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Full text of "Historia de Felipe II, rey de España"

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-^ — ^apt^i^s+i  3ra_ 


I 


HARVARD  COLLEGE 
LIBRARY 


FROMTHB  FUNDOP 

CHARLES  MINOT 

OASSOP  1838 


/^ 


HISTOEIA  DE  FELIPE  II 


REY  DE  ESPAÑA. 


r 


Jl> . 


SALVADOR  MAÑERO,  EDITOR. 


HISTORIA 

DE  FELIPE  n 


POR  EL  BXCMO.  SR. 


PUQUE  DE  SAN  MIUUEL; 

GRANDE  DE  ESPAÑA  DE  PRIMERA  CLASE; 

GRAN  CRUZ  DE  LA  REAL  T  DISTINGUIDA  ORDEN  DE  CARLOS  III  T  DE  LAS  REALES 

T  MILITARES  DE  SAN  FERNANDO  T  SAN  HERMENEGILDO;   CAPITÁN  GENERAL   DE  LOS  EJÉRCITOS 

nacionales;  primer  comandante  general  del  real  CUERPO  DE  GUARDIAS  ALABARDEROS; 

GENTILHOMBRE  DE  CÁMARA  DE  S.  M.  CON  EJERCICIO  T  SERVIDUMBRE; 

SENADOR  DEL  REINO;   DIRECTOR  DE  LA  REAL   ACADEMIA   DE  LA  HISTORU , 

ETC.,  ETC.,  ETC. 

SEGUNDA  EDICIÓN, 

REVISTA,  CORREGIDA  Y  REFORMADA  POR  SU  AUTOR, 
Y  AUMENTADA  CON  SU  BIOGRAFÍA,  JUICIO  CRÍTICO  DE  LA  OBRA  Y  UN  ESTUDIO 

SOBRE  LA  éPOCA  DE  FELIPE  II 

POR 

D.  VÍCTOR  BALAGUER. 


EDICIÓN  DE  GRAN  LUJO, 

adornada  con  láminas  en  acero  y  boj  representando^retratos, 

batallas,  vistas,  etc.,  etc. 


TOMO  I. 


BARCELONA: 

ADMINISTRACIÓN.  |||  LIBRERÍA. 

Ronda  del  Norte,  número  128.       It|      Rambla  de  Sta.  Mónica,  número  2. 

1861. 


S^o^v^^'^-s,  dx 


Harvard  Collc  :  o   Libraiy 
Aug.  2^>  IwilQ 


fiS  PROPIEDAD  DE  SALVADOR  MAÑERO. 


íí^o 


PROLOGO. 


De  todos  los  ramos  del  saber  y  la  literatara  caltívados  desde  el 
principio  de  las  sociedades  hasla  los  tiempos  que  alcanzamos,  nin- 
guno cuenta  mas  escritores  ni  lectores  que  la  historia.  Natural 
es,  en  efecto,  que  llame  la  atención  del  hombre  este  gran  cua- 
dro de  su  vida,  donde  entra  lo  presente  y  lo  pasado;  lo  grande,  lo 
magnifico,  lo  sublime,  al  par  de  lo  pequefio,  de  lo  feo,  de  lo  horri- 
ble; donde  su  especie  aparece  bajo  formas  tan  diversas;  donde  se 
presentan  todas  las  fases  de  su  condición,  según  la  diferencia  de  los 
tiempos,  de  los  climas,  del  grado  de  civilización,  de  las  preocupa- 
ciones, de  los  b&bitos.  Aun  despojando  ¿  la  historia  de  su  carácter  de 
moralidad,  como  fuente  inagotable  de  lecciones  prácticas,  le  queda- 
ría una  grandísima  importancia,  considerada  como  un  simple  objeto 
de  curiosidad,  como  un  simple  espejo  en  que  el  hombre  contempla  su 
figura.  Todas  son  en  efecto  dignas  de  ser  vistas;  mas  no  pueden 
excitar  el  mismo  grado  de  interés  en  cuantos  la  observan.  La  dife- 
rencia de  gustos,  de  índole,  de  educación  y  hábitos,  influyen  en 
esta  clase  de  predilecciones.  Anteponen  unos  la  historia  antigua  á 
la  moderna,  y  al  contrario.  Busca  el  uno  guerras;  el  otro  transac- 
ciones mas  pacíficas:  sigue  este  con  interés  los  progresos  de  las  cien^ 

Tomo  i.  i 


6  HISTORU  DB  FSLIPE  II. 

cias  y  las  artes,  mientras  se  deleita  extlusivamente  aquel  con  todo 
lo  extralio  y  anticuado  que  ofrezca  los  menos  rasgos  posibles  de  con- 
formidad con  lo  que  existe.  En  esta  inmensa  galería,  todos  buscan, 
todos  hallan  sus  colores,  sus  actitudes,  sus  personajes  y  grupos  fa- 
voritos. 

Mas  cualquiera  que  sea  este  carácter  ó  índole  particular,  casi 
todos  están  de  acuerdo  en  que  de  las  épocas  de  la  historia  moderna, 
ninguna  merece  preferepQia  «1  spg|p  ]L^I^  «ra  se  atienda  á  las  cosas, 
ora  á  las  personas;  ya  á  la  importancia  y  copia  de  los  aconteci- 
mientos, ya  á  su  influencia  en  los  destinos  de  la  especie  tiumana; 
siglo  verdaderamente  grande  y  oM^nífico  bajo  cuantos  aspectos  se 
le  considere;  siglo  en  que  renacieron  las  artes,  algunas  de  las  que 
adquirieron  un  brillo  y  esplendor  que  no  gozaron  desde  entonces: 
siglo  en  que  se  desenrollaron  las  ciencias;  en  que  se  descubrió  el 
nuevo  mundo;  en  que  se  agitaron  tantas  contiendas  políticas  y  re- 
ligios;»^  eq,  qQ|9  desplegaron  su  ^eqiQ,  y  i^r  distintos  capiino^.  se 
inqQortalizaron  tantos  hombres;  cjoijideel  Iftllerdclartistai^  el  gabine- 
te áe\  sabio,  y  Is^  arena  de  las  contrQversiajs  religiosas,  ofrecían  tac- 
tos títulos  dQ  renombre  y  gloria  como  los  mismos  campos  de  ba- 
talla. 

L^  historia  de  nuestr«^  oacion  se  halli^  taq^  enl$[Z94ft.Con  tpidfls.  los 
acontecimientos  importantes  de  s^quel  síglQi^  que  es  imposible  escri- 
birla sin  entrar  mas  ó  menos  e^  la  de  los.  demás  pueblps  de  la  gi^- 
ropa^.  Ocuparon  sucesivamep te  el  troqo  QspaDol  du^antei  casi  t¡odo 
este  período,  do^  monarcas,  que,  domins^qjlo  á  m^  de  este;  pa|s  ep 
otros  muchos,  debieron  por  precisíoa  de  tomar  parte  en  cqajQtos 
negocios  importantes  ocurrieron  durante  su  reinado:  dps  monarcas 
famosos  por  la  actividad  de  su  carácter,  por  su  espíritu  ambicioso, 
por  su  vasto  poderío,  por  la  habilidad  que  desplegaron  en  el  go- 
bierno y  administración  de  sus  estados.  Fiteron  ambos  y  son  en  la 
actualíds^scasi  igualmente  célebres,  mas  no  del  mismo  modo:  los 
dos  figuran  en  primer  término,  mas  no  con  un  mismo  colorido: 
ambos  fueron  objeto  de  rivalidades  y  ()e  odios,  mas  con  diferentes 
grados  de  encarnizamiento:  los  dos  tuvieron  sus  historiadores,  mas 


Mt^LOGO.  7 

00  los  hjiIlfttoB  igüAlto^bte  fieles  y  hábíleí.  Bajo  inbos  conceptos 
fué  müá  afortunado  Carlos  qoe  Felipe.  Pocos  hombres  han  sidoefée** 
títiLtnente  ínas  qoe  este  últiibo,  blancos  de  parciatidad,  de  preyen«^ 
eíob,  de  mala  fé  por  parte  de  sos  historiadores.  Para  unos  es  poco 
meóos  que  uo  B^:  para  otros  un  dettiMio:  aquí  se  pone  en  las 
Atibes  su  piedad,  so  celo  religfoso:  aHí  se  le  pinta  como  un  mons- 
truo de  superstición  y  fabatismo:  lo  que  para  los  primeros  fué  jus^ 
ütíttL,  fué  prudencia,  fué  política,  lo  califican  los  Segundes  de  cruel- 
dad, de  ñadsedad  y  de  perfdfo.  Nada  prueba  tanto  la  lucha  encar- 
binada  de  intereses,  opiaiMes  y  principios,  que,  encendida  durante 
su  etisteboia,  comimicé  so  fiíror  á  las  generaciones  sucesivas. 

K\  empireiider  ia  vida  y  hechos  de  Felipe  (I,  rey  de  Bspafia,  bo 
dMMaoeeoifes  ia  «lasa  de  nuestra  tarea,  ya  atendiendo  á  lo  vasto  de 
las  indagadoaeS)  ya  al  mwio  4t  presentar  su  resultado.  Si  la  histo- 
ria es  «n  todas  ocasiones  un  estudio  serio  y  grave,  ninguna  debe  de 
laortoer  mt»  este  «Sféetor,  que  la  ^  m  persoaaje  tan  grave  y  tan 
seiMro  eu  todas  las  situaGiOnes  de  la  vida,  óé  un  monarca  tan  im- 
potlhate  ea  biesttos  «nales,  tan  enitflíaSo^ranf^l  nombre  y  las  gran- 
deias  espálelas,  y  sobre  toda  cuya  memoria  eKcila  tan  diversos  seo- 
Hmienfos.  Por  mas  que  se  impMga  um  híst(Hriader  el  deber  de  inda- 
gar los  beehos  t»D  toda  díligenda,  4e  exponerles  coa  imparcialidad 
y  exactitud,  «s  imposible  que  no  ehtqae  muchas  veces  coa  seatímien- 
toslhvwiteS)  con  opiniones  demientes,  con  las  preocupadones  que 
seBdqaien»^  neoBsidad,  seguu  ei  cf reulo  en  que  se  vive,  el  par- 
tida k  que  Se  pM'teoece,  ele.  Teniendo  pues  preseotes  estas  coosi- 
éeraeioaes,  y  ooifvencidoe  de  la  imposibilidad  de  contentar  á  todos, 
airamos  ^de  Felipe  II  ia  verdad,  é  lo  que  mas  probable  nos  parezca, 
después  de  comparados  los  datos  en  las  diversas  autoridades  que 
«maullemos^,  ora  amigos,  ora  contrarios,  pues  la  justicia  exige  que 
se  oiga  &  entrambas  partes.  Ningún  interés  tenemos  en  hermosear, 
ni  menos  en  cargar  el  cuadro  de  tífttas  demasiado  oscuras.  Como 
espalioks  debemos  de  propender  á  lo  primero.  Y  ¿qué  persona  que 
lleve  este  nombre  puede  piseeoindir  de  un  movimiento  tde  amor  pro*- 
pia  ú  reearrer  ua  época  en  que  su  nación  .era  considerada,  res- 


S  mSTORti  PS  FELIPE  II. 

petada  y  colocada  por  su  poder,  sí  no  la  primera,  al  menos  al  par 
de  las  primeras  de  la  Europa?  Mas  haremos  por  desprendernos  de 
estas  ilusiones  que  tantas  veces  extravian  el  entendimiento.  El  me< 
jor  modo  de  evitar  los  escollos  á  que  lleva  la  parcialidad,  es  pre-^ 
sentar  los  hechos  con  exactitud  y  ser  parco  en  reflexiones;  escribir 
para  narrar,  no  para  probar;  ser  lógico  en  presentar  datos,  dejando 
al  cuidado  del  lector  el  deducir  las  consecuencias. 

La  historia  de  Felipe',  II,  que  comprende  la  segunda  mitad  del 
siglo  XVI,  no  abraza  sucesos  menos  importantes  que  la  de  su  pa^ 
dre,  relativa  á  la  primera.  Si  algunas  figuras  del  primer  cuadro 
son  de  mas  relieve  qup  sus  análogas  en  el  segundo,  se  ofrecen  otras 
en  este  que  en  aquel  se  buscarian  muy  en  vano.  Ni  Espafia  ni  Ita*- 
lia  presentan  á  la  verdad  los  acontecimientos  que  llaman  tan  pode^ 
rosamente  la  atención,  pero  en  cambio  Francia,  Inglaterra,  Escocia 
y  sobre  todo  los  Paises-Bajos,  son  de  un  interés  á  que  no  llegan  en 
el  primero  dé  los  dos  periodos.  Si  han  desaparecido  de  la  escena  los 
Leyvas,  los  Pescaras,  los  Condestables  de  Borbon,  etc.,  no  apare- 
cen menos  importantes  los  Farnesios,  los  duques  de  Alba,  los  Guí« 
sas,  los  principes  de  Orange.  Son  tan  grandes  personajes  en  Ingla-^' 
térra  las  reinas  María  é  Isabel,  como  su  padre:  la  de  Escocia,  Ma^ 
ría  Estuarda,  es  ella  sola  una  novela,  un  drama  que  excede  en  lan- 
ces peregrinos  á  cuanto  se  pudiera  inventar  en  este  género;  y  sin 
salir  de  nuestra  propia  casa,  el  espectáculo  de  un  Rey  que  desde  el 
fondo  de  su  gabinete  agita  el  mundo  con  los  resortes  poderosos  de  su 
ambición  y  habilidad  en  materia  de  gobierno,  casi  llama  tan  podero- 
samente la  atención  como  el  que  pasó  su  vida  en  una  peregrinación 
continua,  imprimiendo  en  los  negocios  lá  actividad  que  no  podian 
menos  de  recibir  de  su  presencia. 

Bajo  cuantos  aspectos  se  considere  el  reinado  de  Felipe  II  es  un 
período  de  grandísima  importancia  en  nuestra  historia.  En  él  ad- 
quirió Espafia  entre  las  naciones  de  Europa  un  nombre  y  una  im- 
portancia que  no  tuvo  nunca,  pues  durante  el  de  su  padre  fué  el 
Emperador,  no  el  Rey,  quien  representó  el  primer  papel  en  su  tea-, 
tro.  Al  lado  de  la  política  lucieron  las  artes,  his  ciencias,  hasta  donde 


PROLOGO.  9 

entonces  alcanzaban, y  sobre  todo,  la  literatura  qne  considera aqnel 
tiempo  como  sa  edad  de  oro.. Las  guerras  no  siempre  felices  en  que 
nos  vimos  empe&ados,  abrieron  un  campo  de  fama  &  esclarecidos 
caudillos:  y  las  costas  de  África  como  la  Italia,  la  Francia  como  los 
Paises^Bajos,  el  mar  como  la  tierra  firme,  fueron  teatro  de  nuestras 
glorias  militares.  Fué  este  reinado  el  apogeo  de  EspaDa,  conside- 
rada como  una  potencia:  desde  entonces  no  hicimos  mas  que  decaer 
y  perder  poco  ¿  poco  nuestra  importoncia  en  el  mapa  político  de 
Europa.  ¿No  es  digna,  pues,  de  grande  examen  esta  época?  ¿no  me- 
rece este  gran  cuadro  que  se  le  observe,  se  le  estudie  y  con  toda 
imparcialidad  se  le  analice?  Guipa  ser&  del  escritor,  no  del  asunto, 
si  la  tarea  que  va  á  emprender  no  corresponde  á  su  grandeza. 

De  todos  modos  est&  el  reinado  del  hijo  tan  enlazado  con  el  de  su 
padre,  que  se  puede  llamar  su  serie,  su  continuación  y  comple- 
mento. Si  todo  trozo  histórico  va  siempre  precedido  de  una  resefia 
de  aquellos  sucesos  que  de  mas  cerca  prepararon  é  influyeron  en  los 
que  se  van  á  referir,  el  prólogo  natural  de  la  historia  de  Felipe  II 
es  Garlos  Y.  Por  este  se  empezará,  pues;  no  para  referir  su  historia, 
pues  en  este  caso  se  harían  dos  en  lugar  de  una,  sino  para  entresa- 
car .de  ella  aquellos  objetos  de  mas  bulto  que  están  enlazados  con 
muchos  é  importantes  de  la  de  Felipe.  Se  dirá  de  Garlos  Y  lo  que 
baste  para  comprenderle.  Se  le  examinará  bajo  el  aspecto  de  rey, 
de  estadiste,  de  capitán,  de  hombre  adicto  mas  ó  menos  á  los  dic- 
támenes de  su  ambición,  á  sus  principios  políticos,  á  sus  creencias 
religiosas.  Se  hablará  con  la  misma  rapidez  de  los  principales  per- 
sonajes de  su  tiempo,  de  las  guerras  que  encendieron  la  Europa, 
del  estado  de  las  ciencias,  de  las  artes,  de  la  literatura,  de  las  con- 
tiendas religiosas,  figuras  tan  importantes  de  este  cuadro.  Se  enla- 
zará, en  fin,  de  tol  manera  esta  especie  de  introducción  al  cuerpo 
de  la  obra,  que  del  todo  resulte  una  exposición  de  cuanto  el  si- 
glo XYI  produjo  de  importante,  de  grande,  de  influyente  en  los  des- 
tinos de  los  hombres,  con  la  diferencia  de  que  en  la  parte  de  Feli- 
pe Il^se  entrará  en  particularidades  que  por  precisión  tienen  que 
faltar  á  la^rimera. 


10  '  HISTORU  bS  FBLIPK  11. 

Tdl  es  mie$tro  ]^aD,  objeto  de  ab  «stitüo  gr&ve,  detenido  y  me- 
ditadt).  Sobre  so  ejeeociOD,  nada  tenemos  qoe  decir  al  páMico  qve 
va  k  juzgarla.  Coal(}aiera  falta  de  vigor  que  advierta  en  ella,  se 
echará  de  ver  al  meóos  que  no  somos  sistemáticos  ni  exclusivos, 
que  no  pertenecemos  propiamente  h  ninguna  de  las  escuelas  en  que 
se  dividen  los  que  por  escrito  ó  de  otro  modo  dan  al  públioo  sus 
pensamientos.  Hombres  de  hechos,  solo  en  su  sencilla,  dará  y  ló- 

■ 

gica  exposición  se  cifirará  nuestra  tarea.  No  vamos  4  escribir  la  sá- 
tira ni  hacer  ta  apoteosis  de  Felipe  II,  rey  de  Sspafia;  aspmuiMS 
solo  á  presentor  de  este  monarca  y  de  su  tiempo  un  retmto  fiel 
hasta  el  punto  á  donde  alcancen  nuestras,  foersas. 


*tm 


HISTORIA  DE  FEUPE II 

REY  DE  ESPAÑA. 


CftPÍTtlt,0  PRIMKIO. 


Bstado  de  la  Europa- al  principio  del  siglo  XYI.-*Espafia,  Fraacia,  Inglaterra  yAlenuí* 
Dia«---lUli>.-^VorU]0aU-r4ii4)^io  OtomanOr-rrlíuerzaA  penaaiMiiit^,'— Poder  abso- 
luto. 


AqQnQÍ«^l){)Q  los  Últimos  aHos  del  siglo  Vf  que  iba  h  abrir  el  XVI 
una.  wijeva  época  para  casi  todas  las  maciooes  de  la.  Earopa.  los 
cambies  en  polUíca^y  dem&s  asuntos  interesantes  á  la  especie  ha- 
mana,  q;ae  osrdinaríamente  siguen  la?  leyes  de  una  marcba  lenta  y 
progresiva,  tuvieron  el  carácter  de  aquellas  transiciones  rápidas, 
qu)s  se  deben  á  la  mauo  de  las  revoluciones.  En  todos  los  esta- 
dos se  experimentaron  mudanzas  de  mucha  coosideracion  nacidas, 
coD  corta  diferencia,,  de  las  mismas  causas.  Mas  á  ninguno  se 
puede  aplicar  esta  qbservacion  con  mas  exactitud  que  á  nues- 
tra EspaOa.  Dividido  este  pai3  en  tantos  estados  independientes  muy 
pocos  afios  antes,  estaba  en  vísperas  de  componer  una  sola. y  com- 
pacta monarquía.  Habia  unido  un  matrimonio  feliz  las  coronas  de 
Castilla  y  Aragón,  y  dado  la  conquista  á  los  Reyes  católicos  el  único 
reino  de  dominación  sarracena  que  restaba  en  la  Península^  Igual 
suerte  aguardaba  á  Navarra,  cuya  posesión,  disputada  por  las  casas 
de  Foix  y  de  Castilla,  iba  á^  ser  adjudicada  á  los  derechos  del  mas 
fuerte.  Por  uno  de  estos  caprichos  tan  comunes  del  desjtÍAO,  el  país, 
que  después  de  tantos  sacríGcros,  tan  porfiadas  guerras  duran.te 


12  HISTORU  DE  pklPS  II. 

machos  siglos,  había  llegado  al  estado  de  unidad  política,  debia  de 
hacer  parte  de  un  mas  vasto  Estado,  pasando  á  manos  de  un  prín- 
cipe extranjero,  dneSo  ya  de  muy  ricas  posesiones;  perspectiva 
grande  á  los  ojos  de  los  que  confunden  tal  vez  la  felicidad  de  un 
pais  con  la  grandeza  de  sus  reyes;  mas  que  turbaba  sin  duda  la 
quietud  de  cuantos  contemplaban  los  azares  que  correrla  su  pais 
en  un  cambio  nuevo  de  política. 

Fueron  sin  duda  los  Reyes  católicos  los  monarcas  de  mas  pru^ 
dencia,  sagacidad  y  dotes  de  gobierno,  que  contaba  Espafia  en  sus 
anales.  Con  diferencias  tan  marcadas  en  índole  y  carácter,  contri- 
buyeron ambos,  sin  poderse  asegurar  de  qué  parte  con  mas  saber 
y  habilidad,  á  componer  de  tantas  provincias  un  grande  poderío. 
Ni  á  Fernando  dominaba  Isabel,  ni  al  rey  de  Aragón  rendía  obe- 
diencia la  soberana  de  Castilla.  Eran  ambos  como  dos  compañeros 
de  fortuna,  que  poniendo  casi  un  mismo  capital,  trabajaban  con  la 
misma  actividad  por  sus  aumentos  de  que  ambos  participaban 
igualmente.  Nmgunos  fueron  mas  adelante  en  los  proyectos  que 
entonces  animaban  á  los  principales  monarcas  de  Europa  de  en- 
sanchar los  límites  de  su  poder,  enfrenando  los  bríos  de  la  aristo- 
cracia. Se  sabe  con  cuánto  celo  se  aplicaron  á  restablecer  el  orden  y 
tranquilidad  en  sus  estados,  á  promover  los  intereses  materiales  del 
pueblo,  á  establecer  fuerzas  permanentes,  que  dependiendo  en  un 
todo  de  la  corona,  le  diesen  toda  la  autoridad  que  tanto  ambicio- 
naban. Con  la  incorporación  en  ella  de  los  maestrazgos  de  las  ór- 
denes militares,  perdieron  estas  su  poder,  y  dejaron  de  brillar  con 
la  preponderancia  que  antes  en  los  campos  de  batalla.  En  todo  se 
sintió  la  mano  activa  y  vigorosa  de  estos  verdaderos  reyes.  Los  gran- 
des, que  poseían  antes  tantos  medios  de  turbarles'su  reposo,  no  fue- 
ron desde  entonces  mas  que  meros  instrumentos  de  su  autoridad, 
que  cifraban  su  prez  y  su  esplendor  en  contribuir  á  su  grandeza. 

La  conquista  de  Ñápeles,  ocurrida  á  principios  de  aquel  siglo, 
contribuyó  asimismo  al  brillo  de  un  reinado,  que  sin  duda  atraía 
poderosamente  las  miradas  de  la  Europa.  Fué  una  gran  felicidad 
para  las  armas  espaffolas,  que  el  jefe  puesto  á  su  cabeza,  hubiese 
merecido  por  su  habilidad  el  título  de  gran  Capitán,  conferido  por 
amigos  y  enemigos,  sin  que  nunca  la  posteridad  haya  pensado  en 
disputarle  un  renombre,  de  que  sin  duda  se  mostró  muy  digno. 
Otros  caudillos  le  alcanzaron  en  aquella  lucha  célebre,  y  esparcie- 
ron en  la  Europa  el  brillo  militar  de  una  nación  probada  en  tantas 


guerras.  La  iafaoteria  espafiola  adquirió  desde  eDtoiiAes  ¡na  prima* 
eia,  que  conservé  casi  por  espacio  de  dos  siglos»  Bl  grao  Capitán 
formé  hm  escuela  de  famotsois  capitanes,  cuyos  nombres  son  citados 
coa  estimación,  y  cuyas  glorias  no  se  han  oscurecido  todavia. 

Para  hacer  mas  singular,  para  coronar  las  prosperidades  de  un 
reiDado  tan  famoso,  les  deparó  la  fortuna  y  el  genio  de  un  grande 
hombre  la  adquisición  de  un  nuevo  mundo,  que  iba  k  causar  una 
revolución  en  los  destinos  déla  especie  humana.  Sin  Colon,  no  hu- 
biese ooQtemplado  Europa  este  descubrimiento  portentoso;  mas  sin 
el  buen  sentid»  de  la  reina  Isabel,  que  acogió  á  Colon  después  de 
haber  sido  desechado  por  los  mas  poderosos  príncipes  de  la  cris-* 
tíandad,  hubiese  pasado  por  uno  de  estos  hombres  visionarios  que 
creen  en  ms  sueOoSy  y  bajado  al  sepulcro  con  su  genio  y  su  saber, 
sin  quedar  de  él  ni  el  sonido  de  su  nombre.  Los  descubridMres  del 
nuevo  continente  fueron  los  Reyes  católicos  de  Espafia.  Aellas  se  les 
debe,  sin  que  la  envidia  haya  podido  oscurecer  una  verdad  tan  glo* 
riesa  para  nuestra  historia  ^ 

Para  no  omitir  nada  de  lo  mas  importante  que  á  dichos  Reyes  ea-* 
tólicoi^  concierne,  no  pasaremos  en  silencio  la  expulsión  de  loe  jú^ 
dios,  y  lo  que  es  mas  considerable  todavía  el  establecímieHAodel*  tari* 
bunal  de  la  InquisicioQ,  ó  mas  bien  su  reglamento  bajo  bases  nue^ 
vas,  y  con  atribuciones  que  hicieron  de  él  una  iastitucieo  tan  for- 
midable. No  oran  tal  vez  mas  intolerantes  los  Reyes  ealélices  que 
los  dem&s  príncipes  de  Europa,  com<^  aparece  de  b  historia.  No  hay 
que  olvidar  que  las  primeras  hogueras  no  se  encendiefOB  m  Espafia; 
puea  en  todos  los  s^os  que  se  llaman  la  Edad  media,  no  se  usaba 
otro  método  da  castigar  á  los  judíos,  á  los  herejes  y  á  lets  hecUcerea^ 
k  losi  que  pasaban  por  enemigos  de  Dios,  ó  de  la  religión  ^  é  de  la 
Igle«a.  Era  la  jurisprudencia,  el  dierecho  público  de  enteacea.  Mae 
de  todos  modos  no  hay  duda  de  que  el  establecimiento  de  este  tri<* 
buoal,  dedicado  eiclusivamente  á  castigar  delitos  contra  la  fe^,  re<* 
vestido  de  tan  grandes  facuHades,  y  cod  un  código  de  procedimien- 
tos tan  exiraordioario,  ha  influido  demasiado  en  les  destinos  de  esta 
nación,  para  que  ne^  se  cito  ce^mo  uno  de  los  rasgos  mas  caraoteris* 
ticos  de  nuestra  historia. 

¿Cuál  hubiera  sido  el  destino  de  BspaOa  á  no  haber  muet to  sin 
sncesíonel  principe  don  Joan,  único  heredero  de  todas  sus  coronas,  á 
no  haber  pasada  estas  alas  manos  de  un  príncipe  extraiijerof  Difícíi 
es  conjotararle.  Mas  en  la  suerte  de  los  hombres  como  de  los  |^e« 

Tomo  i.  Ü 


14  HISTOBU  BS  FELIPB  n. 

blos  ioflayen  combÍDacíoDes,  accidentes  fortuitos,  que  no  es  dado 
ni  prever  ni  alterar  á  la  prudencia  humana.  Quizá  algunos  de  los 
españoles  de  aquel  tiempo  miraron  con  aprensión  y  descontento  la 
salida  de  su  corona  fuera  del  pais;  quizá  otros  se  entusiasmaron 
con  la  perspectiva  de  un  aumento  aparente  de  grandeza.  En  la  his- 
toria de  los  reinados  sucesivos  se  encuentra  la  solución  de  lo  que 
sin  duda  era  un  problema  para  todos. 

No  se  diferencia  mucho  el  estado  de  la  política  de  Francia  del  de 
Espafia  en  el  principio  del  siglo  á  que  se  alude;  mas  los  esfuerzos 
para  aumentar  el  poder  de  la  corona  y  disminuir  el  de  los  grandes, 
fechaba  de  mas  lejos.  Garlos  Vil,  que  habia  visto  la  mitad  de  sus 
estados  en  ppder  de  fuerzas  extranjeras,  y  conquistado,  por  decirlo 
asi,  la  herencia  de  sus  padres,  se  aplicó  igualmente  á  tomar  cuan- 
tas medidas  le  parecieron  propias  para  impedir  la  renovación  de  aque- 
llas turbulencias.  El  establecimiento  de  las  fuerzas  armadas  perma- 
nentes se  debe  sin  duda  á  estas  precauciones,  á  la  ambición  del  rey, 
á  su  genio  belicoso.  Su  sucesor  Luís  XI,  tan  diferente  en  muchas 
cosas  de  su  padre,  heredó  en  estamparte  su  política.  Con  mas  saga- 
cidad, con  mas  astucia,  con  toda  la  fuerza  de  carácter  que  supera 
obstáculos,  sin  ningún  escrúpulo  de  emplear  cualesquiera  medios 
que  llevasen  á  sus  fines,  ningún  rey  fué  mas  temido  sobre  el  trono, 
ninguno  abatió  y  humilló  mas  la  frente  de  la  aristocracia,  ninguno 
derramó  mas  sangre  de  sus  subditos,  ninguno  trabajó  mas  eficaz- 
mente por  los  intereses  de  sus  pueblos,  en  cuanto  esto  no  estaba  en 
contradicción  con  los  suyos  propios,  y  le  servían  de  instrumento 
para  humillar  á  la  nobleza.  El  despotismo  político,  el  poder  real  de 
los  reyes  de  Francia,  acabó  de  arraigarse  en  su  reinado.  Hasta  las 
guerras  civiles  que  ocurrieron  un  siglo  después,  y  esto  por  causas 
que  no  pudo  prever  aquel  monarca,  no  rebulló  ningún  grande, 
ninguno  de  los  príncipes  feudatarios  que  contaba  entonces  la  coro- 
na. No  se  hizo  conocer  su  hijo  Carlos  YIII  en  los  pocos  aDos  que 
ocupó  el  trono,  mas  que  por  su  expedición  en  Ñapóles,  que  por 
todos  fué  graduada  de  insensata,  sin  duda  por  su  funesto  resultado. 
Entonces  fué  cuando  las  armas  españolas  se  midieron  por  primera 
vez  con  las  francesas,  y  con  tanta  gloria  para  las  primeras.  Luis  XII, 
contemporáneo  también  de  nuestros  Reyes  católicos,  fué  un  príncipe 
de  capacidad  y  no  menos  ambicioso,  aupque  muy  poco  feliz  en  las 
empresas.  También  guerreó  contra  nosotros  en  Ñapóles,  y  con  ei 
/nismo  fruto  que  sa  antecesor;  mas  reparó  la  mala  fortuna  de  sos 


.0 


CiPITDLO  U  15 

armas  en  la  bríHaate  jomada  de  Rávena.  Luis  XII  de  Francia  paaa 
par  QD  boen  rey;  obtuvo  y  mereció  sin  duda  el  nombre  de  Padre 
del  pueUo;  mas  en  la  conservación  de  todas  las  prerogativas  y  pre- 
ponderaocm  modernanieate  adcjuíridas^  ng  s$  mostré  meqo^  celoso 
que  sas  predecesores. 

En  Inglaterra,  Enrique  VII,  primer  príncipe  de  la  casa  de  Tudor, 
babia  subido  al  trono  después  de  una  de  las  guerras  civiles  mas 
sangrientas  que  hablan  despedazado  aquel  pais  tan  famoso  por  sus 
convulsiones.  Horror  inspira  la  pintura  de  las  luchas  encarniza- 
das, de  las  venganzas  particulares,  de  los  actos  terribles  de  cruel- 
dad, de  las  innumerables  víctimas  en  los  cadalsos,  que  produjo 
aquella  contienda  entre  las  casas  de  Lancaster  y  de  York,  conocida 
con  el  nombre  de  la  guerra  de  las  Rosas.  Los  derechos  al  trono  de 
Enrique  Vil,  que  se  decia  heredero  y  representante  de  la  primera 
de  aquellas  dos  familias,  eran  muy  equívocos.  Debió  los  mas  legí- 
timos á  la  victoria,  habiendo  derrotado  y  dejado  muerto  en  el  cam- 
po de  batalla  á  Ricardo  III,  que  se  habia  hecho  tan  célebre  y  temido 
por  sus  atrocidades.  El  nuevo  rey  era  sagaz  y  previsor:  conocía 
demasiado  la  índole  de  aquellos  acontecimientos  para  no  atacar  en 
sa  germen  las  causas  que  los  hablan  producido.  Con  mano  firme 
emprendió  y  trabajó  en  su  obra.  Pocos  reyes  se  mostraron  mas 
contrarios  al  orgullo  y  á  la  ambición  de  los  barones.  Atento  á  re- 
frenarlos, se  aplicó  con  mucho  celo  á  buscar  un  apoyo  en  el  au- 
mento del  bienestar  del  pueblo.  Enrique  Vil  fué  un  rey  temido, 
respetado  y  poderoso,  tan  resuelto  en  el  gabinete  como  lo  habia 
sido  en  el  campo  de  batalla.  Sus  leyes  son  citadas  con  elogio,  y  su 
despotismo  no  fué  perdido  para  los  Tudores. 

El  imperio  de  Alemania  adolecía  siempre  de  los  vicios  de  su  ins- 
titución ;  un  cuerpo  de  muchas  cabezas  con  una  nominal ;  una 
confederación  con  vínculos  tan  flojos ,  que  entre  sus  miembros  tan 
heterogéneos  se  introducía  á  cada  momento  la  discordia.  El  cetro 
imperial  se  hallaba  entonces  en  la  casa  de  Austria.  Maximiliano, 
que  lo  empuñaba,  no  era  considerado  y  temido  como  un  monarca 
poderoso.  DneDo  por  su  matrimonio  con  la  heredera  de  la  casa  de 
Borgofia  de  sus  vastos  estados  en  los  Paises-Bajos ,  no  parecía  que 
habían  aumentado  mucho  su  verdadero  poderío.  En  nada  fué  ob- 
jeto particular  de  nombradia  este  monarca.  Su  mayor  título  á  la 
fama  es  haber  sido  abuelo  y  antecesor  de  Garlos  Y. 

Hablaré  muy  poco  de  Italia »  cuyos  estados  diferentes  no  tmiian 


íñ  HISTOMA  DEmiPK  U. 

ORtmoes,  k)  mismo  qae  sooede  akora,  mas  oonexioiies  qoe  al  DMit 
bre  da  italiaaos,  y  hablar  sobre  poco  mas  ó  menas  uoa  misma  lea^ 
gaa.  Era  Ñapóles  teatro  de  cootiefida  enire  la  easa  de  Aragoa  y 
FraoGÍa,  después  que  se  habiao  coligado  para  despojar  de  él  á  sas 
antiguos  daeDos.  La  república  de  Yenecia  coDÜouaba  su  estado  de 
prosperidad,  y  s0  bailaba  ea  vísperas  de  ser  blanco  de  aoa  liga  qne 
amonazaba  su  existencia.  Era  el  Milanesado  e|  grande  objeto  de  la 
ambícjáHi  de  Luis  XII ,  que  reclamaba  este  pais  como  beredero  de 
la  «lasa  de  Visoonti,  así  como  en  representación  de  los  derechos  de 
la  da  Aojou,  la  posesión  de  Ñapóles.  No  fué,  sin  embargo,  tan  des* 
gr^cáado  en  aquella  empresa  como  en  esta ;  y  por  algún  tiempo  se 
llamó  duque  de  Milán  de  hecho ,  como  de  derecho.  Se  hallaba  la' 
Toscana  en  un  estado  floreciente  á  pesar  de  siis  disturbios ,  bajo  la 
dominación  indirecta  de  los  Médicia ,  pues  no  llevaban  todavía  el 
título  de  duques.  El  poder  de  los  papas  iba  ipuy  en  decadencia; 
mas  si  bajo  el  aspecto  solo  de  pontíGces,  no  representaban  tan  gran 
papel  como  en  tiempos  anteriores,  se  mezclí^ban  como  príodpes  en 
todas  las  coatiendas  que  dividían  á  los  de  su  tiempo.  Poco  ó  nada 
diremos  de  Alejandro  VI  que  al  principio  del  siglo  XVI  ocupaba  la 
silla  de  saa  Pedro.  Tampoco  entraremos  en  pormenores  de  la  am- 
bición, las  violencias  y  las  atrocidades  de  su  hijo  César  Borgia  que 
fué  el  terror  de  los  pequeQos  príncipes,  á  cuyos  estados  reclamaba 
la  sede  pontificia  algún  derecho ,  y  que  despojaba  en  virtud  del  de- 
rocho  del  mas  fuerte.  Los  que  iban  á  ser  sucesores  de  Alejandro, 
no  fueron  menos  célebres,  á  lo  menos  por  su  ambición  y  sus  in- 
trigas. Julio  II,  00  solo  tomó  parte  en  lais  guerras,  sino  que  fué 
general  de  sus  ejércitos.  El  sentimiento  general  que  entonces  como 
ahora  dominaba  en  Italia,  era  el  odio  al  yugo  de  los  extranjeros;  y 
arrojad  á  los  bárbároi  de  Italia,  fué  el  dicho  favorito  del  último  pa- 
pa que  citamos. 

Entre  los  estados  de  Europa,  no  olvidaremos  k  Portugal  que  no 
era  seguramente  el  último,  bajo  cuantos  aspectos  se  le  considere. 
Fué  dichoso  y  próspeiro  el  reinado  de  Juan  II  que  llegó  hasta  fines 
del  siglo  XV.  También  refundió  en  su  persona  los  maestrazgos  de 
las  órdenes  militares  de  Cristo  y  Avis ,  qoe  ejercían  la  misma  pre- 
ponderancia que  las  nuestras  en  Castilla.  Con  el  descubrimiento 
del  Cabo  de  Buena-Esperanza  se  abrió  para  Portugal  un  nuevo 
campo  de  grandeza,  y  se  echaron  los  cimientos  de  su  grande  im- 
peno en  las  costas  de  África  y  de  Asia.  El  rey  don  ittaquel,,  sooq^or 


CAPITULO  I.  n 

de  Jaao  II,  faé  qqo  de  los  moDarcas  mas  poderosos  del  siglo,  y  las 
alianzas  de  familia  de  Portugal  cod  España  que  entonces  comenza- 
ron, dieron  con  el  tiempo  origen  á  sucesos  muy  considerables. 

Cerrará  la  lista  de  los  estados  europeos  de  aquel  tiempo  el  de  los 
Turcos  Otomanos ,  que  después  de  haber  invadido  y  conquistado 
todos  los  estados  de  Asia  del  imperio  del  Orienté,  hablan  pasado  y 
llevado  á  muchos  estados  de  Europa  sus  medias  lunas  victoriosas. 
Hacia  solo  medio  siglo  que  &  los  esfuerzos  terribles  de  Mahoma  II, 
habia  dado  el  imperio  romano  su  postrer  suspiro  en  los  muros  de 
Gonstantinopla.  Fronterizos  de  la  Hungría,  cuyas  fuerzas  hablan 
derrotado  en  dos  batallas,  amenazaban  al  imperio  de  la  cristiandad 
entera.  Hablan  sido  pisadas  ya  las  costas  de  Italia  por  sus  armas 
victoriosas.  Estaba  en  vísperas  Selim  de  aDadir  el  Egipto  á  sus  con- 
quistas, cuya  continuación  estaba  reservada  á  su  sucesor  Solimán 
el  Magnífico,  que  mereció  mejor  el  nombre  de  terrible  por  la  sed  de 
su  ambición  ,  y  la  ferocidad  con  que  llevó  adelante  sus  empresas. 
Ofrecía  entonces  el  imperio  Otomano  el  brillante  espectáculo  de  to- 
do lo  que  crece ,  y  con  rapidez  se  desarrolla  por  la  fuerza  de  las 
armas.  Con  muy  raras  excepciones ,  todos  los  sultanes  de  aquella 
nueva  raza  se  Rabian  mostrado  ambiciosos,  valientes,  diestros  y 
afortunados  capitanes. 

Así  empezó  el  siglo  XVI  para  la  mayor  parte  de  los  pueblos  de 
la  Europa.  Se  manifestaba  una  revolución  política  en  las  ideas,  en 
las  máximas  de  gobierno  que  animaban  á  casi  todos  los  monarcas. 
Por  todas  partes  se  echaban  los  cimientos  del  despotismo  de  los 
tronos,  abatiendo  el  orgullo  de  los  grandes  feudatarios  de  la  corona, 
alistando  fuerzas  permanentes.  Para  todas  las  naciones  comenzaba 
la  guerra  á  ser  considerada  como  una  profesión  y  como  un  arte.  Si 
grandes  capitanes  se  cubrieron  de  laureles  en  el  medio  y  fines  de 
aquel  siglo,  no  fueron  menos  esclarecidos  los  que  florecieron  en  los 
primeros  afios  del  siguiente.  En  ellos  y  en  los  últimos  del  anterior 
principió  con  algunas  excepciones  el  renacimiento  de  las  ciencias  y 
las  artes  de  que  hablaremos  á  su  tiempo. 

Los  resultados  de  los  descubrimientos  de  Colon  y  de  Vasco  de 
Gama  no  podían  mas  que  ser  hasta  prodigiosos  :  así  fo  fueron ,  en 
efecto.  Fué,  pues,  el  principio  del  siglo  XVI  el  de  una  nueva  época 
para  las  naciones  del  orbe  civilizado ,  trazándose  por  sí  misma  la 
línea  de  separación  que  del  anterior  le  dividía, 


CAPITULO  íl. 


Advenimiento  de  la  casa  de  Austria  al  trono  de  España. —  Felipe  el  Hermoso. —  Celos 
y  rivalidades. — Muerte  de  Felipe. — Regencia  de  Fernando  el  Católico.— Del  cár- 
dena) Jjmenez  de  Císneros.-^Venida  de  Carlos  I, 


A  la  maerte  de  dofia  Isabel ,  pasaron  los  reinos  de  Castilla  á  su 
hija  doOa  Juana,  conocida  con  el  sobrenombre  de  la  Loca';  y  por  el 
matrimonio  de  esta  con  don  Felipe  de  Austria,  hijo  del  emperador 
Maximiliano  I,  á  dicha  casa  extranjera,  que  tanto  ascendiente  iba  á 
tomar  con  esta  herencia  en  As  negocios  de  la  Europa. 

Habia  heredado  Felipe  de  su  madre  María  de  Borgofia  todos  los 
estados  de  esta  casa ,  á  excepción  del  ducado  de  su  nombre ,  que 
habia  sido  incorporado  en  la  corona  de  Francia  por  Luis  XL  Aun 
con  esta  rebaja  tan  considerable,  podia  considerarse  como  un  prín*- 
cipe  de  la  primera  jerarquía.  Duefio  ya  de  las  ricas  posesiones  de 
ios  Paises  Bajos,  heredero  de  los  estados  de  la  casa  de  Austria,  traia 
en  su  enlace  con  la  princesa  espaDola  pocos  menos  estados  que  los 
que  recibía.  Así  iba  á  ser  EspaOa  una  fracción  y  aun  menos  de  un 
mas  vasto  estado,  compuesto  de  partes  heterogéneas,  que  no  podian 
tener  unos  mismos  intereses ;  situación  particular  que  abria  para 
ella  nueva  época. 

Habia  mostrado  el  príncipe  en  todas  ocasiones  poca  afición  á  Es- 
pafia  y  á  su  esposa.  Aclamado  rey  de  Castilla,  no  hubiese  venido á 
tomar  posesión  de  su  corona,  á  no  ser  llamado  por  los  enemigos 
personales,  ó  los  que  estaban  cansados  del  dominio  de  Fernando. 


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tomar  posesión  de  su  corona,  á  no  ser  llamado  por  los  enemigos 
personales,  ó  los  que  estaban  cansados  del  dominio  de  Fernando. 


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YSABEL,   I 


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CAPITULO  n.  Id 

También  este  interpuso  sus  ruegos,  despechado  sin  duda  de  las 
frialdades  de  una  corte,  deseosa  de  ver  ai  sefior  nuevo.  Con  entu- 
siasmo fué  recibido  Felipe  por  sus  subditos,  á  quienes  se  mostró 
afable,  agradecido  y  franco.  Cortés,  reservada  y  fria  fué  la  entre- 
vista entre  suegro  y  yerno,  tan  diferentes  en  edad  y  en  genio.  Pasó 
en  seguida  el  rey  de  Castilla  á  participar  de  los  festejos  de  la  corte; 
se  restituyó  el  de  Aragón  á  sus  estados,  engolfado  como  siempre  en  su 
política.  Con  el  nuevo  matrimonio  de  este  rey  con  Germana  de  Foix 
se  vieron  en  peligro  de  otra  separación  las  dos  coronas:  sin  duda 
lo  deseaba  el  de  Aragón,  para  que  no  pasasen  sus  estados  á  una 
casa  extraOa:  mas  no  fue  dichoso  eft  el  empefio. 

Felipe  el  Hermoso  no  hizo  merque  presentarse  sobre  el  trono 
espaDol,  sin  dejar  en  él  mas  mo/áom  que  la  de  una  rivalidad  entre 
nativos  y  extranjeros,  que  fué  para  nosotros  con  el  tiempo  muy  fu* 
nesta.  Le  arrebató  la  muerte  en  lo  mas  florido  de  la  edad,  dejando 
el  trono  de  Castilla  ¿  un  nifio  de  siete  aDos  que  fué  después  el  fa- 
moso Carlos  V.  A  mas  de  este  principe,  tuvo  la  reina  doDa  Juana 
al  infante  don  Fernando  que  fué  con  el  tiempo  emperador,  y  á  las 
infantas  do&a  Leonor,  dofia  Isabel,  doDaMaria  y  dofia  Catalina  que 
todas  fueron  reinas  (1).  La  viuda  doDa  Juaoa,  que  era  la  propieta- 
ria de  Castilla,  no  figuraba  para  nada,  á  causa  de  su  incapacidad 
mental  tenida  por  demencia.  Así  á  la  muerte  de  Felipe,  fué  acla- 
mado por  rey  de  Castilla  Carlos  I  en  compaDía  de  su  madre.  El 
pais  necesitaba  un  regente,  y  por  mucha  antipatía  que  en  algunos 
grandes  excitase  Fernando  de  Aragón,  el  bien  del  estado  pudo  mas 
que  iodividuales  sentimientos.  Fué  la  regencia  de  este  príncipe  en 
Castilla,  una  continuación  de  su  reinado  antecedente.  La  misma 
política ,  la  misma  tendencia  á  fomentar  los  intereses  de  la  autori- 
dad real,  la  misma  índole  de  moverse  de  un  punto  á  otro  siempre 
por  la  línea  curva.  Se  presentaron  triunfantes  sus  armas  en  Ñapó- 
les, y  aquel  rico  pais  se  hallaba  definitivamente  incorporado  á  su 
corona.  Por  la  patriótica  munificencia  del  cardenal  Cisneros ,  tre- 
molaban los  pendones  en  Oran,  en  Mazalquivir,  en  Bujía  y  en  otros 
varios  puntos  de  África.  La  brillante  victoria  obtenida  en  R&vena 
por  las  armas  de  Luis  XII  rey  de  Francia ,  trastornó  los  planes  del 


(I)  Se  oaaó  ta  primera  oon  el  rey  don  Manuel  de  t>oriiigaÍ,  Tlado  de  dos  hQas  de  loe  fteyee  oatóU- 
ooe,  7  por  consignlente  tlaa  de  dofia  Leonor ;  la  segunda  con  el  rey  de  Dinamarca,  Griatiemo  III; 
la  laroera  coa  Lula  de  Hungría;  la  coarta  con  el  rey  don  Joan  III  de  Porlogal,  hijo  y  aaceaor  de  don 
«•naeL 


19  msTOBU  M  nupB  n. 

rey  Católico ;  mas  el  rmo  de  Navarra  quedó  asegurado  por  la 
fuerza  de  las  armas  &  ia  carona  de  Castilla ,  á  pesar  de  la  iavasÚMi 
proyectada  por  aquel  monarca. 

A  la  muerte  de  Fernaudo  el  Católico,  contaba  ya  16  afios  de  edad 
el  rey  doo  Carlos  4e  Austria.  Eq  el  aSo  que  medió  hasta  su  venida 
á  Espafia ,  quiso  su  buena  suerte  que  la  regencia  estuviese  enco- 
mendada al  cardenal  Jiménez  de  Cisneros,  hombre  verdaderamente 
insigne  por  su*  piedad,  por  la  elevación  de  sus  sentimientos,  por  su 
gran  corazón,  y,  sobretodo,  por  la  energía  que  desplegó  en  el  go- 
bierno de  estos  reinos.  Se  le  habla  dado  como  socio  y  eompafiero  al 
cardenal  Adriano ,  ayo  de  don  Carlos ;  mas  si  no  en  el  nombre,  fué 
en  realidad  Gísneros  el  único  regente.  Protector  de  las  ciencias  y  las 
buenas  letras,  fundador  de  la  universidad  de  Alcalá,  la  dotó  de 
cuaato  podia  contribuir  á  difundir  las  luces  de  aquel  siglo,  dejando 
en  la  publicacioa  de  la  Biblia  Complutense  uno  de  los  más  grandes 
monumentos  de  su  ilustración  y  su  munificencia.  Sentimos  que  la 
naturaleza  de  este  trabajo  no  nos  permita  mas  pormenores  sobre 
un  personaje  que  bajo  el  hábito  de  san  Francisco,  y  con  toda  la 
austeridad  que  esta  regla  prescribia,  ae  mostró  sabio ,  hábil  esta- 
dista, gobernante  duro  y  despótico,  general  de  ejército,  y  basta 
orador  militar,  pues  arengó  á  los  soldados  en  las  playas  de  África. 
En  casi  todos  los  historiadoi'es  de  aquel  periodo  están  consignados 
los  principales  hechos  de  su  vida  (1). 

En  setiembre  de  15l7  desembarcó  en  EspaOa  Carlos,  hijo  pri- 
mogénito de  Felipe  el  Hermoso,  que  inmediatamente  tomó  las  rien- 
das del  estado»  Le  felicitó  por  escrito  el  cardenal ,  mas  no  se  pre- 
sentó ea  la  corte  de  donde  le  alejó  una  carta  fria  del  monarca,  dán- 
dole las  gracias  por  sus  servicios  y  deseándole  descanso.  Muy  poco 
tiempo  goza  el  prelado  de  su  retiro ,  opcimido  con  el  peso  de  los 
afios,  y  tal  vez  bastante  mortificado  y  desalN*ido  con  una  conducta 
que  con  el  sello  de  ingrata  se  mostraba.  El  cardenal  Jiménez  de  Cis- 
neros  dejó  sin  duda  an  nombre  esclarecido,  de  los  que  eograndecea 
nuestra  historia. 


(1)   Yéase  entre  otros  á  Alyams  Gomecins,  cDe  rebus  gestis  Prancisol  Xlmenfl.» 


€AftrtítO  !E  (1) 


Gobierno  de  Carlos  V. — Considerado  este  príncipe  como  monarca,  como  capitán. — Su 
poder. — Su  polHica. — Sas  guerras  contra  Francia.— Con  elpapa.-^on  el  turco. — 
•Bipe£ci«i  4n  Tiinez. 


Se  mi»  |N»r  la  nocirte  de  Ferpando  el  Católico  (1516 — IS^ftS), 
iw  piiMíJipe  4e  16  .aO00  dneftode  ooos  estados  y  iCqb  uo  pederi»  4e 
qae  do  habia  ejemplo  eo  Korppa  desde  GurWfnagoo*  Eeredaba  mi 
nrtod  de  eale  último  faUeeinieoto  las  (wronasdeAragoD,  Ñápeles  y 
Skítia;  .por  la4e  su  Ahoela  «ateriMu  Jasde  Castilla,  Leen  y  4eNa- 
wrra :  por  Ja  de  su  (padce  los  Países-Bajos,  el  EraDoo<^ODdado  y 
todo  cuanto  fmm  k  laaligaa  «asa  de  BorgoDa,  i  exenpoiou  M 
ducado  de  este  oonbse.  «Bieo  pfonto  iba  h  mirar  «d  posesión  4ie  los 
estados  de  AAistnia  ¿  la  muerte  de  su  abuelo  paterno  el  «nperador 
MaxifloiliaM  ;  podiendo  ÜsoBJeaiYsie  íde  que  le  sucedería  igualmente 
en  la  dignidad  de  jefe  del  .imperio.  Lo  queoqueel  faiioso  {andador  cj-*- 
tado  liabia  dAbide  k  Iceinta  aSos  de  puercas  y  «conqoistas,  lo  pioseia 
este  prÍDcipe  4B  la  flor.de  su  existencia.  £ca  Ja  sucesión  ináuensa, 
magnífica  y  bríllaute ;  mas  los  hombres  que  juzgan  detenidamenH 
sin  dejar  llarar«e.de  las  iprimera^  impresiones,  no  podian  menos  de 
reflevonar,  que  tan  grandioso  poderío  tenia  mas  de  aparente  qu« 


fk)  Son  lAD  pooot  y  tai  oonsMeraUes  kM  hechos  de  que  hacetnof  menolon,  tanto  en  eate  csipU 
talo  como  en  el  aiguleote,  qne  casi  son  Inútiles  las  citas.  Los  consignan  ó  á  lo  menos  do  loa  niegan 
los  historiadores  de  la  época,  tanto  nacionales  como  extraños :  SandoTal,  Forreras,  Clloa,  Yera  y 
Klgneroa,  Zimoparo,  Q«ljiciar<linl«  Pjiulo  Jovlo.^oheKtson,  Heaeray,  Anqqc^l,  Dwilel,  etc. 

Tomo  i.  4 


<2  HISTORU  DE  FELIPE  H. 

de  real,  y  que  de  ningún  modo  guardaba  proporción  con  tan  vas- 
tas posesiones.  Se  hallaban  estas  esparcidas  en  la  Europa,  separa- 
das unas  de  otras,  no  solo  por  distancias  considerables  de  terreno, 
sino  por  hábitos,  costumbres  y  organización  política.  En  nada  se 
parecían  los  castellanos  á  los  flamencos,  ni  estos  á  los  italianos.  El 
poder  que  el  nuevo  soberano  ejercía  en  todos  sus  estados,  se  dife- 
renciaba también  en  razón  de  la  diversidad  de  la  índole  de  sus  ins- 
tituciones.  Cuerpos  políticos  compuestos  de  elementos  tan  hetero- 
géneos no  tienen  las  condiciones  requeridas  para  ser  robustos.  Nin- 
guno puede  considerarse  como  individuo  de  una  gran  familia,  y  si 
todos  contribuyen  al  brillo  y  renombre  del  señor  común,  muy  po- 
cos ó  casi  ninguno  en  realidad  prospera  y  se  engrandece.  La  historia 
de  Garlos  V  y  de  su  hijo  confirma  de  un  modo  palpable  esta  verdad 
que  no  dejaba  de  sentirse  entonces,  sobre  todo  de  los  espaDoles. 

1519.  A  los  tres  afios  de  Ja  muerte  de  Fernando  vacó  en  efec- 
to la  corona  imperial,  y  el  joven  Garlos  la  obtuvo  sin  grande  opo- 
sición antes  de  cumplir  20  aQos.  Bajo  esta  cualidad  do  emperador 
se  conoce  con  el  nombre  de  Carlos  Y,  el  que  no  fué  mas  que  Gar- 
los I  en  nuestra  EspaDa.  Singular  destino  el  de  esta  nación,  que 
después  de  ser  una  sola  y  vasta  monarquía,  al  fin  de  siete  siglos  de 
luchas  tan  encarnizadas,  se  halló  como  absorbida  en  un  estado  cu- 
yo centro  se  hallaba  fuera  de  su  territorio. 

Y  mientras  el  nuevo  emperador  tomaba  posesión  de  su  excelsa 
dignidad,  le  conquistaba  Hernán  Cortés  el  vasto  imperio  mejicano 
con  un  pufiado  de  valientes.  Tremolaban  sus  banderas  en  las  costas 
del  mar  del  Sur,  y  bien  pronto  le  iba  á  someter  Pizarro  el  imperio 
de  los  Incas.  Estaba  próximo  á  embarcarse  el  famoso  Magallanes, 
descubridor  del  estrecho  de  su  nombre,  entre  cuyos  navios  se  con- 
taba él  que  tuvo  la  gloria  de  trazar  el  primero  la  circunferencia  de 
la  tierra.  Asi  merced  á  unos  pocos  aventureros,  sin  nombre  antes 
conocido,  gigantes  en  valor,  en  audacia,  en  cuantas  pasiones  fuer- 
tes fermentan  en  el  corazón  del  hombre,  se  veia  Carlos  V  en  lo  mas 
florido  de  sus  aBos,  dueño  allende  los  mares,  de  mas  vastas,  y 
sin  comparación  mas  ricas  posesiones  que  las  que  acataban  su  nom- 
bre en  nuestro  continente.  Tan  inmenso  poderío  no  puede  menos  de 
imponer  á  la  imaginación,  y  muy  pocos  espaDoles  dejarán  de  recor- 
darle sin  un  movimiento  de  amor  propio  satisfecho,  aunque  se  ha- 
llen de  dicha  época  &  distancia  de  tres  siglos. 

¿T  qué  uso  iba  &  hacer  Garlos  V  de  este  imperio  gigantesco? 


GAFITÜLO  m.  23 

¿Cómo  se  il»  á  mostrar  en  el  trono  ei  seOor  de  tantos  pueblos?  Sn 
aúnelo  Maximiliano  había  sido  un  príocipe  de  bastante  ambicioD, 
mas  no  de  gran  capacidad,  y  mucho  menos  de  fortuna.  Babia 
muerto  en  la  flor  de  sus  aDos  su  padre  Felipe  el  Hermoso,  con  la 
fama  de  indolente.  Se  hallaba  su  madre  doDa  Juana  en  un  estado 
de  imbÁilídad,  que  le  valió  el  nombre  de  Loca,  con  que  es  cono- 
cida en  las  historias.  La  habían  dejado  sus  abuelos  maternos  don 
Femando  y  doSa  Isabel,  grandes  ejemplos  que  imitar;  mas  sus 
primeros  afios  no  daban  indicios  de  brillar  en  el  trono  por  sus  cua- 
lidades personales.  No  pudo  menos  de  variar  esta  opinión  al  presen- 
tarse el  príncipe  en  la  esfera  política  del  mundo.  Gomo  se  dijo  en 
el  prólogo  de  esta  obra,  no  es  la  vida  de  Garlos  V  la  que  se  va  á 
escribir,  sino  bosquejar  los  rasgos  mas  principales  y  salientes  de 
un  gran  cuadro,  para  comprender  mejor  el  que  vamos  h  trazar  del 
hijo. 

La  instrucción  de  Garlos  era  escasa.  Educado  como  la  mayor 
parte  de  los  príncipes,  tenia  en  política  las  ideas  domioanles  de  su 
siglo,  las  que  mas  podían  adular 'el  amor  propio  de  un  monarca. 
Mas  dotado,  como  lo  hizo  ver,  de  un  buen  entendimiento,  apren- 
dió en  el  trato  de  los  hombres,  en  el  manejo  práctico  de  los  nego- 
cios, lo  que  no  le  habían  ensenado  sus  maestros.  Sin  duda  tuvo 
consejeros,  y  hasta  favoritos  y  privados ;  mas  desde  sos  primeros 
aDos  tomó  una  parte  activa,  y  hasta  la  principal  en  el  gobierno  de 
sus  vastas  posesiones.  Desde  los  principios  mostró  sagacidad,  tino, 
circunspección,  y  cuanta  habilidad  podía  esperarse  de  un  hombre 
de  su  inexperiencia.  Conforme  crecía  en  aDos,  desplegó  mas  y  mas 
el  don  de  mando  y  de  gobierno.  Muy  pronto  vio  Europa  que  el  se- 
Dor  de  tantos  dominios  no  iba  á  dormirse  sobre  el  trono,  y  entre- 
gar las  riendas  á  manos  de  sus  favoritos.  Era  ya  mucho  en  un 
hombre  de  su  condición,  mostrarse  digno  de  tan  alto  puesto. 

Estaba,  cuando  subió  al  trono,  ocupado  el  de  las  principales  re- 
giones de  Europa,  por  hombres  distinguidos,  sí  no  pueden  merecer 
el  título  de  grandes.  Reinaba  en  Francia  Francisco  I,  principe  de 
unos  pocos  mas  aDos,  y  que  se  mostró  su  rival  por  todo  el  tiempo 
que  duró  su  vida.  Había  sucedido  á  Enrique  Vil  de  Inglaterra  su 
Üjo  Enrique  VIH,  inferior  en  talentos  á  su  padre ;  pero  mas  des- 
pótico, mas  violento,  con  mas  deseos  de  figurar  en  el  teatro  polí- 
tico de  Europa,  donde  se  hizo  verdaderamente  célebre  y  famoso, 
por  un  estilo  que  él  mismo  no  se  imaginaba.  Ocupaba  la  silla  de 


94  H18T0RM  MI  tOJM  II. 

MU  Pmívo  Lemí*  X,  fflapMeo  oone  príncipe,  protoetor  ile  las  ar*. 
te9  y  ia»  tetrtt,  qve  iba  fc  revMtír  de  daevo  hratre  á  m  fusiilia  de 
los  Médícis'.  Veaeisía  eomenzalM  la  ¿poca  efe  m  decadencia.  Géoo- 
vft  eatrato  eo  ati  DtieTO  estado^  de  esple«áor,  por  kt  capacidad  y 
sertíeios  einíneDtofl  de  va  grande  hombre,  Andrés  ó  Andrea  Doria. 
Milán  contínfMba  siendo  Matro  de  hostilidades  entoe  \m  armas  de 
Francia  pm  nn  M»,  y  por  ek  oliro  de  I<laiii  y  del  imperio.  Estaba 
prkinM  á  desoender  al  sepulcro  el  famoso  don  MaMelde  Portagal, 
qm  hab^  Nevado  el  nombre  de  s«  país  ai  apogeo  de  su  grandasa  y 
gloria.  Reinaba  en  Paloma  Segismundo  I,  y  en  Dmamarca  y  Sne- 
cia  Grititierno  III;  ottDado  d»Ga?los.  En  la  silla  del  impería  Otoma*- 
Dfe  estaba  SMladi6  SoMman,  que  amenazaba  al  db  Atemaana. 

GáirlOB,  qne  á  la^  muerte  de  Fernanda  el  6atóttco>  se  baílate  en 
PbindeS',  na  se  desonidó  etf  nm  á»  AipaOa  á  MMf  er  an»  bsiencia 
tan  magnífica.  Se  mostró  en  ella  afable,  deseoso  de  congraciarse»  ei 
apreeio  de  am  nuevos  sébdMes.  De.  la»  oposieionee  y  dificullUes 
que  encontró  en  las  eortes  de  sus  reinos^  bableremos  á  su  tieffl|)e . 
Ahora»  solo  queremoa  dar  alpuia  idea  de  lea  pdnmfalesi  raegoe  de 
la  fída  del  monatoa  en  la  parte  poKtíca  y  gaÉrveía.  A  poca  tíempa 
de  m  pemaMencia  en  Espafia,  luyo  avi8a<  de  su  eleecion^  da  jefe  del 
imperie,  é^  inmediatamenia  se  ocupó  ée  la  idea  é«  ir  peraanalmeBte 
k  reñbir  la  nuei«  éoroasi  qiie  le  deparaba  1»  Ibrtnaa,  á.  pesar  de 
q«e  ispaOase  haHába  entonods  en  agitaeiott,  y  níiigmi  tiempo  fon 
día  ser  menos  opertano  pata  su  salida.  Ma»  la  argeBeia  era  gran- 
de, y  0or  ningún  moti?o  pedia  diferitla.  Se  ea^barcó,  pues,  para 
los  Países^Bajos,  y  pasaír  de  aquí  á  Alemania  ;  man  sumamente 
previsor,  y  como  hombre  atento  á  cuanto  á  sna  intereses  convenia 
tuvo  cuidado  de>  avistarse  en  camino  cea  el  rey  de  Inglaterra,  y  pe^ 
verse  de  in  parte  en  la  gran  lucha  que  tan  eereana  imagÍBaba. 

Mientras  recüiía  en  Aquísgran  la  enrona  imperial  cea  teda  la 
pompa  y  magnificencia  propia  de  tan  alta  investidura,  mientras  asís- 
tía,  en  Wormsi  á  la  dieta  que  mrk  síémfif  e  cóM»re  por  la  presencin 
en  ella  de  Lulero  y  eondenaoicm  de  sus  dootñnafli,  aadía  BspaSa  en 
las  contiendas  y  guerra  civil  promovidas  per  laa  femosas  oomuni- 
dades  de  Castilla.  Aunque  venaidast  y  por  el  pronlo  sujetadas^  fué 
preeísa  la  vueMa  del  emperador  á  Espalia  pata  la  CDúsolídacioD  de 
la  quietud  del  reiuK  Y  no  so  descuidó  Garlea  da  hacer  este  víqo, 
que  k  kts  Sft  aftos  de  su  edad  era  el  tercero  qae  emprendía.  Hablen*- 
d#  «urrido  por  este  tiempo  la  muerle  del  papa  Uoa  %,  tavo  elem^n 


CÁPiTf  M  ni  tS 

perador  bastante  crédito  y  pod«r  para  que  se  eligiese  por  sucesor  á 
SQ  ayo  ó  maestro  el  cardenal  Adriano  de  Ub^edi,  que  rene  coa  d 
Dombrer  d«f  Adriam  Yl. 

Tres  graiéBB  negocios  ecoparon  casi  eaekisitaniente  la  vida  y  el 
reinado  é%  esl»'  príncipe:  las  guerras  con  Francia;  la  preserTacioii 
de  Atomania  coftlm-  las  tvyasiono»  de  los  toreos;  los  altercados  con 
IcB  ekfetopes  protéstenles  M  iurperio*.  Eh  mochas  ocasiones  se  yié 
con  est09  tresembarazog  k  h  vez;  en  iingifi  tiempo  deyé  algnno^do 
ellas  de^  ser  objeta 'der  Mg  inqoietodes. 

Las  disensiones  con  Francia  fechaban  de  mas  lejos.  Hablan  In-* 
chaÉ^  en  Ñápelos  ks  armas  M  rey  Catolicen  con  las  de  Garlos  VIH 
y  Lois  XII,  qvedando»  est»  vencidas,  y  el  gran  Capitán^  doefio  á 
nombre  de  su  rey  del  reino  disputado.  fUtí»  gierreado  asímisflM 
Fmcia  contra  el  emperador  en  elf  Müanosado,  otro  objeto^  do  gran- 
de ambínon  para  este  príncipe.  Al  reino  de  Niwarra,  recientemente 
incorpoNtd»  e»  la  corana  doGastilla,  pretendia  tener  derechos  legí-* 
6B10S  la  casado  Albret  6  Labrit,  eiHazada  y  protegida  pw  el  rey  de 
Francia.  A  estas  anrmosidades  de  nación  so  mezdaban  pretensiones 
y  rivalidades  persomde».  Francisco  I,  preciado  de  ser  el  primer  ca- 
ballero do  se  reino,  se  haLia  ya  ilastrado  como  militar  en  Italia,  y 
dado  iasignes  pruebas  do  su  valentía.  Rival  do  Carlos  en  las  pre* 
tensiones  al  imperio,  intentaba  suavizar  la  mortiicaoion  del  desaire 
recibidi^coÉ  la  soforioridad  qvo  le  daba  en  su  opinión  la  suerte  do 
las  arma».  Ante»  de  kt  otevaeion  de  Garlo»  ai  imperio,  hablan  ajos* 
lado  loo  dos  mojMircas  paoes  e»  Noyoo;  mas  1»  nueva  dignidad  en- 
cenAé  una  nueva  guerra.  En»  tres  teatros  se  ofineoi6  á  Francisco  la 
oeasion  de  Mdiar  con  su  eoemtg»;  en  Navarra,  en  los  Paises-Bajos, 
en  Italia.  Bta  los  tres  se  presenil  en  efecto;  mas  en  ninguno  con 
ventila. 

15M.-*^l59f .  La  expedición  de  Navarro  dur6  poco:  penetra- 
ron les  franceses  ftcümente  por  nqoe)  pais:  sin  grande  oposición  se 
apoderaron  do  PamploM  y  Hogaro»  hasta  el  Ebn»;  mas  las  umas 
espafiolas  acudieron  pront»  á  ki  defensa  dd  país  quo  oslaba  descu- 
bierto. Delantode  los  muros  de  Logroflo  se  eclipsó'  la  buena  estrella 
de  Francisco,  mientras  Uegaban  los  refuerisos  de  Gastllia.  Levanta** 
roo  el  sitio  los  firanceso»:  fué  su  retirada  precipitada  y  desastrosa: 
mas  de  6,0(^  qoedaroa  entre  muertos  y  prisíoaeros  en  la  batalla 
que  aooptarM  Aaranto  su  marcha.  En  vano  Francisco»  envió  refoor* 
zoo  y  «n  nuevo  genorai:  la  misma  suerte  tuvo  la  segunda^  eipedí^* 


26  EOSLOBIA  DB  FELIPE  II. 

don  qne  la  primera,  y  aanque  se  apoderaron  de  Fuenterabia,  les 
duró  poco  esta  conquista. 

Igualmente  fueron  desgraciadas  las  armas  de  los  franceses  en  la 
frontera  de  los  Países-Bajos.  Era  conocido  entonces  con  este  nom- 
bre un  territorio  mas  vasto  que  el  designado  hoy  con  el  de  Bélgica 
y  de  Bolanda.  La  Flandes  francesa,  hoy  departamento  del  Norte,  el 
irtois  ó  departamento  del  paso  de  Calais,  parte  de  la  Picardía,  de 
la  GhampaDa  y  la  Lorena,  entraban  entonces  en  el  patrimonio  déla 
casa  de  BorgoDa.  Así  era  el  rio  Somme  la  frontera  por  aquella  par- 
te. Por  una  de  las  singularidades  de  la  suerte.  Garlos  Y  como  here- 
dero de  la  casa  de  BorgoQa  y  señor  de  los  Paises-Bajos,  era  vasallo 
de  Francisco.  Mas  ni  contra  el  rival,  ni  contra  el  vasallo  pudieron 
nada  sus  armas  en  aquella  parte. 

1522. — 1526.  Lució  mas  particularmente  la  fortuna  del  em- 
perador en  Italia  en  cuyo  pais  tan  profundas  raices  habia  echado  la 
ambición  del  rey  de  Francia.  En  tres  campaSas  sucesivas  perdió  el 
Milanesado,  y  si  algunas  veces  le  sonreía  la  fortuna,  no  era  mas 
que  para  hacer  mas  sensibles  los  desaires.  A  pesar  de  los  desastres 
padecidos  por  los  imperiales  en  el  sitio  de  Marsella  y  su  retirada  en 
Provenza,  se  mostraron  los  capitanes  de  Garlos  superiores  á  los  de 
Francisco.  Los  Pescaras,  los  Leivas,  los  Vastos,  los  Golonnas  ad- 
quirieron un  lustre  á  que  no  llegaron  los  Lautrech,  los  Bonnivet, 
los  Bríssac,  los  Montiuc.  La  mala  política  de  la  corte  de  Francia  se 
enajenó  el  ánimo  de  un  grande  hombre  de  guerra  que  tan  fatal  le  fué 
en  lo  sucesivo.  Gada  uno  dará  el  nombre  que  mas  le  cuadre  á  la 
conducta  del  duque  de  Borbon;  mas  todos  alabarán  la  política  de 
Garlos  V,  en  aprovecharse  de  la  falta  cometida  por  Francisco.  La 
bajada  de  este  á  Italia,  creyendo  reparar  con  esto  las  faltas  de  sus 
generales,  no  hizo  mas  que  proporcionarle  un  terrible  desengafio. 
«Todo  se  ha  perdido,  menos  el  honor,»  escribió  este  príncipe  á  su 
madre,  después  que  se  vio  prisionero  en  los  campos  de  Pavía.  Pocas 
veces  se  han  visto,  en  efecto,  descalabros  mas  completos. 

Sin  duda  influye  mucho  la  suerte  en  los  lances  de  la  guerra;  mas 
no  se  le  puede  siempre  atribuir  el  éxito  de  las  batallas.  También 
pende  este  del  mayor  valor,  de  la  mejor  disposición,  de  la  superior 
habilidad  de  los  que  mandan.  Guando  en  el  discurso  dé  una  guerra 
se  ven  siempre  campaDas  favorables  á  una  de  ambas  partes,  aquí 
se  debe  suponer  que  está  el  mayor  saber,  la  mayor  capacidad  del 
capitán;  pues  en  cuanto  á  valor  no  podían  alegar  superioridad  los 


ciíRüio  in.  VI 

imperiales  sobre  los  de  Francia.  Eo  el  DÚmero  tampoco  había  nota- 
ble diferencia.  En  cuanto  á  la  homogeneidad  de  las  tropas,  estaban 
las  ventajas  del  lado  de  Francisco,  componiéndose  las  del  empera- 
dor de  naciones  tan  diversas.  Gonsistia,  pues,  el  buen  éxito  en  la 
mejor  dirección,  en  la  mayor  capacidad  de  los  generales  que  servían 
al  emperador,  en  que  eran  mas  hombres  de  guerra  sin  disputa.  La 
presencia  de  Francisco  podía  hacer  mucho  en  un  sentido,  mas  no 
debian  ser  sus  disposiciones  de  gran  utilidad,  pues  aquel  monarca, 
con  tantos  títulos  para  ser  tenido  por  un  valiente  y  bizarro  caba- 
llero, no  alcanzó  nunca  los  de  entendido  capitán  que  le  hacian  mas 
al  caso. 

De  todos  modos,  se  veia  Carlos  sin  haber  sacado  la  espada,  ni 
movidose  de  EspaDa,  victorioso  de  un  rival  poderoso  y  temible,  doe- 
fio  de  so  persona^  arbitro  de  hacer  la  paz,  bajo  las  condiciones  que 
fuesen  de  su  agrado.  No  podia  mostrársele  mas  favorable  y  risueOa 
la  fortuna:  muy  natural  era  que  no  se  descuidase  el  emperador  en 
aprovecharse  del  buen  viento.  Quiso  verle  en  EspaDa  el  monarca 
prisionero,  sin  duda  para  sacar  el  partido  menos  desventajoso  de  sa 
mala  posición:  no  le  debia  de  pesar  á  Carlos  ver  el  trofeo  mas  glo-* 
rioso  de  su  triunfo.  Vino  &  Madrid  Francisco  sin  que  se  le  negase 
en  el  tránsito  ninguno  de  los  obsequios  y  honores  debidos  á  tan  gran 
monarca;  mas  haciéndole  ver  que  era  prisionero.  Negoció  el  empe- 
rador con  su  cautivo,  y  la  consideración  de  su  desgracia  no  le  hizo 
aflojar  un  punto  las  pretensiones  que  en  su  opinión  le  daba  el  de- 
recho de  la  espada.  No  podia  menos  de  resentirse  el  tratado  de  Ma- 
drid de  esta  desigualdad  de  posiciones.  Pedia  el  uno  porque  espe- 
culaba con  la  posición  de  su  rival;  otorgaba  el  otro  por  verse  libre 
de  su  cautiverio.  En  este  asunto  no  se  mostró  Carlos  generoso,  ni 
aun  político,  á  menos  de  abrigar  segundas  intenciones,  pues  no  po- 
dia menos  de  prever  que  este  tratado  de  Madrid,  firmado  y  como 
arrancado  por  la  fuerza^  sería  germen  de  una  nueva  guerra  (1):  asi 
lo  fué  en  efecto. 

El  año  siguiente  de  1521,  se  ligó  Francisco  con  el  papa  Clemen^ 
te  Vil,  sucesor  de  Adriano,  alianza  que  proporciono  á  Carlos  V  un 


(1)  Bra  nno  de  sos  artículos  él  matrlmonto  de  Francisco  I  con  dofia  tdonor  hermana  de  Cailoé 
TÍnda  de  don  Manuel  rey  de  Portugal;  otro  la  devolución  de  la  Borgoüa  Incorporada  cincuenta  aAoa 
antes  á  la  Francia;  otro  un  perdón  y  completo  olvido  para  el  condestable  de  Borbon  y  sus  parcia- 
es;  otro  la  entrega  de  los  hijos  de  Francisco  en  rehenes  del  cumplimiento  del  tratado.  Se  puede 
yw  en  Sandoyal  esta  piesa  diplomática,  ana  de  las  de  mas  extensión  que  pueden  ügarar  en  cntír 
quer  époea. 


tríoDfo  pnivado  al  de  P^via.  El  condMbdik  BprtM  ««aWift  ffi 
qéreíto  eo  U»lia.'  JExbaaiio  d«  nedíM.  y  víéniAofe  eo  peligro  deser 
abaodNiado  de  rae  tropee  qoe  eareeíaii  de  pegae,  no  eooeiitié  me* 
jer  recenw  que  «I  eaeo  de  Booie,  de  que  no  ee  hallalm  nay  iát^ 
tante^  Con  le  perepectiro  de  m  IwtíB  ten  pípgee,  no  ehaaiwMawa 
lee  tropee  eoe  tttedene,  qoe  BorlNNi  c^  paeoe  lApídoe  besta 

loe  maree  de  eeta  capital  del  orbe  metíaiio,  que  toé  atacada  con 
furor,  eío  que  ppdiesee  impedirlo  loe  aliados  del  jefe  de  la  Igleeia. 
La  muerte  de  BorJtiojB  ee  logar  de  batir,  Jlep^  de  Airia  d  áeimo  de 
los  soldados*  Por  qnínta  vez  sofrió  Boma  los  borrores  de  oo  si^« 
y  las  calamidades  de  od  saqueo.  Están  de  acuerdo  los  bistoriadoree 
eo  qne  00  se  mostrarae  meses  feroces  los  soldedee  del  emperador 
qoe  los  godos  y  los  v&odalos.  Siete  meses  doraron  en  Roma  los  bor- 
rores de  la  ocopacíoOf  las  calamidades  de  la  goerra.  Fué  el  pontí- 
fice ano  de  los  primeros  en  ponerse  en  salvo;  mas  quedó  prisione- 
ro,  bebiendo  entr^sgado  el  castillo  de  Saint  Angelo  qoe  le  servia  de 
asilo. 

Llegó  U  notiisa  i  YalladoUd,  donde  ee  bailaba  el  emperador  cele- 
brando fiestas  por  el  nadmieojlo  4e  doa  Felipe,  objeto  de  esta  bis- 
toria.  Mandó  iomediatameDJte  que  se  suepeodieson.,  y  hacer  rogati- 
vas á  todas  las  iglesias  por  la  libertad  del  pontífice  qoe  teoia  él  mis- 
mo prisionero.  ¿Era  esto  pora  hipocresía?  ¿Podo  cMsiderarse  como 
escarnio,  cuando  estaba  en  su  poder  terouoar  este  duelo  de  los  fie- 
les^ enviando  una  simple  orden  á  los  que  tenían  cautivo  al  jejfe  de 
la  Iglesia?  Es  imposible  conocer  bastante  el  espíritu  de  aquellos  tiem- 
pos de  que  estamos  tan  remotos,  para  conjeturar  la  impresión  que 
pudo  hacer  en  los  unimos  de  los  católicos  de  Espefia  aquel  maodajto 
tan  extraordinario.  De  los  senUmieotos  católicos  del  emperador  cya 
todas  las  épocas  de  su  vida,  bay  demasiadas  pruebas,  para  «apo- 
ner que  se  permitiese  i^mejaote  burJa,  y  eo  Espa&a  sobre  todo. 
Qiie  roconocia  en  Clemente  VU  «I  jefe  y  c»beza  de  la  Iglesia,  no 
puede  estar  sujeto  al  menor  género  de  duda.  ¿Cómo  debe  tra/jLocvse, 
pues,  la  orden  para  semejante  rogativa?  Gomo  deben  tradocicse  mu- 
chas acciones  en  que  los  hombres  parecen  obrar  en  contradicción 
consigo  mismos.  Respetaba  Garios  V  al  Pmtifice,  veía  un  enemigo 
en  la  persona  de  Clemente.  Tal  vez  estaba  escandalizado  él  mismo 
del  resultado  de  su  victoria:  tal  vez  lo  que  queija  dar  &  entender 
era  qoe  se  pidiese  á  Dios  moviese  el  ánimo  det  Monarca  de  modo 
qui»  aooediese  á  las  condiciofH^s  que  pudit^se»  allamr  les  fraertas  de 


a? iTOLO  n.  S9 

la  (mísmii  para  el  Panáfei.  Asi  fué  eo  efeeto.  No  faá  swdo  Clemente 
á  la  voz  de  la  Moesidad:  por  medio  de  oo  rescate  logró  salir  de  la 
prisión:  eon  on  tratado  de  pas,  ventajosa  para  Garlos,  volvió  á  tér- 
minos de  buena  amistad  con  este  principe,  y  la  Iglesia  podo  dar 
gracias  á  Dios  de  haber  oido  sus  plegarias. 

1  ^Vl . — 1 5S8.  En  cnanto  al  rey  «Francisco  tan  mala  suerte  le  cu- 
po en  esta  campafia  como  en  tas  anteriores.  Pusieron  sus  tropas  sitio  á 
Ñapóles,  que  estrecharon  por  tierra  y  por  mar;  pero  cuando  mas  se- 
guras seereiandel  triunfo,  se  pasó  Andrés  Doriageneral  de  las  gale- 
ras de  Genova,  al  servicio  de  Garlos,  y  de  asediador  de  la  plaza,  se 
convirtió  en  su  amigo.  Respiró  con  esto  Ñapóles.  Para  mayor  alivio 
suyo,  se  dieclaró  la  posteen  el  campo  de  los  enemigos,  y  fué  entong- 
eos cuando  por  primera  vez  comenzaron  á  sentirse  los  estragos  de 
la  enfermedad  traida  según  opinión  general  por  los  descubridores 
del  Nuevo  Muodo  á  Europa,  y  que  se  llamó  mal /raii^  ó  gálico  por 
esta  circunstancia.  Se  contó  entre  sus  víctimas  al  mismo  general  en 
jefe  Lautrech,  mas  célebre  por  sus  derrotas  que  por  sus  victorias. 
El  ejército  francés,  privado  de  su  jefe,  levantó  el  campo;  y  viéndose 
hostigado  por  los  enemigos,  tuvo  que  abandonar  el  reino  de  Ñápe- 
les, operación  que  practicaba  por  tercera  vez  en  aquel  siglo. 

En  esta  retirada  de  los  franceses  de  Ñapóles  ocurrió  la  particula- 
ridad de  que  entre  los  prisioneros  hechos  por  los  imperiales  se  hallaba 
el  fomoso  Pedro  Navarro,  inventor  de  las  minas,  compafiero del  gran 
Gapitan  en  las  guerras  de  Ñapóles,  y  general  de  la  expedición  de  Oran, 
mandada  en  persona  por  el  cardenal  Gisoeros.  Habiendo  caido  pri»o- 
ñero  en  la  batalla  de  Rávena,  pasó  al  servicio  de  Francia  por  no  haber 
querido  pagar,  según  dic^,  su  rescate  al  rey  Gatólico,  aunque  en 
esta  determiaaeion  pudieron  influir  mas  causas.  A  su  nuevo  sefllor 
hizo  muchos  servicios  de  importancia  en  todas  estas  campaOas  de 
Italia,  y  ya  muy  avanzado  en  afios,  vino  á  morir  confinado  en  su 
prisión  de  Ñapóles. 

Por  lo  que  hace  á  lo  demás  de  esta  nueva  guerra  en  Italia,  bas- 
ta decir  que  el  rey  de  Francia  tuvo  que  ajustar  un  nuevo  tratado 
de  paz  coD  su  rival  en  Gambray  á  principios  del  afio  siguiente  1 5S9. 
Por  uno  de  sus  artículos  se  pusoen  libertad  á  los  hijos  de  Franeis- 
eo  pagando  por  ella  dos  millones  de  escudos.  En  lo  demás  se  rati- 
ficaron casi  todos  los  artículos  del  tratado  de  Madrid,  insistíéndose 
sobre  el  matrimonio  del  rey  de  Francia  con  la  reina  viuda  dofia 
Leonor. 

Tomo  i.  n 


80  HISTORIA  DB  FBLIPB  II. 

1529.  Se  podia  considerar  Carlos  V  á  los  veinte  y  nneve  ^flos 
de  edad  como  un  gran  favorito  de  la  suerte.  Reconocía  en  él  la  Eu- 
ropa el  mas  grande  y  poderoso  de  sus  soberanos,  y  la  capacidad  y 
genio  de  sus  capitanes  le  hablan  hecho  triunfar  de  su  rival  mas  po- 
deroso. Con  la  sumisión  de  Clemente  VII  se  podia  llamar  el  arbitro 
de  Italia.  Y  el  victorioso  emperador  no  había  visto  la  guerra  toda- 
vía. Mas  pronto  manifestó  por  sus  cualidades  personales,  puestas  á 
mayor  luz,  que  no  era  indigno  de  su  gran  fortuna, 

Cualquiera  que  observe  con  alguna  atención  esta  y  las  dem&s 
épocas  de  la  vida  del  emperador,  observará  que  EspaDa^  aunque 
parte  sola  de  una  vasta  monarquía,  figuraba,  y  no  podia  menos  de 
figurar,  como  la  principal,  como  la  de  mas  preponderancia.  Cono- 
cía demasiado  Carlos  V  la  importancia  de  esta  posesión  para  no  dar- 
le toda  la  consideración  de  que  era  digna.  Su  larga  residencia  en 
ella  después  de  haber  recibido  la  corona  del  imperio,  manifiesta  el 
interés  que  tomaba  en  sus  negocios,  y  cuánto  se  aplicaba  á  conocer 
la  índole  de  sus  habitantes.  A  EspaQa  vino  prisionero  el  rey  Fran- 
cisco: á  Espafia  vinieron  en  rehenes  del  cumplimiento  del  tratado  de 
Madrid  los  hijos  de  este  príncipe:  españoles  eran  un  gran  número 
de  capitanes  que  se  distinguieron  á  la  cabeza  de  las  armas  imperia- 
les, y  las  tropas  de  esta  nación  alcanzaban  menos  fama  que  sus  je- 
fes. Sin  duda  se  llamó  á  Espafia  á  la  parte  de  las  grandezas  de  su 
rey,  aunque  extendía  su  cetro  á  mas  regiones,  y  tal  vez  esta  gran- 
deza y  esta  gloría  no  contribuyeron  poco  á  amortiguar,  sino  á  ex- 
tinguir los  resentimientos  que  había  producido  la  venida  de  una  casa 
extraOa,  con  otros  disgustos  de  un  orden  político  de  que  hablare- 
mos á  su  tiempo.  Ningunos  síntomas  de  disgusto  público  se  mani- 
festaban: la  nación  parecía  tranquila  y  satisfecha  identificada  con 
las  glorias  de  su  rey;  y  esta  circunstancia  era  motivo  mas,  para  que 
el  monarca  tratase  de  trasladarse  á  otros  puntos  donde  era  mas  ne- 
cesaria su  presencia.  Todos  los  acontecimientos  considerables  ulte- 
riores de  su  largo  reinado  tuvieron  lugar  fuera  de  Espafia.  Asi  la 
historia  de  este  país,  por  lo  que  está  enlazado  con  la  persona  de  su 
príncipe,  se  puede  hasta  cierto  punto  llamar  la  de  la  Europa. 

1529.  £n  Italia  se  anunció  como  vencedor,  como  emperador  de 
los  romanos,  como  el  primer  personaje  de  su  siglo,  como  el  mo- 
narca preponderante  entre  los  príncipes  de  Europa.  Desde  Carlo- 
magno,  era  el  primer  emperador  de  Alemania  que  se  presentaba  en 
Italia  con  todo  el  brillo  de  su  alta  dignidad,  sin  oposición  por  parte 


GAPITULO  m.  81 

de  sos  varios  estados,  dí  macho  menos  del  pontífice  que  acababa  de 
sacar  del  caotÍYerio.  En  medio  de  tantos  estímulos  de  orgullo,  se 
mostró  sin  embargo  bastante  mesurado.  Coronado  en  Bolonia  como 
emperador  de  los  romanos,  afectó  la  mayor  afabilidad  con  los  dife- 
rentes príncipes  del  país,  de  quienes  se  mostró  verdaderamente  so- 
berano. Con  el  papa  tuvo  conferencias  de  un  carácter  serio  y  grave. 
Colocado  al  frente  de  casi  todos  los  grandes  negocios  políticos  del 
tiempo,  no  poidia  menos  de  ponerse  á  cada  momento  en  evidencia  y 
mostrar  gran  sagacidad  entre  grandes  intereses  que  mutuamente  se 
rechazaban  y  excluían. 

Ocurrió  entonces  la  guerra  de  Florencia.  Es  sabida  la  influencia 
que  desde  algunos  afios  atrás  ejercía  la  rica  y  poderosa  l^familia  de 
los  Médicis,  que  no  ejercían  verdaderamente  autoridad  legal  siendo 
considerados  solamente  como  ricos  ciudadanos.  Mereció  el  gran 
Cosme  de  Médicis,  por  sus  servicios  y  consideración,  el  nombre  de 
padre  de  la  patria.  Mas  de  una  vez  á  pesar  de  sus  riquezas  y  la 
habilidad  de  su  política  habían  sido  sus  descendientes  blanco  del  fu-* 
ror  popular  y  expelidos  del  territorio  de  Florencia.  Estaban  en  efec- 
to desterrados  en  el  tiempo  á  que  aludimos.  La  guerra  que  se  en- 
cendió entre  la  República  y  las  armas  de  Carlos  Y,  y  Clemente, 
protector  el  primero  y  de  la  familia  el  segundo  de  los  Médicis.  Ven- 
cieron al  fin  las  últimas,  y  los  Médicis  proscritos  subieron  al  trono 
del  país  con  el  título  de  Duques  de  Florencia.  Alejandro  que  fué  el 
primero,  se  casó  poco  tiempo  después  con  Margarita  de  Austria  bija 
natural  de  Carlos  V. 

La  conducta  de  los  electores  y  príncipes  protestantes  del  imperio 
era  entonces,  y  fué  en  lo  sucesivo,  el  negocio  mas  embarazoso  para 
Carlos  V,  la  verdadera  corona  de  espinas  que  entre  las  diversas  que 
cefiían  sus  sienes  se  encontraba.  Que  aborrecía  sus  doctrinas  bajo 
el  aspecto  religioso,  lo  prueba  toda  su  historia;  que  consideraba  sus 
pretensiones  como  un  desacato  á  su  elevada  autoridad,  lo  puede 
suponer  cualquiera  que  conozca  el  corazón  del  hombre.  Mas  le  era 
preciso  contemporizar  con  estos  príncipes,  cuyas  fuerzas  necesitaba 
para  cootrarestar  las  del  turco,  que  se  mostraba  cada  vez  mas  for- 
midable. Acababa  Solimán  de  invadir  la  Hungría  y  de  destruir  su 
ejército,  quedando  el  rey  Luis  muerto  en  el  campo  de  batalla.  Se 
avanzaba  el  vencedor  sobre  los  estados  de  Austria,  y  amenazaba  á 
Yiena.  No  podía  Garlos  y  mostrarse  demasiado  conciliador  con  los 
príncipes  luteranos  que  ya  pensaban  en  organizar  una  liga  contra 


3S  HISTORU  DI  FELIPE  n. 

m  prepoDderaocia.  Por  estlt  vez  tavo  la  destreza  de  conjurar  la  tem-^ 
postad,  expidiendo  un  decreto  de  toleraDcia  mientras  no  [fuesen  di-- 
rimidas  las  disputas  religiosas  en  el  próximo  concilio.  Satisfechos 
por  su  parte  estos  príncipes  que  se  conocieron  después  con  el  nombre 
de  protestantes  prometieron  y  pusieron  en  campafia  un  ejército  con- 
tra el  de  Solimán  que  á  grandes  marchas  avanzaba. 

1532.  Tuvo  Carlos  Y  la  gloria  de  hacer  su  aprendizaje  ibilitAr, 
poniéndose  á  la  cabeza  de  las  fuerzos  del  imperio  en  busca  del  azote 
y  espanto  de  la  Cristiandad  entera.  Sea  que  los  negocios  de  Solimán 
le  llamasen  á  Constan  tinopla,  sea  que  recelase  habérselas  coo  un 
ejército  tan  respetable,  retrocedió  delante  del  emperador,  deolar&n- 
dose  vencido  sin  combate.  La  gloria  personal  que  adquirió  Garios  Y 
en  esta  ocasión  no  podía  menos  de  humillar  al  rey  de  Francia.  Así 
intrigó  de  nuevo  para  hacerse  con  aliados,  mas  la  ocasión  no  le  era 
por  entonces  favorable.  ^■ 

No  ignorante  Garlos  Y  de  estas  disposiciones  de  su  competidor, 
ponia  de  su  parte  todos  los  medios  posibles  para  no  estar  despre- 
venido. En  Italia,  á  donde  se  dirigió  |de  regreso  de  su  expedición, 
formó  una  liga  de  sus  príncipes,  de  la  que  se  declaró  jefe,  y  dejAn-- 
do  allí  un  ejército  bajo  las  ordenes  del  español  Antonio  de  Leiva,  se 
puso  en  camino  para  Espafia. 

A  muy  poco  tiempo  de  su  regreso  á  este  país,  meditó  y  llevó  4 
efecto  Carlos  Y  una  expedición  que  forma  una  de  las  figuras  mas 
brillantes  de  su  vida  pública,  y  hace  ver  que  habia  nacido  para  cosas 
grandes. 

1535.  Acababa  un  pirata,  tan  sagaz  como  atrevido,  de  apo- 
derarse de  Argel,  y  por  medio  de  la  traición  mas  alevosa,  de  des- 
pojar de  sus  estados  al  dey  de  Túnez.  Protegido  y  alentado  con  el 
favor  de  Solimán,  cuyo  vasallo  se  reconocía,  se  habia* erigido  en 
un  potentado  formidable,  y  hecho  del  nombre  de  Barbaroja,  pues 
con  este  nombre  se  le  conocía,  un  objeto  de  terror  para  las  costas  y 
navegantes  del  Mediterráneo.  Imploró  el  dey  desposeído  el  favor  de 
Carlos  Y,  en  cuyos  oídos  resonaban  &  cada  momento  los  gritos  de 
las  familias  que  tenían  cautivos  en  Argel  y  en  Túnez.  Preparó  el 
emperador  un  armamento  formidable  para  destruir  un  nido  de  pi- 
ratas, y  siempre  animado  de  sentimientos  elevados,  quiso  tener  la 
gloria  de  mandarle. 

Se  embarcó  el  emperador  en  Barcelona,  paro  Cagliari  en  Cerdeffa, 
donde  la  expedición  se  reunía.  Treinta  mil  hombres  de  todas  clases 


/■ 


CAPITULO  m.  88 

se  embarcaron  en  quinientas  velas.  Acudió  con  sus  galeras  el  famoso 
Doria.  Arribó  felizmente  la  expedición  &  las  costas  de  Túnez,  á  donde 
iba  dirigida.  A  pesar  de  la  feroz  resistencia  de  los  de  Barbaroja,  se 
apoderaron  del  fuerte  de  la  Goleta,  á  la  boca  del  puerto  y  que  cu- 
bría la  plaza  de  Túnez.  Con  mas  dificultades,  y  haciendo  mas  es- 
fuerzos de  valor,  se  apoderaron  de  esta  ciudad  entrando  en  ella  por 
asalto.  Cumplió  el  emperador  con  los  deberes  de  capitán,  dando 
ejemplos  de  denuedo  y  de  constancia;  y  la  crístiandad  entera  cele- 
bró con  entusiasmo  este  tríonfo  sobre  los  infieles.  Los  veinte  mil 
cautivos  que  salieron  de  las  mazmorras  donde  los  tenia  encerrados 
Barbaroja.'por  todas  partes  celebraron  la  gloria  de  su  gran  liberta- 
dor, y  el  nombre  de  Garlos  V  resonó  con  aplauso  en  todos  los  ángu- 
los de  Europa. 


CAPrnitoiv. 


Continuación  del  reinado  de  Carlos  Y. — ^Expedición  sobre  Marsella. — Sobre  Argel. — 
Nuevas  guerras. — Con  Francia. — Con  los  principes  luteranos  de  Alemania. — ^Victo- 
rias y  desastres. — Sitio  de  Metz. 


Se  paede  considerar  la  yictoria  del  emperador  Garlos  V  sobre 
Tuoez  como  el  punto  culminante  de  su  grandeza  y  gloria.  Los  diez 
y  nueve  aSos  que  llevaba  de  reinado  habian  sido  señalados  todos 
por  prosperidades  y  ventura.  Ningún  revés  habian  sufrido  sus  ar* 
mas  en  los  diversos  teatros  donde  habian  figurado.  La  grandeza  y 
poderío  de  sus  mayores  heredados,  habian  adquirido  nuevo  lustre 
por  sus  cualidades  personales.  Había  sido  humillado  el  rey  de  Fran- 
cia, forzado  á  reconocerle  como  amigo  el  jefe  de  la  Iglesia,  retrocó* 
dido  delante  de  sus  armas  el  terrible  Solimán,  y  mantenidose  hasta 
entonces  en  los  límites  de  su  dependencia  y  homenaje  los  príncipes 
luteranos  del  imperio.  Gompleteba  la  victoria  sobre  Barbaroja  esta 
auréola  de  gloria  que  parecía  haber  puesto  el  clavo  en  la  rueda  de 
su  gran  fortuna.  Mas  no  se  para  ni  se  fija  nunca  este  deidad  ten 
veleidosa,  y  Garlos  V  no  fué  eximido  de  la  ley  común  que  mezcla 
con  tentos  disgustos  sus  favores.  Descendió  varías  veces  de  su  al- 
tura, después  de  dicha  gloriosa  expedición,  y  no  porque  dejase  de 
ser  siempre  el  gran  emperador,  el  primer  monarca  de  su  siglo;  sino 
porque  comenzó  desde  entonces  á  ver  destruidas  con  reveses  y  se- 
nos desengafios,  las  ilusiones  que  no  pueden  menos  de  fascinar  á  los 
hombres  de  su  clase.  Esteban  vencidos  unos,  y  otros  en  suspensión 


CAPITULO  lY.  3S 

de  hostilidades:  mas  oingooo  destruido,  ni  sin  esperanzas  de  reDO- 
varlas  cuando  se  ofreciese  coyuntura  favorable.  Tenia  el  rey  de 
Francia  siempre  presentes  sus  humillaciones,  y  aguijoneado  del  de- 
seo de  abatir  á  toda  costa  la  gloria  de  un  rival  afortunado,  se  pre- 
paraba á  todas  horas  á  probar  de  nuevo  la  fortuna  de  las  armas. 
Habia  vuelto  á  renovar  su  liga  con  Clemente,  casando  á  un  hijo 
suyo  con  una  sobrina  del  pontífice:  entraba  en  negociaciones  con 
los  príncipes  protestantes  de  Alemania,  y  aunque  estos  no  confia- 
ban en  la  buena  fe  de  un  rey  que  hacia  quemar  á  los  nuevos  sec- 
tarios en  París,  por  precisión  tenian  que  aceptar  auxilios  tan  nece- 
sarios en  su  oposición  á  Garlos  V.  ¿Bra  el  Francisco  indiferente  á 
las  controversias  religiosas  y  obraba  en  estas  tan  solamente  por  po- 
lítica? No  es  probable.  Ni  la  incredulidad,  ni  el  escepticismo  eran  cosas 
de  aquel  tiempo;  mas  los  hombres  no  obran  en  todos  casos  con  ar- 
reglo á  sus  principios.  Era  el  rey  cristianísimo  tan  ambicioso  como 
Garlos,  y  el  deseo  de  hacerle  daOo,  una  de  sus  pasiones  dominan- 
tes. Si  su  conducta  no  era  muy  católica,  tampoco  faltarían  en  su 
corte,  como  en  todas,  diestros  casuistas  que  saben  halagar  las  pa- 
siones, al  mismo  tiempo  que  acallar  la  conciencia  de  los  poderosos. 

Gonfiado  el  rey  de  Francia  en  los  sentimientos  hostiles  de  los  lu- 
teranos del  imperio,  se  atrevió  en  fin  á  declarar  la  gaerra  á  su  rival, 
haciendo  dirigir  su  ejército  á  Italia  que  la  invadió  por  el  Píamente. 

No  manifestó  la  conducta  de  Garios  en  estas  circunstancias  el  mis- 
mo carácter  de  moderación  que  le  habia  distinguido  en  otras  ocasio- 
nes. Entró  triunfante  en  Roma,  que  fué  invadida  y  se  hizo  coronar 
como  emperador  con  toda  pompa.  En  un  consistorio  celebrado  por 
su  orden,  pronunció  un  discurso  de  quejas  contra  la  conducta  de 
Francisco,  pintándola  como  artificiosa  y  pérfida,  al  mismo  tiempo 
que  hacia  un  elogio  de  la  suya  propia.  Allí  le  declaró  la  guerra  del 
modo  mas  solemne  y  le  desafió  á  un  combate  personal,  si  preferia 
este  modo  de  hostilidad  por  ser  mas  pronto  y  expedito.  Fué  el  dis- 
curso del  emperador  una  especie  de  amenaza  á  todos  los  que  presu-* 
miesen  habérselas  con  un  soberano  de  su  clase  y  poderío.  No  omi- 
tiremos la  circunstancia  de  que  fué  pronunciado  este  discurso  en 
espafiol,  por  ser  lengua  mas  grave,  (expresiones  de  un  historíador 
extranjero),  (1)  lo  que  manifiesta  la  preferencia  que  daba  á  esta 
nación  y  el  papel  que  entonces  representábamos  en  el  teatro  de  la 
Europa. 

(1)  Leu,  Tita  di  Gario  T. 


86  HISTOUA  DB  FELIPE  11. 

Asi,  no  solo  se  baciao  estos  dos  príocipes  la  guerra  por  los  me*- 
dios  ordinarios,  sino  que  se  amenazaban,  se  echaban  bravatas,  se 
decian  que  mentían  por  la  gola  y  por  medio  de  reyes  de  armas,  y 
del  jmAo  mas  solemne  se  enviaban  un  cartel  de  desafio.  Habiadado 
el  ejemplo  el  rey  de  Francia,  después  de  salir  de  su  prisión,  lla- 
mando á  Carlos  por  medio  de  una  solemne  embajada  &  un,  combate 
singular;  mas  semejante  lid,  tantas  veces  anunciada,  jamás  llegó  á 
verificarse.  Alistó  el  emperador  en  Italia  un  poderoso  ejército  que  se 
dirigió  hacia  las  fronteras  de  la  Francia.  Entre  los  famosos  capila* 
nes  que  Je  dirigían,  se  hallaban  el  marqués  del  Vasto  y  el  que  fué 
con  el  tiempo  tan  famoso,  duque  de  Alba.  Mandaba  todo  el  espaOoI 
Antonio  de  Leiva  que  en  todas  aquellas  guerras  se  habia  adquirido 
tan  grande  nombradla. 

1536.  Penetraron  los  imperiales  sin  dificultad  por  la  Provenza; 
mas  al  querer  hacerse  dueOos  de  Marsella,  experimentaron  los  mis- 
mos reveses  que  en  el  sitio  anterior,  puesto  por  Pescara.  Fué  su  re- 
tirada igualmente  desastrosa,  y  no  figura  poco  en  ella  la  muerte  del 
general  en  jefe  el  famoso  Antonio  de  Leiva.  Abochornado  el  empe- 
rador del  desaire  de  sus  armas,  después  de  tan  pomposa  declaración 
de  hostilidades,  dejó  su  ejército  para  rehacerse  en  Italia,  y  regresó 
á  Espafia.  Fué  este  el  primer  revés  de  su  fortuna,  y  fruto  de  una 
grandísima  imprudencia;  si  alguna  vez  formó  el  proyecto  que  mu- 
chos le  suponen,  y  que  no  es  creíble,  de  establecer  en  Europa  una 
monarquía  universal,  debió  entonces  de  convencerse  de  lo  quimérico 
de  sus  ilusiones. 

Hemos  visto  el  modo  solemne  é  inusitado  que  tuvo  Carlos  de  de- 
clarar la  guerra  á  su  rival;  el  de  la*  contestación  de  Francisco  fué 
mucho  mas  extraordinario.  Después  de  la  evacuación  de  la  Provenza 
por  los  imperiales,  celebró  el  rey  de  Francia  en  el  parlamento  de 
París,  lo  que  entonces  se  llamaba  un  lecho  de  justicia.  Llamó  allí  á 
su  tríbunal  á  Carlos  de  Austria  su  vasallo,  como  seDor  de  los  Países- 
Bajos,  por  haber  faltado  al  pleito  homenaje,  que  como  á  su  superior 
se  le  debia,  dándole  un  cierto  tiempo  para  responder  de  su  conduc** 
ta.  A  este  homenaje  habia  renunciado  el  rey  de  Francia  por  el  tra-» 
tado  de  París;  mas  justamente  la  infracción  de  este  tratado  habia  re- 
novado las  hostilidades  en  1527,  y  provocado  aquella  nueva  guerra- 
El  resultado  de  la  notificación  no  podia  ser  otro,  que  poner  en  cam-* 
pafia  un  ejército  de  treinta  mil  hombres,  al  frente  del  cual  marchó 
Francisco  á  la  frontera  de  los  Países-Bajos;  esto  éralo  esencial,  pues 


CAPITULO  IV.  8T 

lo  demás  no  pasaba  de  una  bravata  de  mal  gusto  que  nada  tenia  de 
imponente.  ¿Impuso  algo  la  farsa  de  aquel  paso  extraordinario?  Pon- 
gámosle en  paralelo  con  el  discurso  imponente,  pronunciado  eA  el 
consistorio  de  Roma  delante  del  papa  y  los  cardenales,  por  un  mo- 
narca victorioso.  Sise  podía  mirar  este  por  un  rasgo  de  orgullo  poco 
disculpable,  no  debió  pasar  el  otro  sino  como  el  despique  de  una 
vanidad  pueril  que  en  nada  se  apoyaba.  Garlos  V  declaraba  la  guerra 
á  un  enemigo:  declaraba  Francisco  I  rebelde  á  un  monarca  superior 
sayo,  bajo  mas  de  un  título.  Y  lo  que  hizo  esta  farsa  mas  ridicula 
es,  que  no  produjo  efecto  para  el  soberano,  que  intentaba  el  des- 
pojo del  vasailo.  La  campafia  de  los  Paises-fiajos  fué  un  tejido  de 
vicisitudes  varías,  sin  ventaja  para  ninguna  de  ambas  partes.  El 
primer  Ímpetu  de  los  franceses  los  hizo  gananciosos  al  principio: 
después  se  retiraron,  abandonando  el  terreno  conquistado.  La  guerra 
del  Píamonte  continuaba  igualmente  sin  definitivo  resultado.  ¿Cuál 
jfüé,  pues,  el  de  una  contienda  que  se  presentaba  tan  refiida?  ¿En 
qué  vinieron  á  parar  tanta  animosidad,  tanto  denuesto  público,  tanto 
desafío?  En  que  el  papa,  el  rey  de  Francia  y  el  emperador,  tuvieron 
una  conferencia  en  Niza  (15H8)  donde  no  pudieron  convenirse;  en 
que  el  emperador,  á  su  regreso  á  EspaDa  por  mar,  tuvo  en  la  playa 
de  Aguas-Muertas  otra  con  Francisco,  que  en  aquellos  puntos  le 
aguardaba;  que  alU  conferenciaron,  se  dieron  mil  satisfacciones,  y 
ajustaron  treguas,  tan  poco  cordiales  y  duraderas,  como  las  paces 
anteriores. 

¿Qué  papel  representaba  el  rey  de  Inglaterra  en  estas  luchas?  Ya 
hemos  indicado  que  Enrique  VIII  era  casi  de  la  misma  edad  que 
Carlos  y  Francisco,  ambicioso  como  ellos,  igualmente  despótico  en 
su  carácter,  obstinado,  inflexible  y  cruel,  menos  por  temperamento 
que  por  no  poder  sufrir  ninguna  oposición  á  sus  caprichos.  Poseído 
de  su  grande  importancia,  si  no  como  actor  principal,  á  lo  menos  en 
oíase  de  auxiliar,  habia  adoptado  la  divisa  de,  cm  adhaereo  preaest; 
prevalece  aquel  á  quien  me  adhiero,  pronto  siempre  á  unirse  con 
cualquiera  de  las  dos  partes  que  le  proporcionase  mas  ventajas.  Así 
los  dos  monarcas  le  hacían  en  cierto  modo  la  corte,  y  trataban  de 
ganársele.  Le  vio  Garlos  dos  veces  en  Inglaterra,  trabajando  mucho 
para  poner  en  sus  intereses  al  cardenal  Wolsey,  que  era  entonces 
su  primer  ministro.  Francisco  tuvo  con  él  la  primera  entrevista,  en 
el  campo  llamado  del  Pafio  de  oro,  por  el  lujo  y  magnificencia  que 
en  las  fiestas  á  que  dio  lugar,  se  desplegaron.  Mas  el  rey  de  Ingla- 

TOMO  I.  (S 


38  01STOB1A  DE  rELI?F  If. 

terra,  k  pesar  de  su  divisa,  influyó  muy  poco  en  el  resultado  de  las 
coDÜendas  de  los  dos  rivales.  Al  priocipíose  ÍDclinaba  k  Garlos;  pro- 
pendió después  hacia  Francisco;  sea  por  sus  proyectos  de  repudio  de 
su  mujer  Catalina  de  Aragón,  tia  de  Carlos,  sea  porque  le  instigase 
á  ello  el  cardenal  Wolsey,  irritado  porque  el.  emperador  le  babia 
faltado  á  su  palabra,  de  apoyarle  en  sus  pretensiones  á  la  silla  pon- 
tificia. Con  el  tiempo,  habiendo  sobrevenido  la  muerte  de  aquella 
reina,  se  acercó  mas  ¿  Carlos;  mas  al  momento  de  esta  tregua  de 
que  hablamos  entre  este  príncipe  y  Francisco,  habia  permanecido 
casi  en  completa  inactividad  el  rey  de  Inglaterra,  sea  por  falta  de 
medios,  sea  que  la  ostentación  de  poder  le  halagase  mas  que  su  ejer- 
cicio. 

El  negocio  de  los  príncipes  protestantes  se  presentaba  cada  vez 
mas  espíno&o  para  Carlos  V. 

Hemos  hecho  ver  que  pcuáfe^azones  debia  de  sentirse  inclinado 
á  extirpar  para  siempre  lo^^Homo  católico  le  escandalizaba ,  y  - 
como  emperador  le  deprimia^nas  sus  medios  no  correspondían  á 
sus  intenciones,  y  su  situación  era  sumamente  embarazosa  como  la 
del  que  quiere  conciliar  extremos  que  se  contradicen  y  se  excluyen. 
Por  una  parte  se  quejaban  los  luteranos  de  su  intolerancia;  por  otra 
le  acusaba  el  papa  de  contemporizar  con  ellos  y  de  favorecer  se- 
cretamente sus  doctrinas :  por  la  otra  el  rey  de  Francia  buscaba 
siempre  la  alianza  de  estos  príncipes  que  se  mostraban  cada  vez 
mas  exigentes,  consolidando  la  liga  que  se  conocía  con  el  nombre 
de  Smalcáldica.  Para  contrarestarla,  Carlos  formó  otra  con  los  prín- 
cipes católicos ,  medida  que  intimidó  á  los  protestantes*  Quizá  se 
hubiese  aprovechado  el  emperador  de  tan  favorable  coyuntura; 
mas  por  una  parte  la  insurrección  de  las  tropas  en  Italia  por  falta 
de  pagas,  la  mas  sería  aun  de  Gante,  le  hicieron  ver  lo  precario  de 
su  autoridad,  y  lo  poco  que  la  solidez  en  el  poder  correspondía  con 
la  vasta  extensión  de  sus  dominios. 

1540.  Las  tropas  de  Italia  volvieron  pronto  á  su  deber ;  mas 
se  presentó  el  asunto  de  Gante  tan  serio ,  que  exigía  nada  menos 
que  la  presencia  del  emperador  que  se  hallaba  entonces  en  EspaOa. 
Hasta  aquella  ocasión  habia  hecho  siempre  su  viaje  á  los  Países- 
Bajos,  por  Italia  y  Alemania,  sin  tocar  en  Francia ;  mas  ahora,  sea 
por  lo  avanzado  de  la  estación  ó  por  falta  de  preparativos ,  pidió 
Garlos  permiso  á  Francisco  para  pasar  por  sus  dominios.  Sí  pareció 
)a  petición  extraordinaria,  se  tuvo  por  sumamente  generosa  la  coo- 


CÁELOS  V  Y  PEANCISCO  1 


\ 


OFfTDLO  IV.  *  39 

descendencia  del  de  Francia.  ¿De  qaé  parte  estayo  la  mayor  gran- 

su  rival,  ó  del 
.1    :    :  primero  hubo 

orudencia.  Es 
'  )  haber  dado 

le  no  faltaron 

:  taciones,  es 

'ura  del  Mi- 

i      ■    '  ,  dábaáen- 

salió  salvo 

eto  que  ala 

M  ue  hablare- 


>u    -  .-.v 


*  alta  de  esta 
i  los  protes- 
;ogria.  Ja- 
ba invasión 
el  empera- 
.  o  adversa- 
ivos  serios 
'W  mismo  á 


.K- 


nte  adivi- 
on  el  tur- 
e  paraso- 
e  Solimán 

De  todos 
sejo;  mas 
¡erra  for- 
te embar- 
l^aleras  de 

para  que 


•«^  «*• 


AUMId 


tsjipeaiciones  mas  desastrosas  que  las  de  Argel  por 
Garlos  V  nos  refiere  la  historia.  En  la  travesía  experimentaron  una 
fuerte  tempestad;  después  de  desembarcados  con  grandes  trabajos 
y  mayor  exposición,  padecieron  en  el  campamento  y  discurso  de 
la  noche  uñ  tremendo  aguacero  que  los  dejó  como  en  medio  de  un 
pantano.  Un  huracán  dispersó  la  escuadra,  haciendo  estrellar  una 


CABLOS  V  Y  PBANCECO  1. 


CAPITULO  IV.  *  89 

desceadeiicia  del  de  Franeía.  ¿De  qaé  parte  estayo  la  mayor  gran- 
deza de  alma?  ¿De  Garlos  qae  se  puso  en  tnrazos  de  so  rival,  ó  del 
rival  que  le  daba  an  hospedaje  tan  magoffico?  Ed  el  primero  hubo 
sin  duda  mas  valor ,  pero  tal  vez  una  grao  falta  de  prudencia.  Es 
probable  que  en  algunos  momentos  se  arrepintiese  de  haber  dado 
este  paso,  aun  en  medio  de  tanto  festejo  y  regocijo.  Que  no  faltaron 
por  una  parte  temores ,  y  por  la  otra  muy  fuertes  tentaciones,  es 
histórico.  Francisco  pidió  á  Carlos  en  Paris  la  investidura  del  Mi- 
lanesado,  y  la  facilidad  con  que  la  otorgó  el  emperador,  daba  á  en- 
tender que  cuidados  mas  fuertes  le  ocupaban.  En  fin  ,  salió  salvo 
de  Francia  con  las  mismas  muestras  de  amor  y  de  respeto  que  á  la 
entrada ,  y  pudo  acudir  á  sofocar  la  insurrección  de  que  hablare- 
mos con  mas  extensión  en  la  historia  de  su  hijo. 

Cuando  se  hallaba  el  emperador  en  Alemania  de  vuelta  de  esta 
expedición  negociando  asuntos  de  imposible  arreglo  con  los  protes- 
tantes del  imperio ,  bajó  Solimán  por  segunda  vez  á  Hungría.  Ja- 
más se  habia  visto  tan  comprometido  ni  tan  pronto  á  una  invasión 
el  territorio  del  imperio.  Cuando  todos  aguardaban  que  el  empera- 
dor se  apresurase  á  juntar  fuerzas  para  hacer  frente  á  un  adversa- 
rio tan  terrible ,  causó  asombro  verle  hacer  preparativos  serios 
para  una  expedición  sobre  Argel,  y  que  se  iba  á  poner  él  mismo  á 
su  cabeza. 

El  verdadero  motivo  de  este  proyecto  no  podia  fácilmente  adivi- 
narse. ¿Temia  tal  vez  Carlos  Y  medirse  frente  á  frente  con  el  tur- 
co? ¿Le  llevaba  la  idea  de  distraer  todas  las  fuerzas  de  este  para  so- 
correr al  dey?  ¿No  le  pareció  bastante  seria  la  invasión  de  Solimán 
para  distraerle  de  un  proyecto  concebido  de  antemano?  De  todos 
modos  parece  que  la  expedición  fué  reprobada  por  su  consejo;  mas 
no  por  esto  dejó  de  llevarse  á  cabo  por  fuerzas  de  mar  y  tierra  for- 
midables. Mas  de  veinte  mil  infantes  y  dos  mil  cabalios«se  embar- 
caron en  Genova  con  el  emperador  á  la  cabeza  en  las  galeras  de 
Doria,  sin  tener  eo  cuenta  las  instancias  de  este  veterano,  para  que 
no  saliese  al  mar  en  una  estación  desfavorable. 

1541.  Pocas  expediciones  mas  desastrosas  que  las  de  Argel  por 
Carlos  V  nos  refiere  la  historia.  En  la  travesía  experimentaron  una 
fuerte  tempestad;  después  de  desembarcados  con  grandes  trabajos 
y  mayor  exposición,  padecieron  en  el  campamento  y  discurso  de 
la  noche  uñ  tremendo  aguacero  que  los  dejó  como  en  medio  de  un 
pantano.  Un  huracán  dispersó  la  escuadra,  haciendo  estrellar  una 


i9  H1ST0R^4  M  fmAPE  II. 

grao  parle  de  los  buques  contra  las  focas  de  la  costa.  Sin  poder 
combatir,  sío  poder  embarcarse ,  expaestos  k  perecer  de  hambre  y 
de  miseria  eo  aquellos  campos  anegados,'  tuvo  la  expedición  que 
retirarse  por  tierra  para  embarcarse  en  seguida  en  algún  punto  mas 
retirado  de  la  costa,  lo  cual  verificó  al  fin  después  de  mil  desastres. 
El  emperador,  que  en  la  primera  expedición  de  Túnez  había  dado 
&  todos  ejemplo  de  valor ,  se  mostró  en  esta  un  modelo  de  sufri- 
miento ,  de  magnanimidad  y  der  constancia.  Participó  de  todas  las 
privaciones,  de  todos  los  peligros,  y  la  historia  le  debe  la  justicia 
de  que  no  abandonó  la  tierra  firme  de  la  costa  hasta  que  vio  á  los 
suyos  todos  embarcados. 

No  deberemos  omitir ,  hablándose  de  esta  expedición  de  Argel, 
que  se  halló  en  ella  de  voluntario  el  famoso  Hernán  Cortés^  sin  que 
el  conquistador  de  un  vasto  y  rico  imperio  para  la  corona  de  Casti- 
lla fuese  consultado  para  nada,  ni  llamado  á  los  consejos.  Al  reti- 
rarse la  expedición ,  propuso  que  se  le  dejase  al  frente  de  algunas 
tropas ,  con  las  que  prometió  hacerse  duefio  del  pais ,  mas  no  fué 
escuchado. 

Natural  era  que  de  este  desastre  del  emperador  se  aprovechase 
su  rival,  enojado  de  nuevo,  porque  aquel  no  le  habia  cumplido  la 
palabra  de  la  investidura  del  Milanesado,  y  en  quien  todos  sus  ami- 
gos le  motejaban  de  crédulo  y  falto  de  previsión  por  dejarse  enga- 
fiar  de  su  enemigo.  Un  pretexto  necesitaba  para  hacer  la  guerra; 
mas  cuando  hay  buena  voluntad,  se  encuentran  pronto.  Las  fuerzas 
que  en  esta  nueva  guerra  presentó  en  campafia  fueron  formidables. 
Cinco  ejércitos  se  alistaron  para  atacar  las  fronteras  de  los  estados 
del  emperador ,  que  aunque  menos  preparado ,  no  se  descuidó  en 
tan  grave  coyuntura.  Por  esta  vez  se  alió  con  el  rey  de  Inglaterra, 
mientras  el  de  Francia  no  tuvo  reparo  en  hacerlo  con  los  turcos. 
Esta  monstruosa  liga  con  los  enemigos  tan  terribles  de  la  Cristian* 
dad,  fué  mirada  entonces  con  horror ,  y  es  una  mancha  verdadera 
en  la  memoria  de  Francisco.  El  famoso  Barbaroja  se  presentó  en 
Marsella,  y  se  trató  hasta  de  edificar  en  aquel  puerto  una  mezqui- 
ta para  el  uso  de  los  mahometanos.  Mas  el  rey  de  Francia  los  des- 
pidió de  sus  estados ,  cediendo  á  los  clamores  de  amigos  y  ene- 
migos. 

1543.  Los  habia  elevado  contra  él  en  una  dieta  Garlos  V,  acu- 
sándole de  enemigo  de  la  cristiandad ,  y  halagando  por  entonces  á 
los  electores,  aumenté  sus  fuerzas,  y  se  proporcionó  dineros  para 


CAPlTLiO  IV.        .  41 

hacer  la  guerra.  ¿T  qoé  resaltados  prodajo  este  nuevo  rompionieD- 
to  de  hostilidades  qoe  tan  tremendo  parecía?  Ninguno  positivo  y  de 
importancia.  Lidiaron  los  ejércitos  con  fortuna  varia  por  una  y  otra 
parte.  Consiguieron  los  franceses  ventajasen  la  frontera  de  EspaSa, 
y  que  perdieron  :  sufrieron  desastres  en  la  campaDa  de  Italia»  que 
repararon  con  la  victoria  obtenida  en  Gerisoia.  Consiguió  ventajas 
muy  importantes  Carlos  V,  que  mandó  en  persona  el  ejército  de  los 
Paises^Bajos.  Entró  en  ChampaDa  ;  se  apoderó  de  Saint  Dizier  y 
otras  plazas ;  llegó  4  dos  leguas  de  Pañs ,  mas  por  falta  de  víveres 
se  vio  en  la  precisión  de  retirarse.  En  cuanto  á  los  ingleses»  seapo- 
deraron  de  BoloOa  y  no  pasaron  adelante.  A  fuerza  de  cansancio, 
y  cuando  ya  no  podían  mantener  sus  fuerzas  en  campa&a ,  se  ter^ 
minó  la  guerra  con  la  paz  de  Grespi,  en  la  que  no  salió  gananciosa 
ninguna  de  ambas  partes. 

15i5. — 1517.  Fué  esta  la  última  guerra  que  hizo  el  rey  Fran- 
cisco. Guando  se  hallaba  seriamente  ocupado  en  nuevas  alianzas 
con  los  protestantes  del  imperio,  le  cogió  la  muerte,  sin  ser  viejo 
todavia.  Gran  papel  hizo  este  príncipe ,  y  un  nombre  distinguido 
ocupa  en  la 'historia  de  su  tiempo.  Mas  valiente  caballero  que  en- 
tendido capitán,  dotado  de  mas  brillo  que  de  solidez,  tan  ambicioso 
ó  quizá  mas  que  Garlos  Y,  se  quedó  muy  inferior  á  su  rival  en 
prudencia,  en  habilidad,  en  aplicación  á  los  negocios,  en  conoci- 
miento de  los  hombres,  en  cuantas  prendas  constituyen  &  un  rey  de 
acción  y  de  consejo.  Obraba  por  arranques  de  impetuosidad  ,  por 
llamaradas  de  pasión  que  se  apagaban  pronto ;  en  lugar  que  en  el 
otro  había  un  c&lculo  de  acción,  un  pensamiento  fijo  que  predomi- 
naba en  sus  acciones.  Con  muchos  menos  estados  que  Garlos  V, 
pudo  hombrear  con  él  de  igual  4  igual ;  porque  los  suyos  eran 
compactos ,  y  formaban  un  todo  sin  intermisión,  en  lugar  que  los 
del  otro  estaban  tan  esparcidos,  y  eran  tan  heterogéneos.  Así  como 
excedía  4  Garlos  V  en  brillantes  cualidades  personales,  tenia  la  des^ 
ventaja  de  ser  mas  disipado,  mas  amigo  de  placeres  y  de  vicios.  En 
cuanto  4  sus  principios  religiosos  ,  quemaba  y  hacia  perecer  con 
otros  sttfrfícios  4  los  protestantes  en  París  y  otras  partes^  mientras 
se  asociaba  con  los  de  Alemania  y  con  los  turcos.  Mas  ya  hemos 
hecho  ver  que  hay  casuistas  h4biles  que  saben  conciliario  todo,  y 
acallar  la  voz  de  las  conciencias. 

Con  su  muerte  no  se  extinguió  en  Francia  el  espíritu  belicoso  que 
la  animaba  contra  Garlos.  Su  sucesor  Enríque  II  heredó  igualmente 


41  flisTORU  Ds  nuPE  n. 

8u  ambición ;  mas  padeció  el  descaído  de  no  decidirse  al  momento, 
dejando  tiempo  al  emperador  para  entender  en  los  negocios  graves, 
relativos  á  los  príncipes  luteranos  del  imperio. 

Analizar  todas  las  negociaciones,  controversias  y  disputas  que 
estos  asuntos  motivaron,  no  es  de  este  momento.  En  mas  detalles 
entraremos,  cuando  nos  ocupemos  de  las  disputas  religiosas  que 
hacen  tan  gran  papel  en  este  siglo.  Gomo  las  de  los  príncipes  con 
el  emperador  eran  de  un  doble  carácter,  trataremos  solo  del  político. 
Los  príncipes  protestantes  eran  fuertes  por  la  unión,  j  como  teles 
se  mostraban  exigentes.  A  conservarse  en  este  actitud  cuando  lie-- 
garon  á  declararse  en  lucha  abierto  contra  el  jefe  del  imperio,  hu- 
biesen dado  la  ley ;  mas  este  falange  se  mantuvo  poco  tiempo  uni- 
da. Ya  hemos  visto  que  en  los  grandes  conflictos  del  emperador, 
le  auxiliaban  con  sus  fuerzas,  pudiendo  sin  duda  mas  en  ellos  el 
sentimiento  de  alemanes,  que  el  de  sus  intereses  y  controversias 
religiosas.  Por  otra  parte  reinaban  entre  ellos  las  rivalidades  que 
son  frecuentes,  y  abren  tanto  campo  á  los  que  saben  exploterlas. 
El  príncipe  Mauricio  de  Sajonia  que  ambicionaba  los  estedos  de  su 
primo  el  elector  se  aprovechó  de  la  ocasión  y  tuvo  la  habilidad  de 
dividirlos.  Cuando  debían  entrar  en  acción,  se  había  disipado  ya  la 
liga,  quedando  el  elector  y  el  landgrave  de  Hesse  como  solos  en  la 
arena.  El  emperador,  que  á  fuerza  de  mostrarse  inflexible  contra 
sus  pretesiones  había  desarmado  á  los  demás,  cayó  sobreestés 
príncipes,  y  los  derrotó  completemente  en  la  batella  de  Muhlberg, 
quedando  prisionero  el  elector,  á  quien  privó  de  sus  estados,  hacién- 
dose duefio  de  ellos  el  príncipe  Mauricio. 

Fué  el  elector  de  Sajonia  tratedo  con  la  mayor  ^dureza,  y  hasta 
condenado  á  muerte,  por  resistirse  su  mujer  á  entregar  á  Magde- 
burgo,  sitiado  por  los  imperiales ;  mas  no  llegó  á  ejecutarse  la  sen- 
tencia. El  langrave  que  se  sometió  asimismo  al  emperador,  fué 
recibido  con  todas  las  muestras  de  rigor,  precisado  á  pedir  de  ro- 
dillas su  perdón,  quedando  al  fin  cautivo  como  el  de  Sajonia.  A  don- 
de quiera  que  se  movía  el  emperador,  le  seguían  estos  dos  prínci- 
pes en  estrecha  prisión,  sin  que  los  ruegos  de  los  principales  per- 
sonajes del  imperio  pudiesen  aplacarle.  Severo  entonces,  en  pro- 
porción de  lo  conciliador  y  flexible  que  se  había  mostrado  en  otros 
tiempos,  se  conducía  como  un  dictador  con  amigos  y  enemigos. 
Lo  quiso  ser  hasta  en  materias  de  conciencia,  estableciendo  en 
Augsburgo  (1548),  un  formulario  de  doctrina  ínterin  el  concilio 


annjLo  rr.  18 

no  dírímiese  completamente  todas  estas  diferencian  con  los  protes- 
tantes ;  pero  no  por  esto  se  mostró  con  ellos  menos  inflexible.  Con 
la  misma  energía  se  mostró  protector  del  conpilio  de  Trento  contra 
el  cual  la  Francia  misma  protestaba ;  mas  mientras  el  emperador, 
fascinado  acaso  con  so  prosperidad,  se  creia  omnipotente  en  Ale- 
mania, se  aglomeraba  sobre  sa  cabeza  una  tempeslad,  que  disipó 
del  modo  mas  cruel  sus  ilusiones. 

1551.  El  príncipe  Mauricio  que  se  le  babia  mostrado' tan  adic- 
to y  tan  sumiso,  que  con  sus  intrigas  babia  contribuido  tanto  á  su 
triunfo  de  Muhlberg,  alimentaba  contra  él  una  enemiga  tanto  mas 
terrible,  cuanto  la  babia  cubierto  siempre  con  el  velo  del  respeto 
mas  profundo.  Satisfecha  su  ambición  con  los  despojos  de  su  pa- 
riente el  elector,  aspiró  á  la  gloria  de  ser  campeón  de  la  causa  que 
había  anteriormente  abandonado.  Ningún  medio  omitió  de  ocultar 
sus  intenciones  al  emperador,  mientras  intrigaba  en  secreto  con  los 
protestantes,  y  entraba  en  alianza  con  el  rey  de  Francia.  Por  com- 
placer á  Garlos,  adoptó  sin  ninguna  repugnancia  el  interim,  y  en- 
vió un  representante  al  concilio.  Guando  tuvo  maduros  ya  sus  pla- 
nes, se  atrevió  á  pedir  al  emperador  la  libertad  del  landgra ve,  to- 
mando asimismo  el  nombre  de  los  otros  príncipes.  Eludió  Garlos  la 
súplica,  y  aunque  este  paso  fué  objeto  de  alguna  suspicacia,  supo 
Mauricio  disiparla,  redoblando  sus  obsequios  y  protestas.  No  solo 
enga&ó  al  emperador,  sino  hasta  sus  avisados  consejeros,  y  entre 
ellos  al  obispo  de  Arras,  tan  conocido  después  con  el  nombre  de 
cardenal  Granvela.  Seguro  ya  de  sus  aliados  y  del  rey  de  Francia, 
se  declaró  Mauricio  jefe  de  la  liga  protestante,  y  aquel  monarca  en 
guerra  contra  Garlos.  Se  hallaba  entonces  este  sin  ejército,  y  cons- 
ternado con  una  novedad  que  tan  cruelmente  babia  burlado  á  su 
prudencia,  retrocedió  delante  de  un  rival  muy  superior  en  fuerzas. 
Mientras  este  le  perseguía  sobre  Inspruch,  avanzaba  Enrique  con 
su  ejército,  y  se  apoderaba  de  las  plazas  de  Metz,  Toul  y  Verdun 
en  la  Lorena.  Jamás  se  había  visto  en  un  conflicto  mas  cruel  un 
monarca,  que  hacia  pocos  dias  se  consideraba  omnipotente.  No  hubo 
mas  remedio  que  ceder  á  la  ley  de  la  necesidad,  ó  verse  prisionero  en 
manos  de  Mauricio.  Dio  libertad  al  elector  de  Sajonia  y  al  landgrave; 
7  por  el  tratado  de  Passau,  que  ajustó  con  los  principes  protestantes, 
se  les  concedió  el  libre  ejercicio  de  su  culto.  Los  luteranos  no  lle- 
varon mas  allá  sus  exigencias,  y  prometieron  sus  auxilios  contra  el 
turco.  El  rey  de  Francia  no  fué  incluso  en  el  tratado ;  pues  Mau- 


ti  HISLOKU  DE  FKLIPB  II. 

rício,  satisfecho  ya  su  objeto,  no  cuidó  mucho  de  los  iotereses  de  ütí 
nuevo  amigo,  que  tal  vez  miraba  cod  diversos  seutimientos. 

1552.  Se  preparó,  pues,  Carlos  para  esta  nueva  guerra,  y  en- 
tró en  campafia  con  fuerzas  formidables.  Al  frente  de  cincuenta 
mil  hombres,  según  dicen  los  historiadores,  emprendió  en  persona 
til  sitio  de  Metz,  uno  de  los  hechos  de  armas  mas  célebres  del 
tiempo.  Mandaba  la  plaza  el  duque  de  Guisa,  y  las  tropas  sitiado- 
ras bajo  las  órdenes  del  emperador,  el  duque  de  Alba,  que  habia 
ganado  la  batalla  de  Muhlberg.  Se  estrechó  el  cerco  con  vigor : 
además  de  la  gloria  personal  de  Garlos,  estaba  en  juego  la  de  dos 
grandes  capitanes,  el  uno  ya  muy  célebre,  y  el  otro  que  aspiraba 
&  serlo  por  este  cerco  tan  refiido.  Pudo  masía  obstinación,  el  valor, 
y  sí  se  quiere  la  superior  habilidad  de  los  de  dentro,  que  la  impe- 
tuosidad de  los  de  fuera.  Se  declararon  enfermedades  en  el  campo 
del  emperador ;  la  inclemencia  de  la  estación  hizo  de  mas  difícil 
reparo  la  falta  de  víveres ;  y  al  fin  se  vio  Carlos  reducido  á  levan- 
tar el  sitio,  con  la  mortificación  que  puede  suponerse.  Con  este  mo- 
tivo se  le  atribuye  el  dicho:  «Bien  se  conoce  que  la  fortuna,  como 
dama  cortesana,  fovorece  6  los  mozos,  y  se  cansa  de  los  viejos. x> 
Fué  tan  desastrosa  la  retirada,  como  la  de  hacia  diez  y  seis  afios, 
delante  de  Marsella. 

T  con  ese  hecho  de  armas  concluirán  los  apuntes  sobre  el  reí- 
nado  de  Garlos  Y,  que  creímos  necesarios,  para  entrar  en  el  del 
hijo.  Después  de  este  sitio  tan  famoso  se  hizo  otra  campaDa  en  los 
Países-Bajos,  en  que  los  imperiales  se  apoderaron  de  las  plazas  de 
Terouanne  y  de  Hesdín,  y  de  la  de  Renty  los  franceses.  La  guerra 
terminó  por  entonces  con  una  tregua,  último  tratado  que  hizo  Car- 
los y ;  mas  la  renovación  de  las  hostilidades  pertenece  al  reinado  de 
Felipe.  En  él  referimos  estos  últimos  acontecimientos ;  lo  que  pa- 
saba entonces  en  Italia  y  la  abdicación  de  Carlos  V,  digno  desen- 
laoe  de  uno  de  los  dramas  mas  célebres  en  los  anales  de  la  espe- 
cie humana. 

Por  lo  poco  que  va  dicho,  se  ve  que  Garlos  Y  por  su  actividad, 
por  su  aplicación  á  los  negocios,  por  sus  otras  cualidades  persona- 
les no  fué  indigno  del  alto  puesto  á  que  le  habia  elevado  la  fortuna. 
Se  puede  decir  que  nació,  vivió  y  dejó  de  reinar,  siendo  el  primero 
de  los  monarcas  de  su  tiempo.  Que  no  aspiró  nunca  como  algunos 
lo  suponen  á  la  monarquía  universal,  se  puede  creer  de  su  buen 
juicio,  de  su  experiencia,  del  conocimiento  de  las  cosas  y  los  hom- 


CAPITULO  V.  48 

bres.  Seffor  de  tantos  estados  diversos,  tan  separados  por  la  natu- 
raleza, como  por  sq  índole,  sopo  hacerlos  k  todos  instrumentos  de 
grandeza.  Sus  frecuentes  viajes  manifiestan  la  gran  atención  que 
daba  á  los  negocios,  y  su  convicción  de  lo  que  la  presencia  de  un 
príncipe  entendido  vale  en  ciertas  circunstancias.  Sin  merecer  el 
nombre  de  gran  capitán,  figuraba. con  dignidad  y  como  cor- 
respondía  á  su  alta  clase  al  frente  de  sus  tropas.  El  tino  con  que 
sabia  elegir  sus  generales,  honrarlos,  animarlos  y  premiarlos,  mues- 
tra su  gran  habilidad  y  conocimiento  de  los  hombres.  Igual  tacto 
manifestó  siempre  en  la  designación  de  los  demás  grandes  funcio- 
narios del  estado.  Ninguno  de  sus  servidores  le  fué  infiel,  y  solo  tuvo 
la  habilidad,  ó  mas  bien  perfidia,  de  engaffarle  el  príncipe  Mauricio. 
La  segunda  mitad  de  su  reinado  no  fué  tan  próspera  como  la  pri- 
mera; mas  no  puede  tampoco  llamarse  absolutamente  desgraciada. 
Acostumbrado  á  tantos  halagos  de  la  suerte,  precisamente  sintió 
mucho  sus  rigores.  La  desastrosa  expedición  de  Argel,  la  retirada 
de  Marsella,  la  huida  delante  del  príncipe  Mauricio,  y  el  desaire  de 
sus  armas  en  el  sitio  de  Metz,  debieron  de  ser  para  él  disgustos  muy 
amargos;  mas  supo  conservar  grandeza  de  alma  en  sus  desgracias. 
Lo  que  perdió,  supo  repararlo,  y  ningún  tratado  de  paz  le  fué  des- 
ventajoso. Para  otro  lugar  reservamos  mas  pormenores  sobre  el 
carácter  de  este  príncipe,  comparado  con  su  siglo;  por  ahora  nos 
contentaremos  con  indicar  que  la  magnífica  herencia  de  sus  mayo- 
res heredada,  la  trasmitió  toda  y  aun  con  mejoras  á  sus  deseen- 

dientes. 

Después  de  hahüt  examinado  los  priúcipaíes  rasgos  de  ía  vida 
mOitar  y  política  de  este  monarca,  entraremos  en  'algunos  porme- 
nores sobre  la  índole  del  tiempo  en  que  vivia;  sobre  el  estado  polí- 
tico, sobre  las  artes,  las  ciencias,  la  literatura,  los  establecimientos 
militares,  el  modo  de  hacer  la  guerra,  concluyendo  con  un  bosque- 
jo de  las  disputas  religiosas  que  hicieron  un  papel  tan  distinguido 
en  dicha  época. 


T«]io  I. 


éAmuí^b  t 


ESáláb  p^óíifeo.—C(tfVeá.—É(esconfento.— Guerras  de  fes  comuniaades.— tenftís  M 
B^tMo.-^K^cUrsos  ^  á()ar(]ls;-^]>isittihución'db4ft  háuedciáxle  las  fértil». 


La  historia  de  los  moDarcas  espafioles  escribimos;  &  Espafia  de- 
ben de  dirigirse  con  prefereDcia  nuestras  observaciones  sobre  la  si- 
tuación política  de  todas  las  clases  de  la  sociedad  en  aquel  siglo.  Ha- 
blaremos de  sus  Cortes.  Esta  voz  con  que  se  designan  sus  asamlbleas 
políticas  en  toda  la  Edad  m«dia,  no  envuelve  un  pensamiento  fijo, 
porque  no  en  todos  los  tiempos  ha  tenido  igual  significado.  No  se 
pueden  designar  con  este  nombre  los  antiguos  concilios  de  Toledo 
en  tiempo  de  los  reyes  visigodos.  En  aquellas  asambleas  se  reunían 
con  el  rey  los  magnates,  los  prelados,  todos  los  que  desempeñaban 
los  primeros  cargos  públicos.  La  mayor  parte  de  las  deliberaciones 
de  aq^ue^las  grandes  asám'bleas  rodaban  sobre  asuntos  de  disciplina 
eclesiástica,  cuyas  controversias  figuraban  tanto  en  aquella  época, 
lo  que  ,.  ¡lama  pueblo.  6  cl.»5  populares,  »o  eran  ciadas  para 
nadá%n  aquelfás  grandes  reuniones,  y  en  rigor  no  formaban  parte 
del  cuerpo  político  del  estado  que  se  consideraba  y  era  realmente  de 
conquista.  Con  el  tiempo  fueron  estas  clases  adquiriendo  la  impor- 
tancia, fruto  natural  de  la  riqueza  producida  por  la  industria.  Los 
reyes  á  quienes  importaba  poner  un  contrapeso  á  la  preponderan- 
cia de  sus  grandes  vasallos  que  se  creian  sus  iguales,  emanciparon 
cuanto  les  fué  posible  estas  clases  industriosas  que  pocoá  poco  fue- 
ron formando  corporaciones  populares  con  sus  cartas,  privilegios  y 


(AP17DL0  y. 

IniíM  <qaie  1«8  «torgab»  la  coroia.  Na  emo  eslos  «gvalefL;  pue^  do 

IMdian  serlo  las  aJFcuBsteQiBias  y  los  motivas  %w  tos  promoinaruMi . 

A6Í,  cada  pueblo,  cada  «illa  ^  cada  jarísdiccioo,  teoja  los  suy^ 

foe  se  ooDsidieraban  00  precisamente  cooio  derechos  pr^j^,  $ÍDP 

4vores  en  virtad  de  servicios  que  habiao  becbo.  Uts  grandes  awBr 

Moas  ]^li(ic«}  q«e  en  tijsmpo  de  lofs  re]os  visigiades  ao  se  compor 

júao  mas  q«ie  de  magnates,  t^ntoeclesüfótices  come  civiles,  comeQr 

•aron  á  «dmitir  m  su  seod»  diputados  ó  represeotaates  de  estos  lu- 

gires  ó  «orp9raciooes  popjiilares.  Desde  eatooces  dala  Ia  que  «e 

aoDoce  tm  d  Bombre  (fe  Ijlortes,  divididas  por  Ja  regular  ea  brabas 

4  e84e#ieAtos;  á  saber:  prelados,  baroaes  y  diputadlas  poír  lasulas^s 

pepakres..  Ni  íbI  po-ü^ldo  de  las  reanieiDes  da  estas  ¿erteSi  ni  sos 

preregativas,  bí  deber.es,  estaban  «Qppsigaft^os  eo  alguna  le^  fssfíti- 

4a;  ttíd»  se  Ma  por  uso  y  por  cffstuiabre,  que  por  uele^ídad  4a- 

bia»  4»  alterarse  por  6\  Jtrascmrso  de  lo^  lÁ^pos..  Por  lo  inegal^r  ena 

al  rey  ^uief  las  qqb vaciaba  y  disolvía,  segiu  w»  Miía^idades  pcQ.- 

fjas  ó  las  (del  Est«4o.  iSe  ^UQ^bau  a^Mfm  Wfi^  k9  jtu^S  braz9S>  h 

ireces  ilos,  f/  #ti»s  luoo  solo.  I»»  clases  4^  se  r^resiejit^bw  A 

ú  wísiaas.  I4OS  idel  te^i^fr  ifn^fo,  ^  m&  popojfir ,  ^9  se  ,coa^di^bfUi 

Ai  ema  e»  rigor  mj|s  qff»  ^iqples^lj^egac^f  d/9  ja^  víH^is  Y  ciiÍ4i^49s 

^ue  4  lias  Ciertas  im  m'v^  909  podiarcif  s»r«  i<^Ip>  «cwi  ,ípstni$r 

«Qiies  per  <esieEÍftQ  de  J^  qi^e  dabi^  decir*  QM>i'€ftr  P  ^plijWr,  pj^^s 

for  lo  .erdji^arío  podiaa  y  ^  ci¡9Íaa  Qoa  i^rof^e  4f^  ^tbtenier  .ei|  pip- 

poneioa  <de  J^  iq^  da^a#..  dstos  iioderes  erap  ^  <estricti98,  gfie  isp 

#asos  «xtraoü^^iHyMs,  fi9  iati;?wÍDdase  L^^prpcmNltres^dei^idiritor 

sí  pwitps  400 1^  oslaban  previstos  .«19  isas  iojsitruQpipoi^s,  jigyai:^- 

km  p»oa  obnir  kques^jia  jenvifisev .  I^  Qopa#id«d€#  qmí  4<^ 

lospÁderes  b»s|fai^baDÍs«alffleflA«.  3ip  «P4wg9,  4  pe^ftr,^  e^lja 

absoluta  idapd9deaQÍ(».,  eran  jios  $argj9s  «de  proQorad|()r  ><H)v^idiQf;94(ís 

«aiM  imuy  iB»pori(an.tes  7  bonQiiüfi«9^-  61o  los  pbAofíian  si^9  JÍqs  .^e 

íMs  influeocii»  ^w  fsu  ¡riqíae^^a  ,ó  «apjkcidjHl  ei^  A9?  pu^bloíi  y  4^^- 

des,  y  muy  bueo  cujvMo  tewau  las  ^Aipcaci^Be^  de  ,%o  ^py\9,r  ^ 

iasiGovIes  hombyras  4|ue  .oo  supiesep  ,<)  ,qo /qiuisjía$f)p  repi;es(W^  ^ou 

btf^dAd  <y  leal(MÍ  sns  iÍAt«r/9ses. 

kü  m  pvedfia  ,ooQsi4eiw  las  jC^rta^  cojw  tuq^as  asamb^  419e,f;e 
sepoiap  censa  dp  h  i)ar$iwa4el  tey ,  /^  .para  ,acoAsejaj;le,  ^  pai^ii  ^r 
Blgfair  cop  lél  .»1^098  Ufigoqios  imporlftptes  del  Cli^tado,*^  par/i  0^.- 
^le  sab^^úvs,  ó  para^ar^opi^  tm  Wl9ffUM  á  sqs  4Ct9sppliti.r 
QQsó.adogáQ^trAtixqs.  ^«ir  4p  joag^l^  jv^ban  ,al  M(ed9i;p  4f)  .1;^  ^,9- 


48  HISTORIA  DB  VBLIPB  II. 

roña,  le  proclamabaD  &  sa  sabida  al  trooo,  mandando  levantar 
pendones  en  acatamiento  de  su  suprema  autoridad,  y  nombraban 
las  regencias  cuando  no  estaban  designadas.  Entendian  hasta  en  los 
testamentos  de  los  reyes,  alterándolos  á  veces  cuando  los  creían  con- 
trarios al  bien  público.  En  vista  de  tan  sencillo  enunciado,  cuaU 
quiera  comprenderá  que  la  influencia  y  preponderancia  de  estas 
Cortes  debia  ser  mayor  ó  menor,  según  el  carácter  del  monarca, 
según  su  mayor  ó  menor  habilidad,  según  las  mas  ó  menos  graves 
circunstancias  que  ocurrían;  y  este  mayor  ó  menor  grado  de  in*^ 
fluencia  que  ejercían  las  Cortes,  consideradas  colectivamente,  se 
puede  aplicar  asíniismo  á  cada  uno  de  los  estamentos  de  que  se 
componían  respecto  de  los  otros.  Así  había  ocasiones  en  que  se  pre- 
sentaban los  tres,  y  otras  en  que  solo  se  veían  en  la  escena  los  pro- 
curadores de  los  pueblos.  En  minorías,  en  sucesiones  disputadas,  en 
tiempos  de  revueltas  y  facciones  en  que  todos  buscaban  su  apoyo, 
se  consideraban  como  el  cuerpo  preponderante  del  Estado.  Las  bus- 
có y  halagó  muchísimo  don  Sancho  lY  el  Bravo,  cuando  se  alzó 
contra  su  padre,  y  después  disputó  la  sucesión  de  la  corona:  se  echó 
en  sus  brazos  su  viuda  doffa  María  de  Molina,  declarada  tutora  de 
su  hijo  don  Fernando  el  Emplazado;  y  la  misma  conducta  observó 
la  viuda  en  lainémoría  de  su  hijo  Alfonso  XI.  Debieron  también  de 
hacer  un  gran  papel  en  las  revueltas  y  mortales  disensiones  entre 
don  Pedro  y  su  hermano  don  Enrique,  que  le  sucedió  por  fin  en  la 
corona.  En  los  reinados,  sobre  todo  de  Juan  II  y  Enrique  lY,  que, 
como  se  sabe,  fueron  tiempos  de  revueltas  y  anarquía,  ejercíeroii 
las  Cortes  su  gran  preponderancia.  Los  poderes  de  que  estaban  re- 
vestidas eran  de  hecho:,  constan  de  sus  actas,  sin  estar  consignadas 
en  códigos,  en  cuerpos  de  doctrina,  en  lo  que  se  llaman  constitu- 
ciones: dimanaban  de  las  circunstancias,  de  la  fuerza  de  las  cosas, 
del  carácter,  ó  mas  ó  menos  habilidad  de  las  personas;  y  si  se  exa- 
minan con  imparcialidad  la  mayor  parte  de  las  transacciones  de  los 
hombres,  apenas  les  descubriremos  otro  origen. 

Los  Reyes  católicos  que  sucedieron  á  estos  tiempos  de  revueltas, 
eran  demasiado  firmes  para  no  poner  á  raya  el  humor  turbulento 
de  los  grandes  y  los  ricos,  demasiado  sagaces  'para  no  tratar  de 
cortar  los  males  en  su  origen.  Ya  hemos  indicado  el  gran  celo 
con  que  se  aplicaron  á  robustecer  el  trono,  á  expensas  del  poderío 
de  la  aristocracia.  Eran  mas  objeto  de  sus  celos  los  privilegios  y  li||^ 
fqerzas  de  que  disponiao  estos  grandes  feudatarios,  que  las  cartas 


CAPITULO  Y.  49 

Ó  fueros  otorgados  por  sus  antecesores  á  las  comuDídades.  Estaba  al 
contrario  en  su  política  fomentar  el  bienestar  y  prosperidades  de 
estas,  para  contar  con  un  apoyo  mas,  contra  los  que  trataban  de 
reducir  á  mas  hunulde  esfera.  Se  sabe  cuántas  disposiciones  toma- 
ron estos  reyes ,  cuántas  pragmáticas  promulgaron  para  afianzar  el 
orden  público,  para  conservar  el  respeto  á  las  propiedades,  para 
poner  un  freno  perpetuo  á  la  licencia.  También  se  juntaron  varias 
veces  las  Cortes  durante  su  reinado ;  mas  sus  transacciones,  como 

DO  pasaron  naturalmente  de  una  ^scal^^  carecieron  del  derecho  de 
ser  célebres. 

El  espíritu  de  facción,  ó  de  revuelta,  ó  de  privilegio  exclusivo  de 
carta,  ó  si  se  quiere  también  de  libertades,  estaba  muy  amorti- 
guado cuando  el  advenimiento  de  la  casa  de  Austria;  pero  entonces 
un  motivo,  y  hasta  cierto  punto  muy  justo,  vino  á  excitar  el  des- 
contento de  los  pueblos,  inevitable  siempre  cuando  recayendo  la 
corona  en  hembra,  tiene  que  pasar  por  enlaces  á  familia  extrafia. 
El  príncipe  que  viene  de  fuera  á  unir  su  suerte  con  la  reina,  no 
puede  presentarse  solo  á  tomar  posesión  de  su  alto  puesto.  Preci- 
samente le  acompasan  sus  amigos,  los  que  hacen  parte  de  su  cor- 
te, siendo  esta  brillante  y  numerosa,  á  proporción  de  su  poder  é 
medios.  Por  precisión  han  de  recaer  sobre  estos  individuos  gracias  y 
favores,  y  otra  cosa  no  puede  ser  por  poco  que  se  estudie  el  corazón 
humano.  También  es  imposible  que  deje  de  ser  objeto  de  disgusto 
y  envidia  para  los  de  casa.  Estuvo  muy  lejos  de  ser  la  venida  de  Fe- 
lipe el  Hermoso  una  excepción  de  aquesta  regla.  Fueron  los  flamen- 
cos que  le  rodeaban  objeto  exclusivo  de  sus  confianzas  y  favores. 
Se  acusaba  á  estos  extranjeros  de  codicia,  hasta  de  rapacidad,  y  los 
que  se  mostraron  en  un  principio  mas  entusiasmados  con  la  subida 
al  trono  de  un  príncipe  joven  y  afable,  que  al  parecer  ponia  su  es- 
tudio en  hacerse  popular,  fueron  los  primeros  en  cambiar  su  adhe- 
sión por  otros  muy  diversos  sentimientos.  Sucedió  la  misma  cosa  á 
la  venida  de  don  Garlos:  la  misma  rivalidad,  el  mismo  descontento 
se  manifestó  hacia  los  cortesanos  extranjeros  que  tuvieron  una 
parte  casi  exclusiva  en  los  favores  del  monarca.  El  principal  de 
ellos  Xievres  ó  Ghievres,  que  era  su  privado  y  pasaba  por  director 
y  consejero,  tenia  la  reputación  de  juntar  á  costa  del  Estado  rique- 
zas muy  considerables.  No  solo  se  les  acusaba  de  estafas  y  rapi- 
fias,  sino  que  se  los  veia  promovidos  á  los  primeros  cargos  del  Es- 
tado. Sucedió  al  cardenal  Gisnerosen  la  silla  de  Toledo,  un  sobrino 


80  J^  BISLOBIA  DE  PSUPE  H. 

ievles. 


de  Xie?les,  y  se  setéó  en  la  de  TortoM  el  ^sardesal  ^dmn«,  aotii- 
gao  ayo  ó  preceptor  de  este  monaroa.  Esta  seoiimieDto  de  desafeor- 
cioB  ó  desvío  hicia  ios  oortesaaos  qoe  rodeabaa  al  que  ívÁ  después 
«aperador,  se  deseorelLó  eo  lo  sucesiva  de  ud  modo  muy  latal  i  la 
fraaquilidad  y  reposo  do  «sA^s  pueblos. 

Para  oempreader  mejor  lo  que  luoron  las  Cortes  de  KspaOa  dur 
noto  la  dominaeion  de  Carlos  V  ¿aremes  uü  aoálisjs  por  órdep 
eronológieo  de  sos  ^iaeipaies  peuaioBea,  comeo^aado  desAo  el 
priMÍpio  de  aquel  siglo.  (1) 

Eq  1505  al  faliecimieoto  de  la  reina  Católica,  se  jinitaPOP  en 
Ton»  para  reoonoc^r  por  i^eina  h  dolia  Jitau».  y  por  i^p^lpe  bere- 
doro  ¿su  Ujo  Caries. 

Eo  1510  «e  juotanon  eo  DfoiMsoo  l«s4«  AngPR  por  f¡  i:ey  Ca- 
tíiko. 

Eo  15U  se  juoj(ar(w  las  de  Castilla  en  ftargps,  y  eptre  v^ios 
ospítiios  do  oienos  iwportaiioifi  se  ^tableció  fue  e|  rei#o  se  mw- 
taviese  «Doabetodo  ibasta  que  se  pudiese  poper  piuja  4I  arriciado  do 
l«8iranta&. 

A  la  voDÍdade  doo  C»r|os  á  ¡i^^iiJiSi  ^  m&tWOQ  ^  (MU» 
«ooiioiiersias  y  dispvubv»  «obre  «u41  babia  do  js^r  el  ^título  \^o  ol 
qas  debia  dirigir  Jos  liendas  del  Estado,  ^st^niap  Ips  «n^mjgps  dfi 
lo  corte  iquo  oo  podio  fi$r  el^e  rey,  jnieoAras  viviese^  madr^,  qpo 
ora  lo  neioa  propietaria.  Aiogaboo  sos  jconjirarios  i»  abspluta  JHnoar 
focidad  «oral  .on  ^ue  se  hoU«ba  esta  pripcfisa  4e  optrar  ^  i^  par^ 
M  q^iítmo déoslos  mu».  £9 -esta  op^itsicwo «de  siao^iimeptos  qn^ 
M  4MI  gran  desarrollo  al  ospírttu  itopiilar.  ^é  rpwiecop  Ij^  jí^rte^ 
«a  Yalladolid  eo  m». 

Fueron  «stas  Cortes  o^lebres  ^0  splo  por  di  Qíipíritp  4e  ppo^cii9i)p 
«ioo  por  k  imfiwtancia  do  los  laspnlof;  qjaiB  #UÜ  ivierpn  fle;baUi4<^- 
Gomo  ea  las  de  anies,  cyenciió  Ja  pari^  prjopipal  <{d  esjtamentQ  de 
poocoradores.  fiouNoaaron  ppr  mwifesjlar  ^^  09  icaso  i|e  que  ,^ 
«oMOAciese  &  Carlos  por  tro^o  00  Je  iwcestarian  jn^wpnto  (if^ta^^e 
k.hiaese  él,  rooeoocieoiijio  b  quo  09  Jas/]loEtes  de  BuTigos  $^  habjia 
4leteEipinado.  üandíHoo  oe  mostraron  ^fendidpp  M  qu^  sp  .bnbio^ 
dado  icütnada .ob  aqs  ^oiies  á  exlranjorios.  Si  ■sj?  r^flcixippa  jqop  lel 
fey  se  halhdB  «tonees  «a  VaJIadolÁd,  «y  lOstalKa  «acaso  ojs^ai^los, 
bflíf  que  aduMur  oMs^on  Mpípitn  de  liberliid  é  i^flcpooflonci^. 


ifU  OteeASuDlMnl. 


