i). 



(l> Existe en el arühivo de la Real Audiencia an cnerpo de antoe que con- 
tiene ana memoria firmada por frai Juan de la Concepción en Santiago el 17 
de diciembre de 1691» acompañada de un inventarío, eegan el cual el valor de 
la capilla i de sus enseres llegaba a 6,040 pesos. Entre las diversas partidas del 
inventario se leen algunas como las siguientes: por el acomodo de la capilla, 
que se componía de dos aposentos pintados de amarillo con una guarda pintada 
de colorado, 63 pesos. Por una calzada de pledra^trabajada delante de la puerta 
por donde pasaba una acequia, 20 pesos. Por tres imájenee de vestir del C&r- 
men, Santa Teresa i Magdalena, 150 pesos. Por un nifio Jesús» 20 p^aos. Por U 
hechura de un cristo de naranja dulce, 117 pesos (i éste tal vez fué el cristo por 
el que las monjas no podian sentir reverencia por haberlo conocido naranjo!). 
Por último, por cuatro mil tejas que se hablan cortado, a quince pesos el mil, 
60 pesos. 

En una plancha de mármol incrustada en la pared de la iglesiA del Carmen 



— 277 — 

Echados estos cimientos, Bardeci i el ardoroso portugués 
ocurrieron al reí por la licencia de una fundación. Sin graves 
diñcultades ni demoras otorgóselas Ciarlos II por cédula de 17 
de julio de 163i, con tal que las congruas de las monjas, que 
en la primera solicitud eran mui escasas, fuesen mejoradas. 

Accedió Bardeci, i habiéndose presentado éste a la Audiencia 
con un pedimento en quo decia que el número de las monjas 
«era limitado, su vf^stido pobre i humilde, i sus mantenimien* 
tos parcos i la tierra abundante de ellos» (1), dióle el presiden- 
te Garro licencia para hacer la fundación del monasterio. 

El incansable fraile se hallaba a la sazón en Guamanga, den • 
tro del corazón de las sierras del Perú con su lienzo i alcancía; 
pero al saber la nueva, vino a Chile lleno de gozo i volvió a 
marcharse a Chuquisaca^ donde existia un convento de carme- 
litas que debia suministrar las hermanas fundadoras. 

Accedió el arzobispo de las Charcas a la solicitud afanosa del 
fraile, apoyada por el presidente Garro, i le concedió tres mon- 
jas, nombrándolo capellán de ellas. Mas, por escrúpulos u otra 
causa, no consintió en que vinieran a su cargo durante tan 
larga travesía, i confiólas al cuidado i responsabilidad del capí- 
t?n don Gaspar do Ahumada^ hijo de aquel altivo don Vale- 
riano de Ahumada, de que antes dimos cuenta, i que por razón 
de política o de neg)cios se habia ^trasladado a aquel país. 

Venia don Gaspar provisto de correjidor de Santiago, i era 
un caballero de mucha cuenta; pero agraviado el fraile descalzo 
por el desaire que habia recibido, vino durante toda aquella 
jornada de 500 leguas suscitándole todo jénero de capítulos 
para quitarle la conducción de sus monjas. Púsole las primeras 
dificultades en Potosí, i el arzobispo las zanjó en contra del 
fraile; pero en llegando a Copiapó, obstinóse de nuevo en que 
las monjas eran ^uyas, dando esta vez por razón que habia con- 
cluido la jurisdicción d^l arzobispo que las confiara a Ahuma- 
da. Otro tanto pretendió en el valle de Coquimbo, según lo de- 
clara el último (2), pero todo en vano, porque las buenas madres 
etriraron a Santiago en la noche del 8 de diciembre de 1689, 
bajo la responsabilidad i. amparo del correjidor. 
Tal fué el oríjen i las aventuras de las primeras monjas del 

Alto, al pié del altar qne representa el éstans de Santa Teresa, se lee bol eeta 
inscripción: 

FiULVCisco Babdeci 

I Basnata de la CiyA oedixbon bu fbofia casa 1690. 

(1) Memoria auténtica del capitán Bardeci en los autos arriba citados. 
(í) Antes citado. 



— 278 — 

hábito del Carmen que vinieron a Chile, pues las del segundo, 
o Carmen Bajo^ como se llama a las de San Rafael » son de un 
siglo posterior i tuvieron una razón de ser no menos singular. 

El actual monasterio no quedó con toio radicalmente funda- 
dado sino on 1703 a virtud de cierta donación de una señora 
llamada doüa Ana de Flores, que tuvo la doble opulencia de la 
fortuna i de la viudedad, pues antes de desaparecer de este 
mundo habia visto pasar al otro tres de sus maridos. Fueron 
éstos el oidor don Manuel Muñoz de Cuevas o Coello (1), que 
habia venido provisto en 1662, el tesorero don José Gándara 
Zorrilla i don Antonio Calero ya citado en el atropello de las 
Claras. 

Por este mismo tiempo comenzó a echar raices en el fecundo 
suelo de Santiago el monasterio de Santa Rosa de Lima que hoi 
existe, i que en sus principios fué para los frailes dominicos lo 
que habia sido el de Santa Clara la antigua para los francisca- 
nos. Pero como su fundación canónica data del siglo posterior, 
siendo conocido ea el que ahora corre como un simple beaterío, 
reservaremos para su noticia la pajina oportuna. Aprobóse 
también en tiempo del presidente Garro, por cédula de Carlos H 
espedida el 23 de setiembre de IGUO, un hermitaje fundado por 
una beata llamada Inés Moreno i León, que logró reunir hasta 
doce asociadas; pero como no volvemos a encontrar noticia de 
esta institución, suponemos que se disolvería a pooo de fun- 
darse. 

Guando el justificado presidente Garro se preparaba para sa- 
lir del reino, después de un gobierno de diez años, inicióse 
también una causa de gran estr<?pito social, cuya simiente 
habia dejado escondida su antecesor antes de partir, i como el 
asunto sobre que aquella versa arroja una luz preciosa sobre el 
estado de nuestra sociedad al cerrarse el largo siglo XVíI, i 
trae al propio tiempo al escenario público a muchos de los mas 
encumbrados personajes que a la sazón figuraban (algunos de 
los que no nos son del todo desconocidos), vamos a presentar de 
ella i de sus antecedentes un breve trasunto (2). 

Por el año de 1639 habia llegado a Buenos Aires un joven 
portugués llamado don Francisco López Caguinca, médico de 

(1) Coello dice el sefior Eizsgairre en su historia. Cuevas lo llama Pérez 
Garda. 

(2) Constan aquellos de un grueso cuerpo de autos del archiiro de la Real 
Audiencia, que tiene en su carátula el siguiente titulo: Cama criminal que par 
títpeeial comisión de S, M. ae ha formado contra el capitán Pedro de Torre*, te* 
torero de la Cruzadüf sobre la confiscación de los bienes del licenciado Francisco 
Lopex Caguinca i capUan Francisco Pasos, portugutses de nación. 



— 279 — 

profesión, en demanda del lucro que el tráfico de América pro- 
porcionaba de seguro a los europeos, i especialmente a los 
españoles i portugueses, que políticamente formaban con aqucf- 
llos un solo pueblo, a virtud de la anexión de su pais al trono 
de Castilla. Ocup^^se al principio el joven mercader en la carre- 
ra entre el Brasil i el Plata, i pocos afios mas tarde <10i3) le 
encontramos al lado del obispo de Córdova de Tucuman, don 
Melchor Maldonado, como administrador de sus rentas episco- 
pales, i talvez por esta razón orJenado a mas de clérigo. 

Nueve años mas tarde, i cuando ya el Portugal era una na- 
ción independendiente (1652), trasladóse a Chile i elijió a San- 
tiago para su residencia. Vino en esta ocasión asociado con un 
compatriota suyo llamado don Francisco Pasos, que habia aco- 
piado algún caudal en el comercio. Juntando ésto, que al parecer 
no pasaba de diez mil pesos, con el del médico-clérigo, ajusta- 
ron ambos una compaña de negocios^ en virtud déla cual Pasos 
haria frecuentes viajes a Lima, llevando frutos del pais, que 
trocarla en aquella plaza por mercaderías europeas, pues en 
esto consistía la suma del comercio en aquellos tiempoji. López 
residiría en Santiago, donde su diiijencia i honradez le adqui- 
rieron pronto el título de síndico de las monjas Claras i conta- 
dor de la Catedral, cuyo destino análogo habia desempeñado en 
Córdova. 

Al cabo de los años, los dos traficantes portugueses acopia- 
ron una injeiUe fortuna i se hicieron arbitros del mercado de 
Santiago. De las cuentas presentadas por sus albaceas i que au- 
téntica, si bien casi inintelijible, tenemos a la vista, resultaba 
que abarcaban todos los ramos del comercio colonial; compraban 
cueros i sebos, daban dinero a interés, recibian prendas, res- 
cataban oro, i tenían bajo su dependencia hasta una botica con 
que les habia hecho pago un deudor fallido. El oro en hoja con 
que el obií^po Ilumanzoro habia hecho bruñir el sagrario i el 
altar de San Antonio de la nueva catedral, habia sido comprado 
en la tienda de los portugueses. Vécse estampados en sus libros 
los nombres mas aristocráticos de la ciudad, sin esceptuar mu- 
chos de damas, asi como los mas humildes, i entre el cúmulo 
de mamotretos que foi'man el archivo de los litijios de aquella 
edad, hemos tenido entre las manos uno ejecutivo, por el ciial 
el presbítero Pasos cobraba en 1669 la cantidad de 1,800 pesos 
aun cierto Tomas Calderón. Puede juzgarse de lo crecido de 
su jiro por e! hecho de haber venido de Lima en una sola oca- 
sión, a la orden de Pasos en el barco la Bejoña en 1671, la can- 
tidad de cuarenta mil pesos que en el acto puso a rédito entre 
diversas personas. A un tal León Gómez prestóle 14,000 peso», 



— 280 — 

5,000 a un Manuel Cabezón^ que asi lo declara el último en el 
proceso cuyo título hemos recordado, i el resto a d«n Pedro de 
Torres, tesorero de la Sania Cruzada. 

Era esle un gran señor de la comunidad colonial^ especulador 
atrevido, rico en ocasiones, preso por deudas en otras, i que 
entre sus mas abultadas negociaciones habla hecho la de com- 
prar en 25,000 pesos latesoieria de la bula, i esto dará una 
idea de lo caro que era, (hablando católicamente), comer carne 
en el pais en que la caine se echaba por la corriente de los rios. 
En uno de sus viajes de comercio a traer los fardos de la bula, 
habia conocido en Lima a don Francisco Pasos, habitado jun- 
tos, prestádose. recíprocamente la bolsa; i sobre esta ara, si no 
la mas sagrada, la mas indisoluble entre los hombres, habiaa 
fundado una estrecha amistad. 

La afección del uno por el otro tenia con lodo una notoria 
desigualdad. 

Pasos era viejo i el tesorero disfrutaba todavía la plena loza- 
nia de la vida. Entre los años provectos del uno i los vigorosos 
del otro, podia caber la lápida de una tumba i dentro de su 
fosa hallarse un testamento o un legado. El tesorero tenia toda 
la ventaja, i esto no es raro, porque los tesoreros siempre la 
tienen. 

Entre tanto, por el tiempo en que comenzó su gobierno el 
presidente Henriquez, los dos negociantes portugueses comenza- 
ron a recojersus créditos, fuese con el propósito de ir a morir a 
su patria, como algunos lo suponían, fuese por vivir en la paz 
de su caudal, guardado bajo de la almohada. En 1680 hacia ya 
años que el clérigo López se hallaba postrado en su lecho, «bal . 
dado de pies i manos, i dicen algunos de los testigos que le so- 
brevivieron. Pasos servia nominalmente en las milicias de 
Santiago, de las que era capitán, i ambos habitaban bajo un 
mismo techo en una casa que habia edificado el primero a su 
llegada a Chile en el solar de un licenciado llamado don Manuel 
de Toro. Habían acordado también los dos amigos por un do- 
cumento fehaciente el heredarse mutuamente, a íin de prolon- 
gar su compañía hasta mas allá de la vida... No es esto acusar 
a aquellos hombres de avaricia, pues aunque portugueses, (que 
en América pasaban a la sazón por lo que hoi pasan los judíos,) 
eran benéñcos con los pobres i aun con el Estajo. Cuaudo las 
correrias que hizo en nuestras costas el filibustero ingles Bar- 
tolomé Sharp, (1681), el capitán Pasos habia oblado dos mil pe- 
sos como contribución de guerra. 

Sea como fuere, guardáronse uno i otro tan estricta fidelidad, 
que ambos murieron con diferencia diasen los primeros meses 



— 281 — 

del año que acabamos de apuntar (1681) i después de treinta de 
residencia en nuestro pueblo. El clérigo, aunque médico, pre- 
cedió al capitán por unas pocas semanas en su desaparición, i 
no tuvo otra voluntariedad que la de legar catorce de sus es> 
clavos, valorizados en seis mil pesos, a la Compañía de Jesús; 
ique ya habla llegado el tiempo en que los jesuítas eran los he* 
rederos universales de cuantos Fe morían en el retnol 

Heredóle, pues, integramente su antiguo compañero, i como 
éste le siguiese de cerca en la jornada, quedó reunida sobre su 
féretro una fortuna que el vulgo hacia subir a pilas fabulosas 
de oro. 

Quién seria el feliz heredero de aquel tesoro? 4 

Nadie lo sabia e ignórase todavía a ciencia cierta. 

Lo único que estaba en conocimiento de todos, con asombro 
de muchos, con envidia de la universalidad, era que en su úl- 
tima hora el mercader portugués había dejado de abacea al 
tesorero de la Santa Cruzada, don Pedro de Torres. 

