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-^ — ^apt^i^s+i 3ra_
I
HARVARD COLLEGE
LIBRARY
FROMTHB FUNDOP
CHARLES MINOT
OASSOP 1838
/^
HISTOEIA DE FELIPE II
REY DE ESPAÑA.
r
Jl> .
SALVADOR MAÑERO, EDITOR.
HISTORIA
DE FELIPE n
POR EL BXCMO. SR.
PUQUE DE SAN MIUUEL;
GRANDE DE ESPAÑA DE PRIMERA CLASE;
GRAN CRUZ DE LA REAL T DISTINGUIDA ORDEN DE CARLOS III T DE LAS REALES
T MILITARES DE SAN FERNANDO T SAN HERMENEGILDO; CAPITÁN GENERAL DE LOS EJÉRCITOS
nacionales; primer comandante general del real CUERPO DE GUARDIAS ALABARDEROS;
GENTILHOMBRE DE CÁMARA DE S. M. CON EJERCICIO T SERVIDUMBRE;
SENADOR DEL REINO; DIRECTOR DE LA REAL ACADEMIA DE LA HISTORU ,
ETC., ETC., ETC.
SEGUNDA EDICIÓN,
REVISTA, CORREGIDA Y REFORMADA POR SU AUTOR,
Y AUMENTADA CON SU BIOGRAFÍA, JUICIO CRÍTICO DE LA OBRA Y UN ESTUDIO
SOBRE LA éPOCA DE FELIPE II
POR
D. VÍCTOR BALAGUER.
EDICIÓN DE GRAN LUJO,
adornada con láminas en acero y boj representando^retratos,
batallas, vistas, etc., etc.
TOMO I.
BARCELONA:
ADMINISTRACIÓN. ||| LIBRERÍA.
Ronda del Norte, número 128. It| Rambla de Sta. Mónica, número 2.
1861.
S^o^v^^'^-s, dx
Harvard Collc : o Libraiy
Aug. 2^> IwilQ
fiS PROPIEDAD DE SALVADOR MAÑERO.
íí^o
PROLOGO.
De todos los ramos del saber y la literatara caltívados desde el
principio de las sociedades hasla los tiempos que alcanzamos, nin-
guno cuenta mas escritores ni lectores que la historia. Natural
es, en efecto, que llame la atención del hombre este gran cua-
dro de su vida, donde entra lo presente y lo pasado; lo grande, lo
magnifico, lo sublime, al par de lo pequefio, de lo feo, de lo horri-
ble; donde su especie aparece bajo formas tan diversas; donde se
presentan todas las fases de su condición, según la diferencia de los
tiempos, de los climas, del grado de civilización, de las preocupa-
ciones, de los b&bitos. Aun despojando ¿ la historia de su carácter de
moralidad, como fuente inagotable de lecciones prácticas, le queda-
ría una grandísima importancia, considerada como un simple objeto
de curiosidad, como un simple espejo en que el hombre contempla su
figura. Todas son en efecto dignas de ser vistas; mas no pueden
excitar el mismo grado de interés en cuantos la observan. La dife-
rencia de gustos, de índole, de educación y hábitos, influyen en
esta clase de predilecciones. Anteponen unos la historia antigua á
la moderna, y al contrario. Busca el uno guerras; el otro transac-
ciones mas pacíficas: sigue este con interés los progresos de las cien^
Tomo i. i
6 HISTORU DB FSLIPE II.
cias y las artes, mientras se deleita extlusivamente aquel con todo
lo extralio y anticuado que ofrezca los menos rasgos posibles de con-
formidad con lo que existe. En esta inmensa galería, todos buscan,
todos hallan sus colores, sus actitudes, sus personajes y grupos fa-
voritos.
Mas cualquiera que sea este carácter ó índole particular, casi
todos están de acuerdo en que de las épocas de la historia moderna,
ninguna merece preferepQia «1 spg|p ]L^I^ «ra se atienda á las cosas,
ora á las personas; ya á la importancia y copia de los aconteci-
mientos, ya á su influencia en los destinos de la especie tiumana;
siglo verdaderamente grande y oM^nífico bajo cuantos aspectos se
le considere; siglo en que renacieron las artes, algunas de las que
adquirieron un brillo y esplendor que no gozaron desde entonces:
siglo en que se desenrollaron las ciencias; en que se descubrió el
nuevo mundo; en que se agitaron tantas contiendas políticas y re-
ligios;»^ eq, qQ|9 desplegaron su ^eqiQ, y i^r distintos capiino^. se
inqQortalizaron tantos hombres; cjoijideel Iftllerdclartistai^ el gabine-
te áe\ sabio, y Is^ arena de las contrQversiajs religiosas, ofrecían tac-
tos títulos dQ renombre y gloria como los mismos campos de ba-
talla.
L^ historia de nuestr«^ oacion se halli^ taq^ enl$[Z94ft.Con tpidfls. los
acontecimientos importantes de s^quel síglQi^ que es imposible escri-
birla sin entrar mas ó menos e^ la de los. demás pueblps de la gi^-
ropa^. Ocuparon sucesivamep te el troqo QspaDol du^antei casi t¡odo
este período, do^ monarcas, que, domins^qjlo á m^ de este; pa|s ep
otros muchos, debieron por precisíoa de tomar parte en cqajQtos
negocios importantes ocurrieron durante su reinado: dps monarcas
famosos por la actividad de su carácter, por su espíritu ambicioso,
por su vasto poderío, por la habilidad que desplegaron en el go-
bierno y administración de sus estados. Fiteron ambos y son en la
actualíds^scasi igualmente célebres, mas no del mismo modo: los
dos figuran en primer término, mas no con un mismo colorido:
ambos fueron objeto de rivalidades y ()e odios, mas con diferentes
grados de encarnizamiento: los dos tuvieron sus historiadores, mas
Mt^LOGO. 7
00 los hjiIlfttoB igüAlto^bte fieles y hábíleí. Bajo inbos conceptos
fué müá afortunado Carlos qoe Felipe. Pocos hombres han sidoefée**
títiLtnente ínas qoe este últiibo, blancos de parciatidad, de preyen«^
eíob, de mala fé por parte de sos historiadores. Para unos es poco
meóos que uo B^: para otros un dettiMio: aquí se pone en las
Atibes su piedad, so celo religfoso: aHí se le pinta como un mons-
truo de superstición y fabatismo: lo que para los primeros fué jus^
ütíttL, fué prudencia, fué política, lo califican los Segundes de cruel-
dad, de ñadsedad y de perfdfo. Nada prueba tanto la lucha encar-
binada de intereses, opiaiMes y principios, que, encendida durante
su etisteboia, comimicé so fiíror á las generaciones sucesivas.
K\ empireiider ia vida y hechos de Felipe (I, rey de Bspafia, bo
dMMaoeeoifes ia «lasa de nuestra tarea, ya atendiendo á lo vasto de
las indagadoaeS) ya al mwio 4t presentar su resultado. Si la histo-
ria es «n todas ocasiones un estudio serio y grave, ninguna debe de
laortoer mt» este «Sféetor, que la ^ m persoaaje tan grave y tan
seiMro eu todas las situaGiOnes de la vida, óé un monarca tan im-
potlhate ea biesttos «nales, tan enitflíaSo^ranf^l nombre y las gran-
deias espálelas, y sobre toda cuya memoria eKcila tan diversos seo-
Hmienfos. Por mas que se impMga um híst(Hriader el deber de inda-
gar los beehos t»D toda díligenda, 4e exponerles coa imparcialidad
y exactitud, «s imposible que no ehtqae muchas veces coa seatímien-
toslhvwiteS) con opiniones demientes, con las preocupadones que
seBdqaien»^ neoBsidad, seguu ei cf reulo en que se vive, el par-
tida k que Se pM'teoece, ele. Teniendo pues preseotes estas coosi-
éeraeioaes, y ooifvencidoe de la imposibilidad de contentar á todos,
airamos ^de Felipe II ia verdad, é lo que mas probable nos parezca,
después de comparados los datos en las diversas autoridades que
«maullemos^, ora amigos, ora contrarios, pues la justicia exige que
se oiga & entrambas partes. Ningún interés tenemos en hermosear,
ni menos en cargar el cuadro de tífttas demasiado oscuras. Como
espalioks debemos de propender á lo primero. Y ¿qué persona que
lleve este nombre puede piseeoindir de un movimiento tde amor pro*-
pia ú reearrer ua época en que su nación .era considerada, res-
S mSTORti PS FELIPE II.
petada y colocada por su poder, sí no la primera, al menos al par
de las primeras de la Europa? Mas haremos por desprendernos de
estas ilusiones que tantas veces extravian el entendimiento. El me<
jor modo de evitar los escollos á que lleva la parcialidad, es pre-^
sentar los hechos con exactitud y ser parco en reflexiones; escribir
para narrar, no para probar; ser lógico en presentar datos, dejando
al cuidado del lector el deducir las consecuencias.
La historia de Felipe', II, que comprende la segunda mitad del
siglo XVI, no abraza sucesos menos importantes que la de su pa^
dre, relativa á la primera. Si algunas figuras del primer cuadro
son de mas relieve qup sus análogas en el segundo, se ofrecen otras
en este que en aquel se buscarian muy en vano. Ni Espafia ni Ita*-
lia presentan á la verdad los acontecimientos que llaman tan pode^
rosamente la atención, pero en cambio Francia, Inglaterra, Escocia
y sobre todo los Paises-Bajos, son de un interés á que no llegan en
el primero dé los dos periodos. Si han desaparecido de la escena los
Leyvas, los Pescaras, los Condestables de Borbon, etc., no apare-
cen menos importantes los Farnesios, los duques de Alba, los Guí«
sas, los principes de Orange. Son tan grandes personajes en Ingla-^'
térra las reinas María é Isabel, como su padre: la de Escocia, Ma^
ría Estuarda, es ella sola una novela, un drama que excede en lan-
ces peregrinos á cuanto se pudiera inventar en este género; y sin
salir de nuestra propia casa, el espectáculo de un Rey que desde el
fondo de su gabinete agita el mundo con los resortes poderosos de su
ambición y habilidad en materia de gobierno, casi llama tan podero-
samente la atención como el que pasó su vida en una peregrinación
continua, imprimiendo en los negocios lá actividad que no podian
menos de recibir de su presencia.
Bajo cuantos aspectos se considere el reinado de Felipe II es un
período de grandísima importancia en nuestra historia. En él ad-
quirió Espafia entre las naciones de Europa un nombre y una im-
portancia que no tuvo nunca, pues durante el de su padre fué el
Emperador, no el Rey, quien representó el primer papel en su tea-,
tro. Al lado de la política lucieron las artes, his ciencias, hasta donde
PROLOGO. 9
entonces alcanzaban, y sobre todo, la literatura qne considera aqnel
tiempo como sa edad de oro.. Las guerras no siempre felices en que
nos vimos empe&ados, abrieron un campo de fama & esclarecidos
caudillos: y las costas de África como la Italia, la Francia como los
Paises^Bajos, el mar como la tierra firme, fueron teatro de nuestras
glorias militares. Fué este reinado el apogeo de EspaDa, conside-
rada como una potencia: desde entonces no hicimos mas que decaer
y perder poco ¿ poco nuestra importoncia en el mapa político de
Europa. ¿No es digna, pues, de grande examen esta época? ¿no me-
rece este gran cuadro que se le observe, se le estudie y con toda
imparcialidad se le analice? Guipa ser& del escritor, no del asunto,
si la tarea que va á emprender no corresponde á su grandeza.
De todos modos est& el reinado del hijo tan enlazado con el de su
padre, que se puede llamar su serie, su continuación y comple-
mento. Si todo trozo histórico va siempre precedido de una resefia
de aquellos sucesos que de mas cerca prepararon é influyeron en los
que se van á referir, el prólogo natural de la historia de Felipe II
es Garlos Y. Por este se empezará, pues; no para referir su historia,
pues en este caso se harían dos en lugar de una, sino para entresa-
car .de ella aquellos objetos de mas bulto que están enlazados con
muchos é importantes de la de Felipe. Se dirá de Garlos Y lo que
baste para comprenderle. Se le examinará bajo el aspecto de rey,
de estadiste, de capitán, de hombre adicto mas ó menos á los dic-
támenes de su ambición, á sus principios políticos, á sus creencias
religiosas. Se hablará con la misma rapidez de los principales per-
sonajes de su tiempo, de las guerras que encendieron la Europa,
del estado de las ciencias, de las artes, de la literatura, de las con-
tiendas religiosas, figuras tan importantes de este cuadro. Se enla-
zará, en fin, de tol manera esta especie de introducción al cuerpo
de la obra, que del todo resulte una exposición de cuanto el si-
glo XYI produjo de importante, de grande, de influyente en los des-
tinos de los hombres, con la diferencia de que en la parte de Feli-
pe Il^se entrará en particularidades que por precisión tienen que
faltar á la^rimera.
10 ' HISTORU bS FBLIPK 11.
Tdl es mie$tro ]^aD, objeto de ab «stitüo gr&ve, detenido y me-
ditadt). Sobre so ejeeociOD, nada tenemos qoe decir al páMico qve
va k juzgarla. Coal(}aiera falta de vigor que advierta en ella, se
echará de ver al meóos que no somos sistemáticos ni exclusivos,
que no pertenecemos propiamente h ninguna de las escuelas en que
se dividen los que por escrito ó de otro modo dan al públioo sus
pensamientos. Hombres de hechos, solo en su sencilla, dará y ló-
■
gica exposición se cifirará nuestra tarea. No vamos 4 escribir la sá-
tira ni hacer ta apoteosis de Felipe II, rey de Sspafia; aspmuiMS
solo á presentor de este monarca y de su tiempo un retmto fiel
hasta el punto á donde alcancen nuestras, foersas.
*tm
HISTORIA DE FEUPE II
REY DE ESPAÑA.
CftPÍTtlt,0 PRIMKIO.
Bstado de la Europa- al principio del siglo XYI.-*Espafia, Fraacia, Inglaterra yAlenuí*
Dia«---lUli>.-^VorU]0aU-r4ii4)^io OtomanOr-rrlíuerzaA penaaiMiiit^,'— Poder abso-
luto.
AqQnQÍ«^l){)Q los Últimos aHos del siglo Vf que iba h abrir el XVI
una. wijeva época para casi todas las maciooes de la. Earopa. los
cambies en polUíca^y dem&s asuntos interesantes á la especie ha-
mana, q;ae osrdinaríamente siguen la? leyes de una marcba lenta y
progresiva, tuvieron el carácter de aquellas transiciones rápidas,
qu)s se deben á la mauo de las revoluciones. En todos los esta-
dos se experimentaron mudanzas de mucha coosideracion nacidas,
coD corta diferencia,, de las mismas causas. Mas á ninguno se
puede aplicar esta qbservacion con mas exactitud que á nues-
tra EspaOa. Dividido este pai3 en tantos estados independientes muy
pocos afios antes, estaba en vísperas de componer una sola. y com-
pacta monarquía. Habia unido un matrimonio feliz las coronas de
Castilla y Aragón, y dado la conquista á los Reyes católicos el único
reino de dominación sarracena que restaba en la Península^ Igual
suerte aguardaba á Navarra, cuya posesión, disputada por las casas
de Foix y de Castilla, iba á^ ser adjudicada á los derechos del mas
fuerte. Por uno de estos caprichos tan comunes del desjtÍAO, el país,
que después de tantos sacríGcros, tan porfiadas guerras duran.te
12 HISTORU DE pklPS II.
machos siglos, había llegado al estado de unidad política, debia de
hacer parte de un mas vasto Estado, pasando á manos de un prín-
cipe extranjero, dneSo ya de muy ricas posesiones; perspectiva
grande á los ojos de los que confunden tal vez la felicidad de un
pais con la grandeza de sus reyes; mas que turbaba sin duda la
quietud de cuantos contemplaban los azares que correrla su pais
en un cambio nuevo de política.
Fueron sin duda los Reyes católicos los monarcas de mas pru^
dencia, sagacidad y dotes de gobierno, que contaba Espafia en sus
anales. Con diferencias tan marcadas en índole y carácter, contri-
buyeron ambos, sin poderse asegurar de qué parte con mas saber
y habilidad, á componer de tantas provincias un grande poderío.
Ni á Fernando dominaba Isabel, ni al rey de Aragón rendía obe-
diencia la soberana de Castilla. Eran ambos como dos compañeros
de fortuna, que poniendo casi un mismo capital, trabajaban con la
misma actividad por sus aumentos de que ambos participaban
igualmente. Nmgunos fueron mas adelante en los proyectos que
entonces animaban á los principales monarcas de Europa de en-
sanchar los límites de su poder, enfrenando los bríos de la aristo-
cracia. Se sabe con cuánto celo se aplicaron á restablecer el orden y
tranquilidad en sus estados, á promover los intereses materiales del
pueblo, á establecer fuerzas permanentes, que dependiendo en un
todo de la corona, le diesen toda la autoridad que tanto ambicio-
naban. Con la incorporación en ella de los maestrazgos de las ór-
denes militares, perdieron estas su poder, y dejaron de brillar con
la preponderancia que antes en los campos de batalla. En todo se
sintió la mano activa y vigorosa de estos verdaderos reyes. Los gran-
des, que poseían antes tantos medios de turbarles'su reposo, no fue-
ron desde entonces mas que meros instrumentos de su autoridad,
que cifraban su prez y su esplendor en contribuir á su grandeza.
La conquista de Ñápeles, ocurrida á principios de aquel siglo,
contribuyó asimismo al brillo de un reinado, que sin duda atraía
poderosamente las miradas de la Europa. Fué una gran felicidad
para las armas espaffolas, que el jefe puesto á su cabeza, hubiese
merecido por su habilidad el título de gran Capitán, conferido por
amigos y enemigos, sin que nunca la posteridad haya pensado en
disputarle un renombre, de que sin duda se mostró muy digno.
Otros caudillos le alcanzaron en aquella lucha célebre, y esparcie-
ron en la Europa el brillo militar de una nación probada en tantas
guerras. La iafaoteria espafiola adquirió desde eDtoiiAes ¡na prima*
eia, que conservé casi por espacio de dos siglos» Bl grao Capitán
formé hm escuela de famotsois capitanes, cuyos nombres son citados
coa estimación, y cuyas glorias no se han oscurecido todavia.
Para hacer mas singular, para coronar las prosperidades de un
reiDado tan famoso, les deparó la fortuna y el genio de un grande
hombre la adquisición de un nuevo mundo, que iba k causar una
revolución en los destinos déla especie humana. Sin Colon, no hu-
biese ooQtemplado Europa este descubrimiento portentoso; mas sin
el buen sentid» de la reina Isabel, que acogió á Colon después de
haber sido desechado por los mas poderosos príncipes de la cris-*
tíandad, hubiese pasado por uno de estos hombres visionarios que
creen en ms sueOoSy y bajado al sepulcro con su genio y su saber,
sin quedar de él ni el sonido de su nombre. Los descubridMres del
nuevo continente fueron los Reyes católicos de Espafia. Aellas se les
debe, sin que la envidia haya podido oscurecer una verdad tan glo*
riesa para nuestra historia ^
Para no omitir nada de lo mas importante que á dichos Reyes ea-*
tólicoi^ concierne, no pasaremos en silencio la expulsión de loe jú^
dios, y lo que es mas considerable todavía el establecímieHAodel* tari*
bunal de la InquisicioQ, ó mas bien su reglamento bajo bases nue^
vas, y con atribuciones que hicieron de él una iastitucieo tan for-
midable. No oran tal vez mas intolerantes los Reyes ealélices que
los dem&s príncipes de Europa, com<^ aparece de b historia. No hay
que olvidar que las primeras hogueras no se encendiefOB m Espafia;
puea en todos los s^os que se llaman la Edad media, no se usaba
otro método da castigar á los judíos, á los herejes y á lets hecUcerea^
k losi que pasaban por enemigos de Dios, ó de la religión ^ é de la
Igle«a. Era la jurisprudencia, el dierecho público de enteacea. Mae
de todos modos no hay duda de que el establecimiento de este tri<*
buoal, dedicado eiclusivamente á castigar delitos contra la fe^, re<*
vestido de tan grandes facuHades, y cod un código de procedimien-
tos tan exiraordioario, ha influido demasiado en les destinos de esta
nación, para que ne^ se cito ce^mo uno de los rasgos mas caraoteris*
ticos de nuestra historia.
¿Cuál hubiera sido el destino de BspaOa á no haber muet to sin
sncesíonel principe don Joan, único heredero de todas sus coronas, á
no haber pasada estas alas manos de un príncipe extraiijerof Difícíi
es conjotararle. Mas en la suerte de los hombres como de los |^e«
Tomo i. Ü
14 HISTOBU BS FELIPB n.
blos ioflayen combÍDacíoDes, accidentes fortuitos, que no es dado
ni prever ni alterar á la prudencia humana. Quizá algunos de los
españoles de aquel tiempo miraron con aprensión y descontento la
salida de su corona fuera del pais; quizá otros se entusiasmaron
con la perspectiva de un aumento aparente de grandeza. En la his-
toria de los reinados sucesivos se encuentra la solución de lo que
sin duda era un problema para todos.
No se diferencia mucho el estado de la política de Francia del de
Espafia en el principio del siglo á que se alude; mas los esfuerzos
para aumentar el poder de la corona y disminuir el de los grandes,
fechaba de mas lejos. Garlos Vil, que habia visto la mitad de sus
estados en ppder de fuerzas extranjeras, y conquistado, por decirlo
asi, la herencia de sus padres, se aplicó igualmente á tomar cuan-
tas medidas le parecieron propias para impedir la renovación de aque-
llas turbulencias. El establecimiento de las fuerzas armadas perma-
nentes se debe sin duda á estas precauciones, á la ambición del rey,
á su genio belicoso. Su sucesor Luís XI, tan diferente en muchas
cosas de su padre, heredó en estamparte su política. Con mas saga-
cidad, con mas astucia, con toda la fuerza de carácter que supera
obstáculos, sin ningún escrúpulo de emplear cualesquiera medios
que llevasen á sus fines, ningún rey fué mas temido sobre el trono,
ninguno abatió y humilló mas la frente de la aristocracia, ninguno
derramó mas sangre de sus subditos, ninguno trabajó mas eficaz-
mente por los intereses de sus pueblos, en cuanto esto no estaba en
contradicción con los suyos propios, y le servían de instrumento
para humillar á la nobleza. El despotismo político, el poder real de
los reyes de Francia, acabó de arraigarse en su reinado. Hasta las
guerras civiles que ocurrieron un siglo después, y esto por causas
que no pudo prever aquel monarca, no rebulló ningún grande,
ninguno de los príncipes feudatarios que contaba entonces la coro-
na. No se hizo conocer su hijo Carlos YIII en los pocos aDos que
ocupó el trono, mas que por su expedición en Ñapóles, que por
todos fué graduada de insensata, sin duda por su funesto resultado.
Entonces fué cuando las armas españolas se midieron por primera
vez con las francesas, y con tanta gloria para las primeras. Luis XII,
contemporáneo también de nuestros Reyes católicos, fué un príncipe
de capacidad y no menos ambicioso, aupque muy poco feliz en las
empresas. También guerreó contra nosotros en Ñapóles, y con ei
/nismo fruto que sa antecesor; mas reparó la mala fortuna de sos
.0
CiPITDLO U 15
armas en la bríHaate jomada de Rávena. Luis XII de Francia paaa
par QD boen rey; obtuvo y mereció sin duda el nombre de Padre
del pueUo; mas en la conservación de todas las prerogativas y pre-
ponderaocm modernanieate adcjuíridas^ ng s$ mostré meqo^ celoso
que sas predecesores.
En Inglaterra, Enrique VII, primer príncipe de la casa de Tudor,
babia subido al trono después de una de las guerras civiles mas
sangrientas que hablan despedazado aquel pais tan famoso por sus
convulsiones. Horror inspira la pintura de las luchas encarniza-
das, de las venganzas particulares, de los actos terribles de cruel-
dad, de las innumerables víctimas en los cadalsos, que produjo
aquella contienda entre las casas de Lancaster y de York, conocida
con el nombre de la guerra de las Rosas. Los derechos al trono de
Enrique Vil, que se decia heredero y representante de la primera
de aquellas dos familias, eran muy equívocos. Debió los mas legí-
timos á la victoria, habiendo derrotado y dejado muerto en el cam-
po de batalla á Ricardo III, que se habia hecho tan célebre y temido
por sus atrocidades. El nuevo rey era sagaz y previsor: conocía
demasiado la índole de aquellos acontecimientos para no atacar en
sa germen las causas que los hablan producido. Con mano firme
emprendió y trabajó en su obra. Pocos reyes se mostraron mas
contrarios al orgullo y á la ambición de los barones. Atento á re-
frenarlos, se aplicó con mucho celo á buscar un apoyo en el au-
mento del bienestar del pueblo. Enrique Vil fué un rey temido,
respetado y poderoso, tan resuelto en el gabinete como lo habia
sido en el campo de batalla. Sus leyes son citadas con elogio, y su
despotismo no fué perdido para los Tudores.
El imperio de Alemania adolecía siempre de los vicios de su ins-
titución ; un cuerpo de muchas cabezas con una nominal ; una
confederación con vínculos tan flojos , que entre sus miembros tan
heterogéneos se introducía á cada momento la discordia. El cetro
imperial se hallaba entonces en la casa de Austria. Maximiliano,
que lo empuñaba, no era considerado y temido como un monarca
poderoso. DneDo por su matrimonio con la heredera de la casa de
Borgofia de sus vastos estados en los Paises-Bajos , no parecía que
habían aumentado mucho su verdadero poderío. En nada fué ob-
jeto particular de nombradia este monarca. Su mayor título á la
fama es haber sido abuelo y antecesor de Garlos Y.
Hablaré muy poco de Italia » cuyos estados diferentes no tmiian
íñ HISTOMA DEmiPK U.
ORtmoes, k) mismo qae sooede akora, mas oonexioiies qoe al DMit
bre da italiaaos, y hablar sobre poco mas ó menas uoa misma lea^
gaa. Era Ñapóles teatro de cootiefida enire la easa de Aragoa y
FraoGÍa, después que se habiao coligado para despojar de él á sas
antiguos daeDos. La república de Yenecia coDÜouaba su estado de
prosperidad, y s0 bailaba ea vísperas de ser blanco de aoa liga qne
amonazaba su existencia. Era el Milanesado e| grande objeto de la
ambícjáHi de Luis XII , que reclamaba este pais como beredero de
la «lasa de Visoonti, así como en representación de los derechos de
la da Aojou, la posesión de Ñapóles. No fué, sin embargo, tan des*
gr^cáado en aquella empresa como en esta ; y por algún tiempo se
llamó duque de Milán de hecho , como de derecho. Se hallaba la'
Toscana en un estado floreciente á pesar de siis disturbios , bajo la
dominación indirecta de los Médicia , pues no llevaban todavía el
título de duques. El poder de los papas iba ipuy en decadencia;
mas si bajo el aspecto solo de pontíGces, no representaban tan gran
papel como en tiempos anteriores, se mezclí^ban como príodpes en
todas las coatiendas que dividían á los de su tiempo. Poco ó nada
diremos de Alejandro VI que al principio del siglo XVI ocupaba la
silla de saa Pedro. Tampoco entraremos en pormenores de la am-
bición, las violencias y las atrocidades de su hijo César Borgia que
fué el terror de los pequeQos príncipes, á cuyos estados reclamaba
la sede pontificia algún derecho , y que despojaba en virtud del de-
rocho del mas fuerte. Los que iban á ser sucesores de Alejandro,
no fueron menos célebres, á lo menos por su ambición y sus in-
trigas. Julio II, 00 solo tomó parte en lais guerras, sino que fué
general de sus ejércitos. El sentimiento general que entonces como
ahora dominaba en Italia, era el odio al yugo de los extranjeros; y
arrojad á los bárbároi de Italia, fué el dicho favorito del último pa-
pa que citamos.
Entre los estados de Europa, no olvidaremos k Portugal que no
era seguramente el último, bajo cuantos aspectos se le considere.
Fué dichoso y próspeiro el reinado de Juan II que llegó hasta fines
del siglo XV. También refundió en su persona los maestrazgos de
las órdenes militares de Cristo y Avis , qoe ejercían la misma pre-
ponderancia que las nuestras en Castilla. Con el descubrimiento
del Cabo de Buena-Esperanza se abrió para Portugal un nuevo
campo de grandeza, y se echaron los cimientos de su grande im-
peno en las costas de África y de Asia. El rey don ittaquel,, sooq^or
CAPITULO I. n
de Jaao II, faé qqo de los moDarcas mas poderosos del siglo, y las
alianzas de familia de Portugal cod España que entonces comenza-
ron, dieron con el tiempo origen á sucesos muy considerables.
Cerrará la lista de los estados europeos de aquel tiempo el de los
Turcos Otomanos , que después de haber invadido y conquistado
todos los estados de Asia del imperio del Orienté, hablan pasado y
llevado á muchos estados de Europa sus medias lunas victoriosas.
Hacia solo medio siglo que & los esfuerzos terribles de Mahoma II,
habia dado el imperio romano su postrer suspiro en los muros de
Gonstantinopla. Fronterizos de la Hungría, cuyas fuerzas hablan
derrotado en dos batallas, amenazaban al imperio de la cristiandad
entera. Hablan sido pisadas ya las costas de Italia por sus armas
victoriosas. Estaba en vísperas Selim de aDadir el Egipto á sus con-
quistas, cuya continuación estaba reservada á su sucesor Solimán
el Magnífico, que mereció mejor el nombre de terrible por la sed de
su ambición , y la ferocidad con que llevó adelante sus empresas.
Ofrecía entonces el imperio Otomano el brillante espectáculo de to-
do lo que crece , y con rapidez se desarrolla por la fuerza de las
armas. Con muy raras excepciones , todos los sultanes de aquella
nueva raza se Rabian mostrado ambiciosos, valientes, diestros y
afortunados capitanes.
Así empezó el siglo XVI para la mayor parte de los pueblos de
la Europa. Se manifestaba una revolución política en las ideas, en
las máximas de gobierno que animaban á casi todos los monarcas.
Por todas partes se echaban los cimientos del despotismo de los
tronos, abatiendo el orgullo de los grandes feudatarios de la corona,
alistando fuerzas permanentes. Para todas las naciones comenzaba
la guerra á ser considerada como una profesión y como un arte. Si
grandes capitanes se cubrieron de laureles en el medio y fines de
aquel siglo, no fueron menos esclarecidos los que florecieron en los
primeros afios del siguiente. En ellos y en los últimos del anterior
principió con algunas excepciones el renacimiento de las ciencias y
las artes de que hablaremos á su tiempo.
Los resultados de los descubrimientos de Colon y de Vasco de
Gama no podían mas que ser hasta prodigiosos : así fo fueron , en
efecto. Fué, pues, el principio del siglo XVI el de una nueva época
para las naciones del orbe civilizado , trazándose por sí misma la
línea de separación que del anterior le dividía,
CAPITULO íl.
Advenimiento de la casa de Austria al trono de España. — Felipe el Hermoso. — Celos
y rivalidades. — Muerte de Felipe. — Regencia de Fernando el Católico.— Del cár-
dena) Jjmenez de Císneros.-^Venida de Carlos I,
A la maerte de dofia Isabel , pasaron los reinos de Castilla á su
hija doOa Juana, conocida con el sobrenombre de la Loca'; y por el
matrimonio de esta con don Felipe de Austria, hijo del emperador
Maximiliano I, á dicha casa extranjera, que tanto ascendiente iba á
tomar con esta herencia en As negocios de la Europa.
Habia heredado Felipe de su madre María de Borgofia todos los
estados de esta casa , á excepción del ducado de su nombre , que
habia sido incorporado en la corona de Francia por Luis XL Aun
con esta rebaja tan considerable, podia considerarse como un prín*-
cipe de la primera jerarquía. Duefio ya de las ricas posesiones de
ios Paises Bajos, heredero de los estados de la casa de Austria, traia
en su enlace con la princesa espaDola pocos menos estados que los
que recibía. Así iba á ser EspaOa una fracción y aun menos de un
mas vasto estado, compuesto de partes heterogéneas, que no podian
tener unos mismos intereses ; situación particular que abria para
ella nueva época.
Habia mostrado el príncipe en todas ocasiones poca afición á Es-
pafia y á su esposa. Aclamado rey de Castilla, no hubiese venido á
tomar posesión de su corona, á no ser llamado por los enemigos
personales, ó los que estaban cansados del dominio de Fernando.
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paDa y á SQ esposa. Aclamado rey de Castilla, no hubiese venido á
tomar posesión de su corona, á no ser llamado por los enemigos
personales, ó los que estaban cansados del dominio de Fernando.
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YSABEL, I
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CAPITULO n. Id
También este interpuso sus ruegos, despechado sin duda de las
frialdades de una corte, deseosa de ver ai sefior nuevo. Con entu-
siasmo fué recibido Felipe por sus subditos, á quienes se mostró
afable, agradecido y franco. Cortés, reservada y fria fué la entre-
vista entre suegro y yerno, tan diferentes en edad y en genio. Pasó
en seguida el rey de Castilla á participar de los festejos de la corte;
se restituyó el de Aragón á sus estados, engolfado como siempre en su
política. Con el nuevo matrimonio de este rey con Germana de Foix
se vieron en peligro de otra separación las dos coronas: sin duda
lo deseaba el de Aragón, para que no pasasen sus estados á una
casa extraOa: mas no fue dichoso eft el empefio.
Felipe el Hermoso no hizo merque presentarse sobre el trono
espaDol, sin dejar en él mas mo/áom que la de una rivalidad entre
nativos y extranjeros, que fué para nosotros con el tiempo muy fu*
nesta. Le arrebató la muerte en lo mas florido de la edad, dejando
el trono de Castilla ¿ un nifio de siete aDos que fué después el fa-
moso Carlos V. A mas de este principe, tuvo la reina doDa Juana
al infante don Fernando que fué con el tiempo emperador, y á las
infantas do&a Leonor, dofia Isabel, doDaMaria y dofia Catalina que
todas fueron reinas (1). La viuda doDa Juaoa, que era la propieta-
ria de Castilla, no figuraba para nada, á causa de su incapacidad
mental tenida por demencia. Así á la muerte de Felipe, fué acla-
mado por rey de Castilla Carlos I en compaDía de su madre. El
pais necesitaba un regente, y por mucha antipatía que en algunos
grandes excitase Fernando de Aragón, el bien del estado pudo mas
que iodividuales sentimientos. Fué la regencia de este príncipe en
Castilla, una continuación de su reinado antecedente. La misma
política , la misma tendencia á fomentar los intereses de la autori-
dad real, la misma índole de moverse de un punto á otro siempre
por la línea curva. Se presentaron triunfantes sus armas en Ñapó-
les, y aquel rico pais se hallaba definitivamente incorporado á su
corona. Por la patriótica munificencia del cardenal Cisneros , tre-
molaban los pendones en Oran, en Mazalquivir, en Bujía y en otros
varios puntos de África. La brillante victoria obtenida en R&vena
por las armas de Luis XII rey de Francia , trastornó los planes del
(I) Se oaaó ta primera oon el rey don Manuel de t>oriiigaÍ, Tlado de dos hQas de loe fteyee oatóU-
ooe, 7 por consignlente tlaa de dofia Leonor ; la segunda con el rey de Dinamarca, Griatiemo III;
la laroera coa Lula de Hungría; la coarta con el rey don Joan III de Porlogal, hijo y aaceaor de don
«•naeL
19 msTOBU M nupB n.
rey Católico ; mas el rmo de Navarra quedó asegurado por la
fuerza de las armas & ia carona de Castilla , á pesar de la iavasÚMi
proyectada por aquel monarca.
A la muerte de Fernaudo el Católico, contaba ya 16 afios de edad
el rey doo Carlos 4e Austria. Eq el aSo que medió hasta su venida
á Espafia , quiso su buena suerte que la regencia estuviese enco-
mendada al cardenal Jiménez de Cisneros, hombre verdaderamente
insigne por su* piedad, por la elevación de sus sentimientos, por su
gran corazón, y, sobretodo, por la energía que desplegó en el go-
bierno de estos reinos. Se le habla dado como socio y eompafiero al
cardenal Adriano , ayo de don Carlos ; mas si no en el nombre, fué
en realidad Gísneros el único regente. Protector de las ciencias y las
buenas letras, fundador de la universidad de Alcalá, la dotó de
cuaato podia contribuir á difundir las luces de aquel siglo, dejando
en la publicacioa de la Biblia Complutense uno de los más grandes
monumentos de su ilustración y su munificencia. Sentimos que la
naturaleza de este trabajo no nos permita mas pormenores sobre
un personaje que bajo el hábito de san Francisco, y con toda la
austeridad que esta regla prescribia, ae mostró sabio , hábil esta-
dista, gobernante duro y despótico, general de ejército, y basta
orador militar, pues arengó á los soldados en las playas de África.
En casi todos los historiadoi'es de aquel periodo están consignados
los principales hechos de su vida (1).
En setiembre de 15l7 desembarcó en EspaOa Carlos, hijo pri-
mogénito de Felipe el Hermoso, que inmediatamente tomó las rien-
das del estado» Le felicitó por escrito el cardenal , mas no se pre-
sentó ea la corte de donde le alejó una carta fria del monarca, dán-
dole las gracias por sus servicios y deseándole descanso. Muy poco
tiempo goza el prelado de su retiro , opcimido con el peso de los
afios, y tal vez bastante mortificado y desalN*ido con una conducta
que con el sello de ingrata se mostraba. El cardenal Jiménez de Cis-
neros dejó sin duda an nombre esclarecido, de los que eograndecea
nuestra historia.
(1) Yéase entre otros á Alyams Gomecins, cDe rebus gestis Prancisol Xlmenfl.»
€AftrtítO !E (1)
Gobierno de Carlos V. — Considerado este príncipe como monarca, como capitán. — Su
poder. — Su polHica. — Sas guerras contra Francia.— Con elpapa.-^on el turco. —
•Bipe£ci«i 4n Tiinez.
Se mi» |N»r la nocirte de Ferpando el Católico (1516 — IS^ftS),
iw piiMíJipe 4e 16 .aO00 dneftode ooos estados y iCqb uo pederi» 4e
qae do habia ejemplo eo Korppa desde GurWfnagoo* Eeredaba mi
nrtod de eale último faUeeinieoto las (wronasdeAragoD, Ñápeles y
Skítia; .por la4e su Ahoela «ateriMu Jasde Castilla, Leen y 4eNa-
wrra : por Ja de su (padce los Países-Bajos, el EraDoo<^ODdado y
todo cuanto fmm k laaligaa «asa de BorgoDa, i exenpoiou M
ducado de este oonbse. «Bieo pfonto iba h mirar «d posesión 4ie los
estados de AAistnia ¿ la muerte de su abuelo paterno el «nperador
MaxifloiliaM ; podiendo ÜsoBJeaiYsie íde que le sucedería igualmente
en la dignidad de jefe del .imperio. Lo queoqueel faiioso {andador cj-*-
tado liabia dAbide k Iceinta aSos de puercas y «conqoistas, lo pioseia
este prÍDcipe 4B la flor.de su existencia. £ca Ja sucesión ináuensa,
magnífica y bríllaute ; mas los hombres que juzgan detenidamenH
sin dejar llarar«e.de las iprimera^ impresiones, no podian menos de
reflevonar, que tan grandioso poderío tenia mas de aparente qu«
fk) Son lAD pooot y tai oonsMeraUes kM hechos de que hacetnof menolon, tanto en eate csipU
talo como en el aiguleote, qne casi son Inútiles las citas. Los consignan ó á lo menos do loa niegan
los historiadores de la época, tanto nacionales como extraños : SandoTal, Forreras, Clloa, Yera y
Klgneroa, Zimoparo, Q«ljiciar<linl« Pjiulo Jovlo.^oheKtson, Heaeray, Anqqc^l, Dwilel, etc.
Tomo i. 4
<2 HISTORU DE FELIPE H.
de real, y que de ningún modo guardaba proporción con tan vas-
tas posesiones. Se hallaban estas esparcidas en la Europa, separa-
das unas de otras, no solo por distancias considerables de terreno,
sino por hábitos, costumbres y organización política. En nada se
parecían los castellanos á los flamencos, ni estos á los italianos. El
poder que el nuevo soberano ejercía en todos sus estados, se dife-
renciaba también en razón de la diversidad de la índole de sus ins-
tituciones. Cuerpos políticos compuestos de elementos tan hetero-
géneos no tienen las condiciones requeridas para ser robustos. Nin-
guno puede considerarse como individuo de una gran familia, y si
todos contribuyen al brillo y renombre del señor común, muy po-
cos ó casi ninguno en realidad prospera y se engrandece. La historia
de Garlos V y de su hijo confirma de un modo palpable esta verdad
que no dejaba de sentirse entonces, sobre todo de los espaDoles.
1519. A los tres afios de Ja muerte de Fernando vacó en efec-
to la corona imperial, y el joven Garlos la obtuvo sin grande opo-
sición antes de cumplir 20 aQos. Bajo esta cualidad do emperador
se conoce con el nombre de Carlos Y, el que no fué mas que Gar-
los I en nuestra EspaDa. Singular destino el de esta nación, que
después de ser una sola y vasta monarquía, al fin de siete siglos de
luchas tan encarnizadas, se halló como absorbida en un estado cu-
yo centro se hallaba fuera de su territorio.
Y mientras el nuevo emperador tomaba posesión de su excelsa
dignidad, le conquistaba Hernán Cortés el vasto imperio mejicano
con un pufiado de valientes. Tremolaban sus banderas en las costas
del mar del Sur, y bien pronto le iba á someter Pizarro el imperio
de los Incas. Estaba próximo á embarcarse el famoso Magallanes,
descubridor del estrecho de su nombre, entre cuyos navios se con-
taba él que tuvo la gloria de trazar el primero la circunferencia de
la tierra. Asi merced á unos pocos aventureros, sin nombre antes
conocido, gigantes en valor, en audacia, en cuantas pasiones fuer-
tes fermentan en el corazón del hombre, se veia Carlos V en lo mas
florido de sus aBos, dueño allende los mares, de mas vastas, y
sin comparación mas ricas posesiones que las que acataban su nom-
bre en nuestro continente. Tan inmenso poderío no puede menos de
imponer á la imaginación, y muy pocos espaDoles dejarán de recor-
darle sin un movimiento de amor propio satisfecho, aunque se ha-
llen de dicha época & distancia de tres siglos.
¿T qué uso iba & hacer Garlos V de este imperio gigantesco?
GAFITÜLO m. 23
¿Cómo se il» á mostrar en el trono ei seOor de tantos pueblos? Sn
aúnelo Maximiliano había sido un príocipe de bastante ambicioD,
mas no de gran capacidad, y mucho menos de fortuna. Babia
muerto en la flor de sus aDos su padre Felipe el Hermoso, con la
fama de indolente. Se hallaba su madre doDa Juana en un estado
de imbÁilídad, que le valió el nombre de Loca, con que es cono-
cida en las historias. La habían dejado sus abuelos maternos don
Femando y doSa Isabel, grandes ejemplos que imitar; mas sus
primeros afios no daban indicios de brillar en el trono por sus cua-
lidades personales. No pudo menos de variar esta opinión al presen-
tarse el príncipe en la esfera política del mundo. Gomo se dijo en
el prólogo de esta obra, no es la vida de Garlos V la que se va á
escribir, sino bosquejar los rasgos mas principales y salientes de
un gran cuadro, para comprender mejor el que vamos h trazar del
hijo.
La instrucción de Garlos era escasa. Educado como la mayor
parte de los príncipes, tenia en política las ideas domioanles de su
siglo, las que mas podían adular 'el amor propio de un monarca.
Mas dotado, como lo hizo ver, de un buen entendimiento, apren-
dió en el trato de los hombres, en el manejo práctico de los nego-
cios, lo que no le habían ensenado sus maestros. Sin duda tuvo
consejeros, y hasta favoritos y privados ; mas desde sos primeros
aDos tomó una parte activa, y hasta la principal en el gobierno de
sus vastas posesiones. Desde los principios mostró sagacidad, tino,
circunspección, y cuanta habilidad podía esperarse de un hombre
de su inexperiencia. Conforme crecía en aDos, desplegó mas y mas
el don de mando y de gobierno. Muy pronto vio Europa que el se-
Dor de tantos dominios no iba á dormirse sobre el trono, y entre-
gar las riendas á manos de sus favoritos. Era ya mucho en un
hombre de su condición, mostrarse digno de tan alto puesto.
Estaba, cuando subió al trono, ocupado el de las principales re-
giones de Europa, por hombres distinguidos, sí no pueden merecer
el título de grandes. Reinaba en Francia Francisco I, principe de
unos pocos mas aDos, y que se mostró su rival por todo el tiempo
que duró su vida. Había sucedido á Enrique Vil de Inglaterra su
Üjo Enrique VIH, inferior en talentos á su padre ; pero mas des-
pótico, mas violento, con mas deseos de figurar en el teatro polí-
tico de Europa, donde se hizo verdaderamente célebre y famoso,
por un estilo que él mismo no se imaginaba. Ocupaba la silla de
94 H18T0RM MI tOJM II.
MU Pmívo Lemí* X, fflapMeo oone príncipe, protoetor ile las ar*.
te9 y ia» tetrtt, qve iba fc revMtír de daevo hratre á m fusiilia de
los Médícis'. Veaeisía eomenzalM la ¿poca efe m decadencia. Géoo-
vft eatrato eo ati DtieTO estado^ de esple«áor, por kt capacidad y
sertíeios einíneDtofl de va grande hombre, Andrés ó Andrea Doria.
Milán contínfMba siendo Matro de hostilidades entoe \m armas de
Francia pm nn M», y por ek oliro de I<laiii y del imperio. Estaba
prkinM á desoender al sepulcro el famoso don MaMelde Portagal,
qm hab^ Nevado el nombre de s« país ai apogeo de su grandasa y
gloria. Reinaba en Paloma Segismundo I, y en Dmamarca y Sne-
cia Grititierno III; ottDado d»Ga?los. En la silla del impería Otoma*-
Dfe estaba SMladi6 SoMman, que amenazaba al db Atemaana.
GáirlOB, qne á la^ muerte de Fernanda el 6atóttco> se baílate en
PbindeS', na se desonidó etf nm á» AipaOa á MMf er an» bsiencia
tan magnífica. Se mostró en ella afable, deseoso de congraciarse» ei
apreeio de am nuevos sébdMes. De. la» oposieionee y dificullUes
que encontró en las eortes de sus reinos^ bableremos á su tieffl|)e .
Ahora» solo queremoa dar alpuia idea de lea pdnmfalesi raegoe de
la fída del monatoa en la parte poKtíca y gaÉrveía. A poca tíempa
de m pemaMencia en Espafia, luyo avi8a< de su eleecion^ da jefe del
imperie, é^ inmediatamenia se ocupó ée la idea é« ir peraanalmeBte
k reñbir la nuei« éoroasi qiie le deparaba 1» Ibrtnaa, á. pesar de
q«e ispaOase haHába entonods en agitaeiott, y níiigmi tiempo fon
día ser menos opertano pata su salida. Ma» la argeBeia era gran-
de, y 0or ningún moti?o pedia diferitla. Se ea^barcó, pues, para
los Países^Bajos, y pasaír de aquí á Alemania ; man sumamente
previsor, y como hombre atento á cuanto á sna intereses convenia
tuvo cuidado de> avistarse en camino cea el rey de Inglaterra, y pe^
verse de in parte en la gran lucha que tan eereana imagÍBaba.
Mientras recüiía en Aquísgran la enrona imperial cea teda la
pompa y magnificencia propia de tan alta investidura, mientras asís-
tía, en Wormsi á la dieta que mrk síémfif e cóM»re por la presencin
en ella de Lulero y eondenaoicm de sus dootñnafli, aadía BspaSa en
las contiendas y guerra civil promovidas per laa femosas oomuni-
dades de Castilla. Aunque venaidast y por el pronlo sujetadas^ fué
preeísa la vueMa del emperador á Espalia pata la CDúsolídacioD de
la quietud del reiuK Y no so descuidó Garlea da hacer este víqo,
que k kts Sft aftos de su edad era el tercero qae emprendía. Hablen*-
d# «urrido por este tiempo la muerle del papa Uoa %, tavo elem^n
CÁPiTf M ni tS
perador bastante crédito y pod«r para que se eligiese por sucesor á
SQ ayo ó maestro el cardenal Adriano de Ub^edi, que rene coa d
Dombrer d«f Adriam Yl.
Tres graiéBB negocios ecoparon casi eaekisitaniente la vida y el
reinado é% esl»' príncipe: las guerras con Francia; la preserTacioii
de Atomania coftlm- las tvyasiono» de los toreos; los altercados con
IcB ekfetopes protéstenles M iurperio*. Eh mochas ocasiones se yié
con est09 tresembarazog k h vez; en iingifi tiempo deyé algnno^do
ellas de^ ser objeta 'der Mg inqoietodes.
Las disensiones con Francia fechaban de mas lejos. Hablan In-*
chaÉ^ en Ñápelos ks armas M rey Catolicen con las de Garlos VIH
y Lois XII, qvedando» est» vencidas, y el gran Capitán^ doefio á
nombre de su rey del reino disputado. fUtí» gierreado asímisflM
Fmcia contra el emperador en elf Müanosado, otro objeto^ do gran-
de ambínon para este príncipe. Al reino de Niwarra, recientemente
incorpoNtd» e» la corana doGastilla, pretendia tener derechos legí-*
6B10S la casado Albret 6 Labrit, eiHazada y protegida pw el rey de
Francia. A estas anrmosidades de nación so mezdaban pretensiones
y rivalidades persomde». Francisco I, preciado de ser el primer ca-
ballero do se reino, se haLia ya ilastrado como militar en Italia, y
dado iasignes pruebas do su valentía. Rival do Carlos en las pre*
tensiones al imperio, intentaba suavizar la mortiicaoion del desaire
recibidi^coÉ la soforioridad qvo le daba en su opinión la suerte do
las arma». Ante» de kt otevaeion de Garlo» ai imperio, hablan ajos*
lado loo dos mojMircas paoes e» Noyoo; mas 1» nueva dignidad en-
cenAé una nueva guerra. En» tres teatros se ofineoi6 á Francisco la
oeasion de Mdiar con su eoemtg»; en Navarra, en los Paises-Bajos,
en Italia. Bta los tres se presenil en efecto; mas en ninguno con
ventila.
15M.-*^l59f . La expedición de Navarro dur6 poco: penetra-
ron les franceses ftcümente por nqoe) pais: sin grande oposición se
apoderaron do PamploM y Hogaro» hasta el Ebn»; mas las umas
espafiolas acudieron pront» á ki defensa dd país quo oslaba descu-
bierto. Delantode los muros de Logroflo se eclipsó' la buena estrella
de Francisco, mientras Uegaban los refuerisos de Gastllia. Levanta**
roo el sitio los firanceso»: fué su retirada precipitada y desastrosa:
mas de 6,0(^ qoedaroa entre muertos y prisíoaeros en la batalla
que aooptarM Aaranto su marcha. En vano Francisco» envió refoor*
zoo y «n nuevo genorai: la misma suerte tuvo la segunda^ eipedí^*
26 EOSLOBIA DB FELIPE II.
don qne la primera, y aanque se apoderaron de Fuenterabia, les
duró poco esta conquista.
Igualmente fueron desgraciadas las armas de los franceses en la
frontera de los Países-Bajos. Era conocido entonces con este nom-
bre un territorio mas vasto que el designado hoy con el de Bélgica
y de Bolanda. La Flandes francesa, hoy departamento del Norte, el
irtois ó departamento del paso de Calais, parte de la Picardía, de
la GhampaDa y la Lorena, entraban entonces en el patrimonio déla
casa de BorgoDa. Así era el rio Somme la frontera por aquella par-
te. Por una de las singularidades de la suerte. Garlos Y como here-
dero de la casa de BorgoQa y señor de los Paises-Bajos, era vasallo
de Francisco. Mas ni contra el rival, ni contra el vasallo pudieron
nada sus armas en aquella parte.
1522. — 1526. Lució mas particularmente la fortuna del em-
perador en Italia en cuyo pais tan profundas raices habia echado la
ambición del rey de Francia. En tres campaSas sucesivas perdió el
Milanesado, y si algunas veces le sonreía la fortuna, no era mas
que para hacer mas sensibles los desaires. A pesar de los desastres
padecidos por los imperiales en el sitio de Marsella y su retirada en
Provenza, se mostraron los capitanes de Garlos superiores á los de
Francisco. Los Pescaras, los Leivas, los Vastos, los Golonnas ad-
quirieron un lustre á que no llegaron los Lautrech, los Bonnivet,
los Bríssac, los Montiuc. La mala política de la corte de Francia se
enajenó el ánimo de un grande hombre de guerra que tan fatal le fué
en lo sucesivo. Gada uno dará el nombre que mas le cuadre á la
conducta del duque de Borbon; mas todos alabarán la política de
Garlos V, en aprovecharse de la falta cometida por Francisco. La
bajada de este á Italia, creyendo reparar con esto las faltas de sus
generales, no hizo mas que proporcionarle un terrible desengafio.
«Todo se ha perdido, menos el honor,» escribió este príncipe á su
madre, después que se vio prisionero en los campos de Pavía. Pocas
veces se han visto, en efecto, descalabros mas completos.
Sin duda influye mucho la suerte en los lances de la guerra; mas
no se le puede siempre atribuir el éxito de las batallas. También
pende este del mayor valor, de la mejor disposición, de la superior
habilidad de los que mandan. Guando en el discurso dé una guerra
se ven siempre campaDas favorables á una de ambas partes, aquí
se debe suponer que está el mayor saber, la mayor capacidad del
capitán; pues en cuanto á valor no podían alegar superioridad los
ciíRüio in. VI
imperiales sobre los de Francia. Eo el DÚmero tampoco había nota-
ble diferencia. En cuanto á la homogeneidad de las tropas, estaban
las ventajas del lado de Francisco, componiéndose las del empera-
dor de naciones tan diversas. Gonsistia, pues, el buen éxito en la
mejor dirección, en la mayor capacidad de los generales que servían
al emperador, en que eran mas hombres de guerra sin disputa. La
presencia de Francisco podía hacer mucho en un sentido, mas no
debian ser sus disposiciones de gran utilidad, pues aquel monarca,
con tantos títulos para ser tenido por un valiente y bizarro caba-
llero, no alcanzó nunca los de entendido capitán que le hacian mas
al caso.
De todos modos, se veia Carlos sin haber sacado la espada, ni
movidose de EspaDa, victorioso de un rival poderoso y temible, doe-
fio de so persona^ arbitro de hacer la paz, bajo las condiciones que
fuesen de su agrado. No podia mostrársele mas favorable y risueOa
la fortuna: muy natural era que no se descuidase el emperador en
aprovecharse del buen viento. Quiso verle en EspaDa el monarca
prisionero, sin duda para sacar el partido menos desventajoso de sa
mala posición: no le debia de pesar á Carlos ver el trofeo mas glo-*
rioso de su triunfo. Vino & Madrid Francisco sin que se le negase
en el tránsito ninguno de los obsequios y honores debidos á tan gran
monarca; mas haciéndole ver que era prisionero. Negoció el empe-
rador con su cautivo, y la consideración de su desgracia no le hizo
aflojar un punto las pretensiones que en su opinión le daba el de-
recho de la espada. No podia menos de resentirse el tratado de Ma-
drid de esta desigualdad de posiciones. Pedia el uno porque espe-
culaba con la posición de su rival; otorgaba el otro por verse libre
de su cautiverio. En este asunto no se mostró Carlos generoso, ni
aun político, á menos de abrigar segundas intenciones, pues no po-
dia menos de prever que este tratado de Madrid, firmado y como
arrancado por la fuerza^ sería germen de una nueva guerra (1): asi
lo fué en efecto.
El año siguiente de 1521, se ligó Francisco con el papa Clemen^
te Vil, sucesor de Adriano, alianza que proporciono á Carlos V un
(1) Bra nno de sos artículos él matrlmonto de Francisco I con dofia tdonor hermana de Cailoé
TÍnda de don Manuel rey de Portugal; otro la devolución de la Borgoüa Incorporada cincuenta aAoa
antes á la Francia; otro un perdón y completo olvido para el condestable de Borbon y sus parcia-
es; otro la entrega de los hijos de Francisco en rehenes del cumplimiento del tratado. Se puede
yw en Sandoyal esta piesa diplomática, ana de las de mas extensión que pueden ügarar en cntír
quer époea.
tríoDfo pnivado al de P^via. El condMbdik BprtM ««aWift ffi
qéreíto eo U»lia.' JExbaaiio d« nedíM. y víéniAofe eo peligro deser
abaodNiado de rae tropee qoe eareeíaii de pegae, no eooeiitié me*
jer recenw que «I eaeo de Booie, de que no ee hallalm nay iát^
tante^ Con le perepectiro de m IwtíB ten pípgee, no ehaaiwMawa
lee tropee eoe tttedene, qoe BorlNNi c^ paeoe lApídoe besta
loe maree de eeta capital del orbe metíaiio, que toé atacada con
furor, eío que ppdiesee impedirlo loe aliados del jefe de la Igleeia.
La muerte de BorJtiojB ee logar de batir, Jlep^ de Airia d áeimo de
los soldados* Por qnínta vez sofrió Boma los borrores de oo si^«
y las calamidades de od saqueo. Están de acuerdo los bistoriadoree
eo qne 00 se mostrarae meses feroces los soldedee del emperador
qoe los godos y los v&odalos. Siete meses doraron en Roma los bor-
rores de la ocopacíoOf las calamidades de la goerra. Fué el pontí-
fice ano de los primeros en ponerse en salvo; mas quedó prisione-
ro, bebiendo entr^sgado el castillo de Saint Angelo qoe le servia de
asilo.
Llegó U notiisa i YalladoUd, donde ee bailaba el emperador cele-
brando fiestas por el nadmieojlo 4e doa Felipe, objeto de esta bis-
toria. Mandó iomediatameDJte que se suepeodieson., y hacer rogati-
vas á todas las iglesias por la libertad del pontífice qoe teoia él mis-
mo prisionero. ¿Era esto pora hipocresía? ¿Podo cMsiderarse como
escarnio, cuando estaba en su poder terouoar este duelo de los fie-
les^ enviando una simple orden á los que tenían cautivo al jejfe de
la Iglesia? Es imposible conocer bastante el espíritu de aquellos tiem-
pos de que estamos tan remotos, para conjeturar la impresión que
pudo hacer en los unimos de los católicos de Espefia aquel maodajto
tan extraordinario. De los senUmieotos católicos del emperador cya
todas las épocas de su vida, bay demasiadas pruebas, para «apo-
ner que se permitiese i^mejaote burJa, y eo Espa&a sobre todo.
Qiie roconocia en Clemente VU «I jefe y c»beza de la Iglesia, no
puede estar sujeto al menor género de duda. ¿Cómo debe tra/jLocvse,
pues, la orden para semejante rogativa? Gomo deben tradocicse mu-
chas acciones en que los hombres parecen obrar en contradicción
consigo mismos. Respetaba Garios V al Pmtifice, veía un enemigo
en la persona de Clemente. Tal vez estaba escandalizado él mismo
del resultado de su victoria: tal vez lo que queija dar & entender
era qoe se pidiese á Dios moviese el ánimo det Monarca de modo
qui» aooediese á las condiciofH^s que pudit^se» allamr les fraertas de
a? iTOLO n. S9
la (mísmii para el Panáfei. Asi fué eo efeeto. No faá swdo Clemente
á la voz de la Moesidad: por medio de oo rescate logró salir de la
prisión: eon on tratado de pas, ventajosa para Garlos, volvió á tér-
minos de buena amistad con este principe, y la Iglesia podo dar
gracias á Dios de haber oido sus plegarias.
1 ^Vl . — 1 5S8. En cnanto al rey «Francisco tan mala suerte le cu-
po en esta campafia como en tas anteriores. Pusieron sus tropas sitio á
Ñapóles, que estrecharon por tierra y por mar; pero cuando mas se-
guras seereiandel triunfo, se pasó Andrés Doriageneral de las gale-
ras de Genova, al servicio de Garlos, y de asediador de la plaza, se
convirtió en su amigo. Respiró con esto Ñapóles. Para mayor alivio
suyo, se dieclaró la posteen el campo de los enemigos, y fué entong-
eos cuando por primera vez comenzaron á sentirse los estragos de
la enfermedad traida según opinión general por los descubridores
del Nuevo Muodo á Europa, y que se llamó mal /raii^ ó gálico por
esta circunstancia. Se contó entre sus víctimas al mismo general en
jefe Lautrech, mas célebre por sus derrotas que por sus victorias.
El ejército francés, privado de su jefe, levantó el campo; y viéndose
hostigado por los enemigos, tuvo que abandonar el reino de Ñápe-
les, operación que practicaba por tercera vez en aquel siglo.
En esta retirada de los franceses de Ñapóles ocurrió la particula-
ridad de que entre los prisioneros hechos por los imperiales se hallaba
el fomoso Pedro Navarro, inventor de las minas, compafiero del gran
Gapitan en las guerras de Ñapóles, y general de la expedición de Oran,
mandada en persona por el cardenal Gisoeros. Habiendo caido pri»o-
ñero en la batalla de Rávena, pasó al servicio de Francia por no haber
querido pagar, según dic^, su rescate al rey Gatólico, aunque en
esta determiaaeion pudieron influir mas causas. A su nuevo sefllor
hizo muchos servicios de importancia en todas estas campaOas de
Italia, y ya muy avanzado en afios, vino á morir confinado en su
prisión de Ñapóles.
Por lo que hace á lo demás de esta nueva guerra en Italia, bas-
ta decir que el rey de Francia tuvo que ajustar un nuevo tratado
de paz coD su rival en Gambray á principios del afio siguiente 1 5S9.
Por uno de sus artículos se pusoen libertad á los hijos de Franeis-
eo pagando por ella dos millones de escudos. En lo demás se rati-
ficaron casi todos los artículos del tratado de Madrid, insistíéndose
sobre el matrimonio del rey de Francia con la reina viuda dofia
Leonor.
Tomo i. n
80 HISTORIA DB FBLIPB II.
1529. Se podia considerar Carlos V á los veinte y nneve ^flos
de edad como un gran favorito de la suerte. Reconocía en él la Eu-
ropa el mas grande y poderoso de sus soberanos, y la capacidad y
genio de sus capitanes le hablan hecho triunfar de su rival mas po-
deroso. Con la sumisión de Clemente VII se podia llamar el arbitro
de Italia. Y el victorioso emperador no había visto la guerra toda-
vía. Mas pronto manifestó por sus cualidades personales, puestas á
mayor luz, que no era indigno de su gran fortuna,
Cualquiera que observe con alguna atención esta y las dem&s
épocas de la vida del emperador, observará que EspaDa^ aunque
parte sola de una vasta monarquía, figuraba, y no podia menos de
figurar, como la principal, como la de mas preponderancia. Cono-
cía demasiado Carlos V la importancia de esta posesión para no dar-
le toda la consideración de que era digna. Su larga residencia en
ella después de haber recibido la corona del imperio, manifiesta el
interés que tomaba en sus negocios, y cuánto se aplicaba á conocer
la índole de sus habitantes. A EspaQa vino prisionero el rey Fran-
cisco: á Espafia vinieron en rehenes del cumplimiento del tratado de
Madrid los hijos de este príncipe: españoles eran un gran número
de capitanes que se distinguieron á la cabeza de las armas imperia-
les, y las tropas de esta nación alcanzaban menos fama que sus je-
fes. Sin duda se llamó á Espafia á la parte de las grandezas de su
rey, aunque extendía su cetro á mas regiones, y tal vez esta gran-
deza y esta gloría no contribuyeron poco á amortiguar, sino á ex-
tinguir los resentimientos que había producido la venida de una casa
extraOa, con otros disgustos de un orden político de que hablare-
mos á su tiempo. Ningunos síntomas de disgusto público se mani-
festaban: la nación parecía tranquila y satisfecha identificada con
las glorias de su rey; y esta circunstancia era motivo mas, para que
el monarca tratase de trasladarse á otros puntos donde era mas ne-
cesaria su presencia. Todos los acontecimientos considerables ulte-
riores de su largo reinado tuvieron lugar fuera de Espafia. Asi la
historia de este país, por lo que está enlazado con la persona de su
príncipe, se puede hasta cierto punto llamar la de la Europa.
1529. £n Italia se anunció como vencedor, como emperador de
los romanos, como el primer personaje de su siglo, como el mo-
narca preponderante entre los príncipes de Europa. Desde Carlo-
magno, era el primer emperador de Alemania que se presentaba en
Italia con todo el brillo de su alta dignidad, sin oposición por parte
GAPITULO m. 81
de sos varios estados, dí macho menos del pontífice que acababa de
sacar del caotÍYerio. En medio de tantos estímulos de orgullo, se
mostró sin embargo bastante mesurado. Coronado en Bolonia como
emperador de los romanos, afectó la mayor afabilidad con los dife-
rentes príncipes del país, de quienes se mostró verdaderamente so-
berano. Con el papa tuvo conferencias de un carácter serio y grave.
Colocado al frente de casi todos los grandes negocios políticos del
tiempo, no poidia menos de ponerse á cada momento en evidencia y
mostrar gran sagacidad entre grandes intereses que mutuamente se
rechazaban y excluían.
Ocurrió entonces la guerra de Florencia. Es sabida la influencia
que desde algunos afios atrás ejercía la rica y poderosa l^familia de
los Médicis, que no ejercían verdaderamente autoridad legal siendo
considerados solamente como ricos ciudadanos. Mereció el gran
Cosme de Médicis, por sus servicios y consideración, el nombre de
padre de la patria. Mas de una vez á pesar de sus riquezas y la
habilidad de su política habían sido sus descendientes blanco del fu-*
ror popular y expelidos del territorio de Florencia. Estaban en efec-
to desterrados en el tiempo á que aludimos. La guerra que se en-
cendió entre la República y las armas de Carlos Y, y Clemente,
protector el primero y de la familia el segundo de los Médicis. Ven-
cieron al fin las últimas, y los Médicis proscritos subieron al trono
del país con el título de Duques de Florencia. Alejandro que fué el
primero, se casó poco tiempo después con Margarita de Austria bija
natural de Carlos V.
La conducta de los electores y príncipes protestantes del imperio
era entonces, y fué en lo sucesivo, el negocio mas embarazoso para
Carlos V, la verdadera corona de espinas que entre las diversas que
cefiían sus sienes se encontraba. Que aborrecía sus doctrinas bajo
el aspecto religioso, lo prueba toda su historia; que consideraba sus
pretensiones como un desacato á su elevada autoridad, lo puede
suponer cualquiera que conozca el corazón del hombre. Mas le era
preciso contemporizar con estos príncipes, cuyas fuerzas necesitaba
para cootrarestar las del turco, que se mostraba cada vez mas for-
midable. Acababa Solimán de invadir la Hungría y de destruir su
ejército, quedando el rey Luis muerto en el campo de batalla. Se
avanzaba el vencedor sobre los estados de Austria, y amenazaba á
Yiena. No podía Garlos y mostrarse demasiado conciliador con los
príncipes luteranos que ya pensaban en organizar una liga contra
3S HISTORU DI FELIPE n.
m prepoDderaocia. Por estlt vez tavo la destreza de conjurar la tem-^
postad, expidiendo un decreto de toleraDcia mientras no [fuesen di--
rimidas las disputas religiosas en el próximo concilio. Satisfechos
por su parte estos príncipes que se conocieron después con el nombre
de protestantes prometieron y pusieron en campafia un ejército con-
tra el de Solimán que á grandes marchas avanzaba.
1532. Tuvo Carlos Y la gloria de hacer su aprendizaje ibilitAr,
poniéndose á la cabeza de las fuerzos del imperio en busca del azote
y espanto de la Cristiandad entera. Sea que los negocios de Solimán
le llamasen á Constan tinopla, sea que recelase habérselas coo un
ejército tan respetable, retrocedió delante del emperador, deolar&n-
dose vencido sin combate. La gloria personal que adquirió Garios Y
en esta ocasión no podía menos de humillar al rey de Francia. Así
intrigó de nuevo para hacerse con aliados, mas la ocasión no le era
por entonces favorable. ^■
No ignorante Garlos Y de estas disposiciones de su competidor,
ponia de su parte todos los medios posibles para no estar despre-
venido. En Italia, á donde se dirigió |de regreso de su expedición,
formó una liga de sus príncipes, de la que se declaró jefe, y dejAn--
do allí un ejército bajo las ordenes del español Antonio de Leiva, se
puso en camino para Espafia.
A muy poco tiempo de su regreso á este país, meditó y llevó 4
efecto Carlos Y una expedición que forma una de las figuras mas
brillantes de su vida pública, y hace ver que habia nacido para cosas
grandes.
1535. Acababa un pirata, tan sagaz como atrevido, de apo-
derarse de Argel, y por medio de la traición mas alevosa, de des-
pojar de sus estados al dey de Túnez. Protegido y alentado con el
favor de Solimán, cuyo vasallo se reconocía, se habia* erigido en
un potentado formidable, y hecho del nombre de Barbaroja, pues
con este nombre se le conocía, un objeto de terror para las costas y
navegantes del Mediterráneo. Imploró el dey desposeído el favor de
Carlos Y, en cuyos oídos resonaban & cada momento los gritos de
las familias que tenían cautivos en Argel y en Túnez. Preparó el
emperador un armamento formidable para destruir un nido de pi-
ratas, y siempre animado de sentimientos elevados, quiso tener la
gloria de mandarle.
Se embarcó el emperador en Barcelona, paro Cagliari en Cerdeffa,
donde la expedición se reunía. Treinta mil hombres de todas clases
/■
CAPITULO m. 88
se embarcaron en quinientas velas. Acudió con sus galeras el famoso
Doria. Arribó felizmente la expedición & las costas de Túnez, á donde
iba dirigida. A pesar de la feroz resistencia de los de Barbaroja, se
apoderaron del fuerte de la Goleta, á la boca del puerto y que cu-
bría la plaza de Túnez. Con mas dificultades, y haciendo mas es-
fuerzos de valor, se apoderaron de esta ciudad entrando en ella por
asalto. Cumplió el emperador con los deberes de capitán, dando
ejemplos de denuedo y de constancia; y la crístiandad entera cele-
bró con entusiasmo este tríonfo sobre los infieles. Los veinte mil
cautivos que salieron de las mazmorras donde los tenia encerrados
Barbaroja.'por todas partes celebraron la gloria de su gran liberta-
dor, y el nombre de Garlos V resonó con aplauso en todos los ángu-
los de Europa.
CAPrnitoiv.
Continuación del reinado de Carlos Y. — ^Expedición sobre Marsella. — Sobre Argel. —
Nuevas guerras. — Con Francia. — Con los principes luteranos de Alemania. — ^Victo-
rias y desastres. — Sitio de Metz.
Se paede considerar la yictoria del emperador Garlos V sobre
Tuoez como el punto culminante de su grandeza y gloria. Los diez
y nueve aSos que llevaba de reinado habian sido señalados todos
por prosperidades y ventura. Ningún revés habian sufrido sus ar*
mas en los diversos teatros donde habian figurado. La grandeza y
poderío de sus mayores heredados, habian adquirido nuevo lustre
por sus cualidades personales. Había sido humillado el rey de Fran-
cia, forzado á reconocerle como amigo el jefe de la Iglesia, retrocó*
dido delante de sus armas el terrible Solimán, y mantenidose hasta
entonces en los límites de su dependencia y homenaje los príncipes
luteranos del imperio. Gompleteba la victoria sobre Barbaroja esta
auréola de gloria que parecía haber puesto el clavo en la rueda de
su gran fortuna. Mas no se para ni se fija nunca este deidad ten
veleidosa, y Garlos V no fué eximido de la ley común que mezcla
con tentos disgustos sus favores. Descendió varías veces de su al-
tura, después de dicha gloriosa expedición, y no porque dejase de
ser siempre el gran emperador, el primer monarca de su siglo; sino
porque comenzó desde entonces á ver destruidas con reveses y se-
nos desengafios, las ilusiones que no pueden menos de fascinar á los
hombres de su clase. Esteban vencidos unos, y otros en suspensión
CAPITULO lY. 3S
de hostilidades: mas oingooo destruido, ni sin esperanzas de reDO-
varlas cuando se ofreciese coyuntura favorable. Tenia el rey de
Francia siempre presentes sus humillaciones, y aguijoneado del de-
seo de abatir á toda costa la gloria de un rival afortunado, se pre-
paraba á todas horas á probar de nuevo la fortuna de las armas.
Habia vuelto á renovar su liga con Clemente, casando á un hijo
suyo con una sobrina del pontífice: entraba en negociaciones con
los príncipes protestantes de Alemania, y aunque estos no confia-
ban en la buena fe de un rey que hacia quemar á los nuevos sec-
tarios en París, por precisión tenian que aceptar auxilios tan nece-
sarios en su oposición á Garlos V. ¿Bra el Francisco indiferente á
las controversias religiosas y obraba en estas tan solamente por po-
lítica? No es probable. Ni la incredulidad, ni el escepticismo eran cosas
de aquel tiempo; mas los hombres no obran en todos casos con ar-
reglo á sus principios. Era el rey cristianísimo tan ambicioso como
Garlos, y el deseo de hacerle daOo, una de sus pasiones dominan-
tes. Si su conducta no era muy católica, tampoco faltarían en su
corte, como en todas, diestros casuistas que saben halagar las pa-
siones, al mismo tiempo que acallar la conciencia de los poderosos.
Gonfiado el rey de Francia en los sentimientos hostiles de los lu-
teranos del imperio, se atrevió en fin á declarar la gaerra á su rival,
haciendo dirigir su ejército á Italia que la invadió por el Píamente.
No manifestó la conducta de Garios en estas circunstancias el mis-
mo carácter de moderación que le habia distinguido en otras ocasio-
nes. Entró triunfante en Roma, que fué invadida y se hizo coronar
como emperador con toda pompa. En un consistorio celebrado por
su orden, pronunció un discurso de quejas contra la conducta de
Francisco, pintándola como artificiosa y pérfida, al mismo tiempo
que hacia un elogio de la suya propia. Allí le declaró la guerra del
modo mas solemne y le desafió á un combate personal, si preferia
este modo de hostilidad por ser mas pronto y expedito. Fué el dis-
curso del emperador una especie de amenaza á todos los que presu-*
miesen habérselas con un soberano de su clase y poderío. No omi-
tiremos la circunstancia de que fué pronunciado este discurso en
espafiol, por ser lengua mas grave, (expresiones de un historíador
extranjero), (1) lo que manifiesta la preferencia que daba á esta
nación y el papel que entonces representábamos en el teatro de la
Europa.
(1) Leu, Tita di Gario T.
86 HISTOUA DB FELIPE 11.
Asi, no solo se baciao estos dos príocipes la guerra por los me*-
dios ordinarios, sino que se amenazaban, se echaban bravatas, se
decian que mentían por la gola y por medio de reyes de armas, y
del jmAo mas solemne se enviaban un cartel de desafio. Habiadado
el ejemplo el rey de Francia, después de salir de su prisión, lla-
mando á Carlos por medio de una solemne embajada & un, combate
singular; mas semejante lid, tantas veces anunciada, jamás llegó á
verificarse. Alistó el emperador en Italia un poderoso ejército que se
dirigió hacia las fronteras de la Francia. Entre los famosos capila*
nes que Je dirigían, se hallaban el marqués del Vasto y el que fué
con el tiempo tan famoso, duque de Alba. Mandaba todo el espaOoI
Antonio de Leiva que en todas aquellas guerras se habia adquirido
tan grande nombradla.
1536. Penetraron los imperiales sin dificultad por la Provenza;
mas al querer hacerse dueOos de Marsella, experimentaron los mis-
mos reveses que en el sitio anterior, puesto por Pescara. Fué su re-
tirada igualmente desastrosa, y no figura poco en ella la muerte del
general en jefe el famoso Antonio de Leiva. Abochornado el empe-
rador del desaire de sus armas, después de tan pomposa declaración
de hostilidades, dejó su ejército para rehacerse en Italia, y regresó
á Espafia. Fué este el primer revés de su fortuna, y fruto de una
grandísima imprudencia; si alguna vez formó el proyecto que mu-
chos le suponen, y que no es creíble, de establecer en Europa una
monarquía universal, debió entonces de convencerse de lo quimérico
de sus ilusiones.
Hemos visto el modo solemne é inusitado que tuvo Carlos de de-
clarar la guerra á su rival; el de la* contestación de Francisco fué
mucho mas extraordinario. Después de la evacuación de la Provenza
por los imperiales, celebró el rey de Francia en el parlamento de
París, lo que entonces se llamaba un lecho de justicia. Llamó allí á
su tríbunal á Carlos de Austria su vasallo, como seDor de los Países-
Bajos, por haber faltado al pleito homenaje, que como á su superior
se le debia, dándole un cierto tiempo para responder de su conduc**
ta. A este homenaje habia renunciado el rey de Francia por el tra-»
tado de París; mas justamente la infracción de este tratado habia re-
novado las hostilidades en 1527, y provocado aquella nueva guerra-
El resultado de la notificación no podia ser otro, que poner en cam-*
pafia un ejército de treinta mil hombres, al frente del cual marchó
Francisco á la frontera de los Países-Bajos; esto éralo esencial, pues
CAPITULO IV. 8T
lo demás no pasaba de una bravata de mal gusto que nada tenia de
imponente. ¿Impuso algo la farsa de aquel paso extraordinario? Pon-
gámosle en paralelo con el discurso imponente, pronunciado eA el
consistorio de Roma delante del papa y los cardenales, por un mo-
narca victorioso. Sise podía mirar este por un rasgo de orgullo poco
disculpable, no debió pasar el otro sino como el despique de una
vanidad pueril que en nada se apoyaba. Garlos V declaraba la guerra
á un enemigo: declaraba Francisco I rebelde á un monarca superior
sayo, bajo mas de un título. Y lo que hizo esta farsa mas ridicula
es, que no produjo efecto para el soberano, que intentaba el des-
pojo del vasailo. La campafia de los Paises-fiajos fué un tejido de
vicisitudes varías, sin ventaja para ninguna de ambas partes. El
primer Ímpetu de los franceses los hizo gananciosos al principio:
después se retiraron, abandonando el terreno conquistado. La guerra
del Píamonte continuaba igualmente sin definitivo resultado. ¿Cuál
jfüé, pues, el de una contienda que se presentaba tan refiida? ¿En
qué vinieron á parar tanta animosidad, tanto denuesto público, tanto
desafío? En que el papa, el rey de Francia y el emperador, tuvieron
una conferencia en Niza (15H8) donde no pudieron convenirse; en
que el emperador, á su regreso á EspaDa por mar, tuvo en la playa
de Aguas-Muertas otra con Francisco, que en aquellos puntos le
aguardaba; que alU conferenciaron, se dieron mil satisfacciones, y
ajustaron treguas, tan poco cordiales y duraderas, como las paces
anteriores.
¿Qué papel representaba el rey de Inglaterra en estas luchas? Ya
hemos indicado que Enrique VIII era casi de la misma edad que
Carlos y Francisco, ambicioso como ellos, igualmente despótico en
su carácter, obstinado, inflexible y cruel, menos por temperamento
que por no poder sufrir ninguna oposición á sus caprichos. Poseído
de su grande importancia, si no como actor principal, á lo menos en
oíase de auxiliar, habia adoptado la divisa de, cm adhaereo preaest;
prevalece aquel á quien me adhiero, pronto siempre á unirse con
cualquiera de las dos partes que le proporcionase mas ventajas. Así
los dos monarcas le hacían en cierto modo la corte, y trataban de
ganársele. Le vio Garlos dos veces en Inglaterra, trabajando mucho
para poner en sus intereses al cardenal Wolsey, que era entonces
su primer ministro. Francisco tuvo con él la primera entrevista, en
el campo llamado del Pafio de oro, por el lujo y magnificencia que
en las fiestas á que dio lugar, se desplegaron. Mas el rey de Ingla-
TOMO I. (S
38 01STOB1A DE rELI?F If.
terra, k pesar de su divisa, influyó muy poco en el resultado de las
coDÜendas de los dos rivales. Al priocipíose ÍDclinaba k Garlos; pro-
pendió después hacia Francisco; sea por sus proyectos de repudio de
su mujer Catalina de Aragón, tia de Carlos, sea porque le instigase
á ello el cardenal Wolsey, irritado porque el. emperador le babia
faltado á su palabra, de apoyarle en sus pretensiones á la silla pon-
tificia. Con el tiempo, habiendo sobrevenido la muerte de aquella
reina, se acercó mas ¿ Carlos; mas al momento de esta tregua de
que hablamos entre este príncipe y Francisco, habia permanecido
casi en completa inactividad el rey de Inglaterra, sea por falta de
medios, sea que la ostentación de poder le halagase mas que su ejer-
cicio.
El negocio de los príncipes protestantes se presentaba cada vez
mas espíno&o para Carlos V.
Hemos hecho ver que pcuáfe^azones debia de sentirse inclinado
á extirpar para siempre lo^^Homo católico le escandalizaba , y -
como emperador le deprimia^nas sus medios no correspondían á
sus intenciones, y su situación era sumamente embarazosa como la
del que quiere conciliar extremos que se contradicen y se excluyen.
Por una parte se quejaban los luteranos de su intolerancia; por otra
le acusaba el papa de contemporizar con ellos y de favorecer se-
cretamente sus doctrinas : por la otra el rey de Francia buscaba
siempre la alianza de estos príncipes que se mostraban cada vez
mas exigentes, consolidando la liga que se conocía con el nombre
de Smalcáldica. Para contrarestarla, Carlos formó otra con los prín-
cipes católicos , medida que intimidó á los protestantes* Quizá se
hubiese aprovechado el emperador de tan favorable coyuntura;
mas por una parte la insurrección de las tropas en Italia por falta
de pagas, la mas sería aun de Gante, le hicieron ver lo precario de
su autoridad, y lo poco que la solidez en el poder correspondía con
la vasta extensión de sus dominios.
1540. Las tropas de Italia volvieron pronto á su deber ; mas
se presentó el asunto de Gante tan serio , que exigía nada menos
que la presencia del emperador que se hallaba entonces en EspaOa.
Hasta aquella ocasión habia hecho siempre su viaje á los Países-
Bajos, por Italia y Alemania, sin tocar en Francia ; mas ahora, sea
por lo avanzado de la estación ó por falta de preparativos , pidió
Garlos permiso á Francisco para pasar por sus dominios. Sí pareció
)a petición extraordinaria, se tuvo por sumamente generosa la coo-
CÁELOS V Y PEANCISCO 1
\
OFfTDLO IV. * 39
descendencia del de Francia. ¿De qaé parte estayo la mayor gran-
su rival, ó del
.1 : : primero hubo
orudencia. Es
' ) haber dado
le no faltaron
: taciones, es
'ura del Mi-
i ■ ' , dábaáen-
salió salvo
eto que ala
M ue hablare-
>u - .-.v
* alta de esta
i los protes-
;ogria. Ja-
ba invasión
el empera-
. o adversa-
ivos serios
'W mismo á
.K-
nte adivi-
on el tur-
e paraso-
e Solimán
De todos
sejo; mas
¡erra for-
te embar-
l^aleras de
para que
•«^ «*•
AUMId
tsjipeaiciones mas desastrosas que las de Argel por
Garlos V nos refiere la historia. En la travesía experimentaron una
fuerte tempestad; después de desembarcados con grandes trabajos
y mayor exposición, padecieron en el campamento y discurso de
la noche uñ tremendo aguacero que los dejó como en medio de un
pantano. Un huracán dispersó la escuadra, haciendo estrellar una
CABLOS V Y PBANCECO 1.
CAPITULO IV. * 89
desceadeiicia del de Franeía. ¿De qaé parte estayo la mayor gran-
deza de alma? ¿De Garlos qae se puso en tnrazos de so rival, ó del
rival que le daba an hospedaje tan magoffico? Ed el primero hubo
sin duda mas valor , pero tal vez una grao falta de prudencia. Es
probable que en algunos momentos se arrepintiese de haber dado
este paso, aun en medio de tanto festejo y regocijo. Que no faltaron
por una parte temores , y por la otra muy fuertes tentaciones, es
histórico. Francisco pidió á Carlos en Paris la investidura del Mi-
lanesado, y la facilidad con que la otorgó el emperador, daba á en-
tender que cuidados mas fuertes le ocupaban. En fin , salió salvo
de Francia con las mismas muestras de amor y de respeto que á la
entrada , y pudo acudir á sofocar la insurrección de que hablare-
mos con mas extensión en la historia de su hijo.
Cuando se hallaba el emperador en Alemania de vuelta de esta
expedición negociando asuntos de imposible arreglo con los protes-
tantes del imperio , bajó Solimán por segunda vez á Hungría. Ja-
más se habia visto tan comprometido ni tan pronto á una invasión
el territorio del imperio. Cuando todos aguardaban que el empera-
dor se apresurase á juntar fuerzas para hacer frente á un adversa-
rio tan terrible , causó asombro verle hacer preparativos serios
para una expedición sobre Argel, y que se iba á poner él mismo á
su cabeza.
El verdadero motivo de este proyecto no podia fácilmente adivi-
narse. ¿Temia tal vez Carlos Y medirse frente á frente con el tur-
co? ¿Le llevaba la idea de distraer todas las fuerzas de este para so-
correr al dey? ¿No le pareció bastante seria la invasión de Solimán
para distraerle de un proyecto concebido de antemano? De todos
modos parece que la expedición fué reprobada por su consejo; mas
no por esto dejó de llevarse á cabo por fuerzas de mar y tierra for-
midables. Mas de veinte mil infantes y dos mil cabalios«se embar-
caron en Genova con el emperador á la cabeza en las galeras de
Doria, sin tener eo cuenta las instancias de este veterano, para que
no saliese al mar en una estación desfavorable.
1541. Pocas expediciones mas desastrosas que las de Argel por
Carlos V nos refiere la historia. En la travesía experimentaron una
fuerte tempestad; después de desembarcados con grandes trabajos
y mayor exposición, padecieron en el campamento y discurso de
la noche uñ tremendo aguacero que los dejó como en medio de un
pantano. Un huracán dispersó la escuadra, haciendo estrellar una
i9 H1ST0R^4 M fmAPE II.
grao parle de los buques contra las focas de la costa. Sin poder
combatir, sío poder embarcarse , expaestos k perecer de hambre y
de miseria eo aquellos campos anegados,' tuvo la expedición que
retirarse por tierra para embarcarse en seguida en algún punto mas
retirado de la costa, lo cual verificó al fin después de mil desastres.
El emperador, que en la primera expedición de Túnez había dado
& todos ejemplo de valor , se mostró en esta un modelo de sufri-
miento , de magnanimidad y der constancia. Participó de todas las
privaciones, de todos los peligros, y la historia le debe la justicia
de que no abandonó la tierra firme de la costa hasta que vio á los
suyos todos embarcados.
No deberemos omitir , hablándose de esta expedición de Argel,
que se halló en ella de voluntario el famoso Hernán Cortés^ sin que
el conquistador de un vasto y rico imperio para la corona de Casti-
lla fuese consultado para nada, ni llamado á los consejos. Al reti-
rarse la expedición , propuso que se le dejase al frente de algunas
tropas , con las que prometió hacerse duefio del pais , mas no fué
escuchado.
Natural era que de este desastre del emperador se aprovechase
su rival, enojado de nuevo, porque aquel no le habia cumplido la
palabra de la investidura del Milanesado, y en quien todos sus ami-
gos le motejaban de crédulo y falto de previsión por dejarse enga-
fiar de su enemigo. Un pretexto necesitaba para hacer la guerra;
mas cuando hay buena voluntad, se encuentran pronto. Las fuerzas
que en esta nueva guerra presentó en campafia fueron formidables.
Cinco ejércitos se alistaron para atacar las fronteras de los estados
del emperador , que aunque menos preparado , no se descuidó en
tan grave coyuntura. Por esta vez se alió con el rey de Inglaterra,
mientras el de Francia no tuvo reparo en hacerlo con los turcos.
Esta monstruosa liga con los enemigos tan terribles de la Cristian*
dad, fué mirada entonces con horror , y es una mancha verdadera
en la memoria de Francisco. El famoso Barbaroja se presentó en
Marsella, y se trató hasta de edificar en aquel puerto una mezqui-
ta para el uso de los mahometanos. Mas el rey de Francia los des-
pidió de sus estados , cediendo á los clamores de amigos y ene-
migos.
1543. Los habia elevado contra él en una dieta Garlos V, acu-
sándole de enemigo de la cristiandad , y halagando por entonces á
los electores, aumenté sus fuerzas, y se proporcionó dineros para
CAPlTLiO IV. . 41
hacer la guerra. ¿T qoé resaltados prodajo este nuevo rompionieD-
to de hostilidades qoe tan tremendo parecía? Ninguno positivo y de
importancia. Lidiaron los ejércitos con fortuna varia por una y otra
parte. Consiguieron los franceses ventajasen la frontera de EspaSa,
y que perdieron : sufrieron desastres en la campaDa de Italia» que
repararon con la victoria obtenida en Gerisoia. Consiguió ventajas
muy importantes Carlos V, que mandó en persona el ejército de los
Paises^Bajos. Entró en ChampaDa ; se apoderó de Saint Dizier y
otras plazas ; llegó 4 dos leguas de Pañs , mas por falta de víveres
se vio en la precisión de retirarse. En cuanto á los ingleses» seapo-
deraron de BoloOa y no pasaron adelante. A fuerza de cansancio,
y cuando ya no podían mantener sus fuerzas en campa&a , se ter^
minó la guerra con la paz de Grespi, en la que no salió gananciosa
ninguna de ambas partes.
15i5. — 1517. Fué esta la última guerra que hizo el rey Fran-
cisco. Guando se hallaba seriamente ocupado en nuevas alianzas
con los protestantes del imperio, le cogió la muerte, sin ser viejo
todavia. Gran papel hizo este príncipe , y un nombre distinguido
ocupa en la 'historia de su tiempo. Mas valiente caballero que en-
tendido capitán, dotado de mas brillo que de solidez, tan ambicioso
ó quizá mas que Garlos Y, se quedó muy inferior á su rival en
prudencia, en habilidad, en aplicación á los negocios, en conoci-
miento de los hombres, en cuantas prendas constituyen & un rey de
acción y de consejo. Obraba por arranques de impetuosidad , por
llamaradas de pasión que se apagaban pronto ; en lugar que en el
otro había un c&lculo de acción, un pensamiento fijo que predomi-
naba en sus acciones. Con muchos menos estados que Garlos V,
pudo hombrear con él de igual 4 igual ; porque los suyos eran
compactos , y formaban un todo sin intermisión, en lugar que los
del otro estaban tan esparcidos, y eran tan heterogéneos. Así como
excedía 4 Garlos V en brillantes cualidades personales, tenia la des^
ventaja de ser mas disipado, mas amigo de placeres y de vicios. En
cuanto 4 sus principios religiosos , quemaba y hacia perecer con
otros sttfrfícios 4 los protestantes en París y otras partes^ mientras
se asociaba con los de Alemania y con los turcos. Mas ya hemos
hecho ver que hay casuistas h4biles que saben conciliario todo, y
acallar la voz de las conciencias.
Con su muerte no se extinguió en Francia el espíritu belicoso que
la animaba contra Garlos. Su sucesor Enríque II heredó igualmente
41 flisTORU Ds nuPE n.
8u ambición ; mas padeció el descaído de no decidirse al momento,
dejando tiempo al emperador para entender en los negocios graves,
relativos á los príncipes luteranos del imperio.
Analizar todas las negociaciones, controversias y disputas que
estos asuntos motivaron, no es de este momento. En mas detalles
entraremos, cuando nos ocupemos de las disputas religiosas que
hacen tan gran papel en este siglo. Gomo las de los príncipes con
el emperador eran de un doble carácter, trataremos solo del político.
Los príncipes protestantes eran fuertes por la unión, j como teles
se mostraban exigentes. A conservarse en este actitud cuando lie--
garon á declararse en lucha abierto contra el jefe del imperio, hu-
biesen dado la ley ; mas este falange se mantuvo poco tiempo uni-
da. Ya hemos visto que en los grandes conflictos del emperador,
le auxiliaban con sus fuerzas, pudiendo sin duda mas en ellos el
sentimiento de alemanes, que el de sus intereses y controversias
religiosas. Por otra parte reinaban entre ellos las rivalidades que
son frecuentes, y abren tanto campo á los que saben exploterlas.
El príncipe Mauricio de Sajonia que ambicionaba los estedos de su
primo el elector se aprovechó de la ocasión y tuvo la habilidad de
dividirlos. Cuando debían entrar en acción, se había disipado ya la
liga, quedando el elector y el landgrave de Hesse como solos en la
arena. El emperador, que á fuerza de mostrarse inflexible contra
sus pretesiones había desarmado á los demás, cayó sobreestés
príncipes, y los derrotó completemente en la batella de Muhlberg,
quedando prisionero el elector, á quien privó de sus estados, hacién-
dose duefio de ellos el príncipe Mauricio.
Fué el elector de Sajonia tratedo con la mayor ^dureza, y hasta
condenado á muerte, por resistirse su mujer á entregar á Magde-
burgo, sitiado por los imperiales ; mas no llegó á ejecutarse la sen-
tencia. El langrave que se sometió asimismo al emperador, fué
recibido con todas las muestras de rigor, precisado á pedir de ro-
dillas su perdón, quedando al fin cautivo como el de Sajonia. A don-
de quiera que se movía el emperador, le seguían estos dos prínci-
pes en estrecha prisión, sin que los ruegos de los principales per-
sonajes del imperio pudiesen aplacarle. Severo entonces, en pro-
porción de lo conciliador y flexible que se había mostrado en otros
tiempos, se conducía como un dictador con amigos y enemigos.
Lo quiso ser hasta en materias de conciencia, estableciendo en
Augsburgo (1548), un formulario de doctrina ínterin el concilio
annjLo rr. 18
no dírímiese completamente todas estas diferencian con los protes-
tantes ; pero no por esto se mostró con ellos menos inflexible. Con
la misma energía se mostró protector del conpilio de Trento contra
el cual la Francia misma protestaba ; mas mientras el emperador,
fascinado acaso con so prosperidad, se creia omnipotente en Ale-
mania, se aglomeraba sobre sa cabeza una tempeslad, que disipó
del modo mas cruel sus ilusiones.
1551. El príncipe Mauricio que se le babia mostrado' tan adic-
to y tan sumiso, que con sus intrigas babia contribuido tanto á su
triunfo de Muhlberg, alimentaba contra él una enemiga tanto mas
terrible, cuanto la babia cubierto siempre con el velo del respeto
mas profundo. Satisfecha su ambición con los despojos de su pa-
riente el elector, aspiró á la gloria de ser campeón de la causa que
había anteriormente abandonado. Ningún medio omitió de ocultar
sus intenciones al emperador, mientras intrigaba en secreto con los
protestantes, y entraba en alianza con el rey de Francia. Por com-
placer á Garlos, adoptó sin ninguna repugnancia el interim, y en-
vió un representante al concilio. Guando tuvo maduros ya sus pla-
nes, se atrevió á pedir al emperador la libertad del landgra ve, to-
mando asimismo el nombre de los otros príncipes. Eludió Garlos la
súplica, y aunque este paso fué objeto de alguna suspicacia, supo
Mauricio disiparla, redoblando sus obsequios y protestas. No solo
enga&ó al emperador, sino hasta sus avisados consejeros, y entre
ellos al obispo de Arras, tan conocido después con el nombre de
cardenal Granvela. Seguro ya de sus aliados y del rey de Francia,
se declaró Mauricio jefe de la liga protestante, y aquel monarca en
guerra contra Garlos. Se hallaba entonces este sin ejército, y cons-
ternado con una novedad que tan cruelmente babia burlado á su
prudencia, retrocedió delante de un rival muy superior en fuerzas.
Mientras este le perseguía sobre Inspruch, avanzaba Enrique con
su ejército, y se apoderaba de las plazas de Metz, Toul y Verdun
en la Lorena. Jamás se había visto en un conflicto mas cruel un
monarca, que hacia pocos dias se consideraba omnipotente. No hubo
mas remedio que ceder á la ley de la necesidad, ó verse prisionero en
manos de Mauricio. Dio libertad al elector de Sajonia y al landgrave;
7 por el tratado de Passau, que ajustó con los principes protestantes,
se les concedió el libre ejercicio de su culto. Los luteranos no lle-
varon mas allá sus exigencias, y prometieron sus auxilios contra el
turco. El rey de Francia no fué incluso en el tratado ; pues Mau-
ti HISLOKU DE FKLIPB II.
rício, satisfecho ya su objeto, no cuidó mucho de los iotereses de ütí
nuevo amigo, que tal vez miraba cod diversos seutimientos.
1552. Se preparó, pues, Carlos para esta nueva guerra, y en-
tró en campafia con fuerzas formidables. Al frente de cincuenta
mil hombres, según dicen los historiadores, emprendió en persona
til sitio de Metz, uno de los hechos de armas mas célebres del
tiempo. Mandaba la plaza el duque de Guisa, y las tropas sitiado-
ras bajo las órdenes del emperador, el duque de Alba, que habia
ganado la batalla de Muhlberg. Se estrechó el cerco con vigor :
además de la gloria personal de Garlos, estaba en juego la de dos
grandes capitanes, el uno ya muy célebre, y el otro que aspiraba
& serlo por este cerco tan refiido. Pudo masía obstinación, el valor,
y sí se quiere la superior habilidad de los de dentro, que la impe-
tuosidad de los de fuera. Se declararon enfermedades en el campo
del emperador ; la inclemencia de la estación hizo de mas difícil
reparo la falta de víveres ; y al fin se vio Carlos reducido á levan-
tar el sitio, con la mortificación que puede suponerse. Con este mo-
tivo se le atribuye el dicho: «Bien se conoce que la fortuna, como
dama cortesana, fovorece 6 los mozos, y se cansa de los viejos. x>
Fué tan desastrosa la retirada, como la de hacia diez y seis afios,
delante de Marsella.
T con ese hecho de armas concluirán los apuntes sobre el reí-
nado de Garlos Y, que creímos necesarios, para entrar en el del
hijo. Después de este sitio tan famoso se hizo otra campaDa en los
Países-Bajos, en que los imperiales se apoderaron de las plazas de
Terouanne y de Hesdín, y de la de Renty los franceses. La guerra
terminó por entonces con una tregua, último tratado que hizo Car-
los y ; mas la renovación de las hostilidades pertenece al reinado de
Felipe. En él referimos estos últimos acontecimientos ; lo que pa-
saba entonces en Italia y la abdicación de Carlos V, digno desen-
laoe de uno de los dramas mas célebres en los anales de la espe-
cie humana.
Por lo poco que va dicho, se ve que Garlos Y por su actividad,
por su aplicación á los negocios, por sus otras cualidades persona-
les no fué indigno del alto puesto á que le habia elevado la fortuna.
Se puede decir que nació, vivió y dejó de reinar, siendo el primero
de los monarcas de su tiempo. Que no aspiró nunca como algunos
lo suponen á la monarquía universal, se puede creer de su buen
juicio, de su experiencia, del conocimiento de las cosas y los hom-
CAPITULO V. 48
bres. Seffor de tantos estados diversos, tan separados por la natu-
raleza, como por sq índole, sopo hacerlos k todos instrumentos de
grandeza. Sus frecuentes viajes manifiestan la gran atención que
daba á los negocios, y su convicción de lo que la presencia de un
príncipe entendido vale en ciertas circunstancias. Sin merecer el
nombre de gran capitán, figuraba. con dignidad y como cor-
respondía á su alta clase al frente de sus tropas. El tino con que
sabia elegir sus generales, honrarlos, animarlos y premiarlos, mues-
tra su gran habilidad y conocimiento de los hombres. Igual tacto
manifestó siempre en la designación de los demás grandes funcio-
narios del estado. Ninguno de sus servidores le fué infiel, y solo tuvo
la habilidad, ó mas bien perfidia, de engaffarle el príncipe Mauricio.
La segunda mitad de su reinado no fué tan próspera como la pri-
mera; mas no puede tampoco llamarse absolutamente desgraciada.
Acostumbrado á tantos halagos de la suerte, precisamente sintió
mucho sus rigores. La desastrosa expedición de Argel, la retirada
de Marsella, la huida delante del príncipe Mauricio, y el desaire de
sus armas en el sitio de Metz, debieron de ser para él disgustos muy
amargos; mas supo conservar grandeza de alma en sus desgracias.
Lo que perdió, supo repararlo, y ningún tratado de paz le fué des-
ventajoso. Para otro lugar reservamos mas pormenores sobre el
carácter de este príncipe, comparado con su siglo; por ahora nos
contentaremos con indicar que la magnífica herencia de sus mayo-
res heredada, la trasmitió toda y aun con mejoras á sus deseen-
dientes.
Después de hahüt examinado los priúcipaíes rasgos de ía vida
mOitar y política de este monarca, entraremos en 'algunos porme-
nores sobre la índole del tiempo en que vivia; sobre el estado polí-
tico, sobre las artes, las ciencias, la literatura, los establecimientos
militares, el modo de hacer la guerra, concluyendo con un bosque-
jo de las disputas religiosas que hicieron un papel tan distinguido
en dicha época.
T«]io I.
éAmuí^b t
ESáláb p^óíifeo.—C(tfVeá.—É(esconfento.— Guerras de fes comuniaades.— tenftís M
B^tMo.-^K^cUrsos ^ á()ar(]ls;-^]>isittihución'db4ft háuedciáxle las fértil».
La historia de los moDarcas espafioles escribimos; & Espafia de-
ben de dirigirse con prefereDcia nuestras observaciones sobre la si-
tuación política de todas las clases de la sociedad en aquel siglo. Ha-
blaremos de sus Cortes. Esta voz con que se designan sus asamlbleas
políticas en toda la Edad m«dia, no envuelve un pensamiento fijo,
porque no en todos los tiempos ha tenido igual significado. No se
pueden designar con este nombre los antiguos concilios de Toledo
en tiempo de los reyes visigodos. En aquellas asambleas se reunían
con el rey los magnates, los prelados, todos los que desempeñaban
los primeros cargos públicos. La mayor parte de las deliberaciones
de aq^ue^las grandes asám'bleas rodaban sobre asuntos de disciplina
eclesiástica, cuyas controversias figuraban tanto en aquella época,
lo que ,. ¡lama pueblo. 6 cl.»5 populares, »o eran ciadas para
nadá%n aquelfás grandes reuniones, y en rigor no formaban parte
del cuerpo político del estado que se consideraba y era realmente de
conquista. Con el tiempo fueron estas clases adquiriendo la impor-
tancia, fruto natural de la riqueza producida por la industria. Los
reyes á quienes importaba poner un contrapeso á la preponderan-
cia de sus grandes vasallos que se creian sus iguales, emanciparon
cuanto les fué posible estas clases industriosas que pocoá poco fue-
ron formando corporaciones populares con sus cartas, privilegios y
(AP17DL0 y.
IniíM <qaie 1«8 «torgab» la coroia. Na emo eslos «gvalefL; pue^ do
IMdian serlo las aJFcuBsteQiBias y los motivas %w tos promoinaruMi .
A6Í, cada pueblo, cada «illa ^ cada jarísdiccioo, teoja los suy^
foe se ooDsidieraban 00 precisamente cooio derechos pr^j^, $ÍDP
4vores en virtad de servicios que habiao becbo. Uts grandes awBr
Moas ]^li(ic«} q«e en tijsmpo de lofs re]os visigiades ao se compor
júao mas q«ie de magnates, t^ntoeclesüfótices come civiles, comeQr
•aron á «dmitir m su seod» diputados ó represeotaates de estos lu-
gires ó «orp9raciooes popjiilares. Desde eatooces dala Ia que «e
aoDoce tm d Bombre (fe Ijlortes, divididas por Ja regular ea brabas
4 e84e#ieAtos; á saber: prelados, baroaes y diputadlas poír lasulas^s
pepakres.. Ni íbI po-ü^ldo de las reanieiDes da estas ¿erteSi ni sos
preregativas, bí deber.es, estaban «Qppsigaft^os eo alguna le^ fssfíti-
4a; ttíd» se Ma por uso y por cffstuiabre, que por uele^ídad 4a-
bia» 4» alterarse por 6\ Jtrascmrso de lo^ lÁ^pos.. Por lo inegal^r ena
al rey ^uief las qqb vaciaba y disolvía, segiu w» Miía^idades pcQ.-
fjas ó las (del Est«4o. iSe ^UQ^bau a^Mfm Wfi^ k9 jtu^S braz9S> h
ireces ilos, f/ #ti»s luoo solo. I»» clases 4^ se r^resiejit^bw A
ú wísiaas. I4OS idel te^i^fr ifn^fo, ^ m& popojfir , ^9 se ,coa^di^bfUi
Ai ema e» rigor mj|s qff» ^iqples^lj^egac^f d/9 ja^ víH^is Y ciiÍ4i^49s
^ue 4 lias Ciertas im m'v^ 909 podiarcif s»r« i<^Ip> «cwi ,ípstni$r
«Qiies per <esieEÍftQ de J^ qi^e dabi^ decir* QM>i'€ftr P ^plijWr, pj^^s
for lo .erdji^arío podiaa y ^ ci¡9Íaa Qoa i^rof^e 4f^ ^tbtenier .ei| pip-
poneioa <de J^ iq^ da^a#.. dstos iioderes erap ^ <estricti98, gfie isp
#asos «xtraoü^^iHyMs, fi9 iati;?wÍDdase L^^prpcmNltres^dei^idiritor
sí pwitps 400 1^ oslaban previstos .«19 isas iojsitruQpipoi^s, jigyai:^-
km p»oa obnir kques^jia jenvifisev . I^ Qopa#id«d€# qmí 4<^
lospÁderes b»s|fai^baDÍs«alffleflA«. 3ip «P4wg9, 4 pe^ftr,^ e^lja
absoluta idapd9deaQÍ(»., eran jios $argj9s «de proQorad|()r ><H)v^idiQf;94(ís
«aiM imuy iB»pori(an.tes 7 bonQiiüfi«9^- 61o los pbAofíian si^9 JÍqs .^e
íMs influeocii» ^w fsu ¡riqíae^^a ,ó «apjkcidjHl ei^ A9? pu^bloíi y 4^^-
des, y muy bueo cujvMo tewau las ^Aipcaci^Be^ de ,%o ^py\9,r ^
iasiGovIes hombyras 4|ue .oo supiesep ,<) ,qo /qiuisjía$f)p repi;es(W^ ^ou
btf^dAd <y leal(MÍ sns iÍAt«r/9ses.
kü m pvedfia ,ooQsi4eiw las jC^rta^ cojw tuq^as asamb^ 419e,f;e
sepoiap censa dp h i)ar$iwa4el tey , /^ .para ,acoAsejaj;le, ^ pai^ii ^r
Blgfair cop lél .»1^098 Ufigoqios imporlftptes del Cli^tado,*^ par/i 0^.-
^le sab^^úvs, ó para^ar^opi^ tm Wl9ffUM á sqs 4Ct9sppliti.r
QQsó.adogáQ^trAtixqs. ^«ir 4p joag^l^ jv^ban ,al M(ed9i;p 4f) .1;^ ^,9-
48 HISTORIA DB VBLIPB II.
roña, le proclamabaD & sa sabida al trooo, mandando levantar
pendones en acatamiento de su suprema autoridad, y nombraban
las regencias cuando no estaban designadas. Entendian hasta en los
testamentos de los reyes, alterándolos á veces cuando los creían con-
trarios al bien público. En vista de tan sencillo enunciado, cuaU
quiera comprenderá que la influencia y preponderancia de estas
Cortes debia ser mayor ó menor, según el carácter del monarca,
según su mayor ó menor habilidad, según las mas ó menos graves
circunstancias que ocurrían; y este mayor ó menor grado de in*^
fluencia que ejercían las Cortes, consideradas colectivamente, se
puede aplicar asíniismo á cada uno de los estamentos de que se
componían respecto de los otros. Así había ocasiones en que se pre-
sentaban los tres, y otras en que solo se veían en la escena los pro-
curadores de los pueblos. En minorías, en sucesiones disputadas, en
tiempos de revueltas y facciones en que todos buscaban su apoyo,
se consideraban como el cuerpo preponderante del Estado. Las bus-
có y halagó muchísimo don Sancho lY el Bravo, cuando se alzó
contra su padre, y después disputó la sucesión de la corona: se echó
en sus brazos su viuda doffa María de Molina, declarada tutora de
su hijo don Fernando el Emplazado; y la misma conducta observó
la viuda en lainémoría de su hijo Alfonso XI. Debieron también de
hacer un gran papel en las revueltas y mortales disensiones entre
don Pedro y su hermano don Enrique, que le sucedió por fin en la
corona. En los reinados, sobre todo de Juan II y Enrique lY, que,
como se sabe, fueron tiempos de revueltas y anarquía, ejercíeroii
las Cortes su gran preponderancia. Los poderes de que estaban re-
vestidas eran de hecho:, constan de sus actas, sin estar consignadas
en códigos, en cuerpos de doctrina, en lo que se llaman constitu-
ciones: dimanaban de las circunstancias, de la fuerza de las cosas,
del carácter, ó mas ó menos habilidad de las personas; y si se exa-
minan con imparcialidad la mayor parte de las transacciones de los
hombres, apenas les descubriremos otro origen.
Los Reyes católicos que sucedieron á estos tiempos de revueltas,
eran demasiado firmes para no poner á raya el humor turbulento
de los grandes y los ricos, demasiado sagaces 'para no tratar de
cortar los males en su origen. Ya hemos indicado el gran celo
con que se aplicaron á robustecer el trono, á expensas del poderío
de la aristocracia. Eran mas objeto de sus celos los privilegios y li||^
fqerzas de que disponiao estos grandes feudatarios, que las cartas
CAPITULO Y. 49
Ó fueros otorgados por sus antecesores á las comuDídades. Estaba al
contrario en su política fomentar el bienestar y prosperidades de
estas, para contar con un apoyo mas, contra los que trataban de
reducir á mas hunulde esfera. Se sabe cuántas disposiciones toma-
ron estos reyes , cuántas pragmáticas promulgaron para afianzar el
orden público, para conservar el respeto á las propiedades, para
poner un freno perpetuo á la licencia. También se juntaron varias
veces las Cortes durante su reinado ; mas sus transacciones, como
DO pasaron naturalmente de una ^scal^^ carecieron del derecho de
ser célebres.
El espíritu de facción, ó de revuelta, ó de privilegio exclusivo de
carta, ó si se quiere también de libertades, estaba muy amorti-
guado cuando el advenimiento de la casa de Austria; pero entonces
un motivo, y hasta cierto punto muy justo, vino á excitar el des-
contento de los pueblos, inevitable siempre cuando recayendo la
corona en hembra, tiene que pasar por enlaces á familia extrafia.
El príncipe que viene de fuera á unir su suerte con la reina, no
puede presentarse solo á tomar posesión de su alto puesto. Preci-
samente le acompasan sus amigos, los que hacen parte de su cor-
te, siendo esta brillante y numerosa, á proporción de su poder é
medios. Por precisión han de recaer sobre estos individuos gracias y
favores, y otra cosa no puede ser por poco que se estudie el corazón
humano. También es imposible que deje de ser objeto de disgusto
y envidia para los de casa. Estuvo muy lejos de ser la venida de Fe-
lipe el Hermoso una excepción de aquesta regla. Fueron los flamen-
cos que le rodeaban objeto exclusivo de sus confianzas y favores.
Se acusaba á estos extranjeros de codicia, hasta de rapacidad, y los
que se mostraron en un principio mas entusiasmados con la subida
al trono de un príncipe joven y afable, que al parecer ponia su es-
tudio en hacerse popular, fueron los primeros en cambiar su adhe-
sión por otros muy diversos sentimientos. Sucedió la misma cosa á
la venida de don Garlos: la misma rivalidad, el mismo descontento
se manifestó hacia los cortesanos extranjeros que tuvieron una
parte casi exclusiva en los favores del monarca. El principal de
ellos Xievres ó Ghievres, que era su privado y pasaba por director
y consejero, tenia la reputación de juntar á costa del Estado rique-
zas muy considerables. No solo se les acusaba de estafas y rapi-
fias, sino que se los veia promovidos á los primeros cargos del Es-
tado. Sucedió al cardenal Gisnerosen la silla de Toledo, un sobrino
80 J^ BISLOBIA DE PSUPE H.
ievles.
de Xie?les, y se setéó en la de TortoM el ^sardesal ^dmn«, aotii-
gao ayo ó preceptor de este monaroa. Esta seoiimieDto de desafeor-
cioB ó desvío hicia ios oortesaaos qoe rodeabaa al que ívÁ después
«aperador, se deseorelLó eo lo sucesiva de ud modo muy latal i la
fraaquilidad y reposo do «sA^s pueblos.
Para oempreader mejor lo que luoron las Cortes de KspaOa dur
noto la dominaeion de Carlos V ¿aremes uü aoálisjs por órdep
eronológieo de sos ^iaeipaies peuaioBea, comeo^aado desAo el
priMÍpio de aquel siglo. (1)
Eq 1505 al faliecimieoto de la reina Católica, se jinitaPOP en
Ton» para reoonoc^r por i^eina h dolia Jitau». y por i^p^lpe bere-
doro ¿su Ujo Caries.
Eo 1510 «e juotanon eo DfoiMsoo l«s4« AngPR por f¡ i:ey Ca-
tíiko.
Eo 15U se juoj(ar(w las de Castilla en ftargps, y eptre v^ios
ospítiios do oienos iwportaiioifi se ^tableció fue e| rei#o se mw-
taviese «Doabetodo ibasta que se pudiese poper piuja 4I arriciado do
l«8iranta&.
A la voDÍdade doo C»r|os á ¡i^^iiJiSi ^ m&tWOQ ^ (MU»
«ooiioiiersias y dispvubv» «obre «u41 babia do js^r el ^título \^o ol
qas debia dirigir Jos liendas del Estado, ^st^niap Ips «n^mjgps dfi
lo corte iquo oo podio fi$r el^e rey, jnieoAras viviese^ madr^, qpo
ora lo neioa propietaria. Aiogaboo sos jconjirarios i» abspluta JHnoar
focidad «oral .on ^ue se hoU«ba esta pripcfisa 4e optrar ^ i^ par^
M q^iítmo déoslos mu». £9 -esta op^itsicwo «de siao^iimeptos qn^
M 4MI gran desarrollo al ospírttu itopiilar. ^é rpwiecop Ij^ jí^rte^
«a Yalladolid eo m».
Fueron «stas Cortes o^lebres ^0 splo por di Qíipíritp 4e ppo^cii9i)p
«ioo por k imfiwtancia do los laspnlof; qjaiB #UÜ ivierpn fle;baUi4<^-
Gomo ea las de anies, cyenciió Ja pari^ prjopipal <{d esjtamentQ de
poocoradores. fiouNoaaron ppr mwifesjlar ^^ 09 icaso i|e que ,^
«oMOAciese & Carlos por tro^o 00 Je iwcestarian jn^wpnto (if^ta^^e
k.hiaese él, rooeoocieoiijio b quo 09 Jas/]loEtes de BuTigos $^ habjia
4leteEipinado. üandíHoo oe mostraron ^fendidpp M qu^ sp .bnbio^
dado icütnada .ob aqs ^oiies á exlranjorios. Si ■sj? r^flcixippa jqop lel
fey se halhdB «tonees «a VaJIadolÁd, «y lOstalKa «acaso ojs^ai^los,
bflíf que aduMur oMs^on Mpípitn de liberliid é i^flcpooflonci^.
ifU OteeASuDlMnl.
GAflTLLO y. 91
AdqníiM «Utone^s «i mmbre oékht^ el doctor Shmel, prtea**
rattor pét Bttfgos, ^ue había Udvaiio la vofe priacipfti eA aqaeliM
exigencias. Ea Vano tmtaroi de ganarle ooi promesas y amenasas
los partidarios d» lá eortej el prooorüdor se laostnft fime, y siem-
pi« intrépddtv Se coaeiben bien las animosidadiB k ^u^esta desava^
neicift díé lugar eitre los cortesanos y la «posición, pniea coi ítA
Mfábn podemos designarla. Por últíiiO) «edieron los primenos.
Bfitté el My «n las sesíMOs, y le prestatofl joramcfnio el doctor !Ri'
mel y los pnMuiradbreB. laró el rey por s« parte los prífilegies de
lab candados y h, observataíMa de las le;fe8. InsistHi ol doctor en qm
jntase también 4» relatívo á la excloBian de IM extranjeros de «qóet
sitü», & lo qte accedió Garios, no sin mteMns de grande fepog»
nancia.
Para adgtnos no ñná este úMimo jnramonta dH rey báíi^ate «x-
l^foito. Gon oste mbtivo i6 votvieron & snscilar los antiguos <dter^
cados-, distíngaiéBdose 'en la misma opofiídon el procotttdof por
Bargoft. Algnnob procaradores %o jaiwron al pl-incipio. Por fin M
aHanaron las difieoltades, y Garlos faé jnrado solemnemente eú San
PaMo de Valladolid pcir rey, juolaHieDle con «n madre, poniéndose
Ktám fiomlH>e8 'm «1 orden de la naturaleza al ft>etite de los actos
pdU^soft.
En las misoms Oortesie presentaron A la aceptación del rtry nada
menos qae 14 articolos. Indicaremos los pvincipaies, qae nos ma*'
nHéstatá» m^ los SMtimieBftos ^ne los animaban, y la índole de
afaoHos ^mpos. 'Q«e -la Mina dcfla Juana faése tratada y surtida
(Mfmo sofiora de Mtos reibos. Que el rey $e casase. Que no saliese
del ¥eino «^ infonte don Ptvnstodo (hermano de Garlos). Que se
emsc^vasen las leyes, fVagm&iioas y privHe^, sin imponer con*''
trlbaoioaés. Qoe en lo sucesivo tío se 'diese nada t los extranjeros.
Qm el niieto arzobispo de Toledo viniose i Espafia & disbirtar
a^ iws reatas. 'Qae los -eimbajadorfls de 'estos reinos fnesen nato*^
ndes. Que^ adoritresen 'ospafidles en la «casa del rey. ijue ñabíagt
emt^kmo. Qm vo •eoajMMse nada -de la oopttia. Qae tro se diesen
se4)veviiireneias de «mpleao. 'Qae mandan 'visifar'Ies'lribanates.'Qire
hn mquisidores fuesen hombres do bnena %ma y ^ con($ientíi{i.
QÉeea» ivogasea 'pobres por «1 rútío. "Qte m '0#brtfsen las 'akiabalsás
pút k» jiaticias ordinarias y no por eottriñonados. *Qtte tao se oliH^
§ase 4 Mdie '4 «tomar balas. Qnettejltten Íos>etérigo8. Qae se |^ar«
dnon iba ¡prvvitej^'de tss iMioleMB do fiapio^Ma. Qae no 'SS 'le*^
/
5S HISTORIA DI FRLIPB It.
gaseo mas bienes raíoes á iglesias, monasterios, hospitales y eofira-
dfas, etc. A todos los artícolos accedió el rey, haciendo sobre al-
gunos las advertencias que le parecieron convenientes.
Las mismas dificultades se ofrecieron en las Cortes de Aragón,
convocadas en Zaragoza aquel mismo aBo sobre la jura del mo-
narca, poniéndose siempre el mismo obstáculo de estar su madre
viva. La animosidad fué mayor, y de altercados se pasó á hechos.
Entre la parcialidad del duque de Zaragoza y el de Aranda , hubo
rifias en las calles, que hicieron verter sangre. Por último, le re-
conocieron y juráronlo mismo que en Castilla. En Barcelona se en-
cresparon tanto los ánimos, que Carlos envió en lugar suyo al car-
denal Adriano ; mas tuvo que ir en persona como condición indis-
pensable.
En 1519, siendo ya el rey emperador, trató de convocar las Cor^
tes para el servicio que en su próximo viaje á Alemania le era in-
dispensable. Las mandó reunirse en la CoruDa, donde era su inten-
ción el embarcarse. Desagradó muchísimo en Castilla esta determi-
nación, y se comenzó á ver con odio que se emplease el dinero del
reino en gastos extrafios, que no iban á producirle la menor ven-
taja. La convocación en la Corutta dio margen á extrañas conjetu-
ras y sospechas. Se atribuyó el proyecto á Xievres, qae sintiéndose
objeto de odio quería acercarse á la costa para ponerse, en caso de
una sedición, mas prontamente en salvo.
Hallándose el rey en Tordesillas en su viaje á Galicia, se le pre-
sentaron los procuradores de Toledo , rogándole que no saliese del
reino, y que en caso contrarío no les pidiese algún servicio. Se
enojó Carlos con la petición , y los despidió con aspereza , conti-
nuando su camino. Otros procuradores imitaron la conducta de los
de Toledo, y protestaron contra la convocación de las Cortes en Ga-
licia. El rey llegó á Santiago, y á pesar de tanta oposición , hizo
llevar adelante su proyecto. Pocos negocios se condujeron con me-
nos tino, con menos conocimiento del estado de las cosas , con re«
sultados mas funestos para la paz de la nación, que estas Cortes de
Santiago. El odio á los extranjeros crecia de punto, y poco á poco«
aunque propagada lentamente , cundió la especie que era la mayor
calamidad para la nación, que el rey saliese á recibir la corona del
imperío. Llegaron los grandes á aconsejaríe que se precaviese del
prívado Xievres; tal era el estado de irritación en que los ánimos se
hallaban. Mas Carlos, preocupado solo de la idea de ir cuanto mas
CAPITULO V . 58
aotes á recibir la coroDa imperial, cerró el oido á todas las adver-
tencias y consejos que estaban en oposición con su deseo domi-
nante.
Las Cortes se reunieron al principio en Santiago, y los procura-
dores por Toledo declararon nulo cuanto en ellas s^ hiciese , por el
número de procuradores que faltaban , y entre ellos los de Sala-
manca. Enojado el rey, mandó prenderlos, y al fin se contentó con
que saliesen desterrados. Al saberse en Toledo la ocurrencia , se
alborotaron, se pusieron en resistencia abierta con el rey , echando
al corregidor, y estableciendo su junta de gobierno. Era imposible
un estado de mas efervescencia, de mas desconfianza y mas sospe-
chas. Las Cortes se trasladaron á la Corufia, y allí concluyeron co-
mo se pudo sus sesiones, negando el servicio los de León, Murcia,
Madrid, Toro, Córdoba, Toledo y Salamanca. Y hallándose los áni-
mos en esta situación, sin haberse apaciguado los disturbios en To-
ledo, se hizo á la mar el nuevo emperador; tal era su impaciencia,
6 tal vez la de Xievres , temeroso de ser víctima de sediciones po-
pulares. Quedó de gobernador del reino el cardenal Adriano, hom-
bre de poca energía , y menor capacidad en materias de gobierno.
A muy poco tiempo de la ausencia del emperador, estalló la fa-
mosa guerra de las Comunidades , episodio demasiado importante
en nuestra historia y la del siglo, para que dejemos de dar de él al-
gunos pormenores, aunque de un modo muy sucinto (1).
Ha desfigurado mucho el espíritu de partido la íodole de aquella
guerra. Era imposible que los historiadores contemporáneos espa-
fioies, y aun los que escribieron en los siglos sucesivos, dejasen de
pintar como rebeldes y merecedores de mayor castigo , á hombres
que se alzaron armados contra la potestad real , y que trataban de
poner un coto á sus prerogativas. Era objeto de celos y odios en •
Espafia, la codicia y preponderancia de los extranjeros. Veían un
joven rey, extra&o á sus usos y á su lengua , entregado á la polí-
tica de estos extranjeros : hé aquí los principales resortes de este
movimiento. Ya hemos visto la poca política de la corte en estas
ocurrencias; con qué altivez y desprecio fueron tratados los procu-
(1) Tomamos prinolpatmente por gula en este tro2o á Sandoval, uno de los mejores, y según
aigonoa, el mejor historiador de Garlos V, sobre todo el mas copioso. Habiendo escrito á últimos
del siglo XYI ó principio del sigalente, no podía menos de mostrarse contrario tf las oomanidades.
Mas tal es la senciUes con que expone los bechos, la minuciosidad con que los refiere, y la copia
de los documentos con qae los acompaBa, que satisfacen ¿ todo lector Im parcial, y le llevan
macbo mas lejos de lo que el narrador acaso deseaba. La relación que de estas guerras baoe el pa*
dre Maldonado, autor contemporAneo, en nada altera lo que refiere el primer blstorlador.
Tomo i. 8
64 HISTOKIA BS ttmPE IL
radores por Toledo y otras partes. El reioo est&bít revuelta, én gtatk
fermeotaciob; y eo muchas partes habo tumultos y desórdenes ttitty
serios. A do haber sidjo taota la impaciencia de Garlos de embar-^
carse , tal vez se hubiesen tranquilizado poco á poco los áñitdos;
tnas su marcha precipitada los irritó de du«vo , inspifabdo aliento
á los mas osados. El cardenal Adriano debia por otra parte de iiki-^
ponerles poquísimo respeto.
Toledo, que se reputaba por la prím6fa eitídad del reino, que se
hallaba mas agraviada en la persona de sus procuradores^ fué la pri*
mera en declararse. Siguió Segovia , dónde httbo tumultos serios y
hasta muertes violentas de algunos que se suponían hablan abusa^^
do y recibido favores del «onárea. Se síguierM Vatladt>lid, Burgos,
Guenea, Jaén, BlNlajoz^ Ubeda, Baeza, Avila, Soria, Toro^ León,
Madrid, Murcia ^ Giüdad-Rodrigo , Sevilift y otras varías^ Son fo^-
mOl^as las cartas que con este motivo todas «slas oíudadeti se escri-
iMefon. A esta circunstancia y álaile ser el movimiento enterametite
popular, debe esta contienda el nombre de guerra ie las GomMi^
dades. Trató la corte, ó los que en nombre tie Garlos gobernaban,
de sujetar cbn armas estos alzamientos. Gontra Segovia, donde tuvo
un carácter tan sasgriento y tan feroz, se enviaron tropas, que lle-
garon hasta las mismas puertas de la ciudad ; y bloqueándola , la
pusíerotí en m'uy grande apuro. Toledo qtie lo sapo envió á su so^
corro dos ofíil hombres armados , c«n ártiüeria , á las órdenes de
Juan de Padilla, que se hizo tan «élebre en la historia. Se pusb en
marcha este jefe, y fué objeto de grandes aclamaciones es todos los
pfueblos de su tránsito. El alcalde Ronquillo, hombre también muy
conocida entre nosotros, q«e era tí sitiador de Segovia «n nombre
ée la autoridad real s leváiiló el cerco al aproximarse las tropas de
. Toledo.
Por ott*a parte, las tropas reales qué se acercaron á Medita para
rebogor la artillería que en aquella plaza se encerraba , fueron re-
chazadas por los vecina que se negarotí á entregársela. A ebto se
siguió un sitio, de cuyas resultas fué la ciudad presa de las llamas.
Todo esto coatribuyó á encender la de la insurrección que cada
dia tomaba mayor cuerpo. Era ya un alzamiento, una rebelión, una
gúéri*á civil en tódá réglá. Para dar biayor solemnidad al alzamien-
to y atender á ut comunes intereses, éb^atóti fas dttd&deá suble-
vadas sus representantes á la tiudad de Avila , oomo puebto mas
centra^ para celebrar allí uoa especie 4e asamblea ó iie ooagresok
cMnTü^p V, Bh
Ctm efuatfi, «Ilj 99 i^noierojí, y wl^ los s^atpq ^««igelios jnraron
9«ryir 9I rey y ll I09 int^rese^ de I4 Racimo , proi^/^tiéiKlQse inutqa-p
monte auxilias, y do d^iir las armas 4e la mano lia^ta yer satisfe^
ehos sus agravios. A so junta dieron el titulo de Santa.
¿Qué eran e$tos famoso^ comuneros ? ¿ Qu4 querían ? ¿ Bajo qué
aspecto debe considerarse su alzamiento ? ¿ Aspirabaa á sacadjjf el
yugo de la autoridad r^al ? No entra}». e»ta id^a eq sua cabezaa.
¿Trataban de establecer ftuevas leyes f fio lo dijeroq ni entró este
asunto f n los capítoles de sos petieione», Todas estas eran perso-
P9J€$ y de Ptrcoostancias. Que volviese pronto el rey: que no diese
so flpqfian^a h príTade? e}(tranjeros : qoe no les confiriese njngun
cargo : qve Iqs alj^Ase de su lado : que reforma;s« el gasto de su
casA y mesa ; qne celebrase Cortes: qoe re{H[)etase sus usos y pri-
vilegios, Tales eran los princjpajies artículos de sna pretensiones,
todas justas , todas populares , en que convienen sus mismos ene^
migos. Mas 00 eran l>a&tantes elemento» de lo que se llama ona
insurrección eo toda regla. Estaban las comonidades deseen teii tas*,
no agitadas de espíritu de rebeldía. Era upa llamarada de revolu<^
cien que daba muestra de apagarse pronto por falta de alimento.
No presentaban por otra parte tas ciudades sublevadas un cuerpo
sólido y compacto. No hubo desde los principios un jefe reconocido
en todas ellas como director de la empresa ni en lo militar ni en lo
político. I^s ciudades mismas no estaban muy de acuerdo. Muchos
de los que se declararon al principio, abandonaron & los que habían
tal vez inflamado con su ejemplo. Joan de Padilla, después de ha-
ber hecho levantar el cerco de Segovia, pasó 4 Medina , cuyos ve-
cinos le salieron 4 recibir con banderas de luto y todas las muestras
de aflicojon que sus desgracias pasadas hacían tan naturales en
aquellas circunstancias.
jnmediatamente tomó el camino de Tordesillas , residencia de la
reipa dofia luana, madre del empoFador, propietaria de las coronas
de Aragón y de Castilla. Se haUab» esta princesa en el estado ha-
bitual de entendimiento que le valió el nombre de loca coa qoe la
designan las historias. No sabia lo que pasaba en JSspafia , ni la
mjsma muerte de su padre , que llevaba de fecha cuatro aoos.
Cuando le habló Padilla de estas noticias, dio grandes muestras de
ei^trafieza y %un de pesadumjl^re. No fué difícil al capjitan de Toledo
'consolarla y persuadirla k que depositase en él y en fes suyos toda
su confi^n^a» y I09 C9nsidei;ase como deshacedores de los agravios
56 HISTORIA DE FBLIPE II.
qae á su nacioii y á ella les hacian. Desde entonces obraron Juan
de Padilla y los sayos en nombre de la reina , y para dar toda la
fuerza posible á esta circunstancia trasladaron la junta á Torde^
sillas.
Fué un rasgo de habilidad en los comuneros el haberse apode-
rado de la reina doOa Juana , que era la propietaria y cabeza de
partido para los descontentos con el emperador, á quien no querían
conceder el título de rey en vida de su madre.
Se instaló, pues, la junta en Tordesillas , y comenzó á obrar en
nombre de la reina. El paso sucesivo parecía no reconocer con ti-
tulo de rey al hijo ; y puesto que hablan alzado la bandera de la
insurrección, seguir adelante con la empresa. Mas los comuneros,
ó no teniah designios fijos , ó se detuvieron á mitad de la carrera.
No fueron osados cuando la ocasión lo requería , y se vieron victi-
mas ó de su moderación , ó de su pusilanimidad , ó de su falta de
prudencia; pues muchas veces la prudencia está en la audacia. Las
mismas ciudades levantadas no tenian unos mismos designios : al-
gunos de ellos estaban pesarosos de haberse adelantado tanto. Pa^
dilla mismo tenia muchos enemigos , y otra cosa no podia ser en
aquellas confusiones y revueltas , donde todos [querían levantar la
voz, donde no había verdaderamente un hombre grande que á to-
dos impusiese.
Aconsejaba la prudencia á los comuneros enviar inmediatamente
tropas & Valladolid, para apoderarse de la junta de regencia y to-
mar posesión de una villa que hacia un papel tan importante. Des-
pués de haber enviado con esta comisión á un fraile , que fué vic-
tima de su atrevimiento , marchó Juan de Padilla á Valladolid con
trescientas lanzas y ochocientos piqueros y escopeteros. Inmediata-
mente puso presos , y llevó consigo , á los del Consejo que no ha-
blan huido, volviéndose luego al punto á Tordesillas. Fué una falta
en él no haber permanecido en Valladolid , para asegurarse de los
ánimos de los habitantes , y sobre todo no haberse apoderado del
cardenal Adríano, que aunque incapaz para el gobierno del reino,
era un personaje de importancia.
Trató este prelado de marcharse de Valladolid, donde no se tenia
por seguro ; mas al salir de las puertas fué detenido por una in-
mensa muchedumbre, que no le permitió pasar mas adelante, obli-
gándole á volver á su habitación , aunque con todas las demostra-
ciones de respeto debido á su persona. El cardenal , viéndose im-*
GiiPÍTÜLO V. 57
posibilitado de salir én público, verificó su faga de allí á pocos dias
en secreto.
Se veía la jacta de Tordesillas en grandes embarazos. Valladolid
estaba dividida y may remisa. Bargos, qoe había expelido de sas
moros al Condestable de Castilla, había vaelto á entrar en la obe-
diencia. En esta coyuntura envió comisionados al emperador con
ana carta en que manifestaba los agravios de la nación, y presen-
taban sas capítulos como condiciones de su vuelta á la obediencia.
Era un paso inútil que acaso no sirvió mas que de hacer ver al rey
qae tenían miedo.
Recibió muy mal Carlos á los embajadores. Ta había tomado sus
medidas para sujetar la insurrección por la fuerza de las armas.
Había revestido al Consejo de Castilla de nuevos poderes para obrar
con energía en estas circunstancias , y asociádole al cardenal , al
condestable y al almirante de Castilla. Ta sabia que la nobleza y
los grandes del reino no tomaban parte con los comuneros. En
efecto, inme(||atamente que se supo que el cardenal Adriano había
salido de Valladolid y retirádose á Medina de Rioseco, fueron á re-
unirse con él muchos caballeros y hombres de distinción con todas
las fuerzas que pudieron .
Asi estaban de un lado el rey y la nobleza, y del otro los repre-
sentantes de las clases populares. ¿Cometieron una falta los grandes
en unirse á la corona que la había cercenado tantos privilegios, que
habia tratado de disminuir , como disminuyó en efecto , su grande
poderío? No es fácil decidírio. Las comunidades hablan manifestado
demasiadas pretensiones para que la nobleza no temiese quizá mas
de su victoria que de la del monarca. Por otra parte, hubo mu-
chos nobles y ricos hombres del reino que se mantuvieron neutrales
sin declararse por ningún partido.
La junta de Tordesillas escribió al rey de Portugal una especie
de manifiesto de su conducta y ulteriores intenciones; otro paso tan
inútil como el de la embajada á Carlos.
Lo mas importante para la junta era hacerse fuerte, y en esto se
mostró activa. Decretó fevas en todas las ciudades que reconocían
su obediencia. Por todas partes hacían armas. De la tierra de Sa-
lamanca enviaron doscientas lanzas y seiscientos infontes.
La junta cometió entonces la falta de nombrar por general en
jefe de sus armas á don Pedro Girón, que pertenecía á la grandeza,
y que estaba despechado con el emperador por no haberse hechQ
8A aiSTOlMA 99 BlUfiPE 11.
jiu;|iciA 4 )09 <)«refli08 qqe «legdto s^bre i^l ()pc4cIq de Me4ma Sii*'
donia. Se creyó qae tal vez este resentimíeoto sería wn e^UquiAo
fiird 6Q«^Qir4i9 bifR con la« eomaojdaiiw ; ina» «la M que s» le
ffüf^m 4 w) partido f}oB<)9 hallal)» sa$ amigos , sos (}e^4o4, y ík^
hr« todo qqe la (íQqcesipv de la graipia qve pedi« pu9ies9 ftp 4 «ns
re^eotimiantoa.
Otroi graodj^ wpoo?wifiQtfi de ^mj/^nlQ Rombraiinieoto fqé el
gjm^ Wftio q«e por «lio coacibió Padilla, qoi^Q m retiró 4 Toledo
de aUÜ 4 po«09 dia3 con sjt gente. Entró Girón de Torde$illas con
ochenta lanzas, y comenzó á dar disposiciones para el defiqíitlvo ar-
reglo 4fii ^ér«tt», fína pordon de los jefes y capitanes de las (vo-
pa«f «ran indítídno^ de la nusma janU. M\i w presentó por pri-
mera ym el lai»o$o obispo de Canora icuQa, que l^abia subley^d»
lodo «I país en fil sentido de las comnnidades. También $? presentó
Francisco Maldonado capitaneando cíen infantes.
Fué reconocido el almirante de Castilla por general de la» armaa
del Amparador: m Medina de Riosepo se reunieron 4 9u ban4m
l0« prÍQ(ii|wliBs per^onajos d$ la noblezii e9paDola<, que venían oon
Ift ¿ante q^(i cada w>o pudo all^r para bacer e^te servicio.
Así la guerra iba á estallar, y las tropas de una y Otra p^i^ e$->
taban pró^imí93 4 entrar on el campo del combate .
la junta de TordesUIa« tenia 4 la savon reunido m número de
fuerzas copsíderablfi«; que inmediatamente salieron en busca de
sus enemigos, dejando de guarnición en Tordesillas cuatrocientos
clérigos, que servían b^go la bandera del obispo de Zamora, ani-
mados todos del mismo espírítu que su prelado.
Parecía natural que el ejército de los comunero» avanzase con
denuvdo, y trata»» de acabar en Medina de Rioseco con un ejército
muy inferíor, ó de adquirir la superioridad moral de la campaKat
apoder4ndose 4 t«do trance de este pueblo. Mas se intentaron con
pfí)s»p|ar UDi^ batalla, que sus enemigos no aceptaron. £n Torre
de Humos hicieron un alarde de »U8 fuerj^as. Mandaba la» gantes de
^rmw> i) 1^ caballaria pe^a de la vapguardía, don Pedro U»o de
la Yoga. UDQ de 1q« («bollero» de Toledo, y la ínlanteria de la mis-
m», 1^ dos bermanos Franci»co F^dro y Maldonado. Al frento del
cuerpo del ejérpíto »e hallaba el gepcrallsimo don Pedro Girón, y el
pbispo do Zamora,
^ jnter^ do lo» caballeros que se bailaban en Medina de Rio-
I9M, ateAorao 4 ia ^m^ih mioQtras Uegab« d gondi? d^ Q^,
tíAl^lTülO ti t%
MJ6 del Gdfidesteble, coa r^fuef^os coAáideraM^; ti deeir, Ifii^ ivt^
pas que acababan de batir á los fr&ttceMi$ eü NavaíYá. Le itaptít^
teba ttmclio gattar tiempo, iutroduelr la diti^ión en las ülas dé los
etaianeros^ aprovécbáadose del poco Aeuenio ({Me r«{ttabá entre
ellos, haeieido tfatoB partíoulares om algunos, aiin^ne no fuese
mas que con la intención de que los otros sospMhasen. Debian,
pae», p«ir lo mtsmo estos últimos raoverse, dar gotpes afrevidos,
cMi^wAter ñas y mas á los que estaban pronunciadas, no dbrktt
tiempo de pensar y echar sos cuentas; legitimar, en fio, sus proce-
deres om el hwt de la fortuna; mas acreditaron quM M ttinian feste
tiao, é manifestaron que oanecian db resolución, úoicá cosa que po^
día sai?atlos. Se contentaron con retar & sus contrarios, con p^e*^
sentarles balallas que no aceptaron como mas prudentw. Grecia
poco á poco el ejército real ; tampoco se descuidaban los MtMinenA
de Hanar gente á sus banderas; toas esfiaba abierto m tempo á
t*do género de seduocíones. Diferentes emisario, «nos con boe-^
sas^ i)tros cM malas ideas, venían á propMer convenios, tamen^
dándose de las calamidades que iban á llover sobre Espalia eon
aqud aaote de la guerra. Es preciso oonsiderar en estos tasos te
qae puede el nombre de la autoridad legítima^ que está en el h&«
bita de ser objeto de obediencia y ^e respeto; f lo qae arredra 4
un bombre que no sea de fuerte corazón, la idea de baílame <oon
esta autoridad ea rebeldía. Cuanto mas tiempo ae pasaba en retos
infrictuosos, cnantq mas duraba ia inacción, laaíí terreno perdía Ja
crasa de las comunidades.
Por úUiiM, se separaron estas de los muros de Medina de Rio««-
seco, retirándose á Yillalpando, sin que pueda seDalarse el motivo
de osle moviiliiento, como no fuese la mala diiqioiñcion de ios áni-
mos de los cawiillos.
Se aprovecharon ionÉbdiatamente los caballeros de esta fato) ca*-
yeido inopinadamente sobre Tordesillas. Se defendió valerosamente
la guarnición, compuesta como beaK)s dicho de cuatrocieatos clé-
rigos. Mas de doscientos ciacueota hombres por parte de los caba-^
lleras, quedaron muertos al mismo pié de sus murallas. Tuvo por
fio el CMde de Haro que recurrir al expediente de batirlas con ar-
ttliería; y de este modo pudieron apoderarse de la plaea, que entra^
ron asaco, no sin grande mortandad por ambas partes.
Los caballeros se hicieron así duefios de la persona de la reina
dofia Juana, pérdida muy grande para las cramuioidades, que ar<-
60 HISTORU DE FKUPS D.
guía taDta impradeDeia y falta de tiDO de so ejército, y que se atri*
bayo DaturalineDte á traicioo por parte de sus jefes.
Quedó doD Pedro Giroo completarneute desconceptuado entre los
sayos, y objeto de ana grande sospicacia. El obispo Acufia trató
por otra parte de sincerarse con los de sa parcialidad, alegando ig-
norancia absoluta del movimiento de los caballeros.
Don Pedro Girón y el obispo se acercaron y entraron en Valla-
dolid, que fué desde entonces el asiento de las juntas de los comu-
neros.
Juan de Padilla que, como hemos dicho, se habia retirado á To-
ledo, cuando fué revestido don Pedro Girón del mando del ejército,
volvió á Yalladolid, capitaneando de dos á tres mil hombres, que
fueron un recurso muy precioso para su partido, donde era muy
bienquista su persona.
Don Pedro Girón dejó desde entonces de ser jefe del ejército, y se
retiró á sus posesiones, aguardando coyuntura de sacar partido de
sus circunstancias. Quedó de este modo el ejército sin cabeza, y
era preciso nombrar una. Se inclinaba Padilla por don Pedro Laso
de la Vega, sea con buena intención, sea con objeto de ser desapro*
bado, y de que la elección cayese sobre el mismo. De todos modos
la elección de don Pedro Laso causó mucho descontento, y hasta
tumulto, que no pudo sosegar el mismo Padilla cuando quiso aren-
gar á la muchedumbre. Todos los gritos, todas las aclamaciones,
fueron para que Padilla se revistiese de Jas funciones de general en
jefe. T á pesar de la oposición franca ó simulada de este, quedó,
en fin, nombrado capitán de las armas de las comunidades de Gas-
tiUa.
Permanecía el ejército real en Tordesillas, y extendía su domi-^
nación hasta Simancas. La guerra se redujo desde entonces á esca-
ramuzas y correrías de una y otra parte. Hizo algunas h&cia Si-
mancas el nuevo general; tomó á Óigales y Ampudia, habiéndose
posesionado del castillo. Los caballeros allí encerrados, pidieron
treguas por diez dias; mas no quiso concedérselas Padilla.
Acudían varias tropas á Yalladolid que enviaban las comunida-^
des. Tampoco dejaba de reforzarse el ejército de sus adversarios.
Permanecía mientras el campo abierto á las intrigas. Era la política
de los caudillos del ejército real enviar emisarios á los principales
de los comuneros para sondar sus intenciones, y en caso de ganar-
los, dar lugar á la reflexión, y hacer q«te decayese su ardimiento.
»•
B dM Podra tA90 de la Vegn, dé cjtiiM hentoi; bablado, llegó
hasta entrar en ajustes con los caballeros. Los emisarios dS ana
y otra fMMTte «eran fraites por lo reguktr; y lo micmo tu tío ea tbdo
el cum de la guerra. N« bay dada de que algaai»» de éstos obrara
bMi COD el éiiico deseo de atajar aqoel aeote, q^e iba pirodueiéDdo
taotos «ales: mas es aa hecbo ^ue coa esta ioaeiHott y «émejaot^s
{Msos, m (ba qttelft/aiitabdé el ánimo ea el «féfdto de loü cotta^
aeroB.
8e aÜQMiitabaa iaa quejas y dfeteonfianzas mütaa^ que sus jefes M
iaspímbaá. GreeiaQ iw apuros de dinero. Era el dataof general,
que de un alodo ó de otro se acabase proüto con la guerra, y la
junta de los cooraaeros exigia por su parte que se Yioieite proatd ft
ana batalla deeiaiva^
Salid Juan de PadUla de Yalladolid con siete mil infontés y qui^
Dientas lanzas, y cayó sobre el pueblb de Torrelobáloú , dt cayo ari'a-
bal se bizo duefio, pasaado después á eipugnar la fortaleza. Et-á un
panto de imporlanoía, y las tropas que se bailaban en Tofdesfllas,
sé pttñeron ea movíiiiento para levantar el sitio. Mas deápués dé
medio camino se volvieron. Y fué tanto mas reparable esta falta,
cuanto Padilld) Viéndose inciapae de tomar el poeblo con la^ solas
tropas que habia Mcada de Yalladolid , envió por reftíeifzo pai'a
eéns^airlo. 4si vino al logro de su emprete, si» ser ttiolestado pcfr
suil eaemigoB.
La toma de Torreldbatoa dio importanda Mei'al al ejército dé las
oomueidadQs. Era de su interés el que Padilla salieiie tnDQfedfata-^
mente para baoer otras eoaqüstas^ y extender así poco á poeo ítti
causa que contaba ya ooto pocos partidarios. Mas sea que Padilla
sé dejase llevar del aura popular, sea^o€l obstáculos verdadera le
ímpidieseR poderse en sovi miente^ eotnélió la falta dé permanecer
inaotivo en Torrelobaton < cuyas murallas trató de reparar como si
hubiese de ser aquel pueblo el punto de su resideaeia.
Bo faltas semqantes incurrieron muy fireeoenteaienle las comunida^
des de Gaalilla. Se paede decir eú general ^ que se mostraron poco
activo»^ poco andaoes, pecó* previsores. Sin duda ignoraban que es
bu perdicioo de todas las íÉsurreccioaes de esta clase no impenér al
enemigo con rasgos de osadia, dar con ia iaacMon tiempo para que
se eirfríen los áMOMs, pala qué cada uno haga sus cálculos consigo
mismo, para que obre el espirita de seducción manejada por emi-
sarios hábiles que hablan en nombre de la humanidad, y prometen
Tomo i. 9
62 mSTORU DB FELIPE II.
perdón 9 cuando su fin no es otro que sembrar la desconfianza y la
discordia.
Los caballeros por sa parte, aunque adolecían de la misma poca
actividad, tuvieron sin embargo la bastante para aprovecharse de
las faltas de Padilla. Guando le vierpn á este tanto tiempo encer-
rado en Torrelobaton, salieron de Tordesillas con objeto de presen-
tarle una batalla. Dejaron para esto en dicha villa á la reina y al
cardenal, encargados á la custodia del marqués de Denia, y envia-
ron al mismo tiempo el conde de ODate á Simancas con bastante
fuerza, para impedir que Valladolid enviase socorros á las tropas
de las comunidades. El 21 de abril de 1521, salió de Tordesillas el
conde de Haro, general de las tropas reales, en busca de Padilla, k
medio camino hizo alarde de su gente, que se componía de seis
mil infantes, dos mil cuatrocientos caballos, entre los que se con-
taban mil quinientos hombres de armas.
Viendo el de Haro que Padilla no salia, trató de acercarse á Tor-
relobaton, con objeto de cercarla. Mas Padilla que no se sentía bas-
tante fuerte para salir en busca del enemigo , no quiso aguardarle
dentro de sus muros.
Trató entonces de reparar la imprudencia quehabia cometido;
pero era demasiado tarde. Aunque en fuerza numérica era superior
á sus contrarios, no podia considerarse como igual, tratándose de
la calidad de tropas. No le quedaban mas recursos que marchar
en retirada, saliendo de Torrelobaton antes de amanecer del 23,
tomando la dirección de Toro, donde pensaba reunirse con los re-
fuerzos que le enviaban de Zamora, de León y Salamanca.
Emprendió la columna su marcha con buen orden. Iba adelante
la artillería: seguía la infantería formada en dos escuadrones (1).
Cubría la retirada la caballería , á las órdenes inmediatas de Juan
de Padilla, que se condujo en aquella jornada como buen capitán y
buen soldado. Mas por mucha que hubiese sido la anticipación con
que emprendieron la marcha, no pudieron impedir que fuese sen-
tida por los enemigos, que se hallaban á las inmediaciones.
Fué atacada la columna de Juan de Padilla á las inmediaciones
de Yíllalar por la retaguardia y por los flancos á las cuatro horas
de haberse puesto en marcha. Aun dudaban los enemigos si aco-
meterían, pareciéndoles bastante veptaja haber obligado á los co-
(1) Bra enlonoM la vos propia, oomo haremos ver mas adelaale.
CAPITULO V. 6S
muoeros á emprender la retirada; mas prevaleció el consejo de otros
menos circonspectos que conocieron todas las ventajas de ona reti-
rada repentina.
No podían en efecto las circunstancias ser mas felices para las
tropas reales. Las de Padilla eran bisofias, y en caballería inferio-
res á sus adversarios, Al verse acometidas por la de estos, se des-
ordenaron. Estaba el terreno fangoso por la lluvia que habia caido
el dia antes, y seguia cayendo todavía. Los soldados de á pié ape-
nas podían moverse con el lodo hasta las rodillas. La artillería no
pudo jugar por esta misma causa, mientras la de los enemigos, há-
bilmente colocada, hizo destrozos en las filas de los comuneros. Se
concibe bien con qué facilidad debieron de desordenarse aquellas
tropas bisofias mal mandadas, aterradas con lo crítico de la situa-
ción, y que se veían acuchilladas por todas partes. Fué la derrota
completa y decisiva. Quedó destruido el ejército de los comuneros
en Villalar, á pesar de los esfuerzos que hicieron los capitanes y
los principales caballeros para restablecer el orden y dar ejemplo
de valor á las tropas desmayadas.
En cuanto á Padilla, después de haberse conducido como capitán
y como soldado, arengando á los suyos para que muriesen al me-
nos como valientes, viendo perdida la batalla, y las cosas sin re-
medio, se metió con cinco ó seis escuderos por los escuadrones
enemigos; y habiendo sido conocido por lo apuesto de su persona y
rico de sus armas, fué acometido, hecho prisionero y desarmado.
Igual suerte tuvieron entre otros Juan Bravo y los hermanos Pedro
y Francisco Maldonado.
Los prisioneros fueron conducidos al pueblo de Villalba, que se
hallaba inmediato; mas hubo orden de enviarlos iomedi^mente á
Yillalar, donde reconocidas sus personas, y sin formarles causa, se
los condenó & morir como traidores.
Los tres castellanos, pues Pedro Maldonado no fué incluso en la
sentencia, dieron muestras de valor y de entereza en aquellas cir-
cunstancias. Como hombres resignados á su dura situación, se pre-
pararon á la muerte, y con la misma serenidad y constancia mar-
charon al suplicio. Gomo iba delante de ellos el pregonero anun-
ciando en alta voz que morían por traidores, ^Mientes» dijo Juan
Bravo: «por traidores no: mas celosos del bien público sí, y defen-
sores de la libertad del reino.» Entonces Padilla volviéndose á él le
dijo COA tono grave: «Sefior Juan Bravo, ayer era dia de pelear como
eiJnllero; hoy de morir como cristiano.»
II HISTOVA »» FUblPS U.
- FiteroQ ÍQmediataaieit& d«g«Ua^ io» tres jelfes eft la plaza pú-
blica. Sius Qombfes ba« paaade á la poalerlcM, y vivifáo Uuttocoiiira
los acales de EspaDa y aao los de Europa, pues soo l|ia|órÍQOS y dk
todo el ntaodocoDQcidos. El, de Padilla ae pre^enita sot»e toda fo-
deadgi de aquel esplendor que d« I4. faima al bocibre valieito y dea^
graciado que perece en obseqiuio d^. la bullía Qausa. Sos «tísoMM
eoQDwigos \» de^Cfibea como hoait^e de preodas ditaUoguídas» coom
ui^ &9ldad(]t leal y valeroso, como uq buen cabalWrQ digo»* de^ aslA
hombre en k)9. tieíopoa que el wmbce dis caballer» teaia. uo. gra*
sigjpifioado. U G«rta que espribió ^ m. ma^K pocos momentos, aa-
tes de e^yirar e& uno da Ins. curioso^ docunueatos (te) la bistoda,. <A
m^yor que aos pi^o quedar de la lealM, Yakw x fQrt$iU<ai d« alna
de Padilki.
A Ic^expMeqtos se rediteea los beebae piiacipales de la ianmfk
guerrJHjei las. comunidades de GastiUia- £Uos 90IQ8 bAslan para ex-
plicar s\\ íodoK sus. wotivQs, de qu^ parte estaba» U vazooi. y qu4>
es lo qi^ unos y otros iban & perder ó gaoar eo. sfi djefoitivo^ desn
enlace. Los historiadores de aquel, {imyo^ ui^ üacutoa favorables ni
podían serlí9i & h (¡W^ de log commaerosi; mm Vincbas veces pue-
den m^ los mismos k^\m qujQ las ideáis y opioúne^ del que lo$
refiere. Es i¡mposible lesn al qi\e kmos ya citado, sin fqrmarW nm.yi
dixer$As d^ las fiuyas, propias 4 qiM como, tales presentaba.,
A] mismo tiempa que las turbujleoctaii d^ CaAlíll«, «ftra& del mi$r
mo género, aunque acomp4Q94i^ de mas de^^denes, estaUabao es,
q1 leiqo.. ^1; nombre dje gsrm^oia^ ó; hermandad^s ginii que se desig^
naban los promotores de los alzamientos, corcasfpondfiíbastiíAtf^bipiv
aJL de 1^ comunidades de Qistiiük Lo^: mQvimJ<9olo$. d9i Yateocia no
alcanzaron la celebridad d^. los prim^ro^, ni. la femft tcasmitii6 eooi
tanto. aplaqs<^ los nombres de sus. jefes. Qie. todos modos queduoi^
sofocados aquellos alzamientos por los, mismos omdío^ y, qomo olí
vencimJieii^a es, en talesi casosi sinónimo de, U rebeldía,. con. este nom-
bre fueron, d^tin^dos, por los vem^edores,. Ia autoridad roali anU
quirió sin dftda uievos apoyos» mas no q,ued4 por esto todavEÍa. dol,
todo sofocado el espíritu de indepeodeoicia en, el seno dO: la$ Gmites,.
como se verá mas adelante.
Ya bemos,vistOiqne las turbulencias de Castilla, tqyierqn lógate
durante, la. ausencia del, emperador ea Alemania,, yi q,ue ajü lJegaiH)«
con c^tas emisarios do las comunidades. Se puedo* suponec el de-
sabriidi^njto cqn qM«i serian recibidos,, sobro todo no ignortSAdo. Car-
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FveroD iomedíatameite di^gaUadw to» tres jefes en ia plaza fuá-
híifií^. Sos ooink^fes hai¡k pafliadf á la poaleri^ad, y vivirán battoGOiiiM
los ao; i r ■ • *
tqdo e- ^ K V i íl
deadQ . •
gracif . i ' .
tes ck ••• •• "^♦.
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todp sofoca()A ^1 espiruu ae iM^^.I.>;;:
CQmo se verá mas adelante.
Ya l^emq^. visto, qae las turbulencias de Castilla, tuyieroa Ipgar^
dnraQte. la. ausencia del, emperador en Memaqia.. y qjiie ajli UegaiK)Bi
con cyts^ eoüstarips d^ las comunidades* Se puedpi suj^oec el de-^
sabriüíign|Lq con quc^ sedan redimidos,, sp^r^ tpdo qo i^portOAdo. Gw-i
I
GAFVBLO y.- 65
loa d Mtttto M fM se ballabftD los legickMr. Ub príncipe jómn
edaetdft ea los malinas M absoiutisiiio real, ya predtmiBaivles en
SB tie»pa, rodeado del fiasto y la ^aadezfi iiihereD<0 &Ui «Kgoidaé
del primer personaje de la Europa, vio sin deda con* secreta Índigo»
oaciofl la aádaaia de unes plebeyos qae asi le arrostraban y dieta-
baft leyes. GioMoepecto sía. emlÁrgo, y ceo mas eoMeimñntot de
\m heñibresi y las eosaa, fte pedían esperarse de sos verdes afios^
disimuló cuanto podo, incierto como se hallaba todayi» de hi sota"*
cieft del probtena. eneeoeadado al folio de la» armas. Sin embar-
1^ cuando sapo qisela fertana se hiAia diddido 4 su fovor; do se
moatc4 resmlidov in jaotaaci)^ at arrogante. Usé db su foftana*
con moderación: llevó su indulgencia oMS-allá délo (|ie toflo» es^
pombao: fnéisn^ pantOieBlos^oastiges^ y se mostiéieem nnolos
baate ffenacosik Sia dada, raafetó enr esto hi opiBieii> páUiea: ^ no
p«)ift naeitos de simpatizar eoft<laaaas« de laseomunidadea Satis-
tí9£teho Cactos de beber bmniHa4o< el orgallo. de las: clases popahiH
cee, pBMCftfjie aeempefiaiMt ék mismoi mi onideDar ai eÜrédo •»
acontecimiento que empafiaba en cierto modo el bnlttifide'iaiuaiitD>«'
lidM) de qne>. se* mealHéa tan eebao.
lonureAOfl el híp» iateiraiipidoi de Iba pvoeedimieBtos de lasp
C(i!HiK.dwaBte(aa reinailbk.
En 1522 se volvieron á reunir en Falencia, y decrataiOB «l mp*
viaíQFdftOQatfoeieah» mU docad» paora b» gastes db.bk giamb. Se
deeretüt tambiejí qse i eKoepciB» de lesi neirrne, toda» pudieaní)
tmer. espadflev Se- prohibió oa eUaa el «adodeilae! oésoasaa.:
En 15S7 se volvieron á reunir en Yalladolid penr ebnes, bnoea
ó. estamABlMide pmlwiiew oabaUemsi yrpiecaiinctoraL. Habft «n- ellas
dispujUuk sobre' toa a»enÉi)»i. Se imté de vab servina exirandinaatt
paca las, necesidades dei la^ gnorni.. B^eimti loi. cabaUeros qm nm
d^aAi pa<a eNa^ n el amparador noi saliai á. eanpaOaí, y. «n estei
casA m pagmriatii oBda pon fiar, de trÜMitih Mjeioii los ecieiibstieasi
qoe le serviiianv mas no peor infiesJuíMt ai; f(Hí senvioio detnetadoi
eui Cortes. Los precucadore» biaiepoB yae que^ esGabaii las puahlba)
m»y oargadM. Ne» se* maiuyfastió,, sioi eadmrgiiik nseutídei eicea^^
rador. de^ semejante) nf^tiwb.,
I«M principales diapesícioBe» de laa Cortes sí^ientes^MOBidafreni
Madiád ea iÁ&k,. faeflon>deí(|tte no ae-.usaseB mnJaede silla^yque)
los. cabüUerost faefien. tadcA á caballo..
Las Cortes siguientes reunidas en Toledo en 1538, fueroBi muy
66 HISTORIA DB FELIPS II.
notables por los graodes debates y espíritu de independencia des-
plegado en ellas. Se trataba de an servicio muy considerable, nece-
sario con los apuros en que se bailaba el emperador para atender k
los gastos de la guerra.
Se reunieron en una sala muchos sefiores y caballeros, presidi-
dos por el Condestable de Castilla. En otra se hallaban los eclesiás-
ticos presididos por el arzobispo de Toledo. En otra se reunieron los
procuradores.
Acudieron y se presentaron en estas Cortes algunos personajes
extranjeros; el cardenal Farnesio, legado á latere, Federico conde
palatino del Rhin, el elector duque dé Bayiera, con su esposa, so-
brina del emperador, y otros.
Hizo en estas Cortes el emperador una manifestación de sus ne-
cesidades entrando en pormenores de las causas. Alegó sus guerras
emprendidas por bien de la religión y defensa de estos reinos.
Concluyó suplicando á las Cortes que proveyesen el remedio, dán-
dole recursos para ello, pagando las deudas grandes que sobre la
corona gravitaban.
Uno de los medios que proponía el Emperador era el de la Sisa
que era una especie de contribución indirecta apoyada en una dis-
minución en el peso ó medida pagándose el género como si no exis-
tiese tal rebaja.
Los del estado eclesiástico respondieron que por su parte estaban
prontos á cuanto pudiesen en alivio del emperador, mas que no
pudiendo hacer desembolsos sin permiso de Su Santidad, tratase
aquel de negociarlo.
Por los caballeros, respondió el Condestable, que estaban pron-
tos á socorrer al emperador en todas sus necesidades; que si no
bastaban los socorros ordinarios, dispusiesen los procuradores que
disminuyesen de los censos ó réditos, conocidos con el nombre de
juros, lo que fuese necesario para sacar á la corona de su ahogo,
haciéndose con preferencia dicha rebaja en lo que se hubiese ven-
dido á menos precio, suplicando él mismo nada se vendiese ni ena-
jenase de las coronas de Castilla. Al mismo tiempo pidieron á S. M.
hiciese que los procuradores conferenciasen con ellos las veces que
fuese necesario. T que en cuanto á la sisa, que era lo que pedia el
emperador, no podia otorgarla, como un gravamen que dejaba la
puerta abierta á tanto abuso, y hasta escándalo en perjuicio de los
pueblos.
GiFlTÜLO y. 67
El emperador respondió, qae la sisa era el recurso que se pre-
sentaba mas fácil y mucho mas k mano; y que en cuanto á la reu-
nión de los procuradores, no le parecía necesaria.
No estaban acordes los ánimos del emperador y el brazo de los
caballeros. El único recurso que quería el primero repugnaba á los
segundos. Nombraron estos una comisión de doce que los represen*
tase á todos, y volvieron á insistir en que se les reuniesen los pro-
curadores; mas el emperador volvió á negarlo.
Por su parte propuso este al brazo popular que sostuviesen el
estado y buena conservación de sus reinos, y que para esto contri-
buiría S. M. con el servicio ordinario de ayuda: que sería de cargo
de ellos sostener las galeras de Espafia, y las de Andrés Doría, y la
casa de S. M., consejos, chancillerías, guardias, fronteras y luga-
res de Afríca; mientras S. M. con sus rentas ordinarias de Castilla,
y lo que viniese de las islas é Indias, se desempefiaria de los gran-
des intereses que pagaba.
Mientras tanto temporizaban los grandes pot no conceder la sisa,
en que Garios formaba tanto empeDo. Obstinado en sostener que
era el mejor medio y mas fácil de todos recursos, mandó, con ob-
jeto de evitar confabulaciones, que cada uno emitiese en público su
voto.
Con este motivo pronunció el Condestable un discurso en la jun-
ta, condenando la sisa, no solo por gravosa, sino porque recayendo
sobre todos, haría pecheros á los hijos-dalgo que no debían pagar
contribuciones, y sí ayudar al emperador en sus guerras, con sus
haciendas, sus personas y sus vidas. Que él cien veces negarla la
sisa si fuese necesario. Que era mucho mejor que el emperador re-
formase gastos y se buscasen otros medios. Habló el Condestable
con dignidad y energía; mas con mucha moderación y compostura.
El resultado de esta conferencia, fué que los grandes firmaron
una cédula negando la sisa; y al mismo tiempo enviaron al empe-
rador un escrito suplicándole se dejase de guerras, residiese en Es-
paña y reformase los gastos en su casa. Estaba este papel redac-^
tado con moderación y dignidad, y de letra del conde de Urefia don
Juan Tellez Girón, notarío mayor de Castilla.
Lo llevaron á palacio tres grandes con el Condestable á la ca-
beza. Recibió el emperador el escríto y los despidió sin dar res-
puesta. Poco rato después se presentó en la junta el cardenal ar-*
zobispo de Toledo , y dijo en nombre del emperador , que habia
6S msTOiUL Ds nuPB ii.
vkio lo qae Jes tres sbfieres fe dijeroo, y que tmia la mpnesUpor
esoríto. fietaba esta ceooebída en muy pocas paiatnras y tono seco,
diciéDdolesqae trataiseD de la srsa, y pronto.
Sttoedíó todo esto á últimos de 1538. El afto se condoyó sin qae
tomÍBase este asunto tan desagradable, en que por una y otra par^
te se iban agriaudo los ioimos sobremauera. A principios de I5S9
DombraroQ los grandes otros diez de su seno para entender en el
negocio. Pidieron otra vez que se les reuniesen los procuradores, y
otra vnz lo negó Carlos. Le Tolfieron ¿ suplicar que hiciese las
paces y no satiese de Espafia. Respondió el emperador que pedia
ayuda y no consejos.
Los grandes insistieron en su negativa de la sisa. El emperador
los des}ñdió al fin, ?iendo que ningún partido podia sacar de ellos.
Quedó Garlos muy mortificado y despechado con estas ocurren-
cm. Hubo muy Jerias oobtestociones con algunos grandes. Autores
contemporáneos aseguran que amenazó de echar por un balcón al
Gondestoble, y que esto respondió con sangre fria : «SeOor , soy
chico, pero peso mucho.»
£1 resultada de estas Cortes tan aparatosas fué que solo las ciu-
dades se prestaron con algún servicio.
Se ve por estas Cortes últimas que el emperador convocó en Es-
paSa, que había bástente libertad y espíritu de independenda cuan-
do se trateba de pedir dinero ; y que aunque los espafioles se aso-^
ciaban 6 tes glorias de su emperador, se resentían de los gastos que
les acarreaba su grandeza.
La» renta» de la corona en tiempo de este monaat^a no era» pin«^
gues , i lo menos no cabrían sus neoesidftdes. Costoba la guerra
mucho i los reyes de aquella época , y el sistema tributario no
podía estar todavía en consonancia con el de mantener tontas fuer-^
V» peraanentes« Los antiguos reyes de Castilla teÉían este emba-
razo menos, pues las tropas que entraban en eampafia eran loa
contiogeateS' cen que tes granctes sefiores y feudaterios contri-^
buian , como condición del feudo. Así las guerras costeban
cho k la corona. Con las propiedades de este que se
como patrimonio suyo ; con impuestos locales como pago y n-^
tríbudon de tes privilegios que á los pueblos concedían ; con los
dereclMi de portazga , barcaje y pontazgo como indemnización de
lo. que costoba la protección de tes caminos; con lo» impuestos por
cabeaa sobre los judíos y moros que permanecían en el país que se
í
cüpmnu) V. ((9
iba eonqaistando: con otras contríbuciones igualmente directas que
se pagaban por cada vecino, bajo el titulo de moneda forera, mar-
tÍDiega, y martazga , yantar del rey , cbapin de la reina, etc. ; con
las multas y penas pecuniarias que por ciertos crímenes y en su
expiación se recogian; con otras contribuciones de un orden igual-
mente precario , vivían y sostenían su casa y corte aquellos prín-
cipes. Poco á poco fueron viniendo los diezmos, contribución ordi-
naria de los moros , que pasó con la dominación de sus pueblos á
los príncipes cristianos; la contribución de la cruzada para hacerla
guerra á los infieles ; las tercias reales , ó sea el tercio del diezmo
eclesiástico; la renta de las aduanas, la famosa alcabala cuyo nom-
bre indica bien su origen árabe , contribución directa sobre todo lo
que pasaba de una mano á otra por via de venta, y que al princi-
pio ascendía á nada menos que la décima parte de su importe; por
fin el monopolio de todas las salinas del reino á favor de la corona;
el almojarifazgo , décima parte de las mercancías que entraban en
Espafia procedentes de paises extranjeros, que se extendió después
á Indias ; pagándose un vigésimo de lo que se embarcaba en los
puertos de Andalucía, y otro de lo que desembarcaba en América;
el tributo de puertos secos , por el que se pagaba la décima parte
de las mercancías que de Navarra , Aragón y Valencia salían para
el interior de Espafia, y viceversa; el tributo de lana, por el que se
pagaban dos ducados por la salida del reino de cada saca (diez ar-
robas), si era propiedad de espaOol , y cuatro si de extranjero ; el
sefioreazgo de moneda , por el que de cada marco de plata , valor
de seis ducados, se daba al rey un real ; el ejercicio, ó sea la con-
tribución anual que pagaban las provincias de Espafia por los es-
clavos y galeras ; el impuesto sobre las barajas que venían del ex-
tranjero, exigiéndose medio real por cada una; el de los pafios flo-
rentinos, cuya introducción en Espafia era de seis ducados; la con-
tribución de millones, por la que^ todos los afios pagaban los pueblos
de Espafia dos millones de ducados ; la de la Almadraba, sobre la
pesca de atún; el subsidio eclesiástico; el producto de las minas de
AJmaden, Guadalcanal y Sierra Morena.
Sobre todas estas reqtas gravitaba el pago de los réditos ó inte-^
reses por la deuda del Estado , llamados juroi , porque como pro<^
piedad reconocida y jurada , se trasmitía por vía hereditaria ó de
otro modo. Estos pagos eran muy crecidos , en atención á lo que
valia entonces el dinero , y la frecuencia con que la corona se ha-*
Tono I. 10
Tf^ HISLORU n» fUIBE II.
llalla pffe(úa«dai4 e9nti%tr'9i»fKés<jítos. As(i seine qpie M^MCertM
dei 1^53$» soi prQpwOi«(>iiM)i qd aibíti^ , el. qm sa dÍ6iiiÍ9uyeaN|i es-n-
to^i pago» ó (^dit08., eo atoacíon á lo baratos qn» » habiaor veon.
Ii4g rQQtaa da. lai coi^ODa» se admioisliiabaD por arrendadores, qpet
pag9it^ai)) por ellas «DasStttta fija , eQteadiéDdose ellos* mismostooni
lo$(CODiffi)^jieQtes. A(liitii^efit& sistema la puerta á^iqik ÍDJustioíasi,
afbUr^úedades preoedídast (k* desigiialdad die. repaivtOi y^ai métodoi
v^albwiA y ) Qf r/esíwti ooa que losjmpuiestosse'levaDtabaojieiugiíiABw
Tampoco era omytbeDeficiosDá la corraa, pues* m«GhasiMeoesi na*
lapagahAQ^lp^iacseodadores , alegando, que no eran ellos pagados-
por los.pueblos.. Fué, pueS), ba|o este< doble* aspecto-. objetOv de. cla-^
mi^esi^. pidieoiio^lojs^püeblosique se cambiaaa pos eli de^ enoabezari
iqjeptP), effjQdproBietíéiidose.át pagaB sini coaocionea nii woleocíaSi Así
lo, l)k^09,vietOi propuesto eii< ItSUi ea Ja£h Goriies db BiüwgoSi pídíeot.
dftsel; cpfiaib^zamj^ntot loa procünadoresi ba^tai que< se pudiese ' poaep
pvyA; prueba de que \9^ ticitacioDes no- se haciau á publica spr.
baat%.
Barai cubrirse I el déficit qne^e^tas rentas y coAtríbucioDes de^*
. ban^ sobre tedo.eni lances extraordinarios, era preciso. que las Gort-
tea d^oretaseiklOi(^ua se llamaba eLserviaio, que eia maa ó manosi
eiUraoridinairio, maa óimeMs cuanMoso, pagadecOl&mayo^ótIneno^
plazox Uéi aqni loquaidaba á las Cortes tan tai importaneiai euilft
balapsa-deL Estado ; la qn^ las puaoion ocasíoae» denwy naal burr
mor^duraAte la época de QvJosiY ;• lo que laa, hacia alzar tantos^
gritos sobre- sus gueoras contíiHiAs. ; lo que oik^últunotanáüsiS' pro-
dujo el alzamieAto.de las^ comunidades de> Castilla^ SI emperador •
pedia muobo^ y ellas uo^estaban siempre- de humop de ser condesrr
ceudietttWw El arbitriordeilaisísai propuesto. por la corojo en las ^ de
1SÍ3S, fo^, como hemosi^stOh, r^ebaflada, y coa mas Yívez»^ por-
parte-dci los caballeros, qne de- los prociuradores. Esta^coatribiMÍeD .
indirecta, quOi tenia port basCi una cUsminudoB en* el peso d^medidai.
pa^afl40' el género, cono simo esistiese tal rebaja^ se preseatatMiiCO«n
mo un campo abierto á los mayarefi<desÓFdenes7,estafaa. ksl fui$iah>
soIntaDwntflsnegado, y QsurJps Y tuvoique^ps^ porella, viéodose
en. pr/ecísion de apelar estov emperador á mrios árbfttrioi^ , en ateA«<^
cion &il4imal quoisus rientaa cubriao. susí nec|Bsidades^ En* ISlíQf
obtfkvOilHilatdel pepa Clemente YIl, para desmeipbrarde^Joa bien.
ne& penteoeciente^ & las órdeniBs militares, iglesiastyímoaacales, losv
raficnlitos para fornitr oDa reita'de cuflÉeite «HxlMMioB^imtiáes.
Ba VMH m ^eiGteDdié Ja mi6na eoieesíra 4 4os ipatromitos éé legfoB
y ^uieiries -fue se haHabaa mellados «on 41» eocomieDdaí», obK^
gándose di pey 4 «lemDÍMr lafi ÓFdeoes «litaras con aleábalas y
^piedades «i el re&ia de GraMMla^
Ed 1514 obtaw^ «m bula de Paulo dH pava 'desmembrar de ias
iglesíaB y motaasteñoss pnebloss üastilles y jwrfsdJíicioMSs «ediaatt
sa «jterkr reíÉtegro, h Deoesaño partt ma reata ^iial defqtimíeD^
tn mil iduiadiis». Se Intaba entonces tle la ffmüi fue bemos neo-
iíinad6 eonirá lee prfioipes luteramls úe\ knperto^ y para ca^o 16^
mentó se comprometió el papa á manteMr seis ihescfe; tdeee mH
infHítea y quimeiilos oabalfe». Aden&s olergé al emperador <la Éii-
tad «de k» itmtas eélelsi&slieas durante ua 'afie^ yilB díófeicidtad pAra
eMJeaar fincas de igieaias y monasterios. Mas fué tal la opeeícioB
de iais corfforacioiies eetesiáisticae á esta medida del •emperador, qve
darmbrio su eeoeieálcia y le hicieron desistir de «ate deaigdio.
Hn el reinado 4e Felipe H hablaremos de ua negodode.ésta ciaae
nHebé mte ruidoso y complicado bu que entendió eate pHneipü
(1S53), hallándose e&tOQoes de Iregea4e del reino coa plenos pede-^
res de su padre.
Las Goirtos otorgaron é este neoarca por vía de sefvicio eoitraor-
En 1517 cteato cífocueata müleaes de reales cobrados en tres afiost,
fia 1520 trescientos «iiUones de ireales cobrados en tres afios.
fin 1S23 cuatrocientos milloaes de reales cobradas en tres afios.
Ea 15SS concedieron para gastos de la boda cuatrocientos mil
ducado^i
G» el mismo objeto ofrecieron los abades monaioaks la plata de
sus iglesíiis.
Los comendadores de las órdenes militares cedieron la quiata
parte de sus rentas.
En 1527 le dieron los abades de San Benito doce mil doblones.
Además de todos estos arbitrios se suspendieron los acostamien-
tos, ó sea pensiones dadas sobré rentas ; se reintegraron muchas
alcabalas que estaban ^fiajet^da^á d6 lá coi^&t; se télSdiéfóú MeUs
juros sobre rentas , se vendieron asimismo bienes y jurisdicciones
de monasterios ; se desmembraron cuatrocientos mil ducados de
renta de los bienes de las órdenes militares; y quinientos mil duca-
dos de oro, de los monasterios monacales.
1t mSTOBIA DB FEUPB U.
A todos estos recarsos hay que afiadir lo que este emperador re-
cibió de América, que aunque no ascendió á muy crecidas cantida-
des por lo poco regularizado de las rentas é impuestos de aquellas
posesiones, siempre serian muy considerables. Los historiadores no
andan bien explícitos sobre su importe, ni están de acuerdo , ó por
mejor decir, apenas mencionan el total á que ascendieron stts ren-
tas en Espafia. No hay que perder de vista que á los gastos del
emperador acudían también Ñapóles , Sicilia , el estado de Milán,
sobre todo los de Flandes, tierra rica, industriosa^ comerciante, de
grandísimos recursos. Sin embargo , el emperador Garlos V rara
vez salió de ahogos, y murió con deudas.
En el reinado de su hijo entraremos en pormenores mas extensos
sobre las rentas del Estado, cuyo importe se fué aumentando poco
á poco, con lo cual, y el mejor arreglo en su administración, la co-<
roña se fué emancipando poco á poco de las Cortes. Humillada,
pues , la aristocracia , reducida á casi nada la importancia de los
procuradores deHos pueblos , con tropas permanentes , con rentas
fijas 7 cuantiosas que eran duefios de aumentar por medio de de-
cretos ó pragmáticas meramente administrativas , los reyes de Es-
pafia se hicierou absolutos de hecho.
El rey de Francia era mas despótico en su pais , y disponía con
mas desembarazo de los recursos del Estado. Las asambleas , lla-
madas allí estados generales, se convocaban muy rara vez , y solo
en circunstancias muy extraordinarias. Con unos estados mucho
menos considerables, pudieron Francisco I y Enrique II hombrear &
la par con Garlos V. El primero puso en su última guerra contra
el emperador cinco ejércitos en campaDa al mismo tiempo (1). Y co-
mo esta fuerza al mismo tiempo que instrumento de ambición de los
príncipes en sus contiendas fuera, lo eran á la vez del poder abso-
luto que ejercían dentro, pasaremos á dar alguna idea de los esta-
blecimientos militares en aquella época.
(1) De los pariamentoe de Inglaterra y Bacocia, que tanta influenoia tenían en los sobsldlos de
la corona, hablaremos á su debido tiempo; lo mismo que de los Paises-Bijos, donde la autoridad
del principe, sobre todo en este ramo, se hallaba bastante coartada.
CAPrrtíuiví-
faenas militares en tieippo de Carlos V. — Organización. — ^Armas. — ^Equipo.— Tácti-
ca.— ^Artillería y fortificaciones. — Sitio de RodaSt
Hemos hablado al principio de esta obra del cé^ con qne la ma-
yor parte de los reyes de la Earopa se aplicaron á fines del si-
glo XVI al establecimiento y organización de una fuerza armada
permanente. Prescindiendo de toda consideración política, abrió esta
importante innovación una nueva época para el arte de la guerra.
Lo que nos dicen de él los historiadores de la Edad media , es muy
oscuro, tratándose de la parte material, tan diferente de la que ve-
mos en el dia. Variaron, en efecto, el modo de alistarse los ejérci-
tos, la organización de sus diversos cuerpos , las armas del com-
bate, lo que se llama táctica en los diversos movimientos, maniobras
y demás operaciones de la guerra. Varió todo , y nosotros no po-
dremos familiarizarnos, con lo que sobre este particular estaba vi-
gente en aquel tiempo, no explicándolo bien los historiadores coe-
táneos, ó escritores dedicados exclusivamente á la parte técnica del
arte. Por otra parte, extrafios la mayor parte de estos á la profe-
sión militar, no pensaron que serian sus escritos objeto de muchas
investigaciones infructuosas. Cuanto se sabe en esta parte , es solo
por conjeturas , por inducciones , por monumentos materiales que
nos han quedado, por el conocimiento que tenemos del estado so-
cial de aquella época; por reglamentos, leyes, cartas, llamamientos
á la guerra, por la relación de algunas expediciones militares. Sa^
74 flISTOBIA DE FBUPE II.
bemos, pues, que cuando convocaba el rey á sus grandes feudata-
rios, se presentaban estos con sus vasallos en mayor ó menor nú-
mero, según sus posibles ó condiciones del feudo; y que con estos
contingentes, ó sea tributo de hombres , se formaban entonces los
ejércitos, que no estaban sobre las armas sino por el tiempo de la
guerra. Sabemos cómo eran las armas ofensivas y defensivas que
usaban, pues casi existen en el dia ; el poco aprecio que entonces
se hacia de la infantería, y el astado de rudeza en que se hallaba.
Nadie ignora que el nervio de la guerfa era la caballería, y que
por el número de lanzas se comenzaba á calcular la fuerza de un
ejército. La importancia que se daba á la caballería , se deja ver
bien por la institución de la orden ó asociación , con este nombre
conocida, por las pruebas por que tenia que pasar un hombre para
ser armado cebollero , y por las solemnes ceremonias con que iba
este acto acompatiado. fil brillo , la grandeza de esta ínstitúcioú,
es para nosotros los espaDoles de una evidencia positiva y práctica,
por ir todavía la voz de caballero entre nosotros , enlazada con la
idea de buena educación , de honradez y nobleza en las acciones.
Hé aquí it que sé sstoé de positivo ; lo demks es asunto de mueha
eontrotereMu flasto las «piaiones varían sobre la introducción en el
arte de la guaira de uo agente Buevo y poderoso, á saber, el de la
pdlvoiía; cobre el iihnI^ de usarla^ sobre k iolroduccion de k arti-
llería, as dedr , de Ite bocas de fuego ; pues la voz artiUería tenia
entonoes in sígnifibado auicho inas estenso. Todos estos puntos
históricos han dado lugar á mil sistemas diferentes, y el número de
critms é comentadores ha sido mayor que el de los autores comen •
tadwv
Abrió, pues^ la iotroduccion de las fuerzas armadas permanen-
tes, ttiia nwvi^ época eb la historia del arte de la guerra , no solo
por la eonsístéQoia, la regularidad que se dio á estos establecimien^
tos, sino porque participó el «rte de las ventajas de una época de
luces. El mismo gusto » la «isma aplicaeion , contraidos á los de-
más ramos del sab^r, se dedicaron á la ciencia de la guerra. Hubo
escritores odilítares, oomo teólogos y jurisconsultos , y si sobre al-
gunos puntos nos d^aroa en la oscuridad, pues escribían para sus
contemporáaeos , nos ofrecen siempre mayor grado de instrucción
que sus predecesores»
Li guerra comenaó á ser una profesión, ejercida bajo los auspi-
cios de los que alistaban y pagabaí los ejércitos. Aquellas bandas
GAiüTOfiO VI}. 79 '
de^ooDcMlierii, que eo los siglos^ XIV y XV va^an de ude parte á ^
otra cod sus tropas para veodepias i quien mftfr pagaba^ adquícíe-
roo- maiyor regularíckid, kicíerM un ser? icio mas estabte y perma-
oenle. La- ^uerrai Uegóiá ser una industria casi generala, ]l los>ejiéD-
eíloB se UeíeroD pecoi á poco^ mereeDarios. Aquella orden de cabar
llería», qoe kizo un papel tan* distinguido ea la. Edad media» fué
desapef ettiendi^ poco á poco. Las ceremo&iafii de ser amada caba^-
\\Bf^ ftieroni ya muy raras^ y la&rmas veoesi, mecas fiestas deapa-
rolai Yai se presentaban- los jínetesi wstidosi di6; todas, armas sin eale
requisito. Se< hicieron los hombres* mas positiViOi», maa calculadores^
Y'ñV espirítuí de> investigacionf pewtnó* en- todas las clases, del E&f-
tado.
Ptora comenzar por EspaSai desde la última mitad, del sigloXV
se hicieron los primeros ensayos- da la^ fuerza permanantet. Se puede
asignar* este pranoipio & la offeacioa de las famosas hermandades
formadas en 1 464 pon losi pueblos det Avila, Abrévala, Segovjay
Taiamra, pana repeler lo» coetinuas. correitfaay vjolencias< qioe en
los'camioos enan tanifcecuente».. Aprobadas por Enrique W fueroa
regdbríMdas m 1416 por losi R^yes católicos^ extendidas ¿.vanios
pueblosidetCastilla , pasando á Toledo , y en. seguida á,.AnáiaIiicla»
Por cada cien vecinos se echó una. contribucíoik de diee y ocho i mil
DMiravedisesv. pana. mantjBuer un hombre de ácaballo* Há aqjaii el
pnmer orígmida las. hermandades.
Fueron» estos soldados divididasi enrcompa0las« ái.caiigOf de sus.
respectivos- capitanes. Tenían^ además lalcaUesi civiles quaeateqdian
ensm^wganizaciofi , enosus^leyestinteríoEesi, y aitemási jileas» dei
gobierno paradlo eeonómiooiy admiAistraitivow.
l¡eaiaiiilasiharmaoda(lefliCieiitos fuecosy pi¡iinlegios».y eiMendiam
prívativMMnte en cíecta clase de delito». Todos loa» ooouitidMh en.
caminos públicos, en despoblados; los horntoidíos^s lasdiandas,^. \m
rokos^ losallanamientoade^casas^ vioteqoias^í^^muj^Kes^ preijos.es-
cs^padoa; en fipv tpda infracción de ley^ comielida ^iVivA^fuerzai, en-
traba eaaa competenciai, y era avoffadi^> & su^ tribunal^,, cuyas.
atitbiwíones.eraA^ como sei ve, muf axjiensiKa|S| é.inpoctantesi.
Se puedeovcompacar. los servicios de^: las hermiaadades< , si presn-
ciadiiMaide su jurísdiQoíon , cqqi, los. de lai actual gendarmería.
firaDoesa4
Las hermandades estuvieron en todo su vigor^ ea^tg^el.coESft»
delsigkh>^V{ fuann constantemente tropas^ (iaiá cabi^Q#.yteBtraban
76 HISTORTA DE FELIPE If.
machas veces á formar parte del ejército. Desde el priDcipío del si-
guiente decayeron algo, pero subsistieron.
Se comenzaba, pues, á hacer ensayos de fuerzas permanentes en
el afio 1493. Después de la conquista de Granada se instituyeron
cuerpos de caballería. Se prohibió á los que habian servido en esta
arma la venta de las suyas ; se dio orden para que las personas,
según su rango, su condición y su fortuna, estuviesen siempre pro-
vistas de armas para cuando lo exigiesen las necesidades del ejér-
cito. Se hizo un alistamiento general , y se mandó que por cada
doce vecinos se alistase y armase á su costa un soldado de á pié
para cuando se le llamase á la bandera. Se concedieron privilegios,
se les asignaron sueldos para cuando entrasen en campaDa. Mas
aunque se deseaba mucho tener estos cuerpos permanentes , ponía
grandes obstáculos su excesivo gasto.
Conocían demasiado los Reyes católicos la importancia de tener
tropas á su disposición para que no fomentasen con ahinco su alis-
tamiento, su organización y su enseñanza. Hubo en su reinado
campos de instrucción para este objeto, que prosperaron poco, ha-
biéndose tenido que abandonar el establecimiento; tal era el hábito
del desorden, la carencia de la táctica, y la escasez de fondos para
mantener sobre las armas tanta gente.
Fernando el Católico fué el primer rey de Espafia que tuvo una
guardia de á pié armada de picas, espadas y alabardas. Llevaban
una especie de uniforme á que daban el nombre de librea.
En medio de ensayos tan imperfectos, se pueden considerar los
Reyes católicos como fundadores del ejército espafiol. A pesar de
mil obstáculos, la infantería llegó á formarse y merecer aquella
fama que tuvo constantemente en toda Europa. Echaron los cimien-
mientos de la obra; las diferentes mejoras que hubo después, par-
tieron todas de este origen.
En la guerra de Granada aparecen ya este orden y uniformidad
que distinguen las épocas modernas. Fué una guerra metódica,
bien comenzada, bien dirigida, llevada con tino y con valor á sa
definitivo resultado. Hubo en ella un conjunto de marchas, expedi-
ciones, sitios y tomas de plazas que la hacen objeto digno de esta-
dio para los inteligentes. Las tropas, los aprestos, el material de
todo género, las máquinas de batir, todo se presenta allí bajo un
aspecto formidable.
Se empleaban en dicha expedición todas las clases de piezas de
capítulo vi. 77
artiDeria qne se osaban en aquella época. Se hace mención de lom-
bardas, ribadoquines, cerbatanas, pasavolantes, buzanos, ele. El
número se ignora, mas consta que en el sitio de Loja habia de lom-
bardas mas de veinte.
Comenzaba la artillería á hacer un gran papel en las guerras de
aquel tiempo y aun de tiempos anteriores. En la crónica de don
Juan 11 se hace mención de las piezas empleadas en el sitio de Sep-
tenil al principio de aquel siglo. Se habla allí de una lombarda
grande, de otra de Gijon, de otra de la Banda, de otras dos de Fus-
lera con curefias, de diez mantas (defensas de madera para los asal-
tos), con sos pertrechos, de útiles de minas, de alquitrán, de pól-
vora, de arcas de los pasadores (saetas), de nueve fraguas de her-
reros, de cincuenta quintales de hierros de toda clase de ferramien-
tas, de muelas para afilar, de tacos de lombardas, de truenos (ti-
ros) de carbón, de gente para cortar madera, para cuidar de los
carpinteros, labrar piedras para las lombardas, conducir los qué
han de labrar con hachas, adobar carretas, conducir escalas en
acémilas. Para todos estos objetos se designan los bueyes que los
conduelan, las gentes de armas que los escoltaban, etc.
El ejército que hizo la guerra en Granada, según el cronista de
los Reyes católicos Hernando del Pulgar, presentó en el alarde que
se hizo de las tropas después del sitio de Baza, cuarenta mil hom-
bres de á pié y trece mil de á caballo. El autor da el nombre de
batallas á los diferentes trozos ó divisiones de que se componía. Asi
habla de la primera batalla, de la segunda, de la tercera, etc., de
la batalla rml^ es decir, de las tropas que rodeaban de mas cerca
la persona del monarca.
Después de la batalla real iba otro trozo para separarse del far-^
daje^ que venia en seguida y estaba protegido por el último trozo
que cerraba la columna.
El autor á quien aludimos inserta todos los nombres de los diferen^
tes jefes que mandaban las subdivisiones de esos trozos ó batallas «
Unos las conducian como jefes naturales, otros como subordinados
y sustitutos de sus sefiores respectivos. Era una mezcla del antiguo
feudalismo con las instituciones modernas que planteaban los dos
reyes. No se ven por toda esta reseOa mas que trozos desiguales y
sio armenia; unos con infantería y caballería, otros sin esta arma,
otros sin la primera. La se^^ta por ejemplo se componía de tres-
cientas cincuentas lanzas solamente: la séptima de cuatrocientas
Tomo i. 11
7$ msTOMÍÁ DI nupE n.
veinte lanzas y doscientos peones. Nada hace ver mejor lo escaso
de las tropas regulares y los pocos progresos que se hablan hecho
todavía en este ramo de ejército estable y permanente.
Mas el plan se llevaba adelante, y debia de producir sus resul-
tados. La escuela de la formación é instrucción de los ejércitos per-
manentes, no podia ser mas eficaz y mas activa. Las tropas con-
quistadoras de Granada se embarcaban para Ñapóles; se apresta-
ban expediciones á la costa de África, y el reino de Navarra estaba
umy próximo á ser presa de las armas castellanas.
El cardenal Jiménez de Gisneros continuó la obra de los Reyes ca-
tólicos en el establecimiento de tropas permanentes. Fué uno de los
primeros cuidados de su administración, mandar que se hiciesen
alistamientos de infontería y caballería en todos los pueblos, según
sus posibles, y el número de sus vecinos. Los grandes se mostra-
ron enemigos de esta providencia, asi como ya lo eran de la auto-
ridad del cardenal, cuyo derecho á la regencia disputaban. Era muy
grande la complacencia que tenia el prelado en humillarlos. Abatió,
en efecto, la arrogancia de aquellos magnates un fraile francisca-
no, sin mas armas que el ascendiente de su genio. Un dia que le
preguntaron en virtud de qué derecho ejercía una regencia que el
rey Católico no podia haberle delegado, los llevó á una plazuela
que cata á espaldas de su casa, y ensenándoles algunas piezas
montadas de artillería: aquí están mis derechos, respondió el car-
denal; dejándolos reducidos al silencio. Nada muestra mas hasta
qué punto habían descendido los Grandes de Castilla, lo bien que
habían trabajado los Reyes católicos en consolidar su nueva autori-
dad á expensas de la de ellos. Encontró, sin embargo, grandes
obstáculos la orden que dio el cardenal de alistamiento. En algunas
partes fué desobedecido abiertamente. En Valladolid, en Segovia,
corrieron los descontentos á las armas, y llegaron á reunir treinta
mil hombres, por las sugestiones de los Grandes.
Quedó el cardenal muy desairado en esta empresa, y murió sin
haber visto consolidada la obra del alistamiento. Mas la presenta-
ción de Carlos en la escena política, anunciaba claramente que se
llevaría adelante la idea de consolidar la fuerza permanente en lu-
gar de abandonar lo ya emprendido y comenzado. El siglo XVI que
se había abierto con guerras en Ñapóles, en África, en Navarra, en
el Norte de Italia, continuó siendo tan célebre por su espíritu mar-
eial, como por sus artes, sus ciencias, sus descubrimientos y con-
GáFITULO VI. 79
troversias religiosas. No podo menos de sentir la iofluencia de re*»
formas y mejoras el arte militar , al cual los priocipes daban una
altísima importancia.
Era ya la carcera de las armas, como hemos dicho, una profe*
sion particular separada de las otras, un ramo de industria que
proporcionaba mas ó menos ventajas pecuniarias según la fortuna,
de las armas, el valor, la capacidad ó el favor de que disfrutaba un
individuo. Los alistamientos eran voluntarios, y las tropas iban ad-
quiriendo un carácter tal de mercenarios que despojaban casi de na«*
cionalidad unas contiendas que eran mas bien de príncipe á príncipe,
quede pueblo á pueblo. No era muy numeroso el cuerpo de los es-*
panoles que combatieron en Italia en las filas del emperador en las
campanas de 1521, 1522| 1523, 1525 y demás que concluyeron
con la brillante victoria de Pavía. A pesar de la predilección que
tuvo Carlos Y por los de esta nación, no era espaDol el general en
jefe Próspero Golonna, ni su sucesor Garlos Lannoy, virey de Ña-
póles, ni aun en rigor el marqués de Pescara Fernando de Abales,
aunque de españoles descendía. No eran verdaderamente todos estos
jefes mas que soldados de fortuna. Eran la mayor parte de sus tro*
pas, italianos, suizos, alemanes que se reclutabau con mucho co^
to, y no podían retenerse en las banderas sin pagas muy crecidas.
En Suiza y Alemania se celebraban con particularidad estas fe^
rias ó mercados de hombres. Allí acudían indistintamente, tanto los
emisarios de Garlos Y como los del rey de Francia. No se desdeDa**
ban los hombres mas eminentes de desempeñar la comisión del
alistamiento de estos mercenarios. Guando el ejército imperial se
retiró de sobre los muros de Parma, estaba esperando un gran re-
fuerzo de suizos que habia ido á buscar el cardenal de Sion, á nom-
bre del pontífice. Guando marchó Francisco I á poner el sitio de
Pavía, estaba ausente del ejército imperial el condestable de Bor-^
bon en busca de otro cuerpo de estos mercenarios. Habia de este
modo suizos, alemanes é italianos en los dos ejércitos que comba-*
tieron en esta batalla memorable.
Para estos aventureros que abrazaban la carrera de las armas
como un mero ramo de industria, no habia mas alicientes que la
paga y el botin nada escaso, ni poco frecuente en dichos tiempos .
Cuando faltaba la primera, lo que no era raro, se abandonaban á
excesos dej^ndísciplina, que ponían en crueles embarazos á los gen
nerales, jobligáadoloa á dar batallas para proporcioaarlea lo» reenr*
80 HISTORIA DE FBUPE Tí.
SOS que foltaban en las cajas militares. Ya hemos visto que el asalto
y saco de Roma do tuvo por objeto priocipal sioo acallar á los ale-»
maoes que estabao eD completa sedicioD por falta de socorros. Lao*
trech se vio obligado á dar la batalla de la Bicoca, amenazado por
sus suizos de que abaodoDariaD sus filas si do los pagaba ó llevaba
al ODemigo.
Habia eotODces otro ramo de industria militar, ya descooocido
OD Duestros dias; á saber, el rescate de los prisioDeros. Los solda-
dos ó individuos de las clases inferiores qae los cogian los vendiau
por lo regular á los capitanes y jefes del mas alto rango, quienes
los mantenían de su cuenta, y se entendían sobre el precio del res-
cate con ellos ó con sus familias. Después de la batalla de Pavía,
compró el marqués de Pescara por muy poco precio á Enrique de
Albret, que se intitulaba rey de Navarra, uno de los prisioneros
que se hicieron en aquel encuentro; y como el emperador se le qui-
siese reclamar en atención á su carácter de soberano , declaró el
marqués que no lo soltaría por menos de cien mil escudos de oro,
entrega que no tuvo efecto por haberse escapado el prisionero.
Gomo la guerra era una profesión, y los soldados se pagaban tanto
mas cuanto mayor era su pericia en el manejo de las armas, se de-
dicaban mucho á la adquisición de los conocimientos que los haciao
tan recomendables. Concluida una campaDa, ó tal vez antes, pasa-
ban al servicio del ejército enemigo , sin que se extrafiase que los
hombres se vendiesen al que mas pagaba. Los soldados asi consti-
tuidos se enconomizaban cuanto mas podian; y no siendo por la co-
dicia del botin , no podian correr gustosos á un peligro del cual no
podian redundarles ventajas materiales. Sea por esta causa, sea por
la poca eficacia que hubiese adquirido la infantería, sea por lo cur
biertos de hierro, que iban los caballos, eraD poco mortíferas en-
toDces la batalla.
La guerra costaba mas cotonees (guardando la proporción de
los hombres empleados), en atención á lo caro de los alistamientos
y lo alto de las pagas, teniendo siempre en cuenta el precio del di-
nero. Y como estos desembolsos eran por lo regular superiores á
las rentas de los príncipes, tenían que ser poco numerosos los ejér-
citos, que licenciaban en gran parte á la conclusión de una caoi-
paDa. El mayor ejército que tuvo Garlos V fué el que llevó sobre
Metz de cincuenta mil hombres, que entonces pasó por formidable.
En cuanto & los espaOoles nunca fueron mercenarios, es decir,
CAFITULO TI. 81
en el sentido de vender so sangre á potencias extranjeras. Si hacian
la guerra en mochos paises de Europa, faera de su patria suelo,
era siguiendo las banderas de sus reyes. En todas partes acredita-
ban su valor, su dísplina, su instrucción en el arte militar, su
carácter sufrido en medio de las privaciones. A ellos se debieron
principalmente los triunfos adquiridos en Pavía.
No se conocian en aquella época lo que llamamos divisas milita-
res. En rigor no habia gran uniformidad ni en armas, ni en ves-
tuarios, de que cada cual se surtia según su esfera ó sus posibles.
Era muy brillante, muy lujoso y muy marcial el traje militar de
aquellos tiempos. Las armas eran riquísimas por lo regular ; y en
su fabricación esmerada se distinguían los artífices de aquellos
tiempos. Casi todos los jefes principales iban armados de corazas,
y llevaban por lo regular encima sayos ó sobrevestas de tercio-
pelo forrado de armifios ó telas ricas. Como se maniobraba poco
dorante una acción , los mismos generales peleaban á veces en per^
sooa.
A pesar de que las tropas eran mercenarias, ó quizás porque lo
eran, y la milicia una profesión, eran visibles los proyectos del ar-
te, y comenzaba á considerarse como un ramo del saber humano
sujeto á observaciones, á reglas y preceptos*
El paso mas importante qoe se dio en la línea de las reformas
de consideración foé restitoir á la infantería la importancia qoe le
habían dado los griegos, y sobre todo los romanos, y de qoe le
habían despojado los siglos qoe se llaman de Edad media. No go-
zaba de ningona consideración dorante esta época ona arma qoe
antes se habia repotado como el verdadero fundamento de on ejér-
cito. Estaba entonces mal vestida, mal armada, con poca instroc-
cioD, compoesta de las clases mas ínfimas de la sociedad, sin qoe
apenas so mas ó menos número foese de gran coenta. La base
principal de los ejércitos, lo qoe en la opinión comonmente recibida
coDstitoia so foerza, era la caballería, sobre todo la pesada, coyos
individoos recíbian la denominación de gentes de armas, é iban co-
biertos de hierro, extendiéndose la misma defensa á sos caballos.
Cada ono de estas gentes de armas llevaba á sos inmediaciones tres
ó mas, mas ligeramente armados y montados en goisa de escoderos
ó sirvientes, y esta asociación ó gropo recibía la denominación de
lanza. Así se contaba el ejército y los trozos de qoe se componía ,
por lanzas.
81 HISTOEU I>S FBUPS U.
Guando cod el renacimiento de las letras se estudió la antigüedad
y resucitaron sus grandes escritores, hizo sin duda impresión la
importancia que daban á las tropas de á pié, y hasta qué punto
formaban el núcleo y la fuerza, sobre todo en los ejércitos roma-
nos* Todos los príncipes de Europa se dedicaron casi á un tiempo
á la mejora de su inCsintería, siendo de notar que la base de las re-
formas fué una imitación mas ó menos perfecta de la legión roma-
na» con las diferencias indispensables en la de las armas; comen-
zándose á introducir poco á poco en la infantería las de fuego* Los
pasos que sobre esto se dieron en Espafia, en Franciai en Italia, en
Alemania parecen simultáneos. La infantería salió de su abyección,
y desde entonces fué el servicio en sus filas honorífico, digno de las
mayores distinciones»
La infantería espaDola comenzó muy pronto á distinguirse y ¿
adquirir un renombre que no perdió ni en aquel ni en el siguiente
siglo. Se hizo objeto de respeto y admiración en NápoleSi bajo el
mando del gran capitán, y este brillo lo conservó en los ejércitos
de Garlos Y. Guando describamos las guerras de su hijo, se la verá
representar un papel igualmente distinguido.
Los trozos primitivos de esta infantería, que corresponden sobre
poco mas ó menos á nuestros batallones, se llamaban Tercios; y
compuestos de mas ó menos compaüías según las circunstancias del
alistamiento. La clase inmediata á la de soldado raso era la de ca-
poral, que corresponde á nuestro cabo. Habia cuatro caporales en
cada compaDía. Después seguía la de sargento, nombre bien cono-
cido entre nosotros. Gada compaliía tenia su bandera. Era el capi-
tán quien la formaba, alistaba y entretenía. £1 oficial que lievaJt>a
la bandera de la compafiía^ tenia el título de alférez.
Sobre la clase de capitán habia la de sargento mayor, nombre
también muy conocido de nosotros. Eran sus funciones parecidas á
las que ejercen en el día los segundos jefes. Entendían en la conta-
bilidad de todo el cuerpo, en los pormenores del servicio, en llevar
el alta y baia de las diferentes plazas, en la instrucción y táctica de
sn tercio respectivo, en todo lo relativo al arreglo de las marchajiy
al seDalamiento y trazado de los campamentos.
£1 jefe del tercio tenia el nombre de maestre ó mestre de campo,
usado también por los franceses. Eran sus funciones muy .pareci-
das 4 las de nuestros coroneles , por lo que no necesitan expli-
carse.
CAíwoiovr. 83
La iofanterfa iba armada de picas , y nna parte mas ó menos
considerable, de arcabuces. Eran ios caDones de estos mas largos
7 de mas calibre que los de nuestros fusiles. Los arcabuceros He-*
Tftban una horquilla en que los apoyaban en el momento de hacer
faego, y como las llaves no estaban inventadas todavía , usaban
para darles fuego de una mecha.
Algunos piqueros iban armados de rodela. No la llevaban los
arcabuceros. También se conocían soldados armados de ballesta;
mas esta arma había comenzado á desaparecer á fines del siglo
precedente. Desde que se conoció el alcance y eficacia de las balas,
quedaron en desuso los dem&s géneros de proyectiles. Picas y ar-
cabuces eran conocidos en aquel siglo y aun en el inmediato, hasta
SQ último tercio, que quedaron solo mosquetes ó fusiles.
Con cada dos, tres ó mas tercios, se formaba un escuadrón, Ha-*
mada así por la forma de cuadro que se le daba en orden de bata-
lla. Había cuadros de terreno que equivalían á nuestros cuadros
actuales de infantería, y cuadros de hombres que venían á ser la
falange griega ó macedonia. Regularmente tenían 60 hombres de
frente y 20 de fondo, y al revés, 20 en el primer sentido , y 60 en
el segundo. Suponemos que la primera formación seria la de ba-
talla, y la segunda la de marcha ó de columna. Cuando se veía un
escuadrón amenazado por todas partes de caballería , formaba el
cuadro verdadero , bien de terreno , bien de hombres , según las
circunstancias. Los piqueros se consideraban como la infantería de
línea; los arcabuceros formaban regularmente en los ángulos del
escuadrón ó en sus filas centrales , haciendo fuego por encima de
los primeros, que se bajaban un poco en el acto de hacer la pun-
tería y los disparos. También se componían por lo regular de arca*»
buceros las tropas de vanguardia.
Para saber la poca eficacia de esta arma arrojadiza , nos basta
leer en Sandoval , que en la jornada de Pavía bobo soldados que
dispararon hasta diez tiros durante la batalla. Otra cosa no podía
suceder tratándose de una arma tan incómoda, tan pesada, que era
preciso apoyar sobre una horquilla para hacer bien la puntería,
necesitándose además la mecha para dispararla. En las relaciones
de conducción del material de guerra se hace mención de carros de
pólvora y carros de balas ó pelotas como entonces se llamaban , lo
que da á entender que no se conocían los cartuchos. Los soldados
llevaban sin duda por separado entrambas cosas. El mismo bísto-
81 HISTOUA M RLTPl U.
riador en la relación de la batalla ya ciiada , nos díee que los
arcabuceros espafioles para cargar coa mas velocidad , habiao to-
mado la precaución de meterse las balas en la boca.
La caballería se dividía en pesada ú hombres de armas, y lige-
ra. Los primeros iban armados de todas armas, de casco , coraza,
espada y lanza. Los segundos usaban por lo regular arcabuces, y
si algunos llevaban coraza iban sin rodela. Usaban además una es-
pecie de pica ó lanza corta á que daban el nombre de jineta. La
caballería formaba cuerpos de 400 á 500 hombres.
En cuanto á la artillería, ya se ha conocido su grandísima im-
portancia de mucho mas antiguo. En la construcción de sus piezas,
entraba á par que el interés de la defensiva ó la ofensiva, el amor
propio y orgullo de los principes. Era la construcción de los cafio-
nes objeto de un gran lujo, y los reyes rivalizaban sobre quién los
tendría mas largos y de mas calibre. No hay mas que ver las mol-
duras, los adornos con que se ha querido engalanar estas máqui-
nas de destrucción, para hacer ver la importancia que se daba en-
tonces á un objeto que hoy parece secundario.
Eran de enorme tamaño y desmesurada carga ciertas piezas que
con el nombre de bombardas ó lombardas se emplearon á princi-
pios del siglo XY en el sitio de Balaguer y de Setenil, en el reino
de Granada. A mediados de aquel siglo, hizo un gran papel en el
sitio de Gonstantinopla un caSon monstruoso que llevaba consigo
Mahoma 11, como el instrumento mas eficaz de su conquista. Te-
nia 12 palmos de circunferencia; calzaba una bala de piedra de seis
quintales, y era su alcance de una milla . Era tan tremenda su ex-
plosión, que para evitar sustos se avisaba antes de ponerle en
juego con objeto de probarle. Tiraban de él treinta carros con se-
senta bueyes. Iban delante 250 obreros allanando los caminos por
donde transitaba, y para andar 150 millas fueron precisos cerca de
dos meses. Un caDon mas considerable todavía se conservaba ó se
conserva en el castillo de los Dardanelos. Calzaba una bala de
quince quintales, y la arrojaba á la distancia de 600 toesas.
En la ciudad de Baza se hallaron 40 piezas abandonadas por el
enemigo. La mayor tenia 11 pies y 10 pulgadas de largo y 20
pulgadas de diámetro en la boca. Estaba compuesto el cuerpo de
barras de hierro colado de dos pulgadas de espesor , unidas unas
con otras como las duelas de una cuba sujetas con aros ó cercos
también de hierro que servían para darle consistencia. Las piezas
mas largfts tADÍaD treíRta de estos arof, y 4iez las de las mas cor*
tas dimensiones.
Se daban á «stas piezas nombres- diferentes, sacado la mayor
parte de ellos, para indiear el t^rible efecto de sus tiros, de ciertos
animales mas conocidos por daQinos. Así babia caOooes basiliscos,
drsgones, sierpes, culebrinas, fakonetes, según sus dimensiones.
También se conocían los nombres de pasavolante, ribadoquin, je-^
ringa, cerbatana, bucano, esmeril, esmerílejo, etc.
El arcaban ftt4 la últíiaa pieza de fuego inventada por aqueHos
tiempos; es decir, que se fueron acbicando tanto los caDoaes que se
bioieroB una arma individual; mas el número de las de fnega era
«Dtonees sumamente escaso con respecto al de las picas.
La artillería aunque ya usada á últimos del siglo XV y priuci-^
píos del siguiente, como arma de campaña y de batalla, to entraba
como dotación fija y arreglada de un ejército, según se practica en
los actuales. Se tenia ea mas ó menos cantidad, según los posibles
y las circunstancias. La de Carlos Y ea las primeras guerras delta*
lía faé sumamente escasa coa respecto á la del rey de Francia. No
presenté ea la haitalla de Pavía mas que cuatro píeaas, tomadas
desde üq principio por k>s enemigos, mientras las de esios eran
Imiata, que cm todo el resto del material cayeron al fio en nue&^
tras oíanos. Mae si Garlos V tenia en Italia tan poca artillería, no
sucedia lo mismo en EspaOa donde habia un tren de ella formida-
ble. El lector no ver& can disgusto oopiada aquí la relación que hace
Sandoval de las piezas que segukn al emperador en su entrada ea
Vailadolíd, en iS22 á su regreso de AJensaaia^
uiS falconetfis de á 16 palmos cada uno de largo; 4 de ellos de
foedio adelante rosqueados y con las coronas imperiales, y los S4
restantes ochavados todos. Por la boca de cada uno cabia un pu&o
grande. Cinco pares de muías tiraban de cada ano.
lílH cafioaes de 17 \\i palmos de largo y taboca de caei un
pahno. Los 12 de estos eran con flores de lis. Tiraban de cada uno
ocho pares de muías.
»16 serpentinas de 11 palmos de largo y de boca un palmo. Ti-
raban de cada una 22 pares de muías.
»Una bombarda de 10 palmos de largo y 2 de boca, tirada por
30 pares de muías.
»Un trabuco que decían magnus draco, coa una cabeza de ser-
piente á manera de dragón tcon el rey don Felipe I, d^ujado en él
Tomo i. 12
86 HISTORIA DB FELIPE lí.
coD SUS armas reales: tenía 26 palmos de largo y 1 de boca, y ti-
rado por 34 pares de muías.
x>Dos tiros famosos, llamados el polllub y la pollioa, de 16 pal-
mos de largo, y 1 1|2 de boca, tirados cada uoo por 34 pares de
muías.
^Uq tiro llamado Espérame que allá voy, de 17 palmos de largo
y casi dos de boca, tirado por 32 pares de muías.
x>Dos tiros llamados Santiago y Santiaguitode26 palmos de largo
y 1 deboca, llenos de flores de lis con las armas francesas. Tiraban
de cada uno 36 pares de muías.
»Un tiro donde venia el emperador dibujado con las armas de sus
reino.<« de 16 palmos de largo y 1 y 1[2 de boca, tirado por 34 pa-
res de muías.
)f>Un tiro nombrado el Gran Diablo de 18 palmos de largo y 2
casi de boca. Tirábanle 38 pares de muías.
»74 piezas por todo, con mas 9 montajes de respeto, arrastrados
por 7 pares de muías cada uno; de modo que el total de muías era
2,128, y el de carreteros para guiarlas 1,074. Además venian
azadoneros para componer los caminos. En Santander quedaban de
munición y pelotería (pólvora y balas) mas de 1,000 carros. La
marcha del tren era conforme al ór^en que vit escrito, y el todo era
precedido de la guia, que era un caballero en un caballo blanco que
iba eligiendo el camino.»
Por aquel tiempo, es decir, en la primera cuarta parte del siglo
se hablan establecido en EspaDa fábricas de pólvora y las famosas
fundiciones de Málaga y Sevilla. Desde la misma época tuvo un jefe
particular la artillería de Espafia. A veces habia un director parti-
cular para la artillería de los estados de Flandes, y otro para los de
Ñapóles.
Por entonces ya habia tenido lugar la invención de las minas que
se debe al espaDol Pedro Navarro, y fueron ensayadas por primera
vez delante de la isla de Cefalonia sitiada por las armas de Gonzalo
de Córdoba. Mas tal vez no hay en esto bastante exactitud, y habrá
comenzado en otra parte su uso, aunque siempre fué en las guerras
de Ñapóles. Pedro Navarro empleó las minas con igual felicidad cq
los sitios de Gastellnuovo y del Uovo, castillos que se rindieron k
nuestras armas en la segunda guerra después de la vuelta de Gon-
zalo á Ñapóles.
Las minas inventadas por Navarro fueron las de pólvora, pues
CAPITULO VI. 87
sin ella ya se usaban antes. Se hacían galerías subterráneas que
apuntaban con maderos á que se daba fuego, para que la fábrica
construida sobre aquel terreno se desmoronase. Mas este proceder
debió de ser muy lento y de muy poca eficacia, comparado á la ter-
rible voladura de una mina.
El ramo de ingenieros estaba probablemente unido al de artille-
ría, ó por hablar mas propiamente, no componían los dos mas que
uno solo. La voz engeño, aplicada á toda máquina grande de batir,
lo índica suficientemente.
En cuanto al ramo de los sitios, estaba en aquellos tiempos muy
atrasado con respecto á los demás que constituyen el arte de la
guerra, por ser sin duda el que exige mas método, mas exactitud,
mas orden en las combinaciones. El descubrimiento de la pólvora,
que aumentó sin duda los medios de ataque, no produjo desde un
principio un cambio sensible en los de la resistencia. Las fortifica-
ciones permanecieron en el mismo estado en que se hallaban en los
tiempos anteriores; es decir, que la invención de aquellas terribles
máquinas de batir que arrojaban moles de un empuje irresistible,
no hicieron aumentar el espesor de las murallas. Sin duda no cor-
respondía el acierto de los tiros á la fuerza de los proyectiles, y la
mayor parte de estas máquinas eran mas aparatosas que eficaces.
Los sitios eran lentos, y por muchos medios que se empleasen tanto
en el ataque como en la defensa, lucia mas en ellos el valor y arrojo
del soldado, que la habilidad del ingeniero. La mayor parte de las
plazas se tomaban por asalto, empleando siempre el medio de las
escaladas. Gontrayéndonos á las épocas del siglo XV y mitad del
XVI, veremos la confirmación de aquesto mismo. Duraron mucho
en proporción los sitios de Balaguer, Setenil, de Baza y otros mas
puntos fuertes del reino de Granada, que cayeron á fines del siglo
XV en poder de nuestras armas. Granada misma le resistió mas tiem-
po del que debía esperarse del numeroso ejército que la asediaba.
Tuvojque retirarse el ejército francés en su expedición de Navarra
delante de los muros de Logrofio, que no pasaba por una plaza
fuerte. Ni pudo Próspero Colonna en las guerras de Italia entrar en
Parma, ni los franceses apoderarse por medio de un sitio, de Milán
después que la ocuparon nuestras armas. Entró prisionero en los
muros de Pavía el rey Francisco I, que dos días antes la asediaba,
y un afio después tuvieron los franceses que renunciar á la toma de
Ñapóles, con que se había lisonjeado tanto tiempo. El mismo Car-
88 niSTOAIA DE FELIPE II.
los V tuvo qae retirarse de los maros de Marsella cod harta pérdida
y trabajos, renovándosele la misma desgracia algunos aOos después
delante de Melz, á pesar del ejéreito formidable que mandaba. Muchos
ejemplos mas de aquella época nos harán ver io superior que era
la defensa de las plazas al ataque, y que el arte de usar bien las
terribles máquinas que contra los muros se empleaban, no corres-
pondian á su descubrimiento. La artillería estaba casi en mantillas,
comparada con el gran desarrollo que recibió en los siglos posterio-
res y la perfección á que ha llegado en nuestros tiempos.
El sitio mas célebre en el reinado de Carlos V fué el de Rodas,
por lo formidable del ataque, por lo heroico de la resistencia, por
el carácter de las dos partes contendientes, por los efectos importan-
tes que produjo. El lector nos permitirá que pc^r via de episodio
consagremos unas cuantas páginas á lo que las ha merecido tan
brillantes en la historia. Estaban desde el aOo de 131S los caballe-
ros de San Juan en posesión de aquella isla, cuya situación les daba
medios de empeDarse en correrías muy felices contra los infieles.
Era la orden rica y poderosa, y podia pasar por una potencia marí-
tima, siempre armada y siempre en guerra. Debió pues de ser un
objeto de odio y terror para los turcos que ya comenzaban á domi^
nar en el Mediterráneo. Después de haberse hecho dueBo de Gom«
tantinopla, extendió Mahoma 11 sus armas victoriosas á la Grecia,
y se aposesionó de varias islas en el archipiélago. Por los afios de
14S0 cayó con so armamento formidable sobre Rodas, siendo gran
maestre de la orden Pedro de Aubusson que hizo su nombre céle-
bre por esta circunstancia. Fué este uno de los sitios mas obstinados
y sangrientos, comparable solo con el que tovo lugar algunos aDos
después, y que luego va á ocuparnos. Eran muy numerosas, moy
escogidas las tropas del Sultán, tan inclinado, tan ansioso siempre
de presentarse con un formidable tren de artillería, y aunque el mis-
mo Mahoma no acudió personalmente, sabían bien sus generales
que era preciso vencer ó perecer en la demanda. Fué grande elem-
peüo de los jefes, el arrojo de las tropas que embistieron. Varias
brechas abrieron sus caOones; mas^ de una vez subieron al asalto
hasta llegar á alojarse en una de sus torres; mas fueron superiores
á tanto denuedo el valor admirable y la constancia de los caballeros
cuyo gran maestre se condujo en todas ocasiones como gran capi-
tán y gran soldado. Al fin se cansaron los turcos de tao obstÍDada
resistencia. Desmayados con las penalidades de tan largo sitio, con
GáHrULO Vl 89
las enfermedade» qa«se mamfei^taroii cnel campo, Tolvieroa á em-
baroarae; mas el grao SeBor do pensaba en otra cosa que eo saWar
el desaire de sus armas cuando le cogió la muerte en sus proyectos.
Era mi designio sujetar á Rodas, fué una de las pocas cosas que
mandó Maboma se escribiesen sobre su sepulcro. No se podia bacer
del valor de los caballeros de San Juan un elogio mas magnífico.
Los dos sucesores de Maboma no renovaron las hostilidades en la
isla. Bayaceto I! no era un gran guerrero, y el breve reinado de Se-
liin I se empleó particularmente en )a conquista de la Siria y del
Egipto. Solimán II, sucesor de este último, heredó so carácter am«
Iwioso, y si no fué tan sanguinariamente Teroz, estaba dotado de
mas inteligencia. Subió este príncipe al trono, eon muy corta dife-
rencia, cuando Carlos Y; ya hemos visto cuánto figura por su poder,
por sus conquistas, por sus relaciones con los príncipes cristiaoos
entre los principales 'personajes de la época. Mereció este sultán el
nombre de legislador entre los suyos por las reglas que estableció
en la administración , por la observancia de las formas de derecho y
de justicia: en la cristiandad se le conoció, como sabemos, con el
dictado de magnífico. Era un coloso, como ya hemos observado, el
imperio otomano en aquel siglo. En menos de doscientos afios habían
pasado los sultanes turcos de emires ó simples jefes de una tribu
militar á sucesores de los cesares de Oriente. Era como la de los
romanos la política de los turcos, la conquista. Una serie no inter*
rompida de monarcas guerreros y grandes capitanes hablan ensan-
chado á porfía las fronteras de su imperio. Comenzó Solimán su
carrera militar con el sitio y toma de Belgrado, plaza fuerte en la
confluencia del Danubio con el Sava, y llave por aquella parte de
la Hungría: fué su segunda conquista la de Rodas, y en la que
pensaba desde su subida al trono. Varios consejeros quisieron di-
suadirle de un sitio que con tan infaustos auspicios se habia pre-
sentado en tiempo de Maboma II; mas otros cortesanos trataron de
halagar su ambición, dando elogios á la empresa. Quiso sin em*^
bargo proceder por vías de negociación, exigiendo Solimán de los
caballeros de Rodas que se le sometiesen, prometiéndoles seguridad
por medio de un tributo; mas tuvo la respuesta, que sin duda es-
peraba, como pretexto de una guerra abierta.
Hacia ya tiempo que veia inevitable esta tempestad VilHers de
Msle Adam, gran maestre de la orden. Con la anticipación debi-
da, habia tomado todas las medidas necesarias para poner la plaza
90 HISTOEIA DB FBUPE II.
m
en estado de defensa, allegando víveres y inaniciones, aumentando
la artillería, reparando las m.urallas, mandando arruinar todas las
casas de los alrededores, removiendo y allanando cuanto á los tur-
cos pudiese servir de algún abrigo. Todos los caballeros de San
Juan recibieron orden de presentarse inmediatamente en Rodas. A
todos los príncipes de la cristiandad se dirigió el gran maestre pi-
diendo auxilios para una defensa en que tanto se interesaba la Eu-
ropa entera; mas ninguno de ellos acudió á tan sentido llamamien-
to. Estaban demasiado ocupados Carlos Y y Francisco I en sus con-
tiendas particulares, para consagrar una pequefia parte de sus tro-
pas á un objeto tan patriótico y tan santo. El mismo papa Adriano
se mostró sordo á las súplicas del gran maestre, y no quiso des-
prenderse de tres mil hombres que tenia á su disposición, por no
disgustar al emperador, á cuyo servicio estaban destinados.
Pasó el gran maestre de San Juan revista á sus tropas, que as-
cendían & seiscientos caballeros y cuatro mil quioientos soldados de
la orden. Con tao escasa guarnición aguardó la llegada de los tur-
cos, que en mayo de 1522 desembarcaron en número de cien mil,
según algunos, y de ciento cincuenta mil, como afirman otros.
No hay duda de que eu semejaotes casos se exagera siempre el nú-
mero; mas era de todos modos un armamento formidable.
La plaza de Rodas, capital de la isla de este nombre, se hallaba
dividida en ciudad alta, donde había un castillo, residencia del gran
maestre, y ciudad baja en la misba playa del mar en forma de
media luna, con un puerto á cada extremidad, y en medio de ellos
un baluarte. Estaba ce&ida de un doble recinto, con dobles torreo-
nes y cinco baluartes en las partes mas débiles y expuestas. Para
el reparo de las fortificaciones y la construcción de otras nuevas,
hablan trabajado todos personalmente, sin distinción, desde el mis-
mo gran maestre hasta el último habitante, inclusas las mujeres.
Se sabe hasta qué punto llegan en estos casos el ardor y el entu-
siasmo, cuando hay un jefe hábil que sabe dar ejemplo. Era ade-
más aquella, una guerra religiosa en que se trataba de libertar la
isla del yugo de los mahometanos.
Desembarcaron los turcos como á unas ocho millas de la plaza
que embistieron en seguida; mas fueron sus primeros ataques inu-
tilizados por la artillería de las caballeros. Comenzaron muy pronto
á desmayar las tropas turcas por enfermedades, tal vez por re-
cuerdos del sitio anterior donde se habia derramado sin fruto tanta
CAPITULO VI. 91
sangre, Qaejas y murmurácioDes circuIaroD 6d el campo, y poco á
poco degeoeró el descootenlo en abiertos alborotos. SolimaD que
sopo el estado de las cosas, voló á remediarlas, presentándose en
el campo. Inmediatamente bizo comparecer ante su persona al ejér-
cito sin armas. Después de arengarle y afear ,con rostro y acento
terrible su conducta, dio orden á los soldados armados que por to-
das partes los cercasen. Mas tales fueron las muestras de dolor y
arrepentimiento de los culpables, que afectó aplacarse el gran Se-
Sor y los volvió á su gracia. Desde este momento se restablecieron
el orden y la disciplina, pudiendo decirse con rigor que el sitio co-
menzaba entonces.
Se continuó la trinchera con ardor: la artillería comettzó á jugar
de nuevo por una y otra parte. Derribaron los turcos con la suya
la torre de la iglesia de San Juan, cuyas campanas servían de se-
fiales^ y para dominar las fortificaciones de la plaza, construyeron
dos caballeros mas altos que los muros.
Referir uno por uno todos los acontecimientos y lances de este si*
tio, seria prolijo y daría á nuestro trabajo una extensión que desde
luego no nos propusimos. Todos los choques se presentaron de
igual carácter por la faría del atacador, por la admirable constan-
cia, por la obstinación de la defensa. Trataron al principio de aco-
meter por varios puntos á la vez; mas fueron repelidos con gran
pérdida. Después reconcentraron sus esfuerzos sobre uno de los tor*
reones llamado de San Nicolás, cuya artillería desmontaron y
donde abrieron una brecha muy considerable; mas al marchar al
asalto se encontraron con un atrincheramiento que ios caballeros
hablan construido á sus espaldas. Desistieron los turcos del ata-
que y dirigieron sus baterías contra uno de los baluartes, em-
pleando al mismo tiempo el usó de las minas, por cuyos esfuerzos
se abríó una brecha á la que corrieron millares de enemigos. Fue-
ron sin embargo rechazados con notable pérdida. Al dia siguiente
renovaron el asalto con fuerzas mas considerables, se apoderaron
del baluarte, y ya tremolaba la bandera victoriosa, cuando acudió
en persona el gran maestre al frente de unos cuantos caballeros,
con cuyo ejemplo se entusiasmaron de nuevo sus soldados é hicie-
ron retroceder á los infieles de lo alto de los muros.
Eran muy frecuentes estos choques en que los turcos salían t6^
chazados con notable pérdida. Ya comenzaba el Sultán á impacien-
tarse, á enfurecerse con tanto revés que comprometía la gloría de
H HISTORIA DB fítLíK lí.
9xa armas. Ajdsíoso por salir de aquella líitiiacion, codvoc¿ un coa**-
«jo dfl gverra extmondJoarío. Fueron alguaM de opinión de reti^
rarse; otros, que codocíía mejor el oar&ctor del Sultán, le aconse'-
jaron que llevase adelante las operaciones. Ordenó Solimán un ata-
que general, que tuvo efecto el 21 4}e setiembre. Fué espantoso «1
Gb9qa«, gMerai el conflicto ^ntre las tropas de una y otra parte.
Preseneíaba el cooJwti el Saltan desde una próxima eminencia, y
animaba á ios suyos con la voz y oon el ^to. Peleaba como un
soldado el gran maestre^ acudiendo con su medía pica k donde el
peligra reclajnaba fiu pi^seaeia. Se presentaron los otomanos en un
principio victoriosos; llegaron á verse dueños del trinarte de Es«*
palla; mas^xperinentaron la misma suerte 4e oirás veces. Repeli-
dos^ obligados k retirarse lleaosde espanto y de consternación, de*"
jaron mas da quince mü muertos al pié y sobre los mismos mwos
de Ja plaza«
Basta el simple relato de «stos hechos para que aparezca cm
todo su esi^udor el arrojo y valentía q«e desplegaros los cabaile-
ros de San Juan en aqiiellos choques memorables* Era un combate
k jnaerte entre rivales de ambición, de gloria, de creencias religio-
saa, Comhataan ios de Rodas por su existencia propia, pues varias
veces babia prometido á sus soldados Solimán el saco de la plaza.
Por su parte se condujíO el gran maestre oomo jefe 4tgno de estos
campeones denodados» Soldado y repiten, 4 todos daba ejemplo de
valor, oooM d« sereaidad y eonstanda. Habiendo sido herido uno
de los jefes llamado Martinengo, que dirigía los •trabajos de la for-
tificaetoa, y estaba encargado de la nfefaesa de un balaarte, se tras*
ladé á eu piMSix) el gran maestre, y allí permaneció noche y día,
mientras aq«el fcstuvo imposibilitado del servido. Viétdose mas «s«
traebado ciüla dia« dio ^den para que se retirasea & la plaza todos
los csaballaros que ocupaban los puntos fuertes de la isla y algunos
umediatos; así toda la Orden se bailaba dentro de los muros. Es^
teba ctfrada su esperanza en los refuerzos que aguardaba de varios
pastos de la cristiandad; mas sus principes no le enviaran nada, y
algunos particulares que se embarcaron con socorros, no pudiereA
llegar á la isla por varios accidentes^
No estaba mucho mas tranquilo Solimán en vista de tan obstí^
nada resistoociat Llegó en su furor á numdar que matasen á fle-
chare al genenal ea jefe de su ejército; y solo ae pudo templar é
ímtM de Ias súpttoas y prostoraaeionM úa «toios jefes. Cambió al
GAFintO TI. M
ejérdt» de general, y el mismo gran seBor dio otro giro & su poli-
tica. Le ioquietaba mucho la idea del socorre próximo que espere'^
bao los cristiaoos, por lo que pensaba ea empeDar cuanto mas ao*
tes otro iaoce decisivo; pero muy escarmentado de los anteríores^
apeló á la fia de las negociaciones, haciendo que llegase á oídos
de los habitantes de Rodas qne el Sultán proponía una capitulación»
en que les dejaba sus haciendas y sos vidas. Un gran número de
vecinos, ya quebrantados con tantos padeceres, acudieron con lá-
grimas al gran maestre, para que entrase en una negociaeiofli que
los salvaba de la ruina. Cerró al principio sus oidos el jefe á la pro-
posición, esperando siempre algún refuerzo; mas intercedieron por
el pueblo los patriarcas griego y latino, que residían en Rodas;
pues el vecindario profesaba por la mayor parte el primero de
ambos ritos. Por otra parle, se hallaban los sitiados en la mayor
extremidad; las obras exteriores, los torreones, los baluartes, á ex-
cepción de uno solo, no eran mas que escombros, y la guarnición
esUiba reducida á nada. Por fio, se entró en negociaciones. Tres
dias de tregua pidieron los enviados del gran maestre. Los negó
Solimán, temeroso siempre de la llegada del socorro, y mandó dar
asalto el día siguiente: mas aunque fueron los turcos repelidos por
dos veces, tomaron al fin el único baluarte que restaba. Se reti-
raron los caballeros al interior de la ciudad, resueltos á defender
su último atrincheramieoto. Estaba consternada la población, y se
escuchaba ya la trompeta de la muerte, cuando volvió á recurrir
el pueblo con su clamor a! grao maestre. Entonces se decidió este
á pedir una capitulación, cuyos términos prueban hasta qué punto
Solimán respetaba todavía un puDado de valientes enterrados entre
escombros. Se couservaroo por ella las vidas y las haciendas á los
habitantes, quedando en el libre ejercicio de su culto; se permitió la
salida libre á todos los caballeros de San Juan, con sus galeras y
correspondiente artillería. Todo lo demás debía de quedar en manos
de los turcos.
Mientras se ajustaban las condiciones del tratado, se descubrió-*
ron unas velas. Los turcos que las vieron los primeros, creyeron
que eran los socorros que esperaban los cristianos; mas luego co-
nocieron por los pabellones, que el refuerzo venia para ellos mis-
mos. Solimán, con medios nuevos de reoovar ventajosamente las
hostilidades, guardó sin embargo su palabra; y se dio fio al nego-
cio del tratado.
Tomo i. ' IS
H HISTORIA Ds helipe n.
El 24 de diciembre saiio de Kodas el grao maestre de l'Isle
Adam, al frente de sus caballeros. El día siguiente entró en la plaza
Solimán triunfante; sí se podia llamar triunfo tomar posesión de
de tantas ruinas.
Sabido es que el emperador Carlos Y hizo entonces á los caba-
lleros de San Juan cesión de la isla de Malta, donde se establecie-
ron en seguida. Ya veremos en el reinado de su hijo, que se vol-
vieron á cubrir de gloria en un sitio tan célebre como el de Rodas,
y mucho mas afortunado.
Cápma^om
Artes.— Ciencias y literatura en la época de Carlos V.
Se desigoa el príoeípio del siglo XYI con el nombre de época del
rmacimienío; como si dijéramos, de la restauración de las artes,
ciencias, literatura y demás ramos, que en los buenos tiempos de
Grecia y Roma, habian asignado al hombre inteligente y creador
tan alto puesto. Pudiera aparecer de esta expresión de renadmien-'
fo, tomada en un sentido rigoroso, que todas las naciones de Eu-
ropa se hallaban en un mismo grado de rudeza; que nada se habia
debido al genio ni al saber en los siglos que llaman la Edad media,
ó que en la época del renacimiento no se habia hecho mas que res-
tablecer é imitar, sin que los hombres hubiesen pasado á nuevas
creaciones. Analicemos, pues, la idea de renacimiento; veamos á
qué altura se hallaban las diversas naciones de Europa en dicha
época. Comenzando por Italia, sea que ciertos climas se presten
mas que otros al vuelo de la inteligencia; sea que el estado de re-
públicas en que vivió aquella región desde tiempos tan antiguos,
diese mas campo al talento, que es fruto de la libertad, y se desen-
rolla muchas veces con el mismo fuego de las divisiones intestinas;
sea que el comercio y trato con las naciones del Oriente los hiciese
imitadores de su industria y de sus artes ; sea que en su suelo hu-
biesen quedado cenizas mas vivas del fuego de la antigüedad que
en otros, es un hecho que Italia, desde el sigjo XII, dejó de ser lo
96 HISTORIA BE FBL1P& H.
que se llama un país bárbaro, y que eu los restantes hasta el lla-
mado del reDacímieuto, pertenece sío disputa á laclase de Daciones
cultas. Florecían en un suelo una porción de repúblicas distinguidas
las unas por sus artes y su industria, las otras por su navegación
y su comercio, y todas ellas por un refinamiento en los goces y co-
modidades de la vida, desconocidas en casi el resto de la Europa.
Las mismas guerras mutuas, en que con tanta frecuencia se veiaa
envueltas, aguzaban su ingenio creador, para proporcionarse re-
cursos, y curar las llagas que un estado tan violento producía. Solo
al amor del trabajo , al genio de la industria y á los frutos del co-
mercio, se podian deber los armamentos formidables por tierra, y
mucho mas por mar, con que se distinguían Estados de un corto
territorio, y que en el mapa político apenas hoy figuran. El mismo
genio que producía tantos frutos en las artes y en la industria, ex-
plotaba el campo del saber en sua diversos ramos. 6n medio de
tantas guerras y convulsiones políticas, florecían las universidades,
y se daba á las ciencias y á las artes el fomento y homenaje que
las vivifica. De todo lo que es magnífico y habla á la imaginación
se ofrecían algunos monumentos, y la arquitectura no era la que
menos brillaba entre las creaciones del ingenio. De todo esto
gozó Italia antes de la época del renacimiento. Muy anteriores á
ella fueron los Dantes, los Petrarcas, los Bocacios y otros genios
célebres. No necesitaron de ella, entre otros, los inventores del ál-
gebra, ni los descubridores de la ajuga náutica.
Las naciones no estaban, sin duda, tan adelantadas. La Espafia
que ea la línea de la inteligencia seguía á Italia, había debido mu-
cho á la residencia en ella de los árabes. Se sabe lo que florecieron
estos en la industra y en las artes; lo magníficos y brillantes que
fueron en la arquitectura; lo zelosos en cultivar y difundir los ra-
mos del saber humano, sobre todo, el de la medicina y astronomía;
en fundar escuelas, cuyo ^ombre es célebre. Desde el siglo XIII
comenzaron á florecer en EspaDa las mismas, y á desenrollarse el
gusto de las letras. Ya se conocen de aquel siglo composiciones poé-
ticas en lengua castellana (1), rudas si sé quiere y desaliñadas en
sus formas; pero que merecen todavía las miradas de los inteligen-
tes. Las Siete Partidas, prescindiendo de su valor como una com-
(1) n poema del GM, de autor deaooaooido; laa obras poátieas de Gonzalo Beroeo; el Alejandro
de Juan Lorenzo, aondedlebo tiempo. A él pertenecen alf^nos otros de menos fama, mas cuyos
nombres no se baUan olTidados.
pila^D de leyes, md qqo de los grandes moQumentoii líteraríQfi df^
la misma época. De la misoia fechao historiadores, que si do pasap
por tan eminentes como fqeron considerados en su tiempo, iqerec^
rán siempre la reputación de distinguidos. E( siglo XIV en nada,
desdijo del precedente; y el XV, en comparación de los otros dos,
fué un siglo decoro, «ntes que se Mim entrado en el rtrnaci-
miento.
No seguiremos los demás paises de Europa, porque seria prolijo,'
y para nuestro objeto muy inútil, Verdaderamente lo que se sabia
de verdadera ciencia era poco, casi un punto imperceptible en un
campo inmenso de inutilidades y de absurdos, hoy sepultados en el
polvo. Las artes eran rudas, excepto algunas consignadas 4 la fa-
bricación de las armas, á las ricas telas donde entrabii la seda, la
plata y oro con profusión: y otras relativas al lujo, que era todo de
magnificencia- Entre las que se llaman nobles, solo una se cultiva-
ba con grandeza y esplendor, á saber: la arquitectura, de formai; y
proporciones muy diferentes de las usadas por los griegos y los ro-
manos; mas de una elegancia, de tin atrevimiento, de una 9P<ireqte
ligereza, de un lujo en los adornos que hacen ws monumento^; el
encanto y asombro de cuantos los contemplan. Con este car&cter de
magnificeqcia y de hermosura se erigieron con profusión tefnpfos en
varias regiones de U cristiandad desde el fin del siglo XI hasta el
del XV. Desde entonces ya no se edifica con este gusto; mas h^tn
ahora nadie se ha atrevido á dar mas mérito al moderno.
No debemos pasar por alto un ramo de literatura muy cultivado en
dichos siglos, aun desde los primeros, en que comienza lo quq se
llama época de las tinieblas; á saber, el de la historia. Pocas oa-^
dones han dejado de producir hombres de algún lustre en esta cl^*
se, y cuyas obras tocfovía se consoltan. Nosotros los tuvimos desde
]a época de los reyes visigodos, pudiendo presentar entre otros &
san Isidoro, arzobispo de Sevilla, como el primer historiador de aque-
llos tiempos. Los tuvimos en el siglo VIH (el Pacense); en el IX
(Sebastian, obispo de Salamanca); en el X (Vigila, monje de Al-
belda); en el XI (Sampiro, obispo de Astorga); en el XII (PelayQ,
obispo de Oviedo), con otros muchos mas de menornota. Floreció-
rieron en el XIII tres de gran renombre; á saber: don Lucqs, obis-
po de Tuy, llamado el Tudense, eK famoso don Rodrigo Jim9nei(,
arzobispo de Toledo, y don Alfonso el Sabio, quien entre varías
obias hizo ó mandó hacer ana crónica general de Espafia. También
98 HISTORIA pt rmite ii.
los hubo OD el sigaieate. Ed el XV se compusieron las crónicas de
los reyes don Pedro el Cruel, don Enrique II, don Juan I y don En-
rique III, y en el siguiente las de don Juan II y Enrique lY. Tam-
bién produjeron sus historias los reinos de Portugal y el que se de-
signaba con el de Aragón en aquel tiempo.
Es digno de atención que en estos siglos que soflaman de oscu-
ridad se hayan hecho descubrimientos é invenciones que además del
carácter de utilidad que los distingue, llevan el sello del verdadero
genio. Entreoíros, se descubrió el arte de la relojería, el de suplir
los defectos'de la vista por medio de anteojos; en ellos se constru-
yeron los primeros órganos, instrumento músico, desde entonces no
superado por ninguno. A la Edad media pertenecieron los invento-
res de la pólvora, los de la aguja náutica, los que pintaron por vez
primera sobre el vidrio, los que fundieron y emplearon los prime-
ros tipos de la imprenta. El arte de copiar, iluminar, y adornar de
cualquier otro modo los libros antes que dicha invención los hubie*
se hecho tan comunes, conslituia uno de los grandes ramos de la
industria. Eran entonces los libros objetos preciosos de gran lujo,
y que solo poseian los hombres opulentos. Habia artista cuya vida
se pasaba en copiar, iluminar, dorar, hermosear un solo libro. De
las riquezas que en este ramo nos dejó la industria de aquel tiem-
po, deponen los depósitos de los manuscritos que en las ricas bi-
bliotecas se conservan.
La voz pues de refiaeimietUo es de poca exactitud tomada en su
generalidad; se puede explicar modificándola. Hay épocas en que
se desarrolla singularmente el espíritu de imitación á vista de mo-
delos impregnados de belleza: hay otras en que por circunstan-
cias naturales, morales ó políticas, abundan mas los verdaderos
genios. Una y otra cosa tuvo efecto, sobre todo en Italia, ya desde
el siglo XII. Auoque desde aquel tiempo habían puesto las Cruza-
das á casi todas las naciones de Europa en contacto con el Oriente,
ninguna igualaba en esta parte á Italia, no tanto con dicho motivo,
cuanto por los intereses de comercio. Entre las repúblicas de Geno-
va, Pisa y Venecia, las costas de Grecia y escalas de Levante, se
habia mantenido una comunicación no interrumpida en ningún
tiempo. De las costas de Italia salían víveres para los cruzados, y
aun las escuadras que los conducían. En Venecia y galeras de Ye-
necia, se embarcaron los que iban á Constan tinopla en auxilio de
su emperador, y concluyeron con apoderarse del imperio del Oríen-
CAPITULO vn. 99
te. A Italia vino á implorar aoxilios el último emperador latino
destronado. A Italia vinieron embajadas de los primeros emperado-
res griegos que recuperaron su trono de Constan tinopla. Guando la
aproximación de los turcos otomanos desde mediados del siglo XIV
iospíró serias inquietudes á dichos príncipes, fueron mas frecuentes
las comunicaciones. Se repitieron las embajadas, y hasta vinieron
emperadores mismos & negociar alianzas y socorros. Conforme se
acercaba el peligro, llegaban á Italia nuevos personajes; la toma
de Constantinopla debió de dar nuevo desarrollo á las emigra-
ciones.
Tan frecuente trato entre el Oriente y el Occidente no podía me-
nos de producir su efecto. Con las embajadas vinieron hombres de
importancia y de saber, y entre los mismos emigrados á quienes el
temor del peligro al principio, y después la toma de Constantino-
pía expulsaba de su hogar, se contaban muchas personas ilustra-
das. Entonces comenzó á difundirse, comenzando por Italia, el es-*
tudio de la lengua griega, tan poco cultivada hasta últimos del si-
glo XIV, que la ignoraba hasta el Petrarca. Al estudio de la len-
gua se siguió naturalmente el de sus grandes escritores, y esta
nueva aplicación en lugar de disminuir la de la latinidad, la acre-
centó al contrario. El nuevo arte de la imprenta se consagró casi
exclusivamente á reproducir y multiplicar los grandes modelos li-
terarios de la antigoedad, cuyo conocimiento se introdujo en las
escuelas, y fué un deber entre los sabios. En ellos bebieron como
en fuentes de buen gusto los principales escritores, y en su imita-
ción cifraron sus grandes títulos de fama. Con los escritores, se es-
tudiaron igualmente los artistas; y los escultores, los arquitectos,
causaron el mismo entusiasmo que los historiadores y poetas. To-
das las cabezas se montaron á la griega y la romana.
La arquitectura mereció sin duda su estudio de predilección sí
nos atenemos á los resultados. En los principios de su imitacimí se
creó an prodigio del arte, la iglesia de San Pedro en Roma. Este
ensayo que sin duda fué de los primeros de la arquitectura greco-
romaoa, se quedó igualmente el primero en mérito y magnificencia
sin haber sido desde entonces de ninguno excedido ni igualado*
También esto se explica. Los grandes monumentos de arquitectura
exigen además de genio, enormes gastos. El genio del artífice brilla
8ÍD dada en la inmensa mole de la iglesia de San Pedro; de su
costo nos quedan, como lo haremos ver luego, monumentos toda-*
vía mas durables.
100 HISTOBU n PBLIPB U.
Et ceio de dos ó tres poaufice¿$ que i>e sucedieroD ea la silkt de
Sao Pedro cod una uiisma idea, las iomeusas suiuas con que coa*
tribuyó la oristiaodad, y la ímitacioo de los graodes inoddos de lo
antiguo, explicao hieo la construecioa de esta obra gigautesca.
También quedaban de aquella edad modelos preciosos de escultura
que pudieron ioflamar ei genio de Miguel Ángel, de Celini, de los
demás grandes estatuarios de aquel tiempo. ¿Mas sucedía lo mismo
en la pintura? ¿Fueron en ella tan felices los antiguos como en la
arquitectura y la escultura? ¿Nos quedan á lo menos modelos de
imitación como en las dos últimas artes? ¿Cuáles guiaron, pues, á
Rafael, k Uonarda de Vínci, al Gorreggio, al Ticiano y susoMlem-
poráneos?
Se pnede pues decir que si la arquitectura y la escultura rena*
eíeron eo cierto modo cuando se imilaroo con esplendor los modelos
de la antigaedad, se creó la pintura que, como lo haremos ver mas
adelante, no fué la única creación que atestigua el genio de aquel
siglo. Mas las bellas artes en Italia, ni como renacidas, ni como
creadas, aparecitoron de una vez á últimos del siglo XV y princi-
pios del siguiente. No marcha así el espirita humano en ninguna de
sus producciones. Todo principia, progresa, y al fio se perfecciona.
Desde mediados del siglo Xlll fechaba en Italia el cultivo de las
bellas artea, y la imitación mas ó menos aproiimada del antiguo.
Sin duda de Gímabue hasta Rafael hay una distancia inmensa; mas
entre estos extremos de la progresión, se ven los términos medíM
que encadenan digámoslo así la perfección del último con la rudeaa
del (H*imero. También Bramanle arqailecto de San Pedro, y el ea«
cultor Miguel Ángel, tuvieron que echar alguaa ves la vista sobeo
sus predecesores. Mas de sesenta pintores se cuentas en los dos si-
glos que hemos mencionado, y ouyas obras se ven todavía con pla-
cer, y aaancian lo que iba á ser el arte con et tiempo. El número
de los arquitectos es mocho menor, y aun desciende eon»derable--
mente de este áltimo, el de los escultores.
Se presentó esta que 96 llama época de reíacimiento brillante y
magiífioa en extremo. De la grandesa de la iglesia de San Pedro
na hubo templo alguno en Grecia y en Roma; y ya llevamos dicho
que de todos cuantos monumentos de esta clase se erigieron después^
se quedó el primero en méñto y grandesa como en el orden ere-
Bológico : los escultores y pintores de la misma época también se
qnedaroD los prisMiros. Los nombres ya diados, los de Miguel
ekfVTüw vh. 101
gd, de Andrés dd Sarto, de) Parmesano, del Torrígiaoo*, del Pri*-
maticio, de BenveDuto Gelioi y oíros, por oinguoo bao sido eclip-
sadas oi igualados. Así la primera mitad del siglo XYI fué el apo-
geo de las nobles artes eu Italia, donde parece que la naturaleza
tuvo ¿ gala agrupar en aquel periodo sus mas grandes genios, de
modo que la segunda mitad del mismo siglo, aunque también de
brillo, aparece en comparación desnuda de interés y mérito.
Bd Espafla también cuentan las bellas artes larga fecba, quiz&
tan alta como la de Italia. Hasta fio del siglo XV fué mayor el nú-
mero de los escultores que el de los pintores. Mas de cincuenta se
coeotao de los primeros entre entalladores, tanto en piedra y en
madera como en estatuarios, cuyas obras se admiran todavía. Las
estatuas carecen de corrección y de dibujo; mas en materia de
adornos, de sillerías de coro, de lujo y suntuosidad en retablos y
sepulcros, nos quedan del siglo XIV y XV monumentos admirables.
La arquitectura, era la magnífica que se usaba entonces, y de que
tan alta prueba dan nuestras catedrales. En pintura estábamos mas
escasos, siendo de notar que este arte floreció mucbo menos que el
primero tanto en dicbos siglos, como en los dos primeros tercios
del XVI.
La escuela de nuestros grandes artistas que desde esta época
quisieron distinguirse , fué la italia. Allá corrieron atraídos de la
fama de los grandes hombres, bajo cuyo aprendizaje se pusieron,
cuyas obras y los grandes modelos del antiguo , eran objeto de m
estudio. Sin embargo, los artistas, sobre todo pintores de gran fa-
ma, que produjo EspaDa, no pertenecen al tiempo de Carlos V. fin
escultura aprovechamos mas, y entre otros artistas distinguidos flo-
reció Alonso Berruguete, que lució en EspaDa las lecciones que re-
cibió en Italia.
Con respecto á la arquitectura restaurada, ó greco-romana, tam-
poco nada de grande produjo en Espafia dorante la misma época.
Los grandes monumentos de este género estaban destinados para
el reinado de Felipe.
Las demás naciones de la Europa presentan en la primera mitad
del siglo XVI incomparablemente mayor escasez que nuestra Es-
palla. La Francia no produjo en toda esta época un arquitecto , un
escultor, un pintor célebre. A últimos del siglo XV se erigió en In-
glaterra un grandioso monumento de arquitectura; á saber , la ca-
pilla de Enrique Vii pegada á la misma iglesia de Westminster;
Tomo I. 14
1 02 HISTORIA DB FELIPE n.
mas faé por el estilo gótico. Por lo demás, nÍDgan pintor ni escul-
tor, cuyas obras se celebren con elogio. Los Paises-Bajos produje-
ron al pintor Lucas de Leyden ó Lucas de Holanda, que raya entre
los grandes de su clase. Igual suerte tuvo Atemaoía con Alberto
Durer ó Durevo de Nuremberg, y aun mas brillante la Suiza con
Juan de Holbein ó Holpeiu, natural de Basilea, que retrató á Eras-
mo, al cardenal Wolsey, al famoso Tomás Moro , y por su gran
reputación fué admitido al servicio del rey Enrique VIH de Ingla-
terra.
Se puede decir que en la mitad del siglo XVI fué Italia la mooo-
polizadora de las nobles artes. Sus profesores debieron adquirir un
nombre célebre y famoso entre los mas esclarecidos. Así sus obras
fueron apetecidas, deseadas con ardor, compradas á los precios mas
subidos por los que hacian do su posesión un objeto de lujo y mag-
nificencia. Así se vieron los artistas mismos objeto de admiración,
de entusiasmo y hasta de respeto , por los primeros personajes de
la época. Rafael vivia con toda la riqueza , y hasta el boato y es-
plendor de un príncipe. Correspondieron las exequias á tanta nom-
bradla, y su cadáver fué acompasado al sepulcro por los hombres
mas esclarecidos. En el salón del Vaticano , donde se le puso de
cuerpo presente, figuraba como adorno principal su cuadro de la
Transfiguración, que acababa de pintar; el primer monumento de
este arte en todo el orbe. No se desdeDó el emperador Carlos V,
hallándose en el taller del Ticíano, de coger del suelo el pincel, que
por casualidad se habia caido al artista de la mano. ¿Qué favores y
obsequios se podían negar á los que imprimían en lienzo ó en ta-
bla con tanta fidelidad y maestría la imagen de los principes; á los
que dirigían la fábrica de la iglesia de San Pedro; á los que pinta-
ban sus cúpulas ; á los que decoraban los salones del Vaticano ; á
los que adornaban los templos con monumentos tan magníficos del
arte? Sus grandes y eminentes profesores han dado en cierto modo
la ley en todos tiempos. ¿Qué no debía suceder , cuando eran á la
par de eminentes, tan escasos?
El buen tiempo para las ciencias naturales y exactas no habia
venido todavía, ni en Italia, ni en las demás naciones de la Europa.
No fué en este sentido aquella primera mitad del siglo XVI, .época
de renacimiento ; lo fué de una invención grande, magnífica, de la
mayor importancia, única en su línea. Mientras Rafael pintaba, y
Miguel Ángel esculpía, meditaba un sabio oscuro del Norte de Ale-
€APÍTÜÍ0 TU. 103
manía su sistema solar ó plaDetario , eD que se daba fijedad al sol,
y se hacia mover á la tierra como á los demás planetas en derredor
de dicho astro, considerado como centro del sistema. Para algunos
DO fué Copérnico el inventor ; mas siempre será una gloria suya
haberle estudiado, modificado y reproducido, sin tener en cuenta la
oposición encarnizada que iba á encontrar en las doctrinas y creen-
cias dominantes. De todos modos , la aparición de este sistema no
hizo gran ruido por entonces. Estaban los papas demasiado ocu-
pados en sus guerras, de sus placeres, de sus artes , y del aspecto
religioso que presentaba la Alemania , para dar demasiada impor-
tancia á una teoría, que tal vez tomaron como un suefio , como un
extravio de la fantasía, como son considerados en un principio to-
dos los inventos. Con el tiempo fueron mas serias las inquietudes,
y mas pesados los disgustos.
El descubrimiento de Copérnico fué el único de su clase en aque-
lla primera mitad del siglo XYI : hasta la segunda no fué verdade-
ramente estudiado, aplicado y meditado. En ciencias exactas y físi-
ca natural se daban pocos pasos. No habia venido todavía la época
de la experiencia, y en las universidades se continuaba bajo la tu-
tela de Aristóteles. Se cuidaban mas los hombres de la astrología
jadiciaria, que de verdadera astronomía , y corrían con la misma
ansia que en los tiempos anteriores , tras de los misterios y ofertas
de la alquimia. En matemáticas puras se hacían los progresos que
son tan naturales , hallándose bien sentados los elementos de la
ciencia; sobre todo, inventada ya el álgebra, uno de los mas pode-
rosos que la desarrollan. En el arte de la navegación se hicieron,
sin duda, los grandes progresos que eran necesarios , en vista de
los mares inmensos que en todos sentidos se cruzaban, y los países
vastos y lejanos que se descubrían. Los adelantos de la navegación
y geografía eran precisamente simultáneos. La historia natural, por
poco que los hombres se mostrasen observadores , no podía menos
de seguir sus huellas.
Las ciencias eclesiásticas también debieron sin duda de progre-
sar mucho en aquel tiempo , en que la imprenta se consagraba en
gran manera á la difusión de la Biblia y de los santos Padres , en
que tantas plumas sabias se dedicaban á traducir en latín los de la
iglesia griega, á fin de hacer mas fácil su lectura. Las contiendas
religiosas que en aquella época se suscitaron , sin duda sirvieron
de nuevo estímulo al estudio, en uoos por curiosidad, en otros por
104 HISTO&IA DÚ FBUPE II .
fortalecer sus creeocías, y eo do pocos para buscar aronas cao que
preseotarse eo la batalla. Mas de estas guerras , y del movieeiieDto
que eo el espíritu de los hombres imprimieroo, hablareoios coq mas
extensión en adelante.
En cuanto á las letras puramente humanas, eran visibles los pro-
gresos en todos los puntos de Europa, y el nuevo gusto que en sus
diversos ramos se iba desplegando. Era, como ya hemos insinuado,
favorito y como de moda el de los grandes modelos de la antigae<-
dad, que la imprenta infatigable reproducía en diversas formas,
originales los unos, traducidos al latin , y aun k lenguas vulgares
otros, satisfaciendo apenas el ansia con que se buscaban (1). Los
historiadores y poetas eran los mas apetecidos, y los que se imita-
ban cual mas , cual menos , en todas las composiciones de ambas
clases. El arle militar no fué menos objeto de indagaciones que los
otros. Con Cicerón y Tucídides, se estudiaba á Polibío « á César , á
Vegecio.
Fué suerte de Italia haber florecido en la primera mitad del si-
glo XVI, tanto en literatura como en artes, hasta el punto de redu«
cir la segunda con pocas excepciones casi á un estado insigniflcaa-
te. Ya desde la última mitad delsiglo XV en Roma , en Venecia,
sobre todo Florencia, en la corte de los Médicis, florecieron ingenios
grandes en verso, coprosa; profesores célebres de literatura antigua»
que difundían su gusto en toda Italia. Los Policianos, losPoggíos, los
Poníanos, los Philelfos eran buscados, protegidos, festejados por ios
grandes personajes, por los príncipes que tenían & honor el contarlos
entre sus primeros cortesanos. A la mesa de Lorenzo de Médicis el Mag*
nífico, padre del papa León X, se celebraban y cantaban los poemas
de Policiano, el Morgan te del Pulci, el Orlando enamorado de Mateo
Boyarda. A principios del siguiente, encantó la Italia Ariosto cod
su magnifico poema, el mas fecundo en bellezas de toda especie que
salió de manos de hombre; donde lo maravilloso de la invención
compite con lo ingenioso del tejido; donde se disputan la palma to-
dos los géneros, desde el bufón hasta el sublime; donde se pasea la
imaginación por un laberinto de descripciones que embelesan; don-
de los personajes son sin número con una variedad de caracteres
que sorprende; donde el lector no se pierde en lo eomara&ado de
(1) De tofl progresos que hacia esle arte tipográfloo, depoaen las ber monas edioioBes de ai|o«l
tiempo, en llalla, Alemania, en los Países Bajos y aun en algunos puntos de Espafia, aunque en
oela mucho menor que es dlobos países extranjeros.
GiBCTOLO YU. 105
botas avM toras; doode do se cansa ni fatiga oon tantas batallas, y
sobre todo con tantos daelos de hombre á hombre; donde el poeta
sopo celebrar todas las glorias de las principales familias de sa
tiempo, y tuvo la admirable habilidad de sostener la atención, y cau-
tivar la curiosidad durante cuarenta y seis cantos cuya circunstan-
cia solo depone de la gran belleza de su poesía. Todo esto se en-
cuentra en el Orlando Furioso, producción admirada por cuantos
hombres aman la literatura, y se precian de buen gusto en todos
los países de la tierra.
En la corte del magnícco León X tenian acogida y protección
cuantos en las letras vallan y brillaban. Ningún medio y estímulo
se omitía para aunar el ingenio, producir imitaciones y restaura-*
eiones de lo antiguo, ó nuevas creaciones. Los cardenales Bíbiena,
Sadolet y Bembo daban el ejemplo. Delante del pontífice se repre-
sentaban comedias imitadas de Planto, dándose al poeta mucha
mas libertad y mas ensanche de lo que á los oídos de un vicario de
Cristo convenia. Mas dejaremos para su tiempo y lugar semejantes
consideraciones. Otro cardenal (d Trissino), publicaba su IMa tír-
berattadai Gotti, que aunque no de un gran mérito, contribuyó al
aumento de la riqueza literaria. Al mismo tiempo que tanto se dis-
tinguían los poetas, tambieo brillaban los prosistas. Guichiardini,
GiaoAone, Paulo Jovío y otros, aspiraban á imitar en sus produc-
ciones históricas á los Herodotos y los Tito-Lívios, y empezaron la
nueva época de los historiadores.
Entre los grandes ingenios de aquel tiempo se debe un lugar dis-
tinguiáo á un hombre célebre por sus producciones igualmente que
por las grandes vicisitudes de su vida pública; un hombre que hizo
grandes servicios, y desempelíó comisiones importantes y suma^
mente delicadas; que estuvo en cárceles y sufrió tormentos; que es-
cribió la historia de su patria; que trabajó comentarios sabios so-
bre Tito-*Lívio, aplicados 4 su tiempo, que dio lecciones de reinar
á príncipes; que escribió lo mejor que se dio á luz en aquel tiempo
sobre el arte de la guerra^ y entre otras producciones del género^
festivos, compuso las dos mejores comedias de la época* El nombre
MachiaveHi ó Maquíavelo, como nosotros le llamamos, es grande y
famoso, sin que ios tres siglos que le sepaian de nosotros le hayan
hecho perder nada de su mérito, considéresele bajo cualquiera de
los conceptos en que ha brillado. Gomo historiador es profundo; co-
mo publicista sagaz y conocedor de las cosas y los hombres de su
1#6 H18T0BIÁ M nura u.
tiempo; eomo iogenio agado, Ueoo de sales, natrídodel boen gosto
qae animaba á los antiguos; como escritor militar, díó á entender
qae si no mandó ejércitos, no hubiera tal vez figorado mal á su ca-
beza. Sobre su tratado del Príncipe, qae es una escuela de déspotas
y tiranos, se formaron en la Europa diversas opiniones. Al princi-
pio se creyó de buena fe que los consejos que daba á los príncipes
eran sus propias ideas, lo que imprimió una mancha de infomia en
el nombre de Maquiavelo, haciéndole pasar por factor y cómplice
de todos los tiranos; jcoü el tiempo se modificó esta opinión, y se
quiso yer en el príncipe de Maquiavelo, no consejos dados de bue-
buena fe, sino verdaderas advertencias á los pueblos. En el dia tal
vez revive la primera opinión, y pasa como cosa recibida que el au-
tor expresó francamente sus ideas, y aconsejó á los príncipes lo que
estaba mas en las opiniones y política del tiempo. Lo que aparece
es que en sus acciones como hombre público se mostró equívoco, y
tanto se puede creer que tuviese principios liberales, como los opues-
tos. Sin embargo fué basta cierto punto mártir de la libertad de su
pais (Florencia), y uno de los grandes apóstoles de la independen-
cia de la Italia.
A Espafia no habia llegado el tiempo de oro literario en la pri-
mera mitad del siglo XYI; tal vez no fuimos menos ricos en la úl-
tima del siglo XV. El rey don Juan II protegía las letras, y no se
mostró mal poeta y trovador, distinguiéndose mas en este género
que como rey y gobernante. La tierra que cultivaba con amor lle-
vó sus frutos- Los nombres del marqués de Santillana, del marqués
de Villena, de don Jorge Manrique, de Juan de Mena, de Macias,
del Bachiller de Ciudad-Real, eto., figuran todavía con gran esplen-
dor entre nosotros. Mientras estos ingenios brillaban en el campo
lozano de la literatura, escribía sobre materias eclesiásticas y civi-
les el Tostado obispo de Avila el prodigioso número de volúmenes,
cuya vista sola agobia la imaginación bajo el peso de tal fecundidad
quizá única entre todos los escritores antiguos y modernos. En el
reinado siguiente, y en el inmediato, florecieron Hernán Pérez de
Guzmau, Hernando del Pulgar, sabio coronista de los reyes Católi-
cos, y entre otros el ingenioso autor de la tragicomedia Amores de
CoHsto y Melibea, ó sea £a Celestina. Y mas al siglo XV que al si-
guiente pertenece Antonio de Lebrija, célebre humanista historia-
dor, filólogo, gramático, expositor sagrado, poeta, médico, una de
nuestras grandes riquezas literarias.
awroLovTr. 10T
So la primera mitad del siglo XVI descuella üd poeta insigne, que
fijó á tal punto la lengua de su arte, que aparecen sus obras como
sí estuviesen escritas de estos dias; poeta que adoptó el endecasíla-
bo italiano como regla; poeta que en sus églogas imitó casi á la le-
tra, é igualó en dulzura varios pasajes de Virgilio, aunque en otros
no fué tan feliz, y se mostró sobre todo muy oscuro. Se presentó
Garcilaso casi solo en la escena poética del principio de aquella
época: no tuvo rivales ni aun participantes de su gloria. Su amigo
Boscan, y cuyo nombre va asociado con el suyo, adoptó igualmen-
te, y le sugirió la idea del verso endecasílabo. Mas no alcanzó su
fama, aunque las obras de ambos se hayan publicado algunas ve-
ces juntas. Al mismo tiempo que la poesía pastoral y lírica comen-
zaba á florecer, salia de su cuna la dramática. Villafobos, Naharro,
Timoneda y Lope de Rueda, presentaban ensayos, ya en versos ya
en prosa, ora imitando y traduciendo á los antiguos, ora imaginan-
do asuntos nuevos; aquí en piezas de carácter y de abierta censura
de costumbres, allí creando el género novelesco, á cuya invención
rindieron homenaje, consagrándola como ley, los ingenios que les
sucedieron. Mas á pesar de lo mucho que se adelantaba, ni en este
género dramático, ni en ninguno de los que constituyen la bella li-
teratura, si hacemos excepción de Garcilaso, pasó la época de Gar-
los V de ser un simple preludio de la de su hijo.
Lo mismo podemos decir de los demás ramos del saber y la lite-
ratura, aunque con excepciones im(K)rtantes. Acerca de cuatrocien^
tos asciende el número de escritores, cuyas obras se publicaron en
Espafia desde principios del siglo XVI hasta 1556, fin de la domi-
nación de Garlos V. Entre ellos hay algunos que adquirieron el
gran Heno de su reputación, un poco antes ó después de dicha épo-
ca; mas los incluimos, por haber tenido lugar en ella la publicación
de alguna ó la mayor parte de sus producciones. Pertenece ala pri-
mera clase, entre otros, el historiador y cronista Hernando del Pul-
gar, Rodrigo Gota, ya citados; y sobre todo, la grande gala espa-
ñola literaria, el gran monumento de lo que entonces se sabia; á
saber: Antonio dé Lebrija, nacido en 1444, y fallecido en 1522.
Asi como hemos insinuado, pertenece mas al siglo XV que al si-
guiente.