GAflTLLO  y.  91 

AdqníiM  «Utone^s  «i  mmbre  oékht^  el  doctor  Shmel,  prtea** 
rattor  pét  Bttfgos,  ^ue  había  Udvaiio  la  vofe  priacipfti  eA  aqaeliM 
exigencias.  Ea  Vano  tmtaroi  de  ganarle  ooi  promesas  y  amenasas 
los  partidarios  d»  lá  eortej  el  prooorüdor  se  laostnft  fime,  y  siem- 
pi«  intrépddtv  Se  coaeiben  bien  las  animosidadiB  k  ^u^esta  desava^ 
neicift  díé  lugar  eitre  los  cortesanos  y  la  «posición,  pniea  coi  ítA 
Mfábn  podemos  designarla.  Por  últíiiO)  «edieron  los  primenos. 
Bfitté  el  My  «n  las  sesíMOs,  y  le  prestatofl  joramcfnio  el  doctor  !Ri' 
mel  y  los  pnMuiradbreB.  laró  el  rey  por  s«  parte  los  prífilegies  de 
lab  candados  y  h,  observataíMa  de  las  le;fe8.  InsistHi  ol  doctor  en  qm 
jntase  también  4»  relatívo  á  la  excloBian  de  IM  extranjeros  de  «qóet 
sitü»,  &  lo  qte  accedió  Garios,  no  sin  mteMns  de  grande  fepog» 
nancia. 

Para  adgtnos  no  ñná  este  úMimo  jnramonta  dH  rey  báíi^ate  «x- 
l^foito.  Gon  oste  mbtivo  i6  votvieron  &  snscilar  los  antiguos  <dter^ 
cados-,  distíngaiéBdose  'en  la  misma  opofiídon  el  procotttdof  por 
Bargoft.  Algnnob  procaradores  %o  jaiwron  al  pl-incipio.  Por  fin  M 
aHanaron  las  difieoltades,  y  Garlos  faé  jnrado  solemnemente  eú  San 
PaMo  de  Valladolid  pcir  rey,  juolaHieDle  con  «n  madre,  poniéndose 
Ktám  fiomlH>e8  'm  «1  orden  de  la  naturaleza  al  ft>etite  de  los  actos 
pdU^soft. 

En  las  misoms  Oortesie  presentaron  A  la  aceptación  del  rtry  nada 
menos  qae  14  articolos.  Indicaremos  los  pvincipaies,  qae  nos  ma*' 
nHéstatá»  m^  los  SMtimieBftos  ^ne  los  animaban,  y  la  índole  de 
afaoHos  ^mpos.  'Q«e  -la  Mina  dcfla  Juana  faése  tratada  y  surtida 
(Mfmo  sofiora  de  Mtos  reibos.  Que  el  rey  $e  casase.  Que  no  saliese 
del  ¥eino  «^  infonte  don  Ptvnstodo  (hermano  de  Garlos).  Que  se 
emsc^vasen  las  leyes,  fVagm&iioas  y  privHe^,  sin  imponer  con*'' 
trlbaoioaés.  Qoe  en  lo  sucesivo  tío  se 'diese  nada  t  los  extranjeros. 
Qm  el  niieto  arzobispo  de  Toledo  viniose  i  Espafia  &  disbirtar 
a^  iws  reatas.  'Qae  los  -eimbajadorfls  de 'estos  reinos  fnesen  nato*^ 
ndes.  Que^  adoritresen 'ospafidles  en  la  «casa  del  rey.  ijue  ñabíagt 
emt^kmo.  Qm  vo  •eoajMMse  nada -de  la  oopttia.  Qae  tro  se  diesen 
se4)veviiireneias  de  «mpleao.  'Qae  mandan 'visifar'Ies'lribanates.'Qire 
hn  mquisidores  fuesen  hombres  do  bnena  %ma  y  ^  con($ientíi{i. 
QÉeea»  ivogasea  'pobres  por  «1  rútío.  "Qte  m  '0#brtfsen  las  'akiabalsás 
pút  k»  jiaticias  ordinarias  y  no  por  eottriñonados.  *Qtte  tao  se  oliH^ 
§ase  4  Mdie  '4 «tomar  balas.  Qnettejltten  Íos>etérigo8.  Qae  se  |^ar« 
dnon  iba  ¡prvvitej^'de  tss  iMioleMB  do  fiapio^Ma.  Qae  no  'SS  'le*^ 


/ 


5S  HISTORIA  DI  FRLIPB  It. 

gaseo  mas  bienes  raíoes  á  iglesias,  monasterios,  hospitales  y  eofira- 
dfas,  etc.  A  todos  los  artícolos  accedió  el  rey,  haciendo  sobre  al- 
gunos las  advertencias  que  le  parecieron  convenientes. 

Las  mismas  dificultades  se  ofrecieron  en  las  Cortes  de  Aragón, 
convocadas  en  Zaragoza  aquel  mismo  aBo  sobre  la  jura  del  mo- 
narca, poniéndose  siempre  el  mismo  obstáculo  de  estar  su  madre 
viva.  La  animosidad  fué  mayor,  y  de  altercados  se  pasó  á  hechos. 
Entre  la  parcialidad  del  duque  de  Zaragoza  y  el  de  Aranda ,  hubo 
rifias  en  las  calles,  que  hicieron  verter  sangre.  Por  último,  le  re- 
conocieron y  juráronlo  mismo  que  en  Castilla.  En  Barcelona  se  en- 
cresparon tanto  los  ánimos,  que  Carlos  envió  en  lugar  suyo  al  car- 
denal Adriano ;  mas  tuvo  que  ir  en  persona  como  condición  indis- 
pensable. 

En  1519,  siendo  ya  el  rey  emperador,  trató  de  convocar  las  Cor^ 
tes  para  el  servicio  que  en  su  próximo  viaje  á  Alemania  le  era  in- 
dispensable. Las  mandó  reunirse  en  la  CoruDa,  donde  era  su  inten- 
ción el  embarcarse.  Desagradó  muchísimo  en  Castilla  esta  determi- 
nación, y  se  comenzó  á  ver  con  odio  que  se  emplease  el  dinero  del 
reino  en  gastos  extrafios,  que  no  iban  á  producirle  la  menor  ven- 
taja. La  convocación  en  la  Corutta  dio  margen  á  extrañas  conjetu- 
ras y  sospechas.  Se  atribuyó  el  proyecto  á  Xievres,  qae  sintiéndose 
objeto  de  odio  quería  acercarse  á  la  costa  para  ponerse,  en  caso  de 
una  sedición,  mas  prontamente  en  salvo. 

Hallándose  el  rey  en  Tordesillas  en  su  viaje  á  Galicia,  se  le  pre- 
sentaron los  procuradores  de  Toledo ,  rogándole  que  no  saliese  del 
reino,  y  que  en  caso  contrarío  no  les  pidiese  algún  servicio.  Se 
enojó  Carlos  con  la  petición ,  y  los  despidió  con  aspereza ,  conti- 
nuando su  camino.  Otros  procuradores  imitaron  la  conducta  de  los 
de  Toledo,  y  protestaron  contra  la  convocación  de  las  Cortes  en  Ga- 
licia. El  rey  llegó  á  Santiago,  y  á  pesar  de  tanta  oposición  ,  hizo 
llevar  adelante  su  proyecto.  Pocos  negocios  se  condujeron  con  me- 
nos tino,  con  menos  conocimiento  del  estado  de  las  cosas ,  con  re« 
sultados  mas  funestos  para  la  paz  de  la  nación,  que  estas  Cortes  de 
Santiago.  El  odio  á  los  extranjeros  crecia  de  punto,  y  poco  á  poco« 
aunque  propagada  lentamente ,  cundió  la  especie  que  era  la  mayor 
calamidad  para  la  nación,  que  el  rey  saliese  á  recibir  la  corona  del 
imperío.  Llegaron  los  grandes  á  aconsejaríe  que  se  precaviese  del 
prívado  Xievres;  tal  era  el  estado  de  irritación  en  que  los  ánimos  se 
hallaban.  Mas  Carlos,  preocupado  solo  de  la  idea  de  ir  cuanto  mas 


CAPITULO  V .  58 

aotes  á  recibir  la  coroDa  imperial,  cerró  el  oido  á  todas  las  adver- 
tencias y  consejos  que  estaban  en  oposición  con  su  deseo  domi- 
nante. 

Las  Cortes  se  reunieron  al  principio  en  Santiago,  y  los  procura- 
dores por  Toledo  declararon  nulo  cuanto  en  ellas  s^  hiciese ,  por  el 
número  de  procuradores  que  faltaban ,  y  entre  ellos  los  de  Sala- 
manca. Enojado  el  rey,  mandó  prenderlos,  y  al  fin  se  contentó  con 
que  saliesen  desterrados.  Al  saberse  en  Toledo  la  ocurrencia ,  se 
alborotaron,  se  pusieron  en  resistencia  abierta  con  el  rey ,  echando 
al  corregidor,  y  estableciendo  su  junta  de  gobierno.  Era  imposible 
un  estado  de  mas  efervescencia,  de  mas  desconfianza  y  mas  sospe- 
chas. Las  Cortes  se  trasladaron  á  la  Corufia,  y  allí  concluyeron  co- 
mo se  pudo  sus  sesiones,  negando  el  servicio  los  de  León,  Murcia, 
Madrid,  Toro,  Córdoba,  Toledo  y  Salamanca.  Y  hallándose  los  áni- 
mos en  esta  situación,  sin  haberse  apaciguado  los  disturbios  en  To- 
ledo, se  hizo  á  la  mar  el  nuevo  emperador;  tal  era  su  impaciencia, 
6  tal  vez  la  de  Xievres ,  temeroso  de  ser  víctima  de  sediciones  po- 
pulares. Quedó  de  gobernador  del  reino  el  cardenal  Adriano,  hom- 
bre de  poca  energía ,  y  menor  capacidad  en  materias  de  gobierno. 

A  muy  poco  tiempo  de  la  ausencia  del  emperador,  estalló  la  fa- 
mosa guerra  de  las  Comunidades ,  episodio  demasiado  importante 
en  nuestra  historia  y  la  del  siglo,  para  que  dejemos  de  dar  de  él  al- 
gunos pormenores,  aunque  de  un  modo  muy  sucinto  (1). 

Ha  desfigurado  mucho  el  espíritu  de  partido  la  íodole  de  aquella 
guerra.  Era  imposible  que  los  historiadores  contemporáneos  espa- 
fioies,  y  aun  los  que  escribieron  en  los  siglos  sucesivos,  dejasen  de 
pintar  como  rebeldes  y  merecedores  de  mayor  castigo ,  á  hombres 
que  se  alzaron  armados  contra  la  potestad  real ,  y  que  trataban  de 
poner  un  coto  á  sus  prerogativas.  Era  objeto  de  celos  y  odios  en  • 
Espafia,  la  codicia  y  preponderancia  de  los  extranjeros.  Veían  un 
joven  rey,  extra&o  á  sus  usos  y  á  su  lengua ,  entregado  á  la  polí- 
tica de  estos  extranjeros :  hé  aquí  los  principales  resortes  de  este 
movimiento.  Ya  hemos  visto  la  poca  política  de  la  corte  en  estas 
ocurrencias;  con  qué  altivez  y  desprecio  fueron  tratados  los  procu- 


(1)  Tomamos  prinolpatmente  por  gula  en  este  tro2o  á  Sandoval,  uno  de  los  mejores,  y  según 
aigonoa,  el  mejor  historiador  de  Garlos  V,  sobre  todo  el  mas  copioso.  Habiendo  escrito  á  últimos 
del  siglo  XYI  ó  principio  del  sigalente,  no  podía  menos  de  mostrarse  contrario  tf  las  oomanidades. 
Mas  tal  es  la  senciUes  con  que  expone  los  bechos,  la  minuciosidad  con  que  los  refiere,  y  la  copia 
de  los  documentos  con  qae  los  acompaBa,  que  satisfacen  ¿  todo  lector  Im parcial,  y  le  llevan 
macbo  mas  lejos  de  lo  que  el  narrador  acaso  deseaba.  La  relación  que  de  estas  guerras  baoe  el  pa* 
dre  Maldonado,  autor  contemporAneo,  en  nada  altera  lo  que  refiere  el  primer  blstorlador. 

Tomo  i.  8 


64  HISTOKIA  BS  ttmPE  IL 

radores  por  Toledo  y  otras  partes.  El  reioo  est&bít  revuelta,  én  gtatk 
fermeotaciob;  y  eo  muchas  partes  habo  tumultos  y  desórdenes  ttitty 
serios.  A  do  haber  sidjo  taota  la  impaciencia  de  Garlos  de  embar-^ 
carse ,  tal  vez  se  hubiesen  tranquilizado  poco  á  poco  los  áñitdos; 
tnas  su  marcha  precipitada  los  irritó  de  du«vo  ,  inspifabdo  aliento 
á  los  mas  osados.  El  cardenal  Adriano  debia  por  otra  parte  de  iiki-^ 
ponerles  poquísimo  respeto. 

Toledo,  que  se  reputaba  por  la  prím6fa  eitídad  del  reino,  que  se 
hallaba  mas  agraviada  en  la  persona  de  sus  procuradores^  fué  la  pri* 
mera  en  declararse.  Siguió  Segovia ,  dónde  httbo  tumultos  serios  y 
hasta  muertes  violentas  de  algunos  que  se  suponían  hablan  abusa^^ 
do  y  recibido  favores  del  «onárea.  Se  síguierM  Vatladt>lid,  Burgos, 
Guenea,  Jaén,  BlNlajoz^  Ubeda,  Baeza,  Avila,  Soria,  Toro^  León, 
Madrid,  Murcia  ^  Giüdad-Rodrigo ,  Sevilift  y  otras  varías^  Son  fo^- 
mOl^as  las  cartas  que  con  este  motivo  todas  «slas  oíudadeti  se  escri- 
iMefon.  A  esta  circunstancia  y  álaile  ser  el  movimiento  enterametite 
popular,  debe  esta  contienda  el  nombre  de  guerra  ie  las  GomMi^ 
dades.  Trató  la  corte,  ó  los  que  en  nombre  tie  Garlos  gobernaban, 
de  sujetar  cbn  armas  estos  alzamientos.  Gontra  Segovia,  donde  tuvo 
un  carácter  tan  sasgriento  y  tan  feroz,  se  enviaron  tropas,  que  lle- 
garon hasta  las  mismas  puertas  de  la  ciudad ;  y  bloqueándola ,  la 
pusíerotí  en  m'uy  grande  apuro.  Toledo  qtie  lo  sapo  envió  á  su  so^ 
corro  dos  ofíil  hombres  armados ,  c«n  ártiüeria  ,  á  las  órdenes  de 
Juan  de  Padilla,  que  se  hizo  tan  «élebre  en  la  historia.  Se  pusb  en 
marcha  este  jefe,  y  fué  objeto  de  grandes  aclamaciones  es  todos  los 
pfueblos  de  su  tránsito.  El  alcalde  Ronquillo,  hombre  también  muy 
conocida  entre  nosotros,  q«e  era  tí  sitiador  de  Segovia  «n  nombre 
ée  la  autoridad  real  s  leváiiló  el  cerco  al  aproximarse  las  tropas  de 
.  Toledo. 

Por  ott*a  parte,  las  tropas  reales  qué  se  acercaron  á  Medita  para 
rebogor  la  artillería  que  en  aquella  plaza  se  encerraba ,  fueron  re- 
chazadas por  los  vecina  que  se  negarotí  á  entregársela.  A  ebto  se 
siguió  un  sitio,  de  cuyas  resultas  fué  la  ciudad  presa  de  las  llamas. 

Todo  esto  coatribuyó  á  encender  la  de  la  insurrección  que  cada 
dia  tomaba  mayor  cuerpo.  Era  ya  un  alzamiento,  una  rebelión,  una 
gúéri*á  civil  en  tódá  réglá.  Para  dar  biayor  solemnidad  al  alzamien- 
to y  atender  á  ut  comunes  intereses,  éb^atóti  fas  dttd&deá  suble- 
vadas sus  representantes  á  la  tiudad  de  Avila ,  oomo  puebto  mas 
centra^  para  celebrar  allí  uoa  especie  4e  asamblea  ó  iie  ooagresok 


cMnTü^p  V,  Bh 

Ctm  efuatfi,  «Ilj  99  i^noierojí,  y  wl^  los  s^atpq  ^««igelios  jnraron 
9«ryir  9I  rey  y  ll  I09  int^rese^  de  I4  Racimo ,  proi^/^tiéiKlQse  inutqa-p 
monte  auxilias,  y  do  d^iir  las  armas  4e  la  mano  lia^ta  yer  satisfe^ 

ehos  sus  agravios.  A  so  junta  dieron  el  titulo  de  Santa. 

¿Qué  eran  e$tos  famoso^  comuneros  ?  ¿  Qu4  querían  ?  ¿  Bajo  qué 
aspecto  debe  considerarse  su  alzamiento  ?  ¿  Aspirabaa  á  sacadjjf  el 
yugo  de  la  autoridad  r^al  ?  No  entra}».  e»ta  id^a  eq  sua  cabezaa. 

¿Trataban  de  establecer  ftuevas  leyes  f  fio  lo  dijeroq  ni  entró  este 
asunto  f  n  los  capítoles  de  sos  petieione»,  Todas  estas  eran  perso- 
P9J€$  y  de  Ptrcoostancias.  Que  volviese  pronto  el  rey:  que  no  diese 
so  flpqfian^a  h  príTade?  e}(tranjeros :  qoe  no  les  confiriese  njngun 
cargo :  qve  Iqs  alj^Ase  de  su  lado :  que  reforma;s«  el  gasto  de  su 
casA  y  mesa ;  qne  celebrase  Cortes:  qoe  re{H[)etase  sus  usos  y  pri- 
vilegios, Tales  eran  los  princjpajies  artículos  de  sna  pretensiones, 
todas  justas ,  todas  populares ,  en  que  convienen  sus  mismos  ene^ 

migos.  Mas  00  eran  l>a&tantes  elemento»  de  lo  que  se  llama  ona 

insurrección  eo  toda  regla.  Estaban  las  comonidades  deseen teii tas*, 
no  agitadas  de  espíritu  de  rebeldía.  Era  upa  llamarada  de  revolu<^ 
cien  que  daba  muestra  de  apagarse  pronto  por  falta  de  alimento. 
No  presentaban  por  otra  parte  tas  ciudades  sublevadas  un  cuerpo 
sólido  y  compacto.  No  hubo  desde  los  principios  un  jefe  reconocido 
en  todas  ellas  como  director  de  la  empresa  ni  en  lo  militar  ni  en  lo 
político.  I^s  ciudades  mismas  no  estaban  muy  de  acuerdo.  Muchos 
de  los  que  se  declararon  al  principio,  abandonaron  &  los  que  habían 
tal  vez  inflamado  con  su  ejemplo.  Joan  de  Padilla,  después  de  ha- 
ber hecho  levantar  el  cerco  de  Segovia,  pasó  4  Medina ,  cuyos  ve- 
cinos le  salieron  4  recibir  con  banderas  de  luto  y  todas  las  muestras 
de  aflicojon  que  sus  desgracias  pasadas  hacían  tan  naturales  en 

aquellas  circunstancias. 

jnmediatamente  tomó  el  camino  de  Tordesillas ,  residencia  de  la 
reipa  dofia  luana,  madre  del  empoFador,  propietaria  de  las  coronas 
de  Aragón  y  de  Castilla.  Se  haUab»  esta  princesa  en  el  estado  ha- 
bitual de  entendimiento  que  le  valió  el  nombre  de  loca  coa  qoe  la 
designan  las  historias.  No  sabia  lo  que  pasaba  en  JSspafia ,  ni  la 

mjsma  muerte  de  su  padre ,  que  llevaba  de  fecha  cuatro  aoos. 

Cuando  le  habló  Padilla  de  estas  noticias,  dio  grandes  muestras  de 

ei^trafieza  y  %un  de  pesadumjl^re.  No  fué  difícil  al  capjitan  de  Toledo 

'consolarla  y  persuadirla  k  que  depositase  en  él  y  en  fes  suyos  toda 

su  confi^n^a»  y  I09  C9nsidei;ase  como  deshacedores  de  los  agravios 


56  HISTORIA  DE  FBLIPE  II. 

qae  á  su  nacioii  y  á  ella  les  hacian.  Desde  entonces  obraron  Juan 
de  Padilla  y  los  sayos  en  nombre  de  la  reina ,  y  para  dar  toda  la 
fuerza  posible  á  esta  circunstancia  trasladaron  la  junta  á  Torde^ 
sillas. 

Fué  un  rasgo  de  habilidad  en  los  comuneros  el  haberse  apode- 
rado de  la  reina  doOa  Juana  ,  que  era  la  propietaria  y  cabeza  de 
partido  para  los  descontentos  con  el  emperador,  á  quien  no  querían 
conceder  el  título  de  rey  en  vida  de  su  madre. 

Se  instaló,  pues,  la  junta  en  Tordesillas ,  y  comenzó  á  obrar  en 
nombre  de  la  reina.  El  paso  sucesivo  parecía  no  reconocer  con  ti- 
tulo de  rey  al  hijo ;  y  puesto  que  hablan  alzado  la  bandera  de  la 
insurrección,  seguir  adelante  con  la  empresa.  Mas  los  comuneros, 
ó  no  teniah  designios  fijos ,  ó  se  detuvieron  á  mitad  de  la  carrera. 
No  fueron  osados  cuando  la  ocasión  lo  requería ,  y  se  vieron  victi- 
mas ó  de  su  moderación  ,  ó  de  su  pusilanimidad ,  ó  de  su  falta  de 
prudencia;  pues  muchas  veces  la  prudencia  está  en  la  audacia.  Las 
mismas  ciudades  levantadas  no  tenian  unos  mismos  designios :  al- 
gunos de  ellos  estaban  pesarosos  de  haberse  adelantado  tanto.  Pa^ 
dilla  mismo  tenia  muchos  enemigos ,  y  otra  cosa  no  podia  ser  en 
aquellas  confusiones  y  revueltas ,  donde  todos  [querían  levantar  la 
voz,  donde  no  había  verdaderamente  un  hombre  grande  que  á  to- 
dos impusiese. 

Aconsejaba  la  prudencia  á  los  comuneros  enviar  inmediatamente 
tropas  &  Valladolid,  para  apoderarse  de  la  junta  de  regencia  y  to- 
mar posesión  de  una  villa  que  hacia  un  papel  tan  importante.  Des- 
pués de  haber  enviado  con  esta  comisión  á  un  fraile ,  que  fué  vic- 
tima de  su  atrevimiento ,  marchó  Juan  de  Padilla  á  Valladolid  con 
trescientas  lanzas  y  ochocientos  piqueros  y  escopeteros.  Inmediata- 
mente puso  presos ,  y  llevó  consigo ,  á  los  del  Consejo  que  no  ha- 
blan huido,  volviéndose  luego  al  punto  á  Tordesillas.  Fué  una  falta 
en  él  no  haber  permanecido  en  Valladolid ,  para  asegurarse  de  los 
ánimos  de  los  habitantes ,  y  sobre  todo  no  haberse  apoderado  del 
cardenal  Adríano,  que  aunque  incapaz  para  el  gobierno  del  reino, 
era  un  personaje  de  importancia. 

Trató  este  prelado  de  marcharse  de  Valladolid,  donde  no  se  tenia 
por  seguro ;  mas  al  salir  de  las  puertas  fué  detenido  por  una  in- 
mensa muchedumbre,  que  no  le  permitió  pasar  mas  adelante,  obli- 
gándole á  volver  á  su  habitación ,  aunque  con  todas  las  demostra- 
ciones de  respeto  debido  á  su  persona.  El  cardenal ,  viéndose  im-* 


GiiPÍTÜLO  V.  57 

posibilitado  de  salir  én  público,  verificó  su  faga  de  allí  á  pocos  dias 
en  secreto. 

Se  veía  la  jacta  de  Tordesillas  en  grandes  embarazos.  Valladolid 
estaba  dividida  y  may  remisa.  Bargos,  qoe  había  expelido  de  sas 
moros  al  Condestable  de  Castilla,  había  vaelto  á  entrar  en  la  obe- 
diencia. En  esta  coyuntura  envió  comisionados  al  emperador  con 
ana  carta  en  que  manifestaba  los  agravios  de  la  nación,  y  presen- 
taban sas  capítulos  como  condiciones  de  su  vuelta  á  la  obediencia. 
Era  un  paso  inútil  que  acaso  no  sirvió  mas  que  de  hacer  ver  al  rey 
qae  tenían  miedo. 

Recibió  muy  mal  Carlos  á  los  embajadores.  Ta  había  tomado  sus 
medidas  para  sujetar  la  insurrección  por  la  fuerza  de  las  armas. 
Había  revestido  al  Consejo  de  Castilla  de  nuevos  poderes  para  obrar 
con  energía  en  estas  circunstancias ,  y  asociádole  al  cardenal ,  al 
condestable  y  al  almirante  de  Castilla.  Ta  sabia  que  la  nobleza  y 
los  grandes  del  reino  no  tomaban  parte  con  los  comuneros.  En 
efecto,  inme(||atamente  que  se  supo  que  el  cardenal  Adriano  había 
salido  de  Valladolid  y  retirádose  á  Medina  de  Rioseco,  fueron  á  re- 
unirse con  él  muchos  caballeros  y  hombres  de  distinción  con  todas 
las  fuerzas  que  pudieron . 

Asi  estaban  de  un  lado  el  rey  y  la  nobleza,  y  del  otro  los  repre- 
sentantes de  las  clases  populares.  ¿Cometieron  una  falta  los  grandes 
en  unirse  á  la  corona  que  la  había  cercenado  tantos  privilegios,  que 
habia  tratado  de  disminuir  ,  como  disminuyó  en  efecto ,  su  grande 
poderío?  No  es  fácil  decidírio.  Las  comunidades  hablan  manifestado 
demasiadas  pretensiones  para  que  la  nobleza  no  temiese  quizá  mas 
de  su  victoria  que  de  la  del  monarca.  Por  otra  parte,  hubo  mu- 
chos nobles  y  ricos  hombres  del  reino  que  se  mantuvieron  neutrales 
sin  declararse  por  ningún  partido. 

La  junta  de  Tordesillas  escribió  al  rey  de  Portugal  una  especie 
de  manifiesto  de  su  conducta  y  ulteriores  intenciones;  otro  paso  tan 
inútil  como  el  de  la  embajada  á  Carlos. 

Lo  mas  importante  para  la  junta  era  hacerse  fuerte,  y  en  esto  se 
mostró  activa.  Decretó  fevas  en  todas  las  ciudades  que  reconocían 
su  obediencia.  Por  todas  partes  hacían  armas.  De  la  tierra  de  Sa- 
lamanca enviaron  doscientas  lanzas  y  seiscientos  infontes. 

La  junta  cometió  entonces  la  falta  de  nombrar  por  general  en 
jefe  de  sus  armas  á  don  Pedro  Girón,  que  pertenecía  á  la  grandeza, 
y  que  estaba  despechado  con  el  emperador  por  no  haberse  hechQ 


8A  aiSTOlMA  99  BlUfiPE  11. 

jiu;|iciA  4  )09  <)«refli08  qqe  «legdto  s^bre  i^l  ()pc4cIq  de  Me4ma  Sii*' 
donia.  Se  creyó  qae  tal  vez  este  resentimíeoto  sería  wn  e^UquiAo 

fiird  6Q«^Qir4i9  bifR  con  la«  eomaojdaiiw ;  ina»  «la  M  que  s»  le 
ffüf^m  4  w)  partido  f}oB<)9  hallal)»  sa$  amigos ,  sos  (}e^4o4,  y  ík^ 
hr«  todo  qqe  la  (íQqcesipv  de  la  graipia  qve  pedi«  pu9ies9  ftp  4  «ns 
re^eotimiantoa. 

Otroi  graodj^  wpoo?wifiQtfi  de  ^mj/^nlQ  Rombraiinieoto  fqé  el 
gjm^  Wftio  q«e  por  «lio  coacibió  Padilla,  qoi^Q  m  retiró  4  Toledo 
de  aUÜ  4  po«09  dia3  con  sjt  gente.  Entró  Girón  de  Torde$illas  con 
ochenta  lanzas,  y  comenzó  á  dar  disposiciones  para  el  defiqíitlvo  ar- 
reglo 4fii  ^ér«tt»,  fína  pordon  de  los  jefes  y  capitanes  de  las  (vo- 
pa«f  «ran  indítídno^  de  la  nusma  janU.  M\i  w  presentó  por  pri- 
mera ym  el  lai»o$o  obispo  de  Canora  icuQa,  que  l^abia  subley^d» 
lodo  «I  país  en  fil  sentido  de  las  comnnidades.  También  $?  presentó 
Francisco  Maldonado  capitaneando  cíen  infantes. 

Fué  reconocido  el  almirante  de  Castilla  por  general  de  la»  armaa 
del  Amparador:  m  Medina  de  Riosepo  se  reunieron  4  9u  ban4m 
l0«  prÍQ(ii|wliBs  per^onajos  d$  la  noblezii  e9paDola<,  que  venían  oon 

Ift  ¿ante  q^(i  cada  w>o  pudo  all^r  para  bacer  e^te  servicio. 

Así  la  guerra  iba  á  estallar,  y  las  tropas  de  una  y  Otra  p^i^  e$-> 

taban  pró^imí93  4  entrar  on  el  campo  del  combate . 

la  junta  de  TordesUIa«  tenia  4  la  savon  reunido  m  número  de 
fuerzas  copsíderablfi«;  que  inmediatamente  salieron  en  busca  de 
sus  enemigos,  dejando  de  guarnición  en  Tordesillas  cuatrocientos 
clérigos,  que  servían  b^go  la  bandera  del  obispo  de  Zamora,  ani- 
mados todos  del  mismo  espírítu  que  su  prelado. 

Parecía  natural  que  el  ejército  de  los  comunero»  avanzase  con 
denuvdo,  y  trata»»  de  acabar  en  Medina  de  Rioseco  con  un  ejército 
muy  inferíor,  ó  de  adquirir  la  superioridad  moral  de  la  campaKat 
apoder4ndose  4  t«do  trance  de  este  pueblo.  Mas  se  intentaron  con 
pfí)s»p|ar  UDi^  batalla,  que  sus  enemigos  no  aceptaron.  £n  Torre 
de  Humos  hicieron  un  alarde  de  »U8  fuerj^as.  Mandaba  la»  gantes  de 

^rmw>  i)  1^  caballaria  pe^a  de  la  vapguardía,  don  Pedro  U»o  de 
la  Yoga.  UDQ  de  1q«  («bollero»  de  Toledo,  y  la  ínlanteria  de  la  mis- 
m»,  1^  dos  bermanos  Franci»co  F^dro  y  Maldonado.  Al  frento  del 
cuerpo  del  ejérpíto  »e  hallaba  el  gepcrallsimo  don  Pedro  Girón,  y  el 

pbispo  do  Zamora, 
^  jnter^  do  lo»  caballeros  que  se  bailaban  en  Medina  de  Rio- 

I9M,  ateAorao  4  ia  ^m^ih  mioQtras  Uegab«  d  gondi?  d^  Q^, 


tíAl^lTülO  ti  t% 

MJ6  del  Gdfidesteble,  coa  r^fuef^os  coAáideraM^;  ti  deeir,  Ifii^  ivt^ 
pas  que  acababan  de  batir  á  los  fr&ttceMi$  eü  NavaíYá.  Le  itaptít^ 
teba  ttmclio  gattar  tiempo,  iutroduelr  la  diti^ión  en  las  ülas  dé  los 
etaianeros^  aprovécbáadose  del  poco  Aeuenio  ({Me  r«{ttabá  entre 
ellos,  haeieido  tfatoB  partíoulares  om  algunos,  aiin^ne  no  fuese 
mas  que  con  la  intención  de  que  los  otros  sospMhasen.  Debian, 
pae»,  p«ir  lo  mtsmo  estos  últimos  raoverse,  dar  gotpes  afrevidos, 
cMi^wAter  ñas  y  mas  á  los  que  estaban  pronunciadas,  no  dbrktt 
tiempo  de  pensar  y  echar  sos  cuentas;  legitimar,  en  fio,  sus  proce- 
deres  om  el  hwt  de  la  fortuna;  mas  acreditaron  quM  M  ttinian  feste 
tiao,  é  manifestaron  que  oanecian  db  resolución,  úoicá  cosa  que  po^ 
día  sai?atlos.  Se  contentaron  con  retar  &  sus  contrarios,  con  p^e*^ 
sentarles  balallas  que  no  aceptaron  como  mas  prudentw.  Grecia 
poco  á  poco  el  ejército  real ;  tampoco  se  descuidaban  los  MtMinenA 
de  Hanar  gente  á  sus  banderas;  toas  esfiaba  abierto  m  tempo  á 
t*do  género  de  seduocíones.  Diferentes  emisario,  «nos  con  boe-^ 
sas^  i)tros  cM  malas  ideas,  venían  á  propMer  convenios,  tamen^ 
dándose  de  las  calamidades  que  iban  á  llover  sobre  Espalia  eon 
aqud  aaote  de  la  guerra.  Es  preciso  oonsiderar  en  estos  tasos  te 
qae  puede  el  nombre  de  la  autoridad  legítima^  que  está  en  el  h&« 
bita  de  ser  objeto  de  obediencia  y  ^e  respeto;  f  lo  qae  arredra  4 
un  bombre  que  no  sea  de  fuerte  corazón,  la  idea  de  baílame  <oon 
esta  autoridad  ea  rebeldía.  Cuanto  mas  tiempo  ae  pasaba  en  retos 
infrictuosos,  cnantq  mas  duraba  ia  inacción,  laaíí  terreno  perdía  Ja 
crasa  de  las  comunidades. 

Por  úUiiM,  se  separaron  estas  de  los  muros  de  Medina  de  Rio««- 
seco,  retirándose  á  Yillalpando,  sin  que  pueda  seDalarse  el  motivo 
de  osle  moviiliiento,  como  no  fuese  la  mala  diiqioiñcion  de  ios  áni- 
mos de  los  cawiillos. 

Se  aprovecharon  ionÉbdiatamente  los  caballeros  de  esta  fato)  ca*- 
yeido  inopinadamente  sobre  Tordesillas.  Se  defendió  valerosamente 
la  guarnición,  compuesta  como  beaK)s dicho  de  cuatrocieatos  clé- 
rigos. Mas  de  doscientos  ciacueota  hombres  por  parte  de  los  caba-^ 
lleras,  quedaron  muertos  al  mismo  pié  de  sus  murallas.  Tuvo  por 
fio  el  CMde  de  Haro  que  recurrir  al  expediente  de  batirlas  con  ar- 
ttliería;  y  de  este  modo  pudieron  apoderarse  de  la  plaea,  que  entra^ 
ron  asaco,  no  sin  grande  mortandad  por  ambas  partes. 

Los  caballeros  se  hicieron  así  duefios  de  la  persona  de  la  reina 
dofia  Juana,  pérdida  muy  grande  para  las  cramuioidades,  que  ar<- 


60  HISTORU  DE  FKUPS  D. 

guía  taDta  impradeDeia  y  falta  de  tiDO  de  so  ejército,  y  que  se  atri* 
bayo  DaturalineDte  á  traicioo  por  parte  de  sus  jefes. 

Quedó  doD  Pedro  Giroo  completarneute  desconceptuado  entre  los 
sayos,  y  objeto  de  ana  grande  sospicacia.  El  obispo  Acufia  trató 
por  otra  parte  de  sincerarse  con  los  de  sa  parcialidad,  alegando  ig- 
norancia absoluta  del  movimiento  de  los  caballeros. 

Don  Pedro  Girón  y  el  obispo  se  acercaron  y  entraron  en  Valla- 
dolid,  que  fué  desde  entonces  el  asiento  de  las  juntas  de  los  comu- 
neros. 

Juan  de  Padilla  que,  como  hemos  dicho,  se  habia  retirado  á  To- 
ledo, cuando  fué  revestido  don  Pedro  Girón  del  mando  del  ejército, 
volvió  á  Yalladolid,  capitaneando  de  dos  á  tres  mil  hombres,  que 
fueron  un  recurso  muy  precioso  para  su  partido,  donde  era  muy 
bienquista  su  persona. 

Don  Pedro  Girón  dejó  desde  entonces  de  ser  jefe  del  ejército,  y  se 
retiró  á  sus  posesiones,  aguardando  coyuntura  de  sacar  partido  de 
sus  circunstancias.  Quedó  de  este  modo  el  ejército  sin  cabeza,  y 
era  preciso  nombrar  una.  Se  inclinaba  Padilla  por  don  Pedro  Laso 
de  la  Vega,  sea  con  buena  intención,  sea  con  objeto  de  ser  desapro* 
bado,  y  de  que  la  elección  cayese  sobre  el  mismo.  De  todos  modos 
la  elección  de  don  Pedro  Laso  causó  mucho  descontento,  y  hasta 
tumulto,  que  no  pudo  sosegar  el  mismo  Padilla  cuando  quiso  aren- 
gar á  la  muchedumbre.  Todos  los  gritos,  todas  las  aclamaciones, 
fueron  para  que  Padilla  se  revistiese  de  Jas  funciones  de  general  en 
jefe.  T  á  pesar  de  la  oposición  franca  ó  simulada  de  este,  quedó, 
en  fin,  nombrado  capitán  de  las  armas  de  las  comunidades  de  Gas- 
tiUa. 

Permanecía  el  ejército  real  en  Tordesillas,  y  extendía  su  domi-^ 
nación  hasta  Simancas.  La  guerra  se  redujo  desde  entonces  á  esca- 
ramuzas y  correrías  de  una  y  otra  parte.  Hizo  algunas  h&cia  Si- 
mancas el  nuevo  general;  tomó  á  Óigales  y  Ampudia,  habiéndose 
posesionado  del  castillo.  Los  caballeros  allí  encerrados,  pidieron 
treguas  por  diez  dias;  mas  no  quiso  concedérselas  Padilla. 

Acudían  varias  tropas  á  Yalladolid  que  enviaban  las  comunida-^ 
des.  Tampoco  dejaba  de  reforzarse  el  ejército  de  sus  adversarios. 
Permanecía  mientras  el  campo  abierto  á  las  intrigas.  Era  la  política 
de  los  caudillos  del  ejército  real  enviar  emisarios  á  los  principales 
de  los  comuneros  para  sondar  sus  intenciones,  y  en  caso  de  ganar- 
los, dar  lugar  á  la  reflexión,  y  hacer  q«te  decayese  su  ardimiento. 


»• 


B  dM  Podra  tA90  de  la  Vegn,  dé  cjtiiM  hentoi;  bablado,  llegó 
hasta  entrar  en  ajustes  con  los  caballeros.  Los  emisarios  dS  ana 
y  otra  fMMTte  «eran  fraites  por  lo  reguktr;  y  lo  micmo  tu  tío  ea  tbdo 
el  cum  de  la  guerra.  N«  bay  dada  de  que  algaai»»  de  éstos  obrara 
bMi  COD  el  éiiico  deseo  de  atajar  aqoel  aeote,  q^e  iba  pirodueiéDdo 
taotos  «ales:  mas  es  aa  hecbo  ^ue  coa  esta  ioaeiHott  y  «émejaot^s 
{Msos,  m  (ba  qttelft/aiitabdé  el  ánimo  ea  el  «féfdto  de  loü  cotta^ 
aeroB. 

8e  aÜQMiitabaa  iaa  quejas  y  dfeteonfianzas  mütaa^  que  sus  jefes  M 
iaspímbaá.  GreeiaQ  iw  apuros  de  dinero.  Era  el  dataof  general, 
que  de  un  alodo  ó  de  otro  se  acabase  proüto  con  la  guerra,  y  la 
junta  de  los  cooraaeros  exigia  por  su  parte  que  se  Yioieite  proatd  ft 
ana  batalla  deeiaiva^ 

Salid  Juan  de  PadUla  de  Yalladolid  con  siete  mil  infontés  y  qui^ 
Dientas  lanzas,  y  cayó  sobre  el  pueblb  de  Torrelobáloú ,  dt  cayo  ari'a- 
bal  se  bizo  duefio,  pasaado  después  á  eipugnar  la  fortaleza.  Et-á  un 
panto  de  imporlanoía,  y  las  tropas  que  se  bailaban  en  Tofdesfllas, 
sé  pttñeron  ea  movíiiiento  para  levantar  el  sitio.  Mas  deápués  dé 
medio  camino  se  volvieron.  Y  fué  tanto  mas  reparable  esta  falta, 
cuanto  Padilld)  Viéndose  inciapae  de  tomar  el  poeblo  con  la^  solas 
tropas  que  habia  Mcada  de  Yalladolid ,  envió  por  reftíeifzo  pai'a 
eéns^airlo.  4si  vino  al  logro  de  su  emprete,  si»  ser  ttiolestado  pcfr 
suil  eaemigoB. 

La  toma  de  Torreldbatoa  dio  importanda  Mei'al  al  ejército  dé  las 
oomueidadQs.  Era  de  su  interés  el  que  Padilla  salieiie  tnDQfedfata-^ 
mente  para  baoer  otras  eoaqüstas^  y  extender  así  poco  á  poeo  ítti 
causa  que  contaba  ya  ooto  pocos  partidarios.  Mas  sea  que  Padilla 
sé  dejase  llevar  del  aura  popular,  sea^o€l  obstáculos  verdadera  le 
ímpidieseR  poderse  en  sovi miente^  eotnélió  la  falta  dé  permanecer 
inaotivo  en  Torrelobaton <  cuyas  murallas  trató  de  reparar  como  si 
hubiese  de  ser  aquel  pueblo  el  punto  de  su  resideaeia. 

Bo  faltas  semqantes  incurrieron  muy  fireeoenteaienle  las  comunida^ 
des  de  Gaalilla.  Se  paede  decir  eú  general  ^  que  se  mostraron  poco 
activo»^  poco  andaoes,  pecó*  previsores.  Sin  duda  ignoraban  que  es 
bu  perdicioo  de  todas  las  íÉsurreccioaes  de  esta  clase  no  impenér  al 
enemigo  con  rasgos  de  osadia,  dar  con  ia  iaacMon  tiempo  para  que 
se  eirfríen  los  áMOMs,  pala  qué  cada  uno  haga  sus  cálculos  consigo 
mismo,  para  que  obre  el  espirita  de  seducción  manejada  por  emi- 
sarios hábiles  que  hablan  en  nombre  de  la  humanidad,  y  prometen 

Tomo  i.  9 


62  mSTORU  DB  FELIPE  II. 

perdón  9  cuando  su  fin  no  es  otro  que  sembrar  la  desconfianza  y  la 
discordia. 

Los  caballeros  por  sa  parte,  aunque  adolecían  de  la  misma  poca 
actividad,  tuvieron  sin  embargo  la  bastante  para  aprovecharse  de 
las  faltas  de  Padilla.  Guando  le  vierpn  á  este  tanto  tiempo  encer- 
rado en  Torrelobaton,  salieron  de  Tordesillas  con  objeto  de  presen- 
tarle una  batalla.  Dejaron  para  esto  en  dicha  villa  á  la  reina  y  al 
cardenal,  encargados  á  la  custodia  del  marqués  de  Denia,  y  envia- 
ron al  mismo  tiempo  el  conde  de  ODate  á  Simancas  con  bastante 
fuerza,  para  impedir  que  Valladolid  enviase  socorros  á  las  tropas 
de  las  comunidades.  El  21  de  abril  de  1521,  salió  de  Tordesillas  el 
conde  de  Haro,  general  de  las  tropas  reales,  en  busca  de  Padilla,  k 
medio  camino  hizo  alarde  de  su  gente,  que  se  componía  de  seis 
mil  infantes,  dos  mil  cuatrocientos  caballos,  entre  los  que  se  con- 
taban mil  quinientos  hombres  de  armas. 

Viendo  el  de  Haro  que  Padilla  no  salia,  trató  de  acercarse  á  Tor- 
relobaton,  con  objeto  de  cercarla.  Mas  Padilla  que  no  se  sentía  bas- 
tante fuerte  para  salir  en  busca  del  enemigo ,  no  quiso  aguardarle 
dentro  de  sus  muros. 

Trató  entonces  de  reparar  la  imprudencia  quehabia  cometido; 
pero  era  demasiado  tarde.  Aunque  en  fuerza  numérica  era  superior 
á  sus  contrarios,  no  podia  considerarse  como  igual,  tratándose  de 
la  calidad  de  tropas.  No  le  quedaban  mas  recursos  que  marchar 
en  retirada,  saliendo  de  Torrelobaton  antes  de  amanecer  del  23, 
tomando  la  dirección  de  Toro,  donde  pensaba  reunirse  con  los  re- 
fuerzos que  le  enviaban  de  Zamora,  de  León  y  Salamanca. 

Emprendió  la  columna  su  marcha  con  buen  orden.  Iba  adelante 
la  artillería:  seguía  la  infantería  formada  en  dos  escuadrones  (1). 
Cubría  la  retirada  la  caballería ,  á  las  órdenes  inmediatas  de  Juan 
de  Padilla,  que  se  condujo  en  aquella  jornada  como  buen  capitán  y 
buen  soldado.  Mas  por  mucha  que  hubiese  sido  la  anticipación  con 
que  emprendieron  la  marcha,  no  pudieron  impedir  que  fuese  sen- 
tida por  los  enemigos,  que  se  hallaban  á  las  inmediaciones. 

Fué  atacada  la  columna  de  Juan  de  Padilla  á  las  inmediaciones 
de  Yíllalar  por  la  retaguardia  y  por  los  flancos  á  las  cuatro  horas 
de  haberse  puesto  en  marcha.  Aun  dudaban  los  enemigos  si  aco- 
meterían, pareciéndoles  bastante  veptaja  haber  obligado  á  los  co- 


(1)  Bra  enlonoM  la  vos  propia,  oomo  haremos  ver  mas  adelaale. 


CAPITULO  V.  6S 

muoeros  á  emprender  la  retirada;  mas  prevaleció  el  consejo  de  otros 
menos  circonspectos  que  conocieron  todas  las  ventajas  de  ona  reti- 
rada  repentina. 

No  podían  en  efecto  las  circunstancias  ser  mas  felices  para  las 
tropas  reales.  Las  de  Padilla  eran  bisofias,  y  en  caballería  inferio- 
res á  sus  adversarios,  Al  verse  acometidas  por  la  de  estos,  se  des- 
ordenaron. Estaba  el  terreno  fangoso  por  la  lluvia  que  habia  caido 
el  dia  antes,  y  seguia  cayendo  todavía.  Los  soldados  de  á  pié  ape- 
nas podían  moverse  con  el  lodo  hasta  las  rodillas.  La  artillería  no 
pudo  jugar  por  esta  misma  causa,  mientras  la  de  los  enemigos,  há- 
bilmente colocada,  hizo  destrozos  en  las  filas  de  los  comuneros.  Se 
concibe  bien  con  qué  facilidad  debieron  de  desordenarse  aquellas 
tropas  bisofias  mal  mandadas,  aterradas  con  lo  crítico  de  la  situa- 
ción, y  que  se  veían  acuchilladas  por  todas  partes.  Fué  la  derrota 
completa  y  decisiva.  Quedó  destruido  el  ejército  de  los  comuneros 
en  Villalar,  á  pesar  de  los  esfuerzos  que  hicieron  los  capitanes  y 
los  principales  caballeros  para  restablecer  el  orden  y  dar  ejemplo 
de  valor  á  las  tropas  desmayadas. 

En  cuanto  á  Padilla,  después  de  haberse  conducido  como  capitán 
y  como  soldado,  arengando  á  los  suyos  para  que  muriesen  al  me- 
nos como  valientes,  viendo  perdida  la  batalla,  y  las  cosas  sin  re- 
medio, se  metió  con  cinco  ó  seis  escuderos  por  los  escuadrones 
enemigos;  y  habiendo  sido  conocido  por  lo  apuesto  de  su  persona  y 
rico  de  sus  armas,  fué  acometido,  hecho  prisionero  y  desarmado. 
Igual  suerte  tuvieron  entre  otros  Juan  Bravo  y  los  hermanos  Pedro 
y  Francisco  Maldonado. 

Los  prisioneros  fueron  conducidos  al  pueblo  de  Villalba,  que  se 
hallaba  inmediato;  mas  hubo  orden  de  enviarlos  iomedi^mente  á 
Yillalar,  donde  reconocidas  sus  personas,  y  sin  formarles  causa,  se 
los  condenó  &  morir  como  traidores. 

Los  tres  castellanos,  pues  Pedro  Maldonado  no  fué  incluso  en  la 
sentencia,  dieron  muestras  de  valor  y  de  entereza  en  aquellas  cir- 
cunstancias. Como  hombres  resignados  á  su  dura  situación,  se  pre- 
pararon á  la  muerte,  y  con  la  misma  serenidad  y  constancia  mar- 
charon al  suplicio.  Gomo  iba  delante  de  ellos  el  pregonero  anun- 
ciando en  alta  voz  que  morían  por  traidores,  ^Mientes»  dijo  Juan 
Bravo:  «por  traidores  no:  mas  celosos  del  bien  público  sí,  y  defen- 
sores de  la  libertad  del  reino.»  Entonces  Padilla  volviéndose  á  él  le 
dijo  COA  tono  grave:  «Sefior  Juan  Bravo,  ayer  era  dia  de  pelear  como 
eiJnllero;  hoy  de  morir  como  cristiano.» 


II  HISTOVA  »»  FUblPS  U. 

-  FiteroQ  ÍQmediataaieit&  d«g«Ua^  io»  tres  jelfes  eft  la  plaza  pú- 
blica. Sius  Qombfes  ba«  paaade  á  la  poalerlcM,  y  vivifáo  Uuttocoiiira 
los  acales  de  EspaDa  y  aao  los  de  Europa,  pues  soo  l|ia|órÍQOS  y  dk 
todo  el  ntaodocoDQcidos.  El,  de  Padilla  ae  pre^enita  sot»e  toda  fo- 
deadgi  de  aquel  esplendor  que  d«  I4.  faima  al  bocibre  valieito  y  dea^ 
graciado  que  perece  en  obseqiuio  d^.  la  bullía  Qausa.  Sos  «tísoMM 
eoQDwigos  \»  de^Cfibea  como  hoait^e  de  preodas  ditaUoguídas»  coom 
ui^  &9ldad(]t  leal  y  valeroso,  como  uq  buen  cabalWrQ  digo»*  de^  aslA 
hombre  en  k)9.  tieíopoa  que  el  wmbce  dis  caballer»  teaia.  uo.  gra* 
sigjpifioado.  U  G«rta  que  espribió  ^  m.  ma^K  pocos  momentos,  aa- 
tes  de  e^yirar  e&  uno  da  Ins.  curioso^  docunueatos  (te)  la  bistoda,.  <A 
m^yor  que  aos  pi^o  quedar  de  la  lealM,  Yakw  x  fQrt$iU<ai  d«  alna 
de  Padilki. 

A  Ic^expMeqtos  se  rediteea  los  beebae  piiacipales  de  la  ianmfk 
guerrJHjei  las.  comunidades  de  GastiUia-  £Uos  90IQ8  bAslan  para  ex- 
plicar s\\  íodoK  sus.  wotivQs,  de  qu^  parte  estaba»  U  vazooi.  y  qu4> 
es  lo  qi^  unos  y  otros  iban  &  perder  ó  gaoar  eo.  sfi  djefoitivo^  desn 
enlace.  Los  historiadores  de  aquel,  {imyo^  ui^  üacutoa  favorables  ni 
podían  serlí9i  &  h  (¡W^  de  log  commaerosi;  mm  Vincbas  veces  pue- 
den m^  los  mismos  k^\m  qujQ  las  ideáis  y  opioúne^  del  que  lo$ 
refiere.  Es  i¡mposible  lesn  al  qi\e  kmos  ya  citado,  sin  fqrmarW  nm.yi 
dixer$As  d^  las  fiuyas,  propias  4  qiM  como,  tales  presentaba., 

A]  mismo  tiempa  que  las  turbujleoctaii  d^  CaAlíll«,  «ftra&  del  mi$r 
mo  género,  aunque  acomp4Q94i^  de  mas  de^^denes,  estaUabao  es, 
q1  leiqo..  ^1;  nombre  dje  gsrm^oia^  ó;  hermandad^s  ginii  que  se  desig^ 
naban  los  promotores  de  los  alzamientos,  corcasfpondfiíbastiíAtf^bipiv 
aJL  de  1^  comunidades  de  Qistiiük  Lo^:  mQvimJ<9olo$.  d9i  Yateocia  no 
alcanzaron  la  celebridad  d^.  los  prim^ro^,  ni.  la  femft  tcasmitii6  eooi 
tanto.  aplaqs<^  los  nombres  de  sus.  jefes.  Qie.  todos  modos  queduoi^ 
sofocados  aquellos  alzamientos  por  los,  mismos  omdío^  y,  qomo  olí 
vencimJieii^a  es,  en  talesi  casosi  sinónimo  de,  U  rebeldía,. con. este  nom- 
bre fueron,  d^tin^dos,  por  los  vem^edores,.  Ia  autoridad  roali  anU 
quirió  sin  dftda  uievos  apoyos»  mas  no  q,ued4  por  esto  todavEÍa.  dol, 
todo  sofocado  el  espíritu  de  indepeodeoicia  en,  el  seno  dO:  la$  Gmites,. 
como  se  verá  mas  adelante. 

Ya  bemos,vistOiqne  las  turbulencias  de  Castilla,  tqyierqn  lógate 
durante,  la.  ausencia  del,  emperador  ea  Alemania,,  yi  q,ue  ajü  lJegaiH)« 
con  c^tas  emisarios  do  las  comunidades.  Se  puedo*  suponec  el  de- 
sabriidi^njto  cqn  qM«i  serian  recibidos,,  sobro  todo  no  ignortSAdo.  Car- 


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i  A  HISTOVA  M  FUIPK  ü. 

FveroD  iomedíatameite  di^gaUadw  to»  tres  jefes  en  ia  plaza  fuá- 
híifií^.  Sos  ooink^fes  hai¡k  pafliadf  á  la  poaleri^ad,  y  vivirán  battoGOiiiM 

los  ao;  i  r       ■          •    * 

tqdo  e-  ^  K         V        i      íl 

deadQ  .       • 

gracif  .      i    '     . 

tes  ck  •••  ••                "^♦. 


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* 
1 


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todp  sofoca()A  ^1  espiruu  ae  iM^^.I.>;;: 
CQmo  se  verá  mas  adelante. 

Ya  l^emq^.  visto,  qae  las  turbulencias  de  Castilla,  tuyieroa  Ipgar^ 
dnraQte. la.  ausencia  del,  emperador  en  Memaqia..  y  qjiie  ajli  UegaiK)Bi 
con  cyts^  eoüstarips  d^  las  comunidades*  Se  puedpi  suj^oec  el  de-^ 
sabriüíign|Lq  con  quc^  sedan  redimidos,,  sp^r^  tpdo  qo  i^portOAdo.  Gw-i 


I 


GAFVBLO  y.-  65 

loa  d  Mtttto  M  fM  se  ballabftD  los  legickMr.  Ub  príncipe  jómn 
edaetdft  ea  los  malinas  M  absoiutisiiio  real,  ya  predtmiBaivles  en 
SB  tie»pa,  rodeado  del  fiasto  y  la  ^aadezfi  iiihereD<0  &Ui  «Kgoidaé 
del  primer  personaje  de  la  Europa,  vio  sin  deda  con*  secreta  Índigo» 
oaciofl  la  aádaaia  de  unes  plebeyos  qae  asi  le  arrostraban  y  dieta- 
baft  leyes.  GioMoepecto  sía.  emlÁrgo,  y  ceo  mas  eoMeimñntot  de 
\m  heñibresi  y  las  eosaa,  fte  pedían  esperarse  de  sos  verdes  afios^ 
disimuló  cuanto  podo,  incierto  como  se  hallaba  todayi»  de  hi  sota"* 
cieft  del  probtena.  eneeoeadado  al  folio  de  la»  armas.  Sin  embar- 
1^  cuando  sapo  qisela  fertana  se  hiAia  diddido  4  su  fovor;  do  se 
moatc4  resmlidov  in  jaotaaci)^  at  arrogante.  Usé  db  su  foftana* 
con  moderación:  llevó  su  indulgencia  oMS-allá  délo  (|ie  toflo»  es^ 
pombao:  fnéisn^  pantOieBlos^oastiges^  y  se  mostiéieem  nnolos 
baate  ffenacosik  Sia  dada,  raafetó  enr  esto  hi  opiBieii>  páUiea:  ^  no 
p«)ift  naeitos  de  simpatizar  eoft<laaaas«  de  laseomunidadea  Satis- 
tí9£teho  Cactos  de  beber  bmniHa4o<  el  orgallo.  de  las:  clases  popahiH 
cee,  pBMCftfjie  aeempefiaiMt  ék  mismoi  mi  onideDar  ai  eÜrédo  •» 
acontecimiento  que  empafiaba  en  cierto  modo  el  bnlttifide'iaiuaiitD>«' 
lidM)  de  qne>.  se*  mealHéa  tan  eebao. 

lonureAOfl  el  híp»  iateiraiipidoi  de  Iba  pvoeedimieBtos  de  lasp 
C(i!HiK.dwaBte(aa  reinailbk. 

En  1522  se  volvieron  á  reunir  en  Falencia,  y  decrataiOB  «l  mp* 
viaíQFdftOQatfoeieah»  mU  docad»  paora  b»  gastes  db.bk  giamb.  Se 
deeretüt  tambiejí  qse  i  eKoepciB»  de  lesi  neirrne,  toda»  pudieaní) 
tmer.  espadflev  Se- prohibió  oa  eUaa  el  «adodeilae!  oésoasaa.: 

En  15S7  se  volvieron  á  reunir  en  Yalladolid  penr  ebnes,  bnoea 
ó.  estamABlMide  pmlwiiew  oabaUemsi  yrpiecaiinctoraL.  Habft  «n-  ellas 
dispujUuk  sobre' toa  a»enÉi)»i.  Se  imté  de  vab  servina  exirandinaatt 
paca  las,  necesidades  dei  la^  gnorni..  B^eimti  loi.  cabaUeros  qm  nm 
d^aAi  pa<a  eNa^  n  el  amparador  noi  saliai  á.  eanpaOaí,  y.  «n  estei 
casA  m  pagmriatii  oBda  pon  fiar,  de  trÜMitih  Mjeioii  los  ecieiibstieasi 
qoe  le  serviiianv  mas  no  peor  infiesJuíMt  ai;  f(Hí  senvioio  detnetadoi 
eui  Cortes.  Los  precucadore»  biaiepoB  yae  que^  esGabaii  las  puahlba) 
m»y  oargadM.  Ne»  se*  maiuyfastió,,  sioi  eadmrgiiik  nseutídei  eicea^^ 
rador.  de^  semejante)  nf^tiwb., 

I«M  principales  diapesícioBe»  de  laa  Cortes  sí^ientes^MOBidafreni 
Madiád ea  iÁ&k,. faeflon>deí(|tte no ae-.usaseB  mnJaede silla^yque) 
los.  cabüUerost  faefien.  tadcA  á  caballo.. 

Las  Cortes  siguientes  reunidas  en  Toledo  en  1538,  fueroBi  muy 


66  HISTORIA  DB  FELIPS  II. 

notables  por  los  graodes  debates  y  espíritu  de  independencia  des- 
plegado en  ellas.  Se  trataba  de  an  servicio  muy  considerable,  nece- 
sario con  los  apuros  en  que  se  bailaba  el  emperador  para  atender  k 
los  gastos  de  la  guerra. 

Se  reunieron  en  una  sala  muchos  sefiores  y  caballeros,  presidi- 
dos por  el  Condestable  de  Castilla.  En  otra  se  hallaban  los  eclesiás- 
ticos presididos  por  el  arzobispo  de  Toledo.  En  otra  se  reunieron  los 
procuradores. 

Acudieron  y  se  presentaron  en  estas  Cortes  algunos  personajes 
extranjeros;  el  cardenal  Farnesio,  legado  á  latere,  Federico  conde 
palatino  del  Rhin,  el  elector  duque  dé  Bayiera,  con  su  esposa,  so- 
brina del  emperador,  y  otros. 

Hizo  en  estas  Cortes  el  emperador  una  manifestación  de  sus  ne- 
cesidades entrando  en  pormenores  de  las  causas.  Alegó  sus  guerras 
emprendidas  por  bien  de  la  religión  y  defensa  de  estos  reinos. 
Concluyó  suplicando  á  las  Cortes  que  proveyesen  el  remedio,  dán- 
dole recursos  para  ello,  pagando  las  deudas  grandes  que  sobre  la 
corona  gravitaban. 

Uno  de  los  medios  que  proponía  el  Emperador  era  el  de  la  Sisa 
que  era  una  especie  de  contribución  indirecta  apoyada  en  una  dis- 
minución en  el  peso  ó  medida  pagándose  el  género  como  si  no  exis- 
tiese tal  rebaja. 

Los  del  estado  eclesiástico  respondieron  que  por  su  parte  estaban 
prontos  á  cuanto  pudiesen  en  alivio  del  emperador,  mas  que  no 
pudiendo  hacer  desembolsos  sin  permiso  de  Su  Santidad,  tratase 
aquel  de  negociarlo. 

Por  los  caballeros,  respondió  el  Condestable,  que  estaban  pron- 
tos á  socorrer  al  emperador  en  todas  sus  necesidades;  que  si  no 
bastaban  los  socorros  ordinarios,  dispusiesen  los  procuradores  que 
disminuyesen  de  los  censos  ó  réditos,  conocidos  con  el  nombre  de 
juros,  lo  que  fuese  necesario  para  sacar  á  la  corona  de  su  ahogo, 
haciéndose  con  preferencia  dicha  rebaja  en  lo  que  se  hubiese  ven- 
dido á  menos  precio,  suplicando  él  mismo  nada  se  vendiese  ni  ena- 
jenase de  las  coronas  de  Castilla.  Al  mismo  tiempo  pidieron  á  S.  M. 
hiciese  que  los  procuradores  conferenciasen  con  ellos  las  veces  que 
fuese  necesario.  T  que  en  cuanto  á  la  sisa,  que  era  lo  que  pedia  el 
emperador,  no  podia  otorgarla,  como  un  gravamen  que  dejaba  la 
puerta  abierta  á  tanto  abuso,  y  hasta  escándalo  en  perjuicio  de  los 
pueblos. 


GiFlTÜLO  y.  67 

El  emperador  respondió,  qae  la  sisa  era  el  recurso  que  se  pre- 
sentaba mas  fácil  y  mucho  mas  k  mano;  y  que  en  cuanto  á  la  reu- 
nión de  los  procuradores,  no  le  parecía  necesaria. 

No  estaban  acordes  los  ánimos  del  emperador  y  el  brazo  de  los 
caballeros.  El  único  recurso  que  quería  el  primero  repugnaba  á  los 
segundos.  Nombraron  estos  una  comisión  de  doce  que  los  represen* 
tase  á  todos,  y  volvieron  á  insistir  en  que  se  les  reuniesen  los  pro- 
curadores; mas  el  emperador  volvió  á  negarlo. 

Por  su  parte  propuso  este  al  brazo  popular  que  sostuviesen  el 
estado  y  buena  conservación  de  sus  reinos,  y  que  para  esto  contri- 
buiría S.  M.  con  el  servicio  ordinario  de  ayuda:  que  sería  de  cargo 
de  ellos  sostener  las  galeras  de  Espafia,  y  las  de  Andrés  Doría,  y  la 
casa  de  S.  M.,  consejos,  chancillerías,  guardias,  fronteras  y  luga- 
res de  Afríca;  mientras  S.  M.  con  sus  rentas  ordinarias  de  Castilla, 
y  lo  que  viniese  de  las  islas  é  Indias,  se  desempefiaria  de  los  gran- 
des intereses  que  pagaba. 

Mientras  tanto  temporizaban  los  grandes  pot  no  conceder  la  sisa, 
en  que  Garios  formaba  tanto  empeDo.  Obstinado  en  sostener  que 
era  el  mejor  medio  y  mas  fácil  de  todos  recursos,  mandó,  con  ob- 
jeto de  evitar  confabulaciones,  que  cada  uno  emitiese  en  público  su 
voto. 

Con  este  motivo  pronunció  el  Condestable  un  discurso  en  la  jun- 
ta, condenando  la  sisa,  no  solo  por  gravosa,  sino  porque  recayendo 
sobre  todos,  haría  pecheros  á  los  hijos-dalgo  que  no  debían  pagar 
contribuciones,  y  sí  ayudar  al  emperador  en  sus  guerras,  con  sus 
haciendas,  sus  personas  y  sus  vidas.  Que  él  cien  veces  negarla  la 
sisa  si  fuese  necesario.  Que  era  mucho  mejor  que  el  emperador  re- 
formase gastos  y  se  buscasen  otros  medios.  Habló  el  Condestable 
con  dignidad  y  energía;  mas  con  mucha  moderación  y  compostura. 

El  resultado  de  esta  conferencia,  fué  que  los  grandes  firmaron 
una  cédula  negando  la  sisa;  y  al  mismo  tiempo  enviaron  al  empe- 
rador un  escrito  suplicándole  se  dejase  de  guerras,  residiese  en  Es- 
paña y  reformase  los  gastos  en  su  casa.  Estaba  este  papel  redac-^ 
tado  con  moderación  y  dignidad,  y  de  letra  del  conde  de  Urefia  don 
Juan  Tellez  Girón,  notarío  mayor  de  Castilla. 

Lo  llevaron  á  palacio  tres  grandes  con  el  Condestable  á  la  ca- 
beza. Recibió  el  emperador  el  escríto  y  los  despidió  sin  dar  res- 
puesta. Poco  rato  después  se  presentó  en  la  junta  el  cardenal  ar-* 
zobispo  de  Toledo ,  y  dijo  en  nombre  del  emperador ,  que  habia 


6S  msTOiUL  Ds  nuPB  ii. 

vkio  lo  qae  Jes  tres  sbfieres  fe  dijeroo,  y  que  tmia  la  mpnesUpor 
esoríto.  fietaba  esta  ceooebída  en  muy  pocas  paiatnras  y  tono  seco, 
diciéDdolesqae  trataiseD de  la srsa,  y  pronto. 

Sttoedíó  todo  esto  á  últimos  de  1538.  El  afto  se  condoyó  sin  qae 
tomÍBase  este  asunto  tan  desagradable,  en  que  por  una  y  otra  par^ 
te  se  iban  agriaudo  los  ioimos  sobremauera.  A  principios  de  I5S9 
DombraroQ  los  grandes  otros  diez  de  su  seno  para  entender  en  el 
negocio.  Pidieron  otra  vez  que  se  les  reuniesen  los  procuradores,  y 
otra  vnz  lo  negó  Carlos.  Le  Tolfieron  ¿  suplicar  que  hiciese  las 
paces  y  no  satiese  de  Espafia.  Respondió  el  emperador  que  pedia 
ayuda  y  no  consejos. 

Los  grandes  insistieron  en  su  negativa  de  la  sisa.  El  emperador 
los  des}ñdió  al  fin,  ?iendo  que  ningún  partido  podia  sacar  de  ellos. 

Quedó  Garlos  muy  mortificado  y  despechado  con  estas  ocurren- 
cm.  Hubo  muy  Jerias  oobtestociones  con  algunos  grandes.  Autores 
contemporáneos  aseguran  que  amenazó  de  echar  por  un  balcón  al 
Gondestoble,  y  que  esto  respondió  con  sangre  fria :  «SeOor ,  soy 
chico,  pero  peso  mucho.» 

£1  resultada  de  estas  Cortes  tan  aparatosas  fué  que  solo  las  ciu- 
dades se  prestaron  con  algún  servicio. 

Se  ve  por  estas  Cortes  últimas  que  el  emperador  convocó  en  Es- 
paSa,  que  había  bástente  libertad  y  espíritu  de  independenda  cuan- 
do se  trateba  de  pedir  dinero ;  y  que  aunque  los  espafioles  se  aso-^ 
ciaban  6  tes  glorias  de  su  emperador,  se  resentían  de  los  gastos  que 
les  acarreaba  su  grandeza. 

La»  renta»  de  la  corona  en  tiempo  de  este  monaat^a  no  era»  pin«^ 
gues ,  i  lo  menos  no  cabrían  sus  neoesidftdes.  Costoba  la  guerra 
mucho  i  los  reyes  de  aquella  época ,  y  el  sistema  tributario  no 
podía  estar  todavía  en  consonancia  con  el  de  mantener  tontas  fuer-^ 
V»  peraanentes«  Los  antiguos  reyes  de  Castilla  teÉían  este  emba- 
razo menos,  pues  las  tropas  que  entraban  en  eampafia  eran  loa 
contiogeateS'  cen  que  tes  granctes  sefiores  y  feudaterios  contri-^ 
buian ,  como  condición  del  feudo.  Así  las  guerras  costeban 
cho  k  la  corona.  Con  las  propiedades  de  este  que  se 
como  patrimonio  suyo ;  con  impuestos  locales  como  pago  y  n-^ 
tríbudon  de  tes  privilegios  que  á  los  pueblos  concedían ;  con  los 
dereclMi  de  portazga ,  barcaje  y  pontazgo  como  indemnización  de 
lo. que  costoba  la  protección  de  tes  caminos;  con  lo»  impuestos  por 
cabeaa  sobre  los  judíos  y  moros  que  permanecían  en  el  país  que  se 


í 


cüpmnu)  V.  ((9 

iba  eonqaistando:  con  otras  contríbuciones  igualmente  directas  que 
se  pagaban  por  cada  vecino,  bajo  el  titulo  de  moneda  forera,  mar- 
tÍDiega,  y  martazga ,  yantar  del  rey ,  cbapin  de  la  reina,  etc. ;  con 
las  multas  y  penas  pecuniarias  que  por  ciertos  crímenes  y  en  su 
expiación  se  recogian;  con  otras  contribuciones  de  un  orden  igual- 
mente precario ,  vivían  y  sostenían  su  casa  y  corte  aquellos  prín- 
cipes. Poco  á  poco  fueron  viniendo  los  diezmos,  contribución  ordi- 
naria de  los  moros ,  que  pasó  con  la  dominación  de  sus  pueblos  á 
los  príncipes  cristianos;  la  contribución  de  la  cruzada  para  hacerla 
guerra  á  los  infieles ;  las  tercias  reales ,  ó  sea  el  tercio  del  diezmo 
eclesiástico;  la  renta  de  las  aduanas,  la  famosa  alcabala  cuyo  nom- 
bre indica  bien  su  origen  árabe ,  contribución  directa  sobre  todo  lo 
que  pasaba  de  una  mano  á  otra  por  via  de  venta,  y  que  al  princi- 
pio ascendía  á  nada  menos  que  la  décima  parte  de  su  importe;  por 
fin  el  monopolio  de  todas  las  salinas  del  reino  á  favor  de  la  corona; 
el  almojarifazgo ,  décima  parte  de  las  mercancías  que  entraban  en 
Espafia  procedentes  de  paises  extranjeros,  que  se  extendió  después 
á  Indias ;  pagándose  un  vigésimo  de  lo  que  se  embarcaba  en  los 
puertos  de  Andalucía,  y  otro  de  lo  que  desembarcaba  en  América; 
el  tributo  de  puertos  secos ,  por  el  que  se  pagaba  la  décima  parte 
de  las  mercancías  que  de  Navarra ,  Aragón  y  Valencia  salían  para 
el  interior  de  Espafia,  y  viceversa;  el  tributo  de  lana,  por  el  que  se 
pagaban  dos  ducados  por  la  salida  del  reino  de  cada  saca  (diez  ar- 
robas), si  era  propiedad  de  espaOol ,  y  cuatro  si  de  extranjero ;  el 
sefioreazgo  de  moneda ,  por  el  que  de  cada  marco  de  plata ,  valor 
de  seis  ducados,  se  daba  al  rey  un  real ;  el  ejercicio,  ó  sea  la  con- 
tribución anual  que  pagaban  las  provincias  de  Espafia  por  los  es- 
clavos y  galeras ;  el  impuesto  sobre  las  barajas  que  venían  del  ex- 
tranjero, exigiéndose  medio  real  por  cada  una;  el  de  los  pafios  flo- 
rentinos, cuya  introducción  en  Espafia  era  de  seis  ducados;  la  con- 
tribución de  millones,  por  la  que^  todos  los  afios  pagaban  los  pueblos 
de  Espafia  dos  millones  de  ducados ;  la  de  la  Almadraba,  sobre  la 
pesca  de  atún;  el  subsidio  eclesiástico;  el  producto  de  las  minas  de 
AJmaden,  Guadalcanal  y  Sierra  Morena. 

Sobre  todas  estas  reqtas  gravitaba  el  pago  de  los  réditos  ó  inte-^ 
reses  por  la  deuda  del  Estado ,  llamados  juroi ,  porque  como  pro<^ 
piedad  reconocida  y  jurada ,  se  trasmitía  por  vía  hereditaria  ó  de 
otro  modo.  Estos  pagos  eran  muy  crecidos ,  en  atención  á  lo  que 
valia  entonces  el  dinero ,  y  la  frecuencia  con  que  la  corona  se  ha-* 

Tono  I.  10 


Tf^  HISLORU  n»  fUIBE  II. 

llalla pffe(úa«dai4 e9nti%tr'9i»fKés<jítos.  As(i  seine  qpie M^MCertM 
dei  1^53$»  soi  prQpwOi«(>iiM)i  qd  aibíti^ ,  el.  qm  sa  dÍ6iiiÍ9uyeaN|i  es-n- 
to^i  pago»  ó  (^dit08.,  eo  atoacíon  á  lo  baratos  qn»  »  habiaor  veon. 

Ii4g  rQQtaa  da.  lai  coi^ODa»  se  admioisliiabaD  por  arrendadores,  qpet 
pag9it^ai))  por  ellas  «DasStttta  fija ,  eQteadiéDdose  ellos*  mismostooni 
lo$(CODiffi)^jieQtes.  A(liitii^efit&  sistema  la  puerta  á^iqik  ÍDJustioíasi, 
afbUr^úedades  preoedídast  (k*  desigiialdad    die.  repaivtOi  y^ai  métodoi 
v^albwiA  y )  Qf  r/esíwti  ooa  que  losjmpuiestosse'levaDtabaojieiugiíiABw 
Tampoco  era  omytbeDeficiosDá  la  corraa,  pues*  m«GhasiMeoesi  na* 
lapagahAQ^lp^iacseodadores ,  alegando,  que  no  eran  ellos  pagados- 
por  los.pueblos..  Fué,  pueS),  ba|o  este<  doble*  aspecto-.  objetOv  de.  cla-^ 
mi^esi^.  pidieoiio^lojs^püeblosique  se  cambiaaa  pos  eli  de^  enoabezari 
iqjeptP),  effjQdproBietíéiidose.át  pagaB  sini  coaocionea  nii  woleocíaSi  Así 
lo, l)k^09,vietOi propuesto  eii<  ItSUi  ea Ja£h  Goriies  db  BiüwgoSi  pídíeot. 
dftsel;  cpfiaib^zamj^ntot  loa  procünadoresi  ba^tai  que<  se  pudiese '  poaep 
pvyA;  prueba  de  que  \9^  ticitacioDes  no-  se  haciau  á  publica  spr. 
baat%. 

Barai  cubrirse  I  el  déficit  qne^e^tas  rentas  y  coAtríbucioDes  de^* 
.  ban^  sobre  tedo.eni lances  extraordinarios,  era  preciso. que  las  Gort- 
tea  d^oretaseiklOi(^ua  se  llamaba  eLserviaio,  que  eia  maa  ó manosi 
eiUraoridinairio,  maa  óimeMs  cuanMoso,  pagadecOl&mayo^ótIneno^ 
plazox  Uéi  aqni  loquaidaba  á  las  Cortes  tan  tai  importaneiai  euilft 
balapsa-deL  Estado ;  la  qn^  las  puaoion  ocasíoae»  denwy  naal  burr 
mor^duraAte  la  época  de  QvJosiY  ;•  lo  que  laa,  hacia  alzar  tantos^ 
gritos  sobre-  sus  gueoras  contíiHiAs. ;  lo  que  oik^últunotanáüsiS' pro- 
dujo el  alzamieAto.de  las^ comunidades  de>  Castilla^  SI  emperador • 
pedia  muobo^  y  ellas  uo^estaban  siempre- de  humop  de  ser  condesrr 
ceudietttWw  El  arbitriordeilaisísai  propuesto. por  la  corojo  en  las ^ de 
1SÍ3S,  fo^,  como  hemosi^stOh,  r^ebaflada,  y  coa  mas  Yívez»^  por- 
parte-dci  los  caballeros,  qne  de- los  prociuradores.  Esta^coatribiMÍeD . 
indirecta,  quOi  tenia  port  basCi  una  cUsminudoB  en*  el  peso  d^medidai. 
pa^afl40'  el  género,  cono  simo  esistiese  tal  rebaja^  se  preseatatMiiCO«n 
mo  un  campo  abierto  á  los  mayarefi<desÓFdenes7,estafaa.  ksl  fui$iah> 
soIntaDwntflsnegado,  y  QsurJps  Y  tuvoique^ps^  porella,  viéodose 
en.  pr/ecísion  de  apelar  estov  emperador  á  mrios  árbfttrioi^ ,  en  ateA«<^ 
cion  &il4imal  quoisus  rientaa  cubriao.  susí  nec|Bsidades^  En*  ISlíQf 
obtfkvOilHilatdel  pepa  Clemente  YIl,  para  desmeipbrarde^Joa  bien. 
ne&  penteoeciente^  &  las  órdeniBs  militares,  iglesiastyímoaacales,  losv 


raficnlitos  para  fornitr  oDa  reita'de  cuflÉeite  «HxlMMioB^imtiáes. 
Ba  VMH  m  ^eiGteDdié  Ja  mi6na  eoieesíra  4  4os  ipatromitos  éé  legfoB 
y  ^uieiries  -fue  se  haHabaa  mellados  «on  41»  eocomieDdaí»,  obK^ 
gándose  di  pey  4  «lemDÍMr  lafi  ÓFdeoes  «litaras  con  aleábalas  y 
^piedades  «i  el  re&ia  de  GraMMla^ 

Ed  1514  obtaw^  «m  bula  de  Paulo  dH  pava  'desmembrar  de  ias 
iglesíaB  y  motaasteñoss  pnebloss  üastilles  y  jwrfsdJíicioMSs  «ediaatt 
sa  «jterkr  reíÉtegro,  h  Deoesaño  partt  ma  reata  ^iial  defqtimíeD^ 
tn  mil  iduiadiis».  Se  Intaba  entonces  tle  la  ffmüi  fue  bemos  neo- 
iíinad6  eonirá  lee  prfioipes  luteramls  úe\  knperto^  y  para  ca^o  16^ 
mentó  se  comprometió  el  papa  á  manteMr  seis  ihescfe;  tdeee  mH 
infHítea  y  quimeiilos  oabalfe».  Aden&s  olergé  al  emperador  <la  Éii- 
tad  «de  k»  itmtas  eélelsi&slieas  durante  ua  'afie^  yilB  díófeicidtad  pAra 
eMJeaar  fincas  de  igieaias  y  monasterios.  Mas  fué  tal  la  opeeícioB 
de  iais  corfforacioiies  eetesiáisticae  á  esta  medida  del  •emperador,  qve 
darmbrio  su  eeoeieálcia  y  le  hicieron  desistir  de  «ate  deaigdio. 

Hn  el  reinado  4e  Felipe  H  hablaremos  de  ua  negodode.ésta  ciaae 
nHebé  mte  ruidoso  y  complicado  bu  que  entendió  eate  pHneipü 
(1S53),  hallándose  e&tOQoes  de  Iregea4e  del  reino  coa  plenos  pede-^ 
res  de  su  padre. 

Las  Goirtos  otorgaron  é  este  neoarca  por  vía  de  sefvicio  eoitraor- 


En  1517  cteato  cífocueata  müleaes  de  reales  cobrados  en  tres  afiost, 

fia  1520  trescientos  «iiUones  de  ireales  cobrados  en  tres  afios. 

fin  1S23  cuatrocientos  milloaes  de  reales  cobradas  en  tres  afios. 

Ea  15SS  concedieron  para  gastos  de  la  boda  cuatrocientos  mil 
ducado^i 

G»  el  mismo  objeto  ofrecieron  los  abades  monaioaks  la  plata  de 
sus  iglesíiis. 

Los  comendadores  de  las  órdenes  militares  cedieron  la  quiata 
parte  de  sus  rentas. 

En  1527  le  dieron  los  abades  de  San  Benito  doce  mil  doblones. 

Además  de  todos  estos  arbitrios  se  suspendieron  los  acostamien- 
tos, ó  sea  pensiones  dadas  sobré  rentas ;  se  reintegraron  muchas 
alcabalas  que  estaban  ^fiajet^da^á  d6  lá  coi^&t;  se  télSdiéfóú  MeUs 
juros  sobre  rentas ,  se  vendieron  asimismo  bienes  y  jurisdicciones 
de  monasterios ;  se  desmembraron  cuatrocientos  mil  ducados  de 
renta  de  los  bienes  de  las  órdenes  militares;  y  quinientos  mil  duca- 
dos de  oro,  de  los  monasterios  monacales. 


1t  mSTOBIA  DB  FEUPB  U. 

A  todos  estos  recarsos  hay  que  afiadir  lo  que  este  emperador  re- 
cibió de  América,  que  aunque  no  ascendió  á  muy  crecidas  cantida- 
des por  lo  poco  regularizado  de  las  rentas  é  impuestos  de  aquellas 
posesiones,  siempre  serian  muy  considerables.  Los  historiadores  no 
andan  bien  explícitos  sobre  su  importe,  ni  están  de  acuerdo ,  ó  por 
mejor  decir,  apenas  mencionan  el  total  á  que  ascendieron  stts  ren- 
tas en  Espafia.  No  hay  que  perder  de  vista  que  á  los  gastos  del 
emperador  acudían  también  Ñapóles ,  Sicilia ,  el  estado  de  Milán, 
sobre  todo  los  de  Flandes,  tierra  rica,  industriosa^  comerciante,  de 
grandísimos  recursos.  Sin  embargo ,  el  emperador  Garlos  V  rara 
vez  salió  de  ahogos,  y  murió  con  deudas. 

En  el  reinado  de  su  hijo  entraremos  en  pormenores  mas  extensos 
sobre  las  rentas  del  Estado,  cuyo  importe  se  fué  aumentando  poco 
á  poco,  con  lo  cual,  y  el  mejor  arreglo  en  su  administración,  la  co-< 
roña  se  fué  emancipando  poco  á  poco  de  las  Cortes.  Humillada, 
pues ,  la  aristocracia ,  reducida  á  casi  nada  la  importancia  de  los 
procuradores  deHos  pueblos ,  con  tropas  permanentes ,  con  rentas 
fijas  7  cuantiosas  que  eran  duefios  de  aumentar  por  medio  de  de- 
cretos ó  pragmáticas  meramente  administrativas ,  los  reyes  de  Es- 
pafia  se  hicierou absolutos  de  hecho. 

El  rey  de  Francia  era  mas  despótico  en  su  pais ,  y  disponía  con 
mas  desembarazo  de  los  recursos  del  Estado.  Las  asambleas ,  lla- 
madas allí  estados  generales,  se  convocaban  muy  rara  vez  ,  y  solo 
en  circunstancias  muy  extraordinarias.  Con  unos  estados  mucho 
menos  considerables,  pudieron  Francisco  I  y  Enrique  II  hombrear  & 
la  par  con  Garlos  V.  El  primero  puso  en  su  última  guerra  contra 
el  emperador  cinco  ejércitos  en  campaDa  al  mismo  tiempo  (1).  Y  co- 
mo esta  fuerza  al  mismo  tiempo  que  instrumento  de  ambición  de  los 
príncipes  en  sus  contiendas  fuera,  lo  eran  á  la  vez  del  poder  abso- 
luto que  ejercían  dentro,  pasaremos  á  dar  alguna  idea  de  los  esta- 
blecimientos militares  en  aquella  época. 


(1)  De  los  pariamentoe  de  Inglaterra  y  Bacocia,  que  tanta  influenoia  tenían  en  los  sobsldlos  de 
la  corona,  hablaremos  á  su  debido  tiempo;  lo  mismo  que  de  los  Paises-Bijos,  donde  la  autoridad 
del  principe,  sobre  todo  en  este  ramo,  se  hallaba  bastante  coartada. 


CAPrrtíuiví- 


faenas  militares  en  tieippo  de  Carlos  V. — Organización. — ^Armas. — ^Equipo.— Tácti- 
ca.— ^Artillería  y  fortificaciones. — Sitio  de  RodaSt 


Hemos  hablado  al  principio  de  esta  obra  del  cé^  con  qne  la  ma- 
yor parte  de  los  reyes  de  la  Earopa  se  aplicaron  á  fines  del  si- 
glo XVI  al  establecimiento  y  organización  de  una  fuerza  armada 
permanente.  Prescindiendo  de  toda  consideración  política,  abrió  esta 
importante  innovación  una  nueva  época  para  el  arte  de  la  guerra. 
Lo  que  nos  dicen  de  él  los  historiadores  de  la  Edad  media ,  es  muy 
oscuro,  tratándose  de  la  parte  material,  tan  diferente  de  la  que  ve- 
mos en  el  dia.  Variaron,  en  efecto,  el  modo  de  alistarse  los  ejérci- 
tos, la  organización  de  sus  diversos  cuerpos ,  las  armas  del  com- 
bate, lo  que  se  llama  táctica  en  los  diversos  movimientos,  maniobras 
y  demás  operaciones  de  la  guerra.  Varió  todo ,  y  nosotros  no  po- 
dremos familiarizarnos,  con  lo  que  sobre  este  particular  estaba  vi- 
gente en  aquel  tiempo,  no  explicándolo  bien  los  historiadores  coe- 
táneos, ó  escritores  dedicados  exclusivamente  á  la  parte  técnica  del 
arte.  Por  otra  parte,  extrafios  la  mayor  parte  de  estos  á  la  profe- 
sión militar,  no  pensaron  que  serian  sus  escritos  objeto  de  muchas 
investigaciones  infructuosas.  Cuanto  se  sabe  en  esta  parte  ,  es  solo 
por  conjeturas ,  por  inducciones ,  por  monumentos  materiales  que 
nos  han  quedado,  por  el  conocimiento  que  tenemos  del  estado  so- 
cial de  aquella  época;  por  reglamentos,  leyes,  cartas,  llamamientos 
á  la  guerra,  por  la  relación  de  algunas  expediciones  militares.  Sa^ 


74  flISTOBIA  DE  FBUPE  II. 

bemos,  pues,  que  cuando  convocaba  el  rey  á  sus  grandes  feudata- 
rios, se  presentaban  estos  con  sus  vasallos  en  mayor  ó  menor  nú- 
mero, según  sus  posibles  ó  condiciones  del  feudo;  y  que  con  estos 
contingentes,  ó  sea  tributo  de  hombres ,  se  formaban  entonces  los 
ejércitos,  que  no  estaban  sobre  las  armas  sino  por  el  tiempo  de  la 
guerra.  Sabemos  cómo  eran  las  armas  ofensivas  y  defensivas  que 
usaban,  pues  casi  existen  en  el  dia ;  el  poco  aprecio  que  entonces 
se  hacia  de  la  infantería,  y  el  astado  de  rudeza  en  que  se  hallaba. 
Nadie  ignora  que  el  nervio  de  la  guerfa  era  la  caballería,  y  que 
por  el  número  de  lanzas  se  comenzaba  á  calcular  la  fuerza  de  un 
ejército.  La  importancia  que  se  daba  á  la  caballería ,  se  deja  ver 
bien  por  la  institución  de  la  orden  ó  asociación  ,  con  este  nombre 
conocida,  por  las  pruebas  por  que  tenia  que  pasar  un  hombre  para 
ser  armado  cebollero ,  y  por  las  solemnes  ceremonias  con  que  iba 
este  acto  acompatiado.  fil  brillo ,  la  grandeza  de  esta  ínstitúcioú, 
es  para  nosotros  los  espaDoles  de  una  evidencia  positiva  y  práctica, 
por  ir  todavía  la  voz  de  caballero  entre  nosotros ,  enlazada  con  la 
idea  de  buena  educación  ,  de  honradez  y  nobleza  en  las  acciones. 
Hé  aquí  it  que  sé  sstoé  de  positivo ;  lo  demks  es  asunto  de  mueha 
eontrotereMu  flasto  las  «piaiones  varían  sobre  la  introducción  en  el 
arte  de  la  guaira  de  uo  agente  Buevo  y  poderoso,  á  saber,  el  de  la 
pdlvoiía;  cobre  el  iihnI^  de  usarla^  sobre  k  iolroduccion  de  k  arti- 
llería, as  dedr ,  de  Ite  bocas  de  fuego ;  pues  la  voz  artiUería  tenia 
entonoes  in  sígnifibado  auicho  inas  estenso.  Todos  estos  puntos 
históricos  han  dado  lugar  á  mil  sistemas  diferentes,  y  el  número  de 
critms  é  comentadores  ha  sido  mayor  que  el  de  los  autores  comen  • 
tadwv 

Abrió,  pues^  la  iotroduccion  de  las  fuerzas  armadas  permanen- 
tes, ttiia  nwvi^  época  eb  la  historia  del  arte  de  la  guerra ,  no  solo 
por  la  eonsístéQoia,  la  regularidad  que  se  dio  á  estos  establecimien^ 
tos,  sino  porque  participó  el  «rte  de  las  ventajas  de  una  época  de 
luces.  El  mismo  gusto » la  «isma  aplicaeion  ,  contraidos  á  los  de- 
más ramos  del  sab^r,  se  dedicaron  á  la  ciencia  de  la  guerra.  Hubo 
escritores  odilítares,  oomo  teólogos  y  jurisconsultos ,  y  si  sobre  al- 
gunos puntos  nos  d^aroa  en  la  oscuridad,  pues  escribían  para  sus 
contemporáaeos ,  nos  ofrecen  siempre  mayor  grado  de  instrucción 
que  sus  predecesores» 

Li  guerra  comenaó  á  ser  una  profesión,  ejercida  bajo  los  auspi- 
cios de  los  que  alistaban  y  pagabaí  los  ejércitos.  Aquellas  bandas 


GAiüTOfiO  VI}.  79  ' 

de^ooDcMlierii,  que  eo  los  siglos^  XIV  y  XV  va^an  de  ude  parte  á  ^ 

otra  cod  sus  tropas  para  veodepias  i  quien  mftfr  pagaba^  adquícíe- 

roo-  maiyor  regularíckid,  kicíerM  un  ser? icio  mas  estabte  y  perma- 

oenle.  La-  ^uerrai  Uegóiá  ser  una  industria  casi  generala,  ]l  los>ejiéD- 

eíloB  se  UeíeroD  pecoi  á  poco^  mereeDarios.  Aquella  orden  de  cabar 

llería»,  qoe  kizo  un  papel  tan*  distinguido  ea  la.  Edad  media»  fué 

desapef ettiendi^  poco  á  poco.  Las  ceremo&iafii  de  ser  amada  caba^- 

\\Bf^  ftieroni  ya  muy  raras^  y  la&rmas  veoesi,  mecas  fiestas  deapa- 

rolai  Yai  se  presentaban-  los  jínetesi  wstidosi  di6;  todas,  armas  sin  eale 

requisito.  Se<  hicieron  los  hombres*  mas  positiViOi»,  maa calculadores^ 

Y'ñV  espirítuí  de>  investigacionf  pewtnó*  en-  todas  las  clases,  del  E&f- 

tado. 

Ptora  comenzar  por  EspaSai  desde  la  última  mitad,  del  sigloXV 
se  hicieron  los  primeros  ensayos- da  la^  fuerza  permanantet.  Se  puede 
asignar*  este  pranoipio  &  la  offeacioa  de  las  famosas  hermandades 
formadas  en  1 464  pon  losi pueblos  det  Avila,  Abrévala,  Segovjay 
Taiamra,  pana  repeler  lo»  coetinuas.  correitfaay  vjolencias<  qioe  en 
los'camioos  enan  tanifcecuente»..  Aprobadas  por  Enrique  W  fueroa 
regdbríMdas  m  1416  por  losi  R^yes  católicos^  extendidas  ¿.vanios 
pueblosidetCastilla ,  pasando  á  Toledo  ,  y  en.  seguida  á,.AnáiaIiicla» 
Por  cada  cien  vecinos  se  echó  una.  contribucíoik  de  diee  y  ocho  i  mil 
DMiravedisesv. pana. mantjBuer  un  hombre  de  ácaballo*  Há  aqjaii el 
pnmer  orígmida  las.  hermandades. 

Fueron»  estos  soldados  divididasi  enrcompa0las«  ái.caiigOf  de  sus. 
respectivos- capitanes.  Tenían^  además lalcaUesi  civiles  quaeateqdian 
ensm^wganizaciofi ,  enosus^leyestinteríoEesi,  y  aitemási  jileas»  dei 
gobierno  paradlo  eeonómiooiy  admiAistraitivow. 

l¡eaiaiiilasiharmaoda(lefliCieiitos  fuecosy  pi¡iinlegios».y  eiMendiam 
prívativMMnte  en  cíecta  clase  de  delito».  Todos  loa»  ooouitidMh  en. 
caminos  públicos,  en  despoblados;  los  horntoidíos^s  lasdiandas,^.  \m 
rokos^  losallanamientoade^casas^  vioteqoias^í^^muj^Kes^  preijos.es- 
cs^padoa;  en  fipv  tpda  infracción  de  ley^  comielida  ^iVivA^fuerzai,  en- 
traba eaaa  competenciai,  y  era  avoffadi^>  &  su^  tribunal^,,  cuyas. 
atitbiwíones.eraA^  como  sei  ve,  muf  axjiensiKa|S|  é.inpoctantesi. 

Se  puedeovcompacar.  los  servicios  de^:  las  hermiaadades< ,  si  presn- 
ciadiiMaide  su  jurísdiQoíon ,  cqqi,  los.  de  lai  actual  gendarmería. 
firaDoesa4 

Las  hermandades  estuvieron  en  todo  su  vigor^  ea^tg^el.coESft» 
delsigkh>^V{  fuann  constantemente  tropas^ (iaiá  cabi^Q#.yteBtraban 


76  HISTORTA  DE  FELIPE  If. 

machas  veces  á  formar  parte  del  ejército.  Desde  el  priDcipío  del  si- 
guiente decayeron  algo,  pero  subsistieron. 

Se  comenzaba,  pues,  á  hacer  ensayos  de  fuerzas  permanentes  en 
el  afio  1493.  Después  de  la  conquista  de  Granada  se  instituyeron 
cuerpos  de  caballería.  Se  prohibió  á  los  que  habian  servido  en  esta 
arma  la  venta  de  las  suyas ;  se  dio  orden  para  que  las  personas, 
según  su  rango,  su  condición  y  su  fortuna,  estuviesen  siempre  pro- 
vistas de  armas  para  cuando  lo  exigiesen  las  necesidades  del  ejér- 
cito. Se  hizo  un  alistamiento  general ,  y  se  mandó  que  por  cada 
doce  vecinos  se  alistase  y  armase  á  su  costa  un  soldado  de  á  pié 
para  cuando  se  le  llamase  á  la  bandera.  Se  concedieron  privilegios, 
se  les  asignaron  sueldos  para  cuando  entrasen  en  campaDa.  Mas 
aunque  se  deseaba  mucho  tener  estos  cuerpos  permanentes ,  ponía 
grandes  obstáculos  su  excesivo  gasto. 

Conocían  demasiado  los  Reyes  católicos  la  importancia  de  tener 
tropas  á  su  disposición  para  que  no  fomentasen  con  ahinco  su  alis- 
tamiento, su  organización  y  su  enseñanza.  Hubo  en  su  reinado 
campos  de  instrucción  para  este  objeto,  que  prosperaron  poco,  ha- 
biéndose tenido  que  abandonar  el  establecimiento;  tal  era  el  hábito 
del  desorden,  la  carencia  de  la  táctica,  y  la  escasez  de  fondos  para 
mantener  sobre  las  armas  tanta  gente. 

Fernando  el  Católico  fué  el  primer  rey  de  Espafia  que  tuvo  una 
guardia  de  á  pié  armada  de  picas,  espadas  y  alabardas.  Llevaban 
una  especie  de  uniforme  á  que  daban  el  nombre  de  librea. 

En  medio  de  ensayos  tan  imperfectos,  se  pueden  considerar  los 
Reyes  católicos  como  fundadores  del  ejército  espafiol.  A  pesar  de 
mil  obstáculos,  la  infantería  llegó  á  formarse  y  merecer  aquella 
fama  que  tuvo  constantemente  en  toda  Europa.  Echaron  los  cimien- 
mientos  de  la  obra;  las  diferentes  mejoras  que  hubo  después,  par- 
tieron todas  de  este  origen. 

En  la  guerra  de  Granada  aparecen  ya  este  orden  y  uniformidad 
que  distinguen  las  épocas  modernas.  Fué  una  guerra  metódica, 
bien  comenzada,  bien  dirigida,  llevada  con  tino  y  con  valor  á  sa 
definitivo  resultado.  Hubo  en  ella  un  conjunto  de  marchas,  expedi- 
ciones, sitios  y  tomas  de  plazas  que  la  hacen  objeto  digno  de  esta- 
dio para  los  inteligentes.  Las  tropas,  los  aprestos,  el  material  de 
todo  género,  las  máquinas  de  batir,  todo  se  presenta  allí  bajo  un 
aspecto  formidable. 

Se  empleaban  en  dicha  expedición  todas  las  clases  de  piezas  de 


capítulo  vi.  77 

artiDeria  qne  se  osaban  en  aquella  época.  Se  hace  mención  de  lom- 
bardas, ribadoquines,  cerbatanas,  pasavolantes,  buzanos,  ele.  El 
número  se  ignora,  mas  consta  que  en  el  sitio  de  Loja  habia  de  lom- 
bardas mas  de  veinte. 

Comenzaba  la  artillería  á  hacer  un  gran  papel  en  las  guerras  de 
aquel  tiempo  y  aun  de  tiempos  anteriores.  En  la  crónica  de  don 
Juan  11  se  hace  mención  de  las  piezas  empleadas  en  el  sitio  de  Sep- 
tenil  al  principio  de  aquel  siglo.  Se  habla  allí  de  una  lombarda 
grande,  de  otra  de  Gijon,  de  otra  de  la  Banda,  de  otras  dos  de  Fus- 
lera  con  curefias,  de  diez  mantas  (defensas  de  madera  para  los  asal- 
tos), con  sos  pertrechos,  de  útiles  de  minas,  de  alquitrán,  de  pól- 
vora, de  arcas  de  los  pasadores  (saetas),  de  nueve  fraguas  de  her- 
reros, de  cincuenta  quintales  de  hierros  de  toda  clase  de  ferramien- 
tas,  de  muelas  para  afilar,  de  tacos  de  lombardas,  de  truenos  (ti- 
ros) de  carbón,  de  gente  para  cortar  madera,  para  cuidar  de  los 
carpinteros,  labrar  piedras  para  las  lombardas,  conducir  los  qué 
han  de  labrar  con  hachas,  adobar  carretas,  conducir  escalas  en 
acémilas.  Para  todos  estos  objetos  se  designan  los  bueyes  que  los 
conduelan,  las  gentes  de  armas  que  los  escoltaban,  etc. 

El  ejército  que  hizo  la  guerra  en  Granada,  según  el  cronista  de 
los  Reyes  católicos  Hernando  del  Pulgar,  presentó  en  el  alarde  que 
se  hizo  de  las  tropas  después  del  sitio  de  Baza,  cuarenta  mil  hom- 
bres de  á  pié  y  trece  mil  de  á  caballo.  El  autor  da  el  nombre  de 
batallas  á  los  diferentes  trozos  ó  divisiones  de  que  se  componía.  Asi 
habla  de  la  primera  batalla,  de  la  segunda,  de  la  tercera,  etc.,  de 
la  batalla  rml^  es  decir,  de  las  tropas  que  rodeaban  de  mas  cerca 
la  persona  del  monarca. 

Después  de  la  batalla  real  iba  otro  trozo  para  separarse  del  far-^ 
daje^  que  venia  en  seguida  y  estaba  protegido  por  el  último  trozo 
que  cerraba  la  columna. 

El  autor  á  quien  aludimos  inserta  todos  los  nombres  de  los  diferen^ 
tes  jefes  que  mandaban  las  subdivisiones  de  esos  trozos  ó  batallas « 
Unos  las  conducian  como  jefes  naturales,  otros  como  subordinados 
y  sustitutos  de  sus  sefiores  respectivos.  Era  una  mezcla  del  antiguo 
feudalismo  con  las  instituciones  modernas  que  planteaban  los  dos 
reyes.  No  se  ven  por  toda  esta  reseOa  mas  que  trozos  desiguales  y 
sio  armenia;  unos  con  infantería  y  caballería,  otros  sin  esta  arma, 
otros  sin  la  primera.  La  se^^ta  por  ejemplo  se  componía  de  tres- 
cientas cincuentas  lanzas  solamente:  la  séptima  de  cuatrocientas 

Tomo  i.  11 


7$  msTOMÍÁ  DI  nupE  n. 

veinte  lanzas  y  doscientos  peones.  Nada  hace  ver  mejor  lo  escaso 
de  las  tropas  regulares  y  los  pocos  progresos  que  se  hablan  hecho 
todavía  en  este  ramo  de  ejército  estable  y  permanente. 

Mas  el  plan  se  llevaba  adelante,  y  debia  de  producir  sus  resul- 
tados. La  escuela  de  la  formación  é  instrucción  de  los  ejércitos  per- 
manentes, no  podia  ser  mas  eficaz  y  mas  activa.  Las  tropas  con- 
quistadoras de  Granada  se  embarcaban  para  Ñapóles;  se  apresta- 
ban expediciones  á  la  costa  de  África,  y  el  reino  de  Navarra  estaba 
umy  próximo  á  ser  presa  de  las  armas  castellanas. 

El  cardenal  Jiménez  de  Gisneros  continuó  la  obra  de  los  Reyes  ca- 
tólicos en  el  establecimiento  de  tropas  permanentes.  Fué  uno  de  los 
primeros  cuidados  de  su  administración,  mandar  que  se  hiciesen 
alistamientos  de  infontería  y  caballería  en  todos  los  pueblos,  según 
sus  posibles,  y  el  número  de  sus  vecinos.  Los  grandes  se  mostra- 
ron enemigos  de  esta  providencia,  asi  como  ya  lo  eran  de  la  auto- 
ridad del  cardenal,  cuyo  derecho  á  la  regencia  disputaban.  Era  muy 
grande  la  complacencia  que  tenia  el  prelado  en  humillarlos.  Abatió, 
en  efecto,  la  arrogancia  de  aquellos  magnates  un  fraile  francisca- 
no, sin  mas  armas  que  el  ascendiente  de  su  genio.  Un  dia  que  le 
preguntaron  en  virtud  de  qué  derecho  ejercía  una  regencia  que  el 
rey  Católico  no  podia  haberle  delegado,  los  llevó  á  una  plazuela 
que  cata  á  espaldas  de  su  casa,  y  ensenándoles  algunas  piezas 
montadas  de  artillería:  aquí  están  mis  derechos,  respondió  el  car- 
denal; dejándolos  reducidos  al  silencio.  Nada  muestra  mas  hasta 
qué  punto  habían  descendido  los  Grandes  de  Castilla,  lo  bien  que 
habían  trabajado  los  Reyes  católicos  en  consolidar  su  nueva  autori- 
dad á  expensas  de  la  de  ellos.  Encontró,  sin  embargo,  grandes 
obstáculos  la  orden  que  dio  el  cardenal  de  alistamiento.  En  algunas 
partes  fué  desobedecido  abiertamente.  En  Valladolid,  en  Segovia, 
corrieron  los  descontentos  á  las  armas,  y  llegaron  á  reunir  treinta 
mil  hombres,  por  las  sugestiones  de  los  Grandes. 

Quedó  el  cardenal  muy  desairado  en  esta  empresa,  y  murió  sin 
haber  visto  consolidada  la  obra  del  alistamiento.  Mas  la  presenta- 
ción de  Carlos  en  la  escena  política,  anunciaba  claramente  que  se 
llevaría  adelante  la  idea  de  consolidar  la  fuerza  permanente  en  lu- 
gar de  abandonar  lo  ya  emprendido  y  comenzado.  El  siglo  XVI  que 
se  había  abierto  con  guerras  en  Ñapóles,  en  África,  en  Navarra,  en 
el  Norte  de  Italia,  continuó  siendo  tan  célebre  por  su  espíritu  mar- 
eial,  como  por  sus  artes,  sus  ciencias,  sus  descubrimientos  y  con- 


GáFITULO  VI.  79 

troversias  religiosas.  No  podo  menos  de  sentir  la  iofluencia  de  re*» 
formas  y  mejoras  el  arte  militar ,  al  cual  los  priocipes  daban  una 
altísima  importancia. 

Era  ya  la  carcera  de  las  armas,  como  hemos  dicho,  una  profe* 
sion  particular  separada  de  las  otras,  un  ramo  de  industria  que 
proporcionaba  mas  ó  menos  ventajas  pecuniarias  según  la  fortuna, 
de  las  armas,  el  valor,  la  capacidad  ó  el  favor  de  que  disfrutaba  un 
individuo.  Los  alistamientos  eran  voluntarios,  y  las  tropas  iban  ad- 
quiriendo un  carácter  tal  de  mercenarios  que  despojaban  casi  de  na«* 
cionalidad  unas  contiendas  que  eran  mas  bien  de  príncipe  á  príncipe, 
quede  pueblo  á  pueblo.  No  era  muy  numeroso  el  cuerpo  de  los  es-* 
panoles  que  combatieron  en  Italia  en  las  filas  del  emperador  en  las 
campanas  de  1521,  1522|  1523,  1525  y  demás  que  concluyeron 
con  la  brillante  victoria  de  Pavía.  A  pesar  de  la  predilección  que 
tuvo  Carlos  Y  por  los  de  esta  nación,  no  era  espaDol  el  general  en 
jefe  Próspero  Golonna,  ni  su  sucesor  Garlos  Lannoy,  virey  de  Ña- 
póles, ni  aun  en  rigor  el  marqués  de  Pescara  Fernando  de  Abales, 
aunque  de  españoles  descendía.  No  eran  verdaderamente  todos  estos 
jefes  mas  que  soldados  de  fortuna.  Eran  la  mayor  parte  de  sus  tro* 
pas,  italianos,  suizos,  alemanes  que  se  reclutabau  con  mucho  co^ 
to,  y  no  podían  retenerse  en  las  banderas  sin  pagas  muy  crecidas. 

En  Suiza  y  Alemania  se  celebraban  con  particularidad  estas  fe^ 
rias  ó  mercados  de  hombres.  Allí  acudían  indistintamente,  tanto  los 
emisarios  de  Garlos  Y  como  los  del  rey  de  Francia.  No  se  desdeDa** 
ban  los  hombres  mas  eminentes  de  desempeñar  la  comisión  del 
alistamiento  de  estos  mercenarios.  Guando  el  ejército  imperial  se 
retiró  de  sobre  los  muros  de  Parma,  estaba  esperando  un  gran  re- 
fuerzo de  suizos  que  habia  ido  á  buscar  el  cardenal  de  Sion,  á  nom- 
bre  del  pontífice.  Guando  marchó  Francisco  I  á  poner  el  sitio  de 
Pavía,  estaba  ausente  del  ejército  imperial  el  condestable  de  Bor-^ 
bon  en  busca  de  otro  cuerpo  de  estos  mercenarios.  Habia  de  este 
modo  suizos,  alemanes  é  italianos  en  los  dos  ejércitos  que  comba-* 
tieron  en  esta  batalla  memorable. 

Para  estos  aventureros  que  abrazaban  la  carrera  de  las  armas 
como  un  mero  ramo  de  industria,  no  habia  mas  alicientes  que  la 
paga  y  el  botin  nada  escaso,  ni  poco  frecuente  en  dichos  tiempos . 
Cuando  faltaba  la  primera,  lo  que  no  era  raro,  se  abandonaban  á 
excesos  dej^ndísciplina,  que  ponían  en  crueles  embarazos  á  los  gen 
nerales,  jobligáadoloa  á  dar  batallas  para  proporcioaarlea  lo»  reenr* 


80  HISTORIA  DE  FBUPE  Tí. 

SOS  que  foltaban  en  las  cajas  militares.  Ya  hemos  visto  que  el  asalto 
y  saco  de  Roma  do  tuvo  por  objeto  priocipal  sioo  acallar  á  los  ale-» 
maoes  que  estabao  eD  completa  sedicioD  por  falta  de  socorros.  Lao* 
trech  se  vio  obligado  á  dar  la  batalla  de  la  Bicoca,  amenazado  por 
sus  suizos  de  que  abaodoDariaD  sus  filas  si  do  los  pagaba  ó  llevaba 
al  ODemigo. 

Habia  eotODces  otro  ramo  de  industria  militar,  ya  descooocido 
OD  Duestros  dias;  á  saber,  el  rescate  de  los  prisioDeros.  Los  solda- 
dos ó  individuos  de  las  clases  inferiores  qae  los  cogian  los  vendiau 
por  lo  regular  á  los  capitanes  y  jefes  del  mas  alto  rango,  quienes 
los  mantenían  de  su  cuenta,  y  se  entendían  sobre  el  precio  del  res- 
cate con  ellos  ó  con  sus  familias.  Después  de  la  batalla  de  Pavía, 
compró  el  marqués  de  Pescara  por  muy  poco  precio  á  Enrique  de 
Albret,  que  se  intitulaba  rey  de  Navarra,  uno  de  los  prisioneros 
que  se  hicieron  en  aquel  encuentro;  y  como  el  emperador  se  le  qui- 
siese reclamar  en  atención  á  su  carácter  de  soberano ,  declaró  el 
marqués  que  no  lo  soltaría  por  menos  de  cien  mil  escudos  de  oro, 
entrega  que  no  tuvo  efecto  por  haberse  escapado  el  prisionero. 

Gomo  la  guerra  era  una  profesión,  y  los  soldados  se  pagaban  tanto 
mas  cuanto  mayor  era  su  pericia  en  el  manejo  de  las  armas,  se  de- 
dicaban mucho  á  la  adquisición  de  los  conocimientos  que  los  haciao 
tan  recomendables.  Concluida  una  campaDa,  ó  tal  vez  antes,  pasa- 
ban al  servicio  del  ejército  enemigo ,  sin  que  se  extrafiase  que  los 
hombres  se  vendiesen  al  que  mas  pagaba.  Los  soldados  asi  consti- 
tuidos se  enconomizaban  cuanto  mas  podian;  y  no  siendo  por  la  co- 
dicia  del  botin ,  no  podian  correr  gustosos  á  un  peligro  del  cual  no 
podian  redundarles  ventajas  materiales.  Sea  por  esta  causa,  sea  por 
la  poca  eficacia  que  hubiese  adquirido  la  infantería,  sea  por  lo  cur 
biertos  de  hierro,  que  iban  los  caballos,  eraD  poco  mortíferas  en- 
toDces  la  batalla. 

La  guerra  costaba  mas  cotonees  (guardando  la  proporción  de 
los  hombres  empleados),  en  atención  á  lo  caro  de  los  alistamientos 
y  lo  alto  de  las  pagas,  teniendo  siempre  en  cuenta  el  precio  del  di- 
nero. Y  como  estos  desembolsos  eran  por  lo  regular  superiores  á 
las  rentas  de  los  príncipes,  tenían  que  ser  poco  numerosos  los  ejér- 
citos, que  licenciaban  en  gran  parte  á  la  conclusión  de  una  caoi- 
paDa.  El  mayor  ejército  que  tuvo  Garlos  V  fué  el  que  llevó  sobre 
Metz  de  cincuenta  mil  hombres,  que  entonces  pasó  por  formidable. 

En  cuanto  &  los  espaOoles  nunca  fueron  mercenarios,  es  decir, 


CAFITULO  TI.  81 

en  el  sentido  de  vender  so  sangre  á  potencias  extranjeras.  Si  hacian 
la  guerra  en  mochos  paises  de  Europa,  faera  de  su  patria  suelo, 
era  siguiendo  las  banderas  de  sus  reyes.  En  todas  partes  acredita- 
ban su  valor,  su  dísplina,  su  instrucción  en  el  arte  militar,  su 
carácter  sufrido  en  medio  de  las  privaciones.  A  ellos  se  debieron 
principalmente  los  triunfos  adquiridos  en  Pavía. 

No  se  conocian  en  aquella  época  lo  que  llamamos  divisas  milita- 
res. En  rigor  no  habia  gran  uniformidad  ni  en  armas,  ni  en  ves- 
tuarios, de  que  cada  cual  se  surtia  según  su  esfera  ó  sus  posibles. 
Era  muy  brillante,  muy  lujoso  y  muy  marcial  el  traje  militar  de 
aquellos  tiempos.  Las  armas  eran  riquísimas  por  lo  regular ;  y  en 
su  fabricación  esmerada  se  distinguían  los  artífices  de  aquellos 
tiempos.  Casi  todos  los  jefes  principales  iban  armados  de  corazas, 
y  llevaban  por  lo  regular  encima  sayos  ó  sobrevestas  de  tercio- 
pelo forrado  de  armifios  ó  telas  ricas.  Como  se  maniobraba  poco 
dorante  una  acción ,  los  mismos  generales  peleaban  á  veces  en  per^ 
sooa. 

A  pesar  de  que  las  tropas  eran  mercenarias,  ó  quizás  porque  lo 
eran,  y  la  milicia  una  profesión,  eran  visibles  los  proyectos  del  ar- 
te, y  comenzaba  á  considerarse  como  un  ramo  del  saber  humano 
sujeto  á  observaciones,  á  reglas  y  preceptos* 

El  paso  mas  importante  qoe  se  dio  en  la  línea  de  las  reformas 
de  consideración  foé  restitoir  á  la  infantería  la  importancia  qoe  le 
habían  dado  los  griegos,  y  sobre  todo  los  romanos,  y  de  qoe  le 
habían  despojado  los  siglos  qoe  se  llaman  de  Edad  media.  No  go- 
zaba de  ningona  consideración  dorante  esta  época  ona  arma  qoe 
antes  se  habia  repotado  como  el  verdadero  fundamento  de  on  ejér- 
cito. Estaba  entonces  mal  vestida,  mal  armada,  con  poca  instroc- 
cioD,  compoesta  de  las  clases  mas  ínfimas  de  la  sociedad,  sin  qoe 
apenas  so  mas  ó  menos  número  foese  de  gran  coenta.  La  base 
principal  de  los  ejércitos,  lo  qoe  en  la  opinión  comonmente  recibida 
coDstitoia  so  foerza,  era  la  caballería,  sobre  todo  la  pesada,  coyos 
individoos  recíbian  la  denominación  de  gentes  de  armas,  é  iban  co- 
biertos  de  hierro,  extendiéndose  la  misma  defensa  á  sos  caballos. 
Cada  ono  de  estas  gentes  de  armas  llevaba  á  sos  inmediaciones  tres 
ó  mas,  mas  ligeramente  armados  y  montados  en  goisa  de  escoderos 
ó  sirvientes,  y  esta  asociación  ó  gropo  recibía  la  denominación  de 
lanza.  Así  se  contaba  el  ejército  y  los  trozos  de  qoe  se  componía , 
por  lanzas. 


81  HISTOEU  I>S  FBUPS  U. 

Guando  cod  el  renacimiento  de  las  letras  se  estudió  la  antigüedad 
y  resucitaron  sus  grandes  escritores,  hizo  sin  duda  impresión  la 
importancia  que  daban  á  las  tropas  de  á  pié,  y  hasta  qué  punto 
formaban  el  núcleo  y  la  fuerza,  sobre  todo  en  los  ejércitos  roma- 
nos* Todos  los  príncipes  de  Europa  se  dedicaron  casi  á  un  tiempo 
á  la  mejora  de  su  inCsintería,  siendo  de  notar  que  la  base  de  las  re- 
formas fué  una  imitación  mas  ó  menos  perfecta  de  la  legión  roma- 
na» con  las  diferencias  indispensables  en  la  de  las  armas;  comen- 
zándose á  introducir  poco  á  poco  en  la  infantería  las  de  fuego*  Los 
pasos  que  sobre  esto  se  dieron  en  Espafia,  en  Franciai  en  Italia,  en 
Alemania  parecen  simultáneos.  La  infantería  salió  de  su  abyección, 
y  desde  entonces  fué  el  servicio  en  sus  filas  honorífico,  digno  de  las 
mayores  distinciones» 

La  infantería  espaDola  comenzó  muy  pronto  á  distinguirse  y  ¿ 
adquirir  un  renombre  que  no  perdió  ni  en  aquel  ni  en  el  siguiente 
siglo.  Se  hizo  objeto  de  respeto  y  admiración  en  NápoleSi  bajo  el 
mando  del  gran  capitán,  y  este  brillo  lo  conservó  en  los  ejércitos 
de  Garlos  Y.  Guando  describamos  las  guerras  de  su  hijo,  se  la  verá 
representar  un  papel  igualmente  distinguido. 

Los  trozos  primitivos  de  esta  infantería,  que  corresponden  sobre 
poco  mas  ó  menos  á  nuestros  batallones,  se  llamaban  Tercios;  y 
compuestos  de  mas  ó  menos  compaüías  según  las  circunstancias  del 
alistamiento.  La  clase  inmediata  á  la  de  soldado  raso  era  la  de  ca- 
poral, que  corresponde  á  nuestro  cabo.  Habia  cuatro  caporales  en 
cada  compaDía.  Después  seguía  la  de  sargento,  nombre  bien  cono- 
cido entre  nosotros.  Gada  compaliía  tenia  su  bandera.  Era  el  capi- 
tán quien  la  formaba,  alistaba  y  entretenía.  £1  oficial  que  lievaJt>a 
la  bandera  de  la  compafiía^  tenia  el  título  de  alférez. 

Sobre  la  clase  de  capitán  habia  la  de  sargento  mayor,  nombre 
también  muy  conocido  de  nosotros.  Eran  sus  funciones  parecidas  á 
las  que  ejercen  en  el  día  los  segundos  jefes.  Entendían  en  la  conta- 
bilidad de  todo  el  cuerpo,  en  los  pormenores  del  servicio,  en  llevar 
el  alta  y  baia  de  las  diferentes  plazas,  en  la  instrucción  y  táctica  de 
sn  tercio  respectivo,  en  todo  lo  relativo  al  arreglo  de  las  marchajiy 
al  seDalamiento  y  trazado  de  los  campamentos. 

£1  jefe  del  tercio  tenia  el  nombre  de  maestre  ó  mestre  de  campo, 
usado  también  por  los  franceses.  Eran  sus  funciones  muy  .pareci- 
das 4  las  de  nuestros  coroneles ,  por  lo  que  no  necesitan  expli- 
carse. 


CAíwoiovr.  83 

La  iofanterfa  iba  armada  de  picas ,  y  nna  parte  mas  ó  menos 
considerable,  de  arcabuces.  Eran  ios  caDones  de  estos  mas  largos 
7  de  mas  calibre  que  los  de  nuestros  fusiles.  Los  arcabuceros  He-* 
Tftban  una  horquilla  en  que  los  apoyaban  en  el  momento  de  hacer 
faego,  y  como  las  llaves  no  estaban  inventadas  todavía ,  usaban 
para  darles  fuego  de  una  mecha. 

Algunos  piqueros  iban  armados  de  rodela.  No  la  llevaban  los 
arcabuceros.  También  se  conocían  soldados  armados  de  ballesta; 
mas  esta  arma  había  comenzado  á  desaparecer  á  fines  del  siglo 
precedente.  Desde  que  se  conoció  el  alcance  y  eficacia  de  las  balas, 
quedaron  en  desuso  los  dem&s  géneros  de  proyectiles.  Picas  y  ar- 
cabuces eran  conocidos  en  aquel  siglo  y  aun  en  el  inmediato,  hasta 
SQ  último  tercio,  que  quedaron  solo  mosquetes  ó  fusiles. 

Con  cada  dos,  tres  ó  mas  tercios,  se  formaba  un  escuadrón,  Ha-* 
mada  así  por  la  forma  de  cuadro  que  se  le  daba  en  orden  de  bata- 
lla. Había  cuadros  de  terreno  que  equivalían  á  nuestros  cuadros 
actuales  de  infantería,  y  cuadros  de  hombres  que  venían  á  ser  la 
falange  griega  ó  macedonia.  Regularmente  tenían  60  hombres  de 
frente  y  20  de  fondo,  y  al  revés,  20  en  el  primer  sentido ,  y  60  en 
el  segundo.  Suponemos  que  la  primera  formación  seria  la  de  ba- 
talla, y  la  segunda  la  de  marcha  ó  de  columna.  Cuando  se  veía  un 
escuadrón  amenazado  por  todas  partes  de  caballería ,  formaba  el 
cuadro  verdadero ,  bien  de  terreno ,  bien  de  hombres ,  según  las 
circunstancias.  Los  piqueros  se  consideraban  como  la  infantería  de 
línea;  los  arcabuceros  formaban  regularmente  en  los  ángulos  del 
escuadrón  ó  en  sus  filas  centrales ,  haciendo  fuego  por  encima  de 
los  primeros,  que  se  bajaban  un  poco  en  el  acto  de  hacer  la  pun- 
tería y  los  disparos.  También  se  componían  por  lo  regular  de  arca*» 
buceros  las  tropas  de  vanguardia. 

Para  saber  la  poca  eficacia  de  esta  arma  arrojadiza ,  nos  basta 
leer  en  Sandoval ,  que  en  la  jornada  de  Pavía  bobo  soldados  que 
dispararon  hasta  diez  tiros  durante  la  batalla.  Otra  cosa  no  podía 
suceder  tratándose  de  una  arma  tan  incómoda,  tan  pesada,  que  era 
preciso  apoyar  sobre  una  horquilla  para  hacer  bien  la  puntería, 
necesitándose  además  la  mecha  para  dispararla.  En  las  relaciones 
de  conducción  del  material  de  guerra  se  hace  mención  de  carros  de 
pólvora  y  carros  de  balas  ó  pelotas  como  entonces  se  llamaban ,  lo 
que  da  á  entender  que  no  se  conocían  los  cartuchos.  Los  soldados 
llevaban  sin  duda  por  separado  entrambas  cosas.  El  mismo  bísto- 


81  HISTOUA  M  RLTPl  U. 

riador  en  la  relación  de  la  batalla  ya  ciiada ,  nos  díee  que  los 
arcabuceros  espafioles  para  cargar  coa  mas  velocidad ,  habiao  to- 
mado la  precaución  de  meterse  las  balas  en  la  boca. 

La  caballería  se  dividía  en  pesada  ú  hombres  de  armas,  y  lige- 
ra. Los  primeros  iban  armados  de  todas  armas,  de  casco ,  coraza, 
espada  y  lanza.  Los  segundos  usaban  por  lo  regular  arcabuces,  y 
si  algunos  llevaban  coraza  iban  sin  rodela.  Usaban  además  una  es- 
pecie de  pica  ó  lanza  corta  á  que  daban  el  nombre  de  jineta.  La 
caballería  formaba  cuerpos  de  400  á  500  hombres. 

En  cuanto  á  la  artillería,  ya  se  ha  conocido  su  grandísima  im- 
portancia de  mucho  mas  antiguo.  En  la  construcción  de  sus  piezas, 
entraba  á  par  que  el  interés  de  la  defensiva  ó  la  ofensiva,  el  amor 
propio  y  orgullo  de  los  principes.  Era  la  construcción  de  los  cafio- 
nes  objeto  de  un  gran  lujo,  y  los  reyes  rivalizaban  sobre  quién  los 
tendría  mas  largos  y  de  mas  calibre.  No  hay  mas  que  ver  las  mol- 
duras, los  adornos  con  que  se  ha  querido  engalanar  estas  máqui- 
nas de  destrucción,  para  hacer  ver  la  importancia  que  se  daba  en- 
tonces á  un  objeto  que  hoy  parece  secundario. 

Eran  de  enorme  tamaño  y  desmesurada  carga  ciertas  piezas  que 
con  el  nombre  de  bombardas  ó  lombardas  se  emplearon  á  princi- 
pios del  siglo  XY  en  el  sitio  de  Balaguer  y  de  Setenil,  en  el  reino 
de  Granada.  A  mediados  de  aquel  siglo,  hizo  un  gran  papel  en  el 
sitio  de  Gonstantinopla  un  caSon  monstruoso  que  llevaba  consigo 
Mahoma  11,  como  el  instrumento  mas  eficaz  de  su  conquista.  Te- 
nia 12  palmos  de  circunferencia;  calzaba  una  bala  de  piedra  de  seis 
quintales,  y  era  su  alcance  de  una  milla .  Era  tan  tremenda  su  ex- 
plosión, que  para  evitar  sustos  se  avisaba  antes  de  ponerle  en 
juego  con  objeto  de  probarle.  Tiraban  de  él  treinta  carros  con  se- 
senta bueyes.  Iban  delante  250  obreros  allanando  los  caminos  por 
donde  transitaba,  y  para  andar  150  millas  fueron  precisos  cerca  de 
dos  meses.  Un  caDon  mas  considerable  todavía  se  conservaba  ó  se 
conserva  en  el  castillo  de  los  Dardanelos.  Calzaba  una  bala  de 
quince  quintales,  y  la  arrojaba  á  la  distancia  de  600  toesas. 

En  la  ciudad  de  Baza  se  hallaron  40  piezas  abandonadas  por  el 
enemigo.  La  mayor  tenia  11  pies  y  10  pulgadas  de  largo  y  20 
pulgadas  de  diámetro  en  la  boca.  Estaba  compuesto  el  cuerpo  de 
barras  de  hierro  colado  de  dos  pulgadas  de  espesor ,  unidas  unas 
con  otras  como  las  duelas  de  una  cuba  sujetas  con  aros  ó  cercos 
también  de  hierro  que  servían  para  darle  consistencia.  Las  piezas 


mas  largfts  tADÍaD  treíRta  de  estos  arof,  y  4iez  las  de  las  mas  cor* 
tas  dimensiones. 

Se  daban  á  «stas  piezas  nombres-  diferentes,  sacado  la  mayor 
parte  de  ellos,  para  indiear  el  t^rible  efecto  de  sus  tiros,  de  ciertos 
animales  mas  conocidos  por  daQinos.  Así  babia  caOooes  basiliscos, 
drsgones,  sierpes,  culebrinas,  fakonetes,  según  sus  dimensiones. 
También  se  conocían  los  nombres  de  pasavolante,  ribadoquin,  je-^ 
ringa,  cerbatana,  bucano,  esmeril,  esmerílejo,  etc. 

El  arcaban  ftt4  la  últíiaa  pieza  de  fuego  inventada  por  aqueHos 
tiempos;  es  decir,  que  se  fueron  acbicando  tanto  los  caDoaes  que  se 
bioieroB  una  arma  individual;  mas  el  número  de  las  de  fnega  era 
«Dtonees  sumamente  escaso  con  respecto  al  de  las  picas. 

La  artillería  aunque  ya  usada  á  últimos  del  siglo  XV  y  priuci-^ 
píos  del  siguiente,  como  arma  de  campaña  y  de  batalla,  to  entraba 
como  dotación  fija  y  arreglada  de  un  ejército,  según  se  practica  en 
los  actuales.  Se  tenia  ea  mas  ó  menos  cantidad,  según  los  posibles 
y  las  circunstancias.  La  de  Carlos  Y  ea  las  primeras  guerras  delta* 
lía  faé  sumamente  escasa  coa  respecto  á  la  del  rey  de  Francia.  No 
presenté  ea  la  haitalla  de  Pavía  mas  que  cuatro  píeaas,  tomadas 
desde  üq  principio  por  k>s  enemigos,  mientras  las  de  esios  eran 
Imiata,  que  cm  todo  el  resto  del  material  cayeron  al  fio  en  nue&^ 
tras  oíanos.  Mae  si  Garlos  V  tenia  en  Italia  tan  poca  artillería,  no 
sucedia  lo  mismo  en  EspaOa  donde  habia  un  tren  de  ella  formida- 
ble. El  lector  no  ver&  can  disgusto  oopiada  aquí  la  relación  que  hace 
Sandoval  de  las  piezas  que  segukn  al  emperador  en  su  entrada  ea 
Vailadolíd,  en  iS22  á  su  regreso  de  AJensaaia^ 

uiS  falconetfis  de  á  16  palmos  cada  uno  de  largo;  4  de  ellos  de 
foedio  adelante  rosqueados  y  con  las  coronas  imperiales,  y  los  S4 
restantes  ochavados  todos.  Por  la  boca  de  cada  uno  cabia  un  pu&o 
grande.  Cinco  pares  de  muías  tiraban  de  cada  ano. 

lílH  cafioaes  de  17  \\i  palmos  de  largo  y  taboca  de  caei  un 
pahno.  Los  12  de  estos  eran  con  flores  de  lis.  Tiraban  de  cada  uno 
ocho  pares  de  muías. 

»16  serpentinas  de  11  palmos  de  largo  y  de  boca  un  palmo.  Ti- 
raban  de  cada  una  22  pares  de  muías. 

»Una  bombarda  de  10  palmos  de  largo  y  2  de  boca,  tirada  por 
30  pares  de  muías. 

»Un  trabuco  que  decían  magnus  draco,  coa  una  cabeza  de  ser- 
piente á  manera  de  dragón  tcon  el  rey  don  Felipe  I,  d^ujado  en  él 

Tomo  i.  12 


86  HISTORIA  DB  FELIPE  lí. 

coD  SUS  armas  reales:  tenía  26  palmos  de  largo  y  1  de  boca,  y  ti- 
rado por  34  pares  de  muías. 

x>Dos  tiros  famosos,  llamados  el  polllub  y  la  pollioa,  de  16  pal- 
mos de  largo,  y  1  1|2  de  boca,  tirados  cada  uoo  por  34  pares  de 
muías. 

^Uq  tiro  llamado  Espérame  que  allá  voy,  de  17  palmos  de  largo 
y  casi  dos  de  boca,  tirado  por  32  pares  de  muías. 

x>Dos  tiros  llamados  Santiago  y  Santiaguitode26  palmos  de  largo 
y  1  deboca,  llenos  de  flores  de  lis  con  las  armas  francesas.  Tiraban 
de  cada  uno  36  pares  de  muías. 

»Un  tiro  donde  venia  el  emperador  dibujado  con  las  armas  de  sus 
reino.<«  de  16  palmos  de  largo  y  1  y  1[2  de  boca,  tirado  por  34  pa- 
res de  muías. 

)f>Un  tiro  nombrado  el  Gran  Diablo  de  18  palmos  de  largo  y  2 
casi  de  boca.  Tirábanle  38  pares  de  muías. 

»74  piezas  por  todo,  con  mas  9  montajes  de  respeto,  arrastrados 
por  7  pares  de  muías  cada  uno;  de  modo  que  el  total  de  muías  era 
2,128,  y  el  de  carreteros  para  guiarlas  1,074.  Además  venian 
azadoneros  para  componer  los  caminos.  En  Santander  quedaban  de 
munición  y  pelotería  (pólvora  y  balas)  mas  de  1,000  carros.  La 
marcha  del  tren  era  conforme  al  ór^en  que  vit  escrito,  y  el  todo  era 
precedido  de  la  guia,  que  era  un  caballero  en  un  caballo  blanco  que 
iba  eligiendo  el  camino.» 

Por  aquel  tiempo,  es  decir,  en  la  primera  cuarta  parte  del  siglo 
se  hablan  establecido  en  EspaDa  fábricas  de  pólvora  y  las  famosas 
fundiciones  de  Málaga  y  Sevilla.  Desde  la  misma  época  tuvo  un  jefe 
particular  la  artillería  de  Espafia.  A  veces  habia  un  director  parti- 
cular para  la  artillería  de  los  estados  de  Flandes,  y  otro  para  los  de 
Ñapóles. 

Por  entonces  ya  habia  tenido  lugar  la  invención  de  las  minas  que 
se  debe  al  espaDol  Pedro  Navarro,  y  fueron  ensayadas  por  primera 
vez  delante  de  la  isla  de  Cefalonia  sitiada  por  las  armas  de  Gonzalo 
de  Córdoba.  Mas  tal  vez  no  hay  en  esto  bastante  exactitud,  y  habrá 
comenzado  en  otra  parte  su  uso,  aunque  siempre  fué  en  las  guerras 
de  Ñapóles.  Pedro  Navarro  empleó  las  minas  con  igual  felicidad  cq 
los  sitios  de  Gastellnuovo  y  del  Uovo,  castillos  que  se  rindieron  k 
nuestras  armas  en  la  segunda  guerra  después  de  la  vuelta  de  Gon- 
zalo á  Ñapóles. 

Las  minas  inventadas  por  Navarro  fueron  las  de  pólvora,  pues 


CAPITULO  VI.  87 

sin  ella  ya  se  usaban  antes.  Se  hacían  galerías  subterráneas  que 
apuntaban  con  maderos  á  que  se  daba  fuego,  para  que  la  fábrica 
construida  sobre  aquel  terreno  se  desmoronase.  Mas  este  proceder 
debió  de  ser  muy  lento  y  de  muy  poca  eficacia,  comparado  á  la  ter- 
rible voladura  de  una  mina. 

El  ramo  de  ingenieros  estaba  probablemente  unido  al  de  artille- 
ría, ó  por  hablar  mas  propiamente,  no  componían  los  dos  mas  que 
uno  solo.  La  voz  engeño,  aplicada  á  toda  máquina  grande  de  batir, 
lo  índica  suficientemente. 

En  cuanto  al  ramo  de  los  sitios,  estaba  en  aquellos  tiempos  muy 
atrasado  con  respecto  á  los  demás  que  constituyen  el  arte  de  la 
guerra,  por  ser  sin  duda  el  que  exige  mas  método,  mas  exactitud, 
mas  orden  en  las  combinaciones.  El  descubrimiento  de  la  pólvora, 
que  aumentó  sin  duda  los  medios  de  ataque,  no  produjo  desde  un 
principio  un  cambio  sensible  en  los  de  la  resistencia.  Las  fortifica- 
ciones permanecieron  en  el  mismo  estado  en  que  se  hallaban  en  los 
tiempos  anteriores;  es  decir,  que  la  invención  de  aquellas  terribles 
máquinas  de  batir  que  arrojaban  moles  de  un  empuje  irresistible, 
no  hicieron  aumentar  el  espesor  de  las  murallas.  Sin  duda  no  cor- 
respondía el  acierto  de  los  tiros  á  la  fuerza  de  los  proyectiles,  y  la 
mayor  parte  de  estas  máquinas  eran  mas  aparatosas  que  eficaces. 
Los  sitios  eran  lentos,  y  por  muchos  medios  que  se  empleasen  tanto 
en  el  ataque  como  en  la  defensa,  lucia  mas  en  ellos  el  valor  y  arrojo 
del  soldado,  que  la  habilidad  del  ingeniero.  La  mayor  parte  de  las 
plazas  se  tomaban  por  asalto,  empleando  siempre  el  medio  de  las 
escaladas.  Gontrayéndonos  á  las  épocas  del  siglo  XV  y  mitad  del 
XVI,  veremos  la  confirmación  de  aquesto  mismo.  Duraron  mucho 
en  proporción  los  sitios  de  Balaguer,  Setenil,  de  Baza  y  otros  mas 
puntos  fuertes  del  reino  de  Granada,  que  cayeron  á  fines  del  siglo 
XV  en  poder  de  nuestras  armas.  Granada  misma  le  resistió  mas  tiem- 
po del  que  debía  esperarse  del  numeroso  ejército  que  la  asediaba. 
Tuvojque  retirarse  el  ejército  francés  en  su  expedición  de  Navarra 
delante  de  los  muros  de  Logrofio,  que  no  pasaba  por  una  plaza 
fuerte.  Ni  pudo  Próspero  Colonna  en  las  guerras  de  Italia  entrar  en 
Parma,  ni  los  franceses  apoderarse  por  medio  de  un  sitio,  de  Milán 
después  que  la  ocuparon  nuestras  armas.  Entró  prisionero  en  los 
muros  de  Pavía  el  rey  Francisco  I,  que  dos  días  antes  la  asediaba, 
y  un  afio  después  tuvieron  los  franceses  que  renunciar  á  la  toma  de 
Ñapóles,  con  que  se  había  lisonjeado  tanto  tiempo.  El  mismo  Car- 


88  niSTOAIA  DE  FELIPE  II. 

los  V  tuvo  qae  retirarse  de  los  maros  de  Marsella  cod  harta  pérdida 
y  trabajos,  renovándosele  la  misma  desgracia  algunos  aOos  después 
delante  de  Melz,  á  pesar  del  ejéreito  formidable  que  mandaba.  Muchos 
ejemplos  mas  de  aquella  época  nos  harán  ver  io  superior  que  era 
la  defensa  de  las  plazas  al  ataque,  y  que  el  arte  de  usar  bien  las 
terribles  máquinas  que  contra  los  muros  se  empleaban,  no  corres- 
pondian  á  su  descubrimiento.  La  artillería  estaba  casi  en  mantillas, 
comparada  con  el  gran  desarrollo  que  recibió  en  los  siglos  posterio- 
res y  la  perfección  á  que  ha  llegado  en  nuestros  tiempos. 

El  sitio  mas  célebre  en  el  reinado  de  Carlos  V  fué  el  de  Rodas, 
por  lo  formidable  del  ataque,  por  lo  heroico  de  la  resistencia,  por 
el  carácter  de  las  dos  partes  contendientes,  por  los  efectos  importan- 
tes que  produjo.  El  lector  nos  permitirá  que  pc^r  via  de  episodio 
consagremos  unas  cuantas  páginas  á  lo  que  las  ha  merecido  tan 
brillantes  en  la  historia.  Estaban  desde  el  aOo  de  131S  los  caballe- 
ros de  San  Juan  en  posesión  de  aquella  isla,  cuya  situación  les  daba 
medios  de  empeDarse  en  correrías  muy  felices  contra  los  infieles. 
Era  la  orden  rica  y  poderosa,  y  podia  pasar  por  una  potencia  marí- 
tima, siempre  armada  y  siempre  en  guerra.  Debió  pues  de  ser  un 
objeto  de  odio  y  terror  para  los  turcos  que  ya  comenzaban  á  domi^ 
nar  en  el  Mediterráneo.  Después  de  haberse  hecho  dueBo  de  Gom« 
tantinopla,  extendió  Mahoma  11  sus  armas  victoriosas  á  la  Grecia, 
y  se  aposesionó  de  varias  islas  en  el  archipiélago.  Por  los  afios  de 
14S0  cayó  con  so  armamento  formidable  sobre  Rodas,  siendo  gran 
maestre  de  la  orden  Pedro  de  Aubusson  que  hizo  su  nombre  céle- 
bre por  esta  circunstancia.  Fué  este  uno  de  los  sitios  mas  obstinados 
y  sangrientos,  comparable  solo  con  el  que  tovo  lugar  algunos  aDos 
después,  y  que  luego  va  á  ocuparnos.  Eran  muy  numerosas,  moy 
escogidas  las  tropas  del  Sultán,  tan  inclinado,  tan  ansioso  siempre 
de  presentarse  con  un  formidable  tren  de  artillería,  y  aunque  el  mis- 
mo Mahoma  no  acudió  personalmente,  sabían  bien  sus  generales 
que  era  preciso  vencer  ó  perecer  en  la  demanda.  Fué  grande  elem- 
peüo  de  los  jefes,  el  arrojo  de  las  tropas  que  embistieron.  Varias 
brechas  abrieron  sus  caOones;  mas^  de  una  vez  subieron  al  asalto 
hasta  llegar  á  alojarse  en  una  de  sus  torres;  mas  fueron  superiores 
á  tanto  denuedo  el  valor  admirable  y  la  constancia  de  los  caballeros 
cuyo  gran  maestre  se  condujo  en  todas  ocasiones  como  gran  capi- 
tán y  gran  soldado.  Al  fin  se  cansaron  los  turcos  de  tao  obstÍDada 
resistencia.  Desmayados  con  las  penalidades  de  tan  largo  sitio,  con 


GáHrULO  Vl  89 

las  enfermedade»  qa«se  mamfei^taroii  cnel  campo,  Tolvieroa  á  em- 
baroarae;  mas  el  grao  SeBor  do  pensaba  en  otra  cosa  que  eo  saWar 
el  desaire  de  sus  armas  cuando  le  cogió  la  muerte  en  sus  proyectos. 
Era  mi  designio  sujetar  á  Rodas,  fué  una  de  las  pocas  cosas  que 
mandó  Maboma  se  escribiesen  sobre  su  sepulcro.  No  se  podia  bacer 
del  valor  de  los  caballeros  de  San  Juan  un  elogio  mas  magnífico. 

Los  dos  sucesores  de  Maboma  no  renovaron  las  hostilidades  en  la 
isla.  Bayaceto  I!  no  era  un  gran  guerrero,  y  el  breve  reinado  de  Se- 
liin  I  se  empleó  particularmente  en  )a  conquista  de  la  Siria  y  del 
Egipto.  Solimán  II,  sucesor  de  este  último,  heredó  so  carácter  am« 
Iwioso,  y  si  no  fué  tan  sanguinariamente  Teroz,  estaba  dotado  de 
mas  inteligencia.  Subió  este  príncipe  al  trono,  eon  muy  corta  dife- 
rencia, cuando  Carlos  Y;  ya  hemos  visto  cuánto  figura  por  su  poder, 
por  sus  conquistas,  por  sus  relaciones  con  los  príncipes  cristiaoos 
entre  los  principales 'personajes  de  la  época.  Mereció  este  sultán  el 
nombre  de  legislador  entre  los  suyos  por  las  reglas  que  estableció 
en  la  administración ,  por  la  observancia  de  las  formas  de  derecho  y 
de  justicia:  en  la  cristiandad  se  le  conoció,  como  sabemos,  con  el 
dictado  de  magnífico.  Era  un  coloso,  como  ya  hemos  observado,  el 
imperio  otomano  en  aquel  siglo.  En  menos  de  doscientos  afios  habían 
pasado  los  sultanes  turcos  de  emires  ó  simples  jefes  de  una  tribu 
militar  á  sucesores  de  los  cesares  de  Oriente.  Era  como  la  de  los 
romanos  la  política  de  los  turcos,  la  conquista.  Una  serie  no  inter* 
rompida  de  monarcas  guerreros  y  grandes  capitanes  hablan  ensan- 
chado  á  porfía  las  fronteras  de  su  imperio.  Comenzó  Solimán  su 
carrera  militar  con  el  sitio  y  toma  de  Belgrado,  plaza  fuerte  en  la 
confluencia  del  Danubio  con  el  Sava,  y  llave  por  aquella  parte  de 
la  Hungría:  fué  su  segunda  conquista  la  de  Rodas,  y  en  la  que 
pensaba  desde  su  subida  al  trono.  Varios  consejeros  quisieron  di- 
suadirle de  un  sitio  que  con  tan  infaustos  auspicios  se  habia  pre- 
sentado en  tiempo  de  Maboma  II;  mas  otros  cortesanos  trataron  de 
halagar  su  ambición,  dando  elogios  á  la  empresa.  Quiso  sin  em*^ 
bargo  proceder  por  vías  de  negociación,  exigiendo  Solimán  de  los 
caballeros  de  Rodas  que  se  le  sometiesen,  prometiéndoles  seguridad 
por  medio  de  un  tributo;  mas  tuvo  la  respuesta,  que  sin  duda  es- 
peraba, como  pretexto  de  una  guerra  abierta. 

Hacia  ya  tiempo  que  veia  inevitable  esta  tempestad  VilHers  de 
Msle  Adam,  gran  maestre  de  la  orden.  Con  la  anticipación  debi- 
da, habia  tomado  todas  las  medidas  necesarias  para  poner  la  plaza 


90  HISTOEIA  DB  FBUPE  II. 

m 

en  estado  de  defensa,  allegando  víveres  y  inaniciones,  aumentando 
la  artillería,  reparando  las  m.urallas,  mandando  arruinar  todas  las 
casas  de  los  alrededores,  removiendo  y  allanando  cuanto  á  los  tur- 
cos pudiese  servir  de  algún  abrigo.  Todos  los  caballeros  de  San 
Juan  recibieron  orden  de  presentarse  inmediatamente  en  Rodas.  A 
todos  los  príncipes  de  la  cristiandad  se  dirigió  el  gran  maestre  pi- 
diendo auxilios  para  una  defensa  en  que  tanto  se  interesaba  la  Eu- 
ropa entera;  mas  ninguno  de  ellos  acudió  á  tan  sentido  llamamien- 
to. Estaban  demasiado  ocupados  Carlos  Y  y  Francisco  I  en  sus  con- 
tiendas particulares,  para  consagrar  una  pequefia  parte  de  sus  tro- 
pas á  un  objeto  tan  patriótico  y  tan  santo.  El  mismo  papa  Adriano 
se  mostró  sordo  á  las  súplicas  del  gran  maestre,  y  no  quiso  des- 
prenderse de  tres  mil  hombres  que  tenia  á  su  disposición,  por  no 
disgustar  al  emperador,  á  cuyo  servicio  estaban  destinados. 

Pasó  el  gran  maestre  de  San  Juan  revista  á  sus  tropas,  que  as- 
cendían &  seiscientos  caballeros  y  cuatro  mil  quioientos  soldados  de 
la  orden.  Con  tao  escasa  guarnición  aguardó  la  llegada  de  los  tur- 
cos, que  en  mayo  de  1522  desembarcaron  en  número  de  cien  mil, 
según  algunos,  y  de  ciento  cincuenta  mil,  como  afirman  otros. 
No  hay  duda  de  que  eu  semejaotes  casos  se  exagera  siempre  el  nú- 
mero; mas  era  de  todos  modos  un  armamento  formidable. 

La  plaza  de  Rodas,  capital  de  la  isla  de  este  nombre,  se  hallaba 
dividida  en  ciudad  alta,  donde  había  un  castillo,  residencia  del  gran 
maestre,  y  ciudad  baja  en  la  misba  playa  del  mar  en  forma  de 
media  luna,  con  un  puerto  á  cada  extremidad,  y  en  medio  de  ellos 
un  baluarte.  Estaba  ce&ida  de  un  doble  recinto,  con  dobles  torreo- 
nes y  cinco  baluartes  en  las  partes  mas  débiles  y  expuestas.  Para 
el  reparo  de  las  fortificaciones  y  la  construcción  de  otras  nuevas, 
hablan  trabajado  todos  personalmente,  sin  distinción,  desde  el  mis- 
mo gran  maestre  hasta  el  último  habitante,  inclusas  las  mujeres. 
Se  sabe  hasta  qué  punto  llegan  en  estos  casos  el  ardor  y  el  entu- 
siasmo, cuando  hay  un  jefe  hábil  que  sabe  dar  ejemplo.  Era  ade- 
más aquella,  una  guerra  religiosa  en  que  se  trataba  de  libertar  la 
isla  del  yugo  de  los  mahometanos. 

Desembarcaron  los  turcos  como  á  unas  ocho  millas  de  la  plaza 
que  embistieron  en  seguida;  mas  fueron  sus  primeros  ataques  inu- 
tilizados por  la  artillería  de  las  caballeros.  Comenzaron  muy  pronto 
á  desmayar  las  tropas  turcas  por  enfermedades,  tal  vez  por  re- 
cuerdos del  sitio  anterior  donde  se  habia  derramado  sin  fruto  tanta 


CAPITULO  VI.  91 

sangre,  Qaejas  y  murmurácioDes  circuIaroD  6d  el  campo,  y  poco  á 
poco  degeoeró  el  descootenlo  en  abiertos  alborotos.  SolimaD  que 
sopo  el  estado  de  las  cosas,  voló  á  remediarlas,  presentándose  en 
el  campo.  Inmediatamente  bizo  comparecer  ante  su  persona  al  ejér- 
cito sin  armas.  Después  de  arengarle  y  afear  ,con  rostro  y  acento 
terrible  su  conducta,  dio  orden  á  los  soldados  armados  que  por  to- 
das partes  los  cercasen.  Mas  tales  fueron  las  muestras  de  dolor  y 
arrepentimiento  de  los  culpables,  que  afectó  aplacarse  el  gran  Se- 
Sor  y  los  volvió  á  su  gracia.  Desde  este  momento  se  restablecieron 
el  orden  y  la  disciplina,  pudiendo  decirse  con  rigor  que  el  sitio  co- 
menzaba entonces. 

Se  continuó  la  trinchera  con  ardor:  la  artillería  comettzó  á  jugar 
de  nuevo  por  una  y  otra  parte.  Derribaron  los  turcos  con  la  suya 
la  torre  de  la  iglesia  de  San  Juan,  cuyas  campanas  servían  de  se- 
fiales^  y  para  dominar  las  fortificaciones  de  la  plaza,  construyeron 
dos  caballeros  mas  altos  que  los  muros. 

Referir  uno  por  uno  todos  los  acontecimientos  y  lances  de  este  si* 
tio,  seria  prolijo  y  daría  á  nuestro  trabajo  una  extensión  que  desde 
luego  no  nos  propusimos.  Todos  los  choques  se  presentaron  de 
igual  carácter  por  la  faría  del  atacador,  por  la  admirable  constan- 
cia, por  la  obstinación  de  la  defensa.  Trataron  al  principio  de  aco- 
meter por  varios  puntos  á  la  vez;  mas  fueron  repelidos  con  gran 
pérdida.  Después  reconcentraron  sus  esfuerzos  sobre  uno  de  los  tor* 
reones  llamado  de  San  Nicolás,  cuya  artillería  desmontaron  y 
donde  abrieron  una  brecha  muy  considerable;  mas  al  marchar  al 
asalto  se  encontraron  con  un  atrincheramiento  que  ios  caballeros 
hablan  construido  á  sus  espaldas.  Desistieron  los  turcos  del  ata- 
que y  dirigieron  sus  baterías  contra  uno  de  los  baluartes,  em- 
pleando al  mismo  tiempo  el  usó  de  las  minas,  por  cuyos  esfuerzos 
se  abríó  una  brecha  á  la  que  corrieron  millares  de  enemigos.  Fue- 
ron sin  embargo  rechazados  con  notable  pérdida.  Al  dia  siguiente 
renovaron  el  asalto  con  fuerzas  mas  considerables,  se  apoderaron 
del  baluarte,  y  ya  tremolaba  la  bandera  victoriosa,  cuando  acudió 
en  persona  el  gran  maestre  al  frente  de  unos  cuantos  caballeros, 
con  cuyo  ejemplo  se  entusiasmaron  de  nuevo  sus  soldados  é  hicie- 
ron retroceder  á  los  infieles  de  lo  alto  de  los  muros. 

Eran  muy  frecuentes  estos  choques  en  que  los  turcos  salían  t6^ 
chazados  con  notable  pérdida.  Ya  comenzaba  el  Sultán  á  impacien- 
tarse, á  enfurecerse  con  tanto  revés  que  comprometía  la  gloría  de 


H  HISTORIA  DB  fítLíK  lí. 

9xa  armas.  Ajdsíoso  por  salir  de  aquella  líitiiacion,  codvoc¿  un  coa**- 
«jo  dfl  gverra  extmondJoarío.  Fueron  alguaM  de  opinión  de  reti^ 
rarse;  otros,  que  codocíía  mejor  el  oar&ctor  del  Sultán,  le  aconse'- 
jaron  que  llevase  adelante  las  operaciones.  Ordenó  Solimán  un  ata- 
que general,  que  tuvo  efecto  el  21 4}e  setiembre.  Fué  espantoso  «1 
Gb9qa«,  gMerai  el  conflicto  ^ntre  las  tropas  de  una  y  otra  parte. 
Preseneíaba  el  cooJwti  el  Saltan  desde  una  próxima  eminencia,  y 
animaba  á  ios  suyos  con  la  voz  y  oon  el  ^to.  Peleaba  como  un 
soldado  el  gran  maestre^  acudiendo  con  su  medía  pica  k  donde  el 
peligra  reclajnaba  fiu  pi^seaeia.  Se  presentaron  los  otomanos  en  un 
principio  victoriosos;  llegaron  á  verse  dueños  del  trinarte  de  Es«* 
palla;  mas^xperinentaron  la  misma  suerte  4e  oirás  veces.  Repeli- 
dos^ obligados  k  retirarse  lleaosde  espanto  y  de  consternación,  de*" 
jaron  mas  da  quince  mü  muertos  al  pié  y  sobre  los  mismos  mwos 
de  Ja  plaza« 

Basta  el  simple  relato  de  «stos  hechos  para  que  aparezca  cm 
todo  su  esi^udor  el  arrojo  y  valentía  q«e  desplegaros  los  cabaile- 
ros  de  San  Juan  en  aqiiellos  choques  memorables*  Era  un  combate 
k  jnaerte  entre  rivales  de  ambición,  de  gloria,  de  creencias religio- 
saa,  Comhataan  ios  de  Rodas  por  su  existencia  propia,  pues  varias 
veces  babia  prometido  á  sus  soldados  Solimán  el  saco  de  la  plaza. 
Por  su  parte  se  condujíO  el  gran  maestre  oomo  jefe  4tgno  de  estos 
campeones  denodados»  Soldado  y  repiten,  4  todos  daba  ejemplo  de 
valor,  oooM  d«  sereaidad  y  eonstanda.  Habiendo  sido  herido  uno 
de  los  jefes  llamado  Martinengo,  que  dirigía  los  •trabajos  de  la  for- 
tificaetoa,  y  estaba  encargado  de  la  nfefaesa  de  un  balaarte,  se  tras* 
ladé  á  eu  piMSix)  el  gran  maestre,  y  allí  permaneció  noche  y  día, 
mientras  aq«el  fcstuvo  imposibilitado  del  servido.  Viétdose  mas  «s« 
traebado  ciüla  dia«  dio  ^den  para  que  se  retirasea  &  la  plaza  todos 
los  csaballaros  que  ocupaban  los  puntos  fuertes  de  la  isla  y  algunos 
umediatos;  así  toda  la  Orden  se  bailaba  dentro  de  los  muros.  Es^ 
teba  ctfrada  su  esperanza  en  los  refuerzos  que  aguardaba  de  varios 
pastos  de  la  cristiandad;  mas  sus  principes  no  le  enviaran  nada,  y 
algunos  particulares  que  se  embarcaron  con  socorros,  no  pudiereA 
llegar  á  la  isla  por  varios  accidentes^ 

No  estaba  mucho  mas  tranquilo  Solimán  en  vista  de  tan  obstí^ 
nada  resistoociat  Llegó  en  su  furor  á  numdar  que  matasen  á  fle- 
chare al  genenal  ea  jefe  de  su  ejército;  y  solo  ae  pudo  templar  é 
ímtM  de  Ias  súpttoas  y  prostoraaeionM  úa  «toios  jefes.  Cambió  al 


GAFintO  TI.  M 

ejérdt»  de  general,  y  el  mismo  gran  seBor  dio  otro  giro  &  su  poli- 
tica.  Le  ioquietaba  mucho  la  idea  del  socorre  próximo  que  espere'^ 
bao  los  cristiaoos,  por  lo  que  pensaba  ea  empeDar  cuanto  mas  ao* 
tes  otro  iaoce  decisivo;  pero  muy  escarmentado  de  los  anteríores^ 
apeló  á  la  fia  de  las  negociaciones,  haciendo  que  llegase  á  oídos 
de  los  habitantes  de  Rodas  qne  el  Sultán  proponía  una  capitulación» 
en  que  les  dejaba  sus  haciendas  y  sos  vidas.  Un  gran  número  de 
vecinos,  ya  quebrantados  con  tantos  padeceres,  acudieron  con  lá- 
grimas al  gran  maestre,  para  que  entrase  en  una  negociaeiofli  que 
los  salvaba  de  la  ruina.  Cerró  al  principio  sus  oidos  el  jefe  á  la  pro- 
posición, esperando  siempre  algún  refuerzo;  mas  intercedieron  por 
el  pueblo  los  patriarcas  griego  y  latino,  que  residían  en  Rodas; 
pues  el  vecindario  profesaba  por  la  mayor  parte  el  primero  de 
ambos  ritos.  Por  otra  parle,  se  hallaban  los  sitiados  en  la  mayor 
extremidad;  las  obras  exteriores,  los  torreones,  los  baluartes,  á  ex- 
cepción de  uno  solo,  no  eran  mas  que  escombros,  y  la  guarnición 
esUiba  reducida  á  nada.  Por  fio,  se  entró  en  negociaciones.  Tres 
dias  de  tregua  pidieron  los  enviados  del  gran  maestre.  Los  negó 
Solimán,  temeroso  siempre  de  la  llegada  del  socorro,  y  mandó  dar 
asalto  el  día  siguiente:  mas  aunque  fueron  los  turcos  repelidos  por 
dos  veces,  tomaron  al  fin  el  único  baluarte  que  restaba.  Se  reti- 
raron los  caballeros  al  interior  de  la  ciudad,  resueltos  á  defender 
su  último  atrincheramieoto.  Estaba  consternada  la  población,  y  se 
escuchaba  ya  la  trompeta  de  la  muerte,  cuando  volvió  á  recurrir 
el  pueblo  con  su  clamor  a!  grao  maestre.  Entonces  se  decidió  este 
á  pedir  una  capitulación,  cuyos  términos  prueban  hasta  qué  punto 
Solimán  respetaba  todavía  un  puDado  de  valientes  enterrados  entre 
escombros.  Se  couservaroo  por  ella  las  vidas  y  las  haciendas  á  los 
habitantes,  quedando  en  el  libre  ejercicio  de  su  culto;  se  permitió  la 
salida  libre  á  todos  los  caballeros  de  San  Juan,  con  sus  galeras  y 
correspondiente  artillería.  Todo  lo  demás  debía  de  quedar  en  manos 
de  los  turcos. 

Mientras  se  ajustaban  las  condiciones  del  tratado,  se  descubrió-* 
ron  unas  velas.  Los  turcos  que  las  vieron  los  primeros,  creyeron 
que  eran  los  socorros  que  esperaban  los  cristianos;  mas  luego  co- 
nocieron por  los  pabellones,  que  el  refuerzo  venia  para  ellos  mis- 
mos. Solimán,  con  medios  nuevos  de  reoovar  ventajosamente  las 
hostilidades,  guardó  sin  embargo  su  palabra;  y  se  dio  fio  al  nego- 
cio del  tratado. 