El caudal de este último hallábase a la sazón, i desde mucho 
antes, enflaquecido por severas pérdidas. En 1668 había rema- 
tado en pública subasta la provisión de víveres del situado de 
Valdivia, i como por algún motivo le retuvieran en las arcas 
de Lima 38,000 pesos, hallóse en tan serios conflictos, que ocu- 
rrió a la caja de la bula, pagándose, a titulo de traspaso sobre 
el tesoro del reí, de la mitad de aquella suma. No aprobó el 
tribunal de la Cruzada esta irregularidad, condenándole a res- 
tituir en el acto el dinero tomado de sus fondos; i como no lo tu- 
viera de pronto, arrestóle en la sala del cabildo el real contador 
de la Audiencia, don Jerónimo Hurtado de Mendoza, el mismo 
que en años atrás vimos figurar como testigo en el casamiento 
clandestino del jeneral Menéses. 

Mas, a poco de recibidas en secreto las últimas voluntades 
del capitán Pasos, vióse al tesorero hacer unaoi^tenta desmedida 
de lujo i de dispendio. 

Casó a su bella hija doña María de Torres con don Cristóbal 
de Mesias, hijo del presidente de la Audiencia de Charcas, don 
Diego Mesías, i le dio cien mil pesos, dote fabulosa i hasta en- 
tonces inaudita (1). 

El ponlerativo vulgo decia, exajerando las grandezas de aque- 

(1) No hemos podido a\rerigaar con exactitad si este matrímonío tnvo preci- 
samente lugar después de la muerte de Pasos, pero no parece que hubiera po- 
dido suceder de otra suerte, vistos, los quebrantos de fortuna de Torres. 

De ese enlace provinieron Jos condes de Sierra Bella, que edificaron los an~ 
tiguos portales i poseen todavía los actuales. Parece que algunos de los solares 
tn qme están edificados éstos, si no todos, formaron parte de esa dote. 



— 38» — 

Has bodas, que la varania del lecho nupcial, que consistía por 
lo común en una cinta de seda atada a los cuatro pilares de 
aquel, había sido una cadena maciza de oro. 

De todo esto comenzaba a levantarse sordos i estraños mur- 
mullos, pero el testamento era sijiloso, i la última voluntad de 
los moribundos era declarada inviolable por las leyes. El 
misterio parecía por esto indescifrable. IjOs chismosos de, San- 
tiago estaban desesperados, sobre todo los que no se hablan 
casado con la liija del tesorero. 

Había, sin embargo, querido la mala estrella del opulento 
Torres, que el capitán Pasos dejara uu hijo natural, fraile agus- 
tino, llamado don Juan Pasos, i mas que esto, que al tiempo de 
espirar el rico portugués habitase bajo su propio techo i a ti- 
tulo de paisano aquel fraile carmelito Juan de la Concepción, a 
quien hemos visto correr descalzo la mitad de la América soli- 
citando limosnas para dejar fundado un claustro de su hábito. 
Desde su llegada a Sanvingo la colda del padre descalzo liabia 
sido un aposento de la casa d3 los mercaderes portng'ieses. 

Devorado siempre el corazón dol fraile por su ansia de funda- 
dor, no fué dueño de reprimirse de'aiUe del lecho de muerte 
del último de sus caritativos huéspedes, i acechando el postrer 
instante, cuando el aliento de la vida se detenia en la gai'ganta, 
apagando la voz con el eslendor de la agonía, púsose a su pre- 
sencia i preguntóle cuAiito dejaba para la fundación del Car- 
men. El pobre moribundo, según la versión del padre, solo 
turo fuerzas para levantar su diestra, i doblando sus dedos una 
en pos de otro, dióle a entender que le dejaba cinco mil pesos. 

En cuanto al hijo natural, cuenta en el proceso el revererdo 
padre definidor de San Francisco, frai Antonio del Valle, qne 
encontrándose en la pieza vecina a aquella en que el capitán 
Pasjs estaba moribundo,* como le oyese decir que legaba qui- 
nientos pesos para el hospital de San Juan de Dios, se atrevió a 
entrar i a decirle que por no dejar cosas de conciencia ni litijios 
hiciera alguna imposición en favor del padre agustino. tComo 
dicen que es mi hijo,» respondióle el capitán, le dejo cierta 
pensión, de cuyo monto el definidor no se acordaba cuand<^ 
prestó su declaración. 

Sobre el cadáver del capitán Pasos, el impaciente fraile 
Juan de la Cor^cepcion reclamó en consecuencia del tesorero 
Torres el mudo legado de los cíuco raíl pesos, que pudiera lla- 
marse con mas exactitud de los cinco de-Jos; i como aquel tu- 
viera la imprudencia de no contemporizar siquiera con prome- 
sas, convirtió al último desde aquel instante en su mortal 
enemigo. El tesorero todavía reagravó la mezquindad con la 



— 385 — 

injuria, rehusando al fraile los pobres ornamentos del oratorio 
de la casa, i aun tratóle de ladrón porque había consentido en 
que unas mujeres entraran al huerto de los difuntos, don le 
toí'avia él ñabitaba, a sacar alguna fruta. 

En vista de estos ultrajes, el vehemente fraile resolvió tomar 
una sumaria venganza, i concertado con el padre agustino, ee 
propuso arrebatar de golpe al tesorero su pingüe fortuna, junto 
con su honra. 6a camino se hallaba mui espedito. Los testadores 
eran portugueses, i como su pais estaba en guerra con España, 
habiendo fallecido en territorio enemigo, su herencia de dere- 
cho pertenecía a la corona. Anadia ademas el delator que é¡ por 
su propia mano habia redactado una memoria o comunicato 
dictado por Pasos el dia antes de su muerte ep que instituid 
por heredero universal al establecimiento de beaePicencia lla- 
mado la Misericordia de Lisboa, de lo que resultaba que, tepien- 
do el testamento un objeto público, era mas evidente el derecho 
de embargo por paite de la real tescreiia. 

Con esta luz llevaron ambos frailes el denuncio al presidente 
Henriquez i al oidor mas antiguo don Juan de la Peña Salazar. Mas 
su primera acusación fué desairada. HáLLue vagameuta en el 
procesó de cierto espléndido i secreto presente recibido por el 
primero de aquellos majistrados, como de la escondida causa 
de su culpable silencio, i bien pudo ser así, porque Henriquez, 
como antes hemos dicho, era avaro i por consiguiente era ve- 
nal, única fea mancha de su carácter, tan distinguido bajo otros 
conceptos. 

Pero el fraile carmelita^ a quien hemos visto desplegar una 
actividad tan infatigable en la prosecución de su empresa mo- 
nástica, no la tenia menor ni menos obstinada para luchar con 
dificultades grandes o pequeñas. En el propio buque en que el 
ex-presidente Henriquez se dirijióal Callao, a principios de 
1683, despachó al fraile agustino con pliegos i denuncios para 
el virei duque de la Palata. Uno de los propios compañeros de 
navegación del emisario (el capital don Pedro de Amaza, que 
así lo declara en los autos) refiere que en la embarcación del 
apostadero que vino al rejistro del barco, saltó a tierra el fraile, 
corrió a Lima, penetró desalado en el palacio, imploró una 
audiencia urjentísima, i concedida, contó al virei todo lo que 
pasaba. Supo todo esto el mismo Amaza de boca del virei. 

Pero el listo fraile no habia contado esta vez con sus lejlti- 
mo8 huéspedes, cuales eran los superiores de su orden; i al salir 
del zaguán del palacio, un grupo de frailes de su hábito le arres- 
tó de orden dt 1 provincial Fulano de tal Hijar (que así lo llaman), 
dando por razón que habia venido a visitar primero al virei 



— Í84 — 

que a su prelado. Lo mas cierto era, entre tanto, que aquello 
no pasaba de un ardid del tesorero Torres, que conocía a los 
frailes, i en especial a los de Liona. 

Empeñáronse éstos en apartar al fraile chileno del denuncio, 
porque faltando el vehículo de la acusación, cual era el delator, 
no habia causa ni investigación posible; i ponienlo en ello al- 
guna mafia, que ésta rara vez falta bajo la capucha, consiguié- 
ronlo al barato precio de unos hábitos nuevos, trescientos pesos 
en dinero i la promesa de una capellanía de otros dos mil que 
el tesorero impondría a su favor para que lograse los réditos. 

Resistióse el agustino a aquel cohecho, pero parecía de ín- 
dole blanda, i asi como le maneja'ba en Santiago frai Juan de 
la Concepción, le hizo torcerla voluntad el fraile Hijar. 

Volvióse a Chile con esta novedad el hijo desheredado i es 
fácil de imajinarse la cólera de su comitente. Mas, lejos de dis« 
minuirse sus bríos i sus esperanzas con aquel segundo desen- 
gaño, procuróse rrcursos, i aleccionando mejor al fraile (a quien 
parece no cumplió el tesorero la promesa de la capellanía), lo 
envió a España para que llevara hasta los pies del trono su de- 
nuncio. El frailo descalzo, entre tanto, quedó en Santiago, jac- 
tándose públicamente de que antes de mucho el monasterio de 
Carmelitas tendría el patrimonio de cien mil pesos por la ter- 
cera parle que a él le correspondía del embargo. 

En tratándose de escudos de Indias, todos los ojos estaban 
abiei tos en la corte i todos los oídos eran benignos. Así fué que 
el 31 de marzo de 1690 llegaba a Lima, viniendo por tierra des- 
de Paita^ el fraile emisario, siendo portador de una real cédula 
firmada por Carlos II en Madrid el 8 de setiembre de 1689 dis- 
poniendo que la Real Audiencia de Chile procediese inmediata- 
mente, i con el sijilo debido, a levantar la correspondiente 
sumaria criminal contra el tesorero Torres, a fin de que res- 
tituyese los considerables caudales usurpados a la corona. 

De esta real cédula, que era el gran triunfo del padre descaí- 
zo, arrancó la causa criminal cuya carátula dejamos ya copiada. 

Ignoramos, empero, su desenlace definitivo, porque desgra- 
ciadamente el cuerpo de autos de aquella que vino a nuestras 
manos en el masfnum mare del archivo de los oidores, solo com- 
prende los cuadernos de prueba i aun éstos están descabalados. 

De ellos se colije únicamente que liquidadas las cuentas de 
la testamentaria de los dos negociantes portugueses por los pa* 
peles que tuvo a bien presentar su alb%cea, i reducido por tan- 
to el caudal a su mas mínima espresion, el fiscal puso demanda 
contra el tesorero Torres por la suma de 133^S8i pesos 1 1(2 
reales. 



_ 285 — 

Si la desembolsó o no el acusado i quedó satisfecha la vengan- 
xa del burlado padre fundador, es asunto que ignoramos. Pero 
inclinámosnos a creer que saliera a salvo del conflicto, poique 
de las declaraciones de los principales personajes de Santiago, 
amigos mas del tesorero que del fraile, resulta que aquel se ha- 
llaba en una situación tan precaria de fortuna, que casi equivalía 
a la pobieza. Uu solo individuo llamado Josa Robledo, a quien 
el tesorero entregó 24,000 pesos para comprar una cantidad de 
muías en Salla, destinadas al carguío de Chile a Potosí^ donde 
residía su yerno, se alzó con el dmero, embarcándose para Es- 
paúa. Otra pérdida, aunque de menos consideración, tuvo en 
esa época con la quiebra de bs boiegueros de Valparaíso. 

Por otra parte, con fecha de setiembre 9 de IG90, se encuen- 
tra una declaración o protesta suscrita por el padre Pasos en 
que éste manifiesta hacer la aceptación de una capellanía de 
tres mil pesos impuesta a^su favor, tan solo en fuerza de santa 
obediencia, lo que da a entender que aquel negocio iba to- 
mando el jiro que por lo común tenían los asuntos pilblicos de 
esa época^ particularmente si las talegas de América estaban de 
por medio: queremos decir, el acomodo. Mucho menos era esto 
de estrañar si se tiene presente que el tesorero Torres, como 
administrador de la Santa Bula, era dueño de aquel arbitrio de 
espantoso signiflcado contra la moral, la virtud i Dios mismo, 
llamada i vendida todavía bajo el nombre de la Bula de la com- 
ponenda. —^t¿/{a composUionis! 

Entre tanto, las revelaciones de la causa, penetrando basta 
el hogar, hasta la alcoba, hasta el lecho nupcial i su varanda^ 
descubren a la vista muchos vle los caracteres de la vida social 
ido méstica de nuestros mas remotos abuelos. Fáltanos solo 
añadir que entre los que ocurrieron a prestar sus declaraciones 
en el sumario, fuera de frailes i de los esclavos de servicio, 
participes obligados de todo drama doméstico en la edad colo- 
nial, íiguraa los mas conspicuos nombres de los caballeros del 
siglo, i entre otros don Francisco Campo Lantadilla, hijo del 
millonario fundador de la Victoria, don Juan Roduifo Lisper- 
guer, que lo era del pendenciero don Pedro i que ya por otros 
conceptos nos es mui conocido^ don Gaspar de Ahumada, de 
cuyo padre dimos también antes noticia, don Blas de Reyes, 
alcalde del ayuntamiento i primo hermano de la mujer del te- 
sorero Torres, don Francisco Bardeci, hermano del santo, i 
otros menos conocidos de la crónica. 

Fueron llamados también a prestar su testimonio todos los 
ancianos nobles del pueblo, i entre éstos figuran don Francisco 
Bravo de Saravia, marques de la Pica, i su^ro del desventu- 



— 28« — 

rado Mené«es, que en 1694 Icuia 64 años; el testigo del matri- 
monio del último, don Jerónimo Hurtado, que contaba iguJ 
número de años; v\ capitán don Francisco de Avila de 65, que 
contradice terminantemente la fábula de la varanda de oro, 
«porque él viera que era solo de cintas» (i); el maestre de cam- 
po, don Andrés de Orosco, 'de 76 años, cuya esposa dijimos 
cayó desmayada a los pies del obispo Villarroel en el terremoto 
de I6i7, i por último, don Antonio Zarate i Tello, de ochenta 
años. 