Entre estos escritores se encuentran cultivados casi todos los ra-
mos del saber y la literatura en sus diversos géneros. En ellos hay
historiadores, médicos, juristas, matemáticos, astrónomos, poetas
i
108 HISTOETA Mí PSLIPB If .
•
en iatio y en eastollano, tradoctores tanto de italianos como de clá-
sicos, griegos y latinos. Los mas pertenecen á la clase sagrada y
religiosa; ya como teólogos dogmáticos, ya como expositores, ya
como controversistas, género tan cultivado en aqoella época de
contiendas religiosas. Dejando aparte esta clase de aatores reli*
giosos, se distinguen entre los escritores de aquella época, los nom-
bres de Pérez de Guzman, Pérez del Pulgar, Rodrigo Cota y Anto-
nio de Lebrijai ya citados; los de Alfonso de Ojeda, Francisco de
Gomorra y Gonzalo de Oviedo, historiadores y cronistas de las In-
dias; de Bernal Diaz del Castillo, historiador de la conquista de
Méjico, obra preciosa, por haber sido el único testigo ocular narra-
dor de aquella empresa; de Florian de Ocampo, que comenzó la
crónica generad de EspaDa, continuada por Morales; de Alfonso de
Ulloa (1), historiador de Carlos V y de su hijo; de Alonso Herrera,
sabio escritor de agricultura; de Andrés Laguna, sabio médico, ilus-
trador de Dioscórides, y autor de muchas obras en su ramo; de Al-
fonso García Matamoros, célebre humanista, qué escribió varios
tratados sobre la oratoria; de Alfonso de Orozco, que, como excep-
ción de la regla, mencionamos por la profusión de sus escritos re-
ligiosos; de los Argensolas, ya algo conocidos en aquella época (2);
de Alvaro Gómez de Castro, biógrafo del cardenal Jiménez de Cis-
neros; de Alvaro Gómez de Ciudad-Real, historiador y poeta (3);
de fray Bartolomé de las Casas, tan conocido por sus obras en fa-
vor de los indios; de fray Bartolomé de Carranza, que aunque teó-
logo, mencionamos, en atención á lo ruidoso de su nombre eD
tiempo de Felipe H; de los santos Ignacio de Loyola y Francisco de
Borja, que insertamos por la misma causa; de Diego Cobarruvias y
Leíva, insigne jurisconsulto; de Diego Gracian de Alderete, traduc-
tor de Jenofonte, Plutarco y Tucídides, historiador, además, y autor
militar; de Diego Gómez de Ayala, traductor de Sanazzaro, é imi^
tador de Bocacio; de fray Domingo de Soto, teólogo que tambieD
mencionamos, por haberse hecho célebre en el concilio de Trento;
de Feliciano de Silva, escritor de caballería andante; de Fernando
de Córdoba, hombre sapientísimo, que escribió de casi orntii sdbili;
de Hernán Cortés, que también escribió cosas de Indias; de Fer-
nando de Magallanes, que nos dejó el diario de su navegación ; de
(1) Stt nombre perteneoe mas al reinado de Felipe II qne al de an padre.
(1) Perteneoe oaai excloalvamen te á la aignlente.
¿S) Perteneoe maa al alfllexy.
táfWüM vn. 109
Femando Nulldiáe Gaznaa^ tradootor w ktw de la griega Temo
da fosSeteaiaj de Franoiseoda Eociaas^ tradactor dal Naava Taata^
BMoto del griego al casMllaoo; de Garóofano da Ckaveí, matemáti*^
co 7 oastaiiégrafo; de Geróoima Saoipera, autor de la Carolea, y
poeta ea verso heróioo; deGeréoima de Zurita^ aoalistft de Amgoo;
de fitrÓDÍiDO Urreai htetoriador liuiBaiiÍ8ta« eaerítor tDÜitar, tradue-
tor del Arbsto; de Httgo da Urriea, tradoctar de Valerio lláximet
di Juaa Straay^ exposiMr de PIídío y Séoeca; de Joao Gioéa de
Sepáiteda^ hiatoriador, filósofo^ matettátioo, hamaDÍstayJuriacoa-
sitto; éb Juaa Luis Vives, escritor de úmni sábitii 4e íaai de lla*^
km, aseritor dm^átioo; de fiartoltaié de Torres Navarro^ Juan de
VíaiODeda y Lope de ftaeda, ya Otados (l)i dé doo Lorenzo de Pa^
dtita^ aatiebario, historiador» geógrafo; dé Mattío Cortés, coeinó-^
grafo y aavegaate; de Migad de Urrea^ ttiadoctor de Vitrubio; de
saa Pedro de Áloánlara; de Pedro GíruelO) lógico, matetuático y
aatrélogo; de Pedro Mefia, historiador y hefenista; de fnay Frao^
dsco de Valverde, historiador ét las goenras de Amériea; de AUSnab
de Córdoba, doctor ao artes y medicina) qae publicó tablas aatro-
DÓmíeaa; de AMomo de Faeotts^ poeta hamaAista, astróooioo y hs^
tnMogo; deAMoasa de SalaierOh (i); de fray Aotonio Guevara^ oro»
Dista de Carlos V; de Antonio de Torqueioadaf antor del libra de
eabatleria de Olivante de Laura; de Bernardo de Vargas, esoritar
del nisino ^aero (don Clrongoillo de Tracia); de Fraocisoa San^"
ches (BroooMe) (3); de Ganaalo Pérez, traéictor de la Odisea da
Homero dd griego ai castellano (4).
Se ve por esta corta enumeración á que pudiéramm dar mucbi*^
siíaoB eaaaaebes^ que dejaado api^rte la teología y demás deneias
religioaas y eolesi&stlGas, easi todos ks ramos del saber y la litera^
tora se pnUieaban en Kspalla en la época de Garlos V (5)4
Sf pasamos á Franela, eneoatraremos sobra literatara mas esto-*
rtlidad fia en nuestra patria. Ea loe siglos IV y IVi fuimos, mú
dada, oms ricos q«e ella^ en todas olases de literatura. 8w poataa^
^) Istos dos últimos pertenecen mas al reinado de Ifellpe lí que al de sn padre,
(t) No 86 Imprimieron sus obra<i hasta el reinado de Felipe II.
(3) fertenece mas al reinado de Felipe II.
(4) Ídem. — ^Tenemo4 que advertir que ana gran parte de estos autores pertenecen en el orden
«pondidgloo á tas dosópoMs de €«rloe Y y 4e«» tii^ M^e U^ por h» traal «o tfe le* p«eM«t)*iiir de
(S) Yéase la Biblioteca nueva de don Nicolás Antonio.— Al fin de esta obn ■» dará ub
^•réviéa «Ittbáitteo, de lot eMrittimíf wrUtltm y denáe fotsatw» 4m ffm aanfcwi ftte ieMciflh>n
en Bspalla durante el siglo XYI.
Tomo i. 15
1 f (F nsToifi DK VBSPi n.
sobre todo en la primera mitad del siglo de que faabramos, faeron
poeos, y apenas ya leídos, si exceptuamos tal vez á Clemente Ma-
rot, del que en otro capitulo hablaremos. Francisco I protegía las
letras, aunque probablemente no merece el título de padre suyo,
que algunos le regalan. El mismo era poeta^ y bacía versos. Entre
I os prosistas sobresalen Amyot, que tradujo á Plutarco y las pastorales
de Longo; la reina de Navarra, hermana de Francisco, que publicó
cuentos aun leídos y apreciados en el día con el nombre de los
cuentos de la reina de Navarra; y sobre todos, el fomoso Rabelais,
cura de Meudon, que en estilo original, y bajo el manto de ficcio-
nes alegóricas estravagaotes y chocar reras, hizo tanta burla de ca-
si todas las cosas de su siglo (1). La lengua francesa de aquel
tiempo distaba mucho del estado en que la vemos en el día. Apenas
estas obras se comprenden sin glosario explicativo, en lugar de que
las nuestras de la misma época, son para nosotros claras, á excep^
cion de alguna que otra voz caída ya en desuso, y de algunos giros
de frase también condenados al olvido (2).
En Inglaterra y en Escocia todavía encontraremos mas esterili-
dad que en Francia. Ni poetas ni prosistas de aquella época tienen
hoy un nombre y fama en Europa. De esta regla se puede presen-
tar como excepción á Tomás Moro, tan conocido en el mundo lite-
rario por su Utopia, y en la historia por haber preferido un cadalso
á la retractación de sus ideas religiosas. También Enrique VIH fi-
guraba en el mundo literario por un libro de controversia mas fa-
moso por el nombre de su autor, que por su mérito, á lo que dioeo
los inteligentes.
En general los grandes escritores de aquella época tanto en In-
glaterra como en Escocia, comeen los Países-Bajos, como en Ale-
mania, tienen tal conexión con las controversias religiosas que en-
tonces se agitaban, que solo se podrá hablar de ellos cuando se
trate esta materia. Tanto dentro de estas como fuera, aunque su ca*
rácter fué siempre muy ambiguo, se puede considerar como una
gran lumbrera literaria al sabio Erasmo, holandés, autor de mu-
chas obras sagradas y profanas, gran teólogo, gran crítico, grande
(1) Babelals es ano de loa autores roas dlgnoa de eatudlo d6 la épocíí por tu manera original, por
el gran fondo de instrucción y de erudición que en medio de mil extravagancias y obscenidad ss
maniflestan sus escritos.
(t) Sobre los autores exlrai^feros entraremos en mas expUoadones cuando lleguemos al ttampo
de Felipe II.
GÁHTÜiOYU. ill
hüffianista, helenista distingoido, moy zeloso de la restauracioo de
los tesoros de la aotigñedad, traductor de algunos padres déla igle-
m griega, y que por haber escrito casi siempre eo latió, y do tener
residencia fija en parte alguna, se puede considerar como un hombre
sin mas nacionalidad que de europeo.
No terminaremos este artículo relativo al saber de la primera
mitad del siglo XVI, sin consagrar algunas líneas á lo que sin duda
debió de contribuir al aumento de sus luces; queremos hablar de
los descubrimientos, peculiaridad tan gloriosa y distintiva de la
época. Increíble parece que desde 1492 en que Colon aportó por
primera vez á la isla de San Salvador, apenas se pasó medio siglo
sin que se hubiesen descubierto, recorrido y conquistado en el nue-
vo continente mas regiones que lo que abraza el triple de la^su-
perficie de la Europa; y no olvidemos que casi al mismo tiempo
que conquistaba Cortés el imperio Mejicano, descubría Magallanes
el estrecho de su nombre; llegaba á las Indias Orientales por el
rumbo del Poniente, tal vez el mismo objeto que Colon se propuso
en un principio, y siguiendo siempre la misma dirección, tuvo uno
de sus navios, mandado por el espafiol Sebastian de Elcano, la
gloria de ser el primero que recorrió toda la circunferencia de la
tierra. Por fabulosas tendríamos aquellas expediciones y conquistas,
si no hubiesen sido como de ayer, si los mismos resultados mate-
riales no fuesen pruebas evidentes de los hechos. ¿Qué eran estos
otros hombres que tanto osaban y emprendian? Mas todo lo explica
el corazón humano, ardiendo en deseos de fama, devorado de
aodbicion, sediento de oro, á quien se abría en el nuevo mundo
un campo de fortuna, cerrado tal vez por falta de nacimiento ó de
favor en el antiguo, ^sí se comprenden aquellas expediciones gi-
gantescas y osadas, emprendidas con tan escasos medios, aquellas
rivalidades de los mismos jefes y caudillos, aquellas guerras civiles
que en medio de las mismas conquistas se encendian. Conquistó el
imperio Mejicano Hernán Cortés contra la voluntad y en completa
rebeldía contra el gobernador de Cuba; fué ajusticiado NuOez de
Balboa por los mismos suyos, después de haber descubierto el mar
del Sur; y Pizarro y Almagro se hicieron la mas cruda guerra des-
pués de apoderados del vasto y opulento imperio de los locas. A
una de estas escisiones se debió el descubrimiento de todo el pais
que media entre la Florida y el Norte del imperio Mejicano. Por
otra separación de las tropas de Pizarro en disidencia el mismo de
llt GiFITUiO vil.
SQ jefe prlneipal, deic«ibrí6 Orsllana el río de tu Antroaas; y em-
bareáfidosd ea él sia «aber 9q direeeioa, dcaeeDéid mas de oeho«^
eieotaa leguas, abriéndose paso per medio de sal vajea, hasta qne se
vié, em gran sorpresa saya, en las coalas del Atláoifico. hnr na
efecto de igual desaveDeucía se coa quistó & Chile. Así por una mei-
ela de casual combinaoion de ?aIor, da audacia, de rivalidad y de
discordia, ctesde el origen del Misisipi hasta el paralelo do la em-
bocadara del rio de la Plata, todas las regiones i donde habían
llevado sn planta aquello» ÍAp&vídos aveatnreros, estaban ya por
los afleo de 1848 sujetas á la corona de Gastílla.
i
CAPrrtítovm.
C«iiti«iidaa r«li$iqM» en I4 época de Carloa V.— Lutero y |klein9Qia.i-«Piet«K.-4>r9-
testantes. — Confesión de Augsbnrgo — Guerra de los paisanos.— Anabaptistas.— <
Interím.— tVabuIo de Passaa.— Primer concilio de Trento,
No sin groD recelo entramos en un asunto tan d9 sayo deUca4Q«
donde ea dificil acertar por circqnspeccion y prodencía qne se ob-
ierren. No tocaríamos esta parte de las contiendas religiosas del si-
glo XVI, si en sus anales no hiciesen un papel tan distinguido.
Mas creeríamos dejw incompleto el bosquejo que tenemos entre
manos, si pasásemos por alto de aoontecimientos importantes que
influyeron en los destinos de tantas nacionea de Guropa y aun fue-
ra de nuestro continente. Cumpliremos pues, aunque á pesar nues-
tro, con el deber de historiadores, penetrados de nuestra incompe-
tencia para ser otra cosa en la materia, que expositores simples de
hechos. Narraremos, no demostraremos. Hablaremos de controyer-
nas, de escisiones, de guerras religiosas como puntos puramente
bistiMcos. Como tales, haremos mención de hombres, que sin pen<
garlo ellos mismos, sin prepararse i ello, por una casual combi-
nación de circunstanQi4^>, se hicieron célebres en ^ mundo, altera'-
ron sus creeaeías, hombrearon, siendo de una condición oscura, con
loa mismos reyes, y en ciertos casos triunfgiron de su política, del
brillo de su ma|estad, de la fuerza positiva de sus armas.
Inmediatamente que un dogm^ teológico ó religioso.se estaUepe,
surgen en derredor explicaciones y comentarios, que si unos se
atienen á su espíritu y contribuyen á mantener la unidad w el
114 fflSTOBU DS FEUPE If .
cuerpo de creyentes, se alejan otros de él, formando bandos ó es-
cisiones que muchas veces sin respeto & la conciencia ajena se
aborrecen y combaten mutuamente. Cuanto mas superiores son es-
tos dogmas ó creencias á nuestra comprensión, mas campo abren
á sutilezas, á sistemas ingeniosos, á la ambición del amor propio,
que tanto gusta de lucir y abrirse un camino que el vulgo no co-
noce, para captarse después su admiración, poniéndose á tanta al-
tura de su limitada inteligencia. No se ve, no se ha visto otra cosa,
en cuantos sistemas religiosos aparecieron en varios puntos y en
diversas épocas. Todos tienen y tuvieron sus escisiones, sus here-
jías, sus sectas, que se han mirado mutuamente con mas ó menos
espíritu de tolerancia, según la naturaleza de la disputa y los inte-
reses que promueve. No todos los judíos, ni todos los mahometa-
nos, oi todos los adoradores de Brama, piensan absolutamente las
mismas cosas, ni están completamente acordes en materias de
creencia. Todas estas religiones tienen sus doctores, sus comenta-
dores, que han explicado sus libros sagrados á su modo, y dividido
la masa general en tantas sectas, cuantos son los que se erigen en
jefes de doctrina.
Lo mismo debió de haber sucedido, y con efecto sucedió en el
cristianismo. Desde los primeros siglos de la Iglesia se suscitaron
en su seno varias escisiones ó herejías (1), pues con este nombre
se conocen. Solo los muy versados en la historia y materias ecle-
siásticas, son capaces de contarlas, definirlas y explicarias; tal es
su número y la diversidad de sus doctrinas. Mientras la Iglesia
permaneció en su oscuridad, meramente tolerada, cuando no abier-
tamente perseguida, debieron de ser estos heresiarcas poco conoci-
dos de la gran masa de los fieles. Mas después que la religión se
vio triunfante, y como sentada sobre el trono, comenzaron igual-
mente á adquirir publicidad las sectas heterogéneas que la dividían.
Comenzó el amor de la disputa, el gusto de sutilizar, la ambición
de ser jefe de escuela, el espíritu de intolerancia y las demás pa-
siones que á las primeras son anejas; comenzaron, decimos, á tur-
bar la paz de la Iglesia, en un sentido muy diverso de los empera-
dores que la hablan proscrito. Era un asunto indispensable de qae
no podia prescíndírse, el cortar de raiz esta disidencia en las doc-
trinas. Para ello fué preciso que los prelados, ó jefes, ó inspectores
U) Qoregl«,tM9resli,airesid, eleooioa, seoia.
" CAPTTDLO Vm. lis
de las principales iglesias locales, que ios presbf teros de mas santi-
dad, mas prestigio y mas ciencia, se reuniesen para explicar, co-
mentar, definir los principales pontos de doctrina, y decidir en
coerpo los que debian admitir y profesar la masa de los fieles. Es
lo que hicieron los concilios generales. Guando al fin de las sesiones
de uno, parecía quedar asegurada la concordia de la Iglesia , se
suscitaba otra nueva tempestad , que hacia indispensable la cele-
bración de otro , cuyos resultados eran tan precarios como los del
precedente. En ninguna época dejaron de ser indispensables estas
reuniones ó concilios; en ningún siglo dejaron de aparecer hombres
argumentadores, sutiles y díscolos, arrastrados unos de sus ilusio-
nes, y otros por la mala fe, que propalaban y sustentaban doctri-
nas nuevas, ó bien anteriormente reprobadas , ó que provocaban
nuevos comentarios (1). Cuanto mas se arguia y disputaba, mas y
mas se agrandaba la arena de la controversia. En estas disputas y
conflictos, no solo se excitaban odios y fomentaba la discordia, sino
que el espíritu de intolerancia se manifestaba en hechos. Hubo des-
órdenes, violencias y persecuciones , obispos expulsados de sus si-
llas y despojados de su dignidad , confinados en destierros y pros-
critos. Algunos fueron separados del seno de su grey y vueltos á
sus brazos á fuer de tumultos populares. Uno de los primeros pre-
lados, y hasta oráculo de su siglo , san Atanasio, fué por sus doc-
trinas cuatro veces expelido y restituido otras tantas á su silla pa-
triarcal de Alejandría.
En la iglesia latina no se levantaron tantas herejías como en el
seno de la griega. No eran los del Occidente tan sutiles, tan dispu-
tadores, quizá tan sabios como los de Oriente. Mas si no se mos-
traron tan hábiles para argumentar, fueron mas duros en manifes-
tar su intolerancia. Bien conocidos son en la Europa los horrores,
la sangre y calamidades de todo género , que á principios del si-
glo XIII acarreó la herejía de los albigenses , llamada así de la
ciudad de Alby, en el Mediodía de Francia , donde tuvo su primer
(1) 8e oueotan YetDte y cuatro concilios en los tres primaros siglos de la Iglesia; setenta y dos
en el ooartc; setenta en el qainlo; cincuenta y seis en el sexto; cincuenta y cuatro en el sétimo;
▼elnte en el octano; ciento y siete en el noyeno; cincuenta en el décimo; noventa y seis en el on^
ceno; cincuenta y cinco en el duodécimo; ochenta y ocho en el decimotercio; setenta y tres en el
dédmociiarto; cuarenta y dos en el decimoquinto; diez y siete basta el de Trento, InclusiTe, en
el déclmoaezto. De tantos concilios, solo diez y nueye son conocidos con el nombre de concilios
generales; sea por el gran número de prelados que á ellos concurrieron, sea por la Importancia de
ene decisiones ó por su aplicación á todo el cuerpo de la Iglesia. Los otres no tuvieron tanta impor-
tanela, d por la naturaleza misma del negocio, ó ser esto de un interés local, que no afectaba mas
^ua á «HM parte de los fieles.
f 1 9 HT^tOMÁ DE raLTVR n.
asiento. Se meeolé It política meramente humana ea astas cootre^
versias ^ ó por mejor decir , las tomó acaso por pretexto , para h^
mentar sus intereses. Varios principes se declararon en pro ; mu-
chos mas en contra. La cosa se presentó tan formal , que le fué
preciso al papa IbOceacio III predicar una cruzada para la extirpa-
ción de aquella secta. Tuvo esta cruzada efecto , y el pontífice ro-*
mano fué muy biea obedecido ; pocos caudillos ó jefes se podrían
encontrar de mas eáo^ de mas pericia militar , de mas prontitud
para proseguir y castigar los enemigos de la Iglesia que Simón de
M6nfort^ á quieo esta guerra hizo tan célebre. Fueron los albigen-
ses vencidos en mas de una batalla, y aunque obtuvieron algunos
triunfos parciales, los pagaron tan caros como su herejía. Queda-^
ron arruinados, y por el pronto despojados los príncipes fautores.
Quedaron los campos asolados, muchas poblaciones yermas , mas
de la mitad de las plazas fuertes arrasadas. Un monumento mas
durable nos resta aun de aquellas convulsiones ; á saber : el eitar-
blecimietito del tribunal de la Inquisición en Roma , destinado al
castigo y extirpación de la herejía.
Algún tiempo después , otra llamarada semejante ocurrió en al
país de Yaud al pié de los Alpes, lo que hizo designar aquellos seo-
tarios con el nombre de valdenses. Aunque se extirpó del misma
modo, no fué de uno tan terrible, por lo menos activo y extendido
del incendie.
Comenzaba k prevalecer por aquellos tiempos una opiaion , que
an tener nada de heréüea «n si misma , servia como de argamento
para loa que en esta esoisíw s« declaraban en eontra de la Iglesia.
Los grandes prelados, ios que se decían sus príncipes ^ no áerntura
urreglabaa su eoaducta al e|emplo que les habían dejado ios apóa^
toles*. Sus glaadas riquezas , su lujo, su fausto , el poder de qu%
muohos de ellos estaban revestidos, paredan á los ojos de mudios
desdecir de hi simplicidad de las costumbres de la primitiva IgfesiáL
r
No en todas ocasiones se mostraban los papas, sucesores dignos do
san Pedro. Eran visibles los abusos que hacían en varias ocasiones
de su autoridad^ sea en beneficio de sus propios intereses^ ó de las
personas que les eran mas adictas. Bstas especies Ae prúp$gAbaii,
hacían impresión y provocaban la censura en cuantos por peusa^
dores se teaian. No dejaba, pues, de ser eoroun la opinión y el do-
seo de introducir reformas , no precisamente en el dogma , sino en
la disciplioa, en la conducta , ea tas riquezas de los potentado» de
J
WICI FFT
/
CAPITULO vra. in
la Iglesia. Los albigenses y valdenses se preciaban de una moral
mas austera, mas arreglada al Evangelio y & las costumbres de la
primitíYa MriMÍMuiajuii& xuwcAnrnííiAfACi v*^ — -. — lucida
. >cuen-
espe-
clefiF.
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to,
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po
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se
or
le
e
" . • -iS
' j uia üui idf esios des-
oraenes (1118) se habia convocado el concilio de Constanza. En él
fué depuesto el papa Juan XXIII , que habia sido elevado á la silla
pontificia por una facción, comprada materialmente según la opinión
general, y declarado cismático Pedro de Luna, que se hacia llamar
papa con el nombre de Benedicto XIII. A la silla pontificia fué exal-
Tomo i. 16
■ V
^-
7
1
►
CAPITULO vra. in
la Iglesia. Los albigeDses y valdenses se preciaban de una moral
mas austera, mas arreglada al Evangelio y & las costumbres de la
primitiva iglesia que sus perseguidores. Ya veremos reproducida
esta profesión, y reforzadcrel argumento de otro modo mas elocuen-
te, con resultados mas positivos y trascendentales.
Todo el resto del siglo XIH se pasó sin novedades de esta espe-
cie. A fines del XIV publicó en Inglaterra siis obras Juan Wicleff,
en que condenaba los poderes usurpados por la corte de Roma , el
abuso que el clero hacia de sus riquezas, con otros mas cargos di-
rigidos entonces á los altos prelados de la Iglesia. Atacaba además
el dogma de la transustanciacion , la invocación de los santos, el
purgatorio. Muy pronto condenó Roma esta^ doctrinas; mas se dejó
morir tranquilo al heresiarca, á favor de ciertas explicaciones de lo
que en sus escritos se halló mas digno de reparo. Formaron , sin
embargo, los discípulos de Wicleff & su muerte una facción , que
con el nombre de Lolards agitó la Inglaterra durante algunos afios,
y no pudo ser exterminada hasta ya entrado el siglo XY.
A principios de este mismo siglo se esparcieron por Rohemia los
escritos de Wicleff, y sus doctrinas fueron abrazadas por Juan de
Huss, Jerónimo de Praga y Jacobo Messein , teólogos de gran re-
putación, y conocidos por la severidad de sus costumbres. Inme-
diatamente comenzaron á esparcir sus nuevas doctrinas por escrito,
y coD sermones elocuentes. Fué llamado Juan de Huss á Roma á
dar cuenta de sus doctrinas ; mas habiéndose & muy poco tiempo
después convocado el concilio de Constanza , recibió una orden , y
un salvoconducto del emperador Segismundo, para presentarse
ante los padres.
Se hallaba entonces despedazada la Iglesia por un cisma que por
sa importancia se designa todavía con el nombre de gran Cisma de
Occidente. Hacia mas de treinta aOos que los* fieles estaban dividi-
dos en la obediencia & dos papas que ambos se decían sucesores de
san Pedro. No era pequeDo el escándalo que con este motivo se ha-
bía introducido en el seno de la cristiandad , ni débiles las armas
qoe se daban & los partidarios de reformas. Para cortar estos des-
órdenes (1418) se había convocado el concilio de Constanza. En él
faé depuesto el papa Juan XXIII , que había sido elevado á la silla
pontificia por una facción, comprada materialmente según la opinión
general, y declarado cismático Pedro de Luna, que se hacia llamar
papa con el nombre de Benedicto XIII. A la silla pontificia fué exal-
Tomo i. 16
11^ HISTORIA DB FBUPE n.
tado MartÍDO Y, varón cuyo mérito y virtudes le granjearon la opí^
nion de que repararía los desórdenes que daban motivo á tanto es-
cándalo.
En cuanto á Juan de Huss de nada le sirvió el salvoconducto.
Inmediatamente que llegó á Constanza, se le puso preso. Habiendo
comparecido ante los padres , y béchose cargo de las doctrínas de
que le acusaban , las sostuvo en pleno concilio contra sus impug-
nadores, y fuá condenado á ser quemado vivo por no querer sus*-
críbir la fórmula de retractación que se le proponia.
Jerónimo de Praga, discípulo de Juan de Huss, arrestado en las
inmediaciones de Constanza, firmó la retractación; mas arrepentido
se desdijo de ella. Presentado ante el mismo concilio, manifestó su
pesar por un acto que le babia arrancado un momento de debilidad,
persistió en sus doctrínas , y las sostuvo con valor , con mas elo^
cuencia que babia desplegado su maestro, á quien era muy supe-
rior en instrucción y en méríto. El destino que le esperaba no po-
dia ser dudoso para nadie. Marchó Jerónimo al suplicio con resig-
nación; oró al pié del poste, donde le ataron encima de la pira, y
en el momento que se levantó su llama , entonó «n cántico que se
oyó con distinción hasta que exbaló el último suspiro.
Produjo este suplicio de Juan da Huss y Jerónimo de Praga una
guerra en Bohemia conocida con el nombre de los busitas, que ast
se denominaban sus sectaríos y discípulos , guerra de venganzas y
de sangre; que & pesar de ser terminada al cabo de cerca de treinta
aDos á favor del partido dominante, dejó bajo sus cenizas un fuego
oculto pronto ¿ salir de nuevo, como se vio en efecto muy antes de
cumplirse un siglo.
Se ocupó el concilio de Constanza en grandes reformas: lo mismo
se hizo en los de Basilea, de Florencia y de Ferrara. Para ningún
hombre de buen entendimiento era dudoso que los vicios , que los
desórdenes introducidos en la Iglesia afectaban en cierto modo las
creencias y daban armas á sus detractores. Mas prevalecían las m^
trígas, los malos hábitos , la corrupción que se hallaba tan arrai-
gada , y las mas de estas reformas se quedaron en proyectos. To^
dos los buenos deseos y el celo que á ios verdaderos fieles animaban,
po pudieron impedir que fuesen exaltados á la silla de san Pedro u
Alejandro YI, un Julio 11, un Leca X.
Al fin del siglo XV se manifestó en Italia un gran reformador, no
de dogmas y doctrinas, sino de los victos y desórdenes que aatoiH
CAHTOLOYíU. Il9
ees inandabAD á la Iglesia. JerónioM) Savonarola, fraile de la orden
de Santo Domingo, tronó en el palpito contra los yícíos de su tiem-
po; anVDció castigos de Dios , se di6 como dotado del don de pre-
dicción , y hasta del de milagros. No solo se mostró enemigo de los
desórdenes en lo moral , smo que se mezcló hasta en la política.
Establecido en Florencia se declaró enemigo de las usurpaciones de
los Médkis, y por su influencia se restablecieron instituciones, todas
en sentido de la libertad de la república. La influencia que este
hombre ejerció en los ánimos de la muchedumbre fué, como puede
«aponerse, prodigiosa ; mas también se comprenden fácilmente las
rivalidades y animosidad de que debió de ser objeto. Fué su grande
enemigo el papa Alejandro YI, cuyos vicios, cuyos desórdenes eran
por lo regular el tema de todos sus sermones. Fué fácil á este pon-
tífice condenarle como sedicioso y hasta excomulgarie ; mas Savo-
narola declaraba en el pulpito que no podia privarle de distribuir
la palabra de Dios y el pan de vida un pontífice inmoral, incestuoso
y simoníaco* Era imposible para este entusiasta luchar por mucho
tiempo contra tan formidables enemigos. Instaba Alejandro á que
se le hiciese su proceso , como sedicioso , como heresiarca , á un
hombre que se jactaba de profeta y del don de hacer milagros. Se
le paso preso, se le formó causa, se le dio tormento; y por fin se le
condenó á las llamas. Así expió su celo , sus imprudencias , la de-
bilidad, ó tal vez la firme persuasión de que estaba llamado á re-
formar el mundo.
El terreno estaba, como se ve, bastante preparado, y los ánimos
dispuestos, unos á desear simplemente reformas, otros á recibirlas,
cuancito se manifestaron en el Norte de Alemania á principios del
siglo XVI las que nos proponemos bosquejar del modo, como hemos
iftsínaado, mas sucinto y circunspecto.
So habia proyectado y comenzado á edificar la iglesia de San Pe-
dro en tiempo de Julio II, que manifestó la noble ambición de eri-
gir un monumento en Roma que superase en grandeza y magnifi-
cencia á los antiguos. El mismo ardor heredó su sucesor el papa
Leoo X. Como sus rentas ordinarias no bastaban ó se destinaban
4 otros osos, fué necesario recurrir al arbitrio de las indulgencias
que se predicaban en las iglesias, y públicamente se vendían como
otro artículo cualquiera de comercio. Ordinariamente eran los con^
ventos los sitios donde se despachaban las indulgencias, y cuya dis-
tribución y administración no era materia de poca consecuencia. En
120 HISTORIA DB F8UPB lí.
Alemania habían sido en uq principio los frailes agustinos los en-
cargados del negocio , que con el tiempo se trasladó á los padres
dominicos. ¿Fué simplemente esta rivalidad ó este pique lo que pro-
dujo la mas grande escisión que se habia introducido hasta enton-*-
ces en la Iglesia? ¿Obró simplemente Lutero como un instrumento
del amor propio ofendido de sus superiores? Entonces se puede de-^
cir que nunca causa tan pequefia produjo un efecto mas grande y
gigantesco.
Guando ,un vaso está completamente lleno, con una gota mas
desborda. Guando un terreno está minado, con una sola chispa
vuela. Si las revoluciones tienen por lo regular principios tan hu-
mildes, es porque las revoluciones ya están hechas. Les faltaba so-
lo la gota de agua, la chispa para consumarse. La gota y la chis-^
pa fué pues aquí la venta de las indulgencias.
Hablaremos pues de Lutero, como de un hombre : de lo que hi-
zo, de las consecuencias de lo que hizo, como de hechos que están
consignados en la historia. En el examen teológico de sus doctri-
nas no entraremos como cosas que no son de nuestra competencia,
y sobre todo exceden nuestras fuerzas.
Nació Martin Lutero (Luther, Luder, Lolher) (1) en Eisleben,
pequelio pueblo del electorado de Sajonia, en noviembre de 1483.
Aunque hijo de padres artesanos, le destinaron á una carrera lite-
raria. Mientras cursó primeras letras en Eísenach vivió casi en un
estado de mendicidad, cantando delante de las casas como hacían
entonces muchos estudiantes pobres de Alemania. Una viuda le re-
cogió por fin en su casa, y le sostuvo los cuatro aOos que duró su
enseñanza en una escuela. En 1501 le envió su padre á la uni^
versidad de Erfurth, donde le sostuvo de su cuenta.
Estudió en dicha universidad teología ; gustaba mucho de esta
ciencia, de la literatura, y sobre todo de la música, arte que culti-
vó toda su vida. Antes de decidirse por ninguna carrera, le ocurrió
un accidente extraordinario qtfe fijó su suerte. En 150S hallándose
en compaDía de un amigo, le mató á este un rayo, de lo que es-
pantado Lutero hizo un voto á santa Ana de hacerse fraile, si le
sacaba del peligro. Gatorce días después tomó el hábito de San
Agustín en Erfurth, sin llevar consigo mas bienes que un Planto y
un Virgilio.
(1) Con estos tres nombres se lia firmado en yarlas ocasiones.
CAPITULO YDI. 121
Entró en el claastro Lutero sin contar con su padre, que'se ofen-
dió mocho de este paso. Abrazó el estado religioso solo por cumplir
su voto, sin ninguna vocación ; él mismo lo confiesa en sus memo-<
rías. Tenia gustos demasiado profanos para la austeridad que se-
mejante condición exige. Ya hemos visto con qué libros se pasó del
mundo á su convento. En el mismo donde tomó el h&bito, concluyó
sus estudios, y recibió órdei^hasta la de sacerdote.
Poco después emprendió un viaje á Italia. No habia ningún con-
tacto entonces entre la Alemania, pobre, triste, donde nada flore-
cía, y un pais de lujo, de suntuosidad, trono de literatura y de las
artesv Debieron de hacerle mucha sensación novedades tan extraor-
dinarias. El dice en sus memorias, que no le chocaron menos las '
personas que las cosas. El lujo, la magnificencia de los conventos
donde era alojado y la suntuosidad de sus refectorios, no fueron
los menores objetos de su asombro. Sin duda le edificó poco la cor-
te de Roma, donde reinaba el belicoso Julio II, papa de sentimien-
tos grandes y elevados, pero muy mundano y muy violento, que se
ponía al frente de sus tropas, y sitiaba plazas en persona.
A su vuelta de Italia, recibió el grado de doctor en teología, y
obtuvo una cátedra en la universidad de Wirtemberg que acababa
de fundar el elector ; poco después fi^ nombrado vicario provincial
de los agustinos, encargado de reemplazar el vicario general de la
orden en sus visitas de Misnia y de Turíngia. Entramos en estas
circunstancias, para ver que Lutero no era un hombre sin consi-
deración en su pais, cuando se declaró en guerra con la Iglesia.
Por aquel tiempo hacia mucho ruido en Alemania la venta de las
indulgencias. Era natural que se activase y fomentase un negocio,
del que pendia la continuación de la fábrica maravillosa de la igle-
sia de San Pedro. Estaba encargado el dominicano Tetzel de predi-
carlas y publicarlas ; el arzobispo de Maguncia de fomentar su
venta. A nombre, y bajo los auspicios de este prelado, se publi-
caban los manifiestos de las gracias por ellas concedidas.
Entonces estalló Lutero (1517), declarándose enemigo de las in-
dulgencias. Fué su primer paso dirigirse á su obispo, el de Brandem-
bürgo,.para que impidiese predicar á Tetzel. Respondió el prelado
que era atacar el poder de la Iglesia, y que no se mezclase en es-
te asunto delicado. Entonces Lutero se dirigió al primado, arzobis-
po de Maguncia y Magdeburgo, enviándole las proposiciones que
se ofrecía á sostener contra la doctrina de las índulgenciaSt
ílt HISTORIA Bff FSLIPB U. "^
Bl arf^hispo no le tlió respaesta. Lutero qoe potaba con ini si-
leocío, faabia hecho fijara) mismo tiempo que daba este paso, en la
iglesia del castillft^ft Wirtemberg, contra la autoridad de conferir
indu|^^0ias, contra el poder de copceder las gracias en ella pro-^
metidas, veinte y oct^o proposiciones, BegalíiPW las unas, afirma-
tifas las olr&9, pero todas en coiitra las pretensiones de la corte de
Roma, y lo que estaba entonces en IMtflesia recibido. ^^ #
Escritas estas proposiciones en lengua vulgar, y apoyadfIRa un
sermón qoe en el mismo idioma predicó Lutero, hicieron nn ruiíj^
extraordinario. Fueron la troaipeta de la guerra que se encendió
entonces, sin que se pueda decir que se haya extinguido todavía.
Consignadas á la imprenta, se despacharon al momento en miles y
miles de ejemplares con asombro del mismo Lutero, que aunque
lisonjeado con un éxito tan favorable para su amor propio, tal vez
sintió que se hubiesen esparc¡4a (anto, poniéndole éií^un compro-*
móso mayor de lo que eran sus deseos.
Mas el guante estaba echado, arrojado por Lutero, que se mos-
tró agresor en una guerra, cuya importancia ni él mismo preveía.
Hizo Tetzel quemar públicamente las proposiciones de Lutero. Que-
maron los estudiantes dd Wirtemberg en la plaza/ las de Tetzel.
Esta circunstancia, y la de h|ber predicado Lutero un sermón en
alemán en apoyo de las suyas, manifiesta bien que el terreno esta-
ba preparado, y que en el Norte de Alemania no causaron las opi-
niones de Latero el escándalo que debia esperarse.
Ni en Roma misma hicieron toda la impresión que tan natural-
mente reclamaban. Las miró desde un principio con desprecio León X
atribuyéndolas á rivalidades de frailes. Demasiado engolfado
aquel pontífice en sus diversiones y en su$ artes, no concibió ni
presintió el grande alcance de aquel tiro. Por otra parte hacia La-
tero profesi<Ni y protestas de su mas ciega . adhesión y respeto á la
persona del pontífice.
Mas este estado de indiferencia duró poco. Al fin se levantaron
clamores en la corte de Roma contra la conducta de Lutero, y este
recibió orden de comparecer en el término de sesenta dias á dar
«lienta de sus doetñaas y opiniones ; compromiso muy fuerte, si el
elector de Sajonia no le hubiese sacado del aprieto, obteniendo de
RMnaque se le oyese y examinase por legados del papa dentro del
territortft de iUemaiia, seftaiándose pata esta conferencia, Aa|[s^
burgo.
)
CAMTMiO V
Qae d elector 4e Sajonía protegi»
doclrioas,' es^Tideole; que fuese djgj
gado el mismo Lotero en distíoMs oci
mo este príocipe, que habia pagado
eonferidole la c&tedr^ue ffisempegflt
cia mas ó meaos expresa, no h^^i
"^cio||^i llevado taa adela^raCSó
de RoK de despojar á Lutm de la {_ ,
"ftira ganarle, le envió la Ros|;'de Oro,
como UD ÍDsigDe msga de favor 'y '
fice. No desistió porresto.jlo^^lF^I
fuue oído en AleaianlB?jp,,{>r()tfí
príncipes eraif'afec(q9[£íiS>0r,te^
que saliese j^gffff%jM' pa«
no tei
acerca de
arreglo ¿
^
que se coesMera
r^Ijtontí-,,
ifflé'Ijitef^
in disgnsto
iruecion de
I opiniones
se i^eciaban de vivir con mas
io, pe los* altos prelados de la
Se presentó Lulero en Angsburgo, donde estovo (res dias sin sal-
vocondacto del emperador; mas habi^ preparado de ailemano los
ánimos el elector, & fin de que do fiue por niaguo estilo molesta-
do. Inmediatamente que llegó el salmosdueto, se presentó ante el
legado del pootiSce, áfin de ser examinado. Pedia este una retrae-
tacidD formal sin entrar en controversia, y como Lotero quería exa-
men y disputas, era imposible que se conviniesen. ImportiU>a mu-
cho k la corte de Roma sofocar el asunto sin escáldalo y sin raido:
BO era esta la cuenta de Lotero ya tan comproaietido en el debate,
cualquiera qoe sea e\ motivo verdadero que se quiera dar k so cod-
docta. Ni ruegos, ni amenazas, ai cootesplaciODes, pudieron re-
cabar de él qae confesase que habia errado, k su salida de Augs-
borgo poblícó nuevos escritos que apoyaban sus doclrioas. Parecía
la raptara completa y la goerra declarada. Fué Lulero condenada
en Roma, y quemados públicamente sos escritos. Dio la Santa Sede
Doevos pasos muy activos con el elector, á fio de que le fuese en-
tregada su persona; mas este príocipe, en medio de sus protestas,
de SQ gran respeto & la autoridad pontificia, eludió la reclamacioa
al principio, y al fio se negó k ella. Hanifesiarse defensor de Lu-
lero, equivalía casi k declararse so sectario. La corte romaaa lo
conpreodía moy bien; mas tuvo qao disimular esta repulse. Usa
ISi HISTOUA DE PBLIFB If.
proeba de qae la conducta del elector do causó grande escándalo,
es que habiendo fallecido por aquel tiempo el emperador Maximi-
liano, fué declarado, durante la vacante de la silla imperial, vica-
rio del imperio.
Seguro ya Lutero de la protección del elector, provocado por su
condenacioD eo Roma, continuó las hostilidades con mucho mas ar-
dor, sin consideración ni i 'espeto que antes mani-
festaba por la Santa Sede, ¡ itaque directo & la legiti-
midad de su poder, y del e: iulgencias, pasó á cue^
tienes de mas alta trascend e nuestra inspeccioD, ni
entra en nuestro objeto, pa i escritos con que su fe-
cunda pluma inundó por aquel tiempo la Memania. Tratados, ser-
mones en latín, en alemán, todos hacían un ruido extraordinario;
todos se leian con ansia, y circulaban á miles de ejemplares. Tam-
poco estaban mudos por su parte los teólogos católicos, ni tampoco
se mostraban muy templados en la impugnación de las doctrinas
del enemigo de la Iglesia. Se convirtió la Alemania en un teatro de
controversia y de disputas, donde las partes contendientes se ata-
caban con la mayor acrimonia y encarnizamiento.
El elector de Sajonia prolegia abiertamente & Lutero, y se mos-
traba inclinado & sus doctrinad Comenzaba el de Hesse á adoptar
sos mismos sentimientos. Todo el Norte de Alemania estaba ya me-
dio conmovido con la nueva secta, y el nombre de Lutero comenzó
á presentarse como ana potencia formidable.
En las disputas y contiendas religiosas se mezcla de tal modo la
política mundana, que es muy difícil distinguir la parle que perte-
nece á la convicción ó sea el fuero de conciencia, y la que se apoys
solo en ambición é intereses personales. Cualesquiera que fuesen
las opiniones de los principales que desde un principio se mostra-
ron tan favorablemente á las doctrinas de Lotero, y al fin las abra-
zaron, DO hay duda de que iban en ello miras políticas é intereses
de imporlaocía. En primer lugar, los hacia independientes de la
corte de Roma que, además de ser odiada, les sacaba dineros, con-
siderados en cierto modo bajo el aspecto de un tributo. En segundo
lugar les daba importancia á ellos mismos sobre las iglesias refor-
madas, de las que se erigían en prolectores y hasla en jefes. Gomo
en los puntos de la reforma enti'aba la abolición de los votos mo-
násticos, eran un nuevo cebo de ambición los inmensos bienes de
los monasterios que iban á entrar eo la circulación general, y en
cApimu) vni. 185
parte en sas propios patrimonios. Todas estas causas de un órdea
pnrameDte material y relativos al iolerés, explican muy bien, pres-
cindiendo de otros, que Lutero debió de ser un apóstol muy popu-
lar 6D aquellas circuostrucias. Encontró el terreno bien preparado
y le explotó con una habilidad maravillosa. Poseia cuantas cuali-
dades necesitaba para conmover la muchedumbre. Era elocuente,
atrevido, mordaz en si o en las acusaciones é in-
vectivas, ingenioso y ; mentes, con un gran fondo
de erudición en maten le que sabia hacer grande
uso. Gomo religioso,^ ion si no de santidad, á lo
menos de un hombre ajustado en sus costumbres. Gomo profesor
de la universidad de Wittemberg, contaba una muchedumbre de
discípulos, entusiasmados todos de su saber y genio. Escribía con
la misma focílidad que hablaba, y era tan infatigable con la lengua
como con la pluma. Conocía muy bien la índole de los que le leian ó
escuchaban, y se plegaba á todo cuanto contribuía & hacerle inte-
ligible. Era jocoso, festivo, hasta chocarrero; no hnia de las espe-
cies ó expresiones mas acres y punzantes, y sabia el arte de hacer
reír á costado sus antagonistas. Ya hicimos ver que en un princi-
pio se mostró circunspecto y hasta respetuoso con la corte de Roma,
cuya autoridad apostólica re^nocia. Al papa León X escribió cartas
muy sumisas, en medio de amonestaciones todas reverentes: eo
Augsborgo se arrodilló delante del cardenal Gayetano Vio que ve-
nia á examinarie, mostrándole todo el homenaje posible de vene-
ración y acatamiento. Has conforme se fué enfrascando en la dis-
puta, á proporción que las invectivas de sus antagonistas excitaban
sn bilis, y le hacían buscar nuevas armas de combate, aumentó su
valentía y arrogancia, dio mas y mas pasos eo la virulencia, en la
importancia de sus aserciones; manifestó lo ilegal, lo nulo de la
sentencia, negó la autoridad del Papa, cuya bula de condenación
quemó póblicamente; hizo ver en sn persona la del Antecristo, y
apeló á las decisiones del próximo concilio.
£n la corte de Roma no brillaron con este motivo ni la habilidad
ni la prudencia. Se tenían ideas muy escasas de Alemania en aque-
lla corte voluptuosa y magnifica, centro del lujo y de las artes. Se
despreciaba sin duda un país que pasaba por agreste y bárbaro.
Guando fué oído por primera vez el nombre de Lutero, tal vez pro*
vocó & risa. No es pues extraDo que León X hubiese dicho al saber
de sus proposiciones, que eran dispulas de frailes. Si hubiesen co-
lono 1. J7
I
iW HIST09IA DR ftUn II.
Qoeido el espirita políüeo del país, la disposioion de fius prioeipes y
el carácter personal de Lutero, tal vez con loaQa, con artifioioa^
con halagos, hubiesen llegado á dar al negocio un giro qnelea^-
Qeciese. Mas desde un principio se hizo pooo<^aso de la llamarada;
cuando se tomó en seria consideración, era ya un incendio; se creyó
que con la amenaza se templaría el espirita inflexible ó»\ rej^rma-^
mador, k cuya violencia dio mas temple. Cuapdo quisieron y pen-
saron apoderarse de su persona, se encontraron con que estaba
protegida por un príncipe de poder, jj^flueocia y crédito, k quien
estas circunstancias habian elevado afrango de vicario del imperio^
Negarse & entregar la persona del heresiarca, era deeli^rarse pajrti--
dario ó participe de sus doctrinas; apelar h ia decisión 4el (ondlio
para condenarle, como pretendia el elector, era una especie de de^
safio & la corte de Roma. El negocio se popia mas serio 4$ lo que
esta misma corte imaginaba.
Una de las grandes novedades que la doctrina de Lutero íntro-^
dttcia y propagaba, acaso la mayor de todas, no era ni la obedien-
cia negada al papa, ni la abolición de los votos monásticos, ni otras
alteraciones ianto en el dogma como en la disciplina. £1 mayor mo^
vimiento que estas novedades imprimieron en los ánimos , fuá la
independencia en materias de fe de las autoridades que la interpre-
taban y explanaban; fué el sostener que la Sagrada Escritura er^ la
mas segura, la sola guia que debia tener el cristiano en estas ma-
terias delicadas ; fué el sostener que ninguna interpretación de áv^
ches libros , dada por los hombres , podia ser obligatoria para las
conciencias. De aquí el nombre de libertad evangélica que los vas
cultos y el mismo Lutero dio desde un principio á la reforma. El
principio de la autoridad de la Iglesia, de la infalibilidad de los ooa^
cilios, de la especie de fe que se daba á las explicaciones de los
Santos Padres, vinieron á tierra en virtud de esta doctrina. Puesto
que las Escrituras eran las solas fuentes de la fe , era natural que
los cristianos se dedicasen á estudiarlas, á penetrarse de su espirita*
Uno de los grandes trabajos literarios de Lutero fué la traduccíoa
de la Biblia en alemán, y aunque esto fué algo posterior á su pro-*
sentacion en Augsburgo , muestra bien el espirita que respiraba*
sus doctrinas. De la Biblia traducida al alemán ya se conociían doce
ediciones á fines del siglo anterior, mas fué la suya la que adquirió
nnayor popularidad ^ sea por su verdadera mérito , ó por otras cir-
cunstancia». De la Sagrada Escritura sacaba él la mayor parte da
CAPITULO VIII. 127
sw arigameDtos, y como la autoridad de sus intérpretes, armagran-
tte coQ que ie combatían, era lo primero que él negaba, se hacíala
cuestión interminable. La Alemania estaba inundada de argumen-
tos y argumentadores en los dos sentidos. K todo el mundo llama-
ba, aunque no fuese mas que la curiosidad de saber cuál era el
motifo de tanta controversia. Por precisión, pues, se babia de pre-
gmtar^ de inquirir , de leer , de estudiar, de confrontar citas , de
nutrirse cada uno, y siempre en progresión , de lo que le era mas
necesario para ofenderse é defenderse. Todo esto circulaba con una
rapidez prodigiosa por medio de la imprenta. Asi se difundió poco
á ;h)co el espíritu de discusión y de disputa. ¿Y quién no ve que la
emancipación espiritual que se propalaba y sostenía , preparaba el
camino á la politi^, si ya no se bailaban enlazadas?
Ta hemos dicho que el emperador Maximiliano falleció durante
el gran calor de todas estas controversias. Nombrado el elector de
Sajonia vicario del imperio durante el interregno , fué uno de los
candidatos para tan alta dignidad; mas tuvo la prudencia de no de^
jarse llevaí' de esta ambición , y contribuyó poderosamente á la
elección de Garlos de Austria, rey de Espafia. Coronado este empe-
rador en Aquisgran ó Aix la Ghapelle , ningún negocio se presentó
de mas consideración y urgencia que el de la escisión religiosa que
despedazaba la Alemania. Estaba Lutero condenado en Roma, y el
papa «rgia porque se llevase á cabo la sentencia. Mas el empera-
dor y demás príncipes de la confederación, consideraron que el m-
godo tenia al mismo tiempo que religioso un carácter demasiado
político, para no ser tomado en cuenta por las potestacks témpora*
les. Se creyó que era un asunto bastante digno por su importancia
de la convocación de una dieta que se decidió celebrar en Worms,
ante la que debia comparecer Lutero , á dar cuenta de su doctrina
y su conducta. Fué en efecto la dieta convocada , y citado á ella el
predicador de las nuevas opiniones.
Necesitaba Lutero (1521) un salvoconducto para presentarse en
Worms, y aun este documento debia serle sospechoso,' recordando
que babia sido violado el dado á Joan de Huss por Segismundo.
Concedió el salvoconducto Garlos V, y Lutero sin duda fiado en la
grande y poderosa protección del elector de Sajonia, no dudó de di-
rigirse ¿Lworms, á donde acudió el emperador con todos los elec-
tora, príncipes y dignidades seculares y eclesiásticas que compo-
nían aquellas grandes asambleas, Gomo el asunto era principalmente
128 HISTORU DE FELIPE II.
eclesiástico, se reuníeroD muchos teólogos , y entre ellos , los ma*
yores contrarios de Lutero. Hizo gran sensación en Worms la lle-
gada de este hombre ya tan célebre. Unos por afecto á sus doctrí*
ñas, otros por contrarios sentimientos, los mas, atraídos solo del gran
ruido de su nombre, acudían á verle por donde quiera que pasaba.
Rodeado de una inmensa muchedumbre, llegó al palacio donde es-
taba reunida la dieta, y se presentó en ella sin dar indicios de inti-
midarse & la vista de una asamblea tan numerosa y respetable. Le
interrogó Eck, uno de sus impugnadores mas encarnizados , y le
mandó manifestase si se reconocía autor de los escritos cuya lista
iba & leerle. Concluida la lectura, respondió Lutero que todos eran
obras suyas; mas que para responder sobre ellas, necesitaba le die-
sen algún tiempo. Le replicó Eck que puesto que las habia com-
puesto, precisamente las habia meditado ; y que por otra parte era
imposible que no hubiese pensado en lo que tenia que responder,
sabiendo el motivo con que á la dieta era llamado. Se le dio , sin
embargo, un dia de término para que meditase su respuesta. Al
siguiente se presentó Lutero de nuevo en la dieta , y pronunció un
discurso larguísimo en explicación y defensa de sus opiniones. Mas
la dieta de Worms no habia tenido por objeto abrir un campo de
disputa y controversia, sino el pedir cuenta de sus doctrinas, ó mas
bien adquirir una certeza legal de si en efecto las había propalado
de palabra ó por escrito. Habiéndose declarado en efecto autor de
aquellas obras, se le pidió su retractación, y esta ia negó Lutero.
Pensaba el emperador , pensaban los legados del papa y los demás
principales personajes que se intimidaría con su presencia el atre-
vido innovador; mas sea que este hiciese punto de conciencia el ra-
tificarse en sus principios , sea que su carácter resuelto le hiciese
prescindir de todas consideraciones personales , sea que se fiase de
las simpatías secretas de que era objeto por parte de muchos de la
dieta, persistió en su negativa sin mostrarse intimidado.
En cuanto á su persona , ya no quedaba á la dieta mas partido
que el despedirle en virtud de un salvoconducto. No faltaron quie-
nes aconsejaron al emperador que se le retirase, haciéndole ver los
servicios que en esto baria á la Iglesia; mas á Garlos Y pareció una
mengua de honor la violación de la palabra. Se le devolvió á Lutero
su salvoconducto, dándole el término de veinte dias para atender &
la seguridad de su persona , con la prohibición de predicar en el
camino. Inmediatamente se salió de Worms Lutero con este res<*
CAPITULO VIII. U9
guardo; mas eo cuanto á predicar en el camino, faltó á esta condi-
ción, diciendo que primero era lá causa de Dios que la de los hom-
bres. A observar Garlos V este principio, según lo que por la causa
de Dios se entendía entonces, no lo hubiese pasado bien Lutero; pero
el emperador se mostró en la ocasión mas generoso.
De todos modos corría la persona de Lutero un gran peligro. Con-
denado en Worms, como lo habia sido en Roma, sin mas resguardo
que un salvoconducto por veinte dias, hubiese sido víctima de mu-
chas asechanzas, sin encontrar asilo seguro en parte alguna , á no
haber tomado el elector de Sajonia la resolución de apoderarse vio-
lentamente de su persona, y encerrarle en la fortaleza de Wartz-
burgo, donde le puso al abrígo de todas las pesquisas.
Poco tendremos que decir de Lutero, debiendo de ocuparnos casi
mas de los luteranos que de su persona. Se habia ya impreso un
gran movimiento con energía , hasta con violencia , y creado una
nueva época en el mundo político , moral é inteligente. Aunque el
mismo innovador lo hubiese pretendido, no hubiese ya podido des-
truirla. Mas no fueron tales sus designios. Encerrado en lo que lla-
maba su Patmos , emprendió con nuevo ardor sus tareas literarias.
Allí comenzó ó concluyó su famosa traducción de la Biblia y otros
tratados teológicos. Vuelto al mundo cuando ya no coriria peligro
alguno, y al seno de su iglesia y universidad , continuó siendo ob-
jeto de entusiasmo, de veneración y de respeto. Para dar el ejemplo
con el precepto, se casó con una religiosa, de quien tuvo hijos, sin
que esta unión hubiese sido objeto de escándalo para sus sectarios,
Di disminuyese la consideración personal de que gozaba.
Excitó la presencia de Lutero en Worms diversos sentimientos.
Sin duda sus secretos partidarios aplaudieron su persistencia y ne-
gativa á retractarse; mas no se atrevieron á defenderle abiertamen-
te. Se mostró el emperador muy ofendido con la conducta del in-
novador, y publicó una carta en alemán, haciendo profesión de su
fe católica, declarando que no quería se tuviesen mas consideracio-
nes con Lutero. El salvoconducto que le dio de despedida fué aplau-
dido por algunos, reprobado por los que mas celosos se mostraban
por la fe católica. En el acto de despedir á Lutero , se publicó un
edicto de la dieta, condenando sus doctrinas. Se hizo en él enume-
ración de todas sus herejías , y de su condenación por el pontífice.
Se daba cuenta de lo ocurrido durante las sesiones de la dieta; que
se habia llamado á Lutero á Worms ; que se le habia preguntado
180 msTOBiA m nuFi ii.
si eran suyo* los libros qoe corrían como tales ; que en vista de la
afirmativa se le había mandado que se retractase; y que habiéndose
negado á ello , se le daba para salir el término de ydnle días , pa»
sados los cuales, se declaraba rebelde , rao de lesa malestad , con
orden á todos de que le persiguiesen .
Declaraba el edicto de Worms ilegal la reforma establecida por
Lulero; mas estaba demasiado adelantada ya la obra, para que con
un pliego de papel viniese al suelo. No disimulaban los príncipes
luteranos su intención y sentioúentos. Para muy pocos era un mis-
terio el confioamiento del reformador, y bajo qué auspicios se ha-
llaba al abrigo de todas las pesquisas. Era ya una escisión en toda
forma , en que la política se hallaba tan mezclada con la religión,
que no se sabia á cuál se habia de atribuir la mayor parte. Bajo
este doble aspecto debia de ser odiada del emperador; mas como ya
hemos dicho en otro lugar, no podía roipper por entonces con unos
príncipes, cuyos auxilios le eran necesarios contra el turco. Por
otra parte, los muchos y complicados negocios que le rodeaban á la
vez, le impedían consagrar á todos las miañas atenciones. Despaes
de publicado el edicto de Worms, tuvo que volver á Espafia, donde
le llamaba la aUuacion del país, sacudido por la guerra de las Co«
munidades. En seguida queídó ocupada poderosamente su atendoD
con las campanas contra los franceses. En 1522 se celebró una dieta
en Nuremberg, presidida por el archiduque Fernando, hermano del
emperador , á donde mandó un legado el papa Adriano VI , con la
comisión de promover la ejecudon de los artículos del edicto de
Worms, y la liga de los príncipes de Alemania contra Solimán, que
avanzaba sobre Hungría. Entraba también en sus instrucciones el
hacer ver & la dieta , que el pontífice era el primero en reconocer,
que el azote de la herejía era una especie de castigo de la divina
Providencia, por los pecados de los príncipes y grandes prelados
de la Iglesia; por los vicios y abusos que se habían introducido en
su gobierno, y que solo con el objeto de trabajar por su reforma,
se habia decidido á aceptar su elevada dignidad, á que sin este mo«
tivo hubiera renunciado, etc.
Esta ingenua confesión del papa Adriano hace mucho honor á su,
¡ffobidad , á su virtud y & su celo apostólico ; mas fué censuada
cono un rasgo de imprudencia por los magnates de la curia, á cu-
yos o}os era el nuevo papa incapaz de gobernar la nave de lalgle«-
sia. Hacia sus virluées maaifestaban /gran respeto; mas decían que
CAPrniLQ ym. 181
$ra preferible para gobenar la Iglesia una gran pradencia con me^
diana probidad, & la santidad <^q menos de prudencia (1). E9 iioa
verdad histórica que el papa Adriano con sus virtudes, con su celo
por la reforma de abusos y costumbres , fué^el menos popular de
todos los pontífices de aquella época, y que causó tanto disgusto su
exaltación, como su muerte contento y regocijo* Nada retrata mas
al vivo aquella corte y aquel tiempo.
\a leigaeion no produjo efecto alguno. Respondieron los de la
dieta en los términos Qias respetuosos al pontífice, mas que nada
podían hacer en las actuales circunstancias. £ra la escisión un he*
cho consumado. Lotero había vuelto á Wittemberg, y pública-*
mente entendía en el arreglo de su nueva iglesia.
Otra dieta SQ celebró al afio siguiente en Nuremberg: también
envió á ella su legado el papa, que ya no era Adriano VI, sino dó-
mente y II; mas tampoco produjo resultado en cuanto k la ejecu-
ción de los artículos del referido edicto. La guerra que poco des-
pués se declaró entre el papa y el emperador, no podía menos de
$er favorable k los intereses del luteranismo en Alemania.
A la paz entre el Papa y Garlos Y, se celebró por orden de este
otra dieta en 1589, y se reunió en Spira, adonde concurrieron va-
ríos príncipes que ya se habían declarado casi luteranos. Lo que
prueba los progresos que habia hecho la doctrina es que pidieron
La revocación del edicto de Worms fulminado contra la persona do
Lutero, é indirectamente contra las suyas propias; mas como se
bailaba aun en minoría, se vieron rechazados. Contra esta negativa
protestaron, y de esto les viene el nombre de prokstaníes, con que
se conocen indistintamente en el dia los que entonces y desputs se
separaron del seno de la Iglesia. Apelaron los protestantes al pró-
ximo concilio, cuyo nombre solo llenaba de inquietudes y zozo-
bras á la corte de Roma.
Estrechaba el papa por un lado; los protestantes por otro: el
torco amenazaba: Francisco 1 se mostraba muy propenso k sacar
partido de estas disensiones. El emperador aguyooeado do tantas
cosas k la vez, convocó una dieta en Augsburgo, bailándose en
Italia k su vuelta de Espafia. Se celebró la dieta en 1530 con gran
pompa y esplendor, como una reunión de que se esperaba un resul-
tado decisivo. Prepararon los teólogos de ambas iglesias sus armas
(I) Pallaticint. libr. 11. La aatoridad de este caidenfll m f iiwlee^rildiiiagiNl nMoMsi^QlQeii •
13f! HISTOBU DB FBLIPB H,
como para un gran certamen. No asistió Lulero, aunque estuvo &
una legua de Augsburgo; mas se presentó su amigo Melancthon
que pasaba por su primer discípulo y el mas sabio de su escuela-
Redactaron los protestantes los artículos de su nuevo Credo, cono-
cido con el nombre de la Confesión de Augsburgo. Los católicos le
rechazaron fulminando un decreto contra ella; con lo que volvieron
los luteranos & protestar y á apelar al próximo concilio.
Formaron entonces los protestantes la famosa liga, que tomó el
nombre de Smalk&ldica, del pueblo de Smalkalde, donde fué ajus-
tada. Todo amenazaba una ruptura, y Francisco I se apresuraba á
sacar partido de la ocurrencia uniéndose con los disidentes; mas
Garlos V supo por entonces conjurar la tempestad, expidiendo en
Spira en 1532 un decreto de tolerancia, ínterin se reuniese el pró-
ximo concilio.
Se fortificaba la liga de los protestantes y adquiría cada vez mas
importancia. Ya no querían concilio, y en esto eran consecuentes.
¿Qué se había de discutir y decidir en él á menos de que se com-
pusiese de individuos de entre ambas comuniones? Veia muy bien
el emperador que ó tenía que reconocer la nueva religión, ó acudir
á la fuerza de las armas. Contra la liga Smalk&Uca ó protestantes,
formó la liga católica, que hubiese impuesto á la contraria, á do
haberse empeüado en la desgraciada expedición de Argel, cuyos re-
sultados motivaron ó aceleraron la ruptura de las hostilidades con
la Francia.
No se aprovecharon los príncipes luteranos de estos apuros del
emperador para llevar adelante sus designios. En lugar de aliarse
con Francisco, acudieron á la dieta que Carlos convocó en Spira
en 1543, y le dieron socorros para hacer la guerra. Mas después
de la paz de Crespi, cuando se hallaba el emperador libre ya de
este embarazo, fué cuando rebulleron con mas fuerza, fin la dieta
de Worms, celebrada en 1545, se negaron los príncipes alemanes
& concurrir al concilio de Trente y dar auxilios contra el turco: en
la de Ratisbona, en 1546, donde los príncipes católicos se adhirie-
ron á las decisiones del concilio, volvieron á protestar los lutera-
nos. Por una y otra parte faltaba la sinceridad y se acumulaban
motivos de desconfianza y de sospecha. Los protestantes se sentían
cada vez mas fuertes, y en el emperador crecia la intolerancia con
la secta y el odio que era natural hacia los que desairaban su aa-
torídad como jefe del imperio.
CAPITULO vni. 133
Por aquel tiempo falleció Lutero traDqQilamente en EislebeD,
pueblo de so nacimieDto, en febrero de 15i6. Por lo poco que se
ha dicho de su c«rácter y su vida, se ve que fué un hombre ex-*
traordiaarío. Formaba la obstifiacion y la violencia el distintivo
principal de su carácter: sin ellas no hubiese triunfodo de tantos
obstáculost como debió de eacontrar el establecimiento de su secta.
Era la virulencia que reina en todos sus escritos el sello de la polé-
mica del tiempo, ni respiran mas indulgencia los escritos con que
se combatían sus doctrinas. Era Lutero un hombre instruido, de
una vasta erudícioB en materias eclesiásticas , infatigable escritor,
orador fácil y elocuente. No eran sus conocimientos puramente de
on orden teológico, ni sus gustos todos de un controvertista. Era
apttHonado de la música, que cultivó toda su vida. También ma«
nejó algo el pincel, enttndió en relojería y jardinería; y de su afi-*
cMo á las letras humanas ha dejado suficientes testimonios. Nos
quedan de él muchas obras en latín y en alemán, muchas cartas
femiliares, y hasta sus conversaciones de sobremesa, que han tras*
mitido con gran diligencia sus discf pufos. Concluiremos, con un di*
cho suyo, que nos muestra al menos la variedad de sus lecturas:
«Nadie comprenderá á Virgilio en sus Bucólicas, si no ha sido
cinco aOos pastor.
«Nadie comprenderá á Virgilio en sus Geórgicas, si no ba sido
cinco aSos labrador.
x>Ifodie puede comprender á Cicerón en sus cartas, si no ha to«
inado parte durante veinte aOos en los negocios de fln gran estado.
«Nadie crea babor gustado bastante de la Santa Escritura, si no
b* gobernado durante cien aOos las iglesias con los profetas Elias
y Elíseo, con Juan Bautista, Cristo y los Apóstoles.
Hanc tu ne divinam ^oeida tenta,
Sed Testigia pronos adora.
«
oSddMS pobres mendigos. Boc est verum. H februarii anno 1546
(escrito en Eisleben dos dias antes de su muwte).»
Hemos visto en el capítulo IV la gran liga que se formó enton-
ces por los protestantes, y de qué modo se separaron de ella lama*
yor parte de sus miembros, por la política y artificios del príncipe
Mauricio de Sajonia. No se concibe fácilmente, como en vista de
€Sta separación ó defección se mantuvieron solos en la palestra el
Blector de Sajonia y el Landgrave de Hesse. Mas la derrota que
Tomo I. 18
134 HISTORtil D& P£L1PE íí.
padecieron en los campos de Muhlberg por las armas del emperador,
se presenta como un efecto natural de su imprudencia. La severidad
que Carlos V desplegó después de la victoria, muestra los verdaderos
sentimientos de su alma, y que toda la moderación y tolerancia que
antes habia manifestado, solo se debian á la necesidad, y á los apuros
que por todas partes le rodeaban. Victorioso ahora, cambió com-
pletamente de tono, y anunció que era un jefe en todo y por todo
del imperio. Ya hemos visto con qué severidad, mejor diré, con qué
dureza fué tratado el Elector, y en seguida el Landgrave, á pesar
de sus humillaciones, y que quiso ser tan absoluto en religión,
como en el resto. En la dieta de Áugsburgo, celebrada en 1548,
se presentó con todo el aparato de la majestad, rodeado de los ins-
trumentos de sus triunfos. Allí dictó el Iníerim, es decir, el estado
que el culto habia de tener, y lo que los fieles debian de creer,
hasta que el concilio que estaba reunido en Trento, decidiese estos
puntos importantes.
No se sabe hasta dónde hubiese llegado la política de Carlos Y
en esta parte, á no encontrar un enemigo encarnizado, al paso que
falaz, en el príncipe Mauricio. Guando secreia en el apogeo del po-
der, se vio hostilizado por quien debia considerar como su apoyo,
pues era su protegido y su hechura. Cuando seguía su obra de
persecución, se vio perseguido y humillado. Soltó al elector á la
fuerza, habiendo malogrado la ocasión de mostrarse generoso; y
para complemento de desaire y de violencia, tuvo que firmar el tra-
tado de Passaw, por el que se estableció el libre culto de una reli-
gión, de la que habia sido enemigo constante y decidido, por ideas,
por convicciones, y por celo de su suprema autoridad como jefe del
imperio.
Como fué este el último acto del emperador relativo á controver-*
sias religiosas, sobre todo en la Alemania, aquí deberíamos termi-
nar esta materia de luteranismo en aquellas regiones, durante su
reinado, si su importancia y poderosa influencia no nos obligasen
á entrar en otras consideraciones.
*Que el movimiento imprimido por Lulero en los espíritus dé stt
nación y su siglo fué grande y poderoso, toda la historia de dicho
siglo y el siguiente lo demuestra. Otros reformadores, y aun mas
atrevidos que él, se presentaron en seguida, como haremos ver muy
luego; mas se quedará siempre á su cabeza, por haber sido el pri-»
mero en aquel siglo, por estar su nombre mezclado con negocios
GÁPITDLO vin. 135
políticos de grande bulto y traseendeocia, y porqoe los sucesores
sayos hicieron poco mas que moverse por sus huelías. No podía
menos de originar su doctrina disturbios y escisiones en mas de un
sentido, y no solo formar una iglesia separada de la de Roma, sino
subdivir la cismática en otras tantas ramas como podian ser los que
por conciencia, por ambición política ú otras causas, se erigiesen
en reformadores. Estableciendo Lutero por principio que era nula la
autoridad de los concilios, de los santos padres, de la corle romana
en materias de dogma, y que la verdadera fuente de la fe se ha-
llaba tan solo en la Escritura, daba á entender que la habían inter-
pretado nftl, ó por ignorancia ó por malicia. Esta autoridad de que
despojaba á los demás ¿á quién la transferia? ¿Quién era el intér-
prete legal de unos libros de que otros habían abusado? ¿Lo era él
mismo? Mas según sus propias doctrinas podia también equivocar-
se. ¿Qué derecho tenia nadie, siguiendo este principio, de imponer
su opinión ó su creencia á los demás? ¿No era esto lo mismo que
decir, que podría haber tantas creencias ó dogmas, cuantos fuesen
los hombres, que después de acudir á la fuente, es decir, á con-
sultar la Escritura, pudiesen interpretarla de distinto modo? Así la
diversidad, la discordancia, la anarquía, por decirlo de una vez, en
materías eclesiásticas y de dogma, eran una consecuencia natural,
inevitable del principio del sacudimiento del yugo de la autoridad,
sentado por Lutero. Previo con amargura este innovador que mu-
chos siguiendo su ejemplo sacudirían el de la suya propia, según
aparece de algunos pasajes de sus memorias mismas. Consta tam-
bién de ellas, que tenia dudas de algunas cosas que había dicho,
que le pesaba de haber ido en otras demasiado lejos, y atribuyén-
dolo á la virulencia con que había sido tratado por sus enemigos.
Sea por esto, ó porque no se tuviese por suficiente autoridad, es
un hecho que dejó muchas cosas por decidir de un modo claro, y
que sobre otras no quiso pronunciarse. Habiendo abolido los votos
monásticos, jamás quiso valerse de su influjo para expeler de los
conventos las personas que no querían abandonarlos. Mostrándose
enemigo de las misas rezadas, pensó que debían conservarse las
cantadas, con tal que se mezclasen en ellas algunos salmos en ale*
man, que diesen un aire nacional á dicha ceremonia. Sobre el pur-
gatorio no fué explícito; y en cuanto á la presencia real en la Eu-
caristía, no solo no la negó, sino que se mostró enemigo de los que
la rechazaban. Uno de los grandes tormentos de su vida, fué la
1S6 HISTOBIA M FRLIPE U.
muchedumbre de consultas en materias de creeocia een que le abm^
naban, y á quieoes do podia dar uua respuesta calegóríea. Vino
bástante para ver otros innovadores ponérsele delante, y zaherirle
por la timidez de sus doctrinas; para deplorar abusos que hacían
de ellas la ignorancia y la ferocidad, y para conocer por experieo**
cía, que si los luteranos representaban un gran papel en el mun-^
do, no se hallaba Lutero en el apogeo de su autoridad y de su glo-
ría. No fueron su4 últimos aQos muy felices, y su muerte vino sin
duda á libertarle de mucha ansiedad y mucha angustia.
Antes de pasar del luteranismo á otras sectas religiosas que en
Alemania y en otras partes se planteaban, nos extenderamos algo
mas sobre los efectos que bajo el aspecto político, la reloniia en
aquel país produjo. Prescindiendo del influjo que pudo tener la pro--
pia convicción ó la conciencia, hemos indicado qoe á los príncipes
que abrazaron la doctrina de Lutero les asistían motivos políticos
para separarse de Roma: el ahorrarse por una parte las eontribu*^
cienes indirectas con que á los gastos de aquella corte conourrian,
y además el aprovecharse de los despojos de la Iglesia, dtodose h
ellos mismos mas importancia con respecto al jefe del imperio.
Los mismos sentimientos que animaban & los grandes h6oia otro
mayor, debían do influir en los pequefios en sus relaciones con los
grandes. A la emancipación evangélica no podían menos de seguir-
se disturbios políticos, y una pugna para obtener en lo civil los
mismos efectos que en lo religioso. A las opiniones de Wickff se
siguió en Inglaterra la facción de los Lolardos. Tuvo por conse-*
cuencia el suplicio de Juan de Huss y de Jerónimo de Praga la
guerra de los hussitas en Bohemia. A los principios de las inoova««
cienes de Lutero, y aun antes, se insurreccionaron una muchedam^
bre inmensa de aldeanos ó labriegos en Suavia, en Franconía^ en
Alsacia, en los círculos del Rhio, en otras parles de Alemania, pi-
diendo con las armas ser libertados del yugodelosseOores, alegan-*
do los derechos que como á cristianos les estaban asignados eo d
Evangelio. En doce artículos extendieron las condiciones de su pa-
cificación y desagravio; debiendo decir por amor á la imparcialidad
que muchos parecían justos, y que sus mismas quejas muestran
bien el grado de abyección y servidumbre en que vivían. Citaremos
algunos: que se les permitiese elegir su pastor y deponerle, siendo
cuenta de ellos el pagarlo: que no fuesen propiedad de nadie: que
se aboliese el derecho exclusivo de caza y otras cosas comunes: que
GiFlfULO VID. 131
M aliviatn los serrícioB péblicos y qoe se disfniDuyesen las contri*
eiones.
Se creyó Lotero como interpelado en esta grave controYersía, y
tavo á ponto de deber y honra el prononciarse. Bn lugar de nios-
tararse favorable á los labriegos, les afeó so insnrreccíon y so alza-
miento, diciéodoles qoe no era de cristianos vindicar sos agravios
con las armas en la nano: qoe acodiesen á las de la moderación y
de la sáplica. Con la misma energía qoe á los labriegos, se dirigió
á los señores, echándoles en cara so espirito opresivo, exhort&n-*
doles á la misericordia y & la indolgencia;conclo yendo por propo-*
oer á los partidos una avenencia por medio de motóos delegados.
Con este término medio de condocta qoe adoptó Lotero por no com-
prometerse mas abiertamente, no dejó contenta á ninguna de las
partes. Se remitió el negocio al folio de las armas, y se decidió en
fiívor de los seliores, quedando sos enemigos vencidos, derrotados
y dispersos. So jefe principal llamado Moncer, hombre osado y fe-
roz, qoe arrastraba la mochedombre con so elocoencia violenta y
saoguinarm, pereció en el cadalso con los principales de sos oóm-
íbices.
Ro mostró Lulero pesadumbre por este desenlace de la insurrec-
don de los labri^s. Se consideró al contrario conni on josto cas-
ti§94e OA crífnefl de desobediencia. Y tal vez se alegró en secreto
de ver reprimidos «nos excesos y desórdenes qm los católicos aclMH
caban natoral mente á sus doctrinas.
Fué esta goerra de los labriegos en extremo cruel y sanguinaria.
Se abandoaaron los iosorgentes á toda soerte de foror y desenfreno
como toda muchedumbre guiada por sus instintos groseros, que ha
sacudido el yogo de la subordinación y disciplina. Si su conducta y
la suerte de sos armas excitó tan pocas simpatias en Lutero, d in-
cendio que promovieron el aOo de 1534 en Munster los anábaptis-<
tas, fué objeto de mi cólera y de ana indignación violenta.
Eran los anabaptistas una secta, donde se predicaba, entre otnas
cosas, que los hombres no debian bautizarse hasta ser adultos; por
caya razón , siendo el bautismo de la infancia nulo , no se pedia
salvar quien no lo renovase. En apoyo de esta novedad, citaban el
bautismo de Cristo en el Jordán, antes de tomar el camino del de-
sierto. Se introdujeron estas innovaciones en Munster, donde, desde
el afio de 1530, había penetrado la doctrina de Lutero. No se des-*
cuidaron , como sucedía á todos , de propalar y difundir la suya,
188 HISTOEU DE FBUPB II.
que no dejaba de encontrar prosélitos. Iba sn predicación acompa-
sada de vociferaciones , de violencias ; y entre los ardientes entu-
siastas se dislinguia un sastre llamado Juan de Leyden, por su elo-
cuencia, y la audacia con que había contribuido á introducir aquella
novedad en Munster. Mostraban hacia la iglesia de Lutero la misma
aversión que á la de Roma, lo que era un nuevo motivo de pugna
entre ambos bandos. Hay cuatro profetas, decian los anabaptistas;
dos verdaderos y dos falsos. Los primeros son David y Juan de Ley-
den : Lutero y el papa los segundos. Al fin los católicos y los lute-
ranos expelieron de la ciudad á los anabaptistas; mas volvieron en
mucho mayor número y con mas audacia , corriendo las calles,
exhortando & los hombres á la penitencia, al mismo tiempo que se
apoderaban de los puntos fuertes, de la casa de ayuntamiento y de
la artillería. Los católicos y protestantes se armaron por su parte
para atacar á los anabaptistas , y después de varios combates sin
resultado alguno , se convinieron en que cada uno ejerciese libre-
mente su creencia. Los anabaptistas, sin miramiento á este tratado,
llamaron en secreto á los de su persuasión , que se hallaban en Iob
pueblos inmediatos. Guando los luteranos y católicos vieron que la
ciudad se llenaba de gente forastera, se salieron inmediatamente los
ricos del pueblo, como pudieron, dejando solo dentro á los mas
pobres. Entonces los anabaptistas se apoderaron del mando, depu-
sieron el ayuntamiento y foranaron otro nuevo. De allí á unos
dias, despojaron los conventos y las iglesias, corrieron las calles,
llamando á gritos á los hombres á la penitencia, á que recibiesen
el bautismo, amenazando con la muerte á los impíos que no se
marchasen al instante. A todos los que no eran de su secta hicieron
salir de Munster, sin distinción de edad ni sexo.
Dnefios de Munster los anabaptistas, mandó uno que pasaba
por profeta, Juan Mattiesseu, que todos pusiesen sus bienes enco*
mun, y que nadie ocultase nada, pena de la vida; apoderándose
asimismo de los de los fugitivos. Se mandó asimismo que no se con-
servasen mas libros que la Biblia. Todos los demás fueron quema-
dos en la plaza de la catedral, estimándose su precio en mas de
veinte mil florines.
Habiendo muerto á las puertas de la ciudad este profeta por las
tropas del obispo que la sitiaban, le sucedió en el cargo Juan de
Leyden, que tomó á su viuda por esposa. Dieron á pocos dias los
sitiadores un asalto, que fué rechazado con gran pérdida. Adquirió
CAPITULO Vil. 139
con esto Joan de Leyden nuevo crédito, que le hizo mas osado. Nom-
bró doce .fieles para que fuesen los anciaoos de Israel: declaró que
Dios le habia revelado nuevas doctrinas sobre el matrimonio. Los
predicadores con quienes la discutió, abrazaron su opinión, y por
tres dias consecutivos predicaron la pluralidad de las mujeres; doc-
trina que fué inmediatamente puesta en práctica, con todas las vio-
lencias del mas bárbaro libertinaje.
En la fiesta de San Juan de 1534, un nuevo profeta de oficio
platero, llamado Warendorff, reunió al pueblo y le anunció que
había tenido una revelación en virtud de la que debia reinar Juan
de Leyden sobre toda la tierra, y ocupar el trono de David, hasta
el tiempo que el Dios padre vioiese á pedirle la entrega del gobier-
no« Los doce profetas fueron depuestos, y nombrado rey Juan de
Leyden.
Se rodeó el nuevo monarca de una corte completa, magnífica y
pomposa; creó todos los cargos y empleos que se ven en ios pala-
cios reales; elevó á una de sus mujeres al rango de reina; se hizo
con un tren de cuarenta ó cincuenta caballos, todos ricamente en*-
jaezados. Adornado con los trajes mas magoificos hechos con ves*
tiduras de la Iglesia, se presentaba en la calle con todo el aparato
de un gran rey, acompañado de pajes, uno de los que llevaba su
fiiblia y su corona, y otro su espada desnuda. Al mismo tiempo se
abandonaba á todos los excesos de la crueldad, de la licencia y
desenfreno. Habiendo dicho una de sus reinas á las compañeras que
DO creia conforme á la voluntad de Dios que dejase perecer al po-
bre pueblo de hambre y miseria, la hizo conducir á la plaza del
mercado en compaDía de sus demás mujeres, y habiéndola man-
dado que se arrodillase en medio de sus compafieras, prosternadas
como ella, la cortó con su misma espada la cabeza. Las demás rei-
nas cantaron gloría á Dios en las alturas, y el pueblo se puso á
bailar en torno del cadáver*
Tanto delirio y desenfreno no podian ser de larga dura. Se es-*
trochaba el sitio, y los de adentro estaban reducidos á la última
miseria. Llegó á ser tan grande el hambre que se distribuyó la
carne de los muertos, exceptuándose solo los que hablan tenido en-
fermedades contagiosas. El dia de San Juan de 1535 se dio otro
asalto y se tomó la plaza después de una obstinada resistencia. To-
dos los anabaptistas fueron pasados á cuchillo. El rey y su teniente
fueron cogidos prisioneros, y después de mas de seis meses de pri-
140 HÍSTOllÁ DI FRUPB II.
sioD, salieroD al suplicio, donde fueroD ateDateados y muertos de
uoa puAalada eo el pecho, después de una hora de tormento.
Esta catástrofe atroz de los anabaptistas de Hunster, fué la úl*^
tima de esta clase que tuvo lugar en Alemania en toda la primera
mitad del siglo á que dos referimos* Ya veremos repetidos, no pre-
cisamente los mismos horrores, mas otros que se les parecen, en
Suiza, en Francia, en los Paises-Bajos, en Escocia, dando por re-
sultado la observación exacta de que las guerras religiosas han
sido siempre, en su género, las mas crueles y atroces de las
guerras.
Hemos indicado que no se concreté el luteranismo simplemente k
la Alemania. En los mismos tiempos de que hablamos, no dejó de
penetrar por Francia y por Italia; llegó basta Espafia, á donde le
llevaron los soldados luteranos de Carlos Y, pues en las filas impe-
riales teDian cabida todas sectas y naciones. Una gran parte de
los excesos, sobre todo las profanaciones que se cometian en Roma
durante su ocupación por las tropas de aquel príncipe, se atribuye
\ los soldados luteranos.
Para concluir todo lo relativo & las contiendas religiosas de Ale-
mania eo la época de Garlos Y, diremos dos palabras acerca del
Concilio de Trente, hecho histórico demasiado interesante, para que
se pase en silencio tratándose de tales controversias. Como hecho,
le bosquejaremos, pues, con sencillez y concisión, sin ningún exá^
men, sobre todo en la parte teológica. (1)
La idea de un concilio ó de cualquiera otra asamblea de esta cla-
se, debió de ocurrir y ocurrió efectivamente en todas las novedades
extraordinarias, en todos los graves conflictos , en las escisiones de
efectos muy trascendentales, en cuantos peligros amenazaron laiit-
ve de la Iglesia. Todos los grandes concilios generales representai
efectivamente algunas de estas situaciones. No es extrafio , pues,
que cuando la herejía de Lutero tomó tanto incremento en Alema^
(I) fi^Dtre los varios histñlador^ qoe consagraron su pluma á la descripción de este Concilio tfe
dtotingaan dos, marcados por la dlTeran Indcde y caráeter de sas narraciones. BI uno es Kea
Paolo Sarpi, fraile servita veneciano, nada adtelo á la caria romana^ y propenso á emplear siem-
pre el lenguaje de la censura y hasta de la sátira. El segundo es el cardenal Palaviclni« cuya his-
toria parece principalmente dirigida á refutar los errores del primero que designa con el nombre
de SuavBj pues bajo el pseudónimo de 8uat€ Polano publicó en Londres por primera vei f ra Paolo
su historia. Como en los hechos substanciales, que son los que nosotros consignamos, convienen
los dos con corta diferencia, de cualquiera de los dos podríamos tomarlos, mas para no errar en
esta materia delicada nos valdremos exclusivamente de la del Cardenal, y á él exclusivamente ttoe
referimos en un todo sobre lo poco que, según el olijeto de nuestra obra, tendremos que narrar de
este Gonenio.
OMroiO vfíf. 141
Bía, 66 %fttft la opíftkm m uq ConciLio, cono la medida mas
eficaz, para curar estos males de la Iglesia. Los mismos protestan^
tes parecian desear esta celebración, cuajoido apelaron al próximo
GoodKo; al protestar contra ia deoisioDes de Spira y de Augsburgo;
basta Lulero tocó esta especie en respuesta á su condenación en
Roma. Deseaba mucJM este concilio Garlos Y, tanto por objeto de
acabar asi ooo la berejía, como con el fin de que se biciesen aquellas
reformas sobre disciplina y gobierno temporal de la Iglesia que re-*
dañaba la opinión, y parecían ios medios mas conducentes para
que M se renovasen en adelante tan funestas escisiones.
Mas la corte de Roma no vio con los mismos ojos este negocio
4e concilio. Sin duda recordaba los recientes de Constanza» de Ba*-
süea, de Ferrara y de Floreada, en que los padres se consídenaron
y' condujeron como verdaderos representantes de la Iglesia; punto
Muy delicado para la autoridad del pontífice de Roma. Tal vez ereia
que on concilio no era ya eficaz para cortar los males que iba pro-
duciendo la herijita, y en efecto, á la altura en que se bailaba este
negodo^ ya era mas asunto de armas, que de controversia. Era
predao ó tolerar la existencia del luteranismo ó extirparle por me^
<ito de material coacción h de violencia. Asi lo veía todo el mu»*-
4o: asi lo iconiociaa los miainos protestantes, que a( principio pidie«-
ron Ckmciiio, fue después pusieron por condician que se edet)rase
en Alemania, y al úUimo no quisieron ya Cóndilo. £ntre el lute^
raniSKo y la Iglesia católica se Jiabia abierto ya una brecbajn^
mensa. Eran ya das cosas inamalgamables, ínfandibles. Un Concilio
compuesto ée doctores de ambos bandos ooo objeto de discutir, era
inposttrie, sumamente pdigroso. Compuesto solo de prelados y ea-
Idlicos, tenia que comenzar lanzando condenaciones, censuras y
«o*temas« La cuestión era, pues^ si ^tas bastarían sin emplear la
vieiencia de las armas.
La cuestión de la reforma en la disciplina y negocios meranenie
temporales de la iglesia, era sumamente delicada y espinosa. Esta
¡dea no ia deseonoda la osría romana, mas sonaba mal, y sobre
todo repugnaba el conceder que & los ainisos de que tanto se que^
jaban, se debiesen en parle Jas herejías que afligían á la Iglesia. Ta
lieflios visto io objeto de censura que fué el papa Adriano YI, por-
que había hecho ver 4 ia Dieta de Nuremberg que él era el primero
en neaanoeer en el azote de la bereíía un castigo de la divina Pro-
ToMO I. 19
Ii2 mSTOftÍÁ DB FBLffB U.
Eq fio, después de varios pasos y negociaciones, sobre el pnnto
donde debía celebrarse, después de haber decidido el Papa que fuese
presidido por legados suyos, fué el concilio convocado para la ciu-
dad de Trento en el Tirol, por un decreto del papa Paulo III, expedí-
do en 1.'' de mayo de 1542, por el que se mandaba celebrar la pri-
mera sesión el 24 de junio de aquel mismo afio.
Los legados del papa acudieron con puntualidad para el dia con-
venido; se juntaron también algunos otros padres y prelados, mas
fueron en tan pequefio número, que no se pudo reunir el Concilio,
y los padres tuvieron que volverse. Por aquel tiempo se celebró la
dieta de Spira en 1543, con motivo de los socorro que dieron al
emperador contra la Francia. Expidió Garlos el decreto de que no
se maleslaria á los protestantes, hasta que decidiese los puntos de
controversia el próximo Concilio.
Disgustó mucho esta concesión á la Sede apostólica, y alentó en
proporción al partido luterano. Ya no hablaban estos de Concilio,
como que á las decisiones de un Concilio no pensaban someterse.
La desunión de los ánimos, la desconfianza mutua del emperador
y el papa, la guerra encendida entre el primero y el rey de Francia,
hicieron que se parase el negocio del Concilio, quedando como muer-
to, hasta que fué convocado por segunda vez para el 15 de marzo
de 1545. Todavía en vista de los pocos que acudieron, se difirió la
reunión para el 3 de mayo de aquel aQo. Mas á pesar de la prisa
que ponía el pontífice, fueron tantos los obstáculos, las dificultades
que se ofrecieron, la desconfianza en unos, lámala fé en otros, qae
el Concilio no pudo inaugurarse hasta el 13 de diciembre.
Comenzó la ceremania con una solemne procesión, en que iban
por su orden frailes, canónigos, obispos y legados. Se instaló so-
lemnemente el Concilio, pronunciando el obispo de Bitonto el dis-
curso de apertura: determinó abrir sus sesiones para el 6 de enero
del aDo siguiente de 1546.
Fué el Concilio de Trento muy poco concurrido desde los princi^
píos. Asistieron á la ceremonia de la inauguración, cuatro legados»
cuatro arzobispos, veinte obispos, cinco generales de órdenes reli-
giosas. De Francia no se presentó ninguno: de Alemania muy po-^
COS. Los oradores del emperador tampoco habían llegado todayfa.
Dio esta falta de asistencia lugar á inculpaciones, á reprimendas se-
rias, y hasta indicaciones de acusar de contumacia á los ausentes.
Hubo muchas excusas por parte de estos últimos» alegando causas
de tardanza, y pidiendo nuevos plazos.
GÁPlTOLOVm. 118
Se emplearon las primeras reaDíones en la designación de los
empleados para lá dirección de los negocios del Concilio, en decidir
de qué modo se hablan de contar los votos, y hasta el mismo títalo
qne al Concilio habia de darse. Algunos no querían que se llamase
universal, por no' poder considerarse como representación de toda
la Iglesia, en vista del escaso número que habia concurrido; mas
prevaleció la opinión contraria, aunque la denominación que se dio
desde los principios á dicha asamblea, no fué siempre la misma;
indicándose con esto que no se hallaba el punto bastante decidido,.
En la segunda sesión se dejó ver la diferencia de ideas y miras
que animaban á los padres del Concilio. Querían algunos que co-
menzasen sus trabajos , haciéndose reformas en la disciplina de la
Iglesia, en las costumbres de sus prelados , en la administración de
SQS negocios temporales. Tales eran las ideas del emperador y de la
mayor parte de los prelados de Alemania. Alegaban para ello que
así se quitarían muchas armas á los herejes que en muchas de estas
corruptelas y abusos apoyaban sus doctrinas : mas la mayoría y el
mismo pontífice, á quien Caríos V escribió sobre el particular , re-
chazaron este orden de trabajos , como derogatorío á la dignidad
misma de la Iglesia. Sostuvieron que era impropio para los que se
reunían con objeto de pronunciar, de decidir y condenar, dar prín-
cipio á sus tareas acusándose á sí mismos, y ofreciendo este triunfo
á sus contrarios : que de las reformas en la disciplina nadie habia
que no reconociese la necesidad; mas que este negocio debia pospo-
nerse al de la manifestación y pronunciamiento solemne sobre el
dogma.
Prevaleció esta última opinión , y se decretó que empezase el
Concilio sus tareas por el Credo. Se pasó á la inspección de los li-
bros canónicos reconocidos como tales hasta entonces. Fué alguno
de opinión que se los dividiese en dos clases; unos de fe ciega é im-
plícita, otros de mera edificación y de consejo ; mas fué rechazada
casi por unanimidad estadoctrína. Se propuso por otros si estos li-
bros canónicos se debían examinar de nuevo; á lo que se respondió
que ya lo estaban por la Iglesia, y que un nuevo examen sería dar
un triunfo á los herejes que deseaban abrir campos de disputa y de
contienda. Replicaron los primeros que el modo de convencerlos era
examinar y discutir ; mas en la votación tuvo mayoría la opinión
contraria. El Concilio se pronunció , pues , solemnemente sobre la
admisión de lodos los libros canónicos sin distinción , y contra los
f 44 HISWMi M flLIPE n.
qae los deseobMen é Degas», éeokiió lanrar od aMéema, pw vein*
te Totos contra doce.
Se procedió después á. las tradiciones apoatófieas , y después de
varias discustones , se decidió que les debía kt misma fe que k la
Escritura, laosaudo el mismo anatema contra ks que las desecha^
sen. Se resolvió asimismo declarar la Vulgata, único te:&ta cañoneo
entre todas las demás traducciones en latín de la Escritora, excogí^
tando el modo de expurgarle de todos los yerrss, que par descuido
ó ignorancia de los copistas ó impresores se hablan en rila inüxH
daoido.
Mientras tanto continuaban las quejas contra los ansentes, eayas
excusas fueron todas desechadas. Se llegó basta fomnlar un de-*
creto contra ellos; mas no ftié leido en sesión páblíca.
Una de las disposiciones tomadas en aquellos dias por el GoncUio
fué la deposición del arzobispo de Colonia , acusado de connivencia
con los beresiarcas. Gen este motivo volvieron muchos á insistir en
que S8 pasase pronto á tratar de las reformas. El emperador lo so-
Kdtaba en sus cartas al pontífice, exponiendo la neceádad de que
se tratase de esto antes de pasar el dogma. Mas Paulo III deséela
de nuevo sus indicaciones , lo que fué motivo do que los oradores
del emperador se abstuviesen por un tiempo del Concilio. Los lega^
dos que le presidian en nombre áú papa, y la mayoría de los pen-
dres, combatían con calor esta idea de entrar inmediatamente en
las reformas. A nadie se priva, deciao, de reformar sus costumbres:
todo el munde es libre de llevar cilicios y ponerse ceniza en la ca-^
beza. La fe es lo primero por ahora; después se pasará á Iasobra&«
Goinenzaroni pues, los padres por el pecado original que decla-
raron coido uno de los artículos del dogma* Sobre la inmaculada
Concepción de la Virgen no se atre vieron ádeddir nada, por no he^
rir la susceptibilidad de las órdenes religiesas, entre otras la de ios
dominicos que la desechaban.
Produjo la discusión grave y detenida sobre esta materia, cinco
dmones rehitivos al pecado original cometido por Adán; i la trasH
misión de este pecado ó mancba á toda su posteridad; á la aboK-*
clon de esta mancha ó pecado por el sacramento del Bantísmo, ins^
tituido por Jesucristo; á la absoluta necesidad de administrar este
sacramento k cada individuo ó persraa; á la abolición por él no solo
del pecado original, sino de cualquiera oU*o que hubiese cometido.
En cuanto 4 la exención de la Virgen de la ley comnn, se mandó
cAPimo Ym. 145
obsemr las MoslitaoíMMS de Sixto IV sobre la materia; explioí»-
doee este panto en térmÍBOS que al manifestar lo piadoso de esta
ereeneia á» sn inmaonlada Goneepcion, no se aeosase de impla ni de
ineligiosa la contraria.
Casi al mismo tiempo qae se extendían y examinaban estos cá-
nones, se tocaban algunos puntos relativos á la disciplina y gobier<
no de k Iglesia. Se quejaban los obispos de las nsurpacionesde sa
autoridad que en ciertos puntos oometian los superiores de las ór»
dones y comunidades monásticas, y se trató de cortar de raiz estos
disgustos, restituyendo al poder episcopal sus atribuciones. Se ha-
bló de la residencia de los obispos, consideHmdola como esemml-
iDcnte obKgaloría: se mandó que se erigiesen cátedras tanto en las
BBiyersidades como en las oajMtales de diócesis y comunidad refi-
giosas, para la exposición y explicación de la Escritura, mandando
que no se confiase esta cargo sino á personas muy idóneas; que se
Ueiesen núsiones, observándose la misma escrupulosidad coa los
revestidos del carái^r de predicadores; que se abriesm escuelas
gratuitas para ensilar á los pobres la gramática latina.
Habia celerado el GoacíKo de Trente cuatro sesiones públicas en
los cinco meses y mas que de instalaoíon llevaba. En 17 de junio
de 1546, tuvo lugar la qidnta, para i^robar los cánones rdativos
al pecado original y á la disciplina de la iglesia. Anstieron á ella
cuatro cardenales, nueve arzobispos, cuarenta y o^ obispos, des
abades de monjes, tres generales de mendicantes, y varios otros
teólogos, oradores.
Gomo se ve, se hallaba todavía el Gonoilio miy poco coneurrido,
lo que hacía repetir las quejas y amenazas de costumbre centrales
ausentes. De Francia ninguno se habla presentado, hasta que por
aquellos dias acudieran tres individuos, que después de varios de«
kates sobre los asientos, le tomaron al fin entre los padres.
Por aquel tiempo estalló la guerra entre el emperador y les prin-
eipes protestantes del imperio, de que hicimos mendon eo su lu-
gar y á la que contribuyó el papa con un auxilio de doce mil bom-
bies de iníánteria y dos mil catíallos q«e pasaron por Trente en sn
Bsaroha al teatro <to las hostilidades. Gen este motivo no creyéndo-
se bastante seguros y tranquilos en esta ciudad los padres del Gon*
oiUo, trataron de que se trasladase á Italia, mas este punte dio lo-
gar á serios y vives altercados.
La curia romana que habí» siempre pr(^ndido á celebrar el Gon-
146 HISTORIA DK FSUPK 11.
cilio en este último pois, aprovechó gustosa cualquiera ocasión ó
motivo de la remoción de Trente, ciudad triste, de pocas comodi*
dades y conveniencias, donde la mayor parte de los padres residían
con suma repugnancia. A esta mala localidad se atribula la poca
concurrencia k tan solemne asamblea de la Iglesia. Mas el empera-
dor se habia empeDado siempre en situar al Concilio lo mas próxi-
mo posible al teatro de las escisiones religiosas, para que se sintiese
mas su influencia. De igual opinión hablan sido los prelados ale-
manes, y hasta los protestantes mismos, cuando querían y pedian
Concilio. En esto también se llevaría las miras Carlos V, de ejercer
mas influencia personal en cuanto el Concilio decretase. De todos
modos, cuando se suscitó el punto de la remoción, se mostró tan
adverso á la medida, como lo habia estado á su celebración en al-
gún pueblo de Italia.
La generalidad de los padres deseaba la traslación por los moti-
vos ya expresados. La deseaba mucho el papa, y aun mucho mas
los legados, temiendo los conflictos y embarazos que podrían sus-
citarse, en caso de morírse el pontífice, ya de edad muy avanzada,
durante la celebración del Concilio en un punto tan distante. Mas
el emperador cada vez se mostraba mas adverso á la remoción de
la asamblea; y el papa por no disgustarle, temiendo que llegase
qttiz& & convocar un concilio nacional, no daba indicios de insistir
mucho en la medida.
Reinaba, pues, en Trento una guerra sorda, entre los que de-
seaban y combatían la salida. Entre los primeros, los legados tra-
bajaban por llevarla á cabo, haciendo ver á los de la parcialidad del
emperador, que era ya imposible al papa continuar con los auxi-
lios de la guerra, mientras continuase el Concilio de Trento, por los
muchos gastos que se le seguían, y haciendo por otra parte ver al
pontífice la necesidad de suspender el Concilio, en caso de que su
traslación fuese imposible.
El emperador se mantenía obstinado, y Paulo 111 irresoluto; las
intrígas, negociaciones y disgustos iban en progreso, sin que el
asunto llegase & su determinación, cuando se declaró en Trento una.
enfermedad, que tenia, ó á la que se quiso dar, el carácter de con-
tagiosa; con cuyo motivo, los amigos de la mudanza alzaron mas
la voz, y el papa se decidió al fin á dar el decreto para la remoción
de él & Bolonia, á donde inmediatamente se trasladaron los pre-
lados. Sucedió esto por mayo de 1547.
OAPitULO VIÍI. 141
Se irritó el emperador con la medida, y pidió al pontífice la vuel-
ta del Concilio á Trente. Lo mismo suplicaron los prelados alema-
nes. Mas la corte romana no tuvo por conveniente acceder á la pre-
tensión, y expidió nuevas cartas de convocatoria, para que los pa-
dres del Concilio se encaminasen á Bolonia. Mas no pocos, sobre
todo los espafioles, de la parcialidad de Carlos V, se negaron á se-
pararse de Trente.
En Bolonia se celebró una sesión, y se decidió que se suspendie-
sen basta setiembre de aquel afio. Mientras tanto ocurrió la victo-
ria de Muhlberg contra el Elector de Sajonia y el Landgrave de Hes-
se, lo que en lugar de hacerle ceder sobre la traslación del Conci-
lio á Bolonia, le movió á insistir de nuevo en que volviese á Trente.
Mas esta medida era ya imposible, como también el que el Concilio
continuase sus sesiones en Bolonia, con tantos altercados entre los
qae la deseaban allí, y los que persístian ec permancer en Trente.
Así quedó esta asamblea como virtualmente suspendida.
Mientras se suscitaban estos puntos de traslación y demás nego-
cios puramente temporales, seguían adelante los padres con sus ta-
reas de definir puntos de fe, y tomar medidas acerca de la discipli-
na de la Iglesia. En cuanto á la primera parte, después de los cá-
nones ya referidos sobre el pecado original y sacramento del Bau-
tismo, se pasó á los otros; pues sobre su número y efectos de su
aplicación rodada una gran parte de las doctrinas de los heresiar-
cas. Se extendieron sobre esto nuevos cánones, y se lanzó anate-
ma contra el que dijese y tratase de sostener que los sacramentos
eran mas ó menos que siete; que no habían sido todos instituidos
por Cristo; que io estaban ya en lo antiguo; que tan solo los signos
pertenecían al Nuevo Testamento; que los sacramentos no eran ne-
cesarios; que bastaba la preparación del alma y deseo de recibirlos,
sin que lo fuesen en efecto. En cuanto á disciplina, se continuó el
negocio de restituir toda su plenitud á la autoridad de los obispos;
se decidió la obligación de la residencia de estos en sus diócesis; que
ninguno, y ni aun los cardenales, poseyesen mas que una, siendo
extensiva hasta ellos la obligación de residencia.
Mientras las contestaciones y negociaciones á que daba lugar la
instalación en Bolonia del Concilio, expidió el emperador su famoso
decreto del Iníerim en Alemania, por el que se estableció lo que se
habia de practicar y observar por los luteranos, ínterin decidía el
congreso sobre aquellas controversias y disputas religiosas. Fué con'-
148 HISTOÚA m PBLIK H.
aderada aftta andida por ios protestantes ooaio uo rasgo de tirania
del emperador; en la curia romana causó aun mas desagrado, codm
ateotatorio á la autoridad del pontífice y del Goucilío mismo, ¿ me^
dándose eo materias fuera de la competeocía do las potestades tem*
porales. Ei papa trató de modificar este acto, y bacer ea éllaseoí^
reccíones necesarias; mas le representaron sus consejeros que es
esto mismo se comprometía su dignidad, y se prefirió el sUeiieio &
dar k entender de un modo tácito, que el emperador podía tener de-
recho de expedir decretos semejantes.
IV)co después falleció Paulo III, y fué sucedido por Julio III, que
cuando cardenal, babia sido uno de los legados del Concilio. Gomo
el emperador instaba siempre á que volviese esta asamblea á sos
trabajos, y no se la convocase mas para Bolonia, expidió el ponti-
fiee una b^ila^ para que el Goncilío volviese á reunirse en Trente.
Tuvo lugar la primera sesionen I."" de mayo de 1550, después
de cerca de dos afios que se hablan suspendido sus tareas. El em-
perador, creyéndose ya en estado de dar la ley 4 los protestantes
de Ailemania, volvió á insistír en que se tratase de reformas en la
disciplina, para quitar de un todo los pretextos y motívos que los
heresiarcas alegaban. Bl papa manifestó que entraba perfeetaMente
ea sus coisideracíraes. El Concilio comenzó sus tareas, tratando de
dogmas de crencia; extendiéndose mucho sobre el de la Eacaristía
tan combatido por la secta de los sacraméntenos.
A este Cracilio que se consideraba como una mera continuaoioB
del anterior, acudieron también prelados franceses; mas se vio como
«na ofensa en el Concilio, el que las cartas credenciales que se le*
yeron en su seno, designasen este asamblea con el nomi>re simple
de c(mt>entus (reunión) sin emplear el de sínodo ó Concilio. Al fin
apaciguaron algo con las explicaciones que los oradores dieren 4 la
de conventus, que en nada derogaba á la impotencia y dignidad
de la asamblea. Mas la Francia se habia manifestado en todas oea-
siones poco adiete al Concilio, sin duda porque ei emperador le
promovía. Asi no fueron admitidas nanea en aquel pais sus decisio-
nes de ninguna época.
Las tareas en este segunda del concilio de Trente procedieron
con mas lentitud que en la primera. A las decisiones sobre el sa<-
oramento de la Eucaristía, siguieron las relativas á la penitencia. Se
tomó entonces la medida de dejar pendientes ciertos puntos, invi-
tendo ¿ los protestantes á que viniesen á esgrimir sus armas en la
CANimo vm, 149
coDtr^Hrensía, lo que do se había hecho en la priaent ¿poca. Mas
loi protestantes ttoásisUeron: les «taha preparando tpíu&foa iiia«
deudos y seguros, Mauricio de Sa}onía, oobvertido repentinaiiiente
de ooDs^ro^ de amigos de protegido del ettpo'ador, en su enemi-*
go. Hoyé Garlos V de aa n^evo rival» y domo hemos visto^ « tíé
ffiay eo riesgo de oaer prisíoDero en manos dol qne haoia poeo te
iiamaba sa íaforoaído.
TflTierein gravite iafloenda estos aeoaleoimientoá en las taroofe
del Ceoeílío. Ueg^nu ios padres & terse realméiite tn peligro por
la aproximación á Trente del teatro do las hostilidades. Destruye
completamente el tratado de Passaw las esperanzas que podia tener
la corte romana de ver reducidos á los luteranos de Alemania al
seno de la Iglesia. Declarada otra vez la guerra entre el emperador
y el rey de Francia, necesariamente se habla de resentir de ello la
buena armonía del Concilio, donde se hallaban padres de las dos
parcialidades. Quedó asi suspendida virtualmente esta asamblea, y
DO volvió á reunirse otra vez hasta diez aOos después, cuando lle-
vaba ya Felipe II siete de reinado.
Asi el concilio de Trente nó produjo efecto alguno en cuanto á
la restitución al seno de la Iglesia de los protestantes de Alemania
y otras partes. Estaba ya la escisión muy decidida y pronunciada,
y á demasiada distancia los principios de los disidentes de los adop-
tados como bases fundamentales por la Iglesia. Era imposible que
apagase el fuego ya tan encendido una asamblea, que no se reunia
para examinar y discutir, sino para pronunciar y fulminar anate-
mas contra los que no adoptaban sus creencias. Entre tratados de
tolerancia mutua y guerra abierta no habia medio. En cuanto á re-
formas en la disciplina de la misma Iglesia católica no dejó de ocu-
parse de este asunto el Concilio como ya hemos visto; pero como
objeto secundario. De la necesidad de estas reformas, como un
punto de teoría, todo el mundo estaba convencido y penetrado; mas
cuando se llegaba á la práctica se encontraban obstáculos insupe-
rables. Unos no la querían verdaderamente por ser parte interesa-
da. A otros hería y ofendía mucho su amor propio la consideración
de que se hiciesen estas reformas, cediendo á las exigencias y cla-
mores de los mismos heresiarcas. Se mezclaban en estos negocios
demasiadas pasiones y parcialidades. Los intereses del siglo y los
religiosos se hallaban tan extrañamente ligados entre sí, que era
muy díffcil decidir la parte que verdaderamente pertenecía á cada
Tomo i. SO
150 HISTORIA DB FBLIPB lí.
Qoo. Los papas eran soberanos temporales al mismo tiempo qae
pontífices:, en los demás principes subia y bajaba el fervor é intole-
rancia religiosa según el barómetro de su política. No miraban pre*
cisamente el papa y Garlos V bajo un mismo aspecto las disidencias
religiosas de Alemania, ni podian por lo mismo convenir en los me-
dios de extirparlas. De esta divergencia en las miras de los sobe-
ranos participaban por precisión los mismos padres del Concilio.
Así lo hemos visto en completa discordia, marchándose los mas á
continuar el Concilio en Bolonia, mientras se obstinaba en no salir
de Trento una grande minoría.
CAPITULO IX.
Signen las controversias "y guerras religiosas en la época de Garlos V. — Enrique VIH
de Inglaterra. — ^Ana Bolena.— Cisma. — ^Movimientos en Escocia. — Asesinato del
cardenal Beatón.
La gran revoiacioD, y este titulo merece la producida en Alefua-*
nía por Lutero, tuvo ud priucipio, como hemos visto, muy peque-
fio, y con visos de ridículo; á saber: la venta de las iudulgeocias. Uno
mas extraordinario, y que hubiera sido imposible imaginar, dio prin*
cipío eu Inglaterra á movimientos de la misma clase, que produjeron
casi iguales resultados. Era la Inglaterra eminentemente católica,
uno de los países en que la Sede apostólica tenia mas influencia.
A excepción de la facción de los Lolardos, que fué disipada á prínci<-
pios del siglo XY« no había experimentado aquel país disturbios ni
guerras civiles de un orden religioso. El rey Enrique VIH, no solo
era un príncipe ortodoxo en toda la extensión de la palabra, sino
hasta teólogo. Cuando estalló la herejía de Lutero, compuso, ó hizo
componer un libro en latín, en que combatía sus doctrinas (1). El
verdadero mérito de tal publicación no hace actualmente nada al
caso, mas se tuvo entonces por un gran refuerzo para las filas del
catolicismo, cuando valió á su autor el título de defensor de la fe,
con que fué recompensado por el papa. Este título de defensor de
la fe, lo llevó el monarca aun después de separado de la Iglesia, y
(1) La obra tiene este titulo: cAsaertio seplem SaoramoDtorum adversus Martlnum Lutherum,
edita ab Invlotisslmo AngUn rege et domiao Hylieraiso Henrioo ejus nomlnls ociavo.»
1 52 HISTORIA D£ FELIPE U.
le trasmitió á sus sucesores, á excepcioo de dos solos, todos pro-
testantes. No trató Latero con mas miramiento al rey de Inglaterra
que al papa, y demás altas notabilidades de la Iglesia. Atacó su li-
bro con toda la virulencia, la mordacidad y el torrente de sarcas-
mos que entraban en sus argumentos, y el monarca replicó por sí
mismo, ó por alguno á quien encargó este trabajo. Tenia, pues,
Enrique VIII cuentos motivos y compromisos le podian ligar con
una causa; creencias, educación, servicios hechos en su favor como
campeón, amor propio llagado que curar como escritor; y si el papa
podia contar con la adhesión de algún principe católico, debia de
ser sin duda con el rey de Inglaterra. Mas el hombre es incons-
tante y veleidoso. Enrique VIH lo era en alto grado. Pocos prínci-
pes fueron tan despóticos ; mas tenaces en llevar adelante una re-
solución; mas crueles cuando encontraban obstáculos sus capri-
chos» ó creia ajado su amor propio. Estaba este príncipe casado
con Catalina de Aragón, hija de los Reyes católicos, «sposa de su
hermano el príncipe Arturo, que falleció antes de la muerte de su
padre. No se había consumado este matrimonio, según declaración
de la misma princesa; mas prescindiendo de esta circunstancia,
otorgé el pwitífioedispoim, p»r« qqe Enrique se casase coa la viuda
de au hermano. Vivía el r^y muy tranquilo ea su concieacia» y
eale matrimonio había dado por fruto, adevás de algunos varoac»
que morieroa ea la iofa&eia^ á la priaQ€«a Itaría, que después fué
leiiia. KnUe las doaoeUas da hooor que serviau 4 m madre, se \n^
Ikba UBa Uaoiada Ab& BouleyQ^ ó Boolen, ó Bolena, de singular
betteea^ de quieu tAtvo él la ¿sgraeia de ¡urradarse, Vehemeote en
sus deseos» convencido de que para su sattsfaooion no había ma«
oamino que el del matrimoBío (1), oooMnzó k formar escrúpulos
sobre la valides y legitimidad del suyo, pareoiéudole una especie
de incasto «star casado qqd la viuda de su hermano. Alguno» taó*
lagos y cortesanos coa quienes consultó» fu«ron de sus mismas opi*
niones, y el resultado fué acudir k Roma, solicitando «na bula de
divordo. Se crea que el cardenal Wolsey, por vanarse del empe-^
rador Garlos V que le había faltado á la palabra de sostetterle oa
SIS pretonsiüMs al pontificado, era uno de k» agentes de estoa oa-^
orúpulos de Enrique; ims eran sus designaos enlacatlas QQA wa
(1) Algunos autoroB enemigos de la reforma de Inglaterra hablan de Ana Bolena como de una mu-
jer samamente licenciosa en sus costumbres; mas se pueden muy bien atribuir estas exagera-
ciones á desahogos de partidos. ^ todos aiodos, lo que en dioha dama faltaba de honestfdad, lo
hubo de astada con el rey, cuMido poao á tan aHa predo sus tvwre»*
ciFiniLO IX. 15S
príMesa de Francia» igoorando los verdaderos motivo* y seotímieii-
tos del moBaroa. El pontifioe^ qoe 1» era i la sazoa Clemente VII^
se vio en nn grande aparo y en un terrible compromiso. Prescio-
dienda dei castf ei sí^ eonoeia por ana parte el carácter obstinado
y violeiito dei rey de Inglaterra; por la otra temía irritar al empe^
lad^r, sobrino de la reina. Lo mas prudente que le sangró su po-*
litíca fué ganar tiempo, creyendo que el amor del rey se entibiaría,
y afl(^ia b misma en su propósito; pero Enriq^ae, cada vez mas
obstinado, tanto por la vehemencia de sus deseos, cuanto por les
artíficioside Ana, llevó adelante, y del modo mas serio, su prepó^
sitou Pidió él al pontíice un juicio público qae pusiese en claro su
dentaftda; y para legitimar mas su pretensión, mandó que se eon-^
saltase el easo ooa los teólogos mas eminentes, hasta con la mayor
parte de las universidades principales de Europa (1). La mayor
parte de las respuestas fueron favorables al monarca. El papa por
la suya, no pudiendo desentenderse de la petición, encomendó la
dodsion dd caso á dos legados, al cardenal Campeggio y al carde-*
nal Wolsey, may frío en el negocio ya, pues sabia la intención del
rey, y miraba con repupanda el enlace proyectado. Se erigió con
diohos cardenales una especie de tribanal eclesiástico, y se procedió
á^ la aadícion de entrambas partes. Repitió Enrique YIII su deman*
da, apoyándola en las mismas razones de oonoiencia que la primera
¥eK; mas la reina cuando fué llamada, declinó la jurisdicción del
tribunal, pidiendo ser oidiby sentenciada en Roma, echándose al
mismo tiempo á los pies del rey, implorando su favor, mas sin efec-
to. Sin embargo, se suspendió con este motivo el procedimiento, y
la causa volvió á R(»na. Se irritó Enrique con este contratiempo,
que atribuyó á intrigas de Roma, y llegó á tanto su despecho que
desgració á Wolsey, sospechado por Ana Bolena, de estar en con-
Bivencia con sus enemigos. En resolución el .papa, ó porque le re*»
pugnase acceder á una injusticia tan notoria, ó porque le arredrase
iacttirir en la indignación de Garlos V, cada ves dio nuevas largas
al negocio, mas no previo el resaltado de su irresolución que pedia
considerarse como una negativa. Llegó á su colmo el amor, ó la
ebstinacíoii, ó la indignación del rey Enrique. £1 vínculo, que no
quiso ei pontifioe anular, le rompió él mismo. Con toda pompa y
flolemiidad sa desposó con Anat y en lugar de mostrarse sumiso,
(1} m <tMo pareóla difícil: los unos citaban en bu favor un texto d^l Lqvitico: los otros le gom-
littilaa een otro del Deuleronomlo.
154 HISTORIA DB FBLIPB H.
arreglando este negocio con delicadeza y miramiento, negó sa obe-
diencia al papa, se declaró cismático á sí mismo y á la iglesia de In-
glaterra, proclamándose su jefe y su cabeza.
Enrique YIII no dio por entonces mas pasos en la carrera de las
innovaciones, Exceptuada la ruptura con el papa, se conservaron
en su mismo piólas creencias, las ceremonias, las jerarquías y la
disciplina de la Iglesia. Con el tiempo dio otro paso. Por miras po-
líticas, ó porque tentasen su codicia y las de sus cortesanos los pin-
gües bienes de que gozaban los monasterios, se fueron disolviendo
unos tras de otros, tanto los propietarios como los simplemente
mendicantes. Algunas innovaciones mas se hicieron en el personal
y en las rentas del clero secular; pero en rigor el gran cambio, la
grande variación, era la independencia de la corte de Roma, y la
admisión de otra cabeza de la Iglesia.
Todas estas innovaciones las hizo el rey por medio del parlamen-
to, instrumento de todas sus voluntades y caprichos, como lo fué
bajo la dominación de los Tudores. Los pares hablan perdido ma-
cho de su preponderancia. La cámara baja lo era entonces en la
cosa como en la palabra. Se reunía para votar subsidios ó imponer
contribuciones; mas no se le daba parte, ni se le permitía mezclar-
se en los grandes negocios del estado. Además, en el despojo de los
ricos monasterios resultaban muchos gananciosos. No faltaron dis-
turbios y serios alborotos en el pais con motivo de estas invasiones.
Mas se las habían con un rey duro, íofléKible, tan despótico en ma-
terias religiosas como eo las políticas. Expiaron entre otros en un
cadalso el famaso caDciller Moro y Fishez, obispo de Rochester, el
delito de no ser de las opiniones del monarca. En adelante fué mi-
rado como un crimen de rebeldía y de traición el no rendir homena-
je al nuevo papa: como crimen de irreligión querer introducir las no-
vedades, que esparcía la reforma en otras partes. Se mostró des-
pués de su cisma Enrique VIH tan enemigo de Lutero como cuan-
do escribía contra él su defensa de la fe; y los reformadores, qae ¿
favor de esta novedad creyeron llegado el momento favorable de in-
troducir en Inglaterra sus doctrinas, se llevaron un gran chasco.
Algunas hogueras se encendieron en expiación de herejías; y En-
rique VIH, siempre amigo de lucir su habilidad como teólogo, dis-
putó en público con algunos herejes, y no pudiéndolos convencer
ios condenó al suplicio.
Durante la vida de este rey pocos mas pasos que los indicados
CAPITULO ÍX. 155
hizo la reforma. La loglaterra era cismálica; mas arreglada en lo-
do lo demás á lo que observaban los de ia religión cristiana. Sin
embargo, se iba preparando el terreno para otros frutos, cuyo gus-
to no podia menos de irse introduciendo á pesar de las severas me-
didas del monarca. Roto el yugo de la autoridad de Roma, precisa-
mente se habian de deducir ulteriores consecuencias. Así en el rei-
nado de su sucesor Eduardo VI, á la ruptura de este vínculo, se si-
guieron poco á poco las innovaciones que tenían lugar en Alema-
nia, en Suiza y otras partes. Mas como este reinado fué corto, y en
el siguiente, que fué el de María, volvió Inglaterra á reconocer la
autoridad de Roma, no se arregló definitivamente la Iglesia refor-
mada de Inglaterra, hasta el reinado de Isabel, sucesora de María,
como lo haremos ver á su debido tiempo.
En Escocia se había introducido el luteranismo el afio de 1528;
mas fué desde un principio perseguido. Expió en un cadalso sus
nuevas doctrinas Patricio Hamilton, que fué el primero que trató de
propagarías, y seis afios después tuvieron otros siete mas la misma
suerte. Enrique de Inglaterra, aunque enemigo del luteranismo, tra-
tó de introducir en Escocia sus nuevas opiniones, é instó al rey Ja-
cobo Y á que le imitase declarándose jefe de la Iglesia, apoderán-
dose de sus bienes; mas se resistió Jacobo, y continuó haciendo eje-
cutar los decretos rigorosos que se habían expedido contra los in-
novadores. Irritado Enrique, declaró la guerra á Escocía, y entró
en la frontera con un ejército, que destruyó al de Jacobo, cuya muer-
te siguió muy pronto k este desastre en 1542.
Dejó este rey por única heredera á una nifia que acababa de na*
cer, y fué con el tiempo la célebre y desgraciada María Stuarda.
la reina viuda María de Lorena era hermana de los Guisas, familia
entonces poderosa en Francia. Se formaron con este motivo dos par-
tidos ó acciones en Escocia; uno francés y otro inglés, apoyado el
primero por los Guisas y la corte de Francia: el segundo por En-
rique VIH. Propendían los protestantes al último, pues á pesar de
los suplicios y persecuciones, cada vez iban tomando nuevo cuerpo
sus doctrinas. A la cabeza del partido francés ó católico se hallaba
el cardenal Beatón (arzobispo de San Andrés), que influía mucho en
la persecución de los innovadores. La regente María de Guisa se
conducía por los consejos de sus hermanos, hombres duros, acérri-
mos enemigos de los protestantes.
La princesa María era un objeto de codicia para las dos cortes.
t56 HISTORIA DE FELIPK lí.
La quería Enrique 11, rey de Francia, para el Delfin, y el de lúgla*^
térra para su hijo Eduardo. Repulsado estelo sus preteBsiones, eu^
vio otro ejército á la frontera que causó bastante estrago en un príe-
cipio, mas que fué en seguida derrotado. Murió eotreUntoel rey de
Inglaterra, mas <)entinuaroQ las hostilidades, y los ingleses ganaron
la batalla de Pinki, ^e produjo poeos resultados. Ai menos no iro^
pidió que la oorte de Escocia llevase á efecto su idea 4e enkzar á
María eon el hijo primogénito de Francia.
Al abrigo de estas diseusianes cmá^l el protestantismo en el país;
el cardenal Beatón acababa de ser asesinado en su mismo palacio
por hombres que quisieron vtengar el wplieio de «n predieador Ua**
mado Vísheart, sentebdado por un tribunal eclesiástico crgiDísada
y presidido por el arzobispo. £1 partido francés^ que para Apoyar
EUjor sns pretensiones había hecho ydnír de Francia un «uerpe de
echo mú hombres, se hacia cada día mas odioBOi y los proiestan--
(es ae oonsíderabaí como del partido nacioiíal. Ea tro dios se levan*-
tó UD hombre llamado Juan Knox, de genio y de saber, cuya aus-
teridad de coetumhres, fogosidad de carácter é infrepidoi: «n tranar
coitra la comtpeion de la Iglesia católica llevaba tras de ^ la au-^
chedunQbbre y le coni^tnian en jefe y apóstol de la nueva aeota. La
pugna entre ambas iglesias 4^ iba haciendo oada vez inas s^a;
pero los oofifliotos á ^w dtó lugar pertenecen al tiempo del reinado
de Felipe.
»
I
CAPÍTULO X.
Sigue la materia del anterior. — Zwinglo. — Suiza. — Ginebra; — Calvino. — Francia. —
Dinamarca y Saecia.— Institución de la CompaSia de Jeáús.
Tova machos diseipulos Lutero: alganos sacadieroD el yugo de
M autoridad y quisieron ir mas lejos que ei maestro. De esto se
quejaba amargameote, perosio motivo, puerto que seguiau susdoc^
trÍDas y su ejemplo. Gomo seutaba por principio que la verdadera
fuente del dogma se bailaba tan solo en la Escritura, cada uno te-
nia según sus principios el derecho de beber, y ninguno el exoltt-^
sivo de dar su interpretación como infalible. Ya hemos visto com»
los anabaptistas contaban entre los profetas falsos & Lutero, dd
mismo modo que Lutero al papa. Otros innovadores no le trataron
con la DQ^isma hostilidad; mas le pasaron adelante. No había él do^
gado la presencia real en la Eucaristía; más algunos sacudieron y
rechazaron completamente aqueste do^ma dándose el nombre de sa-
crameotarios (1528)« Fué la Suiza el campo de las nuevas predi-
cadones, y Zwinglo, que era el nras considerado dé los innovado-
res, el principal apóstol de aquellos cantones que con pocos sacudi-
mientos abrazaron sus doctrinas: Berna, Schaffouse y Basilea en-
traron en el número. Mas la conquista principal fuá la de Ginebra.
Se consideraba antes esta ciudad como imperial, y estaba go-
bernada por si mism, bajo la autoridad de su obispo, su(^agáneo
del arzobispo de Viena en Francia. A los principios del siglo XVI,
cedió el obispo el derecho que tenia sobre la ciudad á los duques de
Tomo i. 21
15S mSTORU DB FEUPB It.
Saboya que siempre la habiao reclamado como parte de sus pose-
siones. Guando trataron de apoyar estos derechos con las armas, se
declararon en Ginebra dos facciones, una popular, otra á favor del
de Saboya. Acudió la primera por protección y auxilio á Berna, que
le otorgó al instante. Con este refuerzo quedó yictorioso el partido
popular; se abolió el culto católico, se hizo salir al obispo, que se
retiró á Anneci en Saboya (1); y Ginebra quedó erigida en repú-
blica democrática, incorporada á la confederación helvética.
Allí establecieron los sacramentarlos el centro de su dominación
y su doctrina, considerándola como capital de su dominio e^spirítual
que por tantas partes se extendía. En Alemania fueron príncipes los
que se declararon protectores y partidarios de Lutero, pudiendo creer-
se tal vez, que el nuevo apóstol no era mas que su instrumento. En
Ginebra se estableció una sinanoga de doctores de la nueva ley, que
con su ejemplo, la publicación de sus doctrinas y los misioneros
que enviaban en distintas direcciones, aumentaban considerable-
mente su rebaDo. Habia nacido el luteranismo como sobre el trono,
con el carácter de monárquico. La nueva doctrina que se difundía
sin protección de nadie, se presentaba con tendencias y colorido de
republicana. Bien pronto vino á aumentar el lustre del consistorio
de Ginebra un personaje de extracción oscura que al fin dio nom-
bre á la secta; Juan Galvino.
Nació Gal vino en Noyon, pueblo de la Picardía en Francia, en
1509, de una familia decente, de bastantes medios para proporcio-
narle una educación literaria, destinándole al estudio del derecho.
Gomenzó su carrera en Orleans; la continuó en Bourges, dondeoyó
lecciones del famoso jurisconsulto Alciat, y aprendió el griego, el
hebreo, el siríaco. Pasó después á París, habiéndose adquirido se-
gún dicen sus biógrafos la opinión de estudioso, de ingenio sutil y
muy diestro en las disputas. Allí publicó unos coméntanos sobre el
tratado de la clemencia por Séneca, y comenzó á llamarse Calnh-
ñus, Gal vino, siendo Caum ó Chauvin, su verdadero nombre de fa-
milia.
Iniciado desde su primera juventud en las nuevas doctrinas relw
glosas, trató de salir de París donde eran perseguidas, y estaba
comprometida su persona. Pasó á Angulema donde subsistía de en-
señar, y. fué conocido con el nombre del pequeDo Gríego: después
■ X, <i,
(1) Los obispos de Aonecl se intitulan todavía obispos de Ginebra .
CAPITULO X. 159
se trasladó á Poitiers; mas no teniéndose por seguro en ningún pue-
blo de Francia, se dirigió á Basilea, donde hizo imprimir una espe-
cie de apologética dedicada á Francisco I en favor de los nuevos sec-
tarios perseguidos. Después pasó á Italia donde permaneció muy
poco tiempo. A su regreso pasó por Ginebra en 1536 con intención
de tomar el camino y establecerse en Strasburgo; mas tales fueron
las instancias que le hicieron los nuevos doctores Guillermo Faret y
Pablo Yeret para que se quedase á su lado, que al fin hubo de ac-
ceder á ello, aceptando no el cargo de predicar, sino el de leer teo-
logía.
En 1538 fueron dichos doctores y Gal vino expulsados de Gine-
bra á instigación de los de Berna por no querer conformarse á de-
cisiones de su sínodo relativas á los sacramentos de la Comunión y
el Bautismo, únicos que los sacramentarlos admitían. Gal vino se di-
rigió á Strasburgo donde fundó una iglesia de su secta para los re-
fugiados franceses y una cátedra de teología. Pasó dos afios después
á Worms y & Batisbona donde tuvo entrevistas con personajes de
importancia de la nueva secta, y lució muchísimo en las centro ver «
sias que alli se suscitaban. Mas habiéndose mientras tanto sosegado
los disturbios de Ginebra y recobrado su ascendiente el partido de
Galvino, regresó & dicha ciudad en 1541, y permaneció en ella has-
ta su fallecimiento, ocurrido en 1564, siendo el patriarca, el após-
tol, el doctor, el oráculo de la nueva secta, conocida bajo la deno-
minación de Calvinista.
Asi pasó la vida de Galvino por casi tantas vicisitudes y peligros
eomo la de Lutero; pero fué mucho mas independiente. Tuvo el úl-
timo siempre el carácter de subdito del elector, viviendo de un sa-
lario. Galvino, aunque también recíbia un estipendio, fué conside-
rado siempre como el hombre principal en su república: se le lla-
maba el papa de Ginebra. Se distinguieron los dos por un carácter
atrevido, por la acrimonia y violencia de su ingenio, por su elo-
cuencia popular, por su grande erudición en letras humanas y sa-
gradas. Fueron ambos infatigables escritores, y publicaron obras en
lengua latina y en la propia. Ambos tradujeron, comentaron y ex-
plicaron varios pasajes de la Escritura, sobre todo los Salmos; mas
Galvino no hizo de ella una versión completa. En cuanto al carác-
ter de su estilo, los inteligentes hallan mucha mas mordacidad, mu-
cha mas agudeza, aunque vulgar y chocarrera en el alemán; mas
seriedad, vas corrección, mas gusto clásÍQO en el ginebríno. Para
169 HiSTOBiA mi nuPK ii.
cGodoír esta especie de paraldo, ios dos faeroii easados; mas Gai*
vino, antes de tomar parte eo la referma, oo tenia níngoD carácter
eclesiásUco: los dos narieron pobres, aunqae muchos se eoriqae^
cieron con ias numerosas impresiones de sas obras: los dos oons^*'
varón su consideradoo personal mientras vivieron, y fueron acom-*
panados al sepulcro por los que de llevar su nonbre se gtoriaban.
La misma circunspección, ó si se quiere falta de medios que nos
ha retraído de entrar en la parte tedlógíoa de las doctrinas del re-
formador alemán, nos dicta igual conducta ooo respecto algínebri^
no. Atentos solo á lo que tiene y tuvo una influencia directa en la
conducta de sus sectarios ó discípulos, nos contentaremos con obser-
var que la escuela de Ginebra tiene mas severidad, mas simplicidad
de formas, un carácter mas decisivo que la de Lutero. Dejé este
muchas cosas por explicar, sea por oo comprometerse, sea por te-
mer las consecuencias de una decisión: los de Galvino que vinieron
después, que encontraron abierta ya la senda, penetraron por ella
con mucha mas audacia. Conservó Lutero muchas de las pompas
del culto romano: el de los calvinistas se redujo solo á una coogre*
gacion de cristianos, que oran , cantan salmos y oyen á un pastor
que les explica la moral del Evangelio. Lutero respetó la jerarquía
eclesiástica: el calvinismo no reconoció mas que una y sola clase de
sacerdotes; los pastores que distribuyen á los fieles el pan de la
palabra*
El calvinismo penetró prontamente en algunas provincias de Fran*
cia, sobre todo las del Mediodía. Los primeros prosélitos fueron de
las clases bajas. Contribuyó á hacer el culto en cierto modo popii-*
lar el genio de un poeta contemporáneo (Clemente Marot), quien
convertido á la reforma, puso en versos franceses los salmos de Da*
vid, cantados con mucha devoción y entusiasmo entonces en reniii<H-
nes de los calvinistas. De las clases mas bajas, pasé poco á poco el
nuevo culto á otras elevadas; mas aquellos sefiores y nobles fran-<
ceses no eran los príncipes del imperio, soberanos en su pais, que
podían proteger abiertamente nuevos cultos. La coyuntura no les
era favorable todavía; eran los menos; y el rey Francisco I que bus*'
caba alianza con los príncipes protestantes de Alemania, que las
ajustaba con los turcos, que admitía en Marsella á Barbaroja, y aan
mandó construir en aquel puerto una mezquita para el uso de los
mahometanos; era por otra parte demasiado buen católico, para bo
perseguir á sangre y fuego á los herejes de su reino. Algunos hta^
CiFmLO X. 111
toríadores soo de opiaion qae el rey propendía á las Duevas doctrí^
lias y opíDÍofiea, imita&de en esto la oondacta de au heraana la reí*
na de Navarra, que casi las profesaba abiertamente. Mas sea que
el hecho fuese falso, ó qae se hubiese arrepentido, es muy cierto
que se mostró su enemigo acérrimo, y que asistió personalmente
con las damas y varios personajes de su corte á varios suplicios,
de que luteranos y calvinistas fueron víctimas (1).
Ya antes de la introducción del calvinismo se habian hecho va-
rios suplicios en París en luteranos y anabaptistas. La aparición de
la nueva secta redobló la vigilancia y dio nuevo pábulo al espíritu
de persecución tan propio de aquel tiempo. En otras varias partes
de Francia hubo serios castigos y llamaradas de motín que luego
se apagaron. En el Meríundol estalló una insurrección parecida ala
de los aldeanos de Alemania, y que á fuego y cuchillo fué reprimi-
da y sofocada; mas las grandes calamidades, la grande guerra ci^
vil que iba á estallar en Francia con motivo del calvinismo ó tal
vez con pretexto del calvinismo, no pertenecen á la época de Gar-
los V.
Hemos dicho que Ginebra era el gran centro de la doctrina, la
gran sinanoga de los doctores de la ley; la Atenas, donde se forma-
ban é instruían los que la llevaban á otras parles; entre ella se cuen-
ta Juan Knox, que acabamos de ver erigido en apóstol de la Esco-
da. Hé aquí la razón porque habiendo comenzado á predicarse las
naevas doctrinas bajo los auspicios de luteranos, se adoptaron con
el tiempo en su mayor rigidez las de Gal vino.
En la relación de los cambios religiosos durante la época de Gar-
los Y, hemos dejado para las últimas la Dinamarca y la Suecia, no
porque les corresponda este orden en el cronológico, sino porlain-^
dolé particular que manifestó en ambos países la reforma. En otras
partes á las innovaciones en asuntos religiosos se habian seguido
conmociones en política. En Dinamarca, sobre todo en Suecia, fue-
ren simultáneas las dos revoluciones. Hallándose sujetos á un mis-
mo cetro ambos países, se emanciparon casi á un tiempo de su s^
{D Se empleaba en ellos un método ó sistema particular qne no hemos visto mencionar en pai^
te «ksiiBa. Se levaniaba al paciente en alto por medio de una máquina, y se le iM^jaba lentameate
encima de la hoguera. Después de algo tostado, se le volvía ¿ levantar, se le volvía á bi^ar, y asf
repetidas veces, hasta que se lo dejaba caer de golpe sobre la hoguera, donde se terminaban sut
tormentos* Se daba á este suplicio ol nombre de Bttrapaéa, ios franceses que nos ochan en oara*
7 declaman tanto contra nuestra Inquisición y 1 fanatismo de aquel tiempo, parece que no se acuer-
4«ii dvsuproplthiitorl*.
162 HISTORU DE FELIPE lí.
fior comoD, se declararon independientes de Roma, y sacndieron el
yugo de Gristíerno. Enrique de Holstein y Gustavo Wasa, en el ac-
to de sentarse el primero en el trono de Dinamarca, y el segundo
en el de Suecia, abrazaron el luteranismo, le declararon religión
del estado, y se apoderaron de los bienes de la Iglesia; tanto en pro-
yecho propio como en el de los soldados que los habían ayudado
en su atrevida empresa. En Suecia se abolieron los votos monásti-
cos; se dio licencia de casarse á los sacerdotes tanto seculares como
regulares; se confiscaron dos tercios del diezmo en favor del ejér-
cito; se abolieron los tribunales eclesiásticos; se vendieron los va-
sos sagrados para redimir las deudas del estado; se enajenaron del
mismo modo los grandes bienes eclesiásticos; se mandó traducir en
letra vulgar la Biblia y la Liturgia; se redujo á los obispos aun ran-
go secundario en favor de la nobleza. Todo esto se hizo en un ins-
tante por disposiciones del gobierno ó de dietas que él convocaba y
dírigia; y esta revolución religiosa se enlazó tanto con la política,
que el mismo Gustavo llegó á declarar que á no ser por ella ten-
dría que abandonar su nuevo trono. En vano se levantó el estan-
darte de la rebelión por algunos de los desposeídos: el pueblo se
mantuvo quieto y dejó consumarse una revolución que con tantos
intereses materiales se cebaba.
Asi por los aQos de 1550, cuando tocaba á su término la domi-
nación de Garlos Y, lo que unos llamaban reforma evangélica, y á
lo que daban otros el nombre de herejía, se había esparcido por
Alemania, Francia, Suiza, Inglaterra, Escocia, Dinamarca y Suecia.
No mencionamos los Paises-Bajos, porque el estado de esta región,
bajo todos los aspectos, tendrá lugar cuando hablemos de las re-
vueltas y guerras de que fué teatro durante el reinado de Felipe.
Se hicieron los hombres de todas condiciones disputadores, argu-
mentadores y controversistas. La Biblia, que antes andaba solo en
manos de eclesiásticos, y de estos la mas pequefia parte, -llegó á ser
una lectura popular y favorita. Produjo el cambio en las creencias,
otro en la política, y dio á la ambición al deseo del poder un nuevo
giro, tal vez un pretexto, pues el manto religioso cubrió en aquel
tiempo muchos crímenes. Los choques políticos á que esta fiebre
dio lugar durante el reinado de Garlos Y fueron poca cosa si se com-
paran con los que produjeron en lo sucesivo. La guerra que hizo ó
sostuvo este emperador en Alemania contra el Elector de Sajonia y
el Landgrave de Hesse, fué un juego de niOos comparada con la que
CAPITULO X. 168
duraote treiota afios deyastó todo aquel pais en la primera mitad
del siglo XYII. Lo que hasta ahora hemos dicho de Inglaterra, de
Francia y de Escocia, no es mas que el preludio de lo que la segun-
da mitad del siglo XYI nos reserva. Sin contar las atrocidades y hor*
reres cometidos por las guejrras de los albigenses, de los yaidenses,
de los lolards, de los husitas, se puede decir que por espacio de
dos siglos en la época que se llama de renacimiento y de civiliza-
ción, estuvo Europa mas ó menos parcialmente infestada de contro-
versias y guerras religiosas.
Una sola observación nos resta que hacer y será breve. Ya he-
mos visto que el gran principio invocado y alegado por los refor-
madores era que nadie tenia derecho para erigirse en autoridad so*
bre la interpretación de la Escritura. Parecía que la grande conse-
curacia de este gran principio debía de ser la tolerancia hacia la
diferencia de las interpretaciones según el modo de ver de cada uno;
mas esta tolerancia que los reformadores reclamaban contra los ca-
tólicos, no la observaban unos con respecto á otros. Asi está hecho
el corazón del hombre. Yeia Lutero con disgusto y hasta con escán-
dalo á los sacramentarlos; con horror á los anabaptistas. Para es-
tos era Lutero un profeta falso como el papa. Los luteranos y los
calvinistas tampoco se veian con ojos de amigos y de hermanos. Si
se encendían hogueras en París, tampoco faltaron en Ginebra. En
ellas expiaron Miguel Sérvelo y sus amigos el disentir de las opi-
niones y haber afligido la Iglesia de Calvino. En Basilea fueron con-
danados al suplicio anabaptistas por los mismos sacramentarlos. Asi
abusa el hombre en todas ocasiones de su preponderancia; y el que
ayer se quejaba de opresión, hoy oprime si es mas fuerte.
Y para concluir con este asunto por ahora, ¿qué eran los íamo*
sos innovadores que en materia de religión conmovieron la Europa,
y produjeron á la larga tantos trastornos en política? ¿Qué eran
Juan Wicleff, Juan Hus, Jerónimo de Praga, los Luleros, los Zwin-
glos, los Galvinos, y otros muchísimos que seguían su bandera? Me-
ros teólogos que por convicciones, por inquietud de espirítu, por ha-
cerse un nombre atacaron principios, opiniones que pasaban por
inconcusos en materias religiosas. ¿De qué trataron, de qué escribie-
ron? ¿Qué enseOaron en su cátedra? Reformas en teología, en dis-
ciplina eclesiástica, en el modo de interpretar los libros santos que
siempre produjo alteraciones en el dogma. Las políticas, á que dieron
lugar, no entraban en sus planes. En el alzamiento de los Lolards
164 HISTOBIA M niLIfB H.
bo se mMoló la permna de Wieleff , y la goefra de k» kositas faé
posterior á ki imterto del patriarea de qoiea tomó el nomlfre. TaDH^
poco extetia ya Lotero, cuando estalló la gaerra dd emperador coi-
tra algiiBOs de los príocipes protestantes del iHáperio. Gahríooy sas
prificipales diseipulos foeroa ana excepeÑm de la regla como lo ve«^
remos en el corso de esta historia. Mas al establecirnieoté simple
del calvinismo, y no á miras políticas tendieron sus esfuerxos et
las guerras civiles que despedazaban la Francia. La politioA era el
terreno de otros; mas no el suyo. Dividieron la Europa en dos cam^
po9, sin contar con qué sus tiros no serian de tan largo Alcance.
Bs sifigular que en la mistna época en que con tantas y tan diTersas
legiones se atacaba por todas partes la autoridad del papa y de la
Iglesia, se les presentase un adalid nada eOmun en su faror, oíre^
eiendo á sus servicios fuerzas bastante respetables. Se ve que ala-'
dimos k la CompaBía de Jesús, instituida con expresa aprobado*
del papa Paulo III que reinaba entonces.
Fué el fundador san Ignacio de Loyola, hombre verdaderafflente
singular y extraordinario. Nacido en Guipúzcoa de familia noble, y
dedicado desde su juventud á la carrera de las armas, fué herido,
hallándose de guarnición en Pamplona, en el asalto que dieron á la
plaza los franceses en 1521, de cuyas resultas la tomaren. Después
de restablecido en su salud, sea que este contratiempo le hubiese
disgustado de la profesión militar, sea que la soledad le hubiese ius^
pirado diversos sentimientos^ sea que hubiese hecho un voto exprcH
so para alcanzar su salud, luego que esta tuvo efecto, cambió
enteramente de vida y de costumbres, entregándose completa-
mente al ascetismo. Dejó la casa de sus padres, y caminando á pié
como peregrino, pasó á dragón, á Catalu&a, y se detuvo algún tiem-
po en el monasterio de Monserrate, donde hizo penitencia; en se^*
guida pato á la Tierra Santa. Gomo conocía que la falta de ínstruc^
cion en que había vivido era un obstáculo para sus designios, se
puso á estudiar de treinta y tres afios en la universidad de Barce-^
lona. También cursó en las de Alcalá y de Salamanca. Después se
fué á París, donde se asoció con varios compafieros, entre otros san
Francisco Javier, natural de Navarra, á quienes comunicó é hi20
participes de su proyecto. Emprendió en compaffía de todos ellos en
15S4 un viaje á Jerusalen , y á su vuelta en 1536, se ordeñó de
sacerdote en Bolonia, viviendo siempre en compafiia de sus asocia-»
dos que comenzaban á ensayar su regla. Entonces fué cuando pre--
GáPlTULO R. 165
sentó al pratífice el proyeeto de las ifistítaciones de la orden que,
coB el nombre de Compalfa de Jesús, era sa intención fandar para
el bien de la Iglesia y en defensa de la antoridad de su pontífice.
Semejante proposición no pedia ser desagradable en aquellas cir-
cun^ncias. Le acogió el }»pa c<m bondad, examinó ó mandó que
examinasen el proyecto, y como entre sus artículos habia uno ex-
preso de obediencia al papa, se aprobó la idea con algunas peque-
fias yariadones, y se expidió la bula de la fundación é institución
de la nueva orden bajo los auspicios de Loyola. Tal fué el principio
de la Gompafifa de Jesús, tan célebre en el mundo, objeto de tantos
encomios, de tantas invectivas, de tantos odios y no pocas calum-
nias. Hizo su formación desde el principio rápidos progresos. Aun-
que san Ignacio no era un hombre de gran fondo de saber, tuvo
bastante tacto para asociarse y hacer que tomasen Jnterés en la pro-
pagación de la Compañía hombres ilustrados. Asi se desenrolló y
creció tan pronto la nueva institución, que á fines de aquel siglo
figuraba ya con esplendor entre las demás instituciones religiosas,
teniendo casas y colegios en las principales ciudades de la cristian-
dad, tanto en el antiguo como en el nuevo continente. No hay duda
de que los primeros fundadores fueron hombres de saber y mérito,
de gran virtud, de singular perseverancia.
Se ha hablado y escrito mucho sobre las reglas de esta famosa
institución, sobre su política, 9obre la admirable diseiplna y de-
pendencia en que los inlerí<»res vivían de los superiores, sobre los
secretos resortes que movían sus acciones, sobre sus miras ulterio-
res, sobre el verdadero fin á que aspiraban realmente. Todo se ex-
plica con la simple indicación de que aspiraban á hacer en el mun-
do político y religioso un gran papel, á ejercer grande influencia,
á obtener preponderancia. Es la pasión de todos; de los grandes
como de los pequefios, de los individuos como de las corporaciones.
Formada y dirigida desde un principio la Compañía de Jesús por
hombres superiores, natural es que no omitiesen en su organiza*
cion, en sus reglas de conducta práctica nada que pudiese llevarlos
á tan grande objeto. Dedicados á la enseñanza de la juventud, de-
bían de sembrar en sus ánimos sentimientos de respeto hacia su or-
den. Circunspectos y hasta delicados en la admisión de sus novicios,
se eneonfraron con sugetos mas capaces desdarle el brillo de ilus*-
irada. Renunciando, como lo hicieron, á las grandes dignidades de
te Iglesia, y evitando con esto rivalidades deaiabicion, pudieron con
Tomo i. it
166 HISTORIA DE F£LIPB Tí.
menos obstáculos y excitando menos suspicacia, acercarse al oido
de los príncipes y dirigirles las conciencias. Sabian demasiado lo
que el deber de la obediencia ciega y el aire misterioso por parte de
la autoridad subyugan la imaginación, para no establecer entre las
diverisas clases la mas rigorosa disciplina. Su grande objeto fué la
dominación moral sin descuidar la adquisición de los bienes tempo-
rales que dan tanta importancia á los que viven en el mundo. En
los medios, si no son apócrifos sus avisos secretos (Mónita secreta),
no fueron muy escrupulosos. Ni brilla mucho la nioralidad en la as-
tucia con que trataban de penetrar en el interior de las familias,
exlraSando en propio favor sus sentimientos naturales. Fueron do-
minadores por instituto, intrigantes como uno de los medios mas
eficaces para hacer fortuna, orgullosos como una consecuencia del
poder, perseguidores como lo son cuantos aspiran á monopolizar su
preponderancia. En su historia política, en los planes y tramas que
se les atribuyeron y precipitaron sobre todo en EspaOa su caida, no
entraremos. Bástenos saber que hicieron en el mundo mas ruido del
que cumplía á eclesiásticos unidos por votos religiosos, que aspiran
á edificar con la humildad de su vida y santidad de sus costumbres.
De todos modos la CompaDía de Jesús como orden religiosa gozaba
un brillo que no era la suerte de las otras, y aunque en rigor no era
la mas sabia, se mostraba como la mas culta. No será extraSo,
pues, que fuese objeto de su envidia, y que su caida excitase tal
vez sentimientos de gozo y de satisfacción en otras órdenes reli-
giosas, sin pensar en que era precursora de la suya propia.
En la misma primera mitad del siglo XVI, tuvieron lugar otras
instituciones religiosas. Tales fueron la de los capuchinos, la de los
mínimos, la de los de san Pedro Alcántara, que se pueden considerar
todas como reformas de la orden primitiva de los franciscanos. Tam-
bién aparecieron por primera vez los religiosos legos de san Juan de
Dios, dedicados al servicio, tanto en la asistencia como en la parle
facultativa, de los hospitales.
Sentimos haber sido tal vez algo difusos en los diez capítulos qué
van de nuestro escrito, y que presentamos como introducción ó exor-
dio de la historia á que principalmente se dedica; mas los hemos
creído necesarios para la mejor inteligencia de una época, tan enla-
zada á la primera, que se puede llamar su continuación y comple-^
CAPITULO X. 167
meato. Heredó, eo efecto, Felipe II, do solo los estados de su pa-
dre, sino sa politíca, sus guerras, la animosidad que inspiraba á
tantos príncipes de Europa, su celo y espíritu de persecución hacia
los disidentes en materias religiosas, sus embarazos en Italia y los
serios que comenzaban á suscitársele en los Paises-Bajos. Fueron
sos grandes capitanes discípulos de los primeros, y las ciencias, las
artes y la literatura, términos ascendentes con cortas excepciones de
ana progresión tan visible en la época de Carlos Y. Con esta intro-
ducción, pues, pasaremos á la historia de su hijo, no menos fecunda
que la primera en guerras y toda especie de agitaciones y revuel-
tas, donde tantas discordias se encendieron, tantos méritos brillaron,
tantos crímenes y atrocidades espantaron á la humanidad, y tantas
naciones de Europa acudieron como actores á un inmenso drama en
que sus intereses y suerte futura se agitaban. El que se imagine
que vamos á desenterrar muchos documentos recónditos, á revelar
hechos peregrinos y maravillosos de todos ignorados, tal vez verá
defraudada su esperanza. Hay puntos históricos que por mas que
llamen la curiosidad, es imposible averiguar; tan impenetrable es el
velo que los cubre. Entonces se apela á las reglas de la probabili-
dad, á la lógica de las conjeturas, á lo que dicta el espíritu de la
imparcialidad^que es la guia mas segura. El historiador no inventa
refiere solo lo que está consignado en los documentos esparcidos que
consulta. Si en nuestra tarea exponemos con orden, con método,
con encadenamiento lógico los hechos principales dignos de saberse
de la historia de Felipe II y ^de su tiempo, si presentamos de él un
cuadro completo, aunque no de muy largas dimensiones, si inspi-
ramos á algunos el deseo de pasar á estudios mas detenidos y serios
de la época, no tendremos nuestro tiempo por perdido. Con este
pequeQo preliminar, daremos principio á nuestra historia.
CAPmíLOXi. (1)
Nacimiento de Felipe 11. — Sus ascendientes. — Su educación — ^Estado de España.-*
Matrimonio de don Felipe con María de POrtug^l.-^acimienlo del principe dbn Car-
los.—Muerte de su madre. — Llama el emperador á su hijo. — ^Venida á Espafia del
principe Maximiliano Se encarga del gobierno. — Su matrimonio con la princesa
María.— Parte don Felipe. — Su desembarco en Italia.— :Su llegada á Bruselas.
Nació Felipe H en 2i de mayo de 1597 en Valladolid, hallbDdtíse
á la sazón su padre el emperador Garlos Y en dicha ciudad, conside-^
rada como la habitual resideocia de la corte. Fué su madre la em-
peratriz doQa María Isabel, hija del rey don Manuel de Portugal, de
cuyo enlace con dos hijas de los Reyes católicos y desput^ con dolía
LeoDor, hermana de Garlos V, hemos ya hablado, así como de todos
los hijos que Felipe el Hermoso, padre del emperador, tuvo dedofia
Juana de Gastiila (S). Fué el nacimiento de don Felipe objeto de
grande alegtfa y regocijo, coflWo que era el primogénito y d pre-
sunto heredero de los vastos dominios de su padre. Fué bautizado
con toda pompa en San Pablo de Valladolid en 5 de julio del mismo
ano, asistiendo á la ceremooia el emperador con los principales per-
sonajes de la corte. Le administró el bautismo el arzobispo de To-
ledo Fonseca. Fué madrina la reina de Francia, y padrinos nom-
brados por el emperador, el condestable de Gastiila, el duque de
Bejar, y el conde de Nassau.
(1) Sandoval, Perreras, Cabrera, Mifiana, VandeabanmeD, Leii, casi UmIos ios historiador ee de la
épooa.
(I) Capitulo Q,
Goftido ma» «DlrtgalMr se MkbaA la corte y el púUio» & las
fiflsl» qae etle acQiitteiüimto proéocia, Itegó á Yalladotíd la m6*
cift A% la entrada en loma per adalto de las tropas ád empwador,
y de la pñsira del papa en el casliUo de Sai A»gda>. Iiratedialh-*
mente mandó Garlos V suspender los regocijos, y dio orden para
que ett todas las íglmas se celebrasen rogativas por la lib^tad del
Pontfice que él mismo tenia prisionero. Ya hemos tratado de ex-
pliear lo qne presenta die contradictodrio y hasta de doble y lalaz
esta conducta. Dos afiM después (1589) llamaron al emperador k
Italia sus negocios, y no volvió k Espafia basta 1535 á preparar en
persona su famosa expedición á Túnez.
Quedó el principe bajo la tutela y cuidado exclusivo de sa ma-
dre. Guando salió de lo que se llama la nifiez, ^ le dio pof ayo k
éoú JuM de Zufliga, y por preceptor k don luln Martinez Silíceo,
catedrático de Salamanca, hombre reputado por muy docto, y que
con el tiempo fué elevado á la silla de Toledo. Bajo los auspcios de
este pree^tor y en parte por lecciones directamente suyas> apren-
só el latin, el francés, el italiano y la aritmética. La «lucacion de
les principes en los ramos que exigen aplicación y estudio, no puede
ser mas que imperfecta. Son tratados con demasiada sumisión y
sentimiento de inferioridad por sus maestrra para que los discípu-
los los miren con derereocia y con respetó. Üeen los histedado^es
qne don Felipe mostró grande afición k las malemáticas y mas cien-
cias exactas, aunque en humanidades hizo poquísimos progresos (1),
Se instruye adem&s don Felipe, y salió diestro en ledos los ejtoi^
dos corporales, tan análogos á las inciniaciones de la juvetitlid y
que tan esendalmeote entraban en la educación de les eabaitcroB
prlncipatos de aquel tiempo.
Rara vez los primeros afios de los hombres dan indicio ciarlo de
lo que serán en los madaros. Por lo regular se forman conjetaras
que desmiente ti liemipo, gran destfiírtor de saeScfe; é ihisioiies.
MttdMS niaos maravilk>308 no f«eroB mas que hombres comunes, y
algunos 'qwe en la edad viril se elevaroo sobre la esfera de Éa§ %^
mejanies, no pasaren de igusdes ó se mostraron tal ves inferiores k
hm compaHerosée su ínlandai Mas cu&nduse trata de personas eomo
don Veíípe, cuyo CMicter se conservó ^ual en todas las épeoas y
nitiiiolooe* de su vidli, se pwdesufiéiier que afMveoieroa estes Tas**
(Ij Leti, hlftorla di FiUpo 1].
i''
170 mSTORU DB FEUPB lí.
gos may á los prÍDcipios. Así mereccD crédito los historiadores que
pintan á este principe en sus mas verdes afios serio, circunspecto,
observador, de pocas palabras, admirando á todos por la oportuni-
dad y sagacidad de sus preguntas, por la viveza y brevedad desús
respuestas.
Fué su gran maestro el mismo que el de su padre, á saber: el
tiempo y los negocios en que se inició desde sus primeros aSos.
Gomo las frecuentes ausencias del emperador le obligaban á depo-
sitar en otras manos el gobierno de la Espafia, tomó parte don Fe-
lipe antes de llegar á la edad de la discreción en los principales ne-
gocios del Estado, bajo los auspicios de los sugetos eminentes á
quienes Garlos V encomendaba este cuidado. Antes de cumplir trece
aOos, después del fallecimiento de la emperatriz, ocurrido en 1539,
se puede decir que fué regente de Espafia, aunque no revestido to-
davía de este título.
Es muy notable la carta que escribió á su padre hallándose este
en Gartagena de regreso de la desgraciada expedición de Argel; los
consuelos que le da en ella haciéndole ver que este contratiempo en
lugar de empafiar sus glorías pasadas, no podia servir mas que para
poner á prueba su magnanimidad y su constancia. Sin duda debió
el emperador de quedar muy satisfecho, como aparece de los tér-
minos de la respuesta (1).
Se reunieron los príncipes en Ocafia, y juntos tomaron el camino
de Yalladolid. Debiendo el emperador salir otra vez de Espafia para
atender á la nueva guerra en que estaba empefiado con Francisco I
(15i2), nombró en los términos mas solemnes al príncipe regente
de Espafia, durante su ausencia, dándole por consejeros al carde-
nal Tavera, al duque de Alba y al comendador Francisco de los
Gobos.
Se hallaba entonces Espafia en un estado de tranquilidad y re-
poso. Desde 1521 que se habia terminado la guerra de las comuni-
dades de Gastilla, no habia vuelto á ser teatro de conmociones y
disturbios. Era tenido en consideración y respeto el nombre del em-
perador, y las mayores quejas de los espafioles se cifraban en sos
largas y frecuentes ausencias del reino, en el mucho dinero que les
costaban sus guerras, de tan poco provecho para Espafia. En 1542
acompafió el príncipe la expedición que marchó á levantar el sitio.
{%) Cabrera, UlfC.
CAPITULO XJ, ni
de PerpiSaD, puesto por el Delfio de Francia (1). En el siguiente de
154lt, siendo el príncipe de diez y seis aDos, se ajustó su matri-
monio con doña María, hija del rey de Portugal don Juan III, y de
dofia Catalina, hermana de su padre. No podrá menos de observar
el lector la frecuencia con que desde principios del siglo se realiza-
ban enlaces entre las casas de Portugal y de Castilla. El que iba á
celebrar el príncipe de EspaQa dio lugar con el tiempo á sucesos de
grandísima importancia.
Se celebró el matrimonio con la mayor magnificencia. Salieron &
recibir á la princesa á Badajoz entre otros la duquesa de Alba, el
cardenal Tavera arzobispo de Se villa, el duque de Medina Sidonia y
el preceptor don Juan Martínez Silíceo, obispo de Cartagena, quie-
nes hicieron su entrada en dicha plaza con un magnífico acompaDa-
miento. Continuaron los regocijos hasta la llegada de la princesa el
2 de noviembre, quien vino acompañada del arzobispo de Lisboa y
del duque de Braganza. En seguida caminaron todos juntos en di-
rección & Salamanca, donde el príncipe los aguardaba acompañado
del duque de Alba, el Almirante de Castilla, el conde de Benavente
y don Alvaro de Córdoba. Hicieron los novios su entrada en dicha
ciudad debajo de palio, y asistieron á los torneos, caSas y demás
fiestas con que se celebraron aquellos desposorios. El 2 de noviem-
bre de 1543 fueron velados por el arzobispo de Toledo, siendo pa-
drinos el duque y la duquesa de Alba. Pocos días después regresa-
ron á la corte .
En julio de 1544 dio la princesa á luz al príncipe don Carlos,
destinado á una existencia poco venturosa, y á representar un gran
papel en historias, en dramas y en novelas. Murió su madre á muy
pocos días después de sobreparto, y la llevaron á enterrar á Grana-
da, donde lo había sido la emperatriz cinco afios antes.
En 1547 celebró don Felipe cortes en Monzón, donde los arago-
neses no se mostraron de tan buen temple como hubiera deseado el
príncipe. Por mucho que los reinos de Castilla y Aragón se hubie-
sen amoldado á las circunstancias de los tiempos, rara vez se jun-
taban las cortes sin que reviviese el antiguo espíritu de independen-
cia, sin que mostrasen marcada repugnancia cuando se les pedían
subsidios, lo que entonces se designaba con el nombre de servicio.
Las de Aragón se presentaban siempre mas duras que las de Casti-
(1) Leti, I. 11
nt HISTOBU M FKUPE II.
Ua. La reaoioQ de ambas aofooas «ra todavía muy impopular fa
aqoel r^ino (1).
Deseando el príncipe don Felipe dar cw ota al emperador de sq
admioistracioQ y enterarle 4e las cosas de mas importancia que pa-
saban en Espalia, envió ooo pliegos al comendailor don Monso Idia-
quez, quién fue asesinado en el camino atravesando la Alemania. En
virtud de este contratiempo despachó Felipe con la misma comisión
á Rui Gómez de Silva, después príncipe de Eboli, encargándole ade--
m&s el felicitar de su parte al emperador por sus nuevas victorias
(la de Muhlberg contra el rey de Sajonia y el Landgrave de Hesse).
EneoBtró Rui Gómez & Garlos Y en Augsburgo, y á La sazón en-
fermo. Se sentía ya el emperador muy achacoso con ataques fre-
cuentes de goiB, que reunida á tantos viajes, negocios y guerras, le
había envejecido antes de tiempo. Con las noticias que recibió de su
hijo, se le avivaron los deseos que tenia de abrazarle, y tanto por
esto, como porque tenia necesidad de conferenciar con él de palabra,
concibió el proyecto de mandarle á llamar, y le puso en ejecución
envi&ndole la ófden con el mismo Rui Gómez de Silva, y con el du-
que de Alba. Debía quedar de regente en Espa&a mientras la ausen-
cia die Felípo, el príncipe Maximiliano, hijo del rey délos romanos,
prometido esposo de doOa María, hija del emperador. Porque este
monarca además Je don Felipe, tuvo otras dos hijas del mismo ma-
trimonio: una, dofia María, y la otra, doQa Juana, que se casó con
el prÍQcipe heredero hijo de don Juan III de Portugal.
Tan aprensivo estaba el emperador del próxi¿no fin de su exis-
tencia, que temiendo no le encontrase en vida, le puso por escrito,
y como por via de testamento, consejos sobre su conducta moral,
política, religÍMia y administrativa, donde con toda exteosioQ se ha-
llan marcados todos sus deberes como príncipe, y según los eoteo-
dia Carlos V. Nada prueba mas la atención, el cuidado^ la aplica-
doo del emperador á todos los negocios del estado (2).
Recibió don Felipe dicha orden á la conclusión de las cortes de
Monzón, y haciéndola inmediatamente publicar en todo el reino, se
marchó 4 Alcalá deade se hallaban sus dos hermanas y el príncipe
do« Carlos. Cra motivo del proyectado matrimonio de dofia María
se hicieron grandes fiestas en aquella ciudad, de toros, torneos y ca-
(1) Be estas oortes y de los asuntos de Aragón hablaremos á so debido tiempo.
(t) Sandoval 1, 30.' párr. 6 inserta integro este docamenlo, de ana extensión muy considerable.
Es sin dada ana pieza may curiosa.
CÁPiruLO XI. ns
ñas, en cuyas diversioocs tomó parle doD Felipe, aunque cou^aque-
I la circunspección y gravedad que le eran tan características.
1518. — En seguida se dirigió con las princesas á Yalladolidá es-
perar al príncipe Maximiliano y hacer sus preparativos de partida.
Una de las cosas mas notables que entonces ocurrieron, fué el cam-
bio que hizo don Felipe en el servicio de su casa y etiqueta de pa-
lacio montándole á la borgofiona, dejando la antigua usanza caste-
llana. Fué aquella innovación de muy poco gusto para los naturales
del país, y se puede concebir muy bien si recordamos su antigua
antipatía hacia los extranjeros que trajeron consigo don Felipe el
Hermoso y su hijo Garlos V. De todos modos el príncipe para inau-
gurar el cambio comió en público el dia de la Asunción de 1548 con
gran pompa y aparato, gentiles-hombres de mesa y ministriles.
A poco tiempo después llegó á Valladolid el príncipe Maximilia-
no, habiendo sido conducido á Barcelona en las galeras de Andrés
Doria, las mismas en que debia embarcarse don Felipe para Italia.
Con gran pompa y aparatóse celebraron las bodas de Maximiliano
y María, habiéndoles dado la bendición nupcial el obispo de Trento,
y sido padrinos don Felipe y la infanta doOa Juana.
Después de haber entregado las riendas del gobierno ál príncipe
Maximiliano, y arreglado los preparativos de partida, tomó don Fe^
lipe en primero de octubre dd mismo aOo el camino de Aragón con
mucho acompañamiento, flgurando á la oabeta de todos el famoso
duque de Alba. Habiendo llegado ¿Zaragoza, se dirigió á Cataluña,
y permaneció algunos dias en Montserrat haciendo sus devociones
eu aquel santuario tan famoso. Allí vino ¿ buscarle don Francisco de
Avales, marqués de Pescara, hijo del marqués del Vasto, que venia
de Italia en las galeras genovesas. En 13 de octubre llegó & Barce-
lona, donde salieron á recibirle don Juan Fernandez Manrique, mar-
qués de Aguilar, capitán general de Cataluña, y don Bernardino de
Mendoza, capitán general de las galeras de España. '
En Barcelona permaneció tres dias. En seguida se dirigió á Ge-
rona, donde entró baje de palio con la mayor pompa y aparato.
Desde allí marchó á Rosas donde le esperaba Andrés Doria con su
escuadra de 58 galeras con otros mas buques. Le recibió el vete-
rano marino con todas las muestras de homenaje y de respeto. Al
llegar al príncipe se arrodilló, y en el acto de besarle la mano dijo
aquellas palabras de Simeón que se leen en el Evangelio: tiNune
^mitttg, Domine, senmm íuum, qma ocuU mei viderw^ ^tútiUfíre
Tovo I. 23
174 HISTOUA DB FKLTPE n.
/tmmo (1). El príncipe le recibió coa cortesía, y le levantó con la
bondad y deferencia debidas á on bombre de sas merecimientos.
Para aprovecbar algunos dias que restaban para el total apresto
de la expedición, visitó el principe las plazas de PerpiOan y Salces,
porque no bay que olvidar que el Rosellon pertenecía entonces á la
EspaDa. Concluido todo lo que era necesario se embarcó don Feli-
pe acompasado del duque de Alba, el gran prior de León, el almi-
rante de Castilla, el marqués de Astorga, el duque de Sesa, el mar-
qués de Pescara, el Je Falces, el de las Navas, los condes de Gelves,
de CastaOeda, de Fuentes y de Luna (2). Hizo escala en Aguas-
Muertas, y después se dirigió á Savona en el Genovesado. Allí le re-
cibieron don Francisco Bobadilla de Mendoza, cardenal obispo de
Coria, don Fernando de Gonzaga príncipe de Mulfeta, el duque
Adriano, gobernador del estado de Milán y capitán general en Ita-
lia, don Luis de Leí va, príncipe de Ascoli, y don Femando de Este,
bermano del duque Hércules de Ferrara. En Genova fué recibido con
grande ostentación, en presencia de los cardenales Cibo y Doria, y
el arzobispo de Motara, nuncio de su santidad, y se alojó en el pa-
lacio de Andrés Doria. Allí le esperaban el embajador de Ñapóles y
Sicilia, y Francisco de Médicis, hijo del gran duque de Florencia.
Desde Genova envió á don Juan Lanuza & cumplimentar en su nom-
bre k la señoría de Yenecia; y antes de salir del mismo punto recí--
bió 200 arcabuceros de & caballo que el emperador le enviaba. El
20 de diciembre entró en Milán bajo un arco de triunfo con el car-
denal de Trente & la derecha, y el duque de Saboya á la izquierda.
En Mantua le recibieron el marqués y el duque de Ferrara, y en
Yillafranca de los Venecianos el duque de Parma Octavio Far-
nesio.
El príncipe se dirigió al Tirol, y atravesando la Alemania, llegó
á los Paises-Bajos, donde fué recibido de los habitantes con todas
las muestras del mas vivo regocijo. En Bruselas le esperaba el em-
perador y también sus tias dofia María reina viuda de Hungría go-
bernadora de aquellos estados, y dofia Leonor, también ya viuda del
de Francia (3).
fl) Cabrera Ll.Cx 3.
(t) Como los nombres propios toman t>oeo, y tos mas <^ie oonrrén en esta hisioHt son espallo-
les, Inseruremos cuanto sea posible y oonciliable oon el carftoter de concisión qoe sin fiíltar nada á
lo esencial tratamos de dar á nuestro escrito.
(3) De este viaje del principe don Felipe á Bmselas bay una bistoria por Juan Cristóbal Calvete
de Kstrella.
CAPRDLO XL nS
Causó la llegada de don Felipe á Bruselas la mayor alegría á su
padre, á sus dos tías y á toda aquella corte. Se celebró el suceso con
regocijos y fiestas. Hubo actos de gracias solemnes eu los templos,
ca&as, justas y todo cuanto de este género se usaba en aquel tiem-
po. Tuvo el príncipe la felicidad de romper una lanza con el conde
de Mansfeld, hombre de gran cuenta como guerrero y como capitán,
lo que le valió grandes aplausos de la corte. Todas las ciudades de
los Paises-Bajos rivalizaron con la capital en mostrar lo agradable
que les era la llegada del príncipe heredero; mas no dejaron de no-
tar con poco gusto suyo la seriedad, gravedad y circunspección de
sus modales, que formaban un contraste con la afabilidad, llaneza
en el trato y mas medios que su padre usaba para captarse la be-
nevolencia y cariSo de aquellos habitantes, tan diferentes en índole
de los de Castilla. No se puede negar, y en esto convienen casi to-
dos, que don Felipe comenzó á ser impopular en los Paises-Bajos
desde el momento que le vieron.
CAPITULO XIL
Viaje del emperador con don Felipe á Alemania. — Sus designios frustrados. — Le vuel-
ve á enviar á España con plenos poderes de regentar. — Llega allí don Felipe y lo-
ma el mando. — Situación de Alemania á la sazón. — Desgracias del emperador. —
Nueva guerra con Francia. — Proyecta enlazar al príncipe don Felipe con María, rei-
na de Inglaterra.
1550. — Al la llegada á Bruselas de don Felipe, se hallabao los ne-
gocios del emperador en ooa situación muy ventajosa. Estaba en paz
con Francia, habiéndose terminado la áltima guerra con el tratado
de Grespí bastante favorable para Carlos. Se velan humillados los
principes protestantes del imperio; en prisión el Elector de Sajonia y
el Landgrave de Hesse, de resultas de la victoria de Muhlberg que
habia tenido lugar tres afios antes, y todo le hacia lisonjearse de que
llegaría á dar la ley á toda la Alemania, sujetándola hasta cierto pun-
to al yugo de la Iglesia. Para dar nueva actividad á estos negocios de-
terminó pasar á Augsburgo con el objeto de celebrar allí una dieta,
y en efecto salió de Bruselas para dicho punto llevando consigo á don
Felipe y á sus dos hermanas. Un gran designio le ocupaba entonces,
y para ponerlo en ejecución habia hecho venir al príncipe de EspaDa.
Habia sido nombrado en 1530 rey de los romanos su hermano Fer-
nando, rey á la sazón de Hungría y de Bohemia, en virtud de cuya
elección, era el heredero de la corona del imperio. El emperador,
que habia favorecido y propuesto esta elección, habia cambiado de
designios, y deseaba que su hermano renunciase & dicha dignidad en
i
CAPITULO Xll. lll
favor de so hijo. No le había sugerido la experiencia propia que el
mandar á la vez estados tan vastos, tan separados unos de otros, tan
heterogéneos, es mas embarazoso que útil, un poderío mas aparente
y ficticio que positivo y verdadero. En su misma historia podía en-
contrar esta verdad tantas veces confirmada; mas el deseo de vivir
con grande esplendor en su posteridad, le hizo desatender á todas es-
tas consideraciones.
Por fortuna de él, de todos, y sobre todo del mismo don Felipe, se
negó Fernando á satisfacer los deseos de su hermano, ni los halagos
de las reinas, ni las grandes ofertas del emperador le persuadieron
á renunciar á una dignidad que quería transmitir á su familia. Cam-
bió entonces el emperador de plan de conducta, y conoció que frus-
trada la esperanza de declarar á don Felipe heredero del imperio, na-
da tenia ya que hacer en Alemania; que su puesto natural era en
EspaOa, donde se hallaba á la sazón de regente, como ya hemos di-
cho, el príncipe Maximiliano, hijo de Fernando y por consiguiente el
verdadero heredero del imperio.
Desde Augsburgo envió en efecto á don Felipe áEspaDa, dándole
los poderes mas amplios para gobernar el país en nombre suyo. Al
mismo tiempo enviaba cartas á los gobernadores y principales ciu-
dades del país haciéndoles ver que el estado de los negocios de Ale-
mania no le permitía regresar á Espafia tan pronto como su amor
lo deseaba; que el restablecimiento de la fe católica en aquel país era
demasiado importante á los ojos de un rey católico, para que no lo
antepusiese á otras consideraciones; y que en tantos embarazos nada
le parecía mas oportuno que enviarles en representación de su per-
sona la de su hijo don Felipe nacido y educado entre ellos, y de
cuyas virtudes y discreción ya tenían experiencia.
Con estos poderes y cartas (1551), se separó don Felipe de su
padre, y emprendido su camino por Alemania pasó por Trente, si-
tio entonces del Concilio, donde hizo una magnífica entrada en me-
dio de los legados del papa, rodeado y seguido de los principales
personajes y prelados de la Iglesia. Fué muy obsequiado en la ciu-
dad y bailó en uno de los festines que le dieron (1). En seguida se
dirigió á Italia y desembarcó sin novedad en Barcelona. Después se
trasladó á Valladolid donde se encargó por segunda vez de las rien-
das del gobierno. El príncipe Maximiliano tomó & su llegada la
(1) Leti, 1. XIL
178 HISTORIA DS F£LIPE U.
vuelta de Alemania» á donde sq padre le llamaba; mas no pudo lle-
var consigo á la priocesa María, por hallarse may adelantada en su
embarazo. Dio á luz esta seDora poco después en Gigales, pueblo
inmediato á Yalladolid, á dofia Ana, que llegó á ser la cuarta y úl-
tima mujer de don Felipe.
Pocas novedades ofreció Espafia durante la nueva regencia de
este prÍDcipe. Los grandes movimientos del mundo religioso y po-
lítico tenían su teatro todos fuera. Permanecía la Península casi
inmóvil en medio de tanta agitación y tempestad, que solo le tras-
mitían algún ruido sordo como de lo que pasa ¿ gran distancia. A
no ser por los viajes que hacían los príncipes y grandes personajes
acompañados de tanto séquito que á su regreso naturalmente con-
taban lo que habían oído y visto, se supieran pocas de estas nove-
dades en Espafia. Mas en medio de lo precario é imperfecto de estas
comunicaciones, en medio de la vigilancia con que se espiaba la intro-
ducción de cualquiera novedad, no quedó, no podía quedar el pais
herméticamente cerrado á lo que de tantos modos y con tal tesón
se difundía. En 1553 se renovó la pretensión de enajenar y vender
para las necesidades de la guerra, fincas de iglesias y monasterios
de que hemos hecho ya mención (1), mas encontró la misma resis-
tencia que la vez pasada. Los teólogos con quienes consultó don Fe-
lipe sobre la justificación del hecho le condenaron todos como ile-
gal, como io justo, como depresivo de los derechos y prerogativas
de la Iglesia (8). Era imposible que la respuesta fuese otra, ni que
dejase don Felipe de darla por decisiva en la materia. El asunto no
produjo mas que ruido sin ningún alivio de los apuros del estado.
Otra novedad importante que ocurrió en Espafia durante este
breve período, fué el matrimonio de la infanta dofia Juana, herma-
na de don Felipe, con el príncipe don Juan de Portugal, hijo pri-
mogénito del rey don Juan III, y hermano de dofia María, primera
mujer de don Felipe. Acompafió este príncipe á su hermana hasta
Toro, desde donde siguió hasta la frontera con una comitiva muy
lucida.
Fué muy corta la permanencia de esta princesa en Portugal. A
los tres meses de matrimonio quedó viuda y embarazada de un hijo,
que fué con el tiempo el famoso rey don Sebastian. Poco después
movida del amor á su pais, y en parte llamada por su hermano,
(1) GapitaloV.
19) SandoTü.
CAPITULO XII. . no
volvió á Espafia, donde le estaba destinado un cargo importantí-
simo.
Pero mientras el curso de los asuntos políticos se mantenía en
Espaffa tan uniforme y tranquilo, aglomeraba negras nubes la for-
tuna sobre la cabeza del emperador, tan acostumbrado casi en todo
tiempo á sus favores. Tenia lugar entonces la defección ó mas bien
ia traición del príncipe Mauricio, la huida de Garlos hasta Inspruk,
el tratado de paz de Passau, la guerra declarada por Enrique II de
Francia, la toma por este de las ciudades imperiales de Yerdun,
ToqI y Metz, y el gran desaire personal que llevó el emperador de-
lante de los muros de esta última plaza, que no pudo tomar con un
ejército de cincuenta mil hombres, el mayor que se había visto en
aquel siglo.
El emperador se retiró á Bruselas, mientras continuaba la guerra
no con mucha actividad por ninguna de ambas partes. No tomaban
tampoco para él muy buen semblante los negocios de Italia, y el
papa Paulo I Y que acababa de ser exaltado 6 la silla pontificia
(1551), se le mostraba muy contrario. Creyó entonces el empera-
dor que un enlace de su hijo Felipe con María de Inglaterra, que
acababa de subir al trono, restablecería un tanto sus negocios, y le
ajnstó con consentimiento de ambas partes. El príncipe había pen-
sado por su parte pasar á segundas nupcias con otra princesa de
Portugal, hermana de la emperatriz su madre, y tía de su primera
mujer; mas el proyecto del emperador le hizo renunciar al suyo.
CAPÍTULO xm.
Muerte de Ednardo VI de Inglaterra. — ^Estado del país.— Partidos — María é Isabel.—
Jaana Gray.— Coronada esta, María toma el ascendiente.— Sube al trono. — Supli-
cio de su competidora.— Capitulaciones del matrimonio de Felipe y de María. — ^Las
firma el príncipe, y encarga la regencia del reino á la infanta dona Juana — Se em-
barca en la Coruila y llega á Inglaterra. — Desposorios. — Abolición del cisma. — ^Per-
secuciones y castigos.
No está menos enlazada la historia de Felipe H con la general de
Europa, qae la de sa padre. Ya le hemos visto presentarse en Ale*
manía como un candidato á la sucesión de la corona del imperio.
Para comprender la nueva posición en que le iba á colocar su ma-
trimonio con María de Inglaterra, necesario es que tomemos en con-
sideración el estado politice en que aquel reino se encontraba.
En 1553 murió en los primeros afios de su juventud el rey
Eduardo VI, hijo de Enrique VIH, príncipe que por su amabilidad,
por lo claro de su juicio y lo bondadoso de su corazón hacia con-
cebir de su reinado las mas lisonjera esperanzas. Habian sido los
seis afios que estuvo sentado sobre el trono un tiempo de bastantes
revueltas y facciones, como sucede en toda minoría, y era inevita-
ble en las circunstancias en que el reino se encontraba. En tiempo
de Enrique VIH habia dado pocos pasos lo que entonces se llamaba
la reforma religiosa, pues bajo su dominación despótica nadie se
atrevió á ser de otra religión que la del monarca, cuyas pretensio-
nes eran ser jefe de su Iglesia; mas sin alteración del dogma, tal
cual la romana le explicaba y admitía. A su muerto se declararon
CAPITULO Xf II. 181
abiertameDte las opÍDiones de los que do se contentabaD en estos
asantes con cambiar de papa, y tuvieron entrada con profesión pú-
blica una porción de las nuevas doctrinas que habían aparecido en
Alemania, Suiza y otras partes de la Europa. El protector del reino,
é porque estas fuesen sus ideas, ó por asegurarse mas en su poder
con partidos enemigos^ babia mostrado favorecer abiertamente las
nuevas opiniones, con lo que se bailaba el pais en pugna abierta
entre católicos y protestantes. A los disturbios que no podia menos
de producir este conflicto, se unia el de los parlidojs que originaba
la sucesión á la corona, en caso de que muriese el rey sin hijos,
como sucedió en efecto. Además de este principe, tuvo el rey Enri-
que VIH á María, de Catalina de Aragón, y á Isabel de Ana Bole-
na. Declarado nulo ó ilegítimo su matrimonio con la primera prin-
cesa, resultaba bastarda la primera hija; en caso de haber sido
aquel válido, lo era la segunda. Las dos habian sido en efecto de-
claradas alternativamente legitimas y bastardas, según el flujo y
reflujo de las pasiones y caprichos de su padre. La princesa María
educada en la religión católica, sin haber querido admitir ninguna
de las innovaciones que se habian introducido, tenia á su favor
todo el partido de dicha comunión, mientras sucedía lo contrario
con respecto á Isabel que pasaba por abrigar muy diversos senti-
mientos.
Además de estos dos partidos, se formaba un tercero, aunque
menos numeroso que los otros dos, y que se apoyaba en la bastar-
día de las dos princesas. El rey Enrique había tenido una hermana,
la princesa María, que después de haber estado casada con Luis XII
rey de Francia, había pasado á segundas nupcias con el duque de
Soffolk, y dejado descendencia (1) A falla de hijos legítimos, esta
seDora era la heredera de su hermano. Estaban entonces repre-
sentados sus derechos por una joven de 16 aOos, llamada Juana
Gray, de familia ilustre, que acababa de enlazarse con otra igual-
mente distinguida (2). No había concebido esta seOora la idea de pre-
sentarse con pretensiones á la sucesión de la corona, mas su padre
el duque de Suffolk y el dé Northumberland su suegro, padre de
lord Guilford, con quien acababa de casarse, ambos hombres am«
(1; No faé esta la única hermana del rey Enrique Yni,como veremod íaego.
(t) Joana Gray era b^a del marqués de Borset y de una hija y heredera de la princesa Varfa. Ha<*
bfendose extlnisnldo el titulo de duque de Suffolk por la muerte del propietario y de sus hijos ha-
bidos en segundo matrlmoDlo, la oonflrid el rey «I marqués de Dorset padre de luana.
Tomo i. Si
182 HISTORIA DE FELIPB H.
biciosos, DO quísieroD desperdiciar la coyuDtara que se les ofrecia
de subir á la cumbre del poder, y cod ruegos, cod amoDestacioues
y hasta cod ameoazas obligaron á Juaoa á ser iustrurneuto de sus
planes. A la muerte de Eduardo logró esta facciou hacer proclamar
por reÍDa á Juana Gray en Londres, mieutras los partidarios de Ma-
ría se hacían con gente fuera para trastornar la obra de la facción
de su competidora. Estaba aquella princesa en un estado de confi-
namiento aun mucho antes de la muerte de su padre, y de este re-
tiro fué sacada por su parcialidad que la condujo á la capital con
fuerzas muy considerables. El partido de Juana era poco numeroso,
propendía la generalidad por temor ó por ideas de sucesión legíti-
ma á sostener los derechos de la hija primogénita de Enrique, con
ló que entró María en Londres con muy poca resistencia y fué pro-
clamada reina, mientras Juana Gray, su marido y mas jefes de su
parcialidad fueron presos y encerrados en la torre.
Bien pronto expiaron el padre y suegro de Juana su ambición en
un cadalso. La desgraciada que se habia prestado á ser su instru-
mento, no sufrió la misma suerte por entonces; se ignoraba cuál
seria su ulterior destino; mas con motivo de una sedidon, ó tai vez
sirviendo esta de pretexto, fué condenada con su joven esposo á pe-
recer por manos del verdugo. Se sometió Juana á su suerte con la
mayor resignación; desplegó en e^ suplicio mucha mas magnanimi-
dad y fortaleza de la que debia esperarse de sus aBos y su sexo, y
en sus últimos momentos fué objeto de las mas tiernas simpatías.
Los' historiadores convienen todos en presentar á esta joven ador-
nada de las mas amables y brillantes prendas. Había recibido una
esmerada educación, perfeccionada por su aplicación al estudio y la
lectura. Se decía que sabia latín y griego; que se entretenía con
Plutarco mientras sus ainigas y compaDeras se entregaban á otras
diversiones, y aun se citan algunos pasajes que escribió en esta len-
gua pocos momentos antes de entregar su cabeza á la hacha del
verdugo. Tal vez se hermoseó demasiado la pintura para hacer mas
odiosa á la rival que tan b&rbaramente la inmolaba; mas de todos
modos fué el suplicio de Juana Gray una de las causas que hicie-
ron tan poco popular el reinado de María.
No debe de sorprender el fin trágico de Juana Gray á los que se-
pan hasta qué punto eran frecuentes estos actos en aquel país y en
aquel siglo. En un suplicio habia perecido la famosa Ana Boleoa
que habia encendido en tan frenética pasión á Enrique YIII, primero
JUANA GREY.
CAPITULO Xlli. 183
sa esposo, y en seguida su verdago. Igual fué la suerte de Catalina
Howard, quinta mujer de aquel monarca, acusada de adulterio.
También habia perecido en un cadalso el duque de Sommerset, tio
del rey Eduardo, y durante su menoría protector del reino. El que
lea la historia de los distinguidos personajes que en aquel siglo, en
el anterior y aun en el siguiente tuvieron igual fin, no extrañará el
dicho célebre de que la historia de Inglaterra debería estar escrita
de mano del verdugo.
Subió, pues, María al trono de un pais agitado de facciones, de
disturbios, tanto políticos como religiosos. Libre de la parcialidad
de Juana Gray, trató de neutralizar la de su hermana Isabel, en-
cerrándola en una fortaleza y amenazándola con castigos mas seve*
ros. Católica de corazón, enemiga de toda innovación religiosa, abor-
reciendo á cuantos hablan contribuido á las desgracias de su ma-
dre, fué uno de los principales pensamientos de su administración
la extirpación de la herejía, la restauración en su antigua pureza
de la religión católica, y de la vuelta del pais al gremio de la Igle«
sia. Con este objeto negociaba en Roma la solemne abolición del cis-
ma, y la absolución del pais por el pontífice.
En esta situación se hallaban los negocios de Inglaterra cuando
Garlos solicitó la mano de la reina para don Felipe. Solo el deseo
que tenia el emperador de hacerse con una alianza que le podia ser
de utilidad en la situación de sus negocios, explica un paso tan ex-
trafio, tan á todas luces imprudente. En prímer lugar la reina de
Inglaterra tenia doce aDos mas de edad que su esposo, sin que her-
mosura, ni amabilidad, ni prenda alguna seductora, pudiese re-
parar dicho inconveniente que ya era en sí muy grande. En segun-
do lugar privaba á Espafia de un regente que la administraba bien,
para empeñarle en un pais extrafio, trabajado por facciones y riva«
lidades. Exponer á quedar sujetas á un mismo cetro dos regiones
tan diferentes, tan heterogéneas como Espafia ó Inglaterra, era la-
brar acaso la desdicha de ambas. Mas la manía do ensanchar los
límites de la dominación sin pensar en su verdadera solidez; es una
de las enfermedades incurables en los hombres. Estaba destinada la
Escocia á componer parte de la monarquía francesa; la Inglaterra,
de Espafia, en caso de morír sin hijos el príncipe don Garlos y te-
nerlos don Felipe de María, como era posible. Sí no se realizó nin-
guna de ambas cosas, fué porque la suerte pudo mas que la ambi-
ción, y sirvió mas á los intereses de los príncipes, sobre todo dé
184 HISTORIA DB FELIPE 11.
Felipe. Demasiados estados iba á heredar, para que la Inglaterra,
sobre todo en aquellas circnostaDcias, aumentase su verdadero po-
derío.
Era el cardenal Reginaldo Polo, inglés de nacimiento, y aun algo
emparentado con la casa real, el encargado en Roma de negociarla
reconciliación de la Inglaterra con la Iglesia. También tomaba parte
activa en el enlace de la reina María con Felipe (1). Con su inter-
vención se arreglaron las capitulaciones del contrato, que se ajus-
taron definitivamente en Londres d 2 de abril de 1554. Por ellas
conferia el emperador á Felipe el ducado de Milán y el titulo y so-
beranía de Ñapóles. Los dos reyes debían de ser iguales en autori-
dad: y en nombre de ambos se debían de expedir todos los despa-
chos, cédulas y provisiones, mascón la firma de la reina solamente.
A falta del príncipe don Garlos, los hijos de este matrimonio debían
heredar los estados del padre y del abuelo. En caso de morir la rei-
na, debía salir Felipe de Inglaterra. La reina no había de salir de
sus estados ni ayudar en nada en sus guerras al emperador; mas lo
podía hacer don Felipe con sus propios medios.
Se enviaron estas estipulaciones á EspaDa para que las firmase
don Felipe, y él lo hizo sin manifestar gran repugnancia. Se dice
que amaba entonces á una dama castellana (2), y á ser esto así,
debió de mirar con doble desagrado un enlace con una princesa
poco agradable que le llevaba tantos años (3). Mas el amor no era
la pasión dominante de este príncipe. Se trataba, pues, de que se
pusiese en camino para celebrar el matrimonio; mas desempefiaba
la regencia de EspaDa, y era preciso buscar persona que le reem-
plazase. Con este objeto envió á llamar de Portugal á su hermana
la infanta doña Juana, viuda del príncipe don Juan, que hacia poco
que había dado ¿ luz al que fué después rey don Sebastian como
hemos dicho. Se puso la princesa inmediatamente en camino acom-
pañada hasta la frontera de orden del rey de Portugal, délos infan-
tes sus cuñados. En la frontera la aguardaban por disposición de
don Felipe los obispos de Osma y de Badajoz, y don García de To-
(1) Algunos, entre otros Leti, 1. XII contradicen esta circunstancia, y afiaden que el emperador
estaba disgustado con el cardenal porque se oponía á sus proyectos. Mas son estos hechos secón*
darlos, cuya dilucidación importa poco á los verdaderos intereses de la historia, observación que
nos ocurriría muy á menudo. Cualquiera que baya sido el negociador de dicho enlace, aiiguye muy
poca prudencia en los que le concibieron y solicitaron.
(I) Cabrera, 1. 1, 6, 4 y Leti I. XII, la de&fgna con su nombre. (Dofia Catalina Lener).
(3) El buen Sandoval al mencionar la fealdad y edad ya tan madura de María, dice que el prin-
cipe chizo lo que un Isaac,» dejándose saoriflctr por hacer la voluntad de su padre y por el bien
de la Iglesia Llb. XXYI, párr. 8.
9
í
ClPITDiO XUI. 185
ledo. El mismo príncipe llegó en basca saya hasta Alcántara, y la
acompañó basta Valladolid, donde tomó todas las disposiciones ne-
cesarias para entregarla la regencia. Al mismo tiempo envió á In-
glaterra á don Pedro de Avila, marqaés de las Navas, encaminán-
dole á Laredo, donde don Bernardino de Mendoza tenia navios apres-
tados. Una de sus grandes atenciones antes de salir del reino, fué
poner casa al principe don Garlos. Díóie por preceptor de gramática
á Luís de Vives; ayo á don Antonio de Rojas; gentiles-bombres á
los condes de Lerma y Gelves, y don Luis Portocarrero.
En seguida se dirigió á Galicia, pues debia de embarcarse en la
GoruDa. Se detuvo algunos dias en Santiago donde adoró el cuerpo
del Apóstol, confesó y comulgó, y practicó todas las devociones que
tenia de costumbre. En la GoruDa acabó de despachar todo lo que
habia pendiente, y envió á su hermana sus últimas instrucciones por
escrito; hé aquí los artículos mas esenciales.
otQue hiciese á todos justicia estricta y severa: que consultase
los viernes con el consejo real: que pensase antes en los negocios,
y luego los viese con el presidente y secretario: que en el consejo
de estado fuese presidente el del consejo real, y vocales el arzobispo
de Sevilla, don Luis Hurtado de Mendoza, marqués de Mondejar,
marqués de Gorres, don Antonio de Rojas, don García de Toledo y
don Juan Vázquez: que tratándose de negocios de la corona de Gas-
tilla, se hallasen presentes el licenciado Otarola y el doctor don
Martin Velasco; y en negocios de Aragón, el vice-canciller y un re-
gente: que en las cosas de guerra entendiesen los dos marqueses
don Antonio de Rojas, don Gaspar de Toledo y el secretario Juan
Vázquez, y siendo menester letrado, el doctor Velasco: que seOalase
el marqués de Mondejar las cartas y papeles que la princesa habia
de firmar, y que se juntasen dos veces pqr semana: que se cuidase
de las fronteras, de los encargados de ellas, y de la caballería: que
las galeras, estuviesen bien armadas: que la princesa oyese misa en
público: que sefialase horas de audiencia: que recibiese memoriales:
que diese á todos buenas palabras: que el consejo y mas tribunales
se reuniesen en palacio: que en el despacho de la cámara entendie-
sen Otarola, Velasco y Juan Vázquez: que no se proveyese ningún
oficio sin contar con el presidente: que se entendiese con el consejo
sobre la mudanza de la corte: que los obispos residiesen en sus dió-
cesis: que el presidente de Granada residiese 90 dias inclusa la cua-
resma en Avila: que no se legitimare ningún hijo de clérigo: que no
186 H18T0BU DB FELIPE n.
86 habilítase para oficios á gente de corona: qae no se fundasen
mayorazgos mas que por caballeros de calidad: qae gobernasen las
Igleisias de Granada, gente limpia por generación y religión.»
Mientras el príncipe se preparaba para darse k la vela, desem-
barcaron sus enviados en Inglaterra. Inmediatamente dieron noticia
de su arribo al conde de Egmont embajador en Londres del empe-
rador, quien pasó á felicitar á la reina con este motivo. Ya no era
dudoso en Inglaterra que estaba para llegar el principe de España.
Tomó María las disposiciones, y dio las órdenes necesarias para que
su futuro esposo fuese recibido con toda la magnificencia que por
su rango merecía.
Por fin zarpó el príncipe de la GoruOa el 11 de julio de 1554 con
una escuadra de sesenta y ocho buques y cuatro mil espafioles del
tercio de don Luis Carvajal. Le acompaOaban el almirante de Gas-
tilla, su hijo el conde de Melgar y el de Saldaña, los duques de Al-
ba y Medinaceli, el prior don Antonio de Toledo, el príncipe de
Eboli, los marqueses de Aguilar, Pescara, Verghen y Valle, los
condes de Buendia y Fuensalida, Gutiérrez, López de Padilla, don
Diego de Acebedo, don Hernando de Toledo, hijo del duque de Alba,
don Antonio de Zufiiga, don Luis de Górdoba, don Pedro Enriquez,
don Bernardino y don iDigo de Mendoza, don Alvaro Bazan, con
dos hijos, don Pedro de Velasco, don García de Toledo, seQor de las
Villorías, don Rodrigo de Bena vides, hermano del conde de Santis-
téban y otros. Gomo se ve, llevaba el príncipe un acompafiamiento
numeroso y lucido, propio del personaje y del objeto que le pro-
movía.
Al cabo de siete días de navegación llegaron al puerto de Sou-
thampton, adonde vinieron á cumplimentarle en nombre de la reina
el obispo de Winchester, el marqués de Arundel y otros varios per-
sonajes. El príncipe siguió adelante hasta Winchester donde María
le aguardaba. Se celebró la entrevista con todo el aparato y rego-
cijo propios de las circunstancias. El regente espaDol Figueroa les
presentó la renuncia de Ñápeles y del ducado de Milán en favor de
don Felipe.
En S5 del mismo mes de julio se confirmaron las capitulaciones
por los prelados y el conde de Egmont en nombre del emperador;
por don Pedro Lazo en el del rey de los romanos; por don Juan Mi-
guel en el de Venecia, y por el obispo de Gortona en el del duque
de Florencia. El mismo dia los desposó el obispo de Winchester, y
CAPITULO xni. 18T
un heraldo proclamó á Felipe y á María por la gracia de Dios rey
y reÍDa de Inglaterra y Francia (1), Ñapóles, Jerusalen, Hibernia,
principes de Espafia, duques de Milán. La ceremonia se solemnizó
y festejó como todas las de esta clase con músicas, danzas, banque-
tes, brindis y demás diversiones que les son análogas. En el festin
regio fué servida la reina por grandes de Espafia. Se hallaba la rei-
na María satisfecha; mas no el pais con semejante matrimonio.
Sentia el partido protestante mugir ya la tempestad que contra él
se preparaba, ni tampoco el católico veia con buenos ojos la pre-
ponderancia que iba á ejercer sobre el pais un extranjero. Si con
tal alianza consideraba en cierto modo consolidado el triunfo de sus
creencias religiosas, este rey extrafio, de cuya ambición habia ya
tantas pruebas, heria no poco su orgullo nacional y afectaba su es-
píritu de independencia. Se mostraba don Felipe atento y hasta afa-
ble, mas eran demasiado serias y circunspectas sus maneras para
hacerse popular en aquella corte extrafia. Estaba acostumbrado á
otra atmósfera, á otro modo de ejercer la autoridad, y sqbre todo á
ser él solo en el poder y mando. Ni las costumbres inglesas, ni la
índole de su gobierno, podían ser del gusto é inclinaciones de Fe-
lipe. Por otra parte en la reina su nueva esposa, á pesar de la su-
ma deferencia y ternura con que le trataba, no hallaba ni podía real-
mente hallar nada que le cautivase.
Mientras tanto continuaban en Roma las negociaciones para re-
conciliar á Inglaterra con la Iglesia. Acababa de ser exaltado á la
sede pontificia Paulo lY, á quien los dos principes reconocieron y
enviaron su homenaje por medio de don Diego Cabrera y Bobadilla,
conde de Chinchón, del Consejo del rey, su mayordomo y tesorero
por la corona de Aragón .
El cardenal Polo se dirigió pues á este pontífice con la petición y
pretensión del rey y reina de Inglaterra sobre una reunión tan ape-
tecida por entrambas partes. Era un negocio demasiado favorable á
los intereses de la santa sede para que esta no se mostrase propi-
cia, aunque de perdón é indulgencia se trataba. Absolvió pues el
papa k los ingleses. Fué portador de esta bula el mismo cardenal
Polo, revestido además con los poderes de legado. Mientras aguar-
daba este en Calais permiso para entrar en Inglaterra, convocó la
(I) Los reyes de Inglaterra llevaron el titulo dé reye« de Francia deade Enrique V , coronado
como tal en Paria á prinolpioa del siglo XY, hasta los del actual que renunciaron á él cuando la in-
oorporaolon de fa Gran Bretaña oon Irlanda.
188 HISTORIA DB FELIPE II.
reina el parlamento y le enteró del negocio , haciéndole ver lo
necesario que era acabar cuanto mas antes con un cisma tan con-
trario al cristianismo. Asintió ¿ la entrada del legado el parlamento
tan sumiso en aquel reinado como en los anteriores. Fué Polo reci-
bido con toda pompa en Londres; mas no quiso admitir tos honores
de legado hasta después de conferenciar con el rey y con la reina*
Admitido con muestras de gran deferencia y regocijo & su presen-
cia, les ensecó las cartas y bulas pontificias, de las que quedaron
sumamente satisfechos. En el parlamento que se reunió en seguida
se determinó que se hiciese la ceremonia solemne de la reconcilia-
ción con Roma el 30 de noviembre en la Iglesia de San Pablo. Así
se realizó en efecto con festejos, músicas, salvas de artillería y cuan-
to podia contribuir al esplendor y magnificencia de aquel acto. Co-
locado el prelado en el templo en medio del rey y de la reina, ab-
solvió en alta voz en nombre del padre santo á los ingleses. Ter-
minó el dia con caDas y torneos, y por la noche se festejó también
la absolución con muchas iluminaciones. Escribió inmediatamente
don Felipe el suceso á todas las cortes de la cristiandad. El papa
recibió sobre todo la noticia con grandes demostraciones de alegría.
Hablan ido demasiado adelante en los dos últimos reinados las
innovaciones religiosas en Inglaterra para que este cambio y esta
reconciliación no principiasen una época de reacción, de persecu-
ción y de castigo. Era la intolerancia entonces con muy pocas ex-
cepciones la manía general; todo el mundo creía que se servia ¿
Dios castigando á los que se mostraban enemigos de su culto.. Se-
vera la reina por carácter y tan celosa además por la pureza de la
fe, se mostraba poco inclinada á la indulgencia. No era el rey Fe-
lipe blando en esta parte, como lo hizo después ver en tantas oca-
siones. Los prelados católicos, recobrado ya el ascendiente y pre-
ponderancia de que se habían visto despojados, trataban de que se
diese por el tronco al árbol de la herejía y que de una vez se ar-
rancase del campo la zizaDa. Se mostraba muy activo en esta obra
de reacción el español fray Bartolomé Carranza, que había llevado
consigo don Felipe, sin prever entonces que algún dia iba á ser él
mismo víctima de las persecuciones de que se mostraba tan celoso.
Se hicieron reformas en las universidades. Se mandaron cerrar to-
dos los sínodos. Se hicieron hogueras públicas de Biblias traducidas
en lengua del país; y también se encendieron para el último snpli-
cío de los principales apóstoles de la reforma que no querían des-
CAPITULO XIIL 189
decirse. Subieron á estas piras hasta personas revestidas con el ca-
rácter de prelados; tan sjevero y cruel se mostraba el tribunal ecle-
siástico que en estas causas entendía. Fueron entre otros quemados
en la plaza de Westsmith-Field en Londres, sitio ordinario de las
ejecuciones, Ridley obispo de Londres y Latimer obispo de Wor-
cester. Alcanzó su rigor al famoso Grammer, arzobispo de Cantor-
bery, favorito del rey Enrique VIH. Se dice de este prelado que fir-
mó un acto de retractación, haciéndosele creer que con este paso
evitaría su castigo; mas que habiendo sido condenado sin embargo
al suplicio de la hoguera, se quemó antes la mano derecha como
para castigarla de un acto de debilidad, y no entró en el fuego an-
tes de caer despegada de su brazo. La absolución de los ingleses
no les costaba poca sangre; mas no se entendían entonces las cosas
de otro modo: tanto por los católicos, como también por los mis-
mos protestantes.
toMO I. 25
CAPÍTÜUl XíV*
••*».^-'.^-N_.-
Ajusta el emperador una tregua con Francia. — Llama á don Felipe á Bruselas. — He^
nuncia en su favor la posesión de los Paises-Bajos y las coronas de España. — Se
embarca para este último pais, y se retira al monasterio de Tuste.-Sus ocupaciones.
Deseaba el emperador terminar la guerra con Francia, en qae
estaba empeOado hacia cerca de cinco aOos. Desde la retirada de-
lante de la plaza de Metz, no se hablan alcanzado ventajas conside-
rables por ninguna de ambas partes. Hablan los imperiales tomado
las plazas de Terouane y de Hesdin; y apoderádose los franceses de
las de Renty y Mariemburgo: hecho aquellos una invasión en la Pi*
cardia, y acercádose los segundos á Thionville por los Paises-Bajos;
mas no se habia dado ningún golpe decisivo. Con la misma alter-
nativa de próspera y adversa fortuna se batian en las fronteras y
varias partes de Italia los ejércitos beligerantes. Reinaba en los dos
principes enemigos mas cansancio de la guerra, que deseo verda-
dero de la paz, por los gastos inmensos que la hostilidad les acar-
reaba. En mayo de 1555 se ajustaron unas treguas en Arras entre
ambas coronas que debian de durar cinco años. Concurrieron al acto
en nombre del emperador el cardenal Polo, el duque de Medinasi-
donia, el obispo de Arras, el conde de Lalain y el presidente del con-
sejo de Fiandes Vigío Inchieno. Asistieron por el rey de Francia el
cardenal de Lorena, y el condestable de Montmorency. Por la In-
glaterra se presentaron el obispo de Winchester y el conde de Aron-
del. Se suscitaron en las conferencias grandísimas dificultades. Pe-^
CAPITULO XIV. 191
dian los franceses el ducado de Milán y que el duque de Saboya se
casase con la viuda del duque de Lorena, y que se diese ¿Navarra
á Antonio de Borbon Vendóme, casado con Juana de Albret, hija de
Enrique de Albret y Margarita de Yalois, hermana de Francisco,
difunto rey de Francia» Mas á nada de esto se accedió, y las treguas
se firmaron sencillamente sin ningunas condiciones. Se vio asi libre
el emperador de un peso que le fatigaba; mas le quedaba otro que
le era imposible echar de si por ser producto de sus enfermedades
y de la vejez que á pasos agigantados le cargaba. Habia llegado á
una época de la vida en que todas las ilusiones se disipan, en que
se van todas las flores, quedando solo en logar suyo las espinas.
Habia gozado demasiado pronto de las pompas y prestigio del po-*
der, para no experimentar que la grandeza es humo, que los goces
de la ambición son sueDos de que se dispierta rara vez sin amar-
gura. Ninguna gran razón tenia de quejarse de la suerte, mas en
el áltimo tercio de su vida, no la hablan faltado sinsabores y dolo-
rosos desengafios. Cuando liega el hombre ¿ semejante situación,
DO puede menos de deleitarse con las ideas del retiro y del descanso;
y si á todo esto se aDaden los sentimientos religiosos que hacen ten-
der los ojos h&cia lo futuro, no extrafiaremos que Garlos Y ¿ los
cincuenta y seis afios de su edad, pensase seriamente en echar de sí
ttü peso que realmente le abrumaba^^Hubo quien escribió que entre
las causas que le movieron á tomar esta resolución, ocupa un prin-
cipal lagar la conducta poco obsequiosa hacia él por parte de su
hijo don Felipe, y que prefirió una voluntaria cesión de sus estados
á las serias mortificaciones que de su carácter ambicioso y vivos
deseos de reinar tenia (1); mas no dieron las acciones anteriores de
este príncipe motivo para una imputación ten grave y seria. Según
dijo él mismo hallándose ya en su retiro de Yus te, se habia ocupa-
do de esta idea en vida de la emperatriz; mas que no habia podido
realizarlo por lo complicado que se hallaban sus negocios y falta de
un heredero que estuviese en aptitud de reemplazarle. El heredero
ya se hallaba en sus maduros a&os, y el tiempo parecía llegado de
adoptar finalmente la resolución que iba á excitar la admiración de
toda Europa. Con este designio envió á llamar al príncipe á Bruse-
las, y allí mismo renovó sus negociaciones con su hermano, á fin de
que renunciase en favor de su hijo la corona del imperio; mas el rey
(1) Véase á RoberUon L. G. XI, en su cita de Lebesque, autor ó editor de las Vellorias de Gran-
ye la.
192 HisTOWA 9B rmn ii.
de lo6 romaQOs persistió en su oegativa, y el emperador tuvo que
renuaeiar á esta última ilasioo de brillo y de grandeza.
Se hallaba Felipe muy poco á gusto suyo eu loglaterra, descoD**
lento del país, causado de la reíaa, que auoca había sido para él
objeto de cariño. Aprovechó, pues, con gusto esta ocasión que se le
ofrecía de dejar aquel pais, y se apresuró á obedecer los preceptos
de su padre. Fué esta partida objeto para la reina de e]icesÍYa pesa-
dumbre, trató de impedirla por cuantas razones supo y pudo, ale^
gando su embarazo, que después resultó ser hidropesía. Mas no
tuvo en ninguna cuenta el rey sus ruegos y clamores, y en 8 de
octubre de 1555 salió de Inglaterra, encaminándose á los Paises-
Bajos, donde le aguardaba un cambio inesperado de fortuna.
Habia convocado el emperador los estados de los Paises^Bajos en
Bruselas (1). El 28 del mismo mes de octubre se presentó en su
seno, y con toda la solemnidad digna de los tiempos de los Césares
renunció en favor de don Felipe la soberanía de los Paises-*Bajos
que habia heredado de su padre. Con aire de majestad, con noble
y augusto continente se presentó y condujo el emperador en tan so*
lemne circunstancia. Se hallaban á la derecha del trono el príncipe
de Espafia, el principe Maximiliano y Filiberto, duque de Saboya.
A la izquierda, las reinas viudas de Hungría y de Francia, María,
reina de Bohemia, y Cristierna, hija del rey de Dinamarca, duquesa
de Lorena. Comenzó la ceremonia nombrando al príncipe de Espafia
caballero del toisón de oro, y en seguida el secretario Filiberto Brus-
seli leyó en alta voz el acta de renuncia del seOorío de los Países-
Bajos, hecho por el emperador Carlos Y en favor de la persona de
su hijo don Felipe. Concluido el acto y apoyando una mano en el
hombro del príncipe de Orange, y con un papel en la otra, sin duda
para alivio de memoria, se levantó el emperador y arengó en fran-^
cés por última vez á los estados, haciendo enumeración de las ex-«
pediciones que habia emprendido, de los servicios tanto civiles como
militares que habia hecho. Les habló de sus enfermedades, de su
incapacidad de conservar el cetro con ventajas para el pueblo, y de
que en la persona de su hijo les dejaba un príncipe experimentado
en todos los negocios del gobierno. No fué menos patético su disr
curso al nuevo rey que se le puso delante de rodillas, exhortándole
k ser justo, á mirar con respeto sagrado las leyes y con amor á sus
(1) Bs la fecha que asigna Sandoval á este acto que ocupa en la historia un lugar tan distinguido.
Mas en el día y aun en el mes discrepan la mayor parte de los historiadores de la época.
CAPITULO XIV. 193
nuevos subditos. Ea todos hizo impresión lo solemne, sublime y
tierno de la escena: algunos derramaron lágrimas. El emperador no
se apartó un punto de su nobleza y dignidad; ningún soberano al
despedirse de su pueblo excitó . mas sentimientos de reverencia y
pesadumbre. Prometió Felipe á su padre haberse fielmente en su
nueva dignidad y arreglarse en todo á sus preceptos. Al dirigirse ¿
la asamblea manifestó que le era imposible expresarse en lengua
francesa, por no haberla deprendido (1); mas que el obispo de Arras
seria intérprete de sus sentimientos. La arenga del prelado á nom-
bre del nuevo sefior de los Paises-Bajos se redujo á las promesas de
costumbre y que nunca en tales ocasiones se escasean.
En seguida se levantó la reina viuda de Hungría, y se dirigió á
los estados dándoles gracias por los favores que la hablan dispen-
sado» é hizo renuncia del gobierno de los Paises-Bajos que hacía
veinte afios desempeñaba en nombre de su hermano.
En 16 de enero de 1556 hizo Garlos renuncia de las coronas de
Castilla en favor de su hijo ante Francisco de Eraso« comendador
de Montalazy, notario mayor, y de las de Aragón, ante Diego de
Vargas, escribano de cámara. Además le dio la investidura del es-
lado de Sena, y el título de Vicario general del sacro imperio. Mas
antes de abrir la época de este reinado, tan fecundo en grandes
acontecimientos, se dedicarán algunas páginas á seguir las huellas
del último monarca después de su renuncia.
De todas sus coronas se habia despojado Garlos V á excepción de
la imperial que conservaba todavía, siempre con la esperanza de
trasmitirla á don Felipe. Inmediatamente que se redujo á condición
privada, pasó á vivir en un palacio particular en compafiía de las
reinas sus hermanas, pues la de Hungría habia entregado el gobier-
no de los Paises-Bajos al duque Filíberto de Saboya, por disposi-
ción de don Felipe. El retiro donde era la intención del emperador
fijar su residencia era el monasterio de Jerónimos de Juste ó Ynste,
situado en Extremadura cerca de la vera de Plasencia. Mas por lo
erado de la estación ó falta de preparativos, no pudo ponerse en
viaje hasta setiembre del mismo aOo de 1 556 que se embarcó en
Zelandia en compañía de las mismas reinas y su privada comitiva,
despidiéndose del nuevo rey que le habia acompañado hasta aquel
panto. Padeció la pequefia flota una tempested, y llegó en bastante
mal estado á fines del mes al puerto de Laredo, donde tuvo lugar el
(1} Bxpieslon de Sandoval, 1. XZIÜf * párr. 16.
194 HISTORIA DB FELIPE II.
desembarco. Se dice que el emperador besó la tierra al verse en ella,
diciéodole que le recibiese como su postrer asilo. Llegó tan fatigado
y quebrantado, que solo eo litera pudo hacer el viaje hasta Burgos,
donde descansó dos dias. A pesar de que debia conocer los hom-
bres, no dejó de extra&ar el escaso número de seSores y caballeros
principales que le vinieron á cumplimentar, tanto en aquel punto
como en el camino. En seguida se trasladó á Valladolid, donde no
quiso se le hiciese ningún recibimiento, cediendo este honor & sus
hermanas, que hicieron su entrada un dia antes. Allí tuvo una en-
trevista con su hija y regente doña Juana, habiendo visto también
á su nieto el príncipe don Garlos, de cuyos modales y conversa-
ción, dicen, quedó sumamente disgustado. Querían sus hermanas
acompaDarle hasta Yus te; mas no lo permitió el emperador, y
se despidió de ellas en Valladolid prosiguiendo solo su jornada. Al-
gunos historiadores dic^n que tuvo que suspender su viaje por falta
de dinero (1); pero esto es muy dnro de creer, habiéndose asignado
él mismo la corta cantidad de 12,000 ducados anuales por via de
pensión ó de retiro. Y aunque hubiese sucedido así por escaseces
del erario ó circunstancias imprevistas, achacarlo á indiferencia ó
tal vez á ingratitud de Feiípe, nos parece con demasía aventurado.
A mediados de noviembre del mismo a&o llegó á Yuste, donde le
hablan preparado una especie de habitación particular^ pegada al
convento, con el que tenia comunicación aunque del todo indepen-
diente. En aquella modesta vivienda, compuesta de cinco ó seis pie-
zas, sencilla y hasta pobremente alhajadas, se encerró el que habia
dado leyes á mas de la mitad de Europa, sin que en sus conversa-
ciones, ni en ninguno de sus actos, diese á entender que estaba ar-
repentido de aquel cambio.
La vida que el emperador llevó en Yuste fué sencilla, dedicada en
lo esencial á ejercicios de devoción y de piedad, ocupando las horas
de recreo en el cultivo del jardín, ó en la construcción de alguna
obra mecánica, sobre todo de relojes, á que era muy aficionado. El
grande artífice de aquellos tiempos que excitaba tanta admiración
con lo ingenioso y atrevido de sus invenciones, Juanelo Turriano, le
hizo varías visitas en su retiro y le daba lecciones de su arte. Tam-
bién se divertía con la música, en la que dicen era muy inteligente,
siendo su voz tan buena y delicada, que algunos religiosos iban en
(1) Entre otros Cabrera, 1. S, o. iV, quien expresa el pueblo de la detención (Oropesaj, el Uempo
de la duración (30 días), y la cantidad que aguardaba para pagar & bus orlados (90,0(K) escadoa).
CAPITOLO XIV. 198
silencio á escucharle á su puerta cuando cantaba, sobre todo en las
horas de la noche. Mas todos esos pasatiempos no le distraian del
negocio que le era mas interesante. Sin ligarse con ningún voto,
observaba en cuanto se lo permitían sus enfermedades la regla del
orden de san Jerónimo á que pertenecia aquella casa. Asistía al
coro con frecuencia : todas las mafianas oia misa, y rezaba muchas
devociones. A mediodía oia un sermón y á falta suya una homilía
de san Agustin, y por la tarde asistía á vísperas. Pasaba asimismo
algunas horas en conversación con el prior y algunos otros graves
religiosos del convento con quienes entraba en varios pormenores
de su vida, contándolos con afabilidad y sencillez de trato sin nin-
guna etiqueta y ceremonia. Sandoval, el mas copioso , y tal vez el
mejor de sus historiadores, refiere los cargos que le hicieron una
▼ez los visitadores de la orden por las liberalidades que distribuía á
yarios individuos de la casa, que el emperador escuchó con la ma-
yor docilidad prometiendo enmendarse. Es de un vivo interés una
de sus conversaciones con san Francisco de Borja , sobre los moti-
vos que obligaron á este á dejar el mundo y á preferir la nueva or-
den de los jesuítas á las demás ya antiguas y probadas* Mas deja-
remos por ahora á Garlos V en la modestia y humildad de su retiro
para volver al gran teatro del mundo , sobre el que comenzaba á
representar un gran papel su hijo.
cAPrrtíto XV.
Estado de la Europa á la subida de Felipe H al trono. — Se declara Paulo IV contra Fe-
lipe II. — ^Pasa el duque de Alba á gobernar á Nápole». — Ruptura de hostilidades.
— ^Invaden las tropas espadólas los estados pontificios.
Se hallaba Felipe U en los 29 afios empezados da suedad^ cuan-
do por la reoQDcía de su padre , se vio el primer soberano de la
Europa. No heredaba la corona imperial ; mas esta brillante digni-
dad no era en mil ocasiones verdadero poder , y por la proximidad
de los turcos acarreaba mas peligros y embarazos que provecho. Sin
contar con Inglaterra, de que no era mas que monarca nominal, se
veia due&o de Espafia, de los Paises-Bajos, del Franco-Condado, del
ducado de Milán, de Sicilia, de Ñápeles, de GerdeOa, y del inmenso
y opulento imperio que las armas y la audacia de unos pocos aven-
tureros hablan dado k Castilla en el nuevo continente. Con razón se
decia que el sol no se ponia nunca en los estados de este príncipe.
Era Felipe nuevo rey, mas no nuevo gobernante; pues casi desde
su infancia se habia familiarizado con los negocios y debia de co-
nocer los hombres y las cosas. No era menos necesaria una perso-
nal capacidad de gobierno para el hijo , que lo habia sido para el
padre, hallándose la Europa tan agitada sin dar muestras de mas
tranquilidad que bajo el reinado del último monarca. Mandaba en
Francia Enrique 11, heredero de la enemiga de su padre hacia la casa
de Austria. Una tregua acababa de suspender las hostilidades con el
emperador, mas solo el cansancio y no un deseo de paz habían dic-
CAPITULO XV. IW
tado esta medida. Bl oalvinismo que en el reinado del anterior mo^
narca no pasaba en aquel pai9 de noa secta oseura , se babia di-^
fondido por varías proviooias, y era la religión de moehos sefiorea
de gran preponderancia , entre los que se contaban basta principes
de la sangre. Estaba Inglaterra regida por María , esposa de Felipe»
sin que las perseonciones y rigor ejercidos contra los enemigos do
la fe católica restUayesen al país la tranquilidad, y mucho meno»
la unidad de creencias que se apetecia. Era la reina odiada por mas
de la mitad de la nación que la designaba con el título de sangui^
naria, y la irritación que en ella producía el desvio de Felipe aumen*^
taba la severidad de todas sus disposiciones. En Escocia continuaba
la regencia de María de Lorena , ejercida en nombre de te reina
María Stnarda que continnaba en París en vísperas de ser enlazada
con el primogénito de Enrique. Al frente del imperio de Alemania
iba k ponerse definitivamente el rey de los romanos Fernando, ha-*
hiendo por fin enviado desde EspiJia el emperador so acto de re-^
nuncia. Hablan concebido los príncipes luteranos sospechas de que
se trataba de falsear el tratado de Passau, al abrigo del cual vivían
tranquilos ; mas tuvo la habilidad el rey de los romanos de disipar
sus inquietudes , habiéndose confirmado en una dieta celebrada en
Augsburgo en 1555 las disposiciones del tratado , con lo que per-
manecía el país sin aparentes turbulencias. Continuaba en el trono
de Sueoía Gustavo^ fundador de la nueva dinastía. Babia subido al
do Dinamarca Cristiano III, sucesor del duque de Holstein, que ha**
bia expelido al rey Cristíemo. Reinaba en Polonia Segismundo Au*
gusto, y en Portugal don Juan 111 , sucesor de don Manuel , que
introdujo la inquisición en aquel reino. En 1554 habia bajado at
sepulcro el papa Julio III , sucesor de Paulo III ; y á la muerte de
Marcelo II, que reinó solo veinte y dos días, fué exaltado al trono
pontificio Paulo IV , de quien haremos mas mención en adelante.
En cuanto á Italia, merece noticia particular por la variedad de es-^
tados de que se compone y las relaciones é influencia que ejerció en
ellos Caríos Y. Ya hemos visto como en el reinado de este empera-
dor fueron para siempre expelidos del Milanesado y de Ñápeles los
franeeaes que alegaban derechos á los dos países. A la muerte en
1536, sin hijos varones, de Francisco Sforza , duque de Milán , se
hizo Carlos V duefio y soberano del Estado, que como feudo impe-
rial deberia de quedar anejo á la corona del imperio , mas que á
pesar de esto hizo parte de la magnifica herénda de Fdipe. Era^
Tomo i. U
i dS HISTORIA DE VKtíH U.
pues, daefio de Milán, de N&poles y de Sicilia, y esta circunstancia
por precisión ie habia de dar gran influencia entre los otros sobe-
ranos de la Italia. Yenecia que se babia mostrado , cuando contra-
ria, cuando favorable, á los intereses del emperador, se bailaba en
un estado de neutralidad á la subida al trono de su bijo. Continua-
ba Genova bajo el poder y grande influencia de los Dorias, amigos
y servidores siempre de la casa de Austria. En 1547 babia abortado
en aquel pais la conspiración de Fiescbi , promovida secretamente
por Francia y por Pedro Luis Farnesio , duque de Parma , bijo de
Paulo III; mas no fué esta llamarada mas que de un momento, ha-
biendo perecido el jefe de la conspiración por un accidente inespe-
rado. Octavio^ bijo y sucesor del duque de Parma , continuó sus
tratos con Francia y fué inducido á recibir en su pais tropas de
Enrique II; mas fué descubierto el plan por el emperador y el papa,
quienes le declararon la guerra, y le hubiesen despojado de sus es-
tados á no haber el principe alcanzado su perdón , casándose con
Margarita, hija natural de Carlos V.
En cuanto á Florencia, ya hemos visto que por los afios de 1530
habia pasado del estado republicano á la dominación de los Médicis,
que al principio tomaron el titulo de duques de Florencia, y en se-
guida el de grandes duques de Toscana. Una de las operaciones de
los franceses durante la última guerra que hemos mencionado fué la
invasión y ocupación de Sena , y con este motivo se apoderaron de
algunos otros puntos de la Toscana y el Genovesado; mas de dicha
plaza fueron expelidos, después de un sitio muy tenaz, por las ar-
mas de Garlos V y el duque de Florencia. A la subida , pues , de
Felipe al trono , tenia por amigas en Italia á Genova y Florencia:
por poco amigas y contrarias á Parma, Módena y Ferrara.
Tal era la situación de Europa al inaugurar Felipe su reinado.
No puede menos de abrazar su historia la de casi todos los estados
de que esta parte del mundo se compone. No es muy fácil, pues,
trazarla con claridad, con método, sin que resulten confusiones. No
es posible observar siempre con exactitud el orden cronológico, una
de las grandes condiciones de la historia, cuando sucesos contem-
poráneos que pasan en diversas partes no tienen ninguna conexión
ni enlace. Tampoco se puede ni se debe dar al relato de todos igual
grado de extensión, porque no son igualmente interesantes. Todo
esto lo tendremos presente en nuestra narrativa. No escribiremos
anales de lo que ocurría al mismo tiempo en todas partes, sino qae
CAPÍTULO XV. 199
pasaremos de un país ó de qd asunto á otro, de modo que la aten--
cion no se fije al mismo tiempo en cosas may heterogéneas. Así de-
jaremos por ahora á EspaQa, volviendo á ella cuando lo verifique
don Felipe, á quien graves negocios detenian en los Paises-Bajos.
Uno de los actos del reinado de Felipe fué la confirmación de la
regencia de EspaOa en favor de la infanta doOa Juana. Dio á Fili-
berto de Saboya el gobierno de los Paises-Bajos, y le confirió el
titulo de consejo de Estado, del mismo modo que al duque de Alba,
á don Francisco Gonzaga, al Obispo de Arras, al príncipe Andrés
Doria, á don Juan Manrique de Lara, á don Antonio Toledo, prior
de León, á Ruy Gómez de Silva, príncipe de Eboli, al conde de
Chinchón, á don Bernardino de Mendoza, á don Gutierre López de
Padilla, al duque de Feria, y poco después al regente Figueroa.
Nombró embajador en Alemania á don Claudio Vigil de Quifiones,
conde de Luna, y confirmando en el de Yenecia á Francisco de Var-
gas Mejia. De los cambios que hizo en el personal por lo tocante á
Espafia, hablaremos á su debido tiempo.
La tregua ajustada un aSo hacia entre el emperador y el rey de
Francia, se renovó y confirmó entre este y Felipe en Cambray en
febrero de 1556, asistiendo en nombre del último Lalaing, gober-
nador de Haynalt, Simón Reynardo y Carlos Tinsanc, juristas del
consejo, y Juan Bautista Escherzo Cremonés, regente de Milán. Por
la parte de Francia asistieron el almirante Coligny, gobernador de
Pecardía, Sebastian d'Aubepine, del consejo y secretario de Estado,
y los abades de Bossen-Fontaine y San Martin; mas esta tregua iba
á ser muy corta.
1556. Es un rasgo singular en el reinado de Felipe II, de un
monarca tan católico, tan adicto á la sede pontificia, tan hijo obe-
diente de la Iglesia, que su primera guerra hubiese sido con el papa
y provocada por este padre de los fieles; mas así es la verdad pura.
Faé exaltado como hemos dicho, á la tiara Paulo IV (Pedro Carraf-
fa) por la facción francesa á despecho de la austríaca, con cuyo
motivo concibió un odio al emperador y á Felipe que influyó en
toda su política. La historia pinta á este pontífice como hombre de
pasiones muy fogosas y violentas en medio de lo sumamente avan-
zado de sus años, y sobre todo altamente imbuido de las ideas de
omnipotencia de la Santa Sede. No se atribuía tanto á sus propios
sentimientos esta enemistad hacia los príncipes austríacos como á
las intrigas y á la ambición de sa sobrino el cardenal Carraffa, que
too HISTOMA DB FBUPS lí.
se creía ofendU» dtl emperador por lo poco gratos que !e
«klo sus servicios. El primer paso del pontifico fué solicitar una
aiiaiza coo Fraocia, que eutró gustosa eu estos tratos y atizó el
odio del papa, en medio de estar él mismo ocupado eo el ajuste de
«ua tregua con sus euemigos.
Muy siDgular parece que el rey de Fraacia se ocupase á la vez
de dos a)50]itos tan cootradictorios; mas tal es la verdad coufesada
por los historiadores franceses, y tal la bueua fe que reina en las
negodadoms diplomáticas. Halagaba mucho á Enrique la idea sa*
gerída por Paulo IV de recibir ia investidura de Milán y de Nápo*
ks para sos dos hijos. Combatió vivamente el mariscal de Montmo^
rency este proyecto de liga: la apoyó fuertemente el partido de los
Guisas. Estos Guisas, de quienes se hace mención tantas veces en
la historia, eran príncipes de la casa de Loreoa, naturalizados en
Francia desde principios de aquel siglo. El lamoso Fraocisco de
Guisa, defensor de Metz contra Garlos V, era el segundo duque de
esta casa. Tenia entre otros, dos hermanos, ambos caidenales y
ttüy conocidos en su tiempo, uno con el nombre de Cardenal de
Loreoa) y otro con el de Cardenal de Guisa. María de Lorena reina
viuda de Escocia y madre de María Bstuarda era hermana de estos
príncipes. Masa pesar de las intrigas de esta familia poderosa; k pe-
sar de que el tratado de alianza oon el papa halagaba mas qoe el
de la tregua con el rey de BspaQa, se ajustó ^te el primero. Reso-
lución que puso muy furioso á Paulo lY. lomediatamente despaché
k París k su sobrino el cardenal k exponer sus quejas y hacer pre*
sentes sus apuros si la tregua se llevaba á efecto. No fué difícil al
cardenal Garraffa remover los escrúpulos del rey acerca de la ob-
servancia de la tregua, pues adem&s de que la liga con el papa es-
taba en sus ideas, supo mover el legado en su corte reortes podero-
sos entre ellos el de la fomosa Diana de Poitiers dama de Enrique 11
que supo ganar con presentes de parte del pontífice. Quedaren con
esto desbaratados ios planes de Montmorency, triunfante el de los
Guisas. Favorecido además con un breve de absolución por el pon-
tífice, rompió Enrique virtualmente la tregua con el rey de Espaffa,
prometiendo al papa tropas que se pusieron en efecto en movimien-
fo. Paulo IV entró en negociaciones con el mismo objeto con los du-
ques de Parma y de Ferrara, indisponiéndolos contra el rey de Espa-
fia. Privó k este del subsidio de cruzada de que gozaban sus antece-
sores en Espafia, con motivo ó pretexto de la guerra contra ios infie-
CAPITULO XY« 201
les, eovió guaroiciones ¿ las plazas confinantes con el reino de Ná*-
poles^ y no omitió medio alguno de mostrar su hostilidad al rey de
EspaSa. Su embajador en Roma, Garcilaso de la Vega, que manifes^
taba al duque de Alba el peligro que corría el reino de Ñapóles, en
una carta interceptada, fué por orden del pontífice preso en el castillo
de San Angelo. Alli encerró asimismo al cardenal Santafiore y otros
que se oponían á su política hostil con el rey de Espafia. A los Go-
lonnas, que pasaban por amigos de este príncipe, excomulgó, pri^
vando á Marco Antonio, jefe de la familia del ducado de Paliano. Y
para coronar todos estos actos de animosidad, declaró en pleno
oonsistorío al rey Felipe decaído de su derecho al reino de Ñapóles^
como infractor de los juramentos que ¿ su predecesor habia hecho
al monarca feudatario.
Ya habia consultado el rey, antes de llegar las cosas i esta ex-*
tremidad> con sus teólogos mas graves si le era permitido en vista
de tales agravios hacer armas contra el papa. Los teólogos le res^
pondieron que debía emplear antes todos los medios de la negocia-
ción, de la sumisión y de la súplica, y que solo en el caso de apo**
rarse le podría ser lícito acudir k su defensa personal tomando ar^
mas contra el pontífice que injustamente le atacaba. Con esta es-
pecie de resguardo^ dando el rey de Espafia por apurados todos los
medios de conciliación, se pensó en hostilidades, y envió de virey á
Ñápeles al duque de Alba que habia ya bajado á Milán de orden
del emperador, nombrándole generalísimo de sus tropas en Italia.
Pasaba á la sazón don Fernando Alvarez de Toledo, duque de
Alba, por el primer general que tenia Espafia. Desde muy joven
comenzó á distinguirse en los ejércitos de Italia. Mandaba un cuer*
po ó división del ejército que en 1536 puso cerco á Marsella: estu-
vo á la cabeza de las tropas imperiales en la batalla de Muhlberg,
y cuando el sitio de Metz sirvió asimismo como general en jefe bajo
las órdenes de Carlos V. Era un hombre de guerra activo, valeroso,
inteligente, y como jefe, muy duro y muy severo. Aunque se hizo
famoso en el reinado del padre, creció mucho, como veremos, sQ
nombre en el del hijo.
Ya era pública la liga del papa y de la Francia. Ya se estaban
esperando en Ostia tropas que este último habia prometido, y pre-
parando en Roma cuarteles para recibirlas. Estaba como rota la
tregua entre Francia y Espafia, aunque no denunciadas las hostili-
dades entre las dos potencias. Reunía el duque de Alba como actí-
sos HISTORU DB FELIPE U.
vo y previsor, eo el reioo do Ñapóles y frontera de las estados de
la Iglesia sus tropas, que se compoDÍau de 4,000 espafioles, 8,000
italianos, 300 hombres de armas, 500 caballos, y 12 piezas de ar-
tillería. Mandaba la infantería espafiola su hijo don García de To-
ledo, y el maestre de campo Sancho MardoDes; la infantería italiana
Yespasiano Gonzaga: los hombres de armas Marco Antonio Golonna;
la caballería el duque de Pópoli, y de la artillería estaba encargado
Bernardo de Aldana (1).
No quiso el duque romper las hostilidades hasta tener respuesta
del pontífice, ¿ quien en vio de emisario al príncipe de San Valentina,
quejándose en nombre del, rey don Felipe de las medidas hostiles del
pontífice; de su liga con Francia; de la prisión contra el derecho de
gentes de Garcilaso de la Vega; de su aproximación de tropas á la
frontera de Ñapóles, y sobre todo de su declaración en el consisto-
rio, destituyendo al rey de sus derechos á este estado. Al mismo
tiempo exhortaba á Su Santidad á remover por medios mas pacíficos
los horrores de una guerra inminente, y que era inevitable, mien-
tras no diese á su amo una satisfacción debida. Tardó algún tiempo
el pontífice en contestar, y al fin dio una respuesta evasiva con ob-
jeto de ganar el tiempo necesario para la llegada de las tropas de
Francia que aguardaba (2). Mas el duque de Alba que lo compren-
dió muy bien, no quisó perder la ventaja de ganarle por la mano y
rompió las hostilidades entrándose con sus tropas por el territorio de
la Iglesia. Como las fronteras de los estados pontificios no estaban
bien guardadas, fué fácil al duque de Alba apoderarse de los pun-
tos de Venili, Banco, Terracina y los demás pueblos de sus inme-
diaciones. Inmediatamente pasó á Anagni defendida por 800 hom-
bres; mas viéndose estos en la imposibilidad de resistirse, se retiraron
hacia Tívoli, dejando franca la entrada de la plaza, que fué saqueada
por las tropas de Alba.
Llenaron estas noticias á Roma de terror y Paulo IV envió con toda
precipitación por las tropas que se hallaban en la Umbría compuestas
de 300 alemanes, 1,000 gascones, y 7,000 hombres mandados por
Alejandro Golonna. No creyendo suficiente este refuerzo para la de<
(1) Log principales hechos de esta corta guerra de Italia están consignados con poca diferencia
en todos los historiadores de la época; Cabrera, Forreras, Leti, MlBana, Beniel, Heseray, Anque-
iU,etc.
(1) Alganos histoi ¡adores dicen qúe respondió con altivez; mas hallándose entonces tan dos-
prevenido y en vísperas de verse reforzado, es mas patural qne háblese observado la politioa qna
Indica el texto.
CilPlTüLO XV. ÍOS
íeDsa de ía capital, sopIícaroD los cardenales al pontífice, conjurase
aquella tempestad entrando en ajuste con el duque de Alba. Propu-
so el papa al efecto al espafiol una conferencia con el cardenal Car-
rafa para la renovación de las relaciones amistosas. Accedió el duque;
mas no habiendo encontrado al cardenal en Gruta-Ferrara, sitio de
la cita, y aguardándole allí en vano cuatro dias, calculó que solo se
trataba de ganar tiempo para la llegada de los franceses; y así re-
novó las hostilidades apoderándose de Yahuontone, de Palestrioa, de
Segni y de Tívoli, al mismo tiempo que Yespasiano Golonna Gon-
zaga entraba por capitulación en Yicovaro.
El papa que se veia cada vez mas estrechado, apuraba al rey de
Francia á que le enviase los socorros ofrecidos, y buscaba enemigos
contra el rey de España entre los príncipes de Italia: mas á excep-
ción del duque de Ferrara, ninguno abrazó los intereses del pontí-
fice. Supo el rey de Espafía conciliarse la benevolencia y asegurar
la amistad del duque de Florencia, concediéndole la posesión de Se-
na, y del de Parma dispensándole favores no menos importantes.
Para distraer la atención del duque de Alba, dispuso Paulo lY que
algunas tropas que se hallaban en la Marca de Ancona, hiciesen una
incursión en los Abruzzos. La expedición se realizó en efecto man-
dada por Antonio, marqués de Montebello, sobrino del pontífice, y
no dejó de hacer daQos considerables en aquel pais; mas.su gober-^
nador con un refuerzo que le habia enviado á tiempo el duque de
Alba, salió á buscar á los del papa, los destrozó, haciéndoles volver
al punto de Ascoli de donde habían salido.
Mientras tanto tomaba el duque de Alba á Frascati, á Ripa del
Papa, á Albano con sus pueblos circunvecinos, concluyendo su ex-
pedición con la entrada por asalto en Ostia. Aquí se ajustó una tre-
gua de cuarenta dias; y el general espafiol dejando bien guarneci-
dos los puntos fuertes que acababa de tomar, aprovechó este tiempo
marchando á Ñapóles donde se preparó para la próxima campafia.
Esta tregua en medio de las grandes ventajas que llevaba el duque
de Alba conseguidas, parece una falta militar; mas hay que tener
presente que el rey de EspaBa hacia esta guerra al papa con gran-
de repugnancia suya, y que probablemente el general participaba de
los sentimientos del monarca.
CAPÍTULO XVI
Entrada de los franceses en Italia.^Se rompe la tregua entre Francia y España. ^Pre-
parativos de Felipe ü.—^u viaje á Inglaterra.— Continúa la campafía del duque de
Alba.-r-Paz con el papa.
Llegó por fin el día de la entrada de las tropas francesas en Ita-*
lía, tan ansiado por el papa« Mandaba la expedición el duque de
Guisa que tanto se había distinguido defendiendo la plaza de Metz
contra el mismo Garlos Y; y bajo sus órdenes se hallaba el duque
de Aumale, el de Nemours, con otros principales sefiores y capita-
nes de aquel reino que por la gloria de servir en su bandera se pre-
sentaron sin mas carácter que el de aventureros. Al acercarse al Mi-
lanesado se trató entre ellos si seria conveniente apoderarse de aquel
territorio á la sazón mal guarnecido por hallarse sus tropas eu el
ejército del duque de Alba. Era demasiado tentadora la idea para
que no la aprobase el duque de Guisa; mas se veía contrariado en
esta parte por sus instrucciones de unirse con las tropas del pontí-
fice y dirigirse á Ñapóles. £1 rey de Francia á quien se consultó,
mandó que continuasen directamente su camino, y el legado del papa
para dar mas fuerza & la adopción de esta medida, sacó un Breve
de Su Santidad en que se excomulgaba á los que se desviasen de los
términos de la alianza entre el pontífice y el rey de Francia. Atra-
vesaron, pues, las tropas de este último por los estados de Parma,
cuyo duque no pudo oponerles resistencia alguna; y pasando por
GintOiiO XVI. 909
Médettft HegMiooíiá Reggid, donde eDCDDtróeIdac}u6deGmaiaIcarr-
da&id GtNTfaffa.y aldaqna de Ffirraira.
AüQDqoe es(e última) prÍDcipe CMitvtMk, declarado eooítfa EspMMi íiO)
stidiktítíék uDÍit su» tropa» Mo lasddGoisaiy etpoDtífice, temieiidO)
ad gobernador de Milán que teoia vecino, por lo. qae conttlraarori:
sin este aaxilio las tropas francesasihasla Boloaia, donde habiéndose
fHttado nevistOv se halló que se compooian de 4,^0.grtsoDes, seis
miiifratvoeseS) 500 hombres de armaíft, y 1^500 caballos ligeros. El.
da^ de Giiisai pasó en seguida k Roma.á áonferericíar cm el poon
tífice, de qaíefti recibió los madores obsequios hasta el honor de sen-,
titfse k su ine£Ni, y sttejéfoita peivSAoec^algA^ tanto enda Romaf-
nfa, mientras se hacían todos los (ffeparativospar&IaihiykluTa de tiili
hostilidades.
Ta hablan por aquel tiempo espirado- kis cuárenCa (fias de la fre^^
gua ajustada entre la».tiiopaiftpontificigi&yi^idel dtiquede Alba. Se
renovaren his hostilidadea.con péAtida^en un ^ineipío parai las ar-
mas de Espada. RecapMfaron los> de^ papa.el puerto de; Ostia que sé-
rindió después de un sitio, y aunque la gusurnicion se retiró al cábr^*
tillo, tafoat fin afte eatregaffStfipor/cáiHitnlacíon, salvando ias: per-^
9múB^Y cuanto pudietion lle^M* los«(yueáiefretiraroibáNepttfno^^ Tam-
ben. reédpéAartf^ los. del palpa íi. Mariano, Gastél Gaadüifoi y Pales-
triiifi& Bt áottde de ffópéila^ qfúe hiztf > sAíir. dA estoi^tpaíÉto» á sttti
^«MiittíeAé^ té^zé Con ellaáifiTivolt yAni^riíi. fil cande de Pan-
lianoi tmadéíítotgeaersdes^del papa, traté de rcéobrat ái Yicovaro
áb ví¥« fuerzáv ^ f (té rechazado cotiígran pérdidaijj^iK» lái^^espafioleg;
mas halmittde^;vnetto & la carga díó segundo áitetlto'y y.aunque á costái
de muaha sáttfgceív log:ró eñltar 6n la .plaza, que entregó ásacói, siettr'
do sos- defeúsorós* pasados é> cnchillio.
ba tregua entré fmnoeses» y espafioles. estab». ttííh de hecho cotf)
la babada de estos últimos á Italia y. su retmióá con las tropas del
pontifice, cotí ((uiett.etstabaien.gaenra el rey.de E8]|Mí:fia. El verdad
dero infractor del tratado fué el rey Enrique sin disputa. Podia ale«^-
gM^ este que las \tAp9» del dnqae de Alba^ habíala invadido los es-
tado» (fel pewtfftce, S0 aliado ; spas el pontífice habla provocado lar.
gnerrai, tai vez fiado en la alianza secreta con el rey de Francilái
Buscar buena fe en el cumplimiento = de tratados , y asonar oirás
cao^ taatO'. en 3tt ajuste como, en su infracción que la. ley de la
necesidad, ó de la. mayor, ambición ó la mayor fuerza , es alimen^
tafse eíMfí quiíMciras. Fara completar h rnplitf a de las treguas anun^
Tomo i. VI
ÍÚ^ HlSTOUlA DB FELira lí.
ciada con la entrada de los franceses en Italia, el alblranté de Co-
lígni , gobernador de Picardía , trató de sorprender la plaza fnerte
dé Douay, y habiéndbse descubierto su designio por una casualidad
cuando' ya se hallaba cerca de ella , encubierto con' las tinieblas de
la noche , se esparció por el Artois , desolando el pais , entregando
la plaza de Lens al fuego y al cuchillo.
Se vio así Felipe empefiado en una segunda gueri^á , sin Aaber
doncluido la primera. Ño se descuidó en hacer todos los preparali-
vos que este ladee serio requería. Kovió á EspaDa á Rui Gotnez
Silva en busca de socorros, y dar al mismo tiempo parte á su her-
mana de lo que ocurría. En Inglaterra tebia á su mujer , y aunque
no podia contar mucho con las simpatías del pais , debia de estar
seguro de las de la reina. Para activar y hacer mas eficaces los
auxilios que de ella esperaba en estas circunstancias y for Aó la re-
solución, que llevó á efecto, de hacerle una visita.
Uno de los motivos de la poca popularidad que la reina María de
Inglaterra gozaba en el pais, era su matriidaonio con Felipe, á cuya
influencia, lo mismo que á la de su padre , se atribulan sus medi-
das y rigores con los protestantes. No hay duda de que estaban es-
tos en el corazón de la reina , dura por naturaleza , y que en su
opinión no creía poder manifestar mejoi^ su celo por la comunión
rdtnana. Mas de los sentimientos tanto del padre como del hijo hacia
los* herejes; se puede inferir que añadían nuevo fuego al celo dé la
reitta, y que está princesa, por complacer á su marido, se mostra-
riá mas rigorosa que si no mediase esta consideración en (fue se
ifatéresaba su cariBo. Por otra parte, cómo la reina atribuía e\ des-
vío de Felipe á las pocas simpatías que encontraba en el pais( , es-
taba muy lejos de propender á la indulgencia. Por una parte su
celo mal entendido por el catolicismo, por la otra un esposo despe-
gado, y el sentimiento interior de que le faltaban medios para cau-
tivarle, todo contribuía á ennegrecer su sangre y exacerbar sa
bilis.
Fué recibido Felijpe II dé la reina de Inglaterra con so pasfon
acostumbrada dé la corte , con todos los obsequios debidos al rey,
pues rey era, aunque nominal , de Inglaterra ; del pueblo con sen-
timientos diversos, según la diferencia de partidos: era el objeto de
su visita tan impopular en el pais como su persona mistna. Hacían
ver sus enemigos que una guerra emprendida tan solo para fomentar
los intereses de este prídcípe extranjero, era anlináciol^ial y Uabta un
UfmLO XVI. iffí
aj^urdp.j mas la reina no podía neg^r nada á su marido. ^Por o^fi
jMurte se itrataba de hostiUzar á una naqíon contra la que el o4io.de
Inglaterra ha sido siempre popular, y cuya .dominación en Escocia
€»ra cada dia o^^io de nuevas inquietudes. Sin contar .con su parr-
lanetnto, declaró la guerra al rey de Francia , y prometió sooorros
eficaces á Felipe ; palabra que cumplió haciendo ^alír inmediata-
mente para Flandes un cuerpo de 8,000 hombres á .las órdenes del
conde de Pembcoke.
iRegresó d rey.Mos Paises-Bggos y se preparó para eqtrar cuanto
aates^n campaDa, poniendo á lacabeza desu ejército al duque. de
Sabaya Filiberto. Los franceses tampoco anduvieron remisos en «to-
mar disposiciones por su parte, ya habia renovado el rey de.Fran^
cía su alianea con los turcos, y Jos esperaba en Marsella para^que
le ayudasen áconquistar el reino de Ñápeles para su hijo segundo;
mas los turcos no acudieron .
Sehacian la guerra los españoles y franceses, en dosrteatros á la
vez: en Italia y en la frontera de los Paises^Bfyos. Aqqi .estaba el
duque de Sabaya enfcente del condestable de Montmorency: allí el
duque de Guisa iba á encontrarse con. el de Alba. Gomo ya hemos
empezado la primera de estas guerras , la seguiremos antes de pau-
sar á la segunda.
Se hallaba en Ñápeles el duque de Alba , como ya hemos dicho,
buscando mediot; de reforzar su ejército y cootinuar la guerra. Per-
manecian en la Romanía las tropas del duque de Guisa, aguardan-
do su reunión con las del papa , que debían venir de la Marca de
Ancona. Cuando el duque de Guisa creyó que debían estar en mar-
cha , se movió hacia el Abruzzo , pasó el Tronto y cayó sobre la
plaza de Givitella, que no pudo tomar á pesar de sus asaltos. Sabe-
dor el duque de Alba del movimiento del de (Guisa , salió de, Ñápe-
les con 22,000 hombres para socorrer á Givitella , sin que en esta
marcha ocurriese mas novedad que una fuerte y sangrienta escara^
muza entre dos partidas de reconocimiento, quedando derrotado el
conde Paliano, que en seguida se retiró á Ascoli, cuyo camino tomó
asimismo el duque de Guisa , retirándose de sobre Givitella á la
aproximación del de Alba, que le era superíor«en fuerzas.
Tomaba la guerra un aspecto muy poco formidable , siendo de
notar la poca fuerza de los ejércitos beligerantes. Se quedaba el du-
que de Guisa del pontífice por no habérsele reunido las tropas que
debun venir de Ancona. Comenzaba á arrepentirse el papa de ha*-
f#t HISTORIA DB ¥K4fS 11.
h6T llawdoliiis eoiN^'4 6st6 exlmno. Avanzaba ba0ia.fioiQa.el da*^
que de Alba, smperior an fuer;ia«.4 kfi<^ ; <)oas tal vez noeitaba
satisfecho ni tnanqoilo ealeramei^te lea sa eiaBciaiicía., ignerreasd*
«ettra-elifuapa. Be todos modos , siguió 14I aloas^ del dnqne^áe
Qmm auapáo esd^ se retícii de Givitelja, pná'^ Troalo, ise>9ped«ró
de Azoamane» de üaligaiQ, i^aquieando ly anulando k BMai4e Mim»,
qae'jjiaiaQiibaoeiüe reswjteoeiA.
Aterrada Roma con este movimiento del duqne<ide 'Alba, <Uftiiiéi«l
pa^p^áiApdatgini» ajigweral fraaé^., .y .jnvtó «demás tQwwltes-
.f$9Ífl«¡ro$ DUr^i jfkiilefensa ile l(i plaza. 61 <doqiw de<%ÍM)^ clicigíi^
eoo!Sus.itn9fCS'¿;jSpj»lelo, y.paaaailo el Tüwr itne sitw iisn Meiile-
Baton^. s4;píó su» nwviipientp el4ie AUw y^e<«p60o(ré enil«<can^
fHíi de Rema ; 11189 el goieFal franoés no salíó.iá 9a eaiottantra, lo
jp9'prne)ia>qae'.eiía el primttco «nmtreoao'soprier en fnesMs. :Ea
toda aquella campaDa no hubo ninguna bataUaicampal ni «decisiva.
Seijvabaion combates parciales e«$i: 4 la visto de iBova.; mw el de
Alba.avaiml)a sj«:qiies«iicoptFario<ae le «avivase al Imftte. lEl SI
de agostoidel aOo de 1557 lleg4i«)si 4lM=msp>es.iiMiiaiB de^li^owa
«OB las<«e8oaiíisiprepacadfls ya parael «/salto, ios deiadeptro se dis^
petían paro la defcnaa, cuandoi la na|ieia^de<k' derroto qneiMftbafe»
de sufrir el ejército francés en San Quintín vino & acelerar el desea»?
laoe de aquel drana.
Recibió el duque de Guisa orden del rey de Fronciade salir ia-
nedíaitanente de Italia >con su ejéroitoy dirigirse á la frontero de
ksiPaises-'Bajes. ¿Cómo el rey . se. babia. desprendido en aquellas
«ircunstanoias de tan hábil servidor? ¿Gomo le había enviado á Itar-
lia con firárzas tan inferiores á las del duque de Alba? Sin duda
contó mas de lo que debia con las del pontífiGe y eon alianzas qni^
mérieas'iqae bo se realizaron. A exoepcion del duque de Ferrara,
«ingunose declaró contra Felipe, y esta alianza en lugar .de ser útil
al de Guisa , le obligó á destocar parte de sus tropas paraiproto^
gerle eeotro el gobernad de Milán, que invadió su territorio. Km
'deetino'de'los franceses '-soDMTisiempre con Itolia, hacer expedicio-
«es en Italia, y recibir' craeles.tlcsengafiQSi en Italia.
En cuanto al pon tuce , ae creyó poco menos que; pendido «on la
ausencia del de Guisa. Sas cardenales >ydemás.«enai|jefQS le ioita-
roB y saplicaroniiue «onjunase toJeaipestod qu0.AmfiQMal>a>á.BO''
ma, que la librase de la calamidad de<seF otnvveziiomadi^terasalr
toy eBtfefvda'á'^fMbe^^ horreM8<de.aji saqueo. Dio oidoaeLptuiR
GAflTULO XYL 209
tífice á ruegos tan en coDsoDancia con sos mismas inquietudes, y
pidió una conferencia para negociar ai duque de Alba , quien la
concedió al momento. Era la paz muy fácil de ajustar : el papa te-
nia miedo: en el rey como en el duque de Alba habia gran repug-
nancia de hacer la guerra al papa. Eran positivas y terminantes las
instrucciones de Felipe para entrar en negociaciones cuando Pau-
lo I Y las pidiese, y de conceder lo que fuese compatible con el de-
coro de las armas y seguridad de sus estados.
Tuvo, pues, el duque de Alba una entrevista con el cardenal
Garraffa, y por la mediación de la república de Yenecia y del duque
de Florencia se ajustaron las paces con condiciones muy sencillas.
Se separaba el papa de la liga de Francia; el duque de Alba resti-
tuia al papa todo el territorio que le habia ocupado , y además la
artillería y mas pertrechos de guerra que le habia cogido. Jamás
un vencedor habia saoadoinenas fruto de sus triunfos. Estaba ar^
ruinado el pontífice en vísperas de un gran desastre , y tuvo la fe-
licidad de tratar de igual á igual con un enemigo sumamente ge-
neroso.
Fué recibida en Roma la noticia de la paz con grandísima ale-
xia, «alebrada con todo ¡género de regocijos públicos. Concedió el
papaiNBjttMíeorpleBÍiHaicí. Hizo su entrada d du4ned^,Alb)»fi»
Boifta eofi la mayor magnificencia. Besó el pié,al papa;.laj[)idló.per-
doftiideliis yariweometidQS en la g\íer¡r¡^ , y iá .nombre del jey w
tmo s$tiaifiJlMtó;Con;rftviereQCÍa hijo.hamilde de lal^lesiA. Jglpon-
tífioe /recibió al de Alba con wncho amor y .cortesía; le Jiizo mudifts
honras, letseotó á su m«sa y le echó su ^bi^dicion, oon lo que, y.el
pMMateide la rosa de j»ro:eavisMlOiPor.«l pdpa M «la duquesa , se
vfiivió jnuy satíusféctio á^lSipoles ^I general «espaQol , .js^oido de su
ejército. Algunos dicen que el duque de Alba no adoittabik los^oa*
tintentos, pacíficos .y geoerosios .de .FeHpe him 4 (pontífiicaj que
oiw»dD(<d.dió:qxcii8<u» á«ste en, nombre de su amo por ja gu^cra
qpaeiüei/í había dectoiíAdo y hecho, ai&adió, que 31 él se vi^raen Ju-
gar del rey,fi9n vqk de loB^ansm qm Felipe.ieiLvJabaa.BQm», las
diñan» logado dol'P^pa .al rtay4eiEspa&a.Qnlo8Paises*-B(yos; mas
esta effp«»6;a».iwprabable por j» Míe de .aquellos tiempo», y so--
br^e itAdí»(par »l %mi respeto ,y «hiusta terror qqe inspiraba Felipe á
sus subditos, comenzando por el mismo duque de Alba.
CAPlTütO XVÍÍ.
Gomíenza la campaña entre españcdes y franceses. — ^Batalla de .San Quintín. — ^Toma
de la plaza y otras varias por los españoles. — Toma de la de Calais por el duque
de Guisa. — ^Batalla de Gravelinas.
ÁsceodiaQ las tropas que puso eu campafia el rey Felipe á cérea
de S#,^0^ (1), mandadas, como ya se ba dicho, por FíUberto, du-
que de Saboya. A uu poco mas de la tercera parte llegaban las de
Francia que el condestable de Montmorency acaudillaba. La supe-
rioridad del ffúmero permitía al primero tomar la iniciatiYa , y así
lo itizo entrándose por Picardía y amenaxando ya k uno ya á otre
de sus punios fuertes , hasta que al fin de varias marchas y con-
tramarchas amenazando sucesivamente á Manemburgo , á tRocFoy
y á Conde y á Guisa, vino á poner sitio A la plaza de San Quiotia
sobre el rio Somma.
Trató el condestable de Montmorency., que se habia situado en
La Fere, de socorrer la plaza. En ella habia llegado á inlroduoirse
el almirante Gotigni, gobernador de la provincia , con la fuerza de
"600 hombres, habiendo perdido otros tantos en la empresa. Lapre-
isencia de un jefe tan experimentado en aqueUas circunfitandas y las
acertadas disposiciones que tomó inmediatamente animaron mucho
á los sHiados; mas el duque de Saboya, á cuyo campo habia ya lie-
(1) Sobre el total y la composición de las fuerzas de los ejércitos beligerantes se observa «iem-
pre gran variedad en los historiadores. Además de los errores que en estos conjuntos influyen bay
que contar con el espíritu de partido ó de nación que disminuye y exagera. Sin embargo están to*
do0 de acuerdo en qoe el ejército de Felipe era superior al del rey de Francia.
gáfMjlo tvii. É1Í
gado el cuerpo de los 8,000 ingleses, eMrecbd el sitio en tkles ter-
minen , que el condestable creyó necesaria la introdnccion en la
phlza de qo cnerpo mas considerable. Con este objeto se movió de
La Fere con todo sü ejército para proteger la entrada de on cuerpo
d * ;'"f^^^t!*>lr<*=* h las órdenes de Autelot, hermano del almirante.
^ , . ■ ' " ' — ^'••*^ logró meterse en San
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de las batallas <(ue tendremos por preolston que mencionar, po...^... .
con toda claridad lo poco que Indiquemos. Bd general, el mejor modo d(
cia de una batalla, es atenerse á sos reaultadosi pues muy pocas dejan d^
pérdida por consiguiente para otfos.
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escritor,
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^ádo el cuerpo de los 8,000 iogleses, eírtrecbd él sitio eB tíiles lér-
miütís , que et condestable creyó necesaria la inlrodnccion en la
plaza de un cnerpo mas considerable. Con este objeto se movió de
La Fere con todo su ejército para proteger la entrada de nn cuerpo
de 2,OtfO hombres á las órdenes de Autelot, hermano del almirante.
Dirigió este jefe mal la operación , y annqne logró meterse en San
Oaíntin , no fné sin la pérdida de mas de la tercera parte de su
gente. En cuanto al condestable, percibiendo que se babia acercado
demasiado al ejército enemigo, trató de reparar este error retroce-
dfe^o lentamente hacia sus líneas. Mas el duque de Saboya , que
advirtió su movimiento, sin desatender al sitio donde dejó parte de
sus tropas con et cuerpo inglés, marchó contra el condestable, obli-
gándole á recibir una batalla (1).
La batalla de San Quintín dimanó, pues, de una imprudencia del
Condestable dé Montmorency, quien avanzó demasiado hacia la pla-
za, ó se retiró de ella demasiado lentamente. Fué para él una ba-
talla no buscada, por consiguiente no era natural que le fuese fa-
vorable. Cargó e) duque de Saboya por un lado, y el conde de Eg-
mont por otro, ambos con caballería, sobre la caballería francesa y
la pusieron en derrota. Abandonada la infantería francesa en el me-
dio, descubierta por ambos flancos no resistió el ímpetu de las fuer-
zas superiores que la cargaron, y tuvo la misma suerte que la ca-
ballería.
Gomo se ve fué la batallado muy pocas horas, de muy pocas ma-
niobras, reducida á dtís choques de caballería, dejando á la infan-
tería sin ningún apoyo y descubierta. Fué completa la victoria de
Jos espafioles y la compraron con muy poca pérdida. En el ejército
de Felipe se distinguieron además del general en jefe, el conde de
Egmont, los dos duques de Brunswick, los condes de Mansfeld, de
Ilorn, y de Vilayme, todos de caballería, pues á esta arma se debió
principalmente lo mejor de la jornada. La mayor parte de las tropas
de Felipe eran alemanas y francesas: no pasaban de 3,000 los es-
pafioles. De los franceses quedaron de 4 á 6,000 hombres en el
— - -
(]} No hay hechos de que se haga mención mas frecuente en las historias .que campañas y ba-
tallas: tampoco los hay en que so cometan mas errores, ó por Ignorancia ó por mala fe del escritor,
y en que los lectores queden en mas oscuridad y dudas. Si par<i la inteligencia de una campaBa en
general basta un mapa de muy buena escala y hecho con exactitud , no se puede adquirir el de
una batalla sin un plano topográfico de su teatro. Nosotros seremos poco dlftasoa en la descripción
de las batallas que tendremos por precisión que mencionar, poniendo un gran cuidado en exponer
con toda claridad lo poco que indiquemos. En general, el mejor modo de comprender la Importan-
cia de una batalla, es atenerse á sos resultados^ pues muy pocas dejan de ser ganancia para unos, y
pérdida por consiguiente para oitos.
ííil HISTÓRll DÉ MUER II.
eamp<»áB lfttti& imierm mas de 3,000^ (fríaóiMlBo» y eotra eH»
mas de 3(^# toctos gente distinguida, entre los que se contaban el
mismo oondestabfe, su hijo, eldtique de Enghien, hermano del j^tiA^
eipe de Cenéé, qao murió de sus henidas, los duques» de Monipen-^
síefy áe LonguevUle, Luis Gonzaga, hermano del düqfiNi deNMaiir^
tuft, ét maifiseal d« San Atndrés y el Hhingrave que maridaiha lAshtrá^
pas dlewanaá. Pedieron además tos firanüeses una graví porción áé
banderas, caiGones y todo su equipaje (1).
Tal fué la bataHa d» San Quintín, tao célebre en la historia. Fué
cotia; pera muy reOida. Los franeeses empeñados en unai fiedsa tttt^
ntobra se resistieron cuanto I0 permilSa su mala posición. — EA dt^*
que de Sabaya» como entendido capitán se aproveché hábilmente de
esta circunstancia. La consternacioa qiM él^Fcié^ en Franela, sobre
todo- fo fteris feé tan* grande, que á juido dé algunos historiadores
se hubíesw medio despoblado esta capital^ con solo la presentación
de mil^ cabalfos delante de sos muros^. Al* saber la batalla Carlos Y,
preguntó si no estaba ya en París su h^o*. Todos pasaban en eíéctt
qu€> el duque de Saboya avanzar ia con su ejéfcito\, aprovechándose
de su bueria fortuna, y aun se cita hoy ette rasgo de sobrada dís-
crecíoD é cobardía; pero los que asi juzgan, obran mas por impre-^
sienes del momiento que por dictámetttt é» !á> prudencia. Bien pov»
dieran haber avanzado los españoles, dejandO' á la espalda plazas
fuertes, sin hallar obstáculos por el momento; mas el ejército fraa-^
cés Dio podía menojí de rehacerse y reformarse. A no tomar á París
d0 un golpe de mano, hubiera tenido que retroceder, y todos estos
]^s#s retrógrados ^laa^ sreMpre acompañados de desastres. El em^
peiiador podia recordar los qte él mismo había experimentado al re-
tirarse de MarseNa, de Metz y ana de París, pues había llogado^á»
dos leguas de distancia.
No se leen en la historia mas que desgraciad, desastres y tnéA
género de calamidades, que siguen tan frecuentemente á estas in-
vasiones imprudentes. Kot escasean lo» ejemplos en las guerras que
nosotros mismos hemos visto. Para valerme de las expresiones» de
un historiador de aquel tiempo, refiriéndose á la expedición de Mar-
(1) Dicen algunos historiadores, entre otros Leti^ lib. 1% que durante la batalla estuvo el ref
Felipe en oración en medio de los frailes de San Francisco rogando á Dios por el buen resnltado de
sus armas Los historiadores espafioles omiten esta circunstancia, que no hubiesen dejado de in-
dicar, aunque no fuese mas que por lo que redundaba en los sentimientos de cristiandad y de re-
llgiosldad que animaban tanto á don Felipe. Sin duda fué Invención de algún autor satírico, mascón
objeto de ridiouliiar al rey que de darle opinión de devoto y religioso*
CAWWLO XVIt. tlí
seUa, se eatra, dice, et^ el pais iiiyadidó eomiMKto faisáoes, y se mh
le apelando i las raíees que á reces escasean.
De todos modos el ejército espaQo! sia segair el alcance del fraa-
cés, rerolvíó sobre la plaza de San Qaintio, que fué tomada al fin
por asatto ea f$ de agosto, y saqueada, habiendo sido pasada á cu^
chiBo una gran parte de la guarnición y vecindario. Quedaron pri-
sioneros el ahniranle Goiigni, su hermano Andelot, y algunos otros
jefes de importancia.
Vino el rey de EspaOa al campe de San Quiatia después de la
batalta, y asnstió á la toma de la plaza, baciend<y intervenir su ai«*
lerldad para que se considerase á los prisioneros. Con el general ea
jefe, duque de Saboya, se mostró muy fino y reconooMo, reeibién*^
dele en sus brazos, en et acto^ de arrodillarse para besar su mimo,
igualmente se condujo con grande eortesfa hacia los jefes y aficdáles
del ^rcit». Era inaugurar d« \m modo brillante so reinado en esta
gaerra contra los franceses, aunque no le cupiese personalmente míh
g«na parte de los lauros.
fil generad ea jele se apoderó en seguida de las pfiaaas de Chate^
let, Ham y Noyon, retirándose después á cnarteles de invierno, pues
la mala estadon se iba ya acercando.
Trató el rey dé Firancíade reparar con lamayoractiviéadbigran
derrota de sus arnms: envió á buscar tS,000 esguizaros y 8^0d#
alemanesa dio orden, c^mo hemos visto, al doqne de Guisa, para
que se retirase de Italia coa sus tropas, y renovó sus instancias &
Solimán, para que enviase alaffo siguiente su armada sobf e IKápo-^
les. También le propuso que le hiciese un préstamo considerable, mas
á esto se opuso et gran señor, alegando que su religión se lo ve*^
daba.
Fué recibido el duque de Guisa á su regreso de IlaKa, como tttt
ángel tutelar que venia á sacar al pais de^un gran conAict». Au-
mentó prodigiosamente el desastre de San Quintín su gran reputa-
ción, y desde entonces fué su crédito preponderante. Nombrad» por
el rey Enrique, lugarteniente genera! de sus ejércitos, se aplicó
con gran actividad á la organización de las tropas, tanto francesas
como extrañas, conduciéndose en todo como hábil guerrero, digno
de str fkote. En el corazón del invierno, cuando todo se hallaba en
inacción, concibió el' proyecto de poner sitio á la plaza de Catáis,
defendida por dos castillos que hacían su entrada muy difícil, y por
nn terreno pantanoso, en aqueHá estación intransitable. Mas estas
Tomo i. 28
214 HISTOMÁ DB FBLIPS If.
defensas materiales haciao que la güarDicion faese muy escasa, y
que se hiciese el servicio de la plaza con descuido por lo mismo que
parecia imposible toda empresa de tomarla. Se aprovechó hábil-
mente el duque de Guisa de esta misma circunstancia: cubrió su
expedición con el velo del secreto, haciendo creer que se movia en
dirección muy diferente: atravesó con toda la rapidez posible el ter-
reno pantanoso que le separaba de Calais y llegó á sus muros an-
tes que se tuviese noticia de su movimiento. Cuando pensó el gober-
nador en la defensa, ya se habla apoderado Guisa por sorpresa de
sus dos castillos. La resistencia fué muy corta y los franceses en-
traron triunfantes en Calais sin que en el ejército espaOol se supiese
nada de aquel sitio.