Tomo  i.  '      IS 


H  HISTORIA  Ds  helipe  n. 

El  24  de  diciembre  saiio  de  Kodas  el  grao  maestre  de  l'Isle 
Adam,  al  frente  de  sus  caballeros.  El  día  siguiente  entró  en  la  plaza 
Solimán  triunfante;  sí  se  podia  llamar  triunfo  tomar  posesión  de 
de  tantas  ruinas. 

Sabido  es  que  el  emperador  Carlos  Y  hizo  entonces  á  los  caba- 
lleros de  San  Juan  cesión  de  la  isla  de  Malta,  donde  se  establecie- 
ron en  seguida.  Ya  veremos  en  el  reinado  de  su  hijo,  que  se  vol- 
vieron á  cubrir  de  gloria  en  un  sitio  tan  célebre  como  el  de  Rodas, 
y  mucho  mas  afortunado. 


Cápma^om 


Artes.— Ciencias  y  literatura  en  la  época  de  Carlos  V. 


Se  desigoa  el  príoeípio  del  siglo  XYI  con  el  nombre  de  época  del 
rmacimienío;  como  si  dijéramos,  de  la  restauración  de  las  artes, 
ciencias,  literatura  y  demás  ramos,  que  en  los  buenos  tiempos  de 
Grecia  y  Roma,  habian  asignado  al  hombre  inteligente  y  creador 
tan  alto  puesto.  Pudiera  aparecer  de  esta  expresión  de  renadmien-' 
fo,  tomada  en  un  sentido  rigoroso,  que  todas  las  naciones  de  Eu- 
ropa se  hallaban  en  un  mismo  grado  de  rudeza;  que  nada  se  habia 
debido  al  genio  ni  al  saber  en  los  siglos  que  llaman  la  Edad  media, 
ó  que  en  la  época  del  renacimiento  no  se  habia  hecho  mas  que  res- 
tablecer é  imitar,  sin  que  los  hombres  hubiesen  pasado  á  nuevas 
creaciones.  Analicemos,  pues,  la  idea  de  renacimiento;  veamos  á 
qué  altura  se  hallaban  las  diversas  naciones  de  Europa  en  dicha 
época.  Comenzando  por  Italia,  sea  que  ciertos  climas  se  presten 
mas  que  otros  al  vuelo  de  la  inteligencia;  sea  que  el  estado  de  re- 
públicas en  que  vivió  aquella  región  desde  tiempos  tan  antiguos, 
diese  mas  campo  al  talento,  que  es  fruto  de  la  libertad,  y  se  desen- 
rolla muchas  veces  con  el  mismo  fuego  de  las  divisiones  intestinas; 
sea  que  el  comercio  y  trato  con  las  naciones  del  Oriente  los  hiciese 
imitadores  de  su  industria  y  de  sus  artes ;  sea  que  en  su  suelo  hu- 
biesen quedado  cenizas  mas  vivas  del  fuego  de  la  antigüedad  que 
en  otros,  es  un  hecho  que  Italia,  desde  el  sigjo  XII,  dejó  de  ser  lo 


96  HISTORIA  BE  FBL1P&  H. 

que  se  llama  un  país  bárbaro,  y  que  eu  los  restantes  hasta  el  lla- 
mado del  reDacímieuto,  pertenece  sío  disputa  á  laclase  de  Daciones 
cultas.  Florecían  en  un  suelo  una  porción  de  repúblicas  distinguidas 
las  unas  por  sus  artes  y  su  industria,  las  otras  por  su  navegación 
y  su  comercio,  y  todas  ellas  por  un  refinamiento  en  los  goces  y  co- 
modidades de  la  vida,  desconocidas  en  casi  el  resto  de  la  Europa. 
Las  mismas  guerras  mutuas,  en  que  con  tanta  frecuencia  se  veiaa 
envueltas,  aguzaban  su  ingenio  creador,  para  proporcionarse  re- 
cursos, y  curar  las  llagas  que  un  estado  tan  violento  producía.  Solo 
al  amor  del  trabajo ,  al  genio  de  la  industria  y  á  los  frutos  del  co- 
mercio, se  podian  deber  los  armamentos  formidables  por  tierra,  y 
mucho  mas  por  mar,  con  que  se  distinguían  Estados  de  un  corto 
territorio,  y  que  en  el  mapa  político  apenas  hoy  figuran.  El  mismo 
genio  que  producía  tantos  frutos  en  las  artes  y  en  la  industria,  ex- 
plotaba el  campo  del  saber  en  sua  diversos  ramos.  6n  medio  de 
tantas  guerras  y  convulsiones  políticas,  florecían  las  universidades, 
y  se  daba  á  las  ciencias  y  á  las  artes  el  fomento  y  homenaje  que 
las  vivifica.  De  todo  lo  que  es  magnífico  y  habla  á  la  imaginación 
se  ofrecían  algunos  monumentos,  y  la  arquitectura  no  era  la  que 
menos  brillaba  entre  las  creaciones  del  ingenio.  De  todo  esto 
gozó  Italia  antes  de  la  época  del  renacimiento.  Muy  anteriores  á 
ella  fueron  los  Dantes,  los  Petrarcas,  los  Bocacios  y  otros  genios 
célebres.  No  necesitaron  de  ella,  entre  otros,  los  inventores  del  ál- 
gebra, ni  los  descubridores  de  la  ajuga  náutica. 

Las  naciones  no  estaban,  sin  duda,  tan  adelantadas.  La  Espafia 
que  ea  la  línea  de  la  inteligencia  seguía  á  Italia,  había  debido  mu- 
cho á  la  residencia  en  ella  de  los  árabes.  Se  sabe  lo  que  florecieron 
estos  en  la  industra  y  en  las  artes;  lo  magníficos  y  brillantes  que 
fueron  en  la  arquitectura;  lo  zelosos  en  cultivar  y  difundir  los  ra- 
mos del  saber  humano,  sobre  todo,  el  de  la  medicina  y  astronomía; 
en  fundar  escuelas,  cuyo  ^ombre  es  célebre.  Desde  el  siglo  XIII 
comenzaron  á  florecer  en  EspaDa  las  mismas,  y  á  desenrollarse  el 
gusto  de  las  letras.  Ya  se  conocen  de  aquel  siglo  composiciones  poé- 
ticas en  lengua  castellana  (1),  rudas  si  sé  quiere  y  desaliñadas  en 
sus  formas;  pero  que  merecen  todavía  las  miradas  de  los  inteligen- 
tes. Las  Siete  Partidas,  prescindiendo  de  su  valor  como  una  com- 


(1)  n  poema  del  GM,  de  autor  deaooaooido;  laa  obras  poátieas  de  Gonzalo  Beroeo;  el  Alejandro 
de  Juan  Lorenzo,  aondedlebo  tiempo.  A  él  pertenecen  alf^nos  otros  de  menos  fama,  mas  cuyos 
nombres  no  se  baUan  olTidados. 


pila^D  de  leyes,  md  qqo  de  los  grandes  moQumentoii  líteraríQfi  df^ 
la  misma  época.  De  la  misoia  fechao  historiadores,  que  si  do  pasap 
por  tan  eminentes  como  fqeron  considerados  en  su  tiempo,  iqerec^ 
rán  siempre  la  reputación  de  distinguidos.  E(  siglo  XIV  en  nada, 
desdijo  del  precedente;  y  el  XV,  en  comparación  de  los  otros  dos, 

fué  un  siglo  decoro,  «ntes  que  se  Mim  entrado  en  el  rtrnaci- 
miento. 

No  seguiremos  los  demás  paises  de  Europa,  porque  seria  prolijo,' 
y  para  nuestro  objeto  muy  inútil,  Verdaderamente  lo  que  se  sabia 
de  verdadera  ciencia  era  poco,  casi  un  punto  imperceptible  en  un 
campo  inmenso  de  inutilidades  y  de  absurdos,  hoy  sepultados  en  el 
polvo.  Las  artes  eran  rudas,  excepto  algunas  consignadas  4  la  fa- 
bricación de  las  armas,  á  las  ricas  telas  donde  entrabii  la  seda,  la 
plata  y  oro  con  profusión:  y  otras  relativas  al  lujo,  que  era  todo  de 
magnificencia-  Entre  las  que  se  llaman  nobles,  solo  una  se  cultiva- 
ba con  grandeza  y  esplendor,  á  saber:  la  arquitectura,  de  formai;  y 
proporciones  muy  diferentes  de  las  usadas  por  los  griegos  y  los  ro- 
manos; mas  de  una  elegancia,  de  tin  atrevimiento,  de  una  9P<ireqte 
ligereza,  de  un  lujo  en  los  adornos  que  hacen  ws  monumento^;  el 
encanto  y  asombro  de  cuantos  los  contemplan.  Con  este  car&cter  de 
magnificeqcia  y  de  hermosura  se  erigieron  con  profusión  tefnpfos  en 
varias  regiones  de  U  cristiandad  desde  el  fin  del  siglo  XI  hasta  el 
del  XV.  Desde  entonces  ya  no  se  edifica  con  este  gusto;  mas  h^tn 
ahora  nadie  se  ha  atrevido  á  dar  mas  mérito  al  moderno. 

No  debemos  pasar  por  alto  un  ramo  de  literatura  muy  cultivado  en 
dichos  siglos,  aun  desde  los  primeros,  en  que  comienza  lo  quq  se 
llama  época  de  las  tinieblas;  á  saber,  el  de  la  historia.  Pocas  oa-^ 
dones  han  dejado  de  producir  hombres  de  algún  lustre  en  esta  cl^* 
se,  y  cuyas  obras  tocfovía  se  consoltan.  Nosotros  los  tuvimos  desde 
]a  época  de  los  reyes  visigodos,  pudiendo  presentar  entre  otros  & 
san  Isidoro,  arzobispo  de  Sevilla,  como  el  primer  historiador  de  aque- 
llos tiempos.  Los  tuvimos  en  el  siglo  VIH  (el  Pacense);  en  el  IX 
(Sebastian,  obispo  de  Salamanca);  en  el  X  (Vigila,  monje  de  Al- 
belda); en  el  XI  (Sampiro,  obispo  de  Astorga);  en  el  XII  (PelayQ, 
obispo  de  Oviedo),  con  otros  muchos  mas  de  menornota.  Floreció- 
rieron  en  el  XIII  tres  de  gran  renombre;  á  saber:  don  Lucqs,  obis- 
po de  Tuy,  llamado  el  Tudense,  eK  famoso  don  Rodrigo  Jim9nei(, 
arzobispo  de  Toledo,  y  don  Alfonso  el  Sabio,  quien  entre  varías 
obias  hizo  ó  mandó  hacer  ana  crónica  general  de  Espafia.  También 


98  HISTORIA  pt  rmite  ii. 

los  hubo  OD  el  sigaieate.  Ed  el  XV  se  compusieron  las  crónicas  de 
los  reyes  don  Pedro  el  Cruel,  don  Enrique  II,  don  Juan  I  y  don  En- 
rique III,  y  en  el  siguiente  las  de  don  Juan  II  y  Enrique  lY.  Tam- 
bién produjeron  sus  historias  los  reinos  de  Portugal  y  el  que  se  de- 
signaba con  el  de  Aragón  en  aquel  tiempo. 

Es  digno  de  atención  que  en  estos  siglos  que  soflaman  de  oscu- 
ridad se  hayan  hecho  descubrimientos  é  invenciones  que  además  del 
carácter  de  utilidad  que  los  distingue,  llevan  el  sello  del  verdadero 
genio.  Entreoíros,  se  descubrió  el  arte  de  la  relojería,  el  de  suplir 
los  defectos'de  la  vista  por  medio  de  anteojos;  en  ellos  se  constru- 
yeron los  primeros  órganos,  instrumento  músico,  desde  entonces  no 
superado  por  ninguno.  A  la  Edad  media  pertenecieron  los  invento- 
res de  la  pólvora,  los  de  la  aguja  náutica,  los  que  pintaron  por  vez 
primera  sobre  el  vidrio,  los  que  fundieron  y  emplearon  los  prime- 
ros tipos  de  la  imprenta.  El  arte  de  copiar,  iluminar,  y  adornar  de 
cualquier  otro  modo  los  libros  antes  que  dicha  invención  los  hubie* 
se  hecho  tan  comunes,  conslituia  uno  de  los  grandes  ramos  de  la 
industria.  Eran  entonces  los  libros  objetos  preciosos  de  gran  lujo, 
y  que  solo  poseian  los  hombres  opulentos.  Habia  artista  cuya  vida 
se  pasaba  en  copiar,  iluminar,  dorar,  hermosear  un  solo  libro.  De 
las  riquezas  que  en  este  ramo  nos  dejó  la  industria  de  aquel  tiem- 
po, deponen  los  depósitos  de  los  manuscritos  que  en  las  ricas  bi- 
bliotecas se  conservan. 

La  voz  pues  de  refiaeimietUo  es  de  poca  exactitud  tomada  en  su 
generalidad;  se  puede  explicar  modificándola.  Hay  épocas  en  que 
se  desarrolla  singularmente  el  espíritu  de  imitación  á  vista  de  mo- 
delos impregnados  de  belleza:  hay  otras  en  que  por  circunstan- 
cias naturales,  morales  ó  políticas,  abundan  mas  los  verdaderos 
genios.  Una  y  otra  cosa  tuvo  efecto,  sobre  todo  en  Italia,  ya  desde 
el  siglo  XII.  Auoque  desde  aquel  tiempo  habían  puesto  las  Cruza- 
das á  casi  todas  las  naciones  de  Europa  en  contacto  con  el  Oriente, 
ninguna  igualaba  en  esta  parte  á  Italia,  no  tanto  con  dicho  motivo, 
cuanto  por  los  intereses  de  comercio.  Entre  las  repúblicas  de  Geno- 
va, Pisa  y  Venecia,  las  costas  de  Grecia  y  escalas  de  Levante,  se 
habia  mantenido  una  comunicación  no  interrumpida  en  ningún 
tiempo.  De  las  costas  de  Italia  salían  víveres  para  los  cruzados,  y 
aun  las  escuadras  que  los  conducían.  En  Venecia  y  galeras  de  Ye- 
necia,  se  embarcaron  los  que  iban  á  Constan tinopla  en  auxilio  de 
su  emperador,  y  concluyeron  con  apoderarse  del  imperio  del  Oríen- 


CAPITULO  vn.  99 

te.  A  Italia  vino  á  implorar  aoxilios  el  último  emperador  latino 
destronado.  A  Italia  vinieron  embajadas  de  los  primeros  emperado- 
res griegos  que  recuperaron  su  trono  de  Constan tinopla.  Guando  la 
aproximación  de  los  turcos  otomanos  desde  mediados  del  siglo  XIV 
iospíró  serias  inquietudes  á  dichos  príncipes,  fueron  mas  frecuentes 
las  comunicaciones.  Se  repitieron  las  embajadas,  y  hasta  vinieron 
emperadores  mismos  &  negociar  alianzas  y  socorros.  Conforme  se 
acercaba  el  peligro,  llegaban  á  Italia  nuevos  personajes;  la  toma 
de  Constantinopla  debió  de  dar  nuevo  desarrollo  á  las  emigra- 
ciones. 

Tan  frecuente  trato  entre  el  Oriente  y  el  Occidente  no  podía  me- 
nos de  producir  su  efecto.  Con  las  embajadas  vinieron  hombres  de 
importancia  y  de  saber,  y  entre  los  mismos  emigrados  á  quienes  el 
temor  del  peligro  al  principio,  y  después  la  toma  de  Constantino- 
pía  expulsaba  de  su  hogar,  se  contaban  muchas  personas  ilustra- 
das. Entonces  comenzó  á  difundirse,  comenzando  por  Italia,  el  es-* 
tudio  de  la  lengua  griega,  tan  poco  cultivada  hasta  últimos  del  si- 
glo XIV,  que  la  ignoraba  hasta  el  Petrarca.  Al  estudio  de  la  len- 
gua se  siguió  naturalmente  el  de  sus  grandes  escritores,  y  esta 
nueva  aplicación  en  lugar  de  disminuir  la  de  la  latinidad,  la  acre- 
centó al  contrario.  El  nuevo  arte  de  la  imprenta  se  consagró  casi 
exclusivamente  á  reproducir  y  multiplicar  los  grandes  modelos  li- 
terarios de  la  antigoedad,  cuyo  conocimiento  se  introdujo  en  las 
escuelas,  y  fué  un  deber  entre  los  sabios.  En  ellos  bebieron  como 
en  fuentes  de  buen  gusto  los  principales  escritores,  y  en  su  imita- 
ción cifraron  sus  grandes  títulos  de  fama.  Con  los  escritores,  se  es- 
tudiaron igualmente  los  artistas;  y  los  escultores,  los  arquitectos, 
causaron  el  mismo  entusiasmo  que  los  historiadores  y  poetas.  To- 
das las  cabezas  se  montaron  á  la  griega  y  la  romana. 

La  arquitectura  mereció  sin  duda  su  estudio  de  predilección  sí 
nos  atenemos  á  los  resultados.  En  los  principios  de  su  imitacimí  se 
creó  an  prodigio  del  arte,  la  iglesia  de  San  Pedro  en  Roma.  Este 
ensayo  que  sin  duda  fué  de  los  primeros  de  la  arquitectura  greco- 
romaoa,  se  quedó  igualmente  el  primero  en  mérito  y  magnificencia 
sin  haber  sido  desde  entonces  de  ninguno  excedido  ni  igualado* 
También  esto  se  explica.  Los  grandes  monumentos  de  arquitectura 
exigen  además  de  genio,  enormes  gastos.  El  genio  del  artífice  brilla 
8ÍD  dada  en  la  inmensa  mole  de  la  iglesia  de  San  Pedro;  de  su 
costo  nos  quedan,  como  lo  haremos  ver  luego,  monumentos  toda-* 
vía  mas  durables. 


100  HISTOBU  n  PBLIPB  U. 

Et  ceio  de  dos  ó  tres  poaufice¿$  que  i>e  sucedieroD  ea  la  silkt  de 
Sao  Pedro  cod  una  uiisma  idea,  las  iomeusas  suiuas  con  que  coa* 
tribuyó  la  oristiaodad,  y  la  ímitacioo  de  los  graodes  inoddos  de  lo 
antiguo,  explicao  hieo  la  construecioa  de  esta  obra  gigautesca. 
También  quedaban  de  aquella  edad  modelos  preciosos  de  escultura 
que  pudieron  ioflamar  ei  genio  de  Miguel  Ángel,  de  Celini,  de  los 
demás  grandes  estatuarios  de  aquel  tiempo.  ¿Mas  sucedía  lo  mismo 
en  la  pintura?  ¿Fueron  en  ella  tan  felices  los  antiguos  como  en  la 
arquitectura  y  la  escultura?  ¿Nos  quedan  á  lo  menos  modelos  de 
imitación  como  en  las  dos  últimas  artes?  ¿Cuáles  guiaron,  pues,  á 
Rafael,  k  Uonarda  de  Vínci,  al  Gorreggio,  al  Ticiano  y  susoMlem- 
poráneos? 

Se  pnede  pues  decir  que  si  la  arquitectura  y  la  escultura  rena* 
eíeron  eo  cierto  modo  cuando  se  imilaroo  con  esplendor  los  modelos 
de  la  antigaedad,  se  creó  la  pintura  que,  como  lo  haremos  ver  mas 
adelante,  no  fué  la  única  creación  que  atestigua  el  genio  de  aquel 
siglo.  Mas  las  bellas  artes  en  Italia,  ni  como  renacidas,  ni  como 
creadas,  aparecitoron  de  una  vez  á  últimos  del  siglo  XV  y  princi- 
pios del  siguiente.  No  marcha  así  el  espirita  humano  en  ninguna  de 
sus  producciones.  Todo  principia,  progresa,  y  al  fio  se  perfecciona. 
Desde  mediados  del  siglo  Xlll  fechaba  en  Italia  el  cultivo  de  las 
bellas  artea,  y  la  imitación  mas  ó  menos  aproiimada  del  antiguo. 
Sin  duda  de  Gímabue  hasta  Rafael  hay  una  distancia  inmensa;  mas 
entre  estos  extremos  de  la  progresión,  se  ven  los  términos  medíM 
que  encadenan  digámoslo  así  la  perfección  del  último  con  la  rudeaa 
del  (H*imero.  También  Bramanle  arqailecto  de  San  Pedro,  y  el  ea« 
cultor  Miguel  Ángel,  tuvieron  que  echar  alguaa  ves  la  vista  sobeo 
sus  predecesores.  Mas  de  sesenta  pintores  se  cuentas  en  los  dos  si- 
glos que  hemos  mencionado,  y  ouyas  obras  se  ven  todavía  con  pla- 
cer, y  aaancian  lo  que  iba  á  ser  el  arte  con  et  tiempo.  El  número 
de  los  arquitectos  es  mocho  menor,  y  aun  desciende  eon»derable-- 
mente  de  este  áltimo,  el  de  los  escultores. 

Se  presentó  esta  que  96  llama  época  de  reíacimiento  brillante  y 
magiífioa  en  extremo.  De  la  grandesa  de  la  iglesia  de  San  Pedro 
na  hubo  templo  alguno  en  Grecia  y  en  Roma;  y  ya  llevamos  dicho 
que  de  todos  cuantos  monumentos  de  esta  clase  se  erigieron  después^ 
se  quedó  el  primero  en  méñto  y  grandesa  como  en  el  orden  ere- 
Bológico :  los  escultores  y  pintores  de  la  misma  época  también  se 
qnedaroD  los  prisMiros.  Los  nombres  ya  diados,  los  de  Miguel 


ekfVTüw  vh.  101 

gd,  de  Andrés  dd  Sarto,  de)  Parmesano,  del  Torrígiaoo*,  del  Pri*- 
maticio,  de  BenveDuto  Gelioi  y  oíros,  por  oinguoo  bao  sido  eclip- 
sadas oi  igualados.  Así  la  primera  mitad  del  siglo  XYI  fué  el  apo- 
geo de  las  nobles  artes  eu  Italia,  donde  parece  que  la  naturaleza 
tuvo  ¿  gala  agrupar  en  aquel  periodo  sus  mas  grandes  genios,  de 
modo  que  la  segunda  mitad  del  mismo  siglo,  aunque  también  de 
brillo,  aparece  en  comparación  desnuda  de  interés  y  mérito. 

Bd  Espafla  también  cuentan  las  bellas  artes  larga  fecba,  quiz& 
tan  alta  como  la  de  Italia.  Hasta  fio  del  siglo  XV  fué  mayor  el  nú- 
mero de  los  escultores  que  el  de  los  pintores.  Mas  de  cincuenta  se 
coeotao  de  los  primeros  entre  entalladores,  tanto  en  piedra  y  en 
madera  como  en  estatuarios,  cuyas  obras  se  admiran  todavía.  Las 
estatuas  carecen  de  corrección  y  de  dibujo;  mas  en  materia  de 
adornos,  de  sillerías  de  coro,  de  lujo  y  suntuosidad  en  retablos  y 
sepulcros,  nos  quedan  del  siglo  XIV  y  XV  monumentos  admirables. 
La  arquitectura,  era  la  magnífica  que  se  usaba  entonces,  y  de  que 
tan  alta  prueba  dan  nuestras  catedrales.  En  pintura  estábamos  mas 
escasos,  siendo  de  notar  que  este  arte  floreció  mucbo  menos  que  el 
primero  tanto  en  dicbos  siglos,  como  en  los  dos  primeros  tercios 
del  XVI. 

La  escuela  de  nuestros  grandes  artistas  que  desde  esta  época 
quisieron  distinguirse ,  fué  la  italia.  Allá  corrieron  atraídos  de  la 
fama  de  los  grandes  hombres,  bajo  cuyo  aprendizaje  se  pusieron, 
cuyas  obras  y  los  grandes  modelos  del  antiguo ,  eran  objeto  de  m 
estudio.  Sin  embargo,  los  artistas,  sobre  todo  pintores  de  gran  fa- 
ma, que  produjo  EspaDa,  no  pertenecen  al  tiempo  de  Carlos  V.  fin 
escultura  aprovechamos  mas,  y  entre  otros  artistas  distinguidos  flo- 
reció Alonso  Berruguete,  que  lució  en  EspaDa  las  lecciones  que  re- 
cibió en  Italia. 

Con  respecto  á  la  arquitectura  restaurada,  ó  greco-romana,  tam- 
poco nada  de  grande  produjo  en  Espafia  dorante  la  misma  época. 
Los  grandes  monumentos  de  este  género  estaban  destinados  para 
el  reinado  de  Felipe. 

Las  demás  naciones  de  la  Europa  presentan  en  la  primera  mitad 
del  siglo  XVI  incomparablemente  mayor  escasez  que  nuestra  Es- 
palla. La  Francia  no  produjo  en  toda  esta  época  un  arquitecto ,  un 
escultor,  un  pintor  célebre.  A  últimos  del  siglo  XV  se  erigió  en  In- 
glaterra un  grandioso  monumento  de  arquitectura;  á  saber ,  la  ca- 
pilla de  Enrique  Vii  pegada  á  la  misma  iglesia  de  Westminster; 

Tomo  I.  14 


1 02  HISTORIA  DB  FELIPE  n. 

mas  faé  por  el  estilo  gótico.  Por  lo  demás,  nÍDgan  pintor  ni  escul- 
tor, cuyas  obras  se  celebren  con  elogio.  Los  Paises-Bajos  produje- 
ron al  pintor  Lucas  de  Leyden  ó  Lucas  de  Holanda,  que  raya  entre 
los  grandes  de  su  clase.  Igual  suerte  tuvo  Atemaoía  con  Alberto 
Durer  ó  Durevo  de  Nuremberg,  y  aun  mas  brillante  la  Suiza  con 
Juan  de  Holbein  ó  Holpeiu,  natural  de  Basilea,  que  retrató  á  Eras- 
mo,  al  cardenal  Wolsey,  al  famoso  Tomás  Moro ,  y  por  su  gran 
reputación  fué  admitido  al  servicio  del  rey  Enrique  VIH  de  Ingla- 
terra. 

Se  puede  decir  que  en  la  mitad  del  siglo  XVI  fué  Italia  la  mooo- 
polizadora  de  las  nobles  artes.  Sus  profesores  debieron  adquirir  un 
nombre  célebre  y  famoso  entre  los  mas  esclarecidos.  Así  sus  obras 
fueron  apetecidas,  deseadas  con  ardor,  compradas  á  los  precios  mas 
subidos  por  los  que  hacian  do  su  posesión  un  objeto  de  lujo  y  mag- 
nificencia. Así  se  vieron  los  artistas  mismos  objeto  de  admiración, 
de  entusiasmo  y  hasta  de  respeto ,  por  los  primeros  personajes  de 
la  época.  Rafael  vivia  con  toda  la  riqueza ,  y  hasta  el  boato  y  es- 
plendor de  un  príncipe.  Correspondieron  las  exequias  á  tanta  nom- 
bradla, y  su  cadáver  fué  acompasado  al  sepulcro  por  los  hombres 
mas  esclarecidos.  En  el  salón  del  Vaticano ,  donde  se  le  puso  de 
cuerpo  presente,  figuraba  como  adorno  principal  su  cuadro  de  la 
Transfiguración,  que  acababa  de  pintar;  el  primer  monumento  de 
este  arte  en  todo  el  orbe.  No  se  desdeDó  el  emperador  Carlos  V, 
hallándose  en  el  taller  del  Ticíano,  de  coger  del  suelo  el  pincel,  que 
por  casualidad  se  habia  caido  al  artista  de  la  mano.  ¿Qué  favores  y 
obsequios  se  podían  negar  á  los  que  imprimían  en  lienzo  ó  en  ta- 
bla con  tanta  fidelidad  y  maestría  la  imagen  de  los  principes;  á  los 
que  dirigían  la  fábrica  de  la  iglesia  de  San  Pedro;  á  los  que  pinta- 
ban sus  cúpulas ;  á  los  que  decoraban  los  salones  del  Vaticano ;  á 
los  que  adornaban  los  templos  con  monumentos  tan  magníficos  del 
arte?  Sus  grandes  y  eminentes  profesores  han  dado  en  cierto  modo 
la  ley  en  todos  tiempos.  ¿Qué  no  debía  suceder ,  cuando  eran  á  la 
par  de  eminentes,  tan  escasos? 

El  buen  tiempo  para  las  ciencias  naturales  y  exactas  no  habia 
venido  todavía,  ni  en  Italia,  ni  en  las  demás  naciones  de  la  Europa. 
No  fué  en  este  sentido  aquella  primera  mitad  del  siglo  XVI,  .época 
de  renacimiento ;  lo  fué  de  una  invención  grande,  magnífica,  de  la 
mayor  importancia,  única  en  su  línea.  Mientras  Rafael  pintaba,  y 
Miguel  Ángel  esculpía,  meditaba  un  sabio  oscuro  del  Norte  de  Ale- 


€APÍTÜÍ0  TU.  103 

manía  su  sistema  solar  ó  plaDetario ,  eD  que  se  daba  fijedad  al  sol, 
y  se  hacia  mover  á  la  tierra  como  á  los  demás  planetas  en  derredor 
de  dicho  astro,  considerado  como  centro  del  sistema.  Para  algunos 
DO  fué  Copérnico  el  inventor ;  mas  siempre  será  una  gloria  suya 
haberle  estudiado,  modificado  y  reproducido,  sin  tener  en  cuenta  la 
oposición  encarnizada  que  iba  á  encontrar  en  las  doctrinas  y  creen- 
cias dominantes.  De  todos  modos ,  la  aparición  de  este  sistema  no 
hizo  gran  ruido  por  entonces.  Estaban  los  papas  demasiado  ocu- 
pados en  sus  guerras,  de  sus  placeres,  de  sus  artes ,  y  del  aspecto 
religioso  que  presentaba  la  Alemania ,  para  dar  demasiada  impor- 
tancia á  una  teoría,  que  tal  vez  tomaron  como  un  suefio ,  como  un 
extravio  de  la  fantasía,  como  son  considerados  en  un  principio  to- 
dos los  inventos.  Con  el  tiempo  fueron  mas  serias  las  inquietudes, 
y  mas  pesados  los  disgustos. 

El  descubrimiento  de  Copérnico  fué  el  único  de  su  clase  en  aque- 
lla primera  mitad  del  siglo  XYI :  hasta  la  segunda  no  fué  verdade- 
ramente estudiado,  aplicado  y  meditado.  En  ciencias  exactas  y  físi- 
ca natural  se  daban  pocos  pasos.  No  habia  venido  todavía  la  época 
de  la  experiencia,  y  en  las  universidades  se  continuaba  bajo  la  tu- 
tela de  Aristóteles.  Se  cuidaban  mas  los  hombres  de  la  astrología 
jadiciaria,  que  de  verdadera  astronomía ,  y  corrían  con  la  misma 
ansia  que  en  los  tiempos  anteriores  ,  tras  de  los  misterios  y  ofertas 
de  la  alquimia.  En  matemáticas  puras  se  hacían  los  progresos  que 
son  tan  naturales ,  hallándose  bien  sentados  los  elementos  de  la 
ciencia;  sobre  todo,  inventada  ya  el  álgebra,  uno  de  los  mas  pode- 
rosos que  la  desarrollan.  En  el  arte  de  la  navegación  se  hicieron, 
sin  duda,  los  grandes  progresos  que  eran  necesarios ,  en  vista  de 
los  mares  inmensos  que  en  todos  sentidos  se  cruzaban,  y  los  países 
vastos  y  lejanos  que  se  descubrían.  Los  adelantos  de  la  navegación 
y  geografía  eran  precisamente  simultáneos.  La  historia  natural,  por 
poco  que  los  hombres  se  mostrasen  observadores ,  no  podía  menos 
de  seguir  sus  huellas. 

Las  ciencias  eclesiásticas  también  debieron  sin  duda  de  progre- 
sar mucho  en  aquel  tiempo ,  en  que  la  imprenta  se  consagraba  en 
gran  manera  á  la  difusión  de  la  Biblia  y  de  los  santos  Padres ,  en 
que  tantas  plumas  sabias  se  dedicaban  á  traducir  en  latín  los  de  la 
iglesia  griega,  á  fin  de  hacer  mas  fácil  su  lectura.  Las  contiendas 
religiosas  que  en  aquella  época  se  suscitaron  ,  sin  duda  sirvieron 
de  nuevo  estímulo  al  estudio,  en  uoos  por  curiosidad,  en  otros  por 


104  HISTO&IA  DÚ  FBUPE  II . 

fortalecer  sus  creeocías,  y  eo  do  pocos  para  buscar  aronas  cao  que 
preseotarse  eo  la  batalla.  Mas  de  estas  guerras  ,  y  del  movieeiieDto 
que  eo  el  espíritu  de  los  hombres  imprimieroo,  hablareoios  coq  mas 
extensión  en  adelante. 

En  cuanto  á  las  letras  puramente  humanas,  eran  visibles  los  pro- 
gresos en  todos  los  puntos  de  Europa,  y  el  nuevo  gusto  que  en  sus 
diversos  ramos  se  iba  desplegando.  Era,  como  ya  hemos  insinuado, 
favorito  y  como  de  moda  el  de  los  grandes  modelos  de  la  antigae<- 
dad,  que  la  imprenta  infatigable  reproducía  en  diversas  formas, 
originales  los  unos,  traducidos  al  latin ,  y  aun  k  lenguas  vulgares 
otros,  satisfaciendo  apenas  el  ansia  con  que  se  buscaban  (1).  Los 
historiadores  y  poetas  eran  los  mas  apetecidos,  y  los  que  se  imita- 
ban cual  mas ,  cual  menos ,  en  todas  las  composiciones  de  ambas 
clases.  El  arle  militar  no  fué  menos  objeto  de  indagaciones  que  los 
otros.  Con  Cicerón  y  Tucídides,  se  estudiaba  á  Polibío «  á  César ,  á 
Vegecio. 

Fué  suerte  de  Italia  haber  florecido  en  la  primera  mitad  del  si- 
glo XVI,  tanto  en  literatura  como  en  artes,  hasta  el  punto  de  redu« 
cir  la  segunda  con  pocas  excepciones  casi  á  un  estado  insigniflcaa- 
te.  Ya  desde  la  última  mitad  delsiglo  XV  en  Roma ,  en  Venecia, 
sobre  todo  Florencia,  en  la  corte  de  los  Médicis,  florecieron  ingenios 
grandes  en  verso,  coprosa;  profesores  célebres  de  literatura  antigua» 
que  difundían  su  gusto  en  toda  Italia.  Los  Policianos,  losPoggíos,  los 
Poníanos,  los  Philelfos  eran  buscados,  protegidos,  festejados  por  ios 
grandes  personajes,  por  los  príncipes  que  tenían  &  honor  el  contarlos 
entre  sus  primeros  cortesanos.  A  la  mesa  de  Lorenzo  de  Médicis  el  Mag* 
nífico,  padre  del  papa  León  X,  se  celebraban  y  cantaban  los  poemas 
de  Policiano,  el  Morgan  te  del  Pulci,  el  Orlando  enamorado  de  Mateo 
Boyarda.  A  principios  del  siguiente,  encantó  la  Italia  Ariosto  cod 
su  magnifico  poema,  el  mas  fecundo  en  bellezas  de  toda  especie  que 
salió  de  manos  de  hombre;  donde  lo  maravilloso  de  la  invención 
compite  con  lo  ingenioso  del  tejido;  donde  se  disputan  la  palma  to- 
dos los  géneros,  desde  el  bufón  hasta  el  sublime;  donde  se  pasea  la 
imaginación  por  un  laberinto  de  descripciones  que  embelesan;  don- 
de los  personajes  son  sin  número  con  una  variedad  de  caracteres 
que  sorprende;  donde  el  lector  no  se  pierde  en  lo  eomara&ado  de 


(1)  De  tofl  progresos  que  hacia  esle  arte  tipográfloo,  depoaen  las  ber monas  edioioBes  de  ai|o«l 
tiempo,  en  llalla,  Alemania,  en  los  Países  Bajos  y  aun  en  algunos  puntos  de  Espafia,  aunque  en 
oela  mucho  menor  que  es  dlobos  países  extranjeros. 


GiBCTOLO  YU.  105 

botas  avM toras;  doode  do  se  cansa  ni  fatiga  oon  tantas  batallas,  y 
sobre  todo  con  tantos  daelos  de  hombre  á  hombre;  donde  el  poeta 
sopo  celebrar  todas  las  glorias  de  las  principales  familias  de  sa 
tiempo,  y  tuvo  la  admirable  habilidad  de  sostener  la  atención,  y  cau- 
tivar la  curiosidad  durante  cuarenta  y  seis  cantos  cuya  circunstan- 
cia solo  depone  de  la  gran  belleza  de  su  poesía.  Todo  esto  se  en- 
cuentra en  el  Orlando  Furioso,  producción  admirada  por  cuantos 
hombres  aman  la  literatura,  y  se  precian  de  buen  gusto  en  todos 
los  países  de  la  tierra. 

En  la  corte  del  magnícco  León  X  tenian  acogida  y  protección 
cuantos  en  las  letras  vallan  y  brillaban.  Ningún  medio  y  estímulo 
se  omitía  para  aunar  el  ingenio,  producir  imitaciones  y  restaura-* 
eiones  de  lo  antiguo,  ó  nuevas  creaciones.  Los  cardenales  Bíbiena, 
Sadolet  y  Bembo  daban  el  ejemplo.  Delante  del  pontífice  se  repre- 
sentaban comedias  imitadas  de  Planto,  dándose  al  poeta  mucha 
mas  libertad  y  mas  ensanche  de  lo  que  á  los  oídos  de  un  vicario  de 
Cristo  convenia.  Mas  dejaremos  para  su  tiempo  y  lugar  semejantes 
consideraciones.  Otro  cardenal  (d  Trissino),  publicaba  su  IMa  tír- 
berattadai  Gotti,  que  aunque  no  de  un  gran  mérito,  contribuyó  al 
aumento  de  la  riqueza  literaria.  Al  mismo  tiempo  que  tanto  se  dis- 
tinguían los  poetas,  tambieo  brillaban  los  prosistas.  Guichiardini, 
GiaoAone,  Paulo  Jovío  y  otros,  aspiraban  á  imitar  en  sus  produc- 
ciones históricas  á  los  Herodotos  y  los  Tito-Lívios,  y  empezaron  la 
nueva  época  de  los  historiadores. 

Entre  los  grandes  ingenios  de  aquel  tiempo  se  debe  un  lugar  dis- 
tinguiáo  á  un  hombre  célebre  por  sus  producciones  igualmente  que 
por  las  grandes  vicisitudes  de  su  vida  pública;  un  hombre  que  hizo 
grandes  servicios,  y  desempelíó  comisiones  importantes  y  suma^ 
mente  delicadas;  que  estuvo  en  cárceles  y  sufrió  tormentos;  que  es- 
cribió la  historia  de  su  patria;  que  trabajó  comentarios  sabios  so- 
bre Tito-*Lívio,  aplicados  4  su  tiempo,  que  dio  lecciones  de  reinar 
á  príncipes;  que  escribió  lo  mejor  que  se  dio  á  luz  en  aquel  tiempo 
sobre  el  arte  de  la  guerra^  y  entre  otras  producciones  del  género^ 
festivos,  compuso  las  dos  mejores  comedias  de  la  época*  El  nombre 
MachiaveHi  ó  Maquíavelo,  como  nosotros  le  llamamos,  es  grande  y 
famoso,  sin  que  ios  tres  siglos  que  le  sepaian  de  nosotros  le  hayan 
hecho  perder  nada  de  su  mérito,  considéresele  bajo  cualquiera  de 
los  conceptos  en  que  ha  brillado.  Gomo  historiador  es  profundo;  co- 
mo publicista  sagaz  y  conocedor  de  las  cosas  y  los  hombres  de  su 


1#6  H18T0BIÁ  M  nura  u. 

tiempo;  eomo  iogenio  agado,  Ueoo  de  sales,  natrídodel  boen  gosto 
qae  animaba  á  los  antiguos;  como  escritor  militar,  díó  á  entender 
qae  si  no  mandó  ejércitos,  no  hubiera  tal  vez  figorado  mal  á  su  ca- 
beza. Sobre  su  tratado  del  Príncipe,  qae  es  una  escuela  de  déspotas 
y  tiranos,  se  formaron  en  la  Europa  diversas  opiniones.  Al  princi- 
pio se  creyó  de  buena  fe  que  los  consejos  que  daba  á  los  príncipes 
eran  sus  propias  ideas,  lo  que  imprimió  una  mancha  de  infomia  en 
el  nombre  de  Maquiavelo,  haciéndole  pasar  por  factor  y  cómplice 
de  todos  los  tiranos;  jcoü  el  tiempo  se  modificó  esta  opinión,  y  se 
quiso  yer  en  el  príncipe  de  Maquiavelo,  no  consejos  dados  de  bue- 
buena  fe,  sino  verdaderas  advertencias  á  los  pueblos.  En  el  dia  tal 
vez  revive  la  primera  opinión,  y  pasa  como  cosa  recibida  que  el  au- 
tor  expresó  francamente  sus  ideas,  y  aconsejó  á  los  príncipes  lo  que 
estaba  mas  en  las  opiniones  y  política  del  tiempo.  Lo  que  aparece 
es  que  en  sus  acciones  como  hombre  público  se  mostró  equívoco,  y 
tanto  se  puede  creer  que  tuviese  principios  liberales,  como  los  opues- 
tos. Sin  embargo  fué  basta  cierto  punto  mártir  de  la  libertad  de  su 
pais  (Florencia),  y  uno  de  los  grandes  apóstoles  de  la  independen- 
cia de  la  Italia. 

A  Espafia  no  habia  llegado  el  tiempo  de  oro  literario  en  la  pri- 
mera mitad  del  siglo  XYI;  tal  vez  no  fuimos  menos  ricos  en  la  úl- 
tima del  siglo  XV.  El  rey  don  Juan  II  protegía  las  letras,  y  no  se 
mostró  mal  poeta  y  trovador,  distinguiéndose  mas  en  este  género 
que  como  rey  y  gobernante.  La  tierra  que  cultivaba  con  amor  lle- 
vó sus  frutos-  Los  nombres  del  marqués  de  Santillana,  del  marqués 
de  Villena,  de  don  Jorge  Manrique,  de  Juan  de  Mena,  de  Macias, 
del  Bachiller  de  Ciudad-Real,  eto.,  figuran  todavía  con  gran  esplen- 
dor entre  nosotros.  Mientras  estos  ingenios  brillaban  en  el  campo 
lozano  de  la  literatura,  escribía  sobre  materias  eclesiásticas  y  civi- 
les el  Tostado  obispo  de  Avila  el  prodigioso  número  de  volúmenes, 
cuya  vista  sola  agobia  la  imaginación  bajo  el  peso  de  tal  fecundidad 
quizá  única  entre  todos  los  escritores  antiguos  y  modernos.  En  el 
reinado  siguiente,  y  en  el  inmediato,  florecieron  Hernán  Pérez  de 
Guzmau,  Hernando  del  Pulgar,  sabio  coronista  de  los  reyes  Católi- 
cos, y  entre  otros  el  ingenioso  autor  de  la  tragicomedia  Amores  de 
CoHsto  y  Melibea,  ó  sea  £a  Celestina.  Y  mas  al  siglo  XV  que  al  si- 
guiente pertenece  Antonio  de  Lebrija,  célebre  humanista  historia- 
dor, filólogo,  gramático,  expositor  sagrado,  poeta,  médico,  una  de 
nuestras  grandes  riquezas  literarias. 


awroLovTr.  10T 

So  la  primera  mitad  del  siglo  XVI  descuella  üd  poeta  insigne,  que 
fijó  á  tal  punto  la  lengua  de  su  arte,  que  aparecen  sus  obras  como 
sí  estuviesen  escritas  de  estos  dias;  poeta  que  adoptó  el  endecasíla- 
bo italiano  como  regla;  poeta  que  en  sus  églogas  imitó  casi  á  la  le- 
tra, é  igualó  en  dulzura  varios  pasajes  de  Virgilio,  aunque  en  otros 
no  fué  tan  feliz,  y  se  mostró  sobre  todo  muy  oscuro.  Se  presentó 
Garcilaso  casi  solo  en  la  escena  poética  del  principio  de  aquella 
época:  no  tuvo  rivales  ni  aun  participantes  de  su  gloria.  Su  amigo 
Boscan,  y  cuyo  nombre  va  asociado  con  el  suyo,  adoptó  igualmen- 
te, y  le  sugirió  la  idea  del  verso  endecasílabo.  Mas  no  alcanzó  su 
fama,  aunque  las  obras  de  ambos  se  hayan  publicado  algunas  ve- 
ces juntas.  Al  mismo  tiempo  que  la  poesía  pastoral  y  lírica  comen- 
zaba á  florecer,  salia  de  su  cuna  la  dramática.  Villafobos,  Naharro, 
Timoneda  y  Lope  de  Rueda,  presentaban  ensayos,  ya  en  versos  ya 
en  prosa,  ora  imitando  y  traduciendo  á  los  antiguos,  ora  imaginan- 
do asuntos  nuevos;  aquí  en  piezas  de  carácter  y  de  abierta  censura 
de  costumbres,  allí  creando  el  género  novelesco,  á  cuya  invención 
rindieron  homenaje,  consagrándola  como  ley,  los  ingenios  que  les 
sucedieron.  Mas  á  pesar  de  lo  mucho  que  se  adelantaba,  ni  en  este 
género  dramático,  ni  en  ninguno  de  los  que  constituyen  la  bella  li- 
teratura, si  hacemos  excepción  de  Garcilaso,  pasó  la  época  de  Gar- 
los V  de  ser  un  simple  preludio  de  la  de  su  hijo. 

Lo  mismo  podemos  decir  de  los  demás  ramos  del  saber  y  la  lite- 
ratura, aunque  con  excepciones  im(K)rtantes.  Acerca  de  cuatrocien^ 
tos  asciende  el  número  de  escritores,  cuyas  obras  se  publicaron  en 
Espafia  desde  principios  del  siglo  XVI  hasta  1556,  fin  de  la  domi- 
nación de  Garlos  V.  Entre  ellos  hay  algunos  que  adquirieron  el 
gran  Heno  de  su  reputación,  un  poco  antes  ó  después  de  dicha  épo- 
ca; mas  los  incluimos,  por  haber  tenido  lugar  en  ella  la  publicación 
de  alguna  ó  la  mayor  parte  de  sus  producciones.  Pertenece  ala  pri- 
mera clase,  entre  otros,  el  historiador  y  cronista  Hernando  del  Pul- 
gar, Rodrigo  Gota,  ya  citados;  y  sobre  todo,  la  grande  gala  espa- 
ñola literaria,  el  gran  monumento  de  lo  que  entonces  se  sabia;  á 
saber:  Antonio  dé  Lebrija,  nacido  en  1444,  y  fallecido  en  1522. 
Asi  como  hemos  insinuado,  pertenece  mas  al  siglo  XV  que  al  si- 
guiente. 

Entre  estos  escritores  se  encuentran  cultivados  casi  todos  los  ra- 
mos del  saber  y  la  literatura  en  sus  diversos  géneros.  En  ellos  hay 
historiadores,  médicos,  juristas,  matemáticos,  astrónomos,  poetas 


i 


108  HISTOETA  Mí  PSLIPB  If . 

• 

en  iatio  y  en  eastollano,  tradoctores  tanto  de  italianos  como  de  clá- 
sicos, griegos  y  latinos.  Los  mas  pertenecen  á  la  clase  sagrada  y 
religiosa;  ya  como  teólogos  dogmáticos,  ya  como  expositores,  ya 
como  controversistas,  género  tan  cultivado  en  aqoella  época  de 
contiendas  religiosas.  Dejando  aparte  esta  clase  de  aatores  reli* 
giosos,  se  distinguen  entre  los  escritores  de  aquella  época,  los  nom- 
bres de  Pérez  de  Guzman,  Pérez  del  Pulgar,  Rodrigo  Cota  y  Anto- 
nio de  Lebrijai  ya  citados;  los  de  Alfonso  de  Ojeda,  Francisco  de 
Gomorra  y  Gonzalo  de  Oviedo,  historiadores  y  cronistas  de  las  In- 
dias; de  Bernal  Diaz  del  Castillo,  historiador  de  la  conquista  de 
Méjico,  obra  preciosa,  por  haber  sido  el  único  testigo  ocular  narra- 
dor de  aquella  empresa;  de  Florian  de  Ocampo,  que  comenzó  la 
crónica  generad  de  EspaDa,  continuada  por  Morales;  de  Alfonso  de 
Ulloa  (1),  historiador  de  Carlos  V  y  de  su  hijo;  de  Alonso  Herrera, 
sabio  escritor  de  agricultura;  de  Andrés  Laguna,  sabio  médico,  ilus- 
trador de  Dioscórides,  y  autor  de  muchas  obras  en  su  ramo;  de  Al- 
fonso García  Matamoros,  célebre  humanista,  qué  escribió  varios 
tratados  sobre  la  oratoria;  de  Alfonso  de  Orozco,  que,  como  excep- 
ción de  la  regla,  mencionamos  por  la  profusión  de  sus  escritos  re- 
ligiosos; de  los  Argensolas,  ya  algo  conocidos  en  aquella  época  (2); 
de  Alvaro  Gómez  de  Castro,  biógrafo  del  cardenal  Jiménez  de  Cis- 
neros;  de  Alvaro  Gómez  de  Ciudad-Real,  historiador  y  poeta  (3); 
de  fray  Bartolomé  de  las  Casas,  tan  conocido  por  sus  obras  en  fa- 
vor de  los  indios;  de  fray  Bartolomé  de  Carranza,  que  aunque  teó- 
logo, mencionamos,  en  atención  á  lo  ruidoso  de  su  nombre  eD 
tiempo  de  Felipe  H;  de  los  santos  Ignacio  de  Loyola  y  Francisco  de 
Borja,  que  insertamos  por  la  misma  causa;  de  Diego  Cobarruvias  y 
Leíva,  insigne  jurisconsulto;  de  Diego  Gracian  de  Alderete,  traduc- 
tor de  Jenofonte,  Plutarco  y  Tucídides,  historiador,  además,  y  autor 
militar;  de  Diego  Gómez  de  Ayala,  traductor  de  Sanazzaro,  é  imi^ 
tador  de  Bocacio;  de  fray  Domingo  de  Soto,  teólogo  que  tambieD 
mencionamos,  por  haberse  hecho  célebre  en  el  concilio  de  Trento; 
de  Feliciano  de  Silva,  escritor  de  caballería  andante;  de  Fernando 
de  Córdoba,  hombre  sapientísimo,  que  escribió  de  casi  orntii  sdbili; 
de  Hernán  Cortés,  que  también  escribió  cosas  de  Indias;  de  Fer- 
nando de  Magallanes,  que  nos  dejó  el  diario  de  su  navegación ;  de 


(1)   Stt  nombre  perteneoe  mas  al  reinado  de  Felipe  II  qne  al  de  an  padre. 
(1)   Perteneoe  oaai  excloalvamen  te  á  la  aignlente. 
¿S)   Perteneoe  maa  al  alfllexy. 


táfWüM  vn.  109 

Femando  Nulldiáe  Gaznaa^  tradootor  w  ktw  de  la  griega  Temo 
da  fosSeteaiaj  de  Franoiseoda  Eociaas^  tradactor  dal  Naava  Taata^ 
BMoto  del  griego  al  casMllaoo;  de  Garóofano  da  Ckaveí,  matemáti*^ 
co  7  oastaiiégrafo;  de  Geróoima  Saoipera,  autor  de  la  Carolea,  y 
poeta  ea  verso  heróioo;  deGeréoima  de  Zurita^  aoalistft  de  Amgoo; 
de  fitrÓDÍiDO  Urreai  htetoriador  liuiBaiiÍ8ta«  eaerítor  tDÜitar,  tradue- 
tor  del  Arbsto;  de  Httgo  da  Urriea,  tradoctar  de  Valerio  lláximet 
di  Juaa  Straay^  exposiMr  de  PIídío  y  Séoeca;  de  Joao  Gioéa  de 
Sepáiteda^  hiatoriador,  filósofo^  matettátioo,  hamaDÍstayJuriacoa- 
sitto;  éb  Juaa  Luis  Vives,  escritor  de  úmni  sábitii  4e  íaai  de  lla*^ 
km,  aseritor  dm^átioo;  de  fiartoltaié  de  Torres  Navarro^  Juan  de 
VíaiODeda  y  Lope  de  ftaeda,  ya  Otados  (l)i  dé  doo  Lorenzo  de  Pa^ 
dtita^  aatiebario,  historiador»  geógrafo;  dé  Mattío  Cortés,  coeinó-^ 
grafo  y  aavegaate;  de  Migad  de  Urrea^  ttiadoctor  de  Vitrubio;  de 
saa  Pedro  de  Áloánlara;  de  Pedro  GíruelO)  lógico,  matetuático  y 
aatrélogo;  de  Pedro  Mefia,  historiador  y  hefenista;  de  fnay  Frao^ 
dsco  de  Valverde,  historiador  ét  las  goenras  de  Amériea;  de  AUSnab 
de  Córdoba,  doctor  ao  artes  y  medicina)  qae  publicó  tablas  aatro- 
DÓmíeaa;  de  AMomo  de  Faeotts^  poeta  hamaAista,  astróooioo  y  hs^ 
tnMogo;  deAMoasa  de  SalaierOh  (i);  de  fray  Aotonio  Guevara^  oro» 
Dista  de  Carlos  V;  de  Antonio  de  Torqueioadaf  antor  del  libra  de 
eabatleria  de  Olivante  de  Laura;  de  Bernardo  de  Vargas,  esoritar 
del  nisino  ^aero  (don  Clrongoillo  de  Tracia);  de  Fraocisoa  San^" 
ches  (BroooMe)  (3);  de  Ganaalo  Pérez,  traéictor  de  la  Odisea  da 
Homero  dd  griego  ai  castellano  (4). 

Se  ve  por  esta  corta  enumeración  á  que  pudiéramm  dar  mucbi*^ 
siíaoB  eaaaaebes^  que  dejaado  api^rte  la  teología  y  demás  deneias 
religioaas  y  eolesi&stlGas,  easi  todos  ks  ramos  del  saber  y  la  litera^ 
tora  se  pnUieaban  en  Kspalla  en  la  época  de  Garlos  V  (5)4 

Sf  pasamos  á  Franela,  eneoatraremos  sobra  literatara  mas  esto-* 
rtlidad  fia  en  nuestra  patria.  Ea  loe  siglos  IV  y  IVi  fuimos,  mú 
dada,  oms  ricos  q«e  ella^  en  todas olases  de  literatura.  8w  poataa^ 


^)   Istos  dos  últimos  pertenecen  mas  al  reinado  de  Ifellpe  lí  que  al  de  sn  padre, 
(t)   No  86  Imprimieron  sus  obra<i  hasta  el  reinado  de  Felipe  II. 

(3)  fertenece  mas  al  reinado  de  Felipe  II. 

(4)  Ídem. — ^Tenemo4  que  advertir  que  ana  gran  parte  de  estos  autores  pertenecen  en  el  orden 
«pondidgloo  á  tas  dosópoMs  de  €«rloe  Y  y  4e«»  tii^  M^e  U^  por  h»  traal  «o  tfe  le*  p«eM«t)*iiir  de 


(S)   Yéase  la  Biblioteca  nueva  de  don  Nicolás  Antonio.— Al   fin  de  esta  obn  ■»  dará  ub 
^•réviéa  «Ittbáitteo,  de  lot  eMrittimíf  wrUtltm  y  denáe  fotsatw»  4m  ffm  aanfcwi  ftte  ieMciflh>n 
en  Bspalla  durante  el  siglo  XYI. 

Tomo  i.  15 


1  f  (F  nsToifi  DK  VBSPi  n. 

sobre  todo  en  la  primera  mitad  del  siglo  de  que  faabramos,  faeron 
poeos,  y  apenas  ya  leídos,  si  exceptuamos  tal  vez  á  Clemente  Ma- 
rot,  del  que  en  otro  capitulo  hablaremos.  Francisco  I  protegía  las 
letras,  aunque  probablemente  no  merece  el  título  de  padre  suyo, 
que  algunos  le  regalan.  El  mismo  era  poeta^  y  bacía  versos.  Entre 
I  os  prosistas  sobresalen  Amyot,  que  tradujo  á  Plutarco  y  las  pastorales 
de  Longo;  la  reina  de  Navarra,  hermana  de  Francisco,  que  publicó 
cuentos  aun  leídos  y  apreciados  en  el  día  con  el  nombre  de  los 
cuentos  de  la  reina  de  Navarra;  y  sobre  todos,  el  fomoso  Rabelais, 
cura  de  Meudon,  que  en  estilo  original,  y  bajo  el  manto  de  ficcio- 
nes alegóricas  estravagaotes  y  chocar reras,  hizo  tanta  burla  de  ca- 
si todas  las  cosas  de  su  siglo  (1).  La  lengua  francesa  de  aquel 
tiempo  distaba  mucho  del  estado  en  que  la  vemos  en  el  día.  Apenas 
estas  obras  se  comprenden  sin  glosario  explicativo,  en  lugar  de  que 
las  nuestras  de  la  misma  época,  son  para  nosotros  claras,  á  excep^ 
cion  de  alguna  que  otra  voz  caída  ya  en  desuso,  y  de  algunos  giros 
de  frase  también  condenados  al  olvido  (2). 

En  Inglaterra  y  en  Escocia  todavía  encontraremos  mas  esterili- 
dad que  en  Francia.  Ni  poetas  ni  prosistas  de  aquella  época  tienen 
hoy  un  nombre  y  fama  en  Europa.  De  esta  regla  se  puede  presen- 
tar como  excepción  á  Tomás  Moro,  tan  conocido  en  el  mundo  lite- 
rario por  su  Utopia,  y  en  la  historia  por  haber  preferido  un  cadalso 
á  la  retractación  de  sus  ideas  religiosas.  También  Enrique  VIH  fi- 
guraba en  el  mundo  literario  por  un  libro  de  controversia  mas  fa- 
moso por  el  nombre  de  su  autor,  que  por  su  mérito,  á  lo  que  dioeo 
los  inteligentes. 

En  general  los  grandes  escritores  de  aquella  época  tanto  en  In- 
glaterra como  en  Escocia,  comeen  los  Países-Bajos,  como  en  Ale- 
mania, tienen  tal  conexión  con  las  controversias  religiosas  que  en- 
tonces se  agitaban,  que  solo  se  podrá  hablar  de  ellos  cuando  se 
trate  esta  materia.  Tanto  dentro  de  estas  como  fuera,  aunque  su  ca* 
rácter  fué  siempre  muy  ambiguo,  se  puede  considerar  como  una 
gran  lumbrera  literaria  al  sabio  Erasmo,  holandés,  autor  de  mu- 
chas obras  sagradas  y  profanas,  gran  teólogo,  gran  crítico,  grande 


(1)  Babelals  es  ano  de  loa  autores  roas  dlgnoa  de  eatudlo  d6  la  épocíí  por  tu  manera  original,  por 
el  gran  fondo  de  instrucción  y  de  erudición  que  en  medio  de  mil  extravagancias  y  obscenidad  ss 
maniflestan  sus  escritos. 

(t)  Sobre  los  autores  exlrai^feros  entraremos  en  mas  expUoadones  cuando  lleguemos  al  ttampo 
de  Felipe  II. 


GÁHTÜiOYU.  ill 

hüffianista,  helenista  distingoido,  moy  zeloso  de  la  restauracioo  de 
los  tesoros  de  la  aotigñedad,  traductor  de  algunos  padres  déla  igle- 
m  griega,  y  que  por  haber  escrito  casi  siempre  eo  latió,  y  do  tener 
residencia  fija  en  parte  alguna,  se  puede  considerar  como  un  hombre 
sin  mas  nacionalidad  que  de  europeo. 

No  terminaremos  este  artículo  relativo  al  saber  de  la  primera 
mitad  del  siglo  XVI,  sin  consagrar  algunas  líneas  á  lo  que  sin  duda 
debió  de  contribuir  al  aumento  de  sus  luces;  queremos  hablar  de 
los  descubrimientos,  peculiaridad  tan  gloriosa  y  distintiva  de  la 
época.  Increíble  parece  que  desde  1492  en  que  Colon  aportó  por 
primera  vez  á  la  isla  de  San  Salvador,  apenas  se  pasó  medio  siglo 
sin  que  se  hubiesen  descubierto,  recorrido  y  conquistado  en  el  nue- 
vo continente  mas  regiones  que  lo  que  abraza  el  triple  de  la^su- 
perficie  de  la  Europa;  y  no  olvidemos  que  casi  al  mismo  tiempo 
que  conquistaba  Cortés  el  imperio  Mejicano,  descubría  Magallanes 
el  estrecho  de  su  nombre;  llegaba  á  las  Indias  Orientales  por  el 
rumbo  del  Poniente,  tal  vez  el  mismo  objeto  que  Colon  se  propuso 
en  un  principio,  y  siguiendo  siempre  la  misma  dirección,  tuvo  uno 
de  sus  navios,  mandado  por  el  espafiol  Sebastian  de  Elcano,  la 
gloria  de  ser  el  primero  que  recorrió  toda  la  circunferencia  de  la 
tierra.  Por  fabulosas  tendríamos  aquellas  expediciones  y  conquistas, 
si  no  hubiesen  sido  como  de  ayer,  si  los  mismos  resultados  mate- 
riales no  fuesen  pruebas  evidentes  de  los  hechos.  ¿Qué  eran  estos 
otros  hombres  que  tanto  osaban  y  emprendian?  Mas  todo  lo  explica 
el  corazón  humano,  ardiendo  en  deseos  de  fama,  devorado  de 
aodbicion,  sediento  de  oro,  á  quien  se  abría  en  el  nuevo  mundo 
un  campo  de  fortuna,  cerrado  tal  vez  por  falta  de  nacimiento  ó  de 
favor  en  el  antiguo,  ^sí  se  comprenden  aquellas  expediciones  gi- 
gantescas y  osadas,  emprendidas  con  tan  escasos  medios,  aquellas 
rivalidades  de  los  mismos  jefes  y  caudillos,  aquellas  guerras  civiles 
que  en  medio  de  las  mismas  conquistas  se  encendian.  Conquistó  el 
imperio  Mejicano  Hernán  Cortés  contra  la  voluntad  y  en  completa 
rebeldía  contra  el  gobernador  de  Cuba;  fué  ajusticiado  NuOez  de 
Balboa  por  los  mismos  suyos,  después  de  haber  descubierto  el  mar 
del  Sur;  y  Pizarro  y  Almagro  se  hicieron  la  mas  cruda  guerra  des- 
pués de  apoderados  del  vasto  y  opulento  imperio  de  los  locas.  A 
una  de  estas  escisiones  se  debió  el  descubrimiento  de  todo  el  pais 
que  media  entre  la  Florida  y  el  Norte  del  imperio  Mejicano.  Por 
otra  separación  de  las  tropas  de  Pizarro  en  disidencia  el  mismo  de 


llt  GiFITUiO  vil. 

SQ  jefe  prlneipal,  deic«ibrí6  Orsllana  el  río  de  tu  Antroaas;  y  em- 
bareáfidosd  ea  él  sia  «aber  9q  direeeioa,  dcaeeDéid  mas  de  oeho«^ 
eieotaa  leguas,  abriéndose  paso  per  medio  de  sal  vajea,  hasta  qne  se 
vié,  em  gran  sorpresa  saya,  en  las  coalas  del  Atláoifico.  hnr  na 
efecto  de  igual  desaveDeucía  se  coa  quistó  &  Chile.  Así  por  una  mei- 
ela  de  casual  combinaoion  de  ?aIor,  da  audacia,  de  rivalidad  y  de 
discordia,  ctesde  el  origen  del  Misisipi  hasta  el  paralelo  do  la  em- 
bocadara  del  rio  de  la  Plata,  todas  las  regiones  i  donde  habían 
llevado  sn  planta  aquello»  ÍAp&vídos  aveatnreros,  estaban  ya  por 
los  afleo  de  1848  sujetas  á  la  corona  de  Gastílla. 


i 


CAPrrtítovm. 


C«iiti«iidaa  r«li$iqM»  en  I4  época  de  Carloa  V.— Lutero  y  |klein9Qia.i-«Piet«K.-4>r9- 
testantes. — Confesión  de  Augsbnrgo — Guerra  de  los  paisanos.— Anabaptistas.— < 
Interím.— tVabuIo  de  Passaa.— Primer  concilio  de  Trento, 


No  sin  groD  recelo  entramos  en  un  asunto  tan  d9  sayo  deUca4Q« 
donde  ea  dificil  acertar  por  circqnspeccion  y  prodencía  qne  se  ob- 
ierren.  No  tocaríamos  esta  parte  de  las  contiendas  religiosas  del  si- 
glo XVI,  si  en  sus  anales  no  hiciesen  un  papel  tan  distinguido. 
Mas  creeríamos  dejw  incompleto  el  bosquejo  que  tenemos  entre 
manos,  si  pasásemos  por  alto  de  aoontecimientos  importantes  que 
influyeron  en  los  destinos  de  tantas  nacionea  de  Guropa  y  aun  fue- 
ra de  nuestro  continente.  Cumpliremos  pues,  aunque  á  pesar  nues- 
tro, con  el  deber  de  historiadores,  penetrados  de  nuestra  incompe- 
tencia para  ser  otra  cosa  en  la  materia,  que  expositores  simples  de 
hechos.  Narraremos,  no  demostraremos.  Hablaremos  de  controyer- 
nas,  de  escisiones,  de  guerras  religiosas  como  puntos  puramente 
bistiMcos.  Como  tales,  haremos  mención  de  hombres,  que  sin  pen< 
garlo  ellos  mismos,  sin  prepararse  i  ello,  por  una  casual  combi- 
nación de  circunstanQi4^>,  se  hicieron  célebres  en  ^  mundo,  altera'- 
ron  sus  creeaeías,  hombrearon,  siendo  de  una  condición  oscura,  con 
loa  mismos  reyes,  y  en  ciertos  casos  triunfgiron  de  su  política,  del 
brillo  de  su  ma|estad,  de  la  fuerza  positiva  de  sus  armas. 

Inmediatamente  que  un  dogm^  teológico  ó  religioso.se  estaUepe, 
surgen  en  derredor  explicaciones  y  comentarios,  que  si  unos  se 
atienen  á  su  espíritu  y  contribuyen  á  mantener  la  unidad  w  el 


114  fflSTOBU  DS  FEUPE  If . 

cuerpo  de  creyentes,  se  alejan  otros  de  él,  formando  bandos  ó  es- 
cisiones que  muchas  veces  sin  respeto  &  la  conciencia  ajena  se 
aborrecen  y  combaten  mutuamente.  Cuanto  mas  superiores  son  es- 
tos dogmas  ó  creencias  á  nuestra  comprensión,  mas  campo  abren 
á  sutilezas,  á  sistemas  ingeniosos,  á  la  ambición  del  amor  propio, 
que  tanto  gusta  de  lucir  y  abrirse  un  camino  que  el  vulgo  no  co- 
noce, para  captarse  después  su  admiración,  poniéndose  á  tanta  al- 
tura de  su  limitada  inteligencia.  No  se  ve,  no  se  ha  visto  otra  cosa, 
en  cuantos  sistemas  religiosos  aparecieron  en  varios  puntos  y  en 
diversas  épocas.  Todos  tienen  y  tuvieron  sus  escisiones,  sus  here- 
jías, sus  sectas,  que  se  han  mirado  mutuamente  con  mas  ó  menos 
espíritu  de  tolerancia,  según  la  naturaleza  de  la  disputa  y  los  inte- 
reses que  promueve.  No  todos  los  judíos,  ni  todos  los  mahometa- 
nos, oi  todos  los  adoradores  de  Brama,  piensan  absolutamente  las 
mismas  cosas,  ni  están  completamente  acordes  en  materias  de 
creencia.  Todas  estas  religiones  tienen  sus  doctores,  sus  comenta- 
dores, que  han  explicado  sus  libros  sagrados  á  su  modo,  y  dividido 
la  masa  general  en  tantas  sectas,  cuantos  son  los  que  se  erigen  en 
jefes  de  doctrina. 

Lo  mismo  debió  de  haber  sucedido,  y  con  efecto  sucedió  en  el 
cristianismo.  Desde  los  primeros  siglos  de  la  Iglesia  se  suscitaron 
en  su  seno  varias  escisiones  ó  herejías  (1),  pues  con  este  nombre 
se  conocen.  Solo  los  muy  versados  en  la  historia  y  materias  ecle- 
siásticas, son  capaces  de  contarlas,  definirlas  y  explicarias;  tal  es 
su  número  y  la  diversidad  de  sus  doctrinas.  Mientras  la  Iglesia 
permaneció  en  su  oscuridad,  meramente  tolerada,  cuando  no  abier- 
tamente perseguida,  debieron  de  ser  estos  heresiarcas  poco  conoci- 
dos de  la  gran  masa  de  los  fieles.  Mas  después  que  la  religión  se 
vio  triunfante,  y  como  sentada  sobre  el  trono,  comenzaron  igual- 
mente á  adquirir  publicidad  las  sectas  heterogéneas  que  la  dividían. 
Comenzó  el  amor  de  la  disputa,  el  gusto  de  sutilizar,  la  ambición 
de  ser  jefe  de  escuela,  el  espíritu  de  intolerancia  y  las  demás  pa- 
siones que  á  las  primeras  son  anejas;  comenzaron,  decimos,  á  tur- 
bar la  paz  de  la  Iglesia,  en  un  sentido  muy  diverso  de  los  empera- 
dores  que  la  hablan  proscrito.  Era  un  asunto  indispensable  de  qae 
no  podia  prescíndírse,  el  cortar  de  raiz  esta  disidencia  en  las  doc- 
trinas. Para  ello  fué  preciso  que  los  prelados,  ó  jefes,  ó  inspectores 


U)  Qoregl«,tM9resli,airesid,  eleooioa,  seoia. 


"     CAPTTDLO  Vm.  lis 

de  las  principales  iglesias  locales,  que  ios  presbf teros  de  mas  santi- 
dad, mas  prestigio  y  mas  ciencia,  se  reuniesen  para  explicar,  co- 
mentar, definir  los  principales  pontos  de  doctrina,  y  decidir  en 
coerpo  los  que  debian  admitir  y  profesar  la  masa  de  los  fieles.  Es 
lo  que  hicieron  los  concilios  generales.  Guando  al  fin  de  las  sesiones 
de  uno,  parecía  quedar  asegurada  la  concordia  de  la  Iglesia ,  se 
suscitaba  otra  nueva  tempestad ,  que  hacia  indispensable  la  cele- 
bración de  otro ,  cuyos  resultados  eran  tan  precarios  como  los  del 
precedente.  En  ninguna  época  dejaron  de  ser  indispensables  estas 
reuniones  ó  concilios;  en  ningún  siglo  dejaron  de  aparecer  hombres 
argumentadores,  sutiles  y  díscolos,  arrastrados  unos  de  sus  ilusio- 
nes, y  otros  por  la  mala  fe,  que  propalaban  y  sustentaban  doctri- 
nas nuevas,  ó  bien  anteriormente  reprobadas ,  ó  que  provocaban 
nuevos  comentarios  (1).  Cuanto  mas  se  arguia  y  disputaba,  mas  y 
mas  se  agrandaba  la  arena  de  la  controversia.  En  estas  disputas  y 
conflictos,  no  solo  se  excitaban  odios  y  fomentaba  la  discordia,  sino 
que  el  espíritu  de  intolerancia  se  manifestaba  en  hechos.  Hubo  des- 
órdenes, violencias  y  persecuciones ,  obispos  expulsados  de  sus  si- 
llas y  despojados  de  su  dignidad  ,  confinados  en  destierros  y  pros- 
critos. Algunos  fueron  separados  del  seno  de  su  grey  y  vueltos  á 
sus  brazos  á  fuer  de  tumultos  populares.  Uno  de  los  primeros  pre- 
lados, y  hasta  oráculo  de  su  siglo ,  san  Atanasio,  fué  por  sus  doc- 
trinas cuatro  veces  expelido  y  restituido  otras  tantas  á  su  silla  pa- 
triarcal de  Alejandría. 

En  la  iglesia  latina  no  se  levantaron  tantas  herejías  como  en  el 
seno  de  la  griega.  No  eran  los  del  Occidente  tan  sutiles,  tan  dispu- 
tadores, quizá  tan  sabios  como  los  de  Oriente.  Mas  si  no  se  mos- 
traron tan  hábiles  para  argumentar,  fueron  mas  duros  en  manifes- 
tar su  intolerancia.  Bien  conocidos  son  en  la  Europa  los  horrores, 
la  sangre  y  calamidades  de  todo  género ,  que  á  principios  del  si- 
glo XIII  acarreó  la  herejía  de  los  albigenses ,  llamada  así  de  la 
ciudad  de  Alby,  en  el  Mediodía  de  Francia ,  donde  tuvo  su  primer 


(1)  8e  oueotan  YetDte  y  cuatro  concilios  en  los  tres  primaros  siglos  de  la  Iglesia;  setenta  y  dos 
en  el  ooartc;  setenta  en  el  qainlo;  cincuenta  y  seis  en  el  sexto;  cincuenta  y  cuatro  en  el  sétimo; 
▼elnte  en  el  octano;  ciento  y  siete  en  el  noyeno;  cincuenta  en  el  décimo;  noventa  y  seis  en  el  on^ 
ceno;  cincuenta  y  cinco  en  el  duodécimo;  ochenta  y  ocho  en  el  decimotercio;  setenta  y  tres  en  el 
dédmociiarto;  cuarenta  y  dos  en  el  decimoquinto;  diez  y  siete  basta  el  de  Trento,  InclusiTe,  en 
el  déclmoaezto.  De  tantos  concilios,  solo  diez  y  nueye  son  conocidos  con  el  nombre  de  concilios 
generales;  sea  por  el  gran  número  de  prelados  que  á  ellos  concurrieron,  sea  por  la  Importancia  de 
ene  decisiones  ó  por  su  aplicación  á  todo  el  cuerpo  de  la  Iglesia.  Los  otres  no  tuvieron  tanta  impor- 
tanela,  d  por  la  naturaleza  misma  del  negocio,  ó  ser  esto  de  un  interés  local,  que  no  afectaba  mas 
^ua  á  «HM  parte  de  los  fieles. 


f  1 9  HT^tOMÁ  DE  raLTVR  n. 

asiento.  Se  meeolé  It  política  meramente  humana  ea  astas  cootre^ 
versias  ^  ó  por  mejor  decir ,  las  tomó  acaso  por  pretexto ,  para  h^ 
mentar  sus  intereses.  Varios  principes  se  declararon  en  pro ;  mu- 
chos mas  en  contra.  La  cosa  se  presentó  tan  formal ,  que  le  fué 
preciso  al  papa  IbOceacio  III  predicar  una  cruzada  para  la  extirpa- 
ción de  aquella  secta.  Tuvo  esta  cruzada  efecto ,  y  el  pontífice  ro-* 
mano  fué  muy  biea  obedecido ;  pocos  caudillos  ó  jefes  se  podrían 
encontrar  de  mas  eáo^  de  mas  pericia  militar ,  de  mas  prontitud 
para  proseguir  y  castigar  los  enemigos  de  la  Iglesia  que  Simón  de 
M6nfort^  á  quieo  esta  guerra  hizo  tan  célebre.  Fueron  los  albigen- 
ses  vencidos  en  mas  de  una  batalla,  y  aunque  obtuvieron  algunos 
triunfos  parciales,  los  pagaron  tan  caros  como  su  herejía.  Queda-^ 
ron  arruinados,  y  por  el  pronto  despojados  los  príncipes  fautores. 
Quedaron  los  campos  asolados,  muchas  poblaciones  yermas ,  mas 
de  la  mitad  de  las  plazas  fuertes  arrasadas.  Un  monumento  mas 
durable  nos  resta  aun  de  aquellas  convulsiones ;  á  saber :  el  eitar- 
blecimietito  del  tribunal  de  la  Inquisición  en  Roma ,  destinado  al 
castigo  y  extirpación  de  la  herejía. 

Algún  tiempo  después ,  otra  llamarada  semejante  ocurrió  en  al 
país  de  Yaud  al  pié  de  los  Alpes,  lo  que  hizo  designar  aquellos  seo- 
tarios  con  el  nombre  de  valdenses.  Aunque  se  extirpó  del  misma 
modo,  no  fué  de  uno  tan  terrible,  por  lo  menos  activo  y  extendido 
del  incendie. 

Comenzaba  k  prevalecer  por  aquellos  tiempos  una  opiaion ,  que 
an  tener  nada  de  heréüea  «n  si  misma ,  servia  como  de  argamento 
para  loa  que  en  esta  esoisíw  s«  declaraban  en  eontra  de  la  Iglesia. 
Los  grandes  prelados,  ios  que  se  decían  sus  príncipes  ^  no  áerntura 
urreglabaa  su  eoaducta  al  e|emplo  que  les  habían  dejado  ios  apóa^ 
toles*.  Sus  glaadas  riquezas ,  su  lujo,  su  fausto ,  el  poder  de  qu% 
muohos  de  ellos  estaban  revestidos,  paredan  á  los  ojos  de  mudios 
desdecir  de  hi  simplicidad  de  las  costumbres  de  la  primitiva  IgfesiáL 

r 

No  en  todas  ocasiones  se  mostraban  los  papas,  sucesores  dignos  do 
san  Pedro.  Eran  visibles  los  abusos  que  hacían  en  varias  ocasiones 
de  su  autoridad^  sea  en  beneficio  de  sus  propios  intereses^  ó  de  las 
personas  que  les  eran  mas  adictas.  Bstas  especies  Ae  prúp$gAbaii, 
hacían  impresión  y  provocaban  la  censura  en  cuantos  por  peusa^ 
dores  se  teaian.  No  dejaba,  pues,  de  ser  eoroun  la  opinión  y  el  do- 
seo  de  introducir  reformas ,  no  precisamente  en  el  dogma ,  sino  en 
la  disciplioa,  en  la  conducta ,  ea  tas  riquezas  de  los  potentado»  de 


J 


WICI FFT 


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CAPITULO  vra.  in 

la  Iglesia.  Los  albigenses  y  valdenses  se  preciaban  de  una  moral 
mas  austera,  mas  arreglada  al  Evangelio  y  &  las  costumbres  de  la 
primitíYa  MriMÍMuiajuii&  xuwcAnrnííiAfACi   v*^  — -. —  lucida 

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espe- 
clefiF. 
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'  j  uia  üui  idf  esios  des- 

oraenes  (1118)  se  habia  convocado  el  concilio  de  Constanza.  En  él 
fué  depuesto  el  papa  Juan  XXIII ,  que  habia  sido  elevado  á  la  silla 
pontificia  por  una  facción,  comprada  materialmente  según  la  opinión 
general,  y  declarado  cismático  Pedro  de  Luna,  que  se  hacia  llamar 
papa  con  el  nombre  de  Benedicto  XIII.  A  la  silla  pontificia  fué  exal- 

Tomo  i.  16 


■  V 


^- 


7 


1 


► 


CAPITULO  vra.  in 

la  Iglesia.  Los  albigeDses  y  valdenses  se  preciaban  de  una  moral 
mas  austera,  mas  arreglada  al  Evangelio  y  &  las  costumbres  de  la 
primitiva  iglesia  que  sus  perseguidores.  Ya  veremos  reproducida 
esta  profesión,  y  reforzadcrel  argumento  de  otro  modo  mas  elocuen- 
te, con  resultados  mas  positivos  y  trascendentales. 

Todo  el  resto  del  siglo  XIH  se  pasó  sin  novedades  de  esta  espe- 
cie. A  fines  del  XIV  publicó  en  Inglaterra  siis  obras  Juan  Wicleff, 
en  que  condenaba  los  poderes  usurpados  por  la  corte  de  Roma ,  el 
abuso  que  el  clero  hacia  de  sus  riquezas,  con  otros  mas  cargos  di- 
rigidos entonces  á  los  altos  prelados  de  la  Iglesia.  Atacaba  además 
el  dogma  de  la  transustanciacion ,  la  invocación  de  los  santos,  el 
purgatorio.  Muy  pronto  condenó  Roma  esta^  doctrinas;  mas  se  dejó 
morir  tranquilo  al  heresiarca,  á  favor  de  ciertas  explicaciones  de  lo 
que  en  sus  escritos  se  halló  mas  digno  de  reparo.  Formaron ,  sin 
embargo,  los  discípulos  de  Wicleff  &  su  muerte  una  facción  ,  que 
con  el  nombre  de  Lolards  agitó  la  Inglaterra  durante  algunos  afios, 
y  no  pudo  ser  exterminada  hasta  ya  entrado  el  siglo  XY. 

A  principios  de  este  mismo  siglo  se  esparcieron  por  Rohemia  los 
escritos  de  Wicleff,  y  sus  doctrinas  fueron  abrazadas  por  Juan  de 
Huss,  Jerónimo  de  Praga  y  Jacobo  Messein ,  teólogos  de  gran  re- 
putación, y  conocidos  por  la  severidad  de  sus  costumbres.  Inme- 
diatamente comenzaron  á  esparcir  sus  nuevas  doctrinas  por  escrito, 
y  coD  sermones  elocuentes.  Fué  llamado  Juan  de  Huss  á  Roma  á 
dar  cuenta  de  sus  doctrinas ;  mas  habiéndose  &  muy  poco  tiempo 
después  convocado  el  concilio  de  Constanza ,  recibió  una  orden  ,  y 
un  salvoconducto  del  emperador  Segismundo,  para  presentarse 
ante  los  padres. 

Se  hallaba  entonces  despedazada  la  Iglesia  por  un  cisma  que  por 
sa  importancia  se  designa  todavía  con  el  nombre  de  gran  Cisma  de 
Occidente.  Hacia  mas  de  treinta  aOos  que  los*  fieles  estaban  dividi- 
dos en  la  obediencia  &  dos  papas  que  ambos  se  decían  sucesores  de 
san  Pedro.  No  era  pequeDo  el  escándalo  que  con  este  motivo  se  ha- 
bía introducido  en  el  seno  de  la  cristiandad ,  ni  débiles  las  armas 
qoe  se  daban  &  los  partidarios  de  reformas.  Para  cortar  estos  des- 
órdenes (1418)  se  había  convocado  el  concilio  de  Constanza.  En  él 
faé  depuesto  el  papa  Juan  XXIII ,  que  había  sido  elevado  á  la  silla 
pontificia  por  una  facción,  comprada  materialmente  según  la  opinión 
general,  y  declarado  cismático  Pedro  de  Luna,  que  se  hacia  llamar 
papa  con  el  nombre  de  Benedicto  XIII.  A  la  silla  pontificia  fué  exal- 

Tomo  i.  16 


11^  HISTORIA  DB  FBUPE  n. 

tado  MartÍDO  Y,  varón  cuyo  mérito  y  virtudes  le  granjearon  la  opí^ 
nion  de  que  repararía  los  desórdenes  que  daban  motivo  á  tanto  es- 
cándalo. 

En  cuanto  á  Juan  de  Huss  de  nada  le  sirvió  el  salvoconducto. 
Inmediatamente  que  llegó  á  Constanza,  se  le  puso  preso.  Habiendo 
comparecido  ante  los  padres ,  y  béchose  cargo  de  las  doctrínas  de 
que  le  acusaban  ,  las  sostuvo  en  pleno  concilio  contra  sus  impug- 
nadores, y  fuá  condenado  á  ser  quemado  vivo  por  no  querer  sus*- 
críbir  la  fórmula  de  retractación  que  se  le  proponia. 

Jerónimo  de  Praga,  discípulo  de  Juan  de  Huss,  arrestado  en  las 
inmediaciones  de  Constanza,  firmó  la  retractación;  mas  arrepentido 
se  desdijo  de  ella.  Presentado  ante  el  mismo  concilio,  manifestó  su 
pesar  por  un  acto  que  le  babia  arrancado  un  momento  de  debilidad, 
persistió  en  sus  doctrínas ,  y  las  sostuvo  con  valor  ,  con  mas  elo^ 
cuencia  que  babia  desplegado  su  maestro,  á  quien  era  muy  supe- 
rior en  instrucción  y  en  méríto.  El  destino  que  le  esperaba  no  po- 
dia  ser  dudoso  para  nadie.  Marchó  Jerónimo  al  suplicio  con  resig- 
nación; oró  al  pié  del  poste,  donde  le  ataron  encima  de  la  pira,  y 
en  el  momento  que  se  levantó  su  llama ,  entonó  «n  cántico  que  se 
oyó  con  distinción  hasta  que  exbaló  el  último  suspiro. 

Produjo  este  suplicio  de  Juan  da  Huss  y  Jerónimo  de  Praga  una 
guerra  en  Bohemia  conocida  con  el  nombre  de  los  busitas,  que  ast 
se  denominaban  sus  sectaríos  y  discípulos ,  guerra  de  venganzas  y 
de  sangre;  que  &  pesar  de  ser  terminada  al  cabo  de  cerca  de  treinta 
aDos  á  favor  del  partido  dominante,  dejó  bajo  sus  cenizas  un  fuego 
oculto  pronto  ¿  salir  de  nuevo,  como  se  vio  en  efecto  muy  antes  de 
cumplirse  un  siglo. 

Se  ocupó  el  concilio  de  Constanza  en  grandes  reformas:  lo  mismo 
se  hizo  en  los  de  Basilea,  de  Florencia  y  de  Ferrara.  Para  ningún 
hombre  de  buen  entendimiento  era  dudoso  que  los  vicios ,  que  los 
desórdenes  introducidos  en  la  Iglesia  afectaban  en  cierto  modo  las 
creencias  y  daban  armas  á  sus  detractores.  Mas  prevalecían  las  m^ 
trígas,  los  malos  hábitos ,  la  corrupción  que  se  hallaba  tan  arrai- 
gada ,  y  las  mas  de  estas  reformas  se  quedaron  en  proyectos.  To^ 
dos  los  buenos  deseos  y  el  celo  que  á  ios  verdaderos  fieles  animaban, 
po  pudieron  impedir  que  fuesen  exaltados  á  la  silla  de  san  Pedro  u 
Alejandro  YI,  un  Julio  11,  un  Leca  X. 

Al  fin  del  siglo  XV  se  manifestó  en  Italia  un  gran  reformador,  no 
de  dogmas  y  doctrinas,  sino  de  los  victos  y  desórdenes  que  aatoiH 


CAHTOLOYíU.  Il9 

ees  inandabAD  á  la  Iglesia.  JerónioM)  Savonarola,  fraile  de  la  orden 
de  Santo  Domingo,  tronó  en  el  palpito  contra  los  yícíos  de  su  tiem- 
po; anVDció  castigos  de  Dios ,  se  di6  como  dotado  del  don  de  pre- 
dicción ,  y  hasta  del  de  milagros.  No  solo  se  mostró  enemigo  de  los 
desórdenes  en  lo  moral ,  smo  que  se  mezcló  hasta  en  la  política. 
Establecido  en  Florencia  se  declaró  enemigo  de  las  usurpaciones  de 
los  Médkis,  y  por  su  influencia  se  restablecieron  instituciones,  todas 
en  sentido  de  la  libertad  de  la  república.  La  influencia  que  este 
hombre  ejerció  en  los  ánimos  de  la  muchedumbre  fué,  como  puede 
«aponerse,  prodigiosa ;  mas  también  se  comprenden  fácilmente  las 
rivalidades  y  animosidad  de  que  debió  de  ser  objeto.  Fué  su  grande 
enemigo  el  papa  Alejandro  YI,  cuyos  vicios,  cuyos  desórdenes  eran 
por  lo  regular  el  tema  de  todos  sus  sermones.  Fué  fácil  á  este  pon- 
tífice condenarle  como  sedicioso  y  hasta  excomulgarie ;  mas  Savo- 
narola  declaraba  en  el  pulpito  que  no  podia  privarle  de  distribuir 
la  palabra  de  Dios  y  el  pan  de  vida  un  pontífice  inmoral,  incestuoso 
y  simoníaco*  Era  imposible  para  este  entusiasta  luchar  por  mucho 
tiempo  contra  tan  formidables  enemigos.  Instaba  Alejandro  á  que 
se  le  hiciese  su  proceso ,  como  sedicioso ,  como  heresiarca ,  á  un 
hombre  que  se  jactaba  de  profeta  y  del  don  de  hacer  milagros.  Se 
le  paso  preso,  se  le  formó  causa,  se  le  dio  tormento;  y  por  fin  se  le 
condenó  á  las  llamas.  Así  expió  su  celo ,  sus  imprudencias ,  la  de- 
bilidad, ó  tal  vez  la  firme  persuasión  de  que  estaba  llamado  á  re- 
formar el  mundo. 

El  terreno  estaba,  como  se  ve,  bastante  preparado,  y  los  ánimos 
dispuestos,  unos  á  desear  simplemente  reformas,  otros  á  recibirlas, 
cuancito  se  manifestaron  en  el  Norte  de  Alemania  á  principios  del 
siglo  XVI  las  que  nos  proponemos  bosquejar  del  modo,  como  hemos 
iftsínaado,  mas  sucinto  y  circunspecto. 

So  habia  proyectado  y  comenzado  á  edificar  la  iglesia  de  San  Pe- 
dro en  tiempo  de  Julio  II,  que  manifestó  la  noble  ambición  de  eri- 
gir un  monumento  en  Roma  que  superase  en  grandeza  y  magnifi- 
cencia á  los  antiguos.  El  mismo  ardor  heredó  su  sucesor  el  papa 
Leoo  X.  Como  sus  rentas  ordinarias  no  bastaban  ó  se  destinaban 
4  otros  osos,  fué  necesario  recurrir  al  arbitrio  de  las  indulgencias 
que  se  predicaban  en  las  iglesias,  y  públicamente  se  vendían  como 
otro  artículo  cualquiera  de  comercio.  Ordinariamente  eran  los  con^ 
ventos  los  sitios  donde  se  despachaban  las  indulgencias,  y  cuya  dis- 
tribución y  administración  no  era  materia  de  poca  consecuencia.  En 


120  HISTORIA  DB  F8UPB  lí. 

Alemania  habían  sido  en  uq  principio  los  frailes  agustinos  los  en- 
cargados del  negocio ,  que  con  el  tiempo  se  trasladó  á  los  padres 
dominicos.  ¿Fué  simplemente  esta  rivalidad  ó  este  pique  lo  que  pro- 
dujo la  mas  grande  escisión  que  se  habia  introducido  hasta  enton-*- 
ces  en  la  Iglesia?  ¿Obró  simplemente  Lutero  como  un  instrumento 
del  amor  propio  ofendido  de  sus  superiores?  Entonces  se  puede  de-^ 
cir  que  nunca  causa  tan  pequefia  produjo  un  efecto  mas  grande  y 
gigantesco. 

Guando  ,un  vaso  está  completamente  lleno,  con  una  gota  mas 
desborda.  Guando  un  terreno  está  minado,  con  una  sola  chispa 
vuela.  Si  las  revoluciones  tienen  por  lo  regular  principios  tan  hu- 
mildes, es  porque  las  revoluciones  ya  están  hechas.  Les  faltaba  so- 
lo la  gota  de  agua,  la  chispa  para  consumarse.  La  gota  y  la  chis-^ 
pa  fué  pues  aquí  la  venta  de  las  indulgencias. 

Hablaremos  pues  de  Lutero,  como  de  un  hombre :  de  lo  que  hi- 
zo, de  las  consecuencias  de  lo  que  hizo,  como  de  hechos  que  están 
consignados  en  la  historia.  En  el  examen  teológico  de  sus  doctri- 
nas no  entraremos  como  cosas  que  no  son  de  nuestra  competencia, 
y  sobre  todo  exceden  nuestras  fuerzas. 

Nació  Martin  Lutero  (Luther,  Luder,  Lolher)  (1)  en  Eisleben, 
pequelio  pueblo  del  electorado  de  Sajonia,  en  noviembre  de  1483. 
Aunque  hijo  de  padres  artesanos,  le  destinaron  á  una  carrera  lite- 
raria. Mientras  cursó  primeras  letras  en  Eísenach  vivió  casi  en  un 
estado  de  mendicidad,  cantando  delante  de  las  casas  como  hacían 
entonces  muchos  estudiantes  pobres  de  Alemania.  Una  viuda  le  re- 
cogió por  fin  en  su  casa,  y  le  sostuvo  los  cuatro  aOos  que  duró  su 
enseñanza  en  una  escuela.  En  1501  le  envió  su  padre  á  la  uni^ 
versidad  de  Erfurth,  donde  le  sostuvo  de  su  cuenta. 

Estudió  en  dicha  universidad  teología  ;  gustaba  mucho  de  esta 
ciencia,  de  la  literatura,  y  sobre  todo  de  la  música,  arte  que  culti- 
vó toda  su  vida.  Antes  de  decidirse  por  ninguna  carrera,  le  ocurrió 
un  accidente  extraordinario  qtfe  fijó  su  suerte.  En  150S  hallándose 
en  compaDía  de  un  amigo,  le  mató  á  este  un  rayo,  de  lo  que  es- 
pantado Lutero  hizo  un  voto  á  santa  Ana  de  hacerse  fraile,  si  le 
sacaba  del  peligro.  Gatorce  días  después  tomó  el  hábito  de  San 
Agustín  en  Erfurth,  sin  llevar  consigo  mas  bienes  que  un  Planto  y 
un  Virgilio. 


(1)  Con  estos  tres  nombres  se  lia  firmado  en  yarlas  ocasiones. 


CAPITULO  YDI.  121 

Entró  en  el  claastro  Lutero  sin  contar  con  su  padre,  que'se  ofen- 
dió mocho  de  este  paso.  Abrazó  el  estado  religioso  solo  por  cumplir 
su  voto,  sin  ninguna  vocación ;  él  mismo  lo  confiesa  en  sus  memo-< 
rías.  Tenia  gustos  demasiado  profanos  para  la  austeridad  que  se- 
mejante condición  exige.  Ya  hemos  visto  con  qué  libros  se  pasó  del 
mundo  á  su  convento.  En  el  mismo  donde  tomó  el  h&bito,  concluyó 
sus  estudios,  y  recibió  órdei^hasta  la  de  sacerdote. 

Poco  después  emprendió  un  viaje  á  Italia.  No  habia  ningún  con- 
tacto entonces  entre  la  Alemania,  pobre,  triste,  donde  nada  flore- 
cía, y  un  pais  de  lujo,  de  suntuosidad,  trono  de  literatura  y  de  las 
artesv  Debieron  de  hacerle  mucha  sensación  novedades  tan  extraor- 
dinarias. El  dice  en  sus  memorias,  que  no  le  chocaron  menos  las  ' 
personas  que  las  cosas.  El  lujo,  la  magnificencia  de  los  conventos 
donde  era  alojado  y  la  suntuosidad  de  sus  refectorios,  no  fueron 
los  menores  objetos  de  su  asombro.  Sin  duda  le  edificó  poco  la  cor- 
te de  Roma,  donde  reinaba  el  belicoso  Julio  II,  papa  de  sentimien- 
tos grandes  y  elevados,  pero  muy  mundano  y  muy  violento,  que  se 
ponía  al  frente  de  sus  tropas,  y  sitiaba  plazas  en  persona. 

A  su  vuelta  de  Italia,  recibió  el  grado  de  doctor  en  teología,  y 
obtuvo  una  cátedra  en  la  universidad  de  Wirtemberg  que  acababa 
de  fundar  el  elector ;  poco  después  fi^  nombrado  vicario  provincial 
de  los  agustinos,  encargado  de  reemplazar  el  vicario  general  de  la 
orden  en  sus  visitas  de  Misnia  y  de  Turíngia.  Entramos  en  estas 
circunstancias,  para  ver  que  Lutero  no  era  un  hombre  sin  consi- 
deración en  su  pais,  cuando  se  declaró  en  guerra  con  la  Iglesia. 

Por  aquel  tiempo  hacia  mucho  ruido  en  Alemania  la  venta  de  las 
indulgencias.  Era  natural  que  se  activase  y  fomentase  un  negocio, 
del  que  pendia  la  continuación  de  la  fábrica  maravillosa  de  la  igle- 
sia de  San  Pedro.  Estaba  encargado  el  dominicano  Tetzel  de  predi- 
carlas y  publicarlas ;  el  arzobispo  de  Maguncia  de  fomentar  su 
venta.  A  nombre,  y  bajo  los  auspicios  de  este  prelado,  se  publi- 
caban los  manifiestos  de  las  gracias  por  ellas  concedidas. 

Entonces  estalló  Lutero  (1517),  declarándose  enemigo  de  las  in- 
dulgencias. Fué  su  primer  paso  dirigirse  á  su  obispo,  el  de  Brandem- 
bürgo,.para  que  impidiese  predicar  á  Tetzel.  Respondió  el  prelado 
que  era  atacar  el  poder  de  la  Iglesia,  y  que  no  se  mezclase  en  es- 
te asunto  delicado.  Entonces  Lutero  se  dirigió  al  primado,  arzobis- 
po de  Maguncia  y  Magdeburgo,  enviándole  las  proposiciones  que 
se  ofrecía  á  sostener  contra  la  doctrina  de  las  índulgenciaSt 


ílt  HISTORIA  Bff  FSLIPB  U.  "^ 


Bl  arf^hispo  no  le  tlió  respaesta.  Lutero  qoe  potaba  con  ini  si- 
leocío,  faabia  hecho  fijara)  mismo  tiempo  que  daba  este  paso,  en  la 
iglesia  del  castillft^ft  Wirtemberg,  contra  la  autoridad  de  conferir 
indu|^^0ias,  contra  el  poder  de  copceder  las  gracias  en  ella  pro-^ 
metidas,  veinte  y  oct^o  proposiciones,  BegalíiPW  las  unas,  afirma- 
tifas  las  olr&9,  pero  todas  en  coiitra  las  pretensiones  de  la  corte  de 
Roma,  y  lo  que  estaba  entonces  en  IMtflesia  recibido.      ^^     # 

Escritas  estas  proposiciones  en  lengua  vulgar,  y  apoyadfIRa  un 
sermón  qoe  en  el  mismo  idioma  predicó  Lutero,  hicieron  nn  ruiíj^ 
extraordinario.  Fueron  la  troaipeta  de  la  guerra  que  se  encendió 
entonces,  sin  que  se  pueda  decir  que  se  haya  extinguido  todavía. 
Consignadas  á  la  imprenta,  se  despacharon  al  momento  en  miles  y 
miles  de  ejemplares  con  asombro  del  mismo  Lutero,  que  aunque 
lisonjeado  con  un  éxito  tan  favorable  para  su  amor  propio,  tal  vez 
sintió  que  se  hubiesen  esparc¡4a  (anto,  poniéndole  éií^un  compro-* 
móso  mayor  de  lo  que  eran  sus  deseos. 

Mas  el  guante  estaba  echado,  arrojado  por  Lutero,  que  se  mos- 
tró agresor  en  una  guerra,  cuya  importancia  ni  él  mismo  preveía. 
Hizo  Tetzel  quemar  públicamente  las  proposiciones  de  Lutero.  Que- 
maron los  estudiantes  dd  Wirtemberg  en  la  plaza/  las  de  Tetzel. 
Esta  circunstancia,  y  la  de  h|ber  predicado  Lutero  un  sermón  en 
alemán  en  apoyo  de  las  suyas,  manifiesta  bien  que  el  terreno  esta- 
ba preparado,  y  que  en  el  Norte  de  Alemania  no  causaron  las  opi- 
niones de  Latero  el  escándalo  que  debia  esperarse. 

Ni  en  Roma  misma  hicieron  toda  la  impresión  que  tan  natural- 
mente reclamaban.  Las  miró  desde  un  principio  con  desprecio  León  X 
atribuyéndolas  á  rivalidades  de  frailes.  Demasiado  engolfado 
aquel  pontífice  en  sus  diversiones  y  en  su$  artes,  no  concibió  ni 
presintió  el  grande  alcance  de  aquel  tiro.  Por  otra  parte  hacia  La- 
tero profesi<Ni  y  protestas  de  su  mas  ciega .  adhesión  y  respeto  á  la 
persona  del  pontífice. 

Mas  este  estado  de  indiferencia  duró  poco.  Al  fin  se  levantaron 
clamores  en  la  corte  de  Roma  contra  la  conducta  de  Lutero,  y  este 
recibió  orden  de  comparecer  en  el  término  de  sesenta  dias  á  dar 
«lienta  de  sus  doetñaas  y  opiniones  ;  compromiso  muy  fuerte,  si  el 
elector  de  Sajonia  no  le  hubiese  sacado  del  aprieto,  obteniendo  de 
RMnaque  se  le  oyese  y  examinase  por  legados  del  papa  dentro  del 
territortft  de  iUemaiia,  seftaiándose  pata  esta  conferencia,  Aa|[s^ 
burgo. 


) 


CAMTMiO  V 

Qae  d  elector  4e  Sajonía  protegi» 
doclrioas,'  es^Tideole;  que  fuese  djgj 
gado  el  mismo  Lotero  en  distíoMs  oci 
mo  este  príocipe,  que  habia  pagado 
eonferidole  la  c&tedr^ue  ffisempegflt 
cia  mas  ó  meaos  expresa,  no  h^^i 
"^cio||^i  llevado  taa  adela^raCSó 
de  RoK  de  despojar  á  Lutm  de  la  {_ , 
"ftira  ganarle,  le  envió  la  Ros|;'de  Oro, 
como  UD  ÍDsigDe  msga  de  favor  'y  ' 
fice.  No  desistió  porresto.jlo^^lF^I 
fuue  oído  en  AleaianlB?jp,,{>r()tfí 
príncipes  eraif'afec(q9[£íiS>0r,te^ 
que  saliese j^gffff%jM'  pa« 
no  tei 
acerca  de 
arreglo  ¿ 


^ 


que  se  coesMera 
r^Ijtontí-,, 
ifflé'Ijitef^ 


in  disgnsto 

iruecion  de 

I  opiniones 

se  i^eciaban  de  vivir  con  mas 

io,  pe  los*  altos  prelados  de  la 


Se  presentó  Lulero  en  Angsburgo,  donde  estovo  (res  dias  sin  sal- 
vocondacto  del  emperador;  mas  habi^  preparado  de  ailemano  los 
ánimos  el  elector,  &  fin  de  que  do  fiue  por  niaguo  estilo  molesta- 
do. Inmediatamente  que  llegó  el  salmosdueto,  se  presentó  ante  el 
legado  del  pootiSce,  áfin  de  ser  examinado.  Pedia  este  una  retrae- 
tacidD  formal  sin  entrar  en  controversia,  y  como  Lotero  quería  exa- 
men y  disputas,  era  imposible  que  se  conviniesen.  ImportiU>a  mu- 
cho k  la  corte  de  Roma  sofocar  el  asunto  sin  escáldalo  y  sin  raido: 
BO  era  esta  la  cuenta  de  Lotero  ya  tan  comproaietido  en  el  debate, 
cualquiera  qoe  sea  e\  motivo  verdadero  que  se  quiera  dar  k  so  cod- 
docta.  Ni  ruegos,  ni  amenazas,  ai  cootesplaciODes,  pudieron  re- 
cabar de  él  qae  confesase  que  habia  errado,  k  su  salida  de  Augs- 
borgo  poblícó  nuevos  escritos  que  apoyaban  sus  doclrioas.  Parecía 
la  raptara  completa  y  la  goerra  declarada.  Fué  Lulero  condenada 
en  Roma,  y  quemados  públicamente  sos  escritos.  Dio  la  Santa  Sede 
Doevos  pasos  muy  activos  con  el  elector,  á  fio  de  que  le  fuese  en- 
tregada su  persona;  mas  este  príocipe,  en  medio  de  sus  protestas, 
de  SQ  gran  respeto  &  la  autoridad  pontificia,  eludió  la  reclamacioa 
al  principio,  y  al  fio  se  negó  k  ella.  Hanifesiarse  defensor  de  Lu- 
lero, equivalía  casi  k  declararse  so  sectario.  La  corte  romaaa  lo 
conpreodía  moy  bien;  mas  tuvo  qao  disimular  esta  repulse.  Usa 


ISi  HISTOUA  DE  PBLIFB  If. 

proeba  de  qae  la  conducta  del  elector  do  causó  grande  escándalo, 
es  que  habiendo  fallecido  por  aquel  tiempo  el  emperador  Maximi- 
liano, fué  declarado,  durante  la  vacante  de  la  silla  imperial,  vica- 
rio del  imperio. 

Seguro  ya  Lutero  de  la  protección  del  elector,  provocado  por  su 
condenacioD  eo  Roma,  continuó  las  hostilidades  con  mucho  mas  ar- 
dor, sin  consideración  ni  i  'espeto  que  antes  mani- 
festaba por  la  Santa  Sede,  ¡  itaque  directo  &  la  legiti- 
midad de  su  poder,  y  del  e:  iulgencias,  pasó  á  cue^ 
tienes  de  mas  alta  trascend  e  nuestra  inspeccioD,  ni 
entra  en  nuestro  objeto,  pa  i  escritos  con  que  su  fe- 
cunda pluma  inundó  por  aquel  tiempo  la  Memania.  Tratados,  ser- 
mones en  latín,  en  alemán,  todos  hacían  un  ruido  extraordinario; 
todos  se  leian  con  ansia,  y  circulaban  á  miles  de  ejemplares.  Tam- 
poco estaban  mudos  por  su  parte  los  teólogos  católicos,  ni  tampoco 
se  mostraban  muy  templados  en  la  impugnación  de  las  doctrinas 
del  enemigo  de  la  Iglesia.  Se  convirtió  la  Alemania  en  un  teatro  de 
controversia  y  de  disputas,  donde  las  partes  contendientes  se  ata- 
caban con  la  mayor  acrimonia  y  encarnizamiento. 

El  elector  de  Sajonia  prolegia  abiertamente  &  Lutero,  y  se  mos- 
traba inclinado  &  sus  doctrinad  Comenzaba  el  de  Hesse  á  adoptar 
sos  mismos  sentimientos.  Todo  el  Norte  de  Alemania  estaba  ya  me- 
dio conmovido  con  la  nueva  secta,  y  el  nombre  de  Lutero  comenzó 
á  presentarse  como  ana  potencia  formidable. 

En  las  disputas  y  contiendas  religiosas  se  mezcla  de  tal  modo  la 
política  mundana,  que  es  muy  difícil  distinguir  la  parle  que  perte- 
nece á  la  convicción  ó  sea  el  fuero  de  conciencia,  y  la  que  se  apoys 
solo  en  ambición  é  intereses  personales.  Cualesquiera  que  fuesen 
las  opiniones  de  los  principales  que  desde  un  principio  se  mostra- 
ron tan  favorablemente  á  las  doctrinas  de  Lotero,  y  al  fin  las  abra- 
zaron, DO  hay  duda  de  que  iban  en  ello  miras  políticas  é  intereses 
de  imporlaocía.  En  primer  lugar,  los  hacia  independientes  de  la 
corte  de  Roma  que,  además  de  ser  odiada,  les  sacaba  dineros,  con- 
siderados en  cierto  modo  bajo  el  aspecto  de  un  tributo.  En  segundo 
lugar  les  daba  importancia  á  ellos  mismos  sobre  las  iglesias  refor- 
madas, de  las  que  se  erigían  en  prolectores  y  hasla  en  jefes.  Gomo 
en  los  puntos  de  la  reforma  enti'aba  la  abolición  de  los  votos  mo- 
násticos, eran  un  nuevo  cebo  de  ambición  los  inmensos  bienes  de 
los  monasterios  que  iban  á  entrar  eo  la  circulación  general,  y  en 


cApimu)  vni.  185 

parte  en  sas  propios  patrimonios.  Todas  estas  causas  de  un  órdea 
pnrameDte  material  y  relativos  al  iolerés,  explican  muy  bien,  pres- 
cindiendo de  otros,  que  Lutero  debió  de  ser  un  apóstol  muy  popu- 
lar 6D  aquellas  circuostrucias.  Encontró  el  terreno  bien  preparado 
y  le  explotó  con  una  habilidad  maravillosa.  Poseia  cuantas  cuali- 
dades necesitaba  para  conmover  la  muchedumbre.  Era  elocuente, 
atrevido,  mordaz  en  si  o  en  las  acusaciones  é  in- 

vectivas, ingenioso  y ;  mentes,  con  un  gran  fondo 

de  erudición  en  maten  le  que  sabia  hacer  grande 

uso.  Gomo  religioso,^  ion  si  no  de  santidad,  á  lo 

menos  de  un  hombre  ajustado  en  sus  costumbres.  Gomo  profesor 
de  la  universidad  de  Wittemberg,  contaba  una  muchedumbre  de 
discípulos,  entusiasmados  todos  de  su  saber  y  genio.  Escribía  con 
la  misma  focílidad  que  hablaba,  y  era  tan  infatigable  con  la  lengua 
como  con  la  pluma.  Conocía  muy  bien  la  índole  de  los  que  le  leian  ó 
escuchaban,  y  se  plegaba  á  todo  cuanto  contribuía  &  hacerle  inte- 
ligible. Era  jocoso,  festivo,  hasta  chocarrero;  no  hnia  de  las  espe- 
cies ó  expresiones  mas  acres  y  punzantes,  y  sabia  el  arte  de  hacer 
reír  á  costado  sus  antagonistas.  Ya  hicimos  ver  que  en  un  princi- 
pio se  mostró  circunspecto  y  hasta  respetuoso  con  la  corte  de  Roma, 
cuya  autoridad  apostólica  re^nocia.  Al  papa  León  X  escribió  cartas 
muy  sumisas,  en  medio  de  amonestaciones  todas  reverentes:  eo 
Augsborgo  se  arrodilló  delante  del  cardenal  Gayetano  Vio  que  ve- 
nia á  examinarie,  mostrándole  todo  el  homenaje  posible  de  vene- 
ración y  acatamiento.  Has  conforme  se  fué  enfrascando  en  la  dis- 
puta, á  proporción  que  las  invectivas  de  sus  antagonistas  excitaban 
sn  bilis,  y  le  hacían  buscar  nuevas  armas  de  combate,  aumentó  su 
valentía  y  arrogancia,  dio  mas  y  mas  pasos  eo  la  virulencia,  en  la 
importancia  de  sus  aserciones;  manifestó  lo  ilegal,  lo  nulo  de  la 
sentencia,  negó  la  autoridad  del  Papa,  cuya  bula  de  condenación 
quemó  póblicamente;  hizo  ver  en  sn  persona  la  del  Antecristo,  y 
apeló  á  las  decisiones  del  próximo  concilio. 

£n  la  corte  de  Roma  no  brillaron  con  este  motivo  ni  la  habilidad 
ni  la  prudencia.  Se  tenían  ideas  muy  escasas  de  Alemania  en  aque- 
lla corte  voluptuosa  y  magnifica,  centro  del  lujo  y  de  las  artes.  Se 
despreciaba  sin  duda  un  país  que  pasaba  por  agreste  y  bárbaro. 
Guando  fué  oído  por  primera  vez  el  nombre  de  Lutero,  tal  vez  pro* 
vocó  &  risa.  No  es  pues  extraDo  que  León  X  hubiese  dicho  al  saber 
de  sus  proposiciones,  que  eran  dispulas  de  frailes.  Si  hubiesen  co- 
lono 1.  J7 


I 


iW  HIST09IA  DR  ftUn  II. 

Qoeido  el  espirita  políüeo  del  país,  la  disposioion  de  fius  prioeipes  y 
el  carácter  personal  de  Lutero,  tal  vez  con  loaQa,  con  artifioioa^ 
con  halagos,  hubiesen  llegado  á  dar  al  negocio  un  giro  qnelea^- 
Qeciese.  Mas  desde  un  principio  se  hizo  pooo<^aso  de  la  llamarada; 
cuando  se  tomó  en  seria  consideración,  era  ya  un  incendio;  se  creyó 
que  con  la  amenaza  se  templaría  el  espirita  inflexible  ó»\  rej^rma-^ 
mador,  k  cuya  violencia  dio  mas  temple.  Cuapdo  quisieron  y  pen- 
saron apoderarse  de  su  persona,  se  encontraron  con  que  estaba 
protegida  por  un  príncipe  de  poder,  jj^flueocia  y  crédito,  k  quien 
estas  circunstancias  habian  elevado  afrango  de  vicario  del  imperio^ 
Negarse  &  entregar  la  persona  del  heresiarca,  era  deeli^rarse  pajrti-- 
dario  ó  participe  de  sus  doctrinas;  apelar  h  ia  decisión  4el  (ondlio 
para  condenarle,  como  pretendia  el  elector,  era  una  especie  de  de^ 
safio  &  la  corte  de  Roma.  El  negocio  se  popia  mas  serio  4$  lo  que 
esta  misma  corte  imaginaba. 

Una  de  las  grandes  novedades  que  la  doctrina  de  Lutero  íntro-^ 
dttcia  y  propagaba,  acaso  la  mayor  de  todas,  no  era  ni  la  obedien- 
cia negada  al  papa,  ni  la  abolición  de  los  votos  monásticos,  ni  otras 
alteraciones  ianto  en  el  dogma  como  en  la  disciplina.  £1  mayor  mo^ 
vimiento  que  estas  novedades  imprimieron  en  los  ánimos ,  fuá  la 
independencia  en  materias  de  fe  de  las  autoridades  que  la  interpre- 
taban y  explanaban;  fué  el  sostener  que  la  Sagrada  Escritura  er^  la 
mas  segura,  la  sola  guia  que  debia  tener  el  cristiano  en  estas  ma- 
terias delicadas ;  fué  el  sostener  que  ninguna  interpretación  de  áv^ 
ches  libros ,  dada  por  los  hombres ,  podia  ser  obligatoria  para  las 
conciencias.  De  aquí  el  nombre  de  libertad  evangélica  que  los  vas 
cultos  y  el  mismo  Lutero  dio  desde  un  principio  á  la  reforma.  El 
principio  de  la  autoridad  de  la  Iglesia,  de  la  infalibilidad  de  los  ooa^ 
cilios,  de  la  especie  de  fe  que  se  daba  á  las  explicaciones  de  los 
Santos  Padres,  vinieron  á  tierra  en  virtud  de  esta  doctrina.  Puesto 
que  las  Escrituras  eran  las  solas  fuentes  de  la  fe ,  era  natural  que 
los  cristianos  se  dedicasen  á  estudiarlas,  á  penetrarse  de  su  espirita* 
Uno  de  los  grandes  trabajos  literarios  de  Lutero  fué  la  traduccíoa 
de  la  Biblia  en  alemán,  y  aunque  esto  fué  algo  posterior  á  su  pro-* 
sentacion  en  Augsburgo ,  muestra  bien  el  espirita  que  respiraba* 
sus  doctrinas.  De  la  Biblia  traducida  al  alemán  ya  se  conociían  doce 
ediciones  á  fines  del  siglo  anterior,  mas  fué  la  suya  la  que  adquirió 
nnayor  popularidad  ^  sea  por  su  verdadera  mérito ,  ó  por  otras  cir- 
cunstancia».  De  la  Sagrada  Escritura  sacaba  él  la  mayor  parte  da 


CAPITULO  VIII.  127 

sw  arigameDtos,  y  como  la  autoridad  de  sus  intérpretes,  armagran- 
tte  coQ  que  ie  combatían,  era  lo  primero  que  él  negaba,  se  hacíala 
cuestión  interminable.  La  Alemania  estaba  inundada  de  argumen- 
tos y  argumentadores  en  los  dos  sentidos.  K  todo  el  mundo  llama- 
ba, aunque  no  fuese  mas  que  la  curiosidad  de  saber  cuál  era  el 
motifo  de  tanta  controversia.  Por  precisión,  pues,  se  babia  de  pre- 
gmtar^  de  inquirir ,  de  leer ,  de  estudiar,  de  confrontar  citas ,  de 
nutrirse  cada  uno,  y  siempre  en  progresión ,  de  lo  que  le  era  mas 
necesario  para  ofenderse  é  defenderse.  Todo  esto  circulaba  con  una 
rapidez  prodigiosa  por  medio  de  la  imprenta.  Asi  se  difundió  poco 
á  ;h)co  el  espíritu  de  discusión  y  de  disputa.  ¿Y  quién  no  ve  que  la 
emancipación  espiritual  que  se  propalaba  y  sostenía ,  preparaba  el 
camino  á  la  politi^,  si  ya  no  se  bailaban  enlazadas? 

Ta  hemos  dicho  que  el  emperador  Maximiliano  falleció  durante 
el  gran  calor  de  todas  estas  controversias.  Nombrado  el  elector  de 
Sajonia  vicario  del  imperio  durante  el  interregno ,  fué  uno  de  los 
candidatos  para  tan  alta  dignidad;  mas  tuvo  la  prudencia  de  no  de^ 
jarse  llevaí'  de  esta  ambición  ,  y  contribuyó  poderosamente  á  la 
elección  de  Garlos  de  Austria,  rey  de  Espafia.  Coronado  este  empe- 
rador en  Aquisgran  ó  Aix  la  Ghapelle  ,  ningún  negocio  se  presentó 
de  mas  consideración  y  urgencia  que  el  de  la  escisión  religiosa  que 
despedazaba  la  Alemania.  Estaba  Lutero  condenado  en  Roma,  y  el 
papa  «rgia  porque  se  llevase  á  cabo  la  sentencia.  Mas  el  empera- 
dor y  demás  príncipes  de  la  confederación,  consideraron  que  el  m- 
godo  tenia  al  mismo  tiempo  que  religioso  un  carácter  demasiado 
político,  para  no  ser  tomado  en  cuenta  por  las  potestacks  témpora* 
les.  Se  creyó  que  era  un  asunto  bastante  digno  por  su  importancia 
de  la  convocación  de  una  dieta  que  se  decidió  celebrar  en  Worms, 
ante  la  que  debia  comparecer  Lutero ,  á  dar  cuenta  de  su  doctrina 
y  su  conducta.  Fué  en  efecto  la  dieta  convocada ,  y  citado  á  ella  el 
predicador  de  las  nuevas  opiniones. 

Necesitaba  Lutero  (1521)  un  salvoconducto  para  presentarse  en 
Worms,  y  aun  este  documento  debia  serle  sospechoso,'  recordando 
que  babia  sido  violado  el  dado  á  Joan  de  Huss  por  Segismundo. 
Concedió  el  salvoconducto  Garlos  V,  y  Lutero  sin  duda  fiado  en  la 
grande  y  poderosa  protección  del  elector  de  Sajonia,  no  dudó  de  di- 
rigirse ¿Lworms,  á  donde  acudió  el  emperador  con  todos  los  elec- 
tora, príncipes  y  dignidades  seculares  y  eclesiásticas  que  compo- 
nían aquellas  grandes  asambleas,  Gomo  el  asunto  era  principalmente 


128  HISTORU  DE  FELIPE  II. 

eclesiástico,  se  reuníeroD  muchos  teólogos ,  y  entre  ellos ,  los  ma* 
yores  contrarios  de  Lutero.  Hizo  gran  sensación  en  Worms  la  lle- 
gada de  este  hombre  ya  tan  célebre.  Unos  por  afecto  á  sus  doctrí* 
ñas,  otros  por  contrarios  sentimientos,  los  mas,  atraídos  solo  del  gran 
ruido  de  su  nombre,  acudían  á  verle  por  donde  quiera  que  pasaba. 
Rodeado  de  una  inmensa  muchedumbre,  llegó  al  palacio  donde  es- 
taba reunida  la  dieta,  y  se  presentó  en  ella  sin  dar  indicios  de  inti- 
midarse &  la  vista  de  una  asamblea  tan  numerosa  y  respetable.  Le 
interrogó  Eck,  uno  de  sus  impugnadores  mas  encarnizados ,  y  le 
mandó  manifestase  si  se  reconocía  autor  de  los  escritos  cuya  lista 
iba  &  leerle.  Concluida  la  lectura,  respondió  Lutero  que  todos  eran 
obras  suyas;  mas  que  para  responder  sobre  ellas,  necesitaba  le  die- 
sen algún  tiempo.  Le  replicó  Eck  que  puesto  que  las  habia  com- 
puesto, precisamente  las  habia  meditado ;  y  que  por  otra  parte  era 
imposible  que  no  hubiese  pensado  en  lo  que  tenia  que  responder, 
sabiendo  el  motivo  con  que  á  la  dieta  era  llamado.  Se  le  dio ,  sin 
embargo,  un  dia  de  término  para  que  meditase  su  respuesta.  Al 
siguiente  se  presentó  Lutero  de  nuevo  en  la  dieta ,  y  pronunció  un 
discurso  larguísimo  en  explicación  y  defensa  de  sus  opiniones.  Mas 
la  dieta  de  Worms  no  habia  tenido  por  objeto  abrir  un  campo  de 
disputa  y  controversia,  sino  el  pedir  cuenta  de  sus  doctrinas,  ó  mas 
bien  adquirir  una  certeza  legal  de  si  en  efecto  las  había  propalado 
de  palabra  ó  por  escrito.  Habiéndose  declarado  en  efecto  autor  de 
aquellas  obras,  se  le  pidió  su  retractación,  y  esta  ia  negó  Lutero. 
Pensaba  el  emperador ,  pensaban  los  legados  del  papa  y  los  demás 
principales  personajes  que  se  intimidaría  con  su  presencia  el  atre- 
vido innovador;  mas  sea  que  este  hiciese  punto  de  conciencia  el  ra- 
tificarse en  sus  principios ,  sea  que  su  carácter  resuelto  le  hiciese 
prescindir  de  todas  consideraciones  personales ,  sea  que  se  fiase  de 
las  simpatías  secretas  de  que  era  objeto  por  parte  de  muchos  de  la 
dieta,  persistió  en  su  negativa  sin  mostrarse  intimidado. 

En  cuanto  á  su  persona ,  ya  no  quedaba  á  la  dieta  mas  partido 
que  el  despedirle  en  virtud  de  un  salvoconducto.  No  faltaron  quie- 
nes aconsejaron  al  emperador  que  se  le  retirase,  haciéndole  ver  los 
servicios  que  en  esto  baria  á  la  Iglesia;  mas  á  Garlos  Y  pareció  una 
mengua  de  honor  la  violación  de  la  palabra.  Se  le  devolvió  á  Lutero 
su  salvoconducto,  dándole  el  término  de  veinte  dias  para  atender  & 
la  seguridad  de  su  persona ,  con  la  prohibición  de  predicar  en  el 
camino.  Inmediatamente  se  salió  de  Worms  Lutero  con  este  res<* 


CAPITULO  VIII.  U9 

guardo;  mas  eo  cuanto  á  predicar  en  el  camino,  faltó  á  esta  condi- 
ción, diciendo  que  primero  era  lá  causa  de  Dios  que  la  de  los  hom- 
bres. A  observar  Garlos  V  este  principio,  según  lo  que  por  la  causa 
de  Dios  se  entendía  entonces,  no  lo  hubiese  pasado  bien  Lutero;  pero 
el  emperador  se  mostró  en  la  ocasión  mas  generoso. 

De  todos  modos  corría  la  persona  de  Lutero  un  gran  peligro.  Con- 
denado en  Worms,  como  lo  habia  sido  en  Roma,  sin  mas  resguardo 
que  un  salvoconducto  por  veinte  dias,  hubiese  sido  víctima  de  mu- 
chas asechanzas,  sin  encontrar  asilo  seguro  en  parte  alguna ,  á  no 
haber  tomado  el  elector  de  Sajonia  la  resolución  de  apoderarse  vio- 
lentamente de  su  persona,  y  encerrarle  en  la  fortaleza  de  Wartz- 
burgo,  donde  le  puso  al  abrígo  de  todas  las  pesquisas. 

Poco  tendremos  que  decir  de  Lutero,  debiendo  de  ocuparnos  casi 
mas  de  los  luteranos  que  de  su  persona.  Se  habia  ya  impreso  un 
gran  movimiento  con  energía ,  hasta  con  violencia ,  y  creado  una 
nueva  época  en  el  mundo  político ,  moral  é  inteligente.  Aunque  el 
mismo  innovador  lo  hubiese  pretendido,  no  hubiese  ya  podido  des- 
truirla. Mas  no  fueron  tales  sus  designios.  Encerrado  en  lo  que  lla- 
maba su  Patmos ,  emprendió  con  nuevo  ardor  sus  tareas  literarias. 
Allí  comenzó  ó  concluyó  su  famosa  traducción  de  la  Biblia  y  otros 
tratados  teológicos.  Vuelto  al  mundo  cuando  ya  no  coriria  peligro 
alguno,  y  al  seno  de  su  iglesia  y  universidad ,  continuó  siendo  ob- 
jeto de  entusiasmo,  de  veneración  y  de  respeto.  Para  dar  el  ejemplo 
con  el  precepto,  se  casó  con  una  religiosa,  de  quien  tuvo  hijos,  sin 
que  esta  unión  hubiese  sido  objeto  de  escándalo  para  sus  sectarios, 
Di  disminuyese  la  consideración  personal  de  que  gozaba. 

Excitó  la  presencia  de  Lutero  en  Worms  diversos  sentimientos. 
Sin  duda  sus  secretos  partidarios  aplaudieron  su  persistencia  y  ne- 
gativa á  retractarse;  mas  no  se  atrevieron  á  defenderle  abiertamen- 
te. Se  mostró  el  emperador  muy  ofendido  con  la  conducta  del  in- 
novador, y  publicó  una  carta  en  alemán,  haciendo  profesión  de  su 
fe  católica,  declarando  que  no  quería  se  tuviesen  mas  consideracio- 
nes con  Lutero.  El  salvoconducto  que  le  dio  de  despedida  fué  aplau- 
dido por  algunos,  reprobado  por  los  que  mas  celosos  se  mostraban 
por  la  fe  católica.  En  el  acto  de  despedir  á  Lutero ,  se  publicó  un 
edicto  de  la  dieta,  condenando  sus  doctrinas.  Se  hizo  en  él  enume- 
ración de  todas  sus  herejías ,  y  de  su  condenación  por  el  pontífice. 
Se  daba  cuenta  de  lo  ocurrido  durante  las  sesiones  de  la  dieta;  que 
se  habia  llamado  á  Lutero  á  Worms ;  que  se  le  habia  preguntado 


180  msTOBiA  m  nuFi  ii. 

si  eran  suyo*  los  libros  qoe  corrían  como  tales ;  que  en  vista  de  la 
afirmativa  se  le  había  mandado  que  se  retractase;  y  que  habiéndose 
negado  á  ello ,  se  le  daba  para  salir  el  término  de  ydnle  días ,  pa» 
sados  los  cuales,  se  declaraba  rebelde ,  rao  de  lesa  malestad ,  con 
orden  á  todos  de  que  le  persiguiesen . 

Declaraba  el  edicto  de  Worms  ilegal  la  reforma  establecida  por 
Lulero;  mas  estaba  demasiado  adelantada  ya  la  obra,  para  que  con 
un  pliego  de  papel  viniese  al  suelo.  No  disimulaban  los  príncipes 
luteranos  su  intención  y  sentioúentos.  Para  muy  pocos  era  un  mis- 
terio el  confioamiento  del  reformador,  y  bajo  qué  auspicios  se  ha- 
llaba al  abrigo  de  todas  las  pesquisas.  Era  ya  una  escisión  en  toda 
forma ,  en  que  la  política  se  hallaba  tan  mezclada  con  la  religión, 
que  no  se  sabia  á  cuál  se  habia  de  atribuir  la  mayor  parte.  Bajo 
este  doble  aspecto  debia  de  ser  odiada  del  emperador;  mas  como  ya 
hemos  dicho  en  otro  lugar,  no  podía  roipper  por  entonces  con  unos 
príncipes,  cuyos  auxilios  le  eran  necesarios  contra  el  turco.  Por 
otra  parte,  los  muchos  y  complicados  negocios  que  le  rodeaban  á  la 
vez,  le  impedían  consagrar  á  todos  las  miañas  atenciones.  Despaes 
de  publicado  el  edicto  de  Worms,  tuvo  que  volver  á  Espafia,  donde 
le  llamaba  la  aUuacion  del  país,  sacudido  por  la  guerra  de  las  Co« 
munidades.  En  seguida  queídó  ocupada  poderosamente  su  atendoD 
con  las  campanas  contra  los  franceses.  En  1522  se  celebró  una  dieta 
en  Nuremberg,  presidida  por  el  archiduque  Fernando,  hermano  del 
emperador ,  á  donde  mandó  un  legado  el  papa  Adriano  VI ,  con  la 
comisión  de  promover  la  ejecudon  de  los  artículos  del  edicto  de 
Worms,  y  la  liga  de  los  príncipes  de  Alemania  contra  Solimán,  que 
avanzaba  sobre  Hungría.  Entraba  también  en  sus  instrucciones  el 
hacer  ver  &  la  dieta ,  que  el  pontífice  era  el  primero  en  reconocer, 
que  el  azote  de  la  herejía  era  una  especie  de  castigo  de  la  divina 
Providencia,  por  los  pecados  de  los  príncipes  y  grandes  prelados 
de  la  Iglesia;  por  los  vicios  y  abusos  que  se  habían  introducido  en 
su  gobierno,  y  que  solo  con  el  objeto  de  trabajar  por  su  reforma, 
se  habia  decidido  á  aceptar  su  elevada  dignidad,  á  que  sin  este  mo« 
tivo  hubiera  renunciado,  etc. 

Esta  ingenua  confesión  del  papa  Adriano  hace  mucho  honor  á  su, 
¡ffobidad ,  á  su  virtud  y  &  su  celo  apostólico ;  mas  fué  censuada 
cono  un  rasgo  de  imprudencia  por  los  magnates  de  la  curia,  á  cu- 
yos o}os  era  el  nuevo  papa  incapaz  de  gobernar  la  nave  de  lalgle«- 
sia.  Hacia  sus  virluées  maaifestaban  /gran  respeto;  mas  decían  que 


CAPrniLQ  ym.  181 

$ra  preferible  para  gobenar  la  Iglesia  una  gran  pradencia  con  me^ 
diana  probidad,  &  la  santidad  <^q  menos  de  prudencia  (1).  E9  iioa 
verdad  histórica  que  el  papa  Adriano  con  sus  virtudes,  con  su  celo 
por  la  reforma  de  abusos  y  costumbres ,  fué^el  menos  popular  de 
todos  los  pontífices  de  aquella  época,  y  que  causó  tanto  disgusto  su 
exaltación,  como  su  muerte  contento  y  regocijo*  Nada  retrata  mas 
al  vivo  aquella  corte  y  aquel  tiempo. 

\a  leigaeion  no  produjo  efecto  alguno.  Respondieron  los  de  la 
dieta  en  los  términos  Qias  respetuosos  al  pontífice,  mas  que  nada 
podían  hacer  en  las  actuales  circunstancias.  £ra  la  escisión  un  he* 
cho  consumado.  Lotero  había  vuelto  á  Wittemberg,  y  pública-* 
mente  entendía  en  el  arreglo  de  su  nueva  iglesia. 

Otra  dieta  SQ  celebró  al  afio  siguiente  en  Nuremberg:  también 
envió  á  ella  su  legado  el  papa,  que  ya  no  era  Adriano  VI,  sino  dó- 
mente y II;  mas  tampoco  produjo  resultado  en  cuanto  k  la  ejecu- 
ción de  los  artículos  del  referido  edicto.  La  guerra  que  poco  des- 
pués se  declaró  entre  el  papa  y  el  emperador,  no  podía  menos  de 
$er  favorable  k  los  intereses  del  luteranismo  en  Alemania. 

A  la  paz  entre  el  Papa  y  Garlos  Y,  se  celebró  por  orden  de  este 
otra  dieta  en  1589,  y  se  reunió  en  Spira,  adonde  concurrieron  va- 
ríos  príncipes  que  ya  se  habían  declarado  casi  luteranos.  Lo  que 
prueba  los  progresos  que  habia  hecho  la  doctrina  es  que  pidieron 
La  revocación  del  edicto  de  Worms  fulminado  contra  la  persona  do 
Lutero,  é  indirectamente  contra  las  suyas  propias;  mas  como  se 
bailaba  aun  en  minoría,  se  vieron  rechazados.  Contra  esta  negativa 
protestaron,  y  de  esto  les  viene  el  nombre  de  prokstaníes,  con  que 
se  conocen  indistintamente  en  el  dia  los  que  entonces  y  desputs  se 
separaron  del  seno  de  la  Iglesia.  Apelaron  los  protestantes  al  pró- 
ximo concilio,  cuyo  nombre  solo  llenaba  de  inquietudes  y  zozo- 
bras á  la  corte  de  Roma. 

Estrechaba  el  papa  por  un  lado;  los  protestantes  por  otro:  el 
torco  amenazaba:  Francisco  1  se  mostraba  muy  propenso  k  sacar 
partido  de  estas  disensiones.  El  emperador  aguyooeado  do  tantas 
cosas  k  la  vez,  convocó  una  dieta  en  Augsburgo,  bailándose  en 
Italia  k  su  vuelta  de  Espafia.  Se  celebró  la  dieta  en  1530  con  gran 
pompa  y  esplendor,  como  una  reunión  de  que  se  esperaba  un  resul- 
tado decisivo.  Prepararon  los  teólogos  de  ambas  iglesias  sus  armas 


(I)  Pallaticint.  libr.  11.  La  aatoridad  de  este  caidenfll  m  f  iiwlee^rildiiiagiNl  nMoMsi^QlQeii  • 


13f!  HISTOBU  DB  FBLIPB  H, 

como  para  un  gran  certamen.  No  asistió  Lulero,  aunque  estuvo  & 
una  legua  de  Augsburgo;  mas  se  presentó  su  amigo  Melancthon 
que  pasaba  por  su  primer  discípulo  y  el  mas  sabio  de  su  escuela- 
Redactaron  los  protestantes  los  artículos  de  su  nuevo  Credo,  cono- 
cido con  el  nombre  de  la  Confesión  de  Augsburgo.  Los  católicos  le 
rechazaron  fulminando  un  decreto  contra  ella;  con  lo  que  volvieron 
los  luteranos  &  protestar  y  á  apelar  al  próximo  concilio. 

Formaron  entonces  los  protestantes  la  famosa  liga,  que  tomó  el 
nombre  de  Smalk&ldica,  del  pueblo  de  Smalkalde,  donde  fué  ajus- 
tada. Todo  amenazaba  una  ruptura,  y  Francisco  I  se  apresuraba  á 
sacar  partido  de  la  ocurrencia  uniéndose  con  los  disidentes;  mas 
Garlos  V  supo  por  entonces  conjurar  la  tempestad,  expidiendo  en 
Spira  en  1532  un  decreto  de  tolerancia,  ínterin  se  reuniese  el  pró- 
ximo concilio. 

Se  fortificaba  la  liga  de  los  protestantes  y  adquiría  cada  vez  mas 
importancia.  Ya  no  querían  concilio,  y  en  esto  eran  consecuentes. 
¿Qué  se  había  de  discutir  y  decidir  en  él  á  menos  de  que  se  com- 
pusiese de  individuos  de  entre  ambas  comuniones?  Veia  muy  bien 
el  emperador  que  ó  tenía  que  reconocer  la  nueva  religión,  ó  acudir 
á  la  fuerza  de  las  armas.  Contra  la  liga  Smalk&Uca  ó  protestantes, 
formó  la  liga  católica,  que  hubiese  impuesto  á  la  contraria,  á  do 
haberse  empeüado  en  la  desgraciada  expedición  de  Argel,  cuyos  re- 
sultados motivaron  ó  aceleraron  la  ruptura  de  las  hostilidades  con 
la  Francia. 

No  se  aprovecharon  los  príncipes  luteranos  de  estos  apuros  del 
emperador  para  llevar  adelante  sus  designios.  En  lugar  de  aliarse 
con  Francisco,  acudieron  á  la  dieta  que  Carlos  convocó  en  Spira 
en  1543,  y  le  dieron  socorros  para  hacer  la  guerra.  Mas  después 
de  la  paz  de  Crespi,  cuando  se  hallaba  el  emperador  libre  ya  de 
este  embarazo,  fué  cuando  rebulleron  con  mas  fuerza,  fin  la  dieta 
de  Worms,  celebrada  en  1545,  se  negaron  los  príncipes  alemanes 
&  concurrir  al  concilio  de  Trente  y  dar  auxilios  contra  el  turco:  en 
la  de  Ratisbona,  en  1546,  donde  los  príncipes  católicos  se  adhirie- 
ron á  las  decisiones  del  concilio,  volvieron  á  protestar  los  lutera- 
nos. Por  una  y  otra  parte  faltaba  la  sinceridad  y  se  acumulaban 
motivos  de  desconfianza  y  de  sospecha.  Los  protestantes  se  sentían 
cada  vez  mas  fuertes,  y  en  el  emperador  crecia  la  intolerancia  con 
la  secta  y  el  odio  que  era  natural  hacia  los  que  desairaban  su  aa- 
torídad  como  jefe  del  imperio. 


CAPITULO  vni.  133 

Por  aquel  tiempo  falleció  Lutero  traDqQilamente  en  EislebeD, 
pueblo  de  so  nacimieDto,  en  febrero  de  15i6.  Por  lo  poco  que  se 
ha  dicho  de  su  c«rácter  y  su  vida,  se  ve  que  fué  un  hombre  ex-* 
traordiaarío.  Formaba  la  obstifiacion  y  la  violencia  el  distintivo 
principal  de  su  carácter:  sin  ellas  no  hubiese  triunfodo  de  tantos 
obstáculost  como  debió  de  eacontrar  el  establecimiento  de  su  secta. 
Era  la  virulencia  que  reina  en  todos  sus  escritos  el  sello  de  la  polé- 
mica del  tiempo,  ni  respiran  mas  indulgencia  los  escritos  con  que 
se  combatían  sus  doctrinas.  Era  Lutero  un  hombre  instruido,  de 
una  vasta  erudícioB  en  materias  eclesiásticas ,  infatigable  escritor, 
orador  fácil  y  elocuente.  No  eran  sus  conocimientos  puramente  de 
on  orden  teológico,  ni  sus  gustos  todos  de  un  controvertista.  Era 
apttHonado  de  la  música,  que  cultivó  toda  su  vida.  También  ma« 
nejó  algo  el  pincel,  enttndió  en  relojería  y  jardinería;  y  de  su  afi-* 
cMo  á  las  letras  humanas  ha  dejado  suficientes  testimonios.  Nos 
quedan  de  él  muchas  obras  en  latín  y  en  alemán,  muchas  cartas 
femiliares,  y  hasta  sus  conversaciones  de  sobremesa,  que  han  tras* 
mitido  con  gran  diligencia  sus  discf pufos.  Concluiremos,  con  un  di* 
cho  suyo,  que  nos  muestra  al  menos  la  variedad  de  sus  lecturas: 

«Nadie  comprenderá  á  Virgilio  en  sus  Bucólicas,  si  no  ha  sido 
cinco  aOos  pastor. 

«Nadie  comprenderá  á  Virgilio  en  sus  Geórgicas,  si  no  ba  sido 
cinco  aSos  labrador. 

x>Ifodie  puede  comprender  á  Cicerón  en  sus  cartas,  si  no  ha  to« 
inado  parte  durante  veinte  aOos  en  los  negocios  de  fln  gran  estado. 

«Nadie  crea  babor  gustado  bastante  de  la  Santa  Escritura,  si  no 
b*  gobernado  durante  cien  aOos  las  iglesias  con  los  profetas  Elias 
y  Elíseo,  con  Juan  Bautista,  Cristo  y  los  Apóstoles. 

Hanc  tu  ne  divinam  ^oeida  tenta, 

Sed  Testigia  pronos  adora. 
« 

oSddMS  pobres  mendigos.  Boc  est  verum.  H  februarii  anno  1546 
(escrito  en  Eisleben  dos  dias  antes  de  su  muwte).» 

Hemos  visto  en  el  capítulo  IV  la  gran  liga  que  se  formó  enton- 
ces por  los  protestantes,  y  de  qué  modo  se  separaron  de  ella  lama* 
yor  parte  de  sus  miembros,  por  la  política  y  artificios  del  príncipe 
Mauricio  de  Sajonia.  No  se  concibe  fácilmente,  como  en  vista  de 
€Sta  separación  ó  defección  se  mantuvieron  solos  en  la  palestra  el 
Blector  de  Sajonia  y  el  Landgrave  de  Hesse.  Mas  la  derrota  que 

Tomo  I.  18 


134  HISTORtil  D&  P£L1PE  íí. 

padecieron  en  los  campos  de  Muhlberg  por  las  armas  del  emperador, 
se  presenta  como  un  efecto  natural  de  su  imprudencia.  La  severidad 
que  Carlos  V  desplegó  después  de  la  victoria,  muestra  los  verdaderos 
sentimientos  de  su  alma,  y  que  toda  la  moderación  y  tolerancia  que 
antes  habia  manifestado,  solo  se  debian  á  la  necesidad,  y  á  los  apuros 
que  por  todas  partes  le  rodeaban.  Victorioso  ahora,  cambió  com- 
pletamente de  tono,  y  anunció  que  era  un  jefe  en  todo  y  por  todo 
del  imperio.  Ya  hemos  visto  con  qué  severidad,  mejor  diré,  con  qué 
dureza  fué  tratado  el  Elector,  y  en  seguida  el  Landgrave,  á  pesar 
de  sus  humillaciones,  y  que  quiso  ser  tan  absoluto  en  religión, 
como  en  el  resto.  En  la  dieta  de  Áugsburgo,  celebrada  en  1548, 
se  presentó  con  todo  el  aparato  de  la  majestad,  rodeado  de  los  ins- 
trumentos de  sus  triunfos.  Allí  dictó  el  Iníerim,  es  decir,  el  estado 
que  el  culto  habia  de  tener,  y  lo  que  los  fieles  debian  de  creer, 
hasta  que  el  concilio  que  estaba  reunido  en  Trento,  decidiese  estos 
puntos  importantes. 

No  se  sabe  hasta  dónde  hubiese  llegado  la  política  de  Carlos  Y 
en  esta  parte,  á  no  encontrar  un  enemigo  encarnizado,  al  paso  que 
falaz,  en  el  príncipe  Mauricio.  Guando  secreia  en  el  apogeo  del  po- 
der, se  vio  hostilizado  por  quien  debia  considerar  como  su  apoyo, 
pues  era  su  protegido  y  su  hechura.  Cuando  seguía  su  obra  de 
persecución,  se  vio  perseguido  y  humillado.  Soltó  al  elector  á  la 
fuerza,  habiendo  malogrado  la  ocasión  de  mostrarse  generoso;  y 
para  complemento  de  desaire  y  de  violencia,  tuvo  que  firmar  el  tra- 
tado de  Passaw,  por  el  que  se  estableció  el  libre  culto  de  una  reli- 
gión, de  la  que  habia  sido  enemigo  constante  y  decidido,  por  ideas, 
por  convicciones,  y  por  celo  de  su  suprema  autoridad  como  jefe  del 
imperio. 

Como  fué  este  el  último  acto  del  emperador  relativo  á  controver-* 
sias  religiosas,  sobre  todo  en  la  Alemania,  aquí  deberíamos  termi- 
nar esta  materia  de  luteranismo  en  aquellas  regiones,  durante  su 
reinado,  si  su  importancia  y  poderosa  influencia  no  nos  obligasen 
á  entrar  en  otras  consideraciones. 

*Que  el  movimiento  imprimido  por  Lulero  en  los  espíritus  dé  stt 
nación  y  su  siglo  fué  grande  y  poderoso,  toda  la  historia  de  dicho 
siglo  y  el  siguiente  lo  demuestra.  Otros  reformadores,  y  aun  mas 
atrevidos  que  él,  se  presentaron  en  seguida,  como  haremos  ver  muy 
luego;  mas  se  quedará  siempre  á  su  cabeza,  por  haber  sido  el  pri-» 
mero  en  aquel  siglo,  por  estar  su  nombre  mezclado  con  negocios 


GÁPITDLO  vin.  135 

políticos  de  grande  bulto  y  traseendeocia,  y  porqoe  los  sucesores 
sayos  hicieron  poco  mas  que  moverse  por  sus  huelías.  No  podía 
menos  de  originar  su  doctrina  disturbios  y  escisiones  en  mas  de  un 
sentido,  y  no  solo  formar  una  iglesia  separada  de  la  de  Roma,  sino 
subdivir  la  cismática  en  otras  tantas  ramas  como  podian  ser  los  que 
por  conciencia,  por  ambición  política  ú  otras  causas,  se  erigiesen 
en  reformadores.  Estableciendo  Lutero  por  principio  que  era  nula  la 
autoridad  de  los  concilios,  de  los  santos  padres,  de  la  corle  romana 
en  materias  de  dogma,  y  que  la  verdadera  fuente  de  la  fe  se  ha- 
llaba tan  solo  en  la  Escritura,  daba  á  entender  que  la  habían  inter- 
pretado nftl,  ó  por  ignorancia  ó  por  malicia.  Esta  autoridad  de  que 
despojaba  á  los  demás  ¿á  quién  la  transferia?  ¿Quién  era  el  intér- 
prete legal  de  unos  libros  de  que  otros  habían  abusado?  ¿Lo  era  él 
mismo?  Mas  según  sus  propias  doctrinas  podia  también  equivocar- 
se. ¿Qué  derecho  tenia  nadie,  siguiendo  este  principio,  de  imponer 
su  opinión  ó  su  creencia  á  los  demás?  ¿No  era  esto  lo  mismo  que 
decir,  que  podría  haber  tantas  creencias  ó  dogmas,  cuantos  fuesen 
los  hombres,  que  después  de  acudir  á  la  fuente,  es  decir,  á  con- 
sultar la  Escritura,  pudiesen  interpretarla  de  distinto  modo?  Así  la 
diversidad,  la  discordancia,  la  anarquía,  por  decirlo  de  una  vez,  en 
materías  eclesiásticas  y  de  dogma,  eran  una  consecuencia  natural, 
inevitable  del  principio  del  sacudimiento  del  yugo  de  la  autoridad, 
sentado  por  Lutero.  Previo  con  amargura  este  innovador  que  mu- 
chos siguiendo  su  ejemplo  sacudirían  el  de  la  suya  propia,  según 
aparece  de  algunos  pasajes  de  sus  memorias  mismas.  Consta  tam- 
bién de  ellas,  que  tenia  dudas  de  algunas  cosas  que  había  dicho, 
que  le  pesaba  de  haber  ido  en  otras  demasiado  lejos,  y  atribuyén- 
dolo á  la  virulencia  con  que  había  sido  tratado  por  sus  enemigos. 
Sea  por  esto,  ó  porque  no  se  tuviese  por  suficiente  autoridad,  es 
un  hecho  que  dejó  muchas  cosas  por  decidir  de  un  modo  claro,  y 
que  sobre  otras  no  quiso  pronunciarse.  Habiendo  abolido  los  votos 
monásticos,  jamás  quiso  valerse  de  su  influjo  para  expeler  de  los 
conventos  las  personas  que  no  querían  abandonarlos.  Mostrándose 
enemigo  de  las  misas  rezadas,  pensó  que  debían  conservarse  las 
cantadas,  con  tal  que  se  mezclasen  en  ellas  algunos  salmos  en  ale* 
man,  que  diesen  un  aire  nacional  á  dicha  ceremonia.  Sobre  el  pur- 
gatorio no  fué  explícito;  y  en  cuanto  á  la  presencia  real  en  la  Eu- 
caristía, no  solo  no  la  negó,  sino  que  se  mostró  enemigo  de  los  que 
la  rechazaban.  Uno  de  los  grandes  tormentos  de  su  vida,  fué  la 


1S6  HISTOBIA  M  FRLIPE  U. 

muchedumbre  de  consultas  en  materias  de  creeocia  een  que  le  abm^ 
naban,  y  á  quieoes  do  podia  dar  uua  respuesta  calegóríea.  Vino 
bástante  para  ver  otros  innovadores  ponérsele  delante,  y  zaherirle 
por  la  timidez  de  sus  doctrinas;  para  deplorar  abusos  que  hacían 
de  ellas  la  ignorancia  y  la  ferocidad,  y  para  conocer  por  experieo** 
cía,  que  si  los  luteranos  representaban  un  gran  papel  en  el  mun-^ 
do,  no  se  hallaba  Lutero  en  el  apogeo  de  su  autoridad  y  de  su  glo- 
ría. No  fueron  su4  últimos  aQos  muy  felices,  y  su  muerte  vino  sin 
duda  á  libertarle  de  mucha  ansiedad  y  mucha  angustia. 

Antes  de  pasar  del  luteranismo  á  otras  sectas  religiosas  que  en 
Alemania  y  en  otras  partes  se  planteaban,  nos  extenderamos  algo 
mas  sobre  los  efectos  que  bajo  el  aspecto  político,  la  reloniia  en 
aquel  país  produjo.  Prescindiendo  del  influjo  que  pudo  tener  la  pro-- 
pia  convicción  ó  la  conciencia,  hemos  indicado  qoe  á  los  príncipes 
que  abrazaron  la  doctrina  de  Lutero  les  asistían  motivos  políticos 
para  separarse  de  Roma:  el  ahorrarse  por  una  parte  las  eontribu*^ 
cienes  indirectas  con  que  á  los  gastos  de  aquella  corte  conourrian, 
y  además  el  aprovecharse  de  los  despojos  de  la  Iglesia,  dtodose  h 
ellos  mismos  mas  importancia  con  respecto  al  jefe  del  imperio. 
Los  mismos  sentimientos  que  animaban  &  los  grandes  h6oia  otro 
mayor,  debían  do  influir  en  los  pequefios  en  sus  relaciones  con  los 
grandes.  A  la  emancipación  evangélica  no  podían  menos  de  seguir- 
se disturbios  políticos,  y  una  pugna  para  obtener  en  lo  civil  los 
mismos  efectos  que  en  lo  religioso.  A  las  opiniones  de  Wickff  se 
siguió  en  Inglaterra  la  facción  de  los  Lolardos.  Tuvo  por  conse-* 
cuencia  el  suplicio  de  Juan  de  Huss  y  de  Jerónimo  de  Praga  la 
guerra  de  los  hussitas  en  Bohemia.  A  los  principios  de  las  inoova«« 
cienes  de  Lutero,  y  aun  antes,  se  insurreccionaron  una  muchedam^ 
bre  inmensa  de  aldeanos  ó  labriegos  en  Suavia,  en  Franconía^  en 
Alsacia,  en  los  círculos  del  Rhio,  en  otras  parles  de  Alemania,  pi- 
diendo con  las  armas  ser  libertados  del  yugodelosseOores,  alegan-* 
do  los  derechos  que  como  á  cristianos  les  estaban  asignados  eo  d 
Evangelio.  En  doce  artículos  extendieron  las  condiciones  de  su  pa- 
cificación y  desagravio;  debiendo  decir  por  amor  á  la  imparcialidad 
que  muchos  parecían  justos,  y  que  sus  mismas  quejas  muestran 
bien  el  grado  de  abyección  y  servidumbre  en  que  vivían.  Citaremos 
algunos:  que  se  les  permitiese  elegir  su  pastor  y  deponerle,  siendo 
cuenta  de  ellos  el  pagarlo:  que  no  fuesen  propiedad  de  nadie:  que 
se  aboliese  el  derecho  exclusivo  de  caza  y  otras  cosas  comunes:  que 


GiFlfULO  VID.  131 

M  aliviatn  los  serrícioB  péblicos  y  qoe  se  disfniDuyesen  las  contri* 
eiones. 

Se  creyó  Lotero  como  interpelado  en  esta  grave  controYersía,  y 
tavo  á  ponto  de  deber  y  honra  el  prononciarse.  Bn  lugar  de  nios- 
tararse  favorable  á  los  labriegos,  les  afeó  so  insnrreccíon  y  so  alza- 
miento,  diciéodoles  qoe  no  era  de  cristianos  vindicar  sos  agravios 
con  las  armas  en  la  nano:  qoe  acodiesen  á  las  de  la  moderación  y 
de  la  sáplica.  Con  la  misma  energía  qoe  á  los  labriegos,  se  dirigió 
á  los  señores,  echándoles  en  cara  so  espirito  opresivo,  exhort&n-* 
doles  á  la  misericordia  y  &  la  indolgencia;conclo yendo  por  propo-* 
oer  á  los  partidos  una  avenencia  por  medio  de  motóos  delegados. 
Con  este  término  medio  de  condocta  qoe  adoptó  Lotero  por  no  com- 
prometerse mas  abiertamente,  no  dejó  contenta  á  ninguna  de  las 
partes.  Se  remitió  el  negocio  al  folio  de  las  armas,  y  se  decidió  en 
fiívor  de  los  seliores,  quedando  sos  enemigos  vencidos,  derrotados 
y  dispersos.  So  jefe  principal  llamado  Moncer,  hombre  osado  y  fe- 
roz, qoe  arrastraba  la  mochedombre  con  so  elocoencia  violenta  y 
saoguinarm,  pereció  en  el  cadalso  con  los  principales  de  sos  oóm- 
íbices. 

Ro  mostró  Lulero  pesadumbre  por  este  desenlace  de  la  insurrec- 
don  de  los  labri^s.  Se  consideró  al  contrario  conni  on  josto  cas- 
ti§94e  OA  crífnefl  de  desobediencia.  Y  tal  vez  se  alegró  en  secreto 
de  ver  reprimidos  «nos  excesos  y  desórdenes  qm  los  católicos  aclMH 
caban  natoral mente  á  sus  doctrinas. 

Fué  esta  goerra  de  los  labriegos  en  extremo  cruel  y  sanguinaria. 
Se  abandoaaron  los  iosorgentes  á  toda  soerte  de  foror  y  desenfreno 
como  toda  muchedumbre  guiada  por  sus  instintos  groseros,  que  ha 
sacudido  el  yogo  de  la  subordinación  y  disciplina.  Si  su  conducta  y 
la  suerte  de  sos  armas  excitó  tan  pocas  simpatias  en  Lutero,  d  in- 
cendio que  promovieron  el  aOo  de  1534  en  Munster  los  anábaptis-< 
tas,  fué  objeto  de  mi  cólera  y  de  ana  indignación  violenta. 

Eran  los  anabaptistas  una  secta,  donde  se  predicaba,  entre  otnas 
cosas,  que  los  hombres  no  debian  bautizarse  hasta  ser  adultos;  por 
caya  razón  ,  siendo  el  bautismo  de  la  infancia  nulo ,  no  se  pedia 
salvar  quien  no  lo  renovase.  En  apoyo  de  esta  novedad,  citaban  el 
bautismo  de  Cristo  en  el  Jordán,  antes  de  tomar  el  camino  del  de- 
sierto. Se  introdujeron  estas  innovaciones  en  Munster,  donde,  desde 
el  afio  de  1530,  había  penetrado  la  doctrina  de  Lutero.  No  se  des-* 
cuidaron ,  como  sucedía  á  todos ,  de  propalar  y  difundir  la  suya, 


188  HISTOEU  DE  FBUPB  II. 

que  no  dejaba  de  encontrar  prosélitos.  Iba  sn  predicación  acompa- 
sada de  vociferaciones ,  de  violencias ;  y  entre  los  ardientes  entu- 
siastas se  dislinguia  un  sastre  llamado  Juan  de  Leyden,  por  su  elo- 
cuencia, y  la  audacia  con  que  había  contribuido  á  introducir  aquella 
novedad  en  Munster.  Mostraban  hacia  la  iglesia  de  Lutero  la  misma 
aversión  que  á  la  de  Roma,  lo  que  era  un  nuevo  motivo  de  pugna 
entre  ambos  bandos.  Hay  cuatro  profetas,  decian  los  anabaptistas; 
dos  verdaderos  y  dos  falsos.  Los  primeros  son  David  y  Juan  de  Ley- 
den  :  Lutero  y  el  papa  los  segundos.  Al  fin  los  católicos  y  los  lute- 
ranos expelieron  de  la  ciudad  á  los  anabaptistas;  mas  volvieron  en 
mucho  mayor  número  y  con  mas  audacia ,  corriendo  las  calles, 
exhortando  &  los  hombres  á  la  penitencia,  al  mismo  tiempo  que  se 
apoderaban  de  los  puntos  fuertes,  de  la  casa  de  ayuntamiento  y  de 
la  artillería.  Los  católicos  y  protestantes  se  armaron  por  su  parte 
para  atacar  á  los  anabaptistas ,  y  después  de  varios  combates  sin 
resultado  alguno ,  se  convinieron  en  que  cada  uno  ejerciese  libre- 
mente su  creencia.  Los  anabaptistas,  sin  miramiento  á  este  tratado, 
llamaron  en  secreto  á  los  de  su  persuasión  ,  que  se  hallaban  en  Iob 
pueblos  inmediatos.  Guando  los  luteranos  y  católicos  vieron  que  la 
ciudad  se  llenaba  de  gente  forastera,  se  salieron  inmediatamente  los 
ricos  del  pueblo,  como  pudieron,  dejando  solo  dentro  á  los  mas 
pobres.  Entonces  los  anabaptistas  se  apoderaron  del  mando,  depu- 
sieron el  ayuntamiento  y  foranaron  otro  nuevo.  De  allí  á  unos 
dias,  despojaron  los  conventos  y  las  iglesias,  corrieron  las  calles, 
llamando  á  gritos  á  los  hombres  á  la  penitencia,  á  que  recibiesen 
el  bautismo,  amenazando  con  la  muerte  á  los  impíos  que  no  se 
marchasen  al  instante.  A  todos  los  que  no  eran  de  su  secta  hicieron 
salir  de  Munster,  sin  distinción  de  edad  ni  sexo. 

Dnefios  de  Munster  los  anabaptistas,  mandó  uno  que  pasaba 
por  profeta,  Juan  Mattiesseu,  que  todos  pusiesen  sus  bienes  enco* 
mun,  y  que  nadie  ocultase  nada,  pena  de  la  vida;  apoderándose 
asimismo  de  los  de  los  fugitivos.  Se  mandó  asimismo  que  no  se  con- 
servasen mas  libros  que  la  Biblia.  Todos  los  demás  fueron  quema- 
dos en  la  plaza  de  la  catedral,  estimándose  su  precio  en  mas  de 
veinte  mil  florines. 