En todo lo demás, la causa ha quedado en el misterio, i asi 
permanecerá duiante el olvido de los siglos para honra i prove- 
cho de quienes corresponda. Entre tanto, la primera pieza de 
los autos que nosotros hemos consultado con fatigosa prolijidad 
es un interrogatorio enviado a Concepción al cargo de tu co- 
rrejidor don Alonso Velazquez de Covarrubias (del que queda 
descendencia directa en Chile) para que recojiese allí ciertas 
declaraciones secretas de importancia. La última, es un oQcio 
remisorio del fiscal nombrado por Audiencia de Chile para ins- 
truir el proceso (que lo era el doctor don Pablo Vázquez de Ve- 
lasco, caballero del hábito de Santiago), en quo remite a Lima 
otras incidencias esenciales de la prueba. 

Otro de los negocios de esa época en que anduvieron cléri- 
gos i padres, bien que con mas justiticados'ñnes, fué el sínodo 
celebrado por el celoso obispo frai Bernardo Carrasco en enero 
de 1688 i cuyas constituciones i reglas consultas son las mas 
antiguas que nos rijen, no obstante ser aquella la cuarta asam- 
blea diocesana de ese jénero quo se celebraba en Chile. 

Era Carrasco un fraile dominico, natural de Zana, en el Perú, 
que de la provincialia de su orden en Lima habia pasado al 
obispado de Sanliago en 1679 i héchose recomendable por su 
dedicación a la obra del templo diocesano, cuya fábrica consa- 
gró, erijii^ndole ademas una hermosa sacristía. 

No parece que el clero de Santiago mostrase en esa época 
toda la rijidez de costumbres que era de desearse, i debióse a 
ésto que el fraile-obisDO convocase en su propia morada una 
reunión de los mas distinguidos sacerdotes de la colonia en 
que se dictaron severas penas, principalmente contra los abu- 
sos de vanidad i regalo de la clerecía. Entre aquellos fueron 
notables la que declararan pecado mortal pitar rapé (tanto en 
los clérigos como en los seglares) antes de comulgar (constitu- 



()) Entreoíros testigos, el llamado Juan Salmerón declara que tiene por 
fantástico lo de la varanda de oro, i el capitán don Andrés de Gamboa que lo 
tí«n« por apócrifo. 



— 287 — 

cion ?.', cap. !.•); la que prohibía en los primeros el uso de 
guedejas, cópele, coletos, palanjanas i otros adornos del pelo, bajo 
la pena de 20 pesos de multa i de escorauaioa (constitución 4.*, 
cap. 2.®), asi como la de que llevasen ca/^ones de lama, zapa- 
tos picados con alamares i sotanas de damasco o terciopelo, per- 
mitiéndose solo la€ de tafetán doble. 

Dictáronse también varias providencias útiles i seasatas so- 
bre el culto, cuya prodigalidad corria parejas con la pobreza 
del pais, asi como relativamente a varios puntos de^ disciplina 
i liturjia, cuyo espíritu revela una sencillez antigua, honrosa 
para sus autores. 

Por lo demás, fueron los principales cooperadores del ilus- 
trísimo Carrasco en su beneficiosa tarea» el arcediano don Cris- 
tóval Sánchez de Abarca i el chantre don Pelrj Pizarro Gajal, 
que asistieron en el carácter de Acompañadas, al paso que entre 
Jos mas conspicuos Consultores usuran los cuatro provinciales 
de las órdenes regulares» que lo eran: frai Pedro Bastamante 
de Santo Domingo, frai José Quero de San Francisco, frai Diego 
de Arcaya de San Agustín i el padre Diego Maturano, comen- 
dador de la Merced. Los jesuítas estuvieron representados por 
Nicolás de Lillo i el conocido Miguel de Viñas, rector del Cole- 
jio máximo. Distinguíase también entre los consultores, cuya 
mayoría era de frailes i curas, aquel ya célebre paidre frai To- 
mas Moreno, cuyas ardientes rencillas conventuales con los oi- 
dores quedan mencionadas en esta historia. 

Fué visitado Santiago por esta misma época (el domingo 9 de 
julio de 1G90) por un temblor que el obispo Carrasco llama 
espantoso i que tuvo lugar a la una del dia, antes de cumplirse 
el tercer aniversario del que en 20 de octubre de 1687 habia 
asolado a Lima. Sin embargo, no ha quedado de este fenómeno 
otra memoria que la pastoral de aquel prelado espedida cuatro 
dias después (13 de julio), en que llama a los fieles al arrepen- 
timiento 1 las oraciones para aplacar la cólera divina. Es pro- 
bable por esto que el temblor fuese mas alarmante que destruc- 
tor, como el contemporáneo del 2 de abril de 1851, que fué 
también seguido datna pastoral del mismo jénero. 

Ocurrió también a principios del gobierno del presidente 
tiarro un lance melancólico que puso en trasparencia el orgu- 
llo desatentado con que los oidores de Chile defendían sus pre- 
rogativas, i especialmente la de sus pagas. {Acostumbraban 
éstos jirar contra las cajas de Lima por sus sueldos, sin es- 
perar que en las de Chile seles hiciera su respectivo ajuste; 
i deseando poner atajo a este abuso el virei del Perú, duque de 
la Patata, envió a Chile, en calidad de visitador de hacienda. 



— 288 — 

a un don Pedro de Moreda, csujeto mui hábil i esperimentado, 
dice el mismo virei^ en las cosas de contaduriai (1). 

Comenzó el visitador sus operaciones por las oficinas de Yaldi* 
via i Concepción, a ñn de disimular el objeto verdadero de su co- 
misión, i no tuvo ningún jénero de tropiezo para dar a aquellas 
otra planta; mas, apenas se presentó en Santiago, los oidores, 
que supieron o sospecharon el motivo de su inspección, le pu- 
sieron tantas cortapisas, querellas i contradicciones, que al fin* 
terminaron por su prisión en la cárcel pública, ca donde, dice, 
el virei, el rigor acabó con si vida i la visita. i 

I esta era una solución casi benigna para quien osara llevar 
irrespetuosa mano al>8olio llamado de la' justicia, que lo era 
solo del orgullo! 

El virei, a mas no poder^ se contento con ordenar que no se 
admitiesen mas libranzas de oidores de Chile en el tesoro del 
Perú, i con llamar en su memoria aquel asesinato jurídico solo 
un notable csceso. 

Los oidores, por su parte, se limitaron a percibir sus sueldos 
íntegros en Chile i con. hacer enterrar como a reo al infeliz 
contador Moreda, después de haberlo hecho morir, siendo ellos 
solos los culpables. 

Tales fueron las mas visibles manifestaciones de la vida colo- 
nial durante los dias del santo Garro, i ellas, por lo menos, ma- 
nifestarán que no todos los que le rodeaban, ni aun aquellos 
que tenian entre sus manos cosas del cielo, como el tesorero de 
IdL santa bula, i los oidores no merecían enteramente aquel su- 
blime nombre. 

Por lo demás, llegamos ya al remate de un prolijo siglo, i 
parécenos justo que el lector nos permita una breve pausa a 
fin de mirar hacia atrás el camino recorrido, con el propósito 
de juzgar de la estension i asperezas del que tenemos todavía 
delante de los ojos. 

(l) Memoria del duque de k PalHÍa, páj. ^9. 



CAPITULO xxiir. 



SI siglo XVII. 



Tranncion de un siglo a otro. — Parangón do bus presidentes — Nómina de éstos 
durante el siglo XYII. — Circunsta acias especiales qae influían para hacer 
honorables a aquellos funcionarios. — ^Sueldos de los presidentes en dlreraas 
épocas. — Sueldos de la Audiencia. — Avaricia jeneral. — Administraron de 
la colonia. — El poder ejecutivo i la capitanía jeneral. — El poder judicial i 
la Audiencia. — El poder popular i el cabildo. — Composición orgánica de 
éste. — Su elección. — Ceremonial. — 5íulidad de los cabildos durante la colo- 
nia. — Ejemplos. — Esterilidad do sus archivos. — hn qué consistió su pon- 
derada grandeza. — Opiniones del padre Martínez i del señor Lastarria.^ 
Una rectificación de discípulo. — Los correjidores. — Ramo de guerra. — Fi- 
nanzas. — El real situado. — Resefia de esta limosna pública. — Su envió i escan- 
dalosa distribución. — Estafas.— Oposición de los vireyes del Perú a su reme- 
sa en dinerp. — Estado social a fines del siglo XVII. — Arquitectura doméstica 
después del terremoto de 1G47. — Los mojinetes. — Menajes. — Vajdla. — La 
plata asoleada en cueros. — Industrias caseras. — Monografía del charqui. — 
El charquican i el valdiviano. — Servidumbre. — Reemplazo de las indias 
por las negras i mulatas. — Curioso litijio entre dos señoras de Santiago por 
' una esclava. — Cestumbres. — Prodigalidades del culto. — Supresión de co- 
fradías i gastos supérfluos. — Ociosidad délos días feriados. — Exaltación 
mística. — La iluminada Úrsula Suarez. — El siervo de Dios Bardeci. — Lujo 
de las damas. — Invasión de portuguesas. — Languidez de la agricultura. 
— El cultivo del trigo considerado como ocupación plebeya. — Prohíbese 
el plantío de la viña i se manda rebtublecer. — Iniciase una nueva era. 



Aunque los tres siglos de la era colonial no pueden íllosóñ- 
camente dividirse, por formar todos ellos un solo gran conjunto 
social, político i administrativo, con todo, el espíritu humano 
ha caminado a través de ellos, sienpre hacia adelante, i si bien 
eternamente envuelto en las tinieblas, eternamente buscando 
a la vez el espacio i la luz, el progreso i la verdad. 

Asi vemos que el siglo XVII se inicia en este apartado i os- 

HI8T. CBIT. . 19 



— 290 — 

curo reino bajo la espada de dos soldados i se cierra bajo la 
tutela de dos administradores. De Alonso de Riyera a don Juan 
de Henriquez, i de Alonso García Ramón a don Marcos José Ga- 
rro, hai evidentemente tal distancia, que se hace perfectamen- 
te tanjible en el curso de las jeneraciones el desarrollo del pro- 
greso bajo su triple forma social, política i administratíTa. 

I al pasar la vista por la serie de los gobernantes que ocupan 
esa larga encadenación de años, una observación inevitable i 
profunda asalta al espíritu como una de las causas mas. sólidas 
i antiguas de ese decoro i respetabilidad que ha silo una parte 
esencial del ejercicio de los poderes públicos de la nación, dan- 
do nombre de honor i de circunspección a nuestro sistema de 
gobierno fuera del pais i prestíjío a la autoridad dentro del 
propio suelo. Chile ha podido, a la verdad, ser gobernado por 
un grave majadero, solemne i callado, nunca por un simple 
badulaque. 

Para un insensato como el presidente Acuña, por ejemplo, i 
p#*a un soldado temerario i casi demente como Henéses, os- 
téntase una sucesión de hombres considerables, próvidos, viji- 
Inntes, consagrados casi esclusivamcnte a la honra de su rei i 
a la suya propia. En las armas habian sobresalido los Rivera, 
los Garcia Ramón, don Luis Fernandez de Córdova, señor del 
Carpió, i especialmente el ilustre don Francisco Lazo de la Vega, 
en que termina (IG'iO), después de un siglo cabal, la era esclu* 
sivamente militar del coloniaje, abierta por la espada de Valdi- 
via en 15U. Ea e) gobierno civil por su talento, su prudencia 
o su laboriosidad, distinguiéronse entre los gobernadores propie- 
tarios (pues de éstos solo hablamos), elcondedePedroso^ el al- 
mirante Porter, el marqués de Navamorquenda i los dos dltimos 
Henriquez i Garro, el cuadro de cuyo gobierno acabamos de 
trazar. No merece un lugar menos distinguido aquel don Mar- 
tin lie Mujica i Butrón, del cual el virei, conde de Mansera, 
dice era «gran cabeza» i a quien el mismo sarclstico Jerónimo 
de Quiroga pinta ccomo severo político, i en lo secreto atento 
i aplicado a la justicia» (1). Da otro gobernador propietario que 

(1) Paréceoos conveniente, para mejor intclijencia, poner aqai la lista ero- 
nolójica de lot presidentes propietarios del BÍglo XVII i de los interinos, que 
faeron tantos casi como aquellos (14 de los primeros, 11 de los últimos, 25 en 
todos), con la duración del gobierno de cada uno de los primeros^ a saben 

Alonso de Rivera 1601 i 1612~(10 años). 

Alonso Garcia Ramón 1605— (6 años). 

Lope de Ulloa i Lemus 1618 — (2 años). 

Luis Fernandez de Córdova i Arce 1625 — (4 años). 

Franciico Lazo de la Vega 1629— (10 afios). 



— 291 — 

nos queda por nombrar, don Lope do UUoa i Lemu*, que tuvo 
el poder solo do3 años (1618-16¿0), solo refieren los cronistas 
que era ttemeroso de Dios, limo3nero i económico.» 

I este orden de sucederse unos a otros hombres de tanta in* 
tríQseca valía, no era un encadenamiento casual, sino forzoso. 
El reino de Chile, en efecto, compacto, unido por su mar i 



Francisco López de Zúñiga, conde de Pedroso i marqués de Baldes 1639 — 
(7 años). 

Martin de Majica i Batron 1G46— (3 años). 

Antonio de Acuña i Cabrera 1650 — (5 años). 

Pedro Porter iCasanate 1656— (6 años). 

Francisco de Menéses 1664— (4 años). 

Di^o de Avila Coello i Paclicco, marques de Navaraorquendo 1668 — (2 
años). 

Juan de Hcnriquez 16*? O — (12 años). 

Marco José de Garro 1682 — (10 años). 

Tomas Marín de Poveda 1692— (8 años hasta 1*700). 

De los interinos del siglo XVÍI tenemos poco que decir en una hi storia local 
como la presente. 

Merlo de la Fuente, que fué el primero (161 ), aunque togado, tuvo buena 
suerte en la guerra, penetrando vencedor hasta la ciénaga dtíl indómito Pnren 

Jara Quemada (1611), natural de Canarias, fué un rijldo militar; pero vinien- 
do de los regalos de la Corte de Lima, donde era jentilhombre del virei Mon- 
tes Claros, no pudo avenirse en la triste aldea de Santiago, i se fué a los 14 
meses de haber venido. 