Hacia mas de 200 aOos que los ingleses se habían apoderado de
la plaza francesa de Calais, después de un sitio muy refiido y céle-
bre, puesto en persona por el rey Eduardo IIL Se consideraba su
posesión como una cosa que no tenia precio, como una de las pri-
meras joyas de la corona de sus reyes. Fué su pérdida como on
trueno para Inglaterra, y los enemigos de la alianza con Felipe pu-
sieron sus gritos en el cielo. Para la reina María, fué objeto de tan
amarga pesadumbre, que solia decir que si la abrían después de
muerta, hallarían dentro de su corazón la plaza de Calais, á cuya
pérdida atríbuyen algunos la causa de su muerte.
Cuanto mas sentida fué la pérdida de Calais por los ingleses, mas
subió de punto la fama del duque de Guisa que la había tomado.
Por su actividad y energía, recuperó el ejército francés su fuerza
moral, perdida en San Quintín, y pasó de la defensiva á la ofensi-
va. A la toma de Calais, se siguió la de Guiñes y de Haines, pla-
zas que también ocupaban los ingleses. En lo mas recio del in-
vierno, embistió el duque de Nevers la plaza de Evremont en la
Champafia que tuvo que rendirse & discreción después de haber
sido reducida casi á cenizas por su artillería. A la prímavera del
siguiente aOo de 1558, se presentó el duque de Guisa á la cabeza
de 20,000 hombres delante de la plaza de ThionvíUe que con se-
senta cafiones batió furíosamente. Habiéndose hecho una brecha
considerable de resultas de la caída de un torreón, dieron los fran-
ceses el asalto, que fué bizarramente repelido por Juan Gaitan &
la cabeza de 400 espaDoles y walones que hablan entrado en la
plaza de refuerzo. Siguieron estos el alcance hasta clavar algunas
piezas de artillería de los sitiadores; mas no impidió esto que el
CAPROLO xm. 115
daqoe de Guisa estrechase el asedio y tomase la plaza por asalto,
salvándose tan solo de la goarDicioo seiscientos hombres. Al mismo
tiempo que el dnque de Guisa tomaba aquella plaza, envió mil ca-
ballos para que se apoderasen de LuiLemburgo; mas fueron re-»
chazados.
Para evitar que el rey de Espafia reforzase su ejército con levas
en los Paises-Bajos, se mandó al mariscal Termes conl2, 000 infantes
y 7,000 caballos con dirección á Flandes por el lado de Calais, dán-
dosele órdenes para tomar á Gravelinas; mas no pudo ejecutarlo por
la fortaleza de la plaza, y pasó adelante hacia Dunkerque, donde
entró á saco, lo mismo que en Newport, destruyendo y talando el
país de las inmediaciones. Sabedor el rey Felipe de la incursión,
envió al conde de Egmond, general de la caballería flamenca, con
la espaOola y varios regimientos de infantería, así espafioles eomo
walones, á cortar la retirada á los franceses. Lo consiguió en efec-
to el conde de Egmont; situándose junto á Gravelinas á la emboca*
dura del Ha, obligó á Termes á dar una batalla. Se trabó en efecto
la pelea, y al primer disparo de la artillería francesa mandó Eg-
mont acometer á los suyos, lo que ejecutaron con denuedo. Los na-
vios que se hallaban en el puerto, ingleses según unos, vizcaínos
según otros, hicieron disparos de artillería contra los franceses cau-
sándoles gran daOo. Al fin tuvieron que ceder terreno, y poco á
poco se vieron en total derrota. Contribuyeron á aumentar su de-
sastre, los paisanos irritados con los destrozos que habían hecho
los franceses y deseosos de venganza. Quedó Termes herido y pri-
sionero, y la mayor parte de los franceses ahogados en el rio. Solo
se salvaron 300 caballos, habiendo perdido infantería, artillería,
banderas, estandartes, bagajes y cuanto habían robado.
Fué esta victoria de Gravelinas el último hecho de armas de im-
portancia que tuvo lugar en esta campafia y este teatro por entonces
de la guerra. Había aumentado Felipe su ejército con refuerzos re-
cibidos de Espafia y otras partes. Se presentó con los primeros Rui
Gómez Silva acompafiado del duque de Arcos, del de Yillahermo-
sa, el duque de Frocavíla, el marqués de Aguilar, el del Va-
lle, el de Corres, los condes de Jeria, Alba, de Olivares, Berianga,
las Navas, de Chinchón, de Buendía, de Aguilar, de Fuen-Sa-
lida y otros varios caballeros tanto espafioles como napolitanos:
también había reforzado su ejéfcito el rey de Francia con toda ac-
tividad; mas cqi^pdo Sfe creía que por esta circunstancia iba á to^
cu HISDMIA OB JTBUPV 11.
mu ia Sierra M cBr&oter aun mas serio, se pensaha y liaUabada
Degociadones. Sin doda no se atrevié fiJi^tiM de les 4»s nanaroai
á corra* los ríesgts de ud diofiie mas proaaDciad* y decisiva. 61
papa Paulo IV que liabía tomado iioa parte tan activa ea la e#Dt^
tienda, fué de los procipales promotores de la recoDciiiadoo, á )a
qoe ayudaroa otros per saasfes, ap siendo el de meaos peso el otn-
destabie át Montuiorency qae había sido prisionero en San Qni&tÍBy
y puesto en likerlad ba|o su palabra. CogMiizaron las negociaoio<*
aes pora la pa^ en 15 de eeiubre del mismo afio ea la abadía da
Geroamp, conewriendo por parte de Felipe, d daque de Alba, el
prkicipe 4e Oíaoge, R« Gomex^ de Silva, el obispo de Arras, y
Yiglio Zoehienoí; y por la del rey Earíque el cardenal de Lorena,
é condestablo de MoQtttiorencfy, d marisaal de Saa Andrea, el vim^
po de Orleans y Qaudío de Aabepkíe. Presidia «s4as raaoiaQes la
ducfuesa de Lorena, siendo uno de los p^retimíflares la aujaq^ensiei»
de bestüidades.
1S58. Concluyó de este mod^ la guerra par aquella yarte. Las
hosUMaées que habia provocado en oirás fueron d5 laueha menas
importancia. Coa motivo de la iavasioo que amenazaba fiar parle
de los tarcos, se habían pi^parado y puesto en estado de defensa
los puertos dal reino de Ñ^>oles, Sicilia, la Toseaaa y G^va. A
principios de julio de aquel aQo pasó efectivamente ü estreabo de
Mesina el eapitan-bajá Piali con ciento y treinta galeras, cíaGuenta
y cinco M gran sefior y las demás de los corsarios berberiaooa.
Desembarcó Piali en Maza y Sorrento, llevándose consigo mas de
mil quinientas personas de toda Doadídon y sexo: pasó despaes á
la isla de Prochita cuyos edificios incendió; mas sin atreverse á oue»
vos desembarcos en la oosta de Ñápeles» llegó á Terracina, 4anda
biso saber que nada lenian que temer de ü las costas de los esta-
dos de la Iglesia* Tampoco se atrevió á desembarcar en las playas
de Toscana, y se dirigió á Córcega, donde creyé baHar al mariscal
deBríssaC; general de la escuadra francesa, para caer deqpiaes
jtmtos sobre Savooa ó Niza; mas viendo frustrada su esperanza, isa
dirigió 6 Menorca, donde á pesar de la valerosa resistencia de la
guarnición, compuesta de unos cuatrocientos hombres, entró aviva
fuerza en ei puerto de Mahon, que saqueó y quemó, pasando i sai
defensores á cuchillo. Aquí terminó la campaBa maritima de los
turcos, pues no faaUendo encontrado en Marsella al mariscal de
Brissac, sin nada de {o que esperaban, tomaron la vuelta de Gooa-»
tantinopla.
CAPITULO XTIl. 217
A poco después de concloída la paz con el pontífice, se había
vuelto el daque de Alba á Flandes, y en efecto ya le hemos visto
como ano de los comisionados del rey en las conferencias de Ger-
camp. Envió Felipe II de gobernador de MíIan al duque de Sesa, y
virey de Ñapóles al duque de Alcalá. Los turcos no volvieron á pa-
recer por entonces en aquellas costas. Las hostilidades que tuvie-
ron lugar entre españoles y franceses en las fronteras del Píamente
y Lombardía, no produjeron ni batalla ni sitio de importancia. Se
redujeron á correrías, á ataques de puestos^ á escaramuzas parcia-
les, á los lances comunes que producen luchas entre fuerzas poco
considerables que no están llamadas á decidir la suerte de una
guerra. Se debatía la cuestión en las fronteras de los Países-Bajos:
allí comenzó y allí debía ser su término.
CAPITULO XVííl
Muerte del emperador Carlos V. — Su carácter.
Mientras tocaba á so término una guerra, que en cierto modo
habia legado á Felipe H» su padre Garlos V, llegó al sayo la exis-
tencia de este gran personaje, que aun en la oscuridad de su reti-
ro, no dejaba de atraer las miradas de la Europa. Le hemos dejado
en ella iül)straido de cuantas atenciones, negocios y cuidados le
ocupaban en el mundo ; desprendido sin dar ningunas muestras
de pesar, de todas sus pompas y grandeza, dividiendo el tiempo
entre recreaciones inocentes y sus grandes devociones, siendo estas
sin duda el negocio principal de su existencia. Con el tiempo fue-
ron las últimas las que casi le absorbieron. Creció su asistencia al
coro, el número de sus ejercicios espirituales y también la auste-
ridad que reinaba en todos los actos de su vida. Los historiadores
nos hablan de sus mortificaciones, de sus ayunos, de la sangre en
que estaban teñidas las disciplinas con que se azotaba, y hasta de
sus quejas porque entre las penitencias á que se entregaba, no pe-
dia contar por falta de salud, la de dormir vestido. Se hacia esta
falta de salud mas notable cada dia. No era posible que dejase de
aumentarse el quebranto corporal en un hombre envejecido antes
de tiempo, que & tantas mortificaciones se entregaba; ni podia me-
nos de afectarse su ánimo y su imaginación, si se compara esta
vida con sus anteriores circunstancias. Son algunos de opinión que
GAFITÜLO XVni. tl9 ,
DO estaba cabal so joicio, en el último período de so vida; y entre
otras se alega, como una proeba conclnyente, qne el emperador se
hizo celebrar en vida sus exequias. ¿Es cierto este hecho? de todos
modos puede servir lo extraordinario del acto de fundamento de
cualquiera hipótesis. Se dice que se verificó la ceremonia con todo
el aparato y pompa fúnebre, propia de un personaje de su clase.
Se tendió el emperador en un féretro con sus vestiduras reales, en
medio de la iglesia, rodeado de hachas de cera, como se acostum-
bra en tales casos, y con la inmovilidad de un cadáver permaneció,
unos dicen durante un rato, otros todo el tiempo que duraron los
oficios. Era imposible que la impresión profunda de una ceremonia
de esta especie dejase de influir en una máquina tan quebrantada.
Asi fué en efecto, y entre la apariencia y la realidad, medió muy
poco intervalo de tiempo. A pocos dias de la ceremonia, se sintió
enfermo el emperador, y resultó ser su mal una calentura malig-
na, que en lugar de aliviarse, le iba poco á poco acabando con las
fuerzas. Se sintió Garlos Y próximo á la muerte, y se preparó á
este trance como quien le había hecho objeto de muy serias consi-
deraciones. Recibió los Sacramentos, y al llegar á la Extremaun-
ción, preguntado si quería que se administrase con la ceremonia y
formalidades que en la comunidad se practicaban , respondió en la
afirmativa, asistiendo en consecuencia al acto todos los religiosos,
que en tono lúgubre cantaban los salmos penitenciales, mientras
duró la ceremonia. Al dia siguiente pidió otra vez la comunión, y
habiéndole hecho presente el prior que tanta frecuencia no era ne-
cesaria, respondió que ningún preparativo estaba demás, tratán-
dose de tan largo viaje. Recibió el viático según sus deseos, y dijo
después del acto con fervor: «/is me manes: ego in te maneam.y^
Por la noche se sintió peor, y muy próximo á la muerte: reinaba
en derredor de su cama una escasa luz, y en los pocos religiosos y
criados de confianza que le rodeaban, el silencio del sepulcro. Muy
cerca de amanecer le rompió el emperador, diciendo: «Pocos ins-
tantes ya me restan: dadme esa vela y ese crucifijo,» en lo que fué
al momento obedecido. Después de lomar ambas cosas, y con los
ojos clavados en el crucifijo, espiró á breve rato, pronunciando un
¡Jesús! con voz tan fuerte, que fué oido en las habitaciones inme-
diatas.
Tal fué el fio, poco menos que en la celda de un convento, de
Garlos V emperador de Alemania, soberano de EspaDa, de los Pai-«
i ten HISTOBIA lAfc PKLttt II.
se»-Biyo», áe MilftD, áe he DM-^Sioílias, de uq itrmens» oontiiiente
de la otra parte de los mares. Bajo el aspecto del mando y e( pieder
fueron Garlomagno, él y Napoleón I los tres primeros personajes
de la historia moderna de la Europa. No pondremos m duda &
Carlos Y al lado de los otros dos en cuanto al genio creador, vasta
capacidad y otras mas brillantes cualidades que los distinguieroa;
mas considerando et siglo ya adelantado en que yivié, y los perso-
najes distinguidos que en su tiempo floreciao, no pMde menos ét
decirse que representó muy dignamente su papel y supo llenar su
elevado puesto. Ya hemos visto que sin tener 1ítnk> ai nombre ée
gran capitán, figuró noblemente al frente de sus tt«pas, y supo
darles ^mplo de valor, de constancia y sufrimiento. Mas distin-
guida faé m oapacidad en el manejo de los negocios , que en los
campo» de batalla: pocos le excedienm en prudencia, en segaci^
diaid, en habilidad para sacar partido de hs circunstancias. Snrique
de Inglaterra y Francisco I, rey de Francia, que aspiraban y se
dieron el titnlo de sus rivales, le qaedaron muy inferiores en esto,
como en otras muchas dotes de gobierno. Su ambición fué grande,
mas na ciega; y aunque no se puede decir que fué siempre muy
escrupuloso en los medios, se mostró en esto mucho mis mirado
que muchos otros príncipes, tenidos por astutos ó sagaces. De ca-
rikcter despótico, y criado en los principios del absolutismo, supo
muchas veces cubrir su dureza, bajo formas apacibles y hasta po-
pulares. El lector ha visto que se mostró mas prudente y circuns-
pecto e& la primera mítod de su reinado que en la última. Guando
su primera presenlacion en Italia, vencedor de Francisco f , adoptó
el lenguaje y la conducta de un hombre moderado, á quien no des-
vanecía su fortuna. Cuando volvió á ella, después de str victoria
ea Túnez, se le vio arrogante y hasta jactancioso, acusando al rey
de Francia en plebo consistorio y dfesafiándole á combate singular,
en caso que prefiriese este medio de terminar sus disensiones.
En 1539, indujo á los electores á nombrar por rey de los romanos
á su hermano, cediéndole, para que sostuviera su nueva dignidad,
sus estados hereditarios de Austria. Ninguna resolución parecía
mas prudente que dividir la herencia inmensa que le habia cabido
en suerte, como sin duda lo conoció por experiencia. Sin embargo
le vemos andando el tiempo, trabajar, afanarse y hasta descender
k súplicas, para que este mismo hermano renunciase sus derechos
á la corona imperial, en favor de su hijo, que tenia ya tres altos de
ÉAWtSó xvttr. jfít
edad cotado la cesión ya dicha. Con los comaiieros vencidos faé
alfo iadulgeote; duro y hasta ioflexible con los protestantes, que
en virtad de su victoria de Mahlberg, creyó para siempre destruid
dos. Fué su odio á estos sectarios siempre sincero, algunas veces
disfraisado con capa de moderación, en ninguna circunstancia des-
mentido. Segon su propia confesión, no tenia idea de ninguno de
los pontos qne daban pábulo á tan eocarnizada controversia; y en
sus conversaciones co» los^ monjes de Yuste, declaró que jamás ha-
bía crasentído que se disputase en su presencia , por temor de al-
guna duda que su f^ debilitase. El mismo confesaba que sabia poca
gramática, y que sus parientes le hablan sacado demasiado pronto
de sos estadios para entrarle en los negocios. Es extraño que este
emperador, que según los historiadores fué el primero de Alema-
nia, que desde algunos siglos no sabía latin, hubiese aprendido
casi todas las lenguas vivas de Europa, hasta el punto de dirigirse
en su lengua nativa á los de diferentes naciones que servían en su
ejército; prueba de que su gran maestro fué el mundo y no los co-
legios ni los libros. También se mostró en dichas conversaciones
pesaroso de haber respetado el salvoconducto dado á Lotero para
su presentación en Worms, alegando que ninguna fe oi palabra se
debia guardar á los herejes, y que si podía perdonar á un hombre
sus faltas y delitos contra otro hombre, de ningún modo los come-
tidos contra el^ielo. Mas tal era la lógica y el modo de ver las co-
sas en aquellos tiempos; tales las ideas recibidas en el público y
adoptadas por los historiadores que ponen estas palabras en boca
de Garlos V, como títulos de elogio, y celebran como virtudes su
espíritu perseguidor, y el celo con que aun desde el retiro de
Tuste excitaba á los inquisidores de Espafia á que fuesen adelante
sin intermisión ni indulgencia en su trabajo.
Con este motivo afiadiremos que según opiniones modernamente
recibidas, se ocupaba mas en asuntos de gobierno que en los rela-
tivos á la Inquisición, aconsejando y hasta dictando providencias en
materias importantes de estado.
Terminaremos este bosquejo de Garlos V, diciendo que fué bas-
tante moderado en sus costumbres; que no mostró en su vida pri-
vada, ni los antojos ni caprichos crueles de Enrique de Inglaterra,
dí los vicios ni desordenes del de Francia. De dos hijos naturales
que tuvo, vino uno al mundo antes de haber contraído matrimonio,
y el segundo cuando ya era viudo. Pesadas^ pues, todas las consi-^
Tomo i. 29
2SS HISTORIA D#nUPB fl.
«
deracíoDOS, y comparando las personas y las circunstancias, nin-
gún hombre imparcial dejará de confesar que Carlos Y, como prin-
cipe, como hombre de negocios y gobierno, valió mas que ninguno
de sus contemporáneos.
Garlos V dejó de su matrimonio con la princesa Isabel de Portu-
gal , además de Felipe II , á la infanta doña María , casada , como
hemos dicho, con el principe Maximiliano , hijo de su hermano el
rey de los romanos, y á la infanta doOa Juana , regenta á la sazoo
de EspaOa. Desús hijos naturales don Juan de Austria y dofia Mar-
garita, duquesa de Parma, habrá mas de una ocasión de hablar ^d
adelante.
En cuanto á sus dos hermanas doOa María, reina de Hungría, y
dofia Leonor , reina de Francia , que le hablan acompasado de los
Paises-Bajos á EspaOa, le siguieron ambas con muy poca interrup-
ción en su sepulcro.
iti HISTORIA D^nSUFS If.
deracíoDes, y comparando las personas y las circunstancias, nin-
gún hombre imparcial dejará de confesar que Carlos Y, como prin-
cipe, como hombre de negocios y gobierno, valió m83.(|M ninguno
de sus ^'^^'^ — '
Car
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hemoí
rey de
de Es]
garita
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En
dofia
Paises
cion e
CAPÍTtítOXIX.
Muerle de María reina de Inglaterra.— La sucede su hermana Isabel.— Protestantismo.
—Paz de Chaleau-Cambressis.— Muerte de Enriíjue II rey de Francia, *
Otra muerte ocurrió casi por aquel mismo tiempo que tuvo mu-
cha influencia en el pais y do pequeDa fuera; á saber, la de la reina
María de Inglaterra , mujer de nuestro don Felipe. Había sido esta
princesa desgraciada en su juventud como envuelta en el negocio
del divorcio de su madre dofia Catalina de Aragón y declarada ile-
gítima, incapaz de suceder á la corona. Se revocó esta disposición
de su padre cuando después de la condenación de Ana Bolena , se
consideró como bastarda la hija de este matrimonio. Las dos prin-
cesas se vieron en alternativas y vicisitudes de legitimidad y bas-
tardía, según las olas de las facciones que subían y se retiraban.
A la muerte de Eduardo VI , estaba María poco menos que en un
estado de confinamiento. Comenzó á reinar en tiempos muy difíci-
les; se mostró reaccionaria y perseguidora , y tanto por esto como
por su matrimonio con el príncipe de EspaSa fué muy poco popular
á an partido que según se vio después era en extremo numeroso.
A esta desagradable situación, al disgusto de considerarse odiada, á
la aflicción que le causaba el desvío de su esposo por quien había
hecho tantos sacrificios , se aOadió la pesadumbre de la pérdida de
la importantísima plaza de Calais en una guerra que había decla-
rado á Francia solo por el interés de don Felipe. Todas estas causas
cootribuyeron á la alteración y pérdida de una salud de suyo nada
i2l Hl&TORU DE FELIPE IL
buena , y de resultas de una hidropesía que desde ud principio se
tomó por embarazo, murió María en Greenwich de 43 aOosde edad,
muy poco después de Garlos Y.
La sucedió en la corona sin ninguna oposición su hermana la
princesa Isabel, hija de Enrique y de Ana Bolena, que también ha-
bia sido el juguete de varias vicisitudes de fortuna. La miraba sa
hermana María con doble aversión como hija de una mujer por quien
su madre habia sido desgraciada, y CQmo adicta á las innovaciones
religiosas de las que se mostraba la reina tan contraria. Confinada
en un encierro desde su subida al trono, hubiera sido peor su con-
dición sin la mediación de don Felipe , que por pura simpatía , ó
quizá con otras miras, se declaró protector de la princesa desgra-
ciada.
Por la muerte de María pasó Isabel de la prisión al trono, amaes-
trada en la adversidad , y con bastante tino para conocer la situa-
ción de los negocios. Se dice de esta princesa que aprovechó el
tiempo de su confinamiento entregándose al estudio y á la observa-
ción de los disturbios que desde muchos aDos trabajaban el pais, en-
lazados algunos de ellos con su propia suerte. Sea por convicción,
sea porque así lo aconsejase su política , tomó á su subida d^ trono
un rumbo opuesto al de su hermana. Gomo esta se declaró jefe y
protectora del partido católico, asi se decidió abiertamente Isabel en
favor del protestante que fué desde entonces el culto doaunante del
pais; y tomó el mismo carácter que su padre de jefe y cabtzade su
iglesia.
Produjo la muerte de María reina de Inglaterra un cambio impor-
tante en uno de los artículos de la paz que entre Francia y Espa&a
se estaba negociando. Se estipulaba en el tratado el matrimonio del
principe don Garlos con la princesa Isabel, hija de Enrique 11; mas
habiendo quedado viudo el rey de Espafia durante estas conferen-
cias, solicitó y obtuvo que la mano de la princesa se destinase para
él mismo. Las negociaciones continuaron con grande ardor; tal era
el deseo de ajustar cuanto antes definitivamente este tratado. La
iMieva reina Isabel envió sus plenipotenciarios al congreso^
Dicen algunos historiadores, y puede creerse, que Felipe II traló
de negociar la mano de esta princesa para Filiber(9 duque de Saboya
y en seguida para él mismo. Sin duda estaba celoso de la gran pre-
ponderancia que iba la Francia á adquirir en aquel pais por el ma-
trimonio del Delfin con María Gstuardo reina de Escocia y qoe al»^
GJlPITUU) XIX. tSS
gaba derechos á )a sucesíM de loglaterra por la ilegitimidad alegada
de la oiieva reina (1). Lo cierto es que para manifestar mejor este
derecho, había «nido á «os armas las de Inglaterra, lo que ofendió
BUohísioM á au reúa. Mas á pesar del cebo de una protección tan
poderosa como la del rey de Espafia, tenia esta princesa muy diver-»
sas miras y eludió su oferta con plausibles pretextos,' alegando sobre
tode yfneulos de parentesco, le que fué principio del odio que la pro-
fesó toda su vida el rey de EspaOa, quien desairado en esta preten-
siao, adoptó la sustitución que hemos ya indicado.
Se publicó por fin la paz ajustada en Ghateau^ambressis el 5 abril
de I $59* Fueron sus artículos principales: la renuncia del rey de
Franda á la alianro de los turcos y protestantes: su unión con los
principes católicos, favoreciendo de consuno con ellos la conclusión
del Concilio de Trente: su restitución al duque de Saboya de todo lo
qie le había tomado en el Piamonte, á excepción de cuatro plazas
en ^ue había de establecerse guarnición, hasta que dentro de tres
aOos se decidiese jurídicamente á quién correspondía aquel estado:
su restitución asimismo á los genoveses de la isla de Córcega y su
evacuación de las plazas de Toscaoa: los reyes de Francia y de Es-
pafia debían de restituirse mutuamente todo lo que durante la guerra
se habían ocupado en la frontera de los Paises-Bajos.
En cuanto á la plaza de Calais se estipuló que quedase en poder
del rey de Francia, dando á la reina Isabel ocho aQos de término para
rescatarla por una suma de dinero, y pasado cuyo término quedaba
sin ningUA derecho á ella.
Las tres plazas ú obispados, como entonces se llamaban, deNetz,
Toul y Yerdun, quedaron desde entonces incorporados á la corona
de Francia, no habiendo asistido al congreso ningún plenipotencia-
rio por parte del imperio que las reclamase.
Además del matrimonio estipulado en el convenio del rey de Es-
paQa con Isabel, hiJSi de Enrique, y con el dote de 400,000 florines,
se ajustó el de Filiberto, duque de Saboya, con Margarita, hermana
del mismo rey de Francia, con el de 300,000.
Fueron enviados por el rey don Felipe de Bruselas á París, con el
objeto de que el de Francia firmase el tratado de paz, el duque de
(1) Ptm eomiMrender esto mejor, téngase presente que una hermana de Bnriqae Tm rey de In>
glaterra fué reina de Escocia, mujer de Jacobo IV, y abaela de María Katuardo. Aat alegaba esta ans
dereotaoa á la corona de Inglaterra apoyados en la bastardía de Isabel, del mismo qne Juana Oray
d«soeodiecte de otra hermana deloriqne TIll había fundado sus pretensiones en la ilegitimidad
de Isabel y de Maria.
826 HISTORIA DE FELIPE U.
Alba, el príncipe de Melito, el prÍDCÍpe de Orange y el conde de Eg«
mont, llevando además comisión de cumplimentar á la reina de
Francia y á las princesas prometid&s esposas del rey y del dnqae
de Saboya. Por la parte del rey de Francia fueron á Bruselas con el
mismo objeto el cardenal de Lorena, el condestable de Montmoren*
cy y el duque de Guisa.
Fué celebrado este tratado de paz tanto en Brselas como en Pa--
ris con muchos regocijos. En esta última capital se agregaron á
ellos las fiestas magníficas que se dispusieron con motivo del ma-*
trimonio de la princesa Isabel de Francia con el rey de EspaDa,
haciendo las veces el duque de Alba en"" la ceremonia que tuvo lu-
gar el 24 de junio en la catedral de Nuestra SeOora, á que asistie-
ron el rey y la reina con toda la grandeza. Mas estas fiestas termi-
naron de un modo lastimoso y trágico, habiendo sido herido mor-
talmente el rey de Francia en un torneo justando con el conde de
Montgomery , capitán de sus guardias, de cuyas resultas murió den*
tro de muy breves dias.
Fué la muerte de este rey una verdadera calamidad para el país
en aquellas circunstancias. Aunque no hombre de gran mérito (1),
conocía los negocios, había hecho la guerra y se hallaba en la fuer-
za de su edad, mientras el heredero que dejaba, joven de diez y seis
años, era tan débil de cuerpo como de ánimo, el menos á propósito
para coger lar riendas del estado en aquellas circunstancias. Sus
otros hermanos eran niOos todavía, y su madre, la famosa Catalina
de Médicis, por sus intrigas y por su misma astucia y política tor-
cida se hallaba mas en estado de aumentar y fomentar, que de apla-
car los disturbios que amenazaban á la Francia. Una porción de
personajes, entre quienes se contaban príncipes de la sangre, ha-
bían abrazado el calvinismo quizá por convicción, mas también por
odio á los Guisas, que pasaban por dominantes en la corte. Se con-
taban entre los religionarios el rey titular de Navarra Antonio de
Borbon, su hermano el príncipe de Conde, el almirante Goligni, su
hermano Andelot y otros varios personajes. En las provincias del
Mediodía sobre todo contaban con .muchas ciudades y fieles adhe-
rí) Ocupa este principe en la hlbtoria un puesto muy inferior al de su padre. Con sus estados
heredó su pasión por Blana de PolUers, creada duquesa de Yalentinols, que á los 60 aüos tenia la
habilidad de fascinar á Enrique. Fué muy grande el crédito é influencia que ejerció esta dama en
la corte y negocios mas graves del Estado. Be ella se valló como de su sísente poderoso el cardenal
Garraffa, sobrino del papa Paulo IV, para inducir al rey á Infringirla tregua que habla «gustado <M>n
Felipe.
CAPITULO XIX.
209
rentes. La misma corte estaba dividida entre la facción de los Mont-
morency y de los Guisas, distinguiéndose estos últimos por su ma-
yor ambición, mayor capacidad y mas audacia. Era sin disputa el
doqae de Guisa el que gozaba de mas gloria prsonal en Francia.
May cercano estaba el dia en que los celos, las animosidades, la
ambición y la intolerancia religiosa iban & encender en el pais el
fuego de la guerra civil que tardó mucho mas de un cuarto de si-
glo en apagarse. Ya veremos lo que con estos acontecimientos est&
mezclada la historia, si no precisamente de EspaQa, al menos de
nuestro don Felipe.
CAPÍTULO XX.
SUMARIO.
Trata Felipe II de restituirse á España.— Estado de los Paises-Bajos.— Bosquejo de su
historia durante su posesión por los duques de Borgoña.— Por los príncipes de la
casado Austria.— Disposiciones de Felipe. — ^Erección de nuevos obispados. — Nom-
bramiento de gobernadora de los Paises-Bajos.— De gobernadores de las diferentes
provincias — Se embarca el rey y llega á EspaSa.
Mientras tanto (1559) se hallaba impaciente este monarca de
volver á EspaDa, pais de su nacimiento, de su educación, de su
predilección, y del que se hallaba ausente desde 1554. Solo la ne-
cesidad de atender á los negocios de la guerra le había detenido en
Flandes después que se puso en posesión de los vastos estados de
su padre, por lo que inmediatamente que vio ajustada la paz y ce-
lebrado su matrimonio por poder, no pensó mas que en ejecutar sa
proyecto favorito.
Mas si su inclinación, el estado de los negocios de Espaffa y los
ruegos de la regente su hermana le llamaban otra vez á este pais,
no debia de mirar sin gran cuidado, sin serias inquietudes el estado
en que Flandes se encontraba. Exige el orden cronológico y la na-
turaleza de esta obra que antes de pasar adelante fijemos los ojos
en un pais que representa uno de los primeros papeles en la histo-
ria de Felipe II, como que formaba una parte importante de su mo-
narquía, y fué teatro de los mas grandes acontecimientos que ocur-
CAPITULO XX. S89
rieron durante su reinado. Bajo el aspecto de la localidad, bajo el
de su Índole, de sus instituciones, de sus convulsiones políticas, de
sus guerras formales, es digno este pais de las indagaciones del his-
toriador, de las meditaciones del filósofo. Allí se desarrolló la in-
dustria de un modo prodigioso, y florecieron las primeras plazas y
emporios del comercio del mundo: allí lucharon del modo mas en-
carnizado los principios opuestos en religión y en política: allí lu-
cieron su habilidad y genio los primeros y mas esclarecidos capi-
tanes de aquel siglo, tan fecundo en campos de batalla.
La región llamada entonces Paises-Bajos y también Flandes, del
nombre de una de sus principales provincias, comprendía con al-
guna diferencia los dos reinos que hoy se denominan Bélgica y Ho-
landa. Formaban los belgas parte de la Galia, según la descripción
que nos ha dejado de ella Julio César, y se lee repetidas veces su
nombre en la descripción de las guerras que hizo en este pais por
espacio de diez aOos. También el nombre de los Batavos, de los
Frisones, provincias de los Paises-Bajos, son conocidos y se hallan
enlazados con las. conquistas de los romanos en las provincias del
Rhin, y las partes de la Germania con este rio confioantes. Guando
la irrupción de los bárbaros del Norte y trastorno del imperio roma-
no de Occidente, se perdió su nombre y desapareció su historia como
la de una infinidad de estados que en la confusión de tantas trans-
migraciones quedaron como envueltos. Sin duda hicieron parte los
Paises-Bajos del imperio colosal que fundó con las armas Garlo-
magno. Desde los siglos que se llaman la Edad media se les ve
aparecer en la historia con los nombres que tienen en el dia, regidos
por distintos príncipes de mas ó menos poderío, y que tomaban parte
en los diversos negocios públicos de aquellos tiempos. Se ven algu-
nos de ellos figurando en el teatro de las cruzadas, y los mas pró-
ximos á Francia eotraron á veces en relaciones de alianza y de en-^
laces matrimoniales con sus príncipes. Por matrimonios, por cesio«
nes, por compras, por otros contratos semejantes se incorporaron
la mayor parte de ests^ proviocias desde principios del siglo XV en
los estados de los duques de BorgoDa. Aumentaron Felipe el Bueno
y su hijo Garlos el Temerario estas nuevas posesiones, y con la ad-
quisición de provincias tan ricas se hizo dicha casa una de las pri-
meras y mas opulentas de la Europa. A mas engrandecimiento as-
piraba el duque Garlos, á quien sus guerras y empresas dieron el
titulo de Temerario. Sin duda no hubiese tardado mucho en cam-
Tomo i. 30
SSO HISTORIA DS FELIPE II.
biar por el de rey su título de duque, si la muerte eo los campos
de Naocy no hubiese puesto fin á sus proyectos.
Desearon varios principes la mano de su única bija y heredera
que dejaba. La obtuvo Maximiliano de Austria, hijo del emperador
de Alemania Federico III, y por este matrimonio pasaron con el
tiempo los Paises-Bajos al poder de EspaDa.
Parecía natural que Luis XI, rey de Francia, solicitase para su
hijo la mano de la heredera de BorgoQa, mas prefirió apelar á las
armas para incorporar este ducado á la corona de Francia, con
el pretexto de que era un feudo que no podia recaer mas que en
varones. También se apoderó del Artois y de la Flandes francesa,
y aunque Maximiliano las recuperó, de resoltas de su victoria en
Guioegate, se cedieron otra vez á Francia, como dote de la prin-
cesa Margarita, hija de Maximiliano y de María, prometida esposa
del Delfin, hijo de Luis XI. Mas este príncipe, que fué el rey Gar-
los VIII, repudió la princesa para casarse con la heredera de Bre-
tafia, y restituyó dichas provincias. Ya hemos visto tratando del
emperador Carlos Y, que reclamaba como suyo el ducado de Bor-
gofia, como parte de la herencia de su abuela María, y que su ce-
sión fué uno de los artículos del tratado de Madrid que no tuvie-
ron cumplimiento. El ducado de BorgoSa habia sido incorporado k
la Francia ya de muy antiguo; mas el rey Juan hizo de este país
un infantazgo para uno de sus hijos, de quien los nuevos duques
descendían.
Las provincias de los Paises-Bajos reconocían un sefior común ^
mas no componían un estado. Cada una de ellas tenia un gobierno
particular, instituciones y privilegios diferentes, según los prínci-
pes que los habían dominado, y las diversas causas que en el otor-
gamiento habían influido. Diferentes en organización, lo eran asi-
mismo en índole. Las mas se miraban con rivalidad, como sucede
casi siempre á todos los pueblos franterizos. El sefiorío de todas
era hereditario, mas nunca prestaban juramento de obedíeucia al
sucesor, hasta que juraba este por su parte conservar y respetar
sus privilegios.
De muy antiguo se habían distinguido eslas provincias por su
laboriosidad y por su industria. Como las marítimas ocupan una
costa frecuentemente inundada por el mar, sugirió á sus habitantes
la necesidad, el recurso de poner freno á este elemento, por medio
de diques y canales, disputándole así su territorio. — Con esto se
cAi^iiULO XX. 281
hicieron diestros marinos, atrevidos navegantes. Los varios ríos que
atraviesan su país, y le enlazan con Francia y Alemania, les ofre-
cían la ventaja de combinar el comercio interior con el marítimo; y
la fertilidad de algunas de su provincias, al proporcionarles tráfico
jseguro con la exportación de sus productos, influia notablemente
en los progresos de la agricultura. Con el trabajo y la paz no in-
terrumpida, de que disfrutaban, llegó á florecer en el pais todo ga-
llero de industria. Con el comercio prosperaron las artes, y con ellas
ias manufacturas. En los Paises-Bajos, se elalioraban los artículos de
mas lujo, en vestidos, muebles y sobre todo armas que se usaban
en aquello tiempos. Brujas, Gante, Malinas, Bruselas y especial-
mente Amberes, llegaron á ser las principales plazas de comercio,
En ellas tenian factorías las naciones mas comerciantes de la Euro-
pa, y sobre todo Amberes se consideraba como el punto de comu-
nicación, entre los productos del Mediodía y los del Norte. Era pro-
digioso el número de buques mercantes que entraban y salían de
su puerto: frecuentaban el Báltico, las costas de Inglaterra, las del
Mediodía, las escalas de Levante. A príncipios del siglo XYI era
Amberes la prímera plaza de Europa, el almacén general de casi
todas las producciones, el sitio á donde concurrían los primeros ne-
gociantes de la tierra, la salida de todos los frutos del pais y de
todo el Norte, y partes interiores de Alemania. El descubrímiento
del Cabo de Buena Esperanza, que causó tanto detrimento al co-
mercio de Venecia y escalas de Levante, dio nuevas creces al de
Amberes.
La riqueza que es el fruto de la iodustría no podía menos de ser
el jpatrímonio de los Paises-Bajos: en el mismo sentido creció el nú-
mero de sus habitantes, de sus poblaciones. Ningún pais de Europa
encerraba en un mismo espacio igual número de pueblos conside-
rables, de plazas fuertes, de monumentos de la industría. Todas las
artes de lujo y de magnificencia que siguen la adquisición de la ri-
queza, todas las que la proporcionan y fomentan, tenian su asiento
en los Países-Bajos. Lo que era la Italia en los siglos Xlll, XIV y
mitad del XV, con respecto á los demás pueblos de la Europa, Ip
faeron los estados de Flandes en la segunda mitad de este último
siglo y príncipios del siguiente. La tapicería, la relojería, el arte de
pintar en vidrio, los tejidos de las ricas telas de seda, plata y oro;
la tipografía, la arquitectura, la pintura, las artes que mas llaman
eo Italia, habían formado también su escuela en los Paises-Bajos.
282 Hl&TOaiA DE FEUPE II.
Eran demasiado positivas las ventajas debidas á esta industria y
opulencia, para qae desconociesen su valor los principes que aque-
llos estados gobernaban. Era imposible que fuesen avaros de con-
cesiones y privilegios, hacia pueblos que tantos recursos les pro-
porcionaban en sus guerras y otros apuros de la misma especie.
En la adquisición de los Paises-Bajos, tenian los duques de Borgofia
una mina de poder y de riqueza, y su pabellón era respetado y te-
mido en todos los pueblos de la Europa. No debian , pues, de pen-
sar en el despojo de privilegios y de libertades que son el alma de
la industria, tratándose de los que al abrigo de ella prosperaban.
Por su parte los pueblos que conocían el valor de lo que daban eran
celosos de la retribución, y no perdonaban medios para tener en
ejercicio sus derechos. En uso estaban de resistir los caprichos de
sus príncipes, y habérselas con los mas dominantes é imperiosos.
No pudo amoldarlos á su albedrío el mismo Carlos el Temerario, á
quien todo se humillaba. Del lado mismo de su hija Maria, arran-
caron en cierta ocasión á favoritos y consejeros, que pasaban por
abusar de su confianza. A su esposo, el príncipe Maximiliano, se le
resistieron una vez abiertamente, y le hicieron salir de sus estados,
por no querer darle la regencia del pais en nombre de su hijo á la
muerte de María.
Fué demasiado corta la vida de Felipe el Hermoso, para formar
época en la historía de los Paises-Bajos. En su hijo Garlos V, con-
currieron opuestas circunstancias.
Bajo la dominación de los duques de Borgofia, eran los Paises-
Bajos la parte principal de sus estados. Cuando subió Garlos al po-
der, precisamente debieron de decaer de su importancia poUtica,
reducidos á una provincia pequeOa de una vasta monarquía. Abso-
luto el emperador con muy escasas cortapisas en Espafia, Ñápeles
y los demás que poseía en Italia, no era natural que mirase con
predilección los prívilegios y constituciones de los Paises-Bajos. En
otras partes era rey y monarca: aquí tan solo sefior y el primero
de sus ciudadanos. En lugar pues de concentrar su atención en
Flandes, miró naturalmente este pais como mero instrumento de
ambición y engrandecimiento en otros puntos. Conocieron muy bien
los flamencos su nueva posición, y por lo mismo que podía mucho
su sefior, tuvieron despierta á todas horas su atención y suspicacia.
No atentó abiertamente el emperador á sus derechos y constitución;
mas tampoco mostró mucho que las miraba con respeto. En alga--
V
i
i.
CAPITULO XX. 238
ñas dependencias públicas introdujo extranjeros que no podian te-
ner mas intereses que los del soberano que los empleaba. Tampoco
iáltaroD soldados imperiales en muchas de sus plazas fuertes. No
era tampoco muy parco el emperador en pedir los subsidios de que
siempre estaba tan necesitado, y que después de negativas y siem-
pre con grande repugnancia, eran concedidos al fin con el temor de
perder sus privilegios. Mas era demasiado prudente y astuto Car-*
los V para despojarlos de lo que hacia su prosperidad, privándose
á sí mismos de la parte á que se llamaba de los frutos de so in-*
dastria.
Se hallaban las cosas bajo este pié cuando las innovaciones en
materias religiosas prepararon en Flandes las calamidades y guer^
ras civiles de que por mas de la cuarta parte de un siglo fué teatro.
No tuvo nacimiento en los Paises-Bajos ni herejía, ni secta al-*
gana de los que se llamaban reformados. Mas en una región tan
relacionada por intereses de comercio con Alemania, Francia y
Suiza, penetraron fácilmente las nuevas opiniones. Entre los innu-
merables extranjeros que acudían y habitaban en Amberes, todas
las sectas entonces conocidas con el nombre de luteranos, calvinis-
tas, zuinglianos, anabaptistas, etc. , contaban con muchos partida-
rios. Los mismos soldados de Garlos Y y en seguida de Felipe eran
los introductores de la peste, en cuya extirpación mostraban tanto
afán entrambos príncipes. Hicieron, pues las nuevas opiniones rá-
pidos progresos en aquel país, propalándose en público, en con-
versaciones, en impresos, en sermones y hasta en los teatros; mas
no se habían erigido todavía en lo que se llama Iglesia, ni tenían
las nuevas sectas culto público.
Una cosa hay que no se debe jamás perder de vista en los tiem-
pos del establecimiento de estas nuevas sectas, á saber: que todas
ellas fueron siempre acompañadas de excesos, de violencias, de
toda clase de desórdenes, probablemente contra la voluntad, con
marcada repugnancia por parte de sus mismos fundadores. Mas no
podian impedir estos que la muchedumbre ciega diese un siniestro
sentido á sus palabras y que de ellas abusasen los malvados , para
satisfacer sus vicios y pasiones. No podian menos de ser tomadas
por muchos la voz de libertad evangélica y de conciencia como si-
nónima de libertinaje y desenfreno. La especie de que el culto ca-
tólico era una pura idolatría, debía de arrojar á muchos impelidos
de 9u necesidad ó de otras causas al despojo de los templos, come-^
£34 HISTORU DB PXUPE If.
iiéodose eD todos esios actos los mayores excesos de violencia: por-
que jaoiás se muestra el hombre tan b&rbaro y feroz como caando
trata de cubrir sus crímenes con un velo religioso. Se repitieron
pues en los Paires-Bajos las escenas que babian tenido y tenian to-
davía lugar en Francia, Escocia, Alemania y otras partes*
Garlos V, cuyos sentimientos en materias religiosas son tan co-
nocidos, no debió de mirar con espíritu de tolerancia este orden de
cosas que se iba introduciendo en los Paises-Bajos. Si considera-
ciMies políticas y falta de verdadero poder le hablan hecho contem-
porizar muchas veces con los príncipes luteranos de Alemania, no
sucedía lo mismo con sus estados hereditarios de Jos Paises-Bajos.
Con los innovadores en materias religiosas, se mostró terrible; y
pura la extirpcion de la herejía apeló & medios tan extraordinarios
como perentorios. En las principales ciudades se erigieron tribuna-
les dedicados exclusivamente & perseguir y castigar el crimen de
herejía, sin que á su jurisdicción se pudiese sustraer persona algu-
na. Se pronunciaron sentencias de muerte contra los propaladores
de las nuevas opiniones, sea por escrito ó de palabra, contra los
que ocultaban ó daban asilo á los culpables. La abjuración de los
errores no servia para evitar la pena capital, sino para modificar-
la. Los arrepentidos morían en suplicio común y ordinario. Los im-
penitentes eran arrojados vivos á las llamas.
Muchas fueron las víctimas que hizo esta persecución, mas no
producían todavía el efecto deseado. Con el objeto de purgar mas
eficazmente de herejía el suelo de los Países-Bajos, se trató de es-
tablecer el tribunal de la Inquisición como en Espafia, y este solo
nombre los llenó de espanto. En Amberes se cerruron los talleres,
.se suspendieron los trabajos de las manufacturas y pararon todos
los negocios de comercio. Se apresuraban los negociantes á reali-
zar, á ocultar su dinero; y los numerosos extranjeros trataban de
abandonar la plaza que se hallaba en vísperas de su completa rai-
Qa; mas Garlos V renunció á su proyecto en vista de las represen-
taciones que le hizo su tía Margarita de Austria, hermana de Fe-
lipe el Hermoso, «gobernadora entonces de los Paises-Bajos.
Eran muy grandes el horror y terror que el nombre solo de la
Inquisición de Espafia imprimía en Francia, en Alemania, en los
Paises-Bajos, en Escocia, en otras partes. En todas se quemaban
herejes y mas que en Espafia, por la simple razón de que aquí no
había tanjto^; bien que se suplía esta falta con la muchedumbre de
capítulo XX. 235
judÍM y mahometaDOs od que se cebaba eotMiees la IiiquisieioD entre
nosotros. Mas sea por la aotígua reputación de este tribunal, ya
por lo secreto de su modo de enjuiciar ó por su carácter de perma-
nente y fijo Cuando los otros eran solo creaciones del momento, se
detestaba su nombre, tanto por los católicos como por los mismos
protestantes. En los Países-Bajos, tuyo una influencia á todas luces
lamentable.
A pesar de la crueldad de estos castigos, á pesar de la gran pro-
pensión al despotismo de que Garlos Y daba tantas pruebas, fué
todavía su nombre respetado y hasta cierto punto querido en los
Paises*-Bajos. No podia menos de ejercer en fus ánimos el ascen-
diente que jamás se niega á las grandezas y á la gloria. Amorti-
gua muchas veces su prestigio los sentimientos de libertad é inde-
pendencia, y cura hasta la suspicacia apoyada en los mas firmes
fundamentos. También querían llamarse los flamencos á la parte de
la gran fama que alcanzaba su seDor, y en su mismo poderío en-
contraban grandes ventajas para su comercio. En todos los puertos
eran recibidos con la deferencia debida á subditos del emperador y
en los estados de este gozaban las mismas ventajas que los natura-
les. Se puede decir pues que los Paises-Bajos llegaron al apogeo
de su prosperidad y grandeza b^jo la dominación de Carlos V. Por
otra parte, este monarca que conocía los hombres y tanto partido
sabia sacar de sus observaciones, era muy popular en los Paises-
Bajos donde había nacido y se había criado, cuya lengua hablaba,
coyas costumbres conocía, y de cuya índole participaba. Lo franco
de su trato y sus modales templaba en parte lo que podía tener de
severo y de duro su gobierno. En Bruselas, donde residía con fre-
coencia, estaba como desterrada la etiqueta y vivía casi como un
simple ciudadano, como un padre en medio de sus hijos. Político y
previsor al mismo tiempo, gustaba de emplear en comisiones de
importancia á los seDores y grandes del país, lo que al mismo
tiempo que halagaba su amor propio, los empeDaba en gastos muy
coosiderables y los bacía depender de sus favores. El príncipe de
Orange y el conde de Egmont, que eran los de mas viso en el país,
figuraban en todas las grandes embajadas, en todas las conferen-
cias y ceremonias de aparato. Cualquiera que fue^e su sistema de
gobierno en el pais, no dejaba en él ninguna duda de que le mi-
i^ba con gran predilección y quizá con mas caríDo que á todos sus
demás estados. Así la abdicación de este principe fué verdadera-
236 histoeiíl de fblipb ií.
mente sentida en los Paises-Bajos, y en las lágrimas derramadas
en aquella solemne ceremonia, hubo sin duda mas profundo senti-
miento que el de una pasajera emoción, debida á lo imponente de
la escena. No podian menos de hacer un paralelo los flamencos en-
tre el monarca que se iba y el principe que le reemplazaba , el re-
verso para ellos de la medalla de su padre. Lo que este tenia de
franco, de afable, de llano en el trato, lo poseia aquel de circuns-
pecto, de serio, de ceremonioso y reservado. Ni sabia su lengua,
ni mostraba deseos de aprenderla. Ya hemos visto que en la cere-
monia de la abdicación, respondió en nombre suyo á los estados el
obispo de Arras Granvela, en atención á que Felipe no sabia el
francés, lengua que usó el emperador en aquel acto. Porque este
monarca sabia hablar y hablaba efectivamente á todos en su len-
gua propia.
Nada habia mas opuesto á la Índole y carácter de los flamencos
que el de su nuevo soberano. Ni ellos podian guster de Felipe II,
ni Felipe II gustar de ellos. Un monarca de carácter mas flexible y
meMs exclusivo se hubiese mostrado muy satisfecho y compla-
ciente al verse duefio y seDor de diez y siete provincias; pues fué el
primer príncipe que las heredó todas ricas, florecientes en agricul-
tura, en artes, en todos los géneros de industria y de comercio* En
un pais que no excede la sexta parte de fispafia se contaban tres-
cientas y cincuenta ciudades, seis mil trescientos pueblos conside-
rables y una infinidad de lugares mas pequefios. Producían enton-
ces los Paises-Bajos mas que la Inglaterra. Era pues su posesioo
para el nuevo rey de Espafia de una ventaja incalculable.
Mas Felipe II á cuyo buen juicio y penetración no podian ocultar-
se estos objetos tan considerables, tenia sin duda consagrada so
atención á otros que le parecían preferibles. El carácter inquieto de
los flamencos, su celo por la conservación de sus derechos, el ca-
rácter democrático que predominaba en sus sentimientos, en las
asambleas de los estados y sobretodo el incremento que iba toman-
do en ellos la herejía, le sugirieron sin duda como máxima funda^
mental de su gobierno, el sujetarlos á la unidad del despotismo po<^
litico, sobre todo á la unidad del sistema religioso. Uno de sus pri-
meros cuidados además del establecimiento del tribunal de la Inqui-
sición, del que hablaremos ásu debido tiempo, fué el arreglo de las
diócesis de los Paises-Bajos. Eran algunos de sus obispos sufran
gáneos de metropolitanos que residían en Francia y Alemania, y
CAPITULO XX. t3T
queriendo Felipe remediar este que le parecia od grave íncoD'^
yeoiente, y al mismo tiempo aumentar el alto clero, solieitó bola
de Paulo IV para que las proviucias de los Paises-Bajos se dividie-
sen en tres arzobispados y trece obispados, sujetando & estos & los
primeros y eximiéndolos de la dependencia de los metropolitanos
que se hallaban fuera.
Accedió el papa muy gustoso á los deseos del rey, y expidió una
bola creando en los Paises-Bajos las metrópolis de Gambray, Mali-*
ñas y Utrech; nombrando por sufragáneas de la primera las Sedes
de Arras, Tournay , Saint-Omer y Namur que se hicieron obispados:
de la segunda las de Amberes, Gante, Brujas élprés, Bois-le-Ducy
Ruremonde, y de la tercera las de Harlem, Deventer, Leyden, Mid«
dleburgo y Groninga. De todas estas Di<k^esis se marcaron los lími-
tes asignándose las rentas á los obispos y mas grandes funciona-
rios.
Para atender á éste último objeto degra?e consideración, se dis-
puso que los nuevos obispos sucediesen á los abades del país, y ocu-
pasen sus rentas según fuesen falleciendo. Produjo esto quejas no
precisamente en los abades mismos, sino en los que tenían preten-
sión de serlo. Las produjo en los monjes á quienes se despojaba de
sus reatas. Las produjo en los grandes que veían una disminución
de su crédito en la admisión de los nuevos obispos en las asambleas
de los estados. — I^s produjo en el país en general á cuyos ojos tras-
limitaba el rey sus atribuciones, dando tantos indicios de querer aten-
tar á ^Jí& derechos. Miraban todos esta bula que daba una nueva
organización edesiástica al pais, como medida precursora de otras
mas considerables. Mas observaremos el orden cronológico dejando
para otro tiempo las consecuencias que esta y otras mas innovacio-
nes produjeron.
GoDtrayéndonos ahora á la persona de Felipe, era para él un ne-
gocio de grande consideración el nombramiento de la persona que
debía quedar gobernador de los Países-Bajos, pues el duque Filiber-
to de Saboya se volvía en virtud del tratado de Chateau-Gambressis
á sus estados. Se presentaba naturalmente como el mas á propósito
algún grande de los mas ricos y distinguidos del pais; pero en ningu-
no tenia gran confianza, y el príncipe de Orange que se reputaba co-
mo el principal, era objeto de su secreta antipatía. Pensó primero en
la persona del principe don Garlos; mas sin duda le detuvo la con-
sideración de sus deniasiado cortos afios. — Le aconsejaron el duque
Tomo i. 31
238 HISTOftlA. DB ¥£LIP£ lí.
áe Alba y algunos otros personajes de la corte entre los qae se cuenta
al obispo de Arras, qucL echase mano de la princesa Margarita, du-
quesa de Parma, que como nacida en los Paises-Bajos, no podía ex-
citar quejas de que se les daba por gobernador á un extranjero.
Gustó el rey de la proposición, y tal vez por no ocurrírsele enton-
ces otra cosa mejor la nombró gobernadora durante su ausencia,
dándola por consejero privado al mismo obispo de Arras que fué
nombrado después arzobispo de Malinas.
Nombró además el rey gobernadores en todas las provincias, pe-
ro sujetos á la autoridad superior de Margarita. Puso en la de Lu-
xemburgo á Pedro Ernesto, conde de Mansfeld; en la de Gueldres y
Zuphten, al conde de Meghen; en las de Flandes y Artois, al conde
de Egmont; en las de Holanda, Zelanda y Utrecb, al principe de
Orange; en las de Haynault, Yaienciennes y Gambray, al marqués
de Yergnes; en la de Journay, al seQor de Montigni; en las de Lila
y Douay, al señor de Corviere; en la de Frisia, al conde de Arem-
berg; en la de Namur, á Carlos Barlimont; y en la de la otra parte
del Mosa, al conde de Frisia. Las provincias de Brabante y Malinas
quedaron bajo la inmediata autoridad de la princesa Margarita.
Era esta princesa hija natural de Garlos Y, y de una dama de los
Paises-Bajos, habida antes del matrimonio del emperador, algunos
aOos antes del nacimiento de Felipe. Habia casado en primeras nup-
cias con Alejandro de Médicis, duque de Florencia, asesinado por su
primo Lorenzo, y en segundas nupcias con Octavio Farnesio, duque
de Parma, nieto de Paulo III, y que á la sazón residía en sus esta-
dos. Tuvo de este matrimonio al famoso Alejandro Farnesio, mozo
entonces de muy verdes años que se criaba en la corte de Espafia
al lado del príncipe don Carlos. No contribuyó poco el tener en sus
manos esta prenda de seguridad, para que el rey de EspaDala con-
fiase cargo tan considerable. También le movió á ello el interés de
tener de su parte al duque de Parma, su marido, que en sus anti-
guas reyertas con el papa se habia mostrado, sino contrario, vaci-
lante.
Concluyó el rey sus negocios en los Paises-Bajos, celebrando un
capítulo de la orden del Toisón de Oro, en que se confirió el collar
al nuevo rey Francisco II de Francia, al duque de Urbino, á Marco
Antonio Colonna, duque de Paliano, al marqués de Renty y á otros
varios personajes. En seguida se despidió de ios estados reunidos,
de orden suya en Ganle^ díciéndoles que como sus negocios recia-*
CAPITULO XX. 239
mabao el que se trasladase á EspaOa, les dejaba por goberoadora
UDa prÍDcesa nacida entre ellos, como todos los demás gobernadores
de las demás provincias. Les encargaba que se mantuviesen fieles
á la religión católica, y no permitiesen permanecer en las provincias
persona alguna infestada con las doctrinas nuevas de Alemania, con-
cluyendo con la indicación de que no ignorando ellos los crecidos
gastos que se le ocurrían, esperaba de su parte un servicio liberal,
proporcionado á la exigencia de sus circunstancias. Los estados le
ofrecieron nuevecientos mil florines, mas reservándose su distribu-
ción, rasgo de desconfianza de que quedó el rey resentido y eno-
jado.
Arreglados definitivamente, según él se imaginaba, los negocios
en los Paises-Bajos, no le quedaba al rey otro ya que el de embar-
carse. Estaba prevenida de antemano una armada de cerca de 70 ve-
las en Zelandia, donde se hizo á la mar el rey el 20 de agosto de
aquel afio. Fué bastante feliz la navegación, y Felipe desembarcó
en Laredo el 29 del mismo mes. Después de algunos dias de des-
canso en aquel puerto, se dirígió á Yalladolid, á donde llegó el 8 de
setiembre por la noche, habiendo salido á recibirle á fuera el prín-
cipe don Carlos y su hermana, y regente entonces doOa Juana.
CAPITULO XXI
Estado de España á la vuelta de Felipe.— Asuntos domésticos administrativos.— Inqui-
sición.—Autos de fe.— Corles en Toledo.— Venida de la reina Isabel.— Jura del
principe don Carlos.
Encontró Felipe II á EspaQa (1559) casi en el mismo estado de
tranquilidad y de reposo en que la habia dejado. Algunos distur-
bios habían tenido lugar en Zaragoza, con motivo de un garrote da-
do en la cárcel en privado, acto allí considerado como un contrafue-
ro, mas se habían pronto apaciguado (1). También habian ocurrido
algunos choques entre el brazo secular y el eclesiástico, con motivo
de las hostilidades de Paulo lY contra el rey de EspaDa. Se inclina-
ban los eclesiásticos, como sucede en estos casos, al pontífice, y en
esto les dio ejemplo el cardenal Silíceo, arzobispo de Toledo, que
tantos favores debía á Felipe y á su padre. Restituyó la paz entre
Felipe y el papa las cosas á su primer estado y antigua buena inte-
ligencia. Confirmada la infanta en su cargo de regente, á la subida
al trono de su hermano, se adhirió como antes al espíritu de sus ins-
trucciones. Algunas rencillas se suscitaron entre ella y el principe
don Carlos, joven avieso, y según dicen algunos autores muy mal
inclinado; mas todos aguardaban que se serenaría la tempestad con
la llegada de su padre. Era este el deseo general como sucedió en el
último reinado, y en todas las cartas que escribía á Felipe dofia
(1) Ya hemos anunciado que grataríamos de las cosas de Aragón, separadamente y á su debido
tiempo.
CAPITULO XXL til
Jaua, le mostraba la ímpacieDcia ood que se aguardaba su veoH
da (1). Guando se supo la reooTacíoo de las hostilidades en losFai^
ses-Bajos, se pusieron los gritos en el cielo. Eran estas guerras ex^
tranjeras, en Espa&a muy impopulares, por lo mucho que costaban,
y los recursos del pais se hallaban muy lejos de un estado florecien-
te. Había gran trabajo para enviar al rey trescientos mil ducados
que pedia. A cuenta de los productos de una mina de plata, que acá-*
haba de descubrirse junto á Guadalcanal, y otra cerca de Aracena,
se habian tomado en 1556 quinientos mil ducados que ya se hablan
coDsamido. Para levantar una suma de seiscientos mil ducados, que
las circunstancias! hacian necesarias, fué preciso tomar trescientos
mil á grandísimo interés de los ferieros de YUlalon, satisfaciendo la
infanta los restantes, vendiendo diez cuentos y cuatrocientos mil ma-
ravedís, de su dote, sobre alcabalas. Habia gastado mucho en sus
guerras el emperador, y sus deudas eran muy considerables. Se tra-
tó en el consejo de no pagarlas, mas prevaleció la opinión contraria,
aunque rebajándose los intereses. Los proyectistas, que no faltan en
ninguna época, llamados en aquella tracistas y hombres de pruden-
cia, idearon la venta de encomiendas, juros, jurisdicciones, hidal-
guías, regimientos, escribanías, alcaidías, baldíos, oficios y digni-
dades de toda clase. También pidieron un servicio á Méjico y Perú,
solicitando además del rey de Portugal una porción considerable de
pimienta, para que vendida en Flandes, sufragase los gastos de la
vuelta del emperador y de su hijo. Todo esto no da muy grande idea
de los recursos financieros de un pais, que algunos pensarán tal ves
se hallaba en el mas alto grado de opulencia.
El negocio que parecía entonces mas urgente en la nación y ex-
citaba mas el celo del gobierno , era purgar á Bspafia de las doe^
trinas religiosas que á despecho de la mayor vigilancia y precaución
se habian introducido, en virtud de las comunicaciones indispensa-
bles entre las diversas partes de una misma monarquía. Iban los
españoles á Francia, á Alemania, á los Paises-Bajos: venían natu-
rales Je aquellas regiones á Bspafia , y del mismo roce y trato no
podían menos de resultar prosélitos de las nuevas opiniones. En las
tropas del emperador , y aun en las de su hijo , estaban alistados
muchos luteranos; mas ya que era imposible cerrar herméticamente
(1) Se ctesMlMi eo» anaia la presencia de Felipe en BtpaSa: no era menee neoeaaria, como ya ke-
IU08 indicado, en los Palses-Bajos. Nada prueba tanto lo heterogéneo de esta monarca; lo dIflclU-
simo, si DO imposible que era el ser gobernada por un hombre solo.
24i HISTORIA DE FELIPE IL
Mas 80I0 el rey de Espafia gozaba el privilegio de verlas eDeeodi-
das en ciertos períodos coa tanta solemDidad , por senteijcia de un
tribunal fijo exclusivamente consagrado & esta clase de delitos.
Partió el rey de allí á pocos días á Toledo con objeto de celebrar
cortes y las fiestas de su desposorio, pues tenia noticia de que es-
taba para salir de París la princesa Isabel con quien por poder es-
taba ya casado. Para recibir la nueva reina en la frontera envió al
arzobispo de Burgos y al duque del Infantado, con otros vanos se-
Qores principales de la corte. Mientras tanto se abrieron las cortes
en Toledo, y entre las cosas que establecieron, fue que no pudiesen
tener esclavos los moriscos del reino de Granada.
1560. A principios de este aDo salió la reina Isabel de París
acompasada del cardenal de Borbon y del duque de Vendóme. Fué
recibida en Roncesvalles por el arzobispo de Burgos y el duque del
Infantado, y habiendo despedido en aquel punto á la comitiva fran-
cesa, continuó con ellos su viaje hasta Guadalajara, á donde se di-
rigió por aguardarla allí el rey, acompasado del príncipe don Car-
los, de la infanta dofia Juana y de todos los personajes de su corte.
Llegó la reina á Guadalajara á principios de febrero, y después
de haber ratificado el rey su matrimonio recibiendo las bendiciones
del arzobispo de Burgos, partió la corte á Toledo, donde se cele-
braron los desposorios con todo género de fiestas, habiéndose es-
merado aquellos habitantes en obsequio de sus reyes.
Con motivo de la reunión de las cortes, determinó el rey apro-
vechar esta circunstancia, mandando que fuese reconocido y jurado
por heredero el príncipe don Garios, lo que así se verificó el ii de
febrero en la iglesia catedral con toda pompa, Asistieron á la cere-
monia el rey, la infanta doDa Juana, don Juan de Austria, todos los
sefiores de la corte y los procuradores de las ciudades de los reinos.
Recibió el arzobispo de Burgos, vestido de pontifical el juramento.
Le prestó la primera, la infanta dofia Juana; siguió don Juan de Aus-
tria; vinieron después los grandes de la corte y los procuradores de
los reinos. El duque de Alba se presentó el último. Una triste noti-
cia vino á turbar aquellos regocijos, á saber, la de una derrota que
acababan de sufrir las armas españolas en las costas de África.
CAPÍTtítOXXÍÍ.
Asuntos de Africa.-^Samario de las príacipales ocurrencias en aquel pais desde e
principio del siglo XVI.— Barbaroja y Dragut.— Expedición y derrotó de la isla de
los Gelves.
Hemos visto en los primeroB capítulos de esta historia como los
espaSoIes después de tantos siglos de la ocupación de la península
por los árabes que se lubian establecido en el Norte de África, pa-
saron & hacer conquistas importantes en varios puntos de su costa.
Se emprendió y llevó á efecto en tiempo del cardenal Gisneros, la
de Oran, Bujía, Mazalquivir y otros puntos importantes. Desde en-
tonces DO hemos vuelto á ocuparnos mas de estos asuntos; mas se-
guiremos, aunque muy compendiosamente, la cadena de los acon-
tecimientos desde aquella época hasta el punto en que nos encon-
tramos.
En 1515 emprendimos una e&pedicioo desgraciada sobre la isla
de los Gelves.
En 1529 perdimos el peHon, tomado por Barbaroja que le rodeó
con cuarenta y cinco buques. El gobernador espafiol Martin de Var.
gas qoe tuvo noticia de esta gcpedicion, pidió socorros, pero fué
mal auxiliado. Con tantos negocios como pesaban sobre Garlos V,
no es extraDo que no atendiese á todos con la prontitud y eficacia
que se requería.
Ed 1530 recorrieron corsarios dependientes del mismo Barbaroja
la costa de Valencia y desembarcaron en Parsent, llevándose preso
Tomo i. 38 '
246 HISTORIA DE FELIPE II.
á PeraDdreo que la defendía con siete hombres. Con este motivo sa-
lió al mar el capitán Rodrigo Portando en busca délos tenientes de
Barbaroja, y habiéndoles alcanzado en los ínares de Levante, trabó
con ellos batalla de la que salió roto y destrozado. Tenian Barbaroja
y los suyos un grande enemigo de Andrés Doria, que repetidas ve-
ces salió al mar en busca suya.
En 1531 desembarcó en Sargel, puerto de la costa de África,
donde entró á saco llev&ndolo todo & sangre y fuego. Mas por so-
bra de confianza cayeron por sorpresa en manos de los enemigos que
estaban en acecho y tuvieron que retirarse los de Doria en desorden
y con gran pérdida.
En 1532 armó este una expedición de treinta y cinco velas gran-
des y otras de menores dimensiones, donde embarcó 10,000 hom-
bres entre españoles, italianos y tudescos, recorrió los mares en
busca de los enemigos y puso sitio á Corom en la Morea, que le
opuso una gallarda resistencia, y al fin fué vencido después de gran-
des actos de valor entrando al asalto los cristianos. También en se-
guida tomó á Patrás en los mismos parajes, haciéndose dueDo de
los Dardanelos que son dos castillos fuertes que le defendían. Se
mostró en estas dos expediciones duro y terrible con los turcos; mas
en el afio siguiente de 1533 volvieron sobre Corom los enemigos y
le recuperaron después de una larga resistencia.
En aquel mismo aOo se apoderó de Bona don Alvaro Bazan, Dom«
bre que se hizo muy ilustre como veremos en el decurso de esta
historia. Al aDo siguiente de 1534, contrajo amistad con Barbaroja,
el rey de Francia, y por insinuaciones de este, recorrió el primero
las costas de Italia, desembarcando, saqueando varios pueblos, lle-
vándose cautivos á los que caian en sus manos. Por aquel tiempo
se hizo dueDo de Túnez, expeliendo al Dey que vino á pedir pro-
tección & Carlos V, como hemos hecho ver tratándose de este mo-
narca.
Fué la expedición sobre Túnez, del año siguiente, una de las
mas populares, de las mas reclamadas por las necesidades de la
cristiandad, lo que debia inflamar mas el ánimo de un monarca co-
mo Carlos V, deseoso de humillar en un todo á sú enemigo el rey
de Francia. En nuestro concepto, fué esta expedición en Túnez el
acto mas grande y glorioso de su vida, el que fué coronado cod el
triunfo mas brillante. El emperador concedió mercedes á todos los
individuos de su ejército, que tomaron parte en su victoria,
CAPITULO xxu. 2i7
láodose de moDarca dadivoso y reconocido como capitán activo, in-
teligente y esforzado.
Huido Barbaroja de Túnez, no foé menos molesto y teraible para
los cristianos. En todas partes donde desembarcó con su gente, co-
metió infinitas crueldades. En Mahon hizo un desembarco y le to-
mó después de una muy grande resistencia.
El afio de 1538, se ligaron el papa y los venecianos contra So-
liman, de quien se consideraba Barbaroja como teniente y delega-
do. Acometió este á Candía, de donde fué vigorosamente rechazado:
También fué derrotado cerca de Trevesa en la Morea.
Mas de doscientas velas armó la liga cristiana contra el turco.
Iban en la expedición 11,000 espafioles y 5,000 italianos, y todo
bajo el mando de Andrés Doria. En aquel tiempo tomaron los cris-
tianos con grande bizarría & Castelnuovo, mas volvieron á perder-
le con grandes desastres el aDo siguiente de 1539.
En 1543, se presentó Barbaroja en Marsella, y en seguida des-
embarcó en Niza, donde cometió las cueldades que tenia de costum-
bre. En seguida recorrió las costas de Espafia, con la misma suerte
que otras veces.
Se acercaba el fin de la carrera de este pirata feroz y sanguina-
río, mas dejaba una especie de sucesor y de discípulo en la persona
de Dragut, renegado como él, y que comenzó su fortuna con muy
escasos medios. Sorprendido en 1548 en las costas de Córcega por
los de Doria, permaneció cuatro aKos preso, y puesto en libertad
por medio de un canje, volvió & salir al mar incitado de sus deseos
de vengarse. Salieron en pos de él las galeras de Ñápeles, llevándo-
se cautivos á cuantos cayeron en sus manos, con cuyo botin, y una
galera de Malta, que apresó también, se volvió victorioso á Argel,
que era el depósito de sus robos y despojos.
Deseaba Dragut tener un establecimiento propio suyo en las cos-
tas de África, y para esto echó los ojos sobre el puerto de este nom-
bre situado en el territorio de Túnez, plaza muy fuerte, perfecta-
mente bien situada con otras dos fortalezas, llamadas Quza y Mo-
nasterio, que aumentaban mucho sus medios de defensa. Estaba la
ciudad dividida en facciones, y de esta división se aprovechó Dragut
entrando en negociación separada con cada uno de ellos, á quien
prometió ayuda contra sus rivales. Después de tener su trama bien
ardida , se presentó en la plaza con doce hombres solos , y ha-
biendo excitado un tumulto se apoderó de ella con traición, y asi-*
248 HISTOUA DB F£UPE II.
mismo de los dos fuertes ya citados. Después de haberla pertre^
chado y dejado en ella una fuerte guarnicioD, salió otra vez al mar
en busca de aventuras.
Díó gran cuidado á los cristianos el establecimiento deDragut en
su nueva posesión, y trataron de arrancársela. Salió Doria en su
busca con cincuenta y tres galeras con objeto de recorrer la plaza
de África, lo que verificaron tomando á Monasterio, que arrasaron.
£n seguida se fueron á la i&oleta, donde se celebró consejo sobre si
emprenderían seriamente el sitio de Afríca. Decididos por la afirma-
tiva, se pidió socorro á Ñapóles y Sicilia, de donde vinieron refuer-
zos de infantería y artillería. Comenzaron la empresa poniendo á la
plaza en un estado de bloqueo impidiendo entrar víveres; mas en la
plaza se habian ya recibido avisos de esta expedición, y se habían
abastecido de lo necesario, habiéndose además reforzado con cuatro*
cientos soldados y héchose con muchos víveres que por casualidad
allí anortaron.
Hizo este sitio de África un ruido eqtonces, y hoy ocupa todavía
una página brillante de la historia. Se reunió )a armada en Trápa-
na, y con nuevos recursos que se les envió de la Goleta, dieron so-
bre la plaza y desembarcaron para formar un sitio con todas' las
precauciones militares, atacando á una partida de ios turcos que
venían sin duda á reconocer, obligándola á meterse dentro de la
plaza. No estaba en ella Dragut, ocupado en sus correrías ordina-
rias, mas sus tenientes dispusieron con valor todos los medios de
defensa. Ascendía la guarnición á mil setecientos hombres entre to-
dos. Abrieron los sitiadores las trincheras. Situaron las baterías
ventajosamente, haciendo gran daDa sus morteros (1) á la plaza.
Fué infructuosa para los moros una salida nocturna para sorprender
á los cristianos: también resultó vano el designio de un asalto por
los espafioles que percibieron en el acto los reparos fuertes que los
turcos habian construido detrás de la muralla. Para no malograr su
empresa, pidieron mas refuerzos á Ñápeles, Sicilia y la Goleta que
se los mandaron en efecto. Mientras tanto recorría Dragut las cos-
tas de Valencia. Supo su mujer, que residía en Gelves, por unos
fugitivos la toma de Cuzá y Monasterio por los cristianos, [y el si-
tio que tenían puesto á África, y se lo avisó inmediatamente á su
(1) Los historiadores usan de esta voz morterot, mas no deben confundirse con los qae arrpjaa
bmbofy pues este proyectil no era todavía entonces conocido. .Sin duda se usaban para lanzar
piedras enormes, ssgun se usaba en tiempos anteriores.
CAPITULO xxn. 249
marido: bascó este por todas partes socorros, y no siendo feliz en
esta empresa, llegó á juntar tres mil hombres con los que desem-
barcó oculto cerca de la plaza, habiendo avisado de antemano á
los de adentro su próxima llegada. Era su objeto sorprender el
campo de los sitiadores y se emboscó al efecto; mas habiendo sido
descubierto se trabó pelea entre él y un cuerpo del campo de los si-
tiadores, quedando el otro de observación junto á la plaza. Murie-
ron en la acción cincuenta turcos, treinta moros, y tuvieron dos-
cientos cincuenta heridos sin contar con los de la plaza, de donde se
liizo una salida rechazada por los sitiadores, que tuvi^on de pér-
dida ochenta muertos y ciento cincuenta mal heridos.
Rechazado Dragut, salió en busca de mas recursos; mas no de-
bía de excitar en algunos de los suyos muchas simpatías cuando el
duefio de Queram le interceptó ochocientos caballos que le enviaba
el Dey de Túnez.
Llegaron nuevos refuerzos al campo de los cristianos de Luca,
Genova y Florencia, y un grande ingeniero, llamado Andrónico Es-
pinosa, de Sicilia. Continuaban con actividad y energía los trabajos
del sitio. Abrieren una mina para echar abajo los maros; se consr
fruyeron nuevas baterías sobre la marina que hicieron mocho es-
trago en la ciudad: se levantó una sobre galeras desde las cuales se
batió la plaza con buen éxito. £1 10 de setiembre de 1S50 se dio
por tierra y por mar el asalto general, atacándose á la plaza por
tres partes, destinándose á cada una cinco banderas, maadadAs por
sas jefes respectivos. Los nombres propios no los damos porque esto
es anterior al reinado de Felipe, donde observaremos otro método.
Tampoco entramos en los pormenores de este asalto vigoroso donde
se peleó con singular denuedo y bizarría. Se habia prometido k las
tropas el saqueo, y habia además un jubileo del papa en favor de
los cristianos que en la acción muriesen. Dieron la sefial los clari-
nes é inmediatamente se pusieron en acción por tierra y por mar los
combatientes. Se defendieron con valor los turcos, y después de ser
echados de las murallas se batieron en las calles y defendieron el
terreno palmo á palmo. Quedaron las fortificaciones de la ciudad
medio destruidas, y los cristianos plantaron al fin sobre los escom-
bros sus banderas victoriosas.
Se celebró este triunfo con grande júbilo en la cristiandad. Se
marchó Dragut á los Gelves, y en seguida se presentó en Constan--
tinopla, donde no fué mal recibido por Solimán á pesar de estar
250 HISTORIA DE FBUPE lU
irritado contra él por haberse hecho duefio de África sio su coDsen^
timiento. Pidió al emperador Garlos Y que se la restituyesen con
pretexto de que Dragut era su teniente y protegido, mas Garlos \
respondió que no reconocia tenientes y protegidos del sultán en los
piratas.
AlaDo siguiente de 1551 emprendió Dragut nuevas correrías so-
bre las costas de Galabria. Poco después hizo parte en calidad de
consejero y hombre práctico, en una escuadra que mandaba el turco
sobre Malta. No habiéndose atrevido á desembarcar, revolvieron
sobre Trípoli, que tomaron por traición, y de cuyo punto quedó
dueOo al fin Dragut, á pesar de que su posesión le fué negada por
Solimán desde un principio. En el capítulo XVII hemos ya hablado
de varias correrías hechas por los turcos en los aSos sucesivos. Al
advenimiento de Felipe II al trono de EspaDa, se hallaban nuestros
asuntos en África bastante decaídos, y estábamos amenazados de
mas desgracias por el aumento de poder que iban adquiriendo aque-
llas potencias berberiscas. Para reconquistar el, punto de Bugía,
ofrecieron en 1557 tropas y dinero los reinos de Gas tilla. Valencia
y Galalufia. Queriendo imitar el cardenal Silíceo la conducta de su
antecesor el deGisneros, se ofreció á capitanear aquella empresa con
tal que para ello le diesen trescientos mil ducados; mas habiéndose
consultado á Felipe, respondió que se trataría de este asunto cuando
regresase á Espafia. Posteriormente vino á ella, como tenemos di-
cho, Ruy Gómez Silva á buscar recursos para la guerra que se ha-
bía vuelto á encender en Flandes, y se aplicaron á estos gastos los
caudales que se habían levantado para la reconquista de Bugía. Ya
un poco antes el Dey de Argel había tratado de invadir á Oran, ha-
biendo desembarcado tropas y estrechándola por mar con galeras
turcas; mas con fuertes y vigorosas salidas de la guarnición y la
llegada de las galeras de Doria, se había conjurado aquella tempes-
tad, sobre todo hallándose empellada la atención de los turcos á otra
parte.
Mientras tanto seguía Dragut haciendo desembarcos y causando
todo género de estragos en las costas de Sicilia y Ñapóles. Para cor-
tar estos males de raíz, no ocurrió mas medio al gran maestre déla
Orden de Malta que emprender la conquista de Trípoli. Felipe il, á
quien propuso esta idea, desembarazado ya de la guerra con Fran-
cia por el tratado de Chateau-Gambressis, aprobó el plan del gran
maestre y dio orden al duque de Medinacelí, virey de Sicilia, para
GiPiTüLo xxn. t51
qoe se encargase de esta expedicioD, mandando al mismo tiempo al
duque de Sesa, gobernador de Milán, para que pusiese á sus órde-
nes dos mil hombres de infantería mandados por don Alvaro Sande.
También se escribió á Andrés Doria para que ayudase con sus ga-
leras al duque de Medínaceli; asimismo auxiliaron el papa, el du-
que de Florencia y otros principes de Italia.
A principios de octubre se juntó en Mecina la expedición com-
puesta de cincuenta y cuatro galeras, veinte y ocho navios, dos ga-
leones y treinta galeotas ó bergantines con 14,000 hombres. A fin
de aquel mes zarparon y llegaron & Siracusa con objeto de pasar
adelante; mas los vientos se mostraron contrarios, y además se de-
claró en la armada una enfermedad que obligó al duque de Medi-
naceli á dirigirse & Malta, donde fué recibido por el gran maestre
con todo género de agasajos y de obsequios. El número de los en-
fermos de la armada iba tan en aumento que no bastando los hos-
pitales de la Isla, fué preciso establecer uno nuevo para recibirlos.
Al fin, aunque no en buen estado, y sin repararse totalmente de
sus pérdidas, á principios del afio siguiente, 1560, se embarcó de
nuevo con su expedición el duque de Medinacelí, y no pudiendopor
los vientos contrarios dirigirse á Trípoli, se encaminó á el Secano
de Palo, donde mandó se le reuniesen las galeras y navios que se
hablan quedado en Malta.
En la Roqueta trató de hacer aguada, y para asegurarla mandó
desembarcar tres mil hombres, con cuyo abrigo se efectuó la ope-
ración; mas no sin ser molestados por los moros, en cuya refriega
faeron muertos siete y heridos treinta de los nuestros'. Se supo des-
pués que se hallaba en la isla Dragut con diez mil moros y diez mil
turcos.
Después de la partida de la expedición que llegó felizmente á Se-
cano del Palo, arribaron & la misma isla de la Roqueta ocho gale-
ras que se hablan quedado en Malta, cuatro del duque de Floren-
cia, dos del seQor de Monaco y las dos patronas de Sicilia y Doria.
Trataron también de hacer aguada; mas sea por falta de precaución
ó por disensiones que se armaron entre ellos sobre quién habia de
mandar la gente, cuando parte de esta se hallaba ya embarcada,
cargaron los moros sobre la otra, matando y cogiendo prisioneros á
mas de ochenta hombres entre los que se contaron cinco capitanes
espafioles; á saber: don Alfonso de Guzman, Antonio Mercado,
Adrián Garcia, Pedro de Venegas y Pedro Rermudez. Las galeras
tSt msTOfiU DB rBiira ii.
aguieroD su rombe y llegaron sin novedad k Secan» del Palo, donde
se hallaba el duque de Medinaeeli.
No se resolvió este & dirigirse á Trípoli, sea por lo contrario ó re^
CM>de los vientos, sea porque sabia que Dragut se hallaba con grana-
dos fuerzas á sus inmediaciones. Determinó, pues, entretanto tomar
posesión de la isla de los Gelves ya de triste recuerdo para nuestras
armas, y para dar mas seguridad á la empresa se ajustó con algu-
nos jeques del país, tomando á sueldo de cuatrocientos á quinientos
caballos que le debían servir contra Dragut. El 2 de marzo llegó &
la isla; mas no habiendo podido desembarcar en cuatro dias porks
recios temporales, lo verificó en fin enfrente de la torre de Valguar^
ñera, disponiendo inmediatamente sus tropas en orden de batalla.
Se eomponian estas de tres mil espaDoles al mando de don Alvaro
Sande; dos mil alemanes y franceses al de los caballeros de san Juan;
Vtes mil italianos mandados por Andrés Gonzaga, y otros tres mil y
quinientos espafioles á las órdenes de don Luís Osorio. En el ala
derecha formaban seiscientos arcabuceros mandados por el mismo
Osorio, y en la izquierda ochocientos arcabuceros italianos manda-
dos por Quirico Espinóla. Llevaba además la expedición cuatro pie*
zas de campaDa.
Dispuesto así el ejército se puso en marcha sin hallar oposición
alguna. Al día siguiente envió al duque un mensaje con dos meros
Manzaul, seDor de la isla de los Gelves, diciéndole que se conside-
rase como dueDo y sefior de aquella tierra, puesto que mandaba una
expedición en nombre de Felipe, rey de Espaffa; y así le pedia que
volviese á embarcarse, prometiéndole para su expedición de Trípoli
cuantos socorros estuviesen en su mano. Le respondió el duque qM
pues tan celoso servidor de don Felipe se mostraba, lo primero que
requería de él era que se dirigiese á Esdrun á tener una entrevista,
siéndole necesario surtirse de agua en los pozos de sus inmediacio-
nes. Se puso en marcha el ejército para dicho punto, y aunque en-
contró los pozos cegados, le fué muy fácil ponerios en estado de ser
útiles. Se divisaron los moros á lo lejos en actitud de querer hosti**
lizar á nuestra gente; mas el duque había marchado con toda pre«
caución, y á las inmediaciones de los mismos pozos se acampó nii-
lítarmente, rechazando con gran pérdida á los que por todas partes
le embistieron, cuando le vieron detenerse.
Acampado el duque, y aumentada la fuerza de su posición por
medio de trincheras, envió á la Roqueta las galeras con objeto de
GÁPITÜLO XXII. tB3
hacer agua, lo que ejecutaron m oposición alguna. Mientras tanto
envió Manzaui otro mensaje al duque diciéndole que le dispensaría
toda su amistad, mientras tanto que no tratase de llegarse al cas-
tillo, en cuyo caso le declararía la guerra. Respondióle el duque que
era justamente el castillo el punto de que era preciso apoderarse,
para lo que iba & tomar su dirección al frente del ejército. La co-^
lumna se puso efectivamente en movimiento. Entonces intimidado
el moro, y no atreviéndose á hacerle resistencia, propuso al duque
que se rendiría y abríría las puertas del castillo, con tal que se le
permitiese salir con su gente y sus efectos. Accedió el general es-
pafiol, y habiéndosele avisado al dia siguiente que el fuerte se ha-
llaba ya desocupado, envió al maestre de campo de Baraona con tres
compafiías, para tomar su posesión^ mientras él llegaba con el resto
de la gente. Mas habiéndose reconocido que no era de bastante fuer-
za ni capacidad para asegurar la completa dominación de aquella
isla, se trazó inmediatamente una nueva fortificación á cuya obra
se destinaron todas las tropas del ejército. Gomo el fuerte debia ser
cuadrado, el duque con sus espaSoles, Andrés Gonzaga con sus ita-
lianos, los caballeros de san Juan con los franceses y alemanes, y
Doría con la gente de las galeras, se encargaron cada uno de un
baluarte y su cortina respectiva, y con la emulación tan propia en
naciones diferentes, se vio la fortificación al instante concluida.
Por su parte Dragut que veia en mal estado los negocios, imploró
socorros de Gonstantinopla tratando de ganar al gran visir con fuer-
tes dádivas, y haciendo ver el peligro que amenazaba á los sábdi-
tos de Solimán y á la religión, si el virey de Sicilia llevaba á cabo
su intento de tomar & Trípoli, hallándose ya en posesión de la isla
de los Gelves. Accedió á sus ruegos el Sultán é inmediatamente des-
pachó á Piali con ochenta y cioco galeras, haciendo entrar en cada
una cien genízaros. Con este armamento llegó Piali el 7 de mayo á
Navarino, y habiéndose en seguida acercado á Trípoli y reforzádose
con las galeras de Dragut, resolvió dirigirse á los Gelves con objeto
de atacar á los cristianos.
Llegó á esta isla la noticia de la aproximación de la flota otoma-
na por avisos del gran maestre de Malta, del virey de Ñapóles y dé
Juan Andrés Doría. inmediatamente llamó á consejo el duque de
Medinaceli. Fueron unos de opinión de defenderse y de aguardar al
turco, con su armada en orden de batalla, colocando los barcos chi-
cos al abrígo de los grandes, é hicieron ver que era cien veces pre-x
Tomo i. 99
t54 HISTORIA DK FBLIPB II.
feríble tentar la suerte de las armas y mas glorioso morir peleando,
qoe vivir esclavos hayendo. Mas Jaaa Andrés Doria fué de parecer
que se retirase la gente en la armada y tomase la vuelta de Sicilia,
haciendo responsables & los que no admitiesen su opinión de los
daQos que sobreviniesen.
Quedó el duque de Medinaceli muy indeciso con esta diversidad
de pareceres. Huir parecía mengua, y para sacar la armada en ap«
titud de aceptar una batalla al turco, se mostraba el viento, muy
desfavorable. Mientras tanto acometió Piali, que le tenia muy favo-
rable, y puso en completo desorden á nuestras galeras, que no pu-*
dieodo resistir el choque, parte huyeron, parte se recogieron al
puerto, y otras fueron tomadas sin ninguna resistencia, mientras la
gente se arrojaba al mar ó buscaba tierra, y la mayor parte de ella
se ahogaba. Tomaron los turcos veinte galeras y echaron á pique
diez y siete, habiéndose salvado las pertenecientes á Genova de los
estados de la Iglesia. Consternado el duque de Medinaceli del suce-
so, encargó el mando del fuerte k don Alvaro Sande, y embarcan*
dose con Doria pudo llegar en salvo & Malte, de donde se trasladó
á Sicilia.
Hizo don Alvaro una gallarda resistencia en el fuerte de los Gel-
ves, sitiado vigorosamente por los turcos, inmediatemente que der-
roteron nuestra escuadra. Emprendió diferentes salidas en que llegó
baste las trincheras de los turcos, causándoles estragos; mas se veia
con fuerzas muy escasas; comenzaron á falter los viveros, y la ar-
tillería del fuerte estaba casi toda desmontada con las baterías de
los turcos. En otra salida que hizo don Alvaro fué derrotado y pri-
sionero; la gente del fuerte capituló después, entregándole y sal-
vando las vidas; Destruyó Piali las fortificaciones, y dejando á Dra-
gut en los Gelves, se embarcó para Trípoli y de allí á Gonstantino-
pla, llevándose prisioneros á don Alvaro Sande, don Sancho de
Leyva, don Berenguer de Requesens, don Gastón de la Cerda y otros
caballeros de importancia.
Puso esta derrota de los Gelves en mucho cuidado á don Felipe,
é inmediatamente hizo que se reparasen de nuevo las galeras y se
pusiesen en estado de defender y proteger las costas de Sicilia y
Ñápeles. Sabedor al aSo siguiente que en Argel se preparaba una
expedición contra Mazalqoivir y Oran, después de dar órdenes para
atender á la seguridad de las dos plazas dispuso se reuniesen en Má-
laga veinte y cuatro galeras con tres mil y quinientos hombres k
CAPITULO XXII. 255
*
las órdeoes de don Joan Mendoza. Has esta expedición pereció de
resultas de una tempestad que, á pesar de tomar puerto en el de la
Herradura, se encrespó tanto que hizo estrellarse los bajeles unos
con otros, salvándose solo dos galeras de las veinte y cuatro. Per-
dió la vida don Juan de Mendoza, uno de los principales jefes, con
mas de cuatro mil hombres, catástrofe horrorosa en aquellas cir-
cunstancias.
Otros acontecimientos de mayor interés y sobre casi igual teatro,
ocurrirán en el curso de esta historia y ocuparán en ella su lugar
correspondiente. Por ahora nos trasladaremos á otras escenas donde
se debatían cuestiones de mas influencia en los destinos de la espe-
cie humana.
CAPrroto xxííi
Estado de la Francia á la muerte de Enrique II. — ^De su hijo Francisco II. — ^Facciones
en la corte. — Regencia de Catalina de Mediéis Advenimiento de Isabel al trono de
Inglaterra y resultados.— Estado de Escocia en la misma época. — ^María Esluarda.
Había comenzado el calvinismo en Francia de un modo ohscaro,
todo al revés del Interanismo en Alemania. Le adoptaron al prin-
cipio las clases mas bajas de la sociedad que en granjas, en cuevas,
en los sitios mas solitarios celebraban los ritos de su nuevo culto,
y cantaban en francés los salmos que la poesía de Marot había sa-
bido hacer tan populares. Poco á poco se fué difundiendo la secta
por las clases altas, por los sefiores de pueblos, y llegó hasta los
príncipes mismos de la sangre. Margarita de Yaloís, hermana de
Francisco I, esposa de Enrique de Albret, príncipe de Bearne y rey
titular de Navarra pasaba por dar en sectaria y estar en correspon-
dencia con Galvino. Se hizo con el tiempo calvinista la corte de
Bearne, y la misma doctrina abrazó Antonio de Borbon-Yendomne,
casado con Juana hija de Margarita, y que & la muerte de Enrique
se hizo titular rey de Navarra. También se habían adherido á la
propia secta su hermano el príncipe de Conde, el almirante Gaspar
Coligni, su hermano Juan Andelot y otros personajes distinguidos.
Mas no se atrevieron á declararse durante la vida de Enrique II,
príncipe que expidió nuevos edictos de rigor contra los herejes, re-
novando además los que se habian fulminado en tiempo de sa pa-
dre. A la muerte de este príncipe, no se mitigó la severidad contra
CAPITULO xxu. 257
•
los calvinistas; los mismos edictos se conservaron en su vigor, y
dorante el corto reinado de Francisco II hijo y sucesor de Enrique II,
no faltaron herejes quemados en París, lo mismo que durante los
reinados anteriores. Mas la juventud y carácter débil de este prín«
cipe, fomentaron en la corte partidos y facciones que se apoyaban
en el celo religioso. Los Guisas, tios del rey por serlo de María Es-
tuarda su mujer, aspiraron y obtuvieron en efecto la dirección de
los negocios. Se hallaba el condestable de Montmorenci á la cabeza
del partido enemigo de los Guisas, y aunque él no era calvinista,
se apoyaba en los Golignís que lo eran y en los príncipes de la san-
gre, recién afiliados á esta secta, resentidos de la influencia y ascen-
diente de los Guisas. Así en una pugna de partidos y facciones que
se disputaban el poder, se envolvió otra mas encarnizada entre prin-
cipios religiosos. Salió el .calvinismo de la oscuridad y se hizo una
bandera que alzaron públicamente los hombres primeros y mas po-
derosos del Estado. De este modo se echaron las semillas de las
guerras civiles, medio políticas, medio religiosas que desolaron la
Francia por todo el resto de aquel siglo. Estaban los Guisas al frente
del partido católico. En el calvinista aparecía el príncipe de Conde
como el jefe mas activo; y los Colignis como personas de mas ca-
pacidad é influencia. Propendía la reina viuda Catalina de Médicis
al partido de los Guisas, aunque estaba celosa de su poder y con
deseos de arrancársele. En cuanto á Montmorenci se volvia al par-
tido de la corte á cualquier síntoma de ruptura con el calvinista ó
disidente.
De esta discordia ó pugna de los ánimos, no podía menos de ve-
nirse pronto á vias de hecho. Formaron los calvinistas la trama de
apoderarse de la persona rey y de los Guisas en Blois á donde se
iba á trasladar la corte, y con este objeto habían armado secreta-
mente mil hombres de á pié y quinientos de á caballo. Recelosos los
Guisas de la trama, trataron de llevar la corte á Amboise; mas no
por eso abandonaron los conjurados su designio. Fueron sin em-
bargo descubiertos, atacados y derrotados en el mismo Amboise,
siendo cogido su jefe Renaudie, quien pagó el atrevimiento en un
suplicio.
Aumentó esta tentativa el crédito y la influencia de los Guisas, y
quedó nombrado el duque teniente general del reino con las mas
amplias facultades; mas aunque se vio al parecer tríunfante su par-
tido con la tentativa de los calvinistas frustrada en Amboise, no se
C68 HISTOIU M FBUn u.
dieron estos por yeDoidos. El príncipe de Conde, preso en vn prin-
cipio, ta¥0 medios de evadirse de su enderro y pasar & ios estados
de Navarra. Los Golignis no aparecieron implicados por intrigas de
la reina Catalina qae a^iraba á servirse de sa partido para nentra-
lísar el ascendiente del opaeslo. Los doméis jefes calvinistas del Me-
diodía marcharon á su pais con el objeto de prepararse para una
guerra abierta, pues en esto se preveía por todos, que iban k parar
aqudlos altercados.
En esta altura de negocios, apoyaron de nuevo los Guisas el pro*
yecto de establecer en Frauda una especie de inquisidon, idea que
abrigaban desde largo tiempo. Paredó la medida may severa y en
su lugar se sujetaron 4 la jurisdicción y tribunal de los olnspos to-
dos los delitos contra la religión, declarando crímenes de lesa ma-
jestad todos los escritos & fisivor del calvinismo. Mas esto decreto por
su mismo rigor no podia ejecutarse. No era ya esta secta una Ac-
ción que se podia echar & tierra por medio de un decreto. A muy
poco tiempo de la publicación de este, llamado por los protestantes
establedmiento de la inquisidon de Espafia, presentó d almirante
una petidon al rey para que se les permitiesen templos públíoos di-
dendo que estaba en mas de ciento y cincuenta mil firmas apoyada.
Fué desechada la petición; mas prueba esto paso lo lejos que se es-
taba de la extinción dd calvinismo.
Al últimosde 1560 murió el rey Francisco 11, y la tierna edad del
sucesor, pues contaba solo diez attos, obligó al nombramiento de re*
gencia. Recayó esta en la reina madre la fomosa Catalina de Médi-
ds, sobrina dd papa Clemente YU, princesa ambidosa, artifidosa
y muy astuta, cuya política consistió siempre en dominar las dos
focdones neulralixando con la una la preponderancia de la otra. Al
principio paredó propender al partido protestante. Como se la ha-
bla diMlo como una espede de asedado en la regencta al rey de
Navarra, se publicaron varios decretos que les eran tavorables. Se
puso en libertad al príncipe de Condó, cuya vida corría gran riesgo
por la causa que se le formaba, y llegaron las cosas al punto que
los nuevos sectarios predicaron sermones en Fontainebleau donde se
hallaba la misma reina. Mas cuando renovaron la petición de tener
templos públicos, se volvió á negar por un edicto en que se les
mandaba atenerse á lo que el Concilio de Trente deddiese.
Los Guisas viendo entonces el semblante que tomaban los negó-
dos, estrecharon mas y mas los lazos con el partido católico, cuyos
CAPITULO xxm. 259
intereses con nueva eficacia protegieron. El condestable de Mont-
morenci qne se había separado de ellos por rivalidades de poder, se
unió sinceramente á su partido, y por fin hizo lo mismo el rey de
Navarra separándose de los calvinistas. La reina se mantenía du--
dosa y vacilaba, no porque mostrase propensión á las doctrinas de
los .calvinistas, ya entonces conocidos y designados generalmente
con el nombre de hugonotes, sino por creer estaba mas en sus in-
tereses contemplarlos, tal vez por oposición secreta á los Guisas que
se les mostraban tan contrarios.
Mas lo que prueba el progreso que hablan hecho las nuevas doc*-
trinas y lo poderoso que había llegado á hacerse su partido es, que
sin aguardar las decisiones del Concilio de Trente, que no se habia
todavía reunido sin atreverse á llevar á efecto los edictos contra ellos
fulminados, se celebró por disposiciones de la corte en Poissy una
conferencia entre los principales doctores de la Iglesia. La reina
para simplificar la discusión, mandó que no se reuniesen mas que
dnco doctores por cada uno de los dos partidos, lo que asi se hizo.
Rodó esencialmente la conferencia sobre el sacramento de la Euea«
ristia, y por fin se extendió una fórmula de fé que pareció satisfac-
toria á los diez argumentantes. La reina á quien la presentaron, la
envió á la revisión de los prelados católicos que arreglaban en Poissy
varios puntos relativos á la disciplina de la Iglesia.
Pareciendo á estos la fórmula capciosa, extendieron otra en tér«*
minos claros y explícitos con arreglo á lo recibido por la Iglesia ca-
tólica, mas esta 00 la quisieron firmar los calvinistas. Se terminó así
la conferencia ó coloquio de Poissy, pues con tal nombre es cono-»
dda, sin haber producido resultado alguno. Mas debia esto de pre-
verse en razón & la extrema divergencia de los dogmas de ambas
comuniones. Sin embargo los calvinistas obtuvieron por entonces
tolerancia de culto y comenzaron á predicar públicamente en todas
partes y á cantar sus salmos. Mas estaban tan irritados los princi-
pales jefes del partido católico con lo que llamaban insolencia de los
hugonotes, y tan ansiosos los caudillos de estos de llegar á la pre^
ponderancia del poder en manos entonces de sus enemigos, que era
inevitable una guerra civil; asi estalló en efecto.
S. la cabeza del partido protestante se hallaba el principe de Con-
de después que su hermano el rey de Navarra se habia pasado á
los católicos. Cada parcialidad tenia sus hombres y sus tropas, sus
países de devoción, sus plazas fuertes y castillos.
260 HISTORIA DE FBfJPE IL
Eo Inglaterra se había experimentado un cambio de macha coa-
sideración á la muerte de María. Todo cuanto habia trabajado esta
princesa tan católica por restituir á su pais el culto de sus padres y
volverle á la obediencia de la iglesia: todos los rigores que había
ejercido y las hogueras que habia mandado encender para castigar
la impenitencía de los mas culpables, todo fué obra perdida al ad-
venimiento al trono de su sucesora. Era Isabel hija de Ana Bolena y
se habia educado en las nuevas doctrinas profesadas por su padre.
Confinada en una prisión durante el reinado de su hermana, tenía
este motivo mas para no mostrarse favorable á su memoria, y por
otra parte le dictaba su interés al mismo tiemo que su educación el
moverse por opuesta senda. Según los principios del catolicismo,
no habiendo obtenido Enrique VIH sentencia de divorcio de la reina
Catalina, era bastarda Isabel, habiendo nacidoen vida de esta prin-
cesa y como tal incapaz de suceder á la corona.
Estaba pues su apoyo en el partido protestante y & él se adhirió
del modo mas explícito. Muy luego dejó de ser la religión católica
la dominante en Inglaterra. Se declaró la reina Isabel cabeza de sa
iglesia, y le dio la forma que con muy pocas alteraciones se conserva
hoy día.
La iglesia anglicana no es precisamente luterana ni calvinista, ni
adoptó entonces en todo su rigor el rito y el culto prescritos por
ninguno de los innovadores de aquel tiempo. Adoptó del luteranis-
mo cierta pompa en el culto y sobre todo la jerarquía eclesiástica;
del calvinismo el dogma y las creencias; sus dos solos sacramentos
á saber, el bautismo y cena del Sefior, negándose lo que se llama
la presencia real en la Eucaristía que allí se celebra y venera en
recuerdo de aquella ceremonia. De todos modos se introdujo y esta*
bleció este nuevo culto en Inglaterra sin grandes violencias ni sacu^
dimientos; los católicos se hallaban en grande minoría, y la reina
tan celosa de su dignidad de jefe de la iglesia, estaba dotada de tanta
energía y mucha mas sagacidad para llevar adelante sus designios.
Y no solo halló medios esta reina de establecer la nueva iglesia ó
religión con tranquilidad y calma, sino de fomentar disensiones y
debilitar y hasta quebrantar del todo la influencia del partido cató-
lico en Escocia.
La reina María Estuarda, esposa del Delfin de Francia que des^
pues fué rey con el nombre de Francisco II, se consideraba como la
heredera presunta de Inglaterra, siendo nieta de la reina Margarita
> «áfiTiLO xxm. 161
de Esfioofa^ heraiHe de Boríque VUI. BepatándAse Isehel como
bastarda, era reina de hechol A la maerte de Enrique H de Francia
cometió por consejo ó precepto de «os tios les Gtiísas la impruden-
cia de intitularse lo núsflio que el naere rey de Francia, reina de
Inglaterii^ poniendo ea sus armas las Masones de esle reiao.
Causó djoha conducta temores y resentimientos por la parte de
Isabel, y fué tal vez el principio de la animosidad que con el tíem^
po se hizo tas fatal para María. Desde entonces trabajó aquella priii^
eesa m destruir la influencia de su ríyal á cualquier precio.
Los Guisas que vaan sobre el trono de Francia ásu sobrina coa^
Gibieren al proyecto de sentarla en el de Inglaterra con el auxilio
del partido católico, que aunque no en mayoría era siempre muy
considerable. Se hflJlaba firtualmente María Estuarda á la cabeza
de este partido, y era por lo mismo de su obligación proteger y ser-
vir con el mayor celo los intereses de la Iglesia. No creyeron los
Guisas que representaría dignamente su papel mientras no se extir«-
pase la herejía que tanto se propagaba en su reino beredttarío de
la Escocia. Gen este motivo enviaron sus instruccíooes á la regente
liaría de Lorena para que aumentase el rigor de la persecución y
les castigos, aiN*ovechando cualquier pretexto para adelantar la
•bra del exterminio del partido protestante. Aunque conocía muy
bien la regente que los negocios no se hallaban á esta altura, no
dejé de couisrmarse con la voluntad de sus hermanos.
Los pretextos ao foltaban. En ningún pais producía mas conflic^
tos y d¿turbios la pugna entre los católicos y los que se llamaban
reformados. En la destrucción de las imágenes del culto se dislin-
guia can particularidad el celo de los calTÍoístas, sobre todo de la
plebe. En la catedral de San Gil se cometieron excesos de esta cla-
se, llegando hasta quemar la imagen del santo patrono de Edim-*
burgo. Con este motivo citó la reina ante su tribunal 4 los princi-
pales predicadores de la nueva secta. Mas se presentaron rodeados
de gente armada de su pareídidad que intimidaron 6 la reina y á
les obispos que iban á juzgarlos. No tuvo pues efecto la medida, y
los calvinistas envalentonados con esta victoria, se entregaron á
nMvas violencias de quebrar imágenes y destruir los demás obje«
tos del servicio del culto católico, para lo que les alentaban sus pre^
díeadores y el mismo Juan Kuox que estaba á su cabeza.
Formaba ya el calvinismo un cuerpo numeroso á cuya cabe^
za figuraban personajes llamados lores déla Congregación, y co^
Tomo i. 3i
262 HISTOBIÁ DE VBLTPE If.
mo tales presentaroD diferentes peticiones á la reioa á fin de qtie se
exhibiese un decreto de tolerancia de sa caito, evitando asi nuevos
conflictos y desórdenes. Parecía ya dicha medida indispensable;
pero estrechada siempre María por las advertencias de los Gnisas,
no les dio nunca una respuesta fovorable. Después de pasado el
susto de la aparición de la gente armada delante de su tribunal, vol-
vió & citar de nuevo á los predicadores y con el mismo resultado,
teniendo ella misma que amansar con palabras dulces á los qué ha-
bía citado como reos. Guando se creía que había abandonado del
todo este proyecto, volvió á citarlos por tercera vez, y no habiendo
comparecido los declaró proscriptos y fuera de la ley; mientras con-
tinuaban los desórdenes y los excesos en las iglesias Je los católi-
cos y los conventos, despojándolos de sus propiedades.
Se presentaba la regente en todos estos lances con carácter de
duplicidad, y era objeto no solo de odio sino también de suspicacia.
Se sabia el origen de las medidas que tomaba y que el plan era na-
da menos que el exterminio completo de la nueva secta. Por esto
eran las reacciones y conflictos tan violentos: de estas hostilidades
tumultuosas se pasó á una guerra abierta. Reunia la reina sus tro-
pas francesas. Los lores de la Congregación, sus adheridos y va-
sallos. Preveían todos los terribles efectos de la guerra civil que iba
á encenderse; mas por el semblante que habían tomado los negodos,
hallándose la reina apoyada en fuerzas extranjeras y [movida asi-
mismo por resortes extraSos, se conocía muy bien que iba envuel-
ta en la contienda la libertad civil al mismo tiempo que la religiosa.
Hé aquí por qqé varios seOores católicos se unieron con los protes-
tantes en odio á la ambición y despotismo de que se suponia ani-
mados á los Guisas de quienes la reina no se consideraba sino como
instrumento^
Así el partido calvinista Se reputaba como el nacional; el catóH-"
co como extranjero. Afiliados al primero se hallaban ya la mayor
parte de los señores y barones principales y entre ellos un hijo na-
tural del rey Jacobo Y, conocido entonces con el nombre de prior
de San Andrés, hombre emprendedor, ambicioso dotado de cuantas
cualidades son necesarias para brillar en conflictos semejantes. Mu-
chos tratados de pacificación y suspensión de hostilidades se hicie-
ron durante esta lucha; mas todos sin efecto y eludidos los mas por
la mala fe de una, y quizá de entrambas partes. A favor de los lo-
res de la Congregación, militaba el mayor número de soldados;
CiPlTDLO XXUI. 263
mas DO podÍ8D sasteotarlos en campaDa mocho tiempo. Tenia Ma<«
ría menos fuerzas; mas eran estas permanentes. Cada uno se apro-
vechaba de sus ventajas propias y de las desventaja del contrario.
Mientras tanto los lores de la Congregación se habian apoderado de
Edimburgo, y en el pulpito de la misma catedral predicaba Juan
Sqox, que en aquellas circunstancias era una potencia.
Auxilió como hemos indicado IiSabel de Inglaterra al partido pro-
testante, tanto por inclinación y política como por las peticiones y
súplicas de los interesados. Al principio fueron interceptados los re-
cursos que envió á Escocia por los partidarios católicos; mas pronto
llegaron otros que hicieron gran servicio. Los protestantes conser-
vaban siempre el ascendiente y llegaron á ver su causa triunfante
cuando las tropas francesas, apoyo principal de la regente, se reti-
raron del pais por orden misma de los Guisas.
Desconfiaron estos de poder llevar adelante la obra de la extirpa*
cioD del calvinismo.
Con la subida al trono de Francia de María Estuarda, llegaron á
creerse omnipotentes y hasta cierto punto con verosimilitud de las
cosas para ellos. El calvinismo en Francia iba tomando tales creces,
que todos los recursos les parecían necesarios en lo grave de la lu-
cha. Las tropas que tenían en Escocía podían ser muy útiles en
aquellas circunstancias. Por esto las llamaron, tratando de pacífi-
ficar el país por medio de un tratado. Se estipuló por él que las
tropas extranjeras evacuarían la Escocia, y que no se admitirían
otras sin consentirlo el parlamento. Como la regente María de Gui-
sa acababa de morir, se estableció un consejo de regencia, com-
puesto de doce personas, nombradas siete por la reina y cinco por
el parlamento, cuya inmediata convocación se estipuló como uno
de los artículos del tratado. En cuanto á la religión se determinó
que los estados del pais propusiesen al rey y á la reina lo que les
pareciese conveniente. También se pactó que la reina M&ría y su
esposo reconocerían el título legítimo de Isabel á la corona de Inglater-
ra y que no llevarían mas sus blasones en sus armas. En virtud de
esté tratado, que fué llamado tratado de Edimburgo, quedó la Es-
cocia pacificada por entonces. Mas no por eso dejó de seguir ade-
lante la obra del protestantismo. Inmediatamente que estuvo reuni-
do el parlamento, recibió peticiones del partido calvinista para el
definitivo establecimiento de su culto. Decretó el parlamento la abo-
UoioQ del católico, prohibiendo la celebración dé la misa bajo las
2$ 4 mSTOBU DS FfiUPS II.
mas severas penas. Pasó este aoto sin ninguna oposición per par-
te de los obispos y abades mitrados que en virtad de sos baro<"
nías, eran miembros de aqaella asamblea, lo que {Hueba la gran
minoría en que se hallaban y qae no se atrevieron á contrariar las
opiniones dominantes, y los intereses de tantos nobles poderosos
que se hallaban en el parlamento. Tal ves contaron con la repaka
que iba á recibir este decreto del^ey y de la reina sin cuyo consen-
timiento no tenia valor de clase alguna.
Fueron en efecto muy mal recibidos de dichos príncipes los co-
misionados de presentarle el decreto. Fueron aun tratados con mas
altivez y mas dureza por los Guisas. De ningún modo consiatieFon
en que su sobrina suscribiese á un acto que prohibía el culto cat^
lico en Escocia. Inmediatamente trataron de inflamar el ecJo del par-
tido en el pais Uam&ndole á las armas en defensa de su culto. Tam««
bien se pensaba en mandar nuevas tropas para dar mas apoyo & los
católicos que se preparaban á la ruptura de las hostilidades. Mas la
muerte de Francisco U trastornó sus planes. Ya no fueron tan po-
derosos les Guisas sin el apoyo de aquel monarM, y mucho menos
habiendo pasado la regencia á las manos de la rana CataUoa. Ne-
ce&ítaban demasiado los Guisas de todos sus recursos eo la defensa
de su causa en Francia para enviarlos k fomentar turbulencias &
países extranjeros.
Libertados los escoceses de una nueva guerra» no pensaron mas
que en arreglar su establecimiento religioso. Abolido el culto cató-**
lico, 88 adoptó por rdigion del pais el calvinismo puro en todas
sus formas, dogmas y hasta en la organización y gobierno de la
Iglesia.
Se dio á la escocesa el nombre de presbiteriana, por no admitir
mas que una clase de sacerdotes y ministros, á saber: los presbí-*^
teros. Para el gobierno de la Iglesia se instituyó una asamblea ge^
neral, compuesta de delegados de las demás iglesias, y además de
algunos miembros legos que reprosentaban la comunidad de los
cristianos. Esta asamblea era independiente de toda autoridad civil,
lo que equivale á decir que los asicoceses en su calidad de eristia-
nos y en sus rebelones con la divinidad se gobernaban eamo una
ropública. ^
Bn cuanto á la división de los cuantiosos bienes» que poseíala
Iglesia católica de Bsoecia, hubo muchos pareceres. Se pensó pri-<*
mero dividirlos en tees partes, destinando una á la oanateneíoB del
capítulo xxiii« 1165
eiera; la segunda á obras de beDefieencia, y otra á la difusión de las
luces estableciendo escuelas y colegios. Mas este piau desagradé
moeliisiiDO á los nobles que se veían excluidos del reparto. Se puede
decir san agraviarlos que tanto como su nueva persuasión, había
influido en su conducta la codicm de entrar á la parte de los des*-
pejes de la Iglesia. Por el arreglo definitivo decretado por el parla*
mentó se hallaron en efecto poseedores de bienes muy cuantiosos,
quedando para la manutención del clero la mas pequella parte. Sin
embargo aunque esto excitó murmullos de los ministros ó présbite**
ros, DO se llevó menos adelante la obra del nuevo establecimiento
religioso.
Hay ejemplos de pocos países en que un cambio completo dere-
lígioB se haya verificado en menos tiempo con mas acaloramiento y
eoUisíaamo que en Escocía. El culto católico abolido, era á los ojos
de la generalidad del país una pura idolatría, y la misa la mas gran-
de de las abominaciones. Todas las formas y la pompa de que son
sos ceremonias susceptibles, fueron desterradas con horror en la li**
targia calvinísía. En sus templos se desechó todo ornato, y los mi-*
Bistres afectaban la mayor simplicidad en sus vestidos así como la
mayor severidod en sus principios religiosos. En todo trataron de
conformarse con lo establecido en la escuela de Giaebra; y ya be<*
moa visto que Juan Knox había bebido eo esta sos principios. To*^
áMS las iglesias católicas fueron violetamente despejadas de todos
sus adornos, quebradas las imágenes, destruidos todos los objetos é
ioetrumentos del culto, y lo que unos hacían por espíritu de pillaje
y de rapaddad era en otros un nuevo fanatismo. De los muebles de
las iglesias se pasó 4 los mismos edificios. Los mas fueron dilapi^
dados, destruidos, derrUndossin mas objeto que satisfacer un furor
brutal que se llamaba celo religioso, ó la venta k vil precio de los
materiales que se destinabaB k otros usos. El país cambió del todo
bajo el aspecto moral, bajo el religioso y el polítÍGO. Cada nao aso*
cáó mas ó menos sus intereses del siglo á la nueva forma que se
daba á las instituciones religiosas. Bajo su bandera, se desarrollaba
la ambición de muchos grandes que se sentían con medios de en-
salzarse. Al su nombre se fomentaban asimismo ideas democráticas
qae tantos resultados produjeron con el tiempo. Porque el calvinis-
ino en su nacimiento, en su propagación y en el ejercicio de su
culto fué una institución republicana.
Viuda María Estuarda de Francisco II rey de Francia, natural era
266 HISTORIA DS ífiLira 11.
qae se restituyese á Escocia de cuyo pais era reina propietaria. El
parlamento, inmediatamente que vio arreglado el nuevo estableci-
miento de reforma religiosa, le envió una solemne comisión & cuya
cabeza iba su mismo hermano natural suplicándola fuese á tomar
las riendas del gobierno. Para María, criada en la corte de Francia,
acostumbrada al lujo, á sus placeres, á la pompa de sus fiestas, se
presentaba como un doloroso sacrificio trasladarse á un pais, que
se le pintaba como tan agreste y rudo; mas le fué preciso censa-
marle. Por otra parte nada tenia que hacer en la corte de Francia,
y la reina regente Catalina de Médicis debia de desear que cuanto
mas antes partiese para sus estados. Se embarcó la reina María en
Calais y llegó á Leith en Escocia sin ningún género de contratiem-
po. A su desembarco fué muy bien recibida y obsequiada, aunque
le chocó machísimo el poco lujo de los trajes y falta de magnificen-
cia en todas las demostraciones del regocijo público. Con los mis-
mos sentimientos de respeto y simpatía fué recibida en Edimbargo
donde su hermosura y juventud no podían menos de cautivar los
corazones á primera vista. Pero María tenia á los ojos de los esco-
ceses el gran delito de ser católica^ y el fanatismo de la plebe no
pudo menos de dar síntomas de desaprobación en medio de las acla-
maciones de sa entrada pública. Desde sa llegada á la capital de
sus estados tuvo que quejarse la reina de Escocia de la intolerancia
de sus subditos, la misma que los primeros protestantes del pais
echaban en cara á los católicos, la misma que los Guisas habíesea
establecido bajo las formas mas duras á corresponder sus medios é
sus planes. Mas tales son las vicisitudes de los tiempos. La misa
que oía la reina en sa oratorio era objeto de murmuraciones y ma-
nifiestas invectivas. Contra esta misa se tronaba en los pulpitos de
Escocia y sobre todo de Edimbargo. Fué precisa toda la proteceion
é intervención de su mismo hermano para que se dijese esta misa
sin ningana interrupción violenta. Mas ya haremos ver la contínuá-
don y fatal desenlace de un drama qae bajo auspicios tan fonestos
empezaba.
CAPÍTULO XXÍV*
Segundo Concilio ó continuación del de Trento.
Gaosabao todas estas navedades una desazón mortal & don Feli^
pe. Los progresos que hacia el espíritu de ionoYacioDes religiosas
era el primer cuidado que ocupaba su existencia. En cuantas órde-
nes expedia para los Paises-Bajos, en cuantas comunicaciones tenia
con el rey de Francia, inculcaba como una máxima, como un prin-
cipio indispensable el no liacer concesión ninguna á los protestantes
y el extirpar la herejía por medio del rigor y del castigo. Para po-
ner un remedio á tantos males, ninguna medida le parecía mas efi ^
caz que la renovación del Concilio suspendido desde 1552, en Tren-
to. Con las mas vivas instancias acudió al papa, suplicándole ex-
pidiese la bula para su convocación, exhortando á los demás prín-
cipes católicos á que promoviesen por su parte igual medida. No
dejaba de ser deseada la celebración de este Concilio. Los católicos
la consideraban necesaria para asegurar la pureza de la fe y cortar
de raíz los escándalos que al abrigo de tantos disturbios religiosos
se habían introducido en el seno de la misma Iglesia. Para los mis-
mos protestantes moderados, inquietos de la disidencia y las discor^
días, que se introducían entre sus diversas sectas, se presentaba
esta asamblea tan solemne como un medio de conciliación y aproxí-
macion de extremas opiniones. Quizá los que mas repugnaban esta
268 HISTORIA DB FELIPE II.
medida era el pontífice mismo y los grandes personajes y prelados
de su enría qne debian tener tanto interés en promoverla.
Considerando el Concilio como una medida de reforma, como un
modo de curar desórdenes, de restablecer la disciplina eclesiástica,
de establecer y decretar nuevos reglamentos que el transcurso de
los tiempos presentaba como indispensables, tenian gran razón los
príncipes y los católicos de buena fe que con ardor le deseaban.
Mas si se pensaba que esta asamblea restablecería la unidad de la
Iglesia con tantos dogmas y doctrínas heterogéneas en que estaba
dividida, era alimentarse de una ilusión como habia sucedido en la
apoca anterior á aquel Concilio. Para esto, era necesario que se
compusiese esta asamblea de doctores de los primeros hombres de
todas las iglesias, que abriesen un certamen, una inmensa arena de
combate en que cada secta apoyase sus doctrinas, y por medio de
su discusión venir acaso á una fusión de cosas que aparentemente
se eicluian. Mas esta idea sobre ser quimérica como á primera vis-
ta se presenta, no era la que la Iglesia romana tenia de un Conci-
lio. No debia este reunirse para discutir, y sí tan solo para conde-
nar, no para admitir en su seno á sus enemigos con objeto de oir
sus argumentos, sino sus abjuraciones. Agpí, era ya obrar sobre un
prioeipío falso, edifiear una obra sin cimientos. Daba por fijo y
sentado el Concilio lo que los demásn es decir los enemigos de la
Iglesia romana, combatían: hablaban en nombre de una autoncfaMl
que ellos negaban, y se daban el poder exclusivo de ser intérpretes
de la Esorítura, cuando era esto justamente lo que se llamaba el
campo de batalla de las sectas disidentes. Asi desde las primeros
bulas de coavoeacíon y las cartas exhortatorias á lodos los prínci^
pea, para que enviasen al Concilio sus representantes, envolvian
ya la mas explieita reprobación de las sectas proteatanteii. El pnn
blema era, pues, si las decisiones, dedaracíones y rayos espirtftoales
fulminados por los padres del Condiio, harían mas impresión en
los ánimos de los protestantes que las perseeudones civiles, qae
los edictos k tenor de cuya letra eran castigados; si á su yüz se so*
focarían las guerras dvíles que iban á estallar, y sobre todo si en
los estados donde el protestantismo era ya el culto donünaolo^ se
caminaría de rdigion después de las decisiones del Gondlio. La so-
lución de este problema no podia ser dudosa. Los protestaotes mas
moderados y deseosos de condlíacion, rechasaron estos arguineiitos
que sin oírles oomensaban por condenarlos: los [uineipes que habías
adcptado esta saeta, se aegaroD á eoviar sus delegados; la reiaa
Isabel de Inglaterra recibió el Breve de convoeacioQ con altivez, te-
Díáodelo basta como ao íasulti» k su persona, y á su carácter de
jefe y cabeaa de so Ig^áúa: los sectarios mas ardientes como los cal--
vinistas de Francia y sobre todo los de Escocia, lo miraron como
nna protoacion, es decir qoe se verificó en todo y con mas violen-
mi de oposkifm y de pasión lo qoe había tenido lugar veinte afios
antes, en la primera convocaron de aquel Concilio.
Hé aquí por lo que respecta á las sectas díwlentes. En cuanto al
Concilio come refof mador de abusos introducidos en el seno de la
misma Iglesia, no faltaban gravísimas dificultades. La curia roma**
na 10 gustaba de concilios, oomo una declaración tácita de la insu-
ficiencia de su autoridad en ciertos lances de que no son omnímodas
Ms afribuoiones. Los recientes de Constanza y Basüea habían to-
mado demasiado la mano en curar los males de la Iglesia para que
Rama ios recordase con mucha simpatía. Que existiao abusos todo
el mundo lo veia, y los bien intencionados lo lloraban. Que á estos
abusos, á los vicios de la misma caria se debían en parte las esci**-
simes, que tentes desórdenes causaban, tampoco era un problema
pura nadie. Mas sucede á ciertos males y abusos lo que á ciertas
llagas que nadie se atreve á toow; tal es la irritacioB en que se en-^
^«entran. Todo el mando hablaba de reforma; mas por ana parte
el amor propio, por otra hábitos inveterados, por otra el gusto del
poder y de la represión se presentaban como obstáculos insupera-^
bles. Era por rilos mismos por donde debían comenzar estas refor--
mas los principales padres y prelados del Concilio.
Los principes católicos, aunque en globo, querían una misma
eosa, diferian en medios, en principios, en carácter. Catalina de
Médicis, regente de Francia, gustaba de dominar una facción por
medio de la otra á fin de no verse subyugada por ninguna. El
rey de Espafia que queria las cosas con tesón , que marchaba
siempre por la línea recta, sin pararse en obstáculos, aspiraba al
exterminio de los herejes, á que se restableciese en su pureza la
iiisciplina de la Igle^, á que se adoptasen medidas que impi^
diesen el nacimiento y la propagación de ideas perniciosas. En su
corte no había facciones ni existía prelado alguno cuyos principios
ó intereses se mostrasen contrarios á ios suyos. No había un
cardenal de Lorena, con carácter de principe, duefio de inmensos
1, tan celoso por la conservación de la Iglesia catóiiea»
Tomo i. 3S
270 nSTOBli DE FSLIFB If.
como descuidado en presentarse como sucesor de loa apóstoles.
Ei Concilio se abrió en Trento convocado por el papa Pió IV en di-
ciembre de 1562: fué presidido este por legados pontificios, medi-
da que se adoptó igualmente como hemos visto en el Concilio ante-
rior, para dejar bien puesta la autoridad del papa en la asamblea.
Como no podia menos de existir la misma mezcla de lo político y
mundano con lo religioso, se resintió el Concilio de las mismas des-
confianzas, celos y rivalidades que en aquella se habían observado.
Fué muy escaso el número de los padres que al principio concor-
rieron, y aun algunos de estos pidieron pronto permiso para irse,
lo que les fué negado.
Pasó pronto el Concilio á negocios teológicos, y en la sesión quin-
ta ó veinte y dos se decretaron algunos cánones sobre el Sacramen-
to de la Eucaristía y comunión bajo ambas especies, una de las
cuestiones mas ruidosas que en la Iglesia católica se suscitaron por
aquellos tiempos. A esta sesión no asistieron lo prelados y ios teó-
logos de Francia, cuya corte accedía de no muy buena gana, lo
mismo que la otra vez, á la convocación de aquel Concilio. El car-
denal de Lorena que estaba á su cabeza y que se hallaba en el ca-
mino pidió demora que le fué concedida por tres dias. Algunos de-
seaban su venida contando con su apoyo: la temían otros teniéndole
por contrario. Habiendo llegado al Concilio se mostró con mucha
deferencia y respeto á sus decisiones, y fué uno de los que propu-
sieron que se celebrasen solemnes rogativas por los negocios reli-
giosos de Francia, pidiendo á Dios la libertase del azote de la he-
rejía, que tal la lastimaba. Mas ni este cardenal ni los demás pre-
lados y teólogos de Francia se mostraron adictos de corazón al
Concilio por intereses y rivalidades políticas con otros soberanos de
la Europa.
Con pretexto de lo malsano de Trento pidieron que se trasladase
el Concilio á otro punto de Alemania; mas fué desechada esta pro*
posición por la mayoría, como sospechosa. En la sexta sesión ó
veinte y dos, se continuaron las discusiones sobre la conveniencii
de distribuir el cáliz á los legos y que excitaba los celos y suscep-
tibilidades de los eclesiásticos. En 9 de diciembre de aquel mismo
afio se celebró otra sesión, donde se debatieron y decidieroD varios
cánones sobre sacramentos, disciplina eclesiástica, residencia de los
prelados, jerarquía y subordinación de las clases inferiores á las
superiores.
CiPITOLO XXIV. 211
Mientras tanto seguían las negociaciones ó pretensiones de ma-
chos, de qne el Concilio se suspendiese ó concluyese: los legados
titubeaban, los prelados alemanes y espaffoles oponían á esta medi-
da una grande resistencia. Por fin se zanjó el punto, y en plena
sesión se acordó celebrar la última para diciembre de 1563. En
otras dos ó tres que se celebraron antes de llegar este término se
tomaron disposiciones y se decretaron cánones sobre muchos pun-
tos, unos de dogma, otros de disciplina y gobierno de la Iglesia. Se
dieron cánones sobre el purgatorio, las imágenes, las reliquias, la
invocación de los santos, el arreglo y reforma de los regulares;
asunto que dio materia para hasta veinte y dos artículos; sobre las
indulgencias, los ayunos, fiestas, catecismo, rezo, misales y brevia-
rios; sobre la sujeción de los obispos á sus metropolitanos; sobre el
nombramiento de estos prelados y asimismo de los cardenales, de
los curas de almas, de los concursos para obtener estos curatos, en
fin sobre todos los puntos en que los eclesiásticos y algunos reyes
deseaban prontas decisiones para cortar de raiz los conflictos y des-
órdenes.
En efecto, en diciembre de 1563, se cerró el Concilio, y para
mostrar mejor los padres su obsequio y dependencia de la corte de
Boma; se decretó unánimemente que se diesen gracias al pontífice
por su condescendencia en haber convocado la asamblea, dándosele
el título de sumo pontífice de la Santa Iglesia Universal, lo que ex-
citó aplausos y entusiasmo en el seno del Concilio y en Roma se
recibió con mucho agrado.
Sea que este Concilio se llame continuación del primero, como
querían algunos y entre ellos el rey de Espafia, sea que se le de-
signe con el nombre de Concilio nuevo, fué menos teatro de intri-
gas y disputas que el antecedente. A excepción de los de Francia,
que hacían bando aparte, todos los demás manifestaron estar uni-
dos por sentimientos de concordia. El rey de EspaQa, que deseaba
con mas ardor que su padre esta asamblea, y se mostró asimismo
mas adicto en todas ocasiones á la Santa Sede, ponía cuantos me-
dios estaban en su mano, para que sus obispos y teólogos se mos-
trasen deferentes y tomasen un vivo interés en la reforma de los ma-
les de la Iglesia. A pesar de que varias veces obtuvieron los de
Francia un puesto superior á los suyos propios, ahogó este resen-
timiento sin que hubiese influido en la lealtad y sinceridad de su
conducta. Trabajó también mas este segundo Concilio que el pri^
272 HI5T»UA 01 nUVB II.
mero, habiendo «Qtnado o» el ex&ineD y decismi de ooaiitos ímd-
4o6 ofrecian reparo en el gobíenio y diseíplíM de la Iglesia.
Fué recibido el Concilio de Trento od todoe ios estados del rey de
EspaDa, en Italia, en la Alemania católica, en las Dielaft de PoIodía,
en Portugal; mas do lo fué en Francia ni entencés ni después, Gomo
había sucedido con el Concilio antecedente^
CAPÍTtííJOXXV>
Asante domésticos.-^Se manda observar lo dispuesto por el Concilio de Trento. —
Concilios provinciales. — ^Recibimiento en Toledo del cuerpo de san Eugenio pro-
cedente de Francia.— «>RecoHocimiento de don Juan de Austria.— ^u educación en
Alcalá con el principa don Carlos y Alejandro Farnesio.-^Vanida á Eapana da los
arcbiduques Rodolfo y Ernasto. — Viaje de la reina á Bayona.— Reforma de algunas
órdenes monásticas.— Santa Teresa de Jesús.— Carácter, prisión, proceso y muerte
del principe don Carlos.
lomddifttamente que concluyó el Goncilio de Trente sus toreas,
fué el prímer cuidado de Felipe II mandar por un decreto la obsw-
?anoia mas estricta en todos sus dominios de cuanto en aquella
asamblea se había decretado. Bn Francia y algunas mas partes del
mundo católico, ao fueron sus decisiones admitidas; mas en EspaDa
pasaron sin excepción por poco menos que artículos de fe, y todas
las de una aplicación práctica^ se pusieron inmediatamente en uso.
Fué sia duda Felipe II el príncipe católico que con mas ardor tra-
bajó y con mas eficacia porque tuviese efecto. Sin duda era «1 pri-
mero de todos ellos «a ser y preciarse de ser un hijo obediente de la
Iglesta.
Precisamente mientras daraban las sesiones del GonoHío y á su
terminación, fué cuando estaba mas viva la pugna religiosa en Fran-
cia. U Inglaterra estaba tranquita, mas se agitaba mucho Escocía.
Lod Países-Bajos se hallaban muy próximos & una gran conflagra-
oioa; mal antes de pasar á estas esoeaas de desórdenes y sangre.
214 HISTORIA BS FBUPfi U.
DOS ocQparemos de asuntos interiores de EspaOa y casi puramente
de familia.
El rey trasladó su corte á Madrid como hemos dicho, y se ocupaba
en dar á este pueblo la extensión é importancia de una capital, que
adquirió en efecto durante su reinado. En el de Garlos Y no tenia
la cuarta parte de la circunferencia y población con que contaba en
el siguiente.
Siguiendo el asunto de los acontecimientos domésticos de aquella
época sin que lleven un rigoroso enlace cronológico, porque no es
posible, pasaremos al del Concilio de Trente, cuyos decretos no solo
mandó el rey por otro suyo que fuesen observado con rigor en to-
dos sus dominios, sino que dispuso que se celebrasen concilios pro-
vinciales en todas las metrópolis, á fin de hacer recibir el general
en la Iglesia de un modo mas solemne. Así se hizo en Toledo, al
que asistieron los obispos de Córdoba, Sigñenza, Segovia, Falencia,
Cuenca y Osma; el abad de Alcalá la Real, el de Alcalá de Hena-
res y otros; y al mismo tiempo por parte del rey y como su comi-
sionado don Francisco de Toledo. En él se aceptó en todas sus par-
tes el Concilio, y se hicieron estatutos saludables á fin de darle de-
bido cumplimiento.
Durante la celebración de este Concilio provincial en Toledo, tu-
vo lugar una fiesta y ceremonia de gran pomba. Deseaba aquel ca-
bildo eclesiástico tener el cuerpo de san Eugenio que habia sido
de sus primeros arzobispos y que se hallaba á la sazón en Francia:
para lo cual suplicaron al rey y á la rema, interpusiesen su vali-
miento con su hermano. Condescendió el rey muy gustoso, y dio
orden en París á su embajador para que en su nombre hiciese esta
petición al rey Caries y á su madre. Se suscitaron no pequeKas di-
ficultades para la concesión de esta gracia sobre todo por parte del
cardenal de Lorena, abad de San Dionisio, donde el cuerpo se guar-
daba. Mas al fin se vencieron todas, y habiéndose trasladado y de-
positado con gran pompa en la catedral de Paris, se dijo al rey de
Espafia que pedia enviar por él cuando gustase.
El cabildo de Toledo comisionó á uno de sus canónigos llamado
don Juan Manrique para que pasase á Francia á encargarse del de-
pósito. Se puso este encargado inmediatamente en viaje y llegó á
donde el duque de Nevers habia ya traido el cuerpo del santo, me-
tido en una rica caja y sellado por orden del rey Carlos. Así se hizo
la entrega con toda solemnidad al encargado del cabildo de Toledo
CAWTÜLOXXV. Í^ÍS^
por el mismo arzobispo de ^Bárdeos, é InmediatameDte doD Juan
MaDríqoe regresó cod él á España.
Llegó el cuerpo á Toledo cuaodo se hallaba alli reonido el Cooci*
lio y además la corte cod los archiduques. Salieron á recibirle ¿ la
puerta de la Usagra (1) cod el cabildo, el clero, las comuuidades,
las hermaDdades. Las calles se hallabao magDificameote colgadas y
DO faltaba Dioguua de las demostracioDes de uo grao regocijo. El
cuerpo se colocó allí sobre ud altar cod todas las ceremoDias ecle-
siásticas. Ed seguida tomaroD la caja el rey, los archiduques y de-
más sefiores, y echáudosela á los hombros la llevaroD eo procesioD
hasta la catedral, á cuya puerta la recibierou los obispos y la pu-
sieroD CD el altar mayor, termiDaDdo la Íudcíod cod toda pompa y
ceremoDia.
Udo de los graDdes actos de la política ioterior y doméstica de
aquella época, fué el recoDOcímieoto público de ud hijo Datural de
Carlos V, criado hasta eutooces bajo ud velo misterioso, de la re-
serva mas profuuda. Era doD Juau de Austria, destiuado á ser tao
famoso eo ouestra historia. Babia uacido este prÍDcipeen Ratisbona
por los afios de 1547. El verdadero Dombre de su madre es ud se-
creto para muchos. Se creia vulgarmeute que do lo era la que pa-
saba por tal, y habia dado su uombre por salvar la reputación á
otra dama de mas alta esfera. Mas sod estos puutos históricos, cuya
dilucidacioD importa poco. Cualquiera que haya sido la verdadera
madre de doD Juau, maoifestó eo todos los laDces 'de su vida que
era digoo de teoer por padre al mooarca mas poderoso é ilustre de
su siglo.
A la muerte ó mas bieo á la rcDUDcia del emperador, se hallaba
este prÍDcipe poco meóos que eu la iofaocia; mas Carlos V le habia
recomeodado eficazmeote eo su testameuto al rey Felipe, quieo en
esta ocasión como eo otras muchas, desmiutió la acusacioD, que le
hicieroD muchos, de ser ibgrato y descoDocido á la memoria de su
padre.
DoD Juau se educó primerameote en Alemania^ bajo la dirección
de Luis Quijada, confideote y privado del emperador: después
se le trajo á Castilla y lo teuia oculto bajo el traje de labrador eu el
pueblo de Villagarcía, que era de su seDorfo. Ed este traje se pro-
seóte á Felipe li por su disposicioD eo uoa cacería cerca de Valla-
(1) Ábon 86 atoe de Tisagra.
fi19 HTSTOHA rm riupv n.
dolíd y 6B medio de sa corte. Al arrodiilajrge el miKdkachoUoDodeU
turbación y temor que es natural, le leyaAtá el monarca coa bon^
dad y le dijo coo tono dulce y afectuoso: ¿Sabéis de quién sois bijo?
Habéis detüdo el ser al emperador Garlos Y, que también fué mi
padre. En seguida le estrechó en sus brazos.
Así fué instalado en la corte y familia de Felipe 11, don Juan de
Austria. Reconocido por hijo del emperador recibió todos loe hono-
res y distinciones debidos k su origen. Este reeonocimieoto, esta
acogida taAcanOosa y tan solemne, no era menos honorífica pam
la memoria del emperador, que para el príneípe que era objeto de
eUa. Su mayor realce era para el rey, que tan buen hijo se mos^
trahd*
Tres príncipes jóvenes casi de una misma edad se criaban enloa*-
eos en la oorte de Felipe U: don Juan de Austria, Alejandro Far-
nesio y su hyo el príncipe don Garlos. En medio de los ejercicios &
que se dedicaban como todos los nobles de aqoel tiempo que se des-
tinaban & la «tf rera de las armas, q«iso el rey que tomasen alguna
tintura de las letras y con este objeto los envió 6 la universidad de
AlcalA que esa muy famosa en aquel tiempo. Allí cursaron algan
tiempo, loíentras hayo otro concepto completaban so educación de
principes y de caballeros.
Había pedido Felipe II al archiduque Maximiliano, rey de Bohe-
mia, y ásu hermana María, le enviasen á EspaDa k los príncipes
Rodulfo y Ernesto sus hijos, quienes habiéndose trasladado á Mi-
lán y de allí á Genova, llegaron en las galeras de Doria á Barcelo-
na, donde se hallaba á la sazón el mismo don Felipe después de ha-
ber celebrado cortes en Monzón. Recibió el rey con mucho carifio y
agasajo & sus sobrinos, y después pasó con ellos al monasterio de
Moaserrate donde asistieron á la fiesta de la Purificación con toda
ceremonia. De Barcelona á donde regresaron en seguida, partieron
juntos á Valencia donde nunca había estado el rey, y tuvieron un
magnifico recibimiento. En seguida se dirigieron á Madrid dcode
se hallaba k la sazón la corte.
No dejó de dar que pensar la venida de los archiduques, y sobre
todo la circunstancia de ser llamados por Felipe. Todos la conside-
raron como una consecuencia de lo disgustado que se hallaba con
su hijo. A falta de este príncipe, eran herederos de Felipe los aus-
tríacos. Tal vez quiso el rey ponerse al abrigo de toda contingen-
cia, y examinar por sus ojos el mérito de dichos princij>&<*
CAPITOLO XXV. ín
Otro viaje (1565) se verificó despaes, qae aaoque iguatmeDtede
familia, tampoco dejó de encerrar intereses de importancia. La rei-
na de Francia, Catalina de Médicis, deseaba mucho ver asa hija la
de Espafia. Para satisfacer estos deseos, concertaron tener ona en-
trevista en la frontera de ambos reinos. Debia de ser el rey también
del viaje; mas no pudo acompasar á la reina qae se puso en mar-
cha en abril, acompasada de don Juan Manrique de Lara, su ma-
yordomo mayor, de los duques de Alba, Infantado y Osuna, y otros
grandes seSores de importancia. Después se les reunieron el carde-
nal arzobispo de Burgos, y los obispos de Calahorra y de Pamplo^
na. Casi al mismo tiempo que la reina de Espafia partió de Madrid,
salió de París el rey Carlos de Francia con su madre, su hermano
y lo mas florido de la corte. El rey y su madre llegaron k Vídasoa,
donde recibieron á la reina Isabel con todas las demostraciones* de
alegría. De allí se la llevaron á Bayona donde se hicieron grandes
fiestas, con todo el aparato, gala y magnificencia.
El verdadero fin de la entrevista era político, y la situación del
calvinismo en Francia no era el objeto menos importante. Inmedia-
tamente que se vieron en Bayona, se dio principio á las conferen*
cias, y para que fuesen mas secretas se abrió un paso de comuni-
cación entre las viviendas de ambas reinas, á fin de que pudiesen
Yerse sin manifestarse en público, flabiadado el rey sus instruccio-
nes al duque de Alba y á don Juan Manrique de Lara, mayordomo
mayor de la reina, la que estaba prevenida de no hacer nada ni dar
el menor paso sin el consejo de estas dos personas. Lo que se trató
entre estos personajes fué un secreto; mas todos y los mismos cal-
vinistas presumian que ellos eran el príncipal objeto de las confe-
rendás. Se trató entre ellas en efecto, de los medios mas eficaces de
acabar con ellos. Y á lo que definitivamente fué adoptado, algunos
mas príncipes, que no hablan concurrido á Bayona, se adhirieron.
También se trató en aquellas conferencias de la boda del príncipe
don Carlos con Margarita de Valois, hermana de la reina dofia Isa-
bel, y de la del rey de Francia con la infanta doOa Juana, nin-
guna de cuyas cosas tuvo efecto.
La reina dofia Isabel se volvió á Madrid terminada que fué la
conferencia. Para concluir lo que nos resta de referír desu persona,
diremos que el aDo siguiente de 1566, dio á luz en Balsain, junto á
Segovia^ á una niBa que fué llamada Isabel Clara Eugenia, y que
eo el de 1568, después de haber malparido un nifio de cinco meses,
Toyo I. 36
278 HISTORIA DE FBLIPB lí.
le sobrevino ooa maligDa calentura de que falleeió al cabo de muy
pooos días.
De esta muerte, que fué objeto de sospechas y calumnias, dire-
mos mas en adelante.
Por aquel tiempo habia promovido el rey alguna reforma en cier-
tas órdenes religiosas que habían caido en relajaciones y en abusos.
Hacia entonces mucho ruido Santa Teresa de Jesús por la fundacioo
de la orden de carmelitas descalzos, mostrándose muy celosa en
llevar adelante aquesta obra. De la reforma de las religiosas, pasó
á la de los religiosos en virtud de la bula que alcanzó del papa en
18 de noviembre de 1568. La ayudaron mucho en estas tareas varios
religiosos penetrados de su espíritu, entre ellos san Juan de la Croz,
Fr. José de Cristo, Fr. Antonio de Jesús, Fr. Jerónimo Gracian, y
otros que son bien conocidos por sus cartas. Con motivo de estas re-
formas, se hicieroQ otras en los mercenarios, trioitarios y agustinos.
Los nombres de don Juan de Austria y de Alejandro Farnesio
lucirán mucho en el curso de esta historia. El del principe don Carlos
estaba destinado á otro género de fama. Sobre pocos personajes se
han emitido juicios mas diversos, y se ha ejercido mas lo que puede
designarse con el nombre de pasión de historiadores. Circunspectos
nosotros en un punto tan de suyo delicado y escabroso, seremos
muy sobrios de palabras y circunscribiéndonos solamente á lo que
resulte ser verdad con el conocimiento de los hechos. Concuerdan
los españoles en pintar á este príncipe como flojo, desaplicado, de
poca capacidad, caprichoso hasta rayar en maniático, de una edu*
educación muy limitada, mientras los muchos extranjeros le atri-
buyen cualidades opuestas, nobleza y elevación de sentimientos, y
sobre todo las mas vivas simpatías hacia la suerte de los habitantes
de los Países-Bajos. A estos sentimientos é ideas tan diversas de las
de su padre atribuyen el odio de que fué objeto para este monarca,
sus padecimientos, sus persecuciones y temprana lúuerte. Para ha-
cerle enteramente un personaje de romances suponen que este odio
de Felipe no procedía solamente de incompatibilidad de principios y
opiniones, sino de celos por la inteligencia secreta en que se supo-
nía al príncipe con su madrastra. Y estos amores y la catástrofe
que se supone produjeron, han dado alimento á las plumas de los
historiadores como de los poetas, sobre todo de los dramatistas (1).
(1) l>on Garlos, es uua de las prioclpales tragedias del célebre Sdiill^r. A ser oiert > lo que pon€
el autor en boea d0 sa héroe, no hay lágrimas bastantes con que lamentar la suerte de un principe
>^->-
i
m
S^ TERESA DE JESÚS
I
CAPITULO XXV. M9
Qaé el príocipe don Garlos haya sido un joven desaplicado, obs*
tinado, caprichoso, y de muy mal carácter, nada tiene de inverosf-
mil, ni hay motivo de rechazar el testimonio de tantos historiadores
que lo afirman. Que su educación hubiese sido completamente des-
cuidada, tampoco es pn fenómeno. Hay que tener presente que los
afios mas preciosos para la enseñanza, sobre todo de la moral, los
pasó fuera de la vista da su padre. Tal vez la princesa dofia Juana
no tenia el suficiente carácter y firmeza de ánimo para refrenarle.
Es un hecho que habia disgustos y desavenencias entre la tia y el
sobrino, y que el emperador cuando le vio en Valladolid en su pa-
so para el monasterio de Yuste, quedó muy descontento de su con-
versación y sus modales. Si es asi, si el rey Felipe II no veía en la
persona de su hijo las prendas y capacidad que naturalmente deseaba
en su heredero, si tal vez fueron infructuosos los esfuerzos que hizo
para corregirle y mejorarle, no es extraño que en su carácter seve-
ro no luciesen grandes sentimientos de cariDo hacia un hijo que le
daba tan pocas esperanzas.
¿Cuáles eran las ideas de don Garlos acerca de los Paises-fiajos?
¿Cuáles eran sus principios sobre el modo de gobierno que les con-
venia? Son muy difíciles de dilucidar aquestos puntos, ni es proba-
ble que en la cabeza tan poco madura de este príncipe, cupiesen
proyectos bien serios y bien meditados, sobre todo en materias de
política. Que trataba de ir á Flandes, que tenía el mayor interés en
hacer este viaje, que se creía la persona mas á propósito en Flan-
des en el estado de agitación en que aquellas regiones se encon-
traban, es histórico, confesado por los españoles. ¿Nació de él la
idea? ¿No sería natural que le hubiese sido sugerida por enemigos
de su padre? Si al ser este sabedor de su proyecto aprendió ó le fué
apuntado por alguno que su hijo desaprobaba el sistema de gobier-
no que en los Países-Bajos se seguía, y sobre todo que sus princi-
pios de religión no participaban de la íoflexibilidad de los suyos; ¿se
admirará nadie de que la frialdad que hemos establecido en la pri-
mera hipótesis, llegase á ser antipatía?
Pasemos al punto mas delicado y espinoso. El matrimonio del
principe don Carlos con Isabel de Yalois hija de Enrique II, fué un
artículo del tratado de Gbateau-Cambressis convenido y firmado por
tan desgraciado y benemérito. Ci imposible pintar con colores mas negros A Felipe. La pieza inte-
resa, pero no es verdadera. Habrá algunos toques Helos de la época; mas á excepción del personaje
del dnque de Alba, hay exageración y basta desfiguramiento en todo lo demáa.
280 HISTORIA BB FSUPE II.
entrambas partes. Los dos novios eran con corta diferencia de una
misma edad, y aunque no se habian visto, es probable que tuvie*
sen sus retratos. Antes de terminarse completamente las negociación
nes, ocurrió la muerte de María, reina de Inglaterra, y Felipe II,
al verse viudo, pretendió reemplazar á su bijo en el lance concer--
tado. No fué un cambio que se le propuso; fué una sustitución pe*
dida, solicitada por el mismo, á que accedió el de Francia. La prin-
cesa Isabel era hermosa, amable y agraciada, y la prisa que se dio
para solicitarla el rey de Espafia, muestra bien que su posesión era
á sus ojos de gran precio. ¿Seria pues extraDo que el principe k
quien se supone un joven de pasiones fuertes, en todo el ^fuego de
la primera edad, halagado desde un principio con la idea déla prin-
cesa, mirase en su padre el usurpador de su felicidad, y que el pa-
dre á quien no serian desconocidos estos sentimientos, considerase
al hijo por lo menos como un rival, suponiendo que la reina misma
no tomase parte alguna y fuese del todo indiferente y hasta igno*
rante de lo que pasaba por don Garlos? Todo es natural y verosí*
mil. Los historiadores espaSoles nada dicen sobre el particular; mas
su silencio no es una prueba de que no sea cierto, porque aunque
lo fuese, no se hubiesen atrevido á publicarlo. Algunos de los ex-
tranjeros lo aseguran y llegan hasta asentar que era reciproco el
amor de la reina hacia el hijastro. De todos modos aparecen prue*
bas y suficientes razones para explicar el d§svío, las prevenciones
y hasta el odio mutuo que existia entre Felipe II y el príncipe don
Garlos. Los cortesanos, los historiadores de la época naturalmente
habian de dar la razón al padre contra el \m.
A ser ciertos muchos de los rasgos que algunos de ellos nos pre*
sentan de las extravagancias de este príncipe, se le debe suponer en
un estado de demencia, y esto prueba que algún despecho violento,
que alguna fuerte irritación daba motivo á estos excesos. Se dice
que una de sus diversiones favoritas era andarse de noche medio
desnudo por las calles, y que en una ocasión habiéndole caido desde
una ventana alguna cosa nada limpia, mandó en arrebato de cólera
á uno de sus criados entrar en la casa, ponerla fuego y matar á
cuantos habia dentro, orden que el criado se excusó de obedecer,
alegando une estaban administrando el vi&tico á un enfermo. En
otra ocasión, pareciéndole que le estaban algo estrechos unos boti-
nes que acababan de traerle, los hizo pedazos menudos, obligando
al zapatero que se los trajo á comerse algunos, y dando además un
4
CAPITULO XXV. t81
bofetofl á doD Pedro Haouel, oficial de la cámara, por haberlos en-
cargado así de órdea de su padre. Otra vez por do haber acudido
proDto don Alfonso de Córdoba, hermano del marqués de las Navas,
á su llamamiento, cogió al gentil-hombre en sus brazos, jurando
que le iba á arrojar por la ventana; amenaza que trataba de llevar
á efecto cuando á los gritos de don Alonso acudieron algunos cria-
dos á salvarle. Un cómico, de los que llaman de la legua llamado
Cisneros, salió desterrado de Madrid de orden del presidente Espi-
nosa, y alegó este motivo al príncipe para no hacer papel en una
pieza que don Garlos deseaba se representase en su casa. La pri-
mera ocasión que el príncipe vio al presidente, asiéndole con la mano
izquierda y sacando un puDal con la derecha le dijo: ¡Con que no
queréis permitir que Cisneros venga ¿ mi servicio! Por vida de mi
padre que os voy á matar en este mismo instante; mas habiéndo-
sele puesto el otro de rodillas, lleno de turbación y de terror le pi-
dió perdón en términos que se ablandé y al fin le soltó el príncipe.
Hallándose un dia en un bosque con su ayo don García de Toledo,
porque este caballero trató de hacerle reconvenciones sobre su con-
ducta, trató de apuDarle, lo que evitó don García huyendo á poner
la cosa en noticia de su padre. Su conducta con el duque de Alba
fué en el mas alto grado reprensible. Habiendo ido á despedirse del
príncipe para partirse á los Paises-Bajos, le dijo este que solo á él
pertenecia el encargo dQ ir á pacificar aquel pais, y que arrancaría
la vida al que tratase de estorbárselo. Trató el duque de sosegarle,
pero montando cada vez Carlos mas en cólera, sacó la daga y arre-
metió con ella al duque^ quien se vio precisado á usar de su fuerza
y de la de los demás que á sus voces acudieron para salir de aquel
apuro.
Tales son los exceso^ que los historiadores de aquel tiempo re-
fieren de don Carlos, todos sin duda muy dignos de castigo; algu-
nos improbables, como el último y el del presidente Espinosa, pues
no es creíble que un monarca tan severo como Felipe, no hubiese
castigado de un modo ejemplar semejantes atentados contra la mis-
ma dignidad y autoridad de su persona. Por último, llegó á sus oidoa
la noticia de que el príncipe trataba de escaparse á los Países-Bajos,
y que había escrito cartas á varios príncipes de Europa pidiéndoles
protección contra el mal trato de su padre. El director de correos
le dio* avisos de que se habian pedido postas para el príncipe. Trató
entonces el rey de apoderarse de la persona de doa Garlgs. La no-»
262 HISTORIA DE FELIPE 11.
ebedel 18 de enero de 1568, se presentó en su cuarto acompasado
de varios personajes de su corte entre otros del príncipe de Evoli y
el duque de Feria; se apoderó de sus papeles y de sus armas, sin
dejarle ningún instrumento con que pudiese hacerse daDo, y se mar-
chó en seguida asignándole su aposento por prisión, y encargando
rigoroso confinamiento al cuidado de los mismos grandes. Se seña-
laron seis familias principales para hacer este servicio, y de ellas
dos personas velaban al principe á todas horas del dia y de la no-
che.
Así quedó preso el príncipe don Carlos. Hasta este acontecimiento,
están casi de acuerdo los historiadores, tanto naturales -como extra-
Dos. En lo que sigue se encuentran importantes variaciones. En
cuanto á los prijneros, ningún historiador habla de que se le hur
biese formado causa, ni instruido averiguación de clase alguna, so-
bre todo páblicamente ó sea de oficio. Todos consideran esta medi-
da como simplemente preventiva y correctiva. Si se tomó con este
último objeto, produjo un resultado contrario al que se deseaba. En
lugar de entrar en sí, y de refrenar la impetuosidad de su carácter,
adquirió nueva irritación y subieron de punto sus caprichos con el
confinamiento. Pasaba dias enteros vagando desnudo por sus habi-*
taciones sin querer comer, desquitándose después en la intempe-
rancia y voracidad que eran consiguientes. Era su delicia beber
agua de nieve á todas horas, comer fruta verde, llevarse á su mis-
ma cama el hielo; síntomas todos del exceso de bilis que le consu-
mía. Tan insensato régimen produjo sus efectos. Rechazó toda clase
de alimentos saludables y aun las medicinas que le administraban
para su estómago estragado, y habiéndose apoderado de él ana ca-
lentura muy maligna, le anunciaron que se hallaba muy próxima
su muerte. Dio entonces muestra don Carlos de volver á mejores
sentimientos; deseó ver á su padre á quien pidió perdón y cuya ben*
dicion obtuvo, y después de haber recibido los sacramentos murió
en la noche del 24 al 25 de julio del mismo afio de 1568.
Adolece este relato del mismo carácter de exageración que se
nota en el de las extravagancias del principe antes de tomar su pa-
dre la providencia de encerrarle. No se concibe como encomendada
su guardia á personas tan distinguidas y celosas, y con instraocio-
nes tan particulares sobre el modo con que habían de condacirse,
se permitía al príncipe una conducta que arguye un gran descaído
por parte de sus guardadores. Tal es la de andar vagando desnado
apÍTULO XXV. i 83
por sas habitaciones, la de ocultar nieve en su cama, y otros mas
rasgos propios solo de UQ demente. Se puede sospechar que no atre-
viéndose ó mas bien no queriendo descubrir la verdad, trataron de
cubrirla con el velo de esta clase de locura, dando toda la culpa al
mas débil, al que habla sucumbido. Sin embargo, entre ellos se ha-
llaba Cabrera, criado de la casa que asegura haber sido testigo ocu-
lar de todos los hechos que se refieren.
Una graQ parte de historiadores extrafios dicen que tan luego
como fué preso el príncipe don Carlos, pasó su padre relación de
todo á la Inquisición, donde desde aquel punto comenzó á formár-
sele el proceso; que dicho tribuDal, enemigo de la persona del prín-
cipe por lo sospechosos que eran sus principios y sentimientos de
católico, se mostró inexonerable hasta el punto de condenarle á
muerte. Que se la presentaron al rey, quien fluctuó entre los sen-
timientos de padre y los que como rey católico debia al culto de
Dios y de su conciencia; que se mantuvo algunos dias en esta cruel
incertidumbre; que los inquisidores y personas graves de su consejo
le hicieron presente su deber de mostrarse superior en semejantes
casos 4 los sentimientos de la naturaleza; que al fin firmó el mo-
narca la sentencia que se la comunicaron al príncipe á quien se dejó
la elección del género de muerte, representándole en pinturas las
varias entre las que tenia libertad de decidirse; que causó esta no-
ticia en el príncipe una profunda impresión hasta el punto de pro-
rumpir en execraciones contra su padre, tomando todos los adema-
nes de furioso; que permaneció en este estado algunos dias, por lo
que no quisieron llevar adelante la sentencia por no exponer su sal-
vación, hallándose mal preparado; que al fin lograron calmarle é
inspirarle sentimientos de resignación, y que después de recibidos
los sacramentos con muestras de arrepentimiento y de piedad, cum-
plieron la sentencia de muerte dándosela por medio de veneno.
Todo esto pudo ser muy bien imaginado, mas no es cierto. Al
principe don Carlos no se leformó proceso á lo menos, no fué su
muerte ' efecto de la sentencia de un tribunal privado ó público.
No intervino en el asunto la Inquisición como algunos historiadores
lo escribieron, como tal vez para la generalidad se admite hoy dia.
Según Llórente que estaba en el caso de conocer estas materias muy
á fondo, se reduce todo el proceso que medió en el asunto á que el
rey encargó el negocio á una junta ó comisión formada á Doch en-
tre cuyas personas figuraba don Diego Espinosa, presidente del
t84 HISTORIA DE FBLIPB D.
Consejo y Ruy Gómez de Silva príncipe de Eboli á qaien estaba
encomendada la custodia de don Carlos. No se tomó declaración m
confesión al presunto reo, y solo se atavieron los jueces en las ac-
tuaciones al ex&men de las carias y papeles que le habian cogido.
Les parecia tan grave ja materia, tan fulminantes los cargos que
de sí arrojaba, que tuvieron aquella causa como de muerte para el
joven príncipe. No atreviéndose pues á pasar mas adelante, se lo
comunicaron & su padre, baciéndole ver al mismo tiempo que lo
elevado de la persona del reo y otras circunstancias particulares
podrían influir en la mitigación de aquella pena, dado el caso que
fuese su voluntad de que el proceso pasase por sus trámites lega-
les. Respondió el rey que aunque con extrema repugnancia y re-*
primiendo los sentimientos de su corazón, no le permitía su con-
ciencia mostrarse indulgente con su bíjode cuya capacidad, faltado
instrucción, m ala conducta é inclinaciones tan perversas no podían
menos de seguirse grandes perjuicios en el reino. Afiadió sin em^
bargo que en el estado á que la enfermedad le babia reducido, po-
drían conducirse las cosas de manera que sin escándalo ni detri-
mento de! bonor del príncipe se llegase á obtener el efecto de-
seado.
Mientras tanto se agravaban los males del príncipe don Carlos.
La comisión no pasó adelante en sus trabajos y no vino á conclu-^
sion alguna. Según Cabrera escritor contemporánea, criado enton-
ces de la casa, se administró al enfermo por su médico el doctor
Olivares una purga que produjo malísimos efectos. Se anunció al
principe la proximidad de su fio, y don Carlos manifestó oírla con
bastante compostura, recibió resignadojos sacramentos y en losmo-
montos de su agonía manifestó deseos de ver y reconciliarse con su
padre. Acudió este en efecto á la cabecera de su cama la noche
misma de su fallecimiento, mas no atreviéndose á dejarse ver del
enfermo temiendo causarle una impresión demasiado viva le echó
su bendición por encima de los hombros del príncipe Ruy Gómez
de Silva que tenia delante, con lo cual se retiró lloroso á su aposen-^
to. A muy poco rato después terminó la existencia del desventurado
príncipe.
Según el mismo Llórente hay motivos para creer que habiendo
manifestado el rey deseos de que terminasen los días de don Car-
los, hicieron insinuaciones al doctor, quien con la administración de
la medicina se prestó á ser instrumento de la voluntad del Monar*
CAPITULO XXV. Í85
ca. De alguDas frases y reliceDcias del historiador Cabrera se pue-
de sospechar qoe hubo algún misterio eu la purga, mas todo esto
DO puede pasar de conjeturas ¿ que se. da mas ó menos fuerza se-
gún el modo de pensar, las opiniones ó partidos á que perternecen
los lectores. Es posible que hubiese mediado una intención torcida
en la administración del remedio : también es muy probable que
con purga ó sin ella hubiese muerto un enfermo que se hallaba en
tal estado de irritación que habia echado á perder el estómago con
varios excesos y á quien aquejaba tan ardiente calentura, en lo mas
recio del estío. De todos modos, aparece claro bajo cualquiera hi-
pótesis que don Carlos estaba condenado á no salir de su prisión,
y que acelerada ó no, fué autor de su muerte el mismo que lo ha-
bia sido de sus dias. De causa ó proceso no hubo mas que el in-
coado sin producir conclusión alguna. La Inquisición no tuvo parte
en el negocio si hemos de creer al mismo Llórente quien por el
cargo que habia ejercido, debía saberlo muy á fondo. Por lo de-
más no es extrafio que este suceso lamentable envuelto en sombras
hubiese hecho en Europa (anto ruido y sido objeto de acusaciones é
invectivas contra un rey poco querido de los principales católicos,
objeto del odio de los protestantes. Asi le acusaron muchos á boca
llena de ser asesino de su hijo, y el príncipe de Orange le fulminó
este cargo como cosa casi generalmente recibida entre sus correli-
gionarios. Desde entonces fué don Carlos una especie de personaje
poético en Europa por las diversas composiciones tanto en verso
como en prosa á que dio lugar no siendo pocos los dramas que á
su trágico fin se consagraron . No es extrafio que en todas estas pro-
dacciones se desfigurase el carácter de don Carlos y pasase por
mártir de sentimientos nobles, de proyectos generosos y hasta de
tolerancia religiosa á los ojos de los que tanto aborrecían á su pa-
dre. De estos ejemplos hemos vistos muchos. Nada es mas común
que erigirse los hombres en ídolos de la muchedumbre sin teas
motivo que haber sido objetos de persecución para los que eran
blanco de su odio.
Para concluir con este triste asunto afiadiremos solo que de la
muerte de don Carlos no se hizo ningún misterio en la corte de Feli-
pe, que pasó como efecto simple de una enfermedad natural; comu-
nicó la ocurrencia á todas las cortes extranjeras sin ningún rebozo ;
por último que las exequias fueron públicas con todos los honores,
solemnidad y pompa corespondientes al heredero de la monarquía;
Tomo i. 37
286 HlSTOMl BS FBUPK II.
Tal fué el fio del principe doo Carlos hijo, único varón entonces
de Felipe. Sobre este suceso no haremos comentarios. Si atendemos
al carácter y circunstancias de los dos personajes principales de es-
te drama, á la índole de aquellos tiempos, á la reserva que erain-
dispensable á sus historiadores, pocos puntos hay en todas sus
relaciones que sean mas susceptibles de reparos. Mas dejaremos las
cosas en su obscuridad y á ¡a falta de datos, corresponderá la
misma escasez de conjeturas. Mas cualesquiera que hayan sido los
principales resortes de aquella máquina, aparece claro que no
medió proceso, que el príncipe murió de enfermedad, sobre todo
que no intervino en nada el tribunal de la Inquisición como se ha
hecho ver sobre las tablas del teatro (1 .)
(1) Véase la citada ple2a de Schlller. Bd la última escena entrega Felipe II á su hijo en nóte-
nos del inquisidor general diciéndole: Cardenal, he camplfdocon mi deber; cumplid ahora con el
vuestro.
CAPITULO XKVt
Fundación del monasterio del Escorial. (1563.)
La serie y enlace de ciertos acoDlecímientos dos han hecho dejar
atrás otros de data mas antigua, y otra cosa no puede ser eu una
historia que los abraza de un orden tan diverso. La observancia con
vigor del cronológico produciría una relación de cosas inconexas que
sin presentar ningún interés confundiría al lector y fatigaría su
atención por lo mismo de estar tan dividida. No es la primera vez
que hacemos esta observación que no puede menos de ocurrír á ca-
da paso. La muerte del príncipe don Garíos que nos condujo á lo
que tuvimos que decir de su persona ocurrió ^en 1568. Cinco a&os
antes tuvo principio la obra á cuya construcción consagramos este
articulo; obra que constituye uno de los grandes episodios de la
historia de Felipe II, aunque de un simple monasterio, imprime ca*
r&cter en la fisonomía de un reinado tan fecundo en cosas grandes.
Se atribuye la fábrica del Escorial á un voto de Felipe durante
la batalla de San Quintín, para que Dios le favoreciese en aquel lan-
ce; mas el rey no estaba en el campo de batalla, y sin duda igno-
raba que se estuviese dando. Por otra parte habiendo tenido lugar
en 1557, no se concibe que un rey tan religioso hubiese diferido
el camplimiento de su voto hasta el de 1563, hallándose en EspaOa
desde 1559. También se dice que labró este edificio para depositar
en él los restos del emperador, según lo había encargado por su
testamento. Ni en este testamento ni en su codícilo se Jeocuentra
288 HISTORIA DE FELIPE IL
4tcho encargo. Mas para erigir qd grande y suntuoso mausoleo á
Carlos V, no faltaban en EspaDa templos magníGcos donde pudiera
estar muy dignamente. No hay necesidad de buscar explicaciones á
lo que se explica muy naturalmente. No era Felipe II el primer rey
amigo de grandes monumentos de las artes. Concibió el proyecto
de erigir un edificio digno del primer monarca de la cristiandad, al
menos el mas rico de su siglo. Para unir su gusto por lo grande,
con otras inclinaciones en él mas fuertes todavía, este gran edificio
fué un convento.
Establecida la corte en Madrid, natural era que para este conven-
to se escogiese un sitio cerca de la capital donde el rey pudiese ins-
peccionar su construcción sin descuidar las atenciones del gobierno.
Consagrado el monasterio á una orden de religiosos, que no edifi-
caban sus casas en poblado, habia que buscar un sitio solitario y
algo agreste, y si se quiere inculto donde establecerle. La designa-
ción del que efectivamente ocupa, parece una consecuencia de todos
estos datos. Pais yermo, próximo á Madrid, buenas y abundantes
aguas, inmensas canteras y demás materiales para la obra, casi á
la mano, sitio calculado para el retiro y la contemplación, era todo
lo que podia apetecerse.
Decidido sobre poco mas ó menos el sitio de la fundación, costó to-
davía gran trabajo el desmonte de terrenos y su desnivelación para
el asiento. Lo que hoy se llama el Escorial, es decir, el Escorial de
Arriba donde el monasterio está situado, no era entonces mas que
un terreno de jarales sin habitación alguna, sin mas frecuentación
que el de la caza mayor que en estos parajes abundaba. Tuvo el
rey tal empefio en llevar adelante su intención con la mayor activi-
dad que fué á alojarse en el Escorial que llaman de Abajo y de don-
de tomó su nombre el monasterio: allí permaneció varios dias sin
ningún género de comodidad, y no solo él y los principales arqui-
tectos sino también diferentes monjes que venían á hacer parte de
la comunidad, pues primero hubo monjes que convento. En 23
de abril de 1563 se puso la primera piedra con toda la solemnidad
posible, y veinte y un aDos después, la última que fué en lo que
se llama atrio de los reyes.
Es famoso el nombre de Juan de Toledo, y aun mas el de Jaao
de Herrera, su discípulo, arquitectos de la obra. Presentaron sos
planos al rey, quien los aprobó con algunas pequeñas modificacio-
nes, pues nada se hizo en el convento que no se sujetase antes «1
examen y'aprobacíon de este monarca.
.>
288 HISTORIA DE FELIPE II.
4tcho encargo. Mas para erigir un grande y suntuoso mausoleo &
Carlos V, no faltaban en EspaDa templos magníficos donde pudiera
estar muy dignamente. No hay necesidad de buscar explicaciones &
J
se llama atrio de los reyes.
Es famoso el nombre de Juan de Toledo, y aun mas el de Juan
de Herrera, su discípulo, arquitectos de la obra. Presentaron sus
planos al rey, quien los aprobó con algunas pequeñas modíficado-
nes, pues nada se hizo en el convento que no se sujetase antes al
ex&men y aprobación de este monarca.
CAPITULO XXYL 289
De ttoa observación oos haremos cargo ahora, ó por mejor de-
cir, de UD género de impugnación que algunos han hecho á la crea*
eion de este grandioso monumento. Con las sumas, dicen, que ha
costado el Escorial, se pudieran haber construido muchísimos cami-
nos y canales, fertilizado el pais de los alrededores, fomentado la
agricultura, y acrecer en todo los desarrollos de la industria. Así
será sin duda, mas si son de gran peso aquestos cargos, se debe-
rían igualmente hacer á todos los monumentos de las nobles artes,
erigidos en todas épocas en tantos puntos de la tierra. Se debería
declamar contra los que mandaron construir las pirámides de Egip-
to y tantos magníficos objetos del arte en aquella región, cuyos res-
tos nos sorprenden todavía. Se debería censurar á los romanos tan
pródigos en la fabricación de templos, de columnas, de estatuas,
de otros mil objetos de grandeza y elegancia: se debería vituperar
á los atenienses que en tiempo de Feríeles sacrificaron tan enormes
sumas para aquel estado tan pequefio, á convertir su ciudad en un
museo de todo género de preciosidades de las artes: se deberían,
pues, condenar todas las profesiones, todas las ocupaciones y dis-
tracciones de los hombres que no tienen por objeto la adquisición ó
fomento de goces materíales. La proscripción de los arquitectos, de
los pintores, etc. , se debería extender á los poetas, á los historiado-
res, á los que cultivan todo género de literatura, y aun á los sabios
qae hacen descubrímientos sobre materías que no son de una apli-
cación inmediata y práctica á las necesidades de la vida. Las cosas
por probar mucho, prueban demasiado; la experíencia y el cono-
cimiento del hombre demuestran suficientemente que el hombre no
vive solo de goces y comodidades materiales; que hay placeres de
imaginación y de la mente; que la contemplación de un objeto gran-
de de las artes, puede ser mas agradable para muchos que el man-
jar mas delicado y regalado. Dejemos, pues, cuestiones que hoy día
son vanas y por consiguiente inútiles.
El Escoríal es lo que es. Es un hecho su magnificencia, cualquie-
ra que sea el género á que pertenezca. Pudiera haber sido otra co-
sa; pudiera otro personaje haber empleado las mismas sumas en
ana cote de mas utilidad, de mas goces materiales, de mas felicidad
para las clases pobres é indigentes; mas está ya hecho, y tal cual
es atraerá Bíempre á los curiosos, y será objeto de agradable con-
templación, de asombro y de estudio para los*hombres que saben
lo que son las bellas artes, y aun para el vulgo que no está inicia^
do en sus secretos ó misterios.
290 HISTORIA DE FEUPK II.
No entraré en la cuestión de cnál es la forma de edificios y orden
de arquitectura mas propio y adaptable al culto religioso. Guando
los crístiaoos empezaron á construir templos públicos, adoptaron
con poca diferencia la forma de los que entonces existían. Algunos
pasaron del culto de los dioses de la gentilidad al del Dios de los
cristianos, asi como es hoy en Gonstantinopla mezquita principal la
antigua basílica de Santa Sofía donde tenían su silla ó por decir me-
jor su trono sus patriarcas. Grandes y magníficos fueron los tem^
píos de la antigüedad. En nada les cedieron los que con el nombre
de góticos se erigieron en los tiempos que llaman de la Edad media.
¿Guales son mas propios del culto? Es cuestión de gusto y sobre
todo del tiempo y de la época. En la de Felipe II había resucitado
la arquitectura antigua con el nombre de Greco-Romana. Hacia ya
mas de medio siglo que había llegado á su terminación la grande
iglesia de San Pedro. La construcción del monasterio del Escorial
por el gusto gótico hubiera sido un completo anacronismo. La cla-
se de su arquitectura no era, pues, materia de elección; en cuanto
á su magnificencia y majestad estaba ya decidida. Dotados de tan
poca inteligencia en arles, entramos con cierta repugnancia en este
artículo consagrado al Escorial, sobre cuyo monumento hay además
noticias tan extensas y tan circunstanciadas. Mas dejar de mencio-
narle en una historia del reinado de Felipe II, seria mostrar suma
ignorancia, ó un sentimiento de desden hacia una obra tan magní-
fica.
No intentaremos describirla. Su primera impresión sobre todo en
la parte exterior es de una cosa meramente grande. A proporción
que se observa y se examina, aparece una obra acabada y magní-
fica, donde la sencillez compite con la seriedad, con la pureza de las
formas. En el templo brillan ¡a suntuosidad y gala del arte en su
mas alta perfección: donde quiera que la vista se fija, encuentra la
grandeza, la elegancia mas correcta y el lujo á donde pueden ir las
nobles artes.
En todo el edificio, en las partes grandes como en las pequefias,
en lo principal como en lo accesorio, se ve el mismo carácter, gra-
bado el mismo sello. Es muy difícil examinar con alguna atención,
vagar por aquella escalera, aquellos claustros, sin que la im&gen
del fundador llegue á tomar parte en aquellas impresiones. Hay mu-
chas cosas inanimadas puramente físicas que llevan completamente
la impresión de las morales. Tal vez serán ilusiones de la fantasía;
CAPITULO XXVI, Í91
mas nosotros tao avaros de so lenguaje y mucho mas tratándose de
historia, no nos parece que nos alejamos de nuestro objeto haciendo
ver que en el Escorial están identificados el carácter, el genio de
Felipe, y que su sombra parece que vaga todavía por aquellas bó-
vedas.
El Escorial fué para Felipe II la ocupación, el pasatiempo, la dis-
tracción, las diversiones y placeres. Entre las atenciones del go-*
biemo y el Escorial, se dividió completamente su existencia. Aquí
fué como el arquitecto principal y el director de sus trabajos. Le
veia formarse y crecer piedra por piedra. Guando se lo permitían
sus ocupaciones era el primer sobrestante de la obra. Que era hom-
bre de gusto é inteligencia en las artes, lo prueban las mismas obras
que se construían todas como en su presencia. El arquitecto, el pin*
tor y el escultor, todos la sentían igualmente. Naturalmente habría
padecido sus equivocaciones y sido á veces injusto con el mérito
artístico; mas de estos errores nadie se liberta. Se puede sin em-
bargo decir de él con muy marcadas excepciones que conoció el
precio del servicio y fué magnífico en las recompensas.
La situación de un rey como Felipe II que construía un edificio
como el Escorial, era sin duda bajo este aspecto afortunada. Su gus-
to por las artes; su afición á lo grande y lo magnífico, el amorpro*
pió de monarca, de hombre de poder, sus sentimientos religiosos,
todo estaba al mismo tiempo satisfecho: todo se enlazaba, se apo-
yaba y convergía hacia un mismo centro. Los príncipales artistas
hermoseaban lo que era objeto de su devoción, quizá le daban nue-
vo pábulo. La casa que según su expresión construía para Dios,
sin duda le hacía á sus ojos mas grande y mas poderoso.
Era un espectácalo singular que mientras en Francia, en Alema-^
nía, en los Paises-Bajos y en Escocía, se despojaban; se dilapida^
ban y hasta se destruían completamente tantos templos, se coñs-^
fruyese uno tan grande y tan magnifico en EspaDa. Sin duda ocur-
rió á Felipe II muchas veces esta idea, y tal vez la de reparador
en esta época de destrucción, redoblaba su entusiasmo. La fama de
la construcción del Escoríal era muy grande en Europa en aquel
tiempo, bajo el aspecto religioso. Bajo el meramente artístico era
on certamen á donde eran llamados los prí meros genios de aquel
tiempo. A todos los buscó y acogió Felipe dignamente, los de casa
como los de fuera. Las mas sencillas construcciones eran obras maes-
tras, donde lucia la corrección del dibujo, la elegancia de las for-
tH HISTORIA DI FELIPE 11.
mas. Los meros estantes de libros, los cajones de la sacristía, la cosa
mas sencilla llama la atención. ¿T coántos artistas no fueron nece-
sarios para llenar y enriquecer aquella vasta mole de sos produc-
ciones? Asi el Escorial era hace poco uno de los primeros museos
de la Europa. Algo ha desmerecido en estos últimos aDos sobre todo
en pintura, cuyos cuadros mas preciosos han sido llevados á otra
parte; mas prescindiendo de esta falta, es un grande y magnífico
objeto de estudio para cualquiera que esté dotado de imaginación y
buen gusto.
Cualquiera que pudiese ser la satisfacción del rey de EspaOa eo
la construcción del Escorial, debia de hallarse bien neutralizada con
cuidados, inquietudes y disgustos. Precisamente por aquellos mis-
mos aDos estallaban las guerras civiles en Francia, se conmovía de
nuevo Escocia, se traducía en abiertos tumultos el disgusto de los
Países-Bajos, estaba el mismo rey empefiado en guerras con los
moros de la costa de África, se preparaba la tempestad que iba k
descargar su furia sobre Malta, y se presentaban anuncios de la re-
belión de los moriscos de Granada. Con todos estos negocios, con
todas estas regiones estaba mas ó menos enlazado el interés del rey
de Espafia. Es preciso recorrerlas todas para no dejar sin mención
nada de lo que pertenece á su reinado.
iyiPÍTüÍ40 XKVIÍ.
Estado de Francia. — Triunvirato.— Liga Hugonol».— Situación de los dos partidos. —
ÍTesórdenes en Píiris. — En ías protincias. — Sublevación de algunas. — Se loman
feíí áfMtt9.-^£bt«A) id lo^ éjéícrtoí.-^Estaífe to gderfá.— Sííící it Kíiafn.*-Muer-'
tefdfl f dy d^ Narwln.^'^Sifti» de OrleffK.^-^iAesinQtO'dol ioqie An Graisa^-^Bala-'
lia de Dreux. — Tregua.^.^-Renovacion de bostilidades.-^fiatalla deSau Dionisio y
muerte del condestable de iMoulmorency. (1561-1568). — Otra tregua.
No produjo, 00 podia producir el ca!d(|tfid de P^isy, fúsfMa <i4
SfProxímacfM* cutre 1» doctrinas de k» cattdlfM» y Ic» bagonotes.
Bra bajo este aifeeto< toa teatativa tao ¡Aúliícoim) ettlefbmcnt) del
Goidl¿ ea que 86 habiaa ñudadO' tMtad i^ptrumOi^. taoipodo \Mí^
bia; introducido m eápirítu de paz ci»l»e anibos pariídcaf, el" decreto
é» Meraacia que i favor de lo» bugoao4ies acababa^ de expediri^e.
A k» se^peehas ét mala fe que cada udo abrigaba «ontra su con^*
fearie^ se #eaDia la^ iototcraacoa que es tao cootUQ ea sectas rivales^
j eootmrias^ y á tofifo esto, ef deseo de poder, la^ am bidón de íasü-
pnsoiacía) qve ]Mt lodos» ao se puede ejercer al tsAsmo tiempo. En
mía época de nrioorfa están ova» abierta» las puertas á h ambieiojv,
á 1q& anebatds, que en tíeaupos erdíaarios. La reina Gaialina de Né-«
dicisi lenia masi astucia en su carácter y energía; los Guijas 00 po-'
sfsan h misma infloeocia que otras reces, y aornque la ejercíeseñs
Ib» eosofl habían llegado á pauto en que el rigor no era eficaz, ni
la iaduigeocía remedie suficiente. Gadia vez se manifestaba con sig«
nos mas visii94es el odia y te intolerafiíeia qoe animaban á los cató-
Tomo i. 38
294 HISTORIA DS FELIPE 11.
líeos y á los hugonotes. En la masa del pueblo de París, predomi-
nabao los prímeros. En algunas provincias, sobre todo del Medio-
día, contaban mas votos los segundos. Eran muy comunes los de-
nuestos y amenazas con que unos y otros se trataban mutuamente:
tampoco eran raras las veces que venian á las manos y se exhala-
ba en violencias su celo religioso. Aquí eran los calvinistas inter-
rompidos en sus sermones, en sus cenas, en sus cánticos: allí se
entraba & mano armada en las iglesias, donde se destruían todos
los objetos del culto y se quebraban las imágenes. Fué profanada
entre otras la de San Medardo de París, donde dentro de sus mis-
mos muros se trabó una pelea que duró mas de media hora, con
mucha efusión de sangre por entrabas partes. En nna congrega-
ción de calvinistas en Versy, en GhampaDa, entraron á mano ar-
mada los católicos, y sin respetar edad ni sexo, perecieron mas [de
sesenta personas por este acto de violencia. La mayor parte de es-
tas violencias procedían de amenazas, de denuestos, de provocacio*
nes por algunas de ambas partes. Las corporaciones meramente ci-
viles como tríbunaies y municípalides participaban de la misma
animosidad y la dejaban exhalarse en los actos mas comunes. Las
provocaciones se reproducían por medio de la imprenta. Estaba inun-
dado de folletos, la mayor parte de orden satírico, y las canciones
populares en que sobresalen tanto los franceses no daban poco pá-
bulo al ardor de la polémica.
En semejante estado de cosas, todos vieron lo inevitable de uoa
guerra abierta. Solo á las armas tocaba decidir y fallar sobre esta
gran contienda. Cada uno preparó las suyas y alistó sus faenas.
Ya hemos dicho que los Guisas penetrados de lo grande del nego-
cio, disponían medidas de acción y de vigor, y que el condestable
de Montmorency, renunciando á tpdas sus relaciones con los csItí-
nistas, se habia reunido francamente á su partido. Los Guisas, el
condestable de Montmorency y el mariscal de San Andrés, forma-
ron lo que se conoció después con el nombre de Triunvirato. For-
maron el proyecto de acabar el calvinismo en Francia por medio de
las armas, unirse después con los príncipes católicos de Alemania,
para hacer lo mismo con los protestantes del Imperío. Ya entraban
en sus cálculos las sumas cuantiosas de que podrían disponer con
la coo6scacion de los bienes de los señores calvinistas, y por este
medio auxiliar mas eficazmente á los católicos de Alemania. El plan
era grande y serío, formado bajo los auspicios y protección del rey
CAPITULO XXVII. 295
de Espafia, quien por el órgano de su embajador ofrecia cooperar á
él por todos medios.
Por los amafios de este embajador, recibió el Triunvirato un re-
fuerzo en la persona de Antonio de Borbon Vendóme, y que se ti-
tulaba rey de Navarra por su matrimonio con Juana de Albret, re-
presentante de los derechos de sus antiguos reyes. Pertenecía este
príncipe al partido calvinista; mas cambió por inconstancia de ca-
rácter, ó mas bien por promesas que se le hablan hecho por el rey
de EspaDa. Era el grande objeto de su ambición poseer el cetro que
habían empuDado los ascendientes de su esposa, para lo cual no omi-
tía paso alguno que en su opinión podía serle conducente. Si no se
le dio palabra de ceder la Navarra en su favor, se le hizo ver que
se le indemnizaría con la isla de GerdeDa erigiéndola en reino en fa-
vor suyo. Mas lo que hubo de singular en e^te cambio de Antonio
de Borbon, es que mientras se pasaba del bando hugonote al cató*
lico, se trasladaba su mujer de estas últimas filas á las otras.
París era el centro, el foco, el gran campo del catolicismo. La
masa del pueblo aborrecía de muerte á los hugonotes, y en todas
partes eran estos objeto de opresión y de violencia. Y eran tan enér-
gicos estos sentimientos, que los que se hallaban al frente de los ne-
gocios públicos, hallaron en ellos cuantos instrumentos se necesita-
ban para llevar adelante sus designios. Se trató de armar á los ve-
cinos mas en estado de servir, y todos los llamados acudieron á la
bandera con ardor y se equiparon á su costa. Temiéndose un efec-
to demasiado violento de la efervescencia popular, se mandó que
todos los calvinistas reconocidos por tales saliesen en veinte y cua-
tro horas de París, bajo pena de muerte. A los meramente sospe-
chados de herejía se les previno que se presentasen ante los dele-
gados del arzobispo de París, y que allí abjurasen sus errores. El
paríamento y la municipalidad estaban movidos de los mismos sen-
timientos. Por todas partes se extendían fórmulas de profesión de fe
católica, y se removia de los cargos públicos á los sospechados de
otros sentimientos. Se hallaba París tan lleno de entusiasmo, que
se puede decir que era el pueblo el que imprimía el movimiento.
Ei condestable de Montmorency mandaba las armas dé la capital y
de toda la provincia. Una noche que mandó tocar alarma para exa-
minar el estado de vigilancia de la guardia cívica ó urbana, se ha-
lló que sin pérdida de instante acudieron todos á su presto. De cin-
cuenta mil hombres armados se podía disponer en sola una hora
296 HISTORIA PE FBUPB II.
al mas pequefio aviso. £q pequeños y graqdes, ea todos era igwA
el entusiasmo.
Era el daque de Guisa el ídolo del pueblo de París, que le ««d-
stderaba como el mas cumplido caballero, el mas valieote capitaa,
el campeón roas celoso de su culto. Era verdaderamente el jefa, el
alma, el hombre de mas capacidad, de mas car&cter y energía coa
que contaba el partido católico, Al frente del Triunvirato, es decir,
de la liga católica, dirigía verdaderamente el grao movimiento eo->
oial dei qae los destioos de la Francia dependiao. Con él «e entea«<
dian los principales jefes del partido: con él se coasultabao lesgraa*»
des negocios; & él se dirigían los embajadorea de los prío<»pe8 c»'*
télicos que promovían é simpatizaban con su causa. Cuanto mas se
acercaba el momento de una crisis, tanto mafi necesaria y preciosa
se consideraba su persona. Aunque no manejaba ostenaiblemeotela»
riendas del Estado, se bailaba la reina regente como abrumada del
peso de su influencia y de su crédito.
Entabló entonces la reioa una correspondencia secreta coa el
principe de Conde, bermano del rey de Navarra y jefe del par*
(ido opuesto, manifestaodo «entimieotos de benevoleocia y amistad
á su persooa, y lo agradecida que le estaba por su lealtad bicia la
del rey que siempre conservaba» Respondió Coadéqueel oMjjorno**
do de no comfNrometer la autoridad 4el rey, era queso pasase con
él á sa partido como el solo que estaba animado verdaderamente <}«
leales sentimientos; mas este era también un extremo qae 4 la m-*
na repugnaba. No quería echarse eo bracos de no partido, sino 4o->
minarlos i todos, lo que era imposible en aquellas circonstaQiñaa.
Para salir da este apuro, y por consejo del mismo principe de Coo"
dé, se salió de París y se retiró 4 Melón, llev&ndose consigo i am
hijo, pareciéndole con este paso, manifestar que no tomaba parto en
las violencias de los partidos. El ejército de los Guisas acaoapaba
en las inmediaciones de París, mientras el príncipe de Conde rawkié
sus fuerzas para entrar en la capital á mano armada.
Se resintió el pueblo de París de la partida de la reina y del mo-
narca, y le envió una diputación di^iéndola que su verdadero «oUo
era el seno de la capital, y ponerse á la cabeza de los católicos ar*
dientes. La reioa pera manifestar que no tenia miedo k nieg^ao do
los dos partidos se marchó i, Fontaiaebleaa con objeto do aguardar
allí las proposiciones que los dos le hiciesen. Coodé le ofreoiii tomaf
á Órlenos, y que allí se estaUeceria el centro del ^obiomn; mon-
CAPITULO XXVII. t07
tras «1 rey de Navarra la iaslaba á qae volviese á París, dcHide le
mm restituidas Jas ríeodas del gobieroo. Mientras vacilaba Cata*»
iíoa, se presentó este último prfoeipe de repeaie eü Footainebleau,
y la obligó á segiHe á Paris eo oompafiia de so bijo« Á los dos dias
de viaje se apearon ea el Loovre, y desde eotODces se vio Catalina
k merced de la facción ciUiHica, defiendiente en un todo de so im-*
paisa.
La guerra iba á encenderse, y los campos estaban completanen*
(e divididos. Se bailaban eo el católico el rey de Navarra, los Gui^
Ms, el condestable de M4Hitmorency, el mariscal de San Andrés. En
el hugonote figuraban el príncipe de Conde, el almirante Coligny,
8Q hermano Andaiet y el sefior de la Roobefoneanld. Bra el duque
de Guisa el director, el alma del primero: la misma importancia
ejercía el almirante en el segundo.
No se durmieron los calvinistas mientras tan hostiles se les irnos-*
traban les contrarios. Al ten^ noticia del Triunvirato y liga católi-
oi, la denQociaron al público, y formaron una confederación bu**
gonola en cMtraposicion á la primera. Se establecieron sus bases
eo un manifiesto que dieron al público, pues en ninguna época kM
partíaos que agitar poeden un pais, hicieron mas usodelaimpreata.
Manifestaron los hugonotes que se ligaban y armaban para libertar
al r«y y á la reina que estaban en el poder 7 servían de instnim£A*
les de venganza á sus implacables enemigos, que no permitif iaa en
m campo ai crímenes, ni vicios, ni impiedades de ninguna especie;
que nombraban por su general al principe de Conde como el pri**
m^o de la sangre real después de Antonio de Navarra que estaba
á la cabeza de sus enemigas; qne no dejarían las anbaí de la mano
hasta poner en libertad al rey y á la reina, y as^urar para siam«*
pre la libertad de conciencia para los de la reíorma«
Se acompasó este manifiesto de un sinnúmero de firmas y seos*-
fiarció profusamente en todas direcciones. Conde le remiUé á Ja so«-
bleza, & loe príncipes luteranos del imperio, á la reina Isabel de la^
glaterra, á todas lae personas de fuera del reino que podían ieaer
ttmpatías por su causa. El almirante Colsgoy que estaba eo corres^
pendencia can 2,150 iglesias protestantes les dirigió ttttbieB el ma*
nifiesto. CalWoo, Teodoro Beza y los demás apestóles calvUiisias
exhortaban & los ministros; los ministros al pueble. En todos se di-
fiífldia el entusiasmo y el fuego de la guerra que lomaba el color de
religiosa.
298 UlbTOBIA DB F£UP£ II.
A estas maDÍfestacioaes acompaDaban profesiones de fe en que se
osteotaban principios del mas puro cristianismo. Se veneraba el
Evangelio, se adoptaban todos los dogmas que setenian como de fe
en los primitivos tiempos de la Iglesia. Se respetaban y acataban
los pastores y ministros que distribuían á los fieles el pan de vida
y el de la palabra; rechazaban como una profanación la autoridad
del papa; admitían la cena del SeDor en un sentido verdadero; se
manifestaban amigos de la paz, enemigos de la efusión de sangre y
toda clase de desórdenes. Tenian un grande interés los calvinistas
de Francia de purgarse de la acusación que les hacían los luteranos
de Alemania de tener puntos de contacto con los anabaptistas.
Todo estaba en movimiento. La reina Isabel de Inglaterra no po-
día mostrarse fría espectadora de la lucha. Diferia en mucho la or-
ganización de la iglesia anglicana á cuyo frente se babia puesto, de
la calvinista; mas los Guisas, los principales católicos que los favo-
recían, eran sus implacables enemigos. En el principe de Condeno
podía menos de ver un aliado natural, y bajo este concepto, ajusté
con él nn tratado prometiéndole dinero y gente que le mandó en
efecto.
Por la misma razón se dirigió el Triunvirato al rey de EspaSa,
tan interesado en el triunfo de su causa, pidiéndole soc-orro y que
enviase á su frente al duque de Alba, debiendo de entrar por la par-
te de Bayona. También se le pedia que hiciese saber á la reina de
Inglaterra que cuantos socorros diese á los calvinistas de Francia,
se considerarían como actos de hostilidad á su persona.
Se dirigía Conde con especialidad á los nobles del Mediodía sobre
todo á los de Bearne, donde el calvinismo había echado mas raices
desde los principios. Es un hecho que era mayor el número de los
nobles de su parcialidad que de la contraría, sea por esta misma
causa, por el odio que inspirase el Triunvirato, ó por los odios an-
tiguos que se conservaban hacia la corte que los había despojado
de tantos privilegios. También es un hecho que los hugonotes co-
menzaron á bullir antes que se moviesen los católicos. Los princi-
pales jefes tomaban el titulo de jefe del ejércitOy alzado en el [remo
en favor del rey y de la religión y bajo la autoridad del principe de
Condé^ protector y defensor de la corona y casa de Pranda.
Impuso mucho al Triunvirato el aspecto hostil y medidas de de-
fensa y ataque adoptadas por. los hugonotes. Antonio de Navarra
volvió á dar síntomas de su carácter vacilante. Entró en algún cai-
CAPITULO XXVll. 10&
dado el mismo daqve de Guisa, tao resuello campeón de su partido,
é indujo á la reina á que renovase el edicto de tolerancia del culto
calvinista, con excepción de París y sus alrededores. Mas el princi-
pe de Conde manifestó que no pedia hacer caso ni dar crédito á nin-
gún decreto emanado del rey, mientras no estuviese libre su per-*
spoa.
El aspecto de las hostilidades que se iban á romper arredraban
sin duda alas personas moderadas de los dos partidos. U reina ne-»
gociaba y ponia en juego los intereses y sentimientos de familia. An-
tonio de Navarra era hermano del príncipe de Conde: el condesta*
ble de Montmorency era tio del almirante. Hubo pues de parte á
parte mensajes, negociaciones; se celebraron hasta entrevistas; mas
todo fué inútil, y esto por dos causas: primera, que estaban todos
de muy mala fe y eran objeto de sospechas mutuas: segunda, que
la parte exaltada, que constituía la masa de los dos partidos, no
quería convenir ; unos porque veian en la guerra un cebo de am-*
bicion y de codicia; otros por mero espírítu de fanatismo é intole*
rancia religiosa. Una gran porción de extranjeros, sobre todo sui-
zos y alemanes aventureros, soldados de fortuna, habían acudido
sin distinción á las filas de uno y otro bando, y eran de los que mas
rechazaban la idea de haber hecho un viaje tan inútilmente.
La masa popular de París no queria composición de clase alguna
y se tomaban cuantas precauciones militares eran necesarias. Se
aumentaba la guardia cívica. Se preparaban cadenas para tender
por las calles en caso de aproximación del enemigo. El parlamento
apoyaba y fomentaba estos arrebatos de entusiasmo. Llegó el mo-*
mentó de dar por inútil la via de negociación, y se encendió la
guerra: declaró el parlamento de París rebeldes y traidores hacia
el rey, á los calvinistas que con las armas en la mano desconocian
so autoridad manifestada por el órgano de su madre la reina regen-
te. Respondieron los hugonotes á esta declaración con otra, tratán-
doles de que tenian encadenada la voluntad del rey y de la reina.
Porque en esta grande época de discusión y controversia todo eran
manifiestos y acriminaciones mutuas de injusticias, opresiones y
crueldades que además de consignarse á la imprenta, tamlnen se
exponian en pinturas y manifiestos grabados.
Cuando estalló la guerra se hallaban preponderantes los hugo-*
notes en varias provincias sobre todo las del Mediodia. Tenian á su
devoción las ciudades de Blois, Angers, Saumor, Mans, PoitierSi
300 HISTORIA Dft PRLl^e II.
Doiirg«s, Nearux, Rheíms, S;ob, Ghakw^ Ofleans, el Hsvk ¿e 6»
eh, V«}0D€ia f MontalbA».
Témd a<}tt«)la guerra el carácter de eDoamiíamiealo y de fer^
cidad que se eocuieDtran ea las relígions; en \9» laohaa de aquel
tienipo se reuovaroo con frecueDcia. Nccooocferoa fyeno algnoa leí
hugonotes en el pillaje de las iglesias católicas, en la destrucMM
de las inágenes y cuanta ao pocUa ser objeto de codicia. Hasta los
sepulcro inisdms fueron profanados. No tes ítmn ea zaga los catáti-'
eos en castigos, en suplicios q«e imponían ái cuantos hugmotes eak»
» sus manos. Nunca es mas fetoz el hmnke com» cuando cuim
ks crueldades con o» ?elo re^igiese, y se dice vengador é» la áé-*
dad q«0 está^ ofendida.
Monüve^ y el barón de Ardrete, e) príniere del partié» catóKev,
y de los hugonotes el> segundo, se dísfrnguieroi» h tin> tiempo por
SW5 atroeidftdes, hasta el punto de considerarse nis^ personas 0OOM
representantes de las pasiones de su bando respectiva. Y de estis
atrecidaées se gloriaban, presentándolas ceme^ basadas de su ceid
religioso. Se presentaba e( pnfmem acompañado siempre de 4es
verdugos que se llamaban sus lacayos, daban los suyos al segundo
ei nombre de Taro porque con sus astas embestía y d^espedamba
cuanto se le ponia por delante.
Además^ de k)S aventureros extranjeros de que hemos bufbfado,
eneraban tropas armadas en favor de uno y otro bando. Se movíe^
ron por lo frontera de Italia seis mil hombres entre italianos y e9^
pañoles q«e enviaba el derque de Mrlan por díspesiefon d^í rey de
de Espafia. Habia declarado el nuevo papa Pió V religiosa aqaeNt
guerra, consi(ferando á los hugonotes bajo el mismo aspecto que
los am ligues albigenses.
La reina regente se manifestaba entonces muy adicta al partido^
catMícOf sea de corazón, sea ittputeada por la necesidad, 6 por la
idea política qtve mas le dominaba en aquellas circunstancias. Ef
duque dfe Guisa con la declaración de la guerra se hallaba con)t> ed^
su elemento. Gomo el ahna, como la cabeza y hasta el brazo dere^
cfao de su parcialidad, se le consideraba y respetaba.
Su primera operación fué sobre Normandía, con objeto de opo-*
nerse de mas cerca al desembarco de las tropas que enviaba hr
reina de Inglaterra. Emprendió con las suyas el sitio de Rúan donde
entró con alguna resistencia, baeiéodose gran matanza en sus de-
fensores y vecinos, y en cuantos eran acusadas de hugonotes'. Ea
cAi^rruLo xxvw. 801
misma reina regente asistió al sitio y á la toma de la plaza. Murió
delante de sus muros de un balazo de arcabuz, Antonio de Borbon,
rey de Navarra, personaje de poco mérito y que no fué sentido de
ninguno de los partidos. Dejó este principe por sucesor á su hijo
Enrique, príncipe de Bearne, que tomó el titulo de rey de Navarra
y fué con el tiempo el famoso Enrique lY, primer monarca de la
casa de Borbon que reinó en Francia.
Los protestantes perdieron en seguida á Blois, y el príncipe de
Gondé creyó poder reparar esta pérdida acercándose con su ejército
á París, mas sin efecto. Tomar la pla¿a á fuerza de armas era un
imposible; intimidarla^ uoa quimera. Estaban los parisienses de-
masiado entusiasmados á favor de su partido para que les impu-
siese la presencia del jefe de los hugonotes. Al contrarío, se rieron
de lo que llamaban su fanfarronada, y le manifestaron que le mira-
ban con desprecio.
Cada uno de los dos partidos recibió refuerzos extranjeros de
hombres y dinero. En vano los hombres moderados de los dos ten-
taron nuevas vías de negociación: los violentos y exaltados que
eran los mas, arrastraban á los menos. Prevalecía en muchos el
sentimiento y aun el horror á una discordia que impelía al her-
mano á derramar la sangre del hermano: los mas se dejaban arras*
trar por este instinto brutal de sangre y de venganza, consecuen-
cia natural del fanatismo religioso. En las llanuras de Dreux se dio
entre los dos partidos una batalla sangrienta y encarnizada que
doró ocho horas, mostrándose por entrambos el mayor denuedo.
Quedaron en ella prisioneros el condestable de Montmorency, el
daqae de Nevers y el mariscal de San Andrés de los católicos, y
el príncipe de Gondé de los contrarios. En la opinión común quedó
la victoria á favor de los católicos; mas el hecho es que fué cele-
brado al mismo tiempo que en Paris, en Orleans, que se conside-
raba como la corte de los hugonotes.
Cualquiera que hubiese sido el partido vencedor, no fué la de
Dreox una batalla decisiva. En lugar de preparar la paz, fué un
motivo de encender mas la guerra. El duque de Guisa que era del
partido extremo, viéndose sin la concurrencia del rey de Navarra y
del Condestable, se hizo omnipotente y dominó como quiso los con-
sejos de la reina. En el campo calvinista á falta del principe de
Conde que era moderado, quedó el mando en Coliogy y en Ande*
Tomo i. 39
302 HISTORIA DB FELIPE II.
lot, del partido de Ginebra, que con nada se contentaban si no que-
daban del todo dominantes.
Fué recibido el daque de Guisa en París como un vencedor en
triunfo, con repique de campanas, salvas de artillería, rodeado de
la muchedumbre frenética de que era el ídolo, que sus proezas en-
salzaban. Quedó como abrumada la reina Catalina bajo el ascen-
diente de su preponderancia. Llegó á pediríe el duque de Guisa una
patente de mariscal de Francia con el nombre en blanco para lle-
narle con el de la persona que mejor le pareciese, con otros mas de
dignidades inferiores. Con el duque de Guisa se entendía todo el
mundo, y en especialidad los embajadores de los príncipes católi-
cos, que se interesaban y protegían su partido.
El duque de Guisa marchó poco después á Orleans á poner el si-
tio de esta plaza. Delante de sus muros le aguardaba el puDal de
un asesino que le hiríó por la espalda mientras se hallaba el de
Guisa ocupado en expugnar sus arrabales. Pasaba Juan Poltrón
por pertenecer á la servidumbre del almirante de Coligny, y aun
acusó á este de haber inflamado el fanatismo del asesino por medio
de agentes que le presentaron la acción como la mas grande y me-
ritoria.
£1 golpe fué mortal; mas el duque no espiró hasta al cabo de
tres dias que empleó en tomar disposiciones, hacer su testamento,
y prepararse á la muerte como buen cristiano.
Fué este asesinato como un trueno para su partido; aun el con-
trario quedó como asombrado. Se levantó inmediatamente el sitio
de Oríeans, y quedaron como suspendidas y paralizadas las hostili-
dades.
Recibió París con un duelo universal los restos del que pocos
dias antes habia sido objeto de tanto regocijo y entusiasmo. Se cu-
brieron de negro todas las iglesias, todas las corporaciones y co-
munidades salieron á recibir su cadáver, y con toda la pompa ima-
ginable en tales casos fué acompañado á la catedral el carro fúne-
bre en todos los templos de la capital. A un mismo tiempo se cele-
braron sus exequias. Era Francisco duque de Guisa un gran perso-
naje, como capitán, como político, sobre todo como hombre de
partido. Nació sin duda para la revolución y convulsiones en que
hizo un papel tan distinguido- Sin su carácter dominante, sos gran-
des aspiraciones y energía acaso no hubiesen llegado las cosas tan
á los extremos; y si las revueltas políticas se encendieron eco el
CAPITULO xxvu. 303
tiempo coD UD furor nuevo, fué tal vez porque dejó un hijo here-^
dero de su audacia y de su genio .
Por el pronto se presentó su muerte como un medio de negocia-
ción para el partido moderado. Era ya un obstáculo menos para
llegar al objeto que tanto apetecía. No era difícil traer á un punto
de conciliación al condestable de Montmorency y al príncipe de
Conde que se hallaban prisioneros. Se les puso en libertad, para
atender mejor á las negociaciones. El grande objeto á que se aspiraba
era la reconciliación de la familia de los Guisas con la del almiran-
te; mas se oponía & ello el proceso que se seguía en el parlamento
de París, sobre el asesinato del duque, en que resultaba objeto de
acusaciones el segundo. Al fin se vencieron mil dificultades; y en
mayo de 1563 se publicó una tregua en que los dos partidos de-
ponían las armas, en que se declaraba & todos buenos franceses,
igualmente leales servidores del rey, y se renovaba el edicto de to-
lerancia del culto calvinista.
Había sido la reina el agente y resorte principal de todas estas
transacciones. Con una mano halagaba á Conde, á Coligny y á los
de su partido, y con la otra & los huérfanos de Guisa. Para dar
estabilidad á los negocios y quitar pretextos de ambición á las fac«
cienes, se habia creído un gran expediente declarar al rey mayor,
apenas entrado en catorce aOos. Mas habia echado el mal raices
demasiado profundas, para que se le curase con semejantes palia-
tivos.
Procedía mas bien la tregua de cansancio y de horror & la guerra
qae del verdadero sentimiento de paz y de concordia. La mas mala
fe reinaba por entrambas partes. Ni los hugonotes podían ser objeto
de amistad para la corte, ni sus jefes mirar sin desconfianza á los
que se mostraban tan condescendientes tan solo por la fuerza de
las circunstancias. El proceso seguido en el parlamento sobre el
asesinato del duque de Guisa, llegó á sobreseerse después de dife-
reotes altercados; mas Coligny era hombre del partido extremo, y
el duque de Guisa había dejado hijos que se le parecían . Era por
otra parte un error el pensar que la reconciliación de las cabezas
de partido produciría concordia entre las masas. No habia llegado
el tiempo de bastante ilustración para que pudiesen existir unidas
dos religiones de una misma creencia, siendo de un carácter de
caito tan diverso. Se mostraban los católicos de París intolerantes
y enemigos encarnizados de los hugonotes como nunca. Los calvi-
304 HISTOBIA DB FELIPE 11.
Distas les pagaban hasta con usura la aDímosídad, y como sabían
que eran los menos, estaban trabajados de inquietudes y temores
de verse un día víctimas de alguna traición ó golpe imprevisto por
parte de sus enemigos. El príncipe de Conde y Coligny recibían á
cada momento noticias de sus secretos planes de exterminio. La in-
tolerancia religiosa, los agravios recibidos, los odios de partido,
todo contribuía á hacer la paz y tregua de menos seguridad que la
hostilidad abierta. El partido moderado procedía con la mayor cir-
cunspección para evitar una ruptura, mas esto mismo probaba lo
eminente que era. A las autoridades de los pueblos donde los hu--
gonotes dominaban se les prescribía que se observasen en toda su
plenitud los tratados existentes y el decreto relativo k tolerancia:
donde eran los menos, se mandaba se procediese con la mayor cir-
cunspección por no ofender la susceptibilidad de los católicos, por
no provocar actos de violencia.
La reina Catalina tan activa y hábil en neutralizar mutuamente
las facciones á fin de no ser dominada por ninguna, que se vela li-
bre del crédito de un hombre tan poderoso como Guisa, natural-
mente propendía á inutilizar en todo lo posible la influencia del prín-
cipe de Conde, del almirante y sus amigos. Y por mucho que S6
quiera suponer que se movia por motivos puramente mundanos y
políticos, algo hay que atribuir á sus creencias religiosas. La re-
gente era católica, sobrina de un pontífice, y en un equilibrio de
otros intereses debía de inclinarse á trabajar en la destruccioD del
calvinismo. El rey de EspaOa, el papa, los príncipes católicos tra-
bajaban de consuno en esta grande obra de la extirpación de la he-
rejía, y para Felipe II fué el gran negocio detodasuexísteacia. Ya
hemos hablado del viaje & Bayona de la reina y del rey de Francia
con objeto de tener una entrevista allí con la corte de España. Hizo
el mismo viaje la reina Isabel, y aunque Felipe no pudo acompa-
fiarla, envió al duque de Alba quien llevaba comisión de hacer sus
veces.
La conferencia tenia un objeto político y nadie lo ignoraba. El
grande objeto era tratar de los medios de echar abajo el caívioismo.
El rey Carlos IX se le mostraba muy contrario. Catalina se habia
echado en brazos del partido católico, y estaba muy agriada por al-
gunos libelos de que había sido objeto por parte de los calvíDistas.
En el viaje habia hecho muchas observaciones sobre el estado del
país, y tomado medidas indirectas para disminuir las fuerzas dda«
CAPITULO XXVII. 305
(eriales y morales de los disidentes. Por donde pasaba la corte se
sQspendian las predicaciones de los calvinistas, y en ninguna parte
dejaba el rey de manifestar £iu horror al ver las croces derribadas,
imágenes motiladas, y demás signos de devastación religiosa por
parte de los calvinistas.
El carácter de este joven prÍQcipe, apenas salido de la infoncia,
se desarrollaba de un modo fatal para el partido calvinista. Lamas
fuerte antipatía se manifestaba en todas sus palabras y hasta en los
gestos mas insignificantes de lá impaciencia con que sufría el decre--
to de la tolerancia actual de que gozaban. Al rey Felipe II mostra-
ba la mas grande deferencia, y de todos sus actos y pasos le daba
la mas exacta cuenta. Sin su madre y el partido moderado del con-
sejo que sofiaba siempre con una amalgama de las dos facciones,
DO hubiese guardado consideración ninguna con los calvinistas.
Fueron estos los consejos que dio el duque de Alba en las con-
ferencias de Bayona. No andarse en contemplaciones ni en tratados
con los hugonotes: acabar con ellos á toda costa aunque valiéndose
del exterminio. Los consejos que daba en Bayona, eran los mismos
que iba á practicar en los Paises-Bajos. £ra la opinión de todos los
católicos celosos, la del pontífice, la del rey de Espafia, de cuantos
veían en los herejes los enemigos de Dios y de los tronos.
A la reina de Francia pareció muy violento y sobre todo suma-
mente peligroso este medio expedito de que hablaba el duque de
Alba. Los calvinistas permanecían organizados y armados como en
tiempo de la guerra. La misma suspicacia en que vivian con res-
pecto á las intenciones de la corte redoblaba su cuidado y vigilan-
cia. A las conferencias de Bayona habían dado toda su importancia;
y los consejos del duque de Alba se los suponían. El príncipe de
Conde á quien acusaba de flojo su partido y hasta de connivencia
en los designios de la corte, se habia vuelto á poner al frente de
los suyos, y representaba sus intereses en cuantas ocasiones se ofre-
cian. Goligny, á quien llamaban el papa de los calvinistas, su her-
mano Andelot y los demás jefes, removían y se preparaban para
naevas luchas. La imprenta producía libelos y sátiras de acusacio-
nes y recriminaciones por una y otra parte, y la reina tatalina no
era la que se llevaba la menor parte en estas producciones de cen-
sura.
El partido moderado trabajaba con mejores intenciones quedefi-
oitívos resultados. En el mismo aoto de íareooncüiacionquepudíe-
306 uisToau be feupe ii.
roQ conseguir entre el cardenal de Lorena y el almirante de Coli-
gny, no quiso dar á este la mano el hijo primogénito del. duque de
Guisa. AI salir de la asamblea dijo al almirante el duque d' Auma-
le otro de los hijos: «¡Coligny! En nada de lo que acaba de pasar
he tomado parte alguna; te desafio á ti y á los tuyos por el asesi-
nato de mi padre, o
Por ambos lados se preparaban á una ruptura de hostilidades.
Los católicos se organizaban en cofradías en defensa de la religión
contra los ataques de los calvinistas. En París revivía la antigua
exaltación y espíritu de intolerancia de que se habian dado ejemplos
tan terribles. Cada dia se daba algún decreto que restringía mas ó
menos las concesiones anteriores hechas & los hugonotes. Se hacían
venir de los cantones católicos suizos 6,000 hombres; y las tropas
del duque de Alba, que á la sazón se dirigía á los Países-Bajos cos-
teando la Francia, se presentaban en la opinión como instrumentos
de los designios de la corte ó mas bien del rey de Espafia, quien
pasaba en la opinión, por director y dueSo de los consejos del de
Francia.
Los calvinistas creyeron en estas circunstancias que no había un
momento que perder, y por vía de precaución tomaron las armas
los primeros. Los nobles dejaron sus castillos y se pusieron en ac-
titud hostil antes que la corte tuviese noticia de sus disposiciones;
tal era el secreto que en sus actos presidia. Su proyecto fué el que
tuvieron en el principio de estas turbulencias cuando la conjuración
de Amboise; apoderarse de la persona del rey y llevársela á su cam-
po. La corte se hallaba entonces en Monceaux sin tener la menor
sospecha del designio. Mas al saberse que se 'acercaba el príncipe
de Conde á la cabeza de cuatrocientos caballos, se determinó tomar
inmediatamente el camino de París, pues en ninguna parte podía
estar el rey mas al abrígo de los hugonotes. Se pusieron en efecto
inmediatamente en marcha, mas como el príncipe seguia la pista,
se acogieron en Meaux los suizos recién llegados, quienes for-
mando el cuadro colocaron en medio & la corte y la condujeron con
toda segundad á París, sin que el príncipe de Conde se atreviese á
hacer ninguna tentativa.
La guerra estaba declarada, y se había vuelto á apelar al fallo
de las armas. La campaSa fué muy breve y no produjo mas que
una batalla; la de San Dionisio, á dos leguas de París, también per-
dida por los calvinistas. Terminó en ella su larga vida de mas de
CAPITULO xxvii. 30*7
80 afios el condestable de Montrnorency, hombre muy leal eo el
par tfdo católico, por principios y carácter; mas no de grande in-
fluencia en los negocios de la corte. Gomo capitán, no dejó gran fa-
ma, mas sí como soldado valiente y experimentado. Era ya dema-
siado viejo para aquella época de violencias en que se necesitaba de
impetuosidad y de tanta dosis de energía. En la corte no faé muy
sentido; en prueba de lo cual atribuyen á la reina regente el dicho
de que tenia que dar gracias al cielo por dos cosas: la primera, por-
que Montmorency habia vengado al rey de sus enemigos: la segun-
da, porque los enemigos la habian libertado de Montmorency. Mas
pasa este dicho por apócrifo.
Las tropas calvinistas se retiraron hacia la frontera de Alemania,
con objeto de recibir los refuerzos que de aquellos países aguarda-
ban. Legaron en efecto, mas su primer paso fué pedir el pago de lo
que se les debia. La caja del ejército hugonote estaba exhausta;
mas lo que solo se ve en guerras de esta clase, todos los individuos
sin exceptuar clase alguna, hasta los ínfimos sirvientes, escotaron
para satisfacer el pago de los alemanes.
Mas la reina habia vuelto á sus sentimientos pacíficos, y la idea
de los horrores de la guerra la asustó de nuevo. Para impedir que
los soldados alemanes pasasen adelante, se trasladó ella misma al
mismo campo de los calvinistas y volvió á abrir el campo de las
negociaciones. Se ajustó entre unos y otros nueva tregua. Se rati-
ficó otra vez el edicto de tolerancia, y se concedió & los hugonotes
lo que pretendieron; mas sin mas garantías que las palabras del
tratado. Es incomprensible que los calvinistas tan suspicaces, que
habian tomado las armas los primeros, se retirasen ahora cada uno
á su casa de un modo tan tranquilo. Mas sin dudase creían los mas
débiles. No era el amor de la paz; era el cansancio, la imposibili-
dad de hacer la guerra, el alma de estos tratados y avenencias.
'« if
CáPÍTtítO XXVÍlí.
Estado (le Inglaterra.— De escocía. —Maria Estuarda.— Su matrimonio con Enriqutí
Damley.— tevid Rizzio.— Asesinato de este.— Asesinato de Enrique Darnley.—
BothwelL— Rapto de la reina por BothwelL— Se casan.— Insurrección.— Vencida
la reina. — Su vuelta á Edimburgo.— Su cautiverio y destronamiento. — Se escapa.
—Vuelta á ser vencida.— Toma asilo en Inglaterra.
Se hallaba & la sazoD en un estado de tranqoilidad Inglaterra,
gobernada por Isabel con casi tanto despotismo como por Eori-
qae VIII , mas con mayor inteligencia. Organizadora de so nneva
iglesia, del que era el jefe y la cabeza, también se mostraba celosa
de su preponderancia y hasta perseguidora de los que se noiovian
fuera de su gremio. Mas conocia demasiado la tendencia del partido
católico de su pais, y sus relaciones con los príncipes de su creen-
cia para no fomentar las disensiones que promovían las controver-
sias religiosas. Asi protegía con armas y dinero á los calvinistas de
Francia, aunque no participaba de sus opiniones , y con el tiempo
extendió la misma mano auxiliadora de los Paises-Bajos. Sabia que
los príncipes de la liga católica la aborrecían de muerte : era natu-
ral que por derecho de defensa propia los tratase de hostilizar por
cuantos medios se hallaban en sus manos.
La misma era su política en Escocia. Aquí, además de sus inte-
reses c«mo reina , mediaba un sentimiento personal , que era el de
su rivalidad con María Estuarda. No se borraba de su memoria que
esta princesa no solamente se consideraba como su heredera , sino
CAPÍTULO XXVIII. 309
que ^abia querido suplantarla. Bajo muchos titules era objeto de
su aversioD, y no dejaba de aprovecharse de cuantos medios se le
podían ofrecer de hacerle dafio. El odio de las dos reinas era mu-
tuo; mas en la época & que aludimos vivían ambas en la mejor in-
teligencia, al menos aparente. La de Escocia habia quitado de sus
armas los blasones de Inglaterra , é Isabel parecía haber dado al
olvido de sus agravios.
La situación de la reina de Escocia era singular y acaso única«
Nacida y criada en la religión católica, educada por los Guisas , de
cuyas máximas participaba, iniciada en todos los planes de acabar
con la herejía, gobernaba un pais donde la misa que mandaba decir
en su oratorio era objeto de censura y hasta de esc&ndalo. Y no
solamente se declamaba contra su religión de lo alto de los pulpi-
tos, sino que los ministros mas celosos creían de su deber el pasar
& su palacio á convertirla. Diferentes conferencias tuvo sobre el
particular con el célebre Juan Knox, quien no ahorraba ni lo vehe-
mente de la exhortación ni lo duro de las expresiones. Mas la reina
se mostraba indócil, y no cambió de religión á pesar del celo de
tantos misioneros ; desaire que no le perdonaron nunca, y que in-
fluyó en sus destinos mucho mas de lo que ella misma imaginaba.
Era inaugurar su reinado de una manera extraordinaria, y aun-*
que sin duda no le faltaba capacidad en materias de gobierno , se
podía presagiar las veces que en mar tan borrascoso perdería sus
rumbos. Sus mismas cualidades personales presentaban un grande
embarazo para gobernar un pais que se hallaba en aquellas cir-
cunstancias. Todos los historiadores de aquel tiempo están acordes
en dar grandes elogios á su hermosura, á su gracia, á las brillantes
prendas que la distinguían, á su gusto por la literatura de su tiem-
po, por las nobles artes , sobre todo por la música , y hasta á los
dotes de su entendimiento. Se concibe cuántos disgustos la dieron
alguna de estas cualidades, sobre todo en sus verdes afios , las ri-
validades á que darían lugar , no siendo la menos peligrosa la que
excitaba sin duda en el corazón de la reina su vecina. 4
Viada María en la flor de su juventud, natural era que pensase
en contraer segundas nupcias. A pesar de las intrigas de Isabel que
aparentó tomar grande interés en el asunto, y que indicaba varios
novios con el designio de que María se quedase sin ninguno, se fijó
esta en la persona de Enrique Darnley de su misma edad y familia,
paes descendía de una rama colateral de los Estuardos. Fué este
Tomo i. 40
310 HISTORU D& F£L1P£ 11.
enlace sumamente desgraciado, y el primer eslabón de todos Igs in-
fortunios de María. Era Enrique tan hermoso y agraciado de figu-
ra, como falto de capacidad y buen carácter. La reina le colmaba
de bondades, y se habia esforzado todo lo posible para adornar su
título de rey que habia adquirido por su matrimonio de todo el es^
plendor que le hiciera respetable. Mas sea que el príncipe tuviese
esto por insuficiente, sea que aspirase á manejar las riendas del es*
tado, sea por efecto de su mal carácter, se mostró ingrato á las
atenciones de la reina, y no la trataba con aquellas atenciones y ob-
sequio que su superior rango requería. María era de carácter bas-
tante fuerte para tolerarlo con dulzura, y como sucede en seme-
jantes casos subió de punto la amargura del resentimiento mutuo,
por faltar la prudencia de ambas partes; hubo momentos de recon-
ciliación y vuelta de ternura; mas el mal carácter de Damley, alli-
vo, presuntuoso, prevalecía siempre en tales altercados. La reina
era reina, y al fin se cansó de la sociedad de un hombre que ni le
mostraba cariño como á mujer, ni respeto como á reina.
Tal vez habria mas causas para esta clase de ruptura. Es impo-
sible penetrar ni registrar bien el laberinto de intrigas, de chismes,
de embustes que por lo regular pululan en las cortes. El marido
era de poco entendimiento, suspicaz, violento; la mujer era reina,
llena de gracias y hermosura, no muy reservada en las palabras ni
circunspecta en obras que se podían traducir siniestramente.
Darnley que se veía privado de su confianza, que no estaba ya en
su intimidad, concibió sospechas de tener un rival, y estas recaye-
ron en un extranjero llamado David Rizzio.
Era este David Rizzio un italiano que habia llevado en su comi-
tiva un embajador á Escocia. Poseía entre otras habilidades la de
buen músico, y en esta capacidad se había hecho distinguir eo al-
gunos conciertos dados á presencia de María. Habiendo agradado y
considerándosele útil para los conciertos privados que se daban en
la habitación de esta princesa, pasó á la marcha del embajador á
su servicio. Gomo además de su habilidad en la música poseía al-
gunas lenguas extranjeras, le hizo María su secretario particnlar
para su correspondencia con Francia y otras partes. Le daba este
cargo de confianza ocasiones de entrar frecuentemente en el despa-
cho de la reina, quien le trataba con cierta familiaridad creyéndolo
tal vez de poca consecuencia; mas algunas cortesanos llevabaa esto
muy á mal y se indignaban de ver á este extranjero de baja ex-
MARÍA STUARLO
CAPITULO XX vin. 311
traceion llevar pliegos á la firma de la reina. Otros solicitaban sa
fovor con motivos de pretensiones que tenían en la corte, y el ita-
liano hizo algana fortuna con los presentes que su valimiento y
servicios producían.
Algunos advirtieron prudentemente á la reina de las murmura-
ciones á que daba lugar esta privanza, y de los peligros á que al
mismo interesado le exponía; mas la reina contestó que no trataba
á Rizzio con mas familiaridad que al secretario su antecesor, y que
era duefia de tratar con alguna distinción al que útilmente la ser-
via. Mas cualquiera que fuese la ligereza de la reina en conducirse
y expresarse asi, ninguno concebía sospechas sobre la naturaleza
de sus relaciones, ni la edad, figura y dem&s cualidades personales
de Rizzio daban lugar á suponer posibles tan bajas inclinaciones
en María.
Del favor de este mismo Rizzio se había valido Darnley en el
tiempo de sus obsequios á la reina, como de una persona que tenia
medios y ocasión de hacer su mérito recomendable. Se interesó en
efecto el italiano por el joven pretendiente, lo que prueba que se-
mejantes sospechas no existían. Para los que mas censuraban, era
un favor mal colocado, una privanza de que el extranjero no era
digno.
De este Rizzio concibió al fin sospechas el joven rey en su des-
pecho, teniéndole por un rival favorecido. Otros motivos además
incendiaban la llama de su resentimiento. Gomo Rizzio había fa-
vorecido y recomendado las pretensiones de Darnley, se había atre-
vido alguna vez á afearle, aunque en términos respetuosos, su con-
ducta hada la reina. Para estos motivos y por sospechas de influir
María para que no le hiciese partícipe de la autoridad real á que el
principe aspiraba mortificado de llevar un vano título de rey, con-
cibió contra el iteiíano un odio mortal que tuvo los mas funestos
resultados.
Comunicó Darnley á sus mas íntimos amigos los motivos de sus
sospechas y resentimientos. Habiendo tomado todos interés en su
elevación, y mirándolo como hechura de su parcialidad, mediteron
proyectos de venganza. El resultedo de la deliberación fué el pro-
yecto de asesinar á Rizzio. Pensaron unos en que fuese en su casa,
otros á la salida de palacio. Mas el príncipe declaró que no se daría
por vengado suficientemente, sí esto no tenia lugar á vista y pre-
sencia de la misma reina. Así se acordó por todos. Tal era todavía
31S HISTORIA DB FELIPE IL
la ferocidad de aquellos tiempos, y la brutal estupidez de Daruley,
que DO tuyo reparó en ofrecer este espectácula & su esposa emba^
razada de seis meses.
El 9 de marzo do 1566 se hallaba la reioa cenando en un pe^
quefio retrete próximo á su alcoba, con Rizzío, la duquesa de
Argyle y dos ó tres personas mas, cuando sin pasar recado se pi«-
sentó de repente Darnley sin saludar k nadie, clavando con feroci-
dad sus ojos en el italiano. Le seguia el lord Ruth ven que acababa
de levantarse de la cama donde estaba enfermo, y otras pocas per-
sonas mas, pero todas con armas. <xDeja ese sitio de que no eres
digno, 10 dijo Ruthven encarándose al pobre Rizzio que en aquel apuro
imploró el favor y protección de la reina asiéndola de la falda del
vestido, mas Darnley le separó de su lado con violencia. Entonces
se echaron sobre él los conjurados. Guillermo Douglas le dio allí
mismo una estocada con su daga; mas arrastrándole en seguida á
uo cuarto inmediato, le dejaron cadáver con cincuenta y cinco pu-
ñaladas. En vano interpuso la reina sus llantos, sus ruegos y sus
gritos. Guando vio que eran inútiles recobró su semblante sereno,
y les dijo: ya no tengo que pensar mas que en venganza. El conde
de Mor ton que por su destino debia velar por la seguridad, habia
colocado una guardia de 160 hombres á la puerta del castillo, para
poner á los asesinos al abrigo de cualquier peligro.
La reina se salió inmediatamente de Edimburgo y se dirigió á
Dumbar, donde se reunió con algunos fieles servidores, con cuyo
auxilio levantó un ejército de 8,000 hombres mas que suficiente
para sujetar á los asesinos de Rizzio y á sus cómplices. Se vio esta
facción abandonada desde los principios por el mismo Darnley que
arrepentido de su acción tuvo la debilidad de volverse al lado de la
reina. Los demás viéndose perdidos se dirigieron á las fronteras de
Inglaterra. En el camino se encontraron con los condes de Murray,
de Argyle, y demás desterrados en este último pais que confiados
en la conspiración contra Rizzio se volvian á Escocia.
La reina, por no verse con tantos enemigos, perdonó al conde
de Murray y sus compaKeros con la condición que se hablan de se-
parar de los intereses de Morton y ios suyos. Esta proposición sur-
tió sus efectos, y así, mientras Murray y sus amigos volvian desús
destierros, pasaban los cómplices del asesinato de Rizzio á ocupar
los puestos que dejaban los primeros.
La reina y su hermano el conde de Murray tuvieron una eotre^
CAPITULO XXVIU. 313
*vis(a en la qae con todas las maestras de cordialidad y de carifio se
dieron mutaamente explicaciones y hasta derramaron lágrimas. No
habian nacido ambos para odiarse, para pertenecer á dos distintos
bandos; mas en aquella época de intrigas y revueltas, á cada uno
arrastraban pasiones é intereses del momento. Murray era ambi-
cioso y dominante: la reina, aunque no de capacidad, carecía mu-*
chas veces de prudencia.
Hasta entonces habia incurrido muchas veces María Estuarda en
la censura pública por la ligereza de su carácter, poca circunspec-
ción en sus palabras, y ninguna reserva y detenimiento en muchos
de sus actos. Católica, y con tan estrechas relaciones con los prín-
cipes católicos, era un objeto de prevención y hasta de horror á los
ojos de los rígidos presbiterianos. Mujer hermosa, llena de gracias
y atractivos, debía de ser blanco de envidia y rivalidades. Mas ha-
bían respetado generalmente todos su reputación, y pasado sin
mancha de criminalidad , sus conexiones. En adelante fueron las
censuras de otra clase; y sí no hubo pruebas bastante positivas y
evidentes para condenar, tratándose de absolver, faltó hasta el
apoyo débil de las probabilidades.
Hizo la reina firmar á Darnley un documento público en el que
aparecía no haber tenido parte en el asesinato de Rizzio, rasgo de
debilidad que aumentó el descrédito de que era objeto. El proceso
del asesinato continuaba. De siete procesados, solo perecieron dos
en un suplicio. Se supone que no pasó adelante el rigor, porque
muchos acusados se excusaban con la connivencia del rey, y alega-
ban sus mismas órdenes para la consumación del acto.
Quedaron bajo el mismo pié las relaciones del rey y de la reina
que al principio. Se acercaron uno á otro , mas sin verdadera re-
conciliación, ni muestras de pura simpatía. Siguieron las mismas
quejas, las mismas acriminaciones; por parte de Darnley, por ser
objeto de poca consideración; por la de la reina, por no serlo de
atenciones y respeto. Las grandes quejas del esposo consistían, en
que no se le daba participación en el poder , para el que los parti-
darios de María alegaban no tenía capacidad de clase alguna. Es
muy difícil averiguar de qué parte está la razón, y dónde el agra-
vio, tratándose de disensiones de un género tan delicado. Es pro-
bable que la falta fuese de ambos. La presunción, la incapacidad
y carácter violento de Darnley no eran objeto de duda para nadie.
Se puede sospechar en vista de lo que ocurrió después, que la poca
314 HISTOUA DE FELIPE O.
pradencia de la reina díó pábulo y nuevo realce á estos defeetos/
De todos modos es un hecho que vivían como separados, y que ni
aun el nacimiento del príncipe que se verificó dos meses después
del famoso asesinato, restableció las relaciones de amistad entre los
dos esposos.
El rey, viéndose sin ninguna consideración y tan decaído en A
concepto público, trató de abandonar la Escocia y de trasladarse
al continente; mas trataron de disuadirle de este proyecto sus pa-
rientes, y la misma reina no quiso permitirlo, conociendo que iba
á imprimir una mancha en su reputación, y que podia hacer du-
dar de la legitimidad del príncipe. Se quedó Darnley en Escocia,
por su desgracia, sin que el mismo hecho de renunciar á su pro-
yecto hubiese producido cambio alguno en el estado de sus relacio-
ne» con la reina.
Apareció entonces sobre el horizonte de la corto un nuevo favo-
rito de María, mas de clase muy diversa de la del músico italiano.
£1 conde de Bothwell era católico, habia tomado el partido de María
de Guisa en los disturbios anteriores, y presentándose siempre al
lado de su hija en todas sus reyertas con los nobles. Era hombre
ambicioso, altivo y arrogante, de costumbres licenciosas, muy pro-
pio para jefe de parcialidad, objeto para algunos de favor; para mu-
chos mas» de envidia y odio. Se hallaba entre ellos el conde de Mur-
ray, quien lo hizo desterrar acusándolo de haber querido asesinar-
le; mas se le alzó el destierro cuando salió del mismo modo el con-
de de Murray por haber incurrido en el odio de la reina. Conservó
siempre Bothwell sus sentimientos de fidelidad á María; cuando el
asesinato de Rizzio, la acompasó en su fuga de Edimburgo, y la
ayudó á levantar el ejército con que echó del reino al conde de Mor-
ton y ásus cómplices. Correspondía la reina á estos servicios de celo
y de fidelidad, y en su tratado con el conde de Murray, estipuló
como una condición que su hermano i)0 habia de volver á perseguir
judicialmente á Bothwell por intención de asesinato, á lo que acce-
dió aquel con aquella mala fe que caracterizaba todas estas transac-
ciones.
El conde de Bothwell fué nombrado gobernador del castillo de
Dumbar, y del Hermitaje en Liddísdale, dos puestos que por su lo-
calidad se consideraban entonces de muchísima importancia. En-
tonces fué cuando apareció muy alto en el favor de la reina, y los
enemigos de esta comenzaron á acusarla de sus relaciones crimina-
CAPÍTULO XXVIIL 315
les con su nuevo favorito. Comenzaba en la corte y ann en todo el
reino á suscitarse contra ella una terrible tempestad que provocaba
su fatalidad ó la imprudencia de sus consejeros. La reina de Ingla-
terra, la mas poderosa é implacable de todos sos rivales, no era la
que menos atizaba esta tea de suspicacia y de discordia. A tal pun-
to llevaba su animosidad contra María, que manifestó la mayor pe-
sadumbre cuando supo que habia dado á luz un hijo. Era extralio
que Isabel, que no se casaba porque no entraba en sus designios,
se hubiese mostrado tan contraria al matrimonio de la reina de Es^
cocia, y que tuviese tanta envidia á su fecundidad cuando estaba en
su mano el imitarla; mas tales son las contradicciones de la especie
humana. Una de las cosas que mas odiaba la reina de Inglaterra era
que le hablasen de herederos, y el saber que los tenia. Lo era la
reina de Escocía; también lo era, y aun en un grado mas inmedia-
to, su marido. Reunía el recien nacido los derechos del padre y de
la madre. En efecto, fué heredero de.Isabel, habiendo subido al tro-
no de Inglaterra con el nombre de Jacobo 1, á su fallecimiento.
Pero el mayor enemigo de María era ella misma: eran su ligero-^
za, su indiscreción, el ningún conocimiento de su propia situacioii
como mujer y como reioa. Si sus relaciones con Bothwell no eraa
criminales, todas las apariencias deponían contra ella. En su cua-
lidad de gobernador del Hermitaje, era la obligación del favorito re-
correr el valle de Liddisdale donde varios foragidos se abrigaban.
Sucedió que en una de estas excursiones entró Bothwell en comba-
te personal con uno de ellos, de cuyas resultas fué herido, habien^
do tenido al mismo tiempo la suerte de matar á su adversario. Lle-^
gó la noticia á oídos de la reina que se hallaba á la sazón ó estaba
para llegar á Jedburgo distante del castillo del Hermitaje como unas
veinte millas (cinco leguas espafiolas). Pasó la reina á caballo 4 ví<-
sitar á Bothwell, que se hallaba en cama de resultas de su herida.
Fué mirado este favor como una muestra positiva de la naturaleza
de sos relaciones con el conde. Alegaban los partidarios de María
que la vista no habia sido precipitada; que habían mediado mas de
ocho días entre la noticia recibida y dicho viaje; que la reina se ha-^
bia vuelto en el mismo día sin hacer mansión alguna, con otras cir-
cunstancias atenuantes; mas aun cuando pudiesen entonces disipar
algunas impresiones, cada vez las fortificaban, igualándolas con la
certidumbre los mismos acontecimientos.
La reina cayó enferma entonces de la fatiga, según algunos, de
316 HISTORU DE FELira l\.
aqael viaje. Darnley, que se presentó á visitarla, faé (an fríamente
recibido que tuvo que volverse al dia siguiente. Con esto no baciaD
mas que agravarse las sospecbas. De la mala inteligencia en que vi-
vían, cada momento se veian testimonios nuevos. Los mismos confl-
dentes de la reina estaban tan persuadidos de ello, que le propusie-
ron el proyecto de un divorcio, y á la cabeza de este plan se ba-
ilaba Bothwell; mas á la reina repugnaba dar un paso que seria
perjudicial á la legitimidad de su bijo, por lo cual fué necesario re-
nunciar á la medida. Entonces recurrió el favorito al plan del ase-
sinato.
La reina, que tan implacable se babia mostrado contra el conde
Morton y demás cómplices en el asesinato de David Rizzio, los
perdonó á todos, á excepción de Douglas, que le babia dado la pri-
mera pufialada, y de resultas de este acto de indulgencia volvieron
á Edimburgo. Se dio este paso por sugestiones del mismo fiotbwell,
quien se estrechó con Morton á pesar de sus antiguos odios. Con
él trató de sus planes de asesinar al esposo de la reina, como lo
confesó el mismo Morton ¿ la bora de su muerte, aunque negando
que bubiese tenido parte alguna en la perpetración de semejante
alevosía.
Mientras tanto se celebró con toda solemnidad en Edimburgo el
bautizo del príncipe de Escocia. Se presentó en la ceremonia el ol-
vidado y ya oscurecido esposo de la reina, sin que nadie biciese ca-
so de él, y después de permanecer algunos dias sin tomar parte en
los festejos se marcbó á Glasgow, á casa del conde de Lenno, su
padre, donde cayó enfermo de viruelas. Guando lo supo la reina pa-
só á bacerle una visita. Los dos esposos tuvieron una entrevista
bastante afectuosa y dieron muestras de reconciliarse. Muy poco
después dejaron juntos á Glasgow y se dirigieron á Edimburgo. Mas
á Darnley no se dio babitacion en el castillo por temor de que con
sus viruelas infestase al príncipe. Se alojó pues en los arrabales de
Edimburgo en una casa aislada llamada Eiok of tbe Field, adonde
la reina iba casi diariamente á visitarle, y á veces á pasar allí la no-
che entera.
En una de enero de 1567 pasó en su habitación hasta las diez^
y se retiró á palacio con objeto de asistir á un baile de máscaras
que se daba para celebrar las bodas de una de sus damas. Pasada
media noche entró Bothwell con llaves falsas en Kirk of tbe Field y
puso fuego á una mecha que conducía á una porción de pólvora co-
GAPmiLO XX VIH, 317
locada debajo de la habítacioD del priocipe. Hecho esto, se salió
afdera obs^vando desde alguna distancia el progreso de la opera-
ción, y aguardó á cada momento el resaltado/ Retardándose este
mas que su impaciencia permitía y temiendo que se hubiese apa--
gado sin hacer efecto, envió á uno de sus confidentes para que de
nuevo la encendiese; mas este volvió pronto diciendo que no se ha-
bía apagado y continuaba su camino hacía la pólvora. A las tres de
la maOana una violenta detonación anunció á Bothwell que su obra
estaba consumada. El cadáver de Darniey apareció medio quemado
á cincuenta pasos de Kirk of the Field, convertido en un montón de
ruinas.
Hi20 una profunda impresión este asesinato en los ánimos del pú-*
iSko. No era popular Darniey; mas causó lástima y compasión su
suerte desgraciada. Nadie dudaba de quién era el verdadero autor;
may pocos dejaban de tener por cómplice á la reina. La circunstan-
cia de haber ido á verte á Glasgow, de haberle traído á Edimburgo,
de haberle dado por habitación una casa solitaria, la de haberle de-
jado solo tres horas uites de consumarse el acto, y sobre todo el fa-
vor siempre en aumento de que gozaba el asesino, eran todos car-
gos agravantes. A todos se presentaba con todos los colores de la
falsedad una reconciliacicm tan súbita después de un desvío tan con^
tiBoado y una ruptura casi pública.
La reina, acostumbrada en todas ocasbnes á salir airosa, cuan«*
doM resistía abiertamente á su autoridad, no pudo resistir á este
torrente de clamor que se alzaba en todas partes. En las calles, en
las plazas se hablaba del asesinato; en todas las esquinas amane-
cian pasquines pidiendo venganza contra el asesino. El conde de Le-
Dox, padre del príncipe difunto, se presentó con toda solemnidad á
la reina pidiendo justicia contra el oonde de Bothwell, acusado pú-
blicamente de ser asesino de su hijo.
Mandó en efecto María que se hiciese causa á Bothwell y se ins-
troyese su proceso. Mas con escándalo del público, se suprimieron
formalidades necesarias á la averiguación del crimen, ni se tuvieron
en cuenta las reclamaciones del conde acusador* que pedia el tiempo
necesario para presentar el lleno de sus pruebas. Guando llegó el día
de la vista de la causa se presentó el acusado en el tribunal, armado,
rodeado de todos sus amigos en la misma finrma, mas en la actitud
de un hottbre que vaálnspirar temor, que á recibir una sentoicía.
Socedle lo que todo el mando piereia. Ú conde saüó absnelto.
Tomo i. 41
318 HISTOBIA DK TBUPB H.
Lo que redobló el escándalo, fué el ver qae la reina en nadadis*
miDQÍa sus muestras de favor h&cia Bothwell, á pesar de la horrible
acusación de que era objeto. A los cargos que ya ejercía le afiadió el
de gobernador del mismo castillo de Edimburgo. A los dos dias de
haberse terminado su proceso se le vio acompaDar en público fc la
reina, que iba al parlamento llevando su cetro delante con toda ce*
remonia. En el seno del parlamento confirmó María los favores que
le había hecho, y cargos con que le habia revestido, lo mismo qae
los demás nobles amigos y valedores de su favorito.
Elevado Bothwell á la cumbre del favor, no le faltaba para coro*
nar la obra mas que la mano de la reina. Los medios de que se va-
lió para conseguirlo fueron tan extraordinarios y tan originales, que
parecerían una ficción, si no fuesen un hecho en que convienen to-
dos los historiadores de la época, tanto de un partido, como de
otro, tanto amigos como enemigos de María.
El primer paso de Bothwell fué convidar á sus principales ami*
gos á un banquete, que fué celebrado en una fonda ó taberna, co-
mo en aquel tiempo se llamaba. Allí les manifestó sus intenciones de
casarse con la reina, y les suplicó como mejor medio de llevarlo i
efecto que firmasen un papel que sacó del bolsillo, ya extendido, en
que le declaraban libre de toda culpabilidad en el asesinato de Dam-
ley, y suplicaban á la reina que en caso de que pensase pasar á se-
gundas nupcias con un subdito, era el conde de Bothwell el mejor
partido deseable para ella. Los amigos de este se comprometían ade-
más á servirle en este matrimonio con todos sus medios y posibles.
Los que estaban ya hablados accedieron al instante sin poner obs-
táculos. Los demás, arrastrados por su ejemplo tampoco hicieron ob-
jeción alguna. Fué firmado el papel por ocho obispos, nueve condes
y siete lores. Entre los nombres se contaba el conde de Morton, cir-
cunstancia muy notable por lo que pasó mas adelante.
Seguro Bothwell del apoyo de un partido fuerte, se puso á la ca-
beza de mil hombres de á caballo que reunió con pretexto de hacer
una visita á las fronteras, y con esta fuerza se apoderó de la persona
de la reina, á la sazón que esta se movia de Stirlíng tomando la
vuelta de Edimburgo. Los que seguían á Bothwell dieron á entender
á los de la reina que se hacía esta violencia con su consentímiento;
los otros, que adoptaron esta suposición, no hicieron ninguna resis-
tencia. La reina misma aparentando ceder á la ley de la necesidad,
permaneció pasiva, y se dejó conducir prisionera sin oposición de
capítulo xxvui. 819
nadie, atravesando lo mas florecieDte y poblado de sos dominios hasta
el castillo de Dumbar, donde mandaba el conde.
Con asombro y en silencio, se supo la noticia de un rapto tan ex-
traordinario, aguardando todos con ansiedad el desenlace de este dra-
ma. Ninguno se alzó ni tomó armas en defensa de la reina, porque
generalmente se supuso que habia habido de su parte connivencia
en el atentado de su favorito. Lamentaron sus amigos y partidarios
tan funesta ceguedad, mientras sus enemigos la contemplaban con
satisfacción haciendo cada vez mas progresos por la senda del des-
crédito. Era en efecto imposible para la reina de Escocia dar contra
si misma mas terribles armas.
A los doce dias de su confinamiento en el castillo de Dumbar, fué
puesta la reina de Escocia en libertad sin compulsión de parte al-
guna, por el mismo Bothwell, quien la condujo al castillo de Edim-
burgo. El primer uso que hizo María de su nuevo estado, fué declarar
& la nación que aunque no podia menos de excitar su descontento la
violencia ejercida contra ella por el conde de Bothwell, sin embargo,
en atención á sus muchos servicios, era su intención no solo perdo-
narle sino ponerle mas alto todavía. En efecto cumplió su palabra,
nombrándole de allí á pocos dias duque de las Oreadas, y casándose
con él públicamente en mayo de 1567.
Asi se casó María Estuarda con el que pasaba por asesino de so
primer esposo. Solo una de aquellas pasiones desenfrenadas que sub-
yugan completamente la razón ó un sentimiento de desprecio por su
propia honra ó una inconcebible ligereza de carácter, pudiera arras-
trarla á dar un paso que labró para ella tantas desventuras. Sus
partidarios la disculpaban, diciendo que dado ya el escándalo de su
rapto por Bothwell , ya no le quedada otro medio de lavar la man-
cha que darle el titulo de esposo. Mas por enemigos, y aun por hom-
bres imparciales, se consideró este matrimonio como una prueba
irrefragable de su complicidad en el asesinato de su primer marido.
Y lo que acababa de dar al asunto todo, el feo colorido que podia
hacerle completamente odioso, era que Bothwell tenia mujer legítima
cuando estaba dando pasos para casarse con la reina, y que su sen-
tencia de divorcio se pronunció unos pocos dias antes de su nuevo
enlace.
Lo que hubo de extrafio en todas estas ocurrencias es que no cau-
saron por entonces ni conmociones ni ruidos. Todos las contempla-
ron en silencio: los amigos de la reina, afligidos sin duda de sus des-*-
810 HISTOUA m FSLIPE II.
aciertos; los enemigos gozándose tal vez en verla despenarse, para
darle después golpes mas seguros. Es posible que en esto hubiese
algún plan, meditado de antemano, y que entrase en él la reina de
Inglaterra. Lo cierto es que los que mas adelante se alzaron en con-
tra no dijeron una palabra ni dieron paso alguno para impedir el
matrimonio. El conde de Morton, que se mostró de los mas acérrí*
mos enemigos de María, fué uno de los que firmaron en el que se
prometía á Botbwell toda especie de auxilio para llevar adelante el
proyecto de su enlace.
El primero que castigó á María Estuarda por su imprudencia cri-
minal fué el mismo Bothweil con sus maneras duras y poco delica-
das. Darnley era un joven imperioso, altivo, de mala educación; mas
Bothweil se hacia poco agradable además por sus vicios, por la di-
solución de sus costumbres. Desde un principio aspiró á poner en-
teramente bajo su tutela al joven príncipe, y esto llegó á excitar las
sospechas de María, que temió por la libertad y la vida de su hijo.
Bothweil, que encontró en ella una oposición á sus designios, la tra-
taba con tal aspereza y con expresiones tan marcadas con el sello de
la ingratitud, que algunas veces se le oyó decir estaba para darse á
sí misma de puQaladas, ó echarse en un pozo de despecho.
Al disgusto, á la indignación pública que habia excitado el ma-
trimonio de la reina se afiadieron los rumores del peligro que en ma-
nos de Bothweil el príncipe corría. La indignación llegó á lo sumo.
Varios nobles corrieron á las armas, entre ellos Morton, y juntaron
un cuerpo considerable de tropas, con el que tomaron el camino de
Edimburgo. Llegó la noticia de la insurrección á María, hallándose
celebrando un banquete con Bothweil en el castillo de Borthwick,
cerca de la capital, y poniéndose ambos inmediatamente en marcha
llegaron con dificultad al castillo de Dumbar, donde la reina convocó
tropas para deshacer á los rebeldes. Muchos acudieron á la bandera
real, mas sin el entusiasmo y la buena voluntod que en otras oca-
siones; tan impopular se habia hecho María de resultas de so nuevo
matrimonio.
Los confederados marcharon hacia Dumbar, y cuando la reina sa-
lió á su encuentro en Gaberry-Hill les presentó batalla. El embaja-
dor francés que se hallaba presente, consiguió que no vinieseA á las
manos antes de entrar en algunas conferencias. La reina, tan ani-
mosa en otros lances de la misma especie, desmayó en esta ocasioD
al observar la repugnancia con que sus tropas se preparaban al com-
CAPÍTULO XXVUL Stl
bate. Habiéiidosele hecho ver y prometido qae los rebeldes yolverian
á SQ deber con tal que se separase de Bothwell, perdió este el áni-
mo á sa vez, y en aquel momento se despidió de la reina para siem-
pre. En efecto no volvieron mas á verse. Después de pasar á las
Oreadas, y dedicarse en las costas de la Noruega á empresas de ilí-
cito comercio, fué Bothwell cogido y encerrado en la fortaleza de
Malmoe, dónde murió al cabo de diez aDos de confinamiento.
Mas la reina de Escocia, que se había entregado y depuesto las
armas bajo condiciones, en lagar de verse obedecida y respetada del
ejército, fué en él objeto de clamores, blanco de duras palabras, y
hasta de gestos de amenaza. Mas cruel escena la aguardaba en
Edimburgo, donde la muchedumbre la abrumó con clamores, con
palabras injuriosas, con todos los gritos y denuestos que produce
el desenfreno de la plebe. Fué preciso que la fuerza armada la de-
fendiese de insultos ulteriores. Llevaban delante de ella desplegada
una bandera donde estaba representado el asesinato de Damley, y
á su lado arrodillado el principe pidiendo al cielo por su padre.
Mientras tanto los lores de la confederación enviaron presa á la
reina al castillo de Lochleven, y mientras se tomaba una resolución
definitiva, crearon una junta de gobierno.
Los partidarios de la reina alegaban que no eran estas las con-
diciones con las que se habia entregado María en Carberry-Hill, y
que una vez separada de Bothwell, se debían volver las riendas del
gobierno. Mas los contrarios replicaban que María habia faltado á
su palabra de romper con Bothwell para siempre , puesto que le
habia escrito después prometiéndole tomar parte en su fortuna. Los
lores comisionados se hallaban muy comprometidos y demasiado
empeñados en el lance para no llevarle á cabo , y coger completo
el fruto de su triunfo. Ninguna seguridad tenian por otra parte que
esperar si la reina volvía al ejercicio de su libertad, y al contrarío
mucho que temer de su resentimiento. Consumaron, pues, la obra,
oUigando á la reina á renunciar & la corona á favor de su hijo, de-
biendo de nombrarse un regente para administrar los negocios en
su minoría.
Becayó el nombramiento de este cargo importante en la persona
del conde de Murray, hermano de la reina. Desde el asesinato de
Damley se habia ausentado del país , y viajaba por Inglaterra y
Francia. Al saber la noticia, regresó con toda brevedad á Escocia,
donde tomó las riendas del gobierno y se hizo duefio del castillo de
822 msTOUA DB rum n.
Edimburgo. El parlamento ratificó muy poco después la subida del
prÍDcipe al trono , y en la persona del conde , el cargo de regente.
Fué para María de Escocia una especie de consuelo que recaye-
se la regencia en su hermano, que no se hallaba con los lores coo-
federados en Garberry-Hill, y en cuya gratitud y antiguo afecto te-
nia puestas algunas esperanzas. Mas el conde de Murray, ambi-
cioso y adicto á su partido , se mostró adverso á los adherentes de
la reina. Permanecía esta mientras tanto cautiva en el castillo de
Lochleven, situado en medio del lago Leven, como lo indica la pa-
labra. Esta circunstancia y la de ser duefio del castillo sir Jacobo
Douglas^ cuya madre era la misma que la de Murray, daba la ma-
yor confianza acerca de la segura custodia de la reina. Mas nada
resistía á su hermosura y á sus gracias. Prendado de ellas un her-
mano del mismo Douglas que mandaba á la sazón la fortaleza, pen-
saba «n proporcionar los medios de su fuga, cuando descubierta la
trama fué echado del castillo.
Permaneció este Douglas algunos dias disfrazado del otro lado del
lago, pensando en los medios de libertar á María, que probó en efecto
á escaparse por su dirección, cuando por una casualidad falló la
empresa. Mas otro Douglas pariente de los otros que habitaba en
el castillo, quizás movido por los mismos sentimientos, tuvo la ma-
fia de sustraer las llaves del castillo, con las cuales se evadió la
reina, llegando felizmente á la otra orilla donde la esperaban alga-
nos partidarios. Inmediatamante fué conducida á Hamilton; donde
sus parciales alistaron gente y se confederaron para defenderla. Fir-
maron el documento nueve condes, otros tantos lores y muchas per-
sonas de grande conveniencia.
Colocando estos fieles partidarios á la reina en medio de sus ba-
tallones, se movieron hacia Dumbar con objeto de depositarla en
aquella fortaleza, y marchar después en busca del regente; mas este
que supo moverse con rapidez, salió de Glasgow á la cabeza de un
ejército inferior con objeto de interceptar la marcha de los confe-
derados h&cia el Norte. Al aproximarse los dos ejércitos, se apresu-
ró j»tda una de sus vanguardias á apoderarse del pueblo de Langsi-
de, como de una favorable posición tratándose de una batalla. Se
encontraron los dos cuerpos y se batieron con sus lanzas y picas
con gran furia. Mientras se hallaban así empefiados, se destacó por
la derecha Morton y cargó sobre el flanco de los hamiltones, lo que
decidió la batalla, quedando desordenadas y en seguida rotas las
CAPITULO xxvni. 3Í3
tropas de María. Huyó la reina por espacio de sesenta millas sin
detenerse nn punto hasta la abadía de Damdreman en Galloway.
Asi llegó la reina de Escocia perseguida por sus subditos hasta
la frontera de Inglaterra. No le quedaba ya mas recurso que pasar
al otro reino, ó huir como un proscrito al través del suyo propio en
busca de un asilo. Se inclinaban sus consejeros á este último extre-
mo como el mas seguro, aunque con tantas apariencias de ex-
puesto y peligroso. Prefirió la reina el primero, sea por cansancio
material y desmayo de ánimo, sea con la ilusión de hallar en la rei-
na Isabel al menos simpatía por sus padecimientos. Fué el último acto
de libertad que ejerció esta princesa desgraciada. María pasó en efecto
la frontera, donde vio tomados de antemano todos los preparativos
para recibiría con obsequio. Mas aunque la reina tenia tantos motivos
de conocer el carácter de Isabel, estaba muy lejos de presumir á
dónde la conducia un camino que tan lleno de flores se le presen-
taba.
CAPITULO XXIX*
Estado de los Paises-Bajos.— Torcida política del Rey de España.— Descontento gene-
ral.^La princesa gobernadora — ^EI cardenal Granvela ^El principe de Orange.-*
El conde de Egmont ^El conde de Hom.— Situación de los partidos. — Conflictos.
— ^Mensajes y cartas al Rey — ^Acusaciones contra Granvela.— Salida de este de los
Paises-Bajos. 1560.-1565. (1).
Pasemos ahora á ud país coya historia dos toca mas de cerca,
donde do era menos viva la pugoa de opÍDÍODes, dí meDOs proDun-
ciado el coDflicto de los iotereses. Había, sin embargo, eo los Pai-
ses-Bajos uDa circuDstaDcia particular, que distiDgnia sos disen-
sioDes de las de FraDcia, loglaterra y Escocia qae acabaD de oco-
parDos. Estaba aqoí eDceDdida uDa guerra, propiameDte civil, en
que las partes coutendieDtes perteoeciaD á uua Dacioo misma. Gho-
cabaD escoceses coDtra escoceses, firaDceses coDtra fraDceses, divi-
didos por opioiones, por rivalidades de maDdo, de poderío, ó de
cualquiera otra ioflueDcia eD los asuDtos del gobierDO. Ed los Pai-
ses-Bajos, al coDtrario, teoia la coDticDda el carácter de DacioDal,
OD que lucha ud país coDtra ud prÍDcipe extraDjero, eD que lasóla*
ses altas y bajas, de todas coudícioDes, se udod á la larga bajo la
baDdera de su íudepeDdeDcia.
(1) Strada, gaerras de Flandos, BentlvogUo Íd-Thoa ó Tunaniu, historia sui temporis. — Vander-
hammenn, don Felipe el Prudente.— Terreras, Historia general de BspalEa.— Watson, Historia de Fe-
Upe 11 y otros. Prescindiendo del diverso colorido que la diíérenda de opintones, de nacloD ó de
creencia, da á los becbos que refieren, el fondo del cuadro es casi el nisno.
Gápnui.0 xxTiL 3t5
Ndeklo don Felipe eo EspaQa, español taa de corazón como de
cuoa, espa&ol en hábitos, en costumbres, en incÜDaciones ; era un
extranjero en los Paises-Bajos. Se consideraba en ellos su gobierno,
DO como nacional, formado y apoyado en las necesidades y simpa-
tías del pail) sino en medios tan extraDos al pueblo, como el mo-
narca que de ellos se valia* Parece, pues, que aconsejaba la poli-
tica al rey de Espafia proporcionase en el pais algunos elementos de
ioclinacion ó de favor, adherirse k mas clases, aunque no fuese mas
que para neutralizar la preponderaocia de las otras, dividir en fin
para reinar, ya que el dominio moral del todo era imposible. Mas
la politica de contemporanizar, de halagar, de servir k unas pasiones
con objeto de combatir las otras, estaba poco en la Índole del rey
de EspaOa. No conocía mas que un arte de gobierno, k saber, la
dominación, el ejercicio directo y abierto del poder, y una mano
fuerte para reprimir á los que este poder desconocían. En nada se
vio mas este carácter duro de Felipe que en el gobierno y adminis-
tración de los Paises^^Bajos.
Comenzando por los grandes del pais, si bien los dejó goberna-
dores de las provincias, como ya se ha visto, estuvo muy lejos de
tener miramiento á las pretensiones de algunos de ellos que á con-
dición mas alta se creían con derechos. Quedó mortificadísimo el
príncipe de Orange de no haber recibido el mando de todos los Pai-
ses-Bajos; lo quedaron asimismo otros de no haber conseguido
puestos mas altos qae los que les asignaban < En tiempo del Empe-
rador, que conocía mejor los hombres y las cosas, gozaban estos
grandes una parle de su favor y su confianza. Mas con Felipe H,
solamente mereeíao estas distinciones los de l^spaDa. Los eclipsaba
á todos el duque de Alba, cuya aversión k los flamencos se hacia
sentir de un modo aun mas positivo que la del monarca. Apoyado
este personaje en su favor, en sos grandes riquezas y en las ven-
tajas debidas k su propio mérito , no disimulaba el sentimiento de
raperioridad con que á los otros contemplaba. Los grandes flamen-
eos no eran por otra parte ricos : había tenido la corte de EspaSa
la política de hacerles incurrir en grandes gastos por medio de em-
bajadas y otras comisiones honoríficas que los arruinaban. Los se-
fiores españoles gozaban de mas bienes de fortuna ; y cuando se
presentaban algunos en los Países-Bajos, desplegaban una magni-
ficencia y esplendor que no podían menos de humillar ei amor pro-
pio de los naturales.
Tomo i. ít
326 msTOEU dr ntiPB n.
Era la princesa de Parma verdaderamente natnral de los Paises-
Bajos ; mas aunque criada allí , no babia residido lo bastante para
conocer, ni su Índole, ni sus necesidades. Enlazada entonces con
Octavio, duque de Parma, sin duda consideraba los Paises-Bajos
como un país extrafio, donde sus intereses eran por precisión de un
orden transitorio. No estaba esta princesa bastante calculada para
dominar moralmente y tener á raya si fuese necesario á los grandes
del pais, que se creían con derechos y méritos superiores á los su-
yos. Conoció sin duda Felipe esta desigualdad cuando le puso por
consejero y director á Antonio Perenot de Granvela, obispo de Ar-
ras, uno de los personajes que gozaban mas de su confianza ; mas
esta política no fué acertada, y el correctivo probó ser de peor con-
dición que la medida misma.
Era hombre de capacidad y de gobierno este prelado ; conocía
los negocios y los hombres ; se había educado en todos los porme-
nores y secretos de la administración ; era instruido, aplicado, la-
borioso, sagaz y entendido, firme y hábil, como lo había acredita-
do ya en tiempo del Emperador que le dejó á su hijo como uno de
los legados mas preciosos. Mas estas cualidades dafiaron, mas que
fueron útiles, á los verdaderos intereses de Felipe. Tan poca afición
tenia á los Países-Bajos el ministro, como el monarca ; la misma
inclinación é índole abrigaba de dominar por medio del tesón , de
la energía y la dureza que predominaban en el gabinete de Felipe.
Entre sus cualidades no dominaba la popularidad, el arte de nen-
tralizar lo duro de la administración con ciertas formas agradables,
que si no satisfacen siempre, consuelan algo al amor propio.
Nombrado consejero de la Gobernadora , no podía menos de di-
rigir eq grande los negocios y ser de hecho el verdadero gobernan-
te. Defería sin duda la princesa Margarita ¿ sus consejos , cedía
naturalmente á la superioridad del genio de su consejero , aunque
debía de sentirse muchas veces humillada en la opinión pública al
representar de hecho un papel subalterno y secundario : pero sí es-
te la privaba de aquella consideración personal tan ansiada del que
manda, amortiguaba al menos el sentimiento de desaprobación y
los tiros de la maledicencia que al ministro con particularidad se
dirigían.
Aborrecían los grandes al prelado, íilgunos por agravios parti-
culares, y todos por las formas duras é imperiosas de que su auto-
ridad se revestía. Para el príncipe de Orange era objeto de singa-
CAPITULO XXIX. 3S7
lares preveocíoDes. Sabia este por sas emisarios la correspoDdencia
directa en que estaba Granvela cod el rey de EspaDa; que les ocul-
taba en el Coosejo muchos negocios de importancia á él solo enco-
meudados, y que eo la mayor parte de las ocasiones eran solo con-
sejeros nominales. Para aumentar su mortificación, envió al prelado
la corte de Roma el capelo de cardenal , sin duda por recomenda-
ción y solicitud del rey de EspaBa ; mas el obispo de Arras fué
bastante cortesano para no revestirse de la púrpura, hasta recibir
la aprobación de esta gracia, y aun el mandato de que usase de
ella, de su soberano. Con esto se afirmó mas en el favor de este
monarca, así como la púrpura redobló la odiosidad con que sus ri-
vales le miraban.
Sabia muy bien el nuevo Cardenal la animadversión de que era
objeto, mas no trató nunca de neutralizarla por aquellos medios di-
rectos ó indirectos que curan tantos odios. Severo, reservado y al-
tanero cuanto podia, se mostraba con los grandes de los Paises-
Bajos. Con el favor de su rey, se creia bastante fuerte contra tantos
enemigos, y como su política era el no ceder jamás, crecía su impo-
pularidad á proporción de su firmeza y energía.
En cuanto á las clases populares, propendían mas á la nobleza
que á la corte, mirando en los primeros un apoyo, y un opresor
extranjero en la segunda. Conocían demasiado los nobles su posi-
ción para no cultivar estas disposiciones naturales y fomentar por
todas las artes posibles una popularidad que tanto les servia. En-
cendido el país con contiendas religiosas, imitaban la conducta de
tantos grandes de Francia, manifestándose indulgentes, si no par-
tidarios, de las nuevas sectas. Era herir en lo mas vivo la política
y las miras de los altos gobernantes. Hacían en efecto grandes
progresos en los Países-Bajos las nuevas doctrinas, cuya introduc-
ción había sido inevitable por las razones que hemos indicado en
otra parte ; y como este era el asunto principal, el que llamaba mas
la atención del rey de Espafia, consiguiente era que la Gobernadora
y su ministro se manifestasen duros é inflexibles contra innovacio-
nes tan odiosas al monarca. Entraban en esta antipatía las ideas
y sentimientos del nuevo Cardenal, no menos intolerante que su
amo y no menos celoso que él en el establecimiento de los tribuna-
les de la Inquisición, único medio en su concepto, á lo menos el
mas eficaz, para purgar el país de la herejía. Pero cuanto mas
objeto de inclinaciones y de simpatía era para los gobernantes la
818 HISTOEU DB F£LIP£ IL
creación de este tribunal, tanto mas odioso é impopular se iba ha-
ciendo cada día en los Paises-Bajos.
Por otra parte, la formación de los nuevos obispados, grande
golpe de política con que Felipe 11 pensó curar los males del pais,
contribuyó por su parte á hacer odioso y objeto de desconfianza sa
gobierno. Para dotar los nuevos obispos, se despojó de sus bienes
á los abades seculares, lo que por precisión excitó sus resentimien-*
tos, en que tomó parte el pueblo y hasta los mismos grandes, que
con la introducción de los nuevos obispos en los Estados vieron dis-*
minuida algún tanto su preponderancia. Para acabar de hacer odio-
sa la medida, se confirió al Cardenal el arzobispado de Malinas,
ascenso que le presentó como un hombre interesado y egoísta que
recogía el fruto principal de una medida de que tan celoso y apa-
sionado se mostraba.
Con la indicación de estos hechos no desmentidos por casi todos
los historiadores, se tiene lo bastante para comprender muy bieo
que el gobierno de los Paises-Bajos no estaba calculado, ni para la
fusión, ni amalgama de todos estos intereses, ni para neutralizarlas
todos y apagar su voz por medios materiales. Faltaba para lo prí*
mero el poder de la opinión , palanca principal de los gobiernos; era
imposible lo segundo, porque estos materiales no podían ser mas que
extranjeros, y justamente era la salida de las tropas españolas del
pais el objeto délas primeras pretensiones délos Paises- Bajos. To-
dos tenían un interés vital en deshacerse de estos instrumentos qae
creian de opresión y servidumbre, y los grandes mas que nadie.
Ya sobre esto hicieron sus exposiciooes al rey mientras residía en
los Paises-Bajos, manifestándole la necesidad de esta medida con
un tono firme y resuelto, de que se enojó el rey, tan interesado en
la quedada como los otros en la salida de las tropas. También era
contrario á la medida el Cardenal, que consideraba en estas tropas
el apoyo principal de su gobierno. Mas el clamor popular era mas
que todas estas consideraciones. Se mandó primero que estas tropas
se reuniesen en la provincia de Zelanda, y en esta misma disposición
es creyó ver un desigoio de servirse de ellas, haciéndoles caer de gol-
pe en cualquier parte. Hubo en dicha provincia alborotos y cesó el
trabajo en los diques y arsenales. Los huéspedes aborrecían natu-
ralmente al pais, en proporción de lo que eran en él impopulares,
y por lo mismo en lugar de curar esta llaga se irritaba cada día.
Al fin pudo la Gobernadora^ á fuerza de súplicas y exposiciones k
GAPÍTOLO &X1X. 889
Felipe, hacerle ver lo indispensable, lo urgentísimo de la medida,
y las tropas se embarcaron con dirección á BspaOa.
Trató la Gobernadora de dar nueva organización á las del país
haciendo que los capitanes de los tercios dependiese directamente
de los gobernadores de las provincias y castillos, en logar de los
maestres de campo ó coroneles. Pero cuando mas ocupada estaba
en este asunto, le ordenó Felipe que enviase á Francia dos mil
hombres de á caballo que iban de refuerzo al ejército católico de
aquel pais, donde ejercia tanta influencia el rey de Espafia. Mas de
esta multiplicidad de negocios y atenciones no podia menos de re-
sentirse el régimen y bienestar de muchos puntos de la mo-
narquía.