Habiendo  muerto  á  las  puertas  de  la  ciudad  este  profeta  por  las 
tropas  del  obispo  que  la  sitiaban,  le  sucedió  en  el  cargo  Juan  de 
Leyden,  que  tomó  á  su  viuda  por  esposa.  Dieron  á  pocos  dias  los 
sitiadores  un  asalto,  que  fué  rechazado  con  gran  pérdida.  Adquirió 


CAPITULO  Vil.  139 

con  esto  Joan  de  Leyden  nuevo  crédito,  que  le  hizo  mas  osado.  Nom- 
bró doce  .fieles  para  que  fuesen  los  anciaoos  de  Israel:  declaró  que 
Dios  le  habia  revelado  nuevas  doctrinas  sobre  el  matrimonio.  Los 
predicadores  con  quienes  la  discutió,  abrazaron  su  opinión,  y  por 
tres  dias  consecutivos  predicaron  la  pluralidad  de  las  mujeres;  doc- 
trina que  fué  inmediatamente  puesta  en  práctica,  con  todas  las  vio- 
lencias del  mas  bárbaro  libertinaje. 

En  la  fiesta  de  San  Juan  de  1534,  un  nuevo  profeta  de  oficio 
platero,  llamado  Warendorff,  reunió  al  pueblo  y  le  anunció  que 
había  tenido  una  revelación  en  virtud  de  la  que  debia  reinar  Juan 
de  Leyden  sobre  toda  la  tierra,  y  ocupar  el  trono  de  David,  hasta 
el  tiempo  que  el  Dios  padre  vioiese  á  pedirle  la  entrega  del  gobier- 
no«  Los  doce  profetas  fueron  depuestos,  y  nombrado  rey  Juan  de 
Leyden. 

Se  rodeó  el  nuevo  monarca  de  una  corte  completa,  magnífica  y 
pomposa;  creó  todos  los  cargos  y  empleos  que  se  ven  en  ios  pala- 
cios reales;  elevó  á  una  de  sus  mujeres  al  rango  de  reina;  se  hizo 
con  un  tren  de  cuarenta  ó  cincuenta  caballos,  todos  ricamente  en*- 
jaezados.  Adornado  con  los  trajes  mas  magoificos  hechos  con  ves* 
tiduras  de  la  Iglesia,  se  presentaba  en  la  calle  con  todo  el  aparato 
de  un  gran  rey,  acompañado  de  pajes,  uno  de  los  que  llevaba  su 
fiiblia  y  su  corona,  y  otro  su  espada  desnuda.  Al  mismo  tiempo  se 
abandonaba  á  todos  los  excesos  de  la  crueldad,  de  la  licencia  y 
desenfreno.  Habiendo  dicho  una  de  sus  reinas  á  las  compañeras  que 
DO  creia  conforme  á  la  voluntad  de  Dios  que  dejase  perecer  al  po- 
bre pueblo  de  hambre  y  miseria,  la  hizo  conducir  á  la  plaza  del 
mercado  en  compaDía  de  sus  demás  mujeres,  y  habiéndola  man- 
dado que  se  arrodillase  en  medio  de  sus  compafieras,  prosternadas 
como  ella,  la  cortó  con  su  misma  espada  la  cabeza.  Las  demás  rei- 
nas cantaron  gloría  á  Dios  en  las  alturas,  y  el  pueblo  se  puso  á 
bailar  en  torno  del  cadáver* 

Tanto  delirio  y  desenfreno  no  podian  ser  de  larga  dura.  Se  es-* 
trochaba  el  sitio,  y  los  de  adentro  estaban  reducidos  á  la  última 
miseria.  Llegó  á  ser  tan  grande  el  hambre  que  se  distribuyó  la 
carne  de  los  muertos,  exceptuándose  solo  los  que  hablan  tenido  en- 
fermedades contagiosas.  El  dia  de  San  Juan  de  1535  se  dio  otro 
asalto  y  se  tomó  la  plaza  después  de  una  obstinada  resistencia.  To- 
dos los  anabaptistas  fueron  pasados  á  cuchillo.  El  rey  y  su  teniente 
fueron  cogidos  prisioneros,  y  después  de  mas  de  seis  meses  de  pri- 


140  HÍSTOllÁ  DI  FRUPB  II. 

sioD,  salieroD  al  suplicio,  donde  fueroD  ateDateados  y  muertos  de 
uoa  puAalada  eo  el  pecho,  después  de  una  hora  de  tormento. 

Esta  catástrofe  atroz  de  los  anabaptistas  de  Hunster,  fué  la  úl*^ 
tima  de  esta  clase  que  tuvo  lugar  en  Alemania  en  toda  la  primera 
mitad  del  siglo  á  que  dos  referimos*  Ya  veremos  repetidos,  no  pre- 
cisamente los  mismos  horrores,  mas  otros  que  se  les  parecen,  en 
Suiza,  en  Francia,  en  los  Paises-Bajos,  en  Escocia,  dando  por  re- 
sultado la  observación  exacta  de  que  las  guerras  religiosas  han 
sido  siempre,  en  su  género,  las  mas  crueles  y  atroces  de  las 
guerras. 

Hemos  indicado  que  no  se  concreté  el  luteranismo  simplemente  k 
la  Alemania.  En  los  mismos  tiempos  de  que  hablamos,  no  dejó  de 
penetrar  por  Francia  y  por  Italia;  llegó  basta  Espafia,  á  donde  le 
llevaron  los  soldados  luteranos  de  Carlos  Y,  pues  en  las  filas  impe- 
riales teDian  cabida  todas  sectas  y  naciones.  Una  gran  parte  de 
los  excesos,  sobre  todo  las  profanaciones  que  se  cometian  en  Roma 
durante  su  ocupación  por  las  tropas  de  aquel  príncipe,  se  atribuye 
\  los  soldados  luteranos. 

Para  concluir  todo  lo  relativo  &  las  contiendas  religiosas  de  Ale- 
mania eo  la  época  de  Garlos  Y,  diremos  dos  palabras  acerca  del 
Concilio  de  Trente,  hecho  histórico  demasiado  interesante,  para  que 
se  pase  en  silencio  tratándose  de  tales  controversias.  Como  hecho, 
le  bosquejaremos,  pues,  con  sencillez  y  concisión,  sin  ningún  exá^ 
men,  sobre  todo  en  la  parte  teológica.  (1) 

La  idea  de  un  concilio  ó  de  cualquiera  otra  asamblea  de  esta  cla- 
se, debió  de  ocurrir  y  ocurrió  efectivamente  en  todas  las  novedades 
extraordinarias,  en  todos  los  graves  conflictos ,  en  las  escisiones  de 
efectos  muy  trascendentales,  en  cuantos  peligros  amenazaron  laiit- 
ve  de  la  Iglesia.  Todos  los  grandes  concilios  generales  representai 
efectivamente  algunas  de  estas  situaciones.  No  es  extrafio ,  pues, 
que  cuando  la  herejía  de  Lutero  tomó  tanto  incremento  en  Alema^ 


(I)  fi^Dtre  los  varios  histñlador^  qoe  consagraron  su  pluma  á  la  descripción  de  este  Concilio  tfe 
dtotingaan  dos,  marcados  por  la  dlTeran  Indcde  y  caráeter  de  sas  narraciones.  BI  uno  es  Kea 
Paolo  Sarpi,  fraile  servita  veneciano,  nada  adtelo  á  la  caria  romana^  y  propenso  á  emplear  siem- 
pre el  lenguaje  de  la  censura  y  hasta  de  la  sátira.  El  segundo  es  el  cardenal  Palaviclni«  cuya  his- 
toria parece  principalmente  dirigida  á  refutar  los  errores  del  primero  que  designa  con  el  nombre 
de  SuavBj  pues  bajo  el  pseudónimo  de  8uat€  Polano  publicó  en  Londres  por  primera  vei  f  ra  Paolo 
su  historia.  Como  en  los  hechos  substanciales,  que  son  los  que  nosotros  consignamos,  convienen 
los  dos  con  corta  diferencia,  de  cualquiera  de  los  dos  podríamos  tomarlos,  mas  para  no  errar  en 
esta  materia  delicada  nos  valdremos  exclusivamente  de  la  del  Cardenal,  y  á  él  exclusivamente  ttoe 
referimos  en  un  todo  sobre  lo  poco  que,  según  el  olijeto  de  nuestra  obra,  tendremos  que  narrar  de 
este  Gonenio. 


OMroiO  vfíf.  141 

Bía,  66  %fttft  la  opíftkm  m  uq  ConciLio,  cono  la  medida  mas 
eficaz,  para  curar  estos  males  de  la  Iglesia.  Los  mismos  protestan^ 
tes  parecian  desear  esta  celebración,  cuajoido  apelaron  al  próximo 
GoodKo;  al  protestar  contra  ia  deoisioDes  de  Spira  y  de  Augsburgo; 
basta  Lulero  tocó  esta  especie  en  respuesta  á  su  condenación  en 
Roma.  Deseaba  mucJM  este  concilio  Garlos  Y,  tanto  por  objeto  de 
acabar  asi  ooo  la  berejía,  como  con  el  fin  de  que  se  biciesen  aquellas 
reformas  sobre  disciplina  y  gobierno  temporal  de  la  Iglesia  que  re-* 
dañaba  la  opinión,  y  parecían  ios  medios  mas  conducentes  para 
que  M  se  renovasen  en  adelante  tan  funestas  escisiones. 

Mas  la  corte  de  Roma  no  vio  con  los  mismos  ojos  este  negocio 
4e  concilio.  Sin  duda  recordaba  los  recientes  de  Constanza»  de  Ba*- 
süea,  de  Ferrara  y  de  Floreada,  en  que  los  padres  se  consídenaron 
y' condujeron  como  verdaderos  representantes  de  la  Iglesia;  punto 
Muy  delicado  para  la  autoridad  del  pontífice  de  Roma.  Tal  vez  ereia 
que  on  concilio  no  era  ya  eficaz  para  cortar  los  males  que  iba  pro- 
duciendo la  herijita,  y  en  efecto,  á  la  altura  en  que  se  bailaba  este 
negodo^  ya  era  mas  asunto  de  armas,  que  de  controversia.  Era 
predao  ó  tolerar  la  existencia  del  luteranismo  ó  extirparle  por  me^ 
<ito  de  material  coacción  h  de  violencia.  Asi  lo  veía  todo  el  mu»*- 
4o:  asi  lo  iconiociaa  los  miainos  protestantes,  que  a(  principio  pidie«- 
ron  Ckmciiio,  fue  después  pusieron  por  condician  que  se  edet)rase 
en  Alemania,  y  al  úUimo  no  quisieron  ya  Cóndilo.  £ntre  el  lute^ 
raniSKo  y  la  Iglesia  católica  se  Jiabia  abierto  ya  una  brecbajn^ 
mensa.  Eran  ya  das  cosas  inamalgamables,  ínfandibles.  Un  Concilio 
compuesto  ée  doctores  de  ambos  bandos  ooo  objeto  de  discutir,  era 
inposttrie,  sumamente  pdigroso.  Compuesto  solo  de  prelados  y  ea- 
Idlicos,  tenia  que  comenzar  lanzando  condenaciones,  censuras  y 
«o*temas«  La  cuestión  era,  pues^  si  ^tas  bastarían  sin  emplear  la 
vieiencia  de  las  armas. 

La  cuestión  de  la  reforma  en  la  disciplina  y  negocios  meranenie 
temporales  de  la  iglesia,  era  sumamente  delicada  y  espinosa.  Esta 
¡dea  no  ia  deseonoda  la  osría  romana,  mas  sonaba  mal,  y  sobre 
todo  repugnaba  el  conceder  que  &  los  ainisos  de  que  tanto  se  que^ 
jaban,  se  debiesen  en  parle  Jas  herejías  que  afligían  á  la  Iglesia.  Ta 
lieflios  visto  io  objeto  de  censura  que  fué  el  papa  Adriano  YI,  por- 
que había  hecho  ver  4  ia  Dieta  de  Nuremberg  que  él  era  el  primero 
en  neaanoeer  en  el  azote  de  la  bereíía  un  castigo  de  la  divina  Pro- 


ToMO  I.  19 


Ii2  mSTOftÍÁ  DB  FBLffB  U. 

Eq  fio,  después  de  varios  pasos  y  negociaciones,  sobre  el  pnnto 
donde  debía  celebrarse,  después  de  haber  decidido  el  Papa  que  fuese 
presidido  por  legados  suyos,  fué  el  concilio  convocado  para  la  ciu- 
dad de  Trento  en  el  Tirol,  por  un  decreto  del  papa  Paulo  III,  expedí- 
do  en  1.''  de  mayo  de  1542,  por  el  que  se  mandaba  celebrar  la  pri- 
mera sesión  el  24  de  junio  de  aquel  mismo  afio. 

Los  legados  del  papa  acudieron  con  puntualidad  para  el  dia  con- 
venido; se  juntaron  también  algunos  otros  padres  y  prelados,  mas 
fueron  en  tan  pequefio  número,  que  no  se  pudo  reunir  el  Concilio, 
y  los  padres  tuvieron  que  volverse.  Por  aquel  tiempo  se  celebró  la 
dieta  de  Spira  en  1543,  con  motivo  de  los  socorro  que  dieron  al 
emperador  contra  la  Francia.  Expidió  Garlos  el  decreto  de  que  no 
se  maleslaria  á  los  protestantes,  hasta  que  decidiese  los  puntos  de 
controversia  el  próximo  Concilio. 

Disgustó  mucho  esta  concesión  á  la  Sede  apostólica,  y  alentó  en 
proporción  al  partido  luterano.  Ya  no  hablaban  estos  de  Concilio, 
como  que  á  las  decisiones  de  un  Concilio  no  pensaban  someterse. 
La  desunión  de  los  ánimos,  la  desconfianza  mutua  del  emperador 
y  el  papa,  la  guerra  encendida  entre  el  primero  y  el  rey  de  Francia, 
hicieron  que  se  parase  el  negocio  del  Concilio,  quedando  como  muer- 
to, hasta  que  fué  convocado  por  segunda  vez  para  el  15  de  marzo 
de  1545.  Todavía  en  vista  de  los  pocos  que  acudieron,  se  difirió  la 
reunión  para  el  3  de  mayo  de  aquel  aQo.  Mas  á  pesar  de  la  prisa 
que  ponía  el  pontífice,  fueron  tantos  los  obstáculos,  las  dificultades 
que  se  ofrecieron,  la  desconfianza  en  unos,  lámala  fé  en  otros,  qae 
el  Concilio  no  pudo  inaugurarse  hasta  el  13  de  diciembre. 

Comenzó  la  ceremania  con  una  solemne  procesión,  en  que  iban 
por  su  orden  frailes,  canónigos,  obispos  y  legados.  Se  instaló  so- 
lemnemente el  Concilio,  pronunciando  el  obispo  de  Bitonto  el  dis- 
curso de  apertura:  determinó  abrir  sus  sesiones  para  el  6  de  enero 
del  aDo  siguiente  de  1546. 

Fué  el  Concilio  de  Trento  muy  poco  concurrido  desde  los  princi^ 
píos.  Asistieron  á  la  ceremonia  de  la  inauguración,  cuatro  legados» 
cuatro  arzobispos,  veinte  obispos,  cinco  generales  de  órdenes  reli- 
giosas. De  Francia  no  se  presentó  ninguno:  de  Alemania  muy  po-^ 
COS.  Los  oradores  del  emperador  tampoco  habían  llegado  todayfa. 
Dio  esta  falta  de  asistencia  lugar  á  inculpaciones,  á  reprimendas  se- 
rias, y  hasta  indicaciones  de  acusar  de  contumacia  á  los  ausentes. 
Hubo  muchas  excusas  por  parte  de  estos  últimos»  alegando  causas 
de  tardanza,  y  pidiendo  nuevos  plazos. 


GÁPlTOLOVm.  118 

Se  emplearon  las  primeras  reaDíones  en  la  designación  de  los 
empleados  para  lá  dirección  de  los  negocios  del  Concilio,  en  decidir 
de  qué  modo  se  hablan  de  contar  los  votos,  y  hasta  el  mismo  títalo 
qne  al  Concilio  habia  de  darse.  Algunos  no  querían  que  se  llamase 
universal,  por  no'  poder  considerarse  como  representación  de  toda 
la  Iglesia,  en  vista  del  escaso  número  que  habia  concurrido;  mas 
prevaleció  la  opinión  contraria,  aunque  la  denominación  que  se  dio 
desde  los  principios  á  dicha  asamblea,  no  fué  siempre  la  misma; 
indicándose  con  esto  que  no  se  hallaba  el  punto  bastante  decidido,. 

En  la  segunda  sesión  se  dejó  ver  la  diferencia  de  ideas  y  miras 
que  animaban  á  los  padres  del  Concilio.  Querían  algunos  que  co- 
menzasen sus  trabajos ,  haciéndose  reformas  en  la  disciplina  de  la 
Iglesia,  en  las  costumbres  de  sus  prelados ,  en  la  administración  de 
SQS  negocios  temporales.  Tales  eran  las  ideas  del  emperador  y  de  la 
mayor  parte  de  los  prelados  de  Alemania.  Alegaban  para  ello  que 
así  se  quitarían  muchas  armas  á  los  herejes  que  en  muchas  de  estas 
corruptelas  y  abusos  apoyaban  sus  doctrinas :  mas  la  mayoría  y  el 
mismo  pontífice,  á  quien  Caríos  V  escribió  sobre  el  particular ,  re- 
chazaron este  orden  de  trabajos ,  como  derogatorío  á  la  dignidad 
misma  de  la  Iglesia.  Sostuvieron  que  era  impropio  para  los  que  se 
reunían  con  objeto  de  pronunciar,  de  decidir  y  condenar,  dar  prín- 
cipio  á  sus  tareas  acusándose  á  sí  mismos,  y  ofreciendo  este  triunfo 
á  sus  contrarios :  que  de  las  reformas  en  la  disciplina  nadie  habia 
que  no  reconociese  la  necesidad;  mas  que  este  negocio  debia  pospo- 
nerse al  de  la  manifestación  y  pronunciamiento  solemne  sobre  el 
dogma. 

Prevaleció  esta  última  opinión  ,  y  se  decretó  que  empezase  el 
Concilio  sus  tareas  por  el  Credo.  Se  pasó  á  la  inspección  de  los  li- 
bros canónicos  reconocidos  como  tales  hasta  entonces.  Fué  alguno 
de  opinión  que  se  los  dividiese  en  dos  clases;  unos  de  fe  ciega  é  im- 
plícita, otros  de  mera  edificación  y  de  consejo ;  mas  fué  rechazada 
casi  por  unanimidad  estadoctrína.  Se  propuso  por  otros  si  estos  li- 
bros canónicos  se  debían  examinar  de  nuevo;  á  lo  que  se  respondió 
que  ya  lo  estaban  por  la  Iglesia,  y  que  un  nuevo  examen  sería  dar 
un  triunfo  á  los  herejes  que  deseaban  abrir  campos  de  disputa  y  de 
contienda.  Replicaron  los  primeros  que  el  modo  de  convencerlos  era 
examinar  y  discutir ;  mas  en  la  votación  tuvo  mayoría  la  opinión 
contraria.  El  Concilio  se  pronunció ,  pues ,  solemnemente  sobre  la 
admisión  de  lodos  los  libros  canónicos  sin  distinción ,  y  contra  los 


f  44  HISWMi  M  flLIPE  n. 

qae  los  deseobMen  é  Degas»,  éeokiió  lanrar  od  aMéema,  pw  vein* 
te  Totos  contra  doce. 

Se  procedió  después  á.  las  tradiciones  apoatófieas ,  y  después  de 
varias  discustones ,  se  decidió  que  les  debía  kt  misma  fe  que  k  la 
Escritura,  laosaudo  el  mismo  anatema  contra  ks  que  las  desecha^ 
sen.  Se  resolvió  asimismo  declarar  la  Vulgata,  único  te:&ta cañoneo 
entre  todas  las  demás  traducciones  en  latín  de  la  Escritora,  excogí^ 
tando  el  modo  de  expurgarle  de  todos  los  yerrss,  que  par  descuido 
ó  ignorancia  de  los  copistas  ó  impresores  se  hablan  en  rila  inüxH 
daoido. 

Mientras  tanto  continuaban  las  quejas  contra  los  ansentes,  eayas 
excusas  fueron  todas  desechadas.  Se  llegó  basta  fomnlar  un  de-* 
creto  contra  ellos;  mas  no  ftié  leido  en  sesión  páblíca. 

Una  de  las  disposiciones  tomadas  en  aquellos  dias  por  el  GoncUio 
fué  la  deposición  del  arzobispo  de  Colonia ,  acusado  de  connivencia 
con  los  beresiarcas.  Gen  este  motivo  volvieron  muchos  á  insistir  en 
que  S8  pasase  pronto  á  tratar  de  las  reformas.  El  emperador  lo  so- 
Kdtaba  en  sus  cartas  al  pontífice,  exponiendo  la  neceádad  de  que 
se  tratase  de  esto  antes  de  pasar  el  dogma.  Mas  Paulo  III  deséela 
de  nuevo  sus  indicaciones ,  lo  que  fué  motivo  do  que  los  oradores 
del  emperador  se  abstuviesen  por  un  tiempo  del  Concilio.  Los  lega^ 
dos  que  le  presidian  en  nombre  áú  papa,  y  la  mayoría  de  los  pen- 
dres, combatían  con  calor  esta  idea  de  entrar  inmediatamente  en 
las  reformas.  A  nadie  se  priva,  deciao,  de  reformar  sus  costumbres: 
todo  el  munde  es  libre  de  llevar  cilicios  y  ponerse  ceniza  en  la  ca-^ 
beza.  La  fe  es  lo  primero  por  ahora;  después  se  pasará  á  Iasobra&« 

Goinenzaroni  pues,  los  padres  por  el  pecado  original  que  decla- 
raron coido  uno  de  los  artículos  del  dogma*  Sobre  la  inmaculada 
Concepción  de  la  Virgen  no  se  atre vieron  ádeddir  nada,  por  no  he^ 
rir  la  susceptibilidad  de  las  órdenes  religiesas,  entre  otras  la  de  ios 
dominicos  que  la  desechaban. 

Produjo  la  discusión  grave  y  detenida  sobre  esta  materia,  cinco 
dmones  rehitivos  al  pecado  original  cometido  por  Adán;  i  la  trasH 
misión  de  este  pecado  ó  mancba  á  toda  su  posteridad;  á  la  aboK-* 
clon  de  esta  mancha  ó  pecado  por  el  sacramento  del  Bantísmo,  ins^ 
tituido  por  Jesucristo;  á  la  absoluta  necesidad  de  administrar  este 
sacramento  k  cada  individuo  ó  persraa;  á  la  abolición  por  él  no  solo 
del  pecado  original,  sino  de  cualquiera  oU*o  que  hubiese  cometido. 
En  cuanto  4  la  exención  de  la  Virgen  de  la  ley  comnn,  se  mandó 


cAPimo  Ym.  145 

obsemr  las  MoslitaoíMMS  de  Sixto  IV  sobre  la  materia;  explioí»- 
doee  este  panto  en  térmÍBOS  que  al  manifestar  lo  piadoso  de  esta 
ereeneia  á»  sn  inmaonlada  Goneepcion,  no  se  aeosase  de  impla  ni  de 
ineligiosa  la  contraria. 

Casi  al  mismo  tiempo  qae  se  extendían  y  examinaban  estos  cá- 
nones, se  tocaban  algunos  puntos  relativos  á  la  disciplina  y  gobier< 
no  de  k  Iglesia.  Se  quejaban  los  obispos  de  las  nsurpacionesde  sa 
autoridad  que  en  ciertos  puntos  oometian  los  superiores  de  las  ór» 
dones  y  comunidades  monásticas,  y  se  trató  de  cortar  de  raiz  estos 
disgustos,  restituyendo  al  poder  episcopal  sus  atribuciones.  Se  ha- 
bló de  la  residencia  de  los  obispos,  consideHmdola  como  esemml- 
iDcnte  obKgaloría:  se  mandó  que  se  erigiesen  cátedras  tanto  en  las 
BBiyersidades  como  en  las  oajMtales  de  diócesis  y  comunidad  refi- 
giosas,  para  la  exposición  y  explicación  de  la  Escritura,  mandando 
que  no  se  confiase  esta  cargo  sino  á  personas  muy  idóneas;  que  se 
Ueiesen  núsiones,  observándose  la  misma  escrupulosidad  coa  los 
revestidos  del  carái^r  de  predicadores;  que  se  abriesm  escuelas 
gratuitas  para  ensilar  á  los  pobres  la  gramática  latina. 

Habia  celerado  el  GoacíKo  de  Trente  cuatro  sesiones  públicas  en 
los  cinco  meses  y  mas  que  de  instalaoíon  llevaba.  En  17  de  junio 
de  1546,  tuvo  lugar  la  qidnta,  para  i^robar  los  cánones  rdativos 
al  pecado  original  y  á  la  disciplina  de  la  iglesia.  Anstieron  á  ella 
cuatro  cardenales,  nueve  arzobispos,  cuarenta  y  o^  obispos,  des 
abades  de  monjes,  tres  generales  de  mendicantes,  y  varios  otros 
teólogos,  oradores. 

Gomo  se  ve,  se  hallaba  todavía  el  Gonoilio  miy  poco  coneurrido, 
lo  que  hacía  repetir  las  quejas  y  amenazas  de  costumbre  centrales 
ausentes.  De  Francia  ninguno  se  habla  presentado,  hasta  que  por 
aquellos  dias  acudieran  tres  individuos,  que  después  de  varios  de« 
kates  sobre  los  asientos,  le  tomaron  al  fin  entre  los  padres. 

Por  aquel  tiempo  estalló  la  guerra  entre  el  emperador  y  les  prin- 
eipes  protestantes  del  imperio,  de  que  hicimos  mendon  eo  su  lu- 
gar y  á  la  que  contribuyó  el  papa  con  un  auxilio  de  doce  mil  bom- 
bies  de  iníánteria  y  dos  mil  catíallos  q«e  pasaron  por  Trente  en  sn 
Bsaroha  al  teatro  <to  las  hostilidades.  Gen  este  motivo  no  creyéndo- 
se bastante  seguros  y  tranquilos  en  esta  ciudad  los  padres  del  Gon* 
oiUo,  trataron  de  que  se  trasladase  á  Italia,  mas  este  punte  dio  lo- 
gar á  serios  y  vives  altercados. 

La  curia  romana  que  habí»  siempre  pr(^ndido  á  celebrar  el  Gon- 


146  HISTORIA  DK  FSUPK  11. 

cilio  en  este  último  pois,  aprovechó  gustosa  cualquiera  ocasión  ó 
motivo  de  la  remoción  de  Trente,  ciudad  triste,  de  pocas  comodi* 
dades  y  conveniencias,  donde  la  mayor  parte  de  los  padres  residían 
con  suma  repugnancia.  A  esta  mala  localidad  se  atribula  la  poca 
concurrencia  k  tan  solemne  asamblea  de  la  Iglesia.  Mas  el  empera- 
dor se  habia  empeDado  siempre  en  situar  al  Concilio  lo  mas  próxi- 
mo posible  al  teatro  de  las  escisiones  religiosas,  para  que  se  sintiese 
mas  su  influencia.  De  igual  opinión  hablan  sido  los  prelados  ale- 
manes, y  hasta  los  protestantes  mismos,  cuando  querían  y  pedian 
Concilio.  En  esto  también  se  llevaría  las  miras  Carlos  V,  de  ejercer 
mas  influencia  personal  en  cuanto  el  Concilio  decretase.  De  todos 
modos,  cuando  se  suscitó  el  punto  de  la  remoción,  se  mostró  tan 
adverso  á  la  medida,  como  lo  habia  estado  á  su  celebración  en  al- 
gún pueblo  de  Italia. 

La  generalidad  de  los  padres  deseaba  la  traslación  por  los  moti- 
vos ya  expresados.  La  deseaba  mucho  el  papa,  y  aun  mucho  mas 
los  legados,  temiendo  los  conflictos  y  embarazos  que  podrían  sus- 
citarse, en  caso  de  morírse  el  pontífice,  ya  de  edad  muy  avanzada, 
durante  la  celebración  del  Concilio  en  un  punto  tan  distante.  Mas 
el  emperador  cada  vez  se  mostraba  mas  adverso  á  la  remoción  de 
la  asamblea;  y  el  papa  por  no  disgustarle,  temiendo  que  llegase 
qttiz&  &  convocar  un  concilio  nacional,  no  daba  indicios  de  insistir 
mucho  en  la  medida. 

Reinaba,  pues,  en  Trento  una  guerra  sorda,  entre  los  que  de- 
seaban y  combatían  la  salida.  Entre  los  primeros,  los  legados  tra- 
bajaban por  llevarla  á  cabo,  haciendo  ver  á  los  de  la  parcialidad  del 
emperador,  que  era  ya  imposible  al  papa  continuar  con  los  auxi- 
lios de  la  guerra,  mientras  continuase  el  Concilio  de  Trento,  por  los 
muchos  gastos  que  se  le  seguían,  y  haciendo  por  otra  parte  ver  al 
pontífice  la  necesidad  de  suspender  el  Concilio,  en  caso  de  que  su 
traslación  fuese  imposible. 

El  emperador  se  mantenía  obstinado,  y  Paulo  111  irresoluto;  las 
intrígas,  negociaciones  y  disgustos  iban  en  progreso,  sin  que  el 
asunto  llegase  &  su  determinación,  cuando  se  declaró  en  Trento  una. 
enfermedad,  que  tenia,  ó  á  la  que  se  quiso  dar,  el  carácter  de  con- 
tagiosa; con  cuyo  motivo,  los  amigos  de  la  mudanza  alzaron  mas 
la  voz,  y  el  papa  se  decidió  al  fin  á  dar  el  decreto  para  la  remoción 
de  él  &  Bolonia,  á  donde  inmediatamente  se  trasladaron  los  pre- 
lados. Sucedió  esto  por  mayo  de  1547. 


OAPitULO  VIÍI.  141 

Se  irritó  el  emperador  con  la  medida,  y  pidió  al  pontífice  la  vuel- 
ta del  Concilio  á  Trente.  Lo  mismo  suplicaron  los  prelados  alema- 
nes. Mas  la  corte  romana  no  tuvo  por  conveniente  acceder  á  la  pre- 
tensión, y  expidió  nuevas  cartas  de  convocatoria,  para  que  los  pa- 
dres del  Concilio  se  encaminasen  á  Bolonia.  Mas  no  pocos,  sobre 
todo  los  espafioles,  de  la  parcialidad  de  Carlos  V,  se  negaron  á  se- 
pararse de  Trente. 

En  Bolonia  se  celebró  una  sesión,  y  se  decidió  que  se  suspendie- 
sen basta  setiembre  de  aquel  afio.  Mientras  tanto  ocurrió  la  victo- 
ria de  Muhlberg  contra  el  Elector  de  Sajonia  y  el  Landgrave  de  Hes- 
se,  lo  que  en  lugar  de  hacerle  ceder  sobre  la  traslación  del  Conci- 
lio á  Bolonia,  le  movió  á  insistir  de  nuevo  en  que  volviese  á  Trente. 
Mas  esta  medida  era  ya  imposible,  como  también  el  que  el  Concilio 
continuase  sus  sesiones  en  Bolonia,  con  tantos  altercados  entre  los 
qae  la  deseaban  allí,  y  los  que  persístian  ec  permancer  en  Trente. 
Así  quedó  esta  asamblea  como  virtualmente  suspendida. 

Mientras  se  suscitaban  estos  puntos  de  traslación  y  demás  nego- 
cios puramente  temporales,  seguían  adelante  los  padres  con  sus  ta- 
reas de  definir  puntos  de  fe,  y  tomar  medidas  acerca  de  la  discipli- 
na de  la  Iglesia.  En  cuanto  á  la  primera  parte,  después  de  los  cá- 
nones ya  referidos  sobre  el  pecado  original  y  sacramento  del  Bau- 
tismo, se  pasó  á  los  otros;  pues  sobre  su  número  y  efectos  de  su 
aplicación  rodada  una  gran  parte  de  las  doctrinas  de  los  heresiar- 
cas.  Se  extendieron  sobre  esto  nuevos  cánones,  y  se  lanzó  anate- 
ma contra  el  que  dijese  y  tratase  de  sostener  que  los  sacramentos 
eran  mas  ó  menos  que  siete;  que  no  habían  sido  todos  instituidos 
por  Cristo;  que  io  estaban  ya  en  lo  antiguo;  que  tan  solo  los  signos 
pertenecían  al  Nuevo  Testamento;  que  los  sacramentos  no  eran  ne- 
cesarios; que  bastaba  la  preparación  del  alma  y  deseo  de  recibirlos, 
sin  que  lo  fuesen  en  efecto.  En  cuanto  á  disciplina,  se  continuó  el 
negocio  de  restituir  toda  su  plenitud  á  la  autoridad  de  los  obispos; 
se  decidió  la  obligación  de  la  residencia  de  estos  en  sus  diócesis;  que 
ninguno,  y  ni  aun  los  cardenales,  poseyesen  mas  que  una,  siendo 
extensiva  hasta  ellos  la  obligación  de  residencia. 

Mientras  las  contestaciones  y  negociaciones  á  que  daba  lugar  la 
instalación  en  Bolonia  del  Concilio,  expidió  el  emperador  su  famoso 
decreto  del  Iníerim  en  Alemania,  por  el  que  se  estableció  lo  que  se 
habia  de  practicar  y  observar  por  los  luteranos,  ínterin  decidía  el 
congreso  sobre  aquellas  controversias  y  disputas  religiosas.  Fué  con'- 


148  HISTOÚA  m  PBLIK  H. 

aderada  aftta  andida  por  ios  protestantes  ooaio  uo  rasgo  de  tirania 
del  emperador;  en  la  curia  romana  causó  aun  mas  desagrado,  codm 
ateotatorio  á  la  autoridad  del  pontífice  y  del  Goucilío  mismo,  ¿  me^ 
dándose  eo  materias  fuera  de  la  competeocía  do  las  potestades  tem* 
porales.  Ei  papa  trató  de  modificar  este  acto,  y  bacer  ea  éllaseoí^ 
reccíones  necesarias;  mas  le  representaron  sus  consejeros  que  es 
esto  mismo  se  comprometía  su  dignidad,  y  se  prefirió  el  sUeiieio  & 
dar  k  entender  de  un  modo  tácito,  que  el  emperador  podía  tener  de- 
recho de  expedir  decretos  semejantes. 

IV)co  después  falleció  Paulo  III,  y  fué  sucedido  por  Julio  III,  que 
cuando  cardenal,  babia  sido  uno  de  los  legados  del  Concilio.  Gomo 
el  emperador  instaba  siempre  á  que  volviese  esta  asamblea  á  sos 
trabajos,  y  no  se  la  convocase  mas  para  Bolonia,  expidió  el  ponti- 
fiee  una  b^ila^  para  que  el  Goncilío  volviese  á  reunirse  en  Trente. 

Tuvo  lugar  la  primera  sesionen  I.""  de  mayo  de  1550,  después 
de  cerca  de  dos  afios  que  se  hablan  suspendido  sus  tareas.  El  em- 
perador, creyéndose  ya  en  estado  de  dar  la  ley  4  los  protestantes 
de  Ailemania,  volvió  á  insistír  en  que  se  tratase  de  reformas  en  la 
disciplina,  para  quitar  de  un  todo  los  pretextos  y  motívos  que  los 
heresiarcas  alegaban.  Bl  papa  manifestó  que  entraba  perfeetaMente 
ea  sus  coisideracíraes.  El  Concilio  comenzó  sus  tareas,  tratando  de 
dogmas  de  crencia;  extendiéndose  mucho  sobre  el  de  la  Eacaristía 
tan  combatido  por  la  secta  de  los  sacraméntenos. 

A  este  Cracilio  que  se  consideraba  como  una  mera  continuaoioB 
del  anterior,  acudieron  también  prelados  franceses;  mas  se  vio  como 
«na  ofensa  en  el  Concilio,  el  que  las  cartas  credenciales  que  se  le* 
yeron  en  su  seno,  designasen  este  asamblea  con  el  nomi>re  simple 
de  c(mt>entus  (reunión)  sin  emplear  el  de  sínodo  ó  Concilio.  Al  fin 
apaciguaron  algo  con  las  explicaciones  que  los  oradores  dieren  4  la 
de  conventus,  que  en  nada  derogaba  á  la  impotencia  y  dignidad 
de  la  asamblea.  Mas  la  Francia  se  habia  manifestado  en  todas  oea- 
siones  poco  adiete  al  Concilio,  sin  duda  porque  ei  emperador  le 
promovía.  Asi  no  fueron  admitidas  nanea  en  aquel  pais  sus  decisio- 
nes de  ninguna  época. 

Las  tareas  en  este  segunda  del  concilio  de  Trente  procedieron 
con  mas  lentitud  que  en  la  primera.  A  las  decisiones  sobre  el  sa<- 
oramento  de  la  Eucaristía,  siguieron  las  relativas  á  la  penitencia.  Se 
tomó  entonces  la  medida  de  dejar  pendientes  ciertos  puntos,  invi- 
tendo  ¿  los  protestantes  á  que  viniesen  á  esgrimir  sus  armas  en  la 


CANimo  vm,  149 

coDtr^Hrensía,  lo  que  do  se  había  hecho  en  la  priaent  ¿poca.  Mas 
loi  protestantes  ttoásisUeron:  les  «taha  preparando  tpíu&foa  iiia« 
deudos  y  seguros,  Mauricio  de  Sa}onía,  oobvertido  repentinaiiiente 
de  ooDs^ro^  de  amigos  de  protegido  del  ettpo'ador,  en  su  enemi-* 
go.  Hoyé  Garlos  V  de  aa  n^evo  rival»  y  domo  hemos  visto^  « tíé 
ffiay  eo  riesgo  de  oaer  prisíoDero  en  manos  dol  qne  haoia  poeo  te 
iiamaba  sa  íaforoaído. 

TflTierein  gravite  iafloenda  estos  aeoaleoimientoá  en  las  taroofe 
del  Ceoeílío.  Ueg^nu  ios  padres  &  terse  realméiite  tn  peligro  por 
la  aproximación  á  Trente  del  teatro  do  las  hostilidades.  Destruye 
completamente  el  tratado  de  Passaw  las  esperanzas  que  podia  tener 
la  corte  romana  de  ver  reducidos  á  los  luteranos  de  Alemania  al 
seno  de  la  Iglesia.  Declarada  otra  vez  la  guerra  entre  el  emperador 
y  el  rey  de  Francia,  necesariamente  se  habla  de  resentir  de  ello  la 
buena  armonía  del  Concilio,  donde  se  hallaban  padres  de  las  dos 
parcialidades.  Quedó  asi  suspendida  virtualmente  esta  asamblea,  y 
DO  volvió  á  reunirse  otra  vez  hasta  diez  aOos  después,  cuando  lle- 
vaba ya  Felipe  II  siete  de  reinado. 

Asi  el  concilio  de  Trente  nó  produjo  efecto  alguno  en  cuanto  á 
la  restitución  al  seno  de  la  Iglesia  de  los  protestantes  de  Alemania 
y  otras  partes.  Estaba  ya  la  escisión  muy  decidida  y  pronunciada, 
y  á  demasiada  distancia  los  principios  de  los  disidentes  de  los  adop- 
tados como  bases  fundamentales  por  la  Iglesia.  Era  imposible  que 
apagase  el  fuego  ya  tan  encendido  una  asamblea,  que  no  se  reunia 
para  examinar  y  discutir,  sino  para  pronunciar  y  fulminar  anate- 
mas contra  los  que  no  adoptaban  sus  creencias.  Entre  tratados  de 
tolerancia  mutua  y  guerra  abierta  no  habia  medio.  En  cuanto  á  re- 
formas en  la  disciplina  de  la  misma  Iglesia  católica  no  dejó  de  ocu- 
parse de  este  asunto  el  Concilio  como  ya  hemos  visto;  pero  como 
objeto  secundario.  De  la  necesidad  de  estas  reformas,  como  un 
punto  de  teoría,  todo  el  mundo  estaba  convencido  y  penetrado;  mas 
cuando  se  llegaba  á  la  práctica  se  encontraban  obstáculos  insupe- 
rables. Unos  no  la  querían  verdaderamente  por  ser  parte  interesa- 
da. A  otros  hería  y  ofendía  mucho  su  amor  propio  la  consideración 
de  que  se  hiciesen  estas  reformas,  cediendo  á  las  exigencias  y  cla- 
mores de  los  mismos  heresiarcas.  Se  mezclaban  en  estos  negocios 
demasiadas  pasiones  y  parcialidades.  Los  intereses  del  siglo  y  los 
religiosos  se  hallaban  tan  extrañamente  ligados  entre  sí,  que  era 
muy  díffcil  decidir  la  parte  que  verdaderamente  pertenecía  á  cada 

Tomo  i.  SO 


150  HISTORIA  DB  FBLIPB  lí. 

Qoo.  Los  papas  eran  soberanos  temporales  al  mismo  tiempo  qae 
pontífices:,  en  los  demás  principes  subia  y  bajaba  el  fervor  é  intole- 
rancia religiosa  según  el  barómetro  de  su  política.  No  miraban  pre* 
cisamente  el  papa  y  Garlos  V  bajo  un  mismo  aspecto  las  disidencias 
religiosas  de  Alemania,  ni  podian  por  lo  mismo  convenir  en  los  me- 
dios de  extirparlas.  De  esta  divergencia  en  las  miras  de  los  sobe- 
ranos participaban  por  precisión  los  mismos  padres  del  Concilio. 
Así  lo  hemos  visto  en  completa  discordia,  marchándose  los  mas  á 
continuar  el  Concilio  en  Bolonia,  mientras  se  obstinaba  en  no  salir 
de  Trento  una  grande  minoría. 


CAPITULO  IX. 


Signen  las  controversias  "y  guerras  religiosas  en  la  época  de  Garlos  V. — Enrique  VIH 
de  Inglaterra. — ^Ana  Bolena.— Cisma. — ^Movimientos  en  Escocia. — Asesinato  del 
cardenal  Beatón. 


La  gran  revoiacioD,  y  este  titulo  merece  la  producida  en  Alefua-* 
nía  por  Lutero,  tuvo  ud  priucipio,  como  hemos  visto,  muy  peque- 
fio,  y  con  visos  de  ridículo;  á  saber:  la  venta  de  las  iudulgeocias.  Uno 
mas  extraordinario,  y  que  hubiera  sido  imposible  imaginar,  dio  prin* 
cipío  eu  Inglaterra  á  movimientos  de  la  misma  clase,  que  produjeron 
casi  iguales  resultados.  Era  la  Inglaterra  eminentemente  católica, 
uno  de  los  países  en  que  la  Sede  apostólica  tenia  mas  influencia. 
A  excepción  de  la  facción  de  los  Lolardos,  que  fué  disipada  á  prínci<- 
pios  del  siglo  XY«  no  había  experimentado  aquel  país  disturbios  ni 
guerras  civiles  de  un  orden  religioso.  El  rey  Enrique  VIH,  no  solo 
era  un  príncipe  ortodoxo  en  toda  la  extensión  de  la  palabra,  sino 
hasta  teólogo.  Cuando  estalló  la  herejía  de  Lutero,  compuso,  ó  hizo 
componer  un  libro  en  latín,  en  que  combatía  sus  doctrinas  (1).  El 
verdadero  mérito  de  tal  publicación  no  hace  actualmente  nada  al 
caso,  mas  se  tuvo  entonces  por  un  gran  refuerzo  para  las  filas  del 
catolicismo,  cuando  valió  á  su  autor  el  título  de  defensor  de  la  fe, 
con  que  fué  recompensado  por  el  papa.  Este  título  de  defensor  de 
la  fe,  lo  llevó  el  monarca  aun  después  de  separado  de  la  Iglesia,  y 


(1)    La  obra  tiene  este  titulo:  cAsaertio  seplem  SaoramoDtorum  adversus  Martlnum  Lutherum, 
edita  ab  Invlotisslmo  AngUn  rege  et  domiao  Hylieraiso  Henrioo  ejus  nomlnls  ociavo.» 


1 52  HISTORIA  D£  FELIPE  U. 

le  trasmitió  á  sus  sucesores,  á  excepcioo  de  dos  solos,  todos  pro- 
testantes. No  trató  Latero  con  mas  miramiento  al  rey  de  Inglaterra 
que  al  papa,  y  demás  altas  notabilidades  de  la  Iglesia.  Atacó  su  li- 
bro con  toda  la  virulencia,  la  mordacidad  y  el  torrente  de  sarcas- 
mos que  entraban  en  sus  argumentos,  y  el  monarca  replicó  por  sí 
mismo,  ó  por  alguno  á  quien  encargó  este  trabajo.  Tenia,  pues, 
Enrique  VIII  cuentos  motivos  y  compromisos  le  podian  ligar  con 
una  causa;  creencias,  educación,  servicios  hechos  en  su  favor  como 
campeón,  amor  propio  llagado  que  curar  como  escritor;  y  si  el  papa 
podia  contar  con  la  adhesión  de  algún  principe  católico,  debia  de 
ser  sin  duda  con  el  rey  de  Inglaterra.  Mas  el  hombre  es  incons- 
tante y  veleidoso.  Enrique  VIH  lo  era  en  alto  grado.  Pocos  prínci- 
pes fueron  tan  despóticos ;  mas  tenaces  en  llevar  adelante  una  re- 
solución; mas  crueles  cuando  encontraban  obstáculos  sus  capri- 
chos» ó  creia  ajado  su  amor  propio.  Estaba  este  príncipe  casado 
con  Catalina  de  Aragón,  hija  de  los  Reyes  católicos,  «sposa  de  su 
hermano  el  príncipe  Arturo,  que  falleció  antes  de  la  muerte  de  su 
padre.  No  se  había  consumado  este  matrimonio,  según  declaración 
de  la  misma  princesa;  mas  prescindiendo  de  esta  circunstancia, 
otorgé  el  pwitífioedispoim,  p»r«  qqe  Enrique  se  casase  coa  la  viuda 
de  au  hermano.  Vivía  el  r^y  muy  tranquilo  ea  su  concieacia»  y 
eale  matrimonio  había  dado  por  fruto,  adevás  de  algunos  varoac» 
que  morieroa  ea  la  iofa&eia^  á  la  priaQ€«a  Itaría,  que  después  fué 
leiiia.  KnUe  las  doaoeUas  da  hooor  que  serviau  4  m  madre,  se  \n^ 
Ikba  UBa  Uaoiada  Ab&  BouleyQ^  ó  Boolen,  ó  Bolena,  de  singular 
betteea^  de  quieu  tAtvo  él  la  ¿sgraeia  de  ¡urradarse,  Vehemeote  en 
sus  deseos»  convencido  de  que  para  su  sattsfaooion  no  había  ma« 
oamino  que  el  del  matrimoBío  (1),  oooMnzó  k  formar  escrúpulos 
sobre  la  valides  y  legitimidad  del  suyo,  pareoiéudole  una  especie 
de  incasto  «star  casado  qqd  la  viuda  de  su  hermano.  Alguno»  taó* 
lagos  y  cortesanos  coa  quienes  consultó»  fu«ron  de  sus  mismas  opi* 
niones,  y  el  resultado  fué  acudir  k  Roma,  solicitando  «na  bula  de 
divordo.  Se  crea  que  el  cardenal  Wolsey,  por  vanarse  del  empe-^ 
rador  Garlos  V  que  le  había  faltado  á  la  palabra  de  sostetterle  oa 
SIS  pretonsiüMs  al  pontificado,  era  uno  de  k»  agentes  de  estoa  oa-^ 
orúpulos  de  Enrique;  ims  eran  sus  designaos  enlacatlas  QQA  wa 

(1)  Algunos  autoroB  enemigos  de  la  reforma  de  Inglaterra  hablan  de  Ana  Bolena  como  de  una  mu- 
jer samamente  licenciosa  en  sus  costumbres;  mas  se  pueden  muy  bien  atribuir  estas  exagera- 
ciones á  desahogos  de  partidos.  ^  todos  aiodos,  lo  que  en  dioha  dama  faltaba  de  honestfdad,  lo 
hubo  de  astada  con  el  rey,  cuMido  poao  á  tan  aHa  predo  sus  tvwre»* 


ciFiniLO  IX.  15S 

príMesa  de  Francia»  igoorando  los  verdaderos  motivo*  y  seotímieii- 
tos  del  moBaroa.  El  pontifioe^  qoe  1»  era  i  la  sazoa  Clemente  VII^ 
se  vio  en  nn  grande  aparo  y  en  un  terrible  compromiso.  Prescio- 
dienda  dei  castf  ei  sí^  eonoeia  por  ana  parte  el  carácter  obstinado 
y  violeiito  dei  rey  de  Inglaterra;  por  la  otra  temía  irritar  al  empe^ 
lad^r,  sobrino  de  la  reina.  Lo  mas  prudente  que  le  sangró  su  po-* 
litíca  fué  ganar  tiempo,  creyendo  que  el  amor  del  rey  se  entibiaría, 
y  afl(^ia  b  misma  en  su  propósito;  pero  Enriq^ae,  cada  vez  mas 
obstinado,  tanto  por  la  vehemencia  de  sus  deseos,  cuanto  por  les 
artíficioside  Ana,  llevó  adelante,  y  del  modo  mas  serio,  su  prepó^ 
sitou  Pidió  él  al  pontíice  un  juicio  público  qae  pusiese  en  claro  su 
dentaftda;  y  para  legitimar  mas  su  pretensión,  mandó  que  se  eon-^ 
saltase  el  easo  ooa  los  teólogos  mas  eminentes,  hasta  con  la  mayor 
parte  de  las  universidades  principales  de  Europa  (1).  La  mayor 
parte  de  las  respuestas  fueron  favorables  al  monarca.  El  papa  por 
la  suya,  no  pudiendo  desentenderse  de  la  petición,  encomendó  la 
dodsion  dd  caso  á  dos  legados,  al  cardenal  Campeggio  y  al  carde-* 
nal  Wolsey,  may  frío  en  el  negocio  ya,  pues  sabia  la  intención  del 
rey,  y  miraba  con  repupanda  el  enlace  proyectado.  Se  erigió  con 
diohos  cardenales  una  especie  de  tribanal  eclesiástico,  y  se  procedió 
á^  la  aadícion  de  entrambas  partes.  Repitió  Enrique  YIII  su  deman* 
da,  apoyándola  en  las  mismas  razones  de  oonoiencia  que  la  primera 
¥eK;  mas  la  reina  cuando  fué  llamada,  declinó  la  jurisdicción  del 
tribunal,  pidiendo  ser  oidiby  sentenciada  en  Roma,  echándose  al 
mismo  tiempo  á  los  pies  del  rey,  implorando  su  favor,  mas  sin  efec- 
to. Sin  embargo,  se  suspendió  con  este  motivo  el  procedimiento,  y 
la  causa  volvió  á  R(»na.  Se  irritó  Enrique  con  este  contratiempo, 
que  atribuyó  á  intrigas  de  Roma,  y  llegó  á  tanto  su  despecho  que 
desgració  á  Wolsey,  sospechado  por  Ana  Bolena,  de  estar  en  con- 
Bivencia  con  sus  enemigos.  En  resolución  el  .papa,  ó  porque  le  re*» 
pugnase  acceder  á  una  injusticia  tan  notoria,  ó  porque  le  arredrase 
iacttirir  en  la  indignación  de  Garlos  V,  cada  ves  dio  nuevas  largas 
al  negocio,  mas  no  previo  el  resaltado  de  su  irresolución  que  pedia 
considerarse  como  una  negativa.  Llegó  á  su  colmo  el  amor,  ó  la 
ebstinacíoii,  ó  la  indignación  del  rey  Enrique.  £1  vínculo,  que  no 
quiso  ei  pontifioe  anular,  le  rompió  él  mismo.  Con  toda  pompa  y 
flolemiidad  sa  desposó  con  Anat  y  en  lugar  de  mostrarse  sumiso, 


(1}  m  <tMo  pareóla  difícil:  los  unos  citaban  en  bu  favor  un  texto  d^l  Lqvitico:  los  otros  le  gom- 
littilaa  een  otro  del  Deuleronomlo. 


154  HISTORIA  DB  FBLIPB  H. 

arreglando  este  negocio  con  delicadeza  y  miramiento,  negó  sa  obe- 
diencia al  papa,  se  declaró  cismático  á  sí  mismo  y  á  la  iglesia  de  In- 
glaterra, proclamándose  su  jefe  y  su  cabeza. 

Enrique  YIII  no  dio  por  entonces  mas  pasos  en  la  carrera  de  las 
innovaciones,  Exceptuada  la  ruptura  con  el  papa,  se  conservaron 
en  su  mismo  piólas  creencias,  las  ceremonias,  las  jerarquías  y  la 
disciplina  de  la  Iglesia.  Con  el  tiempo  dio  otro  paso.  Por  miras  po- 
líticas, ó  porque  tentasen  su  codicia  y  las  de  sus  cortesanos  los  pin- 
gües bienes  de  que  gozaban  los  monasterios,  se  fueron  disolviendo 
unos  tras  de  otros,  tanto  los  propietarios  como  los  simplemente 
mendicantes.  Algunas  innovaciones  mas  se  hicieron  en  el  personal 
y  en  las  rentas  del  clero  secular;  pero  en  rigor  el  gran  cambio,  la 
grande  variación,  era  la  independencia  de  la  corte  de  Roma,  y  la 
admisión  de  otra  cabeza  de  la  Iglesia. 

Todas  estas  innovaciones  las  hizo  el  rey  por  medio  del  parlamen- 
to, instrumento  de  todas  sus  voluntades  y  caprichos,  como  lo  fué 
bajo  la  dominación  de  los  Tudores.  Los  pares  hablan  perdido  ma- 
cho de  su  preponderancia.  La  cámara  baja  lo  era  entonces  en  la 
cosa  como  en  la  palabra.  Se  reunía  para  votar  subsidios  ó  imponer 
contribuciones;  mas  no  se  le  daba  parte,  ni  se  le  permitía  mezclar- 
se en  los  grandes  negocios  del  estado.  Además,  en  el  despojo  de  los 
ricos  monasterios  resultaban  muchos  gananciosos.  No  faltaron  dis- 
turbios y  serios  alborotos  en  el  pais  con  motivo  de  estas  invasiones. 
Mas  se  las  habían  con  un  rey  duro,  íofléKible,  tan  despótico  en  ma- 
terias religiosas  como  eo  las  políticas.  Expiaron  entre  otros  en  un 
cadalso  el  famaso  caDciller  Moro  y  Fishez,  obispo  de  Rochester,  el 
delito  de  no  ser  de  las  opiniones  del  monarca.  En  adelante  fué  mi- 
rado como  un  crimen  de  rebeldía  y  de  traición  el  no  rendir  homena- 
je al  nuevo  papa:  como  crimen  de  irreligión  querer  introducir  las  no- 
vedades, que  esparcía  la  reforma  en  otras  partes.  Se  mostró  des- 
pués de  su  cisma  Enrique  VIH  tan  enemigo  de  Lutero  como  cuan- 
do escribía  contra  él  su  defensa  de  la  fe;  y  los  reformadores,  qae  ¿ 
favor  de  esta  novedad  creyeron  llegado  el  momento  favorable  de  in- 
troducir en  Inglaterra  sus  doctrinas,  se  llevaron  un  gran  chasco. 
Algunas  hogueras  se  encendieron  en  expiación  de  herejías;  y  En- 
rique VIH,  siempre  amigo  de  lucir  su  habilidad  como  teólogo,  dis- 
putó en  público  con  algunos  herejes,  y  no  pudiéndolos  convencer 
ios  condenó  al  suplicio. 

Durante  la  vida  de  este  rey  pocos  mas  pasos  que  los  indicados 


CAPITULO  ÍX.  155 

hizo  la  reforma.  La  loglaterra  era  cismálica;  mas  arreglada  en  lo- 
do lo  demás  á  lo  que  observaban  los  de  ia  religión  cristiana.  Sin 
embargo,  se  iba  preparando  el  terreno  para  otros  frutos,  cuyo  gus- 
to no  podia  menos  de  irse  introduciendo  á  pesar  de  las  severas  me- 
didas del  monarca.  Roto  el  yugo  de  la  autoridad  de  Roma,  precisa- 
mente se  habian  de  deducir  ulteriores  consecuencias.  Así  en  el  rei- 
nado de  su  sucesor  Eduardo  VI,  á  la  ruptura  de  este  vínculo,  se  si- 
guieron poco  á  poco  las  innovaciones  que  tenían  lugar  en  Alema- 
nia, en  Suiza  y  otras  partes.  Mas  como  este  reinado  fué  corto,  y  en 
el  siguiente,  que  fué  el  de  María,  volvió  Inglaterra  á  reconocer  la 
autoridad  de  Roma,  no  se  arregló  definitivamente  la  Iglesia  refor- 
mada de  Inglaterra,  hasta  el  reinado  de  Isabel,  sucesora  de  María, 
como  lo  haremos  ver  á  su  debido  tiempo. 

En  Escocia  se  había  introducido  el  luteranismo  el  afio  de  1528; 
mas  fué  desde  un  principio  perseguido.  Expió  en  un  cadalso  sus 
nuevas  doctrinas  Patricio  Hamilton,  que  fué  el  primero  que  trató  de 
propagarías,  y  seis  afios  después  tuvieron  otros  siete  mas  la  misma 
suerte.  Enrique  de  Inglaterra,  aunque  enemigo  del  luteranismo,  tra- 
tó de  introducir  en  Escocia  sus  nuevas  opiniones,  é  instó  al  rey  Ja- 
cobo  Y  á  que  le  imitase  declarándose  jefe  de  la  Iglesia,  apoderán- 
dose de  sus  bienes;  mas  se  resistió  Jacobo,  y  continuó  haciendo  eje- 
cutar los  decretos  rigorosos  que  se  habían  expedido  contra  los  in- 
novadores. Irritado  Enrique,  declaró  la  guerra  á  Escocía,  y  entró 
en  la  frontera  con  un  ejército,  que  destruyó  al  de  Jacobo,  cuya  muer- 
te siguió  muy  pronto  k  este  desastre  en  1542. 

Dejó  este  rey  por  única  heredera  á  una  nifia  que  acababa  de  na* 
cer,  y  fué  con  el  tiempo  la  célebre  y  desgraciada  María  Stuarda. 
la  reina  viuda  María  de  Lorena  era  hermana  de  los  Guisas,  familia 
entonces  poderosa  en  Francia.  Se  formaron  con  este  motivo  dos  par- 
tidos ó  acciones  en  Escocia;  uno  francés  y  otro  inglés,  apoyado  el 
primero  por  los  Guisas  y  la  corte  de  Francia:  el  segundo  por  En- 
rique VIH.  Propendían  los  protestantes  al  último,  pues  á  pesar  de 
los  suplicios  y  persecuciones,  cada  vez  iban  tomando  nuevo  cuerpo 
sus  doctrinas.  A  la  cabeza  del  partido  francés  ó  católico  se  hallaba 
el  cardenal  Beatón  (arzobispo  de  San  Andrés),  que  influía  mucho  en 
la  persecución  de  los  innovadores.  La  regente  María  de  Guisa  se 
conducía  por  los  consejos  de  sus  hermanos,  hombres  duros,  acérri- 
mos enemigos  de  los  protestantes. 

La  princesa  María  era  un  objeto  de  codicia  para  las  dos  cortes. 


t56  HISTORIA  DE  FELIPK  lí. 

La  quería  Enrique  11,  rey  de  Francia,  para  el  Delfin,  y  el  de  lúgla*^ 
térra  para  su  hijo  Eduardo.  Repulsado  estelo  sus  preteBsiones,  eu^ 
vio  otro  ejército  á  la  frontera  que  causó  bastante  estrago  en  un  príe- 
cipio,  mas  que  fué  en  seguida  derrotado.  Murió  eotreUntoel  rey  de 
Inglaterra,  mas  <)entinuaroQ  las  hostilidades,  y  los  ingleses  ganaron 
la  batalla  de  Pinki,  ^e  produjo  poeos  resultados.  Ai  menos  no  iro^ 
pidió  que  la  oorte  de  Escocia  llevase  á  efecto  su  idea  4e  enkzar  á 
María  eon  el  hijo  primogénito  de  Francia. 

Al  abrigo  de  estas  diseusianes  cmá^l  el  protestantismo  en  el  país; 
el  cardenal  Beatón  acababa  de  ser  asesinado  en  su  mismo  palacio 
por  hombres  que  quisieron  vtengar  el  wplieio  de  «n  predieador  Ua** 
mado  Vísheart,  sentebdado  por  un  tribunal  eclesiástico  crgiDísada 
y  presidido  por  el  arzobispo.  £1  partido  francés^  que  para  Apoyar 
EUjor  sns  pretensiones  había  hecho  ydnír  de  Francia  un  «uerpe  de 
echo  mú  hombres,  se  hacia  cada  día  mas  odioBOi  y  los  proiestan-- 
(es  ae  oonsíderabaí  como  del  partido  nacioiíal.  Ea  tro  dios  se  levan*- 
tó  UD  hombre  llamado  Juan  Knox,  de  genio  y  de  saber,  cuya  aus- 
teridad de  coetumhres,  fogosidad  de  carácter  é  infrepidoi:  «n  tranar 
coitra  la  comtpeion  de  la  Iglesia  católica  llevaba  tras  de  ^  la  au-^ 
chedunQbbre  y  le  coni^tnian  en  jefe  y  apóstol  de  la  nueva  aeota.  La 
pugna  entre  ambas  iglesias  4^  iba  haciendo  oada  vez  inas  s^a; 
pero  los  oofifliotos  á  ^w  dtó  lugar  pertenecen  al  tiempo  del  reinado 
de  Felipe. 


» 


I 


CAPÍTULO  X. 


Sigue  la  materia  del  anterior. — Zwinglo. — Suiza. — Ginebra; — Calvino. — Francia. — 
Dinamarca  y  Saecia.— Institución  de  la  CompaSia  de  Jeáús. 


Tova  machos  diseipulos  Lutero:  alganos  sacadieroD  el  yugo  de 
M  autoridad  y  quisieron  ir  mas  lejos  que  ei  maestro.  De  esto  se 
quejaba  amargameote,  perosio  motivo,  puerto  que  seguiau  susdoc^ 
trÍDas  y  su  ejemplo.  Gomo  seutaba  por  principio  que  la  verdadera 
fuente  del  dogma  se  bailaba  tan  solo  en  la  Escritura,  cada  uno  te- 
nia según  sus  principios  el  derecho  de  beber,  y  ninguno  el  exoltt-^ 
sivo  de  dar  su  interpretación  como  infalible.  Ya  hemos  visto  com» 
los  anabaptistas  contaban  entre  los  profetas  falsos  &  Lutero,  dd 
mismo  modo  que  Lutero  al  papa.  Otros  innovadores  no  le  trataron 
con  la  DQ^isma  hostilidad;  mas  le  pasaron  adelante.  No  había  él  do^ 
gado  la  presencia  real  en  la  Eucaristía;  más  algunos  sacudieron  y 
rechazaron  completamente  aqueste  do^ma  dándose  el  nombre  de  sa- 
crameotarios  (1528)«  Fué  la  Suiza  el  campo  de  las  nuevas  predi- 
cadones,  y  Zwinglo,  que  era  el  nras  considerado  dé  los  innovado- 
res, el  principal  apóstol  de  aquellos  cantones  que  con  pocos  sacudi- 
mientos abrazaron  sus  doctrinas:  Berna,  Schaffouse  y  Basilea  en- 
traron en  el  número.  Mas  la  conquista  principal  fuá  la  de  Ginebra. 

Se  consideraba  antes  esta  ciudad  como  imperial,  y  estaba  go- 
bernada por  si  mism,  bajo  la  autoridad  de  su  obispo,  su(^agáneo 
del  arzobispo  de  Viena  en  Francia.  A  los  principios  del  siglo  XVI, 
cedió  el  obispo  el  derecho  que  tenia  sobre  la  ciudad  á  los  duques  de 

Tomo  i.  21 


15S  mSTORU  DB  FEUPB  It. 

Saboya  que  siempre  la  habiao  reclamado  como  parte  de  sus  pose- 
siones. Guando  trataron  de  apoyar  estos  derechos  con  las  armas,  se 
declararon  en  Ginebra  dos  facciones,  una  popular,  otra  á  favor  del 
de  Saboya.  Acudió  la  primera  por  protección  y  auxilio  á  Berna,  que 
le  otorgó  al  instante.  Con  este  refuerzo  quedó  yictorioso  el  partido 
popular;  se  abolió  el  culto  católico,  se  hizo  salir  al  obispo,  que  se 
retiró  á  Anneci  en  Saboya  (1);  y  Ginebra  quedó  erigida  en  repú- 
blica democrática,  incorporada  á  la  confederación  helvética. 

Allí  establecieron  los  sacramentarlos  el  centro  de  su  dominación 
y  su  doctrina,  considerándola  como  capital  de  su  dominio  e^spirítual 
que  por  tantas  partes  se  extendía.  En  Alemania  fueron  príncipes  los 
que  se  declararon  protectores  y  partidarios  de  Lutero,  pudiendo  creer- 
se tal  vez,  que  el  nuevo  apóstol  no  era  mas  que  su  instrumento.  En 
Ginebra  se  estableció  una  sinanoga  de  doctores  de  la  nueva  ley,  que 
con  su  ejemplo,  la  publicación  de  sus  doctrinas  y  los  misioneros 
que  enviaban  en  distintas  direcciones,  aumentaban  considerable- 
mente su  rebaDo.  Habia  nacido  el  luteranismo  como  sobre  el  trono, 
con  el  carácter  de  monárquico.  La  nueva  doctrina  que  se  difundía 
sin  protección  de  nadie,  se  presentaba  con  tendencias  y  colorido  de 
republicana.  Bien  pronto  vino  á  aumentar  el  lustre  del  consistorio 
de  Ginebra  un  personaje  de  extracción  oscura  que  al  fin  dio  nom- 
bre á  la  secta;  Juan  Galvino. 

Nació  Gal  vino  en  Noyon,  pueblo  de  la  Picardía  en  Francia,  en 
1509,  de  una  familia  decente,  de  bastantes  medios  para  proporcio- 
narle una  educación  literaria,  destinándole  al  estudio  del  derecho. 
Gomenzó  su  carrera  en  Orleans;  la  continuó  en  Bourges,  dondeoyó 
lecciones  del  famoso  jurisconsulto  Alciat,  y  aprendió  el  griego,  el 
hebreo,  el  siríaco.  Pasó  después  á  París,  habiéndose  adquirido  se- 
gún dicen  sus  biógrafos  la  opinión  de  estudioso,  de  ingenio  sutil  y 
muy  diestro  en  las  disputas.  Allí  publicó  unos  coméntanos  sobre  el 
tratado  de  la  clemencia  por  Séneca,  y  comenzó  á  llamarse  Calnh- 
ñus,  Gal  vino,  siendo  Caum  ó  Chauvin,  su  verdadero  nombre  de  fa- 
milia. 

Iniciado  desde  su  primera  juventud  en  las  nuevas  doctrinas  relw 
glosas,  trató  de  salir  de  París  donde  eran  perseguidas,  y  estaba 
comprometida  su  persona.  Pasó  á  Angulema  donde  subsistía  de  en- 
señar, y.  fué  conocido  con  el  nombre  del  pequeDo  Gríego:  después 


■  X,  <i, 


(1)  Los  obispos  de  Aonecl  se  intitulan  todavía  obispos  de  Ginebra . 


CAPITULO  X.  159 

se  trasladó  á  Poitiers;  mas  no  teniéndose  por  seguro  en  ningún  pue- 
blo de  Francia,  se  dirigió  á  Basilea,  donde  hizo  imprimir  una  espe- 
cie de  apologética  dedicada  á  Francisco  I  en  favor  de  los  nuevos  sec- 
tarios perseguidos.  Después  pasó  á  Italia  donde  permaneció  muy 
poco  tiempo.  A  su  regreso  pasó  por  Ginebra  en  1536  con  intención 
de  tomar  el  camino  y  establecerse  en  Strasburgo;  mas  tales  fueron 
las  instancias  que  le  hicieron  los  nuevos  doctores  Guillermo  Faret  y 
Pablo  Yeret  para  que  se  quedase  á  su  lado,  que  al  fin  hubo  de  ac- 
ceder á  ello,  aceptando  no  el  cargo  de  predicar,  sino  el  de  leer  teo- 
logía. 

En  1538  fueron  dichos  doctores  y  Gal  vino  expulsados  de  Gine- 
bra á  instigación  de  los  de  Berna  por  no  querer  conformarse  á  de- 
cisiones de  su  sínodo  relativas  á  los  sacramentos  de  la  Comunión  y 
el  Bautismo,  únicos  que  los  sacramentarlos  admitían.  Gal  vino  se  di- 
rigió á  Strasburgo  donde  fundó  una  iglesia  de  su  secta  para  los  re- 
fugiados franceses  y  una  cátedra  de  teología.  Pasó  dos  afios  después 
á  Worms  y  &  Batisbona  donde  tuvo  entrevistas  con  personajes  de 
importancia  de  la  nueva  secta,  y  lució  muchísimo  en  las  centro  ver « 
sias  que  alli  se  suscitaban.  Mas  habiéndose  mientras  tanto  sosegado 
los  disturbios  de  Ginebra  y  recobrado  su  ascendiente  el  partido  de 
Galvino,  regresó  &  dicha  ciudad  en  1541,  y  permaneció  en  ella  has- 
ta su  fallecimiento,  ocurrido  en  1564,  siendo  el  patriarca,  el  após- 
tol, el  doctor,  el  oráculo  de  la  nueva  secta,  conocida  bajo  la  deno- 
minación de  Calvinista. 

Asi  pasó  la  vida  de  Galvino  por  casi  tantas  vicisitudes  y  peligros 
eomo  la  de  Lutero;  pero  fué  mucho  mas  independiente.  Tuvo  el  úl- 
timo siempre  el  carácter  de  subdito  del  elector,  viviendo  de  un  sa- 
lario. Galvino,  aunque  también  recíbia  un  estipendio,  fué  conside- 
rado siempre  como  el  hombre  principal  en  su  república:  se  le  lla- 
maba el  papa  de  Ginebra.  Se  distinguieron  los  dos  por  un  carácter 
atrevido,  por  la  acrimonia  y  violencia  de  su  ingenio,  por  su  elo- 
cuencia popular,  por  su  grande  erudición  en  letras  humanas  y  sa- 
gradas. Fueron  ambos  infatigables  escritores,  y  publicaron  obras  en 
lengua  latina  y  en  la  propia.  Ambos  tradujeron,  comentaron  y  ex- 
plicaron varios  pasajes  de  la  Escritura,  sobre  todo  los  Salmos;  mas 
Galvino  no  hizo  de  ella  una  versión  completa.  En  cuanto  al  carác- 
ter de  su  estilo,  los  inteligentes  hallan  mucha  mas  mordacidad,  mu- 
cha mas  agudeza,  aunque  vulgar  y  chocarrera  en  el  alemán;  mas 
seriedad,  vas  corrección,  mas  gusto  clásÍQO  en  el  ginebríno.  Para 


169  HiSTOBiA  mi  nuPK  ii. 

cGodoír  esta  especie  de  paraldo,  ios  dos  faeroii  easados;  mas  Gai* 
vino,  antes  de  tomar  parte  eo  la  referma,  oo  tenia  níngoD  carácter 
eclesiásUco:  los  dos  narieron  pobres,  aunqae  muchos  se  eoriqae^ 
cieron  con  ias  numerosas  impresiones  de  sas  obras:  los  dos  oons^*' 
varón  su  consideradoo  personal  mientras  vivieron,  y  fueron  acom-* 
panados  al  sepulcro  por  los  que  de  llevar  su  nonbre  se  gtoriaban. 

La  misma  circunspección,  ó  si  se  quiere  falta  de  medios  que  nos 
ha  retraído  de  entrar  en  la  parte  tedlógíoa  de  las  doctrinas  del  re- 
formador alemán,  nos  dicta  igual  conducta  ooo  respecto  algínebri^ 
no.  Atentos  solo  á  lo  que  tiene  y  tuvo  una  influencia  directa  en  la 
conducta  de  sus  sectarios  ó  discípulos,  nos  contentaremos  con  obser- 
var que  la  escuela  de  Ginebra  tiene  mas  severidad,  mas  simplicidad 
de  formas,  un  carácter  mas  decisivo  que  la  de  Lutero.  Dejé  este 
muchas  cosas  por  explicar,  sea  por  oo  comprometerse,  sea  por  te- 
mer las  consecuencias  de  una  decisión:  los  de  Galvino  que  vinieron 
después,  que  encontraron  abierta  ya  la  senda,  penetraron  por  ella 
con  mucha  mas  audacia.  Conservó  Lutero  muchas  de  las  pompas 
del  culto  romano:  el  de  los  calvinistas  se  redujo  solo  á  una  coogre* 
gacion  de  cristianos,  que  oran ,  cantan  salmos  y  oyen  á  un  pastor 
que  les  explica  la  moral  del  Evangelio.  Lutero  respetó  la  jerarquía 
eclesiástica:  el  calvinismo  no  reconoció  mas  que  una  y  sola  clase  de 
sacerdotes;  los  pastores  que  distribuyen  á  los  fieles  el  pan  de  la 
palabra* 

El  calvinismo  penetró  prontamente  en  algunas  provincias  de  Fran* 
cia,  sobre  todo  las  del  Mediodía.  Los  primeros  prosélitos  fueron  de 
las  clases  bajas.  Contribuyó  á  hacer  el  culto  en  cierto  modo  popii-* 
lar  el  genio  de  un  poeta  contemporáneo  (Clemente  Marot),  quien 
convertido  á  la  reforma,  puso  en  versos  franceses  los  salmos  de  Da* 
vid,  cantados  con  mucha  devoción  y  entusiasmo  entonces  en  reniii<H- 
nes  de  los  calvinistas.  De  las  clases  mas  bajas,  pasé  poco  á  poco  el 
nuevo  culto  á  otras  elevadas;  mas  aquellos  sefiores  y  nobles  fran-< 
ceses  no  eran  los  príncipes  del  imperio,  soberanos  en  su  pais,  que 
podían  proteger  abiertamente  nuevos  cultos.  La  coyuntura  no  les 
era  favorable  todavía;  eran  los  menos;  y  el  rey  Francisco  I  que  bus*' 
caba  alianza  con  los  príncipes  protestantes  de  Alemania,  que  las 
ajustaba  con  los  turcos,  que  admitía  en  Marsella  á  Barbaroja,  y  aan 
mandó  construir  en  aquel  puerto  una  mezquita  para  el  uso  de  los 
mahometanos;  era  por  otra  parte  demasiado  buen  católico,  para  bo 
perseguir  á  sangre  y  fuego  á  los  herejes  de  su  reino.  Algunos  hta^ 


CiFmLO  X.  111 

toríadores  soo  de  opiaion  qae  el  rey  propendía  á  las  Duevas  doctrí^ 
lias  y  opíDÍofiea,  imita&de  en  esto  la  oondacta  de  au  heraana  la  reí* 
na  de  Navarra,  que  casi  las  profesaba  abiertamente.  Mas  sea  que 
el  hecho  fuese  falso,  ó  qae  se  hubiese  arrepentido,  es  muy  cierto 
que  se  mostró  su  enemigo  acérrimo,  y  que  asistió  personalmente 
con  las  damas  y  varios  personajes  de  su  corte  á  varios  suplicios, 
de  que  luteranos  y  calvinistas  fueron  víctimas  (1). 

Ya  antes  de  la  introducción  del  calvinismo  se  habian  hecho  va- 
rios suplicios  en  París  en  luteranos  y  anabaptistas.  La  aparición  de 
la  nueva  secta  redobló  la  vigilancia  y  dio  nuevo  pábulo  al  espíritu 
de  persecución  tan  propio  de  aquel  tiempo.  En  otras  varias  partes 
de  Francia  hubo  serios  castigos  y  llamaradas  de  motín  que  luego 
se  apagaron.  En  el  Meríundol  estalló  una  insurrección  parecida  ala 
de  los  aldeanos  de  Alemania,  y  que  á  fuego  y  cuchillo  fué  reprimi- 
da y  sofocada;  mas  las  grandes  calamidades,  la  grande  guerra  ci^ 
vil  que  iba  á  estallar  en  Francia  con  motivo  del  calvinismo  ó  tal 
vez  con  pretexto  del  calvinismo,  no  pertenecen  á  la  época  de  Gar- 
los V. 

Hemos  dicho  que  Ginebra  era  el  gran  centro  de  la  doctrina,  la 
gran  sinanoga  de  los  doctores  de  la  ley;  la  Atenas,  donde  se  forma- 
ban é  instruían  los  que  la  llevaban  á  otras  parles;  entre  ella  se  cuen- 
ta Juan  Knox,  que  acabamos  de  ver  erigido  en  apóstol  de  la  Esco- 
da. Hé  aquí  la  razón  porque  habiendo  comenzado  á  predicarse  las 
naevas  doctrinas  bajo  los  auspicios  de  luteranos,  se  adoptaron  con 
el  tiempo  en  su  mayor  rigidez  las  de  Gal  vino. 

En  la  relación  de  los  cambios  religiosos  durante  la  época  de  Gar- 
los Y,  hemos  dejado  para  las  últimas  la  Dinamarca  y  la  Suecia,  no 
porque  les  corresponda  este  orden  en  el  cronológico,  sino  porlain-^ 
dolé  particular  que  manifestó  en  ambos  países  la  reforma.  En  otras 
partes  á  las  innovaciones  en  asuntos  religiosos  se  habian  seguido 
conmociones  en  política.  En  Dinamarca,  sobre  todo  en  Suecia,  fue- 
ren simultáneas  las  dos  revoluciones.  Hallándose  sujetos  á  un  mis- 
mo cetro  ambos  países,  se  emanciparon  casi  á  un  tiempo  de  su  s^ 


{D  Se  empleaba  en  ellos  un  método  ó  sistema  particular  qne  no  hemos  visto  mencionar  en  pai^ 
te  «ksiiBa.  Se  levaniaba  al  paciente  en  alto  por  medio  de  una  máquina,  y  se  le  iM^jaba  lentameate 
encima  de  la  hoguera.  Después  de  algo  tostado,  se  le  volvía  ¿  levantar,  se  le  volvía  á  bi^ar,  y  asf 
repetidas  veces,  hasta  que  se  lo  dejaba  caer  de  golpe  sobre  la  hoguera,  donde  se  terminaban  sut 
tormentos*  Se  daba  á  este  suplicio  ol  nombre  de  Bttrapaéa,  ios  franceses  que  nos  ochan  en  oara* 
7  declaman  tanto  contra  nuestra  Inquisición  y  1  fanatismo  de  aquel  tiempo,  parece  que  no  se  acuer- 
4«ii  dvsuproplthiitorl*. 


162  HISTORU  DE  FELIPE  lí. 

fior  comoD,  se  declararon  independientes  de  Roma,  y  sacndieron  el 
yugo  de  Gristíerno.  Enrique  de  Holstein  y  Gustavo  Wasa,  en  el  ac- 
to de  sentarse  el  primero  en  el  trono  de  Dinamarca,  y  el  segundo 
en  el  de  Suecia,  abrazaron  el  luteranismo,  le  declararon  religión 
del  estado,  y  se  apoderaron  de  los  bienes  de  la  Iglesia;  tanto  en  pro- 
yecho  propio  como  en  el  de  los  soldados  que  los  habían  ayudado 
en  su  atrevida  empresa.  En  Suecia  se  abolieron  los  votos  monásti- 
cos; se  dio  licencia  de  casarse  á  los  sacerdotes  tanto  seculares  como 
regulares;  se  confiscaron  dos  tercios  del  diezmo  en  favor  del  ejér- 
cito; se  abolieron  los  tribunales  eclesiásticos;  se  vendieron  los  va- 
sos sagrados  para  redimir  las  deudas  del  estado;  se  enajenaron  del 
mismo  modo  los  grandes  bienes  eclesiásticos;  se  mandó  traducir  en 
letra  vulgar  la  Biblia  y  la  Liturgia;  se  redujo  á  los  obispos  aun  ran- 
go secundario  en  favor  de  la  nobleza.  Todo  esto  se  hizo  en  un  ins- 
tante por  disposiciones  del  gobierno  ó  de  dietas  que  él  convocaba  y 
dírigia;  y  esta  revolución  religiosa  se  enlazó  tanto  con  la  política, 
que  el  mismo  Gustavo  llegó  á  declarar  que  á  no  ser  por  ella  ten- 
dría que  abandonar  su  nuevo  trono.  En  vano  se  levantó  el  estan- 
darte de  la  rebelión  por  algunos  de  los  desposeídos:  el  pueblo  se 
mantuvo  quieto  y  dejó  consumarse  una  revolución  que  con  tantos 
intereses  materiales  se  cebaba. 

Asi  por  los  aQos  de  1550,  cuando  tocaba  á  su  término  la  domi- 
nación de  Garlos  Y,  lo  que  unos  llamaban  reforma  evangélica,  y  á 
lo  que  daban  otros  el  nombre  de  herejía,  se  había  esparcido  por 
Alemania,  Francia,  Suiza,  Inglaterra,  Escocia,  Dinamarca  y  Suecia. 
No  mencionamos  los  Paises-Bajos,  porque  el  estado  de  esta  región, 
bajo  todos  los  aspectos,  tendrá  lugar  cuando  hablemos  de  las  re- 
vueltas y  guerras  de  que  fué  teatro  durante  el  reinado  de  Felipe. 
Se  hicieron  los  hombres  de  todas  condiciones  disputadores,  argu- 
mentadores y  controversistas.  La  Biblia,  que  antes  andaba  solo  en 
manos  de  eclesiásticos,  y  de  estos  la  mas  pequefia  parte, -llegó  á  ser 
una  lectura  popular  y  favorita.  Produjo  el  cambio  en  las  creencias, 
otro  en  la  política,  y  dio  á  la  ambición  al  deseo  del  poder  un  nuevo 
giro,  tal  vez  un  pretexto,  pues  el  manto  religioso  cubrió  en  aquel 
tiempo  muchos  crímenes.  Los  choques  políticos  á  que  esta  fiebre 
dio  lugar  durante  el  reinado  de  Garlos  Y  fueron  poca  cosa  si  se  com- 
paran con  los  que  produjeron  en  lo  sucesivo.  La  guerra  que  hizo  ó 
sostuvo  este  emperador  en  Alemania  contra  el  Elector  de  Sajonia  y 
el  Landgrave  de  Hesse,  fué  un  juego  de  niOos  comparada  con  la  que 


CAPITULO  X.  168 

duraote  treiota  afios  deyastó  todo  aquel  pais  en  la  primera  mitad 
del  siglo  XYII.  Lo  que  hasta  ahora  hemos  dicho  de  Inglaterra,  de 
Francia  y  de  Escocia,  no  es  mas  que  el  preludio  de  lo  que  la  segun- 
da mitad  del  siglo  XYI  nos  reserva.  Sin  contar  las  atrocidades  y  hor* 
reres  cometidos  por  las  guejrras  de  los  albigenses,  de  los  yaidenses, 
de  los  lolards,  de  los  husitas,  se  puede  decir  que  por  espacio  de 
dos  siglos  en  la  época  que  se  llama  de  renacimiento  y  de  civiliza- 
ción, estuvo  Europa  mas  ó  menos  parcialmente  infestada  de  contro- 
versias y  guerras  religiosas. 

Una  sola  observación  nos  resta  que  hacer  y  será  breve.  Ya  he- 
mos visto  que  el  gran  principio  invocado  y  alegado  por  los  refor- 
madores era  que  nadie  tenia  derecho  para  erigirse  en  autoridad  so* 
bre  la  interpretación  de  la  Escritura.  Parecía  que  la  grande  conse- 
curacia  de  este  gran  principio  debía  de  ser  la  tolerancia  hacia  la 
diferencia  de  las  interpretaciones  según  el  modo  de  ver  de  cada  uno; 
mas  esta  tolerancia  que  los  reformadores  reclamaban  contra  los  ca- 
tólicos, no  la  observaban  unos  con  respecto  á  otros.  Asi  está  hecho 
el  corazón  del  hombre.  Yeia  Lutero  con  disgusto  y  hasta  con  escán- 
dalo á  los  sacramentarlos;  con  horror  á  los  anabaptistas.  Para  es- 
tos era  Lutero  un  profeta  falso  como  el  papa.  Los  luteranos  y  los 
calvinistas  tampoco  se  veian  con  ojos  de  amigos  y  de  hermanos.  Si 
se  encendían  hogueras  en  París,  tampoco  faltaron  en  Ginebra.  En 
ellas  expiaron  Miguel  Sérvelo  y  sus  amigos  el  disentir  de  las  opi- 
niones y  haber  afligido  la  Iglesia  de  Calvino.  En  Basilea  fueron  con- 
danados  al  suplicio  anabaptistas  por  los  mismos  sacramentarlos.  Asi 
abusa  el  hombre  en  todas  ocasiones  de  su  preponderancia;  y  el  que 
ayer  se  quejaba  de  opresión,  hoy  oprime  si  es  mas  fuerte. 

Y  para  concluir  con  este  asunto  por  ahora,  ¿qué  eran  los  íamo* 
sos  innovadores  que  en  materia  de  religión  conmovieron  la  Europa, 
y  produjeron  á  la  larga  tantos  trastornos  en  política?  ¿Qué  eran 
Juan  Wicleff,  Juan  Hus,  Jerónimo  de  Praga,  los  Luleros,  los  Zwin- 
glos,  los  Galvinos,  y  otros  muchísimos  que  seguían  su  bandera?  Me- 
ros teólogos  que  por  convicciones,  por  inquietud  de  espirítu,  por  ha- 
cerse un  nombre  atacaron  principios,  opiniones  que  pasaban  por 
inconcusos  en  materias  religiosas.  ¿De  qué  trataron,  de  qué  escribie- 
ron? ¿Qué  enseOaron  en  su  cátedra?  Reformas  en  teología,  en  dis- 
ciplina eclesiástica,  en  el  modo  de  interpretar  los  libros  santos  que 
siempre  produjo  alteraciones  en  el  dogma.  Las  políticas,  á  que  dieron 
lugar,  no  entraban  en  sus  planes.  En  el  alzamiento  de  los  Lolards 


164  HISTOBIA  M  niLIfB  H. 

bo  se  mMoló  la  permna  de  Wieleff ,  y  la  goefra  de  k»  kositas  faé 
posterior  á  ki  imterto  del  patriarea  de  qoiea  tomó  el  nomlfre.  TaDH^ 
poco  extetia  ya  Lotero,  cuando  estalló  la  gaerra  dd  emperador  coi- 
tra  algiiBOs  de  los  príocipes  protestantes  del  iHáperio.  Gahríooy  sas 
prificipales  diseipulos  foeroa  ana  excepeÑm  de  la  regla  como  lo  ve«^ 
remos  en  el  corso  de  esta  historia.  Mas  al  establecirnieoté  simple 
del  calvinismo,  y  no  á  miras  políticas  tendieron  sus  esfuerxos  et 
las  guerras  civiles  que  despedazaban  la  Francia.  La  politioA  era  el 
terreno  de  otros;  mas  no  el  suyo.  Dividieron  la  Europa  en  dos  cam^ 
po9,  sin  contar  con  qué  sus  tiros  no  serian  de  tan  largo  Alcance. 

Bs  sifigular  que  en  la  mistna  época  en  que  con  tantas  y  tan  diTersas 
legiones  se  atacaba  por  todas  partes  la  autoridad  del  papa  y  de  la 
Iglesia,  se  les  presentase  un  adalid  nada  eOmun  en  su  faror,  oíre^ 
eiendo  á  sus  servicios  fuerzas  bastante  respetables.  Se  ve  que  ala-' 
dimos  k  la  CompaBía  de  Jesús,  instituida  con  expresa  aprobado* 
del  papa  Paulo  III  que  reinaba  entonces. 

Fué  el  fundador  san  Ignacio  de  Loyola,  hombre  verdaderafflente 
singular  y  extraordinario.  Nacido  en  Guipúzcoa  de  familia  noble,  y 
dedicado  desde  su  juventud  á  la  carrera  de  las  armas,  fué  herido, 
hallándose  de  guarnición  en  Pamplona,  en  el  asalto  que  dieron  á  la 
plaza  los  franceses  en  1521,  de  cuyas  resultas  la  tomaren.  Después 
de  restablecido  en  su  salud,  sea  que  este  contratiempo  le  hubiese 
disgustado  de  la  profesión  militar,  sea  que  la  soledad  le  hubiese  ius^ 
pirado  diversos  sentimientos^  sea  que  hubiese  hecho  un  voto  exprcH 
so  para  alcanzar  su  salud,  luego  que  esta  tuvo  efecto,  cambió 
enteramente  de  vida  y  de  costumbres,  entregándose  completa- 
mente al  ascetismo.  Dejó  la  casa  de  sus  padres,  y  caminando  á  pié 
como  peregrino,  pasó  á  dragón,  á  Catalu&a,  y  se  detuvo  algún  tiem- 
po en  el  monasterio  de  Monserrate,  donde  hizo  penitencia;  en  se^* 
guida  pato  á  la  Tierra  Santa.  Gomo  conocía  que  la  falta  de  ínstruc^ 
cion  en  que  había  vivido  era  un  obstáculo  para  sus  designios,  se 
puso  á  estudiar  de  treinta  y  tres  afios  en  la  universidad  de  Barce-^ 
lona.  También  cursó  en  las  de  Alcalá  y  de  Salamanca.  Después  se 
fué  á  París,  donde  se  asoció  con  varios  compafieros,  entre  otros  san 
Francisco  Javier,  natural  de  Navarra,  á  quienes  comunicó  é  hi20 
participes  de  su  proyecto.  Emprendió  en  compaffía  de  todos  ellos  en 
15S4  un  viaje  á  Jerusalen ,  y  á  su  vuelta  en  1536,  se  ordeñó  de 
sacerdote  en  Bolonia,  viviendo  siempre  en  compafiia  de  sus  asocia-» 
dos  que  comenzaban  á  ensayar  su  regla.  Entonces  fué  cuando  pre-- 


GáPlTULO  R.  165 

sentó  al  pratífice  el  proyeeto  de  las  ifistítaciones  de  la  orden  que, 
coB  el  nombre  de  Compalfa  de  Jesús,  era  sa  intención  fandar  para 
el  bien  de  la  Iglesia  y  en  defensa  de  la  antoridad  de  su  pontífice. 
Semejante  proposición  no  pedia  ser  desagradable  en  aquellas  cir- 
cun^ncias.  Le  acogió  el  }»pa  c<m  bondad,  examinó  ó  mandó  que 
examinasen  el  proyecto,  y  como  entre  sus  artículos  habia  uno  ex- 
preso de  obediencia  al  papa,  se  aprobó  la  idea  con  algunas  peque- 
fias  yariadones,  y  se  expidió  la  bula  de  la  fundación  é  institución 
de  la  nueva  orden  bajo  los  auspicios  de  Loyola.  Tal  fué  el  principio 
de  la  Gompafifa  de  Jesús,  tan  célebre  en  el  mundo,  objeto  de  tantos 
encomios,  de  tantas  invectivas,  de  tantos  odios  y  no  pocas  calum- 
nias. Hizo  su  formación  desde  el  principio  rápidos  progresos.  Aun- 
que san  Ignacio  no  era  un  hombre  de  gran  fondo  de  saber,  tuvo 
bastante  tacto  para  asociarse  y  hacer  que  tomasen  Jnterés  en  la  pro- 
pagación de  la  Compañía  hombres  ilustrados.  Asi  se  desenrolló  y 
creció  tan  pronto  la  nueva  institución,  que  á  fines  de  aquel  siglo 
figuraba  ya  con  esplendor  entre  las  demás  instituciones  religiosas, 
teniendo  casas  y  colegios  en  las  principales  ciudades  de  la  cristian- 
dad, tanto  en  el  antiguo  como  en  el  nuevo  continente.  No  hay  duda 
de  que  los  primeros  fundadores  fueron  hombres  de  saber  y  mérito, 
de  gran  virtud,  de  singular  perseverancia. 

Se  ha  hablado  y  escrito  mucho  sobre  las  reglas  de  esta  famosa 
institución,  sobre  su  política,  9obre  la  admirable  diseiplna  y  de- 
pendencia en  que  los  inlerí<»res  vivían  de  los  superiores,  sobre  los 
secretos  resortes  que  movían  sus  acciones,  sobre  sus  miras  ulterio- 
res, sobre  el  verdadero  fin  á  que  aspiraban  realmente.  Todo  se  ex- 
plica con  la  simple  indicación  de  que  aspiraban  á  hacer  en  el  mun- 
do político  y  religioso  un  gran  papel,  á  ejercer  grande  influencia, 
á  obtener  preponderancia.  Es  la  pasión  de  todos;  de  los  grandes 
como  de  los  pequefios,  de  los  individuos  como  de  las  corporaciones. 
Formada  y  dirigida  desde  un  principio  la  Compañía  de  Jesús  por 
hombres  superiores,  natural  es  que  no  omitiesen  en  su  organiza* 
cion,  en  sus  reglas  de  conducta  práctica  nada  que  pudiese  llevarlos 
á  tan  grande  objeto.  Dedicados  á  la  enseñanza  de  la  juventud,  de- 
bían de  sembrar  en  sus  ánimos  sentimientos  de  respeto  hacia  su  or- 
den. Circunspectos  y  hasta  delicados  en  la  admisión  de  sus  novicios, 
se  eneonfraron  con  sugetos  mas  capaces  desdarle  el  brillo  de  ilus*- 
irada.  Renunciando,  como  lo  hicieron,  á  las  grandes  dignidades  de 
te  Iglesia,  y  evitando  con  esto  rivalidades  deaiabicion,  pudieron  con 

Tomo  i.  it 


166  HISTORIA  DE  F£LIPB  Tí. 

menos  obstáculos  y  excitando  menos  suspicacia,  acercarse  al  oido 
de  los  príncipes  y  dirigirles  las  conciencias.  Sabian  demasiado  lo 
que  el  deber  de  la  obediencia  ciega  y  el  aire  misterioso  por  parte  de 
la  autoridad  subyugan  la  imaginación,  para  no  establecer  entre  las 
diverisas  clases  la  mas  rigorosa  disciplina.  Su  grande  objeto  fué  la 
dominación  moral  sin  descuidar  la  adquisición  de  los  bienes  tempo- 
rales que  dan  tanta  importancia  á  los  que  viven  en  el  mundo.  En 
los  medios,  si  no  son  apócrifos  sus  avisos  secretos  (Mónita  secreta), 
no  fueron  muy  escrupulosos.  Ni  brilla  mucho  la  nioralidad  en  la  as- 
tucia con  que  trataban  de  penetrar  en  el  interior  de  las  familias, 
exlraSando  en  propio  favor  sus  sentimientos  naturales.  Fueron  do- 
minadores por  instituto,  intrigantes  como  uno  de  los  medios  mas 
eficaces  para  hacer  fortuna,  orgullosos  como  una  consecuencia  del 
poder,  perseguidores  como  lo  son  cuantos  aspiran  á  monopolizar  su 
preponderancia.  En  su  historia  política,  en  los  planes  y  tramas  que 
se  les  atribuyeron  y  precipitaron  sobre  todo  en  EspaOa  su  caida,  no 
entraremos.  Bástenos  saber  que  hicieron  en  el  mundo  mas  ruido  del 
que  cumplía  á  eclesiásticos  unidos  por  votos  religiosos,  que  aspiran 
á  edificar  con  la  humildad  de  su  vida  y  santidad  de  sus  costumbres. 
De  todos  modos  la  CompaDía  de  Jesús  como  orden  religiosa  gozaba 
un  brillo  que  no  era  la  suerte  de  las  otras,  y  aunque  en  rigor  no  era 
la  mas  sabia,  se  mostraba  como  la  mas  culta.  No  será  extraSo, 
pues,  que  fuese  objeto  de  su  envidia,  y  que  su  caida  excitase  tal 
vez  sentimientos  de  gozo  y  de  satisfacción  en  otras  órdenes  reli- 
giosas, sin  pensar  en  que  era  precursora  de  la  suya  propia. 

En  la  misma  primera  mitad  del  siglo  XVI,  tuvieron  lugar  otras 
instituciones  religiosas.  Tales  fueron  la  de  los  capuchinos,  la  de  los 
mínimos,  la  de  los  de  san  Pedro  Alcántara,  que  se  pueden  considerar 
todas  como  reformas  de  la  orden  primitiva  de  los  franciscanos.  Tam- 
bién aparecieron  por  primera  vez  los  religiosos  legos  de  san  Juan  de 
Dios,  dedicados  al  servicio,  tanto  en  la  asistencia  como  en  la  parle 
facultativa,  de  los  hospitales. 


Sentimos  haber  sido  tal  vez  algo  difusos  en  los  diez  capítulos  qué 
van  de  nuestro  escrito,  y  que  presentamos  como  introducción  ó  exor- 
dio de  la  historia  á  que  principalmente  se  dedica;  mas  los  hemos 
creído  necesarios  para  la  mejor  inteligencia  de  una  época,  tan  enla- 
zada á  la  primera,  que  se  puede  llamar  su  continuación  y  comple-^ 


CAPITULO  X.  167 

meato.  Heredó,  eo  efecto,  Felipe  II,  do  solo  los  estados  de  su  pa- 
dre, sino  sa  politíca,  sus  guerras,  la  animosidad  que  inspiraba  á 
tantos  príncipes  de  Europa,  su  celo  y  espíritu  de  persecución  hacia 
los  disidentes  en  materias  religiosas,  sus  embarazos  en  Italia  y  los 
serios  que  comenzaban  á  suscitársele  en  los  Paises-Bajos.  Fueron 
sos  grandes  capitanes  discípulos  de  los  primeros,  y  las  ciencias,  las 
artes  y  la  literatura,  términos  ascendentes  con  cortas  excepciones  de 
ana  progresión  tan  visible  en  la  época  de  Carlos  Y.  Con  esta  intro- 
ducción, pues,  pasaremos  á  la  historia  de  su  hijo,  no  menos  fecunda 
que  la  primera  en  guerras  y  toda  especie  de  agitaciones  y  revuel- 
tas, donde  tantas  discordias  se  encendieron,  tantos  méritos  brillaron, 
tantos  crímenes  y  atrocidades  espantaron  á  la  humanidad,  y  tantas 
naciones  de  Europa  acudieron  como  actores  á  un  inmenso  drama  en 
que  sus  intereses  y  suerte  futura  se  agitaban.  El  que  se  imagine 
que  vamos  á  desenterrar  muchos  documentos  recónditos,  á  revelar 
hechos  peregrinos  y  maravillosos  de  todos  ignorados,  tal  vez  verá 
defraudada  su  esperanza.  Hay  puntos  históricos  que  por  mas  que 
llamen  la  curiosidad,  es  imposible  averiguar;  tan  impenetrable  es  el 
velo  que  los  cubre.  Entonces  se  apela  á  las  reglas  de  la  probabili- 
dad, á  la  lógica  de  las  conjeturas,  á  lo  que  dicta  el  espíritu  de  la 
imparcialidad^que  es  la  guia  mas  segura.  El  historiador  no  inventa 
refiere  solo  lo  que  está  consignado  en  los  documentos  esparcidos  que 
consulta.  Si  en  nuestra  tarea  exponemos  con  orden,  con  método, 
con  encadenamiento  lógico  los  hechos  principales  dignos  de  saberse 
de  la  historia  de  Felipe  II  y  ^de  su  tiempo,  si  presentamos  de  él  un 
cuadro  completo,  aunque  no  de  muy  largas  dimensiones,  si  inspi- 
ramos á  algunos  el  deseo  de  pasar  á  estudios  mas  detenidos  y  serios 
de  la  época,  no  tendremos  nuestro  tiempo  por  perdido.  Con  este 
pequeQo  preliminar,  daremos  principio  á  nuestra  historia. 


CAPmíLOXi.  (1) 


Nacimiento  de  Felipe  11. — Sus  ascendientes. — Su  educación — ^Estado  de  España.-* 
Matrimonio  de  don  Felipe  con  María  de  POrtug^l.-^acimienlo  del  principe  dbn  Car- 
los.—Muerte  de  su  madre. — Llama  el  emperador  á  su  hijo. — ^Venida  á  Espafia  del 

principe  Maximiliano Se  encarga  del  gobierno. — Su  matrimonio  con  la  princesa 

María.— Parte  don  Felipe. — Su  desembarco  en  Italia.— :Su  llegada  á  Bruselas. 


Nació  Felipe  H  en  2i  de  mayo  de  1597  en  Valladolid,  hallbDdtíse 
á  la  sazón  su  padre  el  emperador  Garlos  Y  en  dicha  ciudad,  conside-^ 
rada  como  la  habitual  resideocia  de  la  corte.  Fué  su  madre  la  em- 
peratriz doQa  María  Isabel,  hija  del  rey  don  Manuel  de  Portugal,  de 
cuyo  enlace  con  dos  hijas  de  los  Reyes  católicos  y  desput^  con  dolía 
LeoDor,  hermana  de  Garlos  V,  hemos  ya  hablado,  así  como  de  todos 
los  hijos  que  Felipe  el  Hermoso,  padre  del  emperador,  tuvo  dedofia 
Juana  de  Gastiila  (S).  Fué  el  nacimiento  de  don  Felipe  objeto  de 
grande  alegtfa  y  regocijo,  coflWo  que  era  el  primogénito  y  d  pre- 
sunto heredero  de  los  vastos  dominios  de  su  padre.  Fué  bautizado 
con  toda  pompa  en  San  Pablo  de  Valladolid  en  5  de  julio  del  mismo 
ano,  asistiendo  á  la  ceremooia  el  emperador  con  los  principales  per- 
sonajes de  la  corte.  Le  administró  el  bautismo  el  arzobispo  de  To- 
ledo Fonseca.  Fué  madrina  la  reina  de  Francia,  y  padrinos  nom- 
brados por  el  emperador,  el  condestable  de  Gastiila,  el  duque  de 
Bejar,  y  el  conde  de  Nassau. 

(1)  Sandoval,  Perreras,  Cabrera, Mifiana,  VandeabanmeD,  Leii,  casi  UmIos  ios  historiador ee  de  la 
épooa. 

(I)   Capitulo  Q, 


Goftido  ma»  «DlrtgalMr  se  MkbaA  la  corte  y  el  púUio»  &  las 
fiflsl»  qae  etle  acQiitteiüimto  proéocia,  Itegó  á  Yalladotíd  la  m6* 
cift  A%  la  entrada  en  loma  per  adalto  de  las  tropas  ád  empwador, 
y  de  la  pñsira  del  papa  en  el  casliUo  de  Sai  A»gda>.  Iiratedialh-* 
mente  mandó  Garlos  V  suspender  los  regocijos,  y  dio  orden  para 
que  ett  todas  las  íglmas  se  celebrasen  rogativas  por  la  lib^tad  del 
Pontfice  que  él  mismo  tenia  prisionero.  Ya  hemos  tratado  de  ex- 
pliear  lo  qne  presenta  die  contradictodrio  y  hasta  de  doble  y  lalaz 
esta  conducta.  Dos  afiM  después  (1589)  llamaron  al  emperador  k 
Italia  sus  negocios,  y  no  volvió  k  Espafia  basta  1535  á  preparar  en 
persona  su  famosa  expedición  á  Túnez. 

Quedó  el  principe  bajo  la  tutela  y  cuidado  exclusivo  de  sa  ma- 
dre. Guando  salió  de  lo  que  se  llama  la  nifiez,  ^  le  dio  pof  ayo  k 
éoú  JuM  de  Zufliga,  y  por  preceptor  k  don  luln  Martinez  Silíceo, 
catedrático  de  Salamanca,  hombre  reputado  por  muy  docto,  y  que 
con  el  tiempo  fué  elevado  á  la  silla  de  Toledo.  Bajo  los  auspcios  de 
este  pree^tor  y  en  parte  por  lecciones  directamente  suyas>  apren- 
só el  latin,  el  francés,  el  italiano  y  la  aritmética.  La  «lucacion  de 
les  principes  en  los  ramos  que  exigen  aplicación  y  estudio,  no  puede 
ser  mas  que  imperfecta.  Son  tratados  con  demasiada  sumisión  y 
sentimiento  de  inferioridad  por  sus  maestrra  para  que  los  discípu- 
los los  miren  con  derereocia  y  con  respetó.  Üeen  los  histedado^es 
qne  don  Felipe  mostró  grande  afición  k  las  malemáticas  y  mas  cien- 
cias exactas,  aunque  en  humanidades  hizo  poquísimos  progresos  (1), 
Se  instruye  adem&s  don  Felipe,  y  salió  diestro  en  ledos  los  ejtoi^ 
dos  corporales,  tan  análogos  á  las  inciniaciones  de  la  juvetitlid  y 
que  tan  esendalmeote  entraban  en  la  educación  de  les  eabaitcroB 
prlncipatos  de  aquel  tiempo. 

Rara  vez  los  primeros  afios  de  los  hombres  dan  indicio  ciarlo  de 
lo  que  serán  en  los  madaros.  Por  lo  regular  se  forman  conjetaras 
que  desmiente  ti  liemipo,  gran  destfiírtor  de  saeScfe;  é  ihisioiies. 
MttdMS  niaos  maravilk>308  no  f«eroB  mas  que  hombres  comunes,  y 
algunos  'qwe  en  la  edad  viril  se  elevaroo  sobre  la  esfera  de  Éa§  %^ 
mejanies,  no  pasaren  de  igusdes  ó  se  mostraron  tal  ves  inferiores  k 
hm  compaHerosée  su  ínlandai  Mas  cu&nduse  trata  de  personas  eomo 
don  Veíípe,  cuyo  CMicter  se  conservó  ^ual  en  todas  las  épeoas  y 
nitiiiolooe*  de  su  vidli,  se  pwdesufiéiier  que  afMveoieroa  estes  Tas** 


(Ij  Leti,  hlftorla  di  FiUpo  1]. 


i'' 


170  mSTORU  DB  FEUPB  lí. 

gos  may  á  los  prÍDcipios.  Así  mereccD  crédito  los  historiadores  que 
pintan  á  este  principe  en  sus  mas  verdes  afios  serio,  circunspecto, 
observador,  de  pocas  palabras,  admirando  á  todos  por  la  oportuni- 
dad y  sagacidad  de  sus  preguntas,  por  la  viveza  y  brevedad  desús 
respuestas. 

Fué  su  gran  maestro  el  mismo  que  el  de  su  padre,  á  saber:  el 
tiempo  y  los  negocios  en  que  se  inició  desde  sus  primeros  aSos. 
Gomo  las  frecuentes  ausencias  del  emperador  le  obligaban  á  depo- 
sitar en  otras  manos  el  gobierno  de  la  Espafia,  tomó  parte  don  Fe- 
lipe antes  de  llegar  á  la  edad  de  la  discreción  en  los  principales  ne- 
gocios del  Estado,  bajo  los  auspicios  de  los  sugetos  eminentes  á 
quienes  Garlos  V  encomendaba  este  cuidado.  Antes  de  cumplir  trece 
aOos,  después  del  fallecimiento  de  la  emperatriz,  ocurrido  en  1539, 
se  puede  decir  que  fué  regente  de  Espafia,  aunque  no  revestido  to- 
davía de  este  título. 

Es  muy  notable  la  carta  que  escribió  á  su  padre  hallándose  este 
en  Gartagena  de  regreso  de  la  desgraciada  expedición  de  Argel;  los 
consuelos  que  le  da  en  ella  haciéndole  ver  que  este  contratiempo  en 
lugar  de  empafiar  sus  glorías  pasadas,  no  podia  servir  mas  que  para 
poner  á  prueba  su  magnanimidad  y  su  constancia.  Sin  duda  debió 
el  emperador  de  quedar  muy  satisfecho,  como  aparece  de  los  tér- 
minos de  la  respuesta  (1). 

Se  reunieron  los  príncipes  en  Ocafia,  y  juntos  tomaron  el  camino 
de  Yalladolid.  Debiendo  el  emperador  salir  otra  vez  de  Espafia  para 
atender  á  la  nueva  guerra  en  que  estaba  empefiado  con  Francisco  I 
(15i2),  nombró  en  los  términos  mas  solemnes  al  príncipe  regente 
de  Espafia,  durante  su  ausencia,  dándole  por  consejeros  al  carde- 
nal Tavera,  al  duque  de  Alba  y  al  comendador  Francisco  de  los 
Gobos. 

Se  hallaba  entonces  Espafia  en  un  estado  de  tranquilidad  y  re- 
poso. Desde  1521  que  se  habia  terminado  la  guerra  de  las  comuni- 
dades de  Gastilla,  no  habia  vuelto  á  ser  teatro  de  conmociones  y 
disturbios.  Era  tenido  en  consideración  y  respeto  el  nombre  del  em- 
perador, y  las  mayores  quejas  de  los  espafioles  se  cifraban  en  sos 
largas  y  frecuentes  ausencias  del  reino,  en  el  mucho  dinero  que  les 
costaban  sus  guerras,  de  tan  poco  provecho  para  Espafia.  En  1542 
acompafió  el  príncipe  la  expedición  que  marchó  á  levantar  el  sitio. 


{%)  Cabrera,  UlfC. 


CAPITULO  XJ,  ni 

de  PerpiSaD,  puesto  por  el  Delfio  de  Francia  (1).  En  el  siguiente  de 
154lt,  siendo  el  príncipe  de  diez  y  seis  aDos,  se  ajustó  su  matri- 
monio con  doña  María,  hija  del  rey  de  Portugal  don  Juan  III,  y  de 
dofia  Catalina,  hermana  de  su  padre.  No  podrá  menos  de  observar 
el  lector  la  frecuencia  con  que  desde  principios  del  siglo  se  realiza- 
ban enlaces  entre  las  casas  de  Portugal  y  de  Castilla.  El  que  iba  á 
celebrar  el  príncipe  de  EspaQa  dio  lugar  con  el  tiempo  á  sucesos  de 
grandísima  importancia. 

Se  celebró  el  matrimonio  con  la  mayor  magnificencia.  Salieron  & 
recibir  á  la  princesa  á  Badajoz  entre  otros  la  duquesa  de  Alba,  el 
cardenal  Tavera  arzobispo  de  Se  villa,  el  duque  de  Medina  Sidonia  y 
el  preceptor  don  Juan  Martínez  Silíceo,  obispo  de  Cartagena,  quie- 
nes hicieron  su  entrada  en  dicha  plaza  con  un  magnífico  acompaDa- 
miento.  Continuaron  los  regocijos  hasta  la  llegada  de  la  princesa  el 
2  de  noviembre,  quien  vino  acompañada  del  arzobispo  de  Lisboa  y 
del  duque  de  Braganza.  En  seguida  caminaron  todos  juntos  en  di- 
rección &  Salamanca,  donde  el  príncipe  los  aguardaba  acompañado 
del  duque  de  Alba,  el  Almirante  de  Castilla,  el  conde  de  Benavente 
y  don  Alvaro  de  Córdoba.  Hicieron  los  novios  su  entrada  en  dicha 
ciudad  debajo  de  palio,  y  asistieron  á  los  torneos,  caSas  y  demás 
fiestas  con  que  se  celebraron  aquellos  desposorios.  El  2  de  noviem- 
bre de  1543  fueron  velados  por  el  arzobispo  de  Toledo,  siendo  pa- 
drinos el  duque  y  la  duquesa  de  Alba.  Pocos  días  después  regresa- 
ron á  la  corte . 

En  julio  de  1544  dio  la  princesa  á  luz  al  príncipe  don  Carlos, 
destinado  á  una  existencia  poco  venturosa,  y  á  representar  un  gran 
papel  en  historias,  en  dramas  y  en  novelas.  Murió  su  madre  á  muy 
pocos  días  después  de  sobreparto,  y  la  llevaron  á  enterrar  á  Grana- 
da, donde  lo  había  sido  la  emperatriz  cinco  afios  antes. 

En  1547  celebró  don  Felipe  cortes  en  Monzón,  donde  los  arago- 
neses no  se  mostraron  de  tan  buen  temple  como  hubiera  deseado  el 
príncipe.  Por  mucho  que  los  reinos  de  Castilla  y  Aragón  se  hubie- 
sen amoldado  á  las  circunstancias  de  los  tiempos,  rara  vez  se  jun- 
taban las  cortes  sin  que  reviviese  el  antiguo  espíritu  de  independen- 
cia, sin  que  mostrasen  marcada  repugnancia  cuando  se  les  pedían 
subsidios,  lo  que  entonces  se  designaba  con  el  nombre  de  servicio. 
Las  de  Aragón  se  presentaban  siempre  mas  duras  que  las  de  Casti- 


(1)  Leti,  I.  11 


nt  HISTOBU  M  FKUPE  II. 

Ua.  La  reaoioQ  de  ambas  aofooas  «ra  todavía  muy  impopular  fa 
aqoel  r^ino  (1). 

Deseando  el  príncipe  don  Felipe  dar  cw ota  al  emperador  de  sq 
admioistracioQ  y  enterarle  4e  las  cosas  de  mas  importancia  que  pa- 
saban en  Espalia,  envió  ooo  pliegos  al  comendailor  don  Monso  Idia- 
quez,  quién  fue  asesinado  en  el  camino  atravesando  la  Alemania.  En 
virtud  de  este  contratiempo  despachó  Felipe  con  la  misma  comisión 
á  Rui  Gómez  de  Silva,  después  príncipe  de  Eboli,  encargándole  ade-- 
m&s  el  felicitar  de  su  parte  al  emperador  por  sus  nuevas  victorias 
(la  de  Muhlberg  contra  el  rey  de  Sajonia  y  el  Landgrave  de  Hesse). 

EneoBtró  Rui  Gómez  &  Garlos  Y  en  Augsburgo,  y  á  La  sazón  en- 
fermo. Se  sentía  ya  el  emperador  muy  achacoso  con  ataques  fre- 
cuentes de  goiB,  que  reunida  á  tantos  viajes,  negocios  y  guerras,  le 
había  envejecido  antes  de  tiempo.  Con  las  noticias  que  recibió  de  su 
hijo,  se  le  avivaron  los  deseos  que  tenia  de  abrazarle,  y  tanto  por 
esto,  como  porque  tenia  necesidad  de  conferenciar  con  él  de  palabra, 
concibió  el  proyecto  de  mandarle  á  llamar,  y  le  puso  en  ejecución 
envi&ndole  la  ófden  con  el  mismo  Rui  Gómez  de  Silva,  y  con  el  du- 
que de  Alba.  Debía  quedar  de  regente  en  Espa&a  mientras  la  ausen- 
cia die  Felípo,  el  príncipe  Maximiliano,  hijo  del  rey  délos  romanos, 
prometido  esposo  de  doOa  María,  hija  del  emperador.  Porque  este 
monarca  además  Je  don  Felipe,  tuvo  otras  dos  hijas  del  mismo  ma- 
trimonio: una,  dofia  María,  y  la  otra,  doQa  Juana,  que  se  casó  con 
el  prÍQcipe  heredero  hijo  de  don  Juan  III  de  Portugal. 

Tan  aprensivo  estaba  el  emperador  del  próxi¿no  fin  de  su  exis- 
tencia, que  temiendo  no  le  encontrase  en  vida,  le  puso  por  escrito, 
y  como  por  via  de  testamento,  consejos  sobre  su  conducta  moral, 
política,  religÍMia  y  administrativa,  donde  con  toda  exteosioQ  se  ha- 
llan marcados  todos  sus  deberes  como  príncipe,  y  según  los  eoteo- 
dia  Carlos  V.  Nada  prueba  mas  la  atención,  el  cuidado^  la  aplica- 
doo  del  emperador  á  todos  los  negocios  del  estado  (2). 

Recibió  don  Felipe  dicha  orden  á  la  conclusión  de  las  cortes  de 
Monzón,  y  haciéndola  inmediatamente  publicar  en  todo  el  reino,  se 
marchó  4  Alcalá  deade  se  hallaban  sus  dos  hermanas  y  el  príncipe 
do«  Carlos.  Cra  motivo  del  proyectado  matrimonio  de  dofia  María 
se  hicieron  grandes  fiestas  en  aquella  ciudad,  de  toros,  torneos  y  ca- 


(1)   Be  estas  oortes  y  de  los  asuntos  de  Aragón  hablaremos  á  so  debido  tiempo. 
(t)   Sandoval  1, 30.'  párr.  6  inserta  integro  este  docamenlo,  de  ana  extensión  muy  considerable. 
Es  sin  dada  ana  pieza  may  curiosa. 


CÁPiruLO  XI.  ns 

ñas,  en  cuyas  diversioocs  tomó  parle  doD  Felipe,  aunque  cou^aque- 
I la  circunspección  y  gravedad  que  le  eran  tan  características. 

1518. — En  seguida  se  dirigió  con  las  princesas  á  Yalladolidá  es- 
perar al  príncipe  Maximiliano  y  hacer  sus  preparativos  de  partida. 
Una  de  las  cosas  mas  notables  que  entonces  ocurrieron,  fué  el  cam- 
bio que  hizo  don  Felipe  en  el  servicio  de  su  casa  y  etiqueta  de  pa- 
lacio montándole  á  la  borgofiona,  dejando  la  antigua  usanza  caste- 
llana. Fué  aquella  innovación  de  muy  poco  gusto  para  los  naturales 
del  país,  y  se  puede  concebir  muy  bien  si  recordamos  su  antigua 
antipatía  hacia  los  extranjeros  que  trajeron  consigo  don  Felipe  el 
Hermoso  y  su  hijo  Garlos  V.  De  todos  modos  el  príncipe  para  inau- 
gurar el  cambio  comió  en  público  el  dia  de  la  Asunción  de  1548  con 
gran  pompa  y  aparato,  gentiles-hombres  de  mesa  y  ministriles. 

A  poco  tiempo  después  llegó  á  Valladolid  el  príncipe  Maximilia- 
no, habiendo  sido  conducido  á  Barcelona  en  las  galeras  de  Andrés 
Doria,  las  mismas  en  que  debia  embarcarse  don  Felipe  para  Italia. 
Con  gran  pompa  y  aparatóse  celebraron  las  bodas  de  Maximiliano 
y  María,  habiéndoles  dado  la  bendición  nupcial  el  obispo  de  Trento, 
y  sido  padrinos  don  Felipe  y  la  infanta  doOa  Juana. 

Después  de  haber  entregado  las  riendas  del  gobierno  ál  príncipe 
Maximiliano,  y  arreglado  los  preparativos  de  partida,  tomó  don  Fe^ 
lipe  en  primero  de  octubre  dd  mismo  aOo  el  camino  de  Aragón  con 
mucho  acompañamiento,  flgurando  á  la  oabeta  de  todos  el  famoso 
duque  de  Alba.  Habiendo  llegado  ¿Zaragoza,  se  dirigió á  Cataluña, 
y  permaneció  algunos  dias  en  Montserrat  haciendo  sus  devociones 
eu  aquel  santuario  tan  famoso.  Allí  vino  ¿  buscarle  don  Francisco  de 
Avales,  marqués  de  Pescara,  hijo  del  marqués  del  Vasto,  que  venia 
de  Italia  en  las  galeras  genovesas.  En  13  de  octubre  llegó  &  Barce- 
lona, donde  salieron  á  recibirle  don  Juan  Fernandez  Manrique,  mar- 
qués de  Aguilar,  capitán  general  de  Cataluña,  y  don  Bernardino  de 
Mendoza,  capitán  general  de  las  galeras  de  España. ' 

En  Barcelona  permaneció  tres  dias.  En  seguida  se  dirigió  á  Ge- 
rona, donde  entró  baje  de  palio  con  la  mayor  pompa  y  aparato. 
Desde  allí  marchó  á  Rosas  donde  le  esperaba  Andrés  Doria  con  su 
escuadra  de  58  galeras  con  otros  mas  buques.  Le  recibió  el  vete- 
rano marino  con  todas  las  muestras  de  homenaje  y  de  respeto.  Al 
llegar  al  príncipe  se  arrodilló,  y  en  el  acto  de  besarle  la  mano  dijo 
aquellas  palabras  de  Simeón  que  se  leen  en  el  Evangelio:  tiNune 
^mitttg,  Domine,  senmm  íuum,  qma  ocuU  mei  viderw^  ^tútiUfíre 

Tovo  I.  23 


174  HISTOUA  DB  FKLTPE  n. 

/tmmo  (1).  El  príncipe  le  recibió  coa  cortesía,  y  le  levantó  con  la 
bondad  y  deferencia  debidas  á  on  bombre  de  sas  merecimientos. 

Para  aprovecbar  algunos  dias  que  restaban  para  el  total  apresto 
de  la  expedición,  visitó  el  principe  las  plazas  de  PerpiOan  y  Salces, 
porque  no  bay  que  olvidar  que  el  Rosellon  pertenecía  entonces  á  la 
EspaDa.  Concluido  todo  lo  que  era  necesario  se  embarcó  don  Feli- 
pe acompasado  del  duque  de  Alba,  el  gran  prior  de  León,  el  almi- 
rante de  Castilla,  el  marqués  de  Astorga,  el  duque  de  Sesa,  el  mar- 
qués de  Pescara,  el  Je  Falces,  el  de  las  Navas,  los  condes  de  Gelves, 
de  CastaOeda,  de  Fuentes  y  de  Luna  (2).  Hizo  escala  en  Aguas- 
Muertas,  y  después  se  dirigió  á  Savona  en  el  Genovesado.  Allí  le  re- 
cibieron don  Francisco  Bobadilla  de  Mendoza,  cardenal  obispo  de 
Coria,  don  Fernando  de  Gonzaga  príncipe  de  Mulfeta,  el  duque 
Adriano,  gobernador  del  estado  de  Milán  y  capitán  general  en  Ita- 
lia, don  Luis  de  Leí  va,  príncipe  de  Ascoli,  y  don  Femando  de  Este, 
bermano  del  duque  Hércules  de  Ferrara.  En  Genova  fué  recibido  con 
grande  ostentación,  en  presencia  de  los  cardenales  Cibo  y  Doria,  y 
el  arzobispo  de  Motara,  nuncio  de  su  santidad,  y  se  alojó  en  el  pa- 
lacio de  Andrés  Doria.  Allí  le  esperaban  el  embajador  de  Ñapóles  y 
Sicilia,  y  Francisco  de  Médicis,  hijo  del  gran  duque  de  Florencia. 
Desde  Genova  envió  á  don  Juan  Lanuza  &  cumplimentar  en  su  nom- 
bre k  la  señoría  de  Yenecia;  y  antes  de  salir  del  mismo  punto  recí-- 
bió  200  arcabuceros  de  &  caballo  que  el  emperador  le  enviaba.  El 
20  de  diciembre  entró  en  Milán  bajo  un  arco  de  triunfo  con  el  car- 
denal de  Trente  &  la  derecha,  y  el  duque  de  Saboya  á  la  izquierda. 
En  Mantua  le  recibieron  el  marqués  y  el  duque  de  Ferrara,  y  en 
Yillafranca  de  los  Venecianos  el  duque  de  Parma  Octavio  Far- 
nesio. 

El  príncipe  se  dirigió  al  Tirol,  y  atravesando  la  Alemania,  llegó 
á  los  Paises-Bajos,  donde  fué  recibido  de  los  habitantes  con  todas 
las  muestras  del  mas  vivo  regocijo.  En  Bruselas  le  esperaba  el  em- 
perador y  también  sus  tias  dofia  María  reina  viuda  de  Hungría  go- 
bernadora de  aquellos  estados,  y  dofia  Leonor,  también  ya  viuda  del 
de  Francia  (3). 


fl)    Cabrera  Ll.Cx  3. 

(t)  Como  los  nombres  propios  toman  t>oeo,  y  tos  mas  <^ie  oonrrén  en  esta  hisioHt  son  espallo- 
les,  Inseruremos  cuanto  sea  posible  y  oonciliable  oon  el  carftoter  de  concisión  qoe  sin  fiíltar  nada  á 
lo  esencial  tratamos  de  dar  á  nuestro  escrito. 

(3)  De  este  viaje  del  principe  don  Felipe  á  Bmselas  bay  una  bistoria  por  Juan  Cristóbal  Calvete 
de  Kstrella. 


CAPRDLO  XL  nS 

Causó  la  llegada  de  don  Felipe  á  Bruselas  la  mayor  alegría  á  su 
padre,  á  sus  dos  tías  y  á  toda  aquella  corte.  Se  celebró  el  suceso  con 
regocijos  y  fiestas.  Hubo  actos  de  gracias  solemnes  eu  los  templos, 
ca&as,  justas  y  todo  cuanto  de  este  género  se  usaba  en  aquel  tiem- 
po. Tuvo  el  príncipe  la  felicidad  de  romper  una  lanza  con  el  conde 
de  Mansfeld,  hombre  de  gran  cuenta  como  guerrero  y  como  capitán, 
lo  que  le  valió  grandes  aplausos  de  la  corte.  Todas  las  ciudades  de 
los  Paises-Bajos  rivalizaron  con  la  capital  en  mostrar  lo  agradable 
que  les  era  la  llegada  del  príncipe  heredero;  mas  no  dejaron  de  no- 
tar con  poco  gusto  suyo  la  seriedad,  gravedad  y  circunspección  de 
sus  modales,  que  formaban  un  contraste  con  la  afabilidad,  llaneza 
en  el  trato  y  mas  medios  que  su  padre  usaba  para  captarse  la  be- 
nevolencia y  cariSo  de  aquellos  habitantes,  tan  diferentes  en  índole 
de  los  de  Castilla.  No  se  puede  negar,  y  en  esto  convienen  casi  to- 
dos, que  don  Felipe  comenzó  á  ser  impopular  en  los  Paises-Bajos 
desde  el  momento  que  le  vieron. 


CAPITULO  XIL 


Viaje  del  emperador  con  don  Felipe  á  Alemania. — Sus  designios  frustrados. — Le  vuel- 
ve á  enviar  á  España  con  plenos  poderes  de  regentar. — Llega  allí  don  Felipe  y  lo- 
ma el  mando. — Situación  de  Alemania  á  la  sazón. — Desgracias  del  emperador. — 
Nueva  guerra  con  Francia. — Proyecta  enlazar  al  príncipe  don  Felipe  con  María,  rei- 
na de  Inglaterra. 


1550. — Al  la  llegada  á  Bruselas  de  don  Felipe,  se  hallabao  los  ne- 
gocios del  emperador  en  ooa  situación  muy  ventajosa.  Estaba  en  paz 
con  Francia,  habiéndose  terminado  la  áltima  guerra  con  el  tratado 
de  Grespí  bastante  favorable  para  Carlos.  Se  velan  humillados  los 
principes  protestantes  del  imperio;  en  prisión  el  Elector  de  Sajonia  y 
el  Landgrave  de  Hesse,  de  resultas  de  la  victoria  de  Muhlberg  que 
habia  tenido  lugar  tres  afios  antes,  y  todo  le  hacia  lisonjearse  de  que 
llegaría  á  dar  la  ley  á  toda  la  Alemania,  sujetándola  hasta  cierto  pun- 
to al  yugo  de  la  Iglesia.  Para  dar  nueva  actividad  á  estos  negocios  de- 
terminó pasar  á  Augsburgo  con  el  objeto  de  celebrar  allí  una  dieta, 
y  en  efecto  salió  de  Bruselas  para  dicho  punto  llevando  consigo  á  don 
Felipe  y  á  sus  dos  hermanas.  Un  gran  designio  le  ocupaba  entonces, 
y  para  ponerlo  en  ejecución  habia  hecho  venir  al  príncipe  de  EspaDa. 
Habia  sido  nombrado  en  1530  rey  de  los  romanos  su  hermano  Fer- 
nando, rey  á  la  sazón  de  Hungría  y  de  Bohemia,  en  virtud  de  cuya 
elección,  era  el  heredero  de  la  corona  del  imperio.  El  emperador, 
que  habia  favorecido  y  propuesto  esta  elección,  habia  cambiado  de 
designios,  y  deseaba  que  su  hermano  renunciase  &  dicha  dignidad  en 


i 


CAPITULO  Xll.  lll 

favor  de  so  hijo.  No  le  había  sugerido  la  experiencia  propia  que  el 
mandar  á  la  vez  estados  tan  vastos,  tan  separados  unos  de  otros,  tan 
heterogéneos,  es  mas  embarazoso  que  útil,  un  poderío  mas  aparente 
y  ficticio  que  positivo  y  verdadero.  En  su  misma  historia  podía  en- 
contrar esta  verdad  tantas  veces  confirmada;  mas  el  deseo  de  vivir 
con  grande  esplendor  en  su  posteridad,  le  hizo  desatender  á  todas  es- 
tas consideraciones. 

Por  fortuna  de  él,  de  todos,  y  sobre  todo  del  mismo  don  Felipe,  se 
negó  Fernando  á  satisfacer  los  deseos  de  su  hermano,  ni  los  halagos 
de  las  reinas,  ni  las  grandes  ofertas  del  emperador  le  persuadieron 
á  renunciar  á  una  dignidad  que  quería  transmitir  á  su  familia.  Cam- 
bió entonces  el  emperador  de  plan  de  conducta,  y  conoció  que  frus- 
trada la  esperanza  de  declarar  á  don  Felipe  heredero  del  imperio,  na- 
da tenia  ya  que  hacer  en  Alemania;  que  su  puesto  natural  era  en 
EspaOa,  donde  se  hallaba  á  la  sazón  de  regente,  como  ya  hemos  di- 
cho, el  príncipe  Maximiliano,  hijo  de  Fernando  y  por  consiguiente  el 
verdadero  heredero  del  imperio. 

Desde  Augsburgo  envió  en  efecto  á  don  Felipe  áEspaDa,  dándole 
los  poderes  mas  amplios  para  gobernar  el  país  en  nombre  suyo.  Al 
mismo  tiempo  enviaba  cartas  á  los  gobernadores  y  principales  ciu- 
dades del  país  haciéndoles  ver  que  el  estado  de  los  negocios  de  Ale- 
mania no  le  permitía  regresar  á  Espafia  tan  pronto  como  su  amor 
lo  deseaba;  que  el  restablecimiento  de  la  fe  católica  en  aquel  país  era 
demasiado  importante  á  los  ojos  de  un  rey  católico,  para  que  no  lo 
antepusiese  á  otras  consideraciones;  y  que  en  tantos  embarazos  nada 
le  parecía  mas  oportuno  que  enviarles  en  representación  de  su  per- 
sona la  de  su  hijo  don  Felipe  nacido  y  educado  entre  ellos,  y  de 
cuyas  virtudes  y  discreción  ya  tenían  experiencia. 

Con  estos  poderes  y  cartas  (1551),  se  separó  don  Felipe  de  su 
padre,  y  emprendido  su  camino  por  Alemania  pasó  por  Trente,  si- 
tio entonces  del  Concilio,  donde  hizo  una  magnífica  entrada  en  me- 
dio de  los  legados  del  papa,  rodeado  y  seguido  de  los  principales 
personajes  y  prelados  de  la  Iglesia.  Fué  muy  obsequiado  en  la  ciu- 
dad y  bailó  en  uno  de  los  festines  que  le  dieron  (1).  En  seguida  se 
dirigió  á  Italia  y  desembarcó  sin  novedad  en  Barcelona.  Después  se 
trasladó  á  Valladolid  donde  se  encargó  por  segunda  vez  de  las  rien- 
das del  gobierno.  El  príncipe  Maximiliano  tomó  &  su  llegada  la 


(1)  Leti,  1.  XIL 


178  HISTORIA  DS  F£LIPE  U. 

vuelta  de  Alemania»  á  donde  sq  padre  le  llamaba;  mas  no  pudo  lle- 
var consigo  á  la  priocesa  María,  por  hallarse  may  adelantada  en  su 
embarazo.  Dio  á  luz  esta  seDora  poco  después  en  Gigales,  pueblo 
inmediato  á  Yalladolid,  á  dofia  Ana,  que  llegó  á  ser  la  cuarta  y  úl- 
tima mujer  de  don  Felipe. 

Pocas  novedades  ofreció  Espafia  durante  la  nueva  regencia  de 
este  prÍDcipe.  Los  grandes  movimientos  del  mundo  religioso  y  po- 
lítico tenían  su  teatro  todos  fuera.  Permanecía  la  Península  casi 
inmóvil  en  medio  de  tanta  agitación  y  tempestad,  que  solo  le  tras- 
mitían algún  ruido  sordo  como  de  lo  que  pasa  ¿  gran  distancia.  A 
no  ser  por  los  viajes  que  hacían  los  príncipes  y  grandes  personajes 
acompañados  de  tanto  séquito  que  á  su  regreso  naturalmente  con- 
taban lo  que  habían  oído  y  visto,  se  supieran  pocas  de  estas  nove- 
dades en  Espafia.  Mas  en  medio  de  lo  precario  é  imperfecto  de  estas 
comunicaciones,  en  medio  de  la  vigilancia  con  que  se  espiaba  la  intro- 
ducción de  cualquiera  novedad,  no  quedó,  no  podía  quedar  el  pais 
herméticamente  cerrado  á  lo  que  de  tantos  modos  y  con  tal  tesón 
se  difundía.  En  1553  se  renovó  la  pretensión  de  enajenar  y  vender 
para  las  necesidades  de  la  guerra,  fincas  de  iglesias  y  monasterios 
de  que  hemos  hecho  ya  mención  (1),  mas  encontró  la  misma  resis- 
tencia que  la  vez  pasada.  Los  teólogos  con  quienes  consultó  don  Fe- 
lipe sobre  la  justificación  del  hecho  le  condenaron  todos  como  ile- 
gal, como  io justo,  como  depresivo  de  los  derechos  y  prerogativas 
de  la  Iglesia  (8).  Era  imposible  que  la  respuesta  fuese  otra,  ni  que 
dejase  don  Felipe  de  darla  por  decisiva  en  la  materia.  El  asunto  no 
produjo  mas  que  ruido  sin  ningún  alivio  de  los  apuros  del  estado. 

Otra  novedad  importante  que  ocurrió  en  Espafia  durante  este 
breve  período,  fué  el  matrimonio  de  la  infanta  dofia  Juana,  herma- 
na de  don  Felipe,  con  el  príncipe  don  Juan  de  Portugal,  hijo  pri- 
mogénito del  rey  don  Juan  III,  y  hermano  de  dofia  María,  primera 
mujer  de  don  Felipe.  Acompafió  este  príncipe  á  su  hermana  hasta 
Toro,  desde  donde  siguió  hasta  la  frontera  con  una  comitiva  muy 
lucida. 

Fué  muy  corta  la  permanencia  de  esta  princesa  en  Portugal.  A 
los  tres  meses  de  matrimonio  quedó  viuda  y  embarazada  de  un  hijo, 
que  fué  con  el  tiempo  el  famoso  rey  don  Sebastian.  Poco  después 
movida  del  amor  á  su  pais,  y  en  parte  llamada  por  su  hermano, 

(1)   GapitaloV. 
19)  SandoTü. 


CAPITULO  XII. .  no 

volvió  á  Espafia,  donde  le  estaba  destinado  un  cargo  importantí- 
simo. 

Pero  mientras  el  curso  de  los  asuntos  políticos  se  mantenía  en 
Espaffa  tan  uniforme  y  tranquilo,  aglomeraba  negras  nubes  la  for- 
tuna sobre  la  cabeza  del  emperador,  tan  acostumbrado  casi  en  todo 
tiempo  á  sus  favores.  Tenia  lugar  entonces  la  defección  ó  mas  bien 
ia  traición  del  príncipe  Mauricio,  la  huida  de  Garlos  hasta  Inspruk, 
el  tratado  de  paz  de  Passau,  la  guerra  declarada  por  Enrique  II  de 
Francia,  la  toma  por  este  de  las  ciudades  imperiales  de  Yerdun, 
ToqI  y  Metz,  y  el  gran  desaire  personal  que  llevó  el  emperador  de- 
lante de  los  muros  de  esta  última  plaza,  que  no  pudo  tomar  con  un 
ejército  de  cincuenta  mil  hombres,  el  mayor  que  se  había  visto  en 
aquel  siglo. 

El  emperador  se  retiró  á  Bruselas,  mientras  continuaba  la  guerra 
no  con  mucha  actividad  por  ninguna  de  ambas  partes.  No  tomaban 
tampoco  para  él  muy  buen  semblante  los  negocios  de  Italia,  y  el 
papa  Paulo  I Y  que  acababa  de  ser  exaltado  6  la  silla  pontificia 
(1551),  se  le  mostraba  muy  contrario.  Creyó  entonces  el  empera- 
dor que  un  enlace  de  su  hijo  Felipe  con  María  de  Inglaterra,  que 
acababa  de  subir  al  trono,  restablecería  un  tanto  sus  negocios,  y  le 
ajnstó  con  consentimiento  de  ambas  partes.  El  príncipe  había  pen- 
sado por  su  parte  pasar  á  segundas  nupcias  con  otra  princesa  de 
Portugal,  hermana  de  la  emperatriz  su  madre,  y  tía  de  su  primera 
mujer;  mas  el  proyecto  del  emperador  le  hizo  renunciar  al  suyo. 


CAPÍTULO  xm. 


Muerte  de  Ednardo  VI  de  Inglaterra. — ^Estado  del  país.— Partidos — María  é  Isabel.— 
Jaana  Gray.— Coronada  esta,  María  toma  el  ascendiente.— Sube  al  trono. — Supli- 
cio de  su  competidora.— Capitulaciones  del  matrimonio  de  Felipe  y  de  María. — ^Las 
firma  el  príncipe,  y  encarga  la  regencia  del  reino  á  la  infanta  dona  Juana — Se  em- 
barca en  la  Coruila  y  llega  á  Inglaterra. — Desposorios. — Abolición  del  cisma. — ^Per- 
secuciones y  castigos. 


No  está  menos  enlazada  la  historia  de  Felipe  H  con  la  general  de 
Europa,  qae  la  de  sa  padre.  Ya  le  hemos  visto  presentarse  en  Ale* 
manía  como  un  candidato  á  la  sucesión  de  la  corona  del  imperio. 
Para  comprender  la  nueva  posición  en  que  le  iba  á  colocar  su  ma- 
trimonio con  María  de  Inglaterra,  necesario  es  que  tomemos  en  con- 
sideración el  estado  politice  en  que  aquel  reino  se  encontraba. 

En  1553  murió  en  los  primeros  afios  de  su  juventud  el  rey 
Eduardo  VI,  hijo  de  Enrique  VIH,  príncipe  que  por  su  amabilidad, 
por  lo  claro  de  su  juicio  y  lo  bondadoso  de  su  corazón  hacia  con- 
cebir de  su  reinado  las  mas  lisonjera  esperanzas.  Habian  sido  los 
seis  afios  que  estuvo  sentado  sobre  el  trono  un  tiempo  de  bastantes 
revueltas  y  facciones,  como  sucede  en  toda  minoría,  y  era  inevita- 
ble en  las  circunstancias  en  que  el  reino  se  encontraba.  En  tiempo 
de  Enrique  VIH  habia  dado  pocos  pasos  lo  que  entonces  se  llamaba 
la  reforma  religiosa,  pues  bajo  su  dominación  despótica  nadie  se 
atrevió  á  ser  de  otra  religión  que  la  del  monarca,  cuyas  pretensio- 
nes eran  ser  jefe  de  su  Iglesia;  mas  sin  alteración  del  dogma,  tal 
cual  la  romana  le  explicaba  y  admitía.  A  su  muerto  se  declararon 


CAPITULO  Xf II.  181 

abiertameDte  las  opÍDiones  de  los  que  do  se  contentabaD  en  estos 
asantes  con  cambiar  de  papa,  y  tuvieron  entrada  con  profesión  pú- 
blica una  porción  de  las  nuevas  doctrinas  que  habían  aparecido  en 
Alemania,  Suiza  y  otras  partes  de  la  Europa.  El  protector  del  reino, 
é  porque  estas  fuesen  sus  ideas,  ó  por  asegurarse  mas  en  su  poder 
con  partidos  enemigos^  babia  mostrado  favorecer  abiertamente  las 
nuevas  opiniones,  con  lo  que  se  bailaba  el  pais  en  pugna  abierta 
entre  católicos  y  protestantes.  A  los  disturbios  que  no  podia  menos 
de  producir  este  conflicto,  se  unia  el  de  los  parlidojs  que  originaba 
la  sucesión  á  la  corona,  en  caso  de  que  muriese  el  rey  sin  hijos, 
como  sucedió  en  efecto.  Además  de  este  principe,  tuvo  el  rey  Enri- 
que VIH  á  María,  de  Catalina  de  Aragón,  y  á  Isabel  de  Ana  Bole- 
na.  Declarado  nulo  ó  ilegítimo  su  matrimonio  con  la  primera  prin- 
cesa, resultaba  bastarda  la  primera  hija;  en  caso  de  haber  sido 
aquel  válido,  lo  era  la  segunda.  Las  dos  habian  sido  en  efecto  de- 
claradas alternativamente  legitimas  y  bastardas,  según  el  flujo  y 
reflujo  de  las  pasiones  y  caprichos  de  su  padre.  La  princesa  María 
educada  en  la  religión  católica,  sin  haber  querido  admitir  ninguna 
de  las  innovaciones  que  se  habian  introducido,  tenia  á  su  favor 
todo  el  partido  de  dicha  comunión,  mientras  sucedía  lo  contrario 
con  respecto  á  Isabel  que  pasaba  por  abrigar  muy  diversos  senti- 
mientos. 

Además  de  estos  dos  partidos,  se  formaba  un  tercero,  aunque 
menos  numeroso  que  los  otros  dos,  y  que  se  apoyaba  en  la  bastar- 
día de  las  dos  princesas.  El  rey  Enrique  había  tenido  una  hermana, 
la  princesa  María,  que  después  de  haber  estado  casada  con  Luis  XII 
rey  de  Francia,  había  pasado  á  segundas  nupcias  con  el  duque  de 
Soffolk,  y  dejado  descendencia  (1)  A  falla  de  hijos  legítimos,  esta 
seDora  era  la  heredera  de  su  hermano.  Estaban  entonces  repre- 
sentados sus  derechos  por  una  joven  de  16  aOos,  llamada  Juana 
Gray,  de  familia  ilustre,  que  acababa  de  enlazarse  con  otra  igual- 
mente distinguida  (2).  No  había  concebido  esta  seOora  la  idea  de  pre- 
sentarse con  pretensiones  á  la  sucesión  de  la  corona,  mas  su  padre 
el  duque  de  Suffolk  y  el  dé  Northumberland  su  suegro,  padre  de 
lord  Guilford,  con  quien  acababa  de  casarse,  ambos  hombres  am« 


(1;   No  faé  esta  la  única  hermana  del  rey  Enrique  Yni,como  veremod  íaego. 

(t)  Joana  Gray  era  b^a  del  marqués  de  Borset  y  de  una  hija  y  heredera  de  la  princesa  Varfa.  Ha<* 
bfendose  extlnisnldo  el  titulo  de  duque  de  Suffolk  por  la  muerte  del  propietario  y  de  sus  hijos  ha- 
bidos en  segundo  matrlmoDlo,  la  oonflrid  el  rey  «I  marqués  de  Dorset  padre  de  luana. 

Tomo  i.  Si 


182  HISTORIA  DE  FELIPB  H. 

biciosos,  DO  quísieroD  desperdiciar  la  coyuDtara  que  se  les  ofrecia 
de  subir  á  la  cumbre  del  poder,  y  cod  ruegos,  cod  amoDestacioues 
y  hasta  cod  ameoazas  obligaron  á  Juaoa  á  ser  iustrurneuto  de  sus 
planes.  A  la  muerte  de  Eduardo  logró  esta  facciou  hacer  proclamar 
por  reÍDa  á  Juana  Gray  en  Londres,  mieutras  los  partidarios  de  Ma- 
ría se  hacían  con  gente  fuera  para  trastornar  la  obra  de  la  facción 
de  su  competidora.  Estaba  aquella  princesa  en  un  estado  de  confi- 
namiento aun  mucho  antes  de  la  muerte  de  su  padre,  y  de  este  re- 
tiro fué  sacada  por  su  parcialidad  que  la  condujo  á  la  capital  con 
fuerzas  muy  considerables.  El  partido  de  Juana  era  poco  numeroso, 
propendía  la  generalidad  por  temor  ó  por  ideas  de  sucesión  legíti- 
ma á  sostener  los  derechos  de  la  hija  primogénita  de  Enrique,  con 
ló  que  entró  María  en  Londres  con  muy  poca  resistencia  y  fué  pro- 
clamada reina,  mientras  Juana  Gray,  su  marido  y  mas  jefes  de  su 
parcialidad  fueron  presos  y  encerrados  en  la  torre. 

Bien  pronto  expiaron  el  padre  y  suegro  de  Juana  su  ambición  en 
un  cadalso.  La  desgraciada  que  se  habia  prestado  á  ser  su  instru- 
mento, no  sufrió  la  misma  suerte  por  entonces;  se  ignoraba  cuál 
seria  su  ulterior  destino;  mas  con  motivo  de  una  sedidon,  ó  tai  vez 
sirviendo  esta  de  pretexto,  fué  condenada  con  su  joven  esposo  á  pe- 
recer por  manos  del  verdugo.  Se  sometió  Juana  á  su  suerte  con  la 
mayor  resignación;  desplegó  en  e^  suplicio  mucha  mas  magnanimi- 
dad y  fortaleza  de  la  que  debia  esperarse  de  sus  aBos  y  su  sexo,  y 
en  sus  últimos  momentos  fué  objeto  de  las  mas  tiernas  simpatías. 
Los'  historiadores  convienen  todos  en  presentar  á  esta  joven  ador- 
nada de  las  mas  amables  y  brillantes  prendas.  Había  recibido  una 
esmerada  educación,  perfeccionada  por  su  aplicación  al  estudio  y  la 
lectura.  Se  decía  que  sabia  latín  y  griego;  que  se  entretenía  con 
Plutarco  mientras  sus  ainigas  y  compaDeras  se  entregaban  á  otras 
diversiones,  y  aun  se  citan  algunos  pasajes  que  escribió  en  esta  len- 
gua pocos  momentos  antes  de  entregar  su  cabeza  á  la  hacha  del 
verdugo.  Tal  vez  se  hermoseó  demasiado  la  pintura  para  hacer  mas 
odiosa  á  la  rival  que  tan  b&rbaramente  la  inmolaba;  mas  de  todos 
modos  fué  el  suplicio  de  Juana  Gray  una  de  las  causas  que  hicie- 
ron tan  poco  popular  el  reinado  de  María. 

No  debe  de  sorprender  el  fin  trágico  de  Juana  Gray  á  los  que  se- 
pan hasta  qué  punto  eran  frecuentes  estos  actos  en  aquel  país  y  en 
aquel  siglo.  En  un  suplicio  habia  perecido  la  famosa  Ana  Boleoa 
que  habia  encendido  en  tan  frenética  pasión  á  Enrique  YIII,  primero 


JUANA  GREY. 


CAPITULO  Xlli.  183 

sa  esposo,  y  en  seguida  su  verdago.  Igual  fué  la  suerte  de  Catalina 
Howard,  quinta  mujer  de  aquel  monarca,  acusada  de  adulterio. 
También  habia  perecido  en  un  cadalso  el  duque  de  Sommerset,  tio 
del  rey  Eduardo,  y  durante  su  menoría  protector  del  reino.  El  que 
lea  la  historia  de  los  distinguidos  personajes  que  en  aquel  siglo,  en 
el  anterior  y  aun  en  el  siguiente  tuvieron  igual  fin,  no  extrañará  el 
dicho  célebre  de  que  la  historia  de  Inglaterra  debería  estar  escrita 
de  mano  del  verdugo. 

Subió,  pues,  María  al  trono  de  un  pais  agitado  de  facciones,  de 
disturbios,  tanto  políticos  como  religiosos.  Libre  de  la  parcialidad 
de  Juana  Gray,  trató  de  neutralizar  la  de  su  hermana  Isabel,  en- 
cerrándola en  una  fortaleza  y  amenazándola  con  castigos  mas  seve* 
ros.  Católica  de  corazón,  enemiga  de  toda  innovación  religiosa,  abor- 
reciendo á  cuantos  hablan  contribuido  á  las  desgracias  de  su  ma- 
dre, fué  uno  de  los  principales  pensamientos  de  su  administración 
la  extirpación  de  la  herejía,  la  restauración  en  su  antigua  pureza 
de  la  religión  católica,  y  de  la  vuelta  del  pais  al  gremio  de  la  Igle« 
sia.  Con  este  objeto  negociaba  en  Roma  la  solemne  abolición  del  cis- 
ma, y  la  absolución  del  pais  por  el  pontífice. 

En  esta  situación  se  hallaban  los  negocios  de  Inglaterra  cuando 
Garlos  solicitó  la  mano  de  la  reina  para  don  Felipe.  Solo  el  deseo 
que  tenia  el  emperador  de  hacerse  con  una  alianza  que  le  podia  ser 
de  utilidad  en  la  situación  de  sus  negocios,  explica  un  paso  tan  ex- 
trafio,  tan  á  todas  luces  imprudente.  En  prímer  lugar  la  reina  de 
Inglaterra  tenia  doce  aDos  mas  de  edad  que  su  esposo,  sin  que  her- 
mosura, ni  amabilidad,  ni  prenda  alguna  seductora,  pudiese  re- 
parar dicho  inconveniente  que  ya  era  en  sí  muy  grande.  En  segun- 
do lugar  privaba  á  Espafia  de  un  regente  que  la  administraba  bien, 
para  empeñarle  en  un  pais  extrafio,  trabajado  por  facciones  y  riva« 
lidades.  Exponer  á  quedar  sujetas  á  un  mismo  cetro  dos  regiones 
tan  diferentes,  tan  heterogéneas  como  Espafia  ó  Inglaterra,  era  la- 
brar acaso  la  desdicha  de  ambas.  Mas  la  manía  do  ensanchar  los 
límites  de  la  dominación  sin  pensar  en  su  verdadera  solidez;  es  una 
de  las  enfermedades  incurables  en  los  hombres.  Estaba  destinada  la 
Escocia  á  componer  parte  de  la  monarquía  francesa;  la  Inglaterra, 
de  Espafia,  en  caso  de  morír  sin  hijos  el  príncipe  don  Garlos  y  te- 
nerlos don  Felipe  de  María,  como  era  posible.  Sí  no  se  realizó  nin- 
guna de  ambas  cosas,  fué  porque  la  suerte  pudo  mas  que  la  ambi- 
ción, y  sirvió  mas  á  los  intereses  de  los  príncipes,  sobre  todo  dé 


184  HISTORIA  DB  FELIPE  11. 

Felipe.  Demasiados  estados  iba  á  heredar,  para  que  la  Inglaterra, 
sobre  todo  en  aquellas  circnostaDcias,  aumentase  su  verdadero  po- 
derío. 

Era  el  cardenal  Reginaldo  Polo,  inglés  de  nacimiento,  y  aun  algo 
emparentado  con  la  casa  real,  el  encargado  en  Roma  de  negociarla 
reconciliación  de  la  Inglaterra  con  la  Iglesia.  También  tomaba  parte 
activa  en  el  enlace  de  la  reina  María  con  Felipe  (1).  Con  su  inter- 
vención se  arreglaron  las  capitulaciones  del  contrato,  que  se  ajus- 
taron definitivamente  en  Londres  d  2  de  abril  de  1554.  Por  ellas 
conferia  el  emperador  á  Felipe  el  ducado  de  Milán  y  el  titulo  y  so- 
beranía de  Ñapóles.  Los  dos  reyes  debían  de  ser  iguales  en  autori- 
dad: y  en  nombre  de  ambos  se  debían  de  expedir  todos  los  despa- 
chos, cédulas  y  provisiones,  mascón  la  firma  de  la  reina  solamente. 
A  falta  del  príncipe  don  Garlos,  los  hijos  de  este  matrimonio  debían 
heredar  los  estados  del  padre  y  del  abuelo.  En  caso  de  morir  la  rei- 
na, debía  salir  Felipe  de  Inglaterra.  La  reina  no  había  de  salir  de 
sus  estados  ni  ayudar  en  nada  en  sus  guerras  al  emperador;  mas  lo 
podía  hacer  don  Felipe  con  sus  propios  medios. 

Se  enviaron  estas  estipulaciones  á  EspaDa  para  que  las  firmase 
don  Felipe,  y  él  lo  hizo  sin  manifestar  gran  repugnancia.  Se  dice 
que  amaba  entonces  á  una  dama  castellana  (2),  y  á  ser  esto  así, 
debió  de  mirar  con  doble  desagrado  un  enlace  con  una  princesa 
poco  agradable  que  le  llevaba  tantos  años  (3).  Mas  el  amor  no  era 
la  pasión  dominante  de  este  príncipe.  Se  trataba,  pues,  de  que  se 
pusiese  en  camino  para  celebrar  el  matrimonio;  mas  desempefiaba 
la  regencia  de  EspaDa,  y  era  preciso  buscar  persona  que  le  reem- 
plazase. Con  este  objeto  envió  á  llamar  de  Portugal  á  su  hermana 
la  infanta  doña  Juana,  viuda  del  príncipe  don  Juan,  que  hacia  poco 
que  había  dado  ¿  luz  al  que  fué  después  rey  don  Sebastian  como 
hemos  dicho.  Se  puso  la  princesa  inmediatamente  en  camino  acom- 
pañada hasta  la  frontera  de  orden  del  rey  de  Portugal,  délos  infan- 
tes sus  cuñados.  En  la  frontera  la  aguardaban  por  disposición  de 
don  Felipe  los  obispos  de  Osma  y  de  Badajoz,  y  don  García  de  To- 

(1)  Algunos,  entre  otros  Leti,  1.  XII  contradicen  esta  circunstancia,  y  afiaden  que  el  emperador 
estaba  disgustado  con  el  cardenal  porque  se  oponía  á  sus  proyectos.  Mas  son  estos  hechos  secón* 
darlos,  cuya  dilucidación  importa  poco  á  los  verdaderos  intereses  de  la  historia,  observación  que 
nos  ocurriría  muy  á  menudo.  Cualquiera  que  baya  sido  el  negociador  de  dicho  enlace,  aiiguye  muy 
poca  prudencia  en  los  que  le  concibieron  y  solicitaron. 

(I)   Cabrera,  1.  1,  6, 4  y  Leti  I.  XII,  la  de&fgna  con  su  nombre.  (Dofia  Catalina  Lener). 

(3)  El  buen  Sandoval  al  mencionar  la  fealdad  y  edad  ya  tan  madura  de  María,  dice  que  el  prin- 
cipe chizo  lo  que  un  Isaac,»  dejándose  saoriflctr  por  hacer  la  voluntad  de  su  padre  y  por  el  bien 
de  la  Iglesia  Llb.  XXYI,  párr.  8. 


9 

í 


ClPITDiO  XUI.  185 

ledo.  El  mismo  príncipe  llegó  en  basca  saya  hasta  Alcántara,  y  la 
acompañó  basta  Valladolid,  donde  tomó  todas  las  disposiciones  ne- 
cesarias para  entregarla  la  regencia.  Al  mismo  tiempo  envió  á  In- 
glaterra á  don  Pedro  de  Avila,  marqaés  de  las  Navas,  encaminán- 
dole á  Laredo,  donde  don  Bernardino  de  Mendoza  tenia  navios  apres- 
tados. Una  de  sus  grandes  atenciones  antes  de  salir  del  reino,  fué 
poner  casa  al  principe  don  Garlos.  Díóie  por  preceptor  de  gramática 
á  Luís  de  Vives;  ayo  á  don  Antonio  de  Rojas;  gentiles-bombres  á 
los  condes  de  Lerma  y  Gelves,  y  don  Luis  Portocarrero. 

En  seguida  se  dirigió  á  Galicia,  pues  debia  de  embarcarse  en  la 
GoruDa.  Se  detuvo  algunos  dias  en  Santiago  donde  adoró  el  cuerpo 
del  Apóstol,  confesó  y  comulgó,  y  practicó  todas  las  devociones  que 
tenia  de  costumbre.  En  la  GoruDa  acabó  de  despachar  todo  lo  que 
habia  pendiente,  y  envió  á  su  hermana  sus  últimas  instrucciones  por 
escrito;  hé  aquí  los  artículos  mas  esenciales. 

otQue  hiciese  á  todos  justicia  estricta  y  severa:  que  consultase 
los  viernes  con  el  consejo  real:  que  pensase  antes  en  los  negocios, 
y  luego  los  viese  con  el  presidente  y  secretario:  que  en  el  consejo 
de  estado  fuese  presidente  el  del  consejo  real,  y  vocales  el  arzobispo 
de  Sevilla,  don  Luis  Hurtado  de  Mendoza,  marqués  de  Mondejar, 
marqués  de  Gorres,  don  Antonio  de  Rojas,  don  García  de  Toledo  y 
don  Juan  Vázquez:  que  tratándose  de  negocios  de  la  corona  de  Gas- 
tilla,  se  hallasen  presentes  el  licenciado  Otarola  y  el  doctor  don 
Martin  Velasco;  y  en  negocios  de  Aragón,  el  vice-canciller  y  un  re- 
gente: que  en  las  cosas  de  guerra  entendiesen  los  dos  marqueses 
don  Antonio  de  Rojas,  don  Gaspar  de  Toledo  y  el  secretario  Juan 
Vázquez,  y  siendo  menester  letrado,  el  doctor  Velasco:  que  seOalase 
el  marqués  de  Mondejar  las  cartas  y  papeles  que  la  princesa  habia 
de  firmar,  y  que  se  juntasen  dos  veces  pqr  semana:  que  se  cuidase 
de  las  fronteras,  de  los  encargados  de  ellas,  y  de  la  caballería:  que 
las  galeras,  estuviesen  bien  armadas:  que  la  princesa  oyese  misa  en 
público:  que  sefialase  horas  de  audiencia:  que  recibiese  memoriales: 
que  diese  á  todos  buenas  palabras:  que  el  consejo  y  mas  tribunales 
se  reuniesen  en  palacio:  que  en  el  despacho  de  la  cámara  entendie- 
sen Otarola,  Velasco  y  Juan  Vázquez:  que  no  se  proveyese  ningún 
oficio  sin  contar  con  el  presidente:  que  se  entendiese  con  el  consejo 
sobre  la  mudanza  de  la  corte:  que  los  obispos  residiesen  en  sus  dió- 
cesis: que  el  presidente  de  Granada  residiese  90  dias  inclusa  la  cua- 
resma en  Avila:  que  no  se  legitimare  ningún  hijo  de  clérigo:  que  no 


186  H18T0BU  DB  FELIPE  n. 

86  habilítase  para  oficios  á  gente  de  corona:  qae  no  se  fundasen 
mayorazgos  mas  que  por  caballeros  de  calidad:  qae  gobernasen  las 
Igleisias  de  Granada,  gente  limpia  por  generación  y  religión.» 