Del oidor Talaverano, que fué el tercero (161Y;, solo dice Jerónimo de Qui- 
roga que hizo mas mercedes que todos sus antecesores juntos, lo que no signifi- 
ca, empero, que fuera dadivoso de lo ajeno, porque cuenta de él Pérez Garcia 
que, habiendo visto «n una ocasión un monten de oro, agradeció al cielo que no 
hubiera dado a aquel metal el poder de corromperlo. 

Del cuarto, don Cristóval de la Cerda (1620), se cuenta únicamente que, como 
oidor, quiso imitar en la guerra al rejente Merlo de la Fuente, pero frústresele 
su ambición, porque los indios dieron cuenta de sus empresas militares, i como 
entonces estaban los últimos de paz, dice el irónico cronista que acabamos de 
nombrar, se tuvo aquellas operaciones *'no por guerra rota, sino descosida/' 

Don Pedro Sores de Ulloa, quinto gobernador interino (1621), era un ancía* 
no de ochenta años que habia sido correjiJor de Potosí i do Iluancavelica, trajo 
un lucido refuerzo de tropas, i aunque tan anciano, desplegó mucha enerjia 
durante los tres años de su gobierno, particularmente contra sus propios sóida 
dos, aunque dicen de él los cronistas que fué el primero en malversar el ti- 
tuado. 

El sesto, don Francisco Álava i Norueña (1623), se consagró esclusivamente 
a negocios de indios, nombrando por teniente jeucral del reino a aquel oidor 
Hernando de Machado, que tanto figura en esta historia, a 1 1 par con sus hijo?. 

De don Alonso de Córdova i Figueroa (1649), ascendiente directo del cronis- 
ta, séptimo gobernador interino, de Fuentes Villalobos (1655) i don Diego Gon- 
icalez Montero ( 1662 i 16*70), tenemos dada ya suficiente noticia. 

£1 undécimo, don Miguel Gómez de Silva, gobernó solo dos meses (1668) en 
loB disturbios de Menéses, i solo sabemos de él que fué un buen soldado. 



— 292 — 

sus llanuras mediterráneas, pequeño comparativamente, opues- 
to en todo dlame'.ralmente al vastísimo, diseminado i opulento 
vireinato del Perú, era una colonia pobre, oscura, un reino mi-' 
serabley como lo llamaba el presidente Jara Quemada, donde se 
mataban gobernadores a lanzadas, como a Valdivia i a Loyola; 
donde era preciso vivir la brida en la mano, la espada en «tra, 
las espuelas siempre calzadas, sin oro^ sino esparcido en forma 
(le moléculas entre prolijas arenas, siu encomiendas^ casi es* 
tingoidas por la viruela i la guerra, sin rentas, en fin, Forque, 
aiinq^ue al principio los gobernadores tuvieron dos mil pesos i 
áespues disfrutaron ocho mil, esto apenas bastaba para su 
sustento, de manera que, faltando al poder todo halago de mo- 
licie o de lucro, era inevitable que solo viniesen a este pobre 
suelo aquellos hombres de buen temple, celosos de ganar honra 
i de señalarse p ir servicios esclarecidos para obtener en su 
patria alguna alta recompensa. I tan cierto es lo que decimos, 
que a mediados del siglo Felipe IV equiparó en méritos i dere- 
chos los servicios prestados eu la guerra de Chile a los de Flan- 
jdes; sin tomar en cuenta que en el siglo venidero, cuando subió 
de punto la importancia intrínseca de los hombres que nos go 
beruaron, la ca^ilania jeneral de Chile comenzó a ser la escala 
forzosa del trono del Perú, como lo acreditaron Man«o i Jáure- 
gui, O'Higgins i Aviles, 

En lo údíco en que la historia no encontrará sin duda en 
todo superiores a los caudillos cuyo bosquejo a la lijera hemos 
hecho, es en eu fácil tentación para enriquecerse con los pro- 
vechos de una guerra fundada casi esclusivamente en el botin, 
de lo .que vino su irremediable duración, i el que hasta hoi 
mismo corra con estrago?, porque no se ha querido variar ra- 
dicalmente su ve'usto, absurdo i criminal sistema. 

Ya hemos dicho el destino que diera el presidente Henriquez 
a los prisioneros i el uso que hacia M¿néses del real situado, 
poniendo de su cuenta tienda i hasta carniceria. Pero aun fla- 
queaion en este sentido hombres tan eminentes como el señor 
del Carpió, que, siendo sobrino de un virei (el marqués de 
Guadalcazar}, salió pobre del reino, nombrado gobernador de 
Canarias, tan solo porque ese le perdió un navio cargado con 
mucha mercaderiat (1). El mismo valeroso don Francisco de 
la Vega, dice Quiroga, sacó doscientos mil pesos de Chile, los 
que le coniiscaron en Lima, por no haber pagado el derecho de 
quintos a su salida o entrada, de cuyas resaltas murió abatido 
e hidrópico en aquella corte. 

(1) Jerónimo de Qníroga. 



— 293 — 

Preciso 86 hace, empero^ añadir que esta coiruptela no tenia 
por lo común su asiento en Santiago, sino en las fronteras» 
«donde, dice el cronista que acabamos de nombrar, muchos 
de los maestres de campo lograron el grado por dos o tres mil 
pesos, sin tener el ejercicio mas que dos o tres dias i algunos 
ni una hora.» Verdad es que el que esto escribía se encentra- 
ba a la sazón despechado, porque le quitaron aquel propio 
puesto de maestre de campo de fronteras, después de diez i 
siete afios de ejercicio, que no por esto le hablan cansado del 
naando, ni de su responsabilidad, ni de su sueldo. 

Medíante estas circunstancias, la administración pública de 
la colonia había adquirida cierta regularidad en el curso de 
aquel siglo, i parécenos oportuno dar una breve idea de sus 
principales ramos, porque es fuera de duda que de aquella 
arranca la base de nuestro actual sistema, con las mudanzas 
precisas del tiempo i de la revolución. 

Fué Chile evidentemente, como colonia, el mejor adminis- 
trado de los paises dependientes de España, talvez en razón 
dd su misma lejanía i del desden con que se le mirara. I si hoi, 
como república, i cualquiera que sea su impulso puramente 
político, posee el pais una administración escepcional en el 
resto de la América, débese en gran manera a sus oríjenes. 

La suprema majestad residía, no en el pueblo ciertamente, 
que era solo \dí plebe (los rotos i mulatos en oposición a los tío- 
bles i a los caballeros) ^ sino en el capitán jeneral, que, a su vez, 
así como estaba libre i desembarazado en las cosas de la guerra 
local de Arauco, en lo político, ea lo civil, en la parte de juris- 
dicción eclesiástica que le asignaba el patronato, i en lo mili- 
tar mismo, en un sentido lato, dependía directa o indirecta- 
mente del virei de Lima, cuyas órdenes, instrucciones o simples 
advertencias eran tan imperiosas como las cédulas reales espe- 
didas bajo el sello del monarca (1). 

El poder judicial residía, en primer término, en los alcaldes, 
especie de jueces de letras, amovibles cada año por elección 
del cabildo, i los habia de dos clases. El de primer voto, llama- 
do alcalde de vecinos encomenderos y i que tenia jurisdicción solo 
sobre éstos, i el de segundo voto, o alcalde de moradores^ a cuya 
esfera pertenecían en un sentido mas estenso el resto de los 
habitantes de la ciudad, incluso el populacho. 

Preciso es no confundir estejénero de alcaldes con los 11a- 

(l) "En la hacieQda (decía el duque déla Palata en su memoria citada, pa- 
jina 89), guerra i gobierno, está la capitanía jeneral de Chile en todo gubordina' 
da al vireiT (ieS9). 



— 294 — 

mados de corle i de barrio^ oQeiales de jurisdicción mista, de 
justicia i administración, estableados solo entre nosotros a fi- 
les del siglo subsiguiente, como nuestros actuales subdelega- 
dos. Entendían éstos principalmente en las causas criminales 
de sus respectivos distritos i se llamaban después de corle por 
mera cortesía o cuando eran oidores, pues aquel título tenían 
los alcaldes de la coi te de Madrid. 

En segundo término, la justicia era administrada por la Real 
Audiencia, que se componía de un rejente i cuatro ministros, 
de los cuales uno era el decano u oidor mas enti^uOj un fiscal 
i un canciller, o secretario de cámara. 

En lo puramente contencioso, la Audiencia era soberana, pero 
eñ lo político servia como de una especie de Consejo de Estado 
a las capitanias jenerales, que en tales casos entraban a presi- 
dir su acuerdo, i de aquí su título de presidente, que aquellos 
altos funcionarios legaron o la repiiblica. El acuerdo tenia lu- 
gar en todos los casos graves del Estado i especialmente en las 
cuestiones de competencias, que solian ser las mas graves. La 
Real Audiencia tenia también un alguacil mayor, qu^ era por 
lo común un vecino de muchas campanillas, i un proleclor de 
indios, empleo que se daba a cualquier pobre diablo con tal que 
tuviera título de licenciado o de doctor (1). 

El poder popular, si tal habla, estaba esclusivamente radi- 
cado en el cabildo, i especialmente en los alcaldes, que, junto 
con el correjidor, eran su parte vital, porque ejercían poder 
público, i cuya elección, tan turbulenta i disputada en ocasio- 

(1) S^^n Carrallo, los sueldos de la Real Audiencia erae los aigoientes: 

El rejente $ g.^OO 

Los oidores i el fiscal 4,810 

El alguacil mayor 4,860 

Relatores i ajentes fiscales 800 

De modo que podía calcularse que aquel tribunal costaba anualmente al era- 
rio algo como 40 mil pesos. 

£n cuanto al sueldo de los capitanes jenerale?, ynrió en direreas ocasionesi 
AI principio, los gobernadores como Valdivia, los Yillagra i Quiroga, teaian 
■olo dos mil pesos. Hurtado de Mendoza trajo una asignación de 20 mil pesos, 
pero ést-a fué solo una gracia nominal de su padre, que nunca pudo pagársele, 
por lo que al fin la renunció. 

Desde Alonso de Rivera aproxtmatiyamente ee aumentó el sueldo a ocho mil 
pesos, i por último desde Ibafiez, a principios del siglo XVIII, se hizo subir a 
diez mil, que era el mismo que tenia Carrasco en 1810, O'Higgins en 1820 i 
Freiré en 1830. Después se le aumentaron otros dos mil i mas tarde otros acia 
(1861). El virei del Perú, fuera de los emolumentos i regalos que se cenceptaa* 
ban hasta en oclienta mil pesos anuales, tenia un sueldo fijo de sesenta mil pe- 
sos, esto es, seis veces mas que el presidente de Chile. Hoi la renta del primer 
majistrado del Perú es solo el doble de la de el de Chllo. 



— 295 — 

ees eomo la de los priores, tenia lugar el I."" de enero de cada 
año. 

Practicábase esta ceremonia en una sesión ordinaria, pero 
eon ciertas circunstancias dignas de ser lijeramente recor- 
dadas. 

Según los estatutos privativos del cabildo de Santiago basta- 
ba para que hubiese acuerdo la presencia de uno de los alcaldes 
i dos rejidores. Pero en aquel dia especialísimo era seguro que 
habría sala completa. Presidia el correjidor, jefe político del 
ayuntamiento, i pilar, por lo común, el mas ñrme en que apo- 
yaban sus varas los candidatos a los honores de la edilidad. 
Abierta la sesión, decía aquel: Elección tenemos! i en el acto el 
correjidor menos antiguo espresaba nomlnalmente su voto con 
esta fórmula que iba asentando el escribano i repitiendo los de- 
más por orden de antigüedad: Es mi parecer que sea akalde don 
fulano. 

Resuelto el capítulo (que éste era el verdadero nombre de 
toda elección) por la mayoría, se oíiciaba al capitán jeneral para 
la confirmación, i recibida ésta, quedaban proclamados los nue- 
vos alcaldes. Tenia ésto lugar en la sala baja del cabildo, i los 
electos entraban a saludar al correjidor i a sus amigos. Pero 
su instalación efectiva solo ocurría el 7 de enero, presentándose 
en la sala de los altos para prestar juramento en manos del corre- 
jidor. Ocurria esta demora porque era de rigorosa etiqueta que 
los alcaldes visitasen a los rejidores al dia siguiente de la elec- 
ción i que éstos les devolviesen la cortesía el dia 3. Mediaban en 
ambos casos muchos ramilletes i refrescos, siendo celebradas 
las entradas de cada año con los chismes de cada festin, por 
manera que, nacidos aquellos en hora temprana, i echados a la 
ociosidad de los estrados, como las ostras al fondo del mar, cre- 
cían i se multiplicaban de una manera prodijiosa, dando pábulo 
a las lenguas basta el año venidero (1). 

En cuanto a los rejidores, éranlo únicamente los que com- 
praban vara, i tenian por titulo de perpetuos (2). I aquí es preciso 
tener presente esta oti^ condición popular de los cabildos colo- 
niales, es decir, la venalidad de sus destinos^ que los ponia de 
esa suerte en manos de los que tenian dinero únicamente. 

(l) EsUs sotieias eobre elección de alcaldes están sacadas de un curioso libro 
que. existe en el archivo de la Manicipalidad con este título: Tabla del ceretnO' 
nÍ€U del cabildo de SantiagOf por el rejidor perpetuo Juan José de Santa Cruz, 
procurador en IGTO. 

{2) La vara tenia seis a siete pies de largo i s) llevaba en todas ocasiones 
publicad; de aquí el bastón con borlas de los municipales de ayer, que do eran 
sino un fragmento de la vara. 



— 296 — 

Llamábanse los capitulares maestres de campo^ aun cuando 
hubieran ejercidu estos destinos una sola vez^ i tan solo a ti- 
tule de pomposa etiqueta, porque el mayor número de ellos no 
habia visto otro campo que el de sus chácaras. 