Contra esta medida reclamó muchísimo la Gobernadora, expo-
niendo el vacío que tan gran número de tropas iba á dejar on el
pais ; los grandes la resistieron igualmente, porque siendo todas ellas
flamencas creían tenerlas á su devoción particular en caso de un
conflicto. Mas aunque se mostró en un principio inflexible el rey de
Espafia, pudo parar el golpe la Gobernadora, enviando á Francia
00 auxilio pecuniario en logar de la gente prometida.
Se planteaban con gran dificultad los nuevos obispados, medida
impopular y cuya odiosidad agravaban los enemigos del gobierno.
Miraban, en particular los de la provincia de Brabante, como un
atentado á sus derechos, alegando que oo se podia hacer variado^
oes en la parte administrativa y económica de la Iglesia sin el eon^
sentimiento y cooperación de los Estados. Repugnaban muchísimo,
los de Malinas sobre todo, la exaltación de Granvela á su silla ar-
zobispal, debiendo observar de paso que fué esta deyacion uno de
los principales motivos de la odiosidad con que se le miraba. En-
viaron los de Brabante una secreta exposición al Papa suplicándole
la alteración de la medida, ó á lo menos una remora. Mas la Go-»
bernadora, ó por mejor decir el Cardenal, quede todo tenia espías,
envió por su parte á la corte de Roma una manifestación secreta en
contra de la de los de la provincia, haciéndole ver el espíritu de
disidencia y animadversión hacia Roma que en aquellas provincias
dominaba. También reclamaron los de Amberes & Felipe, suplicán-
dole no hiciese á su ciudad residencia de un obispo : á lo que les
respondió el rey que se suspendería la ejecución de esta medida,
hasta su próximo viaje á los Países- Bajos.
Se negaron abiertamente algunas ciudades á la admisión de sos
880 filSTORU DK FKUPB II.
obispos. No los quisieron en Deven ter, Ruremonde y Lewarden.
Otras, como Harlem, Utrecht, Saint-Omer y Middiebargo los admi-
tieron sin ninguna repugnancia. En ^Malinas ningún grande asistió
á la ceremonia de la solemne instalación del arzobispo, babiéndose
ya declarado una especie de ruptura abierta entre ellos y Granveia.
Poco á poco fué tomando este nuevos vuelos, hasta el punto de ser
considerado de hecho como de derecho único y solo gobernante en
tos Paises-Bajos.
Al mismo tiempo se reforzaban los edictos y se tomaban cada
vez medidas mas severas contra la herejía, pero con escasos re-
sultados. Poco á poco se iba haciendo la religión del rey de Espafia
tan impopular como su gobierno mismo. La mayor parte de los
grandes atizaban en secreto, si no se mostraban partidarios abier-
tos de las nuevas sectas que habian invadido los Paises-Bajos. Lu-
teranos, calvinistas, anabaptistas, todos recorrían el pais y ha-
cían prosélitos. Aunque no tenían todavía estas doctrinas lo que
se llama culto público, la imprenta y la predicación aumentaban
cada dia el número de los sectarios. Hubo serias turbulencias en
varios puntos con motivo de estos sermones, sobre todo en Tonrnay,
Lilla y Valenciennes. Para el sosiego de los primeros se acudió muy
pronto y con buen éxito, mas no sucedió lo mismo en la última
ciudad, donde llevaron presos á la cárcel á Maular y Taveano, prin-
cipales misioneros que arrastraban tras sí la muchedumbre. Se
trataba de conducirlos al cadalso, mas temían la efervescencia
popular y excogitaban los medios de llevar adelante y sin riesgo sus
designios. Escogieron para eso un dia en que gran parte del vecin-
dario estaba fuera de la ciudad con motivo de una feria. Mas no de-
jó por eso de reunirse un número considerable que invadió la plaza
de la ejecución é impidió que se verificase aquel suplicio. Temieroo
los agentes de la autoridad y volvieron & la cárcel á los reos, segui-
dos de la muchedumbre que los llenó de aclamaciones entonando
cánticos. Pasaron los alborotadores al momento al convento de
Santo Domingo, que invadieron y saquearon ; á poco después ca-
yeron sobre la cárcel poniendo en libertad á los dos reos, mas de-
jaron en ella los que estaban allí por otros crímenes.
Duró todavía algunos dias el tumulto; mas llegaron tropas de
afuera que calmaron el desorden. Los dos reos fueron cogidos otra
vez, conducidos á la cárcel y poco después sacados al patíbulo,
donde su muerte tuvo efecto, ejerciéndose además otras medidas de
rigor con los principales cómplices.
CAPITULO XXTX. 881
Seguía mientras tanto la dísideocia entre los grandes y Granvela.
Dejaron los primeros de asistir al Consejo», bajo el pretexto de qne
no se les daba cuenta de los negocios principales, y que las reunio-
nes eran meramente de aparato. Sabedor de ello el rey por la Go-
bernadora, envió amonestaciones para que cambiasen de conducta.
Mas hicieron poco efecto: primero, porque verdaderamente los gran-
des bacian poco papel en una reunión donde no se presentaban mas
que negocios de poca consecuencia; y segundo, porque en el estado
en que las cosas se habían puesto, convenia á los grandes disiden-
tes hacer ver los motivos de queja que les daban. La Gobernadora
mandó celebrar entonces una asamblea extraordinaria de los caba-
lleros del Toisón de Oro, medida á que se apelaba cuando se tra-
taba de calmar los ánimos y deslumhrar por medio de una pompa
tan solemne. Se les dieron tres dias de término para hacer su pre-
sentación en esta ceremonia, por haberse observado la poca prisa
con que los grandes acudian á dicho llamamiento. De esta dilación
ó plazo se aprovechó el principe de Orange para reunir en su casa
á los principales personajes, á quienes hizo ver los peligros que les
rodeaban á ellos, los que amenazaban al pais á continuar un siste-
ma de administración tan mal entendido, con tantas imprudencias
apoyado; que era imposible la tranquilidad de Flandes mientras á la
cabeza de los negocios permaneciese un prelado de carácter tan in-
flexible y tan despótico, extrafio á sus usos y costumbres. En nada
se apartó en su arenga de los sentimientos de fidelidad y de respeto
que debian al monarca, política hábil en el príncipe de Orange, tan
reservado siempre en todas sus palabras, y que no descubría nunca
todo el fondo de su alma.
La arenga hizo impresión, mas encontró disgusto ^ algunos y
abierta repugnancia en otros. Le contradijo el conde de Barlamot,
haciéndole ver que se avenía mal el respeto profesado al rey con la
abierta resistencia que se hacia á las disposiciones de los ministros
y agentes del monarca. Sin embargo, la mayoría de aquella reunión
adoptó y tomó parte en los sentimientos del príncipe de Orange.
A la Gobernadora, instruida de esta reunión, le pareció un expe-
diente de necesidad dividir y excitar rivalidades entre personajes
coya unión no podía menos de presentarle formidable. El rey de
EspaDa le daba este consejo, considerándola una medida necesaria.
Para llevarla á efecto, mandó de embajador á la Dieta, convocada
para la elección del rey de los romanos, al conde de Arescot, rival
832 HTSTOmjL DB FBLIFB If.
del prÍQdpe de OraDge. También se hicieroQ distinciones con el con-
de de Egmont, para ponede en pugna con la misma persona á quien
se mostraba tan adicto; mas los motivos que tenian estos grandes
personajes de vivir unidos, eran superiores á todos los intereses que
podia crear para ellos la política de la Gobernadora.
Aunque lo dicho hasta el presente, y lo que manifestemos en se-
guida de algunas personas influyentes de los Paises-Bajos, den bas-
tantes luces sobre su carácter, indicaremos de ellos algunas parti-
cularidades que harán comprender mejor el papel que van á repre-
sentar en estas turbulencias. Comenzaremos por el mas importante
de ellos, á saber, el príncipe de Orange.
Había nacido el príncipe de Orange el aüo de 1533, de un padre
luterano, capitán entendido, que había servido con distinción en los
ejércitos de Carlos V. Descendía de la ilustre familia de Nassau,
cuyos condes, por su enlace con la heredera del principado de Orange,
en el mediodía de Francia, tomaban este título de príncipes de Oran-
ge. £ra príncipe del imperio, y poseía además cuantiosos bienes en
los Países-Bajos. Fué criado el príncipe en la religión católica y en
el palacio de Carlos V, de quien era paje favorito, y hasta consejero
en muchos casos, pues el emperador hacía aprecio de sus observa-
ciones, y no se desdeñaba de tomar su parecer, á pesar de hallarse
con tan pocos afios. Siguió, pues, al emperador en todos sus viajes
y campa&a, gran teatro^de observación para un hombre de su oa-*'
rácter, y escuela práctica donde tomó lecciones que tanto le sirvie-
ron en lo sucesivo. Para comprender mejor lo cerca que estaba
siemfNre su persona de la de Carlos V, basta recordar que en la gran
ceremonia de la abdicación, cuando se levantó el emperador para
arengar á 1^ Estados, se apoyó con la mano izquierda en el hom-
bro del príncipe de Orange.
Era este personaje ambicioso, sin cuya cualidad no hubiera hecho
un pa{>el tan distinguido. Aspiraba por entonce^ á la dominación de
losPaises-Bajos, aunque con el carácter de delegado de Felipe. No
habiéndola obtenido, considerándose objeto de desconfianza (y lo
era en efecto) para el rey de EspaKa, trató de hacer á su gobierno
cuanta oposición le era posible, y obtener por este medio lo que el
favor le denegaba. No podian serle mas favorables las circunstan-
cias, ni servir mejor á sus designios la política errada de Felipe.
Tenia medios de satisfacer su ambición, haciéndose apoyo de los
oprimidos, mostrándose defensor de los privilegios del país, respe-
CAPITULO XXIX. ; .333
<ados tan poco por el rey de España. Era el principe instruido, ob-
servador, gran conocedor de los negocios y los hombres, popular,
magnifico, hasta pródigo: sabia conservar en el ruido, y hasta en el
tumulto de un festin, sus verdaderos sentimientos, y no decir mas
que lo que estaba en armenia con sus designios ó política. Era de
una reserva proverbial, tan serio, tan avaro de palabras, que me-
reció el titulo de Taciturno. Aunque criado en la religión católica,
se hizo siempre sospechoso por sus opiniones, y como para con-
firmar este concepto, acababa de casarse con una princesa luterana.
El conde de Egmont, otro de los personajes que hacen un gran
papel en esM drama, alcanzaba casi tanta fama como el príncipe de
Orange; mas por medios diferentes. De algunos mas afios que el pri-
mero, se habia distinguido como cortesano, como hombre de nego-
cios, pues habia sido honrado con varias embajadas, y sobre todo
como hombre de guerra, en cuyo teatro lucieron varias veces su ca-
pacidad y bizarría. Le hemos visto en la batalla de San Quintín der-
rotar la caballería francesa al frente de la de Felipe, comenzando de
este modo una derrota que hizo tan famosa esta jornada. En la de
Gravelines, mandó en jefe el ejército del rey de Espafia. Reunida
esta gloria personal á las riquezas, á su posición en el pais, hacían
del conde de Egmont uno de los principales personajes de aquel
tiempo.
Era el conde de Egmont tan franco y abierto en sus maneras como
reservado el príncipe de Orange; casi se puede decir que alcanzaba
mas popularidad por esta misma circunstancia. Manifestaba sus que-
jas sin disfraz y sin rodeos; con sentimientos mas reales de adhe-
sión y lealtad al rey de España, se expresaba acerca de él muchas
veces, sin ninguna consideración ni miramiento. No disimulaba su
adversión al cardenal Gran vela, y con la princesa Gobernadora se
mostraba franco consejero, y no pocas veces censor bastante duro.
Con el príncipe de Orange^ á pesar de la poca armonía de carácter,
llevaba relaciones de amistad; tan fuertes eran los vínculos con que
Ja política del rey de España hacia unir á los principales personajes
de los Paises-Bajos.
Citaremos también al conde de Horn, que aunque no de tanta
Dombradía como los otros dos, era personaje de importancia; de al-
guna mas edad que ninguno de ambos, militar también y de buen
nombre, adicto de corazón al príncipe de Orange, que habia sabido
ganársele por los medios que en él eran tan comunes.
Tomo i. 43
334 HISTORU DIB FELIPE IL
La regente do pudo, pues, iotrodacir la división entre estas tres
personas. Era necesario otro resorte mas fuerte que el de una sim-
ple distinción ó gracia de la corte.
Acordaron los tres el escribir al rey de EspaOa, exponiéndole los
males del pais, produciendo quejas contra la persona del ministro,
cuya separación le hacían v6r que era del todo indispensable. Se ex-
tendió la carta con la anuencia de otros mas nobles; mas algunos se
resistieron á firmar, y no fué suscrita mas que con los tres nombres
indicados.
La Gobernadora, que por sus espías era sabedora de todos estos
pasos, escribió por parte ¿ su hermano, haciéndole ver la confabu-
lación en que se hallaban los grandes del pais, y lo fácil que era no
le presentasen la verdad con sus colores verdaderos.
Recibió mal el mensaje el rey de EspaQa. Respondió que no es-
taba acostumbrado á destituir á ninguno de sus servidores por las
acusaciones de sus enemigos; que presentasen cargos positivos con-
tra el cardenal, y que si querían dar un carácter mas formal á di-
cha acusación, viniese uno de ellos á producirla de palabra.
Constante siempre en su máxima de dividir á los que creía cabe-
zas de la oposición, escribió por parte al conde de Egmont en tér-
minos muy expresivos y afectuosos; mas fué en vano, pues volvie-
ron á escribir los tres, diciendo al rey que no se presentaban como
acusadores de nadie, sino como hombres que daban un consejo, cuya
admisión aconsejaba la política. A las amonestaciones del rey para
que asistiesen al Consejo, respondieron que era un paso inútil, por
cuanto en el Consejo no se trataban en público ningunos asuntos de
importancia. El conde de Egmont respondió también por parte, di-
ciendo que le era imposible presentarse en Madrid como el rey se lo
insinuaba; que este paso, en lugar de ser útil á la causa del país,
arruinaría su reputación , que podía ser tan útil á los intereses de
su soberano.
Asi quedaron por entonces los negocios. La mayor parte de los
grandes salieron de Bruselas, y el Cardenal quedó, como siempre,
omnipotente. Mas creciendo cada dia los odios y las animosidades
de los grandes y del pueblo, volvió el conde de Egmont á exponer
á la Rúente los males que iba á acarrear á los Países-Bajos la con*
tínuacion de este personaje en el gobierno. La princesa, ó bien con-
vencida-de esto mismo, ó tal vez disgustada interiormente de un
hombre cuya preponderancia y verdadera autoridad hacia & la suya
. CAPITULO XXIX. 335
propia tanta sombra, se decidió por fio á escribir al rey, aconse*
jándole que tomase este asante en consideración, y se penetrase de
qne era ya necesaria la remoción de su ministro.
Ed cnanto á Granvela mismo, que no ignoraba ni estos pasos, ni
las disposiciones de los ánimos, no tenia por prudente el insistir en
conservar un puesto precario, que tantos disgustos le acarreaba.
También dio pasos por su parte para su separación, aunque tanto
humillaba entonces su amor propio. Mas de todos modos el rey, á
quien tantas quejas y amonestaciones hicieron por fin fuerza, con-
sintió en un acto que le repugnaba como depresivo de su autoridad,
y Granvela recibió la orden de ausentarse de los Paises-Bajos.
Preparado á este golpe el Cardenal, habia escrito con anticipa-
ción al duque de Alba pidiéndole sos consejos y su protección para
que le obtuviese un puesto en la corte de Felipe; mas no quiso com-
prometerse dicho persónese en dar este paso delicado, y aconsejó al
Cardenal que se retirase por entonces á Borgofia ó ai Franco-Con-
dado, país de SQ naturaleza. Tomó Granvela su consejo, y salió de
Bruselas-, dirigiéndose á Besanzoo, de donde tomó muy luego el ea-
mino para Roma.
Ya nos encontraremos mas adelante con este personaje, que á pe-
sar de su separación de los Paises-Bajos, nunca perdió el favor del
rey de EspaOa.
CAPÍTULO XXX*
Sigue la materia del anterior. — ^Edictos sobre la Inquisición. — ^Sobre el concilio de
Trento. — Confederación de la nobleza. — ^Mendigos. — ^Excesos de los nuevos sec-
tarios.— Represiones. — ^Medidas medias. — ^Entrada de tropas. — ^Recobra la Gober-
nadora el ascendiente. — Castigos de sectarios. — Disolución de la confederación.—
Retirada del príncipe de Orange. — Resuelve el rey de EspaSa enviar al duque de
Alba á los Paises-Rajos. (1865-1867.) (1)
Fué la separación del cardenal Gran vela de los Paises-Bajos una
medida sin duda muy prudente; mas no estaba en esto ia verdadera
llaga, la verdadera causa de los disturbios que los molestaban. Tal
cual Gran vela se mostraba, no era mas que el verdadero agente de
la política del rey de Espafia. No bastaba, pues, cambiar de brazo
ó de instrumento, quedando él mismo el resorte, el alma principal
que le movia. Con la política inflexible de Felipe, no pedia haber
paz ni amalgama entre tantos elementos de disidencia y de desor-
den. No queremos decir que con otra conducta no hubiese sucedido
lo mismo en el conflicto á que habían llegado los intereses, las pa-
siones, las ideas. Un rompimiento era ya inminente, inevitable, y
los pasos que daba el rey no hacían mas que acelerar esta declara-
ción de guerra abierta. Era ya imposible gobernar aquel pais según
sus máximas de administración, y en cuanto á purgarle de la he-
rejía, que fué el pensamiento favorito, dominante y exclasivo de
Felipe, era verdaderamente una quimera. Todas las cartas del mo-
(1) Las mismas aotoridadef que en el anterior.
CAPITULO XXX. 337
•
narca á la Gobernadora se dirigian á que conservase la religión, ár
que se persiguiesen y castigasen los herejes, y no parecia sino que
á proporción que el rey se obstinaba en extirpar, se desarrollaban
mas y mas las nuevas sectas. En varios puntos se manifestaron los
« desórdenes que hemos ya indicado, que entonces no eran mas que
cosas aisladas, y no efecto de un pronunciamiento abierto. En Am-
beres tuvo el verdugo que matar á puñaladas á un famoso apóstata
llamado Fabricio, á quien el pueblo trataba de arrancarle de la ho-
guera: en Rupelmonde llegó la desesperación de un clérigo, tam-
bién hereje , á incendiar un archivo que se hallaba contiguo á la
cárcel: en Brujas se alzó el populacho contra los inquisidores, y ar-
rancaron de su mano un preso.
Las medidas que se tomaban en reprimir estos excesos, en vez
de apagar el incendio, le daban nuevo pábulo.
La promulgación del Concilio de Trento era uno de los objetos
principales, quizá el mas interesante que ocupaba la atención del
rey de EspaQa. Hemos visto que en aquella asamblea, habiéndose
disputado la precedencia entre los embajadores de España y de Fran-
cia, se decidió la cuestión por este último. La misma determinación
se habia tomado por los cardenales en Roma, á quienes el Pontífice
habia encomendado este negocio tan desagradable» y espinoso. Al
rey de España ofendió muchísimo una determinación que tuvo por
injusta y depresiva. Mas los que se imaginaban que esto habia de
influir en la observancia y aceptación del concilio, no conocían bas-
tante los verdaderos sentimientos del monarca.
Se alegraron muchísimo en los Paises-Bajos , creyendo que se-
mejante injusticia les eximiría de lo que llamaban el yugo del con-
cilio; mas luego llegó orden de Felipe para que se publicase y se
pusiese en observancia todos sus decretos y disposiciones. Pareció
la medida algo violenta á la Gobernadora, y dudó mucho sobre la
publicación de algunos de ellos. El Consejo, á quien expuso sus di-
ficultades, fué del mismo modo de pensar; mas el Rey se obstinó en
que nada se omitiese.
Con esto se pone bien de claro que el rey de España procedía en
estos asuntos como un hombre que después de tomada una resolu-
cioD, no se detiene en la naturaleza délos medios de llevarla acabo.
Natural era que reflexionase que la Gobernadora y su Consejo es-
taban mas al cabo del estado del país, y puesto que le indicaban los
inconvenientes de la adopción de la medida, accediese á sus miras
838 HISTOIUÁ DE FBUPS IL
7 adoptase su política; mas era para él ud asuDto capital la admí^
sioD eD su totalidad de los decretos del concilio, y todo lo demiis h
parecía de od orden secundario. Repitió, pues, la orden de que se
llevase adelante su decreto, y que nada se omitiese para reprimir y
castigar con mano fuerte á los herejes. Mas no bastaba el mandar,
pues los obstáculos insuperables que encontraba la Gobernadora eran
superiores á estas órdenes. Volvieron á Madrid las representaciones
de la Gobernadora y su Consejo. Para apoyarlas de palabra se en-
vió ala corte de Espada al conde de Egmont, que, como hemos in-^
sinuado, no era en apariencia objeta de suspicacia para el rey ca-
tólico.
Se verificaban mientras tanto las conferencias de Bayona, de que
hemos hecho mención en su lugar correspondiente. Por mas que se
quiso dar á esta entrevista un aire de familia, estaba persuadido lodo»
el mundo de que se trataban en ella asuntos de gravísima impor-
tancia. Se hablaba de un plan de exterminio total de los herejes; y
como en estos casos vuela tanto la imaginación , así en los que es-
peran como en los que temen, no eraextraBo que las cosas se abul-
tasen, aunque en realidad todos los historiadores de aquella época
convienen en que el estado de la herejía en Francia y los medios de
acabar con ella fueron el asunto principal de aquella reunión fa-
mosa. Si el rey de EspaDa no asistió personalmente á ella, fué, 6
por no comprometerla dentro de un reino extrafio, ó no dar mas
campo á las sospechas; y sobre todo por no creer este paso necesa-
rio, habiendo dado instrucciones al duque de Alba, que en on todo
le representaba. Circularon, pues, en los Paises-Bajos con este mo-
tivo rumores alarmantes que atizaron el fuego de descontento y aver-
sión al gobierno espaOol, aumentando los embarazos de la princesa
Gobernadora y su Consejo.
Llegó á principios del afio 1565 el conde de Egmont á Madrid,
donde fué bien recibido del monarca. Su respuesta no fué otra qae
la que habia dado anteriormente; 4 saber, que se llevase adelante
lo mandado, y que se reprimiese y castigase á los herejes. Para dar
mayor solemnidad y pesoá su determinación, reunió un consejo de
teólogos, á quienes sometió la gravedad de aquellas circunstancias*
No todos los individuos de esta reunión aprobaron abiertamente sus
sentimientos y medidas de severidad y de dureza. Algunos fueron
de opinión de que debía cederse algo al estado de las opiniones y
crítico de la situación, y manifestando al rey su dictamen quepodia
apiTüLO XXX. 389
asar de tolerancia, si este era un camino de conservar mas fieles
adictos á la comunión romana. «No se trata de saber si puedo, res-
pondió Felipe; la cuestión es si debo tolerar en mis dominios á ene-
migos de la Iglesia.» Como los teólogos propendiesen á la afirma-
tiva, si tal era el estado del negocio, se arrodilló Felipe ante un Cru-
cifijo, diciendo: aSefior, yo prometo no dar nunca leyes ni mandar
en región alguna donde os desprecien. x>
Con estos datos podemos muy bien conjeturar la respuesta que
enviaría á la princesa Gobernadora, aunque Egmoot no fué el por-
tador de todas las voluntades de Felipe. Le dio, sin embargo, una
instrucción relativa al modo como se habían de conducir con los he-
rejes, instituyendo una junta para ello. Le entregó asimismo 60,000
ducados de oro para la milicia, 200,000 para las guarniciones,
150,000 para gobernadores y magistrados, diciéndole que quisiera
mandar mas, pero que tenia que atender á otras obligaciones igual-
mente perentorias. También le entregó la persona de Alejandro, hijo
de la Gobernadora, de diez y nueve afios de edad, con lo que dejó
á la madre altamente satisfecha. Poco después se celebraron con
gran solemnidad en Bruselas las bodas.de este príncipe con la prin-
cesa Maria de Portugal, hija del principe don Eduardo ó don Duar-
te, hermano de don Juan III; mas estas grandes funciones y fiestas
de familia no eudulzaron la amarga situación en que se hallaba la
Gobernadora.
El conde de Egmont, á quien no se le fiaron todas las instruc-
ciones que envió el rey por carta separada á la princesa, se quejó
amargamente de una conducta que tan altamente comprometía su
reputación en el pais, pues se le supondría partícipe de medidas im-
populares que fuertemente reprobaba. A pesar de que trabajó el rey
en persuadirle de que no había contradicción alguna entre las ins-
trucciones de que había sido portador, y las que habian ido en car-
tas separadas, no se dieron órdenes menos severas para que se apo-
yase todo lo posible á los inquisidores, y se publicasen en su tota-*
lidad las decisiones del concilio. Se extendió en los términos mas
severos el edicto en que esta obediencia y sumisión se prescribía, y
se distribuyó con profusión en todas las provincias.
Avivó este edicto la llama del descontento, y por todas partes fué
blanco de invectivas y censura. En algunas provincias, sobre todo
en Brabante, donde apenas pudo precederse á la publicación del
edicto, todas las clases del estado se le mostraron enemigas, sobre
3iO QISTOñU DE FELIPE )f.
todo los Dobles, y mas que Dadie el príocipe de Oraoge, quecooti-
Duaba aprovecháDdose de esta disposición tan favorable de los
áDimos.
Se siguió á estos disgustos públicos, ó por mejor decir los infla-
mó de nuevo, una reunioD de nobles que, en número de nueve, ce-
lebraron cierta especie de confederación contra la promulgación y
observancia del edicto. Figuraban á la cabeza, Luis de Nassau, her-
mano del príncipe de Oraoge, Brederod conde de Utrecht, el conde
Garios Maosfeid, hijo del otro de este nombre, el conde de Kuilen-
bourg, el coode de Tolosa, el conde de Santa Aldegundis Felipe de
Marnix. En noviembre de 1565 extendieron con solemnidad la fór-
mula de su juramento. Decian en su manifiesto, que engafiaban al
rey los que le aconsejaban el establecimiento en los Paises-Bajos de
la ÍDquisicion, tribunal de sangre, que además de sus crueldades,
envilecía, degradaba y esclavizaba á los hombres, poniendo al bue-
no, al virtuoso, al honrado padre de familia á merced de infames
delatores; que movidos de estos sentimientos, y mirando por la tran-
quilidad y seguridad de los ciudadanos, se declaraban contra el es-
tablecimiento de semejante tribunal, comprometiéndose con sus per-
sonas y sus vidas á llevar adelante su propósito, confederándose,
prometiéndose ayuda mutua en favor de cualquiera individuo de la
confederación, que sufriese ó fuese perseguido por abrigar estos no-
bles sentimientos y trabajase por hacerlos efectivos. De la justicia
de su causa, de la pureza de sus intenciones, ponían por testigo á
Dios, y hacian á su pais la manifestación mas formal y mas solem-
ne. Se distribuyó esta fórmula, ó sea manifestación, por miles de
ejemplares, y fué recibida del pais con muchísimo entusiasmo.
Abrazaron la causa de los nobles los mercaderes y demás clases
populares, y muchos católicos no se manifestaron menos prontos k
seguir esta bandera que los disidentes en materias religiosas. Es fá-
cil de conocer que no llevaban unos y otros unas mismas miras; qoe
algunos aspiraban solo á verse libres de la Inquisición, mientras
otros trataban de conseguir una libertad completa de conciencia. De
todos modos, se acrecentó muchísimo el número de los confedera-
dos, y á pocos dias de la primera reunión, ya pasaban de seiscien-^
tos. Se hallaban entre ellos, y los animaban sin duda en secreto, el
príncipe de Orange, los condes de Egmont y de Horn; mas ninguno
de estos tres se habia declarado abiertamente. Tampoco eran pú-
blicas, aunque ninguno las ponia en duda, las relaciones de los con-
CAPITULO XXX. 311
federados con la reina de Inglaterra, los hugonotes de Francia y los
nobles luteranos de Alemania.
Nada de esto cogia desprevenida á la princesa, pues por todas
partes tenía emisarios que le daban cuenta de la conducta de los
disidentes. Trataba de neutralizar sus disposiciones, que ya raya-
ban en hostilidades, por medio de cartas secretas que enviaba á los
Gobernadores para que llevasen á rigor las disposiciones de los edic-
tos, inspeccionando castillos y fortalezas, poniéndose de inteligen-
cia con la corte de Francia, á la que hacia saber cuanto pasaba;
mas no estaba en el poder de la princesa ni en el de Felipe resistir
por medio de decretos, á un torrente que por todas partes desbor-
daba. Llegó en los nobles el ánimo y la resolución hasta presentar-
se delante de Bruselas y pedir admisión dentro de sus muros para
entregar un memorial á la princesa. Celebrábase entonces en aque-
lla capital una asamblea de caballeros del Toisón de Oro. Con este
motivo se deliberó en el consejo sobre la petición extrafia de los con-
federados, sometiéndose á su decisión si debian ó no ser admitidos.
Opinaron por la afirmativa el principe de Orange, el conde de Eg-
mont y sus amigos. Fueron de la opinión contraria entre otros el
conde de Mansfeld, y el de Barlamont, que se mostraba siempre
contrario á la opinión del príncipe de Orange. Manifestó este que
no podía haber inconveniente alguno en recibir la petición de los
coDfederados, y no dejó pasar la ocasión de censurar la conducta
del rey, que tan mal recompensaba los servicios del país y los sa-
crificios que en su obsequio hacia. En vano la Gobernadora les hi-
zo verlo vicioso de su pretensión, manifestando que la Inquisición
no era una institución nueva en el país, pues llevaba ya de fecha
cuarenta afios; mas la demostraron que habia mucha diferencia en-
tre la Inquisición ejercida por los obispos del país y la que se que-
ría establecer ahora, dependiente en un todo de las voluntades del
Pontífice.
El consejo decidió, pues, la admisión de los confederados, que
entraron en 7 de abril del afio 1566 .con grande aparato y ceremo-
nia rodeados de la muchedumbre. Fueron hospedados en casa de
los demás nobles, y con esto se estrechó mas la liga renovándose
juramento de que todos se declaraban mancomunados contra sus
enemigos, ofreciéndose protección y auxilios mutuos. A los dos dias
se presentaron en palacio con fieredod, á la cabeza, quien con to-
das las demostraciones de sumisión y de respeto puso en manos de
Tomo i. 44
342 HISTORIA BB FEUPB II.
la Gobernadora una petición reducida á tres artículos, solicitando la
revocación de los edictos sobre la Inquisición y obediencia á las de-
cisiones del concilio. AI mismo tiempo se quejaron á la Gobernado-
ra de las carias que sus enemigos le hablan escrito contra ellos, pi-
diéndole que declarase los nombres de los delatores. Les respondió
Margarita que tomaría el asunto en consideración, que lo consulta-
ría con el rey, y no les dio mas respuesta por entonces, con la cual
se despidieron. Mas al día siguiente se les devolvió la petición con
nn decreto al margen en que se les ofrecía mitigar los decretos re-
lativos á la Inquisición y á otros puntos de litigio: con este motivo
volvieron los comisionados á palacio y dieron gracias á la Gober-
nadora.
Se celebró aquel mismo dia un banquete k que asistieron la ma-
yor parte de los confederados. En el calor de la conversación y del
vino se discutió un punto que hasta entonces no se habia tratado,
á saber: qué nombre se daría á su asociación, pues hasta entonces
no habia sido designada con ninguno. La decisión que se adoptó en
el particular fué verdaderamente propia de su sobremesa. Parece
que Barlamont ó algún otro de los principales consejeros de la Go-
bernadora, para indicar lo poco que valian los confederados, los ha-
bían designado con el nombre de mendigos. Fué esta especie la que
con broma y algazara les hizo adoptar el nombre definitivo que se
dieron. ¡Vivan los niendigos, vivan los mendigos! se vociferó en la
mesa, por cuyos convidados circuló un vaso con unas alforjillas y
una especie de taza ó de hortera llena de vino, en que brindaron
todos. En el calor de aquella discusión llegaron el príncipe de Oran*
ge y el conde de Egmont, con lo que se renovaron los brindis y las
aclamaciones.
Tal fué el origen de los mendigos de los Países-Bajos, que lleva-
ban por divisa de su confederación una taleguilla con una hortera ai
lado, y una medalla al cuello con una inscripción de ser fieles al
rey hasta la talega. Después de algunos días de permanencia en
Bruselas se salieron del modo mas público, en número de mas de
^inientos, recibiendo fuegos de saludo. Brederod se retiró á Ambe-
res y los otros á Gaeldres, desde cuyos puntos trataron de esparcir
y aumentar la asociación con toda la actividad posible. En vano
envió la Regente un mensajero k Amberes para que se precayie-
^ sen de Bráierod y espiasen su conducta. Ño fué por eso menos
popular en la ciudad este jefe, y cuando supo la determinación de
CAPITULO XXX. 343
la Gobernadora, salió á las ventanas de su casa con un vaso de
vino en la mano y brindó á presencia de la mucheduníbre contra
una institución tan aborrecida y detestada.
No le fallaban & la princesa Gobernadora buenos deseos y espí-
ritu conciliador que templase las pasiones; mas se bailaba con-
trariada en su modo de pensar por las órdenes terminantes de Fe-
lipe, á quien procuraba complacer en todo. Convencida de lo im-
posible que era poner en planta los edictos venidos de Madrid, ima-
ginó uno que concillase en lo posible las ideas del monarca y las de
los confederados, es decir, un término medio igualmente distante de
los dos extremos. Habiendo propuesto en su consejo si esla medida
se llevarla á efecto ó no, se decidió por la afirmativa el principe de
Orange, y en efecto se extendió y circuló el edicto. Pero Margarita
no le dirigió á todas las provincias á la vez, sino de un modo su-
cesivo, comenzando por aquellas donde no se manifestaba tanto el
espíritu de resistencia á los edictos anteriores. Adoptaron el decreto
que se llamó de moderación, las provincias de Artois, Namur y
Luxemburgo. Otras manifestaron que estaban prontas k recibirle
con algunas modificaciones; otras abiertamente se negaron. En ge-
neral fué de tan poca eficacia la medida y tan impopular, que en
logar de llamarle edicto de moderación, se le dio el título demoor-
deration, que en aquella lengua significa asesinato. Y aun para la
aprobación de esta medida, que tan poco agradable se manifestaba,
le era preciso el consentimiento del rey, para lo que le envió de men-
sajeros á los condes de Montigny y de Berghen.
En el punto donde se babian puesto los negocios, era ya imposi-
ble á los hombres de cierta consideración é influencia en el pais per-
manecer neutrales, tratándose de cosas que tanto se chocaban y se
contradecían. Entre ellos se hallaba principalmeii te el príncipe de
Orange, quien ni amaba al rey ni gustaba de su política ni sus re-
soluciones, y que por otra parte no quería, ó por principios ó por
otras miras ulteriores, manifestarse jefe y afiliado en el partido
opuesto. Objeto de la suspicacia de Felipe, no se lisonjeaba de acer-
tar nunca á complacerle, y por otra parte temia perder su popula-
ridad mostrándose celoso servidor de aquel monarca. Hizo, pues,
renuncia de sus cargos á la Gobernadora, diciéndola que no necesi-
taba el rey servidores que eran objeto de sus desconfianzas, y que
por lo mismo no podia ser de utilidad en puesto alguno. Siguieron
su ejemplo los condes de Horn y de Egmont, marchándose este úl-
844 HISTORU DB FELIPE II.
timo á tomar bafios. Se quejó amargamente de esta conducta la
Regente, diciéndoles que ¿cómo la abandonaban en aquel conflicto,
y quién podría en adelante apoyar su autoridac^.; abandonando sus
puestos personas de su influencia y nombradkf Retiró el conde de
Egmont su petición y conservó sus cargos^ Anduvo mas remiso en
eso el principe de Orange, que rara ve^ era muy explícito en sus
pasos y en sus determinaciones. Er cuanto al conde de Horn, se
retiró definitivamente de la vida pública.
Mientras tanto se aumentaba cada dia en los Paises-Bajos el nú-
mero de los sectarios. En todas partes hacian nuevas irrupciones los
luteranos, los calvinistas y los anabaptistas, sin que todas las me-
didas del mundo pudiesen impedirlo en un pais de tantas relaciones
como Flandes con naciones donde dichas sectas pululaban. Por el
norte se componía el mayor número de luteranos, como la religión
de los príncipes del Imperio; por el mediodía eran especialmente
calvinistas, como en estrecha relación con los de Francia. Se entra-
ban los misioneros con la apariencia y bajo el traje de comerciantes
ó artesanos que esparcían en secreto sus doctrinas; pero por la impo-
pularidad del nuevo edicto de la Gobernadora, cobraron mas alien-
to, y de privadas confabulaciones procedieron á predicar abierta-
mente en público. En Oudenarde, Gante y casi toda Flandes, se pre-
sentó como principal misionero un tal Fernando Striguer, ex-fraile
franciscano, que arrastraba tras si la muchedumbre entusiasmada
con una elocuencia que hablaba á su imaginación y á sus pasiones-
Llevaban los mas atrevidos armas de fuego, picas y alabardas con
que cercaban el campo donde predicaba el misionero. Con un carro
le formaban una especie de pulpito con toldo, para defenderle del
sol ó inclemencias de la atmósfera. Allí se predicaba, se cantaban
salmos y se administraban sacramentos según prescribía la doctri-
na de Galvino. Lo mismo practicaba un tal Ambrosio Ville en Tour-
nay, y Pedro Dathem en Flandes del poniente. De Tournay, que se
hallaba sin guarnición, se apoderaron, poniendo en libertad á los
presos por sus opiniones. Ligados los de esta ciudad con los de Va-
lenciennes y Amberes, se reunieron de los tres puntos hasta mas de
diez y seis mil con carros y armas para oir sermones y cantar sos
salmos. No solo ponían en práctica el culto de las nuevas sectas,
sino que hacian burla del de Roma por medio de farsas, en que se
ponían en ridículo sus trajes y sus ceremonias.
Comenzaba este desorden á inspirar serias inquietudes. De Am-
CAPITULO XXX. 8i5
beres dieron parte de todo á la Gobernadora, instándola á que cuan-
to mas antes se pusiese en camino para dicho punto. No atrevién-
dose ¿ ello Margarita, mandó en su lugar al conde de Mengel; mas
su presencia en lugar de aplacar los desórdenes de Amberes, los
hizo degenerar en tumulto abierto, prorumpiendo la muchedumbre
en vociferaciones contra Mengel, á quien se acusaba de ser porta-
dor de órdenes secretas para plantear el tribunal de la Inquisición,
objeto de tanta antipatía. Intimidado Mengel tuvo que salir deAm-
beres, y con este motivo volvieron los comisionados de esta ciudad
con nuevas súplicas á la Gobernadora para que se pusiese inme-
diatamente en camino, si la quería ver salvada, y en caso de que
no pudiese les mandase en su lugar al príncipe de Orange. Aceptó
este la comisión que le dio para ello Margarita, á pesar de sus re-
soluciones anteriores, y se dirigió á Amberes, de cuyo pueblo fué
recibido con muchísimos aplausos. Participaron todas las clases de
estos sentimientos, y los unos como los otros, miraron como un sal-
vador al príncipe de Orange. Sérío éste, y circunspecto, aplacó poco
á poco la efervescencia popular, y con su carácter conciliador, al
mismo tiempo de hacer concesiones á los sectarios, protegió al culto
católico contra las violencias de que estaba amenazado.
Mientras tanto la Gobernadora, siempre con desconfianza de unos
y de otros, retiró el acto de indulgencia que habia concedido á los
confederados. Con este motivo se reunieron estos con Brederod á so
cabeza en Santron, y desde allí pidieron á la Gobernadora seguri-
dad personal, manifestando pretensiones poco asequibles, pero con
tono muy alto y decisivo. Fué portador de este mensaje el conde jo-
ven de Mansfeld, y la Gobernadora envió á los confederados al prín-
cipe de Orange y al conde de Egmont como sus plenipotenciarios.
Preguntaron estos en nombre de Margarita qué pretensiones tenían
y por qué se celebraba aquella reunión extraordinaria. Los confe-
derados dijeron que no tenían ninguna seguridad, y que además se
Teian objetos de desconfianza y calumniados. No accedió la Regenta
á SQs solicitudes. Destituida de consejo en aquella crisis, con grao
falta de recursos, y desconfiando del príncipe y de Egmont, dijo ¿
los confederados que esperasen la respuesta del rey otros veintí*
cuatro dias.
Llegó el conde de Montigny con el de Berghen á Madrid con el
mensaje de la Regente, cuyas pretensiones eran, entre otras, la abo-
lición del decreto de la Inquisición, ó mas bien, el que se sustrajese
346 HISTOEIA D8 FELIPE II.
de este lo que era tan odiado de aquellos habitantes. También la
convocación de los Estados generales era una de las medidas urgen-
tes que aquella princesa proponía.
Se hallaba entonces Felipe II en Valsain, cerca de Segovia, é in-
mediatamente mandó que se juntase el Consejo de Estado, com-
puesto del duque de Alba, de Gómez de Figjueroa, del conde de Fe-
ria, de don Antonio de Toledo, de don Juan Manrique de Lara, de
Rui-Gomez, príncipe de Eboly, de Luis Quijada, de Carlos Tisse-
nac, presidente del Consejo de Flandes. En el seno de esta reunión
se trataron los negocios tan delicados de los Paises-Bajos; se exa-
minó la conducta de los confederados, la irrupción de los innovado-
res y sus predicaciones públicas. Se debatió en el Consejo en pro y
en contra, como sucede en tales casos, y una de las cuestiones mas
importantes fué la de si el rey en aquellas circunstancias debia di-
rigirse á los Paises-Bajos. Muchos opinaron por la afirmativa: otros
alegaron los grandes riesgos á que se expondría el rey, haciéndose
al mar en estación tan avanzada, opinión que prevaleció en la ma-
yoría del Consejo. También hubo opiniones de que se retirasen los
edictos y se confirmase el de indulgencia. Después de oidos á unos
y á otros no resolvió allí otra cosa el rey, mas que se hiciesen ro-
gativas y procesiones para que Dios iluminase sus consejos.
Escribió el rey á la Regente que no creia necesaria la convoca-
ción de los Estados, y que por lo mismo no podia acceder á la adop-
ción de esta medida. La mandó al mismo tiempo que estuviese pre-
parada para la guerra, allegando tres mil caballos y dos mil infan-
tes, mientras él arreglaba un regimiento de caballería. Escribió
además & muchos grandes del pais y ciudades principales en los
términos mas corteses, exhortándolos á que continuasen con su con-
ducta, y los sentimientos de fidelidad y adhesión á su persona. En
cuanto á los edictos, aflojó algún tanto de su rigor acostumbrado.
Con estas respuestas se volvió uno de los mensajeros, el conde de
Berghen; mas antes de llegar á los Paises-Bajos habían ocurrido
sucesos desagradables, de un orden sumamente desastroso.
Desechaban los nuevos sectarios el culto de las imágenes, que por
todas partes eran objeto de su antipatía. Ya hemos visto cómo en
Escocia, en Inglaterra, en Alemania, en Francia, fueron moclias
veces invadidos los templos, robados los objetos del culto de algon
valor, y quebradas las imágenes. De iguales violencias fueron tea-
tro los Paises-Bajos. De las predicaciones en campo abierto, pasa-
CAPITULO XXX. 347
ron á hostilizar á los templos de sas antagonistas. Mas de trescien-
tos foragidos se presentaron en las iglesias de la Flandes occidental
en Saint-Omer, Iprés, Menin y Oudenarde. Con martillos, con pa-
lancas, con todos los instrumentos posibles de dilapidación y des-
trucción, invadían los altares y cometían toda clase de destrozos.
También quisieron cometer estos excesos en Amberes, y se hu-
bieran realizado á no imponer su intercesión el príncipe de Orange.
Mas restituido & Bruselas, á consecuencia de llamamiento de la Go-
bernadora, quedó la ciudad abandonada y continuó el tumulto, te-
niendo por blanco nada menos que la catedral de la ciudad, donde,
entre otras imágenes, fué despedazada la de la Virgen, objeto de
gran devoción para aquellos habitantes. Los mismos excesos se co-
metieron en Gante, en Tournay, en Yalenciennes. En Holanda y
otras ciudades del norte de los Paises-Bajos se vieron los magis-
trados en la necesidad de retirar de las iglesias los objetos del culto,
á fin de que no fuesen víctima de la codicia y profanación de los
sectarios.
Alarmada la Gobernadora, y atemorizada además, quiso huir de
Bruselas. Mas se lo disuadieron sus consejeros, y entre ellos eí fa-
moso Vigilo que estaba separado, hacia algún tiempo, de sus car-
gos. Accedió por fin Margarita á sus razones. Nombraron por go-
bernador de la ciudad al conde de Mansfelt, quien tomó medidas de
defensa, aumentando la guarnición, dando armas á los mismos cria-
dos y sirvientes de palacio.
Aconsejaron al mismo tiempo á la Gobernadora que se soltase de
la cárcel á los aprehendidos por predicadores; que se diesen á co-
nocer los nuevos edictos conciliadores que habían llegado de la corte
de España; que no se hablase nada de castigos; que concediesen la
seguridad personal que pedían los mendigos. El príncipe de Orange
7 el conde de Egmont se mostraron en buenos términos con la Go-
bernadora durante aquellas apuradas circunstancias, y después de
haberse dado promesas mutuas de sinceridad, se dirigieron el pri-
mero á Amberes y el segundo á Flandes.
Igual efecto hizo la presencia del príncipe de Orange en Amberes
esta vez, que la pasada. Restituyó á los católicos los edificios del
culto, al mismo tiempo que concedió á los protestantes puntos donde
pudiesen públicamente celebrar el suyo, debiendo presentarse en es-
tos actos sin espadas, sin ninguna clase de armas. Después de pa-
cificada Amberes, se dirigió el principe con el mismo objeto á Utrecht,
318 HISTOHIA DE FEUPS li.
& Holanda y á Zelanda, donde observó la misma conducta, pacifi-
cando los ánimos y haciendo justicia á cada QQO de los dos partidos.
También en Bruselas trataron de hacerse con templos suyos los
de las nuevas sectas; mas se negó á ello la Regente, cuya autori-
dad, apoyada en la energía del Gobernador y jefe de la guarnición,
fué entonces respetada.
En Tournay se suscitaron muchas disputas sobre la distribución
de lugares de culto. El Gobernador asignó á los protestantes losar-
rabales de la ciudad para construir sus templos; mas los nuevos
sectarios se obstinaban en tenerlos dentro, por hallarse alli el ma-
yor número de sus correligionarios; pero al fin se aplacaron, acce-
diendo á lo que el Gobernador les proponía.
Fué en Valenciennes, donde se suscitaron con estas disputas mas
disturbios. Habian sido mas frecuentes en esta ciudad que en nin-
guna otra, sea porque hubiese mayor número de herejes, ó porque
la vecindad á Francia los hiciese mas ardientes y atrevidos. Tenian
entonces en su seno, un predicador de esta nación, llamado La-
grange, que arrastraba á la muchedumbre con el poder de su elo-
cuencia; llegando ha^ta amenazar álos magistrados con entregarla
plaza á los hugonotes, si sus hermanos no entraban en goce del
derecho de ejercer en público su culto, como lo hacian los demás
cristianos. Se mostró muy celoso el conde de Egmont en Gante, ca-
pital de su gobierno, protegiendo á los católicos contra los ataques
de los calvinistas, con la restitución de los templos que les habian
usurpado. Solo permitió á los nuevos sectarios uno de su culto faera
de los muros de la plaza.
Se conduelan, como se ve, el principe de Orange y el conde de
Egmont en el sentido del orden y el reposo público, mostrándose
muy celosos por la autoridad de la Gobernadora y obsequiosos en
servir los intereses del seOor de los Paises-Bajos. Mas no por eso se
hicieron gratos á este monarca, que con tanta desconfianza los mi-
raba y tan presentes tenia sus pasos anteriores. Además de esto, la
contemporización con los sectarios que estos príncipes observaban
como regla de conducta, no podia ser del agrado de un rey, para
quien el nombre de hereje encerraba todas las maldades y crfmeDes
posibles.
Mientras tanto le apretaba con sus cartas la Gobernadora, para
que cuanto mas antes se presentase en los Paises-Bajos. Lo mismo
le decían el príncipe de Orange, el conde de Egmont y los otros
CA»ÍTOLO XXX. 849
grandes. Por so parte le proponía el emperador la necesidad de que *
aflojase algo de sus pretensiones, proponiéndose hasta por mediador
si se consideraba este paso necesario.
Si algún pais podia reclamar con urgencia la presencia de su rey,
era Flandes sin disputa. Basta lo poco que llevamos dicho para con-
cebir la confusión y desorden en que estaba envuelto. Por una par-
te, edictos para el establecimiento de la Inquisición; por otra per-
misos á los sectarios para que erigiesen templos de su nuevcvculto.
Aquí pretensiones de gobierno absoluto; allí consentida una confe-
deración política que imponía condiciones, la Gobernadora no tenia
fuerza : los grandes que la auxiliaban no eran siempre sinceros en
su profesión de fe política : entre estos mismos, existían diferen-
cias muy marcadas de carácter, sobre todo de miras y segundas
intenciones. El único punto al que todas las opiniones y partidos
convergían , era el disgusto hacia la dominación del rey de Es-
paSa.
Se hallaba á la sazón en Segovia este monarca (1566), y todos
estos puntos fueron sometidos en el momento á su Consejo. Se mos-
traron en él los parciales de Gran vela muy contrarios á los de los
grandes de los Paises-Bajos. A sus manejos, á sus intrigas, á sus
pasos ocultos^ atribuían los primeros todos los disturbios deque
aquella región era teatro. Dijeron que sin su conducta doble y po-
lítica torcida, no le hubieran inundado los herejes, ni tenido lugar
la confederación de los mendigos, ni dádose el escándalo de las pre-
dicaciones en el campo, ni consumádose la iniquidad con el allana-
miento de los templos y la destrucción de sus imágenes; que todos
eran unos, pero que los grandes eran mas culpables que los chicos;
por lo que convenía que sobre los primeros, recayesen principal-
mente los castigos.
En este punto convinieron casi todos. También se adoptó con una^
Aimidad la idea de que el rey se presentase en Flandes. Mas sobre
el modo de hacer el viaje y los que habían de acompafiarie, hubo
diversidad de pareceres.
Opinó la parcialidad contraria al duque de Alba, y donde figu-
raba el príncipe de Ebolí, que el rey partiese sin ejército, haciendo
ver el costo, los embarazos de la traslación de tantas fuerzas á los
Paises-Bajos, el aire de extranjero que daria al rey el presentarse
en medio de sus pueblos , rodeado de fuerzas extrafias al país; lo
gravoso que seria su manutención, y que en lugar de aplacar los
VOMO I. iS
8S0 HISTOBIA DE FBUPB IL
ánimos, este despliegue de fuerza y de violescáa tos eiMoenaiia mas
y mas del rey de Espafia, etc.
Respondió á esto el duque de Alba que nuDca eraa mas necesa-
rias las fuerzas, que para imponer á un país que recurria en su
desobediencia á medios tan violentos. Que el viaje del rey era mas
bien para reprimir, que para conciliar los ánimos; que solo se po-
dían aplacar con el respeto y temor de los castigos. Que todos ha-
bían pecado, y por lo mismo debían ser todos merecedores de cas-
tigos; que tal vez el rey se expondría á desaires personales, no
viéndose rodeado de un ejército disciplinado, que se mostrase ins-
trumento ciego de sus disposiciones.
Prevaleció esta opinión como era de esperarse, y después se trató
de la ruta que seguiría el monarca. Por el mar, era imposible en
aquella estación hacer el viaje. Desembarcando en ItaJía, se le ofre-
cían dos caminos, ó por Trente atravesando la Alemania, ó por los
Alpes, Suiza y orillas del Rhín; mas ambas rutas tenian el incoo-
veniente de atravesar tierras de príncipes luteranos, ó de calvinis-
tas. Por otra parte, era preciso hacer Yenir de Italia las galeras en
que debía de embarcarse el rey, lo que todavía era obra para al-
gunos meses. No tenia el rey deseos de hacer el viiye de los Países-
Bajos. Jamás hijo en esta parte fué tan diferente de su padre. Tan
activo como este se mostraba para presentarse donde quiera que
creía necesaria su presencia, tan opuesto era el otro á dejar su ga-
binete, creyendo tal vez que bastaban sos disposiciones para im-
primir un gran impulso en los negocios. Sin embargo, se equivocó
mucho en esta parte, y tal vez á su repugnancia en visitar aquel
país, se debieron ana grao parte de todos sus disturbios.
Mientras se decidía y ponía en ejecución este designio de viaje,
escribió el rey á la Gobernadora una carta para presentaren elcoiH
sejo, y otra secreta en el que le daba otras instrucciones qae no se
leían en aquella. En ambas se mostraba adverso á la convocación de
los Estados generales; lo que particularmente le encargaba era. qae
tomase cuantas medidas pudiese para hacerse fuerte, allegando el
mayor número posible de tropas.
Iba en progreso la fabricación de los templos calvinistas, por las
medidas de equidad y de moderación adoptadas por los gobernado-
res; se dedicaron con el mayor ardor y celo á Uevar adelante ana
obra en que tanto se interesaban sujs^ creencias y amor propio.
Grandes y pequeDos sin distinción de dAses» todos se apresurabank
GámuLoxKx. 851
& poner los medios qne cada udo tenia por su parte; haciendo do-^
nativos, llevando piedra y demás materiales, trabajando en cosas
manuales cuando era necesario. Solamente el conde Hoogstraten en
Amberes bizo la oferta de tres millones de escudos, cuya especie cir-*-
culó impresa en miles de ejemplares, inflamando el ejemplo de mu-
chos 4iue también acudieron con sumas muy considerables.
Habia aflojado mucho el allanamiento de las iglesias; tampoco se
mostraban tan estrechos los vínculos de la confederación donde en-
traban, como hemos dicho, católicos y protestantes. Miraron los
primeros con indignación una conducta, que tal vez atribuyeron á
maquinaciones de los últimos. Con estas recriminaciones/hubodes^
víos y sospechas mutuas: muchos, sobre todo católicos, se separa*
ron de una liga que se mostraba en parte tan contraria á sus pro-
pios sentimtentos.
La Gobernadora que lo supo, pues de todo la informaban sus es-
pías, trató de proseguir esta obra de desconfianza, desuniendo cuan*
to era posible los ánimos indisponiéndolos unos contra otros. El rey,
con quien consultó el negocio, le envió cartas escritas á muchos de
ellos de una manera secreta, mas que no dejaba de ser pública. Na-
turalmente fué el designado del rey hacerlos objeto de suspicacia,
para los que no habían sido agraciados con esta deferencia.
Fué el conde de Egmont uno de los que recibieron estas cartas.
Franco en todas sus acciones y palabras, este personaje se habia
disculpado con el rey de algunas faltas suyas anteriores, y hacien-
do protestas de su adhesión y respeto á la persona del monarca. Le
hizo contestar el rey por medio de su secretario, en términos de re-
prensión, manifestándole que al rey tocaba mandar y al vasallo
obedecer ciegamente sus disposiciones: que el conde de Egmont no
liabia hecho todo lo posible para reprimir los excesos de los enemi*
gos del monarca; mas al mismo tiempo, le dio á entender que estac-
ha siempre en su gracia, y que conteba en todo con su enmienda
para en adelante.
También recibió carta del rey el príncipe de Orange, mas sucon^
tenido era en tono muy diverso. Habia el principe, como hemos
dk^ho, preientado á la Gobernadora ladimision de sus cargos, alo
que no accedió la princesa, manifestándole lo necesario y gratos al
rey que eran sus servicios. Lo mismo le dijo Felipe, haciéndole
ver que merecía en todo su confianza; y para darle una muestra de
la sjofioridad 4e su coodaeta, le aconsejaba que se precaviese de su
852 HISTOmA DK FKUPE 11.
l^ermano, el conde de Nassau, haciendo todo lo posible para que se
alejase de los Paises-Bajos.
Al príncipe de Orange no seducian estas manifestaciones de Feli-
pe. Sabia por sus espías cuanto pasaba en la corte de Madrid, y
aun en los consejos reservados del monarca. No le era desconocido
su viaje á los Paises-Bajos, y las intenciones que tenia. Sabia el
consejo que habia dado el duque de Alba; lo que los de Gran vela
habian dicho sobre la conducta de él y de los nobles. Recientemen-^
te habia caido en sus manos una carta, en que el embajador de Es-*
paDa en Francia comunicaba esto mismo á la Gobernadora, y la
hacia ver que habia llegado el tiempo de emplear medidas de rigor
y de castigo. Con este motivo, tuvo el príncipe de Orange una en-
trevista con su hermano Luis, con los condes de Egmont, de Horn
y de Hoosgtraten, manifestándoles el estado de las cosas, la próxi-
ma venida del rey, las resoluciones que le animaban, y el gran pe-
ligro que corrían. Inmediatamente su hermano, el conde de Nassau,
opinó que se tomasen las armas; que escribiesen á los suizos que
impidiesen el paso al rey; que pidiesen auxilios á los hugonotes de
Francia, á los príncipes luteranos de Alemania, y que declarasen la
guerra los primeros, á fin de no encontrarse desapercibidos. Mas el
príncipe se opuso á esta medida tan precipitada, haciendo ver que
no habian llegado á este término las cosas; que debían esperar,
siempre con toda precaución, una coyuntura mas favorable para de-
clararse; que era preciso que el rey les diese mas motivos, lo que
según sus temores no dejaría de realizarse prontamente.
En cuanto al conde de Egmont, se mostró incrédulo á las aserciones
del príncipe de Orange. Le parecia imposible que viniese el rey con
las intenciones que le atribuían: manifestando que él pori?u parte no
vacilaba un momento en los sentimientos de adhesión y fidelidad
que debía á este monarca: que algunas veces por su rara descon-
fianza, había obrado tal vez fuera de la línea que le trazaban sus
deberes; mas que para en adelante, estaba decidido á cumplir en
todo con la voluntad del rey, sin apartarse en nada de todas sus
disposiciones.
Desbarató algo esta obstinación del conde los planes del príncipe
de Orange, á quien era imposible hacer nada sin ayuda del prime-
ro, por su gran popularidad, y sobre todo la influencia que tenia
en el ejército.
Los amigos se separaron, y aunque todos tenían que presentarse
GÁPITULO XXX. 353
en el consejo, donde los aguardaba la Gobernadora, solo acudió el
conde de Egmont, á quien Margarita, ya sabedora de la reunión,
preguntó lo que habia pasado en ella; mas en lugar de decírselo, el
conde la enseñóla carta del embajador de Francia, echándola en
cara la doblez con que eran tratados, y la suerte que los aguardaba
por parte del monarca. Se turbó algún tanto la Gobernadora; mas
vuelta prontamente en sí negó la autenticidad de dicho escrito. Sos-
tuvo que era apócrifo, y falsificado para seducirle y extraviarle con
planes suyersivos; que á ella no le faltaba carta alguna del ernba*-
jador; que todas las habia recibido con sus propias fechas; y ade-
más, que era tener poca idea de la prudencia que distinguía tanto
al rey de Espafia, suponiéndole capaz de fiará su embajador secre-*
tos de tal grado de importancia.
No es fácil decir la impresión que hizo esta respuesta en el áni-
mo del conde; mas debió de ser favorable, habiendo este permane-
cido en la situación pasiva, que á sus amigos habia manifestado.
Mientras tanto se tomaban disposiciones para una guerra próxi-
ma; se hacían venir tropas de Alemania y otras partes, y se distri-
buían á los gobernadores de las provincias respectivas. Por no exci-
tar la desconfianza del príncipe de Orange, se confiaron también
algunas á su mando; mas haciéndole vigilar por un oficial de toda
confianza de la Gobernadora, á quien daba parte de todos sus pa-
sos y conversaciones. También las recibió el conde de Egmont en
su gobierno.
Con la adopción de estas medidas variaron el lenguaje y conduc-
ta de la Gobernadora. Se puso fin al tono de consideración y de in-
dulgencia; se revocaron las gracias concedidas á los protestantes
para erigir templos; se castigó á los predicadores; se persiguió á
los que se mantenían aun confederados; se habló en fin de rigor y
de castigo, y que habia llegado el término de las condescendencias.*
Valenciennes, donde con mas ardor y vehemencia se hablan con-
ducido siempre los nuevos sectarios, llamó principalmente la aten-
ción de la Gobernadora, y envió al conde de Noircarmes al frente
de tropas para guarnecerle. Al llegará la ciudad, salieron los ma->
gistrados á recibirle, suplicándole no pasase adelante con la tropa;
mas él les dio á entender que no les quedaba mas alternativa, que
recibir la guarnición, ó sostener un sitio.
Los magistrados trataban de avenirse a] recibimiento de la guar-
nición, habiéndose estipulado antes el número de trocas que debían
S5i mSTOBU J>B FKLIPJ& O.
componerla; mas ]m calvioíitas rígklos, y el popalacbo, arrastra-
dos por los díscarsos del predicador Lagrange, resolvieroD defen*-
derse hasta la última extremidad, supeditando la voluntad de los
magistrados, y de las persouas mas pudientes. En vano yolvió á
intimar la rendición el general; los de adentro se mantuvienm obs-
tkiadnií. Para privar á la plaza de todos los socorros, ocupó dicho
jefe todte los pueblos de los alrededores, habiendo tenido la fortuna
de derrotar á varios destacamentos que de algunos puntos les eo-»
viaton de refuerzo.
Mientras seguia el sitio de Yaleaciennes, se iban aflojando poce á
poco los vínculos de los confederados. Temerosos los mas compro-
metidos, enviaron una diputación á la Gobernadora, pidiendo ga-
rantías y seguridades. La recibió la princesa con altivez y con des*
precio, diciándoles que para nada los conocía; que si en algún
tiempo habían abusado de las circunstancias para rebelarse con-
tra las leyes, y creerse con derecho de imponer condiciones, se ha-
bían cambiado ya los tiempos; que era preciso reconocer y respe-
tar en todos puntos la autoridad y disposiciones del monarca en-
tregándose & discreción, ó exponiéndose de otro modo á las conse-
cuencias de su rebeldía.
' No les quedó, pues, á los confederados otra alternativa que ceder
y rendirse k discreción ó levantar el estandarte de la guerra. Les
pareció esto ultimo un partido preferible, y la bandera de la insur-
rección tremoló casi abiertamente en Amsterdam, Toumay y en
otros puntos. La insurrección y las hostilidades hubieran sido mas
funestas & la Gobernadora, sin la rivalidad de los luteranos y los cal-
vinistas, que no pudieron amalgamarse y convenirse. Es un hecho
que cada upa de estas dos sectas aborrecía mas á la otra, que á la
misma religión católica, que entrambas combatían.
• Mientras tanto no estaba ocioso el príncipe de Orange. Todo lo
observaba desde Amberes, y de todo llevaba cuenta en conformidad
de sus planes ulteriores. Suponiendo que el rey de EspaDa iría á
desembiaurcar en la isla de Yalkren, hizo que Marnix, conde de To-
losa, se dirigiera & aquellos puntos, poniéadose de acuerdo é inte-
ligenoia con los de Flessinga y Middelburgo. Para ayudarle el prin-
cipe sin dar sospecha k los magistrados de Amberes, hizo salir de
la plaza á los extraojeros con pretexto de ser perjudiciales; y enan*
do los tuvo fuera de los muros, los hizo embarcar secretamente en
el Escalda. Mas la operación no tuvo efecto. Sabedora la Goberna*
CAvnuLO XXX. 855
dorada h expedícioa de Maroix, envió á Bruselas en so busca k
Laonoy, quien le alcanio, le derrotó y le hizo encerrarse en una
casafaerte. El conde de Tolosa prefirió sw presa de las llamas k
entregarse.
Nadie era sabedor en Amberes de este desastre, á excepcira del
principe de Orange, que se apoderó inmediatamente de las puertas
de los puentes. A la maDana siguiente se avistaron desde ios muros
las reliquias de los fugitivos: á su vista se llenó el pueblo de indig-
nación y de lástima, mas al tratar de salir en su auxilio, se vieroD
encerrados dentro de la plaza. Se marebaron en seguidla loa puen-'
tes^ donde los previno el principe de Orange. En vano les advirtió
del peligro que. iban á ji^orrer, pues debis de los fugitivos se des-
cuida el enemigo en fuerzas respetables. Pero la impaciencia de los
habitantes pudo entonces mas que sus consejos* Al fin, no podiendo
contenerlos, entregó la llave á uno de los predicadores de entre ellos,
que ejercia mas ascendiente, diciéndole que sobre su cabeza caería
la responsabilidad de cuantos males podian seguirse de su salida al
campo. Con estas palabras firmes se aquietaron, y e! predkadorno
se atrevió á hacer uso de la llave entregada por el principe.
Dos dias duró la confusión en Amberes,^ no entendiéndose apcoaa
unos á otros, fluctuando todos entre el temor de los de afuera, y sus
rivales ó enemigos de dentro: se mostraban los luteranos desconfia-'
dos de los calvinistas, y al contrario. El principe de Orange se hizo
una guardia de estos últimos, fue siendo extranjeros poi h mayor
parte, teniao mas circunspección y necesitaban vivir con deldes pre*
eandiones-
Seguia mientras tanto el sitio de Valenciennes, cuyo general ha-
bía recibido orden para no estrecharlo mucho, dando tiempo para
gue llegasen socorros prometidos por el rey de Espafia. Mas apra^
vech¿ndase las de adentro de esta flojedad, hacian hasta salidas,
hostilizándole con cuantos medies estaban á su alcance. Pudo al fin
Noircarmes conseguir de la Gobernadora que le dejase apretar el si-
tío todo lo posible; mas antes de proceder al último ataque volvió á
iatímar la rendición, que aceptada por los magistrados, fué des-^
cebada por los calvinistas y sus predicantes.
Al fin, se diú el ataque decisivo : por treinta y seis horas se es-
tavo cafioneando á la plaza, y durante este tiempo se echaron sobre
ella tres mil bombas (1). Abierta ya una gran brecha y prontos k
(1) Algunos historiadores hablan de bomhaa; mas parece que las bombas no estaban inventa^
8S6 msTORU Ds fsupb u.
dar el asalto, quisieron capitular los de dentro 6 atenerse á las an-*
tenores condiciones; mas el general sitiador respondió que ya era
tarde y que no tenian mas remedio que entregarse á discreción, lo
que en efecto hicieron. Fueron ahorcados el gobernador de la plaza,
el predicador Lagrange y otros compafieros, con treinta y seis mas
de los principales de la muchedumbre.
Fué un gran golpe la rendición de Yalenciennes para el partido
de los insurgentes. A la toma de esta plaza se siguió la de Maes-
trich, que se rindió sin condiciones. Lo mismo sucedió á casi todas
las plazas fuertes, & excepción de las de Holanda.
Hemos visto á la Gobernadora adoptar un lenguaje fuerte y de*
císiyo, no acostumbrado anteriormente cuando tenia quecontempo*
rizar con los partidos. Apenas sabia entonces , cu&l de ellos era su
apoyo, ó cuál contrario. Mas en el estado á que entonces se baila-
ban los negocios, vencedora de la confederación, de los predicado-
res, de los allanadores de los templos, y de los que se mostraban
contrarios ó no completamente adictos á la autoridad del rey, pensó
trazar una linea divisoria que distinguiese las dos parcialidades; y
con este fin mandó extender una fórmula de juramento de obedecer
en un todo las disposiciones del monarca , de proteger la religión
católica, de perseguir á los herejes, y extirpar todos los monumen-
tos de su nuevo culto. Le prestaron el duque de Arescot, los condes
de Egmont, de Mansfelt, de Meghen, de Barlamont. Le eludieron
los de Hoosg traten y Horn, y dejando á Bruselas, hicieron renuncia
ó dimisión de sus cargos respectivos.
En cuanto al principe de Orange , tenía por entonces otras miras;
veía la tempestad que iba á descargar sobre el pais con la llegada
del rey de Espafia y de su ejército. Conocía la carencia de medios
para contrarestar este poder, hallándose el poco ejército que habia
en el país á la devoción del conde de Egmont, partidario ya decla-
rado del monarca. Convencido de esto, penetrado además del riesgo
que corría su persona, blanco de la suspicacia y mala voluntad de
la corte de Felipe, determinó ponerse en salvo y retirarse del pais,
esperando tiempos mas felices, y mas á propósito para llevar ade-
lante sus designios. A la prestación del juramento que le pidió la
Gobernadora, se negó alegando que como estaba reducido á una con«
dicíon privada, era su persona de ningún yalor, y sobre todo, que
das todavia. Én nada se cometen maa inexactitudes ni se escribe toas á la ligera, gae en las cir^
ounstaneias 7 pormenores de las operaciones militares.
CAPITULO XXX. 357
el juramento podia ponerle eo pugna con el emperador, de quien
era vasallo como príncipe del imperio, y hasta malquistarle con su
propia mujer, nacida y educada en el luteranismo. A los cargos y
explicaciones que quiso darle el secretario, se mantuvo inflexible.
En seguida escribió á la Regente anunciándole su determinación de
pasar á sus estados de Alemania , protestando siempre sus senti-
-míen tos de adhesión á la persona de Felipe.
Antes de su salida de los Paises-Bajos, tuvo una conferencia con
el conde de Egmont, consintiendo en ello la princesa Gobernadora.
Reprobaron ambos la determinación que mutuamente habian toma-
do. Quiso el principe llevar consigo á Egmont: manifestó este al otro
la imprudencia de su viaje. «Te costará tus bienes y posesiones en
los Paises-Bajos, x) le dijo. «Y á tí la vida,x» contestó el primero.
«¿Qué tengo que temer?x> repuso Egmont. «No he servido fielmente
al rey? ¿No me ha visto siempre en pugna con sus enemigos? ¿No
he sido celoso en combatir á los autores de desórdenes, á los pre*
dícadores anarquistas, á los allanadores de los templos? ¿Por qué
tengo de dudar del reconocimiento de mi Rey?x> «No conoces bien
su corte, x> le replicó el príncipe de Orange. «Le servirá tu persona
de puente para la entrada de sus tropas. Conseguida esta, echará
abajo el puente, tenlo por seguro. )(> Asi se separaron los dos ami-
gos para siempre, y el príncipe se marchó á Alemania. Se quedó
eon su ausencia el conde de Egmont el primer personaje del pais,
y como era hombre sin doblez, amigo de brillar, arrastrado por las
pompas y la magnificencia, se entregó todo á los encantos de su
nueva posición , celebrando fiestas y banquetes, en que no dejaba
de tomar á veces parte la Gobernadora, para entretener mas su se-
guridad y hacer que continuase en su celo por los intereses de Fe-
lipe.
Los vínculos de la confederación quedaron totalmente rotos. Aban-
donadas desde un principio por los nobles, se sometieron las clases
populares al dominio del mas fuerte. Lo mismo hicieron los pueblos
de Holanda de allí á muy poco tiempo. Siguió el ejemplo Amberes,
donde entró la Gobernadora en triunfo, rodeada de esplendor y pom-
pa. Fué su primer paso presentarse en la catedral , donde habiaa
hecho tantos destrozos los allanadores de los templos. Se resarció el
ealto católico de todas las pérdidas y volvió á su esplendor acos-
tumbrado. Se persiguió á los predicadores ; se arrasaron los tem-
plos de los calvinistas ; se revocaron todas las disposiciones que se
Tomo i. 46
858 HISTORIA DB FEUPK II.
habían dado favorables á esta secta, se reforzaron los edictos que
habían dado logar á tantas turbulencias.
Se habla, sin embargo, usado en Amberes y en otras {lartes del
país la indulgencia de permitir la salida á los que no quisiesen con*
formarse con aquella situación, dándoles un mes de término para
arreglar sus negocios y deshacerse de sus bienes. Con esto pasaroD
escenas de gran luto y duelo entre personas unidas por los vídcq-
los de la sangre ó los de la amistad, reducidas á separarse acaso
para siempre.
Quedó, pues, el país pacificado y reducido á la obediencia, á lo
menos aparentemente. Tal había sido la buena estrella de la Go-
bernadora. Gozosa de su triunfo, y de la ocasión de comunicar por
primera vez nuevas ¿ su hermano, todas alegres y satisfactorias, se
apresuró á darle cuenta de las ocurrencias. Le dijo, que hallándo-
se el país pacificado, era inútil ya la venida de un ejército; que las
tropas que habían conseguido estas ventajas bastaban para confir-
marlas y consolidarlas; que se presentase el rey como un padre en
medio de sus subditos, no como un príncipe extranjero qne se pro-
ponía con sus tropas imprimir terror y hacer alarde de su prepon-
derancia.
Mas el rey de Espafia, en medio de lo satisfecho que le dejaroD
las nuevas de los Países-Bajos, no fué de la misma opinión que la
Gobernadora sobre lo innecesario de la idea del ejército. En el Con-
sejo, á quien sometió este punto interesante, hubo, lo mismo que
en el anterior, diversidad de pareceres. Volvieron á insistir los ene-
migos de la parcialidad del duque de Alba en que se presentase el
rey en aquellos dominios sin ejército; mas los de Granvela apoya-
ron la resolución contraria. Habló el duque de Alba, manifestando
que la pacificación de que gozaban por entonces los Países-Bajos
seria efímera mientras no estuviese apoyada en fuerzas imponentes
qne inspirasen un terror saludable, y contuviese á todos en la raya
del deber y la obediencia. Que no se trataba precisamente de asun-
tos de estado; que iban en ello los intereses de la misma religión,
que se había visto tan amenazada; que habían sido demasiado es-
candalosos los excesos de sus enemigos y los atentados contra el
culto, para que se descuidasen los medios de evitar en adelante es-
tos excesos. Que sí las tropas que se hallaban entonces en los Paí-
ses-Bajos parecían suficientes para consolidar aquella situación, la
llegada de otras nuevas daría doble seguridad y dejaría el 4nimo
del monarca mucho mas tranquilo.
CAPITULO XXX. 859
Hizo el discurso del duque de Alba la impresión que debía su-
pouerse, conociendo los sentimientos del rey, tan propenso á los
rigores, trat&ndose sobre todo de enemigos de la religión católica.
Sintiéndose por otra parte con mas repugnancia que nunca para
hacer un viaje que trastornaba el plan y método de su vida ordi-
naria, y especialmente & un pais que no era objeto de su simpatía,
adoptó la determinación del Consejo, conforme en su mayoría con
la opinión del duque de Alba, y dio las órdenes para que este mar-
chase con tropas 'á los Paises-^Bajos.
CiiPÍTÍÍtO KXXI-
Asuntos de África.— Proyecta Asam, dey de Argel, la conquinta de Oran y de Mazal-
quivir. — Sus preparativos. — ^Fuerzas de que dispone.— Sale la expedición por tier-
ra y llega cerca de los muros de ambas plazas. — Situación de estas.— Comienza el
sitio.— Toman los moros el fuerte de los Santos.— Sale ^e Argel la escuadra dd
dey.— Se bloquean las plazas sitiadas. — ^El conde de Alcaudete en Oran.— Don
Martin de Córdoba en Hazalquivir.— Se asedia esta última plaza.— Ataques al fren-
te de San Miguel.— Le abandonan los nuestro. — Varios asaltos á la plaza de Ha-
zalquivir. — ^Repelidos todos.— Avistan los sitiadores los socorros de Espafia.-
vantan el sitio (1565) (1).
No iban á la sazón may favorables los asuntos de Espafia en las
costas de África por lo que hemos visto en el capitulo XUI de
aquesta historia. Hablan desaparecido muchas de nuestras conquis-
tas sobre las potencias berberiscas, y el reinado de Felipe II no
habia sido mas feliz en esta parte que el último período del de Gar-
los Y. Florecían ó por mejor decir se aumentaba la audacia de aque-
llos Estados tan poderosamente protegidos por Solimán II, enemigo
formidable de la cristiandad, tanto en tierra como en el seno de los
mares. la hemos visto el poder adquirido por el famoso corsa-
rio Barbaroja y el que en aquel tiempo desplegaba Dragut, de
su misma condición y antecedentes. Se consideraba este como uno
de los principales capitanes de mar al servicio de la Puerta, y ya
obrando bajo sus inmediatas órdenes ó por sus propios intereses,
habia conseguido establecerse en Trípoli como soberano, mas siem-
pre bajo la independencia de los turcos. Hablan sido ii
(1) G«br«ra« Herrera, Marmolf Garvijtl, Fenens 7 Otros.
CAPITULO XXXI. 861
los esfoerzos del rey de España para recobrar esta importante pose-
sioo, sieodo acompañado este revés con la derrota sufrida en los
Galves y la pérdida de esta fortaleza. Gootínoaba en toda su acti-
vidad la guerra eotre los españoles y los Estados berberiscos, cuyas
inteligeocias con los moriscos de Granada y sobre todo con los que
habitaban el reino de Valencia llamaron la atención del gobierno,
hasta el punto de expedirse una orden para desarmar y recoger las
armas de todos los de esta última provincia. No descuidaba el rey
católico, en medio de los graves y complicados negocios que en
tantas partes le ocupaban, las costas de África; mas por mucho que
fuese su poder, no siempre correspondían los medios á sus inten-
ciones. Las dos plazas de Oran y de Mazalquivir, las solas que con
el fuerte de la Goleta ocupábamos en aquellas costas, no se halla-
ban con bastante guarnición, y con todos los pertrechos de guerra
que necesitaban, en vista de tan activa y tan enconada hostilidad
de los mahometanos, circunstancia que les dio aliento para empren-
der un sitio famoso que vamos á describir, aunque de un modo muy
sucinto.
Gobernaba entonces en Argel Asam ó Hascem, hijo y heredero
del famoso Barbaroja, que habieodo sido expelido de su trono, y
vuelto á recobrarle con auxilio de los turcos, quiso sefialar su nue-
vo poderío con una expedición, que, agrandando sus dominios, le
hiciese grato á sus poderosos protectores. Echó, pues, los ojos sobre
las plazas de Oran y de Mazalquivir, tan próximas á su capital, y
proyectó seriamente su conquista, pareciéndole la ocasión muy
oportuna, tanto por el estado en que se hallaban, como porque sa-
bia muy bien que el rey don Felipe estaba empeñado en negocios
muy urgentes. No olvidemos que por aquel tiempo comenzaban á
fermentar los disturbios de Flandes, y habia estallado la guerra
civil en Francia entre los católicos y calvinistas; siendo este movi-
miento casi de no menos interés para Felipe, que el estado de con-
fusión en que se hallaban algunos de sus Estados propios.
Constante el dey de Argel en su propósito, y después de tomar
las medidas convenientes para darle término, comunicó sus ideas á
los alcaides, jeques ó emires de los puntos inmediatos, de Treme-
cen, Túnez, Constantina y Miliana, proponiéndoles, en nombre del
Gran Turco, que le auxiliasen á emprender una conquista de tanta
gloria y provecho para los fieles sectarios de Mahoma. Oyeron con
gusto dichos jefes las proposiciones, y cada uno ofreció su persona y
362 mSTOElA DK FELIPE II.
las fuerzas de que pudiese disponer para el logro de la empresa.
A mas de veinte y cuatro mil hombres de tierra ascendió el con-
tingente que presentaron estos caudillos para el sitio proyectado.
Abundaba el ejército en caballería, y no faltaban piezas de grueu
artillería de batir, con sus municiones y pertrechos necesarios.
Mientras tanto se preparaba en el puerto de Argel la escuadra
que debia proteger y auxiliar á aquella empresa. El punto destina-
do para la reunión de las tropas, fué el rio Girite, cinco leguas dis-
tante de las dos plazas mencionadas.
Se hallan Oran y Mazalquivir muy próximas una á otra, como
ya llevamos dicho, con muy difícil comunicación entre las dos, so-
bre todo, por mar, siendo puertos ambas. Está la primera mas in-
ternada en el seno que allí forma el mar; y se puede decir que de-
peodia su suerte de la que cupiese á la segunda, como punto avan-
zado sobre un promontorio. Así se vio bien claro en el curso del
asedio. Era gobernador el conde de Aleándote, quien al recibir avi-
sos de la proyectada expedición, dio parte al rey, pidiendo auxilios
tanto de gente como de municiones y de víveres; no descuidándose
por su parte de tomar todas las medidas, para poner las plazas en
el mejor estado de defensa.
La mayor parte de las galeras del rey de Espafia estaban enton-
ces en GerdeDa, en Ñapóles y en Sicilia. Solo habia disponibles al-
gunas que se hallaban en Cartagena, Valencia y Barcelona. Escri-
bió el rey & todos estos puntos, con orden de que se pusiesen in-
mediatamente en marcha para las plazas que iban á ser sitiadas, ó
que lo estaban ya en efecto, llevando consigo cuantas municiones
y pertrechos estuviesen en sus medios. También escribió & los pro-
vehedores de Málaga, que enviasen inmediatamente víveres; y las
mismas comunicaciones hizo á los vireyes de Sicilia y Ñapóles, al
gobernador de Milán, al Gran Maestre de Malta, á los duques de
Florencia y Saboya, á las repúblicas de Genova y de Yenecia; lo
que prueba la grandísima importancia que daba á la defensa de
estas plazas, y lo desprevenido que en cierto modo le cogia la gran
intentona de los berberiscos.
A principios de abril de 1563, se volvió de Argel Asam al frente
de sus tropas. Quinientos genízaros, y otros tantos turcos ordina-
rios, le aoompaDaban como guardia de su persona. Se dirigió en
seguida á Mostagán, y pasando después á Mazagran, llegó al rio
Cirite, punto general de reunión para todas las tropas llamadas al
asedio.
CAPITULO XXXL 363
Allí se reuDieroD en efecto todas, coo sus jeques ó caudillos ya
enunciados. Nada fallaba: ni piezas de batir, ni municiones, ni vi-
Teres^ ni sobre todo, entusiasmo y gran codicia de arrancar tan
rica presa de las manos de los espaDoles. Después de reunidos to-
dos, y completar los preparativos necesarios, se movió el campo, y
se situó en Acefiuelas, á una legua de las plazas.
Ofrecen los asedios de esta muy poca variedad en el relato de
sus pormenores, ora sea la lucha floja, ó muy reOida y obstinada.
En el primer caso dan lugar pocos incidentes; en el segundo, son
cuadros repetidos de audacia, de arrojo, de obstinación y ferocidad
por ambas partes. No seremos por lo mismo difusos en esta narra-
ción; mas en realidad, el sitio en que nos ocupamos actualmente,
adquirió derechos de ser célebre.
Habia reparado y aumentado el conde de Alcaudete las fortifica-
ciones de la plaza, encargando al mismo tiempo la defensa de Ma-
zalquivir á su hermano don Martin de Córdoba. Eran bastante es-
casas las fuerzas de uno y otro, y estaban muy lejos de ser abun-
dantes las municiones y los víveres. Ascendía la fuerza á mil qui-
nientos hombres, y el material á noventa piezas de artillería y qui-
nientos quintales de pólvora, con sus correspondientes balas.
Antes de formalizarse el sitio, quiso hacer una salida el conde de
Alcaudete, para embarazar al menos á los enemigos, é impedir que
se acercasen; mas no hallándose con fuerzas suficientes, retrocedió
á la plaza, sin emprender operación alguna; dando con esto lugar &
que Asam se arrimase con su gente á las murallas, y comenzase la
obra del asedio. Fué la primera embestida de este contra el fuerte
llamado de Los Santos, algo separado de la plaza, con la que in-
terceptó toda clase de comunicaciones. Se defendió el fuerte con obs-
tinación; mas no pudiendo resistir al excesivo número, tuvo que
rendirse, quedando la gente prisionera.
Ya hemos hecho ver que Mazalquivír, como punto en cierto
modo mas marítimo que Oran, le sirve de resguardo. Fué, pues,
el principal objeto de Asam, para rendir la segunda, comenzar por
la primera; y asf, dejando al frente de Oran un cuerpo fuerte de
observación, pasó á ponerse delante de Mazalquivír, donde comen-
zaron las operaciones en grande^ pues el fuerte de Los Santos, ya
ganado, no era de grande consecuencia.
Para tomar á Mazalquivír, había que comenzar por el fuerte de
Sao Miguel, que la domina. Alli dirigió el de Argel sus ataques,
S64 HISTORIA DB FBUPB 11.
pero con muy poco fruto. Dos asaltos resistieron los cristiaDos, eon
pérdida de doscientos genízaros y turcos, y veinte solos de los
nuestros. Mas volvemos á recordar al lector la suma descoDfiaDza
con que deben recibirse el número de muertos, de heridos, de pri-
sioneros, tratándose de guerras y batallas, por las exageraciones i
que da lugar el espíritu de partido ó la ignorancia. También se
debe tener presente que los historiadores de estas guerras son todos
cristianos, es decir, gente de uno solo de los dos partidos.
Mientras estas operaciones, salió de Argel la escuadra de Asam,
^ con dirección al teatro del sitio; mas habiendo experimentado vien-
tos contrarios y una tempestad, tuvo que volver al puerto para re*
hacerse. Con esta dilación, desmayaron algún tanto las operaciones
de Asam, desprovisto de este auxilio. Por fin, habiéndose reparado
las averías en Argel, salió otra vez la flota al mar, y llegó sin con-
tratiempo á la vista del Mazalquivir, compuesta de veinte y seis
buques, dos galeotas y cuatro navios franceses, muy provistos de
artillería, municiones y víveres, y muchísima gente de refuerzo.
Teniendo así bloqueada á Mazalquivir por tierra y mar, volvíe-
. ron á su vigor las operaciones de los sitiadores. Intimó Asam la
rendición al fuerte de San Miguel , ofreciendo á los sitiados las ha-
ciendas y las vidas. El parlamento fué recibido á balazos por los
nuestros, con lo que dieron los argelinos otro asalto, mas funesto
para ellos que los dos primeros, habiéndose incendiado las faginas
en el foso, lo que aumentó el estrago de la pérdida. Otro asalto, y
aun otro, dio Asam con igual poco fruto, habiendo quedado en d
foso el alcaide de Constantina entre los muertos. Deseoso el dey de
Argel de hacerse con el cadáver de este personaje, envió ao parla*
mentó á don Martin de Córdoba, pidiéndole permiso para retirarle,
y ofreciéndole en recompensa no renovar sus ataques sobre el fuer-
te. Accedió don Martin, y el cadáver del alcaide de Constantina faé
recogido por los moros. Mas Asam no cumplió su palabra de sus-
pender los ataques; pues á los dos dias se dio otro asalto, que no
tuvo mejores resultados que los anteriores.
A fuer de tanto ataque y de lo obstinado de la resistencia, se
hallaba el fuerte de San Miguel en grande apuro. Comenzaban 4
faltar las municiones y los víveres. Los reparos se hallaban en muy
mal estado. Al principio del sitio hábia mandado cuatrocientos hom^
bres de refuerzo don Martin de Córdoba, mas no eran suficientes.
Los moros tenían interceptado el fuerte del cuerpo de la plaza y
GAFITULO XXXI. 365
hacian imposibles las comQnicaciooes. Otros cien hombres, man-
dados por doo Francisco de Carearme, pudieron llegar á duras pe-
nas. Mas el fuerte se hallaba en la extremidad, y á no recibir gran-
des socorros, no podía menos de rendirse. Ocho hombres que se
pudieron descolgar por el muro para llevar la noticia á don Mar-
tin, fueron cogidos por los moros, á excepción de uno que pudo
llegar á su destino. Informado don Martin del estado de las cosas,
envió orden á los del fuerte de que se retirasen. Mas ellos ya se
hablan anticipado á su disposición, descolgándose de los muros
cubiertos con las tinieblas de la noche. Asi llegaron todos salvos &
la plaza de Mcftalquivir, donde los recibió el gobernador haciendo
elogios de su bizarría . ^
Ocupado el fuerte de San Miguel por las tropas de Asam, vol-
vió este sus ataques sobre el cuerpo de la plaza, creyéndola ya de
poca resistencia con la expugnación de un punto tan interesante.
Mas don Martin de Córdoba estaba prevenido por su hermano, y se
habia preparado para recibir á los contrarios.
Se acercaba mas y mas Asam á los muros de la plaza. Cons-
truyó sus baterías y abrió trincheras para ponerse á cubierto de los
tiros de los sitiadores, mas estos le desmontaron dos piezas y co-
menzaron haciéndole grao daSo, sin que Asam pudiese ofenderles,
ocupado como estaba en sus preparativos.
Deseando venir á términos mas amistosos con los sitiados envió
otro parlamento á don Martin, ofreciéndole las capitulaciones mas
honrosas si le abrían las puertas de la plaza, al mismo tiempo que
le hacia ver el mal estado en que se hallaba por falta de reparos
y de artillería. Don Martin le contestó con entereza , que aquella
plaza del rey de Espafia se defenderla por él y los suyos hasta ter-
minar la vida, y puesto que en tan mal estado se encontraba, vi-
niesen los enemigos á asaltarla.
Dispuso al efecto Asam un asalto general, haciéndolo él por un
lado con seis mil hombres y por el otro con el mismo número los
alcaides de Sargel, Mostagán, Constantina y Bona. El asalto fué fu-
rioso; pero la obstinación de la resistencia correspondió á la viveza
del ataque. Mas de dos mil y quinientos enemigos quedaron en los
fosos, precipitados la mayor parte en el acto de escalar los muros.
En medio de lo mas vivo de la refriega, sobrevino una tempestad
que aumentó los apuros de los sitiadores y los estragos de la retira-
da. Otros ataques siguieron con iguales desastres de los asaltadores»
Tomo i. 47
366 HISTORIA DB FELIPK IL
Las pérdidas de los enemigos eran grandes, y aunque los histo-
riadores exageren, se puede imaginar la mucha mortandad en vis-
ta de tantos asaltos infructuosos. Para que la gente no se inficiona-
se, tuvo que recurrir Asam al expediente de quemar los muertos.
Los víveres tampoco andaban muy abundantes en su campo. Co-
menzaban las tropas, unas & desmandarse, otras á perder las es-
peranzas del rico botin, con cuya idea hablan venido tan entusias-
madas. Por otra parte, no podia desconocer Asam, que noticioso el
rey de EspaOa del sitio de las plazas de Oran y de Mazalquivir se
apresuraría á socorrerlas con medios eficaces.
Era la esperanza de este próximo socorro la que alentaba al con-
de de Alcaudete y á su hermano don Martin en medio del conflicto
que los aquejaba. A pesar de la incomunicación completa en que
los sitiadores los tenian, no dejaban de recibir algunos avisos de
que se estaban aprestando los esfuerzos tantas veces aclamados. Dos
ó tres embarcaciones cargadas de víveres y armas hablan podido
escapar de la vigilancia y persecución de los contrarios, jlegando
felizmente á su destino. Algunos renegados del campo contrario da-
ban noticias á la plaza del mal estado de los sitiadores, escasos ya
de víveres y con enfermedades debidas á la estación calorosa en que
las operaciones se emprendían. Con estas esperanzas se mantenía
firme en medio de tantos padecimientos el ánimo de los sitiados,
mientras Asam se hallaba inquieto y hasta enfurecido con la dila-
ción del sitio, aumentándose sus inquietudes con las noticias que
tenia de la próxima llegada del socorro.
No habían sido expedidas en vano las órdenes del rey de Espafia,
relativas á los preparativos del refuerzo. Para el mando de todas
las galeras que se allegaban en Espafia, nombró á don Francisco de
Mendoza, que desde Málaga pasó á Barcelona para disponer las cia-
co que allí se estaban fabricando, y de este punto á Cartagena, de-
signado como el de reunión de todas las fuerzas navales de la em-
presa. En Italia, muchos gobernadores se anticiparon á las órdenes
del rey, tomando por sí disposiciones cuando tuvieron noticia del
sitio de ambas plazas. Entre ellos el virey de Ñapóles, duque de Al-
calá, aprestó las cuatro galeras de aquel reino: envió aviso á Juan
Andrés Doria, para que trajese de Genova las doce suyas; previno
á Antonio Pascual Lomedin acudiese con sus cinco, y avisó al du-
que de Sesa, gobernador de Milán, para que alistase dos mil ale-
manes que debían embarcarse en ellas. Acudieron en efecto las ga-
GAPITÜU) XXXI. 861
leras á Ñapóles donde el vír^y hizo embarcar dos mil espafioles al
mando de don Pedro de Padilbt, nombrando por general de todas
las galeras á don Sancho de Leiva. Tomó este jefe con ellas la di*
receion de las costas de Genova; hizo embarcar en el puerto de
Spezzia los dos mil alemanes que había alistado el duque de Sesa»
y se dio á la vela para Barcelona. Allí llegaron asimismo tres ga*
leras equipadas y armadas por el duque de Medinacelí, virey de Si-
cilia, mandadas por don Fadrique de Garbajal: cinco que dio el gran
maestre de Malta, mandadas por el prior de Barleta, y tres del du-
que de Saboya por el conde de Sof rasco. Pasó toda esta fuerza na-
val de Barcelona á Cartagena, donde se hallaba don Alvaro Bazan
con cinco galeras, y el abad de Lupian con otra, habiéndose reuní-
do además en dicha plaza muchos voluntarios de familias nobles de
Castilla, Valencia y Aragón, deseosos de hacer parte de la empresa.
Mientras se disponía á hacerse á la vela este armamento respe-
table, sabedor ya el dey de Agel de la proximidad de su llegada^
mandó dar otro asalto á la plaza de Mazalquivir, que tuvo por par-
te de los sitiadores el mismo resultado que los antecedentes.
Irritado con este desaire de sus armas y perplejo además sin sa-
ber ya el partido que tomar, convocó un consejo de guerra, para
que se deliberase si convenia abandonar el sitio, ó probar otra vez
la suerte de otro asalto. Se inclinaron los mas á que se emprendie-
jse una pronta retirada; mas algunos pocos que conocían el estado
de ánimo de Asam, con quien querían congraciarse, opinaron por-
que se atacase de nuevo á la plaza, aprovechando oportunamente
el poco tiempo que mediaba hasta la llegada del refuerzo.
Prevaleció esta última opinión, que era tan del gusto del dey de
Argel, y para el 2 de junio de 1563 se dispuso otra asalto por tier-
ra y por mar sobre la plaza de Mazalquivir, siendo esta ya la quin-
ta embestida por parte de los turcos.
Se verificó efectivamente dicho ataque, en que Asam empleó por
tierra y por mar toda la fuerza disponible. Don Martin de Córdoba,
sabedor del asalto, habia tomado las disposiciones necesarias. Toda
la gente se preparó para el combate, habiéndose confesado y co-
mulgado antes, según práctica constante en estos lances, durante
la época que describimos. Recorrió don Martin de Córdoba las filas
con un crucifijo en la mano, exhortándolos á que combatiesen con
su valor acostumbrado, anunciándoles que según todos los avisos
de socorro, iba á ser el último aquel esfuerzo de su valentía. Bes-
368 HiSToau m fbupb u.
poDdieroD los soldados con adamacioDes á la areoga de don Martin,
y todos se pusieron en actitud de aguardar á los enemigos, que ya
empezaban á moverse, y llenaban los aires con clamores y el estruen-
do de sus atabales.
Fué el ataque, si cabe, mas furioso que los anteriores: peleaban
los moros poseídos ya de rabia; mas los repelieron los nuestros con
su denuedo y constancia acostumbrados.
Ya hemos hecho ver la dificultad de describir con fidelidad por-
menores en estas luchas desordenadas, en que se cede solo al ins-
tinto de un furor ciego, de una sed rabiosa de carnicería y matan-
za. La mayor parte de las pinturas que se hacen en estos lances
son infieles, y por la mayor parte creaciones de la imaginación de
los historiadores. Ateniéndonos á los resultados, bástenos decir que
los esfuerzos de los moros fueron infructuosos y que pagaron mas
cara su osadía que en los asaltos anteriores. Quedó cubierto el foso
de cadáveres. Fueron muchos precipitados de encima de los mismos
muros donde tenían ya enarbolado el estandarte victorioso. Fué
enorme la pérdida de los enemigos. Los historiadores avalúan la
nuestra en solo quince hombres , exageración poco digna de escri-
tos serios de esta clase. Entre los heridos se contó á don Martin de
una pedrada ó mas bien de un fragmento de muralla, que le tocó
ligeramente.
No fué este asalto el último ; tan enfurecido estaba Asam y tan
rabioso por tomar la plaza. En esta ocasión se puso al frente de las
tropas del asalto, armado de alfange y lanza con casco y con adar-
ga. En vano echó en cara á los suyos su cobardía en los asaltos
anteriores al dar principio á este que dirigía en persona. Igualmen-
te fué desastroso que los anteriores. Duró cinco horas y siempre con
los mismos resultados.
Otro asalto se dio el 6 de junio : otro tuvo efecto el 7. Mas el 8
cambió de repente el semblante de las cosas.
El 6 de junio se habia dado á la vela la escuadra desde Cartage-
na. Ocupaba el centro el general en jefe don Francisco de Mendoza.
Mandaba el ala derecha don Alvaro Bazan, y Juan Andrés Doria el
ala izquierda. En esta disposición se dirigieron á las plazas sitiadas
sin detenerse un punto, sabiendo el grandísimo apuro en que Ma-
zalquivir se hallaba. El conde de Aleándote recibió aviso de la ve-
nida, por un buque destacado de la escuadra y que pudo eludir la
"Vigilancia de los turcos, llegando felizmente al puerto. El conde de
CAPITULO xxxt. 869
Alcaudete lo comonicó á so hermaDO, y la noticia cundió al instante
por las gnarnicíones de ambas plazas.
En la maSana del 8 no dudó ya Asam de que estaba encima la
escuadra castellana , habiendo visto veinte galeras turcas , que ve-
nían fugitivas con objeto de guarecerse entre las suyas. Mandó in-
mediatamente retirar á sus tropas que se disponian para un nuevo
asalto, y tomó todas las disposiciones para levantar el campo. Em-
pezaron efectivamente las tropas sitiadoras á emprender la retirada,
tomando la vanguardia los turcos como tropa experimentada y
aguerrida. Mandó Asam inutilizar y destruir cuantos efectos no pu-
do llevar consigo por la rapidez indispensable de su movimiento, y
.para que los cristianos no se aprovechasen de sus piezas de arti-
llería de batir, hizo dispararlas con triple ó cuádruple carga á fin
de que reventasen. Sin duda no se usaba todavía el expediente de
clavar las piezas.
Se verificaba mientras tanto la llegada de la escuadra. Imagínese
el lector los sentimientos de alegría y entusiasmo con que seria re-
cibido en Oran y Mazalquivir un auxilio que llegaba tan á tiempo,
y había sido tan ardientemente deseado. Las dos guarniciones de
Oran y Mazalquivir, que habian estado por tanto tiempo intercep-
tadas, se saludaron con las demostraciones del mas vivo regocijo.
Resonaron en aquellas playas salvas de artillería y de arcabucería,
mezcladas al estruendo de los clarines, con que unos y otros se da-
ban el parabién de aquella reunión tan vivamente deseada.
Inmediatamente que el conde de Alcaudete y don Martin de Cór-
doba se vieron libres en sus comunicaciones , salieron juntos al
campo con toda la gente de caballería que pudieron reunir, en per-
secución de los sitiadores que, como hemos dicho, habian levantado
el campo. También se reunieron á esta expedición algunas tropas
y caballeros voluntarios, de los que venian en la armada. Mas los
enemigos, desembarazados en su marcha de cuanto pudiera retar-
darla, les llevaban demasiada delantera para que se les diese fácil-
mente alcance. Así los cristianos, perdida ya la esperanza de con-
seguirlo, no se empefiaron infructuosamente, y tomaron la vuelta
de la plaza.
El general don Francisco de Mendoza , después de proveer á la
reparación de abastecimiento de Oran y de Mazalquivir con todos
los medios que estaban á su disposición , regresó con la escuadra á
las costas de Levante de EspaOa , tomando disposiciones para que
8*70 msTOUÁ DB FBune n.
las galeras de distintas procedencias regresasen á sos puntos res-
pectivos. Recompensó el rey de EspaOa con liberalidad á los que se
habian distinguido en el sitio de las dos fortalezas mencioDadas,
particularmente á don Martin de Córdoba y á Francisco Vivero, go-
bernador del fuerte de San Miguel; dando otras muchas muestras
de satisfacción, en que le acompasó toda Espafia, por la salvación
de aquellos dos puntos importantes.
CAPÍTULO xxm
Expedición sobre el Peñón de Velez de la Gomera.— Infructuosa.— Segunda tentativa.
— Preparativos.— Salida de la expedición.— Llegan al PeBon.— Le toman.— Envia
el rey á don Alonso Bazan á cegar el rio de Tetaan.— T se efectúa (1).— (1564).
A muy poco después de los acootecimientos que dejamos referi-
dos, se intentó una expedición, que no fué seguida de buen éxito.
Había propuesto varias veces Pedro Yenegas, gobernador de Meli-
Ua, al rey de EspaOa, la expugnación del PeSon de Velez de La Go-
mera, nido de piratas berberiscos , presentando la empresa como
cosa fácil, según noticias que tenia por dos renegados escapados de
aquel punto fuerte. En vista de esto dio Felipe II orden al general
don Francisco de Mendoza , para que con silencio y brevedad se
dirigiese con sus galeras al Pefion , y se concertase con Francisco
de Venegas sobre los medios de expugnarle. Don Francisco Mendo-
za se hallaba á la sazón enfermo, y no queriendo et rey retardar la
expedición, la encomendó á don Sancho de Leiva , general de las
galeras de Ñapóles, quien se embarcó con su gente en este puerto,
8ÍD que ninguno supiese el objeto de la marcha. En la isla de Ar-
bolan, á treinta leguas de la costa de África, dio fondo con su es-
cuadra. Los principales jefes de la expedición, á quienes comunicó
entonces el objeto á que estaba destinada , tuvieron por imposible
la toma del Pefion, á pesar de las seguridades que daba para ello
el gobernador de Melilla, movido por las noticias de los renegados,
(1) Las mlfinas antorldad68.
372 HISTOBIA. DE FSLIPE lí.
Mas don Sancho de Leiva, do atreviéndose á contrariar las órdeDes
del rey, siguió adelante con so armada , y llegó con ella cerca de
Helilla, para comenzar desde aquel punto sus operaciones.
Respondieron los efectos á lo que hablan indicado algunos jefes
de la expedición, sobre lo inútil de la tentativa. Desembarcó don Al-
varo Bazán, por orden de don Sancho, con sesenta hombres de re-
conocimiento sobre el PeSon de la Gomera, seguidos de otros se-
senta, para dejar en el PeSon, en caso de ser tomado por sorpresa.
Mas á pesar del secreto y precauciones de la expedición, fueron des-
cubiertos y acometidos los nuestros por los moros, que les obligaroD
á retroceder con alguna pérdida. Desembarcó después el mismo don
Sancho con igual objeto, mas también fué sorprendido en su mar-
cha, y obligado á recogerse en Velez, de cuyos habitantes fué reci-
bido sin ninguna resistencia. No desistiendo de la empresa, á pesar
de las dificultades que encontraba, y careciendo de víveres su campo,
envió al conde Sofrasco, capitán de las galeras de Saboya, con un
grueso destacamento á la escuadra con objeto de traerlos. Fué esta
fuerza acometida en su marcha por los moros; mas como se movían
en buen orden, recibieron poco daSo de los enemigos mientras dató
el dia. A la llegada de la noche, cambió enteramente el semblante
de las cosas. Los moros se acercaron mas, y acometiendo, y arro-
jándoles hasta pefiascos desde las alturas, se desordenaron los nues-
tros al fio, con mucha pérdida, y tuvieron que tomar la vuelta de
Yelez, donde fueron recogidos por don Sancho.
Otro reconocimiento tuvo lugar, y con los mismos malos resulta-
dos; con lo cual, desengafiado don Sancho de lo inútil de la tenta-
tiva, y que para la indicada expugnación se necesitaban mas fuer-
zas que las suyas, volvió á embarcar su gente, y se dirigió eo
seguida á Málaga.
A esta tentativa infructuosa sobre el PeOon de Velez de la Gome-
ra, se siguió otra por el mismo estilo de los mismos moros, sóbrela
plaza de Melilla. Por dos veces se presentaron delante de este punto,
hallando las puertas abiertas por disposición expresa del goberna-
dor, á fin de que entrándose por ellas, pudiesen ser cogidos en las
mismas calles. Se atribuye esta estratagema á las noticias que tenia
el gobernador por sus espías, de que los moros estaban persuadi-
dos por un alfaquí, Santón entre ellos, de que acometiendo en cierto
dia, á cierta hora y con ciertas precauciones, se paralizaría de tal
modo la acción de sus enemigos, que quedarían hasta inmóviles. Al
CAPITULÓ XJOÜL. 373
?er el efecto, los moros «biertas las paertas de Meliila; qae la arti-
llería DO bacía fuego; que oo se presentaban ni aun soldados en
los maros, creyeroo ciegamente en las palabras del alfaquf, y se pre-
cipitaron ciegos en la plaza, como queda dicho.
En el afio siguiente de lS6i se proyectó otra expedición sobre el
mismo punto del Pefion, y que ejecutada con mayores medios, pro-
dujo muy diversos resultados. Se temia entonces una nueva bajada
de la escuadra turca, y con este motivo habia dado el rey de Espa-
fia orden para que se aprontasen todas las galeras disponibles. Es-
taban preparados todos para recibir la visita de los otomanos. Mas
se desmintió la noticia de la expedición; y el rey de Espafia, noque-
riendo perder enteramente el fruto de aquel grande armamento, es-
timulado^ cada vez mas del deseo de acabar con un nido de piratas,
dio órdenes, para que desarmándose algunas galeras que no pare-
cían necesarias, continuasen en su estado de guerra l^s restantes,
para marchar sobre el PeDon de la Gomera.
Por jefe de la expedición fué nombrado don Garcfa de Toledo, vi-
rey de Gatalufia. Se preparó la armada para hacerse cuanto antes &
la vela, camino de las costas de África. Acudieron con sus galeras
el virey de Sicilia, el de Ñapóles, el gran duque de Toscana, el de
Saboya, el gran maestre de Malta y don Juan Andrés Doria. Tam-
bién el cardenal don Enrique, regente de Portugal, prometió, y
aprestó un socorro. Al duque de Sesa, gobernador de Milán, se le
dio orden para alistar dos mil alemanes, al mismo tiempo que se
ponían sobre las armas seis mil soldados en Espafia.
Noticioso el dey de Argel de la proyectada expedición, tomó sus
disposiciones, poniendo en estado de defensa las plazas de Argel, de
OSojia, y otras que estaban á su devoción; mas cerciorado deque el
movimiento tenia por solo objeto el Pefion de la Gomera, envió á
esta plaza por alcaide á Cara-Mustafá con cien turcos de refuerzo,
y >lo6 víveres y municiones necesarios para un sitio de seis meses.
Pasó don García de Toledo al puerto de Palamós, en Gatalufia,
donde habiendo recogido las galeras de Juan Andrés Doria, se em-
barcó con ellas y las que él tenia, para Genova. Allí se le reunieron
atrás tres de la República, y siete que le enviaba el Papa, & las ór-
denes de Marco Antonio Colonna. En el puerto de Savona embarcó
mil y doscientos hombres, que habia alistado en Milán el duque de
Sesa. Pasó en ^uida á Liorna, donde se le ¡noorporaron siete ga-
leras que le enviaba el gran duque da Toscana. Inmediatamente pasé
Tomo i. **
374 HiSTOUÁ DK riLiPE n.
á Ñapóles, desde donde envió á Mesina & don Sancho de Leiva, pan
qne le llevase las galeras de Sicilia, y después de recogidas , tomó
la vuelta de EspaDa, donde debia reunirse todo el armamento.
Había dejado don García en las costas de Genova á Juan Andrés
Doria y al marqués de Estepa para que en las galeras del primero
se embarcasen otros dos mil alemanes que llegaron de alli á pocos
dias con el conde de Anníbal Altemps á su frente. Embarcadas en
Spezzia pasaron á Niza con las galeras de los duques de FloreDcia y
de Saboya y de alli á las costas de CataluDa, donde por entonces se
hallaba don García. Desde aquí, después de haber recogido de Bar-
celona la artillería gruesa de batir, se embarcaron todos para Má-
laga, de donde debia salir la expedición de sitio.
Mientras tanto se embarcaba en Lisboa Francisco Barreno con las
ocho galeras que mandaba de refuerzo el regente don Enrique. Eo
el Cabo de San Vicente se encontró con dos galeras turcas que ha-
bía enviado el dey de Argel al reconocimiento de las costas de Es-
paDa; pero siendo mas veleras que las portuguesas, no pudieron es-
tas darles caza. Habiéndose dirigido Bárrelo á Cádiz, tuvo alli nna
entrevista con don García de Toledo, en la que arreglaron el plan de
operaciones, debiendo dirigirse el primero & Tánger para recoger
doscientos hombres de refuerzo, y de allí al PeDon, cuyo camiDO to-
maría en derechura don García desde Málaga.
Al presentarse este general en este último puerto encontró ma-
chísimos voluntarios pertenecientes á las familias mas nobles de Es-
pafia, que le estaban aguardando para acompaOarle en su expedi-
ción sobre el PeDon de la Gomera. También se reforzó con cinco
mil soldados que le enviaba el conde de Tendilla. Concluidos, pues,
todos los preparativos, salió la expedición el 28 de agosto de aquel
aOo, compuesta de catorce galeras, de don García de Toledo gene-
ral en jefe; de ocho de Portugal mandadas por el general Frandsco
Barrete; de cinco de la orden de Malta, á las órdenes de don Frey
Juan Ejidio; de trece de Ñapóles, mandadas por don Sanche de Lei-
va; de diez de Sicilia, por don Fadríque de Carvajal; de siete que
mandaba don Alvaro Bazan; de siete de Marco Antonio Colonna; de
doce de Andrés Dona; de diez del duque de Florencia, de tres del
duque de Saboya que mandaba el conde de Sofrasco; de cuatro dd
marqués de Estepa; ascendiendo el número total á sesenta y nueve
galeras. El de embarcaciones menores, como galeotas, fastas, jabe-
ques, etc., pasaban^ de sesenta.
CAPÍTULO xxxn. 375
Se hizo la escuadra á la vela, y á las tres leguas del PeOon man-
dó hacer alto el general para conferenciar sobre el plan de opera-
ciones con los principales jefes que de su orden se reunieron en la
gatera capitana.
El fuerte del Pefion de la Gomera de Yelez está separado de la^
costa, lo que le constituye en una verdadera isla. A un lado, se
encuentra un castillo llamado de Alcalá, y por el otro el pueblo de
Yelez que no es fortificado* La expugnación del Pefion tenia pues
que empezar por un bloqueo y por la posesión de dicho castillo y
el pueblo de Yelez para construir allí las baterías que debían ex-
pugnar la fortaleza.
Tal fué el plan del general en jefe, comenzando sus operaciones
por el reconocimiento del castillo de Alcalá, de que se apoderaron
con poca oposición, habiendo sido abandonado por los moros. En
este castillo establ^ió don García de Toledo su cuartel general, y
colocó quinientos soldados que debían servir para su guardia.
El general portugués Francisco Barrete y el de Malta don Frey
Juan Ejidio, que hablan ido á Marbella á recogerlas galeras del pri-
mero, llegaron al Pefion de la Gomera después del grueso de la ex-
pedición que hallaron ya desembarcada. Los puso esto á los dos en
grande enojo: al primero porque era una de las condiciones del auxi-
lio del rey de Portugal, que habían de desembarcar las galeras por-
tuguesas al mismo tiempo que las espafiolas; al segundo, porque
según él á las galeras de Malta tocaba siempre desembarcar sus
tropas las primeras, tratándose de expediciones contra infieles. Mas
don García de Toledo apaciguó muy fácilmente á uno y á otro, ha-
ciéndoles ver que el desembarco había sido un acto de necesidad por
lo recio de los temporales.
Tomado el fuerte de Alcalá y asegurados los víveres y las muni-
ciones, determinó don García ocupar el pueblo de Yelez, que aun-
que no fortificado servia de punto de reunión á las tropas enemigas
que recorrían el campo para embarazar las operaciones de los sitia-
dores.
Se dividió el ejército en dos trozos, marchando delante como des-
cubridor don Juan de Yillaroel con los jinetes. Iban en el primer
cuerpo don Sancho de Leiva, don Luis Osorio, don Frey Juan Eji-
dio Parissot, sobrino del gran maestre de Malta, y tres maestres de
campo de la misma Orden, capitaneando la infanteriade Ñápeles, la
de Malta y los arcabuceros, llevando adelante cuatro piezas de cam-
876 HISTOKUL DK ISLIfB IL
pafia. Se eompoDia el segando euerpo de la gente de Sicilia, de
Lombardía y de Portugal, de la bísofia de Castilla y de los dos mü
alemanes mandados por el conde Annibal. El general en jefe don
García y sa maestre general Ghiapino Yitelli, iban de ana parfti
%tra como mejor les parecía.
La expedición no era difícil. Machos moros se dejaron ver en las
altaras, y aanque hicieron amagos de atacar, retrocedieron al ser
repelidos por los nuestros. Se apoderó el ejército del pueblo de Ve^
lez, que se encontró abandonado por la mayor parte dé sus habi*
tantos. Con esta ocupación quedaba ya completamente bloqueado el
Pe&on de la Gomera; ya no se trataba mas que de batirle en bre-
oha, porque no habia que pensar en asaltos ni en otro modo de to-
marle á viva fuerza.
Mientras se construían las baterías y otras obras para resguardo
de los sitiadores, no desaparecían de la vista ^opas enemigas. Bl
dey de Fez envió exploradores para enterarse del estado de lascosas^
y eá* seguida puso en movimiento fuerzas con objeto de impedir el
sitio. Mas no se trabó batalla alguna entre los nuestros y los mabo-'
metanos, redociéndose todo á escaramuzas.
Don García de Toledo, antes de empezar la batida del Pefion, le
intimó que se rindiese; mas Feret su gobernador, puesto por el dey
de Argel, respondió que siendo la plaza posesión del Gran Sefforls
cumplía mantenérsele fiel hasta el último momento de su vida.
Comenzaron con esto á jugar las baterías. Respondieron á las
nuestras los del fuerte; pero recibieron estos mas daDo del que dos
hicieron. Para aumentar el efecto de las suyas, mandó don Garda
colocarlas mas arriba, sin que los de adentro pudiesen impedirlo.
Era fuerte el PeOon por su aislamiento, por lo escarpado de sos
moros, mas no correspondía á estas ventajas lo sólido de los mate-
riales. Los de adentro percibieron muy bien que bloqueados como
estaban, aanque no pudiesen ser asaltados, no por eso dejaba de
ser su ruina inevitable. Comenzó el miedo á apoderarse de sus áni-
mos, y no atreviéndose á proponer su rendición, fueron abandonan-
do poco á poco la plaza descolgándose de dos en dos, de tres en
tres, hasta que la goarnicion quedó reducida al número de treee.
Llevó un renegado esta noticia á don García de Toledo, qoien ape^
ñas quiso darle crédito, hasta que se cercioró por la circanstaacia
de ofreow su rendición los trece que no habían abandonado el
fuerte.
Asi eayé eo poder de nuestras armas el Pefioa de ia Gomera el 8
de setiembre M mismo afio de 1564. El trabaja de la expugoacion
Bo fuá way grande, como se deja ver, mas solo con aquellas fuer-
us, con aquellos preparativos, se podía reducirle al aislamiento y
estado de bloqueo que hacian su ruina inevitable.
Fué sobremanera agradable al rey de Espafia la noticia de la to-
ma del Pefion, y casi se puede decir al todo de la cristiandad; tan
objeto de odio y de terror habian llegado & ser los berberiscos y los
tarcos. Regresó don García con la expedición triunfante á Málaga.
El rey le recompensó nombrándolo vírey de Sicilia, no olvidando
en sos fovores & los demás que los habian merecido. Regresáronlas
galeras á sus destinos respectivos, y el nuevo virey de Sicilia tomó
aquella dirección con las de aquel país y Ñapóles. Los dos mil ale<
manes con el conde Annibál, fueron conducidos en las de don Alvaro
Bazan á las costas de Genova, donde desembarcaron y recibieron
sus pagas en el acto del licénciamiento.
A don Alvaro fiazan, destinado á hacer un gran papel en nuestra
bistoría, se le dio al aDo siguiente la comisión de cegar la boca del
rio Totuan que servia de asilo y refugio á tantos piratas berberis-
cos. Se había quedado este marino en un principio después de la
toma del Pefion con objeto de abastecer este punto fuerte de víveres
7 de municiones y de artillarle además; para cuyo efecto introdujo
en él diez y ocho piezas de grueso calibre con los pertrechos nece-
sarios. Después se embarcó para Italia con el objeto que llevamos
dicho. A su regreso, se presentó en las costas de Andalucía, y con
gran secreto preparó en la plaza de Gibraltar las piedras y el betún
que necesitaba, parala empresa que se le había encomendado. Em-
barcó todo este material en nueve bergantines, y con ellos se diri-
gid á Ceuta, posesión entonces de los portugueses, para concertar
con el gobernador su plan de operaciones. Se redujo este á que da
la plaza de Ceuta saliesen tropas por tierra llamando la atención de
los moros por esta parte, mientras se dirigía don Alvaro por mará
la boca del río,, cuya obstrucción era el objeto de la empresa. Aun-
que don Alvaro en su primera tentativa sufrió una tempestad qie
le (d)ligd á retroceder á Ceuta, no por eso desmayó en la operacíoo
y procedió adelante. Salió por segunda vez al mar, y al mismo tiem-
po por la parte de tierra las tropas del gobernador, aument&ndose
su número con mujeres, con muchachos, con gente desarmada para
darles la apariencia de un ejército. Alarmados los moros con este
378 mSTORÜL BK FBUPB II.
movimiento que les pareció tan serio, salieron al encuentro de los
cristianos con tantas fuerzas les fué posible, creyendo solo el peli-
gro de esta parte, mientras don Alvaro llegó con rapidez á la boca
del rio« echando á pique sus bergantines cargados con la piedra que
llevamos dicho.
Los moros que se vieron burlados, pues nuestras fuerzas de tierra
hablan retrocedido luego que calcularon que don Alvaro habla te-
nido bastante tiempo para concluir la operación, trataron de torcer
sus fuerzas en dirección de dicha boca, mas ya llegaron tarde. En
su despecho hicieron fuego sobre los buque y tropas de don Alvaro,
mas les correspondió este, sin que el tiroteo de una y otra parte
produjese efectos de importancia. Los moros se retiraron viendo que
nada conseguían, y don Alvaro tomó muy pronto la vuelta de Má-
laga.
En todos estos aOos que llevamos recorriendo, era continua la
guerra é interminables las hostilidades entre los ^berberiscos y tar-
cos de un lado, y del otro los príncipes y potencias cristianas marí-
timas del Mediterráneo. Los berberiscos, bajo la protección de los
turcos, poseían los puntos mas importantes de la costa de África,
mientras los turcos, duefios de tantas islas del Archipiélago y pun-
tos importantes de la Morea, se daban el aire de dominar exclusi-
vamente en dichos mares. EspaDa, por sus posesiones en la Italia,
por las costas orientales de la Península, por sus mismas plazas de
África estaba en colisión eterna con las fuerzas de la medía luna.
La Orden de Malta, que se hallaba entonces en todo su esplendor,
no cesaba en sus correrías por aquellos mares. Genova y Yenecia
eran todavía preponderantes en aquella época. Cualquiera puede
imaginarse pues á cuantos conflictos parciales, & cuantos desem-
barcos, á cuantas correrías y pillajes de costa habrá dado logar
aquella pugna de naciones á naciones, de creencias & creeDcias.
Referirlas todas no seria posible, y además no correspondería á nues-
tro objeto. Hasta ahora nos hemos contentado con lo principal, con
lo que nos toca mas de cerca. Pero entre tantos choques y hazafias
parciales ocurrió una que, aunque no nos dice relación directamen-
te, obtuvo una celebridad que no permite la condenemos al silen-
cio. Será este hecho tan glorioso de armas asunto del capí talo si-
guiente.
CAPiTííto xxxm»
SITIO DE MALTA.
Situación de Malta. — Resumen [de su historia hasta la época de Carlos Y. — Cesión de
la isla á los caballeros de San Joan. — Establecimiento en ella de la Orden.— Proyec-
ta Solimán II el sitio de Malta. — Sale de Constantinopla la expedición.— Desembarca
en Malta. — ^Rivalidades entre los jefes de mar y tierra. — Sitian los turcos el fuerte
de San Telmo. — Lo toman. — Sitian la ciudad del Burgo.— Resistencia. — ^Varios asal-
tos.—Llegada del refuerzo de España.— Levantan el sitio los turcos, y se embar-
can.— Pérdidas por entrambas partes. — Construcción de la ciudad y plaza llamada
La Valette.— Muerte del gran maestre de este nombre (1). — (1565).
Hay pantos casi imperceptibles sobre la superficie de la tierra,
qae están sin embargo destinados & ocupar páginas muy importan-
tes en la historia. Tal es Malta, pequefia isla del Mediterráneo, si-
tuada al Sur de Sicilia, siete á ocho leguas de circunferencia, lla-
mada en la antigüedad MeUta, por la miel abundante y buena que
produce.
Aneja á esta isla de Malta y un poco al noroeste, hay otra mu-
cho mas pequefia llamado Gozo, y en medio de las dos una especie
de islote con el nombre de Gumin, designándose por lo regular el
grupo de las tres con el general de Malta.
En todas épocas se dio mucha importancia á la ocupación de la
isla de Malta como punto avanzado, y -centinela entre el Occidente
(1) Salazar, cBapalla yenoedora;9 Boslo, cHIatoria de Malta;» Cabrera, «Hitrtoria da Felipe H; » Her-
rera, «matorla General;» Ferrara, «Historia de Eapafia;» Niege (historiador de nuestros días), Histe-
ria de Malta» y otros.
380 HISTORIA DB FEUPB IL
y el Oriente. Sin haber formado nuoca lo qae se llama un estado,
hizo en todos tiempos parte de las posesiones de Sicilia. Fueron
dueSos de ella en los tiempos antiguos los fenicios, los griegos, los
cartagineses, los romanos, los godos, los vándalos, los emperado-
res griegos y los árabes; y en los de la Edad mediales normandos,
los emperadores alemanes de la casa de Suavia, los reyes de Ara-
gón desde Pedro III, que se apoderó de Sicilia á fines del siglo XIII,
hasta Fernando el Católico, cuya herencia pasó toda á Carlos Y. En
todos estos tiempos gozó la isla de Malta de grandes privilegios,
proporcionados á las ventajas que de ella sacaban sus se&ores.
Hemos visto (1) á los caballeros de San Juan arrojados en 1522
de la isla de Rodas por las armas de Solimán II, quei se hizo duefio
de ella, después de un sitio gloriosísimo para sus defensores. Se
retiró á Sicilia el gran maestre L' Isle Adam seguido de sus caba-
lleros, y desde entonces pensó seriamente en la adquisición de un
punto fuerte del Mediterráneo, donde establecer la Orden. El em-
perador Carlos Y le hizo cesión de la isla de Malta ; mas este acto
no fué espontáneo, ni se verificó sin estipular condiciones que pa-
recieron gravosas á los caballeros. Hubo negociaciones y no deja-
ron de suscitarse sus dificultades, siendo una de las principales, la
repugnancia de los malteses á la admisión de una orden que acaba-
ría por dominarlos. Los mismos caballeros estaban divididos sobre
la conveniencia de la traslación, y el gran maestre se mostraba re-
miso en la conclusión del negocio con las esperanzas de establecerse
en otro punto mas favorable á los intereses de la Orden. En fin,
después de haberse allanado las dificultades y sometídose los mal-
teses á la ley de la necesidad, se firmó el acta de cesión en que
quedaban á salvo los derechos de soberanía, de que no quiso nun-
ca desprenderse Carlos Y ; y los caballeros de San Juan tomaron
posesión de Malta el afio 1530, con gran repugnancia de los habi-
tantes, á cuyos privilegios no se tuvo consideración en el tratado.
Establecida en Malta la Orden de San Juan, se aplicó su gran maes-
tre, que todavía lo era L' Isle Adam, á poner el pais en estado de
defensa, pues no ignoraba el grande objeto de odio que era para el
Sultán una orden militar, que por instituto le hacia en todos tiem-
pos cruda guerra. Habiéndola arrojado de Rodas, natural era que
la persiguiese en Malta. Mas los caballeros, cuyas galeras iban cft-
(1) Gástalo YI do esta Historia*
CAPITDIO XXXIU. 381
si siempre anidas con las de Garlos Y y Felipe II, qoe estaban con
firecaencia en gaerra con los turcos , no vieron á estos tan pronto
000^0 era de temer, delante de sus moros.
Ep su debido lugar hemos hablado de la cooperación de los pa-
balleros de San Juan en las expediciones sob^e Túnez, Argel, sobre
Pairas, sobre Modon, sobre Coron, sobre la plaza fuerte de África,
y en el reinado de Felipe II, sobre Trípoli, los Gelvez y últimamen-
te sobre el PeSon de la Gomera. Irritados los berberiscos y los tur-
cos de esta hostilidad continua, trataron varias veces de acabar con
Malta. Rizo en sus costas Dragut varios desembarcos, pero sin efec-
to, habiendo sufrido bastantes descalabros, sobre todo en el último
verificado en Gozo, de donde tuvo que retirarse vergonzosamente.
Por fio, llegaron las cosas á tal punto, que Solimán II trató de po-
ner formalmente un sitio á Malta.
Era entonces gran maestre de la Orden, Juan de La Yalette, ele-
gido en 1557 por su gran mérito, en atención al riesgo inminente
que corría. Hombre valiente y experímentado, de capacidad y de
firmeza, se condujo desde un principio como las circunstancias exi-
giao . Ninguna ocasión perdió de hostilizar á los turcos , haciendo
parte de la expedición de Felipe II sobre Trípoli , seguida de las
desgracias que hemos visto ; forzando & Dragut á retirarse vergon-
zosamente de la isla de Gozo, donde habia hecho un desembarco ;
tomando parte con sus caballeros en la conquista de la Gomera de
los Yelez ; intentando un golpe de mano sobre Malvasía ; no per-
diendo ocasión de acosar á los infieles por mar ; libertando buques
CTÍstianos, haciendo numerosas presas, entre las que se contaba un
rico galeón turco, cuyo cargamento pertenecia al jefe de los eunu-
cos y á las odaliscas del serrallo. No era necesario tanto para pro-
vocar hasta el extremo la cólera de Solimán, quien fulminó al fin
contra Malta el decreto de exterminio, que mas de cuarenta aOos
antes habia arrojado á los caballeros de San Juan, de Rodas.
Hacia tiempo que veia el gran maestre aglomeraría la tempes*
tad que á la. isla amenazaba. En nada pensó mas desde que se vio
elevado á la suprema dignidad, que en prepararse para recibfr el
golpe. Tomó Malta un aspecto en extremo belicoso; se aprontaron
armas; se allegaron víveres y municiones; se impuso sobre los bie-
nes de la Orden, además de las contribuciones ordinarias, un tri-
buto de sesenta mil ducados; se concertaron con el virey de Sicilia
los medios mas convenientes de socorro, y se hizo un llamamiento
Tomo i. 49
382 HISTORIA DK FELIPE IL
m
solemoe de honor á los caballeros ausentes, para presentarse sin
perder momento á la defensa de la Orden.
La plaza principal de la isla era el Borgo ó Burgo, llamada hoy
la Ciudad Victoriosa, situada á la entrada del Puerto Grande y flan-
queada por el castillo de Sant-Angelo. Enfrente, y separada por el
puerto de las Galeras, se halla la ciudad de La Sangle, entonces sin
murallas, defendida por el fuerte de San Miguel, que con el castí*
lio de Saot-Angelo forma la boca de este puerto. A pequeDa dis-
tancia del Burgo se hallaba el fuerte de San Telmo, en la extremi-
dad del promontorio que separa el Puerto Grande del de María Mus-
sel ó Marza Musel, y donde se construyó después la ciudad de la Yal-
letta, como lo haremos ver á su debido tiempo. — A distancia algo
mas considerable del Burgo, se halla la Ciudad Notable ó Vieja,
fortificada ya en aquella época. La Valette circunvaló la ciudad de
La Sangle con murallas, hizo completar las fortalezas de San Miguel
y San Telmo, fortificando y abasteciendo al mismo tiempo la isla
de Gozo.
Era grande el peligro; pero fué mayor el entusiasmo y el valor
que supo inspirar el gran maestre en el ánimo de los malteses. En-
mudecieron ¿ su voz todas las pasiones, y se sofocaron los resenti-
mientos justos de los habitantes contra una Orden que los había
despojado de sus privilegios. Acudieron con prontitud los caballe-
ros ausentes, y con ellos cuantos soldados, víveres y municiones
pudieron procurarse. Se remitieron á Sicilia todos los habitantes
que no tenían medios de subsistir, ni se hallaban en estado de to-
mar las armas ; se levantó en masa la población que se encontró
apta para pelear, y se organizó bajo todos aspectos una defensa
obstinada en toda regla.
Hé aquí el estado aproximativo de todas estas tropas en la revis-
ta general pasada el 6 de mayo de 1565 por el gran maestre.
4 1» i ^ 1 de la lengua de Provenza.
15 escuderos) ^
Í5 caballeros ¡¿^,^j^^.^
II escuderos)
5]'**^^''|deladeFniDC¡a.
24 escuderos)
165caballero8¡¿^,^j^H^.^
5 escoderos)
8S caballeros de la de Aragón.
GAFrraLO xxxni. 888
1 caballero de la de Inglaterra.
1 4 caballeros de la de Alemania.
68 cabaUerosjj^j^j^ Castilla.
6 escuderos'
41 capellanes de diversas lenguas.
587 miembros de la Orden.
700 soldados y marinos de las galeras , malteses por la mayor
parte.
500 malteses de la compaSfa del Burgo.
800 id. de Bormola y de La Sangle.
1500 id. de la Ciudad Notable.
560 malteses de la parroquia de Santa Catalina.
680 id. de la de Bircbarcara.
560 id. de Kunni.
560 id. de Zorrick.
590 id. de Nasciar.
560 id. de Siggieri.
120 artilleros.
150 criados de caballeros, organizados en una compaDia.
16S5 extranjeros tomados & sueldo de la Orden.
8992 hombres en total.
Con esta escasa fuerza, compuesta de elementos tan heterogé--
seos, y la mayor parte escasa de experiencia, ó sin ninguna en el
manejo de las armas, se dispuso el gran maestre á recibir el ejér-
cito formidable con que Solimán le amenazaba; y no hay que olvi-
dar que la generalidad de estas tropas consistía en malteses, des-
pojados de sus privilegios, abrumados de impuestos, tratados con
desprecio por los caballeros de la Orden, heridos en lo que hay mas
delicado y sensible para el hombre. Pero se trataba de defender el
suelo de la patria, amenazado por los enemigos dé la fe católica, á
quienes se profesaba un odio inextinguible, y sobre todo, se obraba
á la voz, y bajo el ascendiente de un grande hombre.
Babia sido presentado en pleno consejo por el Gran Sefior su pro-
yecto de invadir á Malta, y aplaudido, como era natural, con todas
las demostraciones de entusiasmo, por todo su consejo. Mientras se
hacian preparativos formidables, se enviaban emisarios secretos ala
isla, para levantar planos y tomar reseOas de su posición, fortifica-
ciones, etc. No se omitió precaución, ni se ahorró gasto alguno que
3S4 HISTOSIA DS FELIPE IL
llevase al objeto de afiadír la isla de Malta & las brillantes conquis-
tas de Solimán el Magnifico. Antes de partir las tropas, las arengó
el Snltan, diciéndolas que la conquista de la sola isla de Malta era
poca empresa para aquel armamento formidable.
Por fin, en 18 de mayo de 1565 se presentó delante delaislade
Malta la escuadra turca, compuesta de ciento treinta y una galeras,
treinta galeones y doscientos buques de transporte, ai mando de
Piali-Bajá, con cuarenta mil hombres, á las órdenes de Mustafá-
Bajá. Se hace ascender á sesenta mil el número de los turcos que
abordaron á Malta, agregando á las tropas de tierra los marineros
de la escuadra, y los individuos que no combatían incorporados &
la marina y al ejército. Llevaban estas tropas víveres para seis ipe-
ses, municiones en proporción, y un tren completo de sitio, en el
que se contaban sesenta y cuatro caSones de batir, con balas de
hierro de ochenta libras, y dos morteros de siete pies de circunfe-
rencia, para lanzar piedras. Desembarcaron los turcos sin oposicioa
alguna, y su primera operación fué talar los campos, quemar los
pueblos y degollar á los infelices habitantes que no hablan tenido
tiempo de guarecerse en los muros de la plaza. — Hicieroo los caba-
lleros algunas salidas por orden del gran maestre, y aunque no lle-
vaban lo peor en los encuentros, convencido la Valette de que esto
debilitaba sus fuerzas sin utilidad, se encerró dentro de los muros,
dejando á los turcos duefios absolutos de todo el terreno no fortifi-
cado de la isla.
Procedieron estos inmediatamente al sitio de los puntos fuertes;
mas las operaciones adolecieron desde un principio de la rivalidad
que reinaba á la sazón entre Piali, general de la escuadra, y Mos-
tafá, á quien se habia dado el mando de las tropas del asedio. MUe-
gar la escuadra á Navarino, leyó este delante de los principales je-
fes de tierra y mar el pliego de instrucciones que le habia dado el
Gran SeOor, á su salida de Constantinopla. Por sus términos, estaba
Mostafá revestido del mando general, tanto de las tropas, como de
los buques, con cuya disposición se ofendió Piali, antigao general
de mar, que con tanta gloria se habia distinguido en las campanas
anteriores. No es, pues, extrafioque se mostrase poco celoso oitra-
iHjar por la gloria de un rival, de mérito inferior, al que se veia
postergado.
Se juntó un consejo de guerra en el campo turco inmediatamente
tffle fué realizado el desembarco. Queria Mustaft acometer toáoslos
CAPITULO xxxm. 38S
fuertes á la vez, puesto que se hallaban con tropas bastante nume-
rosas, ó á lo menos empezar el sitio por el Burgo y la ciudad No-
table, atacando asi como en el corazón las fortificaciones de la plaza.
Combatió Piali esta idea, alegando que el primer interés era propor-
cionar un puerto seguro para sus navios, lo que no se podría con-
seguir sin comenzar el ataque por el fuerte de San Telmo , ganado
el cual se colocaria la escaadra en el puerto de Muzel al ¿brígo de
cualquier peligro.
Prevaleció en el consejo la opinión de Piali, y comenzaron en efecto
las operaciones del sitio por el castillo de San Telmo, situado como
se ha dicho á extremidad de un promontorio que divide el puerto de
Marza Muzel del Puerto Grande. Mandaba la fortaleza el bailío de
Negroponto, quien antes que los turcos embistiesen formalmente á
la plaza, dispuso una salida al mando del capitán espafiol don Juan
de la Cerda y frey Juan de las Guaras. Derrotaron estos á las tro-
pas turcas; mas en vista de su número considerable tuvieron que
retroceder y acogerse á los muros de la plaza. — Grande dificultad
encontraron los sitiadores en comenzar los trabajos dé sitio por lo
duro del suelo, de roca por la mayor parte; mas suplieron esta falta
con sacos de tierra, vigas y tablones que les sirvieron para la for-
mación de las trincheras, siéndoles imposible el uso de la azada. Asi
pudieron acercarse á los muros de la plaza sin ser molestados por
sus fuegos, y proceder sin pérdida de instantes á la construcción de
las demás obras que para la expugnación necesitaban.
No estaba desprovisto de buenas fortificaciones el castillo de San
Telmo; pero era demasiado escaso el número de sus defensores para
hacer frente & tantas tropas empleadas en su asedio. Y comotl gran
Iñaestre no pedia despreoderse de muchas fuerzas, por la lentilud
con que de los diferentes puntos de la cristiandad se procedia para
enviarle los socorros que no dejaba de reclamar á cada instante, pa-
reció al gobernador de San Telmo que sería oportuno abandonar la
plaza y reunir su guarnición á la del Burgo, para atender mejor &
Ib defensa de este punto y de sus fuertes. Mas se hallaba el gran
maestre demasiado convencido de la necesidad de conservar & toda
costa el fuerte de San Telmo, y demasiado confiado en la próxima
llegada de los socorros prometidos, para no dar órdenes terminantes
al bailío de que defendiese el punto á toda costa. Aun pensó La Ya^
ktte en trasladarse él mismo al castillo y ponerse & la cabeza de su
guarnición; mas le hicieron desistir de su designio las súplicas y aun
380 HISTORU DE FKLIPB U.
las lágrimas de los caballeros y población del Burgo, para que no
los abandonase , cnando les era necesaria mas que nunca su pre-
sencia.
Con la resolución tan positiva y formal del gran maestre, se pre-
pararon el bailio de Negroponto y caballeros del castillo de San Tel-
mo á la mas vigorosa y obstinada resistencia. Atacaron por su parte
los turcos con su ferocidad acostumbrada, llevando sus trabajos de
sitio basta el mismo pié de los muros de la plaza. Delante de la mu-
ralla principal se bailaba otra fortificación cuya figura no aparece
bien clara por el relato de los historiadores; un poco mas lejos, ha-
cia el campo, se babia construido un rebellín, cuya toma era nece-
saria para obtener la de la plaza. Hicieron los caballeros una salida
en la que derrotaron á los turcos, y por el pronto les destruyeron
una parte de sus trincheras y mas trabajos del asedio. Pero como
luchaban siempre los cristianos contra una superioridad tan consi-
derable, fué inútil este esfuerzo, pues los enemigos volvieron á la
carga, y repararon prontamente las obras destruidas. Para echar
abajo el rebellín ya mencionado, construyeron una fuerte batería
sobre una especie de plataforma casi de su misma altura , desde
donde sin interrupción le caDonearon. Una circunstancia imprevista
los hizo duefios de esta obra exterior mucho antes de lo que espe-
raban. Habiendo percibido una noche que estaban dormidos los cen-
tinelas, y en igual situación la mayor parte de la tropa, escalaron
los muros, y penetrando dos á dos por las mismas troneras, se hi-
cieron due&os del rebellín, pasando á cuchillo á cuantos cristianos
encontraron dentro. Trataron inmediatamente los vencedores de pa-
sar á Ja otra obra exterior, mas ya entonces amanecía y los cris-
tianos estaban vigilantes esperando el ataque de los turcos. Se trabó
un combate obstinado en los mismos fosos que duró seis horas. To-
dos los fuegos de la plaza y de la batería de los turcos se cruzaban
á la vez, y si estos estaban animados de una sed de destrucción, no
era menos el arrojo con que los cristianos defendieron su terreno.
Cedieron en fin los turcos, dejando cubiertos los fosos de cadáveres.
Mas el rebellín quedó en sus manos, y les sirvió después para co-
locar sus baterías contra el cuerpo de la plaza.
k pesar de que se resistía, como se ve, el fuerte de San Telmo,
volvió el bailio & proponer al gran maestre su abandono, no que-
riendo sufrir los caballeros las consecuencias del asalto que los ame*
nazaba, y al que, según toda probabilidad no podrían oponer, por
CAPITULO xxxin. 387
el escaso número de tropas, suficiente resistencia. Otra vez les res-
pondió La Yalette que era necesario mantener el puesto á toda cos-
ta, recordando al bailío y á los caballeros sus compromisos, sus
juramentos de morir en defensa de lareligion en cuyas filas pelea-
ban. Para animar su emulación, ó desconfiando tal vez de su cons-
tancia, tomó disposiciones para el relevo de la guarnición de San
Telmo con tropa fresca que debia salir del Burgo. Mas los de San
Telmo, avergonzados sin duda de la proposición, pidieron al gran
maestre no les hiciese la afrenta de dudar de su valor, y le prome-
tieron que defenderían el punto á todo trance y verterían gustosos
la última gota de su sangre por el honor y en defensa de una or-
den donde hablan hecho votos de combatir siempre y en todo para-
je con los enemigos de la fé de Cristo.
Llegó á la sazón al campo turco el famoso Dragut con trece ga-
leras y mil y quinientos hombres, en compafiía del renegado Aluch-
Alí, que después llegó á ser dey de Argel, con cuatro bajeles y
seiscientos hombres. Fué este refuerzo muy agradable á Mustafá,
sobre todo por la persona de Dragut, cuyo valor y capacidad cono-
cía en todas las operaciones de la guerra. Desde el momento de su
llegada se le encomendó la principal dirección de las obras de sitio,
y con su actividad aumentó los apuros de sus defensores.
Todavía recibían estos de cuando en cuando algunos refuerzos y
refrescos que les enviaba el gran maestre ; mas convencido al fin
Mustafá de la necesidad de cortarles toda comunicación con los del
Burgo, cerró completamente el paso, siendo Dragut el inventor y
ejecutor de una especie de valla con tablones, vigas, piedras y frag-
mentos de barcos destrozados que echó en el mar, á fin de no dejar
agua suficiente para el paso de los buques..Murió durante esta ope-
ración el famoso corsario de una bala de cafion disparada desde la
plaza, habiendo sido tan sentida su pérdida por los turcos, como
objeto de regocijo para los cristianos. Reducidos así los del fuerte
de San Telmo & sus propias fuerzas, sin esperanza de socorro ni
auxilio de ninguna parte, tomaron la resolución de hacer la mas
obstinada resistencia, de vender caras sus vidas, ya que se vieron
en la imposibilidad de conservarlas. Apelaron pues los turcos al
asalto, ó mas bien á los asaltos, pues les costó varios la toma de
aquella fortaleza. Dieron el primero la noche del 8 de junio, del
que fueron rechazados con pérdida de mil quinientos hombres. Per-;
dieron los cristianos cincuenta caballeros, habiendo quedado herido
888 « HISTORIA {^B FBLVB II.
el capitán la Cerda. Tuvo logar el segundo asalto el 16 del mismo
mes, en el qae los torcos perdieron mil y setecientos hombres. De*
jaron en el tercero, verificado el 22, dos mil hombres en los fosos
y en la brecha ; habiendo moerto por parte de los cristianos el ca-r
capitán espaOol Miranda, el bailío de Negroponto gobernador, el
comendador Mooserrate, el capitán Mazo y cincoenta mas caballe-
ros de la Orden. No hay necesidad de indicar, poes se concibe fkr
cilmente, el ardor, la ferocidad, la sed de sangre y destrucción que
debieron de reioar en estos choqoes tan tremendos, en que unos
combatian por la desesperación de no poder salvarse, y los otros
con el ansia de apoderarse de ona presa tan apetecida. Los caballo*
ros & qoienes sos heridas no permitían moverse, se hacian condu-
cir ¿ la brecha, donde del modo qoe mejor podian, peleaban. Mas
era inútil el valor contra tan encarnizada muchedumbre. Los de-
fensores iban muy á menos, el término de la resistencia se acerca-
ba, y cuando en virtud del último asalto, que duró cuatro horas,
se hicieron los turcos dueDos á viva fuerza de San Telmo, no en-
contraron mas que escombros y hombres moribundos, pues los
cinco ó seis cristianos que aun quedaban sin lesión se salvaron, des-
colgándose como pudieron por los muros de la plaza.
Cometieron los turcos todo género de crueldades con los vencidos,
que respiraban todavía. Las historias dicen que les arrancaban el
corazón, y que para causar terror, y hacer al mismo tiempo mofa
de los del Burgo, los clavaron en tablas en forma de cruz, poniendo
este espectáculo atroz á vista de sus propios muros.
Costó la toma del castillo á los turcos mas de ocho mil hombres.
A mil y doscientos ascendió la pérdida de los sitiados, contándose
entre ellos ciento veinte y dos caballeros de la Orden, que murieron
todos en la brecha.
La pérdida mas fatal para los turcos fué la de cuarenta dias que
emplearon en la toma de aquella fortaleza, falta grave que influyó,
como veremos mas luego, en el resultado, desatroso para ellos, de
aquella formidable empresa.
Volvió, pues, Mustafá sus operaciones contra el Burgo, y los dos
fuertes que aumentaban su defensa. Antes de emprender el sitio,
envió La Yalette un mensaje, intimándole la rendición con no muy
duras condiciones. Mas el gran maestre, á pesar de su amarga pe-
sadumbre por la pérdida y fin lamentable de los defensores de San
Telmo, respondió con indignación á las proposiciones del general
GinniLO xxxni. * 889
torco, é hizo qne sas comisioaados examíDasen de cerca las forti-
ficaciones de la plaza, diciéodoles que sos fosos eran la sola parte
que cedería á ios turcos, para que les pudiesen servir de sepul-
tura.
Se preparó el gran maestre al recibimiento délos enemigos. Para
aumentar la pequefia guarnición de la plaza, hizo venir cuatro com-
paOfas de mal teses que ocupaban la Ciudad Notable, y al mismo
tiempo le trajo de Sicilia su sobrino Parissot La Yaiette un refuerzo
de cuarenta y seis caballeros, treinta y seis personajes de distinción,
y adem&s quinientos noventa soldados al mando del maestre de
campo Melchor Robles ; refuerzo escaso, y que de ningún modo
correspondia á las promesas hechas por los* príncipes cristianos, y
cuya pronta ejecución reclamaba con yoz tap sentida el gran
maestre.
A ninguno de los reyes de Europa tocaba mas de cerca el interés
de la conservación de Malta, que al de EspaDa. Desde que supo los
preparativos de los turcos contra la isla, dio órdenes á los vireyes
de Ñapóles y Sicilia, para que le auxiliasen con cuantas fuerzas
estuviesen á su arbitrio. Animaba el Papa por su parte á los prin-
cipes de Italia, para que concurriesen á la santa empresa de librar á
la Orden de san Jiían de las garras de los turcos. Se aprestaron en
Genova algunas galeras, y el duque de Florencia ofreció auxilios. En
cnanto al rey de Francia, no se atrevió hacer nada en detensa de la
isla, por no irritar á Solimán, con quien tenia grandes relaciones de
amistad, como ya llevamos dicho.
Del virey de Sicilia, don García de Toledo, como tan cercano,
aguardaba los primeros y mas poderosos auxilios el gran maestre
de la Orden. Mas sea porque la escuadra enemiga obstrujfese el pa-
so del mar, sea porque inspirase algún recelo el habérselas con
tropa tan aguerrida y feroz como la turca, ó por otras dificultades
qoe entorpecen operaciones de esta clase, no partieron los socorros
con la oportuna presteza que era deseable. Historiadores hay que
atribuyen esta lentitud á torcida política del rey de EspaOa, á su
poca voluntad de socorrer la isla, ó tal vez & la intención de aguar-
dar que se hallitse en los últimos apuros, para darse de este modo
la importancia de su salvador; mas no es creíble que se expusiese
voluntariamente á tanto riesgo una Orden, que tan útiles servicios
prestaba al rey de EspaOa. De todos modos es un hecho que don
Garcfa se mostró en un principio muy remiso; que adolecieron sus
Ton» I. w
390 mmnk db rslira ir.
óperaciooes de poca actividad, dando ocasión á quejas y desean-
fianzas, oo solo de su buena fe, sino también déla del rey católico;
y que á no haberse detenido tanto los turcos delante de San Telmo,
á no haber desplegado en lo sucesivo tanta bizarría y heroicidad en
la defensa del Burgo y de sus fuertes, hubiese llegado demasiado
tarde un socorro con tantas instancias reclamado.
El 8 de mayo desembarcó en Malta don Juan de Cardona, comaa-
dante de las galeras de Espaüa, dos compafifas de infantería espa-
fióla á las órdenes de los capitanes Juan Miranda y Juan de la Cer-
da. 61 27 de junio llevó á Malta el mismo don Juan de Gardoaa
otro socorro, enviado por don García, compuesto de dos compañías
de infantería espafiola, y cuarenta caballeros de la Orden. Mas tQ?o
grandes dificultades en desembarcar, y después de haber rodeado
las costas de la isla, puso al abrigo de la noche sus tropas en tier-
ra, junto al fuerte de San Miguel, cuando los turcos se hablan apo-
derado ya del de San Telmo.
Mientras se aprestaba en Sicilia una gran expedición, que aun
tardó un mes en hacerse al mar, procedieron los turcos al sitio for-
mal del Burgo y sus fuertes. Llegó á la sazón al campo el famoso
Asam, dey de Argel, con veinte y ocho galeras y tres mil turcos, y
fué recibido por Mustafá con grandes muestras de alegría. Pidió
Asam al general en jefe, que se le encargase la expugnación del
fuerte de San Miguel, y Mustafá se lo concedió gustoso, d&ndole
seis mil turcos, además de los tres mil que ya estaban á sus órde-
nes. Emprendió Asam la operación por mar y tierra, encargándola
primera á su segundo Gandelisa, en quien depositaba sn mayor
confianza, y tomando á su cargo la segunda. Fueron ambos ataques
tan impetuosos como valientemente rechazados. Por dos veces asal-
taron las murallas; otras tantas quedaron los fosos cubiertos de ca-
dáveres. Mientras tanto fueron desbaratadas las trincheras de los
Sitiadores por los comendadores Giou y Quinzi, enviados por el
gran maestre. No desistieron los turcos del empefio, y dieron otro
asalto cuando estaban ya las brechas mas practicables, y se iban
desmoronando los muros del fuerte por las baterías enemigas. Por
e3ta vez pareció mostrárseles mas favorable la fortuna, y casi ya
plantaban sus medias lunas victoriosas encima de los muros; mas
redobló el esfuerzo de los defensores, y los turcos cayeron predpi-*
tados por aquellas ruinas. Llegó á tanto la confusión y sa pavor,
que huyeron á sus buques con el mayor desorden, sin qne les sir-
capítulo xjam. 891
viese de nada un refuerzo de genízaros que les mandó- MusUfá, y
que fueron igualmente rechazados.
Se irritó el general turco con tanta resistencia, y creció sa indig-
nación cuando llegó á sus oidos que se aprestaba en Sicilia una
grande expedición para auxiliar á los cristianos. Resolvió, pues,
atacar á un tiempo al Burgo y al fuerte de San Miguel, tomando k
su cargo la primera expedición, y encomendando & Piali la según-
gunda. Fueron furiosos los ataques contra el Burgo. Los enemigos
llevaban tablas, vergas, palos de sus buques, piedras y otras ma-
terias para cegar los fosos de la plaza. Las 'baterías hacían fuego
sin cesar, y para aumentar los medios de destrucción, usaban los
enemigos un proyectil llamado carcassa, que era una {especie de
pipa ó barrica embreada, y rodeada de materias combustibles que
lanzaban sobre los cristianos. Mas hubo muchos de estos tan arro-
jados, que discurrieron los medios de cogerlas en el aire, y lanzar-
las en seguida sobre las filas enemigas. La furia y obstinación eran
recíprocas, y las escenas de destrucción y carnicería tan uniformes,
que no ofrecen variedad, por mucho que se esfuerce la imaginación
en crearlas de pura fantasía.
Fué Mustafá muy desgraciado en sus ataques contra el Burgo.
Pareció mostrarse mas favorable la fortuna 4 Piali en la expugna-
ción del fuerte. Llegaron sus baterías & destruir casi sus murallas.
Erigió una especie de plataforma de una altura, superior á la de la
misma plaza. Empleó el asalto, y cuando se creyó duefio del fuer-
te, se halló con un nuevo atrincheramiento, que los defensores ha-
bían construido durante la noche, con un foso adelante^ que impe-
dia el paso alas tropas del asalto.
Grande era como se ve el denuedo de los caballeros de Sa& Juan ,
mas cada dia crecian sus apuros; y el socorro tan suspirado no lle-
gaba. Los muros estaban medio derruidos: faltaban las municiones,
y los víveres escaseaban hasta el punto de tener que cercenar la
ración de agua. Estaban los hospitales y las casas llenas de heridos
y de enfermos. Tan triste era el semblante de las cosas, que se pro-
puso seriamente en el consejo abandonar el Burgo y fuerte de San
Miguel, y reducir la defensa al fuerte de San t- Angelo, pero el gran
maestre, impertérrito en el seno del Capítulo como se mostraba en
medio de los combates, donde se corría mas riesgo, declaró su re-
solución de ser fiel hasta el último suspiro al honor y la gloria de
la Orden de san Juan, y de permanecer en el Burgo aunque le cu*^
392 HISTOAU DR FELIPE If.
píese la suerte de quedar sepultado en los moros de la plaza. «¿^
»qué fio mas glorioso puede aspirar, dijo á sus caballeros, uo an-
«ciano de setenta y tres afios que ha peleado toda su vida en de-
)i>rensa de la fe de Cristo? Traslademos al castillo de Sant-ALOgelo
«los ornamentos del culto, los vasos sagrados, los efectos mas pre-
)»ciosos: mas abandonar estos muros, será lo mismo que entregar
»la isla de Malta & los infieles.» No se atrevieron los caballeros á
ser de otra opinión que la del gran maestre, y se prepararon de
nuevo á todos los azares de aquella lucha encarnizada.
No se hallaba al mismo tiempo en mucho mas feliz situación el
campo turco, escaso de víveres, lleno de enfermos, medio inficiona-
do con tantos cadáveres y el calor tan propio de aquella estación y
de aquel clima. Se hallaba irritado Mustafá con tanta resistencia,
con las pérdidas enormes que habia sufrido en los asaltos, y ade-
más le aquejaba á cada instante la idea del poderoso refuerzo que
aguardaban los cristianos. Algunos de los suyos opinaron porque
se levantase el sitio; mas el general en jefe que no ignoraba ia re-
solución y el carácter feroz de Solimán, declaró que primero pere-
cería delante de los moros que abandonar una expugnación que su
seDor le habia ordenado.
Determinó pues probar de nuevo la fortuna, repitiendo los ata-
ques á la plaza « El 7 de agosto dieron un asalto; pero cuando es-
taba en su estado mas recio la pelea, llegó á los turcos Ja noticia
del desembarco de socorro. Percibieron los cristianos que sus enemi-
gos aflojaban y al fin se retiraban del combate, mas aunque no
sabian la causa, se aprovecharon de esta circunstancia, y los per*
siguieron hasta las trincheras.
No era cierta la noticia del desembarco de las tropas. Aprovechó
este retardo Mustafá para renovar el asalto, que tuvo lugar el 13
de agosto. Ya sabia el gran maes^tre la salida de la expedición de
Sicilia, ó tal vez ignorándola, la comunicó á los caballeros á fin de
que resistiesen denodados un asalto que probablemente seria el úl-
timo. Duró la pelea cuatro horas con los mismos resultados que los
anteriores. Ni el fuego de las baterías, ni la furia de tantas huestes
como acudieron al asalto, pudieron contrastar al denuedo heroico
de los defensores. Corrió la sangre como siempre, se llenaron los
fosos de cadáveres. Al recogerse los turcos á su campo, supieron la
noticia fatal para ellos, sin que les pudiese quedar la menor duda.
Acababa de desembarcar la expedición que enviaba de Sicilia don
García.
CAPITULO XXXUL 898
Para hacer este refuerzo de mas eficacia, había masdado cods-
trair el virey cien galeras y dispuesto qae se cargasen las setenta
mas ligeras de víveres y municiones. Embarcó en ellas doscientos
cuarenta caballeros de la Orden de San Juan, doscientas personas de
distinción de todas naciones, seis mil espafioles, tres mil italianos,
y mil quinientos aventureros , mandados todos por don Alvaro de
Sande. Eran sus maestres de campo Ascanio de la Corgne, Vicente
Vitelli, don Sancho de Londofio y don Alonso de Bracamente. No
quiso destino ninguno en la expedición el marqués Ghiapino Vitelli
por estar nombrado maestre de campo general el primero de los
cuatro ya dichos; mas fueron de mucha utilidad sus consejos por ser
jefe de capacidad y de experiencia.
Se había dudado antes de salir la expedición si seria mas conve-
niente atacar los turcos por mar, ó desembarcar la gente para que
por tierra los buscasen. Prevaleció la segunda idea, pues de ese
modo sería el auxilio de mucha mas eficacia para los sitiados. Tres
dias estuvo en el mar la expedición , no encontrando sitio seguro
para echar la gente á tierra sin ser molestados por la escuadra turca.
Lo verificaron, en fin, al abrígo de la noche. £1 gran maestre, sa-
bedor ya de la salida de la expedición, recibió la noticia de su des-
embarco con la alegría que puede imaginarse. La guarnición y ha-
bitantes la celebraron con gritos de entusiasmo, y ya ciertos de su
salvación , olvidaron sus padeceres y desastres.
Sobrecogidos los turcos con la llegada de las tropas auxiliares,
levantaron el campo con precipitación, y habiendo recogido las tro-
pas que guarnecian á San Telmo, se refugiaron todos á la escua-
dra. Después que estuvieron embarcados, celebró Mustafá otro con-
sejo de guerra sobre el partido que se debia tomar en aquellas cir-
canstancias. Opinaron algunos por el abandono de la isla y regreso
á Gonstantinopla de la armada. Mas el general turco lleno de rabia
y vergüenza, temblando á la idea de presentarse vencido ante los
ojos del Sultán , determinó volver á desembarcar diez y seis mil hom-
bres de sus mejores tropas , con las que marchó en busca de las
espaSolas. Salieron estas animosas al encuentro ; mas los turcos
sobrecogidos de terror al primer choque, arrojaron las armas, vol-
viendo en desorden á la escuadra que se dio á la vela el 18 de oc-
tubre, tomando el camino de Gonstantinopla.
Tal fué el desquite glorioso que la Orden de san Juan tomó de
las calamidades y desgracias que Solimán II la hizo sufrir cuarenta
894 HISTOUA DB F£Lm U.
y tres aDos antes, cuando la pérdida de Bodas. Después de ud sitio
de cuatro meses con formidables fuerzas por tierra y mw, en que
coo taota ferocidad pusieron en juego los turcos todas las artes de
destrucción conocidas en la guerra; en que subieron tan ñrecueote-
mente y con lan rabiosa sed de destrucción á los asaltos, tuvieron
que anunciar al Gran SeDor que no era ya invencible. Falleció el
Sultán el aDo siguiente, después de uno de los reinados mas largos
y gloriosos que se cuentan en los anales del imperio turco. De su
muerte data la decadencia, tanto por tierra como por mar, de un
estado que amenazaba la independencia de la cristiandad entera.
Ascendió á veinte mil hombres la pérdida de los turcos delante
del Burgo, que tomó el nombre de ciudad victoriosa, del castillo de
San t- Angelo y del fuerte de San Miguel. La de los sitiados codós-
tió en doscientos caballeros, tres mil soldados casi todos malteses, y
seis mil ancianos, mujeres y niUos.
Para comprender esta última pérdida hay que tener presente qne
habia dispuesto el gran maestre fuesen conducidos á Sicilia los qne
no se hallasen en estado de llevar las armas, mas no pudo realizarse
esta orden por la premura del tiempo, habiendo solo partido algu-
nas familias que no quisieron arriesgarse. A la aparición de los tur-
cos, sobrecogidos los habitantes del campo de terror, huyeron con
sus ganados y lo que tenian de mas precioso, buscando un refugio
en el Burgo, La Saogle y la ciudad Notable; mas fueron degollados
antes de llegar un número considerable. Otros que se refugiaron en
cuevas, fueron descubiertos y tuvieron igual suerte. Los que pu-
dieron llegar á dichos puntos en número de veinte y cuatro mil per-
sonas , sintiefon muy pronto los rigores del hambre; mas el gran
maestre acudió á su necesidad distribuyendo trigo al precio corriente
k diez y siete mil fugitivos que podian pagarlo, y gratis á los iñete
mil restantes*
No puede la historia tributar bastantes elogios al gran maestre de
la Orden de san Juan, á sus valientes caballeros, á las tropas que
combatieron á sus órdenes, á la decisión y heroísmo de la población
maltosa durante este asedio célebre. Timidos estos al principio, poco
familiarizados con el uso de las armas , se hicieron muy pronto 4
ellas, distinguiéndose no solo en las salidas, sino también en las mu-
rallas. Los ancianos, las mujeres y los niSos, se empleaban con ar-
dor en los trabajos de las fortificaciones, seguían á los combatientes
á la brecha, retiraban los muertos, aliviaban y consolaban á los he*
GiPRDio xxxm. 895
rídos, llevabui á todas partes refrescos, cargaban las armas, hacían
llover sobre los enemigos on granizo de piedras, de materias infla-
madas, y conlribuian por cuantos medios les eran posibles al buen
éxito de esta lucha memorable.
Fué celebrada en la cristiandad entera la defensa heroica de Mal-
ta, y sabida con regocijo y entusiasmo la retirada de los turcos. De
todas partes recibió el gran maestre solemnes felicitaciones, distin-
guiéndose en esto el pontifico y el rey de Espafia. Presentó el em-
bajador de este monarca una espada y una cimitarra con el puDo de
oro macizo guarnecido de diamantes, en testimonio de su amor y su
veneración, ofreciéndole pagar anualmente una cantidad, para ayuda
del reparo de las fortificaciones arruinadas. Para perpetuar el re-
cuerdo de la salvación de Malta, mandó el gran maestre que fuese
celebrada todos los aDos en todas las iglesias de la isla el dia del na-
cimiento de la Virgen; que después del oficio divino, se leyese á los
concurrentes la historia del sitio, y que se casasen y se dotasen seis
muchachas pobres á cuenta de la Orden. La fiesta subsiste todavía,
mas se suprimieron los dotes que eran de cincuenta escudos (iOO
reales).
No perdia un momento La Valette de la idea, la posibilidad de ser
atacado de nuevo por los turcos. Se asegura que para ponerse al
abrigo de una nueva invasión fué autor del incendio del arsenal de
Constantinopla que tuvo lugar en aquel tiempo; mas cualquiera que
haya sido esta cooperación , apeló La Valette k medios mas seguros
y mas positivos. Apenas se alejaron los turcos, hizo destruir sus
fortificaciones delante del Burgo, de San Miguel y de San Telmo,
construir de nuevo las murallas de este último fuerte que estaban
derribadas, y formar nuevos acopios de víveres y de municiones.
Mas todos estos preparativos y aun el incendio del arsenal de Cons-
tantinopla hubiesen sido insuficientes contra la nueva tempestad que
amenazaba, si no la hubiese conjurado de una vez y para siempre
haciendo de Malta una plaza inexpugnable.
Ta desde el establecimiento en Malta de la Orden se habia pen-
sado en construir una ciudad fortificada sobre el monte Sceberras
que separa el Puerto Grande del de Marza Mussel. Se habia levan-
tado y arreglado el plano por los ingenieros mas hábiles, bajo los
diferentes grandes maestres que se sucedieron; mas cupo la gloria
de ponerle en ejecución á Juan de La Valette. Agotado el tesoro,
contrajo en Sicilia un empréstito de treinta mil escudos; hizo acuSar
896 HISTORIA DI FBLIPK n.
moneda de cobre, é impuso nuevas contríbociones sobre los malie-
ses; mas nada de esto era suficiente. Se dirigió el gran maestre á
todos los principes de la cristiandad, haciéndoles ver la importancia
de la empresa, y de los mas, incluso el rey de Francia, recibió so-
corros muy considerables. Dio Felipe II noventa mil ducados; el rey
de Portugal, don Sebastian, treinta mil cruzados, y la Sicilia envió
veinte y dos mil ducados , habiendo impuesto un diezmo sobre los
bienes eclesiásticos. £1 Papa envió además de dinero, setecientos
obreros pagados de su cuenta. La mayor parte de los miembros de
la Orden se despojaron de sus bienes y hasta de los objetos de mas
valor, cuyo importe entregaron al tesoro. Los habitantes todos de
la isla, sin perdonar edad ni sexo, se emplearon voluntariamente en
la construcción de una ciudad que iba á asegurar su defensa, au-
mentar su comercio, y llegar á ser el depósito de sus riquezas. Uo
aSo solo bastó para poner en estado de defensa la ciudad que tomó
al principio el nombre de HumlMma, y después de La Vdette, que
conserva hoy dia. Mas el gran maestre no vio el fin de su trabajo,
habiendo fallecido abrumado de fatigas y cuidados en agosto de 1 568.
Juan de La Yaiette fué grande hombre, y su memoria será cele*,
bre. Desde su defensa de Malta no cuenta la Orden de san Juan un
hecho de armas tan glorioso. De este sitio, data la decadencia de
una institución, que cada dia se iba haciendo menos necesaria. Sin
embargo conservó su brillo en el resto de aquel siglo, en el siguien-
te, y aun muyientradoyaeldiezyocho. Lo que á la terminación de
este llegó á ser, no hay necesidad de indicarlo, recordando que en
nuestros dias, aquella ciudad de La Yaiette, aquella primera fortifi-
cación del mundo, cayó sin la mas pequeDa resistencia en poder de
Bonaparte, cuando marchaba á la conquista de Egipto. Mas el nom-
bre de Malta ha sobrevivido á la Orden de san Juan, y ocupa toda-
vía en el mapa militar y político de Europa un puesto distinguido.
CAPITULO XXXíV*
Guerra de los moriscos de Granada. — Capitulaciones cuando la toma de esta ciudad
por los reyes católicos. — ^Primer arzobispo.— Conversiones.— Alborotos. — ^Decreto
para que abracen la fe cristiana los moriscos. — Todos cristianos.—- Acusaciones de
su falta de sinceridad ^Nuevas exigencias de la corte.— Nuevos disgustos.— 'Recia-*
maciones de los moriscos. — ^Desoidas.— Tentativa para alzar á los del Albaycin.—
Alzamiento de las taas de las Alpujarras.— Excesos y crueldades de los sublevados.
— ^Nombran por su rey á Aben-Humeya. — ^Sale el marqués de Mondejarde Granada
para combatir á los alzados. — ^Varios encuentros suyos con los moriscos, favorables
i á las armas castellanas. — ^Entra en las Alpujarras. — Se apodera de la torre de Orgi-
va. — ^Pasael marqués de los Yelez desde Murcia al reino de Granada. —Recibe aiuto-
rizacion para ello del rey.— Varios encuentros suyos con los moriscos. — ^Los vence.
— Sigue la guerra con sucesos varios. — Diversidad de pareceres entre el marqués
de los Yelez y el de Mondejar. — Resuelve el rey enviar por capitán general de Gra-
nada á su hermano don Juan de Austria (1). — (1568-1569.)
Vamos á trazar el bosquejo de otra guerra, qae sí do de carácter
parameote religioso, se rozaba con hábitos, coo costumbres, y en
grao manera, cod creencias. Parece fatalidad del siglo XVI, el qae
coantas cuestiones se debatían con las armas en la mano, tuvieron,
con pocas excepciones, un carácter misto de sagradas y profanas.
Católicos contra protestantes; cristianos contra mahometanos; en to-
das figuraban, á par de los intereses de un príncipe ó nación, los
dogmas de su Iglesia.
La guerra de los moriscos de Granada no fué menos fecunda que
las otras en animosidad, en encarnizamiento, en efusión de sangre
y todo género de horrores. Es uno de los episodios mas curiosos, al
(1) Don Diego Hartado de Mendoza yLuis Marmol Carvajal, son los historiadores principales de
esta guerra, y los dignos de mas crédito, por haber sido ambos testigos oculares.— la producción
del primero, intitulada: cGuerra do Granada,» pasa por una de nnostras galas literarias. En la del se*
gando, conocida con el nombre de «Historia del rebelión, y castigo de los moriscos del reino de
Granada,» hay mas abundancia de materias, aunque no presentadas con la gravedad elegante de
Mendoza. Ambos han sido nuestros principales gulas, tanto en este articulo^ como en el siguiente.
Tomo i. B1
398 HISTORU DE FEUPB Tí.
mismo tiempo que lamentables, de un reinado que tantos títulos ha
adquirido de ser célebre.
Los términos de la capitulación, por la que los reyes católicos
tomaron posesión de la plaza de Granada, fueron todos honoríficos
y humanos para los vencidos. Nada prueba tanto la resistencia te-
naz que los moros opusieron, y sobre todo, el gran deseo que tenían
los reyes de Castilla y de Aragón, de aOadir á su corona tan mag-
nífica conquista. Por uno de estos artículos, recibían los reyes por
sus vasallos y subditos naturales, y bajo de su palabra, «seguro y
«amparo real, desde el rey hasta el último habitante de Granada;
»de las fortalezas, villas y lugares de su tierra; dejándoles sus casas,
«haciendas, heredades, sin consentir que les hiciesen mal ni daDo,
Dui quitándoles sus bienes, ni sus haciendas, ni parte de ello, antes
«bien acatándolos, honrándolos y respetándolos como por sus súb-
«ditos y vasallos, como lo eran todos los que vivían bajo su gobier-
«no y mando. «
Por otro artículo prometían SS. AA. y sus sucesores, «dejar vi-
«vir para siempre al rey y á todos los demás grandes y chicos en
«su ley, sin consentir que les quitasen sus mezquitas ni sus torres,^
«nidios almoedanes, ni les tocasen en los hábices y rentas que te-
«nían para ellas, ni les perturbasen los usos y costumbres en que
«estaban. «
No es posible concebir un artículo en términos mas expresos y
mas positivos. Sin embargo, fué su ejecución origen de disturbios y
calamidades, que duraron casi un siglo.
Erigieron los reyes católicos en Granada una Silla arzobispal, y
su primer prelado, don fray Hernando de Talavera, obispo de Avila,
se distinguió mucho por su celo en convertir á los moros á la fe
'cristiana. Convienen los historiadores en elogiar el modo blando y
suave que empleaba en este asunto, tan de suyo delicado, no adop-
tando mas medios que los de la persuasión y el ascendiente qoe le
daban su edad, su alta categoría y sus virtudes; mas con el tiempo
degeneró tanta indulgencia en maneras un poco mas doras, mar-
cadas con el sello de la intolerancia. Era imposible que mezcladas
en la ciudad dos religiones tan distintas, pues con la conquista se
iba poblando mucho de cristianos, se dejase demostrar, por la parte
de los vencedores, aquella aversión con que se miran los hombres
que difieren en creencias. No faltó quien aconsejase á los reyes ca-
tólicos que obligasen á los moros á recibir el bautismo, y de lo con-
r '
apROLO XXXI?. 399
«
brarío expulsarlos de la tierra, haciéndoles yer que jamás serian bae*
DOS vasallos, mientras conservasen sus creencias, y se manifestasen
adictos á sus ceremonias. Mas aquellos monarcas no quisieron in-
fringir tan pronto un artículo tan expreso de los tratados, y se con-
tentaron con que se llevase adelante la obra de la conversión, por
cuantos medios se pudiese.
Para ayudar al arzobispo, se llamó al famoso de Toledo, Jimé-
nez de Gisneros, cuyo carácter duro no se desmintió en esta misión
tan delicada. Quiso usar de rigor, é irritado con la resistencia que
algunos de ellos ponian á la conversión, trató de perseguirlos y cas-
tigarlos por su pertinacia. Comenzaron con esto los disgustos, los
desórdenes, y hasta los motines. Indignados los moros de que se les
quisiese violentar, se levantaron. Mas cedieron á la autoridad del
arzobispo Talavera, á quien respetaban mucho, y estaban acostum-
brados á ceder en todas ocasiones.
Sirvió este motin de pretexto para volver á la carga los que acon-
sejaban á los reyes que los obligasen á todos á recibir el bautis-
mo, ó á marcharse á Berbería; dándoles tiempo para arreglar sus
negocios y vender sus bienes. Entonces accedieron los dos reyes, y
se dieron las órdenes necesarias, que aunque estuvieron suspendi-
das ocho meses, fueron llevadas á efecto con grande oposición por
parte de los nuevos convertidos.
De un cambio que llevaba visos de tan forzado y violento no po-
día esperarse mas resultado que redoblar la adhesión y apego á las
creencias y ceremonias de que á los moriscos habían despojado.
Estallaron al principio del siglo XYI revueltas, á que tuvo que acu-
dir en persona el rey católico, cuyo celo se animaba á proporción
de tanta resistencia. Habiendo quedado vencedor, se creyó con do-
bles derechos para reducir de grado ó por fuerza á los moriscos á
la religión cristiana. Así lo puso en práctica, y en medio de algu-
nas llamaradas de motin y de alboroto, que no pudieron menos de
encenderse algunas veces, todos los moros, unos tras de otros, tanto
en la ciudad como en las otras poblaciones, recibieron el agua del
bautismo.
Los prelados celosos, y otras personas igualmente interesadas,
percibieron que no había bastante sinceridad en los nuevos conver-
tidos, y que solo por temor de los castigos cumplían con los deberes
y ceremonias que la nueva religión les imponía. Nada había mas
natural, conociendo los principales resortes de la conversión; mas
400 HISTOBU DB FKLIPB H.
esto mismo escandalizaba y encendia en furor á los que no soh*
mente los querían cristianos, sino cristianos fervorosos. Los acosa--
ban de celebrar en secreto y dentro de su casa, el rito prohibido;
de lavar los niños que acababan de bautizarse, como para purgar-
los de impurezas; de casarse clandestinamente usando sus ceremo-
nias; de celebrar los viernes, como dias festivos; de trabajar los
domingos; en fin, de despreciar en secreto, lo que les era forzoso
respetar en público.
En el aDo 1 526 , bailándose el emperador en Granada, reunió una
junta de prelados, para arreglar un asunto que parecia tan espiooso
y complicado. Muchos fueron de opinión que mientras los moriscos
conservasen el uso de su lengua, el de sus trajes, el de sos diver-
siones, nunca perderían el afecto á su antigua religión, ni serian
subditos fieles de la corona de Castilla. Por entonces no se dio nin-
guna provisión, ni se trató mas de este asunto en todo el reinado
de Garlos I de Espafia; mas en el de Felipe II, se celebró una junta
en Madrid, con el objeto de tomar una providencia definitiva sobre
el negocio de los moriscos, y en ella se extendieron los capítulos de
lo que se habia de observar en adelante. Se reduelan estos, k que
dentro de tres aDos aprendiesen los moriscos la lengua castellana;
que no usasen de la suya en ningún escrito público; que en ade-
lante no se hiciesen vestidos á su usanza, y si á la de los cristia-
nos; que no empleasen en las bodas, ni ritos, ni ceremonias, niaon
fiestas ni regocijos, como tenian de costumbre; que tuviesen abiiar-
tas las puertas de sus casas los viernes y los dias de fiesta; que no
usasen nombres moros; que renunciasen k los baSos artificiales; qoe
no tuviesen esclavos negros, á excepción de aquellos á quienes les
estuviese concedida la licencia.
Era im[iosible idear disposiciones mas depresivas, mas vejatorias,
que ajasen masía susceptibilidad, el amor propio de pueblo alguno,
por poco apego que tuviese á sus costumbres. Era atacar, herir al
vivo lo que el hombre estima mas que todo, á saber, las costum-
bres y usos que adquirió desde la cuna. Mas tales eran las preoca*
paciones que animaban á muchos contra los moriscos; tales los há-
bitos de intolerancia en materias religiosas, que en 1568 se man-
daron estos capitules al presidente de la Audiencia real, don Pedro
Deza, para que los pusiese en práctica.
En los moriscos causaron la impresión dolorosa que puede supo-
nerse. Las razones que alegaban para alejar de ellos tan tremenda
CAPITULO XXXIV. 401
tempestad, no podían ser mas plausibles. En cuanto á la lengua
castellana, expusieron la imposibilidad de que pudiesen dejar la
suya, sobre todo, los viejos, que la habian usado en toda su vida,
y que de ningún modo podrían acostumbrarse á otra.
En cuanto á los trajes^ que no indicaban creencias religiosas, y
sí solo cosas de moda y de costumbre: que los crístianos en el Orien-
te iban vestidos como los habitantes del país, y que entre los mis-
mos mahometanos habia tanta diversidad de trajes como de pueblos
y naciones.
Sobre mandar que las mujeres fuesen sin velo, que era dureza
hacerías renunciar á una costumbre que tenían como signo de ho-
nestidad : y que los bafios que tan frecuentemente usaban , eran
meramente un punto de limpieza.
Acerca de los nombres crístianos que habian de sustituir á los
antiguos, exponían que los nombres no constituían la esencia del
cristianismo ; que habia habido cristianos antes que santos ; que el
agua del bautismo era lo que los habia incorporado en el gremio
de la Iglesia, y que el cambio de nombres no aumentaría por nin-
gún estilo ni su firmeza en la fe, ni la adhesión á sus nuevos ritos
religiosos.
No tenían estas razones réplica racional y justa ; pero se habia
tomado ya un partido , y además el presidente de la Ghancílleria,
don Pedro Deza, ante quien los moriscos por el órgano de sus di-
putados expusieron estas quejas, no podía alterar por sí, lo que en
la corte se habia resuelto y decretado. Respondió, pues, á dichas
reconvenciones lo mejor que supo y pudo ; mas manifestando que
era una cosa determinada por S. M., á que debían someterse como
irrevocable. Que se les concedería el tiempo suficiente para que
pudiesen deshacer sus ropas y darles nueva forma ; que se les au-
xiliaría hasta con recursos pecuniarios á fin de que estos cambios
no les sirviesen de perjuicio en sus haciendas y fortunas ; que el
término que se les seDalaba para dejar su lengua nativa, era sufi-
ciente para aprender la castellana ; que sus fiestas y sus zambras
eran demasiado escandalosas á los ojos de los buenos cristianos,
para que no tuviesen interés ellos mismos en abandonarlas, sí lo
eran en efecto ; que no podría haber inconveniente ninguno en te-
ner abiertas las puertas de sus casas los viernes, sí verdaderamente
DO celebraban en ellas ningún culto religioso : que el cambio de los
nombres tenia por objeto aumentar su devoción dándoles un santo
402 HISTORIA DS FfflJPB n.
por patrono, y en fio que todas las innovaciones mandadas por el
Rey de EspaOa, no se encaminaban á otro fin, qae á establecer la
igaaldad posible entre todos sus vasallos.
Desahuciados asi los moriscos, del presidente de la Gbancilleria,
recurrieron por medio de comisionados á Madrid, pidiendo la sus-
pensión ó revocación de una providencia que les era tan molesta ;
mas el Consejo desoyó sus súplicas, y les hizo saber que no tenian
mas remedio que atenerse á lo mandado.
Examinadas las cosas á la luz de la razón y de la imparcialidad,
alma y condición indispensable de este género de escritos, do pa-
rece muy diñcil decidir de qué parte estaba la razón en esta pugDa.
No podian ser mas expresos los términos de la capitulación, en la
que se les dejaba el pleno y libre ejercicio de su culto religioso. Si
por medio de la persuasión ó apelando á recursos compulsivos se
hablan convertido á la religión cristiana, no habia motivos pan
apelar á rigores y á formas que en realidad no atacaban la esencia
de su nuevo culto. Ni los nombres, ni los trajes, ni sus fiestas, ni
sus baDos, ni sus usos domésticos teni^n que ver en ningún sentido
con el cristianismo. Obligarlos á renunciar á ellos por medios tan
violentos; prohibirles hasta el uso de la lengua que hablan mamado
con la leche, se presentaba intolerable, de muy difícil y hasta de
imposible ejecución para las personas entradas en edad que no ha-
blan aprendido ni podian aprender otra. Los cargos, pues, que ha-
dan ios moriscos, no podian ser desvanecidos, sino usando del de-
recho del mas fuerte.
Que los moriscos no eran subditos leales de la corona de Castilla,
se puede presumir muy bien de un pueblo recien conquistado , que
apenas se habia mezclado con sus vencedores. De sus sentimientos,
por lo menos dudosos en su nueva fe, no podia menos de haber
pruebas, conociendo los medios de exacción, empleados con los nue-
vos convertidos. Deseable era sin duda el que se hiciesen mas adic-
tos de corazón al cristianismo ; que desapareciesen de ellos todos
los usos y demás recuerdos nacionales que los ponian en predica-
mento diferente del de los demás habitantes del pais; mas cualquier
hombre imparcial podia conocer muy bien que no eran estos me-
dios violentos, los que producirían efecto tan apetecido : que se po-
dría conseguir mas empleando otros suaves é indirectos, sobre todo
apelando á la merced del tiempo, bajo cuyo imperío todo se olvida,
y las impresiones mas fuertes y poderosas se destruyen.
CAPITULO XXXIV. loa
la providencia do pareció muy prudente á varias personas de
rango y bien intencionadas de Granada, que veian graves males en
SQ ejecQcion demasiado rigorosa. El marqués de Mondejar, capitán
general del país, que se hallaba á la sazón en la corte, representó
contra lo duro é impolítico de la medida, quejándose amargamente
de que no se le hubiese consultado antes de dictarla ; mas por toda
respuesta, se le previno que se restituyese cuanto antes & Grana-
da, para cuidar de la puntual ejecución de lo mandado. El Rey de
EspaOa y su Consejo no sabian lo que era contemporizar^ tratándo-
se de materias religiosas. Rigores, violencias, injusticiais, todo pa-
recía permitido cuando se trataba de promover los intereses de la fe
católica.
A todas estas consideraciones hay que afiadir otra de grandísima
importancia, á saber : que los moriscos de Granada constituían en-
tonces la gran mayoría de la población de aquel pais, recientemente
conquistado. Si á la capital y á otras ciudades considerables habían
acudido muchísimos cristianos de diversas partes de Castilla , no
sucedía lo mismo con las poblaciones rurales, sobre todo de las Al-
pujarras, compuestas casi todas de moriscos. Se podía, pues, temer
el irritar hasta cierto punto á un pueblo casi dueDo del pais, y que
al abrigo de sus asperezas podía entregarse á toda especie de desór-
denes: mas nada de estose tuvo en consideración, y en medio de
los conflictos é inquietudes mutuas que producía el nuevo edicto,
se acercaba poco á poco el día fatal prefijado para su ejecución
definitiva. Comenzaron á agitarse los moriscos, perdida ya la espe-
ranza de la revocación de dicha providencia. Comenzaron á enta-
blarse entre ellos relaciones y planes de alzamiento, poniéndose en
contacto los de la ciudad con los de afuera, sobre todo de las Al-
pajarras, donde su número era mas considerable. Posible es que
estos proyectos de insurrección fuesen ya anteriores á la promul-
gación de la pragmática , mas es muy probable también que solo
hubiesen nacido dé esta causa. No faltaban entre los moriscos hom-
bres emprendedores, ambiciosos, que supieron inflamar los ánimos
de la muchedumbre, preparándola al cambio que tanto halagaba sus
pasiones. Los de la ciudad contaban con sus correligionarios de las
AlpQJarras, y á estos se les allanaban las dificultades de la empresa,
haciéndoles ver que serian aquellos los primeros que se alzasen.
Por la interpretación de varias cartas, no quedó duda á las autorida-
des déla mala voluntad de los moriscos y planes de la insurrección ,
1
Idi HisTOEU m nuFB n.
á que 86 daba fomento cod ia circalacioo de pronóstieos de varios
santones de su antigua secta, alusivos á los aconteeímientos de l«s
tiempos que alcanzaban. Que el plan era vasto y la insorreocion
muy popular en aquellos habitantes, aparece de la simultaneidad de
los alzamientos de que hablaremos luego. Antes de verificarse, ya se
habían comenzado de cierto modo las hostilidades con el ataque de
algunas partidas de tropa castellana por los salteadores del país,
conocidos con el nombre de monfis; con varios asesinatos de cris-
tianos en quienes los moriscos ejercieron varios actos de crueldad
y de venganza.
Se había designado el Jueves Santo del afio 1568 para el diadel
alzamiento general ; mas no tuvo esto efecto por varias causas has-
ta el mes de diciembre del mismo afio, ocupándose todo este tiem-
po en aumentar las relaciones, las comunicaciones mutuas entre
unos y otros, tanto los de adentro como los de afuera, fraguándose
planes para el asalto y toma de la Alhambra, y ocupación de loa
puntos principales de Granada.
No eran ignoradas estas maquinaciones por las autoridades del
pais y la población castellana de la capital ; mas no se les daba to-
da la importancia que tenian, ni se creia que su ejecución estuviese
tan cercana. Los moriscos de la ciudad encubrían sus intentos, ma-
nifestando deseos de paz y sumisión á las órdenes del rey, si bien
quejándose siempre de la violencia que se les hacia. Los de las Al-
pujarras tampoco aparentaban el querer moverse, pudíendo atri-
buirse los desafueros y violencias que recientemente se hablan co-
metido en los caminos, á excesos aislados de los man/is, de que no
participaban los demás moriscos.
Guando los de fuera creían ya preparados completamente á los
de adentro, se puso en dirección de Granada uno de los principales
instigadores de aquella rebelión, llamado Farax Aben-Farax, ala
cabeza de unos doscientos man/k, con objeto de alentar con su pre-
sencia y su persona el pronunciamiento de aquellos habitantes. Lie*
gó á la ciudad por la noche del 26 al 27 de diciembre de 1568, y
habiendo penetrado por ella á favor de sus amigos, se presentó en
el Albaycin, barrio donde vivían los moriscos, prorumpiendo ea
grandes gritos y algazara, tocando sus atabales y otros instrumen-
tos á fin de inspirar á los vecinos la idea de que venia seguido de
un número muy considerable. Mas ni esta algazara, ni las invita-
ciones que él y sus monfis hicieron en alta voz á los moriscos para
CiNTÜlO XXXIV. 105
que 06 alzaseii^ diciáiidolM que babia llegado la hora de la redeo--
eioD, aortieroD el menor efecto. Los moriscos permanecieron que-
dos ; ningano abrió sos puerta^, desconfiados sin dada de lo qne
les decía Farax, ó arrepentidos tal yeat de su determinación en los
momentos de lle?arla á efecto.
Mientras tanto se esparció la alarma en la ciudad, se tocaron las
campanas, se poneron en pié las autoridades y vecinos, mas
con la oscuridad de la noche y la incertidumbre de loque realmen-
te socedla, todo era inquietud y confusiones. Era muy escasa la
guarnición que habia en Granada, prueba de lo poco preparados
que se hallaban en caso de que el cumplimiento de los capítulos en-
contrase seria resistencia. Prohibió el marqués que nadie se pu-
siese en mofimiento hasta que llegase el dia, temiendo alguna sor-
presa enfuelta en las tinieblas de la noche. Por otra parte, Aben-
Farax y los suyos, desesperanzados de levantar el Albaycio, discur-
rían por la dudad temeros^ de dar en manos de la guarnición, y
no pensaron mas que en yftificar su salida, que se llevó á efecto al
amanecer sin que en la ciudad se tuviese todavía idea positiva de lo
oeorrido durante aquella noche.
Lu^o que el marqués de Mondejar se penetró de la verdad del
caso, salió de Granada con la gente que pudo allegar en persecu-
ción de Aben-Farax y de sus mmfis ; mas como le llevaban estos
ana grande delantera, se volvió, temeroso de que la ausencia suya
y de sus tropas envalentonase á los moriscos del Albaycin, de cu-
yas malas disposiciones ya no se pedia tener la menor duda.
La cosa era ya muy seria y grave ; el atrevimiento de Farax su-
ponia planes de alzamiento en la ciudad, que por fortuna se para*
lizaron ; mas si el resoltado de aquella noche pudo tranquilizar los
ánimos de las autoridades por entonces, la noticia de lo que habia
ocurrido al mismo tiempo en las Alpujarras, redobló las inquie-
tudes.
El S5 de diciembre por la noche habia ocurrido la intentona de
Aben->-Farax sobre Granada. Tal era la confianza en que se hallaban
todos del alzamiento de los de) Albaycin , que en aquellos dias se
sublevaron les principales distritos ó taas de las Alpujarras, ha-
ciéndolo al mismo tiempo las de Orjiva, Porqueyra, Ferreyra, Ju-
biles, los Cébeles, Üxijar, Verja, Andarax, Dalia, Luchar, Marche'^
na, Boloduiy, SolobreDa y otros distritos inmediatos, cundiendo la
llama como fuego eléctrico en toda su extensión, sin que del incen«
Tomo i*
406 HiSTORU BE nun ir.
dio quedase exento poeblo considerable alguno. El movimiento foé
instantáneo, simultáneo, producto de un plan general fraguado con
el mayor secreto, puesto en ejecut^ion con toda la energía de un
pueblo agitado por sentimientos de odio y de venganza. ¿Cómo los
de Albaicin, principales promotores del pronunciamiento, no le se-
cundaron cuando las excitaciones para ello de Aben-Farax y de sos
monfist no se concibe fácilmente. Se puede suponer que el silencio
y tinieblas de la noche encadenaron sus ánimos y que temieron al-
guna sorpresa ó lazo armado por los de la ciudad, al ver á Farax se-
guido de tan pocos.
Las manifestaciones, las demostraciones, los excesos y desórde-
nes á que se abandonaron todas las poblaciones de las Alpujams
en el acto del pronunciamiento, fueron tan semejantes y uniformes,
que no descenderemos á particularizarlas. £n todas partes se |nih
damó el culto de Maboma con demostraciones del mas ardiente de-
senfreno. En todas se allanaron las iglesias, se profanaron los al-
tares, se quebraron las imágenes, se robaron los vasos sagrados y
demás ornamentos, haciendo ludibrio de lo que antes practicaban,
manifestando que hablan obrado hasta entonces por coacción y con
violencia. En todas partes se cometieron atropellamientos y cruel-
dades inauditas contra los cristianos y los sacerdotes en particular,
atormentándolos de mil maneras, y dándoles en seguida la muerte
que parecía debia serles mas amarga y dolorosa. La mayor parte
de estos infelices se refugiaban en las iglesias y casas fuertes, de
donde los hacian salir con promesas de perdonar sus vidas ; mas
inmediatamente caian victimas del furor de los moriscos, sedientos
de sangre y de venganza. Guando los hombres se cansaban de sa-
ciar su saDa en aquellos desgraciados, los entregaban al furor de
las mujeres, que con sus agujas, sus tijeras y otros instrumentos
de la misma clase se cebaban en atormentarlos. La misma suerte
tuvieron cuantos destacamentos cortos de fuerza armada « ignorantes
de lo ocurrido, cayeron en sus manos. Sin duda los historiadores
á que hemos aludido, como castellanos y católicos, habrán exage-
rado el cuadro ; mas todo puede creerse de poblaciones bárbaras,
impulsadas por su fanastimo que creian sacudir el .yugo de sos
opresores. Los mismos han dejado consignado que ninguno de
cuantos cristianos tuvieron palabra de conservar sus vidas con tal
que abrazasen la secta de Mahoma, quiso pasar por tan duras eoo-
dlciones. También esto se concibe y explica fácilmente.
GÁFITOLO XXXI?. 407
Era poes la insurreceíoo seria con todos los caracteres de terrible.
No ofrecía, pues, el aspecto de un pueblo que reclama la vindica-
ción de sus agravios, sino de unas gentes que rompían para siem--
|M*e los vínculos que los unian con su rey, hollando sus leyes, y re-
nanciandó del modo mas violento al culto que se les habia pres-
crito. Para que no se dudase del carácter de la insurrección, y lo
que querían realmente los moríscos, no se contentaron con un cau-
dillo, sino que quisieron tener un rey, alzándole con toda ceremo-
nia y condecorándole con todas las insignias y carácter de mo-
narca.
Se llamaba este nuevo rey de los moriscos don Fernando Valor,
y se le creia descendiente de los Califas de Córdoba, de la familia
de los Omeyas, que tanto poderío y esplendor habían desplegado
en siglos anteriores. Los historiadores le pintan como un mozo de
carácter violento y liviano, bastante desarreglado en sus costumbres.
Era duefio de abundantes bienes, seOor de una veinticuatría de Gra-
nada, y esto indica que pertenecía á una clase distinguida. Pero
empe&ado en mas gastos que sus facultades permitían, estaba preso
por deudas en la cárcel de Granada, cuando se fraguaban los pla-
nes de alzamiento. En inteligencia con los jefes de la insurrección,
se fugó de la cárcel y escapó de la ciudad, casi al mismo tiempo que
se alzaban los pueblos de las Alpujarras. El día 27 de diciembre
llegó al pueblo de Benzar, donde le estaban aguardando sus parien-
tes, y el día siguiente, reunidos estos y los principales del país le
alzaron por rey, levantando pendones con las ceremonias mas so-
lemnes que supieron idear, y le saludaron con el nombre de Aben-
Humeya, que manifestaba de un modo claro su ascendencia. No
concurrió al acto Aben-Farax, y aun se dio por muy resentido,
cuando aquel díase presentó en Benzar, de vuelta de su expedición;
mas se logró aplacarle, haciendo que el nuevo rey Aben-Humeya
le nombrase su primer alguacil, nombre que entre ellos equivale al
de teniente ó de segundo.
Tenia así la insurrección un jefe supremo, revestido con el título
de rey; mas este rey, este jefe supremo, no se hallaba sin duda á
la altura de su puesto. De una juventud disipada, sin haber toma-
do parte en el alzamiento mas que por despecho y lo embarazoso
de sus circunstancias, sm tener mas títulos para su elevación que
la influencia de su familia, y la circunstancia casual de su prosa-
pia, no estaba calculado para dirigir con acierto aquel movimiento
408 EDDSTOBU I>l FBLIFB U.
que debía encootrar tan sería resistencia. Además de Aben-Home-
ya y el citado Aben-Farax, figuraba ud tio del primero llamado dM
Fernando El-Zagüer, hombre diestro, sagaz, experimentado y may
rico, que no habia querido ser rey, contentándose con que lo foese
su sobrino. A excepción de estas tres personas, ningún otro figura-* '
ba en primer término, ni se habia adquirido un nomke. La insiuh
reccion fué obra de las masas resentidas por las ofensas que hablan
recibido, por las que les estaban aguardando. Mas la insurreodoD,
por terrible y unánime que fuese, no estaba suficientemente orga-
nizada; faltaba madurez de planes, de designios fijos; solo se obe-
decía á un sentimiento ciego, aun deseo de venganza, á estos odios
de pueblo á pueblo, de secta á secta, que producen efectos iostan-
táneos y terribles.
La falta de los moriscos del Albaycin que no se pronundanuí
cuando los de la Alpujarra, fué un golpe muy funesto para los al-
zados. Asegurada la capital^del reino, libres en sus acciones las au-
toridades superiores del pais, tuvieron medios de adoptar todas las
medidas necesarias para salir á sofocar la insurrección que estaba
fuera. Solo recibiendo los moriscos los socorros, en gente, en ar-
mas y en dinero, que de Berbería, y aun por parte de los turcos,
aguardaban, pudieran haber hecho frente á los cristiaoos^ ó á lo
menos prolongar la contienda hasta que la fortuna se les pudiese
mostrar algo favorable. Pero aislados, sin ningunas simpatías, ca-
tre los que no eran ni de su nación ni de su secta, podían entre-
garse si se quiere á actos de desesperación y de venganza, mas do
luchar de igual á igual con sus numerosos adversarios. Sigamos ú
hilo de los acontecimientos.
Hemos visto que cuando el alzamiento de las Alpujarras, se ha-
llaba todavía Aben-Humeya en la cárcel Üe Granada. Inmediata-
mente que fué alzado por rey, se trasladó á la sierra, donde hizo
que se confirmase su elección, y lomó algunas providencias, entre
ellas las de conferir cargos, nombrando á su tio don Fernando £1-
Zagüer, capitán general ó jefe de la guerra. Mas el monarca dejó
pronto aquel pais, y se retiró á Gadiar, sin que le veamos dirigir
en persona ninguna de las operaciones aisladas que entonces se
emprendían.
Continuaban los moriscos alzándose sucesivamente en las diver-
sas taas de todo aquel pais, hasta la tierra de Almería, cometiendo
en todas parte los mismos desórdenes y excesos. Atacaron la torre
CAPITULO XXXIV« 409
de Oijím, y do padíeron apoderarse de ella por la tenaz resisten-
cia de sus defensores. También hicieron tfntativas sobre la ciudad
de Almería, que pensaron ganar por traición y por sorpresa; mas
fueron desbaratados sus planes, y Almería se mantuvo intacta. Nin-
gnaa de las ciudades grandes del pais tomó parte en aquella insur-
recdon. Málaga, Marbella y Ronda, no solamente resistieron á sus
amenazas, sino que enviaron gente al campo para perseguirlos.
Foé este otro de los grandes contratiempos del pronunciamiento;
pues en estos pueblos encontraron grandes recursos para hacer la
guerra, las principales autoridades de Granada.
Antes que estos jefes tomasen providencias serias contra los in-*
sorreccionados, hablan conseguido los moriscos algunas ventajas par*
ciaies contra partidas pequeOas armadas de cristianos que encentra-
rw desaperdl»dos, ó les hicieron caer en los lazos que tan frecuen-
temente les armaban. Fué sorprendido en Tablate el capitán don
Negó de Quesada, mandado por el marqués de Mondejar á dicho
punto, con objeto de guarnecerle, para cuando él entrase en cam-
pafia, pues era el paso para trasladarse & la Alpujarra. También
mataron al capitán don Juan Zapata, con su gente, en el lugar de
los Gnajares. Por todas partes llevaban la ventaja que les daba el
mayor número , pues la generalidad del país era toda de su nación
y de 8U secta; mas un orden de cosas tan favorable para ellos, se
acercaba ya á su término.
No estaban mientras tanto ociosas en Granada las autoridades,
tanto civiles como militares. Fué su primera providencia asegurarse
de los moriscos del Albaycin, á quienes con medidas rigorosas con-
tuvieron en los limites de la obediencia. El marqués de Mondejar
alistó gente y requirió auxilios de los principales pueblos del pais y
de todos los demás de Andalucía. Una prueba de que anduvo dili-
gente, y se hallaba penetrado de la gravedad de aquel negocio es
que, habiendo comenzado la insurrección el 24 de diciembre, salió
el 3 de enero del afio siguiente 1569, á la cabeza de 2,000 infan-
tes y 400 caballos, en busca de los revoltosos, dejando k su hijo el
conde de Tendilla con el mando militar para atender á las cosas de
la guerra, y enviarle á proporción que llegasen los refuerzos que de
varios puntos se aguardaban (1).
(1) La féclia de la salida del marqués y el número de sus tropas, son las que asigna Mármol. Se-
gún Hurtado de Mendoza, salió el dia 3 de febrero con solos MO inftintes y tOO de á caballo. Nool-
▼idemos que ambos historJi adores eran contemporáneos, y pudieron ser testigos oculares de los
liecboa. Bl primero tenia un cargo en el ^érelto; el segundo se bailaba enlaaado con el marquéa
por un parentesco muy estrecho. La discrepancia es de cuantía, y esto prueba con cuánta doscon-
fianza ae deben admitir mucboa beobos que nos refieren las bistorlas.
41 0 HISTOKU DK FKUFK If .
Acompañaban al marqaás de Mondejar, su hijo don Franeimo da
Mendoza, don Alonso de Cárdenas su yerno, don Lnis de Córdoba,
don Alonso de Granada Yenegas, don Joan de Yilla^Roel y otros
caballeros. Había salido de Jaén al frente de la caballería don Pedro
Pouee, y Valentín Qoirós al de la infantería. Mandaba dos conipa-
nías de Antequera el corregidor de aqaella ciudad Alvaro de Isla; y
la gente de Loja, Juan de la Rivera, regidor; lade Alhama, Hernán
Carrillo de Cuenca, y lade Alcalá la Real^ Diego de Aranda. No po*
nemos todos los nombres de las personas de alguna nota que aoom-
paDaban al marqués; mas continuaremos en la idea de estamparen
todas ocasiones el mayor número que sea posible y esté en armo-
nía con la índole de nuestro escrito. •
Como esta guerra de los moriscos de^ Granada se redujo á ata-
ques de puestos fortificados, y correrías por sierras y parajes mon-
tañosos, no ofrece batallas campales , ni movimientos en que brille
la estrategia. Las fuerzas de una y otra parte eran muy poco ne-
morosas, y la gente que acompañaba al marqués no merecía el nom-
bre de un ejército. Por la parte de los moros era suma la irregula-
ridad y falta de organización, como se puede colegir de aquella gente
pronunciada sin preparativos, y por llamaradas de resentimientos.
Por esto y por la misma naturaleza de nuestra obra, que no puede
descender á muchos pormenores, nos contentaremos con una resella
muy sucinta de los principales hechos de una contienda & todas lus-
cos tan funesta.
Pernoctó el marqués aquella noche en Padul, dos leguas cortas
de Granada. En Durcal, á una legua de distancia de su posición, se
hallaba el capitán Lorenzo de Avila, y el de igual clase Gonzalo de
Alcántara, al frente este de cincuenta caballos, y el primero de on
destacamento mas considerable de infantería. Trataron los moros de
sorprenderlos aquella misma noche, interceptándolos de la gente de
Mondejar, cuyo campo también era objeto dé sus tentativas. Aco-
metieron efectivamente á Durcal aquella misma noche, mas se ha-
llaban los nuestros apercibidos, y lo mismo el marqués, que tuvo
avisos por medio de un espía. Hubo tiros y escaramuzas efectiva-
mente en las calles y plazas de Durcal, mientras una partida dolos
moriscos se acercaba al campo del marqués, con objeto de darle osa
embestida. Mas habiendo encontrado los primeros resistencia, y sin-
tiéndose intimidados los segundos con la actitud que tomó el de Moa-
dejar, se retiraron unos y otros aquella misma noche, temiendo ser
CÁHTOIO XXXtV. 111
itaeados por la caballería. El marqués se trasladó al -Darcal, donde
se detuvo esperando refuerzos que se le iban reuniendo, con muy
poca interrupción, unos tras de otros.
Llegaron de Ubeda y Baeza, mandada la gente de la primera de
estas dos ciudades por don Rodrigo de Vivero á la cabeza de tres-
cientos infantes y ciento cincuenta caballos. Iban de Baeza nueve-
cientos ochenta infantes, divididos en cuatro compañías, y cuatro es-
tandartes de treinta caballos cada uno. Eran los capitanes de esta
tropa veinticuatros y regidores. Mandaban la infantería de Ubeda
don Antonio Porcel, don Garci Fernandez Manrique y Francisco de
Molina, y la caballería don Gil de Valencia y Francisco Vela de los
Cobos. Eran capitanes de la infantería de Baeza Pedro Mejía deBe-
Davides, Juan Ochoa de Navarrete, Antonio Flores de Benavides, y
Baltasar de Aranda. Mandaban la caballería Juan de Carvajal, Ro-
drigo de Mendoza, Juan Galeote y Martin Noguera. Mas toda esta
geate no acompasó la expedición del marqués, pues volvieron á Gra-
nada las cuatro compafifas de caballería de Baeza con objeto de guar-
necer la ciudad, mientras llegaban nuevas tropas.
Comenzaron á conocer los moriscos el lance serio en que estaban
empeñados. Sus hermanos de Granada estaban quedos: los de la
Vega no osaban pronunciarse. La salida del marqués en busca suya,
les anunciaba la alternativa de someterse, ó correr todos los lances
de una guerra en que no podían llevar la mejor parte. Para tentar
la primera via, estaban demasiado comprometidos por los excesos y
atrocidades que habían acompasado el alzamiento. Para lo segundo,
es decir, para seguir la guerra, se veían con pocos medios. Por una
parte tenían encima al marqués de Mondejar; por la de Murcia, se
aproximaba el de los Velez, de cuyos movimientos hablaremos lue-
go. Sigamos por ahora los pasos de Mondejar.
Se movió este de Durcal en dirección de Tablate, donde hemos
dicho había sido derrotado el capitán don Diego de Quesada, en-
viado allí por el marqués, como un punto muy importante para el
paso de las Alpujarras. Le guardaban pues los moriscos con todos
los medios que pudieron idear para estorbar la marcha del marqués.
Mas este se presentó en buen orden, y á pesar de haber los piime-
ros desbaratado un puente, y tener otro medio roto con objeto de
que las tropas al pasar por él se precipitasen á un profondo bar-
ranco donde estaba colocado, siguió adelante el marqués sin pérdida
notable, habiendo desbaratado y puesto en huida á los moros, hasta
lis HiSTtmu M mi»! n.
Lanjarott , donde hizo alto aquella misma Boebe. Al dia sigaieite
pasó á socorrer la torre de Orjiva, sitiada y pnesta eo grande aprieto
por los moriscos , hallándose ya sin víveres ni municiones , y pró-
xima ¿ rendirse.
Tan favorable se mostraba el semblante de las cosas, que el ma^
qnés de Mondejar no quiso que le mandasen mas refuerzos, por lo
cual escribió al Asistente de Sevilla que no le enviase la gente de
aquella ciudad, ni la de Gibraltar, Carmena, Utrera y Jerez, que se
habían juntado para hacer dicha jornada.
Mientras tanto rennian los moriscos cuantas fuerzas podian alle-
gar para detener la marcha de Mondejar, Noticioso este de que Abea*
Humeya se quería hacer fuerte en la taa de Porqueira, se puso en
esta dirección y ocupó el pais, á pesar de la resistencia tenaz que
le opusieron. Forzó el marqués el puesto, sin que se atreviese Aben-
Humeya á sostenerle. Pasó de allí á Pitres de Ferreyra, punto que
tomó y defendió en seguida contra los moriscos que le acometieroa
de noche, causando algunas pérdidas á los nuestros cogidos dé sor-
presa. En seguida se trasladó al castillo de Jubiles, donde también
consiguió derrotar á los moriscos que le opusieron resistracia.
Ocurrió en este punto un suceso lamentable. Uó el marqués el
pueblo á saco, mas prohibiendo la matanza. Se recogió la gente,
especialmente las mujeres, á la iglesia; mas no cabiendo toda, se
salió una gran parte á una plazuela inmediata, donde pasaron la
mayor parte de la noche. Acaeció en esto que un soldado trató de
llevarse consigo una mora; y como esta opusiese resistencia, llamó
la atención de un joven, que de mujer disfrazado la seguía, tal vez
por deudo suyo ó por amante. Embistió el joven al soldado con una
almadara que llevaba debajo del vestido. Al ruido de la pelea que
se trabó entre ambos acudieron otros, y fué esto bastante para que
se esparciese entre los nuestros el rumor de que entre las moras se
hallaban hombres armados vestidos de mujeres. No fué preciso mas
para que acometiesen enfurecidos á la muchedumbre. La mortan-
dad fué horrible, y solo tuvo fin cuando llegó la luz del dia.
Pasó el marqués desde Jubiles á Gadiar y á Ujijar, donde entró
sin resistencia, habiendo registrado y apoderádose de varias cuevas
y cavernas donde hablan tomado asilo los moriscos. Todos queda-
ron cautivos en poder del de Mondejar.
Al punto de Ujijar se habia dirigido Aben-Humeya con el desig-
nio de defenderle á toda costa, haciéndole base de sus operaciones
Gimmo XXXIV; il8
militares* Varios amigos y allegados, eatre ellos sa suegro^ kaoon-*
sejaroD hacerlo así, represeotándole la importancia ée Ujijareomo
poDto faerte, con la círcQostaDcia de estar eolocado eo el eenlro de
las Alpujarras. Mas otros deudos sayos le persuadieron que se reti-
rase á Paterna, donde podía aguardar con mas ventaja á los cris-*
tíanos. Andaban divididos 4 la sazón los moriscos sobre el partido
que debían tomar en aquellas circunstaacias. Los mas pacíficos y
la gente de arraigo estaban penetrados de lo descabellado del alza-
miento y de los terribles resultados que no podía menos de acarrear-
les. Los mas comprometidos, los principales instigadores de laem-
presa, los que mas se habían distinguido en las atrocidades de que
íué acMnpafiado el alzamiento, conodan que no había para ellos ni
perdón, ni avenencia de ninguna ciase, y solo pensaban en los me--
dios de llevar adelante á toda costa la contienda. De aquí la diversi-
dad 4e pareceres entre los que rodeaban al nuevo rey AiMD-^Hume-^
ya. Los que aconsejaban la quédate en Ujíjar, pasalun por aspirar
á composición con los cristianos, y realmente habían dado pasos al
ofecto. No fué pues difícil á sus contrarios mas ferocoi hacer creer
& Aben-Hjineya que los primeros le engasaban y trataban de rm-*
deríe al enemigo, fil rey 'en su furor hizo dar muerte á ra soegro
Miguel de Rojas, y á un cufiado suyo, repudiando á su mujer, pare
cortar cuantos lazos le podían unir á su familia. Tomé, pues. Aben*-
flumeya el camino de Paterna á la cabeza de sis tropas. Siguió sus
huellas el marqués, mas no perdiendo de vista ciertos pasos y ne^
gociaciones que se habían entablado con Alwn-Humeya á fin de
reducirle á la obediencia. No parecía contrario este caldillo á entrar
en términos de composición: por lo menos así se lo había hecho
creer al marqués una persona con quien estaba el morisco en rela-
ciones. Seguía, pues, Mondejar las huellas de los enemigos, sin
darse priesa á empefiaruna batalla, aguardando el resultado de una
carta que con su conocimiento acababa de escribir al rey morisco la
persona con quien se entendía. Mas los arcabuceros que iban de
manguardia por los dos lados de la sierra, se avanzaron demasiado
y fueron causado que se empefiase una acción con los morísoos, en
que estos fueron derrotados. Creyéndose Ahen-Humeya engafiado
por el marqués, se puso en salvo sin siquiera abrir la carta que
acababan de entregarle, dejándola en el suelo, mientras que el ae^
gnndo, confiando siempre en reducirle á la obediencia, no sigoié el
Tomo i. S3
41 i mSTOBIA DE FELIPE U.
alcance de los vencidos, causando esto no pocas murmuraciones en.
tre los soldados de su mismo campo.
Propendía el marqués de Mondejar á la blandura, y excogitaba
cuantos medios le eran posibles para volver á los moriscos á la obe-
diencia del rey, sin reducirlos á la desesperación, que pudiera pro-
ducir medidas de exterminio. Ya bemos visto que durante su resi-
dencia en la corte babia desaprobado la pragmática, origen de aque-
llas turbulencias. Gonocia la importancia de una gente activa y
laboriosa como los moriscos, y daba oidos á cuantas proposiciooes
de acomodamiento le venian por parte de los sublevados. Activo en
perseguir al enemigo, como los hechos lo atestiguan, no se mostró
rigoroso en los castigos. Templó muchas veces el furor de sus sol-
dados vencedores, y por eso fué objeto de murmuraciones por parte
de su mismo ejército, donde se quería utilizar todo lo posible la
victoria. Por otra parte, los moriscos que pensaban en pacificación,
veian desmentidos los sentimientos que se le atribulan al marqués
con la conducta feroz y sanguinaria de los soldados que le acompa-
fiaban. Los monfis y demás instigadores de la insurrección, se apro-
vechaban naturalmente de esta desconfianza de los moriscos incli-
nados á la paz, para tener siempre encendidas las teas de la guerra.
Había vencido el marqués á los moriscos en cuatro refriegas suce-
sivas.— ^Se había apoderado de los principales puntos fuertes de las
Alpujarras; entretenía esperanzas de pacificar el país; creía muy
próximo el momento de que se redujese á la obediencia; mas en
Granada no se participaba de sus ilusiones. Se murmuraba alli mu-
cho de su conducta en la parte política, y muy pocos daban la lid
por fenecida. El presidente Deza no era su amigo, y trataba de in-
disponerie hasta en la corte misma. Su hijo el conde de Tendilla
trataba de salir con otra expedición en busca de los enemigos; mas
el marqués se opuso á esta medida, y hallándose en Ujijar de vuelta
de la expedición, trató de moverse hacía los Guajares, donde se
había encendido de nuevo la llama de la insurrección; tan ansioso
estaba de concluir por sí mismo aquella guerra, sobre todo de que
tomase la menor parte posible en ella el marqués délos Yelez, cuya
presencia en el país le importunaba, y cuyos principios é ideas eran
también diversas de las suyas. Tanto como Mondejar propendía á
la indulgencia y á la consideración, se inclinaba el otro á la dureza
y á los malos tratamientos. Quería el primero conservar un pueblo
útil sin reducirle á los términos de la desesperación, mientras el otro
CAPITULO xxxiv. 415
DO hablaba mas que de castigos y hasta de exterminio. De la coo-
peración, paes, dedos jefes tan diversos qne obraban independien-
tes en una misma guerra, no podian menos de segairse fatales con-
secaencias.
Hemos visto al marqaés de los Vele2, capitán general de Murcia
y de Valencia, marchar sobre el reino de Granada cuando el prin-
cipio de dichas turbulencias. Habia dado este paso á instancia y sú-
plicas del presidente Deza, quien imploró sus auxilios, sea para
oponer un rival al marqués de Mondejar, ó porque no confiase bas-
tante en los esfuerzos y medidas de este último. Dio parte el presi-
dente al rey de este paso con el de los Velez, y Felipe II aprobó
la providencia, encargando al último la mayor actividad en sus ope-
raciones.
Antes de llegar dicha orden del rey, y aun la súplica al marqués
de los Velez por parte del presidente don Pedro Deza, habia toma-
do disposiciones militares cuando llegaron á su noticia los distur-
bios de Granada. Cumplíale, como capitán general de una provin-
cia fronteriza, prepararse para en caso que llegase allí el incendio,
y asimismo tomar una parte activa en el asunto, acudiendo al cas-
tigo de los rebeldes por todos los medios que pudiese. De varios
puntos del pais le llegaron tropas; de modo que cuando recibió la
comunicación se hallaba ya al frente de mas de cinco mil hombres
de infantería, y una fuerza de caballos proporcionados á este nú-
mero.
Habia recibido en su villa de Velez del Blanco quinientos infantes
y trescientos caballos. Recibió de Lorca mil y quinientos hombres
de á pié y ciento de & caballo, en muy buen orden, capitaneados
por Juan Mateo de Guevara, Pedro Helises, Alonso del Castillo, Mar-
tin de Lorita y Luis Ponce. Le enviaron de Caravaca trescientos in-
fantes y veinte caballos, mandados por Andrés de Mora, Fernando
de Mora y Pedro Martínez: de Moratalla doscientos infantes y trein-
ta caballos, á cargo de Juan López; de Hellin ciento cincuenta in-
fantes y quince caballos, capitaneados por Pablo Pinero: de Zhegui
Francisco Fajardo con doscientos cincuenta infantes y veinte caba-
llos, de Muía doscientos infantes al mando de Diego Melgarejo. Con
esta gente escogida, por la mayor parte voluntaria, y la que sacó
de otros pueblos, movió su campo el marqués el 5 de enero, es de-
cir, casi al mismo tiempo que el de Mondejar salia de Granada en
persecución de los moriscos. Era la intención del marqués de los
416 HISTOIU DE FBUPB I(.
Yelez caer s»bre Almería^ qae saponiaD en muy grande aprieto peí
parte de los moriscos; mas habiendo sabido en el camino la derro-
ta de estos en Benahaduz, tomó la dirección del castillo de Xergal,
y atravesando la sierra de Filabres, se estableció en el pueblo de
Tabernas, donde se detuvo hasta el dia 13, mientras le llegabao la
orden de S. M. y los refuerzos qoe en Murcia dejaba preparados.
Atribuyeron algunos esta precipitación en el movimiento del mar-
qués de los Yelez, á su deseo de que le cogiese dicha orden ya den-
tro del territorio del reino de Granada, como sucedió en efecto. De
este modo se vieron en aquel país dos capitanes generales que obra*
ban independientes, y cuyo modo de considerar aquella guerra era
tan diverso. De esta heterogeneidad no podian menos de seguirse
grandes males. Sin embargo, la presencia del marqués de los Ve-
loz en el pais fué de grande utilidad, por el terror saludable que
inspiró á los moriscos de las inmediaciones^ próximos á imitar el
ejemplo de los de la Alpujarra. Se movió el marqués de los Vekz
desde Tabernas, y pareciéndole ya inútil trasladarse A Almería, codm
el rey se lo había prevenido, tomó la vuelta de Gaecija, donde le
esperaban los moriscos que fueron derrotados. De allí se movió 4
Filix, donde le esperaba un encuentro con los rebeldes que también
trataban de disputarle el paso. Una circunstancia le proporcionó en
aquel punto una victoria, que de otro modo no hubiese sido tan
completa. Habiendo sabido en Almería don García de Villa Roel este
movimiento del marqués, trató de ganarle por la mano, y con la
gente que pudo allegar cayó sobre los moros, tomando la aparien-
cia de ser la vanguardia del cuerpo del ejército que seguía sus hue-
lla; mas los moros percibiendo el engafio salieron en busca de don
García, quien intimidado al ver la muchedumbre de los enemigos, se
retiró en dirección del campo del marqués, dándole parte de las bue-
nas disposiciones que tomaban los moriscos, suponiendo que hu-
biesen recibido los refuerzos que esperaban de África. No titubeó sin
embargo el de los Velez en acometerlos, y se movió con su campo,
precediéndole la vanguardia acostumbrada. Creyendo los moros que
era esta una nueva estratagema de Villa Roel, se hicieron firmes;
lo que proporcionó al caudillo castellano la ventaja de derrotarlos,
haciéndoles muchos muertos y cogiéndoles muchos prisioneros. Men-
cionamos esta circunstancia para hacer ver que en esta guerra, don-
de los caudillos obraban con independencia, se aspiraba á ganar
lauros exclusivos, con detrimento de la causa común por la que es*
CAPITULO UXIT. in
taba empelada la eontieoda. Por desgracia do foé este el primero»
DI el último de los ejemplos, en que se muestra tau á las claras la
pequeSez del corazoD humaDO. TambieD es circuDstaDcia digoa de
reparar, que los moros para hacer creer á Villa Roel que teoiao
mucha goDte, formaroD ud escuadroD de Difios y mujeres cubiertos
coD capas y trajes, que desde lejos pareciau soldados. Igualmeute
hay que DOtar que en esta accioD pelearoD valerosamcDte alguDas
mujeres moriscas metiéndose por los caballos, arrojaudo piedras,
y á falta de estas, echando polyo eo los ojos de los castellauos. Se
cogió UD graD botín cd la refriega, y esto le fué al marqués de mu-
cho daOo, pues muchos soldados cargados de despojos dejarou el
campo y se volvieron á sus casas. Después de algunos días de per-
manencia en Filix, movió su campo hacia Andarax, y consiguió
otra victoria de los moros que le esperaban en las sierras de Oha-
fiez. Así habia conseguido sobre ellos tres victorias, haciéndoles
muchos muertos y cogiéndoles un número mucho mas considerable
de prisioneros. Mas el marqués de los Velez conocía muy bien que
estas desrrotas no ponian término & la guerra, y que en la fragosi-
dad del pais y en lo encarnizado de la lucha, encontrarían obstá-
culos de mucha monta las armas castellanas, & pesar de que la
fortuna se declaraba á su favor en casi todas las refriegas.
Mientras que el marqués permanecia en Filix, se movió de Al-
mería don Francisco de Córdoba sobre el castillo fuerte de Inox, si-
tuado en la sierra de este nombre, que tomó á viva fuerza, á pesar
de la obstinada resistencia por parte de los moros. Fué la matanza
grande, y el botin uno de los mas ricos que se hablan hecho en el
eurso de toda aquella guerra.
igualmente afortunado fué el marqués de Mondejar en su expe-
dición de las Guajaras, adonde se habia movido, como hemos dicho,
desde Ujijar. La tierra es asperísima, y en el castillo del mismo nom-
bre encontró el marqués tan grande resistencia, que & pesar de su
carácter humano, mandó pasará cuchillo á cuantos moriscos se en-
contraron dentro. Desde allí se trastadó el marqués á Orjiba para
terminar la reducción de la Alpujarra. No hay que olvidar que se
hacia la guerra en tierras ásperas y fragosísimas, en lo mas crudo
y recio del invierDO. La simple reseña de los hechos que vamos re-
firieodo, maDÍfiesta la grande actividad que desplegaba el de Mod-
dejar. Mucho le aguijoDeaba para termioar la lid la presencia del
de los Yelez, od el territorío de su maodo. Poseído siempre de su
418 BISTOBIÁ DB FEUPB U.
idea de reducir los alzados y do de destruirlos, publicó en la Alpa-
jarra un bando, prometiendo perdón y protección del rey á cuantos
presentasen sus armas y banderas. Muchos lo ejecutaron, sin duda
de carácter pacífico, y animados de buenas intenciones; pero otros
muchos, y entre ellos los caudillos, sin duda desconfiaban de las
promesas del marqués, ó viéndose demasiado comprometidos, se
manifestaban resueltos á seguir la guerra. Aben-Humeya, que ha-
bía entrado en conferencias de acomodo, se manifestaba mas con-
trario que nunca ¿ rendirse á merced del rey, pues otras capitula-
ciones no podía esperarlas. En los jefes reinaban desconfianzas y
discordias, y nadie quería ser el primero en dar un paso tan ayen-
turado. De África, donde tenían sus enviados, habían recibido al-
gunos auxilios; y aunque hasta entonces en pequefio número, no
perdían la esperanza de que las potencias berberiscas tomasen par-
te activa en la causa de sus hermanos en EspaDa.
Noticioso el marqués de Mondejar del punto donde se encontra-
ban Aben-Humeya, El Zagüer y varios personajes, envió una ex-
pedición secreta con el objeto de prenderlos; mas aunque fueron
sorprendidos, pudieron escaparse, dejando burlados á los que los
creían ya seguros en sus manos. De este modo debió de perderse la
esperanza de entrar en tratos y convenios con el rey de los moris-
cos y sus caudillos principales.
Visto lo inútil de esta tentativa, hizo otra el marqués de la mis-
ma especie y con igual objeto, enviando á los capitanes Alvaro Flo-
rez y Antonio de Avila á prender á Aben-Humeya y sus parciales,
que estaban reunidos en el pueblo de Valor; y no habiéndolos en-
contrado allí, saquearon el pueblo, de cuyas resultas se alzaron los
habitantes y mataron á cuanta gente acaudillaban los cristianos.
Con estos dos golpes dados tan en vago, se enconaron mas y
mas Aben-Humeya y los caudillos que querían á toda costa la pro-
longación de la contienda. Se hallaba por lo mismo muy lejos el
marqués de satisfacer sus vivísimos deseos de ver pacificada la pro-
vincia. En la conducta desús mismos soldados, codiciosos de botín,
propensos á cometer todo género de excesos sobre los vencidos, en -
con traba asimismo obstáculo á sus designios. Muchos moriscos re-
ducidos á la obediencia eran saqueados y maltratados violentamen—
te, á pesar de su papel de salvaguardia, por los castellanos. Los
moriscos pacíficos tenían asi sobrados motivos de recelo y descon-
fianza, mientras los partidarios de las hostilidades explotaban coii
habilidad estos sentimientos que les eran favorables.
tÁPlTÜLO XXXIY. 419
Entre tanto los moriscos de Albaycin, que, como hemos dicho,
malograron la ocasión de alzarse cuando fueron invitados para
ello por Aben-Farax la noche del 25 de diciembre, experimen-
taban malos tratamientos por parte de las autoridades de Granada,
y tuvieron motivos para arrepentirse de una inacción que tuvo tanta
influencia. £1 conde de Tendilla, encargado de los negocios de la
guerra, hizo alojar en sus casas á las tropas que iban llegando po*
co á poco, sin hacer caso de sus representaciones, de sus quejas y
de sus ofertas de surtirles de cuantos objetos para su acomodo fue-
sen necesarios. Las tropas alojadas no fueron parcas en abusar de
su posición, y los agravios que de ellos recibieron los moriscos,
avivaron el fuego de su resentimiento. Mas se las habiancon auto-
ridades que tenian abundantes medios de oprimirlos, y se conten-
taban con hacer votos en secreto por la buena fortuna de sus com-
patriotas de las Alpujarras.
El encono de los cristianos contra los moriscos era una pasión
nacional, aumentada por la diferencia de religión, y llevada á su
mayor extremo por lo encarnizado de la lucha. Al principio de la
insurrección se habían puesto & muchos moriscos presos en las
cárceles de la Ghancillería ; unos que verdaderamente tenian delHo
para ello, y otros en clase de rehenes que respondiesen de la con-
ducta de los otros. Se esparció un dia en la ciudad la noticia de
que venían los moriscos de afuera á libertar á sus hermanos de la
c&rcel ; y sea que hubiese motivo para creerlo así, ó que fuese in-
vención de gente mal intencionada, se tomaron precauciones dentro
de la cárcel, armando á los cristianos presos para evitar cualquier
ataque á mano armada ; mas esta que se adoptó como medida de
precaución, produjo el efecto de que viniesen á las manos unos con-
tra otros los presos de la cárcel. Peleaban con armas los cristianos ;
los moriscos con piedras y ladrillos que arrancaban de las paredes
de los calabozos. El resultado fué la muerte de estos últimos, que
eran en número de ciento diez y siete, y la de cinco cristianos,
que también tuvieron diez y siete heridos.
Tal era el aspecto que presentaba la insurrección de jos moris-
cos del reino de Granada. Habían sido derrotados en todos los en-
cuentros y perdido todos los puntos fuertes, mas la lid no estaba
concluida. Ño se pone con dos ó tres victorias término á una guer-
ra cuyo teatro es áspero y fragoso como el de las Alpujarras,
cuando no está vencido el ánimo de los combatientes ; cuando hay
42o HISTORIA DI FELIPE II.
caudillos ambiciosos resueltos á probar fortuna, á perder el todo
por el todo, para quienes no queda ya esperanza ni de perdón, dí
de avenencia. Estaban vencidos los moriscos, pero no domados.
Por mucho que fuese el celo del marqués de Mondejar de traerlos á
la obediencia, podian mas con ellos sus antiguos odios como nacioo
y como sectarios de otro culto. La rapacidad de los soldados cris-
tianos apagaba cuantos sentimientos podia haber en algunos cd
sentido de la pacificación ; y por estas causas reunidas, estaba la
guerra en víspera de ser encendida con mas furor que nunca. A
esta mala situación de cosas se agregaba la discordia entre las au-
toridades puestas por el rey ; la variedad de pareceres sobre el va-
lor de lo que se habia hecho, y las medidas que en lo sucesivo de-
bían de adoptarse. En la opinión del marqués de Mondejar, estaba
la guerra casi concluida : para el de los Yelez, no habia verdadera
pacificación en el pais, sin la deportación ó destrucción de todos los
moriscos. Cada uno de los dos marqueses tenían en Granada su
parcialidad, que defendía y acusaba según el caudillo á quien per-
tenecía. Estaban penetrados todos los hombres imparciales de la
falta grave que se cometía encomendando los negocios de la guerra
y del pais & dos jefes de tan diverso carácter y modo de juzgar,
que obraban del todo independientes. Para sujetar á entrambos k
una autoridad común, pareció á muchos un medio eficaz la ida del
rey á Granada, pues era un asunto de bastante gravedad para ha-
cer á lo menos muy útil su presencia. Así se lo pidieron algunas
personas de gran peso en Granada, y así opinaron algunos miem*
bros del Consejo. Mas Felipe 11, tan activo y laborioso en su des-
pacho, no era hombre que se ponia en movimiento fácilmente, y
sobre todo tratándose de la agitación y conflictos de una guerra.
Repugnando, pues, al rey el viaje de Granada, le pareció un buen
expediente enviar en su lugar á su hermano don Juan de Austria,
que á la sazón se hallaba en su corte, recibiendo la educadoo y
rodeado del esplendor debido á su alto nacimiento.
CAPITULO XXXV,
Continnacion del anterior. — ^Parte don Juan de Austria de Madrid. — Su entrada en
Granada. — ^Toma las riendas del gobierno. — Sigue la guerra con sucesos varios. —
Llama el rey á la corte al marqués de Mondejar. — ^Es asesinado Aben-Humeya
por los suyos. — ^Alzan por nuevo rey á Aben-Abóo. — Sale don Juan de Austria de
Granada á combatir á ios moriscos. — Se retira el marqués de los Velez.— Se apo-
dera don Juan de Galera, de Serón, de Tijola y de otros mas puntos. — Expedición
del duque de^fiesa. — ^Tratan de someterse los moriscos. — Conferencias en el Fon-
don de Andarax. — Ceremonia de la sumisión delante de don Juan. — Rompe
el pacto Aben-Abóo.'^-Hace asesinar al Habaqui. — Es asesinado Aben-Abóo
por los de su mayor confianza. — Entrada de su cadáver en Granada. — Fin de la
guerra. (1569-1871.)
Mostró Felipe II ea la deccioo de don Joan de Austria, que te-
nia taeto 7 coDodfflieoto de ios hombres. Daba iodícios don Joan,
en medio de sus verdes aOos, de capaeidad y de que eou el tiempo
86 adquiriría un gran nombre. Al designarle el rey, manifestó por
otra parte la sinceridad de los sentimientos con que le habia acogi-
do y reconocido como hijo del emperador, y que no seria envidioso
de la fama y nombradla qoe sin duda iba á adquirir, revestido de
un cargo tan considerable. Psurtió, pues, donjuán, acompafiado en-
tre otros mochos de Luis Quijada, su antiguo ayo y guardador,
hombre muy experimentado en asuntos militares. El 6 de abril de
1969 llegó á Granada, donde fué recibido por las autoridades mi-
litares y civiles eos el aparato y solemnidad debidos & su alta clase
y i las funciones de que iba revestido. Inmediatamente tomó la di-
rección suprema de todos los asuntos del pais ; mas le estaba par-*
Tomo i. 64
122 HISTORIA ht FELIPE If.
ticularmente encargado por el rey, do adoptar medida ni providen-
cia alguna defioitiva, sio que medíase la aprobación de so Con-
sejo.
El marqués de Mondejar, que se bailaba en Ujíjar cuando le lle-
gó la noticia del nombramiento de don Juan, permaneció algunos
días mas en aquel punto sio pasar adelante en sus operacioDes.
Cuando creyó próxima la llegada del príncipe á Granada, se tras-
ladó á dicha ciudad, donde entró con toda pompa militar, precedido
y seguido de gente armada, tanto de infantería como de á caballo.
Excitó el aparato de esta entrada diversos sentimientos, pues ya de-
jamos insinuado que si tenia amigos y aprisionados, no eran pocos
los que le eran desafectos y censuraban sus operaciones.
No hay duda de que el marqués de Mondejar se condujo eo esta
guerra con actividad y energía; que siguió sin descanso ni tregua el
alcance de los enemigos; que los derrotó en varios encuentros; qae
les tomó puntos fuertes donde hicieron grande resistencia. Obró sin
disputa como general, y como soldado en todas ocasiones. De sus
opiniones políticas, de sus ardientes deseos de reducir el pais síd
destruir ni deportar un pueblo que tenia por útil bajo muchas con-
sideraciones, deponen todos sus pasos y medidas. A no encontrar
oposición en los ánimos de tantas personas influyentes de Granada,
incluso el mismo presidente de la Ghancillería; á no presentársele en
el pais otro capitán general, que no solo obraba con independencia
suya, sino que mostraba opiniones del todo diferentes; á tener mas
fuerzas de que disponer, mas recursos con que sustentarlas y pa-
garlas; á no tener muchas veces precisión de tolerar excesos y ra-
piñas que comprometían el plan de pacificación, su idea favorita, tal
vez hubiera tenido la gloria de poner término á una guerra tan aso-
ladera. Mas por las razones indicadas, fueron casi inútiles todos sos
esfuerzos. La división de mandos, la discordia de pareceres, la io-
certidumbre y conflictos en que tan diversos informes ponían ai Con-
sejo de Felipe, hicieron cometer un gran número de faltas, qoe dieron
aliento é inflamaron de nuevo el ánimo de los sublevados.
Penetrado Aben-Humeya de lo apurado de su posición; dudoso
siempre de poder venir á partido con los castellanos, por la enor-
midad de los excesos perpetrados; sabedor ano caberle duda de los
lazos y asechanzas que por parte del marqués de Mondejar se les
armaban, cobró nuevo ardor, y se resolvió á correr todos los azares
de la guerra. Ya babia recibido algunas armas y refuerzos en hom-
GAFITULO XXXy. ItS
bres del Dey de Argel, y los esperaba hasta del Gran Tarco. La fall-
ía de concierto y de recursos que notaba en sus contrarios, anima-
ban mas y mas sus esperanzas. Los sentimientos de los pueblos de
la Alpujarra, daban sobre todo gran pábulo á tantas ilusiones.
•Vejado este pais en mil sentidos; viéndose objeto de malos trata-
4PÍentos, de robos y rapíDas, á pesar de hallarse tantos pueblos re-
ducidos á la obediencia del rey; penetrados de la inutilidad de su
salvo-conducto contra soldados sedientos de botin, volvieron á dar
oidos á sus antiguos odios, y se alzaron de nuevo, abandonándose á
los mismos excesos que habían sefialado su primer pronunciamiento.
Con la salida del marqués de Hondejar del pais, no quedaron en él
mas tropas que las guarniciones de algunos puntos fuertes y otras
que cubrían algunos pasos de importancia. Aben-Humeya le recor-
rió todo, rodeado de la pompa y aparato posible para dar realce á
su regia dignidad; organizó los armados; atendió en cuanto lo per-
mitían sus fuerzas á todas las cosas de la guerra; dirigió alocuciones
que inflamaron su entusiasmo, y dividió el pais en mandos militares
á cargo de los jefes de mas consideración por sus servicios é influencia
en las clases inferiores, conservando siempre á su lado á su tic don
Fernando El-Zagfler, como su privado consejero. Has el famoso
Farax-Aben-Farax, que fué uno de los principales instigadores de
la guerra, no tuvo mando alguno por hallarse huido del rey moris-
co, cuyo resentimiento habia provocado. Mientras tanto le llegaban
recursos de África, y cada dia veia engrosarse mas las filas de su
ejército.
No pudo menos de penetrarse don Juan de Austria, á pesar de su
inexperiencia y pocos aOos, de lo grave del asunto que le estaba
encomendado. Inmediatamente que llegó á Granada tomó disposi-
ciones, comenzando á desplegar la actividad que le distinguió en
todo el curso de su vida. Le habia mandado el rey tropas de re-
fuerzo, que si no eran las suficientes, prometían impulso eficaz alas
operaciones de la guerra. Las organizó don Juan del mejor modo
que le fué posible: allegó víveres, municiones y cuantos recursos
eran necesarios, y distribuyó igualmente el país entre varios jefes
militares. La naturaleza de su comisión no le permitía entrar en
campafia en persona, y sí solo dirigir en grande las operaciones de
los dos marqueses.
En el consejo que reunió en seguida para tratar del estado del
pids, tanto én lo militar como en lo político, hubo diversidad de
114 msTOUA DB nufi u.
pareceres. Insistió el marqués de Mondejar en so idea fatviMita de
reducir el país y tentar todos los medios de volver á la obedieoda
un pueblo tan útil, por su industria y su laboriosidad, al rey deBs-
paDa. Opinaron otros, y entre ellos el presidente Desa, por su de-
portación é internación en otras provincias del reino, pues solo de
este modo podian dejar de ser enemigos encarnizados y peligrosos
del gobierno. También insistió en la necesidad de expulsar de Gra-
nada & los moriscos del Albaycin y de la Vega, proyecto á que pa-
reció inclinarse don Juan y lo mismo Luis Quijada.
Mientras tanto se alzaron los pueblos de Peza, Caontar, Dndary
Gñezar, todos fuera de las Alpujarras, báeia el rio de Almería.
Se pronunció asimismo la sierra de Bentomiz, donde se contabaD
veinte y dos lugares. Pusieron sitio los alzados al castillo de Cani-
lles de Aceituno, que hubiera caido en su poder, á no ser socorrido
por Arévalo de Zuazo, corregidor de Velez, que acudió á tiempo coa
tropas que sacó de dicho punto. Mas este corregidor no podo ha-
cerse duefio del peDon de Frigiliana, situado cerca de la costa del
mar, de que se apoderaron y se hicieron fuertes los habitantes de
Competa, otro pueblo de la misma sierra. Para no interrumpir el hi*
lo de los acontecimientos, aunque no guardemos el orden cronoló-
gico, diremos que este peDon fué expugnado por tropas que acaba**
ban de llegar de la costa de Ñápeles, conducidas por don Luis de
Requesens, comendador mayor de Castilla, según órdenes que para
ello le habia dado el rey de Espalia.
Acudió á dicho jefe el corregidor de Yelez, pidiendo auxilios y sa
cooperación centra el peOon de Frigiliana. Acoedió el comendador;
mas como no quería moverse sin estar autorizado para ello por don
Juan, le expidió con toda diligencia un mensajero, quien le trajo sn
consentimiento.
Desembarcó el comendador mayor sus tropas, deseosas de pdea.
Eran dos mil soldados de infantería, procedentes todos de Italia, j
adem&s cuatrocientos hombres de la tripulación de las gjaleras. Se
componía esta gente de doce compafiias de soldados viejos, diez del
tercio de Ñapóles, una del Píamente y otra de Lombardía. Eran los
capitanes del tercio de Ñapóles el maestre de campo don Pedr* de
Padilla, don Alonso de Luzon, Pedro Bermadez de Santis, Gtay Fran-
co de Butrón, Pedro Ramirez de Arellano, Antonio Juárez, el oapi*
tan Martínez, Alonso Beltran de la PeOa, el marqué» de É«pejo, y
el capitán Orejón, Mandaba la oompafiía del Piaoonte d9Q hm Q/fir
GAFITOLO XXXY. 42S
tan. A estas tropas agregó el corregidor Arevalo de Zaazo» los mil y
quiaieotos hombres qae mandaba, cuyos capitanes eran Hernán
Daarte de Barrientes, don Pedro de Coalla, Gómez Vázquez» Luis
de Baldívia, el jurado Pedro de Villalobos, Antonio Pérez, Marcos de
la Barrera y Francisco de Villalobos: estando & cargo de Luis Paz el
mando de la caballería^
Se emprendió la expugnación del fuerte con tres columnas, que
atacaron con denuedo por diversos puntos; la una por la loma de
los pinillos, mandada por don Pedro de Padilla: la segunda por la
de Frigiliana, al cargo de don Juan de Cárdenas, y la tercera por
otra loma en medio de las dos, al de don Martin de Padilla. Lo es-
carpado del camino dio grandes ventajas á los moros, que hacian
perder el pié y precipitarse por aquellos despefiaderos, á los asal-
tadores; mas era mucho el ardimiento de estos, sobre todo los sol-
dados de Italia, deseosos de pelear con los moriscos. Se mostró al
principio la jornada favorable á estos, habiendo sido los nuestros
por todas partes repelidos. Al fin tomaron parte de ellos la resolu-
ción de atacar por lo mas escarpado de la peOa, llamada la Conca»
que por esta misma circunstancia, no inspiraba ningún cuidado &
los moriscos. Con gran trabajo, y trepando por las escabrosidades
de la roca, pudieron llegar á lo mas alto del fuerte, donde tremola-
ron una bandera, que infundió nuevo aliento á los otros que subian,
llenando al mismo tiempo de terror al enemigo. Fué desde entonces
decisiva la victoria, y los nuestros ganaron el fuerte, haciendo gran
matanza en los vencidos. Murieron de estos dos mil, y entre hom-
bres, mujeres y nifios, quedaron mas de tres mil en poder de los
cristianos. Hubo mujeres moriscas que pelearon con gran denuedo;
otras, que viendo las cosas percudas, se precipitaron con sus hijos
de lo alto de la peDa: el botin fué inmenso; mas los nuestros no com-
praron barata la victoria, habiendo tenido cuatrocientos muertos y
ochocientos heridos, número de mucha consideración, si se atiende á
lo escasa de la fuerza.
Mientras tanto el marqués de los Velez, aunque supo & su de-
bido tiempo la venida de don Juan, evitó ponerse con él en rela-
ciones, puesto que no habia recibido sobre el particular órdenes,
ni provisión alguna de la corte. Viendo que había sido la Alpujarra
desocupada por el de Mondejax, trató de ocuparla con sos tropas;
mas don Juan que lo supo, le envió órdenes de que no pasase ade-
lante del paoto donde le encontrase el mensajero, haciéndole ver
426 HISTORIA DE FBLIPB 11.
que era mucho mas necesaria su presencia en los que antes oca-
paba. Todo esto manifiesta poca inteligencia y armonía entre los
diversos jefes, y que el rey don Felipe, al enviar á su hermano á
Granada, no habia pensado ó estaba todavía irresoluto sobre las
relaciones que hablan de existir entre don Juan y el de los Veles.
No fué este feliz en su designio de construir un fuerte en Ravaha,
para asegurar comunicaciones importantes entre varias parles de la
sierra. Sea que no pudiese proteger la obra, habiendo tenido qae
alejarse de la Aipujarra; sea que no hubiese enviado bastantes
fuerzas para ella, fueron los trabajos destruidos por los moros. Se
retiró el marqués á Verja, y después de haber permanecido allí al-
gunos dias, tuvo la noticia de que iba á ser atacado en sus posicio-
nes por el mismo Aben-Huyema.
Con los muchos refuerzos que habia recibido este de Berbería,
se hallaba á la cabeza de nada menos que de diez mil hombres,
cuando concibió el proyecto ya indicado. Tuvo avisos seguros el
marqués de los Velez del movimiento del rey de los moriscos, y
anduvo dudoso sobre si le esperarla ó si trasladaría á otro punto el
campo; mas prevaleció el prímer pensamiento, tomando todas las
precauciones para que no le cogiesen desapercibido.
Pensaba sorprenderle Aben-Humeya, y le atacó de noche al
frente de sus tropas. Muy pronto conoció á su llegada á Verja, que
el marqués se hallaba sobre aviso. Atacó sin embargo con denue-
do, haciendo sus tropas mucho ruido y algazara, y como eran su-
periores en número, llevaron desde un principio lo mejor del lan-
ce. Hubo momentos en que los nuestros se vieron arrollados y en
desorden, mas el marqués de los Velez tuvo serenidad para acudir
á todas partes, dejando un cuerpo de reserva con objeto de atender
á donde fuese mas preciso. Pudo mas el valor y disciplina de los
nuestros, que el número é ímpetu de los de Aben-Humeya, quie-
nes acosados, sobre todo por la caballería, se retiraron con preci-
pitación, sufriendo la pérdida de mas de mil y quinientos hombres,
mucho bagaje, y diez banderas.
No se desanimó Aben-Hun^eya con este contratiempo, y continuó
con mas ardor que nunca la obra de los pronunciamientos. A los
pueblos de la sierra de Bentomiz, siguieron los del río de Alman-
zora. En aquel pais pusieron sitio á dos castillos; al de Tahalí, que
fué tomado desde un principio, y al de Serón, que opuso mas sería
resistencia. Ocurrió con este motivo untt circunstancia di^na do
CÁPITDLO XXXV. ÍI7
ateDcioD, y que indicamos, para hacer ver qoe do siempre en esta
guerra influían el tino y la prudencia. Noticioso don Juan del aprieto
de Serón, envió orden á Luis Carvajal, natural de Jodar, para que
con la gente que pudiese allegar, marchase á socorrerle. Se puso
Carvajal en marcha, y mientras tanto recibió don Juan comunica-
ción del marqués de los Yelez, que tenia orden del rey para socor-
rer al castillo del modo que pudiese. No atreviéndose don Juan á
obrar contra esta provisión del rey, envió orden á Carvajal, que
estaba ya cerca del castillo de Serón, para que retrocediese á su
villa: lo que realizó en efecto. Mientras tanto el socorro que mandó
posteriormente el de los Yelez en auxilio de Serón , fué puesto en
derrota por los moros, lo que apresuró la toma del castillo. Se ve
. aquí, que don Juan no tenia de hecho la dirección suprema de las
cosas de la guerra, pues el marqués se entendía directamente con
la corte; qne en este obró mas el deseo de aumentar su propia hon-
ra, que el del buen servicio del monarca, y que don Juan obró con
demasiada prudencia, ó por mejor decir, con gran falta de resolu-
ción, suspendiendo un movimiento, que cualquiera que fuesen las
resoluciones del rey, no podía menos de ser de graciosísima eficacia.
Mientras se realizaban estas expediciones, presentaba Granada
on espectáculo, que solo podia tener lugar en una guerra de género
tan desastroso. Hemos dicho ya los pareceres que habia en el Con-
sejo, de que solo haciendo internar á los moros del Albaycin y de
la Vega en las demás provincias de Andalucía, podían estar la ciu-
dad y sus alrededores libres de sus asechanzas, y perder la ilusión
los moriscos sublevados, de alzarse de una vez con todo el reino.
Fué probado este pensamiento por el rey de EspaOa, y don Juan
de Austria recibió órdenes de llevarlo á efecto. Por junio de 1569
se publicó un pregón en Granada, para que se recogiesen á las
iglesias de sus parroquias respectivas todos los moriscos que habi-
taban en el Albaycin y demás barrios de Granada. Desarmados de
antemano los moriscos, obedecieron la orden, temerosos de que
iban todos á ser sacrificados; mas el presidente, y sobre todo don
Juan de Austria, los tranquilizó en esta parte, dándoles palabra de
honor de que se respetarían sus vidas. Después que los tuvieron
recogidos en las iglesias, los condujeron por las calles con todas las
precauciones de seguridad, los encerraron en un grande hospital
que se halla extramuros de Granada, y de allí los fueron internando
seguQ las órdenes del rey, distribuyéndolos en varios pueblos, cuyo
IfiS HISTORIA DI rajM n.
Teeindarío en todo de cristianos. Concibe bien la imagínaenn lo
angastioso de la escena que debió de ofrecer un pueblo entero, ar-
rancado con violencia de sus hogares, de los regalos de sus casas,
de las comodidades de una holgada situación doméstica, para tras-
portarlos á paisas extralios, donde los aguardaban el desprecio y la
miseria. Los historiadores de esta guerra á que nos hemos referido,
pintan este suceso con colores lamentables; y no pudieron menos
de pagar un tributo á la miseria de los expelidos, á pesar de no
ser ni de su nación ni de su secta. De todos modos, manifiesta bien
este suceso el grado de encono ¿ que habia llegado aquella guerra,
y la intolerancia politica y religiosa de la época.
La uniformidad del movimiento á que dio lugar esta contienda,
y la naturaleza de nuestro escrito, no nos ha permitido hasta ahora
referirlos minuciosamente. La misma conducta observaremos en lo
sucesivo. Creemos que basta lo poco que hemos dicho, para hacer
ver que fué esta una guerra de correrías, de ataques y defensas de
puntos fuertes, en que las ventajas del valor y la disciplina estabaa
por nuestra parte, y por la de los moriscos la superioridad del nú-
mero, el mayor conocimiento del terreno, y la popularidad de la
contienda. No merecían nuestras tropas el nombre de ejercito por
su poco, número; mucho menos las de los moriscos, por su mala
organización é irregularidad de todas sus operaciones. Se resentíao
las nuestras de la falta de una cabeza principal, y de nn cevtro de
acción, de las rivalidades de los jefes, sobre todo, de la diferencia
de miras y opiniones, que á unos y otros animaban. No era el jefe
principal don Juan, k pesar de lo amplio de la comisión que le ha-
bia sido dada por el rey: tampoco lo era el marqués de los Vder, I
pesar de recibir órdenes directas de la corte, por lo mismo que no
podia darlas él á don Juan de Austria, y tomar por sí mismo me^
dídas conducentes á las operaciones de la guerra. Ya veremos en lo
sucesivo, cómo se reparó este error: sigamos ahora de un modo
rápido y conciso las operaciones.
Por una parte don Juan de Austria, al saber la toma del castilfo
de Serón por los moriscos, y que se habia alzado contra el rey todo
el pais del rio de Almanzora, envió refuerzos á los pueUos de Ve^
lez el Blanco y de Oria, donde estaban las hijas del marqués de hM
Velez, muy en peligro de ser presa de los moros. Por otra, Aben-
Humeya, ya seguro del pais del rio de Almanzora, que acababa de
alzarse en favor suyo, juntó su campo en Andarax, para caer
GAPRÜLO XXXV. 429
bre Almería; mas dM Garda de VUto Roel, que lo sapo, le salió al
eoeiieotro y frustró sus designios derrotándole en las iomediacioDes
de Gñecíja. Al mismo tiempo hacia una expedición el capitán don
Antonio de Lona en el valle de Leería, donde sufríó ona derrota,
iiabíendo muerto entre otros, un valiente capitán llamado Céspedes.
I>ejamos al marqués de los Velez victorioso en el ataque que le
habían dado los enemigos mandados por el mismo Aben^Humeya
en Verja, donde á la sazón se hallaba. Desde entonces se habia re-
tirado á Adra, donde permanecia inactivo por falta de refuerzos y
de víveres. Se trató en el consejo del rey, de que emprendiese de
nuevo sus operaciones ofensivas, y para ello se mandó reforzar su
eampo con todas las tropas recien llegadas de Italia, mandadas por
el comendador de Castilla, y todas las demás que pudieron alleg&r*
sele. Los proveedores del rey en Granada tuvieron órdenes de sur-
tirle de víveres, y poner almacenes en todos los puntos fuertes que
ocupábamos de la Alpujarra. Al marqués de los Velez se le dio ór-
deo de que se trasladase á este pais, y le allanase, como el teatro '
principal y asiento de la insurrección armada. Se movió en efecto
el marqués de Adra, y tomó el camino de las Alpujarras. Le salie-
ron los moriscos al encuentro, mas fueron derrotados, y el mar-
qués llegó sin ninguna otra novedad á Ujijar. Allí supo que Aben-
Humeya se habia retirado con el grueso de su gente á Valor, y no
dudó en ir á buscarle, seguro de vencerle con tal que le esperase.
Púsose en efecto en marcha con dirección al pueblo de Valor, y dio
sobre los moriscos, que estaban formados por bajo del pueblo. Re-
corría las filas Aben-Humeya vestido y armado con toda pompa
oriental, exhortando k los suyos á que peleasen con denuedo. Mas
á pesar del entusiasmo que excitó su presencia en el ánimo de los
sayos, no resistieron el encuentro del marqués, y fueron derrota-
dos. Aben-Humeya, no pudiendo contener á los que huían, se salvó
como pudo por aquellas asperezas, desjarretando los caballos can-
sados, haciendo ahorcar al alcaide de Serón , y otros cautivos crís-
tiaiios que llevaba.
No desmayó sin embargo este caudillo; tal era su confianza en la
naturaleza de aquellas asperezas; en la popularidad de la contien-
da, en el odio inveterado que los moriscos profesaban á los caste-
llanos, y sobre todo, en los refuerzos que esperaba y le tenían pro-
metidos de África. Para acelerar su envío, pasó á Berbería un con-
fidente de Aben-Humeya llamado Hernando el Habaquí, quien ha^
Tomo i. 55
130 HTSTOBIÁ DB WKLTPt U.
biendo tenido buen recibimiento en Argel, regresó mvy pronto eon
cuatrocientos escopeteros, mandados por nn oficial tarco, y acom-
paDados de una porción de mercaderes con armas y mnnicíooeg
para venderlas á los moriscos.
Fué este refuerzo de mucha importancia, sobre todo después de
su derrota en Valor, al rey de los andaluces, pues con este título
era llamado Aben-Humeya; mas se acercaba el fin de este caudillo,
acompañado de circunstancias, que por su singularidad no podemos
menos de referir, aunque de un modo compendioso.
Era Aben-Humeya cruel, violento en sus resoluciones, poco po-
lítico y detenido en los actos de venganza, á que frecuentemente se
entregaba. — El asesinato de su suegro Miguel de Rojas, le enajenó
los ánimos de muchos de sus parientes mismos. No eran pocos los
que andaban recelosos de igual atentado, y sobre todo, que descon-
fiaban de él, por los tratos secretos con los cristianos, de que se le
acusaba. Era por otra parte Aben-Humeya hombre muy vicioso,
desarreglado en sus costumbres; y de la facultad concedida por la
ley de Mahoma, para tener muchas mujeres, usaba con sobrada
destemplanza. Sucedió, que uno de sus oficiales llamado Diego Al-
guacil, habia recogido una mora prima suya, que acababa de en-
viudar, y con quien trataba de casarse. Prendado de su hermosura
Aben-Humeya, se la arrebató violentamente, cosa que ofendió é ir-
ritó sobremanera á Diego, y aun á la misma mora, reducida por la
fuerza á componer parte de las mujeres del monarca. Por esta mo-
ra, con quien permanecía Diego en relaciones, sabia este todos los
pasos de Aben-Humeya, y así vino á ser el instrumento de so pér-
dida. Escribió Aben-Humeya á otro de sus oficiales llamado Diego
López Aben-Abóo, que condujese á los turcos recien llegados de
Argel á una expedición, para la que le auxiliaría Diego Alguacil
con doscientos caballos que mandaba. Interceptó este la carta de
que tenia conocimiento por su prima, y contrahaciendo la letra y
la firma, hizo escribir otra en que se ordenaba á Diego López dar
la muerte á los turcos, en lo que le ayudaría Diego Alguacil con la
referída. Se quedó sorprendido y atónito Aben-Abóo á la lectara de
la orden; mas no dudó de su autenticidad, con la llegada al misino
tiempo de Diego Alguacil con sus doscientos hombres. Tal vez en
partícipe en la trama; mas de todos modos, declaró en alta voZ|
que por ningún motivo sería ejecutor de una orden tan saDgríeDla,
de que hizo sftbedores k los mismos turcos, leyéndoles la carta.
CAPITULO XXXV. 131
Enfurecidos estos, y ardiendo todos en deseos de venganza, se di-
rigieron k Lanjar, residencia entonces del rey, á donde llegaron á
media noche, cuando estaba Aben-Humeya sepultado en un pro-
fundo sueDo. Les fué pues fácil rodear la casa, penetrar por ella, y
saquearla sin que Aben-Humeya pudiese hacer ninguna resistencia,
dando tiempo á los que venian á prenderle. Según otros, no lo fué
en la cama, y sí ¿ la puerta de su misma casa, con una ballesta
armada en compaflia de otros dos ; mas de todos modos, no ha-
biendo hecho resistencia los soldados del lugar ni los que le guar-
daban la casa, quedó maniatado en poder de sus enemigos, que
tardaron poco en darle muerte, estrangulándole por medio de un
cordel que le echaron al cuello, y del que tiraron dos hombres con
violencia. Se dice que Aben-Humeya manifestó que no habia lle-
vado otro objeto en su alzamiento, que vengarse de sus enemigos
que le hablan atropellado y paéstole lo mismo que á su padre en
uoa cárcel pública; que moria satisfecho y vengado y con gusto de
que le sucediese Aben-Abóo, pues iba á tener su misma suerte; y
que á pesar de todas las apariencias, habia vivido siempre y ter-
minaba sus dias en la fe cristiana.
Tal fué el fin trágico del que se titulaba rey de los andaluces;
del descendiente de los antiguos reyes de Córdoba, cuyo nombre
famoso es mas debido á las circunstancias que concurrieron á su
elevación, que á su propio mérito. No se necesitaba poco valor
atreverse á ser denominado rey en presencia del poderoso de la Es-
paSa. Mas no hay duda de que los moriscos, en la obcecación de
so odio contra los cristianos, conteban con recursos de África, y
aan de Turquía, bastante poderosos para resteurar bajo su pié an-
tiguo el reino moro de Granada. Es probable que participase de
este error Aben-Humeya; también lo es que se hubiese decidido á
representar tan gran papel, instigado tan solo por sus resentimien-
tos personales. De que era valiente y arrojado, dio bastantes prue-
bas, pero muy pocas de habilidad y de prudencia. No se mostró á
la altura de su nueva situación, é hizo ver que consideraba su alta
dignidad como un medio de dar fácil pábulo á sus apetitos y pasio-
nes. No fué sentida [su muerte por los suyos, y á los cristianos
aprovechó de poco, pues tuvo por sucesor un hombre que no leerá
inferior, ni en audacia ni en arrojo. Fué este Aben-Abóo, que tomó
el nombre de Muley-Abdalla y el título de rey de los andaluces,
aanqne en cUise de interino, mientras le venia la confirmación del
i
432 HISTORIA DI FBUFB II.
Dey de Argel, que no se hizo aguardar mucho. Se celebraron ea
la elevación de Aben*Ábóo las mismas ceremonias qoe en las de
Aben-Humeya.
El nuevo rey, después de haber puesto en orden las cosas de la Al-
pujarra, reunió sus tropas y las condujo á las forres de Orgiba, que
atacó con grande ímpetu, subiendo por dos veces al asalto. TeniaD
ya en el último plantadas dos banderas sus soldados sobre el moro;
mas se rehicieron los cristíaoos, y los repelieron, no sin gran ma-
tanza por entrambas partes. Quedó el castillo por los nuestros, pe-
ro cercado por los moros, que le tenian en muy grande aprieto.
Sabedor del suceso don Juan de Austria, envió al duque de Sesa á
socorrer al fuerte. Levantó el sitio Aben-Abóo, y le salió al en-
cuentro, habiendo avisado de antemano á varias tropas suyas para
que viniesen en su auxilio, atajando los pasos del duque, ínter-
ceptAndole los víveres. No fué favorable el encuentro á nuestras
armas, á pesar de que pelearon los castellanos con denuedo; pero
viéndose inferior en fuerzas, y muy poco favorecido del terreno,
tuvo que replegarse el duque de Sesa, volviéndose al sitio del fuer-
te de Orgiba, el rey de los moriscos. Viendo el gobernador que
habían pasado ya los días en que se le tenia ofrecido un socorro de
los suyos, abandonó el fuerte, dirigiéndose con su guarnición á
Motril, evitando así quedar en manos de los enemigos.
En este tiempo se alzó la villa de Galera, y habiendo salido los
vecinos de Gñescar á libertar á los cristianos de aquella población,
refugiados en la iglesia, fueron derrotados por los moros, de coya
resulta trataron á su vuelta á Quesear, de matar á todos los moris-
cos de aquel vecindario. Así lo llevaron á efecto, llegando á poner
fuego en las casas donde estaban .encerrados ; rasgo de barbarie
que hace ver el grado de encarnizamiento á que había llegado aque-
lla guerra.
Cada vez se presentaba mas difícil la reducción de los morisoap
de Granada. Carecían los castellanos de víveres, por la dificultad de
conducirlos en medio de aquellas asperezas, y sus fuerzas eran
muy escasas para ocupar el pais y acudir á un tiempo á todas par-
tes. En rigor, no tenian mas terreno queí^ que pisaban, y.alga^
nos puntos fuertes que se podían s^uarnecer de un médóiíefttable.
El marqués de los Yelez, después 49 algunas correrías;; se había
establecido en el fuerte de Calahorra, y su detención en aquel
punto era objeto de grandes murmuraciones en Granda. Fecmam-
capítulo XXXV. 43S
eia el marqués de Mondejar en sos aotígoos sentimientos acerca del
modo de terminar aquella lucba. Sabedor el rey de la divergencia
de opiniones, llamó al marqués á la corte por medio de una carta
que copiamos á continuación ; pues da alguna idea del carácter del
rey, dispuesto siempre, en medio de su severidad, á guardar con--
sideraciones, aun hacia los que habían incurrido en su desgracia.
Decia asi :
«Marqués de Mondejar, primo nuestro, capitán general del rri-
ii>no de Granada. Porque queremos tener relación del estado en que
i>al presente están las cosas de ese reino, y lo que converná pro-
)i>veer para el remedio de ellas, os encargamos, que en recibiendo
»esta, os pongáis en camino y vengáis luego á nuestra corte, para
^informarnos de lo que está dicho, como persona que tiene tanta
«noticia de ellas : que en ello y en que lo hagáis con toda la bre-
x>vedad, nos tememos por muy servidos. Dada en Madrid á 3 de
«setiembre de 1569.»
Fué el marqués de Mondejar bien recibido en la corto, y tratado
con gran consideración, aunque aparente; pues no se dudaba de
que habia incurrido en el desagrado del monarca. No yolvió mas
á Granada, mas el rey, que conocía su mérito, le nombró '^de virey
en Valencia, y á poco tiempo después con el mismo cargo á Ñá-
peles.
Don Juan de Austria, en la fldr entonces de su juventud, deseoso
de fama, y penetrado por otra parte de lo desgraciadamento que
iban los asuntos de la guerra, representó al rey lo mal que estaba
á su huen nombre permanecer ocioso en Granada, mientras duraba
una contienda tan refiida, sin trazas de acabarse, y cuya llama pe-
dia muy bien pasar á los reinos confinantes de Murcia y de Valen-
cia. En razón de la necesidad de darle 'fin cuanto mas antes, su-
plicaba á S. M. que le permitiese salir á campaDa, donde emplea-
rla todos sus esfuerzos para servir bien á su rey, y no desmentir la
sangre ilustre de que descendía. Debieron de hacer fuerza estas ra-
zones en el ánimo del rey cuando accedió á las súplicas de don
Juan, mandando que se hiciesen dos campos, uno á cargo de don
Juan, sobre el rio de Almanzora y la provincia de Almería, donde
mandaba el marqués de los Velez, y otro sobre Granada y la Al-
pujarra, que debia de estar á las órdenes del duque de Sesa. Que-
daba pues por esta providencia, bajo el mando de don Juan de
Austria, el marqués de los Velez, que hasta entonces habia redbi-
184 HISTOBIA DE FKLIPK II.
do Órdenes dírectameDte de la corte y obraba casi independiente del
primero : prueba de lo poco satisfecho qae á la sazón estaba el rey
de sü comportamiento.
Se hicieron con este motivo nuevos aprestos de hombres, de ca-*
bailes, de víveres, de municiones y demás material de guerra.
Agradó mucho en el ejército la noticia de la salida de don Juan,
quien la verificó al momento gue acabó de tomar las disposiciones,
que eran consiguientes á su ausencia. A su campo acudieron mu*
cha gente voluntaria, que hasta entonces no habian tomado parte
en la contienda, y los que pronosticaban su mal éxito, por el des-
concierto de sus operaciones, concibieron sobre ella las mejores es^
peranzas.
Antes de moverse don Juan en dirección de Guadix y Baza, co-
mo se le tenia mandado, resolvió proceder á la expugnación del
punto fuerte de Gñejar, á pocas leguas de Granada, para quitarse
un estorbo que le podría embarazar en sus operaciones ulteriores.
Dividió su fuerza, que ascendia acerca de diez mil hombres, en dos
trozos, encargándose él del mando del uno, quedando el otro bajo
la dirección del duque de Sesa. Cada una de las dos divisiones se
encaminó bacía Güejar por distintos rumbos, moviéndose la del du-
que por el camino mas corto, y dando un rodeo la de don luaa,
para cortar la retirada á los moriscos. Quedó el punto fuerte en po-
der de los cristianos, después de una corta resistencia, y don Joan
regresó inmediatamente á Granada, para concluir sus preparativos
de campafia.
Salió don Juan de Granada á últimos de diciembre de 1569, de-
jando encomendado el mando de la ciudad y su distrito al duque
de Sesa con la mitad de la fuerza, para moverse en la dirección que
pareciese conveniente, según lo que deparase á don Juan la suerte
de las armas. Estaba Granada tranquila y sin temores de insurrec-
ción, habiendo sido expelidos de sus muros los moriscos, como ya
llevamos dicho. No daba la vega indicios de moverse, intimidada
sin duda con la suerte que habia cabido á los del Albaycín, hallán-
dose por otra parte aislada de los puntos de los pronunciamientos.
Quedaba pues la insurrección circunscripta á la sierra de las AI-
pujarras, los rios de Almanzora y Almería; mas se hallaba á tal
punto de encendimiento y exacerbación, que se necesitaba de la
mayor energía y un tino consumado para darle término.
Se dirigió á Guadix ; de allí pasó á Baza, con objeto de empreo*
CAPITULO XXXY. i35
der cuanto mas antes el sitio del punto fuerte de Galera, ya co-
menzado por el marqués de los Yelez, mas llevado adelante con po-
ca energía, sea por falta de gente, sea porque noticioso de la veni-
da de don Juan, repugnase ser instrumento de su fama. Temia este
que el primero levantase el cerco con su aproximación, y así suce-
dió en efecto, con gran peligro de nuestra gente, quedando libres
de hacer sus correrías los moros de Galera. ¡A tal punto habia las-
timado al marqués de los Velez la idea de servir á las órdenes de
don Juan de Austria! En vano trató este de tranquilizarle, hala-
gando su amor propio con las protestas mas afectuosas de deferir
en un todo y por todo á sus consejos. El marqués tenia tomado su
partido de retirarse á su casa, y en su entrevista con don Juan, á
quien salió á recibir en Güescar con (odas sus tropas y pompa cor-
respondiente á tan alto personaje, le dijo estas palabras : «Yo soy
x>el que mas ha deseado conocer de mí rey un tal hermano, y ¿quién
»mas ganará de ser soldado de tan alto príncipe? Mas si respondo
vá lo que siempre profesé ; irme quiero & mi casa, pues no convie-
»ne á mi edad anciana haber de ser cabo de escuadra» (1). El
marqués sin apearse, después de dejar en su casa á don Juan de
Austria, se partió á Yelez Blanco, seguido de los caballeros de su
casa, sin haber tomado mas parte en esta guerra. Citamos este ras-
go para hacer ver, que los grandes de aquel tiempo gozaban toda-
vía cierta independencia desconocida en nuestros dias. Un general
de ejército, que en tiempo de guerra, y hallándose en campaQa,
abandonase hoy sus banderas y se marchase á su casa con tan po-
ca ceremonia, seria severamente castigado. No se sabe que Feli-
pe lí hubiese tomado providencia alguna con el marqués de los
Yelez, por una acción que tenia todos los caracteres de un des-
aire.
Volviendo á don Juan de Austria, se puso inmediatamente en di->*
reccion del fuerte de Galera, cuyo nombre se ^iba haciendo célebre
en EspaOa. Era el rey sabedor de esta expedición; motivo mas para
que don Juan tratase de acreditar lo acertado de su nombramiento.
No se presentaba fácil la toma de Galera, fortificado por la nafu^
raleza y por el arte, defendido por gente numerosa, aguerrida y
llena de entusiasmo. Fueron repelidos los primeros ataques de los
oaestros* Se dio un primer asalto en que tuvieron que retirarse con
(1) Bkirtado de Mendoia. t. Pf*
186 HISTORIA DE FEUPB II.
bastante pérdida. Faeron mas desgraciados ano ea el segando,
á pesar de que se empleó una mioa, que reventó á tiempo, eos
grande estrago de los enemigos. Mas hubo tanto desorden por par-
te de los espafioies, al entrarse por la brecha, y tal el encarniza-
miento con que peleaban los moriscos, que repelieron el asalto, con
notable pérdida nuestra, habiendo tenido mas de cuatrocientos
muertos, y quinientos heridos, y entre unos y otros, personas de
gran cuenta.