Mientras  el  príncipe  se  preparaba  para  darse  k  la  vela,  desem- 
barcaron sus  enviados  en  Inglaterra.  Inmediatamente  dieron  noticia 
de  su  arribo  al  conde  de  Egmont  embajador  en  Londres  del  empe- 
rador, quien  pasó  á  felicitar  á  la  reina  con  este  motivo.  Ya  no  era 
dudoso  en  Inglaterra  que  estaba  para  llegar  el  principe  de  España. 
Tomó  María  las  disposiciones,  y  dio  las  órdenes  necesarias  para  que 
su  futuro  esposo  fuese  recibido  con  toda  la  magnificencia  que  por 
su  rango  merecía. 

Por  fin  zarpó  el  príncipe  de  la  GoruOa  el  11  de  julio  de  1554  con 
una  escuadra  de  sesenta  y  ocho  buques  y  cuatro  mil  espafioles  del 
tercio  de  don  Luis  Carvajal.  Le  acompaOaban  el  almirante  de  Gas- 
tilla,  su  hijo  el  conde  de  Melgar  y  el  de  Saldaña,  los  duques  de  Al- 
ba y  Medinaceli,  el  prior  don  Antonio  de  Toledo,  el  príncipe  de 
Eboli,  los  marqueses  de  Aguilar,  Pescara,  Verghen  y  Valle,  los 
condes  de  Buendia  y  Fuensalida,  Gutiérrez,  López  de  Padilla,  don 
Diego  de  Acebedo,  don  Hernando  de  Toledo,  hijo  del  duque  de  Alba, 
don  Antonio  de  Zufiiga,  don  Luis  de  Górdoba,  don  Pedro  Enriquez, 
don  Bernardino  y  don  iDigo  de  Mendoza,  don  Alvaro  Bazan,  con 
dos  hijos,  don  Pedro  de  Velasco,  don  García  de  Toledo,  seQor  de  las 
Villorías,  don  Rodrigo  de  Bena vides,  hermano  del  conde  de  Santis- 
téban  y  otros.  Gomo  se  ve,  llevaba  el  príncipe  un  acompafiamiento 
numeroso  y  lucido,  propio  del  personaje  y  del  objeto  que  le  pro- 
movía. 

Al  cabo  de  siete  días  de  navegación  llegaron  al  puerto  de  Sou- 
thampton,  adonde  vinieron  á  cumplimentarle  en  nombre  de  la  reina 
el  obispo  de  Winchester,  el  marqués  de  Arundel  y  otros  varios  per- 
sonajes. El  príncipe  siguió  adelante  hasta  Winchester  donde  María 
le  aguardaba.  Se  celebró  la  entrevista  con  todo  el  aparato  y  rego- 
cijo propios  de  las  circunstancias.  El  regente  espaDol  Figueroa  les 
presentó  la  renuncia  de  Ñápeles  y  del  ducado  de  Milán  en  favor  de 
don  Felipe. 

En  S5  del  mismo  mes  de  julio  se  confirmaron  las  capitulaciones 
por  los  prelados  y  el  conde  de  Egmont  en  nombre  del  emperador; 
por  don  Pedro  Lazo  en  el  del  rey  de  los  romanos;  por  don  Juan  Mi- 
guel en  el  de  Venecia,  y  por  el  obispo  de  Gortona  en  el  del  duque 
de  Florencia.  El  mismo  dia  los  desposó  el  obispo  de  Winchester,  y 


CAPITULO  xni.  18T 

un  heraldo  proclamó  á  Felipe  y  á  María  por  la  gracia  de  Dios  rey 
y  reÍDa  de  Inglaterra  y  Francia  (1),  Ñapóles,  Jerusalen,  Hibernia, 
principes  de  Espafia,  duques  de  Milán.  La  ceremonia  se  solemnizó 
y  festejó  como  todas  las  de  esta  clase  con  músicas,  danzas,  banque- 
tes, brindis  y  demás  diversiones  que  les  son  análogas.  En  el  festin 
regio  fué  servida  la  reina  por  grandes  de  Espafia.  Se  hallaba  la  rei- 
na María  satisfecha;  mas  no  el  pais  con  semejante  matrimonio. 
Sentia  el  partido  protestante  mugir  ya  la  tempestad  que  contra  él 
se  preparaba,  ni  tampoco  el  católico  veia  con  buenos  ojos  la  pre- 
ponderancia que  iba  á  ejercer  sobre  el  pais  un  extranjero.  Si  con 
tal  alianza  consideraba  en  cierto  modo  consolidado  el  triunfo  de  sus 
creencias  religiosas,  este  rey  extrafio,  de  cuya  ambición  habia  ya 
tantas  pruebas,  heria  no  poco  su  orgullo  nacional  y  afectaba  su  es- 
píritu de  independencia.  Se  mostraba  don  Felipe  atento  y  hasta  afa- 
ble, mas  eran  demasiado  serias  y  circunspectas  sus  maneras  para 
hacerse  popular  en  aquella  corte  extrafia.  Estaba  acostumbrado  á 
otra  atmósfera,  á  otro  modo  de  ejercer  la  autoridad,  y  sqbre  todo  á 
ser  él  solo  en  el  poder  y  mando.  Ni  las  costumbres  inglesas,  ni  la 
índole  de  su  gobierno,  podían  ser  del  gusto  é  inclinaciones  de  Fe- 
lipe. Por  otra  parte  en  la  reina  su  nueva  esposa,  á  pesar  de  la  su- 
ma deferencia  y  ternura  con  que  le  trataba,  no  hallaba  ni  podía  real- 
mente hallar  nada  que  le  cautivase. 

Mientras  tanto  continuaban  en  Roma  las  negociaciones  para  re- 
conciliar á  Inglaterra  con  la  Iglesia.  Acababa  de  ser  exaltado  á  la 
sede  pontificia  Paulo  lY,  á  quien  los  dos  principes  reconocieron  y 
enviaron  su  homenaje  por  medio  de  don  Diego  Cabrera  y  Bobadilla, 
conde  de  Chinchón,  del  Consejo  del  rey,  su  mayordomo  y  tesorero 
por  la  corona  de  Aragón . 

El  cardenal  Polo  se  dirigió  pues  á  este  pontífice  con  la  petición  y 
pretensión  del  rey  y  reina  de  Inglaterra  sobre  una  reunión  tan  ape- 
tecida por  entrambas  partes.  Era  un  negocio  demasiado  favorable  á 
los  intereses  de  la  santa  sede  para  que  esta  no  se  mostrase  propi- 
cia, aunque  de  perdón  é  indulgencia  se  trataba.  Absolvió  pues  el 
papa  k  los  ingleses.  Fué  portador  de  esta  bula  el  mismo  cardenal 
Polo,  revestido  además  con  los  poderes  de  legado.  Mientras  aguar- 
daba este  en  Calais  permiso  para  entrar  en  Inglaterra,  convocó  la 


(I)  Los  reyes  de  Inglaterra  llevaron  el  titulo  dé  reye«  de  Francia  deade  Enrique  V ,  coronado 
como  tal  en  Paria  á  prinolpioa  del  siglo  XY,  hasta  los  del  actual  que  renunciaron  á  él  cuando  la  in- 
oorporaolon  de  fa  Gran  Bretaña  oon  Irlanda. 


188  HISTORIA  DB  FELIPE  II. 

reina  el  parlamento  y  le  enteró  del  negocio ,  haciéndole  ver  lo 
necesario  que  era  acabar  cuanto  mas  antes  con  un  cisma  tan  con- 
trario al  cristianismo.  Asintió  ¿  la  entrada  del  legado  el  parlamento 
tan  sumiso  en  aquel  reinado  como  en  los  anteriores.  Fué  Polo  reci- 
bido con  toda  pompa  en  Londres;  mas  no  quiso  admitir  tos  honores 
de  legado  hasta  después  de  conferenciar  con  el  rey  y  con  la  reina* 
Admitido  con  muestras  de  gran  deferencia  y  regocijo  &  su  presen- 
cia, les  ensecó  las  cartas  y  bulas  pontificias,  de  las  que  quedaron 
sumamente  satisfechos.  En  el  parlamento  que  se  reunió  en  seguida 
se  determinó  que  se  hiciese  la  ceremonia  solemne  de  la  reconcilia- 
ción con  Roma  el  30  de  noviembre  en  la  Iglesia  de  San  Pablo.  Así 
se  realizó  en  efecto  con  festejos,  músicas,  salvas  de  artillería  y  cuan- 
to podia  contribuir  al  esplendor  y  magnificencia  de  aquel  acto.  Co- 
locado el  prelado  en  el  templo  en  medio  del  rey  y  de  la  reina,  ab- 
solvió en  alta  voz  en  nombre  del  padre  santo  á  los  ingleses.  Ter- 
minó el  dia  con  caDas  y  torneos,  y  por  la  noche  se  festejó  también 
la  absolución  con  muchas  iluminaciones.  Escribió  inmediatamente 
don  Felipe  el  suceso  á  todas  las  cortes  de  la  cristiandad.  El  papa 
recibió  sobre  todo  la  noticia  con  grandes  demostraciones  de  alegría. 
Hablan  ido  demasiado  adelante  en  los  dos  últimos  reinados  las 
innovaciones  religiosas  en  Inglaterra  para  que  este  cambio  y  esta 
reconciliación  no  principiasen  una  época  de  reacción,  de  persecu- 
ción y  de  castigo.  Era  la  intolerancia  entonces  con  muy  pocas  ex- 
cepciones la  manía  general;  todo  el  mundo  creía  que  se  servia  ¿ 
Dios  castigando  á  los  que  se  mostraban  enemigos  de  su  culto.. Se- 
vera la  reina  por  carácter  y  tan  celosa  además  por  la  pureza  de  la 
fe,  se  mostraba  poco  inclinada  á  la  indulgencia.  No  era  el  rey  Fe- 
lipe blando  en  esta  parte,  como  lo  hizo  después  ver  en  tantas  oca- 
siones. Los  prelados  católicos,  recobrado  ya  el  ascendiente  y  pre- 
ponderancia de  que  se  habían  visto  despojados,  trataban  de  que  se 
diese  por  el  tronco  al  árbol  de  la  herejía  y  que  de  una  vez  se  ar- 
rancase del  campo  la  zizaDa.  Se  mostraba  muy  activo  en  esta  obra 
de  reacción  el  español  fray  Bartolomé  Carranza,  que  había  llevado 
consigo  don  Felipe,  sin  prever  entonces  que  algún  dia  iba  á  ser  él 
mismo  víctima  de  las  persecuciones  de  que  se  mostraba  tan  celoso. 
Se  hicieron  reformas  en  las  universidades.  Se  mandaron  cerrar  to- 
dos los  sínodos.  Se  hicieron  hogueras  públicas  de  Biblias  traducidas 
en  lengua  del  país;  y  también  se  encendieron  para  el  último  snpli- 
cío  de  los  principales  apóstoles  de  la  reforma  que  no  querían  des- 


CAPITULO  XIIL  189 

decirse.  Subieron  á  estas  piras  hasta  personas  revestidas  con  el  ca- 
rácter de  prelados;  tan  sjevero  y  cruel  se  mostraba  el  tribunal  ecle- 
siástico que  en  estas  causas  entendía.  Fueron  entre  otros  quemados 
en  la  plaza  de  Westsmith-Field  en  Londres,  sitio  ordinario  de  las 
ejecuciones,  Ridley  obispo  de  Londres  y  Latimer  obispo  de  Wor- 
cester.  Alcanzó  su  rigor  al  famoso  Grammer,  arzobispo  de  Cantor- 
bery,  favorito  del  rey  Enrique  VIH.  Se  dice  de  este  prelado  que  fir- 
mó un  acto  de  retractación,  haciéndosele  creer  que  con  este  paso 
evitaría  su  castigo;  mas  que  habiendo  sido  condenado  sin  embargo 
al  suplicio  de  la  hoguera,  se  quemó  antes  la  mano  derecha  como 
para  castigarla  de  un  acto  de  debilidad,  y  no  entró  en  el  fuego  an- 
tes de  caer  despegada  de  su  brazo.  La  absolución  de  los  ingleses 
no  les  costaba  poca  sangre;  mas  no  se  entendían  entonces  las  cosas 
de  otro  modo:  tanto  por  los  católicos,  como  también  por  los  mis- 
mos protestantes. 


toMO  I.  25 


CAPÍTÜUl  XíV* 


••*».^-'.^-N_.- 


Ajusta  el  emperador  una  tregua  con  Francia. — Llama  á  don  Felipe  á  Bruselas. — He^ 
nuncia  en  su  favor  la  posesión  de  los  Paises-Bajos  y  las  coronas  de  España. — Se 
embarca  para  este  último  pais,  y  se  retira  al  monasterio  de  Tuste.-Sus  ocupaciones. 


Deseaba  el  emperador  terminar  la  guerra  con  Francia,  en  qae 
estaba  empeOado  hacia  cerca  de  cinco  aOos.  Desde  la  retirada  de- 
lante de  la  plaza  de  Metz,  no  se  hablan  alcanzado  ventajas  conside- 
rables por  ninguna  de  ambas  partes.  Hablan  los  imperiales  tomado 
las  plazas  de  Terouane  y  de  Hesdin;  y  apoderádose  los  franceses  de 
las  de  Renty  y  Mariemburgo:  hecho  aquellos  una  invasión  en  la  Pi* 
cardia,  y  acercádose  los  segundos  á  Thionville  por  los  Paises-Bajos; 
mas  no  se  habia  dado  ningún  golpe  decisivo.  Con  la  misma  alter- 
nativa de  próspera  y  adversa  fortuna  se  batian  en  las  fronteras  y 
varias  partes  de  Italia  los  ejércitos  beligerantes.  Reinaba  en  los  dos 
principes  enemigos  mas  cansancio  de  la  guerra,  que  deseo  verda- 
dero de  la  paz,  por  los  gastos  inmensos  que  la  hostilidad  les  acar- 
reaba. En  mayo  de  1555  se  ajustaron  unas  treguas  en  Arras  entre 
ambas  coronas  que  debian  de  durar  cinco  años.  Concurrieron  al  acto 
en  nombre  del  emperador  el  cardenal  Polo,  el  duque  de  Medinasi- 
donia,  el  obispo  de  Arras,  el  conde  de  Lalain  y  el  presidente  del  con- 
sejo de  Fiandes  Vigío  Inchieno.  Asistieron  por  el  rey  de  Francia  el 
cardenal  de  Lorena,  y  el  condestable  de  Montmorency.  Por  la  In- 
glaterra se  presentaron  el  obispo  de  Winchester  y  el  conde  de  Aron- 
del.  Se  suscitaron  en  las  conferencias  grandísimas  dificultades.  Pe-^ 


CAPITULO  XIV.  191 

dian  los  franceses  el  ducado  de  Milán  y  que  el  duque  de  Saboya  se 
casase  con  la  viuda  del  duque  de  Lorena,  y  que  se  diese  ¿Navarra 
á  Antonio  de  Borbon  Vendóme,  casado  con  Juana  de  Albret,  hija  de 
Enrique  de  Albret  y  Margarita  de  Yalois,  hermana  de  Francisco, 
difunto  rey  de  Francia»  Mas  á  nada  de  esto  se  accedió,  y  las  treguas 
se  firmaron  sencillamente  sin  ningunas  condiciones.  Se  vio  asi  libre 
el  emperador  de  un  peso  que  le  fatigaba;  mas  le  quedaba  otro  que 
le  era  imposible  echar  de  si  por  ser  producto  de  sus  enfermedades 
y  de  la  vejez  que  á  pasos  agigantados  le  cargaba.  Habia  llegado  á 
una  época  de  la  vida  en  que  todas  las  ilusiones  se  disipan,  en  que 
se  van  todas  las  flores,  quedando  solo  en  logar  suyo  las  espinas. 
Habia  gozado  demasiado  pronto  de  las  pompas  y  prestigio  del  po-* 
der,  para  no  experimentar  que  la  grandeza  es  humo,  que  los  goces 
de  la  ambición  son  sueDos  de  que  se  dispierta  rara  vez  sin  amar- 
gura. Ninguna  gran  razón  tenia  de  quejarse  de  la  suerte,  mas  en 
el  áltimo  tercio  de  su  vida,  no  la  hablan  faltado  sinsabores  y  dolo- 
rosos desengafios.  Cuando  liega  el  hombre  ¿  semejante  situación, 
DO  puede  menos  de  deleitarse  con  las  ideas  del  retiro  y  del  descanso; 
y  si  á  todo  esto  se  aDaden  los  sentimientos  religiosos  que  hacen  ten- 
der los  ojos  h&cia  lo  futuro,  no  extrafiaremos  que  Garlos  Y  ¿  los 
cincuenta  y  seis  afios  de  su  edad,  pensase  seriamente  en  echar  de  sí 
ttü  peso  que  realmente  le  abrumaba^^Hubo  quien  escribió  que  entre 
las  causas  que  le  movieron  á  tomar  esta  resolución,  ocupa  un  prin- 
cipal lagar  la  conducta  poco  obsequiosa  hacia  él  por  parte  de  su 
hijo  don  Felipe,  y  que  prefirió  una  voluntaria  cesión  de  sus  estados 
á  las  serias  mortificaciones  que  de  su  carácter  ambicioso  y  vivos 
deseos  de  reinar  tenia  (1);  mas  no  dieron  las  acciones  anteriores  de 
este  príncipe  motivo  para  una  imputación  ten  grave  y  seria.  Según 
dijo  él  mismo  hallándose  ya  en  su  retiro  de  Yus  te,  se  habia  ocupa- 
do de  esta  idea  en  vida  de  la  emperatriz;  mas  que  no  habia  podido 
realizarlo  por  lo  complicado  que  se  hallaban  sus  negocios  y  falta  de 
un  heredero  que  estuviese  en  aptitud  de  reemplazarle.  El  heredero 
ya  se  hallaba  en  sus  maduros  a&os,  y  el  tiempo  parecía  llegado  de 
adoptar  finalmente  la  resolución  que  iba  á  excitar  la  admiración  de 
toda  Europa.  Con  este  designio  envió  á  llamar  al  príncipe  á  Bruse- 
las, y  allí  mismo  renovó  sus  negociaciones  con  su  hermano,  á  fin  de 
que  renunciase  en  favor  de  su  hijo  la  corona  del  imperio;  mas  el  rey 

(1)   Véase  á  RoberUon  L.  G.  XI,  en  su  cita  de  Lebesque,  autor  ó  editor  de  las  Vellorias  de  Gran- 
ye  la. 


192  HisTOWA  9B  rmn  ii. 

de  lo6  romaQOs  persistió  en  su  oegativa,  y  el  emperador  tuvo  que 
renuaeiar  á  esta  última  ilasioo  de  brillo  y  de  grandeza. 

Se  hallaba  Felipe  muy  poco  á  gusto  suyo  eu  loglaterra,  descoD** 
lento  del  país,  causado  de  la  reíaa,  que  auoca  había  sido  para  él 
objeto  de  cariño.  Aprovechó,  pues,  con  gusto  esta  ocasión  que  se  le 
ofrecía  de  dejar  aquel  pais,  y  se  apresuró  á  obedecer  los  preceptos 
de  su  padre.  Fué  esta  partida  objeto  para  la  reina  de  e]icesÍYa  pesa- 
dumbre, trató  de  impedirla  por  cuantas  razones  supo  y  pudo,  ale^ 
gando  su  embarazo,  que  después  resultó  ser  hidropesía.  Mas  no 
tuvo  en  ninguna  cuenta  el  rey  sus  ruegos  y  clamores,  y  en  8  de 
octubre  de  1555  salió  de  Inglaterra,  encaminándose  á  los  Paises- 
Bajos,  donde  le  aguardaba  un  cambio  inesperado  de  fortuna. 

Habia  convocado  el  emperador  los  estados  de  los  Paises^Bajos  en 
Bruselas  (1).  El  28  del  mismo  mes  de  octubre  se  presentó  en  su 
seno,  y  con  toda  la  solemnidad  digna  de  los  tiempos  de  los  Césares 
renunció  en  favor  de  don  Felipe  la  soberanía  de  los  Paises-*Bajos 
que  habia  heredado  de  su  padre.  Con  aire  de  majestad,  con  noble 
y  augusto  continente  se  presentó  y  condujo  el  emperador  en  tan  so* 
lemne  circunstancia.  Se  hallaban  á  la  derecha  del  trono  el  príncipe 
de  Espafia,  el  principe  Maximiliano  y  Filiberto,  duque  de  Saboya. 
A  la  izquierda,  las  reinas  viudas  de  Hungría  y  de  Francia,  María, 
reina  de  Bohemia,  y  Cristierna,  hija  del  rey  de  Dinamarca,  duquesa 
de  Lorena.  Comenzó  la  ceremonia  nombrando  al  príncipe  de  Espafia 
caballero  del  toisón  de  oro,  y  en  seguida  el  secretario  Filiberto  Brus- 
seli  leyó  en  alta  voz  el  acta  de  renuncia  del  seOorío  de  los  Países- 
Bajos,  hecho  por  el  emperador  Carlos  Y  en  favor  de  la  persona  de 
su  hijo  don  Felipe.  Concluido  el  acto  y  apoyando  una  mano  en  el 
hombro  del  príncipe  de  Orange,  y  con  un  papel  en  la  otra,  sin  duda 
para  alivio  de  memoria,  se  levantó  el  emperador  y  arengó  en  fran-^ 
cés  por  última  vez  á  los  estados,  haciendo  enumeración  de  las  ex-« 
pediciones  que  habia  emprendido,  de  los  servicios  tanto  civiles  como 
militares  que  habia  hecho.  Les  habló  de  sus  enfermedades,  de  su 
incapacidad  de  conservar  el  cetro  con  ventajas  para  el  pueblo,  y  de 
que  en  la  persona  de  su  hijo  les  dejaba  un  príncipe  experimentado 
en  todos  los  negocios  del  gobierno.  No  fué  menos  patético  su  disr 
curso  al  nuevo  rey  que  se  le  puso  delante  de  rodillas,  exhortándole 
k  ser  justo,  á  mirar  con  respeto  sagrado  las  leyes  y  con  amor  á  sus 

(1)  Bs  la  fecha  que  asigna  Sandoval  á  este  acto  que  ocupa  en  la  historia  un  lugar  tan  distinguido. 
Mas  en  el  día  y  aun  en  el  mes  discrepan  la  mayor  parte  de  los  historiadores  de  la  época. 


CAPITULO  XIV.  193 

nuevos  subditos.  Ea  todos  hizo  impresión  lo  solemne,  sublime  y 
tierno  de  la  escena:  algunos  derramaron  lágrimas.  El  emperador  no 
se  apartó  un  punto  de  su  nobleza  y  dignidad;  ningún  soberano  al 
despedirse  de  su  pueblo  excitó .  mas  sentimientos  de  reverencia  y 
pesadumbre.  Prometió  Felipe  á  su  padre  haberse  fielmente  en  su 
nueva  dignidad  y  arreglarse  en  todo  á  sus  preceptos.  Al  dirigirse  ¿ 
la  asamblea  manifestó  que  le  era  imposible  expresarse  en  lengua 
francesa,  por  no  haberla  deprendido  (1);  mas  que  el  obispo  de  Arras 
seria  intérprete  de  sus  sentimientos.  La  arenga  del  prelado  á  nom- 
bre del  nuevo  sefior  de  los  Paises-Bajos  se  redujo  á  las  promesas  de 
costumbre  y  que  nunca  en  tales  ocasiones  se  escasean. 

En  seguida  se  levantó  la  reina  viuda  de  Hungría,  y  se  dirigió  á 
los  estados  dándoles  gracias  por  los  favores  que  la  hablan  dispen- 
sado» é  hizo  renuncia  del  gobierno  de  los  Paises-Bajos  que  hacía 
veinte  afios  desempeñaba  en  nombre  de  su  hermano. 

En  16  de  enero  de  1556  hizo  Garlos  renuncia  de  las  coronas  de 
Castilla  en  favor  de  su  hijo  ante  Francisco  de  Eraso«  comendador 
de  Montalazy,  notario  mayor,  y  de  las  de  Aragón,  ante  Diego  de 
Vargas,  escribano  de  cámara.  Además  le  dio  la  investidura  del  es- 
lado  de  Sena,  y  el  título  de  Vicario  general  del  sacro  imperio.  Mas 
antes  de  abrir  la  época  de  este  reinado,  tan  fecundo  en  grandes 
acontecimientos,  se  dedicarán  algunas  páginas  á  seguir  las  huellas 
del  último  monarca  después  de  su  renuncia. 

De  todas  sus  coronas  se  habia  despojado  Garlos  V  á  excepción  de 
la  imperial  que  conservaba  todavía,  siempre  con  la  esperanza  de 
trasmitirla  á  don  Felipe.  Inmediatamente  que  se  redujo  á  condición 
privada,  pasó  á  vivir  en  un  palacio  particular  en  compafiía  de  las 
reinas  sus  hermanas,  pues  la  de  Hungría  habia  entregado  el  gobier- 
no de  los  Paises-Bajos  al  duque  Filíberto  de  Saboya,  por  disposi- 
ción de  don  Felipe.  El  retiro  donde  era  la  intención  del  emperador 
fijar  su  residencia  era  el  monasterio  de  Jerónimos  de  Juste  ó  Ynste, 
situado  en  Extremadura  cerca  de  la  vera  de  Plasencia.  Mas  por  lo 
erado  de  la  estación  ó  falta  de  preparativos,  no  pudo  ponerse  en 
viaje  hasta  setiembre  del  mismo  aOo  de  1 556  que  se  embarcó  en 
Zelandia  en  compañía  de  las  mismas  reinas  y  su  privada  comitiva, 
despidiéndose  del  nuevo  rey  que  le  habia  acompañado  hasta  aquel 
panto.  Padeció  la  pequefia  flota  una  tempested,  y  llegó  en  bastante 
mal  estado  á  fines  del  mes  al  puerto  de  Laredo,  donde  tuvo  lugar  el 

(1}    Bxpieslon  de  Sandoval,  1.  XZIÜf  *  párr.  16. 


194  HISTORIA  DB  FELIPE  II. 

desembarco.  Se  dice  que  el  emperador  besó  la  tierra  al  verse  en  ella, 
diciéodole  que  le  recibiese  como  su  postrer  asilo.  Llegó  tan  fatigado 
y  quebrantado,  que  solo  eo  litera  pudo  hacer  el  viaje  hasta  Burgos, 
donde  descansó  dos  dias.  A  pesar  de  que  debia  conocer  los  hom- 
bres, no  dejó  de  extra&ar  el  escaso  número  de  seSores  y  caballeros 
principales  que  le  vinieron  á  cumplimentar,  tanto  en  aquel  punto 
como  en  el  camino.  En  seguida  se  trasladó  á  Valladolid,  donde  no 
quiso  se  le  hiciese  ningún  recibimiento,  cediendo  este  honor  &  sus 
hermanas,  que  hicieron  su  entrada  un  dia  antes.  Allí  tuvo  una  en- 
trevista con  su  hija  y  regente  doña  Juana,  habiendo  visto  también 
á  su  nieto  el  príncipe  don  Garlos,  de  cuyos  modales  y  conversa- 
ción, dicen,  quedó  sumamente  disgustado.  Querían  sus  hermanas 
acompaDarle  hasta  Yus  te;  mas  no  lo  permitió  el  emperador,  y 
se  despidió  de  ellas  en  Valladolid  prosiguiendo  solo  su  jornada.  Al- 
gunos historiadores  dic^n  que  tuvo  que  suspender  su  viaje  por  falta 
de  dinero  (1);  pero  esto  es  muy  dnro  de  creer,  habiéndose  asignado 
él  mismo  la  corta  cantidad  de  12,000  ducados  anuales  por  via  de 
pensión  ó  de  retiro.  Y  aunque  hubiese  sucedido  así  por  escaseces 
del  erario  ó  circunstancias  imprevistas,  achacarlo  á  indiferencia  ó 
tal  vez  á  ingratitud  de  Feiípe,  nos  parece  con  demasía  aventurado. 

A  mediados  de  noviembre  del  mismo  a&o  llegó  á  Yuste,  donde  le 
hablan  preparado  una  especie  de  habitación  particular^  pegada  al 
convento,  con  el  que  tenia  comunicación  aunque  del  todo  indepen- 
diente. En  aquella  modesta  vivienda,  compuesta  de  cinco  ó  seis  pie- 
zas, sencilla  y  hasta  pobremente  alhajadas,  se  encerró  el  que  habia 
dado  leyes  á  mas  de  la  mitad  de  Europa,  sin  que  en  sus  conversa- 
ciones, ni  en  ninguno  de  sus  actos,  diese  á  entender  que  estaba  ar- 
repentido de  aquel  cambio. 

La  vida  que  el  emperador  llevó  en  Yuste  fué  sencilla,  dedicada  en 
lo  esencial  á  ejercicios  de  devoción  y  de  piedad,  ocupando  las  horas 
de  recreo  en  el  cultivo  del  jardín,  ó  en  la  construcción  de  alguna 
obra  mecánica,  sobre  todo  de  relojes,  á  que  era  muy  aficionado.  El 
grande  artífice  de  aquellos  tiempos  que  excitaba  tanta  admiración 
con  lo  ingenioso  y  atrevido  de  sus  invenciones,  Juanelo  Turriano,  le 
hizo  varías  visitas  en  su  retiro  y  le  daba  lecciones  de  su  arte.  Tam- 
bién se  divertía  con  la  música,  en  la  que  dicen  era  muy  inteligente, 
siendo  su  voz  tan  buena  y  delicada,  que  algunos  religiosos  iban  en 

(1)  Entre  otros  Cabrera,  1.  S,  o.  iV,  quien  expresa  el  pueblo  de  la  detención  (Oropesaj,  el  Uempo 
de  la  duración  (30  días),  y  la  cantidad  que  aguardaba  para  pagar  &  bus  orlados  (90,0(K)  escadoa). 


CAPITOLO  XIV.  198 

silencio  á  escucharle  á  su  puerta  cuando  cantaba,  sobre  todo  en  las 
horas  de  la  noche.  Mas  todos  esos  pasatiempos  no  le  distraian  del 
negocio  que  le  era  mas  interesante.  Sin  ligarse  con  ningún  voto, 
observaba  en  cuanto  se  lo  permitían  sus  enfermedades  la  regla  del 
orden  de  san  Jerónimo  á  que  pertenecia  aquella  casa.  Asistía  al 
coro  con  frecuencia :  todas  las  mafianas  oia  misa,  y  rezaba  muchas 
devociones.  A  mediodía  oia  un  sermón  y  á  falta  suya  una  homilía 
de  san  Agustin,  y  por  la  tarde  asistía  á  vísperas.  Pasaba  asimismo 
algunas  horas  en  conversación  con  el  prior  y  algunos  otros  graves 
religiosos  del  convento  con  quienes  entraba  en  varios  pormenores 
de  su  vida,  contándolos  con  afabilidad  y  sencillez  de  trato  sin  nin- 
guna etiqueta  y  ceremonia.  Sandoval,  el  mas  copioso ,  y  tal  vez  el 
mejor  de  sus  historiadores,  refiere  los  cargos  que  le  hicieron  una 
▼ez  los  visitadores  de  la  orden  por  las  liberalidades  que  distribuía  á 
yarios  individuos  de  la  casa,  que  el  emperador  escuchó  con  la  ma- 
yor docilidad  prometiendo  enmendarse.  Es  de  un  vivo  interés  una 
de  sus  conversaciones  con  san  Francisco  de  Borja ,  sobre  los  moti- 
vos que  obligaron  á  este  á  dejar  el  mundo  y  á  preferir  la  nueva  or- 
den de  los  jesuítas  á  las  demás  ya  antiguas  y  probadas*  Mas  deja- 
remos por  ahora  á  Garlos  V  en  la  modestia  y  humildad  de  su  retiro 
para  volver  al  gran  teatro  del  mundo ,  sobre  el  que  comenzaba  á 
representar  un  gran  papel  su  hijo. 


cAPrrtíto  XV. 


Estado  de  la  Europa  á  la  subida  de  Felipe  H  al  trono. — Se  declara  Paulo  IV  contra  Fe- 
lipe II. — ^Pasa  el  duque  de  Alba  á  gobernar  á  Nápole». — Ruptura  de  hostilidades. 
— ^Invaden  las  tropas  espadólas  los  estados  pontificios. 


Se  hallaba  Felipe  U  en  los  29  afios  empezados  da  suedad^  cuan- 
do por  la  reoQDcía  de  su  padre ,  se  vio  el  primer  soberano  de  la 
Europa.  No  heredaba  la  corona  imperial ;  mas  esta  brillante  digni- 
dad no  era  en  mil  ocasiones  verdadero  poder ,  y  por  la  proximidad 
de  los  turcos  acarreaba  mas  peligros  y  embarazos  que  provecho.  Sin 
contar  con  Inglaterra,  de  que  no  era  mas  que  monarca  nominal,  se 
veia  due&o  de  Espafia,  de  los  Paises-Bajos,  del  Franco-Condado,  del 
ducado  de  Milán,  de  Sicilia,  de  Ñápeles,  de  GerdeOa,  y  del  inmenso 
y  opulento  imperio  que  las  armas  y  la  audacia  de  unos  pocos  aven- 
tureros hablan  dado  k  Castilla  en  el  nuevo  continente.  Con  razón  se 
decia  que  el  sol  no  se  ponia  nunca  en  los  estados  de  este  príncipe. 

Era  Felipe  nuevo  rey,  mas  no  nuevo  gobernante;  pues  casi  desde 
su  infancia  se  habia  familiarizado  con  los  negocios  y  debia  de  co- 
nocer los  hombres  y  las  cosas.  No  era  menos  necesaria  una  perso- 
nal capacidad  de  gobierno  para  el  hijo ,  que  lo  habia  sido  para  el 
padre,  hallándose  la  Europa  tan  agitada  sin  dar  muestras  de  mas 
tranquilidad  que  bajo  el  reinado  del  último  monarca.  Mandaba  en 
Francia  Enrique  11,  heredero  de  la  enemiga  de  su  padre  hacia  la  casa 
de  Austria.  Una  tregua  acababa  de  suspender  las  hostilidades  con  el 
emperador,  mas  solo  el  cansancio  y  no  un  deseo  de  paz  habían  dic- 


CAPITULO  XV.  IW 

tado  esta  medida.  Bl  oalvinismo  que  en  el  reinado  del  anterior  mo^ 
narca  no  pasaba  en  aquel  pai9  de  noa  secta  oseura ,  se  babia  di-^ 
fondido  por  varías  proviooias,  y  era  la  religión  de  moehos  sefiorea 
de  gran  preponderancia ,  entre  los  que  se  contaban  basta  principes 
de  la  sangre.  Estaba  Inglaterra  regida  por  María ,  esposa  de  Felipe» 
sin  que  las  perseonciones  y  rigor  ejercidos  contra  los  enemigos  do 
la  fe  católica  restUayesen  al  país  la  tranquilidad,  y  mucho  meno» 
la  unidad  de  creencias  que  se  apetecia.  Era  la  reina  odiada  por  mas 
de  la  mitad  de  la  nación  que  la  designaba  con  el  título  de  sangui^ 
naria,  y  la  irritación  que  en  ella  producía  el  desvio  de  Felipe  aumen*^ 
taba  la  severidad  de  todas  sus  disposiciones.  En  Escocia  continuaba 
la  regencia  de  María  de  Lorena ,  ejercida  en  nombre  de  te  reina 
María  Stnarda  que  continnaba  en  París  en  vísperas  de  ser  enlazada 
con  el  primogénito  de  Enrique.  Al  frente  del  imperio  de  Alemania 
iba  k  ponerse  definitivamente  el  rey  de  los  romanos  Fernando,  ha-* 
hiendo  por  fin  enviado  desde  EspiJia  el  emperador  so  acto  de  re-^ 
nuncia.  Hablan  concebido  los  príncipes  luteranos  sospechas  de  que 
se  trataba  de  falsear  el  tratado  de  Passau,  al  abrigo  del  cual  vivían 
tranquilos ;  mas  tuvo  la  habilidad  el  rey  de  los  romanos  de  disipar 
sus  inquietudes ,  habiéndose  confirmado  en  una  dieta  celebrada  en 
Augsburgo  en  1555  las  disposiciones  del  tratado ,  con  lo  que  per- 
manecía el  país  sin  aparentes  turbulencias.  Continuaba  en  el  trono 
de  Sueoía  Gustavo^  fundador  de  la  nueva  dinastía.  Babia  subido  al 
do  Dinamarca  Cristiano  III,  sucesor  del  duque  de  Holstein,  que  ha** 
bia  expelido  al  rey  Cristíemo.  Reinaba  en  Polonia  Segismundo  Au* 
gusto,  y  en  Portugal  don  Juan  111 ,  sucesor  de  don  Manuel ,  que 
introdujo  la  inquisición  en  aquel  reino.  En  1554  habia  bajado  at 
sepulcro  el  papa  Julio  III ,  sucesor  de  Paulo  III ;  y  á  la  muerte  de 
Marcelo  II,  que  reinó  solo  veinte  y  dos  días,  fué  exaltado  al  trono 
pontificio  Paulo  IV ,  de  quien  haremos  mas  mención  en  adelante. 
En  cuanto  á  Italia,  merece  noticia  particular  por  la  variedad  de  es-^ 
tados  de  que  se  compone  y  las  relaciones  é  influencia  que  ejerció  en 
ellos  Caríos  Y.  Ya  hemos  visto  como  en  el  reinado  de  este  empera- 
dor fueron  para  siempre  expelidos  del  Milanesado  y  de  Ñápeles  los 
franeeaes  que  alegaban  derechos  á  los  dos  países.  A  la  muerte  en 
1536,  sin  hijos  varones,  de  Francisco  Sforza ,  duque  de  Milán ,  se 
hizo  Carlos  V  duefio  y  soberano  del  Estado,  que  como  feudo  impe- 
rial deberia  de  quedar  anejo  á  la  corona  del  imperio ,  mas  que  á 
pesar  de  esto  hizo  parte  de  la  magnifica  herénda  de  Fdipe.  Era^ 

Tomo  i.  U 


i  dS  HISTORIA  DE  VKtíH  U. 

pues,  daefio  de  Milán,  de  N&poles  y  de  Sicilia,  y  esta  circunstancia 
por  precisión  ie  habia  de  dar  gran  influencia  entre  los  otros  sobe- 
ranos  de  la  Italia.  Yenecia  que  se  babia  mostrado ,  cuando  contra- 
ria, cuando  favorable,  á  los  intereses  del  emperador,  se  bailaba  en 
un  estado  de  neutralidad  á  la  subida  al  trono  de  su  bijo.  Continua- 
ba Genova  bajo  el  poder  y  grande  influencia  de  los  Dorias,  amigos 
y  servidores  siempre  de  la  casa  de  Austria.  En  1547  babia  abortado 
en  aquel  pais  la  conspiración  de  Fiescbi ,  promovida  secretamente 
por  Francia  y  por  Pedro  Luis  Farnesio ,  duque  de  Parma ,  bijo  de 
Paulo  III;  mas  no  fué  esta  llamarada  mas  que  de  un  momento,  ha- 
biendo perecido  el  jefe  de  la  conspiración  por  un  accidente  inespe- 
rado. Octavio^  bijo  y  sucesor  del  duque  de  Parma ,  continuó  sus 
tratos  con  Francia  y  fué  inducido  á  recibir  en  su  pais  tropas  de 
Enrique  II;  mas  fué  descubierto  el  plan  por  el  emperador  y  el  papa, 
quienes  le  declararon  la  guerra,  y  le  hubiesen  despojado  de  sus  es- 
tados á  no  haber  el  principe  alcanzado  su  perdón  ,  casándose  con 
Margarita,  hija  natural  de  Carlos  V. 

En  cuanto  á  Florencia,  ya  hemos  visto  que  por  los  afios  de  1530 
habia  pasado  del  estado  republicano  á  la  dominación  de  los  Médicis, 
que  al  principio  tomaron  el  titulo  de  duques  de  Florencia,  y  en  se- 
guida el  de  grandes  duques  de  Toscana.  Una  de  las  operaciones  de 
los  franceses  durante  la  última  guerra  que  hemos  mencionado  fué  la 
invasión  y  ocupación  de  Sena ,  y  con  este  motivo  se  apoderaron  de 
algunos  otros  puntos  de  la  Toscana  y  el  Genovesado;  mas  de  dicha 
plaza  fueron  expelidos,  después  de  un  sitio  muy  tenaz,  por  las  ar- 
mas de  Garlos  V  y  el  duque  de  Florencia.  A  la  subida ,  pues ,  de 
Felipe  al  trono ,  tenia  por  amigas  en  Italia  á  Genova  y  Florencia: 
por  poco  amigas  y  contrarias  á  Parma,  Módena  y  Ferrara. 

Tal  era  la  situación  de  Europa  al  inaugurar  Felipe  su  reinado. 
No  puede  menos  de  abrazar  su  historia  la  de  casi  todos  los  estados 
de  que  esta  parte  del  mundo  se  compone.  No  es  muy  fácil,  pues, 
trazarla  con  claridad,  con  método,  sin  que  resulten  confusiones.  No 
es  posible  observar  siempre  con  exactitud  el  orden  cronológico,  una 
de  las  grandes  condiciones  de  la  historia,  cuando  sucesos  contem- 
poráneos que  pasan  en  diversas  partes  no  tienen  ninguna  conexión 
ni  enlace.  Tampoco  se  puede  ni  se  debe  dar  al  relato  de  todos  igual 
grado  de  extensión,  porque  no  son  igualmente  interesantes.  Todo 
esto  lo  tendremos  presente  en  nuestra  narrativa.  No  escribiremos 
anales  de  lo  que  ocurría  al  mismo  tiempo  en  todas  partes,  sino  qae 


CAPÍTULO  XV.  199 

pasaremos  de  un  país  ó  de  qd  asunto  á  otro,  de  modo  que  la  aten-- 
cion  no  se  fije  al  mismo  tiempo  en  cosas  may  heterogéneas.  Así  de- 
jaremos por  ahora  á  EspaQa,  volviendo  á  ella  cuando  lo  verifique 
don  Felipe,  á  quien  graves  negocios  detenian  en  los  Paises-Bajos. 

Uno  de  los  actos  del  reinado  de  Felipe  fué  la  confirmación  de  la 
regencia  de  EspaOa  en  favor  de  la  infanta  doOa  Juana.  Dio  á  Fili- 
berto  de  Saboya  el  gobierno  de  los  Paises-Bajos,  y  le  confirió  el 
titulo  de  consejo  de  Estado,  del  mismo  modo  que  al  duque  de  Alba, 
á  don  Francisco  Gonzaga,  al  Obispo  de  Arras,  al  príncipe  Andrés 
Doria,  á  don  Juan  Manrique  de  Lara,  á  don  Antonio  Toledo,  prior 
de  León,  á  Ruy  Gómez  de  Silva,  príncipe  de  Eboli,  al  conde  de 
Chinchón,  á  don  Bernardino  de  Mendoza,  á  don  Gutierre  López  de 
Padilla,  al  duque  de  Feria,  y  poco  después  al  regente  Figueroa. 
Nombró  embajador  en  Alemania  á  don  Claudio  Vigil  de  Quifiones, 
conde  de  Luna,  y  confirmando  en  el  de  Yenecia  á  Francisco  de  Var- 
gas Mejia.  De  los  cambios  que  hizo  en  el  personal  por  lo  tocante  á 
Espafia,  hablaremos  á  su  debido  tiempo. 

La  tregua  ajustada  un  aSo  hacia  entre  el  emperador  y  el  rey  de 
Francia,  se  renovó  y  confirmó  entre  este  y  Felipe  en  Cambray  en 
febrero  de  1556,  asistiendo  en  nombre  del  último  Lalaing,  gober- 
nador de  Haynalt,  Simón  Reynardo  y  Carlos  Tinsanc,  juristas  del 
consejo,  y  Juan  Bautista  Escherzo  Cremonés,  regente  de  Milán.  Por 
la  parte  de  Francia  asistieron  el  almirante  Coligny,  gobernador  de 
Pecardía,  Sebastian  d'Aubepine,  del  consejo  y  secretario  de  Estado, 
y  los  abades  de  Bossen-Fontaine  y  San  Martin;  mas  esta  tregua  iba 
á  ser  muy  corta. 

1556.  Es  un  rasgo  singular  en  el  reinado  de  Felipe  II,  de  un 
monarca  tan  católico,  tan  adicto  á  la  sede  pontificia,  tan  hijo  obe- 
diente de  la  Iglesia,  que  su  primera  guerra  hubiese  sido  con  el  papa 
y  provocada  por  este  padre  de  los  fieles;  mas  así  es  la  verdad  pura. 
Faé  exaltado  como  hemos  dicho,  á  la  tiara  Paulo  IV  (Pedro  Carraf- 
fa)  por  la  facción  francesa  á  despecho  de  la  austríaca,  con  cuyo 
motivo  concibió  un  odio  al  emperador  y  á  Felipe  que  influyó  en 
toda  su  política.  La  historia  pinta  á  este  pontífice  como  hombre  de 
pasiones  muy  fogosas  y  violentas  en  medio  de  lo  sumamente  avan- 
zado de  sus  años,  y  sobre  todo  altamente  imbuido  de  las  ideas  de 
omnipotencia  de  la  Santa  Sede.  No  se  atribuía  tanto  á  sus  propios 
sentimientos  esta  enemistad  hacia  los  príncipes  austríacos  como  á 
las  intrigas  y  á  la  ambición  de  sa  sobrino  el  cardenal  Carraffa,  que 


too  HISTOMA  DB  FBUPS  lí. 

se  creía  ofendU»  dtl  emperador  por  lo  poco  gratos  que  !e 
«klo  sus  servicios.  El  primer  paso  del  pontifico  fué  solicitar  una 
aiiaiza  coo  Fraocia,  que  eutró  gustosa  eu  estos  tratos  y  atizó  el 
odio  del  papa,  en  medio  de  estar  él  mismo  ocupado  eo  el  ajuste  de 
«ua  tregua  con  sus  euemigos. 

Muy  siDgular  parece  que  el  rey  de  Fraacia  se  ocupase  á  la  vez 
de  dos  a)50]itos  tan  cootradictorios;  mas  tal  es  la  verdad  coufesada 
por  los  historiadores  franceses,  y  tal  la  bueua  fe  que  reina  en  las 
negodadoms  diplomáticas.  Halagaba  mucho  á  Enrique  la  idea  sa* 
gerída  por  Paulo  IV  de  recibir  ia  investidura  de  Milán  y  de  Nápo* 
ks  para  sos  dos  hijos.  Combatió  vivamente  el  mariscal  de  Montmo^ 
rency  este  proyecto  de  liga:  la  apoyó  fuertemente  el  partido  de  los 
Guisas.  Estos  Guisas,  de  quienes  se  hace  mención  tantas  veces  en 
la  historia,  eran  príncipes  de  la  casa  de  Loreoa,  naturalizados  en 
Francia  desde  principios  de  aquel  siglo.  El  lamoso  Fraocisco  de 
Guisa,  defensor  de  Metz  contra  Garlos  V,  era  el  segundo  duque  de 
esta  casa.  Tenia  entre  otros,  dos  hermanos,  ambos  caidenales  y 
ttüy  conocidos  en  su  tiempo,  uno  con  el  nombre  de  Cardenal  de 
Loreoa)  y  otro  con  el  de  Cardenal  de  Guisa.  María  de  Lorena  reina 
viuda  de  Escocia  y  madre  de  María  Bstuarda  era  hermana  de  estos 
príncipes.  Masa  pesar  de  las  intrigas  de  esta  familia  poderosa;  k  pe- 
sar de  que  el  tratado  de  alianza  oon  el  papa  halagaba  mas  qoe  el 
de  la  tregua  con  el  rey  de  BspaQa,  se  ajustó  ^te  el  primero.  Reso- 
lución que  puso  muy  furioso  á  Paulo  lY.  lomediatamente  despaché 
k  París  k  su  sobrino  el  cardenal  k  exponer  sus  quejas  y  hacer  pre* 
sentes  sus  apuros  si  la  tregua  se  llevaba  á  efecto.  No  fué  difícil  al 
cardenal  Garraffa  remover  los  escrúpulos  del  rey  acerca  de  la  ob- 
servancia de  la  tregua,  pues  adem&s  de  que  la  liga  con  el  papa  es- 
taba en  sus  ideas,  supo  mover  el  legado  en  su  corte  reortes  podero- 
sos entre  ellos  el  de  la  fomosa  Diana  de  Poitiers  dama  de  Enrique  11 
que  supo  ganar  con  presentes  de  parte  del  pontífice.  Quedaren  con 
esto  desbaratados  ios  planes  de  Montmorency,  triunfante  el  de  los 
Guisas.  Favorecido  además  con  un  breve  de  absolución  por  el  pon- 
tífice, rompió  Enrique  virtualmente  la  tregua  con  el  rey  de  Espaffa, 
prometiendo  al  papa  tropas  que  se  pusieron  en  efecto  en  movimien- 
fo.  Paulo  IV  entró  en  negociaciones  con  el  mismo  objeto  con  los  du- 
ques de  Parma  y  de  Ferrara,  indisponiéndolos  contra  el  rey  de  Espa- 
fia.  Privó  k  este  del  subsidio  de  cruzada  de  que  gozaban  sus  antece- 
sores en  Espafia,  con  motivo  ó  pretexto  de  la  guerra  contra  ios  infie- 


CAPITULO  XY«  201 

les,  eovió  guaroiciones  ¿  las  plazas  confinantes  con  el  reino  de  Ná*- 
poles^  y  no  omitió  medio  alguno  de  mostrar  su  hostilidad  al  rey  de 
EspaSa.  Su  embajador  en  Roma,  Garcilaso  de  la  Vega,  que  manifes^ 
taba  al  duque  de  Alba  el  peligro  que  corría  el  reino  de  Ñapóles,  en 
una  carta  interceptada,  fué  por  orden  del  pontífice  preso  en  el  castillo 
de  San  Angelo.  Alli  encerró  asimismo  al  cardenal  Santafiore  y  otros 
que  se  oponían  á  su  política  hostil  con  el  rey  de  Espafia.  A  los  Go- 
lonnas,  que  pasaban  por  amigos  de  este  príncipe,  excomulgó,  pri^ 
vando  á  Marco  Antonio,  jefe  de  la  familia  del  ducado  de  Paliano.  Y 
para  coronar  todos  estos  actos  de  animosidad,  declaró  en  pleno 
oonsistorío  al  rey  Felipe  decaído  de  su  derecho  al  reino  de  Ñapóles^ 
como  infractor  de  los  juramentos  que  ¿  su  predecesor  habia  hecho 
al  monarca  feudatario. 

Ya  habia  consultado  el  rey,  antes  de  llegar  las  cosas  i  esta  ex-* 
tremidad>  con  sus  teólogos  mas  graves  si  le  era  permitido  en  vista 
de  tales  agravios  hacer  armas  contra  el  papa.  Los  teólogos  le  res^ 
pondieron  que  debía  emplear  antes  todos  los  medios  de  la  negocia- 
ción, de  la  sumisión  y  de  la  súplica,  y  que  solo  en  el  caso  de  apo** 
rarse  le  podría  ser  lícito  acudir  k  su  defensa  personal  tomando  ar^ 
mas  contra  el  pontífice  que  injustamente  le  atacaba.  Con  esta  es- 
pecie de  resguardo^  dando  el  rey  de  Espafia  por  apurados  todos  los 
medios  de  conciliación,  se  pensó  en  hostilidades,  y  envió  de  virey  á 
Ñápeles  al  duque  de  Alba  que  habia  ya  bajado  á  Milán  de  orden 
del  emperador,  nombrándole  generalísimo  de  sus  tropas  en  Italia. 

Pasaba  á  la  sazón  don  Fernando  Alvarez  de  Toledo,  duque  de 
Alba,  por  el  primer  general  que  tenia  Espafia.  Desde  muy  joven 
comenzó  á  distinguirse  en  los  ejércitos  de  Italia.  Mandaba  un  cuer* 
po  ó  división  del  ejército  que  en  1536  puso  cerco  á  Marsella:  estu- 
vo á  la  cabeza  de  las  tropas  imperiales  en  la  batalla  de  Muhlberg, 
y  cuando  el  sitio  de  Metz  sirvió  asimismo  como  general  en  jefe  bajo 
las  órdenes  de  Carlos  V.  Era  un  hombre  de  guerra  activo,  valeroso, 
inteligente,  y  como  jefe,  muy  duro  y  muy  severo.  Aunque  se  hizo 
famoso  en  el  reinado  del  padre,  creció  mucho,  como  veremos,  sQ 
nombre  en  el  del  hijo. 

Ya  era  pública  la  liga  del  papa  y  de  la  Francia.  Ya  se  estaban 
esperando  en  Ostia  tropas  que  este  último  habia  prometido,  y  pre- 
parando en  Roma  cuarteles  para  recibirlas.  Estaba  como  rota  la 
tregua  entre  Francia  y  Espafia,  aunque  no  denunciadas  las  hostili- 
dades entre  las  dos  potencias.  Reunía  el  duque  de  Alba  como  actí- 


sos  HISTORU  DB  FELIPE  U. 

vo  y  previsor,  eo  el  reioo  do  Ñapóles  y  frontera  de  las  estados  de 
la  Iglesia  sus  tropas,  que  se  compoDÍau  de  4,000  espafioles,  8,000 
italianos,  300  hombres  de  armas,  500  caballos,  y  12  piezas  de  ar- 
tillería. Mandaba  la  infantería  espafiola  su  hijo  don  García  de  To- 
ledo, y  el  maestre  de  campo  Sancho  MardoDes;  la  infantería  italiana 
Yespasiano  Gonzaga:  los  hombres  de  armas  Marco  Antonio  Golonna; 
la  caballería  el  duque  de  Pópoli,  y  de  la  artillería  estaba  encargado 
Bernardo  de  Aldana  (1). 

No  quiso  el  duque  romper  las  hostilidades  hasta  tener  respuesta 
del  pontífice,  ¿  quien  en  vio  de  emisario  al  príncipe  de  San  Valentina, 
quejándose  en  nombre  del, rey  don  Felipe  de  las  medidas  hostiles  del 
pontífice;  de  su  liga  con  Francia;  de  la  prisión  contra  el  derecho  de 
gentes  de  Garcilaso  de  la  Vega;  de  su  aproximación  de  tropas  á  la 
frontera  de  Ñapóles,  y  sobre  todo  de  su  declaración  en  el  consisto- 
rio, destituyendo  al  rey  de  sus  derechos  á  este  estado.  Al  mismo 
tiempo  exhortaba  á  Su  Santidad  á  remover  por  medios  mas  pacíficos 
los  horrores  de  una  guerra  inminente,  y  que  era  inevitable,  mien- 
tras no  diese  á  su  amo  una  satisfacción  debida.  Tardó  algún  tiempo 
el  pontífice  en  contestar,  y  al  fin  dio  una  respuesta  evasiva  con  ob- 
jeto de  ganar  el  tiempo  necesario  para  la  llegada  de  las  tropas  de 
Francia  que  aguardaba  (2).  Mas  el  duque  de  Alba  que  lo  compren- 
dió muy  bien,  no  quisó  perder  la  ventaja  de  ganarle  por  la  mano  y 
rompió  las  hostilidades  entrándose  con  sus  tropas  por  el  territorio  de 
la  Iglesia.  Como  las  fronteras  de  los  estados  pontificios  no  estaban 
bien  guardadas,  fué  fácil  al  duque  de  Alba  apoderarse  de  los  pun- 
tos de  Venili,  Banco,  Terracina  y  los  demás  pueblos  de  sus  inme- 
diaciones. Inmediatamente  pasó  á  Anagni  defendida  por  800  hom- 
bres; mas  viéndose  estos  en  la  imposibilidad  de  resistirse,  se  retiraron 
hacia  Tívoli,  dejando  franca  la  entrada  de  la  plaza,  que  fué  saqueada 
por  las  tropas  de  Alba. 

Llenaron  estas  noticias  á  Roma  de  terror  y  Paulo  IV  envió  con  toda 
precipitación  por  las  tropas  que  se  hallaban  en  la  Umbría  compuestas 
de  300  alemanes,  1,000  gascones,  y  7,000  hombres  mandados  por 
Alejandro  Golonna.  No  creyendo  suficiente  este  refuerzo  para  la  de< 


(1)  Log  principales  hechos  de  esta  corta  guerra  de  Italia  están  consignados  con  poca  diferencia 
en  todos  los  historiadores  de  la  época;  Cabrera,  Forreras,  Leti,  MlBana,  Beniel,  Heseray,  Anque- 
iU,etc. 

(1)  Alganos  histoi ¡adores  dicen  qúe  respondió  con  altivez;  mas  hallándose  entonces  tan  dos- 
prevenido  y  en  vísperas  de  verse  reforzado,  es  mas  patural  qne  háblese  observado  la  politioa  qna 
Indica  el  texto. 


CilPlTüLO  XV.  ÍOS 

íeDsa  de  ía  capital,  sopIícaroD  los  cardenales  al  pontífice,  conjurase 
aquella  tempestad  entrando  en  ajuste  con  el  duque  de  Alba.  Propu- 
so el  papa  al  efecto  al  espafiol  una  conferencia  con  el  cardenal  Car- 
rafa para  la  renovación  de  las  relaciones  amistosas.  Accedió  el  duque; 
mas  no  habiendo  encontrado  al  cardenal  en  Gruta-Ferrara,  sitio  de 
la  cita,  y  aguardándole  allí  en  vano  cuatro  dias,  calculó  que  solo  se 
trataba  de  ganar  tiempo  para  la  llegada  de  los  franceses;  y  así  re- 
novó las  hostilidades  apoderándose  de  Yahuontone,  de  Palestrioa,  de 
Segni  y  de  Tívoli,  al  mismo  tiempo  que  Yespasiano  Golonna  Gon- 
zaga  entraba  por  capitulación  en  Yicovaro. 

El  papa  que  se  veia  cada  vez  mas  estrechado,  apuraba  al  rey  de 
Francia  á  que  le  enviase  los  socorros  ofrecidos,  y  buscaba  enemigos 
contra  el  rey  de  España  entre  los  príncipes  de  Italia:  mas  á  excep- 
ción del  duque  de  Ferrara,  ninguno  abrazó  los  intereses  del  pontí- 
fice. Supo  el  rey  de  Espafía  conciliarse  la  benevolencia  y  asegurar 
la  amistad  del  duque  de  Florencia,  concediéndole  la  posesión  de  Se- 
na, y  del  de  Parma  dispensándole  favores  no  menos  importantes. 

Para  distraer  la  atención  del  duque  de  Alba,  dispuso  Paulo  lY  que 
algunas  tropas  que  se  hallaban  en  la  Marca  de  Ancona,  hiciesen  una 
incursión  en  los  Abruzzos.  La  expedición  se  realizó  en  efecto  man- 
dada por  Antonio,  marqués  de  Montebello,  sobrino  del  pontífice,  y 
no  dejó  de  hacer  daQos  considerables  en  aquel  pais;  mas.su  gober-^ 
nador  con  un  refuerzo  que  le  habia  enviado  á  tiempo  el  duque  de 
Alba,  salió  á  buscar  á  los  del  papa,  los  destrozó,  haciéndoles  volver 
al  punto  de  Ascoli  de  donde  habían  salido. 

Mientras  tanto  tomaba  el  duque  de  Alba  á  Frascati,  á  Ripa  del 
Papa,  á  Albano  con  sus  pueblos  circunvecinos,  concluyendo  su  ex- 
pedición con  la  entrada  por  asalto  en  Ostia.  Aquí  se  ajustó  una  tre- 
gua de  cuarenta  dias;  y  el  general  espafiol  dejando  bien  guarneci- 
dos los  puntos  fuertes  que  acababa  de  tomar,  aprovechó  este  tiempo 
marchando  á  Ñapóles  donde  se  preparó  para  la  próxima  campafia. 
Esta  tregua  en  medio  de  las  grandes  ventajas  que  llevaba  el  duque 
de  Alba  conseguidas,  parece  una  falta  militar;  mas  hay  que  tener 
presente  que  el  rey  de  EspaBa  hacia  esta  guerra  al  papa  con  gran- 
de repugnancia  suya,  y  que  probablemente  el  general  participaba  de 
los  sentimientos  del  monarca. 


CAPÍTULO  XVI 


Entrada  de  los  franceses  en  Italia.^Se  rompe  la  tregua  entre  Francia  y  España. ^Pre- 
parativos de  Felipe  ü.—^u  viaje  á  Inglaterra.— Continúa  la  campafía  del  duque  de 
Alba.-r-Paz  con  el  papa. 


Llegó  por  fin  el  día  de  la  entrada  de  las  tropas  francesas  en  Ita-* 
lía,  tan  ansiado  por  el  papa«  Mandaba  la  expedición  el  duque  de 
Guisa  que  tanto  se  había  distinguido  defendiendo  la  plaza  de  Metz 
contra  el  mismo  Garlos  Y;  y  bajo  sus  órdenes  se  hallaba  el  duque 
de  Aumale,  el  de  Nemours,  con  otros  principales  sefiores  y  capita- 
nes de  aquel  reino  que  por  la  gloria  de  servir  en  su  bandera  se  pre- 
sentaron sin  mas  carácter  que  el  de  aventureros.  Al  acercarse  al  Mi- 
lanesado  se  trató  entre  ellos  si  seria  conveniente  apoderarse  de  aquel 
territorio  á  la  sazón  mal  guarnecido  por  hallarse  sus  tropas  eu  el 
ejército  del  duque  de  Alba.  Era  demasiado  tentadora  la  idea  para 
que  no  la  aprobase  el  duque  de  Guisa;  mas  se  veía  contrariado  en 
esta  parte  por  sus  instrucciones  de  unirse  con  las  tropas  del  pontí- 
fice y  dirigirse  á  Ñapóles.  £1  rey  de  Francia  á  quien  se  consultó, 
mandó  que  continuasen  directamente  su  camino,  y  el  legado  del  papa 
para  dar  mas  fuerza  &  la  adopción  de  esta  medida,  sacó  un  Breve 
de  Su  Santidad  en  que  se  excomulgaba  á  los  que  se  desviasen  de  los 
términos  de  la  alianza  entre  el  pontífice  y  el  rey  de  Francia.  Atra- 
vesaron, pues,  las  tropas  de  este  último  por  los  estados  de  Parma, 
cuyo  duque  no  pudo  oponerles  resistencia  alguna;  y  pasando  por 


GintOiiO  XVI.  909 

Médettft  HegMiooíiá  Reggid,  donde  eDCDDtróeIdac}u6deGmaiaIcarr- 
da&id  GtNTfaffa.y  aldaqna  de  Ffirraira. 

AüQDqoe  es(e  última)  prÍDcipe  CMitvtMk, declarado  eooítfa  EspMMi  íiO) 
stidiktítíék  uDÍit  su»  tropa» Mo  lasddGoisaiy  etpoDtífice,  temieiidO) 
ad  gobernador  de  Milán  que  teoia  vecino,  por  lo.  qae  conttlraarori: 
sin  este  aaxilio  las  tropas  francesasihasla  Boloaia,  donde  habiéndose 
fHttado  nevistOv  se  halló  que  se  compooian  de  4,^0.grtsoDes,  seis 
miiifratvoeseS)  500  hombres  de  armaíft,  y  1^500  caballos  ligeros.  El. 
da^  de  Giiisai  pasó  en  seguida  k  Roma.á  áonferericíar  cm  el  poon 
tífice,  de  qaíefti  recibió  los  madores  obsequios  hasta  el  honor  de  sen-, 
titfse k su  ine£Ni,  y  sttejéfoita peivSAoec^algA^ tanto enda  Romaf- 
nfa,  mientras  se  hacían  todos  los  (ffeparativospar&IaihiykluTa  de tiili 
hostilidades. 

Ta  hablan  por  aquel  tiempo  espirado-  kis  cuárenCa  (fias  de  la  fre^^ 
gua  ajustada  entre  la».tiiopaiftpontificigi&yi^idel  dtiquede  Alba.  Se 
renovaren  his  hostilidadea.con  péAtida^en  un ^ineipío  parai las  ar- 
mas de  Espada.  RecapMfaron  los>  de^  papa.el  puerto  de;  Ostia  que  sé- 
rindió  después  de  un  sitio,  y  aunque  la  gusurnicion  se  retiró  al  cábr^* 
tillo,  tafoat fin  afte  eatregaffStfipor/cáiHitnlacíon, salvando  ias:  per-^ 
9múB^Y  cuanto  pudietion  lle^M*  los«(yueáiefretiraroibáNepttfno^^  Tam- 
ben. reédpéAartf^  los.  del  palpa  íi.  Mariano,  Gastél  Gaadüifoi  y  Pales- 
triiifi&  Bt  áottde  de  ffópéila^  qfúe  hiztf  >  sAíir.  dA  estoi^tpaíÉto»  á  sttti 
^«MiittíeAé^  té^zé  Con  ellaáifiTivolt  yAni^riíi.  fil  cande  de  Pan- 
lianoi  tmadéíítotgeaersdes^del  papa,  traté  de  rcéobrat  ái  Yicovaro 
áb  ví¥«  fuerzáv  ^  f (té  rechazado  cotiígran  pérdidaijj^iK»  lái^^espafioleg; 
mas  halmittde^;vnetto  &  la  carga  díó  segundo  áitetlto'y  y.aunque  á costái 
de  muaha  sáttfgceív  log:ró  eñltar  6n  la  .plaza,  que  entregó  ásacói,  siettr' 
do  sos-  defeúsorós*  pasados  é>  cnchillio. 

ba  tregua  entré  fmnoeses»  y  espafioles.  estab».  ttííh  de  hecho  cotf) 
la  babada  de  estos  últimos  á  Italia  y.  su  retmióá  con  las  tropas  del 
pontifice,  cotí  ((uiett.etstabaien.gaenra  el  rey.de  E8]|Mí:fia.  El  verdad 
dero  infractor  del  tratado  fué  el  rey  Enrique  sin  disputa.  Podia  ale«^- 
gM^  este  que  las  \tAp9»  del  dnqae  de  Alba^  habíala  invadido  los  es- 
tado» (fel  pewtfftce,  S0  aliado ;  spas  el  pontífice  habla  provocado  lar. 
gnerrai,  tai  vez  fiado  en  la  alianza  secreta  con  el  rey  de  Francilái 
Buscar  buena  fe  en  el  cumplimiento  =  de  tratados ,  y  asonar  oirás 
cao^  taatO'. en  3tt  ajuste  como,  en  su  infracción  que  la. ley  de  la 
necesidad,  ó  de  la.  mayor,  ambición  ó  la  mayor  fuerza ,  es  alimen^ 
tafse  eíMfí  quiíMciras.  Fara  completar  h  rnplitf a  de  las  treguas  anun^ 

Tomo  i.  VI 


ÍÚ^  HlSTOUlA  DB  FELira  lí. 

ciada  con  la  entrada  de  los  franceses  en  Italia,  el  alblranté  de  Co- 
lígni ,  gobernador  de  Picardía ,  trató  de  sorprender  la  plaza  fnerte 
dé  Douay,  y  habiéndbse  descubierto  su  designio  por  una  casualidad 
cuando'  ya  se  hallaba  cerca  de  ella ,  encubierto  con'  las  tinieblas  de 
la  noche ,  se  esparció  por  el  Artois  ,  desolando  el  pais ,  entregando 
la  plaza  de  Lens  al  fuego  y  al  cuchillo. 

Se  vio  así  Felipe  empefiado  en  una  segunda  gueri^á ,  sin  Aaber 
doncluido  la  primera.  Ño  se  descuidó  en  hacer  todos  los  preparali- 
vos  que  este  ladee  serio  requería.  Kovió  á  EspaDa  á  Rui  Gotnez 
Silva  en  busca  de  socorros,  y  dar  al  mismo  tiempo  parte  á  su  her- 
mana de  lo  que  ocurría.  En  Inglaterra  tebia  á  su  mujer ,  y  aunque 
no  podia  contar  mucho  con  las  simpatías  del  pais ,  debia  de  estar 
seguro  de  las  de  la  reina.  Para  activar  y  hacer  mas  eficaces  los 
auxilios  que  de  ella  esperaba  en  estas  circunstancias  y  for  Aó  la  re- 
solución, que  llevó  á  efecto,  de  hacerle  una  visita. 

Uno  de  los  motivos  de  la  poca  popularidad  que  la  reina  María  de 
Inglaterra  gozaba  en  el  pais,  era  su  matriidaonio  con  Felipe,  á  cuya 
influencia,  lo  mismo  que  á  la  de  su  padre  ,  se  atribulan  sus  medi- 
das y  rigores  con  los  protestantes.  No  hay  duda  de  que  estaban  es- 
tos en  el  corazón  de  la  reina ,  dura  por  naturaleza ,  y  que  en  su 
opinión  no  creía  poder  manifestar  mejoi^  su  celo  por  la  comunión 
rdtnana.  Mas  de  los  sentimientos  tanto  del  padre  como  del  hijo  hacia 
los* herejes;  se  puede  inferir  que  añadían  nuevo  fuego  al  celo  dé  la 
reitta,  y  que  está  princesa,  por  complacer  á  su  marido,  se  mostra- 
riá  mas  rigorosa  que  si  no  mediase  esta  consideración  en  (fue  se 
ifatéresaba  su  cariBo.  Por  otra  parte,  cómo  la  reina  atribuía  e\  des- 
vío de  Felipe  á  las  pocas  simpatías  que  encontraba  en  el  pais( ,  es- 
taba muy  lejos  de  propender  á  la  indulgencia.  Por  una  parte  su 
celo  mal  entendido  por  el  catolicismo,  por  la  otra  un  esposo  despe- 
gado, y  el  sentimiento  interior  de  que  le  faltaban  medios  para  cau- 
tivarle,  todo  contribuía  á  ennegrecer  su  sangre  y  exacerbar  sa 
bilis. 

Fué  recibido  Felijpe  II  dé  la  reina  de  Inglaterra  con  so  pasfon 
acostumbrada  dé  la  corte ,  con  todos  los  obsequios  debidos  al  rey, 
pues  rey  era,  aunque  nominal ,  de  Inglaterra ;  del  pueblo  con  sen- 
timientos diversos,  según  la  diferencia  de  partidos:  era  el  objeto  de 
su  visita  tan  impopular  en  el  pais  como  su  persona  mistna.  Hacían 
ver  sus  enemigos  que  una  guerra  emprendida  tan  solo  para  fomentar 
los  intereses  de  este  prídcípe  extranjero,  era  anlináciol^ial  y  Uabta  un 


UfmLO  XVI.  iffí 

aj^urdp.j  mas  la  reina  no  podía  neg^r  nada  á  su  marido.  ^Por  o^fi 
jMurte  se  itrataba  de  hostiUzar  á  una  naqíon  contra  la  que  el  o4io.de 
Inglaterra  ha  sido  siempre  popular,  y  cuya  .dominación  en  Escocia 
€»ra  cada  dia  o^^io  de  nuevas  inquietudes.  Sin  contar  .con  su  parr- 
lanetnto,  declaró  la  guerra  al  rey  de  Francia ,  y  prometió  sooorros 
eficaces  á  Felipe ;  palabra  que  cumplió  haciendo  ^alír  inmediata- 
mente para  Flandes  un  cuerpo  de  8,000  hombres  á  .las  órdenes  del 
conde  de  Pembcoke. 

iRegresó  d  rey.Mos  Paises-Bggos  y  se  preparó  para  eqtrar  cuanto 
aates^n  campaDa,  poniendo á lacabeza  desu  ejército  al  duque. de 
Sabaya  Filiberto.  Los  franceses  tampoco  anduvieron  remisos  en  «to- 
mar disposiciones  por  su  parte,  ya  habia  renovado  el  rey  de.Fran^ 
cía  su  alianea  con  los  turcos,  y  Jos  esperaba  en  Marsella  para^que 
le  ayudasen  áconquistar  el  reino  de  Ñápeles  para  su  hijo  segundo; 
mas  los  turcos  no  acudieron . 

Sehacian  la  guerra  los  españoles  y  franceses, en  dosrteatros  á  la 
vez:  en  Italia  y  en  la  frontera  de  los  Paises^Bfyos.  Aqqi  .estaba  el 
duque  de  Sabaya  enfcente  del  condestable  de  Montmorency:  allí  el 
duque  de  Guisa  iba  á  encontrarse  con. el  de  Alba.  Gomo  ya  hemos 
empezado  la  primera  de  estas  guerras ,  la  seguiremos  antes  de  pau- 
sar á  la  segunda. 

Se  hallaba  en  Ñápeles  el  duque  de  Alba  ,  como  ya  hemos  dicho, 
buscando  mediot;  de  reforzar  su  ejército  y  cootinuar  la  guerra.  Per- 
manecian  en  la  Romanía  las  tropas  del  duque  de  Guisa,  aguardan- 
do su  reunión  con  las  del  papa ,  que  debían  venir  de  la  Marca  de 
Ancona.  Cuando  el  duque  de  Guisa  creyó  que  debían  estar  en  mar- 
cha ,  se  movió  hacia  el  Abruzzo ,  pasó  el  Tronto  y  cayó  sobre  la 
plaza  de  Givitella,  que  no  pudo  tomar  á  pesar  de  sus  asaltos.  Sabe- 
dor el  duque  de  Alba  del  movimiento  del  de  (Guisa ,  salió  de, Ñápe- 
les con  22,000  hombres  para  socorrer  á  Givitella ,  sin  que  en  esta 
marcha  ocurriese  mas  novedad  que  una  fuerte  y  sangrienta  escara^ 
muza  entre  dos  partidas  de  reconocimiento,  quedando  derrotado  el 
conde  Paliano,  que  en  seguida  se  retiró  á  Ascoli,  cuyo  camino  tomó 
asimismo  el  duque  de  Guisa ,  retirándose  de  sobre  Givitella  á  la 
aproximación  del  de  Alba,  que  le  era  superíor«en  fuerzas. 

Tomaba  la  guerra  un  aspecto  muy  poco  formidable ,  siendo  de 
notar  la  poca  fuerza  de  los  ejércitos  beligerantes.  Se  quedaba  el  du- 
que de  Guisa  del  pontífice  por  no  habérsele  reunido  las  tropas  que 
debun  venir  de  Ancona.  Comenzaba  á  arrepentirse  el  papa  de  ha*- 


f#t  HISTORIA  DB  ¥K4fS  11. 

h6T  llawdoliiis  eoiN^'4  6st6  exlmno.  Avanzaba  ba0ia.fioiQa.el  da*^ 
que  de  Alba,  smperior  an  fuer;ia«.4  kfi<^ ;  <)oas  tal  vez noeitaba 
satisfecho  ni  tnanqoilo  ealeramei^te  lea  sa  eiaBciaiicía.,  ignerreasd* 
«ettra-elifuapa.  Be  todos  modos ,  siguió  14I  aloas^  del  dnqne^áe 
Qmm  auapáo  esd^  se  retícii  de  Givitelja,  pná'^  Troalo,  ise>9ped«ró 
de  Azoamane»  de  üaligaiQ,  i^aquieando  ly  anulando  k  BMai4e  Mim», 
qae'jjiaiaQiibaoeiüe  reswjteoeiA. 

Aterrada  Roma  con  este  movimiento  del  duqne<ide  'Alba,  <Uftiiiéi«l 
pa^p^áiApdatgini»  ajigweral  fraaé^.,  .y  .jnvtó  «demás  tQwwltes- 
.f$9Ífl«¡ro$  DUr^i jfkiilefensa  ile  l(i  plaza.  61  <doqiw  de<%ÍM)^  clicigíi^ 
eoo!Sus.itn9fCS'¿;jSpj»lelo,  y.paaaailo  el  Tüwr  itne  sitw  iisn  Meiile- 
Baton^.  s4;píó  su»  nwviipientp  el4ie  AUw  y^e<«p60o(ré  enil«<can^ 
fHíi  de  Rema ;  11189  el goieFal  franoés  no  salíó.iá  9a  eaiottantra,  lo 
jp9'prne)ia>qae'.eiía  el  primttco  «nmtreoao'soprier  en  fnesMs.  :Ea 
toda  aquella  campaDa  no  hubo  ninguna  bataUaicampal  ni  «decisiva. 
Seijvabaion  combates  parciales  e«$i: 4  la  visto  de  iBova.;  mw  el  de 
Alba.avaiml)a  sj«:qiies«iicoptFario<ae  le  «avivase  al  Imftte.  lEl  SI 
de  agostoidel  aOo  de  1557  lleg4i«)si  4lM=msp>es.iiMiiaiB  de^li^owa 
«OB  las<«e8oaiíisiprepacadfls  ya  parael «/salto,  ios deiadeptro se dis^ 
petían  paro  la  defcnaa,  cuandoi  la  na|ieia^de<k' derroto  qneiMftbafe» 
de  sufrir  el  ejército  francés  en  San  Quintín  vino  &  acelerar  el  desea»? 
laoe  de  aquel  drana. 

Recibió  el  duque  de  Guisa  orden  del  rey  de  Fronciade  salir  ia- 
nedíaitanente  de  Italia  >con  su  ejéroitoy  dirigirse  á  la  frontero  de 
ksiPaises-'Bajes.  ¿Cómo  el  rey . se. babia. desprendido  en  aquellas 
«ircunstanoias  de  tan  hábil  servidor?  ¿Gomo  le  había  enviado  á  Itar- 
lia  con  firárzas  tan  inferiores  á  las  del  duque  de  Alba?  Sin  duda 
contó  mas  de  lo  que  debia  con  las  del  pontífiGe  y  eon  alianzas  qni^ 
mérieas'iqae  bo  se  realizaron.  A  exoepcion  del  duque  de  Ferrara, 
«ingunose  declaró  contra  Felipe,  y  esta  alianza  en  lugar  .de  ser  útil 
al  de  Guisa ,  le  obligó  á  destocar  parte  de  sus  tropas  paraiproto^ 
gerle  eeotro  el  gobernad  de  Milán,  que  invadió  su  territorio.  Km 
'deetino'de'los  franceses '-soDMTisiempre  con  Itolia,  hacer  expedicio- 
«es  en  Italia,  y  recibir' craeles.tlcsengafiQSi  en  Italia. 

En  cuanto  al  pon  tuce ,  ae  creyó  poco  menos  que;  pendido  «on  la 
ausencia  del  de  Guisa.  Sas  cardenales  >ydemás.«enai|jefQS  le  ioita- 
roB  y  saplicaroniiue «onjunase  toJeaipestod  qu0.AmfiQMal>a>á.BO'' 
ma,  que  la  librase  de  la  calamidad  de<seF  otnvveziiomadi^terasalr 
toy  eBtfefvda'á'^fMbe^^  horreM8<de.aji  saqueo.  Dio  oidoaeLptuiR 


GAflTULO  XYL  209 

tífice  á  ruegos  tan  en  coDsoDancia  con  sos  mismas  inquietudes,  y 
pidió  una  conferencia  para  negociar  ai  duque  de  Alba ,  quien  la 
concedió  al  momento.  Era  la  paz  muy  fácil  de  ajustar :  el  papa  te- 
nia miedo:  en  el  rey  como  en  el  duque  de  Alba  habia  gran  repug- 
nancia de  hacer  la  guerra  al  papa.  Eran  positivas  y  terminantes  las 
instrucciones  de  Felipe  para  entrar  en  negociaciones  cuando  Pau- 
lo I Y  las  pidiese,  y  de  conceder  lo  que  fuese  compatible  con  el  de- 
coro de  las  armas  y  seguridad  de  sus  estados. 

Tuvo,  pues,  el  duque  de  Alba  una  entrevista  con  el  cardenal 
Garraffa,  y  por  la  mediación  de  la  república  de  Yenecia  y  del  duque 
de  Florencia  se  ajustaron  las  paces  con  condiciones  muy  sencillas. 
Se  separaba  el  papa  de  la  liga  de  Francia;  el  duque  de  Alba  resti- 
tuia  al  papa  todo  el  territorio  que  le  habia  ocupado ,  y  además  la 
artillería  y  mas  pertrechos  de  guerra  que  le  habia  cogido.  Jamás 
un  vencedor  habia  saoadoinenas  fruto  de  sus  triunfos.  Estaba  ar^ 
ruinado  el  pontífice  en  vísperas  de  un  gran  desastre ,  y  tuvo  la  fe- 
licidad de  tratar  de  igual  á  igual  con  un  enemigo  sumamente  ge- 
neroso. 

Fué  recibida  en  Roma  la  noticia  de  la  paz  con  grandísima  ale- 
xia, «alebrada  con  todo  ¡género  de  regocijos  públicos.  Concedió  el 
papaiNBjttMíeorpleBÍiHaicí.  Hizo  su  entrada  d  du4ned^,Alb)»fi» 
Boifta  eofi  la  mayor  magnificencia.  Besó  el  pié,al  papa;.laj[)idló.per- 
doftiideliis  yariweometidQS en  la g\íer¡r¡^ ,  y  iá .nombre  del  jey  w 
tmo  s$tiaifiJlMtó;Con;rftviereQCÍa  hijo.hamilde  de  lal^lesiA.  Jglpon- 
tífioe /recibió  al  de  Alba  con  wncho  amor  y  .cortesía;  le  Jiizo  mudifts 
honras,  letseotó  á  su  m«sa  y  le  echó  su  ^bi^dicion,  oon  lo  que,  y.el 
pMMateide  la  rosa  de  j»ro:eavisMlOiPor.«l  pdpa  M  «la  duquesa ,  se 
vfiivió  jnuy  satíusféctio  á^lSipoles  ^I  general  «espaQol ,  .js^oido  de  su 
ejército.  Algunos  dicen  que  el  duque  de  Alba  no  adoittabik  los^oa* 
tintentos, pacíficos  .y  geoerosios  .de  .FeHpe  him  4  (pontífiicaj  que 
oiw»dD(<d.dió:qxcii8<u»  á«ste  en, nombre  de  su  amo  por  ja  gu^cra 
qpaeiüei/í  había  dectoiíAdo  y  hecho,  ai&adió,  que  31  él  se  vi^raen  Ju- 
gar del  rey,fi9n  vqk  de loB^ansm  qm  Felipe.ieiLvJabaa.BQm»,  las 
diñan»  logado dol'P^pa .al  rtay4eiEspa&a.Qnlo8Paises*-B(yos;  mas 
esta  effp«»6;a».iwprabable  por  j»  Míe  de  .aquellos  tiempo»,  y  so-- 
br^e  itAdí»(par  »l  %mi  respeto  ,y  «hiusta  terror  qqe  inspiraba  Felipe  á 
sus  subditos,  comenzando  por  el  mismo  duque  de  Alba. 


CAPlTütO  XVÍÍ. 


Gomíenza  la  campaña  entre  españcdes  y  franceses. — ^Batalla  de  .San  Quintín. — ^Toma 
de  la  plaza  y  otras  varias  por  los  españoles. — Toma  de  la  de  Calais  por  el  duque 
de  Guisa. — ^Batalla  de  Gravelinas. 


ÁsceodiaQ  las  tropas  que  puso  eu  campafia  el  rey  Felipe  á  cérea 
de  S#,^0^  (1),  mandadas,  como  ya  se  ba  dicho,  por  FíUberto,  du- 
que de  Saboya.  A  uu  poco  mas  de  la  tercera  parte  llegaban  las  de 
Francia  que  el  condestable  de  Montmorency  acaudillaba.  La  supe- 
rioridad del  ffúmero  permitía  al  primero  tomar  la  iniciatiYa ,  y  así 
lo  itizo  entrándose  por  Picardía  y  amenaxando  ya  k  uno  ya  á  otre 
de  sus  punios  fuertes ,  hasta  que  al  fin  de  varias  marchas  y  con- 
tramarchas amenazando  sucesivamente  á  Manemburgo ,  á  tRocFoy 
y  á  Conde  y  á  Guisa,  vino  á  poner  sitio  A  la  plaza  de  San  Quiotia 
sobre  el  rio  Somma. 

Trató  el  condestable  de  Montmorency.,  que  se  habia  situado  en 
La  Fere,  de  socorrer  la  plaza.  En  ella  habia  llegado  á  inlroduoirse 
el  almirante  Gotigni,  gobernador  de  la  provincia ,  con  la  fuerza  de 
"600  hombres,  habiendo  perdido  otros  tantos  en  la  empresa.  Lapre- 
isencia  de  un  jefe  tan  experimentado  en  aqueUas  circunfitandas  y  las 
acertadas  disposiciones  que  tomó  inmediatamente  animaron  mucho 
á  los  sHiados;  mas  el  duque  de  Saboya,  á  cuyo  campo  habia  ya  lie- 


(1)  Sobre  el  total  y  la  composición  de  las  fuerzas  de  los  ejércitos  beligerantes  se  observa  «iem- 
pre  gran  variedad  en  los  historiadores.  Además  de  los  errores  que  en  estos  conjuntos  influyen  bay 
que  contar  con  el  espíritu  de  partido  ó  de  nación  que  disminuye  y  exagera.  Sin  embargo  están  to* 
do0  de  acuerdo  en  qoe  el  ejército  de  Felipe  era  superior  al  del  rey  de  Francia. 


gáfMjlo  tvii.  É1Í 

gado  el  cuerpo  de  los  8,000  ingleses,  eMrecbd  el  sitio  en  tkles  ter- 
minen ,  que  el  condestable  creyó  necesaria  la  introdnccion  en  la 
phlza  de  qo  cnerpo  mas  considerable.  Con  este  objeto  se  movió  de 
La  Fere  con  todo  sü  ejército  para  proteger  la  entrada  de  on  cuerpo 
d  *  ;'"f^^^t!*>lr<*=*  h  las  órdenes  de  Autelot,  hermano  del  almirante. 
^  ,    .     ■  '         "         '  — ^'••*^  logró  meterse  en  San 


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en  el 


general  basta  un  map^  ^^  ^  -  . 

noa  batalia  ala  un  plano  topográfico  de  ai.  v^,.  , 

de  las  batallas  <(ue  tendremos  por  preolston  que  mencionar,  po...^... . 

con  toda  claridad  lo  poco  que  Indiquemos.  Bd  general,  el  mejor  modo  d( 

cia  de  una  batalla,  es  atenerse  á  sos  reaultadosi  pues  muy  pocas  dejan  d^ 

pérdida  por  consiguiente  para  otfos. 


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^ádo  el  cuerpo  de  los  8,000  iogleses,  eírtrecbd  él  sitio  eB  tíiles  lér- 
miütís ,  que  et  condestable  creyó  necesaria  la  inlrodnccion  en  la 
plaza  de  un  cnerpo  mas  considerable.  Con  este  objeto  se  movió  de 
La  Fere  con  todo  su  ejército  para  proteger  la  entrada  de  nn  cuerpo 
de  2,OtfO  hombres  á  las  órdenes  de  Autelot,  hermano  del  almirante. 
Dirigió  este  jefe  mal  la  operación ,  y  annqne  logró  meterse  en  San 
Oaíntin  ,  no  fné  sin  la  pérdida  de  mas  de  la  tercera  parte  de  su 
gente.  En  cuanto  al  condestable,  percibiendo  que  se  babia  acercado 
demasiado  al  ejército  enemigo,  trató  de  reparar  este  error  retroce- 
dfe^o  lentamente  hacia  sus  líneas.  Mas  el  duque  de  Saboya ,  que 
advirtió  su  movimiento,  sin  desatender  al  sitio  donde  dejó  parte  de 
sus  tropas  con  et  cuerpo  inglés,  marchó  contra  el  condestable,  obli- 
gándole á  recibir  una  batalla  (1). 

La  batalla  de  San  Quintín  dimanó,  pues,  de  una  imprudencia  del 
Condestable  dé  Montmorency,  quien  avanzó  demasiado  hacia  la  pla- 
za, ó  se  retiró  de  ella  demasiado  lentamente.  Fué  para  él  una  ba- 
talla no  buscada,  por  consiguiente  no  era  natural  que  le  fuese  fa- 
vorable. Cargó  e)  duque  de  Saboya  por  un  lado,  y  el  conde  de  Eg- 
mont  por  otro,  ambos  con  caballería,  sobre  la  caballería  francesa  y 
la  pusieron  en  derrota.  Abandonada  la  infantería  francesa  en  el  me- 
dio, descubierta  por  ambos  flancos  no  resistió  el  ímpetu  de  las  fuer- 
zas superiores  que  la  cargaron,  y  tuvo  la  misma  suerte  que  la  ca- 
ballería. 

Gomo  se  ve  fué  la  batallado  muy  pocas  horas,  de  muy  pocas  ma- 
niobras, reducida  á  dtís  choques  de  caballería,  dejando  á  la  infan- 
tería sin  ningún  apoyo  y  descubierta.  Fué  completa  la  victoria  de 
Jos  espafioles  y  la  compraron  con  muy  poca  pérdida.  En  el  ejército 
de  Felipe  se  distinguieron  además  del  general  en  jefe,  el  conde  de 
Egmont,  los  dos  duques  de  Brunswick,  los  condes  de  Mansfeld,  de 
Ilorn,  y  de  Vilayme,  todos  de  caballería,  pues  á  esta  arma  se  debió 
principalmente  lo  mejor  de  la  jornada.  La  mayor  parte  de  las  tropas 
de  Felipe  eran  alemanas  y  francesas:  no  pasaban  de  3,000  los  es- 
pafioles. De  los  franceses  quedaron  de  4  á  6,000  hombres  en  el 

—       -  - 

(]}  No  hay  hechos  de  que  se  haga  mención  mas  frecuente  en  las  historias  .que  campañas  y  ba- 
tallas: tampoco  los  hay  en  que  so  cometan  mas  errores,  ó  por  Ignorancia  ó  por  mala  fe  del  escritor, 
y  en  que  los  lectores  queden  en  mas  oscuridad  y  dudas.  Si  par<i  la  inteligencia  de  una  campaBa  en 
general  basta  un  mapa  de  muy  buena  escala  y  hecho  con  exactitud ,  no  se  puede  adquirir  el  de 
una  batalla  sin  un  plano  topográfico  de  su  teatro.  Nosotros  seremos  poco  dlftasoa  en  la  descripción 
de  las  batallas  que  tendremos  por  precisión  que  mencionar,  poniendo  un  gran  cuidado  en  exponer 
con  toda  claridad  lo  poco  que  indiquemos.  En  general,  el  mejor  modo  de  comprender  la  Importan- 
cia de  una  batalla,  es  atenerse  á  sos  resultados^  pues  muy  pocas  dejan  de  ser  ganancia  para  unos,  y 
pérdida  por  consiguiente  para  oitos. 


ííil  HISTÓRll  DÉ  MUER  II. 

eamp<»áB  lfttti&  imierm  mas  de  3,000^  (fríaóiMlBo»  y  eotra  eH» 
mas  de  3(^#  toctos  gente  distinguida,  entre  los  que  se  contaban  el 
mismo  oondestabfe,  su  hijo,  eldtique  de  Enghien,  hermano  del  j^tiA^ 
eipe  de  Cenéé,  qao  murió  de  sus  henidas,  los  duques»  de  Monipen-^ 
síefy  áe  LonguevUle,  Luis  Gonzaga,  hermano  del  düqfiNi  deNMaiir^ 
tuft,  ét  maifiseal  d«  San  Atndrés  y  el  Hhingrave  que  maridaiha  lAshtrá^ 
pas  dlewanaá.  Pedieron  además  tos  firanüeses  una  graví  porción  áé 
banderas,  caiGones  y  todo  su  equipaje  (1). 

Tal  fué  la  bataHa  d»  San  Quintín,  tao  célebre  en  la  historia.  Fué 
cotia;  pera  muy  reOida.  Los  franeeses  empeñados  en  unai  fiedsa  tttt^ 
ntobra  se  resistieron  cuanto  I0  permilSa  su  mala  posición. — EA  dt^* 
que  de  Sabaya»  como  entendido  capitán  se  aproveché  hábilmente  de 
esta  circunstancia.  La  consternacioa  qiM  él^Fcié^  en  Franela,  sobre 
todo-  fo  fteris  feé  tan*  grande,  que  á  juido  dé  algunos  historiadores 
se  hubíesw  medio  despoblado  esta  capital^  con  solo  la  presentación 
de  mil^  cabalfos  delante  de  sos  muros^.  Al*  saber  la  batalla  Carlos  Y, 
preguntó  si  no  estaba  ya  en  París  su  h^o*.  Todos  pasaban  en  eíéctt 
qu€>  el  duque  de  Saboya  avanzar ia  con  su  ejéfcito\,  aprovechándose 
de  su  bueria  fortuna,  y  aun  se  cita  hoy  ette  rasgo  de  sobrada  dís- 
crecíoD  é  cobardía;  pero  los  que  asi  juzgan,  obran  mas  por  impre-^ 
sienes  del  momiento  que  por  dictámetttt  é»  !á>  prudencia.  Bien  pov» 
dieran  haber  avanzado  los  españoles,  dejandO'  á  la  espalda  plazas 
fuertes,  sin  hallar  obstáculos  por  el  momento;  mas  el  ejército  fraa-^ 
cés  Dio  podía  menojí  de  rehacerse  y  reformarse.  A  no  tomar  á  París 
d0  un  golpe  de  mano,  hubiera  tenido  que  retroceder,  y  todos  estos 
]^s#s  retrógrados  ^laa^  sreMpre  acompañados  de  desastres.  El  em^ 
peiiador  podia  recordar  los  qte  él  mismo  había  experimentado  al  re- 
tirarse de  MarseNa,  de  Metz  y  ana  de  París,  pues  había  llogado^á» 
dos  leguas  de  distancia. 

No  se  leen  en  la  historia  mas  que  desgraciad,  desastres  y  tnéA 
género  de  calamidades,  que  siguen  tan  frecuentemente  á  estas  in- 
vasiones imprudentes.  Kot  escasean  lo»  ejemplos  en  las  guerras  que 
nosotros  mismos  hemos  visto.  Para  valerme  de  las  expresiones»  de 
un  historiador  de  aquel  tiempo,  refiriéndose  á  la  expedición  de  Mar- 


(1)  Dicen  algunos  historiadores,  entre  otros  Leti^  lib.  1%  que  durante  la  batalla  estuvo  el  ref 
Felipe  en  oración  en  medio  de  los  frailes  de  San  Francisco  rogando  á  Dios  por  el  buen  resnltado  de 
sus  armas  Los  historiadores  espafioles  omiten  esta  circunstancia,  que  no  hubiesen  dejado  de  in- 
dicar, aunque  no  fuese  mas  que  por  lo  que  redundaba  en  los  sentimientos  de  cristiandad  y  de  re- 
llgiosldad  que  animaban  tanto  á  don  Felipe.  Sin  duda  fué  Invención  de  algún  autor  satírico,  mascón 
objeto  de  ridiouliiar  al  rey  que  de  darle  opinión  de  devoto  y  religioso* 


CAWWLO  XVIt.  tlí 

seUa,  se  eatra,  dice,  et^  el  pais  iiiyadidó  eomiMKto  faisáoes,  y  se  mh 
le  apelando  i  las  raíees  que  á  reces  escasean. 

De  todos  modos  el  ejército  espaQo!  sia  segair  el  alcance  del  fraa- 
cés,  rerolvíó  sobre  la  plaza  de  San  Qaintio,  que  fué  tomada  al  fin 
por  asatto  ea  f$  de  agosto,  y  saqueada,  habiendo  sido  pasada  á  cu^ 
chiBo  una  gran  parte  de  la  guarnición  y  vecindario.  Quedaron  pri- 
sioneros el  ahniranle  Goiigni,  su  hermano  Andelot,  y  algunos  otros 
jefes  de  importancia. 

Vino  el  rey  de  EspaOa  al  campe  de  San  Quiatia  después  de  la 
batalta,  y  asnstió  á  la  toma  de  la  plaza,  baciend<y  intervenir  su  ai«* 
lerldad  para  que  se  considerase  á  los  prisioneros.  Con  el  general  ea 
jefe,  duque  de  Saboya,  se  mostró  muy  fino  y  reconooMo,  reeibién*^ 
dele  en  sus  brazos,  en  et  acto^  de  arrodillarse  para  besar  su  mimo, 
igualmente  se  condujo  con  grande  eortesfa  hacia  los  jefes  y  aficdáles 
del  ^rcit».  Era  inaugurar  d«  \m  modo  brillante  so  reinado  en  esta 
gaerra  contra  los  franceses,  aunque  no  le  cupiese  personalmente  míh 
g«na  parte  de  los  lauros. 

fil  generad  ea  jele  se  apoderó  en  seguida  de  las  pfiaaas  de  Chate^ 
let,  Ham  y  Noyon,  retirándose  después  á  cnarteles  de  invierno,  pues 
la  mala  estadon  se  iba  ya  acercando. 

Trató  el  rey  dé  Firancíade  reparar  con  lamayoractiviéadbigran 
derrota  de  sus  arnms:  envió  á  buscar  tS,000  esguizaros  y  8^0d# 
alemanesa  dio  orden,  c^mo  hemos  visto,  al  doqne  de  Guisa,  para 
que  se  retirase  de  Italia  coa  sus  tropas,  y  renovó  sus  instancias  & 
Solimán,  para  que  enviase  alaffo  siguiente  su  armada  sobf e  IKápo-^ 
les.  También  le  propuso  que  le  hiciese  un  préstamo  considerable,  mas 
á  esto  se  opuso  et  gran  señor,  alegando  que  su  religión  se  lo  ve*^ 
daba. 

Fué  recibido  el  duque  de  Guisa  á  su  regreso  de  IlaKa,  como  tttt 
ángel  tutelar  que  venia  á  sacar  al  pais  de^un  gran  conAict».  Au- 
mentó prodigiosamente  el  desastre  de  San  Quintín  su  gran  reputa- 
ción, y  desde  entonces  fué  su  crédito  preponderante.  Nombrad»  por 
el  rey  Enrique,  lugarteniente  genera!  de  sus  ejércitos,  se  aplicó 
con  gran  actividad  á  la  organización  de  las  tropas,  tanto  francesas 
como  extrañas,  conduciéndose  en  todo  como  hábil  guerrero,  digno 
de  str  fkote.  En  el  corazón  del  invierno,  cuando  todo  se  hallaba  en 
inacción,  concibió  el'  proyecto  de  poner  sitio  á  la  plaza  de  Catáis, 
defendida  por  dos  castillos  que  hacían  su  entrada  muy  difícil,  y  por 
nn  terreno  pantanoso,  en  aqueHá  estación  intransitable.  Mas  estas 

Tomo  i.  28 


214  HISTOMÁ  DB  FBLIPS  If. 

defensas  materiales  haciao  que  la  güarDicion  faese  muy  escasa,  y 
que  se  hiciese  el  servicio  de  la  plaza  con  descuido  por  lo  mismo  que 
parecia  imposible  toda  empresa  de  tomarla.  Se  aprovechó  hábil- 
mente el  duque  de  Guisa  de  esta  misma  circunstancia:  cubrió  su 
expedición  con  el  velo  del  secreto,  haciendo  creer  que  se  movia  en 
dirección  muy  diferente:  atravesó  con  toda  la  rapidez  posible  el  ter- 
reno pantanoso  que  le  separaba  de  Calais  y  llegó  á  sus  muros  an- 
tes que  se  tuviese  noticia  de  su  movimiento.  Cuando  pensó  el  gober- 
nador en  la  defensa,  ya  se  habla  apoderado  Guisa  por  sorpresa  de 
sus  dos  castillos.  La  resistencia  fué  muy  corta  y  los  franceses  en- 
traron triunfantes  en  Calais  sin  que  en  el  ejército  espaOol  se  supiese 
nada  de  aquel  sitio. 

Hacia  mas  de  200  aOos  que  los  ingleses  se  habían  apoderado  de 
la  plaza  francesa  de  Calais,  después  de  un  sitio  muy  refiido  y  céle- 
bre, puesto  en  persona  por  el  rey  Eduardo  IIL  Se  consideraba  su 
posesión  como  una  cosa  que  no  tenia  precio,  como  una  de  las  pri- 
meras joyas  de  la  corona  de  sus  reyes.  Fué  su  pérdida  como  on 
trueno  para  Inglaterra,  y  los  enemigos  de  la  alianza  con  Felipe  pu- 
sieron sus  gritos  en  el  cielo.  Para  la  reina  María,  fué  objeto  de  tan 
amarga  pesadumbre,  que  solia  decir  que  si  la  abrían  después  de 
muerta,  hallarían  dentro  de  su  corazón  la  plaza  de  Calais,  á  cuya 
pérdida  atríbuyen  algunos  la  causa  de  su  muerte. 

Cuanto  mas  sentida  fué  la  pérdida  de  Calais  por  los  ingleses,  mas 
subió  de  punto  la  fama  del  duque  de  Guisa  que  la  había  tomado. 
Por  su  actividad  y  energía,  recuperó  el  ejército  francés  su  fuerza 
moral,  perdida  en  San  Quintín,  y  pasó  de  la  defensiva  á  la  ofensi- 
va. A  la  toma  de  Calais,  se  siguió  la  de  Guiñes  y  de  Haines,  pla- 
zas que  también  ocupaban  los  ingleses.  En  lo  mas  recio  del  in- 
vierno, embistió  el  duque  de  Nevers  la  plaza  de  Evremont  en  la 
Champafia  que  tuvo  que  rendirse  &  discreción  después  de  haber 
sido  reducida  casi  á  cenizas  por  su  artillería.  A  la  prímavera  del 
siguiente  aOo  de  1558,  se  presentó  el  duque  de  Guisa  á  la  cabeza 
de  20,000  hombres  delante  de  la  plaza  de  ThionvíUe  que  con  se- 
senta cafiones  batió  furíosamente.  Habiéndose  hecho  una  brecha 
considerable  de  resultas  de  la  caída  de  un  torreón,  dieron  los  fran- 
ceses el  asalto,  que  fué  bizarramente  repelido  por  Juan  Gaitan  & 
la  cabeza  de  400  espaDoles  y  walones  que  hablan  entrado  en  la 
plaza  de  refuerzo.  Siguieron  estos  el  alcance  hasta  clavar  algunas 
piezas  de  artillería  de  los  sitiadores;  mas  no  impidió  esto  que  el 


CAPROLO  xm.  115 

daqoe  de  Guisa  estrechase  el  asedio  y  tomase  la  plaza  por  asalto, 
salvándose  tan  solo  de  la  goarDicioo  seiscientos  hombres.  Al  mismo 
tiempo  que  el  dnque  de  Guisa  tomaba  aquella  plaza,  envió  mil  ca- 
ballos para  que  se  apoderasen  de  LuiLemburgo;  mas  fueron  re-» 
chazados. 

Para  evitar  que  el  rey  de  Espafia  reforzase  su  ejército  con  levas 
en  los  Paises-Bajos,  se  mandó  al  mariscal  Termes conl2, 000  infantes 
y  7,000  caballos  con  dirección  á  Flandes  por  el  lado  de  Calais,  dán- 
dosele órdenes  para  tomar  á  Gravelinas;  mas  no  pudo  ejecutarlo  por 
la  fortaleza  de  la  plaza,  y  pasó  adelante  hacia  Dunkerque,  donde 
entró  á  saco,  lo  mismo  que  en  Newport,  destruyendo  y  talando  el 
país  de  las  inmediaciones.  Sabedor  el  rey  Felipe  de  la  incursión, 
envió  al  conde  de  Egmond,  general  de  la  caballería  flamenca,  con 
la  espaOola  y  varios  regimientos  de  infantería,  así  espafioles  eomo 
walones,  á  cortar  la  retirada  á  los  franceses.  Lo  consiguió  en  efec- 
to el  conde  de  Egmont;  situándose  junto  á  Gravelinas  á  la  emboca* 
dura  del  Ha,  obligó  á  Termes  á  dar  una  batalla.  Se  trabó  en  efecto 
la  pelea,  y  al  primer  disparo  de  la  artillería  francesa  mandó  Eg- 
mont acometer  á  los  suyos,  lo  que  ejecutaron  con  denuedo.  Los  na- 
vios que  se  hallaban  en  el  puerto,  ingleses  según  unos,  vizcaínos 
según  otros,  hicieron  disparos  de  artillería  contra  los  franceses  cau- 
sándoles gran  daOo.  Al  fin  tuvieron  que  ceder  terreno,  y  poco  á 
poco  se  vieron  en  total  derrota.  Contribuyeron  á  aumentar  su  de- 
sastre, los  paisanos  irritados  con  los  destrozos  que  habían  hecho 
los  franceses  y  deseosos  de  venganza.  Quedó  Termes  herido  y  pri- 
sionero, y  la  mayor  parte  de  los  franceses  ahogados  en  el  rio.  Solo 
se  salvaron  300  caballos,  habiendo  perdido  infantería,  artillería, 
banderas,  estandartes,  bagajes  y  cuanto  habían  robado. 

Fué  esta  victoria  de  Gravelinas  el  último  hecho  de  armas  de  im- 
portancia que  tuvo  lugar  en  esta  campafia  y  este  teatro  por  entonces 
de  la  guerra.  Había  aumentado  Felipe  su  ejército  con  refuerzos  re- 
cibidos de  Espafia  y  otras  partes.  Se  presentó  con  los  primeros  Rui 
Gómez  Silva  acompafiado  del  duque  de  Arcos,  del  de  Yillahermo- 
sa,  el  duque  de  Frocavíla,  el  marqués  de  Aguilar,  el  del  Va- 
lle, el  de  Corres,  los  condes  de  Jeria,  Alba,  de  Olivares,  Berianga, 
las  Navas,  de  Chinchón,  de  Buendía,  de  Aguilar,  de  Fuen-Sa- 
lida y  otros  varios  caballeros  tanto  espafioles  como  napolitanos: 
también  había  reforzado  su  ejéfcito  el  rey  de  Francia  con  toda  ac- 
tividad; mas  cqi^pdo  Sfe  creía  que  por  esta  circunstancia  iba  á  to^ 


cu  HISDMIA  OB  JTBUPV  11. 

mu  ia  Sierra  M  cBr&oter  aun  mas  serio,  se  pensaha  y  liaUabada 
Degociadones.  Sin  doda  no  se  atrevié  fiJi^tiM  de  les  4»s  nanaroai 
á  corra*  los  ríesgts  de  ud  diofiie  mas  proaaDciad*  y  decisiva.  61 
papa  Paulo  IV  que  liabía  tomado  iioa  parte  tan  activa  ea  la  e#Dt^ 
tienda,  fué  de  los  procipales  promotores  de  la  recoDciiiadoo,  á  )a 
qoe  ayudaroa  otros  per saasfes,  ap  siendo  el  de  meaos  peso  el  otn- 
destabie  át  Montuiorency  qae  había  sido  prisionero  en  San  Qni&tÍBy 
y  puesto  en  likerlad  ba|o  su  palabra.  CogMiizaron  las  negociaoio<* 
aes  pora  la  pa^  en  15  de  eeiubre  del  mismo  afio  ea  la  abadía  da 
Geroamp,  conewriendo  por  parte  de  Felipe,  d  daque  de  Alba,  el 
prkicipe  4e  Oíaoge,  R«  Gomex^  de  Silva,  el  obispo  de  Arras,  y 
Yiglio  Zoehienoí;  y  por  la  del  rey  Earíque  el  cardenal  de  Lorena, 
é  condestablo  de  MoQtttiorencfy,  d  marisaal  de  Saa  Andrea,  el  vim^ 
po  de  Orleans  y  Qaudío  de  Aabepkíe.  Presidia  «s4as  raaoiaQes  la 
ducfuesa  de  Lorena,  siendo  uno  de  los  p^retimíflares  la  aujaq^ensiei» 
de  bestüidades. 

1S58.  Concluyó  de  este  mod^  la  guerra  par  aquella  yarte.  Las 
hosUMaées  que  habia  provocado  en  oirás  fueron  d5  laueha  menas 
importancia.  Coa  motivo  de  la  iavasioo  que  amenazaba  fiar  parle 
de  los  tarcos,  se  habían  pi^parado  y  puesto  en  estado  de  defensa 
los  puertos  dal  reino  de  Ñ^>oles,  Sicilia,  la  Toseaaa  y  G^va.  A 
principios  de  julio  de  aquel  aQo  pasó  efectivamente  ü  estreabo  de 
Mesina  el  eapitan-bajá  Piali  con  ciento  y  treinta  galeras,  cíaGuenta 
y  cinco  M  gran  sefior  y  las  demás  de  los  corsarios  berberiaooa. 
Desembarcó  Piali  en  Maza  y  Sorrento,  llevándose  consigo  mas  de 
mil  quinientas  personas  de  toda  Doadídon  y  sexo:  pasó  despaes  á 
la  isla  de  Prochita  cuyos  edificios  incendió;  mas  sin  atreverse  á  oue» 
vos  desembarcos  en  la  oosta  de  Ñápeles»  llegó  á  Terracina,  4anda 
biso  saber  que  nada  lenian  que  temer  de  ü  las  costas  de  los  esta- 
dos de  la  Iglesia*  Tampoco  se  atrevió  á  desembarcar  en  las  playas 
de  Toscana,  y  se  dirigió  á  Córcega,  donde  creyé  baHar  al  mariscal 
deBríssaC;  general  de  la  escuadra  francesa,  para  caer  deqpiaes 
jtmtos  sobre  Savooa  ó  Niza;  mas  viendo  frustrada  su  esperanza,  isa 
dirigió  6  Menorca,  donde  á  pesar  de  la  valerosa  resistencia  de  la 
guarnición,  compuesta  de  unos  cuatrocientos  hombres,  entró  aviva 
fuerza  en  ei  puerto  de  Mahon,  que  saqueó  y  quemó,  pasando  i  sai 
defensores  á  cuchillo.  Aquí  terminó  la  campaBa  maritima  de  los 
turcos,  pues  no  faaUendo  encontrado  en  Marsella  al  mariscal  de 
Brissac,  sin  nada  de  {o  que  esperaban,  tomaron  la  vuelta  de  Gooa-» 
tantinopla. 


CAPITULO  XTIl.  217 

A  poco  después  de  concloída  la  paz  con  el  pontífice,  se  había 
vuelto  el  daque  de  Alba  á  Flandes,  y  en  efecto  ya  le  hemos  visto 
como  ano  de  los  comisionados  del  rey  en  las  conferencias  de  Ger- 
camp.  Envió  Felipe  II  de  gobernador  de  MíIan  al  duque  de  Sesa,  y 
virey  de  Ñapóles  al  duque  de  Alcalá.  Los  turcos  no  volvieron  á  pa- 
recer por  entonces  en  aquellas  costas.  Las  hostilidades  que  tuvie- 
ron lugar  entre  españoles  y  franceses  en  las  fronteras  del  Píamente 
y  Lombardía,  no  produjeron  ni  batalla  ni  sitio  de  importancia.  Se 
redujeron  á  correrías,  á  ataques  de  puestos^  á  escaramuzas  parcia- 
les, á  los  lances  comunes  que  producen  luchas  entre  fuerzas  poco 
considerables  que  no  están  llamadas  á  decidir  la  suerte  de  una 
guerra.  Se  debatía  la  cuestión  en  las  fronteras  de  los  Países-Bajos: 
allí  comenzó  y  allí  debía  ser  su  término. 


CAPITULO  XVííl 


Muerte  del  emperador  Carlos  V. — Su  carácter. 


Mientras  tocaba  á  so  término  una  guerra,  que  en  cierto  modo 
habia  legado  á  Felipe  H»  su  padre  Garlos  V,  llegó  al  sayo  la  exis- 
tencia de  este  gran  personaje,  que  aun  en  la  oscuridad  de  su  reti- 
ro, no  dejaba  de  atraer  las  miradas  de  la  Europa.  Le  hemos  dejado 
en  ella  iül)straido  de  cuantas  atenciones,  negocios  y  cuidados  le 
ocupaban  en  el  mundo ;  desprendido  sin  dar  ningunas  muestras 
de  pesar,  de  todas  sus  pompas  y  grandeza,  dividiendo  el  tiempo 
entre  recreaciones  inocentes  y  sus  grandes  devociones,  siendo  estas 
sin  duda  el  negocio  principal  de  su  existencia.  Con  el  tiempo  fue- 
ron las  últimas  las  que  casi  le  absorbieron.  Creció  su  asistencia  al 
coro,  el  número  de  sus  ejercicios  espirituales  y  también  la  auste- 
ridad que  reinaba  en  todos  los  actos  de  su  vida.  Los  historiadores 
nos  hablan  de  sus  mortificaciones,  de  sus  ayunos,  de  la  sangre  en 
que  estaban  teñidas  las  disciplinas  con  que  se  azotaba,  y  hasta  de 
sus  quejas  porque  entre  las  penitencias  á  que  se  entregaba,  no  pe- 
dia contar  por  falta  de  salud,  la  de  dormir  vestido.  Se  hacia  esta 
falta  de  salud  mas  notable  cada  dia.  No  era  posible  que  dejase  de 
aumentarse  el  quebranto  corporal  en  un  hombre  envejecido  antes 
de  tiempo,  que  &  tantas  mortificaciones  se  entregaba;  ni  podia  me- 
nos de  afectarse  su  ánimo  y  su  imaginación,  si  se  compara  esta 
vida  con  sus  anteriores  circunstancias.  Son  algunos  de  opinión  que 


GAFITÜLO  XVni.  tl9     , 

DO  estaba  cabal  so  joicio,  en  el  último  período  de  so  vida;  y  entre 
otras  se  alega,  como  una  proeba  conclnyente,  qne  el  emperador  se 
hizo  celebrar  en  vida  sus  exequias.  ¿Es  cierto  este  hecho?  de  todos 
modos  puede  servir  lo  extraordinario  del  acto  de  fundamento  de 
cualquiera  hipótesis.  Se  dice  que  se  verificó  la  ceremonia  con  todo 
el  aparato  y  pompa  fúnebre,  propia  de  un  personaje  de  su  clase. 
Se  tendió  el  emperador  en  un  féretro  con  sus  vestiduras  reales,  en 
medio  de  la  iglesia,  rodeado  de  hachas  de  cera,  como  se  acostum- 
bra en  tales  casos,  y  con  la  inmovilidad  de  un  cadáver  permaneció, 
unos  dicen  durante  un  rato,  otros  todo  el  tiempo  que  duraron  los 
oficios.  Era  imposible  que  la  impresión  profunda  de  una  ceremonia 
de  esta  especie  dejase  de  influir  en  una  máquina  tan  quebrantada. 
Asi  fué  en  efecto,  y  entre  la  apariencia  y  la  realidad,  medió  muy 
poco  intervalo  de  tiempo.  A  pocos  dias  de  la  ceremonia,  se  sintió 
enfermo  el  emperador,  y  resultó  ser  su  mal  una  calentura  malig- 
na, que  en  lugar  de  aliviarse,  le  iba  poco  á  poco  acabando  con  las 
fuerzas.  Se  sintió  Garlos  Y  próximo  á  la  muerte,  y  se  preparó  á 
este  trance  como  quien  le  había  hecho  objeto  de  muy  serias  consi- 
deraciones. Recibió  los  Sacramentos,  y  al  llegar  á  la  Extremaun- 
ción, preguntado  si  quería  que  se  administrase  con  la  ceremonia  y 
formalidades  que  en  la  comunidad  se  practicaban ,  respondió  en  la 
afirmativa,  asistiendo  en  consecuencia  al  acto  todos  los  religiosos, 
que  en  tono  lúgubre  cantaban  los  salmos  penitenciales,  mientras 
duró  la  ceremonia.  Al  dia  siguiente  pidió  otra  vez  la  comunión,  y 
habiéndole  hecho  presente  el  prior  que  tanta  frecuencia  no  era  ne- 
cesaria, respondió  que  ningún  preparativo  estaba  demás,  tratán- 
dose de  tan  largo  viaje.  Recibió  el  viático  según  sus  deseos,  y  dijo 
después  del  acto  con  fervor:  «/is  me  manes:  ego  in  te  maneam.y^ 
Por  la  noche  se  sintió  peor,  y  muy  próximo  á  la  muerte:  reinaba 
en  derredor  de  su  cama  una  escasa  luz,  y  en  los  pocos  religiosos  y 
criados  de  confianza  que  le  rodeaban,  el  silencio  del  sepulcro.  Muy 
cerca  de  amanecer  le  rompió  el  emperador,  diciendo:  «Pocos  ins- 
tantes ya  me  restan:  dadme  esa  vela  y  ese  crucifijo,»  en  lo  que  fué 
al  momento  obedecido.  Después  de  lomar  ambas  cosas,  y  con  los 
ojos  clavados  en  el  crucifijo,  espiró  á  breve  rato,  pronunciando  un 
¡Jesús!  con  voz  tan  fuerte,  que  fué  oido  en  las  habitaciones  inme- 
diatas. 

Tal  fué  el  fio,  poco  menos  que  en  la  celda  de  un  convento,  de 
Garlos  V  emperador  de  Alemania,  soberano  de  EspaDa,  de  los  Pai-« 


i     ten  HISTOBIA  lAfc  PKLttt  II. 

se»-Biyo»,  áe  MilftD,  áe  he  DM-^Sioílias,  de  uq  itrmens»  oontiiiente 
de  la  otra  parte  de  los  mares.  Bajo  el  aspecto  del  mando  y  e(  pieder 
fueron  Garlomagno,  él  y  Napoleón  I  los  tres  primeros  personajes 
de  la  historia  moderna  de  la  Europa.  No  pondremos  m  duda  & 
Carlos  Y  al  lado  de  los  otros  dos  en  cuanto  al  genio  creador,  vasta 
capacidad  y  otras  mas  brillantes  cualidades  que  los  distinguieroa; 
mas  considerando  et  siglo  ya  adelantado  en  que  yivié,  y  los  perso- 
najes distinguidos  que  en  su  tiempo  floreciao,  no  pMde  menos  ét 
decirse  que  representó  muy  dignamente  su  papel  y  supo  llenar  su 
elevado  puesto.  Ya  hemos  visto  que  sin  tener  1ítnk>  ai  nombre  ée 
gran  capitán,  figuró  noblemente  al  frente  de  sus  tt«pas,  y  supo 
darles  ^mplo  de  valor,  de  constancia  y  sufrimiento.  Mas  distin- 
guida faé  m  oapacidad  en  el  manejo  de  los  negocios ,  que  en  los 
campo»  de  batalla:  pocos  le  excedienm  en  prudencia,  en  segaci^ 
diaid,  en  habilidad  para  sacar  partido  de  hs  circunstancias.  Snrique 
de  Inglaterra  y  Francisco  I,  rey  de  Francia,  que  aspiraban  y  se 
dieron  el  titnlo  de  sus  rivales,  le  qaedaron  muy  inferiores  en  esto, 
como  en  otras  muchas  dotes  de  gobierno.  Su  ambición  fué  grande, 
mas  na  ciega;  y  aunque  no  se  puede  decir  que  fué  siempre  muy 
escrupuloso  en  los  medios,  se  mostró  en  esto  mucho  mis  mirado 
que  muchos  otros  príncipes,  tenidos  por  astutos  ó  sagaces.  De  ca- 
rikcter  despótico,  y  criado  en  los  principios  del  absolutismo,  supo 
muchas  veces  cubrir  su  dureza,  bajo  formas  apacibles  y  hasta  po- 
pulares. El  lector  ha  visto  que  se  mostró  mas  prudente  y  circuns- 
pecto e&  la  primera  mítod  de  su  reinado  que  en  la  última.  Guando 
su  primera  presenlacion  en  Italia,  vencedor  de  Francisco  f ,  adoptó 
el  lenguaje  y  la  conducta  de  un  hombre  moderado,  á  quien  no  des- 
vanecía su  fortuna.  Cuando  volvió  á  ella,  después  de  str  victoria 
ea  Túnez,  se  le  vio  arrogante  y  hasta  jactancioso,  acusando  al  rey 
de  Francia  en  plebo  consistorio  y  dfesafiándole  á  combate  singular, 
en  caso  que  prefiriese  este  medio  de  terminar  sus  disensiones. 
En  1539,  indujo  á  los  electores  á  nombrar  por  rey  de  los  romanos 
á  su  hermano,  cediéndole,  para  que  sostuviera  su  nueva  dignidad, 
sus  estados  hereditarios  de  Austria.  Ninguna  resolución  parecía 
mas  prudente  que  dividir  la  herencia  inmensa  que  le  habia  cabido 
en  suerte,  como  sin  duda  lo  conoció  por  experiencia.  Sin  embargo 
le  vemos  andando  el  tiempo,  trabajar,  afanarse  y  hasta  descender 
k  súplicas,  para  que  este  mismo  hermano  renunciase  sus  derechos 
á  la  corona  imperial,  en  favor  de  su  hijo,  que  tenia  ya  tres  altos  de 


ÉAWtSó  xvttr.  jfít 

edad  cotado  la  cesión  ya  dicha.  Con  los  comaiieros  vencidos  faé 
alfo  iadulgeote;  duro  y  hasta  ioflexible  con  los  protestantes,  que 
en  virtad  de  su  victoria  de  Mahlberg,  creyó  para  siempre  destruid 
dos.  Fué  su  odio  á  estos  sectarios  siempre  sincero,  algunas  veces 
disfraisado  con  capa  de  moderación,  en  ninguna  circunstancia  des- 
mentido. Segon  su  propia  confesión,  no  tenia  idea  de  ninguno  de 
los  pontos  qne  daban  pábulo  á  tan  eocarnizada  controversia;  y  en 
sus  conversaciones  co»  los^  monjes  de  Yuste,  declaró  que  jamás  ha- 
bía crasentído  que  se  disputase  en  su  presencia ,  por  temor  de  al- 
guna duda  que  su  f^  debilitase.  El  mismo  confesaba  que  sabia  poca 
gramática,  y  que  sus  parientes  le  hablan  sacado  demasiado  pronto 
de  sos  estadios  para  entrarle  en  los  negocios.  Es  extraño  que  este 
emperador,  que  según  los  historiadores  fué  el  primero  de  Alema- 
nia, que  desde  algunos  siglos  no  sabía  latin,  hubiese  aprendido 
casi  todas  las  lenguas  vivas  de  Europa,  hasta  el  punto  de  dirigirse 
en  su  lengua  nativa  á  los  de  diferentes  naciones  que  servían  en  su 
ejército;  prueba  de  que  su  gran  maestro  fué  el  mundo  y  no  los  co- 
legios ni  los  libros.  También  se  mostró  en  dichas  conversaciones 
pesaroso  de  haber  respetado  el  salvoconducto  dado  á  Lotero  para 
su  presentación  en  Worms,  alegando  que  ninguna  fe  oi  palabra  se 
debia  guardar  á  los  herejes,  y  que  si  podía  perdonar  á  un  hombre 
sus  faltas  y  delitos  contra  otro  hombre,  de  ningún  modo  los  come- 
tidos contra  el^ielo.  Mas  tal  era  la  lógica  y  el  modo  de  ver  las  co- 
sas en  aquellos  tiempos;  tales  las  ideas  recibidas  en  el  público  y 
adoptadas  por  los  historiadores  que  ponen  estas  palabras  en  boca 
de  Garlos  V,  como  títulos  de  elogio,  y  celebran  como  virtudes  su 
espíritu  perseguidor,  y  el  celo  con  que  aun  desde  el  retiro  de 
Tuste  excitaba  á  los  inquisidores  de  Espafia  á  que  fuesen  adelante 
sin  intermisión  ni  indulgencia  en  su  trabajo. 

Con  este  motivo  afiadiremos  que  según  opiniones  modernamente 
recibidas,  se  ocupaba  mas  en  asuntos  de  gobierno  que  en  los  rela- 
tivos á  la  Inquisición,  aconsejando  y  hasta  dictando  providencias  en 
materias  importantes  de  estado. 

Terminaremos  este  bosquejo  de  Garlos  V,  diciendo  que  fué  bas- 
tante moderado  en  sus  costumbres;  que  no  mostró  en  su  vida  pri- 
vada, ni  los  antojos  ni  caprichos  crueles  de  Enrique  de  Inglaterra, 
dí  los  vicios  ni  desordenes  del  de  Francia.  De  dos  hijos  naturales 
que  tuvo,  vino  uno  al  mundo  antes  de  haber  contraído  matrimonio, 
y  el  segundo  cuando  ya  era  viudo.  Pesadas^  pues,  todas  las  consi-^ 

Tomo  i.  29 


2SS  HISTORIA  D#nUPB  fl. 

« 

deracíoDOS,  y  comparando  las  personas  y  las  circunstancias,  nin- 
gún hombre  imparcial  dejará  de  confesar  que  Carlos  Y,  como  prin- 
cipe, como  hombre  de  negocios  y  gobierno,  valió  mas  que  ninguno 
de  sus  contemporáneos. 

Garlos  V  dejó  de  su  matrimonio  con  la  princesa  Isabel  de  Portu- 
gal ,  además  de  Felipe  II ,  á  la  infanta  doña  María ,  casada ,  como 
hemos  dicho,  con  el  principe  Maximiliano ,  hijo  de  su  hermano  el 
rey  de  los  romanos,  y  á  la  infanta  doOa  Juana ,  regenta  á  la  sazoo 
de  EspaOa.  Desús  hijos  naturales  don  Juan  de  Austria  y  dofia Mar- 
garita, duquesa  de  Parma,  habrá  mas  de  una  ocasión  de  hablar  ^d 
adelante. 

En  cuanto  á  sus  dos  hermanas  doOa  María,  reina  de  Hungría,  y 
dofia  Leonor ,  reina  de  Francia ,  que  le  hablan  acompasado  de  los 
Paises-Bajos  á  EspaOa,  le  siguieron  ambas  con  muy  poca  interrup- 
ción en  su  sepulcro. 


iti  HISTORIA  D^nSUFS  If. 

deracíoDes,  y  comparando  las  personas  y  las  circunstancias,  nin- 
gún hombre  imparcial  dejará  de  confesar  que  Carlos  Y,  como  prin- 
cipe, como  hombre  de  negocios  y  gobierno,  valió  m83.(|M  ninguno 
de  sus  ^'^^'^ —  ' 

Car 
gal ,  £ 
hemoí 
rey  de 
de  Es] 
garita 
adelar 

En 
dofia 
Paises 
cion  e 


CAPÍTtítOXIX. 


Muerle  de  María  reina  de  Inglaterra.— La  sucede  su  hermana  Isabel.— Protestantismo. 
—Paz  de  Chaleau-Cambressis.— Muerte  de  Enriíjue  II  rey  de  Francia,  * 


Otra  muerte  ocurrió  casi  por  aquel  mismo  tiempo  que  tuvo  mu- 
cha influencia  en  el  pais  y  do  pequeDa  fuera;  á  saber,  la  de  la  reina 
María  de  Inglaterra ,  mujer  de  nuestro  don  Felipe.  Había  sido  esta 
princesa  desgraciada  en  su  juventud  como  envuelta  en  el  negocio 
del  divorcio  de  su  madre  dofia  Catalina  de  Aragón  y  declarada  ile- 
gítima, incapaz  de  suceder  á  la  corona.  Se  revocó  esta  disposición 
de  su  padre  cuando  después  de  la  condenación  de  Ana  Bolena ,  se 
consideró  como  bastarda  la  hija  de  este  matrimonio.  Las  dos  prin- 
cesas se  vieron  en  alternativas  y  vicisitudes  de  legitimidad  y  bas- 
tardía, según  las  olas  de  las  facciones  que  subían  y  se  retiraban. 
A  la  muerte  de  Eduardo  VI ,  estaba  María  poco  menos  que  en  un 
estado  de  confinamiento.  Comenzó  á  reinar  en  tiempos  muy  difíci- 
les; se  mostró  reaccionaria  y  perseguidora ,  y  tanto  por  esto  como 
por  su  matrimonio  con  el  príncipe  de  EspaSa  fué  muy  poco  popular 
á  an  partido  que  según  se  vio  después  era  en  extremo  numeroso. 
A  esta  desagradable  situación,  al  disgusto  de  considerarse  odiada,  á 
la  aflicción  que  le  causaba  el  desvío  de  su  esposo  por  quien  había 
hecho  tantos  sacrificios ,  se  aOadió  la  pesadumbre  de  la  pérdida  de 
la  importantísima  plaza  de  Calais  en  una  guerra  que  había  decla- 
rado á  Francia  solo  por  el  interés  de  don  Felipe.  Todas  estas  causas 
cootribuyeron  á  la  alteración  y  pérdida  de  una  salud  de  suyo  nada 


i2l  Hl&TORU  DE  FELIPE  IL 

buena ,  y  de  resultas  de  una  hidropesía  que  desde  ud  principio  se 
tomó  por  embarazo,  murió  María  en  Greenwich  de  43  aOosde  edad, 
muy  poco  después  de  Garlos  Y. 

La  sucedió  en  la  corona  sin  ninguna  oposición  su  hermana  la 
princesa  Isabel,  hija  de  Enrique  y  de  Ana  Bolena,  que  también  ha- 
bia  sido  el  juguete  de  varias  vicisitudes  de  fortuna.  La  miraba  sa 
hermana  María  con  doble  aversión  como  hija  de  una  mujer  por  quien 
su  madre  habia  sido  desgraciada,  y  CQmo  adicta  á  las  innovaciones 
religiosas  de  las  que  se  mostraba  la  reina  tan  contraria.  Confinada 
en  un  encierro  desde  su  subida  al  trono,  hubiera  sido  peor  su  con- 
dición sin  la  mediación  de  don  Felipe ,  que  por  pura  simpatía ,  ó 
quizá  con  otras  miras,  se  declaró  protector  de  la  princesa  desgra- 
ciada. 

Por  la  muerte  de  María  pasó  Isabel  de  la  prisión  al  trono,  amaes- 
trada en  la  adversidad ,  y  con  bastante  tino  para  conocer  la  situa- 
ción de  los  negocios.  Se  dice  de  esta  princesa  que  aprovechó  el 
tiempo  de  su  confinamiento  entregándose  al  estudio  y  á  la  observa- 
ción de  los  disturbios  que  desde  muchos  aDos  trabajaban  el  pais,  en- 
lazados algunos  de  ellos  con  su  propia  suerte.  Sea  por  convicción, 
sea  porque  así  lo  aconsejase  su  política ,  tomó  á  su  subida  d^  trono 
un  rumbo  opuesto  al  de  su  hermana.  Gomo  esta  se  declaró  jefe  y 
protectora  del  partido  católico,  asi  se  decidió  abiertamente  Isabel  en 
favor  del  protestante  que  fué  desde  entonces  el  culto  doaunante  del 
pais;  y  tomó  el  mismo  carácter  que  su  padre  de  jefe  y  cabtzade  su 
iglesia. 

Produjo  la  muerte  de  María  reina  de  Inglaterra  un  cambio  impor- 
tante en  uno  de  los  artículos  de  la  paz  que  entre  Francia  y  Espa&a 
se  estaba  negociando.  Se  estipulaba  en  el  tratado  el  matrimonio  del 
principe  don  Garlos  con  la  princesa  Isabel,  hija  de  Enrique  11;  mas 
habiendo  quedado  viudo  el  rey  de  Espafia  durante  estas  conferen- 
cias, solicitó  y  obtuvo  que  la  mano  de  la  princesa  se  destinase  para 
él  mismo.  Las  negociaciones  continuaron  con  grande  ardor;  tal  era 
el  deseo  de  ajustar  cuanto  antes  definitivamente  este  tratado.  La 
iMieva  reina  Isabel  envió  sus  plenipotenciarios  al  congreso^ 

Dicen  algunos  historiadores,  y  puede  creerse,  que  Felipe  II  traló 
de  negociar  la  mano  de  esta  princesa  para  Filiber(9  duque  de  Saboya 
y  en  seguida  para  él  mismo.  Sin  duda  estaba  celoso  de  la  gran  pre- 
ponderancia que  iba  la  Francia  á  adquirir  en  aquel  pais  por  el  ma- 
trimonio del  Delfin  con  María  Gstuardo  reina  de  Escocia  y  qoe  al»^ 


GJlPITUU)  XIX.  tSS 

gaba  derechos  á  )a  sucesíM  de  loglaterra  por  la  ilegitimidad  alegada 
de  la  oiieva  reina  (1).  Lo  cierto  es  que  para  manifestar  mejor  este 
derecho,  había  «nido  á  «os  armas  las  de  Inglaterra,  lo  que  ofendió 
BUohísioM  á  au  reúa.  Mas  á  pesar  del  cebo  de  una  protección  tan 
poderosa  como  la  del  rey  de  Espafia,  tenia  esta  princesa  muy  diver-» 
sas  miras  y  eludió  su  oferta  con  plausibles  pretextos,' alegando  sobre 
tode  yfneulos  de  parentesco,  le  que  fué  principio  del  odio  que  la  pro- 
fesó toda  su  vida  el  rey  de  EspaOa,  quien  desairado  en  esta  preten- 
siao,  adoptó  la  sustitución  que  hemos  ya  indicado. 

Se  publicó  por  fin  la  paz  ajustada  en  Ghateau^ambressis  el  5  abril 
de  I $59*  Fueron  sus  artículos  principales:  la  renuncia  del  rey  de 
Franda  á  la  alianro  de  los  turcos  y  protestantes:  su  unión  con  los 
principes  católicos,  favoreciendo  de  consuno  con  ellos  la  conclusión 
del  Concilio  de  Trente:  su  restitución  al  duque  de  Saboya  de  todo  lo 
qie  le  había  tomado  en  el  Piamonte,  á  excepción  de  cuatro  plazas 
en  ^ue  había  de  establecerse  guarnición,  hasta  que  dentro  de  tres 
aOos  se  decidiese  jurídicamente  á  quién  correspondía  aquel  estado: 
su  restitución  asimismo  á  los  genoveses  de  la  isla  de  Córcega  y  su 
evacuación  de  las  plazas  de  Toscaoa:  los  reyes  de  Francia  y  de  Es- 
pafia  debían  de  restituirse  mutuamente  todo  lo  que  durante  la  guerra 
se  habían  ocupado  en  la  frontera  de  los  Paises-Bajos. 

En  cuanto  á  la  plaza  de  Calais  se  estipuló  que  quedase  en  poder 
del  rey  de  Francia,  dando  á  la  reina  Isabel  ocho  aQos  de  término  para 
rescatarla  por  una  suma  de  dinero,  y  pasado  cuyo  término  quedaba 
sin  ningUA  derecho  á  ella. 

Las  tres  plazas  ú  obispados,  como  entonces  se  llamaban,  deNetz, 
Toul  y  Yerdun,  quedaron  desde  entonces  incorporados  á  la  corona 
de  Francia,  no  habiendo  asistido  al  congreso  ningún  plenipotencia- 
rio por  parte  del  imperio  que  las  reclamase. 

Además  del  matrimonio  estipulado  en  el  convenio  del  rey  de  Es- 
paQa  con  Isabel,  hiJSi  de  Enrique,  y  con  el  dote  de  400,000  florines, 
se  ajustó  el  de  Filiberto,  duque  de  Saboya,  con  Margarita,  hermana 
del  mismo  rey  de  Francia,  con  el  de  300,000. 

Fueron  enviados  por  el  rey  don  Felipe  de  Bruselas  á  París,  con  el 
objeto  de  que  el  de  Francia  firmase  el  tratado  de  paz,  el  duque  de 


(1)  Ptm  eomiMrender  esto  mejor,  téngase  presente  que  una  hermana  de  Bnriqae  Tm  rey  de  In> 
glaterra  fué  reina  de  Escocia,  mujer  de  Jacobo  IV,  y  abaela  de  María  Katuardo.  Aat  alegaba  esta  ans 
dereotaoa  á  la  corona  de  Inglaterra  apoyados  en  la  bastardía  de  Isabel,  del  mismo  qne  Juana  Oray 
d«soeodiecte  de  otra  hermana  deloriqne  TIll  había  fundado  sus  pretensiones  en  la  ilegitimidad 
de  Isabel  y  de  Maria. 


826  HISTORIA  DE  FELIPE  U. 

Alba,  el  príncipe  de  Melito,  el  prÍDCÍpe  de  Orange  y  el  conde  de  Eg« 
mont,  llevando  además  comisión  de  cumplimentar  á  la  reina  de 
Francia  y  á  las  princesas  prometid&s  esposas  del  rey  y  del  dnqae 
de  Saboya.  Por  la  parte  del  rey  de  Francia  fueron  á  Bruselas  con  el 
mismo  objeto  el  cardenal  de  Lorena,  el  condestable  de  Montmoren* 
cy  y  el  duque  de  Guisa. 

Fué  celebrado  este  tratado  de  paz  tanto  en  Brselas  como  en  Pa-- 
ris  con  muchos  regocijos.  En  esta  última  capital  se  agregaron  á 
ellos  las  fiestas  magníficas  que  se  dispusieron  con  motivo  del  ma-* 
trimonio  de  la  princesa  Isabel  de  Francia  con  el  rey  de  EspaDa, 
haciendo  las  veces  el  duque  de  Alba  en""  la  ceremonia  que  tuvo  lu- 
gar el  24  de  junio  en  la  catedral  de  Nuestra  SeOora,  á  que  asistie- 
ron el  rey  y  la  reina  con  toda  la  grandeza.  Mas  estas  fiestas  termi- 
naron de  un  modo  lastimoso  y  trágico,  habiendo  sido  herido  mor- 
talmente  el  rey  de  Francia  en  un  torneo  justando  con  el  conde  de 
Montgomery ,  capitán  de  sus  guardias,  de  cuyas  resultas  murió  den* 
tro  de  muy  breves  dias. 

Fué  la  muerte  de  este  rey  una  verdadera  calamidad  para  el  país 
en  aquellas  circunstancias.  Aunque  no  hombre  de  gran  mérito  (1), 
conocía  los  negocios,  había  hecho  la  guerra  y  se  hallaba  en  la  fuer- 
za de  su  edad,  mientras  el  heredero  que  dejaba,  joven  de  diez  y  seis 
años,  era  tan  débil  de  cuerpo  como  de  ánimo,  el  menos  á  propósito 
para  coger  lar  riendas  del  estado  en  aquellas  circunstancias.  Sus 
otros  hermanos  eran  niOos  todavía,  y  su  madre,  la  famosa  Catalina 
de  Médicis,  por  sus  intrigas  y  por  su  misma  astucia  y  política  tor- 
cida se  hallaba  mas  en  estado  de  aumentar  y  fomentar,  que  de  apla- 
car los  disturbios  que  amenazaban  á  la  Francia.  Una  porción  de 
personajes,  entre  quienes  se  contaban  príncipes  de  la  sangre,  ha- 
bían abrazado  el  calvinismo  quizá  por  convicción,  mas  también  por 
odio  á  los  Guisas,  que  pasaban  por  dominantes  en  la  corte.  Se  con- 
taban entre  los  religionarios  el  rey  titular  de  Navarra  Antonio  de 
Borbon,  su  hermano  el  príncipe  de  Conde,  el  almirante  Goligni,  su 
hermano  Andelot  y  otros  varios  personajes.  En  las  provincias  del 
Mediodía  sobre  todo  contaban  con  .muchas  ciudades  y  fieles  adhe- 


rí) Ocupa  este  principe  en  la  hlbtoria  un  puesto  muy  inferior  al  de  su  padre.  Con  sus  estados 
heredó  su  pasión  por  Blana  de  PolUers,  creada  duquesa  de  Yalentinols,  que  á  los  60  aüos  tenia  la 
habilidad  de  fascinar  á  Enrique.  Fué  muy  grande  el  crédito  é  influencia  que  ejerció  esta  dama  en 
la  corte  y  negocios  mas  graves  del  Estado.  Be  ella  se  valló  como  de  su  sísente  poderoso  el  cardenal 
Garraffa,  sobrino  del  papa  Paulo  IV,  para  inducir  al  rey  á  Infringirla  tregua  que  habla  «gustado  <M>n 
Felipe. 


CAPITULO  XIX. 


209 


rentes.  La  misma  corte  estaba  dividida  entre  la  facción  de  los  Mont- 
morency  y  de  los  Guisas,  distinguiéndose  estos  últimos  por  su  ma- 
yor ambición,  mayor  capacidad  y  mas  audacia.  Era  sin  disputa  el 
doqae  de  Guisa  el  que  gozaba  de  mas  gloria  prsonal  en  Francia. 
May  cercano  estaba  el  dia  en  que  los  celos,  las  animosidades,  la 
ambición  y  la  intolerancia  religiosa  iban  &  encender  en  el  pais  el 
fuego  de  la  guerra  civil  que  tardó  mucho  mas  de  un  cuarto  de  si- 
glo en  apagarse.  Ya  veremos  lo  que  con  estos  acontecimientos  est& 
mezclada  la  historia,  si  no  precisamente  de  EspaQa,  al  menos  de 
nuestro  don  Felipe. 


CAPÍTULO  XX. 


SUMARIO. 

Trata  Felipe  II  de  restituirse  á  España.— Estado  de  los  Paises-Bajos.— Bosquejo  de  su 
historia  durante  su  posesión  por  los  duques  de  Borgoña.— Por  los  príncipes  de  la 
casado  Austria.— Disposiciones  de  Felipe. — ^Erección  de  nuevos  obispados. — Nom- 
bramiento de  gobernadora  de  los  Paises-Bajos.— De  gobernadores  de  las  diferentes 
provincias — Se  embarca  el  rey  y  llega  á  EspaSa. 


Mientras  tanto  (1559)  se  hallaba  impaciente  este  monarca  de 
volver  á  EspaDa,  pais  de  su  nacimiento,  de  su  educación,  de  su 
predilección,  y  del  que  se  hallaba  ausente  desde  1554.  Solo  la  ne- 
cesidad de  atender  á  los  negocios  de  la  guerra  le  había  detenido  en 
Flandes  después  que  se  puso  en  posesión  de  los  vastos  estados  de 
su  padre,  por  lo  que  inmediatamente  que  vio  ajustada  la  paz  y  ce- 
lebrado su  matrimonio  por  poder,  no  pensó  mas  que  en  ejecutar  sa 
proyecto  favorito. 

Mas  si  su  inclinación,  el  estado  de  los  negocios  de  Espaffa  y  los 
ruegos  de  la  regente  su  hermana  le  llamaban  otra  vez  á  este  pais, 
no  debia  de  mirar  sin  gran  cuidado,  sin  serias  inquietudes  el  estado 
en  que  Flandes  se  encontraba.  Exige  el  orden  cronológico  y  la  na- 
turaleza de  esta  obra  que  antes  de  pasar  adelante  fijemos  los  ojos 
en  un  pais  que  representa  uno  de  los  primeros  papeles  en  la  histo- 
ria de  Felipe  II,  como  que  formaba  una  parte  importante  de  su  mo- 
narquía, y  fué  teatro  de  los  mas  grandes  acontecimientos  que  ocur- 


CAPITULO  XX.  S89 

rieron  durante  su  reinado.  Bajo  el  aspecto  de  la  localidad,  bajo  el 
de  su  Índole,  de  sus  instituciones,  de  sus  convulsiones  políticas,  de 
sus  guerras  formales,  es  digno  este  pais  de  las  indagaciones  del  his- 
toriador, de  las  meditaciones  del  filósofo.  Allí  se  desarrolló  la  in- 
dustria de  un  modo  prodigioso,  y  florecieron  las  primeras  plazas  y 
emporios  del  comercio  del  mundo:  allí  lucharon  del  modo  mas  en- 
carnizado los  principios  opuestos  en  religión  y  en  política:  allí  lu- 
cieron su  habilidad  y  genio  los  primeros  y  mas  esclarecidos  capi- 
tanes de  aquel  siglo,  tan  fecundo  en  campos  de  batalla. 

La  región  llamada  entonces  Paises-Bajos  y  también  Flandes,  del 
nombre  de  una  de  sus  principales  provincias,  comprendía  con  al- 
guna diferencia  los  dos  reinos  que  hoy  se  denominan  Bélgica  y  Ho- 
landa. Formaban  los  belgas  parte  de  la  Galia,  según  la  descripción 
que  nos  ha  dejado  de  ella  Julio  César,  y  se  lee  repetidas  veces  su 
nombre  en  la  descripción  de  las  guerras  que  hizo  en  este  pais  por 
espacio  de  diez  aOos.  También  el  nombre  de  los  Batavos,  de  los 
Frisones,  provincias  de  los  Paises-Bajos,  son  conocidos  y  se  hallan 
enlazados  con  las.  conquistas  de  los  romanos  en  las  provincias  del 
Rhin,  y  las  partes  de  la  Germania  con  este  rio  confioantes.  Guando 
la  irrupción  de  los  bárbaros  del  Norte  y  trastorno  del  imperio  roma- 
no de  Occidente,  se  perdió  su  nombre  y  desapareció  su  historia  como 
la  de  una  infinidad  de  estados  que  en  la  confusión  de  tantas  trans- 
migraciones quedaron  como  envueltos.  Sin  duda  hicieron  parte  los 
Paises-Bajos  del  imperio  colosal  que  fundó  con  las  armas  Garlo- 
magno.  Desde  los  siglos  que  se  llaman  la  Edad  media  se  les  ve 
aparecer  en  la  historia  con  los  nombres  que  tienen  en  el  dia,  regidos 
por  distintos  príncipes  de  mas  ó  menos  poderío,  y  que  tomaban  parte 
en  los  diversos  negocios  públicos  de  aquellos  tiempos.  Se  ven  algu- 
nos de  ellos  figurando  en  el  teatro  de  las  cruzadas,  y  los  mas  pró- 
ximos á  Francia  eotraron  á  veces  en  relaciones  de  alianza  y  de  en-^ 
laces  matrimoniales  con  sus  príncipes.  Por  matrimonios,  por  cesio« 
nes,  por  compras,  por  otros  contratos  semejantes  se  incorporaron 
la  mayor  parte  de  ests^  proviocias  desde  principios  del  siglo  XV  en 
los  estados  de  los  duques  de  BorgoDa.  Aumentaron  Felipe  el  Bueno 
y  su  hijo  Garlos  el  Temerario  estas  nuevas  posesiones,  y  con  la  ad- 
quisición de  provincias  tan  ricas  se  hizo  dicha  casa  una  de  las  pri- 
meras y  mas  opulentas  de  la  Europa.  A  mas  engrandecimiento  as- 
piraba el  duque  Garlos,  á  quien  sus  guerras  y  empresas  dieron  el 
titulo  de  Temerario.  Sin  duda  no  hubiese  tardado  mucho  en  cam- 

Tomo  i.  30 


SSO  HISTORIA  DS  FELIPE  II. 

biar  por  el  de  rey  su  título  de  duque,  si  la  muerte  eo  los  campos 
de  Naocy  no  hubiese  puesto  fin  á  sus  proyectos. 

Desearon  varios  principes  la  mano  de  su  única  bija  y  heredera 
que  dejaba.  La  obtuvo  Maximiliano  de  Austria,  hijo  del  emperador 
de  Alemania  Federico  III,  y  por  este  matrimonio  pasaron  con  el 
tiempo  los  Paises-Bajos  al  poder  de  EspaDa. 

Parecía  natural  que  Luis  XI,  rey  de  Francia,  solicitase  para  su 
hijo  la  mano  de  la  heredera  de  BorgoQa,  mas  prefirió  apelar  á  las 
armas  para  incorporar  este  ducado  á  la  corona  de  Francia,  con 
el  pretexto  de  que  era  un  feudo  que  no  podia  recaer  mas  que  en 
varones.  También  se  apoderó  del  Artois  y  de  la  Flandes  francesa, 
y  aunque  Maximiliano  las  recuperó,  de  resoltas  de  su  victoria  en 
Guioegate,  se  cedieron  otra  vez  á  Francia,  como  dote  de  la  prin- 
cesa Margarita,  hija  de  Maximiliano  y  de  María,  prometida  esposa 
del  Delfin,  hijo  de  Luis  XI.  Mas  este  príncipe,  que  fué  el  rey  Gar- 
los VIII,  repudió  la  princesa  para  casarse  con  la  heredera  de  Bre- 
tafia,  y  restituyó  dichas  provincias.  Ya  hemos  visto  tratando  del 
emperador  Carlos  Y,  que  reclamaba  como  suyo  el  ducado  de  Bor- 
gofia,  como  parte  de  la  herencia  de  su  abuela  María,  y  que  su  ce- 
sión fué  uno  de  los  artículos  del  tratado  de  Madrid  que  no  tuvie- 
ron cumplimiento.  El  ducado  de  BorgoSa  habia  sido  incorporado  k 
la  Francia  ya  de  muy  antiguo;  mas  el  rey  Juan  hizo  de  este  país 
un  infantazgo  para  uno  de  sus  hijos,  de  quien  los  nuevos  duques 
descendían. 

Las  provincias  de  los  Paises-Bajos  reconocían  un  sefior  común ^ 
mas  no  componían  un  estado.  Cada  una  de  ellas  tenia  un  gobierno 
particular,  instituciones  y  privilegios  diferentes,  según  los  prínci- 
pes que  los  habían  dominado,  y  las  diversas  causas  que  en  el  otor- 
gamiento habían  influido.  Diferentes  en  organización,  lo  eran  asi- 
mismo en  índole.  Las  mas  se  miraban  con  rivalidad,  como  sucede 
casi  siempre  á  todos  los  pueblos  franterizos.  El  sefiorío  de  todas 
era  hereditario,  mas  nunca  prestaban  juramento  de  obedíeucia  al 
sucesor,  hasta  que  juraba  este  por  su  parte  conservar  y  respetar 
sus  privilegios. 

De  muy  antiguo  se  habían  distinguido  eslas  provincias  por  su 
laboriosidad  y  por  su  industria.  Como  las  marítimas  ocupan  una 
costa  frecuentemente  inundada  por  el  mar,  sugirió  á  sus  habitantes 
la  necesidad,  el  recurso  de  poner  freno  á  este  elemento,  por  medio 
de  diques  y  canales,  disputándole  así  su  territorio. — Con  esto  se 


cAi^iiULO  XX.  281 

hicieron  diestros  marinos,  atrevidos  navegantes.  Los  varios  ríos  que 
atraviesan  su  país,  y  le  enlazan  con  Francia  y  Alemania,  les  ofre- 
cían  la  ventaja  de  combinar  el  comercio  interior  con  el  marítimo;  y 
la  fertilidad  de  algunas  de  su  provincias,  al  proporcionarles  tráfico 
jseguro  con  la  exportación  de  sus  productos,  influia  notablemente 
en  los  progresos  de  la  agricultura.  Con  el  trabajo  y  la  paz  no  in- 
terrumpida, de  que  disfrutaban,  llegó  á  florecer  en  el  pais  todo  ga- 
llero de  industria.  Con  el  comercio  prosperaron  las  artes,  y  con  ellas 
ias  manufacturas.  En  los  Paises-Bajos,  se  elalioraban  los  artículos  de 
mas  lujo,  en  vestidos,  muebles  y  sobre  todo  armas  que  se  usaban 
en  aquello  tiempos.  Brujas,  Gante,  Malinas,  Bruselas  y  especial- 
mente Amberes,  llegaron  á  ser  las  principales  plazas  de  comercio, 
En  ellas  tenian  factorías  las  naciones  mas  comerciantes  de  la  Euro- 
pa, y  sobre  todo  Amberes  se  consideraba  como  el  punto  de  comu- 
nicación, entre  los  productos  del  Mediodía  y  los  del  Norte.  Era  pro- 
digioso el  número  de  buques  mercantes  que  entraban  y  salían  de 
su  puerto:  frecuentaban  el  Báltico,  las  costas  de  Inglaterra,  las  del 
Mediodía,  las  escalas  de  Levante.  A  príncipios  del  siglo  XYI  era 
Amberes  la  prímera  plaza  de  Europa,  el  almacén  general  de  casi 
todas  las  producciones,  el  sitio  á  donde  concurrían  los  primeros  ne- 
gociantes de  la  tierra,  la  salida  de  todos  los  frutos  del  pais  y  de 
todo  el  Norte,  y  partes  interiores  de  Alemania.  El  descubrímiento 
del  Cabo  de  Buena  Esperanza,  que  causó  tanto  detrimento  al  co- 
mercio de  Venecia  y  escalas  de  Levante,  dio  nuevas  creces  al  de 
Amberes. 

La  riqueza  que  es  el  fruto  de  la  iodustría  no  podía  menos  de  ser 
el jpatrímonio  de  los  Paises-Bajos:  en  el  mismo  sentido  creció  el  nú- 
mero de  sus  habitantes,  de  sus  poblaciones.  Ningún  pais  de  Europa 
encerraba  en  un  mismo  espacio  igual  número  de  pueblos  conside- 
rables, de  plazas  fuertes,  de  monumentos  de  la  industría.  Todas  las 
artes  de  lujo  y  de  magnificencia  que  siguen  la  adquisición  de  la  ri- 
queza, todas  las  que  la  proporcionan  y  fomentan,  tenian  su  asiento 
en  los  Países-Bajos.  Lo  que  era  la  Italia  en  los  siglos  Xlll,  XIV  y 
mitad  del  XV,  con  respecto  á  los  demás  pueblos  de  la  Europa,  Ip 
faeron  los  estados  de  Flandes  en  la  segunda  mitad  de  este  último 
siglo  y  príncipios  del  siguiente.  La  tapicería,  la  relojería,  el  arte  de 
pintar  en  vidrio,  los  tejidos  de  las  ricas  telas  de  seda,  plata  y  oro; 
la  tipografía,  la  arquitectura,  la  pintura,  las  artes  que  mas  llaman 
eo  Italia,  habían  formado  también  su  escuela  en  los  Paises-Bajos. 


282  Hl&TOaiA  DE  FEUPE  II. 

Eran  demasiado  positivas  las  ventajas  debidas  á  esta  industria  y 
opulencia,  para  qae  desconociesen  su  valor  los  principes  que  aque- 
llos estados  gobernaban.  Era  imposible  que  fuesen  avaros  de  con- 
cesiones y  privilegios,  hacia  pueblos  que  tantos  recursos  les  pro- 
porcionaban en  sus  guerras  y  otros  apuros  de  la  misma  especie. 
En  la  adquisición  de  los  Paises-Bajos,  tenian  los  duques  de  Borgofia 
una  mina  de  poder  y  de  riqueza,  y  su  pabellón  era  respetado  y  te- 
mido en  todos  los  pueblos  de  la  Europa.  No  debian ,  pues,  de  pen- 
sar en  el  despojo  de  privilegios  y  de  libertades  que  son  el  alma  de 
la  industria,  tratándose  de  los  que  al  abrigo  de  ella  prosperaban. 
Por  su  parte  los  pueblos  que  conocían  el  valor  de  lo  que  daban  eran 
celosos  de  la  retribución,  y  no  perdonaban  medios  para  tener  en 
ejercicio  sus  derechos.  En  uso  estaban  de  resistir  los  caprichos  de 
sus  príncipes,  y  habérselas  con  los  mas  dominantes  é  imperiosos. 
No  pudo  amoldarlos  á  su  albedrío  el  mismo  Carlos  el  Temerario,  á 
quien  todo  se  humillaba.  Del  lado  mismo  de  su  hija  Maria,  arran- 
caron en  cierta  ocasión  á  favoritos  y  consejeros,  que  pasaban  por 
abusar  de  su  confianza.  A  su  esposo,  el  príncipe  Maximiliano,  se  le 
resistieron  una  vez  abiertamente,  y  le  hicieron  salir  de  sus  estados, 
por  no  querer  darle  la  regencia  del  pais  en  nombre  de  su  hijo  á  la 
muerte  de  María. 

Fué  demasiado  corta  la  vida  de  Felipe  el  Hermoso,  para  formar 
época  en  la  historía  de  los  Paises-Bajos.  En  su  hijo  Garlos  V,  con- 
currieron opuestas  circunstancias. 

Bajo  la  dominación  de  los  duques  de  Borgofia,  eran  los  Paises- 
Bajos  la  parte  principal  de  sus  estados.  Cuando  subió  Garlos  al  po- 
der, precisamente  debieron  de  decaer  de  su  importancia  poUtica, 
reducidos  á  una  provincia  pequeOa  de  una  vasta  monarquía.  Abso- 
luto el  emperador  con  muy  escasas  cortapisas  en  Espafia,  Ñápeles 
y  los  demás  que  poseía  en  Italia,  no  era  natural  que  mirase  con 
predilección  los  prívilegios  y  constituciones  de  los  Paises-Bajos.  En 
otras  partes  era  rey  y  monarca:  aquí  tan  solo  sefior  y  el  primero 
de  sus  ciudadanos.  En  lugar  pues  de  concentrar  su  atención  en 
Flandes,  miró  naturalmente  este  pais  como  mero  instrumento  de 
ambición  y  engrandecimiento  en  otros  puntos.  Conocieron  muy  bien 
los  flamencos  su  nueva  posición,  y  por  lo  mismo  que  podía  mucho 
su  sefior,  tuvieron  despierta  á  todas  horas  su  atención  y  suspicacia. 
No  atentó  abiertamente  el  emperador  á  sus  derechos  y  constitución; 
mas  tampoco  mostró  mucho  que  las  miraba  con  respeto.  En  alga-- 


V 
i 

i. 


CAPITULO  XX.  238 

ñas  dependencias  públicas  introdujo  extranjeros  que  no  podian  te- 
ner mas  intereses  que  los  del  soberano  que  los  empleaba.  Tampoco 
iáltaroD  soldados  imperiales  en  muchas  de  sus  plazas  fuertes.  No 
era  tampoco  muy  parco  el  emperador  en  pedir  los  subsidios  de  que 
siempre  estaba  tan  necesitado,  y  que  después  de  negativas  y  siem- 
pre con  grande  repugnancia,  eran  concedidos  al  fin  con  el  temor  de 
perder  sus  privilegios.  Mas  era  demasiado  prudente  y  astuto  Car-* 
los  V  para  despojarlos  de  lo  que  hacia  su  prosperidad,  privándose 
á  sí  mismos  de  la  parte  á  que  se  llamaba  de  los  frutos  de  so  in-* 
dastria. 