Iláse exajerado en nuestro concepto de una manera injusti- 
ficable el poder de los cabildos en el sistema colonial, i ha 
partido este error de un doble punto de perspectiva falaz i en - 
ganosa, cual es la comparación coa los ayuntamientos de la 
Península, que en ciertas ciudades i provincias ejercían un 
imperio casi soberano, i con el cabildo popular de 1810, que 
tanto predominio obtuvo en la cuna de la revolución, me- 
cida por sus prohombres en el recinto de la sala consejil. Pero 
los que asi han raciocinado, echaron en olvido que los cabildos 
americanos eran siempre asociaciones de vecinos, en todo pa- 
sivas, sin iniciativa, esceptQ en lo que fuera meramente local, 
oprimidas por el poder dictatorial de la Real Audiencia, que 
miraba con desdeñoso desagrado una reunión que, si bien no 
hacia sombra a su omnipotencia, era por lo común el centro 
de un elemento antipático al que de continuo imperaba en su 
composición. Componíanse, en efecto, las Audiencias casi es- 
clusivamente de espinóles. En los cabildos tenian mas libre 
entrada los criollos, i en éste únicamente estribaba su verda- 
dera importancia, mas social que política, mas de localidad que 
de administración. 

En tedo lo demás, los ayuntamientos coloniales no eran sino 
lo que son las municipalidades de hoi, meras sombras políti- 
cas, escepto cuando para ñnes de actualidad (como lo hacia 
notar Marmolejo desde el tiempo de Valdivia), se endienta la 
rueda casi siempre inerte, que las liga al gran mecanismo po« 
Utico del pais, i por un corlo tiempo la hace jirar junto con 
aquel. 

Verdad es que los ayunta nientos celebraban sesiones públi- 
cas llamadas cabildos abiertos, porque se daban acceso a los ciu- 
dadanos en la deliberación, no en el voto, pero aquellas reu- 
niones tenian lugar casi siempre con el acuerdo supremo, tácito 
o espreso, i se reducían a tratar de asuntos puramente locales, 
como el santo que se declararía patrono de tal o cual festividad, 
cuál arbitrio se adoptaría contra la seca o la viruela, o de qué 
manera habia de regularse la veata de los trigos en ías bode- 
gas del puerto, cuyo era el nombre local de Valparaiso hasta 
hace poco, en que los vecinos de Santiago le consideraban solo 
como uno de sus suburbios. 

Al cabildo de Concepción, que sobre este último asunto osó 
tomar una deliberación propia en el último siglo, juzgóle cómo 



— 207 — 

rebelde la Real Audiencia de Santiago i lo mandó castigar (1). 

Rejístrense, a mayor abundamiento, los ponderados archivos 
de los cabildos i en especial el de Santiago, único que merecerá 
el concepto de tal, en las cinco o seis ciudades que lo tenian, i 
se encontrará solo la mas desconsoladora esterilidad, como no 
podía menos de suceder, no solo por las razones políticas que 
dejamos apuntadas, sino principalmente por la increíble pobre- 
za de aquellas corporaciones. Apenas teninn, en efecto, renta 
suficiente para pagar su procurador, su alguacil i su portero, 
i no obstante se encontraban en déficit incurable i permanente, 
siendo que do habia alumbrado publico, ni abastos, ni policía 
de seguridad, ni ramo de aseo, ni ornato, ni nada. 

Ya hemos referido que para construir la concha de cal i 
ladrillo de la pila de la plaza, el presidente Henriquez tuvo que 
emplear un al bañil de su propia servidumbre. 

De esos valerosos arranques, de esos ecos atrevidos de pue* 
blo i de derechos que resonaron por la primera vez en el ca- 
bildo de 1810, DO se encuentra el mas leve augurio en los 
anales consejiles de la colonia. A lo mas a que sus capitulares 
se atrevían, era a tímidas insinuaciones, fuera para resistirse 
a la fundación detin nuevo monasterio, por lo que alaba con 
razón el ilustrado historiador Eizaguirre al cabildo de Santiago, 
fuera por su resistencia a toda contribución, que pesara sobre 
la bolsa de los vecinos, que era la bolsa de los propios rejido- 
res. Camilo Henriquez llamó gran ciudadano al rejidor Luis de 
Contreras, que combatió con enerjia la planteacion del estanco 
de tabacos en tiempos del presidente don Luis Fernandez de 
Córdova (1625); pero de estejénero de grandezas están llenos 
los libros del cabildo i de la ciudad, que hasta hoi mismo se 
mantiene grande, como pueden acreditarlo mes a mes los colee- 
tores de la contribución de serenos i alumbrado (2). 

(1) Sucedió esto en 1794, a consecuencia de haberse intentado establecer, 
como en Santiago, el ramo de balanza. Opúsose el pueblo en un cabildo abierto 
el 3 de jallo a la resoluciou del intendente, apelando contra bu proyecto anto 
la Real Audiencia, i ésta declaró que aquel habia sido (el cabildo abierto), un 
desacato (11 de agosto de 1794) ordenando- ademas ao remitiesen los autos a 
España para que se castigase a los culpables. La resolución de la Audiencia fué 
aprobada por la Corte, pero se mandó suprimir el ramo de balanza por innece- 
sario. 

(2) El célebre padre frai Melchor Martínez decía con exactitud que la misión 
de los cabildos coloniales era seimr de ornato con sus personas en las procesh^ 
nes. De idéntica opinión es el señor Lastarria en su notable Ensayo sobre la 
influencia del sisUtna colonial en Chile^ en que denomina simulacro ridiculo^ 
fórmula vana, farsas de Uranos, eta. (páj. 62, edición de 1861) aquellas institu- 
ciones, reducidas a una completa nulidad después de su antigaa omnipotencia. 



— 298 — 

Donde existia la verdadera fuerza motriz del cabildo de San- 
tiago, era en el empleo de correjidor^ especie de lugarteniente 
del capitán jeneral, nombrado por él: por tanto, era el alma 
déla administración local, a la manera de nuestros actuales 
intendentes, en especial cuando los presidentes se hallaban en 
la frontera. £n tales casos, los correjidores ejercían un poder 
verdaderamente supremo, i tal se observó desde aquel doctor 
Azocar, correjidor de Santiago, a la muerte de Rodrigo de Qui- 
roga (1580), a quien el yerno de éste hizo bajar a bofetadas de 
la muía en que salió a recibirle^ hasta el celebérrimo don Ma- 
núes Luis de Zaüartu, que abofeteó a todo el mundo, i por esta 
i otras particularidades que en su lugar diremos, pudo llamar- 
se el último de los correjidores^ con la misma razón con que La- 
martine llamó a Rienzi el úlUmo de los romanos (1). 

En lo eclesiástico i eu lo miliuir, ya hemos dicho en qué 
consistian las jerarquías coloniales. Había un obispo en Santia- 
go i otro en Concepción i vivían en una especie de separación 
entre la iglesia i el establo, a virtud de las oblaciones direc- 
tas de los fíeUs, del rédito de los censos i en especial de la ad- 
ministración propia que el cabildo eclesiástico hacia de los 
diezmos, rematándolos en su propia sala capitular. 

En lo militar, el presidente era, como hoi, el jeneral en jefe 

primero por el despotismo dcvorador de Carlos V i eu seguida por las Leyes de 
Indias. 

Sin embargo, muchos son los que, deslumbrador todavía por el reflejo histó- 
rico del antiguo poderío comunal, i mas particularmente por la gran misión re- 
Tolucionaria del cabildo áe 1810, han padecido la ilusión óptica de creer que 
los ayuntamientos repre«entaban una gran personalidad política, cuando eran 
solo un fantasma. Nosotros mismos, nos apresuramos a declararlo, esperimenta- 
mos, antes do estudiar a fondo el coloniaje, esa misma alucinación, como consta 
de una nota fundada en ciertos hechos que pusimos al testo del se&or Lastarria 
(páj. 4S de la edición de 1865), i que éste, con tanti sagacidad como benevo- 
lencia, se ha limitado a llamar (sin negar la exactitud de los hechos) reminiseefi- 
cias avtlndas, i aú era la verdad. 

Perdone, pue#, el maestro esta injusta crítica, i quiera el dnstino que todas 
sus diveijencias literarias i de otro jónero con sus antiguos discípulos enouen- 
tren é&tu, que nos permitiremos llamar caballeresca solución. 

(1) £n Chile existieron, contando con el de Mendoza, onee corre] ¡míen tos, i 
eran los siguientes: — Kl de Copiapó i Huasco; el de Coquimbo; el de Qnillota; 
el de Aconcagua; el de Santiago; el de Melipilla; el de Chillan; el de Mendoza i 
el de Concepción. 

De éstos, solólos de Quillota, Raneagua 1 Melipilla, se proveían directamente 
por el capitán jeneral. Los otros eran de provisión real, pero en la práctica se 
hacían jeneralmente por el último, pues los correjimientos de Chile no eran 
como los del Perú, i nadie hubiera querido venir de España a serlo de Chillan o 
de Colehagua. 



— 299 — 

de las armas, i si no era también almirante, debíase a qu9 no 
babia un solo buque, i a que los pocos que solían venir de España 
a construirse en Guayaquil se les mantenía «n perfecta pudri- 
cion en el apostadero del Callao. El maestre de campo, era el 
comandante jeneral de fronteras, i el sárjenlo mayor ^ una comi- 
sión múltiple i antigua que participaba del comandante de 
armas, del jefe de estado mayor i del cuartel maestre jene- 
ral (i). 

£1 ramo de hacienda dependía a la vez del capitán jeneral i 
de la Real Audiencia, porque se le atribuía una importancia 
capital, desde que la América entera no era considerada por 
los reyes españoles i sus ministros sino como un predio de la 
corona. 

En su administración inmediata era, no obstante, servido 
aquel despacho por dos ministros que se llamaban, como boi, 
tesorero i contador, i mas comunmente oficiales reales, I tenían 
éstos tal peso en la política i en la sociedad desde el primer 
tesorero real, Juan Fernandez Alderete, hasta el último de la 
escuela antigua, el célebre don Ramón Vargas i Belbar, cuyo 
retrato adorna los muros de la actual tesorería, que después de 
los presidentes i de los oidores, no había en la ciudad vecinos 
de mas cuenta (2). 

Debíase esto principalmente a la administración del real situa- 
do, que era el pan cuotidiano del gremio de empleados de la 
colonia, i que por su influencia administrativa i local en la 
capital i en el reino, no menos que por las peculiaridades de su 
inversión i reparto, fué una inslilucion (i este es el nombre 
que con mas exactitud le cuadra) digna de que aquí le consa* 
gremos un lijero análisis. 

Habíase decretado este subsidio hasta la cantidad de cien mil 
ducados, según dijimos, por una real cédula dada a Guniel en 
1604 con motivo del alzamiento jeneral de los araucanos en 
tiempo de Oóez de Loyola, por lo esquilmada de la tierra, que 

(1) Ademas de las fronteras, existían dos gobiernos militares^ el de Valdivia 1 
Valparaíso, este último desde 1682. Chiloé era una dependencia directa del vi- 
rcinato del Perú. El presidio militar de Juan Fernandez se estableció solo a 
mediados del siglo XVIII por el presidente Ortiz de Rosas. 

En las fronteras existia, adornas, un destino especial de importancia. Llamá- 
base el empleado que lo desempeñaba el veedor, i era un oficial de comisario 
jeneral que atendía a los pagos del ejército, a la distribución inmediata del si- 
tuado, a los asientos de vi reres, etc. 

(2) Estos empleos eran perpetuos, aunque liemos encontrado una real cédula 
de 25 de setiembre de 1674, que dispone se rsnueve cada tres años los empleos 
oficiales de América. Este período es el que lioi se estila para los nombramien- 
tos meramente político-administrativos. 



— 300 — 

anees por sí sola había sostenido aquella guerra devoradora de 
hombres, de caudales i de horneas. 

Auineutóse en seguida con las proporciones i desastres de 
aquella hasta 212,000 ducados, i ésta, mas o menos, fué la dota- 
ción permanente que tuvo Chile de la corona de Castilla. I de aqui 
sin duda el poco amor i casi el menosprecio que le merecimos; 
porque, a la verdad, si en el siglo XVI se dejó poblada esta par « 
te del mundo, no fué por otro motivo sino por lo que la tierra 
tenia de granero para abastecer las minas i las ciudades del 
Perii, i por lo que su capital tenia de claustro para recibir el 
esceso de la frailería de aquel emporio de la vida monástica^ 
«de cada uno de cuyos conventos podían salir cuatro de los de 
España, siendo que esta última era la nación mas católica de la 
cristiandad» (1). 

Habría sido sin duda de grau eQcacia aquel ausilio^ en un 
pais tan desprovisto de todo jénero de elementos para impulsar 
su desarrollo, escaso de población, pobre de caudales, con ha- 
ciendas que parecían provincias, donde el ganado pacía salvaje, 
sin mas industria que la de los telares indijenas, pues hasta el 
jabón era traído de Mendoza, a donle se enviaban como artícu 
los brutos nuestros sebos (a virtud de que allí había un arbus- 
to que daba mas vigor a las lejías), i por último en la que la 
moneda sellada era casi una novedad. Pero la avaricia de los 
mercaderes monopolistas de Lima, favorecida por la tolerancia 
o complicidad délos vi reyes, había desvirtuado por completo 
'sus buenos resultados, adueñándose aquellos esclusivamente de 
aquel tesoro, cuyo don, poniéndonos en la condición de por- 
dioseros, nos dejaba después de recibido mas menesterosos que 
antes de poseerlo. 

Como el procedimiento de distribución de aquella renta ilus- 
tra los principios de administración i de comercio que rejían 
por aquellos años en las colonias españolas, vamos a dar una 
lijera idea de su mecanismo. 

Los doscientos doce mil ducados del situado de Chile, eran en- 
viados de las cajas reales de Potosí a las de Lima por la vía de 
Arica, i allí cada año se ponían por el víreí a la disposición del 
capitán jeneral do Chile, mediante un apoderado estacionario 
que el último mantenía en aquella corte. 

Hasta aquí parecía que el negocio marchaba por un camino 
regular, pues lo de ir a Lima desde Arica para volver en se^ 
guída a Concepción, era una bagatela en esos tiempos. 



(1) Palabras del virei del Vcvíi don José de Armendáiíz, conde de Castel 
fuerte. 