No se desanimó don Juan con este desaire de sus armas. Eocen-
dido en grande enojo, mandó disponer todo lo necesario para un
nuevo asalto, construyéndose para ello dos nuevas minas, que se
internaron mas en la población que las pasadas. Arengó el general
á los soldados, poniéndoles por delante la mengua en que los ha-
blan dejado los dos asaltos repelidos, y la necesidad de volver por
su honor en el tercero. Se verificó este con denuedo, y por esta
vez quedaron desagraviadas y vengadas las armas castellanas. Fué
grande el arrojo y la obstinación con que se defendieron los moris-
cos ; mas no pudieron resistir á la furia de los nuestros. Tomóse
por asalto el pueblo : no se dio cuartel á los vencidos. Todos fueron
pasados á cuchillo ; ni la edad ni el sexo sirvieron de escudo con-
tra la furia de los vencedores. El mismo don Juan hizo matar á su
presencia varios cautivos por mano de los alabarderos de su guar*
dia. Era su proyecto destruir á Galera, y sembrar de sal su terri-
torio ; tal fué la frase que le arrancó la anterior desgracia de sos
armas. La amenaza tuvo su cumplido efecto.
En seguida se trasladó don Juan k Baza, desde donde envió un
destacamento á reconocer el pueblo de Serón ; mas sin resultado,
pues los nuestros, temiendo verse envueltos por los moriscos, que
les aguardaban en terreno ventajoso, se volvieron. Pasados dos dias,
se puso en movimiento con el mismo objeto, otro de mas de dos
mil hombres, mandados en persona por don Juan, quien empren-
dió su marcha desde Gamles, á las nueve de la noche, dividiendo
SQ fuerza en dos columnas, para que diesen al mismo tiempo vista
al pueblo. Caminó la gente toda la noche, y á la maSana llegaron á
Serón por distintos caminos, sin que los moriscos les saliesen al
encuentro. Sintiéndose, sin duda, inferiores en fuerzas, y viendo
que nadie iba en su socorro, abandonaron el pueblo, donde entra-
ron los castellanos sin ninguna resistencia. Pero cuando se hallaban
mas desapercibidos; entregándose á los desórdenes de la viotoría,
CAPITULO XXXV. 487
saqueando casas y cautivando moras, cayeron inopinadamente so-*
bre el pueblo de Serón mas de seis mil moriscos, qae venian de
Parcbena y de Tijola, en socorro de la villa. Reunidos estos con los
que se retiraban, acometieron á los nuestros, que por muy pronto
que quisieron rebacerse, fueron victimas de su descuido. El co-
mendador de Castilla y Luis Quijada, que se bailaban dentro de
Serón, se condujeron en aquel apuro con serenidad, y como cum-
plía á diestros capitanes ; ma# no pudieron atajar la confusión ine-
vitable en aquel caso. Huyeron muchos de los nuestros despavorí*
dos, llegando basta el punto de arrojar las armas. Fueron pues
echados los nuestros del puet^lo de Serón, y la derrota hubiese sido
mas fatal, si las tropas que se hablan quedado fuera del pueblo, no
hubiesen protegido á los que huian. Se retiró don Juan muy mor-
tificado á Caniles, y entre las pérdidas de aquella jornada desgra-
ciada, tuvo el sentimiento decentar la del ayo y maestro Luis Qui-
jada, que herido mortalmente dentro de Serón, falleció de allí á
pocos dias en Caniles.
Después de haber permanecido algunos dias don Juan en este
idojamiento, á fin de rehacerse, se movió de nuevo sobre Serón,
del cual por esta vez se apoderó, sin que los moriscos se atreviesen
á aguardarle. Dealli cayó sobre Tijola, que expugnó felizmente,
tomando prisioneros á los que la defendían. En seguida pasóáPur-
chena, á Ujijar, á Santa Fé de Rioja, sin que los moriscos en su
marcha le pusiesen seria resistencia. Huy poco después, se trasladó
¿ Andarax, donde se le reunió el duque de Sesa, cuyos movimien-
tos seguiremos ahora con la misma rapidez que los del de
Austria.
Dejamos al duque de Sesa mandando en Granada á la salida de
don Juan, y á la cabeza de la mitad, sobre poco mas ó menos, de
la fuerza, para moverse con ella adonde las circunstancias lo indi-
casen necesario. Se puso efectivamente en marcha con dirección á
la Alpujarra, después de tomadas en Granada las disposiciones ne-
cesarias. Salió el 21 de febrero de 1570; se detuvo algunos días
en Padnl, aguardando que llegasen al campo víveres y toda la gen*
te que debiaacompafiarle; y para no estar absolutamente ocioseen
aquel punto, mandó hacer correrías por las inmediaciones, á fin de
aumentar sus víveres y tomar lenguas de la tierra. Allí supo que
se hallaba no muy lejos de él Aben-Abóo, cuyo designio no era im-
pedirle la entrada en la Alpujarra, sino molestarle por la retaguar«
Tomo i. U
138 HISTORIA DB FELinC lí.
dia é interceptarle sqs convoyes, á fio de que se viese en la pred-
sion de abandonarla. Después de baber permanecido el duque en
este alojamiento treinta días, esperando siempre bastimento, se mo-
vió hacia Albacete ^e Orgiva, donde trató de construir un fuerte á
fin de asegurar sus comunicaciones. Allí le aguardaba Aben-Abóo,
pero mas con intención de incomodarle y escaramucearle que de
presentarle una batalla, pues no tuvo efecto ningún choque de im-
portancia. Antes de partir de Orgiva el duque, desbarataron los
moros un destacamento fuerte que conducia un gran convoy de vi*
veres al campo, quedándose con la parte de las bestias; y cómese
supo por uno de los prisioneros que Aben-Abóo esperaba al duque
en tren de pelea con mas de ocho mil hombres á la entrada de la
sierra de Porqueira, tomó aquel diferente dirección de la que pen-
saba en uñ principio, moviéndose hacia el Algibe de Campuzano,
donde se alojó la noche del 6 de abril de 1570, no sin ser moles-
tado por los moriscos, que trataron de estorbarle el paso, y estu-
vieron tiroteando nuestro campamento la mayor parte de la noche.
Se movia, como se ve, el de Sesa lentamente. En rigor no habla
hecho mas de tres jornadas después de su salida de Granada, veri-
ficada á mediados de febrero. Llevaba en su campo mas de diez mit
hombres entre infantería y caballería, con doce piezas de campafia.
Su plan era al parecer el mismo que el de Aben-Abóo, á saber: el
de no empeñar ninguna batalla decisiva, sino interceptarle víveres
y molestarle de otro modo; pero hasta allí todas las ventajas habian
estado por los enemigos, mas conocedores del pais; y sobre todo
mas acostumbrados k sus asperezas. Desde el Algibe de Campuzá-
no se dirigió á Jubiles; de aquí pasó á Car tares, y al dia siguiente
se puso en el pueblo de Portugos, siempre á la vista de los moris-
cos que le embarazaban y escaramuceaban, mas sin atreverse &
cosas serías.
No estaba, como se ve, ocioso Abeú-Abóo durante e&tos tnovl^
mientes del de Sesa. Hombre activo, empefiado tan seriamente en
la contienda, trataba de sacar partido de su posición, dividiendo su
gente y colocándola en los parajes que le parecían mas oportunos,
sin atreverse á dar una batalla decisiva por ser inferior en fuerzas;
pero molestando siempre al duque en todos los parajes qae el ter-
reno se le mostraba favorable. También este por su parte trataba
de hacer & los moriscos todo el daDo que podía , talando sos cam-
pos, destruyendo las mieses, privándoles de sus provisiones para
CAPITULO XIXY. 439
caando padtera el pais proporcion&rselas. Mas mientras tan solicito
se mostraba eo correr las sierras para privar de recursos & los ene-
migos, se yeia él machas veces falto de víveres en sa propio cam*
po, siendo el atender ¿ esta necesidad uno de los motivos de la len*
titud con que se movió desde su salida de Granada. De Portugos
traslado su campo á Ujijar, adonde llegó pasando por Jubiles, sien*
do siempre molestado en su marcha, como le sucedía en todas oca<
sienes. Viéndose aquí sin víveres, envió á buscarlos á la Calahorra
una fuerte escolta de mas de mil hombres, mandados por el mar-
qués de Favara; mas los moriscos, aprovechándose de las asperezas
del terreno, les salieron al encuentro y los derrotaron á tal punto,
que murieron aquel dia mas de ochocientos de los nuestros, ha--
hiendo además rescatado los moriscos seiscientas mujeres de su na-
ción que los nuestros llevaban prisioneras. Sabedor de este fatal
contratiempo, se movió el duque de Sesa hacia Adra, adonde llegó
su gente con gran necesidad y medio muerta de hambre. De aquí
pasó por mar al fuerte de Castilferro, que se rindió sin hacer gran-
de resistencia; de aquí pasó otra vez á Adra, donde halló un aviso
de don Juan comunicándole que deseaba conferenoiar con él sobre
asuntos de la guerra. Tuvo lugar la entrevista entre Andarax y Verja,
volviéndose después cada uno á su punto respectivo, es decir, al
primero don Juan y al segundo el duque: mas este tardó muy poco
en reunirse con el primero en los Padules, sin separarse de él hasta
el fin de la contienda.
Como se ve, no le cupo tanta gloria al duque de Sesa en su ex-
pedición como en la suya á don Juan de Austria, que tomó á los
moriscos varios puntos de importancia, habiéndosele resistido obs-
tinadamente algunos, entre ellos los de Serón y Galera. Para ser su
primera campafia, no dejó de conducirse con tino, y sobre todo con
arrojo y energía. Se conoce que estaba penetrado de lo delicado de
sa posición y de la necesidad de manifestará todos, y especialmente
al rey de EspaDa, que no habia colocado mal su confianza y sus fa-
vores. Que Felipe quedó contento de los servicios de don Juan, apa-
rece claro de la circunstancia de tenerle destinado para un mando
de mucha importancia y de mayor gloria, de que daremos cuenta
& su debido tiempo. La necesidad de sacar á don Juan pronto de
Granada con este motivo, era uno de los que asistían al rey de Es-
paDa para desear la conclusión de la contienda.
No podía menos de fatigar y atormentar á Felipe II una lucha eq-^
440 fllSTORU DS nCLlPB II.
caniizada y desastrosa, causa de tantos desórdenes, excesos y ái-
sioo de sangre. Estaban por otra parle penetrados los moriscos de
lo duro de su situación, de lo infaliblemente que corrían & su ruina
obstinándose en la resistencia. Separados por los mares de sos cor-
religionarios de África, sin ningunas simpatías en toda la penÍDSo-
la, internados ya en los diferentes pueblos de Andalucía los del M-
baycin, cuya medida acababa de ser extensiva á los habitantes de
la Yega^ no quedaba á los moriscos de las Alpujarras mas alterna-
tiva que emigrar al África, perecer, ó darse á partido con sus anti-
guos dueños. Estaba, pues, el deseo de pacificación y reducción
grabado en todos los ánimos de una y otra parte; y si bien lo re-
sistían algunos, ó porque hallasen ventajas en la guerra, ó porque
el recuerdo de sus actos anteriores les hiciese ver imposible la in-
dulgencia, habían llegado las cosas á un estado que hacia muy ft-
ciles las negociaciones. Ya antes de la salida de Granada de don
Juan, se daban pasos para obtener y allanar la reducción de los
alzados, siguiéndose trabajando en el mismo sentido durante las dos
expediciones. Se entablaron tratos, ó por mejor decir se renovaron
los que hablan sido comenzados entre personas influyentes de los
castellanos y otras de la misma categoría entre los moriscos, con
quienes tenían antiguos vínculos de amistad ó relaciones de intere-
ses. El mismo presidente Deza escribió con carácter anónimo una
especie de carta persuasoría, en que hacia ver á los moriscos lo ex-
traviados que andaban, y la ruina infalible á que corrían persis-
tiendo en su desobediencia al rey de España, demostrándoles con
pruebas evidentes que se habían equivocado mucho en la interpre-
tación de los pronósticos con que los habían embaucado sos caudi-
llos. Al efecto que estos pasos producían, daban nueva fuerza las
ventajas que iba alcanzando don Juan de Austria. Tener que dejar
el territorio de España, no podía menos de ser duro para la gene-
ralidad de los moriscos; y el deseo de recuperar muchas de sus mu*
jeres é hijas que habían quedado en poder de los cristianos, era un
nuevo estimulo para hacerios entraren vías de avenencia. Daba por
su parte don Juan de Austria pasos con el mismo objeto por medio
de sus prisioneros. En Ujijar publicó un bando concediendo el per-
don á los que se redujesen dentro de un plazo prefijado, ensanchan-
do los limites de la indulgencia, á proporción de las armas ó cauti-
vos con que se presentasen. Se dejaba la vida á los que lo hiciesen
con solas sus personas; la vida sin esclavitud & los que trajesen sn
CAPÍTULO XXXV. 441
escopeta ú otra clase de armas. A los que vínieseD cod torcos cau-
tivos ó los degollaseo, se hacían gracias particulares proporciona-
das á la importancia del servicio, y se anunciaba al mismo tiempo*
que se usaría de todo el rigor de la guerra, sin indulgencia ni mi-
sericordia, con los que no se diesen á partido. No eran nada suaves
los términos del bando; pero todavía mas dura la condición á que
estaban reducidos los moríscoís.
Era el principal negociador por parte de estos un tal Hernando
el Habaquí, hombre sagaz, astuto, de gran cuenta entre ellos, con-
fidente y una especie de ministro de Aben-Abóo, de quien había
desempeñado comisiones y embajadas en varios puntos de África.
Prestaba el Habaquí oídos á las diversas proposiciones que se hicie-
ron por parte de los castellanos, y sin doblez accedió á la medida de
ia sumisión , por ser el solo puerto de salvación que les quedaba.
Prometió, pues, á los castellanos hacer todos sus esfuerzos para que
se cumpliesen los deseos de unos y otros, y fué en efecto fiel á su
palabra. No era fácil empresa hacer entrar en la medida á Aben-
Abóo, hombre duro y feroz, pródigo de sangre, y nada mirado en
todo género de atrocidades, á quien el recuerdo de sus actos ante-
riores hacía sumamente suspicaz, y el título de rey de que estaba
revestido, orgulloso en demasía. Mas tuvo que ceder á la ley dura
de la necesidad, con tantas derrotas en su campo, y fallidas sus es-
peranzas de recibir de África los socorros poderosos que necesitaba.
A las cartas que se le escribieron por los castellanos, respondió en
términos de desear la reducción y fin de aquella guerra. En fin, se
llevaron las cosas á tal punto, que no faltaba mas que la reunión de
los comisarios de una y otra parte, para arreglar las condiciones
del convenio.
Se verificó esta en el Fondón de Andarax, el 13 de febrero de
1510. Acudieron por parte de los moriscos entre otros el Habaquí,
que llevaba la voz principal en el negocio, y un hermano de Aben-
Abóo que llamaban el Galipe. Envió asimismo los suyos don Juan
de Austria. Se quejaron los moriscos en las primeras conferencias
de los atropellos que los habían obligado & ponerse en armas con-
tra el rey: pidieron entre otras cosas que no se les obligase & dejar
sus hogares, y que se permitiese la vuelta libre al África de los
turcos que habían venido en su socorro. Se atuvieron los castella-
nos á los términos del bando promulgado por don Juan, y dijeron
k los moriscos que pusiesen sus peticiones por escrito. Gomo estos
iit HISTOBIA DB FBUPB U.
alegaron que no sabían los términos de hacerlo, el mismo don Joan
les envió so secretario para extender la súplica, lo que se efectuó al
momento. Muy pronto se allanaron las dificultades. Urgia mucho
al general espafiol concluir este negocio antes que llegase el tiempo
de las mieses: los moriscos, que se veian perdidos, no podian arre-
drarse por duras condiciones. Sobre todo el Habaquí sabia muy bien
que cuanto mas solícito y celoso se mostrase por la obra de la re-
ducción, tantas mas ventajas personales le resultarían. Así se llevó
el negocio adelante con la mayor rapidez posible, y ya no faltaba
mas que la ceremonia del acto de rendir las armas, que se celebró
en los Padules, delante de don Juan, con toda la solemnidad q&e
pudo dársele.
Se presentó delante del alojamiento del general en jefe el Habaquí
seguido de varios personajes moriscos, y de trescientos escopeteros
que hicieron una salva en el acto de pararse á la entrada de la tien-
da. Entró el Habaquí con los demás del acompaOamiento, llevando
en la mano la espada y la bandera de Aben-Abóo, que presentó i
don Juan, poniéndosele de rodillas con los otros, pidiendo perdoo
en nombre de los suyos, prometiendo fidelidad y sumisión al rey,
á cuya merced y bondades se entregaban. Al mismo tiempo se des-
pojó de la propia espada el Habaquí, haciendo ademanes de entre-
garla. Estuvo en pié don Juan de Austria durante esta ceremonia,
y con palabras corteses mezcladas de seria dignidad, acogió en nom*
bre del rey la sumisión de los moriscos, devolvió su alfanje al Ha-
baquí, á quien hizo levantar con grande urbanidad, prometiéndole
mercedes y recompensas en nombre del monarca. El morisco y los
suyos se despidieron de don Juan con la misma ceremonia é igual
salva por parte de los escopeteros, que entregaron sus armas en
el acto.
La obra de la reducción parecía definitivamente concluida, y así
lo estaba en cierto modo. Mas el Habaquí no era el representante
de todos los moriscos, ni se podía suponer que un pueblo díscolo
que se hallaba en un estado de anarquía se sometiese en masa,
porque fuese tal la opinión de la generalidad, y de los jefes princi-
pales. Hubo, pues, muchos disidentes entre los moriscos: otros
que cambiaron de opinión después de consumado el rendimiento.
Fué uno de estos últimos el mismo Aben- Abóo; tan pesaroso es*
taba de entregarse á la merced de sus antiguos dneDos, sobre todo
de renunciar al título de rey que tanto había halagado su amor
CAPITULO xxxy. 4i3
propio. Se UDia á estos seotimientos el de la envidia y celos que ha-
bla concebido contra el Habaqoí, quien perla parte activa que ha-
bía tomado en la obra de la redacción, seria probablemente el que
llevase la mayor parte en las ganancias. En esta disposición de
ánimos le cogieron cartas de Argel, en que el Dey le anunciaba un
próximo envío de gente, de armas, y dem&s pertrechos necesarios.
No fué preciso mas para que Aben-Abóo rompiese de nuevo toda
negociación con los cristianos, y alzase otra vez el estandarte de la
guerra; paso que hubiese sido muy de lamentar si los moriscos no
estuviesen tan cansados de la insurrección, y el crédito de este cau-
dillo no hubiese venido tan á menos.
Sabedor de lo que pasaba el Habaquí, se presentó en el campo
de Aben-Abóo, con ánimo de inspirarle mejores sentimientos. Mas
cenfiado en demasía por carácter ó por la especie de favor que go-
zaba con don Juan de Austria, no sabia que iba á habérselas con
un hombre rencoroso, que le consideraba como rival, como mal
amigo, tal vez como traidor á su bandera. Aben-Abóo hizo asesi-
nar al Haba((uf, y dio parte de su muerte al Dey de Argel, como
un castigo de su tfpostasía.
Mas ni la muerte del Habaquí, ni la conducta obstinada de Aben«
Abóo, detuvieron ó paralizaron la obra de la reducción, que era
un acto consumado. Por todas partes los moriscoi; entregaban las
armas y se sometían á la voluntad del rey, por cuya disposición
eran internados inmediatamente por todo el país de Andalucía. ¡A
tan duras condiciones tuvieron que doblarse! En vano se encendie-
ron algunas llamaradas de insurrección en la Serranía de Ronda,
que fueron pronto apagadas por el duque de Arcos, á quien se en-
comendó esta empresa. Se dio por tan concluida ya la contienda,
que se despidió la gente de guerra y se tomaron todas las medidas
análogas al gobierno de un pais pacífico, donde eran necesarias
ciertas precauciones. Don Juan de Austria regresó á la corte, donde
fué recibido del rey con las muestras de aprecio que merecían sus
servicios.
Andaba errante mientras tanto Aben-Abóo, convertido de rey
en fugitivo, abandonado de los suyos, seguido de unos pocos, en
quienes tenia puesta su confianza; mas no hay fidelidad á prueba,
Caando median alicientes de violarla, tratándose sobre todo de hom«
bres tales, como podían acompafiar al monarca destronado, tino de
ellos, en quien mas depositaba su confianza, Monfi, llamado el Se^
1
ill mSTOBIi DB FBLIPB n.
díx, entró en inteligencias con comisionados de las autoridades de
Granada, ofreciendo entregar á Aben-Abóo, con tal que le perdo-
nasen á él con sas amigos, y les restitayesen sus mujeres é hijas
que se hallaban prisioneras. No fué difícil dar oídos á propuesta se<
mojante; se ajustaron las condiciones del convenio, en coya virtud
se apoderaron el Senix y los suyos de la persona de Aben-Abóo, y
le asesinaron, no sin haber mediado una fuerte resistencia. Inme-
diatamente condujeron á Granada su cadáver, colocado en una mu-
ía, entablillado debajo de los vestidos, para darle la actitud de qd
hombre montado, á fin de que fuese mejor visto de la muchedum-
bre. Después de verificada la entrada con toda la ceremonia y pu*
m
blicidad imaginable, le cortaron la cabeza, que fué puesta eo una
jaula, sobre una de las puertas de la ciudad, con la inscripcioD si-
guiente: «Esta es la cabeza del traidor Aben-Abóo: nadie la quite
80 penado muerte.»
Así concluyó la insurrección y levantamiento de los moriscos de
Granada, uno de los episodios mas lamentables del reinado que
escribimos. No fué de larga dura la contienda, pero acompasada de
todos los excesos, crímenes y horrores, con que se distinguen estas
luchas de pueblo á pueblo, cuando están en juego agravios recibi-
dos, deseos vivos de venganza, rivalidades de creencias. Fueron los
encuentros parciales, infinitos; pocas las batallas que merezcan este
nombre; brillante el arrojo personal de los dos bandos; escasos los
laureles que alcanzaron unos y otros. Que la insurrección fué eo
gran parte provocada por las máximas de intolerancia que tanto
distinguieron el gobierno de Felipe II, es un hecho positivo; que
esta intolerancia, sobre todo en materias religiosas, hallaba un eco
en los ánimos de sus subditos, tampoco puede estar sujeto á duda.
Por una parte se obligaba á los moriscos á abrazar el cristianismo;
por otra, causaba escándalo y horror, el que no se mostrasen adic-
tos á un culto que se les imponía con violencia. Después de ser veja-
dos en su fe, se los atacaba en sus trajes, en sus usos, y hasta en el
ejercicio de su lengua. Guando un pueblo se halla en esta condición,
precisamente tasca su freno con grandísima impaciencia, y si una
vez llega á alzarse, no puede menos de ser espantoso el ruido coo
que rompe sus cadenas. Se confirmó esta verdad, en los horrores y
atrocidades que acompaOaron el pronunciamiento simultáneo de to-
das las taasde las Alpujarras; siendo de notar, que fueron los pria*
cipales objetos de su encarnizamiento, los eclesiásticos, que los
cípitulo xxxy. 145
obligaban á presentarse en la iglesia, y los sacristanes qoe llevaban
cuenta de los qoe faltaban, á fin de imponerles un castigo. Sa lan-
zaron los moriscos á la lucha, ciegos de venganza; los castellanos
qoe iban contra ellos, no podían menos de imitar sa ejemplo. A es-
tas consideraciones hay que aDadir, que en nuestro campo faltaban
mochas veces vívereus, y que las pagas andaban muy escasas. Asi
snplia esta falta el botin, y el cautiverio de las mujeres é hijas de
los enemigos, no era pequefio aliciente en esta guerra, que no po-
día menos de ser muy sanguinaria, por uba y otra parte. Fué un
mal que nuestras armas estuviesen mandadas al principio por dos
jefes independientes uno de otro, que no solo rivalizaban en reputa-
ción y fama, sino que veían las cosas de un modo muy opuesto.
Algo se reparó este inal con la ida de don Juan de Austria, y reti-
rada del marqués de Mondejar; mas aunque se habia dado al pri-
mero la suprema dirección de los negocios, todavía el marqués de
los Velez estaba en comunicación directa con la corte, de la que
recibía ínstruciones. Fué una felicidad la retirada de este personaje
de la escena, y que se encomendase, en fin, el mando délas armas
&un príncipe joven , alentado, que deseaba adquirir fama, y que
caminaba á su objeto por la vía mas corta. A él se le debe la con-
clusión de esta guerra tan calamitosa. Quedó sujeta la tierra; pero
destruida y despoblada (1), y aunque acudieron nuevos colonos á
habitarla, todavía al cabo de cerca de tres siglos, se echan de me-
nos sus antiguos moradores. De todos modos, no fué este el final
desenlace de un drama tan triste y lúgubre. Nuevas miserias aguar-
daban á un pueblo, cuyo mayor crimen era el haber sido vencido,
y criado en creencias muy diversas de las desús vencedores. (S)
(1)* t^alabrat de Hurtado de If endosa, t. i
(t) Bs sabido que en el reinado de Felipe m fueron expelidos del reino y trasladados at IfrioA
todos los moriscos, en número de seiscientos mil; otro rasgo de celo réUgioto, qtíe t\ié mny aplan.
dido en su tiempo, y hasta por Cervantes, qaien puso por dos veces el elogio de esta providencia,
en la misma boca de un morisco (Hioote). Yéanae los capítulos UY y LXT de la segunda parte de
]Km Qnyote.
huí «11.. ■ I — fa
.^¿^J^
Tomo i. &^
CAPÍTULO XXXVÍ.
Asuntos de Italia.— Muerte de Paulo IV.— Exaltación de Pió IV. — ídem de Pío V.—
Anima este á los principes cristianos á la guerra contra el turco.-^Maerte de Soli-
mán.—Asciende Selim II al trono otomano.— Expedición de los turcos contra iaisk
de Chipre.— Toma de la plaza de Nicosia. — Sitio de la de Famagosta.— Promueve d
Papa una nueva liga entre España, la república de Venecia y su persona. — ^Se ajas-
tín las condiciones de la liga en Roma. — Va el cardenal de Alejandría á Madrid.—
^Confirma el rey las disposiciones del pontifioe. — ^Nombramiento de don JaaB deAin-
tria por generalísimo de la liga. -<- Vuelve este á Madrid de las guerras de GraaiKia.
— Se embarca en Barcelona.— Reunión en Mesina denlas fuerzas de la con&deracioa-
— Salen en busca de los turcos — ^Batalla de Lepante (1).— 1559-1571.
Gozaba Italia de tranquilidad, mientra Francia, los Paises-Bigos,
Escocia y aun Inglaterra, eran teatro de tantas turbulencias. No se
hallaban en ningún género de mutua hostilidad los di?ersos estados
de aquella región, en que ejercía el rey de Espafia una influencia
' nada inferior á la que habia alcanzado Garlos V. Sefior de Ñápeles,
de Sicilia y del Milanesado, unido por relaciones de familia con Oe*
tavio, duque de Parma, protector de los duques de Florencia, alia-
do antiguo de la república de Genova, donde los Dorias se hallaban
en la clase de sus primeros servidores, se podia casi considerar, ex-
ceptuando á Venecia y los Estados pontificios, como el monarca ^
arbitro de Italia. Conservaba buena armonía con aquella república,
tan ocupada á la sazón en sus guerras con los turcos. En cuaato i
U) Cabrera, Herrera, Ferreraa, Vanderhammen, eq üi^ Vida de don loan de Aoatfte y otros.
1
k» Estados poBlücm, ya se ha vigío eoo oaánla gloría de sos ar*
mas habia ajustado é masbiea concedido paces al papa Faulo IV.
Mttrid este fogosa pontífice, antes eoemígo encarnizado, tanto de
Garlos V como de SQ bijo« á mediados del afio 1559. Duró muy
poQO el GÓDclaTe reunido para elegirle sucesor, y en octubre del
mimQO afio fué eialtado á k olla pontificia el cardenal Ángel de
Mediéis, que con el nMihre ée Pío lY gobernó la Iglesia. No se
mostró este poatifice enemigo de Felipe II como lo habia sido su
predecesor, puesto que á la mayoría de los votos de la parcialidad
del ley era deudor de su alio puesto. Baje los auspicios de este pa*
pa se eelebrft. por los afios de 1562 y 1563 el segundo concilio de
Trente, ó mas bien la centinuacton del primero, tan ardientemente
solicitada por el rey de EspaQa, á quien el estado de las nuevas
sectas religiosas en Europa cansaba tal yez mas inquietud que er
mismo Papa. De lo actuado en este concilio hemos dado una su-
cinta relaciODr en su delHdo tiempo. También se hizo mención del
puesto preferente que con este motivo se dio á los embajadores de
Francia sobre los de Espafia, siendo notable esta particularidad para
hacer ver el celo que animaba al rey católico en la celebración del
conciKo; pues á pesar de un desaire tan depresivo de su dignidad,
no se mostró menos activo en mandar la pronta ejecución de lo de-
terminado y decidido por sus padres. No entraremos en mas por-
menores sobre Pió IV, que murió en el afio de 1566, después de
siete afios de reinado. Tardó muy poco en ser elevado á la silla
pontificia el cardenal de Alejandría Miguel Ghisleri, fraile dominico,
que tomó & su exaltación el nombre de Pió V, tan famoso en la his-
toria de aquel tiempo, como en los anales del pontificado. Fué este
Papa de carácter duro, intolerante en cuanto decia relación álás
prerogativas de la Iglesia. Con el rey de Espafia mantuvo buena
inteligencia, & pesar ^^ <iue habiéndose suscitado de nuevo en Ro-
ma h cuestión de precedencia entre los embajadores de Espafia y
Francia, se decidió en favor de esta última potencia, sin duda por-
qae irritado su rey, no resultase perjuicio á la religión católica tan
amenazada en sus estados. Sufrió el desaire el de Espafia, sin to-
mar otra satisfacción que mandar á su embajador se presentase á la
audiencia del Papa en distintos dias que el de Francia.
Se distinguió sobremanera el papa Pió Y por su celo eo armar
los príncipes do la cristiandad contra las fuerzas de los turcos, no
menos temibles sobre el mar que por sus ejércitos de tierra. Mara^
118 H18T01IÁ DI FBUn IL ^
YÍlla causa, y es nn doda üdo de loe grandes feDÓmeDOs de la \¡t^
toria moderoa, asi como el descrédito de Earopa, el qoe aa paebl5
salido poco mas de dos siglos antes délas faldas del Cfciica-
so , hubiese llegado al pnnto de ser objeto de terror para tan-
tas naciones poderosas. Si sns cooqaistas por tierra admiran por
so rapidez y sucesión no interrumpida, asombra cómo se hicieíOQ '
tan pronto con fuerzas navales para ser una potencia marítima,
acaso la primera del Mediterráneo. Ya el conquistador de Constan-
tinopla habia hecho excursiones en varias islas del Archipiélago, y
llevado sus medias lunas victoriosas á las mismas costas de Ñapó-
les, asolada en varias partes con sus desembarcos. iSobre bajeles
condujo Selim I la mayor parte de las tropas que le conquistaron
el Egipto. Ya hemos hablado de las importantes adquisiciones que
hizo Solimán el Magnf6co, de varios puntos importantes del Medi-
terráneo de su toma de Rodas, de los diversos desembarcos eo las
costas de Ñapóles, de Menorca, de Córcega, de la Morea, bajo la
dirección de sus capitanes y los famosos Barboroja y Dragut, que
obraban en todo bajo sus auspicios. Si las armas de este célebre
conquistador retrocedieron delante de Malta, se podia pensar que de
un momento á otro volviesen con fuerzas formidables. Temia esto
sin duda el papa Pió V, cuando envió al gran maestre de la orden
de Malta, La Valette, un gran socorro de hombres y dinero para
la construcción de la nueva fortaleza. Por sus consejos se animé el
rey de EspaOa á enviar considerables refuerzos á las diversas goar-
niciones de las costas de África.
Termino el miedo de una nueva invasión en Malta con la muerte
de SoKman (1) en el sitio de Szigheth, plaza fuerte de Hungría, en
el aOo de 1666; mas aunque su sucesor Selim II le era muy infe-
rior en capacidad y en ambición, no daba muestras de dejar oseo-
recerse bajo su dominio la gloria esclarecida de los otomanos. Con-
servaba el imperio toda su grandeza, y las mismas disposiciones
que su predecesor anunciaba el nuevo sultán, de ensanchar mas y
mas los límites de su poder marítimo. Habia comenzado con una
(1) AlgoDos, Y eDtre ellos el príncipe Demetrio Gantemiro, en so HIsUmís de Um empendom
turóos otomanos, dan á este saltan el nombre de Solimán I y no 11. Mas es un becbo que Sottmaa,
bljo primogénito de Bayaceto I, prisionero en la batalla de Áocyra, reinó después de esia ocur»
renda sobre una gran parte de los dominios de su padre, aunqoe no recogió toda la snceáos,
qne le fué dbputads por su bermano Mouza. Tal ves por la circunHtancia de esta guerra chfl,
ó porque Solimán no recibió U investidora solemne del titulo de sultán, dejan algunos de indnirle
en el catálogo de los emperadores; mas otros le reconocen como tal, llamando Solimán II al mea-
donado en esta biatpriat
tlAPITULO XXXVl. 449
expedición sobre la isla de Chipre, en posesión entonces de los ve-
necianos. La mandaba Piali al frente de ciento y sesenta galeras,
cincuenta galeotas, ochenta bajeles de carga, qae llevaban á bor-
do cincuenta mil infantes á sueldo, entre ellos siete mil genízaros,
y otros treinta mil turcos de milicias ordinarias. En julio de 1570
llegó la expedición á Chipre, y el ejército turco se presentó delante
de los muros de Nicosia, plaza poco fuerte, defendida por mil qui-
nientos italianos á sueldo, tres mil cipriotas, dos mil y seiscientos
vecinos del pueblo, y mil y quinientos soldados pagados de los al-
rededores. Fueron furiosas las embestidas de los turcos. A las cua-
renta y ocho horas de sitio ya hablan dado cuatro asaltos, siendo el
resultado del último la toma de la plaza. Dieron los turcos muerte
á los italianos y cipriotas nobles, á treinta mil del vulgo, é hicieron
veinte mil cautivos, después de haber entrado la ciudad & saco y
cometido todos los horrores propios de tropas tan feroces.
Mientras los turcos después de tomar la plaza de Nicosia se pre-
paraban al sitio de la de Famagosta, salieron los venecianos de las
costas de Dalmacia, y llegaron á Curfú, donde se les unió Juan
Andrés Doria con sus galeras y las del rey de Espafia, llevando en
ellas cinco mil espafioles y dos mil italianos, provistos abundan-
temente de víveres y de municiones. También se incorporaron en
la expedición algunas galeras del pontífice, mandadas por Marco
Antonio Colonna. Salió de Corfú la escuadra combinada, y en agosto
de 1510 llegó á la isla de Candía, posesión asimismo de los vene-
cianos. Allí supieron la toma de Nicosia por los turcos, y con este
motivo se propuso en el Consejo que saliesen en busca de la escua-
dra enemiga, para poner en salvo los intereses de aquella isla tan
amenazada. Igual resolución tomaron los turcos de salir al encuen-
tro de la escuadra combinada; mas sea por la poca voluntad con
que obraban unos y otros, sea por desavenencias de los jefes, ó por
los estragos que hacia la peste en la gente de ambos bandos^ llegó
el invierno sin ocurrir encuentro alguno entre los cristianos y los
turcos. Se retiró Piali con su armada á Constantinopla, después de
dejar en Chipre todos los aprestos para el sitio de Famagosta, y los
de la escuadra combinada volvieron á sus puertos.
Existia, pues, una alianza de hecho entre el rey de Espafia, el
pontífice y la república de Yenecia contra el turco. Mas no estaba
cimentada esta unión en capitulaciones expresas, ni hasta entonces
babian obrado las tres naciones con todo el vigor correspondiente.
159 HISTORIA D« FBLIPB II.
Era iDmíDeDte el peligro qae amenazaba á la eristíaDdad, y llegado
el caso de imponer de ana vez á los turcos con un armamento formi-
dable. Cupo la gloria de dar el primer impulso para esta grande obra
al papa Pió V. A sus ruegos se reunieron en Roma los comisarios
de la liga, y á presencia del pontífice les espuso en un consistorio
el cardenal Granvella, los motivos poderosos que debian animar á
los príncipes cristianos para armarse nuevamente contra el torco.
Hizo aquel cardenal, como hombre h&bil y diestro en la elocueDcia,
una pintura vivísima de los males y desastres que habia hecho su-
frir h todos los pueblos de la cristiandad aquella nación tan feroz,
enemiga de Dios y de la Iglesia. Enumeró sus rápidas conquistas
por tierra, sus atrocidades, de que habia sido víctima la misma ge-
neración de entonces; y por todas estas causas, manifestó que era
ya OB deber hacia Dios y hacia los hombres, poner para siempre
un dique á tal torrente de calamidades. Concluia su arenga expo-
niendo al Papa el servicio insigne que aguardaba la religión de so
I»edad, poniéndose al frente de una liga de príncipes para obrar de
concierto en una expedición tan santa.
Respondió, el pontífice alabando el celo del cardenal Granvella, y
declarando su resolución de ser el primero en dar impulso á too
gloriosa empresa. Deploró lo mismo que el prelado las calamida-
des sufridas por la ambición y ferocidad de los infieles; pero para
animar mas el valor y celo de los principes cristianos, hizo mención
de las victorias que estos hablan obtenido sobre las armas de los
otomanos, entre los que tanto se hablan distinguido el rey de Polo-
nia Uladislao, los de Hungría, Juan de Huniades y Matías Corvi-
no (1), el famoso Scanderberg, y sobre todo los caballeros de SaD
Juan en la defensa de su isla.
A pesar de la poca armonía que animaba á los comisarios^ de las
pretensiones exclusivas dé las potencias de que dependían, logró el
Papa que viniesen ¿ un definitivo arreglo y continuasen la liga bajo
determinadas condiciones. Fué el mismo pontífice quien las propu-
so, no queriendo adelantarse los enviados del rey de EspaOa, por
ser la república de Yenecia la principal interesada en la liga, ni
los de esta última potencia porque no pareciese que se humillaban
ante el rey católico. Por fin se convinieron en aprestar entre todos
doscientas galeras, cien naves, cincuenta mil hombres de infante-
(1) El primero de estog dos, padre del sef ando, no fa6 rer sll)len cfobemd á Hanf^ia rsTestido 4 A
poder supremo.
CAPITULO XXXVI. 4S1
ría y cuatro mil caballoB. Nombraron los veMoíanéB porgoDeralde
sos fuerzas á Jerónimo Zasse; el pontífice á Maroo Antonio Golenna,
y el rey de EapaDa á su hermano don Juan de Austria. Mas como
era preciso que un jefe supremo tuviese la dirección de la escuadra
combinada, se suscitó un altercado entre los comisarios de Venecia
y los del rey de EspaSa, alegando los primeros que tocaba hacer
este nombramiento á ia república, por ser la guerra publicada con*
tra ellos, y los segundos que perteneda al rey católico por su alta
dignidad, y ser el que con mas fuerzas acudía. Compuso el ponlí*
fice la diferencia, y quedó nombrado don Juan de Austria genera^
lísimo de la liga, debiendo de obrar en clase de su segundo Maroo
Antonio Colonna, jefe de las fuerzas del pontífice.
Se extendió con toda formalidad el tratado de la liga perpétot
contra el turco y los Deyes tributarios de Argel, Túnez y Trípoli.
Se redujeron los artículos principales, prescindiendo del contingente
de ia fuerza que cada estado debia aprontar, ¿ los siguientes: Que
estuviesen los generales con sus armadas á fines de marzo ó de abril
del afto 1571 en los mares de Levante; y en caso de atacar el tur-
co alguna de las tres potencias coligadas, enviase la liga auxilio su*
fidente» ó fuesen todos si era necesario: que se presentasen en Ro-
ma los embajadores de la liga por otoSo, para deliberar el plan de
campaDa para la primavera siguiente; que pagase el pontífice tres
mil infantes, doscientos setenta caballos y doce galeras. De lo res*-
tante debia pagar el rey católico tres quintos, y los otros dos los
▼enecianos: que diese la república al pontífice las galeras armadas
y artilladas, pagándolas á dinero ó restituyéndolas en el mismo esh
tedo en que fuesen entregadas: que cada una de las partes contra-
tantes presentase en campafia la mayor fuerza disponible, resar-
ciéndose de lo que escediese al contingente señalado: que se com-
prasen los víveres donde mas abundasen en los estados de los con-
federados, sin que pudiesen los seDores hacer exportaciones, á ex-
mpcion del rey para Malta, la Goleta y sus armadas. En caso de
DO hacerse la campafia y fuese atacado el rey ó la república por la
faerza de los turcos, que acudiese el otro con cincuenta galeras de
gocorro. Si el rey hiciese alguna expedición sobre Argel, Túnez y
Trípoli, ó la república sobre las fortalezas del mar Adriático, ^ue
le ayudase el otro con cincuenta galeras, debiendo tener lapreferen-
eia el rey de Espafia, en caso de obrar en el término de un aDo. Si
/u6se atacado el pontífice, que se presentasen con todas sus fuerraa
152 HISTORIA DE FELIPX lí.
los confederados. Debía ejecutar el geDeralisimo de la lig^ lo que
votasen los generales del pontífice, del rey ó de la república. No po-
día osar el generalísimo de estandarte propio, ni tomar otro nom-
bre qae el de general de la liga. Debía darse honradísimo lugar al
emperador ó á los reyes de Francia ó de Portugal, y á las fuerzas
con que cada uno contribuyese para aumentar las de la liga: que
procurase el pontífice hacer entrar en ella al rey de Polonia y de-
más príncipes cristianos: que fuese el pontífice juez en cualquiera
diferencia que se suscitase entre los confederados: que ninguno de
ellos hiciese paces con los turcos sin participación y consentimiento
de los otros.
Después de ajustarse con toda solemnidad el tratado de la liga,
envió Pío Y á su sobrino Fray Miguel Bonelo, cardenal de Alejan-
dría, en clase de legado, á los demás príncipes de la cristiandad,
exhortándoles en nombre de la fé cristiana á participar de las glo-
rias de que se iban á cubrir las tropas de la liga. Después de haber
cumplido con esta misión por Italia y Francia, se trasladó á Espafia
á presentarse al rey católico, para quien llevaba encargo especial
de parle del pontífice.
Fué recibido el legado en BspaQa con todas las demostraciones
posibles de obsequio y de respeto. Encontró en Barcelona al carde-
nal de Espinosa y á don Fernando de Borja, hermano del duque de
Gandía, quienes le aguardaban de orden del rey, para acompañarle
hasta la corte. Salió el monarca á recibirle fuera de las puertas de
Madrid, donde entraron juntos, acompañados y seguidos de los prin-
cipales personajes, entre los que se hallaba don Juan de Austria,
ya de regreso de Granada. Se mostró muy inclinado el rey de Es-
pafia á favorecer en un todo las miras del pontífice. Confirmó por
su parte todos los artículos del tratado de la liga, y de que estaba
ya bien informado. En medio de tantas atenciones como entonces le
rodeaban, había tomado sus disposiciones y hecho sus preparativos
como convenia á quien iba á representar el principal papel en tre las
potencias coligadas. Había puesto de vírey de Sicilia al marqués de
Pescara, y conferido el mando del mar á don Luis de Requesens,
mientras el príncipe llegaba. Galeras, víveres, muojciones, armas,
pertrechos, todo se estaba acopiando para una expedición, la mas
importante que hasta entonces habían presenciado aquellos mares.
Arregló al mismo tiempo el legado del Papa con el rey otros
Iksuntos de orden inferior, mas que interesaban también mucho |
GAPmiLO xxxyi. 158
Pío y. Acababa este de dar el título de grao doqae de Toscaua á
C!osme, doqae de Florencia, sin la participaciOQ del rey de EspaDa,
quien do se manifestó irritado por una concesión que nada le per-
judicaba. Asimismo solicitó el pontífice que se hiciesen observar en
los reinos de Sicilia y Ñapóles algunas disposiciones del concilio de
Trente, y cuya observancia descuidaban las autoridades de los dos
países. Tampoco esto fué oido con desagrado por el rey de Espalia,
para quien eran las decisiones del concilio de Tredto, tan respeta-
bles y sagradas.
No pudo entrar en esta liga contra el turco el emperador Maxi-
miliano, por falta de bajeles: tampoco el rey de Francia; tal vez
por el recuerdo de las antiguas alianzas con la Puerta, ó por no to-
mar parte en una empresa, donde se reconocía por jefe y capitán á
una persona de la casa de Austria. Se redujo, pues, la confedera-
ción al pontífice, á la república de Yenecia y al rey católico, cuya
cooperación debía ser la mas eficaz, por ser también mucho mas
considerable la potencia. También confirmó el rey muy gustoso la
elección que se había hecho de generalísimo de la liga en la perso-
na de su hermano don Juan, quien después de recibir las órdenes
del rey, tomó el camino de Barcelona y se embarcó en seguida para
Genova* Salió de aquí para Ñápeles, y después para el puerto de
Mesina, en Sicilia, punto designado de reunión de las fuerzas com-
binadas. Llevaba consigo ochenta galeras, veinte y dos navios con
veinte y un mil hombres de infantería, abundantemente provistos
de artillería, municiones, víveres y toda especie de pertrechos mi-
litares. Además de los jefes j^vficiales que tenian mando efectivo,
tanto en la escuadra como en el ejército, se embarcaron con el ge-
neralísimo muchos clballeros de distinción, que en calidad de sim-
ples aventureros, quisieron tomar parte en una expedición sobre la
que estaban fijos los ojos de la Europa entera.
Llegó don Juan á la vista de Mesina en agosto de 1511, y antes
de desembarcar celebró á bordo de su capitana un consejo de guer-
ra, al que asistieron los principales jefes de las fuerzas combina-
das. Allí les manifestó las instrucciones del rey católico, decidido á
que se buscase á la escuadra otomana, y se pelease á toda costa
contra los enemigos de la cristiandad que constantemente amenaza-
jban á las potencias del Mediterráneo. Al mismo tiempo les maní-**
festó su propia determinación de cumplir en un todo con las órde^
nes del rey, exponiéndose el primero á todos los peligros de la
Toxo I. ^8
4S4 HISTOIUl BI fBUPl II.
empresa. Faé oída saareDga con graDdísiino entomstiiO) y desde
aquel momeDto se tomaron (odas las disposicioDel neceaiirias, put
salir en busca de los turcos.
En el verano de aquel aOo se habían apoderado estos de Faaar
gosta, en Chipre, segunda conquista que hacian ks armas de Se-
]¡m II. Había opuesto la plaza una fuerte reñsteneia; isas reducida
á los últimos apuros, se vio en precisión de rendirse^ conce^eadt
el fencedor k IoieT vecinos las vidas, los vestidos, sus armas y bui«
deras, con algunos buques para trasladarse á la isla de €asAa. Mas
los generales turcos cometieron, 4 pesar de esée convenio^ madias
crueldades en los principales personajes, á quienes hícim)n morir,
en medio de tormentos. De$eiiibara2ados de este negeoio qoe tanlo
les interesaba, continuaron sus correrías sobre el mar, y auA trar
taron de apoderarse de la isla de Corfú; mas fueron repetides coa
notable pérdida^ y obligados á abandonar por estonces dkha em-
presa. ^
Mientras tanto terminaban los preparativos de la escuadra com^
binada, reuniendo cada estado su respectivo contingente. Aprontaran
los venedanos ochenta galeras k las órdeiies de Sebastiaa Venieroy
el proveedor Barbárigo. Llegó con doce de Genova Joan Andrés D^
ría, y al mismo número ascendían las del pontífice al nando de Ge^
lonna. Poco después aportó don Alvaro Bacán, ya irarqués de Santa
Cruz, con otras treinta. Era maestre de campo general Ascaaíe de
la Cerne; general de las tropas italianas el conde de Santa Flor^ y
Gabriel Serveloni de la infantería. Mas k pesar de tantas foernsre^
unidas, todavía no se oomponia la expedkíon de todas laa que se
habían contratado.
No eran muchas las tropas del pontífice; mas nn^ «sta falta el
nombre y la autoridad del jefe de la Iglesia. Desuéldense presentó
en el campo en clase de legado monseñor Odescalcfaf « exhortando á
la pelea, animando en nombre del Papa k los valientes qtte oonour-
rian á tan santa empresa. Les habió de revelaciones de Mos, eo qot
les prometía la víctoría, y presentó profecías de san Isidro relativas
á lo que entonces se estaba proyectando. Se ordenó en todo el cam*
po 01 ayune de tres días, y las tropas eonfesaaron y comulgaron,
habiendo además recibido indulgencias en los mismos términos qie
las concedidas á los que habían conquistado el santo sepulcro alg««
nos siglos antes.
Preparado y listo todo, celebró don Juan otro coRsejo de go«rra,
. m los míBiiios táraniios qtie el aoterkir^ sobre el plan de las opera*
eiones. Fwferoo algunos de op»ioD que la escuadra se atuviese á la
ásfensifn» esperando que los turiws los buscasen; mas don Juan,
insistiendo fiempre en su primera determinación, y apoyado en las
órdenes del rey, se deddió por la ofeasiya; idea que al fin fué apo-
yada por todos los jefes del ^ército.
Salió la expedición de Mesina el 1 S de setiembre dul raismo aBó
(1S71), y el legado del Papa, colocado en el punto mas prominente
del pterto, echaba su bendición sobre cada buque conforme iban
desfilando. LlcTaba la mnguardia Juan Andrés Doria con cincuenta
y cuatro galeras, y orden de ocupi^ el ala derecha en caso de com-
bate. 8e componía su división de siete galeras de Ñapóles, diez de
Genova pagadas por el rey, y otras dos del mismo estado al sueldo
de Doria: dos del pontífice, veinte y seis de Yenecia, cuatro de Si-
cilia y dos de Saboya, mezcladas todas para quitar ^ la rivalidad de
las naciones y atender á que los barcos chicos estuviesen resguar^
dados por los grandes. Llevaba la vanguardia banderolas verdes
para ser distinguida de las otras divisiones. Iba en el cuerpo de ba-
talla el graeraUsímo, con setenta y cuatro galeras de banderolas
azules, habiéndose cdocado -en la capitana el estandarte de la liga.
Navegaba á la derecha de esta capitana, la del pontífice, mandada
por Marco Antonio Coloana, y á la izquierda Sebastian Vraiero con
k de Venecia y la capitana de Saboya, á cuyo bordo iba el príodpe
de Urbino. Se componía este cuerpo de batalla de tres galeras del
pontífice, trece venedanas, tres de Juan Andrés Doria, tres de Es-
palla, tres de Malta, que iban todas al mando de Marco Antonio Go-
lonna, y al de Veniero la capitana de Genova, otras tresí de EspaOa,
treee de Yeaeda, tres^genovesas al sueldo del rey, dos al de Juan
Andrés, tres del pontífice y una de Ñápeles. Constaba el tercer cuer-
po, qoe era d ala izquierda, de cincuenta y cinco galeras con ban-
deras amarillas, al mando del proveedor (1) Barbárigo. Se componía
de treinta y cuatro galeras venecianas, ocho de Ñapóles y de Espa-
fia, dos del pontífice y dos de Doria. El cuarto cuerpo, que se des-
timba á la reserva, estaba al cargo del marqués de Santa Cruz, y
se componía de treinta galeras con banderolas blancas, doce de Ve-
Becia, cuatro de Espafia, dos del pontífice y doce de N&poles. Iba de
descubierta con veinte ó treinta millas de ventaja don Juan de Car*
{D SI nombre projpio ei^ italiai^^ es ^9P«diUor«, inspeotor, proyeedor, 9(0.
456 msTORU dk fbupk ii.
dona con ocho galeras, cuatro de su cargo, dos yeDeciaoasydosde
Jaan Andrés de Genova. Llevaba este jefe la orden de descubrir y
avisar al cuerpo de la armada, de todas las velas turcas que avis*
tase, recogiéndose al cuerpo principal en las horas de la noche.
Caminaba lentamente la escuadra, tanto por conservar la unión,
cuanto por evitar los malos pasos. En esta disposición llegó á la
isla de Corfú, donde se embarcaron seis piezas gruesas con sus
pertrechos y la infantería italiana del cargo de Paulo Ursino. Mí
tuvo noticia de que estaba en Prevesa el almirante turco Ali, re-
cien salido de Gonstantinopla con fuerzas formidables.
Había tenido avisos oportunos el Gran Sefior de la expedición de
los cristianos, y no había perdido tiempo en preparar sus fuerzas
de mar, que salieron de los puertos con orden de buscar á los con-
trarios. No pensaba el almirante Ali que estos tomasen la ofensi-
va, y cuando supo que habían salido de Mesina en busca suya, de-
puso un poco el tono arrogante con que acerca de ellos se expre-
saba.
Se hallaba entonces la escuadra turca en el trecho de mar cono-
cido con el nombre de golfo de Corinto, y habiendo sabido la pro-
ximidad á que se hallaban los cristianos, reunió los capitanes, en-
tre los cuales se hallaba el famoso Aluch-^Alí (t), y -deliberó con
ellos, sobre si debería marchar á ofrecerles la batalla. Fueron al-
gunos de opinión de que seria muy expuesto buscar á enemigos,
cuyas fuerzas deberían de ser muy grandes, cuando habían tomado
la ofensiva. Pero el almirante Ali, ó porque fuese de un carácter
mas resuelto, ó por su enemistad y odio al nombre cristiano, ó
por temor al sultán, cuyas órdenes terminantes habían sido de que
se cayese sobre el enemigo donde quiera qcft le hallasen, se obs-
tinó en aceptar la batalla que los cristianos le ofrecían. Así se en-
contraron con facilidad las escuadras que mutuamente se buscaban.
Tuvo lugar este encuentro en 7 de octubre, cerca de Lepanto, en
el golfo de este nombre, y por una coincidencia singular, no lejos
del sitio donde poco menos de diez y seis siglos antes, había sido di-
putado por Octavio y Marco Antonio el imperio, con poca^ exoep-
cíbnesi del mundo entonces conocido. Tenían los turcos á su es-
palda las costas de la Grecia; los cristianos el mar abierto otn la
(1) Algunos, y entre elloe Gervantea, dan á eate renegado el nombre de El Ifctett, tal vez ooa
mas propiedad, aunque nos parece que viene á ser lo q^smo. Sin emlMiigo, nosotros le eeoifliittoft
tal oual le ballamoi ep Cabrera y en Ferreras,
1 1
CAPITULO xxxn. .g,
Morea á la deróeha y la isla de CefaloDia ¿ la irani^Ma i
dras se acercaban múlmmente: el combate ai^ ^"■™- ^m «coa-
DOS á pesar de las representaciones que le hicieron InJ^
rarios capitanes suyos muy experimentados, que va W '*'^*'*^^
el consejo de retroceder en otras ocasiones ' >-«IIKviduaK pues
Se componia la línea de los cristianos ^^^^^l^^^ones. Sin em-
de frente, mandando la derecha Ju""*^' siempre muy solícitos, para
proveedor veneciano Barbárigo^ ^ intentaban, entre ellos y la cos-
en el centro, el cuerpo de ^-^ retaguardia de los nuestros. Se vio ao
como de reserva el mfuuiArés Doria con la galera de Malta; mas faé
leraui, i fio de ímp^ii^ f)«f la de don Juan de Cardona, aunque Alich^
los maestros pQ^é separar la capitana de la Orden, y tomarla al
gal^xu en f4iabiendo perecido casi toda sa gente, quedando mortal-^
(tea t^ de laflrido el capitán Pedro Justiniaoo.
todo panden por la izquierda el proveditore Barbárigo sostenía m-*
imitg^eiAoqaes, habienck) sido atacada por cinco turcas su galera. So^
á tatfiído por otras espafiolas, volvió á la carga, restableciendo por
tratpiella parte la batalla en que se creían ya los turcos veacedores*
Duraba asi el conflicto con ventajas y pérdidas iguales, cuando
habiendo hecho un nuevo esfuerso la capitana de la Liga sobre la
turca, se llegó por segunda vez al abordaje. Capitaneados por don
Lope de Figueroa, don Bernardino de Cardona y don Miguel Mon-'
cttda, penetraron los nuestros por la galera enemiga, arrollando á
la arma Manca á cuantos se les poniao por delante. El almirante
kU Alé muerto de un arcabuzaso. Inmediatamente se apoderaron
del estandarte imperial turco, al que daban el nombre de Sanjac,
7 eolocaron en su lugar una cruz grande, en signo de victoria. Re-
doblaron con este espectáculo y el de la cabeza de AIí colocada en
luia pica, el entusiasmo y furia de los nuestros, y desde entonces
comenzó la total derrota de los otomanos. Los forzados cristianos
qné se hallaban á bordo de las galeras turcas, viendo ta ocasión
oportuna de romper sus hierros, se levantaron contra sus verdugos
y contribuyeron al triunfo de los nuestros. Varios jefes turcos, en-^
tro ellos Alttch-Ali, viendo ya infalible la derrota, abandon«ron el
campo de batalla, sin exponerse á mas acares, maldiciendo al ge«*
netml en jefe, á cuya ciega temeridad habiaa debido aquel desastre.
Sin eoibarge, era tal la confusión, tal el des<^den, que á pesar de
I8t HISTQJ^A DB VWUn K.
Biodo ñas iadiyidoftles. Cada baqae atacaba al que tenia de frente» y
8ft trababan aaabos de cerca pmr las proas 6 bien por los oostados,
qve se venia por lo regalar al abordaje, que se peleaba casi siempre
"^ma blanca. &aD así los combates mas mortíferos, mas safin-^
*üs encarnizados. No podían faltar estos caractjéres en la ba>
^nto, donde tantas naciones combatían á vista de su
<^ataba el imperio del Mediterrimee; donde cada
' I como enemigo de sa fa,,.y creía hacer
' -Procurando sa exterminio. lio des^
'ombate en que todos los bo*
'HuameQtei donde eran casi
^tros peleaban. Yarw
'>mando ó ecbandfi k
^^ noeotroB paN
iiue después
lué lado se
adávepes,
'restos
> el
caTD&amieBto igual por ambas partes Una vea llegaron & entrar
las tropas de don Jaan á bordo del bajel contrarío; mas foeron re-
pelidas Gon notable pérdida. Hacia don Juan las funciones dé sol-
dado 7 capitán en su nayio animando i todos con so voz y dando
ejemplo, colocado en los parajes de mas riesgo. Gomo general en
jefe de la escnadra^ debía de cesar su influencia desde que, empellado
el combate general, pendía la yictoria del arrojo individual, pues
no É6 trataba oolMces ni de movimientos ni de evoluciones. Sin em*
baiigo los dd ala derecha estuvieron siempre muy solídtos, para
que los turcos no pasasen, como lo intentaban, entre ellos y la cos-
ta, con (rf^ete de ponerse á retaguardia de los nuestros. Se vio en
grande apuro luán Andrés Doria con la galera de Malta; mas fué
socorrido á tiempo por la de don Joan de Cardona, aunque Mtdá^
Alí había logrado separar la capitana de la Orden, y tomarla al
abordaje, habiendo perecido casi toda su gente, quedando mortal-
BMnte herido el capitán Pedro Justiniano.
También por la izquierda el proveditore Barbártgo sostenía ru-
dos choques, habienck) sido atacada por cinco turcas su galera. So*
corrido por otras españolas, volvió á la carga, restableciendo por
aquella parte la batalla en que se creían ya ios turcos veneedOTes.
Duraba así el conflicto con ventajas y pérdidas iguales, cuando
habiendo hecho «o nuevo esfuerzo la capitana de h Liga sobre la
turen, se llegó por segunda vez al abordsje. Capitoneados por don
Lope de Figueroa, don Bernardino de Cardona y don Migvel Mon-^
cada, penetraron ios nuestros por la galera enemiga, arrollando á
la arma blanca á cuantos se les ponían por delante. El almirante
Ali íñé muerto de un arcabuzaso. Inmediatamente se apoderaron
del estandarte imperial turco, al que daban el nombre de Saojac,
y eolocaron ea su lugar una cruz grande, en signo de victoria. Re-
doblaron con este espectáculo y el de la cabeza de Aií colocada en
una pica, el entusiasmo y furia de los nuestros, y desde entonces
comenzó la total derrota de los otomanos. Los forzados cristianofl
q06 se hallaban á bordo de las galeras torcas, viendo la ocanon
oj^rtuna de romper sus hierros, se levantaron contra sus verdugos
y contribuyeron al triunfo de los nuestros. Varios jefes turcos, en^
tra ellos Aluch-Alí, viendo ya infalible la derrota, abandonwon el
campo de batalla, sin exponerse á mas azares, maldiciendo al ge**
neral en jefe, á cuya ciega temeridad habían debido aquel desastre.
Sin embargo, era tal la eonfusíon, tal el desorden, que á pesar de
160 HISTOBU DB FEUFV II.
estar ya declarada la victoria por los cristianos, continuaba con to-
da su furia la pelea: \k tanto llegó la ciega obstinación de un gran
número de buques turcos! Mas las tinieblas de la noche pusieron
fin á la contienda, y los cristianos pudieron celebrar su triunfo con
músicas é iluminaciones.
Resonaron en todos los ángulos de la cristiandad los ecos 4e la
batalla de Lepante. Ninguna fuá mas celebrada en aquel siglo,
sobre todo, por los príncipes católicos. La victoria fué brillante;
mas sobrado cara. Perdimos en ella muchos buques, no pocos es-
clarecidos capitanes. Todas las naciones rivalizaron en valor y ar-
rojo, y esta alabanza se debe tanto á los turóos como á los cristia-
nos. Pelearon valerosamente entre los nuestros el principe de Urbi*
no, Paulo Jordán, el conde de Santa Flor, Ascaniode laCorne^ Oc-
tavio Gonzaga, Vicente Vitelli, el prior de Hungría, Pompeyo de
Lanoy, hijo del principe de Sulmona, don Luis Requesens, don Pe-
dro de Padilla, don Rernardino de Velasco y don Martin de Padilla.
Merece particular mención el principe de Parma, Alejandro Farne-
sio, que se hallaba en calidad de aventurero, y entró al abordaje en
el barco turco donde iba Mustafá, proveedor de la escuadra, y cu-
ya cabeza fué enarbolada en una pica. Increíble parece por lo enor-
me, la pérdida de los otomanos. Murieron mas de doscientos tarcos
principales, treinta gobernadores de provincia, ciento y sesenta be*
yes; agaes y otros principales jefes del ejército. Igualmente perdie-
ron la vida otros treinta mil, ascendiendo á diez mil el número de
los prisioneros. Se libertaron quince mil cristianos de todas las na-
ciones, y se tomaron ciento sesenta y cinco galeras, aunque en la
repartición no hubo mas que ciento y treinta, habiéndose quemado
las restantes por inútiles.
Pasaron á felicitar al día siguiente á don Juan de Austria los di-
ferentes cabos de la armada, y se celebró la victoria con toda clase
de festejos. Eran muy debidos á tan gloriosa acción; aunque mny
pocas fueron seguidas de menos importantes resultados.
Llegó la noticia de la victoria de Lepante al rey de Espafia, ha-
llándose en el Escorial, con motivo de celebrar la octava de Todos
Santos, como lo tenia de costumbre. Recibió y escuchó al mensa-
jero con la circunspección y gravedad que siempre usaba, siendo
tan mesurado en manifestar alegría, como en dar muestras de tris-
teza y pesadumbre. Hizo inmediatamente que los monjes la cele-
brasen con solemnes cultos, y mandó, que se depositase en el
CAPÍTULO XXXVI. 461
templo el estandarte turco que don Jaao le remitía. Refieren algu-
nos (1) que le dieron al rey la noticia cuando se hallaba asistiendo
á yisperas; que sin hacer caso en la apariencia de semejante nove-
dad, continuó de rodillas todo el tiempo que duró aquel acto, con-
doido el cual, se acercó al prior, encargándole mandase cantar un
solemne Te Deum, por una gran victoria que acababan de alcanzar
sos armas.
(1) Bntre otras el P. Slgaenia en 8ü historia de la Orden de san Jerónimo.
•vki
tono I.
59
CAPÍTtíLO XXXVa
CoJUtinuacion del anterior.— Pocos resultados de la victoria de Lepanto. — ^No signen
los cristianos el ajcance. — Se retiran las escuadras á sus paises respectivos. — Cam-
paña inútil de 1572. — ^Ajustan la paz los venecianos con los turcos. — ^Expedición
de los españoles sobre Túnez.— Le toman — ^Manda don Juan de Austria construir
un fuerte cerca de esta plaza. — Salida de Gonstantinopla de la escuadra enemiga. —
Se apoderan los turcos de Túnez, del fuerte recien construido, y del de la Go-
' lela (1).— 1571-1574.
Bstaba la escuadra otomaDa destruida, y el terror de la derrote
ya esparcido en las primeras provincias del imperio. Llegó el es-
panto hasta los mismos muros de Gonstantinopla, y el sultán quedó
como aterrado al saber un desastre que le llenaba de tanto mas
dolor, cuanto esperaba k cada momento la noticia de una gran vic-
toria. Parecía pues natural que los aliados aprovechasen el favor
de la fortuna, persiguiendo ül enemigo, consumando la destruc-
ción de su escuadra, dando la mano á los cristianos de la Morea,
que deseaban. sacudir el yugo de los turcos;. arrancando á estos las
conquistas que hablan hecho en varias islas del Archipiélago, vol-
viendo á plantar en las de Rodas y Chipre el pendón de los cristia-
nos. Tal vez si se hubiesen presentado cuando duraba el terror de
su nombre delante de Gonstantinopla, hubiesen conquistado esta
silla del imperio turco; pues preparados se hallaban á combatir en
su auxilio todos los cristianos de la capital, y sobre todo los íddq-
merables genoveses que habitaban los barrios de Pera y de Calata.
(1) Ii«« mismas autorldadej ^ae en el anterior.
GAMTUM) XXXVII. 463
Tal era la brillante perpectÍYa de fortona y gloría que se ofrecía á
los ojos de la escuadra vencedora. Fueron muchos, pues, los que
opinaron por la incesante persecución de los turcos, porque se co-
giesen todos los frutos de la gran victoria, en el consejo que se ce-
lebró para deliberar sobre las operaciones ulteriores; mas prevale-*
ció el dictamen de los que alegaron la proximidad del invierno, los
grandes gastos de la campaQa, la dificultad de hacerse con víveres
y municiones, y la imprudencia de exponerse á perder, por ganar
mas, lo que habían ya obtenido, y que era por entonces de bastan-^
te consideración, para quedar muy satisfechos. Con esta determina-*
cíon, á todas luces tan desacertada, se salvaron tal vez los turcos,
si no de una ruina total, á lo menos de gravísimos desastres. Apa-
rece probable que no se hallaban en la mejor inteligencia los miem-
bros de la liga; que infloyó demasiado en los consejos la rivalidad
de naciones, y sobre todo que no era mirada con buenos ojos la
república de Yenecia, á la que debia adjudicarse por el tratado de la
liga, cuanto se conquistase en la Morea.
Habiéndose decidido terminar de este modo la campafia, y no
queriendo batir la plaza de Le{)anto, cuya expugnación les pareció
díficil, llegaron el 12 de octubre á Santa Maura. Allí dio don Juan
gracias á Dios por la victoria con una solemne función de iglesia,
con misa, sermón y procesión, á que asistiéronlos muchos clérigos
y frailes que iban en la armada. Se procedió después á la reparti-
ción de los despojos, en cuyos pormenores entramos, para hacer ver
mejor lo decisivo de la victoria de Lepante. Se asignó al rey la ca-
pitana del turco, y además ochenta y un buques, sesenta y ocho
piezas menores llamadas sacres, y tres mil y seiscientos esclavos.
A! pontífice, veinte y siete galeras, nueve cafiones gruesos, tres pe-
dreros, cuarenta y dos sacres y doscientos esclavos. A Yenecia cin-
cuenta y cuatro barcos, treinta y ocho cafiones, seis pedreros, ochen-
ta y cuatro sacres y cuatrocientos esclavos. Tocaron de derecho al
generalísimo diez y seis buques, setecientos veinte esclavos, y la
décima parte de todas las piezas que se habían cogido. También
quedaron en su poder los hijos de Alí-Bajá, y cuarenta y siete prin-
cipales personajes turcos.
Hecho este reparto tomó don Juan de Austria la vuelta de Mesi-
na, donde fué recibido como en triunfo por todas las autoridades
eclesiásticas y civiles de la ciudad, y se celebró de nuevo la victoria
pon funciones magnificas de iglesia y toda clase de festejos públicoSt
46 4 HISTORIA DB FBUFB 11.
Es probable que el geDer^lfsimo desease aprovecharse de la vie*
loria coDseguida en Lepante, persiguiendo á los enemigos sin de*
jarles tiempo para repararse, dando la mano á los pueblos cristia-
nos, que deseaban sacudir el yugo de los turcos. Estaba «in duda
en el carácter y en las miras de un príncipe joven , á quien alenta-
ban sus triunfos anteriores, y se hallaba animado de la ambición
tan propia de su edad y de su clase. Tal vez le arredraron para se-
guir el alcance de los enemigos, las órdenes terminantes del rey,
de no hacer la guerra muy lejos de sus estados de Italia. Mas al lo-
mar semejante disppsicion Felipe II, no contaba sin duda con que
sus armas alcanzarían la victoria decisiva de Lepante. También de-
bió de hacer desmayar al generalísimo el poco ardor que en la pro-
secución de la victoria mostráronlos venecianos, principalmente in-
teresados en las otras ulteriores. De todos modos, manifestaron los
jefes de las naciones respectivas, mas deseos de mostrarse triunfan-
tes en sus capitales, que de correr los azares de una nueva campa-
na en medio del invierno.
Fueron recibidos en efecto en Yenecia Sebastian Yeniero y el pro-
veditore Barbárígo, con todas las demostraciones de regocijo y ale-
gría, manifestadas siempre á vencedora que vuelven al seno de sn
pais cubiertos de laureles. En iguales términos hizo su entrada en
Roma Marco Antonio Golonna, recibiendo de Pió Y las alabanzas k
que se habia hecho acreedor, y los honores con que tuvo á bien re-
compensar el gran servicio que acababa de hacer á los intereses de
la Iglesia. Mayores pompas, demostraciones mas solemnes de agra-
decimiento aguardaban á don Juan para cuando se presentase á re-
cibirlas de manos del pontífice.
Mientras los vencedores se dormían sobre sus laureles, se afa-
naba en reparar sus pérdidas el Gran Seflor, y en poco tiempo, k
fuerza de actividad, y con los grandes recursos de que disponía,
llegó á poner en el mar una escuadra casi tan numerosa como la
que habia sido destrozada. No eran tan costosos entonces estos ar-
mamentos como ahora, y los buques de guerra, como mas peqve-
fios, se construían también con mas facilidad y en menos tiempo.
Así la derrota de Lepante no hizo perder al Gran SefiorDÍDgana de
sus posesiones marítimas, ni produjo á los crístianos mas ventajas
que estériles laureles, acompañados de la mengua de no saber apro-
vecharlos. Hasta la primavera del atio siguiente de 1572, no die-
ron muestras de ponerse en movimiento. Pasó aquel invierno don
CAPITULO xxxvu. 465
Jqed de Austria, taDto en Népoles como en Yenecia y en Corfá, y
eo todas partes fué recibido cofi grandisimos festejos. Ed la capital
del orbe cristiaDO le dié el pontiGce todas las muestras posibles de
agradecimiento y cordialidad, celebrándose en su obsequio solem-
nes cultos en la basílica de San Pedro. Se dice que Pió Y al abra-
zarle, le dijo estas palabras del Evaogelio; Hubo un hombre envia-
do de Dios llamado Juan, para hacerle sentir lo penetrado que es-
taba de la importancia de sus triunfos. Era opinión pública^ que el
pontifico le habia prometido reconocerle por el rey del primer ter-
ritorio de consideración, que á los turcos conquistase. Debió sin du-
da de ser esta oferta muy lisonjera para don Juan de Austria; mas
no para su hermano, cuya suspicacia no tenia limites, tratándose
de las personas que en nombre suyo ejercían mandos. Desde en-
tonces, no quitó los ojos de todos los pasos de don Juan, hallan-
do cada dia nuevas pruebas de los designios de este principe. Con
el tiempo haremos ver los graves y hasta funestos resultados que
produjo al fin esta desconfianza del rey, ó mas bien su gran dis-
gusto de que don Juan de Austria aspirase á ser mas que el simple
agente de sus supremas voluntades.
Llegó don Juan á Mesina por abril, para preparar las fuerzas
que debian salir á la mar en la próxima campafia. Subsistía aun la
liga ó confederación entre las mismas tres potencias contra el turco,
aunque se hablan suscitado quejas y rivalidades (fe que adolecían
las operaciones. Contribuyó asimismo á su poca eficacia la muerte
del que había dado á la liga su impulso principal, á saber, el fa-
moso Pío y (1572), célebre por mas de un titulo en la historia de
aquel siglo. Temía el rey que el sucesor no fuese de su parcialidad;
que tal vez favoreciese al rey de Francia, de cuya ruptura con Es-
pafia se hablaba mucho entonces, y se daba casi ya por cierta en
vista del favor que los calvinistas gozaban en aquella corte. Como
se hallaba entonces la guerra tan encendida en los Países-Bajos,
daba gran cuidado á Felipe II el que Francia llegase á proteger
abiertamente á los^ flamencos. Mas los temores no. duraron mucho.
Ganó ascendíepte en el ánimo del rey de Francia el partido de los
Guisas, jefes de la facción católica, adictos en un todo al rey de Es-
pafia, y por otra parte el nuevo pontífice, Hugo Buon Compagno,
que tomó el nombre de Gregorio XIII , al subir á la silla dé San
Pedro mostró el mismo celo que su predecesor por los intere-
ses de la liga. Dio con esto nuevas órdea^ el rey para que cuanto
466 HISTORIA DS FELIPE IL
mas antes se posiesen sus galeras en campaDa, si bien ya se había
perdido mucho tiempo y la ocasión de hacer conquistas.
Mientras don Juan se hallaba todavía en Mesina, salieron de Ve-
necia Marco Antonio de Golonna, jefe de las galeras del pontíGce, y
el proveditore Barbárigo, en busca de los tarcos. Llegaron á Corfú,
donde haciendo muestra de la escuadra, se hallaron con ciento se-
senta galeras, diez y seis galeazas y veinte navios. Allí aguardaron
á don Juan; mas viendo que no llegaba, ó deseando alzarse solos
con la gloria, se pasaron á Cefalonia con- objeto de hacer un desem-
careo en la Morea. Mientras tanto se hallaba en el seno de Epidau-
ra el nuevo almirante otomano Aluch-Alí con doscientas galeras y
veinte y cinco galeazas, fuerza, como se ve, superior á la cristia-
na. Sabedor de su proximidad salió en busca suya, y se dieron vis-
ta unos y otros á principios de agosto de aquel aOo (1572). Se to*
marón las disposiciones para una batalla. Mandaba el costado dere-
cho de la armada cristiana el general veneciano Soranzo; el izquier-
do el de la misma nación Canalete, y el cuerpo de batalla Marco
Antonio. Mas los turcos no aguardaron el choque, y se retiraron
sobre las costas de la Morea, amenazadas de un desembarco de los
venecianos.
Ya el Sultán, sabedor del gran peligro que corría aquel pais, le
había hecho guarnecer de tropas que habían bajado á toda prisa de
la Macedonia, atravesando el golfo de Corínto. Así, por la poca ac-
tividad perdieron los cristianos la ocasión de apoderarse de una rica
provincia que los estaba aguardando con tanta ansia. Lo mismo les
sucedió con la Albania y otros países de aquellas costas, cuyos ha-
bitantes estaban preparados á hacer armas contra los turcos inme-
diatamente que se viesen favorecidos por las fuerzas de la liga.
Se presentó don Juan dé Austria en Corfú al regreso de las ga-
leras de Yenecia y del pontífice. Mostró mucho enojo por el malre-
sultado de su operación, que atribuyó á no haberle aguardado, co-
mo estaban convenidos, para obrar de concierto con todas las fuer-
zas reunidas. Culparon los t)tros su tardanza y le hicieron ver que
no habían podido diferir su salida por la premura del tiempo^ ha-
llándose ya la buena estación tan avanzada. El resultado de todo
fué que en el afio 1572 nada hicieron las fuerzas de la liga.
El rey de EspaDa, cuyos asuntos en Flandes y Francia se halla-
ban entonces 'en un estado de prosperidad, como haremos ver en su
lu^ar corr^spondíeote^ resolvió hacer nuevos esfuerzos para la pro--
r
CAPITULO xYxyn. 167
xima campafia de 1573, dispoDíendo qne el número de galeras lle-
gase hasta trescientas; pero caando mas ocupado se hallaba en es-
tos preparativos, ajustaron la paz los venecianos con Selim, sin dar
antes aviso á las otras dos potencias coligadas. Causó esto una des-
agradable sensación, y la república pasó por infractora de los tra-
tados, y hasta por traidora á la fe católica por la que todos pelea-
ban. No admitió las excusas el pontífice cuando trataron de darle
explicaciones de su conducta, atribuyéndola á lo imperioso de las
circunstancias. Respuesta mas agria todavía dio el rey de Espafia á
sus embajadores, que intentaron convencerle de su recto proceder,
manifestándoles los inmensos gastos y sacrificios que le babia acar-
reado una guerra, cuyas ventajas iban á redundar principalmente
en beneficio de los venecianos, pues á ellos se les adjudicaba cuan-
tas conquistas se hiciesen en la Morea y en la Albania.
A pesar de la separación de los venecianos de la liga, no desistió
el rey de Espafia de los preparativos en que tan empefiado estaba,
y ayudado de las fuerzas del pontífice, que se mantuvo fiel á los
tratados, resolvió continuar una guerra en que tan interesada se ba-
ilaba su reputación y el bien de tantos estados del Mediterráneo.
Inmediatamente que llegó á don Juan de Austria la noticia de la
paz celebrada por los veneciau)s, quitó de su capitana el estandar-
te de la liga, sustituyéndole con el del rey de Espafia. Hallándose á
la cabeza de ciento y cincuenta galeras, reunió su consejo para de-
liberar sobre las operaciones de la próxima campafia, manifestando
que por haberse separado los venecianos de la liga, no se obraría
con menos vigor contra los turcos. Fueron unos de opinión que se
marchase en busca de Aluch-Alí, que se hallaba al frente de la escua*^
dra turca después de la batalla de Lepante. Aconsejaron otros, y
entre ellos el marqués de Santa Cruz, que se cayese sobre Argel, y
que después de ganada esta plaza, se procediese á la conquista de
Túnez y de Trípoli. Querían otros que dejando la prímera empre-
sa, qoe se tenia por muy difícil y arriesgada, se marchase en dere-
chura sobre Túnez, como mas fácil y segura. Mas don Juan de Aus-
tria DO se determinó á resolver sobre estos puntos, sin consultarlos
antes con el rey de Espafia.
Dio el rey por respuesta que la expedición se dirigiese á Túnez,
y qoe conquistado este punto se arrasasen sus fortificaciones, ha-
ciendo lo mismo con el fuerte de la Goleta, por los infinitos gastos
que ocasionaba la conservación de unos puntos tan distantes, sin
468 HISTOBli DE FELIPE If.
ningún provecho para EspaSa. Tal vez inflayó en esta 4etormÍDa-^
eion de arrasamiento el temor de que don Juan aspirase k ser rey
de Tánez, según se lo habia ofreeido el pontífice, como el primer
estado que sobre los enemigos de la fé de Cristo conquistaba; m&
no hay duda de que en la oonservacion de estos puntos fuertes de
la costa de África se invertían sumas enormes, dando lugar á mu-
chos fraudes en detrimento de la hacienda del rey; 4al era entonces
la voz pública (1).
(1573.) Mientras se ocupaba don Juan en N&poles en los pre-
parativos de la expedición, se acercó Aluch-AU á las costas de Ga*
labria á espiar los movimientos del ejército cristiano, y luego que
se hubo enterado de lo que se trataba, tomó la vuelta de Constan*
tinopla, adonde llegó en setiembre del mismo afio. Mas á pesar de
la actividad desplegada por el Gran Sefior, pues era su designio
atacar el fuerte de la Goleta y asegurar el reino de Túnez en la pri-
mavera próxima, tuvo antes lugar la expedición de los cris-
tianos.
Salió don Juan de Ñapóles en octubre de 1573, y dejando en
Sicilia & Juan Andrés Doria con cuarenta y ocho galeras, á fin de
acudir con ellas á Genova si necesario fuese, por los disturi)ios de
que era entonces teatro aquel pais, «continuó su viaje con ciento y
cuatro, y además cuarenta y cuatro buques de gran porte, doce
barcones, veiote y cineo fragatas, veinte y dos falúaf, con casi
veinte mil infantes, setedentos y cincuenta gastadores, y cuatro*
cientos caballos ligeros con buena artillería y abundancia de mu-
niciones; pertrechos de sitio, y bueyes para arrastrar ios caflbnes.
Acompasaban además la expedición , lo mismo que las anteriores,
muchísimos aventureros, caballeros de distinción, tanto espafioles
como de los diversos estados de la Italia. Aportó don Jucm á la isla
de Fabiniana, á doce millas de Sicilia, y de allí envió las naves de-
lante á cargo del duque de Sesa, camino de Túnez, á cuya visia
llegaron sin el mas pequefio contratiempo.
Obedecía entonces este estado las leyes de un usurpador llamado
(1) Es muy ottrioto lo qae sobre el particatar dice (ierVantés en sn Am OvOoifl, y póoe en boet
del cap\Un cautivo. Hablando este de la toma de Túnez y arrasamiento del raerte y de la Goleta
por los turcos, se expresa en estos términos: «Peroá muchos les pareció, y así me pareció á mi,
»qae fué particular gracia y merced que el cielo hizo á Espafla el permitir que se asolase aquella
«oficina y capa de maldades, y aquella gomia ó esponja y polilla de la infinidad de dineros que alU
»0in provecho se gastaban, sin servir de otra cosa que de conservar la memoria de haberla ganado
»1a felicísima del invictísimo Garlos y, como si fuera menester para hacerla eterna que aquellas
vpiedras la sustentaran.»
r
C4PITPL0 xsxvn. 169
MfiloHB«wi<to; } tm^^ imm^h ^mnsyirjHi^flr, ({mmx>^ solo
dar á entender que era el último que acababa de hacerse dueDo de'
i^nei fAÍs violeulamfate, pues por lo regular do se apoyaba en
otros doreobos la posesión de los estados berbetiscos. Se hallaba
entonces aoseote el Diy, y la pa2 de Táeez guarnecida por seta-
eieatos' turóos. Mas ¿ pesar de esta f«eri;a y de cuarenta mil hom«
bres mas del país dé que el gobernador podía disponer, abandonóla
eradad sin baeop ningona resistencia.
Bntrar4>D pn Tán^ los cristianos, y á pesar de que ios turcos se
habtaD llefado » la Fetir«da obfetos de mueho ?alor; hicieron no
botíii muy rico, apoderándose además de gran cantidad de pólvora
ym^ moniciones, de eoáreota y cuatro piezas de artillería, y toda
clase de pertrechos militares. A pocos dias llegó don Juan de Aus-
tria reforzado con dos mil y quinientos soldados que acababa de sa-
car de la Goleta, reemplazándolos con otros tantos que no tenían
ningiiDa oxperieoeía de la guerra. A cnmf^ exactame&te con las
órdenes del rey, en ^so de ser tan ternúnantes, era toda su negó-
d# desmantelar á Túnez, arrasar sus fortificaciones, y hacer en se-
gqgda lo midmo con el fuerte de la Goleta, llevándose la guarnición
consigo; mas la riqueza del pais, ye) ser Túnez cabeza principal
de mi vasto terntorio, le indujo á una coDservacion, que tuvo con
el tíeínpo^ funestos resultados. En lugar de arrasar las fortificacio-
nes de^Túoez, encargó á Oabrio Servelóni, famoso ingeniero ita-r
Kano de aquel tiempo, la construcción de un fuerte para la mayor
defeoáa de la plaza.
Inverosímil parece esta conducta de don luán de Austria, en
abierta oposicioQ con las órdenes del rey, y solo se explica con la
hípóleais de que no eran tan terminantes como se ha indicado. Tal
vez, al mismo tiempo qoe manifeslalia el rey se voluntad; le deja-
ría libre de obrar de otra manera si mejor le pareciese. De todos
oíodoa^ se censuró mocho en ia corte de Espafia la determinación
de doo Jqw^ y se le acusó de querer hacerse rey de Túnez. Tal
vez fué esta su intención; mas es un hebbo que restituyó su estado
á su antiguo Dey Muky^Hamet^ que no se hallaba lejos. Después
de haber arreglado/lodo lo necesario para la proate construcción
del faarte y ia mayor seguridad de la Goleta, donde dejó por gene*
ral á don Pedro Pórtocarrero, hombre poco experimentado en la de-
fraga de plazas faectes, tomó la vaelta de Sicilia, y á principios de
noviembre pasó á invernar á Ñapóles, porque la gentHe%a de la
Tomo I. 60
170 HÍ8T0BIA BE FSUPB U.
tierra y dehs damas en su cwwenackm, agradaba á tv gallarda
edad{\).
Se alarmó mocho el Gran SeSor coo la conquista de Túnez por
las armas de don Juan de Austria ; mas en vez de aflojar en sos
preparativos, redobló su actividad para entrar en campaOa con el
objeto ya indicado. Le incitó mas y mas & la empresa el almi*
rante Aluch-Alí, pues como era Dey de Argel le causaba muchos
temores la proximidad de cristianos. Mientras se completaban los
preparativos, escribió el Gran SeSor á los jefes de los pueblos de la
vecindad de Túnez, y con amonestaciones y amenazas se puso en
armas todo aquel pais, causando mucha alarma á los cristianos.
Entonces se conoció lo prudente que habia andado el rey de EspaDa
en su orden de desmantelar unos puntos fuertes de que no sacaba
la menor ventaja.
Supo don Juan en Ñápeles los preparativos de Selim, y aunque
conoció tan tarde su gran falta, tomó disposiciones para conjurar
la tempestad que á su conquista amenazaba. Mandó á don Juan de
Cardona y & don Bernardino de Yelasco con refuerzos para Túnez
y la Goleta, sacando al mismo tiempo los trescientos hombres que
hablan quedado en el fuerte de Biserta que desmantelaron. Mas
eran pocas estas nuevas fuerzas para los ataques que las aguarda-
ban: se habia adelantado muy poco en la construcción del nuevo
fuerte, encargada á Serveloni, sea por descuido de este, sea por
falta de recursos necesarios. Se achacaba en parte el atraso de es-
tas obras y la escasez de gente de la guarnición de Túnez y de la
Goleta, & la mala voluntad del cardenal Granvella, virey k la sazón
de Ñapóles, y que no cumplió el encargo que le hizo don Joan de
atender & Túnez, cuando tuvo este que trasladarse á Genova á ar-^
reglar los disturbios que dejamos dicho. Así se encontraron por un
lado Serveloni, gobernador del nuevo fuerte, por el otro Pedro Pw-
tocarrero, comandante en la Goleta, abandonados á sus propias fuer-
zas, mientras todo el pais estaba en armas, y el alcaide de Tripoli
se habia interpuesto entre los dos con cuatro mil hombres parm in*
terceptar la comunicación entre ambos puntos.
Salia mientras tanto, á fines de junio de ISII, de Constantino^
pía la armada torca, compuesta de doscientas y treinta galeras,
cuarenta bajeles de carga y cuarenta mil soldados de África y de
Europa, y entre ellos siete mil genízaros. Estaba toda esta faena
(i) Palabras de Luis Cabrera, en su vida de Ifelipe II, libro X, capltalo 11.
GiPÍTDLO XXX¥1I. 111
eaear^ida al mando .de Sinam-Bajá, yerno del Saltan, por ereer
que sa nombre sería de mas autoridad entre las potencias berberis-
cas. A 11 de jutio llegaron á yista de Túnez, de coya plaza se apo-
deraron los tarcos al momento, pues aanque sa rey Muley^Hamet
se hizo con an caerpo respetable de infantería y de caballería, se
TÍO abandonado/ de los suyos, ó por desafecto á sa persona, ó por
temor á las mayores fuerzas de sus enemigos-
Tomada la ciudad, restaba para concluir la campafia la expug-
nación de los dos fuertes. Parecía natural que hall&ndose en un es-
tado tan imperfecto el nuevo, pasase Serveloni con su guarnición á
la Goleta, que como mas avanzada en el mar, podría resistirse mien-
tras le llegase algún socorro. Mas se obstinó el italiano en mante-
nerse en su prímera posición, y así se vieron los dos fuertes aisb*
dos, sitiados al mismo tiempo por fuerzas formidables. En vano pi-
dieron ambos auxilios al virey Granvellaf pues este les respondió
que se hallaba con muy pocas fuerzas, y que de ningún modo las
podría distraer para otras atenciones.
Aumentaba los embarazos de la situación el que don Pedro Por-
tocarrero, gobernador de la Goleta, no tenia ninguna experíencia
del cargo que le estaba encomendado. Desde el príncipio de asedio
comenzó á titubear, y aun á dar indicios de querer rendirse. Mas
los otros capitanes le hicieron ver lo desacertado de su resolución ,
7 que les restaban todavía muchos medios de resistencia. Así quedó
su mando como nulo desde aquel momento.
Sitiaba la Goleta el mismo Sinam-Bajá en persona, mientras el
aleude del Carban hacia lo mismo con el fuerte. Se apretaba mu-
chísimo el cerco del primero. Ta estaban los muros medio derriba-
dos por las baterías turcas colocadas á trescientos pasos de distan-
cia. Habiéndose llegado á cegar los fosos con faginas, troncos dé
árboles y mas materíales que venían á bordo de la escuadra de
Aluch-Alí, no restaba ya otra cosa que el asalto. Se verificó este el
dia 18 de agosto por tres partes. Atacaron los turcos con furor, y
con el mismo se batieron los crístianos; mas reducidos estos á pe-
quefio número y la plaza sin defensas, fué rendida después de cinco
horas de pelea, y los turcos entraron al pillaje, haciendo prisione-
ros á sus defensores.
Igual mala fortuna estaba reservada al fuerte, que se rindió al
fin, pero después de haber hecho mas resistencia que el de la Go-
leta, La guarnición no era tan nnmerosai y las obras mas impor-'
llt HISTOBa DB RLlfE II.
tan tes do estaban coDolaidas. Llegaron los sitiadores á levafriarana
trinchera tan alta oomo el muFo, y además apelaron al reeun^o ée
la mina. Pero Serveloni, annqne hai>ia cometklo algonás faltas» las
borró peleando como gobernador y como soldado, poniéndose el
primero en todos los peligros. A mil quedaba reducido el numero
de sus defensores; mas no quisieron entregarse, y aguardaron el
asalto. Trescientos murieron en el primero^ que duró tres horas.
Doscientos mas perdieron en el segundo, que duró cinco. Viéndose
reducidos á tan pocos tuvieron que rendirse, quedando prisioneros
en poder de los turcos, Serveloni y sus primeros oficíales. Pade-
cieron enormes pérdidas los turcos en estos dos asedios; mas no es
creíble que hubiese llegado á diez mil el rómero de sus muertos,
como algunos lo aseguran.
Así 66 perdió la plaza de Túnez que acabábamos de conquistar,
y ei fuerte de la Goleta ^ue teniaúios en nuestro pod^ desde el afio
1535, época de la expedición de Garlos V. Grave falta cometió don
Juan en haber desobedecido las órdenes del rey; pero lo fué mayor
todavía el no haber hecho mas por sti consarvacion, sin oontar con
las fuerzas formidables de que podía disponer el Gran SeDor para
arrancarnos la conquista. De todos modos se ve que después de tres
aftos de expediciones, de enormes gastos, de gran pérdida de gen-
te, y sobre todo después de una victoria tan decisiva y gloriosa
como la de Lepante, no tuvimos otro fruto ni otro resultado que de-
jar el fuerte de la Goleta en manos de los turcos.
Hicieron estos lo que antes debiera haber hecho don Joan de
Austria, esto es, desmantelarle y arrasarle, practicando lo mismo
con el fuerte recientemente construido. En cuanto al rey, en medio
de la mortificación que le causó este desastre de sus armas, dio ór*
denes para que se reparasen las fortificaciones de Oran y Mazal-
quivir, haciendo coostruir un nuevo fuerte llamado de Santa Craz,
con objeto de apoyar á las dos plazas.
A fin de 1575 regresó don Juan de Austria á EspaDapor mar, en
dos galeras, habiendo desembarcado^ en Barcelona. Según alganos^
fué este viaje contra la espresa voluntad del rey, quien le. envió ¿r*
den para trasladarse en derechura á los Países-Bajos. Mas esto no
es probable, porque don Joan de Austria no fué nombrado gober-
nador general de Flandes hasta muy entrado el aBo siguiente, como
lo haremos ver mas adelante. Lo que no admite du4a es que Feli*
pe 11 estaba descontento de él por su conducta ea Tónoz y por us
CAPITULO XXXVII. 4*78
aspiraciones al carácter y dignidad de soberano. Mas prescindiendo
de estas conjeturas, fué don Juan recibido en la corte sin muestras
de desagrado por parte del monarca. Pronto le veremos figurar de
nuevo en un teatro donde no le sonrió tanto la fortuna como en los
dos primeros.
CAPITÍÍU) XXXVIÍI.
Distarbios y alborotos en Genova.— Nobles antíguos.— Nobles nnevos.— Salen de k
ciudad los primeros.-^Intervíene el rey de España ^El legado del Papa.— Pacifi-
cación.—(1575-1574.)
Habiendo hecho meDcion de los distarbios que habia en Genova
cuando se proyectaba la expedición de las fuerzas españolas sobre
Túnez, creemos de nuestro deber dar una idea sucinta de aquellos
acontecimientos, omitidos entonces por no interrumpir el hilo de la
historia. No es de este sitio trazar la de aquella república, que ha
desaparecido hace algunos aDos del mapa político del mundo. Flo-
reció como otras muchas en los siglos que se llaman de la Edad me*
dia, y & excepción de Yenecia, que le era superior, ocupaba el lu-
gar preeminente. Se distíngala por el comercio, por sus estableci-
mientos marítimos, y hasta por sus conquistas, contando entre sus
adquisiciones la isla de Córcega, cuyo territorio excedía en superfi-
cie al suyo propio de la tierra firme. Degeneró su gobierno, como
sucedió en muchos estados de la propia clase, de democrático que
era á los principios, en aristocrático, no saliendo las riendas del es-
tado de las manos de las principales familias del pais, que se re-
partían el poder con exclusión de las clases inferiores. Habían tenido
relaciones de alianza con los reyes de Francia, que con frecuencia
se erigían en sus protectores^ haciéndoles pagar caro este favor, que
no les dispensaban sino á título de mas poderosos y mas fuertes.
aprruLO xxxvin. 4*75
TovieroB serios altercados con objeto de sacudir este yogo con los
reyes Carlos VIH, Luis XII y FraDcísco I, sin conseguir una eman-
cipación tan deseada. Todavía no tenian entonces un administrador
ó magistrado supremo, y en el gobierno habia en rigor tantas ca-
bezas como familias poderosas, ejerciendo la mayor influencia la i|ue
entre ellas era la mas rica ó mas servicios prestaba á los intereses
del Estado. Ocupaba en tiempo de Francisco I y Garlos V este lugar
distinguido entre los magnates de Genova, el famoso Andrés Doria,
uno de los principales marinos de aquel tiempo. Ayudaba á Fran*
cisco I en sus guerras con sus galeras y gente de mar; pero ha-
biéndose indispuesto con este soberano, se pasó al servicio del em-
perador, y en seguida al de su hijo, en el que se mantuvo hasta su
muerte, habiéndoles mostrado la mayor fidelidad en cuantas em-
presas se le encomendaron. Siguió su ejemplo su sucesor Juan An-
drés Doria, según acabamos de ver, en las últimas guerras entre
los príncipes de la liga y el Gran Turco. Se reconocía á Felipe II
como protector de Genova, y bajo sus auspicios se habían hecho
algunas reformas en el gobierno del Estado, siendo entre otras la
creación de un Dux ó duque que ejercía las funciones de supremo
magistrado. También se habia introducido la innovación de agregar
algunas familias poderosas que llamaban de nobleza nueva, á las
antiguas que estaban en posesión de ejercer exclusivamente los prin-
cipales cargos públicos. Comenzaron, pues, los disturbios por las
rivalidades entre estas dos clases de nobleza, pugnando las prime-«
ras por no ceder, y las segundas por participar en todo de sus pre^
rogativas. Lascosas llegaron & términos, que el rey de Espafia creyó
ser necesario mandarles embajador extraordinario á fin de arreglar
sus diferencias. Echó para esto mano de don Juan de Idiaquez, á
quien acompasó don Sancho de Padilla, que débia quedar de em-
bajador ordinario cuando se verificase la salida del primero. Llega-*
ron los dos á Genova á mediados del aSo 1573, y fueron muy bien
recibidos de todas las clases de la nobleza, sobresaliendo entre to-
dos el mismo Dux recien electo. Habia salido este alto funcionario
de entre las filas de los nuevos nobles, con lo que habia quedado
muy contenta esta parcialidad y muy disgustada la contraria. Se
hallaban por entonces algo sosegados los ánimos; mas se temian
naeyos disturbios á la próxima elección de los principales cargos
públicos. Pretendían los antiguos nobles que de todos modos les
asegurasen la mitad de estas grandes dignidades; mas sostenían los
i76 HISTOBU DB nUPB 11.
nuevos, que puesto que ias clases se babiafl igualado» se nocctesm
todos los individuos para que de entre ellos saiiesea indístÍDtaBienU
los electos. Los primeros se obstinaron en llevar adelante su rew-^
lucíon; tan desconfiados estaban de obtener en caso contrario la
igualdad, y mucho menos la preponderancia.
Se agitaban estos dos partidos con aquella vivacidad que se ha
visto y se verá siempre cuando unos pugnan por conservar aoti-
tiguos privilegios, y los otros aspiran á participar de ellos ó á ar-
rancárselos. Era conocida la parcialidad de los antiguos nobles coo
el nombre de Portal de San Lucas, y la de sus rivales con la de
Portal de San Pedro, por las dos localidades en que celebraban re-
gularmente sos conferencias. Tenían los primeros á su favor el ma-
yor numero de propiedades, las simpatías de los principes vednos
como el duque de Saboya y el duque de Florencia, sin contar cob
el virey de Milán. Contaban los nuevos nobles con las clases popa*
lares, tan celosas siempre de las prerogalívas y de los privilegios
do que se hallan las altas revestidas. Era hasta cierto ponto una
especie de lucha entre el privilegio y la igualdad, entre la ansie-
craeia y el partido democrático.
Propendía, como es de suponer, el embajador extraordinario es-
pañol, á la clase de la aristocracia, pues tales eran los sentimien-
tos que abrigaba el rey de España; mas como le convenia ser coa-
dliador, trató de arreglar por de pronto la dispata que se habia
suscitado con motivo de la elección de los oficios. Por sus consejos
se decidió que cada dia de las elecciones recayesen los nombramien*
tos alti^oativamente en las dos parcialidades, y que ningún nueva-
mente elegido pudiese entrar en funciones hasta que tuviese un
compafiero de la otra parcialidad, para que resultase de ese modo
un equilibrio de influencia y de poder, que era á lo que unos y
otros aspiraban. Así se verificó en efecto, y por todo el afio de 1573
se mantuvo quieta Gónova sin ningunas turbulencias. En cnanto
al rey de EspaDa, satisfecho de los servicios de don Juan de Idia-
quez, determinó que se quedase de embajador en Genova, coofi-
riendo á don Sancho de Padilla el mando del castillo de Milán, ea
reemplaso de don Alvaro de Saode, ya difunto.
El aDo siguiente, de 1574, se renovaron las agitaciones entre Ua
dos parcialidades. Además de la animosidad naturalmente encen-
dida entre ambos partidos, no faltaban quienes desde afuera afa-
diesea pábulo al encono. Por lo mismo que el rey de Bspaüa pro-
€iFnui.o xxxvm. 417
tegn á la idta arigtooreda, anxitíaba por debajo de mano el rey de
FraDcm á \u clases populares. En Milán tenía siempre dispuestas
algunas fuereas militares el virey, para caer sobre Genova cuando
fuese necesario. Las mismas disposiciones manifestaban los duques
de Saboya y de Florencia, siendo bien piábiíco cuál de las dos par-
cialidades de Genova era objeto de su simpatía. Se irritaron con
esto los del partido popular, y acusaron á los pobles de llamar á los
extranjeros con diversos pretextos, y entregarles después las armas
de que estaban haciendo acopios en sus casas. Fuese esto cierto ó
no, se hicieron también con armas sus contrarios. Eran las apa**
rieacias todas de venir á las manos unos con otros; mas por la io-^
fluencia de 4on Juan de Idiaquez se hizo salir de Genova á los ex-*
traineros, y se mandó que los que se habían hecho con armas las
entregasen, para cortar este germen de desconfianza y suspicacia.
Quedó 1^ ciudad tranquila, aunque solo en la apariencia; mas te-
merosos algunos de los antiguos nobles, se salieron de la ciudad,
protestando contra lo que llamaban tiranía de sus antagonistas.
Como se consideraba el rey de España como el protector de Ge-
nova, se conducía su embajador don Juan de Idiaquez mas como
arbitro de las disensiones del país, que como simple consejero que
habla solo por el deseo de ser útil. Trató, pues, de que el partido
popular entrase en su deber, exponiéndole lo que debían al rey de
Espafia, el interés que teniap por lo mismo en deferir á su alta au*
toridad, insinuando al mismo tiempo los funestos resultados que
poüríao acarrearles su felta de sumisión y deferencia. Mas le fué
respandido por Bartolomé Coronado, uno de los principales del
partido popular, que el pueblo de Genova en oponerse á las usur-
padoues de los nobles, en proveer k las medidas de su seguridad,
00 se apartaba nada del respeto que el rey de EspaDa merecía, ni
se hacia indigno- de que le retírase una protección , á que por tan-
tos servictos se habían hecho los genoveses acreedores.
Habian llegado las cosas al término, que según la opinión de
muchos no podría decidirse la cuestión sino por medio de las ar-
mas. Se habían roto ya las treguas que se habían ajustado en Ge-
nova eotre las dos parcialidades, y cada día iba en aumento la
eai%rBCton de los de la antigua aristocracia. Se habian algunos re-^
tirado al campo, pasado otros á países extranjeros, y en las cortes
de Madrid, Milán, Florencia y Saboya, se quejaban altamente de
la tíraoía de sus opresores. Gontiüuaban mientras taato los apres-
ToMOi. 61
lis HISTOBIi DE FBUFB If.
tos militares de los príoeipes veeioos. El pootffice, deseoso de ter-
minar las desavenencias sin efusión de sangre, mandó á los doqnes
de Saboya y de Florencia se estuviesen quedos, y él por so parle
envió por legado á Genova al cardenal Morón, con orden de me-
diar, con todas las artes que le sugiriese su prudencia, entre las dos
parcialidades.
Se presentó en efecto el legado del Papa en Genova, mas pro-
dujo poco efecto la misión; ¡tan enconados se hallaban ya los áni-
mos! Ninguna de las dos parcialidades quería ceder: la del pueblo,
porque confiaba en la superiorídad del número; la segunda, porque
se fiaba en las simpatías de los príncipes extranjeros, entre los que
se contaba el rey de EspaOa. Sin embargo, continuaban los nobles
antiguos desterrados de Genova, y los del pueblo nombraron dipu-
tados para que en su nombre pidiesen á la sefioría que se les librase
de muchas cargas y gabelas. Con el legado del pontífice se postra-
ron poco obsequiosos, y el cardenal Morón trató de salirse de la
ciudad, cuyos disturbios, en su opinión, solo se podían ya compo-
ner por medio de las armas.
Estaba el rey católico dudoso del partido que abrazaría en se-
mejantes circunstancias. Seguía desairada su autorídad, y los de
Genova le habían faltado á la palabra de arreglar las cosas por su
arbitrio. Por otra parte, el duque de Saboya mantenía inteligencias
con los nobles desterrados, ofreciéndoles á todos los momentos el
auxilio de sus armas; y como no eran ignorados estos tratos del
partido popular, crecían las acusaciones y las desconfianzas. El
pueblo, cada vez mas animado, continuaba extendiendo la esfe-
ra de sus derechos; y aumentándose con esto el número de sus
diputados, llegaron á tener en el gobierno los dos tercios de los vo-
tos. Todos los ojos estaban fijos en la determioacton que tomaría ei
rey de Espaffa; cada parcialidad alegaba servicios pasados, y los
prometían para en adelante. Alegaban los antiguos nobles que te-
nían posesiones en los estados del rey, que habían militado en so
servicio, y pedían, para desagraviarse de sus enemigos, se les per-
mitiese hacer uso de galeras y armas. En cuanto á los nuevos no-
bles ó parcialidad popular, prometían al rey armarían galeones j
galeras, y que le servirían & sueldo como habían hecho en todas
ocasiones. Dudaba el rey entre los dos partidos, y tenia motivos
para ello. Dar á los antiguos nobles licencia para amar sus ga-
leras, comerlo pedian, era declarar la guerra civil en Genova;
GAPITDLO XXXflU. 4^9
armando los de afuera contra ios de adentro, oomprometieú-
do de este modo la persona de su embajador, que se vería en
precisión de dejar la ciudad, con grave detrimento de sus intereses.
Declarándose á favor de la parcialidad popular, era temible que
desconociese el pueblo sus servicios, ó se desenrollase demasiado el
espíritu democrático, que por ningún estilo convenia al rey de Es-
paOa. Por otra parte le interesaba mucho conservar á cualquier
precio su influencia y ascendiente en un pais que tanto le servia en
todas sus empresas marítimas. En medio de todo le alarmaba la
propensión y deseo que abrígaba el rey de Francia de tomar parte
en la contienda, apoyando al partido popular, para ejercer después
un protectorado parecido al de sus predecesores.
Las disensiones de Genova entre un partido popular que pugna
por ensanchar el limite de su poder, y una antigua aristocracia que
en sus privilegios se encastilla, fáciles son de concebirse, pues además
de estar en el corazón humano, abundan en las páginas de la his-
toria antigua, como en las de la moderna. También son fáciles
de imaginarse las pugnas, los conflictos, las acusaciones mutuas
de ambos bandos, y las disposiciones de ánimo de los príncipes ve-
cinos, atentos á estos altercados. Aquí, los antiguos nobles como á
las puertas de Genova deseosos de hostilizar por mar y tierra á la
ciudad; allí, el rey de Francia aspirando á mediar poderosamente en
la contienda: por una parte, el legado del Papa intrigando porque
se declarase al pontífice arbitro de estas disensiones; por la otra el
rey de Espafia trabajando por conservar en Genova su preponde-
rancia. No contento con la persona de don Juan de Idiaquez, creyó
dar mas fuerza á su embajador enviando en clase de extraordinario
á don Carlos de Borja, duque de Gandía, que llegó á Genova por
agosto de 1574. Para corroborar su influjo moral, hizo que don
Juan de Austria pasase á Genova con algunas fuerzas. También se
conservaba en sus intereses Juan Andrés Doria, que^á fuer de nobte
antiguo, desde^Sagona amenazaba la ciudad con sus galeras. Por
otra parte, el nuevo virey de Milán, marqués de Ayamonte, habia
recibido orden de tener fuerzas preparadas para cuando fuese ne-
cesario.
Las precauciones del rey no sirvieron al principio mas que de
excitar desconfianzas y exasperar los ánimos. A pesar de la digni-
dad de grande de Espafia de que estaba revestido el embajador ex-
traordinario, daban preferencia los de la ciudad á la persona de don
189 flISTOBU 0£ FBLIPB II.
•
Joan de Austria, que sin duda era mas conoiliador, mas sagas, mas
eoteodido eo artes de gobierno. La misma preseutacioD de don
Juan de Austria fué mirada con tanto desagrado, que le obligaroa
& permanecer fuera de la ciudad, y de este modo á tomar parte
activa en favor de los nobles desterrados. »
Mientras tanto envió el rey de Francia á Genova comisarios de
oficio ofreciéndoles protección, y basta por medio de las armas si
fuese necesario. Mas tales fueron los recelos que causó su presencia
á los embajadores de Espafia, y tales las reconvenciones que sobre
ello hicieron á la sefioría, que esta dio el paso de aconsejar á ios
franceses se retirasen de la ciudad, cuyas turbulencias en lugar de
aquietarse se aumentaban.
f Referir uno á uno los pasos que se daban por entrambas partes
para venir al logro de sus fines, las intrigas de las diversas parcia-
lidades, las desconfianzas y acusaciones de unos y otros, seria pro-
lijo y basta inútil, tratándose de tan pequeQo cuadro. Varias veces
prorumpió el pueblo en abierta sedición contra los que acusaba de
querer tiranizarle ; varias veces don Juan de Austria, Juan Andrés
Doria y los nobles proscritos, hicieron amago de invadir la dudad
con fuerza armada. Los embajadores de Espafia, que conocían las
intenciones de su amo, trataban de contemporizar y de amortiguar
el encono de los ánimos. Lo mismo hacia el legado del Papa, aun-
que siempre con la mira de dar á este el honor de ser el arbitro su-
premo de las disensiones. Mas á pesar de sus deseos de conservar la
paz, tales fueron los alborotos del pueblo y las acusaciones que se
llegaron á hacer al rey de Espafia, que los embajadores de este mo*
narca, el legado del Papa, los comisarios del emperador y otros
principes de Italia, se vieron en precisión de abandopar la ciudad,
dejándola envuelta en nuevas confusiones.
Inquieta la sefioria de esta ausencia, envió un mensiye á los em*
bajadores y demás comisarios, suplicándoles encarecidamente que
volviesen. Si la facción popular en Genova se hallaba agitada y llena
de encarnizamiento, no sucedía lo mismo á los nuevos nobles, que
contemplaban con sangre mas fria los peligros que los amenazaban.
Sus enemigos eran muchos, y llegado á declararse de una vez con-
tra ellos el poderoso rey de Espafia, no dudaban de su infalible rui-
na. Por otra parte, estaban ya algo recelosos del sobrado vaelo que
hablan tomado las clases populares, temiendo, y con razon^ que el
rigor desplegado contra los antiguos nobles, les alcanzase con el
tiempo á ellos.
GAHTOLO XXXVIU. 481
FoeroD estos temores, de qoe participabaD todos los individuos
de la seDoria, uno de los grandes elementos de la pacificación que
estaba ya tan próxima. Influyó asimismo poderosamente en ella el
miedo de que el rey de BspaOa se declarase abiertamente por una
de las dos parcialidades. Ni le acomodaba dar vuelos á la antigua
arístocrada, ni quería que el elemento democrático fuese el prepon-
derante en la república. En el equilibrio entre los dos poniael prin-
cipal asiento de su dominación y de supremo ascendiente que ejer-
cía de becho, y no titubeaba en reclamar como derecho. Si á todas
estas consideraciones añadimos que la ciudad carecía de municiones
y andaban en ella ya escasísimos los víveres, concebiremos la faci-
lidad con que se avinieron á una pacificación que todos deseaban.
Fueron los términos de la paz los mismos en que ya se hablan
convenido las dos parcialidades antes de venir á la ruptura, á sa-
ber: que se ejerciesen los. oficios por iguales partes entre los nobles
nuevos y los viejos. Para establecer desde un principio este equili-
brio, se hizo la primera elección por los mismos embajadores y co-
misarios, nombrando tantos de una parcialidad como de la contra-
ria. Fué celebrada esta pacificación por todos los interesados, con
grandísimas muestras de regocijo y entusiasmo. Hicieron su entrada
en la ciudad con todo aparato los nobles proscritos, Juan Andrés
Doria y don Juan de Austria. Se celebró la reconciliación^ de unos y
otros con un Te-Deum y una misa solemne, donde celebró el legado
de pontifical , coocluyendo con distribuir la bendición á todos en
nombre de Gregorio Xlll. Quedó por entonces Genova tranquila, y
bajo los auspicios del rey de EspaDa no fué durante todo su reinado
teatro de nuevas turbulencias.
El cuadro que acabamos de bosquejar, ni es vasto, ni abunda en
figuras que le den realce. Se reduce al amago de una guerra civil,
que 00 tuvo efecto por haberse hecho la paz antes de romperse k
viva fuerza las hostilidades. Si hemos mencionado estas turbulen-
cias, no fué sino para hacer ver la importancia del rey de EspaSa,
y el ascendiente que tenia hasta en los paises que no estaban bajo
su inmediato mando. En su mano estuvo oprimir á Genova por me-
dio de la antigua aristocracia, ó acabar con esta apoyando á las cla-
ses populares ; pero fué mas hábil su política. No pudiendo, ó no
teniendo por conveniente dominar en Genova por medio de sus ar-
mas, eligió, el medio moral mas fijo de asegurar su poder en Geno-
va, Doanteniendo el equilibrio, ó por mejor decir la rivalidad délas
182 fllSTOaU DS FBUffB IL
dos parcialidades , que le mirabaD como el arbitro supremo de 808
diferencias.
Habiendo concluido lo que teníamos que decir sobre los asuntos
de Italia y guerras en el Mediterráneo contra el turco, pasaremos á
otro teatro de pasiones, de rivalidades, de guerras abiertas, á siih
ber, los Paises-Bajos, adonde algunos afios antes babia pasado de
orden del rey el duque de Alba.
CAPlTütO XXXIX
Asuntos de los Paises-Bajos. — Salida del duque de Alba.— Su llegada á Italia — ^Mar--
cha entendida que emprende desde los Alpes hasta la frontera de Flandes. — Su en-
trada en este país y entrevista con la princesa gobernadora. — Providencias del duque
de Alba. — ^Prisiones de los condes de Egmont y de Horn. — ^Descontento de la prin-
cesa gobernadora. — Solicita esta y consigue del rey su salida de los Paises-fiajos.
Instala el duque de Alba el tribunal de los Doce.— -Rigores y castigos.— Se condena
por traidor al principe de Orange, ausente, y á otros señores flamencos que se ha-
liaban prófugos. — Preparativos mutuos para una próxima guerra. — Invasión de los
Países-Bajos. — Derrota del conde de Aremberg por Luis, conde de Nassau. — Enjui-
ciamiento y suplicio de los condes de Egmont y de Horn (1).— (1567-1568.)
Se puede decir que la partida del duque de Alba para los Países--
Bajos, dio priocipio á uoa época eo la historia de aquellas ricas po-
sesiones. Es difícil indicar la dirección que hubiesen tomado sus
negocios, á no haber adoptado Felipe 11 esta medida; mas es un
hecho que dio nuevo pábulo al fuego del descontento y odio al yugo
espaSol que profesaban los flamencos. Era imposible designar un
hombre menos popular en el pais, ni que fuese mirado con mas an-
tipatía por parte de sus grandes. Como de esto nada podia ignorar
el rey de Bspafia, se puede considerar la providencia mas como de
terror para acabar de humillar á los Países-Bajos, que de precau-
cion para tenerlos en la obediencia que le debian como subditos.
No olvidemos que eo aquella ocasión se hallaban apaciguadas las
tarbulencías, y que la princesa Margarita acababa de rogar al rey
a T - '
(1) Las mUmas aatoridadea que en los oapitaloe XXYU y XIVIIT.
484 mSTOElA DK FBLIFS II.
SU hermano qae se presentase en Flandes, no como qd sefior que
va¿ castigar, sino como un padre á quien ofrecían y dalmn garan-
tías de futura obediencia sus hijos extraviados. Mas la partida re-
pugnaba mucho al rey de EspaDa, y tratándose de subditos, sobre
todo de subditos herejes, era el carácter de padre el que menos cua-
draba con el suyo.
Fueron todas estas representaciones de ningún efecto. Contestó
el rey que si bien estaba en ánimo de presentarse en los Paises-Ba-
jos, creia mas prudente el que le pjfecediesen tropas, que al mismo
tiempo de aflanzar la sumisión del pais, aumentasen el temor y res-
peto á su persona. Que si Flandes estaba sujeto, el aparato de fuer-
zas no estaría de mas, y que en caso contrarío, seria indispensable
para tener á raya á los que intentasen promover nuevos alzamien-
tos. Mas era probable, y la experiencia lo confirmó después, que el
rey no trataba seriamente de salir, y que según su modo de juzgar
el estado del país, creyó que por ninguno estaría mejor represen-
tado en Flandes que por el duque de Alba.
Inmediatamente que fué nombrado para esta expedición, envió el
rey orden á los vireyes de Ñapóles, Sicilia y €erdefia, de que en-
viasen á Milán todos los tercios de tropas veteranas qne afli debían
ponerse á las órdenes del duque. Era preferible que emprendiese su
marcha dirigiéndose á los Paises*Bajos por lo interior de Francia;
mas pareció el paso peligroso, tanto al soberano del país, como al
de EspaDa. Temió el primero que la presencia en Francia de los es-
pañoles exasperase los ánimos de los calvinistas, creyéndolos lla-
mados para acabar de sujetarlos. Receló el segundo, que la animad-
versión con que aquellos le miraban, hiciese al rey Garlos empe-*
fiarse en algún paso hostil, tan natural por la antipatía de las d»
naciones. Para evitar conflictos y no malograr desde un principio
el objeto mismo de la expedición, se determinó que el duqoe de Al-
ba emprendiese su viaje por Italia.
Arribó este á Genova á principios del afio 1567^ y de allí pasóá
Müao, donde cayó enfermo. Mientras su convalecencia, se fteron
reuniendo todas las tropas que de las diversas partes de Italia se
habían alistado, con las que el duque de Alba habia llevado de Es^
paDa, y en julio del mismo afio pasó á todas revista esté jefe supe«
rior, en Astí. No era el ejército numeroso, pues no pasaba la fuerza
de diez mil hombres de iniantería y mil y doscientos de cai»alkría.
No habia querido el duque de Alba admitir en las filas á gente bí*
tiáPITULO XXXIX. 185
sofia, eomo penetrado de lo preferible que son buenos y póoos sol-
dados, á muchos sin disciplina y experiencia. Era la mayor parte
de la infantería toda de españoles, divididos en cuatro tercios, al
cargo de cuatro maestres de campo también espafioles; el resto se
cofflponia de soldados alistados en Ñápeles, Sicilia, en Milán, en
las islas de Córcega y Gerdeffa. Figuraban en este pequeño ejército
capitanes ilustres, tanto españoles como extranjeros, conocidos por
su pericia y valor en los combates. Se contaba entre los primorosa
Fernando de Toledo, hijo natural del duque de Alba, comendador
de Castilla, de la Orden de San Juan, y comandante de toda la ca-
ballería; Antonio de Olivera, á quien se encomendó un cargo hasta
entonces no conocido en el ejército español, á saber, el de comisa-
río general de la caballería; Carlos Davales, hijo del marqués del
Vasto; Bernardino de Mendoza; Camilo del Monte; Cristóbal de Mon-
dragon; Sancho de Avila, alumno favorito del mismo duque de Al*
ha en el arte de la guerra; Sancho 'de Londoño; Julián Romero;
Alonso de UUoa y otros varios. Entre los italianos, Chiapino Yitelli,
que era maestre de campo general; Francisco Paciotto de Urbino,
muy entendido en fortificaciones, y que pasaba por el primer in-
geniero de aquel tiempo; Cabrio Serveloni, general de la caballería;
Gurcio, conde de Martmengo; Nicolás Bastí, con otros de no poca
nombradla. Se dividió el ejército en tres trozos, capitaneados: el
primero por el mismo duque de Alba; el segundo, por su hijo don
Fernaodo de Toledo y Sancho de Londoño; y el tercero por el maes-
tre general de campo Vitelli. Cuidó el duque de Alba de introducir
en este ejército el orden mas exacto, la disciplina mas severa, y de
uno y otro se dio el mayor ejemplo, en la marcha dilatada que tu-
yo que hacer hasta llegar á su destíno. Iban delante Francisco I bar-
ra, proveedor del ejército, y Gabrio Serveloni, con objeto de reco-
nocer los caminos, hacer los alojamientos, y preparar los víveres
oecesarios, observándose el método de pernoctar en el mismo pun-
to consecutivamente los tres cuerpos. Emprendió su camino con di-
reccioD al monte Cenis, y pasó á la Saboya por la misma ruta que
cerca de diez y ocho siglos antes habia emprendido Aníbal. Con-
tinuó su marcha por la frontera oriental de la Borgofia y por la oc-
cidental de la Lorena, teniendo gran cuidado de no atravesar el ter-
ritorio perteneciente al rey de Francia. Observaba sus pasos por la
i7^uierda un cuerpo de cuatro mil franceses mandados por el ma-
ríscat de Tavannes, 4 fin de impedir toda violación de territorio. Lo
^ Tomo I. 6Í
186 EISTORU Dfl FBLIPE H.
mismo hizo por la derecha un cuerpo de gioebrinos, temiendo una
sorpresa del general espaDoI; mas tal fué la circunspección del du-
que de Alba, que no ocurrió el menor choque en el camino. Para
encarecer la disciplina observada por los espaOoles en tan larga mar-
cha, se cuenta que no ocurrió en toda ella mas desorden que el ro-
bo de tres reses, que costó la vida á sus autores.
Con la aproximación del duque de Alba á los estados de Flan-
des, crecieron las inquietudes y los medios de los que tanto se ha-
bian asustado con su nombramiento. Fué la princesa gobernadora
la que mas se incomodó al ver que ¿ pesar de sus representaciones
se realizaba al fin la llegada de un ejército y de un jefe que en su
opinión iban á causar al país tan grandes males. Además de la
carta escrita al rey de Espafia, de que hemos hablado anteriormen-
te, le habia escrito otras exponiéndole siempre los gravísimos ma-
les que iban á seguirse del envío de un ejército. Algo habia cal-
mado Felipe II sus temores, anunciándola que á la llegada de so
ejército seguiría la de su persona, previniéndola que tuviese dis-
puesta una flota para salirle á recibir cuando tuviese la noticia de
su próxima salida. Mas sin duda el rey de Espafia anunció lo que
no estaba en su mente ejecutar, como así lo hizo ver el resultado;
por lo menos ya estaba la princesa Margarita desesperanzada de su
arribo, cuando la presentación del duque de Alba, en el territorio
de los Paises-Bajos. Así nada pudo suavizar en su ánimo caanlo
tenia de amargo para ella, la llegada de tan terrible personaje.
Hizo su entrada el duque de Alba en los Paises-Bajos con toda
la pompa y esplendor que le daban su cargo importante, y el ejér-
cito lucido, aunque no muy numeroso, que le acompasaba. Reci-
bió en Luxemburgo el refuerzo de dos coronelías ó regimientos de
alemanes. Salieron muchos grandes del pais á recibirle á la fron-
tera; unos por afición, los mas de miedo; tal era la aprensión que
en general causaba su presencia.
Distribuyó el duque la mayor parte de sus fuerzas en diversos
puntos, destinando una fuerte división á la plaza de Amberes, cayo
gobierno se encargó á Londofio. Con la que restaba, hizo so en-
trada pública en Bruselas, imponiendo respeto á la muchedumbre^
y pavor á cuantos tenían algún motivo para augurar mal de su lle^
gada. Seguido de un acompaOamiento lucido y numeroso, se pre-
sentó en el palacio de la princesa gobernadora, quien le recibió con
toda la ceremonia debida á su carácter. En presencia de la corte en «
CAPITULO XXXIX. 487
tregó el duqae á Margarita el despacho ó provisión real que le
nombraba jefe supremo y director de todos los negocios militares y
de guerra en los Paises**Bajos, dejando intacta la autoridad de la
princesa en los ciyiles. Mas cuando quedaron solos para conferen*
dar en privado, le ensefió otras instrucciones en que las facultades
del duque resultaban ser mas amplias que en el despacho ostensible,
pues no solo se le confiaba el gobierno absoluto de las armas, sino
poder para levantar fortalezas, deponer autoridades, y. entender en
las causas de los alborotos pasados y castigo de los delincuentes.
Todavía no satisfizo entonces el duque de Alba la curiosidad de
Margarita en un asunta que tanto le importaba, pues habiéndole
preguntado la princesa si tenia mas que exponer, le respondió el
general espaQoI que aun le quedaban muchas cosas que decir; mas
que las iría manifestando poco á poco, según ocurriese la ocasión,
no pudiendo comunicarlas todas en su conferencia.
Debió de considerar Margarita de Parma desde aquel momento
como nula su autoridad en los Paises-Bajos. De tan amplios pode-
res conferidos al duque de Alba, se quejó amargamente al rey, ha-
ciéndole ver por la tercera ó cuarta vez las calamidades de que iba
á ser objeto el pais, con el despliegue de una fuerza y de un rigor
innecesarios en aquellas circunstancias. Mas Felipe II habia tomado
su partido. Sea que hasta entonces estuviese satisfecho ó no de la
conducta y política de la princesa gobernadora, creyó que el duque
de Alba sería un órgano mas fiel de sus voluntades y opiniones. La
misión del duque no era pues de calmar, de reducir los ánimos á
la obediencia por la via de templanza y consideraciones, sino de
inspirar terror por medio de castigos. Ninguno habia mas capaz de
satisfacer estas miras que el duque de Alba, hábil capitán, jefe in-
flexible, católico intolerante, despótico por carácter, por educación
y por príncipios. Los de su mando fueron castigar y sujetar á los
rebeldes, exterminar, si era posible, á los enemigos del catoli*
cismo, y producir por todas partes escarmientos.
Creyó oportuno el duque de Alba comenzar sus medidas de rigor
con los grandes del pais, promotores principales, en su opinión, de
los pasados alborotos, resortes activos, tanto en secreto como en
público, de la impopularidad y hasta del odio con que era mirado
el rey de Espafia. Eran ios principales objetos de su animadversión
los condes de Egmont y Horn, que hablan hecho el principal papel
después del príncipe de Orange. Para hacerse duefio con qas foci^
1
488 msTOBiA Ds fsupb n.
lidad de sos personas, convocó los principales grandes á Bruselas,
á fin de conferenciar con ellos sobre los negocios del Estado* No
sospechó nada el conde de Egmont, hombre sencillo, incapas de
suponer en otros sentimientos que su pecho no abrigaba; pero el de
Horn, mas cauto, se mantenia á mayor distancia del general espa-
ñol, del que tanto desconfiaba. En vano trató de inspirar al otro
sus temores; en vano le hizo ver el peligro de asistir adonde los
llamaba el duque de Alba. Insistió el primero en su resolución, y el
conde de Horn se vio en la precisión de acompasarle.
Se verificó la conferencia por noviembre de 1567, y en el pala-
cio de Bruselas se reunieron los grandes que había convocado el
duque de Alba. Babia tomado este todas las providencias oportunas
para dar su golpe con mas seguridad, poniendo guardia de espaDo-
les al mando de Sancho de Avila, que gozaba de toda su confian-
za. Después de haber hablado á los grandes de cosas generales,
llamó á un cuarto vecino al conde de Egmont, y le dijo con acento
entre airado y grave: «Sois preso por orden del rey, entregadme
vuestra espada.» Turbado el conde con este golpe inesperado, mas
sin perder su entereza, respondió: «Obedezco la orden del rey;
aquí está mi espada, que tantas veces se ha desenvainado en su
servicio.]) Mientras se verificaba la prisión de Egmont, se practi-
caba lo mismo con el conde de Horn por capitanes adictos al du-
que, y en seguida fueron ambos conducidos al castillo de Gante,
donde quedaron encerrados.
Mientras estas prisiones se verificaban, tomaban las tropas de la
guardia del palacio todas las medidas que podian imponer á la mu-
chedumbre, haciendo despejar las calles inmediatas. Por el pronto
no se quiso creer en Bruselas este paso contra personas que mere-
cían y habían alcanzado la popularidad del pais; mas pronto se di-
sipó la incertidumbre, cubriéndose de luto la ciudad con esta noticia
inesperada. El terror que inspiraba. El duque de Alba hizo com-
primir en el silencio estos sentimientos de dolor y de desesperacioD,
consolándose al mismo tiempo muchos con la idea de que el prin-
cipe de Orange habia sabido evitar la suerte de sus compafieros, y
que probablemente se veria pronto con los medios de venir á liber-
tad al pais de la servidumbre dura que le amenazaba.
La princesa Margarita, sin cuyo conocimiento se hablan hecho es-
tas prisiones, se llenó de indignación cuando se las comunicó de ofi-
cio el duque de Alba, manifestándole que no se le habia dado j^vio
CAPÍTULO XXXIX. 189
atiso, por evitarle el odio de que hubiera 8Ído objeto la princesa eo
el pais, á ser ejecutadas de su orden. Mas do templó esto el reseu-
tiffliento de la gobernadora, penetrada mas y mas de lo falso de su
posición, y convencida de que no ejercía en el pais mas que una au-
toridad nominal, indecorosa para su persona. Hizo con este motivo
una exposición al rey de EspaBa, en que sin quejarse de nadie, le
pedía encarecidamente la exonerase de un cargo en que había per-
dido su salud, y para cuya continuación le faltaban ya las fuerzas,
quebrantadas con los cuidados y afanes que le habían causado tan-
tos conflictos de que había sido Flandes teatro en los nueve afios que
llevaba de administración, haciéndole ver al mismo tiempo que ya
era inútil su persona, estando revestida con tan grandes cargos la
del duque de Alba. Para acabar con este asunto, aunque nos ade-
lantemos un poco en el orden cronológico, diremos que el rey aco-
gió con todo favor esta exposición, como quien deseaba probable-
mente deshacerse de la persona de la princesa Margarita. Así accedió
á su súplica, y la escribió una carta muy atenta en que la daba las
gracias por lo bien que se había conducido en la administración de
los Paises-Bajos, concediéndole permiso para retirarse á Italia. Con
esta licencia dirigió Margarita á los estados una carta de despedida,
entregando el mando al duque de Alba; y acompa&ada por este hasta
la frontera, tomó el camino de Parma, donde la aguardaba su ma-
rido Octavio.
Se sintió macho en Flandes la salida de la duquesa de Parma, por
la comparación entre su persona y la del gobernante que la sucedía.
Aun prescindiendo de esta consideración, es un hecho que la prin-
cesa Margarita desplegó tino en su administración, y que no era ex-
trafia á las artes de gobierno. Convienen todos los historiadores en
que estaba adornada esta mujer de prendas varoniles, y alegan co-
mo una de las pruebas, que se hallaba sujeta á los achaques de la
gota. La asociación del cardenal Granvella, en lugar de aliviarla el
peso del gobierno, no hizo mas que crearla nuevos embarazos, por
la odiosidad de que fué blanco la persona del prelado. Colocada en-
tre tantas pasiones é intereses, que mutuamente se chocaban y ex-
cloian, tuvo que valerse de gran circunspección, y no pocas veces
que recurrir al disimulo. Necesitó ser astuta y sagaz, fingir simpatías
y hasta antipatías, según lo pedia la ocasión, pues si faltó muchas
veces á la sinceridad, del mismo modela trataban hasta los que mas
se la vendían por amigos. Fué activa eo su gobierno; no perdió d^
490 HISTORU DB FBLIPE U.
vista nada de cuanto podía interesarla; no era descuidada en emplear
espías para saber los pasos, tanto de los amigos como de los ene-
migos, y no perdonó ocasión de informar al rey del verdadero estado
de las cosas. Gedia á la tempestad cuando no tenia fuerzas para com-
batirla. Inmediatamente que podía recuperar el ascendiente, usaba
de su superioridad y no era remisa en oprimir con mano fuerte & sos
contrarios. Fueron sus últimos consejos al rey dictados por el espí-
ritu de la prudencia, y si se mezclaba en ellos su propia personali-
dad, redundaban mucho mas en el bien del país y en los verdaderos
intereses de su hermano. El mejor elogio de la princesa de Parma es
la administración de sus tres primeros sucesores en el gobierno de
los Países-Bajos; y sí algo la pudo consolar del desvío ó ingratítad
del rey, debieron de ser las desgracias que produjo en Flandes la
presencia del hombre á que la había pospuesto.
Fué la prisión de los condes de Egmont y de Horn una medida de
rigor, pero no un acierto. Si el duque de Alba hubiese cogido en el
palacio de Bruselas todos los magnates de los Países-Bajos que in-
fluían en la muchedumbre, se podría tal vez decir que había cortado
de una vez todas las cabezas de la hidra; pero los mas de estos gran-
des estaban prófugos; el principal, que era el príncipe de Orange,
se hallaba salvo en sus estados de Alemania. Por eso el cardenal de
Granvella, á la sazón en Roma, al saber la prisión de los dos con-
des, preguntó si entre ellos se hallaba el Taciturno, y al decírsele
que no, repuso: «No ha pescado gran cosa d duque de Alba;» di-
cho agudo y sentencioso, que anunciaba claramente el resultado que
iba á tener aquella providencia tan á medias.
Después de la prisión de los dos condes fué instalado por el duque
de Alba un tribunal especial, compuesto de doce individuos, para
entender en las pasadas turbulencias, llamado con este motivo el
tribunal de rebeliones y castigos. En el público se conocía mas co-
munmente con el nombre de tr^ml de sangre, por la mucha que
vertía. La mayor parte de sus individuos eran espaQoles, y el resto
se componía de algunos personajes del país , encarnizados SDemigos
de todos los agitadores. Era su presidente el mismo duque de Alba;
el que dictaba definitivamente las sentencias, pues los otros jueces
no tenían en cierto modo mas que un voto consultivo. Citó el tri-
bunal por orden del duque á Guillermo de Nassau , prf Dcipe de
Orange, Antonio LaQí, conde de Hogstrart, al conde de Gulembur-
go, Florencio Palanti, á Guillermo, conde de Bergues, 6 Eoriquede
CAPITDLO XXXIX. 491
Brederode y otros sefiores fugitivos, para que vÍDiesen á responder
á los cargos que se les hacían. Mas ellos respondieron desde afuera
por medio de un escrito, que siendo caballeros del Toisón de Oro,
solo podian ser juzgados por el rey y por sus pares. Afiadió el prín-
cipe de Orange el paso de dirigirse al emperador y á los príncipes
del imperio, haciéndoles ver lo comprometido de su dignidad en per-
mitir que el duque de Alba pasase adelante con su tropelía. Mani-
festaron en efecto estos príncipes al gobernador espaOol la excep-
ción en que se bailaban los grandes prófugos para ser juzgados por
un tribunal ordinario; mas el duque de Alba contestó, que tales
eran las órdenes del rey, y que no podia menos de llevar & su de-
bido efecto. No habiendo comparecido, pues, los prófugos, dictó el
duque la sentencia que los condenaba á la pena de traidores, é hizo
conducir á EspaOa al conde de Burén, hijo mayor del principe de
Orange, cursante en la universidad de Lobayna, sin que su corta
edad de trece años, ni los privilegios de la universidad^ pudiesen
detener el golpe de aquella mano airada.
No fueron aquestos nobles las solas víctimas de los rigores del
tribunal de sangre. Algunos otros fueron cogidos y decapitados en
Bruselas y otros puntos, por haber hecho gran papel en las pasa-
das turbulencias. Murieron algunos después de haber abjurado el
culto nuevo y restituidose al seno de la religión católica. Persistie-
ron otros en sus nuevas opiniones, con no poca indignación y es-
cándalo de los católicos celosos, y al mismo tiempo edificación y
simpatía por parte de los que sus mismos principios abrigaban,
como sucede en toda lucha de partidos, sobre todo cuando están en
pugna creencias religiosas.
No eran solo objeto del rigor del tribunal de sangre los magnates
y los grandes, sino les hombres de las clases medianas, y hasta de
la misma plebe. Cuantos eran conocidos por haber tomado parte en
los pasados disturbios, en el saqueo y destrozo de los templos; cuan-
tos pasaban por instigadores ó motores del desafecto que se profe-^
saba al rey ; cuantos estaban indicados por su profesión abierta ó
adhesión al nuevo sistema religioso, fueron objeto de las pesquisas
y blanco de los castigos fulminados por un tribunal que parecía se«
diento de venganza. Así se hallaba el país entero sobrecogido de
terror, y se contaban por miles los individuos que por librarse de
la persecución buscaban asilo en Inglaterra, en Francia y otros paí-
ses extranjeros. Había sido proscripto con las penas mas duras
I9t mSTOBIA DK FKLIPI íí.
cuanto tenía basta la apariencia de caito protestante; pero estas me-
didas de rigor, que parecía debían aplicarse solo á lo que entonces
existiese, tenia efecto retroactivo por excesos pasados, que la polí-
tica de la princesa Margarita babia sepultado en el olrido.
Era la guerra inevitable. Los proscriptos hacían por todas partes
preparativos de una invasión en los Países Bajos. Ponía en obra el
principe de Orange todos, los medios que le sugerían su genio, su
ambición y sus conexiones con los príncipes del imperio. No se
descuidaba por su parte el duque de Alba, impertérrito en medio
del peligro, y no cejaba un punto en la carrera de rigor é ínflexi-
bilidad que había empezado. Entre sus medidas de seguridad se
cuenta la construcción de la cindadela de Amberes, en que se em-
plearon mas de tres mil hombres. Fué dirigida la obra por Paciotto,
que pasaba por el primer ingeniero, de su tiempo, y se repata
hoy como el creador de la fortificación moderna. El castillo de Am-
beres, erigido mas bien para sujetar y reprimir á la ciudad, que
para defenderla contra sus enemigos exteriores, ha sido la primera
de las obras fuertes de este género, y como tal servido de modelo
á otras muchas que en el discurso de muy pocos aDos se erigieron.
Cada uno de sus cinco baluartes, pues (ieoe la figura de un pentá-
gono, llevaba el nombre de algún grande personaje, habiendo re*
cibido uno el duque de Alba, y otro el de Paciotto, su ingeniero.
Se aguardaba de un momento á otro la invasión de los proscrip'*
tos. Los prófugos trataron de penetrar por el país, unos por el me-
diodía y otros por el norte. Fué sin duda el plan del príncipe de
Orange llamar la atención del duque de Alba por varios puntos &
la vez, en lo que -procedía con prudencia; mas no nos parece ha-
bilidad el que dejase de entrar al mismo tiempo con todas las fuer-
zas que mandaba; pues cuanto mas numeroso fuese el ejército in-
vasor, mas impresión favorable baria en sus amigos, y mas impon-
dría al duque de Alba. Tal vez no estarían completos los prepara-
tivos del ejército que organizaba; tal vez querría probar fortuna
con ensayos parciales, sin exponer mucho su persona. Dejando
aparte estas consideraciones, bástanos saber que los que enbraron
en Flandes por el lado de Francia fueron desbaratados sin grande
resistencia, por el capitán espaOol Sancho de Avila y un cuerpo
enviado por Garlos IX en auxilio de los espafioles. No cupo igual
suerte á los que invadieron el país por la parte opuesta, mandados
por Luis de Nassau, hermano del principe de Orange. Salió 4 sa
CAPITULO \XXTX. 498
encuentro el conde de Aremberg, gobernatlor de Frisia; le aguar-
daba el de Nassan en una faerte posición, cubierto con un monte
por la espalda, apoyados sus flancos en bosques intransitables, y
con un terreno pantanoso al frente. Teoia además oculta una gran
parte de sus tropas, para acometer de improviso á los espaDoles,
si cometian estos la imprudencia de atacarle. Tal pareció el acto al
duque de Aremberg, jefe de habilidad y de experiencia. Mas se cen-
suró en el ejército su circunspección, tacb&odola de cobardía, y ésto
fué bastante estímulo para que el general espafiol arriesgase, con-
tra su propio dictamen, una batalla, cuyos resultados preveía. Los
espaOoles atacaron llenos de entusiasmo, contando con un triunfo
muy seguro; mas empeOados en un terreno pantanoso con las tro-
pas que tenían al frente, se vieron acometidos de flanco, por las
que estaban en celada. Al desorden causado por esta embestida se
siguió una derrota completa, y habiéndose puesto en fuga los que
no cayeron en el campo de batalla, dejaron en poder del enemigo
ün gran número ¿e prisioneros, las banderas, los equipajes y la
artillería, donde figuraban seis piezas grandes, conocidas con los
signos de música, ut, re, mi, fa, sol, la. Quedó entre los muertos
el conde de Aremberg, cuya pérdida fué muy sentida de todos, y en
especial del duque de Alba.
En vista de un desastre que podía ser seguido de fatales resulta-
tados, resolvió moverse en persona el gobernador general con di-
rección á Frisia; mas no queriendo al parecer dejar enemigos por
su espalda, y considerando como tales á los condes dé Egmont y de
Horn, á pesar de bailarse presos, aceleró su enjuiciamento, no cre-
yéndose seguro, mientras la vida de los dos cautivos pudiese infun-
dir ánimo en sus numerosos partidarios.
Mandó pues el duqne de Alba proceder con toda actividad al en-
juiciamiento de los condes. Se les hicieron los cargos dé querer
echar al rey de los dominios de Flandes; de haber solicitado la ex-
pulsión del cardenal Granvella; de haber instigado á los enemigos
del gobierno espafiol en la resistencia que oponían á las providen-
cias de la gobernadora; de no haberse mostrado enemigos declara-
dos de los confederados, ó sea mendigos; de no haber dado fuerte
auxilio á los gobernadores ó magistrados contra los saqueadores de
los templos y destructores de sus imágenes; en fin, de ser ocultos é
indirectos enemigos del rey de Espafia, aunque sin alzar contra él
abiertamente un estandarte. Concluyó el fiscal por la pena demuer-
ToMo I. 63
494 HISIO&U DB F&UPB U.
te, como traidores y reos de lesa majestad, y cQDfiscacion de sus
bieDijs, & coosecueocia de este crioieo. CoatestarpA los coadesfA
respuesta á estos cargos, protestando contra la iocompeteaciadesu
tríl)UQai, alegando que como caballeros del Toisón de Oro, no po-
dían ser juzgados por el rey y el colegio de los de esta Orden. Con
es({^ salvedad, dijeron en descargo, que jamás habian sido enemi-
gos del rey, ni queridp despojarle de su dominio de los Paises-Ba-
jos; qutí jarnos habian obrado nada eo . perjuicio de sus intereses,
ni tomado parte por sus enemigos, y los perturbadores de la paz y
el orden público; que si no se hablan mostrado efiemigos declara-
dos de los confederados, y otros que desaprobaban las providencias
del rey, habia sido por servirle mejor, eiijipleando vias de concilia-
ción, preferibrles, en su concepto, á las del rigor y del castigo. Res-
pondieron, en Gn, lo bastante para ser absueltos en la opinión ge-
neral, que tanta simpatía mostraba hacia !$us personas, y achacaba
al rencor y ferocidad del duque de Alba el rigor con que eran tra-
tados; mas no para satisfacer al tribunal, ni menos al duque, quieo
en nombre del rey, por su especial autoridad, para ser caballeros
del Toisón de Oro, los condenó á ser degollados por manos del ver-
dugo. Inmediatamente los hizo conducir de Gante á Bruselas, don-
de debía verificarse la sentencia.
M ser comunicada á los dos condes, ya de regreso en la capital,
manifestaron extraDeza, pues no creían que llegase á tanto el odio
de sus enemigos y la animadversión del rey; pero no por eso se
abatieron, y como varones esforzados y cristiaqos se prepararon á la
muerte. Eo aquellos tristes momentos escribió el conde de Egmont
una carta al rey en lengua francesa, que por lo sentido de sus ex-
presiones y lealtad que respira, merece ser mencionada por todos
los historiadores. Dice así, sobre poco mas ó menos: «SeCor: Ha-
jobeis tenido á bien que sea condenado á muerte un subdito y cria-
ndo vuestro, que jamás dedicó á otra cosa su ánimo y sus fuerzas,
»que á serviros. Da testimonio todo lo pasado de que, en ningún
«tiempo ahorré mis trabajos ni mi hacienda en vuestro obsequio, y
»que expuse á mil peligros la misma vida, que nunca estimé en
x>tanto, que no la hubiese cien veces trocado de muy buena gana
vcon la muerte, sí acaso en la menor cosa pudiese ser á vuestra
]»grandeza de embarazo. Por esto no dudo que, después de haberos
«enterado bien de lo que aquí se ha hecho, reconoceréis con cuan-
fio agravio se ha procedido conmigo, cuando os hicieron creer de
494
HlSlOaU Dfi PfiUPB u.
te, como traidores y reos de lesa majestad, y coDfiscacion de sus
hieufiSy k coDsecueocía de este crioie». CootestarAO los ccodes m
m<iniiA0Ío
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GáPfTuta xxxtu. 199
i^tAf, lo que m fte pensado*. De esto Itamo por testt^ ft DkM, y le
»pidd, qoe si en algo he faltado á las obligaciooes que creí teoer al
3f>r6y y á las provincias, castigoe á esta alma, que ante sa tribunal
x»ser& hoy mismo presentada. Y'asi os suplico, sefior, no habién-
»ddos de suplicar ya mas, que en retribución de mis trabajos y
»sertídoií, tengáis alguna compasión de mi mujer y de mis once
»hijo9 y criados, qué dejo encdutendadM á algunos pocos amigos.
ii>Tettiendo fnor cmrtcf que por voaifm «Mural clemencia lo haréis,
i>i/úf k padecer la muerte, que redbo i^signado, cierto, de que con
««Bte Ai fin se satisfará á muchos. En Broselás á 5 de junio á las
y^ost horas de la ndche, aOo 1568. De V. M . muy humilde, fiel y
«obedientA ^bdito, y criado preparado para morir. Lamoral, conde
«der Bgmont. »
Entregió^ el conde de Egmont ésta carta al éfeispo de Iprés, que le
asiiátia en sus últimos momentos, ¿ fio de que fuese dirigida al rey,
y al dia siguiente salió acompañado de su confesor i la plaza pú-
blica de Bruselas , donde estaba preparado y tendido ^ negro su
cadalso. Subió á é) con paso firme , y se arrodilló sobre un almo-
hadón que delante de un Crucifijo de plata fe teniao dispuesto. Des-
pués de un rato de oración, pasó á manos del verdugo, que' le cor-
tó la cabeza, cubriendo en seguida el cadáver con un manto , á fin
de que no fuese visto del conde de Horo, que iba á sofrir la misma
suerte. Mas no se le ocultó k este lo que acababa de ocurrir, y cía*
vando sus ojos cMorosamente en el etierpo cubierto de m amigo,
pasé igualmente á arrodíllarae al pié del Crucifijo, y de aquí á mag-
nos del verdugo. Clavaron las cabezas en escarphM de hierro , y
después do permanecer expuestas á la vista del público por espa-^
ció de dos horas, se trasladaron los cadáveres á la iglesia mas pro-
xiolft, en que se les dio decente sepultura. Presenció todo el pueblo
de BniMlas con lágrimas, con sentimientos de terror é indignación,
con ardientes deseas de venganza, tan lúgubre espectáculo, que iba
á ser seguido de toda suerte de calamidades.
Gmik|uiera que sea el colorido que el espirito de pasión ó de par-
tido dé á estos hechos, basta su autenticic^ ))ara que el hombre
dottáo de una sana razón los coloque en el sitio que merecen. Per-^
tenecían los dos cotfdes á las familias maa ilustres del pais, enlaza**
das con otras de igual rango en Francia y Alemania. Los servicios
qa& el conde de Bgmont había hecho á Carlos Y y á su hijo eran
196 mSTQRU PK IKUFK U.
tales, qaeiÚDgun monarca podía desconocerlos , sin nota de negra
ingratitud ó sobra. de iojosticia. De carácter firanco y demasiado co-
municativo, si pudo cometer algunas imprudencias de palabra, ja-
más babian deswentído sus bechos . los sentimientos de lealtad y
fidelidad que profesaba al rey dei Espa&a. No podia un sefior fla-
menco, de grande influencia en el pais , aprobar explícitamente la
política de este monarca, con respecto, al gobierno de su patria. Se
mostró enemigo del cardenal Granvella : reprobó los edictos relati-
vos al establecimiento de la Inquisición , fulminados tan impruden-
temente en la corte de Madrid;, no se mostró enemigo declarado de
los mendigos, pero en todos cuantos lances se yió comprometida la
autoridad del rey, tomó parte en su defensa, como cüimplia á uq
buen subdito^ ó sea vasallo, como entonces se decía. No se mostaró
protestante , ni abogado protector de los que la nueva secta profe-
saban. Una prueba de lo satisfecho que estaba de haberse condu-
cido bien es, que á pesar de que no podia serle desconocido d ca-
rácter severo y suspicaz del rey, no siguió el ejemplo del príncipe
de Orange, cuando supo el nombramiento del duque de Alba, para
el gobierno general de Flandes. Fué su solo crimen el no haberse
mostrado siempre instrumento y ciego aprobador de todas las dis-
posiciones del rey, y haber visto los asuntos del pais con los ojos
de un flamenco y no de un espafiol, á quien podían ser indiferentes
el bienestar y prosperidad de los Países-Bajos. Fué bastante este
crimen para sepultar en el olvido sus grandes servicios, y hacerle
perder su cabeza en un cadalso á la edad de cuarenta y seis afios,
dejando once hijos huérfanos, como en razones tan sentidas mani-
festó en su última carta al rey de Espafia. No rodeaba tanto brillo
á la persona del conde de fiorn, aunque también se le puede con-
siderar como eminente personaje. Murió de cuatro afios mas de edad
que el de Egmont, y tampoco en toda su vida había mostrado otros
sentimientos que los que distinguían á su compafiero. Debe pues la
historia imparcial considerar el suplido de 1<ks dos, como uno de
aquellas atrocidades que solo puede disculpar el espíritu de fanatís-
nH), ora civil, ora religioso, que en todas épocas, y sobre todo en
aquella distinguía á los soberanos y á los pueblos; y hay que tener
presentes, que en este hecho tuvo tanta y mas parte el rey que su
lugarteniente. De todos modos, aun mas que atrocidad, debe ser
considerado en política come enorme desacierto. Encendió este so-
CAPITULO XXXIX. 497
plício de nuevo las llamas de la discordia y de la guerra; y si es
verdad, como dicen algunos historiadores, y es muy probable, que
en la sangre de los dos cadáveres mojaron muchos habitantes de
Bruselas sus pafiuelos, se puede decir que fueron estos otros tantos
pendones de insurrección y de venganza.
^i«W
CAPITULO Xt.
Continuación del anlerior.^Sale el duque de Alba de Bruselas en busca del conde de
Nassau.'Le hace levantar el sitio de Groninga. — Le derrota en los campos de Ge-
mingen. — Vuelve á Bruselas.— Penetra el principe de Orange con su ejércilo eo
los Paises-Bajos. — Sale de nuevo el duque de Alba de Bruselas y se establece en
Maestrích.— Paso del Mosa por el principe de Orange.— Presenta batalla al dnqae
de Alba.— No la acepta este. — Escaramuzas. — Se retira el de Orange ypasaelGet.
—Derrota del cuerpo que deja á retaguardia de este rio. — Se junta el principe de
Orange con un cuerpo auxiliar de Francia. — Crecen sus apuros y dificultades.—
Se vuelve á sus estados de Alemania. — Entrada triunfal del duque de Alba en Bru-
selas.— ^Erección de su estatua en la ciudadela de Amberes. — ^Nuevos rigores. —
Contribuciones. — ^Publicación del decreto de indulgencia. (1568—1572.)
Desembarazado el duqae de Alba de los dos presos, coya exís-
teDcia tantos temores le iofandía, salió de Braselas en busca de Luis
de Nassau, que después de su victoria sitiaba laplaza de Gtodíu*
ga, defendida por Vitelli, maestre de campo general de las tropas
españolas. Partió para Amberes, y habiendo tomado sus medidas
para guarnecer bien el castillo que acababa de erigirse, salió de
esta plaza con dirección & la sitiada, habiendo hecho algunos altos
en el camino, para recoger la artillería y todas las tropas que de-
bían acompañarle. Llegó el 15 de julio de 1568 ala plaza de Gro-
ninga, y sin detenerse casi en ella, marchó en busca de los reales
enemigos. Se componía su ejército de diez mil infantes y tres mil
caballos. Igual fuerza, con poca diferencia, contaba el de Nassau,
aunque con algo menos de caballería. Atacaron los espaffoles ios
CAPÍTULO XL. 499
reales coa gran impetü; mas el conde no aceptó la batalla, y des-
pués de algQoas escaramuzas, eo que ios nuestros llevaron lo me-
jor, se retiró al abrigo de la noche al pueblo de Gemingen, ala en-
trada de la Frisía, donde tomó una ventajosa posición, aguardando
la llegada de los espaQoles. Tenia á sus espaldas la ciudad amiga
de Hemdem, donde esperaba de un momento á otro refuerzos con-
siderables de su hermano el príncipe de Orange. Estaban defendi-
dos sus flancos por el rio Ems y por lagunas y pantanos can in-
transitables. Solo su frente era accesible por medio de un dique, y
para defender la entrada, babia construido una fuerte batería, que
no se podía atacar sino de frente. Mas todas esas ventajas se neu-
tralizaron por el descontento y la sedición de sus tropas de Alema-
nia^ que á grandes griros pedian sus pagas devengadas. Sabedor el
duque de Alba de esta circunstancia, no perdió tiempo en acometer,
separando de su ejército un cuerpo considerable, para hacer amagos
por los flancos y la retaguardia. Tomó el duque en persona el ca-
mino del dique, como en ademan de atacar la batería; mas mientras
llamaba sobre sí toda la atención del enemigo, marchaba por su or-
den una columna al mando del capitán espafiol Lope Figueroa, quien
haciendo un gran rodeo, y metiéndose por los pantanos atacó brio-
samente la batería por el flanco, con gran derrota de los enemigos,
y abrió al duque de Alba la puerta de su campo. Atacaban al mismo
tiempo los espafioles por la retaguardia y por los flancos, y aumen-
tándose el desorden con la sedición abierta de los alemanes, se con-
sumó la derrota ya empezada con la toma de la batería. Fué la vic-
toria sangrienta y decisiva. Los alemanes entregaron las armas;
muchos murieron en los reales; otros mas se ahogaron en los pan-
tanos y en el rio. Se hace ascender el número de los enemigos muertos
á seis mil, que comparado con el de sesenta que se dice tuvieron los
espafioles, indica la confusión introducida en el campo enemigo, y lo
poco que lué disputada la victoria. Cogieron los espafioles veinte
banderas, diez piezas de artillería, y además las seis que antes habia
perdido el conde de Aremberg; todo el equipaje de los jefes princi-
pales, incluso el del mismo general en jefe. Se dice que este se puso
eo salvo por medio de un ardid, dejando sus vestidos en el campo
para que le creyesen muerto, pasando á nado con un disfraz el rio,
para no ser personalmente perseguido.
Hizo esta batalla de Gemingen una profunda impresión, tanto en
los amigos como en los enemigos. Fué celebrada por los primeros
SOO mSTORlA BB FBUPB H.
coD grandísimo entasiasmo, y se le dio una importancia tal, que en
la opinión de muchos, quizás en la de la generalidad, pasó por
milagro. En muchas iglesias fué celebrada con toda solemnidad, y
no fué en Roma donde se hizo menos fiesta. No entraremos en infi-
nitos pormenores sobre hazaOas particulares. Se hacen grandes elo-
gios del capitán espaQol Figueroa, jefe de la columna que atacó la
batería, y el principal autor de la victoria. Los espafioles usaron con
demasiada largueza, ó por mejor decir, abusaron con crueldad de!
triunfo conseguido, aunque esta conducta no se debe achacar á íd-
fluencia, ni aun disimulo, por parte del general espafiol; pues ha-
biendo el trozo de CerdeQa incendiado en su furor algunos pueblos
de las inmediaciones, fueron severamente castigados los autores del
exceso, y privados de su cargo los oficiales y jefes que lo habian
permitido.
Derrotado tan completamente el ejército del conde de Nassau, re-
gresó el duque de Alba á Groninga, y de aquí por la via de Ambe-
res tomó la vuelta de Bruselas, habiendo encontrado en el caminoá
su hijo don Federico de Toledo, duque de Huesca, que le traia un
refuerzo de dos mil hombres, casi todos espafioles. A muy pocos días
de su llegada á la capital, tuvo el general espaOol que dejarla, para
salir al encuentro del príncipe de Orange, que intentaba invadir el
pais, cayendo sobre la provincia de Brabante.
No habia estado ocioso este caudillo durante su permanencia en
sus estados de Alemania. Organizó allí cuantos medios le sugería su
genio y su ambición, para hacer frente al rey de Espafia, dirigién*
dose á los príncipes que participaban de sus sentimientos. La pri-
sión y suplicio de los condes de Egmont y de Horn dieron noevoa
estímulos k su actividad, y suficientes pretextos para las medidas
hostiles en que tanto se ocupaba. Para hacerse mas jefe del partido,
captarse la confianza de los descontentos y la amistad de los prin-
cipes luteranos, se declaró abiertamente de su comunión, y esto le
dio armas para combatir mas de lleno la intolerancia religiosa y el
sistema de persecución que habia adoptado el duque de Alba. Foblicó
manifiestos contra la política sanguinaria, contra el plan de opresión
y servidumbre á que habia condenado á su pais el rey de £spalia.
Con su actividad y medios que le daba su influencia personal allegó
un ejército de veinte y ocho mil hombres; diez y seis mil infantes y
ocho mil caballos, compuesto de flamencos, franceses y aienmnes.
£n sus filas figuraban, además de su hermano Adolfo, alganas per^
capítulo XL 301
sooM distitgaidaB, cerno Casimiro, hijo del conde PalatÍDO, el conde
de Schwartzemberg, dos de los duques Sajonia, el conde de Hoog&tfat
y Guillermo Lumey de la familia de los condes de la Marca. Con
estas tropas, pasó el príncipe de Orange el Rhio, y sentó sus reales
en las orillas del Mosa, cerca de Maestricb.
No manifestó el duque de Alba mucha inquietud por la aproxina-
cion del príncipe de Orange. A los manifiestos en que este hacia v<er
los príncipes y potencias que apoyaban su causa y entraban en su
alianzai respondió con la enumeración de otros mas poderosos que
estaban á favor del rey de EspaQa. Sin detenerse, salió de Bruselas,
y se dirigió ¿ Maestricb, separándole solo ya el Mosa del ejército con-
trario.
No podia estar la guerra ya mas proniinciada. Se habiao con?er-
tido los antiguos subditos del rey en abiertos enemigos, con pendón
alzado y ejércitos, que bascaban á los de su antiguo soberano. Lu-
chaban eo los Paises-Bajos, como en otros de Europa, dos creencias
religiosas enemigas, cuyos intereses iban íguaknente mezdados con
las de la política del mundo. A motivos tan poderosos se unia el es-
píritu de independencia, el deseo de sacudir el yugo extranjero, pa«^
sion ya dominante en los Paises-Bajos. No era el enemigo mas teflii'-
bie para el duque de Alba el príncipe de Orange, sino el descontento
general, subido de punto por las persecuciones é inflexibilidad que
habia desplegado. A los antiguos ó mendigos, habían sucedido otros
mas verdaderos, que con el nombre de silvestres^ recorrían el país y
se encarnizabafi en cuantos soldados del duque de Alba ó partidas
sueltas encontraban por los campos. El pueblo entero hada votos por
la soerte favorable de las armas del príncipe, y cada vez se manifes*
tafaan mas síntomas de odio al rey de EspaQa.
Trataba el duque de Alba de impedir el paso del Masa al príncipe
de Orange; mas conservando este siempre el carácter de agresor,
consiguió su intento de ponerse en la otra orílla, haciéndolo sin ser
molestado, y fuera de la vista de los espafioles. Se dice que, para
vadearle con mas comodidad, imitó el ejemplo de Julio César en el
paso del Loiraj amortiguando el ímpetu de la corríente con su ca-
ballería colocada un poco mas arriba del vado, estrechados comple-
tamente ks caballos y los hombres, que formaban una especie de di«
que á la corriente. Tan difícil parecía la empresa, que al comunicar
al éwpktí de Alba la iKMicia, preguntó, si las tropas del jv íncipe tenían
alas pam pasar ua rio tu caidaloso eomo el Mosa.
Tomo I. 64
502 HISTORU DE FELIPE If.
Aséis millas de ios españoles, asentó sus reales el príncipe de Oran-
ge. El dia sigaiente salió en sa busca, en actitud de ofrecerle bata-
lla; mas no quiso aceptarla el duque de Alba, á pesar de que el
maestre general del campo opinaba lo contrario.
Era sin duda interés del príncipe el combatir, fiado en la ventaja
que le daba la superioridad de sus fuerzas; mas el duque de Alba,
tan prudente como esforzado capitán, esperábala victoria, sin expo-
nerse al azar de una batalla. Sabia que las tropas enemigas tenían
pagas para poco tiempo, y confiaba en que el descontento, la indis-
ciplina, y al fin la sedición, le proporcionarían las mismas ventajas
que en Gemingen. Se redujo, pues, la campaDa por entonces á es-
caramuzas, en que las ventajas se equilibraban por una y otra parte.
Casi siempre eran los incitadores los del príncipe de Orange, quien
no perdonaba medios ni ocasión de provocar un conflicto, haciendo
correrías y saqueando pueblos á las inmediaciones de Maestrich, á
vista de los espafioles. Mas el duque de Alba, constante en su plan,
é impertérrito, á pesar de las murmuraciones de su propio campo,
permanecía inactivo, ya sabedor de que tardarían poco en faltar ví-
veres y dinero á los del príncipe de Orange. Babia este en vano
puesto el sitio á varias plazas del Brabante, con el principal objeto
de sacar dinero y víveres; mas fué de todas ellas rechazado, apo*
yados los de adentro en el ejército del duque de Alba, quien aunque
evitaba un compromiso serio, estaba siempre de observación, y pron--
to á seguir al enemigo los alcances. '
Se movió el príncipe de Orange hacia la plaza de Tongres, y le
siguió el duque de Alba, no como quien busca batalla, sino de ob-
servación y en actitud de defender la plaza. Una escaramuza de
poca consideración tuvo lugar entre unos y otros, y aunque fué des-
ventajosa para los de Orange, aguardó á los nuestros, creyendo que
se iban á empefiar mas seriamente. Pero firme siempre el de Alba
en su resolución de no pelear, esperando la victoria de otros medios,
permaneció inactivo á pesar de las representaciones de sus jefes prin-
cipales. Comenzaba á resentirse el ejército enemigo de los males que
con tanta prudencia había previsto el duque de Alba. Los soldados
carecían de pagas; y hubiese estallado en el campo una abierta se-
dición sin la noticia que se tuvo de la próxima llegada de un refuer-
zo de Francia muy provisto de dinero. A su encuentro murchó pues
el príncipe de Orange, después de una entrada en San Tmdent,
donde se hizo con víveres y algunos fondos. Le separaba de sos
CAPITULO XL. 503
amigos el pequefio río 6et, y do queriendo ser perseguido por los
espaDoles, dejó á retaguardia al coronel Felipe Marbois, sefior de
Loverval, con dos mil arcabuceros y quinientos caballos, para en-
tretenerlos mientras su ejército pasaba el rio. Observada esta ma-
niobra por el duque de Alba, mandó á su hijo don Federico y al
maestre de campo general Yítelli, que cayesen sin perder instante
sobre este cuerpo separado. Atacaron los españoles con ardor, y
aunque fueron repelidos con el mismo, tuvieron los enemigos que
ceder á fuerzas superiores. Acosados por todas partes, se metieron
en una casa fuerte, donde continuaron haciendo una obstinada re-
sistencia. Después de varías negativas de rendirse, procedieron los
espaDoles al incendio del castillo, á cuyo efecto salieron todos los
que estaban dentro embistiendo á los contraríos, trabándose entre
unos y otros un combate sangríento al arma blanca. No se salvó
ninguno de los del príncipe de Orange, siendo prisioneros los que
no murieron. Quedó en manos de los espaDoles el coronel Loverval
con tres heridas, y lo mismo el conde de Hostrart, que murió de re-
sultas de tener atravesado el brazo con tres balas. Dio elogios el
duque de Alba al arrojo de los vencedores, y su hijo don Federico
DO fué el que tuvo menos parte en estas muestras de aprobación tan
Justamente merecidas.
Presenciaba el conflicto desde la otra orilla el principe de Oran-
ge, y aunque varias veces resolvió volver á pasar el rio con objeto
de auxiliar los suyos, otras tantas desistió de su propósito temiendo
los azares á que se exponía. Así pagó la falta enorme de dejar á
iretaguardia un cuerpo tan escaso, que no podia menos de ser com*
pletamente derrotado.
Por otra parte insistía mas que nunca el maestre de campo ge-
neral Yitelli en que el duque de Alba pasase el rio y cayese sobre
el principe de Orange, suponiéndole desmayado con la desgraciado
los suyos; pero el general espaDol, siempre inflexible, é irritado
además con advertencias que creía depresivas de su dignidad, ame-
nazó con las penas mas severas, y aun la de la muerte, á cual-
quiera que le hablase de cambiar de propósito y de planes que hu-
biese concebido.
Se reunió el de Orange con los refuerzos que venian de Francia,
compuestos de tres mil infantes y quinientos caballos, al mando del
sefior de Genlis, maestre de campo del principe de Conde; mas en
lagar de mejorar esto el semblante de^su situación , aumentó sus
501 BlSTOllÁ m TÉllPE 'iL
apuros, pues los recieo venidos no traiaa dinero ni proporcionaron
m^los de snbsistencia, que les iban faltando & cada paso. Se aa*
mentó con esto el número de los necesitados, creciendo en la misma
razón el descontento. Viéndose en esta situación el príncipe de Orao-
ge, sin víveres, sin dinero, sin poder encender la guerra civil eo el
pais, sin poder dar batalla al duque de Alba que le venia siempre
observando é incomodando en sus movimientos, pensó seriamente
en abandonar aquel teatro militar, retirándose á Alemania para
aguardar aflí mas favorable coyuntura. Así lo hizo, forzando el paso
por Liéja, cuyo obispo no quiso concedérsele dé gfado, y eiítrandó
asimismo' en Qoesnoi, saqueando entrambas plazas. A) tocar bd
Frááóia sb * halló coa la negativa del rey Garlos de que entrase eo
sus' estados; y como tratase de penetrar á viva fuerza, se le amo-
tinaron sus'soldados'franceseá no queriendo hacer armas contra so
monarca. En esta situación, deshaciéndose de sus joyas, preseas y
cuanto tenia de valor en su equipaje, trató de pagar á las tropas
como pudo, y seguido de una parte muy pequefla de las que le ha-
blan acompaDado, tomó con ellas la vuelta de sus estados de Ale-
mania.
Así terminó en 1569 la primera campaffa de la'guerradelos
Paises-Bajos. Fueron los dos hermanos Nassau poco afortunados eo
suá expediciones; mas cualquiera echará de ver que cometieron nfia
falta en no haberíás emprendido al mismo tiempo. Acometiendo am-
bos por un punto, se hubiesen visto muy superiores en fuerza al
ejército espaDol: invadiendo por puntos separados, hubiese sidoaan
mayor la ventaja, por obligar al duque db Alba á dividir sus ñielr-
zas. No se explica fácilmente esta falta de concierto sino acbacáD-
dbla á los pocos ifaedios pecuniarios de que ambos disponían. Pro-
bablemente organizó las suyas antes el conde Luis, y tuvo que po-
nerlas en acción para no pagarlas sin hacer servicio. Sin duda por
el mismo apuro, tardó mas el príncipe en acudir al teatro de la
guerra. Cambien se puede notar que la invasión dé ambos no pro-
dujo movimientos populares. Por mucha que fuese la simpatía de
que eran objeto probabíemente inspiraron poca confianza, cuatfdo
no corrieron de varios puntos á sus estandartes.
Expelidos los dos hermanos del territorio de tos Paises-Baífos, se
podía dar por finalizada la contienda. Así lo creyó al menos e! da-
que de ÁÁ)á, líepárando de su ejército una división de tres ínil te-
faútes "ji doá míí ¿áballos, que & las órdenes del conde de MitDsfbld,
MJOTOLO^XL. 505'
eDt{6^ (fe* socorro sd^roy de Vfwtm, offfw trapas se disttngimras
60 las batallas de Xaro»e j Moatcentoor, áe que ya hablareims eo
SQ lugar correspondiente. Tan satisfecho qiñdé et duque de Alba
de sus victorias, que hizo en Bruselas una entrada trñinifal con la
mayor pompa y aparato. Mandó celebrar en todas parles estoíTsu-
cesos con festejos públicos. En Brufielas^ se bízo todo este» cen gran
pompa, y hubo basta rortfeos, en que manfífestaron su Masivia y
stfdestreztt muchos capitanes espaOoles. Mas el puebto debió de to-
mar poca parte en todos estos regocijes, en estos cánticos de triunfo
que celebraban su propio vencimiento. No templó el bfillo de b vic-
toria el odio que al general' espafiol se profesaba, y esta avimadver-*
sion creció de pun^to, con h creación de un trofeo construido con
los caffones que se" cogieron al coñát de Nassau, y colocad» en la
cindadela de Amberes^ con la mas solemne ceremonia. Representaba
una efigie armada seOalando cob> el braao derecho la ciudad^ písaiiK
do dos estbtuas de bronce, que según la iolerpretacíon general»
designaban la nobleza y el pueblo de los estados de Flandes. Ter*
nian las estatuas pisadas muchas manos armadas con librittos, bcrf-
sillos y hachas; las caras coa máscaras, y de los cuellos les pen-
dían horteras y talegos, haciendo alu^n á los confederados ó men-
digos. Se leia en el pedestal de la estatua la inscripción siguiente:
«Don Fernando Alvarez de Totedo, duque de Alba, gobernador de
Flandes por Felipe II rey de las EspaDas, fidelísimo ministro del
muy buen rey, erige este monumento por haber extinguido la se-
dición, expelido á los rebeldes, cuidado de la religión, adelantando
la justicia, y de esta suerte asegurado la paz de las provincias.»
Adornaban los of ros costados varios emblemas alusivos á lo mismo
y al pié de toda la obra se leia el rótulo de: a Lo hizo Dockelín (t)
del bronce cogido al enemigo. x> Fué esta manifestación fastuosa ob-
jeto de tanta envidia y murmuración en la corte de Madrid, como
de odiosidad para casi la generalidad del pueblo de los Paises-
Bajos.
Estaban vencidos los ejércitos de los descontentos, mas no ven-
cido el descontento mismo. No se vio menos blanco de odio el duque
TCDcedor, que el que se consideraba como verdugo de tantas victi-
mas en Flandes. No se templó con los triunfos el sistema de rigor,
ni fué ínenos la actividad con que se perseguía á los acusados de
(1) Stnida escribe «JuDjoün.» No es este el solo ejemplo de la variedad con que se ven estam-
pados en los diíereiités autores unos mismoá nombren propios.
5Q6 filSTOlUA DK FIUFK U.
herejía ó de desafección al rey de EepaDa. No pasaron desapercibió
das Cuantas demostraciones de simpatía se hicieron en favor de las
tropas invasoras, cuantos deseos se manifestaron de que fuese el
vencido el duque de Alba. Continuaron llenándose las cárceles de
acusados políticos, expiándose en el cadalso el delito de no haber
sido en todos tiempos fiel subdito del rey, engrosándose en los paí-
ses extranjeros el número de los refugiados y proscriptos. Para po-
ner el sello á tanta odiosidad , impuso el duque la contribución de
la décima parte de todos los bienes muebles que vendiesen; de la
vigésima de los iomuebles también en venta, y la centésima una
vez del líquido valor de unos y otros. Dio el duque de Alba por mo-
tivo de esta nueva contribución el atender á los gastos de la guerra
y demás medios que se empleaban para conservar la paz y la tran-
quilidad en los estados. Mas era esta misma paz y tranquilidad for-
zada la que llevaban con tanta impaciencia los pueblos de Flandes,
y así fué esta contribución objeto de nuevas murmuraciones, de
nuevos disgustos, y su cobro encontró en todas partes la mas viva
resistencia, tanto por los contribuyentes, cuaoto por los mismos es-
tados del pais, reunidos en Bruselas. Pero á proporción que se pro-
nunciaba esta resistencia, crecía la obstinación del duque; manifes-
tando que como era la rebelión de los estados de Flandes obra ex-
clusivamente suya, y por ningún estilo de los españoles, á los pri-
meros tocaba resarcir con dinero los da&os y gastos que la guerra
había ocasionado: que el dinero exigido no era de niogun modo para
él, y si para entrarle en las arcas públicas y atender á los crecidos
gastos en que por bien del servicio estaba tan comprometido. Mas
no por eso se mostraron sumisos los estados, quienes enviaron co-
misionados á Madrid para quejarse de los gravámenes que iban á
pesar sobre un pais, tan menoscabado en su comercio y en su in-
dustria.
Se agravió mucho el duque de semejante embajada, imaginando
lo que sus enemigos en la corte de Madrid se aprovecharían de es-
tas quejas para ponerle en mal lugar con el monarca. Con objeto de
templar un poco la animosidad, trató seriamente en publicar el edicto
del perdón, otorgado á duras penas por Felipe II á sus subditos re-
beldes. Había tres anos qué la princesa gobernadora habia aconse-
jado esta medida, como la única capaz de restítutir la calma á los
estados, alegando entre otras razones, que siendo infinitos los cal-
pables, era imposible castigarlos todos. Mas Felipe 11, poco ínolioa-
1
CAPITULO XL. 507
do á la blandura, habia desoído la proposición, y no entró en ella
hasta después de los suplicios ya expresados y las victorias obte-
nidas por el duque de Alba sobre el conde de Nassau y el príncipe
de Orange. Todavía tardó el duque de Alba un afio en publicároste
edicto; tan poco inclinado era á cuanto oliese á perdón é indulgen-
cia hacia pueblos que de todo corazón aborrecía. Mas ahora le pa-
reció llegado el caso de hacer ver á los flamencos que tenían un
sefior muy bondaldoso y verdadero padre de los pueblos en el rey
de Espafia.
Se celebró en 1S70 la ceremonia de la publicación del edicto en
Amberes con la mayor pompa y aparato. Se hizo una función so-
lemne de iglesia en la catedral, á la que asistieron el duque con su
comitiva, las autoridades del país y una inmensidad de pueblo. Su-
bió al pulpito el obispo de la diócesis, y leyó en alta voz el breve
pontificio, por el que la santidad de Pío V absolvía de herejía á los
flamencos. Se oyó la voz del prelado con el mayor recogimiento;
mas hacia el fin de su lectura le acometió un accidente que le privó
de sus sentidos, y se tuvo por muy mal agñero, como anuncio del
poco fruto que se iba á sacar de la indulgencia.
En seguida se dirigió el duque á la plaza pública, donde se ha-
bia erigido un gran tablado, y colocado en medio de una especie
de solio muy lujoso. Allí se sentó el supremo gobernador, rodeado
de los magnates de su corte, adornado con un estoque y un som-
brero cubierto de pedrerías que le habia enviado el papa Pió V,
cuando le felicitó por la victoria de Gemingen. Después de impuesto
silencio por el pregonero, fué leido por este el edicto del perdón en
flamenco y en francés, para que fuese de todos entendido; mas se
dijo que se oyó muy poco su voz, sea por la casualidad de estar
enfermo, sea por industria del duque, mas deseoso de llamar la
atención del público hacia su persona, que de ocuparle en las pa-
labras del edicto. Hizo en efecto su lectura poca impresión en los
ánimos del auditorio. A unos pareció la providencia ya tardía; á
otros insuficiente por sus muchas excepciones. Ningún festejo pú-
blico se siguió á este acto tan solemne. Ni aclamaciones, ni músi-
cas, ni iluminaciones por la noche, dieron á entender que había
contentado un perdón tan diferido, y ya tan tarde otorgado por
Felipe.
CAPÍTULO XU.
GoDtinaacion delj^ateríor — Siguen los disgustos por la décima. — ^laflexibilidad del
duque de .\lbft. — ^Mendigos maritiDoos. — Toma del puerto de Brille. — ^lusureccion
de Zelanda y Holanda.— Entrada de Luis de Nassau en Mons. — ^Marcha al sitio de
esta plaza don Federico de Toledo.— Derrota de un cuerpo auxiliar francés. — Se-
gunda estrada en los Paises-Dajos del príncipe de Orangc^Toma varias plazas del
Brabante.— No puede hacer levantar el sitio de Mons.— Se retira á Holanda.— En-
tra en Mons el duque de Alba.— Van los españoles á las provincias del Norte.—
Toma y saco de Zutphen.— Incendio de Naardem.— Obstinada defensa deflarlem.—
Toma de esta plaza ^Toma don Luís de Requesens el mando de los Paises-Bajos.—
Vuelve á España el duque de Alba .--Es bien recibido del rey.— Sale desterrado i
Uceda fl).-(1570-1575.)
Estaba el duque de Alba sumamente descontento de su espinoso
cargo, y deseaba restituirse cuanto mas antes á la corte, donde sa-
bia que sus enemigos trabajaban tanto en su descrédito. Se dice
que el rey mismo no estaba satisfecho de su administración, y que
habian ofendido mucho el fausto y arrogancia desplegados por el
duque en la celebración de su triunfo sobre los de Nassau, y en la
ceremonia de la publicación del decreto é indulgencia. Se llegó á
nombrarle un sucesor, que fué el duque de Medinaceli; mas este no
gustó del mando en Flandes por entonces, y el duque tuvo que
permanecer á pesar suyo en un puesto donde era tan aboorecido.
Seguia el asunto desagradable de las nuevas contribuciones, sio
que aflojase el duque de Alba en la perentoria dureza con que exi-
(1) Lu mismaf autoridades.
CAPITULO XLL 509
gia los pedidos, ni los estados y el pueblo todo en la resistencia á
concederlos. Hubo con este motivo serias turbulencias en varias
poblaciones. En Bruselas mismo se cerraron muchas tiendas de co-
merciantes, de artesanos, hasta de carniceros y panaderos y otros
necesarios á la diaria subsistencia. Irritado el duque de este desa-
cato cometido en la capital, y hasta delante de sus mismos ojos,
mandó ahorcar á diez que le parecieron mas culpables; pero cuando
iban los verdugos á desempeñar su cometido, llegdi á los oidos del
gobernador general la noticia de mas serias turbulencias.
Hasta entonces hablan sido los Países-Bajos teatro de una guerra
promovida por los grandes proscriptos que los habian invadido &
mano armada. Por muchas que fuesen [las simpatías con que los
mirase la generalidad del pais, no se puede decir que el pais es-
taba alzado. Lo que no habian hecho hasta entonces ni los rigores
del duque de Alba, ni la sangre derramada por el famoso tribunal,
ni la presencia del principe de Orange y de su hermano, fué pro-
ducido por el tributo de la décima. En materias políticas no todos
tienen igual grado de interés; ni las ventajas en caso de victoria, ni
los castigos en el de vencimiento, pueden alcanzar á todo el mundo.
Mas cuando se trata de contribuciones, todos sienten mas ó menos
su gravamen, los pequeños igualmente que los grandes. Las im-
puestas y exigidas en tono tan absoluto por el duque de Alba, no
pudieron menos de consumar el descontento del pais, y hacer mas
efecto que las disensiones políticas y religiosas que habian prepa-
rado tantas turbulencias. Lo que hasta entonces habian dado los
Paises-Bajos, era mas un simple donativo que un tributo; cada
pais contribuía mas ó menos, según la determinación de sus esta-
dos peculiares, que obraban de un modo independiente. Todos los
sefiores habian sido muy parcos en exigencias de esta clase, y el
mismo Carlos Y, tan despótico en todo, habia respetado en esta
parte los usos é inmunidades de los pueblos. Los pedidos del duque
de Alba tenian todos los caracteres de odiosidad que podian ofender
á los habitantes de los Paises-Bajos. Era un jefe extranjero, ins-
trumento de opresión y servidumbre, que pedia impuestos con el
objeto de dar consistencia á un orden de cosas tan impopular y tan
odioso. No solo mostraban descontento por estas exacciones las cla-
ses populares, sino los mismos estados, y hasta las personas que
se mostraban interesadas por la consolidación del poder del rey de
España. De varias partes se hicieron al duque fuertes representa-
Tomo i. 65
510 HISTOBIA DE FBLIPB IJ.
eiooes pidiendo el pago de una coDlribucioD alzada cod prefereDcia
á la de la décima; mas fueroD todos estos ruegos desestimados por
el duque, tanto mas obstinado, cuanto que atribuía á una subleva-
ción disfrazada esta resistencia por parte de los pueblos. Algunas
ciudades se negaron, y entre ellas la de Utrecbt, que ya se babia
distinguido en otro tiempo por su adhesión á la causa protestante,
hasta el punto de ceder uno de sus templos á los prosélitos del culto
nuevo. Expió esta ciudad sus culpas pasadas, juntamente con las
nuevas, sufriendo poco menos que los horrores de un sitio, y al fin
una contribución mucho mas gravosa que la que habla resistido.
Otros pueblos fueron igualmente objetos del rigor del duque de Al-
ba^ resuelto á seguir adelante con sus resoluciones. No es de admi-
rar, pues, que prescindiendo de los daños y perjuicios de los inte-
reses propios, contribuyese esto á mantener vivo el fuego de la se-
dición, que el gobernador general juzgaba ya extinguido para siem-
pre. Que el principe de Orange se aprovechase hábilmente de esta
nueva medida de rigor del de Alba, parece natural, pues era su in-
terés explotar cuanto contribuyese á hacer en Flandes odioso al rey
de EspaDa. El que había sabido sacar tanto fruto de todas las faltas
y rigord's de este gobierno, de la erección de los nuevos obispados,
de la dureza del cardenal Egmont y de Horn, en fin, de todas las
crueldades y violencias sanguinarias á que se había propasado el
duque de Alba, debió de aprovecharse de este impuesto de la déci-
ma. Aunque retirado en Alemania, conservaba estrechas relaciones
con todos sus partidarios de los Paises-Bajos, sobre todo* con los
habitantes de las costas de Holanda y Zelanda, donde era mucho
mayor el número de sus adictos. Como aquellos pueblos son tan
diestros y prácticos en la navegación, trató de organizar una io-
surrección marítima, que no podía menos de ejercer una grao pre-
ponderancia. A los mendigos silvestres, de que ya hemos hablado,
sucedieron otros con el nombre de marítimos ó acuátiles, y cuya
mayor parte se componía de proscriptos. Hacían por mar excursio-
nes parecidas y con el mismo objeto que las de los terrestres Re-
corrían en corso las costas de los Países-Bajos, desde la emboca-
dura del río Ems hasta el canal de Inglaterra, haciendo presas en
todo lo que podía pertenecer al rey de EspaOa. Habiendo aumea*
tado su número, creció su osadía, y se apoderaron en 1 5*72 del
puerto de Brílle, á las órdenes de Guillermo Lumey, conde de la
Marca, teniendo por compaQeros á Guillermo Blosio, Trésloug, un
GiPITULO XU. 511
tal Aotelot, bastardo de Brederode, y otros. Allí alzaron el estao--
darte de la rebelioo contra el gobierno del rey, y proclamaron la
religión protestante, señalando este celo religioso con todo género
de desacatos y de excesos en los templos católicos, como lo tenían
de costumbre.
Se debe considerar la ocupación de Brille como el principio de
noa nueva época en la historia del pais, como la verdadera cuna de
la, con el tiempo, tan famosa república de Holanda. Se hicieron los
sublevados fuertes en la plaza, y no solo resistieron la embestida de
Bossut, gobernador á la sazón de la provincia de Holanda, quien
trató de sofocar la rebelión en su mismo nacimiento, sino que á su
vista le quemaron algunas de sus naves que estaban separadas de
las otras. Que este movimiento tenia ramificaciones en casi todos los
pueblos de la Flandes, y sobre todo de la Holanda, aparece claro
por el cambio que produjo en los ánimos de todo el pais, donde fué
celebrado con entusiasmo, alimentando nuevas esperanzas desacu-
dir para siempre el yugo de los espafioles. Llevaban los sublevados
pistadas en sus banderas diez monedas, haciendo alusión al tributo
de la décima, y sin rebozo se reconocían hechuras del principe de
Orange, á quien pagaban la cuarta parte de lo que sus presas pro-
ducian. No fué Brille el único pueblo que cerró sus puertas al con-
de de Bossut. Imitó su ejemplo el de Dordrech, adonde trató de tras-
ladar el conde sus tropas, con objeto de darles algunos dias de des-
canso. Pasó después de este desaire á Roterdam; mas aunque esta
plaza trató de hacer alguna resistencia, abrió al fin sus puertas, si
bien con mucha precaución, permitiendo solo entrar una por una
las compañías que seguían al conde. Mas apenas estuvieron dentro,
ó porque quisiesen castigar la desconfianza de los habitantes, ó por
desahogar la irritación de los pasados descalabros, entregaron asa-
co la ciudad, y pasaron á cuchillo á mas de trescientos de sus mo-
radores. Dio nuevo pábulo aquella atrocidad al fuego de la insur-
rección, que ya cundía en aquellas provincias marítimas, donde era
de tan antiguo odioso el yugo de los espaQoles. Se alzó Flesinga,
puerto importante de Zelanda, donde por las exhortaciones del pár-
roco, hallándose en el pulpito, se expulsaron á los espaSoles que
la guarnecían , llegando hasta á colgar al gobernador Alvaro de Pa-
checo, que pasaba por pariente del duque de Alba, en venganza de
que este había mandado degollar á un hermano de Trésiong, una,
de los principales caudillos del pronunciamento, Coronaron los de
512 HISTORIA DK FBLIPE II.
FlesÍDga su íosurreccion demoliendo el castillo ó cindadela que se
acababa de construir por disposición del duque de Alba.
Siguieron el ejemplo de Flesinga todos los pueblos principales de
la provincia de Zelanda, á excepción de la plaza de Middelburgo,
capitán de la isla de este nombre. Pasó á sitiarla el conde de Tserat
con un cuerpo de los sublevados. Pero el duque de Alba envió eo
su socorro á Sancho de Avila con mil hombres, que se embarcaron
en Berg-op-zoom, y cayeron tan á tiempo sobre los sitiadores co-
gidos de sorpresa, que los mataron casi todos. Ea seguida pusieron
sitio los zelandeses á la plaza de Tergoes, en la isla de Sur-Bebe-
land, con objeto de pasar después de su conquista á la de Middei-
burgo. Partieron en su socorro los capitanes espaQoles Sancho de
Avila y Cristóbal de Mondragon; mas no pudieron llegar por la su-
perioridad de los buques enemigos, que ya sobre aviso, acudieron
á interceptarles el camino. Constantes sin embargo en su proyecto
los capitanes espafioles, recurrieron al expediente de .hacer la ex-
pedición k pié, aguardando para ello la marea baja. Con el auxilio
de un práctico que les enseDó y guió por un vado poco peligroso,
se pusieron en marcha las tropas, desnudas de medio cuerpo abajo,
llevando en lo alto de las picas saquillos con pan y polvera. Así lle-
garon con harta exposición y trabajo al campo de los sitiadores, que
pusieron en derrota,
A la insurrección de Zelanda siguió la de Holanda; de modo que
con la celeridad del rayo, casi las dos provincias, á excepción de
Amsterdam y Middelburgo, sacudieron el yugo de los espaQoles.
Se pusieron todos estos pueblos sublevados bajo la protección» y
reconocieron las autoridades del principe de Orange, formando una
especie de república confederada, y echando así los cimientos de
un nuevo estado, que llegó con el tiempo & ser tan célebre. Trató
el príncipe de hacerlos prontamente con armas, municiones y na-
vios, distribuyéndoles las rentas eclesiásticas. Inteligentes y prác-
ticos en la navegación, en el comercio y en todo género de indus-
tria, aumentaron poco á poco sus fuerzas y poder, de modo que al
cabo de cuatro meses hablan formado en Flesinga una escuadra de
ciento cincuenta buques, con que hicieron correrías en puertos de
la parcialidad de Espafia, tomando sus embarcaciones.
No se redujo la rebelión á las provincias de Holanda. Habia pa-
sado á Francia, después de la primera retirada del príncipe de Oran-
ge de los Paises-Bajos, su hermano Luis, conde de Nassau, que á
capítulo XLi. 513
sas cualidades militares reuoia las de hábil y[aclivo negociador, sin
descoDocer las artes de la intriga. Se estrechó el conde con los cal-
vinistas franceses, de quienes esperaba auxilios poderosos; y tan
identificado se mostraba por su causa, que se halló en sus filas co*
mo simple aventurero en la batalla de Montcontour, donde fueron
derrotados. Desmayaron con esto sus esperanzas, mas pronto se re-
animaron: primero, por la paz de San Germán, que fué tan venta-
josa para los calvinistas franceses, y después por la apariencia de
favor de que gozaban en la corte del rey de Francia, según veremos
á su debido tiempo. Continuó el conde Luis en Francia en sus es-
trechas relaciones con el partido calvinista, llegando á tal punto con
ellos su privanza, que hizo parte del número de los comisionados
que enviaron en mensaje á Carlos IX en una importante negocia-
ción que con él tenia entablada. Utilizó el de Nassau este favor, lo-
grando que le confiasen un cuerpo de su nación, al frente del cual
se puso en marcha para los Paises-Bajos, y se apoderó por sorpre-
sa de la plaza de Mons, ventaja para él tanto mas apreciable, cuanto
este auxilio de tropas francesas confirmaba en cierto modo los te-
mores que se habian concebido de la guerra que iba á estallar en-
tre el rey de Francia y el católico.
No se mostraba favorable la fortuna al duque de Alba. Estaba
encendido el fuego de la rebelión en el Mediodía y en el Norte, y lo
que mas podia aumentar sus aprensiones, era la especie de favor
de que gozaban los calvinistas franceses con el rey de Francia. Lla-
mado el gobernador espafiol por dos objetos tan distantes á la vez,
deliberó en su consejo sobre cu&l debia merecer la preferencia. Opi-
naron algunos, y entre ellos el maestre de oampo general Chapino
\itelli, porque se trasladase á las provincias del Norte, donde la
hostilidad se mostraba con tantos síntomas de encarnizamiento. Le
hicieron ver lo difícil que seria reducirlos á la obediencia del rey si
se les dejaba tiempo para organizar la guerra y aprovecharse há-
bilmente de las ventajas del pais, cortado por tantos canales donde
eran fáciles las inundaciones. Mas el duque Alba, dando sin duda
mas importancia de la que en si tenia á la invasión del conde Luis,
y preocupado sin duda coir la próxima ruptura entre Francia y Es-
pafia, se decidió como punto preferente por la expugnación de Mons,
y envió con este objeto á su hijo don Federico con el maestre gene-
ral del campo, mientras él se hallaba pronto á seguirlos después de
algunos dias. Asentó don Federico sus reales en el paraje que ere-
51 4 HISTOaiA BE FBLIPB II.
yó mas oportuno, y echó á los enemigos del monasterio de la Es*
pina, que, como punto fuerte, hablan guarnecido con un crecido
número de tropas. Mientras tanto se hallaba en marcha con direc-
ción á Mons un nuevo cuerpo de franceses que enviaba Goiigny á
las órdenes del sefior de Genlís, hermano de otro de este nombre
que babia muerto en un campo de batalla. No quería el conde de
Nassau que el de Genlis viniese solo, y sí que se reuniese coo el
príncipe de Orange, que se preparaba á entrar por los Países-Ba-
jos; mas, ambicioso el francés de la gloria de salvar por sí solo á
Mons, pasó adelante sin aguardar al príncipe, y proporcionó ádoo
Federico una victoria decisiva, en que murieron mil doscientos hom-
bres franceses, habiendo perdido los espaQoles solo treinta. Queda-
ron de los enemigos seiscientos prisioneros, entre los que se conté
el mismo general en jefe. De estos fueron muchos ahorcados en las
plazas vecinas, y otros que andaban fugitivos por los campos caye-
ron en manos de los paisanos, que ejercieron con ellos todo género
de crueldades.
Llegaba mientras tanto á las fronteras de Flandes el príncipe de
Orange, ansioso de reparar el desaire sufrido anteriormente, alen-
tado además con el buen semblante que en el Norte del pais sus asun-
tos presentaban. Venia á la cabeza dé seis mil caballos y once mil
infantes. Pasó el Mosa á príncipios de junio de 1578. Tomó de viva
fuerza á Ruremunda y penetró por el Brabante, con intento de mar-
ehar al socorro de su hermano. Acometió en el camino á Lobayna,
eoya plaza se libertó del saqueo por diez y seis mil escudos de oro.
Entró en seguida de grado ó por fuerza en Malinas, Nivelles, Diest,
iichen, Tirlemont, Dendermunda, Oudenarde y otros pueblos de
menor importancia. Los que le abrieron sus puertas, se rescataron
con dinero: los que se resistieron, fueron entregados al pillaje.
Se vieron de este modo los Paises-Bajos teatro de cinco ejércitos
beligerantes. Por el Norte infestaba las costas y los pueblos maríti-
DSiOs el conde de Lumey con los sublevados holandeses: por la fron-
tera de Francia habia invadido el conde de Nassau: por la de iÜA-
mania el conde de Berges en auxilio del príncipe de Orange: por la
del Oriente este caudillo en persona con las tropas que llevamos in-
dicadas, y en el medio, haciendo frenteá todos el duque de A.lba con
SQ8 españoles y demás tropas que servían bajo las banderas de It
EspaQa.
No es difícil imaginarse los desórdenes y excesos de que el (Mis
CAPITULO XLI. 516
seria teatro en un conflicto de pueblos tan divididos en opiniones y
creencias. Cada historiador debilita ó agrava los colores del coadro,
segon el espíritu de nación ó de partido á que pertenece, pues una
imparcialidad exacta es difícil y hasta imposible de encontrar en los
que refieren accione& de los hombres. Se escribió mucho en su tiem*
po de las exacciones y crueldades cometidas por los del principe de
Orange, del saqueo de las casas, del robo de los templos, de !a pro-
fanación de las imágenes, en fin, de la repetición de cuantos exce-
sos en este género se cometieron en tien^pos anteriores. A excepción
de las profanaciones de los templos, no se dislinguian menos los ca-
tólicos en actos de crueldad y de barbarie, aunque algunos los quie-
ren presentar como justos castigos y actos de permitidas represalias.
La guerra va acompasada siempre de horrores que no pueden evitar
los mismos jefes animados de otras miras, y muchas veces el que se
presenta con pretensiones de libertador, suele ser un azote, no por
lo que él mismo hace ó manda hacer, sino por lo que se ve preci-
sado á permitir por lo duro de las circunstancias. Es probable que
el príncipe de Orange no quisiese hacerse odioso en un pais cuyas
simpatías tanto le interesaban: pero escaso de dinero, con tropas
extraOas sedientas de botín, no debe parecer extrafio que diese en
en ocasiones rienda suelta á la codicia de la soldadesca.
Gomo era su objeto principal hacer levantar el sitio de Mons, donde
estaba encerrado el conde de Nassau, no perdió tiempo en trasla-
darse á las inmediaciones de la plaza. Mas la tenia cercada en per-
sona el duque de Alba, y habia elegido y fortificado con tanta maes-
tría su campo, que le fué imposible al de Orange desposesiooarle de
él, operación que debia preceder á su empresa de librar la plaza.
La batalla á que llamó á su enemigo en campo raso, no fué aceptada
por el general espafiol, siempre circunspecto y determinado á no
aventurarse inútilmente con fuerzas inferiores, cuando aguardaba del
tiempo una victoria mas segura. No permitían sus circunstancias al
de Orange gastar mucho tiempo ocioso, por las mismas razones que
hemos indicado en su primera invasión de los Paises-Bajns. Una no-
ticia vino á poner fin á la irresolución en que se hallaba, y fué la de
la matanza de los hugonotes en París, de que hablaremos en ade-
lante, ocurrida en Si de agosto de 1572, y que destruía completa*
mente sus ilusiones sobre la próxima ruptura entre el rey de Fran-
cia y el de Espada. Hizo este acontecimiento ea los franceses que le
acompafiabaoi una tristísima impresión, y viéndolos en vísperas de
516 HISTOBU DE FELIPE 11.
amotinarse, determinó el príncipe levantar el campo, padeciendo
mochas pérdidas en su retirada, pues el duque de Alba destacó un
cuerpo de ejército que le siguió los alcances toda aquella noche, ma-
tándole mas de quinientos hombres, sin dejarle un momento de des-
canso en sus cuarteles, pues algunos de los enemigos llegaron hasta
su misma tienda, y le hubiesen asesinado sin la alarma que dio el
ladrido de sus perros. Continuó el principe su marcha penosa hasta
Delft, en Holanda, mientras su hermano, el conde de Nassau, sin
poder ya Conservarse en Mons, entregaba la plaza al espaDoI, bajo
las condiciones de dejar salir la guarnición, á cuyo frente se dirigió
á Dilemburgo, en Alemania.
Entró el duque de Alba victorioso en Mons, y sus tropas recobra-
ron con toda brevedad todos los pueblos y plazas de que se habia
apoderado el principe de Oraoge. Si este cometió excesos en su ex-
cursión por el Brabante, no fué menos el rigor con que abusaron de
su victoria las tropas españolas. Hizo el duque de Alba castigos muy
ejemplares en cuantos se suponian de la parcialidad de su enemigo.
Malinas, que no habia querido admitir guarnición espafiola antes de
ocuparla el príncipe de Orange, fué entregada á saqueo por espacio
de tres dias. Excitó el rigor de estas represalias muchas nuevas mur-
muraciones contra la severidad del duque de Alba, y este tuvo que
justificarse por medio de un manifiesto que, como puede suponerse»
no llevó la convicción al ánimo de sus irreconciliables enemigos.
El principe de Orange, aunque fugitivo y sin ejército, encontró
en las provincias septentrionales las mismas simpatías de que habia
sido objeto tantos aDos. Estaba ya profundamente arraigado en ellas
el odio al yugo espafiol, el espíritu de propia independencia, y so-
bre todo un celo ardiente por el nuevo culto religioso. Fué desde
entonces considerado el de Orange como el jefe civil y militar úd
pais, y reconocido como tal por sus estados reunidos en Dordrecbt
con este objeto. No ignoraban aquellas provincias que, reducidas ya
á la obediencia del rey las del Mediodía, se dirigirían contra ellas
las armas de los vencedores.
En efecto, mientras el duque de Alba se restituía á Bruselas, se
encaminaba su hijo don Federico con una fuerte división á la pro-
vincia de Güeldres, apoderándose de la plaza de Zutphen que tam-
bién entregó á saco. Por su parte penetraba el capitán Mondragon
por la provincia de Zelanda con dos mil hombres, y haciendo con
ellos una expedición por mar, tomó toda la isla de Yalckren, de que
CAPITULO XLL 517
se habían apoderado los contrarios. Con igual rapidez se dirigid don
Federico desde Zutphen ¿ Nardem, que saqueó é incendió, habien-
do hecho pasar la mayor parle de sus habitantes á cuchillo. Ñas no
fué tan dichoso delante de los muros de Hariem, á cuya plaza, man-
dada por un jefe holandés llamado Riperda, puso sitio, habiéndose
negado los habitantes á abrirle sus puertas, rechazando con desden
el perdón con que los brindaba. Hablan irritado de nuevo las vio-
lencias de los españoles el odio de las poblaciones, y los mendigos
marítimos continuaban sus hostilidades con mas ardor que nunca.
Se defendían los de Hariem con notable vigor y obstinación, y el
sitio de esta plaza ocupa con razón una de las principales páginas
en la historia de las guerras de Flandes, tan célebre bajo cuantos as-
pectos se la considere. La perseverancia en la defensa fué tan obs-
tinada, y tantas las molestias sufridas por los espaQoles delante de
sus muros, que se resolvió don Federico á levantar el sitio, comu-
nicándoselo así á su padre; mas este desde Bruselas se lo reprobó
con los términos de la mas viva indignación, amenazándole con que
enfermo como se hallaba en cama, iriaá ponerse en persona al frente
de sus tropas para continuar el sitio. Algunos aOaden que el duque,
queriendo estimular mas el pundonor de su hijo, llegó hasta decirle,
que si no tenia valor para concluir la empresa, mandaria llamar á
su madre para que viniese á darle ejemplos de animosidad y de
constancia. No era necesario tanto para que don Federico renovase
con ardor el sitio; mas en igual grado creció la noble obstinación de
los de Hariem, resueltos á sepultarse, antes que rendirse, entre sus
muros. En vez de templar el enojo de los sitiadores, le provocaban
con estudio, haciéndoles burla y escarnio desde sus murallas. Gomo
Hariem era el principal asiento de la rebelión, y se hablan cometido
allí mas que en parte ninguna profanaciones de los templos, colo-
caban sus defensores las imágenes de la Virgen y de los santos en
sos muros, y celebraban farsas religiosas, con lo que ardían mas en
coraje los espafioles, tan celosos contra tamaOos desacatos. A estas
burlas afiadian los de Hariem la ofensa positiva de colgar muchos
prisioneros de sus muros; y una vez que los sitiadores les lanzaron
la cabeza de un jefe que marchaba con tropas en su auxilio, respon-
dieron los de Hariem arrojando once al campo espafiol, diciendo que
las diez representaban 1% décima impuesta por el duque de Alba, y
la undécima el interés de una deuda tanto tiempo diferida. Se dice
que entre los defensores de la plaza se contaba un cuerpo de mujeres
Tomo i. 66
518 HISTORIA DE FBLIPS II.
esforzadas, cuya capitana se llamaba Kenaba, que no solamente to*
maban parte en toáoslos peligros, combatiendo persoDalmente, sioo
qae trabajaban con notable ardor en el reparo de las fortificaciones.
Duraba ya mas de ocho meses el sitio de esta plaza célebre. Ha*
biéndose coocluido todos los recursos en municiones y víveres de los
sitiados, y medio derruidos los muros por la artillería enemiga, que
hizo contra ellos mas de diez mil disparos, cantidad enorme para
aquellos tiempos. Viéndose ya en tanto aprieto los de Harlem, tra-
taron de hacer una salida, y de perecer todos entre las filas espa*
Dolas; mas fueron detenidos á las puertas por los llantos de las mu-
jeres y de los niños, y la plaza, rendida k discreción, agotados ya
todos los medios de defensa. Se concibe bien los rigores que ejerce-
rían contra los vencidos, unos vencedores irritados con tan terrible
resistencia. Fueron horribles los castigos que hizo ejecutar don Fe-
derico en los principales motores de la defensa, en los que habiao
tomado mas parte en la pasada rebelión, en los que se habían dis-
tinguido mas en el pillaje y profanación de los templos. A mas de
trece mil personas se hace ascender la pérdida de las dos partes. Fué
muy grande la experimentada en el campo de los espafioles, y la
toma de esta plaza debilitó tanto las fuerzas de don Federico, que
tuvo que levantar el sitio de la de 4lcmar que había emprendido.
Mientras por tierra se conseguían estos triunfos, alcanzaron los
mendigos una victoria en el mar contra el conde Bossut, gobernador
de Holanda, y adquirieron desde entonces una superioridad que no
perdieron nunca durante toda aquella guerra.
Con los hechos de armas que acabamos de referir, terminó el go-
bierno del duque de Alba en los Países-Bajos. El duque de Medína-
celí, nombrado sucesor suyo, como ya hemos dicho, renunció el car-
go, y en su lugar fué nombrado don Luis de Requesens, comendador
de Castilla, de la Orden de Santiago, que se hallaba á la sazón en
Barcelona. Partió este en seguida para su destino, acompasado solo
de dos compafifas de caballería, y á últimos de 1573 llegó 4 Flan-
des, donde el duque de Alba le hizo entrega de su cargo, poDién-
dose en seguida en camino para Espafia.
Produjo la salida del duque de AJba de Flandes diversas sensa-
ciones, alegrándose unos de verse libres de lo que llamaban su azote,
sintiéndolo otros por parecerles que esta misma severidad qoe dis-
tinguía su conducta, contribuía & fomentar el descontento y el odio
con que era mirado el gobierno del rey en los Países-Bajos. En
GAPITDLOXU. 519
cuanto al príncipe de Orange, debió sin duda complacerse de la au-
sencia de un hombre, cuya habilidad y pericia militar habian puesto
hasta entonces un obstáculo invencible á sus empresas; porque el
talento y capacidad del duque de Alba en cuanto dice relación á
asuntos de milicia, era tan reconocida entonces por amigos y ene-
migos, como es hoy célebre en todas las historias.
En cuanto al rey de Espafia, aunque en su corte abundaban ému-
los del duque y censores de su conducta, le recibió con afabilidad,
como satisfecho de sus procederes. No hay duda de que la conducta
observada por el duque en los Paises-Bajos, habia sido aconsejada
y hasta prescrita por Felipe. Por duro y rigoroso que fuese, lo era
mucho mas el rey de Espafia; y si impuso castigos tan severos en
los Países-Bajos, estaban en perfecta consonancia con lo que deseaba
el amo á quien servia. No podia este, pues, quejarse de quien habia
observado con tanta exactitud sus instrucciones, y por lo mismo le
conservó, & lo menos en la apariencia, en todo el favor de que ha-
bia gozado en su corto durante tantos aOos. Mas con el tiempo, sea
que estuviese en secreto descontento el rey de este servidor, ó por
intrigas cortesanas, recibió el duque de Alba orden de salir de la
corte y retirarse á Uceda, una de sus muchas posesiones. Atribuyen
algunos esta desgracia, á que habiendo su hijo don Federico con-
certado su casamiento con una dama de la corte protegida del rey,
se desposó con otra por consejo de su padre. Mas cualquiera que
haya sido la causa de este cambio en el ánimo de Felipe 11, no des-
plegó el duque menos entereza de alma en su destierro, que al frente
de los ejércitos de Espafia. Ya veremos con el tiempo salir de la jaula
este león, que en su vejez no habia perdido el fuego y la valentía
de sus primeros afios.
aPÍTlíLO Xtíf.
Asuntos de Francia.— CoDsecuencias de la segunda tregua con los calvinistas.^Estado
de los partidos.— Vuelta de las animosidades.— Excitaciones á una nueva guerra.—
Se declara.— Batalla de Jamac— Muerte del principe de Conde. — ^Enrique de Na-
varra.— ^Batalla de Monlcontour.— Nueva tregua.— Paz de San Germán.— Verda-
deros sentimientos de la corte. — Favor de los calvinistas. — Descontento de los cató-
licos.— Se ajusta el matrimonio de Enrique de Beame con Margarita de Valois.— Ya
la reina de Navarra, madre de Enrique de Beame, á la corte.— Su muerte en Pa-
rís.—Entrada en la capital del nuevo rey de Navarra. — Se celebran sus bodas coi
Margarita de Valois en Nuestra Seííora de París.— Fiestas con este motivo (1).—
(1568—1574.)
Volvamos ahora los ojos h&cia FraDcia, que de todos los estados
no sujetos al directo poder del rey de Espafia, era el qoe mas llama-
ba su ateocioD, y donde influía de un modo mas eficaz y activo sa
política. Nada de cuanto pasaba en Francia se escapaba de su vista vi-
gilante: de todo le daban las noticias mas exactas sus embajadores,
y sacaba Felipe 11 algún partido para el arreglo de su conducta con
sus gobernantes y personas influyentes. Nada hay que admirar en
esta atención, en estos cuidados, en esta vigilancia, recordando que
estaba encendida en Francia una guerra civil, en que se hallaban de
un lado las doctrinas dominantes de la Iglesia católica, y en el cam-
• (1) Aaloridades. Los principales historiadores de Francia, comoMezeral, el padre Daniel, Aoqve-
tll, Lacretelle, Yoltaire, Memorias y Correspondencias de Bu Plessis-Hemay, de Tbon, etc. Nos te
servido particalarmente de gula, la cHistoria de la reforma, de la liga, y del reinado de Enrique IT,»
por M. Gapeflguo, obra digna de tanto mas crédito ensoto que la mayor parte del texto se redaos
é oopias literales de toda clase de documentos de la época.
CAPITULO XLIl. 521
po opuesto las ioDovacioDes introducidas por Calvíoo y demás sec-
tarios, objeto de taotoodio y execracioD á los ojos de Felipe. Yecioos
á Francia se bailaban sos estados de Flandes, donde cundían las
mismas opiniones, á las que los calvinistas de aquel reino daban
pábulo. ¿Qué cosa podia baber de mas interés á los ojos del rey de
Espafia, que la extirpación de esta herejía, que el exterminio, si no
habia otro medio, de acabar con todos sus sectarios? Así le hemos
visto aconsejar hasta ahora al gabinete de Francia las medidas mas
severas y rigorosas contra estos enemigos de la fe católica; así en
las conferencias de Bayona, aunque cubiertas con el velo del miste-
río, se trató de los medios de acabar de una vez con todos ellos, si
otros expedientes no bastaban. Con los heresiarcas no comprendía
Felipe 11 la posibilidad de paz, ni tregua. Mas desgraciadamente
para su política, la reina Catalina de Médicis no participaba de es-
tos sentimientos tan ardientes, y aunque no se puede dudar de su
catolicismo, no la desagradaba emplear el instrumento de los calvi-
nistas, cuando encontraba en sus contrarios algún obstáculo á la
preponderancia de que era tan celosa. En aquel país y época de
facciones y de intrigas, cuando se hallaban sobre la escena tantas
pasiones é intereses encontrados, no se podia caminar tan en línea
recta como lo deseaba el rey de EspaSa, acostumbrado á la obe-
diencia ciega y pasiva de sus subditos. Así le desvelaban tanto los
negocios de Francia y excitaban en alto grado su irritación y su im-
paciencia. Era aquel un drama cuyo interés iba creciendo cada día,
sin que ningún hombre previsor pudiese calcular cuándo, ni de qué
modo llegaría á su completo desenlace.
Fué de tan poca duración la tregua concluida en 1568, después
de la batalla de San Dionisio, como la anterior, y por las mismas
causas. Habían influido en esta suspensión de armas el cansancio y
fatiga de la guerra por una parte, por la otra las intrigas de la rei-
na Catalina, cuyo poderío solo se apoyaba en que no quedase de-
masiado preponderante ninguno de los dos partidos. Mas pasado al-
gún tiempo de descanso, volvían á su vigor los resentimientos, las
pasiones mutuas, los deseos de venganza, y la voz de los intereses
que mutuamente se excluían. En aquellos tiempos de ferocidad, de
intolerancia religiosa, no podían vivir en paz dos sectas de un ca-
rácter tan distinto. Si en los jefes se mezclaban con las doctrinas re-
ligiosas intereses de otra esfera, no sucedia lo mismo con las masas
adictas á lo que les sugería su creencia. Se renovaron los celos, las
5t2 HISTORIA DE FKUPE IL
inquietudes, las acusaciones, los temores que á cada partido inspi-
raba la conducta de su antagonista. Eran los católicos los mas, yeo
sus intereses entraban por politica ó fanatismo religioso los perso-
najes mas influyentes, tanto propios como, extrafios. El rey no go-
bernaba todavía, mas habia sido educado con todos los sentimientos
de intolerancia que animaba á las dos sectas religiosas. Aunque Ca-
talina de Médicis no participaba de este celo ardiente de creencias,
no podia menos de propender al triunfo de ia religión católica que
siempre habia profesado. Con ella estaban los príncipes de la casa
de Lorena, representada por el cardenal de este nombre, hermano
del difunto duque de Guisa; con ella un gran número de principales
de la corte que habian ya combatido contra las armas de los calvi-
nistas. Se mantenía el pueblo de París en su antiguo fanatismo, en
el horror que profesaba al culto nuevo, y estos sentimientos erao
comunes á casi todos los católicos de la monarquía. Prevalecía en-
tonces la opinión de que era lícito faltar á su palabra; no guardar
ninguna fe ni juramento tratándose de los calvinistas, y que todos
los medios eran buenos con tal que pudiesen conducir á su exter-
minio. Tal habia sido el parecer del duque de Alba en las conferen-
cias de Bayona. De la misma manera se expresaba el rey de Espa-
fia, en sus comunicaciones con la corte de Francia, y en las cartas
que dirigía á los principales personajes de aquel reino. Tal era el
lenguaje del Papa Pío V, en las que sobre el particular escribía al
mismo rey de EspaOa, al de Francia, al duque de Saboya, á los
mismos príncipes de Italia. Ya desde entonces se echaban los fun-
damentos de la liga católica de que hablaremos en su debido tiempo,
y aunque ahora no hizo tanto ruido, no dejó de ser una asociación
muy respetable. Estaba á su frente la misma reina Catalina, á quien
sugería su interés mostrarse enemiga declarada de los hugonotes.
Se renovaron los rigores contra los sectarios. Se les obligó á some-
terse á un nuevo juramento de sumisión ciega á los intereses del
rey, de combatir siempre á su favor, de no tomar nunca las armas
contra el trono. Se les obligó después k renunciar á todos los cargos
y empleos de que los habia revestido la corona, dándose á entender
con esto que el calvinismo era cualidad incompatible con la de fun-
cionarios del estado. Se llegó por fin á prohibir el ejercicio público
del culto protestante, concediéndose solo la tolerancia á las creen-
cias. Todo indicaba, pues, el plan resuelto de destruir para siempre
el calvinismo.
r
CAPITULO XLH. 523
Mas DO se acaba asi con opioioDes tan fuertemente arraigadas en
las masas, con corporaciones qne han llegado á ser tan numerosas,
que se han familiarizado con los peligros de la guerra, y que conser-
van todavía elementos para renovarla. Era, pues, la guerra inminen-
te,y estalló de nuevo, aunque los calvinistas no se hallaban á la sa-
zón en felices circunstancias. Los había separado la paz, y aunque
les infundia grandes temores la conducta de la corte; aunque esta-
ban bien informados de sus pasos, no creian que las cosas llegasen
á tal punto, que los pusiesen en el caso de tomar las armas. Cor-
rieron á ellas todos los celosos calvinistas, desde los principales per-
sonajes hasta las clases mas Ínfimas de la nueva iglesia. El prínci-
pe de Conde, jefe del partido, no se descuidó en esta crisis peligro-
sa, y antes que le tomasen los caminos^ se dirigió en compañía del
almirante Coligny á la plaza fuerte de la Rochela, principal asiento
de la nueva religión, y considerada desde entonces como su baluar-
te principal, como la base de sus operaciones militares.
Declarada y encendida de nuevo la guerra civil, se renovaron los
furores y calamidades con que en las dos épocas anteriores se ha-
bían distinguido. ¡Guerra civil y guerra reiigiosal En estas dos pa-
labras están envueltos cuantos desastres pueden afligir k un pueblo
que de tales pugnas es teatro. Volvieron los calvinistas á sus vio-
lencias de saquear templos católicos, de destruir y profanar las imá-
genes y objetos de un culto que acusaban de idolatría. Volvieron los
católicos á ejercer las mismas represalias en sus conventículos, y á
pasar por el fuego y el cuchillo los sectarios de una religión, que
designaban con el nombre de impiedad abominable. Para dar una
idea del espíritu de intolerancia y fanatismo que á los dos partidos
animaba, haremos ver que uno de los jefes calvinistas, llamado Ja-
cobo Crousol, llevaba una bandera de tafetán verde, donde se veia
ana hidra, cuyas cabezas se hallaban todas con capelos de carde-
nal, ó mitras ó capuchas de fraile, que él exterminaba bajo la figu-
ra de Hércules. Apenas se daba cuartel de una y otra parte. Era
mas sombrío, mas solemne el aspecto que los calvinistas presenta-
ban: mas licencioso, el de los católicos; pero no eran menos crue-
les, menos sanguinarias sus venganzas.
Por todas partes se hacian preparativos para entrar en campafia
y buscar los azares de una lucha abierta. Pedia auxilio lo corte de
Francia al rey de EspaDa. Los esperaban los calvinistas de Alema-
DÍa. Se dio la primera batalla en las llanuras de Jarnac á principios
52 i HISTOAIA DB PfiLlPK II.
de 1569. Mandaba el ejército del rey, su hermaoo eidaquedeAn-
jou, joven de diez y ocho afios, dotado de gran valor, aunque de
ninguna experiencia en los combates. Se bailaba al frente de las
tropas calvinistas el príncipe de Conde, ya de tanta reputación por
sus caoipafias. Fué la batalla sangrienta, y el campo quedó por los
católicos. Herido mortaimente en ella el principe de Conde, pereció
á manos del vizconde de Montesquieu, capital de la guardia, su ene-
migo personal, que le encontró tendido en el campo de batalla. La
victoria que se declaró, pues, por las tropas del rey, no fué sin em-
bargo decisiva, ni podia serlo, componiéndose los ejércitos de tan
pocas fuerzas, y «juedando vivo el cuerpo general que los alinteQ-
taba.
Quedaron los calvinistas por entonces sin jefe militar, puesauo-
que en cierto modo también lo era Coligny, no alcanzaba la repu-
tación del príncipe difunto. Fué sentida tan amargamente esta muerte
por los suyos, como celebrada y tenida á castigo de Dios por los
contrarios. Era el príncipe de Conde hombre activo, de brazo y de
cabeza, hábil jefe de facción, capitán inteligente, de gran valor ;
sangre fría en los combates, afable en su trato, extremadamente
papular en su partido, dotado de toda la ambición que no puede
menos de distinguir á los hombres que se hallan tn su caso, gene-
roso y magníflco, muy querido de las personas del otro sexo, aun-
que la historia le representa pequefio, feo y hasta un poco contra-
hecho. Dejó sin duda su muerte un gran vacío; mas luego se vio
ocupado su lugar por un joven apenas salido de la adolescencia. En
este Enríque de Bearne, hijo de Antonio de fiorbon, rey titular de
Navarra, muerto en el cerco de Rúan cinco afios antes. Habia nad-
do el joven príncipe en París en 1553, y pasado luego al Bearne,
donde fué educado por su madre, Juana de Albret, reina titular de
Navarra. La historia da muchos pormenores de la crianza de este
príncipe, & quien acostumbraron desde su niOez á los alimentos mas
comunes, á los ejercicios mas duros, y á todo género de privacio-
nes. No ignoraba sin duda su madre las escenas de revueltas y tu-
multos á que estaba destinado. A la muerte del príncipe de Conde,
presentó á su hijo en el campo calvinista, donde con grandes acla-
maciones fué reconocido como jefe del partido, aunque oo con asen-
timiento universal; pues el almirante Coligny, si bien cedía al im-
pulso de la mayor parte, no podia menos de resentirse, de que oo
nifio viniese á usurpar el rango príncipal á que aspiraba. Hubo pues
I
CAPITULO XLIl. 2^25
dos partidos en el campo calvinista; el del principe de Bearne, qne
tenia á su favor todos los jóvenes militares apasionados del prínci-
pe de Conde, y el de Coligny, que á fuer de calvinista mas rancio,
se apoyaba en la masa popular y en los predicantes de Ginebra. La
misma escisión tuvo lugar en el campo católico. Era jefe de uno la
misma reina Catalina, sostenida por su hijo favorito el duque de
Anjou, cubierto con los laureles de Jarnac: dominaba en el otro el
cardenal de Lorena, apoyado en el recuerdo del duque de Guisa, en
las grandes esperanzas que daban sus dos hijos, que hablan empe-
zado ya la carrera de las armas. Continuaba siendo esta familia en
extremo popular á los ojos de los parisienses, que los consideraban
como principales campeones del catolicismo, mientras la reina Ca-
talina excitaba sospechas y desconfianzas por su política artificiosa,
que la hacia inclinarse alternativamente á entrambos bandos.
Mientras tanto se dio entre los dos ejércitos' la segunda batalla en
las llanuras de Montcontour, mas resida y mas sangrienta que la
primera, y donde la victoria se decidió de un modo mas decisivo á
favor de los católicos. Fuá este triunfo tan brillante, que excitó el
mayor entusiasmo, y dio motivo á grandes regocijos y festejos, no
solo en Paris, sino en las demás ciudades de Francia, que estaban
á la devoción de los católicos. Igualmente fué celebrada la victoria
en las cortes extranjeras amigas de la de Francia. Envió el rey de
EspaOa una embajada extraordinaria con cartas de felicitaciones para
el rey, para la reina madre, para el duque de Anjou y para el jefe
de la casa de Loreoa. A todos exhortaba á que redoblasen ^sus es-
fuerzos y siguiesen con constancia el camino que les deparaba la
fortuna; á no desperdiciar la favorable ocasión de acabar para siem-
pre con los enemigos de la Iglesia. Mas ya no ofrecían las cosas el
buen semblante de que se lisonjeaba el rey católico.
Volvió por tercera vez el cansancio y la fatiga de la guerra. Eran
los choques demasiado violentos, para que pudiesen ser de larga
dura. A pesar de haber sido tan desastrosa la batalla de Montcon-
tour, no estaban los calvinistas destruidos, ni aun desanimados.
Resueltos á probar de nuevo los azares de la guerra, aumentaron
los alistamientos, y esperaban á cada momento refuerzos de Ale-
mania. No se mostró inferior á su alto puesto el joven Enrique de
Navarra, y á todos daba ejemplo de magnanimidad y constancia.
Catalina de Médicis por otra parte vcia muy remota la terminación
de una guerra provocada por el espíritu de intolerancia* Los socor-
ToMO I. 67
S26 msTORU DE rÉLiPE n.
ros de Espafia eran pocos y tardíos. A excepción de nn corto nú-
mero de tropas, que envió el duque de Alba después de la primera
expulsión de los Paises-Bajos del príncipe de Orange, ningún au-
xilio habia enviado el rey católico. Se defendían los calvinistas en
las plazas que tes habían servido de refugio. Costaba el sitio de San
Juan de Angelí mas gente de la que podía separar del graeso del
ejército el partido católico, y los hombres de entendimiento comeD-
zaban á ver, que la guerra estaba en el mismo estado que al priD-
cípío. Por otra parte inquietaba á la reina madre el crédito de que
comenzaban á gozar los jóvenes príncipes de Guisa, y temió que
en los campos de batalla llegasen al brillo y esplendor que habían
hecho á su padre tan temible para ella. Se dio pues oídos & los
hombres del partido medio, que deseaban el término de aquella
guerra asoladora. No ponía la corte repugnancia al ajuste de una
paz: los católicos la deseaban. Se entablaron pues las negociacio-
nes, y á pesar de varios obstáculos y dificultades, se firmó una tre*
gua precursora de la paz definitiva, y al fin se ajustó en 1570 en
San Germán, á pesar de las murmuraciones violentas de los cató-
licos ardientes y exaltados, á pesar de las manifestaciones en con-
trario de Felipe II, y á pesar de las reconvenciones y hasta acrimi-
naciones del pontífice, que consideraba como un crimen todo pacto
y estipulación con los herejes. Catalina se mostró sorda á todas es-
tas consideraciones y reconvenciones, y por esta vez se abrazaron
los católicos y los calvinistas, aunque con poca sinceridad por nin-
guna de ambas partes. Quedaron estos con el libre ejercieio de sa
religión, y el goce de sus derechos civiles, con la posesión de algu-
nas plazas fuertes que les sirviesen de seguridad, sin mas restric-
ciones que la de no poder celebrar sínodos ó reuniones k diez le-
guas del radio de la capital, donde la religión dominante y excln-
siva era la católica, como ya hemos visto.
Tan ventajosa fué la paz para los hugonotes (1) que en vista de
lo que sucedió después, se la creyó un lazo armado para destroir-
los mas & mansalva; pero de su sinceridad por parte de la corte, i
(1) Varias Teces hemos empleado la palabra de Éugonotes^ sinónima entonces de ta ¿eCaMdh
t(u* I,a hacen unos derivar de la voz Hugon, quo en algunas provincias de Francia se usaba pan
atemorizar á los niños, queriéndose dar así á entender el miedo y espanto que los calvinistas ia-
ítandian. Pero lo mas probable es, que Hugonotes viene de la voz alemana eidgenoaen (Jarameata-
do) aludiendo al Juramento que hicieron en Ginebra y varios puntos dé Suiza los nuevos secta-
rios, de unirse estrechamente contra sus antagonistas. En Saboya y demás países vecinos se pro
aúnela esta voz ei^nod, que tiene bastante analogía con la de hugumot 6 hugonotCi como en Pran^
pía los llamaban*
ciPiTULO xui. 527
lo meóos de qae no era una celada, hay docamentos que presentan
pruebas positivas. A no ser así, no se hubiese manifestado tan
abiertamente el descontento de los católicos ardientes; no se hubiese
mostrado tan quejoso y resentido el rey de Espafia; no hubiese tro-
nado tanto el Vaticano. Así como por esta carta hubo disgusto y
descontento, se mostraron satisfechos y gozosos los príncipes pro-
testantes de Alemania, que felicitaron por ello al rey de Francia.
A mas de este tratado público de la paz de San Germán, tuvo
artículos secretos, por los que se comprometía Garlos IX á otorgar
varias gracias y favores á los jefes protestantes, y sobre todo, á
pagar cien mil escudos á los reitres (1) alemanes, á fin de activar
su partida, que era tan*deseada.
Descansó por un momento la Francia de la agitación y tumultos
que en ella causaba una guerra tan funesta. Se retiraron á sus cas-
tillos los calvinistas, después de haber conquistado con tantos peli-
gros y sangre su tolerancia religiosa. Volvió Paris á su tranquili-
dad, y la corte á los placeres y devaneos licenciosos, que eran su
elemento. Los hombres previsores y de observación no dejaban de
columbrar á lo lejos la nueva tempestad que se iba poco á poco
aglomerando; mas esto no impedía que la generalidad celebrase la
pacificación, que este acto fuese objeto en la capital, sobre todo, de
fiestas y regocijos públicos, en que el monarca tomaba una parte
muy activa.
¿Era sincero Garlos IX en estas manifestaciones? ¿Lo era asimis-
mo Gatalina? Posible es, y muy probable, que la pacificación del
reino fuese para los dos motivo de satisfacción y de alegría. Lo
cierto es, que á los principales jefes calvinistas se les prodigaba
todo género de agasajos y de obsequios ; que Goligny, al venir á
Paris, fué objeto para la corte de deferencias y respetos; que hubo
embajadas muy cordiales de Paris á los diferentes príncipes lutera-
nos de Alemania; que se enfriaron por entonces las relaciones con
EspaQa, y que la corte manifestaba adherirse á un partido medio,
que se había formado, y no puede menos de formarse siempre que
chocan intereses y principios extremos, que se excluyen mutua-
mente.
Sin meternos en interioridades, y contrayéndonos á los hechos,
se puede asegurar que los dos partidos católico y protestante, por
su índole, por sus intereses, por sus miras de política, eran dos
(t) oíros, y en particular loa blatorladorea eapafiolea, dloen rolir^.
528 HISTOBU DG FGUPB II.
cosas heterogéneas, ioamalgamables. Era interés de los calvinistas
separar á Carlos IX de la corte de Espafia, unirle con víncalos de
alianza con la reina Isabel de Inglaterra, con los principes protes-
tantes del imperio, y hacerle tender una mano protectora á los re-
beldes de los Países-Bajos. El almirante Coligny, sin duda dema-
siado poseído de la idea de favor que gozaba con el rey, y de su
preponderancia en el Consejo, escribió una larga memoria sobre la
necesidad de romper con Espafia, declarándose altamente favorable
á la emancipación de los Países-Bajos; mas fué una imprudencia de
quien no conocían bastante las personas y las cosas. Informado del
menor paso que se daba en París el rey de Espafia, tenia mil me-
dios de neutralizar cuanto favor podía gozal* en la corte el almiran-
te. Envió Felipe nuevas instrucciones á su embajador (don Fran-
cisco de Álava), y tomó disposiciones que provocaron una explica-
ción de la corte de Francia acerca de los proyectos hostiles que la
suponían. La vigilancia del embajador espafiol en París fué tal, que
disgustada de ello la reina Catalina, pidió su remoción y la obtavo;
mas á pesar de las explicaciones mutuas por entrambas partes, las
relaciones quedaron por el momento frías. El matrimonio proyec-
tado entre Carlos IX y la infanta de Espafia dofia Isabel Clara Ea-
genia, no tuvo efecto, y el joven rey se casó con una hija del em-
perador Maximiliano, por sugestiones del partido medio.
Se había colocado la corte de Francia en una posición que pa-
recía falsa, y en efecto lo era. Por una parte no estaban los calvi-
nistas bastante satisfechos, y Goligny se había retirado á la Roche-
la, con el despecho de ver él poco efecto que había producido su
memoria. Por la otra vivia alarmado Felipe II con la idea de la po*
sibilídad de que se declarase el rey de Francia favorable á los Paí-
ses-Bajos. Se hallaban, pues, los hugonotes recelosos, los católicos
ardientes, indignados. Y como no era posible que la corte de Fran-
cia guardase un perfecto equilibrio entre ambas partes, sea por
convicción, sea por capricho, sea porque lo creyese necesario, ó
tal vez por fingir mas, pareció inclinarse la balanza del lado de los
calvinistas.
Ta habían sido antes estos objeto de particulares atenciones,
alterándose en su favor algunos artículos del tratado precedente.
Se les permitió tener mas congregaciones religiosas que las estipu-
ladas, y hasta en París mismo, aunque sin, carácter público. Para
mas muestras de favor se envió á la Rochela al mariscal Cossé, en-
GiinuLO xLii. 519
cargado de entrar en confereDcías con los prínéipales jefes calvi-
Distas, á fin de reparar los agravios de que se quejaban; se invitó
al almirante Coligny á que se trasladase á Blois, adonde se dírigia
la corte; se habló de un armamento en favor de los Paises-Bajos,
de ajustar un enlace entre el duque de Alenson (hermano del rey)
con la reina de Inglaterra, y sobre todo de casar & Enrique, prin-
cipe de Bearne, con Margarita de Valois, hermana del monarca.
Hubo un momento en que los calvinistas pudieron creerse arbi-
tros de los destinos de la Francia. Expusieron altamente sus quejas
los de la Rochela, en cuya compafiía se hallaba á la sazón Luis de
Nassau, hermano del principe de Orange, y enviaron una solemne
embajada al rey, que la recibió con muestras de favor y de agasa-
jo. Renovó el rey Garlos con este motivo sus instancias á Coligny
para que viniese á Blois, y el almirante no dudó en ponerse en
marcha, seguido de cuarenta caballeros, mas adictos á su causa.
Se hizo al almirante en Blois un recibimiento cordial y amistoso,
mezclado de respeto y reverencia. Desde su llegada fué admitido
en el Consejo. Le dio el rey todas las muestras de la mas ciega de-
ferencia: le colmó de favores á él y á los suyos: mandó que se per-
siguiese judicialmente á los que hablan infringido los artículos de
la paz de San Germán, procediendo á medidas violentas contra los
hugonotes, y pareció adoptar las ideas que el almirante le habla
sugerido en la memoria ya indicada. Se hablaba de próxima guerra
contra el rey de EspaDa, y de una expedición á los Paises-Bajos en
auxilio de los sublevados. Se dieron patentes de corso á los de la
Rochela, perioitiéndoles vender las presas en su puerto. Parecía la
corte completamente decidida á favor de los calvinistas, y la reina
madre se les mostraba aun mas afable y cariDosa que su hijo. Se
retiró de Blois la familia de los Guisas, despechada del favor que
iban adquiriendo sus rivales. Se presentaba Colingy como hombre
omnipotente. Recibió del Parlamento cartas registradas de seguri-
dad contra toda persecución de los Guisas por la muerte de su pa-
dre: sacó cartas de la corte para el duque de Saboya, pidiéndole
que diese entrada en sus estados y protegiese á sus correligiona-
rios; y para complemento de la buena voluntad del rey, se paga-
ron á los reitres de Alemania cuatrocientos mil escudos de sueldos
caídos, á fin de que regresasen á su patria.
Podian muy bien todas estas condescendencias y favores no ser
mas que un lazo para acabar, para exterminar mas & mansalva al
530 HISTORU M FBUPB II.
partido protestante; pero se destruye completamente esta opiDion
con el proyecto concebido y efectuado al fin de enlazar á Margari-
ta, hermana de Carlos IX, con el principe Enrique de Bearoe. Pa-
rece imposible y fuera de toda probabilidad que se llevase tan
adelante la ficción, y por otra parte no hay que buscar en las ac-
ciones humanas causas extraordinarias, cuando se pueden explicar
de un modo muy sencillo. Natural era que el rey de Francia, can-
sado de los horrores de la guerra civil, buscase en el buen trato y
concesiones hechas á los protestantes, los medios de sofocarla para
siempre; ni tenia nada de extraño que Catalina de Médicis se mos-
trase inclinada al calvinismo, como un partido débil que necesitaba
de su protección, con preferencia á los católicos, que se sosteniaai
sí mismos.
Encontró este enlace, proyectado entre Catalina de Valois y el
principe de Bearne, gravísimas dificultades. La princesa era cató-
lica, y su futuro esposo protestante. Se necesitaba una dispensa
formal del Papa, que á la sazón lo era Pió V, y este pontífice, para
quien semejante matrimonio era una atroz profanación, se negó del
modo mas duro y mas solemne á concederla. «Lo que nos ator-
»menta incesantemente (tales son las palabras de su carta al rey),
oes que se inste tanto en el matrimonio del príncipe de Navarra con
^Margarita vuestra hermana, por la vana esperanza de qae con*
«tribuya á reducir al príncipe á la religión católica. ¿No es mas de
»temer que la princesa llegue á ser la pervertida? Se expone de este
x>modo mucho la salvación de su alma; y aunque ella persista en
«vivir católicamente, no tendrá paz ni reposo unida con un marido
«hereje. « Sabedor del proyecto el rey de España, trató por sn
parte d^ embarazarle, idegando que la princesa estaba prometida al
rey don Sebastian de Portugal, en cuyo arreglo habia personal*
mente intervenido. De esta repugnancia que tenia el Papa Y ^^
príncipes católicos en consentir el enlace de Margarita con un cal-
vinista, participaban Juana de Albret, madre del príncipe, y los
principales ministros de la nueva secta, por principios y motivos
asimismo religiosos. El mismo Colígny llevaba en secreto á mal el
matrimonio por la importancia política que iba á adquirir el prín-
cipe de Bearne, considerado ya como jefe del partido protestante,
tan en menoscabo de la autoridad del que se reputaba como so pa*
triarca. Mas estaban demasiado empeñados el rey de Francia y so
madre en realizar su plan, para que se arredrasen con semejantes
repugnancias.
GÁ»iTüLO xin. 881
Por el proDto cedió la de JaaDa de Albret y sus ministros á las
razones de coDveDieDcia y utüdad que semejante matrimonio re-
portaba á su partido, y á invitación de la corte se presentó en Blois
con un acompañamiento numeroso. La recibieron el rey y su ma-
dre con todas las muestras de cariOo y de respeto, y se dieron nue-
vos pasos á fin de que cuanto antes se verificase el matrimonio.
Gomo persistiese el pontífice en su negativa, llegó Carlos IX á de-
cir á Juana de Albret: «Tia mia, yo os honro mucho mas que el
i^Papa, y amo mas á mi hermana que le temo: no soy hugonote,
»pero tampoco tonto: así si el Papa se hace demasiado bestia, yo
»mismo tomaré á Margarita de la mano, y la haré casar en medio
»del sermón en un templo calvinista (1).»
Con la traslación de la corte á París, verificada de allí á poco,
perdió mucho terreno el partido protestante. En Blois, ciudad pe-
qaeOa, podia Goligny ejercer su influencia, sin grande inconve-
niente, sin chocar de cerca con la falange de sus enemigos. En Pa-
rís, iba á ser testigo del favor que él y su partido disfrutaba con el
rey, una inmensa población que profesaba el odio mas ardiente al
calvinismo. No habia sido el partido extremo católico expectador
pasivo del ascendiente que habían tomado sus antagonistas. Se
agitaban las masas: los principales jefes católicos daban pábulo ¿
tan ardientes sentimientos. Atento á todo el rey de Espafia, se
mostraba naturalmente protector del catolicismo tan comprometido.
£q París se murmuraba altamente de los progresos que, á la som-
bra del favor real, iba haciendo el calvinismo en todas partes. En
las plazas, en los mercados, se hablaba de sus profanaciones, de
los ultrajes que de ellos recibía el viejo culto, de los anuncios de la
cólera del cielo, de los prodigios, de las seOales evidentes de lo que
estaba Dios cansado de sufrir mas tiempo el triunfo de los enemi-
gos de su Iglesia. Era objeto de escándalo y horror la presencia en
París de los malditos hugonotes: por todas partes se les seOalaba
con el dedo, como hereges, como impíos. No ignoraban Goligny y
los suyos estas disposiciones de los ánimos; mas confiados en la
protección del rey, sin duda despreciaron un peligro cuya extensión
no conocían.
Poco tiempo después de la llegada de la corte á París, murió Juana
de Navarra, de enfermedad natural, según los católicos; de veneno
(1) Si le Pape fait trop la beste. Je preñarais Maigot par la main, et la meneral ¿poitser en pleU)
presolie .
5SI HISTOmÁ DE FELIPE If.
administrado por orden de la reina Catalina de Mediéis, á lo que
dijeron entonces los mas fogosos callistas. Ningún gran personaje
mnere, según la opinión del vulgo, de muerte natural, si hay otros
poderosos interesados en su fallecimiento. No fué excepción de esta
regla la reina de Navarra. Vieron los católicos en su muerte ud cas-
tigo del cielo: los calvinistas, una traición y alevosía de la reina
madre. Se abrió el cadáver por orden de la corte, y los médicos
certificaron que la muerte habia sido producida por una calentura
muy maligna. En el testamento de la difunta no se halló ningún
indicio, de que esta hubiese concebido la menor sospedia. Goligny
y los suyos, cualquiera que hubiese sido su sentir, se dieron en pú-
blico por satisfechos. De todos modos, no alteró esta novedad las
ideas de la corte con respecto al matrimonio, y Enrique de Bearne,
que á la muerte de su madre tomó el título de rey de Navarra, se
presentó en Paris seguido de mas de mil de los suyos á efectuar-
lo (1572).
La presencia de tantos hugonotes nuevos en la capital, dio nuevo
alimento á la cólera del pueblo. <kLos hugonotes, ¡los malditos hu-
gonotesl decia el populacho por donde quiera que pasaban: ni se
quitan el sombrero delante de las imágenes de Cristo y de los san-
tos, ni se arrodillan delante del Santísimo.» Y mientras se proferían
estos gritos, mientras en la masa de la inmensa población fermen-
taban tantos sentimientos de odio y de venganza, no pensaba la
corte en otra cosa que en llevar cuanto antes á su término el pro-
yectado enlace. No podemos menos de entrar en algunos pormeno-
res de los artículos del contrato matrimonial, para que se juzgue
mejor si esta unión era un acto de buena fe por parte de la corle 6
una verdadera asechanza, como se creyó después, ó como tal vez se
cree en el dia. «Daba el rey en dote á su seDora hermana trescien-
tos mil escudos de oro del sol, mediante cuya suma renunciaría i
todos sus derechos sucesivos, paternos y maternos en favor ^de su
hermano. Sin embargo, visto el apuro de los tiempos, no se la po-
día dar esta suma en dinero contante: se satisfaría en compras de
rentas sobre la ciudad de París, y de las que disfrutaría la referida
dama. La reina madre, por el singular amor que profesaba á su se-
flora hija, le daba doscientas mil libras tornesas. Los duques de An*
jou y de Alenson le daban veinte y cinco mil libras cada uno. Debía
haber comunidad de bienes entre los esposos: en caso de muerte de
uno de ellos, tendría, el que sobreviviese, el gobierno y la admi-
GÁPITDLO XLU. 53 3
oistracioD de los bienes é hijos hasta que llegasen & mayor edad,
siendo esta para los varones de diez y ocho aSos, y de quince para
las hembras. Dotaria el seDor príncipe de Navarra & su esposa con
cuarenta mil libras de renta, para gozar de ellas durante su vida.
Quedaba á la voluntad de la reina de Navarra y del príncipe, su
hijo, dar en favor de este matrimonio las sortijas y joyas que gus-
tasen, y por el precio que les conviniese. Declararía dicha reina, en
favor de estas bodas, á su hijo por heredero universal; porque de
otro modo no se verificaría dicho enlace. El primer hijo nacido de
dicho sefior príncipe y de la referida seDora, seria declarado here-
dero universal, y en caso de que el primero muriese sin hijos, lo
seria el inmediato, y así de hijo en hijo, haciéndose lo mismo en
defecto de varones con las hembras. La reina de Navarra daría á su
hijo el usufructo y goce del condado de Armagnac, y le entregaría
doce mil libras de renta que gozaba de viudedad sobre diferentes
bienes. £1 seDor cardenal de Borbon, en favor de dicho matrimonio
y por el afecto que profesaba al príncipe su sobrino, confirmaría en
su favor las renuncias de las sucesiones paterna y materna hechas
antes por él en el del difunto rey de Navarra.»
El Papa Pío V, que se habia mostrado tan resueltamente opuesto
á la concesión de la dispensa, no existia; mas su sucesor Grego-
rio XIII manifestaba adoptar los mismos sentimientos. El cardenal
de Borbon, tío del príncipe, que debía dar la bendición nupcial, se
resistía á consumar la ceremonia, sin el requisito del permiso del
pontífice. Murmuraban los calvinistas de tantas dilaciones. En este
conflicto apeló la corte á una superchería, que mencionaremos aquí
para hacer conocer mejor el carácter de los tiempos. Se fingió una
carta del embajador en Roma, quien hacia saber que el cardenal de
Lorena le decía que por su habilidad y destreza habia obtenido al
fin, de Su Santidad, el permiso para el matrimonio, y que con el
próximo correo enviaría infaliblemente la dispensa, por lo cual po-
dría pasarse á su celebración sin ningún inconveniente. Aparentó el
rey leer elpliego con gran satisfacción, y lo mismo la reina madre,
que fué la forjadora de la carta. No dudó el cardenal de la autenti->
cidad del documento y se prestó á la voluntad del rey, quien dio las
órdenes para que cuanto antes se llevase á efecto.
Se veríficó el matrímooio el 18 de agosto de 1572, con toda ce-
remonia y una pompa extraordinaria. Acompafiaron & los novios á
la catedral de Nuestra Sefiora, donde se les había de dar la bendi-
ToMO I. 68
584 HISTOBIA DE HLTPE U.
cion nupcial, el rey, la reina, todos los príncipes de lá sangre real,
todos los grandes personajes de la corte, tanto católicos como cal-
yinistas. Asistían el cuerpo nnnícipal, las autoridades militares y d-
viles, precedidos y seguidos de gentiles-hombres de palacio y délos
arqueros de la guardia. Se observó que mientras los grandes per-
sonajes católicos se presentaron vestidos con el mayor lujo y mag-
nificencia, llevaban los calvinistas los trajes mas sencillos, lo que
excitó la cólera del pueblo, teniéndolo á desprecio de la ceremonia
religiosa, y sobre todo del templo católico donde iba ¿ celebrarse.
Se levantó delante de la puerta principal de la catedral un grao
tablado, donde el cardenal de Borbon dio la bendición nupcial al
príncipe de Beame y á Margarita de Yalois, á presencia de la mu-
chedumbre. Concluido el acto se separó el príncipe de la comitiva,
mientras esta pasó al interior de la catedral á oir una misa solemne
fc que asistieron todos los católicos. Se quedaron los protestantes to-
dos fuera paseándose en la plaza de la catedral, lanzando miradas
de enojo y de desprecio sobre las efigies del atrio y demás adornos,
que eran á sus ojos signos y emblemas de la idolatría. £1 pueblo
que lo observaba se entregó á nuevos arrebatos de furor, y no ce-
saba de maldecir y escarnecer á los malditos hugonotes. No men-
ciona la historia muchos ejemplos de un matrimonio celebrado de
una manera tan extraordinaria. Si habia alguna duda de lo inamal-
gamables que eran, sobre todo entonces, los católicos y los calvi-
nistas, debió de disiparla lo ocurrido durante aquella ceremonia.
Aquel día hubo un gran banquete y funciones extraordinarias
dadas por la corte: al siguiente las dio la municipalidad de no me-
nos lujo, magnificencia y aparato. Pocos preveían que eran precur-
soras estas fiestas de una catástrofe espantosa.
CAPÍTULO XUÍÍ.
Continuación del anterior.— Agitación de los partidos.— Horrible plan del católico.—
Asesinato de Coligny.— -Matanzas en Paris la noche víspera de san Bartolomé.—
Continúan en los dias sucesivos. — Se imitan en los demás pueblos de Francia.—
Las aprueba y sanciona el rey.— Nueva insurrección de los calvinistas.— Sitios de
Sancerre y de la Rochela.— Conversión del rey de Navarra y del principe de Con-
de al catolicismo.— Elección del duque de Anjou por rey de Polonia.— Parle á to-
mar ppsesion de la corona.— Muerte de Carlos IX.— Su carácter (1).— (167S-1574.)
Antes de pasar á los hechos, qae son objeto de este capítulo, do
estará de mas que yolvamos la vista á los que llevamos menciona-
dos. El favor que el partido calvinista disfrutaba hasta entonces en
la corte, tenia mas de aparente que de sólido. Sin armarle un lazo
como se creyó entonces, como se creyó después , pudo muy bien
Garlos IX considerar su conducta como necesaria para la pacifica-
ción del reino: pudo muy bien la reina madre creer que la conve-
nía por entonces apoyarse en los calvinistas para dominar á los ca-
tólicos. Mas de esta conducta aconsejada por la política , á la ver-
dadera adhesión, á lo que se llama simpatía, hay una distancia
enorme. Los calvinistas, que asi se lo persuadieron , se mostraron
demasiado orédulos, muy poco conocedores de las cosas y de los
hombres. El primero en participar de este error fué el mismo Go-
Ugny, que presumió demasiado de su habilidad, y se creyó ya el
arbitro de los destinos de la Francia.
(1) Lm mlfmat amondadet «ine en el anterior.
536 HISTORIA DE FELIPE II.
Gatalina de Médicis síd grandes priocipios , sio creeDcias muy
sólidas, sio mas móvil en toda su conducta que el ejercicio del po-
der, era mujer demasiado astuta para no tener fija siempre la ?ista
en los dos campos. Conocía sin duda la importancia del calvinista;
mas no se la ocultaban las fuerzas del católico. En lugar de pensar
seriamente en hacer la guerra al rey de EspaDa , mantenía con él
una correspondencia muy activa, y se disculpaba lo mejor que pe-
dia de los actos que eran objeto de acriminaciones por parte de Fe-
lipe* Atento este á todo, en estrecha correspondencia con su emba-
jador, en inteligencia con las personas mas influyentes del partido
católico, pasaba por su protector, y por el enemigo mas. encarni-
zado del contrario.
Goligny, que como ya hemos visto se creia en la cumbre del fo-
vor y del poder, llevó su ceguedad hasta el punto de querer eman-
cipar al rey de la reina madre, que era la que realmente goberna-
ba, como si estos lazos formados por la naturaleza, estrechados por
el hábito y la misma necesidad, se pudiesen romper por medio de
la intriga, y sobre todo por quien tal vez era objeto de una secreta
repugnancia. No fué difícil á Catalina conocer este juego del jefe de
los calvinistas, motivo mas para separarse de ellos y acercarse al
partido de los Guisas.
Mientras la corte permaneció en Blois , figuraba allí mocho el
partido calvinista. Trasladada á París se absorbió casi en la inmen-
sa mayoría católica exaltada, cuyo furor crecía & proporción que se
suponía en aumento el favor de que disfrutaban en la corte. Ta he-
mos visto que la presencia de estos malditos hugonotes hacia pro-
rumpir al pueblo en expresiones de furor y de venganza. Es pre-
ciso conocer muy poco lo que son partidos en política para no con-
cebir las influencias secretas que daban pábulo á estos sentimientos
de suyo ardientes y exclusivos. Los jefes católicos mas exaltados
eran sumamente queridos de la muchedumbre, y el duque de Gui-
sa, sobre todo , excitaba los mismos sentimientos de idolatría que
su padre. Las noticias que circulaban en las plazas, en las calles,
en todos los parajes públicos, del ascendiente que iba adquiriendo
el hugonotismo en todas las provincias, estaban hábilmente calcu-
ladas para encender nuevos odios en la muchedumbre, para haee^•
les ver el peligro que el culto católico corría , si se toierabao por
mas tiempo los enemigos de Dios y de sus santos.
Conocían muy bien algunos calvinistas previsores lo falto de so
CAPITULO XLYII. 587
posición, y se llenaban de temores al ver la espantosa minoría en
qne se hallaban; mas otros, fiados en su favor con el rey , despre*
ciaban á sus enemigos , y respondían & los gritos de cólera de )a
muchedumbre con amenazas y bravatas. Hubo muchos de entre
ellos que vendieron sus haciendas, con objeto de lucirlo en París,
y presentarse con todo esplendor en las fiestas y solemnidades de la
corte; tan ciegos estaban con su aparente prosperidad , y poseídos
de su gran valer, por lo mismo que los halagaban. Era Coligny en-
tre todos el mas alucinado , con su presidencia del Consejo, y con
las muestras de deferencia y de respeto por parte del rey , que le
llamaba padre.
Si toda esta deferencia, si la conducta observada mas de un afio
hacia por la corte con el partido calvinista, fué una trama, un plan
concebido de antemano para adormecerle , para atraerle á París,
donde se pudiese acabar con él mas fácilmente : si se quiso coronar,
esta obra de doblez con un matrimonio, que precisamente habia de
llamar á la capital tantas personas influyentes, lo mas florido de la
bugonotería, se puede decir que era un proyecto tan diabólico como
astutamente ejecutado. Mas de que la trama no venia de tan lejos,
y sobre todo, de que no entraba en ella el rey de EspaDa , depone
su correspondencia de aquel tiempo; deponen sus temores, sus sos-
pechas, sus quejas de la conducta de Garlos y su madre. Y no ol-
videmos una drcunstancia en corroboración de lo que vamos indi-
cando, á saber, que precisamente en estos tiempos , cuando se su-
pone que la corte de Francia meditaba tan grande alevosía, saliade
este pais el conde Luis de Nassau á la cabeza de un cuerpo de fran-
ceses auxiliares, con el que se apoderó de la plaza de Mons, como
lo hemos hecho ver á su debido tiempo. ¿Cómo pudieron llevar tan
adelante la ficción? ¿Cómo guardaron el rey Carios y su madre una
reserva tan inexplicable con el rey de Espafia ? ¿ No estaban con él
en inteligencia desde las conferencias de Bayona, sóbrela necesidad
de acabar con la secta calvinista? A confiarle su secreto, ¿no se hu-
biesen libertado de las inquietudes, del embarazo, en que natural-
mente les ponían sus reclamaciones.
Todo, pues, contribuyó á juzgar que si en el favor dispensado al
partido calvinista hubo su cálculo, y falta de sinceridad, no iba en-
Tuelto un plan de alevosía. Las cosas habían llegado á un punto
tal, que sin necesidad de proyectos concebidos de antemano era ine-
yitable un conflicto entre partidos, entre opiniones , entre creencias
538 mSTOEIA BB FBLIPB II.
que mutaamentid se rechazaban y excluian. Por uoa parte el odio
de la población de Paris hacia los hugonotes, con tantos testimonios
expresado; por otra la desconfianza qae comenzaba á apoderarse
de este partido, y las acasacíones que públicamente|bacia de la per-
fidia y trato doble de la reina madre ; aquí las intrigas de los jefes
católicos, del embajador de Espafia y del nuncio de Roma ; allí la
convicción en que se hallaban los católicos ardientes , de que solo
por el exterminio acabarían con los malditos hugonotes, todos fue-
ron elementos del plan que se adoptó por fin, de recurrir á violen-
tos medios, plan en que probablemente no fué^impulsadora la cor-
te, sino arrastrada por el movimiento popular que otras manos di-
rígian.
La casa de Lorena, siempre violenta, siempre encarnizada contra
los calvinistas, sobre todo contra el almirante , acusado del asesi-
nato del duque de Guisa delante de los muros de Orleans , era la
que estaba á la cabeza de toda esta muchedumbre fanática, que no
respiraba mas que sangre. Enrique , nuevp duque de Guisa , hijo
del asesinado, ídolo del pueblo , habia entrado en conferencias se-
cretas con los principales cabezas de motin , con los católicos mas
ardientes de la municipalidad, prometiéndoles su cooperación en el
vasto plan de venganza y de exterminio. El horizonte se cubría de
nubes que presagiaban una tempestad horrible. Sin embargo, no
disminuía el favor aparente que los calvinistas disfrutaban en la
corte, y Goligny vivía tranquilo , halagándose siempre con la idea
de llegar un dia á ser el solo privado, director y consejero del mo-
narca.
El dia diez y ocho de agosto de 1 572 se habia celebrado el ma-
trimonio entre Margarita á» Valois y Enrique de Navarra. Aquel
dia y el 19 se pasó en regocijos y en festejos. El St, es decir, cua-
tro dias después, al regresar Goligny de palacio á su casa, á eso de
las dos de la tarde, se le asestó un tiro de arcabuz desde una ven-
tana, que le hirió gravemente en un brazo, llevándole al misino
tiempo dos dedos de la mano. El asesino, llamado Maurevel* de-
pendiente del duque de Guisa, se evadió en el acto, saliéndose por
una puerta de Paris, donde tenia un caballo prevenido que le puso
con rapidez al abrigo de todas las pesquisas.
Produjo aquel tiro en una calle pública y en la mitad del dia, la
misma impresión que el estampido de una tremenda tempestad en
el silencio de la noche mas profunda. Para los católicos fué una vos
G4PITÜL0 XLUI. 539
de alarma, ud grito de próxima pelea: para los calvinistas un aún-
elo del profundo abismo que ante sus plantas se entreabría. ¡Ya
estaba descorrido el velo de sus ilusiones! Ya los Guisas babian per-*
petrado su gran acto de venganza, pues para nadie era un misterio
que el arcabuz había sido disparado por la mano de los Guisas.
Mientras tanto se trasportaba al almirante á su casa en brazos de
sus servidores, y rodeado de un acompafiamiento numeroso de sus
correligionarios. Mostraba Coligny serenidad, mas prorumpiendo de
cuando en cuando en exclamaciones contra sus enemigos, de quie-
nes esperaba un pronto desagravio; porque este hombre siempre
crédulo, no sabia aun, en medio de aquel conflicto, cuan minado
estaba el terreno que pisaba.
Recibió el rey la noticia del asesinato de Coligny con muestras de
grande enojo, y mandó hacer pesquisas para la aprehensión del per-
petrador y cómplices. Pasaba, sin embargo, á los ojos de la genera-
lidad por sabedor con anticipación del hecho, sino por su principal
instigador: en cuanto á la reina madre, nadie dudaba de la conni-
vencia. Los calvinistas la acusaban altamente, y sea que no creye-
sen inminente el peligro, sea que pensasen alejarle no presentán-
dose como intimidados, echaban amenazas y se producían con su
violencia acostumbrada. Envió el rey un recado á casa del almi-
rante, para informarse de su estado y manifestar el interés que le
causaba. Los calvinistas, no satisfechos con este paso de atención,
exigieron que el rey le visitase, para dar así á entender la consi-
deración que le merecía su persona; demostración inútil, si Car-
los IX estaba en el complot; inútil también, si se urdia este sin su
conocimiento.
Accedió el rey á las pretensiones de los hugonotes, y acompaña-
do de su madre, pasó á visitar al almirante la tarde de aquel mis-
mo dia. Mostró el almirante agradecer mucho la visita, hablando al
rey en términos muy respetuosos, mas profiriendo quejas sobre la
alevosía de sus enemigos y lo mal que los capítulos del tratado de
pacificación estaban observados. Procuró el rey calmarle y sosegar-
le hablando en términos afables, prometiéndole pronta satisfacción
y rígida justicia. En los mismos términos, le habló la reina madre,
á pesar de que el almirante no disimuló lo poco satisfecho que es-
taba de su comportamiento. Ambos mostraron el mayor interés y
deseo de su pronta cura, llevando su atención hasta tocar y exami-
nar la bala que habia causado sus heridas. «Gran fortuna es que
510 HISTORU DK FELIPE IL
»baya salido afuera, sefior almirante, dija con este motivo Catalina,
x>porque he oido que el difunto duque de Guisa hubiese curado de
x>sus heridas, á no quedar la suya dentro. jo Crueles palabras en
aquellos momentos, cuando la herida de Coligo y se consideraba co-
mo un acto de venganza por aquel asesinato de que se le acusaba.
Mientras tanto crecia en París la agitación, y aquel tumulto sor-
do que precede al estallido de una tempestad, anunciada ya en los
aires. Continuaban los conciliábulos del duque de Guisa con los je-
fes de la municipalidad y los católicos; se pronunciaba sin ningún
disfraz el nombre de Maurevel, asesino *de Coligny, y se sabia que
en su fuga habia sido recibido con entusiasmo en muchas poblacio-
nes, donde se jactaba de su acción, considerada como heroica, co-
mo altamente meritoria. Los calvinistas, agrupados por la mayor
parte en derredor de la casa de Coligny, se mostraban armados en
ademan hostil, y no cesaban en sus amenazas de tomarse la ven-
ganza por su mano, si el rey no se la hacia. Daba Carlos IX todas
las muestras de mirar este asunto con calor, y habiéndole enviado
& decir el almirante que se notaban síntomas de cierta efervescenda,
le envió un piquete de los arqueros de su guardia para el resguar-
do de su casa.
El 23 hubo un consejo privado y secreto en las Tullerías, con-
vocado por la misma reina madre. Allí se trató seriamente de dar
apoyo al golpe de mano que se meditaba. En la trama estaba el du-
que de Anjou, hermano del rey, y además de los Guisas, que pa-
saban por motores, los principales seDores de la corte que se te-
cian por católicos mas exaltados. Estaba decidida la reina madre á
proteger un movimiento popular que iba á ser la ruina de los cal-
vinistas. El rey titubeaba todavía; mas su madre le hizo ver qae
siendo el golpe inevitable, quedaría nula y desairada su autorídad
si los buenos católicos de Paris lomaban la venganza por sa mano
sin contar con el monarca; razón plausible, que le hizo impresión
y promovió su asentimiento. Mas para los que entonces eran de opi-
nión, y lo son todavía, de que era la misma corte la que conciti^
las masas contra el partido calvinista, no hubo tal vacilación é in-
certidumbre; al contrario, fué el rey quien convocó el consejo áfii
de organizar el movimiento.
Las medidas se tomaron en efecto. Al principio de la noche dd
23 al 24, se avistó por última vez el duque de Guisa coa sas aso*
ciados, y les avisó que lo preparasen todo para aquella noche miar
MUÍPTÍ? DK aOLICNY
GáPlTÜLOXLIII.
ma. Se reunió la muDÍcijaIidad;^se dislr^^^ ari
541
«
u«AM a ia ixíi ut: uua iiuteroa vieruu que cd eieuiu era uuugoy»
Tomo i. 89
I
I
GáPlTULOXLIII. Sil
ma. Se reunió la muDÍcípalídad, se distribuyeron armas, se asigna-
ron los puestos, se dispusieron todos á consumar el plan de ven-
ganza que tanto tiempo hacia llevaban en sus corazones. En cuan-
to á los calvinistas, aunque estaban muy sobre sí, hasta el punto
de pensar seriamente en salir de París como punto mal seguro, no
advirtieron los movimientos de aquella noche, ó no les dieron la
importancia que teniao; y cuando ya estaba para sonar la hora de
sangre y de matanza, se retiraron tranquilos al cuartel ó barrio que
les estaba asignado por alojamiento.
Fué la casa del almirante la primera acometida por el mismo du-
que de Guisa, el de Anjou y otros personajes acompañados de ase-
sinos. Los príncipes se quedaron en el zaguán mientras subian los
segundos precedidos por un tal Behem, muy partidario de los Gui-
sas, casado con una hija bastarda del cardenal de Lorena. Los ar-
queros que guardaban la casa del almirante, fueron de tan poco au-
xilio, cuanto su jefe, católico exaltado, iba con los mismos asesinos.
Guando sonaba la gran campana, seDal de dar principio á la ma-
tanza, estaba leyendo al almirante su capellán algunos pasajes de
la Biblia. Al oir el ruido con que habia sido forzada la puerta de su
casa, y el estruendo de los que subian la escalera, se armó de se-
renidad; se vistió aprisa, como mejor pudo, y se apoyó en una pa-
red del aposento. Muy pronto dieron golpes los asesinos á la puer-
ta de su habitación, diciendo con voces descompasadas que la abrie-
sen. El criado que lo hizo en efecto por mandato de Goligny, fué
asesinado en el momento. Entonces se avanzó Behem pálido, des-
grefiado, y le dijo con voz ronca: «¿No eres tú Goligny? j» a El mis-
mo soy, respondió el almirante, y tú, joven, deberías tener mas
respeto á las canas de un anciano; mas cualquiera que sea tu in-
tención, pocos son ya los dias de que me puede prívar un asesino.»
A estas palabras se hecho Behem sobre él, y le despachó al mo-
mento, ayudado de sus compañeros. Mientras tanto el duque de
Guisa, que se habia quedado abajo, daba voces diciendo: «¡Behem!
¿Has despachado?» aSf,x> respondió el otro saliendo á la ventana.
«Pues entonces, repuso el duque, arrójanos acá el cadáver, para
que estos seDores se convenzan de que es el muerto el almirante. 3»^
Así lo ejecutó Behem, y el cadáver de Goligny cayó en el patio to-
dp ensangrentado. Para reconocerie mejor le lavaron el rostro; y
«uando á la luz de una linterna vieron que en efecto era Goligny,
Tomo 1.
1
SIS HISTORU DE FBUPB I!.
le dio una patada el conde de Angulema, bastardo de Enrique II«
diciendo: Asesino del duque de Guisa, la has pagado (I).»
Con el asesinato de Coligny se dio principio á la matanza de los
hugonotes. Para disipar las tinieblas de la noche, se pusieron laces
en todas las ventanas. Dio la seDal la gran campana de la casa de
la ciudad, é inmediatamente se vio la muchedumbre armada diri-
giéndose al barrio de los calvinistas y á las demás casas de los 'per-
sonajes de esta secta, que todos conocían. La seDal con que los ca-
tólicos se distinguían, era un paDuelo blanco atado en forma de craz
sobre el sombrero. Fueron los protestantes cogidos de sorpresa, as^
sinados unos en su cama, otros á medio vestir y levantándose, quié-
nes haciendo resistencia, quiénes cayendo desarmados como vícti-
mas en un sacrificio, otros despavoridos corriendo por las calles sin
saber á dónde, buscando refugio en los pórticos de las plazas, de
las iglesias, en el mismo Louvre; por todas partes eran inmolados
sin misericordia. Los gritos de la muchedumbre enfurecida, los que-
jidos y ayes de los moribundos, el estampido de los arcabuces, el
sonido de las campanas que tocaban á rebato, no podían menos de
imprimir terror y espanto en tan horrenda noche. Los principales
personajes del partido católico, daban el ejemplo de ferocidad á la
plebe fanática, sedienta de horrores y de sangre. El mariscal de Ta-
vannes recorría las calles gritando: «Sangrad, sangrad: según di-
cen los médicos, la sangría es tan saludable en agosto como en
mayo.» Los Guisas, después de despachado á Coligny, buscaban
nuevas víctimas, y saciaban la saDa que profesaban á los calvi-
nistas.
No suspendió la mafiana el furor de la matanza. Con la luz del
día se vieron, se buscaron mejor los que ocultaban las tinieblas.
Todos los encontrados cayeron al hierro y fuego de ios asesinos.
Las calles, los pretiles del rio, se iban llenando de cadáveres. Mu-
chos de ellos fueron arrojados al Sena, cuyas aguas iban enrojeci-
das con la sangre: los que no perecieron en las calles, cayeron en
(1) No sabemos si Yoltaire anduvo feliz en la alteración que de este pasiije hizo en su poema (La
Heoriada). Supone que los asesinos de Coligny, sobrecogidos con su aspecto venerable, y sobre to-
do con sus palabras, se echaron á sus pies, 8i& atreverse á dar el golpe: que Beiiem (le lUma Be»-
me), que aguardaba en el patio, impaciente con la dilación, subió apresurado,y al ver á los asesinos
inmóviles, se precipitó sobre el almirante, acabándole en el acto, lías quien aguardaba abijo en
el duque de Guisa, y el que subió A perpetrar el asesinato el mismo Behem, ó sea Besme. Por su-
puesto el asombro ó inmovilidad da los asesinos, es una creación del poeta; mas es imposible qm
en actos de esta especie ao discrepen las narraciones sobre ciertas circunstancias. Lo sustaDCíal
del hecho es que Coligny, hallándose en su casa herido, fbé asesinado por Impulso del doque de Gnf-
sa, su enemigo mortal, que le consideraba como el asesino de su padre.
dÁ^ÍTüLO XLin. 543
sus casas: los que buscaron asilo en el palacio del Louvre, fueron
fria y bárbaramente asesinados por los arqueros y alabarderos de
la guardia. A la matanza siguió el robo y el saqueo. En la mafiana
y en casi todo eldia Si, fué París teatro de confusión, del deáórden
mas horrible. Las mismas autoridades civiles que babian dado im-
pulsa al movimiento, temblaron al ver el carácter espantoso que
iba ya tomando, y trataron de poner un freno á la ferocidad; mas
no estaba todavía la muchedumbre saciada de ^atanza. Duraron
los asesinatos y el robo todo el día; los hubo hasta el siguiente.
Soto el cansancio y la fatiga desarmaron los brazos de las turbas,
sucediendo al ruido espantoso de la destrucción, el silencio del se-
pulcro.
Estuvo el rey en vela toda la noche en compaDía de su madre y
otros personajes, testigo silencioso y mudo, según unos, de lo que
pasaba; actor, según otros, en aquella hórríblé escena, hasta el
punto de hacer fuego con su arcabuz sobre los calvinistas desde uno
de los balcones de palacio. Cualquiera de las cosas que haya sido,
DO hay duda de que tomó sobre si la responsabilidad toda del acto,
y se dio como el principal impulsador de la matanza. El día 26 sa-
lió en público con su madre y una corte muy lucida, y paseó como
en triunfo las calles y plazas sembradas de cadáveres. La muche-
dumbre acogió al rey con los arrebatos del mas férvido entusiasmo;
jamás fué tan popular como aquel dia. Se manifestó el rey como sa-
tisfecho de la lealtad del pueblo que habia libertado á la nación de
sus implacables enemigos. Quiso ver el cadáver de Goligny que es-
taba colgado por un muslo de un poste en la plaza de Montfaucon,
y le insultó con frases «cbocarreras. Las mismas damas de la corte
examinaron con atención los cadáveres desnudos, haciendo ebser-
yaciones que no se creerían hoy; tanto difieren aquellos tiempos á
los nuestros (1).