Se  hallaban  las  cosas  bajo  este  pié  cuando  las  innovaciones  en 
materias  religiosas  prepararon  en  Flandes  las  calamidades  y  guer^ 
ras  civiles  de  que  por  mas  de  la  cuarta  parte  de  un  siglo  fué  teatro. 
No  tuvo  nacimiento  en  los  Paises-Bajos  ni  herejía,  ni  secta  al-* 
gana  de  los  que  se  llamaban  reformados.  Mas  en  una  región  tan 
relacionada  por  intereses  de  comercio  con  Alemania,  Francia  y 
Suiza,  penetraron  fácilmente  las  nuevas  opiniones.  Entre  los  innu- 
merables extranjeros  que  acudían  y  habitaban  en  Amberes,  todas 
las  sectas  entonces  conocidas  con  el  nombre  de  luteranos,  calvinis- 
tas, zuinglianos,  anabaptistas,  etc. ,  contaban  con  muchos  partida- 
rios. Los  mismos  soldados  de  Garlos  Y  y  en  seguida  de  Felipe  eran 
los  introductores  de  la  peste,  en  cuya  extirpación  mostraban  tanto 
afán  entrambos  príncipes.  Hicieron,  pues  las  nuevas  opiniones  rá- 
pidos progresos  en  aquel  país,  propalándose  en  público,  en  con- 
versaciones, en  impresos,  en  sermones  y  hasta  en  los  teatros;  mas 
no  se  habían  erigido  todavía  en  lo  que  se  llama  Iglesia,  ni  tenían 
las  nuevas  sectas  culto  público. 

Una  cosa  hay  que  no  se  debe  jamás  perder  de  vista  en  los  tiem- 
pos del  establecimiento  de  estas  nuevas  sectas,  á  saber:  que  todas 
ellas  fueron  siempre  acompañadas  de  excesos,  de  violencias,  de 
toda  clase  de  desórdenes,  probablemente  contra  la  voluntad,  con 
marcada  repugnancia  por  parte  de  sus  mismos  fundadores.  Mas  no 
podian  impedir  estos  que  la  muchedumbre  ciega  diese  un  siniestro 
sentido  á  sus  palabras  y  que  de  ellas  abusasen  los  malvados ,  para 
satisfacer  sus  vicios  y  pasiones.  No  podian  menos  de  ser  tomadas 
por  muchos  la  voz  de  libertad  evangélica  y  de  conciencia  como  si- 
nónima de  libertinaje  y  desenfreno.  La  especie  de  que  el  culto  ca- 
tólico era  una  pura  idolatría,  debía  de  arrojar  á  muchos  impelidos 
de  9u  necesidad  ó  de  otras  causas  al  despojo  de  los  templos,  come-^ 


£34  HISTORU  DB  PXUPE  If. 

iiéodose  eD  todos  esios  actos  los  mayores  excesos  de  violencia:  por- 
que jaoiás  se  muestra  el  hombre  tan  b&rbaro  y  feroz  como  caando 
trata  de  cubrir  sus  crímenes  con  un  velo  religioso.  Se  repitieron 
pues  en  los  Paires-Bajos  las  escenas  que  babian  tenido  y  tenian  to- 
davía lugar  en  Francia,  Escocia,  Alemania  y  otras  partes* 

Garlos  V,  cuyos  sentimientos  en  materias  religiosas  son  tan  co- 
nocidos, no  debió  de  mirar  con  espíritu  de  tolerancia  este  orden  de 
cosas  que  se  iba  introduciendo  en  los  Paises-Bajos.  Si  considera- 
ciMies  políticas  y  falta  de  verdadero  poder  le  hablan  hecho  contem- 
porizar muchas  veces  con  los  príncipes  luteranos  de  Alemania,  no 
sucedía  lo  mismo  con  sus  estados  hereditarios  de  Jos  Paises-Bajos. 
Con  los  innovadores  en  materias  religiosas,  se  mostró  terrible;  y 
pura  la  extirpcion  de  la  herejía  apeló  &  medios  tan  extraordinarios 
como  perentorios.  En  las  principales  ciudades  se  erigieron  tribuna- 
les  dedicados  exclusivamente  &  perseguir  y  castigar  el  crimen  de 
herejía,  sin  que  á  su  jurisdicción  se  pudiese  sustraer  persona  algu- 
na. Se  pronunciaron  sentencias  de  muerte  contra  los  propaladores 
de  las  nuevas  opiniones,  sea  por  escrito  ó  de  palabra,  contra  los 
que  ocultaban  ó  daban  asilo  á  los  culpables.  La  abjuración  de  los 
errores  no  servia  para  evitar  la  pena  capital,  sino  para  modificar- 
la. Los  arrepentidos  morían  en  suplicio  común  y  ordinario.  Los  im- 
penitentes eran  arrojados  vivos  á  las  llamas. 

Muchas  fueron  las  víctimas  que  hizo  esta  persecución,  mas  no 
producían  todavía  el  efecto  deseado.  Con  el  objeto  de  purgar  mas 
eficazmente  de  herejía  el  suelo  de  los  Países-Bajos,  se  trató  de  es- 
tablecer el  tribunal  de  la  Inquisición  como  en  Espafia,  y  este  solo 
nombre  los  llenó  de  espanto.  En  Amberes  se  cerruron  los  talleres, 
.se  suspendieron  los  trabajos  de  las  manufacturas  y  pararon  todos 
los  negocios  de  comercio.  Se  apresuraban  los  negociantes  á  reali- 
zar, á  ocultar  su  dinero;  y  los  numerosos  extranjeros  trataban  de 
abandonar  la  plaza  que  se  hallaba  en  vísperas  de  su  completa  rai- 
Qa;  mas  Garlos  V  renunció  á  su  proyecto  en  vista  de  las  represen- 
taciones que  le  hizo  su  tía  Margarita  de  Austria,  hermana  de  Fe- 
lipe  el  Hermoso,  «gobernadora  entonces  de  los  Paises-Bajos. 

Eran  muy  grandes  el  horror  y  terror  que  el  nombre  solo  de  la 
Inquisición  de  Espafia  imprimía  en  Francia,  en  Alemania,  en  los 
Paises-Bajos,  en  Escocia,  en  otras  partes.  En  todas  se  quemaban 
herejes  y  mas  que  en  Espafia,  por  la  simple  razón  de  que  aquí  no 
había  tanjto^;  bien  que  se  suplía  esta  falta  con  la  muchedumbre  de 


capítulo  XX.  235 

judÍM  y  mahometaDOs  od  que  se  cebaba  eotMiees  la  IiiquisieioD  entre 
nosotros.  Mas  sea  por  la  aotígua  reputación  de  este  tribunal,  ya 
por  lo  secreto  de  su  modo  de  enjuiciar  ó  por  su  carácter  de  perma- 
nente y  fijo  Cuando  los  otros  eran  solo  creaciones  del  momento,  se 
detestaba  su  nombre,  tanto  por  los  católicos  como  por  los  mismos 
protestantes.  En  los  Países-Bajos,  tuyo  una  influencia  á  todas  luces 
lamentable. 

A  pesar  de  la  crueldad  de  estos  castigos,  á  pesar  de  la  gran  pro- 
pensión al  despotismo  de  que  Garlos  Y  daba  tantas  pruebas,  fué 
todavía  su  nombre  respetado  y  hasta  cierto  punto  querido  en  los 
Paises*-Bajos.  No  podia  menos  de  ejercer  en  fus  ánimos  el  ascen- 
diente que  jamás  se  niega  á  las  grandezas  y  á  la  gloria.  Amorti- 
gua muchas  veces  su  prestigio  los  sentimientos  de  libertad  é  inde- 
pendencia, y  cura  hasta  la  suspicacia  apoyada  en  los  mas  firmes 
fundamentos.  También  querían  llamarse  los  flamencos  á  la  parte  de 
la  gran  fama  que  alcanzaba  su  seDor,  y  en  su  mismo  poderío  en- 
contraban grandes  ventajas  para  su  comercio.  En  todos  los  puertos 
eran  recibidos  con  la  deferencia  debida  á  subditos  del  emperador  y 
en  los  estados  de  este  gozaban  las  mismas  ventajas  que  los  natura- 
les. Se  puede  decir  pues  que  los  Paises-Bajos  llegaron  al  apogeo 
de  su  prosperidad  y  grandeza  b^jo  la  dominación  de  Carlos  V.  Por 
otra  parte,  este  monarca  que  conocía  los  hombres  y  tanto  partido 
sabia  sacar  de  sus  observaciones,  era  muy  popular  en  los  Paises- 
Bajos  donde  había  nacido  y  se  había  criado,  cuya  lengua  hablaba, 
coyas  costumbres  conocía,  y  de  cuya  índole  participaba.  Lo  franco 
de  su  trato  y  sus  modales  templaba  en  parte  lo  que  podía  tener  de 
severo  y  de  duro  su  gobierno.  En  Bruselas,  donde  residía  con  fre- 
coencia,  estaba  como  desterrada  la  etiqueta  y  vivía  casi  como  un 
simple  ciudadano,  como  un  padre  en  medio  de  sus  hijos.  Político  y 
previsor  al  mismo  tiempo,  gustaba  de  emplear  en  comisiones  de 
importancia  á  los  seDores  y  grandes  del  país,  lo  que  al  mismo 
tiempo  que  halagaba  su  amor  propio,  los  empeDaba  en  gastos  muy 
coosiderables  y  los  bacía  depender  de  sus  favores.  El  príncipe  de 
Orange  y  el  conde  de  Egmont,  que  eran  los  de  mas  viso  en  el  país, 
figuraban  en  todas  las  grandes  embajadas,  en  todas  las  conferen- 
cias y  ceremonias  de  aparato.  Cualquiera  que  fue^e  su  sistema  de 
gobierno  en  el  pais,  no  dejaba  en  él  ninguna  duda  de  que  le  mi- 
i^ba  con  gran  predilección  y  quizá  con  mas  caríDo  que  á  todos  sus 
demás  estados.  Así  la  abdicación  de  este  principe  fué  verdadera- 


236  histoeiíl  de  fblipb  ií. 

mente  sentida  en  los  Paises-Bajos,  y  en  las  lágrimas  derramadas 
en  aquella  solemne  ceremonia,  hubo  sin  duda  mas  profundo  senti- 
miento que  el  de  una  pasajera  emoción,  debida  á  lo  imponente  de 
la  escena.  No  podian  menos  de  hacer  un  paralelo  los  flamencos  en- 
tre el  monarca  que  se  iba  y  el  principe  que  le  reemplazaba ,  el  re- 
verso para  ellos  de  la  medalla  de  su  padre.  Lo  que  este  tenia  de 
franco,  de  afable,  de  llano  en  el  trato,  lo  poseia  aquel  de  circuns- 
pecto, de  serio,  de  ceremonioso  y  reservado.  Ni  sabia  su  lengua, 
ni  mostraba  deseos  de  aprenderla.  Ya  hemos  visto  que  en  la  cere- 
monia de  la  abdicación,  respondió  en  nombre  suyo  á  los  estados  el 
obispo  de  Arras  Granvela,  en  atención  á  que  Felipe  no  sabia  el 
francés,  lengua  que  usó  el  emperador  en  aquel  acto.  Porque  este 
monarca  sabia  hablar  y  hablaba  efectivamente  á  todos  en  su  len- 
gua propia. 

Nada  habia  mas  opuesto  á  la  Índole  y  carácter  de  los  flamencos 
que  el  de  su  nuevo  soberano.  Ni  ellos  podian  guster  de  Felipe  II, 
ni  Felipe  II  gustar  de  ellos.  Un  monarca  de  carácter  mas  flexible  y 
meMs  exclusivo  se  hubiese  mostrado  muy  satisfecho  y  compla- 
ciente al  verse  duefio  y  seDor  de  diez  y  siete  provincias;  pues  fué  el 
primer  príncipe  que  las  heredó  todas  ricas,  florecientes  en  agricul- 
tura, en  artes,  en  todos  los  géneros  de  industria  y  de  comercio*  En 
un  pais  que  no  excede  la  sexta  parte  de  fispafia  se  contaban  tres- 
cientas y  cincuenta  ciudades,  seis  mil  trescientos  pueblos  conside- 
rables y  una  infinidad  de  lugares  mas  pequefios.  Producían  enton- 
ces los  Paises-Bajos  mas  que  la  Inglaterra.  Era  pues  su  posesioo 
para  el  nuevo  rey  de  Espafia  de  una  ventaja  incalculable. 

Mas  Felipe  II  á  cuyo  buen  juicio  y  penetración  no  podian  ocultar- 
se estos  objetos  tan  considerables,  tenia  sin  duda  consagrada  so 
atención  á  otros  que  le  parecían  preferibles.  El  carácter  inquieto  de 
los  flamencos,  su  celo  por  la  conservación  de  sus  derechos,  el  ca- 
rácter democrático  que  predominaba  en  sus  sentimientos,  en  las 
asambleas  de  los  estados  y  sobretodo  el  incremento  que  iba  toman- 
do en  ellos  la  herejía,  le  sugirieron  sin  duda  como  máxima  funda^ 
mental  de  su  gobierno,  el  sujetarlos  á  la  unidad  del  despotismo  po<^ 
litico,  sobre  todo  á  la  unidad  del  sistema  religioso.  Uno  de  sus  pri- 
meros cuidados  además  del  establecimiento  del  tribunal  de  la  Inqui- 
sición, del  que  hablaremos  ásu  debido  tiempo,  fué  el  arreglo  de  las 
diócesis  de  los  Paises-Bajos.  Eran  algunos  de  sus  obispos  sufran 
gáneos  de  metropolitanos  que  residían  en  Francia  y  Alemania,  y 


CAPITULO  XX.  t3T 

queriendo  Felipe  remediar  este  que  le  parecia  od  grave  íncoD'^ 
yeoiente,  y  al  mismo  tiempo  aumentar  el  alto  clero,  solieitó  bola 
de  Paulo  IV  para  que  las  proviucias  de  los  Paises-Bajos  se  dividie- 
sen en  tres  arzobispados  y  trece  obispados,  sujetando  &  estos  &  los 
primeros  y  eximiéndolos  de  la  dependencia  de  los  metropolitanos 
que  se  hallaban  fuera. 

Accedió  el  papa  muy  gustoso  á  los  deseos  del  rey,  y  expidió  una 
bola  creando  en  los  Paises-Bajos  las  metrópolis  de  Gambray,  Mali-* 
ñas  y  Utrech;  nombrando  por  sufragáneas  de  la  primera  las  Sedes 
de  Arras,  Tournay ,  Saint-Omer  y  Namur  que  se  hicieron  obispados: 
de  la  segunda  las  de  Amberes,  Gante,  Brujas  élprés,  Bois-le-Ducy 
Ruremonde,  y  de  la  tercera  las  de  Harlem,  Deventer,  Leyden,  Mid« 
dleburgo  y  Groninga.  De  todas  estas  Di<k^esis  se  marcaron  los  lími- 
tes asignándose  las  rentas  á  los  obispos  y  mas  grandes  funciona- 
rios. 

Para  atender  á  éste  último  objeto  degra?e  consideración,  se  dis- 
puso que  los  nuevos  obispos  sucediesen  á  los  abades  del  país,  y  ocu- 
pasen sus  rentas  según  fuesen  falleciendo.  Produjo  esto  quejas  no 
precisamente  en  los  abades  mismos,  sino  en  los  que  tenían  preten- 
sión de  serlo.  Las  produjo  en  los  monjes  á  quienes  se  despojaba  de 
sus  reatas.  Las  produjo  en  los  grandes  que  veían  una  disminución 
de  su  crédito  en  la  admisión  de  los  nuevos  obispos  en  las  asambleas 
de  los  estados. — I^s  produjo  en  el  país  en  general  á  cuyos  ojos  tras- 
limitaba  el  rey  sus  atribuciones,  dando  tantos  indicios  de  querer  aten- 
tar á  ^Jí&  derechos.  Miraban  todos  esta  bula  que  daba  una  nueva 
organización  edesiástica  al  pais,  como  medida  precursora  de  otras 
mas  considerables.  Mas  observaremos  el  orden  cronológico  dejando 
para  otro  tiempo  las  consecuencias  que  esta  y  otras  mas  innovacio- 
nes produjeron. 

GoDtrayéndonos  ahora  á  la  persona  de  Felipe,  era  para  él  un  ne- 
gocio  de  grande  consideración  el  nombramiento  de  la  persona  que 
debía  quedar  gobernador  de  los  Países-Bajos,  pues  el  duque  Filiber- 
to  de  Saboya  se  volvía  en  virtud  del  tratado  de  Chateau-Gambressis 
á  sus  estados.  Se  presentaba  naturalmente  como  el  mas  á  propósito 
algún  grande  de  los  mas  ricos  y  distinguidos  del  pais;  pero  en  ningu- 
no tenia  gran  confianza,  y  el  príncipe  de  Orange  que  se  reputaba  co- 
mo el  principal,  era  objeto  de  su  secreta  antipatía.  Pensó  primero  en 
la  persona  del  principe  don  Garlos;  mas  sin  duda  le  detuvo  la  con- 
sideración de  sus  deniasiado  cortos  afios. — Le  aconsejaron  el  duque 

Tomo  i.  31 


238  HISTOftlA.  DB  ¥£LIP£  lí. 

áe  Alba  y  algunos  otros  personajes  de  la  corte  entre  los  qae  se  cuenta 
al  obispo  de  Arras,  qucL  echase  mano  de  la  princesa  Margarita,  du- 
quesa de  Parma,  que  como  nacida  en  los  Paises-Bajos,  no  podía  ex- 
citar quejas  de  que  se  les  daba  por  gobernador  á  un  extranjero. 
Gustó  el  rey  de  la  proposición,  y  tal  vez  por  no  ocurrírsele  enton- 
ces otra  cosa  mejor  la  nombró  gobernadora  durante  su  ausencia, 
dándola  por  consejero  privado  al  mismo  obispo  de  Arras  que  fué 
nombrado  después  arzobispo  de  Malinas. 

Nombró  además  el  rey  gobernadores  en  todas  las  provincias,  pe- 
ro sujetos  á  la  autoridad  superior  de  Margarita.  Puso  en  la  de  Lu- 
xemburgo  á  Pedro  Ernesto,  conde  de  Mansfeld;  en  la  de  Gueldres  y 
Zuphten,  al  conde  de  Meghen;  en  las  de  Flandes  y  Artois,  al  conde 
de  Egmont;  en  las  de  Holanda,  Zelanda  y  Utrecb,  al  principe  de 
Orange;  en  las  de  Haynault,  Yaienciennes  y  Gambray,  al  marqués 
de  Yergnes;  en  la  de  Journay,  al  seQor  de  Montigni;  en  las  de  Lila 
y  Douay,  al  señor  de  Corviere;  en  la  de  Frisia,  al  conde  de  Arem- 
berg;  en  la  de  Namur,  á  Carlos  Barlimont;  y  en  la  de  la  otra  parte 
del  Mosa,  al  conde  de  Frisia.  Las  provincias  de  Brabante  y  Malinas 
quedaron  bajo  la  inmediata  autoridad  de  la  princesa  Margarita. 

Era  esta  princesa  hija  natural  de  Garlos  Y,  y  de  una  dama  de  los 
Paises-Bajos,  habida  antes  del  matrimonio  del  emperador,  algunos 
aOos  antes  del  nacimiento  de  Felipe.  Habia  casado  en  primeras  nup- 
cias con  Alejandro  de  Médicis,  duque  de  Florencia,  asesinado  por  su 
primo  Lorenzo,  y  en  segundas  nupcias  con  Octavio  Farnesio,  duque 
de  Parma,  nieto  de  Paulo  III,  y  que  á  la  sazón  residía  en  sus  esta- 
dos. Tuvo  de  este  matrimonio  al  famoso  Alejandro  Farnesio,  mozo 
entonces  de  muy  verdes  años  que  se  criaba  en  la  corte  de  Espafia 
al  lado  del  príncipe  don  Carlos.  No  contribuyó  poco  el  tener  en  sus 
manos  esta  prenda  de  seguridad,  para  que  el  rey  de  EspaDala  con- 
fiase cargo  tan  considerable.  También  le  movió  á  ello  el  interés  de 
tener  de  su  parte  al  duque  de  Parma,  su  marido,  que  en  sus  anti- 
guas reyertas  con  el  papa  se  habia  mostrado,  sino  contrario,  vaci- 
lante. 

Concluyó  el  rey  sus  negocios  en  los  Paises-Bajos,  celebrando  un 
capítulo  de  la  orden  del  Toisón  de  Oro,  en  que  se  confirió  el  collar 
al  nuevo  rey  Francisco  II  de  Francia,  al  duque  de  Urbino,  á  Marco 
Antonio  Colonna,  duque  de  Paliano,  al  marqués  de  Renty  y  á  otros 
varios  personajes.  En  seguida  se  despidió  de  ios  estados  reunidos, 
de  orden  suya  en  Ganle^  díciéndoles  que  como  sus  negocios  recia-* 


CAPITULO  XX.  239 

mabao  el  que  se  trasladase  á  EspaOa,  les  dejaba  por  goberoadora 
UDa  prÍDcesa  nacida  entre  ellos,  como  todos  los  demás  gobernadores 
de  las  demás  provincias.  Les  encargaba  que  se  mantuviesen  fieles 
á  la  religión  católica,  y  no  permitiesen  permanecer  en  las  provincias 
persona  alguna  infestada  con  las  doctrinas  nuevas  de  Alemania,  con- 
cluyendo con  la  indicación  de  que  no  ignorando  ellos  los  crecidos 
gastos  que  se  le  ocurrían,  esperaba  de  su  parte  un  servicio  liberal, 
proporcionado  á  la  exigencia  de  sus  circunstancias.  Los  estados  le 
ofrecieron  nuevecientos  mil  florines,  mas  reservándose  su  distribu- 
ción, rasgo  de  desconfianza  de  que  quedó  el  rey  resentido  y  eno- 
jado. 

Arreglados  definitivamente,  según  él  se  imaginaba,  los  negocios 
en  los  Paises-Bajos,  no  le  quedaba  al  rey  otro  ya  que  el  de  embar- 
carse. Estaba  prevenida  de  antemano  una  armada  de  cerca  de  70  ve- 
las en  Zelandia,  donde  se  hizo  á  la  mar  el  rey  el  20  de  agosto  de 
aquel  afio.  Fué  bastante  feliz  la  navegación,  y  Felipe  desembarcó 
en  Laredo  el  29  del  mismo  mes.  Después  de  algunos  dias  de  des- 
canso en  aquel  puerto,  se  dirígió  á  Yalladolid,  á  donde  llegó  el  8  de 
setiembre  por  la  noche,  habiendo  salido  á  recibirle  á  fuera  el  prín- 
cipe don  Carlos  y  su  hermana,  y  regente  entonces  doOa  Juana. 


CAPITULO  XXI 


Estado  de  España  á  la  vuelta  de  Felipe.— Asuntos  domésticos  administrativos.— Inqui- 
sición.—Autos  de  fe.— Corles  en  Toledo.— Venida  de  la  reina  Isabel.— Jura  del 
principe  don  Carlos. 


Encontró  Felipe  II  á  EspaQa  (1559)  casi  en  el  mismo  estado  de 
tranquilidad  y  de  reposo  en  que  la  habia  dejado.  Algunos  distur- 
bios habían  tenido  lugar  en  Zaragoza,  con  motivo  de  un  garrote  da- 
do en  la  cárcel  en  privado,  acto  allí  considerado  como  un  contrafue- 
ro, mas  se  habían  pronto  apaciguado  (1).  También  habian  ocurrido 
algunos  choques  entre  el  brazo  secular  y  el  eclesiástico,  con  motivo 
de  las  hostilidades  de  Paulo  lY  contra  el  rey  de  EspaDa.  Se  inclina- 
ban los  eclesiásticos,  como  sucede  en  estos  casos,  al  pontífice,  y  en 
esto  les  dio  ejemplo  el  cardenal  Silíceo,  arzobispo  de  Toledo,  que 
tantos  favores  debía  á  Felipe  y  á  su  padre.  Restituyó  la  paz  entre 
Felipe  y  el  papa  las  cosas  á  su  primer  estado  y  antigua  buena  inte- 
ligencia. Confirmada  la  infanta  en  su  cargo  de  regente,  á  la  subida 
al  trono  de  su  hermano,  se  adhirió  como  antes  al  espíritu  de  sus  ins- 
trucciones. Algunas  rencillas  se  suscitaron  entre  ella  y  el  principe 
don  Carlos,  joven  avieso,  y  según  dicen  algunos  autores  muy  mal 
inclinado;  mas  todos  aguardaban  que  se  serenaría  la  tempestad  con 
la  llegada  de  su  padre.  Era  este  el  deseo  general  como  sucedió  en  el 
último  reinado,  y  en  todas  las  cartas  que  escribía  á  Felipe  dofia 


(1)    Ya  hemos  anunciado  que  grataríamos  de  las  cosas  de  Aragón,  separadamente  y  á  su  debido 


tiempo. 


CAPITULO  XXL  til 

Jaua,  le  mostraba  la  ímpacieDcia  ood  que  se  aguardaba  su  veoH 
da  (1).  Guando  se  supo  la  reooTacíoo  de  las  hostilidades  en  losFai^ 
ses-Bajos,  se  pusieron  los  gritos  en  el  cielo.  Eran  estas  guerras  ex^ 
tranjeras,  en  Espa&a  muy  impopulares,  por  lo  mucho  que  costaban, 
y  los  recursos  del  pais  se  hallaban  muy  lejos  de  un  estado  florecien- 
te. Había  gran  trabajo  para  enviar  al  rey  trescientos  mil  ducados 
que  pedia.  A  cuenta  de  los  productos  de  una  mina  de  plata,  que  acá-* 
haba  de  descubrirse  junto  á  Guadalcanal,  y  otra  cerca  de  Aracena, 
se  habian  tomado  en  1556  quinientos  mil  ducados  que  ya  se  hablan 
coDsamido.  Para  levantar  una  suma  de  seiscientos  mil  ducados,  que 
las  circunstancias!  hacian  necesarias,  fué  preciso  tomar  trescientos 
mil  á  grandísimo  interés  de  los  ferieros  de  YUlalon,  satisfaciendo  la 
infanta  los  restantes,  vendiendo  diez  cuentos  y  cuatrocientos  mil  ma- 
ravedís, de  su  dote,  sobre  alcabalas.  Habia  gastado  mucho  en  sus 
guerras  el  emperador,  y  sus  deudas  eran  muy  considerables.  Se  tra- 
tó en  el  consejo  de  no  pagarlas,  mas  prevaleció  la  opinión  contraria, 
aunque  rebajándose  los  intereses.  Los  proyectistas,  que  no  faltan  en 
ninguna  época,  llamados  en  aquella  tracistas  y  hombres  de  pruden- 
cia, idearon  la  venta  de  encomiendas,  juros,  jurisdicciones,  hidal- 
guías, regimientos,  escribanías,  alcaidías,  baldíos,  oficios  y  digni- 
dades de  toda  clase.  También  pidieron  un  servicio  á  Méjico  y  Perú, 
solicitando  además  del  rey  de  Portugal  una  porción  considerable  de 
pimienta,  para  que  vendida  en  Flandes,  sufragase  los  gastos  de  la 
vuelta  del  emperador  y  de  su  hijo.  Todo  esto  no  da  muy  grande  idea 
de  los  recursos  financieros  de  un  pais,  que  algunos  pensarán  tal  ves 
se  hallaba  en  el  mas  alto  grado  de  opulencia. 

El  negocio  que  parecía  entonces  mas  urgente  en  la  nación  y  ex- 
citaba mas  el  celo  del  gobierno ,  era  purgar  á  Bspafia  de  las  doe^ 
trinas  religiosas  que  á  despecho  de  la  mayor  vigilancia  y  precaución 
se  habian  introducido,  en  virtud  de  las  comunicaciones  indispensa- 
bles entre  las  diversas  partes  de  una  misma  monarquía.  Iban  los 
españoles  á  Francia,  á  Alemania,  á  los  Paises-Bajos:  venían  natu- 
rales Je  aquellas  regiones  á  Bspafia ,  y  del  mismo  roce  y  trato  no 
podían  menos  de  resultar  prosélitos  de  las  nuevas  opiniones.  En  las 
tropas  del  emperador ,  y  aun  en  las  de  su  hijo ,  estaban  alistados 
muchos  luteranos;  mas  ya  que  era  imposible  cerrar  herméticamente 


(1)  Se  ctesMlMi  eo»  anaia  la  presencia  de  Felipe  en  BtpaSa:  no  era  menee  neoeaaria,  como  ya  ke- 
IU08  indicado,  en  los  Palses-Bajos.  Nada  prueba  tanto  lo  heterogéneo  de  esta  monarca;  lo  dIflclU- 
simo,  si  DO  imposible  que  era  el  ser  gobernada  por  un  hombre  solo. 


24i  HISTORIA  DE  FELIPE  IL 

Mas  80I0  el  rey  de  Espafia  gozaba  el  privilegio  de  verlas  eDeeodi- 
das  en  ciertos  períodos  coa  tanta  solemDidad ,  por  senteijcia  de  un 
tribunal  fijo  exclusivamente  consagrado  &  esta  clase  de  delitos. 

Partió  el  rey  de  allí  á  pocos  días  á  Toledo  con  objeto  de  celebrar 
cortes  y  las  fiestas  de  su  desposorio,  pues  tenia  noticia  de  que  es- 
taba para  salir  de  París  la  princesa  Isabel  con  quien  por  poder  es- 
taba ya  casado.  Para  recibir  la  nueva  reina  en  la  frontera  envió  al 
arzobispo  de  Burgos  y  al  duque  del  Infantado,  con  otros  vanos  se- 
Qores  principales  de  la  corte.  Mientras  tanto  se  abrieron  las  cortes 
en  Toledo,  y  entre  las  cosas  que  establecieron,  fue  que  no  pudiesen 
tener  esclavos  los  moriscos  del  reino  de  Granada. 

1560.  A  principios  de  este  aDo  salió  la  reina  Isabel  de  París 
acompasada  del  cardenal  de  Borbon  y  del  duque  de  Vendóme.  Fué 
recibida  en  Roncesvalles  por  el  arzobispo  de  Burgos  y  el  duque  del 
Infantado,  y  habiendo  despedido  en  aquel  punto  á  la  comitiva  fran- 
cesa, continuó  con  ellos  su  viaje  hasta  Guadalajara,  á  donde  se  di- 
rigió por  aguardarla  allí  el  rey,  acompasado  del  príncipe  don  Car- 
los, de  la  infanta  dofia  Juana  y  de  todos  los  personajes  de  su  corte. 

Llegó  la  reina  á  Guadalajara  á  principios  de  febrero,  y  después 
de  haber  ratificado  el  rey  su  matrimonio  recibiendo  las  bendiciones 
del  arzobispo  de  Burgos,  partió  la  corte  á  Toledo,  donde  se  cele- 
braron los  desposorios  con  todo  género  de  fiestas,  habiéndose  es- 
merado aquellos  habitantes  en  obsequio  de  sus  reyes. 

Con  motivo  de  la  reunión  de  las  cortes,  determinó  el  rey  apro- 
vechar esta  circunstancia,  mandando  que  fuese  reconocido  y  jurado 
por  heredero  el  príncipe  don  Garios,  lo  que  así  se  verificó  el  ii  de 
febrero  en  la  iglesia  catedral  con  toda  pompa,  Asistieron  á  la  cere- 
monia el  rey,  la  infanta  doDa  Juana,  don  Juan  de  Austria,  todos  los 
sefiores  de  la  corte  y  los  procuradores  de  las  ciudades  de  los  reinos. 
Recibió  el  arzobispo  de  Burgos,  vestido  de  pontifical  el  juramento. 
Le  prestó  la  primera,  la  infanta  dofia  Juana;  siguió  don  Juan  de  Aus- 
tria; vinieron  después  los  grandes  de  la  corte  y  los  procuradores  de 
los  reinos.  El  duque  de  Alba  se  presentó  el  último.  Una  triste  noti- 
cia vino  á  turbar  aquellos  regocijos,  á  saber,  la  de  una  derrota  que 
acababan  de  sufrir  las  armas  españolas  en  las  costas  de  África. 


CAPÍTtítOXXÍÍ. 


Asuntos  de  Africa.-^Samario  de  las  príacipales  ocurrencias  en  aquel  pais  desde  e 
principio  del  siglo  XVI.— Barbaroja  y  Dragut.— Expedición  y  derrotó  de  la  isla  de 
los  Gelves. 


Hemos  visto  en  los  primeroB  capítulos  de  esta  historia  como  los 
espaSoIes  después  de  tantos  siglos  de  la  ocupación  de  la  península 
por  los  árabes  que  se  lubian  establecido  en  el  Norte  de  África,  pa- 
saron &  hacer  conquistas  importantes  en  varios  puntos  de  su  costa. 
Se  emprendió  y  llevó  á  efecto  en  tiempo  del  cardenal  Gisneros,  la 
de  Oran,  Bujía,  Mazalquivir  y  otros  puntos  importantes.  Desde  en- 
tonces DO  hemos  vuelto  á  ocuparnos  mas  de  estos  asuntos;  mas  se- 
guiremos, aunque  muy  compendiosamente,  la  cadena  de  los  acon- 
tecimientos desde  aquella  época  hasta  el  punto  en  que  nos  encon- 
tramos. 

En  1515  emprendimos  una  e&pedicioo  desgraciada  sobre  la  isla 
de  los  Gelves. 

En  1529  perdimos  el  peHon,  tomado  por  Barbaroja  que  le  rodeó 
con  cuarenta  y  cinco  buques.  El  gobernador  espafiol  Martin  de  Var. 
gas  qoe  tuvo  noticia  de  esta  gcpedicion,  pidió  socorros,  pero  fué 
mal  auxiliado.  Con  tantos  negocios  como  pesaban  sobre  Garlos  V, 
no  es  extraDo  que  no  atendiese  á  todos  con  la  prontitud  y  eficacia 
que  se  requería. 

Ed  1530  recorrieron  corsarios  dependientes  del  mismo  Barbaroja 
la  costa  de  Valencia  y  desembarcaron  en  Parsent,  llevándose  preso 

Tomo  i.  38    ' 


246  HISTORIA  DE  FELIPE  II. 

á  PeraDdreo  que  la  defendía  con  siete  hombres.  Con  este  motivo  sa- 
lió al  mar  el  capitán  Rodrigo  Portando  en  busca  délos  tenientes  de 
Barbaroja,  y  habiéndoles  alcanzado  en  los  ínares  de  Levante,  trabó 
con  ellos  batalla  de  la  que  salió  roto  y  destrozado.  Tenian  Barbaroja 
y  los  suyos  un  grande  enemigo  de  Andrés  Doria,  que  repetidas  ve- 
ces salió  al  mar  en  busca  suya. 

En  1531  desembarcó  en  Sargel,  puerto  de  la  costa  de  África, 
donde  entró  á  saco  llev&ndolo  todo  &  sangre  y  fuego.  Mas  por  so- 
bra de  confianza  cayeron  por  sorpresa  en  manos  de  los  enemigos  que 
estaban  en  acecho  y  tuvieron  que  retirarse  los  de  Doria  en  desorden 
y  con  gran  pérdida. 

En  1532  armó  este  una  expedición  de  treinta  y  cinco  velas  gran- 
des y  otras  de  menores  dimensiones,  donde  embarcó  10,000  hom- 
bres entre  españoles,  italianos  y  tudescos,  recorrió  los  mares  en 
busca  de  los  enemigos  y  puso  sitio  á  Corom  en  la  Morea,  que  le 
opuso  una  gallarda  resistencia,  y  al  fin  fué  vencido  después  de  gran- 
des actos  de  valor  entrando  al  asalto  los  cristianos.  También  en  se- 
guida tomó  á  Patrás  en  los  mismos  parajes,  haciéndose  dueDo  de 
los  Dardanelos  que  son  dos  castillos  fuertes  que  le  defendían.  Se 
mostró  en  estas  dos  expediciones  duro  y  terrible  con  los  turcos;  mas 
en  el  afio  siguiente  de  1533  volvieron  sobre  Corom  los  enemigos  y 
le  recuperaron  después  de  una  larga  resistencia. 

En  aquel  mismo  aOo  se  apoderó  de  Bona  don  Alvaro  Bazan,  Dom« 
bre  que  se  hizo  muy  ilustre  como  veremos  en  el  decurso  de  esta 
historia.  Al  aDo  siguiente  de  1534,  contrajo  amistad  con  Barbaroja, 
el  rey  de  Francia,  y  por  insinuaciones  de  este,  recorrió  el  primero 
las  costas  de  Italia,  desembarcando,  saqueando  varios  pueblos,  lle- 
vándose cautivos  á  los  que  caian  en  sus  manos.  Por  aquel  tiempo 
se  hizo  dueDo  de  Túnez,  expeliendo  al  Dey  que  vino  á  pedir  pro- 
tección &  Carlos  V,  como  hemos  hecho  ver  tratándose  de  este  mo- 
narca. 

Fué  la  expedición  sobre  Túnez,  del  año  siguiente,  una  de  las 
mas  populares,  de  las  mas  reclamadas  por  las  necesidades  de  la 
cristiandad,  lo  que  debia  inflamar  mas  el  ánimo  de  un  monarca  co- 
mo Carlos  V,  deseoso  de  humillar  en  un  todo  á  sú  enemigo  el  rey 
de  Francia.  En  nuestro  concepto,  fué  esta  expedición  en  Túnez  el 
acto  mas  grande  y  glorioso  de  su  vida,  el  que  fué  coronado  cod  el 
triunfo  mas  brillante.  El  emperador  concedió  mercedes  á  todos  los 
individuos  de  su  ejército,  que  tomaron  parte  en  su  victoria, 


CAPITULO  xxu.  2i7 

láodose  de  moDarca  dadivoso  y  reconocido  como  capitán  activo,  in- 
teligente y  esforzado. 

Huido  Barbaroja  de  Túnez,  no  foé  menos  molesto  y  teraible  para 
los  cristianos.  En  todas  partes  donde  desembarcó  con  su  gente,  co- 
metió infinitas  crueldades.  En  Mahon  hizo  un  desembarco  y  le  to- 
mó después  de  una  muy  grande  resistencia. 

El  afio  de  1538,  se  ligaron  el  papa  y  los  venecianos  contra  So- 
liman,  de  quien  se  consideraba  Barbaroja  como  teniente  y  delega- 
do. Acometió  este  á  Candía,  de  donde  fué  vigorosamente  rechazado: 
También  fué  derrotado  cerca  de  Trevesa  en  la  Morea. 

Mas  de  doscientas  velas  armó  la  liga  cristiana  contra  el  turco. 
Iban  en  la  expedición  11,000  espafioles  y  5,000  italianos,  y  todo 
bajo  el  mando  de  Andrés  Doria.  En  aquel  tiempo  tomaron  los  cris- 
tianos con  grande  bizarría  &  Castelnuovo,  mas  volvieron  á  perder- 
le con  grandes  desastres  el  aDo  siguiente  de  1539. 

En  1543,  se  presentó  Barbaroja  en  Marsella,  y  en  seguida  des- 
embarcó en  Niza,  donde  cometió  las  cueldades  que  tenia  de  costum- 
bre. En  seguida  recorrió  las  costas  de  Espafia,  con  la  misma  suerte 
que  otras  veces. 

Se  acercaba  el  fin  de  la  carrera  de  este  pirata  feroz  y  sanguina- 
río,  mas  dejaba  una  especie  de  sucesor  y  de  discípulo  en  la  persona 
de  Dragut,  renegado  como  él,  y  que  comenzó  su  fortuna  con  muy 
escasos  medios.  Sorprendido  en  1548  en  las  costas  de  Córcega  por 
los  de  Doria,  permaneció  cuatro  aKos  preso,  y  puesto  en  libertad 
por  medio  de  un  canje,  volvió  &  salir  al  mar  incitado  de  sus  deseos 
de  vengarse.  Salieron  en  pos  de  él  las  galeras  de  Ñápeles,  llevándo- 
se cautivos  á  cuantos  cayeron  en  sus  manos,  con  cuyo  botin,  y  una 
galera  de  Malta,  que  apresó  también,  se  volvió  victorioso  á  Argel, 
que  era  el  depósito  de  sus  robos  y  despojos. 

Deseaba  Dragut  tener  un  establecimiento  propio  suyo  en  las  cos- 
tas de  África,  y  para  esto  echó  los  ojos  sobre  el  puerto  de  este  nom- 
bre situado  en  el  territorio  de  Túnez,  plaza  muy  fuerte,  perfecta- 
mente bien  situada  con  otras  dos  fortalezas,  llamadas  Quza  y  Mo- 
nasterio, que  aumentaban  mucho  sus  medios  de  defensa.  Estaba  la 
ciudad  dividida  en  facciones,  y  de  esta  división  se  aprovechó  Dragut 
entrando  en  negociación  separada  con  cada  uno  de  ellos,  á  quien 
prometió  ayuda  contra  sus  rivales.  Después  de  tener  su  trama  bien 
ardida ,  se  presentó  en  la  plaza  con  doce  hombres  solos ,  y  ha- 
biendo excitado  un  tumulto  se  apoderó  de  ella  con  traición,  y  asi-* 


248  HISTOUA  DB  F£UPE  II. 

mismo  de  los  dos  fuertes  ya  citados.  Después  de  haberla  pertre^ 
chado  y  dejado  en  ella  una  fuerte  guarnicioD,  salió  otra  vez  al  mar 
en  busca  de  aventuras. 

Díó  gran  cuidado  á  los  cristianos  el  establecimiento  deDragut  en 
su  nueva  posesión,  y  trataron  de  arrancársela.  Salió  Doria  en  su 
busca  con  cincuenta  y  tres  galeras  con  objeto  de  recorrer  la  plaza 
de  África,  lo  que  verificaron  tomando  á  Monasterio,  que  arrasaron. 
£n  seguida  se  fueron  á  la  i&oleta,  donde  se  celebró  consejo  sobre  si 
emprenderían  seriamente  el  sitio  de  Afríca.  Decididos  por  la  afirma- 
tiva, se  pidió  socorro  á  Ñapóles  y  Sicilia,  de  donde  vinieron  refuer- 
zos de  infantería  y  artillería.  Comenzaron  la  empresa  poniendo  á  la 
plaza  en  un  estado  de  bloqueo  impidiendo  entrar  víveres;  mas  en  la 
plaza  se  habian  ya  recibido  avisos  de  esta  expedición,  y  se  habían 
abastecido  de  lo  necesario,  habiéndose  además  reforzado  con  cuatro* 
cientos  soldados  y  héchose  con  muchos  víveres  que  por  casualidad 
allí  anortaron. 

Hizo  este  sitio  de  África  un  ruido  eqtonces,  y  hoy  ocupa  todavía 
una  página  brillante  de  la  historia.  Se  reunió  )a  armada  en  Trápa- 
na, y  con  nuevos  recursos  que  se  les  envió  de  la  Goleta,  dieron  so- 
bre la  plaza  y  desembarcaron  para  formar  un  sitio  con  todas'  las 
precauciones  militares,  atacando  á  una  partida  de  ios  turcos  que 
venían  sin  duda  á  reconocer,  obligándola  á  meterse  dentro  de  la 
plaza.  No  estaba  en  ella  Dragut,  ocupado  en  sus  correrías  ordina- 
rias, mas  sus  tenientes  dispusieron  con  valor  todos  los  medios  de 
defensa.  Ascendía  la  guarnición  á  mil  setecientos  hombres  entre  to- 
dos. Abrieron  los  sitiadores  las  trincheras.  Situaron  las  baterías 
ventajosamente,  haciendo  gran  daDa  sus  morteros  (1)  á  la  plaza. 
Fué  infructuosa  para  los  moros  una  salida  nocturna  para  sorprender 
á  los  cristianos:  también  resultó  vano  el  designio  de  un  asalto  por 
los  espafioles  que  percibieron  en  el  acto  los  reparos  fuertes  que  los 
turcos  habian  construido  detrás  de  la  muralla.  Para  no  malograr  su 
empresa,  pidieron  mas  refuerzos  á  Ñápeles,  Sicilia  y  la  Goleta  que 
se  los  mandaron  en  efecto.  Mientras  tanto  recorría  Dragut  las  cos- 
tas de  Valencia.  Supo  su  mujer,  que  residía  en  Gelves,  por  unos 
fugitivos  la  toma  de  Cuzá  y  Monasterio  por  los  cristianos,  [y  el  si- 
tio que  tenían  puesto  á  África,  y  se  lo  avisó  inmediatamente  á  su 


(1)  Los  historiadores  usan  de  esta  voz  morterot,  mas  no  deben  confundirse  con  los  qae  arrpjaa 
bmbofy  pues  este  proyectil  no  era  todavía  entonces  conocido.  .Sin  duda  se  usaban  para  lanzar 
piedras  enormes,  ssgun  se  usaba  en  tiempos  anteriores. 


CAPITULO  xxn.  249 

marido:  bascó  este  por  todas  partes  socorros,  y  no  siendo  feliz  en 
esta  empresa,  llegó  á  juntar  tres  mil  hombres  con  los  que  desem- 
barcó oculto  cerca  de  la  plaza,  habiendo  avisado  de  antemano  á 
los  de  adentro  su  próxima  llegada.  Era  su  objeto  sorprender  el 
campo  de  los  sitiadores  y  se  emboscó  al  efecto;  mas  habiendo  sido 
descubierto  se  trabó  pelea  entre  él  y  un  cuerpo  del  campo  de  los  si- 
tiadores, quedando  el  otro  de  observación  junto  á  la  plaza.  Murie- 
ron en  la  acción  cincuenta  turcos,  treinta  moros,  y  tuvieron  dos- 
cientos cincuenta  heridos  sin  contar  con  los  de  la  plaza,  de  donde  se 
liizo  una  salida  rechazada  por  los  sitiadores,  que  tuvi^on  de  pér- 
dida ochenta  muertos  y  ciento  cincuenta  mal  heridos. 

Rechazado  Dragut,  salió  en  busca  de  mas  recursos;  mas  no  de- 
bía de  excitar  en  algunos  de  los  suyos  muchas  simpatías  cuando  el 
duefio  de  Queram  le  interceptó  ochocientos  caballos  que  le  enviaba 
el  Dey  de  Túnez. 

Llegaron  nuevos  refuerzos  al  campo  de  los  cristianos  de  Luca, 
Genova  y  Florencia,  y  un  grande  ingeniero,  llamado  Andrónico  Es- 
pinosa, de  Sicilia.  Continuaban  con  actividad  y  energía  los  trabajos 
del  sitio.  Abrieren  una  mina  para  echar  abajo  los  maros;  se  consr 
fruyeron  nuevas  baterías  sobre  la  marina  que  hicieron  mocho  es- 
trago en  la  ciudad:  se  levantó  una  sobre  galeras  desde  las  cuales  se 
batió  la  plaza  con  buen  éxito.  £1  10  de  setiembre  de  1S50  se  dio 
por  tierra  y  por  mar  el  asalto  general,  atacándose  á  la  plaza  por 
tres  partes,  destinándose  á  cada  una  cinco  banderas,  maadadAs  por 
sas  jefes  respectivos.  Los  nombres  propios  no  los  damos  porque  esto 
es  anterior  al  reinado  de  Felipe,  donde  observaremos  otro  método. 
Tampoco  entramos  en  los  pormenores  de  este  asalto  vigoroso  donde 
se  peleó  con  singular  denuedo  y  bizarría.  Se  habia  prometido  k  las 
tropas  el  saqueo,  y  habia  además  un  jubileo  del  papa  en  favor  de 
los  cristianos  que  en  la  acción  muriesen.  Dieron  la  sefial  los  clari- 
nes é  inmediatamente  se  pusieron  en  acción  por  tierra  y  por  mar  los 
combatientes.  Se  defendieron  con  valor  los  turcos,  y  después  de  ser 
echados  de  las  murallas  se  batieron  en  las  calles  y  defendieron  el 
terreno  palmo  á  palmo.  Quedaron  las  fortificaciones  de  la  ciudad 
medio  destruidas,  y  los  cristianos  plantaron  al  fin  sobre  los  escom- 
bros sus  banderas  victoriosas. 

Se  celebró  este  triunfo  con  grande  júbilo  en  la  cristiandad.  Se 
marchó  Dragut  á  los  Gelves,  y  en  seguida  se  presentó  en  Constan-- 
tinopla,  donde  no  fué  mal  recibido  por  Solimán  á  pesar  de  estar 


250  HISTORIA  DE  FBUPE  lU 

irritado  contra  él  por  haberse  hecho  duefio  de  África  sio  su  coDsen^ 
timiento.  Pidió  al  emperador  Garlos  Y  que  se  la  restituyesen  con 
pretexto  de  que  Dragut  era  su  teniente  y  protegido,  mas  Garlos  \ 
respondió  que  no  reconocia  tenientes  y  protegidos  del  sultán  en  los 
piratas. 

AlaDo  siguiente  de  1551  emprendió  Dragut  nuevas  correrías  so- 
bre las  costas  de  Galabria.  Poco  después  hizo  parte  en  calidad  de 
consejero  y  hombre  práctico,  en  una  escuadra  que  mandaba  el  turco 
sobre  Malta.  No  habiéndose  atrevido  á  desembarcar,  revolvieron 
sobre  Trípoli,  que  tomaron  por  traición,  y  de  cuyo  punto  quedó 
dueOo  al  fin  Dragut,  á  pesar  de  que  su  posesión  le  fué  negada  por 
Solimán  desde  un  principio.  En  el  capítulo  XVII  hemos  ya  hablado 
de  varias  correrías  hechas  por  los  turcos  en  los  aSos  sucesivos.  Al 
advenimiento  de  Felipe  II  al  trono  de  EspaDa,  se  hallaban  nuestros 
asuntos  en  África  bastante  decaídos,  y  estábamos  amenazados  de 
mas  desgracias  por  el  aumento  de  poder  que  iban  adquiriendo  aque- 
llas potencias  berberiscas.  Para  reconquistar  el,  punto  de  Bugía, 
ofrecieron  en  1557  tropas  y  dinero  los  reinos  de  Gas  tilla.  Valencia 
y  Galalufia.  Queriendo  imitar  el  cardenal  Silíceo  la  conducta  de  su 
antecesor  el  deGisneros,  se  ofreció  á  capitanear  aquella  empresa  con 
tal  que  para  ello  le  diesen  trescientos  mil  ducados;  mas  habiéndose 
consultado  á  Felipe,  respondió  que  se  trataría  de  este  asunto  cuando 
regresase  á  Espafia.  Posteriormente  vino  á  ella,  como  tenemos  di- 
cho, Ruy  Gómez  Silva  á  buscar  recursos  para  la  guerra  que  se  ha- 
bía vuelto  á  encender  en  Flandes,  y  se  aplicaron  á  estos  gastos  los 
caudales  que  se  habían  levantado  para  la  reconquista  de  Bugía.  Ya 
un  poco  antes  el  Dey  de  Argel  había  tratado  de  invadir  á  Oran,  ha- 
biendo desembarcado  tropas  y  estrechándola  por  mar  con  galeras 
turcas;  mas  con  fuertes  y  vigorosas  salidas  de  la  guarnición  y  la 
llegada  de  las  galeras  de  Doria,  se  había  conjurado  aquella  tempes- 
tad, sobre  todo  hallándose  empellada  la  atención  de  los  turcos  á  otra 
parte. 

Mientras  tanto  seguía  Dragut  haciendo  desembarcos  y  causando 
todo  género  de  estragos  en  las  costas  de  Sicilia  y  Ñapóles.  Para  cor- 
tar estos  males  de  raíz,  no  ocurrió  mas  medio  al  gran  maestre  déla 
Orden  de  Malta  que  emprender  la  conquista  de  Trípoli.  Felipe  il,  á 
quien  propuso  esta  idea,  desembarazado  ya  de  la  guerra  con  Fran- 
cia por  el  tratado  de  Chateau-Gambressis,  aprobó  el  plan  del  gran 
maestre  y  dio  orden  al  duque  de  Medinacelí,  virey  de  Sicilia,  para 


GiPiTüLo  xxn.  t51 

qoe  se  encargase  de  esta  expedicioD,  mandando  al  mismo  tiempo  al 
duque  de  Sesa,  gobernador  de  Milán,  para  que  pusiese  á  sus  órde- 
nes dos  mil  hombres  de  infantería  mandados  por  don  Alvaro  Sande. 
También  se  escribió  á  Andrés  Doria  para  que  ayudase  con  sus  ga- 
leras al  duque  de  Medínaceli;  asimismo  auxiliaron  el  papa,  el  du- 
que de  Florencia  y  otros  principes  de  Italia. 

A  principios  de  octubre  se  juntó  en  Mecina  la  expedición  com- 
puesta de  cincuenta  y  cuatro  galeras,  veinte  y  ocho  navios,  dos  ga- 
leones y  treinta  galeotas  ó  bergantines  con  14,000  hombres.  A  fin 
de  aquel  mes  zarparon  y  llegaron  &  Siracusa  con  objeto  de  pasar 
adelante;  mas  los  vientos  se  mostraron  contrarios,  y  además  se  de- 
claró  en  la  armada  una  enfermedad  que  obligó  al  duque  de  Medi- 
naceli  á  dirigirse  &  Malta,  donde  fué  recibido  por  el  gran  maestre 
con  todo  género  de  agasajos  y  de  obsequios.  El  número  de  los  en- 
fermos de  la  armada  iba  tan  en  aumento  que  no  bastando  los  hos- 
pitales de  la  Isla,  fué  preciso  establecer  uno  nuevo  para  recibirlos. 
Al  fin,  aunque  no  en  buen  estado,  y  sin  repararse  totalmente  de 
sus  pérdidas,  á  principios  del  afio  siguiente,  1560,  se  embarcó  de 
nuevo  con  su  expedición  el  duque  de  Medinacelí,  y  no  pudiendopor 
los  vientos  contrarios  dirigirse  á  Trípoli,  se  encaminó  á  el  Secano 
de  Palo,  donde  mandó  se  le  reuniesen  las  galeras  y  navios  que  se 
hablan  quedado  en  Malta. 

En  la  Roqueta  trató  de  hacer  aguada,  y  para  asegurarla  mandó 
desembarcar  tres  mil  hombres,  con  cuyo  abrigo  se  efectuó  la  ope- 
ración; mas  no  sin  ser  molestados  por  los  moros,  en  cuya  refriega 
faeron  muertos  siete  y  heridos  treinta  de  los  nuestros'.  Se  supo  des- 
pués que  se  hallaba  en  la  isla  Dragut  con  diez  mil  moros  y  diez  mil 
turcos. 

Después  de  la  partida  de  la  expedición  que  llegó  felizmente  á  Se- 
cano del  Palo,  arribaron  &  la  misma  isla  de  la  Roqueta  ocho  gale- 
ras que  se  hablan  quedado  en  Malta,  cuatro  del  duque  de  Floren- 
cia, dos  del  seQor  de  Monaco  y  las  dos  patronas  de  Sicilia  y  Doria. 
Trataron  también  de  hacer  aguada;  mas  sea  por  falta  de  precaución 
ó  por  disensiones  que  se  armaron  entre  ellos  sobre  quién  habia  de 
mandar  la  gente,  cuando  parte  de  esta  se  hallaba  ya  embarcada, 
cargaron  los  moros  sobre  la  otra,  matando  y  cogiendo  prisioneros  á 
mas  de  ochenta  hombres  entre  los  que  se  contaron  cinco  capitanes 
espafioles;  á  saber:  don  Alfonso  de  Guzman,  Antonio  Mercado, 
Adrián  Garcia,  Pedro  de  Venegas  y  Pedro  Rermudez.  Las  galeras 


tSt  msTOfiU  DB  rBiira  ii. 

aguieroD  su  rombe  y  llegaron  sin  novedad  k  Secan»  del  Palo,  donde 
se  hallaba  el  duque  de  Medinaeeli. 

No  se  resolvió  este  &  dirigirse  á  Trípoli,  sea  por  lo  contrario  ó  re^ 
CM>de  los  vientos,  sea  porque  sabia  que  Dragut  se  hallaba  con  grana- 
dos fuerzas  á  sus  inmediaciones.  Determinó,  pues,  entretanto  tomar 
posesión  de  la  isla  de  los  Gelves  ya  de  triste  recuerdo  para  nuestras 
armas,  y  para  dar  mas  seguridad  á  la  empresa  se  ajustó  con  algu- 
nos jeques  del  país,  tomando  á  sueldo  de  cuatrocientos  á  quinientos 
caballos  que  le  debían  servir  contra  Dragut.  El  2  de  marzo  llegó  & 
la  isla;  mas  no  habiendo  podido  desembarcar  en  cuatro  dias  porks 
recios  temporales,  lo  verificó  en  fin  enfrente  de  la  torre  de  Valguar^ 
ñera,  disponiendo  inmediatamente  sus  tropas  en  orden  de  batalla. 
Se  eomponian  estas  de  tres  mil  espaDoles  al  mando  de  don  Alvaro 
Sande;  dos  mil  alemanes  y  franceses  al  de  los  caballeros  de  san  Juan; 
Vtes  mil  italianos  mandados  por  Andrés  Gonzaga,  y  otros  tres  mil  y 
quinientos  espafioles  á  las  órdenes  de  don  Luís  Osorio.  En  el  ala 
derecha  formaban  seiscientos  arcabuceros  mandados  por  el  mismo 
Osorio,  y  en  la  izquierda  ochocientos  arcabuceros  italianos  manda- 
dos por  Quirico  Espinóla.  Llevaba  además  la  expedición  cuatro  pie* 
zas  de  campaDa. 

Dispuesto  así  el  ejército  se  puso  en  marcha  sin  hallar  oposición 
alguna.  Al  día  siguiente  envió  al  duque  un  mensaje  con  dos  meros 
Manzaul,  seDor  de  la  isla  de  los  Gelves,  diciéndole  que  se  conside- 
rase como  dueDo  y  sefior  de  aquella  tierra,  puesto  que  mandaba  una 
expedición  en  nombre  de  Felipe,  rey  de  Espaffa;  y  así  le  pedia  que 
volviese  á  embarcarse,  prometiéndole  para  su  expedición  de  Trípoli 
cuantos  socorros  estuviesen  en  su  mano.  Le  respondió  el  duque  qM 
pues  tan  celoso  servidor  de  don  Felipe  se  mostraba,  lo  primero  que 
requería  de  él  era  que  se  dirigiese  á  Esdrun  á  tener  una  entrevista, 
siéndole  necesario  surtirse  de  agua  en  los  pozos  de  sus  inmediacio- 
nes. Se  puso  en  marcha  el  ejército  para  dicho  punto,  y  aunque  en- 
contró los  pozos  cegados,  le  fué  muy  fácil  ponerios  en  estado  de  ser 
útiles.  Se  divisaron  los  moros  á  lo  lejos  en  actitud  de  querer  hosti** 
lizar  á  nuestra  gente;  mas  el  duque  había  marchado  con  toda  pre« 
caución,  y  á  las  inmediaciones  de  los  mismos  pozos  se  acampó  nii- 
lítarmente,  rechazando  con  gran  pérdida  á  los  que  por  todas  partes 
le  embistieron,  cuando  le  vieron  detenerse. 

Acampado  el  duque,  y  aumentada  la  fuerza  de  su  posición  por 
medio  de  trincheras,  envió  á  la  Roqueta  las  galeras  con  objeto  de 


GÁPITÜLO  XXII.  tB3 

hacer  agua,  lo  que  ejecutaron  m  oposición  alguna.  Mientras  tanto 
envió  Manzaui  otro  mensaje  al  duque  diciéndole  que  le  dispensaría 
toda  su  amistad,  mientras  tanto  que  no  tratase  de  llegarse  al  cas- 
tillo, en  cuyo  caso  le  declararía  la  guerra.  Respondióle  el  duque  que 
era  justamente  el  castillo  el  punto  de  que  era  preciso  apoderarse, 
para  lo  que  iba  &  tomar  su  dirección  al  frente  del  ejército.  La  co-^ 
lumna  se  puso  efectivamente  en  movimiento.  Entonces  intimidado 
el  moro,  y  no  atreviéndose  á  hacerle  resistencia,  propuso  al  duque 
que  se  rendiría  y  abríría  las  puertas  del  castillo,  con  tal  que  se  le 
permitiese  salir  con  su  gente  y  sus  efectos.  Accedió  el  general  es- 
pafiol,  y  habiéndosele  avisado  al  dia  siguiente  que  el  fuerte  se  ha- 
llaba ya  desocupado,  envió  al  maestre  de  campo  de  Baraona  con  tres 
compafiías,  para  tomar  su  posesión^  mientras  él  llegaba  con  el  resto 
de  la  gente.  Mas  habiéndose  reconocido  que  no  era  de  bastante  fuer- 
za ni  capacidad  para  asegurar  la  completa  dominación  de  aquella 
isla,  se  trazó  inmediatamente  una  nueva  fortificación  á  cuya  obra 
se  destinaron  todas  las  tropas  del  ejército.  Gomo  el  fuerte  debia  ser 
cuadrado,  el  duque  con  sus  espaSoles,  Andrés  Gonzaga  con  sus  ita- 
lianos, los  caballeros  de  san  Juan  con  los  franceses  y  alemanes,  y 
Doría  con  la  gente  de  las  galeras,  se  encargaron  cada  uno  de  un 
baluarte  y  su  cortina  respectiva,  y  con  la  emulación  tan  propia  en 
naciones  diferentes,  se  vio  la  fortificación  al  instante  concluida. 

Por  su  parte  Dragut  que  veia  en  mal  estado  los  negocios,  imploró 
socorros  de  Gonstantinopla  tratando  de  ganar  al  gran  visir  con  fuer- 
tes dádivas,  y  haciendo  ver  el  peligro  que  amenazaba  á  los  sábdi- 
tos  de  Solimán  y  á  la  religión,  si  el  virey  de  Sicilia  llevaba  á  cabo 
su  intento  de  tomar  &  Trípoli,  hallándose  ya  en  posesión  de  la  isla 
de  los  Gelves.  Accedió  á  sus  ruegos  el  Sultán  é  inmediatamente  des- 
pachó á  Piali  con  ochenta  y  cioco  galeras,  haciendo  entrar  en  cada 
una  cien  genízaros.  Con  este  armamento  llegó  Piali  el  7  de  mayo  á 
Navarino,  y  habiéndose  en  seguida  acercado  á  Trípoli  y  reforzádose 
con  las  galeras  de  Dragut,  resolvió  dirigirse  á  los  Gelves  con  objeto 
de  atacar  á  los  cristianos. 

Llegó  á  esta  isla  la  noticia  de  la  aproximación  de  la  flota  otoma- 
na por  avisos  del  gran  maestre  de  Malta,  del  virey  de  Ñapóles  y  dé 
Juan  Andrés  Doría.  inmediatamente  llamó  á  consejo  el  duque  de 
Medinaceli.  Fueron  unos  de  opinión  de  defenderse  y  de  aguardar  al 
turco,  con  su  armada  en  orden  de  batalla,  colocando  los  barcos  chi- 
cos al  abrígo  de  los  grandes,  é  hicieron  ver  que  era  cien  veces  pre-x 

Tomo  i.  99 


t54  HISTORIA  DK  FBLIPB  II. 

feríble  tentar  la  suerte  de  las  armas  y  mas  glorioso  morir  peleando, 
qoe  vivir  esclavos  hayendo.  Mas  Jaaa  Andrés  Doria  fué  de  parecer 
que  se  retirase  la  gente  en  la  armada  y  tomase  la  vuelta  de  Sicilia, 
haciendo  responsables  &  los  que  no  admitiesen  su  opinión  de  los 
daQos  que  sobreviniesen. 

Quedó  el  duque  de  Medinaceli  muy  indeciso  con  esta  diversidad 
de  pareceres.  Huir  parecía  mengua,  y  para  sacar  la  armada  en  ap« 
titud  de  aceptar  una  batalla  al  turco,  se  mostraba  el  viento,  muy 
desfavorable.  Mientras  tanto  acometió  Piali,  que  le  tenia  muy  favo- 
rable, y  puso  en  completo  desorden  á  nuestras  galeras,  que  no  pu-* 
dieodo  resistir  el  choque,  parte  huyeron,  parte  se  recogieron  al 
puerto,  y  otras  fueron  tomadas  sin  ninguna  resistencia,  mientras  la 
gente  se  arrojaba  al  mar  ó  buscaba  tierra,  y  la  mayor  parte  de  ella 
se  ahogaba.  Tomaron  los  turcos  veinte  galeras  y  echaron  á  pique 
diez  y  siete,  habiéndose  salvado  las  pertenecientes  á  Genova  de  los 
estados  de  la  Iglesia.  Consternado  el  duque  de  Medinaceli  del  suce- 
so, encargó  el  mando  del  fuerte  k  don  Alvaro  Sande,  y  embarcan* 
dose  con  Doria  pudo  llegar  en  salvo  &  Malte,  de  donde  se  trasladó 
á  Sicilia. 

Hizo  don  Alvaro  una  gallarda  resistencia  en  el  fuerte  de  los  Gel- 
ves,  sitiado  vigorosamente  por  los  turcos,  inmediatemente  que  der- 
roteron  nuestra  escuadra.  Emprendió  diferentes  salidas  en  que  llegó 
baste  las  trincheras  de  los  turcos,  causándoles  estragos;  mas  se  veia 
con  fuerzas  muy  escasas;  comenzaron  á  falter  los  viveros,  y  la  ar- 
tillería del  fuerte  estaba  casi  toda  desmontada  con  las  baterías  de 
los  turcos.  En  otra  salida  que  hizo  don  Alvaro  fué  derrotado  y  pri- 
sionero; la  gente  del  fuerte  capituló  después,  entregándole  y  sal- 
vando las  vidas;  Destruyó  Piali  las  fortificaciones,  y  dejando  á  Dra- 
gut  en  los  Gelves,  se  embarcó  para  Trípoli  y  de  allí  á  Gonstantino- 
pla,  llevándose  prisioneros  á  don  Alvaro  Sande,  don  Sancho  de 
Leyva,  don  Berenguer  de  Requesens,  don  Gastón  de  la  Cerda  y  otros 
caballeros  de  importancia. 

Puso  esta  derrota  de  los  Gelves  en  mucho  cuidado  á  don  Felipe, 
é  inmediatamente  hizo  que  se  reparasen  de  nuevo  las  galeras  y  se 
pusiesen  en  estado  de  defender  y  proteger  las  costas  de  Sicilia  y 
Ñápeles.  Sabedor  al  aSo  siguiente  que  en  Argel  se  preparaba  una 
expedición  contra  Mazalqoivir  y  Oran,  después  de  dar  órdenes  para 
atender  á  la  seguridad  de  las  dos  plazas  dispuso  se  reuniesen  en  Má- 
laga veinte  y  cuatro  galeras  con  tres  mil  y  quinientos  hombres  k 


CAPITULO  XXII.  255 

* 

las  órdeoes  de  don  Joan  Mendoza.  Has  esta  expedición  pereció  de 
resultas  de  una  tempestad  que,  á  pesar  de  tomar  puerto  en  el  de  la 
Herradura,  se  encrespó  tanto  que  hizo  estrellarse  los  bajeles  unos 
con  otros,  salvándose  solo  dos  galeras  de  las  veinte  y  cuatro.  Per- 
dió la  vida  don  Juan  de  Mendoza,  uno  de  los  principales  jefes,  con 
mas  de  cuatro  mil  hombres,  catástrofe  horrorosa  en  aquellas  cir- 
cunstancias. 

Otros  acontecimientos  de  mayor  interés  y  sobre  casi  igual  teatro, 
ocurrirán  en  el  curso  de  esta  historia  y  ocuparán  en  ella  su  lugar 
correspondiente.  Por  ahora  nos  trasladaremos  á  otras  escenas  donde 
se  debatían  cuestiones  de  mas  influencia  en  los  destinos  de  la  espe- 
cie humana. 


CAPrroto  xxííi 


Estado  de  la  Francia  á  la  muerte  de  Enrique  II. — ^De  su  hijo  Francisco  II. — ^Facciones 

en  la  corte. — Regencia  de  Catalina  de  Mediéis Advenimiento  de  Isabel  al  trono  de 

Inglaterra  y  resultados.— Estado  de  Escocia  en  la  misma  época. — ^María  Esluarda. 


Había  comenzado  el  calvinismo  en  Francia  de  un  modo  ohscaro, 
todo  al  revés  del  Interanismo  en  Alemania.  Le  adoptaron  al  prin- 
cipio las  clases  mas  bajas  de  la  sociedad  que  en  granjas,  en  cuevas, 
en  los  sitios  mas  solitarios  celebraban  los  ritos  de  su  nuevo  culto, 
y  cantaban  en  francés  los  salmos  que  la  poesía  de  Marot  había  sa- 
bido hacer  tan  populares.  Poco  á  poco  se  fué  difundiendo  la  secta 
por  las  clases  altas,  por  los  sefiores  de  pueblos,  y  llegó  hasta  los 
príncipes  mismos  de  la  sangre.  Margarita  de  Yaloís,  hermana  de 
Francisco  I,  esposa  de  Enrique  de  Albret,  príncipe  de  Bearne  y  rey 
titular  de  Navarra  pasaba  por  dar  en  sectaria  y  estar  en  correspon- 
dencia con  Galvino.  Se  hizo  con  el  tiempo  calvinista  la  corte  de 
Bearne,  y  la  misma  doctrina  abrazó  Antonio  de  Borbon-Yendomne, 
casado  con  Juana  hija  de  Margarita,  y  que  &  la  muerte  de  Enrique 
se  hizo  titular  rey  de  Navarra.  También  se  habían  adherido  á  la 
propia  secta  su  hermano  el  príncipe  de  Conde,  el  almirante  Gaspar 
Coligni,  su  hermano  Juan  Andelot  y  otros  personajes  distinguidos. 
Mas  no  se  atrevieron  á  declararse  durante  la  vida  de  Enrique  II, 
príncipe  que  expidió  nuevos  edictos  de  rigor  contra  los  herejes,  re- 
novando además  los  que  se  habian  fulminado  en  tiempo  de  sa  pa- 
dre. A  la  muerte  de  este  príncipe,  no  se  mitigó  la  severidad  contra 


CAPITULO  xxu.  257 

• 

los  calvinistas;  los  mismos  edictos  se  conservaron  en  su  vigor,  y 
dorante  el  corto  reinado  de  Francisco  II  hijo  y  sucesor  de  Enrique  II, 
no  faltaron  herejes  quemados  en  París,  lo  mismo  que  durante  los 
reinados  anteriores.  Mas  la  juventud  y  carácter  débil  de  este  prín« 
cipe,  fomentaron  en  la  corte  partidos  y  facciones  que  se  apoyaban 
en  el  celo  religioso.  Los  Guisas,  tios  del  rey  por  serlo  de  María  Es- 
tuarda  su  mujer,  aspiraron  y  obtuvieron  en  efecto  la  dirección  de 
los  negocios.  Se  hallaba  el  condestable  de  Montmorenci  á  la  cabeza 
del  partido  enemigo  de  los  Guisas,  y  aunque  él  no  era  calvinista, 
se  apoyaba  en  los  Golignís  que  lo  eran  y  en  los  príncipes  de  la  san- 
gre, recién  afiliados  á  esta  secta,  resentidos  de  la  influencia  y  ascen- 
diente de  los  Guisas.  Así  en  una  pugna  de  partidos  y  facciones  que 
se  disputaban  el  poder,  se  envolvió  otra  mas  encarnizada  entre  prin- 
cipios religiosos.  Salió  el  .calvinismo  de  la  oscuridad  y  se  hizo  una 
bandera  que  alzaron  públicamente  los  hombres  primeros  y  mas  po- 
derosos del  Estado.  De  este  modo  se  echaron  las  semillas  de  las 
guerras  civiles,  medio  políticas,  medio  religiosas  que  desolaron  la 
Francia  por  todo  el  resto  de  aquel  siglo.  Estaban  los  Guisas  al  frente 
del  partido  católico.  En  el  calvinista  aparecía  el  príncipe  de  Conde 
como  el  jefe  mas  activo;  y  los  Colignis  como  personas  de  mas  ca- 
pacidad é  influencia.  Propendía  la  reina  viuda  Catalina  de  Médicis 
al  partido  de  los  Guisas,  aunque  estaba  celosa  de  su  poder  y  con 
deseos  de  arrancársele.  En  cuanto  á  Montmorenci  se  volvia  al  par- 
tido de  la  corte  á  cualquier  síntoma  de  ruptura  con  el  calvinista  ó 
disidente. 

De  esta  discordia  ó  pugna  de  los  ánimos,  no  podía  menos  de  ve- 
nirse pronto  á  vias  de  hecho.  Formaron  los  calvinistas  la  trama  de 
apoderarse  de  la  persona  rey  y  de  los  Guisas  en  Blois  á  donde  se 
iba  á  trasladar  la  corte,  y  con  este  objeto  habían  armado  secreta- 
mente mil  hombres  de  á  pié  y  quinientos  de  á  caballo.  Recelosos  los 
Guisas  de  la  trama,  trataron  de  llevar  la  corte  á  Amboise;  mas  no 
por  eso  abandonaron  los  conjurados  su  designio.  Fueron  sin  em- 
bargo descubiertos,  atacados  y  derrotados  en  el  mismo  Amboise, 
siendo  cogido  su  jefe  Renaudie,  quien  pagó  el  atrevimiento  en  un 
suplicio. 

Aumentó  esta  tentativa  el  crédito  y  la  influencia  de  los  Guisas,  y 
quedó  nombrado  el  duque  teniente  general  del  reino  con  las  mas 
amplias  facultades;  mas  aunque  se  vio  al  parecer  tríunfante  su  par- 
tido con  la  tentativa  de  los  calvinistas  frustrada  en  Amboise,  no  se 


C68  HISTOIU  M  FBUn  u. 

dieron  estos  por  yeDoidos.  El  príncipe  de  Conde,  preso  en  vn  prin- 
cipio, ta¥0  medios  de  evadirse  de  su  enderro  y  pasar  &  ios  estados 
de  Navarra.  Los  Golignis  no  aparecieron  implicados  por  intrigas  de 
la  reina  Catalina  qae  a^iraba  á  servirse  de  sa  partido  para  nentra- 
lísar  el  ascendiente  del  opaeslo.  Los  doméis  jefes  calvinistas  del  Me- 
diodía marcharon  á  su  pais  con  el  objeto  de  prepararse  para  una 
guerra  abierta,  pues  en  esto  se  preveía  por  todos,  que  iban  k  parar 
aqudlos  altercados. 

En  esta  altura  de  negocios,  apoyaron  de  nuevo  los  Guisas  el  pro* 
yecto  de  establecer  en  Frauda  una  especie  de  inquisidon,  idea  que 
abrigaban  desde  largo  tiempo.  Paredó  la  medida  may  severa  y  en 
su  lugar  se  sujetaron  4  la  jurisdicción  y  tribunal  de  los  olnspos  to- 
dos los  delitos  contra  la  religión,  declarando  crímenes  de  lesa  ma- 
jestad todos  los  escritos  &  fisivor  del  calvinismo.  Mas  esto  decreto  por 
su  mismo  rigor  no  podia  ejecutarse.  No  era  ya  esta  secta  una  Ac- 
ción que  se  podia  echar  &  tierra  por  medio  de  un  decreto.  A  muy 
poco  tiempo  de  la  publicación  de  este,  llamado  por  los  protestantes 
establedmiento  de  la  inquisidon  de  Espafia,  presentó  d  almirante 
una  petidon  al  rey  para  que  se  les  permitiesen  templos  públíoos  di- 
dendo  que  estaba  en  mas  de  ciento  y  cincuenta  mil  firmas  apoyada. 
Fué  desechada  la  petición;  mas  prueba  esto  paso  lo  lejos  que  se  es- 
taba de  la  extinción  dd  calvinismo. 

Al  últimosde  1560  murió  el  rey  Francisco  11,  y  la  tierna  edad  del 
sucesor,  pues  contaba  solo  diez  attos,  obligó  al  nombramiento  de  re* 
gencia.  Recayó  esta  en  la  reina  madre  la  fomosa  Catalina  de  Médi- 
ds,  sobrina  dd  papa  Clemente  YU,  princesa  ambidosa,  artifidosa 
y  muy  astuta,  cuya  política  consistió  siempre  en  dominar  las  dos 
focdones  neulralixando  con  la  una  la  preponderancia  de  la  otra.  Al 
principio  paredó  propender  al  partido  protestante.  Como  se  la  ha- 
bla diMlo  como  una  espede  de  asedado  en  la  regencta  al  rey  de 
Navarra,  se  publicaron  varios  decretos  que  les  eran  tavorables.  Se 
puso  en  libertad  al  príncipe  de  Condó,  cuya  vida  corría  gran  riesgo 
por  la  causa  que  se  le  formaba,  y  llegaron  las  cosas  al  punto  que 
los  nuevos  sectarios  predicaron  sermones  en  Fontainebleau  donde  se 
hallaba  la  misma  reina.  Mas  cuando  renovaron  la  petición  de  tener 
templos  públicos,  se  volvió  á  negar  por  un  edicto  en  que  se  les 
mandaba  atenerse  á  lo  que  el  Concilio  de  Trente  deddiese. 

Los  Guisas  viendo  entonces  el  semblante  que  tomaban  los  negó- 
dos,  estrecharon  mas  y  mas  los  lazos  con  el  partido  católico,  cuyos 


CAPITULO  xxm.  259 

intereses  con  nueva  eficacia  protegieron.  El  condestable  de  Mont- 
morenci  qne  se  había  separado  de  ellos  por  rivalidades  de  poder,  se 
unió  sinceramente  á  su  partido,  y  por  fin  hizo  lo  mismo  el  rey  de 
Navarra  separándose  de  los  calvinistas.  La  reina  se  mantenía  du-- 
dosa  y  vacilaba,  no  porque  mostrase  propensión  á  las  doctrinas  de 
los  .calvinistas,  ya  entonces  conocidos  y  designados  generalmente 
con  el  nombre  de  hugonotes,  sino  por  creer  estaba  mas  en  sus  in- 
tereses contemplarlos,  tal  vez  por  oposición  secreta  á  los  Guisas  que 
se  les  mostraban  tan  contrarios. 

Mas  lo  que  prueba  el  progreso  que  hablan  hecho  las  nuevas  doc*- 
trinas  y  lo  poderoso  que  había  llegado  á  hacerse  su  partido  es,  que 
sin  aguardar  las  decisiones  del  Concilio  de  Trente,  que  no  se  habia 
todavía  reunido  sin  atreverse  á  llevar  á  efecto  los  edictos  contra  ellos 
fulminados,  se  celebró  por  disposiciones  de  la  corte  en  Poissy  una 
conferencia  entre  los  principales  doctores  de  la  Iglesia.  La  reina 
para  simplificar  la  discusión,  mandó  que  no  se  reuniesen  mas  que 
dnco  doctores  por  cada  uno  de  los  dos  partidos,  lo  que  asi  se  hizo. 
Rodó  esencialmente  la  conferencia  sobre  el  sacramento  de  la  Euea« 
ristia,  y  por  fin  se  extendió  una  fórmula  de  fé  que  pareció  satisfac- 
toria á  los  diez  argumentantes.  La  reina  á  quien  la  presentaron,  la 
envió  á  la  revisión  de  los  prelados  católicos  que  arreglaban  en  Poissy 
varios  puntos  relativos  á  la  disciplina  de  la  Iglesia. 

Pareciendo  á  estos  la  fórmula  capciosa,  extendieron  otra  en  tér«* 
minos  claros  y  explícitos  con  arreglo  á  lo  recibido  por  la  Iglesia  ca- 
tólica, mas  esta  00  la  quisieron  firmar  los  calvinistas.  Se  terminó  así 
la  conferencia  ó  coloquio  de  Poissy,  pues  con  tal  nombre  es  cono-» 
dda,  sin  haber  producido  resultado  alguno.  Mas  debia  esto  de  pre- 
verse en  razón  &  la  extrema  divergencia  de  los  dogmas  de  ambas 
comuniones.  Sin  embargo  los  calvinistas  obtuvieron  por  entonces 
tolerancia  de  culto  y  comenzaron  á  predicar  públicamente  en  todas 
partes  y  á  cantar  sus  salmos.  Mas  estaban  tan  irritados  los  princi- 
pales jefes  del  partido  católico  con  lo  que  llamaban  insolencia  de  los 
hugonotes,  y  tan  ansiosos  los  caudillos  de  estos  de  llegar  á  la  pre^ 
ponderancia  del  poder  en  manos  entonces  de  sus  enemigos,  que  era 
inevitable  una  guerra  civil;  asi  estalló  en  efecto. 

S.  la  cabeza  del  partido  protestante  se  hallaba  el  principe  de  Con- 
de después  que  su  hermano  el  rey  de  Navarra  se  habia  pasado  á 
los  católicos.  Cada  parcialidad  tenia  sus  hombres  y  sus  tropas,  sus 
países  de  devoción,  sus  plazas  fuertes  y  castillos. 


260  HISTORIA  DE  FBfJPE  IL 

Eo  Inglaterra  se  había  experimentado  un  cambio  de  macha  coa- 
sideración  á  la  muerte  de  María.  Todo  cuanto  habia  trabajado  esta 
princesa  tan  católica  por  restituir  á  su  pais  el  culto  de  sus  padres  y 
volverle  á  la  obediencia  de  la  iglesia:  todos  los  rigores  que  había 
ejercido  y  las  hogueras  que  habia  mandado  encender  para  castigar 
la  impenitencía  de  los  mas  culpables,  todo  fué  obra  perdida  al  ad- 
venimiento al  trono  de  su  sucesora.  Era  Isabel  hija  de  Ana  Bolena  y 
se  habia  educado  en  las  nuevas  doctrinas  profesadas  por  su  padre. 
Confinada  en  una  prisión  durante  el  reinado  de  su  hermana,  tenía 
este  motivo  mas  para  no  mostrarse  favorable  á  su  memoria,  y  por 
otra  parte  le  dictaba  su  interés  al  mismo  tiemo  que  su  educación  el 
moverse  por  opuesta  senda.  Según  los  principios  del  catolicismo, 
no  habiendo  obtenido  Enrique  VIH  sentencia  de  divorcio  de  la  reina 
Catalina,  era  bastarda  Isabel,  habiendo  nacidoen  vida  de  esta  prin- 
cesa y  como  tal  incapaz  de  suceder  á  la  corona. 

Estaba  pues  su  apoyo  en  el  partido  protestante  y  &  él  se  adhirió 
del  modo  mas  explícito.  Muy  luego  dejó  de  ser  la  religión  católica 
la  dominante  en  Inglaterra.  Se  declaró  la  reina  Isabel  cabeza  de  sa 
iglesia,  y  le  dio  la  forma  que  con  muy  pocas  alteraciones  se  conserva 
hoy  día. 

La  iglesia  anglicana  no  es  precisamente  luterana  ni  calvinista,  ni 
adoptó  entonces  en  todo  su  rigor  el  rito  y  el  culto  prescritos  por 
ninguno  de  los  innovadores  de  aquel  tiempo.  Adoptó  del  luteranis- 
mo  cierta  pompa  en  el  culto  y  sobre  todo  la  jerarquía  eclesiástica; 
del  calvinismo  el  dogma  y  las  creencias;  sus  dos  solos  sacramentos 
á  saber,  el  bautismo  y  cena  del  Sefior,  negándose  lo  que  se  llama 
la  presencia  real  en  la  Eucaristía  que  allí  se  celebra  y  venera  en 
recuerdo  de  aquella  ceremonia.  De  todos  modos  se  introdujo  y  esta* 
bleció  este  nuevo  culto  en  Inglaterra  sin  grandes  violencias  ni  sacu^ 
dimientos;  los  católicos  se  hallaban  en  grande  minoría,  y  la  reina 
tan  celosa  de  su  dignidad  de  jefe  de  la  iglesia,  estaba  dotada  de  tanta 
energía  y  mucha  mas  sagacidad  para  llevar  adelante  sus  designios. 
Y  no  solo  halló  medios  esta  reina  de  establecer  la  nueva  iglesia  ó 
religión  con  tranquilidad  y  calma,  sino  de  fomentar  disensiones  y 
debilitar  y  hasta  quebrantar  del  todo  la  influencia  del  partido  cató- 
lico en  Escocia. 

La  reina  María  Estuarda,  esposa  del  Delfin  de  Francia  que  des^ 
pues  fué  rey  con  el  nombre  de  Francisco  II,  se  consideraba  como  la 
heredera  presunta  de  Inglaterra,  siendo  nieta  de  la  reina  Margarita 


>     «áfiTiLO  xxm.  161 

de  Esfioofa^  heraiHe  de  Boríque  VUI.  BepatándAse  Isehel  como 
bastarda,  era  reina  de  hechol  A  la  maerte  de  Enrique  H  de  Francia 
cometió  por  consejo  ó  precepto  de  «os  tios  les  Gtiísas  la  impruden- 
cia de  intitularse  lo  núsflio  que  el  naere  rey  de  Francia,  reina  de 
Inglaterii^  poniendo  ea  sus  armas  las  Masones  de  esle  reiao. 

Causó  djoha  conducta  temores  y  resentimientos  por  la  parte  de 
Isabel,  y  fué  tal  vez  el  principio  de  la  animosidad  que  con  el  tíem^ 
po  se  hizo  tas  fatal  para  María.  Desde  entonces  trabajó  aquella  priii^ 
eesa  m  destruir  la  influencia  de  su  ríyal  á  cualquier  precio. 

Los  Guisas  que  vaan  sobre  el  trono  de  Francia  ásu  sobrina  coa^ 
Gibieren  al  proyecto  de  sentarla  en  el  de  Inglaterra  con  el  auxilio 
del  partido  católico,  que  aunque  no  en  mayoría  era  siempre  muy 
considerable.  Se  hflJlaba  firtualmente  María  Estuarda  á  la  cabeza 
de  este  partido,  y  era  por  lo  mismo  de  su  obligación  proteger  y  ser- 
vir con  el  mayor  celo  los  intereses  de  la  Iglesia.  No  creyeron  los 
Guisas  que  representaría  dignamente  su  papel  mientras  no  se  extir«- 
pase  la  herejía  que  tanto  se  propagaba  en  su  reino  beredttarío  de 
la  Escocia.  Gen  este  motivo  enviaron  sus  instruccíooes  á  la  regente 
liaría  de  Lorena  para  que  aumentase  el  rigor  de  la  persecución  y 
les  castigos,  aiN*ovechando  cualquier  pretexto  para  adelantar  la 
•bra  del  exterminio  del  partido  protestante.  Aunque  conocía  muy 
bien  la  regente  que  los  negocios  no  se  hallaban  á  esta  altura,  no 
dejé  de  couisrmarse  con  la  voluntad  de  sus  hermanos. 

Los  pretextos  ao  foltaban.  En  ningún  pais  producía  mas  conflic^ 
tos  y  d¿turbios  la  pugna  entre  los  católicos  y  los  que  se  llamaban 
reformados.  En  la  destrucción  de  las  imágenes  del  culto  se  dislin- 
guia  can  particularidad  el  celo  de  los  calTÍoístas,  sobre  todo  de  la 
plebe.  En  la  catedral  de  San  Gil  se  cometieron  excesos  de  esta  cla- 
se, llegando  hasta  quemar  la  imagen  del  santo  patrono  de  Edim-* 
burgo.  Con  este  motivo  citó  la  reina  ante  su  tribunal  4  los  princi- 
pales predicadores  de  la  nueva  secta.  Mas  se  presentaron  rodeados 
de  gente  armada  de  su  pareídidad  que  intimidaron  6  la  reina  y  á 
les  obispos  que  iban  á  juzgarlos.  No  tuvo  pues  efecto  la  medida,  y 
los  calvinistas  envalentonados  con  esta  victoria,  se  entregaron  á 
nMvas  violencias  de  quebrar  imágenes  y  destruir  los  demás  obje« 
tos  del  servicio  del  culto  católico,  para  lo  que  les  alentaban  sus  pre^ 
díeadores  y  el  mismo  Juan  Kuox  que  estaba  á  su  cabeza. 

Formaba  ya  el  calvinismo  un  cuerpo  numeroso  á  cuya  cabe^ 
za  figuraban  personajes  llamados  lores  déla  Congregación,  y  co^ 

Tomo  i.  3i 


262  HISTOBIÁ  DE  VBLTPE  If. 

mo  tales  presentaroD  diferentes  peticiones  á  la  reioa  á  fin  de  qtie  se 
exhibiese  un  decreto  de  tolerancia  de  sa  caito,  evitando  asi  nuevos 
conflictos  y  desórdenes.  Parecía  ya  dicha  medida  indispensable; 
pero  estrechada  siempre  María  por  las  advertencias  de  los  Gnisas, 
no  les  dio  nunca  una  respuesta  fovorable.  Después  de  pasado  el 
susto  de  la  aparición  de  la  gente  armada  delante  de  su  tribunal,  vol- 
vió &  citar  de  nuevo  á  los  predicadores  y  con  el  mismo  resultado, 
teniendo  ella  misma  que  amansar  con  palabras  dulces  á  los  qué  ha- 
bía citado  como  reos.  Guando  se  creía  que  había  abandonado  del 
todo  este  proyecto,  volvió  á  citarlos  por  tercera  vez,  y  no  habiendo 
comparecido  los  declaró  proscriptos  y  fuera  de  la  ley;  mientras  con- 
tinuaban los  desórdenes  y  los  excesos  en  las  iglesias  Je  los  católi- 
cos y  los  conventos,  despojándolos  de  sus  propiedades. 

Se  presentaba  la  regente  en  todos  estos  lances  con  carácter  de 
duplicidad,  y  era  objeto  no  solo  de  odio  sino  también  de  suspicacia. 
Se  sabia  el  origen  de  las  medidas  que  tomaba  y  que  el  plan  era  na- 
da menos  que  el  exterminio  completo  de  la  nueva  secta.  Por  esto 
eran  las  reacciones  y  conflictos  tan  violentos:  de  estas  hostilidades 
tumultuosas  se  pasó  á  una  guerra  abierta.  Reunia  la  reina  sus  tro- 
pas francesas.  Los  lores  de  la  Congregación,  sus  adheridos  y  va- 
sallos. Preveían  todos  los  terribles  efectos  de  la  guerra  civil  que  iba 
á  encenderse;  mas  por  el  semblante  que  habían  tomado  los  negodos, 
hallándose  la  reina  apoyada  en  fuerzas  extranjeras  y  [movida  asi- 
mismo por  resortes  extraSos,  se  conocía  muy  bien  que  iba  envuel- 
ta en  la  contienda  la  libertad  civil  al  mismo  tiempo  que  la  religiosa. 
Hé  aquí  por  qqé  varios  seOores  católicos  se  unieron  con  los  protes- 
tantes en  odio  á  la  ambición  y  despotismo  de  que  se  suponia  ani- 
mados á  los  Guisas  de  quienes  la  reina  no  se  consideraba  sino  como 
instrumento^ 

Así  el  partido  calvinista  Se  reputaba  como  el  nacional;  el  catóH-" 
co  como  extranjero.  Afiliados  al  primero  se  hallaban  ya  la  mayor 
parte  de  los  señores  y  barones  principales  y  entre  ellos  un  hijo  na- 
tural del  rey  Jacobo  Y,  conocido  entonces  con  el  nombre  de  prior 
de  San  Andrés,  hombre  emprendedor,  ambicioso  dotado  de  cuantas 
cualidades  son  necesarias  para  brillar  en  conflictos  semejantes.  Mu- 
chos tratados  de  pacificación  y  suspensión  de  hostilidades  se  hicie- 
ron durante  esta  lucha;  mas  todos  sin  efecto  y  eludidos  los  mas  por 
la  mala  fe  de  una,  y  quizá  de  entrambas  partes.  A  favor  de  los  lo- 
res de  la  Congregación,  militaba  el  mayor  número  de  soldados; 


CiPlTDLO  XXUI.  263 

mas  DO  podÍ8D  sasteotarlos  en  campaDa  mocho  tiempo.  Tenia  Ma<« 
ría  menos  fuerzas;  mas  eran  estas  permanentes.  Cada  uno  se  apro- 
vechaba de  sus  ventajas  propias  y  de  las  desventaja  del  contrario. 
Mientras  tanto  los  lores  de  la  Congregación  se  habian  apoderado  de 
Edimburgo,  y  en  el  pulpito  de  la  misma  catedral  predicaba  Juan 
Sqox,  que  en  aquellas  circunstancias  era  una  potencia. 

Auxilió  como  hemos  indicado  IiSabel  de  Inglaterra  al  partido  pro- 
testante, tanto  por  inclinación  y  política  como  por  las  peticiones  y 
súplicas  de  los  interesados.  Al  principio  fueron  interceptados  los  re- 
cursos que  envió  á  Escocia  por  los  partidarios  católicos;  mas  pronto 
llegaron  otros  que  hicieron  gran  servicio.  Los  protestantes  conser- 
vaban siempre  el  ascendiente  y  llegaron  á  ver  su  causa  triunfante 
cuando  las  tropas  francesas,  apoyo  principal  de  la  regente,  se  reti- 
raron del  pais  por  orden  misma  de  los  Guisas. 

Desconfiaron  estos  de  poder  llevar  adelante  la  obra  de  la  extirpa* 
cioD  del  calvinismo. 

Con  la  subida  al  trono  de  Francia  de  María  Estuarda,  llegaron  á 
creerse  omnipotentes  y  hasta  cierto  punto  con  verosimilitud  de  las 
cosas  para  ellos.  El  calvinismo  en  Francia  iba  tomando  tales  creces, 
que  todos  los  recursos  les  parecían  necesarios  en  lo  grave  de  la  lu- 
cha. Las  tropas  que  tenían  en  Escocía  podían  ser  muy  útiles  en 
aquellas  circunstancias.  Por  esto  las  llamaron,  tratando  de  pacífi- 
ficar  el  país  por  medio  de  un  tratado.  Se  estipuló  por  él  que  las 
tropas  extranjeras  evacuarían  la  Escocia,  y  que  no  se  admitirían 
otras  sin  consentirlo  el  parlamento.  Como  la  regente  María  de  Gui- 
sa acababa  de  morir,  se  estableció  un  consejo  de  regencia,  com- 
puesto de  doce  personas,  nombradas  siete  por  la  reina  y  cinco  por 
el  parlamento,  cuya  inmediata  convocación  se  estipuló  como  uno 
de  los  artículos  del  tratado.  En  cuanto  á  la  religión  se  determinó 
que  los  estados  del  pais  propusiesen  al  rey  y  á  la  reina  lo  que  les 
pareciese  conveniente.  También  se  pactó  que  la  reina  M&ría  y  su 
esposo  reconocerían  el  título  legítimo  de  Isabel  á  la  corona  de  Inglater- 
ra y  que  no  llevarían  mas  sus  blasones  en  sus  armas.  En  virtud  de 
esté  tratado,  que  fué  llamado  tratado  de  Edimburgo,  quedó  la  Es- 
cocia pacificada  por  entonces.  Mas  no  por  eso  dejó  de  seguir  ade- 
lante la  obra  del  protestantismo.  Inmediatamente  que  estuvo  reuni- 
do el  parlamento,  recibió  peticiones  del  partido  calvinista  para  el 
definitivo  establecimiento  de  su  culto.  Decretó  el  parlamento  la  abo- 
UoioQ  del  católico,  prohibiendo  la  celebración  dé  la  misa  bajo  las 


2$ 4  mSTOBU  DS  FfiUPS  II. 

mas  severas  penas.  Pasó  este  aoto  sin  ninguna  oposición  per  par- 
te de  los  obispos  y  abades  mitrados  que  en  virtad  de  sos  baro<" 
nías,  eran  miembros  de  aqaella  asamblea,  lo  que  {Hueba  la  gran 
minoría  en  que  se  hallaban  y  qae  no  se  atrevieron  á  contrariar  las 
opiniones  dominantes,  y  los  intereses  de  tantos  nobles  poderosos 
que  se  hallaban  en  el  parlamento.  Tal  ves  contaron  con  la  repaka 
que  iba  á  recibir  este  decreto  del^ey  y  de  la  reina  sin  cuyo  consen- 
timiento no  tenia  valor  de  clase  alguna. 

Fueron  en  efecto  muy  mal  recibidos  de  dichos  príncipes  los  co- 
misionados de  presentarle  el  decreto.  Fueron  aun  tratados  con  mas 
altivez  y  mas  dureza  por  los  Guisas.  De  ningún  modo  consiatieFon 
en  que  su  sobrina  suscribiese  á  un  acto  que  prohibía  el  culto  cat^ 
lico  en  Escocia.  Inmediatamente  trataron  de  inflamar  el  ecJo  del  par- 
tido en  el  pais  Uam&ndole  á  las  armas  en  defensa  de  su  culto.  Tam«« 
bien  se  pensaba  en  mandar  nuevas  tropas  para  dar  mas  apoyo  &  los 
católicos  que  se  preparaban  á  la  ruptura  de  las  hostilidades.  Mas  la 
muerte  de  Francisco  U  trastornó  sus  planes.  Ya  no  fueron  tan  po- 
derosos les  Guisas  sin  el  apoyo  de  aquel  monarM,  y  mucho  menos 
habiendo  pasado  la  regencia  á  las  manos  de  la  rana  CataUoa.  Ne- 
ce&ítaban  demasiado  los  Guisas  de  todos  sus  recursos  eo  la  defensa 
de  su  causa  en  Francia  para  enviarlos  k  fomentar  turbulencias  & 
países  extranjeros. 

Libertados  los  escoceses  de  una  nueva  guerra»  no  pensaron  mas 
que  en  arreglar  su  establecimiento  religioso.  Abolido  el  culto  cató-** 
lico,  88  adoptó  por  rdigion  del  pais  el  calvinismo  puro  en  todas 
sus  formas,  dogmas  y  hasta  en  la  organización  y  gobierno  de  la 
Iglesia. 

Se  dio  á  la  escocesa  el  nombre  de  presbiteriana,  por  no  admitir 
mas  que  una  clase  de  sacerdotes  y  ministros,  á  saber:  los  presbí-*^ 
teros.  Para  el  gobierno  de  la  Iglesia  se  instituyó  una  asamblea  ge^ 
neral,  compuesta  de  delegados  de  las  demás  iglesias,  y  además  de 
algunos  miembros  legos  que  reprosentaban  la  comunidad  de  los 
cristianos.  Esta  asamblea  era  independiente  de  toda  autoridad  civil, 
lo  que  equivale  á  decir  que  los  asicoceses  en  su  calidad  de  eristia- 
nos  y  en  sus  rebelones  con  la  divinidad  se  gobernaban  eamo  una 
ropública.  ^ 

Bn  cuanto  á  la  división  de  los  cuantiosos  bienes»  que  poseíala 
Iglesia  católica  de  Bsoecia,  hubo  muchos  pareceres.  Se  pensó  pri-<* 
mero  dividirlos  en  tees  partes,  destinando  una  á  la  oanateneíoB  del 


capítulo  xxiii«  1165 

eiera;  la  segunda  á  obras  de  beDefieencia,  y  otra  á  la  difusión  de  las 
luces  estableciendo  escuelas  y  colegios.  Mas  este  piau  desagradé 
moeliisiiDO  á  los  nobles  que  se  veían  excluidos  del  reparto.  Se  puede 
decir  san  agraviarlos  que  tanto  como  su  nueva  persuasión,  había 
influido  en  su  conducta  la  codicm  de  entrar  á  la  parte  de  los  des*- 
pejes  de  la  Iglesia.  Por  el  arreglo  definitivo  decretado  por  el  parla* 
mentó  se  hallaron  en  efecto  poseedores  de  bienes  muy  cuantiosos, 
quedando  para  la  manutención  del  clero  la  mas  pequella  parte.  Sin 
embargo  aunque  esto  excitó  murmullos  de  los  ministros  ó  présbite** 
ros,  DO  se  llevó  menos  adelante  la  obra  del  nuevo  establecimiento 
religioso. 

Hay  ejemplos  de  pocos  países  en  que  un  cambio  completo  dere- 
lígioB  se  haya  verificado  en  menos  tiempo  con  mas  acaloramiento  y 
eoUisíaamo  que  en  Escocía.  El  culto  católico  abolido,  era  á  los  ojos 
de  la  generalidad  del  país  una  pura  idolatría,  y  la  misa  la  mas  gran- 
de de  las  abominaciones.  Todas  las  formas  y  la  pompa  de  que  son 
sos  ceremonias  susceptibles,  fueron  desterradas  con  horror  en  la  li** 
targia  calvinísía.  En  sus  templos  se  desechó  todo  ornato,  y  los  mi-* 
Bistres  afectaban  la  mayor  simplicidad  en  sus  vestidos  así  como  la 
mayor  severidod  en  sus  principios  religiosos.  En  todo  trataron  de 
conformarse  con  lo  establecido  en  la  escuela  de  Giaebra;  y  ya  be<* 
moa  visto  que  Juan  Knox  había  bebido  eo  esta  sos  principios.  To*^ 
áMS  las  iglesias  católicas  fueron  violetamente  despejadas  de  todos 
sus  adornos,  quebradas  las  imágenes,  destruidos  todos  los  objetos  é 
ioetrumentos  del  culto,  y  lo  que  unos  hacían  por  espíritu  de  pillaje 
y  de  rapaddad  era  en  otros  un  nuevo  fanatismo.  De  los  muebles  de 
las  iglesias  se  pasó  4  los  mismos  edificios.  Los  mas  fueron  dilapi^ 
dados,  destruidos,  derrUndossin  mas  objeto  que  satisfacer  un  furor 
brutal  que  se  llamaba  celo  religioso,  ó  la  venta  k  vil  precio  de  los 
materiales  que  se  destinabaB  k  otros  usos.  El  país  cambió  del  todo 
bajo  el  aspecto  moral,  bajo  el  religioso  y  el  polítÍGO.  Cada  nao  aso* 
cáó  mas  ó  menos  sus  intereses  del  siglo  á  la  nueva  forma  que  se 
daba  á  las  instituciones  religiosas.  Bajo  su  bandera,  se  desarrollaba 
la  ambición  de  muchos  grandes  que  se  sentían  con  medios  de  en- 
salzarse. Al  su  nombre  se  fomentaban  asimismo  ideas  democráticas 
qae  tantos  resultados  produjeron  con  el  tiempo.  Porque  el  calvinis- 
ino  en  su  nacimiento,  en  su  propagación  y  en  el  ejercicio  de  su 
culto  fué  una  institución  republicana. 

Viuda  María  Estuarda  de  Francisco  II  rey  de  Francia,  natural  era 


266  HISTORIA  DS  ífiLira  11. 

qae  se  restituyese  á  Escocia  de  cuyo  pais  era  reina  propietaria.  El 
parlamento,  inmediatamente  que  vio  arreglado  el  nuevo  estableci- 
miento de  reforma  religiosa,  le  envió  una  solemne  comisión  &  cuya 
cabeza  iba  su  mismo  hermano  natural  suplicándola  fuese  á  tomar 
las  riendas  del  gobierno.  Para  María,  criada  en  la  corte  de  Francia, 
acostumbrada  al  lujo,  á  sus  placeres,  á  la  pompa  de  sus  fiestas,  se 
presentaba  como  un  doloroso  sacrificio  trasladarse  á  un  pais,  que 
se  le  pintaba  como  tan  agreste  y  rudo;  mas  le  fué  preciso  censa- 
marle.  Por  otra  parte  nada  tenia  que  hacer  en  la  corte  de  Francia, 
y  la  reina  regente  Catalina  de  Médicis  debia  de  desear  que  cuanto 
mas  antes  partiese  para  sus  estados.  Se  embarcó  la  reina  María  en 
Calais  y  llegó  á  Leith  en  Escocia  sin  ningún  género  de  contratiem- 
po. A  su  desembarco  fué  muy  bien  recibida  y  obsequiada,  aunque 
le  chocó  machísimo  el  poco  lujo  de  los  trajes  y  falta  de  magnificen- 
cia en  todas  las  demostraciones  del  regocijo  público.  Con  los  mis- 
mos sentimientos  de  respeto  y  simpatía  fué  recibida  en  Edimbargo 
donde  su  hermosura  y  juventud  no  podían  menos  de  cautivar  los 
corazones  á  primera  vista.  Pero  María  tenia  á  los  ojos  de  los  esco- 
ceses el  gran  delito  de  ser  católica^  y  el  fanatismo  de  la  plebe  no 
pudo  menos  de  dar  síntomas  de  desaprobación  en  medio  de  las  acla- 
maciones de  sa  entrada  pública.  Desde  sa  llegada  á  la  capital  de 
sus  estados  tuvo  que  quejarse  la  reina  de  Escocia  de  la  intolerancia 
de  sus  subditos,  la  misma  que  los  primeros  protestantes  del  pais 
echaban  en  cara  á  los  católicos,  la  misma  que  los  Guisas  habíesea 
establecido  bajo  las  formas  mas  duras  á  corresponder  sus  medios  é 
sus  planes.  Mas  tales  son  las  vicisitudes  de  los  tiempos.  La  misa 
que  oía  la  reina  en  sa  oratorio  era  objeto  de  murmuraciones  y  ma- 
nifiestas invectivas.  Contra  esta  misa  se  tronaba  en  los  pulpitos  de 
Escocia  y  sobre  todo  de  Edimbargo.  Fué  precisa  toda  la  proteceion 
é  intervención  de  su  mismo  hermano  para  que  se  dijese  esta  misa 
sin  ningana  interrupción  violenta.  Mas  ya  haremos  ver  la  contínuá- 
don  y  fatal  desenlace  de  un  drama  qae  bajo  auspicios  tan  fonestos 
empezaba. 


CAPÍTULO  XXÍV* 


Segundo  Concilio  ó  continuación  del  de  Trento. 


Gaosabao  todas  estas  navedades  una  desazón  mortal  &  don  Feli^ 
pe.  Los  progresos  que  hacia  el  espíritu  de  ionoYacioDes  religiosas 
era  el  primer  cuidado  que  ocupaba  su  existencia.  En  cuantas  órde- 
nes expedia  para  los  Paises-Bajos,  en  cuantas  comunicaciones  tenia 
con  el  rey  de  Francia,  inculcaba  como  una  máxima,  como  un  prin- 
cipio indispensable  el  no  liacer  concesión  ninguna  á  los  protestantes 
y  el  extirpar  la  herejía  por  medio  del  rigor  y  del  castigo.  Para  po- 
ner un  remedio  á  tantos  males,  ninguna  medida  le  parecía  mas  efi  ^ 
caz  que  la  renovación  del  Concilio  suspendido  desde  1552,  en  Tren- 
to. Con  las  mas  vivas  instancias  acudió  al  papa,  suplicándole  ex- 
pidiese la  bula  para  su  convocación,  exhortando  á  los  demás  prín- 
cipes católicos  á  que  promoviesen  por  su  parte  igual  medida.  No 
dejaba  de  ser  deseada  la  celebración  de  este  Concilio.  Los  católicos 
la  consideraban  necesaria  para  asegurar  la  pureza  de  la  fe  y  cortar 
de  raíz  los  escándalos  que  al  abrigo  de  tantos  disturbios  religiosos 
se  habían  introducido  en  el  seno  de  la  misma  Iglesia.  Para  los  mis- 
mos protestantes  moderados,  inquietos  de  la  disidencia  y  las  discor^ 
días,  que  se  introducían  entre  sus  diversas  sectas,  se  presentaba 
esta  asamblea  tan  solemne  como  un  medio  de  conciliación  y  aproxí- 
macion  de  extremas  opiniones.  Quizá  los  que  mas  repugnaban  esta 


268  HISTORIA  DB  FELIPE  II. 

medida  era  el  pontífice  mismo  y  los  grandes  personajes  y  prelados 
de  su  enría  qne  debian  tener  tanto  interés  en  promoverla. 

Considerando  el  Concilio  como  una  medida  de  reforma,  como  un 
modo  de  curar  desórdenes,  de  restablecer  la  disciplina  eclesiástica, 
de  establecer  y  decretar  nuevos  reglamentos  que  el  transcurso  de 
los  tiempos  presentaba  como  indispensables,  tenian  gran  razón  los 
príncipes  y  los  católicos  de  buena  fe  que  con  ardor  le  deseaban. 
Mas  si  se  pensaba  que  esta  asamblea  restablecería  la  unidad  de  la 
Iglesia  con  tantos  dogmas  y  doctrínas  heterogéneas  en  que  estaba 
dividida,  era  alimentarse  de  una  ilusión  como  habia  sucedido  en  la 
apoca  anterior  á  aquel  Concilio.  Para  esto,  era  necesario  que  se 
compusiese  esta  asamblea  de  doctores  de  los  primeros  hombres  de 
todas  las  iglesias,  que  abriesen  un  certamen,  una  inmensa  arena  de 
combate  en  que  cada  secta  apoyase  sus  doctrinas,  y  por  medio  de 
su  discusión  venir  acaso  á  una  fusión  de  cosas  que  aparentemente 
se  eicluian.  Mas  esta  idea  sobre  ser  quimérica  como  á  primera  vis- 
ta  se  presenta,  no  era  la  que  la  Iglesia  romana  tenia  de  un  Conci- 
lio. No  debia  este  reunirse  para  discutir,  y  sí  tan  solo  para  conde- 
nar, no  para  admitir  en  su  seno  á  sus  enemigos  con  objeto  de  oir 
sus  argumentos,  sino  sus  abjuraciones.  Agpí,  era  ya  obrar  sobre  un 
prioeipío  falso,  edifiear  una  obra  sin  cimientos.  Daba  por  fijo  y 
sentado  el  Concilio  lo  que  los  demásn  es  decir  los  enemigos  de  la 
Iglesia  romana,  combatían:  hablaban  en  nombre  de  una  autoncfaMl 
que  ellos  negaban,  y  se  daban  el  poder  exclusivo  de  ser  intérpretes 
de  la  Esorítura,  cuando  era  esto  justamente  lo  que  se  llamaba  el 
campo  de  batalla  de  las  sectas  disidentes.  Asi  desde  las  primeros 
bulas  de  coavoeacíon  y  las  cartas  exhortatorias  á  lodos  los  prínci^ 
pea,  para  que  enviasen  al  Concilio  sus  representantes,  envolvian 
ya  la  mas  explieita  reprobación  de  las  sectas  proteatanteii.  El  pnn 
blema  era,  pues,  si  las  decisiones,  dedaracíones  y  rayos  espirtftoales 
fulminados  por  los  padres  del  Condiio,  harían  mas  impresión  en 
los  ánimos  de  los  protestantes  que  las  perseeudones  civiles,  qae 
los  edictos  k  tenor  de  cuya  letra  eran  castigados;  si  á  su  yüz  se  so* 
focarían  las  guerras  dvíles  que  iban  á  estallar,  y  sobre  todo  si  en 
los  estados  donde  el  protestantismo  era  ya  el  culto  donünaolo^  se 
caminaría  de  rdigion  después  de  las  decisiones  del  Gondlio.  La  so- 
lución de  este  problema  no  podia  ser  dudosa.  Los  protestaotes  mas 
moderados  y  deseosos  de  condlíacion,  rechasaron  estos  arguineiitos 
que  sin  oírles  oomensaban  por  condenarlos:  los  [uineipes  que  habías 


adcptado  esta  saeta,  se  aegaroD  á  eoviar  sus  delegados;  la  reiaa 
Isabel  de  Inglaterra  recibió  el  Breve  de  convoeacioQ  con  altivez,  te- 
Díáodelo  basta  como  ao  íasulti»  k  su  persona,  y  á  su  carácter  de 
jefe  y  cabeaa  de  so  Ig^áúa:  los  sectarios  mas  ardientes  como  los  cal-- 
vinistas  de  Francia  y  sobre  todo  los  de  Escocia,  lo  miraron  como 
nna  protoacion,  es  decir  qoe  se  verificó  en  todo  y  con  mas  violen- 
mi  de  oposkifm  y  de  pasión  lo  qoe  había  tenido  lugar  veinte  afios 
antes,  en  la  primera  convocaron  de  aquel  Concilio. 

Hé  aquí  por  lo  que  respecta  á  las  sectas  díwlentes.  En  cuanto  al 
Concilio  come  refof  mador  de  abusos  introducidos  en  el  seno  de  la 
misma  Iglesia,  no  faltaban  gravísimas  dificultades.  La  curia  roma** 
na  10  gustaba  de  concilios,  oomo  una  declaración  tácita  de  la  insu- 
ficiencia de  su  autoridad  en  ciertos  lances  de  que  no  son  omnímodas 
Ms  afribuoiones.  Los  recientes  de  Constanza  y  Basüea  habían  to- 
mado demasiado  la  mano  en  curar  los  males  de  la  Iglesia  para  que 
Rama  ios  recordase  con  mucha  simpatía.  Que  existiao  abusos  todo 
el  mundo  lo  veia,  y  los  bien  intencionados  lo  lloraban.  Que  á  estos 
abusos,  á  los  vicios  de  la  misma  caria  se  debían  en  parte  las  esci**- 
simes,  que  tentes  desórdenes  causaban,  tampoco  era  un  problema 
pura  nadie.  Mas  sucede  á  ciertos  males  y  abusos  lo  que  á  ciertas 
llagas  que  nadie  se  atreve  á  toow;  tal  es  la  irritacioB  en  que  se  en-^ 
^«entran.  Todo  el  mando  hablaba  de  reforma;  mas  por  ana  parte 
el  amor  propio,  por  otra  hábitos  inveterados,  por  otra  el  gusto  del 
poder  y  de  la  represión  se  presentaban  como  obstáculos  insupera-^ 
bles.  Era  por  rilos  mismos  por  donde  debían  comenzar  estas  refor-- 
mas  los  principales  padres  y  prelados  del  Concilio. 

Los  principes  católicos,  aunque  en  globo,  querían  una  misma 

eosa,  diferian  en  medios,  en  principios,  en  carácter.  Catalina  de 

Médicis,  regente  de  Francia,  gustaba  de  dominar  una  facción  por 

medio  de  la  otra  á  fin  de  no  verse  subyugada  por  ninguna.  El 

rey  de  Espafia  que  queria  las  cosas  con  tesón ,  que  marchaba 

siempre  por  la  línea  recta,  sin  pararse  en  obstáculos,  aspiraba  al 

exterminio  de  los  herejes,  á  que  se  restableciese  en  su  pureza  la 

iiisciplina  de  la  Igle^,  á  que  se  adoptasen  medidas  que  impi^ 

diesen  el  nacimiento  y  la  propagación  de  ideas  perniciosas.  En  su 

corte  no  había  facciones  ni  existía  prelado  alguno  cuyos  principios 

ó  intereses  se  mostrasen  contrarios  á  ios  suyos.  No  había  un 

cardenal  de  Lorena,  con  carácter  de  principe,  duefio  de  inmensos 

1,  tan  celoso  por  la  conservación  de  la  Iglesia  catóiiea» 

Tomo  i.  3S 


270  nSTOBli  DE  FSLIFB  If. 

como  descuidado  en  presentarse  como  sucesor  de  loa  apóstoles. 

Ei  Concilio  se  abrió  en  Trento  convocado  por  el  papa  Pió  IV  en  di- 
ciembre de  1562:  fué  presidido  este  por  legados  pontificios,  medi- 
da que  se  adoptó  igualmente  como  hemos  visto  en  el  Concilio  ante- 
rior, para  dejar  bien  puesta  la  autoridad  del  papa  en  la  asamblea. 
Como  no  podia  menos  de  existir  la  misma  mezcla  de  lo  político  y 
mundano  con  lo  religioso,  se  resintió  el  Concilio  de  las  mismas  des- 
confianzas, celos  y  rivalidades  que  en  aquella  se  habían  observado. 
Fué  muy  escaso  el  número  de  los  padres  que  al  principio  concor- 
rieron,  y  aun  algunos  de  estos  pidieron  pronto  permiso  para  irse, 
lo  que  les  fué  negado. 

Pasó  pronto  el  Concilio  á  negocios  teológicos,  y  en  la  sesión  quin- 
ta ó  veinte  y  dos  se  decretaron  algunos  cánones  sobre  el  Sacramen- 
to de  la  Eucaristía  y  comunión  bajo  ambas  especies,  una  de  las 
cuestiones  mas  ruidosas  que  en  la  Iglesia  católica  se  suscitaron  por 
aquellos  tiempos.  A  esta  sesión  no  asistieron  lo  prelados  y  ios  teó- 
logos de  Francia,  cuya  corte  accedía  de  no  muy  buena  gana,  lo 
mismo  que  la  otra  vez,  á  la  convocación  de  aquel  Concilio.  El  car- 
denal de  Lorena  que  estaba  á  su  cabeza  y  que  se  hallaba  en  el  ca- 
mino pidió  demora  que  le  fué  concedida  por  tres  dias.  Algunos  de- 
seaban su  venida  contando  con  su  apoyo:  la  temían  otros  teniéndole 
por  contrario.  Habiendo  llegado  al  Concilio  se  mostró  con  mucha 
deferencia  y  respeto  á  sus  decisiones,  y  fué  uno  de  los  que  propu- 
sieron que  se  celebrasen  solemnes  rogativas  por  los  negocios  reli- 
giosos de  Francia,  pidiendo  á  Dios  la  libertase  del  azote  de  la  he- 
rejía, que  tal  la  lastimaba.  Mas  ni  este  cardenal  ni  los  demás  pre- 
lados y  teólogos  de  Francia  se  mostraron  adictos  de  corazón  al 
Concilio  por  intereses  y  rivalidades  políticas  con  otros  soberanos  de 
la  Europa. 

Con  pretexto  de  lo  malsano  de  Trento  pidieron  que  se  trasladase 
el  Concilio  á  otro  punto  de  Alemania;  mas  fué  desechada  esta  pro* 
posición  por  la  mayoría,  como  sospechosa.  En  la  sexta  sesión  ó 
veinte  y  dos,  se  continuaron  las  discusiones  sobre  la  conveniencii 
de  distribuir  el  cáliz  á  los  legos  y  que  excitaba  los  celos  y  suscep- 
tibilidades de  los  eclesiásticos.  En  9  de  diciembre  de  aquel  mismo 
afio  se  celebró  otra  sesión,  donde  se  debatieron  y  decidieroD  varios 
cánones  sobre  sacramentos,  disciplina  eclesiástica,  residencia  de  los 
prelados,  jerarquía  y  subordinación  de  las  clases  inferiores  á  las 
superiores. 


CiPITOLO  XXIV.  211 

Mientras  tanto  seguían  las  negociaciones  ó  pretensiones  de  ma- 
chos, de  qne  el  Concilio  se  suspendiese  ó  concluyese:  los  legados 
titubeaban,  los  prelados  alemanes  y  espaffoles  oponían  á  esta  medi- 
da una  grande  resistencia.  Por  fin  se  zanjó  el  punto,  y  en  plena 
sesión  se  acordó  celebrar  la  última  para  diciembre  de  1563.  En 
otras  dos  ó  tres  que  se  celebraron  antes  de  llegar  este  término  se 
tomaron  disposiciones  y  se  decretaron  cánones  sobre  muchos  pun- 
tos, unos  de  dogma,  otros  de  disciplina  y  gobierno  de  la  Iglesia.  Se 
dieron  cánones  sobre  el  purgatorio,  las  imágenes,  las  reliquias,  la 
invocación  de  los  santos,  el  arreglo  y  reforma  de  los  regulares; 
asunto  que  dio  materia  para  hasta  veinte  y  dos  artículos;  sobre  las 
indulgencias,  los  ayunos,  fiestas,  catecismo,  rezo,  misales  y  brevia- 
rios; sobre  la  sujeción  de  los  obispos  á  sus  metropolitanos;  sobre  el 
nombramiento  de  estos  prelados  y  asimismo  de  los  cardenales,  de 
los  curas  de  almas,  de  los  concursos  para  obtener  estos  curatos,  en 
fin  sobre  todos  los  puntos  en  que  los  eclesiásticos  y  algunos  reyes 
deseaban  prontas  decisiones  para  cortar  de  raiz  los  conflictos  y  des- 
órdenes. 

En  efecto,  en  diciembre  de  1563,  se  cerró  el  Concilio,  y  para 
mostrar  mejor  los  padres  su  obsequio  y  dependencia  de  la  corte  de 
Boma;  se  decretó  unánimemente  que  se  diesen  gracias  al  pontífice 
por  su  condescendencia  en  haber  convocado  la  asamblea,  dándosele 
el  título  de  sumo  pontífice  de  la  Santa  Iglesia  Universal,  lo  que  ex- 
citó aplausos  y  entusiasmo  en  el  seno  del  Concilio  y  en  Roma  se 
recibió  con  mucho  agrado. 

Sea  que  este  Concilio  se  llame  continuación  del  primero,  como 
querían  algunos  y  entre  ellos  el  rey  de  Espafia,  sea  que  se  le  de- 
signe con  el  nombre  de  Concilio  nuevo,  fué  menos  teatro  de  intri- 
gas y  disputas  que  el  antecedente.  A  excepción  de  los  de  Francia, 
que  hacían  bando  aparte,  todos  los  demás  manifestaron  estar  uni- 
dos por  sentimientos  de  concordia.  El  rey  de  EspaQa,  que  deseaba 
con  mas  ardor  que  su  padre  esta  asamblea,  y  se  mostró  asimismo 
mas  adicto  en  todas  ocasiones  á  la  Santa  Sede,  ponía  cuantos  me- 
dios estaban  en  su  mano,  para  que  sus  obispos  y  teólogos  se  mos- 
trasen deferentes  y  tomasen  un  vivo  interés  en  la  reforma  de  los  ma- 
les de  la  Iglesia.  A  pesar  de  que  varias  veces  obtuvieron  los  de 
Francia  un  puesto  superior  á  los  suyos  propios,  ahogó  este  resen- 
timiento sin  que  hubiese  influido  en  la  lealtad  y  sinceridad  de  su 
conducta.  Trabajó  también  mas  este  segundo  Concilio  que  el  pri^ 


272  HI5T»UA  01  nUVB  II. 


mero,  habiendo  «Qtnado  o»  el  ex&ineD  y  decismi  de  ooaiitos  ímd- 
4o6  ofrecian  reparo  en  el  gobíenio  y  diseíplíM  de  la  Iglesia. 

Fué  recibido  el  Concilio  de  Trento  od  todoe  ios  estados  del  rey  de 
EspaDa,  en  Italia,  en  la  Alemania  católica,  en  las  Dielaft  de  PoIodía, 
en  Portugal;  mas  do  lo  fué  en  Francia  ni  entencés  ni  después,  Gomo 
había  sucedido  con  el  Concilio  antecedente^ 


CAPÍTtííJOXXV> 


Asante  domésticos.-^Se  manda  observar  lo  dispuesto  por  el  Concilio  de  Trento. — 
Concilios  provinciales. — ^Recibimiento  en  Toledo  del  cuerpo  de  san  Eugenio  pro- 
cedente de  Francia.— «>RecoHocimiento  de  don  Juan  de  Austria.— ^u  educación  en 
Alcalá  con  el  principa  don  Carlos  y  Alejandro  Farnesio.-^Vanida  á  Eapana  da  los 
arcbiduques  Rodolfo  y  Ernasto. — Viaje  de  la  reina  á  Bayona.— Reforma  de  algunas 
órdenes  monásticas.— Santa  Teresa  de  Jesús.— Carácter,  prisión,  proceso  y  muerte 
del  principe  don  Carlos. 


lomddifttamente  que  concluyó  el  Goncilio  de  Trente  sus  toreas, 
fué  el  prímer  cuidado  de  Felipe  II  mandar  por  un  decreto  la  obsw- 
?anoia  mas  estricta  en  todos  sus  dominios  de  cuanto  en  aquella 
asamblea  se  había  decretado.  Bn  Francia  y  algunas  mas  partes  del 
mundo  católico,  ao  fueron  sus  decisiones  admitidas;  mas  en  EspaDa 
pasaron  sin  excepción  por  poco  menos  que  artículos  de  fe,  y  todas 
las  de  una  aplicación  práctica^  se  pusieron  inmediatamente  en  uso. 
Fué  sia  duda  Felipe  II  el  príncipe  católico  que  con  mas  ardor  tra- 
bajó y  con  mas  eficacia  porque  tuviese  efecto.  Sin  duda  era  «1  pri- 
mero de  todos  ellos  «a  ser  y  preciarse  de  ser  un  hijo  obediente  de  la 
Iglesta. 

Precisamente  mientras  daraban  las  sesiones  del  GonoHío  y  á  su 
terminación,  fué  cuando  estaba  mas  viva  la  pugna  religiosa  en  Fran- 
cia. U  Inglaterra  estaba  tranquita,  mas  se  agitaba  mucho  Escocía. 
Lod  Países-Bajos  se  hallaban  muy  próximos  &  una  gran  conflagra- 
oioa;  mal  antes  de  pasar  á  estas  esoeaas  de  desórdenes  y  sangre. 


214  HISTORIA  BS  FBUPfi  U. 

DOS  ocQparemos  de  asuntos  interiores  de  EspaOa  y  casi  puramente 
de  familia. 

El  rey  trasladó  su  corte  á  Madrid  como  hemos  dicho,  y  se  ocupaba 
en  dar  á  este  pueblo  la  extensión  é  importancia  de  una  capital,  que 
adquirió  en  efecto  durante  su  reinado.  En  el  de  Garlos  Y  no  tenia 
la  cuarta  parte  de  la  circunferencia  y  población  con  que  contaba  en 
el  siguiente. 

Siguiendo  el  asunto  de  los  acontecimientos  domésticos  de  aquella 
época  sin  que  lleven  un  rigoroso  enlace  cronológico,  porque  no  es 
posible,  pasaremos  al  del  Concilio  de  Trente,  cuyos  decretos  no  solo 
mandó  el  rey  por  otro  suyo  que  fuesen  observado  con  rigor  en  to- 
dos sus  dominios,  sino  que  dispuso  que  se  celebrasen  concilios  pro- 
vinciales en  todas  las  metrópolis,  á  fin  de  hacer  recibir  el  general 
en  la  Iglesia  de  un  modo  mas  solemne.  Así  se  hizo  en  Toledo,  al 
que  asistieron  los  obispos  de  Córdoba,  Sigñenza,  Segovia,  Falencia, 
Cuenca  y  Osma;  el  abad  de  Alcalá  la  Real,  el  de  Alcalá  de  Hena- 
res y  otros;  y  al  mismo  tiempo  por  parte  del  rey  y  como  su  comi- 
sionado don  Francisco  de  Toledo.  En  él  se  aceptó  en  todas  sus  par- 
tes el  Concilio,  y  se  hicieron  estatutos  saludables  á  fin  de  darle  de- 
bido cumplimiento. 

Durante  la  celebración  de  este  Concilio  provincial  en  Toledo,  tu- 
vo lugar  una  fiesta  y  ceremonia  de  gran  pomba.  Deseaba  aquel  ca- 
bildo eclesiástico  tener  el  cuerpo  de  san  Eugenio  que  habia  sido 
de  sus  primeros  arzobispos  y  que  se  hallaba  á  la  sazón  en  Francia: 
para  lo  cual  suplicaron  al  rey  y  á  la  rema,  interpusiesen  su  vali- 
miento con  su  hermano.  Condescendió  el  rey  muy  gustoso,  y  dio 
orden  en  París  á  su  embajador  para  que  en  su  nombre  hiciese  esta 
petición  al  rey  Caries  y  á  su  madre.  Se  suscitaron  no  pequeKas  di- 
ficultades para  la  concesión  de  esta  gracia  sobre  todo  por  parte  del 
cardenal  de  Lorena,  abad  de  San  Dionisio,  donde  el  cuerpo  se  guar- 
daba. Mas  al  fin  se  vencieron  todas,  y  habiéndose  trasladado  y  de- 
positado con  gran  pompa  en  la  catedral  de  Paris,  se  dijo  al  rey  de 
Espafia  que  pedia  enviar  por  él  cuando  gustase. 

El  cabildo  de  Toledo  comisionó  á  uno  de  sus  canónigos  llamado 
don  Juan  Manrique  para  que  pasase  á  Francia  á  encargarse  del  de- 
pósito. Se  puso  este  encargado  inmediatamente  en  viaje  y  llegó  á 
donde  el  duque  de  Nevers  habia  ya  traido  el  cuerpo  del  santo,  me- 
tido en  una  rica  caja  y  sellado  por  orden  del  rey  Carlos.  Así  se  hizo 
la  entrega  con  toda  solemnidad  al  encargado  del  cabildo  de  Toledo 


CAWTÜLOXXV.  Í^ÍS^ 

por  el  mismo  arzobispo  de  ^Bárdeos,  é  InmediatameDte  doD  Juan 
MaDríqoe  regresó  cod  él  á  España. 

Llegó  el  cuerpo  á  Toledo  cuaodo  se  hallaba  alli  reonido  el  Cooci* 
lio  y  además  la  corte  cod  los  archiduques.  Salieron  á  recibirle  ¿  la 
puerta  de  la  Usagra  (1)  cod  el  cabildo,  el  clero,  las  comuuidades, 
las  hermaDdades.  Las  calles  se  hallabao  magDificameote  colgadas  y 
DO  faltaba  Dioguua  de  las  demostracioDes  de  uo  grao  regocijo.  El 
cuerpo  se  colocó  allí  sobre  ud  altar  cod  todas  las  ceremoDias  ecle- 
siásticas. Ed  seguida  tomaroD  la  caja  el  rey,  los  archiduques  y  de- 
más sefiores,  y  echáudosela  á  los  hombros  la  llevaroD  eo  procesioD 
hasta  la  catedral,  á  cuya  puerta  la  recibierou  los  obispos  y  la  pu- 
sieroD  CD  el  altar  mayor,  termiDaDdo  la  Íudcíod  cod  toda  pompa  y 
ceremoDia. 

Udo  de  los  graDdes  actos  de  la  política  ioterior  y  doméstica  de 
aquella  época,  fué  el  recoDOcímieoto  público  de  ud  hijo  Datural  de 
Carlos  V,  criado  hasta  eutooces  bajo  ud  velo  misterioso,  de  la  re- 
serva mas  profuuda.  Era  doD  Juau  de  Austria,  destiuado  á  ser  tao 
famoso  eo  ouestra  historia.  Babia  uacido  este  prÍDcipeen  Ratisbona 
por  los  afios  de  1547.  El  verdadero  Dombre  de  su  madre  es  ud  se- 
creto para  muchos.  Se  creia  vulgarmeute  que  do  lo  era  la  que  pa- 
saba por  tal,  y  habia  dado  su  uombre  por  salvar  la  reputación  á 
otra  dama  de  mas  alta  esfera.  Mas  sod  estos  puutos  históricos,  cuya 
dilucidacioD  importa  poco.  Cualquiera  que  haya  sido  la  verdadera 
madre  de  doD  Juau,  maoifestó  eo  todos  los  laDces  'de  su  vida  que 
era  digoo  de  teoer  por  padre  al  mooarca  mas  poderoso  é  ilustre  de 
su  siglo. 

A  la  muerte  ó  mas  bieo  á  la  rcDUDcia  del  emperador,  se  hallaba 
este  prÍDcipe  poco  meóos  que  eu  la  iofaocia;  mas  Carlos  V  le  habia 
recomeodado  eficazmeote  eo  su  testameuto  al  rey  Felipe,  quieo  en 
esta  ocasión  como  eo  otras  muchas,  desmiutió  la  acusacioD,  que  le 
hicieroD  muchos,  de  ser  ibgrato  y  descoDocido  á  la  memoria  de  su 
padre. 

DoD  Juau  se  educó  primerameote  en  Alemania^  bajo  la  dirección 
de  Luis  Quijada,  confideote  y  privado  del  emperador:  después 
se  le  trajo  á  Castilla  y  lo  teuia  oculto  bajo  el  traje  de  labrador  eu  el 
pueblo  de  Villagarcía,  que  era  de  su  seDorfo.  Ed  este  traje  se  pro- 
seóte á  Felipe  li  por  su  disposicioD  eo  uoa  cacería  cerca  de  Valla- 


(1)  Ábon  86  atoe  de  Tisagra. 


fi19  HTSTOHA  rm  riupv  n. 

dolíd  y  6B  medio  de  sa  corte.  Al  arrodiilajrge  el  miKdkachoUoDodeU 
turbación  y  temor  que  es  natural,  le  leyaAtá  el  monarca  coa  bon^ 
dad  y  le  dijo  coo  tono  dulce  y  afectuoso:  ¿Sabéis  de  quién  sois  bijo? 
Habéis  detüdo  el  ser  al  emperador  Garlos  Y,  que  también  fué  mi 
padre.  En  seguida  le  estrechó  en  sus  brazos. 

Así  fué  instalado  en  la  corte  y  familia  de  Felipe  11,  don  Juan  de 
Austria.  Reconocido  por  hijo  del  emperador  recibió  todos  loe  hono- 
res y  distinciones  debidos  k  su  origen.  Este  reeonocimieoto,  esta 
acogida  taAcanOosa  y  tan  solemne,  no  era  menos  honorífica  pam 
la  memoria  del  emperador,  que  para  el  príneípe  que  era  objeto  de 
eUa.  Su  mayor  realce  era  para  el  rey,  que  tan  buen  hijo  se  mos^ 
trahd* 

Tres  príncipes  jóvenes  casi  de  una  misma  edad  se  criaban  enloa*- 
eos  en  la  oorte  de  Felipe  U:  don  Juan  de  Austria,  Alejandro  Far- 
nesio  y  su  hyo  el  príncipe  don  Garlos.  En  medio  de  los  ejercicios  & 
que  se  dedicaban  como  todos  los  nobles  de  aqoel  tiempo  que  se  des- 
tinaban &  la  «tf  rera  de  las  armas,  q«iso  el  rey  que  tomasen  alguna 
tintura  de  las  letras  y  con  este  objeto  los  envió  6  la  universidad  de 
AlcalA  que  esa  muy  famosa  en  aquel  tiempo.  Allí  cursaron  algan 
tiempo,  loíentras  hayo  otro  concepto  completaban  so  educación  de 
principes  y  de  caballeros. 

Había  pedido  Felipe  II  al  archiduque  Maximiliano,  rey  de  Bohe- 
mia, y  ásu  hermana  María,  le  enviasen  á  EspaDa  k  los  príncipes 
Rodulfo  y  Ernesto  sus  hijos,  quienes  habiéndose  trasladado  á  Mi- 
lán y  de  allí  á  Genova,  llegaron  en  las  galeras  de  Doria  á  Barcelo- 
na, donde  se  hallaba  á  la  sazón  el  mismo  don  Felipe  después  de  ha- 
ber celebrado  cortes  en  Monzón.  Recibió  el  rey  con  mucho  carifio  y 
agasajo  &  sus  sobrinos,  y  después  pasó  con  ellos  al  monasterio  de 
Moaserrate  donde  asistieron  á  la  fiesta  de  la  Purificación  con  toda 
ceremonia.  De  Barcelona  á  donde  regresaron  en  seguida,  partieron 
juntos  á  Valencia  donde  nunca  había  estado  el  rey,  y  tuvieron  un 
magnifico  recibimiento.  En  seguida  se  dirigieron  á  Madrid  dcode 
se  hallaba  k  la  sazón  la  corte. 

No  dejó  de  dar  que  pensar  la  venida  de  los  archiduques,  y  sobre 
todo  la  circunstancia  de  ser  llamados  por  Felipe.  Todos  la  conside- 
raron como  una  consecuencia  de  lo  disgustado  que  se  hallaba  con 
su  hijo.  A  falta  de  este  príncipe,  eran  herederos  de  Felipe  los  aus- 
tríacos. Tal  vez  quiso  el  rey  ponerse  al  abrigo  de  toda  contingen- 
cia, y  examinar  por  sus  ojos  el  mérito  de  dichos  princij>&<* 


CAPITOLO  XXV.  ín 

Otro  viaje  (1565)  se  verificó  despaes,  qae  aaoque  iguatmeDtede 
familia,  tampoco  dejó  de  encerrar  intereses  de  importancia.  La  rei- 
na de  Francia,  Catalina  de  Médicis,  deseaba  mucho  ver  asa  hija  la 
de  Espafia.  Para  satisfacer  estos  deseos,  concertaron  tener  ona  en- 
trevista en  la  frontera  de  ambos  reinos.  Debia  de  ser  el  rey  también 
del  viaje;  mas  no  pudo  acompasar  á  la  reina  qae  se  puso  en  mar- 
cha en  abril,  acompasada  de  don  Juan  Manrique  de  Lara,  su  ma- 
yordomo mayor,  de  los  duques  de  Alba,  Infantado  y  Osuna,  y  otros 
grandes  seSores  de  importancia.  Después  se  les  reunieron  el  carde- 
nal arzobispo  de  Burgos,  y  los  obispos  de  Calahorra  y  de  Pamplo^ 
na.  Casi  al  mismo  tiempo  que  la  reina  de  Espafia  partió  de  Madrid, 
salió  de  París  el  rey  Carlos  de  Francia  con  su  madre,  su  hermano 
y  lo  mas  florido  de  la  corte.  El  rey  y  su  madre  llegaron  k  Vídasoa, 
donde  recibieron  á  la  reina  Isabel  con  todas  las  demostraciones*  de 
alegría.  De  allí  se  la  llevaron  á  Bayona  donde  se  hicieron  grandes 
fiestas,  con  todo  el  aparato,  gala  y  magnificencia. 

El  verdadero  fin  de  la  entrevista  era  político,  y  la  situación  del 
calvinismo  en  Francia  no  era  el  objeto  menos  importante.  Inmedia- 
tamente que  se  vieron  en  Bayona,  se  dio  principio  á  las  conferen* 
cias,  y  para  que  fuesen  mas  secretas  se  abrió  un  paso  de  comuni- 
cación entre  las  viviendas  de  ambas  reinas,  á  fin  de  que  pudiesen 
Yerse  sin  manifestarse  en  público,  flabiadado  el  rey  sus  instruccio- 
nes al  duque  de  Alba  y  á  don  Juan  Manrique  de  Lara,  mayordomo 
mayor  de  la  reina,  la  que  estaba  prevenida  de  no  hacer  nada  ni  dar 
el  menor  paso  sin  el  consejo  de  estas  dos  personas.  Lo  que  se  trató 
entre  estos  personajes  fué  un  secreto;  mas  todos  y  los  mismos  cal- 
vinistas presumian  que  ellos  eran  el  príncipal  objeto  de  las  confe- 
rendás.  Se  trató  entre  ellas  en  efecto,  de  los  medios  mas  eficaces  de 
acabar  con  ellos.  Y  á  lo  que  definitivamente  fué  adoptado,  algunos 
mas  príncipes,  que  no  hablan  concurrido  á  Bayona,  se  adhirieron. 
También  se  trató  en  aquellas  conferencias  de  la  boda  del  príncipe 
don  Carlos  con  Margarita  de  Valois,  hermana  de  la  reina  dofia  Isa- 
bel, y  de  la  del  rey  de  Francia  con  la  infanta  doOa  Juana,  nin- 
guna de  cuyas  cosas  tuvo  efecto. 

La  reina  dofia  Isabel  se  volvió  á  Madrid  terminada  que  fué  la 
conferencia.  Para  concluir  lo  que  nos  resta  de  referír  desu  persona, 
diremos  que  el  aDo  siguiente  de  1566,  dio  á  luz  en  Balsain,  junto  á 
Segovia^  á  una  niBa  que  fué  llamada  Isabel  Clara  Eugenia,  y  que 
eo  el  de  1568,  después  de  haber  malparido  un  nifio  de  cinco  meses, 

Toyo  I.  36 


278  HISTORIA  DE  FBLIPB  lí. 

le  sobrevino  ooa  maligDa  calentura  de  que  falleeió  al  cabo  de  muy 
pooos  días. 

De  esta  muerte,  que  fué  objeto  de  sospechas  y  calumnias,  dire- 
mos mas  en  adelante. 

Por  aquel  tiempo  habia  promovido  el  rey  alguna  reforma  en  cier- 
tas  órdenes  religiosas  que  habían  caido  en  relajaciones  y  en  abusos. 
Hacia  entonces  mucho  ruido  Santa  Teresa  de  Jesús  por  la  fundacioo 
de  la  orden  de  carmelitas  descalzos,  mostrándose  muy  celosa  en 
llevar  adelante  aquesta  obra.  De  la  reforma  de  las  religiosas,  pasó 
á  la  de  los  religiosos  en  virtud  de  la  bula  que  alcanzó  del  papa  en 
18  de  noviembre  de  1568.  La  ayudaron  mucho  en  estas  tareas  varios 
religiosos  penetrados  de  su  espíritu,  entre  ellos  san  Juan  de  la  Croz, 
Fr.  José  de  Cristo,  Fr.  Antonio  de  Jesús,  Fr.  Jerónimo  Gracian,  y 
otros  que  son  bien  conocidos  por  sus  cartas.  Con  motivo  de  estas  re- 
formas, se  hicieroQ  otras  en  los  mercenarios,  trioitarios  y  agustinos. 

Los  nombres  de  don  Juan  de  Austria  y  de  Alejandro  Farnesio 
lucirán  mucho  en  el  curso  de  esta  historia.  El  del  principe  don  Carlos 
estaba  destinado  á  otro  género  de  fama.  Sobre  pocos  personajes  se 
han  emitido  juicios  mas  diversos,  y  se  ha  ejercido  mas  lo  que  puede 
designarse  con  el  nombre  de  pasión  de  historiadores.  Circunspectos 
nosotros  en  un  punto  tan  de  suyo  delicado  y  escabroso,  seremos 
muy  sobrios  de  palabras  y  circunscribiéndonos  solamente  á  lo  que 
resulte  ser  verdad  con  el  conocimiento  de  los  hechos.  Concuerdan 
los  españoles  en  pintar  á  este  príncipe  como  flojo,  desaplicado,  de 
poca  capacidad,  caprichoso  hasta  rayar  en  maniático,  de  una  edu* 
educación  muy  limitada,  mientras  los  muchos  extranjeros  le  atri- 
buyen cualidades  opuestas,  nobleza  y  elevación  de  sentimientos,  y 
sobre  todo  las  mas  vivas  simpatías  hacia  la  suerte  de  los  habitantes 
de  los  Países-Bajos.  A  estos  sentimientos  é  ideas  tan  diversas  de  las 
de  su  padre  atribuyen  el  odio  de  que  fué  objeto  para  este  monarca, 
sus  padecimientos,  sus  persecuciones  y  temprana  lúuerte.  Para  ha- 
cerle enteramente  un  personaje  de  romances  suponen  que  este  odio 
de  Felipe  no  procedía  solamente  de  incompatibilidad  de  principios  y 
opiniones,  sino  de  celos  por  la  inteligencia  secreta  en  que  se  supo- 
nía al  príncipe  con  su  madrastra.  Y  estos  amores  y  la  catástrofe 
que  se  supone  produjeron,  han  dado  alimento  á  las  plumas  de  los 
historiadores  como  de  los  poetas,  sobre  todo  de  los  dramatistas  (1). 

(1)   l>on  Garlos,  es  uua  de  las  prioclpales  tragedias  del  célebre  Sdiill^r.  A  ser  oiert  >  lo  que  pon€ 
el  autor  en  boea  d0  sa  héroe,  no  hay  lágrimas  bastantes  con  que  lamentar  la  suerte  de  un  principe 


>^->- 


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S^  TERESA  DE  JESÚS 


I 


CAPITULO  XXV.  M9 

Qaé  el  príocipe  don  Garlos  haya  sido  un  joven  desaplicado,  obs* 
tinado,  caprichoso,  y  de  muy  mal  carácter,  nada  tiene  de  inverosf- 
mil,  ni  hay  motivo  de  rechazar  el  testimonio  de  tantos  historiadores 
que  lo  afirman.  Que  su  educación  hubiese  sido  completamente  des- 
cuidada, tampoco  es  pn  fenómeno.  Hay  que  tener  presente  que  los 
afios  mas  preciosos  para  la  enseñanza,  sobre  todo  de  la  moral,  los 
pasó  fuera  de  la  vista  da  su  padre.  Tal  vez  la  princesa  dofia  Juana 
no  tenia  el  suficiente  carácter  y  firmeza  de  ánimo  para  refrenarle. 
Es  un  hecho  que  habia  disgustos  y  desavenencias  entre  la  tia  y  el 
sobrino,  y  que  el  emperador  cuando  le  vio  en  Valladolid  en  su  pa- 
so para  el  monasterio  de  Yuste,  quedó  muy  descontento  de  su  con- 
versación y  sus  modales.  Si  es  asi,  si  el  rey  Felipe  II  no  veía  en  la 
persona  de  su  hijo  las  prendas  y  capacidad  que  naturalmente  deseaba 
en  su  heredero,  si  tal  vez  fueron  infructuosos  los  esfuerzos  que  hizo 
para  corregirle  y  mejorarle,  no  es  extraño  que  en  su  carácter  seve- 
ro no  luciesen  grandes  sentimientos  de  cariDo  hacia  un  hijo  que  le 
daba  tan  pocas  esperanzas. 

¿Cuáles  eran  las  ideas  de  don  Garlos  acerca  de  los  Paises-fiajos? 
¿Cuáles  eran  sus  principios  sobre  el  modo  de  gobierno  que  les  con- 
venia? Son  muy  difíciles  de  dilucidar  aquestos  puntos,  ni  es  proba- 
ble que  en  la  cabeza  tan  poco  madura  de  este  príncipe,  cupiesen 
proyectos  bien  serios  y  bien  meditados,  sobre  todo  en  materias  de 
política.  Que  trataba  de  ir  á  Flandes,  que  tenía  el  mayor  interés  en 
hacer  este  viaje,  que  se  creía  la  persona  mas  á  propósito  en  Flan- 
des  en  el  estado  de  agitación  en  que  aquellas  regiones  se  encon- 
traban, es  histórico,  confesado  por  los  españoles.  ¿Nació  de  él  la 
idea?  ¿No  sería  natural  que  le  hubiese  sido  sugerida  por  enemigos 
de  su  padre?  Si  al  ser  este  sabedor  de  su  proyecto  aprendió  ó  le  fué 
apuntado  por  alguno  que  su  hijo  desaprobaba  el  sistema  de  gobier- 
no que  en  los  Países-Bajos  se  seguía,  y  sobre  todo  que  sus  princi- 
pios de  religión  no  participaban  de  la  íoflexibilidad  de  los  suyos;  ¿se 
admirará  nadie  de  que  la  frialdad  que  hemos  establecido  en  la  pri- 
mera hipótesis,  llegase  á  ser  antipatía? 

Pasemos  al  punto  mas  delicado  y  espinoso.  El  matrimonio  del 
principe  don  Carlos  con  Isabel  de  Yalois  hija  de  Enrique  II,  fué  un 
artículo  del  tratado  de  Gbateau-Cambressis  convenido  y  firmado  por 


tan  desgraciado  y  benemérito.  Ci  imposible  pintar  con  colores  mas  negros  A  Felipe.  La  pieza  inte- 
resa, pero  no  es  verdadera.  Habrá  algunos  toques  Helos  de  la  época;  mas  á  excepción  del  personaje 
del  dnque  de  Alba,  hay  exageración  y  basta  desfiguramiento  en  todo  lo  demáa. 


280  HISTORIA  BB  FSUPE  II. 

entrambas  partes.  Los  dos  novios  eran  con  corta  diferencia  de  una 
misma  edad,  y  aunque  no  se  habian  visto,  es  probable  que  tuvie* 
sen  sus  retratos.  Antes  de  terminarse  completamente  las  negociación 
nes,  ocurrió  la  muerte  de  María,  reina  de  Inglaterra,  y  Felipe  II, 
al  verse  viudo,  pretendió  reemplazar  á  su  bijo  en  el  lance  concer-- 
tado.  No  fué  un  cambio  que  se  le  propuso;  fué  una  sustitución  pe* 
dida,  solicitada  por  el  mismo,  á  que  accedió  el  de  Francia.  La  prin- 
cesa Isabel  era  hermosa,  amable  y  agraciada,  y  la  prisa  que  se  dio 
para  solicitarla  el  rey  de  Espafia,  muestra  bien  que  su  posesión  era 
á  sus  ojos  de  gran  precio.  ¿Seria  pues  extraDo  que  el  principe  k 
quien  se  supone  un  joven  de  pasiones  fuertes,  en  todo  el  ^fuego  de 
la  primera  edad,  halagado  desde  un  principio  con  la  idea  déla  prin- 
cesa, mirase  en  su  padre  el  usurpador  de  su  felicidad,  y  que  el  pa- 
dre á  quien  no  serian  desconocidos  estos  sentimientos,  considerase 
al  hijo  por  lo  menos  como  un  rival,  suponiendo  que  la  reina  misma 
no  tomase  parte  alguna  y  fuese  del  todo  indiferente  y  hasta  igno* 
rante  de  lo  que  pasaba  por  don  Garlos?  Todo  es  natural  y  verosí* 
mil.  Los  historiadores  espaSoles  nada  dicen  sobre  el  particular;  mas 
su  silencio  no  es  una  prueba  de  que  no  sea  cierto,  porque  aunque 
lo  fuese,  no  se  hubiesen  atrevido  á  publicarlo.  Algunos  de  los  ex- 
tranjeros lo  aseguran  y  llegan  hasta  asentar  que  era  reciproco  el 
amor  de  la  reina  hacia  el  hijastro.  De  todos  modos  aparecen  prue* 
bas  y  suficientes  razones  para  explicar  el  d§svío,  las  prevenciones 
y  hasta  el  odio  mutuo  que  existia  entre  Felipe  II  y  el  príncipe  don 
Garlos.  Los  cortesanos,  los  historiadores  de  la  época  naturalmente 
habian  de  dar  la  razón  al  padre  contra  el  \m. 

A  ser  ciertos  muchos  de  los  rasgos  que  algunos  de  ellos  nos  pre* 
sentan  de  las  extravagancias  de  este  príncipe,  se  le  debe  suponer  en 
un  estado  de  demencia,  y  esto  prueba  que  algún  despecho  violento, 
que  alguna  fuerte  irritación  daba  motivo  á  estos  excesos.  Se  dice 
que  una  de  sus  diversiones  favoritas  era  andarse  de  noche  medio 
desnudo  por  las  calles,  y  que  en  una  ocasión  habiéndole  caido  desde 
una  ventana  alguna  cosa  nada  limpia,  mandó  en  arrebato  de  cólera 
á  uno  de  sus  criados  entrar  en  la  casa,  ponerla  fuego  y  matar  á 
cuantos  habia  dentro,  orden  que  el  criado  se  excusó  de  obedecer, 
alegando  une  estaban  administrando  el  vi&tico  á  un  enfermo.  En 
otra  ocasión,  pareciéndole  que  le  estaban  algo  estrechos  unos  boti- 
nes que  acababan  de  traerle,  los  hizo  pedazos  menudos,  obligando 
al  zapatero  que  se  los  trajo  á  comerse  algunos,  y  dando  además  un 


4 


CAPITULO  XXV.  t81 

bofetofl  á  doD  Pedro  Haouel,  oficial  de  la  cámara,  por  haberlos  en- 
cargado así  de  órdea  de  su  padre.  Otra  vez  por  do  haber  acudido 
proDto  don  Alfonso  de  Córdoba,  hermano  del  marqués  de  las  Navas, 
á  su  llamamiento,  cogió  al  gentil-hombre  en  sus  brazos,  jurando 
que  le  iba  á  arrojar  por  la  ventana;  amenaza  que  trataba  de  llevar 
á  efecto  cuando  á  los  gritos  de  don  Alonso  acudieron  algunos  cria- 
dos á  salvarle.  Un  cómico,  de  los  que  llaman  de  la  legua  llamado 
Cisneros,  salió  desterrado  de  Madrid  de  orden  del  presidente  Espi- 
nosa, y  alegó  este  motivo  al  príncipe  para  no  hacer  papel  en  una 
pieza  que  don  Garlos  deseaba  se  representase  en  su  casa.  La  pri- 
mera ocasión  que  el  príncipe  vio  al  presidente,  asiéndole  con  la  mano 
izquierda  y  sacando  un  puDal  con  la  derecha  le  dijo:  ¡Con  que  no 
queréis  permitir  que  Cisneros  venga  ¿  mi  servicio!  Por  vida  de  mi 
padre  que  os  voy  á  matar  en  este  mismo  instante;  mas  habiéndo- 
sele puesto  el  otro  de  rodillas,  lleno  de  turbación  y  de  terror  le  pi- 
dió perdón  en  términos  que  se  ablandé  y  al  fin  le  soltó  el  príncipe. 
Hallándose  un  dia  en  un  bosque  con  su  ayo  don  García  de  Toledo, 
porque  este  caballero  trató  de  hacerle  reconvenciones  sobre  su  con- 
ducta, trató  de  apuDarle,  lo  que  evitó  don  García  huyendo  á  poner 
la  cosa  en  noticia  de  su  padre.  Su  conducta  con  el  duque  de  Alba 
fué  en  el  mas  alto  grado  reprensible.  Habiendo  ido  á  despedirse  del 
príncipe  para  partirse  á  los  Paises-Bajos,  le  dijo  este  que  solo  á  él 
pertenecia  el  encargo  dQ  ir  á  pacificar  aquel  pais,  y  que  arrancaría 
la  vida  al  que  tratase  de  estorbárselo.  Trató  el  duque  de  sosegarle, 
pero  montando  cada  vez  Carlos  mas  en  cólera,  sacó  la  daga  y  arre- 
metió con  ella  al  duque^ quien  se  vio  precisado  á  usar  de  su  fuerza 
y  de  la  de  los  demás  que  á  sus  voces  acudieron  para  salir  de  aquel 
apuro. 

Tales  son  los  exceso^  que  los  historiadores  de  aquel  tiempo  re- 
fieren de  don  Carlos,  todos  sin  duda  muy  dignos  de  castigo;  algu- 
nos improbables,  como  el  último  y  el  del  presidente  Espinosa,  pues 
no  es  creíble  que  un  monarca  tan  severo  como  Felipe,  no  hubiese 
castigado  de  un  modo  ejemplar  semejantes  atentados  contra  la  mis- 
ma dignidad  y  autoridad  de  su  persona.  Por  último,  llegó  á  sus  oidoa 
la  noticia  de  que  el  príncipe  trataba  de  escaparse  á  los  Países-Bajos, 
y  que  había  escrito  cartas  á  varios  príncipes  de  Europa  pidiéndoles 
protección  contra  el  mal  trato  de  su  padre.  El  director  de  correos 
le  dio*  avisos  de  que  se  habian  pedido  postas  para  el  príncipe.  Trató 
entonces  el  rey  de  apoderarse  de  la  persona  de  doa  Garlgs.  La  no-» 


262  HISTORIA  DE  FELIPE  11. 

ebedel  18  de  enero  de  1568,  se  presentó  en  su  cuarto  acompasado 
de  varios  personajes  de  su  corte  entre  otros  del  príncipe  de  Evoli  y 
el  duque  de  Feria;  se  apoderó  de  sus  papeles  y  de  sus  armas,  sin 
dejarle  ningún  instrumento  con  que  pudiese  hacerse  daDo,  y  se  mar- 
chó en  seguida  asignándole  su  aposento  por  prisión,  y  encargando 
rigoroso  confinamiento  al  cuidado  de  los  mismos  grandes.  Se  seña- 
laron seis  familias  principales  para  hacer  este  servicio,  y  de  ellas 
dos  personas  velaban  al  principe  á  todas  horas  del  dia  y  de  la  no- 
che. 

Así  quedó  preso  el  príncipe  don  Carlos.  Hasta  este  acontecimiento, 
están  casi  de  acuerdo  los  historiadores,  tanto  naturales -como  extra- 
Dos.  En  lo  que  sigue  se  encuentran  importantes  variaciones.  En 
cuanto  á  los  prijneros,  ningún  historiador  habla  de  que  se  le  hur 
biese  formado  causa,  ni  instruido  averiguación  de  clase  alguna,  so- 
bre todo  páblicamente  ó  sea  de  oficio.  Todos  consideran  esta  medi- 
da como  simplemente  preventiva  y  correctiva.  Si  se  tomó  con  este 
último  objeto,  produjo  un  resultado  contrario  al  que  se  deseaba.  En 
lugar  de  entrar  en  sí,  y  de  refrenar  la  impetuosidad  de  su  carácter, 
adquirió  nueva  irritación  y  subieron  de  punto  sus  caprichos  con  el 
confinamiento.  Pasaba  dias  enteros  vagando  desnudo  por  sus  habi-* 
taciones  sin  querer  comer,  desquitándose  después  en  la  intempe- 
rancia y  voracidad  que  eran  consiguientes.  Era  su  delicia  beber 
agua  de  nieve  á  todas  horas,  comer  fruta  verde,  llevarse  á  su  mis- 
ma cama  el  hielo;  síntomas  todos  del  exceso  de  bilis  que  le  consu- 
mía. Tan  insensato  régimen  produjo  sus  efectos.  Rechazó  toda  clase 
de  alimentos  saludables  y  aun  las  medicinas  que  le  administraban 
para  su  estómago  estragado,  y  habiéndose  apoderado  de  él  ana  ca- 
lentura muy  maligna,  le  anunciaron  que  se  hallaba  muy  próxima 
su  muerte.  Dio  entonces  muestra  don  Carlos  de  volver  á  mejores 
sentimientos;  deseó  ver  á  su  padre  á  quien  pidió  perdón  y  cuya  ben* 
dicion  obtuvo,  y  después  de  haber  recibido  los  sacramentos  murió 
en  la  noche  del  24  al  25  de  julio  del  mismo  afio  de  1568. 

Adolece  este  relato  del  mismo  carácter  de  exageración  que  se 
nota  en  el  de  las  extravagancias  del  principe  antes  de  tomar  su  pa- 
dre la  providencia  de  encerrarle.  No  se  concibe  como  encomendada 
su  guardia  á  personas  tan  distinguidas  y  celosas,  y  con  instraocio- 
nes  tan  particulares  sobre  el  modo  con  que  habían  de  condacirse, 
se  permitía  al  príncipe  una  conducta  que  arguye  un  gran  descaído 
por  parte  de  sus  guardadores.  Tal  es  la  de  andar  vagando  desnado 


apÍTULO  XXV.  i 83 

por  sas  habitaciones,  la  de  ocultar  nieve  en  su  cama,  y  otros  mas 
rasgos  propios  solo  de  UQ  demente.  Se  puede  sospechar  que  no  atre- 
viéndose ó  mas  bien  no  queriendo  descubrir  la  verdad,  trataron  de 
cubrirla  con  el  velo  de  esta  clase  de  locura,  dando  toda  la  culpa  al 
mas  débil,  al  que  habla  sucumbido.  Sin  embargo,  entre  ellos  se  ha- 
llaba Cabrera,  criado  de  la  casa  que  asegura  haber  sido  testigo  ocu- 
lar de  todos  los  hechos  que  se  refieren. 