— 501 — 

Mas desde que se trataba de la inversión del caudal, sallan a 
la superflcie todas las inmoralidades i todas las infamias del 
monopolio i del cohoQbo. En lugar de hacer la remesa del di- 
nero a las cajas ds Chile, iba al contrario de este pais a Lima 
un oficial llamado el siiuadista^ provisto no de la autorización 
de percibir el dinero i .conducirlo, sino de listas fraguadas en 
la capital i en los puertos do la frontera con el ñn de invertirlo 
en la compra de artículos para el vestuario i el consumo de los 
soldados. De aquí venia que el iiluadisla se hacia un potentado 
financiero, i de acuerdo con el apoderado o procurador jeneral^ 
, como se llamaba el ájente de Lima, dispensaba sus gracias i 
sus favores a los principales especuladores de la metrópolis. 
Podrá juzgarse de las prodigalidades de aquel sistema por el 
hecho solo de tener el procurador un sueldo fijo de 1,500 ps., 
siendo que sus funciones apenas duraban unos pocos dias u 
horas (1). 

Hacíanse las compras por los pedidos de Chile, i aun cuando 
se finjia el aparato de utia junta de almoneda^ demasiado sabido 
era por el comercio de Lima que esto significaba mas un cere- 
monial que una precaución. De esta suerte se invertían por 
cuenta del fisco dos tercios al menos del situado (2). 

El otro tercio, esto es, cincuenta o sesenta mil pesos se em- 
pleaban por el mismo situadista de cuenta de mercaderes de Chile 
que jiraban libranzas contra él por cantidades que entregabaí 
como suplemento a las cajas de Chile. I éstas, que debían ir mui 
mermadas por el abuso, formaban la única entrada efectiva que 
tenia el erario de Chile i el mismo ejército fronterizo. Lo de- 
mas era simplemente un latrocinio. 

Después de haber barrido el fondo de los almacenes de Lima 
de todos los rezagos que quedaban de los acopios hechos cada 
tres años en la gran feria de Portobello (de la que hablaremos 

(1) Despacho del duque de la Palata, virei del Perú, al reí de España de 28 
de noviembre 1682 (Memoria de los vireyes del Perú, vol. 2.% páj. 183). 

£1 testo orijinal dice 10,500 pesos, pero este es conocidamente uno délos 
muchos errores que afean la edición de esa obra, cuyo lujo está solo en las tapas, 
el papel i la tinta. 

(2) Según un acuerdo que tenemos ala vista de lY de junio de 1653, celebra- 
do en Concepción, la parte de situado correspondiente al tercio de Arauco, m 
hallaba invertida de la manera sis^uiente: 6,000 varas de rúan o lienzo dti uso 
interior, 2,800 varas de bayeta, 200 de tafetán, 80 pares de medias de seda, 150 
varas de damasco de Sevilla, 10 botijas de miel, 10 id. dé aceite, 10 id. de 
azúcar, 10 id. de sal i 10 quintales jabón. 

Lo de los 80 pares de medias de seda para los soldados de Arauco, hace re- 
cordar aquello de los anteojos i de las navajas de barba que los correjidorea 
del Perú obligaban a recibir a los indios, que eran lampiños i no sabian leer. 



— 302 — 

en otra ocasión) el Bituadisia, en efecto, cargaba un buque con 
tcdos 8U8 avíos, i pagaba un flete que era regularmente de 
8,500 pesos para conducirlos a Concepción^ punto de su desti- 
no (i). De allí iba a los fuertes i a las guarniciones de las fron- 
teras, especialmente a Araaco i Yumbel, donde se le distribuía 
al soldado hambriento i andrajoso con un recargo de setenta i 
hasta de un ciento por ciento, según la espresion autorizada 
de un virei, acérrimo defensor de este sistema de inversión de 
los caudales públicos (2). Por manera que el situado era solo un 
saco abierto de escudos, donde todos, esceplo aquellos en cuyo 
beneficio S9 creara, metían ambas manos. I era con aquellos 
sóida ios asi tratados con los que quería ponerse ñna la guerra 
de Arauco! 

Negábanse, no obstante, los vireyes de Lima en 8us informes 
al reí a cambiar de procedimientos cada vez que nuestros ca- 
pitanes jenerales reclamaban el envío directo i en numerario, 
tporque, decía el que acabamos do citar, el enviar el situado 
en dinero al gobierno de Chile, era poner en gran riesgo su 
entereza i abrirle una puerta franca para que con el dinero del 
situado se haga mercader. • El monopolio de Lima no podía es« 
tar mejor guardado, i de aqut las abominables consecuencias 
que produjo! de que tan animada pintura nos han dejado Juan 
i UUoa, basta que vino para el Perú el situado de las Chinchas, 
que puso todavía las cosas de peor condición. Los situadistas 
modernos llámanse simplemente consignatarios del huano. 

El mal situado^ no era pues, en realidad, sino el sabroso va- 
por de un lejano festín que los miserables regatones de la ca- 
pital veían levantarse en el horizonte i del que se daban por 
felices 8Í alguna gota llegaba a condensarse en sus labios siem- 
pie secos i desheredados. 

Tal era el sistema de justicia i el sistema de comercio que la 



(1) El editor de las Memorias de los vireyea (t 2.®, páj. 87), hace decir al 
duque de la Palata que este flete era de 80,500 p?., lo que es un evidente ab- 
surdo. 

(2). El duque de la Paluta, despacho citado. 

Uacinso esto con tanto escándalo, que dentro del pais mismo, el trigo qae se 
vendía en el comercio a 1 peso fanega, se cargaba al soldado a 4 pesos, scgnn el 
oidor Celada (1610). 

Algunos años mas tarde, dice Bascuñan en su Cautiverio feli» que las vacas, 
cujo precio en el sur era de 20 reales, se vendían al ejército a 6 pesos. 

Otro tanto comenzó a practicarse poco mas tarde con el situado de Valdivia, 
bien que una parte de éste iba de Valparaíso i consistía en algunos centenares 
de lios de charqui^ único alimento de aquella guarnición, inventora lejitima i a 
titulo de hambre del sabroso i popular valdiviano. 



_ 303 — 

España habla creado en favor del distaate, ingrato i meneste- 
roso presidio de Chile, 

Bendita mezquindad, empero, que enjenlró en nuestros 
mayores el duro hábito del trabajo, gracias al que somos hoi 
un pueblo medianamente considerado entre los medianos pue* 
blos de la tierra. 

Por cuanto llevamos dicho sobre las finanzas i el comeicio 
de la colonia, será fácil hacerse cargo del grado de prosperidad 
social i doméstica que hablan alcanzado los vecinos de San- 
tiago, especialmente desde el gran terremoto que habia derri- 
bado sus hogares. Si el estado, a la verdad, vivía de estranjera 
i periódica limosna, los ciudadanos no alcanzaban otro bienes- 
tar que el que les retribuyese el sudor de sus sienes. 

Las casas de habitación felizmente eran de poco costo i de 
baratos adobes, sin que nadie se atreviera a levantar sus muros 
sino lo preciso para que en el espacio que dejara el mojinete, 
entre el umbral i el alero, cupiera el blasón de la familia, si lo 
habia, o un nicho de mediana altura en que colocar la imájen 
tutelar de la morada, cual se ve todavía en algunas fachadas 
del pasado i anterior siglo (1). 

Fué esa también la época, en que el terremoto, este gran alba- 
tíil i arquitecto de nuestras ciudades, cuya ciencia salvadora te- 
memos que Santiago haya olvidado mas de lo preciso^ nos pres- 
cribió ese sistema llamado de estribos^ que dan a algunos de núes 
tros templos el aspecto de colosales jorobados, i que se aplica 
también a las construcciones mas humildes de murallas i de 
simples tapias en los campos. Las esquinas, formadas por lo co- 
mún de un solo trozo de pórfido del San Gristóval, comenzaron 
a su vez a multiplicarse desde entonces, porque se creía que 
asi se daba mayor solidez a los ángulos. Protejian éstos al pro- 
pio tiempo contra los golpes de las carretas, a cuyo fin solia 
ponerse por delante un macizo de piedra, i después de la guerra 
de la independencia, algún cañón inservible, como suele encon- 
trarse todavía. Las familias ademas elejian esa pieza de d«s 
puertas para depositar i expender los productos dt) sus propie- 
dades, fuera por mayor, cuando aquellas eran ricas, fuera al 
menudeo en caso de mediocridad, según se observa todavía en 
muchos pueblos de provincia, acaso mas aventajados en el dia 
que lo que Santiago lo era por entonces. 



(l) En la tercera cuadra de la calle de la Compañía existen dos de estos ni- 
chos, núms. 87 i 116. Otro se ve en la casa que fué del rico negociante español 
don Nicolás de Cliopltea, en la segunda cuadra de la calle de la Catedral, es- 
quina de la de Moraadé. 



— 304 — 

Los menajes de las habitaciones eran en estremo modestos i 
hechizos, esto es, de manufactura del país. Gomo el comercio de 
Europa se hacia esclusivamente por el istmo de Panamá, la enor« 
me carestía de los fletes, que duplicaba el precio hasta de las 
telas mas ricas i portátiles, impedia la conducción de muebles 
europeos, por manera que la jacarand<i era un articulo que se 
conocia solo como nosotros conocemos hoi el vellocino de oro, 
i la caoba, cuando algunos buques sallan traer algunas tablas 
de los bosques de Guatemala, empleábase solo como enchapado 
de los mas esquisitos trabajos de la ebanistería. Las selvas de 
Valdivia eran las que surtían nuestros aposentos de sus cujas, 
o catres colosales de cuatro pilares, de sus taburetes o banqui- 
llos forrados en brocadps i terciopelos, asiento predilecto de las 
damas, no menos que los sillones de baqueta, que suelen toda- 
via verse en alguna sacristía de campo, o en la última recámara 
de la casa. 

Fué aquel el tiempo clásico en que las esteras de estrado i las 
petacas, los cancos i las carretas^ los lebrillos de Pomaire i las 
ollas de Talaganle, los pellones de la Ligua i las alfombras de 
Chillar, que eran nuestros tapices de (robelinos^ estuvieron en 
toda su vega, como los frutos mas preciados de la industria na- 
cional, asi como las despensas vivían atestadas de rimeros Ae con- 
grio seco, de sartas de locos i de ostiones de la costa del norte, del 
lucf^e i cochayuyo del Algarrobo í San Antonio, no menos que 
del orégano, los huesillos i orejones de las chácaras i de las ar- 
boledas. Edad feliz i sabrosa que hasta ayer tenia por símbolos 
al valdiviano i el charquican alabado de los Papas (1), de 

(1) Aunque validos entre todoa casi como un proverbio aquellas palabras de 
un Papa que dicen: Ueaii indiatii guia mandiicani charquicanU (verdadero latín 
de cocina), BÍciupre la iiemoa tenido por un simple refrán de hambrientos mo- 
nacillos o galopines en las aulas de latinidad que mantenían los antiguos 
conventosi Sin embargo, por lo que pueda tener de curioso o mas propia- 
mente de santiaguino el oríjen de aquellos dos guisos jefes en la bucólica colonial, 
vamos a reproducir aquí una relación que nos ha suministrado cierto caballero 

mui competente en la materia El uso del valdiviano proviene del rancho que 

se daba a la guarnición de Valdivia i que hacia parte del real sitttado. Como no 
habia carne en aquellas localidades, el 1." de cada mes se distribuía a la guar_ 
nicion i hasta a los empleados superiores su ración de charqui, traído de Valpa. 
raiso, i como el modo mas sencillo de prepararlo fuera el cocerlo, los soldados 
lo condimentaban de esa suerte. De aquí el nombre de valdiviano^ que está 
hoi desterrado de Valaivia, donde se le conoce solo de nombre, pues ha sido 
un verdadero hijo pródigo de la provincia, particularmente en el dia, en que se 
ven en aquella provincia cariiicerias mejor montadas que las de Santiago i Val- 
paraíso. 

En cuanto al cltarquiean, es indudable que es oriundo de Santiago, como que 
en parte alguna, según el testimonio arriba mencionado, se le confecciona con 



— 305 — 

las lentejas de las monjas Rosas i de los porotos eñ fxienU 
de plata de las Capuchinas, deLajiaco, i de la aloja de las Cla- 
ras, de perfume mas esquisito que la trufa i de sabor mas con- 
fortable que la sopa de tortuga, todo sostituído hoi dia por esos 
millares de tarros i de frascos, boticas del paladar, de Lambie i 
de Weir, estos prosaicos fundadores del comercio directo del 
estómago entre Glasgow, la ciudad de las conservas, i Santiago, 
que solo lo ha sido de los conservadores! 

El uso de los espejos era casi desconocido, por la quiebra na» 
tural en un acarreo que solía durar varios años entre el punto 
de salida i el de destino, i por la misma razón apenas llegaban 
los cristales ñnos, a no ser en frasqueras de lujo, que se ostenta- 
ban sobre la mesa o taburete de las cuadras. Los vidrios, como 
transparentes en el uso de puertas i ventanas, debian tardar 
cerca de un siglo en entrar en uso, lo mismo que las costosas 
rejas de fierro erizadas de dibujos, verdaderas obras de arte de 
las ferrerias de Viscaya, no comenzarían a venir sino cuando en 
el siglo subsiguiecte se abriera la navegación del Cabo. Los ma- 
deros trazados en forma de biscochos i los balaustres torneados 
que suelen verse todavía en alguna puerta o balcón secular, 
eran el máximum del trabajo de madera aplicado a la arquitec- 
tura doméstica que conocieron nuestros abuelos. 

La creencia vulgar imajínase, sin embargo, que aquella fué 
una edad de oro como es la presente de frájil i deleznable papel, 
i se habla de que el servicio de plata de las casas grandes se 
pesaba por arrobas i quintales, así como se asoleaba en cueros 
la plata sellada. Ambos hechos eran exactos i no obstante con- 
firman la comparativa escasez de aquellos días, porque las mas 
ricas vajillas se componían esclusivamente de piezas lisas, la- 
bradas a martillo por los artífices del páis, que apenas carga- 
ban un diez por ciento sobre el valor del metal. I de aquí venía 
que el uso de la plata fuese en realidad el mas económico, el 
mas duradero i el mas barato, fuera de que en sí mismo cons- 
tituía una especie de monedi de ficil cambio en el mercado. 
Un plato de aquel metal no era sino un peso fuerte de gran di- 
mensión. 