Tal fué la matanza de San Bartolomé, tan célebre en la historia,
y en cuyo acontecimiento nos hemos extendido algo mas que de
costumbre, para hacer ver el carácter de aquellos tiempos, en que
él libertinaje iba unido á la superstición, y el desenfreno del vicio
á toda la ferocidad del fanatismo. Las jornadas de San Bartolomé
son únicas en su clase. En las vísperas sicilianas fué un pueblo le-
(1) A oui diré per les demoiselles de Gatberioe^ «que lea dames de la salte 4a roy oonside-
roleai toutes les partiesducorps dea gentil 9-homme8hDgaeoots,etjugeoÍent par oertaina ottfeta
^oelleetolt lear foroe aojen d* amour.r— Memorias de Fraotome.
514 HISTORIA DE F&UPE U.
Yantado en masa contra sus opresores extranjeros: aqnf son fran-
ceses que degñellan á franceses por solo fanatismo religioso. U
circonstancia^de escoger la noche para consumar este acto de bar-
Imrie, da al cuadro una tinta que le hace doblemente pavoroso (1).
Fué la matanza de San Bartolomé inmensamente popular en Fraa-
cia, donde^los católicos se hallaban en inmensa mayoría. Como una
chispa eléctrica^[cnndió la noticia por todos los ángulos del feino.
La medida violenta tuvo eco en Meaux, en Orleans, en Senlls, ea
Rúan, en Tolos^ en Bayona, en otros puntos donde los católicos
fanáticos imitaron la conducta de sus correligionarios de la capital.
Se dijo que para esta efusión de sangre hablan mediado órdenes del
rey, mas no las necesita la muchedumbre cuando está ansiosa de
violencias. Entre las dos religiones existia la mas encarnizada anti-
patía. No era el rey motor de tales violencias, aunque después de
perpetradas, se quiso dar este carácter.
En París se sancionaron del modo mas público y solemne estas
matanzas. El mismo rey dijo en pleno parlamento, que se habian
verificado de su orden en desagravio de la religión; palabras qne
fueron oidas con aplauso- La población en masa de París estaba loca
de entusiasmo por tan sangriento triunfo de la fe católica. Todo era
fiestas de iglesia, sermones en acción de gracias, solemnes proce-
siones. Se celebraron juegos, se acuDaron medallas, y hasta se re-
presentaron dramas alusivos al asunto (2). La prensa dio á luz una
muchedumbre de folletos, en que se ensalzaba la victoria de ios ca-
tólicos en todo género de estilos (3).
El rey de Navarra y el principe de Conde, no fueron comprendi-
dos en la proscripción según convenio de antemano. Durante lasma*
tanzas se aseguraron sus personas, pero el rigor no pasó mas ade-
lante. Sin embargo, no se les concedió la gracia de la vida sin con-
diciones duras, siendo una de ellas la de abjurar el calvinismo. Se
les obligó, so pena de muerte, á dirigirse al Papa, suplicándole que
les volviese á admitir en el seno de la Iglesia, y además al rey de
Navarra á que expidiese un decreto prohibiendo el ejeraieio del cal-
vinismo en sus estados. Por todas partes se estableció la formulada
(1) Xs muy dlflcll leer la relaokm da la matania de San Bartolomé sin qae oeorra el vecuardo da
las qne tavleron logar dotoientoa veinte alloa deapaea y en Parla mismo. Seria miiy eorloao u
paralelo entre las jomadas de agosto de m, y las de setiembre de ITM*
(t) Fq6 el mas célebre de todos la tragedia intitolada: La muerte de Goligny, donde flgoran coma
personsjea, el Almirante, Montgomerl, el pueblo, el rey, el Gonaejo del rey, eto.
(8) Hay entre estos escritos uno de un titulo demasiado curioso para qna no le
Passio DomlBl noatri Gaspardl Gollgn], seeundum Bartholomeam,
CAPITULO XLni. 5i5
adhesión á la antigua fe católica. El triunfo se cantaba por completo
y la ilusión pudo por un momento hacer creer que en Francia ha-
bla llegado el fin del calvinismo.
Dio el rey inmediatamente comunicación de lo ocurrido en París
á las potencias extranjeras con quienes estaba en relaciones; mas
entre estas las habia católicas y protestantes. No podia producir la
matanza de San Bartolomé la misma impresión en Inglaterra, en los
estados luteranos de Alemania, que en Roma y en Espafia. Asi fué
muy diverso el eslilo de estas piezas diplomáticas. Se dijo á los pri-
meros que el choque habia sido uno de esos movimientos popula-
res, que no está en mano de los gobiernos contener por la gran exal-
tación de las pasiones de la muchedumbre; que los hugonotes habian
entrado en un plan de conspiración contra la autoridad del rey y las
leyes del estado, proyecto que habian confesado al morir los prin-
cipales jefes de la secta; que el rey, inmediatamente que tuvo lugar
el asesinato del almirante, habia tomado todas las medidas para cas-
tigarle y buscar al delincuente; mas que la cólera de sus amigos y
correligionarios, habia hecho abortar estas medidas, por haber que-
rido tomar la justicia por su mano; que á pesar de este suceso lar
mentable, no se alteraban los buenos sentimientos del rey hacia el
partido calvinista, y se le dispensaría siempre protección según los
términos del tratado, etc. Mas lo sutil y artificioso de estas notas no
podia encubrir lo que el acontecimiento tenia de cruel y espantoso,
y en todos los estados protestantes no hubo mas que un grito uná-
nime contra la alevosía del partido católico, excitada ó al menos
consentida por la corte. La reina Isabel de Inglaterra manifestó que-
jas muy amargas, á que no pudo satisfacer toda la astucia y suti-
leza de la reina madre.
Con los estados católicos fué el lenguaje muy diverso. En sus comu-
nicaciones se felicitaba el rey de una Ocurrencia que habia purgado el
pais de la heregíaf dándose por promotor de un acto en que estaba
marcada la mano de la divina Providencia, etc. , etc.
De que la noticia de la matanza de San Bartolomé causó ímpre-
gioD muy agradable en el ánimo del rey de EspaDa, dan testimonio
lag cartas de felicitación que escribió sobre ello á Carlos IX, á la
reina Catalina de Médicis; y la embajada extraordinaria que con este
motivo envió con instrucciones particulares al marqués de Ayamon-
te, encargado de esta misión para visitar al rey, á la reina, al duque
de Guisa, al de Anjon, á los principales personajes que pasaban por
\
546 HISTORIA DS FELIPE II.
promotores de los asesíoatos. Cualquiera que comprenda el odio y
el horror profesado por el rey de EspaDa á los hereges, concebiri
tambieu que veíala mano de la Providencia eo una medida que se
podía considerar como un castigo de sus crímenes. No olvidemos
que tales eran los sentimientos dominantes en la Europa. Las sectas
religiosas se odiaban, se rechazaban mutuamente, y sea por inte-
reses de ambición, sea por puro fanatismo, ó por las dos cosas reu-
nidas, ninguna se creia segura y dominante sin la destrucción desa
contraria. Felipe U, que veía con tanto disgusto el favor de que en
la corte de Francia gozaban los calvinistas' tan estrechamente alia-
dos con los rebeldes de Flandes, se regocijó sin duda en alto grado
con una novedad que iba á restablecer en aquellos paises su pre-
ponderancia.
Fué en Roma donde la noticia de las matanzas de San Bartolomé
excitó mas entusiasmo. El cardenal de Lorena, que residía á la sa-
zón en la ciudad eterna, gratificó con mil escudos al correo extraor-
dinario que, ganando horas, le llevó las nuevas. Celebró y aplau-
dió solemnemente el pontífice la hazaDa en pleno consistorio. Bobo
con este motivo regocijos públicos, misas solemnes, pomposas pro-
cesiones, vistosos juegos de artificio. Se mostraron los franceses re-
sidentes en aquella capital arrebatados de alegría. Aun se ve en la
capilla Sixtina un cuadro con que se consignaron & la memoria y
edificación de la posteridad tantos horrores.
Cambiaron las matanzas de San Bartolomé la política de Francia.
Bajo la iofluencia de los calvinistas se pensaba en alianzas de fa-
milia con la reina Isabel de Inglaterra, en dar una mano protectora
á los Paises-Bajos, en formar una especié de liga con los príncipes
protestantes del imperio, en una ruptura con Espafia, etc., etc.
Tales eran, á lo menos, los planes de Coligny, en que se imaginaba
entraría de buena fe Carlos IX. Mas cualquiera (^le fuesen las ver-
daderas intenciones de su gabinete, le separó este acontecimiento
de los del norte, y volvió de nuevo á la influencia de la política de
EspaQa. Sin embargo, no convenia á Catalina de Médicis romper
con los estados de Alemania, estándose negociando entonces el nom-
bramiento del duque de Anjou para el trono vacante de Polonia.
Mas los calvinistas no se hallaban todos en París cuando las ma-
tanzas. Había recibido el calvinismo un golpe atroz, mas no estaba
exterminado. Por mucho que sea el furor y la embriaguez de un
partido dominante al dictar medidas de rigor, jamás son tales qne
CAPITULO XLllId 541
corten de ana vez todas las cabezas de la hidra. Lo que hicieron
aquellos asesinatos, fué marcar con mas distiocion y con color de
sangre la línea divisoria de ambos campos.
Adquirió el calvinismo nueva energía con tan tremendo golpe.
Si se intimidaron algunos, trataron los mas de vender caras sus vi-
das y repeler la fuerza con la fuerza. Los últimos edictos del con-
sejo proscribian el calvinismo como culto público, mas le toleraban
como opinión; y la corte, á quien no eran desconocidos los senti-
mientos de los disidentes, trató de sosegarlos, dando las órdenes mas
estrictas á los gobernadores de provincia, á fin de que no se exas-
perasen. Mas los calvinistas no se pagaron de estas suaves medidas,
y como gente escarmentada y tan vivamente resentida, trataron de
hacerse fuertes en los puntos donde realmente dominaban. En el
Languedoc, en los Gevennes, en el Vivarás, en el Delfinado corrie-
ron á las armas. Fortificaron y repararon las plazas de Sancerre, de
Nimes, de Sousmieres y otras de importancia. En Normandía tam-
bién hubo movimientos serios. Los católicos volvieron asimismo á
armarse, de modo que en vez de concluir con el calvinismo la ma-
tanza de San Bartolomé, no hizo mas que encender de nuevo los
horrores de la guerra.
Era la Rochela el punto fuerte, el baluarte por excelencia, una
especie de capital del partido calvinista. Allí se reunieron sus prin-
cipales medios de defensa, y se prepararon para una obstinada re-
sistencia. Pensó seriamente la corte de Francia en poner sitio for-
mal á esta plaza fuerte, y nombró al duque de Anjou, al vencedor
de Moncontour y de Jarnac para el mando de la fuerza asediadora.
Se hicieron aprestos de hombres, de artillería, de víveres y de mu-
niciones. Se alistaron extranjeros, y Catalina de Médicis imploró
los auxilios de EspaOa y de Saboyaparael triunfo de la santa causa.
Hizo donativos al clero, y las municipalidades acudieron con su
contingente. Para dar mas aparato á la empresa, se exigió que el
rey de Navarra y el príncipe de Conde acompasasen al duque de
Anjou, sacrificio al que los dos se resignaron.
Fueron muy grandes los preparativos del sitio; pero mayor la
resistencia de los rocheleses. Aquí y en Sancerre hicieron prodigios
de valor los calvinistas, resueltos á sepultarse bajo los muros de
ta plaza. Comenzó á introducirse en el campo de los católicos el
desaliento, y no era el duque de Anjou, el vencedor de Jarnac y
Montcontour en el campo del asedio. Continuaba este con sucesos
518 HISTORIA DE FELIPE II.
varios, cuando llegó al geoeral en jefe la noticia de su exaltacioDal
troDO de Poloula, vacante por la muerte de Segismundo Augoslo,
último principe de la raza de los Jajelones.
Ya antes de la matanza de San Bartolomé babian comenzado las
negociaciones para la elevación del duque de Anjou, y que la reina
Catalina llevaba adelante con su sagacidad acostumbrada. Eran va-
rios los aspirantes á esta dignidad, y entre ellos el archiduque Er-
nesto, hijo del emperador Maximiliano. Mas la reina madre se sir-
vió de agentes hábiles, que esparcieron el dinero, hicieron mil pro-
mesas, exageraron el poder y la grandeza de la corte de Francia, y
sobre todo, supieron sacar partido de la fama militar del duque de
Anjou, tan á propósito para ponerse al frente de los polacos en sos
guerras con los moscovitas y los turcos. La noticia del aconteci-
miento de París atrasó mucho las negociaciones, habiendo sido acu-
sado el duque de Anjou de haberse puesto á la cabeza de los asesi-
nos. Mas nuevas sumas de dinero, nuevas promesas, nuevas con-
cesiones allanaron estas dificultades, y ell de junio de 1573 fué
elegido y proclamado finrique de Yalois monarca de Polonia.
Era la reina Catalina persona de gran habilidad, de mucha as-
tucia, nacida sin duda para tiempo de intrigas, de revueltas y de
convulsiones. Ya la hemos visto en las crisis mas difíciles desenre-
darse de mil obstáculos, y salir airosa de entre muchas inquietudes.
Los asesinatos de París, que la libraron de ciertos cuidados, lacrea-
ron otros nuevos. Si los intereses de la religión la ligaban ¿ la Es-
paña, otros la hacian contemporizar con la Inglaterra, con los prin-
cipes protestantes de Alemania. Mientras con el primero empleaba
nn lenguaje, hasta de jactancia, al daríe comunicación de lo ocurri-
do el dia de San Bartolomé, se excusaba del hecho, atribuyéndole i
imprudencias de otros, dirigiéndose á los segundos. La Inglaterra
podia dafiar muchísimo á la Francia, protegiendo desembarcos, y
enviando bajo de mano armas y municiones á los calvinistas que se
habían alzado en Normandía. Tenían en su mano los príncipes de
Alemania el lanzar contra Francia sus reitres y lansquenetes (l).La
Suiza también se mostraba indignada con la matanza de sus corre-
ligionarios. Fulminaban anatemas los pulpitos de Ginebra, y aunque
ya Calvino no existía, estaba representado por el famoso Teodoro
Beza y otros mas apóstoles de lá doctrína. No fué pues poca la as-
(1) Soldados ó sirvientes del pais; de «tand,» tierra, y «luieolit,» sirviente ó soldado.
CAPITULO XUIL 549
^tucia y la fortuna de Catalina el haber conjurado todas estas tem-
pestades, mientras aspiraba y trabajaba por tener el honor de ser
madre de dos reyes.
Aceptó la corona de Polonia Enrique de Valoís, y dejó el sitio de
la Rochela, que tan poca gloria le proporcionaba. En su tr&nsíto y
estancia en París fué objeto de festejos y populares regocijos. Con
repugnancia dejaba su pais, para trasladarse á uno agreste como la
Polonia, y además tenia la inquietud de perder el derecho á la co-
rona de Francia, en caso de morír sin hijos el rey Carlos. Mas este
disipó sus temores declarándole su sucesor, en caso de verificarse
la ocurrencia, como sucedió en efecto.
Seguia mientras tanto la resistencia de los de la Rochela y de
Sancerre; ni los alzados en el Languedoc, en Vivarais, en Nimes,
daban mas muestras de querer sujetarse al yugo con que los ame-
nazaban los católicos. Se habla abatido algo en estos el fuego faná-
tico que animaba á las turbas de París, como sucede á toda agita-
ción violenta que cede poco á poco á la mano de los tiempos. Entre
los católicos ardientes y los calvinistas de igual temple, se habia
creado un partido medio, ansioso por conciliar los dos extremos.
Produjo este estado de cosas otra pacificación, si no tan lata como
la de 1570, derogatoría de las medidas severas que se hablan toma-
do cuando el tríunfo de agosto. Por el nuevo decreto se mandaba
sobreseer en toda causa que se hubiese instruido con motivo de di-
chos acontecimientos; se concedía el libre ejercicio de la religión re-
formada á las ciudades de la Rochela, Montauban y Nimes, y á los
demás calvinistas del reino libertad absoluta de conciencia, la cele-
bración de los sacramentos á su manera, sin poder reunirse mas de
diez, á excepción de París y dos leguas en contorno, dándose ade-
más permiso á los calvinistas que quisiesen salir del reino, de ven-
der sus bienes y de arreglar definitivamente sus negocios sin coac^
cíon y sin violencias.
Era esta la tercera pacificación entre el partido católico y protes-
tante, que no fué ni mas sincera ni de mas duración que las ante-^
rieres. Era imposible una amalgama de sectas; lo era mucho mas
]a de los intereses, de poder y de engrandecimiento, que se habian
creado en sentidos tan opuestos. No quedaron contentos los católicos
exaltados, y mucho menos los calvinistas, que todavía no habian
dejado las armas de la mano. El tercer partido que se habia pro-^
Donciado en favor de la pacificación, fué el prímero que rompió los
Tomo i. 70
5S0 HISTOEU DE FDJPE IL
lazos de la buena inteligencia. Se anieroo sus jefes con los princi-t
pales calvinistas contra el partido de la corte, y sn plan era nada
menos que trastornar el orden de la sucesión de la corona, annlaD"-
do la declaración del rey á favor del rey de Polonia, sustituyendo á
este su hermano el duque de Alenson, ahora de Anjou, por la nueva
dignidad de que aquel se hallaba revestido. Adoptó este partido 6d
parte los planes de Coligny, contrarios á los intereses de la EspaOa,
y era su idea enlazar al mismo duque de Alenson con la reina de
Inglaterra, dándole además el protectorado de los Paises-Bájos. Ero
pues la cabeza, al menos nominal, de la conspiración el duque de
Anjou, y entraban en ella el rey de Navarra^ el príncipe de (>iBdé,
el mariscal de Montmorency, el de Danville, el de Gosseins y otros
principales. El principal blanco de sus tiros era la reina madre, en-
ya influencia en los consejos del rey trataban de destruir por sien-
pre. Fué concebido y tramado este plan durante el viaje de la corte,
cuando salió á despedir hasta la frontera al rey de Polonia, y se
aplazó la ejecución á su regreso, debiendo consistir esta en apode-
rarse Je la persona del rey y de su madre, y hacer firmar al pri-
mero los decretos que dejasen realizados sus designios. Era un pluí
muy parecido al famoso de la conspiración de Amboise, y lo mismo
que él fué descubierto. La corte que estaba en San Germán se tras-
ladó precipitadamente á París, poniéndose bajo la protección de la
capital, de cuya adhesión tenia tantas pruebas. Se procedió á la pri-
sión de los principales cómplices; de los maríscales ya dichos, á ex-
cepción del de Danville, que estaba á la sazón mandando en Lan-
guedoc; se escribió á todos los gobernadores de provincia encar-
gándoles la vigilancia, y por principal medida se adoptó la captura
del duque de Anjou y del rey de Navarra, no habiendo alcanzado
este rigor al príncipe de Gondé^ que previno el golpe por medio de
la fuga.
Ocurrió durante estas nuevas turbulencias la muerte de Garios II
en lo mas florido de su juventud, habiendo estragado su constitneíon
ya débil de suyo con violentos ejercicios y todo género de excesos.
Ya daba síntomas de su cercano fin^ cuando la partida de su her-
mano, á quien la reina Catalina dio á entender que no seria su au-
sencia larga. Habia tenido esta hábil princesa la precaución de ase-
gurarse la regencia por una disposición del príncipe moribundo,
quien dio esta última prueba de la ciega adhesión y deferencia qie
tuvo siempre hacia su madre.
CAPITULO XLni. 551
Como todo personaje que vive en medio de revueltas y facciones,
fué Carlos IX muy diversamente juzgado por los católicos y los cal-
vinistas. Se encarnizaron estos contra su memoria, haciéndole pa-
sar por un hombre atroz, por un Nerón, por un tigre sediento de
furores y venganzas. Aseguran que en su última enfermedad le sa-
lió la sangre por los poros, y que murió lleno de espanto y de ter-
ror, con las visiones sangrientas que le recordaban sus atrocidades.
Los católicos sintieron nucbisiqío gq muerte, y de esto daban tes-
timonio los sermones, los folletos, las elegías que con este motivo
vieron la luz pública. Se puede suponer muy bien, que si Carlos IX
mereció el odio encarnizado de los unos, no fué digno de las ala-
banzas de los últimos. Fué un príncipe común, educado en las ideas
y principios de su siglo, violento en su carácter, extremado en sus
diversiones y sus gustos, á quien no faltaba cierta capacidad y aque-
lla instrucción que usaban los hombres de su clase. Por lo demás no
tuvo nunca firme voluntad en materias de gobierno, dejándose lle-
var en todo de los consejos é influencia de su madre. Hasta qué
punto fué cruel y tomó parte activa en la matanza de San Bartolo-
mé, no se sabe aun de un modo auténtico. Mas la historia nos dice
que dos dias después paseó las calles de París cubiertas de cadáve-
res, con aire de tríunfo, como dándose por autor de tanto asesinato,
y que insultó los restes ensangrentados de Coligny, á quien cuatro
días antes habia dado el título de padre.
Ci^PÍTlíLO XU?*
Asuntos de Inglaterra y de Escocia. — Recitados de la entrada de Mana Estaarda en
el primero de estos reinos.— Escribe á la reina Isabel pidiendo su protección. —Em-
barazos de Isabel.— Responde evasivamente á la de Escocia.— Se niega á verla.—
Trata de hacerse arbitra entre la reina María y sus subditos.— Se resiste esta.—
Cede al fin.— Conferencias en York.— Se trasladan á Westminster. — ^Es acusada la
reina de Escocia por Murray.- Presenta este documentos justificativos.— No res-
ponde María.— Confinamiento de esta.— Negociaciones entre las dos reinas. — ^Tra-
mas en el pais á favor de la de Escocia. — Son castigados los conspiradores.— Ase-
sinato del regente Murray. — ^Le sucede el conde de Lenox. — Continúan las tramas
en Inglaterra.— Suplicio del duque de Norfolk.— Muerte del conde de Lenox.— Le
sucede el conde de Morton. — Guerra civil en Escocia. — ^Pacificación (1). — (1568-
1574.)
Hemos dejado á la reioa de Escocia, María Estuarda (2), fogítíva
de sa país después de la derrota de Laogside, buscando un asilo en
el vecino reino de Inglaterra, en cuya frontera fué cortesmente, y
con todas las distinciones debidas ¿ su clase, recibida. Era segura-
mente grave y lleno de amarguras el infortunio de María; mas una
princesa de su carácter, juventud, y familiaridad con las desgracias,
podia tal vez consolarse con la idea de hallar en la reina de Ingla-
terra una amiga generosa, una protectora y hasta vengadora de los
agravios y rigores que á sus estados la habían conducido. Verdad es
que entre esta reina y ella habian mediado disgustos, rivalidades.
(1) Home, liiBtoria de Inglaterra; Bobertaon, historia de Bscooia; Walter SooU, historia de la-
oooia.
(t) Cap. XXTI.
CAPITULO XLIY. 553
hasta ofensas; mas en círconstaDcias tan extraordinarias, debió de
imaginarse María que las antiguas animosidades cederían á mas dul-
ces sentimientos. Con esta ilusión escribió la reina de Escocia á la
de Inglaterra, comunicándole los motivos que la hablan obligado á
tomar asilo en su pais, reclamando de ella, como reina y como mu-
jer, todo el interés y simpatía á que eran acreedoras sus no mere-
cidas desventaras. Mas Isabel, mujer astuta, reina ambiciosa y
precavida, que no perdía de vista ninguno de sus intereses, en lugar
de responder al pronto, sometió á la deliberación de su Consejo la
contestación que el caso requería. Reclamaba la generosidad, que la
reina de Inglaterra^protegiese á una princesa desvalida, en sus es-
tados refugiada. Exigía á lo menos la justicia, que no pudiendo darle
auxilios, se le permitiese trasladarse al pais que mas le conviniese.
Mas ofrecían ambos partidos muchísimas dificultades. Se enajenaría
por el primero la reina Isabel el partido protestante en Escocia, con
que había estado siempre en armonía; por el segundo se daría me-
dios á su reina, trasladada á Francia, de hacerse con fuerzas en este
pais, y emprender con ellas una expedición tan en contra de sus in-
tereses. ¿Qué hacer, pues, con la reina de Escocia? Restaba un ter-
cer expediente, á saber: el retenerla con astucia ó con violencia presa
en el pais adonde se había trasladado iroluntaríamen te; medida odiosa,
que violaba las leyes de la hospitalidad, como las de la naturaleza.
Sin embargo, á ella se atuvo el Consejo, como á la mas útil, á lo
menos no tan perjudicial como las otras, y la misma prefirió Isabel,
como la mas en consonancia con sus intereses, con los sentimientos
de rivalidad que á María Estuarda profesaba, y que los infortunios
de esta no habían extinguido. Mas como no le convenia indicar por
de pronto esta resolución, se decidió que se ganaria tiempo aguar-
<iando que María cometiese algún acto de imprudencia y diese algún
pretexto plausible á la injusticia proyectada.
Respondió, pues, la reina de Inglaterra á la de Escocia, en tér-
minos corteses y hasta cariñosos, manifestando un vivo interés en
todas sus desgracias. Mas en cuanto á la entrevista que esta le pe-
dia, no podia menos de hacerle presente, que acusada como estaba
de complicidad en el asesinato de su esposo, con quien la ligaban
vínculos de tan estrecho parentesco, no le permitía su delicadeza
recibirla mientras no hiciese pública su inocencia, cosa de que no
dudaba.
La reina de Escocía, sin sospechar ninguna intención ep Isabel,
5S4 HISTORIA BE FBLI91 U.
respondió sancillamente que estaba pronta ¿ dar cuantos descargos
fuesen necesarios para responder á una acusación que tanto la ofeo-
dia y denigraba; y que seria gran consuelo para ella manifestar á
la reina de Inglaterra documentos que le harian triunfar de sus ene*
migos y calumniadores. No era sin duda la mente de María acudir
á Isabel como juez en un proceso tan odioso; mas la reina de lo*
glaterra así fingió entenderlo, y regocijada con la perspectiva de las
dilaciones que este negocio le ofrecía, designó á York como puDlo
en que debian reunirse los comisionados de la reina de Escocia, y
los de sus acusadores. María, que vio el lazo que querían armarle,
protestó contra semejante medida, declarando que á nadie concedía
ella el derecho de ser juez entre ella y sus subditos rebeldes. El re-
gente de Escocía, por su parte, notificado á comparecer en Tork,
como acusador de la reina, comprendió lo degradado y humillador
de semejante posición para el jefe de un estado independiente y li-
bre, obligado á presentarse ante una reina extranjera y probar de-
litos de su propia hermana, ó pasar por un calumniador, que se ha-
bia valido de este medio para destronarla.
Pero halagaba demasiado á la reina Isabel la perspectiva de la
preponderancia que en los asuntos de Escocíale iba á dar semejante
tribunal, para que tan fácilmente renunciase ¿ su proyecto. Como eD
su concepto le seria imposible á la reina de Escocía defenderse de
una acusación que en pruebas tan plausibles se apoyaba, insistió
mas y mas en un proyecto que, abriendo campo & grandes dilacio-
nes, la justificaría de cualquiera medida de rigor que tomase con una
reina tan culpable. Se negó por lo mismo de nuevo á la entrevista
que le pidió María por segunda vez, y por temor de que hallándose
esta tan próxima á la frontera, se volviese tal vez & su país, mandé
internarla y conduciría á Bolton, donde su mansión tenia toda la
apariencia, y mucho mas la realidad de un cautiverio.
Intimidada la reina de Escocia con esta medida de rígoir, conven-
cida de la inutilidad de pedir de nuevo una entrevista con la de In-
glaterra, reflexionando por otra parte que su resistencia á ser oída
en juicio equivaldría á una tácita confesión de su culpabilidad, mo-
deró algún tanto la acrímonia de sus manifesteciones , y consintió
por fin en mandar á York comisionados que la representasen. Por
otra parte, el regente de Escocia , penetrado xle lo que le iba en
aparecer como calumniador de María, en caso de negarse á compa^
recer como se le tenia prevenido, se puso en camino para York, te-
niendo que reaígnarse á tan duro sacríficio.
CAPITULO xuv. 555
Así dio en loglaterra el espectáculo nuevo hasta entonces, de un
monarca erigido en juez entre otro destronado, y sus antiguos sub-
ditos que han sacudido su obediencia. No se puede decir quién ha-
cia allí un papel mas humillador, si María, si el regente-
Jamas la política de un monarca estuvo tan de acuerdo con sus
* sentimientos personales como eg esta circunstancia. Lo mismo que
libraba de cuidados é inquietudes á la reina de Inglaterra, servia y
adulaba extraordinariamente sus flaquezas de mujer , porque bajo
cierto aspecto, jamás hubo mujer mas mujer que esta princesa. Los
historiadores que tributan mas elogios á su gran capacidad en ma-
terias de gobierno , no tienen reparo en hacer mención de sus ca-
prichos, de sus veleidades, de su presunción, tratándose de gracias
y hermosura, de su ciega pasión por cuantos adornos y afeites pu-
diesen realzarla. Mas á pesar de tantas pretensiones y amor propio,
flo podia menos de sentir por la pública voz y fama la superioridad
que en teda clase de atractivos le llevaba la de Escocia. De aquí la
doble rivalidad que la profesó toda su vida , siendo tal vez la de
mujer mucho mayor que la de reina. Ahora las circunstancias la
habían puesto en su poder, tenia en su mano los medios de perder-
la, al menos de humillarla. ¡ Cuántas satisfacciones para su amor
propio!
Se hallaba el regente de Escocia en una posición sumamente de-
licada. Constituido en acosador de su propia hermana , obligado á
probar su culpabilidad en uu crimen de tan atroz naturaleza , no
podia menos de conocer , prescindiendo de otros sentimientos , el
grave riesgo que corría, cualquiera que fuese su conducta. Victo-
rioso en sus cargos, se hacia para siempre el objeto de odio de Ma-
ría , blanco de sus venganzas y las de sus poderos&d relaciones «
Vencido en la lucha , pasaba por calumniador , y concitaba contra
sí todos los rigores de la reina de Inglaterra. De los designios se-
cretos de esta, acaso no dudaba. ¿Mas quién le salia garante de la
baena fe de una mujer,* cuya duplicidad le era tan notoria? A estas
fluctuaciones dio mas alimento una intriga del duque de Norfolk,
uno de los comisionados de Isabel , quien concibió el proyecto de
enlazarse con María. No fué difícil á este ]|iersonaje hacer entender
á Murray lo preferible que era para él volver al favor de la reina
de Escocia, á perderla para siempre en el concepto público.
Se mostró , pues , el regente de Escocia poce acalorado , poco
enérgico en la éxhibíeíoD de los cargos contra k acusadaí Eludió^'*
556 HlSTOEtÁ DK FBLIPK II.
do el gravísimo de complicidad en el asesinato de su esposo , se li-
mitó k decir que el escándalo dado á la Dación casándose con su
asesino , habia sido motivo suficiente para proceder á su destrona-
miento. Mas no era esto lo que quería Isabel , á quien no faltaron
resortes para mover en otro sentido el ánimo del conde.
Impulsado este en sentidos tan diversos, manifestó al fin que no
procedería en aquel asunto sin saber : 1."^ si los comisionados por
la reina en York estaban autorizados para declarar culpable á Ma-
ría de Escocia por una sentencia judicial : i."" si darían pronto esta
sentencia : 3. "^ si se tomarían medidas de coacción á fin de impedir
á la reina de Escocia el promover disturbios en el reino : 4.* sí la
reina Isabel, en caso de aprobar la conducta del partido protestan-
te, estaba resuelta á protegerle.
Los comisionados, que no se bailaban en estado de responder á
estas preguntas, las comunicaron á la reina. El duque de Norfolk
bizo ver que eran muy graves por la responsabilidad que sobre el
regente de Escocia y sus adherentes recaía. Mas Isabel, á quien tal
vez no se ocultaban las intrigas y designios secretos del duque, y
que veía por otra parte lo poco que el negocio adelantaba en el
sentido que ella deseaba, mandó que las conferencias se trasladasen
á Westminster, donde estando á la mira de todo , seria mas duefia
de la persona del regente.
Hasta entonces se hallaba triunfante en este asunto el partido de
María. Su matrimonio con Bothwell era un hecho público, y no pe-
dia ser objeto de indagaciones judiciales. De su complicidad en el
asesinato de su esposo , Murray no la acusaba. Podía, pues, estar
la reina de Escocia bastante satisfecha; mas la traslación de las con-
ferencias á Westminster despertó su suspicacia, y con gran repug-
nancia suya permitió hacer este viaje á sus comisionados. El dis-
gusto se convirtió en furor cuando supo que Murray habia sido re-
cibido por la reina con muestras de atención y preferencia ; que se
habia concedido á su enemigo, á su acusador , una gracia que ella
había implorado en vano tanto tiempo. En el arrebato de su furor
envió orden á sus comisionados, para que se abstuviesen de conti-
nuar las actuaciones en Westminster ; mas cuando llegó la resolu-
ción de María, habían comenzado ya las nuevas conferencias.
Estaban ya cambiadas entonces las disposiciones y miras del re-
gente. Le habia ganado á sus designios Isabel , haciéndole sentir
que le tenia en su poder, y la gravísima responsabilidad del coode,
GAPiTOLO xuv. 557
á no probar la culpabilidad de la reina de Escocia en el hecho de
qne se le acusaba. Penetrado el regente por un iado de su peligro
pasando por calumniador, y separado por el otro de la¡intriga de
Norfolk, de cuyos designios se concibió sospecha, se decidió á echar
sus escrúpulos á un lado, y & entrar de lleno en el negocio. Mani-
festó, pues, á los comisionados que si consideraciones de los vín-
culos de sangre que le unían con la reina de Escocia, que si respe-
tos de miramiento y hasta de pudor habían impedido hasta enton-
ces tanto á él como á los demás nobles escoceses que le acompafia-
han, hacer cargos de cierta naturaleza á su antigua soberana, aho-
ra que se veían acusados por ella de rebeldes , y corrían riesgo de
pasar plaza de calumniadores , manifestaba del modo mas solemne
* que María Estuarda no solo había sido sabedora y consentidora en
el asesinato de su esposo , sino que había auxiliado en los medios
de su perpetración ; que se habían cometido las infracciones mas
escandalosas de las leyes para dejar impune este atentado : que
la reina había entrado con Bothwell en planes que comprome-
tían la existencia del rey actual de Escocia, y que si alguno se atre-
vía á negar los hechos que exponía, se hallaba pronto 44)resentar
de ellos las pruebas mas irrefragables.
A tan terrible acusación nada respondieron por entonces los co-
misionados de María. La reina Isabel comenzaba á recoger el fruto
de tantas intrigas y artificios. Guando aguardaba con impaciencia
el sesgo que tomaría el negocio por la reina de Escocía , se quedó
sorprendida con el paso que dieron sus comisionados , de proponer
á ella misma el mediar en una negociación entre ellos y el regente,
á fin de llegar á una avenencia ; mas Isabel les hizo ver , que ha-
biendo sido tan pública la acusación, no se podía rebatir satisfacto-
riamente sino de un modo público. En cuanto & la entrevista vuelta
á solicitar por María Estuarda, dijo que entonces mas que nunca se
oponía á ella su delicadeza.
Parecía que la obligación del regente estaba ya cumplida y fiyft-
tisfecha. Había ofrecido pruebas en confirmación de los hechos de
que acusaba en caso de que alguno los negase ; y no habiéndose
presentado nadie con esta pretensión, era por demás el exhibirlas.
Mas la reina de Inglaterra no estaba satisfecha hasta hacerse con
estos documentos, y como no los pedian los comisionados de María,
hizo ella que los suyos propios afectasen escandalizarse con las
atrevidas acusaciones del regente. Murray entonces temiendo siem-
Tomo i. 71
558 HISTORIA DE FXUPS II.
pre el enojo de la reina, y en peligro de pasar por un calamniador,
presentó los famosos documentos que consistían en resoluciones del
Parlamento, relativas al nombramiento de regente, en declaraciones
dadas por los complicados en el asesinato de Darnley, y sobre todo,
en un cofrecillo de papeles que habían sido interceptados á la reina,
y escritos casi todos de su letra.
Sometió Isabel estos documentos al examen de su consejo priva-
do. Se compararon los papeles del cofre en su letra y ortografía con
las que usaba la reina de Escocia , y resultaron ser idénticos. Ha-
llándose ya en posesión Isabel de^ documentos tan preciosos, co-
menzó á tratarla con menos miramiento, creyendo que le seria per-
mitido ejercer cualquiera rigor con una mujer asesina de su es-
poso.
Convencida ya la reina de Escocia de la mala fe de su rival , ir-
ritada con tan duro tratamiento de parte de quien no era mas qne
una igual suya, se exhaló en quejas, en acriminaciones que en tan
dura situación le eran sin duda permitidas. No se abatió sin embar-
go, y conservó la dignidad á que estaba acostumbrada en anterio-
res infortunios. Creyéndola tal vez intimidada la reina de Inglater-
ra, le hizo proponer como condiciones de su libertad, que abdicase
la corona á favor de su hijo, dándole á ella el protectorado del reino
durante su menor edad ; pero María declaró con indignación que
consentiría primero que la hiciesen mil pedazos.
Parecía en cierto modo concluido el negocio que promovia la con-
ferencia de Westminster, y la reina mandó que no pasasen adelan-
te. Despidió al regente y mas sefiores que le acompaOaban, sin dar.
á entender que desaprobaba su conducta , mas sin muestras tam-
poco de que la elogiaba. Sin embargo , Morray partió contento,
pues en medio de esta aparente frialdad , tenia pruebas en secreto
de que Isabel le protegía.
Sin duda ha puesto la posteridad en los hechos, qne tan sucinta-
mente acabamos de narrar, el sello de la injusticia, de la opresión,
del abuso mas odioso que se podia hacer del derecho de la fuerza
contra una reina desgraciada que habia implorado el auxilio de otra
de su clase. En el estado de independencia en que los reinos de In-
glaterra y de Escocia se encontraban, ningún derecho tenia la reina
del prímer pais de intervenir en los negocios interiores del segundo.
De las faltas, y si se quiere de los crímenes de María, no podía ser
juez Isabel, y si esta no tenia interés ó el poder de protegerla, era
CAPITULO XLIY. 559
hasta tiranía abusar tan horriblemeDte de la hospitalidad que uua
fugitiva imploraba, trabajando con tanta energía y tan traidoramen-
te para envilecerla y deshonrarla. No se puede presentar, pues, con
colores bastante negros una astucia, una duplicidad con aspecto de
justicia y de delicadeza disfrazadas. Mas cuando se examinan de
cerca las acciones de los hombre^ , preciso es tomar en cuenta las
circunstancias que los rodean, los resultados que tendría una con-
ducta diferente, y sobre todo, no perder de vista la época en que
viven.
Rodeada de peligros ascendió Isabel al trono de Inglaterra , y si
en su conducta mostró grande habilidad, toda la necesitaba para no
naufragar en mar tan borrascoso. Comenzó por declararse enemiga
suya María Bstuarda , reina propietaria de Escocia , reina consorte
de Francia, unida con tantos vínculos al partido dominante de los
Guisas* campeones del catolicismo. No es difícil concebir los justos
temores que semejante enemistad debió de producir en la reina
de Inglaterra, objeto de odio para los católicos de Francia, y no de
aborrecimiento menos vivo para el rey de España. Por todos los
reyes católicos estaba Isabel considerada como bastarda y reina
usurpadora , siendo el Pontífice el que mas hostil se le mostraba.
Habia sido fulminada contra esta príncesa una bula de excomunión
por Pío V, y fijada por oculta mano en las puertas del palacio del
obispo de Londres, protestante. No hay que perder de vista que la
Europa de entonces estaba dividida en dos vastos campos, donde sí
se combatía por intereses políticos, era bajo un pendón en que es-
taba escrita una doctrína ó secta religiosa. Se aborrecían los cató-
licos y los nuevos sectarios, que designaremos todos bajo la deno-
minación general de protestantes , con aquel encarnizamiento que
excita casi al exterminio. Se consideraba como lícita toda infracción
de promesa ó juramento, con tal que redundase en utilidad de in-
tereses religiosos. Si bajo este concepto existia una liga de hecho
entre el Pontífice , el rey de Espafia y los católicos de Francia , no
era menos estrecha la que reinaba entre Isabel de Inglaterra , los
principes luteranos del imperío, los alzados en los Paises-Bajos, los
calvinistas de Francia y los de Escocia , que habían concluido por
expeler á la reina de su territorío. Era María Estuarda en calidad
de católica enemiga encarnizada de la inglesa. A pesar de la poca
autoridad que habia ejercido siempre en sus estados, figuraba en-
tre los primeros y mas acérrimos campeones de la comunión roma-
560 HISTORIA DE FBLIPE II.
na. Mientras recibía esta princesa por favor el permiso de oir ana
misa en su oratorio, tomaba por medio de sos delegados una parte
activa en las conferencias de Bayona. Asi se explica bajo el aspecto
político el encono que la profesaba sa rival , y qne ofreciéndosele
medio de deshacerse de un enemigo peligroso, le hubiese sugerido
la razón de estado el proceder, sin atender á otras consideraciones,
como lo requería el interés de su pYopia conservación , y el del gran
partido á que estaba incorporada.
Gozaba entonces Inglaterra de una paz profunda, y durante los
afios á que en este capítulo nos referimos, con excepción de asun-.
tos de la reina Haría Estuarda, ofrece escasos materiales á la his-
toria. Florecía el país bajo los auspicios de una administración bien
entendida; y las artes, el comercio y la navegación, comenzaban
ya & tomar el vuelo, que les hizo con el tiempo ocupar un puerto
tan esclarecido. A todo prestaba atención y un ojo vigilante aquella
princesa sagaz, astuta,* previsora y económica, tan absoluta y des-
pótica como su padre, tan celosa de sus prerogativas como jefe su-
premo de su iglesia; pero atenta siempre á templar la severidad de
su carácter con la afabilidad y las gracias seductoras tan propias
de su sexo. Aunque protegía en secreto la causa de los sublevados
de los Países-Bajos, y los calvinistas de Francia, no estaba en
guerra, ni con el rey de EspaDa ni con el de Francia, siendo de
ambos temida y respetada. Si la mujer tenia caprichos y flaquezas
que á veces la ponian en ridículo; si sus favoritos no eran siempre
hombres de mérito, la reina sabia echar mano de ministros y con-
sejeros hábiles, de negociadores entendidos, de hombres de tierra y
mar que daban gran lustre al nombre de Inglaterra. Con gran tino
y habilidad estaba trazada esta línea divisora (1).
Los pequeOos disturbios que agitaron algo la Inglaterra, provi-
nieron todos del estado de efervescencia en que Escocia se encoo*
traba, y de la particular situación de la reina María, soberana sin
estados, destronada en beneficio de un hijo menor de edad, prisio-
nera en un pais y por orden de una reina de quien habia nacido y
era en realidad independiente. Si en tan angustiosa situación trató
de proporcionarse la libertad que én vano reclamaba; si justamente
(1) Bl carácter de la reina Isabel está desfigurado en casi todos los historiadores espaSoles, y «un
en otras obras literarias de aquel tiempo. No ban considerado en ella mas qne la bastarda de Suri-
que YIlI, la faatora de berejeil, la enemiga de If Upe II, la opresora de María Estuarda, sin dee-
oender á los otros pormenores que completan nn retrato. Con el dictado de I(^ la designaii mof
ft«oaentemente. Denigrarla era una especie de deber, y á elogiarla ninguno se hubiese atreyMo
en aquel tiempo.
CAPITULO XLIV. 561
resentida de la conducta de Isabel y de su hermano, escogító me-
dios de volver mal por mal y agravio por agravio, disculpable era
por cierto, y solo á sus enemigos se podian imputar sus desacier-
tos. De su victoria en Lanside, que produjo la expatriación de Ma-
ría, sacó Murray grandes ventajas consolidando un poder, que la
evasión de esta reina del castillo de Lochieven habia puesto en tan
grande compromiso. Su jornada ¿ Inglaterra, en lugar de hacerle
daOo, consolidó su favor con la reina Isabel, quien le dio dinero,
aunque en secreto, á su salida de Westminster. A su vuelta á Es-
cocia encontró el pais tranquilo; pero pronto le suscitaron distur-
bios los partidarios de María, que levantaron el estandarte de la in-
surrección y fueron al momento derrotados. Una intriga de amor ó
de matrimonio, si se quiere, vino á complicar los negocios del re-
gente, y causar á la reina Isabel inquietudes que pudieron ser muy
serias.
Hemos hablado de un proyecto de casamiento entre María de
Escocia, cuando se hallaba ya en Inglaterra, y el duque de Norfolk,
católico, uno de los nobles mas ricos y mas influyentes en el reino.
De qué persona nació la idea, no se sabe; mas fué muy gustada de
ambas partes; de María, por darse un favorecedor, un protector;
del duque, tal vez por ambición, quiz& por haberse prendado, como
¿ tantos sucedía, de la belleza y atractivos de la reina. Quedó
Norfolk muy resentido del regente de Escocia, por haberle faltado
á la palabra de prescindir en las acusaciones contra María, de
cuanto tuviese relación con el asesinato de su esposo, palabra &
que faltó Murray como hemos visto, por parecerle que de este
modo se conciliaria la benevolencia de la reina inglesa. Sus amigos
los condes de Northumberland y Westmoreland, católicos como él,
trataron de vengarle, interceptando el paso del regente á su regreso
á Escocia. Sabedor Murray de este designio, prometió á No.rfolk
favorecer en adelante sus designios de matrimonio con María, por
cuyo medio conjuró la nube; mas restituido á Escocia con seguri-
dad, eludió el cumplimiento de una palabra que comprometía su
poder y perjudicaba sus intereses. Nolfork no desistió por esto de
80, proyecto, que tanto halagaba su amor propio. Varios personajes
del paif, k quienes le comunicó, gustaron de la idea hasta por po-
lítica. La reina Isabel permanecía soltera, y no daba indicios de
qaerer casarse. Su heredera era la reina de Escocia sin que nadie
pudiera disputárselo, y hasta entonces no tenia mas sucesión que el
568 HISTOBU DB FELIPE II.
rey Jacobo. Eq caso de faltar este, parecía preferible casar á María
con UD inglés, eo lugar de llamar uoa familia extranjera á la co-
rona. Se formó pues para llevar adelante este proyecto una especie
de liga ó asociación entre varios personajes ingleses y escoceses. Se
ie tuvo muy oculto de Isabel, que se disgustaba mortalmeote ha-
blándole de sucesor, y jamás habia querido designar k su herede-
ro. Mas como llegase el secreto á traslucirse, el conde de Leices-
ter, favorito de la reina, uno de los partícipes del plan, ó por te-
mor de caer en su desgracia ó lal vez iniciado por orden de Isabel,
con objeto de saber lo que pasaba, se lo descubrió todo y puso de
patenté la correspondencia. Irritada la reina desbarató el proyecto;
intimó al de Norfolk que viniese á responder de su conducta ante
el Consejo y después de presentado se le envió á la torre.
Con la prisión de Norfolk no vino completamente á tierra el plan
del deseado enlace. Le llevaron adelante, sobre todo, los condesde
Northumberland y de Westmoreland, y no contentándose con esto,
alzaron el estandarte de rebelión contra la reina Isabel, auxiliados
de todos los agentes y principales partidarios de María. La reina
de Inglaterra hizo trasladar inmediatameúte á la de Escocia á Co-
ventry, plaza fuerte, donde la tendría mas segura, y se preparó á
hacer frente á los rebeldes. Fueron estos derrotados, y los dos con-
des apelaron á la fuga. El de Westmoreland se refugió en los Pai-
ses-Bajos: cayó el de Northumberland en Escocía en manos del re-
gente, y entregado á Inglaterra, fué encerrado en York, donde ter«
minó sus días algunos aSos después en un suplicio.
Tenia la reina de Escocia á su favor todos los católicos de Ingla-
terra que entonces no eran pocos, siendo de notar que esta prin-
cesa en medio de su cautiverio, se consideró siempre con el alma
de un partido separado del dominante en intereses, al mismo tiempo
que en creencias. Que estaba con los principales enemigos de Isa-
bel, á lo menos en inteligencia, es muy probable, y otra cosa na
sé podía ni debía suponer de sus justos agravios y resentimientos.
Isabel no lo ignoraba, ni podía dejar de conocer que semejante cau-
tiva la exponía á continuos embarazos. Permitirle salir libremonta
del país, traía los mismos inconvenientes de que ya se ha hablado^
y restablecerla en el trono era imposible. El único expediente que
restaba era entregarla en Escocia en manos del regente, iniquidad
que fué abrazada por Isabel, por no adoptar otro partido qae le
fuese muy funesto. Negoció pues con el regente la entrega de su
aPÍTULO xuy. 563
cautiva, estableciendo por condiciones el qne le conservaría la vida,
dándole un trato correspondiente á so alta clase. Los embajadores
de Francia y de EspaOa reclamaron contra nn proceder tan con-
trario al derecho de gentes; mas para las naciones y para los go-
biernos no hay otro derecho de gentes que su conveniencia, cnando
pueden obrar impunemente. Sin embargo, los planes de Isabel en
esta parte fueron frustrados por un accidente imprevisto y trágico,
á saber, el asesinato del regente Murray, que tuvo lugar en 1570.
Jacobo, conde de Murray, hijo bastardo de Jacobo V, y hermano
por lo mismo de la reina María, era hombre de valor, de resolu-
ción, de cierta capacidad en las negocios, ambicioso, como mues-
tran serío los que se mezclan en revueltas y en trastornos. Al prín-
cipio se mostró favorable á los intereses de la reina en sus diferen-
cias con algunos subditos rebeldes; mas las imprudencias de esta,
que hasta cierto punto no admitían disculpa, le hicieron ladearse
hacia el partido opuesto. La ambición del mando pudo mas en él,
que los vínculos de la sangre, y fué uno de los principales agentes
del destronamiento de María. Por lo demás, era hombre celoso por
los intereses de la religión reformada, adicto de corazón á los inte-
reses del partido. Su muerte fué una pérdida, y principio de nue-
Tas convulsiones.
La facción de la reina levantó altamente la cabeza, y comenzó
una nueva lucha abierta entre los que llevaban la bandera del hijo
y los que defendían los intereses de la madre. Varias veces vinieron
á las manos con alternativa de ventajas y derrotas, sin que ninguna
tuviese probabilidad, ni medios de quedar duefio absoluto del campo
de batalla. El pais era teatro de males y desórdenes que cometían
unos en nombre del rey, y otros invocando el de la reina. Mientras
tanto no se habia nombrado sucesor á Murray, cuya plaza vacante
excitaba la ambición de muchos. La reina de Inglaterra salió al fin
de la jnaccion aparente que observaba en estos movimientos, y
protegió altamente los derechos que alegaba para esta dignidad el
conde Lenox, padre de Darnley, y abuelo por lo mismo del rey ni-
fio. Residente á la sazón en Londres, se dirigió á Escocia con una
fuerza de unos mil hombres con que la reina le auxiliaba. Fué su
presencia un bien para el pais, y pronto se vio investido con el ti-
talo y funciones de regente. Mas no calmó esto los ánimos ni apagó
el fuego de la guerra civil, que adquiría cada dia nuevo pábulo.
Los dos partidos vinieron varias veces á las manos, con vicisitudes
564 HISTORU DS FKLIPB U.
varias; y llegó á tal panto la división y equilibrio de las fuerzas é
importancia, que cada uno convocó y reunió por separado un Par-
lamento.
Llamaban mucho la atención de la reina de Inglaterra estos dis-
turbios, que probaban á lo menos la existencia de un partido nu-
meroso k favor de María Estuarda; partido ramificado con el cató-
lico, que en su pais aspiraba á destronarla & ella misma en favor
de 9u competidora. Cada vez conocía mas los embarazos y peligros
& que la exponía el cautiverio de esta; pero cuanto mas dura habia
sido con ella su conducta, mas habia que temer de su resentimien-
to, una vez que se viese iy)re y fuera de su poderío. Resolvió,
pues, negociar con ella; aunque no fuese con mas ventajas que las
de ganar tiempo, y con este objeto le hizo saber, por medio de sos
comisionados^ para ello , personajes todos de importancia, que es-
taba pronta á restablecerla en su trono, con la condición de que
renunciase para siempre á sus derechos á la corona de Inglaterra,
de que perdonase y volviese á su gracia & cuantos hablan contri-
buido en Escocia & su destronamiento, y sobre todo de que se en-
tregasen ella la persona de su hijo, dando rehenes del cumpli-
miento de lo estipulado. Las condiciones eran duras; mas no podia
pasar por otro partido la reina de Escocia, si quería salir de tan
triste cautiverio. Los príncipes católicos que se interesaban en su
suerte por espíritu de religión y de partido, no podían prestarle en
aquellas circunstancias grande auxilio. El rey de EspaDa se hallaba
todavía muy embarazado con los moriscos sublevados, y aprestaba
por otra parte la expedición contra los turcos. En el mismo nego-
cio estaba ocupado el Padre Santo. En cuanto á Garlos IX le daban
demasiado que hacer sus planes con los calvinistas, para poder
tenderle una mano protectora, y ademas no estaba lejos de nego-
ciar un tratado de alianza con la misma reina de Inglaterra. Dio
oídos María, ó fingió darlos, á las proposiciones de Isabel, pues d
odio era recíproco, la mala fe el móvil de todas las acciones de una
y otra. No dieron, pues, ningún resultado las negociaciones. Mien-
tras tanto el partido católico en Inglaterra, de quien era Haría A
alma y secreta impulsadora, continuaba en sus tramas de subver-
sión, y el duque recien salido de la torre seguía adelante con sus
proyectos favoritos, y tomaba parte activa en todas estas tramas.
Los planes eran vastos. Se trataba nada menos que del destrona-
miento de Isabel y del trastorno del protestantismo. Se habia en-
CAPITULO XLIY. 565
trado en negociaciones con el duque de Alba, vencedor por enton-
ces en Flandes de los príncipes de Nassau, prometiendo el general
espafiol desembarcar cerca de Londres seis mil hombres. La cons-
piración estaba ya madura, y el alzamiento cerca de estallar,
cuando fué descubierto por una persona no iniciada en el secreto,
á quien se confió una suma de dinero para uno de los confidentes
d^l duque que se hallaba en la frontera; mas sospechando por el
peso que era oro en lugar de plata, como le hablan dicho, lo puso
inmediatamente en manos del Consejo privado, que ya tenía alguna
sospecha del negocio. Se tomaron inmediatamente las medidas mas
severas: los cogidos por de pronto confesaron de plano, y la trama
se puso^ toda á descubierto^ Los implicados fueron tratados todos
con rigor, y el duque de Norfolk perdió la cabeza en un cadalso.
Rompió el descubrimiento de esta trama las negociaciones pen-
dientes de la reina de Inglaterra con María, y se declaró la prime-
ra decididamente en favor del partido del rey en Escocia, contra las
pretensiones y derechos de su madre/Perdíó esta mucho de su popu-
laridad en.el país, por la parte que se le suponía en una trama que iba
á atraer sobre la nación las tropas españolas, y una persona tan odia-
da como el duque de Alba. Contribuyó á hacerla mas aborrecida y
despopularizar completamente su partido, la noticia de las matanzas
de San Bartolomé, que como objetos de horror y de execración se
presentaban á todos los católicos. El partido del rey volvió á tomar
en Escocia la preponderancia con la declaración de la reina de In-
glaterra, y el conde de Mortoo, puesto á la cabeza de las tropas del
regente, obtuvo grandes ventajas sobre sus antagonistas.
Isabel, verificada ya su abierta ruptura con María, volvió á su
antiguo proyecto de entregarla á los escoceses, mas con condiciones
muy diversas. Entonces estipulaba que se la tratase con toda con-
sideración y miramiento. Ahora exigia que se le formase causa por
sn complicidad en él asesinato de su marido, y que se llevase á efec-
to inmediatamente la sentencia. Era imposible un proceder mas in-
justo; mas tal era el deseo en Isabel de deshacerse y vengarse de
Haría. El regente de Escotia no pasó por tan duras condiciones, y
la antigua reina de este pais continuó en su triste suerte de cau-
tiva.
El regente, conde de Lenox, murió durante sus negociaciones de
reconciliar los dos partidos. En su lugar fué nombrado el conde de
morton, bajo cuyo mando quedó en 1574 pacificada la Escocia, por
Tomo r. 72
566 msTOBU di fkufb u.
medio del tratado de Perth, en virtud del cual se reconoció la reli-
gión reformada como la dominante del pais; se prestó por todos su-
misión á la autoridad del rey y á la del regente Morton, que ea su
nombre obraba; se declararon nulos todos los actos contra el rey
después de su coronación; se pusieron en libertad todos los prem
por asuntos políticos; se deToWieron todos los bienes confiscados, y
se concedió indemnidad por todos los crímenes cometidos desde d
15 de junio de 1567.
OifTOtíU) X|*V.
Asuntos de los Paises-Bajos. — ^Toma Requesens el gobierno de los Paises-Bajos — Su
moderación. — Continúan las operaciones militares.— Expedición desgraciada de
los españoles para socorrer i Middelburgo.— Cae esta plaza en poder del principe
de Orange.— Tercera entrada del conde de Nassau en los Paises-Bajos.— Es derro-
tado sa ejército por el español, mandado por Sancho de Avila.— Muere el conde en
la refriega.— Su carácter.— Sedición en el campo español por la falta de pagas.-—
Huye Sancho de Avila, y los amotinados nopibran un general con el nombre de
electo. — ^Marchan á Amberes, donde entran sin ninguna , resistencia. — Siguen in-
surreccionados hasta que se satisfacen sus atrasos.— Sitio de la plaza de Leyden
por los españoles.— Inundan los enemigos el paisde las inmediaciones, y los sitia-
dores se retiran con notable pérdida.— Nueva sedición en el campo español.-^Nue-
vo nombramiento de un electo. — Se van á Utrecht. — Se apaciguan. — Se apoderan
los españoles de varias plazas de la Holanda.— Su gloriosa expedición sobre la is-
la de Schowen, en Zelanda, y de que se* apoderan .—Muerte de Vitelli.— Muerte de
Requesens (1).--(1574-1576).
El nombramiento de don Luis de Requesens para sucesor del du-
que de Alba en el gobierno de los Paisés-Bajos, se puede considerar
como acto de prudencia, si atendemos al carácter de moderación
que distinguía al primero de estos personajes, y á lo mal que había
probado la severidad fastuosa y arrogante, desplegada en aquella
región por el segundo. No hay duda de que el rey estaba algo des-
engalíado ya de su errada política en contener á a(;(uellos subditos
en los límites de la obediencia solo por el rigor de los castigóla, cuan-
do nombró para gobernarlos una persona que sin duda conocía muy
( 1) Las mismas autoridades que en los capítulos XITU, XXYin, XXXYD, XXXYin y XXXIX.
568 HISTORIA DB F£L1PB 11.
bien, pues nada se le ocoltaba, tanto en hombres como en cosas,
de cnanto tenia relación con las artes del gobierno. Tal vez la elec-
ción de Reqoesens ó de un hombre semejante, hubiera sido de gran
utilidad cuando se echó mano del de Alba, ó mas bien se hubiese
aquietado aquel pais no enviando ningún gobernador, dejando las
riendas en' las manos de la princesa Margarita; mas las circunstan*
cias ya eran otras, y á los disgustos y turbulencias populares, vio-
lentas pero pasajeras, habia sucedido una guerra abierta, en que al
estruendo del clarín y con bandera alzada, se hablan declarado ene-
migos abiertos del rey los que eran antes subditos, y hacian pro-
fesión, aunque no sincera, de lealtad y de obediencia. No podían ya
retroceder los príncipes de Nassau ni otros muchos caudillos pro-
nunciados; 00 podian tantos pueblos alzados, declarados enemigos
tanto del rey como de la religión católica, comprometidos con tantos
actos de ferocidad, deque habian sido alternativamente víctimas y
actores, volver por artes de persuasión á la obediencia, ni entregarse
á la merced de un señor que tan duro y vengativo se mostraba. No
podia, pues, terminarse la guerra sino por la guerra misma, ni en-
comendarse la reducción de Flandes á otros medios que el de la fuer- '
za de las armas. Hablan llegado las cosas & tal punto, que muchos
de los que en un tiempo habían censurado la severidad del duque de
Alba, dudaron de la utilidad de darle un sucesor de muy diverso
temple; tan convencidos estaban de que habiéndose ya empezado un
sistema de rigor, con este sistema se podia tan solo coronar la obra
ya empezada. Mas dejando aparte .estos problemas históricos, cuya
solución es tan equívoca y sirve de apoyo á sistemas tan diversos,
pasaremos á la sucinta relación de los sucesos mas notables de esta
nueva época en la historia de los Paises-Bajos.
De la persona de don Luis de Requesens, se ha hecho ya men-
ción en varios pasajes de esta historía. Revestido de la dignidad de
comendador mayor de Castilla, desempeñó diversos cargos militares
mas por mar que en tierra. Acudió con sus galeras y tropas de re-
fuerzo á las costas del reino de Granada, cuando estaba empeñada
la guerra contra los moriscos, y se halló en diferentes expediones
que tuvieron lugar durante esta contienda. Fué nombrado segundo
de don Juan de Austria cuando se le dio á este el mando de las fuerzas
navales que aprestaba el rey para entrar en la liga con la repúbli-
ca de Yenecia y el pontífice, y como tal se halló en la famosa bata-
lla de Lepante y expediciones sucesivas, donde no fueron inútiles
CAPITULO XLV. 569
su pericia y sus consejos. Cuaodo le nombró el rey gobernador ge-
neral de ios Paises-Bajos, se liallaba mandando en Barcelona. Su
capacidad y prudencia para cargos importantes, eran bien notorios
en aquella época. Mas el que se le confiaba ahora, exigia talentos
no comunes, y una firmeza de alma de que carecía la suya.
Tomó don Luis de Requesens posesión de su nuevo cargo á prin-
cipios de 1574, y desde entonces observó una conducta diferente en
todo de su antecesor, mostrándose afable, circunspecto y moderado,
tanto en sus actos como en sus palabras, con lo que se atrajo la
aprobación y la benevolencia de sus nuevos subditos. Fué uno de
sus primeros actos expedir decretos dirigidos á reprimir la licencia
de la soldadesca de las guarniciones, de que tanto los pueblos mur-
muraban. Aumentó su popularidad mandando quitar de la plaza pú-
blica de Amberes la estatua del duque de Alba, espectáculo extre-
mamente odioso á los ojos de sus habitantes. También publicó de
nuevo el perdón del rey, sin imitar la faustuosa ceremonia desple-
gada por su antecesor, pero dando mas pruebas y testimonio público
de la parte que tomaba personalmente en aquel acto de clemencia.
En medio de estas atenciones, no descuidó las que debia al estado
de la guerra. Se hallaba entonces todo el Brabante y las provincias
de la Flandes meridional bajo la obediencia de los espafioles. Aca-
baban de ser, como hemos visto en su lugar correspondiente, re-
ducidas la mayor parte de las plazas rebeldes de Holanda, por las
armas de don Federico de Toledo. Se hallaba estacionado en Delft,
pueblo de la costa, el príncipe de Orange, después de su segunda
invasión de los Pajses-Bajos, de tan pocos felices resultados para él
como la primera. Era el principal teatro de la guerra la provincia
de Zelanda, compuesta de cuatro ó cinco islas situadas á la embo-
cadura del Escalda, pues en el mar tenian supremacía los alzados
con respecto á los subditos del rey de EspaOa. Se hallaba á la sa-
zón el coronel Moodragon sitiado en Middelburgo, capital de la isla
de Yalckren, que es la mayor de toda la provincia, y habia largo
tiempo que se hallaba en el mayor aprieto, habiéndose apoderado
los enemigos de los pueblos del contorno. Dio parte Mondragon¡á
Requesens del estado en que se hallaba, y este se puso en marcha
con una armada aprestada en Amberes para su socorro. Dividió esta
fuerza en dos trozos, que debían marchar á Middelburgo por los dos
brazos del Escalda. Confió el mando de uno de ellos, que debia atacar
por la izquierda, á Sancho de Avila, y el de la derecha al conde de
570 HlSTOBlÁ DE FKLIPB If.
GIímeD, quien llevaba al capitán espaDol Julián Romero por segundo.
Sabedor el principe de Orange de esta maniobra, hizo que una fuerza
de zelaodeses saliese al encuentro de Sancho de Avila, mientras otro
cuerpo mas considerable, mandado por el almirante Boissot, mar-
chaba contra el otro de los espaDoles. No tuvo encuentro alguno
Sancho de Avila con los que le venian dé frente, y que solo trataban
de observarle; mas se trabó un fuerte combate entre el almirante
Boissot y el conde de Glimen, cuyas fuerzas eran superiores á las de
su contrario. Quería este replegarse sin trabar pelea; mas se vi4
obligado á mudar de parecer por los consejos y obstinación qae
mostró en su opinión Julián Romero. Se declaró la victoria á favor
de los zelandeses, superiores en el número de buques, y sobre todo
en pericia naval, de que tenian dadas tantas pruebas. Muríó Glimen
en la refriega, y Julián Romero debió su salvación á un esquife qae
le sacó como de entre las garras del enemigo. Fueron la mayor
parte de las naves espaOolas incendiadas, las otras encalladas. A
esta victoria se siguió la rendición de Middelburgo, única ciudad que
en Zelanda estaba á disposición del rey de BspaDa. Reducida la gaar«
nicion á los últimos apuros, sin víveres, sin municiones, con los
muros medios derribados, se vio obligado Mondragon á entrar en
ajustes con los sitiadores. Estipuló con ellos, que si ponían á salvo
en las costas de Flandes á su guarnición, su artillería, equipajes, y
las familias religiosas y clérigos, con sus ornamentos sagrados, se
comprometerla con Requésens para que les entregase la personada
Felipe Marnix, sefior de Santa Aldegundis, en cuya libertad tenia
gran interés el principe de Orange; y que en caso de que el gober-
nador general se negase á ello, el mismo Mondragon se constituiría
priaonero en su lugar en manos de los enemigos. Era tal la opinioB
que se tenia de la probidad del capitán espalíol, que los sitiadores
creyeron su palabra, habiendo sido cumplida fielmente la capitula-
ción por ambas partes. Produjo la toma de Middelburgo al principe
de Orange la cantidad de trescientos mil florines can que se redi-
mieron del saqueo.
A pesar de esta ventaja de sus armas, se hallaba el principe may
ansioso por la favorable impresión que en su concepto debía de ha*
cer en los Paises-Bajos la circunspección y prudencia que el naevo
gobernador manifestaba. Si le había aliviado de un grave peso la
ausencia del duque de Alba, cuya inflexibilidad y talentos militares
le habían sido tan funestos, temía ahora que las diversas artes den
CÁpnuLO XLV. 571
SQcesor, amortigoaseD el odio del país hacia el yugo de los españo-
les. RedoblaroQ estos temores su grande actiyidad, y por medio de
SQ8 diversos emisarios, do dejó piedra por mover para tener des-
piertos estos sentimientos de aversión en que cifraba hasta su exis-
tencia. Hizo» pues, esparcir la voz de que no era mas que fingida
la moderación de Requesens, y que se trataba con palabras de in-
dulgencia y de templanza adormecer el celo del pais y desarmarle
para castigar después como ya se habia visto, cuando sujetado ya
por la princesa Margarita, se había enviado al dnquede Alba á ser
instrumento de la ira y venganza del monarca. No dejaron de hacer
efecto sus insinuaciones, ni se puede tampoco culpar de esta con-
ducta á un hombre que, comprometido como lo estaba el príncipe,
solo tenia que apelar á la buena fortuna de sus armas.
Hacia mientras tanto el conde de Nassau su tercera invasión en
los Paises-Bajos,. & la cabeza de siete mil infantes y cuatro mil ca-
ballos. Y habiéndose acuartelado en Gúeldres, intentaba apoderarse
de Nimega con objeto de recibir á su hermano el príncipe de Oran-
ge. Para impedir que esta reunión tuviese efecto, envió Requesens
al encuentro del conde un cuerpo considerable al mando de Sancho
de Avila, con órdenes de dirigirse á Maestricht, é impedirle que pa-
sase el Mosa. Se quedaron Requesens y Ghiapino Yitelli en Amberes,
tanto por temor de una insurrección en la ciudad como para obser-
var desde allí los movimientos del príncipe de Orange, quien sabe-
dor de la llegada de su hermano, tomaba disposiciones de ponerse
en marcha para reunirse con sus tropas.
Se habían hecho nuevos alistamientos en el ejército espaOol, y
con algunas fuerzas que se sacaron de las guarniciones, se engrosó
la división que mandaba Sancho de Avila. Desbarataron los movi-
mientos del general espaDol los planes del conde de Nassau, que
eran apoderarse de Maestricht y otras plazas fuertes. Ya comenzaba
á escasear en su ejército el dinero, no habiendo venido esta vez mas
provisto de dicho recurso que las anteriores. Como sabia que le era
superior en fuerzas Sancho de Avila, no se atrevió á pasar el Mosa,
y redujo sus movimientos á reunirse cuanto mas antes con las tro-
pas de su hermano. Mas le previno el español, y atravesando el rio
junto á Grave, se encaminó hacia sus cuarteles presentándole bata-
lla. No pudo menos de aceptarla el de Nassau, pues no le quedaba
mas alternativa que la de retirarse; por lo que haciéndose fuerte
junto al pueblo de Mooch, atrincheró su campo.y esperó en esta
572 HISTORIA DE FELIPE U.
posición á Sancho de Avila, Atacó la infantería ligera espafiola las
trincheras, y rechazó á las tropas alemanas que le salieron al en-
cuentro. Se trabó en este mismo punto un combate sangriento, que
se iba alimentando con nuevas tropas que de ambas partes aoudian.
Cedieron los enemigos ei campo, y sea por rivalidades entre las di-
versas naciones de que se componía aquel ejército, ó por descontento
en que los tenia la falta de pagas, ó por la verdadera inferioridad
del número, se declaró una victoria decisiva por los espaOoles. Fué,
pues, vencido, derrotado y disperso el ejército enemigo, con la pér-
dida de la artillería, trenes, bagajes, muchas banderas, habiendo
quedado el suelo sembrado de cadáveres. Fueron muertos en la re-
friega de tres á cuatro mil hombres de infantería, qpinientos caba-
llos y los tres caudillos principales, Luis de Nassau, su hermano
Enrique y Cristóbal Palatino.
Fué la pérdida del conde de Nassau muy sensible para su partido.
Capitán valiente y arrojado no carecía de pericia militar, aunque no
estaba dotado de la prudencia y circunspección que tanto distinguían
á su hermano el príncipe de Orange. En aquellas circunstancias y
tiempos de revueltas, era hombre de mucha valía por su decisión,
por su arrojo y su constancia. Además de sus tres invasiones en los
Paises-Bajos, había servido en Francia en las guerras civiles con-
temporáneas de las que estamos describiendo. Se halló en la batalla
de Montcontour, y no solamente figuró en este gran teatro como sol-
dado valiente, sino como negociador, hallándose estrechamente alia-
do por todos los vínculos de política y de religión, con los reforma-
dores de aquel reino.
Cogieron los vencedores abundantes frutos de aquella batalla en
materia de botín y de despojos, y como se componía su ejército de
naciones diferentes, cada una se adjudicó la victoria, declarándose
los espafioles por su jefe Sancho de Avila, los flamencos por Egidio*
hijo del conde de Barlamout, y los italianos por el marqués de Mon-
te. A estas disputas, que no tuvieron consecuencias desagradables,
fuera de las animosidades pasajeras que produce la rivalidad de las
naciones, sucedió un acontecimiento de clase mas trascendental, pues
los soldados prorumpieron en sedición abierta contra sus jefes, pi-
diendo las pagas que se les debían por espacio de tres aDos, echán-
doles en cara que no hacían nada por proporcionarles la satisfocdon
de ^us atrasos; que los jefes recibían abundantemente el premio de
sus servicios, sin que para el pobre soldado hubiese mas que los
CAPITULO XLV. 573
peligros, las heridas y la muerte; que pidiéndoles á ellos sus jefes
la vida diariamente en los combates, no les era permitido gozar lo
que para sustentar estas vidas, era necesario. Llegaron estas voces
hasta intimidar á Sancho de Avila, y sin fuerzas para contrastar la
rebelión, abandonó los reales. Los soldados viéndose sin jefe, nom-
braron un capitán, á quien dieron el nombre de Electo, y repar-
tiendo del mismo modo los demás cargos de la milicia, se dirigieron
k Amberes sin hacer caso de algunos de entre ellos, que mas cuerdos
y saliendo de su error, les aconsejaban mas prudencia.
No abandonó Requesens la plaza á pesar de la llegada de los amo-
tinados; antes bien les salió al encuentro esperando calmar con su
presencia la furia de sus ánimos; mas no hicieron caso de sus exhor-
taciones y amenazas, y llevando adelante su intento, entraron al son
de caja y banderas desplegadas en Amberes, donde se alojaron sin
ser molestados *por los del castillo. Echaron de la plaza la guarni-
ción Apenca, y como á presencia del mismo Requesens, reiteraron
el juramento de permanecer en actitud mientras no se les pagase
hasta el último maravedí; comprometiéndose al mismo tiempo con
un juramento muy solemne delante del Electo, ano cometer ningún
desorden, ni despojar á nadie, mientras se mantuviesen en aquel
estado de sedición armada. Así lo cumplieron, en efecto, y la ciudad
atónita, contempló el espectáculo de una turba de soldados en abierta
rebeldía contra las autoridades, y que observaba en su régimen in-
terior, las leyes de la mas exacta disciplina.
Para poner fin á un orden de cosas tan embarazoso y contrario á
los intereses del rey, puso toda su diligencia Requesens en buscar
los medios de satisfacer á la tropa amotinada, y habiendo contribuido
para ello los ciudadanos mas ricos con cien mil florines, se vio él
mismo precisado á vender sus alhajas y cuanto poseía de algún precio,
pudiéndose conseguir así allegar lo necesario, para pagar los suel-
dos atrasados. Tal vez no hubiese llegado á tanto la insolencia de la
soldadesca, bajo el gobierno militar del duque de Alba, cuya infle-
xible severidad era de todos tan temida. Mas de todos modos se ve
por este rasgo, bastante frecuente en aquellos tiempos, con cuánta
irregularidad y atraso se suministraban los sueldos de las tropas, y
lo poco fuertes que eran los lazos de la disciplina. No será demás
que para hacer mejor conocer el genio de la época, afiadamos que
las tropas amotinadas volvieron al instante á su deber, y que vién-
dose con tanto dinero, pues eran muchas las pagas devengadas, hi-
Tomo i. 73
974 HISTO^ hJL ffLlfZ ir.
cieroD cuantiosos donativos á las jcomunidades religiossts, sea por
motivo de para devoción, sea por expiar en parte sq crimen de des-
obediencia y rebeldía.
Sosegadas las turbulencias de Amberes, se puso en marcha una
fuerte columna á las órdenes del capitán espaOol Francisco Vaidés,
con objeto de asediar á Leyden, una de las plazas mas importantes
de los Paises-Bajos. Está situada en un valle no lejos del mar, y
atravesada por uno de los brazos del {tbin que la divide en dos par-
tes casi iguales. Se halla cortado el pais de las inmediaciones con
un sinnúmero de canales y acequias. Atento el príncipe de Orange
á la conservación de un punto tan importante, habla provisto abun-
dantemente la plaza de víveres, poniendo de gobernador en ella &
Juan Yanderoes, hombre de toda su confianza y de un gran mérito,
no solamente como militar, sino como escritor conocido en la histo-
ria de aquel tiempo. Para impedir ó retardar la llegada de los es-
pañoles, envió á su encuentro algunas compañías de aventureros
ingleses que estaban á su sueldo; mas fueron estas tropas (fe muy
poco auxilio, siendo tan inferiores en número á las espaOolas.
Llegaron, pues, estos sin oposición, y no tratando de emprender
un sitio formal de la plaza, la estrecharon fuertemente por medio
de un bloqueo, en que la privaron de todas sus comunicaciones con
los de afuera, contando con que el hambre haría desmayar el áni-
mo de sus moradores. Mas á la intimación que les hizo Yaldés de
que se rindiesen á la clemencia del rey, respondieron casi en los
mismos términos que los de Harlem, protestando que morírian to-
dos en las ruinas de sus muros, antes que abrír las puertas á sos
enemigos. Mas llegaron á ser tantos los estragos causados por el
hambre, que varías veces el pueblo amotinado amenazó al gober-
nador y á la guarnición, con que ellos mismos abrirían las puertas &
.los sitiadores si no se venia con ellos á composición, librándolos asi
de tanta miseria como estaban padeciendo. [Amenazaba por otra par-
te Yaldés con un asalto si no se entregaban voluntaríamente. Mi^
ni el asalto ni l«t entrega tuvieron lugar por una de aquellas medi-
das extraordinarias que solo ocurren en guerras nacionales, cuan-
do los pueblos combaten desesperadamente por su independenoia.
Estaba Leyden, como hemos visto, privada de toda comunicación
con los de afuera, y estos no podían socorrerla hallándose fuerte-
mente atríncherado el campo de los espaOoles. En este apura to-«
marón la resolución de soltar los diques y (tbrir \w eiLql9aa3 que
CAPITULO XLV. 515
60 aqneHa región eontíflDen el curso de los rios y hasta el ímpetu
del mar, que amenaza tragarse sus orillas. Se inundó de este modo
el territorio de Leyden, mas las aguas no llegaron por de pronto á
tanta altura que permitiesen el paso á las embarcaciones, ni impi-
diesen á los españoles continuar el sitio, aunque quedaron expues-
tos á muchas incomodidades y trabajos. Por fin, á favor de un vien-
to recio que sopló del Norte, se aumentó la inundación, y todo pre-
sentó el espectáculo de un mar á las inmediaciones de la plaza. Se
cubrieron las aguas de embarcaciones holandesas, que hicieron gra-
ve dafio á los españoles. Mas establecidos estos en terreno algo ele-
vado, todavía se obstinaban en continuar tan azaroso sitio, hasta
que fueron estrechados á tal punto, que se vieron obligados á de-
jar los muros de Leyden, emprendiendo su marcha por el terreno
que les pareció hallarse menos inundado. Fué la retirada para ellos
sumamente desastrosa, perseguidos y acosados á cada momento por
los holandeses que iban en sus barcas, sufriendo además los hor-
rores del hambre, pues perdieron en su marcha precipitada su ar-
tillería, sus trenes y bagajes.
A esta retirada de los españoles sucedió otra sedición militar del
mismo carácter que la antecedente, agravada aquí por las acusa-
ciones que se hicieron al capitán Francisco Valdés, diciendo que ha-
bla sido sobornado para no dar el asalto de la plaza, con cuyo bo-
tín contaban tanto los soldados. Tal vez fué diferido este mas dias
de los que el mismo capitán habia prometido, mas es improbable
que se hubiese vendido por dinero, aunque se presume que influ-
yeron en esta dilación los ruegos y lágrimas de una dama de la Ha-
ya, de quien el espaUol se hallaba perdidamente enamorado. Llegó
la sedición de los soldados hasta prender al capitán y nombrar en
su lugar un electo, pidiendo al mismo tiempo sus sueldos devenga-
dos, de que se les habia privado con no entrar á saco en Leyden,
según les tenían prometido. En seguida marcharon áUtrecht, decu^-
ya plaza se apoderaron, permaneciendo en este estado de insubor-
dinación hasta que á ruegos del mismo Yaldés fueron pagados por
el gobernador general, con lo que se redujeron otra vez á la obe-
diencia.
Resarció todas estas pérdidas el ejército español con otra expe-
dición, en que tomaron algunas plazas de las provincias de Holan-
da y Gdeldres, que aunque no considerables, disminuyeron muchí-
simo el terreno de los sublevados^ Se reforzó pw el mismo tiempo
576 HISTORIA DB F£LIP£ U.
este ejército con la llegada de Aníbal Altems, que trajo de Alemaiiia
uo tercio de cuatro mil infantes. Era este jefe hombre muy perito y
experimentado, antigua en la milicia, que habia servido ya con dis-
tinción en tiempo de Garlos Y, y al mismo rey Felipe en las guer-
ras de África y de Italia. Guarneció Requesens con estas tropas las
plazas de Brabante, mientras con las otras emprendió una expedi-
ción con que esperaba poner término á la guerra.
Era el principal asiento de la insurrección la provincia de Zelan-
da, situada en la embocadura del Escalda, compuesta de islas divi-
didas mas ó menos entre sí por varios brazos, que tanto se pueden
considerar de mar como de rio. A estas islas, pues, -se dirigió la
expedición del gobernador general; y como carecía de escuadra para
invadirlas abiertamente por mar, adoptó el expediente de aprove-
charse de los diferentes brazos que podían ofrecer paso & sus tro-
pas donde el agua no estuviese muy profunda. La empresa era ar-
riesgada, por la indispensable exploración de los pasajes ó vados
que fuesen transitables para las tropas, así como de los sitios por
donde pudiesen navegar las barcas. Se comisionó para la primera
á Juan de Aranda, alférez espaDol muy esforzado, y para la segun-
da á Rafael Barberino, italiano, y los dos, con auxilio de marineros
y gente práctica de aquellos sitios, exploraron los altos y los bajos,
tanteando los canales y su altura en las horas dfi marea baja, cons-
truyendo embarcaciones y barcos chatos para trasporte de las tro-
pas y demás cosas necesarias.
Concluidos los preparativos se embarcó la expedición en Ambe-
res y descendió el Escalda. Estaba encomendado el mando de las
tropas que debían obrar por mar á Sancho de Avila, y el de las de
tierra á Cristóbal de Mondragon, dándose el d^l todo al maestre de
campo general Vítellí. Ascendían los soldados á cuatro mil, y to-
mando el camino de Berg-op-zoom, pasaron á la isla de Tholvea,
ánica en posesión entonces de los espafioles. Se trasladaron desde
aquí en barcos chatos á la de Philipelanda, inhabitada. Debían en
seguida apoderarse de la de Dubelanda, ocupada por los enemigos
y separada por un canal de la de Schowen, cuya capital es la plaza
de Ziriczee, principal objeto de la empresa. Ofrecía el paso de Dube-
landa muchísimas dificultades, pues además de hallarse fuertemente
guarnecida, estaba separada de la Philipelanda por un estrecSio de
cuatro millas, formado por una reciente inundación del mar que ha-
bia dejado varios escollos y desigualdades en el piso, sin ofneer
CAPITULO XLY. 577
camioo áegoro ni á la gente qae iba á pié ni á la que tratase de
trasportarse en barcas. Pero no arredraron tantos peligros & los nues-
tros, pues mas de mil y setecientos hombres , soldados escogidos,
entre los que se contaban machos capitanes/.se presentaron á arros-
trar los riesgos de aquel paso. Eran los principales Isidro Pacheco,
Gerónimo Serosque, Osorio de UUoa, y Barberíno y Aranda ya ci-
tados. A los riesgos del paso se afiadieron las dificultades que puso
el mismo príncipe de Orange, pues además de enviar algunos regi-
mientos con que reforzó las guarniciones de Dubelanda y Ziríczee,
hizo arrimar cuantas embarcaciones pudo á la costa, cerca del es-
trecho ya citado, para que con su artillería y demás armas arroja-
dizas, pudiesen impedir el paso. Tomó además la precaución de in-
troducir por los canales y estrechos, á favor de la pleamar, cuantos
barcos pudo llenos de gente, á fin deque encallados á la baja, pu-
diesen hacer fuego á los espafioles, embarazados naturalmente con
este nuevo obstáculo. Pero ignorantes de este nuevo riesgo, ó des-
preciándole tal vez, se echaron por el agua los soldados cuando les
avisaron que estaba cerca el tiempo de la marea baja. Desnudos de
armas defensivas y vestidos solo con calzoncillos y zapatos, pusieron
en las puntas de las picas cada uno dos saquillos, uno lleno de pól-
vora y otro de pan de munición y queso, llevando además de la es-
pada alabardas, arcabuces, y otros palas y azadones. Tenían que
arrostrar tan animosos soldados: primero, el agua por donde tran-
sitaban llena de escollos y bajíos: segundo, los enemigos en las bar-
cas, que por los dos lados les amenazaban con su artillería; tercero,
la guarnición de la isla que los aguardaba con trinchéis formadas
en la playa. Comenzó la marcha á media noche, conduciendo el pri-
mer escuadrón, compuesto de espafioles, Juan Osorio de UUoa. Iba
mandando el último Gabriel de Peralta, capitán perito y esforzado.
En medio de los dos trozos iban los gastadores con cien arcabuce-
ros, componiendo en todo el número de doscientos y cincuenta hom-
bres. Se puede concebir fá|ílmente con cuántas dificultades cami-
naría esta columna por entre tantos bajíos y escollos, dándoles el
agua por mas de la mitad del cuerpo; no pudiendo moverse masque
de dos en dos ó de tres en tres, con paso vacilante, con exposición
de resbalar y de caerse. Se dice que en el momento de emprender
la marcha, se vieron en toda la atmósfera exhalaciones y fuegos á
manera de relámpagos. Tal vez sería alguna auréola boreal, fenó-
meno no muy raro en equellas latitudes. Mas cualquiera que hu-
518 fllSTOUA DB FBLl?fi II.
biese sido el hecho, le tovieroD muchos por un fuego celestíid en-
viado para alumbrar la marcha de las tropas. Aprovechó esta cir-
cunstancia el capitán Osorío, que iba de vanguardia, para animar
á los suyos, haciéndoles ver que aunque comprada con mil dificul-
tades y peligros, obtendrían infaliblemente una victoria en que se
les mostraba auxiliador el mismo cielo, pues enviaba aquellas an-
torchas para ensefiarles el camino. Mas si estas luces fueron favora-
bles á los nuestros, no dafiaron sin duda á los contraríos, que los
estaban aguardando en el camino. Por una parte les tiroteaban sus
barcas, que se iban acercando á proporción que crecia la marea,
llegando algunos marineros prácticos de estos escollos y bajíos, hasta
desembarcar y medirse de cerca con los espaOoles, sin que estos
viesen á los que les asestaban golpes á mansalva. Por otra parte les
obstruían el camino las barcas que hablan dejado encalladas ex-
profeso, y cuya gente les hería en todas direcciones, teniendo laven-
taja de la altura en que se hallaban colocados. Pocas marchas se en-
cuentran en los anales militares de mas peligros, y en que mas bri-
llasen el arrojo y la audacia de un soldado. Se hallaba Requesens
contemplando el espectáculo desde la playa, acompasado de un pa-
dre de la Gompafiía de Jesús, que dirigía oraciones por el buen lo-
gro de la empresa. Caminaban las tropas con la mayor prisa que
podían en medio de tanta incertidumbre, peligros y ansiedades, no
siendo pequefia la de ponerse á cubierto de la marea que crecia.
Llegó esta tan aprisa por la lentitud con que tenian que moverse,
que el trozo de retaguardia se vio obligado á retroceder, desespe-
ranzado ya Me continuar su marcha sin riesgo inminente de aho-
garse. La del medio, compuesta como hemos dicho de los gastadores
y arcabuceros, se vio en el cruel conflicto de no poder seguir á la
vanguardia ni tomar el ejemplo de los de la retaguardia; ¡tal era ya
la altura á que les llegaba el agua! De los doscientos y cincuenta de
que se componía, todos perecieron miserablemente ínenos nueve,
llenando de espanto y de consternaciomá los compaSeros de su em-
presa, á los que los contemplaban desde la ríbera, y aun causando
lástima á los mismos enemigos que tal los hostigaban. Mientras tanto
los de la vanguardia, que llevaban mucha delantera, redoblaron sus
esfuerzos para vencer la fuerza de la marea, y al amanecer se vieron
en el arenal de Dubelanda, donde las tropas de la guarnición de la
isla los aguardaban á pié enjuto y fuertemente atríncherados. No
habla para los españoles mas salvación que la victoría, teniendo
GiPITDLO XLV. 819
eoterameote obstruido el camÍDO de la retirada. Sin detenerse el
capitán Osorío en arengar á sas valientes, acometió el primero con
espada en mano á los contrarios. Siguieron los suyos con entusiasmo
tan valiente ejemplo, y llenos de coraje, aconsejados de su desespe-
ración, como hombres para quienes no habia mas alternativa que
la muerte ó la victoria^ arrollaron á los holandeses, quienes viendo
muerto á su gobernador Boissot, abandonaron sus trincheras, que-
dando los españoles dueDos de la isla. Costó cara la ocupación de la
isla de Dubelanda á nuestras trc^pas. Entre los muertos de conside-
ración se cuenta el capitán Pacheco, quien viéndose mortalmente
herido, exhortó & los soldados que trataban de auxiliarle á que le
dejasen como cosa inútil y marchasen á tomar parte en la victoria
que los aguardaba.
La simple relación de este hecho de armas envuelve su mayor
elogio. Cogieron los espafioles el fruto de tanta osadía á la vista de
tantos testigos de su triunfo; unos que llenaban el aire de aclama-
ciones, y otros que quedaron como atónitos al contemplar vencedo-
res á los que daban ya por sepultados en los mares. Abandonaron
las naves enemigas aquellos parajes, y se dirigieron hacia la isla de
Escaldia para ponerla á cubierto del golpe de mano que la amena-
zaba, pues suponían que era el blanco principal de la expedición
que habia bajado el Escalda desde Amberes. Con esto facilitaron el
paso á Requesens y á los otros jefes que se hablan quedado en Philí-
pelanda, y se reunieron en Dubelanda con las tropas victoriosas.
Fácil es concebir los sentimientos de gozo con que se vieron estas
tropas reunidas, y las alabanzas y felicitaciones de que fueron ob-
jeto el capitán Osorio y los valientes que con tanta exposición ha-
blan coronado aquella empresa.
Después de haber hecho conducir los heridos á Amsterdam, con*
tinuaron los españoles su expedición, y tuvieron que emprender su
marcha por los mismos parajes de bajíos y de escollos que los ha*
bian traído hasta Dubelandav Con iguales peligros y dificultades lle-
garon k la vista de Schowen, donde los enemigos habían acudido h
ponerla en estado de defensa. Mas nada detuvo la marcha de los es->
panoles. Antes de llegar á la plaza de Ziríczee, capital de la isla de
Schowen, tenían que pasar por tres fuertes ocupados por el enemi-
go. No hizo el primero resistencia alguna; en la toma del segunda
perdieron los espafioles sesenta hombres, y entre ellos al capitán
Peralta, Mayor resistencia les aguardaba en el tercero, llamadoBo*
580 HISTORIA DE FELIPE n.
meo, cayos fosos á pleamar ímpedian la aproximación á dicha for-
taleza. Aprovecharon los españoles la bajada de la marea para em-
bestir la plaza; mas habiendo hecho los de adentro una obstinada
resistencia, tuvieron los espaOoles que retirarse de sus muros á la
subida de la misma. Volvieron el dia siguiente, aprovechándose
asimismo del reflujo. Se trabó un combate tan obstinado como el dia
anterior, que duró cerca de cinco horas, confiando los de adentro
en que la vuelta de la marea baria retroceder de nuevo á los espa-
ñoles, y obstinándose de nuevo estos por no sufrir por segunda vez
este desaire. Por fin se decidió la victoria á favor de los nuestros, y
redoblando el furor de su ataque, entraron victoriosos en la plaza.
Pasaron de este punto al sitio de Ziriczee, fin y término de laei-
pedicion. En vano el príncipe de Orange intentó entrarse en el puerto
con sus navios. Los españoles se lo impidieron cerrando el puerto
con fuertísimas cadenas de hierro, quedando así libres y desemba-
razados para continuar el sitio que pusieron á la plaza. Se defen-
dieron la guarnición y habitantes con notable obstinación, y el ase-
dio no fué negocio de muy poco tiempo. Mas al fio, después de des-
truidas las murallas y reducidos al mayor apuro los valientes de-
fensores, se apoderaron los españoles de Ziriczee, donde el despojo
fué muy corto y no proporcionado á la gloría que adquirieron.
Figura mucho esta expedición de Zelanda en una guerra tan cé-
lebre por su duración coma por las hazañas militares á qne dio
motivo. En ella adquirieron los españoles grande nombradía como
soldados valientes y esforzados; y prescindiendo aqui de la causa
política que sustentaban, no se les puede defraudar de los elogios
que merecen como militares. Aquellos hombres que hacia poco es-
taban en abierta rebelión contra la autoridad legítima, se expusieron
ahora á los mayores peligros, y corrieron como á una muerte cierta
á la voz de los mismos jefes que entonces desoían. Otras sediciones
se siguieron, como se verá mas adelante: otros peligros de igual
cuantía arrosti^ron denodados; prueba de lo distinto que es el hom-
bre de sí mismo en varías ocasiones, y lo fácilmente que cede, tanto
á la llama pasajera del entusiasmo, tratándose de cosas grandes,
como á la de sus pasiones mezquinas en las mas bajas y pequeffas.
Fué seguida esta gloriosa expedición de la muerte de dos gran-
des personajes que en ella figuraron, siendo la primera la de Cha-
pino Yitelli, maestre de campo general, italiano de nación, capitán
de esfuerzo y de experíencia, muy entendido en la milicia, que ha-
CAPITULO XLV* 681
bía servido con dístincioD en varías gaerras. La elección qne de él
hizo el daque de Alba para sa maestre de campo general, es ona
prueba de su méríto eminente. Mostró en las campafias de Flan-
des, tanto á las órdenes de este general como de su sucesor don
Luis de Requesens, que era muy digno de su cargo. Igualaba su
pericia militar á su valor; era hombre tanto de mano como de con-
sejo. Después de tomar disposiciones para un dia de batalla, com-
batía con el arrojo de un soldado. Varías veces se presentó herido
en las batallas para dar ejemplo, y se puede decir que á este arro-
jo, que á este poco cuidado por la conservación de su salud, se
puede achacar su muerte, hallándose ya en la edad madura de m-
cuenta y seis aDos.
Sintió muchísimo su pérdida don Luis de Requesens, y mandó
que fuese sepultado en Amberes con toda la pompa y solemnidad
debida á su clase y á su mérito. Mas se hallaba ya como herido de
muerte el gobernador general al dar estas disposiciones; pues á
los pocos dias de llegar á Rruselas de vuelta de la expedición, fa-
lleció á impulsos de una enfermedad que hacia tiempo le aquejaba.
Fué sin duda don Luis de Requesens hombre de méríto por sus
servicios y antecedentes de su larga carrera, consagrada al servicio
del Estado. Su nombramiento para el gobierno de los Paises-Bajos,
por un rey como el de EspaDa, manifiesta que era hombre de valer
.y de servicios. Su conducta en este cargo, digna de alabanza bajo
cierto aspecto, abrió campo á la censura de los que atríbuyeron á
la suavidad de su carácter los desmanes de las tropas y hasta de
los mismos pueblos, á quienes se les permitió la satisfacción de sus
agravios. Es probable que bajo la autorídad del duque, de Alba, no
se hubiesen atrevido las prímeras á prorumpir en abierta sedición,
ni los segundos á mostrarse tan exigentes y orgullosos; mas tam-
poco figura en sus hechos militares en ] los Paises-Bajos una cosa
tan expuesta y arrojada, como la expedición de[la provincia de Ze*
lauda. Es muy cierto que don Luis de Requesens se sentía abru-
mado bajo el peso de un gobierno de tanta responsabilidad como el
que se le habia encomendado, y que murió con la ansiedad de un
hombre cercado de gravísimos cuidados, no siendo el menor el qne
cansaban sus apuros pecuniarios.
Toiio i. 7Í
CAPÍTULO KtVi
Continuación del anterior. — ^Estado del país á la muerte de don Luis de Requesens.—
Conferencias en Breda. — ^Toma el Consejo de Estado las riendas del gobierno.—
Nueva sedición de las tropas españolas. — Se apoderan los sublevadosdeAlost.— He-
didas de represión por el Consejo de Estado. — Tumulto en Bruselas. — Deponen al
gobernador y arrestan á muchos individuos del Consejo. — Se disuelve este. — Queda
el gobierno en manos de los diputados de la provincia. — Confederación de Gante.—
Se traslada á Bruselas. — Decretos contra las tropas españolas. — ^Adhesión del prin-
cipe de Orange á la confederación. — Se apoderan los españoles sublevados de llaes-
tricht. — ^Asalto de Amberes por la guarnición española del castillo mandada por SaiH
cho de Avila. — Toma y saqueo de la plaza. — ^Acriminaciones mutuas. — ^Llegada á
los Paises-Bajos del nuevo gobernador general don Juan de Austria (1). — 1576.
k la muerte de don Luis de fieqaesens ofrecían los asuntos de tot
Paises-Bajos un aspecto mas fayorable á los intereses de Espala;
que cuando dejó su gobierno el duque de Alba. Además de que ne
estaban ya los ánimos tan irritados contra la dominación del rey,
como en tiempo de su antecesor, se habia agrandado el twriterío
del pais sujeto á su obediencia. Verdad es que se habia perdido la
plaza fuerte de Middelburgo; mas la toma tan gloriosa de la de S-
riczee habia compensado aquella desventaja. Con la muerte de luis
de Nassau había desaparecido uno de los enemigos mas activos y te-
mibles de Felipe II, y la inquietud de otra nueva invasión de las
tropas alemanas. Permanecía el principe de Orange inactivo, á lo
menos en la parte militar, hallándose sin fuerzas para recobrar las
plazas que le acababan de tomar los espaOoles. Estaba reducida la
(1 ) Las mlinniB autoridades qoe en el anterior.
^ 1
G^PITPIO XLYI, S83
iosumceiofi á la proviocia de Zelanda y las costas de las provin-
cias septentrionales del pais, que se mantenian firmes á favor de la
snperioridad de sa marina. Causa admiración que el rey de Espafia,
duefio á la sason de tantas galeras, no hubiese enviado á las costas
de Flandes unfi escuadra para cooperar con sus ejércitos de tierra,
y mucho mas, que los gobernadores del pais, que tenian & su dis-
posición tantos puertos de importancia, no se aplicasen á construc-
ciones navales para contrarestar las fuerzas de los zelandeses y ho-
landeses. Algunos ensayos se habian hecho, mas fueron en pequeOa
escala, y ño los suficientes para sofocar en los mares la insurrec-
ción , que parecía ya tan próuma á su fin en tierra. Mas la insur-
rección estaba viva como nunca en todas partes, y la muerte de
Requesens hizo, como veremos, descorrer el velo que cubría los
verdaderos sentimientos de la generalidad de aquellos habitantes.
En medio del tumulto de la guerra no habían dejado de darse pa-
sos para poner fin á un orden de cosas que inquietaba á los prín-
cipes católicos, y cuya duración se atribuía en parte k lo inflexible
de la política de EspaDa. Ya en 1568 había enviado el emperador
Maximiliano una embajada solemne á Madrid, á cargo de su her-
mano el archiduque Garlos, para hacer ver al rey los males que pro-
ducía en Flandes el demasiado rigor desplegado por el duque de
Alba, y aconsejarle en nombre de la humanidad y los intereses mis-
mos de la religión, que se empleasen medios mas suaves en la su-
jeción de aquellos habitantes. Mas Felipe II había llevado muy á
mal que se mezclase en sus negocios propíos un extrafio, aunque
estuviese revestido con el título de emperador; y si bien procuró ex-
presarse con templanza en la respuesta, díó á entender á Maximi-
liano que k él solo incumbía excogitar los medios que le pareciesen
mas propios para la mejor administración de sus estados. No insis-
tió el emperador en vista de tan redonda negativa, mas andando el
tiempo, por los aOos 1575, volvió á suscitarse en su ¿nimo y el de
muchos principales católicos el deseo de terminar por medio de una
avenencia los disturbios de los Paises-fiajos. Por esta vez no se mos-
tró tan inflexible el rey de EspaOa, y díó oídos á las proposiciones
que en este sentido se le hicieron. Se reunieron pues con el objeto
de entrar en ajustes sobre paz varios comisionados por parte del em-
perador, del rey católico y de los estados disidentes en la ciudad de
Breda; mas fueron las conferencias infructuosas. Ni el de EspaOa ni
In estados separados de su obediencia querían un arreglo qne no
584 msTORU di fbupb u.
podía menos de estar sujeto á condiciones darás para cada ana de
ambas partes. No quería ceder nada el rey católico en materia de
religión y libertad de conciencia; y estos dos puntos eran tan im-
portantes para los estados, que les era imposible sacrificarlos á con-
sideraciones de ninguna clase. Así pedia cada una de las pu'tes lo
que sabia que la otra no había de conceder, creciendo las exigen-
cías en proporción de lo que se conocía la fuerza de la repugnan-
cía. Las conferencias de Breda se terminaron, pues, sin resolver
nada, quedando cada uno con la convicción, que el asunto no tenía
otro arreglo que lo que decidiese la fuerza de las armas.
Había nombrado Requesens á la hora de su muerte por goberna-
dor interino de Flandes al conde Barlemont, quedando el mando mi-
litar & cargo del conde de Mansfeld. Mas habiendo espirado sin po-
der firmar el documento, se declaró por nulo. Faltando la persona
del gobernador y no'estando nombrado ninguno por el rey, tomó,
por las constituciones del país, el Consejo de Estado las riendas del
gobierno. Dudó el rey de EspaDa si dejaría ¿ esta corporación con-
tinuar en su cargo, ó si mandaría al país un nuevo gobernante. De-
signaba la opinión pública á don Juan de Austria para esta digni-
dad, y aun no faltó quien aconsejase al rey no desperdicíase esta
ocasión de enviar á su hermano á un país, donde las circunstancias
todas reclamaban la presencia de un príncipe ya tan famoso por sus
hazaDas militares; y que además no podría menos de ser muy grato
& los flamencos por la memoria de su padre. Babia adem&s otra ra-
zon de conveniencia , á saber, que habiéndose proyectado una ei-
pedicion á ruegos y por influencia del Pontífice, con objeto de librar
á María Estuarda, reina de Escocía, prisionera entonces en Ingla-
terra, podría don Juan de Austria emprenderla desde Flandes mis-
mo, haciéndose asi la travesía mas corta, sin causar sospechas de
antemano. Así se lo hizo ver el Papa al rey de Espafla; mas aun-
que esto pareció guster de sus razones, juzgó que el Senado de Flan-
des, como compuesto de hombres del mismo país, mirarían con mas
interés la dirección de unos negocios, que les tocaban tan de cerca,
y asi se decidió á dejar por entonces al Consejo de Estado á la ca-
beza de los Países-Bajos.
No brilló en esto determinación la prudencia ton habitual del rey
de EspaDa. No era en un país teatro de revueltas donde podía con-
venir el gobierno de muchas cabezas, expuestas siempre á la divi-
sión y á la discordia. Contaba el Consejo de Estado con personas
GAFITOLO XLYI. 585
may adictas á los intereses del rey, como el conde de Arescot, el de
Mansfeld y el presidente Víglio; mas no faltaban otros que miraban
de muy mal ojo la presencia en el pais de las tropas espaOolas. Por
una parte, se desdeOaban los grandes de estar sujetos á personas de
su misma clase; por la otra, era objeto de descontento para las tro-
pas, el no tener á su frente un gobernador general, de cuya sola
autoridad estuviesen dependientes. Se aprovechó hábilmente de esta
circunstancia el príncipe de Orange, para atizar el fuego de la dis-
cordia en una corporación donde tenia secretos partidarios, y hacer
que todas sus providencias se resintiesen de divergencia de los áni-
mos. Por sugestión de los que deseaban ver al país libre de tropas
extranjeras, se adoptó la medida de hacer salir á los alemanes man-
dados por el conde de Altemps, quien se mostró quejoso de la pro-
videncia, achacándola abiertamente á intrigas del gobernador de
Amberes, Campifiy, hermano del cardenal Granvella, su enemigo
personal, y á deseos de echarle de Bruselas con objeto de entregar
la ciudad al príncipe de Orange. Mientras tanto los espaDoles que
estaban en Ziriczee, al saber que hablan prometido pagas á loa ale-
manes con objeto de despedirlos , mientras nadie se acordaba de
ellos, se amotinaron creyéndose desairados; pues la conquista de esta
isla de Zelanda, si bien les había producido mucha gloria, había
sido muy estéril en despojos. Como lo tenían en tales ocasiones de
costumbre, prendieron á su jefe Mondragon, y nombraron un electo.
En seguida escribieron al Senado, pidiendo sus sueldos en tono de
amenaza, como hombres resueltos á hacerse pagar por la fuerza, si
no se les satisfacía de grado. Trató de apaciguarlos el Senado, pro-
metiéndoles las pagas, mas habiéndose diferido el cumplimiento de
la oferta, por intrigas de algunos senadores enemigos de los espa-
fióles, prorumpieron estos en nueva sedición, y pasando de las ame-
nazas á las obras , se salieron de Ziriczee , que dejaron guarnecida
con algunos valones, y se esparcieron segunda vez por el Brabante.
Eo vano el Consejo trató de reducirlos á su deber, prometiéndoles
siempre el pago de sus atrasos. iDel conde de Mansfeld, que se les
envió para reconvenirles por su conducta y volverles al camino del
deber, no hicieron ningún caso. Era su intención, nada menos que
apoderarse de Malinas y Bruselas; mas habiéndose preparado estas
poblaciones á una seria resistencia, torcieron á la provincia de Flan-
des, donde se apoderaron por sorpresa de la plaza de Alost, entran-^
dola á saqueo.
586 msTOBiÁ M nuPB ii.
Era la cuarta vez que las tropas espaDolas prorumpian en abkrta
sedicioD, eD el transcurso de muy pocos meses. Encendió de nueTt
la toma y sacó de Alost el odio que se les tenía, y el Senado en se-
mejante coyuntura dispuso que las ciudades se armasen para aten-
der á su defensa, en caso de verse acometidas. Asi se encendió de
nuevo la guerra civil en los Paises-Bajos. El mismo Senado daba
ejemplo de discordia, pues si algunos, y aun los principales, se mos-
traban adictos al nombre espaDol , se empeñaban otros en la nece-
sidad de que se les hiciese salir para siempre del territorio de los
Países-Bajos. De aquí nacieron dos partidos, uno con el nombre de
espaDol, y otro con el de patriota. Fácil es imaginarse que este era
el popular, el que contaba con mas individuos, el que hablaba mas
á los corazones de la muchedumbre. La noticia de la tomadeAlosl
causó en Bruselas una sedición que costó la vida á algunos espa-
ñoles, y el mismo Senado, ya sin esperanza de que volviesen á sa
deber las tropas sublevadas , no sabiendo por otros medios calmar
la irritación del pueblo, expidió un decreto, declarando & los solda-
dos rebeldes, enemigos del rey y de la patria.
Asi en las mismas provincias que reconocían la autoridad del rey
de Espafia, estalló una guerra civil entre los habitantes del pais y
las tropas extranjeras , entre las que ocupaban el principal logar
las espafiolas. Se adoptaron en las provincias medios de defensa con-
tra los que consideraban ya como enemigos. Los españoles por so
parte , viéndose tan amenazados trataron de hacerse mas fuertes y
estrechar sus vínculos de la fraternidad , pues á esto deberían solo
su conservación en medio de tantos enemigos; y como las medidas
que para ello deberían tomar tenían por precisión que ser hostiles,
encendió esto de nuevo las desconfianzas y los odios. Era á la sa-
zón gobernador del castillo de Amberes Sancho de Avila, que se ha-
bía hecho tan famoso. Conociendo este caudillo el mal estado en
que iban á verse sus negocios, escribió al Senado, quejándose con
acrimonia de que hubiese mandado á las ciudades armarse en so
defensa, pues era lo mismo que concitar sus odios contra las tropas
espafiolas. Respondió el Senado, quejándose de la insoleoeia de los
sediciosos de Alost, cuyos desmanes provocaban cuanto los flamen-
cos hiciesen en su legítima defensa. Las cosas llegaron á tal punto,
que Sancho de Avila, aunque irritado contra los sediciosos^ á fio de
ponerlos al abrigo del furor del pueblo , les envió un refuerzo de
gente y municiones.
CAPITULO XLYI. 587
AmortígQÓ an poco este fuego de la guerra civil, la noticia de la
pronta llegada á Flandes de don Juan de Austria, á quien el rey se
había decidido por fin á encargar este gobierno. Por otra parte,
como cada uno de los dos partidos temia que le echasen la culpa de
ser el agresor, se andaban algo remisos en las hostilidades. Los
dos trataron igualmente de ganarse el ánimo del nuevo gobernador,
imputando al contrario los males qq¡B eran fruto de estas disensio-
nes. Escribieron los del Senado ai rey, que en vano trataban ellos
de que se conservare buen afecto á los espadóles, cuando era ge-
neral el odio contra ellos: que no habia artesano ni labrador que
no comprase un arcabuz ó se hiciese con un arma de otra especie
para hostilizarlos: que no servia de freno para la muchedumbre la
tropa de los guarniciones: que los mismos españoles atizaban estos
odios propasándose á violencias producidas en parte por la falta de
pagas, que el Senado no podia satisfacer por la de caudales: que
hasta entonces habia ido entreteniendo las esperanzas del pais con
la idea y esperanza que llegase pronto don Juan de Austria, por lo
que era de gran necesidad de que apresurase su partida. Asi lo dis-
puso el rey, mandando á su hermano que se pusiese cuanto mas
antes en camino para Flandes, mas no llegó tan pronto como las
necesidades del pais lo requería.
Aprovechó hábilmente este tiempo el principe de Orange, indu-
ciendo á los gobernadores de las provincias^ para que se declarasen
contra el rey en nombre de su libertad é independdtacia. Algunos
llegaron hasta asegurar que el mismo conde de Arescot, tan adicto
k la causa del monarca, llegó á entrar en comunicaciones é inteli-
gencia con el principe, y que se trató de fortificar esta unión con el
enlace de sus hijos respectivos. Grecia de punto el odio á los espa-
ñoles, que no contentos con la ocupación de Alost, se habían apo-
derado del castillo de Liquerque, muy cerca de Bruselas. Se trató
en el Senado de refrenar esta insolencia, tomando armas contra los
soldados sediciosos, y como algunos de los individuos de esta cor-
poración manifestasen qus esto sería muy desagradable al rey de
EspaOa, y que se debían tentar todos los medias de miramiento y
consideración hasta que llegase el dinero con que satisfacer sus pa-
gas, fueron tenidos de los otros por traidores. Se sublevó con esto
de nuevo el pueblo de Bruselas; y habiendo corrido á las armas,
hicieron llevar á la cárcel á los senadores que habían disentido de
los votos de la mayoría; depusieron al gobernador y nombraron en
58S HtSTORii DE nups I(.
sa lagar á Goillermo Horn, con el mando absolato militar, joven
mny contrario á la causa de los españoles. Sa primera operacioo
faé enviar un regimiento al palacio del Senado, con orden de sacar
violentamente de sa seno k los condes de Mansfeld y Barlamont, al
presidente Yiglio y otros designados con el nombre de hispanienses,
á qaienes pusieron arrestados en sus casas para que no trastor-
nasen con sus consejos la tranquilidad y el reposo del estado.
El Senado quedó con esto disuelto y sin autoridad, y la dirección
de los negocios en manos de los diputados de los estados, contra-
rios todos de los espaDoles. Dieron luego un decreto de que saliesen
de Flandes todos los de esta nación, y en seguida convocaron á los
diputados de todas las provincias, para conferenciar sobre los me-
dios de asegurar el orden y la tranquilidad de los estados. Bien sa-
bían que estas reuniones eran contra la expresa voluntad del rey;
mas no titubearon en llevar adelante una resolución en que tenia
tanta parte el odio á su gobierno. Acudieron las provincias de
Haynaut, Artois y Flandes á Gante, donde ajustaron una especie
de confederación que con el tiempo iba á echar tantas raices en los
Paises-Bajos. Se trasladó esta reunión á Bruselas, adonde acudie-
ron diputados por otras mas provincias. Se concretaron entonces
todas las manifestaciones y medidas de la confederación, á la ex-
pulsión de los españoles y demás tropas extranjeras, y aunque
no hablaban de sustraerse á la autoridad del rey, sabido era que
obraban contra sus principios políticos y expresas intenciones. Se
dirigió la confederación á Francia, á Inglaterra y á varios estados
de Alemania, pidiéndoles protección en su demanda, que tenían por
tan justa y razonable. Igual manifestación hicieron al principe de
Orange, pidiéndole se juntase con ellos y acudiesen algunas fuerzas
á Gante, en cuya fortaleza tenían guarnición los espaDoles. No de-
seaba otra cosa aquel personaje, y así envió al momento un nú-
mero considerable de tropas, que se posesionaron de dicha forta-
leza. A las provincias ya dichas se reunieron las de Holanda y Ze-
landa, sin ser obstáculo ninguno el que estas dos últimas fuesen el
asiento principal de las nuevas sectas religiosas. Para concebir ana
idea de lo popular que era la medida de la expulsión de las tropas
espaSolas, bastará indicar que muchos prelados y eclesiásticos de
elevada clase acudieron á Gante, y manifestaron los mismos deseos
de que saliesen de Flandes todas las tropas extranjeras.
Se podia considerar esta confederación en hostilidad abierta con*
CAPÍTULO XLVL 589
tra el rey de EspaOa. Como tal la tomaron las tropas espafiolas, que
miraban aquel país como suyo, por derecho de conquista. Se de-
claró una abierta enemistad entre los soldados de uno y otro ban-
do, pues la confederación alistó tropas en apoyo de sus pretensio-
nes. Fué recibido en Bruselas con muestras de grande regocijo el
joven conde de Egmont, hijo del que habia sido ajusticiado pocos
a&os antes, y revestido de un mando importante, á pesar de sus
pocos afios y falta de experiencia.
Ta hablan comenzado las hostilidades entre las dos facciones. Eu
el primer encuentro fueron derrotados los confederados mandados
por el conde de Glimen; mas esto, en lugar de abatir su ánimo,
los inflamó de nuevo con los estímulos de la venganza. Corrieron
los espafioles victoriosos, á las órdenes del capitán espafiol Alonso
Vargas, á Maestricht, de donde hacia poco que habia sido expelida
su guarnición por las tropas de los confederados. Para volver á re-
cobrar la plaza, se valieron de la estratagema de llevar delante de
sus columnas todas las mujeres y nifios que pudieron recoger de
los contornos, con lo cual los habitantes se abstuvieron de hacer
fuego, por no hacer víctimas á gente indefensa y que les tocaban
tan de cerca. Tal vez será esta especie una de las invenciones de la
fantasía de los historiadores. Mas como quiera que sea, los españo-
les entraron á viva fuerza en Maestricht, cuyo pueblo saquearon,
por derecho de conquista.
Se declaraba la suerte de las armas por los espafioles, mas no
seguían menos en su pronunciamiento los confederados. Temiendo
por la suerte de la ciudad de Amberes, en cuyo castillo mandaba
Sancho de Avila , enviaron allá las tropas de que podían disponer,
contándose entre ellas el tercio de Egmont y las alemanas manda-
das por el conde de Overteí. Reunidas estas con li^s de la plaza,
que mandaba el conde de Champigny, compusieron una guarnición
muy respetable. Pero dominados por el castillo, construido como
hemos dicho, mas con objeto d^ hostilizar á la ciudad que defen-
derla contra enemigos exteriores, era preciso que tratasen de apo-
derarse de esta fortaleza ó que se pusiese al menos á cubierto de
sus tiros. Todas las disposiciones de su gobernador se dirigieron á
este objeto. Mas no estaba mientras tanto ocioso Sancho de Avila,
capitán antiguo, y que sabia cuánto le importaba el ser agresor ea
esta lucha. Acudieron á su llamamiento todas las tropas espafiolas
que se hallaban en los pueblos inmediatos, capitaneadas, entre
Tomo i. *75
590 HISTOBU DE FBLIPK II.
otros jefes, por Francisco Valdés, Julián Romero y Antonio de Oli-
vera. También se presentó en el castillo el capitán Vargas, que
acababa de hacer la conquista de Maestricht, y hasta los mismos
sediciosos de Alost acudieron con su electo, queriendo sin duda
mostrarse agradecidos por los socorros que les babia enviado San-
cho de Avila, y dando á entender que en semejantes conflictos todos
eran espafioles.
Reunido así un cuerpo de cinco á seis mil hombres, encendidos
todos contra ios confederados, no perdió un momento Sancho de
Avila en tomar la ofensiva contrs^ los^ de Amberes ; y habiendo in-
flamado á sus tropas con una corta arenga, en que se hacia pom-
posa descripción de las riquezas de aquel pueblo, bajaron denoda-
das á dar un asalto que tanto excitaba su codicia. Fué terrible el
Ímpetu con que embistieron ; y las obras que habia mandado cons-
truir el gobernador para defensa de la ciudad, quedaron allanadas
en el acto. Entraron los espaOoles, arrollando cuantas tropas se les
ponian por delante. Fué el tercio mandado por el conde de Egmont
el primero que les hizo frente , y como compuesto de soldados bi-
sofios, al punto desbaratado, quedando su jefe prisionero. No ofre-
cieron mas seria resistencia las demás tropas de la plaza, entre las
que se introdujo el desaliento y el desorden, Mas animosos se mos-
traron una gran parte de los habitantes de la ciudad, llevados por
la desesperación, al considerar que iban & ser despojados de sos
bienes, haciéndose fuertes desde el palacio llamado de la Curia,
donde hicieron una obstinada resistencia. Acudieron los españoles
al expediente de poner fuego á este edificio, que se incendió con
ochenta casas de las inmediaciones^ y con esto se dio fin á toda re-
sistencia.
Duefios de Amberes los espaOoles, procedieron, como era de
aguardar, al saqueo de aquella rica población, emporio del comer-
cio de los Paises-Bajos. El botin fué inmenso. Se redimieron ma-
chos habitantes del despojo por sumas muy cuantiosas ; mas alga-
nos fueron víctimas de las pugnas que se suscitaban entre los mis-
mos vencedores disputándose las presas. Los desórdenes y crael-
dades á que dan m&rgen conflictos tan terribles, son fáciles de ima-
ginarse. Perecieron mas de seis mil personas en Amberes, tres mil
pasadas á cuchillo, mil y quinientas que murieron entre las raíoas
de los edificios, y otros tantos ahogados en el rio. Se dice qae no
murieron mas que veinte y cinco de los espaOoles ; mas en estas
CAPITULO XLYI. 591
evaluaciones se cometOD siempre muchísimas iuexactítudes.
Causó profunda impresión en el pais la noticia de la toma y saco
de una ciudad tan populosa, tan comerciante y tan rica como Am-
beres, considerada bajo estos tres aspectos como una de las prime-
ras de los Paises-Bajos. Se valuó el botin en mas de dos millones
de florines. Se dice que los soldados se enriquecieron tanto, que
hicieron de oro macizo las empufiaduras de sus dagas, y hasta pe-
tos y morriones, á los que dieron un color oscuro, á fin de ocultar
el melal precioso de que estaban construidos. Es natural que hu-
biese exageración en estas noticias, como en el número de los muer-
tos y otras atrocidades ejercidas por los españoles. Mas no hay du-
da que este saqueo acrecentó el odio que se tenia á los de su na-
ción, y que sin hacer desmayar á los confederadoSt los animó &
pensar en nuevos medios de mas seria resistencia.
Enviaron comisionados & EspaQa quejándose de la atrocidad re-
ciente cometida por los espaDoles, y que había sido precedida de
tantas sediciones, de tantas violencias, de tantos atropellos de sus
habitantes. Protestando siempre de su fidelidad á la causa del rey,
de su adhesión y obediencia á su suprema autoridad, le decian los
confederados que no habia que aguardar tranquilidad para el pais,
mientras en él subsistiesen soldados tan atrevidos é indisciplinados.
Por otra parte, sabedores los espafioles del mensaje, representaron
también con energía al rey quejándose de los flamencos, haciéndo-
le ver que el odio que les profesaban no era mas que un pretexto
para sustraerse á su suprema autoridad : que los confederados, en
son de mostrarse celosos por la tranquilidad del país, no eran mas
que rebeldes encubiertos, que en secreto trabajaban para concitar
los ánimos contra el rey : que el pais seria pronto teatro de una
completa insurrección si no se acudía al remedio con fuerzas respe-
tables : que los del castillo de Amberes se veían amenazados por
los de la ciudad, que habían construido ya obras para hostilizarlos:
qué la toma de la ciudad no había sido mas que una medida de
justa represalia y de castigo; con todo lo demás que podía ponerles
en buen lugar con el rey, cuyo modo de pensar sin duda conocían.
Durante este conflicto y exasperación mutua de los ánimos, hizo
so entrada en los estados de Flandes don Juan de Austria.
CAPrriito XLVit
Continuación del anterior. ^Llegada de don Juan de Austria á los Paises-Bajos.— Di-
ficultades de los estados para entregarle las riendas del gobierno. — Le imponen
condiciones.— Las acepta don Juan.— Edicto perpetuo. — Salen de los Paises-Bajos
los españoles y demás tropas extranjeras.— Magnifica entrada de don Juan enBm-
selas. — Mutuas desconfianzas y recelos Sale don Juan de Bruselas y se apoden
del castillo de Namur. — Se declara nueva guerra.— Llaman los estados al principe
de Orange. — Vuelven las tropas españolas á los Paises-Bajos, capitaneadas por el
principe Alejandro de Parma. — Celos é intrigas contra el principe de Orange.—
Llaman los estados al archiduque Matias para gobernarlos. — Su entrada en Bruse-
las, donde le entregan las riendas del gobierno (1). — (1576-1577.)
Fué prudente la determinacioD de enviar á don Juan de Austria
k Flandes, mas tardía. Si se hubiese adoptado inmediatamente que
falleció don Luis de Requesens, se hubiesen evitado los conflictos
debidos á la administración de un cuerpo de muchas cabezas, como
el Consejo de Estado de los Paises-Bajos. No era necesaria mucha
previsión para conocer que en la confusión y hasta anarquía que
trabajaba aquel pais, se necesitaba la mano firme de un jefe solo,
á quien se encomendase la dirección de los negocios. Fué, pues,
falta en Felipe II el haber diferido tanto el envío de un supremo
gobernante. Pero este monarca tenia su atención repartida en de-
masiados puntos ¿ la vez, para no padecer algún descuido, y esta-
ba demasiado lejos de los mas interesantes, para que pudiese tener
idea exacta de su estado. Por otra parte, examinada bien la sitúa-
(1) Las mismat autoridades que en los anteriores.
r
' CAPITULO XLVII. 593
cion de los Paises-Bajos, se puede decir que ningún medio ni sis-
tema podia conducir á su completa pacificación y á consolidar en
él la autoridad del rey, tal como este la entendía. Habia producido
malos resultados el de rigor empleado por el duque de Alba. No
los tuvo mucho mas felices la suavidad y templanza de su sucesor;
y la administración que siguió después, se condujo de un modo que
DO se sabia si era amiga ó estaba declarada en rebelión contra el
mismo soberano que acataba. Los hombres previsores no podian,
en la altura á que hablan llegado los negocios, concebir grandes
esperanzas de la administración de don Juan de Austria; mas siem-
pre era para ellos una garantía de acierto, la grande nombradla
que por su nacimiento y hechos gloriosos alcanzaba.
Tomó la posta don Juan de Austria , según la orden expresa de
su hermano ; mas cuando llegó á los Países-Bajos, ya habia ocur-
rido la catástrofe de Amberes y manifestádose en abierta hostilidad
el Consejo de Estado contra las tropas espafiolas. Desde Luxembur-
go despachó cartas al Senado, eoviándole la orden ó comisión, en
virtud de la cual le nombraba el rey gobernador de los Paises-
Bajos, pidiéndoles al mismo tiempo la dirección de los negocios ci-
viles , y el mando militar de todas las fuerzas del Estado. No se
mostró muy pronto el Consejo de Estado del pais á cumplir los de-
seos del nuevo gobernante. En el estado de desconfianza y hasta de
hostilidad en que se hallaban contra el rey , necesitaban garantías
y poner sus condiciones para la admisión de don Juan de Austria.
Sin duda influiao mucho en esta desconfianza, los consejos del
principe de Orange. Mas prescindiendo de este resorte poderoso,
hubiese sido grandísima imprudencia en los estados entregarse cie-
gamente al representante de su antiguo soberano. Así, después de
varías deliberaciones, contestaron á don Juan que estaban prontos
á recibirle como su gobernador, después que hubiese él reconocido
las actas de la confederación de Gante, comprometiéndose al mismo
tiempo á hacer salir del pais á las tropas espafiolas ; medida im-
portante y la principal que hablan decretado los confederados.
Recibió el mensaje don Juan de Austria sin mostrarse ofendido
por este desaire á la suprema autoridad que el rey le habia confia-
do. Exigia la respuesta algún detenimiento y reñexion, y el prínci-
pe lo consultó con sus dos secretarios mas íntimos, Octavio Gon-
2aga y Juan Bscobedo, cuyo nombre figura mucho en la historia
que escribimos. Opinó el primero porque don Juan se negase á las
594 BISTORU DB F£UP£ II.
GOodicioDes que el Senado le imponía, alegando qae esta corpora-
ción ocultaba bajo la apariencia de obediencia al rey, los sentimien-
tos de una oculta rebeldía : que su petición de que se expeliesen
las tropas extranjeras, no tenia mas objeto que el de sacudir com-
pletamente el yugo espaOol, valiéndose para eso de las nacionales:
que todo era artificio del príncipe de Orange, de quien eran aliados
y hechuras la mayor parte de los senadores : que el deshacerse de
los españoles y demás tropas extranjeras, era presentarse en el país
completamente desarmado y á la discreción de los rebeldes : que
era muy desdoroso á la persona y carácter de don Juan comenzar
su gobierno sometiéndose á condiciones impuestas por sus subor-
dinados ; y que si quería ser indulgente y perdonar, era preciso
reprimir y vencer antes.
Diversos fueron los sentimientos que mostró Escobedo. Dijo que
también le era doloroso que don Juan pasase por la dura condición
de despedir las tropas españolas ; mas que esta medida era popu-
lar, hasla el punto de ser apoyada por los votos de todas las clases
del estado : que sería incurrir en la animadversión general , obsti-
narse en conservar unas tropas que, cualesquiera que hubiesen
sido los motivos, ya habían ejercido en varíes puntos todo género
de excesos y violencias : que el sacode Amberes, sobre todo, había
excitado una indignación universal, sin que nadie pudiese disculpar
tal atentado : que obstinarse en esta medida, seria adoptar el plan
de severídad desplegada por el duque de Alba, y seguida de tan
funestos resultados : que los españoles, sobre todo, no eran nece-
sarios en el país, pues sin ellos habia gobernado la príncesa Mar-
garita, siendo siempre cosa de lamentar, el que no se hubiese se-
guido su parecer de que no se mandasen á Flandes semejantes
tropas.
Se inclinó don Juan de Austria á este último consejo, tal vez por
parecerle el mas saludable, tal vez por espíritu de moderación y de
indulgencia, tal vez porque el retener las tropas extranjeras do le
expusiese á murmuraciones en la corte de Madrid, no habiendo re-
cibido del rey instrucción ninguna sobre la materia. Por otra parte,
nada tenían de chocante para él las determinaciones de la confede-
ración, en que quedaba salva la autoridad del rey y la adhesión & la
fe católica, pues la conclusión de todo lo determinado era la cláu-
sula siguiente: «Nosotros los infrascritos, delegados de los estados,
»á quienes también representamos, hemos prometido y prometemos
CiPlTULO XLVII. 595
x^maDtener perpetuamente estos coociertos para la conservación de
^nuestra sacrosanta fe y de la religión apostólica romana: para el
soentero cumplimiento de esta pacificación de Gante: para la expnl-
i»sion de los espaOolesy todos sus aliados; salva siempre la obedien-
Dcia debida á la majestad real.» No queriendo el de Austria partir
de ligero, á pesar de^esta manifestación, sometió al examen de per-
sonas doctas todos los capítulos concertados en la liga; y habiéndole
manifestado que podian admitirse, por no contener nada contrario
Di á la religión ni al rey, los remitió á EspaOa, donde fueron apro-
l)ados por su hermano. Con este beneplácito, y saliendo por garan-
tes los embajadores del emperador Rodulfo, de) obispo de Lieja y del
duque de Gleves, se ajustó en enero de 1577 la pacificación con el
nombre de edicto perpetuo, en Marc-la-famine, ciudad de Luxem-
burgo, por el cual se comprometió don Juan de Austria á disponer
la salida de los espafiole^, y los estados á guardar obediencia al rey
y mantener la religión católica.
Se publicó solemnemente este edicto en todas las ciudades prin-
cipales de los Paises-Bajos, y don Juan de Austria fué aclamado por
su gobernador, con demostraciones de regocijo, acompañadas de
gran pompa y aparato. Antes de internarse mas en el paisse detuvo
en Lovaina don Juan, y desde allí se ocupó activamente en disponer
la salida de los españoles, para quienes fué esta disposición objeto
de las murmuraciones mas violentas. Se quejaron de la ingratitud
con que eran pagados sus servicios, los grandes peligros á que se
habían expuesto en servicio del rey, y la sangre que hablan vertido
en aquel suelo, donde tanto se les despreciaba. Decian que era tra-
tarlos con la mayor ignominia sacrificarlos al resentimiento y envi-
dia de sus émulos; que en cuantas partes se presentasen, se les daría
en rostro con una expulsión que llevaba el carácter de. la infamia;
que si algunos afios antes habían salido del páis, habia tenido esta
medida el pretexto honroso de emplearlos en las guerras de África
y de Italia; mas que ahora se veian expelidos del teatro de sus ha-
zañas para servir de befa á los flamencos, y fomentar los proyectos
de insurrección que abrigaban contra el rey de Espafia. En cuantas
guarniciones habia tropas de EspaBa y demás paises extranjeros, se
oíi&n estas quejas; mas en ninguna parle con tanta vehemencia como
en la ciudad de Amberes, donde acababan de ser los espafioles tan
preponderantes. Llegó el descontentóla rayar en sedición, hasta el
punto de creer necesario don Juan de Austria enviar allá su seere-
596 HISTORIA DE FSLIPK II. .
tario Escobado, á fin de calmar la efervescencia de los ánimos. Se
condujo este con tino y con prudencia, diciendo á los descontentos
que nada tenia aquella medida de injuriosa, y sisólo era promovida
por la fuerza de las circunstancias: que ni el rey ni don Juan de
Austria desconocian el mérito de sus servicios, hallándose siempre
prontos á premiarlos; mas que en el conflicto, en el choque de pa-
siones era preciso hacer algo en beneficio de la tranquilidad de aquel
país, que al gobernador general le estaba encomendada: que que-
daba siempre en el mayor lustre la gloria que hablan adquirido en
Flandes, donde la victoria habia coronado siempre sus empresas;
que los flamencos eran los primeros á dar testimonio de la bizarría
de los soldados espafioles en todos los encuentros: que si en algo
hablan deslustrado estos laureles por las frecuentes sediciones á que
se hablan entregado, era la ocasión mas oportuna de merecer d
perdón del rey, sometiéndose á sus órdenes. Con estas y otras pa-
labras supo amansar la furia de los ánimos, y los espafioles, ó pof
sentimiento de fidelidad al rey, ó por ver que ya no tenían mas re-
medio, entregaron los castilos y demás plazas fuertes de que se ha-
blan apoderado. Además los calmó mucho un edicto favorable que
se expidió á su favor, alabando su comportamiento militar, y dando
grandes elogios á su bizarría en los combates.
Se reunieron todos los espafioles en Haestricht, donde se hizo el
cange de los prisioneros que se habían cogido mutuamente, contán-
dose entre otros, por parte de los flamencos, el conde de Egmont,
y por la de los espafioles la mujer del capitán Mondragon, qae fué
entregada á su marido. Para sufragar los gastos de la salida dees-
tas tropas y satisfacer las pagas atrasadas, prometieron los estados
aprontar la suma de seiscientos mil florines, pagada la mitad al con-
tado, y la otra con letras de cambio sobre Genova. Pero no habien-
do podido satisfacer por el pronto mas que cien mil, adelantó dw
Juan de Austria los otros doscientos mil por vía de empréstito.
Se verificó por fin en abril de 1517 el movimiento de las tropas
espafiolas, italianas y borgofionas y otros mas países extraDjeros. Se
dio el mando de todas estas tropas al conde de Mansfeit á fin de evi-
tar las rivalidades que se comenzaban á suscitar entre los capitaneB
espafioles. Vargas, Romero, Avila y Valdés, pues cada ano secieia
con derecho de ser el jefe de toda esta columna. Marchaban las tro-
pas tristes y pesarosas al dejar un pais donde habían residido cera
de diez afios, habiéndose algunos casado en él, y echado raices con
CAPITULO XLYíI. 597
Otras conexiones. Aumentaba esle pesar el sentimiento de verse ex-
pulsados del teatro de sus glorias, no excitando poco su indignación,
el contemplar en los pueblos del tránsito las demostraciones de ale-
gría por verse libres de la presencia de estos extranjeros. Así salie-
ron del pais, y atravesando la Lorena, la Borgofia y la Saboya, lle-
garon á Italia, donde fueron distribuidos en cantones diferentes.
No se presentó don Juan de Austria á revistar las tropas, como
estas lo solicitaban antes de emprender la marcha. Sin duda quí.so
dar esta muestra mas de su sincera adhesión al tratado que acababa
de firmar, quitando toda sospecha á que pudiese dar origen este
paso aventurado. Después de verificada la salida, hizo su entrada
pública en Bruselas con todo aparato y magnificencia, acompañado
deMegado del Papa y los diputados de todas las provincias. En la
ciudad, fué recibido con las manifestaciones del mas vivo regocijo,
y todos los homenajes de respeto á que era acreedor un príncipe
joven, coronado por tierra y mar con tantos laureles; que además
de verse revestido de tan grande autoridad, reunia la circunstancia
de ser hijo de un soberano tan popular y querido en Flandes como
Garlos Y. §e manifestó don Juan sensible á estas demostraciones de
alegría y de respeto, acogiendo á todos con afabilidad, mostrándose
benigno y propenso á trabajar por todos los medios posibles para
hacer feliz al pais, y restituirle totalmente el orden y tranquilidad
de que por tantos afios habia carecido.
Parecia sincero el lenguaje de don Juan: con igual carácter se
manifestaban el amor y la popularidad, de que fué desde un prin-
cipio objeto para los flamencos. Joven, afable, bien apuesto en su
persona, de carácter franco, de maneras insinuantes, se hallaba con
todos los medios de cautivarse las voluntades de sus gobernados.
Mas duraron muy poco las mutuas simpatías. Eran demasiado pro-
fundas las llagas que las luchas pasadas, que la actual desconfianza
habian hecho en los ánimos de la generalidad, para que se curasen
con simples apariencias. Comenzó en medio mismo de los regocijos
y felicitaciones públicas, á levantarse una sorda tempestad, que iba
á estallar del modo mas violento. Acusaban los homt)res previsores
de imprudencia á don Juan de Austria, de haberse echado sin tro-
pas y como sin defensa en brazos de un pueblo de sentimientos
equívocos, y que cualquiera que fuese clamor que le manifestaban,
nadie podia dudar de sus verdaderos sentimientos, relativos á la do-
minación del rey de Espafia. Estaba el pais en su generalidad eman-
Tomo i. "^^
598 HISTORIA DB FBLIPB II.
cipado de hecho de aquel monarca, que tenia para ellos todo el ca-
rácter de extranjero, y no babia mas medios de contenerle en la
obediencia que los de la fuerza, dado caso que fuesen suficientes.
Se hallaba don Juan aislado, sin castillos, sin plazas fuertes á sa
devoción, sin tropas seguras en quienes podía fiarse, en caso de al-
guna desagradable contingencia. Esparcían por su parte los grandes
del pais, enemigos de los espafioles, rumores siniestros sobre el ca-
rácter y persona de don Juan, y sobre la misión de que estaba re-
vestido. Decían que las tropas extranjeras permanecían muy pró-
ximas á la frontera, esparcidas en diversos puntos, prontas á entrar
en el pais cuando fuese necesario; que parte de ellas habían ido á
continuar sus servicios contra los calvinistas de Francia, aliados
naturales de los Paises-Bajos; que eran unos mismos los enemigos
de unos y otros. Afiadiap que don Juan, antes de salir de EspaOa,
había prestado en manos del rey un juramento muy contrario al de
observar las capitulaciones de Gante, y que como mas antiguo debía
de serle mas obligatorio; que aquellas apariencias de afabilidad no
eran mas que un velo con que se cubrían siniestras intenciones: que
habían andado muy poco cautos los estados entregándole las riendas
del gobierno, sin pedir mas condiciones que la expulsión de las tropas
extranjeras, cuando deberían exigir la restitución de los fueros y
privilegios del pais, de que habían sido tan injustamente despo-
jados.
No era el menos activo propalador de estas voces, en descrédito
de don Juan de Austria, el príncipe de Orange, tan propenso siempre
á hostilizar al rey, pues de otro modo, no podía obrar en el sentido
de sus intereses. Sus compromisos, sus circunstancias, el nuevo
culto que profesaba, aun prescindiendo de los estímulos de la am-
bición, todo le obligaba á continuar la guerra, á destruir para siem-
pre la autoridad del rey en los Países-Bajos. De todos los goberna-
dores enviados de Espada, debía de ser enemigo encarnizado. No
podía ser excepción de esta regla don Juan de Austria. Por mas que
el espíritu de partido de los historiadores afee ó ensalce la conducta
de cada uno de los dos partidos que estaban tan en pugna, es un
hecho que la guerra autorizaba, por decirlo así, todos los medios de
hostilidad de que une y otro se valian. Debió de ser un grande pe-
sar para el de Orange la presencia de don Juan en los Países- Bajos.
Que hiciese todo lo posible porque los estados no le entregasen las
riendas del país parece muy natural; otra cosa, sería en él descuido
CAPÍTULO XLYIL 599
grave. Tal vez propuso ¿ los estados el que exigiesen por coadícion
que don Juan firmase las actas de la liga de Gante, esperando que
el austríaco rehusase recibir la ley, antes de darla. De todos modos,
cuando le vio de hecho gobernador de Flandes, natural era que tra-
tase de desvirtuarle, de deprimir su autoridad, de hacerle objeto de
desconfianza y de sospecha. Por lo pronto, no quiso tener con él la
mas pequeOa relación poHtica, ni obrar de modo que se creyese re-
conocer su autoridad; y cuando se le envió un mensaje de Bruselas
para que las provincias de Holanda y Zelanda que reconocian su au*
toridad, se adhiriesen al edicto perpetuo, que unia á las demás, se
negó á ello, alegando que siendo dichas dos provincias de distinta
religión, no podian convenir con las demás en el juramento de con-
servar la católica romana.
Produjeron estas artes y maquinaciones el efecto deseado. Vino
poco á poco á menos, el crédito de don Juan, hasta convertirse en
odio, lo que habla sido antes popularidad y confianza ciega en su
persona. Corrieron por el pais copias de cartas de don Juan de Aus-
tria al rey de EspaOa, interceptadas en Francia, en que pedia dinero
y auxilio de gente, pues de otro modo no podia conservar su auto-
ridad en el pais, tan en pugna con las autoridades del rey de Es-
pafia. Dieron estos documentos nuevas armas á sus acusadores.
Insistieron en que no se debia dar crédito alguno al juramento del
edicto perpetuo, habiendo tantos casos en que se dispensan por bu-
las pontificias, aquellos que parecen contrarios á la autoridad de los
reyes, y al bien de la Iglesia.
Llegaron estos rumores á oidos de donjuán, quien no podia me-
nos de advertir el cambio de los ánimos. También recibió avisos
anónimos de que estaba en Bruselas su persona amenazada por mas
de un asesino. Sea que esto fuese cierto, sea que lo creyese así don
Juan, ó que le sirviese de pretexto para sus planes ulteriores, tomó
1^ resolución de salirse de Bruselas con pretexto de recibir á la prin-
cesa Margarita de Valois, que iba á tomar las aguas de Spá, pero
con el objeto verdadero de hacerse con un punto fuerte, desde donde
pudiese emprender la guerra contra los estados si llegaba el caso.
Pasó á Malinas, donde arregló algunas disensiones sobre pagas de
tropas alemanas, y no dándose por seguro en esta plaza, se tras-
ladó á Namur, en cuyo castillo habia puesto ya sus miras. Estando
un dia de caza y á vista de esta fortaleza, la alabó muchísimo como
hombre que hasta entonces no habia hecho alto en su gran mérito,
600 HISTORIA DE F£L1PE II.
y esto dio motivo á que los hijos del gobernador de la provincia que
le acompafiaban le brindasen para que entrase ¿ verla si gustaba.
No se hizo de rogar don Juan, y luego que se vio dentro de la for-
taleza, se declaró dueSo de ella en virtud de autoridad del rey,
guarneciéndola con tropas de su devoción, declarando al mismo
tiempo, que era el primer dia de su gobierno real y verdadero cq
Flandes.
Se dividirán siempre los historiadores sobre el verdadero car&c-
ter de este paso tan violento. Le atribuirán unos á la enemistad de
que era objeto don Juan de Austria, á los peligros graves que le
amenazaban, á las traiciones que le designaban como victima, mien*
tras los contrarios sostendrán que todo esto no faé mas que un soe-
fio, una invención, un pretexto para arrojar la máscara y decla-
rarse opresor del pais, el que antes se consideraba como el primero
de sus magistrados. No hay duda de que una conducta tan extrafia
da lugar á diversas conjeturas. Si don Juan obró por precaucionen
derecho de su legítima defensa, por ejercer dignamente una autori-
dad que se hallaba despreciada, preciso es confesar que habia co-
metido una grandísima imprudencia, al entregarse desarmado en
brazos de sus enemigos. Si no habia tales temores, si fué en él un
rasgo de astucia y mala fé, no puede presentarse esta conducta con
otro carácter que el de muy mezquina. De todos modos, fué la vio-
lenta ocupación del castillo de Namur principio de una nueva guer-
ra. Escribió don Juan de Austria desde el castillo de Namur á los
estados de Bruselas, manifestándoles que su extrafia resolución de
abandonar la capital habia sido motivada por las asechanzas de que
se veia blanco su persona, enviándoles al mismo tiempo copia de
las cartas en que se le daba parte de las tramas de los conspirado-
res que atentaban á su vida. Al mismo tiempo les decia que desde
aquel momento iba á ser gobernador de los Paises-Bajos, con el
decoro y la dignidad que convenia á su persona, no queriendo ser
mas tiempo víctima de consideraciones y del carácter] indulgente
que hasta entonces habia desplegado. Hicieron estas cartas diversas
impresiones, alegrándose los unos de que don Juan les diera pre-
texto de una guerra en que sin duda llevarían lo mejor, hallándose
como indefenso; mas otros tomaron de ello pesadumbre, porque no
se les acusase de ser los autores de esta nueva lucha. Contestaron
los estados á don Juan, manifestándole las graves consecueocias que
iba á producir aquel paso tan extraordinario de su parte, rogando-
CAPITULO XLVIL 601
le que se restituyese cuanto antes á Bruselas, donde seguramente
no corrían riesgo, ni su autoridad, ni su persona; mas se mantuvo
el de Austria firme en su resolución, y les dijo que permanecería
en Namur, mientras no echasen de Bruselas á todos los traidores
y á los que atentaban contra su personal mientras no cortasen sus
comunicaciones con el príncipe de Orange, ó no le obligasen á fir-
mar las estipulaciones ajustadas por las demás provincias en el edicto
perpetuo que se habia promulgado.
Mientras tanto intentaba don Joan de Austria apoderarse del cas-
tillo de Amberes, como lo habia hecho de la fortaleza de Namur. Mas
habiéndose descubierto el plan, echaron del castillo á todos los de su
parcialidad, y desde entonces quedó esta fortaleza bajo la inmediata
autoridad de los estados.
Crecieron con esto la animosidad y las acriminaciones que se ha-
cían mutuamente don Juan de Austria y los estados. Se acusaba al
primero de buscar pretextos para hostilizar al país, para repetir en
él las escenas de crueldad que habia promovido el duque de Alba,
inventando conspiraciones y tramas contra su persona, imaginarias
todas, mientras don Juan de Austria se quejaba agriamente de la
ingratitud con que se pagaban sus servicios hechos al país, y de lo
expuesta que estaba su persona, en medio de tantos como atenta-
ban á su vida.
De qué parte se hallaban la sinceridad y la falsía, es un punto
histórico de difícil averiguación. Es probable que ninguna de am-
bas partes procediese de buena fé, y que generalmente se deseaba
un nuevo conflicto entre el país y la autoridad del rey de España.
La parte^que tuvo este en el paso dado por don Juan, tampoco se
sabe á punto fijo; mas el gobernador le dio noticia de las ocurren-
cias por medio del secretario Escobedo, á quien envió á toda prisa,
á fin de recibir sus instrucciones. Por aquel tiempo el nuncio del
Pontífice que habia llegado á los Paises*Bajos, con objeto de acti-
var la expedición de don Juan de Austria á Inglaterra, al ver que
el estado de las cosas diferiría su marcha, trató de calmar la ani-
mosidad de unos y otros, y á este fin trabajó en Bruselas, porque
se sometiesen de nuevo á la autoridad. Mas los estados, aunque re-
cibieron al nuncio con todas las muestras de consideración y de res*
peto, estuvieron tan lejos de acceder á sus amonestaciones, que en-
viaron una embajada al príncipe de Orange, invistiéndole con el
carácter y autoridad de conservador del pais ó de Ruvarte, resuci-
60 1 SISTORU DB FELIPE U.
tando así una magistratura, que de muy aotíguo existia en los Ptt-
ses-Bajos, y que estaba eo desuso hacia mas de siglo y medio.
Ofendió nuevamente á don Juan este paso tan hostil de los esta-
dos. Mientras tanto le respondió el rey de Espafia diciéndole, que
atendiese antes de todo & la defensa de la autoridad real y de la re-
ligión católica, y que los estados expeliesen al principe de Orange.
ó le obligasen k conformarse con los términos y estipulaciones del
edicto perpetuo. Así se lo comunicó don Juan á los estados; mas
estos respondieron con la negativa.
Estaba la guerra declarada de hecho al rey de Espafia. A la ca*
beza de los estados católicos se hallaba el príncipe de Orange, pro-
testante, enemigo irreconciliable del monarca. Casi todas las pro-
vincias seguían sus banderas, y en los sentimientos de la insurrec-
ción entraron las personas mas influyentes del país, incluso los
eclesiásticos: unos por espíritu de independencia; otros por verda-
dera adhesión á los intereses del príncipe; otros por parecerles que
era mas fuerte su parcialidad; algunos por no creer de buena fé á
don Juan de Austria en esta circunstancia. Habia parecido en efecto
su paso de apoderarse del castillo de Namur, tan extrafio y poco
motivado, que se le atribuyó á un pretexto de nuevas hostilidades.
y plan de sujetar al pais por la fuerza de las armas extranjeras.
Las probabilidades del resultado de la lid estaban por entonces
contra don Juan de Austria. Todas las provincias reconocían la au-
toridad de los estados, á excepción de las de Namur y Luxembur-
go, que seguían las banderas del austríaco. A solos cuatro mil as-
cendían las tropas que pudo allegar este, formadas de alemanes que
habían quedado en el pais, y de espafiolesy borgofiones qu^ se ha-
llaban sirviendo en Francia á la sazón; mientras se componía de
quince mil el ejército de los estados, es decir, del príncipe de
Orange.
Sea por aumentar mas su popularidad, ó porque teniendo %
su atención en las provincias de Holanda y Zelanda, tratase de de-
bilitar el resto del pais, mandó el príncipe de Orange que se demo-
liese la parte del castillo de Amberes que miraba y amenazaba ált
ciudad, y ninguna providencia podía ser mas popular en aquellas
circunstancias. Fué aquella destrucción obra de un instante; pues
en ella se ocuparon indistintamente todas las clases de los ciudada-
nos, hombres, mujeres, niños, hasta las damas mas principales
concurrieron entusiasmadas á un derribo en que cifraba la dudad
CAPITULO XLYII. 608
SU libertad é independencia. Pero lo que mas contribuyó á excitar
el regocijo popular, fué la vista de la estatua del duque de Alba,
que gncontraroo casualmente en una habitación privada del casti-
llo. Difícil es describir el ardor y el entusiasmo con que fue sacada
de aquella oscuridad, golpeada, pisoteada, arrastrada por las ca-
lles, como si quisiesen desahogar en la figura de que era imagen,
todo el odio que en Flandes se le profesaba. Asi como la estatua ha-
bía sido construida con cafiones cogidos por el duque en el campo
de batalla, del mismo modo se la fundió ahora, convirtiéndola en
los mismos objetos de destrucción, de que se iban á servir los fla-
mencos contra sus contrarios. El mismo ejemplo de la demolición
del interior del castillo de Amberes, fué seguido en las plazas de
Utrecht, Gante, Lila y Yalenciennes.
Mientras de una y otra parte se hacian preparativos de guerra,
fermentaban en Bruselas rivalidades y odios contra el principe de
Orange. O porque se arrepintiesen de estar bajo la autoridad de un
hombre que les era tan superior en habilidad y en genio, ó porque
creyesen que se habían hecho demasiado odiosos al rey de España
obedeciendo á un hombre tan enemigo de su persona como de su
fé, trataron los estados de darse un nuevo gobernante. Opinaban
unos por la reina de Inglaterra: pretendían otros que se llamase al
duque de Anjou, hermano del rey de Francia; se inclinaban otros
al archiduque Matías, hermano del emperador Rodulfo. Fué dese-
chada la opinión que quería á la reina de Inglaterra, por ser esta
una persona extraDa que no podía residir en Flandes; tampoco se
quiso al duque de Anjou, por sus conexiones y su carácter, qué
pasaba por ligero; la pluralidad, pues, se decidió por el archidu-
que, y con este fin le enviaron embajadores secretos para ofrecerle
en nombre de los estados el gobierno de los Países-Bajos. Accedió
el príncipe á la invitación, y con lodo secreto dejó la corte de su
hermano. Se mostró este ofendido é indignado con la conducta del
príncipe; mas algunos le suponen instruido de la negociación, y
que afectó este disgusto para no parecer que trabajaba para in-
cluir á los Países-Bajos en las posesiones de la casa de Austria en
Alemania. En esta connivencia creyó á lo menos don Juan de Aus-
tria, y asi se lo escribió á Alejandro Farnesio, que se hallaba en-
tonces en camino para los Países-Bajos. Parece esto lo mas vero-
símil, pues otra cosa, hubiese sido en el archiduque un acto de
desobediencia, ó por mejor decir de rebeldía.
604 HISTORIA DB FELIPE II.
Llegó Matías á Bruselas, donde fué recibido con magnificeDcia y
toda clase de festejos. Los estados le revistieroD cod una autoridad
que DO merecia el nombre de suprema, por las muchas condicio-
nes que se le impusieron, llegando á treinta y uno los artículos del
tratado presentado por los del pais y firmado por entrambas par-
tes. Para poner mas coto á este mando del joven archiduque, poes
no pasaba entonces de veinte aDos, le nombraron por teniente é
vicario al príncipe de Orange, que era en realidad el que mandalNi.
CAPÍTÍÍLO XLVm.
Gontinaacion del anterior. — Preparativos de una guerra.— Vuelta áFlandes de las tro-*
pas españolas é italianas, mandadas por Alejandro Famesio, principe de Parma. —
Batalla de Gemblours ganada por don Juan.— Toma de algunas plazas por los esta-
dos.— De otras por las tropas españolas. — Se apodera AJejandro de las de Diest y
Sicben. — Sujeta la provincia de Límburgo. — Toma de Amsterdam por el príncipe
de Orange. — Se refuerzan ambos campos. — ^Va don Juan en busca de los enemigos.
— ^No aceptan la batalla.— Crecen los apuros de los españoles.— Enfermedad y
muerte de don Juan de Austria.— Su carácter (1). — (1577-1578.)
¿Qué relaciones existían á la saíon entre los estados de) país y
el rey católico? Hallándose en pugna abierta con el gobernador de-
signado como tal por el monarca, se los pudiera considerar sepa-
rados para siempre de la EspaSa. Por otra parte manifestaban re-
conocer la autoridad del rey, y protestaban que no babian llamado
un nuevo gobernante, sino como interino y basta que se dignase
nombrar otro; exigiendo siempre por condición de su obediencia,
que saliese de su territorio don Juan de Austria. ¿Qué significaba,
pues, una declaración tan desmentida por los hecbos? A ser since-
ra, ¿qué necesitaban los estados llamar á un archiduque y trerlo
clandestinamente sin conocimiento de su hermano? El probleí/t^solo
ofrecia ya una solución, y esta era muy clara. Para Felipe II no
habia mas medio, si quería volver á ser soberano del país, que la
fuerza de las armas. Asi se comprendia de una y otra parte, alle-
gando cada una las fuerzas de que podia disponer para la próxima
. - - — ^ —
(1) Las mismas autoridades.
Tomo i. 19
608 hístoria de min ii .
grande bizarría, tomando el navio donde iba Mustafá-Bajá, teniente
de la escuadra enemiga, y haciendo otras proezas que le yalieronla
estimación general, y los elogios que en público y en sus cartas al
rey hizo de su persona don Juan de Austria. Siguió dando mues-
tras de su valor é inteligencia en el resto de aquella campafia me-
morable, y desde entonces adquirió fama de valiente soldado y de
)efe distinguido. Restituido á Italia , recibió la orden del rey para
ponerse al frente de las tropas que mandaba á don Juan de Austria
de refuerzo. No podia hacer Felipe II una elección mas acertada, y
esto prueba que aunque este monarca miraba con grandes celos y
suma desconfianza el poder y autoridad con que á sus delegados re-
vestía, conocia los hombres y hacia justicia al mérito. Se hablé en-
tonces, y parece que fué la primera intención del rey, enviar al hijo
juntamente con la madre, encargando á esta por segunda vez á
mando de los Paises-Bajos. Mas no tuvo por entonces efecto la dis-
posición, y el principe partió solo, tomando el camino por la Sa-
boya, la BorgoOa y la Lorena, precediéndole las tropas, que mar-
chaban á jornadas regulares.
Fué recibido Alejandro Farnesio por don Juan con todas las de-
mostraciones de alegría, como hombre que conocia su mérito y la
grande utilidad que iba á sacar de sus servicios. No podia llegar nn
refuerzo mas á tiempo en la grave situación en que ss hallaba doa
Juan de Austria. Los confederados, es decir, las provincias disiden-
tes, hacian sus preparativos para tomar cuanto antes la ofensiva.
Verdad es que hablan ya cometido la imprudencia que se puede
achacar á timidez, no cayendo sobre don Juan cuando esto se ha-
llaba con tan pocas fuerzas. Mas tal vez creyeron que intimidado el
austríaco con el decreto que le lanzaba del pais, y viéndose tan des-
amparado, abandonaría el terrítorío de Flandes, evitando así nue-
vos conflictos. Mas cuando le vieron reforzado y con firme resolu-
ción de hacer la guerra, debieron de pensar muy séríamenteenque
á la guerra solo se iba á encomendar la decisión de su contienda.
Se mostró la fortuna en un príncipio mas favorable á los estados
que á los espaQoles. Fluctuaban varías plazas que estabao á la de-
voción de estos últimos: se entregaban otras de grado, ó con muy
poca resistencia á los prímeros. Lo fué el coronel Fugier, goberna-
dor de Berghen, por sus mismos soldados á los enemigos, quienes
se hicieron de este modo duefios de la plaza. Se presentó delante de
la de Breda el cond$ de Holack> y del mismo modo cayó en maDOS
CAPITULO XLVIII. 609
de los oDemígos. Se defendió esla plaia cod valor, mandándola el
coronel Fronsberg, jefe del tercio de los alemanes. Mas hallándose
en grande apuro de dinero por sediciones de la tropa, envió secre-
tamente á don Joan de Austria un mensajero pidiéndole socorro.
Habiendo caído este en manos de los enemigos, lo detuvieron algu-
nos dias que podría tardar de ida y vuelta, y entonces fingiendo lá
letra, enviaron otro á la plaza con una carta fingida, mandando á
Fronsberg que se entregase* Mientras tanto, se apoderaron los se--
diciosos del gobernador, y habiendo entregado la plaza al enemigo,
salió la guarnición precisamente cuando ya se avistaba desde lejos
on socorro que le enviaba don Juan de Austria. No fué igualmente
dichoso el conde de Holack delante de los muros de Ruremunda, de
donde fué repelido por Egídio de Barlamont, á la cabeza de sus tro-
pas, que se mostraron fieles á la causa de los espaffoles. Don Juan
de Austria no hacia por su parte presa alguna importante sobre el
enemigo ; mas no era menor la actividad con que organizaba sus
tropas, ayudándole mucho en esto el príncipe de Parma, que ya se
preparaba á coger los laureles que alcanzó con tanta abundancia en
los Paises-Bajos.
Mientras se hacian estos preparativos de guerra, y hablan co«-
menzado de una y otra parte las hostilidades, se hablaba de arre-
glos amistosos y de paces. Ofreció la reina de Inglaterra su media*-
cion ; mas es probable que no hubiese buena fe en todas estas pro-
posiciones que parecian tan benévolas. No querían los estados darse
el aire de agresores , y buscaban aparentemente negativas, para
hacer ver que se los obligaba á defenderse. Es probable que don
Juan de Austría quería la guerra como el único medio de sujetar y
tener á raya un pais, del modo que lo entendía su hermano. En
cuanto á la reina de Inglaterra, era natural que propendiese á fo-
mentar la insurrección de los estados , por la enemistad que casi
abiertamente profesaba al rey de Espafia. Así, después de la rup-
tura de las negociaciones, envió algunas tropas y dinero á los in-
surgentes , aunque no de un modo oficial , para no romper con
Felipe II abiertamente. Y si bien no se puede llamar esta guerra re-
ligiosa, pues en las provincias disidentes se profesaba generalmente
la fe católica, obraban por la mayor parte bajo la influencia de los
protestantes, entre los qpe estaba alistado abiertamente el príncipe
de Orange.
Se acercaba el momento de una grao batalla ; hicieron los disi!-
6 10 HlSTdlIl DB FBLIPB II.
dentes muestra general de sus tropas; y la misma operacioD prae*-
tico don Juan de Austria. Era este inferior en número, pero contaba
con tropas mas aguerridas y experimentadas. A diez y ocho mil as*
cendian la fuerza de su ejército ; á veinte y siete mil el de los con-
trarios. Se dice que el Papa Gregorio Xill expidió una bula muy
solemne á favor de los espaDoles, en que les daba plena absolución
de todos sus pecados, con tal que se mostrasen fieles á sus obliga-
ciones, y que leido este documento al frente de banderas, causó ea
las tropas grandísimo entusiasmo. Experimentaba, sin embargo,
algunas deserciones el campo de don Juan, y esto le dio mas prisa
para salir en busca de los enemigos. Se movieron estos al mismo
tiempo al encuentro de los espaDoles. Llevaba la vanguardia Ma-
nuel Montigoy y Guillermo de Hez con sus tercios, precedidos de
caballería y arcabuceros, flanqueados por ambas partes por drago*
nes. Mandaban el cuerpo del ejército el conde de Bossut, el seBor
de Gampigny, con dos tercios alemanes y valones, tres regimientos
de franceses, y trece de escoceses é ingleses. La retaguardia, com-
puesto en gran parte de caballería, estaba á cargo del conde de Eg-
mont con sus flamencos. Al frente del ejército marchaban gastado-
res, y en el centro iban colocados los equipajes y la artUierfa. Era
general de este ejército el conde de Coigny, capitán antiguo, que
habia servido á Garlos V, distinguiéndose mucho en la batalla de
San Quintín; mandando en segundo los auxiliares que se habían
enviado á Francia. No se hallaba en el ejército el archiduque; y lo
que es mas extrafio, ni el príncipe de Orange, que tan vivo interés
debía tener en el buen éxito de la batalla.
Mandaba en persona el espafiol don Juan de Austria, que había
salido de Namur al mismo tiempo que sus enemigos. Envió delante
á Antonio Olivera y Fernando Acosta con infantería y caballería,
para descubrir el país y despejarlo de enemigos : dejó en las már-
genes del Mosa un cuerpo considerable á las órdenes de Caríos Mans-
felt para que sirviese de reserva. Al frente del cuerpo principal se
colocó él mismo, teniendo á su lado al príncipe Alejandro. Iban en
la vanguardia los 'arcabuceros, bien flanqueados por la caballería,
y á cierta distancia cuerpos de infantería con lanzas, seguidos de
algunos caballos ligeros. Se componía el centro de dos escuadrones
de arcabuceros y piqueros españoles y alemanes, y la retaguardia
de otro tercio de valones. Mandaba la vanguardia Octavio Gonzaga,
y la retaguardia el conde Mansfelt, maestre de campo general. En
CAPITULO XLVm. 61 1
el estfiodarte de don Joan se veia uDa cruz coA la iowripcioQ sí^*
guíente : «Con esta sefial yencí á los turcos : con esta yenceré á los
bereges.x>
A la vista ya del eiiemigo, y enterado don Juan de Aurtria por
CHiveira de sus designios y del orden con que caminaban, destacó &
Gonzaga y Mondragon con seiscientos caballos y mil infantes, para
que con toda precaución los atacasen por la retaguardia. Mientras
tanto, marchaba el eoemigo por un camino hondo y fangoso, que
le obligaba á dar algún rodeo para pisar un terreno mas cómodo y
mas seco. Con esto se desordenó algún tanto, lo que percibido por
Alejandro Farnesio, trató de aprovechar la ocasión atacándolos de
repente, antes que saliesen de aquella «speoie de ^nbarazo. Acó-*
metió, pues^ con un trozo escogido de caballeria, seguido de algu-^-
nos capitanes espaSoles, entre ellos Berinardino de Meuidoza, Fer-
nando de Toledo, Martin Mondragon, que quisieron tener parte en
aquel lance. Tuvo la embestida el mejor éiito. Se desordenó la co-
lumna enemiga, y murieron muchos sin poder siquiera defenderse,
embarazados con el mal terreno. Otros, que huyeron precipitada**-
mente, arrolIaroD en su fuga á su propia infantería, que iba 4 re-
taguardia, dejándola á merced de nuestra caballería, que los atacó
en seguida. Introducido así el desorden en el ejército de los estados,
se siguió una derrota general, siendo completa la victoria de los es-
pañoles. Fué muy pojca la pérdida de estos: á diez mil ascendió
entre muertos, heridos y prisioneros la de los contrarios. Perdieron
treinta y cuatro banderas, toda su artillería y equipaje, y entre los
prisioneros hubo muchas personas de distinción, siendo una de ellas
la del mismo general en jefe.
Pasó el ejército roto y dispersado á la plaza de Gemblpurs , que
se hallaba á las inmediaciones y que dio su nombre á la batalla.
Mas la evacuaron por la mayor parte, no atreviéndose á esperar á
nuestras tropas. Trataron de capitular con don Juan los que queda-
ron, y al fin tuvieron que rendirse á discreción; ¡tan pocos eran, y
sin ningún medio de hacer resistencia » aquellos restos del ejército
enemigo! Fué de mucha importancia para don Juan la toma de una
plaza en que los estados hablan hecho grandes acopios de víveres,
municiones, y todo género de pertrechos militares.
Celebró solemnemente don Juan de Austria la victoria de Gem«-
blpurs, que tantos triunfos ulteriores prometía. Formado su ejército
fuera de las puertas de la plaza, á todos dio las gracia^ en nombre
61t HISTOUi DE FBUPE If.
del rey, oombraDdo en alta voz los que mas se habían distíngaido.
En ctianto al príncipe Alejandro, afectó el de Austria reprenderle
por su temeridad, dándole á entender que el valor era mas propio
del soldado que del general; y como el de Parma le respondiese que
no se podía ser general sin el valor que caracteriza al buen solda-
do , le abrazó don Juan de Austria y le aclamó á la vista de todo el
ejército como valiente y esforzado capitán , á cuyo arrojo se había
debido principalmente la victoria. Así comenzó la gran reputación
que en las guerras de Flandes alcanzó el príncipe de Parma.
Causó la derrota de Gemblours la mayor consternación y espanto
en los estados. .Antes de saberse la noticia, trataba el príncipe de
Orange de acudir en persona con el archiduque al refuerzo de su
ejército ; mas cerciorado de la ocurrencia, salió de Bruselas con el
. mismo Matías, con el Senado y los principales de la corte, y tomó
la dirección de Amberes, no creyéndose seguros en Bruselas, donde
quedó una guarnición por si se acercaba el de Austria.
¿Cómo no lo hizo el general espaSol eñ alas de una victoria tan
brillante^ ¿No debió de esperar que cayese en sus manos una ciudad
sobrecogida del miedo, y abandonada de los jefes principales? Si en
su campo empezaron á notarse síntomas de sedición tan frecuente
por la falta de pagas, ¿no era este un motivo mas para excitar su
ardor con el aliciente del saco de la plaza? Parecía, pues, muy na-
tural esta conducta; mas cualquiera que hubiese sido el rea! motivo,
es un hecho que don Juan se quedó en inacción con el cuerpo del
ejército, y destacó varios trozos mandados por jefes escogidos, para
que se apoderasen de ciertas plazas menos importantes. Se entregó
Lobayna sin ninguna resistencia. Lo mismo hicieron Judoyne y Tir-
lemont, siguiéndolas Arescot, aunque esta última no tan fácilmente.
También se rindió la plaza de Bovioes; mas no abrió sus puertas
sin haber hecho una fuerte resistencia. Era el plan tomar igual-
mente á Yilvorde y á Malinas, mas se desistió de esta empresa por
entonces.
Encargó don Juan de Austria al príncipe Farnesio el sitio de H
plaza de Diest, de la propiedad del príncipe de Orange. Mas Ale-
jandro, por no dejarse á las espaldas la de Sichen, comenzó por esta
sus operaciones. Envió con este objeto á Lanzaloto Barlamont coo
el tercio de alemanes; pero como hizo la plaza mas resistencia de
la que se creía, tuvo el príncipe que ir en persona á dirigir el sitio.
Después de haberla batido en brecha ordenó el asalto, que fué em--
CAMTOtO xim 618 T
prendido por tropas alemanas, lorenesas y espafiolas, asignando á
cada nación un puesto, á fin de que los animase mas el espíritu de
emulación, combatiendo unos á presencia de otros. Ordenó al mis^
mo tiempo, que algunas compa&ias se corriesen á la parte opqesta,
á fin de que simulasen por alli un ataque, después de empeSado ya
el asalto. Acometieron con intrepidez las tropas de Espa&a, y no
fueron repelidas con menor ardimiento y coraje por los defensores;
mas habiendo oido que se atacaba la plaza por el otro lado, comen-
zaron á ceder el terreno y á desordenarse. Unos se rindieron , se re-
tiraron otros al castillo; otros que se escaparon de la plaza, caye-
ron en manos de la caballería que con este objeto había colocado en
las orillas del rio el principe de Parma. Fué entregada la ciudad á
saco; pasados á cuchillo los habitantes que se resistieron; perdona-
dos los que se entregaron.
En seguida se trató de la expugnación del castillo, bien fortifica-*
do y separado de la plaza por medio de un trincharon ó foso que
era preciso cegar para llegar á sus murallas. Consiguió lo primero
prontamente el principe, habiendo hecho reunir cuantas palas, aza-
dones y picos fueron necesarios para abrir un camino de zapa y ce-
gar la trinchera, dando él mismo ejemplo, y trabajando con un
azadón al frente de las tropas. Hicieron los del castillo poca resis-
tencia. Pidieron á Farnesio les perdonase las vidas; mas les fué ne-
gado, pues pertenecían á los prisioneros cogidos en Gemblours, á
quienes se les dio libertad con la condición de que no volverían á
tomar las armas contra el rey de EspaSa. Fueron colgados los prin-
cipales jefes y oficiales, y los demás, en número de ciento sesenta,
pasados á cuchillo.
Tomada la plaza de Sichen, pasó el principe Alejandro á la de
Diest, principal objeto de la empresa. Se la intimó la rendición, y
los de adentro vacilaron algo, esperando refuerzos del príncipe de
Orange: mas viendo que estos no venían, y aterrados con el ejem-
plar de los de Sich^, abrieron sus puertas sin hacer ninguna re-
sistencia. Les trató el principe de Parma con benignidad, no tocan-
do á sus haciendas , dando libertad [á la guarnición, sin dejarles
mas armas que la espada. Pero al desfilar delante de Alejandro,
reparando este en su buena presencia y disposición, les ofreció
servicio con el rey, lo que aceptaron al momento. Nada había
mas común entonces que este paso de tropas, del servicio de un
principe al de su enemigo. De igual grado y con iguales condicio-
Tomo i. 18*
•II EisTOUi I» nun n.
Bes abrió la plaza de Ley?a sus puertas al piiaoipe de PariM.
Ea seguida envió el don Joan de Austria á Garlos Mansfell k pe-
ser sitio 4 la plaza de Nivelles. Mas habiendo esta hecho grande
resistencia, se trasladó al sitio el general espa&ol con Alejandre. Se
convinieron por fin los habitantes en rendirse, mas querían por
condición el que no entrasen en ella los franceses, nación con quien
habían estado en guerra muchas veces. Antes de la entrega de la
plaza estalló otra sedición en el campo de doa Juan por los alema-
nes, que pedian algunos meses de pagas atrasadas. Eseribieron les
amotinados al general, pidiendo que se les satisfaciesen, ó que de
lo contrario les diesen el saco de la plaza. Sin dar ninguna res-
puesta don Joan, mandó separar las compaDias mas alborotadas con
pretexto de una expedición que les ofrecía gran despojo. Guando
estuvieron ya algo lejos del campo, las hizo rodear por las otras
tropas, que las despojaron de sus armas. Se procedió después al
castigo de los delincuentes. Fueron ocho los sorteados para morir en
el suplicio. Se redujo esto número á cuatro, después á dos, y al fin
fué uno solo quien espió con su sangre el crhnen de los otros.
Sosegada la sedición se entregó Nivelles k las tropas espalólas,
sin sufrir saqueo ni las demás calamidades de este daee. Salió la
guarnición sin armas, y se mandó que se depositasen estas en la
plaza de la municipalidad, á fin de repartirlas á los firaneeses por
via de despojo. Al apoderarse de ellas, se siguió una especie de tu-
multo, queriendo arrancárselas mutuamente unes á otros, lo qse
ocasionó muchas heridas con algunas mueftes.
Poco después pidieron los franceses licencia á don Juan para aa-
lir de su servicio. Se atribuyó esta determinación á varias causas,
siendo la mas probable, que deseaban reunirse con el d«que de
Anjou, teniendo noticia de la próxima expedición á loa Fiaisee<-Bajoa.
Así tuvo don Juan que combatir poco después con los mismos que
acabftban de militer en sus banderas; mas por el pronto no sintió
su despedida, y antes les dio gustoso su licencia; tan díffciles de
gobernar eran estes tropas, propensas á la indisciplina, y secjyeilM
á todas horas de pillaje.
Deapues de la toma de Nivelles se entregaron sin resistencia k
las armaa espaliolas varios pueblos poco considerables de la pro-
vincia de Hayoaut; mas la plaza de Phiiipeville sufrió in sitio. Bn
este forteleza de nueva construcción, y esteba situada en una Hft-
uva sin punto alguno que la dominase. Para concluir mas pronto
cftpfnLoxLYm. 615
el láíü^, ÉkvM doA laad Id recarso de la teína, y i»in esperar (¡ne
pasasen «delante los preparativos del ataque, se rindió Philipeyíile
con muy buenas oondiciones, sin ^tte se tocase k las haciendas, y
ttmcho menos á (as tídtts. Lias tropas de la guarnición que quisie-
ron pasar tú servicio de España, recibi^on tres meses de pkiga. A
h» otroií se les dio la libertad, con la condición de no* tomar las ar-
mas eontrb «1 rey duk^ante asquella guerra.
Progresaba como se vé la causa dé don Juan con lá ocupación
de tantos puntos^ aunque de poca importancia los mas de ellos.
Mas nadli <e operaba en grande. Si se destacaban del grueso del
ejéreito varios tronos que se emplearon en sitios, no faabra aparien-
cias de oira nueva batalift, íA qtae dota Juan pienetrase dé una vez
en «1 Bravmto. Por mas que «1 espíritu de partido desfigure los he-
días, á los resultados definitivos hay que acudir para penetrarse de
su grave importancia. No se puede dar mucha á estas varias ven-
tajas por parte de don Juan , cuándo no se atrevía á caer sobre Bru-
scas, sobre todo, hflíHándose esta capital abandonada por sus go-
beniantes. Los mismos enemigos zaheríanla las tropas del rey, por
dirigir sus armas A puebkys de poca consíderáóion, á plazas dé or-
den subalterno.
8ín duda pensaba don Juan de Austria en etápresas de mayor
cuantía. Mas decaía visiblemente su salud, que no habla sido bue-
M desde su presentación en los Paises-ftqos. Habiéndose agrava-
do su enfermedad^ se vio al fin obligado á retirarse á Namur con
objeto de curarse; mas por fortuna suya y la de las armas del rey,
tenia en el principe de Parma un hombre de capacidad y esfuerzo
que podía muy bien suplir sus veces. A este dio, pues, la comisión
de apoderarse de la provincia de Limburgo, que aunque péqúefia
en extensión, era importante por su localidad, hallándose en la
frontera de Alemania, por donde recibían refuerzos los estados. Se
encargó Alejandro gozoso de está empresa, pues queria disipar el
ruido de que las tropas espandas no se empleaban mas que en pe-
fuefieces. Se encaminó, pues, con sus tropas & la ciudad de Lim-
burgo, ca|Htal de la provincia, plaza fuerte sobre una eminencia, y
situada de manera que podía recibir socorro sin impedírselo sus si-
tiadores. Marchaba en la vanguardia de Alejandro el capitán Nífio,
con algunas compafiíás de arcabuceros, siguiéndole Camilo del Mon-
to con caballería. Iba detrás la infantería, mandada por el príncipe
en persona. Recorrió esto los alrededores de la plaza, y eligió una
616 HISTOfiU DB FBUPE U.
emiDencia que la dominaba, para construir sus baterías. Entre esta
y Limbnrgo mediaba un valle, donde mandó abrir trincheras; y co-
mo el terreno era en extremo pedregoso, suplió lo que no podia ca-
var la hazada, con faginas y cestones. Antes de pasar seriamente &
las hostilidades, intimó Alejandro la rendición, prometiendo las con-
diciones mas*favorables si le abrían sus puertas, volviendo á la obe-
diencia de su soberano. No dieron los habitantes respuesta formal,
y después de una hora de deliberación, dijeron al mensajero que
volviese al dia siguiente, que entonces responderían de un modo de-
cisivo. Guando regresó el mensajero cumplido el plazo, pidieron de
término otro dia; mas indignado el general espaOol de que tratasen
de entreteneríe, aguardando sin duda algún refuerzo, mandó dis-
parar su artillería y acercarse al mismo tiempo sus tropas á la pla-
za. Hicieron su efecto los callones de Farnesio: cuando los habitan-
tes vieron derribada una porción considerable de sus muros, tuvid-
ron miedo y trataron de rendirse. Para aplacar mas el ánimo del
sitiador, se presentaron en lo alto de las murallas las mujeres y los
nifios. Les dio Farnesio solamente una hora para resolverse, y an-
tes de cumplirse el término se abrieron las puertas de la plaza. No
recibieron los habitantes dado alguno, y se respetaron las hacien-
das lo mismo que las vidas. La guarnición, en número de mil hom-
bres, pasó al servicio del rey de EspaOa; mas el gobernador, que
era alemán, tomó pasaporte para su pais, despechado por el poco
valor desplegado por los soldados y los habitantes. Se condujeron
en efecto estos blandamente, pues el asalto ofrecía aun muchísi-
mas dificultades, y la plaza tenia fortificaciones interiores con su-
ficiente artillería y víveres para prolongar el sitio. Así lo reconoció
Alejandro luego que se vio dentro; doble motivo para que se rego-
cijase de un tríunfo que tan poco habia costado.
Con la caida de Limburgo se atemorizaron las demás plazas de la
provincia de este nombre. No sucedió lo mismo con Dalem, que dio
apariencias de no querer sufrir la suerte de las otras. Destacó Ale-
jandro á Camilo del Monte para que le pusiese sitio, dándole para
ello algunas compadías de infantería, pues la plaza parecía de po-
quísima importancia. Cedió pronto esta á las armas españolas; mas
no el fuerte contiguo á la plaza, que estaba guarnecido por tropis
holandesas, todas á devoción del príncipe de Orange. Después de
una fuerte resistencia, fué tomado por asalto, y esto produjo la ma*
tanza y el pillaje que van siempre en seguida de estos lances.
CAFRUiO XLYín. 611
Produjo sensación en Ámberes la ocupación de esta provincia de
Umborgo. Mas el principe de Orange, atento siempre á las cosas
de Holanda y demás provincias del Norte, donde tenia puestas sus
miras ulteriores, resarció en parte estas pérdidas con la toma de la
plaza de Amsterdam, donde habia hecho anteriormente algunas ten-
tativas sin provecho. Por esta vez la estrechó tan de cerca, que tu-
vo que rendirse con buenas condiciones, habiendo sido respetadas
las personas y las vidas. Hizo el príncipe de Orange de Amsterdam
el principal asiento de su dominación y futuro poderío, guarnecién-
dola con tropas enteramente suyas, é introduciendo en ella ministros
protestantes que le aseguraron de las disposiciones pacificas de sus
vecinos.
Se volvió & hablar nuevamente de convenios y de paces. Volvie-
ron á Madrid mensajeros que se habían mandado por una y otra
parte, produciendo quejas y pidiendo desagravios, mas con el ob-
jeto principal de sondear el ánimo del rey de Espa&a. Parecía, se-
gún las relaciones de estos, que Felipe se hallaba entonces en las
disposiciones mas pacificas, que tenia la mejor voluntad de perdo-
nar la disidencia de los estados, con tal que reconociesen de lleno
SQ autoridad y se adhiriesen con sinceridad á la religión católica;
que retiraría del país, puesto que era objeto de sus repugnancias, á
su hermano don Joan de Austria, dejándoles en su lugar al príncipe
de Parma, etc., etc. Las cosas manifestaban el color mas apacible;
pero por ninguna de ambas partes habia buena fe, ni deseo sincero
de entrar en ajustes amistosos. Desconfiaba el rey de los estados, y
por su carácter y experiencia no concebía el que pudiese ejercer ja-
más su autoridad en los Países-Bajos sin el terror debido á la fuer-
za de las armas. Si sospechaba el rey de EspaDa de los estados, no
sospechaban estos menos de las intenciones del monarca. Habían
sido ya demasiado grandes los agravios de una y otra parte, y se
hallaban en demasiada contradicción los intereses, para que vol-
viese á reinar entre ellos una buena inteligencia. No quería convé^
nio alguno el príncipe de Orange, resuelto ya á ejercer el poder de
soberano, puesto que tantos riesgos é inconvenientes tenía para él
la condición de subdito. Que estos sentimientos pacíficos estaban
asimismo lejos del corazón de don Juan de Austria, lo prueba muy
bien su salida precipitada de Bruselas y su ocupación del castillo de
Namur, sin haberse especificado bien qué agravios había recibido su
autoridad por parte de los estados, sin haberse alegado otra cosa
61 8 HISTOUi os FUm II.
qtíe asechanzas contra su persona por algunos indívidoos^ Sí ptea-
mos al modo de pensar en esta parte de Alejandro, le hallaremes
con humos aun mas belicosos ^ue los de sa tio y el mismo príncipe
de Oraoge, pero manifestados con mas franqueza, como jóvm & qiiien
adulaba la gloria de las armas. Guando se le instó á que influyese
en el ánimo de don Juan de Austria para que admitiese las treguas
propuestas por el de Orange, se negó & ello redondamente, diciendo
que jamás aconsejaría semejante ajuste; y al oir que el rey de Es-
pafia tenia intención de dejarle por gobernador, declaró que no acep-
taría jamás el gobierno de Flandes, si la concordia había de ser cen
las condicímies que se habian concertado antes con don Juan de
Austria. Véase lo que en carta particular decia á su padre OctaTÍo:
«Sería esto arrojarme en las manos de estos hombres como en prí-
»siones, y obligarme á una vida cautiva, ociosa y sin gloria, y por
»lo menos, para mi condición, sumamente desgraciada; porque ye
asiento en mí cierta vi(rfencia natural que me arrastra á merecer la
^^inmortalidad de la fiima con la gloria de las armas, y confio en á
»favor divino que este empleo ha de labrar en mi algo que exceda
»á la común esfera. Y digo esto con mas libertad, porque aun al
x^mismo rey, juzgo le conviniese el atemperarse á la inclinaM» de
lacada uno de los suyos en las ocupaciones que les encarga.»
No necesita esta carta comentarios. Ofrecían los disturbios de
Flandes un cebo á la ambición, un teatro de haza&as y proezas mi*
litares, en que los unos labraban su fortuna y otros alcanzaban la
fama de grandes capitanes. Lo que deseaba cada uno de los dos
pwrtidos, era que recayese sobre el otro la odiosidad de la agresión,
y darse el aire de atacado y ofendido.
Por aquel tiempo llegaron al campo de don Joan algunos perso-*
najes de Espafia, entre ellos Pedro de Toledo, hijo de don García,
virey de Sicilia; don Lope de Figueroa, maestre de campo de om
de los tercios espafioles, que traia consigo las guarniciones vetera-
nas de Italia; don Alfonso de Leiva, hijo de don Sancho, virey de
Navarra, con una escogida compañía de nobles espafioles, en que
era su hermano don Sancho de Leiva teniente, y alférez don Diego
Hurtado de Mendoza, tio por parte de madre del mismo don Alfon-
so. Había vuelto poco antes Cabrío Serveloni, muy querido de don
Juan de Austria, famoso por su larga experiencia en el servido, y
n# menos ejemplar .en las aartes de la disciplina, cajHtaneando mi
teFcio de dos mil italianos, levantado en el estado de Milán per dis*
pmkní de dea luán de Anstrid. Fen» la que mas agradó al ejérei-
te, fué ^ vuelta del presidente Viglío desdci Espesa, trayendo con-
signados para el anstriaco trescientos mil escudos de oro cada mes,
para mantener treinta mil infantes y seis mil caballos, manifestando
de parte del rey, que era todo lo que podía y queria dar para aquella
guerra, sin que se pensase que enviaría mas sumas. Se mandó al
principe de Parma que recibiese doce mil escudos de oro cada afio
por su sueldo, y dos mil para su comitiva y soldados de su escolta.
Confirmó el rey en el puesto de general de caballería á Antonio de
Gonzaga, con sueldo de quinientos escudos de oro cada mes. SeOal^
& Cristóbal de MonJragon, y á Francisco Verdugo, maestres de cam*
po espaSoJes, ochocientos escudos al primero, quinientos al según-*-
do, y trescientos á Antonio Olivera, comisario general de la caba-
llería. Envió de donativo al conde Carlos de Mansfelt, diez y seis
mil escudos de oro, é hizo algunos otros presentes 4 los capitanes
que mas se habían distinguido. Entramos en estos pormenores para
bacer ver las cuantiosas sumas, á lo menos para aquel tiempo, que
gastaba el rey de Espafia en la guerra de los Países-Bajos. Y no hay
que olvidar que otras mas considerables expendía ¿ la sazón en
Francia, donde era el alma, como hemos hecho ya ver y diremos
en seguida, de una facción considerable y poderosa que servía á sus
designios.
Supo por aquel mismo tiempo don Juan de Austria, que se esta**
ban haciendo en Italia nuevas levas para los Paises*Bajos, y que
habían sido nombrados por el gobernador de Hilan para maestres
de campo de esta gente, Alfonso, conde de Somaya, milanos; Vi-
cente Carrasa, prior de Hungría, napolitano; Pirro Malvezí, bolones,
y Esteban Mutini, romano; todos igualmente distinguidos por su
Dacimiento, como por su pericia en el arte de la guerra. Ofendió
mucho á don Juan de Austria que los ministros del rey se metiesen
á elegir los cabos de su ejército, por lo que escribió á Espafia que
para nada necesitaba las tropas de Italia, pues ya tenia designados
jefes antiguos y experimentados para que trajesen de Alemania al-
giiaos regimientos, parte de los cuales hablan ya llegado; y que no
bastando la suma reeibída para mantener las tropas que se le íbaa
allegando, mal podría hacerlo con las que se alistaban en Italia.
Se dediicieron en efecto, dichas levas; mas nada sobraba para
alentar al campo real, y reforzarle su§cíentemente contra los pre-
parativos qoe hapian sus contrarios. Pop todas partos Ikgaban no-**
6t0 BisToiuA Di rom n.
tícias qae se habia formado nn ejército en AlemaDÍa por disposidon
de los estados, y que habiendo pasado el Mo&a, se habia acuarte-
lado cerca de Nímega: que el duque de Aojou estaba eo marcha para
MoDS con sus tropas francesas, y que habia tomado ya el camino de
Nimega Juan Casimiro con las suyas, que eran numerosas. Trató el
austríaco de salirles al encuentro antes que se reuniesen todos, para
poderlos batir mas f&cilmente; mas por los descuidos y dilaciones,
muchas veces necesarías, se verificó esta unión del ejército de los
estados con las tropas auxiliares en Malinas, primero que don Joan
pudiese recoger las tropas de las guarniciones y pasar revista al todo
de su ejército. Trató sin embargo de buscar el ejército contrario, y
para esto llamó á consejo de guerra á los principales capitanes. Cansó
admiración el que mostrándose casi todos ellos inclinados al proyecto
de don Juan, difiriese de opinión el de Parma, tan conocido por la
impetuosidad natural que le arrastraba á los peligros. Manifestó por
lo mismo Alejandro los motivos en que se fundaba su dictamen tao
inesperado, y eran, que el enemigo, poderoso por su número, por
el sitio y la comodidad de recibir socorro, seguro en sus cuarteles,
suficientemente atrincherado, y puesto á cubierto por las selvas ve-
cinas en que se apoyaba, era dueffo de aceptar ó rehusar batalla:
que en este último caso no tendrían ellos ningún modo de sacarle á
la pelea, y que seria por lo mismo inútil hacer ostentación deiejér*-
cito después de haber llegado con tanta molestia, dejando las pla-
zas, con tan poca guarnición, expuestas á la invasión de los fran-
ceses: que si el no aceptar la batalla se podia considerar como una
confesión tácita de su inferioridad, se podia también presentar bajo
el aspecto contrario, el desaire de los que hablan salido á buscarlos
y se habían vuelto sin lograr su objeto: que en caso de no aceptar
la batalla, molestarían á las tropas reales en su retirada; y en el
salir al campo, todas las probabilidades estaban de la parte de los
enemigos: que si estos llevaban lo peor, aun les quedaban mas tro-
pas auxiliares para resarcir la pérdida, en lugar de que hallándose
en el camino todas las fuerzas del rey, quedaria destinado el ejér-
cito á padecer una derrota; y que si estas perdían la batalla, aaa
siendo este vencido, quedaria tan debilitado que apenas podría hacer
frente á los franceses cuando se le presentasen.
Parecía especioso y fundado este dictamen de Alejandro; mas á
excepción de Serveloni, no fué aprobado por ninguno. Consideraba
el maestre de campo general conde de Mansfeit, que sería sama*
CAPITULO XLVni. 6S1
mente decoroso á las armas del rey ataear á los rebeldes en sus pro-
pias madrigueras, afiadieudo otros capitanes lo útil que seria apro-
Techar el entusiasmo en que se hallaban entonces las tropas reales,
y cuyo ardor se redoblarla al ver que se tomaba la ofensiva. Tam-
bién contaban con las desavenencias de algunos cabos principales
del ejército contrario, y recordaban que se habia ganado en parte la
batalla de Gemblours, por semillas de discordia que en su campo
germinaban.
Adoptada esta resolución, se enviaron á los capitanes de caballo*
ría Mucio Pagani y Amador de la Abadía, para que fuesen á reco-
nocer los cuarteles enemigos y sitio mas ¿ propósito para la batalla.
Yolvieron diciendo que habian sentado sus reales no lejos de Mali-
nas; que estaban cubiertos por la espalda con la aldea de Rimenant,
con selvas y bosques por entrambos flancos, y con una trinchera de
frente que tocaba á los dos lados; que delante de la trinchera se
hallaba un campo espacioso de batalla, pero que para atacar la
aldea no habia mas camino que uno estrecho cerca del bosque de
la mano derecha, y solo capaz de seis ó siete hombres de ñrente.
Con estas noticias se movió el austríaco, habiendo mandado antes
algún refuerzo á las plazas fronterizas de Francia. A los dos dias se
presentó en la llanura que estaba enfrente de la trinchera de los
enemigos; y al fin de llamarlos á la pelea, seT puso en tren de ba-
talla, disponiendo sus tropas, que se componian de doce mil infan-
tes y cinco mil caballos. Pidió á don Juan el príncipe Alejandro que
se le permitiera ir delante de los maestres de campo, en la primera
fila del escuadrón de los espafioles, á quienes tocaba principiar la
acción; dando & entender que si habia aconsejado antes no moverse,
como tocaba & un prudente capitán, quería dar ahora ejemplo de
valoreóme un soldado. Se resistió don Juan á complacerle, hacién-
dole ver el mucho nesgo que correría; mas hubo de condescender,
pareciéndole por otra parte que ganarla mucha ventaja un escua-
drón en que fuese su persona.
Estaba en tren de pelea el ejército espafiol, mas se hizo sordo el
enemigo al obstinado llamamiento que por tres horas le hicieron las
cajas, los clarínes y trompetas de los nuestros. Empeñado don Juan
en sacarle al campo, mandó & Alfonso de Leyva, que se hallaba en^
toncos al frente de un escuadrón ligero, que se dirigiese con su gen^^
te á la entrada del bosque con objeto de atraer á los enemigos, mas
sin internarse mucho ni empeSar batalla, mandando al mismo tiempo
Tomo i. 19
622 HISTORIA DB FKLIfE H.
al marqaés del Monte con tres eompaifas, para que le cubriese las
espaldas. Envió asimismo el general enemigo al coronel inglés Nor-
rís al encuentro de Leyva, sin mas objeto que el de escaramucear,
ordenándole no se alejase de los reales. Desempefiaron los dos ca-
pitanes mutuamente su comisión; mas percibiendo el conde de Bg-
mont que el inglés perdia mucha gente, marchó en su aoidlio, lo
que hizo avanzarse por su lado al marqués del Monte que se hallaba
á retaguardia de Alfonso de Leyva. Otros dos refuerzos recibieron
estas tropas de vanguardia: por parte del ejército de los estados, el
coronel inglés Roberto Stuart, y por la del ejército real Femando de
Toledo, con el escuadrón de caballería que mandaba. Juzgando el
austriaco que todo el ejército enemigo saldría de sus reales, y que
se empezaria el combate que tanto deseaba » se acercó mas h&iáa
ellos para recibirlos con mayM* ventaja. Entonces el principe de Plur-
ma se apeó del caballo, y cogiendo una pica se colocó, segnn lo ha-
bia solicitado, entre los alféreces de primera fila, debiendo pdear
así como simple soldado delante de los maestres de campo.
Mas el enemigo no hizo movimiento alguno fuera de sus reales.
La vanguardia de los espaDoles, alentada en el calor de la refri^
con el terreno que ganaba, creyendo que seria seguida del grueso
del ejército, continuó su marcha, llegando hasta los mismos reales
enemigos. No aguardaron estos el choque, y se retiraron solue la
aldea que estaba á sus espaldas. Tampoco se hiciwon firmes ei
esta posición , y después de incendiar algunas de las casas , eni^
prendieron su retirada, pero sin desordenarse. Continué el aloanee
la vanguardia del ejército espaOol, y cuando se creían ya seguros
de la victoria, percibieran, aunque ya muy tarde, que loa Tenk^
deros reales enemigos no eran los que acababan de tomar, síae
los que vieron & su frente en un campo cerca de Malinas , defendi-
dos por la derecha al abrigo del rio de Mer, y por la izquierda por
una selva ó bosque inaccesible. Ta habia concebido sospechas el
príncipe de Parma que la retirada de los enemigos era fingida, coa
objeto de atraer á los nuestros k terreno mas desventajoso , poesía
que en los prímeros reales no habían hecho defensa sus caüones
como que no tenian en ellos ninguna batería. Así lo hizo preseote
á don Juan de Austria, quien concibió la misma idea, lamentándose
aunque tarde de su fatal error, en esperar en aquel sitio la batalla.
Mientras tanto, la vanguardia española, separada del cuerpo del
ejército, se vio en la mas dura situación^ teniendo que oombatir
GAPITOLO XIVIII. 623
sola en el eampo raso delante de los reales enemigos , que le ha^
dan grandes estragos oon su artillería. Combatieron, sin embargo,
OM el mayor denuedo sin querer volver pié atrás, enviando mensa-
jeros á don Juan de Austria , para que sin pérdida de tiempo les
enviase algún socorro. Dudó don Juan si accedería á sus ruegos,
temiendo enflaquecer mucho el grueso de su ejército; mas tuvo que
ceder á lo duro de las circunstancias, por salvar de una cierta rui-
na i Icm que, si habían obrado con imprudencia, peleaban al menos
con un arrojo y valentia, que lavaban su gran falta. Marchó Ale-
jandro en su socorro, seguido de Gonnga con su caballería, man-
dando á este que entretuviese al enemigo, auxiliando la retirada de
la infantería, á la que indicó ciertos senderos estrechos y quebrados
qm, ocupados una vez, la ponían al abrígo de ser ya perseguida.
Cumplió Gonzaga la orden con exactitud ; la infantería espafiola
pudo, al abrígo de este refuerzo, batirse en retirada y dejar el cam-
po Uano, tomando los senderos indicados. También efectuó la suya
Gonzaga, de^)ues de ver en salvo los infantes ; y aunque se podía
temer que el enemigo siguiese á los que abandonaban el campo de
batalla, cesó oui este movimiento la refriega, recogiéndose la van-
guaidia espaüola al grueso del ejército, que también emprendió la
retirada.
Tal fué el resultado del encuentro que tanto deseaba den Juan de
Austria, No se concibe cómo dejó de seguir el movimiento de su
vanguardia, cuando se apoderó esta del campamento enemigo, y
puesto que se le rehusaba la batalla delante de los reales fingidos,
DO fué á buscaría al frente de los verdaderos. Tal vez estaría el se-
gando campo mejor fortificado que el primero, ó demasiado avan-
zada ya la hora para empefiar seriamente una refriega. Tampoco
aparece claro cómo los enemigos no siguieron el alcance sobre los
que se f «tiraban, y no en grande orden coifto puede supoiierse. Mas
volvemos k indicar que se debe desconfiar mucho de estas relacio-
nes de batallas, que cada uno describe sobre informes donde domi-
na tantas veces el error, y muchas veces el espíritu de pasión ó de
partido. En rigor ninguno de los dos ejércitos se pudo considerar
como vencedor en este encuentro : no el enemigo, que permaneció
en sus reales, ni n^ucho menos el austriaco, que se retiró sin haber
salido <H»n su intento. Fué caú igual la pérdida por entrambas par*
tes. siendo algo mayor el número de muertos y prisioneros de los
espafiolfls. De qua combatíeroo estos coa mucho arrojo, depone su
624 HiSTOBlÁ DE FKLIf R ü.
mismo avance hasta los reales, y el haber contÍDoado peleando m
volver pié atrás, separados del grueso del ejército, y paestos á las
baterías enemigas. Se citan entre los nombres que mas se distin-
guieron, el del capitán Perrotto, Anníbal, Gonzaga, FlamiDio Del-
fino, Juan Manrique, Lepido deRomanis, Laurencio Tuchi, Nicolfe
Cesis, que alternativamente desempefiaron las funciones de capita-
nes y soldados.
Dio parte don Juan de esta acción, en que no le cupo tanta glo-
ria como en la anterior de Gemblours, pero donde lucieron igual-
mente la pericia y el valor del príncipe Alejandro , tanto por haber
disuadido el movimiento emprendido por el general espafiol, como
por su prontitud en reparar las faltas cometidas.
Se aumentó con la refriega que acabamos de describir, la fuerza
moral de los estados. Grecia el número de sus partidarios, y cada
vez se engrosaban mas sus fuerzas. Disminuía en la misma propor-
ción el poder de don Juan, y á tal punto vacilaban algunas plazas
que estaban á su devoción, que tanto por temor de traiciones, co-
mo por reforzar su ejército, hizo retirar de ellas las tropas que las
guarnecían. Escribió en este conflicto al rey de Espafia, pidiéndole
tropas y dinero, mas respondió el monarca que no podía enviarle
ni uno ni otro, y que tratase de ajustar las paces del mejor modo
que pudiese. Los estados, que también deseaban avenencias, se
aprovecharon del buen viento que entonces les soplaba. Exigieron
de don Juan tres condiciones : primera, que se conservase por sa
gobernador el archiduque ; segunda, que entrasen en el arreglo el
duque de Anjou y el príncipe Juan Casimiro; tercera que don Jaaa
de Austria les volviese la provincia de Limburgo, recientemeDte
conquistada.
Amarga fué para don Juan esta exigencia de los estados, pues
envolvía la^ separación de su persona. Consultó en este conflicto eoo
el príncipe Alejandro, y este hombre, á quien hemos visto última-
mente tan belicoso, con tanta repugnancia á recibir la ley de los es-
tados, aconsejó á don Juan que cediese á la necesidad sin obstioar-
se en luchar con obstáculos insuperables. Le hizo ver el aumento
que recibían los recursos de los enemigos, mientras los suyos iban
disminuyendo sin esperanzas de reparar las faltas, pues ya no po-
día contar con recibir mas fuerzas, ni con robustecer la fidelidad
de los que le iban abandonando poco á poco. Hicieron fuerza á don
Juan de Austria estas razones, mas no le decidieron á entrar eo ui
CAPITULO XLVIU. 6t5
eoDvenio qoe tanto ofendía á sa amor propio. Trató, pues, de refor-
zarse en cuanto sus medios alcanzasen, contando mucho con que el
espíritu de discordia se apoderase al fin del campo enemigo, com-
puesto de elementos tan heterogéneos. Otra vez escribió al rey de
Espafia en petición de fuerzas y dinero, quejándose agriamente del
abandono en que se le tenia, que en lugar de enviarle los recursos
de que necesitaba se le pagaba con buenas palabras, como si tu-
viera la habilidad de convertirlas en dinero ; que en Espafia no ha-
dan mas que dar aliento á los rebeldes, cuyas proposiciones de
paz y de obediencia no eran mas que fingidas, hallándose resueltos
en secreto á sacudir para siempre la autoridad del rey católico, etc.
No desconfió don Juan de hacerse al fin con medios de continuar
la guerra. Para llevar adelante su determinación, encargó á Serve-
loni la construcción de un nuevo fuerte , no lejos de Namur, bien
auxiliado por la naturaleza , y que le sirviese de depósito de víve-
res y demás materiales de guerra , y al mismo tiempo de base de
sus operaciones. Se aplicó á la obra Serveloni con toda actividad;
mas antes de estar perfectamente concluida^ cayó enfermo de mu-
cha gravedad, y á poco tiempo se vio en el mismo estado don Juan
de Austria, cuya salud acabó de destruirse , cuando mas ocupado
estaba en sus proyectos militares.
Se hizo trasladar don Juan de Austria al fuerte , á pesar del es-
tado imperfecto en que se hallaba. Allí cayó en cama , donde duró
poco tiempo su existencia. Agravándose mas y mas su enfermedad,
entregó en 21 de setiembre de 1578 el mando al príncipe de Par-
ma, nombrándole gobernador de Flandes y capitán general de las
tropas, mientras confirmaba la providencia ó determinaba otra cosa
el rey de Espafia. Dudó Alejandro si aceptaría un cargo tan espino-
so en aquellas circunstancias , exponiéndose además á la nota de
ambicioso, y sobre todo, al desaire que le podía dar el rey, revis-
tiendo á otro de este cargo. Mas según se explicó en sus cartas á
su padre el duque Octavio, se decidió por fin á tomar tan grave
peso sobre sus hombros, por sola la consideración del estado lasti-
moso en que las cosas del rey se hallaban á la sazón en Flandes,
pareciéndole que seria cobardía y hasta traición á los intereses del
monarca no admitir un puesto que no le ofrecía mas que disgustos
y peligros.
Ta no daba esperanzas de vida don Juan de Austria. A muy po-
cos días de haber entregado el mando al de Farnesío , recibió los
626 HISTOUA DS FBUPK II.
sacrameotos en su tienda; pues tal nombre merecía el aposento que
le dispusieron en el fuerte. A poco tiempo después le sobrevino ud
terrible y furioso delirio, en que no hablaba mas que de campa-
mentos, de guerra, de batallas , de asaltos , indicio claro de lo que
pasaba en su alma , cuando bajo el peso de su enfermedad quedó
postrado. A este estado de delirio siguió un desmayo de que no vol-
vió, habiendo espirado el 28 del mismo mes de setiembre, á los 33
afios no cumplidos de su edad.
Fué la muerte de don Juan de Austria un acontecimiento de su-
ma importancia en Europa, tanto por el cargo que desempefiaba,
como por lo famoso y esclarecido de su nombre. De las partícala-
res de su nacimiento, educación y reconocimiento por Felipe 11, he-
mos ya hablado en su debido tiempo (1).
No puede menos de elogiarse la conducta que tuvo el rey de Es-
paDa con don Juan , y lo dispuesto que estuvo siempre á colocarle
en puestos, donde lucieron su capacidad y servicios distinguidos.
Adoptó el pensamiento de Garlos V , de que siguiese don Juan la
carrera de la Iglesia; mi^s hubo de ceder á la fuerte inclinadon que
mostraba su hermano á la de las armas. Comenzó brillantemente
esta carrera, como hemos visto, sujetando los moriscos de Granada,
y poniendo término á una guerra tan desoladora. Se vio en un tea-
tro mas brillante, mandando en jefe el armamento de la liga contra
el turco, y puso un sello á su gran nombre militar con la gloriosa
victoria de Lepante. En su campaDa sucesiva no fué tan aforlimado
ni podia menos de descender, cuando tanto habia subido ; pues m
la historia de los hombres eminentes hay siempre un punto culmi-
nante que tiene que exceder á los otros en altura. Es cierto que el
rey quedó descontento de la conducta de don Juan en Túnez, y que
agravaron este disgusto y afectaron su suspicacia, los rumores que
llegaron á sus oidos de que don Juan intentaba hacerse rey con di-
cho título. Fué, sin embargo, bien recibido á su regreso en la corte
del monarca; mas Felipe II no accedió á las pretensiones de don
Juan, de obtener los honores y consideración de infante ó príncipe
de Espafia. Remiso anduvo en nombrarle gobernador de Flandes,
cuando la opinión le designaba para este puesto á la muerte de doa
Luis de Requesens, y es muy probable que en el ánimo del mooar-
ca se renovasen las sospechas de que don Juan trataba de hacerse
independiente. Le mandó á Flandes sin ejército; aprobé sin dificiil-
(I) (SapitaloXi|\
GAPITOLO XLVIU. 627
tad loB artículos de la confederación de la liga de Gante» por los que
debian salir del pais las tropas espaSolas« Es posible que obrase
así por dejar mas aislado & don Juan; pero mas probable que fuese
por contemporizar entonces con la voluntad de los estados. En cuan-
to á la conducta de don Juan en Flandes no fué muy digna de elo-
gio, por el carácter de duplicidad con que á los hombres imparcía-
les se presenta. A poco tiempo de firmar la liga de Gaote , se puso
en hostilidad con los estados, encastillándose en Namur, y llamando
en su auxilio á las tropas que acababan de salir de Flandes. Si le
dieron motivo ó no los estados para semejante agresión, parece pro-
blemático para los hombres de buena fe. Mas todo se explica con
la suposición de que por ninguna de las dos partes habla sinceri-
dad ni deseo de concordia. La campafia de don Juan en los Paises-
Bajos no puede compararse en brillo con las anteriores, podiendo
decirse que con motivo de su enfermedad, ó por otras causas, se vio
un poco eclipsado su nombre por el del principe Alejandro. Causa
extrafieza que habiéndose quejado don Juan de las levas que se ha-
cían en Italia de tropas del pais graduándolas de inútiles, insistiese
después tanto con el rey para que se le enviasen nuevas fuerzas.
Mas todo se explica con el aspecto vario que presentaba aquella
guerra, y con las animosidades á que el espíritu de ambición y el
deseo de ganar favor en la corte daban origen. En cuanto al rey,
crecieron sin duda sus sospechas contra don Juan , después de su
presentación en los Paises-Bajos, dando pronto oido á los rumores
de que su hermano trataba en secreto de casarse con la reina Isabel
de Inglaterra, siendo uno de los capítulos la libertad de conciencia
& los habitantes de los Paises-Bajos. La muerte del secretario Juan
de Escobedo, de que hablaremos en su lugar, confirma estas sospe-
chaS) ó por mejor decir, el enojo del rey con taj motivo. Causó una
grave pesadumbre á don Juan la muerte de su secretario , y algu-
nos la designan como la causa principal de su muerte tan tem-
prana.
Que en virtud de la muerte de Escobedo se haya llegado á supo-
ner que en el fallecimiento del príncipe intervino la agencia de un
veneno, no puede parecer extraDo , supuesta la gran facilidad de
atribuir á causas de esta especie la muerte de los príncipes; mas
son especies que solo como rumores pueden tener lugar en una
historia.
Fué miy sentida la muerte de don Juan en el qército, donde era
628 nSTOBlÁ DC FBUPE IL
muy querido, tanto por los jefes como por las tropas. Todos Im
historiadores convieneD en decir que era afable , generoso , muy
gentil y apuesto en su persona, espléndido en todas las ceremonias
de aparato, tan humano con los amigos como valiente y esforzado
en los campos de batalla. Se suscitaron disputas en el campo entre
los españoles , los flamencos y los alemanes , sobre quienes habían
de llevar el féretro cuando se trató de sus exequias. Pretendían la
preferencia los alemanes por ser don Juan nacido en su pais : los
españoles, porque era subdito del rey de Espafia , y los flamencos
por el sitio de su fallecimiento. Mas decidió la contienda el principe
Alejandro, disponiendo que fuese sacado el cuerpo de la tienda por
la gente de su casa y familia, y que le entregasen á los maestres
de campo de la tropa cuyos cuarteles estuviesen mas cerca de so
tienda, y que así fuese pasando de unos á otros, según las distan-
cias, al alojamiento. De esta manera fué conducido con toda solem-
nidad y pompa el cadáver, vestido de sus armas , con corona en la
cabeza, hasta Namur, marchando en escuadrones la caballería y la
infantería. Iba el féretro en hombros de los maestres de campo y
capitanes de la nación, cuyas tropas le seguían según el orden con
que se iban relevando durante el camino , como ya hemos dicho.
Llevaban los cordones el conde de Mansfelt, maestre de campo ge-
neral. Octavio Gonzaga, general de la caballería, Pedro de Toledo,
marqués de Villafranca, y Juan Groy, conde de Reulx. Cerraba la
marcha el príncipe Farnesio , rodeado de los jefes y oficiales mas
distinguidos del ejército. Así llegó la pompa fúnebre hasta la ciudad
ya dicha, donde fué el cadáver recibido por los magistrados y lle-
vado á la iglesia principal , en la que se celebraron los funerales
con la solemnidad que á tan alto personaje se debia.
Para concluir con todo lo concerniente á don Juan de Austria,
diremos que pidió antes de morir al rey tres gracias : primera qne
mirase por la persona de un hermano suyo, hijo de Bárbara Blom*
berg; prueba de que nunca había llegado á sus oídos de que no era
esta su madre verdadera : segunda de que favoreciese á las perso-
nas de su servidumbre : tercera de que fuesen depositados sus res-
tos junto los de su padre Garlos V. Gausó extraneza que entre es-
tas peticiones no hubiese ninguna relativa á dos hijas naturales so-
yas, llamadas Ana y Juana, habidas una en Ñapóles de una dama
de Sorrento, y otra en Madrid de Juana de Mendoza* Tal vez no
quiso disgustar al rey con esta declaración , ó quizás lo había he-
CAPITULO XLYIU. 629
cho antes de eaer enfermo. Murió la una de prelada de las monjas
Benitas de Burgos : se casó la otra con el príncipe de Botero en el
reino de Sicilia.
Accedió el rey á la petición relativa & la traslación de su cadá-
ver. Mas para evitar los inconvenientes y los gastos de su conduc-
ción de un modo público, luego que se redujo el cuerpo & esquele-
to, se separaron los huesos por sus coyunturas y se les colocó así
en una especie de arca ó de maleta, y de este modo fué conducido
privadamente á EspaQa, donde por medio de alambres se volvieron
á juntar los trozos separados. Después se rellenó de lana y se le re-
vistió con un traje magnífico y el bastón en la mano, poniéndole de
cuerpo presente á los ojos de la corte y el público, que tributó ho-
menaje de respeto y de dolor & los restos del capitán esclarecido.
£o esta disposición y con toda solemnidad y pompa, fué depositado
en el panteón destinado en el monasterio del Escorial á los infantes
y demás individuos de la casa real, que no son ni reyes , ni reinas
que han dado sucesión á la corona. En aquel sitio permanecen sus
restos en el dia.
Dudó el rey de EspaQa si confirmarla ó no el nombramiento que
don Juan de Austria hizo al morir de Alejandro de Parma para go-
bernador de los Paises-Bajos. Hubo muchas dificultades , y no fal-
taron intrigas para que recayese el nombramiento en otro ; mas el
rey, sin tener en cuenta los motivos que le alegaban para alejar al
príncipe de Flandes, le revistió al fin con el cargo de supremo go-
bernante; elección que, como veremos después , fué la mas feliz y
acertada de cuantas se hablan hecho hasta entonces para aquel go-
bierno.
Tomo i. SO
CAPITULO XtíX.
Asuntos interiores de España.— -Muerte de la reina doíSa Isabel de Yalois. — ^Pasa el rey
á cuartas nupcias con dofia Ana de Austria.— Venida de la nueva reina á Espafia.
Viajes del rey á Córdoba y Sevilla.— Muerte del cardenal Espinosa.— Nacimiento
del principe don Femando. — ^Id. de don Carlos.— Id. de don Diego Félix.— Muer-
te de la princesa doña Juana.— Progresos de la obra del Escorial — ^Formación del
archivo de Simancas. — Publicación de la Biblia Regia en Flandes.— Muerte dd
arzobispo don Bartolomé de Carranza. — ^Entrevista del rey en Guadalupe con d
de Portugal, don Sebastian. — ^Nacimiento del principe don Felipe. — (1568-1578).
Si el monarca que da el titulo & esta obra no hubiese sido mas
que rey de EspaDa, pocas páginas llenaría en la bistoria, que se
aumenta por la mayor parte de guerras, de revoluciones, de tras-
tornos, de cuantas vicisitudes se presentan con el carácter de vio-
lentas en la vida humana. Mientras eran en efecto teatro de convul-
siones y revueltas, Francia, los Paises-Bajos, Inglaterra y Escocia;
mientras tantas batallas se daban casi á un mismo tiempo, ya en
tierra, ya en el seno de los mares, gozaba España de una tranqui-
lidad no interrumpida , sin que se pudiese decir que la debiese ai
despliegue de la fuerza armada, ni á ninguno de otros medios de
coacción con que á falta de los morales se asegura el orden público
y la obediencia de los pueblos. Se habian sofocado en los campos
de Yillalar los últimos alientos de libertad é independencia con que
las comunidades de Castilla manifestaron al principio repugnancia
declarada, y en seguida oposición abierta á las arbitrariedades del
monarca. Amoldados poco á poco los hombres á la jsnmision y á la
CAPITULO XLIX. 69|1
o))|MlieDcia, eotQsiasmados tal vez cod la grandeza y poderío de sus
reyes, veiaD en el Irpno una emanacioD de la suprema yoluntad de
Díps, y en el gobierno absoluto la mas legítima de las autoridades.
Tepjan, pues, las institjcfpiones un apoyo natural en la opinión, en
\o^ principios de los pueblos por ella gobernados , y no se podia
considerar como yugo lo que no estaba en pugna con ninguna tot
luptad, lo que en nada chocaba, tratándose de la generalidad, coqi
las opiniones recibidas. No podemos menos de suponer que tendría
exc^Dciones esjta regla general; mas eran tan pocas, que apenas pue-
dep entrar en cuenta , cuando se examina la situación política de
una nación como la EspaQa. Respetaban , pues , los espaDoles eji
tronq de su rey, y para considerarle como un delegado, como m
órgano de Dios, no necesitaban ninguna clase de yiolencia. La mis-
ma deferencia mostraban á las autoridades subalternas que de la
primera emanaban ; y si de la parte civil pasamos & la religiosa^
vecemos aun mas ciega la sumisíop, porque era mas elevado elorí-
gep de los sentimientos. Todas las instituciones religiosas, todas las
asipciaciones que tenian por objeto fomentar el culto, todos los con-
ventos establecidos para hacer mas abundante el pasto de los fieles,
tFfkü objeto de respeto y de veneración para los espaDoles de todas
cl^s con muy pocas excepciones. Si algunos se permitían sátiras
y censuras sobre ^el particular , recalan á todo mas sobre algunos
individuos, nunc^ sobre los establecimientos en genera^, pues los
censores serían tenidos por reos de blasfemia. Hasta el mismo tri-
bui^al de la fe, cuyo nombre horroriza hoy á los hombres de alguna
ilustración, era entoqces, al mismo tiempo que objeto de un grajQ
temor, venerado como un santp establecimiento por los que de sen-
timientos religiosos se preciaban. No habia á la sazón en EspaOa
I09 que se liaría escépticos , ni mucho menos incrédulos ó ateos;
coptando siempre con las excepciones, que como casi todas podía
teper aquesta regla. Los dos principios favorítos de Felipe II, uni-
dad de gobierno y unidad de culto, eran los dos principales arlícu-
lof de la fe política y religiosa de los espaDoles. Estaba el pais cer-
rado á las nuevas sectas religiosas, objeto de tanto horror para los.
pueblos como para el rey, y aunque no habían dejado de penetrar
por varias partes , era demasiado el celo y vigilancia de los argos
de la inquisición, para que el inclinado á las nuevas doctrinas, no
las sepultase en su pecho, sin atreverse á qpe fuesen objetps de Ift
o]Niervacion ajena. Los descuidados en esta parte pagaban muy
632 HISTORIJL DE FELIPE lí.
cara su imprudencia, sin ser objetos de la compasión de nadie, pues
alosados de fe donde se espiaban estas disidencias religiosas, acu-
día el pueblo, acudían todas las clases del estado, desde la mas baja
á la mas alta, como á un espectáculo de edificación que redundaba
en pro y en gloriado la religión católica. De estos sentimientos par-
ticipaba, como bemos indicado, todo el mundo. Ninguno de los prin-
cipios ó sentimientos que agitaban á tantos pueblos de la Europa,
podia tener lugar ni ejercer acción alguna en nuestra Espafia. Era
pues su tranquilidad por lo general obra de las ideas y de lasc^peo-
cias , sin que se pueda negar en ciertos casos la influencia de las
coacciones.
Un pueblo que vive de esta suerte suministra pocos objetos de
curiosidad, y no está calculado para ocupar en gran manera lamosa
de la bistoria. Así bemos consagrado pocas páginas á lo que pa-
saba en EspaDa, al paso que nos bemos estendido mas tratándose
de algunas estranjeras. Para no dejar incompleto el cuadro que dos
bemos trazado, volveremos los ojos á nuestra propia casa, y bos-
quejaremos compendiosamente algunos becbos que tienen relación
principal con la persona del monarca.
Dejamos la narración de los asuntos domésticos de EspaBa cd la
muerte del príncipe don Garlos, acaecida en 24 de julio de 1568.
Se verificó pocos meses después la de la reina doDa Isabel de \a-
lois, á la flor de sus aDos, pues no babia cumplido aun los vein-
titrés. No es estraOo que los que atribuyeron el primero de estos
acontecimientos á celos del rey por las relaciones amorosas de don
Carlos con la reina , viesen en el segundo el golpe de la misma
mano. A esto dio también lugar la extraDa enfermedad de la prin-
cesa, ocurrida en el quinto mes de su tercer embarazo, pues segnn
relaciones, padecía desfallecimientos y desmayos, pesadez, y al fin
una binchazon en todo el cuerpo que la postró en cama. Se le de-
claró una calentura maligna, que pareció mortal á sus facultativos.
El I."" de octubre recibió los sacramentos: agravándose la enferme-
dad, pidió el 3 que la vistiesen el bábito de San Francisco, y al fin
"del mismo día espiró rodeada de su confesor, del cardenal Espinosa
y otros prelados que la auxiliaban en sus últimos momentos.
Dos días antes de morir le bizo una visita el rey, y la moribunda
le manifestó su pesar de no dejarle un bijo varón, cuya vista le mi-
tigaría el dolor de su fallecimiento; que era mucba su aflicción de
dejar sus bijas buérfanas en tan corta edad, mas que la consolaba
GAPITULO XLIX. 688
la idea de que suplir ia su falta ud padre tierno y cariñoso. Le re-
comendó al mismo tiempo hiciese mercedes á sus criados extranje-
ros, y que consenrase siempre buena amistad con su madre y her-
mano, como el mejor medio de defender la fé católica; que por lo
demás tenia gran confianza en los méritos de la pasión de Cristo,
para ir donde ptidieie rogar par la larga vida, estado y contenta-
miento de S.M. (1).
La contestó el rey en términos generales, que aun esperaba que
Dios la yol?iese á su estado de salud; mas en el caso de no ser así,
cumpliría con sus deseos por los muchos respetos á que le estaba
ol^lígado, y que descansase enteramente en su buena voluntad, que
le inducirla á mirar con ojos de gratitud todo cuanto fuese concer-
niente á su memoria.
Amortajada con el h&bito de San Francisco, fué sepultada la rei-
na el dia siguiente en el convento de las Descalzas Reales de Madrid^
de que acababa de ser fundadora la princesa doQa Juana, y & este
acto asistieron los prelados y magnates de la corte, con todos los
principales oficiales de su casa y servidumbre, siendo testigos de la
depositacion del cadáver el obispo de Cuenca, que celebró la misa
el cardenal Espinosa, el nuncio de Su Santidad, el embajador de
Francia, el de Portugal, él duque de Medina deRioseco, el marqués
de Aguilar, el conde de Alba de Aliste, el de Chinchón, don Fadri-
que Eoriquez de Rivera, presidente de órdenes, mayordomo del
rey, Luis Quijada, presidente de Indias, don Antonio de la Cueva
y don Juan de Yelasco, mayordomo de la reina. Poco después se le
hicieron las exequias con toda solemnidad, tanto en la corte como
en toda EspaDa.
Fué celebrada la reina doDa Isabel de Valois, llamada de la Paz,
por su grande hermosura y las gracias que adornaban toda su per-
sona. Sus supuestos amores con el principe don Carlos, y las sos-
pechas á que dio lugar su muerte tan temprana, contribuyeron á
hacer de ella un personaje-de novelas y de dramas. Mas estos cam-
pos de ficción están vedados á la historia, cuya divisa es la verdad
desnuda, no admitiendo nunca como tal lo que puede, á todo mas,
tener visos de probable. Dejó doDa Isabel dos hijas, la una llamada
doDa Clara Eugenia, nacida en 156i, y la otra doDa Catalina Eu-
genia, que vino al mundo en octubre de 1567.
(1) Palal)ra8 de Cabrera, libro Yin, oap. Til.
4(S4 HISTORIA DE FBUFE II.
Viudo el rey de EspaDa por tercera vez, do tardó mocho eD peo-
saf eD coartas do peías, sieodo de notar qoe aon no había dado íq
el aSo de 1568 coaodo se le proposo el casamiento con dofa Aaa
de Aostria, hija del emperador MaximiliaDO y de María, hermana del
monarca. Estaba la princesa prometida ai rey de Francia, Garlos 11,
y «na hermana suya qoe tenia el nombre de Isabel, al rey doD Se-
bastian de Portogal. Con la moerte de la reina de ^spafia, caabié
la emperatriz de resolocion, y concibió vives deseos de que la prin-
cesa dofia Ana se casase con so tío. Escribió con este objeto á Ma-
drid á la princesa doOa Joana y & otros personajes, á fin de qoe k-
blasen sobre el asonto al rey, poes se qoeria qoe este diese los pri-
meros pasos. Estaba contra este proyecto, el del casamiento dedon
Felipe con Margarita de Yaiois, hermana menor de la difonta. Ofre-
cía este enlace la ventaja de asegorarse mas y mas la amistad del
rey de Francia, al qoe se soponia vacilante y hasta resoelto á de-
clarar la goerra al rey de EspaOa. Mas á favor del matrimoDio oen
doBa A.Da, mediaba la razón poderosa de hacerse con la alianza del
emperador, quien se comprometería á impedir qoe de AlemaDÍa se
enviasen socorros en aoxilio de los rebeldes de los Paises-Bajos.
Por aqoel mismo afio de 1568 se presentaron en Madrid dos gran-
des personajes extranjeros; ono el archidoqoe Garlos, hermano del
emperador, portador del manifiesto ó sea advertencias qoe hacia d
jefe del imperio al rey de Espafia sobre so política en los Países-Ba-
jos, y de qoe hicimos ya mención en su lugar correspondiente. Fué
el segundo el cardenal de Lorena, que venia á dar al rey el pésase
por el fallecimiento de la reina, y al mismo tiempo á tratar del nuevo
enlace de Felipe II con Margarita de Valois, hermana menor de la
difunta. Fueron recibidas estas dos personas con el agasajo y dis-
tinción que requería su alta clase; y aunque al rey no le loé agra-
dare el mensaje del emperador, se manifestó sumamente afable y
complaciente con su primo. El proyecto del duque de Lorena le agra-
daba mucho por miras de política. Pero debieron de hacerte mai
fuerza los deseos é insinuaciones de la emperatriz sobre el matri-
monio de dofia Ana, y se decidió al fin á pedirla por esposa, ha*-
biéndose determinado al mismo tiempo que su hermana Isabel, des-
tinada al rey de Portugal, se desposase con el rey de Francia, y qi>
se casase con el monarca portugués la princesa Margarita.
A la princesa doDa Ana se había dirigido ya el principe don Carr
los solicitándola por esposa cuando se hallaban en mas vigor sns
GAflTÜLO Xlt&! 995
desaveneDcias ood su padre, habiendo sido este paso un motivo vm
de re&eBtitDieoto contra el hijo. Era, piies^ destino de Felipe II ser
en cierto m^o so rival, y todo por una 'combinación siagalar éd
cirettBstaneias que no se podian prever pot ninguna de ambas
partes.
Sé negó al principio el Papa Pió V á conceder su dispensa para
este matrimonio, pues el rey era tio de su futura esposa. Mas al in
hubo de ceder en obsequio de los grandes servicios que iba el rey á
hacer á la cristiandad, tomando una parte tan activa en la liga con-
tra él turco: En enero de 1570 se ajustaron en Madrid los contratos
matrimoniales, hallándose presentes, entre otros personajes, Frfty
Bernardo de Fresneda, obispo de Cuenca, confesor del rey; Ruy Gó-
mez de Silva, príncipe de Eboli; el duque de Feria, todos del Con-
sejo de Estado, y el doctor Martin Velasco de Ytilasco, del de la
Cámara de Castilla. Representaba al emperador Adán de Dyeeh-
Trístayn, y al rey don Felipe el cardenal don Diego de Espinosa,
presidente del Consejo de Castilla. Se estipuló ante todos estos per-
sonajes el casamiento del rey de EspaDa con su sobrina doDa Ana,
hija del emperador de Alemania. Se le asignaron por dote cien mil
escudos de oro de á cuarenta placas, moneda de Flandes, pagados
en Amberes ó Medina del Campo, cuyo valor se debia asegurar so-
bre villas y lugares, sus rentas y jurisdicción. En caso de morir sin
hijos i dispondría del tercio de esta suma, y además el rey le debia
dar cincuenta mil escudos en joyas, para que los legase á quien qui-
siese. Le consignarla además renta estable para el sustento de su
casa, con el número y ciase de criados que seDalase el rey conforme
á su grandeza. En caso de que la reina le sobreviviese, se le debe-
rían dar, no pasando á segundas nupcias, cuarenta mil ducados
anuales, con lo demás de su dote y arras, y además las villas don-
de residiese, con jurisdicción y provisión de los oicios de ellas eu
naturales de estos reinos, y en caso de salir de Espafia pudiese lle-
var sus criados, equipaje y muebles. Debia renunciar la reina ante
notario, la herencia y cuanto por derecho de su padre y madre le
perteneciese. Debia ser conducida con la decencia y decoro corres-
pondientes á su clase, hasta Genova, á expensas de su padre, re-
siwvando el resto del viaje á la elección del emperador, y el rey de
EspaDa. Ajustados que fueron los contratos, se desposó á nombre y
con poder del rey^ don Luís Figueroa con la infanta doQa Ana, y
desde el momento ee kató de conducir la reina para Espafia. fio
636 HISTOBIA D& nULFE If .
ta?o efecto la primera intención del rey de que se dirigiese á Italia
y en seguida & Paris, para hacer después su entrada en Espa&apot
Roncesvalles, que era el \nismo camino tomado anteriormente por
la difunta reina. No fiándose entonces mucho el rey de las intencio-
nes de la corte de Francia, resolvió que la nueva reina se dirigiese
á los Países-Bajos, tomando después el camino por mar con direc-
ción á EspaDa. Así se hizo en efecto, y la nueva reina se presentó
en Flandes con una brillante y numerosa comitiva. El duque de Al-
ba, deseoso de dejar el gobierno de los Paises-Bajos, solicitó aoom-
paOarla hasta EspaQa, aprovechando este pretexto honroso de aban-
donar un pais que abor recia. Mas el rey, aunque habia ya designado
nombrarle sucesor, no accedió á sus instancias, y le mandó qaeen
lugar del padre, la sirviese su hijo don Fernando.
Antes de verificar el rey su cuarto matrimonio, hizo un vi^ 4
Córdoba, en cuya ciudad se detuvo algunos días, muy obsequiado
por sus habitantes. Visitó y admiró mucho la fábrica de su caledial,
antes gran mezquita de los monarcas mahometanos de aquella ca-
pital y reino. También visitó los sepulcros y se hizo enseñar los
restos del rey Fernando IV y de su hijo don Alfonso, que murió en
el sitio de Algeciras. Habiéndose quitado la gorra todo el tiempo qne
permanecieron abiertas las cajas en que están depositados. En se-
guida se trasladó á Sevilla, tanto por la invitación que para ello le
hizo esta ciudad , como por ponerse mas cerca del reino de Grana-
da, donde estaba en todo su fuego la guerra contra los moriscos.
Festejaron al rey los sevillanos con todo género de regocijos y mag-
nificencia. Hizo el rey su entrada por el mismo rio, en donde se
presentó rodeado de toda pompa, mientras las orillas treonolaban mu
banderas y disparaban fuegos de artificio. Con músicas y acompa-
fiamiento muy lucido, se presentó delante de la puerta del Arenal,
que halló cerrada; y como le dijese el Asistente de la ciudad queno
se le abriría hasta que jurase la observancia de sus privilegios, y
que era una formalidad usada de muy antiguo con todos los reyes
que visitaban á Sevilla, accedió gustoso el rey, diciendo que todo se
lo merecía una ciudad magnífica, cuyos habitantes mostraban tanta
lealtad á su persona, y le daban tan favorable bienvenida. Abierta
la puerta, acompaOado de todas las autoridades civiles y eclesiásti-
cas y de un gentío inmenso que le victoreaba, pasó á la catedial, i
cuya puerta le aguardaba el arzobispo, vestido de pontifical, y lodo
su cabildo. Después de cantado un solemne Te^Dmm y orado el ley
CAPITULO XLIX 637
puesto de rodillas, como lo tenia de costambre, pasó al alcázar, se-
guido de la misma comitiva.
Pocos dias se detuvo el rey eo Sevilla, á pesar de lo que le
agradaba la ciudad, la hermosura dePpais y lo puro y benigno de
su cielo. Recibió allí todo género de agasajéis;, que tan geniales son
á sus moradores, y el ayuntamiento le adelantó por via de emprés*
tito seiscientos mil escudos para gastos de su matrimonio. Igual-
mente complacido quedó de las ciudades de Ubeda y de Jaén, donde
también se detuvo á su regreso.
Se embarcó la reina doSa Ana en los Paises-Bajos, por setiembre
de 1570, y desembarcó en Santander á principios del siguiente mes
de octubre. La estaban aguardando allí don Gaspar de ZúOiga, ar-
zobispo de Sevilla, y don Francisco de Zúfiiga, hermano suyo, du-
que de Béjar. Envió al rey á felicitarla al conde de Lerma, y en
compafiía de estos personajes y don Fernando de Toledo, que la
venia acompafiando desde los Paises-Bajos, hizo su entrada públi-
ca y triunfal en Burgos, donde fué obsequiada con grandes festejos
por sus autoridades y vecinos. Fué recibida en Santo- Venia por sus
hermanos los archiduques Rodulfo, Ernesto, Alberto y Wenceslao,
y con ellos llegó á Segovia, donde la aguardaba el rey con su her-
mana dofia Juana. Hizo su entrada debajo de palio, con el mayor
aparato; solemnidad y pompa, preparados de antemano por la ciu-
dad, pues allí era donde se debían celebrar las bodas. El 12
de noviembre recibieron la bendición nupcial* de mano del arzo-
bispo de Toledo, siendo el rey entonces de cuarenta y tres afios
7 medio de edad, y la nueva reina de veinte y uno. Fueron pa-
drinos el archiduque Rodulfo y la princesa dofia Juana. Tres dias
después se velaron los reyes en la catedral, celebrando misa de
pontifical el cardenal de Espinosa. Para dar una idea de la so-
lemnidad coD que se celebró este enlace, indicaremos que asis-
tieron á la misa de velación el arzobispo de Sevilla, el arzobispo
de Resano, nuncio de Su Santidad; el obispo de Segovia y el arzo-
bispo de Armagh en Irlanda; don iDigo Fernadez de Yelasco, con-
destable de Castilla; don Luis Enriquez de Cabrera, almirante de id.;
su hijo don Luis, conde de Melgar; don iDigo López de Mendoza,
duque del Infantado; don Francisco López Pacheco de Cabrera, mar-
qués duque de Escalona; don Lope de Figueroa, duque de Feria; su
hijo don Lorenzo, marqués de yillalba; don Pedro Girón, duque de
Osuna; don Manrique de Lara, duque de Nájera; Ruy Gómez de
Tomo i. 81
638 HISTORU DB FKLIPB II.
Klva, prÍDcípe de Eboii y duque de Pastraua; don AdIodío de To-
ledo, prior de Leoo; dou Fernando de Toledo, prior de Castilla; dmi
Luiz Manriquez, marqués de Aguilar, cazador mayor; don Fran-
cisco de Saudoval, marqués de Deoia; dou Francisco Ruiz de Castro,
marqués de Sarria, mayordomo mayor de la princesa doDa luana;
don Pedro de Záfiiga y Avellaneda, conde de Miranda; don Ifiigo
López de Mendoza, marqués de Mondejar; don Diego López de Gnz-
man, conde de Alba de Aliste; Yespasiano Gonzaga, príncipe de
Savionella; don Pedro Fernandez de Cabrera, conde de Chinchón;
don Enrique de Guzman, conde de Olivares, su contador mayor y
presidente del tribunal de cuentas; don Lorenzo de Mendoza, conde
de la Corufia; don Pedro de Castro, conde de Andrade; don Fran-
cisco de los Cobos, conde de Rida; don Antonio de ZúDíga, marqnés
de Ayamonte; don Gerónimo de Benavídes, marqués de Fromista;
don Rodrigo Poncé de León, marqués de Zahara; don JuandeSaa-
vedra, conde de Castellar; don Francisco de Rojas, marqués de
Poza; don Luis Sarmiento, conde de Salinas; don Francisco de Ro-
jas, conde de Lerma; don Francisco de Zúñiga, conde de Velalca-
zar; don Fernando de Silva, conde de Cifuentes, aíférez mayor de
Castilla; don Pedro López de Ayala, conde de Fuensalida; don Jaao
de Mendoza, conde de Orgaz; don Gabriel de la Cueva y de Yelasco,
conde de Ciruela; el conde Ferrante Gonzaga, marqués de Castellón,
italiano; el de la misma nación, conde Alfonso de la Sumaria; el
conde Buisiguerra de Arcos, y el conde Ludovico de Arcos, ambos
alemanes, y el conde de Tribulcio.
El 26 de noviembre hizo la reina su entrada pública en Madrid,
cuyo corregidor, á la cabeza del ayuntamiento, salió á recibirla á
las puertas y le hizo una arenga de bien venida, al fío de la cnai
le besaron la mano todos los municipales. Lo mismo hizo el carde-
nal Espinosa con el consejo real y alcaldes de corte y los demis
tribiinales, habiendo comenzado por el de la contaduría mayor de
cuentas. Estaba la reina «ipompaDada de todos los grandes títulos y
principales caballeros de la corte, y con todo este aparato pasó de-
bajo de arcos triunfales por las calles de Madrid hasta el alcázar,
seguida de la inmensa muchedumbre que la victoreaba.
El 4 de diciembre de 1571, dio & luz la reina un niffo, que fué
bautizado con el nombre de Fernando en la iglesia de San Gil, el 16
del mismo. Fueron padrinos el príncipe Wenceslao y la prinoesi
doDa Juana. Precedían el acompasámiento los maceroe y mayordo*
capítulo xux. 639
mos de la reina y de la princesa, y cuatro reyes de armas. Seguían
el duque de Gandía y el prior don Antonio de Toledo, el conde de
Alba de Aliste, el marqués de Aguilar y el de Mondejar. Llevaba el
duque del Infantado el capillo, el conde de Benavenle la vela, el
duque de Osuna el mazapán, el de Nájera el salero, el de Sesa un
aguamanil y toalla, el de Medina de Ríoseco una palangana y otra
toalla, y el de Béjar el nifio envuelto en mantilla de terciopelo ver-
de. A su derecha iba el nuncio de Su Santidad, á la izquierda el
embajador del emperador, y delante los de Francia, Portugal y
Venecia. Seguía después la princesa doDa Juana con el padrino á
su izquierda, con el marques de Andrade, mayordomo mayor de la
reina, y el conde de Lemos que lo era suyo. Cerraban el acompa-
fiamiento las señoras de la corte, las damas de la reina y de la
princesa, sin galanes (1). Aguardaba á la puerta del templo el car*
denal Espinosa con cuatro obispos vestidos de pontifical, y detrás
los consejos por orden de su presidencia. Se colocó la pila bautis-
mal en medio de la capilla mayor, debajo de un dosel. Concluida la
ceremonia volvió la comitiva á palacio , y la reina recibió el para-
bien de los embajadores y demás personajes de la corte.
Al aDo siguiente de 1572, fué jurado este principe por heredero
de los reinos con toda pompa y solemnidad, en cuyos pormenores
DO entramos por ser una mera repetición de lo que llevamos dicho.
' Fué lo único notable en este acto, que el príncipe estuvo dormido
durante la ceremonia, y que solo despertó cuando el órgano prelu-
dió el Te-Deum. Tuvieron algunos esta circunstancia á mal agüero,
y en efecto tardó poco en morir este príncipe, que no llegó á dos
afios de edad.
En agosto de 1573 nació en Madrid el hijo segundo del nuevo
matrimonio del rey, y fué bautizado con el nombre de Carlos, sien-
do padrinos el archiduque Alberto y la princesa doQa Juana.
Murió este príncipe en Madrid en 1575, aOo en que la reina dio.
¿ luz el hijo tercero, quien recibió en nombre de Diego Félix, sien-
do padrinos el archiduque Alberto y la infanta dofia Clara Eugenia.
Fué un acontecimiento de alguna novedad en el aDo 1572 la
muerte del cardenal don Diego de Espinosa, inquisidor general, pre*
Bidente del Consejo de Castilla, atribuida á palabras desabridas que
le dijo el rey, despachando con él sobre asuntos de los Paises-Bajos.
iX) Bxpreslon de Cabrera en tm yida de Felipe II.
610 HISTORIA DE FKUPS U.
Era un hombre que gozaba gran poder y privanza, con repatacíoD
de mucha prudencia, instrucción y grandes dotes de gobieroo. Es
probable que la suma autoridad á que habia llegado, causaroa des-
contento en el ánimo del rey, arrepentido de fiar tantos negocios k
su cargo; y esto apareció con toda clarid'ad, pQrque deliberándose
sobre la elección de sucesor y encareciéndose mucho las prendas
que debian adornar á quien iba á ejercer tan grandes cargos, res-
pondió el rey que no serian tan grandes como los que acababa de
desempeOar el cardenal, pues se hallaba resuelto k dirigir alganos
de estos negocios por sí mismo; palabras que descubren el carácter
de un rey tan suspicaz, desconfiado y basta celoso del poder y au-
toridad con que revestía á sus mas fieles servidores. Recayó la elec-
ción en don Pedro Govarrubias, varón distinguido por su gran pie-
dad y la instrucción que hizo célebre su nombre. Ño gozó este de
la autoridad del cardenal, ni aun la ambicionaba, pues con gran re-
pugnada suya abandonó la diócesis, y sobre todo la vasta bibliote-
ca de su propiedad, donde pasaba tantas horas de su vida.
En el afio de 1573 ocurrió la muerte de la princesa dofia Juana,
hallándose esta en San Lorenzo, y fué enterrada con gran pompa ea
el convento de las Descalzas Reales de Madrid, de que era funda-
dora. Ocupa esta seDora un lugar muy distinguido en la historiade
estos reinos. Se celebró mucho en su tiempo su hermosura, y ao
con menos encomio su sagacidad é ingenio. Ya la hemos visto go-
bernadora de estos reinos, de cuyo cargo la revistió su hermano
don Felipe cuando pasó á Inglaterra á celebrar su matrimonio coa
la reina María. Guando este ascendió al trono, la confirmó en su
poder, en prueba de la satisfacción que le causaba su conducta.
Obró en efecto la princesa con circunspección y cordura en el ejer-
cicio de tan grande autoridad, conformándose en todo con las ias-
trucciones que la dio su hermano por escrito, y que también deja-
mos mencionadas < Al regreso de don Felipe á EspaDa permaneció
en su corte, donde fué tratada con toda distinción, como se mereda
por sus prendas eminentes. La consideraba mucho el rey, y sintió
muchísimo su muerte. En el invierno del mismo aDo pasó al Esco-
rial á celebrar la Octava de Navidad, como lo tenia de costumbre.
Grecia aquella suntuosa fábrica en razón de la actividad y celo, que
en su construcción el monarca desplegaba. Ya tenia habitaciones
para los monjes de la comunidad, para el mismo rey cuando iba
¿ visitarla, y los oficios se celebraban en la iglesia que aun hoy se
GAPITOLO XLIX. 641
llama vieja, do estando todavía acabado el magnifico templo con que
faé sustituida. La grandeza de las artes, lo rico y precioso de los
vasos y ornamentos, todo se derramaba con profusión sobre aque-
lla obra, que después de los negocios del gobierno, era la cosa prin-
cipal que absorbía la atención del rey de España. Allí estaban sus
distracciones y sus pasatiempos* Los historiadores españoles se ha-
cen, lo que se dice, lenguas de su gran piedad, de la devoción con
que asistía á los oficios divinos, del respeto y veneración que á los
monjes profesaba, del entusiasmo con que celebraba la construcción
de un nuevo adorno, la erección de una nueva capilla, la colocación
de una nueva reliquia, de la humildad y devoción con que el día
de Pascua de 1572 besó en compañía de los archiduques la mano
del sacerdote que decía la misa nueva, y hasta de las advertencias
que hacia en el coro sobre faltas que en el canto cometían algunos
religiosos. Todo es muy posible y muy probable. De estos senti-
mientos da testimonios la misma construcción del monasterio, don-
de tantos tesoros fueron consumidos, & cuya construcción contri-
buían las provincias de España, muchas extranjeras, y hasta las
de América con sus piedras, sus mármoles, sus maderas y otras pro-
ducciones necesarias á la obra; donde el pintor, el arquitecto, el
estatuario, el iluminador, derramaban todos los productos del genio
cada uno en sus distintos ramos. El mismo celo mostrado en los
adelantos de la obra, en adornarla con cuantas riquezas y lujo po-
dían convenir á un edificio de esta clase, lo manifestó el rey en re-
coger por todas partes cuantas reliquias pudo, para formar la vasta
colección que aun hoy día se conserva. Por todos los paises del orbe
cristiano se dispersaron sus gentes en busca de estos restos, en-
cargándoles muy particularmente se hiciesen con documentos que
atestiguasen su autenticidad, y no fueron escasas las sumas em-
pleadas por el rey en este acopio. Para dar al edificio la importan-
cia de tan costosa construcción, mandó que se considerase como el
sepulcro de los reyes de España, comenzando por traer á él los
restos de su padre, sacados del monasterio de San Yuste, y los de
8Q madre, que hizo venir de la catedral de Granada, donde estaban
sepultados.
Aunque reservamos en esta obra un lugar para el análisis de las
ciencias y literatura de España en aquella época , mencionaremos
aquí dos hechos por la influencia directa que en ellos tuvo el rey
como emanados de su orden. Fué el primero la formación de un
■ d
642 HISTORU DE FBLIPB II.
archivo en Simancas, donde se recogiesen todos los papeles p^te*
necientes á estos reinos. Estaban algunos reunidos en esta antigoa
fortaleza antes que el rey tomase esta disposición, mas se hallabaii
confundidos sin orden , sin método , sin catálogo, y colocados ade-
más en parajes húmedos , donde se iban destruyendo poco 4 poco.
Por otra parte, no era este el solo depósito donde se encontraban
manuscritos del Estado. Dio el rey comisión á Diego de Ayala para
que examinase los papeles, los distribuyese por clases y por fechas,
y los colocase en el sitio mas conveniente para su custodia y con-
servación, y le confirió el titulo de archivero con el sueldo de ciea
mil maravedís de salario, conservando además treinta y cinco mil que
ya tenia sobre un asiento de contino en la casa de Castilla. Le se-
ñaló además un oficial que le sirviese de ayudante. Desempefé
Ayala el cometido del monarca á toda su satisfacción; examinó y
colocó por clases los papeles que se hallaban en los desvanes de
aquella fortaleza; recogió los infinitos que estaban esparcidos en
varias ciudades de Castilla, y con todos ellos formó el archivo de
Simancas, que se conserva hoy dia enriquecido, como puede supo-
nerse, con los papeles que debieron de producirse en poco menos
de tres siglos. Mas esta idea se debe á Felipe 11, quien además or-
denó la construcción de nuevas salas y cajones lujosos para conte-
ner ios papeles, y en cuya obra llegó á entender el mismo Juan de
Herrera por mandado del monarca.
En el segundo hecho que vamos á exponer brilló igualmente so
celo, y aun mas su real munificencia. Habia enriquecido el famosa
cardenal Cisneros al orbe literario con la publicación de la BiMii
Poliglota, trabajada en su famosa universidad de Alcalá, y que por
esta circunstancia tomó el nombre de Biblia Complutense. Escasea-
ban ya los ejemplares de una obra tan magnífica, y cod este moü-
YO propuso Plantino, in|presor famoso en Flandes , al rey la reioH
presión de la Biblia Complutense, ofreciéndole emplear en elk
caracteres mas limpios y mucho mas hermosos , según la muesin
que de ellos remitía. Accedió el rey á ta proposición , y para ins^
peccionar el trabajo , puso los ojos en Benito Arias Montano , un»
de sus capellanes , hombre muy instruido , muy versado en letna
humanas y sagradas, y que según sus biógrafos*, entre aDtiguas y
modernas, poseia trece lenguas. Tuvo Arias Montano confereedaf
sobre el particular con los hombres mas eminentes de la ueiverá^
dad de Alcalá, y después de haber oido su dictamen y aAOlado SM
CAPITULO XLIX. 643
iodicacioDes, partió para los Países-Bajos con cartas de recomen-
dacioD del rey para su gobernador general, que lo era & la sazón el
duque de Alba. Fué Montano muy bien recibido de este personaje,
quien se yalió de sus consejos para la expurgacion de algunos li-
bros, y la prohibición de otros en que se ocupaba entonces , que-
riendo coronar de este modo sus victorias sobre los herejes de los
Paises*-Bajos. Por su orden se reunió una junta de los teólogos que
pasaban por mas sabios y mas versados en la Sagrada Escritura,
para que asociados á Montano , procediesen de consuno á llevar
adelante la empresa importante que se le habia confiado. Compa-
rando entre sí los diversos ejemplares , que tanto de Espafia como
de otros puntos de Europa se habiao reunido, corrigiendo algunos
pasajes que estaban oscuros, y haciendo expurgaciones de algunos
errores que se habían introducido , se reprodujo con el auxilio del
arte de Plaotino la obra admirable de Alcalá , no solo con mejores
y mas limpios caracteres, sino corregida, aumentada con alteracio-
nes en el orden de los libros, y notablemente enriquecida. Se im-
primió la Biblia en ocho tomos. Contienen los cuatro primeros los
libros del viejo Testamento en lengua original hebrea con la versión
Vttigata Latina, y ia griega de los setenta intérpretes con su ver-
sión Latina. Y como en la Biblia Complutense no se habia impreso
la paráfrasis Caldea mas que en los cinco libros de la ley, se acor-
dó se prosiguiese este trabajo en todos los demás del viejo Testa-
mento. Contiene el quinto tomo el nuevo Testamento en griego con
la versión vulgata/y en siriaco con la traducción latina , cuyo úl-
timo trabajo no se habia hecho en la Biblia Complutense. Los tres
últimos tomos recibieron el nombre de Aparato. Contiene el prime-
ro todo el viejo Testamento en hebreo con la interpretación latina
interlineal de Santos Pagnino, doctísimo dominicano , aun mas re-
ducida al rigor de la letra hebrea en muchas partes por el mismo
doctor Arias Montano, y también el nuevo Testamento en griego
con versión interlineal, palabra por palabra, obra del mismo. Con-
tiene el segundo tomo del Aparato gramáticas y vocabularios de las
lenguas hebrea, caldea, siriaca y griega. Contiene el tercero varios
tratados para la inteligencia de las Escrituras por el mismo doctor,
quien en este ramo era eminentísimo. Se entra en estos pormenores
para hacer ver que la Biblia Regia fué la producción mas perfecta
de su clase, do solo por la grandeza del asunto, sino por la exten-
sión que había sabido dársele , añadiéndose á esto en la parte ma-*
6i4 HISTORIA DE FBUPS II.
terial, la hermosura del papel, lo acabado de los caracteres y otros
ornameotos de I ojo que hicieron de esta obra el primer moDomento
de la excelencia de las prensas de Plan tino. No se perdonó por or-
den del rey gasto alguno para que saliese la Biblia digna de so
nombre. Con la misma liberalidad recompensó las tareas del doctor
Arias Montano, quien aumentó notablemente con ellas la gran ce-
lebridad de que ya gozaba entonces. Se envió la Biblia á todos los
príncipes y repúblicas católicas, quienes la aprobaron y aplaudie-
ron. Fué tanto del agrado del Pontífice , que envió su bendidoD
apostólica.á cuantos con sos luces, industria ú obra de manos con-
tribuyeron á su publicación, y recibió con suma afabilidad y mues-
tras de benevolencia al mismo Arias Montano , quien en nombre
del rey le presentó un ejemplac impreso en vitela , pronunciándole
una oración latina en el acto de entregarla.
Los archiduques Rodolfo y Ernesto volvieron á Alemania en el
aDo 1571, habiéndose embarcado en Barcelona con don Joan de
Austria, cuando pasó este á tomar el mando de la escuadra de la
liga contra el torco. Tres afios después ascendió el primero de estos
príncipes al trono imperial, por la muerte de su padre Maximilii-
no II, príncipe dotado de buenas cualidades y de cierta tolerancia
religiosa que le hacia mirar con aversión los procederes de su primo
en los Paises-Bajos. El nuevo emperador no alcanzó tan buena fa-
ma como el padre , aunque no carecía de instrucción y de inteli-
gencia, y sobre todo, en artes de mecánica, manifestó poca dispo-
sición y menos capacidad en materias de gobierno.
Por los aOos de 1 576 falleció en Roma el famoso Fray don Bar-
tolomé Carranza, arzobispo de Toledo , preso en Espaffa por órdeo
de la Inquisición en 1557. Había sido este prelado, como ya hemos
dicho, muy favorito de Carlos Y y de su hijo, quien le llevó consi-
go á Inglaterra , donde trabajó mucho en el asunto del restabled-
mieoto del catolicismo en aquel país y en la persecucioD de los he-
rejes. Fueron recompensados sus servicios con su promoción al
arzobispado de Toledo , vacante por la muerte del cardoDal Silicio.
Mas no le valió todo el favor de que gozaba contra los tiros de sus
enemigos, quienes le denunciaron á la Inquisición, en virtud de co-
yas providencias fué arrestado. Es innecesario entrar cd los porme-
nores de un proceso que fué muy ruidoso , y uno de los mas céle-
bres en los anales del Santo Oficio consignados. Después de varias
actuaciones en EspaDa , y donde nada fué probado contra el ano-
CAPITULO XLIX. : 645
bispo, se avocó su causa á Roma; por un breve de Pió V expedido
60 setiembre de 1566, el arzobispo fué. trasladado por aquel mismo
tiempo á dicha capital, donde se siguieron con lentitud los trámites
de su proceso, sin que se sacase nada en limpio contra varias obras
del prelado, donde algunos quisieron hallar proposiciones heréticas
ó que sabian á herejía. Era Carranza eclesiástico de excelentes cos-
tumbres, de vasto saber para aquel tiempo, y de una suavi-
dad de carácter que le concillaban el amor y el respeto hasta de
sus mismos enemigos. Mientras permaneció preso en EspaQa , fué
tratado con todo el decoro correspondiente á su alta^clase. En Ro-
ma fué respetado, y recibió todas las atenciones que el Pontífice
podia tener con un hombre que se hallaba en su categoría. Por úl-
timo se pronunció la sentencia, reducida á que abjurase diez y seis
proposiciones, que ni habia pronunciado Carranza , ni aparecían
claramente en sus escritos, mas que se deducían solamente de al-
gunos pasajes arbitrariamente interpretados. Sin embargo , se so-
metió Carranza, y en su virtud fué absuelto. Mas cuatro dias des-
pués falleció el prelado, dejando fama de un eclesiástico ejemplar,
y muy poco merecedor de la prisión en que permaneció los diez y
ocho últimos aDos de su vida.
Tuvo lugar en este mismo afio, 1576, un viaje que hiío el rey &
Guadalupe, con motivo de tener allí una entrevista con su sobrino
el rey don Sebastian de Portugal, ocupado entonces con el proyecto
de expedición al África. Pero de esto hablaremos con mas ostensión
al dar cuenta de aquella campaña.
En 151$ dio la reina á I^z el hijo cuarto y último, llamado Feli-
pe, el tercero de este nombre que figura en el catálogo de nuestros
reyes.
A los referidos se reducen los principales hechos públicos (1) de
alguna importancia, ocurridos durante los diez años á que dice re-
lación este capítulo. Uno tuvo lugar en el curso de 1578, mas
digno de llamar la atención que ninguno de los otros, á saber la
muerte de Juan Escobedo, secretario de don Juan de Austria, eje-
cutada por orden del rey mismo. Mas como este acontecimiento fué
principio de un drama, que no llegó á su desenlace hasta después de
(i) Los relativos á las cortes y todos los ramos de administraeion inieiior tendMD Itogar ett Ion
üpéodices ó articalos saplemeotarlos con que se dará término á la obraé
Tomo i. 82
646
HISTORIA DI FBLffE II.
mochos afios, le reservaremos para otro capitalo, e& que todes i«
hechos se cncadeDeD. Por ahora volveremos á salir de Espafia, pi-
sando á Fraocia, donde con el adveDimieoto de un nuevo rey, estaban
en fermentación nuevos elementos de discordia y de desorden.
mmm
cAPmito i.
Asuntos de Francia. — ^Enrique de Valois en Polonia. — Descentenlo del rey. — Sabe la
muerte de su hermano Carlos. — Se evade de Polonia.— -Pasa por Alemania é Italia á
Francia. — Se declara del partido católico.— Sus devociones y mas actos religiosos.
.-«Es coronado y consagrado en Beims. — ^No edifican sus devociones al pais^-^-^
censuran sus^vicios. — Se le acusa de hipocresía. — Formación de la liga católica, sin
contar con el monarca índole de esta asociación. — Sus designios secretos.— YaciJ¡9
el rey sobre el partido que le conviene adoptar. — Convocación de los Estados ge-
nerales.— Se reúnen en Bloís. — ^Piden los Estados h revocación del último edi^.
— ^Accede el rey.— Se declara jefe de la liga católica. — ^Nueva guerra»— Nuevo tra-
tado de pacificación, — Descontento del rey de España (1). — (1574-lf5í8,)
^
Fué reoibído Eoriqae de Yalois en Polonia con ^dníiracion, por
su gallarda presencia, gracias personales y fama de' sa nombre
como capitán, al mismo tiempo que con disgusto, por el recuerdo
de su participación en la matanza de los calvinistas. Se puede decir
que excitó desde un principio mas odio que cariQo, y que á lo me-
nos fué objeto de una suma desconfianza. El mismo desvío que
mostraban los polacos h&cia el rey, animaba al monarca con res-
pecto los polacos. Ni el clima, ni el suelo agreste, ni aquellas cos-
tumbres groseras y marciales, ni aquellas Dietas, ni aquellos pa-
latinos y hombres tan celosos por la conservación de sus derechos,
podían ser del gusto de un príncipe joven, acostumbrado & los de-
yaneos y pasatiempos de una corte galante, voluptuosa y corrom-
(I) Xai mlfmafl anlorldsdea qoe en los o«piltdo8 ZL y ZLt
6Í8 HISTORIA DE FELIPE U.
pida; corte en que Eoriqae figuraba como en primer término. Par-
ticipaba la juventud francesa que ie habia acompañado, de sus
mismos sentimientos, y los recuerdos del Louyre, de sus fiestas, de
sus bailes, de sus máscaras, de las damas que los hablan favore-
cido en otro tiempo, eran los solos recursos con que llenaban el
vacio de una existencia monótona y triste. Con el tiempo se miti-
garon las antipatías, y debilitaron en gran manera los recuerdos.
Fué ganando poco á poco el rey las buenas voluntades de sus sub-
ditos, y como siempre estaban amenazados de guerra con los tor-
cos, no les pesaba tener á su frente un principe joven, que ya se
habia cubierto de gloria en los combates.
Cuando se hallaban en esta situación las cosas, llegó á oidos del
rey la muerte de su hermano. Ya antes de su salida de Francia
contaba con su sucesión, y la misma reina madre le habia dicho al
despedirse de ella: «no estarás por allá, hijo mió, mucho tiempo.»
Al comunicarle esta princesa tan importante novedad, le instaba i
que se pusiese cuanto antes en camino para Francia, doüde los ne-
gocios reclamaban su presencia; y le encargaba además que no se
descuidase en enviar la confirmación de su nombramiento á la re-
gencia. A la muerte de Garlos IX, quedó, como sabemos, Catalina
r^estido de este cargo, que ejercia con su habilidad y sagacidad
acostumbradas. Eran siempre difíciles las circunstancias en que se
hallaba el j^is, donde el horizonte no acababa jamás de serenarse.
GontinuabaJa unión entre los calvinistas y el partido político, ósea
moderado, m rey de Navarra y el nuevo duque de Anjou, jefes de
este partido.de fusión, habían sido perdonados, pero permanecían
en la corte casi en condición de presos. Se habia refugiado á Ale-
mania el príncipe de Conde, y manifestaba hacer preparativos para
entrar á mano armada en Francia, á la cabeza de los antiguos reí-
tres. Se hallaban llenos de esperanza los calvinistas de dentro, y
los católicos de su partido estrechaban los vínculos de una alianza,
que consideraban como la base de su engrandecimiento. Llegó la
publicidad de todos estos sentimientos, hasta el punto de celebrar
los protestantes una asamblea muy solemne en Milhau, donde se
establecieron las bases de una conducta para lo futuro, ya de paz,
ya de guerra, según las disposiciones de la corte. Revivía, paes,
el partido calvinista, y la rema madre, tan ansiosa siempre de te-
ner á raya el dominante por medio de la influencia del contrarío,
no propendía á desplegar un sistema de gran severidad, en medio
CAPITULO L. 649
de las inquietudes que la actitud de los calvinistas la inspiraba. Ta-
les eran las importantes noticias que al rey de Polonia comunicaba
Catalina. El disgusto de vivir en aquel pais del Norte, el deseo de
volver á Francia, y el cuidado en que le tenian sus negocios, fueron
otros tantos estímulos, que le impulsaban á salir cuanto mas antes
de Polonia. Mas, se le ocurrió una gravísima dificultad, á saber, que
los polacos recelosos de que los abandonase el rey, espiaban todos sus
pasos, y le guardaban como si se hallase preso. No le quedaba á
Enrique otro recurso que la fuga. Por la primera vez se vio el
ejemplo de un rey evadiéndose del pais donde ocupaba un trono, y
de donde sus subditos no le permitían marcharse por amor ¿ su
persona. Salió bien Enrique con su tentativa. A favor de un disfraz,
pasó sin obstáculo la frontera de Polonia. Atravesó la Alemania, de
cuyo emperador fué acogido con muestras de grande estimación, y
tomando la vía de Italia, pasó por Yenecia, por los Estados de Mi-
lán y el Píamente, recibiendo por todas partes obsequios y toda es-
pecie de homenajes. -^
Se aguardaba en Francia con muchísima inquietud la llegada del
rey, porque se ignoraban sus ideas acerca de los partidos que la
dividían. Muy pronto se disiparon las dudas, y se puso en claro su
resolución de adherirse en un todo & los católicos, con exclusión de
sus contrarios. Manifestóla estos últimos que no era su intención
molestarlos en ningún sentido, ni tampoco el perseguirlos, con tal
que se mostrasen fieles al culto católico y á las antiguas leyes, que
dejasen las armas y restituyesen las plazas que ocupaban, pues de
lo contrarío serian expulsados del reino, llevándose sus bienes adon-
de mejor les pareciese. Para mostrar mas la sinceridad de estos
sentimientos, asistía en público á todos los actos religiosos, se in-
corporaba en las procesioi\es, se afiliaba en las cofradías de los pe-
nitentes, tan comunes en aquella -época, vistiéndose de su saco ne-
gro ó blanco, pues los había de los dos colores. De esta manera se
condujo en Marsella, en AvíQon, en Lyon y en todos los pueblos de
su tránsito hasta Reims, donde fué consagrado y coronado. En Pa-
rís, donde hizo su entrada pública de allí á muy pocos días, cre-
cieron sus manifestaciones de celo por la religión católica, sus ac-
tos devotos, su asistencia á las procesiones de los penitentes, sus
visitas á los conventos y demás casas relíosas, no descuidando en
fin ninguna ocasión de presentarse al pueblo de París y á la Fran-
cia entera, como el alma principal de los católicos.
650 fllSTORU 0B FBLIPE M.
Qae tal era su plan , lo manifestaba sa conducta, aunque ^ reí*
lidad tampoco se pueden achacar estos ados á pura hipecresia, co-
nociendo la índole del tiempo. Tal vez era una política acertada;
mas Enrique III, á pesar de su alta dignidad, no era hombre [Mira
representar el principal papel en cosa alguna. Desde las dos ikr
torias conseguidas en su primera juventud, habían decaído singu-
larmente su crédito y prestigio. Ni sus costumbres, ni su carácter,
le daban medios de ser jefe de ningún partido. Los moderados <)m
favorecían á los calvinistas, vieron en el rey un obstáculo á sus
planes favoritos: los católicos ardientes que reconoció al doqoe de
Guisa por su jefe, no se pagaban de sus actos devotos, de su Ui-
Uto de penitente y otras mas demostraciones que no se tenían per
sinceras. Unos y otros hacían la s&tíra de sus amores, de sus ^-
cios, de sus costumbres licenciosas, llegando á acusarle de desor-
denes feos á que se entregaba, bajo el manto de sus devociones.
En cuanto á los calvinistas, no se arredraron con los sentimiea-
tos hostiles del monarca. En lugar de rendir las armas, de
entregar sus plazas fuertes, se movían y agitaban mas que nuaca.
El príncipe de Conde en Alemania, procuraba el alistamiento de los
reitres, y el rey de Navarra no pensaba mas que en sustraerse de
una corte donde se hallaba como esclavizado. El duque de Aajoo
dejó á París, y se retiró como fugitivo á sus Estados. Todo haóa
creer en una próxima ruptura, que al fin tuvo lugar, á pesar de
toda la astucia conciliadora de la reina. Los reitres de Alemania ea-
traron, y aunque fueron vencidos por el duque de Guisa, no sa-
frieron una derrota decisiva. El rey de Navarra por su parte, había
llevado á efecto su plan de evadirse de la corte, dirigiéndose k sos
Estados de Bearne. Luego que pasó el Loira, arrojó de una ves la
máscara que Uevaba hacia tres afios, y renunciando á la comuaicB
católica, se volvió á declarar altamente protestante.
Comenzó Enríque III ¿ sentir todas las amarguras de su posicioa,
tan desdorosa para la dignidad de un rey de Francia. Los catviais-
tas, el partido político ó nunlerado, los católicos ardientes, hasiasa
mismo hermano el duque de Anjou, todo se le mostraba hostil, ¿
al menos no amistoso. Los partklos tenían sus jefes, y eo realidad
no estaban con ninguno. La guerra en que estaba ya medio empe^
fiada toda la nación, manifestaba un aspecto muy dudoso. Era, pues,
de toda necesidad conjurar la tormenta y apdar & la vía de las na'
gociaciones. La reina Catalina que conoqia esta verdad nge^ qae
CA?ITOLO L. 651
nadie, paso en moTímíento los resortes de toda su politioa. Se diri^
gió ¿ los calvinistas, quienes sin dificultad adoptaron gustosos los
(¿f minos de conciliación favorables á sus intereses. Se ajusté, pues,
un tratado de paz eu 15^76, y era el cuarto- después de aquellas
contiendas tan refiidas. Se dio dinero á los reitres para que volvie-
sen i Alemania. Quedaron los calvinistas con el libre ejercicio de
su culto, y la posesión de las plazas fuertes que tenian como en
rehenes; en fin, en los mismos términos y bajo el mismo pié que en
elafiolSIO.
Perdió con este tratado el rey de Francia todo su crédito con los
católicos ardientes. Los sacrificios que babian hecbo de tantos afios
atrás para acabar con el partido calvinista, las matanzas de San
fiartolomé, todo babia sido inútil, puesto que sus enemigos se ba-
ilaban triunfantes que nunca. Los jefes de este partido, en quienes
intereses de poder y de ambición ejercían por lo menos tanta in-^
fluencia como los puramente religiosos, daban pábulos á estos sen*-
timientos de indignación que les abrían una nueva carrera de en-
grandecimiento. No es un rey afeminado y corrompido, decian, el
verdadero representante del catolicismo en Francia. Sus devociones,
sus penitencias, no son mas que una máscara con que oculta sus
vicios y sus disoluciones. Su último edicto de pacificación manifies-
ta bien que prefiere una indolenda vergonzosa á la noble ocupación
de acabar con los enemigos de su reino: pues bien, si el partido
católico necesita obrar con energía para su propia salvación; si ca-
rece de una cabeza que le dé el impulso; si el rey se baila incapa*
dtadó de ponerse á su frente, ¿no es justo, no es necesario 'que los
católicos se unan, se liguen y encuentren en los vincules de su aso-
ciación la fuerza que no les da el poco celo y libre disposición
de su monarca? ¿Qué recurso nos queda mas que el de esta liga, si
no queremos caer por castigo de nuestra negligencia en las garras
de Ids malditos calvinistas?
Tales fueron las insinuacioaes que esparcieron unos, las ideas
qoe coocibieron otros, los sentimientos que animaban en fin á los
católicos ardientes. El temor por un lado, la ambición por otro, el
deseo de bumillar al rey y trabajar en su descrédito, tales fueron los
móviles de la vasta asociación católica que con el nombre de sanfá^
üga se formó en Francia, sin contar con el rey, y desafiando en cierto
modo toda la autoridad de que estaba revestido. Al frente de esta
liga figuraban los principes de la casa de Lorena, y especialmente
65S HISTORIA DB FBLIPSn.
Enrique, duque de Guisa, tan querido, tan ídolo del pueblo, como
lo había sido su padre en otro tiempo. Activo, generoso, magoáDi-
mo, brillante con todos los adornos exteriores, dotado de la misma
afabilidad y maneras cariOosas hacia el pueblo, tan valiente y afor-
tunado capitán, católico tan celoso y tan ardiente; en todo eraEo-
rique de Guisa digno heredero de su padre. En las matanzas de San
Bartolomé habia representado el principal papel, y dado el impalso
mas eficaz y mas activo. Últimamente se habia distinguido contra
los reitres de Alemania, habiendo contribuido una herida que reci-
bió en la cara, al aumento de su prestigio con el pueblo, que desde
entonces le designó siempre en sus momentos de entusiasmo con A
epíteto de Balafré (Chirlado).
Era, pues, el Chirlado uno de los hombres que podían hacer noa
sombra á la autoridad de un rey, y Enrique III, que á pesar de sq
ligereza y hábitos indolentes no carecía de entendimiento, estaba mof
penetrado de lo mismo. En caso de ignorarlo, allí estaba su madre,
astuta y sagaz, que no podía menos de hacérselo presente. Pero te-
nían que tolerarle á pesar suyo y poner buena cara á un persona-
je popular que ejercía tan positivo poderío. Que el duque de Goisa
estaba apoyado por el rey de EspaDa, de quien recibía instrucciones
por medio de su embajador, lo acredita la activa correspondencia
entre uno y otro, que todavía existe en los archivos. Para el reyde
EspaOa era digno de su favor y de sus auxilios cuanto podía pro-
mover en Francia los intereses del catolicismo puro, en detrimento
y hasta exterminio de los calvinistas. Todos los actos de pacifica-
ción y tolerancia con estos sectarios, excitaban su indignación y
provocaban sus reclamaciones. Los calvinistas de Francia faeroo
para él una continua pesadilla. Como herejes los aborrecía ; como
aliados naturales de los flamencos, eran [para él objetd de eternas
inquietudes.