Una  graQ  parte  de  historiadores  extrafios  dicen  que  tan  luego 
como  fué  preso  el  príncipe  don  Carlos,  pasó  su  padre  relación  de 
todo  á  la  Inquisición,  donde  desde  aquel  punto  comenzó  á  formár- 
sele el  proceso;  que  dicho  tribuDal,  enemigo  de  la  persona  del  prín- 
cipe por  lo  sospechosos  que  eran  sus  principios  y  sentimientos  de 
católico,  se  mostró  inexonerable  hasta  el  punto  de  condenarle  á 
muerte.  Que  se  la  presentaron  al  rey,  quien  fluctuó  entre  los  sen- 
timientos de  padre  y  los  que  como  rey  católico  debia  al  culto  de 
Dios  y  de  su  conciencia;  que  se  mantuvo  algunos  dias  en  esta  cruel 
incertidumbre;  que  los  inquisidores  y  personas  graves  de  su  consejo 
le  hicieron  presente  su  deber  de  mostrarse  superior  en  semejantes 
casos  4  los  sentimientos  de  la  naturaleza;  que  al  fin  firmó  el  mo- 
narca la  sentencia  que  se  la  comunicaron  al  príncipe  á  quien  se  dejó 
la  elección  del  género  de  muerte,  representándole  en  pinturas  las 
varias  entre  las  que  tenia  libertad  de  decidirse;  que  causó  esta  no- 
ticia en  el  príncipe  una  profunda  impresión  hasta  el  punto  de  pro- 
rumpir  en  execraciones  contra  su  padre,  tomando  todos  los  adema- 
nes de  furioso;  que  permaneció  en  este  estado  algunos  dias,  por  lo 
que  no  quisieron  llevar  adelante  la  sentencia  por  no  exponer  su  sal- 
vación, hallándose  mal  preparado;  que  al  fin  lograron  calmarle  é 
inspirarle  sentimientos  de  resignación,  y  que  después  de  recibidos 
los  sacramentos  con  muestras  de  arrepentimiento  y  de  piedad,  cum- 
plieron la  sentencia  de  muerte  dándosela  por  medio  de  veneno. 

Todo  esto  pudo  ser  muy  bien  imaginado,  mas  no  es  cierto.  Al 
principe  don  Carlos  no  se  leformó  proceso  á  lo  menos,  no  fué  su 
muerte '  efecto  de  la  sentencia  de  un  tribunal  privado  ó  público. 
No  intervino  en  el  asunto  la  Inquisición  como  algunos  historiadores 
lo  escribieron,  como  tal  vez  para  la  generalidad  se  admite  hoy  dia. 
Según  Llórente  que  estaba  en  el  caso  de  conocer  estas  materias  muy 
á  fondo,  se  reduce  todo  el  proceso  que  medió  en  el  asunto  á  que  el 
rey  encargó  el  negocio  á  una  junta  ó  comisión  formada  á  Doch  en- 
tre cuyas  personas  figuraba  don  Diego  Espinosa,  presidente  del 


t84  HISTORIA  DE  FBLIPB  D. 

Consejo  y  Ruy  Gómez  de  Silva  príncipe  de  Eboli  á  qaien  estaba 
encomendada  la  custodia  de  don  Carlos.  No  se  tomó  declaración  m 
confesión  al  presunto  reo,  y  solo  se  atavieron  los  jueces  en  las  ac- 
tuaciones al  ex&men  de  las  carias  y  papeles  que  le  habian  cogido. 
Les  parecia  tan  grave  ja  materia,  tan  fulminantes  los  cargos  que 
de  sí  arrojaba,  que  tuvieron  aquella  causa  como  de  muerte  para  el 
joven  príncipe.  No  atreviéndose  pues  á  pasar  mas  adelante,  se  lo 
comunicaron  &  su  padre,  baciéndole  ver  al  mismo  tiempo  que  lo 
elevado  de  la  persona  del  reo  y  otras  circunstancias  particulares 
podrían  influir  en  la  mitigación  de  aquella  pena,  dado  el  caso  que 
fuese  su  voluntad  de  que  el  proceso  pasase  por  sus  trámites  lega- 
les. Respondió  el  rey  que  aunque  con  extrema  repugnancia  y  re-* 
primiendo  los  sentimientos  de  su  corazón,  no  le  permitía  su  con- 
ciencia mostrarse  indulgente  con  su  bíjode  cuya  capacidad,  faltado 
instrucción,  m  ala  conducta  é  inclinaciones  tan  perversas  no  podían 
menos  de  seguirse  grandes  perjuicios  en  el  reino.  Afiadió  sin  em^ 
bargo  que  en  el  estado  á  que  la  enfermedad  le  babia  reducido,  po- 
drían conducirse  las  cosas  de  manera  que  sin  escándalo  ni  detri- 
mento de!  bonor  del  príncipe  se  llegase  á  obtener  el  efecto  de- 
seado. 

Mientras  tanto  se  agravaban  los  males  del  príncipe  don  Carlos. 
La  comisión  no  pasó  adelante  en  sus  trabajos  y  no  vino  á  conclu-^ 
sion  alguna.  Según  Cabrera  escritor  contemporánea,  criado  enton- 
ces de  la  casa,  se  administró  al  enfermo  por  su  médico  el  doctor 
Olivares  una  purga  que  produjo  malísimos  efectos.  Se  anunció  al 
principe  la  proximidad  de  su  fio,  y  don  Carlos  manifestó  oírla  con 
bastante  compostura,  recibió  resignadojos  sacramentos  y  en  losmo- 
montos  de  su  agonía  manifestó  deseos  de  ver  y  reconciliarse  con  su 
padre.  Acudió  este  en  efecto  á  la  cabecera  de  su  cama  la  noche 
misma  de  su  fallecimiento,  mas  no  atreviéndose  á  dejarse  ver  del 
enfermo  temiendo  causarle  una  impresión  demasiado  viva  le  echó 
su  bendición  por  encima  de  los  hombros  del  príncipe  Ruy  Gómez 
de  Silva  que  tenia  delante,  con  lo  cual  se  retiró  lloroso  á  su  aposen-^ 
to.  A  muy  poco  rato  después  terminó  la  existencia  del  desventurado 
príncipe. 

Según  el  mismo  Llórente  hay  motivos  para  creer  que  habiendo 
manifestado  el  rey  deseos  de  que  terminasen  los  días  de  don  Car- 
los, hicieron  insinuaciones  al  doctor,  quien  con  la  administración  de 
la  medicina  se  prestó  á  ser  instrumento  de  la  voluntad  del  Monar* 


CAPITULO  XXV.  Í85 

ca.  De  alguDas  frases  y  reliceDcias  del  historiador  Cabrera  se  pue- 
de sospechar  qoe  hubo  algún  misterio  eu  la  purga,  mas  todo  esto 
DO  puede  pasar  de  conjeturas  ¿  que  se.  da  mas  ó  menos  fuerza  se- 
gún el  modo  de  pensar,  las  opiniones  ó  partidos  á  que  perternecen 
los  lectores.  Es  posible  que  hubiese  mediado  una  intención  torcida 
en  la  administración  del  remedio :  también  es  muy  probable  que 
con  purga  ó  sin  ella  hubiese  muerto  un  enfermo  que  se  hallaba  en 
tal  estado  de  irritación  que  habia  echado  á  perder  el  estómago  con 
varios  excesos  y  á  quien  aquejaba  tan  ardiente  calentura,  en  lo  mas 
recio  del  estío.  De  todos  modos,  aparece  claro  bajo  cualquiera  hi- 
pótesis que  don  Carlos  estaba  condenado  á  no  salir  de  su  prisión, 
y  que  acelerada  ó  no,  fué  autor  de  su  muerte  el  mismo  que  lo  ha- 
bia sido  de  sus  dias.  De  causa  ó  proceso  no  hubo  mas  que  el  in- 
coado sin  producir  conclusión  alguna.  La  Inquisición  no  tuvo  parte 
en  el  negocio  si  hemos  de  creer  al  mismo  Llórente  quien  por  el 
cargo  que  habia  ejercido,  debía  saberlo  muy  á  fondo.  Por  lo  de- 
más no  es  extrafio  que  este  suceso  lamentable  envuelto  en  sombras 
hubiese  hecho  en  Europa  (anto  ruido  y  sido  objeto  de  acusaciones  é 
invectivas  contra  un  rey  poco  querido  de  los  principales  católicos, 
objeto  del  odio  de  los  protestantes.  Asi  le  acusaron  muchos  á  boca 
llena  de  ser  asesino  de  su  hijo,  y  el  príncipe  de  Orange  le  fulminó 
este  cargo  como  cosa  casi  generalmente  recibida  entre  sus  correli- 
gionarios. Desde  entonces  fué  don  Carlos  una  especie  de  personaje 
poético  en  Europa  por  las  diversas  composiciones  tanto  en  verso 
como  en  prosa  á  que  dio  lugar  no  siendo  pocos  los  dramas  que  á 
su  trágico  fin  se  consagraron .  No  es  extrafio  que  en  todas  estas  pro- 
dacciones  se  desfigurase  el  carácter  de  don  Carlos  y  pasase  por 
mártir  de  sentimientos  nobles,  de  proyectos  generosos  y  hasta  de 
tolerancia  religiosa  á  los  ojos  de  los  que  tanto  aborrecían  á  su  pa- 
dre. De  estos  ejemplos  hemos  vistos  muchos.  Nada  es  mas  común 
que  erigirse  los  hombres  en  ídolos  de  la  muchedumbre  sin  teas 
motivo  que  haber  sido  objetos  de  persecución  para  los  que  eran 
blanco  de  su  odio. 

Para  concluir  con  este  triste  asunto  afiadiremos  solo  que  de  la 
muerte  de  don  Carlos  no  se  hizo  ningún  misterio  en  la  corte  de  Feli- 
pe, que  pasó  como  efecto  simple  de  una  enfermedad  natural;  comu- 
nicó la  ocurrencia  á  todas  las  cortes  extranjeras  sin  ningún  rebozo ; 
por  último  que  las  exequias  fueron  públicas  con  todos  los  honores, 
solemnidad  y  pompa  corespondientes  al  heredero  de  la  monarquía; 

Tomo  i.  37 


286  HlSTOMl  BS  FBUPK  II. 

Tal  fué  el  fio  del  principe  doo  Carlos  hijo,  único  varón  entonces 
de  Felipe.  Sobre  este  suceso  no  haremos  comentarios.  Si  atendemos 
al  carácter  y  circunstancias  de  los  dos  personajes  principales  de  es- 
te drama,  á  la  índole  de  aquellos  tiempos,  á  la  reserva  que  erain- 
dispensable  á  sus  historiadores,  pocos  puntos  hay  en  todas  sus 
relaciones  que  sean  mas  susceptibles  de  reparos.  Mas  dejaremos  las 
cosas  en  su  obscuridad  y  á  ¡a  falta  de  datos,  corresponderá  la 
misma  escasez  de  conjeturas.  Mas  cualesquiera  que  hayan  sido  los 
principales  resortes  de  aquella  máquina,  aparece  claro  que  no 
medió  proceso,  que  el  príncipe  murió  de  enfermedad,  sobre  todo 
que  no  intervino  en  nada  el  tribunal  de  la  Inquisición  como  se  ha 
hecho  ver  sobre  las  tablas  del  teatro  (1 .) 


(1)  Véase  la  citada  ple2a  de  Schlller.  Bd  la  última  escena  entrega  Felipe  II  á  su  hijo  en  nóte- 
nos del  inquisidor  general  diciéndole:  Cardenal,  he  camplfdocon  mi  deber;  cumplid  ahora  con  el 
vuestro. 


CAPITULO  XKVt 


Fundación  del  monasterio  del  Escorial.  (1563.) 


La  serie  y  enlace  de  ciertos  acoDlecímientos  dos  han  hecho  dejar 
atrás  otros  de  data  mas  antigua,  y  otra  cosa  no  puede  ser  eu  una 
historia  que  los  abraza  de  un  orden  tan  diverso.  La  observancia  con 
vigor  del  cronológico  produciría  una  relación  de  cosas  inconexas  que 
sin  presentar  ningún  interés  confundiría  al  lector  y  fatigaría  su 
atención  por  lo  mismo  de  estar  tan  dividida.  No  es  la  primera  vez 
que  hacemos  esta  observación  que  no  puede  menos  de  ocurrír  á  ca- 
da paso.  La  muerte  del  príncipe  don  Garíos  que  nos  condujo  á  lo 
que  tuvimos  que  decir  de  su  persona  ocurrió  ^en  1568.  Cinco  a&os 
antes  tuvo  principio  la  obra  á  cuya  construcción  consagramos  este 
articulo;  obra  que  constituye  uno  de  los  grandes  episodios  de  la 
historia  de  Felipe  II,  aunque  de  un  simple  monasterio,  imprime  ca* 
r&cter  en  la  fisonomía  de  un  reinado  tan  fecundo  en  cosas  grandes. 

Se  atribuye  la  fábrica  del  Escorial  á  un  voto  de  Felipe  durante 
la  batalla  de  San  Quintín,  para  que  Dios  le  favoreciese  en  aquel  lan- 
ce; mas  el  rey  no  estaba  en  el  campo  de  batalla,  y  sin  duda  igno- 
raba que  se  estuviese  dando.  Por  otra  parte  habiendo  tenido  lugar 
en  1557,  no  se  concibe  que  un  rey  tan  religioso  hubiese  diferido 
el  camplimiento  de  su  voto  hasta  el  de  1563,  hallándose  en  EspaOa 
desde  1559.  También  se  dice  que  labró  este  edificio  para  depositar 
en  él  los  restos  del  emperador,  según  lo  había  encargado  por  su 
testamento.  Ni  en  este  testamento  ni  en  su  codícilo  se Jeocuentra 


288  HISTORIA  DE  FELIPE  IL 

4tcho  encargo.  Mas  para  erigir  qd  grande  y  suntuoso  mausoleo  á 
Carlos  V,  no  faltaban  en  EspaDa  templos  magníGcos  donde  pudiera 
estar  muy  dignamente.  No  hay  necesidad  de  buscar  explicaciones á 
lo  que  se  explica  muy  naturalmente.  No  era  Felipe  II  el  primer  rey 
amigo  de  grandes  monumentos  de  las  artes.  Concibió  el  proyecto 
de  erigir  un  edificio  digno  del  primer  monarca  de  la  cristiandad,  al 
menos  el  mas  rico  de  su  siglo.  Para  unir  su  gusto  por  lo  grande, 
con  otras  inclinaciones  en  él  mas  fuertes  todavía,  este  gran  edificio 
fué  un  convento. 

Establecida  la  corte  en  Madrid,  natural  era  que  para  este  conven- 
to se  escogiese  un  sitio  cerca  de  la  capital  donde  el  rey  pudiese  ins- 
peccionar su  construcción  sin  descuidar  las  atenciones  del  gobierno. 
Consagrado  el  monasterio  á  una  orden  de  religiosos,  que  no  edifi- 
caban sus  casas  en  poblado,  habia  que  buscar  un  sitio  solitario  y 
algo  agreste,  y  si  se  quiere  inculto  donde  establecerle.  La  designa- 
ción del  que  efectivamente  ocupa,  parece  una  consecuencia  de  todos 
estos  datos.  Pais  yermo,  próximo  á  Madrid,  buenas  y  abundantes 
aguas,  inmensas  canteras  y  demás  materiales  para  la  obra,  casi  á 
la  mano,  sitio  calculado  para  el  retiro  y  la  contemplación,  era  todo 
lo  que  podia  apetecerse. 

Decidido  sobre  poco  mas  ó  menos  el  sitio  de  la  fundación,  costó  to- 
davía gran  trabajo  el  desmonte  de  terrenos  y  su  desnivelación  para 
el  asiento.  Lo  que  hoy  se  llama  el  Escorial,  es  decir,  el  Escorial  de 
Arriba  donde  el  monasterio  está  situado,  no  era  entonces  mas  que 
un  terreno  de  jarales  sin  habitación  alguna,  sin  mas  frecuentación 
que  el  de  la  caza  mayor  que  en  estos  parajes  abundaba.  Tuvo  el 
rey  tal  empefio  en  llevar  adelante  su  intención  con  la  mayor  activi- 
dad que  fué  á  alojarse  en  el  Escorial  que  llaman  de  Abajo  y  de  don- 
de tomó  su  nombre  el  monasterio:  allí  permaneció  varios  dias  sin 
ningún  género  de  comodidad,  y  no  solo  él  y  los  principales  arqui- 
tectos sino  también  diferentes  monjes  que  venían  á  hacer  parte  de 
la  comunidad,  pues  primero  hubo  monjes  que  convento.  En  23 
de  abril  de  1563  se  puso  la  primera  piedra  con  toda  la  solemnidad 
posible,  y  veinte  y  un  aDos  después,  la  última  que  fué  en  lo  que 
se  llama  atrio  de  los  reyes. 

Es  famoso  el  nombre  de  Juan  de  Toledo,  y  aun  mas  el  de  Jaao 
de  Herrera,  su  discípulo,  arquitectos  de  la  obra.  Presentaron  sos 
planos  al  rey,  quien  los  aprobó  con  algunas  pequeñas  modificacio- 
nes, pues  nada  se  hizo  en  el  convento  que  no  se  sujetase  antes  «1 
examen  y'aprobacíon  de  este  monarca. 


.> 


288  HISTORIA  DE  FELIPE  II. 

4tcho  encargo.  Mas  para  erigir  un  grande  y  suntuoso  mausoleo  & 
Carlos  V,  no  faltaban  en  EspaDa  templos  magníficos  donde  pudiera 
estar  muy  dignamente.  No  hay  necesidad  de  buscar  explicaciones  & 


J 


se  llama  atrio  de  los  reyes. 

Es  famoso  el  nombre  de  Juan  de  Toledo,  y  aun  mas  el  de  Juan 
de  Herrera,  su  discípulo,  arquitectos  de  la  obra.  Presentaron  sus 
planos  al  rey,  quien  los  aprobó  con  algunas  pequeñas  modíficado- 
nes,  pues  nada  se  hizo  en  el  convento  que  no  se  sujetase  antes  al 
ex&men  y  aprobación  de  este  monarca. 


CAPITULO  XXYL  289 

De  ttoa  observación  oos  haremos  cargo  ahora,  ó  por  mejor  de- 
cir, de  UD  género  de  impugnación  que  algunos  han  hecho  á  la  crea* 
eion  de  este  grandioso  monumento.  Con  las  sumas,  dicen,  que  ha 
costado  el  Escorial,  se  pudieran  haber  construido  muchísimos  cami- 
nos y  canales,  fertilizado  el  pais  de  los  alrededores,  fomentado  la 
agricultura,  y  acrecer  en  todo  los  desarrollos  de  la  industria.  Así 
será  sin  duda,  mas  si  son  de  gran  peso  aquestos  cargos,  se  debe- 
rían igualmente  hacer  á  todos  los  monumentos  de  las  nobles  artes, 
erigidos  en  todas  épocas  en  tantos  puntos  de  la  tierra.  Se  debería 
declamar  contra  los  que  mandaron  construir  las  pirámides  de  Egip- 
to y  tantos  magníficos  objetos  del  arte  en  aquella  región,  cuyos  res- 
tos nos  sorprenden  todavía.  Se  debería  censurar  á  los  romanos  tan 
pródigos  en  la  fabricación  de  templos,  de  columnas,  de  estatuas, 
de  otros  mil  objetos  de  grandeza  y  elegancia:  se  debería  vituperar 
á  los  atenienses  que  en  tiempo  de  Feríeles  sacrificaron  tan  enormes 
sumas  para  aquel  estado  tan  pequefio,  á  convertir  su  ciudad  en  un 
museo  de  todo  género  de  preciosidades  de  las  artes:  se  deberían, 
pues,  condenar  todas  las  profesiones,  todas  las  ocupaciones  y  dis- 
tracciones de  los  hombres  que  no  tienen  por  objeto  la  adquisición  ó 
fomento  de  goces  materíales.  La  proscripción  de  los  arquitectos,  de 
los  pintores,  etc. ,  se  debería  extender  á  los  poetas,  á  los  historiado- 
res, á  los  que  cultivan  todo  género  de  literatura,  y  aun  á  los  sabios 
qae  hacen  descubrímientos  sobre  materías  que  no  son  de  una  apli- 
cación inmediata  y  práctica  á  las  necesidades  de  la  vida.  Las  cosas 
por  probar  mucho,  prueban  demasiado;  la  experíencia  y  el  cono- 
cimiento del  hombre  demuestran  suficientemente  que  el  hombre  no 
vive  solo  de  goces  y  comodidades  materiales;  que  hay  placeres  de 
imaginación  y  de  la  mente;  que  la  contemplación  de  un  objeto  gran- 
de de  las  artes,  puede  ser  mas  agradable  para  muchos  que  el  man- 
jar mas  delicado  y  regalado.  Dejemos,  pues,  cuestiones  que  hoy  día 
son  vanas  y  por  consiguiente  inútiles. 

El  Escoríal  es  lo  que  es.  Es  un  hecho  su  magnificencia,  cualquie- 
ra que  sea  el  género  á  que  pertenezca.  Pudiera  haber  sido  otra  co- 
sa; pudiera  otro  personaje  haber  empleado  las  mismas  sumas  en 
ana  cote  de  mas  utilidad,  de  mas  goces  materiales,  de  mas  felicidad 
para  las  clases  pobres  é  indigentes;  mas  está  ya  hecho,  y  tal  cual 
es  atraerá  Bíempre  á  los  curiosos,  y  será  objeto  de  agradable  con- 
templación, de  asombro  y  de  estudio  para  los*hombres  que  saben 
lo  que  son  las  bellas  artes,  y  aun  para  el  vulgo  que  no  está  inicia^ 
do  en  sus  secretos  ó  misterios. 


290  HISTORIA  DE  FEUPK  II. 

No  entraré  en  la  cuestión  de  cnál  es  la  forma  de  edificios  y  orden 
de  arquitectura  mas  propio  y  adaptable  al  culto  religioso.  Guando 
los  crístiaoos  empezaron  á  construir  templos  públicos,  adoptaron 
con  poca  diferencia  la  forma  de  los  que  entonces  existían.  Algunos 
pasaron  del  culto  de  los  dioses  de  la  gentilidad  al  del  Dios  de  los 
cristianos,  asi  como  es  hoy  en  Gonstantinopla  mezquita  principal  la 
antigua  basílica  de  Santa  Sofía  donde  tenían  su  silla  ó  por  decir  me- 
jor su  trono  sus  patriarcas.  Grandes  y  magníficos  fueron  los  tem^ 
píos  de  la  antigüedad.  En  nada  les  cedieron  los  que  con  el  nombre 
de  góticos  se  erigieron  en  los  tiempos  que  llaman  de  la  Edad  media. 

¿Guales  son  mas  propios  del  culto?  Es  cuestión  de  gusto  y  sobre 
todo  del  tiempo  y  de  la  época.  En  la  de  Felipe  II  había  resucitado 
la  arquitectura  antigua  con  el  nombre  de  Greco-Romana.  Hacia  ya 
mas  de  medio  siglo  que  había  llegado  á  su  terminación  la  grande 
iglesia  de  San  Pedro.  La  construcción  del  monasterio  del  Escorial 
por  el  gusto  gótico  hubiera  sido  un  completo  anacronismo.  La  cla- 
se de  su  arquitectura  no  era,  pues,  materia  de  elección;  en  cuanto 
á  su  magnificencia  y  majestad  estaba  ya  decidida.  Dotados  de  tan 
poca  inteligencia  en  arles,  entramos  con  cierta  repugnancia  en  este 
artículo  consagrado  al  Escorial,  sobre  cuyo  monumento  hay  además 
noticias  tan  extensas  y  tan  circunstanciadas.  Mas  dejar  de  mencio- 
narle en  una  historia  del  reinado  de  Felipe  II,  seria  mostrar  suma 
ignorancia,  ó  un  sentimiento  de  desden  hacia  una  obra  tan  magní- 
fica. 

No  intentaremos  describirla.  Su  primera  impresión  sobre  todo  en 
la  parte  exterior  es  de  una  cosa  meramente  grande.  A  proporción 
que  se  observa  y  se  examina,  aparece  una  obra  acabada  y  magní- 
fica, donde  la  sencillez  compite  con  la  seriedad,  con  la  pureza  de  las 
formas.  En  el  templo  brillan  ¡a  suntuosidad  y  gala  del  arte  en  su 
mas  alta  perfección:  donde  quiera  que  la  vista  se  fija,  encuentra  la 
grandeza,  la  elegancia  mas  correcta  y  el  lujo  á  donde  pueden  ir  las 
nobles  artes. 

En  todo  el  edificio,  en  las  partes  grandes  como  en  las  pequefias, 
en  lo  principal  como  en  lo  accesorio,  se  ve  el  mismo  carácter,  gra- 
bado el  mismo  sello.  Es  muy  difícil  examinar  con  alguna  atención, 
vagar  por  aquella  escalera,  aquellos  claustros,  sin  que  la  im&gen 
del  fundador  llegue  á  tomar  parte  en  aquellas  impresiones.  Hay  mu- 
chas cosas  inanimadas  puramente  físicas  que  llevan  completamente 
la  impresión  de  las  morales.  Tal  vez  serán  ilusiones  de  la  fantasía; 


CAPITULO  XXVI,  Í91 

mas  nosotros  tao  avaros  de  so  lenguaje  y  mucho  mas  tratándose  de 
historia,  no  nos  parece  que  nos  alejamos  de  nuestro  objeto  haciendo 
ver  que  en  el  Escorial  están  identificados  el  carácter,  el  genio  de 
Felipe,  y  que  su  sombra  parece  que  vaga  todavía  por  aquellas  bó- 
vedas. 

El  Escorial  fué  para  Felipe  II  la  ocupación,  el  pasatiempo,  la  dis- 
tracción, las  diversiones  y  placeres.  Entre  las  atenciones  del  go-* 
biemo  y  el  Escorial,  se  dividió  completamente  su  existencia.  Aquí 
fué  como  el  arquitecto  principal  y  el  director  de  sus  trabajos.  Le 
veia  formarse  y  crecer  piedra  por  piedra.  Guando  se  lo  permitían 
sus  ocupaciones  era  el  primer  sobrestante  de  la  obra.  Que  era  hom- 
bre de  gusto  é  inteligencia  en  las  artes,  lo  prueban  las  mismas  obras 
que  se  construían  todas  como  en  su  presencia.  El  arquitecto,  el  pin* 
tor  y  el  escultor,  todos  la  sentían  igualmente.  Naturalmente  habría 
padecido  sus  equivocaciones  y  sido  á  veces  injusto  con  el  mérito 
artístico;  mas  de  estos  errores  nadie  se  liberta.  Se  puede  sin  em- 
bargo decir  de  él  con  muy  marcadas  excepciones  que  conoció  el 
precio  del  servicio  y  fué  magnífico  en  las  recompensas. 

La  situación  de  un  rey  como  Felipe  II  que  construía  un  edificio 
como  el  Escorial,  era  sin  duda  bajo  este  aspecto  afortunada.  Su  gus- 
to por  las  artes;  su  afición  á  lo  grande  y  lo  magnífico,  el  amorpro* 
pió  de  monarca,  de  hombre  de  poder,  sus  sentimientos  religiosos, 
todo  estaba  al  mismo  tiempo  satisfecho:  todo  se  enlazaba,  se  apo- 
yaba y  convergía  hacia  un  mismo  centro.  Los  príncipales  artistas 
hermoseaban  lo  que  era  objeto  de  su  devoción,  quizá  le  daban  nue- 
vo pábulo.  La  casa  que  según  su  expresión  construía  para  Dios, 
sin  duda  le  hacía  á  sus  ojos  mas  grande  y  mas  poderoso. 

Era  un  espectácalo  singular  que  mientras  en  Francia,  en  Alema-^ 
nía,  en  los  Paises-Bajos  y  en  Escocía,  se  despojaban;  se  dilapida^ 
ban  y  hasta  se  destruían  completamente  tantos  templos,  se  coñs-^ 
fruyese  uno  tan  grande  y  tan  magnifico  en  EspaDa.  Sin  duda  ocur- 
rió á  Felipe  II  muchas  veces  esta  idea,  y  tal  vez  la  de  reparador 
en  esta  época  de  destrucción,  redoblaba  su  entusiasmo.  La  fama  de 
la  construcción  del  Escoríal  era  muy  grande  en  Europa  en  aquel 
tiempo,  bajo  el  aspecto  religioso.  Bajo  el  meramente  artístico  era 
on  certamen  á  donde  eran  llamados  los  prí meros  genios  de  aquel 
tiempo.  A  todos  los  buscó  y  acogió  Felipe  dignamente,  los  de  casa 
como  los  de  fuera.  Las  mas  sencillas  construcciones  eran  obras  maes- 
tras, donde  lucia  la  corrección  del  dibujo,  la  elegancia  de  las  for- 


tH  HISTORIA  DI  FELIPE  11. 

mas.  Los  meros  estantes  de  libros,  los  cajones  de  la  sacristía,  la  cosa 
mas  sencilla  llama  la  atención.  ¿T  coántos  artistas  no  fueron  nece- 
sarios para  llenar  y  enriquecer  aquella  vasta  mole  de  sos  produc- 
ciones? Asi  el  Escorial  era  hace  poco  uno  de  los  primeros  museos 
de  la  Europa.  Algo  ha  desmerecido  en  estos  últimos  aDos  sobre  todo 
en  pintura,  cuyos  cuadros  mas  preciosos  han  sido  llevados  á  otra 
parte;  mas  prescindiendo  de  esta  falta,  es  un  grande  y  magnífico 
objeto  de  estudio  para  cualquiera  que  esté  dotado  de  imaginación  y 
buen  gusto. 

Cualquiera  que  pudiese  ser  la  satisfacción  del  rey  de  EspaOa  eo 
la  construcción  del  Escorial,  debia  de  hallarse  bien  neutralizada  con 
cuidados,  inquietudes  y  disgustos.  Precisamente  por  aquellos  mis- 
mos aDos  estallaban  las  guerras  civiles  en  Francia,  se  conmovía  de 
nuevo  Escocia,  se  traducía  en  abiertos  tumultos  el  disgusto  de  los 
Países-Bajos,  estaba  el  mismo  rey  empefiado  en  guerras  con  los 
moros  de  la  costa  de  África,  se  preparaba  la  tempestad  que  iba  k 
descargar  su  furia  sobre  Malta,  y  se  presentaban  anuncios  de  la  re- 
belión de  los  moriscos  de  Granada.  Con  todos  estos  negocios,  con 
todas  estas  regiones  estaba  mas  ó  menos  enlazado  el  interés  del  rey 
de  Espafia.  Es  preciso  recorrerlas  todas  para  no  dejar  sin  mención 
nada  de  lo  que  pertenece  á  su  reinado. 


iyiPÍTüÍ40  XKVIÍ. 


Estado  de  Francia. — Triunvirato.— Liga  Hugonol».— Situación  de  los  dos  partidos. — 
ÍTesórdenes  en  Píiris. — En  ías  protincias. — Sublevación  de  algunas. — Se  loman 
feíí  áfMtt9.-^£bt«A)  id  lo^ éjéícrtoí.-^Estaífe  to  gderfá.— Sííící  it  Kíiafn.*-Muer-' 
tefdfl  f dy  d^  Narwln.^'^Sifti»  de  OrleffK.^-^iAesinQtO'dol  ioqie  An  Graisa^-^Bala-' 
lia  de  Dreux. — Tregua.^.^-Renovacion  de  bostilidades.-^fiatalla  deSau  Dionisio  y 
muerte  del  condestable  de  iMoulmorency.  (1561-1568). — Otra  tregua. 


No  produjo,  00  podia  producir  el  ca!d(|tfid  de  P^isy,  fúsfMa  <i4 
SfProxímacfM*  cutre  1»  doctrinas  de  k»  cattdlfM»  y  Ic»  bagonotes. 
Bra  bajo  este  aifeeto<  toa  teatativa  tao  ¡Aúliícoim)  ettlefbmcnt) del 
Goidl¿  ea  que  86  habiaa  ñudadO'  tMtad  i^ptrumOi^.  taoipodo  \Mí^ 
bia;  introducido  m  eápirítu  de  paz  ci»l»e  anibos  pariídcaf,  el"  decreto 
é»  Meraacia  que  i  favor  de  lo»  bugoao4ies  acababa^  de  expediri^e. 
A  k»  se^peehas  ét  mala  fe  que  cada  udo  abrigaba  «ontra  su  con^* 
fearie^  se  #eaDia  la^  iototcraacoa  que  es  tao  cootUQ  ea  sectas  rivales^ 
j  eootmrias^  y  á  tofifo  esto,  ef  deseo  de  poder,  la^  am bidón  de  íasü- 
pnsoiacía)  qve  ]Mt  lodos»  ao  se  puede  ejercer  al  tsAsmo  tiempo.  En 
mía  época  de  nrioorfa  están  ova»  abierta»  las  puertas  á  h  ambieiojv, 
á  1q&  anebatds,  que  en  tíeaupos  erdíaarios.  La  reina  Gaialina  de  Né-« 
dicisi  lenia  masi  astucia  en  su  carácter  y  energía;  los  Guijas  00  po-' 
sfsan  h  misma  infloeocia  que  otras  reces,  y  aornque  la  ejercíeseñs 
Ib»  eosofl  habían  llegado  á  pauto  en  que  el  rigor  no  era  eficaz,  ni 
la  iaduigeocía  remedie  suficiente.  Gadia  vez  se  manifestaba  con  sig« 
nos  mas  visii94es  el  odia  y  te  intolerafiíeia  qoe  animaban  á  los  cató- 

Tomo  i.  38 


294  HISTORIA  DS  FELIPE  11. 

líeos  y  á  los  hugonotes.  En  la  masa  del  pueblo  de  París,  predomi- 
nabao  los  prímeros.  En  algunas  provincias,  sobre  todo  del  Medio- 
día, contaban  mas  votos  los  segundos.  Eran  muy  comunes  los  de- 
nuestos y  amenazas  con  que  unos  y  otros  se  trataban  mutuamente: 
tampoco  eran  raras  las  veces  que  venian  á  las  manos  y  se  exhala- 
ba en  violencias  su  celo  religioso.  Aquí  eran  los  calvinistas  inter- 
rompidos en  sus  sermones,  en  sus  cenas,  en  sus  cánticos:  allí  se 
entraba  &  mano  armada  en  las  iglesias,  donde  se  destruían  todos 
los  objetos  del  culto  y  se  quebraban  las  imágenes.  Fué  profanada 
entre  otras  la  de  San  Medardo  de  París,  donde  dentro  de  sus  mis- 
mos muros  se  trabó  una  pelea  que  duró  mas  de  media  hora,  con 
mucha  efusión  de  sangre  por  entrabas  partes.  En  nna  congrega- 
ción de  calvinistas  en  Versy,  en  GhampaDa,  entraron  á  mano  ar- 
mada los  católicos,  y  sin  respetar  edad  ni  sexo,  perecieron  mas  [de 
sesenta  personas  por  este  acto  de  violencia.  La  mayor  parte  de  es- 
tas violencias  procedían  de  amenazas,  de  denuestos,  de  provocacio* 
nes  por  algunas  de  ambas  partes.  Las  corporaciones  meramente  ci- 
viles como  tríbunaies  y  municípalides  participaban  de  la  misma 
animosidad  y  la  dejaban  exhalarse  en  los  actos  mas  comunes.  Las 
provocaciones  se  reproducían  por  medio  de  la  imprenta.  Estaba  inun- 
dado de  folletos,  la  mayor  parte  de  orden  satírico,  y  las  canciones 
populares  en  que  sobresalen  tanto  los  franceses  no  daban  poco  pá- 
bulo al  ardor  de  la  polémica. 

En  semejante  estado  de  cosas,  todos  vieron  lo  inevitable  de  uoa 
guerra  abierta.  Solo  á  las  armas  tocaba  decidir  y  fallar  sobre  esta 
gran  contienda.  Cada  uno  preparó  las  suyas  y  alistó  sus  faenas. 
Ya  hemos  dicho  que  los  Guisas  penetrados  de  lo  grande  del  nego- 
cio, disponían  medidas  de  acción  y  de  vigor,  y  que  el  condestable 
de  Montmorency,  renunciando  á  tpdas  sus  relaciones  con  los  csItí- 
nistas,  se  habia  reunido  francamente  á  su  partido.  Los  Guisas,  el 
condestable  de  Montmorency  y  el  mariscal  de  San  Andrés,  forma- 
ron lo  que  se  conoció  después  con  el  nombre  de  Triunvirato.  For- 
maron el  proyecto  de  acabar  el  calvinismo  en  Francia  por  medio  de 
las  armas,  unirse  después  con  los  príncipes  católicos  de  Alemania, 
para  hacer  lo  mismo  con  los  protestantes  del  Imperío.  Ya  entraban 
en  sus  cálculos  las  sumas  cuantiosas  de  que  podrían  disponer  con 
la  coo6scacion  de  los  bienes  de  los  señores  calvinistas,  y  por  este 
medio  auxiliar  mas  eficazmente  á  los  católicos  de  Alemania.  El  plan 
era  grande  y  serío,  formado  bajo  los  auspicios  y  protección  del  rey 


CAPITULO  XXVII.  295 

de  Espafia,  quien  por  el  órgano  de  su  embajador  ofrecia  cooperar  á 
él  por  todos  medios. 

Por  los  amafios  de  este  embajador,  recibió  el  Triunvirato  un  re- 
fuerzo en  la  persona  de  Antonio  de  Borbon  Vendóme,  y  que  se  ti- 
tulaba rey  de  Navarra  por  su  matrimonio  con  Juana  de  Albret,  re- 
presentante de  los  derechos  de  sus  antiguos  reyes.  Pertenecía  este 
príncipe  al  partido  calvinista;  mas  cambió  por  inconstancia  de  ca- 
rácter, ó  mas  bien  por  promesas  que  se  le  hablan  hecho  por  el  rey 
de  EspaDa.  Era  el  grande  objeto  de  su  ambición  poseer  el  cetro  que 
habían  empuDado  los  ascendientes  de  su  esposa,  para  lo  cual  no  omi- 
tía paso  alguno  que  en  su  opinión  podía  serle  conducente.  Si  no  se 
le  dio  palabra  de  ceder  la  Navarra  en  su  favor,  se  le  hizo  ver  que 
se  le  indemnizaría  con  la  isla  de  GerdeDa  erigiéndola  en  reino  en  fa- 
vor suyo.  Mas  lo  que  hubo  de  singular  en  e^te  cambio  de  Antonio 
de  Borbon,  es  que  mientras  se  pasaba  del  bando  hugonote  al  cató* 
lico,  se  trasladaba  su  mujer  de  estas  últimas  filas  á  las  otras. 

París  era  el  centro,  el  foco,  el  gran  campo  del  catolicismo.  La 
masa  del  pueblo  aborrecía  de  muerte  á  los  hugonotes,  y  en  todas 
partes  eran  estos  objeto  de  opresión  y  de  violencia.  Y  eran  tan  enér- 
gicos estos  sentimientos,  que  los  que  se  hallaban  al  frente  de  los  ne- 
gocios públicos,  hallaron  en  ellos  cuantos  instrumentos  se  necesita- 
ban para  llevar  adelante  sus  designios.  Se  trató  de  armar  á  los  ve- 
cinos mas  en  estado  de  servir,  y  todos  los  llamados  acudieron  á  la 
bandera  con  ardor  y  se  equiparon  á  su  costa.  Temiéndose  un  efec- 
to demasiado  violento  de  la  efervescencia  popular,  se  mandó  que 
todos  los  calvinistas  reconocidos  por  tales  saliesen  en  veinte  y  cua- 
tro horas  de  París,  bajo  pena  de  muerte.  A  los  meramente  sospe- 
chados de  herejía  se  les  previno  que  se  presentasen  ante  los  dele- 
gados del  arzobispo  de  París,  y  que  allí  abjurasen  sus  errores.  El 
paríamento  y  la  municipalidad  estaban  movidos  de  los  mismos  sen- 
timientos. Por  todas  partes  se  extendían  fórmulas  de  profesión  de  fe 
católica,  y  se  removia  de  los  cargos  públicos  á  los  sospechados  de 
otros  sentimientos.  Se  hallaba  París  tan  lleno  de  entusiasmo,  que 
se  puede  decir  que  era  el  pueblo  el  que  imprimía  el  movimiento. 
Ei  condestable  de  Montmorency  mandaba  las  armas  dé  la  capital  y 
de  toda  la  provincia.  Una  noche  que  mandó  tocar  alarma  para  exa- 
minar el  estado  de  vigilancia  de  la  guardia  cívica  ó  urbana,  se  ha- 
lló que  sin  pérdida  de  instante  acudieron  todos  á  su  presto.  De  cin- 
cuenta mil  hombres  armados  se  podía  disponer  en  sola  una  hora 


296  HISTORIA  PE  FBUPB  II. 

al  mas  pequefio  aviso.  £q  pequeños  y  graqdes,  ea  todos  era  igwA 
el  entusiasmo. 

Era  el  daque  de  Guisa  el  ídolo  del  pueblo  de  París,  que  le  ««d- 
stderaba  como  el  mas  cumplido  caballero,  el  mas  valieote  capitaa, 
el  campeón  roas  celoso  de  su  culto.  Era  verdaderamente  el  jefa,  el 
alma,  el  hombre  de  mas  capacidad,  de  mas  car&cter  y  energía  coa 
que  contaba  el  partido  católico,  Al  frente  del  Triunvirato,  es  decir, 
de  la  liga  católica,  dirigía  verdaderamente  el  grao  movimiento  eo-> 
oial  dei  qae  los  destioos  de  la  Francia  dependiao.  Con  él  «e  entea«< 
dian  los  principales  jefes  del  partido:  con  él  se  coasultabao  lesgraa*» 
des  negocios;  &  él  se  dirigían  los  embajadorea  de  los  prío<»pe8  c»'* 
télicos  que  promovían  é  simpatizaban  con  su  causa.  Cuanto  mas  se 
acercaba  el  momento  de  una  crisis,  tanto  mafi  necesaria  y  preciosa 
se  consideraba  su  persona.  Aunque  no  manejaba  ostenaiblemeotela» 
riendas  del  Estado,  se  bailaba  la  reina  regente  como  abrumada  del 
peso  de  su  influencia  y  de  su  crédito. 

Entabló  entonces  la  reioa  una  correspondencia  secreta  coa  el 
principe  de  Conde,  bermano  del  rey  de  Navarra  y  jefe  del  par* 
(ido  opuesto,  manifestaodo  «entimieotos  de  benevoleocia  y  amistad 
á  su  persooa,  y  lo  agradecida  que  le  estaba  por  su  lealtad  bicia  la 
del  rey  que  siempre  conservaba»  Respondió  Coadéqueel  oMjjorno** 
do  de  no  comfNrometer  la  autoridad  4el  rey,  era  queso  pasase  con 
él  á  sa  partido  como  el  solo  que  estaba  animado  verdaderamente  <}« 
leales  sentimientos;  mas  este  era  también  un  extremo  qae  4  la  m-* 
na  repugnaba.  No  quería  echarse  eo  bracos  de  no  partido,  sino  4o-> 
minarlos  i  todos,  lo  que  era  imposible  en  aquellas  circonstaQiñaa. 
Para  salir  da  este  apuro,  y  por  consejo  del  mismo  principe  de  Coo" 
dé,  se  salió  de  París  y  se  retiró  4  Melón,  llev&ndose  consigo  i  am 
hijo,  pareciéndole  con  este  paso,  manifestar  que  no  tomaba  parto  en 
las  violencias  de  los  partidos.  El  ejército  de  los  Guisas  acaoapaba 
en  las  inmediaciones  de  París,  mientras  el  príncipe  de  Conde  rawkié 
sus  fuerzas  para  entrar  en  la  capital  á  mano  armada. 

Se  resintió  el  pueblo  de  París  de  la  partida  de  la  reina  y  del  mo- 
narca, y  le  envió  una  diputación  di^iéndola  que  su  verdadero  «oUo 
era  el  seno  de  la  capital,  y  ponerse  á  la  cabeza  de  los  católicos  ar* 
dientes.  La  reioa  pera  manifestar  que  no  tenia  miedo  k  nieg^ao  do 
los  dos  partidos  se  marchó  i,  Fontaiaebleaa  con  objeto  do  aguardar 
allí  las  proposiciones  que  los  dos  le  hiciesen.  Coodé  le ofreoiii  tomaf 
á  Órlenos,  y  que  allí  se  estaUeceria  el  centro  del  ^obiomn;  mon- 


CAPITULO  XXVII.  t07 

tras  «1  rey  de  Navarra  la  iaslaba  á  qae  volviese  á  París,  dcHide  le 
mm  restituidas  Jas  ríeodas  del  gobieroo.  Mientras  vacilaba  Cata*» 
iíoa,  se  presentó  este  último  prfoeipe  de  repeaie  eü  Footainebleau, 
y  la  obligó  á  segiHe  á  Paris  eo  oompafiia  de  so  bijo«  Á  los  dos  dias 
de  viaje  se  apearon  ea  el  Loovre,  y  desde  eotODces  se  vio  Catalina 
k  merced  de  la  facción  ciUiHica,  defiendiente  en  un  todo  de  so  im-* 
paisa. 

La  guerra  iba  á  encenderse,  y  los  campos  estaban  completanen* 
(e  divididos.  Se  bailaban  eo  el  católico  el  rey  de  Navarra,  los  Gui^ 
Ms,  el  condestable  de  M4Hitmorency,  el  mariscal  de  San  Andrés.  En 
el  hugonote  figuraban  el  príncipe  de  Conde,  el  almirante  Coligny, 
8Q  hermano  Andaiet  y  el  sefior  de  la  Roobefoneanld.  Bra  el  duque 
de  Guisa  el  director,  el  alma  del  primero:  la  misma  importancia 
ejercía  el  almirante  en  el  segundo. 

No  se  durmieron  los  calvinistas  mientras  tan  hostiles  se  les  irnos-* 
traban  les  contrarios.  Al  ten^  noticia  del  Triunvirato  y  liga  católi- 
oi,  la  denQociaron  al  público,  y  formaron  una  confederación  bu** 
gonola  en  cMtraposicion  á  la  primera.  Se  establecieron  sus  bases 
eo  un  manifiesto  que  dieron  al  público,  pues  en  ninguna  época  kM 
partíaos  que  agitar  poeden  un  pais,  hicieron  mas  usodelaimpreata. 
Manifestaron  los  hugonotes  que  se  ligaban  y  armaban  para  libertar 
al  r«y  y  á  la  reina  que  estaban  en  el  poder  7  servían  de  instnim£A* 
les  de  venganza  á  sus  implacables  enemigos,  que  no  permitif  iaa  en 
m  campo  ai  crímenes,  ni  vicios,  ni  impiedades  de  ninguna  especie; 
que  nombraban  por  su  general  al  principe  de  Conde  como  el  pri** 
m^o  de  la  sangre  real  después  de  Antonio  de  Navarra  que  estaba 
á  la  cabeza  de  sus  enemigas;  qne  no  dejarían  las  anbaí  de  la  mano 
hasta  poner  en  libertad  al  rey  y  á  la  reina,  y  as^urar  para  siam«* 
pre  la  libertad  de  conciencia  para  los  de  la  reíorma« 

Se  acompasó  este  manifiesto  de  un  sinnúmero  de  firmas  y  seos*- 
fiarció  profusamente  en  todas  direcciones.  Conde  le  remiUé  á  Ja  so«- 
bleza,  &  loe  príncipes  luteranos  del  imperio,  á  la  reina  Isabel  de  la^ 
glaterra,  á  todas  lae  personas  de  fuera  del  reino  que  podían  ieaer 
ttmpatías  por  su  causa.  El  almirante  Colsgoy  que  estaba  eo  corres^ 
pendencia  can  2,150  iglesias  protestantes  les  dirigió  ttttbieB  el  ma* 
nifiesto.  CalWoo,  Teodoro  Beza  y  los  demás  apestóles  calvUiisias 
exhortaban  &  los  ministros;  los  ministros  al  pueble.  En  todos  se  di- 
fiífldia  el  entusiasmo  y  el  fuego  de  la  guerra  que  lomaba  el  color  de 
religiosa. 


298  UlbTOBIA  DB  F£UP£  II. 

A  estas  maDÍfestacioaes  acompaDaban  profesiones  de  fe  en  que  se 
osteotaban  principios  del  mas  puro  cristianismo.  Se  veneraba  el 
Evangelio,  se  adoptaban  todos  los  dogmas  que  setenian  como  de  fe 
en  los  primitivos  tiempos  de  la  Iglesia.  Se  respetaban  y  acataban 
los  pastores  y  ministros  que  distribuían  á  los  fieles  el  pan  de  vida 
y  el  de  la  palabra;  rechazaban  como  una  profanación  la  autoridad 
del  papa;  admitían  la  cena  del  SeDor  en  un  sentido  verdadero;  se 
manifestaban  amigos  de  la  paz,  enemigos  de  la  efusión  de  sangre  y 
toda  clase  de  desórdenes.  Tenian  un  grande  interés  los  calvinistas 
de  Francia  de  purgarse  de  la  acusación  que  les  hacían  los  luteranos 
de  Alemania  de  tener  puntos  de  contacto  con  los  anabaptistas. 

Todo  estaba  en  movimiento.  La  reina  Isabel  de  Inglaterra  no  po- 
día mostrarse  fría  espectadora  de  la  lucha.  Diferia  en  mucho  la  or- 
ganización de  la  iglesia  anglicana  á  cuyo  frente  se  babia  puesto,  de 
la  calvinista;  mas  los  Guisas,  los  principales  católicos  que  los  favo- 
recían, eran  sus  implacables  enemigos.  En  el  principe  de  Condeno 
podía  menos  de  ver  un  aliado  natural,  y  bajo  este  concepto,  ajusté 
con  él  nn  tratado  prometiéndole  dinero  y  gente  que  le  mandó  en 
efecto. 

Por  la  misma  razón  se  dirigió  el  Triunvirato  al  rey  de  EspaSa, 
tan  interesado  en  el  triunfo  de  su  causa,  pidiéndole  soc-orro  y  que 
enviase  á  su  frente  al  duque  de  Alba,  debiendo  de  entrar  por  la  par- 
te de  Bayona.  También  se  le  pedia  que  hiciese  saber  á  la  reina  de 
Inglaterra  que  cuantos  socorros  diese  á  los  calvinistas  de  Francia, 
se  considerarían  como  actos  de  hostilidad  á  su  persona. 

Se  dirigía  Conde  con  especialidad  á  los  nobles  del  Mediodía  sobre 
todo  á  los  de  Bearne,  donde  el  calvinismo  había  echado  mas  raices 
desde  los  principios.  Es  un  hecho  que  era  mayor  el  número  de  los 
nobles  de  su  parcialidad  que  de  la  contraría,  sea  por  esta  misma 
causa,  por  el  odio  que  inspirase  el  Triunvirato,  ó  por  los  odios  an- 
tiguos que  se  conservaban  hacia  la  corte  que  los  había  despojado 
de  tantos  privilegios.  También  es  un  hecho  que  los  hugonotes  co- 
menzaron á  bullir  antes  que  se  moviesen  los  católicos.  Los  princi- 
pales jefes  tomaban  el  titulo  de  jefe  del  ejércitOy  alzado  en  el  [remo 
en  favor  del  rey  y  de  la  religión  y  bajo  la  autoridad  del  principe  de 
Condé^  protector  y  defensor  de  la  corona  y  casa  de  Pranda. 

Impuso  mucho  al  Triunvirato  el  aspecto  hostil  y  medidas  de  de- 
fensa y  ataque  adoptadas  por.  los  hugonotes.  Antonio  de  Navarra 
volvió  á  dar  síntomas  de  su  carácter  vacilante.  Entró  en  algún  cai- 


CAPITULO  XXVll.  10& 

dado  el  mismo  daqve  de  Guisa,  tao  resuello  campeón  de  su  partido, 
é  indujo  á  la  reina  á  que  renovase  el  edicto  de  tolerancia  del  culto 
calvinista,  con  excepción  de  París  y  sus  alrededores.  Mas  el  princi- 
pe de  Conde  manifestó  que  no  pedia  hacer  caso  ni  dar  crédito  á  nin- 
gún decreto  emanado  del  rey,  mientras  no  estuviese  libre  su  per-* 
spoa. 

El  aspecto  de  las  hostilidades  que  se  iban  á  romper  arredraban 
sin  duda  alas  personas  moderadas  de  los  dos  partidos.  U reina ne-» 
gociaba  y  ponia  en  juego  los  intereses  y  sentimientos  de  familia.  An- 
tonio de  Navarra  era  hermano  del  príncipe  de  Conde:  el  condesta* 
ble  de  Montmorency  era  tio  del  almirante.  Hubo  pues  de  parte  á 
parte  mensajes,  negociaciones;  se  celebraron  hasta  entrevistas;  mas 
todo  fué  inútil,  y  esto  por  dos  causas:  primera,  que  estaban  todos 
de  muy  mala  fe  y  eran  objeto  de  sospechas  mutuas:  segunda,  que 
la  parte  exaltada,  que  constituía  la  masa  de  los  dos  partidos,  no 
quería  convenir ;  unos  porque  veian  en  la  guerra  un  cebo  de  am-* 
bicion  y  de  codicia;  otros  por  mero  espírítu  de  fanatismo  é  intole* 
rancia  religiosa.  Una  gran  porción  de  extranjeros,  sobre  todo  sui- 
zos y  alemanes  aventureros,  soldados  de  fortuna,  habían  acudido 
sin  distinción  á  las  filas  de  uno  y  otro  bando,  y  eran  de  los  que  mas 
rechazaban  la  idea  de  haber  hecho  un  viaje  tan  inútilmente. 

La  masa  popular  de  París  no  queria  composición  de  clase  alguna 
y  se  tomaban  cuantas  precauciones  militares  eran  necesarias.  Se 
aumentaba  la  guardia  cívica.  Se  preparaban  cadenas  para  tender 
por  las  calles  en  caso  de  aproximación  del  enemigo.  El  parlamento 
apoyaba  y  fomentaba  estos  arrebatos  de  entusiasmo.  Llegó  el  mo-* 
mentó  de  dar  por  inútil  la  via  de  negociación,  y  se  encendió  la 
guerra:  declaró  el  parlamento  de  París  rebeldes  y  traidores  hacia 
el  rey,  á  los  calvinistas  que  con  las  armas  en  la  mano  desconocian 
so  autoridad  manifestada  por  el  órgano  de  su  madre  la  reina  regen- 
te. Respondieron  los  hugonotes  á  esta  declaración  con  otra,  tratán- 
doles de  que  tenian  encadenada  la  voluntad  del  rey  y  de  la  reina. 
Porque  en  esta  grande  época  de  discusión  y  controversia  todo  eran 
manifiestos  y  acriminaciones  mutuas  de  injusticias,  opresiones  y 
crueldades  que  además  de  consignarse  á  la  imprenta,  tamlnen  se 
exponian  en  pinturas  y  manifiestos  grabados. 

Cuando  estalló  la  guerra  se  hallaban  preponderantes  los  hugo-* 
notes  en  varias  provincias  sobre  todo  las  del  Mediodia.  Tenian  á  su 
devoción  las  ciudades  de  Blois,  Angers,  Saumor,  Mans,  PoitierSi 


300  HISTORIA  Dft  PRLl^e  II. 

Doiirg«s,  Nearux,  Rheíms,  S;ob,  Ghakw^  Ofleans,  el  Hsvk  ¿e  6» 
eh,  V«}0D€ia  f  MontalbA». 

Témd  a<}tt«)la  guerra  el  carácter  de  eDoamiíamiealo  y  de  fer^ 
cidad  que  se  eocuieDtran  ea  las  relígions;  en  \9»  laohaa  de  aquel 
tienipo  se  reuovaroo  con  frecueDcia.  Nccooocferoa  fyeno  algnoa  leí 
hugonotes  en  el  pillaje  de  las  iglesias  católicas,  en  la  destrucMM 
de  las  inágenes  y  cuanta  ao  pocUa  ser  objeto  de  codicia.  Hasta  los 
sepulcro  inisdms  fueron  profanados.  No  tes  ítmn  ea  zaga  los  catáti-' 
eos  en  castigos,  en  suplicios  q«e  imponían  ái cuantos  hugmotes  eak» 
»  sus  manos.  Nunca  es  mas  fetoz  el  hmnke  com»  cuando  cuim 
ks  crueldades  con  o»  ?elo  re^igiese,  y  se  dice  vengador  é»  la  áé-* 
dad  q«0  está^  ofendida. 

Monüve^  y  el  barón  de  Ardrete,  e)  príniere  del  partié»  catóKev, 
y  de  los  hugonotes  el>  segundo,  se  dísfrnguieroi»  h  tin>  tiempo  por 
SW5  atroeidftdes,  hasta  el  punto  de  considerarse  nis^  personas  0OOM 
representantes  de  las  pasiones  de  su  bando  respectiva.  Y  de  estis 
atrecidaées  se  gloriaban,  presentándolas  ceme^  basadas  de  su  ceid 
religioso.  Se  presentaba  e(  pnfmem  acompañado  siempre  de  4es 
verdugos  que  se  llamaban  sus  lacayos,  daban  los  suyos  al  segundo 
ei  nombre  de  Taro  porque  con  sus  astas  embestía  y  d^espedamba 
cuanto  se  le  ponia  por  delante. 

Además^  de  k)S  aventureros  extranjeros  de  que  hemos  bufbfado, 
eneraban  tropas  armadas  en  favor  de  uno  y  otro  bando.  Se  movíe^ 
ron  por  lo  frontera  de  Italia  seis  mil  hombres  entre  italianos  y  e9^ 
pañoles  q«e  enviaba  el  derque  de  Mrlan  por  díspesiefon  d^í  rey  de 
de  Espafia.  Habia  declarado  el  nuevo  papa  Pió  V  religiosa  aqaeNt 
guerra,  consi(ferando  á  los  hugonotes  bajo  el  mismo  aspecto  que 
los  am  ligues  albigenses. 

La  reina  regente  se  manifestaba  entonces  muy  adicta  al  partido^ 
catMícOf  sea  de  corazón,  sea  ittputeada  por  la  necesidad,  6  por  la 
idea  política  qtve  mas  le  dominaba  en  aquellas  circunstancias.  Ef 
duque  dfe  Guisa  con  la  declaración  de  la  guerra  se  hallaba  con)t>  ed^ 
su  elemento.  Gomo  el  ahna,  como  la  cabeza  y  hasta  el  brazo  dere^ 
cfao  de  su  parcialidad,  se  le  consideraba  y  respetaba. 

Su  primera  operación  fué  sobre  Normandía,  con  objeto  de  opo-* 
nerse  de  mas  cerca  al  desembarco  de  las  tropas  que  enviaba  hr 
reina  de  Inglaterra.  Emprendió  con  las  suyas  el  sitio  de  Rúan  donde 
entró  con  alguna  resistencia,  baeiéodose  gran  matanza  en  sus  de- 
fensores y  vecinos,  y  en  cuantos  eran  acusadas  de  hugonotes'.   Ea 


cAi^rruLo  xxvw.  801 

misma  reina  regente  asistió  al  sitio  y  á  la  toma  de  la  plaza.  Murió 
delante  de  sus  muros  de  un  balazo  de  arcabuz,  Antonio  de  Borbon, 
rey  de  Navarra,  personaje  de  poco  mérito  y  que  no  fué  sentido  de 
ninguno  de  los  partidos.  Dejó  este  principe  por  sucesor  á  su  hijo 
Enrique,  príncipe  de  Bearne,  que  tomó  el  titulo  de  rey  de  Navarra 
y  fué  con  el  tiempo  el  famoso  Enrique  lY,  primer  monarca  de  la 
casa  de  Borbon  que  reinó  en  Francia. 

Los  protestantes  perdieron  en  seguida  á  Blois,  y  el  príncipe  de 
Gondé  creyó  poder  reparar  esta  pérdida  acercándose  con  su  ejército 
á  París,  mas  sin  efecto.  Tomar  la  pla¿a  á  fuerza  de  armas  era  un 
imposible;  intimidarla^  uoa  quimera.  Estaban  los  parisienses  de- 
masiado entusiasmados  á  favor  de  su  partido  para  que  les  impu- 
siese la  presencia  del  jefe  de  los  hugonotes.  Al  contrarío,  se  rieron 
de  lo  que  llamaban  su  fanfarronada,  y  le  manifestaron  que  le  mira- 
ban con  desprecio. 

Cada  uno  de  los  dos  partidos  recibió  refuerzos  extranjeros  de 
hombres  y  dinero.  En  vano  los  hombres  moderados  de  los  dos  ten- 
taron nuevas  vías  de  negociación:  los  violentos  y  exaltados  que 
eran  los  mas,  arrastraban  á  los  menos.  Prevalecía  en  muchos  el 
sentimiento  y  aun  el  horror  á  una  discordia  que  impelía  al  her- 
mano á  derramar  la  sangre  del  hermano:  los  mas  se  dejaban  arras* 
trar  por  este  instinto  brutal  de  sangre  y  de  venganza,  consecuen- 
cia natural  del  fanatismo  religioso.  En  las  llanuras  de  Dreux  se  dio 
entre  los  dos  partidos  una  batalla  sangrienta  y  encarnizada  que 
doró  ocho  horas,  mostrándose  por  entrambos  el  mayor  denuedo. 
Quedaron  en  ella  prisioneros  el  condestable  de  Montmorency,  el 
daqae  de  Nevers  y  el  mariscal  de  San  Andrés  de  los  católicos,  y 
el  príncipe  de  Gondé  de  los  contrarios.  En  la  opinión  común  quedó 
la  victoria  á  favor  de  los  católicos;  mas  el  hecho  es  que  fué  cele- 
brado al  mismo  tiempo  que  en  Paris,  en  Orleans,  que  se  conside- 
raba como  la  corte  de  los  hugonotes. 

Cualquiera  que  hubiese  sido  el  partido  vencedor,  no  fué  la  de 
Dreox  una  batalla  decisiva.  En  lugar  de  preparar  la  paz,  fué  un 
motivo  de  encender  mas  la  guerra.  El  duque  de  Guisa  que  era  del 
partido  extremo,  viéndose  sin  la  concurrencia  del  rey  de  Navarra  y 
del  Condestable,  se  hizo  omnipotente  y  dominó  como  quiso  los  con- 
sejos de  la  reina.  En  el  campo  calvinista  á  falta  del  principe  de 
Conde  que  era  moderado,  quedó  el  mando  en  Coliogy  y  en  Ande* 

Tomo  i.  39 


302  HISTORIA  DB  FELIPE  II. 

lot,  del  partido  de  Ginebra,  que  con  nada  se  contentaban  si  no  que- 
daban del  todo  dominantes. 

Fué  recibido  el  daque  de  Guisa  en  París  como  un  vencedor  en 
triunfo,  con  repique  de  campanas,  salvas  de  artillería,  rodeado  de 
la  muchedumbre  frenética  de  que  era  el  ídolo,  que  sus  proezas  en- 
salzaban. Quedó  como  abrumada  la  reina  Catalina  bajo  el  ascen- 
diente de  su  preponderancia.  Llegó  á  pediríe  el  duque  de  Guisa  una 
patente  de  mariscal  de  Francia  con  el  nombre  en  blanco  para  lle- 
narle con  el  de  la  persona  que  mejor  le  pareciese,  con  otros  mas  de 
dignidades  inferiores.  Con  el  duque  de  Guisa  se  entendía  todo  el 
mundo,  y  en  especialidad  los  embajadores  de  los  príncipes  católi- 
cos, que  se  interesaban  y  protegían  su  partido. 

El  duque  de  Guisa  marchó  poco  después  á  Orleans  á  poner  el  si- 
tio de  esta  plaza.  Delante  de  sus  muros  le  aguardaba  el  puDal  de 
un  asesino  que  le  hiríó  por  la  espalda  mientras  se  hallaba  el  de 
Guisa  ocupado  en  expugnar  sus  arrabales.  Pasaba  Juan  Poltrón 
por  pertenecer  á  la  servidumbre  del  almirante  de  Coligny,  y  aun 
acusó  á  este  de  haber  inflamado  el  fanatismo  del  asesino  por  medio 
de  agentes  que  le  presentaron  la  acción  como  la  mas  grande  y  me- 
ritoria. 

£1  golpe  fué  mortal;  mas  el  duque  no  espiró  hasta  al  cabo  de 
tres  dias  que  empleó  en  tomar  disposiciones,  hacer  su  testamento, 
y  prepararse  á  la  muerte  como  buen  cristiano. 

Fué  este  asesinato  como  un  trueno  para  su  partido;  aun  el  con- 
trario quedó  como  asombrado.  Se  levantó  inmediatamente  el  sitio 
de  Oríeans,  y  quedaron  como  suspendidas  y  paralizadas  las  hostili- 
dades. 

Recibió  París  con  un  duelo  universal  los  restos  del  que  pocos 
dias  antes  habia  sido  objeto  de  tanto  regocijo  y  entusiasmo.  Se  cu- 
brieron de  negro  todas  las  iglesias,  todas  las  corporaciones  y  co- 
munidades salieron  á  recibir  su  cadáver,  y  con  toda  la  pompa  ima- 
ginable en  tales  casos  fué  acompañado  á  la  catedral  el  carro  fúne- 
bre en  todos  los  templos  de  la  capital.  A  un  mismo  tiempo  se  cele- 
braron sus  exequias.  Era  Francisco  duque  de  Guisa  un  gran  perso- 
naje, como  capitán,  como  político,  sobre  todo  como  hombre  de 
partido.  Nació  sin  duda  para  la  revolución  y  convulsiones  en  que 
hizo  un  papel  tan  distinguido-  Sin  su  carácter  dominante,  sos  gran- 
des aspiraciones  y  energía  acaso  no  hubiesen  llegado  las  cosas  tan 
á  los  extremos;  y  si  las  revueltas  políticas  se  encendieron  eco  el 


CAPITULO  xxvu.  303 

tiempo  coD  UD  furor  nuevo,  fué  tal  vez  porque  dejó  un  hijo  here-^ 
dero  de  su  audacia  y  de  su  genio . 

Por  el  pronto  se  presentó  su  muerte  como  un  medio  de  negocia- 
ción para  el  partido  moderado.  Era  ya  un  obstáculo  menos  para 
llegar  al  objeto  que  tanto  apetecía.  No  era  difícil  traer  á  un  punto 
de  conciliación  al  condestable  de  Montmorency  y  al  príncipe  de 
Conde  que  se  hallaban  prisioneros.  Se  les  puso  en  libertad,  para 
atender  mejor  á  las  negociaciones.  El  grande  objeto  á  que  se  aspiraba 
era  la  reconciliación  de  la  familia  de  los  Guisas  con  la  del  almiran- 
te; mas  se  oponía  &  ello  el  proceso  que  se  seguía  en  el  parlamento 
de  París,  sobre  el  asesinato  del  duque,  en  que  resultaba  objeto  de 
acusaciones  el  segundo.  Al  fin  se  vencieron  mil  dificultades;  y  en 
mayo  de  1563  se  publicó  una  tregua  en  que  los  dos  partidos  de- 
ponían las  armas,  en  que  se  declaraba  &  todos  buenos  franceses, 
igualmente  leales  servidores  del  rey,  y  se  renovaba  el  edicto  de  to- 
lerancia del  culto  calvinista. 

Había  sido  la  reina  el  agente  y  resorte  principal  de  todas  estas 
transacciones.  Con  una  mano  halagaba  á  Conde,  á  Coligny  y  á  los 
de  su  partido,  y  con  la  otra  &  los  huérfanos  de  Guisa.  Para  dar 
estabilidad  á  los  negocios  y  quitar  pretextos  de  ambición  á  las  fac« 
cienes,  se  habia  creído  un  gran  expediente  declarar  al  rey  mayor, 
apenas  entrado  en  catorce  aOos.  Mas  habia  echado  el  mal  raices 
demasiado  profundas,  para  que  se  le  curase  con  semejantes  palia- 
tivos. 

Procedía  mas  bien  la  tregua  de  cansancio  y  de  horror  &  la  guerra 

qae  del  verdadero  sentimiento  de  paz  y  de  concordia.  La  mas  mala 

fe  reinaba  por  entrambas  partes.  Ni  los  hugonotes  podían  ser  objeto 

de  amistad  para  la  corte,  ni  sus  jefes  mirar  sin  desconfianza  á  los 

que  se  mostraban  tan  condescendientes  tan  solo  por  la  fuerza  de 

las  circunstancias.  El  proceso  seguido  en  el  parlamento  sobre  el 

asesinato  del  duque  de  Guisa,  llegó  á  sobreseerse  después  de  dife- 

reotes  altercados;  mas  Coligny  era  hombre  del  partido  extremo,  y 

el  duque  de  Guisa  había  dejado  hijos  que  se  le  parecían .  Era  por 

otra  parte  un  error  el  pensar  que  la  reconciliación  de  las  cabezas 

de  partido  produciría  concordia  entre  las  masas.  No  habia  llegado 

el  tiempo  de  bastante  ilustración  para  que  pudiesen  existir  unidas 

dos  religiones  de  una  misma  creencia,  siendo  de  un  carácter  de 

caito  tan  diverso.  Se  mostraban  los  católicos  de  París  intolerantes 

y  enemigos  encarnizados  de  los  hugonotes  como  nunca.  Los  calvi- 


304  HISTOBIA  DB  FELIPE  11. 

Distas  les  pagaban  hasta  con  usura  la  aDímosídad,  y  como  sabían 
que  eran  los  menos,  estaban  trabajados  de  inquietudes  y  temores 
de  verse  un  día  víctimas  de  alguna  traición  ó  golpe  imprevisto  por 
parte  de  sus  enemigos.  El  príncipe  de  Conde  y  Coligny  recibían  á 
cada  momento  noticias  de  sus  secretos  planes  de  exterminio.  La  in- 
tolerancia  religiosa,  los  agravios  recibidos,  los  odios  de  partido, 
todo  contribuía  á  hacer  la  paz  y  tregua  de  menos  seguridad  que  la 
hostilidad  abierta.  El  partido  moderado  procedía  con  la  mayor  cir- 
cunspección para  evitar  una  ruptura,  mas  esto  mismo  probaba  lo 
eminente  que  era.  A  las  autoridades  de  los  pueblos  donde  los  hu-- 
gonotes  dominaban  se  les  prescribía  que  se  observasen  en  toda  su 
plenitud  los  tratados  existentes  y  el  decreto  relativo  k  tolerancia: 
donde  eran  los  menos,  se  mandaba  se  procediese  con  la  mayor  cir- 
cunspección por  no  ofender  la  susceptibilidad  de  los  católicos,  por 
no  provocar  actos  de  violencia. 

La  reina  Catalina  tan  activa  y  hábil  en  neutralizar  mutuamente 
las  facciones  á  fin  de  no  ser  dominada  por  ninguna,  que  se  vela  li- 
bre del  crédito  de  un  hombre  tan  poderoso  como  Guisa,  natural- 
mente propendía  á  inutilizar  en  todo  lo  posible  la  influencia  del  prín- 
cipe de  Conde,  del  almirante  y  sus  amigos.  Y  por  mucho  que  S6 
quiera  suponer  que  se  movia  por  motivos  puramente  mundanos  y 
políticos,  algo  hay  que  atribuir  á  sus  creencias  religiosas.  La  re- 
gente era  católica,  sobrina  de  un  pontífice,  y  en  un  equilibrio  de 
otros  intereses  debía  de  inclinarse  á  trabajar  en  la  destruccioD  del 
calvinismo.  El  rey  de  EspaOa,  el  papa,  los  príncipes  católicos  tra- 
bajaban de  consuno  en  esta  grande  obra  de  la  extirpación  de  la  he- 
rejía, y  para  Felipe  II  fué  el  gran  negocio  detodasuexísteacia.  Ya 
hemos  hablado  del  viaje  &  Bayona  de  la  reina  y  del  rey  de  Francia 
con  objeto  de  tener  una  entrevista  allí  con  la  corte  de  España.  Hizo 
el  mismo  viaje  la  reina  Isabel,  y  aunque  Felipe  no  pudo  acompa- 
fiarla,  envió  al  duque  de  Alba  quien  llevaba  comisión  de  hacer  sus 
veces. 

La  conferencia  tenia  un  objeto  político  y  nadie  lo  ignoraba.  El 
grande  objeto  era  tratar  de  los  medios  de  echar  abajo  el  caívioismo. 
El  rey  Carlos  IX  se  le  mostraba  muy  contrario.  Catalina  se  habia 
echado  en  brazos  del  partido  católico,  y  estaba  muy  agriada  por  al- 
gunos libelos  de  que  había  sido  objeto  por  parte  de  los  calvíDistas. 
En  el  viaje  habia  hecho  muchas  observaciones  sobre  el  estado  del 
país,  y  tomado  medidas  indirectas  para  disminuir  las  fuerzas  dda« 


CAPITULO  XXVII.  305 

(eriales  y  morales  de  los  disidentes.  Por  donde  pasaba  la  corte  se 
sQspendian  las  predicaciones  de  los  calvinistas,  y  en  ninguna  parte 
dejaba  el  rey  de  manifestar  £iu  horror  al  ver  las  croces  derribadas, 
imágenes  motiladas,  y  demás  signos  de  devastación  religiosa  por 
parte  de  los  calvinistas. 

El  carácter  de  este  joven  prÍQcipe,  apenas  salido  de  la  infoncia, 
se  desarrollaba  de  un  modo  fatal  para  el  partido  calvinista.  Lamas 
fuerte  antipatía  se  manifestaba  en  todas  sus  palabras  y  hasta  en  los 
gestos  mas  insignificantes  de  lá  impaciencia  con  que  sufría  el  decre-- 
to  de  la  tolerancia  actual  de  que  gozaban.  Al  rey  Felipe  II  mostra- 
ba la  mas  grande  deferencia,  y  de  todos  sus  actos  y  pasos  le  daba 
la  mas  exacta  cuenta.  Sin  su  madre  y  el  partido  moderado  del  con- 
sejo que  sofiaba  siempre  con  una  amalgama  de  las  dos  facciones, 
DO  hubiese  guardado  consideración  ninguna  con  los  calvinistas. 

Fueron  estos  los  consejos  que  dio  el  duque  de  Alba  en  las  con- 
ferencias de  Bayona.  No  andarse  en  contemplaciones  ni  en  tratados 
con  los  hugonotes:  acabar  con  ellos  á  toda  costa  aunque  valiéndose 
del  exterminio.  Los  consejos  que  daba  en  Bayona,  eran  los  mismos 
que  iba  á  practicar  en  los  Paises-Bajos.  £ra  la  opinión  de  todos  los 
católicos  celosos,  la  del  pontífice,  la  del  rey  de  Espafia,  de  cuantos 
veían  en  los  herejes  los  enemigos  de  Dios  y  de  los  tronos. 

A  la  reina  de  Francia  pareció  muy  violento  y  sobre  todo  suma- 
mente peligroso  este  medio  expedito  de  que  hablaba  el  duque  de 
Alba.  Los  calvinistas  permanecían  organizados  y  armados  como  en 
tiempo  de  la  guerra.  La  misma  suspicacia  en  que  vivian  con  res- 
pecto á  las  intenciones  de  la  corte  redoblaba  su  cuidado  y  vigilan- 
cia. A  las  conferencias  de  Bayona  habían  dado  toda  su  importancia; 
y  los  consejos  del  duque  de  Alba  se  los  suponían.  El  príncipe  de 
Conde  á  quien  acusaba  de  flojo  su  partido  y  hasta  de  connivencia 
en  los  designios  de  la  corte,  se  habia  vuelto  á  poner  al  frente  de 
los  suyos,  y  representaba  sus  intereses  en  cuantas  ocasiones  se  ofre- 
cian.  Goligny,  á  quien  llamaban  el  papa  de  los  calvinistas,  su  her- 
mano Andelot  y  los  demás  jefes,  removían  y  se  preparaban  para 
naevas  luchas.  La  imprenta  producía  libelos  y  sátiras  de  acusacio- 
nes y  recriminaciones  por  una  y  otra  parte,  y  la  reina  tatalina  no 
era  la  que  se  llevaba  la  menor  parte  en  estas  producciones  de  cen- 
sura. 

El  partido  moderado  trabajaba  con  mejores  intenciones  quedefi- 
oitívos  resultados.  En  el  mismo  aoto  de  íareooncüiacionquepudíe- 


306  uisToau  be  feupe  ii. 

roQ  conseguir  entre  el  cardenal  de  Lorena  y  el  almirante  de  Coli- 
gny,  no  quiso  dar  á  este  la  mano  el  hijo  primogénito  del.  duque  de 
Guisa.  AI  salir  de  la  asamblea  dijo  al  almirante  el  duque  d' Auma- 
le  otro  de  los  hijos:  «¡Coligny!  En  nada  de  lo  que  acaba  de  pasar 
he  tomado  parte  alguna;  te  desafio  á  ti  y  á  los  tuyos  por  el  asesi- 
nato de  mi  padre,  o 

Por  ambos  lados  se  preparaban  á  una  ruptura  de  hostilidades. 
Los  católicos  se  organizaban  en  cofradías  en  defensa  de  la  religión 
contra  los  ataques  de  los  calvinistas.  En  París  revivía  la  antigua 
exaltación  y  espíritu  de  intolerancia  de  que  se  habian  dado  ejemplos 
tan  terribles.  Cada  dia  se  daba  algún  decreto  que  restringía  mas  ó 
menos  las  concesiones  anteriores  hechas  &  los  hugonotes.  Se  hacían 
venir  de  los  cantones  católicos  suizos  6,000  hombres;  y  las  tropas 
del  duque  de  Alba,  que  á  la  sazón  se  dirigía  á  los  Países-Bajos  cos- 
teando la  Francia,  se  presentaban  en  la  opinión  como  instrumentos 
de  los  designios  de  la  corte  ó  mas  bien  del  rey  de  Espafia,  quien 
pasaba  en  la  opinión,  por  director  y  dueSo  de  los  consejos  del  de 
Francia. 

Los  calvinistas  creyeron  en  estas  circunstancias  que  no  había  un 
momento  que  perder,  y  por  vía  de  precaución  tomaron  las  armas 
los  primeros.  Los  nobles  dejaron  sus  castillos  y  se  pusieron  en  ac- 
titud hostil  antes  que  la  corte  tuviese  noticia  de  sus  disposiciones; 
tal  era  el  secreto  que  en  sus  actos  presidia.  Su  proyecto  fué  el  que 
tuvieron  en  el  principio  de  estas  turbulencias  cuando  la  conjuración 
de  Amboise;  apoderarse  de  la  persona  del  rey  y  llevársela  á  su  cam- 
po. La  corte  se  hallaba  entonces  en  Monceaux  sin  tener  la  menor 
sospecha  del  designio.  Mas  al  saberse  que  se  'acercaba  el  príncipe 
de  Conde  á  la  cabeza  de  cuatrocientos  caballos,  se  determinó  tomar 
inmediatamente  el  camino  de  París,  pues  en  ninguna  parte  podía 
estar  el  rey  mas  al  abrígo  de  los  hugonotes.  Se  pusieron  en  efecto 
inmediatamente  en  marcha,  mas  como  el  príncipe  seguia  la  pista, 
se  acogieron  en  Meaux  los  suizos  recién  llegados,  quienes  for- 
mando el  cuadro  colocaron  en  medio  &  la  corte  y  la  condujeron  con 
toda  segundad  á  París,  sin  que  el  príncipe  de  Conde  se  atreviese  á 
hacer  ninguna  tentativa. 

La  guerra  estaba  declarada,  y  se  había  vuelto  á  apelar  al  fallo 
de  las  armas.  La  campaSa  fué  muy  breve  y  no  produjo  mas  que 
una  batalla;  la  de  San  Dionisio,  á  dos  leguas  de  París,  también  per- 
dida por  los  calvinistas.  Terminó  en  ella  su  larga  vida  de  mas  de 


CAPITULO  xxvii.  30*7 

80  afios  el  condestable  de  Montrnorency,  hombre  muy  leal  eo  el 
par tfdo  católico,  por  principios  y  carácter;  mas  no  de  grande  in- 
fluencia en  los  negocios  de  la  corte.  Gomo  capitán,  no  dejó  gran  fa- 
ma, mas  sí  como  soldado  valiente  y  experimentado.  Era  ya  dema- 
siado viejo  para  aquella  época  de  violencias  en  que  se  necesitaba  de 
impetuosidad  y  de  tanta  dosis  de  energía.  En  la  corte  no  faé  muy 
sentido;  en  prueba  de  lo  cual  atribuyen  á  la  reina  regente  el  dicho 
de  que  tenia  que  dar  gracias  al  cielo  por  dos  cosas:  la  primera,  por- 
que Montmorency  habia  vengado  al  rey  de  sus  enemigos:  la  segun- 
da, porque  los  enemigos  la  habian  libertado  de  Montmorency.  Mas 
pasa  este  dicho  por  apócrifo. 

Las  tropas  calvinistas  se  retiraron  hacia  la  frontera  de  Alemania, 
con  objeto  de  recibir  los  refuerzos  que  de  aquellos  países  aguarda- 
ban. Legaron  en  efecto,  mas  su  primer  paso  fué  pedir  el  pago  de  lo 
que  se  les  debia.  La  caja  del  ejército  hugonote  estaba  exhausta; 
mas  lo  que  solo  se  ve  en  guerras  de  esta  clase,  todos  los  individuos 
sin  exceptuar  clase  alguna,  hasta  los  ínfimos  sirvientes,  escotaron 
para  satisfacer  el  pago  de  los  alemanes. 

Mas  la  reina  habia  vuelto  á  sus  sentimientos  pacíficos,  y  la  idea 
de  los  horrores  de  la  guerra  la  asustó  de  nuevo.  Para  impedir  que 
los  soldados  alemanes  pasasen  adelante,  se  trasladó  ella  misma  al 
mismo  campo  de  los  calvinistas  y  volvió  á  abrir  el  campo  de  las 
negociaciones.  Se  ajustó  entre  unos  y  otros  nueva  tregua.  Se  rati- 
ficó otra  vez  el  edicto  de  tolerancia,  y  se  concedió  &  los  hugonotes 
lo  que  pretendieron;  mas  sin  mas  garantías  que  las  palabras  del 
tratado.  Es  incomprensible  que  los  calvinistas  tan  suspicaces,  que 
habian  tomado  las  armas  los  primeros,  se  retirasen  ahora  cada  uno 
á  su  casa  de  un  modo  tan  tranquilo.  Mas  sin  dudase  creían  los  mas 
débiles.  No  era  el  amor  de  la  paz;  era  el  cansancio,  la  imposibili- 
dad de  hacer  la  guerra,  el  alma  de  estos  tratados  y  avenencias. 


'« if 


CáPÍTtítO  XXVÍlí. 


Estado  (le  Inglaterra.— De  escocía. —Maria  Estuarda.— Su  matrimonio  con  Enriqutí 
Damley.— tevid  Rizzio.— Asesinato  de  este.— Asesinato  de  Enrique  Darnley.— 
BothwelL— Rapto  de  la  reina  por  BothwelL— Se  casan.— Insurrección.— Vencida 
la  reina. — Su  vuelta  á  Edimburgo.— Su  cautiverio  y  destronamiento. — Se  escapa. 
—Vuelta  á  ser  vencida.— Toma  asilo  en  Inglaterra. 


Se  hallaba  &  la  sazoD  en  un  estado  de  tranqoilidad  Inglaterra, 
gobernada  por  Isabel  con  casi  tanto  despotismo  como  por  Eori- 
qae  VIII ,  mas  con  mayor  inteligencia.  Organizadora  de  so  nneva 
iglesia,  del  que  era  el  jefe  y  la  cabeza,  también  se  mostraba  celosa 
de  su  preponderancia  y  hasta  perseguidora  de  los  que  se  noiovian 
fuera  de  su  gremio.  Mas  conocia  demasiado  la  tendencia  del  partido 
católico  de  su  pais,  y  sus  relaciones  con  los  príncipes  de  su  creen- 
cia para  no  fomentar  las  disensiones  que  promovían  las  controver- 
sias religiosas.  Asi  protegía  con  armas  y  dinero  á  los  calvinistas  de 
Francia,  aunque  no  participaba  de  sus  opiniones ,  y  con  el  tiempo 
extendió  la  misma  mano  auxiliadora  de  los  Paises-Bajos.  Sabia  que 
los  príncipes  de  la  liga  católica  la  aborrecían  de  muerte :  era  natu- 
ral que  por  derecho  de  defensa  propia  los  tratase  de  hostilizar  por 
cuantos  medios  se  hallaban  en  sus  manos. 

La  misma  era  su  política  en  Escocia.  Aquí,  además  de  sus  inte- 
reses c«mo  reina ,  mediaba  un  sentimiento  personal ,  que  era  el  de 
su  rivalidad  con  María  Estuarda.  No  se  borraba  de  su  memoria  que 
esta  princesa  no  solamente  se  consideraba  como  su  heredera  ,  sino 


CAPÍTULO  XXVIII.  309 

que  ^abia  querido  suplantarla.  Bajo  muchos  titules  era  objeto  de 
su  aversioD,  y  no  dejaba  de  aprovecharse  de  cuantos  medios  se  le 
podían  ofrecer  de  hacerle  dafio.  El  odio  de  las  dos  reinas  era  mu- 
tuo; mas  en  la  época  &  que  aludimos  vivían  ambas  en  la  mejor  in- 
teligencia, al  menos  aparente.  La  de  Escocia  habia  quitado  de  sus 
armas  los  blasones  de  Inglaterra ,  é  Isabel  parecía  haber  dado  al 
olvido  de  sus  agravios. 

La  situación  de  la  reina  de  Escocia  era  singular  y  acaso  única« 
Nacida  y  criada  en  la  religión  católica,  educada  por  los  Guisas ,  de 
cuyas  máximas  participaba,  iniciada  en  todos  los  planes  de  acabar 
con  la  herejía,  gobernaba  un  pais  donde  la  misa  que  mandaba  decir 
en  su  oratorio  era  objeto  de  censura  y  hasta  de  esc&ndalo.  Y  no 
solamente  se  declamaba  contra  su  religión  de  lo  alto  de  los  pulpi- 
tos, sino  que  los  ministros  mas  celosos  creían  de  su  deber  el  pasar 
&  su  palacio  á  convertirla.  Diferentes  conferencias  tuvo  sobre  el 
particular  con  el  célebre  Juan  Knox,  quien  no  ahorraba  ni  lo  vehe- 
mente de  la  exhortación  ni  lo  duro  de  las  expresiones.  Mas  la  reina 
se  mostraba  indócil,  y  no  cambió  de  religión  á  pesar  del  celo  de 
tantos  misioneros ;  desaire  que  no  le  perdonaron  nunca,  y  que  in- 
fluyó en  sus  destinos  mucho  mas  de  lo  que  ella  misma  imaginaba. 
Era  inaugurar  su  reinado  de  una  manera  extraordinaria,  y  aun-* 
que  sin  duda  no  le  faltaba  capacidad  en  materias  de  gobierno ,  se 
podía  presagiar  las  veces  que  en  mar  tan  borrascoso  perdería  sus 
rumbos.  Sus  mismas  cualidades  personales  presentaban  un  grande 
embarazo  para  gobernar  un  pais  que  se  hallaba  en  aquellas  cir- 
cunstancias. Todos  los  historiadores  de  aquel  tiempo  están  acordes 
en  dar  grandes  elogios  á  su  hermosura,  á  su  gracia,  á  las  brillantes 
prendas  que  la  distinguían,  á  su  gusto  por  la  literatura  de  su  tiem- 
po, por  las  nobles  artes ,  sobre  todo  por  la  música ,  y  hasta  á  los 
dotes  de  su  entendimiento.  Se  concibe  cuántos  disgustos  la  dieron 
alguna  de  estas  cualidades,  sobre  todo  en  sus  verdes  afios ,  las  ri- 
validades á  que  darían  lugar ,  no  siendo  la  menos  peligrosa  la  que 
excitaba  sin  duda  en  el  corazón  de  la  reina  su  vecina.        4 

Viada  María  en  la  flor  de  su  juventud,  natural  era  que  pensase 
en  contraer  segundas  nupcias.  A  pesar  de  las  intrigas  de  Isabel  que 
aparentó  tomar  grande  interés  en  el  asunto,  y  que  indicaba  varios 
novios  con  el  designio  de  que  María  se  quedase  sin  ninguno,  se  fijó 
esta  en  la  persona  de  Enrique  Darnley  de  su  misma  edad  y  familia, 
paes  descendía  de  una  rama  colateral  de  los  Estuardos.  Fué  este 

Tomo  i.  40 


310  HISTORU  D&  F£L1P£  11. 

enlace  sumamente  desgraciado,  y  el  primer  eslabón  de  todos  Igs  in- 
fortunios de  María.  Era  Enrique  tan  hermoso  y  agraciado  de  figu- 
ra, como  falto  de  capacidad  y  buen  carácter.  La  reina  le  colmaba 
de  bondades,  y  se  habia  esforzado  todo  lo  posible  para  adornar  su 
título  de  rey  que  habia  adquirido  por  su  matrimonio  de  todo  el  es^ 
plendor  que  le  hiciera  respetable.  Mas  sea  que  el  príncipe  tuviese 
esto  por  insuficiente,  sea  que  aspirase  á  manejar  las  riendas  del  es* 
tado,  sea  por  efecto  de  su  mal  carácter,  se  mostró  ingrato  á  las 
atenciones  de  la  reina,  y  no  la  trataba  con  aquellas  atenciones  y  ob- 
sequio que  su  superior  rango  requería.  María  era  de  carácter  bas- 
tante fuerte  para  tolerarlo  con  dulzura,  y  como  sucede  en  seme- 
jantes casos  subió  de  punto  la  amargura  del  resentimiento  mutuo, 
por  faltar  la  prudencia  de  ambas  partes;  hubo  momentos  de  recon- 
ciliación y  vuelta  de  ternura;  mas  el  mal  carácter  de  Damley,  alli- 
vo,  presuntuoso,  prevalecía  siempre  en  tales  altercados.  La  reina 
era  reina,  y  al  fin  se  cansó  de  la  sociedad  de  un  hombre  que  ni  le 
mostraba  cariño  como  á  mujer,  ni  respeto  como  á  reina. 

Tal  vez  habria  mas  causas  para  esta  clase  de  ruptura.  Es  impo- 
sible penetrar  ni  registrar  bien  el  laberinto  de  intrigas,  de  chismes, 
de  embustes  que  por  lo  regular  pululan  en  las  cortes.  El  marido 
era  de  poco  entendimiento,  suspicaz,  violento;  la  mujer  era  reina, 
llena  de  gracias  y  hermosura,  no  muy  reservada  en  las  palabras  ni 
circunspecta  en  obras  que  se  podían  traducir  siniestramente. 
Darnley  que  se  veía  privado  de  su  confianza,  que  no  estaba  ya  en 
su  intimidad,  concibió  sospechas  de  tener  un  rival,  y  estas  recaye- 
ron en  un  extranjero  llamado  David  Rizzio. 

Era  este  David  Rizzio  un  italiano  que  habia  llevado  en  su  comi- 
tiva un  embajador  á  Escocia.  Poseía  entre  otras  habilidades  la  de 
buen  músico,  y  en  esta  capacidad  se  había  hecho  distinguir  eo  al- 
gunos conciertos  dados  á  presencia  de  María.  Habiendo  agradado  y 
considerándosele  útil  para  los  conciertos  privados  que  se  daban  en 
la  habitación  de  esta  princesa,  pasó  á  la  marcha  del  embajador  á 
su  servicio.  Gomo  además  de  su  habilidad  en  la  música  poseía  al- 
gunas lenguas  extranjeras,  le  hizo  María  su  secretario  particnlar 
para  su  correspondencia  con  Francia  y  otras  partes.  Le  daba  este 
cargo  de  confianza  ocasiones  de  entrar  frecuentemente  en  el  despa- 
cho de  la  reina,  quien  le  trataba  con  cierta  familiaridad  creyéndolo 
tal  vez  de  poca  consecuencia;  mas  algunas  cortesanos  llevabaa  esto 
muy  á  mal  y  se  indignaban  de  ver  á  este  extranjero  de  baja  ex- 


MARÍA   STUARLO 


CAPITULO  XX vin.  311 

traceion  llevar  pliegos  á  la  firma  de  la  reina.  Otros  solicitaban  sa 
fovor  con  motivos  de  pretensiones  que  tenían  en  la  corte,  y  el  ita- 
liano hizo  algana  fortuna  con  los  presentes  que  su  valimiento  y 
servicios  producían. 

Algunos  advirtieron  prudentemente  á  la  reina  de  las  murmura- 
ciones á  que  daba  lugar  esta  privanza,  y  de  los  peligros  á  que  al 
mismo  interesado  le  exponía;  mas  la  reina  contestó  que  no  trataba 
á  Rizzio  con  mas  familiaridad  que  al  secretario  su  antecesor,  y  que 
era  duefia  de  tratar  con  alguna  distinción  al  que  útilmente  la  ser- 
via. Mas  cualquiera  que  fuese  la  ligereza  de  la  reina  en  conducirse 
y  expresarse  asi,  ninguno  concebía  sospechas  sobre  la  naturaleza 
de  sus  relaciones,  ni  la  edad,  figura  y  dem&s  cualidades  personales 
de  Rizzio  daban  lugar  á  suponer  posibles  tan  bajas  inclinaciones 
en  María. 

Del  favor  de  este  mismo  Rizzio  se  había  valido  Darnley  en  el 
tiempo  de  sus  obsequios  á  la  reina,  como  de  una  persona  que  tenia 
medios  y  ocasión  de  hacer  su  mérito  recomendable.  Se  interesó  en 
efecto  el  italiano  por  el  joven  pretendiente,  lo  que  prueba  que  se- 
mejantes sospechas  no  existían.  Para  los  que  mas  censuraban,  era 
un  favor  mal  colocado,  una  privanza  de  que  el  extranjero  no  era 
digno. 

De  este  Rizzio  concibió  al  fin  sospechas  el  joven  rey  en  su  des- 
pecho, teniéndole  por  un  rival  favorecido.  Otros  motivos  además 
incendiaban  la  llama  de  su  resentimiento.  Gomo  Rizzio  había  fa- 
vorecido y  recomendado  las  pretensiones  de  Darnley,  se  había  atre- 
vido alguna  vez  á  afearle,  aunque  en  términos  respetuosos,  su  con- 
ducta hada  la  reina.  Para  estos  motivos  y  por  sospechas  de  influir 
María  para  que  no  le  hiciese  partícipe  de  la  autoridad  real  á  que  el 
principe  aspiraba  mortificado  de  llevar  un  vano  título  de  rey,  con- 
cibió contra  el  iteiíano  un  odio  mortal  que  tuvo  los  mas  funestos 
resultados. 

Comunicó  Darnley  á  sus  mas  íntimos  amigos  los  motivos  de  sus 
sospechas  y  resentimientos.  Habiendo  tomado  todos  interés  en  su 
elevación,  y  mirándolo  como  hechura  de  su  parcialidad,  mediteron 
proyectos  de  venganza.  El  resultedo  de  la  deliberación  fué  el  pro- 
yecto de  asesinar  á  Rizzio.  Pensaron  unos  en  que  fuese  en  su  casa, 
otros  á  la  salida  de  palacio.  Mas  el  príncipe  declaró  que  no  se  daría 
por  vengado  suficientemente,  sí  esto  no  tenia  lugar  á  vista  y  pre- 
sencia de  la  misma  reina.  Así  se  acordó  por  todos.  Tal  era  todavía 


31S  HISTORIA  DB  FELIPE  IL 

la  ferocidad  de  aquellos  tiempos,  y  la  brutal  estupidez  de  Daruley, 
que  DO  tuyo  reparó  en  ofrecer  este  espectácula  &  su  esposa  emba^ 
razada  de  seis  meses. 

El  9  de  marzo  do  1566  se  hallaba  la  reioa  cenando  en  un  pe^ 
quefio  retrete  próximo  á  su  alcoba,  con  Rizzío,  la  duquesa  de 
Argyle  y  dos  ó  tres  personas  mas,  cuando  sin  pasar  recado  se  pi«- 
sentó  de  repente  Darnley  sin  saludar  k  nadie,  clavando  con  feroci- 
dad sus  ojos  en  el  italiano.  Le  seguia  el  lord  Ruth  ven  que  acababa 
de  levantarse  de  la  cama  donde  estaba  enfermo,  y  otras  pocas  per- 
sonas mas,  pero  todas  con  armas.  <xDeja  ese  sitio  de  que  no  eres 
digno,  10  dijo  Ruthven  encarándose  al  pobre  Rizzio  que  en  aquel  apuro 
imploró  el  favor  y  protección  de  la  reina  asiéndola  de  la  falda  del 
vestido,  mas  Darnley  le  separó  de  su  lado  con  violencia.  Entonces 
se  echaron  sobre  él  los  conjurados.  Guillermo  Douglas  le  dio  allí 
mismo  una  estocada  con  su  daga;  mas  arrastrándole  en  seguida  á 
uo  cuarto  inmediato,  le  dejaron  cadáver  con  cincuenta  y  cinco  pu- 
ñaladas. En  vano  interpuso  la  reina  sus  llantos,  sus  ruegos  y  sus 
gritos.  Guando  vio  que  eran  inútiles  recobró  su  semblante  sereno, 
y  les  dijo:  ya  no  tengo  que  pensar  mas  que  en  venganza.  El  conde 
de  Mor  ton  que  por  su  destino  debia  velar  por  la  seguridad,  habia 
colocado  una  guardia  de  160  hombres  á  la  puerta  del  castillo,  para 
poner  á  los  asesinos  al  abrigo  de  cualquier  peligro. 

La  reina  se  salió  inmediatamente  de  Edimburgo  y  se  dirigió  á 
Dumbar,  donde  se  reunió  con  algunos  fieles  servidores,  con  cuyo 
auxilio  levantó  un  ejército  de  8,000  hombres  mas  que  suficiente 
para  sujetar  á  los  asesinos  de  Rizzio  y  á  sus  cómplices.  Se  vio  esta 
facción  abandonada  desde  los  principios  por  el  mismo  Darnley  que 
arrepentido  de  su  acción  tuvo  la  debilidad  de  volverse  al  lado  de  la 
reina.  Los  demás  viéndose  perdidos  se  dirigieron  á  las  fronteras  de 
Inglaterra.  En  el  camino  se  encontraron  con  los  condes  de  Murray, 
de  Argyle,  y  demás  desterrados  en  este  último  pais  que  confiados 
en  la  conspiración  contra  Rizzio  se  volvian  á  Escocia. 

La  reina,  por  no  verse  con  tantos  enemigos,  perdonó  al  conde 
de  Murray  y  sus  compaKeros  con  la  condición  que  se  hablan  de  se- 
parar de  los  intereses  de  Morton  y  ios  suyos.  Esta  proposición  sur- 
tió sus  efectos,  y  así,  mientras  Murray  y  sus  amigos  volvian  desús 
destierros,  pasaban  los  cómplices  del  asesinato  de  Rizzio  á  ocupar 
los  puestos  que  dejaban  los  primeros. 

La  reina  y  su  hermano  el  conde  de  Murray  tuvieron  una  eotre^ 


CAPITULO  XXVIU.  313 

*vis(a  en  la  qae  con  todas  las  maestras  de  cordialidad  y  de  carifio  se 
dieron  mutaamente  explicaciones  y  hasta  derramaron  lágrimas.  No 
habian  nacido  ambos  para  odiarse,  para  pertenecer  á  dos  distintos 
bandos;  mas  en  aquella  época  de  intrigas  y  revueltas,  á  cada  uno 
arrastraban  pasiones  é  intereses  del  momento.  Murray  era  ambi- 
cioso y  dominante:  la  reina,  aunque  no  de  capacidad,  carecía  mu-* 
chas  veces  de  prudencia. 

Hasta  entonces  habia  incurrido  muchas  veces  María  Estuarda  en 
la  censura  pública  por  la  ligereza  de  su  carácter,  poca  circunspec- 
ción en  sus  palabras,  y  ninguna  reserva  y  detenimiento  en  muchos 
de  sus  actos.  Católica,  y  con  tan  estrechas  relaciones  con  los  prín- 
cipes católicos,  era  un  objeto  de  prevención  y  hasta  de  horror  á  los 
ojos  de  los  rígidos  presbiterianos.  Mujer  hermosa,  llena  de  gracias 
y  atractivos,  debía  de  ser  blanco  de  envidia  y  rivalidades.  Mas  ha- 
bían respetado  generalmente  todos  su  reputación,  y  pasado  sin 
mancha  de  criminalidad ,  sus  conexiones.  En  adelante  fueron  las 
censuras  de  otra  clase;  y  sí  no  hubo  pruebas  bastante  positivas  y 
evidentes  para  condenar,  tratándose  de  absolver,  faltó  hasta  el 
apoyo  débil  de  las  probabilidades. 

Hizo  la  reina  firmar  á  Darnley  un  documento  público  en  el  que 
aparecía  no  haber  tenido  parte  en  el  asesinato  de  Rizzio,  rasgo  de 
debilidad  que  aumentó  el  descrédito  de  que  era  objeto.  El  proceso 
del  asesinato  continuaba.  De  siete  procesados,  solo  perecieron  dos 
en  un  suplicio.  Se  supone  que  no  pasó  adelante  el  rigor,  porque 
muchos  acusados  se  excusaban  con  la  connivencia  del  rey,  y  alega- 
ban sus  mismas  órdenes  para  la  consumación  del  acto. 

Quedaron  bajo  el  mismo  pié  las  relaciones  del  rey  y  de  la  reina 
que  al  principio.  Se  acercaron  uno  á  otro ,  mas  sin  verdadera  re- 
conciliación, ni  muestras  de  pura  simpatía.  Siguieron  las  mismas 
quejas,  las  mismas  acriminaciones;  por  parte  de  Darnley,  por  ser 
objeto  de  poca  consideración;  por  la  de  la  reina,  por  no  serlo  de 
atenciones  y  respeto.  Las  grandes  quejas  del  esposo  consistían,  en 
que  no  se  le  daba  participación  en  el  poder ,  para  el  que  los  parti- 
darios de  María  alegaban  no  tenía  capacidad  de  clase  alguna.  Es 
muy  difícil  averiguar  de  qué  parte  está  la  razón,  y  dónde  el  agra- 
vio, tratándose  de  disensiones  de  un  género  tan  delicado.  Es  pro- 
bable que  la  falta  fuese  de  ambos.  La  presunción,  la  incapacidad 
y  carácter  violento  de  Darnley  no  eran  objeto  de  duda  para  nadie. 
Se  puede  sospechar  en  vista  de  lo  que  ocurrió  después,  que  la  poca 


314  HISTOUA  DE  FELIPE  O. 

pradencia  de  la  reina  díó  pábulo  y  nuevo  realce  á  estos  defeetos/ 
De  todos  modos  es  un  hecho  que  vivían  como  separados,  y  que  ni 
aun  el  nacimiento  del  príncipe  que  se  verificó  dos  meses  después 
del  famoso  asesinato,  restableció  las  relaciones  de  amistad  entre  los 
dos  esposos. 

El  rey,  viéndose  sin  ninguna  consideración  y  tan  decaído  en  A 
concepto  público,  trató  de  abandonar  la  Escocia  y  de  trasladarse 
al  continente;  mas  trataron  de  disuadirle  de  este  proyecto  sus  pa- 
rientes, y  la  misma  reina  no  quiso  permitirlo,  conociendo  que  iba 
á  imprimir  una  mancha  en  su  reputación,  y  que  podia  hacer  du- 
dar de  la  legitimidad  del  príncipe.  Se  quedó  Darnley  en  Escocia, 
por  su  desgracia,  sin  que  el  mismo  hecho  de  renunciar  á  su  pro- 
yecto hubiese  producido  cambio  alguno  en  el  estado  de  sus  relacio- 
ne» con  la  reina. 

Apareció  entonces  sobre  el  horizonte  de  la  corto  un  nuevo  favo- 
rito de  María,  mas  de  clase  muy  diversa  de  la  del  músico  italiano. 
£1  conde  de  Bothwell  era  católico,  habia  tomado  el  partido  de  María 
de  Guisa  en  los  disturbios  anteriores,  y  presentándose  siempre  al 
lado  de  su  hija  en  todas  sus  reyertas  con  los  nobles.  Era  hombre 
ambicioso,  altivo  y  arrogante,  de  costumbres  licenciosas,  muy  pro- 
pio para  jefe  de  parcialidad,  objeto  para  algunos  de  favor;  para  mu- 
chos mas»  de  envidia  y  odio.  Se  hallaba  entre  ellos  el  conde  de  Mur- 
ray,  quien  lo  hizo  desterrar  acusándolo  de  haber  querido  asesinar- 
le; mas  se  le  alzó  el  destierro  cuando  salió  del  mismo  modo  el  con- 
de de  Murray  por  haber  incurrido  en  el  odio  de  la  reina.  Conservó 
siempre  Bothwell  sus  sentimientos  de  fidelidad  á  María;  cuando  el 
asesinato  de  Rizzio,  la  acompasó  en  su  fuga  de  Edimburgo,  y  la 
ayudó  á  levantar  el  ejército  con  que  echó  del  reino  al  conde  de  Mor- 
ton  y  ásus  cómplices.  Correspondía  la  reina  á  estos  servicios  de  celo 
y  de  fidelidad,  y  en  su  tratado  con  el  conde  de  Murray,  estipuló 
como  una  condición  que  su  hermano  i)0  habia  de  volver  á  perseguir 
judicialmente  á  Bothwell  por  intención  de  asesinato,  á  lo  que  acce- 
dió aquel  con  aquella  mala  fe  que  caracterizaba  todas  estas  transac- 
ciones. 

El  conde  de  Bothwell  fué  nombrado  gobernador  del  castillo  de 
Dumbar,  y  del  Hermitaje  en  Liddísdale,  dos  puestos  que  por  su  lo- 
calidad se  consideraban  entonces  de  muchísima  importancia.  En- 
tonces fué  cuando  apareció  muy  alto  en  el  favor  de  la  reina,  y  los 
enemigos  de  esta  comenzaron  á  acusarla  de  sus  relaciones  crimina- 


CAPÍTULO  XXVIIL  315 

les  con  su  nuevo  favorito.  Comenzaba  en  la  corte  y  ann  en  todo  el 
reino  á  suscitarse  contra  ella  una  terrible  tempestad  que  provocaba 
su  fatalidad  ó  la  imprudencia  de  sus  consejeros.  La  reina  de  Ingla- 
terra, la  mas  poderosa  é  implacable  de  todos  sos  rivales,  no  era  la 
que  menos  atizaba  esta  tea  de  suspicacia  y  de  discordia.  A  tal  pun- 
to llevaba  su  animosidad  contra  María,  que  manifestó  la  mayor  pe- 
sadumbre cuando  supo  que  habia  dado  á  luz  un  hijo.  Era  extralio 
que  Isabel,  que  no  se  casaba  porque  no  entraba  en  sus  designios, 
se  hubiese  mostrado  tan  contraria  al  matrimonio  de  la  reina  de  Es^ 
cocia,  y  que  tuviese  tanta  envidia  á  su  fecundidad  cuando  estaba  en 
su  mano  el  imitarla;  mas  tales  son  las  contradicciones  de  la  especie 
humana.  Una  de  las  cosas  que  mas  odiaba  la  reina  de  Inglaterra  era 
que  le  hablasen  de  herederos,  y  el  saber  que  los  tenia.  Lo  era  la 
reina  de  Escocía;  también  lo  era,  y  aun  en  un  grado  mas  inmedia- 
to, su  marido.  Reunía  el  recien  nacido  los  derechos  del  padre  y  de 
la  madre.  En  efecto,  fué  heredero  de.Isabel,  habiendo  subido  al  tro- 
no de  Inglaterra  con  el  nombre  de  Jacobo  1,  á  su  fallecimiento. 

Pero  el  mayor  enemigo  de  María  era  ella  misma:  eran  su  ligero-^ 
za,  su  indiscreción,  el  ningún  conocimiento  de  su  propia  situacioii 
como  mujer  y  como  reioa.  Si  sus  relaciones  con  Bothwell  no  eraa 
criminales,  todas  las  apariencias  deponían  contra  ella.  En  su  cua- 
lidad de  gobernador  del  Hermitaje,  era  la  obligación  del  favorito  re- 
correr el  valle  de  Liddisdale  donde  varios  foragidos  se  abrigaban. 
Sucedió  que  en  una  de  estas  excursiones  entró  Bothwell  en  comba- 
te personal  con  uno  de  ellos,  de  cuyas  resultas  fué  herido,  habien^ 
do  tenido  al  mismo  tiempo  la  suerte  de  matar  á  su  adversario.  Lle-^ 
gó  la  noticia  á  oídos  de  la  reina  que  se  hallaba  á  la  sazón  ó  estaba 
para  llegar  á  Jedburgo  distante  del  castillo  del  Hermitaje  como  unas 
veinte  millas  (cinco  leguas  espafiolas).  Pasó  la  reina  á  caballo  4  ví<- 
sitar  á  Bothwell,  que  se  hallaba  en  cama  de  resultas  de  su  herida. 
Fué  mirado  este  favor  como  una  muestra  positiva  de  la  naturaleza 
de  sos  relaciones  con  el  conde.  Alegaban  los  partidarios  de  María 
que  la  vista  no  habia  sido  precipitada;  que  habían  mediado  mas  de 
ocho  días  entre  la  noticia  recibida  y  dicho  viaje;  que  la  reina  se  ha-^ 
bia  vuelto  en  el  mismo  día  sin  hacer  mansión  alguna,  con  otras  cir- 
cunstancias atenuantes;  mas  aun  cuando  pudiesen  entonces  disipar 
algunas  impresiones,  cada  vez  las  fortificaban,  igualándolas  con  la 
certidumbre  los  mismos  acontecimientos. 

La  reina  cayó  enferma  entonces  de  la  fatiga,  según  algunos,  de 


316  HISTORU  DE  FELira  l\. 

aqael  viaje.  Darnley,  que  se  presentó  á  visitarla,  faé  (an  fríamente 
recibido  que  tuvo  que  volverse  al  dia  siguiente.  Con  esto  no  baciaD 
mas  que  agravarse  las  sospecbas.  De  la  mala  inteligencia  en  que  vi- 
vían, cada  momento  se  veian  testimonios  nuevos.  Los  mismos  confl- 
dentes  de  la  reina  estaban  tan  persuadidos  de  ello,  que  le  propusie- 
ron el  proyecto  de  un  divorcio,  y  á  la  cabeza  de  este  plan  se  ba- 
ilaba Bothwell;  mas  á  la  reina  repugnaba  dar  un  paso  que  seria 
perjudicial  á  la  legitimidad  de  su  bijo,  por  lo  cual  fué  necesario  re- 
nunciar á  la  medida.  Entonces  recurrió  el  favorito  al  plan  del  ase- 
sinato. 

La  reina,  que  tan  implacable  se  babia  mostrado  contra  el  conde 
Morton  y  demás  cómplices  en  el  asesinato  de  David  Rizzio,  los 
perdonó  á  todos,  á  excepción  de  Douglas,  que  le  babia  dado  la  pri- 
mera pufialada,  y  de  resultas  de  este  acto  de  indulgencia  volvieron 
á  Edimburgo.  Se  dio  este  paso  por  sugestiones  del  mismo  fiotbwell, 
quien  se  estrechó  con  Morton  á  pesar  de  sus  antiguos  odios.  Con 
él  trató  de  sus  planes  de  asesinar  al  esposo  de  la  reina,  como  lo 
confesó  el  mismo  Morton  ¿  la  bora  de  su  muerte,  aunque  negando 
que  bubiese  tenido  parte  alguna  en  la  perpetración  de  semejante 
alevosía. 

Mientras  tanto  se  celebró  con  toda  solemnidad  en  Edimburgo  el 
bautizo  del  príncipe  de  Escocia.  Se  presentó  en  la  ceremonia  el  ol- 
vidado y  ya  oscurecido  esposo  de  la  reina,  sin  que  nadie  biciese  ca- 
so de  él,  y  después  de  permanecer  algunos  dias  sin  tomar  parte  en 
los  festejos  se  marcbó  á  Glasgow,  á  casa  del  conde  de  Lenno,  su 
padre,  donde  cayó  enfermo  de  viruelas.  Guando  lo  supo  la  reina  pa- 
só á  bacerle  una  visita.  Los  dos  esposos  tuvieron  una  entrevista 
bastante  afectuosa  y  dieron  muestras  de  reconciliarse.  Muy  poco 
después  dejaron  juntos  á  Glasgow  y  se  dirigieron  á  Edimburgo.  Mas 
á  Darnley  no  se  dio  babitacion  en  el  castillo  por  temor  de  que  con 
sus  viruelas  infestase  al  príncipe.  Se  alojó  pues  en  los  arrabales  de 
Edimburgo  en  una  casa  aislada  llamada  Eiok  of  tbe  Field,  adonde 
la  reina  iba  casi  diariamente  á  visitarle,  y  á  veces  á  pasar  allí  la  no- 
che entera. 

En  una  de  enero  de  1567  pasó  en  su  habitación  hasta  las  diez^ 
y  se  retiró  á  palacio  con  objeto  de  asistir  á  un  baile  de  máscaras 
que  se  daba  para  celebrar  las  bodas  de  una  de  sus  damas.  Pasada 
media  noche  entró  Bothwell  con  llaves  falsas  en  Kirk  of  tbe  Field  y 
puso  fuego  á  una  mecha  que  conducía  á  una  porción  de  pólvora  co- 


GAPmiLO  XX VIH,  317 

locada  debajo  de  la  habítacioD  del  priocipe.  Hecho  esto,  se  salió 
afdera  obs^vando  desde  alguna  distancia  el  progreso  de  la  opera- 
ción, y  aguardó  á  cada  momento  el  resaltado/  Retardándose  este 
mas  que  su  impaciencia  permitía  y  temiendo  que  se  hubiese  apa-- 
gado  sin  hacer  efecto,  envió  á  uno  de  sus  confidentes  para  que  de 
nuevo  la  encendiese;  mas  este  volvió  pronto  diciendo  que  no  se  ha- 
bía apagado  y  continuaba  su  camino  hacía  la  pólvora.  A  las  tres  de 
la  maOana  una  violenta  detonación  anunció  á  Bothwell  que  su  obra 
estaba  consumada.  El  cadáver  de  Darniey  apareció  medio  quemado 
á  cincuenta  pasos  de  Kirk  of  the  Field,  convertido  en  un  montón  de 
ruinas. 

Hi20  una  profunda  impresión  este  asesinato  en  los  ánimos  del  pú-* 
iSko.  No  era  popular  Darniey;  mas  causó  lástima  y  compasión  su 
suerte  desgraciada.  Nadie  dudaba  de  quién  era  el  verdadero  autor; 
may  pocos  dejaban  de  tener  por  cómplice  á  la  reina.  La  circunstan- 
cia de  haber  ido  á  verte  á  Glasgow,  de  haberle  traído  á  Edimburgo, 
de  haberle  dado  por  habitación  una  casa  solitaria,  la  de  haberle  de- 
jado solo  tres  horas  uites  de  consumarse  el  acto,  y  sobre  todo  el  fa- 
vor siempre  en  aumento  de  que  gozaba  el  asesino,  eran  todos  car- 
gos agravantes.  A  todos  se  presentaba  con  todos  los  colores  de  la 
falsedad  una  reconciliacicm  tan  súbita  después  de  un  desvío  tan  con^ 
tiBoado  y  una  ruptura  casi  pública. 

La  reina,  acostumbrada  en  todas  ocasbnes  á  salir  airosa,  cuan«* 
doM  resistía  abiertamente  á  su  autoridad,  no  pudo  resistir  á  este 
torrente  de  clamor  que  se  alzaba  en  todas  partes.  En  las  calles,  en 
las  plazas  se  hablaba  del  asesinato;  en  todas  las  esquinas  amane- 
cian  pasquines  pidiendo  venganza  contra  el  asesino.  El  conde  de  Le- 
Dox,  padre  del  príncipe  difunto,  se  presentó  con  toda  solemnidad  á 
la  reina  pidiendo  justicia  contra  el  oonde  de  Bothwell,  acusado  pú- 
blicamente de  ser  asesino  de  su  hijo. 

Mandó  en  efecto  María  que  se  hiciese  causa  á  Bothwell  y  se  ins- 
troyese  su  proceso.  Mas  con  escándalo  del  público,  se  suprimieron 
formalidades  necesarias  á  la  averiguación  del  crimen,  ni  se  tuvieron 
en  cuenta  las  reclamaciones  del  conde  acusador*  que  pedia  el  tiempo 
necesario  para  presentar  el  lleno  de  sus  pruebas.  Guando  llegó  el  día 
de  la  vista  de  la  causa  se  presentó  el  acusado  en  el  tribunal,  armado, 
rodeado  de  todos  sus  amigos  en  la  misma  finrma,  mas  en  la  actitud 
de  un  hottbre  que  vaálnspirar  temor,  que  á  recibir  una  sentoicía. 
Socedle  lo  que  todo  el  mando  piereia.  Ú  conde  saüó  absnelto. 

Tomo  i.  41 


318  HISTOBIA  DK  TBUPB  H. 

Lo  que  redobló  el  escándalo,  fué  el  ver  qae  la  reina  en  nadadis* 
miDQÍa  sus  muestras  de  favor  h&cia  Bothwell,  á  pesar  de  la  horrible 
acusación  de  que  era  objeto.  A  los  cargos  que  ya  ejercía  le  afiadió el 
de  gobernador  del  mismo  castillo  de  Edimburgo.  A  los  dos  dias  de 
haberse  terminado  su  proceso  se  le  vio  acompaDar  en  público  fc  la 
reina,  que  iba  al  parlamento  llevando  su  cetro  delante  con  toda  ce* 
remonia.  En  el  seno  del  parlamento  confirmó  María  los  favores  que 
le  había  hecho,  y  cargos  con  que  le  habia  revestido,  lo  mismo  qae 
los  demás  nobles  amigos  y  valedores  de  su  favorito. 

Elevado  Bothwell  á  la  cumbre  del  favor,  no  le  faltaba  para  coro* 
nar  la  obra  mas  que  la  mano  de  la  reina.  Los  medios  de  que  se  va- 
lió para  conseguirlo  fueron  tan  extraordinarios  y  tan  originales,  que 
parecerían  una  ficción,  si  no  fuesen  un  hecho  en  que  convienen  to- 
dos los  historiadores  de  la  época,  tanto  de  un  partido,  como  de 
otro,  tanto  amigos  como  enemigos  de  María. 

El  primer  paso  de  Bothwell  fué  convidar  á  sus  principales  ami* 
gos  á  un  banquete,  que  fué  celebrado  en  una  fonda  ó  taberna,  co- 
mo en  aquel  tiempo  se  llamaba.  Allí  les  manifestó  sus  intenciones  de 
casarse  con  la  reina,  y  les  suplicó  como  mejor  medio  de  llevarlo  i 
efecto  que  firmasen  un  papel  que  sacó  del  bolsillo,  ya  extendido,  en 
que  le  declaraban  libre  de  toda  culpabilidad  en  el  asesinato  de  Dam- 
ley,  y  suplicaban  á  la  reina  que  en  caso  de  que  pensase  pasar  á  se- 
gundas nupcias  con  un  subdito,  era  el  conde  de  Bothwell  el  mejor 
partido  deseable  para  ella.  Los  amigos  de  este  se  comprometían  ade- 
más á  servirle  en  este  matrimonio  con  todos  sus  medios  y  posibles. 
Los  que  estaban  ya  hablados  accedieron  al  instante  sin  poner  obs- 
táculos. Los  demás,  arrastrados  por  su  ejemplo  tampoco  hicieron  ob- 
jeción alguna.  Fué  firmado  el  papel  por  ocho  obispos,  nueve  condes 
y  siete  lores.  Entre  los  nombres  se  contaba  el  conde  de  Morton,  cir- 
cunstancia muy  notable  por  lo  que  pasó  mas  adelante. 

Seguro  Bothwell  del  apoyo  de  un  partido  fuerte,  se  puso  á  la  ca- 
beza de  mil  hombres  de  á  caballo  que  reunió  con  pretexto  de  hacer 
una  visita  á  las  fronteras,  y  con  esta  fuerza  se  apoderó  de  la  persona 
de  la  reina,  á  la  sazón  que  esta  se  movia  de  Stirlíng  tomando  la 
vuelta  de  Edimburgo.  Los  que  seguían  á  Bothwell  dieron  á  entender 
á  los  de  la  reina  que  se  hacía  esta  violencia  con  su  consentímiento; 
los  otros,  que  adoptaron  esta  suposición,  no  hicieron  ninguna  resis- 
tencia. La  reina  misma  aparentando  ceder  á  la  ley  de  la  necesidad, 
permaneció  pasiva,  y  se  dejó  conducir  prisionera  sin  oposición  de 


capítulo  xxvui.  819 

nadie,  atravesando  lo  mas  florecieDte  y  poblado  de  sos  dominios  hasta 
el  castillo  de  Dumbar,  donde  mandaba  el  conde. 

Con  asombro  y  en  silencio,  se  supo  la  noticia  de  un  rapto  tan  ex- 
traordinario, aguardando  todos  con  ansiedad  el  desenlace  de  este  dra- 
ma. Ninguno  se  alzó  ni  tomó  armas  en  defensa  de  la  reina,  porque 
generalmente  se  supuso  que  habia  habido  de  su  parte  connivencia 
en  el  atentado  de  su  favorito.  Lamentaron  sus  amigos  y  partidarios 
tan  funesta  ceguedad,  mientras  sus  enemigos  la  contemplaban  con 
satisfacción  haciendo  cada  vez  mas  progresos  por  la  senda  del  des- 
crédito. Era  en  efecto  imposible  para  la  reina  de  Escocia  dar  contra 
si  misma  mas  terribles  armas. 

A  los  doce  dias  de  su  confinamiento  en  el  castillo  de  Dumbar,  fué 
puesta  la  reina  de  Escocia  en  libertad  sin  compulsión  de  parte  al- 
guna, por  el  mismo  Bothwell,  quien  la  condujo  al  castillo  de  Edim- 
burgo. El  primer  uso  que  hizo  María  de  su  nuevo  estado,  fué  declarar 
&  la  nación  que  aunque  no  podia  menos  de  excitar  su  descontento  la 
violencia  ejercida  contra  ella  por  el  conde  de  Bothwell,  sin  embargo, 
en  atención  á  sus  muchos  servicios,  era  su  intención  no  solo  perdo- 
narle sino  ponerle  mas  alto  todavía.  En  efecto  cumplió  su  palabra, 
nombrándole  de  allí  á  pocos  dias  duque  de  las  Oreadas,  y  casándose 
con  él  públicamente  en  mayo  de  1567. 

Asi  se  casó  María  Estuarda  con  el  que  pasaba  por  asesino  de  so 
primer  esposo.  Solo  una  de  aquellas  pasiones  desenfrenadas  que  sub- 
yugan completamente  la  razón  ó  un  sentimiento  de  desprecio  por  su 
propia  honra  ó  una  inconcebible  ligereza  de  carácter,  pudiera  arras- 
trarla á  dar  un  paso  que  labró  para  ella  tantas  desventuras.  Sus 
partidarios  la  disculpaban,  diciendo  que  dado  ya  el  escándalo  de  su 
rapto  por  Bothwell ,  ya  no  le  quedada  otro  medio  de  lavar  la  man- 
cha que  darle  el  titulo  de  esposo.  Mas  por  enemigos,  y  aun  por  hom- 
bres imparciales,  se  consideró  este  matrimonio  como  una  prueba 
irrefragable  de  su  complicidad  en  el  asesinato  de  su  primer  marido. 
Y  lo  que  acababa  de  dar  al  asunto  todo,  el  feo  colorido  que  podia 
hacerle  completamente  odioso,  era  que  Bothwell  tenia  mujer  legítima 
cuando  estaba  dando  pasos  para  casarse  con  la  reina,  y  que  su  sen- 
tencia de  divorcio  se  pronunció  unos  pocos  dias  antes  de  su  nuevo 
enlace. 

Lo  que  hubo  de  extrafio  en  todas  estas  ocurrencias  es  que  no  cau- 
saron por  entonces  ni  conmociones  ni  ruidos.  Todos  las  contempla- 
ron en  silencio:  los  amigos  de  la  reina,  afligidos  sin  duda  de  sus  des-*- 


810  HISTOUA  m  FSLIPE  II. 

aciertos;  los  enemigos  gozándose  tal  vez  en  verla  despenarse,  para 
darle  después  golpes  mas  seguros.  Es  posible  que  en  esto  hubiese 
algún  plan,  meditado  de  antemano,  y  que  entrase  en  él  la  reina  de 
Inglaterra.  Lo  cierto  es  que  los  que  mas  adelante  se  alzaron  en  con- 
tra no  dijeron  una  palabra  ni  dieron  paso  alguno  para  impedir  el 
matrimonio.  El  conde  de  Morton,  que  se  mostró  de  los  mas  acérrí* 
mos  enemigos  de  María,  fué  uno  de  los  que  firmaron  en  el  que  se 
prometía  á  Botbwell  toda  especie  de  auxilio  para  llevar  adelante  el 
proyecto  de  su  enlace. 

El  primero  que  castigó  á  María  Estuarda  por  su  imprudencia  cri- 
minal fué  el  mismo  Bothweil  con  sus  maneras  duras  y  poco  delica- 
das. Darnley  era  un  joven  imperioso,  altivo,  de  mala  educación;  mas 
Bothweil  se  hacia  poco  agradable  además  por  sus  vicios,  por  la  di- 
solución de  sus  costumbres.  Desde  un  principio  aspiró  á  poner  en- 
teramente bajo  su  tutela  al  joven  príncipe,  y  esto  llegó  á  excitar  las 
sospechas  de  María,  que  temió  por  la  libertad  y  la  vida  de  su  hijo. 
Bothweil,  que  encontró  en  ella  una  oposición  á  sus  designios,  la  tra- 
taba con  tal  aspereza  y  con  expresiones  tan  marcadas  con  el  sello  de 
la  ingratitud,  que  algunas  veces  se  le  oyó  decir  estaba  para  darse á 
sí  misma  de  puQaladas,  ó  echarse  en  un  pozo  de  despecho. 

Al  disgusto,  á  la  indignación  pública  que  habia  excitado  el  ma- 
trimonio de  la  reina  se  afiadieron  los  rumores  del  peligro  que  en  ma- 
nos de  Bothweil  el  príncipe  corría.  La  indignación  llegó  á  lo  sumo. 
Varios  nobles  corrieron  á  las  armas,  entre  ellos  Morton,  y  juntaron 
un  cuerpo  considerable  de  tropas,  con  el  que  tomaron  el  camino  de 
Edimburgo.  Llegó  la  noticia  de  la  insurrección  á  María,  hallándose 
celebrando  un  banquete  con  Bothweil  en  el  castillo  de  Borthwick, 
cerca  de  la  capital,  y  poniéndose  ambos  inmediatamente  en  marcha 
llegaron  con  dificultad  al  castillo  de  Dumbar,  donde  la  reina  convocó 
tropas  para  deshacer  á  los  rebeldes.  Muchos  acudieron  á  la  bandera 
real,  mas  sin  el  entusiasmo  y  la  buena  voluntod  que  en  otras  oca- 
siones; tan  impopular  se  habia  hecho  María  de  resultas  de  so  nuevo 
matrimonio. 

Los  confederados  marcharon  hacia  Dumbar,  y  cuando  la  reina  sa- 
lió á  su  encuentro  en  Gaberry-Hill  les  presentó  batalla.  El  embaja- 
dor francés  que  se  hallaba  presente,  consiguió  que  no  vinieseA  á  las 
manos  antes  de  entrar  en  algunas  conferencias.  La  reina,  tan  ani- 
mosa en  otros  lances  de  la  misma  especie,  desmayó  en  esta  ocasioD 
al  observar  la  repugnancia  con  que  sus  tropas  se  preparaban  al  com- 


CAPÍTULO  XXVUL  Stl 

bate.  Habiéiidosele  hecho  ver  y  prometido  qae  los  rebeldes  yolverian 
á  SQ  deber  con  tal  que  se  separase  de  Bothwell,  perdió  este  el  áni- 
mo á  sa  vez,  y  en  aquel  momento  se  despidió  de  la  reina  para  siem- 
pre. En  efecto  no  volvieron  mas  á  verse.  Después  de  pasar  á  las 
Oreadas,  y  dedicarse  en  las  costas  de  la  Noruega  á  empresas  de  ilí- 
cito comercio,  fué  Bothwell  cogido  y  encerrado  en  la  fortaleza  de 
Malmoe,  dónde  murió  al  cabo  de  diez  aDos  de  confinamiento. 

Mas  la  reina  de  Escocia,  que  se  había  entregado  y  depuesto  las 
armas  bajo  condiciones,  en  lagar  de  verse  obedecida  y  respetada  del 
ejército,  fué  en  él  objeto  de  clamores,  blanco  de  duras  palabras,  y 
hasta  de  gestos  de  amenaza.  Mas  cruel  escena  la  aguardaba  en 
Edimburgo,  donde  la  muchedumbre  la  abrumó  con  clamores,  con 
palabras  injuriosas,  con  todos  los  gritos  y  denuestos  que  produce 
el  desenfreno  de  la  plebe.  Fué  preciso  que  la  fuerza  armada  la  de- 
fendiese de  insultos  ulteriores.  Llevaban  delante  de  ella  desplegada 
una  bandera  donde  estaba  representado  el  asesinato  de  Damley,  y 
á  su  lado  arrodillado  el  principe  pidiendo  al  cielo  por  su  padre. 
Mientras  tanto  los  lores  de  la  confederación  enviaron  presa  á  la 
reina  al  castillo  de  Lochleven,  y  mientras  se  tomaba  una  resolución 
definitiva,  crearon  una  junta  de  gobierno. 

Los  partidarios  de  la  reina  alegaban  que  no  eran  estas  las  con- 
diciones con  las  que  se  habia  entregado  María  en  Carberry-Hill,  y 
que  una  vez  separada  de  Bothwell,  se  debían  volver  las  riendas  del 
gobierno.  Mas  los  contrarios  replicaban  que  María  habia  faltado  á 
su  palabra  de  romper  con  Bothwell  para  siempre ,  puesto  que  le 
habia  escrito  después  prometiéndole  tomar  parte  en  su  fortuna.  Los 
lores  comisionados  se  hallaban  muy  comprometidos  y  demasiado 
empeñados  en  el  lance  para  no  llevarle  á  cabo ,  y  coger  completo 
el  fruto  de  su  triunfo.  Ninguna  seguridad  tenian  por  otra  parte  que 
esperar  si  la  reina  volvía  al  ejercicio  de  su  libertad,  y  al  contrarío 
mucho  que  temer  de  su  resentimiento.  Consumaron,  pues,  la  obra, 
oUigando  á  la  reina  á  renunciar  &  la  corona  á  favor  de  su  hijo,  de- 
biendo de  nombrarse  un  regente  para  administrar  los  negocios  en 
su  minoría. 

Becayó  el  nombramiento  de  este  cargo  importante  en  la  persona 
del  conde  de  Murray,  hermano  de  la  reina.  Desde  el  asesinato  de 
Damley  se  habia  ausentado  del  país ,  y  viajaba  por  Inglaterra  y 
Francia.  Al  saber  la  noticia,  regresó  con  toda  brevedad  á  Escocia, 
donde  tomó  las  riendas  del  gobierno  y  se  hizo  duefio  del  castillo  de 


822  msTOUA  DB  rum  n. 

Edimburgo.  El  parlamento  ratificó  muy  poco  después  la  subida  del 
prÍDcipe  al  trono ,  y  en  la  persona  del  conde ,  el  cargo  de  regente. 

Fué  para  María  de  Escocia  una  especie  de  consuelo  que  recaye- 
se la  regencia  en  su  hermano,  que  no  se  hallaba  con  los  lores  coo- 
federados  en  Garberry-Hill,  y  en  cuya  gratitud  y  antiguo  afecto  te- 
nia puestas  algunas  esperanzas.  Mas  el  conde  de  Murray,  ambi- 
cioso y  adicto  á  su  partido ,  se  mostró  adverso  á  los  adherentes  de 
la  reina.  Permanecía  esta  mientras  tanto  cautiva  en  el  castillo  de 
Lochleven,  situado  en  medio  del  lago  Leven,  como  lo  indica  la  pa- 
labra. Esta  circunstancia  y  la  de  ser  duefio  del  castillo  sir  Jacobo 
Douglas^  cuya  madre  era  la  misma  que  la  de  Murray,  daba  la  ma- 
yor confianza  acerca  de  la  segura  custodia  de  la  reina.  Mas  nada 
resistía  á  su  hermosura  y  á  sus  gracias.  Prendado  de  ellas  un  her- 
mano del  mismo  Douglas  que  mandaba  á  la  sazón  la  fortaleza,  pen- 
saba «n  proporcionar  los  medios  de  su  fuga,  cuando  descubierta  la 
trama  fué  echado  del  castillo. 

Permaneció  este  Douglas  algunos  dias  disfrazado  del  otro  lado  del 
lago,  pensando  en  los  medios  de  libertar  á  María,  que  probó  en  efecto 
á  escaparse  por  su  dirección,  cuando  por  una  casualidad  falló  la 
empresa.  Mas  otro  Douglas  pariente  de  los  otros  que  habitaba  en 
el  castillo,  quizás  movido  por  los  mismos  sentimientos,  tuvo  la  ma- 
fia de  sustraer  las  llaves  del  castillo,  con  las  cuales  se  evadió  la 
reina,  llegando  felizmente  á  la  otra  orilla  donde  la  esperaban  alga- 
nos  partidarios.  Inmediatamante  fué  conducida  á  Hamilton;  donde 
sus  parciales  alistaron  gente  y  se  confederaron  para  defenderla.  Fir- 
maron el  documento  nueve  condes,  otros  tantos  lores  y  muchas  per- 
sonas de  grande  conveniencia. 

Colocando  estos  fieles  partidarios  á  la  reina  en  medio  de  sus  ba- 
tallones, se  movieron  hacia  Dumbar  con  objeto  de  depositarla  en 
aquella  fortaleza,  y  marchar  después  en  busca  del  regente;  mas  este 
que  supo  moverse  con  rapidez,  salió  de  Glasgow  á  la  cabeza  de  un 
ejército  inferior  con  objeto  de  interceptar  la  marcha  de  los  confe- 
derados h&cia  el  Norte.  Al  aproximarse  los  dos  ejércitos,  se  apresu- 
ró j»tda  una  de  sus  vanguardias  á  apoderarse  del  pueblo  de  Langsi- 
de,  como  de  una  favorable  posición  tratándose  de  una  batalla.  Se 
encontraron  los  dos  cuerpos  y  se  batieron  con  sus  lanzas  y  picas 
con  gran  furia.  Mientras  se  hallaban  así  empefiados,  se  destacó  por 
la  derecha  Morton  y  cargó  sobre  el  flanco  de  los  hamiltones,  lo  que 
decidió  la  batalla,  quedando  desordenadas  y  en  seguida  rotas  las 


CAPITULO  xxvni.  3Í3 

tropas  de  María.  Huyó  la  reina  por  espacio  de  sesenta  millas  sin 
detenerse  nn  punto  hasta  la  abadía  de  Damdreman  en  Galloway. 

Asi  llegó  la  reina  de  Escocia  perseguida  por  sus  subditos  hasta 
la  frontera  de  Inglaterra.  No  le  quedaba  ya  mas  recurso  que  pasar 
al  otro  reino,  ó  huir  como  un  proscrito  al  través  del  suyo  propio  en 
busca  de  un  asilo.  Se  inclinaban  sus  consejeros  á  este  último  extre- 
mo como  el  mas  seguro,  aunque  con  tantas  apariencias  de  ex- 
puesto y  peligroso.  Prefirió  la  reina  el  primero,  sea  por  cansancio 
material  y  desmayo  de  ánimo,  sea  con  la  ilusión  de  hallar  en  la  rei- 
na Isabel  al  menos  simpatía  por  sus  padecimientos.  Fué  el  último  acto 
de  libertad  que  ejerció  esta  princesa  desgraciada.  María  pasó  en  efecto 
la  frontera,  donde  vio  tomados  de  antemano  todos  los  preparativos 
para  recibiría  con  obsequio.  Mas  aunque  la  reina  tenia  tantos  motivos 
de  conocer  el  carácter  de  Isabel,  estaba  muy  lejos  de  presumir  á 
dónde  la  conducia  un  camino  que  tan  lleno  de  flores  se  le  presen- 
taba. 


CAPITULO  XXIX* 


Estado  de  los  Paises-Bajos.— Torcida  política  del  Rey  de  España.— Descontento  gene- 

ral.^La  princesa  gobernadora — ^EI  cardenal  Granvela ^El  principe  de  Orange.-* 

El  conde  de  Egmont ^El  conde  de  Hom.— Situación  de  los  partidos. — Conflictos. 

— ^Mensajes  y  cartas  al  Rey — ^Acusaciones  contra  Granvela.— Salida  de  este  de  los 
Paises-Bajos.  1560.-1565.  (1). 


Pasemos  ahora  á  ud  país  coya  historia  dos  toca  mas  de  cerca, 
donde  do  era  menos  viva  la  pugoa  de  opÍDÍODes,  dí  meDOs  proDun- 
ciado  el  coDflicto  de  los  iotereses.  Había,  sin  embargo,  eo  los  Pai- 
ses-Bajos  uDa  circuDstaDcia  particular,  que  distiDgnia  sos  disen- 
sioDes  de  las  de  FraDcia,  loglaterra  y  Escocia  qae  acabaD  de  oco- 
parDos.  Estaba  aqoí  eDceDdida  uDa  guerra,  propiameDte  civil,  en 
que  las  partes  coutendieDtes  perteoeciaD  á  uua  Dacioo  misma.  Gho- 
cabaD  escoceses  coDtra  escoceses,  firaDceses  coDtra  fraDceses,  divi- 
didos por  opioiones,  por  rivalidades  de  maDdo,  de  poderío,  ó  de 
cualquiera  otra  ioflueDcia  eD  los  asuDtos  del  gobierDO.  Ed  los  Pai- 
ses-Bajos,  al  coDtrario,  teoia  la  coDticDda  el  carácter  de  DacioDal, 
OD  que  lucha  ud  país  coDtra  ud  prÍDcipe  extraDjero,  eD  que  lasóla* 
ses  altas  y  bajas,  de  todas  coudícioDes,  se  udod  á  la  larga  bajo  la 
baDdera  de  su  íudepeDdeDcia. 


(1)  Strada,  gaerras  de  Flandos,  BentlvogUo  Íd-Thoa  ó  Tunaniu,  historia  sui  temporis. — Vander- 
hammenn,  don  Felipe  el  Prudente.— Terreras,  Historia  general  de  BspalEa.— Watson,  Historia  de  Fe- 
Upe  11  y  otros.  Prescindiendo  del  diverso  colorido  que  la  diíérenda  de  opintones,  de  nacloD  ó  de 
creencia,  da  á  los  becbos  que  refieren,  el  fondo  del  cuadro  es  casi  el  nisno. 


Gápnui.0  xxTiL  3t5 

Ndeklo  don  Felipe  eo  EspaQa,  español  taa  de  corazón  como  de 
cuoa,  espa&ol  en  hábitos,  en  costumbres,  en  incÜDaciones ;  era  un 
extranjero  en  los  Paises-Bajos.  Se  consideraba  en  ellos  su  gobierno, 
DO  como  nacional,  formado  y  apoyado  en  las  necesidades  y  simpa- 
tías del  pail)  sino  en  medios  tan  extraDos  al  pueblo,  como  el  mo- 
narca que  de  ellos  se  valia*  Parece,  pues,  que  aconsejaba  la  poli- 
tica  al  rey  de  Espafia  proporcionase  en  el  pais  algunos  elementos  de 
ioclinacion  ó  de  favor,  adherirse  k  mas  clases,  aunque  no  fuese  mas 
que  para  neutralizar  la  preponderaocia  de  las  otras,  dividir  en  fin 
para  reinar,  ya  que  el  dominio  moral  del  todo  era  imposible.  Mas 
la  politica  de  contemporanizar,  de  halagar,  de  servir  k  unas  pasiones 
con  objeto  de  combatir  las  otras,  estaba  poco  en  la  Índole  del  rey 
de  EspaOa.  No  conocía  mas  que  un  arte  de  gobierno,  k  saber,  la 
dominación,  el  ejercicio  directo  y  abierto  del  poder,  y  una  mano 
fuerte  para  reprimir  á  los  que  este  poder  desconocían.  En  nada  se 
vio  mas  este  carácter  duro  de  Felipe  que  en  el  gobierno  y  adminis- 
tración de  los  Paises^^Bajos. 

Comenzando  por  los  grandes  del  pais,  si  bien  los  dejó  goberna- 
dores de  las  provincias,  como  ya  se  ha  visto,  estuvo  muy  lejos  de 
tener  miramiento  á  las  pretensiones  de  algunos  de  ellos  que  á  con- 
dición mas  alta  se  creían  con  derechos.  Quedó  mortificadísimo  el 
príncipe  de  Orange  de  no  haber  recibido  el  mando  de  todos  los  Pai- 
ses-Bajos;  lo  quedaron  asimismo  otros  de  no  haber  conseguido 
puestos  mas  altos  qae  los  que  les  asignaban <  En  tiempo  del  Empe- 
rador, que  conocía  mejor  los  hombres  y  las  cosas,  gozaban  estos 
grandes  una  parle  de  su  favor  y  su  confianza.  Mas  con  Felipe  H, 
solamente  mereeíao  estas  distinciones  los  de  l^spaDa.  Los  eclipsaba 
á  todos  el  duque  de  Alba,  cuya  aversión  k  los  flamencos  se  hacia 
sentir  de  un  modo  aun  mas  positivo  que  la  del  monarca.  Apoyado 
este  personaje  en  su  favor,  en  sos  grandes  riquezas  y  en  las  ven- 
tajas debidas  k  su  propio  mérito ,  no  disimulaba  el  sentimiento  de 
raperioridad  con  que  á  los  otros  contemplaba.  Los  grandes  flamen- 
eos  no  eran  por  otra  parte  ricos :  había  tenido  la  corte  de  EspaSa 
la  política  de  hacerles  incurrir  en  grandes  gastos  por  medio  de  em- 
bajadas y  otras  comisiones  honoríficas  que  los  arruinaban.  Los  se- 
fiores  españoles  gozaban  de  mas  bienes  de  fortuna ;  y  cuando  se 
presentaban  algunos  en  los  Países-Bajos,  desplegaban  una  magni- 
ficencia y  esplendor  que  no  podían  menos  de  humillar  ei  amor  pro- 
pio de  los  naturales. 

Tomo  i.  ít 


326  msTOEU  dr  ntiPB  n. 

Era  la  princesa  de  Parma  verdaderamente  natnral  de  los  Paises- 
Bajos ;  mas  aunque  criada  allí ,  no  babia  residido  lo  bastante  para 
conocer,  ni  su  Índole,  ni  sus  necesidades.  Enlazada  entonces  con 
Octavio,  duque  de  Parma,  sin  duda  consideraba  los  Paises-Bajos 
como  un  país  extrafio,  donde  sus  intereses  eran  por  precisión  de  un 
orden  transitorio.  No  estaba  esta  princesa  bastante  calculada  para 
dominar  moralmente  y  tener  á  raya  si  fuese  necesario  á  los  grandes 
del  pais,  que  se  creían  con  derechos  y  méritos  superiores  á  los  su- 
yos. Conoció  sin  duda  Felipe  esta  desigualdad  cuando  le  puso  por 
consejero  y  director  á  Antonio  Perenot  de  Granvela,  obispo  de  Ar- 
ras, uno  de  los  personajes  que  gozaban  mas  de  su  confianza ;  mas 
esta  política  no  fué  acertada,  y  el  correctivo  probó  ser  de  peor  con- 
dición que  la  medida  misma. 

Era  hombre  de  capacidad  y  de  gobierno  este  prelado ;  conocía 
los  negocios  y  los  hombres ;  se  había  educado  en  todos  los  porme- 
nores y  secretos  de  la  administración ;  era  instruido,  aplicado,  la- 
borioso, sagaz  y  entendido,  firme  y  hábil,  como  lo  había  acredita- 
do ya  en  tiempo  del  Emperador  que  le  dejó  á  su  hijo  como  uno  de 
los  legados  mas  preciosos.  Mas  estas  cualidades  dafiaron,  mas  que 
fueron  útiles,  á  los  verdaderos  intereses  de  Felipe.  Tan  poca  afición 
tenia  á  los  Países-Bajos  el  ministro,  como  el  monarca ;  la  misma 
inclinación  é  índole  abrigaba  de  dominar  por  medio  del  tesón  ,  de 
la  energía  y  la  dureza  que  predominaban  en  el  gabinete  de  Felipe. 
Entre  sus  cualidades  no  dominaba  la  popularidad,  el  arte  de  nen- 
tralizar  lo  duro  de  la  administración  con  ciertas  formas  agradables, 
que  si  no  satisfacen  siempre,  consuelan  algo  al  amor  propio. 

Nombrado  consejero  de  la  Gobernadora ,  no  podía  menos  de  di- 
rigir eq  grande  los  negocios  y  ser  de  hecho  el  verdadero  gobernan- 
te. Defería  sin  duda  la  princesa  Margarita  ¿  sus  consejos ,  cedía 
naturalmente  á  la  superioridad  del  genio  de  su  consejero ,  aunque 
debía  de  sentirse  muchas  veces  humillada  en  la  opinión  pública  al 
representar  de  hecho  un  papel  subalterno  y  secundario :  pero  sí  es- 
te la  privaba  de  aquella  consideración  personal  tan  ansiada  del  que 
manda,  amortiguaba  al  menos  el  sentimiento  de  desaprobación  y 
los  tiros  de  la  maledicencia  que  al  ministro  con  particularidad  se 
dirigían. 

Aborrecían  los  grandes  al  prelado,  íilgunos  por  agravios  parti- 
culares, y  todos  por  las  formas  duras  é  imperiosas  de  que  su  auto- 
ridad se  revestía.  Para  el  príncipe  de  Orange  era  objeto  de  singa- 


CAPITULO  XXIX.  3S7 

lares  preveocíoDes.  Sabia  este  por  sas  emisarios  la  correspoDdencia 
directa  en  que  estaba  Granvela  cod  el  rey  de  EspaDa;  que  les  ocul- 
taba en  el  Coosejo  muchos  negocios  de  importancia  á  él  solo  enco- 
meudados,  y  que  eo  la  mayor  parte  de  las  ocasiones  eran  solo  con- 
sejeros nominales.  Para  aumentar  su  mortificación,  envió  al  prelado 
la  corte  de  Roma  el  capelo  de  cardenal ,  sin  duda  por  recomenda- 
ción y  solicitud  del  rey  de  EspaBa  ;  mas  el  obispo  de  Arras  fué 
bastante  cortesano  para  no  revestirse  de  la  púrpura,  hasta  recibir 
la  aprobación  de  esta  gracia,  y  aun  el  mandato  de  que  usase  de 
ella,  de  su  soberano.  Con  esto  se  afirmó  mas  en  el  favor  de  este 
monarca,  así  como  la  púrpura  redobló  la  odiosidad  con  que  sus  ri- 
vales le  miraban. 

Sabia  muy  bien  el  nuevo  Cardenal  la  animadversión  de  que  era 
objeto,  mas  no  trató  nunca  de  neutralizarla  por  aquellos  medios  di- 
rectos ó  indirectos  que  curan  tantos  odios.  Severo,  reservado  y  al- 
tanero cuanto  podia,  se  mostraba  con  los  grandes  de  los  Paises- 
Bajos.  Con  el  favor  de  su  rey,  se  creia  bastante  fuerte  contra  tantos 
enemigos,  y  como  su  política  era  el  no  ceder  jamás,  crecía  su  impo- 
pularidad á  proporción  de  su  firmeza  y  energía. 

En  cuanto  á  las  clases  populares,  propendían  mas  á  la  nobleza 
que  á  la  corte,  mirando  en  los  primeros  un  apoyo,  y  un  opresor 
extranjero  en  la  segunda.  Conocían  demasiado  los  nobles  su  posi- 
ción para  no  cultivar  estas  disposiciones  naturales  y  fomentar  por 
todas  las  artes  posibles  una  popularidad  que  tanto  les  servia.  En- 
cendido el  país  con  contiendas  religiosas,  imitaban  la  conducta  de 
tantos  grandes  de  Francia,  manifestándose  indulgentes,  si  no  par- 
tidarios, de  las  nuevas  sectas.  Era  herir  en  lo  mas  vivo  la  política 
y  las  miras  de  los  altos  gobernantes.  Hacían  en  efecto  grandes 
progresos  en  los  Países-Bajos  las  nuevas  doctrinas,  cuya  introduc- 
ción había  sido  inevitable  por  las  razones  que  hemos  indicado  en 
otra  parte ;  y  como  este  era  el  asunto  principal,  el  que  llamaba  mas 
la  atención  del  rey  de  Espafia,  consiguiente  era  que  la  Gobernadora 
y  su  ministro  se  manifestasen  duros  é  inflexibles  contra  innovacio- 
nes tan  odiosas  al  monarca.  Entraban  en  esta  antipatía  las  ideas 
y  sentimientos  del  nuevo  Cardenal,  no  menos  intolerante  que  su 
amo  y  no  menos  celoso  que  él  en  el  establecimiento  de  los  tribuna- 
les de  la  Inquisición,  único  medio  en  su  concepto,  á  lo  menos  el 
mas  eficaz,  para  purgar  el  país  de  la  herejía.  Pero  cuanto  mas 
objeto  de  inclinaciones  y  de  simpatía  era  para  los  gobernantes  la 


818  HISTOEU  DB  F£LIP£  IL 

creación  de  este  tribunal,  tanto  mas  odioso  é  impopular  se  iba  ha- 
ciendo cada  día  en  los  Paises-Bajos. 

Por  otra  parte,  la  formación  de  los  nuevos  obispados,  grande 
golpe  de  política  con  que  Felipe  11  pensó  curar  los  males  del  pais, 
contribuyó  por  su  parte  á  hacer  odioso  y  objeto  de  desconfianza  sa 
gobierno.  Para  dotar  los  nuevos  obispos,  se  despojó  de  sus  bienes 
á  los  abades  seculares,  lo  que  por  precisión  excitó  sus  resentimien-* 
tos,  en  que  tomó  parte  el  pueblo  y  hasta  los  mismos  grandes,  que 
con  la  introducción  de  los  nuevos  obispos  en  los  Estados  vieron  dis-* 
minuida  algún  tanto  su  preponderancia.  Para  acabar  de  hacer  odio- 
sa  la  medida,  se  confirió  al  Cardenal  el  arzobispado  de  Malinas, 
ascenso  que  le  presentó  como  un  hombre  interesado  y  egoísta  que 
recogía  el  fruto  principal  de  una  medida  de  que  tan  celoso  y  apa- 
sionado se  mostraba. 

Con  la  indicación  de  estos  hechos  no  desmentidos  por  casi  todos 
los  historiadores,  se  tiene  lo  bastante  para  comprender  muy  bieo 
que  el  gobierno  de  los  Paises-Bajos  no  estaba  calculado,  ni  para  la 
fusión,  ni  amalgama  de  todos  estos  intereses,  ni  para  neutralizarlas 
todos  y  apagar  su  voz  por  medios  materiales.  Faltaba  para  lo  prí* 
mero  el  poder  de  la  opinión ,  palanca  principal  de  los  gobiernos;  era 
imposible  lo  segundo,  porque  estos  materiales  no  podían  ser  mas  que 
extranjeros,  y  justamente  era  la  salida  de  las  tropas  españolas  del 
pais  el  objeto  délas  primeras  pretensiones  délos  Paises- Bajos.  To- 
dos tenían  un  interés  vital  en  deshacerse  de  estos  instrumentos  qae 
creian  de  opresión  y  servidumbre,  y  los  grandes  mas  que  nadie. 
Ya  sobre  esto  hicieron  sus  exposiciooes  al  rey  mientras  residía  en 
los  Paises-Bajos,  manifestándole  la  necesidad  de  esta  medida  con 
un  tono  firme  y  resuelto,  de  que  se  enojó  el  rey,  tan  interesado  en 
la  quedada  como  los  otros  en  la  salida  de  las  tropas.  También  era 
contrario  á  la  medida  el  Cardenal,  que  consideraba  en  estas  tropas 
el  apoyo  principal  de  su  gobierno.  Mas  el  clamor  popular  era  mas 
que  todas  estas  consideraciones.  Se  mandó  primero  que  estas  tropas 
se  reuniesen  en  la  provincia  de  Zelanda,  y  en  esta  misma  disposición 
es  creyó  ver  un  desigoio  de  servirse  de  ellas,  haciéndoles  caer  de  gol- 
pe en  cualquier  parte.  Hubo  en  dicha  provincia  alborotos  y  cesó  el 
trabajo  en  los  diques  y  arsenales.  Los  huéspedes  aborrecían  natu- 
ralmente al  pais,  en  proporción  de  lo  que  eran  en  él  impopulares, 
y  por  lo  mismo  en  lugar  de  curar  esta  llaga  se  irritaba  cada  día. 
Al  fin  pudo  la  Gobernadora^  á  fuerza  de  súplicas  y  exposiciones  k 


GAPÍTOLO  &X1X.  889 

Felipe,  hacerle  ver  lo  indispensable,  lo  urgentísimo  de  la  medida, 
y  las  tropas  se  embarcaron  con  dirección  á  BspaOa. 

Trató  la  Gobernadora  de  dar  nueva  organización  á  las  del  país 
haciendo  que  los  capitanes  de  los  tercios  dependiese  directamente 
de  los  gobernadores  de  las  provincias  y  castillos,  en  logar  de  los 
maestres  de  campo  ó  coroneles.  Pero  cuando  mas  ocupada  estaba 
en  este  asunto,  le  ordenó  Felipe  que  enviase  á  Francia  dos  mil 
hombres  de  á  caballo  que  iban  de  refuerzo  al  ejército  católico  de 
aquel  pais,  donde  ejercia  tanta  influencia  el  rey  de  Espafia.  Mas  de 
esta  multiplicidad  de  negocios  y  atenciones  no  podia  menos  de  re- 
sentirse el  régimen  y  bienestar  de  muchos  puntos  de  la  mo- 
narquía. 

Contra  esta  medida  reclamó  muchísimo  la  Gobernadora,  expo- 
niendo el  vacío  que  tan  gran  número  de  tropas  iba  á  dejar  on  el 
pais ;  los  grandes  la  resistieron  igualmente,  porque  siendo  todas  ellas 
flamencas  creían  tenerlas  á  su  devoción  particular  en  caso  de  un 
conflicto.  Mas  aunque  se  mostró  en  un  principio  inflexible  el  rey  de 
Espafia,  pudo  parar  el  golpe  la  Gobernadora,  enviando  á  Francia 
00  auxilio  pecuniario  en  logar  de  la  gente  prometida. 

Se  planteaban  con  gran  dificultad  los  nuevos  obispados,  medida 
impopular  y  cuya  odiosidad  agravaban  los  enemigos  del  gobierno. 
Miraban,  en  particular  los  de  la  provincia  de  Brabante,  como  un 
atentado  á  sus  derechos,  alegando  que  oo  se  podia  hacer  variado^ 
oes  en  la  parte  administrativa  y  económica  de  la  Iglesia  sin  el  eon^ 
sentimiento  y  cooperación  de  los  Estados.  Repugnaban  muchísimo, 
los  de  Malinas  sobre  todo,  la  exaltación  de  Granvela  á  su  silla  ar- 
zobispal, debiendo  observar  de  paso  que  fué  esta  deyacion  uno  de 
los  principales  motivos  de  la  odiosidad  con  que  se  le  miraba.  En- 
viaron los  de  Brabante  una  secreta  exposición  al  Papa  suplicándole 
la  alteración  de  la  medida,  ó  á  lo  menos  una  remora.  Mas  la  Go-» 
bernadora,  ó  por  mejor  decir  el  Cardenal,  quede  todo  tenia  espías, 
envió  por  su  parte  á  la  corte  de  Roma  una  manifestación  secreta  en 
contra  de  la  de  los  de  la  provincia,  haciéndole  ver  el  espíritu  de 
disidencia  y  animadversión  hacia  Roma  que  en  aquellas  provincias 
dominaba.  También  reclamaron  los  de  Amberes  &  Felipe,  suplicán- 
dole no  hiciese  á  su  ciudad  residencia  de  un  obispo :  á  lo  que  les 
respondió  el  rey  que  se  suspendería  la  ejecución  de  esta  medida, 
hasta  su  próximo  viaje  á  los  Países-  Bajos. 

Se  negaron  abiertamente  algunas  ciudades  á  la  admisión  de  sos 


880  filSTORU  DK  FKUPB  II. 

obispos.  No  los  quisieron  en  Deven ter,  Ruremonde  y  Lewarden. 
Otras,  como  Harlem,  Utrecht,  Saint-Omer  y  Middiebargo  los  admi- 
tieron sin  ninguna  repugnancia.  En  ^Malinas  ningún  grande  asistió 
á  la  ceremonia  de  la  solemne  instalación  del  arzobispo,  babiéndose 
ya  declarado  una  especie  de  ruptura  abierta  entre  ellos  y  Granveia. 
Poco  á  poco  fué  tomando  este  nuevos  vuelos,  hasta  el  punto  de  ser 
considerado  de  hecho  como  de  derecho  único  y  solo  gobernante  en 
tos  Paises-Bajos. 