En cuanto al asoleo del dinero en cueros en los patios de las 
casas, de que se hablaba no há muchos años para adormecer en 
la cuna los párpados rebeldes al sueño, tenia una esplicacioa 

roas primor. Sobre si lo comió Pío IX, do lo podriamos empero decir, porqae 
el lecretario Sallusty que escribió loa viajes del nuncio Mnzi, solo habla al 
describir los manjares perennes de su mesa, de loi gaUinaceiot ripieenos, de loa 
p&rceüetos da late (galhnas rellenas, cbapchitoa lechones), etc., etc., aegon con 
mas pormenor contaremos mat adelante). 

MSMir. CBR. 90 



— so* — 

mas sencilla todavía. En la América no se conocóa oiUmces otro 
numerario que los pesos fuertes o patacones que se sellaban en 
las casas de monedas de Potosí, de Lima i de Méjico, i la mo- 
neda llamada de cruz o macuquina^ que tenia cierta forma déla 
cruciñcacion i mas grietas que el Calvario, de lo que tal ves vino 
el decir de los mui necesitados, i como si la pobreza fuera una 
herejía: que no tenian Cristo. 

En cuanto al ponderado oro de América, era remitido inte- 
gramente a España en polvo o en lingotes, como los que encon- 
traron a su sabor Drake i Anson al abordar los galeones. I en 
esto era digno de especial curiosidad que en Chile, de donde 
hahian salido hasta dos millones de oro finísimo cada año, no 
se conociesen las onzas o doblones (pues así se le llamaba en el 
siglo XVII] sino de nombre (1), lo que se esplica por el mayor 
valor que el oro tenia como mercadería en el viejo mundo. 

Dejadas, pues, así sin trasiego aquellas masas considerables 
do dinero amonedado^ hablan naturalmente de occidarse con la 
humedad i el calor, i para limpiarlas, disponían las familias en 
los días abrigados del invierno, que los esclavos las asoleasen 
en los patíos, sin que en esta operación faltase algún puntillo 
de ostenta i presunción. 

Pero en lo que mas particularmente cifraban su orgullo do- 
méstico i civil las grandes damas era en su servidumbre de 
bruñidas negras i en las alegres i traviesas mulaliHas de servicio^ 
que eran el adorno de los salones en los días de gala, las libreas 
en el paseo i las chinitas de alfombras en la misa de todas las 
mañanas. Crecidas éstas, formábanse de ellas aquellas criadas de 
razon^ eximías en dar los recados, que solían mandarse pedir 
prestadas unas amigas alas otras, por esta especial gracia, para 
que echasen sobre las bandejas los sus merced sacramentales de 
los regalos. Desde este siglo comenzó a mirarse con cierto des* 
den el servicio doméstico de los indios, sobre todo en el ramo 
femenino, al que las mulatas sacaban con su zandunga e inteli- 
jencia peculiares una considerable ventaja (2). 

(1) £1 capitán Pedro Amaza, que habla estado en Lima i que en 1690 tenia 
eineaenta i dos afios, asegaró en el proceso del tesorero Torres, que en sa vida 
habia visto nn doblón i que los conocía solo de nombre. 

(2) £1 servicio de una india» o 9u anento como se decía entonces, valia doce 
pesos al afio en el siglo XVIf, i el de una negra el doble. En el archivo de la 
Beal Audiencia hemos encontrado un curioso litijlo por una negra que una se- 
fiora llamada dofia Feliciana Ramire;^ habia dado en empefio a una otra su 
amiga llamada dofia Jnana Garcés, ambas vradas de capitanes i mujeres, prin- 
cipales. Debíale la Ramírez a la Garc^s unos cuantos pesos, i por esto b»bia 
sido el empefio, mas, se negaba a devolverlos con intereses, porq.ue deciai i no sin 



— Z07 — 

iM có»iuml>ré8 sd ámddabán como, era úátarál, al estado dé 
cosas qué hemds deserito i qué imprimía a aquellas su maBera 
de ser. Pocas nociones nos han quedado de los hábitos domés- 
ticos de ese siglo, fuera de los episodios que de cuando en cuan- 
do hemos narrado. Dejando, con todo, ese campo vírjen para 
mas felices (do mas empeñosos) esploradores, parécenos que 
aquellos arrojan suficiente luz sobre el estado social de nues- 
tros mayores. Hemos visto» en efecto, como se dividían en feu* 
dos las familias, como se acuchillaban en la plaza pública, como 
se celebraban bodas con varandas de oro, como el pueblo todo se 
agrupaba a las migajas del süuaio^ como se recojian las heren- 
cias de los millonarios, como el vecindario tomaba parte en la 
erección de los templos, como se poblaban de la flor de las don- 
cellas santiaguinas los claustros, i como, en ñn, el cisma eatra- 
traba en éstos i habia toques de rebato, fugas, escomuniones 
i disparos de armas en las gradas mismas de los santuarios, 
prófugas las vírjenes, con sus velos rotos por brutales bayonetas. 

I de en medio de esta vitalidad, lenta en sus pulsaciones, de 
un pueblo que va creciendo como dentro de una celda, hemos 
derivado la consecuencia filosófica que el sello predominante 
impreso por el siglo XVII en nuastra sociedad, fué el del espíri- 
tu relijioso. ^ 

Llegó, a la verdad, éste a tanta i tan intensa concentración en 
los liltimos aüos del siglo, que según el historiador eclesiástico 
Eizaguirre, hubo de intervenir el reí de España para moderar 
los gastos de procesiones, aniversarios i otras fiestas reüjiosas, 
a cuya práctica, así como a la participación en ajitados capítu- 
los, vivian entregadas las familias i los hombres demás nota en 
el pueblo. Santiago se veia envuelto permanentemente en una 

razón, ante nuestro antlcurial criterio, quo el servicio de la negra snplia «I 
importe de éstos. Pero la acreedora alegaba que la esclava habia estado enfer* 
ma, que habla gastado en medicinas i en hacerle un faldellín de eordeyanU^ i por 
.último, que el dinero, cuando se empleaba en sebos, producía el 15 por ciento 
dos veces al año en las remesas a Lima. 

La Real Audiencia tuvo opinión distinta de la nuestra (lo que no es estraño), 
i mandó qne doña Feliciana pagase el interés de 5 por ciento 1 doña Juana 20 
pesos por el servicio de la negra. Apeló con todo la primera por via de rtvida, 
1 hubo confirmación. 

Sucedía esto en el mes de diciembre de 1628, i hai de particular en los autos 
qne habiéndose tasado el honorario del procurador de la Garcés en 8 peso», los 
reclamó éste en un escrito diciendo que los pedia "por que tenia necesidad i ser 
fispera de pascua." Los graves oidores pusieron como h pide, i que tean tolo 
teis pesos, No dice el auto, sin embargo, si esta rebaja de tasación fué por la 
frescura del curial o por otra razón de equidad. Seria talvez curioso oír Svbre 
s&ta duda la opinión en consulta de los abogados moderbos. 



_ 308 — 

nube de incienso, i no había ciudad de América que consunüe- 
se mayor número de marquetas de valiosa cera en toda la cris* 
tiandad. 

A mas de cuanto sobre esta profusión hemos referido i de los 
innumerables diaa de guarda i de ñesta que entreleniam el 
ocio del pueblo, i en consecuencia sus vicios (sobre lo que vol* 
veremos con mayor detención en otro lugar) celebrábanse pro 
cesiones descomunales, en las i|ue se alistaban para alimentar 
8U fastuo en bandos rivales las damas i los clérigos^ los caballo - 
ros i las beatas, turan las mas famosas de aquellas la del Rosario^ 
que era celebrada por los dominicanos, k de la Candelaria, que 
pertenecía a San Agustin^ la de San Lorenzo^ establecida en la 
Merced, i la de la Concepción, de San Francisco. Las procesio- 
nes puramente diocesanas i que pertenecían o la Catedral, no 
eran menos numerosas i solemnes que aquellas. El obispo Ca- 
rrasco en sus leyes consultas de 1639 ya citadas, menciona en- 
tre las instituidas únicamente por votos de ambos cabildos (el 
secular i eclesiástico) la de San Marcos que se dirijia a San 
Francisco; la de San Sebastian a la Merced; la de San Lázaro 
a la capilla de su nombre; la de San Lucas a Su; Agustín; la de 
la VisHacion de Sania Isaoel a Santo Domingo; la de San Salur^ 
niño a la capilla de su nombre i la de San Antonio, que tenia 
lugar dentro de la propia iglesia diocesana. Celebrábanse ademas, 
a ejemplo de ésta, innumerables fiestas de santos en las naves de 
las iglesias o al derredor dejos claustros, i algunas, como la del 
apóstol Santiago (que mas alelante contaremos), la de San Juan 
Bautista i la de la Concepción, eran acompaüadas por ñestas 
profanas como torneos de sortijas i cafias, comedias o autos 
sacramentales^ representados por estudiantes» i corridas de toros 
que bacian uní mezcla estraña de paganismo i de barbarie 
ccn la majestad i clemencia del culto cristiano. Las mismas 
monjas representaban estos saínetes i mojigangas en los días 
llamados de aguinaldos, cual se estilan toiavia en la visita de 
recepción de los presidentes nuevos, hasta que enfadado el celoso 
i casi frenético obispo Uumanzoro, los veló con escomuniones 
i hasta la amenaza de un encierro que llegarla a cuatro años 
para las desobedientes contumaces. Este mismo prelado fué el 
que puso fin a la estravaganie procesión que acostumbrabaa 
sacar los padres dominicos, haciendo pasear en la tarde del 
miércoles santo una anda del niño Jesús, que la muchedumbre, 
en imitación de los j adiós, corría a pedradas por todas las 
calles. Cuenta esto último el grave historiador que acabamos 
de recordar. 

Mas, al paso que se suprímia una devoción se introducía otra. 



— 309 — 

Por un breve apostólico de 26 de enero de 1 67 1 establecióse, en 
efecto, en Santiago el culto especial conocido hasta hoi bajo la 
denominación de El dulce nombre (1). 

Fueron estos también los dias en que empezó a florecer el céle- 
bre siervo de Dios Bardeci i la monja iluminada Sor Úrsula Siia- 
rez, una infeliz mujer enfermiza i exaltada que nos ha dejado la 
historia de sus propios desvarios, i que por lo tanto no sabría- 
mos decir si merecería estar mas cerca de la sublime Teresa de 
Jesús que escribió también sus estasis, que de la endemoniada 
de 1858 (la Carmen Marin) que tuvo graves doctores que los 
escribieron por ella (2). 

(l) Llegó a tal grado el furor de las co/radiat por estos cños, qae el propio 
prelado de la iglesia de Santiago se vio obligado a refundir algunas, según se 
observa por la siguiente disposición de su sínodo de 168S (coust. 4.», cap. 1.*) i 
que por característica reproducimos; 

"Por haberse acrecentndo el námero de las cofradías mas de lo que puede lle- 
var la pobreza de este pueblo i por las razones representadas en la jnota Sy no- 
dal, mandamos que las dos cofradías que están fundadas en el colejio de la 
Compañía de Jesús de esta ciudad la una de los indios naturales, con la advoca- 
ción del niño Jesús i la otra de Morenos con la de Nuestra Señora de Belén sa 
agreguen la de los indios a la do Nuestra Señora de Copacabana, fundada en el 
convento del señor San Francisco i la de Nuestra Señora de Belén a la de los 
Morenos, fundada en el convento de predicadores del señor Santo Domingo de 
dicha ciudad; i desde luego queden agregadas, i unidas o se deshagan." 

No son menos notables las siguientes disposiciones de la sínodo de 1688, una 
de las que al menos ojalá hubiera rcjido en todo su vigor dea siglos mas tarde i 
en un dia memorable. 

Ambas dicen asi: ^ 

**Por ser mnclia la pobreza de este reino i consiguientemente, la de los monas- 
terios, perdidas muchas rentas i cobrarse mal las corrientes, i no redituar, ape- 
nas, para el sustento ordinario: ordenamos 1 mandamos que las fiestas, que, 
hicieren, assf el común de los conventos, como las monjas particulares, no exce- 
dan de cincuetiia luces en ellas, i moderen el exceso que bai de fuegos las noches 
que las preceden; por cuanto Nuestro Señor *mas se paga de los corazones devotos 
i ajustados a la pobreta relijiosa que a esterioriJades que huelen a vanidad.^ 
(Contt. 22, cap 6.») 



*'Háse introducido «n los monasterios vltlsí profanidad de gastos que desdicen 
de la sania pobreza i de la que cada una de las relijiosas experimenta en eí, los 
dias que preceden al nacimiento de nuestro Redentor en los que dicen las Au- 
tiphonas de vísperas, que llaman vulgarmente las Oes, en comidas i regajos; 
tiempo que debía celebrarse mas con la abstinencia i ayuno. I así las prohibí- 
n^os del todo por constarnos, ser el gasto sobre el posible de las mas i que su 
competencia las empeña en lo que no pueden." (CoLst. 12, cap. 6.*) 

(2) Especialmente los doctores Bruner i Carmena. El libro dejado por la 
Suarez i de que nos dá cuenta el señor Eiznguirre, que parece haberlo consul- 
tando orijinal, pues publica algunos estraetos de él, tiene eáte título. **Rela- 
cioo de las singulares misericordias que ha usado el señor con una relijiosa, in- 
digna e^sa suya.** 



^^" 



— 510 — 

Había oaci4o esta iúspirada en Santiago eú 166&i alenda aiia 
padrea don Martin Suarez i doña Maria de Escobar, personas 
principales. Desde pequefia manifestó una exaltación mística 
tan irresistible, que contratos deseos de su madre, que la desti- 
naba al mundo, fué preciso consentir en que lo abandonase 
cuando tenía solo once aüos. fílijió para su vocación el monas- 
terio recien fundado de la Yicleria, de que por aquel tiempo 
era síndico un tio abuelo suyo, i allí profesó cuando apenas ha- 
bía cumplido quince años (IG83). 