El advenimiento de Enrique III no debió de tranquilizar á ni
rey de vista tan penetrante, y que por conductos tan seguros debía
de estar bien informado de lo que pasaba. Ni la declaración de En-
rique, ni sus devociones, ni sus penitencias, debieron de hacfl ^
grande impresión sobre el ánimo de Felipe II, que tendría buenos
datos de la indolencia, de los vicios y de las disoluciones de aqne!
principe. El último . tratado de pacificación irritó probablemente
tanto al rey de EspaDa como á los ardientes católicos de Francia.
Demasiadas pruebas tenia de que Catalina de Médícis se movía mas
CÁPtTDLO L. 65d
por intereses puramente políticos de poder y mando, que por
príDcipios religiosos. En cuanto al rey, acababa de dar una prueba
evidente de que si se mostraba buen católico, sabia ceder & la furia
de las tempestades en lugar de oponerles un corazón decidido y
animoso .
Hé aqui todas las consideraciones que hacen creer, aunque no
constase por cartas fidedignas, que el rey de EspaDa miró con agra-
do y ojos de favor la formación de una liga destinada á reparar los
males que habia causado y podia causar en adelante la política tor-
cida del monarca. Si Felipe U no fué el primer promotor, se puede
considerar como el grande aliado, el alma de esta asociación, iden-
tificada con sus sentimientos, tan útil á sus intereses. Por esta es-
treóha conexión entre Felipe II y los grandes acontecimientos que
tenían lugar en Francia, entramos en tantos pormenores acerca de
su naturaleza y sus tendencias.
Volviendo al hilo de la santa liga, cundió la asociación desde Pa-
rís, que era su gran centro, á todas las provincias en que el catolicis*
mo dominaba. Todos los hombres celosos por la conservación y lus-
tre del antiguo culto, corrieron á alistarse en sus banderas. Todo el
fuego del fanatismo manifestado cinco ó seis afios antes en los ter-
ribles choques con los calvinistas, revivió con la misma actividad,
con el mismo deseo de venganzas, con la misma sed de sangre. En
todas partes se presentó la asociación, sin velo ni disfraz alguno :
el estandarte de la liga santa se alzó del modo mas público y solemne.
Cuando se forman asociaciones de esta clase ¿ presencia y con
aislamiento de un monarca que hasta cierto punto pertenece á las
mismas opiniones, se puede decir que este rey ha perdido su pres-
tigio, que este rey se halla virtualmente destronado. Una asociación
calvinista nada hubiera tenido de humillador^para Enrique III; mas
una liga de los católicos celosos sin contar para nada con un rey
que de católico tan celoso blasonaba, le hacia ver que no podía ó
DO quería defenderlos, que no les parecía en fin digno de ponerse
á su cabeza. Era sin duda tan duro el lenguaje, como difícil y es-
pinosa la situación del rey. con quien se usaba.
¿Y qué partido tomaría? ¿Disiparía por un acto de su autoridad la
santa liga? No tenia bastantes fuerzas para ello. ¿Estrecharía sus
relacionen con los calvinistas? Era un paso en extremo peligroso,
paes además de quedarse en minoría, iba á concitar contra él la
masa nacional, con gran peligro de su trono. El asunto era muy
Tomo i. 83
I
654 HISTORIA BE FKUPE ü.
serio, el tiro de mtty largo alcance. La liga se fortificaba mas y ms
y el número de los prosélitos aumentaba en todos los áogalosdel
reino. Se armaban las ciudades principales en defensa delaté cató-
lica, y los deseos de todos eran unos. Si los mas moderados no
pensaban por este acto sustraerse á la autoridad del rey, entre los
mas ardientes y fanáticos se trataba nada menos que de destronar-
le. Y para allanar mas el camroo de la sucesión al ídolo del pueblo
y de la liga, al duque de Guisa, llegaron á forjarle sus parcialesnn
árbol genealógico que le hacia descender de Cario Magno ; genea-
logía muy falsa, mas que no por esto hacia menos impresión en los
ánimos de la muchedumbre.
' Indeciso el rey, creyó salir de este cuidado convocando los Esta-
dos generales para Bloís, adonde debían concurrir para el 15 de
noviembre de 1576, según órdenes expedidas al efecto. Se compo-
nían estas asambleas de tres estados, brazos ó estamentos. Figura-
ba en primer lugar el alto clero ; en segundo la nobleza ; en el ter-
cero los representantes de las ciudades, villas ó corporaciones po-
pulares. Se daba á este último el nombre de tercer estado (iiers
état). Deliberaban por separado los tres brazos, y solo ejercían d
derecho de petición ó súplica, que.en ciertos casos como el que nos
ocupa, equivalía á una exigencia.
A pesar de las intrigas de la corte para que viniesen á la asam-
blea hombres de todos los partidos, recayeron las elecciones del
tercer estado por la mayor parte en los liguistas. Los nombrados
de entre los hugonotes eran detenidos en el camino por sus contra-
rios, quienes para que no se presentasen en Blois ejercían en elks
toda suerte de violencias. Estaban tan lejos de tener cumplimienh)
los artículos del último edicto de pacificación, que aun no se habían
restituido y puesto en libertad los prisioneros de una y otra parte.
Los calvinistas se quejaban, pero sin efecto, pues mas poderosa qoe
el goi)ierooeralaliga. Mientras se reunían los Estados deliberaban
rey en su Consejo sobre la conducta que debería seguir en esta
efervescencia de los ánimos. Y como se creía que una de las peti-
ciones de los estados había de ser la revocación del último^edieto, )
que no se tolerase en Francia mas culto que el catolicismo, se de-
cidió al fin que diese el rey su asentimiento á la medida.
En 6 de setiembre del mismo alio se abrieron solemnemente to
estados. Les dirigió el rey un discurso desde el trono, lamentando
los males que afligían al país por la animosidad que agitaba i ktf
GAFITOLO L. 655
partidos, pidiendo á los estados le auxiliasen en la obra difícil de
establecer la paz y la concordia entre sus subditos. No tocó el rey
el punto de la liga, ni dio ¿ entender que era sabedor del gran pro-
yecto de sus partidarios.
No tardaron estos en manifestar al rey sus intenciones, pidiendo
con solemnidad la revocación del edicto de pacificación, suplicando
al rey no permitiese en Francia el ejercicio de otra religión que la
católica. Dio gratos oidos Enrique III á esta proposición de los esta-
dos, y prometió su cumplimiento según !a resolución tomada en el
Consejo. Para dar muestra de que adoptaba las ideas de la asam-
blea y entraba en ellas con sinceridad, se declaró jefe de la liga san-
ta y firmó los capítulos de esta asociación, en que los miembros mas
poderosos é influyentes aspiraban sin duda á destronarle.
Gradúan todos los historiadores de gran debilidad este acto del
monarca. Mas ¿qué otro recurso le quedaba? ¿Permanecería fuera de
la vasta asociación que blasonaba de representar los verdaderos in-
tereses de la Francia? ¿Chocaría de frente con los que se llamaban
campeones de la religión católica? ¿Disolvería violentamente una
asamblea convocada por él mismo, y cuyas peticiones tenian todo el
aire de un mandato? Para Enríque 111 no habia ya elección. Al triste
papel de jefe nominal de la liga tenia que reducirse, si no quería
pasar por mas séríos desaires, por humillaciones mas marcadas. Se
puede decir que Enríque 111 d^jó de hecho de ser rey, desde el mo-
mento que el grau partido católico, es decir, la mayoría nacional,
cesó de consideraríe como su representante «
Además del gran asunto de la revocación, se ocuparon los esta-
dos de Biois en arreglos interíores de un orden secundario, relativo
á la organización del pais, y sobre todo de las municipalidades. En
todos estos actos traspiraba la tendencia á fortificar el poder de las
asociaciones populares contra las influencias del monarca. Es muy
de notar que el mismo espíritu republicano que animaba al calví-
Dismo, se manifestaba en los católicos que desconfiaban de la corte,
y en los esfuerzos de su propio valor, cifraban la victoria sobre sus
rivales.
Revocado el edicto de pacificación, necesarío era que los católi-
cos se preparasen & una nueva guerra. No hablan estado dormidos
los calvinistas durante todos estos pasos, ni estaban dispuestos á
ceder sin disputa el campo que ocupaban. Ya habían formado entre
ellos y los príncipes protestantes del Imperio una asociación , á la
656 HISTORIA DE FEUPB II.
que dieron el nombre de contra liga, en oposición de la católica. Se
prepararon todos á encomendar su cansa á los azares de la guerra
abierta. Los católicos la deseaban con ardor, fiados en su superio-
ridad de número y recursos pecuniarios. Mas por una contradiccioD
que no deja de explicarse, anduvieron muy remisos los estados en
aprontar al rey los fondos necesarios para hacer la guerra; laudes-
confiados estaban de la sinceridad del monarca ; tan interesados en
que otro fuese la cabeza pública y ostensible de tan grande em-
presa.
La reina Catalina, sagaz siempre, sin perder nunca de vista el
pro y el contra de todas las cuestiones, á quien cegaba poco la par
sion, y los objetos le presentaban siempre su semblante verdadero,
conoció muy pronto los graves peligros que corria el Estado y sa
propio poderío, en caso de empeñarse seriamente aquella nueva
guerra. Sabia mejor que su hijo las tendencias y aspiraciones de la
liga católica, contrarias á ella y al trono, y se horrorizaba con la
idea de que al fin quedase completamente vencedora. Por otra parte
contemplaba á los calvinistas siempre decididos á correr los azares
de una lucha, cuyos resultados no podían preverse. Puso, pues, ea
juego esta princesa los resortes de su poli tica, haciendo que los miem-
bros mas influyentes del partido medio interpusiesen su mediación
para evitar el choque próximo de los dos partidos. Fueron inefica-
ces sus intrigas, y la guerra tuvo efecto, siendo los resultados moy
prósperos desde un principio para los católicos. . Perdieron los cal-
vinistas varias plazas, y entre ellas la de La Caridad, plinto impor-
tante por su posición central en las orillas del Loira, sin que por
esto desmayasen. Crecían al contrario de dia en día sus elementos y
medios de defensa. Reclutaba el príncipe de Conde á toda prisa ale-
manes y suizos, ya próximos á entrar en Francia. Igual marcha es-
taba emprendiendo á la sazón el príncipe Juan Casimiro, hermano
del Elector palatino, á la cabeza de un cuerpo poderoso de auxi-
liares.
Volvió á apoderarse el cansancio, como tantas veces sucedía, de
las filas de los combatientes. Era demasiado viva la llama de la pa-
sión que provocaba todos estos choques , para que fuese duradera.
Había disminuido mucho el ardor de los católicos á la vista de las
nuevas dificultades que les oponían los contrarios. Por otra parte,
la guerra les ocasionaba cuantiosos desembolsos, y además se ha-
llaban roídos de la inquietad , de que la corte no hiciese buen oso
CAPITULO L. 657
de tan enormes sacrificios. Abrió este desmayo nuevo campo á las
intrigas de la reina madre. Dirigiéndose alternativamente á unos y
á otros, poniendo en movimiento los celos, las desconfianzas mu-
tuas, inspiró generalmente el deseo de una nueva pacificación, que
al fin se ajustó en Poiüers á mediados de 1577. Para hacer ver lo
inútil de estas luchas y lo imposible que era acabar con opiniones
arraigadas en todo un partido numeroso cual lo era á la sazón el
calvinista, pondremos en estrado los capítulos de este nuevo arre-
glo. Se permitía por él á los hugonotes el ejercicio libre, público y
general de la religión llamada reformada, en todas las ciudades y
lugares del reino pertenecientes á los de la religión, y en cualquiera
otro sitio, con tal que fuese con el consentimiento de los propieta-
rios : se les permitían sermones, oraciones, cantos de salmos, ad-
ministración del bautismo y de la cena, abrir escuelas públicas, edi«
ficar templos para el ejercicio de su religión, á excepción de París
y de sus arrabales, y dos leguas en contorno. Se les permitía el ma-f
trimonio de los sacerdotes y otras personas religiosas, sin que por
ello se les molestase ó persiguiese, y se levantaba todo obstáculo en
materia de religión para recibir á los calvinistas en universidades,
colegios y hospitales. Se permitia al rey de Navarra y príncipe de
Conde celebrar oficios en los lugares de su pertenencia, hallándose
ausentes. En los parlamentos de París, Roma, Díjon y Reúnes, donde
los calvinistas debían tener una sala compuesta de un presidente y
cierto número de consejeros; debían ser estas personas elegidas por
el rey, mas sometiéndose la lista al rey de Navarra y á los intere-
sados, que podrían recusará los que les pareciesen sospechosos.
Debía conceder el rey al de Navarra ochocientos hombres para guar*^
necer las ciudades que se le diesen en custodia, debiendo gravitar
igualmente sobre todos los subditos de S. M. todas las sumas que
se aprontasen para pagar á los reitres, tanto en estas últimas como
en las anteriores turbulencias.
Así, después de tantos conflictos, de tantos desastres, de tanta
sangre derramada, quedaron los calvinistas por este tratado de Poi-
tiers bajo un pié tan favorable como por la paz ajustada en San
Germán ocho afios antes. Mas como la experiencia es enteramente
inútil cuando habla fuertemente la voz de las pasiones, no sirvió de
nada este escarmiento para impedir nuevas luchas de esta especie,
como lo haremos ver mas adelante.
El rey de EspaOa que tenía puestojs sus ojos en todos estos aeon->
^/
658 HlSTOEIl DE FBLIPE II.
tecimientos, que había sabido con grao gusto suyo la provideDcia
tomada eo Blois de revocar el último edicto de pacificación, que es*
cribia cartas sobre cartas á su embajador y & otras personas influ-
yentes, para que mantuviesen al rey en sus resoluciones, recibióla
noticia del tratado de Poitiers con las muestras del mayor disgusto.
Se dice que exclamó en un momento de enojo: «Es incompatible la
conservación de la fe católica en Francia con la familia de Valéis; es
preciso buscar el remedio en otra parle.» Si las palabras do son
ciertas, son al menos muy probables, tanto por lo que pasaba en-
tonces en el ánimo del rey, como por su conducta sucesiva. Ñopo-
dian estar mas en oposición las ideas y carácter del monarca espa-
Ool con las de la corte de Francia , porque tampoco podia ser mas
diversa la posición en que unos y otros se encontraban. Felipe, dQ^
fio absoluto de su casa, acostumbrado á la obediencia ciega deks
espafioles, sin mas creencias religiosas que una, sin facciones, sin
partidos depresivos en lo mas mínimo de su autoridad, apenas po-
día concebir el estado convulsivo de la nación vecina, por tantas
facciones destrozada. En vano le escribió la reina madre, baciéo-
dole ver los embarazos que rodeaban la corte, impulsada en diver-
sos sentidos por las pasiones é intereses que mutuamente se ei-
duian. A estas manifestaciones daba poco crédito, y solo se le ha-
lagaba tomando serias medidas para acabar de una vez con los
nuevos sectarios, que con tal encarnizamiento aborrecía. Temeroso
siempre del auxilio que de los calvinistas de Francia recibían los re-
beldes de los Países-Bajos, veía en esta última pacificación el pria-
cifHO de una nueva alianza. Y como se hablaba mucho entonces de
que los Estados de Flandes llamaban al duque de Anjou para po-
nerle á la cabeza del gobierno, concibió el rey de Espafia nuevos
temores, de que Enrique III se declarase protector de los Países-
Bajos. Pero coincidiendo esta medida con el principio del mando del
principe de Parma en Flandes, dejaremos este asunto para el ar-
tículo siguiente, relativo á la administración del nuevo gobernante.
CAPITULO U
Asuntos de los Paises-Bajos. — Gobierno de Alejandro Farnesio, príncipe de Parma.—
Situación del pais. — Disturbios. — Entrada en Flandes del duque de Anjou, y su sa-
lida.— Movimiento del príncipe de Parma. — Pasa el Mosa. — Llega hasta los arra-
bales de Amberes. — Retrocede, y pone sitio á la plaza de Mastrich. — Defensa he-
roica de los sitiados. — Asaltos inútiles de los espauoles. — Se regulariza el sitio. —
Apuros de los de adentro. — Nuevos asaltos. — Toma de la plaza. — Los vencedores
la saquean (1).— (1578-1579.)
Aspecto poco favorable presentaban los asuntos de Espafia en los
Países-Bajos, cuando tomó las riendas del gobierno el príncipe de
Parma. De las diez y siete provincias que los componían, solo tres
se hallaban á su devoción, y estas contenidas en cierto modo por la
presencia de sus armas. En un campo fortificado, con todas las pre-
cauciones de la guerra, alas inmediaciones de Namur, se hallaba el
ejército de que disponia, con grandes temores de que le intercep-
tasen los víveres y comunicaciones por medio de los ríos Sambre y
Mosa, que tenia á su espalda. Se hallaban al contrario muy pujan-
tes los confederados, engrosando mas y mas sus filas, con refuerzos
que les enviaban los príncipes luteranos de Alemania. También los
aguardaban de Francia, donde el partido calvinista consideraba co-
mo aliados unos pueblos que se hallaban en guerra contra un ene-
migo común, á saber, el rey de EspaSa. Ya hemos visto al duque
de Anjou, hermano de Enrique III, colocado al frente de un partido
(1 ) las mlBmtm amoridades que en loa capítulos XXXYII, XIVIII, XXIOX, ILUl, niV, XLV y XL VI.
660 mSTORÜ Di FEUPB n.
medio, entre la corte y los calvinistas, sin que se pudiese decir si
se conservaba fiel, ó se 'declaraba en pugna abierta contra aquel
monarca. En un pais despedazado por parcialidades, y con una cor-
te, donde tantas intrigas en mil sentidos pululaban, nada tomaba
un carácter determinado, ni de unión, ni de hostilidad constante; y
sí Enrique III no podia ver con buenos ojos á un hermano que se
emancipaba tantas veces de su autoridad, tal vez dio sincero asen-
timiento, cuando supo que el duque de Anjou era llamado á los Pai-
ses-Bajos por los enemigos de EspaQa, cuya amistad hacia él do
podia menos de serle sospechosa. Como agente principal de esta lla-
mada del duque de Anjou, se designa á la princesa Margarita de
Yalois, su hermana, y mujer, como se ha visto, de Enrique de Na-
varra. Aprovechó Margarita la ocasión de un viaje á los bafios de
Spá, ó mas bien tomó este pretexto para presentarse á los Paises-
Bajos, donde supo insinuarse con destreza en los ánimos de muchos
de los personajes de la confederación, presentándoles las yentajasde
poner á su cabeza al duque de Anjou, lo que les proporcionaría síd
disputa la protección y alianza del mismo rey de Francia. Dieron
oidos á la proposición los que la creyeron ventajosa, ó los que de-
seaban alguna novedad que mejorase su fortuna propia» Fué en las
dos provincias de Artois y de Haynault, donde el duque de Anjoo
ganó mas partidarios, y por donde se concertó su entrada en los
Paises-Bajos. Lo, verificó el príncipe francés á mediados del 1578,
cuando todavía mandaba don Juan de Austria. Llevaba consigo al-
gunas tropas, que si no parecieron muy considerables á los que les
llamaban, les satisfacían en parte, por las numerosas que para tiem-
pos mejores anunciaban. Mas lo que parecía un grande refuerzo y
un considerable aumento de poder para los confederados, no fué
verdaderamente mas que un principio de desunión y una manzana
de discordia. En primer lugar, sé disgustó mucho con la yenida dd
príncipe francés el archiduque Matías, reconocido ya por goberna-
dor de los Estados, y que se vio como suplantado por el reden-
venido; por otra parte, los que no habían tenido parte en la lla-
mada del francés, pues fué obra solo de una parcialidad, miraron
con desconfianza el refuerzo de un auxiliar, que tal vez no venía
con las mejores intenciones. No era en efecto la persona del duqoe
de Anjou muy á propósito para inspirar confianza á pueblos celo-*
sos de sus privilegios, y que en los extranjeros buscaban solo pro-
tección, mas no sefiores. Demasiado joven, de carácter ligero, de
gílPitülo li. 661
poea cajMieidad, liceDcioM como qd príncipe criado en la corte de
Francia, sin mas iostinto fuerte que el de una ciega ambición que
no se apoya en plan alguno, se presentó en los Paises*Bajos, con-
duciéndose, y sobre todo, expresándose de un modo, que daba á
entender que los consideraba como su dominio propio. Excitó esto
la suspicacia de los flamencos, y no fué poco el disgusto del duque
de Anjou, al verse objeto de homenajes, de respeto aparatoso y toda
clase de acatamientos, sin ejercicio ninguno del poder; al ver que
ni para el pago de las cortas fuerzas que le acompasaban , ni^para
los gastos de su persona, le contribuían en nada los Estados. Se dis-
gustó pues muy pronto el príncipe del pais, y después de algunos
dias de residencia en Mons, dejó los Países -Bajos y se retiró áFran*
cia, donde continuó siendo objeto de celos é inquietud para su her-
mano.
Adolecían ios Estados confederados de los Países-Bajos del espf-*
ritu de desunión, que inevitablemente se introduce donde los inte-
reses no están todos de acuerdo; donde no hay una cabeza, un hom-
bre de poder y de prestigio, capaz de encadenar las voluntades.
Matías no era mas que jefe nominal, un príncipe extranjero, lla-
mado para dar al menos una sombra protectora á los confederados.
El príncipe de Orange, aunque de gran capacidad y nombre en el
pais, no ejercía bastante poder, ni gozaba tal prestigio, que le re-
conociese por jefe y director todos los Estados de la Liga. Una
prueba de que él comprendia esto mismo, y de que evitaba con cui-
dado alarmar la susceptibilidad de sus rivales es que no solo tuvo
parte activa en el llamamiento de Matías, sino que apoyó después
con eficacia la ida á Flandes del duque de Anjou, aunque no des-
conocía sin duda las pocas prendas que alcanzaba. Según hizo ver
este príncipe por toda su conducta, no aspiraba al dominio absoluto
de los Paises-Bajos, y sí tan solo al mando y posesión de las pro-
vincias'de Zelanda y Holanda, y las demás del Norte confinantes.
No podían ser los Paises-Bajos mas que teatro de intrigas y fac-
ciones, así como de combates. Poco antes de la entrada del duque
de Anjou, se había apoderado de Gante y otras plazas, echando de
ellas á sus gobernadores un nuevo partido en abierta rebeldía con-
tra los Estados, y que obraba, según opinión común, bajo la in-
fluencia secreta del príncipe Juan Casimiro. Como eran por la ma-
yor parte los de este partido individuos de ks nuevas sectas reli-
giosas, se setaló la facción con nuevos despojos y allanamientos de
Tono I* 84
I
66 1 HISTORIA DK FBL1PE IL
]os templos católicos, aumentándose el desorden de aqoellas tor-
bolencias. Contra esta parcialidad se levantó otra en las provincias
del Ártois, del Haynaolt y de la Flandes Meridional, que cod el
nombre de makmtentos, se declararon campeones del catolieisiDO,
y en abierta oposición con la política de los Estados, que dispensa-
ba tanta protección á las nuevas sectas religiosas. Fueron princi-
palmente estos descontentos los que llamaron ¿ Flandes al príncipe
francés, y los primeros que dudaron de sus buenas intenciones,
obligándole á dejar un pais, donde no se hallaba con bastantes
fuerzas para mantenerse. Así pululaban los celos, las desconfian-
zas, las disensiones mutuas, atizadas, no solo por los naturales,
sino por la política poco franca de las cortes extranjeras. No se sa-
bia á punto fijo, si Enrique de Francia protegía ó no cordialmente
el establecimiento de su hermano en Flandes. En cuanto á la reina
de Inglaterra, á pesar de haber dado en otro tiempo oidos al ajosle
de sus bodas con el duque de Anjou, de haber agasajado muchísi-
mo ¿ este príncipe cuando su presentación en Londres, estaba muy
lejos de pensar seriamente en semejante enlace, y además se ha-
llaba sumamente recelosa de la influencia que iba á ejercer el rey
de Francia en Flandes, por la investidura de su hermano. Por esta
causa, á pesar de una liga de hecho que existía entre Isabel y los
confederados, no solo cesó de enviarles socorros pecuniarios, sino
que exigía el pago de las sumas que les había prestado. Por otra
parte, Felipe II, siempre desconfiado de la política poco segura y
decidida de Francia, comenzaba á considerarle casi como enemigo
por la expedición del duque de Anjou, y trató de ponerse de acuer*
do con la reina de Inglaterra, aunque con tan poca sinceridad de
una y otra parte, como puede suponerse. Lo que había de real en
todas estas combinaciones, era la desconfianza, los celos, el deseo
mutuo 'de hacerse dafio, que á los tres soberanos animaba. T solo
con estos datos suministrados por todas las historias, se puede con*
cebir que estando todas las provincias de Flandes, menos tres es-
casas, insurreccionadas contra el rey de Espafia, hallándose con
fuerzas superiores, no llegasen á echar de una vez á los espalioles
de su territorio. Pasemos ahora á las operaciones militares del prin-
cipe de Parma.
Trató Alejandro de tomar la ofensiva; y otra conducta no podía
adoptar, hallándose como encerrado en su campo, á las inmedia-
ciones de Namur^ y hasta con apuros para la subsistencia de sus
CAPITULO LI. 663
tropas. Les pasó revista, y se halló con veinte y cuatro mil hom*
bres de á pié, y cerca de siete mil caballos, casi todos alemanes.
Era maestre de campo general, Pedro Ernesto, conde de Mansfeit;
general de la caballería. Octavio Gonzaga, y comisario general de
la misma, Antonio de Olivera. Mandaba la artillería, Egidio, conde
de fiarlamont, al cual auxiliaba paia todo género de construcciones
de. guerra, Gabriel Serveloni, nombre ya conocido en esta historia,
y de otros tres capitanes de infantería, célebres ingenieros ita^
llanos.
Con este ejército, pues, se decidió Alejandro Farnesio ¿ correr los
azares de la guerra; pues aunque el rey de EspaDa le escribía en-
tonces que tentase los medios de ajuslar una paz con los Estados,
creyó que seria el mejor modo de conseguirlo, alcanzando ventajas
militares. Deliberó pues en su consejo sobre el camino que empren-
dería la expedición, y aunque opinaron los mas que se trasladase
el ejército á las provincias de Flandes y Brabante, y pusiese sitio á
Amberes, se decidió á dirígirse con ellas hacia el Norte, y ocupar
& Mastrích, para impedir mejor la entrada de los alemanes auxi-
liares.
Mientras tanto sitiaban los Estados la plaza de Deventer, en po-
sesión entonces del de Parma; y aunque este príncipe se apresuró á
marchar en su socorro, la entregaron los alemanes que la guarne-
cían antes de la llegada del refuerzo. No impidió esto que el gene-
ral espaBol continuase su expedición hacia la plaza de Mastrích, á
cuyas inmediaciones llegó á príncipios de 1579. Antes de empren-
der seriamente el sitio, se apoderaron sus tropas de algunos pue-
blos considerables de las inmediaciones. Entró el capitán español
Cristóbal de Mondragon en Garten, que hacia poco se habia suble-
vado, y ahorcado al gobernador puesto por los españoles. Reparó
Mondragon el ultraje, dando el mismo castigo al gobernador pues-
to por los sublevados, y dejó por jefe de la plaza al español Fer-
nando López. Después pasó Mondragon á la plaza de Erclens, que
se entregó sin resistencia, y en seguida, después de una refriega
en que derrotó á tropas que venian en su encuentro, se apoderó de
la plaza de Estrala, en cuya expugnación apeló al recurso de la
mina. Mientras tanto obtuvo una ventaja Pedro Tasis de importan*
cía sobre el enemigo , habiéndole derrotado y perseguido hasta las
puertas de Venloo. Otra derrota hizo sufrir el marqués del Monte
é un cuerpo de caballería, muy superíor eo número. Eran muy
691 mSTOBIA DI FRLIPE II.
frecueites estas escaramuzas ó combates parciales en una guerra,
doDde se reducían casi á sitios de plazas las grandes operaciones
militares. Alentado con estas ventajas Alejandro, ó por desistir ya
de su proyecto de sitiar la de Mastricb, ó por ocultar mejor su de-
signio al enemigo, resolvió penetrar por el Brabante. Mandó para
esto echar un puente de barcas sobre el Mosa, á favor del cual pasó
todo el ejército, sin ser molestado; & pesar de que habiéndose des-
baratado el puente, cuando se hallaba todavía la mitad de las tro-
pas en la orilla izquierda, les hubiese sido fácil aprovecharse de la
confusión que origina siempre un accidente de esta clase. Mas pro-
bablemente no tenían los enemigos noticia de este movimiento, lo
que prueba el descuido ó faltado concierto que reinaba en sus ope-
raciones militares. Así es que cuando Alejandro Farnesio entró en
la provincia del Brabante, comenzó á introducirse en ellos nueva-
mente la discordia, ech&ndose mutuamente en cara el desacierto de
sus operaciones. Para ponerse al abrigo de la tempestad que los
amenazaba, adoptaron el plan de repartir una gran parte de sus
tropas entre las plazas de Malinas, Mastrich y Breda, dejando un
grueso cuerpo cerca de Eindoven y de Bois-le-Duc, para observar
los movimientos de Alejandro.
Volvió este & pasar revista & su ejército, algo engrosado con re-
fuerzos de Alemania, y se halló con veinte y cinco mil hombres de
infantería y ocho mil caballos, sin contar las tropas que habian de-
jado atrás, á las órdenes de Cristóbal de Mondragon y el marqués
del Monte. Hallándose con un número de caballos demasiado con-
siderable para sus operaciones en aquel punto, resolvió licenciar al-
gunos recayendo esta medida sobre cuerpos alemanes, de cuya dis-
ciplina y comportamiento no se hallaba satisfecho. Por entonces do
tenia falta de dinero, pues acababa de hacerle una remesa conside-
rable el rey de EspaDa.
Con una parte del ejército mandada por el coronel alemán Al-
temps y el maestre de campo Francisco Valdés, se emprendió el si-
tio de Vort, que se rindió á viva fuerza, sufriendo en seguida un
saqueo por las tropas vencedoras. Las que la guarneciao fueron
ahorcadas. Al mismo tiempo hacia Octavio Gonzaga una expedición
sobre la plaza de Eindeven, y derrot6 á las tropas enemigas que
salieron al encuentro. Persiguieron los nuestros á los fugitivos has-
ta las mismas puertas de Oriscot; y cuándo pensaban entrar de-
trás de los contrarios, se alzaron los puentes y la plaza se pusoea
GáPlTÜLO Li. MU
estado de defensa. Por su parte se movió Alejandro con las tropas
de Mondragon, Tassis y Altemps, hacia el campo fortificado de
Torohüt, entre Bois-le-Duc y Amberes, donde estaban situados los
reitres alemanes que Juan Casimiro habia llevado á los Paises-Ba-
jos. Se hallaba el príncipe á la sazón ausente en la corte de Ingla*
terr^, donde eif nombre de los Estados habia ido á solicitar socor-
ros de la reina, muy poco propicia entonces á proporcionar auxi-
lios de que probablemente se aprovecharían los franceses. A pesar
del buen recibimiento que hizo al principe alemán, eludía sus pnn-
posíciones con respuestas evasivas, y teniendo en poca cuenta las
ofertas que en pago de sus servicios la hacia el principe de Orange,
exigia plazas fuertes por segundad de sus empréstitos. Así pasaba
el alemán su tiempo entretenido y divertido en la corte de Ingla-*
térra, cuando era su presencia al frente de sus tropas tan indis-
pensable.
Las mandaba en su ausencia un príncipe de Sajonia, deudo su-
yo, y no atreviéndose á esperar al de Parma, se retiró hacia la
plaza de Boisle-Duc para hacerse fuerte en ella. Temerosos los ha-
bitantes de que una vez entrados los alemanes se quisiesen apode-
rar de la ciudad, les cerraron las puertas y no quisieron una pro-
tección que podia serles tan costosa. Disgustados los alemanes,
viéndose por otra parte muy poco seguros en aquel pais, pensaron
en tomar la vuelta de su patria. Con este objeto se dirigieron al
príncipe de Parma, prometiéndole retirarse del teatro de la guerra
con tal que satisfaciese sus atrasos. Mas les respondió Alejandro que
los alemanes en lugar de exigir dinero para irse, deberían darlo
para que se les permitiese emprender su retirada; que por lo mismo
seria ya demasiada su bondad en darles salvo-conducto para que
nadie los molestase en el camino. Se dirigieron los alemanes con
esta salvaguardia á su pais, sin exigir mas condiciones, y pasaron
el Mosa sin que en nada los incomodasen las tropas de Alejandro.
Supo esta funesta noticia el príncipe Casimiro cuando se creía en
el apogeo de su favor con Isabel, cuando acababa de recibir de esta
princesa la condecoración de la Liga, que en aquel pais tan
solo á los mas altos personajes se concede. Desilusionado el alemán
coD dicha nueva, salió prontamente de aquella corte, donde tan
malamente habia perdido el tiempo, y sin detenerse en los Paises-
Bajos se retiró á Alemania. Con este motivo perdieron los Estados
un cuerpo considerable compuesto de tropas escogidas, que les po^
666 HISTOIUA DE FBUPfi II.
día ser tan útil en aquella guerra; prueba evidente de lo mal qae
estaba dirigida. En cuanto a! príncipe Alejandro, no contento coq
estas ventajas parciales, trató de dar un golpe mas importante ala-
caodo el campo enemigo situado en Burgerhout, inmediato á Am-
beres, -guarnecido con auxiliares iogleses, franceses y escoceses, i
cuya cabeza se hallaban el francés Lanoue y el ingfés Norris. gra-
taron algunos de su Consejo de impedir la expedición, tach&ndola
de temeraria y del todo improductiva. Mas sostuvo el principe de
Parma que no podia serlo una empresa que presenciarían los de
Amberes por hallarse tau próximo aquel campo; que la seguridad
de uoa pronta retirada al abrigo de sus muros, seria causa de que
los enemigos hiciesen poca resistencia, mientras los de la plaza, al
contemplar la bizarría y denuedo de los españoles, les darían gran
fuerza moral y se prepararían á recibirlos como sitiadores cuando
llegase el caso conveniente. Con arreglo á esta resolución se poso
en movimiento Alejandro, y en un^ llanura muy cerca del campo
atrincherado, dispuso sus tropas de un modo que ofreciesen un as*
pecto mas imponente y mas vistoso, tanto para los del campo como
para los de la ciudad, que estaban observando el movimiento. For-
mó en medio un escuadrón eji cuadro, colocando arcabuceros en
los dos costados. Le apoyaban por la derecha los reitres alemanes
mandados por Francisco d^ Sajonia, y por el otro un cuerpo de co*
Faceros por Pedro de Ta«is. Estaban colocados delante de este es-
cuadrón tres tercios pequeños mas de gente escogida y muy pro-
bada. A mano izquierda, enfrente al castillo de Amberes, colocó
los espafioles con Lope de Fígueroa: en medio los flamencos man-
dados por Yaldés, y los valones (1) por Altemps. Cada uno dees-
tos tercios llevaba cien mosqueteros, y algunos iban provistos de
un puente para pasar un arroyo que corría en frente del campo
atríncherado. A la retaguardia del escuadrón formaba Octavio Goa*
zaga con un gran cuerpo de caballería como reservas y por los cla«
ros que dejaban los tercios y otros huecos entre el escuadrón y los
cuerpos de caballería que los flanqueaban, discurrían algunos ca-
ballos ligeros que servían de corredores de campo y hacían el ser-
vicio de vanguardia. Dispuestas así las tropas, arremetieron en se-
guida. Avanzaron los tercios con la animosidad que les inspiraba la
(1) Se daba en aquel tiempo, y aun en posteriores, el nombre de Valonea ó Walones álos hibi-
tantea de la parte meridional de la provínola de Fiandes, llamada Galicana ó Franceta; y lo dUíbm*
Mnque no tan propiamente, A los del Arlois, del Gambreaia y del Haynaolt.
CAPÍTULO LL 667
riralídad de las naciones , deseando cada uno ser el primero en
echar so puente. Cupo esta suerte al tercio de los valones manda-
dos por Altemps; mas los otros no fueron remisos en hacer lo mis-
mo, y asi casi acometieron*todos de una vez el campo atrinchera*
do. Defendian los enemigos su puesto con mucha animosidad, y
todavía pelearon esforzadamente después de asaltadas por los nues-
tros las trincheras. Obligados á ceder, se retiraron á guarecerse en
los muros de la plaza. Siguieron los nuestros el alcance: movió su
cuadro el principe Alejandro, y tuvo el placer de poner fuego á uno
de los arrabales de Amberes, cuyos habitantes presenciaban el es- '
pectáculo desde sus murallas con el espanto y consternación que
pueden concebirse.
No estaban ociosos los negociadores durante todos estos movi-
mientos. Se trataba, aunque inútilmente, de convenios, de reconci-
liaciones y de paces. Por no interrumpir el hilo de la narración,
dejaremos este asunto por ahora, y seguiremos al príncipe de Par-
ma en sus operaciones militares.
Después del golpe sobre los arrabales de Amberes, se movió Ale*^
jandro hacia la plaza de Mastrich, según su proyecto anterior de
ponerla formalmente un sitio. Por qué no hizo esta operación en la
plaza de Amberes, cuando la tenia tan cerca, cuando habia incen-
diado ya uno de sus arrabales, no se comprende ni se sabe á punto
fijo. Conformándonos & la historia, que coloca el sitio de Amberes
en un tiempo muy posterior, daremos preferencia al de Mastrich,
que tuvo en efecto lugar cilico afios antes.
Llegó, pues, el príncipe Alejandro en 8 de marzo de 1579 ¿ las
inmediaciones de Mastrich, esparciendo la consternación tanto en la
plaza, como en los pueblos de las inmediaciones. Una gran parte
de los habitantes del campo se retiraron al territorio de Lieja; parte
á los muros de la misma plaza. Se halla construida sobre el Mosa,
que la atraviesa, dividiéndola en dos partes desiguales. La mas
considerable, situada en la orilla izquierda, es el verdadero Mas-
trich, dándose el nombre de Wich á la que cae á la derecha.
Se hallaba á la sazón Mastrich con todas sus fortificaciones, unas
reparadas, otras construidas de nuevo, pues habia contado el prín-
cipe de Orange con todas las probabilidades de un asedio. Estaba
abastecida abundantemente de víveres, municiones y toda clase de
pertrechos militares. Ascendía su población á treinta y cuatro mil
almas, con mil quinientos hombres de guarnición , franc^ses^ in-
MS HISTORIA Dft FEEIFB II.
gteses y esooceses, coo otros seis mil mas soldados del país qQe
acababan de alistarse. Estaba designado por gobernador el francés
Lanoue , que servia de cuartel-maestre general en el ejército de los
aliados; mas á pesar de la diligencia con- que este se puso en ca*
mino inmediatamente que tuvo noticias del próximo asedio de la
plaza, no pudo llegar & ella por hallar todos los caminos intercep-
tados por los nuestros. Quedó, pues/ de gobernador el alemán
Schwartzemberg, teniendo por segundo el conde de Erle y Sebas-
tian Tapiño (1), ingeniero distinguido, que habia sido director de
las nuevas fortificaciones.
« Trataron los enemigos de incendiar todas las casas y aldeas de
los alrededores, á fio de privar de todos recursos el campo de los
nuestros; y hubiesen consumado la obra de la destrucción, si por
orden de Alejandro no se hubiese adelantado Lope de Fíguecoa con
el objeto de impedirlo. Apagado el fuego se presentó pronto Alejan-
dro delante de los muros de la plaza.
Puso su cuartel general el príncipe en el pueblo de Patersen, á
media legua de Mastrich, y queriendo inaugurar la empresa de no
modo que le hiciese grato á sus soldados, les dio k saco el pueblo,
donde á pesar de su poca aparente consideración, fué el botín aban-
dantisifflo, tanto en víveres como en efectos de valor, y basta di-
nero. Con esto objeto se introdujo la alegría y buen humor en el
ánimo de los soldados, para quienes era este pillaje como preludio
del que les aguardaba dentro de la plaza.
Comenzó el príncipe de Parma sus operaciones por un bloqueo
para hacer mas fácil el asalto. Mandó al efecto construir dos puen-
tes de barcas apoyados en baterías, uno por encima de la ciudad,
otro por bago de la misma, y encerrada así por agua, la privó tam-
bién de comunicaciones por tierra, por medio de torreones que hixo
construir; cuatro sobre la orilla izquierda, y dos enfrente del pue-
blo de Wich, por la derecha. Mientras tanto no se descuidaban los
sitíados de hacer salidas, escogiendo para ello las horas de la no-
che. Imaginando los sitiadores que el no emplear el dia era efecto
de su poco arrojo, no observaban en la construcción de las obras,
todas las precauciones necesarias; y así, aprovechándose de este
descuido, los sorprendieron en una ocasión, matando k muchos
trabajadores, y destruyendo en gran parte las trincheras. Con esto
(t) Algunos y oittre ellos Slrdd«, le dan el nQmttre d« ftnaü.'
CAPITULO U. 669
fueron los sitiadores mas cautos, y no dieron lugar á que se repi-
tiese la desgracia. Como careciese el campo espaDoI de trabajado-
res y peones suficientes para las obras del sitio, se suplió esta falta
con soldados, y aun con oficiales. El mismo Farnesio dio el ejem-
plo cogiendo un azadón; tan interesado estaba en el éxito feliz y
pronto de una empresa que iba á tener una grande influencia en
las operaciones ulteriores de la guerra.
Terminadas ya las obras de circunvalación, privados los sitiados
de todas sus comunicaciones con los de afuera, y facilitados los
aproches, pensó seriamente el príncipe de Parma en un ataque for*
mal que preparase los asaltos. Se deliberó en el consejo sobre qué
punto comenzarían á jugar las baterías, y aunque él se inclinaba
hacia la puerta de Bois-le-Duc , se decidió por consejo de Baria-
mont, recien llegado al campo con la artillería gruesa de batir, que
comenzase el ataque sobre la de Tongres. Se construyeron al efecto
baterías con cestones, donde se colocaron cuarenta y seis piezas de
gruesa artillería que comenzaron al instante á hacer fuego sobre la
parte de la muralla que parecía mas débil. Al mismo tiempo recor-
rían tropas ligeras los alrededores, con objeto de recoger faginas,
piedras y demás materiales para la cegadura de los fosos. Enfrente
de Wich se habia situado Cristóbal de Mondragon con su tercio, y
Octavio de Gonzaga estaba apostado con cuerpos de caballería li-
gera, para hacer frente á cualquiera socorro de gente que pudiera
llegar á los sitiados.
Abrieron las baterías de los sitiadores brecha , mas se percibió
por la abertura que estaba detrás un terraplén con su foso, con lo
que se vino en cuenta que habían comenzado por el paraje mas
fuerte el ataque de la plaza. Dispuso inmediatamente Alejandro que
se dirigiese otro por la puerta de Bois-le-Duc, como habia sido su
primer proyecto, no suspendiéndose por esto el ya comenzado por
el otro punto; con lo que fué atacada la ciudad por las dos partes.
Apelaron los espafioles al recurso de las minas, que el enemigo
neutralizó por medio de la contramina. Hubo con este motivo de
una y otra parte peleas subterráneas, en que los sitiados mostraron
naucho arrojo ; mas los sitiadores llevaron al fin las ventajas, y di-
rigidos los trabajos por un famoso ingeniero, llamado Plati, muy
inteligente en estas construcciones, continuaron la mina por debajo
del foso, y pusieron el cofre ú hornillo debajo de un baluarte. Con-
cluidos los preparativos, se dio fuego, hallándose las tropas prepa-
ToMOi. 85
670 HiSTOEU M nun n.
radas al asalto. Voló en efecto una parte del baluarte, y aunque la
brecha era poco practicable, subíerou por ella los mas esforzados,
y llegados á la altura, se hallaron con que en medio del baluarte
habiau colocado los enemigos una trinchera con foso, y estacadas,
de donde les hicieron fuego con toda seguridad, sin ser molestados
por los nuestros. No atreviéndose estos á pasar adelante, conser-
yaron su terreno, y quedaron due&os de los fosos de la plaza. Al
mismo tiempo batia el conde de Mansfeld la puerta de Bois-le-Duc,
con veinte y ocho caDones, y habiendo aguardado á que se secase
un poco el foso que acababa de ser inundado por una avenida del
Mosa, se preparó un asalto, tanto por esta parte, como por la cor-
respondiente á la de Tongres. Todas las baterías hacian fuego al
mismo tiempo, y las tropas estaban formadas delante de los puntos
que les habían designado ; por la parte de la puerta de Bois-le-
DuCf el tercio de Lope de Fígueroa, el de Francisco Yaidés ; diez
compañías del conde de Altemps, compuestas de alemanes y bor-
gofiones, con otras cinco de quinientos valones. Otras ocho de este
mismo jefe, estaban de guarnición en uno de los fortines de que la
línea de circunvalación se componía. Se hallaban hacia la puerta
de Tongres el tercio de Fernando de Toledo ; seis banderas alema-
nas de Jorge Fronsberg, los que mandaba el conde de Barlamont,
parte de los de Carlos Fugier, habiendo quedado la otra en la guar-
dia del fortín que tenian á su cargo. Antes de dar la señal de asalto
arengó el príocipe de Parma á los soldados, haciéndoles ver la im-
portancia de la toma de una plaza frontera de Alemania, y á cuya
conquista seguiría la de todas las provincias valonas fronterizas k
la Francia. Les hizo ver que sobre ellos estaban fijos los ojos, no
solo de los Países-Bajos , sino de toda Europa , por donde halña
cundido la fama de aquel sitio ; que de sus esfuerzos iba á depen-
der el buen éxito de las conferencias celebradas entonces en la ciu-
dad vecina de Colonia, donde el rey de España tenia sus negocia-
dores ; que la guarnición de la plaza de Mastrich se componía de
hombres, á quienes acababan de vencer en las cercanías de Am-
beres, y por último, que no dejaría de asistirles la victoría, por ser
la causa que servían la de Dios, habiendo ya recibido una indul-
gencia plenaria por el órgano de su vícarío. Si estaban inflamadas
de entusiasmo las tropas sitiadoras, no se hallaban abatidas las si-
tiadas. Tanto los vecinos de la plaza como los soldados^ habían
mostrado el mayor celo en la construcción de las obras de defensa
CAPITULO LI. 671
y demás cosas necesarias. Todas i as clases rivalizaban en ardor, y
las mujeres no se mostraban menos animosas que los hombres. Se
regimentaron una porción de estas, haciendo el servicio importan-
te de conducir faginas, víveres y municiones á los parajes mas ex-
puestos, de retirar y cuidar de los heridos. A veces combatían en
persona en los parajes mas peligrosos. Sebastian Tapiño daba k to-
dos el ejemplo, y hacia ver lo importante que era para la causa de
los Paises-Bajos la defensa de una plaza como Mastrich, llave de la
frontera, por donde les entraban tantos socorros de Alemania.
A la sefial del asalto, embistieron de una vez todas nuestras tro-
pas. Acometió por la puerta de Bois-le-Duc el tercio de Figueroa,
donde se hallaban una porción de aventureros italianos. Aunque
llegaron estos á colocarse sobre los muros de la plaza, hallaron una
resistencia tal, que tuvieron que retirarse con muy grande pérdida.
Se rehicieron sin embargo, pronto, y volvieron al asalto , trepando
por las ruinas de la brecha, pero con muy poco orden. Defendíanse
los de adentro con mucha valentía. Hasta los paisanos y labradores
recogidos dentro de la plaza , acudieron con hoces , con guadafias,
con instrumentos de trillar , con aros de barricas, embreados y en-
cendidos, con piedras, con agua hirviendo, y diversas materias in-
flamadas. Se trabó con esto una sangrientísima pelea , y aunque
crecía el coraje de los asaltadores con tanta resistencia , tuvieron
que ceder el terreno, y abandonar la esperanza de subir á lo alto
de los muros. Por otra parte les ofendía mucho una especie de cas-
tillo ó torreón, que situado á un lado de la puerta de Bois-le-Duc,
los batió de flanco, mientras los de enfrente, cuyo número crecía á
cada instante, los repelían muy encarnizados. Al fin se vieron obli-
gados á retirarse los asaltadores , después de haber tenido muchos
muertos, y llevándose consigo mayor número de heridos.
No fueron mas felices los que atacaron por la puerta de Tongres,
donde capitaneaba á los de adentro el capitán espaDol Manzano,
que daba un grande impulso á la defensa por sus compromisos per-
sonales, siendo desertor de las filas espaOolas. Con igual furia fue-
ron repelidos los asaltos , y los mismos instrumentos de resistencia
se emplearon por los paisanos , y hasta las mismas mujeres , que
con frecuencia se presentaban en las brechas. Valió poco en estos
dos asaltos una estratagema empleada por el maestre de campo ge-
neral , conde de Mansfeit , haciendo esparcir entre los [asaltadores
de la puerta de Bois-le-Duc , que se habían apoderado ya de los
072 HISTOBU DB FKLIPE II.
muros, los que acometían por la de Tongres, y á estos, qoe se ha-
bian coDsegoído iguales ventajas por aquellos. Al principio redobló
esta noticia los esfuerzos de unos y otros , no queriendo ser menos
que sus compaOeros; mas llegó pronto el desengafio, convirtiéndose
en desmayo lo que habia sido un acrecentamiento de coraje. Sirvió
esto mismo para encender de nuevo el de los defensores por el sen-
timiento de rivalidad que naturalmente animaba á los que resistian
k los espafioles por una y otra puerta.
Se obstinaba Alejandro, á pesar de estos desastres , en no dar la
orden de recogerse á los asaltadores. Para animarlos con su ejem-
plo, quiso correr & las brechas, armado de una pica ; mas habién-
doselo disuadido los suyos, por los desastres & que los expondría el
aventurar de este modo su persona , se vio obligado á mandar lo
que tanto lastimaba su amor propio.
Fué este asalto en extremo desastroso para las armas de Alejan-
dro. A cuatrocientos llegó el número de los muertos , y al doble el
de los heridos que quedaron fuera de combate. Creció con esto el
ardor y denuedo de los sitiados, que contaban siempre con los auxi-
lios que les habia ofrecido el príncipe de Orange. Pero eldeParma,
en lugar de arredrarse con los tristes resultados de una inútil tenta-
tiva, trató de regularizar mas el sitio, y asegurar su campo contra
los ataques de los de afuera antes de acometer la plaza á viva fuer-
za. Construyó para esto una linea decontravalacion, que terminaba
en las mismas orillas del río por sus dos riberas. Se erigieron en la
parte de la izquierda cinco fortines ó castillos , que se flanqueaban
mutuamente, y el mismo número por la derecha. Y tal fué la maes-
tría con que estaban estas obras construidas bajo la dirección de
Serveloni, que hallándose ya en camino el cuerpo auxiliar que en-
yiaba el príncipe de Orange al mando de su hermano, tuvo qoe re-
troceder convencido de lo inútil de la tentativa.
Acudió entonces el príncipe de Orange & la junta ó asamblea de
Orionia, y que mencionaremos k su debido tiempo, para que man-
dase suspender el sitio de Mastrích , como que eran incompatibles
aquellas hostilidades con unas conferencias , en que se trataba de
establecer la paz en los Paises-Bajos. Mas Alejandro hizo que do se
diesen oidos á esta insinuación , exponiendo el derecho que tenia d
rey de EspaBa de continuar las hostilidades contra sus subditos al-
zados, á pesar de que se negociase al mismo tiempo en favor de los
que en lo sucesivo volviesen k entrar en la obediencia. Asi no «
CAflTÜLO u. 673
Suspendieron las operaciones del sitio ni un momento, y Alejandro,
mas mirado en dar asaltos, trató de destruir por medio del caDon
las obras de defensa en que mas se apoyaban los sitiados.
Hablan construido estos por la parle de la puerta de Bois-le-Duc
una obra avanzada, especie de rebellín , á quien daban el nombre
de broquel, con dos recintos, defendidos cada uno con su foso y cor-
taduras. Para su expugnación, bizo construir Alejandro, con tierra,
con vigas y tablones , una especie de plataforma en cuadro , de
ciento y quince pies cada lado, y de altura ciento treinta y cinco.
En su altura mandó colocar cuatro piezas gruesas de batir, quedo-
minabi^n la obra exterior de los sitiados. No resistió esta mucho á
los tiros de la plataforma. Mientras caian sus murallas, avanzaban
las tropas de Alejandro, y de un recinto á otro, llegaron á hacerse
dueDos de la fortaleza.
Destituida la plaza de esta defensa , y con sus brechas á cada
momento mas abiertas, se ofrecía mejor coyuntura al príncipe de
Parma para ordenar un nuevo asalto. Pero sabedor de que los ene-
migos hablan construido detrás de las murallas un nuevo atrinche-
ramiento con su foso, trató de llevar su artillería sobre los mismos
muros, para combatir desde allí la nueva obra construida. Era difi-
cultosísima la operación, pues se necesitaba construir un puente
sobre el foso, que tenia de ancho mas de treinta varas. Sin embar-
go, con tablas, con vigas, con auxilio de mas de tres mil trabaja-
dores, se consiguió el objeto deseado. No desmayaban por eso los
de adentro. Detrás de su nuevo atrincheramiento aguardaron un
asalto, que tuvo lugar el 24 de junio de 1579. Se renovaron con
este motivo las escenas de animosidad y de furor , con que unos y
otros se embistieron. Fueron los espa&oles no tan desgraciados en
este asalto como en el anterior ; mas aunque hicieron retroceder k
los sitiados de su atrincheramiento , al que por su figura daban el
Dombre de media-luna , todavía les quedó á estos otro refugio , al
abrigo de una especie de trinchera que se habla construido detrás
de la primera.
Por entonces enfermó Alejandro, y aunque no de modo que le
impidiese dar órdenes y tomar disposiciones, tuvo que guardar ca-
ma mientras se acercaba, y tuvo lugar aquel asedio. Se hallaban
ya dueDos de cerca de media ciudad los espa&oles , y el príncipe,
deseoso de salvar de la destrucción una plaza tan rica é industrio-
, les ofreció una capitulación, con no muy duras condiciones. Tan
674 HISTORU DB FELIPE II.
animosos estaban los de adentro , tan ilusionados con la espenma
de an próximo socorro, ó tal vez tan desconfiados de nn boentnto
por parte de los vencedores, con quienes se hallaban por la mayor
parte muy comprometidos , que negaron oídos k la proposición,
exponiéndose ¿ los azares de otro asalto.
Tuvo este lugar el 29 del mismo mes y aOo , y por esta vez ^
decidió la fortuna completamente en favor de los asaltadores. A pe-
sar de la obstinada resistencia, de la desesperación con que vendían
caras sus vidas, quedaron destruidos sus últimos reparos , y los de
Alejandro dueOos absolutos de la plaza. Usaron de su victoria con
una furia proporcionada á la resistencia , y sedientos de venganza,
pasaron á cuchillo ¿ cuantos encontraron. No se ensaDaban menos
en las mujeres que en los hombres, recordando la parte activa que
hablan tomado en la defensa. Recorrieron las calles , las plazas,
buscando victimas, y de los balcones y^de los mismos techos arro-
jaban á la calle las personas que encontraban. Saciada la sed de
sangre, comenzó el pillaje. Por tres dias duró el [saqueo de aquella
ciudad rica, manufacturera , provista de grandes almacenes , donde
se encerraba el producto de sus artefactos. Cupo al arrabal de Wich
la misma suerte que al cuerpo de la plaza. En sumas inmensas se
evalúa el botin de las tropas vencedoras. A grandes cantidades as-
cendió el rescate de los prisioneros, y de los mismos géneros de que
se desasieron los vencedores, por serles de ningún valor para su uso
propio.
Gayó la plaza de Mastrich al fin de cerca de dos meses de un
asedio tan obstinado por una y otra parte. Perecieron ocho mil de
los sitiados, y entre ellos nada menos de mil setecientas mujeres,
prueba evidente del valor con que estas hablan contribuido á la de-
fensa. A dos mil quinientos ascendió el de las tropas sitiadoras,
pérdida considerable, que manifiesta bien la valerosa obstinación de
los sitiados.
Mientras tanto permanecía enfermo en su campo el príncipe Ale*
jandro, llegando sus dolencias al punto de temerse por su yida. Ho
tardó mucho en recuperar la salud, aunque pasó algún tiempo an-
tes de volver á su actividad acostumbrada. Cuando se hallaba ei
su primera convalecencia , le aconsejaron los suyos á que entrase
en la ciudad á gozar el espect&culo de su conquista. Así lo verificó
el príncipe, con todo el aparato y pompa militar de un triunfo. Le
precedía lo mas escogido de las tropas , tocando sus clarines eoB
GAPITOLO U. 675
banderas desplegadas. Iba el príncipe sentado en nna silla cubierta
de paOo de oro, llevada en hombros de cuatro oficiales españoles,
que de trecho en trecho se relevaban por otros de la misma nación,
pues quisieron tener exclusivamente dicho honor, y al rededor de su
persona marchaban á pié el maestre de campo general y los prin-
cipales jefes del ejército. En esta forma llegó el acompañamiento á
Mastrich, en donde entró por la brecha que se habia practicado
cuando el primer asalto por la puerta de Bois-le-Duc, dirigiéndose
en seguida todos á la catedral, donde se cantó un solemne Te-Deum
en acción de gracias.
cüPrniLO ui
Continuación del anterior. — Conferencias en Colonia. — Sin resultado.^-Se ajusta el
tratado de conciliación entre las provincias Valonas y el rey. — Salen de Flandcs
las tropas espaiüolas y otras extranjeras.— -Formación de un nuevo ejército (I).—
(1579-1580).
Por DO interrumpir el hilo de los sucesos y causar confusión en
las materias, hemos reservado hasta ahora el hacer mención de las
conferencias que durante el sitio de Mastrich , y aun antes de em*
pozarle, se celebraron en Colonia con objeto de poner término alas
turbulencias de los Paises-Bajos. Sea con objeto de ganar tiempo y
hacer ver que deseaba sinceramente reconciliarse con sus subditos
alzados, ó porque juzgase necesario apelar á las vias de avenencia,
en la situación tan embrollada á que hablan llegado los negocios,
nombró el rey de EspaOa por arbitro en estas contiendas á su so-
brino el emperador Rodulfo. Al mismo arbitraje se adhirieron igual-
mente los Estados confederados de los Paises-Bajos. Designó el enn
perador como punto para ventilarse estas cuestiones la ciudad de
ColoDia, por su proximidad á dicho territorio , y á este punto con-
vocó á los comisarios de todas las partes contendientes. Antes que
se verificase la reunión , mediaron secretas negociaciones y hasta
intrigas, que manifestaban la poca sinceridad que á unos y k otros
animaba. Nombró el rey de EspaDa por su representante á don
Garlos de Aragón, duque de Terranova , hombre de su confiana
(1) Las mismas autoridades.
GiPnoLO Ln. 671
por los diversos cargos que á su satisfacción habia desempeñado.
Le dio ÍDslruccioDes de oficio y presentables, acompañadas de otras
secretas que le debian servir de luz para la mejor inteligencia de
las públicas, con encargo de no comunicarlas sino al principe de
Parma. Constaba de las primeras que el rey deferia en todo á lo
qj^e Roduifo dispusiese acerca del modo de sosegar las turbulencias
de Fiandes, con tal de que no se apartasen en nada de la fe católica
y la obediencia debida á su persona. Confirmaba lo determinado en
Gante, menos la permanencia de la confederación y ios arreglos
que habian hecho con el príncipe de Orange. Se le decia en las
instrucciones reservadas, que en caso de una seria obstinación en
conservar la liga, se pasase por alto de este punto* También se le
encargaba el que no se consintiese en aflojar nada de los edictos
contra los herejes; y en caso de que le fuese inevitable el suscribir
á ciertas modificaciones, se hiciese con mafia y de modo que el rey
pudiese entablar con el tiempo el sistema de rigor á que tanto se
inclinaba. Acerca del príncipe de Orange , era la intención del rey
que saliese para siempre de ios Paises-Bajos, sin que constase nun-
ca que se habia comprado su ausencia, ni que el príncipe imponía
condiciones para realizarla. Sin embargo, se le podia conceder por
via de gratificación, y como un acto de favor , la suma de cien mil
escudos, y trasferir la posesión de sus Estados y castillos á su hijo,
que se pondría en libertad inmediatamente , confiriéndole además
los cargos que su padre habia desempeDado en las provincias del
norte, menos el de almirante con que acababan de revestirle los
Estados. Por último , acerca de las treguas en que estos insistían
como preliminares de las conferencias, no se opusiese & la medida,
con tal de que en ella conviniesen el emperador y el príncipe Ale-
jandro
Con tales instrucciones tomó el duque de Terranova el pamino
de Alemania. Basta su simple enunciado para prever el poco fruto
que se iba á sacar de aquellas conferencias. Faltaba en todos la sin-
ceridad, y nada mas se traslucía que el deseo de ganar tiempo y de
que recayese el cargo de la agresión en su contrarío. Sabedor el de
Parma de la embajada y de las instrucciones del embajador, le es-
cribió una larga carta haciéndole saber que todas aquellas negocia-
ciones y conferencias no eran mas que intrigas del príncipe de Oran-
ge, deseoso siempre de introducir la confusión y de embrollar á
todos los partidos, á fin de que le sirviesen de escalón ásuengran-
Tomo i. 86
618 HISTORIA DK FBUPE 11.
ddcitnieoto. Que precisamente trataban de celebrar estas coofereD-
cias, á fia de suspender las negociaciones que él tenia pendientes y
llevaba muy adelantadas , dirigidas á que los valones volviesen á
su deber sin condición ninguna. Que si traía instrucciones del rey
para conceder treguas , tuviese entendido que por ningún modo
seria de su consentimiento , convencido como estaba que no te-
nían otro objeto que el de ganar tiempo para reforzar su ejér-
cito.
Casi del mismo parecer que Alejandro era elduquedeTerraoova
con respecto á las treguas. Mas el emperador Rodolfo , con quien
el embajador extraordinario tuvo sus entrevistas antes de comenzar
las conferencias en Colonia, le indicó ser un punto necesario ajos-
tar la suspensión de hostilidades antes de pasar al ajuste de las di-
ferencias de las partes contendientes. A esta manifestación dio el
embajador extraordinario respuestas evasivas, haciendo ver que era
un punto en que se necesitaba el consentimiento de mas voluntada
que la suya : que estaban de por medio por una parte el principe
de Parma, el archiduque Matías, el duque de Anjou, el príncipe de
Orange y el príncipe Casimiro, pues todas estas parcialidades obra-
ban en distinto sentido y con diversos intereses en el seno de las
provincias sublevadas. T como replicase el emperador de qué modo
habían de llegar los comisarios á Colonia atravesando un pais tea-
tro de la guerra, respondió Terranova, refiriéndose alas iDdicacío-
nes de Alejandro: que podia muy bien continuar la guerra, dándose
orden al mismo tiempo de que cesasen las hostilidades en aquellos
puntos que se asignasen á los comisarios como itinerario para tras-
ladarse al pueblo de las conferencias.
A pesar de que se hallaba Rodolfo poco satisfecho de estas ex-
plicaciones, y de que miraba con suma prevención la conducta del
principe de Parma, determinó llevar adelante el proyecto déla con-
ferencia, y el 7 de mayo de 1579 estaban ya reunidos en Colonia
los plenipotenciarios de todos los que en ella tenían que debatir al-
gunos intereses.
Fueron entrando sucesivamente y por su orden en dicha ciudad,
el obispo de Herpíbolis; el duque de Terranova; Enrique Otón, con-
de de Schvirartzemberg ; el arzobispo de Resano, nuncio del pooti-
fice ; el arzobispo de Tréveris, elector del Imperio ; el arzobispo de
Colonia, asimismo elector; los plenipotenciarios del duque de Jaliers
y eleves; los consejeros del duque de Terranova , enviados por ri
CAPITULO UI. 679
príncipe de Parma con eocargo de suministrarle cuantas luces ne^
cesitase acerca de las leyes y costumbres de los Paises-Bajos. Tam-
bién acudieron los comisarios de las provincias confederadas y re-
presentados en la persona del duque de Arescot , que era uno de
ellos. Asi las partes contendientes principales en esta disputa, eran
el duque de Terranova , enviado del rey católico , y el duque de
Arescot, representante de Matías , y las provincias confederadas,
que tomaban por juez arbitro del emperador Rodulfo. Suplian la
ausencia de este soberano los obispos electores , el áe Herbipolis
con el conde Otón, y los representantes del duque de Juliers. Y para
dar mas solemnidad á las negociaciones, se acordó el celebrar una
solemne procesión en que el nuncio apostólico llevaba la bostia con*
sagrada en medio de los dos electores , seguidos de los prelados
y personajes principales de entre los comisarios y plenipoten-
ciarios.
Se dio principio el 9 de mayo á las conferencias de Colonia. Go-
mo el emperador Rodulfo habia sido revestido con el cargo de juez
de la Confederación, se reuoian sus delegados ó plenipotenciarios,
y llamaban alternativamente á los comisarios del rey y & los de las
provincias confederadas, para oír las pretensiones y descargos de
unos y otros. Se comenzó por la verificación de los poderes. No
ofrecieron ninguna dificultad los que presentó el duque de Terra-
nova, y por lo mismo fueron aprobados. No sucedió lo mismo con
los de las provincias confederadas, pues además de traer comisión
por el solo término de seis semanas , no estaban firmados por nin-
guna provincia, á pesar de que en nombre de todas se hallaban ex-
tendidos. Se bailó además la novedad de que tenian estos pliegues
por armas un león y una columna , nunca estilados hasta entonces
en los Paises-Bajos. Sin embargo , se admitieron estos poderes en
clase de provisionales, por no entorpecer las conferencias , encar-
gándose el duque de Arescot de enviar á. pedir otros que tuviesen
los requisitos necesarios.
Allanada esta dificultad , comenzaron quejándose los comisarios
de las provincias según una carta que acababan de recibir del prín-
cipe de Orange, de que Alejandro de Parma, sin tener en cuéntalas
conferencias de Colonia, proseguía en el tratado de reconciliación
con las provincias valonas, faltando en eso á la deferencia debida á
la persona del emperador , declarado arbitro de estas diferencias.
Habiendo presentado estos cargos los delegados del emperador al
686 HISTORIA DB FELIPE II.
duque de Terranova, respondió este : que el arbitraje cod que al
César se le babia revestido , nada tenia que ver con el reconoci-
miento voluntario que algunas provincias hiciesen de la autoridad
de su antiguo soberano. Que estaba en el derecho del gobernador
general de Flandes dar los pasos conducentes al efecto , sin que en
ningún modo se faltase á la dignidad del emperador, pues que á su
decisión no se habian sometido las provincias valonas , que no te-
nían representantes ni comisarios en Colonia. Pareció esta respuesta
satisfactoria á los delegados del emperador , manifestando que ea
nada habia ofendido á su dignidad la conducta del príncipe de Par-
ma. En seguida exhortaron al duque.de Arescot , representante , á
que reunido con los demás comisarios, discutiesen sobre los capí-
tulos que les pareciesen mas & propósito para la conclusión de la
paz, á fin de que fuesen presentados en seguida á los colitigantes.
Respondieron los comisarios que no les tocaba á ellos el propober
nada, sino el oir y saber lo que el rey de EspaOa quería de sus
subditos. A esto reputó el embajador de Espafia, que habiendo sido
ellos los que buscaron al emperador por medianero , y consentido
el rey en el arbitraje de este soberano , á ellos les locaba decir lo
que querían y pedian á su sefior, para que en vista de sus quejas
y reclamaciones se les pudiese hacer justicia. Habiéndose por fio
convenido á esto último los comisarios de los Estados , expusieron
las condiciones de concordia y vuelta á la obediencia del rey , eo
diez y ocho artículos , de que expondremos aquí los principales.
Prometían, pues, hacer paces con el rey católico, príncipe natural
suyo, con la condición de que ratificase todo lo hecho por el archi-
duque Matías, que habia de quedar gobernador de los Paises-Bajos:
de que se entregasen á los Estados todas las ciudades , fortalezas y
lugares tomados por don Juan de Austria y el príncipe de Parma:
de que continuase ejerciéndose sin perjuicio alguno la religión re-
formada en todos los puntos donde ya estaba establecida: de que
pagase el rey á ios Estados un millón de coronas , para resarcínse
del dinero que habían gastado en las guerras anteriores.
Se atribuye generalmente lo excesivo de estas peticiones al mal
estado en que se hallaban los negocios de Alejandro cuando se ex-
tendieron en Amberes. Aunque estaba puesto ya el sitio de Mas-
trich, se tenia gran confianza en la bizarría de los defensores, y
aun roas en que sería levantado el cerco por las tropas del principe
de Orange. Tamtíen corrían las noticias de que las tropas sitiado*
CAPITULO LII. 681
ras carecian de pagas, y que esta falta producía en el campo ñre-
caeotes sediciones. Esta última noticia era muy cierta. Los mismos
apuros molestaban á Farnesio que los que habian producido tan
lamentables resultados en tiempo de sus predecesores. Ateoto en-
tonces el rey k los negocios de Portugal , que mencionaremos á su
debido tiempo, no se hallaba con grandes fondos que remitir á los
Países-Bajos, á pesar de las reclamaciones de Alejandro. Tuvo' este
que recurrir á su padre Octavio, al duque de Terranova, á los prin-
cipales personajes de la parcialidad del rey que se hallaban en Co-
lonia, y basta se vio precisado á vender y enajenar parte de su
plata y efectos mas preciosos. Aun con estos recursos hubiese difí-
cilmente contenido en la obediencia á las tropas sitiadoras, ano es-
tar animada su codicia con la esperanza del saqueo de la plaza, que,
como hemos visto, tuvo efecto.
Excesiva pareció en efecto á los delegados del emperador la pe-
tición de los Estados, y mucho mas al duque de Terranova , & cu-
yas instrucciones, tanto páblicas como secretas , se oponían. Pre-
sentó él, pues, los artículos de sus condiciones. Por ellas se obliga-
ba al rey de EspaOa á hacer salir de Flandes las tropas extranjeras;
á conferir los principales cargos públicos civiles y militares tan solo
á los naturales de los Países-Bajos; k poner en libertad al conde de
Burén, hijo del príncipe de Orange , y conferirle el mando de las
provincias de Holanda, Zelanda y Utrecht ; que la religión católica
quedaría dominante y exclusiva , dándose k los reformados cuatro
aDos de término para arreglar sus negocios y retirarse de los Paí-
ses-Bajos. En cuanto á gobernador , debería salir el archiduque
Matías, nombrándose un príncipe de sangre real , para estar á la
cabeza del país en nombre de su se&or el rey de EspaOa.
Mientras tanto llegó á Colonia el conde Joan de Nassau, hermano
del de Orange, y su primer paso fué renovar la petición de treguas,
haciendo ver lo incompatibles que eran aquellas conferencias con
las hostilidades del príncipe de Parma. Respondió el duque de Ter-
ranova que estaba en el derecho del general espa&ol atacar plazas
que legítimamente pertenecían al rey; que en vista de las tergiver-
saciones, de la poca buena fe que á los estados animaba, seria im-
prudencia en Alejandro dejar las armas de la mano , exponiéndose
á perder lo cierto por lo dudoso ; que el modo de tener treguas y
coD el tiempo paces , seria avenirse pronto á las condiciones de
amistad que en nombre 'de su rey les proponía. A estas condiciones
682 HISTORIA DB FELIPE II.
se opoDian los Estados por los capítulos coDcernieDtes á la religión,
y por DO QDtregar al gobernador general las provincias y plazas,
en que su autoridad no estaba á la sazón reconocida. Tampoco que-
rían la salida del archiduque del pais, ni que el rey tuviese la fa-
cultad de nombrar por sí solo el gobernador general de las pro-
vincias.
Trataron los delegados del emperador de mediar entre ambos
extremos, y al fin propusieron otro tratado de pacificación en veinte
y dos artículos, reducidos á que el archiduque no fuese confirmado
en el gobierno de Flandes, pero que se considerasen por válidos sus
actos; qué las plazas se entregasen en manos del gobernador; pero
que sus jefes, todos flamencos, prestasen juramento al mismo tiem-
po que al rey su seOor, á los Estados; que el rey no pudiese poner
en Flandes un gobernador que no fuese del gusto de los Estados;
eqtendiéndose por esto el que no diese ¿ sus subditos causa justa
de descontentarse; que se observase la fe católica, según se habla
prometido en el edicto perpetuo, dejándose por entonces como ex-
cepción las provincias de Holanda y Zelanda ; que á pesar de esto,
en atención á que muchos habitantes profesaban ya otro culto , no
se les molestarla, suspendiéndose la ejecución de las leyes penales
hasta que se modificasen por todos los Estados convocados al efecto
por el rey, ó por el gobernador en nombre suyo. Manifestaron los
comisarios de los Estados aprobar este proyecto de pacificación, y el
duque de Arescot, su principal representante, prometió que las en-
viaría inmediatamente á todas las provincias. Con este motivo se
renovó la petición de treguas, manifestando la imposibilidad de que
pasasen libremente los correos mientras permanecía el país teatro
de las hostilidades del príncipe de Parma. Persistiendo el duque de
Terranova en su primera determinación, contestó á ello que no ha-
bría inconveniente alguno para el tránsito libre de los mensajeros;
que al efecto enviaría un traslado de los artículos al general espa-
fiol, á fin de que este dictase sus disposiciones al efecto. Así lo hizo
el duque de Terranova, pidiendo al mismo tiempo al príncipe su
consejo y parecer acerca de los términos de este convenio. Respon-
dió Alejandro que todo le parecía sospechoso; que se hallaba per-
fectamente convencido de que por los Estados no tenían otro objeto
las negociaciones que el de ganar tiempo ; que todo eran intrigas
del príncipe de Orange, que por ningún modo quería, por sus com-
promisos, que se viniese á términos de avenencia con el rey , pues
CAPÍTULO LII. 683
no quería salí» de los Paises-Bajos, que era una de las oondicíones;
que mientras se trataba taoto de paces, se hacíaD DuevOs prepara-
tivos para continuar la guerra; que en cuanto á treguas no tendría
inconveniente en concederías; mas que esto na tendría lugar hasta
que los comisarios se presentasen con nuevos poderes, pues los que
tenian hasta entonces no eran considerados sino como provisio-
nales.
Tal vez tenia razón el de Parma en sospechar de los Estados; la
tenian los Estados en sospechar de la buena fe del rey de EspaOa.
Estaban desde muchos aOos rotos de hecho los vínculos de unión
entre los Paises-Bajos y Felipe. Había concluido el poder moral de
este monarca, casi se puede decir, desde el a&o 1559 que salió de
Flandes. Los historiadores de estas turbulencias, hombres general-
mente de partido, se inclinan demasiado á uno de los dos, haciendo
recaer la odiosidad de la agresión ó de injusticia sobre el otro. La
falta grande estaba por parte de Felipe, cuyo dominio era imposible
en los Paises*Bajos. La historia de este pais , cuyos disturbios du-
raron casi tanto tiempo como su reinado, confirman una verdad,
de que no quiso penetrarse nunca hasta los últimos afios de su
vida.
Para seguir el hilo de la narración, diremos que los Estados de
Flandes estuvieron lejos de adherirse á los términos de la pacifica-
ción, presentados por los comisarios de Rodulfo. El mismo Matías
propuso mil dificultades, en que se manifestaba su repugnancia de
salir de los Paises-Bajos. Por aquellos dias se presentó en Colonia
el famoso Felipe de Marnix, conde de Santa Aldegucdis, echado sin
duda por el príncipe de Orange, para introducir nuevos embarazos
en el curso de las negociaciones. Al fin se disgustaron todos con
tantas pruebas de poca sinceridad, y los delegados del emperador
rompieron las conferencias, que en siete meses no produjeron re-
sultado alguno. Sin embargo, algunos comisarios de los Estados,
entre ellos el duque de Arescot, y Otón, duque de Scwartzemberg,
hicieron su ajuste particular con el rey de EspaDa, y volvieron á su
gracia. En cuanto al duque de Terranova, se dirigió á los Paises-
Bajos, donde trabajó como negociador en auxilio del principe de Par-
ma. Guando terminaron las conferencias de Colonia, hacia mas de
tres meses que habia caido la plaza de Mastrich en poder de los es-
pafioles. También habia llevado á término Alejandro su negocio de
pacificación con las provincias valonas, en el que entraron las de
68i HISTORIA. DE FELIPE If.
Artoís y de Hayoault, sieodo las bases de este arreglo el que salie*
seo de Flaodes las tropas extranjeras, reclutándose el ejército con las
nacionales.
Para el ajuste definitivo del tratado, cuyos prelimioares se ha-
blan arreglado en Arras con conocimiento de Alejandro, se reunie-
ron en Mons los comisionados por estas provincias. Estaba repre-
sentada la de Artois por su gobernador Roberto Melun, marqués
de Richeburg; Juan Saracen, abad de San Vedaste; Francisco Do-
guie, sefior de Beaurepaire y de Beaumont, y algunos otros. Eras
diputados por la provincia de Haynault, Felipe, conde de Lagnini,
gobernador de la provincia; Jacobo Froy, abad de San Pedro de
Hasnau; Jacobo de Groix, sefior de Saumont; Francisco Gualtiero,
sindico de Mons, con otros varios. Se presentaron en nombre de Li-
la, Douay y Orchies, plazas correspondientes ¿ la Flandes france-
sa; su gobernador Maximiliano Ville, sefior de Rasingen; Adriano
de Ognies de Villerval; Yander-Haer; Eustaquio Jumeyes, y otros.
Habia enviado Alejandro para tratar en nombre del rey, á Pedro
Ernesto, conde de Mansfelt, maestre de campo general , con otros
sefiores y personas de distinción entre los que se contaban algunos
jurisconsultos. Les encargó muchísimo el que tratasen de recavar
de la asamblea, el que añejasen algo sobre el artículo de las tropas
extranjeras, haciéndoles ver que era en cierto modo una improden-
cia la despedida tan de pronto de unas fuerzas, que con el tiempo
tal vez echarían de menos por las turbulencias que tanto afligian á
los Paises-Bajos. Mas en este punto se mantuvieron inflexibles. Des-
pués de zanjadas varías dificultades que á unos y otros ocurrían,
se ajustó á fines de 1579 el tratado de reconciliación en veinte y
ocho artículos, cuyos príncipales contenían lo siguiente: Que todos
los habitantes de todas condiciones de las provincias reconciliadas,
inclusas las autoridades, tanto civiles como militares, jurasen la re-
ligión católica, y obediencia para siempre al rey de Espafia; que
dentro de seis semanas, desde que se publicase la reconciliación,
saliesen del pais los soldados espafioles y dem&s tropas extranjeras^
sin poder volver, k menos que ocurríesen graves motivos para ello,
según el parecer de las provincias; que á la partida de dichas tro-
pas, se formase á expensas del rey y de las provincias un nuevo
ejército, compuesto de gentes del pais, ó de otros, según á las pro*
víncias pareciese; que no nombrase el rey por supremo goberaadar
de Flandes, sino algún príncipe de su sangre; que en el ínterin go-
ciPÍTUiO Lii. 685
beroase el país el priDcipe de Parma, por el término de seis meses,
pasado el eual, en caso de que el rey no le confirmase en este car-
go, ó nombrase otro gobernador de su familia, residiese el gobier-
no en una junta de los Estados reconciliados, nombrada libremen-
te por el rey, con tal de que la elección recayese en naturales.
Al paso que fué muy satisfactorio para el de Parma este tratado
de reconciliación, le mortificaba el tener que despedirlas tropas,
por la dificultad de formar un nuevo alistamiento. A dicha condi-
ción habia tenido que conformarse, no solo por la insistencia de las
provincias, sino porque el rey mismo aprobaba la medida. El mo-
tivo verdadero que tenia Felipe para consentir tan voluntariamente
en la salida de las tropas extranjeras, y sobre todo de las espaDo-
las, no es muy fácil de explicar, sino atribuyéndole al temor de que
los que habían sido instrumento de la gloria personal del príncipe
animasen su ambición de un modo peligroso. Cualquiera que sea
la clave de esta conducta, mortificó mucho al de Parma el haber
encontrado tan poco apoyo en el rey, y á esto se atribuye el per-
miso que le pidió para dejar su servicio y retirarse á Italia. Mas
Felipe desechó su súplica, animándole con palabras de satisfacción,
á que cuanto mas antes pensase en el cumplimiento del tratado de
la pacificación, relativo al nuevo alistamiento del ejército. Constaba
entonces el de Alejandro de quince tercios de infantería; cinco ale-
manes, cinco valones, dos borgofiones y tres españoles, todos des-
iguales en fuerzas, siendo los espafioles y alemanes los que tenian
mas gente. Se componía la caballería de cuarenta y dos escuadro-
nes, llamadas entonces tropas ó cornetas, los masdereitres, de bor-
gofiones y alemanes. Era grandísima la dificultad de deshacerse de
pronto de toda esta gente, que aunque atrasada en sus pagas, se-
guía sus banderas por el cebo del botín , y otras ventajas que la
guerra les proporcionaba. Mas ahora había que satisfacerles cuan-
to se les debía, y la caja militar no se hallaba en estado de saldar
aquestas cuentas. Pedia Alejandro con instancia al rey, que se le
enviase cuanto antes el dinero que necesitaba para cumplir con sus
disposiciones. Mas el monarca, empefiado entonces en la guerra de
Portugal, parecía dar pocos oídos k sus instancias reiteradas. Fué
preciso que para hacer mas fuerza al rey, cada maestre de campo
hiciese el ajuste de lo que su tropa devengaba, enviándose además
de estas cuentas, lo que importaba el gasto de la casa militar del
príncipe, entonces bastante numerosa. El rey envió auxilios, mas
Tomo i. 87
686 H1ST0BIA DE FKLTPB ÍI.
DO los Decesarios. Hubo coo este motivo frecaeotes sedicioDes en el
eampo; IlegaroD los alemaDes hasta amoDazar la persona de Ale-
jandro. Se cometieroD actos de marcada desobediencia; mas se cal-
maron los desórdenes por la presencia de ánimo del príncipe, y por
sa severidad en el castigo de los autores principales. Por fin, sa-
lieron del pais las tropas extranjeras, primero las espafiolas, en se-
guida las bórgofionas, y las últimas las alemanas. Los espafiolesse
trasladaron á Milán, donde recibieron órdenes para pasar & Espafia
é incorporarse en el ejército de Portugal; mas tuvieron en seguida
contra-órden, y por entonces quedaron estacionadas en Milán, Si-
cilia y Ñapóles.
Despedidas todas estas tropas extranjeras, forzoso le fué al prío-
cipe Alejandro pensar en la pronta formación de un nuevo ejército.
§e formó este basta número de treinta mil de á pié y cinco mil ca*
ballos, debiendo darles el rey á cuenta desús pagas, cada mes, dos-
cientos cincuenta mil escudos de oro, y el resto las provincias. Se
encargó el mando de la caballería al marqués de Rubais, del pais,
hombre consumado en el ejercicio del arte militar, y se nombró por
comisario general de la caballería & Gregorio Barta, originario de
la Albania, que aunque extranjero, se le dejó permanecer como
otros muchos, por considerárseles como individuos de la familia ó
casa militar del príncipe. También arregló Alejandro otros negocios
cencernientes al estado civil según los términos de la pacificación;
sobre lo que hubo dificultades, y hasta pugnas abiertas entre los
dependientes del rey y las autoridades del pais, y que se vencieron
al fin con no poco trabajo por una y otra parte. Las provincias se
hablan reconciliado; mas los disgustos, las desconfianzas, los rece*
los estaban vivos en los ánimos de lodos, como en el principio. Los
males no nacían precisamente de los hombres, sino de la sitoacion
falsa y equívoca en que unos y otros se habían colocado.
CAPÍTULO Uíl
Continuación del anterior.— <¡onfederacion de Utrecht.^LIegada á los Paises-Bajos
de la princesa Margarita de Parma, nombrada gobernadora por el rey.-Híuejas de
Alejandro. — Revoca el rey la orden, y queda el principe de Parma otra vez de go-
bernador general de los Paises-Bajos.— Sigue la guerra con sucesos varios.— -Se
socorre la plaza de Groninga, sitiada por los confederados.— Toman los de Farne-
sio á Nivelles, á Malinas, á Gourtray .-^Amenazan á Cambray. — ^Toma la contien-
da un nuevo aspeclo.'-Se declaran independientes los Estados de Flandes.— Eligen
por nuevo principe al duque de Anjou, hermano de Enrique III, rey de Francia.
— Pnblica el rey de España un decreto de proscripción contra el príncipe de Oran-
ge. — ^Responde este con un manifiesto.-^Entra el duque de Anjou en los Paises-
Bajos. — Toma á Cambray.— Pasa á Inglaterra. — Vuelve.— Su entrada en Amberes.
— Atentan á la vida del príncipe de Orange.— Sigue la guerra. — Toma Alejandro
las plazas de Tournay y de Oudenarda. — Vuelven á los Paises-Bajos las tropas es-
pañolas é italianas.— Entran asimismo de refuerzo mas francesas.— Toma de mas
plaisas de una y otra parte (1).— (1580-1582.]
Ocarrian en el pais en cuyos disturbios nos estamos ocupando,
demasiados acontecimientos & la vez, para que no sea difícil pre-
sentarles con el orden y la claridad indispensables en toda narración
histórica. Aquí se combatía, allí se negociaba: con el tumulto de la
guerra iban mezcladas intrigas de toda especie, combinaciones di-
plomáticas, encaminadas á objetos muy diversos. A pesar de ser
aquellas regiones de tan corta extensión, eran teatro de choques y
batallas que se es^ban dando casi & un mismo tiempo. Pocas na-
ciones de Europa dejaban de tener mas ó menos interés en estas lu-
(f ) Las mismas autoridades.
688 HISTOBIA DB FBUPE IT.
chas, y de contribuir con sus naturales & la formación de sus ejér-
eitos. Españoles, franceses, ingleses, italianos, alemanes, todos se
hacian distinguir tanto como los mismos habitantes del pais en es-
tas contiendas, que son sin duda uno de los rasgos mas caracterís-
ticos en la historia del siglo XVI, tan fecunda en toda clase de acon-
tecimientos. Por eso ocurren tantas dificultades al historiador, ai
trazar todos los acontecimientos de este drama, sin poner al lector
en confusión y dejarle como perdido en un laberinto sin salida. Nos-
otros, que en esta parte de la claridad ponemos gran cuidado, ais-
lamos los acontecimientos para no confundirlos todos, y dar á cada
uno el lugar que en la parte cronológica les corresponda.
Mientras se hallaba tan solicito Alejandro Farnesio en la recon-
ciliación de las provincias valonas con el rey, no se descuidaba el
principe de Orange en neutralizar la operación con otra que debía
ser muy funesta á los intereses del monarca. Casi al mismo tiempo
& poco después que se firmaron en Mons los artículos de dicha pa-
cificación, se ajustaba bajo los auspicios del principe una especie de
liga ó confederación entre las provincias de Holanda, ZeUnda ,
Utrecht, Gñeldres, Frisia, una gran parte del Brabante y Flandes,
& la que se dio el nombre de confederación de Utrecht, por haberse
en esta ciudad concertado sus artículos. Fueron los principales: 1.*
que se unian las provincias para formar un cuerpo político, com-
prometiéndose á no separarse nunca unas de otras, pero resenr&n-
dose cada una el derecho de gobernarse y conservar los privilegios
de que basta entonces disfrutaban: 2/ que se ayudarían mutua-
mente las provincias para repeler toda agresión por tropas extran-
jeras, y sobre todo cualquier acto de hostilidad y violencia & que
se quisiese propasar el rey de Espafia, con pretexto de establecer
la religión católica; dejando á la generalidad, es decir, á los comi-
sarios de dichas provincias, el determinar [el contingente con que
debía contribuir, tanto en dinero como en gente, cada una: 3.* que
no se profesaría en Holanda y Zelanda otra religión que la que es-
taba establecida, y que en las demás provincias se pediera ejercer
la católica ó^^la reformada, ó las dos juntas, según se creyese con-
veniente: 4.* que se devolverían á las iglesias y conventos los efec-
tos de que hablan sido despojados, á excepción de las provincias
de Holanda y Zelanda, donde servirían para asignar pensiones á
los sacerdotes católicos, quienes las recibirían en cualquier punto
donde quisiesen fijar su residencia: 5.* que en todas las ciudades
GAFITUliO LUI« %%9
donde $e creyese oportuno hacer fortíficacioDes por decisioo de Iob
Estados de las provincias, corriese el gasto por caenta de la gene-
ralidad y de la provincia á que la ciudad perteneciese; mas que si
se tuviese por conveniente la erección de una fortalesa^ y no con->
vioiese en ella la provincia, fuese á costa de la generalidad: 6/ que
todas las plazas fuertes recibirían la guarnición que tuviesen por
conveniente los Estados el enviar á ella; mas que dichas tropas ha-
rían antes juramento de fidelidad á la ciudad y á la provincia» aun
cuando le hubiesen prestado antes á los Estados generales: 7/ que
no pudiesen estos declarar guerra, imponer contribuciones, hacer
tratado de paz y tregua, sin contar con el asentimiento y concurso
de la mayor parte de las provincias y ciudades de la Union, ni es-
tas ajustar por su parte alianza con ningún príncipe extranjero sin
el consentimiento de los Estados generales: 8/ que todos los varo-
nes de las provincias confederadas, desde la edad de diez y ocho á
sesenta aDos, se alistarían un mes despues^ de firmada el acta de
unión, k fin de que en vista de estas relaciones, pudiesen los Esta-
dos generales saber la fuerza de cada provincia y los nombres que
debia presentar en la defensa común: 9/ que para proporcionarse
el dinero necesario para la manutención del ejército, se arrendasen
las rentas é impuestos & favor del que mas diese, y que se aumen*
tarían ó disminuirían según las necesidades de la confederación.
Tal fué la famosa confederación de Utrecht, considerada y reco-
nocida por la historia como la cuna y príncipío de lo que fué des-
pués la república confederada con el nombre de Provincias Unidas
ó de Holanda. Gomo no se hablaba en sus artículos de conservar la
obediencia al rey, ni tampoco de renunciar completamente á su do-
minio, se podia considerar este silencio como una declarada inde-
pendencia. Grande rasgo de habilidad en el príncipe de Orangeera
el ir preparando poco á poco el acto decisivo al que hacia tantos
afios aspiraba, por el que se movía con tal perseverancia.
Antes de volver al hilo de las operaciones militares, terminare-
mos por ahora este cuadro político con la extrafia resolución que
tomó por entonces el rey de enviar por segunda vez á su hermana
la princesa Margarita de gobernadora á los Paises-Bajos. Extrafia
pareció en efecto la medida á los homli^es imparciales, que no po-
dían estar en las interioridades del monarca. Tal [vez creyó Felipe
que en enviar á su hermana se conformaba mas al [espíritu de la
capitulación, por la que se pedia para gobernante un príncipe déla
«•
690 HISTORUDEFlUPBn.
sangre real que inspírase confianza y amor & las provincias: tal vez
los estrechos vínculos naturales que unían á F'arnesio y á la prince-
sa Margarita, le hicieron creer que no podría introducirse entre ellos
sentimiento alguno de rivalidad; pero es lo mas probable, que des-
confiado siempre y receloso de la autoridad que sus delegados y re-
presentantes ejercían, no veía con buenos ojos el ascendiente |que
adquiría Alejandro y la gran fama que por sus hechos militares al-
canzaba; que trataba de neutralizar su gran poder, circunscribiéD-
dolé á los asuntos militares, confiando á su hermana la dirección de
los políticos. Algunos dicen, y es probable, que Margarita admitió
el cargo con grande repugnancia. De todos modos, obedeció la or-
den del rey, y se presentó en Namur á tomar por segunda vez las
riendas del gobierno.
La recibió su hijo con todas las distinciones de obsequio, de amor
y veneración que á su persona se debía: mostró regocijarse mucho
de que el rey le envíase un asociado de tal naturaleza; mas quedó
muy mortificado tanto de tener que partir su autoridad, como déla
desconfianza que con este paso se le manifestaba. Fué sin duda gra-
ve falta ó demasiado torcida intención , poner en pugna á dos per-
sonas tan ligadas por los lazos de la sangre. Expuso Alejandro ti
rey por medio del cardenal-Granvella, entonces ministro de asun-
tos exteriores, lo poco que cumplía á su servicio el dividir la auto-
ridad en Flandes, cuando sus disturbios reclamaban tanto el man-
do de uno solo. Afiadió que era un desaire para su persona, y una
especie de ingratitud, el despojarle de una autoridad que siempn^
había ejercido en servicio de sus intereses; que semejante paso se-
ría para los Países-Bajos una especie de declaración de que estos
servicios no habian sido gratos; y que por estas consideraciones le
pedia encarecidamente permiso para dejar un país donde ya no po-
día ser objeto de aprecio y respeto su persona.
En estos mismos sentimientos entraba la princesa Margarita. Des-
de su vuelta á los Países-Bajos se penetró muy bien de lo cambia-
do que estaba para ella aquel teatro. Conoció lo penoso de su ad-
ministración en medio del tumulto de las armas, y que no podk
menos de ejercer de hecho ó de derecho la principal autoridad el
que dirigiese los ejércitos. No quería verse tal vez en choque, en
pugna abierta con el jefe militar, aunque fuese su hijo, y quizá
mas á causa de esto mismo. Por esta razón pidió al rey la relevase
de un cargo, que no era ya para sus a&os. A pesar de estas razo-
CAPITULO LUÍ. 691
nes, se mostró desde üd principio Felipe inflexible en su resolacioo,
y reiteró sus órdenes, tratando por otra parte de calmar la irrita-
ción del príncipe con pretextos plausibles que alegó para esta nue-
va providencia. Igual tesón mostró Alejandro con la repetición de
sus quejas y su súplica. Por fin cedió el rey y revocó el nombra-
miento de la princesa Margarita, renovando el que ya tenia el prín-
cipe Alejandro. Mas por no aparecer desairado ó con otros desig-
nios, mandó que permaneciese por algún tiempo en los Paises-Ba-
jos, lo que sucedió en efecto. Como quedó desde entonces anulada
su autoridad, y su persona no es ya de ninguna importancia en los
negocios ulteriores del pais, nos contentaremos con decir que se re-
tiró á Italia, donde permaneció por el resto de sus affos.
Las operaciones de la guerra fueron por aquel tiempo de poca
importancia, reduciéndose á encuentros parciales en que interve-
nían simples destacamentos ó trozos poco considerables. Había he-
cho la toma de Mastrich una impresión muy favorable á las armas
espaffolas. O por temor de experimentar igual suerte, ó por estar
cansados de disturdios, se mostraron algunas plazas inclinadas á
volver á la obediencia de Felipe. Abrió sus puertas la de Boís-le«
Duc, habiendo expelido antes á los calvinistas. Lo mismo hizo Ma-^
linas, extipulando adherirse á las condiciones del tratado de paz
con las provincias valonas. Igual hubiese sido la conducta de Bru-
jas, á no haber tenido los Estados noticia de lo que pasaba, y en-^
víado inmediatamente á ella tropas de su devoción á fin de soste-*
Derla en la obediencia.
Estuvo muy próxima á correr igual suerte la provincia de Fri-^
sia, donde mandaba el conde de Renneberg, puesto allí por los Es^
tados. Entabló con él una negociación secreta el duque de Terra^
nova, haciéndole presente lo precario de su situación y de las pro-
vincias disidentes. A los reparos que le puso el gobernador sobre
una mudanza de conducta, respondió el espafiol que con con-
diciones honoríficas y provechosas para las provincias valonas, ha-^
bian vuelto & reconocer la autoridad del rey los principales perso-
Dajes de las mismas; que por muchos que fuesen sus compromisos
con el príncipe de Orange, eran mucho mas antiguos los que le lla-
gaban con su antiguo monarca; y por último, que tuviese entendí^
do, que estando Farnesio en vísperas de invadir la Frísia, reflexión
Dase las fatales consecuencias que tendría para él caer en poder de
los que tenían el derecho de tratarle como traidor al rey de Espa-^
692 mSTORU DE FELIPE n.
fia. Movido de estas razones accedió Renneberg á la proposición de
Terranova, bajo las condiciones: de que se le dejase el gobierno de
su provincia con nombramiento real, y el sueldo de veinte mil flo-
rines; que se le hiciese marqués; que se le propusiese para el co-
llar del Toisón de oro en la primera promoción que hubiese de esta
Orden; que le entregase Alejandro dos tercios de infantería para
distribuirlos en los puntos de su provincia pomo mejor le pareciese;
que se le diesen de contado veinte mil escudos de oro en el momen-
to que prestase juramento al rey. Habia otros artículos en el tra-
tado relativos á diversos jefes y magistrados civiles, cuya suerte se
aseguraba por la parte que tomaban en la incorporación [de esta
provincia con las otras que habían vuelto á la obediencia del mo-
narca. Y aunque las condiciones parecieron duras al príncipe de
Parma, no titubeó en confirmarlas; tan importante era para él la
tulquisicton de una provincia cuya conducta podia influir en gran
manera sobre las demás del Norte.
Se hallaba ya este negocio casi concluido, cuando sabedor de lo
que pasaba el príncipe de Orapge, dispuso que el conde de Holach
entrase con tropas considerables en la Frisia. Habiendo salido ven-
cedor en un encuentro que tuvo con las deRenneberg, obligó á este
á encerrarse en la plaza de Groninga. Para sacarle Alejandro del
apuro, le envió de socorro tres mil infantes y ochocientos caballos
á las órdenes del general Schenk, quien hizo levantar el sitio des-
pués de un encuentro ventajoso con el enemigo.
Por aquellos dias tuvo un encuentro el marqués de Rubais con el
general francés Lanoue, que trataba de sitiar la plaza de Enjem-
munster. Fué vencedor el general espafiol , y el enemigo perdió
seiscientos hombres, diez y siete banderas , cuatro estandartes y
tres cafiones, quedando en el número de los prisioneros el mismo
Lanoue, sobre cuya suerte, como hombre de tanta consideración,
consultó el príncipe Alejandro con el rey de Espafia. Mas Felipe,
reservado en todo, y cauteloso en decir su opinión , respondió á la
carta en que se le comunicaba la victoria, sin hablarle nada de tan
inportante prisionero. En virtud de este silencio le hizo encerrar d
general espafiol en la ciudadela de Limburgo, donde el francés di-
virtió sus ocios escribiendo varios tratados sobre la política y el arte
militar, que fueron muy ^laudidos en su tiempo.
Goma se hallaba entonces el rey en su expedición de Portuj^
circularon en los Paises-Bajos varias especies de derrotas y desoí*
CAPITULO LIU. 693
labros en su ejército , llagando hasta esparcirse la noticia de su
muerte. Con este motivo se alentaron de nuevo los confederados,
dando por seguro el triunfo de su causa. También se armaron va-
rías tramas contra la persona de Alejandro , hallándose Guillermo
de Horn sefior de Heez, al frente de los conjurados. Era su designio
matar al príncipe y entregar el pais al duque de Anjou , que intri-
gaba mucho en aquel tiempo para hacerse seQor de los Paises*Ba-
jos. Previno la traición el marqués de Rubais, prendiendo al prin-
cipal conspirador , quien no pudo menos de hacer confesión de su
delito. No atreviéndose el principe de Parma á decidir por si sobre
su suerte, pidió órdenes al rey , quien decretó al momento su su-
plicio. Tuvo [este lugar en la plaza de Quesnois, donde el seDor de
Heez fué degollado en un cadalso.
Seria muy ocioso y hasta ajeno de la naturaleza de esta obra,
entrar en los pormenores de todos los encuentros que ocurrían,
hallándose aquel pais lleno de tropas que le cruzaban en todas di-
recciones. En unos pueblos se abrían las puertas á los espafioles,
otros que se habian reducido á la obediencia, volvían de nuevo al
poder de los contraríos. Fué uno de los mas importantes entre es-
tos últimos la plaza de Gourfray, y hasta Malinas sufrió un saqueo
por parte de los confederados. Por aquel tiempo atacó el conde de
Mansfelt, maestre general de campo del ejército espaQol, la plaza de
Buchain; y después de tenería en grande aprieto, entró en convenio
con los sitiados, y les permitió que saliesen los que quisiesen de la
plaza. Mas la dejaron minada, y la mecha encendida en tal dispo-
sición, que solo podría producir su efecto cuando los vecinos estu-
viesen ya distantes de sus muros. Asi sucedió en efecto, y cuando
se hallaban ya en camino los soldados y demás gente de la guarni-
ción, y los sitiadores ocupados en aposesionarse de la plaza, re-
ventó la mina. Sin embargo, no hizo todos los estragos que los ene-
migos aguardaban, aunque no dejaron de volarse mas de treinta
caras, con peligro de encenderse toda la ciudad, á cuyo remedio se
acudió muy prontamente.
No andaban acordes los ánimos del marqués de Rubais y el con*
de de Mansfelt; veterano este en el servicio del rey, pues llevaba
las armas á su favor desde el príncipio de los disturbios de los Pai«
ses-Bajos; reden admitido el otro en sus filas en la última organi-
zación que habia dado al ejércitp el príncipe de Parma. Se inclina-
ba Alejandro «as al último, tal vez por esta misma circustaneia, ó
Tomo i. 88
691 HISTOBIi DB VBLin If.
porqae le hacia sombra la repatacioD de Mansfelt, adquirida en tan-
tos campos de batalla. Se hizo mas notable la poca armonía entre
estos dos personajes, en un consejo de guerra celebrado á presen-
cia de Alejandro. Opinaba fiabais porque se moviese el campo so-
bre Gambray, importante por su situación y por los muchos par-
tidarios del duque de Anjou que la consideraban como la base de
sus operaciones. Pero el conde de Mansfelt rebatió este dictamen,
sosteniendo que merecía ser preferida la plaza de Nivelles, por es-
tar mas próxima y ser su expugnación como preludio necesario pa-
ra la toma de la otra. Entre estos pareceres propendía al primero
el príncipe de Parma, por la importancia de ocupar la plaza de
Cambray, donde á cada momento aguardaban refuerzos de Fran-
cia; mas no por eso dejó de aprobar la opinión del conde de Mans-
felt, por no contrariarle demasiado. Abrazando, pues, los dos ob-
jetos que al mismo tiempo le ofrecían la ventaja de separar á los
dos jefes rivales, encargó al marqués de Rubais la expedición sobre
Gambray, encomendando á Mansfelt la de Nivelles.
Fué muy brevemente terminada esta última. Se rindió Nivelles k
los tres días de sitio, y la guarnición quedó prisionera. Era (mucho
mas difícil la empresa de Rubais por lo fuerte de Cambray, y el
gran partido que tenían en ella los franceses. Guando estaba ya ea
camino destacó al conde de Montjgny con objeto de tomar la plan
de Gondé, muy cercana á Valenciennes. La evacuó la guamicioo
sin aguardarle, retirándose á Tournay, con lo que le fué moy ftdl
á Montigny apoderarse de lo que estaba abandonado. Mientras tan-
to llegó Rubais á las inmediaciones de Gambray, y comenzó la ope-
ración del sitio; pero cuando mas ocupado estaba en llevarle á fe-
liz término, ocurrió en Flandes otra novedad que alteró notable-
mente el semblante de las cosas.
Hasta entonces no había tomado el pronunciamiento de los Paí-
ses-Bajos un carácter de rebelión abierta contra el rey de Espalia.
Si habían corrido á las armas y ejercido actos de hostilidad coAra
sus tropas, manifestaban dar estos pasos para defender sus prívile*
gios hollados por el rey; mas que de ningún modo dejaban de re-
conocerle como su seDor natural, á cuya obediencia deseaban vol-
ver cuando se hiciese justicia á sus reclamaciones. Ni en las actas
de la confederación de Gante, ni cuando llamaron al archidoque
Matías, se había tenido otro lenguaje. En los capítulos ajustados ea
Vtrechty nada se decía á favor del rey; tampoco en contra. Inroean-
CAFITULO Lin. 695
do n Dombre m expedían todos los decretos quedábanlos Estados:
de niogun sitio público se habiao qoitado las armas reales, y con
so nombre y busto corría la moneda. De qae habia buena fe en to-
das estas manifestaciones, pueden quedar dudas: de que el príncipe
de Oraoge preparaba así las vías para llegar de una vez al fin de
sus designios, bay los testimonios mas probables. Estaba el rey de
EspaOa destronado de becbo, sobre todo en las proviucias del Norte
y en gran parte de las de Flandes y el Brabante; mas conservaba to-
davía una sombra de autoridad, y se podía decir que aunque des-^
obedecido, era todavía seffor uominal de los Paises*Bajos. Con la
realidad, vino asimismo á destruirle la apariencia. Habían llegado
las cosas al punto de constituir en verdadera anomalía un dictado
que estaba en contradicción tan abierta con los hechos. Se aprove-
chó, pues, de la ocasión el príncipe de Oraoge para promover efi-
cazmente el objeto ten apetecido para él de la absoluta independen-
cia« Aunque su ambición le sugería naturalmente el sustituir su per-
sona propia á la del rey, era demasiado hábil para ignorar que no
tenia bástente partido para ser el nuevo soberano de los Paises-Ba-
jos. Le excluía para ello entre otras cosas, su cualidad de protés-
tente, cuyo culto no dominaba mas que en las provincias de Holan-
da y Zelanda, hallándose solo tolerado en las demás donde la reli-
gión de la generalidad era católica. Necesíteba, pues, el de Oran-
ge un príncipe extranjero de este comunión, mas que diese basten-
tes garantías de respeter la liberted de las conciencias. El archidu-
que Matías, que hacia cuatro affos residía en el país con el título
nominal de gobernante, no satisfacía las miras del príncipe por ser
de la familia de Austría, que deseaba alejar para siempre de los Pai-
ses-Bajos. Echó, pues, los ojos sobre el duque de Anjou, cuyos vín-
culos de sangre con el rey de Francia y relaciones que tenia en-
tonces con el partido calviníste, ofrecían la perspectiva de una po-
derosa protección de la potencia vecina, á que los príncipes de Nas-
sau habían acudido siempre por socorros en todos sus conflictos.
En Francia tenia el príncipe de Orange relaciones de parentesco, y
baste los Estedos á que debía su título. Habia pasado á segundas
nupcias con Garíote de Borbon, hija del duque de Montpensíer, viu-
da de Teligny, hijo del almirante de Golígny, asesinado la misma
noche que su padre. Mediaba además la consideración, deque sien-
do el duque de Anjou príncipe joven, de poca experiencia, y me-
nos que mediana capacidad, sería dirígído naturalícente por elprín-
696 HISTOKA DB FBUPB II.
cipe de OraogCi quien coDservaria de hecho el supremo poder aoi-
que no el título de supremo gobernante.
En el tratado de la confederación de ütrecht ya había puesto el
príncipe los cimientos del edificio que pensaba levantar, haciendo
que se omitiese el nombre del rey, cuya autoridad ni se reconocía,
ni se desechaba. No tardó mucho después de este acto en conven-
cer á los Estados de la necesidad de dar un paso mas, para salir de
aquella situación equívoca que los exponíala tantos embarazos. Fá-
cil le fué hacerles ver, que no pudiendo en el estado en que se ha-
llaban llegar á una reconciliación sincera con el rey de EspaDa, era
ya lo mas seguro para ellos romper para siempre los vínculos que
con él los unían, llamando á otro seDor, á favor de cuya poderosa
protección saliesen vencedores en la lucha. Les designó la persona
del duque de Aojou como de mucha importancia para ellos por sus
inmensos bienes, por sus poderosas relaciones en Francia, por d
favor de que disfrutaba entonces con la reina de Inglaterra. Dieron
oido los Estados á razones é insinuaciones, tan hábilmente presen-
tadas. En agosto de 1 580 se reunieron en Amberes, y después de
algunas conferencias, decretaron: «Que por no haber guardado el
»rey Felipe á los flamencos los privilegios jurados, había caidodel
«principado de Flandes; y que por esta causa, libres ya los pueblos
)ode la fe y obediencia que le habían jurado, elegían con todo su
«acuerdo y voluntad por su nuevo príncipe á Francisco de Yalois,
«duque de Aojou, hermano del rey de Francia.» En virtud de este
decreto, habiéndose reunido otra vez los Estados en la Haya, se ex-
pidió uii solemne edicto declarando lo mismo, con orden á todos los
magistrados y funcionaríos del país, de prestar juramento de obe-
diencia á dicho príncipe, de derribar las armas reales, de que des-
apareciesen los sellos y cualquier otro signo de soberanía del rey de
España, dejando desde aquel momento de estamparse su nombre
en la moneda. Y aunque esta orden encontró en un principio bas-
tantes obstáculos, pues no todos los flamencos se hallaban de este
parecer, arrastró á lo menos la opinión de los mas, y unos tras de
otros todos prestaron el juramento requerido.
Así quedó el rey de EspaOa despojado de derecho cono de hecho
del seflorío de los Países-Bajos, á excepción de las provínolas donde
imperaban las armas de Alejandro. Se concibe fácilmente la profiu*
da indignación que debió de causar á Felipe II una resolución que
sin duda no aguardaba. Objeto ya de tanto odio para él ei príncipe
CAPITULO LSI. 69*7
de Orange, fué el príocipal blanco de sus iras. Inmediatamente lan-
zó contra él un decreto de proscripción, en que después de sacar &
plaza su ingratitud, su rebelión, su apostasia y i^us traiciones, se
ofrecía al que le matase la suma de veinte y cinco mil escudos de
oro para él ó sus herederos, concediéndole además la nobleza per-
sonal, y en caso de ser noble, el perdón de todos sus crímenes y
delitos, cualquiera que ellos fuesen.
Fué en Felipe II este acto, á la par que bárbaro y atroz, una
gran falta; pues no podia pensar que semejante decreto de pros-
cripción quedase sin respuesta. Así la tuvo muy cumplida por par-
te del príncipe de Orange, que en son de hacer su apología, pu-
blicó un manifiesto contra su antiguo sefior, donde no se escasea-
ron ni el rigor de los cargos, ni lo duro de las expresiones. Pocos
documentos ofrece el siglo XYI mas célebres que este manifiesto.
En él se vindicaba el príncipe de la acusación de ingrato, haciendo
ver que sus títulos y posesiones eran propiedad de familia, sin de-
bérselos á Felipe y á su padre; que si habia tomado las armas con-
tra el sefior de los Paises-Bajos, era por las infracciones cometidas
por este de los privilegios que habia jurado tan solemnemente; que
habia sido subdito de Felipe, sefior de los Paises-Bajos, no de Fe-
lipe, rey de Espafia; que si las crueldades del rey don Pedro de Gas-
tilla se hablan tenido por suficiente causa para que entrase á suce-
darle en la corona un príncipe bastardo, sin tener en cuenta los de-
rechos de la hija del monarca asesinado, habia perdido del mismo
modo el derecho de mandar en los Paises-Bajos un rey que por el
órgano é instrumento del duque de Alba habia cometido en el pais
tan inauditas crueldades. Además de tan terribles cargos, acusaba
el principe de Orange al rey de haber asesinado á su hijo el prín-
cipe don Garlos, y acortado los dias de su mujer dofia Isabel de
Yalois por medio de un veneno; de estar ya casado en secreto cuan*
do su primer matrimonio con dofia María de Portugal, echándole
en cara otros desórdenes feos que trataba de cubrir con el manto
de la hipocresía, etc. Predomina sin duda en el escrito el calor y la
virulencia que son tan naturales á un ánimo ofendido. De muchos
hechos, no alegaba mas pruebas que los rumores esparcidos por
los enemigos de Felipe. Mas sí este escrito no se puede considerar
como un documento auténtico de acusación, contribuyó entonces á
aumentar la odiosidad de que era objeto el rey de Espafia. Le aco-
gieron los Estados de Flandes con las muestras de la mas viva sim-
698 mSTOEIi DB FKUPB u.
patía, y los protestantes todos con demostraciones de entusiasmo.
Poco tiempo despaes de la declaración hecha en Amberes y del
edicto de la Haya, salió de los Paises-Bajos el archiduqae Ma-
tías (1), sumamente descontento del desaire . que con el nombra^
miento del duque de Anjou se habia hecho á su persona. Al mis-
mo tiempo enviaron los Estados embajadores á este último príncipe,
haciéndole saber la determinación que hablan tomado. Los recibió
el duque de Anjou con bondad, y aceptó el cargo con que los de
Flandes le hablan revestido. ¿Qué parte habia tomado en todo esto
el rey de Francia? ¿Habían obrado los estados de Flandes por sus in-
sinuaciones, ó á los menos con su consentimiento? Las dos cosas
son posibles y aun probables, á pesar de que el rey de Francia te-
mía mucho el comprometerse con el rey católico. Verdaderamente,
la autoridad del rey Enrique UI en sus Estados era muy precaria,
supeditado como estaba por la liga santa, que recibía otras influen-
cias que la suya. Por una parte, no le podía ser desagradable la
idea de deshacerse de un hermano, cuyas intrigas y conexiones con
sus propios enemigos le suscitaban á cada paso disgustos y emba-
razos: por la otra debía de halagarle la iofluencia que sin duda por
la elección del príncipe de Anjou, iba á ejercer en los Países-Bajos.
Consintió, pues, en lo que tal vez no podía impedir, en lo que de-
bía serle útil bajo dos aspectos; mas receloso siempre de ofender k
Felipe H, le envió un embajador para darle parte de sus embarazos
protestando que no habia tomado la mas pequefia parte en la de-
claración de los Estados, así como no podía impedir el que su re-
solución se llevase á su debido efecto. Para dar mas pruebas de su
sinceridad, dispuso que no acompaOasen al príncipe [tropas suyas,
y sí que echase mano de voluntarios que sirviesen bajo su propia
bandera, y fuesen pagados asimismo por su cuenta.
Al rey de EspaDa, no satisfacieron las protestaciones del de Fran-
cia. Mas á pesar de lo ofendido que se hallaba de este principe, i
pesar de lo que acrecentaba su indignación contra los Estados ios
refuerzos que iban á recibir del príncipe francés, aparentó quedar
tranquilizado con las explicaciones de Enrique HI, y no pensó en
hostilizarle abiertamente. En esto se condujo con habilidad y como
cumplía á su política. Duefio entonces en cierto modo de la liga
(1) Este archidnqte fué elevado á la silla delimperio en 1611, á la muerte del emperador
dnlfo, que no dejó hiijoa, habiendo ya fallecido también 9<n sucesión todos soa hermanos, pvea lU^
tlaaera el último.
CAPÍTULO in. 699
santa» tenía mas medios de hacer daDo al rey de Francia, qae por
los de ana guerra abierta. Recorriendo á este último extremo, con-
citaba contra sí los ánimos de toda la nación francesa, en lugar de
que permaneciendo pasivo tenia ganada la generalidad, pues casi
todos los catolices ardientes eran miembros de la liga.
Mientras se llevaban adelante estas negociaciones, perdió el prín- -
cipe de Orange por sorpresa la plaza importante de Breda, ciudad
de su propio patrimonio. Por otra parte, el marqués de Robáis es-
trechaba la plaza de Gambray, poniendo cuantos medios podia para
apoderarse de ella antes que llegase el príncipe francés, quien se
movió de París á la cabeza de doce mil hombres de infantería y cua-
tro mil caballos con dirección á los Paises-Bajos. Envió delante una
división de cuatro mil hombres para que entrasen en Gambray; mas
no pudieron conseguirlo por los esfuerzos del marqués de Rubais
que de cerca la estrechaba. Con este motivo tuvo el duque de An-
jou que avanzar con el grueso de su ejército. Deliberó el príncipe
de Parma en su Gonsejo sobre si se saldría al encuentro del francés;
mas por lo escaso de su fuerza entonces, que no llegaba á seis mil
hombres, se resolvió levantar el sitio de Gambray, retirándose para
buscar mas dichosa coyuntura. Gon esto entró el duque de Ánjou sin
obstáculo en la plaza^ donde foé recibido con festejos, con aclama-
ciones, y hasta con el título de padre de la patria. Mas aquí termi-
nó por entonces la expedición del duque de Anjou, seguido de tro-
pas mercenarias, cuyas pagas no podia continuar por falta de recur-
sos, y que se le iban desertando poco á poco por esta misma cir-
cunstancia. Así cuando los Estados de Flandes y aun el mismo prín-
cipe de Orange, sabedores de su entrada en el pais, le instaron á
que pasase adelante y se aprovechase de su próspera fortuna, le
respondió el príncipe francés que le era imposible hacerlo por falta
de tropas y dinero. Sin duda contaba el duque de Anjou con hallar
grandes recursos en los Paises-Bajos, así como los Estados imagi-
naban que el príncipe francés se presentaría muy provisto de dine-
ro y seguido de fuerzas muy considerables.
Se apoderó sin embargo el duque de Anjou, á pesar desusapu-^
ros, de Gateau-Gambresis y del fuerte de Chatelet. Mas viéndose
abandonado de sus tropas, sin tener con que pagarlas, sin recibir
socorros [de su hermano, por no atreverse Enríque III á romper
tan abiertamente con el rey de Espafia, tomó la resolución de
marcharse á Inglaterra, esperando poderosos auxilios de la reina
700 mSTORU DI FBLIPS II.
Isabel, coD quien teoia pendiente la negociación de matrimonio.
Es un hecho singular que esta princesa tan hábil, tan entendida
en todas las materias de gobierno, tan resuelta, como lo manifestó
en todo el curso de su vida, á permanecer soltera, por no partir
con ninguno la autoridad, de que era tan celosa, hubiese tratado
cuatro ó cinco veces de casarse, sin intención de verificar su enlace
con ninguno. En medio de su gran prudencia, cedía demasiado &
los instintos de mujer, y le halagaba extremadamente la idea de ser
buscada, requerida y obsequiada. Se habia creido que se desposa-
ria con el conde de Leicester, su privado y favorito: después le asig-
nó la fama por esposo á don Juan de Austria, al mismo Enrique Ul,
rey de Francia, y & otros personajes, siendo el duque de Anjou el
último de sus presuntos novios. Parecía una locura el proyecto de
enlace con este principe, veinte y un años mas joven, que ni po-
seía las gracias de una persona bien apuesta, ni se hallaba ador-
nado de un mérito ó de una ilustración que pudiese hacerie agra-
dable á los ojos de la reina. No dejaban de vituperar esta elección
sus celosos consejeros creyéndola sincera; mas los hechos hicieron
ver que no era para ella mas que un agradable pasatiempo. En es-
ta segunda visita á la reina Isabel, halló el duque de Anjoa la mis-
ma acogida, las mismas demostraciones de obsequio, las mismas
expresiones de caríOo de que habia sido objeto en la primera, sin
que en medio de tantas fiestas, tantos regocijos y todo género de
diversiones, se adelantase nada en el asunto de la boda. Acaso no
pensaba ya seriamente en ella el principe francés; mas como este
segundo viaje tenia asimismo un fin político, cual era obtener au-
xilios de Isabel para hacer efectivo su nombramiento de principe y
sefior de los Paises-Bajos, no se contentó con palabras la reina de
Inglaterra, y la que tres affos antes habia visto con tanta inquietud
la entrada del duque de Anjou en los Paises-Bajos, le proveyó aho-
ra no solo de dinero, sino de buques y soldados con que pudiese
presentarse en sus nuevos Estados con dignidad y medios de llevar
adelante un proyecto en que se interesaba la política de la reina in-
glesa, tan deseosa siempre de arrancar á los Países-Bajos de la do-
minación del rey de Espafia.
Se despidió el duque de Anjou de Isabel, agradecido á sus Alva-
res, aunque con menos ilusiones que la vez pasada sobre el pro-
yectado matrimonio. Se embarcó en sus navios con dirección á los
Paises-Bajos, y en. la primavera de 1581 llegó á Amberes, d<mde
Cá»ÍTDLO Ltn. 101
le agoardaban los Estados, los principales personajes del pais, con
el principe de Oraoge á la cabeza. Faé su entrada magnifica, acom-
pasada de todo el aparato, pompa y esplendor, con que se empe-
fiaron los flamencos en recibir al nuevo principe. Iba vestido con
todas las insignias de duque soberano, como en aquellos tiempos
se estilaba; y rodeado de magnates, entre el estruendo de la arti-
llería, repique de campanas y la música de varios instrumentos,
prestó juramento en manos de los Estados, de respetar las leyes y
privilegios del pais, guardando en todo las cláusulas y condiciones
de su nombramiento.
Fué la llegada del duque de Anjou muy bien acogida, tanto en
Amberes como en el resto de los Paises-Bajos. Aunque en dicba
ciudad no se profesaba desde algún tiempo el culto católico, se man-
dó abrir en obsequio del nuevo sefior un templo para los de esta
comunión; rasgo de obsequio que agradó sobremanera al principe.
Por muchos dias duraron los festejos con que se celebró su llegada
á esta capital de los Paises-Bajos. Has fueron terminadas tantas
demostraciones de alegría con un suceso lamentable.
Producía su efecto el decreto de proscripción, lanzado por el rey
Felipe contra la persona del príncipe de Orange. Al cebo de los
veinte y cinco mil escudos de oro prometidos, se agregaba el mé-
rito contraído por un católico, en asesinar á un príncipe enemigo
de Dios y de su Iglesia, acto que en aquellos tiempos pasaba por
eminentemente religioso, por altamente heroico. Concibió el pro-
yecto de asesinato un tal Anaster ó Anastro, mercader de Amberes,
y aun se dice que para ello recibió sugestiones de EspaBa, y hasta
cartas del rey, con oferta de ochenta mil escudos, á mas de los
veinte y cinco mil que estaban prometidos. No atreviéndose Anas-
tro á cometer el acto por sí mismo, lo encargó á un criado suyo,
llamado Juan de Jáuregui, vizcaíno, joven robusto, educado, como
es de suponer, en el culto católico, y enemigo mortal de los here-
jes. Recibió este la comisión con muestras de alegría, y al hablár-
sele de la recompensa ofrecida por el rey á quien ejecutase el acto,
respondió que no necesitaba premio alguno para^ emprender una
acción tan grata á Dios, tan útilá los intereses de la Iglesia. Se pre-
paró pues á ella con fervor; confesó con un fraile dominico, llama-
do Pigmerman, y recibió la comunión de manos de este religioso.
Lo único que pidió á su amo, fué, que como él estaba seguro de mo*
rir, suplicase al rey atendiese á la subsistencia de su anciano padre.
Tomo i. 89
70t HISTORU DE FBL1PB U.
Cumplió el joven vízcaino su palabra. Como sabia bien la lengua
del país, no le fué difícil penetrar en el palacio del príncipe de
Orange, á la sazón que este daba un banquete á sus amigos. Con-
cluido el festín, pasó el príncipe á su cuarto, y el vizcaíno, que en
medio de la confusión de los criados y sirvientes no le jurdía de
vista ni un momento, siguió sus pasos, y cuando halló ocasión, le
disparó una pistola, cuya bala le atravesó las dos mejillas, sin de-
jarle muerto. Entonces quiso el vizcaíno recurrir á otra pistola para
acabarle; mas por la casualidad de estar demasiado cargada, re-
ventó, inutilizando la mano y la acción del asesino. Al ruido acu-
dieron los amigos y criados del príncipe, de cuyo furor fué víctima
Jáuregui en el acto. Pronto se conoció que la herida no era mortal,
con lo que se sosegó algún tanto el ánimo de sus allegados.
Mas el lance pudo ser mas serio por las circunstancias que le
acompañaron. Inmediatamente que fué público en Amberes, se es-
parcieron los rumores de que el golpe había sido provocado por el
príncipe francés, deseoso de deshacerse de una persona, cuya au-
toridad é influencia en el país tal vez le molestaban. No se babia
borrado todavía el recuerdo de las matanzas de San Bartolomé,
precedidas por el asesinato del almirante Coligny , y en que habia
tomado una parte tan activa el que era entonces rey de Francia. El
miedo en unos, y el deseo de venganza en otros, hizo correr á las
armas á los habitantes de Amberes, y estaba ya muy próximo á
estallar entre ellos y los franceses un conflicto serio, cuando por
casualidad se halló en los bolsillos del asesino un escrito, en que
constaba su nombre y demás circunstancias que habían mediado,
y dejamos referidas; Inmediatamente se apresuró el príncipe Mau-
ricio, hijo del herido, á divulgar esta especie en la ciudad, con lo
que se aquietaron los ánimos amotinados. Se expuso al público el
cadáver del asesino, que se reconoció por criado de Anastro, y como
este se puso en fuga, se prendió á su secretario^ cómplice del acto.
También se echó mano al fraile Pigmerman , y habiendo confesado
los dos su participación en el delito, fueron ajusticiados en garrote,
y hechos después cuartos, colocándose los trozos en las principales
puertas de la plaza.
Curó pronto de sus heridas el príncipe de Orange, y recobró la
salud que necesitaba, para dirigir con toda actividad los nególos
que estaban á su cargo. En cuanto al peligro que acababa de corrw,
conocía demasiado las costumbres y tendencias de su siglo, para no
CAPITULO un. 703
presentir la infinidad de pofiales que habia afilado contra su pecho
el decreto de proscripción del rey de España.
No se descuidaba mientras tanto el príncipe de Parma en llevar
adelante las operaciones militares. Sus tropas no eran muchas, y
los enemigos se hablan reforzado con las que acababan de llegar de
Francia. Cada vez se le hacia mas sensible la falta de los espafioles
y mas tropas extranjeras que hablan salido ^del pais, en virtud del
último tratado de pacificación con los valones. Deseoso vivamente
de su vuelta, sondeó Alejandro á los principales personajes del pais
que mas se hablan empefiado en la expulsión , y logró con insinua-
ciones indirectas, no solo vencer sus repugnancias, sino hacerles
desear la vuelta de las tropas extranjeras, como indispensables para
llevar adelante la guerra con buen éxito. Las mismas autoridades
del pais le propusieron que las pidiese al rey, y Alejandro se apro-
vechó al momento de tan Favorable disposición, haciendo ver á Fe«
lipe II la necesidad de la medido. Accedió el rey , como puede su-
ponerse, y mandó inmediatamente que se pusiesen en movimiento
para Flandes cuatro tercios espafioles, que componían entre todos
diez mil hombres, con lo que se aumentaron considerablemente las
fuerzas del principe Alejandro; mas antes de su llegada, que tuvo
lugar á mediados de 1582, ya hablan comenzado las operaciones
militares de este príncipe, y que vamos á recorrer del modo sucin-
to, y usado hasta ahora; pues la relación circunstanciada de todas
las batallas, sitios de plazas, y de todo género de encuentros que
tuvieron lugar en estas guerras, ocuparía mas espacio del que he-
mos destinado á toda la historia en que nos ocupamos.
Dejamos ad príncipe en retirada de las inmediaciones de Gam-
bray, por no hallarse con fuerzas suficientes para hacer cara al du-
que de Anjou, que á dicha plaza se acercaba. A esta especie de
derrota, se siguió la pérdida del fuerte de San Guillen; mas volvió
este pronto & caer en nuestras manos. ^
Entre tanto recelosa siempre la corte de Francia del enojo que
causarla al de Espafia la expedición de los Paises-Bajos del duque
de Anjou, envió un comisionado al príncipe Alejandro, para ha-
cerle ver la ninguna parte activa del rey en un movimiento que
habia tenido lugar, sin prestarle por su parte ningún género de
auxilios, y del que no podia redundarle la menor ventaja. Sin duda
tuvo esta misión por objeto, el averiguar de mas cerca, si se habia
creido llegar el momento de romper las paces que existían de be-*
IH fflSTORIA. DB nUFB II.
cho entre EspaOa y Fraocía; mas Alejandro, habiendo recibido
cortesmente á ios enviados, les respondió que era un asonto con-
cerniente al rey, á quien debían dirigirse, y de ningún modo á su
persona, pues por su parte no tenia mas negocios que el de conti-
nuar la guerra, que contra los enemigos de su rey estaba ya em-
pezada.
El conde de Reraeber, gobernador de Frísia, vuelto poco tiempo
hacia al servicio del rey, acababa de morir en la flor de su edad,
atribuyéndose este acontecimiento por los confederados á castigo
del cielo, por haber abandonado su causa, y pasándose al rey, á
quien se llamaba tirano de los Paises-Bajos. Varios personajes del
pais desearon reemplazar al gobernador difunto; mas el príncipe de
Parma prefirió para este cargo á Francisco Verdugo, capitán espa-
fiol, que se habia distinguido en aquellas guerras, y cuya fidelidad
estaba á toda prueba. Además, reunia la*circunstancia de hallarse
enlazado con una de las familias mas ricas del pais, y de estar per-
sonalmente interesado en la restauración del poder del rey de Es-
paña. Habiendo puesto á su disposición bastantes fuerzas para sos-
tener la campafia por el lado del Norte, tomó otra vez el hilo de
sus operaciones por el del Mediodía.
Fué su primer movimiento de importancia embestir la plaza
fuerte de Tournay, en la provincia de Flandes, en los confines del
Haynault, ciudad ademas muy importante, por los muchos refu-
giados de la religión reformada que hablan tomado asilo en sos ma-
ros, procedentes de Gondé, Nivelles, y otros mas puntas que aca-
baban de caer en manos de los espaOoles. No pensaba el príncipe
de Orange, con que el de Parma emprendería el sitio de una plaza
tan fuerte á la entrada del invierno; mas Alejandro hizo ver que
era muy serio su designio, pues haciendo conducir por los ríos que
corren cerca de Tournay, y sobre todo el de Escalda, víveres en
abundancia, municiones y piezas gruesas de batir, puso el ^tio
formal á la plaza el I."" de octubre de 15S1. Estaba ausente á la
sazón el gobernador Pedro Melun, príncipe de Espíoois; mas suplía
á la sazón sus veces Francisco Diobiou, capitán valiente y experi-
mentado, quien no hizo sentir la falta del antiguo jefe, aunque
también concurrían en la persona de este prendas de militar va-
liente y experimentado. Se preparó animosa la guarnición á todos
los azares del sitio, y en la decisión del vecindario, encontró el go-
bernador auxilios de grandísima importancia.
CAPITULO luí. 105
Comenzó el ataqae de los espafioles por el del baluarte de San
Martio, sitaado en la puerta de este nombre, y como aislado del
resto de las fortificaciones. Después de varias embestidas, en que
los enemigos hicieron ¿ran resistencia, se apoderaron los nuestros
de los fosos, y por medio de escalas llegaron á lo alto de I9S mu-
ros, de que se apoderaron; ventaja de consideración, pues desde
dicho fuerte dominaban el resto de la plaza.
El gobernador, príncipe Espinéis, en la imposibilidad de pene-
trar con auxilios en Tournay, se situó en Oudenarda, á tres leguas
de distancia, con objeto de hacer reconocimientos y hostilizar las
líneas de los sitiadores; mas sus tropas enviadas á este fin, fueron
rechazadas por las de Alejandro, quien no perdonó medio alguno
de alejar constantemente al enemigo de las inmediaciones de la
plaza.
Guando mas empefiado se bailaban en sus operaciones, vino á
aumentar el entusiasmo de sus tropas las noticia de una victoria,
conseguida por Francisco Verdugo, en Frisia, contra Adolfo de Nas-
sau y el coronel inglés Norris, que habia atacado su campo atrin-
cherado. Inferior al espafiol en caballería, se habia atenido á la de-
fensa de sus líneas; mas cuando el enemigo, seguro de la victoria,
se acercaba ya á tomarlas, puso en movimiento su infantería, la
que rechazó & los asaltadores, y los puso en dispersión, con grande
pérdida, habiendo quedado heridos Adolfo de Nassau y el coronel
de los ingleses.
Después de emplear el uso de la mina, que causó bastantes des-
trozos en los muros de Tournay, trató Alejandro de atacarla por
dos partes, habiendo precedido una arenga suya militar, según
acostumbraba en lances de esta clase. Atacaron sus tropas con de-
nuedo, mas no fueron felices en la tentativa. Se hallaba la guarni-
ción muy animada contra las tropas de Farnesio, y además el go-
bernador, que era un hombre de mucha actividad y de experien-
cia, no perdonaba medio de sacar utilidad de las buenas disposi-
ciones de los defensores. Por otra parto, se hallaba dentro de la
princesa de Espinéis, esposa del gobernador ausente, mujer ani-
mosa y esforzaday que corría á los parajes de mas riesgo, ani-
mando con su voz y su ejemplo á los soldados: A pesar pues de los
ejemplos de Alejandro y de las exhortaciones de los* jefes principa-
les, tuvieron que retirarse las tropas del asalto, no pudiendo resis-
tir á la furia de los de adenítro, que con armAs, con piedras, coit
70C HISTOBIÁ DB FBUra 11.
materias íaflamadas, les caosaban grande mortandad, habiendo
precipitado á muchos de ellos en el fbso. Aanque no fué grande la
pérdida del ejército español, la hizo muy considerable el número de
los jefes de distinción que quedaron fuera de combate. Salió herido
el mismo Alejandro de una pedrada que le dejó por un tiempo sin
sentido; mas se restableció pronto con grande alegría de los suyos,
que ya le daban por perdido.
Mientras el príncipe de Parma tenia tan cercada la plaza de
Tournay, estuvo á pique de perder la de Gravelinas, que fué ata-
cada una noche de improviso por tropas inglesas, y de los confede-
rados, que estaban de inteligencia con parte de las tropas que la
guarnecían. Guando los llevaban ya escalada la mayor parte de los
muros, recibió aviso oportuno el gobernador, y acudió inmediata-
mente con las tropas fieles. Los asaltadores desistieron del intento,
y se alejaron de la plaza, cubiertos como las tinieblas como hablan
venido. El jefe de los ingleses, llamado Presten, no queriendo aco-
gerse á los buques que los esperabao, tomó con sus tropas el ca-
mino de Tournay, con objeto de meterse dentro de la plaza, lo que
ejecutó, habiendo tenido la noticia del santo que hablan dado aqueUa
noche á las guardias avanzadas. Con este seguro pasó por medio de
los enemigos, y entró sin novedad por las puertas de Tournay, sin
que lo sospechase nadie. Guando se supo el engafio y se quiso
echar tras de ellos, ya era tarde. Sirvió esta estratagema para que
el príncipe de Parma prohibiese dar ningún santo en adelante,
mandando que nadie pasase de un punto k otro durante la noche,
sin previo reconocimiento de los puestos avanzados.
A pesar del pequefio refuerzo que recibió la plaza de Toninay,
á pesar del desafecto que algunos en el campo espaOol profesaban
á la causa de los españoles, lo que se echaba de ver por las inteli-
gencias que tenían con los enemigos , era ya imposible á los de la
plaza el sostener por mas tiempo un cerco que los tenia reducidos
á los mayores apuros, privándolos de toda comunicación con los de
afuera. Sabían el mal resultado de la intentona sobre Gravelinas,
y además los inútiles esfuerzos que hacia el príncipe de Espinois
para acometer el campo de Alejandro. Ni los esfuerzos del gober-
nador, ni las persuasiones de la princesa, fueron suficientes para
que el vecindario quisiese arrostrar por segunda vez los Horrores y
consecuencias de un asalto. Fué, pues, preciso rendir la plaza bajo
condiciones, que por su poca dureza manifiestan los grandes deseos
apilTiLO un. "lOl
que animabaD al de Parma, de hacerse cnanto mas antes dnefio de
ella. Se permitió la salida con sus armas á las tropc\^ de la guar-
nición, y asimismo á los vecinos que quisiesen llevarse sus efectos;
se dejó en libertad de conciencia , mas sin ejercicio público de su
culto, ¿ los de la religión reformada que quisiesen permanecer en
la ciudad, permitiéndoles en todo caso la salida con' sus efectos, en
caso de tomar este último partido. Se cumplió la capitulación con
fidelidad por ambas partes ; mas los magistrados de la dudad se
quejaron al príncipe de Parma, de que entre los efectos de la prin-
cesa, del gobernador y otros principales personajes, iban muchos
vasos sagrados y efectos de particulares, que desde el principio del
sitio hablan sido tr&sladados á la cindadela. Asi se vio en efecto,
cuando por orden de Alejandro fueron registrados los equipajes de
las pertonas ya indicadas. Volvieron los objetos á sus duefios , y
esto dio á los magistrados mas facilidad para cubrir los pedidos,
que por via de indemnización les hizo el príncipe de Parma.
Se tomó la plaza de Tournay en 30 de noviembre de 1*581, sin
que en todo aquel invierno se hubiese emprendido operación nin-
guna de jmportancia. En la primavera del aOo 1582 emprendió
Alejandro el. sitio de Oudenarda, situada sobre el Escalda , que la
divide en dos partes casi iguales. Se consideraba entonces como una
de las plazas mas fuertes de los Paises-Bajos ; tanto que el francés
Lanoue, uno de sus principales ingenieros , le daba el nombre de
segunda Rochela. Se admiró este, y asimismo el príncipe de Oran-
ge, que el de Parma se atreviese k tanto ; mas como habían salido
errados sus pronósticos cuando el cerco de Tournay, no dudó Ale-
jandro en acometer esta segunda empresa , que produjo para él los
mismos resultados que la otra. Algo paralizó sus operaciones de si-
tio un motin que se susbitó en su campo , promovido por las mis-
mas causas que habían excitado tantos movimientos de esta clase,
á saber, el atraso de las pagas. Comenzó la sedición en el tercio
de alemanes, quienes al recibir una mensualidad que se daba á todo
el ejército por orden de Alejandro á cuenta de sus alcances, decla-
raron que no la querían sino doblada , pues así se les debía. Vol-
vieron los rebeldes pronto & su deber por la presencia de ánimo de
Alejandro, que corrió á ellos sin tener en cuenta las picas vueltas
contra cualquiera que tratase de acercárseles. Llegó el valor del
general espafiol á penetrar en medio del tercio y sacar arrastrando
á uno de los alféreces y entregarle al preboste para que le ahorca-
708 mSTOBIÁ DB IBUFB II.
seo al momento, sin que se atreTÍesen k proferir una palabra los
alemanes, atónitos con esta inlripidez y saogre fría. Entonces mao-
dó Alejandro á la caballería que rodease el tercio, é intimó al coro-
nel la orden de que por cada compañía le enviase dos para ser ahor-
cados al momento. Salieron efectivamente veinte de las filas: cod
el espectáculo de su suplicio quedaron los dem&s arrepentidos, é
imploraron la misericordia del general en jefe , quien los volvió á
su gracia , resignándose los alemanes á recibir el dinero que les
estaba destinado. Eran muy frecuentes estos alborotos en el curso
de aquellas guerras, por los atrasos con que recibían las pagas;
mas también puede decirse que no pocas veces babia Alejandro so-
segado esta clase de alborotos, presentándose solo en medio de los
sediciosos, contando siempre con el prestigio que rodeaba su per-
sona.
Sosegada la sedición volvió Alejandro á las operaciones del sitio
de Oudeoarda, sirviendo de estímulos á su actividad, por una parle
los movimientos que hacían los enemigos para socorrerla, y por la
otra la jactancia de estos de que se estrellarían en una plaza tan
fuerte 4odos los esfuerzos del príncipe de Parma. Costó en efecto
muchos trabajos á sus tropas el apoderarse de una media luoa ó
rebellín que los sitiados defendieron con gran tenacidad ; pero al
fin, apoderados los nuestros de esta obra exterior, tuvieron mas
facilidad para atacar el cuerpo de la plaza. Varias salidas hicieron
las tropas de su guarnición, pero sin efecto. Tampoco fueron efi-
caces en un principio nuestras baterías; pero colocadas después
con mas acierto, abrieron una brecha suficiente para emprender la
obra del asalto. Hablan los historiadores de un grave peligro que
corrió Alejandro durante el sitio, y se cita el hecho para manifestar
la gran serenidad que en semejantes lances desplegaba. Hallándose
un dia á la mesa, acertó una bala de caOon enemiga á dar en su
barraca causando la muerte de dos, é hiriendo á muchos de los cir-
cunstantes. En medio de la confusión causada por el accidente, sin
levantarse Alejandro de su asiento, mandó que removiesen los man-
teles y platos, ensangrentados todos , y trajesen otros nuevos, di-
ciendo con tranquilidad que no quería que los enemigos se alabasen
nunca de hacerle perder su terreno, cualquiera que fuese la situa-
ción en que se hallase. Sin responder de la autenticidad del hecho,
no es inverosímil este rasgo de serenidad en quien manifestaba coa
tanta frecuencia el buen temple de su ánimo.
C4PITÜL0 UIÍ. 109
Preparadas todas las cosas para el asallo, do quisieron exponer-
se á sus azares los habitantes de Oadenarda ; y aanque las tropas
sitiadoras deseaban apoderarse á viva fuerza de la plaza , por la
rica presa que les ofrecia, no quiso Alejandro causar la destrucción
de la ciudad, y la tomó con capitulaciones parecidas á las de
Tournay, imponiendo una contribución para los gastos de la
guerra.
Causó admiración y llenó de sentimiento á los confederados la
toma de una plaza que pasaba por uno de los principales baluartes
de los Paises-Bajos. Cuando tuvo lugar éste suceso , se hallaba á
legua y media de distancia el duque de Anjou con fuerzas de socor-
ro; mas retrocedió inmediatamente y tomó la vuelta de Gante, aguar-
dando á cada momento que llegasen á los Paises-Bajos nuevas tro-
pas que le enviaba el rey de Francia.
Entraron los espafioles en la plaza de Oudenarda por julio de
1582, y en el siguiente mes de agosto se reunieron en su campo
las tropas españolas é italianas con que el rey le reforzaba. Ascen-
dia el número de los espafioles á cinco mil, y á cuatro mil el délos
italianos. Se pusieron los primeros á las órdenes de Cristóbal de
Mondragon, capitán experimentado que había hecho grandes ser-
vicios en aquella guerra, y los segundos á las de Camilo del Mon-
te, bien jconocido asimismo en los Paises*Bajos. Vinieron en estos
tercios gran número de personajes distinguidos, tanto italianos como
espafioles, en clase de aventureros , á quienes atraía la gran fama
que entonces alcanzaba el príncipe Alejandro. Con muestras de
grande alegria fué recibido este socorro por el general espafiol , y
eo verdad no podía llegar á mejor tiempo. Casi simultáneamente
habían entrado en los Paises-Bajos las tropas que enviaba el rey
de Francia, en número de siete mil infantes y tres mil cabrios , k
las órdenes del mariscal de Biron y el duque de Montpensier , cu-
fiado del príncipe de Orange. Y aunque semejante acto de hostili-
dad hacia el rey de Espafia no era ya susceptible de paliativo ftl-
guno, todavía supieron cubrir las apariencias Enrique III y su ma-
dre Catalina de Médicis, haciendo ver qne sin su consentimiento se
movían estas tropas h&cia Flandes. Mas Felipe II, aunque no enga-
llado, dio muestras descrío, pues eo realidad no le convenia decla-
rar la guerra al rey de Francia. Harto mas fatal era para Enrique la
encubierta que le hacía, influyendo tan poderosamente en el inmen-
so partido cuyos principales jefes aspiraban sin duda ¿ destronarle.
ToHoi. 90
710 HISTORÚ DE FBL1PE H.
GoD este refuerzo en los dos campos pasaron adelante las opera-
ciones militares por ana y otra parte. Se apoderó el principe Ale-
jandro de las plazas de Menin , Xervic , PoperiDge , y entró por
sorpresa en la de Lira, que aunque no muy fuerte, se halli^ abun-
dantemente abastecida de víveres, municiones y pertrechos milita-
res. También se apoderó de Gatau-Gambresis , Glusa , Ninove y
Gasbec, mientras el duque de Adjou entraba en algunas plazas in-
significantes. Dos choques tuvieron , aunque no de consecuencia,
los dos caudillos ; uno en San Yinoc , habiendo atacado Alejandro
la retaguardia del príncipe francés , y el segundo en las inmedia-
ciones de Gante , persiguiendo el de Parma á su enemigo , que se
refugiaba en los muros de esta plaza. Era la intención de Alejandro
entrarse en ella al mismo tiempo que sus enemigos, aprovechándose
del desorden. Mas los de adentro , apercibidos , tomaron sos pre-
cauciones y le hicieron retroceder con pérdida no pequeRa , pues
entre muertos y heridos tuvo fuera de combate muy cerca de ocho-
cientos hombres.
No estaba por su parte ocioso Francisco Verdugo , que en nom-
bre del rey mandaba en Frísia. Puso sitio k la plaza de Lochen, y
aunque la tenia en muy grande apuro y próxima á rendirse, sevié
precisado & levantar el sitio, por el refuerzo que el duque de Ad-
jou le envió oportunamente. Fué mas feliz Verdugo en la plaza de
Stenowich, que tomó por sorpresa, estando el gobernador y los
principales jefes de la guarnición celebrando un festín por una vic-
toria que habían conseguido algunos días antes, proporcionándoles
el saqueo de un pueblo muy considerable de las inmediaciones. T
mientras estos sucesos ocurrían, intentaron las tropas de los confe-
derados otra sorpresa en la plaza de Lovayna, y que no tuvo efec-
to, pu^ cuando ya habían escalado y subido á lo alto de los mu-
ros, cubiertos con las tinieblas de la noche , acudió la guarnición á
tiempo á la voz de su gobernador, repeliendo á los asaltadores coa
gran pérdida.
Así continuaba la guerra por una y otra parte, siempre con ma-
yores ventajas para el príncipe de Parma, cuando acontecimientos
de un orden mas importante vinieron á dar realce al cuadro en cu-
yo bosquejo nos estamos ocupando.
CAPlTíiLO UV*
Intenta el duque de Aujou hacerse dueño absoluto de los Paises-Bajos. — Su ataque in-
fructuoso sobre Amberes. — ^Resentimiento del pais contra los franceses. — ^Negocia-
ciones del principe de Parma con el duque de Anjou. — Infructuosas. — ^Intenta el
principe de Orange reconciliar los Estados con el duque de Anjou.— Se retira este
á Dunquerque.— Se apodera el principe de Parma de varias plazas Batalla de
Emistemberg. — Se retira á Francia el duque de Anjou. — Toma Alejandro á Dun-
querque y á Newport. — Conquista igualmente otras plazas menos importantes del
Brabante.— Pide mas refuerzos al rey y los consigue.— Guerra de Colonia Blo-
quea Alejandro á Iprés, Brujas y Gante. — Se rinden las dos primeras plazas.— Fluc-
túa la tercera.— Llaman los Estados otra vez al duque de Anjou.— Muerte de este
principe. — ^Muerte del principe de Orange, asesinado en Delft. — Su carácter Le
sucede el principe Mauricio. — Piden los Estados la protección del rey de Francia,
—Negativa. — Acuden á la reina de Inglaterra (1). — (1581-1584.)
Estaba desazonado el daque de Adjou por el poco poder que ejer-
cía realmente sobre sus nuevos subditos. Habían estos restringido
demasiado los limites de su autoridad para halagar la ambición de
un príncipe educado en los principios de un gobierno absoluto, y que
adem&s se consideraba heredero de una corona tan poderosa como
la de Francia. Participaban de sus sentimientos la mayor parte de
los jefes franceses que corrían su fortuna, y sus consejos no servían
mas que para encender el ánimo de un príncipe inconstante por na-
turaleza, amigo de novedades, y de ninguna sinceridad en sus pa-
labras. Le decían que los Estados del pais habían querido adularle
con el vano titulo de duque de Brabante, sin darle rentas, sin poner
718 HISTORIA DI FSUPB II .
castillos ni fortalezas á su devoción, síd conferirle nn poder rea!,
paes nada podia hacer el duque de Anjou sin su consentimiento. Que
igual suerte habia cabido al archiduque Matías, gobernador nomi-
nal, y que solo había servido para cohonestar la rebelión de los Es-
tados contra el rey de España; que el verdadero director, el verda-
dero gobernador en los Paises-Bajos, era e^ príncipe de Orange, á
cuyos consejos tenia el conde de Ánjou que deferir como si fueran
verdaderas órdenes ; y en fin, que esta restricción de facultades,
este simulacro de -poder, eran la verdadera causa de la frialdad con
que era auxiliado por su hermano. ¿\ qué empe&arse en efecto en
gastos, á qué hacer grandes sacrificios que ningún beneficio hablan
de producir ni para el rey de Francia ni para el mismo duque, re-
ducido á un papel tan subalterno?
No podia menos de encenderse con estas insinuaciones el enojo
del principe francés, tan inclinado de suyo á partidos violentos, que
se creia agraviado y ofendido. Para sondar las intenciones del país
y tener un pretexto de ruptura, hizo proponer á los Estados que
hallándose estos con tanta necesidad de los socorros de Francia,
para acabar de sacudir el yugo de la España, declarasen que ea
caso de morir sin hijos el duque de Anjou, seria su heredero el rey
su hermano, en cuyos Estados se incorporarían definitivamente los
Países-Bajos* Mas estaban estos muy lejos de asentir á una medida
que amenazaba tan de cerca su propia independencia.
En vista de esta negativa, se decidió el duque de Anjou á poner
en planta el proyecto que le sugirieron sus príncipales allegados.
Se reducía por entonces á echar las tropas del país de las plazas
donde se hallaban jefes franceses de gobernadores, y declararlas
bajo la inmediata dependencia del príncipe de Francia. Para esto se
dio orden de que provocasen de cualquier modo un alboroto popu-
lar ó cualquiera otro desorden que hiciese algo plausible la adop-
ción de la medida. El mismo duque se encargó de esta operación
en Amberes, donde entonces residía.
Pretextó para este objeto la necesidad de pasar una revista ¿ las
tropas de su nación en las inmediaciones de la plaza. Tuvo lagar
la reunión al pié de las mismas esplanadas. Cuando mas descuida-
dos estaban los de adentro, se destacaron del cuerpo ó división
hasta tres mil infantes y ochocientos caballos, que con la velocidad
del rayo se apoderaron de los puentes levadizos y principal puerta de
Amberes, cuya guardia pasaron acuchillo. Inmeídiatamente se preei-^
capítulo liv. 718
pitaron sobre la ciadad, qne trataron de ocupar militarmente, dando
las dos solas voces de misa y duque, con qne querían dar á enten-
der el restablecimiento de la fe católica y el poder absoluto del
nuevo gobernante. Había dado el duque de Anjou orden á estas
tropas de que pensasen solo en ocupar militarmente la plaza, sin
propasarse á excesos ni desórdenes; mas en medio de esta preocu-
pación, tuvo lugar el saqueo y el pillaje, sin duda por no querer
los que entraban antes partía el botín con los compaOeros que des-
pués llegasen.
Se quedaron al principio atónitos los vecinos de Amberes con los
grítos y alborotos, que estos desórdenes causaron. Se creyó al prin-
cipio que era una ríOa de estas que ocurren tan frecuentemente en-
tre militares y paisanos. Mas cuando se enteraron del hecho, cuando
vieron que se convertían en enemigos los que habían entrado como
aliados, y el eminente peligro en que se hallaban su libertad, sus
haciendas y sus vidas, pensaron seríamente en defenderse y oponer,
aunque en desorden, la mas obstinada resistencia. Inmediatamente
atrancaron las puertas de sus casas, barrearon las calles, y se su-
bieron á las ventanas y tejados, de donde hicieron fuego sobre los
franceses, arrojándoles además piedras, agua hirviendo y toda es-
pecie de materías inflamables. Era muy poca la fuerza que había
entrado para vencer la resistencia de una población tan considera-
ble, dedicada todo á su exterminio. Los que estaban ocupados en
el pillaje fueron víctimas de su codicia. Los demás desatentados,
consternados en alas del pavor, se dirigieron á la puerta por donde
habían entrado; mas aquí se encontraron con un obstáculo que au-
mentó el desorden y la carnicería.
Aguardaba con ansia el duque de Anjou desde afuera el resul-
tado de la intentoDa sobre Amberes. Al oír los gritos y el tumulto
que se habían levantado en la ciudad, creyó que los suyos estaban
en peligro, y que de todos modos convenía enviarles tropas de re-
fresco. Inmediatamente destacó otro cuerpo, que corrió precipitado
á la ciudad; mas al llegar á la puerta se encontró con el primero,
que corría perseguido por la muchedumbre. Causó este encuentro
repentino entre unos y otros la confusión que puede imaginarse, y
como los fugitivos tuvieron que detenerse en su marcha, pudo
cebarse mas en ellos el furor de aquellos habitantes. Embaraza-
dos unos con otros los soldados; no podían hacer uso de sus armas;
con Io3 que habían entrado antes perecían asimisfpo los que habifkQ
11 i HISTOBU DI FBUf B n .
veoido á socorrerlos. Se cubrieron poco á poco de cad&veres los fo-
sos: muchos fueron precipitados de lo alto de los muros. La mor-
tandad fué grande. En dos mil se computó la pérdida de los
franceses en aquella refriega , que acabó para siempre con el pres-
tigio y fuerza moral de aquellos imprudentes «extranjeros.
Salvada de este modo la plaza de Amberes, y ayergonzado el
duqu9 de Anjou de lo mal que le hablan salido sus designios, se
retiró 6on sus tropas, y no pudiendo emprender su marcha por el
Escalda, cuyo paso le tenian los del pais interceptado, tomó un ro-
deo para llegar al punto de Vilvorde, donde hizo alto para delibe-
rar sobré sus operaciones ulteriores.
AlI mismo tiempo que se verificaba el ataque de Amberes, inten-
taban la misma operación, según las órdenes del duque de Anjou,
en otras plazas de los Paises-Bajos. Se apoderaron los franceses
por los medios que se les hablan indicado , de Terramunda, Dis-
munda y Dunkerque. Mas se les resistieron las de Newport, Os-
tende y Brujas.
Fácil es imaginar cuan agradable debia de ser á los ojos de Ale-
jandro aquel suceso tan desgraciado para los franceses. Rotos en
cierto modo los vínculos que unian al duque de Anjou con los Es-
tados, no podian ya naturalmente contar estos, m con las tropas ni
con la protección del rey de Francia. En la altura k que se haJlaban
los negocios, tres expedientes le propuso el Consejo al príncipe de
Parma: ó que se dirigiese á los Estados, negociando de nuevo una
reconciliación con su antiguo sefior, ó que negociase con el duque
de Anjou la entrega de la plaza que ocupaban los franceses, ó que
sin perder tiempo, continuase las operaciones militares, aprove^
chandoso de la confusión y el desaliento, que no podía menos de
producir la separación de los franceses.
El primer proyecto no era practicable. Estaban demasiado em-
pefiados los flamencos en la obra de su insurrección, para pensar
seriamente en volver á la obediencia. Por otra parte, era imposible
que obrando estos bajo la dirección del príncipe de Orange, con-
sintiese este en semejante paso, con un rey que le tenia proscripto,
con quien estaba empefiado en una guerra encarnizada á moerle.
Con el duque de Anjou no eran tan difíciles las negpciacioiics,
por lo irritado que estaba este principe con los Estados. No era en
verdad de poca monta la entrega de tantas plazas^ que estabaa ea
su poder; mas algunas situadas en el interior del pais, no le podian
CilflTüLO UY. 115
servir de alguna utilidad » teniendo que evacuar á Flandes. Se enta-
blaron, pues, de una y otra parte negociaciones, pero sin efecto.
Pedia el duque de Anjou por las plazas , cuya entrega solicitaba el
príncipe de Parma, otras no menos importantes, que se bailaban en
las fronteras de la Francia. Sin duda contaba demasiado el de Parma
con el despecho del principe francés, y este tenia algunas miras 6
volver á términos de buena amistad con los flamencos.
A pesar de la irritación que habia producido en el pais la con-
ducta pérfida del duque de Anjou, no desconocían su posición,
hasta el punto de negar oidos á proposiciones de esta clase. El
príncipe de Orange, siempre sagaz y previsor, sin tratar de defen-
der ante los Estados la conducta del duques antes bien vituperán-
dola como era justo, les hizo ver lo peligroso que era para ellos
llegar á una ruptura abierta, con un príncipe que podia disponer
de muchos medios, tanto suyos como de su hermano, hallándose
sobre todo los Estados con muchos apuros, y sin esperanzas de
ningún aliado poderoso; que la misma reina de Inglaterra, tan fa-
vorecedora en otro tiempo de los Paises-Bajos, miraría con disgusto
que desechasen para siempre un príncipe, á quien daba pruebas
claras de su benevolencia, y sobre todo que reflexionasen los males
incalculables que caerían sobre el pais, si aprovechándose Alejan-
dro de esta desunión, conseguía hacerse dueDo de tantas plazas
importantes, que estaban á la sazón en poder de los franceses.
Las razones del príncipe de Orange no podían ser mas convin-
centes, y aunque se las sugería en parte su propio interés perso-
nal, era también él de los Estados escucharle. No estaban ya los
ánimos cerrados á una avenencia que pudiese neutralizar los males
ya causados. Por otra parte, el duque de Anjou habia hecho en
cierto modo apología de su anterior conducta. Los Estados comen-
zaron pues á aflojar, dejando de interceptar el paso al duque de
Anjou, que se hallaba cercado tanto por mar como por tierra. Sin
concluirse pues nada de una y otra parte, se dirigió el príncipe
francés á Dunkerque, para entablar desde este punto las negocia-
ciones.
Restaba pues al príncipe Alejandro el tercer expediente que le
habia propuesto su Consejo, á saber: el continjuar la guerra con
actividad sin pérdida de tiempo. Era sin duda el nías prudente y el
mas análogo al carácter do! general espafiol, tan entendido en las
artes de la guerr^, como entusiasmado por las glorias militares.
116 EISTOItÁ DI nUPK IL
Fué su intento principal caer sobre Dunkerque, donde estaba en-
cerrado el príncipe francés; pero para llevar á mejor efecto este de-
signio, y adormecer al duque de Anjou en brazos de la seguridad,
se dirigió Alejandro bácia el Brabante, y en el término de tres me-
ses se apoderó de las plazas de Eindoven,Dalem, Sichen y Vester-
loo, mientras los franceses se hicieron al mismo tiempo dueBos de
otros puntos menos importantes. Se hallaba el mariscal de Biron á
la cabeza de doce mil hombres; mas compuesta esta división de fla-
mencos y franceses, que se aborrecían de muerte por lo acaecido en
Amberes, no se ofrecían al general grandes elementos de victoria,
por lo que inmediatamente que supo que el marqués de Rubais por
encargo de Alejandro se acercaba á Rosembal, donde se habia si-
tuado á la sazón, se refugió á la plaza marítima de Estemberg (1),
seguido de los franceses y alemanes, dejando k retaguardia á los
flamencos con los escoceses, para tenerlos separados durante la
marcha de los otros.
Mientras el marqués de Rubais seguia el alcance del mariscal de
Biron, marchaba Cristóbal de Mondragon con Montigny y otros je-
fes sobre Dunkerque . con orden de Alejandro de bloquear la plaza
por tierra y por mar , mientras llegaba el momento de sitiarla for-
malmente.
Se dirigió entonces Alejandro sobre Estemberg, y como no dejaba
de ser el punto susceptible de defensa , se resistió en él el mariscal
de Biron, hasta el punto de empeDar una batalla. Salieron vence-
doras las tropas de Farnesio , con grande pérdida de los enemigos;
pues según el cómputo mas corto , ascendieron á mil y quinientos
los que quedaron tendidos en el campo. Recogió el mariscal de Bi-
ron las reliquias de su gente en naves que tenía dispuestas al efec-
to, y se dirigió á las costas de Francia, donde las desembarcó, sil
volver mas á los Paises-Bajos.
Concluida esta operación , se dirigió sin pérdida de tiempo el
príncipe de Parma á la plaza de Dunkerque. Cuando comeozabaa
las operaciones del sitio, recibió una embajada del rey de Franeia,
quejándose de lo irregular de su conducta en atacar ona plaza,
donde se hallaba su propio hermano , pues equivalía esto á ana
guerra declarada; á lo que respondió Alejandro que era deber snyo
(1) Este panto no és marítimo en el día. En ninguna parte como en los Palies-B8uo&, han esa*
blado mas con el transcurso del tiempo las drcanstancías de localidad de los dlléreotes p«Ml
por las retiradas y avances del mar, asi como por ios canales y demás obras de la fodiutria
maea, que alteran A oada instante estos aooidentes del terreno.
CAPÍTULO LlV. ^n
recuperar por la fuerza, si no habia otro medio, los lugares y pla-
zas pertenecieules á los Estados de su rey que habian sacudido la
obediencia. El mismo duque de Aujou cortó el nudo de la dificul-
tad, abandonando á Dunkerque con dirección á Francia, en cuyas
costas desembarcó con auxilios y socorros mas considerables , que
sin duda aguardaba de su hermano.
Apenas hizo resistencia Dunkerque , cuando se ?ió estrechada
por tierra y mar, y batida por veinte piezas de caDon, que estu-
vieron haciendo fuego por espacio de doce horas , concluyendo por
derribar un fuerte torreón, y la parte de la muralla con que estaba
unido. Preparadas las cosas para el asalto, pidió el general francés
capitulación, y la obtuvo, habiéndosele permitido salir con sus tro-
pas con armas, pero sin banderas ni equipajes. Con el vecindario
se condujo el de Parma cortesmente , y la contribución que le im-
puso por indemnización de los gastos de la guerra , no excedió á
los medios de una ciudad populosa y rica por sus manufacturas y
comercio.
Después de la toma de Dunkerque, acaecida en julio de 1583,
llevó Alejandro sus armas á la plaza de Newport , que se entregó
también sin mucha resistencia. Con igual rapidez cayeron en sus
manos las de Berghen , San Yinoe , Dismunda y Menin , mientras
que Juan Bautista de Tassis, teniente de Francisco Verdugo, se apo-
deraba de la de Zutphen , una de las mas considerables del Norte
de los Paises-Bajos.
A pesar de lo favorable que se presentaba la fortuna al príncipe
de Parma, le aquejaban siempre los apuros de dinero, y además le
faltaban fuerzas para llevar adelante sus conquistas con la rapidez
que le era necesaria. Volvió , pues , á suplicar al rey , al mismo
tiempo que le daba comunicación y el parabién por las ventajas de
sus armas, que le enviase cuanto mas antes abundantes refuerzos
de dinero y tropas; pues el número de estas últimas se iba debili-
tando con las guarniciones que tenia que dejar en las plazas con-
quistadas, hasta el punto de no tener mas que seis mil hombres
para un dia de batalla ; que nunca se ofrecería para el rey ocasión
mas favorable de recobrar de una vez su autoridad en Flandes, ha-
llándose ausente el duque de Anjou , mortalmente enemistados los
franceses y flamencos , y blanco de muchas acusaciones y sospe-
chas el mismo príncipe de Oraoge , que solo cayendo sobre todos
los puntos con una fuerza formidable , se apagaría de una vez el
Tomo l 91
718 HISTOBU DB PSLIFE lí.
fuego de la insurreccioD, en lugar de que obrando coa lentitod, se
reDOvariao cuando menos se pensase las hostilidades.
Mientras llegaba la respuesta del rey , siguió Alejandro el curso
de las operaciones, y con objeto de tomar la plaza de Iprés, levantó
un fuerte enfrente de la ciudad , que la privaba de sus comnnica-
ciones y socorros que pudiese recibir de Brujas y de Gante. Des-
pués se hizo duefio del punto de Ecbeloo , de Sas de Gante , de
Gwaes, de Ritemunda, de Acsel, de Hulzt y otros puntos poco im-
portantes, y por fin, de la de Aloste, que pasaba por la primer ciu-
dad de la provincia de Flandes , y que le entregaron los ingleses,
quejosos de que no los pagaban Jos Estados.
Después de la toma de estas plazas, volvió k Tournay el príncipe
de Parma. Aquí recibió la contestación del rey , en que le decia de
su pufio, que habiéndose concluido ya la guerra de Portugal y de
las islas Terceras, enviaba á FJandes toda la infantería espaOola,
distribuida en tres tercios , que ascendian á seis mil y quinientos
hombres. En cuanto á dinero, le hacia ver que habia mandado de-
positar en el castillo de Milán un millón de escudos de oro , de los
que se le enviaran inmediatamente trescientos mil para que los gas-
tase como mejor le pareciese. Que de los otros setecientos mil se
irían sacando meosualmente ciento cincuenta mil para las pagas del
ejército. Concluia la carta, mandando al príncipe de Parma do de-
jase de enviar algún socorro á los habitantes de Colonia , que ai-
taba á la sazón en guerra contra su antiguo arzobispo, Gerardo de
Truschen, expelido de sus muros. Y como el principe de Parma
cumplió inmediatamente este encargo del rey , daremos por via de
episodio una idea sucinta del motivo que babia encendido la guerra
civil en el territorio y arzobispado de Colonia.
Ocurrió á Gerardo de Truschen, arzobispo y elector de Goloniat
la fatalidad de enamorarse de una canóniga ó canonesa , llamada
Inés de Mansfelt, dama de peregrina hermosura, quien al parecer
no se mostró insensible á los obsequios del prelado. Llegó la inti-
midad de estas dos personas & ser objeto de escándalos en el país,
y el amor de arzobispo á términos , de que olvidándose de sus ór-
denes sagradas y de su carácter de príncipe y prelado católico, re-
solvió casarse con su dama. Según algunos , se vio obligado á dar
este paso por los parientes de la señora, como una justa reparack»
de los perjuicios que habia sufrido su honor con tan estrechas re-
laciones. Fué celebrado el matrimonio con solemnidad, en Bonna,
CAPITULO LfV. 119
dudad del Eltetorado, y les echó la bendición nupcial un sacerdote
calviDista. Entendieron los católicos que equivalía esta conducta de
Truschen á una renuncia iodirecta de su dignidad de arzobispo y
elector; mas los príncipes protestantes que habian influido en dicho
matrimonio, se empefiaron en que permaneciese eo su silla arzo-
bispal, separándose de este modo el electorado de Colonia de la co-
munión romana. Tal vez con este objeto habian fomentado unos
amores , de que se escandalizaban los católicos, y aconsejado un
matrimonio , que era en su sentir una manifestación de guerra
abierta.
Pero el Senado, el cabildo eclesiástico y el pueblo de Colonia,
estuvieron tan lejos de entrar en las miras de los protestantes, que
se pronunciaron abiertamente contra el arzobispo, y lo expelieron
de. sus muros. Se declaró asimismo el emperador Rodulfo contra el
principe prelado, que se separaba de la comunión católica. El Papa
por so parte envió un legado á Colonia , y en virtud de sus infor-
mes, excomulgó solemnemente al arzobispo , quien fué depuesto
asimismo de su electorado. En seguida se procedió al nombramien-
to de su sucesor , que recayó en Ernesto de Baviera, hermano del
elector y duque de este nombre.
Se suscitó con esto una guerra , en que los intereses religiosos
iban envueltos con los mundanos, como tan frecuentemente se veia
en todos los cooflictos de aquel siglo. Defendieron la causa del ar-
zobispo depuesto los príncipes luteranos, entre los que se contaban
el duque de Dos-Puentes, el conde de Salm-Salm, el famoso Juan
Casimiro , tan conocido en las guerras de Flandes , y Carlos Trus-
cheo, hermano del arzobispo depuesto, á cuyas banderas acudieron
tropas, no solo de Alemania , sino de Flandes , á cargo de Juan de
Nassau, hermano del príncipe de Orange, y hasta de Francia , que
habian militado con el duque de Anjou , y estaban á cargo de Car-
los de Mansfelt, hermano de la desposada. Por parte del arzobispo
nuevo se pusieron también tropas en campafia, á las que se reunie-
roD tres mil infantes y quinientos caballos, que bajo las órdenes del
conde de Aremberg, enviaba de refuerzo el príncipe de Parma. Pe-
learon unos y otros cod sucesos varios; mas al fio se decidió la for-
tuna á favor de la parcialidad del nuevo arzobispo, y los de Trus-
chen, después de haber perdido todos los castillos y plazas fuertes
del electorado, se recogieron á Bonna , la sola ciudad que les res-
taba. Era goberoador de esta plaza Carlos Truschen, hermano del
120 HISTORU DB FBUPE IL
arzobispo; y aanqae trató al príacipio de hacerse faerte, fué preso
por la misma gaarnicioD, que abrió las puertas á las tropas deBa-
viera. Quedó, pues, triunfante la causa del arzobispo nuevo, y el
depuesto abandonó el pais , retirándose á Delft , en Holanda , p<H
niéndose bajo la protección del principe de Orange.
Fué de corta duración esta guerra de Colonia , y su resultado de
grandísima satisfacción para el principe de Parma ; pues á termi*
narse de otro modo, hubiesen los príncipes luteranos vencedores
aprovechado la ocasión de enviar refuerzos á los confederados. Con*
tinao, pues, el príncipe la guerra con toda su actividad acostum-
brada. Era su principal objeto apoderarse de las tres plazas de
Iprés, Brujas y Gante, que pasaban por las mas fuertes de los Piú-
ses-Bajos, para caer después sobre Amberes, punto principal á que
se encaminaban sus operaciones. Mas no hallándose con fuerzas
suficientes para poneras á la vez un sitio formal, trató de intercep*
tar sus comunicaciones , de privarles de recibir víveres , constru-
yendo fuertes de campafia á sus inmediaciones , haciéndose duefio
de los canales y ríos por donde se transportaban los géneros de sa
comercio. Por aquel tiempo recibió mas refuerzos de Italia , que
incorporó á los tercios de esta nación, y así se vio con medios mas
eficaces de llevar adelante sus designios.
Se hallaba en grande apuro la ciudad de Iprés, delante de la que
habia construido el punto fuerte que la dominaba, y que ya hemos
mencionado. Poco después cayó en sus manos un convoy de víve-
res y municiones que mandaban á dicha plaza los de Brujas , bi-
hiendo derrotado á quinientos hombres que le custodiaban. De este
modo se aumentaron los apuros de Iprés, y quedaron los de Brujas
sin gran parte de las tropas que la guamecian.
Con el sistema de bloqueo, adoptado por el príncipe de Pwma,
sufria Iprés los horrores del hambre, creciendo tanto los aporos,
que abrió sus puertas á los espafioles, reconociendo la autoridad del
rey, con facultad de crear magistrados á su arbitrio. Las tropas de
la guarnición tuvieron permiso de salir sin armas , sin banderas,
cefiidas solamente las espadas, prestando antes juramento de no to-
mar nunca las armas contra el rey de Espafia. A muy pocos días
después se rindieron casi con las mismas condiciones los de Brujas.
Se capituló entre otras cosas , que se tolerarían los calvinistas por
un cierto tiempo, con tal que viviesen sin causar molestia á nadie,
dejando al arbitrio del rey el arreglar definitivamente este negodo»
I
CAPITULO LIV. 711
A pesar de hallarse los de Gante casi en los mismos apuros que
los de Iprés y Brojas, no daban indicios de seguir so cgemplo. Ta
habia enViado la ciadad comisionados al general espafiol que se ha-
llaba en Tournay, para arreglar las condiciones de la entrega; mas
se babian roto las negeciaciones por la influencia superior que ejer-
cía en la plaza la parcialidad contraría á la del rey, dirigida por el
príncipe de Orange. Sin embargo, la entrega de dos plazas como
Brujas é Iprés, era un negocio de demasiada consideración para no
causar recelos é inquietudes serías á los confederados. En vista de
^ la actividad y talentos desplegada por el príncipe de Parma, tuvie-
ron que pensar seriamente en su propia posición, que comenzaba
á ser crítica y sumamente peligrosa. Sirvió esto de motivo al prín-
cipe de Orange para hacer ver á los Estados la necesidad de recon-
ciliarse con el príncipe francés, cuyas imprudencias habían sido tan
fatales para él y para ellos. Dieron los Estados oídos á la proposi-
ción, y enviaron al duque de Anjou comisionados con objeto de anu-
dar los vínculos de amistad que se habian roto. Mas se habia to-
mado muy tarde esta medida, por la muerte de dicho personaje,
acaecida en aquel mismo tiempo, según unos de enfermedad natu-
ral producida por la melancolía y el despecho, y según otros, cuya
opinión es menos verosímil, á impulsos de un veneno.
Dejó este joven príncipe pocos motivos de hacer recomendable
su memoría. Sin talento, sin capacidad, sin mas resortes de acción
que una inquietud natural que sin cesar le devoraba, fué casi siem-
pre instrumento de intrigas ajenas, á pesar de que sus inmensos
bienes y posición social debían de constituirle en jefe de partido.
De que estaba dotado de ambición, da testimonio toda su conducta;
mas sin conocimiento de los hombres y su propia situación, ineur-
. rió en muy notables desaciertos. De poca sinceridad, de ninguna
bAena fe, se mostró digno hijo de Catalina de Médicis, digno her-
mano de los tres príncipes que consecutivamente ocuparon el trono
de Francia. Educado en la religión católica, se unió no pocas veces
con los calvinistas; heredero de Enrique III, y por lo mismo su alia-
do natural, le causó mil disgustos y le suscitó embarazos de que
debia resentirse él mismo si alguna vez llegaba á la corona. Acep-
tó el gobierno de los Paises-Bajos sin penetrarse de los compromi-
sos en que se ponia. Atentó ¿ las libertades del país, desconociendo
que si el pais peleaba desde tantos afios, era justamente en obse-
quio de estas libertades. No es extraOo que el recuerdo de estas lal-*
7M HTSTORU BB NLIFE H.
tas empODzoBMe su enstencta, y que viéDdose aborreeido en Flan*
des, poco MDsiderado de sa hermano, y sio los auxilios de los que
habían sido sus aliados, se abandonase al despecho que condoce
muchas veces á la desesperación y es síntoma de muerte. Con la de
este principe solo quedaba un varón de la casa de Yalois, y este era
Enrique III, cuya sucesión, por falta de hijos, pasaba k Enrique de
Navarra, calvinista. Así fué este un acontecimiento importantisimo
para los jefes de la santa liga, sobre todo para el rey de EspaSa,
que en esta asociación por medios tan poderosos influía.
Fué seguida la muerte def duque de Anjou de otra mucho mas
importante para los Paises-Bajos. El príncipe de Orange, oléelo de
tanto horror para los católicos, proscrito por el rey de Espalia, blan-
co de las muchas asechanzas que tan fatal decreto producía, pere-
ció por fin en Delfl, victima de un asesino. Cuatro diferentes y por
separado meditaban á un tiempo dicha empresa; mas cupo la hor-
rible distinción de ejecutarla á un tal Baltasar Gerard, natural de
BorgoOa ó del Franco Condado, quien habiéndose introducido en su
casa con pretexto de entregarle cartas del duque de Anjou, disparó
á traición al príncipe un pistoletazo, que le dejó muerto en el ins-
tante. Tomó inmediatamente la fuga el asesino; mas fué cogido é
interrogado con el auxilio del tormento. Declaró que había comu-
nicado el proyecto de matar al príncipe, á su confesor, ádos jesuí-
tas, al conde de Mansfelt y al principe de Parma; mas nada le pu-
dieron arrancar acerca de los cómplices en la perpetración del acto,
manifestado siempre que no tenia ninguno, y no había obrado con
otro motivo que el de vengar la religión católica de los agravios re-
cibidos por el príncipe de Orange. Persistiendo en la misma nega-
tiva, sufrió los horrores del suplicio, en que fué descuartizado vi-
vo. Se hallaba el asesino en la flor de su edad, y aunque es pro-
bable no estuviese solo en la trama, tampoco es imposible que el
fanatismo religioso, tan común en aquella época, le hubiese arras-
trado á una acción que no solo él, sino los católicos ardientes, tu-
vieron por altamente meritoria.
Así pereció á la edad de cincuenta y dos aflos Guillermo de Nas-
sau, príncipe de Orange, el enemigo mayor, ó & lo menos el mas
odiado por el rey de Bspafia. Pocos hombres fueron juzgados mas
diversamente entonces y aun después por los historiadores; y no
podía ser otra cosa, en viste de la pugna de opiniones y el encar-
nsamianto coa que cada partido político ó religioso trataba & sus
GAl'lTGLO XLIV* 118
aatagooisUis. Como rebelde, codio ingrato, como fautor de la he-
rejía, como hombre de astucia diabólica, debió de ser tratado por
los católicos adictos á la parcialidad del rey de España; mientras
los protestantes, los que tomaban tanto interés en la revolución de
los Países-Bajos, le pintan como eminente patriota, como politice
consumado, como defensor y mártir de las libertades de su pais,
como uno de los grandes apóstoles de la verdadera religión evan-
gélica, cuyos principios desconocían los católicos. Examinando bien
estos dos cuadros y despojando los hechos del espíritu de parciali-
dad, no es difícil reducirlos & sus justas proporciones. Que el prin-
cipe de Orange fué un hombre sagaz, político, entendido, justo
apreciador de las circunstancias que le rodeaban, conocedor en fin
de los hombres y de las cosas, no puede estar sujeto á duda. Nin-
guno sabia sacar mejor partido de las faltas de sus enemigos; en
los desaciertos políticos del rey de Espafia ó de sus agentes en el
gobierno de los Países-Bajos, encontró un campo fecundo en todo
género de hostilidades. En los verdaderos motivos que le impulsa-
ron á declararse en guerra con el rey, no necesitamos internarnos;
mas es un hecho, que cualesquiera que hubiesen sido, sirvió á una
causa popular, altamente patriótica, que debía arrastrar en pos de
él los ánimos de la muchedumbre. El fué el primer impulsador de
un alzamiento que ocupa un lugar distinguido en la historia del si-
glo XVI, y desde el primer acto de su hostilidad, disfrazada enton-
ces bajo el velo del obsequio, hasta el fin de sus días, no perdonó
ocasión ni medio, ni dejó de trabajar un solo instante por llevar á
su término la grande obra comenzada. Hombre ya eminente por sus
riquezas y prosapia, magnífico, generoso, muy popular en medio
de su cualidad de taciturno, activo y perseverante, atento, cual-
quiera que fuese su ambición, á manifestar que no era el móvil
principal de su conducta, tenia todas las cualidades necesarias para
ser un gran jefe de partido. Aunque el todo de los Paises-Bajos no
sacudió la dominación del rey de España, cupo al príncipe de Oran-
ge la gloria de ser el fundador de la república de las Provincias
Unidas, ó de Holanda, del nombre de una de ellas, y de que sus
descendientes rigiesen con muy pocas interrupciones los destinos
del pais, contándose entre ellos el que actualmente le gobierna con
el nombre de rey de los Paises-Bajos. Por lo dem&s, si el príncipe
de Orange ocupa tan alto puesto en la historia como h&bil político,
como grande hombre de Estado, como activo gobernante, no nos
7ti HISTOBU BE fujpe íl
parece qae como hombre de guerra, como capitao, tiene derechos
á UD título muy distinguido. En las dos entradas que hizo en los
Paises-Bajos, quedó totalmente eclipsada su estrella por la del du*-
que de Alba. Desde entonces no le vemos al frente de los ejérdtos,
ni concurrir con su persona & ninguno de los infinitos choques que
en campo raso ó con motivo de sitios de plaza se trabaron entre las
armas de EspaDa y las de los confederados. Ni en el golñerno de
don Luis de Requesens, ni con don Juan de Austria que dio bata-
llas en persona, ni con el príncipe de Parma, que dirígia tantas
operaciones de sitio, se midió nunca el príncipe de Orange. Sin que-
rer, pues, defraudar su reputación militar, debemos pensar que foé
inferior, y tal vez lo reconocía él mismo, á los capitanes ya citados.
A proporción que fué celebrada la muerte del príncipe de Orao-
ge por la parcialidad de Espafia, causó un profundo dolor y cubrió
verdaderamente de luto á los confederados. Se celebraron sus exe-
quias con toda pompa y solemnidad en Delft y en todos los pueblos
considerables de la Holanda. En medio de su aflicción tuvieron loa
Estados el consuelo de que Mauricio, hijo segundo del difunto (pues
el primero estaba preso en EspaOa), joven de diez y nueve affos,
daba esperanzas de, seguir las huellas de su padre. Así lo acreditó
con el tiempo el jpríncipe Mauricio, desplegando igual actividad,
igual genio en política, igual conocimiento de las cosas y de los hom-
bres. Le invistieron los Estados con el gobierno de las provincias
regidas antes por su padre, nombrándole al conde de Holach por
su principal director y consejero.
Privados los Estados de Flandes del duque de Anjou y del prín^
cipe de Orange, amenazados de perder sus principales fortalezas
por la habilidad que desplegaba el de Parma, se vieron envueltos
en terribles embarazos. Se abrió con esto nuevo campo á los agen*
tes de Espafia para proponer vias de avenencia y conciliación con
su antiguo soberano; mas se habían contfaido demasiado grandes
compromisos para que se pensase con sinceridad en semejante ar-
reglo. Volvieron de nuevo sus ojos los confederados hacia Francia,
y enviaron una solemne embajada á Enrique III, solicitando su pro-
tección y auxilios, ofreciéndole recibirle y reconocerlo por señor con
ciertas condfeiones. Era tentadora la proposición, y no podia noienos
de halagar á Catalina de Médicis y aun á su hijo, que no ignoraba
la guerra sorda que le estaba haciendo el rey de EspaDa. Mas do-
minaban en el Consejo los jefes de la liga, tan estrechamente oiiídos
GiPITDLO LI^. 125
á este último, é hicieron ver á Enrique III los graves peligros á qae
expondría el pais aceptando una soberanía que le acarrearía mil gas-
tos sin utilidad alguna. Vaciló el rey como lo tenia de costumbre,
y no siQpdo en realidad el mas fuerte, cedió á influencias extranje-
ras, dando una negativa formal ¿ las proposiciones que le hacian
los de Flandes. Con este motivo se vieron estos en necesidad de bus-
car otro protector y auxiliador, que hallaron al fin en la persona de
la reina de Inglaterra. Mas antes de pasar ¿ este nuevo orden de
cosas en los Paises-Bajos, necesario será que retrocedamos algo y
nos ocupemos en los asuntos de Portugal, de tanta importancia y
bulto en la historia que escríbimos.
^tmmat>mmtmmmtmim
Tomo i. M
cAPrrüLO Vi.
SUMARIO.
Asuntos de Portugal — ^Muerte de don Juan III ^Regencia del cardenal don Enrique.
—Carácter é inclinaciones del rey don Sebastian.— Tómalas riendas del gobierno.
—Su primera expedición al África.— Vuelve á Lisboa.— Hace preparativos pan
una nueva empresa.— ^e declara protector del emperador destronado de Marrue-
cos.—Su entrevista en Guadalupe con el rey de España.— Se embarca con su ejér-
cito.—Llega á Cádiz y de aquí i las costas de África.— Plan desacertado de cam-
pafia.— Batalla de Alcazarquívir.— Total derrota del ejército portugués. — ^Haereen
el campo de batalla el rey don Sebastian.— Pormenores de la pérdida.— Trasladoa
del cadáver de don Sebastian á Lisboa (I).— (1557-1578).
Particularidad es de grande consideración en la historia de Feli*
pe II, que habiendo heredado de su padre la monarquía mas vasta
entonces de la Europa, hiciese adquisición de otra , que si no muy
grande por su territorio de esta parte de los mares , formaba por
sus ricas posesiones de la otra una de las principales potencias en
el orbe culto. Se ye que hablamos de Portugal , cuya historia , en
todos tiempos tan enlazada con la nuestra, se puede considerar co-
mo la misma en lo que nos resta del reinado que escribimos.
A la muerte de don Manuel, ocurrida en 1521, subió al trono su
hijo don Juan III, hermano de la emperatriz Isabel], y casado coa
Catalina de Austria, hermana de Garlos V. Los historiadores hacen
(1) Herreni, Historia de Portugal; Cabrera, Tida de Felipe II; Ferreru, Hiatorla general de It-
palla; La Clede, Historia de Portugal; Helio, id^ Yaaconc^ioB, Anacephaleosis.
CiPITULO LY. 721
todos mención muy baena de este príncipe por su amor á la jasti--
cia y capacidad en materias de gobierno. Se hallaba entonces en un
estado de brilló y de grandeza por ¿as vastas posesiones de África
y Asia, que daban al comercio y á la navegación tan gran fomento;
mas de esta materia trataremos en su lugar correspondiente. Bajo
el reinado de don Juan HI se introdujo la inquisición en Portugal
por las artes de un impostor que se dijo nuncio de Su Santidad, con
poderes para ello.
Murió este monarca en 1557 , dejando la corona de Portugal á
su nieto don Sebastian, de edad solo de tres afios. Había estado ca-
sado el padre de este príncipe é hijo de don Juan , con la princesa
doDa Juana, hermana de Felipe II; y como la primera mujer de don
Felipe, doDa María, habia sido hija de don Juan, era el rey de Es-
paña tio doble del rey niDo. Estos enlaces tan frecuentes entre las
casas de uno y otro reino , dieron lugar á sucesos de muchísima
importancia, según veremos luego.
Quedó encargada de la regencia de Portugal la reina viuda doDa
Catalina; mas por la retirada total de esta princesa de los negocios
del mundo, hizo renuncia y pasó á manos del cardenal don Enri-
que, hermano de don Juan y de todos los hijos de don Manuel , el
solo que restaba. La administración de ambos fué bastante feliz, y
en sus manos no perdió Portugal nada del lustre y consideración
pública que bajo los dos reinados anteriores disfrutaba.
Mostró el rey don Sebastian desde sus mas tiernos afios vivo in-
genio, entendimiento claro, deseos de instruirse y de gobernar con
arreglo á leyes y & justicia; mas entre todas estas cualidades se dis-
tinguía un gusto por la profesión militar , que con el tiempo llegó
á ser pasión desenfrenada. No fermentaban en la cabeza del joven
Sebastian mas que im&genes de guerras contra moros, excitándose
su ardiente fantasía con los recuerdos de las proezas de los portu-
gueses en las costas de África en el siglo anterior y en tiempo mas
reciente. No poseía ya el Portugal de todas sus conquistas en esta
parte, mas que los tres plazas de Ceuta , Mozagan y Tánger. Con
la reunión de los cuatro estados de Fez, Tremecen, Suz y Marrue-
cos, se acababa de formar en aquellas regiones un imperio formi-
dable. Habían sido sitiadas con notable pérdida y matanza de los
sitiadores, por las tropas del emperador Muley-Abdalla, las plazas
de Mozagan y Tánger (1565), y el rey de Portugal, no siendo en-
tonces de mas edad que la de once afios , comenzó á anunciar el
1
7t8 flISTORU ra FBUFB ÍI.
proyecto de posar al África y restablecer allí h domíDacioü de las
armas portogoesas. No faltaron eo su corte consejeros hábi-
les, hombres de prudencia , qae espantados de las eonseeaeneias
para el reino ^e tan funesta propensión, trataron, de inspirar al re;
sentimientos pacíficos ; pero fueron mas los cortesanos que se de-
cidieron 4 halagarla por espíritu de adulación ó de partido.
Desde que llegó el rey á la edad de catorce aSos , término de sq
minoría, no se ocupó mas que de la guerra de África, suelio de ca-
si toda su existencia. Ni los consejos, ni las representaciones de los
bien intencionados, pudieron desviarle de una idea tan perjudicial
al reino, como en sí misma extravagante. A la organización, í la
instrucción de su pequefio ejército , á la lectura de las expediciones
que habían cubierto de gloria el nombre portugués, se consagraban
casi todos los momentos de su vida. Para ensayarse en la profesión
militar, para examinar de cerca el país que iba á ser teatro de sn
gloria, proyectó una expedición al África , y seguido de solos mil
quinientos hombres, se embarcó en 1574 en medio de las lamen-
taciones del pueblo, de las l&grimas de su tío y de su abuela, qne
no le pttdie;'on disuadir de su proyecto. Desembarcado en T&nger,
recorría sus inmediaciones con la misma confianza- que si estuviese
en Portugal, cuando percibiéndolo los moros le atacaron de sorjHre-
sa con fuerzas superiores. Fué el encuentro muy sangriento, y aun-
que los enemigos quedaron al fin desbaratados, no debió don Se-
bastian su salvación mas que á su valor desesperado y temerario.
Este accidente , que debía de hacerle entrar en sí, no hizo mas que
confirmarle en su resolución de empeñarse en otra tentativa masen
grande, y de cuyos preparativos comenzó á ocuparse desde su re-
greso & sus Estados.
Dio nuevos estímulos á las miras ambiciosas de don Sebastian la
guerra civil encendida entonces en Marruecos. Por la muerte dd
emperador Muley-Abdalla , había subido al trono su hijo Muley-
Hamet, en perjuicio de sus tios, hermanos del difunto , llamados 4
la sucesión por las leyes del país , con preferencia á su sobrino.
Uno de ellos, llamado Abdel-Muley-Moluc, después de haber enn-
do prófugo por varias cortes de África , se hizo al fin con an ejér-
cito, al frente del cual volvió á Marruecos á vindicar sus derechos
usurpados. Decidió la cuestión una batalla en que fué el sobrino
derrotado y compelido á huir , dejando á Muley-Moluc en la pose-
sión del trono. Recurrió el fugitivo emperador á varios príncipes de
GáFUDU) LT. 119
la erífltíaDdad, ofredéodoles vasallaje 8i le daban medios para yol-
ver á sus Estados. Fué uno de ellos el rey de EspaOa ; mas este se
aegó á entrar en tratados con el moro. Había entonces entablado
Felipe II negociaciones con Abdel-Moiac , con el fin de evitar que
este coadyuvase con sus fuerzas á los designios del nuevo sultán
Amurates lil, hijo de Selim II , deseoso de arrancar las plazas de
Oran y Mazalquivir de la dominación del rey católico. Por otra par-
te le parecieron muy débiles los recursos con que contaba Muley-
Hamet, y no quiso por lo mismo aventurar en una expedición que
le ofrecia pocas ventajas, las tropas y recursos que tanto necesita-
ba en otra parte.
Dio oidos don Sebastian & lo que desechaba el rey de Espafia»
ofreciendo & Muley-Hamet restituirle lo perdido, bajo las mismas
condiciones, y desde aquel instante se entregó de nuevo á sus soe-
fios de victorias y conquistas , lisonjeándose tal vez de plantar los
pendones de Portugal sobre los muros de Constantinopla. Le hala-
gaban los embajadores de Muley-Hamet con la idea de que iome-
diatamente que desembarcase en África se le abrirían las puertas
de Arcilla, una de las plazas mas fuertes de la costa, donde podría
establecer la base de sus operaciones*
A los vastos designios de don Sebastian, correspondían poquísi-
mo sus medios. Estaba el país exhausto con las guerras anteríores,
y la grandeza de Portugal tenia mas de bríllante que de sólida.
Con cortas fuerzas y medios pecuniarios muy escasos, apeló el rey
á contríbuciones extraordinarias, que se recaudaron con tanta mas
dificultad, cuanto era muy impopular en el reino la expedición que
meditaba. Viendo que á pesar ^e sus esfuerzos no podia allegar
fuerzas adecuadas á la empresa , acudió Sebastian á su tio el rey
de Espafia; y para tratar con mas extensión de este negocio , hizo
un viaje á Guadalupe, en Extremadura, adonde le habia citado Fe-
lipe II á instancias suyas. Se veríficó la reunión á últimos del afio
1577; y aunque el monarca portugués fué bien recibido por el es-
pañol y tratado con las consideraciones debidas á su clase y tan
estrecho parentesco, no produjeron para él las conferencias el re-
sultado que esperaba. No solo se manifestó contrarío el rey de Es-
pafia á la idea de tomar parte en el negocio y concurrir á los gas-
tos de semejante expedición , sino que trató de disuadirle de una
guerra que no podría ocasionarle mas que gastos y desastres , sin
ninguna sólida ventaja. En caso de que se obstinase en llevarla á
78é DSTOBU DI FBtm n.
eabOt le aconsejó al menos qae do la mandase en persona; y si tu
se empeñaba en ello» qae por ningún motivo se alejase de la costa.
Hay historiadores que atribuyen á Felipe II lenguaje diferente, su-
poniendo que aconsejó á don Sebastian la expedición, con las miras
de sucederle en la corona en caso de un desastre. Sin tratar de son-
dar las intenciones, es un hecho que le aconsejó como buen parien-
te, como hombre cuerdo y experimentado. Mas ni estos consejos,
ni las súplicas de don Enrique , ni las amonestaciones de sus con-
sejeros, ni la consternación del pais , que ya lamentaba los desas-
tres de la expedición, hicieron desistir á don Sebastian de su pro-
yecto. Viendo Felipe II que nada le hacia fuerza , la prometió nn
cuerpo de cinco mil hombres, y aun se encargó de «iviar una per-
sona entendida y de confianza, & fin de que explor|se en las costas
de África el verdadero estado de las cosas. Este fiaje tuvo efecto,
mas se redujeron á dos mil los cinco mil hombref prometidos , por
las noticias que tuvo el rey de la necesidad de enviar nuevos re-
fuerzos á los Paises-Bajos.
Después de haber completado los prepari^vos ó los que él re-
putaba como tales, y formado un Consejo de regencia, por no ha-
ber querido encargarse de ella don Enrique , se embarcó don Se-
bastian en junio de 1578 con la expedición , compuesta de nueve
mil portugueses, dos mil españoles, tres mil alemanes, seiscientos
italianos, en todo quince mil hombres^ con doce piezas de campa-
na. A los inconvenientes de tan pequefio ejército , se agregaba el
de la escasez de los caballos, que no pasaban de mil y ochocientos,
habiéndose embarcado sin ellos nna gran parte de los jefes princi-
pales.
Estaba nombrado capitán general del ejército don Luis de Ataide;
capitán general de la armada don Diego Sosa, y capitán de los ca-
balleros aventureros que seguían al ejército, don Cristóbal Tabora.
Entre los principales personajes que acompañaban al rey , se en-
contraban don Federico, hijo del duque de Braganza , y don Anto-
nio, prior de Crato, que con el tiempo hizo tan gran papel en la
historia de este reino.
Llegó la expedición en el curso del mismo mes á Cádiz , donde
fué recibido el rey con todo aparato y solemnidad por su goberna-
dor don Alonso Pérez de Guzman el Bueno , sexto duque de Medi-
nasidonia. Le rogó este personaje á nombre del rey que no pasase
adelante y que esperase allí el resultado, de la campaOa, encomea-
GAHTULO LV. 731
dándola al generjal en jefe. A este consejo no quiso dar oídos el rey
don Sebastian, creyéndose lastimado en su amor propio, y se volvió
á embarcar, embriagado mas que nunca con la ilusión de restable-
cer con un pufiado de gente á Muley-Hamet sobre el trono de Mar-
ruecos.
Desembarcó la expedición entre Tánger y Arcilla , sin que don
Sebastian tuviese formado un plan de sus movimientos ulteriores.
De Tánger salió á recibirle el emperador desposeído Muley-Hamet,
llevándole de auxilio cuatrocientos moros , y los dos monarcas se
dirigieron á la plaza de Arcilla , á cuyas fortificaciones afiadió don
Sebastian reparos nuevos. Después de quince dias de irresolución,
en que consumieron la mayor parte de sus provisiones , determinó
el rey comenzar la campafia por la toma de la plaza de Larache;
mas en lugar de hacer la expedición por mar , como el buen sen-
tido se lo aconsejaba, decidió ir por tierra , teniendo que atravesar
en lo mas fuerte del estío un país árido, arenoso, que no le ofrecía
agua ni recursos de ninguna especie. En vano los capitanes mas
prudentes y el mismo Muley-Hamet se esforzaron en hacerle ver lo
desatinado y hasta peligrosísimo de semejante expedición, habiendo
ejercido mas imperio en su ánimo las insinuaciones de algunos,
que conocedores del carácter del rey, le hicieron ver que hallándo-
se ya los enemigos á la vista, seria reputada esta expedición marí-
tima como una fuga, ó al menos retirada.
No había estado dormido mientras tanto Abdel-Muley-Moluc,
emperador reinante de Marruecos, centra el que don Sebastian tan
pocas fuerzas desplegaba. Los historiadores convienen en alabar
mucho la actividad y genio militar de este monarca. Gomo no ha-
bían ofendido en nada al rey don Sebastian, se admiró mucho que
se declarase su enemigo y aspirase á destronarle. Aun dio con él
pasos de avenencia, ofreciéndole algunas plazas, con la condición
de que abandonase la causa del sobrino. Guando supo que eran to-
dos infructuosos, y que el rey de Portugal se obstinal» en llevar
adelante su designio, escribió á los deyes, sus aliados, y tomó todas
las medidas necesarias para sacar á campafia el mayor número de
tropas posible,^ á cuya cabeza se puso en persona, aunque condu-
cido en litera, hallándose aquejado por una grave enfermedad que
le tenia á las puertas del sepulcro. Se componía su ejército de
treinta y seis mil caballos, entre los que se hallaban dos mil con
arcabuces, siete mil ínfantesi todos arcabuceros, y treinta y cuatro
732 msTORU m fblipb ir.
piezas de campaña, sin contar con una porción de tropas irregula-
res árabes que igualmente le seguían. Con toda esta gente camioé
hacia Arcilla, observando los movimientos de los portugueses. Sa-
bedor de la desacertada jomada que estos emprendian, envió tres
mil hombres para ocupar un vado por donde tenian que pasar d
río Larache; y ios portugueses, destituidos de este recurso, cre-
yendo haber encontrado otro, se hallaron con la novedad de qoe
estaba intransitable. En aquel conflicto, sin poder pasar adelanto,
sin poder ni querer retroceder, hallándose sin víveres, no se pre-
sentó mas recurso que el desesperado de dar batalla ai moro, que
se hallaba con fuerzas tan superiores á las portuguesas. El 4 de
agosto del mismo alio, en un sitio llamado Alcazárquivir, tuvo logar
esta Tefríega, una de las mas desastrosa que están consignadas »
la historia. Arengó á sus tropas don Sebastian : el emperador mar-
roquí mandó que se llegasen á su litera los principales jefes del ejér-
cito, y les recomendó que peleasen con valor por la causa de la fe
de Mahoma, y obtuviesen á toda costa una victoria, ya de iiingim
provecho para él, hallándose tan próximo á la muerte. A su her*
mano Muley-Hamet que le acompasaba en la expedición, y tenia
el mando de k^caballería, hizo aparte el mismo encargo, amena*
zándole en nombre del profeta con que le baria cortar el coello á la
primera seOal que diese de cobardía ó negligencia.
Se componía la vanguardia del ejército portugués de tres escua-
drones de infantería: en el costado izquierdo los castellaoos man-
dados por don Alonso de Aguilar; á la derecha los alemanes por el
coronel Talver, y en el medio los aventureros portugueses al carga
de Cristóbal de Tabora. Componían el cuerpo de batalla los tercíof
de infantería portuguesa mandados por don Miguel de Norofia y
Basco de Silveira, y la retaguardia otros dos tercios de la misma
nación al cargo de Diego López Síquera y Francisco de Tabora.
Iban los tres cuerpos flanqueados por mangas de arcabuceros de
todas naciones, y la caballería formaba dos alas en el cuerpo de
vanguardia. El rey, que hacia veces de maestre de campo geD^ii
y de general en jefe, pues todo lo disponía por si mismo, marchaba
en el cuerpo de batalla, llevando á su lado á Muley-Hamet, se-
guido de sus cuatrocientos moros. Los bagajes iban protegidos por
la caballería, y las piezas de campaffa en los huecos que dejalnii los
tres cuerpos ó trozos del ejército.
Tomó Abdel-Moluc las disposiciones que la sitoaeioD le sagena,
CAWTDLO LV. 783
daDdo á sa linea de batalla ona forma semicircular con el objeto de
envolver á los contrarios. Los portugueses no aparentaron arre-
drarse con tal disposición, y se prepararon para la batalla como
cumplía á soldados tan valientes. Comenzó la acción por descargas
de artillería de una y otra parte; mas como la de los moros era tan
superior, no quiso don Sebastian exponer á los suyos á un desór-'
den manteniéndose parados, y mandó que la vanguardia atacase la
linea de los moros. Se desordenaron estos en el acto, y aunque
Muley-Moluc envió la orden de que los reforzasen, no pudieron á
su vez romper la línea de los portugueses. Mientras se combatía
aquí con gran ventaja de estos, se corrieron los moros por los dos
flancos, y atacaron la retaguardia que fué desordenada. En aque-
llas llanuras, en aquella estación, en aquel clima, no era dado & la
infantería portuguesa, aunque superior, resistir el ímpetu de tantos
caballos que por todas partes sobre sus ISIas se arrojaban . Eran
precisas otras disposiciones, y para tomarlas un hombre de mas ca-
pacidad ó de mas genio. Quedó derrotada la retaguardia portugue-
sa; se fué destrozando poco á poco toda la vanguardia, en medio
de grandes esfuerzos de valor, abrumada bajo la superioridad del
número. Se movió entonces don Sebastian al frente* del cuerpo de
batalla, resuelto á vender cara su vida, y ya que no á vencer, á
salvar los restos de su ejército. De que hizo heroicos esfuerzos de
valor« dan testimonio su carácter y el arrojo que había ya desple-
gado. En varias partes se le vio combatir ya á caballo, ya á pié,
pues tuvo dos muertos durante la refriega. Llevaron al principio lo
mejor los portugueses, arrollando las líneas enemigas; mas acosa-
dos al fin en todos sentidos por tantos de á caballo, cupo al cuerpo
del ejército la misma suerte que á los anteriores. Se introdujo el
desorden en las filas; al desorden siguió la derrota, acompañada de
la mortandad, y en medio de increíbles esfuerzos aislados de valor,
de la confusión, de los gritos feroces, de todas las escenas de hor-
ror que abraza la imaginación, mas no pueden describirse, se iban
cabriendo los campos, ó por mejor decir aquellos arenales abrasa-
dos, de cadáveres. Pocas batallas tuvieron un fin tan desastroso.
De los quince mil hombres á que ascendía, sobre poco mas ó me-
nos, el ejército portugués, todos quedaron muertos ó cautivos, á
excepción de cuarenta y cinco hombres que llevaron á la plaza de
Ceuta la noticia del desastre. Fué mayor que el de los muertos el
número de los cautivos; el botín inmenso, pues el rey y los nobles
Tomo i. 93
734 HISTOMA DB FBUFB If.
portagueses se habían esmerado eo presentarse oeo todo el lijo y
magoificencía posibles eo aquel país que considerabao eomo de glo-
rias y conquistas.
En medio de los desastres que haoen tan memorable esta jornada
de Alcazarquivir, contribuye á su celebridad la circunstancia de
haber ocurrido en ella la muerte de tres reyesv El emperador Mu-
ley-Moluc, al querer pasar de su litera á un caballo por creer en
mal estado la batalla, se desmayó con el esfuerzo; y aunque Yolvié
en si, espiró pocos momentos después ^ poniendo un dedo en la bo-
ca, dando á entender á los que le rodeaban que no lo divulgasen.
Manifiesta bien este rasgo, aunque parece tan sencillo, el temple de
alma de un emperador, que á la orilla de su tumba con tan sangrt
fría tomaba las disposiciones de batalla semejante. Fué la orden
obedecida, y tan guardado el secreto de su muerte durante la re-
friega, que los principales oficiales de su comitiva continuaba acom-
pañando la litera, inclinándose á veces, eo actitud de hablar oon él
y recibir alguna orden. Gl pretendiente ó mas bien desposeído Mu-
ley-Hamet, murió en la retirada al querer pasar un vado. De la
muerte del rey de Portugal se dudo mucho entonces; y una prueba
de que no fué creída generalmente en el pais, es que muchos in-
postores se presentaron con su nombre. Según uoos muríé pe-
leando^ haciendo prodigios de valor, suerte que ya había cabido ft
cuantos le. rodeaban. Dijeron otros que habia sido hecho prisio-
nero y que le habia dado muerte «o jefe noro, al ver que se
habia suscitado una contienda sobre quién se habia de llevar tu
rica presa. Mas es lo cierto que á 4os dos días después fué des-
cubierto de entre un montón de cadáveres el suyo, y aun-
que ya desnudo, reconocido por sus sirvientes y otros oabafteros
cautivos, que dieron este testimonio con sus lágrimas. Conservé
con cuidado este cadáver el nuevo emperador, hermano 4e Muley-
Moluc, y sin ningún rescate, le entregó á un comisionado del rey
de Bspafia, quien mandó se depositase en Ceuta. De aquí ae le
trasladó á Lisboa, donde á pesar de la oscuridad en que estaba en-
vuelto este suceso, no quedaba ya duda de su fibuerte.
CAPITULO im.
Continuación del anterior .^Resultados de la muerte de don Sebastian. ^Subida de
don Enrique al trono. Pretendientes á la sucesión El rey de España.— Don An-
tonio, prior de Grato.— El duque de Braganza.— El duque de Saboya.— Raynuci,
principe de Parma. — ^Reunión de las Cortes Designación de los jueces para diri-
mir la disputa. — ^Muere don Enrique. — ^Partidos.— Disturbios. — Reunión de un
ejército español en Badajoz. — Llegada de Felipe II á dicha plaza.— Consulta. —
Manifiesta el rey sus derechos á la corona de Portugal, y los de valerse de la
fuerza si voluntariamente no le reconocen.— Se pronuncia el prior de Crato. — Se
apodera de Saotarem, Setubal y Lisboa. — Proclamado rey.— Pasa el rey de España
revista á sus tropas ^Entrada del ejército en Portugal á las órdenes del duque de
Alba.— (1578-1580.)
Llenó de lato á Portugal la derrota desastrosa de sa ejercito y
fatal destino del monarca. Al duelo de la iomeosa pérdida, se afia-
día la coDsideracioD de que habiendo muerto sin hijos el rey don
Sebastian, y no pudíendo tenerlos tampoco el cardenal don Enri-
que, ya rey de Portugal por aquel fallecimiento, iba á ser el país
teatro de intrigas y acaso de revueltas por las disputas sobre la su-
cesión á la corona. Asi sucedió en efecto inmediatamente de subir
al trono el nuevo rey, de todos los hijos de don Manuel, el soloqne
restaba. Los otros hobian dejado sucesión; mas presentaban dema-
siado campo de disputa sus derechos, para esperar que se decidiese
la cuestión, sin violencias y trastornos.
Para comprender bien las disensiones que ya desde entonces co-
inMcaroa á tener lugar, neoesitamos tener presente que los hijos
736 HISTORIA DK FRLIPS n.
de doD Manuel eo el orden natural, fueron: 1.^ don Juan III, sa
sucesor, casado con doOa Catalina, hermana de Garlos Y« padre de
doña María, primera mujer de don Felipe, y abuelo de don Sebas-
tian: S.^^doDa Isabel, mujer de Garlos V, madre de don Felipe:
S.'' doña Beatriz, mujer de Garlos, duque de Saboya: 4.^ don Luis,
que murió sin mas sucesión que la de un hijo bastardo llamado
don Antonio, prior á la sazón de Grato: 5."^ don Enrique, cardenal,
monarca á la sazón reinante: G."" don Duarte ó don Eduardo, ca-
sado con doDa Isabel de Braganza, de quien tuvo dos hijas, la ma-
yor doña Mariaí, casada con Alejandro Farnesio de Parma, y la se-
gunda doDa Gatalina, con don Juan, duque de Braganza.
Los reclamantes ó aspirantes á la sucesión de la corona de Por-
tugal, eran: I."" Felipe II, como hijo de doDa Isabel y marido de do-
Da María, hija de dbn Juan III: S."" Manuel Fíliberto, duque de Sa-
boya, como hijo de doDa Beatriz: S.'' don Antonio, prior de Grato,
alegando que el infante don Luis se habia casado realmente con su
madre: 1."" Raynuci, príncipe de Parma, hijo de Alejandro Farnesio
y de la infanta doDa María, primera hija de don Duarte: 5."" Juan,
duque de Braganza, casado con doDa Gatalina, segunda hija de don
Duarte. Se puede contar también entre el número de los pretendien-
tes á la reina Gatalina de Mediéis; mas apoyaba sus derechos en ra-
zones tan extrañas^ que desde luego se reconocieron por de ningún
valor, y no se tuvieron en cuenta en las ulteriores conferencias.
Gomo en Portugal heredan las hembras el trono, aparece á pri-
mera vista que el pretendiente á quien asistían mas derechos era el
rey de Espafia, por ser su mujer hija de don Juan III, y no haber
quedado otra sucesión ni de este, ni del hijo, ni del nieto. Mas á es-
tos derechos se oponían las Gonstitucíones de Lamego ó las que pa-
saban como tales, por las que toda princesa de Portugal que se ca-
saba con un príncipe extranjero, renunciaba en el mismo hecho á
todos los derechos á la sucesión del trono. Es evidente que esta pro-
visión tenia por objeto impedir que Portugal llegase por medio de
enlaces matrimoniales á ser provincia de otro reino, y sobre todo de
Castilla . Se hallaban vigentes estas constituciones, y aun mas en ei
corazón de los portugueses que en sus códigos. Bacía cerca de dos
siglos, que habiendo tenido el rey don Juan I de Gastilla preteosioo
de poseer el Portugal como marido de doDa Beatriz, única heredera
del rey don Fernando, se resistieron á él los portugueses, decidién-
dose la cuestión k favor de ellos en la famosa acción de Aljubarrola.
I
cirmiLO Lvi. 78Í
Tan popular era entonces la ley de exclnsion, qne los portagneses
prefirieron conferir la corona al bastardo Joan, gran maestre de
Avis, á que pasase á la familia de Castilla.
La ley que rechazaba al rey de Espafia, prodnciael mismo efecto
con el daque de Saboya y el príncipe de Parma, por ser ambos ex-
tranjeros. Quedaban, pues, don Antonio y el duque de Braganza,
que reclamaban como portugueses naturales, y no tenian derechos
á trono alguno extraOo. Estaba el primero, don Antonio; mascóme
se tuvieron por documentos falsificados los que exhibió para probar
el matrimonio de su madre, se presentaba como legítimo heredero
de Portugal el duque de Braganza. Así estaba escrito al menos en
las leyes del país: así lo quería la generalidad, que odiaba el domi-
nio castellano.
Aunque no ignoraba Felipe II estas disposiciones de los ánimos en
Portugal, no se descuidó en hacer valer lo que llamaba sus dere-
chos. Eran para él dos rivales insignificantes los príncipes de Par-
ma y de Saboya; de mucha importancia y cuidado don Antonio y el
duque de Braganza. Era el primero de los dos objeto de la enemi-
ga del rey don Enrique, quien pronunció ser falsos los documentos
que de su legitimidad le presentaba. Indignado éste de la decisión,
y valiéndose del fuero eclesiástico de que gozaba, apeló á la juris-
dicción del Papa; con cuya conducta se aumentó tanto el disgusto
del rey, que le desterró de sus Estados. Las inclinaciones de este
principe eran hacia el duque de Braganza; mas por política ó por
temor, se mostraba igualmente propicio al rey de Espafia.
No habia omitido Felipe II ninguna diligencia para hacer ver sus
derechos á la sucesión tan disputada. Desde el momento de la subida
de don Enrique al trono, envió á Lisboa negociadores de su mayor
confianza, quienes no escasearon el dinero ni las dádivas, presen-
tando por una parte la perspectiva de la grandeza de Portugal re-
conociendo la autoridad de un rey tan poderoso, y por el otro los
peligros que le amenazaban obligándole á usar del terrible derecho
de la fuerza. Mas nada pedía vencer la grande repugnancia de los
portugueses á recibir por su rey al de Castilla.
En esta diversidad de opiniones y conflicto de intereses, ocurrió
á las personas mas influyentes del país, como medio de cortar de
una vez todas las disputas, la idea de que se casase el rey, alegando
que no seria difícil obtener para ello una bula de Su Santidad, en
vista.de la gravedad de aquel asunto de Estado, en que iba envqeltQ
m HiSTOBiA ra nLiPE n.
el bienestar del reino. Mas no era el principal obstáculo las órdraes
sagradas de que estaba revestido el rey, sino la edad de setenta y
cuatro años con que ya frisaba. Al saber Felipe U este nuevo pro-
yecto de ios portugueses, envió una solemne embajada á don Enri-
que, presidida por un fraile de la Orden de Santo Domingo, quie&
en el tono mas resuelto y con textos de los santos padres é historia
eclesi&stica, hizo ver al rey la irregularidad y hasta poca decencia
del paso que le aconsejaban. No era necesaria ninguna coacción de
esta clase para un rey que entraba en el proyecto de matrimonio coa
la mas decidida repugnancia. Mas no contribuyó poco este paso de
Felipe II para aumentar la animadversión de que era objeto su per-
sona para la generalidad de la nación portuguesa y para el mismo
anciano rey, aunque en la apariencia mostraba disposiciones dife-
rentes. Para dar por de pronto vado á este negocio, y viendo ya su
fin cercano, convocó los Estados ó Cortes del reÍDO en Almerin, y
dispuso que nombrasen quince personas para escoger de entre ellas
otras cinco revestidas de la facultad de nombrar ó designar el legi-
timo sucesor de la corona.
Las Cortes se reunieron en efecto, y con arreglo á la disposición
de don Enrique, se nombraron los comisionados; mas la voluntad
de estos apareció ser muy diversa de la del cuerpo de diputados.
Propendían los últimos á los dos pretendientes portugueses, mien-
tras los primeros estaban en los intereses de la Espafia.
Murió el rey Enrique (enero de 1850), sin haber podido decidir
esta gran contienda. Declaró en las últimas horas de su vida la le-
gitimidad de los derechos del duque de Braganza y del rey de Es-
pafia; mas en favor de ninguno de los dos dio su voto decisivo. A
su fallecimiento, quedaron interinamente con las riendas del go-
bierno los cinco nombrados por las Cortes, & cuya sentencia debía
de arreglarse por el testamento del rey difunto la sucesión de la co-
rona. Tenia el fugitivo don Antonio á su favor á los diptados del
reino, y también podia contar con la buena voluntad de las cortes
de Francia y de Inglaterra, en tan poca armonía entonces con Fe-
lipe. Sin embargo, tuvo conferencias con los embajadores de Espa-
fia, prefiriendo una avenencia á luchar abiertamente con rival tan
poderoso. Como condiciones de su renuncia á los derechos de ia su*
cesión, exigió, entre otras cosas, una pensión de trescientos mU du-
cados, la regencia de Portugal por toda su vida, y un estado pan
su hijo. Rechazó «1 rey esta proposición, y como estaba persaadí^
GAPÍTOLO LVI» ISQ
do de que tendría at fin que apelar á la fuersa de las armas « hizo
sus preparativos, como coo venían á la adquisición violenta de nn
reino poderoso, donde las voluntades se le mostraban tan contra-
rias. Escribió á todos los gobernadores, á todos los seOores del pais,
para que alistasen inmediatamente cuantas tropas estuviesen en sus
medios. Hizo venir de Italia algunos tercios, que se hallaban pro-
cedentes de los Paises-Bajos: mandó hacer acopio de armas, alle-
gar víveres y municiones, y poner en estado disponible todas sus
galeras. Cuando todos se hallaban en expectación sobre el jefe á
quien confiaría el mando de un ejército, á tan alta empresa destina-
do, no se quedaron poco sorprendidos, al ver que recaía la elección
en el famoso duque de Alba, en desgracia entonces con el rey, y
desterrado de la corte. Mas Felipe 11 hizo ver en esta como en otras
ocasiones su gran tino, aprovechándose de la capacidad de un há-
bil general, sin tener en cuenta que estuviese resentido 6 no de sus
procedimientos. Se mostró el duque de Alba, en efecto, sumamen-
te reconocido á la gran confianza que le manifestaba el rey, y ol-
vidó los desaires recibidos. Aceptando el cargo de que le revestían,
pidió al rey el permiso de besarle la mano, y el asistir á la ceremo-
nia de la jura del príncipe don Diego. Mas ambas cosas le negó el
monarca, mandándole que se trasladase sin^ dilación á Extremadu-
ra, para entender mas de cerca en los asuntos de la guerra que le
estaba eteomendada .
Mientras tanto, volvió á escríbir el rey de Espafia á los regentes
de Portugal, exponiéndoles sus derechos á la sucesión; mas los go-
bernantes les respondieron que era necesario aguardar la sentencia
definitiva que iban á pronunciar sobre el asunto once individuos,
que para el efecto hablan sido designados. Las mismas súplicas ó
representaciones hacian los otros pretendientes, y con el mismo efec-
to. Los extranjeros no tenian ninguna simpatía en el pais. Don An-
tonio, que era el mas activo y osado de los dos portugueses, no es«
taba bien visto por los nobles; el duque de Braganza, que contaba
con mas popularidad, tenia muy pocos medios de competir por vía
de las armas con el rey de EspaOa.
Cierto ya este de lo inevitable de la guerra, se movió de Madrid
con la corte, y se situó en Guadalupe, pueblo de Extremadura, pa-
ra atender mas de cerca á sus preparativos. Se iban poco á poco
reuniendo tropas y alistándose galeras. Nombró por general de es-
tas 4 ^don Alvaro «de Basan, marqués de Swta Groz, y «mM el
I
740 mSTO&U DB FELIPE II.
mando de la artillería k don Francisco de Álava. Se entendían estos
jefes para todo con el duque de Alba, quien tenia la suprema di-
rección de todos los negocios de la guerra.
No contento el rey con estos preparativos de fuerza, quiso dar á
entender que le era indispensable usar dicho recurso, en apoyo de
los derechos de justicia que le asistian, para ser sucesor de don En-
rique. Consultó el caso con su confesor don Diego Chaves, con va-
rios teólogos y principales jurisconsultos del reino, quienes le die-
ron, como puede imaginarse, toda la razón, declarando que en sq
conciencia tenia derechos imprescriptibles á la corona de aquel rei-
no. Para mayor abundamiento dirigió el rey la misma consulta k
la universidad de Alcalá, una de las mas famosas de aquella época.
Son tan curiosos los puntos que se sometieron á su examen, que
no podemos menos de insertarlos, aunque del modo mas breve y
compendioso.
Preguntó el rey: 1 .' si estando cierto de su derecho de suceder á
la corona de Portugal, estaba obligado en conciencia á la decisión
de un tribunal que le adjudicase dicho reino: 2/ si no queriendo
Portugal reconocerle por rey sin que se estuviese á derecho, como
los otros pretendientes, podría tomar posesión del reino por su pro-
pia autoridad con las armas en la mano: 3.* si habiendo jurado los
gobernantes de Portugal no reconocer por rey sino al que fuese de-
clarado como tal por sentencia de los jueces, se podía alegar legí-
timamente dicho juramento, como excusa para no recibirle por sq
rey, hallándose con tantos derechos para serlo.
Respondieron los teólogos de Alcalá sobre el primer punto, que
el rey no estaba sujeto á- tribunal alguno, y por sí mismo tenia aa*
toridad para adjudicarse el reino de Portugal y tomar posesión de
su corona: que ni aun le tocaba este conocimiento al Sumo Pontí-
fice, por ser negocio meramente temporal, ni menos al emperador,
del que la corona de Espafia estaba del todo independiente: que do
tenia necesidad alguna de sujetarse al juicio de los portugueses,
porque cuando las repúblicas eligen el primer rey, con condición de
obedecerle á él y á sus sucesores, no les quedaba arbitrio para juz-
gar al rey ni á su verdadero sucesor, pues en la primera eleccioD
quedaban elegidos los verdaderos sucesores: que el rey doD Enri-
que no podia ser juez de lo que sucediese después de su muerte, ;
que con ella habia espirado cualquiera comisión que para este jui-
cio hubiese dado á los gobernadores. En cuanto al segundo ponto,
CilPITÜLO LVI. 741
ateniéndose & muchas cosas que habiao expuesto en el primero, afia*
dieron que no tenía el rey católico ninguna obligación de mostrar
á los gobernadores el derecho que tenia: que podia en caso de re-
sistencia tomar su propia autoridad posesión del reino, usando de
las armas si fuese necesario, lo que no se podria llamar fuerza, sí-
do defensa de su derecho y castigo de los rebeldes. Sobre el tercer
panto respondieron que el juramento de los gobernantes era nulo,
por ser en perjuicio de su preeminencia real, y pues que- no era
obligatorio, no les podia servir de excusa para no recibirle como
rey. Y aunque los otros pretendientes se hablan comprometido á
estarse á lo decidido por el tribunal, no era motivo para que el rey
de EspaDa reconociese por rey á quien no lo era.
Prescindiendo de los principios de derecho público de la época,
consignados tanto en la pregunta como en la respuesta, se ve que
los argumentos de los doctores de Alcalá se apoyaban en un fun-
damento que podia ser falso, á saber: el derecho que asistía al rey
para suceder á don Enrique. Era justamente este derecho el que en-
tonces se discutía con los de los otros pretendientes, en aquellas
conferencias. Mas el verdadero derecho iba á ser la fuerza que ca-
da uno de ellos desplegase, y las ventajas estaban todas en esta par-
te por el rey de EspaDa.
.En vista de sus preparativos le enviaron los gobernantes portu-
gueses una solemne embajada á Guadalupe, suplicándole que aguar-
dase la sentencia que se iba á pronunciar en Portugal, y que no du-
daban que le fuese completamente favorable; Mas Felipe II les res-
pondió empleando los mismos raciocinios de que se hablan valido
ios doctores de Alcalá, y pasó adelante con sus armamentos.
En seguida se trasladó á Badajoz, para dar la última mano á los
preparativos de aquella gran jornada. Ya antes de emprender este
movimiento habia admitido en su presencia al duque de Alba, re-
cibiéndole con todas las demostraciones de favor, mandándole cu-
brirse, y ofreciéndole un asiento para que pudiese con mas como-
didad conferenciar sobre los grandes negocios que traian entre ma-
nos, i
Llegado Felipe á Badajoz, y dispuesto ya todo para verificar la
entrada en Portugal, se deliberó en el Consejo sobre si el rey de-
bería seguir el ejército ó permanecer en dicha plaza. Hicieron rw
algunos las grandes ventajaii que producirla la presencia de Feli-
pe II en Portugal, por la poca necendadde emplear las armas ba-
TosiO 1. H
742 HISTOBIÁ DG FELIPE II.
liándose presente el nuevo rey, ante el que se allanaría toda resis-
tencia. Mas otros, menos deseosos del acierto, que de su favor, fue-
ron de opinión de que era ajeno de la majestad del rey exponerse
tan de cerca á un desaire en caso de padecer sus tropas algún des-
calabro, y que sería por lo mismo muy del caso que marchase el
ejército delante, veríficando el rey su entrada cuando aquel le hu-
biese allanado las dificultades. Se atuvo Felipe II á esta última opi-
nión, como se debía aguardar de su carácter y sus hábitos, y de-
terminó quedarse en Badajoz, enviando por precursor suyo al du-
que de Alba.
Mientras tanto, era teatro Portugal de disturbios, de desacuer-
dos entre las autoridades, de una especie de desorden que se acer-
caba á la anarquía. Los gobernadores estaban en desavenencia con
las Cortes: cada pretendiente intrígaba por su parte, y á excep-
ción de don Antonio y el duque de Braganza, ninguno gozaba de
popularidad en aquel reino. Entre tantas pasiones á que daba lugar
aquel conflicto de intereses, predominaba la aversión y el disgusto
con que se miraba la dominación del rey católico, tanto mas inmi-
nente, cuanto eran sabidos los medios poderosos de que disponía.
Apelaron los gobernadores en esta situación á las cortes de Franda
y de Inglaterra, donde se miraba con malos ojos, como era natural,
la adquisición importante que pensaba hacer el rey de España. Tam-
bién acudieron al pontífice. Mas aquellos monarcas se hallaban le-
jos, mientras el rey católico amenazaba la frontera, reuniendo fuer-
zas formidables. Razones hay para creer, y en respetables autori-
dades se fundan, que parte de los gobernantes propendían al rey ca-
tólico y estaban determinados á decidirse á su favor. Mas les re-
pugnaba la idea de que este monarca se quisiese hacer justicia por
su mano.
Se tomaron algunas disposiciones en son de prepararse á uaa
guerra próxima. Mas Portugal se hallaba en mal estado de defen-
sa. Las fuerzas eran pocas: se hallaban los ánimos divididos, y á
mas atormentados de temores. Los regentes tenían muy pocos par-
tidario«, y aunque contaba muchos don Antonio, no eran de gran
peso, ni daba garantías su persona, notada ya por la irregolarídad
de sus costumbres y su carácter inconstante. De todos modos, to
gobernantes quisieron hacer algo, y pidieron á las Cortes mas am*
plitud en el ejercicio de sus atríbucjones; y como se negase á elio
la asamblea» resolvieron los regentes disolvería, lo que causó grao-
CAPITULO LVL 743
disímo disgusto, tanto al pais como á los otros pretendíeotes, que
haliabaQ en esta corporación mas apoyo que en los gobernantes,
Sabedores estos de la actividad con que el rey de EspaBa orga-^
oizaba el ejército invasor, le enviaron otra embajada suplicándole
que dilatase su marcha mientras se diese la sentencia, que no po-
día menos de serle favorable. Dio Felipe II por respuesta, que se-
mejante dilación no serviría mas que de aumentar los disturbios del
pais: que él para nada necesitaba á los recentes ni reconocía su au-
toñdad tratándose de la posesión de un reino que le pertenecía por
derechos tan incontestables: que para darles lugar á que le decla-
rasen dueño de lo que era suyo, habia diferido la jornada y gasta-
do tres meses en trasladarse de Madrid k la frontera; y que en vis-
ta de tantas tergiversaciones, en vez de considerarlos como gober-
nadores de Portugal, los trataría como traidores y rebeldes, si opo-
nían resistencia al ejercicio de una autoridad que legítimamente le
correspondía.
Sobre estos príncipios, y apoyado en las mismas consíderacío-
nee, publicó el rey un maniGesto que circuló por Portugal, EspaDa
y los demás reinos de Europa, haciendo ver que siendo rey legiti*
mo de Portugal por derecho de sucesión, le cumplía apoderarse de
su herencia, empleando las armas en caso de que sus nuevos sub-
ditos le ol ligasen á usar este medio de asegurar la obediencia que
como á su soberano le debían. En los mismos térmiuos hizo escri-
bir una carta circular á los gobernantes y á todas las autoridades
militares y civiles de Portugal, manifestando que habia concluido
el término de la contemplación, y que sobre ellos solos, si no ha-
cían reconocer su autoridad, caerían los males, los perjuicios, y
hasta la saogre que se derramase opODÍendo una inútil resistencia.
Igual recado llevó de palabra el doctor Andrés Molina, á quien en-
vió el rey para que oyesen de su boca la resolución que había to-
mado, y les hiciese al mismo tiempo una resefia de los medios ma-
teriales que iba á emplear para asegurar su reconocimiento y obe-
diencia.
Impaciente entre tanto don Antonio con la dilación de los regen-
tes, viendo próxima la entrada de las tropas de Felipe II en Portu-
gal; trató de ganaríe por la mano, tomando por medidas violentas
el titulo que los jueces le negaban. Reunió para eso un gran nú-
mero de partidarios suyos en Santaren, quienes le proclamaron por
rey de Portugal, con grande aplauso de la muchedumbre, á cuyos
*1H HISTORU DS FBLIFB If.
ojos era grata la persona del prior, como ya llevamos dicho. Inme-
diatameote pasóá Setabal, donde tavo lugar la misma escena. Se-
guido de la gente armada que pudo reunir, de muchos aventureros
que se habían declarado por su causa, pasó inmediatamente á Lis-
boa, de cuya capital huyeron los regentes cuando supieron su apro-
ximación, retirándose á los Algarves. Hizo el prior su entrada pú-
blica en Lisboa, cuyos habitantes, declarados en su favor, le pro-
clamaron por rey, lo mi^o que los de Santaren y de Setubal. In-
mediatamente organizó don Antonio como pudo una especie de go-
bierno, allegando fuerzas y adoptando mas medios de defensa con-
tra la tempestad que por parte de EspaBa estaba ya tan pró-
xima.
Con la declaración de don Antonio vio Felipe II que no habiaqne
perder momento alguno en verificar la entrada en Portugal, espe-
cialmente hallándose completos todos los preparativos. Pasó una
muestra ó revista á su ejército, reunido para esto en Gantiliana,
distante de Badajoz como cosa de una legua. Se erigió con este mo-
tivo un gran tablado, donde se presentó el rey sentado con la reina
y demás personajes de la corte. Al lado del monarca se hallaba el
duque de Alba, á quien también se dio un asiento. Luego que se
enteró Felipe II de la disposición y modo con que las tropas esta-
ban colocadas por armas y naciones, se bajó del tablado y proce-
dió á un examen de mas cerca, recorriendo las filas, inspeccio-
nando la infantería, municiones, pertrechos, las tiendas y demás
enseres de campafia. Manifestó quedar satisfecho de su baen or-
den, y dio las gracias por ello al duque de Alba.
Tuvo lugar esta revista el 13 de junio de 1580. A los dos dias
se publicó en el ejército un bando ú orden general relativo á ia
conducta que debian observar las tropas durante la próxima cam-
pafia. Sus disposiciones eran todas de orden y las mas adecuadas
para asegurar la obediencia y mantener la mas exacta disciplina.
Se prohibía bajo las penas mas severas toda especie de excesos, de
pillaje, de violencia. Se recomendaba el mayor respeto á todas las
personas, sobre todo á las revestidas del carácter religioso. No se
omitió en el bando la mas pequefia circunstancia, ni dejó de pre-
verse ningún caso de todos los posibles, á fin de que las Uropas no
pudiesen alegar ningún pretexto de ignorancia. Gnalquiera cono-
cerá que un documento de esta clase, emanado de un jefe como ú
duque de Alba, y á la presencia de un rey como el de España, de-
GAPITDLOLVI. 745
bíó de ser severo, como coDveDia á ud ejército que iba nada me-
nos que á hacer la adquisicioo de un reino.
Ei 27 de junio del mismo año hizo su entrada en Portugal el ejér-
cito espafiol, desfilando por delante del rey, que desde una eminencia
le observaba. No era muy numeroso, pues no pasaba de veinte y
seis mil hombres; mas las tropas eran buenas, experimentadas, y
.animadas de la esperanza de vencer, mandadas por un hombre
como el duque de Alba. Iba delante la cabaliería, repartida en dos
trozos de tres escuadrones cada uno , colocados á derecha é iz-
quierda de la infantería de vanguardia. Se componia el primer es*
cuadron del ala derecha de doscientos arcabuceros de á caballo, sa-
cados de las compañías de don Martin AcuQa, Esteban Ulan de
Liébana y Diego Melgarejo;, el segundo de doscientos caballos lige-
ros de las compañías del marqués de Priego, don Alonso de Zúfiiga
y don Luis de Guzman; y el tercero de cien escogidos hombres de
armas, mandados por don Alvaro de Luna, seDor de Fuenteigüe&a.
Entraban en el primer escuadrón del ala izquierda ciento setenta
arcabuceros de á caballo, á cargo de don Sancho Bravo de AcuDa
y Diego Osorio-Barba; en el segundo doscientos ginetes de la costa
de Granada, con el marqués de Mondejar, don Luis de la Cueva,
Juan Hurtado de Mendoza y don Pedro Gasea de la Vega; en. el ter*
cera seiscientos setenta hombres de armas, á las órdenes del conde
de Gifuentes, alférez mayor de Castilla, el conde de Buendía, el
Adelantado de Castilla don Fadrique de Guzman, el marqués de
Montemayor, el marqués de Denia, don Enrique Enriquez, seDor
de BolaDos, el conde de Priego, don García de Mendoza, don Ber-
nardino de Yelasco y don Bertrán de Castro. Iban un poco ade-
lante estos dos trozos ó alas, compuestas de mil cuatrocientos y
treinta caballos, de los tres escuadrones ó columnas de infan-
tería de vanguardia que marchaban pareadas. Ocupaban el centro
los alemanes con su coronel el conde Jerónimo de Lodron, en nú-
mero de tres mil ochocientos setenta y siete, formados en diez
y seis compañías ó banderas. A mano derecha iban los españoles
venidos de Ñapóles, Lombardía y Sicilia, de igual número que los
alemanes en diez y nueve, y & mano izquierda la infantería italia-
Da, en número de cuatro mil, en cuarenta y seis, mandados por su
capitán general don Pedro de Médicis. Dejaban estos tres escuadro-
nes un intervalo de ochenta pasos, y cada uno de ellos estaba flan-
queado por su manga de arcabuceros. En los costados del escua-
Ii6 HiSTOBIJl DE FILfPE U.
dron de los alemanes, la artillería coa sus trenes y demás pertre-
chos. Seguia el cuerpo de batalla, de diez y siete banderas de io-
fantería castellana, del tercio de don Luis Enrique levantado en An-
dalucía, y compuesto de dos mil ochocientos y cinco soldados, con
una manga de arcabuceros por cada uno de sus flancos. Marchaban
en la retaguardia los tercios de la misma gente, divididos en tres
escuadrones pareados. Ocupaba el costado derecho el de don Anto-
nio Moreno, compuesto de trece banderas levantadas en Andalocia,
con la fuerza de mil nuevecientos cuarenta y siete soldados. Iba en
el izquierdo el de don Pedro de Ayala, levantado en Toledo, de dos
mil infantes; y en el centro el de don Gabriel Ni&o, de trece ban-
deras de Ríoja, tierra de Soria, Siguenza y Medinaceli (1). Llevaba
cada uno de estos tercios sus mangas de arcabuceros por los costa-
dos, y por la retaguardia los seguia un cuerpo mas numeroso de
esta misma arma. A mano derecha, y algo desviado del ejército,
marchaban los equipajes y carros formados en hileras de tres en
tres y de cuatro en cuatro. Ascendian los carros á ocho mil tres-
cientos ochenta y seis; los seis mil ochenta y seis tirados de muías,
y los dos mil y trescientos de bueyes. Llegaban á trescientas las
acémilas, y á dos mil quinientos los gastadores, con la demás
gente de servicio y de la artillería, á que estaban destinadas dos-
cientas ochenta personas, quinientos carros de muías y trescientos
de bueyes, sin contar los equipajes de los que iban en clase 4e
aventureros. Marchaba el duque de Alba acompasado del graa
prior don Fernando, su hijo, de don Francisco de Álava, maestre
de campo general, y otros caballeros de su comitiva, en la van-
guardia, en el espacio que dejaban los escuadrones de caballería.
Se ve que esta formación, mas que de marcha y de camino, era pu-
ramente de parada, en honor al rey que la estaba presenciando, y que
sin duda debió de quedar muy complacido del buen orden coa que
marchaban las tropas, de su vistosidad, de! buen estado del perso-
nal, como de la artillería y mas enseres materiales. Tenia ua pa-
pel ó estado de los cuerpos con la disposición en que estaban colo-
cados; que consultaba á menudo, según iban con paso lento desfi-
lando. Después que hubo pasado el ejército, volvió el duque de Alba
acompasado de su estado mayor & presencia del rey, y habiendo
(1) Nuestro principal objeto al entrar en todos estos pormenores, es hacer ver que é pesar de
estar entonces tan adelantado ei arte militar, se hallaban todavía muf distantes los priocipataft
cuerpos de un ejército de la or^ntzacion metódica, tanto en composición como en fuerza, que tie-
nen en el <Ua.
J
CAPITULO LVI. 747
tomado sus últimas órdenes y besádole la mano, atravesó inmedia-
tameote la frontera. £1 rey se retiró á Badajoz para aguardar el re-
sultado de sus operaciones.
Mientras tanto el marqués de Santa Cruz, encargado del mando
de las fuerzas navales que á la guerra de Portugal se destinaban,
se hizo á la vela en el Puerto de Santa María, con cincuenta y seis
galeras de Espafia, Ñapóles y Sicilia, en que iban don Juan de Car-
dona y don Alfonso de Leíva, habiendo recibido en ellas cuarenta y
seis banderas de infantería, compuestas de cuatro mil y setecientos
hombres. Tomó inmediatamente el rumbo el marqués hacia la boca
del Guadiana, y á la altura del puerto de Ayamonte dio fondo, es-
perando las comunicaciones del duque de Alba, para arreglar á ellas
sos operaciones ulteriores.
CáPiTüLO LVií.
Continuación del anterior.— Campana de Portugal.— Entra él duque de Alba sin resis-
tencia en varias plazas.—- Llega á Setubal.— Expugna su castillo. — Se embarca en
el Tajo. — Se apodera de Cascaes y de la torre de Belén. — Huye don Antonio.—
Entra en Lisboa el duque de Alba. — Sale Sancho de Avila en persecución de don
Antonio. — Se relira este á Oporto. — Pasa el Duero Sancho de Avila. — ^Enlra en
Oporlo.— Huye de Portugal don Antonio. — Queda todo Portugal por don Felipe-
Sale este de Badajoz.— Entra en Portugal.— Celebra Corlas en Tomar. — Es recono-
cido por rey de Portugal. — Su entrada pública en Lisboa (1). — (1580-1581.)
No era difícil conjeturar la suerte que estaba reservada á un ejér-
cito tan bieo dispuesto, mandado por un jefe de la merecida repu-
tación del duque de Alba. Estaba el pais que iban & invadir divi-
dido en diferentes parcialidades; y aunque la causa del rey de Es-
pafia era tan impopular, no habia en Portugal otra bandera k cuyi
sombra estuviese acogida la generalidad del reino. Entre todos los
aspirantes & la corona de Portugal, solo habia tomado las armas
don Antonio; y aunque contaba este con un gran partido, no era
bastante para asegurar sus pretensiones. Estaba quieto el daque de
Braganza, calculando mejor los obstáculos que se oponían á la vin-
dicación de sus derechos. Se habian reducido al silencio los agentes
de los dos príncipes extranjeros, y si los gobernadores estaban ir-
ritaaos de que el rey de Espafia quisiese hacerse justicia por su
mano, propendían, tal vez por miedo, mas á su causa qae á la de
los otros pretendientes. A pesar de que el paeblo portugués, en g^
(1) Las mtimataatoridades.
GÁl^ITÜLO Lvn. 14^
oeral, aborrecia la dominacioD de EspaOa, do le faltaban á este nu-
merosos partidarios, ya por aGcioD , ya por temor, ya por convic-
cioD de qae era el mas fuerte de todos sus rivales. Ya autes de
moverse el duque de Alba habían acudido muchos & Badajoz á pre-
sentarse al rey y rendirle su pleito-homenaje. El duque de Bra-
gaoza estaba con él, si no en abierta inteligencia, á lo menos muy
eo vísperas de entablar un tratado de reconocimiento. Continuaba
doD Antonio organizando á toda prisa su nuevo gobierno y prepa-
rándose con sus fuerzas á medirse conlascastellauas. Eran aquellas
muy escasas, y el prior se hallaba con muy pocos medios de pa-
garlas, mucho menos de aumentarlas. En lo demás del reino no se
habian pronunciado todavía contra ninguno de los pretendientes,
cifiéndose todos, por lo general, á obedecer las órdenes de la re-
gencia. Las plazas del interior no eran fuertes, ni sus guarniciones
numerosas; y como todo el poco ejército disponible para entrar en
campana se hallaba en la misma costa, no podia temer el duque de
Alba encontrar ninguna resistencia. Así entró su ejército en Portu-
gal como pudiera hacer en un país amigo. Ocupó sin ninguna re-
sistencia las plazas de Elvas, Olivencia y Montemayor. Lo mismo
hizo en Estremoz; y aunque el castillo trató de resistirse, lo rin-
dieron pronto los españoles, habiendo cogido prisionero á Juan de
Acevedo, su gobernador. Sin duda para inspirar miedo á los demás
jefes que tratasen de imitarle, le condenó á muerte el duque de Al-
ba; mas se templó su rigor á ruegos de los cabos de su ejército, y
se contentó con mandarle á Yillavíciosa ep calidad de preso. Tuvo
además la buena política de poner en Estremoz guarnición portu*
guesa, mandando también que se guardasen y respetasen los pri-
vilegios de la villa. Después de algunos días de descanso en Estre-
moz, se movió el ejército espafiol, y con la misma facilidad se apo-
deró de los pueblos de Evora, Arroyuelo, Alcázar de la Sal, sin que
las poblaciones hiciesen movimiento alguno de hostilidades, si bien
tampoco daban muestra alguna de contento, y menos de entusias-
mo. Sin detenerse, marchó el duque hacia Setubal, donde estaba
reconocida la autoridad de don Antonio. La ciudad abrió sus puer-
tas sin ninguna resistencia, habíéqdose retirado las tropas al casti-
llo, que fué sitiado inmediatamente por los españoles. Gomo el
puDto es marítimo, acudió en auxilio de nuestras tropas con sus
galeras el marqués de Santa Cruz, á quien había dado oportuno
aviso el duque de Alba. Las galeras portuguesas que salieron en
ToMoi. n
750 HISTOftli DI r»JFE II.
recoDocímiepto de las nuestras, fueron ^presa^as eo el Rpto. En
seguida se acercó el marqués con s\jí^ fuerzas navales, á las que se
rípdieron sin resistencia todos ios galeones portugueses, y después
dirigió el almirante espaOol sus baterías sobre el fuerte. Estro-
chado así por mar y tierra, y sin esperanzas de socorro, abrió las
puertas á los espaOoles, quedando prisionera su guarnición, con
gran detrimento de las fuerzas de que entonces disponía don An-
tonio.
Estaba reducido este ^ una condición que pi^recía ya desespera-
da. Sin tropas, sin dinero, sin poseer en Portugal mas que á Lis-
boa y sus inmediaciones, acosado por un ejército espaHol mandado
por un capitán de tanta nombradla , sin duda habia llegado ya el
caso de que pensase seriamente en venir h térmicos de uo conveoio
con el rey de EspaDa. Mas se enfurecía la mucbeduqibre que á to-
das horas le rodeaba, á la sola ¡dea de reconocer por monarca al
rey católico. Es un hecho que entre los partidarios de don Antonio
se encontraba un número muy crecido de frailes , que con sus dis-
cursos ÍDflamaban los fuimos del populacho. Por sus consejos no
dio paso alguno el prior de entrar en arreglos , pues le b^cian ver
que por poco que se prolongara la contienda, le vendríaii refuerzos
de Fraooia y de Inglaterra, donde sip duda se vería con muy malos
ojos el acrecentamiento del poder áfil rey de Espada. También le
hablaban de socorros del pontífice, disgustado como estaba Qon la
entrada del ejército espaOol en Portugal , ^in aguardar la decisión
de los jueces encargados de asignar su cqrona al l^ombre mas legi-
timo.
Era esto último muy cierto. O porque lo' considerase en efecto
Gregorio XIII como una tropelía, ó porque le causase tambieq celos
la buena fortuna de Felipe, envió pa,ra prevenir el golpe á Badiyox
en clase de legado al cardenal Riario ; mas llegó tarde , cnaado el
duque de Alba había plantado la batidera espafiolo en las oaarallas
del castillo de Setubal. Trató, sin embargo, el legado de pedir au-
diencia al rey, aunque ya conocía que era inútil. En efecto , Feli-
pe 11 se mostró sordo á las insinuaciones del pontífice; y como ha-
bía ya encargado & las armas la vindicación de sus derechos, aguar-
daba tranquilo la sentencia de es(e tribunal, que t»n favorable se le
presentaba.
D^efio el duque de Alb^ de Setul)%l, qo peivsó. eq Qtra eos» que
en seguir adelante con la Qi^presj^. s|i;i p9(der ipcpepto* Delih^ijioa
flá»lTOLO LVtl. ISl
sa Goosejo si sería preferible dirigirse & Santáren , declarada por
doo Antonio, ó entpreoder iDmediatamente la toma del pueblo y
castillo de Gascaes para caer despoes sobre Lisboa. Parecía el pri-
mer proyecto mas seguro, pero dilatorio. Ofrecía el segundo mas
peligros, pues habid que embarcar el ejército y pasar asi la boca
del Tajo para emprender el sitio de Cascaos , que est& en la orilla
derecha; pero se abreviaba muchísimo la operación de apoderarse
de Lisboa, que era el grande objeto & que aspiraba el duque de Al-
ba. A esto proyecto se atuvo pues el general en jefe, aunque ofre-
ció inconvenientes por last muchas galeras portuguesas que corrian
el Tajo, tanto de observación como para impedir que se verificase
un desembarco.
Se hizo á la vela , pues , el ejército espaOol la noche del 20 de
agosto de 1580^ con la artillería, municiones y víveres necesarios.
No se mostraba favorable! el viento, y el marqués de Sania Cruz fué
de opinión que se difiriese para la noche siguiente; mas se empeDó
el dbque en que se pasase adelante , y aunque corrieron graves
riesgos, llegaron Al amanecer muy cerca de la costa. Inmediata-
mente procedieifon á saltar á tierra, verificándolo los primeros San-
cho de Avila , don Rodrigo Zapata , Próspero Colonna , don Pedro
Sotomayor, el ingeniero mayor Juan Antoneli con una banda de los
mas escogidos mosqueteros espaOoIes. Al abrigo de estos , desem-
barcaron los tercios alemanes, formándose en columna conforme se
veían en tierra.
No pudieron! llegar los espaOoles sin ser percibidos por la guar-
nición del fuerte de Gascaes. Inmediatamente hizo una salida el
gobernador doo Diego Meneses con cuatrocientos caballos y tres
mil infantes. Mas habiendo visto desde lejos el buen orden coa que
los espafioles procedían al desembarco, detuvo su columna sin atre-
verse á dar sobre ellos. Cuando se formó toda la gente desembar-
cada en son de acometer, se recogió el portugués con la suya al
castillo con una pieza de artillería que arrastraban. Los espaOoles
ae acamparon á las inmediaciones de Gascaes, y se prepararon para
el sitio.
Al mismo tiempo llegó el marqués de Santa Gruz con nuevas ga-
leras, que se pusieron en actitud de batir al castillo de Gascaes,
mientras emprendían la misma operación por tierra los del duque
de Alba. Gonfió este la operación de expugnar el castillo á so hijo
doa Fernando de Toledo, gran prior de Gastilla; mas la operación
152 HISTOBUDBFUlPSn.
doró muy poco, pues los de adeutro apenas hicieron resistencii.
Muy pronto tremolaron en los muros del castillo de Gascaes las
banderas españolas, no sin grande asombro y consternación de las
galeras portuguesas y tropas de tierra de don Antonio que andaban
por las inmediaciones. Mandó el duque de Alba ahorcar al gober-
nador del castillo de Gascaes , y se mostró igualmente rigoroso coa
el de la plaza don Diego de Meneses, que fué degollado de su orden
por manos del verdugo en un cadalso. Se atribuye esta sobrada
severidad ¿ tropelías cometidas antes por Meneses sobre tropas es-
pañolas: otros al designio del duque de Alba de infundir terror y
preparar de este modo la obediencia al rey de España. De todos
modos, era en él un rasgo ordinario del carácter duro y hasta feroz
que habia desplegado en tantas ocasiones.
Mientras tanto hervia Lisboa en confusiones y desórdenes. Ate-
morizados ya los habitantes con la toma de Setubal, se llenaron de
terror al verlos en Cascaos tan cerca de sus muros. A todos los traia
consternados la idea de un sitio, y sobre todo de un saqueo. Que-
rían unos que se reconociese por rey al de España, antes de prcT-
vocar nuevos rigores por parte de su general: los de la parcialidad
de don Antonio, y sobre todo , los frailes que se habían mostrado
tan adictos & su causa, se obstinaban en llevar adelante la empre-
sa, viendo en la continuación de la guerra el solo puerto de salva-
ción que les restaba. Titubeaba don Antonio , y pareciéndole que
aun se hallaba en caso de entrar en convenios con el espafiol, llegó
hasta solicitar una entrevista con don Fernando de Toledo, que de-
bía tener lugar á bordo de una galera española. Mas habiendo en-
trado en desconfianzas, y animado cada vez mas de sus parciales,
se dispuso k disputar como mejor pudiese el terreno palmo á pal-
mo. Eran pocas sus fuerzas, pues no pasaban de diez mil hombres,
mal organizadas, mal armadas, sin ninguna experiencia de la guer-
ra, alistadas tumultuariamente , sacadas algunas de las cárceles y
de las clases mas bajas de la plebe. Para atender ásu subsistencia,
se adoptaron medidas opresoras y violentas. El pueblo , tanto de
Lisboa como de las inmediaciones , aunque desafecto á la domina-
ción del rey de EspaDa, se estaba quieto, sin pronunciarse y pro-
mover una guerra nacional, la sola cosa que podia sustraerlos al
yugo de los extranjeros.
Gon la llegada de los españoles á Gascaes, se habia declarado &
8u favor el pueblo de Giotra, en la9 inmediaciones de Lisboa, |n-
CAPITULO LTH. 758
mediatamente se trasladaroo á él tropas de don Antonio, qne le sa-
quearon en castigo de su desobediencia. Al saber este desastre el
duque de Alba, le envió de socorro á Sancho de Avila al frente de
algunas banderas espaOolas; mas como los portugueses, sabedores
de este movimiento, evacuasen & Cintra, se volvió del camino San-
cho de Avila, viendo que su expedición era inútil por entonces.
DueOos de Gascaes los espaOoles, necesitaban para llegar al fren-
te de Lisboa hacerse dueOos' del fuerte de San Juan de Guerra y de
la torre de Belén , que en cierto modo son sus obras avanzadas.
Don Antonio, que sabia esto mismo, trató de embarazar la expedi-
ción, poniendo en movimiento las galeras y acercando sus tropas á
tierra; mas el duque de Alba aparentó hacer poco caso de esta ac-
titud guerrera, por parte de un rival que cada dia inspiraba menos
miedo.
El 8 de agosto se movió el ejército desde Gascaes, tomó posición
en frente del castillo de San Juan, y se puso en actitud de empren-
der las operaciones del asedio. Es marítimo el fuerte de San Juan
de Guerra, sobre la misma orilla derecha del Tajo , un poco mas
afuera de su barra. Entre este y Lisboa, se halla la torre de Belén,
que está contigua á las primeras casas ó sean arrabales. A esta tor-
re de Belén se habian arrimado las galeras de don Antonio ; mas
como se hallaban á la vista las de Santa Gruz, fueron de muy poca
utilidad para la defensa del fuerte de San Juan de Guerra. El dia 10
comenzaron & jugar las baterías de los españoles. Las del fuerte
respondieron, mas las operaciones del sitio se redujeron & un ama-
go. Tuvo medios el duque de Alba de que se diese & entender á
Vaes , gobernador de San Juan , el grave riesgo á que se exponía,
empeñándose en una inútil resistencia. Pasó este en secreto á verse
con el duque de Alba, y se convino con él en que le rendiría el cas-
tillo, reconociendo en el acto al rey de España; para lo que contaba
con ganar las tropas que le guarnecían. Mas para esto no tuvo que
emplear ningún trabajo , pues al regresar al fuerte , encontró la
guarnición amotinada , pidiendo que se abriesen las puertas á los
españoles. Así se verificó , en efecto , haciéndose estos dueños del
castillo sin ninguna pérdida. \
A la toma de San Juan de Guerra se siguió la de otro fuerte pe-
queño, llamado Cabeza Seca, abandonado por los portugueses á la
aproximación de los españoles. Se rindió la torre de Belén, sin nin-
guna resistencia. El ejército español se hallaba ya á la? puerta$ dQ
754 * HISTOUA DB VSLIFB n.
Se ye por esta coDcisa relación de las operaciones del ejárdlo es-
paDol, que su campaDa desde los moros de Badajoz se habiá redo-
cido á un paseo militar, con muy pocas excepciones. Era mocha li
fuerza moral y ascendiente que ejereian estas tropas sobre no pue-
blo dividido en partidos y opiniones , donde apenas se sabia quién
mandaba; ¡tan desconcertados y con poco tino obraban las autori-
dades! Si se miraba con malos ojos la dominación de los espaOoles,
no era bastante fuerte este sentimiento para producir insurrecóo-
nes populares. Los emisarios de Felipe II trabajaban mucho y coa
acierto, y como no escaseaban ni las dádivas, ni las promesas, met-
ciadas de amenazas oportunas , desconcertaban mas los ánimos de
los portugueses. Se mostraba el duque de Alba digno representante
del monarca, que habla sabido emplear tan oportunamente sus ser-
vicios. A la edad de setenta y tres aOos conservaba intacta su re-
putación de hábil y entendido capitán , de jefe rigoroso y duro , de
promotor de la mas severa disciplina. No dejaba, mientras comba-
tía, de negociar y hacer manifiestos en lengua portuguesa , que
preparaban grandemente el camino á sus conquistas.
En cuanto á don Antonio, se hallaba verdaderamente reducido i
situación muy lastimosa. Con pocas y malas fuerzas» sin dinero coa
que pagarlas, sin mas apoyo verdadero que algunos de la pobla-
ción, y muchos frailes adictos de corazón á su partido, acosado por
unos para que defendiese la capital á todo trance , por otros para
qué no la comprometiese, exponiéndola á un saqueo, era may difi-
cil adoptar un plan fijo de conducta. Aconsejado de su desespera-
ción, resuelto á probar fortuna , sacó toda su fuerza de los mura
de Lisboa; en actitud de ofrecer batalla al duque de Alba. Al mis-
mo tiempo dio orden á sus galeras para que hiciesen frente k las
espaDolas, queriendo dispotar asi su nuevo trono sobre ambos de-
mentes. Aceptó el envite el duque de Alba, y en una orden generü
de 24 de agosto dio todas las disposiciones para la batalla del «-
guíente; asignando con admirable precisión el puesto que hablan
de ocupar, y movimientos que debian de hacer los diversos puestos
de infantería y de caballería, en combinación con el juego de laa pie-
zas de campafia de tierra, y las de las galeras que debian de avan-
zar, guardando el costado derecho dé! ejército. Se tolvia i pro-
hibir en esta orden general el robo y el saqueo, no haciendo d
enemigo resiéteiKia; y se encargaba expresamente que en caso de
emprender la retirada el enemigo , nadie entrase en Lisboa si
CAnnLO Lvu. 165
•
goiendo los alcances, hasta que lo hiciese el todo del ejército.
Se esperaba, pues, delante de ios muros de Lisboa una batalla
decisiva: desde el amanecer del 24 comenzó á jugar la artillería de
ambas partes, y ías tropas á moverse. Arremetió el primero, y sin
orden, el cuerpo de italianos, mandados por Próspero Colonna; y
como los portugueses por aquella parte estaban muy apercibidos,
por ser la mas flaca de la linea, recibieron con arrojo á los italia-
no», y los desordenaron. Hizo poco caso el duque de este contra-
tiempo, y dio la orden de ataque, según las disposiciones de la vís-
pera. El resultado no podia ser dudoso, tratando de dos ejércitos
tan desiguales en número, tan diversamente organizados.
Se pusieron los portugueses muy pronto en retirada. Tomó de
los primeros la fuga don Antonio, habiendo sido herido, y sin de-
tenerse un punto en Lisboa, salió de la capital con las tropas de su
devoción, resuelto & probar en otra parte la fortuna. Mientras se
dispersaba de este modo el ejército de tierra portugués, se apode-
raba el marqués de Santa Cruz de sus galeras, que se entregaron
asimismo sin hacer ninguna resistencia.
Estaban así abiertas para el ejército espaOol las puertas de Lis-
boa. Los vecinos que habían vivido hasta entonces tan inquietos,
con la idea del saqueo, comenzaron & tranquilizarse, viendo las
diapasiciones pacificas del duque de Alba, y las medidas que para
evitar este desorden adoptaba. Se colocado su orden el prior ma-^
y«r de Castilla, con varios jefes principales y un cuerpo escogido
del ejército en la puerta de Santa Catalina, con objeto de evitar que
entrasen en la capital los soldados castellanos, mezchidos con los
portugueses fugitivos. Con igual )dbjeto estableció el marqués de
Santa Cruz sus galeras k la boca del puerto , impidiendo todo des^
embareo por pavte de los nuestros. Con esto los magistrados de la
capital evacuada ya por don Antonio y las tropas portuguesas de su
parcialidad, se presentaron en las puertas de la capital, ofreciendo
al duque de Alba que las abrirían gustosos , con tal que se res-
petasen sus privilegios, y que se les hiciese el mismo partido que á
demás pueblos del reino que los hablan recibido. Otorgóselo> el du-
que, cómo que esto estaba tan expresamente mandado por el rey
en el bando general, dado al ejército antes de comenzarse la cam-
pafia. Arregladas estas condiciones, entraron las tropas castellanas
triiqiifiin(e& ea Lisboa, sin propasarse á exceso algtfno, tan conteQÍ^
ém «alabao ¡mi la» leyes de la masi severa disciplina. El duque^ las
756 nSTOlU DE FBUPE n.
mandó alojar en los arrabales de la ciudad, y desde aquel momento
fué reconocida del modo mas solemne en la capital de Portugal ia
autoridad del rey de EspaDa.
Para colmo de fortuna, á los dos días de la entrada de las tropas
espaDolas en Lisboa, se presentaron en la boca del Tajo los galeo-
nes portugueses, que volvían de las Indias orientales con ricas
mercancías. Mas no sufrieron vejación alguna por el duque de Al-
ba, quien, contentándose con recoger la parte que al rey corres-
pondía, hizo que se entregase religiosamente á los particulares lo
que tocaba á cada uno.
Se podía dar la guerra de Portugal por concluida, por adjudica-
do definitivamente este país al rey de EspaOa. Don Antonio, des-
pojado de la capital, no tenia medios de hacerse temible en parte
alguna. Seguido de las reliquias de su ejército, se dirigió á Santa-
ren; mas no teniéndose por seguro en esta plaza, se marchó á Coim-
bra, donde pudó reunir hasta seis mil hombres con los que lleva-
ba, y los descontentos que quisieron probar fortuna, tomando abri-
go en sus banderas. Para perseguir á don Antonio, envió el duque
de Alba á Sancho de Avila con cuatro mil hombres de infantería y
cuatrocientos caballos, habiendo hecho acantonar la demás tropa en
Setubal y varios pueblos inmediatos á Lisboa, donde no se habia
alterado la tranquilidad con las buenas medidas de gobierno, adop-
tadas por este general en jefe.
Salió Sancho de Avila de Lisboa, á principios de setiembre de
1580. Detuvieron su marcha mas de lo que era preciso las recias
lluvias que sobrevinieron, dejando intransitables los caminos. Pero
el capitán espafiol no omitió diligencia para llegar cuanto mas an-
tes á Coimbra. Sabedor don Antonio de su aproximación^ evacuóla
plaza, y se retiró á la de Aveiro que entregó al saqueo, viéndose
asimismo en la imposibilidad de conservarla. De este punto se tras-
ladó á Oporto en la orilla derecha del Duero, segunda capital del
reino entonces, como lo es hoy día, donde pensaba hacerse fuerte,
contando con sus numerosos partidarios.
Siguió Sancho de Avila sus huellas, y aunque en los diferentes
pueblos de su tránsito ninguna manifestación se hacia al rey de Es-
paOa hasta verse ocupados por sus tropas, tampoco le ponia im*
pedimento alguno el desfavorable espíritu de las poblaciones. Asi
llegó hasta el Duero, en cuya orilla izquierda no halló barca algu-
na en que pudiese verificar su paso á la otra parte, habiéndolas He-
CAPITULO LVTl, 757
vado todas don Antonio. En esta situación se vio precisado á en-
viar varios destacamentos rio arriba, para hacerse con cuantas en*
contrasen; mas ninguna vieron á la orilla izquierda. Se dice que
para salir de este conflicto, se disfrazó con algunos otros de la ma-
yor confianza, y presentándose con este traje, hizo creer á los pes-
cadores de la otra orilla que eran fugitivos del ejército de don An-
tonio, con quien deseaban reunirse. Una barca se destacó en efecto
& recibirlos, y llegó adonde estaba Sancho de Avila. Acudieron en-
tonces á una señal soldados que estaban escondidos, y dueSos de
la barca, les fué ya muy fácil apoderarse de las otras.
Dispuestos así los medios de transporte, procedió Sancho de Avi-
la al ataque de la plaza. Aunque se hallaba con tan pocas fuerzas,
la dividió en dos trozos para conseguir su intento. Quedó con el
mando del primero el capitán Gerónimo Zapata, quien debia ama-
gar el paso del rio por Piedra-Salada, mientras el mismo Sancho
de Avila con el otro, se puso en marcha rio arriba , para pasarle
por Abintes. Jugó, pues. Zapata dos piezas de artillería que acom-
paDaban á la división, y haciendo ademan de querer embarcarse,
llamó la atención de los de Oporto por aquella parte. Mientras tan-
to, después de haber pasado el Duero Sancho de Avila, atacó real-
mente la ciudad por el extremo opuesto. Fué seguida esta manio-
bra del mas favorable resultado. Sobrecogidos los de la ciudad con
esta repentina aparición de Sancho de Avila, comenzaron á desor-
denarse. Los soldados de don Antonio no se atrevieron á hacer
frente á las tropas españolas. Se vio el prior de Grato en la necesi-
dad de evacuar á Oporto, y tomar la dirección de Viana como fu-
gitivo. Sin embargo , todavía permaneció muchos dias en el pais,
abrigado por gente de su parcialidad , sin que todas las pesquisas
de los españoles pudiesen descubrir su paradero. Al fin , cansado
de semejante situación , temeroso de caer en manos de los de la
parcialidad del rey, que habia ofrecido ochenta mil ducados á quien
le entregase vivo ó muerto, halló los medios de embarcarse y tras-
ladarse á Francia.
Abandonada Oporto por las tropas de don Antonio, no pensó en
hacer ninguna resistencia, y abrió las puertas á Sancho de Avila,
dándose al mismo partido que las demás ciudades donde hablan en-
trado tropas españolas.
Se exhalaron en Oporto los últimos suspiros de la independencia
portuguesa. Bastó una. campaña, ó mas bien un paseo militar de
Tomo i. 96
158 HISTORIA DB FRLIPS II.
UDOS pocos meses, para hacer doefio y absoluto sefior de Portogal
al rey de Espafia. Guando le llegaron tan prósperas ooticias, hacia
poco que acababa de salir de una enfermedad, que le puso al borde
del sepulcro. A este contratiempo se agregó la muerte de la reina
doSa Ana de Austria, su cuarta mujer, que falleció en la temprana
edad de treinta y un afios. Pero estas calamidades domésticas, cual-
quiera que fuese la impresión que causasen en el corazón del rey,
no le estorbaban para atender á todos los cuidados y negocios del
gobierno. Al mismo tiempo que Portugal, hablan reconocido la ao-
toridad del rey las plazas de sus posesiones en las costas de África.
Siguió su ejemplo la isla de la Madera ; mas no sucedió lo mismo
en las Terceras, donde fué reconocido don Antonio. Mientras tanto
se mandaban emisarios al Brasil y posesiones de los portugueses
en las Indias orientales. Pronto fué reconocida la autoridad de Fe-
lipe II en tan ricos y vastos dominios, mientras las islas Terceras,
fieles siempre al pendón de don Antonio^ se preparaban á la mas
seria resistencia.
Era ya tiempo que el rey se moviese de Badajoz para tomar po-
sesión del nuevo reino. Se puso en marcha efectivamente el 5 de
diciembre de aquel aDo, acompasado del archiduque Alberto y al-
gunos mas grandes, pues no quiso llevar mucha comitiva , inten-
tando engrosarla con los nobles portugueses. Encontró en Elvas al
duque de Braganza, quien le aguardaba alli con objeto de darle
acatamiento como cabeza y representante de la nobleza portuguesa.
Le acogió con afabilidad el rey de EspaDa, y le agració con el co-
llar del Toisón de Oro. En seguida se dirigió por Gampomayor, Ar--
ronches, Portoalegre, Grato y Abrantes á la villa de Tomar , para
donde habia convocado á cortes. En los pueblos de su tránsito ha-
llaba un recibimiento reservado y frío ; mas en ninguna parte se
manifestaban síntomas de abierto descontento.
Llegó el rey el 16 de abríl de 1581 al pueblo de Tomar, donde
le aguardaban los prelados, los nobles, los procuradores del reino,
convocados de su orden. Allí se hizo la solemne proclamación del
nuevo rey, habiendo precedido el juramento de una y otra parte.
Fué la ceiremonia magnifica, rodeada de la mayor pompa y apara-
to. Solo concurrieron á ella los grandes y demás personajes portu-
gueses, habiéndose quedado en sus casas los espaOoles de la conú-
tiva, incluso el archiduque Alberto. Se presentó el rey vestido coa
la mayor magnificencia en. un tablado donde le tenían preparado lu
CAPITULO LTn. 160
trono. Inmediatamente qne se sentó en él, pusieron en sn mano de-
recha un cetro de oro. En derredor se colocaron los prelados, los
grandes portugueses de la comitiva, quedándose fuera los procura-
dores que no pudieron coger en el tablado. El obispo de Leiria, en
nombre del alto clero portugués y de los grandes , saludó á Felipe
como rey de Portugal, reduciéndose en su larga arenga á decirle,
que en virtud de sus derechos incontestables de sucesión , le aco-
gían los portugueses por rey y seQor de. aquellos reinos. En los
mismos términos le habló don Damián de Aguilar á nombre de los
procuradores. Concluidas las arengas acercaron al rey una mesa
con un Crucifijo y un misal, y el monarca entonces puesto en pié,
hizo el juramento de regir y gobernar bien y derechamente, de ad-
ministrar justicia en cuanto lo permitiere la flaqueza humana, y de
guardar á los portugueses sus buenas costumbres, privilegios, gra-
cias, mercedes, libertades y franquezas que por los reyes pasados
sus antecesores les fueron dados , otorgados y confirmados. Con-
cluido el juramento, se sentó Felipe, é inmediatamente .se pronun-
ció por el secretario de Estado en voz alta la fórmula del que debian
prestar al rey los tres Estados del reino, de reconocerle por su se-
fior y de rendirle pleito-homenaje, según fuero y costumbre de es-
tos reinos. Inmediatamente pasaron á prestar el juramento, ponién-
dose uno á uno delante del rey, y besándole la mano después de
(concluido el acto. Comenzó el duque de Braganza , siguieron los
grandes y prelados, los consejeros de Estado, los sefiores de pueblos
y lugares, y en seguida los procuradores de las corporaciones y
ciudades que tenian voto en Cortes. Concluido todo , proclamó un
rey de armas por rey de Portugal al muy alto y poderoso sefior
don Felipe, á cuya voz correspondió el pueblo con aclamaciones, al
son de músicas , fuegos de artificio, disparos de artillería , y las
campanas que habían echado á vuelo. Terminóla función una mag-
nifica que se dio en la iglesia, adonde se trasladó inmediatamente
el rey seguido de su nueva corte. Fué recibido á la puerta del tem-
plo por todo el clero y los obispos vestidos de pontifical , quienes
oficiaron en el solemne Te^Deum para dar gracias á Dios por aquel
grande acontecimiento.
Al dia siguiente se celebró igual ceremonia para jurar por here-
dero de Portugal al príncipe don Diego.
Después comenzaron las Cortes del reino sus trabajos ordinarios,
y de que haremos mención á su debido tiempo. Mientras tanto ex-
« •
760 HISTORIA DE F8LIPB n.
pidió el rey an decreto en que perdonaba á todos los portugueses
declarados contra sus derechos que habian servido á don Antonio é
ejercido hostilidades de otro género. Solo fueron exceptuadas del
perdón cincuenta y dos personas , contándose entre ellas al obispo
de la Guardia y al conde de Vimioso, general de don Antonio. Tam-
bién quedaron excluidos los frailes que se habian declarado parcia-
les del prior, privándolos de todos los beneficios que de él habian
recibido, é inhabilitándolos para ejercer ningún cargo en ade-
lante.
Hicieron las Corles portuguesas algunas peticiones al rey , qne
fueron satisfechas. A otras que tuvo por imprudentes y fuera de
lugar, respondió con evasivas ó negándolas redondamente. Entre
estas indicaremos tres : primera que no hubiese guarniciones en el
reino: segunda que se permitiese á los portugueses el traficar li-
bremente en las Indias occidentales: tercera que otorgase á los por-
tugueses caria de naturaleza en Castilla. También pídieroD que el
príncipe heredero fuese educado en Portugal, á lo que dio una for-
mal negativa el rey católico.
En compensación otorgó el rey varias gracias á muchos portu-
gueses de distinción , confiriéndoles hábitos en órdenes militares,
encomiendas, títulos, etc.; pero el instrumento mas importante y
formal que se extendió á su favor fué la promesa solemne que to-
dos los gobernadores de Portugal , todos los grandes funcionarios,
tanto militares como civiles y eclesiásticos , serian naturales del
pais, y que solo á portugueses se conferiría todo cargo público;
que no se tocaría á los usos , á las costumbres , á las leyes , á los
privilegios del pais, sin expreso consentimiento de las Cortes.
Setenta dias se detuvo Felipe II y I ya de Portugal en el pueblo
de Tomar, mientras las Cortes entendieron en los negocios que ha*
bian dado motivo á sií convocación. Y pareciéndole al rey que ya
era tiempo de hacerse ver en la capital de su nuevo reino, salió de
Tomar seguido de una corte brillante y numerosa , en 24 de junio
de 1581, y tomó el camino de Lisboa, pasando por los pueblos de
Santaren, Almerin, Salvatierra y Yillafranca, situada sobre el Tajo.
Aquí encontró comisionados de las principales autorídades de Lis-
boa con una barca magníficamente decorada , para que contínuase
por agua su camino. También encontró al marqués de Santa Cruz
que venia con sus galeras principales. Se embarcó el rey y caminó
rio abajo hasta el pueblo de Almada , que se halla en la orilla iz-
CAPITULO LVIl. 761
qaierda, frente á Lisboa, donde se detuvo por súplicas qne le hi-
cieron las autoridades de la capital de que aguardase un dia mien-
tras se completaban los preparativos que se hacian para su recibi-
miento. A este pueblo de Almada pasó á visitarle el duque de Alba,
á quien recibió Felipe II con las muestras de mayor cordialidad,
manifestándole lo gratos que le habian sido sus servicios. El 29 de
junio de 1581 verificó Felipe su entrada pública en Lisboa con toda
solemnidad, habiendo salido á recibirlo & la puerta las principales
autoridades militares y civiles. Entró á caballo , debajo de palio de
brocado de oro, al son de músicas, de campanas mezcladas con el
estruendo de la artillería. Después de haber paseado las calles prin-
cipales de Lisboa, se encaminó á la catedral, á tuya puerta salió &
recibirle el arzobispo vestido de pontifical, á la cabeza de otros mas
prelados y un clero numeroso. Después del solemne Te-Deum que
se cantó en acción de gracias, se dirigió el rey en la misma forma
debajo de arcos triunfales al palacio real , donde le esperaba el
duque de Alba para darle posesión de aquella mansión de los anti-
guos reyes.
Asi quedó solemnemente instalado en la gran capital de un nuevo
reino, el sefior ya de inmensas posesiones. Si no se podia conside-
rar Portugal una grande adquisición , considerada la superficie del
pais, era de la mas alta trascendencia para Felipe II verse dueDo
absoluto de toda la península ibérica ó espaOola , que por primera
vez reconocía el dominio de uno solo. Con el Portugal había ad-
quirido sus inmensas posesiones allende de los mares: el Brasil, de
reciente conquista, y las ricas regiones de la India Oriental , de
donde se extraían tan ricas mercancías, productos de su suelo y de
su industria. Con razón se dijo entonces que el sol no se ponía
nunca en los Estados del poderoso rey de España. Ora atendiendo
á la inmensa extensión del territorio, ora á la riqueza de su suelo,
no había hecho mención la historia de mas vasta monarquía. La
plata, el oro, las producciones mas esquisitas, las manufacturas de
objetos mas apetecidos, todo se criaba profusamente en los Estados
del nuevo sefior de Portugal , quien sin duda se debió de penetrar
de orgullo con la grande altura á que había llegado su potencia.
No es extrafio que este aumento de poder del rey de Espafia hu-
biese aumentado los odios, los temores de sus abiertos enemigos,
y causado nuevas inquietudes á los que manifestándose sus amigos
no podían menos de mirarle con recelo y con envidia. Recibió en
76t DSTOBIA DB FBUPK IL
Lisboa felicitaciones del poDtíflce , de los principes de Italia , de Ii
república de Yenecia, del emperador , y hasta de Enrique , rey de
Francia. No hay necesidad de indicar la poca sinceridad que debió
de haber en muchos de estos cumplimientos.
DueDo Felipe II de la península espafiola y de tan inmensos do-
minios de la otra parte de los mares, que le constituían en la pri-
mera potencia marítima del mundo^ natural era que pensase en es-
tablecer la silla de tan vasto imperio en un gran puerto donde
pudiesen abrigarse los bajeles que traian á la madre patria los pro-
ductos de todos los paises de la tierra. Todas estas ventajas se re-
unían en Lisboa, ciudad populosa á las puerbts del Atlántico, sitúa*
da en la anchurosa boca del rio que de todos los de la península
lleva mas caudal de agua al seno de los mares. Estaba , pues, lla-
mada Lisboa á ser la capital de todos los dominios españoles. A es-
tas razones de un interés material, se unian las de la política , tan
interesada en la conservación de un nuevo reino adquirido, y en la
fusión con el tiempo de dos naciones llamadas p(»r la naturaleza á
no formar mas que una. No sabemos si esta idea ocurrió entonces
& Felipe II y á los principales de su Consejo; mas en la edad pre-
sente es un objeto de censura esta falta del rey, y una de las cau-
sas á que se atribuye la pérdida de Portugal en el reinado de su
nieto. De todos modos era el rey de EspaOa demasiado espaSol pa-
ra pensar en vivir en ninguna parte que no fuese Espafia. Madrid
era su hechura: el monasterio del Escorial una de sus mas grandes
ocupaciones, de sus mas agradables pasatiempos : vivir fuera de
Madrid y de! Escorial, no era vivir en su elemento.
CÁPiTtíO tVlJl.
Continuación del anterior — ^Administración de Felipe II en Portugal.-*-Le niegan la
obediencia las islas Terceras.— Reconocen por rey á don Antonio.— Primera ex-
pedición de los españoles sobre las Terceras.— Infructuosa — Don Antonio en Fran-
cia.—Se embarca para dichas islas con aventureros franceses é ingleses.— Segun-
da expedición de los españoles mandada por el marqués de Santa Cruz.— Combate
naval en que sale victorioso. — Vuelve á Lisboa.— Muere en esta capital el du-
que de;. Alba.— Regresa el rey á España.— Queda de regente en Portugal el archi-
duque Alberto.— Segunda expedición del marqués dé Santa Cruz á las Terce-
ras.—Quedan sujetas estas islas á la obediencia del nuevo rey de Portugal (1).—
(1581-1585).
A pesar de la impopularidad de la persona de Felipe II y de su
gobierno en Portugal, no dejó de conducirse con moderación, como
un príncipe hábil que deseaba captarse la benevolencia de sus nue-
vos subditos. Ya le hemos visto en Tomar dispensando diferentes
gracias personales, además de la otorgacion de las que al todo de
la nación se referían. La misma conducta observó en Lisboa, mos-
trándose afable y accesible, llevando el deseo de hacerse grato á la
nación hasta el punto de vestirse con traje portugués, en la mayor
parte de las fiestas y solemnidades públicas. Tomó además provi-
dencias de buen gobierno, y como era un principe tan amante del
orden y estricto observador de la justicia, se aplicó con celo á cor-
regir varios abusos y males, unos que habían hecho hondas raices
en el país, y otros que eran productos de los últimos disturbios.
(1) Las miimas aotorlAades.
761 HISTORIA DI FELIPE II.
Creó una nueva audiencia en la provincia de Entre Dnero y Mifio,
y se mostró muy solícito en hacer otros arreglos que varios ramos
de la administración pública exigían. Mas con todos estos cuidados
y atenciones, con todo este celo que por el bien público mostraba,
no podia curar la grave herida del amor propio de los portugueses,
viéndose sujetos á la dominación de un príncipe extranjero, y lo qae
era mas sensible, del soberano de Castilla. Conservaba muchos par-
tidarios el duque de Braganza. Mas numerosos eran todavía los que
echaban de menos la dominación de don Antonio. Desterrado este del
pais, se hacia tanto mas popular cuanto era objeto de proscripcioo,
hasta el punto de estar pregonada su cabeza por el rey católico. Por
la vuelta de di6ho personaje se hacian votos secretos en el pais, so-
bre todo en Lisboa y en la provincia de Entre Dueroy Mifio, dcode
estaba muy arraigado su partido. Todos creían que la presencia del
prior en Francia y sus relaciones con la reina de Inglaterra, le pro-
porcionarían recursos para expeler al fin de Portugal al rey de Es-
paQa.
No se descuidaba en efecto don Antonio en interesar á su favor
á las dos cortes de Inglaterra y Francia. En Rúan y en Diepa, don-
de alternativamente fijó su residencia, tuvo entrevistas con perso-
najes de la primera distinción del pais, y recibió muestras de be-
nevolencia por parte del rey Enrique III y de su madre. De sus sen-
timientos, por lo menos equívocos hacia el rey de EspaDa, hahiao
ya demasiados testimonios para que Felipe II necesitase de este nue-
vo. Sin rebozo s^lguno se alistaban tropas en Francia, y acudían
personas de distinción & servir bajo las banderas de don Antonio.
En Inglaterra se hacian asimismo armamentos de igual especie en
favor del mismo príncipe. Estaban destinadas todas estas tropas á
las islas Terceras, donde se mantenía vivo el partido del prior de
Crato.
De todos los dominios de la corona portuguesa, eran las islas Ter-
ceras los solos que no habían querido reconocer la autoridad dd
rey de Espafia. Como fueron en seguida teatro de una guerra, ocu-
pan un lagar no despreciable en nuestra historia. Descubiertas á me-
diados del siglo XV por un príncipe de Portugal, se hallan en el
Océano Atlántico como á trescientas leguas al Occidente, y con la
misma latitud sobre poco mas ó menos que la de Lisboa. Se dio 4
estas islas el nombre de Azoras^ por el gran número de azores que
en ellas se vieron cuando su descubrimiento, y también el de Ter-
CAPITULO LVIIl. 765
ceras púr el de una de ellas considerada como la principal, llamada
Tercera, á causa de haber sido la tercera descubierta. Se llaman las
otras ocho, pues componen todas el número de nueve, San Miguel,
Santa María, San Jorge, la Graciosa, Pico, Fayal, Flores y Cuer-
vo. No es la Tercera la de mas extensión de todas; pero se consi-
deró siempre como su capital por su posición central, por su mejor
terreno, por ofrecer mejores puertos y puntos mas susceptibles de
defensa. Sus tres pueblos principales son Angra, la Playa y el Fa-
nal, todos puertos, siendo el primero la capital de las islas y el pun-
to de residencia de sus gobernadores.
Ejercía esta autoridad en nombre de don Antonio, Cebrían de Fi-
gueredo, cuando la entrada del rey católico en Portugal; y á pesar
de las órdenes que recibió del gobierno para poner las islas k la
obediencia del rey, manifestó que no abandonaría jamás el pendón
de don Antonio. Puso esta resistencia en grave cuidado al rey, no
solo por la acción en sí, sino por el apoyo que encontraban las dis-
posiciones hostiles del prior, en Francia. Se aguardaban además
por aquel tiempo los galeones de las Indias Occidentales, y se te-
mía que recalando en las Terceras como lo tenían de costumbre,
fuesen cogidos por el gobernador á beneficio de don Antonio. Mo-
tivos eran de interés para que el rey pensase seriamente en ocupar
á viva fuerza el país que le negaba la obediencia, cortando de raíz
la guerra que le estaba preparando don Antonio desde Francia.
Salió, pues, de Ijsboa el capitán Pedro Valdés al frente de al-
gunas galeras, donde iban embarcados hasta seiscientos hombres,
sin mas objeto por entonces que el de aguardar en las islas Terce-
ras á dichos galeones y avisarles de lo que pasaba. Se hizo á la
vela Valdés; mas antes de llegar á las islas habían ya aportado á
ellas los buques que aguardaba. No cayeron sin embargo en poder
de Cebrían de Figueredo, porque recelosos los capitanes con las
ofertas que les hizo de saltar á tierra, y habiendo hallado contra-
dicción en las noticias que acerca de Portugal les dieron, formaron
sospechas dé la mala fe de aquel gobernador, y sin detenerse en
las costas, prosiguieron el rumbo directamente k su destino.
Valdés que supo esta ocurrencia, no tuvo por conveniente des-
embarcar en la Tercera, tanto mas,. cuanto aguardaba á Lope de
Fígueroa, que con mayor número de galeras y de 4ropas debía sa-
lir pronto de Lisboa para reforzarle. Mas un sobrino suyo llamado
INego Valdés, mozo de resolución y de poca prudencia, le rogó en-
ToMO 1. 97
166 HISTORIA DB FBUPK It.
carecídamente le permitiese saltar á tierra con alguna gente esco-
gida el 25 de julio» á fin de festejar dignamente el santo tutelar de
EspaOa. Verificado el desembarco entre el puerto de la Playa y An-
gra, recorrieron los espafioles el pais, saqueando cuanto podiao y
haciendo otros estragos. Mas salió de Angra el gobernador Cebrian
de Figueredo con tres mil hombres de á pié y cuatrocientos de á
caballo, con cuya fuerza, aprovechándose del desorden de los es-
paDoles, íes puso en derrota, obligándolos á reembarcarse con enor-
me pérdida, pues entre muertos y heridos tuvieron mas de tres-
cientos hombres fuera de combate. Llegó pocos dias después Lope
de Figueroa, y tanto por el descalabro en que halló á Pedro Yahlés,
como por los nuevos preparativos que hacian en la Tercera para
oponerse á un desembarco, como por lo avanzado ya de la esta-
ción, que hace insegura la permanencia en aquellos mares borras-
cosos, tomaron los espafioles la vuelta de Lisboa, sin que en todo
aquel aOo se hiciese otra cosa contr^ las Terceras, mas que prepa-
rarse para la próxima campafia.
Trató el rey de reorganizar los elementos de la expugnación eo
toda forma. Se dieron órdenes al marqués de Santa Cruz para qne
apresurase en Sevilla la construcción de galeras y el apresto del
demás material que se considerase necesario. Se allegaron víveres
y municiones. Se pusieron en movimiento hacia la costa dos tercios
de infantería espafiola que acababan de salir de Portugal, do cre-
yéndolos de necesidad en aquel reino. Se nombró jefe de la expe-
dición naval al marqués de Santa Cruz, que ya pasaba entonces
por el primer general de mar de EspaSa. A treinta y uno ascendía
el número de buques mayores de que se compuso la escuadra, sio
contar con buques de menor porte: á cinco mil, el número de tro-
pas de tierras espafiolas, formando dos tercios, uno á las órdenes
de Lope de Figueroa, y otro 4 las de Francisco de Bobadilla. Ade-
más se embarcaron quinientos alemanes mandados por Lodron. No
se puso en las galeras caballería de ninguna especie.
Mientras se preparaba esta expedición, se envió á don Fernando
de Toledo á Oporto con fuerzas suficientes para contener aquel pais,
donde con tantos partidarios contaba don Antonio. También se en-
vió á la isla de San Miguel, que no seguia su parcialidad, á Pedro
Peixote de Silva,- quien se hizo á la vela con catorce galeras recia
salidas de Guipúzcoa. Mientras preparaba Felipe II su expedidoa,
hacia lo mismo con la suya el prior, quien se trasladó á Bórdeos
capítulo Lvni. 167
con objeto de vigilar de mas cerca las operaciones. Hasta seis mil
aventureros podo reunir entre franceses é ingleses, no dejando de
encontrarse entre ellos personas de suposición, sobre todo de los
primeros. No teniendo bastante confianza en el gobernador de la
Tercera, Cebrian de Figueredo, por creérsele en vísperas de venir
á términos de acomodo con el rey de Espafia, puso en lugar suyo
á Manuel de Silva, por juzgarle de mayor resolución y mas adhe-
sión á su persona.
Casi á un mismo tiempo se hicieron á la vela y con un mismo
destino la expedición espafiola'y la francesa. Salió de Lisboa el mar-
qués de Sania Cruz el 10 de julio de 1582, y aunque no omitió
diligencia alguna, llegaron á la isla de San Miguel antes los fran-
ceses. Inmediatamente desembarcaron entregándose al pillaje. Sa-
lió en busca suya Pedro Peixoto á la cabeza de dos mil y quinien-
tos hombres entre espafioles y portugueses; mas los de esta última
nación no militaban de buena fé contra la parcialidad de don Anto-
nio. Así lo hicieron ver cuando se encontraron con las tropas ene-
migas, tomando la fuga, dejando en la refriega solos á los espafio-
les. Fueron estos arrollados y puestos en la necesidad de refugiar-
se en el castillo. Los franceses victoriosos con don Antonio á la ca-
beza, se hicieron inmediatamente duefios de la ciudad, que entre-
garon al pillaje.
Intimó don Antonio la rendición al castillo, mandado entonces por
don Lorenzo Noguera, aunque herido de resultas del último en-
cuentro. Le hizo ofertas ventajosas si le entregaba aquella forta-
leza de su pertenencia, amenazándole en caso contrario con todos
los rigores de la guerra. Respondió el espafiol, que perteneciendo
todas las posesiones de Portugal al rey de Espafia, no reconocía mas
que á él por duefio de aquel fuerte, y que no le entregaria á nin-
guno, aunque perdiese^ por conservarse fiel, la última gota de su
sangre.
Guando en virtud de está respuesta se prepararon los franceses
al ataque del castillo, recibieron la noticia de la aproximación del
marqués de Santa Cruz al frente de su escuadra. Con este motivo
no pensaron mas que en volverse á embarcar, lo que verificaron
inmediatamente, dejando abandonada su conquista.
Se hallaba el marqués de Santa Cruz á la cabeza de veinte y sie-
te navios; y aunque estos eran en general de mas porte que los de
la escuadra enemiga, llevaba esta á la espafiola gran ventaja en el
768 HISTORIA. DB FELIPE II.
número, pues asceodiaD & cerca de seseota. Se hallaban en ella de
jefes principales el conde Yimioso, general de don Antonio, el ita-
liano Francisco Strozzi, general en jefe de la expedición, y el fran-
cés Brissac su segundo; todos hombres muy experimentados en la
guerra. En cuanto á don Antonio, aunque hacia parte de la expe-
dición, como ya hemos visto, no mandaba en realidad, ni tomó par-
te activa en ninguna de sus operaciones. Sabian los fraiíleses que
el marqués de Santa Cruz no se había dado á la vela con todas sus
fuerzas navales, y que esperaba muchos buques que debían salir
de Sevilla y de Ay amonte. Trataron, pues, de marchar en busca
suya antes que se engrosase, según era su esperanza. Las mismas
noticias tenia el marqués de refuerzos, que aguardaban i,los france-
ses; y de este modo, como trataban las dos escuadras de encontrar-
se, era ya inevitable la pelea.
Interpuestos los franceses entre la isla de San Miguel y el mar-
qués de Santa Cruz', se hallaba este en la mayor confusión sin sa-
ber lo que ocurría y había ocurrido en dicha isla. Esto le animé
mas á dar cuanto antes la batalla, para lograr su evacuación en
caso de que los franceses la ocupasen, y de todos modos para apo-
yarse en ella y proporcionarse los refrescos que necesitaba. .
Dos días se buscaron las dos escuadras enemigas, y y aunque se
avistaron al fin, no emprendieron nada de importancia, sea porque
no tuviesen el viento favorable, sea porque cada una de ellas, por
medio de maniobras, tratase solo de proporcionarse esta ventaja. Al
tercero se pusieron una en frente de otra, y pasaron todo el día caá
en inacción, contentándose con caDonearse mutuamente desde lejos.
El cuarto, que era el 25 de julio, día de Santiago de 1582, vi-
nieron á las manos seriamente. Ya entonces se había dísminaido la
escuadra del marqués, reduciéndose á veinte y cuatro navios, pues
se habían perdido de vista, ó tal vez huídose, llevándose á bordo
un gran número de tropas alemanas. Tomó sin embargo el general
espaOol todas las disposiciones que le cumplían, como entendido ca*
pitan de mar, empeñado en un lance muy serio, por la superiori-
dad de las fuerzas del contrario. Dividió su pequefia escuadra en
tres divisiones, y en su galera capitana distribuyó por si mismo los
capitanes, tropa y artilleros que debían combatir en sus diversos
puestos.
Eran cinco solos los navios del marqués, de un porte muy supe-
rior á los franceses, siendo el principal el llamado San Mateo. Ha-
aPÍTüLO LYUt. 169
bían estos desde un priocipio adoptado el plao de atacar separada-
mente cada UDO de estos cinco buques, con cinco ó seis de los su-
yos, de modo que supliese esta superioridad la del mayor porte del
contrario. A ejecutarse este plan con toda exactitud, hubiera sido
fácil á la escuadra francesa envolver á la enemiga. Mas el marqués
de Santa Cruz, que era un hombre muy hábil de mar, maniobró,
de modo que cada uno de sus cinco buques grandes tuviese auxi-
liares que entretuviesen las fuerzas enemigas, á fin de desplegar'^ su
acción con toda su eficacia y maestría.
El combate se hizo general: jugaba al mismo tiempo toda la ar-
tillería de las dos escuadras. Cada buque atacó ai contrario, afer-
rándose mutuamente por las proas ó por los costados, mientras los
grandes buques del marqués se prevalían de las ventajas que les
daba esta circunstancia. Fué acometida la capitana francesa y
puesta en gran peligro; mas al fin fué socorrida por los suyos.
También estuvo en grandes apuros el San Mateó; por cinco veces
se le vio arder, mas fué socorrido á tiempo por los capitanes Oquen-
do^ Villaviciosa y Yenesa, que se hallaban cerca. A bordo de la al-
miranta francesa llegaron á entrar los espaOoles, cuando acudiendo
nuevas fuerzas de la primer nación , se dio fin á la sangrienta re-
friega que se habia trabado á bordo, teniendo que retirarse los es-
pafioles con gran pérdida.
El marqués de Santa Cruz acudía á todas partes, tomando dis-
posiciones como capitán, y peleando cuando llegaba 4a ocasión,
como soldado. Por fin se trabaron por las proas las dos capitanas
francesa y espafiola, y se dio principió á un combate con arcabu-
ces, con pistolas, con sables, y toda especie de armas, tanto de
fuego como blancas. Fué tremendo el choque, y aunque los fran-
ceses pelearon con gran valor, vencieron los nuestros, penetrando
como un torrente en la capitana enemiga, llevándolo todo á sangre
y fuego. Mas de trescientos enemigos perecieron á bordo de este
buque. En vano intentaron socorrerle los de su nación. La capitana
francesa cayó definitivamente en poder nuestro, y con esta presa
importante, se decidió la victoria á favor de los españoles. Queda-
roo los buques de [los franceses, unos echados á pique, otros cogi-
dos, otros destrozados. Fué tanto el número de los que cayeron en
nuestras manos, que no sabiendo qué hacer de ellos el marqués,
tuvo que echar á pique la mayor parte.
Fué esta batalla una de las mas sangrientas y decisivas que se
no nSTOUA DB FBLI?Rn.
dieron en los mares. Pasaron de tres mil los franceses qae pere«
cieroD en los diferentes abordajes. Hubo mnchísimos heridos, con-
tándose entre ellos los tres jefes conde de Vímioso, Strozzí y Brí-
sac, que murieron muy pronto de los golpes recibidos. No fué muy
grande el número de los prisioneros, en razón del e&cesivo de los
muertos.
En cuanto á don Antonio, se mantuvo toda la jornada fuera de
combate, donde ondeaba el estandarte de sus armas. Guando vio la
acción perdida, se dirigió á la Tercera para acudir á los medios de
su defensa, pues presumía con razón que sobre esta isla volvería el
marqués sus tropas victoriosas.
No se puede encarecer bastante el valor de nuestros jefes y ofi-
ciales que tan importante victoria alcanzaron, á pesar de ser tan
inferiores en fuerzas á sus enemigos. Todos desplegaron grande bi-
zarría, y los hombres de mar lucieron mucho su habilidad en las
diversas maniobras á que dio lugar esta pelea tan reñida. Se distin-
guieron mucho don Francisco Bobadilla, don Lope de Figueroa; los
capitanes don Miguel de Cardona, Cristóbal de Paz, Pedro de San-
tillana, Juan Labastida, don Juan de Vivero, Juan de Solanos,
segundo comandante de artillería. No se debe omitir el nombre
de Antonio de Sevilla, marinero guipuzcoano de una nave de esta
provincia^ que se apoderó del estandarte real de Francia, aunque k
costa de un brazo que le llevó una bala de caDon, en el acto de
perpetrar su hazaña.
Después de esta victoria, se trasladó el marqués de Santa Cruz á
la isla de San Miguel, cuyos habitantes le recibieron con entusias-
mo, y como su libertador los de la parcialidad del rey; y con te-
mor de castigos los de la contraria. Allí puso en tierra los heridos
en número de ^doscientos, y acabó de destruir los buques cogidos á
los franceses, por carecer de gente para tripularlos. En cuanto á
los prisioneros, usó con ellos de un rigor tenido generalmente por
excesiva crueldad, aunque el marqués alegó sus razones para jus-
tificar el acto. Cuando se aprestaba la expedición en Francia, se
quejó el embajador español á la corte, como de un acto de completa
hostilidad al rey de España. Le fué contestado que no podía impe-
dir la expedición el rey, y que no eran los que la componían sus
subditos, que no debían ser tratados en caso de vencimiento sído
como piratas. Como tales, pues, consideró el marqués de Santa
Cruz sus prisioneros. Los dividió en dos trozas, colocando en uno
CAPITULO LVlil. 171
la gente principal, que hizo degollar por mano del verdugo, ha-
ciendo colgar ¿ los restantes, que pasaban de trescientos. Qne no
eran piratas verdaderos harto se sabia, como estaba harto patente
la mala fe con que en este negocio procedía el rey de Francia. Mas
convenía al marqués de Santa Groz tomar este pretexto, y creyó ser-
vir los intereses del rey, tratando con tal rigor á extranjeros, que
sin provocación ni declaración de guerra, venian á invadir sus po-
sesiones. Se podia responder á esto , que ^ichos extranjeros eran
soldados de don Antonio, quien, creyéndose con derecho á la co-
rona de Portugal, la disputaba con las armas en la mano. Cuales-
quiera razones que se aleguen en pro del acto del marqués, no es
posible su justificación para los hombres imparciales. La verdad es
que fué llevado muy á mal por sus mismos capitanes y. oficiales,
quienes alegaban con razón , que igual suerte les cabria á ellos
mismos si llegaban á verse prisioneros.
Entre tanto llegaron con felicidad, sin contratiempo alguno, los
galeones de la India, cuya captura habia sido uno de los objetos de
la expedición de los ingleses y franceses. En Lisboa confirmaron
las nuevas de la victoria del marqués, que habian llenado de satis*
foccion al rey de EspaOa.
Mientras tanto tomaba don Antonio en la Tercera todas las dis-
posiciones para recibir la visita del almirante espaOol, que le pare-
cía muy próxima. No se descuidó en efecto el marqués en dirigirse
& la isla para reconocerla y tomar lengua, mas no con el objeto
serio de invadirla. Se hallaba la estación muy avanzada, y no le
pareció cuerdo mantenerse en el mar, que en aquellos parajes se
presenta sobrado embravecido. Tal vez no fué este el solo motivo
de desistir por entonces de la expugnación de la Tercera. De todos
modos, en todo el mes de setiembre tomó la vuelta de Lisboa con
sus naves victoriosas , dejando á don Antonio por entonces pacifico
poseedor de una isla, & que estaban reducidos todos sus dominios.
Recibió Felipe II al marqués de Santa Cruz con todas las mues-
tras de satisfacción, y dispensó muchas mercedes á los oficiales é
individuos de tropa que mas se habian distinguido en el combate,
haciendo cuenta de que con otra expedición al aDo siguiente,, aca-
barían de expulsar de las Terceras á cuantos su autoridad desco-
nocían.
Trataba en aquel tiempo el rey católico de restituirse á EspaOa;
tal era la fuerte inclinación que hacia Madrid y el monasterio de
'772 HISTORIA DE FSUPE ÍL
SaD Lorenzo le arrastraba. Mas al poner su proyecto en ejecucioo,
sobrevino la muerte de su hijo, el príncipe don Diego. No le pare-
ció, pues, prudente salir de Lisboa antes da celebrar la jura del
príncipe don Felipe, que fué su heredero, y era el cuarto y el úl-
timo varón que hubo de dofia Ana.
Ün suceso ocurrió entonces de importancia en aquella capital, á
saber: la muerte del famoso duque de Alba, muy sentido del rey,
que conocia y sabia sacar tanta utilidad de sus servicios. Aunque
lo dicho hasta ahora de tan ilustre personaje basta sin duda para
darle bien á conocer, no extraDará el lector que consagremos algunas
líneas mas á su memoria. Es sin duda el duque de Alba una de las
mas grandes figuras que brillan en el cuadro colosal de este reinado.
Dedicado desde su primera juventud á la carrera de las armas, ter-
minó su vida á la edad de setenta y cuatro afios, dando fin á una
campafia, que si no de mucho mérito por lo refiida, será siempre
célebre por lo importante y útil á los intereses de la EspaDa. Si el
brillo de su nombre llegó á su mayor altura bajo el reinado de Fe-
lipe II, ya era muy grande y distinguido en el de su padre, que
tuvo & sus órdenes los primeros capitanes de su siglo. May jóveo
todavía, comenzó & lucirse en la campaOa de Provenza: se halló eo
Túnez y en Argel: mandó en jefe, siendo hombre ya entrado eo
aOos, la batalla Muhlberg, y asimismo el sitio que á la plaza de
Metz puso Carlos Y. De sus acciones en el reinado de Felipe U,
hemos dado una idea ya bastante extensa en el curso de esta his-
toria. Fué admirable la. disciplina que supo introducir y mantener
en los ejércitos; singular la vigilancia con que atendía á todos los
pormenores de su mando militar, y consumada la prudencia que
en todos sus pasos y movimientos observaba. Sabia combatir
y abstenerse de empeBar batallas, cuando podia de otro modo coa-
seguir victorias. Sus inferiores le obedecían y respetaban á par que
le temían, reconociendo en todo lo superior de su capacidad, y lo
llamado que estaba por el orden de las mismas cosas á mandarlos.
Tuvo como cortesano la misma superioridad de brillo y ]de impor-
tancia, que cuando se hallaba al frente del ejército. Fué el duque
de Alba el hoiñbre de todas las confianzas de Felipe II, de todos
sus viajes, de todas sus negociaciones, y al parecer depositario de
todos sus secretos, es decir, de todos los que podían ser comuDica*
dos. Si cayó por un tiempo de su gracia, fué para levantarse de
ella con mas esplendor, y hacer yer al rey lo díffcil que le era des-
cariarse de ao hombre de su clase. Activo, daro^ inflexible, sin
misericordia, instrumento ciego de sus voluntades, tenia todos los
requisitos necesarios para captarse su benevolencia. Gomo el ser-
vido era el servidor, con la diferencia que podia haber entre el po-
lítico sagaz y el fiel soldado. Era católico por educación, intole-
rante por carácter, por hábitos; porque era tal la índole del tiem-
po; sanguinario por temperamento, tal vez porque en su opinión
iba en ello el interés de la justicia. Aborrecía á los protestantes con
furor, y no le inspiraban los flamencos sublevados mas suaves sen-
timientos. Gomo odiaba, fué odiado; pocos hombres fueron mas ob-
jeto de terror; en pocos retratos se imprimieron mas las tintas que
podia producir el espíritu de indignación y de venganza. Para com-
pletar este bosquejo, diremos que un hombre tan grave, tan ente-
ro, tan inflexible, tan objeto para todos de respeto y de temor,
como el duque de Alba, se sentía como anonadado en la presencia
de Felipe II, y que solo una mirada, una frase algo severa de este
rey, bastaba para intimidarle.
Poco después de la muerte del duque de Alba, ocurrió asimismo
en Lisboa la de Sancho de Avila, que de paje suyo habia pasado á
ser su favorito y alumno predilecto en la escuela de la guerra.
Gorrespondió el discípulo á la excelencia de tal maestro ; y aunque
no alcanzó fama de un insigne capitán, adquirió derechos legítimos
á una fama bastante distinguida. Lució este soldado de fortuna por
su valor y habilidad, en varios teatros, sobre todo enFlandes, don-
de varias veces hicimos de su nombre mención muy honorífica. Ya
le hemos visto en Portugal, sirviendo bajo las órdenes del duque de
Alba, como lo tenia de costumbre, y dando fin á la guerra, en su
marcha desde Lisboa á Oporto , donde quedó destruida por enton-
ces la parcialidad de don Antonio. Apreciaba el rey á Sancho de
Avila, y todavía existe una carta que le escribió directamente este
monarca, dándole gracias por su comportamiento , y ofreciéndole
mercedes. Se dice de Sancho de Avila, que los muchos encuentros
y vivas refriegas en que se encontró durante su larga vida militar,
no le costaron ni una gota de sangre , circunstancia feliz que ocur-
re á pocos. Una coz de caballo mal curada puso término ásusdias,
cuando todavía no pasaba de la edad madura.
Después de verificada en Lisboa con toda solemnidad por los tres
Estados del reino la jura del príncipe don Felipe , y nombrado por
gobernador y virey de Portugal al archiduque Alberto , salió Feli-
Tomo i. 99
771 mSTOBU DI FlUfB If .
pe II de Lisboa & prÍDcipios de 1583, y tomó la vuelta de BspaSi,
dírigiéodose sio deteDcion á Madrid , donde fué recibido ood qm
pompa extraordinaria. Pooos dias después se dirigió al Esoorial,
donde los monjes le festejaron con el entusiasmo debido á un pode-
roso protector, que tan magnifico establecimiento les propofcioni-
ba. Sin duda no fueron menos vivos ios sentimientos de placer con
que el rey se vio restituido á una mansión tan suspirada.
Volvamos á Portugal, cuyos dominios no estaban aun todos si*
jetos á la autoridad del rey de EspaDa. Hablamos de las islas Ter*
ceras, donde dejamos á don Antonio respirando con la marcha del
marqués de Santa Cruz, quien aplazó para ocasión mas oportQDi
la conquista de la isla. Empleó don Antonio el invierno 158tá
1583 en fortificarla del mejor modo posible , para recibir la visita
que la amenazaba. Hizo aumentar la guarnición de Angra y de los
demás puntos fuertes con aventureros que de Francia, Inglaterra y
otras partes acudían ; se proporcionó un gran surtido de municio-
nes, piezas de artillería y otros pertrechos de guerra , cogidos es
las islas de Cabo Verde por una expedición que salió al efecto de
Angra, y entró á viva fuerza en la de Santiago , habiéndola entre-
gado además al pillaje y al saqueo. Al mismo tiempo pedia nuevos
auxilios á Inglaterra y Francia , haciéndoles ver la importancia de
aquellas islas, para hostilizar al rey de Espafia en sus poMsiones
de la otra parte de los mares.
Todavía no había llegado para la reina de Inglaterra la oeasíoi
de declararse en guerra abierta con Felipe II , aunque iDdirecta-
mente le hostilizaba en todo lo posible. En la misma sttoaeion se
hallaba el rey de Francia, dispuesto siempre á daDar al de Espala,
sin atreverse á declararse su enemigo. En la primavera de 158386
alistó en sus puertos una expedición de dos mil hombres, que i las
órdenes de M. de Joyeuse , se dirigió á la Tercera , adonde aporté
sin contratiempo alguno. Con tan oportuno y considerable refueno
cobró nuevo vigor el ánimo de don Antonio, quien se creyó asegu-
rado para siempre en una posesión que le iba á abrir la puerta pa-
ra todas las que reclamaba. No descuidaba entre tanto Felipe 11 na
negocio que le traia tanta cuenta como el de arrojar para siempre
al prior de Grato de todos los dominios portupeses. A su salida de
Lisboa, dejó dadas sus disposiciones para un armamento tal, que
asegurase la conquista de la isla disputada. Se nombró por su jefe
al mismo marqués de Santa Cruz , que se habia distinguido luto
CAPITULO LVin. 115
en la anterior expedición , y bajo los auspicios de este general , se
poso la escuadra en estado de salir al mar , como se verificó el 28
de julio de aquel aOo. Se componia la ejscuadra de treinta naves
gruesas, dos galeazas , doce galeras y cuarenta y siete buques de
mucho menor porte. Iba de maestre de campo general Lope de Fi-
gueroa con veinte banderas de su tercio, que componian una fuerza
de dos mil y setecientos hombres. Embarcó el conde Lodron mil
quinientos alemanes, todos escogidos. Mandaba el maestre de cam-
po, don Francisco Bobadilla, dos mil doscientos soldados espafioles
formados en doce banderas ; don Juan de Sandoval otras quince,
compuestas de mil quinientos cuarenta y cuatro soldados espafioles
y doscientos cincuenta y cuatro italianos. Se embarcaron además
ciento veinte caballeros portugueses , todos personas de distinción,
ochenta y seis soldados que hablan sido oficiales , y cincuenta ca-
balleros castellanos que iban todos como aventureros.
Llegó la escuadra á la isla de San Miguel el 8 de julio , y desde
el momento hizo el marqués de Santa Cruz que pasase á su bordo
un tercio de espafioles de dos mil y cuatrocientos hombres al man-
do de su maestre de campo Agustín iDiguez , que era al mismo
tiempo gobernador de aquella isla. Hechos los preparativos para
caer sobre la Tercera, llamó el marqués de Santa Cruz á consejo,
en el cual se reunieron don Pedro Toledo, duque de Fernandina; el
maestre de campo general don Lope de Figueroa; el conde de Lo-
dron, y los maestres de campo don Francisco Bobadilla , Agustin
Ifiiguez, don Juan de Sandoval, don Pedro de Padilla, Juan Martí-
nez de Recaído, don Cristóbal de Eraso, Juan de Urbina y don Jor-
ge Manrique. Se deliberó en la junta sobre los puntos donde debia
desembarcar la expedición, y las demás medidas para llevar ade-
lante la conquista, para lo que después de depositar en la isla de
San Miguel los enfermos de la armada y puesto nuevo gobernador
en dicha isla, se llevó consigo todos los barcos chatos que había
mandado construir el invierno anterior para auxiliar el desem-
barco.
Se hizo á la vela la expedición desde la isla de San Miguel, y el
24 del mismo aportaron á las costas de la Tercera, cuyo goberna-
dor habia tomado cuantas disposiciones le fueron posibles para opo-
nerse al desembarco.
Comenzó el marqués de Santa Cruz sus operaciones enviando un
parlamento al gobernador , en que ofrecía perdón en nombre del
776 HISTOBIÁ DE FBUFB II.
rey á todos caaotos voluatariamente se ríadiesen á sa aotoridad, y
asimismo salvocondacto á ios franceses para retirarse libremente
coa todos sus efectos. Fué recibido ei parlamento, ó por mejor de-
cir devuelto al marqués , desechando todas sus ofertas ; y aunque
las renovó por medio de un manifiesto á los habitantes de la is^,
tuvo maBa el gobernador para recoger el documento y guardarlo,
sin que fuese sabido tal perdón por los interesados.
Empleó el marqués el dia de su llegada y el siguiente en haeer
reconocimientos de las costas para buscar los pantos de mas fácíi
desembarco. Después de muchos tanteos y diversos pareceres , se
decidieron á verificarle cerca del puerto de la Muela, defendido por
un fuerte, á dos leguas de Angra, capital de la isla, como ya se ba
dicho.
Se verificó el desembarco el dia 26 con cuatro mil hombres de
los tercios de Agustín Ifiiguez y don Francisco Bobadilla, á quienes
estaba esta empresa encomendada. Fueron tomando tierra poco á
poco las tropas, no sin dificultad, por lo difícil de acercar bien las
lanchas que las conduelan. Conforme iban desembarcando se for-
maban en escuadrón, pues los enemigos se hallaban muy próii-
mos, y del fuerte de la Muela los estaban cafioneando, aunque in-
útilmente. Mientras tanto que se verificaba el desembarco, se apro-
ximó cuanto pudo el marqués con su galera á las murallas del fuerte
por via de reconocimiento, ó mas bien para entretener á la guarni-
ción, que le hizo muchos disparos, distrayendo su atención de las
tropas que desembarcaban.
Aunque no faltaban tropas en la Tercera en bastante número pa-
ra medirse con las del marqués, y ofrecerle á lo menos una obstí-*
nada resistencia, costó muy poco á los nuestros la expugnación de
este baluarte en que tantas esperanzas tenia puestas don Antonio.
No reinaba la menor inteligencia entre el jefe de las tropas france-
sas y el gobernador portugués Juan Antonio de Silva, cuya dura y
arbitraria administración le habia hecho objeto de odio para casi
todo el vecindario. Eran demasiado desiguales las fuerzas de doa
Antonio y del rey católico, para que los habitantes de la Tercera ao
se arredrasen con las consecuencias de una lucha abierta. Segoa
informes que tuvo el marqués, ascendía k nueve mil el número de
las tropas enemigas , casi el doble de las suyas propias. Mas erai
bisofias, acabadas de alistar, con poca instrucción, con menos dis-
ciplina. No dejaron sin embargo de presentarse á las nuestras ib*
CAPÍTULO Lvni. 717
de yerifieado el desembarco. Formaron su campo,
asegarado por medio de trincheras: lo mismo practicaron las tropas
espafiolas. Todo aquel dia del desembarco se pasó en escaramuzas
de muy pocos resultados por ninguna de ambas partes.
Para dar una idea del mal estado en que se hallaban las tropas
portuguesas y francesas, mencionaremos una estratagema de que
se valieron, muy rara en los anales de la guerra. Hallándose el
marqués celebrando un consejo de guerra muy cerca de ponerse el
sol del mismo dia 26, tuvo que suspenderle por un ruido y alboroto
extraordioario que se movió en su campo , y procedido todo de la
singular invención que tuvo el enemigo de soltar como unas mil
vacas y dirigirlas al campo de los espafioles. Mas este ganado se
desordenó por precisión á los primeros tiros de los nuestros, que
les disparaban desde lo alto de sus trincheras sin que se atreviesen
á saltarlas. Así no sirvió esta escaramuza mas que de risa para el
campo espafiol, donde se debió de conocer con qué clase de enemi-
gos se hallaban empeOados.
Al dia siguiente tuvo lugar un lance mas serio, en que los fran-
ceses llevaron al principio lo mejor , habiendo con mucha bizarría
obligado á los nuestros á cederles el terreno. Mas fué esta ventaja
para ellos de muy poca dura , habiendo tenido al fin que retirarse
al otro extremo de la isla en que se situaron. Así quedó abandonado
el puerto de la Muela, y asimismo el de Angra, que se hallaba sin
fortificaciones.
Había ofrecido el marqués dar á saco á sus tropas la isla por tres
días. Usaron de ese permiso en el puerto de la Muela; lo mismo se
verificó en Angra, adonde las tropas se dirigieron en seguida. Mas
el botin fué sumamente escaso, pues el pueblo estaba abandonado
y los vecinos habían llevado consigo sus efectos mas preciosos. Así
solo cayeron en poder de los nuestros algunos muebles de poco va-
lor que para nada les servían; mas hicieron una presa considerable
en los esclavos del país, hasta el número de mil y quinientos que
se repartieron.
Si se encontraron pocas riquezas en Angra, no sucedió lo mismo
con el material de guerra. Se hallaron noventa y una piezas de ar-
tillería en los bajeles, y en los fuertes doscientas diez y nueve, per-
tenecientes muchas de ellas á los franceses , con las armas reales
de aquel reino. Se cogieron además muchas balas , pólvora , jarcia
y demás pertrechos militares, tanto de mar como de tierra,
178 nSTOIU DI RLltB II.
lomediatamente eclió el marqués un bando para que se recogie-
sen á sus casas los habitantes qoe andaban vagando por los cam-
pos y habían tomado asilo en las montafias. Poco á poco depusie-
ron estos el temor , y la isla volvió ¿ sa estado de tranquilidad
aeostombrada. En cuanto á los portugueses armados y franceses
que se retiraron de la acción, se hallaban en un pueblo llamado los
Altares, en la parte mas occidental de la Tercera.
Mientras se negociaba de una y otra parte sobre la suerte ulte-
rior de estas tropas, despachó el marqués de Santa Gruí parte de
sus galeras para volver á la obediencia del rey las demás islas que
todavía estaban á la devoción de don Antonio. Se rindió la de San
Jorge sin ninguna resistencia; mas la puso la de Fayal á don Pedro
de Toledo, que tuvo que desembarcar á viva fuerza. Las tropas que
se le presentaron en la costa huyeron inmediatamente y se refugia-
ron al castillo de Orta. Mas este fuerte se rindió muy pronto & las
armas de don Pedro, quien hizo colgar al gobernador, como el prin-
cipal motor de aquella resistencia.
Dio el capitán espafiol la isla de Fayal á saco por tres días, y
después de haber puesto nuevo gobernador en el castillo de Orta,
se encaminó á la isla de Pico, que se entregó sin resistencia. Desde
allí se dirigió á la Tercera , habiendo hecho rendirle obediencia en
el camino á las islas del Cuervo y la Graciosa.
Mientras tanto habían hecho proposiciones los franceses de la
Tercera para que el marqués les permitiese retirarse á su pais con
sus banderas , armas y artillería , llevándose consigo á Manuel de
Silva y otros portugueses de importancia, comprometidos en la de-
fensa de la isla. Mas se hallaban los franceses en sobrados apuros
para quedar libres con tan suaves condiciones; por lo que tuvieron
que pasar por las que les impuso el marqués de Santa Cruz, á sa-
ber: que se rindiesen salvando las vidas , entregando las banderas
y las armas excepto las espadas, pudíendo en seguida trasladarse i
Francia, quedando prisioneros los franceses que habían sido cogi-
dos durante la pelea. A tenor de estas condiciones el 4 de agosto se
presentaron los franceses en el castillo del puerto de Angra , donde
entregaron diez y ocho banderas, las armas de todas clases, menos
las espadas, y demás efectos de guerra que tenían. Ascendían ádos
mil y doscientos los franceses que se rindieron á los españoles; mas
todavía faltaban cerca de seiscientos para completar el núoiero de
los que habían aportado á la Tercefa , pudíendo presumirse que sa
CAPITULO LVIÍI. 119
habrían escondido onos , evadido otros secretamente de la isla, y
otros moer tos en el campo de batalla.
Andaba el gobernador Juan de Silva vagando por la isla, por las
pesquisas qoe de todas partes se bacian por orden del marqoés, que
habia puesto & precio su cabeza. Al fin cayó en manos de un sol-
dado llamado Joan Espinosa , quien le puso en las del marqués el
10 de agosto. Fué conducido inmediatamente á la galera capitana,
y de aquí al puerto de Angra, donde tres dias después fué degolla-
do por manos del verdugo , al mismo tiempo que algunos otros
principales partidarios que hablan seguido el pendón de don Anto-
nio. También fueron ahorcados otros de menos nombradla.
Aunque se perdonó la vida al vecindario de la^ isla , no dejó el
marqués de Santa Cruz de tomar medidas de rigor que le parecie-
ron necesarias. Mandó hacer muchas prisiones, sobre todo de frai-
les, que se suponía tenian la parte principal en la resistencia de los
habitantes. Confiscó, mientras el rey disponía otra cosa, los bienes
de todos los vecinos de las seis islas que hablan negado su obedien-
cia al rey católico. Puso en libertad á todos los presos que habia
por asuntos políticos, y decretó indemnizaciones de los ^perjuicios
que se les hablan irrogado. Después de arreglar todos estos negocios
y asegurado los puntos fuertes con buenas guarniciones y goberna-
dores leales , se embarcó el marqués de Santa Cruz á últimos de
agosto, y tomó la vuelta de Lisboa , adonde llegó á principios de
setiembre.
Así con la conquista de las islas Terceras, quedó Felipe II pací-
fico duefio y sefior de todos los dominios de la monarquía portu-
guesa.
CUPÍTtíU) UX
Asuntos de los Ptíses-Bajos.— Sitio de Amberes por el principe de Panna.— Dificnit»-
des de la empresa.— Ocupa Alejandro las dos orillas del Escalda. -<lonstraye mi
puente para cortar las comunicaciones de Amberes con el mar. — Descripción de
la obra.— Toma de Gante.— Intentan los sitiados desbaratar el puente.— Brulotes.
—Voladura de una gran parte de la construcción.— Desastres.— Se repara el daño.
—Atacan los sitiados el contradique de Colvesteins. — Son rechazados con graa
pérdida.— Abren sus puertas Bruselas y Malinas.— Nuevos esfuerzos infructuosa
de los de Amberes para abrir sus comunicaciones con el mar. — Se ven precisados
á rendirse.— Condiciones de la entrega.— Recibe el principe Alejandro el collar
del Toisón de oro.— Su entrada triunfal en Amberes (1).— (1584-1585).
La incorporación del reino de Portugal en los vastos
que ya poseia el rey católico, acrecentó naturalmente el miedo , la
suspicacia, la secreta envidia de que era objeto para los que se lla-
maban sus amigos, así como dio nuevo fuego al odio de sus ene-
migos declarados. Se hallaban estos en los Paises-Bajos, en Ingla-
terra, y aun puede decirse en la corte de Francia, donde tantos me-
dios directos se empleaban para suscitarle hostilidades. Se acercaba
el tiempo del desenlace de los grandes dramas que entonces se re-
presentaban en esta parte de la Europa ; donde tantas pasiones,
tantos intereses, tantas creencias religiosas se hallaban en una pog-
na abierta. No es posible comprender bien el reinado de Felipe II
sin pasar en revista todos estos grandes acontecimientos ; y nos-
otros, que en este trabajo nos hemos propuesto por objeto preseo-
U) Las mliiiiM aatorldades qae en ios capítulos oonoenilantes á los Palses-Bi^Joa.
CAPITULO LtX. 781
tar un cuadro , aunque abreviado , no solo de lo que hizo un rey,
sino de lo que pasó en su siglo, le tendríamos por incompleto si no
echásemos los ojos á menudo sobre otros Estados donde influía por
unos medios ú otros su política. Para continuar nuestra tarea, vol*
veremos por ahora á los Paises-Bajos , donde dejamos al príncipe
de Parma aprovechándose hábilmente de los dos grandes aconteci-
mientos que hablan ocurrido, á saber: la expulsión de los franceses
y la muerte del temible príncipe de Orange. Acababan de caer en
sus manos las plazas fuertes de Iprés y de Brujas. Vacilaba Gante
estrechada por la fuerza, agitada además por muchos elementos de
discordia que fermentaban dentro de sus muros. Mientras padecía
tanto esta ciudad, en mil sentidos diferentes combatida , concibió y
puso en ejecución el príncipe de Parma un proyecto mas grande,
mas importante, á saber: la expugnación de Amberes, sitio princi-
pal de la insurrección, asiento por entonces de su gobierno, la pla-
za mas importante del pais por su población , por sus riquezas , y
sobre la que estaban fijos los ojos de la Europa entera.
Bajo el aspecto político, y aun bajo el militar, por ser uno de los
hechos de armas que mas ruido hicieron en la última mitad de
aquel siglo, merece el sitio de Aoo^beres una relación algo menos
sucinta que las que basta ahora hemos consagrado á las empresas
militares. Está situada esta ciudad, conocida también con el nombre
de Antuerpia, en la orilla derecha del Escalda, tan ancho por aque-
lla parte, que la constituye en un verdadero puerto de mar, adonde
llegan y fondean con comodidad navios de alto bordo. Aunque des-
pués de la época á que nos referimos han recibido sus obras marí-
timas una extensión tal, que forman de Amberes el puerto principal
del mar Germánico ó del Norte, ya entonces eran de bastante im-
portancia para hacerle representar un gran papel como emporio de
comercio. De sus riquezas, de sus manufacturas, de los buques de
todas las naciones que á sus muros acudian , hemos hablado en su
debido tiempo. En jugar de haberle privado de su importancia la
guerra viva de que eran teatro los Paises-Bajos, se la habia aumen-
tado en sentido político y militar , pues auoque no lo era en reali-
dad, se la consideraba como la verdadera capital de Flandes.
Concibió, pues, el príncipe Alejandro un gran plan, cuando
pensó tan decididamente en poner sitio á una ciudad á todas luces
tan considerable; pero pareció demasiado atrevido y casi de impo-^
sible ejecución á muchos de sus capitanes. Alegaron lo faerte de la
Tomo i. 99
782 HISTORIA DE FBUfB II.
plaza, lo difícil y casi imposible de ptivarla de recorsos por el mar,
lo azaroso de emprender ao sitio dejándose á la espalda á Gante )
Terramanda, la escasez de tropas que tenia Alejandro á su dispo-
sición para abrazar y acudir á tantos puntos á la vez, la facilidad
en que se hallaban los de Amberes para soltar las esclusas de los
diques y canales, y causar una iaundacion en el campo de los si-
tiadores, como babia sucedido en Leyden, etc. Mas á estas razones
respondió Alejandro, que en ocasiones como la presente se debiaa
emprender acciones arrojadas que impusiesen terror al enemigo;
que presentándose las cosas (an favorables á la causa del rey con
la muerte del príncipe de Orange, se debian aprovechar estos mo-
mentos de desmayo y fluctuación en que se hallaban los flamencos;
que no era difícil cortar la comunicación de Terramunda y Gante
con Amberes; y que aunque el Escalda corria tan ancho por aquella
parte, no faltarían medios, sino para impedir el que recibiesen so-
corros por mar, á lo menos de disminuirlo hasta el punto de can-
sar en la ciudad escaceses y apuros, aumentándose así el número
de los descontentos de aquel estado de cosas, y creándose elemen-
mentos de discordia y anarquía, que tan eficazmente servirían al
objeto de los sitiadores.
Se resolvió, pues, definitivamente en setiembre de 1584, el sitio
de Amberes, y con este motivo se pusieron en movimiento las
fuerzas disponibles que no eran en otra parte absolutamente indis-
pensables. Se hallaban parte de ellas en Frisia, bajo las órdenes de
Francisco Verdugo, que tenia al frente á Guillermo de Nassau, te-
niente de Mauricio, nuevo príncipe de Orange. Estaban situados en
Colonia dos regimientos alemanes al mando del conde de Aren-
berg: en Zutphen algunas tropas de caballería; y el marqués de
Renty con su tercio de valones hacia el Mediodía, para oponerse 4
cualquiera movimiento que por el Artois y el Haynault hiciesen los
franceses. En Brabante y la provincia de Flandes, á las órdenes in-
mediatas de Alejandro, militaban cuatro tercios con cuatro regimien-
tos extraordinarios , y además otros tres que acababan de llegar de
Espafia después de sujetadas las Terceras. Con todas estas tropas,
que ascendían á diez mil infantes y mil quinientos caballos, proce-
dió Alejandro Farnesio á las operaciones del asedio.
Estaba preparada Amberes para hacer frente á la tempestad qoe
ya veía tan próxima. Aumentó todos sus medios de defensa su go-
bernador Felipe Marnix, seBor de Santa Aldegundis, quien después
CAPITULO UX. 183
de la mnerte del príncipe de Oraoge, era la persona de mas influen-
cia entre los confederados. No se intimidaron los habitantes por ver
á los enemigos tan cerca de sus puertas, pues aunque no podian
recibir socorros por tierra en razón á la escasez de tropas que en-
tonces habiaen el pais, confiaban en su puerto y en su rio, que les
proporcionaba comunicación con todas partes, y la facilidad de no
carecer jamás de víveres y demás provisiones necesarias. A la se-
guridad, á la fortificación de las dos riberas del Escalda, consa-
graron, pues, sus primeras atenciones. Construyeron en la derecha,
que corresponde á la provincia del Brabante, y á tres leguas por
bajo de la ciudad, el fuerte de Liefkenshoec; y en la izquierda, que
pertenece á Flandes, añadieron nuevas defensas al de Lillo, que ya
lo habia sido por el duque de Alba. Además establecieron varios
reductos entre los dos fuertes y la plaza, teniendo también el medio
de coronar todas estas precauciones con la de inundar el pais que
corresponde á la última provincia. Aunque con experiencia de la
actividad y saber que desplegaba en todas ocasiones el príncipe
Alejandro, no concibieron grandes temores de su tentativa. Mas el
general espaQol tuvo medios, como se verá, de acabar con tan gra-
tas ilusiones.
El mismo interés de los de Amberes en fortificar las dos riberas
del Escalda, manifestó su enemigo en destruirles sus trabajos; tan
convencido estaba de que ño cerrándoles este caudaloso rio, jamás
se apoderaría de la plaza. Habia llegado ya á la sazón cerca de sus-
muros con todas las fuerzas disponibles, y establecido su campo en
Beveren, á dos leguas de distancia. Fué su primera operación des-
tacar dos cuerpos considerables, uno de cuatro mil hombres de in-
fantería y ocho compafiías de caballería, á las órdenes del marqués
de Rubais, para expugnar el fuerte de Liofkenshoec, y otro man-
dado por el conde de Mansfeld, compuesto de tres mil infantes y
cuatro compafiías de caballería, con objeto de practicar la misma
operación en el de Lillo. Mientras tanto envió otros destacamentos
con objeto de impedir toda comunicación entre Amberes, Terra-
munda, Gante y Malinas, colocando como puesto principal en Ví-
Uebroock el tercio de Agustín lOiguez, que acababa de llegar de la
Tercera.
Fué dichoso el marqués de Rubais en su ataque sobre el fuerte de
Liefkenshoec, que se le rindió sin grande resistencia ni pérdida con-
siderable de los suyos. Mas no sucedió lo mismo al coñete de Mans-
784 HisTORUDBnLimi.
feld OD el de Lillo, macho mas fortificado que el primero, ffideron
los sitiados una salida que causó grave pérdida k los espafioles.
En cuantos ataques á viva fuerza dieron estos contra los del cal-
ilo, fueron constantemente repelidos. Con esto y las nuevas ídüd-
daciones que produjo el rompimiento de un dique, tuvo que desis-
tir el conde de Mansfeld, y se retiró á los cuarteles de Alejandro.
Ya con la expugnación del fuerte de Liefkenshoec, comenzaron
los de Amberes á sentir dificultades en sus comunicaciones por el
rio. No escaseaban los españoles sus fuegos contra todas las em-
barcaciones que subian y bajaban. Mas esto era poco para el prío-
cipe de Parma, que aspiraba á cortar sus comunicaciones por en-
tero. Para conseguir su objeto concibió el plan de construir una
especie de puente ó de barrera, que partiendo de las jdos orillas,
cerrase completamente el puerto. Se burlaron mucho los habitan-
tes de Amberes, y sobre todo su gobernador, cuando sapieron el
designio del ^de Parma, que atribuyeron á locura. Mas palparon
pronto, á pesar suyo, la realidad de una empresa que en vista de
los dos mil y cuatrocientos pies que tiene de ancho por aquelk
parte el rio, les parecía tan quimérica.
Para llevarlo á cabo eligió Alejandro dos puntos adonde el rio se
presentaba un poco mas estrecho, llamados Gallóo y Ordan; este en
la orilla de Flandes y el segundo en la de Brabante. Eran inmensos
los materiales que en vigas, tablas y otros artículos se necesitaban
para esta obra gigantesca. Mas por la actividad desplegada en sn
acopio por el principe de Parma, se pasaron muy pocos dias antes
de empezarla.
Se redujo la operación á clavar fuertes estacas en el fondo del
rio y asegurar sus cabezas por medio de vigas cruzadas que se
colocan horizontalmente, enlazándolas unas con otras con objeto
de hacer la trabazón lo mas sólida posible. Sobre las vigas se ¿tk-
can tablas que constituían el suelo de la obra, y donde los hombres
estaban á pié enjuto. En las dos orillas se construyeron dos casti-
llos de madera, tomando el de la parte de Brabante el nombre de
San Felipe en honor del rey, y el de María madre de Dios el de la
de Flandes. Se dio al tablado de estos dos castillos las dimensiones
suficientes para que pudiesen contener con bastante holgara cincuen-
ta hombres. Los dos ramales que desde ambos castillos se avanza-
ban sobre el rio, no tenían mas que doce pies de anchara, de mo-
do que diesen paso á ocho hombres de frente. A las extremidades
CAPITULO LIX. 785
de esta especie de estacada, se construyó también con tablas una
especie de estacada, se construyó también con , tablas una especie
de parapeto de cuatro pies de altura, k prueba de bala de arcabuz
ó de mosquete.
De este modo, y mientras lo permitió la poca altura de las aguas
se construyó una linea de puente ó de estacada de nuevecientos
pies por el lado de Brabante, y por la de Flandes de doscientos so-
lamente. Entre los extremos de los dos ramales quedaba un bueco
de más de mil doscientos pies, donde era imposible la fijación de
estacas por la gran profundidad del rio y lo rápido de la corriente.
Ideó el principe de Parma llenar este bueco con buques, lanchas ó
cualquier género de embarcaciones. Mas no pudo por entonces ha-
cerse con los suficientes, pues tenia que surtirse para esto de Dun-
kerque.
Mientras se procedía á la construcción de este puente, que era
entonces asombro de la Europa, hacia expugnar Alejandro la plaza
de Terramunda, situada también sobre el Escalda, para acabar así
con toda comunicación entre este punto y Amberes. Hizo la plaza
bastante resistencia, sobre todo en su baluarte principal, y al prin-
cipio sufrieron los nuestros graves pérdidas. Por fin tomáronlos
espafioles este baluarte el 15 de agosto, y el 17 tuvo que rendirse
la plaza, pagando sesenta mil florines para indemnizar los gastos
de la guerra. Salió la guarnición en número de seiscientos hombres
sin armas ni caballos. Juró la ciudad obediencia al rey de Espaffa,
y á los calvinistas se les dio dos afios de término para arreglar sus
negocios, al fin de cuyo plazo tendrían que evacuarla.
Al saberse en Gante la noticia de la toma de Terramunda y los
peligros que amenazaban seriamente á Amberes, trataron de entre-
garse al príncipe Alejandro, bajo las mismas condiciones* que antes
lo habían hecho los de Iprés y Brujas. Se*negó el general espaOoI
á la propuesta, haciendo sentir á los comisionados de la ciudad que
vinieron á su campo, cuan diversas eran ya las circunstancias. Al
fin se convinieron, pues si los de Gante tenían miedo, no eran me-
nos los deseos de Alejandro de ocupar á Gante. Recoqpció la ciudad
la autoridad del rey, y pagó doscientos mil florines. Se sacaron de
la cárcel todos los retenidos en ella por ser de la parcialidad del
rey. Se restituyeron los templos al culto católico, y volvió su ejer-
cicio al estado acostumbrado. En cuanto á los calvinistas, queda-
ron privados del suyo,' y recibieron orden de evacuar lá ciudad,
786 HISTOEIA m FKL1PS n.
aunque se les dio algan tiempo para qae arreglasen^us pegodos.
Con la ocupacioQ de Gante hizo Alejandro la adqnisidon de los
boques que necesitaba para dar fin á su famoso puente. No babia
dificultad en hacerlos trasportar hasta cerca de Amberes^ siendo
ya dnefios los espafioles de Terramunda y Rupelmupda. Mas te-
nían que hacer un rodeo para llegar al punto de su destino, hiüláa-
dose en medio Amberes, debajo de cuya plaza el puente se forma-
ba. Para obviar este inconveniente mandó Alejandro hacer dos cor-
taduras en el dique de la Escalda ; una en Gallee, por debajo de
Amberes, otra en Bortcht, por encima ; con lo que habiéndose for-
mado una inundación entre ambos puntos, pudieron llegar las na-
ves al primero sin tropezar con la ciudad quo les cortaba el paso.
Y habiéndose inutilizado este expediente por un reducto que los de
Amberes construyeron en Borcht, tomó Alejandro el partido de abrir
un canal de mas de cinco leguas, que aseguraba la comunicación
entre Gallóo y un pequeDo rio que desuna muy cerca de Gante, en
el Escalda.
Así se hizo Alejandro, sin molestia por los de Amberes, con vein-
te y ocho ó treinta naves, suficientes para llenar el hueco entre los
dos ramales de la estacada ó puente de madera. Los colocó k lo
largo, á veinte pasos uno de otro de distancia, sujetándolos con
anclas y gruesas cadenas de hierro, cuyas extremidades estaban
fuertemente ligadas con los dos extremos de este puente. Para ase-
gurar la comunicación de un buque á otro, se colocaron gruesas
vigas cubiertas de tablas, dando á cada uno de estos puentes la
misma anchura y colocando en ellos los mismos parapetos que en
los dos construidos sobre estacas.
Asi se cerró completamente la comunicación de Amberes con el
rio. Para dar mas seguridad y aumentar la eficacia de este puen-
te, se echaron otros dos, uno en la parte superior y otro en la in-
ferior del Escalda, con simples barcas ligadas entre sí del mismo
modo que los buques grandes, con fuertes barras puntiagudas de
hierro por uno de los lados, para oponer mas obstáculos á los na-
vios que se presentaban. En cada buque se colocó artillería, y la
misma operación tuvo lugar en cada uno de los barcos chicos.
Bajo cualquier aspecto que esta construcción se considere, filé
una obra admirable para aquellos tiempos, y aun es digna de las
mayores alabanzas en los nuestros, donde tan adelantados se hattan
todos los ramos del arte de la guerra. Mas que el ingenio dd arto
CAPITULO LlX. "787
loció en la construccíoD del puente de Amberes la audacia de ha-
berle concebido, el arrojo y la constancia con que en medio de tan-
tos obstáculos se consiguió llevarle á cabo. No se apartaban un mp-
meDto de la obra los ojos vigilantes de Alejandro, y eran muy fre-
coeotes las ocasiones en que para animar y entusiasmar á todos con
su ejemplo, echaba él mismo mano al pico y á la azada. En los ha-
bitantes de la ciudad hizo una impresión dolorosa tanto mas profunda
cuanto se habia tenido á suefio y hasta escarnecido dicha obra, como
faofarronada por parte de Farnesío. Quedaba Amberes sin comuni-
cación ninguna con el mar, de donde aguardaba toda especie de
auxilios y recursos. Con tan pocas fuerzas de tierra como tenian los
confederados, en las comunicaciooes por agua estaba puesta toda su
esperanza. Por eso se esforzaba tanto Alejandro en cortárselas,
reduciendo á bloqueo un sitio en que no se podia operar á viva
fuerza.
Bemos visto ya, por disposiciones hábilmente tomadas, caer en
sus manos la plaza fuerte de Gante, situada también sobre el Es-
calda. La misma suerte aguardaba á Bruselas, donde comenzaban
ya á sentirse los horrores del hambre, bloqueada como estaba por
las tropas de Alejandro. Un convoy enviado por los de Malinas y
Amberes, custodiado por mil hombres, cayó en una emboscada de
los nuestros, en cuyas manos quedaron todos prisioneros. Privada
la ciudad de este recurso, y sin esperanza de otros nuevos, trató de
abrir sus puertas al de Parma, con cuyo objeto le enviaron embaja-
dores á su campo de Beveren, donde al fin de dificultades y alter-
cados, se rindieron bajólas condiciones de que los ciudadanos vol-
viesen á la obediencia del rey y fuesen restituidos á su gracia; que
se devolviesen á los templos católicos todos los efectos que les hablan
robado; que las demás restituciones y reparaciones quedasen á cargo
de los tribunales ordinarios; que dejasen los herejes la ciudad al cabo
de dos años, dándoseles este término para el arreglo de todos sus
negocios; que saliese la gente de guerra libre con sus armas y equi-
paje, pero sin banderas, sin mechas encendidas, sin tocar cajas ni
trompetas, habiendo jurado primero que en cuatro meses los solda-
dos y en seis los oficiales no tomarían las armas contra el rey de
BspaOa.
No fueron las condiciones, como se vé, muy duras. Ninguna con*
tribucion en dinero se impuso sobre el pueblo de Bruselas. Mas no
le convenia á Alejandro el ser muy exigente, ocupado como estaba
788 HI8T01UA DI FBLIPB n.
en el sítío de Amberes, y sobre todo tratándose de la ociipaeíoD de
una cíadad tan importante, considerada como la capital de todos ios
Paises-Bajos.
A la rendición de Bruselas se siguió la de Nímega, capital de la
provincia de G&eldres, que abrió sus puertas sin grande resistencia,
aterrada probablemente con el ejemplo de las otras plazas fuertes
que acababan de caer en manos de Alejandro.
Creció con estas pérdidas la turbación y el miedo en los de Abh
beres. Comenzaban ya á mostrarse síntomas de descontento ; mas
el gobernador Santa Aldegundis, hombre de resolución y de firme-
za, supo tranquilizar los ánimos de los habitantes. La masa de la
población estaba enconada contra el rey católico. Allí tenia su asien-
to principal la insurrección de los Paises-Bajos , y desplegaba la
energia y política de los confederados. A pesar del puente echado
sobre el rio, no hablan perdido las esperanzas de comunicarse al
fin con el Océano. En Middelburgo se preparaba una escuadra, ccm
cuyo auxilio y los esfuerzos que se hiciesen por el lado de la plaza,
aguardaban romper aquella barrera formidable.
Se hizo en efecto á la vela dicha expedición marítima, mandada
por Treslong, y aunque Farnesio no la creia de grande importancia
por los disgustos que según era fama mediaban entre aquel gene-
ral y los confederados, no dejó Treslong de cumplir con so deber,
subiendo el Escalda con su escuadra, sin que Farnesio pudiese por
falta de navios oponerle resistencia. Cayeron los confederados sobre
el fuerte de Liefkenshoec, que tomaron sin grande resistencia. Tam-
poco la encontraron en el de San Martin, otro mas pequefio de las
inmediaciones, que ocuparon en seguida. Irritado Farnesio de tan-
ta flojedad por parte de los suyos, trató de hacer un escarmiento
público, mandando degollar á los principales jefes sobre el mismo
dique del Escalda, á vista de los enemigos.
Dueños así los confederados de estos dos fuertes y del de LiDo,
que está enfrente, dominaban completamente el Escalda desde es-
tos dos puntos hacia abajo. Lo mismo sucedía á los de Amberes
por la parte superior ; mas en medio se encontraba como uoa bar-
rera insuperable el fatal puente.
A derribar, pues, esta especie de muralla, se dirigieron los es-
fuerzos de unos y otros. En su conservación cifraba Alejandro todos
los medios de tomar la plaza. Creyó en un principio que procede-
rían los ataques mas activos de la escuadra establecida en la parte
CAPITULO UJL. 189
inferior; mas era en Amberes donde se tomaban las medidas mas
eficaces para acabar con una obra que los amenazaba con la raina.
Trataron primero de cortar, ai amparo de la noche, las maromas ó
cables que sujetaban los buques del puente; mas Farnesio inutilizó
su tentativa, sustituyendo las maromas con cadenas de hierro, que
no la exponian al mismo inconvjBniente. Si era grande en unos la
actividad para destruir, mayor era la del de Parma para reparar,
sin perdonar diligencia alguna, los daDoír de su puente ó cortadura.
Residia á la saion en Amberes un ingeniero italiano llamado
Giambelli ó Jámbelo, hombre de recursos, de cuyos consejos hacian
mucho caso aquellos habitantes. Construyeron por su dirección una
porción de barcos chatos, muy altos por los dos costados, con suelo
ó fondo de cal y de ladrillo, sobre el que colocaron un cofre de mina
con su galería en dirección de popa á proa, lleno de pólvova, balas
y otros proyectiles. Todo el hueco entre los costados de la embar-
cación y la mina, se ocupó con piedras y mas materias pesadas,
cuantas podia recibir el buque. En todo este aparato no faltaba su
mecha, que iba oculta y preparada como las de las minas ordina-
rias.
De esta especie de brulotes se aprontaron hasta quince, cuatro
grandes y once algo mas pequeQos, ascendiendo á setenta quinta-
les de pólvora la carga de los cuatro mas considerables. Se preparó
todo este artificio con el mayor secreto, y aunque se susurraba en
el campo de Alejandro que los de Amberes preparaban medios de
destruir el puente, no llegaron á conjeturar de qué especie eran.
Se lanzaron, pues, rio abajo los quince brulotes, disparando sus
tripulaciones fuegos de artificio para excitar mas la sorpresa de los
sitiadores. Asombrados se quedaron estos, en efecto, al ver una aco-
metida tan extraña, é ignorantes del peligro que corrían, la aguar-
daban sobre el mismo puente, pensando en neutralizarla por los
medios ordinarios. La contemplaba asimismo atónito Alejandro desde
el castillo de Santa María, acompañado del marqués de Rubais y
otros jefes principales. A ruegos de algunos oficiales se alejó de aquel
sitio, donde tan graves riesgos corría su persona; mas no siguieron
su ejemplo Rubais ni los otros jefes; tan ajenos estaban de sospe-
char que eran minas lo que sé acercaban. Estaban coronadas las
dos orillas del Escalda de gente que acudió á presenciar un espec-
táculo tan extraordinario, y cuyo secreto era sabido de muy pocos.
Caminaban mientras tanto los brulotes, hábilmente dirígidos por
Tomo i. 100
190 HISTORIA M F£L1FE II.
marinos prácticos. Guando estuvíeroD á cierta distancia del potito,
pasaron á las lanchas que llevaban para ello preparadas, balneBi»
puesto el fuego á las mechas de antemano, sin que fuese observado
por los espectadores, por estar ocultas en los mismos buques.
Abandonados así los brulotes á su propia dirección, cediero&il
impulso natural de la corriente. Los once mas pequefios se desvia-
ron del camino y vararon en la orilla. Pasaron mas adelante los
cuatro grandes; mas á los tres de ellos les sucedió lo mismo quei^
los otros, quedando medio sumergidos. Solo llegó uno á su destino,
que los nuestros no pudieron detener, reventando la mina en el mis-
mo instante de locar el puente. Fué espantosa la explosión, y sos
efectos superiores á cuanto pudiera describirse. Se estremeció al es-
tampido el suelo de los alrededores; se oscureció el aire como ei
medio de un violento huracán, mientras volaban hechos pedazos las
piedras, las vigas, los maderos, todo el material del castillo de Santa
María y de la estacada inmediata, con mas de ochocientas personas
que la coronaban. Penetró en la atmósfera un hedor iotoleraUe,
efecto de los mistos de la mina, que sofocó á varios y privó á mo-
chos del sentido. Se cubrieron en pocos iostantes las aguas del rio,
las riberas y los campos de toda suerte de destrozos, de cuerpos
mutilados chorreando sangre, ennegrecidos por el humo: alguoosse
ahogaron en el rio: quedaron otros sepultados eo los fragmentos de
piedra y maderos, y no pocos que no perecieron en el acto, lucha-
ban con las aguas agitadas del río, ó lanzaban en los aires gemidos
dolorosos.
Silos demás brulotes, ó & lo menos una gran parte, hubiesen lle-
gado igualmente á su destino; si los de Amberes y los de Lillo ho-
biesen acudido con sus fuerzas inmediatamente que tuvo efecto la
explosión, hubiese tal vez desaparecido el puente y desordenádose
completamente el campo de Alejandro. Mas por niognna pártese
presentaron los confederados. Autores dicen que nada supieron de
lo que allí pasaba, hallándose sin noticias por espacio de dos dias.
Si esto es cierto, aunque de ningún modo verosímil, arguye mocha
descuido en los sitiados, que por otra parte debían de estar may
ansiosos de saber el resultado de su tentativa.
No perdió su presencia de ánioño Alejandro en medio del ddff»
de la consternación que le causó una pérdida tan espantosa, menoa
sensible por las obras destruidas, que por tantos valientes, TÍctioas
sin gloria de una explosión que no se habia previsto. Betre eHastt
capítulo lix. 191
contaba al marqués de Robáis, general de la caballería, esclarecido
capitao y miry querido de Farnesio. Atendió este con so actividad
acostumbrada al alivio y curación de los heridos, á restablecer el
órdeb, y sobre todo á la reparación de las obras, levantando nuevas
estacadas, colocando otros buques en el puente, aunque sin la de^
bida trabazón; de oQodo que & la nsaSana del dia de la explosión
conservaba de lejos la apariencia de estar como antes, sin ninguna
ruptura perceptible. Con la misma actividad se llevó adelante la obra
de la reparación, de modo que dos dias después no solo estaba el
puente repuesto, sino muy mejorado.
No desmayaron los de Amberes por el poco efecto de su tentati-
va. Nuevos brulotes construyó Giambelli; mas habiendo desapare-
cido la impresión producida por la novedad, fueron aun mas inúti-
les que los anteriores. Llegaron los soldados de Farnesio hasta apa-
gar la mecha de que venian provistos, y cop garfios de hierro y
otros instrumentos los desviaban hacia las orillas, donde quedaban
varados y medio sumergidos. Recurrieron también al artificio de
lanzar varias lanchas trabadas entre si, para que chocando contra
el puente, arrastrasen consigo algunos de los buques en que se apo-
yaban. Mas también los espaOoles se precavieron contra este acci-
dente, preparando huecos por donde las lanchas se escurrían. Re-
currieron los sitiados por último á la construcción de un enorme
navio armado de espolones de hierro, que lanzaron k favor de la
corriente y la marea, lisonjeados de que al choque de tan enorme
mole cederían los barcos y se destruiría la trabazón de las demás
partes que á la formación del puente concurrían. Mas no fue esta
máquina, á la que dieron el nombre pomposo de Fin de la guerra,
de mejor efecto que las an4eríores. Después de abandonado á su
propia dirección, torció su curso, y fué á varar en la orílla derecha,
cerca de Ordan, sirviendo de mofa á los sitiadores, quienes la lle-
varon al príncipe de Parma.
Perdida la esperanza de destruir aquella barrera fatal que los te-
Día incomunicados con el mar, resolvieron los de Amberes abrirse
otro camino sin que pudiese estorbárselo el puente de Alejandro.
Para comprender la operación de que esperaban este efecto, se ten-
drá presente que coronaban las riberas del Escalda, como las de casi
todos los ríos del pais, diques de bastante elevación, con que evi-^
taban la inundación de los campos en la crecida de las aguas. Para
la comunicación de los diques con las tierras altas cuando la inun^
1
792 HISTORIA DB FBLIPE II.
dación teoia lugar, habia otros diqaes ó murallones llamados con-
tradiques. Entre el dique de la orilla izquierda del Escalda del lado
de Flaodes y un pueblo inmediato situado sobre una eleyacioD, lla-
mado Golvesteins, existia un contradique de este mismo nombre.
DueOos los deAmberesde abrir el dique del Escalda por encima del
puente de Farnesio, y los de Lillo de practicarlo mismo por debajo,
podian proporcionarse una inundación tal que les abriese comuDi-
cacion con el mar, quedando de este modo inutilizada aquella obra.
Mas para que se mezclasen las aguas del rio por entrambas partes,
era necesario destruir el contra-dique de Golvesteins que estaba de
por medio. De este punto se habia apoderado de antemano el prin-
cipe Alejandro, proveyendo lo importante que podia serle en sns
operaciones; y como anticipándose á los designios de sus enemi-
gos, habia fortificado el punto con algunos castillos que se apo- .
y aban en el mismo dique. Enfrente, es decir, en el pueblo y co-
lina donde terminaba el contradique, hizo construir un baluarte,
desde donde se podia ofender & los que por una y otra parte le ata-
casen.
A la expugnación de este contra-dique se aplicaron con suma
tenacidad los de Amberes, pues aunque el gobernador Santa Alde-
gundis y Giambelli se obstinaban en hacerles creer que aun se podia
destruir el puente de Farnesio, daban por inútil ya esta empresa.
Se hicieron contra el contra-fuerte de Golvesteins dos tentativas.
En la primera atacaron solo los de Lillo con el conde de Holak & la
cabeza, contando con *que lo harían al mismo tiempo por su parte
los de Amberes. Embistieron con furia los buques de los confedera-
dos; llegaron & situarse sobre el mismo contra-dique, haciendo re-
plegarse por un tiempo á las tropas que le coronaban; mas con los
fuegos que estas les hicieron desde los castillos, tuvieron que aban-
donar el terreno y volverse á sus navios. Viendo por otra parte qoe
no acudían los de Amberes, desistieron de la empresa, do sin haber
dejado en el contra-dique algunos muertos, y causar casi la misma
pérdida á los enemigos.
La segunda embestida al contra-dique de Golvesteins faé mucho
mas seria, y el lance infinitamente mas reOido. Por esta vez ataca-
ron los enemigos por ambos lados de la inundación ; los de Ambe-
res conducidos por Santa Aldegundis; los de Lillo al mando del mis-
mo conde de Holak, ácompafiado entre otros de Justino Nassau, Ujo
Ims tardo del principe de Orange. Ascendía & doscientos el número
CAPITULO LIX.. 193
de buques que atacaron por entrambas partes. Llevaban consigo
fiiegos de artificio para deslumbrar con la llama durante la noche,
y ofender con el humo á los del contra-dique , pues se verificó la
embestida á la caida de la tarde. Llevaban adem&s sacos de tierra,
tablas, faginas y otros materiales para construir trincheras y ponerse
& cubierto cuando llegasen á tomar tierra, tanto en el mismo con-
tra-dique, como enfrente de los castillos que le defendían.
Pareció al principio mostrarse la fortuna favorable á los asalta-
dores. Cayeron con furor las tropas situadas en el contra-dique, y
con el mismo hicieron fuego á los castillos. Llegaron á establecerse
en tierra, y por medio de la trinchera que inmediatamente levanta-
ron, pudieron ofender, poniéndose á cubierto de los tiros enemigos.
Llegaron hasta á ganar uno de los fuertes llamado la Palada, vol-
viendo su fuego contra los restantes, fil ataque del contra-dique fué
tífn serio, y tan obstinada la furia de los confederados, que logra-
ron hacer una abertura de bastante extensión para abrir paso á una
de las navtss que cargadas de víveres aguardaban en la parte infe-
rior del rio el resultado de las operaciones. La llegada de esta nave
áAmberes produjo las mayores demostraciones de alegría , sobre
todo manifestándoles Santa Aldegundis, que regresó en ella ala ciu-
dad, que estaba destruido el contra- fuerte, aseguradas ya sus co-
municaciones con el mar, y que nada tenian ya que temer del puente
de Farnesio.
Se condujo con sobrada ligereza Santa Aldegundis dando prema-
^turameote la feliz noticia, y sobre todo abandonando el campo de
batalla antes de estar decidida la victoria. El príncipe de Parma,
que se hallaba con los que guardaban su puente aguardando allí un
ataque mientras tenia lugar el conflicto de que hablamos, se tras-
ladó volando al campo del peligro cuando supo el que corrían sus
tropas de ser envueltas por los confederados. Con su presencia se
reanimó el valor de los que daban el lance por perdido; y á su voz,
que los trataba de cobardes, y aun mucho mas con su ejemplo, se
precipitaron los soldados hacia donde los enemigos trabajaban por
ensanchar la brecha que hablan abierto al contra-fuerte. Sobre aquel
terreno estrecho en que de un lado y otro se hallaban las aguas de
la inundación, se trabó una refiida pelea en que los hombres com-
batían cuerpo á cuerpo, luchando cada uno por no apartar el pié
del terreno que una vez habia ganado. Mientras tanto acudía al tea-
tro de la acción el tercio situado en la colina de Golvesteins, bajo la
794 histx^biil de frlipb ii.
vigilancia del conde de Mansfeld, y este refuerzo fué de macha im-
portancia para redoblar el valor de los nuestros y aumentar la con-
fusión de los contrarios. Llegaron los primeros 4 arrojar á los con-
federados del contra-dique, y ¿'volver á cegar con piedras, faginas
y tablones, la brecha ó boquete que habían llegado á abrir ios ene-
migos. Continuaban estos peleando obstinadamente desde sos na-
vios. Por fin, después de siete horas de batalla reOida, abandona-
ron estos la empresa y emprendieron la retirada para los pontos de
Amberes y de Lillo. Mas tal fué el desorden de este movimiento,
tal el estado de destrozo, que discurriendo los nuestros por el diqne
del Escalda y echándose otros ¿nado, se apoderaron de muchos bu-
ques que iban rezagados.
Pocos combates se dieron nunca en terreno tan estrecho. En po-
cos se derramó mas sangre, teniendo en cuenta el número de los
combatientes. Dejaron los confederados tres mil cadáveres en el con-
tra-dique; perdieron mas de noventa piezas de campaOa en los vein-
tiocho buques que les fueron tomados por los nuestros. A setecien-
tos asciende el número de los muertos que tuvo Farnesio; ¿ qui-
nientos el de heridos. Renunciaron por entooces los de Amberes ¿
la esperanza de abrir sus comunicaciones con el mar, y desde este
momento debieron tener por segura su pérdida si no les venia algún
auxilio que los indemnizase de tan sensible pérdida. Había agotado
Giambelli todos los esfuerzos de su imaginación: se manteoia firme
como siempre el puente de Farnesio: el contra-dique estaba repa-
rado, y en igual caso las fortificaciones que le defendían.
Para el aumento de los apuros de la ciudad sitiada, llegó ¿ sos
oídos la noticia de la pérdida de Malinas, qoe privada de sus como-
nicaciones, como lo habían sido las dem¿s plazas foertes de Flan-
des, habia tenido que abrir sus puertas al principe de Parma. Aon
tenian puestas algunas esperanzas los de Amberes en las míeses de
las inmediaciones, próximas ¿ su madurez, pues ocurría esto en los
meses de verano de 1585. Mas Farnesio, atento ¿ todo, y engoi-*
fado siempre en la idea de tomar la plaza ¿ cualquier precio, envié
tropas que talaron los campos de las inmediaciones. Ya era tiempo
de que Amberes pensase en librarse de una ruina inevitable.
Se hallaban cortadas las comunicaciones con el mar, sin espe-
ranza de remedio; en poder de Farnesio todas las plazas faeries de
los alrededores en que tenian puesta so confianza; taladas las mie^
ses de las inmediaciones ; tomados ya por las tropas espaOolas los
GAPITÜLO LIX. 195
mismos arrabales. Comenzaba ya á sentirse en la ciudad la falta de
viveres, y á la vista de los habitantes se presentaba la horrorosa
imagen del saqueo que el general espaDoI habia prometido k sus
soldados si tomaban la plaza á viva fuerza. Se introdujo, pues, el
descontento en la generalidad, y sin rebozo manifestaron deseos de
qtte se entrase en capitulaciones con el príncipe de Parma. Le en-
viaron con este objeto embajadores, y aunque el vencedor se mos-
tró al principio bastante airado por la resistencia quehabian opuesto
á las armas de su rey, manifestó deseos de entrar en negociaciones
y venir á términos amistosos con aquellos habitantes. Era en él mu-
cho el deseo de reducir á la obediencia del rey aquella importantí-
sima ciudad, y por otra parte estaba siempre receloso de que al-
guna nueva embestida ú otro accidente imprevisto le desbaratase el
puente, que consideraba como el solo medio eficaz de hacerse duefio
de la plaza. Después de varios pasos y negociaciones, se convinie-
ron de una y otra parte en los capítulos: de que quedase en Am-
beres, como sola religión, la católica: que se restituyesen los tem-
plos que se habían quitado á dicho culto, y se volviesen á levantar
los destruidos á expensas de los autores de este estrago: que el de
Parma estableciese en Amberes guarnición de naciones amigas de
la ciudad, exceptuándose los italianos y españoles: que apróntasela
oiadad cuatrocientos mil florines para indemnizar los gastos de la
guerra : que los protestantes pudiesen permanecer en la ciudad por
espacio de cuatro aflos, al eabo de los cuales la dejarían para siem-
pre : que se indultarían los demás excesos cometidos contra el rey»
coya 'autoridad se volvería á reconocer por todos los habitantes y
autoridades de la plaza.
Las condiciones no eran duras considerando el aprieto de la po-
blación ; mas todavía titubeaban en aceptarlas los principales habi-
tantes mas influyentes, que se veían en la necesidad de someterse
al rey de Espafia. Por aquellos días circularon por la ciudad rumo-
res de próximos socorros de Francia y de Inglaterra; mas desenga-
fiados, no pensaron mas que en abrazar el partido que el vencedor
les ofrecía.
Mientras el de Parma, estipuladas ya las condiciones, se prepa-
raba á entrar en la ciudad, recibió la insignia del Toisón de Oro
qae en premio de sus servicios le enviaba el rey de Espafla. Con
este motivo hubo grandes festejos en su campo, donde era suma-
mente querida la persona de Alejandro. Para que pudiese entraren
796 HISTORIA DB FBIJPE II.
la ciudad adornado cod esta Dueva insigoia, se la puso cod toda so-
lemuidad el coude de Mausfeld, caballero asimismo del 'ftison, en
la capilla del castillo de San Felipe, habiendo celebrado la misa de
pontifical el arzobispo de Gambray á vista de los principales jefes
del ejército. Mientras tanto estaban las tropas formadas en las dos
riberas del Escalda, y con la arcabucería y las piezas de todos los
castillos inmediatos se hicieron varias salvas, que realzaban el apa-
rato y solemnidad de aquella ceremonia.
Dos dias después tuvo lugar Ja entrada del príncipe en Amberes,
y que merece bien el nombre de triunfal, no solo por la gran vic-
toria adquirida, sino por el aparato y pompa militar que le rodea-
ba. Entró acompañado de los principales jefes del ejército, éntrelos
que se distinguían el duque de Arescot, el príncipe de Chimay, el
conde de Egmont, el de Aremberg, el de Mansfeld y Altatenne, to-
dos flamencos, pues no se habia permitido la entrada en la ciudad,
según las capitulaciones, á los italianos y espafioles. Fué recibido
Faroesio por los magistrados de la ciudad con todas las muestras de
sumisión y de respeto: por la generalidad de los habitantes con si-
lencio respetuoso, en que manifestaban considerarle solo como un
vencedor á quien abrían las puertas por necesidad y no sufrir mas
las calamidades de la guerra. No hay necesidad de indicar mas cir-
cunstancias que ocurrieron en esta ceremonia de aparato, casi tan
iguales en todas las de aquesta clase. Pasó Alejandro & la catedral,
donde se cantó un magnífico Te-Deum; tomó en seguida providencias
de orden y buen régimen, mostrándose celoso porque se cumpliesen
religiosamente las capitulaciones poruña y otra parte. Hizo abatir de
todos los edificios y demás parajes públicos las armas é insignias del
duque de Anjou y cuantas daban indicio de que aquella ciudad habia
estado bajo otra dominación que la del rey de Espafia. Fueron restau-
radas las armas de este soberano con la mayor solemnidad, y desde
entonces volvió á regir su voz en aquella ciudad tan ñoreciente.
Sujetada Amberes, nó tardó Farnesio en continuar el curso de
sus operaciones militares. Habia puesto el sitio y toma de esta plaza
el sello á su gran reputación, y colocádole en la clase de los pri-
meros capitanes. En todo aquel siglo fué el tercero de los hechos de
armas de esta clase dignos de mas celebridad y de mas fama. Des-
pués del de Rodas y el de Malta viene el de Amberes, sin que oift-
gun otro le pueda disputar este alto puesto. Otro ocurrió después
de tanta nombradía, en que hallaremos la persona de Alejandro co-
mo uno de los actores principales de aquel drama.
CAPÍTULO LX.
Continuación del anterior — Resaltados de la toma de Amberes ^Gonílictos de los Es-
tados.— Ofrecen la soberanía del pais á la reina de Inglaterra, — La rehusa Isabel,
mas les ofrece auxilios .^-Sale de Inglaterra para los Paises-Bajos el conde de Leí-
-cestercon un cuerpo de tropas auxiliares. — Su buen recibimiento.^-Tomael man-
do del pais.— Sitio y toma de las plazas de Grave y Yenloo por el principe de Par-
ma. — Pasa á sitiar á Nuiss en el electorado de Colonia.— Toma é incendio de esta
plaza.— Pasa al sitio de Ruimberg.— Retrocede á socorrer á Zutphen.— Infructuosas
tentativas sobre esta plaza del conde de Leicester. — Descontento en el pais con este
general. — Pasa á Inglaterra. —Sitio y toma de la Esclusa por el duque de Parma.— «
Vuelta de Leicester. — ^Sus tentativas infructuosas de socorrer la Esclusa.— Nuevos
disgustos.— Nuevo regreso de este general á Inglaterra. — Situación del pais.— Nue-
vos alistamientos del duque de Parma con motivo de otra guerra (1).— (1585-1587.)
CoD la ocupacioD de Amberes por Farnesio, quedaba á sudispo-
sicíoD el mar y libre el camÍDO para cuando quisiese intentar una
expedición sobre la provincia de Zelanda. A excepción de la plaza
de Grave y otros puntos de menos consideración en el Bravante, ha-
bía ya reducido este hábil capitán á la obediencia de Felipe II todas
las provincias meridiooales de los Paises-Bajos. En la de Gñeldres,
considerada como septentrional, solo le restaba la expugnación de
la plaza de Venloo, situada como la de Grave sobre el Mosa. Que-
daba, pues, reducida la insurrección & los paises del Norte, mucho
menos fértiles y ricos que los otros, pero donde el odio al rey de
EspaOa habia echado raices muy profundas. Era, pues, imposible
para los Estados el sostener la guerra por si solos contra un adver-
(1) Las mismas autoridades.
Tomo i. 1«1
198 HISTOUA DE nupK n.
sarío tan temible, poderoso y hábil á quien halagaba la fortuna; y
se veian por lo mismo en la triste necesidad de echarse en brazos
de un príncipe extranjero, para librarse de caer en manos de otro
extranjero también, mas cuya dominación les era bajo muchas ood-
sideraciooes tan odiosa. Ta hemos hablado de lo infructuoso de sus
tentativas cuando se dirigieron al rey de Francia, ofreciendo reco-
nocerle como soberano si les enviaba auxilios bastante poderosos
para hacer frente y arrojar del pais al rey de EspaOa. Agradable
debió de ser la perspectiva para Enrique III, de la adquisición de
tan ricas y fértiles provincias; mas impotente en realidad contra lua
vasta facción en la que ejercia Felipe II tanta influencia, tuvo que
renunciar á este aumento de poder, negándose rotundamente á las
súplicas de los embajadores. No restaba, pues, otro recurso á los
confederados de los Paises-Bajos, que dirigirse á la reina de Ingla-
terra con las mismas pretensiones. Aunque Isabel los había socor-
rido muchas veces con tropas y dinero; aunque se habia mostrado
tan interesada en promover los intereses y asegurar la dominacioo
del duque de Anjou, nunca se habia atrevido á declararse abierta-
mente su aliada y protectora, temiendo ponerse en abierta hostili-
dad con su antiguo sefior, que le parecía un enemigo formidable.
Habían variado algún tanto las circunstancias para esta princesa, y
le pareció que habia llegado la ocasión de romper abiertamente con
quien algún dia, y sobre todo después de la conquista de Portugal,
podría caer sobre sus Estados con fuerzas poderosas. Cada dia ga-
naba mas terreno Felipe II en Francia, donde tan hábilmente ponia
en juego su política y con gran tino esparcía el dinero entre los qne
tan dóciles se mostraban á sus voluntades. Trató, pues, la reina de
Inglaterra de oponer la fuerza á la fuerza, pues ya no habia para
ella otros medios de conjurar la borrasca que la amenazaba. Aco-
gió, pues, la reina de Inglaterra á los comisionados de los Paises-
Bajos. Oyó su petición con muestras de contento, y les dijo: que
aunque por entonces no podía darles una respuesta positiva, oiriao
su determinación tan luego como consultase á su Consejo.
Hubo diversidad de pareceres entre los individuos de esta corpo-
ración, que con tanta habilidad dirigía la conducta de la reina. Di-
jeron algunos que era imprudencia declararse en abierta hostilidad
con un rey que tenia tantos medios de daOarla, dándole así motivos
manifiestos de desahogar con justicia los sentimientos de odio que
la profesaba desde tantos años. Mas opinaron otros que por lo mis-
GiPITULO LX. 799
mo que existía este odio y que no se podía nanea cambiar en amis-
tad, debía prevenirse la reina tomando para so conservación las
medidas que mas oportunamente se le presentasen: que no era po-
sible libertar á los países-Bajos de la dominación de Felipe II sin
QQ socorro eficaz y poderoso; y que solo ella les podía proporcio-
nar, habiéndose negado el rey de Francia á protegerlos, no por
falia de voluntad sino por impotencia: que siendo imposible enviar
este socorro sin declararse enemiga de la EspaDa, que era preferi-
ble asegurarse un país de la importancia de los Países-Bajos, á per-
mitir volviese á las manos del rey de España, y fuese así uno de los
instrumentos de su propia ruina.
Prevaleció esta opinión en el consejo y fué aprobada por la reina.
Respondió esta princesa en consecuencia á los embajadores que es-
taba resuelta á enviarles recursos y declararse protectora suya:
mas que por razones de estado y por bien de ellos mismos se veía
en precisión de renunciar el título de soberana; que les enviaría
tropas y dinero; que les asistiría hasta con sus buques si fuese ne-
cesario, tomando de su cuenta el obrar de modo que su protección
fuese efectiva y tan eficaz que los salvase del riesgo inminente que
corris^n.
Siguieron á las palabras las acciones. Por un convenio ajustado
con los embajadores se comprometió Isabel á enviar por de pronto
cinco mil hombres de infantería y mil caballos pagados y manteni-
dos de su cuenta.
Para ponerse á la cabeza de estas tropas, nombró la reina á su
favorito el conde de Leicester en cuya elección no anduvo tan acertada
como solía estarlo en otras ocasiones. Era el conde de Leicester re-
comendable por las cualidades personales, muy dignas de atraerse
el carifio de la reina; mas no poseía otras dotes que le hiciesen acree-
dor á cargos de importaucia. En ninguna cosa era hombre supe-
rior, ni en materias de gobierno, ni en el arte de la guerra, y por
otra parte con demasiado orgullo y presunción por el favor que
disfrutaba, no estaba calculado para captarse popularidad en los
Paises-Bajos. Fué recibido en ellos con las mayores demostraciones
de entusiasmo. Entró en el Haya, punto de su desembarco, con toda
pompa y aparato, recibiendo cuantos festejos, cuantas muestras de
satisfacción y de alegría podían darle sus vecinos. Confirmaron los
Estados estos sentimientos de benevolencia, y no solo le admitieron
como delegado y representante de la reina de Inglaterra, sino que
890 HISTORIA ra VBLIPB U.
le revistieroQ oon el cargo de gobernador de todas sus provindas.
Se disgustó ó aparenté disgnstarse la reina Isabel de que llegase
k tanto la deferencia de los Paises-Bajos, manifestándoles que solo
habia sido so &nimo enTiarles un general y no un supremo gober*
nante. Mas habiendo insistido los Estados en que se llevase adelan*
te el nombramiento, se aplacó la reina y no fué el decreto revo-
cado.
Era el conde de Leicester el tercer jefe extranjero que venia í
tomar las riendas del gobierno de los Paises-Bajos. Ya hemos vis-
to lo poco útiles que fueron el archiduque Matías y el duque de
Anjou á los verdaderos intereses de aquella región tan conmovida.
Nos dirán la operaciones ulteriores si fueron mas dichosos con el
gobernante inglés que con el austríaco y el de Francia.
No mostraba mientras tanto dormirse sobre sus laureles el prin-
cipe de Parma. Después de arreglar los asuntos civiles y militares
en Amberes y de tomar todas las disposiciones para la reparacioa
del castillo que se habia demolido por orden del príncipe de Oran-
ge, tomó la vuelta de Bruselas, donde preparó otras operaciones
militares. Mientras se ocupaba en persona en el sitio de Amberes,
ocurrieron escaramuzas de poca importancia en Frisia, entre el ea-
pitan Francisco Verdugo y las tropas del príncipe de Orange. Ed
Bonmel, isla formada por los ríos Waal y Mosa, estuvo bloqueado
Francisco Bobadilla con su terdo por el conde de Holak, quien le
tenia interceptadas todas las comunicaciones, y reducido por falla
de subsistencia á los últimos apuros. Mas sobrevino un tiempo frió
que heló las aguas de la costa y paralizó los movimientos Davales
del general holandés, permitiendo al espaSd evadirse por agoa coao
si fuese tierra firme.
Ya desembarcado el conde de Leioester, conienió sus operaciones
por el sitio de Grave el príncipe de Parma. Envió al conde de Mansfeld
con tres mil hombres y la orden de bloquearía, lo que ejecutó Maos**
íeM completamente por los dos lados del Mosa^ privando ala plan
de todas sus comunicaciones. Sabedor del sitio el conde de Leicester
envió desde Utrech, donde entonces residía, un refuerzo de dos nfl
hombres formados en dos cuerpos de mil cada uno : este de in^
ses por el coronel Norris, y otros de tropas del pais mandadas por
Holak. Llegó este cuerpo antes que el primero, y habiendo trabado
batalla con las tropas espafiolas que guarnecían el puente echado
junto á Orave, se vieron en precisión de replegarse. Con la llegada
CAPITULO LX. 801
de los ifigleses se renoyó el combate, mas quedaron dneflías del
puente las tropas espafiolas.
Acudió de ailt á muy poco Alejandro con fuerzas de refresco y se
formalizó el sitio de la plaza. Mandaba en ella un joven llama-
do Enrique, barón de Emert, de muy poca inteligencia y menos
experiencia, quien por consejo de oficiales cobardes y mal inten-
cionados, apenas hizo resistencia alguna. Sin brecha abierta, sin
apuros de ninguna especie, abrió las puertas á los españoles, que
permitieron la salida k la guarnición con sus armas, banderas y
bagaje. Pagó muy cara el gobernador su traición ó su falta de ex*
períencia, pues el general inglés le mandó formar consejo de guer-
ra, por cuya sentencia perdió la vida en un cadalso.
Mayores dificultades ofreció al de Parma la expugnación de la
plaza de Venino, situada igualmente sobre el Mosa algunas leguas
mas abajo. Era menor su guarnición, pero mejor mandadas las tro-
pas y mucho mas animosos sus vecinos. Se convirtió el sitio en
bloqueo, pues todo el cuidado de Alejandro se dirigía á que no in-
trodujesen recursos en la plaza Martin Schenk, su gobernador, que
se hallaba afuera por casualidad y se encontró á su vuelta inter-
ceptado por el príncipe de Parma. Varias tentativas hizo el general
flamenco con un cuerpo de dos mil hombres escogidos para romper
la linea de Alejandro. Mas todas fueron infructuosas. Abrieron bre-
cha las tropas sitiadoras en un rebellin que se hallaba en la parte
superior del rio , al mismo tiempo que se apoderaron de una isleta
de la parte superior donde estaUecieron una batería de seis piezas
gruesas.
E^ban las tropas de Farnesio muy deseosas del asalto con la
idea del neo pillaje que les aguardaba. La guarnición y habitantes
daban indicios de esperarle denodados ; mas arredrados al fin con
la perspectiva del saqueo, comenzaron á entrar en sentimientos mas
padficos, y enviaron comisionados al de Parma ofreciendo entre-
garse con condiciones honoríficas. No titubeó el general espaDol en
cMoederlas , y casi cu iguales términos que las capitulaciones 4(6
Grave, entró victorioso en la plaza de Venloo, no sin grave des-
contento de los suyos defraudados de la esperanza del pillaje.
Con la ocupación de las plazas de Grave y de Venloo, quedó to-
do el Mosa sujeto por los españoles y asegurado el Brabante contra
toda invasión por parte de Alemania. Con este motivo tuvo medils
Alejandro de llevar á cabo una expedición füen del pais, y qoe
802 msTOUA DS fbufk ii.
desde la toma de Amberes teoía proyectada. Ya hemos hablado de
las turbuleocias ocurridas en Colonia con motivo de la expnlsioD
del pais del arzobispo Trascheo, refugiado & la sazón en las pro-
vincias septentrionales de los Paises-Bajos. Mas todavía quedaba
por la parcialidad del antiguo arzobispo la plaza fuerte de Noiss,
Ñoess ó Novesia, donde estaba de gobernador un tal Cloet, jóvea
activo y emprendedor, que tenia asolado el pais con correrías qoe
no encontraban ninguna resistencia* Careciendo el nuevo arzobisfM
Ernesto de Bavíera de fuerzas suficientes para expugnar una plaza
que tai le molestaba, imploró los auxilios del príncipe de Parma.
Para hacerle mas fuerza, pasó disfrazado á Fiandes, y en su cam-
po de Amberes tuvo con él una conferencia personal, donde le ex-
puso su dura situación y hasta que se hallaba resuelto á abando-
nar su electorado, si no le socorrían eficazmente las tropas del rey,
pues de su hermano el elector de Baviera no tenia que esperar au-
xilio alguno. Conoció Alejandro lo importante que le era la toma
de una plaza tan cercana á las fronteras de los Paises-Bajos, ocu-
pada por enemigos irreconciliables de su rey, y creyó hacerle un
servicio acudiendo con sus tropas & reducirla á la obediencia del
nuevo arzobispo. Ofreció, pues, á este socorros eficaces luego que
se viese desembarazado del sitio de Amberes y otras mas plazas
importantes, y, en efecto, luego que se hizo due&ode la de Venloo,
trató seriamente de cumplir con su promesa.
Mientras tanto sabedores los de Nuiss de la entrevista del arzo-
bispo y de Farnesio, se aplicaron con celo al aumento de las forti-
ficaciones de la plaza, surtiéndola abundantemente de víveres y
municiones y toda clase de pertrechos. Al mismo tiempo acudian á
sus muros aventureros de varias partes de [Alemania unidos coa
vínculos de religión con sus habitantes y las tropas que la gaanie-
cian.
Está Nuiss situado sobre el Rin, y aunque este rio no toca pre-
cisamente sus murallas, las rodea una especie de brazo ó desagoe
que unido con el rio Estrem, forma de la plaza una especie de isla.
Con esta defensa natural y las dem&s que proporcionaba el arte,
esperaban las tropas de la guarnición con muy pocos temores la
llegada de Farnesio.
Se puso este en marcha con una parte muy considerable de su
qército, ascendiendo su fuerza á seis mil infontes y dos mil cáinr
líos. Dividió sus tropas en piuco trozos, situando cada uno al frente
CAPITULO LX. 803
de una de las cineo paertas de la plaza. Foé su primera operacíoD
apoderarse de dos castillos sitoados eo la isleta formada por el
brazo del Rio, que los enemigos abandonaroii no creyéndose bas-
tante fuertes para sostenerla. Estableció desde estos dos pantos ba-
terías ¿ la plaza, y por el lado opaesto la batió asimismo en bre-
cha, resaltando de esta operación que sabiendo sas tropas al asalto,
se apoderaron de an lienzo de la maralla qae formaba el recodo del
Rin con dicho brazo ó aceqnia, y al mismo tiempo de an torreón
opaesto. En ambos pantos se alojaron y atrincheraron con faginas,
sacos y cestones de tierra, y dirigieron nuevas baterías contra el
muro interior, pues la plaza tenia doble recinto y doble foso. Todo
un dia se estuvieron caDoneando los de Farnesio desde el exterior y
los sitiados desde el otro. Llegó la noche sin ventaja de una y otra
parte. Durante la oscuridad descendieron al foso los sitiados para co-
ger por la espalda á los enemigos; mas sintiéndolo los espafioles,
bajaron al mismo sitio donde se trabó una gran pelea sin que re-
sultase ventaja por ninguna parte« Mas los sitiados experímeniaron
una gran pérdida en la persona del gobernador, que habiendo acu-
dido á la refriega, cayó herido sin poder tomar mas parte activa en
las operaciones de aquel sitio.
Se aguardaba el asalto de un momento áotro. Los espafioles esta-
ban encendidos de enojo por la atrocidad cometida en dos de los su-
yos que habiendo caido prisioneros, fueron quemados vivos en la
plaza pública. Irritados por otra parte los sitiadores por no haber ob-
tenido el saqueo de Venloo, pensaban desquitarse en esta plaza. Mas
los habitantes trataron de prevenir el golpe, enviando comisiona-
dos á Alejandro para arreglar las condiciones de su entrega. Ocur-
rió durante esta conferencia que algunos soldados de los sitiados hi-
cieron fuego desde el muro sobre los espafioles, ó bien ignorantes de
lo que se trataba, ó con intención de que no se ajustasen las capitu-
laciones. De lodos modos se rompió la conferencia, y el príncipe
Alejandro se retiró á sus reales ofendido de tal comportamiento, con
propósito firme de castigarle ejemplarmente.
Al dia siguiente preparado todo ya para el asalto, volvieron nue-
vos comisionados al príncipe de Parma. A pesar de lo ocurrido el
dia anterior, todavía se manifestó este propenso á entrar en conve-
nios para salvar á la ciudad de su ruina inevitable. Mas al saber
las tropas sitiadoras que se trataba de un arreglo sin esperar órde-
nes, sin hacer caso de las amonestaciones del general en jefe se
804 UISTOAIA DB FSUPB II.
«rrojaroD al asalto, peaetraron por las brechas y se derratoaron por
la oíodad, sin que pudiese detenerlos oadíe. Fué iomeusoel despo-
jo; pero por sobra de codicia ó eiceso de ferocidad, quedó ia na-
yer parte de él ioulilizado por el fuego que.se apoderó de la enáaá
y convirtió eu ruiuas por lo menos sus tres cuartas partes. Fué in-
creíble la matanza y superiores á toda descripción los desórdenes y
horrores que se cometieron. Pereció toda la guarnición fuera é^
trescientos hombres que se habiaá refugiado en un templo inme-
diato. Igual suerte cupo á dos mil habitantes indefensos. Fué de-
gollado en la cama el gobernador y entregada su mujer al príncipe
Alejandro. Mas el de Parma le volvió la libertad, haciéndola sitík
inmediatamente de la plaza con una bueoa escolta y orden de que
se tratase con todo respeto su persona.
Victorioso Alejandro de Nuiss, quiso solemnizar esto aconteci-
miento con una insigue ceremonia que no habia podido tener logir
en Flaodes, con motivo de la precipitación de su salida. En premio
de sus servicios á la fé católica, le había enviado el poo tífico un mag-
nífico sombrero y una riquísima espada, benditas ambas cosas de su
mano. Lo mismo habia hecho el papa Pió Y con el duque de Alba
después de la batalla de Genmiogen. Tuvo lugar la ceremouia de
esta entrega en el mismo punto donde habia situado su cuartel el
principe de Parma, pues no quiso que se celebrase en C!olonia como
lo deseaba el arzobispo. Formaron las tropas con sus banderas y
estandartes. Entre salvas de arcabucería y artillería celebró la misa
vestido de pontifical el obispo de Yercelis, acompañando en este acto
al príncipe los principales jefes del ejército. Recibió Alejandro la
comunión de manos del obispo, y en seguida acercándose el abad
de San Guidau, portador del presente, le entregó con toda solemni-
dad al príncipe, haciéndole una arenga en nombre del pontífice.
Falleció por aquellos dias Octevío, duque de Parma, padre de
Alejandro, con lo cual heredó este su título y Estedos.
No quedada en todo el electorado de Colonia mas plaza á diqpo*
sicion de la parcialidad del antiguo prelado, que la de Riaü)erg, 4
donde se trasladó inmediatamente el nuevo duque. Sin perder mo-
mento emprendió su sitio, pero cuando mas empellado estaba en ha
operaciones, recibió de los Paises-Bajos noticias que le pusieron tm
hi precisión de suspenderlas.
Mientras el sitio de Nuiss, no habia estedo ocioso en sus cuarte-
les de Utrech el conde de Leioesler. Se hallaba en graves compnH
míaos fMtf sa propia repataciop, por el honor y (tigniducl j]e la reipa
á gqiM servw, de dar muestras públicas de que no en vano habiao
YWiáo h Flaodes las tropas aouliares de lo^terra. Asoendian sus
loerfas A ooko mil iii&Dtes y tres mil ^ballos, eompopiéndose uo
grau QÚmero de las ^opas de irlaadeses y escoceses, gente feroz
MasluisJyada k las ÍQcl0PieD£Ías de la atmósfera, familiarizada con
l»dQ género d» peligras y penalidades. Na faltaban en su campo jefes
enteodidos, de expuríencía, algunos de los cuales como Norrís y
Morgan, hablan hecha la guerra en los Paises Bajos. También se
hallaba eo su campo en calidad de aventurero don Antonio de Por-
togal, tan frecuentemente mencionado en vuestras páginas.
Comenzó su» operaciones el conde de Leicester enviando un cuer-
po de tres mil hombres á las órdenes de Mauricio príncipe de Orau-
ge» que comenzó entonces su carreña militar, en que alcanzó una
(ama y pombradüa igual por lo menos 4 la de su padre. AcompaDa-
ba 4 este principe el inglés Sír Felipe Sidney, uno de los hombres
de su tiempo mas distinguidos por sus gracias personales, su ins--
trvccion, la generosidad de su carácter y por cuantas cualidades
constituían entonces un cumplido y perfecto caballero. También era
este su primer paso »u la carrera de las armas, para él muy corta,
como ya veremos.
Se dirigía este destacamento á la plaza de Axel en el pais de
Waes en Flandes, d^ la que se apoderó por sorpresa, entrada ya la
Hioche. La misgiit ^tatjva hizo en la plaza de Alost; mas fueron
repelidos los ingleses con alguna pérdida, y viendo frustrada su
(impresa se volvieron al campo de Leicester.
Deliberó e^te en su consejo sobre si tomaría la dirección deNuiss
para levantar el sitio que habia puesto á la jplava el príncipe de
Parma; mas sabedor de lo pronto que habia quedado en su poder,
pasó' A poner ¿Uio k la plaza de Zutphea en la provincia de Guel-
dres^ situada sobre el Issel entre el ftin y el Mosa. Su gobernador
Juap Tassis se hallaba ausente á la sazón, en tendiendo en un ser-
vicio dje importancia que le habia encomendado idl general en jefe.
Coa estas noticias deliberó Alejandro sobre si convendría mas.
continuar el sitio de Rimberg, ó levantarle para ^utrchar en auxilio
de la plaza amenazada por Leicester. Expusieron muchos los gra-^
ves uvales que iban á seguirse para el electorado de Colonia, de-
jando A Bimberg eo manos de los enemigos tan encarnizados del
Quevo arzobispo; pero otros sostuvieron 7 con mas razón que era
Tomo 1. 102
80^ mSTOBU M MJH n.
todavía mas importante el no dejar caer eo las de los iogleses vm
plaza tan importante como la deZutphen. Adoptó el daqae de Par-
ma nn medio expediente entre la ^ntinnacion del sitio y su total le-
vantamiento. En frente de Rimberg, situada sobre ei Rín, se halla
una especie de isleta desde donde se podian cortar sos comanicaekH
nes con el rio. Hizo el duque atacar este punto á viva fuerza, y sos
defensores le evacuaron sin ninguna resistencia, refugiándose á la
plaza. En dicha isleta estableció el general espafiol mil hombres que
con el auxilio del arte hicieron de ella un punto fuerte, con medios
de hostilizar á Rimberg é interceptarle sus convoyes. Para comple-
tar el bloqueo hizo Alejandro levantar otros dos fuertes del otro la-
do de Rimberg, y cuyas guarniciones podian darse la mano con la
de la isla.
Establecida asi esta cadena de interceptación, levantó so campo
y tomóla dirección de Zutphen, cuyo sitio no se hallaba entonces
bastante adelantado á pesar que los ingleses se hablan hecho due-
fios de Doesburgo, otra plaza pequeDa á sus inmediaciones, situada
asimismo sobre el Issel. Envió delante á Tassis y Verdugo con or-
den de entrar en Zutphen y tomar el mando de la plaza como so
gobernador, y el segundo de situarse en Burcheló, punto importan-
te de sus inmediaciones, donde debia fortificarse mientras llegase d
cuerpo del ejército. Para dar mayor impulso á las operaciones y
asegurar la comunicación con la plaza sitiada se adelantó el mismo
Alejandro con quinientos hombres y un convoy considerable al fren-
te del cual entró en Zutphen sin encontrar ningún obstáculo.
Penetrado de la importancia de esta plaza, se inclinó el duqne á
quedarse en ella de gobernador mientras durasen las operaciones
del sitio. Mas le hicieron ver sus principales capitanes lo indecoro-
so que sería para su persona, y el cargo de que estaba revestido,
quedar encerrado en una plaza por tropas extranjeras; y que toda
la importancia de la plaza de Zutphen, era nada en compáncioii
con los perjuicios de estar privado de su inmediata comunicadoD ,
todo el pais que se hallaba bajo su mando. Se mostró dócil el duque
de Parma, y salió inmediatamente de Zutphen á reunirse con sos
tropas, dejando con el cargo de gobernador á Verdugo que merecía
toda su confianza.
Lo que mas urgia era enviar un nuevo convoy de viveros 4 Zot-
phen, pues los introducidos por el mismo Alejandro, no podían s»-
tisfocer las necesidades de la plaza. Se preparó, pues, un grao coih
CAnniLO u. 867
voy y se dio al marqués del Vasto el cargo de escoltarlo con un
cuerpo de tres mil hombres. Habiendo caido en manos del [general
inglés el aviso que se daba á Verdugo de la salida del [convoy; en-
vió Leice^ter un cuerpo considerable mandado por Roberto Deve-
reox, quien con el título de conde de Essex, se hizo tan famoso en
la historia y en la fábula.
Llegó el marqués del Vasto sin novedad con su convoy al pueblo
de Varunsfeld, á legua y media de la plaza. Aquí mandó hacer alto
para dar á sus tropas algún momento de descanso. Sin teuer noticia
alguna de los movimientos de los enemigos, se vio acometido de re-
pente por el cuerpo inglés que habia permanecido en emboscada. Se
trabó entre los dos una pelea muy reOida y muy sangrienta en que
los espaOoles atentos á la conservación de su convoy y á pelear al
mismo tiempo, se vieron muy comprometidos desde que se dio prin-
cipio á la refriega. Por las dos partes se combatió con obstinación y
gran valor, pues se median muy de cerca. AI fin pudieron desemba-
razarse los espafiolea de su convoy, que mientras hacían cara á los
enemigos, hicieron mover con mucha rapidez h&cia Zutphen, don-
de entró felizmente protegido por salidas que se hicieron de orden
de Verdugo. Los ingleses viendo frustrado su proyecto se retiraron,
y lo mismo hicieron los españoles volviéndose á su campo. Queda-
ron en la acción de una y otra parte muchos heridos y no pocos
muertos. Se contó entre estos últimos á sir Felipe Sidney, de quien
hemos ya hablado, herido mortalmente de un lanzazo. Sobre las
particularidades de la muerte de este famoso (personaje se refieren
anécdotas, todas en realce de su fama y mérito. Aunque sin ningún
cargo importante en el ejército, fue sentida mucho su muerte en el
pais donde se celebraban tanto sus virtudes, su instrucción y su ta-
lento.
Con la introducción en Zutphen del convoy y el refuerzo de guar-
nicion, estaba la plaza por un tiempo sin peligro de caer en manos
de Leicester. Aprovechó este respiro el duque de Parma, para salir
60 busca de dos mil reitres alemanes, que aguardaban los ingle-
ses. Llevó consigo para ello un cuerpo de mil y quinientos hombres
de caballería; pues era su objeto, menos pelear con ellos que el
atraérselos á su partido, y esto, no porque necesitase dicho refuer-
zo, sino por quitársele á sus enemigos.
El resultado satisfizo en parte sus deseos, pues los alemanes por
9Q8 persuasiones, se volvieron á sus casas, con la promesa de lia-
80^ HI8T0K1Í M V£L1»S n.
Marios cütindó fdesen neceónos, y además «na sama do poeo con^
síderaMe que les hizo entregar d geoeral esfMifiol por premio desa
deferencia.
Mientras tanto se apoderó, el conde de Leicester, de noa isleta
llamada Velan, situada en el Issel en frente de Zatphen, gaarned*-
da con un castillo , abandonada por su gobernador que hizo poca
resistencia. A pesar de esta ventaja, no cometió mas actos de hos-
tilidad el inglés contra la plaza , sea que los Creyese infractoosos
hallándose esta bien guarnecida y bien provista, sea que le impo'-
siesen las tropas de Alejandro, situadas ventajosamente en las in-
mediaciones. Por otra parte, el invierno, que estaba ya endma,
paralizó aquel sitio y puso fin á la campaDa por entrambas partes.
El conde de Leicester se retiró á la Haya , donde celebraban su
asamblea los Estados, y el duque de Parma tomó el camino de
Bruselas.
Sea que Alejandro estuviese cansado de la guerra, ó que desease
verdaderamente trasladarse á Parma para tomar posesión de sus
Estados, pidió al rey la licencia de dejar su mando y de marchar 4
su pais, alegando lo apurado de las circunstancias en que se halla-
ba su familia, privada también desde algunos afios antes de su ma*
dre. Mas Felipe II, con tan fuertes motivos para no deshacerse de
un hábil gobernador de Flandes, de tan entendido capitán, respon-
dió al de Parma con una absoluta negativa. Le hizo ver lo imposi-
ble de su ausencia en aquella situación , cuando tanto importaba
que su valor y capacidad coronasen una obra con tanta gloria dd
príncipe empezada. Que en cuanto á los apuros domésticos de que
se quejaba, tomaba por su cuenta acudir con remedios prontos y
eficaces, que disipasen todos sus cuidados.
Si el rey de EspaOa se hallaba, ó mostraba hallarse, tao satis-
fecho de la conducta del duque de Parma, no sucedía le mismo á
los confederados con respecto al conde de Leicester. Desde el princi-
pio de su administración, se mostró duro y altanero manifestando
tener en poco los consejos, afectando una absoluta independencia
de los Estados , como si no hubiese otro soberano en el pais qae la
reina de Inglaterra. Con nadie contaba para sus operadonee: cen-
feria de su propia autoridad los principales cargos del país, y de
los caudales que se ponian & su disposición hacia el use que le
parecía mas conveniente sin dar cuentas. ExcÜó esla oméneta des-
contento' sutto en los magnates y personas mas considerables, ann*
qtte pof el respeto que les inspiraba la reiaa Isabel, no se alreviai
á prOttonciarse abiertameote contra so valido. Se le acosaba basta
de culpable negligencia y daDada intención en sa gobierno, de ba^
bér consagrado á otros usos el dinero con que se debian alistar los
reitres alemanes, de no ecbar mano mas que de ingleses para car-*
gos importantes ; de confiar el gobierno de algunas plaxas á bonw
bres sospecbosos que babian ya militado á las. órdenes del rey de
Espafla. Por su parte, se mostraba quejoso el conde de Leicester
de que los Estados no demostraban deferencia á su suprema aute«-
ridad ni agradecimiento á los favores de su reina ; de que mientras
tantos sacrificios bacia esta por librarlos del yugo de sus opresores,
andaban ellos en ocultos tratos solicitando volver á la gracia de su
antiguo dueSo. Y no carecía para esto de razones el general inglés,
pues en medio de los conflictos de una guerra tan porfiada , jamás
babian faltado, aunque sin buena fé por una parte y otra, negocia^
clones de pacificación tan pronto rotas como principiadas*
Sabedora Isabel de estas disensiones, llamó al conde á Inglaterra
para enterarse mejor de sus motivos. Anunció Leicester su partida
á los Estados, y aunque mostró intenciones de que le sustituyes*
otro de su misma nación en el cargo de supremo gobernante, se
resistieron ¿ ello abiertamente. Se presentaban naturalmente eoiao
candidatos para esta dignidad , entre otros, el conde de Holak y d
príncipe Mauricio. Mas los Estados, restableciendo el uso antiguo
de quedar el Senado de gobernador por ausencia ó muerte del pro*
pietario, le invistieron de este poder, determinando que usase en
sus órdenes y determinaciones superiores el nombiM y el sello del
conde de Leicester.
Así terminó sin mas novedades el afio 158((, permaneeiendo en
Bruselas el duque, preparándose para la próxima campaSa. Se abrió
esta para él bajo auspicios muy felices. Se apoderó sin resistencia
de las plazas de Woue y de Deventer muy cercanas 4 la de Zut-«
phen. También cayó en sus manos el castillo de Velan sobre la is-
leta de este nombre que servia como de obra exterior á dioba plan
7 de que se babia apodorado d general iaglés, ooande trataba de
sitiarla.
La circunstancia de ser gobernador de Deventer un general ñ^
glés llamado Stanley, y de mandar el castillo de Velan oiro inglófl
con el nombre de Rolando York, cenfimó las soqiedkas y renovó
1m aeusadones que se baeian á Leicester de eonfiar las plasas k
S16 msTOBUDiFiURn*
peraooas desleales. Los dos gobernadores habían servido antesalas
órdenes de EspaDa ; los dos alegaban como escasa de su debilidad
ó SQ traición el deber de entregar las plazas á sa antiguo doefio. El
primero, que era católico, fué remunerado por Felipe II por este
gran servido, mas no tocó al segando ninguna recompensa sin du-
da por no ser objeto de tanta confianza para el rey de Espalls.
Escribieron los Estados diversas cartas á la reina de Inglaterra,
quejándose de nuevo de su lugar-teniente. Conservándose este en el
fovor de Isabel, no le fue difícil deshacer los cargos acriminando i
sus acusadores. Sin embargo, la reina siempre cautelosa ó tal vez
para acreditarse de imparcial y justa, envió á los Paises-Bajos i
Tomás Sackviile, lord Burckhuss, para tomar informaciones y oirá
los quejosos. No tardó este mucho tiempo en penetrarse del justo
motivo de las acusaciones y de los pocos servicios que habia hecbo
el conde Leícester á los intereses y buen nombre de la reina. A^se
lo comunicó con franqueza y lealtad, mas no se hallaba dispuesta
esta princesa á castigar á quien estaba con ella tan en gracia. Tra-
bajó sí por calmar las animosidades y restituir la concordia entre su
general y los Estados; tan penetrada estaba de la necesidad de con-
tinuar sus auxilios á los Paises-Bajos. No le fué difícil allanar esto
terreno é inspirar en los Estados el deseo de la vuelta de su favwi-
to, por la necesidad en que se hallaban de socorros extranjeros. Se
decidió, pues, la vuelta del conde de Leicester á los Paises-Baios, é
inmediatamente se hizo á la vela con refuerzo de buques, de gente
y de dinero.
Mientras tanto proseguía el duque el curso de sus operaciones.
Duefio ya de todas las plazas fuertes del Brabante solo le restaba en
la provincia de Flandes la expugnación de las de Ostende y de la
Esclusa* Decidido á comenzar por esta última, hizo un amago sobre
la de Berg-op-zoon para llamar la atención del príncipe de Qrange.
Pero mientras volaba en su socorro torció el duque la dirección }
marchó apresuradamente camino hacia la Esclusa en euya inmedia-
don sentó sus reales.
Es la Esclusa una plaza que merece el nombre de maritima, pues
la une con el mar un ancho canal, por donde llegan á sos moras
todo género de embarcaciones. Se subdivide este canal desde la plasa
hada la parte de Oriente en otros varios que se comunican entre á
por medio de ramales, dejando á la dudad inaccesible por aquel
paraje. El único terreno por donde puede aa sitiador aprosuMOQ
GÁPnme lx. 811
se halla en la dirección de Brajas, y ano es sumamente estrecho y
tan blando y fangoso, que es muy difícil formar en él trincheras, ni
otras obras sólidas de sitio. Entre la ciudad y el mar se halla la is-
lata de Gadsan, que sirve & la plaza de obra exterior por aquella
parte. A la derecha y á muy poca distaúcia se halla el puerto de
Flesinga, capital de la isla de Valkren de donde podía recibir socor-
ros por agua, mientras le llegaban por tierra de la plaza de Osten*
de, que se halla á la izquierda. Para asegurar las comunicaciones
entre Ostende y la Esclusa, hablan construido los confederados el
castillo de Blackemberg, donde hablan puesto guarnición que podia
dar auxilios á cualquiera de las dos plazas en caso de verse amena-
zadas.
Convencido el duque de lo indispensable que era para la toma de
la Esclusa, el privarla de sus comunicaciones con el mar, adoptó el
mismo sistema que habia seguido en la expugnación de Amberes.
Se apoderó con este objeto de la isleta de Gadsan, fortificándola de
nuevo para hacer frente á los buques que viniesen de Flesinga. Hizo
inútiles cuantas tentativas empefiaron estos para introducir socorros
en la Esclusa; y para interceptar completamente la comunicación,
echó sobre el canal dos puentes partiendo de la isleta, en todo pa-
recidos al que habia construido en el Escalda. Con esto, y con ha-
berse apoderado del castillo fuerte de Blackemberg, €ortó entera-
mente las comunicaciones de la Esclusa, dejándola reducida á sus
recursos propios.
Se compoDía la guarnición de mil seiscientos hombres mandados
por el coronel Groembert, jefe valiente y de experiencia. Con tan
pocas fuerzas á su disposición, no le fué posible impedir las opera-
ciones preliminares de Alejandro, y como ni el príncipe Mauricio ni
los demás generales de su parcialidad tuvieron noticia del proyecto
del duque de sitiar la Esclusa, terminó sus operaciones sin que nin-
guno por parte de tierra le inquietase.
Apoderado de Cadsan, abrió este sus trincheras por el lado acce-
sible de la plaza. T aunque avanzaban poco los trabajos se procedió
á la expugnación de un fuerte exterior que el gobernador habia man-
dado construir de la otra parte de los fosos. Hizo el fuerte alguna
resistencia, de modo que entretuvo por algunos dias á los sitiado-
res. Mas temeroso el gobernador de que con su expugnación á viva
faerza perdería la gente que le guarnecía, y creyendo que no era
indispensable para la ulterior defensa de la plaza, dispuso q«e la
81t , HI8T0VA M IRUF]I n.
evaenase «d d silenoio y tioi«blas d4 la noche. DaeBos loa eipifo-
ks de este punto faerle, se sirvieron de él para dirigir sos tkos il
cuerpo de la plaza.
Mientras tanto desembarcaba en Flesioga el conde de Lemüet
een los refuerzos que habia traído de Inglaterra. Ascendía á aela
mil el número de sns soldados bien provistos de todas las cosa» ne-
cesarías. Faé sq primer designio socorrer la Esdqsa por mar, lUi
00 pudieron los navios forzar las dos pasos qae se bailan entre la
isla de Cadsan y las orillas del canal, por el que comoníca cod el
mar la plaza. Repelido por todas partes el general Í0glés, se dirija
& Ostende para dar la mano por parte de tierra á los sitiados. Mas
no se atrevió á expugnar el fuerte de Blackemberg, por donde tenis
que pasar, estando situado entre las dos plazas como ya beinos
Asi se vio la Esclusa destituida de socorros, á pesar de hallaise
tan cercanas las tropas auxiliares. Comenzaba á estar en apuros Ii
guarnición, y las municiones iban escaseando lo mismo que los vi-
veres. Avisó secretamente el gobernador al conde de Leicester li
situación en que se hallaba, manifestándole que á no recibir socor-
ros prontos, se vería en la necesidad de entrar en convenios con los
sitiadores. Fué esta carta interceptada y cayó en manos de Alejao-
dro, que continuaba estrechando la plaza para llegar pronto al mo-
mento del asalto. No aguardaron esto lance serio los sitiados. Aco-
gió el duque cop . benignidad á los comisionados que le envió elgo-
beroadorcon proposiciones de entregar la plaza, solicitando porsoU
eondifiion el que se permitiese salir con todos los honores de goein
A las tropas que mandaba. Así se verificó en efecto, y el duque de
Iteoa afiadió la Esdusa al número 4^ sos conquistas.
MieBtrM tanto habia hecho Mauricio una incursión ep el fin-
baate, dirigiéodose A las plazas de Bois^le-Duc y Engen. Cnaido
trataba seriamente en poner sitio á Ja prímera, tuvo qoe acudir i
Flesinga para recilñr ai duque de íieicester. Ko adquirió este, como
se vó, mas gloria sobre la plaza de la Esclusa que sobre la de Zit*
pben. Con esto xaotiroee renovaron los descontentos, las «crímioa-
eionea de una y otra parte. Iban demasiado mal los negocios pin
qa¿ los Estados no se condujesen y expresasen con aquelU aerímo-
nla qae signe siempre á todo descalabriO. Les habla hecho ver de
masiado k experiencia, que ningún paso habían dado en el sentidí
de m eoMaiMpaciAa eon la venida de aquellos exIíanjerM. y que el
CAPITULO LX. 818
coDde de Leieester do había probado de mejor condicioD que el do-
qne de Anjou y el archiduque austríaco. Con esto se encendió mas
la discordia, y hubo divisiones entre los mismos naturales del pais,
inclinándose los mas á la causa de los Estados, mas sin carecer de
parcialidad y de valedores el conde de Leicester. No faltaban fra-
guadores de tramas subversivas en favor del general inglés, y hu-
biese caido en sus manos la plaza de Leyden á no descubrirse la
traición por medió de la que se pensaba renovar en ella lo acaecido
pocos afios antes en Amberes cuando habia tratado el duque de An-
jou de apoderarse de ella á viva fuerza. No fué esta la ciudad de los
Paises-Bajos la sola donde se hicieron semejantes tentativas, pues
al duque de Leicester no le faltaban poderosos partidarios, aunque
la generalidad, y sobre todo los magnates del pais, se le mostraban
tan contrarios. Se hallaban á la cabeza de estos el príncipe de Oran-
ge, los demás individuos de la familia de Nassau, y los generales
flamencos que mas foma habian adquirído en aquellas contiendas
tan refiidas. Fáciles son de concebir las animosidades, las descon-
fianzas que en tales casos se introducen entre las gentes del pais y
auxiliares extranjeros, sobre todo cuando estos abusan de los favo-
res que dispensan, y el jefe que se halla á la cabeza no sabe piiti-
gar á favor de servicios eminentes el disgusto que causan sus ma-
neras arrogantes y las pretensiones de dar enteramente la ley donde
solo viene á dar auxilios. No era, pues, culpa de los Estados el que
tuviesen que poner la persona del conde de Leicester casi al nivel
de la del duque de Anjóu y de su antecesor el archiduque austríaco.
Ni tino, ni habilidad, ni genio militar, ni don de mando habia sa-
bido desplegar el general inglés, á quien no asistían mas títulos ni
derechos que el favor de una reina á quien ofuscaba la pasión, para
no conocer el poco méríto de su cortesano. Sin embargo, recibió sin
notable disgusto las quejas que por todas partes la llegaban, tanto
de las autoridades del pais, como de las personas que ejercian mas
influencia. Atormentada por otra parte con las acusaciones que el
mismo conde hacia de sus enemigos, tuvo por conveniente llamarte
por segunda vez á Inglaterra. Partió, pues, Leicester de losPaises-
Bajos, y se restituyó con poca gloria á su pais, donde tardó pocos
afios en llegar el instante de su fallecimiento. No acompañaron al
general ingles todas sus tropas, siendo de notar que Isabel, á pesar
de esta especie de ruptura, conservó todas las aparíencias de amis->
Tomo i. 108
81 1 HISTOIU DS FKLIfin.
tad hacia los Paises-Bajos, y no dejó después de soeorrerios eoB tro-
pas y dinero.
Con la salida del conde de Leicester de Flandes calmaron moclio
las agitaciones que turbaban el pais, y el príncipe Mauricio recobró
del todo el ascendiente que verdaderamente merecía por su habili-
dad, tanto en campafta como en los asuntos de administradoD y de
política. Fué en todo digno sucesor de su padre, y supo obrar de
modo que se echaba poco de menos al hombre distinguido que se
podía considerar como el principal autor de la independencia de lu
patria. Florecian las provincias del Norte sujetas á su principal ad-
ministración, por su industria, por el desarrollo de la navegación,
que hicieron muy pronto de este pais una de las principales potencias
marítimas de Europa. Era general en él este espíritu de libertad,
resorte de tantas cosas grandes, y la resolución de no volver nunca
á sufrir el yugo de un príncipe extranjero. En las del Mediodía, su-
jetas con pocas excepciones á la obediencia de este rey, fermentaba
todavía el descontento. La luchado las dos religiones producía efec-
tos mas visibles; y como por otra parte habían sido por mas tiempo
teatro de una guerra activa, sufrían todas las calamidades que son
inevitable resultado de estos choques tan violentos.
Fueron muy pocas las operaciones militares durante todo el curso
de 1587. Mientras el duque de Parma se hallaba sobre la plaza de
la Esclusa, se entregó la de Gñeldres á los espaffoles sin ninguna
resistencia. Los confederados sitiaron y tomaron después de una
larga defensa y una batalla en sus inmediaciones la plaza de Bng^l;
mas no fueron igualmente dichosos con la de Bois-le-Duc, que se
resistió, obligándolos á levantar el sitio.
Uno de los grandes inconvenientes que ofreció esta larga contien-
da en los Paises-Bajos, fué que ninguno de los dos partidos tuvo
fuerzas suficientes para dominar completamente un pais que, & pe-
sar de su corta superficie, se halla atravesado por tantos ríos, cor-
tado con tantos canales y erizado con tantas fortalezas. FueroD cor-
tas las del duque de Alba, y del mismo defecto adolecieron las de
Requesens y don Juan de Austria. Mas numerosas eran lasque man-
daba el duque de Parma, pero nunca le bastaron para tantas aten-
ciones. Engrosado con tantas conquistas y en posesión de una fama
tan esclarecida, se hallaba ahora con todos los medios siificieotesde
aumentar considerablemente sus filas con los infinitos que buscaban
su fortuna en las batallas, y tenian á honor el servir bajo un can-
CAPITULO LX. 815
dillo de tanta oombradla. A este objeto, paes, se consagraban todos
los cuidados de Alejandro durante su residencia en Bruselas, adonde
se trasladó después de la toma de la Esclusa. Pero su ejército, que
tanto se aumentaba, no tenía entonces por objeto la sujeción total
de los Paises-Bajos. Otra mas importante empresa tenia fijos sobre
si los ojos de la Europa. Habia llegado el tiempo de pronunciarse en
llama abierta el fuego oculto del odio que Isabel y Felipe II se pro-
fesaban mutuamente. Ya la reina de Inglaterra se había declarado
enemiga del de España enviando tropas auxiliares á los Paises-
Bajos. Ya habia cometido actos de abierta hostilidad protegiendo á
don Antonio de Portugal, enviándole á las islas Terceras provisto
de buques, de tropas y dinero. Otras manifestaciones de la misma
clase hacían aventureros marítimos, que bajo sus auspicios y con
su bandera, infestaban nuestras posesiones del nuevo mundo. De-
claró, pues, la guerra en toda forma Felipe II á1a reina Isabel, y
las palabras iban & ser acompasadas de los hechos. Mas antes de
ocuparnos de ellos, necesitamos hacer otra excursión por Francia é
Inglaterra, donde veremos nuevas causas de una contienda, en que
para Felipe II se trataba nada menos que de la ruina de su anta-
gonista.
EáPITtiLO Ua
Asantos de Francia.— liguen los procedimientos de la Santa liga.-^Encono contra los
calvinistas.— Negociaciones para neutralizar la guerra que amenaza.— Todas infruc-
tuosas.—Negociaciones del rey de España, de Catalina de Médicis, de los políti-
cos, de Enrique de Navarra.— Cada vez mas encendido el odio de los dela^liga.—
Tratado de Nemours.— Euptura del tratado de pacificación. —Se pone el rey al
frente del partido católico.— Excomulga Sixto V á Enrique de Navarra y al prínci-
pe de Conde.— Protesta en contra del primero.— Ouerra.^Batalla de Contras y
victoria por Enrique de Navarra ^Victoria del duque de Guisa sobre los reí-
tres de Alemania.— Nuevas intrigas.- Nuevos odios contra el rey.— Entrada del
duque de Guisa en París. — Jomada de las barricadas.— Se retira el rey de París y
se dirige á Chartres (1). (1580—1588.)
El último tratado de pacificación entre el partido católico y cal-
vinista ajustado en Francia, segnn hemos hecho ver en el capitu-
lo X, no podia menos de adolecer de la instabilidad que distin-
guía á los otros de la misma clase. Sí era imposible la continuación
por mucho tiempo de la guerra por falta de recursos de ana y otra
parte, era igualmente imposible una paz sincera, y por lo mismo
sólida entre partidos que mutuamente se excluían. En Francia se
hallaban frente á frente los dos campos religiosos y políticos en que
entonces estaba la Europa dividida. En otros países habia una uni-
dad de religión ora católica, ora protestante : en otros se hallaba
una de ellas en grande minoría y sometida por lo mismo á la rival
que dominaba. Solo en Francia luchaban abiertamente como dos
(I) Lai mlamw notorMadet que en el oapftalo L,
CApnmo Lxi. 817
MDtrarios qne se creen ood bastantes faenas para obtener nn trínn*
fo decisivo. Teniendo en consideración el carácter intolerante de la
época, se pnede imaginar qne existia en Francia nna agitación, nna
guerra civil en permanencia, pnes no podian vivir en paz dos reli*
giones que difiriendo tanto en principios daban por resultados en
politica dos sistemas asimismo opuestos. La religión en efecto que
escribía en su bandera el libre examen en materias de creencia,
debia de tener tendencias muy diversas de la que profesaban por
principio inconcuso la ciega sumisión á la autoridad y decisiones de
la Iglesia. Bajo este punto de vista se deben considerar estas famo*
sas contiendas que tanto distinguieron el siglo XYI, que se propa-
garon hasta el XVII, y aunque muy débilmente basta el XVIII. Así
la Inglaterra, la Escocia, los insurgentes de los Paises-Bajos, y los
príncipes luteranos del Imperio por una parte, y del otro lado el
emperador, los principes de Italia, el rey de EspaOa y el papa sobre
todo, contemplaban con intenso interés esta luchado sus principios
y opiniones respectivas con tanto calor empeOada en el suelo de la
Francia. Por esto los adalides de las dos facciones tenian sus alia-
dos naturales en los paises extranjeros y de ellos aguardaban y re-
cibían efectivamente auxilios mas ó menos poderosos.
En cuanto al rey de EspaBa, cuyo reinado describimos, ya se sa-
be cuál de los dos partidos que despedazaban á la Francia era ob-
jeto de sus simpatías. Hemos visto con cuánto descontento suyo se
ajustó el tratado de Poitiers, y las resoluciones que manifestó se
vería obligado á tomar después de este suceso. Además de lo in-
capaz que le parecía Enrique III para asegurar de una vez el triun-
fo del catolicismo en Francia, estaba resentido de este rey por el
apoyo al menos indirecto que daba á los alzados de los Paises-Bajos.
La expedición del duque de Anjou en que no pudo menos de tener
participación el rey de Francia, dio nuevo pábulo al disgusto y re-
sentimiento de Felipe, y si no estalló entonces una abierta hostilidad,
fué porque se hallaba con medios de hacérsela mayor sin mostrarse
abiertamente su enemigo. Debían de ser y lo eran en efecto todas
las simpatías del rey, por la santa liga católica formada en Francia
sin la participación del rey Enrique, y cuyos vínculos se iban ha-
ciendo cadadia mas estrechos. En todas las ciudades tenia ramifi-
cación y contaba con las personas mas ricas é influyentes. En las
manicipalidades se hallaba su asiento principal, y con las manifes-
taciones mas públicas apoyadas en ceremonias y pompa religioias,
81 S BISTOSU DI FBLIPB O.
se hacían hasta un deber de proclamar abiertamente én existeneia.
A la cabeza de esta vasta asociacioD contiDuabaD los príncipes de
la casa de Lorena constantes campeones del catolicismo, descolland»
entre ellos Enrique, duque de Guisa, jefe ¿ la sazón de la familia.
Con los principes de Lorena se hallaban muchos grandes personajes
del pais, aspirando todos á obrar con independencia de un monarea
no solo poco estimado sino hasta blanco de desprecio. ¿Cuántos mo-
tivos no debía de tener pues el rey de Espafia para animar, para
auxiliar con su consejo, con su protección y hasta con medios pe-
cuniarios esta santa liga tan celosa, tan entusiasmada en defensa de
la religión católica, tan inconciliable enemiga de los hugonotes á
quienes téúía jurada su completa ruina? Toda su correspondencia
de aquel tiempo, da claros testimonios de la parte activa que desde
el (éndo del Escorial tomaba. Felipe II en las turbulencias de la
Francia. Era el duque de Guisa el principal ol«eto de su simpatía,
en quien tepia puestas sus grandes esperanzas, á quien escritña
frecuentemente dándole consejos, animándole á seguir adelante cod
su empresa, ofreciéndole para ello toda especie de recursos. Con el
pseudónimo de Mucio se comunicaba el de Guisa con Felipe, y ta-
les eran las esperanzas de la poderosa protección del rey que casi se
consideraba á este como el jefe supremo de la liga. Así mandaba de
hecho, aunque no de un modo ostensible, el rey de Espafia en la
porción mas numerosa, mas influyente, mas poderosa de la
Francia*
Tenia esta vasta asociación un fin político de grande traacendm-
cia, y que no apoyaba menos Felipe II que los otros puramente
religiosos. Se hallaba sin hijos, y con la reputación de no poder
tenerlos Enrique IIl, último vastago de la ramade Valois, habiaids
muerto también sin sucesión el duque de Anjou, último de sus her-
manos. Extinguida esta &milia quedaba la mas próxima al troaok
casa de Borbon descendiente de un hijo segundo de San Luis, casa-
do con la sefiora de Borbon que dio su nombre á la familia. Era su
representante el joven Enrique de Navarra, y considerado por lo
mismo como el heredero legítimo y forzoso. Mas ¿qué perspeeCífa
se oft^ia, á la Francia católica, cuando llegase á tomar poseaioii
de la corona un rey hereje? La exclusión, pues, de Enrique de
Navarra de la sucesión, debió de ser uno de los grandes objetos á^
la santa liga. Asi lo fué en efecto. Para suceder á Enrique III desig-
nó al mismo duque de Guisa, á fovor de cuya idea se forjó ud árbol
CAPITULO LXI« 819
geDealógico por el que aparecían los príncipes de la casa de LoroDa
desceodientes del mismo Garlo^-Magoo. Aunque era falso, no repa-
raba el espíritu de partido en este inconveniente, ni importaba mu-
cho á los intereses de la liga que fuese el de Guisa heredero por la
ley, con tal que de otro modo resultase serlo de hecho. Apoyó Fe-
lipe 11 esta intriga que aunque secreta, no dejaba de ser en cierlo
modo pública. Se llegó á firmar un tratado secreto enJoinville entre
Felipe H y los individuos de la casa de Guisa, cuyas disposiciones
principales eran : primera, la exclusión absoluta del trono no solo
contra el rey de Navarra, sino contra todo príncipe de sangre real
de Francia que no fuese católico : segunda, el reconocimiento del
cardenal de Borbon, por heredero de la corona en caso de falleci-
miento de Enrique til sin hijos varones legítimos : tercera, la pro-
hibición en Francia del ejercicio de toda religión que no fuese la
católica romana : cuarta, la admisión en Francia del Concilio de
Trente : quinta, la restitución á Espafia de Gambray, sola plaza
que poseía la Francia por la empresa del duque de Anjou en los Pai-
ses*Bajos. Bajo estas condiciones se comprometía Felipe II á pagar
á la liga cincuenta mil escudos de oro al mes para hacer la guerra
al partido calvinista. Por este tratado no solo quedaba excluido de la
sucesión Enrique de Navarra, sino también su primo, el príncipe
de Conde, asimismo protestante. Los dos eran jefes de las dos ra-
mas de la casa de Borbon entonces existentes. El cardenal de Bor-
bon nombrado en el tratado era tio paterno de Enrique de Navarra,
hermano de su padre Antonio. Y á su fallecimiento por precisión
tenia que pasar el trono, según los términos del tratado, á otra fa-
milia. De la de Guisano se hacia mención, mas era entre todos un
tácito convenio. Tampoco con venia & Felipe II mostrarse explícito ni
obligarse á nada por razones que después veremos.
Para la completa sanción del tratado, no faltaba mas que la apro-
bación del Papa que todavía lo era Gregorio XIII, aunque sobrevi-
vió muy poco & este convenio. Se prestó propicio el Pontífice á los
deseos de la liga, manifestados por sus órganos principales, entre
los que figuraba en primer término el rey da Espafia, y autorizó
ona estipulación que redundaba en tanta utilidad para la religión .
católica.
La anunciación *sola de un hecho semejante en Francia sin parti-
cipación ninguna de su rey, muestra bien ¿ las claras á qué punto
de dese&tímacion había llegado su persona. Sin voluntad propia,
810 HISTORIA DB IVLIPB n.
paes se hallaba siempre bajo la inflaeDcia de so madre, sin energit
DÍDguDa en medio de este conflicto de partidos, do era en realidad
mas que una sombra y fontasma de monarca. Con tantas maoifes-
taciones públicas de catolicismo, con tantos actos de devoción á que
á vista de todos se entregaba, no era menos objeto 'de desprecio y
hasta de odio, para los católicos ardientes. En todas partes llovian
censaras y acriminaciones sobre sa conducta. Se llegaba hasta á
predicar en los pulpitos contra sus vicios, sus disoluciones y so hi-
pocresía. Reproducía la prensa eñ mil sentidos esta invectiva, y
hasta no faltaban caricaturas que manifestaban á las claras el des-
precio con que lo miraban los liguistas.
Unirse con los calvinistas era para él sumamente peligroso, pues
daría orígen á abiertas sediciones. Permanecer neutral entre los dos
partidos contendientes, le exponía á quedarse aun sin la sombra de
autoridad que le restaba. En tanta perplejidad no le quedaba mas
partido que echarse en brazos de la liga, que ir hacia quien do le
buscaba ni llamaba, que declararse jefe nominal de los que tenian
ya sus caudillos desiguados. A esta resolucioD se atuvo pues, eomo
hacia alguDos aSos aotes, pasando por la humillacioD de firmar ac-
tas y disposicioDes cuyo objeto final era nada menos que de destro-
narle.
Su madre, Catalina de Médícis, princesa hábil y astuta que du-
rante tantos afios se habia engolfado en un mar de intrigas, á fin de
neutralizar uno con otro los dos partidos rivales ; que habia sabido
quedar siempre con la influencia principal en el gobierno, ya iodi-
nándose á estos, ya á los otros, comenzaba á sentirse inferior & tan-
tos rivales poderosos y sin fuerzas para salir airosa en los nuevos
conflictos que se preparabau. Instigadora principal eu esta resolu-
ción que tomó el rey de declararse por la liga, conoció muy pronto
que era en ella de tan poca importancia su persona como la del mis-
mo Enrique. Consistían todas sus esperanzas en el partido medio,
cuyos esfuerzos se dirigían todos á embotar las armas que por en-
trambas partes se afilaban. No querian los hombres del justo medio
de entonces ni la influencia del rey de Espafia, ni la preponderancia
de los Guisas, ni la exaltación del partido extremo católico, m mvr
cho menos el triunfo completo de los calvinistas. Neutralizar todos
estos elementos á la vez no era muy f&cil. Asi fio fueron felices eo
sus negociaciones.
Uno de los objetos á que aspiraban los hombres del partido me
CAPITULO LXÍ. 881
dioágnienes daban el nombre de poHHcos, era la conversión defin-
riqne de Navarra, creyendo que con esto se desarmarían los que en
so cualidad de herejes se apoyaban para privarle de la sucesión á
la corona. Era sin duda este paso deseable, y tal vez hubiesen neu-
tralizado los esfuerzos de los directores de la liga. Mas se hallaba
demasiado comprometido el de Navarra con los jefes y demás per-
sonas influyentes de su parcialidad para hacer una abjuración que
le hubiese deshonrado en su concepto, tal vez sin adelantar nada
con los de la contraria. Hacia tan poco tiempo que habia vuelto de
nuevo al seno del calvinismo, que sería hasta una mengua suya se-
mejante inconsecuencia. Y aunque á la verdad no era este príncipe
demasiado adicto y apegado á creencias religiosas como lo hizo ver
algunos afios después de estos sucesos, entonces se mantuvo tan fiel
á su partido y prefirió sus peligros y sus glorias & la fortuna que
tal vez le aguardaba, adoptando las creencias de sus antagonistas.
Asi quedaron frustrados los designios de la reina madre y demás
personas que querian evitar á toda costa la guerra que á Francia
amenazaba. Los instigadores de esta contienda, los jefes ardientes
de la liga deseosos de cerrar todo camino á las negociaciones, su-
gerian medidas que llevasen las cosas al punto de ser inevitable una
ruptura. Titubeaba siempre el rey, á pesar de haberse declarado
jefe de la liga, mas los principales directores de la asociación, sin
tener en cuenta su repugnancia, ó tal vez deseando que sirviese de
pretexto para dar pasos aun mas atrevidos, se mostraban cada vez
mas exigentes y trataban de sujetar á Enrique con nuevas condi-
ciones. A mediados de 1 585 celebraron conferencias en Nemours v
•I
vinieron á un tratado definitivo cuyas condiciones fueron : que se
expidiese un decreto perpetuo é irrevocable, para prohibir todo ejer-
cicio del culto calvinista, declarando que no hubiese en adelante
otra religión que la católica, apostólica y romana; que se obligase
& dejar el reino á todos los subditos que no quisiesen vivir en di-
cha religión; que se declarasen todos los herejes incapaces de todo
cargo público, oficio y dignidades; que se devolviesen quedando en
libertad las ciudades que para su seguridad se habían dado al par-
tido calvinista; que aprobase el rey todos los alistamientos y demás
actos de hostilidad por parte de los principes, oficiales de la corona,
prelados, señores, ciudades y comunidades que habian tenido por
objeto la conservación de la religión católica, apostólica, romana;
que se conservase en sus destinos, en sus cargos y mandos á I03
TOMOl. 101
82i HI&TOhU DK FELIPA lí.
gobernadores generales que fnubieseo seguido el partido de estos
principes; que se entregasen al cardenal de Borbon y á los jefes de
ia familia de Guisa algunas plazas fuertes para su seguridad; que
se diese licencia á los lansquenetes y reitres alemanes, y que se pu-
siesen en libertad los prisioneros sin rescate alguno. Se firmó este
tratado en Nemours por la reina Catalina, por Garlos, cardenal de
Borbon, por Luis, cardenal de Guisa, por Enrique de Lorena, du-
que de Guisa, por Carlos de Lorena, duque de Mayena. Por él pa-
saba de hecho el gobierno del Estado y la dirección de la fuerza pú-
blica á manos de ios hombres de la liga.
Sometido de este modo el rey de Francia á todo el influjo de uo
partido inmenso organizado contra su misma voluntad, tuvo que su-
frir sus consecuencias. El primer paso que se vio obligado á dar,
fué un decreto contra los protestantes á tenor de lo convenido en el
tratado, prohibiéndoles el ejercicio de su religión, mandando salir
del reino al que no se conformase con el de la católica, y declarando
libres las ciudades que para su seguridad se les habian seDalado.
Era una declaración de guerra en toda forma. Partidos tan vastos y
tan ramificados como el de los calvinistas en el reino, no se destru-
yen por medio de un decreto.
Resonaron en todos los ángulos del reino los acentos de una
guerra que iba á ser mas larga y desastrosa que las otras. Prepa-
rados los de la liga á este conflicto, no anduvieron remisos en alis-
tar hombres , en aprontar armas, en tomar disposiciones para lle-
var lo mejor de la lid, en suministrar subsidios pecuniarios. Las pe-
ticiones que con este motivo hizo el rey á las diversas corporacio-
nes municipales no fueron desairadas. Acudió el clero igualmente
con cuantiosos subsidios. No faltaron tampoco por parte de Felipe D,
uno de los resortes principales de este movimiento. La corte tam-
bién se preparó á la guerra y se rodeó de los principales personajes
que, sin pertenecer á la liga, trataban de seguir en todo la fortuna
del monarca.
k grandes apuros se veia reducido Enrique de Navarra, puestea
la cabeza de un partido valiente, decidido, entusiasmado, mas ca*
yas fuerzas no podian competir con las de su contrarío. Hasta eo-
tonces se habia lisonjeado de que el rey de Francia colocado entre
los calvinistas y los jefes fogosos de la liga, neutralizaría con todas
sus fuerzas los proyectos de sus ardientes enemigos; mas cuando fe
vio á la cabeza de esta santa asociación, y ciego, aunque io volunta-
CAPITULO LXl. ,823
t • t ■
I
rio ÍDstrqin,eDto de todas sus antipatías, se creyó destituido de todos
sus auxilios. Eo sus correligionarios de afuera, en Isabel de Ingla-
terra, en los insurgentes de los Paises-Bajos, en los príncipes lute-
ranos del Imperio, en los predicantes de Ginebra, tenia cifradas sus
principales esperanzas; mas los socorros que podían enviarle, se ba-
ilaba lejos todavía. Para complicar los embarazos vino á herirle la
bula de excomunión que la liga habia llegado á conseguir del Papa.
Acababa de morir Gregorio XIU, dejando la silla pontificia á Félix
Pereti, cardenal de Montalto, que la ocupó con el nombre de Six-
to Y, tan famoso en aquella época, y que ocupa un lugar tan dis-
tinguido en todas las historias. Este pontífice que adquirió la fama
de enérgico, de fogoso, de campeón intolerante de las prerogativas
de la Iglesia, se mostró sin embargo algo remiso en adoptar la me-
dida de la excomunión que por parte de la liga se le reclamaba.
Tampoco se manifestó en un principio muy adicto á esta famosa
asociación que de tan católica blasonaba; pero después de la acce-
sión ó la aquiescencia explícita del- rey, se declaró mas propenso y
decidido á fomentar sus intereses , que eran en realidad los de la
Iglesia.
Mientras tanto se dieron nuevos pasos para la conversión de En-
rique de Navarra, único medio de disipar la tempestad que tenia ya
encima. Le enviaron con este objeto una abadesa de sangre real lla-
mada madama de Soissons; pero no fué mas dichosa esta sefiora que
otros & quienes se habia confiado el mismo encargo. El rey de Na-
varra y el príncipe de Conde, en la entrevista que tuvieron con ma-
dama de Soissons, respondieron que no eran nifiosá quienes se ame-
nazaba con azotes : que los únicos medios de que se habían valido
en la corte de Garlos IX para hacerles abjurar el calvinismo, no ha-
bían sido mas que los de la compulsión y el terror, sin que entrase
para nada la convicción, la sola que se debía enrplear en tales ca-
sos : que por lo mismo nada era mas natural de que puestos en li-
bertad hubiesen vuelto al seno de la religión en que habían sido
criados y educados, y que sostendrían con tesón á la cabeza de todo
su partido.
Entonces se lanzó por fin la fatal bula. En virtud de ella decla-
raba excomulgados el papa Sixto Y á Enrique de Borbon, ex-rey
de Navarra, y á Enrique de Borbon, ex-príncipe de Conde, que des-
de su nifiez seguían las herejías de Calvino. Se manifestaba en la
bula, que á pesar de los esfuerzos que se habían hecho para res tí-
S2i ffiSTOBU DX PKUFI U.
luirlos á la fe católica, apostólica y romana, á pesar de haberse coo*
vertido á ella , habiao abrazado de naevo el calvinismo, coomo-
vieodo y armando á los sediciosos herejes, de que eran jefes, goias
y protectores en Francia, y grandes defensores de los extranjeros.
Por lo mismo, queriendo Sixto V desenvainar contra ellos el cochillo
según correspondía á su cargo, y al mismo tiempo oiuy sentido de
que le fuese necesario usar esta arma contra una generación bas-
tarda y detestable de la ilustre familia de Borbon, pronunciaba y
declaraba á los dos individuos ya dichos, herejes y relapsos en he-
rejía, reos de lesa majestad divina, enemigos jurados de la fe cató-
lica, imponiéndoseles por sentencia y pena, según los santos Cá-
nones, el ser destituidos: Enrique de su supuesto reino de Navarra,
así como del principado de Bearne; y el otro Enrique de Conde, de
todos los principados, castillos, ducados y seDoríos; privados ambos
de toda dignidad, honores, bienes, cargos, oficios, declarándolos in-
capaces é inhábiles de toda sucesión, y sobre todo al reino de Fran-
cia, contra el que habían cometido tan enormes crímenes; priván-
dolos de esta corona no solo á ellos, sino á toda su posteridad, al-
zando el juramento de fidelidad á cuantos se le hubiesen prestado.
Se mandaba además á todos los obispos y arzobispos, que hiciesen
publicar la bula, que se fijaría en la puerta del Príncipe de los
apóstoles.
En lugar de sentirse aterrado Enrique con aquestos rayos hizo
hizo fijar en Roma, á la puerta del palacio pontifical, y sobre las
puertas de las principales iglesias, la protesta siguiente, que no
podemos menos de insertar por la curiosidad del documento: «ÍEn-
i^rique por la gracia de Dios, rey de Navarra, príncipe soberano de
x>Bearne, primer par y príncipe de Francia, se opone á la declara-
»cion y excomunión de Sixto Y, que se llama papa de Roma; la
^declara falsa, y apela de ella al tribunal de los pares de Francia,
»de quienes tiene el honor de ser el primero; y en lo que toca al
«crimen de herejía, del que se halla falsamente acusado por la de-
Dclaracion, dice y sostiene que Sixto, llamado papa, ha mentido
»falsa y maliciosamente, y que él mismo es hereje, lo que probará
»eü pleno concilio libre y legítimamente reunido, al cual, si el di-
»cho Sixto no se somete, como está obligado á ello por los mismos
«cánones, sostiene y declara que es hereje y ante-Cristo, y que en
«esta cualidad le hará una guerra perpetua; protestando contra la
«nulidad del acto de la excomunión, y que reclamará contra él y
GÁFITOLO Í^XI. 8S5
»SQs sucesores para la reparación de la ÍDJuría qae se le ha hecho
»á él y á toda la casa de Francia, como lo requiere el hecho y la
x>Decesidad presente. Que si en otras ocasiones los príncipes y los
»reyes sus predecesores, han sabido castigar la temeridad de las
agentes como este llamado papa Sixto, cuando se han olvidado de
losQS deberes y pasado de los límites de su vocación, confundiendo
»lo temporal con lo espiritual, el dicho del rey de Navarra, que no
loes nada inferior á ellos, espera que Dios le haga la gracia de ven-
»gar la injuria hecha á su rey, á su casa y á su sangre, y á todos
dIos parlamentos de Francia sobre el que se llama papa y sus su-
I «cesores, implorando con este motivo la ayuda y socorro de todos
»los príncipes, reyes, ciudades verdaderamente cristianas á quien
»conciernael hecho.»
No contento Enrique de Navarra con esta manifestación, se diri-
gió á los Estados de Francia justificando su conducta, mientras sus
principales partidarios hacían circular folletos en que se denuncia-
ba la ambición de los príncipes de la casa de Guisa y de cuantos
atizaban la guerra ya declarada entre los católicos y los reforma-
dos. Mas la guerra ya era un hecho positivo. Pronunciado con tan-
ta solemnidad el Vaticano á favor de los liguistas, estaban resueltos
á sostener mas que nunca esta decisión con las armas en la mano.
Los protestantes eran los menos; mas no por eso dejaron de acu-
dir animosos á ponerse bajo la bandera del joven Enrique de Na-
varra. Mientras tanto se presentaban los emisarios de este príncipe
en la corte de Isabel y en la de los luteranos del ;lmper¡o. No per-
manecían ociosos por su parte los pretendientes de Ginebra, solici-
tando auxilios en obsequio de la santa causa. El famoso Teodoro
Beza iba en misión por todas partes, poniendo en acción el inmen-
so ascendiente que ejercía en todos sus correligionarios. Por sus
exhortaciones enviaron los príncipes del imperio comisionados á la
corte de Francia, con objeto de hacer entrar al rey en sentimientos
mas pacíficos. Mas como no era el rey Enrique III el autor de aque-
lla guerra, no pudo dar respuesta satisfactoria á los embajadores.
£Dtonces los príncipes echaron mano de un medio mas eficaz, po-
niendo en movimiento cuerpos numerosos de reitres alemanes, que
se dirigieron á la frontera de Francia ¿ darse la mano con las tropas
de Enrique de Navarra.
Estaban ya los ejércitos de uno y otro bando en movimiento; á
cada instante se aguardaban noticias de batallas. A favor del calvi-
826 msTopoÁ ra feupb ii.
Dista estaba la experíaDoia de ta guerra, y un valw ouDca deamea-
tído 60 los combates; Todos los setteres de esta persuasión dejaroo
sus hogares, seguidos de todos sus dependientes y vasallos. Consis-
tía su mayor fuerza en caballería, y los hombres iban cubiertos de
hierro como los caballos. Reinaba en su campo aquel silencio religio-
so, aquella gravedad y hasta austeridad en sus obras y palabras, qoe
era entonces el carácter dominante en cuantos se preciaban de seguir
las nuevas doctrinas religiosas. El ejército realista, sise le puede dar
este nombre, reducido como entonces estaba el rey auna especie de
fantasma, era mucho mas numeroso, aunque heterogéneo. Por un
lado se hallaba la gente alistada en las ciudades bajóla influencia y
dirección de los jefes mas ardientes de la liga: del otro las tropas
que pertenecían directamente á la corte, y en cuyas filas se hallaban
un gran número de caballeros afiliados al partido medio, qneno
aprobaban aquella guerra, mas que no podian menos de obedecer
las órdenes que, á pesar suyo, les daba su monarca.
Con las tropas del rey ó de la liga, se hicieron seis cuerpos de
ejército. Se envió el uno, á las órdenes del duque de Joyeuse, con-
tra Enrique de Navarra, que se hallaba entonces entre el Loire y el
Carona. Partió al frente de otro, Enrique, duque de Cuisa, á salir
al eucneutro de los reitres alemanes. Cubría con otro k Paris el du-
que de Mayena, por si dichos reitres eludían el encuentro del de
Guisa, ó tal vez le derrotaban . Se cubrían con otros dos la Auver-
nia y el Delfinado, y con el último la Normandía para impedir que
se juntasen con el de Navarra los auxilios que este esperaba de los
aliados extranjeros.
Ocurrió el primer encuentro cerca del pueblo de Contras en el
Poitou entre el duque de Joyeuse y Enrique de Navarra. Fué el
choque violento, la batalla sangrienta, y la victoria decisiva por
parto de los calvinistas, & pesar de que á favor de sus contrarios
militaba la superioridad del número. Apenas entró en acción la in-
tantería. Quedó cadáver en el campo el duque de Joyeuse, y con él
un gran número de caballeros, peleando todos con denuedo. La su-
perioridad fué toda por parte de los calvinistas, que si no estaban
dotados de mas valor, tenían de su parte la mayor pujanza perso-
nal, y el estar endurecidos en todas las fatigas de la guerra. Se con-
dujo en la acción Enrique de Navarra con el valor é intrepidea que
tan famoso ya le hacian.
Causó la noticia de este desastre sensación profunda en b1 campo
CáPíTULO LXI. M
católico, y mocho mas en la corte, donde el duque de JOyeiise erií
uno de los principales favoritos. Quizá por esta circunstancia áe
enconaron mas contra el rey los liguistas exaltados, echándole la
culpa de la pérdida de la jornada.
No fué de grande utilidad para los calvinistas una victoria tan
brillante y decisiva. En aquella lucha de partidos, los ejércitos com-
batientes no eran mas que una pequefia fracción de los que en ellos
se hallaban afiliados. Se podia destruir un ejército sin acabar con
una parcialidad que estaba siempre viva. Por otra parte los calvi-
nistas que no podian sostenerse mucho en campafia, por precisión
tenian que retirarse á sus casas, aguardando nueva ocasión para
ponerse en movimiento.
La desgracia sufrida por el duque de Joyeuse en las llanuras de
Poitou, fué reparada con usura por el duque de Guisa en las fron-
teras de Lorena. Avanzaban los reitres alemanes lentamente con to-
das precauciones por el odio de que eran objeto en todo el pais que
atravesaban. Se levantaban las poblaciones en masa y echaban con-
tra ellos las campanas á rebato. En esta situación atacó inopinada-
mente el campo de estos extranjeros el duque de Guisa y los der-
rotó completamente, haciéndoles retirarse en dispersión y dejar para
siempre aquel territorio que tan fatal habia sido para ellos.
Llegaron hasta el cielo las alabanzas cantadas por los jefes de la
liga á favor del príncipe de Lorena que acababa de prestar tan úti-
les servicios á la santa causa; de un príncipe defensor ardiente del
catolicismo. El paralelo que se hizo entonces entre el jefe de la liga
vencedor y el general de la corte destrozado, redundó en nuevo des-
crédito del rey con quien se tenian cada dia nuevas consideracio-
nes. A desvirtuarle, á hacerle objeto de desprecio, á convertirle en
una completa nulidad, aspiraban los jefes ardientes de la liga. No
se contentaban sin duda con excluir de la sucesión á los príncipes
calvinistas; el deshacerse de su persona misma, era el último resul-
tado á que aspiraban; designio que se concibe muy bien, teniendo
presente que Enrique III era mozo, casi de menos edad aun que el
mismo Guisa.
No contento con las condiciones que le habían impuesto en el
convenio que habia dado principio á esta guerra, se juntaron en
Nancy los jefes principales, y después de varias conferencias, se de-
terminó intimar al rey, que se mostrase mas abierta y públicamen-
te protector y amigo de la santa liga; que quitase las plazas, esta-
8t8 HISTORU DB FSLTPB lí.
dos y oficios importantes á las personas qoe se le designasoD; que
hiciese publicar el GoDcilio de Tropto en toda Francia, de qae esta*
bleciese la Inquisición á lo menos en las ciudades que tenían el ti-
tulo de buenas: que se pusiesen en las manos de los que se le nom-
brasen las plazas fuertes de importancia: que igualmente se le
designarían, las en que harían las fortificaciones é introducirían la
gente de guerra que mejor les pareciese: que pagase en la Loreoa
y en las inmediaciones un número de tropas suficiente á fin de im-
pedir una invasión de soldados extranjeros: que para cubrir otros
gastos se vendiesen lo mas pronto posible y sin ninguna formalidad,
los bienes de todos los herejes y sus asociados: que en adelante do
se diese cuartel á ningún hereje á no ofrecer una seguridad válida
de ser buen católico y pagando el valor de sus bienes en caso de no
estar vendidos.
Tales fueron las nuevas condiciones que desde Nancy se enviaron
al rey á París para que las firmase si quería continuar en la pose-
sión de la corona. Que en esta conferencia, en este negocio estaba la
persona del rey de Bspafia como la mas influyente, además de ser tan
probable, consta de documentos auténticois como son las cartas fre-
cuentes que escribía ásus embajadores. Estaba esta conducta en sa
política, en sus ideas, en sus proyectos ulteriores. Quería que la
Francia fuese tan católica como EspaDa, quería la expurgacion ab-
soluta de los protestantes, que desapareciese de aquel trono un mo-
narca débil é inconstante de cuya amistad no tenia pruebas, habién-
dolas antes recibido ya de lo contrario, por la entrada en los Países-
Bajos del príncipe de Anjou, por el apresto de la expedición enviada
á la Tercera. Lo que quería Felipe II era un rey de Francia ardiente
católico enteramente á su disposición; es decir, reinar él mismo de
hecho aunque otro estuviese en posesión del titulo.
Mientras se extendían en Nancy los nuevos artículos que debía
firmar el rey de Francia, se hallaba este entregado á los actos pé-
blicos de devoción que le eran ya tan habituales. Asistía á las proce-
siones, se mezclaba con los penitentes, visitaba los conventos: nada
omitía pitra hacer ver la sinceridad de sus príncipios católicos. Mas
por una fatalidad de este monarca, se obstinaba el partido ardiente
de la liga en hacer ver que todos estos actos llevaban el sello de b
hipocresía. A pesar de haberse declarado protector y jefe de la liga,
no cesaban de declamar contra sus vicios, contra sus dísolndoaes
hasta de lo alto de los mismos pulpitos.
CAPITULO LXI. 88d
Firmó EDríqüe 111 los artículos relativos á la admisión de] God-
cilio de Trento, al establecimieoto de la Inquisicioo» aplazando los
relativos á la entrega de las ciudades, confiscación de los bienes de
los calvinistas y otros de este género. Asf quedó por entonces inde-
cisa la liga, y neutralizadas sus hostilidades. Mas volvió á encender
pronto la llama del descontento, subiendo mas de punto las exigen-
cias de un partido que no quería amistad con el rey, á menos que
se sometiese á ser el ciego instrumento de Joda su política.
Permanecia el duque de Guisa en la corte de Lorena rodeado de
sus mas celosos partidarios, cada vez en correspondencia mas acti-
va con Felipe II, á quien hacia ver la urgencia de enviarle los au-
xilios pecuniarios que tantas veces le habia prometido. No era sin
duda avaro el rey de EspaDa , sobre todo tratándose de fomentar
empresas que favorecian sus miras y servían su política, pero so-
brado cauto y receloso, desconfiando tal vez de la buena fé con que
le ayudaban sus partidarios en Francia, gastaba con ellos mas pa-
labras que obras y por ningún estilo les enviaba todo el dinero que
pedian. No era extraDo que el lujo, la esplendidez en que vivían
todos los magnates de aquel reino disgustase á un hombre tan rí-
gido, tan parco, tan mesurado en suscostumbres. Sin embargo,
tenia que servirse de ellos como instrumentos necesaríos á lo, menos
por entonces, reservándose otra conducta para cuando se mostrase
mas despejado el horizonte.
Mientras los Guisas intrigaban en Lorena, los liguistas de París
mas celosos, mas ardientes, mas desinteresados, menos calculado-
res, acusaban á los primeros de tibios, de remisos en venir al seno
de la capital á consumar la obra de lo que ellos llamaban el triunfo
de la religión católica. Enemigos cada vez mas declarados del mo-
narca y de los hombres del partido medio á quienes profesaban
poco menos odio que á los calvinistas mismos « temían con razón
que disgustado y ofendido el rey, y viendo el borde del abismo en
que le habían colocado, despertase del letargo, se rodease de sus
machos y celosos servidores, y, acordándose de que era el rey,
diese un golpe de estado en'Paris mismo, apoderándose violenta-
mente de las personas de los jefes populares. Tal vez era este el
designio de Enrique 111, quien no carecía de valor, y probablemente
no se había olvidado de los triunfos obtenidos en sus primeros aOos.
Sin duda estaba esto en las miras de la reina Catalina, de los polí-
ticos y de todos los que veían con inquietud los funestos progresos
Tomo i. 103
\
830 HISTOBU DI nUPB II.
de la liga. Por eso los jefes de esta parcialidad enviaban espieso
sobre espreso al duque de Guisa para que viniese cuanto mas an-
tes á ponerse al frente de los buenos catélicos que se hallaban eD
peligro, llegando hasta á decirle que en caso de vacilar cuando el
combate era indispensable, no les faltarla otro jefe que quisiese
conducirlos al peligro.
El rey por su parte sabedor de todas estas tramas, prohibió lü
duque de Guisa y á los parciales que le aeompaDaban en Lorena,
volver á París sin que precediese para ello una orden suya. Al mis-
mo tiempo hacia que se acercasen á la capital las tropas que le
eran mas leales, tomando otras disposiciones para neutralizar las de
los vecinos de París y refrenar al menos su osadía. Habla pocos mo-
mentos que perder: de una y otra parte se estaban preparando para
una lucha abierta. La colisión que pocos afios antes habia tenido
lugar entre católicos y calvinistas, ito á realizarse ahora entre ca-
tólicos fanáticos, y ios que á los ojos de los primeros pasaban por
tibios y por^indiferentes. Era la misma intolerancia, el mismo d^
de persecución el que á los parisienses agitaba. Antes, se había
mostrado el rey instrumento dócil de sus voluntades. Ahora era el
rey el blanco de todos sus enojos. Se trataba nada menos que de
un destronamiento , porque Enrique 111, á las ojos de la liga, no
tenia de católico mas que la apariencia.
El duque de Guisa , penetrado de que no habia ya momento que
perder, voló á París, á pesar de la prohibición expresa del monar-
ca. Aunque hizo su entrada en ademan de disfrazado, fué recono-
cido por los suyos y acogido con demostraciones de entusiasmo.
Pronto se supo en todo Paris la llegada de este famoso personaje.
Se alarmó la corte, y el rey se llenó de indignación al ver tanta
osadía por parte de su subdito. Pero este subdito, mas^^berano en
Paris que el mismo Enríque, arrostró su cólera presentándose en el
Louvre, donde dio sus excusas por su venida á la capital sin orden
del monarca.
Hubo de contentarse el rey con ellas, puesto que le admitió á su
presencia y le hizo un recibimiento favorable, aunque mareado coo
un tono de reconvención que daba mas realce á su flaqueza.
Ta no era tiempo de tergiversar para ninguno de los dos parti*
dos. O el rey ó Guisa iba á quedar en Paris de soberano. Poso el
primero sus tropas en movimiento para sujetar la capital : organizó
la capital sin tropas sus medios de defensa. Los vecinos acudioToa
capítulo lxi. 831
á 808 puestos. Se cerraron las tiendas y las puertas de las casas :
se coranaroD las yentanas y los techos de personas en actitud de
lanzar proyectiles y toda clase de materias inflamadas. Mientras las
tropas penetraban por la capital y se apoderaban de los puntos
principales, se barreaban las calles con cadenas de hierro , estacas
y demás obstáculos. Se vieron así las tropas embarazadas en sus
movimientos, privadas de sus mutuas comunicaciones, á merced
del populacho que los acometía al abrigo de aquella clase de fortí-
ficaciones, acosados por los golpes que les venian de lo alto, sin
ser bastantes á aj^gar los fuegos de aquellas baterías. La partida
no era igual : corrían los invasores á una ruina inevitable, empe-
fiándose en seguir adelante con la empresa. Tuvieron, pues, que
retroceder del mejor modo que pudieron, pues los vecinos, perci-
biéndolos en retirada, trataron de facilitársela sin cometer con ellos
mas hostilidades.
Esta famosa jornada, conocida en la historia con el nombre de
Jornada de las Barricadas, no fué muy sangrienta, como se deja
ver por este relato tan conciso ; mas fué un triunfo para el pueblo
de París, un triunfo para la santa liga, un triunfo sin igual para el
duque de Guisa, que se atrevió á medirse frente, á frente con el rey
de Francia. Contemplaba este desde el Louvre con todos los sentí-
mientos de tristeza, de la indignación mas viva^ este desaire de su
autoridad, esta victoria de sus encarnizados enemigos. ¿Qué le
restaba que hacer en tan triste coyuntura? ¿Permanecería en Paris
donde se hallaba su cetro destrozado? ¿4guardaria en el Louvre que
viniesen á sitiarle é imponerle mas duras condiciones? Consistía,
pues, su salvación en alejarse de Paris : asi lo hizo en efecto al dia
siguiente, dirigiéndose á Ghartres con la reina madre y sus fieles
servidores.
Tocaba el drama ya á su desenlace; mas por ahora volveremos á
otro de no menos interés, y en que también hacia papel el rey de
EspaOa.
CAPmH*0l4XH.
Asantos de Inglaterra y de Escocia. — Regencia del conde de Morton en este último
país. — ^Mayoría de Jacobo VI. — Proceso y suplicio de Morton. — Situación de In-
glaterra.— ^Expediciones de sir Francisco Drake sobre varías posesiones españolas
de esta y la otra parte de los mares. — Conspiración de Babington. — Implicación de
María Estuardo. — Proceso de esta reina. — ^Es condenada á muerte.— Su suplicio.—
—Su carácter (1).~(1577-1587.)
Los negocios de Escocía y de Inglaterra se hallan tan estreclia-
mente unidos casi en todo el reinado de Isabel, que apenas se pue-
den tratar por separado. Era tal la influencia y hasta la preponde-
rancia que ejercía esta reina en el primero de los dos países, que
casi puede decirse dominaba en ambos. Venia ya esta prepot»di
desde muy antiguo, y en todas las épocas, á pesar del odio Dacional
que mutuamente se profesaban ambos pueblos, siempre se hacia
sentir en el escocés el ascendiente del vecino. Fomentó Enri-
que VIH los disturbios religiosos que comenzaron á agitar la Esco-
cia en el reinado de Jacobo V, ó por mejor decir, protegió en caan-
to pudo al partido reformista. Igual conducta observó el protector
del reino duque de Sommerset, durante la minoría de Eduardo YI,
y la misma fué la clave de la política de Isabel durante todos estos
choques.
Ya hemos visto sus muchos y poderosos motivos para mezdarse
en los asuntos de aquel reino, y la influencia preponderante de su
(1) L%B mismas antorldadef que en el oapltnlo XLT7.
CAPITULO uai. 888
Toz en las oontieodas y hasta guerras declaradas entre los partida-
rios de María y los adictos á las nuevas doctrinas religiosas. {Feliz
el que de estos litigantes encontraba mas favor á los ojos de la que
se erigía nada menos que en juez suyo! Cupo este favor, al que
mejor representaba los intereses de Isabel , al jefe del partido pro*
testante. Quedó al fin vencedor este preponderante en Escocia, y
solo perdonados y vueltos á la posesión de sus haciendas los que
hablan ejercido hostilidades contra el rey Jacobo, tomando la defen-
sa de la madre. Los principales considerados como jefes de rebel<*
des, por no haber querido dejar las armas durante las negociacio-
nes, expiaron su obstinación en un suplicio, y en el territorio inglés
donde estaban presos. Asi quedó por entonces triunfante en Esco-
cia el pronunciamiento contra la antigua fé ; el pronunciamiento
contra la reina, cuyo mayor crimen á los ojos de sus subditos, era
acaso su constante adhesión á esta fé, que se presentaba con el
color político de obediencia ciega y de dependencia de la Francia.
Bajo estos auspicios inauguró su regencia el conde de Morton,
sucesor, como hemos visto, de los de Murray y de Lenox, asesina-
do aquel y muerto este en medio de sus mas activas diligencias
para asegurar la paz del reino. Era Morton un hombre activo,
emprendedor, hábil en la guerra, entendido en los negocios, de ge-
nio turbulento, de carácter duro, que se habia mezclado en todas
las revueltas ; hombre, en fin, de aquellos tiempos. Estaba, ó ha-
bia quedado en la apariencia, pacífico el pais ; mas ni habia bas-
tante vigor en las leyes, ni bastante energía y prestigio [en los que
gobernaban para reducir al silencio tantas pasiones agitadas, tan-
tos intereses que mutuamente se excluían, tantas ambiciones defrau-
dadas, tantos gritos de amor propio herido con el reciente venci-
miento. Habia venido muy á menos el partido de María ; mas esta-
ba vivo tanto en Escocia como en Inglaterra, siendo objeto de gran
atención que una reina presa en manos de otra, fuese el alma y el
jefe del partido numeroso que política y religiosamente aspiraba á
la destrucción de la segunda. Las mismas pugnas de que eran tea-
tros Francia, los Paises-Bajos y otras regiones de Europa, tenían
logar en Escocia y en Inglaterra, con la diferencia de que en este
último país, donde se sentía mas de cerca la mano firme de Isa-
bel, se gozaba de cierta tranquilidad, mientras que en el otro se
presentaba el fuego de la [discordia con toda su energía, y en der-
tos casos con todos sus furores.
834 BISTOBU DS FBUPB If.
Nosotros no escribimos ia historia de Inglaterra ni de Escocia ;
solo hablamos de los paises extranjeros en lo que tiene relación con
la del nuestro, y sobre todo del rey de . EspaOa, objeto de este es-
crito. Las relaciones que existían entre Felipe II y los católicos de
Francia» tenian lugar entre los de Inglaterra y de Escocia y María
Estuardo, que representaba un partido político al mismo tiempo
que un partido religioso. Eran unas mismas las ideas, las aspira-
ciones, el exclusivismo, la intolerancia política y religiosa que in-
fluiafl en la conducta de unos y otros.
Se atoijo Morton en Escocia muchos odios y rivalidades por so
carácter duro y poco conciliador en aquellos tiempos de revueltas.
Con gran celo se aplicó á reparar los infinitos desórdenes quf^aque-
jaban al pais ; mas perdió todo el mérito de este servicio por la
avaricia de que se le acusaba, llegando hasta exigir multas por crí-
menes imaginarios y disminuir el peso de la moneda, conservando
esta el mismo precio. Se hallaban algunos nobles disgustados de su
administración, y por otra parte no estaba el clero satisfecho, pug-
nando siempre por destruir en un todo lo poco que del orden epis-
copal se conservaba. Hervía el reino en delatores y en denuncias,
y las gracias y favores del gobierno se dísbribuian con aquella par-
cialidad tan inevitable en choques de partidos, no siendo pocos ios
que se conferian al que mas generosamente los pagaba.
Salía el rey de su estado de menor, y se hallaba muy cerca de
empufiar las riendas del gobierno. A este astro que se levantaba se
volvieron, como es natural, todos los descontentos contra el regente.
No fue difícil sembrar en aquel joven corazón desconfianza del po-
derío y designios de! que entonces gobernaba. Con la pintura de su
poder tiránico, le hicieron creer que aspiraba á destronarle, ó al
menos á prolongar su minoría. No son nunca sordos los reyes á in-
sinuaciones de esta clase, y desde entonces Jacobo miró con malos
ojos al regente. Noticioso este de la tempestad que le amenazaba,
viéndose abandonado de muchos nobles y objeto de la irritación y
rencor de otros, renunció á su cargo y pasó á una condición pri-
vada. Mas pronto concluyó el triunfo de sus enemigos. El ex-re-
gente que expiaba desde su retiro todos sus movimientos^ hallé
coyuntura de volver á la antigua autoridad que ejerció con mas ri*
gor que nunca, provocando nuevos odios y creando elementos de
vengarse. Y aunque redujo por entonces á sus enemigos al süen-
cío, se mantenían vivos los resentimientos, cuando habiendo Uega-
CAFITDLO LXn. "SfiS
do el rey á so ^mayoría, comenzó á reinar efeetívamente por sí
mismo.
Habia sido educado este príncipe con bastante negligencia. No le
faltaba instrucción de cierta clase ; pero no de la que mas necesi-
taba. Formó desde un principio de sus prerogativas como rey, una
idea mas alta que las circunstancias é índole de su gobierno permi-
tía. En oposición de estas ¡deas elevadas se hallaba su carácter ir-
resoluto y hasta tímido. Con un monarca de este temple era muy
ftcil 1%^ privanza, y asi el joven rey de Escocia manifestaba h&cia
sos favoritos una debilidad que fué el carácter distíntivo de su rei-
nado.
Se aprovecharon de esta circunstancia los enemigos del ex-regen-
te Morton y tratbron de hacer revivir las activas acusaciones de que
habia sido objeto, es decir, de complicidad en el asesinato del últi-
mo monarca, padre de Jacobo. Fué Horton preso y encausado por
este delito. La historia no ha podido poner en claro la parte que to-
mó al efecto el ex-regente en atentado tan horrible. Que tenia no-
ticias de él, es un hecho positivo y confesado por él mismo ; mas
negando siempre que de su perpetración le tocase cosa alguna.
Estrechado y reconvenido porque habiendo tenido noticia de tan
negro plan, no lo habia revelado, respondió que le habia sido im-
posible por la circunstancia de las personas á quienes hubiera de-
bido descubrirlo ; que el rey asesinado era un hombre sin carácter,
sin prudencia, capaz de comprometerle sin ninguna utilidad, y que
la reina siendo cómplice del mismo crimen, no podía sacar utilidad de
una noticia, de que estaba demasiadp ya bien informada.
A pesar de estas aclaraciones que parecen tan plausibles, á pesar
de que no pudo ponerse en claro la complicidad de que se le acu-
saba, fué condenado Morton á perder su cabeza en un cadalso. Oyó
el reo su sentencia con la firmeza de un hombre de valor que en
tiempos de revueltas está familiarizado á todas las vicisitudes de la
suerte. Con igual serenidad se mantuvo todo el tiempo que medió
entre la comunicación y ejecución de la sentencia. Arregló sus ne-
gocios con tranquilidad, conversó con familiaridad con sus amigos
y ministros de su religión que le. asistían en tan duro trance; cenó
con apetito, durmió profundamente; con planta firme se encaminó
al cadalso. No omitiremos la circunstancia de que el instrumento de
su suplicio fué una especie de guillotina inventada por él mismo, y
que habia hecho venir de Garlisle en Inglaterra. Así este aparato
886 / HISTOftlADRALIPin.
qoe hizo tanto raido eo nuestros tiempos como inveneion moderna
de la época, es de fecha mocho mas antigua.
No calmó esta muerte el furor de los partidos. En ningún paisde
Europa se hacian sentir mas los desórdenes que siguen á una guerra
civil, que en el de Escocia. La mayoría del rey nada había reme-
diado en el particular, como sucede siempre cuando el que manda
se halla destinado por la naturaleza á ser por otros gobernado. Era
juguete de las pasiones y caprichos de su favorito el rey de Esco-
cia, mientras la mujer que mandaba en Inglaterra lo avasalla))a todo
con el ascendiente de su genio. Muchos de los disturbios de Escocia
eran obra de las intrigas de esta reina, cuya política era la de divi-
dir, á fin de dominar mas fácilmente. Conocidamente los rivales y
enemigos de los privados y favoritos del rey obraban por sus insti-
gaciones, cuando vieron el paso atrevidísimo de apoderarse de la
persona de Jacobo y de tenerle en su poder cautivo, á pesar deque
no le escaseaban las demostraciones de respeto. Tuvo este arrojo la
aprobación del cuerpo eclesiástico, y muchas corporaciones respe-
tables del estado; tan poco popular era el rey, tan escaso el crédito
de que gozaba. Mas por la mediación del embajador de Francia y
aun de la Inglaterra, no fué su suerte tan dura como todos aguar-
daban. Al fin pudo evadirse Jacobo de tan estrecha prisión y reco-
brar su antigua autoridad con grandísimo contento suyo. Se verificó
una verdadera reacción en el manejo de los negocios y ejercicio del
poder: sin embargo, los conspiradores que se habían apoderado de
la persona del rey no fueron castigados, gracias á la mediación de
la reina de Inglaterra.
Florecía mientras tanto este país bajo los auspicios y vigilancia
de una reina hábil y entendida, rodeada de consejeros que sabia es-
coger y que con el mayor celo correspondían en todo í su confian-
za. Con la agricultura marchaban las artes, con las artes el comer-
cio, á que deben su grande desarrollo. Fué una de las primeras
atenciones del gobierno de la reina hacer de la Inglaterra una gru
potencia marítima, según estaba llamada á ello por la situación y
mas circunstancias de su suelo. Eran en aquella sazón superiores
en esto los flamencos y sobre todo los holandeses, después que sa-
cudieron el yugo de Felipe; mas se preparaba la Inglaterra á tomar
la preponderancia marítima que desde principios del siglo XVII eoiH
serva sin interrupción hasta estos días. Eran entonces objetos de
gran codicia las ricas é inmensas posesiones que en el otro hemís*
CAPITULO Lxn. 837
ferio habiao conquistado nuestros navegantes y guerreros/y no
fueron estas adquisiciones lo que menos influía en el odio que á nues-
tros reyes profesaban á la sazón los extranjeros. El vivo deseo de
entrar á la parte del despojo, formaba intrépidos marinos, que unas
veces por su propia cuenta, y otras protegidos abiertamente por su
gobierno recorrían las costas de aquellos paises, y ora haciendo
desembarcos, ora atacando nuestros propíos buques llenos de oro y
mercancías, volvían ásus casas llenos de botín, inflamando los áni-
mos para empresas nuevas. Se echa de ver la protección que daría
la reina Isabel á semejantes expediciones que, redundando en el
enriquecimiento de sus propios subditos, causaban tantos dafios &
los del rey que aborrecía. Descollaba entre estos aventureros Fran-
cisco Drake, que de la condición de simple marinero se habla ele-
vado por si mismo á la de un jefe entendido en todas las cosas de
mar, cuyo valor é intrepidez hacían su nombre ya famoso. En 1577
salió del puerto de Plymouth, al frente de una expedición que tenia
por objeto recorrer las costas australes de la América. Llegó con
ella á la entrada del estrecho de Magallanes, y habiéndole pasado
sin contratiempo alguno, continuó su curso por el mar Pacífico.
Atacó en las costas de Chile muchos buques espaffoles que apresó
haciéndose con un botín considerable. Temeroso de volverse por el
mismo camino, continuó su curso hacia el norte creyendo que por
el extremo septentrional del Améríca encontraría tal vez un ^paso
para volver al mar Atlántico. Defraudado de esta esperanza torció
su curso hacia el poniente, llegó á los mares de la India, dobló el
cabo de Buena-Esperanza y volvió á su país, siendo el primer in-
glés á quien cupo la gloria de dar la vuelta al mundo. Continuó su
vida aventurera haciendo varías escürslones por su cuenta hasta úl-
timos de 1585, en que determinada ya Isabel á no guardar consi-
deraciones con el rey de España, le puso á la cabeza de una escua-
drilla de diez y ocho buques!, destinados á tomar las naves de la
India. Llegó con ellos á la boca del Miño y por medio de un desem-
barco en las inmediaciones de¡ Bayona de Galicia, hizo correrías en
el país robando muchísimo ganado. Mas el gobernador de la plaza
don Luis Sarmiento juntó inmediatamente la gente de que pudo dis-
poner, y con los paisanos armados de las inmediaciones dio sobre
los ingleses que á duras penas se volvieron á sus buques, deján-
dose ajrás los ganados y demás efectos de que habian hecho presa.
Levó anclas el comandante inglés y se dirígió á las Canarias, donde
Tomo i. 106
838 HISTOtlA DB PILIPE H.
encontran^do la gente apercibida no fué mas feliz que delante de Ba*
yona. Pasó después alas islas del Cabo*- Verde, posesión portuguesa
donde mandaba á la sazón como en todas las demás el rey de Bs-
pafia. Desembarcó en la de Santiago, la entr^ á saco, y se marchó
cargado de botín sin pérdida ninguna. Dirigió después su rumbo &
las Antillas: se presentó delante de Santo Domingo en enero de 1586;
desembarcó junto & la ciudad de este nombre, y entró en ella m
ninguna resistencia. Se apoderó de los pocos buques que estaban
en el puerto, saqueó ochenta casas y amenazó entregar al f«ego la
ciudad si los habitantes no la rescataban. Se le dieron» para que no
llevase adelante su propósito, veinte y cinco mil ducados y en se-
guida abandonó la costa. Por la suma de diez mil y doscientas bar-
ras de plata pertenecientes ál rey, se rescataron los de CaKagena
de Indias á donde se presentó en seguida el inglés aventurtro. De
aquí pasó á la Habana, donde no pudo hacer desembarco algMO
por hallarse preparado á recibirle su goberaiftdolr don Pedro FernaiH>
dezdeQuioGoces. Pasó después á la Florida donde saqueó elpueMo
de San Juan. También hizo botin considerable en las costas de la
Jamaica, y sin proceder á mas operaciones se restituyó 4 Ingla*
térra cargado de despojos en buques, dinero, efectos pirecíosae y
material de guerra, ascendiendo á dosciratos el número de «aíMMk
de todos calibres.
A atediados de 1587, volvió á salir sír Francisco ftrake, pues la
reina le había elevado & la dignidad de caballero, con seis galeoiM
y diez y nueve buques de mediaao porte. Se dirigió á la bahía de
Cádiz donde puso fuego á veinte y seis buques es^^oleB que de^
bían hacer parte de la armada que á la sazob preparaba Fáipe
contra la Inglaterra. Amraazó Drake con un desembarco htoÑdad^
mas Juan de Vega su gobernador mandó cerrar las puertat> idsar
los puentes, la guarnición sobre ias tf ams, prepor&iidose 4 la ms
rigorosa resistencia. Tuvo medios el gobernador de avisar al dsqie
de Medinasidonia, residente entonces en Sanlócar, quien babieado
armado sus vasallos dispifóo un cuerpo de cuatrocientos hombrea di
á caballo y otro de mil de infontería que se pusferoi inmediatasenle
en marcha para impedir el desembarco de los enemigos. No se atre-
vió Drake á pasar adelante en vista de tales prepavatñros, y tomé
la vuelta de -Inglaterra sin otro suceso de importanm.
Debian estas agresiones aumentar la grande irritación que otns
anteriores hablan ya causado al rey de fispafia. Otro grande aon-
CAVITOLO LXll. 839
teeimiMto se estaba preparando ea Inglaterra qu» ibaá tener resul-
tados mas terribles.
Hacia mas de catorce afios que se hallaba la reina de Escocia
cauti?a de otra reina de quien no había nacido subdita. De simple
detenida, habia crecido poco á poco el rigor de su confinamiento
hasta el punto de verse encerrada en una fortaleza. Cómo Isabel se
atrevió á tanto, cómo no reclamaron eficazmente contra esta viola-
ción atroz del derecho de gentes, los príocipes de Europa unidos
con María Bstuarda por vínculos estrechos, no se concibe fácilmen-
te. En Francia dominaban los Guisas, hijos de un hermano de su
madre: el rey de España, aunque no pariente suyo, debía conside-
rarla como el adalid del poco catolicismo que restaba en los dos
reinos. ¿Cómo permanecía cautiva María Estuarda? Repetimos que
no sabemos explicarlo, mas que es un hecho que presenció con
asombro la Europa de aquel tiempo. Si Isabel era enemiga de María
' por sentimieato de rivalidad por el temor que le inspiraba su per-
sona, ora cautiva en su poder, ora puesta en libertad con medios
de buscar el asilo que mejor le acomodase, la enemistad de la Es-
cocia á la de Inglaterra debía de ser mas viva, mas safiuda; mas
acompañada del deseo de venganza, en razón de que era la agra-
viada y víctima de tan indigno tratamiento. Gomo estos sentimien-
tos no podían menos de ser públicos ó de pasar por tales aunque
realmente no existiesen, se veía la reina de Escocia, con voluntad
ó sin ella, resorte y alma de cuantas tramas contra su rival se ur-
dían. Eran muy temibles los enemigos de Isabel, pues aunque la
mayoría del país estaba & favor de la reina por espíritu de secta y
de nadon, había muchos católicos ardientes que por sus propios
sentimientos ó por instigaciones ajenas se hallaban en conspiración
permanente contra ella. Habia sido solemnemente excomulgada por
el Papa la reina de Inglaterra; y en aquellos tiempos de supersti-
ción y fanatismo, equivalía este acto á una sentencia de exterminio.
Santificaba la religión semejantes manifestaciones, y no había medio
alguno de realizarlos que dejase de ser altamente meritorio. Con los
herejes no debía guardíarse consideracioo oí miramiento de ninguna
clase: con tal que se purgase la tierra de los enemigos de Dios y de
los hombres todo en permitido; tales eran las ideas y opiniones de
aquella época de intolerancia religiosa. No olvidemos que las horri-
bles matanzas de ftan Bartolomé fueron altamente aplaudidas por
kM que de católicos celosos se preciaban, que el Padre Santo les dio
840 HISTORU DI FKUPff U ,
en Roma una sanción solemne hasta mandar que en la capilla
tina la celebrase y eternizase la pintara.
No ignoraba la reina Isabel todas estas disposiciones de ios áni-
mos. k\ paso que la esclavitad de la reina de Escocia halagaba sa
orgullo y la ponian al abrigo de mochas inquietudes, era por otra
parte un grande embarazo para ella, uno de los cuidados mas gran-
des que sin cesar la atormentaban. Varías conspiraciones se habían
descubierto, si no de un plan de asesinarla, al menos de trastornar
el pais en favor de su competidora. Se habian encontrado los pape-
les de algunos que por sospechas habian sido encarcelados, hasta
planos de diversos puertos de mar de Inglaterra con la altura del
agua en cada uno, y asimismo los nombres de los principales cató-
licos de aquel reino. Que se proyectaba algún desembarco en el
pais, aparecía sino claro y evidente, al menos muy posible y hasta
muy probable. Algunos años antes había tenido^ lugar uno en Ir-
lauda, por unos ochocientos hombres españoles é italianos aventu-
reros que daban indicios de obrar á nombra del Pontífice, y aunque
^ aquella invasión produjo malos resultados, no era extrafio se inten-
tasen otras en Inglaterra. Habia en el pais muchos agentes de los
Guisas, del Papa, de Felipe II, espiando á todos momentos ocaáo-
nes de hacer¡daOo. No es extraDo que la reina Isabel, sabedora de
todos estos planes, se irritase á su vez, é -hiciese caer el peso de su
indignación sobre los sospechosos y mucho mas sobre los que por
indicios claros aparecían en ellos complicados. No era pequefia la
parte que de estos rigores alcanzaba á la desgraciada María Estuar-
do. Cada vez se la trataba con menos miramiento, y se estrechaba
los límites de la poca libertad de que en su encierro disfrutaba. Asi
crecían los resentimientos mutuos, y caminaba la contienda k un
punto en que no podía menos de teOírse en sangre.
No presentaban, pues, en aquella época las cosas un semblante
muy risueño para la reina de Inglaterra. En los Paises-Bajos lle-
vaba Felipe II lo mejor, con las victorias del príncipe de Parma. H
rey Enrique 111 de Francia., que se mostraba amigo de Isabel, se
veía casi despojado de su autoridad por la influencia y prestigio de
la santa liga á cuyo frente se hallaban los Guisas, que se podían
considerar como los verdaderos soberanos. Influía mas que niuica
el rey de Espafia en los consejos de aquel pais, y en estrecha co-
municación con el duque de Guisa, no escaseaba ni la adverteaeia
ni el dinero que podían contribuir á la ejecución de sus designios.
CAPITULO Lxn. 841
Por todas partes se anunciaba una tempestad contra la reifia heré**
tica de Inglaterra.
Ya sabemos como esta se decidió entonces de un modo mas fran-
co y mas explícito , enviando socorros de hombres y dinero á los
Paises-Bajos. Se unió al mismo tiempo de un modo público con los
calvinistas de Francia, reanimando cuanto le era posible aquel par-
tido, entonces en mucha decadencia. Redobló la vigilancia en sus
Estados, creó ó hizo que se crease una vasta asociación de los in-
gleses que se mostraban mas celosos por la conservación de su tro-
no, y que se ligaron con los juramentos mas solemnes de contri-
buir con sus haciendas y sus vidas á destruir á cuantos enemigos
quisiesen trastornarle. No olvidemos que la reina Isabel era suma-
mente popular y querida en el país que bajo los auspicios de su
buena administración se enriquecia y prosperaba. Guantas mas ten-
tativas de insurrección abortaban, tanto mas odio se concitaba en el
pais contra los enemigos de la reina. Y estos sentimientos de adhe-
sión llegaron á ser tan vivos, tan apasionados, que las desgracias
de la reina cautiva dejaban de excitar la compasión del público,
porque se la creia impulsadora de todos estos movimientos.
Atenta la reina Isabel á promover en un todo cuantos medios po-
drían ofrecérseles de seguridad, trató de recuperar en Escocia la in-
fluencia que recientemente habia pasi perdido por las convulsiones
y disturbios de que aquel pais era teatro. El rey Jacobo recibió con
muchas demostraciones de benevolencia á los embajadores de Isa-
bel, y la misma acogida tuvieron en su corte los de Escocia. Supo
inspirar la reina de Inglaterra temores á Jacobo sobre lo inseguro
de su trono en caso de que se llevasen adelante las maquinaciones
de los católicos contra los dos Estados. Y llegó á arraigarse tanto
esta idea en el ánimo de aquel joven rey, que se entibiaron mucho
sus relaciones con su madre á quien siempre mostraba sentimientos
de buen hijo en medio de la especie de guerra política que entre
ambos existia.
Mas ni toda esta vigilancia, ni todas estas precauciones de Isabel
impidieron que se urdiese una vasta trama de conspiración contra
stt persona, y cuyo desenlace fué verdaderamente lamentable.
Concibió por sí mismo, ó por inspiración de otros, un tal Sava-
ge, el proyecto de asesinar á esta príncesa. Según historiadores, por
la mayor parte protestantes, se hallaba este hombre movido por va*
rios personajes, hasta por príncipes, hasta por prelados que le ha-
8IS HISTOIU DB FBUPE U.
bian heeho ver el grande mérito de aquesta lobra y eaceidido sa
faoatismo hasta el panto de abrirle las puertas del cielo en caso de
ser mártir en tan alta empresa. También se le sopnso en relaciones'
con don Bernardino de Mendoza, embajador de Bspalla, y con el
dnqne de Parma , quienes estimularon asimismo su celo religioso.
Todo es creíble y muy probable según el modo de pensar de aqne-*
líos tiempos.
Comunicó Savage su resolución á otros, ó tal vez fueron todos
ellos encargados en un principio de esta empresa. Figuraba entre
los principales un tal Antonio Babington, persona distinguida dd
país, cuyo nombre citamos por haberle dado & la conspiración co-
nocida así en la historia. Gomo el acto debia ser seguido de trastor*
nos no era posible concentrarse el secreto en pocos, por las gran-
des medidas ulteriores que se debian tomar perpetrado que fuese
dicho asesinato. Se celebraron varias conferencias entre un número
considerable de conspiradores. Se designaron las personas que de-
bian asesinar á la reina Isabel, las que se hablan de apoderar in-
mediatamente de las riendas del gobierno, las que debian de ser en-
vueltas en la suerte de la reina, las que debian llevar las comuni-
caciones 4 las cortes extranjeras, con todos los demás pormenores
á que semejantes asociaciones dan origen. Estaban los planes mny
adelantados y la cosa á punto de verificarse, cuando fueron desea-
biértos por un emisario que llevaba cartas á María de Escocia. Go-
mo los agentes del gobierno vivían con tanta vigilancia, no les en
dificil dar con los hilos de estas tramas, que á veces se descubrían
por medio de espías disfrazados con el manto de conspiradores. Llegó
pues así la cosa, á oidos del secretario de Estado sir Francísoo
Walsinghan, y este la puso inmediatamente en conocimiento de la
reina. Gonvinieron ambos en no comunícaria á nadie, ni aun k los
del Gonsejo privado mientras se dilucidaba mejor este misterio. Se
depositaban las cartas dirigidas á la reina de Escoda en nn sitio
convenido de la cerca de los jardines de su confinamiento. Antes que
llegasen á su destino se abrian y deshojaban por Walsinghan, qm
las volvía cerradas y selladas sin que se sospechase el fraude. De
este modo se llegaron á saber muchos pormenores de la tnuna,
hasta los nombres de los conspiradores, y hasta las s^as y el traje
de los encargados personalmente del asesinato de la reina. Mas te-
miendo esta que por querer profundizar la cosa demasiado la gana-
sen los asesinos por la mano, suspendió de repente todas las pes^
CAFITDLOLin. 818
quisas mandefido preoder & todos los eomplicados en It empresa,
inclusos los dos secretarios de Maria que llevaban su corresponden-
cia. La prisión se llevó á efecto: muy pronto expiaron los conjura-
dores en un cadalso sutlelito.
Causó el descubrimiento de este plan una profunda impresión en
Inglaterra. Se llenó la generalidad del pais de asombro y de indig-
oacion al ver el peligro que hablan corrido los dias de su reina.
Redoblaron el celo y las manifestaciones de fidelidad por parte de
los individuos de la asociación, y se esparció la idea de que ya no
podia haber tranquilidad en el pais ni seguridad para la vida de la
reina, mientras viviese la de Escocia, alma de todas las conspira-
ciones. ¿Y qué hacer con esta reina? ¿Qué partido se tomaria con
ella después de sofocada tan culpable empresa? Algunas veces la
acusaban de complicidad : sus dos secretarios convenían en lo mis-
mo. Hé aquí lo que ocupaba seriamente al Consejo de la reina. ¿Se
pondría en libertad á una princesa tan justamente irritada, que en
todas partes hallaría vengadores? ¿Quedaria sin castigo tan grande
acto 4e complicidad? ¿Se dejaría á la mano del tiempo, á la de los
rigores del confinamiento, el terminar una existencia tan fatal á los
intereses de la Inglaterra? ¿Se pondría en tela de juicio á Mark Es-
tuarda? Era de todos, el partido mas osado y mas violento. A él se
atuvo iltefinitirameBte el Consejo, con el consentimiento y aproba-
ción de la reina, resuelta á todo con tal que saliese de una ve< de
tanta inquietud y satisfaciese del bxlo sus resentimientos.
La reina de Escocia era extranjera en el pais, una reina indepen-
diente, una cautiva por la violadon mas atroz de toda justicia, de
ioda razón, de toda sombra de derecho. Su enjuiciamiento se pre-
sentaba, pues, con el carácter de absurdo, de ilegal y de escanda-
loso. Mas hablan llegado al extremo la irritación en unos, el temor
ai otros. Lo que se llama razón de estado triunfó de todas las con-
sideraciones. Se abasaba sin reparo del derecho de la fuerza.
Con el descubrimiento de la trama faabia crecido ti rigor del con-
finamiento de María. Se la trasladó del castillo de Boston, donde se
hallaba bajo la custodia del conde de Shrewsbury, al de Fortherin-
gay, encomendándola á la guarda de otras personas de inferior ran-
go, considerando que, siendo gentes de menos educación, no la tra-
tacian con tanto miramiento. Se la destinaron las faiAitaciones dm»
£rias y mas húmedas, se le escasearon las comodidades, se restrin-
gieron sus paseos, se disminuyó el número de sus criados, se hizo,
8Í4 HISTOElÁ DI VBUPB n.
6D fin, todo lo posible para qae mírase con tedio sa existencia. No
descoDOcia la reina de Escocia el triste fiD que la aguardaba. Cuan-
do sapo el desenlace de la conspiración y el encarcelamiento de sos
secretarios, se dio en un todo por perdida.* Aguardaba á cada ins-
tante ser victima de la venganza de su enemiga por medio de ud
veneno ó cosa semejante, pues otro modo de que se acabase con ella
DO le comprendía. Así se quedó como atónita, cuando se le presen-
taron cuarenta comisionados y cinco jueces que por comisión del
Consejo privado venían á formarle causa como cómplice en la cons-
piración fraguada contra la vida de la reina de Inglaterra.
Respondió á los jueces María Estuarda que para nada reconocia
isu autoridad, y que nadie en Inglaterra tenia derecho de juzgarla;
que nacida igual de la reina Isabel y constituida en la misma dig-
nidad, no tenia mas dependencia de ella que la que da el dominio
de la fuerza. Esta había venido á pedir asilo, y solo había recibido
una prisión y los mas duros tratamientos: que si no podía desagra-
viarse de las ofensas recibidas, do las olvidaba ni creía que se que-
dasen sin su pago merecido; que resignada á todo lo que podía su-
cederle de peor, no quería agravar su situación con una tiajeza in-
digna de su rango.
Dos días resistió María en su resolución sin que pudiesen persua-
dirla las razones de aquellos personajes. Mas habiéndosele hecho la
reflexión de que esta negativa equivalía casi á una tácita confesíoD
del crimen que se le imputaba, cedió por fin, mas protestando siem-
pre contra la validez de los procedimientos.
Se le leyeron entonces á la reina de Escocia las declaraciones de
sus supuestos cómplices; las de sus dos secretarios, y las copias de
las cartas que le habían sido interceptadas. Respondió María que
ninguna fuerza podían tener las declaraciones de los reos arranca-
das muchas veces ó por la esperanza del perdón, ó por el temor de
la tortura; que la misma observación se debía hacer respecto de sos
secretarios, cuyo juramento tenia muy poca fuerza habiendo ya vio-
ladd'el que le habían hecho á ella misma de guardar secreto; que
en cuanto á las copias de sus cartas, nada había mas fácil que for-
jar semejantes documentos. Mostró la reina de Escocia macha cir-
cunspección y compostura durante el inferrogatorío, y no dio mues-
tras de hallarse intimidada.
¿Era cómplice la reina de Escocia en el plan de asesinato de ba-
bel? Difícil es el no creerlo así, en vista de lo desesperado de su sí-
CAPITULO LXII. 845
tuacioD, de tantas declaraciones que lo aseguraban, del testimonio
de sus propios secretarios y del concepto de honrado y justificado
que gozaba Walsingham, ante cuyos ojos se había descifrado la cor-
respondencia, como ya hemos dicho. Que Walsingham fuese ene-
migo de María, puede suponerse fácilmente, mas entre esta cualidad
y la de un bajo falsificador había una enorme diferencia. Por otra
parte, ¿cómo no se le ensefiaron á María mas que las copias de sus
cartas y no los originales? ¿Cómo no la carearon con sus secretarios
que todavía estaban vivos cuando el enjuiciamiento? Son misterios
que la razón no alcanza , que abren para la posteridad un campo
de conjeturas y controversias. Mas es un hecho, que las principa-
les pruebas de complicidad, las cartas originales de María, no figu-
raron en aquel proceso.
Los jueces comisionados partieron de Fortheringay, y se dirigie-
ron á Westminter sin haber pronunciado la sentencia. En este pun-
to volvieron á reunirse después de varias deliberaciones del Consejo.
Ante el tribunal volvieron á presentarse los secretarios de María,
que se ratificaron en sus declaraciones. Al fin pronunciaron los jue-
ces la sentencia, y unánimes declararon que habían sido cómplices
en la conspiración de Babington, MaHa, hija y heredera de J aecho F,
últímo rey de Escoda^ comunmente llamada reina de Reacia , reina
viuda de, Francia, pues con tales títulos era designada.
El Parlamento confirmó inmediatamente la sentencia que envol-
vía la pena de muerte, y envió á la reina un mensaje en que se le
suplicaba la hiciese ejecutar en el momento.
En procedimientos promovidos por el espíritu de partido, por el
calor de las pasiones, por la sed de represalias y venganzas, no hay
que buscar ni regularidad, ni imparcialidad, ni buena fe, ni menos
aquella calma y circunspección indispensables en todo lo que
va á decidir la suerte de los hombres. En el proceso de María se
violaron todas estas leyes^ como asimismo las de la humanidad, de
la hospitalidad, y hasta las de la decencia. Estaba la parte protestan-
te de la nación inglesa furiosa con tantos planes de conspiración
contra la vida de su reina, ebria de venganza, espantada con la
perspectiva de las tormentas que provocaba sobre el pais la mano
de María. En esta ocasión siguió el impulso del Parlamento mani-
festando sus vehementes deseos de que se llevase á ejecución la sen-
tencia recientemente pronunciada. Debió de estar satisfecha la reina
de Inglaterra con tantas pruebas de adhesión á su persona y de odio
Tomo i. 101
8 i6 mSTORU DI FBLIPB II .
á su competidora. Mas á pesar de verse como al fio de sus deseos,
DO estaba todavía libre de perplejidades.
Guodió coD la velocidad de ud relámpago la Doticía del proceso
de María Estuarda. Causó eo los católicos aoa mezcla de sorpresa
y de dolorosa iDdigoacioD do fáciles de describirse. iDmediatameote
hicieroD represoDtacioDes en favor de la reioa desgraciada de Esco-
cia, los de FraDcia, de España, los prÍDcipes católicos de Alemaoia
y otros puDtos de la Europa. Se deja coDcebir el toDO de calor y ve-
hemeocia cod que estariau coDcebidos todos estos actos. El rey Ja-
cobo, sensible á la voz de la naturaleza, abogó cod ardor por uoa
madre cuyo suplicio iba hasta imprimir una mancha iudeleble eD el
carácter de que estaba revestida. Haciau Daturalmente todas estas
maDifestacioDes uua ímpresioD desagradable cd Isabel, quien si de-
seaba la muerte de su competidora, no quería cargarse con la odio-
sidad de ella misma la que expidiese la orden de la ejecución de la
sentencia.
Por algunos dias se mostró indecisa, manifestando so gravísimo
pesar por verse precisada á cumplir con un deber fatal que recla-
maba de ella la seguridad y tranquilidad de sus estados. Mientras
tanto se manifestaba mas y mas la opinión del pais en contra de
María, con lo que se lisonjeaba muchísimo el amor propio de la
reina de Inglaterra.
Todavía vacilaba, tal era su opinión, la mancha que iba & echar
sobre ella la ejecución de la sentencia. Varias veces manifestó su
despecho, quejáudose de que sus fieles servidores do previoiesen sus
deseos sacándola de tan cruel conflicto. Los dos principales encar-
gados de la custodia de la reina, sir Amias Paulet y sir Drue Dniry,
á quienes se hizo en frases no muy oscuras esta insinuación, aparen-
taron no comprenderla. Al fin se les manifestó por lo claro que ha-
rían un gran servicio á la reina anticipándose al verdugo eu la ejeca-
cioDdela scDteDcia. Mas estos hombres lleDOS de hoDor, aunqae no
muy blaDdos y mirados en su comportamieuto cod María, se indig-
DaroD al verse tcDidos cd taD poco que se les hicieseu proposidones
taD odiosas, y declararoD que erau fieles servidores de la reina, mas
DO viles asesiDos. Cerrada sGsí la puerta para toda ejecución secre-
ta, DO quedaba mas medio que el de hacerla pública. Cod este ob-
jeto maDdó la reioa que se exteodiese la órdeo (warraot) de la eje-
cucioo y se la Uevaseo, mas todavía se mostró irresoluta en el acto
de firmarla.
GÁPlTUiO LXIl. 847
• Al saber la reina de Escocia la sentCDcia de muerte que sobre ella
gravitaba, oo mostró ni gran temor, ni gran sorpresa. Dijo que es-
taba ya muy preparada á este rigor de la fortuna. Que no estraOa-
ba estuviesen sedientas de baOarse en la sangre de una reina estra-
Oa, las manos acostumbradas á teñirse en la de sus propios reyes.
Mientras tanto, estaba tratada con la última dureza, se la habia des-
pojado de todos los signos y consideraciones debidas á la dignidad
real, quitándose el dosel que se hallaba en su aposento, sus mismos
guardas le faltaron á 'toda consideración, presentándose delante de
ella con su sombrero puesto.
Entregó Isabel la orden firmada de la ejecución al secretario de
Estado, Davison, con el encargo de presentarla á los sefiores del Con-
sejo. Apoderados de tan importante documento, sin conferenciar mas
con la reina ni tomar sus órdenes ulteriores, entregaron el'papel á
los condes de Shrewsbury y de Kent, para que inmediatamente pa-
sasen al castillo de Fotbenringay á poner en ejecución lo que en él
se prescribía.
Partieron los condes acompaDados del deán de Peterboroug al
punto designado, y presentados á la reina de Escocia le hicieron sa-
ber la orden que llevaban previniéndole se dispusiese para su ejecu-
ción al dia siguiente. Recibió María la comunicación con rostro fir-
me y sereno, con aquella dignidad que en ciertas ocasiones le era
tan característica. Dijo que debia darse por satisfecha y agradecer
á Dios hubiese elegido su persona para dar un testimonio de su ad-
hesión á la religión católica en cuya defensa perecía. Inmediata-
mente se preparó para la muerte, tomando todas las disposiciones
con tranquilidad y compostura. Escribió su testamento, distríbu-«
yó sus muebles, vestidos y otras alhajas entre sus doncellas y
otros servidores, consolándolos á todos con la esperanza de mejor
fortuna. Pidió que se le permitiese un sacerdote de su religión que
la asistiese en sus últimos momentos; mas le fué esta gracia dene-
gaida. Solicitó también que se le permitiese morir rodeada de sus
servidores para que diesen testimonio de su comportamiento, y fué
igualmente desechada aquesta súplica, esceptuándose solo tres que
la acompasaban hasta los últimos instantes. Pidió en seguida que
se trasladase á Francia su cadáver á fin de que allí le enterrasen en
sagrado, á lo que dieron los condes su consentimiento.
Pasó María el resto de la noche rodeada de sus servidores, cu-
yos gemidos y sollozos no podia reprimir su autoridad, ni el ejem-*
848 HISTOUA DI PBUPE O.
pío qae daba de sereoídad y de firmeza; cenó parcamente como lo
tenia de costumbre, y bebió á la salud de cada uno de los que la
acompasaban. En seguida se recogió á su aposento, y por la última
vez se entregó al sueño.
Al amanecer del día siguiente, 27 de febrero de 1581, se levantó',
pasó & su oratorio, tomó una forma consagrada que le habia en-
viado Pío V y guardaba en secreto con el mayor cuidado, previendo
la triste situación en que se. bailaba. En seguida hizo que la vistie-
sen con toda la posible magnificencia que su equipaje permitía.
Mientras tanto pasaba los instantes en actos de devoción, sin dar
oídos á las exhortaciones del ministro protestante que trataba de
ausílíarla en sus últimos momentos.
A eso de las nueve de la mafiana se presentó en su habitación el
Sheriff del condado y le anunció que habia llegado su último mo-
mento. Se hallaba María de rodillas al recibir esta visita. Sin res-
ponder nada, se levantó inmediatamente y con paso lento, apoyada
en dos de sus doncellas, se encaminó al sitio del suplicio. Iba ves*
tida magníficamente con manto de terciopelo morado , diadema en
la cabeza, en el cuello un Aguus Deí, en la cintura el rosario y un
crucifijo de marfil en las dos manos. Así entró en una sala del cas-
tillo tendida de negro donde estaban el tajo , las hachas y los ver-
dugos preparados para su suplicio. La acompafiaban también los
dos condes que se le habían reunido en la escalera y el deán que
no cesaba en sus exhortaciones, empleando frases duras, á propor-
ción que la reina se negaba á valerse de su auxilio, diciéndole que
no se molestase, pues quería conservarse fiel á su religión hasta el
último momento. Al fin impuso silencio al deán el conde de Shrews-
bury en vista de lo inútil de la conferencia.
Comunicaba la sala con una especie de patio lleno de espectado-
res sumidos en silencio. Subió María las dos ó tres gradas de la es-
pecie de tablado donde estaba el instrumento del suplicio, mientras
se leía en alta voz la sentencia de su muerte. Concluido el acto oró
la reina en alta voz por las necesidades de la Iglesia , declaró que
moría fiel á los dogmas del catolicismo , que solo esperaba miseri-
cordia por la muerte de Cristo , á los pies de cuya im&gen iba k
derramar su sangre. Entonces levantó en alto el crucifijo y le besó,
entregándole en seguida á una de sus doncellas , mientras otras le
ayudaban á quitarse el velo y demás adornos de la cabeza para pa-
sar á las manos del verdugo. Con rostro sereno, y la fortaleza que
GÁFRUiiO Lxn. 849
DO la abandonó en ninguDO de estos críticos momentos , después de^
una corta oración poso la cabeza en el tajo , y mientras uno de los
ejecutores la tenia de las manos , le separó el otro la cabeza del
caerpo con un par de golpes. Bn seguida la levantó en alto y la enseDó
aUpueblo chorreando todavía en sangre , y el deán de Peterboroug
exclamó en alta voz : Así perecen todo& los enemigos de la reina
Isabel; á lo que el conde de Kent respondió: Amen. Los especiado*
res se retiraron entonces sin prorumpir en voz de clase alguna.
Asi murió á los cuarenta y cinco aSos comenzados de su edad
María Estuarda, una de las mujeres mas eminentes de su siglo por
su hermosura, por sus gracias, por la gentileza de toda su perso-
na, por lo agudo y vivo de su ingenio , por lo fascinador de sus
maneras y conversación, por sus habilidades y conocimientos de la
literatura de aquel siglo. Diestra en todos los ejercicios de las da*
mas distinguidas de su tiempo , hablaba con gracia , escribia con
elegancia, tanto en su lengua nativa como en la francesa, que con
preferencia usaba como la mas conocida y la mas culta. Si como
mujer poseyó muchas dotes con tanta perfección , no fueron pocas
sus faltas y extravíos como reina. Algunos de ellos fueron como
inevitables, como efectos forzosos de sus circunstancias. No estaba
destinada por la naturaleza , la hermosa , la amable , la elegante y
sobre todo la católica á reinar en un pueblo donde el espíritu de
independencia y libertad tomaba tanto vuelo, donde todo respiraba
guerra civil, controversia religiosa. Ni aquel pueblo podia ser sen-
sible á las gracias, al mérito en su línea de la reina, ni esta compren*
der todo el interés de aquellas luchas tan encarnizadas. No conoció
su posición y obró en cierto modo á la aventura. Era María una de
aquellas mujeres k quienes la falta de circunspección origina desa-
zones y pone muchas veces en graves compromisos, en quienes se
confunde la demasiada afabilidad con el demasiado desahogo y la
ligereza de manera con la licencia de costumbres. Cometió mas im-
prudencias que faltas graves , y mas faltas graves que extravíos
criminales. Procedía la mayor parte de estas faltas de la ligereza
de su car&cter, de la obstinación , fruto de una voluntad que no se
había nunca contrariado , de los principios supersticiosos en que la
habían imbuido desde la cuna , y también de los malos ejemplos
que había visto en la corte de Francia , donde se había educado.
Impetuosa, ardiente, movida por los caprichos de su imaginación,
ligera en amar, pronta á aborrecer, no había entre tantas pasiones,
850 mSTOBU DB FBLIPE 11.
entre tan brillantes cualidades, sitio para la prudencia. De su des-
vío hacia su primer marido, la disculpa la conducta poco atenta de
este; mas las circunstancias de su asesinato , deponen fuertemente
contra ella. Si verdaderamente no habia sido cómplice en este acto
tan criminal, tan alevoso, la sola circunstancia de haberse casado opn
el que públicamente se designaba como el asesino , imprime una
mancha indeleble en su memoria. Por lo demás si María Estuarda
fué culpable de muchos extravíos, los expió de la manera mas cru-
da y mas horrible. Se contrista la imaginación al contemplar aque-
lla mujer en lo mas florido de sus aDos detenida en cautiverio en
el pais en que habia buscado un asilo, y recibiendo tan malos trata-
mientos de otra persona de su mismo sexo y de su rango. Los diez
y nueve- afios en que sufrió tan duro cautiverio bastarían para que-
brantar el corazón mas entero, para abatir el alma de mas temple.
María, sin embargo, no perdió nunca la dignidad de su carácter, ni
Isabel tríunfó jamás de su constancia. Cuanto mas se agravaba su
posición, menos humillada la encontraba su competidora. Durante
la última crisis se mostró magnánima y en sus últimos momentos
admirable. Si tuvo parte en los planes de conspiración contra Isa-
bel, la ponia en tan dura precisión la conducta tiránica de esta
princesa. Nunca se cometió una violación mas horrible del derecho
de gentes, ni se abusó con mas descaro del de la fuerza. La histo-
ria y suplicio de María Estuarda forma una de las figuras mas sin-
gulares en el gran cuadro del siglo XYI , y se le tendría por una
creación poética si no supiésemos ya por experiencia que la histo-
ria se presenta á veces con colores mas fabulosos que la misma
fábula.
No abandonó la reina Isabel de Inglaterra su papel ,de hipócrita
aun después de la bajada al sepulcro de su competidora. Al contra-
rio, fué esta misma circunstancia la que dio mas realce á la false-
dad que durante este drama hal)ia mostrado. AI recibir la notica
de que se habia llevado á efecto el suplicio de María , aparentó la
mayor sorpresa mezclada del dolor é indignación mas viva. Se en-
cerró en su cuarto sin querer hablar con nadie , pronimpiendo en
exclamaciones contra sus malos servidores que sin su conocimiento
se habían apresurado á remitir la fatal orden con tanta rapidez obe-
decida. Mas esta orden la habia firmado ella misma y sido llevada
al Consejo privado por el secretario de Estado, y encargo de la rei-
na. Los ministros se aterraron con estas demostraciones del dolor
CAPITULO Lxn. 851
y sentimiento, y el seeretarío de Estado se tuvo desde entonces por
OD hombre perdido sin remedio. Así lo faé en efecto. Necesitaba la
reina de Inglaterra una víctima para que cargase con la responsa-
bilidad del suplicio de María. Se le puso preso en la torre , se le
formó su proceso y se le condenó á pagar la enorme suma en aquel
tiempo de diez mil libras esterlinas, dejándole reducido á un estado
poco menos que de mendicidad, sin haber vuelto nunca á la gracia
de la reina. Si los guardadores de la de Escocia hubiesen cedido á
las insinuaciones que se les hizo de terminar sus días sin aguardar
la mano del verdugo, regularmente hubiesen sido castigados des-
pués como viles asesinos.
Resonó en todos los ángulos de Europa el suplicio de la reina de
Escocia ; la indignación de algunos de sus príncipes fué extrema.
Su hijo, el rey de Escocia, puso, como era natural, los gritos en el
cielo. Por mucho que trató Isabel de templar aquella irritación, tal
vez el suceso lamentable que la producía, aceleró el estallido de la
tempestad que desde EspaDa se estaba preparando contra ella.
FIN DKL TOMO PRIMERO.
•■».
ÍNDICE
DE LOS CAPÍTULOS QUE CONTIENE ESTE TOMO.
Págá.
Prólogo. .•• • 5
CAPÍTULO I.— Estado de la Europa al principio del siglo XVI.— Es-
paña, Inglaterra y Alemania.— Italia. — ^Portugal. — Imperio
Otomano. — Fuerzas permanentes. — Poder absoluto. . . 11
II. — ^Advenimiento de la casa de Austria al trono de Espa-
ña.—Felipe el Hermoso.— Celos y rivalidades. — ^Muerte de
Felipe. — ^Regencia de Femando el Católico. — Del cardenal
Jiménez Cisneros. — Venida de Carlos 1 18
III. — Gobierno de Carlos V.— Considerado este principe como
monarca, como capitán. — Su poder. — Su política.— Sus
guerras contra Francia. — Con el papa. — Con el turco. —
Espedicion en Túnez ^t
IV. — Continuación del reinado de Carlos V.— Espedicion so-
bre Marsella. — Sobre Argel. — ^Nuevas guerras.— Con Fran-
cia.—Con los príncipes luteranos de Alemania.- Victo-
rias y desastres.'— Sitio de Metz 34
V.— Estado político. — Cortes. — ^Descontento.— Guerra de las
Comunidades.— Rentas del Estado.— Recursos y apuros.
— Disminución de la influencia de las cortes. ... 46
VI.— Fuerzas militares en tiempo de Carlos V.— Organiza-
ción.— Armas. — ^Equipo. — Táctica.— Artillería y fortifi-
caciones.— Sitio de Rodas 73
VII. — Artes, ciencias y literatura en la época de Carlos V. 95
VIII. — Contiendas religiosas en la época de Carlos V.— Lutero
y Alemania.^-Dietas.- Protestantes. — Confesión de Augs-
burgo. — Guerra de los paisanos.— Anabaptistas. — Interim.
— ^Tratado de Passau.— Primer concilio de Trento. . . 113
IX. — Siguen las controversias y guerras religiosas en la épo-
ca de Carlos V. — ^Enrique VIII de Inglaterra.— Ana Bolena.
Tomo i. 108
851 HUTORIi DB FBL1FB n.
—Cisma.— Movimientos en Escocia.— Asesinato del carde-
nal Beatón 151
X. — Sigue la materia del anterior ^Zwinglo. — ^Sniza.— Gi-
nebra.—Calvino. — Francia.— Dinamarca y Suecia. — ^Ins-
titución de la Compañía de Jesús 1S7
XI.— Nacimiento de Felipe II. — Sus ascendientes Su educa-
ción.— ^Estado de España.— Matrimonio de don Felipe
con María de Portugal.— Nacimiento del principe don
Carlos. — ^Muerte de su madre.— Llama el emperador á su
hijo. — Venida á España del principe Maximiliano.— Se
encarga del gobiamo.-^Su matrimonio con la princesa
María. — ^Parte don Felipe. — Su desembarco en Italia.-^Su
llegada á Bruselas 168
XIL— -Viaje del emperador con don Felipe á Alemania.— Sus
designios frustrados ^Le vuelve á enviar á España con
plenos poderes de regentar.— Llega allí don Felipe y toma
el mando.— Situación de Alemania á la sazón. — ^Desgra-
cias del emperador. — ^Nueva guerra con Francia. — ^Pro-
yecta enlazar al príncipe don Felipe con María, reina de
Inglaterra 116
XIII. — ^Muerte de Eduardo VI de Inglaterra. — ^Estado del país.
-i-Partidos.— María é Isabel.-^uána Gray.— Coronada es-
la. — María toma el ascendiente.— Sube al trono.— Suplicio
de su competidora. — Capitulaciones del matrimonio de
Felipe y de María. — Las firma el principe, y encarga la
regencia del reino á la infanta doña Juana.— Se embarca
en la Coruña y llega á Inglaterra.— Desposorios.— Abo-
lición del cisma Persecuciones y castigos. ... 18<^
XIV. — ^Ajusta el emperador una tregua con Francia. — Llama
á don Felipe á Bruselas.— fienuncia en su favor la posesión
de los Países-Bajos y las coronas de España.— Se embarca
para este último país, y se retira al monasterio de Tuste.
—Sus ocupaciones 1 ^0
XV. — ^Estado de la Europa á la subida de Felipe II al trono.
— ^Se declara Paulo IV contra Felipe U. — Pasa el duque de
Alba á gobernar á Ñapóles.— Buptura de hostilidades.— In-
vaden las tropas españolas los Estados pontificios. . . 196
XVI.— Entrada de los franceses en Italia.— Se rompe la tregua
entre Francia y España. — Preparativos de Felipe II.— Su
viaje á Inglaterra. — Continúa la campaña del duque de
Alba.— Paz con el papa !•!
XVII. — Comienza la campaña entre españoles y franceses. — ^Ba-
talla de San Quintín. — Toma de la plaza y otras varias por
los españoles. — Toma de la de Calais por el duque de
Guisa. — ^Batalla de Gravelinas -ilt
XVIII.— Muerte del emperador Carlos V.— Su carácter. ilS
XIX.— Muerte de María reina de Inglaterra. — ^La sucede su
hermana'lsabel.— Protestantismo.— Paz de Catau Cambres-
sis.— Muerte de Enrique H rey de Francia.— Vuelta de
••
ílfDIGB. 855
Felipe á España ^Estado de los Paises-Bajos. ... 223
XX. — ^Trata Felipe II de restituirse á España.^Estado de los
Paises Bajos. — ^Bosquejo de su historia dorante su posesión
por los duques de BorgoSa — Por los principes de la casa
de Austria Disposiciones de Felipe ^Erección de nue-
vos obispados.— Nombramiento de gobernadora de los
Países Bajos.^De gobernadores de las diferentes provin-
cias.— Se embarca el rey y llega á Espalia. . . 228
XXI. — ^Estado de EspaQa á la vuelta de Felipe.-^Asuntos do-
mésticos administrativos.— Inquisición — Autos de fé.—
Cortes en Toledo ^Venida de la reina Isabel — Jura del
principe don Carlos 240
XXII.— Asuntos de África. — Sumario de las principales ocuren-
cias en aquel pais desde el principio del siglo XVI. — Bar-
baroja y Dragut.— Espedicion y derrota en la isla de los
Gelves 245
XXIII.— Estado de la Francia á la muerte de Enrique II.— De su
hijo Francisco II.— Facciones en la corte.— Regencia de
Catalina de Médicis. — ^Advenimiento de Isabel al trono de
Inglaterra y resultados.-— Estado de Escocia en la misma
época.— María Estuarda 256
XXIV.— Segundo Concilio ó continuación del de Trente. . 267
XXV.— Asuntos domésticos.— Se manda observar lo dispuesto
por el Concilio de Trente — Concilios provinciales.— Re-
. cibimiento en Toledo del cuerpo de San Eugenio proceden-
te de Francia — ^Reconocimiento de don Juan de Austria.
— Su educación en Alcalá con el principe don Carlos y
Alejandro Famesio — ^Venida á España de los archiduques
Rodolfo y Ernesto.— Viaje de la reina á Bayona.— Reforma
de algunas órdenes mon¿sticas.-^Santa Teresa de Jesús-
Carácter, prisión^ proceso y muerte del principe don
Carlos. 273
XXVI Fundación del monasterio del Escorial (156B).. 287
XXVII.— Estado de Francia.— Triunvirato.— Liga Hugonota—
Situación de los dos partidos.— Desórdenes en París.— En
las provincias.— Sublevación de algunas.— Se toman las
armas.— Estado de los ejércitos.— Estalla la guerra.— Si-
tio de Rúan.— Muerte del rey de Navarra. — Sitio de Or-
leans. — ^Asesinato del duque de Guisa. — ^Batallado Dreux.
—Treguas.— Renovación de hostilidades — Batalla de San
Dionisio y muerte del condestable de Montmorency.—
(1561, 1568.)— Otra tregua. . 293
XXVill.— Estado de Inglaterra.— De Escocía.— María Estuarda.—
Su matrimonio con Enrique Darnley. — ^David Ríezío.—
Asesinato de Enrique Darnley. — ^Bothwell — ^Rapto de la
reina por Bothwell.— Se casan Insurrección. — Vencida
la reina Su vuelta á Edimburgo.— Su cautiverio y des-
tronamiento.— Se escapa. — Vuelta á ser vencida.— Toma
asilo en Inglaterra . * 308
856 HlSTOfilÁ DX FELIPE II.
XXIX. —Estado de los Paises-Eajos.— Torcida política del Rey
de España.— Descontento general.— La princesa Gober-
nadora.— ^El cardenal Granvela. — El príncipe deOrange. —
El conde de Egmont. — ^El conde Horn. — Situación de los
partidos.— Conflictos.— Mensajes y cartas al Rey.— Acusa-*
cienes contra Granvela.— Salida de este de los Paises-Bajos. 321
XXX.— Sigue la materia del anterior. — ^Edictos sobre la Inqui-
sición.—Sobre el Concilio de Trente.— Confederación de
la nobleza.— Mendigos.— Excesos de los nuevos sectarios.
—Represiones.— Muidas medias. — ^Entrada de tropas.—
Recobra la Gobernadora el ascendiente.— Castigos de sec-
tarios.—Disolución de la confederación.— Retirada del
principe de Orange.— Resuelve el rey de España enviar
al duque de Alba á los Paises-Bajos 336
XXXI.— Asuntos de África.— Proyecta Asam, dey de Argel, la
conquista de Oran y de Mazalquivir.— Sus preparativos.-
Fuerzas de que dispone.— Sale la expedición por tierra y
llega cerca de los muros de ambas plazas.— Situación de
estas.— Comienza el sitio.— Toman los moros el fuerte de
los Santos.— Sale de Argel la escuadra del dey.— Se blo-
quean las plazas sitiadas.— El conde deAlcaudeteen Oran.
—Don Martin de Córdoba en Mazalquivir. — Se asedia es-
ta última plaza.— Ataques al fuerte de San Miguel ^Le
abandonan los nuestros. — Varios asaltos á la plaza de Ha-
zalquivir.— Repelidos todos.— Avistan los sitiadores los .
socorros de España.— Levantan el sitio 360
XXXII.— Expedición sobre el Peñón de Yelezde la Gomera.— In-
fructuosa.—Segunda tentativa.— Preparativos Salida de
la expedición.— Llegan al Peñón. — ^Le toman.— Envia el
rey á don Alonso Razan á cegar el rio de Teiuan. — Y se
efectúa 371
XXXIII.— Sitio de Malta.— Situación de Malta.— Resumen de su
historia hasta la época dé Carlos V.— Cesión de la isla á
los caballeros de San Juan.— Establecimiento en ella de la
Orden.— Proyecta Solimán II el sitio de Malta.— Sale de
Constantinopla la expedición.— Desembarca en Malta.—
Rivalidades entre los jefes de mar y tierra.— Sitian los
turcos el fuerte de San Telmo.— Lo toman.— Sitian la ciu-
dad delBurgo.— Resistencia.— Varios asaltos.— Llegada del
refuerzo de España.- Levantan el sitio los turcos, y se em-
barcan.—Pérdidas por entrambas partes.— Construcción
déla ciudad y plaza llamada La Valette.— Muerte del gran
maestre de este nombre 319
XXXIV.— Guerra de los moriscos de Granada.— Capitulaciones
cuando la toma de esta ciudad por los reyes católicos.—
Primer arzobispo.— Conversiones. — Alborotos. — Decreto
para que abracen la fó cristiana los moriscos. — Todos cris-
tianos.—Acusaciones de su falta de sinceridad.- Nuevas
exigencias de la corte.— -Nuevos disgustos.—Reclamaciones
INDIGK. 857
de los moriscos.— Desoídas.— 'Tentativas para alzar á los
del Albaycin.— Alzamiento de las taas de las Alpajarras. —
Excesos y crueldades de los sublevados.— Nombran por su
rey á Aben-Humeya.— Sale el marqués de Mondejar de
Granada para combatir á los alzados. — ^Yarios 'encuentros
suyos COI los moriscos, favorables á las armas castellanas.
. —Entra en las Alpujarras.— Se apodera de la torre de Or-
giva Pasa el marqués de los Velez desde Murcia al rei-
no de Granada.— Recibe autorización para ello del rey.*—
Varios encuentros suyos con los moriscos. — ^Los vence. —
Sigue la guerra con sucesos varios. — ^Diversidad de pa-
receres entre el marqués de los Velez y el de Mondejar.—
Resuelve el rey enviar por capitán general de Granada á
su hermano don Juan de Austria 397
XXXV.— Continuación del anterior.- Parte don Juan de Austria
de Madrid Su entrada en Granada.— Toma las riendas
del gobierno Sigue la guerra con sucesos varios.— Lia*
ma el rey á la corte al marqués de Mondejar.— Es asesina*
do Aben-Humeya por los suyos.— Absan por nuevo rey á
Aben-Abóo. — Sale don Juan de Austria de Granada á com*
batir á los moriscos.— Se retira el marqués de los Velez.—
Se apodera don Juan de Galera, de Serón, de Tijolay de
otros mas puntos. — ^Exposición del duque de Sesa.-^Tra-
tan de someterse los moriscos Conferencias en el fondón
-de Andarax. — Ceremonia de la sumisión delante de don
Juan. — Rompe el pacto Aben-Abóo.— Hace asesinar al
Habaqui — ^Es asesinado Aben-Abóo por los de su mayor
confianza Entrada de su cadáver en Granada. — ^Fin de
la guerra i21
XXXVI.— Asuntos de Italia ^Muerte de Paulo IV ^Exaltación
de Pío IV. — ídem de Pió V.— Anima este á los principes
cristianos á la guerra contra el turco.— Muerte de Solimán.
—Asciende Selim Ü al trono otomano.— Expedición de los
turcos contra la isla de Chipre. — ^Tomade la plaza de Nico-
sia.— Sitio de la de Famagosta — Promueve el Papa una
nueva liga entre Espafia, la república de Venecia y su
persona.— Se ajustan las condiciones de la liga en Roma.
—Va el cardenal de Alejandria á Madrid.— Confirma el
rey las disposiciones del pontífice ^Nombramiento de don
Juan de Austria por generalísimo de la liga.— Vuelve este
á Madrid de las guerras de Granada. — Se embarca en Rar-
celona Reunión en Mesina de las fuerzas de la confedera-
ción.— Salen en busca de los turcos.— Ratalla de Lepante. i46
XXXVII. — Continuación del anterior.— Pocos resultados de la vic-
toria de Lepante. — No siguen los cristianos el alcance. —
Se retiran las escuadras á sus países respectivos. — Campa-
ña inútil de 1572. — ^Ajustan la paz los venecianos con los.
turcos. — Expedición de los españoles sobre Túnez. — Le
toman. — ^Manda don Juan de Austria construir un fuerte
858 HISTORIA DB FIUPE U.
cerca de esta plaza.— Salida de Constantinopla de la en-
cuadra enemiga. — Se apoderan los tarcos de Túnez, del
faerte recien construido, y del de la Goleta. ... i6!
XXXVUI. — Disturbios y alborotos en Genova. — Nobles antiguos.
— ^Nobles nuevos. — ^Salen de la ciudad los primeros.— In-
terviene el rey de España. — ^El legado del Papa.— Pacifi-
cación i7i
XXXIX. — ^Asuntos de los Paises-Bajos. — Salida del duque de Al-
ba.— ^Su llegada á Italia.— Marcha entendida que emprende
desde los Alpes hasta la frontera de Flandes. — Su entrada
en este pais y entrevista con la princesa gobernadora. —
Providencias del duque de Alba Prisiones de los condes
de Egmont y de Hom — Descontento de la princesa gober-
nadora— Solicita esta y consigue del rey su salida de los
Paises-Bajos.— Instala el duque de Alba el tribunal de los
Doce.— Rigores y castigos Se condena por traidor al
principe de Orange, ausente, y á otros señores flamencos
que se hallaban prófugos. — ^Preparativos mutuos para una
próxima guerra ^Invasión de los Paises-Bajos. — ^Derrota
del conde de Aremberg por Luis, conde de Nassau. — ^En-
juiciamiento y suplicio de los condes de Egmont y de
Hom i83
XL.--Contínuacion del anterior. — Sale el duque de Alba de
Bruselas en busca del conde de Nassau — ^Le hace levantar
el sitio de Groninga. — ^Le derrota en los campos de Ge-
mingen. — Vuelve á Bruselas. — Penetra el príncipe de
Orange con su ejército en los Paises-Bajos. — Sale de nue-
vo el duque de Alba de Bruselas, y se establece en Mas-
tricht. — ^Paso del Mosa por el principe de Orange. — Pre-
senta batalla al duque de Alba.— No la acepta este.— Es-
caramuzas.—Se retira el de Orange y pasa el Get.—
Derrota del cuerpo que deja á retaguardia de este rio.—
Se junta el principe de Orange con un cuerpo auxiliar de
Francia.— Crecen sus apuros y dificultades — Se vuelve á
sus estados de Alemania.^Entrada triunfal del duque de
Alba en Bruselas ^Erección de su estatua en la cindadela
de Amberes.— Nuevos rigores.— Contribuciones.— Publi-
cación del decreto de indulgencia i98
XLI.— Continuación del anterior Siguen los disgustos por la
décima ^Inflexibilidad del duque de Alba. — Mendigos
marítimos.— Toman el puerto de Brille.— Insurrección de
Zelanda y Holanda.— Entrada de Luis de Nassau en Mons.
—Marcha al sitio de esta plaza don Federico de Toledo.—
Derrota de un cuerpo auxiliar francés.— Segunda entrada
en los Paises-Bajos del principe de Orange.- Toma varias
plazas del Brabante.— No puede hacer levantar el sitio de
Mons.— Se retira á Holanda.— Entra en Mons el duque de
Alba.— Van los españoles á las provincias del Norte.— To-
ma y saco de Zutphen.— Incendio de Naardem.— Obstina-
ÍNDICE. 999
da defensa de HarIem.«*«-Toma de esta plaza.-^Toma don
Luis de Reqnesens el mando de I09 Países-Bajos.— «YnelYe
á España el duque de Alba.— Es bien recibido del rey.-*
Sale desterrado á' Uceda 508
XLII.-— Asuntos de Francia.— Consecuencias de la segunda tre-^
gua con los calvinistas.— Estado de los partidos.— Vuelta
de las animosidades.— Excitaciones á una nueva guerra.-**
Se declara.— Batalla de Jamac— Muerte del principe de
Conde.— Enrique de Navarra.— Batalla de Moncontour.—
Nueva tregua.— Paz de San Germán.— Verdaderos senti*
mientos de la corte.— Favor de los calvinistas. — ^Descon*
tentó de los católicos.— Se ajusta el matrimonio de Enri-
que de Bearne con Margarita de Valois.— Va la reina de
Navarra, madre de Enrique de Bearne, á la corte.— Su
muerte en París.— Entrada en la capital del nuevo rey de
Navarra.— Se celebran sus bodas con Margarita de Valois
en Nuestra Sefiora de Paris.— Fiestas con este motivo. . 520
XLllI.-~Continuacion del anterior.— Agitación de los partidos.
Horrible plan del católico.— Asesinato de Coligny.— Ma-
tanzas en Paris la nocbe y víspera de San Bartolomé.-
Continúan en los dias sucesivos.— Se imitan en los demás
pueblos de Francia.— Las aprueba y sanciona el rey.—
Nueva insurrección de los calvinistas.— Sitios de Saucerre
y de la Bóchela.— Conversión del rey de Navarra y del
principe de Conde al catolicismo.- Elección del duque de
Anjou por rey de Polonia.— Parte á tomar posesión de la
corona.— Muerte de Carlos IX.— Su carácter. . . . 5.S5
XLIV.— Asuntos de Inglaterra y de Escocia.— Resultados de la
entrada de María Estuarda en el primero de estos reinos.
—Escribe á la reina Isabel pidiendo su protección. — ^Em-
barazos de Isabel.— Responde evasivamente á la de Esco-
cia.—Se niega á verla.— Trata de hacerse arbitra entre la
reina María y sus subditos.— Se resiste esta.— Cede al fin.
— Conferencias en York.— Se trasladan á Westminster, —
Es acusada la reina de Escocia por Murray.— Presenta este
documentos justificativos.— No responde María.— Confi-
namiento de esta. — Negociaciones entre las dos reinas. —
Tramas en el país á favor de la de Escocia.— Son castiga-
dos los conspiradores. — ^Asesinato del regente Murray. —
Le sucede el conde de Lenox. — Continúan las tramas en
Inglaterra.— Suplicio del duque de Norfolk.— Muerte del
conde de Lenox.— Le sucede el conde de Morton.— Guerra
civil en Escocia.— Pacificación 55i
XLV.— Asuntos de los Países-Bajos. — Toma Requesens el gobier-
no de los Países-Bajos. — Su moderación. — Continúan las
operaciones militares.— Expedición desgraciada de los es-
pañoles para socorrer á Middelburgo.— Cae esta plaza en
poder del principe de Orange. — ^Tercera entrada del con-
de de Nassau en los Paises^Bajos.— Es derrotado su ejercí*
860 HlSTORIi DB FBLIH If.
to por el espafiol, mandado por Sancho de Avila. — ^Mnere
el conde en la refriega. — Sn carácter.— Sedición en el
campo españftl por la falta de pagas. — ^Huye Sancho de
Avila, y los amotinados nombran nn nuevo general con el
nombre de electo. — ^Marchan áAmberes, donde entran sin
ninguna resistencia. — Siguen insurreccionadla ha^ta que
se satisfacen sus atrasos.— Sitio de la plaza deLeyden por
los espa&oles.— Inundan los enemigos el pais de las in-
mediaciones, y los sitiadores se retiran con notable pérdi-
da Nueva sedición en el campo español Nuevo nom-
bramiento de un electo. — Se van á Utrecht.— Se apaciguan.
— Se apoderan los espafioles de varias plazas de la Holan-
da.— Su gloriosa expedición sobre la isla de Schowen, en
Zelanda^ y de que se apoderan.— -Muerte de Yitelli.—
Muerte de Requesens 56"
XLVI. — Continuación del anterior. — Estado del pais á la muerte
de don Luis de Requesens.— Conferencias de Breda.-— To-
ma el Consejo de Estado las riendas del gobierno.— Nueva
sedición de las tropas espafiolas.— Se apoderan los suble-
vados de Alost. — ^Medidas de represión por el Consejo de
Estado.— Tumulto en Bruselas.— Deponen al gobernador
y arrestan á muchos individuos del Consejo. — Se disuelve
este.— <}ueda el gobierno en manos de los diputados de la
provincia.— Confederación de Gante.— Se traslada á Bru-
selas.— Decretos contra las tropas españolas.- Adhesión
del príncipe de Orange ¿ la confederación. — Se apoderan
los españoles sublevados de Mastricht.— Asalto de Ambe-
res por la guarnición española del castillo, mandada por
Sanóho de Avila. — Toma y saqueo de la plaza.— Acrimina-
ciones mutuas. — Llegada á los Paises-Bajos del nuevo go-
bernador general don Juan de Austria 58!
KLVII.— Continuación del anterior.— Llegada de don Juan de
Austria á los Paises-Bajos.— Dificultades de los estados para
entregarle las riendas del gobierno. — ^Le imponen condi-
ciones.— ^Las acepta don Juan. — ^Edicto perpetuo. — Salen
de los Paises-Bajos los españoles y demás tropas extran-
jeras.—Magnifica entrada de don Juan en Bruselas. — Mu-
tuas desconfianzas y recelos. — ^Sale don Juan de Bruselas
y se apodera del castillo de Namur.— Se declara nueva
guerra. — ^Llaman los estados al príncipe de Orange.—
Vuelven las tropas españolas á los Paises-Bajos, capitanea-
das por el principe Alejandro de Parma.— Celos é intrigas
contra el príncipe de Orange. — Llaman los estados al ar-
chiduque Matías para gobernarlos. — Su entrada en Bruse-
selas, donde le entregan las riendas del gobierno. . . 591
XL VIII.— Continuación del anterior. — Preparativos de una guerra.
Vuelta á Flandes de las tropas españolas é italianas, man-
dadas por Alejandro Famesio, principe de Parma. — ^Bata-
lla de Gemblours, ganada por don Juan.— Toma de algunas
ítmcA. 861
plazts por los estados.— De otras por las tropas españolas.
—Se apodera Alejandro de las de Diest y Sichen.-— Sujeta
la provincia de Limburgo.— Toma de Amsterdam por el
prÍDcipe de Orange.^Se refuerzan ambos campos.— Ya
don Juan en busca de los enemigos. — No aceptan la bata-
lla.—Crecen los apuros de los españoles. — Enfermedad y
muerte de don Juan de Austria.— Su carácter. . . . 60S
XLIX.— Asuntos interiores de España.— Muerte de la reina doña
Isabel de Yalois. — Pasa el rey á cuartas nupcias con doña
Ana de Austria. — Venida de la nueva reina á España. —
Viajes del rey á Córdoba y Sevilla.— Muerte del cardenal
Espinosa.— Nacimiento del principe don Fernando.— Id. de
don Carlos. — Id. de don Diego Félix. -«Muerte de la prin-
cesa doña Juana.— Progresos de la obra del Escorial. —
Formación del archivo de Simancas.— Publicación de la
Biblia Regia en Flandes.— Muerte del arzobispo don Bar-
tolomé de Carranza.— Entrevista del rey en Guadalupe con
el de Portugal, don Sebastian.— Nacimiento del principe
don Felipe. . 603
L.— Asuntos de Francia.— Enrique de Valois en Polonia. —
Descontento del rey.— Sabe la muerte de su hermano Car-
los.—Se evade de Polonia. — ^Pasa por Alemania é Italia á
Francia.— Se declara del partido católico. — Sus devocio-
nes y mas actos religiosos.— Es coronado y consagrado en
Reims.— No ediCcan sus devociones al pais. — Se censuran ^
sus vicios.— Se le acusa de hipocresía.— Formación de la
Liga católica sin contar con el monarca. — índole de esta
asociación.— Sus designios secretos.— Vacila el rey sobre
el partido que le conviene adoptar. — Convocación de los
Estados generales.— Se reúnen en Blois. — Piden los Esta-
dos la revocación del último edicto.— Accede el rey. — ^Se
declara jefe de la liga católica.— Nueva guerra.— Nuevo
tratado de pacificación. — ^Descontento del rey de España. 647
LI.— Asuntos de los Paises-Bajos. — Gobierno de Alejandro
Farnesio, principe de Parma.— Situación del pais.— Distur-
bios.—Entrada en Flandes al duque de Anjou, y su salida.
—Movimiento del principe de Parma.- Pasa el Mosa.—
Llega hasta los arrabales de Amberes.— Retrocede, y pone
sitio á la plaza de Maestrich.— Defensa heroica de los si-
tiados.—Asaltos inútiles de los españoles.— Se regulariza
el sitio.— Apuros de los de adentro.— Nuevos asaltos.—
Toma de la plaza. — Los vencedores la saquean. . . . 659
LII.— Continuación del anterior.— Conferencias en Colonia. —
Sin resultado.- Se ajusta el tratado de conciliación entre
las provincias Valonas y el rey. — Salen de Flandes las
tropas españolas y otras extranjeras. — Formación de un
nuevo ejército. 676
Lili.— Continuación del anterior .-Confederación de Utrecht.
•^Llegada á los Paises-Bajos de la princesa Margarita de »
Tomo i. 109
S62 BISTOBÍÁ DS FBtlPK II.
Parma, nombrada gobernadora por el rey. —Zaejas de Ale-
jandro.—Revoca el rey la orden, y queda el principe de
Piarma otra vez de gobernador general de los Países-Bajos.
— ^Sigue la guerra con sucesos varios.— Se socorre la plaza
de Groninga, sitiada por los confederados. — Toman los de
Famesío á Nivelles, á Malinas, á Courtray.*— Amenazan á
Cambray . — Toma la contienda nuevo aspecto.— >Se declaran
independientes los Estados de Flandes.^-^Eligen por nuevo
principe al duque de Anjou, hermano de Enrique III, rey de
Francia. — Publica el rey de España un decreto de proscrip-
ción contra el principe de Orange.— Responde este con un
manifiesto.^Entra el duque de Anjou en los Paises-Bajos.
—Toma á Cambray.— Pasa á Inglaterra Vuelve.— Su en-
trada en Amberes.— Alentan á la vida del príncipe de Oran-
ge.— Sigue la guerra.— Toma Alejandro las plazas de Tour-
nay y de Oudenarda.— Vuelven á los Paises-Bajos las tropas
españolas é italianas.— Entran asimismo de refuerzo mis
francesas.— Toma de mis plazas de una y otra parte.. . 68'
LIV.— Intenta el duque de Anjou hacerse dueño absoluto de
los Paises-Bajos.— Su ataque infructuoso sobre Amberes.
—Resentimiento del pais contra los franceses.— Negocia-
ciones del principe de Parma con el duque de Anjou.— In-
fructuosas.— Intenta el príncipe de Orange reconciliar los
Estados con el duque de Anjou.— Se retira este i Dun-
querque.— Se apodera el príncipe de Parma de varias pla-
zas.—Batalla de Emistemberg. — Se retira i Francia el du-
que de Anjou. — Toma Alejandro i Dunquerque y i New-
port. — Conquista igualmente otras plazas menos impor-
tantes del Brabante. — Pide mas refuerzos al rey y los con-
sigue.— Guerra de Colonia. — ^Bloquea Alejandro i Iprés,
Brujas y Gante. — Se rinden las dos primeras plazas. —
Fluctúa la tercera. — Llaman los Estados otra vez al duque
de Anjou. — ^Muerte de este principe — Muerte del principe
de Orange, asesinado en Delft. — Su caricter. — ^Le sucede
el príncipe Mauricio. — ^Piden los Estados la protección del
rey de Francia. — Negativa. — Acuden i la reina de Ingla-
terra , . 711
LV. — Asuntos de Portugal. — ^Muerte de don Juan UI. — ^Regen-
cia del cardenal don Enrique.— Caricter é inclinaciones
del rey don Sebastian. — Toma las riendas del gobierno.
— Su primera expedición al África. — Vuelve i Lisboa.—
Hace preparativos para una nueva empresa.— Se declara
protector del emperador destronado de Marruecos.— So
entrevista en Guadalupe con el rey de España.— <Se em*
barca con su ejército. — ^Llega i Cádiz y de aqui á las cos-
tas de África. — ^Plan desacertado de campaña.— Batalla de
Alcazarquivir.— Total derrota del ejército portugués.—
Muere en el campo de batalla el rey don Sebastian.— Por-
menores de la pérdida.— Traslación del cadáver de don
índice. S63
Sebastían á Lisboa li^
LYI.-^OBtitinacioii del anterior.-«-«Re8uliado8deIa muerte de
don Sebastian. — Sabida de don Enrique al trono.— -Pre-
tendientes á la Sttcesion.-^l rey de España. — ^Don Anto-
nio, prior de Crato.— £1 duque de Braganza. — £1 duque
de Soboya. — ^Raynuci, principe de Parma. — Reunión de
las Cortes. — ^Designación de los jueces para dirimir la dis-
puta.—Muere don Enrique. — Partidos.-— Disturbios. —
Reunión de un ejército espaSol en Badajoz.-^Llegada de
Felipe II á dicha plaza. — ^Consultas.-Htfanifiesta el rey sus
derechos é la corona de Portugal, y los de valerse de la
fuerza si voluntariamente no le reconocen .-*Se pronuncia
el prior de Groto. — Se apodera de Santarem, Setubal y
Lisboa.— Proclamado rey. — Pasa el rey de E^afia revista
á sus tropas. — Entrada del ejército en Portugal á las ór-
denes del duque de Alba 735
LVII. — Continuación del anterior. — Campafia de Portugal.-<-
Entra el duque de Alba sin resistencia en varías plazas.-*—
Llega á Setubal.— Expugna su castillo.— Se embarca en el
Tajo. — Se apodera de Carcaes y de la torre de Belén.-—
Huye don Antonio.— Entra en Lisboa el duque de Alba.
—Sale Sancho de Avila en persecución de don Antonio. —
Se retira este á Oporto.— Pasa el Duero Sancho de Avila.
— ^Entra en Oporto. — Huye de Portugal don Antonio.—
Queda todo Portugal por don Felipe.— Sale este de Bada-
joz.—Entra en Portugal Celebra Cortes en Tomar.— Es
reconocido por rey de Portugal. — Su entrada pública en
Lisboa 748
LYIII. — Continuación del anterior. — ^Administración de Feli-
pe II en Portugal. — ^Le niegan la obediencia las islas Ter-
ceras.— Reconocen por rey á don Antonio. — Primera ex-
pedición délos españolas sóbrelas Terceras.— Infructuosa.
—Don Antonio en Francia.— Se embarca para dichas islas
con aventureros franceses é ingleses. — Segunda expedi-
ción de los españoles mandada por el marqués de Santa
Cruz.— Combate naval en que sale victorioso. — ^Yuelve á
Lisboa. — ^Huere en esta capital el duque de Alba. — Re-
gresa el rey á España.— Queda de regente en Portugal el
archiduque Alberto.-Segunda expedición del marqués de
Santa Cruz á las Terceras.— Quedan sujetas estas islas á
la obediencia del nuevo rey de Portugal. .... 763
L1X.— Asuntos de los Paises-Bajos.— Sitio de Amberes por el
principe de Parma.— Dificultades de la empresa.— Ocupa
Alejandro las orillas del Escalda. — Construye un puente
para cortar las comunicaciones de Amberes con el mar.*—
Descripción de If obra.— Toma de Gante.— Intentan los si-
tiados desbaratar el.puente. — Brulotes.— Voladura de una
gran parte de la construcción.— Desastres.-*Se repara el
daño.— Atacan los sitiados el contradique de Colvesteins.
864 HISTORIA DE FELIPE 11. '
— ^Son rechazados con gran pérdida.— Abren sus puertas
Bruselas y. Malinas ^Nuevos esfuerzos infructuosos délos
de Amberes para abrir sus comunicaciones con el mar. —
Se ven precisados á rendirse.-^ondicionesde la entrega.
—Recibe el principe Alejandro el collar del Toisón de oro.
—Su entrada triunfal en Amberes • 790
LX. — Continuación del anterior. — ^Resultados de la toma de
Amberes.— Conflictos delosEstados.— Ofrecen la soberanía
del pais á la reina de Inglaterra.— La rehusa Isabel, mas
les ofrece auxilios.— Sale de Inglaterra para los Paises-Ba-
jos el conde de Leicester con un cuerpo de tropas auxilia-
res.— ^Su buen recibimiento.— Toma el mando del pais. —
Sitio y toma de las plazas de Grave y Yenloo por el prin*
cipe de Parma. — Pasa á sitiar á Nuiss en el electorado de
Colonia Toma é incendio de esta plaza.— Pasa al sitio de
Ruímberg. — ^Retrocede á socorrer á Zutphen.— Infructuo-
sas tentativas sobre esta plaza del conde de Leicester.— Des-
contento en el pais con este general. — ^Pasa á Inglaterra.—
Sitio y toma de la Esclusa por el duque de Parma. — Vuel-
ta á Leicester.— Sus tentativas infructuosas de socorrer la
Esclusa ^Nuevos disgustos. — Nuevo regreso de este gene-
ral á Inglaterra.— Situación del pais.— Nuevos alistamien-
tos del duque de Parma con motivo de otra guerra. . . 797
LXI.— Asuntos de Francia. — Siguen los procedimientos déla
santa liga.— Encono contra los calvinistas.— Negociaciones
para neutralizar la guerra que amenaza.— Todas infructuo-
sas.—Negociaciones del rey de España, de Catalina de Mé- /
dicis, de los politices, de Enrique de Navarra. — Cada vez
mas encendido el odio de los de la liga.— Tratado de Ne-
mours.-^Ruptura del tratado de pacificación. — Se pone el
rey al frente del partido católico.— Excomulga Sixto V á
Enrique de Navarra y al principe de Conde. — Protesta en
contra del primero.— Guerra.— Batalla de Coutras y victo-
ria por Enrique de Navarra.— Victoria del duque de Guisa
sobre los reitres de Alemania.— Nuevas intrigas.— Nuevos
odios contra el rey.— Entrada del duqne de Guisa en Pa-
ris.— Jomada de las barricadas.— Se retira el rey de París
y se dirige 4 Charlres 81*
LXII.— Asuntos de Inglaterra y de Escocia.— Regencia del conde
de Morton en este último pais. — Mayoría de Jacobo IV.^
Proceso de Morton.— Situación de Inglaterra.— Expedicio-
nes de sir Francisco Drake sobre varias posesiones espa-
ñolas de esta y la otra parte de los mares.— Conspiración
de Babington.— Implicación de María Estuarda. -^Proceso
de esta reina.— Es condenada á muerte.— Su suplicio.— Su
carácter 83S
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