C!omenzó entonces la serie de visiones, estasis, milagros, plá- 
ticas con el cielo i apariciones i conjuros del diablo (a quien en 
una opasion viera sentado en un columpio frente a un espejo), 
arrobamientos incesantes del espíritu, i por último, enfermeda- 
des i penitencias de su cuerpo que le alcanzaron reputación de 
santa. Para acabar de csplicar las particularidades de su vida, 
deberemos solo añadir que el director de su conciencia era un 
jesuíta catalán llamado Miguel de Viñas, célebre no menos por 
haber sido uno de los oráculos, segua dijimos, del sínodo de 
1688, en calidad de rector del Colejio máximo, como por haber 
iniciado en nuestras iglesias la saludable enseñanza llamada 
Escuela de Cristo^ que regularizó despies el venerable Alday. 

En cuanto al venerable siervo de Dios^ frai Pedro Bardesi o 
Bardeci, como propiamente se escribía su apellido (1), traslada* 
remos solo uno o dos rasgos capitales de su vida, porque, están 
do pendiente todavía su secular canonización, no sea que no 
entendiendo el ritual, lo echemos a perder, quedándose Santia- 
go sin el ilnico santo de que que ya hai esperanza, porque 
loque es del porvenir... ¿seria mucho esperar, esperar már- 
tires?... 

Habia nacido el siervo de Dios en Orduña, plaza fuerte fron- 
teriza entre Vizcaya i Castilla la Vieja, cuya afamada peña, 
atalaya de los cantabrios contra los moros, divisa todavía el 
viajero corriendo por la carretera de Bilbao a Vitoria. Eran 
sus padres vizcaínos, pero él propiamente habia nacido caste- 
llano. 

Muí joven pasó don Pedro a América i fué mercader en Mé- 
jico i minero en Potosí. En una ocasión oyó en este páramo la 
voz de la Vírjen que le decia se encaminase a Santiago, donde 
a la sazón se construía la Recoleta franciscana, i en consecuen- 
cia dejó la barreta por la cruz. Vino, vistió el hábito el 8 de se- 

(1) Abi en efecto lo vemos empleado, i con escelente letra, por su hermano e 
capitán don Francisco, cada rez que enconlramos su firma autógrafa en papel«a 
aniiguofl. 



- su — 

tíembrede 1667 i profesó al a&o sigaieate. Tenia entonces solo 
veinticinco aflos^ 

Comenzó desde ese dia su carrera de prodijios, i según su 
biógrafo mas circunspecto, ttuvo el don de profecia i mila- 
gros» (!)• De estos últimos se cuenta el haber adivinado que 
un caballero llevaba en su caja cierto rapé envenenado para 
matar a un enemigo; i de aquella que presintiendo el peligro en 
que se hallaba una pobre mujer llamada Candelaria Isboran de 
caer en pecado por una deuda de cuatro pesos, se los llevó tan 
en tiempo, que estorbó su cjnsumacion. Murió por ñn el 12 de 
setiembre de 1700 a las cuati o de la mañana, a la edad de 59 
anos,á se contaron muchos prodijios de su ñn. Uno de ellos 
fué que se mantuvo los tres días de su espectacion pública cfle- 
xible, con un aspecto de persona viva i de una blancura singu- 
lar.» Encerráronle en el presbiterio de San Francisco, que fué 
BU iglesia posterior, a consecuencia de los cismas i capítulos en 
que también anduvo envuelto; mas en la exhumación que se 
intentó hacer en 1863, no se encontraron ni vestijios de sus 
cenizas. Solo consérvase de él, pintado con brocha gorda en la 
pared de su claustro, una esiljie de su persona, que tiene al pie la 
siguiente inscripción conmemoratoria: El venerable padre frai 
Pedro Bardesiy hijo de esta provincia i natural de Orduña^ hijo de 
don Francisco Bardesi i doña Catalina de Agüinado i Vidourre, 
friundos de Vizcaya. 

I con esta brevísima reseña dejamos cumplido un deber, sin 
faltar a U devoción ni a las esperanzas de los fieles, que con 
justicia se quejan de no tener otro santo que los huesos de 
Santa Feliciana en una urna de la Catedral, mientras la peca- 
mmosa Lima se enorgullece de su Santo Toribio i de su Santa 
Rosa, bien que de la última pudiéramos armarle disputa, pues 
está averiguado fué chilena. 

En lo que liabia algún lujo i ostentación, fuera de la prodi- 
galidad increíble derramada en los aparatos i esterioridades del 
culto, era en los trajes de las damas i los caballeros, que ha- 
cían de las procesiones sus grandes dias de gala i de estrenos. 
I bajo cierto punto de vista era forzoso que así fuese, desde que 
la seda, el terciopelo i el tisú de oro, o lama^ como se le llama 
mas comunmente, eran los únicos tejidos finos que venían de 
las fábricas de España, que tenían este esclusi^ro monopolio. Lle- 
gaban también por acaso algunos fardos de paño de Francia, 
pero recargado con el triple de sus precios desde que salia del 
telar hasta que se entregaba al sastre mayor en la ciudad, por 

1) EUftgoIrre, to2no 2.% pájiíu 369. 



— Zlt — 

lo qoe el traje univenal era el de loa bordos paAoa de Quito. 

Todavia'la práctica i bienhechora Inglaterra no podía enviar- 
nos sus telas de algodón, sus admirables tajUlas de losa, sus 
cristales trasparentes como el agua i baratos como la arena, asi 
como los mil artefactos de su admirable industria, que en el 
presente siglo ba puesto al alcance del labri^o las comodida- 
des domésticas que antes se hallaban reservadas a los grandes 
señores. 

L&s damas se daban, sin embargo, con alguna profusión al 
uso de esas superfluidades costosas que a veces arruinan las 
foi lunas con mas |»risa que los terremotos. La Real Audiencia se 
creyó llamada a poner algún remedio a este desorden, que ya 
antes de la ruina de 1647 tanto aflijia el corazón del buen padre 
Ovalle, i el 3 de agosto de 1684 vemos que informó al reí ha« 
ciéndole ver quo da mayor profanación consistía (son los tér- 
miaos del informe) en el uso de puntos de Flandes^ i guarnicio- 
nes de hilo de oro i plata que se llevaban en los vestidos i en 
las aeuchilladuras que usaban las mujeres en sus trajes, i que 
teria conveniente prohibir las puntas i blondas blancas de oro i 
plata i que se escusase acuchillar el vestido, en que hai gravo 
exceso i que se prohiba el uso de seda i cambrai a la jente ordi^ 
naria que sin caudales querían igualarse con las jentes ri- 
casB (1). Fué ésla también la época (1688) en que inundó a 
Santiago una plaga-de «muchas mujeres lusitanas (portugue- 
sas} que, en comenzando a cerrar la noche^ sallan de sus casas 
i se iban a las tiendas de los mercaderes con pretesto de com- 
prar los jóneros que necesitan, gastando lo mas de las noches, 
asi en las tiendas cooio en la plaza i calles, en disoluciones i 
graves ofensas a Nuestro Se&or, de lo que lo relijioso i serio 
del pueblo (decia el obispo Carrasco, de cuya Sínodo copiamos 
este pasaje) ^cstá escandalizado.» Sin embargo, i para poner 
remedio a este desenfreno, que daba al humilde Santiago, hace 
dos siglos, el aspecto que hoi tiene Madrid o París i todas las 
grandes ciudades de la civilización, el obispo (autorizado de una 
real cédula de 7 de noviembre de 1682 en que se mandaban 
castigar los pecados públicos de esta capital) ordenó que las tien- 
das so cerrasen a las nueve de la noche en verano i a las siete 
en el invierno. 

La agricultura del reino, que era la única fuente de riqueza 
desde que la estincion de las encomiendas habia agotado el 
acopio del oro, posible solo por medio de manos serviles i gra- 
tuitas (i esta es la única razón por que hoi no se saca como se 

(1) Cedulario mannecrito de laBibllotéCA NaoSooal. 



— 313 — 

sacaba antes), languidecía también, porque las cosechas se po- 
drían en las trojes i el fruto de las matanzas (salvo los cueros, 
las lenguas i el sebo) se quemaba por no infectar el aire. Los 
valles circunvecinos de Lima habían producido hasta entonces 
el trigo que bastaba a sus necesidades, i el poco que salía de 
nuestras bodegas iba a puertos intermedios i a veces hasta Po 
tosí. Habíase también prohibidoel cultivo de la viña, ordenán- 
dose que no se plantasen nuevas ni se conserv(uen las existentes, 
a fin de favorecer la introducción de los aguardientes i vinos 
españoles; pero subieron tan alto los clamores de los infelices 
labradores, que hubo de revocarse aquel duro i brutal acuerdo 
de finanzas (1). 

La producción del trigo, que hoi desvive al senador como al ga- 
ñan, era por otra parte considerado como negocio de poca estima 
social, siendo los eslaneieros de vacas, es decir, los hijos de los 
conquistadores que se habían repartido el país, los que se con- 
sideraban como señores feudales. El otro ramo, por lo vil de su 
precio, que no pasaba de niedio peso la fanega, i lo reducido 
del jiro a que se prestaba, considerábase solo como negocio de 
menudeo, cual se miraría hoi el de criar pollos o cultivar za- 
nahorias. Añadíase a esto las continuas secas de que dan testi- 
monio los libros de cabildo i la falta de irrigación artificial. 
De las primeras hubo una que duró tres años (2). 

(1) Se prohibió la plantación de la viña en Cliile en 1654, pero, después de 
machos trámites, se mandó levantar aquella orden por real cédula de Madrid, 
a 30 dQ junio de mi. 

Hé aquí los antecedentes de este curioso monopolio, tal cual se contienen en 
la cédula que lo abolió: 

"En cédula de 30 de agosto de 1666 se mandó informase la Audiencia de 
Chile sobre el plantío de yiñaa sin licencia, en contradicción de lo dispuesto 
por cédulas, i en respuesta dijo la Audiencia loa daños e inconvenientes que 
hai de que no se componga las que hú i no se planten otras de nuevo, como se 
ordenó en la cédula del año de 1654. I visto en el consejo con lo espueeto por 
el marqués de Navamorquende, presidente interino de la Audiencia, en carta 
de 16 de agosto de 1668, i el obispo de la Catedral de Santiago en otra de 14 
de mayo, resolvió S. M. responder no se hiciese novedad en lo que hasta enton- 
ces se habia ejecutado de siempre plantar viñas en el reino de Chile.'* 

(2) Asi lo decia el comisario de la Inquiídcion don Tomas de Santiago en 
1640 al inquiúdor mayor Juan de Mañozca, por cuya ra2X>n, anadia, "no se ha- 
bia cobrado blanca." 

La escasez producida por las secas periódicas i por la incuria, esta seca eter- 
na de la raza a que pertenecemos, habia llegado, según en otra parte insinua- 
mos, al punto que en 1624 se habia traido trigo de Lima a Chile. En 1626 
volvió a pedir este socorro por un despacho uijente el fiscal de la Real Au- 
dienda don Jáeome de Adaro a la Real Audiencia de Lima (Bravo de Laguna. 
Voto consiUtivo al virei Manso.— Lima, 1161.) 

HliT. ORTT. 21 



— 314 — 

Queda, pues, establecido que el charqui, bajo sus diver" 
aplicaciones, sin esceptuar las culinarias, era una cosa de sik 
importancia en la colonia. Durante el primer siglo, al meim 
fué su riqueza, i una especie de institución política, por 
cual el centro manejaba las estremidades (Coquimbo i Val 
vía) como el estómago alienta la cabeza i hace andar los pí 
El trigo vino después. Mas tarde siguió Chañarcillo. Los banc^ 
son de ayer. I en esta gradación, téngase bien presente, cha^ 
quij trigo^ pina i billetes están escritas las cuatro grandes edad < 
financieras de Chile. 

El tiempo del ennoblecimiento del trabajo, esta grandeza 
primera clase^ no conocida todavia en la ociosa Sspaña, i! 
entre tanto a llegar para la América, como habia llegado y 
para la Holanda, que en un tiempo fuera nuestra jemela; i com 
en ésta, iba a acelerar los dias i la ventura de su santa e ine- 
vitable emancipación. 

Cómo comenzó a operarse este cambio, i sus primeros pro— 
gresos por la labranza i el comercio, será el último estudio d^ 
esta serie de cuadros de la vida colonial que hemos venido tra- 
zando durante el siglo XVII. 



j^ FIN DKL TOMO PRIMERO. 



INUICE. 



Páj. 

Dedicatoria , 5 

Prefacio 7 

CAPITULO L— El campamento de San Cristóbal 15 

" II.— Huelen 25 

" III. — Los fundadores 35 

" IV. — La conspiración de Pastrana 43 

*' V. — ^Pedro de Valdivia, fundador • 52 

*' VI.—La colonia 59 

" VII. — Los primeros feudos '78 

VIIL— Los dos Villagra ^ 83 

IX.— Santiago en el siglo XVI 93 

" X. — La guerra i los tributos 111 

" XI.— La Roma de las Indias 120 

XII.— Las levas 150 

XIIL— La Real Audiencia 144 

" XIV. — Una pendencia en el siglo XVII 164 

XV.— Oidoresi obispos 167 

" XVI. — La Inquisición i la Audiencia 178 

XVIL— La mitad de un siglo 196 

XVIIL— Los claustros del siglo XVII 211 

" XIX.— El gran terremoto 225 

" XX. — Don Francisco de Menéses. 248 

" XXI. — Don Juan de Henriquez 256 

" XXIL— El tesorero de la Santa Cruzada 273 

XXIII.— El siglo XVII 289 



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Thi8 book should be retumed to 
the Library on or before the last date 
stsmped below. 

A fine pf fiYQ cents a day is inourred 
by retaining it beyond the specifled 
time. 

Please retum promptly. 






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