Al  mismo  tiempo  se  reforzaban  los  edictos  y  se  tomaban  cada 
vez  medidas  mas  severas  contra  la  herejía,  pero  con  escasos  re- 
sultados. Poco  á  poco  se  iba  haciendo  la  religión  del  rey  de  Espafia 
tan  impopular  como  su  gobierno  mismo.  La  mayor  parte  de  los 
grandes  atizaban  en  secreto,  si  no  se  mostraban  partidarios  abier- 
tos de  las  nuevas  sectas  que  habian  invadido  los  Paises-Bajos.  Lu- 
teranos, calvinistas,  anabaptistas,  todos  recorrían  el  pais  y  ha- 
cían prosélitos.  Aunque  no  tenían  todavía  estas  doctrinas  lo  que 
se  llama  culto  público,  la  imprenta  y  la  predicación  aumentaban 
cada  dia  el  número  de  los  sectarios.  Hubo  serias  turbulencias  en 
varios  puntos  con  motivo  de  estos  sermones,  sobre  todo  en  Tonrnay, 
Lilla  y  Valenciennes.  Para  el  sosiego  de  los  primeros  se  acudió  muy 
pronto  y  con  buen  éxito,  mas  no  sucedió  lo  mismo  en  la  última 
ciudad,  donde  llevaron  presos  á  la  cárcel  á  Maular  y  Taveano,  prin- 
cipales misioneros  que  arrastraban  tras  sí  la  muchedumbre.  Se 
trataba  de  conducirlos  al  cadalso,  mas  temían  la  efervescencia 
popular  y  excogitaban  los  medios  de  llevar  adelante  y  sin  riesgo  sus 
designios.  Escogieron  para  eso  un  dia  en  que  gran  parte  del  vecin- 
dario estaba  fuera  de  la  ciudad  con  motivo  de  una  feria.  Mas  no  de- 
jó por  eso  de  reunirse  un  número  considerable  que  invadió  la  plaza 
de  la  ejecución  é  impidió  que  se  verificase  aquel  suplicio.  Temieroo 
los  agentes  de  la  autoridad  y  volvieron  &  la  cárcel  á  los  reos,  segui- 
dos de  la  muchedumbre  que  los  llenó  de  aclamaciones  entonando 
cánticos.  Pasaron  los  alborotadores  al  momento  al  convento  de 
Santo  Domingo,  que  invadieron  y  saquearon ;  á  poco  después  ca- 
yeron sobre  la  cárcel  poniendo  en  libertad  á  los  dos  reos,  mas  de- 
jaron en  ella  los  que  estaban  allí  por  otros  crímenes. 

Duró  todavía  algunos  dias  el  tumulto;  mas  llegaron  tropas  de 
afuera  que  calmaron  el  desorden.  Los  dos  reos  fueron  cogidos  otra 
vez,  conducidos  á  la  cárcel  y  poco  después  sacados  al  patíbulo, 
donde  su  muerte  tuvo  efecto,  ejerciéndose  además  otras  medidas  de 
rigor  con  los  principales  cómplices. 


CAPITULO  XXTX.  881 

Seguía  mientras  tanto  la  dísideocia  entre  los  grandes  y  Granvela. 
Dejaron  los  primeros  de  asistir  al  Consejo»,  bajo  el  pretexto  de  qne 
no  se  les  daba  cuenta  de  los  negocios  principales,  y  que  las  reunio- 
nes eran  meramente  de  aparato.  Sabedor  de  ello  el  rey  por  la  Go- 
bernadora, envió  amonestaciones  para  que  cambiasen  de  conducta. 
Mas  hicieron  poco  efecto:  primero,  porque  verdaderamente  los  gran- 
des bacian  poco  papel  en  una  reunión  donde  no  se  presentaban  mas 
que  negocios  de  poca  consecuencia;  y  segundo,  porque  en  el  estado 
en  que  las  cosas  se  habían  puesto,  convenia  á  los  grandes  disiden- 
tes hacer  ver  los  motivos  de  queja  que  les  daban.  La  Gobernadora 
mandó  celebrar  entonces  una  asamblea  extraordinaria  de  los  caba- 
lleros del  Toisón  de  Oro,  medida  á  que  se  apelaba  cuando  se  tra- 
taba de  calmar  los  ánimos  y  deslumhrar  por  medio  de  una  pompa 
tan  solemne.  Se  les  dieron  tres  dias  de  término  para  hacer  su  pre- 
sentación en  esta  ceremonia,  por  haberse  observado  la  poca  prisa 
con  que  los  grandes  acudian  á  dicho  llamamiento.  De  esta  dilación 
ó  plazo  se  aprovechó  el  principe  de  Orange  para  reunir  en  su  casa 
á  los  principales  personajes,  á  quienes  hizo  ver  los  peligros  que  les 
rodeaban  á  ellos,  los  que  amenazaban  al  pais  á  continuar  un  siste- 
ma de  administración  tan  mal  entendido,  con  tantas  imprudencias 
apoyado;  que  era  imposible  la  tranquilidad  de  Flandes  mientras  á  la 
cabeza  de  los  negocios  permaneciese  un  prelado  de  carácter  tan  in- 
flexible y  tan  despótico,  extrafio  á  sus  usos  y  costumbres.  En  nada 
se  apartó  en  su  arenga  de  los  sentimientos  de  fidelidad  y  de  respeto 
que  debian  al  monarca,  política  hábil  en  el  príncipe  de  Orange,  tan 
reservado  siempre  en  todas  sus  palabras,  y  que  no  descubría  nunca 
todo  el  fondo  de  su  alma. 

La  arenga  hizo  impresión,  mas  encontró  disgusto  ^  algunos  y 
abierta  repugnancia  en  otros.  Le  contradijo  el  conde  de  Barlamot, 
haciéndole  ver  que  se  avenía  mal  el  respeto  profesado  al  rey  con  la 
abierta  resistencia  que  se  hacia  á  las  disposiciones  de  los  ministros 
y  agentes  del  monarca.  Sin  embargo,  la  mayoría  de  aquella  reunión 
adoptó  y  tomó  parte  en  los  sentimientos  del  príncipe  de  Orange. 

A  la  Gobernadora,  instruida  de  esta  reunión,  le  pareció  un  expe- 
diente de  necesidad  dividir  y  excitar  rivalidades  entre  personajes 
coya  unión  no  podía  menos  de  presentarle  formidable.  El  rey  de 
EspaDa  le  daba  este  consejo,  considerándola  una  medida  necesaria. 
Para  llevarla  á  efecto,  mandó  de  embajador  á  la  Dieta,  convocada 
para  la  elección  del  rey  de  los  romanos,  al  conde  de  Arescot,  rival 


832  HTSTOmjL  DB  FBLIFB  If. 

del  prÍQdpe  de  OraDge.  También  se  hicieroQ  distinciones  con  el  con- 
de de  Egmont,  para  ponede  en  pugna  con  la  misma  persona  á  quien 
se  mostraba  tan  adicto;  mas  los  motivos  que  tenian  estos  grandes 
personajes  de  vivir  unidos,  eran  superiores  á  todos  los  intereses  que 
podia  crear  para  ellos  la  política  de  la  Gobernadora. 

Aunque  lo  dicho  hasta  el  presente,  y  lo  que  manifestemos  en  se- 
guida de  algunas  personas  influyentes  de  los  Paises-Bajos,  den  bas- 
tantes luces  sobre  su  carácter,  indicaremos  de  ellos  algunas  parti- 
cularidades que  harán  comprender  mejor  el  papel  que  van  á  repre- 
sentar en  estas  turbulencias.  Comenzaremos  por  el  mas  importante 
de  ellos,  á  saber,  el  príncipe  de  Orange. 

Había  nacido  el  príncipe  de  Orange  el  aüo  de  1533,  de  un  padre 
luterano,  capitán  entendido,  que  había  servido  con  distinción  en  los 
ejércitos  de  Carlos  V.  Descendía  de  la  ilustre  familia  de  Nassau, 
cuyos  condes,  por  su  enlace  con  la  heredera  del  principado  de  Orange, 
en  el  mediodía  de  Francia,  tomaban  este  título  de  príncipes  de  Oran- 
ge.  £ra  príncipe  del  imperio,  y  poseía  además  cuantiosos  bienes  en 
los  Países-Bajos.  Fué  criado  el  príncipe  en  la  religión  católica  y  en 
el  palacio  de  Carlos  V,  de  quien  era  paje  favorito,  y  hasta  consejero 
en  muchos  casos,  pues  el  emperador  hacía  aprecio  de  sus  observa- 
ciones, y  no  se  desdeñaba  de  tomar  su  parecer,  á  pesar  de  hallarse 
con  tan  pocos  afios.  Siguió,  pues,  al  emperador  en  todos  sus  viajes 
y  campa&a,  gran  teatro^de  observación  para  un  hombre  de  su  oa-*' 
rácter,  y  escuela  práctica  donde  tomó  lecciones  que  tanto  le  sirvie- 
ron en  lo  sucesivo.  Para  comprender  mejor  lo  cerca  que  estaba 
siemfNre  su  persona  de  la  de  Carlos  V,  basta  recordar  que  en  la  gran 
ceremonia  de  la  abdicación,  cuando  se  levantó  el  emperador  para 
arengar  á  1^  Estados,  se  apoyó  con  la  mano  izquierda  en  el  hom- 
bro del  príncipe  de  Orange. 

Era  este  personaje  ambicioso,  sin  cuya  cualidad  no  hubiera  hecho 
un  pa{>el  tan  distinguido.  Aspiraba  por  entonce^  á  la  dominación  de 
losPaises-Bajos,  aunque  con  el  carácter  de  delegado  de  Felipe.  No 
habiéndola  obtenido,  considerándose  objeto  de  desconfianza  (y  lo 
era  en  efecto)  para  el  rey  de  EspaKa,  trató  de  hacer  á  su  gobierno 
cuanta  oposición  le  era  posible,  y  obtener  por  este  medio  lo  que  el 
favor  le  denegaba.  No  podian  serle  mas  favorables  las  circunstan- 
cias, ni  servir  mejor  á  sus  designios  la  política  errada  de  Felipe. 
Tenia  medios  de  satisfacer  su  ambición,  haciéndose  apoyo  de  los 
oprimidos,  mostrándose  defensor  de  los  privilegios  del  país,  respe- 


CAPITULO  XXIX.  ;  .333 

<ados  tan  poco  por  el  rey  de  España.  Era  el  principe  instruido,  ob- 
servador, gran  conocedor  de  los  negocios  y  los  hombres,  popular, 
magnifico,  hasta  pródigo:  sabia  conservar  en  el  ruido,  y  hasta  en  el 
tumulto  de  un  festin,  sus  verdaderos  sentimientos,  y  no  decir  mas 
que  lo  que  estaba  en  armenia  con  sus  designios  ó  política.  Era  de 
una  reserva  proverbial,  tan  serio,  tan  avaro  de  palabras,  que  me- 
reció el  titulo  de  Taciturno.  Aunque  criado  en  la  religión  católica, 
se  hizo  siempre  sospechoso  por  sus  opiniones,  y  como  para  con- 
firmar este  concepto,  acababa  de  casarse  con  una  princesa  luterana. 

El  conde  de  Egmont,  otro  de  los  personajes  que  hacen  un  gran 
papel  en  esM  drama,  alcanzaba  casi  tanta  fama  como  el  príncipe  de 
Orange;  mas  por  medios  diferentes.  De  algunos  mas  afios  que  el  pri- 
mero, se  habia  distinguido  como  cortesano,  como  hombre  de  nego- 
cios, pues  habia  sido  honrado  con  varias  embajadas,  y  sobre  todo 
como  hombre  de  guerra,  en  cuyo  teatro  lucieron  varias  veces  su  ca- 
pacidad y  bizarría.  Le  hemos  visto  en  la  batalla  de  San  Quintín  der- 
rotar la  caballería  francesa  al  frente  de  la  de  Felipe,  comenzando  de 
este  modo  una  derrota  que  hizo  tan  famosa  esta  jornada.  En  la  de 
Gravelines,  mandó  en  jefe  el  ejército  del  rey  de  Espafia.  Reunida 
esta  gloria  personal  á  las  riquezas,  á  su  posición  en  el  pais,  hacían 
del  conde  de  Egmont  uno  de  los  principales  personajes  de  aquel 
tiempo. 

Era  el  conde  de  Egmont  tan  franco  y  abierto  en  sus  maneras  como 
reservado  el  príncipe  de  Orange;  casi  se  puede  decir  que  alcanzaba 
mas  popularidad  por  esta  misma  circunstancia.  Manifestaba  sus  que- 
jas sin  disfraz  y  sin  rodeos;  con  sentimientos  mas  reales  de  adhe- 
sión y  lealtad  al  rey  de  España,  se  expresaba  acerca  de  él  muchas 
veces,  sin  ninguna  consideración  ni  miramiento.  No  disimulaba  su 
adversión  al  cardenal  Gran  vela,  y  con  la  princesa  Gobernadora  se 
mostraba  franco  consejero,  y  no  pocas  veces  censor  bastante  duro. 
Con  el  príncipe  de  Orange^  á  pesar  de  la  poca  armonía  de  carácter, 
llevaba  relaciones  de  amistad;  tan  fuertes  eran  los  vínculos  con  que 
Ja  política  del  rey  de  España  hacia  unir  á  los  principales  personajes 
de  los  Paises-Bajos. 

Citaremos  también  al  conde  de  Horn,  que  aunque  no  de  tanta 
Dombradía  como  los  otros  dos,  era  personaje  de  importancia;  de  al- 
guna mas  edad  que  ninguno  de  ambos,  militar  también  y  de  buen 
nombre,  adicto  de  corazón  al  príncipe  de  Orange,  que  habia  sabido 
ganársele  por  los  medios  que  en  él  eran  tan  comunes. 

Tomo  i.  43 


334  HISTORU  DIB  FELIPE  IL 

La  regente  do  pudo,  pues,  iotrodacir  la  división  entre  estas  tres 
personas.  Era  necesario  otro  resorte  mas  fuerte  que  el  de  una  sim- 
ple distinción  ó  gracia  de  la  corte. 

Acordaron  los  tres  el  escribir  al  rey  de  EspaOa,  exponiéndole  los 
males  del  pais,  produciendo  quejas  contra  la  persona  del  ministro, 
cuya  separación  le  hacían  v6r  que  era  del  todo  indispensable.  Se  ex- 
tendió la  carta  con  la  anuencia  de  otros  mas  nobles;  mas  algunos  se 
resistieron  á  firmar,  y  no  fué  suscrita  mas  que  con  los  tres  nombres 
indicados. 

La  Gobernadora,  que  por  sus  espías  era  sabedora  de  todos  estos 
pasos,  escribió  por  parte  ¿  su  hermano,  haciéndole  ver  la  confabu- 
lación en  que  se  hallaban  los  grandes  del  pais,  y  lo  fácil  que  era  no 
le  presentasen  la  verdad  con  sus  colores  verdaderos. 

Recibió  mal  el  mensaje  el  rey  de  EspaQa.  Respondió  que  no  es- 
taba acostumbrado  á  destituir  á  ninguno  de  sus  servidores  por  las 
acusaciones  de  sus  enemigos;  que  presentasen  cargos  positivos  con- 
tra el  cardenal,  y  que  si  querían  dar  un  carácter  mas  formal  á  di- 
cha acusación,  viniese  uno  de  ellos  á  producirla  de  palabra. 

Constante  siempre  en  su  máxima  de  dividir  á  los  que  creía  cabe- 
zas de  la  oposición,  escribió  por  parte  al  conde  de  Egmont  en  tér- 
minos muy  expresivos  y  afectuosos;  mas  fué  en  vano,  pues  volvie- 
ron á  escribir  los  tres,  diciendo  al  rey  que  no  se  presentaban  como 
acusadores  de  nadie,  sino  como  hombres  que  daban  un  consejo,  cuya 
admisión  aconsejaba  la  política.  A  las  amonestaciones  del  rey  para 
que  asistiesen  al  Consejo,  respondieron  que  era  un  paso  inútil,  por 
cuanto  en  el  Consejo  no  se  trataban  en  público  ningunos  asuntos  de 
importancia.  El  conde  de  Egmont  respondió  también  por  parte,  di- 
ciendo que  le  era  imposible  presentarse  en  Madrid  como  el  rey  se  lo 
insinuaba;  que  este  paso,  en  lugar  de  ser  útil  á  la  causa  del  país, 
arruinaría  su  reputación ,  que  podía  ser  tan  útil  á  los  intereses  de 
su  soberano. 

Asi  quedaron  por  entonces  los  negocios.  La  mayor  parte  de  los 
grandes  salieron  de  Bruselas,  y  el  Cardenal  quedó,  como  siempre, 
omnipotente.  Mas  creciendo  cada  dia  los  odios  y  las  animosidades 
de  los  grandes  y  del  pueblo,  volvió  el  conde  de  Egmont  á  exponer 
á  la  Rúente  los  males  que  iba  á  acarrear  á  los  Países-Bajos  la  con* 
tínuacion  de  este  personaje  en  el  gobierno.  La  princesa,  ó  bien  con- 
vencida-de esto  mismo,  ó  tal  vez  disgustada  interiormente  de  un 
hombre  cuya  preponderancia  y  verdadera  autoridad  hacia  &  la  suya 


.  CAPITULO  XXIX.  335 

propia  tanta  sombra,  se  decidió  por  fio  á  escribir  al  rey,  aconse* 
jándole  que  tomase  este  asante  en  consideración,  y  se  penetrase  de 
qne  era  ya  necesaria  la  remoción  de  su  ministro. 

Ed  cnanto  á  Granvela  mismo,  que  no  ignoraba  ni  estos  pasos,  ni 
las  disposiciones  de  los  ánimos,  no  tenia  por  prudente  el  insistir  en 
conservar  un  puesto  precario,  que  tantos  disgustos  le  acarreaba. 
También  dio  pasos  por  su  parte  para  su  separación,  aunque  tanto 
humillaba  entonces  su  amor  propio.  Mas  de  todos  modos  el  rey,  á 
quien  tantas  quejas  y  amonestaciones  hicieron  por  fin  fuerza,  con- 
sintió en  un  acto  que  le  repugnaba  como  depresivo  de  su  autoridad, 
y  Granvela  recibió  la  orden  de  ausentarse  de  los  Paises-Bajos. 

Preparado  á  este  golpe  el  Cardenal,  habia  escrito  con  anticipa- 
ción al  duque  de  Alba  pidiéndole  sos  consejos  y  su  protección  para 
que  le  obtuviese  un  puesto  en  la  corte  de  Felipe;  mas  no  quiso  com- 
prometerse dicho  persónese  en  dar  este  paso  delicado,  y  aconsejó  al 
Cardenal  que  se  retirase  por  entonces  á  Borgofia  ó  ai  Franco-Con- 
dado, país  de  SQ  naturaleza.  Tomó  Granvela  su  consejo,  y  salió  de 
Bruselas-,  dirigiéndose  á  Besanzoo,  de  donde  tomó  muy  luego  el  ea- 
mino  para  Roma. 

Ya  nos  encontraremos  mas  adelante  con  este  personaje,  que  á  pe- 
sar de  su  separación  de  los  Paises-Bajos,  nunca  perdió  el  favor  del 
rey  de  EspaOa. 


CAPÍTULO  XXX* 


Sigue  la  materia  del  anterior. — ^Edictos  sobre  la  Inquisición. — ^Sobre  el  concilio  de 
Trento. — Confederación  de  la  nobleza. — ^Mendigos. — ^Excesos  de  los  nuevos  sec- 
tarios.— Represiones. — ^Medidas  medias. — ^Entrada  de  tropas. — ^Recobra  la  Gober- 
nadora el  ascendiente. — Castigos  de  sectarios. — Disolución  de  la  confederación.— 
Retirada  del  príncipe  de  Orange. — Resuelve  el  rey  de  EspaSa  enviar  al  duque  de 
Alba  á  los  Paises-Rajos.  (1865-1867.)  (1) 


Fué  la  separación  del  cardenal  Gran  vela  de  los  Paises-Bajos  una 
medida  sin  duda  muy  prudente;  mas  no  estaba  en  esto  ia  verdadera 
llaga,  la  verdadera  causa  de  los  disturbios  que  los  molestaban.  Tal 
cual  Gran  vela  se  mostraba,  no  era  mas  que  el  verdadero  agente  de 
la  política  del  rey  de  Espafia.  No  bastaba,  pues,  cambiar  de  brazo 
ó  de  instrumento,  quedando  él  mismo  el  resorte,  el  alma  principal 
que  le  movia.  Con  la  política  inflexible  de  Felipe,  no  pedia  haber 
paz  ni  amalgama  entre  tantos  elementos  de  disidencia  y  de  desor- 
den. No  queremos  decir  que  con  otra  conducta  no  hubiese  sucedido 
lo  mismo  en  el  conflicto  á  que  habían  llegado  los  intereses,  las  pa- 
siones, las  ideas.  Un  rompimiento  era  ya  inminente,  inevitable,  y 
los  pasos  que  daba  el  rey  no  hacían  mas  que  acelerar  esta  declara- 
ción de  guerra  abierta.  Era  ya  imposible  gobernar  aquel  pais  según 
sus  máximas  de  administración,  y  en  cuanto  á  purgarle  de  la  he- 
rejía, que  fué  el  pensamiento  favorito,  dominante  y  exclasivo  de 
Felipe,  era  verdaderamente  una  quimera.  Todas  las  cartas  del  mo- 


(1)  Las  mismas  aotoridadef  que  en  el  anterior. 


CAPITULO  XXX.  337 

• 

narca  á  la  Gobernadora  se  dirigian  á  que  conservase  la  religión,  ár 
que  se  persiguiesen  y  castigasen  los  herejes,  y  no  parecia  sino  que 
á  proporción  que  el  rey  se  obstinaba  en  extirpar,  se  desarrollaban 
mas  y  mas  las  nuevas  sectas.  En  varios  puntos  se  manifestaron  los 
«  desórdenes  que  hemos  ya  indicado,  que  entonces  no  eran  mas  que 
cosas  aisladas,  y  no  efecto  de  un  pronunciamiento  abierto.  En  Am- 
beres  tuvo  el  verdugo  que  matar  á  puñaladas  á  un  famoso  apóstata 
llamado  Fabricio,  á  quien  el  pueblo  trataba  de  arrancarle  de  la  ho- 
guera: en  Rupelmonde  llegó  la  desesperación  de  un  clérigo,  tam- 
bién hereje ,  á  incendiar  un  archivo  que  se  hallaba  contiguo  á  la 
cárcel:  en  Brujas  se  alzó  el  populacho  contra  los  inquisidores,  y  ar- 
rancaron de  su  mano  un  preso. 

Las  medidas  que  se  tomaban  en  reprimir  estos  excesos,  en  vez 
de  apagar  el  incendio,  le  daban  nuevo  pábulo. 

La  promulgación  del  Concilio  de  Trento  era  uno  de  los  objetos 
principales,  quizá  el  mas  interesante  que  ocupaba  la  atención  del 
rey  de  EspaQa.  Hemos  visto  que  en  aquella  asamblea,  habiéndose 
disputado  la  precedencia  entre  los  embajadores  de  España  y  de  Fran- 
cia, se  decidió  la  cuestión  por  este  último.  La  misma  determinación 
se  habia  tomado  por  los  cardenales  en  Roma,  á  quienes  el  Pontífice 
habia  encomendado  este  negocio  tan  desagradable»  y  espinoso.  Al 
rey  de  España  ofendió  muchísimo  una  determinación  que  tuvo  por 
injusta  y  depresiva.  Mas  los  que  se  imaginaban  que  esto  habia  de 
influir  en  la  observancia  y  aceptación  del  concilio,  no  conocían  bas- 
tante los  verdaderos  sentimientos  del  monarca. 

Se  alegraron  muchísimo  en  los  Paises-Bajos ,  creyendo  que  se- 
mejante injusticia  les  eximiría  de  lo  que  llamaban  el  yugo  del  con- 
cilio; mas  luego  llegó  orden  de  Felipe  para  que  se  publicase  y  se 
pusiese  en  observancia  todos  sus  decretos  y  disposiciones.  Pareció 
la  medida  algo  violenta  á  la  Gobernadora,  y  dudó  mucho  sobre  la 
publicación  de  algunos  de  ellos.  El  Consejo,  á  quien  expuso  sus  di- 
ficultades, fué  del  mismo  modo  de  pensar;  mas  el  Rey  se  obstinó  en 
que  nada  se  omitiese. 

Con  esto  se  pone  bien  de  claro  que  el  rey  de  España  procedía  en 
estos  asuntos  como  un  hombre  que  después  de  tomada  una  resolu- 
cioD,  no  se  detiene  en  la  naturaleza  délos  medios  de  llevarla  acabo. 
Natural  era  que  reflexionase  que  la  Gobernadora  y  su  Consejo  es- 
taban mas  al  cabo  del  estado  del  país,  y  puesto  que  le  indicaban  los 
inconvenientes  de  la  adopción  de  la  medida,  accediese  á  sus  miras 


838  HISTOIUÁ  DE  FBUPS  IL 

7  adoptase  su  política;  mas  era  para  él  ud  asuDto  capital  la  admí^ 
sioD  eD  su  totalidad  de  los  decretos  del  concilio,  y  todo  lo  demiis  h 
parecía  de  od  orden  secundario.  Repitió,  pues,  la  orden  de  que  se 
llevase  adelante  su  decreto,  y  que  nada  se  omitiese  para  reprimir  y 
castigar  con  mano  fuerte  á  los  herejes.  Mas  no  bastaba  el  mandar, 
pues  los  obstáculos  insuperables  que  encontraba  la  Gobernadora  eran 
superiores  á  estas  órdenes.  Volvieron  á  Madrid  las  representaciones 
de  la  Gobernadora  y  su  Consejo.  Para  apoyarlas  de  palabra  se  en- 
vió ala  corte  de  Espada  al  conde  de  Egmont,  que,  como  hemos  in-^ 
sinuado,  no  era  en  apariencia  objeta  de  suspicacia  para  el  rey  ca- 
tólico. 

Se  verificaban  mientras  tanto  las  conferencias  de  Bayona,  de  que 
hemos  hecho  mención  en  su  lugar  correspondiente.  Por  mas  que  se 
quiso  dar  á  esta  entrevista  un  aire  de  familia,  estaba  persuadido  lodo» 
el  mundo  de  que  se  trataban  en  ella  asuntos  de  gravísima  impor- 
tancia. Se  hablaba  de  un  plan  de  exterminio  total  de  los  herejes;  y 
como  en  estos  casos  vuela  tanto  la  imaginación ,  así  en  los  que  es- 
peran como  en  los  que  temen,  no  eraextraBo  que  las  cosas  se  abul- 
tasen, aunque  en  realidad  todos  los  historiadores  de  aquella  época 
convienen  en  que  el  estado  de  la  herejía  en  Francia  y  los  medios  de 
acabar  con  ella  fueron  el  asunto  principal  de  aquella  reunión  fa- 
mosa. Si  el  rey  de  EspaDa  no  asistió  personalmente  á  ella,  fué,  6 
por  no  comprometerla  dentro  de  un  reino  extrafio,  ó  no  dar  mas 
campo  á  las  sospechas;  y  sobre  todo  por  no  creer  este  paso  necesa- 
rio, habiendo  dado  instrucciones  al  duque  de  Alba,  que  en  on  todo 
le  representaba.  Circularon,  pues,  en  los  Paises-Bajos  con  este  mo- 
tivo rumores  alarmantes  que  atizaron  el  fuego  de  descontento  y  aver- 
sión al  gobierno  espaOol,  aumentando  los  embarazos  de  la  princesa 
Gobernadora  y  su  Consejo. 

Llegó  á  principios  del  afio  1565  el  conde  de  Egmont  á  Madrid, 
donde  fué  bien  recibido  del  monarca.  Su  respuesta  no  fué  otra  qae 
la  que  habia  dado  anteriormente;  4  saber,  que  se  llevase  adelante 
lo  mandado,  y  que  se  reprimiese  y  castigase  á  los  herejes.  Para  dar 
mayor  solemnidad  y  pesoá  su  determinación,  reunió  un  consejo  de 
teólogos,  á  quienes  sometió  la  gravedad  de  aquellas  circunstancias* 
No  todos  los  individuos  de  esta  reunión  aprobaron  abiertamente  sus 
sentimientos  y  medidas  de  severidad  y  de  dureza.  Algunos  fueron 
de  opinión  de  que  debía  cederse  algo  al  estado  de  las  opiniones  y 
crítico  de  la  situación,  y  manifestando  al  rey  su  dictamen  quepodia 


apiTüLO  XXX.  389 

asar  de  tolerancia,  si  este  era  un  camino  de  conservar  mas  fieles 
adictos  á  la  comunión  romana.  «No  se  trata  de  saber  si  puedo,  res- 
pondió Felipe;  la  cuestión  es  si  debo  tolerar  en  mis  dominios  á  ene- 
migos de  la  Iglesia.»  Como  los  teólogos  propendiesen  á  la  afirma- 
tiva, si  tal  era  el  estado  del  negocio,  se  arrodilló  Felipe  ante  un  Cru- 
cifijo, diciendo:  aSefior,  yo  prometo  no  dar  nunca  leyes  ni  mandar 
en  región  alguna  donde  os  desprecien. x> 

Con  estos  datos  podemos  muy  bien  conjeturar  la  respuesta  que 
enviaría  á  la  princesa  Gobernadora,  aunque  Egmoot  no  fué  el  por- 
tador de  todas  las  voluntades  de  Felipe.  Le  dio,  sin  embargo,  una 
instrucción  relativa  al  modo  como  se  habían  de  conducir  con  los  he- 
rejes, instituyendo  una  junta  para  ello.  Le  entregó  asimismo  60,000 
ducados  de  oro  para  la  milicia,  200,000  para  las  guarniciones, 
150,000  para  gobernadores  y  magistrados,  diciéndole  que  quisiera 
mandar  mas,  pero  que  tenia  que  atender  á  otras  obligaciones  igual- 
mente perentorias.  También  le  entregó  la  persona  de  Alejandro,  hijo 
de  la  Gobernadora,  de  diez  y  nueve  afios  de  edad,  con  lo  que  dejó 
á  la  madre  altamente  satisfecha.  Poco  después  se  celebraron  con 
gran  solemnidad  en  Bruselas  las  bodas.de  este  príncipe  con  la  prin- 
cesa Maria  de  Portugal,  hija  del  principe  don  Eduardo  ó  don  Duar- 
te,  hermano  de  don  Juan  III;  mas  estas  grandes  funciones  y  fiestas 
de  familia  no  eudulzaron  la  amarga  situación  en  que  se  hallaba  la 
Gobernadora. 

El  conde  de  Egmont,  á  quien  no  se  le  fiaron  todas  las  instruc- 
ciones que  envió  el  rey  por  carta  separada  á  la  princesa,  se  quejó 
amargamente  de  una  conducta  que  tan  altamente  comprometía  su 
reputación  en  el  pais,  pues  se  le  supondría  partícipe  de  medidas  im- 
populares que  fuertemente  reprobaba.  A  pesar  de  que  trabajó  el  rey 
en  persuadirle  de  que  no  había  contradicción  alguna  entre  las  ins- 
trucciones de  que  había  sido  portador,  y  las  que  habian  ido  en  car- 
tas separadas,  no  se  dieron  órdenes  menos  severas  para  que  se  apo- 
yase todo  lo  posible  á  los  inquisidores,  y  se  publicasen  en  su  tota-* 
lidad  las  decisiones  del  concilio.  Se  extendió  en  los  términos  mas 
severos  el  edicto  en  que  esta  obediencia  y  sumisión  se  prescribía,  y 
se  distribuyó  con  profusión  en  todas  las  provincias. 

Avivó  este  edicto  la  llama  del  descontento,  y  por  todas  partes  fué 
blanco  de  invectivas  y  censura.  En  algunas  provincias,  sobre  todo 
en  Brabante,  donde  apenas  pudo  precederse  á  la  publicación  del 
edicto,  todas  las  clases  del  estado  se  le  mostraron  enemigas,  sobre 


3iO  QISTOñU  DE  FELIPE  )f. 

todo  los  Dobles,  y  mas  que  Dadie  el  príocipe  de  Oraoge,  quecooti- 
Duaba  aprovecháDdose  de  esta  disposición  tan  favorable  de  los 
áDimos. 

Se  siguió  á  estos  disgustos  públicos,  ó  por  mejor  decir  los  infla- 
mó de  nuevo,  una  reunioD  de  nobles  que,  en  número  de  nueve,  ce- 
lebraron cierta  especie  de  confederación  contra  la  promulgación  y 
observancia  del  edicto.  Figuraban  á  la  cabeza,  Luis  de  Nassau,  her- 
mano del  príncipe  de  Oraoge,  Brederod  conde  de  Utrecht,  el  conde 
Garios  Maosfeid,  hijo  del  otro  de  este  nombre,  el  conde  de  Kuilen- 
bourg,  el  coode  de  Tolosa,  el  conde  de  Santa  Aldegundis  Felipe  de 
Marnix.  En  noviembre  de  1565  extendieron  con  solemnidad  la  fór- 
mula de  su  juramento.  Decian  en  su  manifiesto,  que  engafiaban  al 
rey  los  que  le  aconsejaban  el  establecimiento  en  los  Paises-Bajos  de 
la  ÍDquisicion,  tribunal  de  sangre,  que  además  de  sus  crueldades, 
envilecía,  degradaba  y  esclavizaba  á  los  hombres,  poniendo  al  bue- 
no, al  virtuoso,  al  honrado  padre  de  familia  á  merced  de  infames 
delatores;  que  movidos  de  estos  sentimientos,  y  mirando  por  la  tran- 
quilidad y  seguridad  de  los  ciudadanos,  se  declaraban  contra  el  es- 
tablecimiento de  semejante  tribunal,  comprometiéndose  con  sus  per- 
sonas y  sus  vidas  á  llevar  adelante  su  propósito,  confederándose, 
prometiéndose  ayuda  mutua  en  favor  de  cualquiera  individuo  de  la 
confederación,  que  sufriese  ó  fuese  perseguido  por  abrigar  estos  no- 
bles sentimientos  y  trabajase  por  hacerlos  efectivos.  De  la  justicia 
de  su  causa,  de  la  pureza  de  sus  intenciones,  ponían  por  testigo  á 
Dios,  y  hacian  á  su  pais  la  manifestación  mas  formal  y  mas  solem- 
ne. Se  distribuyó  esta  fórmula,  ó  sea  manifestación,  por  miles  de 
ejemplares,  y  fué  recibida  del  pais  con  muchísimo  entusiasmo. 

Abrazaron  la  causa  de  los  nobles  los  mercaderes  y  demás  clases 
populares,  y  muchos  católicos  no  se  manifestaron  menos  prontos  k 
seguir  esta  bandera  que  los  disidentes  en  materias  religiosas.  Es  fá- 
cil de  conocer  que  no  llevaban  unos  y  otros  unas  mismas  miras;  qoe 
algunos  aspiraban  solo  á  verse  libres  de  la  Inquisición,  mientras 
otros  trataban  de  conseguir  una  libertad  completa  de  conciencia.  De 
todos  modos,  se  acrecentó  muchísimo  el  número  de  los  confedera- 
dos, y  á  pocos  dias  de  la  primera  reunión,  ya  pasaban  de  seiscien-^ 
tos.  Se  hallaban  entre  ellos,  y  los  animaban  sin  duda  en  secreto,  el 
príncipe  de  Orange,  los  condes  de  Egmont  y  de  Horn;  mas  ninguno 
de  estos  tres  se  habia  declarado  abiertamente.  Tampoco  eran  pú- 
blicas, aunque  ninguno  las  ponia  en  duda,  las  relaciones  de  los  con- 


CAPITULO  XXX.  311 

federados  con  la  reina  de  Inglaterra,  los  hugonotes  de  Francia  y  los 
nobles  luteranos  de  Alemania. 

Nada  de  esto  cogia  desprevenida  á  la  princesa,  pues  por  todas 
partes  tenía  emisarios  que  le  daban  cuenta  de  la  conducta  de  los 
disidentes.  Trataba  de  neutralizar  sus  disposiciones,  que  ya  raya- 
ban en  hostilidades,  por  medio  de  cartas  secretas  que  enviaba  á  los 
Gobernadores  para  que  llevasen  á  rigor  las  disposiciones  de  los  edic- 
tos, inspeccionando  castillos  y  fortalezas,  poniéndose  de  inteligen- 
cia con  la  corte  de  Francia,  á  la  que  hacia  saber  cuanto  pasaba; 
mas  no  estaba  en  el  poder  de  la  princesa  ni  en  el  de  Felipe  resistir 
por  medio  de  decretos,  á  un  torrente  que  por  todas  partes  desbor- 
daba. Llegó  en  los  nobles  el  ánimo  y  la  resolución  hasta  presentar- 
se delante  de  Bruselas  y  pedir  admisión  dentro  de  sus  muros  para 
entregar  un  memorial  á  la  princesa.  Celebrábase  entonces  en  aque- 
lla capital  una  asamblea  de  caballeros  del  Toisón  de  Oro.  Con  este 
motivo  se  deliberó  en  el  consejo  sobre  la  petición  extrafia  de  los  con- 
federados, sometiéndose  á  su  decisión  si  debian  ó  no  ser  admitidos. 
Opinaron  por  la  afirmativa  el  principe  de  Orange,  el  conde  de  Eg- 
mont  y  sus  amigos.  Fueron  de  la  opinión  contraria  entre  otros  el 
conde  de  Mansfeld,  y  el  de  Barlamont,  que  se  mostraba  siempre 
contrario  á  la  opinión  del  príncipe  de  Orange.  Manifestó  este  que 
no  podía  haber  inconveniente  alguno  en  recibir  la  petición  de  los 
coDfederados,  y  no  dejó  pasar  la  ocasión  de  censurar  la  conducta 
del  rey,  que  tan  mal  recompensaba  los  servicios  del  país  y  los  sa- 
crificios que  en  su  obsequio  hacia.  En  vano  la  Gobernadora  les  hi- 
zo verlo  vicioso  de  su  pretensión,  manifestando  que  la  Inquisición 
no  era  una  institución  nueva  en  el  país,  pues  llevaba  ya  de  fecha 
cuarenta  afios;  mas  la  demostraron  que  habia  mucha  diferencia  en- 
tre la  Inquisición  ejercida  por  los  obispos  del  país  y  la  que  se  que- 
ría establecer  ahora,  dependiente  en  un  todo  de  las  voluntades  del 
Pontífice. 

El  consejo  decidió,  pues,  la  admisión  de  los  confederados,  que 
entraron  en  7  de  abril  del  afio  1566  .con  grande  aparato  y  ceremo- 
nia rodeados  de  la  muchedumbre.  Fueron  hospedados  en  casa  de 
los  demás  nobles,  y  con  esto  se  estrechó  mas  la  liga  renovándose 
juramento  de  que  todos  se  declaraban  mancomunados  contra  sus 
enemigos,  ofreciéndose  protección  y  auxilios  mutuos.  A  los  dos  dias 
se  presentaron  en  palacio  con  fieredod,  á  la  cabeza,  quien  con  to- 
das las  demostraciones  de  sumisión  y  de  respeto  puso  en  manos  de 

Tomo  i.  44 


342  HISTORIA  BB  FEUPB  II. 

la  Gobernadora  una  petición  reducida  á  tres  artículos,  solicitando  la 
revocación  de  los  edictos  sobre  la  Inquisición  y  obediencia  á  las  de- 
cisiones del  concilio.  AI  mismo  tiempo  se  quejaron  á  la  Gobernado- 
ra de  las  carias  que  sus  enemigos  le  hablan  escrito  contra  ellos,  pi- 
diéndole que  declarase  los  nombres  de  los  delatores.  Les  respondió 
Margarita  que  tomaría  el  asunto  en  consideración,  que  lo  consulta- 
ría con  el  rey,  y  no  les  dio  mas  respuesta  por  entonces,  con  la  cual 
se  despidieron.  Mas  al  día  siguiente  se  les  devolvió  la  petición  con 
nn  decreto  al  margen  en  que  se  les  ofrecía  mitigar  los  decretos  re- 
lativos á  la  Inquisición  y  á  otros  puntos  de  litigio:  con  este  motivo 
volvieron  los  comisionados  á  palacio  y  dieron  gracias  á  la  Gober- 
nadora. 

Se  celebró  aquel  mismo  dia  un  banquete  k  que  asistieron  la  ma- 
yor parte  de  los  confederados.  En  el  calor  de  la  conversación  y  del 
vino  se  discutió  un  punto  que  hasta  entonces  no  se  habia  tratado, 
á  saber:  qué  nombre  se  daría  á  su  asociación,  pues  hasta  entonces 
no  habia  sido  designada  con  ninguno.  La  decisión  que  se  adoptó  en 
el  particular  fué  verdaderamente  propia  de  su  sobremesa.  Parece 
que  Barlamont  ó  algún  otro  de  los  principales  consejeros  de  la  Go- 
bernadora, para  indicar  lo  poco  que  valian  los  confederados,  los  ha- 
bían designado  con  el  nombre  de  mendigos.  Fué  esta  especie  la  que 
con  broma  y  algazara  les  hizo  adoptar  el  nombre  definitivo  que  se 
dieron.  ¡Vivan  los  niendigos,  vivan  los  mendigos!  se  vociferó  en  la 
mesa,  por  cuyos  convidados  circuló  un  vaso  con  unas  alforjillas  y 
una  especie  de  taza  ó  de  hortera  llena  de  vino,  en  que  brindaron 
todos.  En  el  calor  de  aquella  discusión  llegaron  el  príncipe  de  Oran* 
ge  y  el  conde  de  Egmont,  con  lo  que  se  renovaron  los  brindis  y  las 
aclamaciones. 

Tal  fué  el  origen  de  los  mendigos  de  los  Países-Bajos,  que  lleva- 
ban por  divisa  de  su  confederación  una  taleguilla  con  una  hortera  ai 
lado,  y  una  medalla  al  cuello  con  una  inscripción  de  ser  fieles  al 
rey  hasta  la  talega.  Después  de  algunos  días  de  permanencia  en 
Bruselas  se  salieron  del  modo  mas  público,  en  número  de  mas  de 
^inientos,  recibiendo  fuegos  de  saludo.  Brederod  se  retiró  á  Ambe- 
res  y  los  otros  á  Gaeldres,  desde  cuyos  puntos  trataron  de  esparcir 
y  aumentar  la  asociación  con  toda  la  actividad  posible.  En  vano 
envió  la  Regente  un  mensajero  k  Amberes  para  que  se  precayie- 
^  sen  de  Bráierod  y  espiasen  su  conducta.  Ño  fué  por  eso  menos 
popular  en  la  ciudad  este  jefe,  y  cuando  supo  la  determinación  de 


CAPITULO  XXX.  343 

la  Gobernadora,  salió  á  las  ventanas  de  su  casa  con  un  vaso  de 
vino  en  la  mano  y  brindó  á  presencia  de  la  mucheduníbre  contra 
una  institución  tan  aborrecida  y  detestada. 

No  le  fallaban  &  la  princesa  Gobernadora  buenos  deseos  y  espí- 
ritu conciliador  que  templase  las  pasiones;  mas  se  bailaba  con- 
trariada en  su  modo  de  pensar  por  las  órdenes  terminantes  de  Fe- 
lipe, á  quien  procuraba  complacer  en  todo.  Convencida  de  lo  im- 
posible que  era  poner  en  planta  los  edictos  venidos  de  Madrid,  ima- 
ginó uno  que  concillase  en  lo  posible  las  ideas  del  monarca  y  las  de 
los  confederados,  es  decir,  un  término  medio  igualmente  distante  de 
los  dos  extremos.  Habiendo  propuesto  en  su  consejo  si  esla  medida 
se  llevarla  á  efecto  ó  no,  se  decidió  por  la  afirmativa  el  principe  de 
Orange,  y  en  efecto  se  extendió  y  circuló  el  edicto.  Pero  Margarita 
no  le  dirigió  á  todas  las  provincias  á  la  vez,  sino  de  un  modo  su- 
cesivo, comenzando  por  aquellas  donde  no  se  manifestaba  tanto  el 
espíritu  de  resistencia  á  los  edictos  anteriores.  Adoptaron  el  decreto 
que  se  llamó  de  moderación,  las  provincias  de  Artois,  Namur  y 
Luxemburgo.  Otras  manifestaron  que  estaban  prontas  k  recibirle 
con  algunas  modificaciones;  otras  abiertamente  se  negaron.  En  ge- 
neral fué  de  tan  poca  eficacia  la  medida  y  tan  impopular,  que  en 
logar  de  llamarle  edicto  de  moderación,  se  le  dio  el  título  demoor- 
deration,  que  en  aquella  lengua  significa  asesinato.  Y  aun  para  la 
aprobación  de  esta  medida,  que  tan  poco  agradable  se  manifestaba, 
le  era  preciso  el  consentimiento  del  rey,  para  lo  que  le  envió  de  men- 
sajeros á  los  condes  de  Montigny  y  de  Berghen. 

En  el  punto  donde  se  babian  puesto  los  negocios,  era  ya  imposi- 
ble á  los  hombres  de  cierta  consideración  é  influencia  en  el  pais  per- 
manecer neutrales,  tratándose  de  cosas  que  tanto  se  chocaban  y  se 
contradecían.  Entre  ellos  se  hallaba  principalmeii te  el  príncipe  de 
Orange,  quien  ni  amaba  al  rey  ni  gustaba  de  su  política  ni  sus  re- 
soluciones, y  que  por  otra  parte  no  quería,  ó  por  principios  ó  por 
otras  miras  ulteriores,  manifestarse  jefe  y  afiliado  en  el  partido 
opuesto.  Objeto  de  la  suspicacia  de  Felipe,  no  se  lisonjeaba  de  acer- 
tar nunca  á  complacerle,  y  por  otra  parte  temia  perder  su  popula- 
ridad mostrándose  celoso  servidor  de  aquel  monarca.  Hizo,  pues, 
renuncia  de  sus  cargos  á  la  Gobernadora,  diciéndola  que  no  necesi- 
taba el  rey  servidores  que  eran  objeto  de  sus  desconfianzas,  y  que 
por  lo  mismo  no  podia  ser  de  utilidad  en  puesto  alguno.  Siguieron 
su  ejemplo  los  condes  de  Horn  y  de  Egmont,  marchándose  este  úl- 


844  HISTORU  DB  FELIPE  II. 

timo  á  tomar  bafios.  Se  quejó  amargamente  de  esta  conducta  la 
Regente,  diciéndoles  que  ¿cómo  la  abandonaban  en  aquel  conflicto, 
y  quién  podría  en  adelante  apoyar  su  autoridac^.;  abandonando  sus 
puestos  personas  de  su  influencia  y  nombradkf  Retiró  el  conde  de 
Egmont  su  petición  y  conservó  sus  cargos^  Anduvo  mas  remiso  en 
eso  el  principe  de  Orange,  que  rara  ve^  era  muy  explícito  en  sus 
pasos  y  en  sus  determinaciones.  Er  cuanto  al  conde  de  Horn,  se 
retiró  definitivamente  de  la  vida  pública. 

Mientras  tanto  se  aumentaba  cada  dia  en  los  Paises-Bajos  el  nú- 
mero de  los  sectarios.  En  todas  partes  hacian  nuevas  irrupciones  los 
luteranos,  los  calvinistas  y  los  anabaptistas,  sin  que  todas  las  me- 
didas del  mundo  pudiesen  impedirlo  en  un  pais  de  tantas  relaciones 
como  Flandes  con  naciones  donde  dichas  sectas  pululaban.  Por  el 
norte  se  componía  el  mayor  número  de  luteranos,  como  la  religión 
de  los  príncipes  del  Imperio;  por  el  mediodía  eran  especialmente 
calvinistas,  como  en  estrecha  relación  con  los  de  Francia.  Se  entra- 
ban los  misioneros  con  la  apariencia  y  bajo  el  traje  de  comerciantes 
ó  artesanos  que  esparcían  en  secreto  sus  doctrinas;  pero  por  la  impo- 
pularidad del  nuevo  edicto  de  la  Gobernadora,  cobraron  mas  alien- 
to, y  de  privadas  confabulaciones  procedieron  á  predicar  abierta- 
mente en  público.  En  Oudenarde,  Gante  y  casi  toda  Flandes,  se  pre- 
sentó como  principal  misionero  un  tal  Fernando  Striguer,  ex-fraile 
franciscano,  que  arrastraba  tras  si  la  muchedumbre  entusiasmada 
con  una  elocuencia  que  hablaba  á  su  imaginación  y  á  sus  pasiones- 
Llevaban  los  mas  atrevidos  armas  de  fuego,  picas  y  alabardas  con 
que  cercaban  el  campo  donde  predicaba  el  misionero.  Con  un  carro 
le  formaban  una  especie  de  pulpito  con  toldo,  para  defenderle  del 
sol  ó  inclemencias  de  la  atmósfera.  Allí  se  predicaba,  se  cantaban 
salmos  y  se  administraban  sacramentos  según  prescribía  la  doctri- 
na de  Galvino.  Lo  mismo  practicaba  un  tal  Ambrosio  Ville  en  Tour- 
nay,  y  Pedro  Dathem  en  Flandes  del  poniente.  De  Tournay,  que  se 
hallaba  sin  guarnición,  se  apoderaron,  poniendo  en  libertad  á  los 
presos  por  sus  opiniones.  Ligados  los  de  esta  ciudad  con  los  de  Va- 
lenciennes  y  Amberes,  se  reunieron  de  los  tres  puntos  hasta  mas  de 
diez  y  seis  mil  con  carros  y  armas  para  oir  sermones  y  cantar  sos 
salmos.  No  solo  ponían  en  práctica  el  culto  de  las  nuevas  sectas, 
sino  que  hacian  burla  del  de  Roma  por  medio  de  farsas,  en  que  se 
ponían  en  ridículo  sus  trajes  y  sus  ceremonias. 

Comenzaba  este  desorden  á  inspirar  serias  inquietudes.  De  Am- 


CAPITULO  XXX.  8i5 

beres  dieron  parte  de  todo  á  la  Gobernadora,  instándola  á  que  cuan- 
to mas  antes  se  pusiese  en  camino  para  dicho  punto.  No  atrevién- 
dose ¿  ello  Margarita,  mandó  en  su  lugar  al  conde  de  Mengel;  mas 
su  presencia  en  lugar  de  aplacar  los  desórdenes  de  Amberes,  los 
hizo  degenerar  en  tumulto  abierto,  prorumpiendo  la  muchedumbre 
en  vociferaciones  contra  Mengel,  á  quien  se  acusaba  de  ser  porta- 
dor de  órdenes  secretas  para  plantear  el  tribunal  de  la  Inquisición, 
objeto  de  tanta  antipatía.  Intimidado  Mengel  tuvo  que  salir  deAm- 
beres,  y  con  este  motivo  volvieron  los  comisionados  de  esta  ciudad 
con  nuevas  súplicas  á  la  Gobernadora  para  que  se  pusiese  inme- 
diatamente en  camino,  si  la  quería  ver  salvada,  y  en  caso  de  que 
no  pudiese  les  mandase  en  su  lugar  al  príncipe  de  Orange.  Aceptó 
este  la  comisión  que  le  dio  para  ello  Margarita,  á  pesar  de  sus  re- 
soluciones anteriores,  y  se  dirigió  á  Amberes,  de  cuyo  pueblo  fué 
recibido  con  muchísimos  aplausos.  Participaron  todas  las  clases  de 
estos  sentimientos,  y  los  unos  como  los  otros,  miraron  como  un  sal- 
vador al  príncipe  de  Orange.  Sérío  éste,  y  circunspecto,  aplacó  poco 
á  poco  la  efervescencia  popular,  y  con  su  carácter  conciliador,  al 
mismo  tiempo  de  hacer  concesiones  á  los  sectarios,  protegió  al  culto 
católico  contra  las  violencias  de  que  estaba  amenazado. 

Mientras  tanto  la  Gobernadora,  siempre  con  desconfianza  de  unos 
y  de  otros,  retiró  el  acto  de  indulgencia  que  habia  concedido  á  los 
confederados.  Con  este  motivo  se  reunieron  estos  con  Brederod  á  so 
cabeza  en  Santron,  y  desde  allí  pidieron  á  la  Gobernadora  seguri- 
dad personal,  manifestando  pretensiones  poco  asequibles,  pero  con 
tono  muy  alto  y  decisivo.  Fué  portador  de  este  mensaje  el  conde  jo- 
ven de  Mansfeld,  y  la  Gobernadora  envió  á  los  confederados  al  prín- 
cipe de  Orange  y  al  conde  de  Egmont  como  sus  plenipotenciarios. 
Preguntaron  estos  en  nombre  de  Margarita  qué  pretensiones  tenían 
y  por  qué  se  celebraba  aquella  reunión  extraordinaria.  Los  confe- 
derados dijeron  que  no  tenían  ninguna  seguridad,  y  que  además  se 
Teian  objetos  de  desconfianza  y  calumniados.  No  accedió  la  Regenta 
á  SQs  solicitudes.  Destituida  de  consejo  en  aquella  crisis,  con  grao 
falta  de  recursos,  y  desconfiando  del  príncipe  y  de  Egmont,  dijo  ¿ 
los  confederados  que  esperasen  la  respuesta  del  rey  otros  veintí* 
cuatro  dias. 

Llegó  el  conde  de  Montigny  con  el  de  Berghen  á  Madrid  con  el 
mensaje  de  la  Regente,  cuyas  pretensiones  eran,  entre  otras,  la  abo- 
lición del  decreto  de  la  Inquisición,  ó  mas  bien,  el  que  se  sustrajese 


346  HISTOEIA  D8  FELIPE  II. 

de  este  lo  que  era  tan  odiado  de  aquellos  habitantes.  También  la 
convocación  de  los  Estados  generales  era  una  de  las  medidas  urgen- 
tes que  aquella  princesa  proponía. 

Se  hallaba  entonces  Felipe  II  en  Valsain,  cerca  de  Segovia,  é  in- 
mediatamente mandó  que  se  juntase  el  Consejo  de  Estado,  com- 
puesto del  duque  de  Alba,  de  Gómez  de  Figjueroa,  del  conde  de  Fe- 
ria, de  don  Antonio  de  Toledo,  de  don  Juan  Manrique  de  Lara,  de 
Rui-Gomez,  príncipe  de  Eboly,  de  Luis  Quijada,  de  Carlos  Tisse- 
nac,  presidente  del  Consejo  de  Flandes.  En  el  seno  de  esta  reunión 
se  trataron  los  negocios  tan  delicados  de  los  Paises-Bajos;  se  exa- 
minó la  conducta  de  los  confederados,  la  irrupción  de  los  innovado- 
res y  sus  predicaciones  públicas.  Se  debatió  en  el  Consejo  en  pro  y 
en  contra,  como  sucede  en  tales  casos,  y  una  de  las  cuestiones  mas 
importantes  fué  la  de  si  el  rey  en  aquellas  circunstancias  debia  di- 
rigirse á  los  Paises-Bajos.  Muchos  opinaron  por  la  afirmativa:  otros 
alegaron  los  grandes  riesgos  á  que  se  expondría  el  rey,  haciéndose 
al  mar  en  estación  tan  avanzada,  opinión  que  prevaleció  en  la  ma- 
yoría del  Consejo.  También  hubo  opiniones  de  que  se  retirasen  los 
edictos  y  se  confirmase  el  de  indulgencia.  Después  de  oidos  á  unos 
y  á  otros  no  resolvió  allí  otra  cosa  el  rey,  mas  que  se  hiciesen  ro- 
gativas y  procesiones  para  que  Dios  iluminase  sus  consejos. 

Escribió  el  rey  á  la  Regente  que  no  creia  necesaria  la  convoca- 
ción de  los  Estados,  y  que  por  lo  mismo  no  podia  acceder  á  la  adop- 
ción de  esta  medida.  La  mandó  al  mismo  tiempo  que  estuviese  pre- 
parada para  la  guerra,  allegando  tres  mil  caballos  y  dos  mil  infan- 
tes, mientras  él  arreglaba  un  regimiento  de  caballería.  Escribió 
además  &  muchos  grandes  del  pais  y  ciudades  principales  en  los 
términos  mas  corteses,  exhortándolos  á  que  continuasen  con  su  con- 
ducta, y  los  sentimientos  de  fidelidad  y  adhesión  á  su  persona.  En 
cuanto  á  los  edictos,  aflojó  algún  tanto  de  su  rigor  acostumbrado. 
Con  estas  respuestas  se  volvió  uno  de  los  mensajeros,  el  conde  de 
Berghen;  mas  antes  de  llegar  á  los  Paises-Bajos  habían  ocurrido 
sucesos  desagradables,  de  un  orden  sumamente  desastroso. 

Desechaban  los  nuevos  sectarios  el  culto  de  las  imágenes,  que  por 
todas  partes  eran  objeto  de  su  antipatía.  Ya  hemos  visto  cómo  en 
Escocia,  en  Inglaterra,  en  Alemania,  en  Francia,  fueron  moclias 
veces  invadidos  los  templos,  robados  los  objetos  del  culto  de  algon 
valor,  y  quebradas  las  imágenes.  De  iguales  violencias  fueron  tea- 
tro los  Paises-Bajos.  De  las  predicaciones  en  campo  abierto,  pasa- 


CAPITULO  XXX.  347 

ron  á  hostilizar  á  los  templos  de  sas  antagonistas.  Mas  de  trescien- 
tos foragidos  se  presentaron  en  las  iglesias  de  la  Flandes  occidental 
en  Saint-Omer,  Iprés,  Menin  y  Oudenarde.  Con  martillos,  con  pa- 
lancas, con  todos  los  instrumentos  posibles  de  dilapidación  y  des- 
trucción, invadían  los  altares  y  cometían  toda  clase  de  destrozos. 

También  quisieron  cometer  estos  excesos  en  Amberes,  y  se  hu- 
bieran realizado  á  no  imponer  su  intercesión  el  príncipe  de  Orange. 
Mas  restituido  &  Bruselas,  á  consecuencia  de  llamamiento  de  la  Go- 
bernadora, quedó  la  ciudad  abandonada  y  continuó  el  tumulto,  te- 
niendo por  blanco  nada  menos  que  la  catedral  de  la  ciudad,  donde, 
entre  otras  imágenes,  fué  despedazada  la  de  la  Virgen,  objeto  de 
gran  devoción  para  aquellos  habitantes.  Los  mismos  excesos  se  co- 
metieron en  Gante,  en  Tournay,  en  Yalenciennes.  En  Holanda  y 
otras  ciudades  del  norte  de  los  Paises-Bajos  se  vieron  los  magis- 
trados en  la  necesidad  de  retirar  de  las  iglesias  los  objetos  del  culto, 
á  fin  de  que  no  fuesen  víctima  de  la  codicia  y  profanación  de  los 
sectarios. 

Alarmada  la  Gobernadora,  y  atemorizada  además,  quiso  huir  de 
Bruselas.  Mas  se  lo  disuadieron  sus  consejeros,  y  entre  ellos  eí  fa- 
moso Vigilo  que  estaba  separado,  hacia  algún  tiempo,  de  sus  car- 
gos. Accedió  por  fin  Margarita  á  sus  razones.  Nombraron  por  go- 
bernador de  la  ciudad  al  conde  de  Mansfelt,  quien  tomó  medidas  de 
defensa,  aumentando  la  guarnición,  dando  armas  á  los  mismos  cria- 
dos y  sirvientes  de  palacio. 

Aconsejaron  al  mismo  tiempo  á  la  Gobernadora  que  se  soltase  de 
la  cárcel  á  los  aprehendidos  por  predicadores;  que  se  diesen  á  co- 
nocer los  nuevos  edictos  conciliadores  que  habían  llegado  de  la  corte 
de  España;  que  no  se  hablase  nada  de  castigos;  que  concediesen  la 
seguridad  personal  que  pedían  los  mendigos.  El  príncipe  de  Orange 
7  el  conde  de  Egmont  se  mostraron  en  buenos  términos  con  la  Go- 
bernadora durante  aquellas  apuradas  circunstancias,  y  después  de 
haberse  dado  promesas  mutuas  de  sinceridad,  se  dirigieron  el  pri- 
mero á  Amberes  y  el  segundo  á  Flandes. 

Igual  efecto  hizo  la  presencia  del  príncipe  de  Orange  en  Amberes 
esta  vez,  que  la  pasada.  Restituyó  á  los  católicos  los  edificios  del 
culto,  al  mismo  tiempo  que  concedió  á  los  protestantes  puntos  donde 
pudiesen  públicamente  celebrar  el  suyo,  debiendo  presentarse  en  es- 
tos actos  sin  espadas,  sin  ninguna  clase  de  armas.  Después  de  pa- 
cificada Amberes,  se  dirigió  el  principe  con  el  mismo  objeto  á  Utrecht, 


318  HISTOHIA  DE  FEUPS  li. 

&  Holanda  y  á  Zelanda,  donde  observó  la  misma  conducta,  pacifi- 
cando los  ánimos  y  haciendo  justicia  á  cada  QQO  de  los  dos  partidos. 

También  en  Bruselas  trataron  de  hacerse  con  templos  suyos  los 
de  las  nuevas  sectas;  mas  se  negó  á  ello  la  Regente,  cuya  autori- 
dad, apoyada  en  la  energía  del  Gobernador  y  jefe  de  la  guarnición, 
fué  entonces  respetada. 

En  Tournay  se  suscitaron  muchas  disputas  sobre  la  distribución 
de  lugares  de  culto.  El  Gobernador  asignó  á  los  protestantes  losar- 
rabales  de  la  ciudad  para  construir  sus  templos;  mas  los  nuevos 
sectarios  se  obstinaban  en  tenerlos  dentro,  por  hallarse  alli  el  ma- 
yor número  de  sus  correligionarios;  pero  al  fin  se  aplacaron,  acce- 
diendo á  lo  que  el  Gobernador  les  proponía. 

Fué  en  Valenciennes,  donde  se  suscitaron  con  estas  disputas  mas 
disturbios.  Habian  sido  mas  frecuentes  en  esta  ciudad  que  en  nin- 
guna otra,  sea  porque  hubiese  mayor  número  de  herejes,  ó  porque 
la  vecindad  á  Francia  los  hiciese  mas  ardientes  y  atrevidos.  Tenian 
entonces  en  su  seno,  un  predicador  de  esta  nación,  llamado  La- 
grange,  que  arrastraba  á  la  muchedumbre  con  el  poder  de  su  elo- 
cuencia; llegando  ha^ta  amenazar  álos  magistrados  con  entregarla 
plaza  á  los  hugonotes,  si  sus  hermanos  no  entraban  en  goce  del 
derecho  de  ejercer  en  público  su  culto,  como  lo  hacian  los  demás 
cristianos.  Se  mostró  muy  celoso  el  conde  de  Egmont  en  Gante,  ca- 
pital de  su  gobierno,  protegiendo  á  los  católicos  contra  los  ataques 
de  los  calvinistas,  con  la  restitución  de  los  templos  que  les  habian 
usurpado.  Solo  permitió  á  los  nuevos  sectarios  uno  de  su  culto  faera 
de  los  muros  de  la  plaza. 

Se  conduelan,  como  se  ve,  el  principe  de  Orange  y  el  conde  de 
Egmont  en  el  sentido  del  orden  y  el  reposo  público,  mostrándose 
muy  celosos  por  la  autoridad  de  la  Gobernadora  y  obsequiosos  en 
servir  los  intereses  del  seOor  de  los  Paises-Bajos.  Mas  no  por  eso  se 
hicieron  gratos  á  este  monarca,  que  con  tanta  desconfianza  los  mi- 
raba y  tan  presentes  tenia  sus  pasos  anteriores.  Además  de  esto,  la 
contemporización  con  los  sectarios  que  estos  príncipes  observaban 
como  regla  de  conducta,  no  podia  ser  del  agrado  de  un  rey,  para 
quien  el  nombre  de  hereje  encerraba  todas  las  maldades  y  crfmeDes 
posibles. 

Mientras  tanto  le  apretaba  con  sus  cartas  la  Gobernadora,  para 
que  cuanto  mas  antes  se  presentase  en  los  Paises-Bajos.  Lo  mismo 
le  decían  el  príncipe  de  Orange,  el  conde  de  Egmont  y  los  otros 


CA»ÍTOLO  XXX.  849 

grandes.  Por  so  parte  le  proponía  el  emperador  la  necesidad  de  que  * 
aflojase  algo  de  sus  pretensiones,  proponiéndose  hasta  por  mediador 
si  se  consideraba  este  paso  necesario. 

Si  algún  pais  podia  reclamar  con  urgencia  la  presencia  de  su  rey, 
era  Flandes  sin  disputa.  Basta  lo  poco  que  llevamos  dicho  para  con- 
cebir la  confusión  y  desorden  en  que  estaba  envuelto.  Por  una  par- 
te, edictos  para  el  establecimiento  de  la  Inquisición;  por  otra  per- 
misos á  los  sectarios  para  que  erigiesen  templos  de  su  nuevcvculto. 
Aquí  pretensiones  de  gobierno  absoluto;  allí  consentida  una  confe- 
deración política  que  imponía  condiciones,  la  Gobernadora  no  tenia 
fuerza :  los  grandes  que  la  auxiliaban  no  eran  siempre  sinceros  en 
su  profesión  de  fe  política :  entre  estos  mismos,  existían  diferen- 
cias muy  marcadas  de  carácter,  sobre  todo  de  miras  y  segundas 
intenciones.  El  único  punto  al  que  todas  las  opiniones  y  partidos 
convergían ,  era  el  disgusto  hacia  la  dominación  del  rey  de  Es- 
paSa. 

Se  hallaba  á  la  sazón  en  Segovia  este  monarca  (1566),  y  todos 
estos  puntos  fueron  sometidos  en  el  momento  á  su  Consejo.  Se  mos- 
traron en  él  los  parciales  de  Gran  vela  muy  contrarios  á  los  de  los 
grandes  de  los  Paises-Bajos.  A  sus  manejos,  á  sus  intrigas,  á  sus 
pasos  ocultos^  atribuían  los  primeros  todos  los  disturbios  deque 
aquella  región  era  teatro.  Dijeron  que  sin  su  conducta  doble  y  po- 
lítica torcida,  no  le  hubieran  inundado  los  herejes,  ni  tenido  lugar 
la  confederación  de  los  mendigos,  ni  dádose  el  escándalo  de  las  pre- 
dicaciones en  el  campo,  ni  consumádose  la  iniquidad  con  el  allana- 
miento de  los  templos  y  la  destrucción  de  sus  imágenes;  que  todos 
eran  unos,  pero  que  los  grandes  eran  mas  culpables  que  los  chicos; 
por  lo  que  convenía  que  sobre  los  primeros,  recayesen  principal- 
mente los  castigos. 

En  este  punto  convinieron  casi  todos.  También  se  adoptó  con  una^ 
Aimidad  la  idea  de  que  el  rey  se  presentase  en  Flandes.  Mas  sobre 
el  modo  de  hacer  el  viaje  y  los  que  habían  de  acompafiarie,  hubo 
diversidad  de  pareceres. 

Opinó  la  parcialidad  contraria  al  duque  de  Alba,  y  donde  figu- 
raba el  príncipe  de  Ebolí,  que  el  rey  partiese  sin  ejército,  haciendo 
ver  el  costo,  los  embarazos  de  la  traslación  de  tantas  fuerzas  á  los 
Paises-Bajos,  el  aire  de  extranjero  que  daria  al  rey  el  presentarse 
en  medio  de  sus  pueblos ,  rodeado  de  fuerzas  extrafias  al  país;  lo 
gravoso  que  seria  su  manutención,  y  que  en  lugar  de  aplacar  los 

VOMO  I.  iS 


8S0  HISTOBIA  DE  FBUPB  IL 

ánimos,  este  despliegue  de  fuerza  y  de  violescáa  tos  eiMoenaiia  mas 
y  mas  del  rey  de  Espafia,  etc. 

Respondió  á  esto  el  duque  de  Alba  que  nuDca  eraa  mas  necesa- 
rias las  fuerzas,  que  para  imponer  á  un  país  que  recurria  en  su 
desobediencia  á  medios  tan  violentos.  Que  el  viaje  del  rey  era  mas 
bien  para  reprimir,  que  para  conciliar  los  ánimos;  que  solo  se  po- 
dían aplacar  con  el  respeto  y  temor  de  los  castigos.  Que  todos  ha- 
bían pecado,  y  por  lo  mismo  debían  ser  todos  merecedores  de  cas- 
tigos; que  tal  vez  el  rey  se  expondría  á  desaires  personales,  no 
viéndose  rodeado  de  un  ejército  disciplinado,  que  se  mostrase  ins- 
trumento ciego  de  sus  disposiciones. 

Prevaleció  esta  opinión  como  era  de  esperarse,  y  después  se  trató 
de  la  ruta  que  seguiría  el  monarca.  Por  el  mar,  era  imposible  en 
aquella  estación  hacer  el  viaje.  Desembarcando  en  ItaJía,  se  le  ofre- 
cían dos  caminos,  ó  por  Trente  atravesando  la  Alemania,  ó  por  los 
Alpes,  Suiza  y  orillas  del  Rhín;  mas  ambas  rutas  tenian  el  incoo- 
veniente  de  atravesar  tierras  de  príncipes  luteranos,  ó  de  calvinis- 
tas. Por  otra  parte,  era  preciso  hacer  Yenir  de  Italia  las  galeras  en 
que  debía  de  embarcarse  el  rey,  lo  que  todavía  era  obra  para  al- 
gunos meses.  No  tenia  el  rey  deseos  de  hacer  el  viiye  de  los  Países- 
Bajos.  Jamás  hijo  en  esta  parte  fué  tan  diferente  de  su  padre.  Tan 
activo  como  este  se  mostraba  para  presentarse  donde  quiera  que 
creía  necesaria  su  presencia,  tan  opuesto  era  el  otro  á  dejar  su  ga- 
binete, creyendo  tal  vez  que  bastaban  sos  disposiciones  para  im- 
primir un  gran  impulso  en  los  negocios.  Sin  embargo,  se  equivocó 
mucho  en  esta  parte,  y  tal  vez  á  su  repugnancia  en  visitar  aquel 
país,  se  debieron  ana  grao  parte  de  todos  sus  disturbios. 

Mientras  se  decidía  y  ponía  en  ejecución  este  designio  de  viaje, 
escribió  el  rey  á  la  Gobernadora  una  carta  para  presentaren  elcoiH 
sejo,  y  otra  secreta  en  el  que  le  daba  otras  instrucciones  qae  no  se 
leían  en  aquella.  En  ambas  se  mostraba  adverso  á  la  convocación  de 
los  Estados  generales;  lo  que  particularmente  le  encargaba  era.  qae 
tomase  cuantas  medidas  pudiese  para  hacerse  fuerte,  allegando  el 
mayor  número  posible  de  tropas. 

Iba  en  progreso  la  fabricación  de  los  templos  calvinistas,  por  las 
medidas  de  equidad  y  de  moderación  adoptadas  por  los  gobernado- 
res; se  dedicaron  con  el  mayor  ardor  y  celo  á  Uevar  adelante  ana 
obra  en  que  tanto  se  interesaban  sujs^  creencias  y  amor  propio. 
Grandes  y  pequeDos  sin  distinción  de  dAses»  todos  se  apresurabank 


GámuLoxKx.  851 

&  poner  los  medios  qne  cada  udo  tenia  por  su  parte;  haciendo  do-^ 
nativos,  llevando  piedra  y  demás  materiales,  trabajando  en  cosas 
manuales  cuando  era  necesario.  Solamente  el  conde  Hoogstraten  en 
Amberes  bizo  la  oferta  de  tres  millones  de  escudos,  cuya  especie  cir-*- 
culó  impresa  en  miles  de  ejemplares,  inflamando  el  ejemplo  de  mu- 
chos  4iue  también  acudieron  con  sumas  muy  considerables. 

Habia  aflojado  mucho  el  allanamiento  de  las  iglesias;  tampoco  se 
mostraban  tan  estrechos  los  vínculos  de  la  confederación  donde  en- 
traban, como  hemos  dicho,  católicos  y  protestantes.  Miraron  los 
primeros  con  indignación  una  conducta,  que  tal  vez  atribuyeron  á 
maquinaciones  de  los  últimos.  Con  estas  recriminaciones/hubodes^ 
víos  y  sospechas  mutuas:  muchos,  sobre  todo  católicos,  se  separa* 
ron  de  una  liga  que  se  mostraba  en  parte  tan  contraria  á  sus  pro- 
pios sentimtentos. 

La  Gobernadora  que  lo  supo,  pues  de  todo  la  informaban  sus  es- 
pías, trató  de  proseguir  esta  obra  de  desconfianza,  desuniendo  cuan* 
to  era  posible  los  ánimos  indisponiéndolos  unos  contra  otros.  El  rey, 
con  quien  consultó  el  negocio,  le  envió  cartas  escritas  á  muchos  de 
ellos  de  una  manera  secreta,  mas  que  no  dejaba  de  ser  pública.  Na- 
turalmente fué  el  designado  del  rey  hacerlos  objeto  de  suspicacia, 
para  los  que  no  habían  sido  agraciados  con  esta  deferencia. 

Fué  el  conde  de  Egmont  uno  de  los  que  recibieron  estas  cartas. 
Franco  en  todas  sus  acciones  y  palabras,  este  personaje  se  habia 
disculpado  con  el  rey  de  algunas  faltas  suyas  anteriores,  y  hacien- 
do protestas  de  su  adhesión  y  respeto  á  la  persona  del  monarca.  Le 
hizo  contestar  el  rey  por  medio  de  su  secretario,  en  términos  de  re- 
prensión, manifestándole  que  al  rey  tocaba  mandar  y  al  vasallo 
obedecer  ciegamente  sus  disposiciones:  que  el  conde  de  Egmont  no 
liabia  hecho  todo  lo  posible  para  reprimir  los  excesos  de  los  enemi* 
gos  del  monarca;  mas  al  mismo  tiempo,  le  dio  á  entender  que  estac- 
ha siempre  en  su  gracia,  y  que  conteba  en  todo  con  su  enmienda 
para  en  adelante. 

También  recibió  carta  del  rey  el  príncipe  de  Orange,  mas  sucon^ 
tenido  era  en  tono  muy  diverso.  Habia  el  principe,  como  hemos 
dk^ho,  preientado  á  la  Gobernadora  ladimision  de  sus  cargos,  alo 
que  no  accedió  la  princesa,  manifestándole  lo  necesario  y  gratos  al 
rey  que  eran  sus  servicios.  Lo  mismo  le  dijo  Felipe,  haciéndole 
ver  que  merecía  en  todo  su  confianza;  y  para  darle  una  muestra  de 
la  sjofioridad  4e  su  coodaeta,  le  aconsejaba  que  se  precaviese  de  su 


852  HISTOmA  DK  FKUPE  11. 

l^ermano,  el  conde  de  Nassau,  haciendo  todo  lo  posible  para  que  se 
alejase  de  los  Paises-Bajos. 

Al  príncipe  de  Orange  no  seducian  estas  manifestaciones  de  Feli- 
pe. Sabia  por  sus  espías  cuanto  pasaba  en  la  corte  de  Madrid,  y 
aun  en  los  consejos  reservados  del  monarca.  No  le  era  desconocido 
su  viaje  á  los  Paises-Bajos,  y  las  intenciones  que  tenia.  Sabia  el 
consejo  que  habia  dado  el  duque  de  Alba;  lo  que  los  de  Gran  vela 
habian  dicho  sobre  la  conducta  de  él  y  de  los  nobles.  Recientemen-^ 
te  habia  caido  en  sus  manos  una  carta,  en  que  el  embajador  de  Es-* 
paDa  en  Francia  comunicaba  esto  mismo  á  la  Gobernadora,  y  la 
hacia  ver  que  habia  llegado  el  tiempo  de  emplear  medidas  de  rigor 
y  de  castigo.  Con  este  motivo,  tuvo  el  príncipe  de  Orange  una  en- 
trevista con  su  hermano  Luis,  con  los  condes  de  Egmont,  de  Horn 
y  de  Hoosgtraten,  manifestándoles  el  estado  de  las  cosas,  la  próxi- 
ma venida  del  rey,  las  resoluciones  que  le  animaban,  y  el  gran  pe- 
ligro que  corrían.  Inmediatamente  su  hermano,  el  conde  de  Nassau, 
opinó  que  se  tomasen  las  armas;  que  escribiesen  á  los  suizos  que 
impidiesen  el  paso  al  rey;  que  pidiesen  auxilios  á  los  hugonotes  de 
Francia,  á  los  príncipes  luteranos  de  Alemania,  y  que  declarasen  la 
guerra  los  primeros,  á  fin  de  no  encontrarse  desapercibidos.  Mas  el 
príncipe  se  opuso  á  esta  medida  tan  precipitada,  haciendo  ver  que 
no  habian  llegado  á  este  término  las  cosas;  que  debían  esperar, 
siempre  con  toda  precaución,  una  coyuntura  mas  favorable  para  de- 
clararse; que  era  preciso  que  el  rey  les  diese  mas  motivos,  lo  que 
según  sus  temores  no  dejaría  de  realizarse  prontamente. 

En  cuanto  al  conde  de  Egmont,  se  mostró  incrédulo  á  las  aserciones 
del  príncipe  de  Orange.  Le  parecia  imposible  que  viniese  el  rey  con 
las  intenciones  que  le  atribuían:  manifestando  que  él  pori?u  parte  no 
vacilaba  un  momento  en  los  sentimientos  de  adhesión  y  fidelidad 
que  debía  á  este  monarca:  que  algunas  veces  por  su  rara  descon- 
fianza, había  obrado  tal  vez  fuera  de  la  línea  que  le  trazaban  sus 
deberes;  mas  que  para  en  adelante,  estaba  decidido  á  cumplir  en 
todo  con  la  voluntad  del  rey,  sin  apartarse  en  nada  de  todas  sus 
disposiciones. 

Desbarató  algo  esta  obstinación  del  conde  los  planes  del  príncipe 
de  Orange,  á  quien  era  imposible  hacer  nada  sin  ayuda  del  prime- 
ro, por  su  gran  popularidad,  y  sobre  todo  la  influencia  que  tenia 
en  el  ejército. 

Los  amigos  se  separaron,  y  aunque  todos  tenían  que  presentarse 


GÁPITULO  XXX.  353 

en  el  consejo,  donde  los  aguardaba  la  Gobernadora,  solo  acudió  el 
conde  de  Egmont,  á  quien  Margarita,  ya  sabedora  de  la  reunión, 
preguntó  lo  que  habia  pasado  en  ella;  mas  en  lugar  de  decírselo,  el 
conde  la  enseñóla  carta  del  embajador  de  Francia,  echándola  en 
cara  la  doblez  con  que  eran  tratados,  y  la  suerte  que  los  aguardaba 
por  parte  del  monarca.  Se  turbó  algún  tanto  la  Gobernadora;  mas 
vuelta  prontamente  en  sí  negó  la  autenticidad  de  dicho  escrito.  Sos- 
tuvo que  era  apócrifo,  y  falsificado  para  seducirle  y  extraviarle  con 
planes  suyersivos;  que  á  ella  no  le  faltaba  carta  alguna  del  ernba*- 
jador;  que  todas  las  habia  recibido  con  sus  propias  fechas;  y  ade- 
más, que  era  tener  poca  idea  de  la  prudencia  que  distinguía  tanto 
al  rey  de  Espafia,  suponiéndole  capaz  de  fiará  su  embajador  secre-* 
tos  de  tal  grado  de  importancia. 

No  es  fácil  decir  la  impresión  que  hizo  esta  respuesta  en  el  áni- 
mo del  conde;  mas  debió  de  ser  favorable,  habiendo  este  permane- 
cido en  la  situación  pasiva,  que  á  sus  amigos  habia  manifestado. 

Mientras  tanto  se  tomaban  disposiciones  para  una  guerra  próxi- 
ma; se  hacían  venir  tropas  de  Alemania  y  otras  partes,  y  se  distri- 
buían á  los  gobernadores  de  las  provincias  respectivas.  Por  no  exci- 
tar la  desconfianza  del  príncipe  de  Orange,  se  confiaron  también 
algunas  á  su  mando;  mas  haciéndole  vigilar  por  un  oficial  de  toda 
confianza  de  la  Gobernadora,  á  quien  daba  parte  de  todos  sus  pa- 
sos y  conversaciones.  También  las  recibió  el  conde  de  Egmont  en 
su  gobierno. 

Con  la  adopción  de  estas  medidas  variaron  el  lenguaje  y  conduc- 
ta de  la  Gobernadora.  Se  puso  fin  al  tono  de  consideración  y  de  in- 
dulgencia; se  revocaron  las  gracias  concedidas  á  los  protestantes 
para  erigir  templos;  se  castigó  á  los  predicadores;  se  persiguió  á 
los  que  se  mantenían  aun  confederados;  se  habló  en  fin  de  rigor  y 
de  castigo,  y  que  habia  llegado  el  término  de  las  condescendencias.* 

Valenciennes,  donde  con  mas  ardor  y  vehemencia  se  hablan  con- 
ducido siempre  los  nuevos  sectarios,  llamó  principalmente  la  aten- 
ción de  la  Gobernadora,  y  envió  al  conde  de  Noircarmes  al  frente 
de  tropas  para  guarnecerle.  Al  llegará  la  ciudad,  salieron  los  ma-> 
gistrados  á  recibirle,  suplicándole  no  pasase  adelante  con  la  tropa; 
mas  él  les  dio  á  entender  que  no  les  quedaba  mas  alternativa,  que 
recibir  la  guarnición,  ó  sostener  un  sitio. 

Los  magistrados  trataban  de  avenirse  a]  recibimiento  de  la  guar- 
nición, habiéndose  estipulado  antes  el  número  de  trocas  que  debían 


S5i  mSTOBU  J>B  FKLIPJ&  O. 

componerla;  mas  ]m  calvioíitas  rígklos,  y  el  popalacbo,  arrastra- 
dos por  los  díscarsos  del  predicador  Lagrange,  resolvieroD  defen*- 
derse  hasta  la  última  extremidad,  supeditando  la  voluntad  de  los 
magistrados,  y  de  las  persouas  mas  pudientes.  En  vano  yolvió  á 
intimar  la  rendición  el  general;  los  de  adentro  se  mantuvienm  obs- 
tkiadnií.  Para  privar  á  la  plaza  de  todos  los  socorros,  ocupó  dicho 
jefe  todte  los  pueblos  de  los  alrededores,  habiendo  tenido  la  fortuna 
de  derrotar  á  varios  destacamentos  que  de  algunos  puntos  les  eo-» 
viaton  de  refuerzo. 

Mientras  seguia  el  sitio  de  Yaleaciennes,  se  iban  aflojando  poce  á 
poco  los  vínculos  de  los  confederados.  Temerosos  los  mas  compro- 
metidos, enviaron  una  diputación  á  la  Gobernadora,  pidiendo  ga- 
rantías y  seguridades.  La  recibió  la  princesa  con  altivez  y  con  des* 
precio,  diciándoles  que  para  nada  los  conocía;  que  si  en  algún 
tiempo  habían  abusado  de  las  circunstancias  para  rebelarse  con- 
tra las  leyes,  y  creerse  con  derecho  de  imponer  condiciones,  se  ha- 
bían cambiado  ya  los  tiempos;  que  era  preciso  reconocer  y  respe- 
tar en  todos  puntos  la  autoridad  y  disposiciones  del  monarca  en- 
tregándose &  discreción,  ó  exponiéndose  de  otro  modo  á  las  conse- 
cuencias de  su  rebeldía. 

'  No  les  quedó,  pues,  á  los  confederados  otra  alternativa  que  ceder 
y  rendirse  k  discreción  ó  levantar  el  estandarte  de  la  guerra.  Les 
pareció  esto  ultimo  un  partido  preferible,  y  la  bandera  de  la  insur- 
rección tremoló  casi  abiertamente  en  Amsterdam,  Toumay  y  en 
otros  puntos.  La  insurrección  y  las  hostilidades  hubieran  sido  mas 
funestas  &  la  Gobernadora,  sin  la  rivalidad  de  los  luteranos  y  los  cal- 
vinistas, que  no  pudieron  amalgamarse  y  convenirse.  Es  un  hecho 
que  cada  upa  de  estas  dos  sectas  aborrecía  mas  á  la  otra,  que  á  la 
misma  religión  católica,  que  entrambas  combatían. 
•  Mientras  tanto  no  estaba  ocioso  el  príncipe  de  Orange.  Todo  lo 
observaba  desde  Amberes,  y  de  todo  llevaba  cuenta  en  conformidad 
de  sus  planes  ulteriores.  Suponiendo  que  el  rey  de  EspaDa  iría  á 
desembiaurcar  en  la  isla  de  Yalkren,  hizo  que  Marnix,  conde  de  To- 
losa,  se  dirigiera  &  aquellos  puntos,  poniéadose  de  acuerdo  é  inte- 
ligenoia  con  los  de  Flessinga  y  Middelburgo.  Para  ayudarle  el  prin- 
cipe sin  dar  sospecha  k  los  magistrados  de  Amberes,  hizo  salir  de 
la  plaza  á  los  extraojeros  con  pretexto  de  ser  perjudiciales;  y  enan* 
do  los  tuvo  fuera  de  los  muros,  los  hizo  embarcar  secretamente  en 
el  Escalda.  Mas  la  operación  no  tuvo  efecto.  Sabedora  la  Goberna* 


CAvnuLO  XXX.  855 

dorada  h  expedícioa  de  Maroix,  envió  á  Bruselas  en  so  busca  k 
Laonoy,  quien  le  alcanio,  le  derrotó  y  le  hizo  encerrarse  en  una 
casafaerte.  El  conde  de  Tolosa  prefirió  sw  presa  de  las  llamas  k 
entregarse. 

Nadie  era  sabedor  en  Amberes  de  este  desastre,  á  excepcira  del 
principe  de  Orange,  que  se  apoderó  inmediatamente  de  las  puertas 
de  los  puentes.  A  la  maDana  siguiente  se  avistaron  desde  ios  muros 
las  reliquias  de  los  fugitivos:  á  su  vista  se  llenó  el  pueblo  de  indig- 
nación y  de  lástima,  mas  al  tratar  de  salir  en  su  auxilio,  se  vieroD 
encerrados  dentro  de  la  plaza.  Se  marebaron  en  seguidla  loa  puen-' 
tes^  donde  los  previno  el  principe  de  Orange.  En  vano  les  advirtió 
del  peligro  que.  iban  á  ji^orrer,  pues  debis  de  los  fugitivos  se  des- 
cuida el  enemigo  en  fuerzas  respetables.  Pero  la  impaciencia  de  los 
habitantes  pudo  entonces  mas  que  sus  consejos*  Al  fin,  no  podiendo 
contenerlos,  entregó  la  llave  á  uno  de  los  predicadores  de  entre  ellos, 
que  ejercia  mas  ascendiente,  diciéndole  que  sobre  su  cabeza  caería 
la  responsabilidad  de  cuantos  males  podian  seguirse  de  su  salida  al 
campo.  Con  estas  palabras  firmes  se  aquietaron,  y  e!  predkadorno 
se  atrevió  á  hacer  uso  de  la  llave  entregada  por  el  principe. 

Dos  dias  duró  la  confusión  en  Amberes,^  no  entendiéndose  apcoaa 
unos  á  otros,  fluctuando  todos  entre  el  temor  de  los  de  afuera,  y  sus 
rivales  ó  enemigos  de  dentro:  se  mostraban  los  luteranos  desconfia-' 
dos  de  los  calvinistas,  y  al  contrario.  El  principe  de  Orange  se  hizo 
una  guardia  de  estos  últimos,  fue  siendo  extranjeros  poi  h  mayor 
parte,  teniao  mas  circunspección  y  necesitaban  vivir  con  deldes  pre* 
eandiones- 

Seguia  mientras  tanto  el  sitio  de  Valenciennes,  cuyo  general  ha- 
bía recibido  orden  para  no  estrecharlo  mucho,  dando  tiempo  para 
gue  llegasen  socorros  prometidos  por  el  rey  de  Espafia.  Mas  apra^ 
vech¿ndase  las  de  adentro  de  esta  flojedad,  hacian  hasta  salidas, 
hostilizándole  con  cuantos  medies  estaban  á  su  alcance.  Pudo  al  fin 
Noircarmes  conseguir  de  la  Gobernadora  que  le  dejase  apretar  el  si- 
tío  todo  lo  posible;  mas  antes  de  proceder  al  último  ataque  volvió  á 
iatímar  la  rendición,  que  aceptada  por  los  magistrados,  fué  des-^ 
cebada  por  los  calvinistas  y  sus  predicantes. 

Al  fin,  se  diú  el  ataque  decisivo :  por  treinta  y  seis  horas  se  es- 
tavo  cafioneando  á  la  plaza,  y  durante  este  tiempo  se  echaron  sobre 
ella  tres  mil  bombas  (1).  Abierta  ya  una  gran  brecha  y  prontos  k 

(1)    Algunos  historiadores  hablan  de  bomhaa;  mas  parece  que  las  bombas  no  estaban  inventa^ 


8S6  msTORU  Ds  fsupb  u. 

dar  el  asalto,  quisieron  capitular  los  de  dentro  6  atenerse  á  las  an-* 
tenores  condiciones;  mas  el  general  sitiador  respondió  que  ya  era 
tarde  y  que  no  tenian  mas  remedio  que  entregarse  á  discreción,  lo 
que  en  efecto  hicieron.  Fueron  ahorcados  el  gobernador  de  la  plaza, 
el  predicador  Lagrange  y  otros  compafieros,  con  treinta  y  seis  mas 
de  los  principales  de  la  muchedumbre. 

Fué  un  gran  golpe  la  rendición  de  Yalenciennes  para  el  partido 
de  los  insurgentes.  A  la  toma  de  esta  plaza  se  siguió  la  de  Maes- 
trich,  que  se  rindió  sin  condiciones.  Lo  mismo  sucedió  á  casi  todas 
las  plazas  fuertes,  &  excepción  de  las  de  Holanda. 

Hemos  visto  á  la  Gobernadora  adoptar  un  lenguaje  fuerte  y  de* 
císiyo,  no  acostumbrado  anteriormente  cuando  tenia  quecontempo* 
rizar  con  los  partidos.  Apenas  sabia  entonces ,  cu&l  de  ellos  era  su 
apoyo,  ó  cuál  contrario.  Mas  en  el  estado  á  que  entonces  se  baila- 
ban los  negocios,  vencedora  de  la  confederación,  de  los  predicado- 
res, de  los  allanadores  de  los  templos,  y  de  los  que  se  mostraban 
contrarios  ó  no  completamente  adictos  á  la  autoridad  del  rey,  pensó 
trazar  una  linea  divisoria  que  distinguiese  las  dos  parcialidades;  y 
con  este  fin  mandó  extender  una  fórmula  de  juramento  de  obedecer 
en  un  todo  las  disposiciones  del  monarca ,  de  proteger  la  religión 
católica,  de  perseguir  á  los  herejes,  y  extirpar  todos  los  monumen- 
tos de  su  nuevo  culto.  Le  prestaron  el  duque  de  Arescot,  los  condes 
de  Egmont,  de  Mansfelt,  de  Meghen,  de  Barlamont.  Le  eludieron 
los  de  Hoosg traten  y  Horn,  y  dejando  á  Bruselas,  hicieron  renuncia 
ó  dimisión  de  sus  cargos  respectivos. 

En  cuanto  al  principe  de  Orange ,  tenía  por  entonces  otras  miras; 
veía  la  tempestad  que  iba  á  descargar  sobre  el  pais  con  la  llegada 
del  rey  de  Espafia  y  de  su  ejército.  Conocía  la  carencia  de  medios 
para  contrarestar  este  poder,  hallándose  el  poco  ejército  que  habia 
en  el  país  á  la  devoción  del  conde  de  Egmont,  partidario  ya  decla- 
rado del  monarca.  Convencido  de  esto,  penetrado  además  del  riesgo 
que  corría  su  persona,  blanco  de  la  suspicacia  y  mala  voluntad  de 
la  corte  de  Felipe,  determinó  ponerse  en  salvo  y  retirarse  del  pais, 
esperando  tiempos  mas  felices,  y  mas  á  propósito  para  llevar  ade- 
lante sus  designios.  A  la  prestación  del  juramento  que  le  pidió  la 
Gobernadora,  se  negó  alegando  que  como  estaba  reducido  á  una  con« 
dicíon  privada,  era  su  persona  de  ningún  yalor,  y  sobre  todo,  que 


das  todavia.  Én  nada  se  cometen  maa  inexactitudes  ni  se  escribe  toas  á  la  ligera,  gae  en  las  cir^ 
ounstaneias  7  pormenores  de  las  operaciones  militares. 


CAPITULO  XXX.  357 

el  juramento  podia  ponerle  eo  pugna  con  el  emperador,  de  quien 
era  vasallo  como  príncipe  del  imperio,  y  hasta  malquistarle  con  su 
propia  mujer,  nacida  y  educada  en  el  luteranismo.  A  los  cargos  y 
explicaciones  que  quiso  darle  el  secretario,  se  mantuvo  inflexible. 
En  seguida  escribió  á  la  Regente  anunciándole  su  determinación  de 
pasar  á  sus  estados  de  Alemania ,  protestando  siempre  sus  senti- 
-míen tos  de  adhesión  á  la  persona  de  Felipe. 

Antes  de  su  salida  de  los  Paises-Bajos,  tuvo  una  conferencia  con 
el  conde  de  Egmont,  consintiendo  en  ello  la  princesa  Gobernadora. 
Reprobaron  ambos  la  determinación  que  mutuamente  habian  toma- 
do. Quiso  el  principe  llevar  consigo  á  Egmont:  manifestó  este  al  otro 
la  imprudencia  de  su  viaje.  «Te  costará  tus  bienes  y  posesiones  en 
los  Paises-Bajos, x)  le  dijo.  «Y  á  tí  la  vida,x»  contestó  el  primero. 
«¿Qué  tengo  que  temer?x>  repuso  Egmont.  «No  he  servido  fielmente 
al  rey?  ¿No  me  ha  visto  siempre  en  pugna  con  sus  enemigos?  ¿No 
he  sido  celoso  en  combatir  á  los  autores  de  desórdenes,  á  los  pre* 
dícadores  anarquistas,  á  los  allanadores  de  los  templos?  ¿Por  qué 
tengo  de  dudar  del  reconocimiento  de  mi  Rey?x>  «No  conoces  bien 
su  corte, x>  le  replicó  el  príncipe  de  Orange.  «Le  servirá  tu  persona 
de  puente  para  la  entrada  de  sus  tropas.  Conseguida  esta,  echará 
abajo  el  puente,  tenlo  por  seguro. )(>  Asi  se  separaron  los  dos  ami- 
gos para  siempre,  y  el  príncipe  se  marchó  á  Alemania.  Se  quedó 
eon  su  ausencia  el  conde  de  Egmont  el  primer  personaje  del  pais, 
y  como  era  hombre  sin  doblez,  amigo  de  brillar,  arrastrado  por  las 
pompas  y  la  magnificencia,  se  entregó  todo  á  los  encantos  de  su 
nueva  posición ,  celebrando  fiestas  y  banquetes,  en  que  no  dejaba 
de  tomar  á  veces  parte  la  Gobernadora,  para  entretener  mas  su  se- 
guridad y  hacer  que  continuase  en  su  celo  por  los  intereses  de  Fe- 
lipe. 

Los  vínculos  de  la  confederación  quedaron  totalmente  rotos.  Aban- 
donadas desde  un  principio  por  los  nobles,  se  sometieron  las  clases 
populares  al  dominio  del  mas  fuerte.  Lo  mismo  hicieron  los  pueblos 
de  Holanda  de  allí  á  muy  poco  tiempo.  Siguió  el  ejemplo  Amberes, 
donde  entró  la  Gobernadora  en  triunfo,  rodeada  de  esplendor  y  pom- 
pa. Fué  su  primer  paso  presentarse  en  la  catedral ,  donde  habiaa 
hecho  tantos  destrozos  los  allanadores  de  los  templos.  Se  resarció  el 
ealto  católico  de  todas  las  pérdidas  y  volvió  á  su  esplendor  acos- 
tumbrado. Se  persiguió  á  los  predicadores ;  se  arrasaron  los  tem- 
plos de  los  calvinistas ;  se  revocaron  todas  las  disposiciones  que  se 

Tomo  i.  46 


858  HISTORIA  DB  FEUPK  II. 

habían  dado  favorables  á  esta  secta,  se  reforzaron  los  edictos  que 
habían  dado  logar  á  tantas  turbulencias. 

Se  habla,  sin  embargo,  usado  en  Amberes  y  en  otras  {lartes  del 
país  la  indulgencia  de  permitir  la  salida  á  los  que  no  quisiesen  con* 
formarse  con  aquella  situación,  dándoles  un  mes  de  término  para 
arreglar  sus  negocios  y  deshacerse  de  sus  bienes.  Con  esto  pasaroD 
escenas  de  gran  luto  y  duelo  entre  personas  unidas  por  los  vídcq- 
los  de  la  sangre  ó  los  de  la  amistad,  reducidas  á  separarse  acaso 
para  siempre. 

Quedó,  pues,  el  país  pacificado  y  reducido  á  la  obediencia,  á  lo 
menos  aparentemente.  Tal  había  sido  la  buena  estrella  de  la  Go- 
bernadora. Gozosa  de  su  triunfo,  y  de  la  ocasión  de  comunicar  por 
primera  vez  nuevas  ¿  su  hermano,  todas  alegres  y  satisfactorias,  se 
apresuró  á  darle  cuenta  de  las  ocurrencias.  Le  dijo,  que  hallándo- 
se el  país  pacificado,  era  inútil  ya  la  venida  de  un  ejército;  que  las 
tropas  que  habían  conseguido  estas  ventajas  bastaban  para  confir- 
marlas y  consolidarlas;  que  se  presentase  el  rey  como  un  padre  en 
medio  de  sus  subditos,  no  como  un  príncipe  extranjero  qne  se  pro- 
ponía con  sus  tropas  imprimir  terror  y  hacer  alarde  de  su  prepon- 
derancia. 

Mas  el  rey  de  Espafia,  en  medio  de  lo  satisfecho  que  le  dejaroD 
las  nuevas  de  los  Países-Bajos,  no  fué  de  la  misma  opinión  que  la 
Gobernadora  sobre  lo  innecesario  de  la  idea  del  ejército.  En  el  Con- 
sejo, á  quien  sometió  este  punto  interesante,  hubo,  lo  mismo  que 
en  el  anterior,  diversidad  de  pareceres.  Volvieron  á  insistir  los  ene- 
migos de  la  parcialidad  del  duque  de  Alba  en  que  se  presentase  el 
rey  en  aquellos  dominios  sin  ejército;  mas  los  de  Granvela  apoya- 
ron la  resolución  contraria.  Habló  el  duque  de  Alba,  manifestando 
que  la  pacificación  de  que  gozaban  por  entonces  los  Países-Bajos 
seria  efímera  mientras  no  estuviese  apoyada  en  fuerzas  imponentes 
qne  inspirasen  un  terror  saludable,  y  contuviese  á  todos  en  la  raya 
del  deber  y  la  obediencia.  Que  no  se  trataba  precisamente  de  asun- 
tos de  estado;  que  iban  en  ello  los  intereses  de  la  misma  religión, 
que  se  había  visto  tan  amenazada;  que  habían  sido  demasiado  es- 
candalosos los  excesos  de  sus  enemigos  y  los  atentados  contra  el 
culto,  para  que  se  descuidasen  los  medios  de  evitar  en  adelante  es- 
tos excesos.  Que  sí  las  tropas  que  se  hallaban  entonces  en  los  Paí- 
ses-Bajos parecían  suficientes  para  consolidar  aquella  situación,  la 
llegada  de  otras  nuevas  daría  doble  seguridad  y  dejaría  el  4nimo 
del  monarca  mucho  mas  tranquilo. 


CAPITULO  XXX.  859 

Hizo  el  discurso  del  duque  de  Alba  la  impresión  que  debía  su- 
pouerse,  conociendo  los  sentimientos  del  rey,  tan  propenso  á  los 
rigores,  trat&ndose  sobre  todo  de  enemigos  de  la  religión  católica. 
Sintiéndose  por  otra  parte  con  mas  repugnancia  que  nunca  para 
hacer  un  viaje  que  trastornaba  el  plan  y  método  de  su  vida  ordi- 
naria, y  especialmente  &  un  pais  que  no  era  objeto  de  su  simpatía, 
adoptó  la  determinación  del  Consejo,  conforme  en  su  mayoría  con 
la  opinión  del  duque  de  Alba,  y  dio  las  órdenes  para  que  este  mar- 
chase con  tropas 'á  los  Paises-^Bajos. 


CiiPÍTÍÍtO   KXXI- 


Asuntos  de  África.— Proyecta  Asam,  dey  de  Argel,  la  conquinta  de  Oran  y  de  Mazal- 
quivir. — Sus  preparativos. — ^Fuerzas  de  que  dispone.— Sale  la  expedición  por  tier- 
ra y  llega  cerca  de  los  muros  de  ambas  plazas. — Situación  de  estas.— Comienza  el 
sitio.— Toman  los  moros  el  fuerte  de  los  Santos.— Sale  ^e  Argel  la  escuadra  dd 
dey.— Se  bloquean  las  plazas  sitiadas. — ^El  conde  de  Alcaudete  en  Oran.— Don 
Martin  de  Córdoba  en  Hazalquivir.— Se  asedia  esta  última  plaza.— Ataques  al  fren- 
te de  San  Miguel.— Le  abandonan  los  nuestro. — Varios  asaltos  á  la  plaza  de  Ha- 
zalquivir. — ^Repelidos  todos.— Avistan  los  sitiadores  los  socorros  de  Espafia.- 
vantan  el  sitio  (1565)  (1). 


No  iban  á  la  sazón  may  favorables  los  asuntos  de  Espafia  en  las 
costas  de  África  por  lo  que  hemos  visto  en  el  capitulo  XUI  de 
aquesta  historia.  Hablan  desaparecido  muchas  de  nuestras  conquis- 
tas sobre  las  potencias  berberiscas,  y  el  reinado  de  Felipe  II  no 
habia  sido  mas  feliz  en  esta  parte  que  el  último  período  del  de  Gar- 
los Y.  Florecían  ó  por  mejor  decir  se  aumentaba  la  audacia  de  aque- 
llos Estados  tan  poderosamente  protegidos  por  Solimán  II,  enemigo 
formidable  de  la  cristiandad,  tanto  en  tierra  como  en  el  seno  de  los 
mares.  la  hemos  visto  el  poder  adquirido  por  el  famoso  corsa- 
rio Barbaroja  y  el  que  en  aquel  tiempo  desplegaba  Dragut,  de 
su  misma  condición  y  antecedentes.  Se  consideraba  este  como  uno 
de  los  principales  capitanes  de  mar  al  servicio  de  la  Puerta,  y  ya 
obrando  bajo  sus  inmediatas  órdenes  ó  por  sus  propios  intereses, 
habia  conseguido  establecerse  en  Trípoli  como  soberano,  mas  siem- 
pre bajo  la  independencia  de  los  turcos.  Hablan  sido  ii 

(1)  G«br«ra«  Herrera,  Marmolf  Garvijtl,  Fenens  7  Otros. 


CAPITULO  XXXI.  861 

los  esfoerzos  del  rey  de  España  para  recobrar  esta  importante  pose- 
sioo,  sieodo  acompañado  este  revés  con  la  derrota  sufrida  en  los 
Galves  y  la  pérdida  de  esta  fortaleza.  Gootínoaba  en  toda  su  acti- 
vidad la  guerra  eotre  los  españoles  y  los  Estados  berberiscos,  cuyas 
inteligeocias  con  los  moriscos  de  Granada  y  sobre  todo  con  los  que 
habitaban  el  reino  de  Valencia  llamaron  la  atención  del  gobierno, 
hasta  el  punto  de  expedirse  una  orden  para  desarmar  y  recoger  las 
armas  de  todos  los  de  esta  última  provincia.  No  descuidaba  el  rey 
católico,  en  medio  de  los  graves  y  complicados  negocios  que  en 
tantas  partes  le  ocupaban,  las  costas  de  África;  mas  por  mucho  que 
fuese  su  poder,  no  siempre  correspondían  los  medios  á  sus  inten- 
ciones. Las  dos  plazas  de  Oran  y  de  Mazalquivir,  las  solas  que  con 
el  fuerte  de  la  Goleta  ocupábamos  en  aquellas  costas,  no  se  halla- 
ban con  bastante  guarnición,  y  con  todos  los  pertrechos  de  guerra 
que  necesitaban,  en  vista  de  tan  activa  y  tan  enconada  hostilidad 
de  los  mahometanos,  circunstancia  que  les  dio  aliento  para  empren- 
der un  sitio  famoso  que  vamos  á  describir,  aunque  de  un  modo  muy 
sucinto. 

Gobernaba  entonces  en  Argel  Asam  ó  Hascem,  hijo  y  heredero 
del  famoso  Barbaroja,  que  habieodo  sido  expelido  de  su  trono,  y 
vuelto  á  recobrarle  con  auxilio  de  los  turcos,  quiso  sefialar  su  nue- 
vo poderío  con  una  expedición,  que,  agrandando  sus  dominios,  le 
hiciese  grato  á  sus  poderosos  protectores.  Echó,  pues,  los  ojos  sobre 
las  plazas  de  Oran  y  de  Mazalquivir,  tan  próximas  á  su  capital,  y 
proyectó  seriamente  su  conquista,  pareciéndole  la  ocasión  muy 
oportuna,  tanto  por  el  estado  en  que  se  hallaban,  como  porque  sa- 
bia muy  bien  que  el  rey  don  Felipe  estaba  empeñado  en  negocios 
muy  urgentes.  No  olvidemos  que  por  aquel  tiempo  comenzaban  á 
fermentar  los  disturbios  de  Flandes,  y  habia  estallado  la  guerra 
civil  en  Francia  entre  los  católicos  y  calvinistas;  siendo  este  movi- 
miento casi  de  no  menos  interés  para  Felipe,  que  el  estado  de  con- 
fusión en  que  se  hallaban  algunos  de  sus  Estados  propios. 

Constante  el  dey  de  Argel  en  su  propósito,  y  después  de  tomar 
las  medidas  convenientes  para  darle  término,  comunicó  sus  ideas  á 
los  alcaides,  jeques  ó  emires  de  los  puntos  inmediatos,  de  Treme- 
cen,  Túnez,  Constantina  y  Miliana,  proponiéndoles,  en  nombre  del 
Gran  Turco,  que  le  auxiliasen  á  emprender  una  conquista  de  tanta 
gloria  y  provecho  para  los  fieles  sectarios  de  Mahoma.  Oyeron  con 
gusto  dichos  jefes  las  proposiciones,  y  cada  uno  ofreció  su  persona  y 


362  mSTOElA  DK  FELIPE  II. 

las  fuerzas  de  que  pudiese  disponer  para  el  logro  de  la  empresa. 

A  mas  de  veinte  y  cuatro  mil  hombres  de  tierra  ascendió  el  con- 
tingente que  presentaron  estos  caudillos  para  el  sitio  proyectado. 
Abundaba  el  ejército  en  caballería,  y  no  faltaban  piezas  de  grueu 
artillería  de  batir,  con  sus  municiones  y  pertrechos  necesarios. 

Mientras  tanto  se  preparaba  en  el  puerto  de  Argel  la  escuadra 
que  debia  proteger  y  auxiliar  á  aquella  empresa.  El  punto  destina- 
do para  la  reunión  de  las  tropas,  fué  el  rio  Girite,  cinco  leguas  dis- 
tante de  las  dos  plazas  mencionadas. 

Se  hallan  Oran  y  Mazalquivir  muy  próximas  una  á  otra,  como 
ya  llevamos  dicho,  con  muy  difícil  comunicación  entre  las  dos,  so- 
bre todo,  por  mar,  siendo  puertos  ambas.  Está  la  primera  mas  in- 
ternada en  el  seno  que  allí  forma  el  mar;  y  se  puede  decir  que  de- 
peodia  su  suerte  de  la  que  cupiese  á  la  segunda,  como  punto  avan- 
zado sobre  un  promontorio.  Así  se  vio  bien  claro  en  el  curso  del 
asedio.  Era  gobernador  el  conde  de  Aleándote,  quien  al  recibir  avi- 
sos de  la  proyectada  expedición,  dio  parte  al  rey,  pidiendo  auxilios 
tanto  de  gente  como  de  municiones  y  de  víveres;  no  descuidándose 
por  su  parte  de  tomar  todas  las  medidas,  para  poner  las  plazas  en 
el  mejor  estado  de  defensa. 

La  mayor  parte  de  las  galeras  del  rey  de  Espafia  estaban  enton- 
ces en  GerdeDa,  en  Ñapóles  y  en  Sicilia.  Solo  habia  disponibles  al- 
gunas que  se  hallaban  en  Cartagena,  Valencia  y  Barcelona.  Escri- 
bió el  rey  &  todos  estos  puntos,  con  orden  de  que  se  pusiesen  in- 
mediatamente en  marcha  para  las  plazas  que  iban  á  ser  sitiadas,  ó 
que  lo  estaban  ya  en  efecto,  llevando  consigo  cuantas  municiones 
y  pertrechos  estuviesen  en  sus  medios.  También  escribió  &  los  pro- 
vehedores  de  Málaga,  que  enviasen  inmediatamente  víveres;  y  las 
mismas  comunicaciones  hizo  á  los  vireyes  de  Sicilia  y  Ñapóles,  al 
gobernador  de  Milán,  al  Gran  Maestre  de  Malta,  á  los  duques  de 
Florencia  y  Saboya,  á  las  repúblicas  de  Genova  y  de  Yenecia;  lo 
que  prueba  la  grandísima  importancia  que  daba  á  la  defensa  de 
estas  plazas,  y  lo  desprevenido  que  en  cierto  modo  le  cogia  la  gran 
intentona  de  los  berberiscos. 

A  principios  de  abril  de  1563,  se  volvió  de  Argel  Asam  al  frente 
de  sus  tropas.  Quinientos  genízaros,  y  otros  tantos  turcos  ordina- 
rios, le  aoompaDaban  como  guardia  de  su  persona.  Se  dirigió  en 
seguida  á  Mostagán,  y  pasando  después  á  Mazagran,  llegó  al  rio 
Cirite,  punto  general  de  reunión  para  todas  las  tropas  llamadas  al 
asedio. 


CAPITULO  XXXL  363 

Allí  se  reuDieroD  en  efecto  todas,  coo  sus  jeques  ó  caudillos  ya 
enunciados.  Nada  fallaba:  ni  piezas  de  batir,  ni  municiones,  ni  vi- 
Teres^  ni  sobre  todo,  entusiasmo  y  gran  codicia  de  arrancar  tan 
rica  presa  de  las  manos  de  los  espaDoles.  Después  de  reunidos  to- 
dos, y  completar  los  preparativos  necesarios,  se  movió  el  campo,  y 
se  situó  en  Acefiuelas,  á  una  legua  de  las  plazas. 

Ofrecen  los  asedios  de  esta  muy  poca  variedad  en  el  relato  de 
sus  pormenores,  ora  sea  la  lucha  floja,  ó  muy  reOida  y  obstinada. 
En  el  primer  caso  dan  lugar  pocos  incidentes;  en  el  segundo,  son 
cuadros  repetidos  de  audacia,  de  arrojo,  de  obstinación  y  ferocidad 
por  ambas  partes.  No  seremos  por  lo  mismo  difusos  en  esta  narra- 
ción; mas  en  realidad,  el  sitio  en  que  nos  ocupamos  actualmente, 
adquirió  derechos  de  ser  célebre. 

Habia  reparado  y  aumentado  el  conde  de  Alcaudete  las  fortifica- 
ciones de  la  plaza,  encargando  al  mismo  tiempo  la  defensa  de  Ma- 
zalquivir  á  su  hermano  don  Martin  de  Córdoba.  Eran  bastante  es- 
casas las  fuerzas  de  uno  y  otro,  y  estaban  muy  lejos  de  ser  abun- 
dantes las  municiones  y  los  víveres.  Ascendía  la  fuerza  á  mil  qui- 
nientos hombres,  y  el  material  á  noventa  piezas  de  artillería  y  qui- 
nientos quintales  de  pólvora,  con  sus  correspondientes  balas. 

Antes  de  formalizarse  el  sitio,  quiso  hacer  una  salida  el  conde  de 
Alcaudete,  para  embarazar  al  menos  á  los  enemigos,  é  impedir  que 
se  acercasen;  mas  no  hallándose  con  fuerzas  suficientes,  retrocedió 
á  la  plaza,  sin  emprender  operación  alguna;  dando  con  esto  lugar  & 
que  Asam  se  arrimase  con  su  gente  á  las  murallas,  y  comenzase  la 
obra  del  asedio.  Fué  la  primera  embestida  de  este  contra  el  fuerte 
llamado  de  Los  Santos,  algo  separado  de  la  plaza,  con  la  que  in- 
terceptó toda  clase  de  comunicaciones.  Se  defendió  el  fuerte  con  obs- 
tinación; mas  no  pudiendo  resistir  al  excesivo  número,  tuvo  que 
rendirse,  quedando  la  gente  prisionera. 

Ya  hemos  hecho  ver  que  Mazalquivír,  como  punto  en  cierto 
modo  mas  marítimo  que  Oran,  le  sirve  de  resguardo.  Fué,  pues, 
el  principal  objeto  de  Asam,  para  rendir  la  segunda,  comenzar  por 
la  primera;  y  asf,  dejando  al  frente  de  Oran  un  cuerpo  fuerte  de 
observación,  pasó  á  ponerse  delante  de  Mazalquivír,  donde  comen- 
zaron las  operaciones  en  grande^  pues  el  fuerte  de  Los  Santos,  ya 
ganado,  no  era  de  grande  consecuencia. 

Para  tomar  á  Mazalquivír,  había  que  comenzar  por  el  fuerte  de 
Sao  Miguel,  que  la  domina.  Alli  dirigió  el  de  Argel  sus  ataques, 


S64  HISTORIA  DB  FBUPB  11. 

pero  con  muy  poco  fruto.  Dos  asaltos  resistieron  los  cristiaDos,  eon 
pérdida  de  doscientos  genízaros  y  turcos,  y  veinte  solos  de  los 
nuestros.  Mas  volvemos  á  recordar  al  lector  la  suma  descoDfiaDza 
con  que  deben  recibirse  el  número  de  muertos,  de  heridos,  de  pri- 
sioneros, tratándose  de  guerras  y  batallas,  por  las  exageraciones  i 
que  da  lugar  el  espíritu  de  partido  ó  la  ignorancia.  También  se 
debe  tener  presente  que  los  historiadores  de  estas  guerras  son  todos 
cristianos,  es  decir,  gente  de  uno  solo  de  los  dos  partidos. 

Mientras  estas  operaciones,  salió  de  Argel  la  escuadra  de  Asam, 
^  con  dirección  al  teatro  del  sitio;  mas  habiendo  experimentado  vien- 
tos contrarios  y  una  tempestad,  tuvo  que  volver  al  puerto  para  re* 
hacerse.  Con  esta  dilación,  desmayaron  algún  tanto  las  operaciones 
de  Asam,  desprovisto  de  este  auxilio.  Por  fin,  habiéndose  reparado 
las  averías  en  Argel,  salió  otra  vez  la  flota  al  mar,  y  llegó  sin  con- 
tratiempo á  la  vista  del  Mazalquivir,  compuesta  de  veinte  y  seis 
buques,  dos  galeotas  y  cuatro  navios  franceses,  muy  provistos  de 
artillería,  municiones  y  víveres,  y  muchísima  gente  de  refuerzo. 

Teniendo  así  bloqueada  á  Mazalquivir  por  tierra  y  mar,  volvíe- 
.  ron  á  su  vigor  las  operaciones  de  los  sitiadores.  Intimó  Asam  la 
rendición  al  fuerte  de  San  Miguel ,  ofreciendo  á  los  sitiados  las  ha- 
ciendas y  las  vidas.  El  parlamento  fué  recibido  á  balazos  por  los 
nuestros,  con  lo  que  dieron  los  argelinos  otro  asalto,  mas  funesto 
para  ellos  que  los  dos  primeros,  habiéndose  incendiado  las  faginas 
en  el  foso,  lo  que  aumentó  el  estrago  de  la  pérdida.  Otro  asalto,  y 
aun  otro,  dio  Asam  con  igual  poco  fruto,  habiendo  quedado  en  d 
foso  el  alcaide  de  Constantina  entre  los  muertos.  Deseoso  el  dey  de 
Argel  de  hacerse  con  el  cadáver  de  este  personaje,  envió  ao  parla* 
mentó  á  don  Martin  de  Córdoba,  pidiéndole  permiso  para  retirarle, 
y  ofreciéndole  en  recompensa  no  renovar  sus  ataques  sobre  el  fuer- 
te. Accedió  don  Martin,  y  el  cadáver  del  alcaide  de  Constantina  faé 
recogido  por  los  moros.  Mas  Asam  no  cumplió  su  palabra  de  sus- 
pender los  ataques;  pues  á  los  dos  dias  se  dio  otro  asalto,  que  no 
tuvo  mejores  resultados  que  los  anteriores. 

A  fuer  de  tanto  ataque  y  de  lo  obstinado  de  la  resistencia,  se 
hallaba  el  fuerte  de  San  Miguel  en  grande  apuro.  Comenzaban  4 
faltar  las  municiones  y  los  víveres.  Los  reparos  se  hallaban  en  muy 
mal  estado.  Al  principio  del  sitio  hábia  mandado  cuatrocientos  hom^ 
bres  de  refuerzo  don  Martin  de  Córdoba,  mas  no  eran  suficientes. 
Los  moros  tenían  interceptado  el  fuerte  del  cuerpo  de  la  plaza  y 


GAFITULO  XXXI.  365 

hacian  imposibles  las  comQnicaciooes.  Otros  cien  hombres,  man- 
dados por  doo  Francisco  de  Carearme,  pudieron  llegar  á  duras  pe- 
nas. Mas  el  fuerte  se  hallaba  en  la  extremidad,  y  á  no  recibir  gran- 
des socorros,  no  podía  menos  de  rendirse.  Ocho  hombres  que  se 
pudieron  descolgar  por  el  muro  para  llevar  la  noticia  á  don  Mar- 
tin, fueron  cogidos  por  los  moros,  á  excepción  de  uno  que  pudo 
llegar  á  su  destino.  Informado  don  Martin  del  estado  de  las  cosas, 
envió  orden  á  los  del  fuerte  de  que  se  retirasen.  Mas  ellos  ya  se 
hablan  anticipado  á  su  disposición,  descolgándose  de  los  muros 
cubiertos  con  las  tinieblas  de  la  noche.  Asi  llegaron  todos  salvos  & 
la  plaza  de  Mcftalquivir,  donde  los  recibió  el  gobernador  haciendo 
elogios  de  su  bizarría .  ^ 

Ocupado  el  fuerte  de  San  Miguel  por  las  tropas  de  Asam,  vol- 
vió este  sus  ataques  sobre  el  cuerpo  de  la  plaza,  creyéndola  ya  de 
poca  resistencia  con  la  expugnación  de  un  punto  tan  interesante. 
Mas  don  Martin  de  Córdoba  estaba  prevenido  por  su  hermano,  y  se 
habia  preparado  para  recibir  á  los  contrarios. 

Se  acercaba  mas  y  mas  Asam  á  los  muros  de  la  plaza.  Cons- 
truyó sus  baterías  y  abrió  trincheras  para  ponerse  á  cubierto  de  los 
tiros  de  los  sitiadores,  mas  estos  le  desmontaron  dos  piezas  y  co- 
menzaron haciéndole  grao  daSo,  sin  que  Asam  pudiese  ofenderles, 
ocupado  como  estaba  en  sus  preparativos. 

Deseando  venir  á  términos  mas  amistosos  con  los  sitiados  envió 
otro  parlamento  á  don  Martin,  ofreciéndole  las  capitulaciones  mas 
honrosas  si  le  abrían  las  puertas  de  la  plaza,  al  mismo  tiempo  que 
le  hacia  ver  el  mal  estado  en  que  se  hallaba  por  falta  de  reparos 
y  de  artillería.  Don  Martin  le  contestó  con  entereza ,  que  aquella 
plaza  del  rey  de  Espafia  se  defenderla  por  él  y  los  suyos  hasta  ter- 
minar la  vida,  y  puesto  que  en  tan  mal  estado  se  encontraba,  vi- 
niesen los  enemigos  á  asaltarla. 

Dispuso  al  efecto  Asam  un  asalto  general,  haciéndolo  él  por  un 
lado  con  seis  mil  hombres  y  por  el  otro  con  el  mismo  número  los 
alcaides  de  Sargel,  Mostagán,  Constantina  y  Bona.  El  asalto  fué  fu- 
rioso; pero  la  obstinación  de  la  resistencia  correspondió  á  la  viveza 
del  ataque.  Mas  de  dos  mil  y  quinientos  enemigos  quedaron  en  los 
fosos,  precipitados  la  mayor  parte  en  el  acto  de  escalar  los  muros. 
En  medio  de  lo  mas  vivo  de  la  refriega,  sobrevino  una  tempestad 
que  aumentó  los  apuros  de  los  sitiadores  y  los  estragos  de  la  retira- 
da. Otros  ataques  siguieron  con  iguales  desastres  de  los  asaltadores» 

Tomo  i.  47 


366  HISTORIA  DB  FELIPK  IL 

Las  pérdidas  de  los  enemigos  eran  grandes,  y  aunque  los  histo- 
riadores exageren,  se  puede  imaginar  la  mucha  mortandad  en  vis- 
ta de  tantos  asaltos  infructuosos.  Para  que  la  gente  no  se  inficiona- 
se, tuvo  que  recurrir  Asam  al  expediente  de  quemar  los  muertos. 
Los  víveres  tampoco  andaban  muy  abundantes  en  su  campo.  Co- 
menzaban las  tropas,  unas  &  desmandarse,  otras  á  perder  las  es- 
peranzas del  rico  botin,  con  cuya  idea  hablan  venido  tan  entusias- 
madas. Por  otra  parte,  no  podia  desconocer  Asam,  que  noticioso  el 
rey  de  EspaOa  del  sitio  de  las  plazas  de  Oran  y  de  Mazalquivir  se 
apresuraría  á  socorrerlas  con  medios  eficaces. 

Era  la  esperanza  de  este  próximo  socorro  la  que  alentaba  al  con- 
de de  Alcaudete  y  á  su  hermano  don  Martin  en  medio  del  conflicto 
que  los  aquejaba.  A  pesar  de  la  incomunicación  completa  en  que 
los  sitiadores  los  tenian,  no  dejaban  de  recibir  algunos  avisos  de 
que  se  estaban  aprestando  los  esfuerzos  tantas  veces  aclamados.  Dos 
ó  tres  embarcaciones  cargadas  de  víveres  y  armas  hablan  podido 
escapar  de  la  vigilancia  y  persecución  de  los  contrarios,  jlegando 
felizmente  á  su  destino.  Algunos  renegados  del  campo  contrario  da- 
ban noticias  á  la  plaza  del  mal  estado  de  los  sitiadores,  escasos  ya 
de  víveres  y  con  enfermedades  debidas  á  la  estación  calorosa  en  que 
las  operaciones  se  emprendían.  Con  estas  esperanzas  se  mantenía 
firme  en  medio  de  tantos  padecimientos  el  ánimo  de  los  sitiados, 
mientras  Asam  se  hallaba  inquieto  y  hasta  enfurecido  con  la  dila- 
ción del  sitio,  aumentándose  sus  inquietudes  con  las  noticias  que 
tenia  de  la  próxima  llegada  del  socorro. 

No  habían  sido  expedidas  en  vano  las  órdenes  del  rey  de  Espafia, 
relativas  á  los  preparativos  del  refuerzo.  Para  el  mando  de  todas 
las  galeras  que  se  allegaban  en  Espafia,  nombró  á  don  Francisco  de 
Mendoza,  que  desde  Málaga  pasó  á  Barcelona  para  disponer  las  cia- 
co  que  allí  se  estaban  fabricando,  y  de  este  punto  á  Cartagena,  de- 
signado como  el  de  reunión  de  todas  las  fuerzas  navales  de  la  em- 
presa. En  Italia,  muchos  gobernadores  se  anticiparon  á  las  órdenes 
del  rey,  tomando  por  sí  disposiciones  cuando  tuvieron  noticia  del 
sitio  de  ambas  plazas.  Entre  ellos  el  virey  de  Ñapóles,  duque  de  Al- 
calá, aprestó  las  cuatro  galeras  de  aquel  reino:  envió  aviso  á  Juan 
Andrés  Doria,  para  que  trajese  de  Genova  las  doce  suyas;  previno 
á  Antonio  Pascual  Lomedin  acudiese  con  sus  cinco,  y  avisó  al  du- 
que de  Sesa,  gobernador  de  Milán,  para  que  alistase  dos  mil  ale- 
manes que  debían  embarcarse  en  ellas.  Acudieron  en  efecto  las  ga- 


GAPITÜU)  XXXI.  861 

leras  á  Ñapóles  donde  el  vír^y  hizo  embarcar  dos  mil  espafioles  al 
mando  de  don  Pedro  de  Padilbt,  nombrando  por  general  de  todas 
las  galeras  á  don  Sancho  de  Leiva.  Tomó  este  jefe  con  ellas  la  di* 
receion  de  las  costas  de  Genova;  hizo  embarcar  en  el  puerto  de 
Spezzia  los  dos  mil  alemanes  que  había  alistado  el  duque  de  Sesa» 
y  se  dio  á  la  vela  para  Barcelona.  Allí  llegaron  asimismo  tres  ga* 
leras  equipadas  y  armadas  por  el  duque  de  Medinacelí,  virey  de  Si- 
cilia, mandadas  por  don  Fadrique  de  Garbajal:  cinco  que  dio  el  gran 
maestre  de  Malta,  mandadas  por  el  prior  de  Barleta,  y  tres  del  du- 
que de  Saboya  por  el  conde  de  Sof rasco.  Pasó  toda  esta  fuerza  na- 
val de  Barcelona  á  Cartagena,  donde  se  hallaba  don  Alvaro  Bazan 
con  cinco  galeras,  y  el  abad  de  Lupian  con  otra,  habiéndose  reuní- 
do  además  en  dicha  plaza  muchos  voluntarios  de  familias  nobles  de 
Castilla,  Valencia  y  Aragón,  deseosos  de  hacer  parte  de  la  empresa. 

Mientras  se  disponía  á  hacerse  á  la  vela  este  armamento  respe- 
table, sabedor  ya  el  dey  de  Agel  de  la  proximidad  de  su  llegada^ 
mandó  dar  otro  asalto  á  la  plaza  de  Mazalquivir,  que  tuvo  por  par- 
te de  los  sitiadores  el  mismo  resultado  que  los  antecedentes. 

Irritado  con  este  desaire  de  sus  armas  y  perplejo  además  sin  sa- 
ber ya  el  partido  que  tomar,  convocó  un  consejo  de  guerra,  para 
que  se  deliberase  si  convenia  abandonar  el  sitio,  ó  probar  otra  vez 
la  suerte  de  otro  asalto.  Se  inclinaron  los  mas  á  que  se  emprendie- 
jse  una  pronta  retirada;  mas  algunos  pocos  que  conocían  el  estado 
de  ánimo  de  Asam,  con  quien  querían  congraciarse,  opinaron  por- 
que se  atacase  de  nuevo  á  la  plaza,  aprovechando  oportunamente 
el  poco  tiempo  que  mediaba  hasta  la  llegada  del  refuerzo. 

Prevaleció  esta  última  opinión,  que  era  tan  del  gusto  del  dey  de 
Argel,  y  para  el  2  de  junio  de  1563  se  dispuso  otra  asalto  por  tier- 
ra y  por  mar  sobre  la  plaza  de  Mazalquivir,  siendo  esta  ya  la  quin- 
ta embestida  por  parte  de  los  turcos. 

Se  verificó  efectivamente  dicho  ataque,  en  que  Asam  empleó  por 
tierra  y  por  mar  toda  la  fuerza  disponible.  Don  Martin  de  Córdoba, 
sabedor  del  asalto,  habia  tomado  las  disposiciones  necesarias.  Toda 
la  gente  se  preparó  para  el  combate,  habiéndose  confesado  y  co- 
mulgado antes,  según  práctica  constante  en  estos  lances,  durante 
la  época  que  describimos.  Recorrió  don  Martin  de  Córdoba  las  filas 
con  un  crucifijo  en  la  mano,  exhortándolos  á  que  combatiesen  con 
su  valor  acostumbrado,  anunciándoles  que  según  todos  los  avisos 
de  socorro,  iba  á  ser  el  último  aquel  esfuerzo  de  su  valentía.  Bes- 


368  HiSToau  m  fbupb  u. 

poDdieroD  los  soldados  con  adamacioDes  á  la  areoga  de  don  Martin, 
y  todos  se  pusieron  en  actitud  de  aguardar  á  los  enemigos,  que  ya 
empezaban  á  moverse,  y  llenaban  los  aires  con  clamores  y  el  estruen- 
do de  sus  atabales. 

Fué  el  ataque,  si  cabe,  mas  furioso  que  los  anteriores:  peleaban 
los  moros  poseídos  ya  de  rabia;  mas  los  repelieron  los  nuestros  con 
su  denuedo  y  constancia  acostumbrados. 

Ya  hemos  hecho  ver  la  dificultad  de  describir  con  fidelidad  por- 
menores en  estas  luchas  desordenadas,  en  que  se  cede  solo  al  ins- 
tinto de  un  furor  ciego,  de  una  sed  rabiosa  de  carnicería  y  matan- 
za. La  mayor  parte  de  las  pinturas  que  se  hacen  en  estos  lances 
son  infieles,  y  por  la  mayor  parte  creaciones  de  la  imaginación  de 
los  historiadores.  Ateniéndonos  á  los  resultados,  bástenos  decir  que 
los  esfuerzos  de  los  moros  fueron  infructuosos  y  que  pagaron  mas 
cara  su  osadía  que  en  los  asaltos  anteriores.  Quedó  cubierto  el  foso 
de  cadáveres.  Fueron  muchos  precipitados  de  encima  de  los  mismos 
muros  donde  tenían  ya  enarbolado  el  estandarte  victorioso.  Fué 
enorme  la  pérdida  de  los  enemigos.  Los  historiadores  avalúan  la 
nuestra  en  solo  quince  hombres ,  exageración  poco  digna  de  escri- 
tos serios  de  esta  clase.  Entre  los  heridos  se  contó  á  don  Martin  de 
una  pedrada  ó  mas  bien  de  un  fragmento  de  muralla,  que  le  tocó 
ligeramente. 

No  fué  este  asalto  el  último ;  tan  enfurecido  estaba  Asam  y  tan 
rabioso  por  tomar  la  plaza.  En  esta  ocasión  se  puso  al  frente  de  las 
tropas  del  asalto,  armado  de  alfange  y  lanza  con  casco  y  con  adar- 
ga. En  vano  echó  en  cara  á  los  suyos  su  cobardía  en  los  asaltos 
anteriores  al  dar  principio  á  este  que  dirigía  en  persona.  Igualmen- 
te fué  desastroso  que  los  anteriores.  Duró  cinco  horas  y  siempre  con 
los  mismos  resultados. 

Otro  asalto  se  dio  el  6  de  junio :  otro  tuvo  efecto  el  7.  Mas  el  8 
cambió  de  repente  el  semblante  de  las  cosas. 

El  6  de  junio  se  habia  dado  á  la  vela  la  escuadra  desde  Cartage- 
na. Ocupaba  el  centro  el  general  en  jefe  don  Francisco  de  Mendoza. 
Mandaba  el  ala  derecha  don  Alvaro  Bazan,  y  Juan  Andrés  Doria  el 
ala  izquierda.  En  esta  disposición  se  dirigieron  á  las  plazas  sitiadas 
sin  detenerse  un  punto,  sabiendo  el  grandísimo  apuro  en  que  Ma- 
zalquivir  se  hallaba.  El  conde  de  Aleándote  recibió  aviso  de  la  ve- 
nida, por  un  buque  destacado  de  la  escuadra  y  que  pudo  eludir  la 
"Vigilancia  de  los  turcos,  llegando  felizmente  al  puerto.  El  conde  de 


CAPITULO  xxxt.  869 

Alcaudete  lo  comonicó  á  so  hermaDO,  y  la  noticia  cundió  al  instante 
por  las  gnarnicíones  de  ambas  plazas. 

En  la  maSana  del  8  no  dudó  ya  Asam  de  que  estaba  encima  la 
escuadra  castellana ,  habiendo  visto  veinte  galeras  turcas ,  que  ve- 
nían fugitivas  con  objeto  de  guarecerse  entre  las  suyas.  Mandó  in- 
mediatamente retirar  á  sus  tropas  que  se  disponian  para  un  nuevo 
asalto,  y  tomó  todas  las  disposiciones  para  levantar  el  campo.  Em- 
pezaron efectivamente  las  tropas  sitiadoras  á  emprender  la  retirada, 
tomando  la  vanguardia  los  turcos  como  tropa  experimentada  y 
aguerrida.  Mandó  Asam  inutilizar  y  destruir  cuantos  efectos  no  pu- 
do llevar  consigo  por  la  rapidez  indispensable  de  su  movimiento,  y 
.para  que  los  cristianos  no  se  aprovechasen  de  sus  piezas  de  arti- 
llería de  batir,  hizo  dispararlas  con  triple  ó  cuádruple  carga  á  fin 
de  que  reventasen.  Sin  duda  no  se  usaba  todavía  el  expediente  de 
clavar  las  piezas. 

Se  verificaba  mientras  tanto  la  llegada  de  la  escuadra.  Imagínese 
el  lector  los  sentimientos  de  alegría  y  entusiasmo  con  que  seria  re- 
cibido en  Oran  y  Mazalquivir  un  auxilio  que  llegaba  tan  á  tiempo, 
y  había  sido  tan  ardientemente  deseado.  Las  dos  guarniciones  de 
Oran  y  Mazalquivir,  que  habian  estado  por  tanto  tiempo  intercep- 
tadas, se  saludaron  con  las  demostraciones  del  mas  vivo  regocijo. 
Resonaron  en  aquellas  playas  salvas  de  artillería  y  de  arcabucería, 
mezcladas  al  estruendo  de  los  clarines,  con  que  unos  y  otros  se  da- 
ban el  parabién  de  aquella  reunión  tan  vivamente  deseada. 

Inmediatamente  que  el  conde  de  Alcaudete  y  don  Martin  de  Cór- 
doba se  vieron  libres  en  sus  comunicaciones ,  salieron  juntos  al 
campo  con  toda  la  gente  de  caballería  que  pudieron  reunir,  en  per- 
secución de  los  sitiadores  que,  como  hemos  dicho,  habian  levantado 
el  campo.  También  se  reunieron  á  esta  expedición  algunas  tropas 
y  caballeros  voluntarios,  de  los  que  venian  en  la  armada.  Mas  los 
enemigos,  desembarazados  en  su  marcha  de  cuanto  pudiera  retar- 
darla, les  llevaban  demasiada  delantera  para  que  se  les  diese  fácil- 
mente alcance.  Así  los  cristianos,  perdida  ya  la  esperanza  de  con- 
seguirlo, no  se  empefiaron  infructuosamente,  y  tomaron  la  vuelta 
de  la  plaza. 

El  general  don  Francisco  de  Mendoza ,  después  de  proveer  á  la 
reparación  de  abastecimiento  de  Oran  y  de  Mazalquivir  con  todos 
los  medios  que  estaban  á  su  disposición ,  regresó  con  la  escuadra  á 
las  costas  de  Levante  de  EspaOa ,  tomando  disposiciones  para  que 


8*70  msTOUÁ  DB  FBune  n. 

las  galeras  de  distintas  procedencias  regresasen  á  sos  puntos  res- 
pectivos. Recompensó  el  rey  de  EspaOa  con  liberalidad  á  los  que  se 
habian  distinguido  en  el  sitio  de  las  dos  fortalezas  mencioDadas, 
particularmente  á  don  Martin  de  Córdoba  y  á  Francisco  Vivero,  go- 
bernador del  fuerte  de  San  Miguel;  dando  otras  muchas  muestras 
de  satisfacción,  en  que  le  acompasó  toda  Espafia,  por  la  salvación 
de  aquellos  dos  puntos  importantes. 


CAPÍTULO  xxm 


Expedición  sobre  el  Peñón  de  Velez  de  la  Gomera.— Infructuosa.— Segunda  tentativa. 
— Preparativos.— Salida  de  la  expedición.— Llegan  al  PeBon.— Le  toman.— Envia 
el  rey  á  don  Alonso  Bazan  á  cegar  el  rio  de  Tetaan.— T  se  efectúa  (1).— (1564). 


A  muy  poco  después  de  los  acootecimientos  que  dejamos  referi- 
dos, se  intentó  una  expedición,  que  no  fué  seguida  de  buen  éxito. 
Había  propuesto  varias  veces  Pedro  Yenegas,  gobernador  de  Meli- 
Ua,  al  rey  de  EspaOa,  la  expugnación  del  PeSon  de  Velez  de  La  Go- 
mera, nido  de  piratas  berberiscos ,  presentando  la  empresa  como 
cosa  fácil,  según  noticias  que  tenia  por  dos  renegados  escapados  de 
aquel  punto  fuerte.  En  vista  de  esto  dio  Felipe  II  orden  al  general 
don  Francisco  de  Mendoza ,  para  que  con  silencio  y  brevedad  se 
dirigiese  con  sus  galeras  al  Pefion  ,  y  se  concertase  con  Francisco 
de  Venegas  sobre  los  medios  de  expugnarle.  Don  Francisco  Mendo- 
za se  hallaba  á  la  sazón  enfermo,  y  no  queriendo  et  rey  retardar  la 
expedición,  la  encomendó  á  don  Sancho  de  Leiva ,  general  de  las 
galeras  de  Ñapóles,  quien  se  embarcó  con  su  gente  en  este  puerto, 
8ÍD  que  ninguno  supiese  el  objeto  de  la  marcha.  En  la  isla  de  Ar- 
bolan, á  treinta  leguas  de  la  costa  de  África,  dio  fondo  con  su  es- 
cuadra. Los  principales  jefes  de  la  expedición,  á  quienes  comunicó 
entonces  el  objeto  á  que  estaba  destinada ,  tuvieron  por  imposible 
la  toma  del  Pefion,  á  pesar  de  las  seguridades  que  daba  para  ello 
el  gobernador  de  Melilla,  movido  por  las  noticias  de  los  renegados, 


(1)   Las  mlfinas  antorldad68. 


372  HISTOBIA.  DE  FSLIPE  lí. 

Mas  don  Sancho  de  Leiva,  do  atreviéndose  á  contrariar  las  órdeDes 
del  rey,  siguió  adelante  con  so  armada ,  y  llegó  con  ella  cerca  de 
Helilla,  para  comenzar  desde  aquel  punto  sus  operaciones. 

Respondieron  los  efectos  á  lo  que  hablan  indicado  algunos  jefes 
de  la  expedición,  sobre  lo  inútil  de  la  tentativa.  Desembarcó  don  Al- 
varo Bazán,  por  orden  de  don  Sancho,  con  sesenta  hombres  de  re- 
conocimiento sobre  el  PeSon  de  la  Gomera,  seguidos  de  otros  se- 
senta, para  dejar  en  el  PeSon,  en  caso  de  ser  tomado  por  sorpresa. 
Mas  á  pesar  del  secreto  y  precauciones  de  la  expedición,  fueron  des- 
cubiertos y  acometidos  los  nuestros  por  los  moros,  que  les  obligaroD 
á  retroceder  con  alguna  pérdida.  Desembarcó  después  el  mismo  don 
Sancho  con  igual  objeto,  mas  también  fué  sorprendido  en  su  mar- 
cha, y  obligado  á  recogerse  en  Velez,  de  cuyos  habitantes  fué  reci- 
bido sin  ninguna  resistencia.  No  desistiendo  de  la  empresa,  á  pesar 
de  las  dificultades  que  encontraba,  y  careciendo  de  víveres  su  campo, 
envió  al  conde  Sofrasco,  capitán  de  las  galeras  de  Saboya,  con  un 
grueso  destacamento  á  la  escuadra  con  objeto  de  traerlos.  Fué  esta 
fuerza  acometida  en  su  marcha  por  los  moros;  mas  como  se  movían 
en  buen  orden,  recibieron  poco  daSo  de  los  enemigos  mientras  dató 
el  dia.  A  la  llegada  de  la  noche,  cambió  enteramente  el  semblante 
de  las  cosas.  Los  moros  se  acercaron  mas,  y  acometiendo,  y  arro- 
jándoles hasta  pefiascos  desde  las  alturas,  se  desordenaron  los  nues- 
tros al  fio,  con  mucha  pérdida,  y  tuvieron  que  tomar  la  vuelta  de 
Yelez,  donde  fueron  recogidos  por  don  Sancho. 

Otro  reconocimiento  tuvo  lugar,  y  con  los  mismos  malos  resulta- 
dos; con  lo  cual,  desengafiado  don  Sancho  de  lo  inútil  de  la  tenta- 
tiva, y  que  para  la  indicada  expugnación  se  necesitaban  mas  fuer- 
zas que  las  suyas,  volvió  á  embarcar  su  gente,  y  se  dirigió  eo 
seguida  á  Málaga. 

A  esta  tentativa  infructuosa  sobre  el  PeOon  de  Velez  de  la  Gome- 
ra, se  siguió  otra  por  el  mismo  estilo  de  los  mismos  moros,  sóbrela 
plaza  de  Melilla.  Por  dos  veces  se  presentaron  delante  de  este  punto, 
hallando  las  puertas  abiertas  por  disposición  expresa  del  goberna- 
dor, á  fin  de  que  entrándose  por  ellas,  pudiesen  ser  cogidos  en  las 
mismas  calles.  Se  atribuye  esta  estratagema  á  las  noticias  que  tenia 
el  gobernador  por  sus  espías,  de  que  los  moros  estaban  persuadi- 
dos por  un  alfaquí,  Santón  entre  ellos,  de  que  acometiendo  en  cierto 
dia,  á  cierta  hora  y  con  ciertas  precauciones,  se  paralizaría  de  tal 
modo  la  acción  de  sus  enemigos,  que  quedarían  hasta  inmóviles.  Al 


CAPITULÓ  XJOÜL.  373 

?er  el  efecto,  los  moros  «biertas  las  paertas  de  Meliila;  qae  la  arti- 
llería DO  bacía  fuego;  que  oo  se  presentaban  ni  aun  soldados  en 
los  maros,  creyeroo  ciegamente  en  las  palabras  del  alfaquf,  y  se  pre- 
cipitaron ciegos  en  la  plaza,  como  queda  dicho. 

En  el  afio  siguiente  de  lS6i  se  proyectó  otra  expedición  sobre  el 
mismo  punto  del  Pefion,  y  que  ejecutada  con  mayores  medios,  pro- 
dujo muy  diversos  resultados.  Se  temia  entonces  una  nueva  bajada 
de  la  escuadra  turca,  y  con  este  motivo  habia  dado  el  rey  de  Espa- 
fia  orden  para  que  se  aprontasen  todas  las  galeras  disponibles.  Es- 
taban preparados  todos  para  recibir  la  visita  de  los  otomanos.  Mas 
se  desmintió  la  noticia  de  la  expedición;  y  el  rey  de  Espafia,  noque- 
riendo  perder  enteramente  el  fruto  de  aquel  grande  armamento,  es- 
timulado^ cada  vez  mas  del  deseo  de  acabar  con  un  nido  de  piratas, 
dio  órdenes,  para  que  desarmándose  algunas  galeras  que  no  pare- 
cían necesarias,  continuasen  en  su  estado  de  guerra  l^s  restantes, 
para  marchar  sobre  el  PeDon  de  la  Gomera. 

Por  jefe  de  la  expedición  fué  nombrado  don  Garcfa  de  Toledo,  vi- 
rey  de  Gatalufia.  Se  preparó  la  armada  para  hacerse  cuanto  antes  & 
la  vela,  camino  de  las  costas  de  África.  Acudieron  con  sus  galeras 
el  virey  de  Sicilia,  el  de  Ñapóles,  el  gran  duque  de  Toscana,  el  de 
Saboya,  el  gran  maestre  de  Malta  y  don  Juan  Andrés  Doria.  Tam- 
bién el  cardenal  don  Enrique,  regente  de  Portugal,  prometió,  y 
aprestó  un  socorro.  Al  duque  de  Sesa,  gobernador  de  Milán,  se  le 
dio  orden  para  alistar  dos  mil  alemanes,  al  mismo  tiempo  que  se 
ponían  sobre  las  armas  seis  mil  soldados  en  Espafia. 

Noticioso  el  dey  de  Argel  de  la  proyectada  expedición,  tomó  sus 
disposiciones,  poniendo  en  estado  de  defensa  las  plazas  de  Argel,  de 
OSojia,  y  otras  que  estaban  á  su  devoción;  mas  cerciorado  deque  el 
movimiento  tenia  por  solo  objeto  el  Pefion  de  la  Gomera,  envió  á 
esta  plaza  por  alcaide  á  Cara-Mustafá  con  cien  turcos  de  refuerzo, 
y  >lo6  víveres  y  municiones  necesarios  para  un  sitio  de  seis  meses. 

Pasó  don  García  de  Toledo  al  puerto  de  Palamós,  en  Gatalufia, 
donde  habiendo  recogido  las  galeras  de  Juan  Andrés  Doria,  se  em- 
barcó con  ellas  y  las  que  él  tenia,  para  Genova.  Allí  se  le  reunieron 
atrás  tres  de  la  República,  y  siete  que  le  enviaba  el  Papa,  &  las  ór- 
denes de  Marco  Antonio  Colonna.  En  el  puerto  de  Savona  embarcó 
mil  y  doscientos  hombres,  que  habia  alistado  en  Milán  el  duque  de 
Sesa.  Pasó  en  ^uida  á  Liorna,  donde  se  le  ¡noorporaron  siete  ga- 
leras que  le  enviaba  el  gran  duque  da  Toscana.  Inmediatamente  pasé 

Tomo  i.  ** 


374  HiSTOUÁ  DK  riLiPE  n. 

á  Ñapóles,  desde  donde  envió  á  Mesina  &  don  Sancho  de  Leiva,  pan 
qne  le  llevase  las  galeras  de  Sicilia,  y  después  de  recogidas ,  tomó 
la  vuelta  de  EspaDa,  donde  debia  reunirse  todo  el  armamento. 

Había  dejado  don  García  en  las  costas  de  Genova  á  Juan  Andrés 
Doria  y  al  marqués  de  Estepa  para  que  en  las  galeras  del  primero 
se  embarcasen  otros  dos  mil  alemanes  que  llegaron  de  alli  á  pocos 
dias  con  el  conde  de  Anníbal  Altemps  á  su  frente.  Embarcadas  en 
Spezzia  pasaron  á  Niza  con  las  galeras  de  los  duques  de  FloreDcia  y 
de  Saboya  y  de  alli  á  las  costas  de  CataluDa,  donde  por  entonces  se 
hallaba  don  García.  Desde  aquí,  después  de  haber  recogido  de  Bar- 
celona la  artillería  gruesa  de  batir,  se  embarcaron  todos  para  Má- 
laga, de  donde  debia  salir  la  expedición  de  sitio. 

Mientras  tanto  se  embarcaba  en  Lisboa  Francisco  Barreno  con  las 
ocho  galeras  que  mandaba  de  refuerzo  el  regente  don  Enrique.  Eo 
el  Cabo  de  San  Vicente  se  encontró  con  dos  galeras  turcas  que  ha- 
bía enviado  el  dey  de  Argel  al  reconocimiento  de  las  costas  de  Es- 
paDa;  pero  siendo  mas  veleras  que  las  portuguesas,  no  pudieron  es- 
tas darles  caza.  Habiéndose  dirigido  Bárrelo  á  Cádiz,  tuvo  alli  nna 
entrevista  con  don  García  de  Toledo,  en  la  que  arreglaron  el  plan  de 
operaciones,  debiendo  dirigirse  el  primero  &  Tánger  para  recoger 
doscientos  hombres  de  refuerzo,  y  de  allí  al  PeDon,  cuyo  camiDO  to- 
maría en  derechura  don  García  desde  Málaga. 

Al  presentarse  este  general  en  este  último  puerto  encontró  ma- 
chísimos voluntarios  pertenecientes  á  las  familias  mas  nobles  de  Es- 
pafia,  que  le  estaban  aguardando  para  acompaOarle  en  su  expedi- 
ción sobre  el  PeDon  de  la  Gomera.  También  se  reforzó  con  cinco 
mil  soldados  que  le  enviaba  el  conde  de  Tendilla.  Concluidos,  pues, 
todos  los  preparativos,  salió  la  expedición  el  28  de  agosto  de  aquel 
aOo,  compuesta  de  catorce  galeras,  de  don  García  de  Toledo  gene- 
ral en  jefe;  de  ocho  de  Portugal  mandadas  por  el  general  Frandsco 
Barrete;  de  cinco  de  la  orden  de  Malta,  á  las  órdenes  de  don  Frey 
Juan  Ejidio;  de  trece  de  Ñapóles,  mandadas  por  don  Sanche  de  Lei- 
va;  de  diez  de  Sicilia,  por  don  Fadríque  de  Carvajal;  de  siete  que 
mandaba  don  Alvaro  Bazan;  de  siete  de  Marco  Antonio  Colonna;  de 
doce  de  Andrés  Dona;  de  diez  del  duque  de  Florencia,  de  tres  del 
duque  de  Saboya  que  mandaba  el  conde  de  Sofrasco;  de  cuatro  dd 
marqués  de  Estepa;  ascendiendo  el  número  total  á  sesenta  y  nueve 
galeras.  El  de  embarcaciones  menores,  como  galeotas,  fastas,  jabe- 
ques, etc.,  pasaban^ de  sesenta. 


CAPÍTULO  xxxn.  375 

Se  hizo  la  escuadra  á  la  vela,  y  á  las  tres  leguas  del  PeOon  man- 
dó hacer  alto  el  general  para  conferenciar  sobre  el  plan  de  opera- 
ciones con  los  principales  jefes  que  de  su  orden  se  reunieron  en  la 
gatera  capitana. 

El  fuerte  del  Pefion  de  la  Gomera  de  Yelez  está  separado  de  la^ 
costa,  lo  que  le  constituye  en  una  verdadera  isla.  A  un  lado,  se 
encuentra  un  castillo  llamado  de  Alcalá,  y  por  el  otro  el  pueblo  de 
Yelez  que  no  es  fortificado*  La  expugnación  del  Pefion  tenia  pues 
que  empezar  por  un  bloqueo  y  por  la  posesión  de  dicho  castillo  y 
el  pueblo  de  Yelez  para  construir  allí  las  baterías  que  debían  ex- 
pugnar la  fortaleza. 

Tal  fué  el  plan  del  general  en  jefe,  comenzando  sus  operaciones 
por  el  reconocimiento  del  castillo  de  Alcalá,  de  que  se  apoderaron 
con  poca  oposición,  habiendo  sido  abandonado  por  los  moros.  En 
este  castillo  establ^ió  don  García  de  Toledo  su  cuartel  general,  y 
colocó  quinientos  soldados  que  debían  servir  para  su  guardia. 

El  general  portugués  Francisco  Barrete  y  el  de  Malta  don  Frey 
Juan  Ejidio,  que  hablan  ido  á  Marbella  á  recogerlas  galeras  del  pri- 
mero, llegaron  al  Pefion  de  la  Gomera  después  del  grueso  de  la  ex- 
pedición que  hallaron  ya  desembarcada.  Los  puso  esto  á  los  dos  en 
grande  enojo:  al  primero  porque  era  una  de  las  condiciones  del  auxi- 
lio del  rey  de  Portugal,  que  habían  de  desembarcar  las  galeras  por- 
tuguesas al  mismo  tiempo  que  las  espafiolas;  al  segundo,  porque 
según  él  á  las  galeras  de  Malta  tocaba  siempre  desembarcar  sus 
tropas  las  primeras,  tratándose  de  expediciones  contra  infieles.  Mas 
don  García  de  Toledo  apaciguó  muy  fácilmente  á  uno  y  á  otro,  ha- 
ciéndoles ver  que  el  desembarco  había  sido  un  acto  de  necesidad  por 
lo  recio  de  los  temporales. 

Tomado  el  fuerte  de  Alcalá  y  asegurados  los  víveres  y  las  muni- 
ciones, determinó  don  García  ocupar  el  pueblo  de  Yelez,  que  aun- 
que no  fortificado  servia  de  punto  de  reunión  á  las  tropas  enemigas 
que  recorrían  el  campo  para  embarazar  las  operaciones  de  los  sitia- 
dores. 

Se  dividió  el  ejército  en  dos  trozos,  marchando  delante  como  des- 
cubridor don  Juan  de  Yillaroel  con  los  jinetes.  Iban  en  el  primer 
cuerpo  don  Sancho  de  Leiva,  don  Luis  Osorio,  don  Frey  Juan  Eji- 
dio Parissot,  sobrino  del  gran  maestre  de  Malta,  y  tres  maestres  de 
campo  de  la  misma  Orden,  capitaneando  la  infanteriade  Ñápeles,  la 
de  Malta  y  los  arcabuceros,  llevando  adelante  cuatro  piezas  de  cam- 


876  HISTOKUL  DK  ISLIfB  IL 

pafia.  Se  eompoDia  el  segando  euerpo  de  la  gente  de  Sicilia,  de 
Lombardía  y  de  Portugal,  de  la  bísofia  de  Castilla  y  de  los  dos  mü 
alemanes  mandados  por  el  conde  Annibal.  El  general  en  jefe  don 
García  y  sa  maestre  general  Ghiapino  Yitelli,  iban  de  ana  parfti 
%tra  como  mejor  les  parecía. 

La  expedición  no  era  difícil.  Machos  moros  se  dejaron  ver  en  las 
altaras,  y  aanque  hicieron  amagos  de  atacar,  retrocedieron  al  ser 
repelidos  por  los  nuestros.  Se  apoderó  el  ejército  del  pueblo  de  Ve^ 
lez,  que  se  encontró  abandonado  por  la  mayor  parte  dé  sus  habi* 
tantos.  Con  esta  ocupación  quedaba  ya  completamente  bloqueado  el 
Pe&on  de  la  Gomera;  ya  no  se  trataba  mas  que  de  batirle  en  bre- 
oha,  porque  no  habia  que  pensar  en  asaltos  ni  en  otro  modo  de  to- 
marle á  viva  fuerza. 

Mientras  se  construían  las  baterías  y  otras  obras  para  resguardo 
de  los  sitiadores,  no  desaparecían  de  la  vista  ^opas  enemigas.  Bl 
dey  de  Fez  envió  exploradores  para  enterarse  del  estado  de  lascosas^ 
y  eá*  seguida  puso  en  movimiento  fuerzas  con  objeto  de  impedir  el 
sitio.  Mas  no  se  trabó  batalla  alguna  entre  los  nuestros  y  los  mabo-' 
metanos,  redociéndose  todo  á  escaramuzas. 

Don  García  de  Toledo,  antes  de  empezar  la  batida  del  Pefion,  le 
intimó  que  se  rindiese;  mas  Feret  su  gobernador,  puesto  por  el  dey 
de  Argel,  respondió  que  siendo  la  plaza  posesión  del  Gran  Sefforls 
cumplía  mantenérsele  fiel  hasta  el  último  momento  de  su  vida. 

Comenzaron  con  esto  á  jugar  las  baterías.  Respondieron  á  las 
nuestras  los  del  fuerte;  pero  recibieron  estos  mas  daDo  del  que  dos 
hicieron.  Para  aumentar  el  efecto  de  las  suyas,  mandó  don  Garda 
colocarlas  mas  arriba,  sin  que  los  de  adentro  pudiesen  impedirlo. 

Era  fuerte  el  PeOon  por  su  aislamiento,  por  lo  escarpado  de  sos 
moros,  mas  no  correspondía  á  estas  ventajas  lo  sólido  de  los  mate- 
riales. Los  de  adentro  percibieron  muy  bien  que  bloqueados  como 
estaban,  aanque  no  pudiesen  ser  asaltados,  no  por  eso  dejaba  de 
ser  su  ruina  inevitable.  Comenzó  el  miedo  á  apoderarse  de  sus  áni- 
mos, y  no  atreviéndose  á  proponer  su  rendición,  fueron  abandonan- 
do poco  á  poco  la  plaza  descolgándose  de  dos  en  dos,  de  tres  en 
tres,  hasta  que  la  goarnicion  quedó  reducida  al  número  de  treee. 
Llevó  un  renegado  esta  noticia  á  don  García  de  Toledo,  qoien  ape^ 
ñas  quiso  darle  crédito,  hasta  que  se  cercioró  por  la  circanstaacia 
de  ofreow  su  rendición  los  trece  que  no  habían  abandonado  el 
fuerte. 


Asi  eayé  eo  poder  de  nuestras  armas  el  Pefioa  de  ia  Gomera  el  8 
de  setiembre  M  mismo  afio  de  1564.  El  trabaja  de  la  expugoacion 
Bo  fuá  way  grande,  como  se  deja  ver,  mas  solo  con  aquellas  fuer- 
us,  con  aquellos  preparativos,  se  podía  reducirle  al  aislamiento  y 
estado  de  bloqueo  que  hacian  su  ruina  inevitable. 

Fué  sobremanera  agradable  al  rey  de  Espafia  la  noticia  de  la  to- 
ma del  Pefion,  y  casi  se  puede  decir  al  todo  de  la  cristiandad;  tan 
objeto  de  odio  y  de  terror  habian  llegado  &  ser  los  berberiscos  y  los 
tarcos.  Regresó  don  García  con  la  expedición  triunfante  á  Málaga. 
El  rey  le  recompensó  nombrándolo  vírey  de  Sicilia,  no  olvidando 
en  sos  fovores  &  los  demás  que  los  habian  merecido.  Regresáronlas 
galeras  á  sus  destinos  respectivos,  y  el  nuevo  virey  de  Sicilia  tomó 
aquella  dirección  con  las  de  aquel  país  y  Ñapóles.  Los  dos  mil  ale< 
manes  con  el  conde  Annibál,  fueron  conducidos  en  las  de  don  Alvaro 
Bazan  á  las  costas  de  Genova,  donde  desembarcaron  y  recibieron 
sus  pagas  en  el  acto  del  licénciamiento. 

A  don  Alvaro  fiazan,  destinado  á  hacer  un  gran  papel  en  nuestra 
bistoría,  se  le  dio  al  aDo  siguiente  la  comisión  de  cegar  la  boca  del 
rio  Totuan  que  servia  de  asilo  y  refugio  á  tantos  piratas  berberis- 
cos. Se  había  quedado  este  marino  en  un  principio  después  de  la 
toma  del  Pefion  con  objeto  de  abastecer  este  punto  fuerte  de  víveres 
7  de  municiones  y  de  artillarle  además;  para  cuyo  efecto  introdujo 
en  él  diez  y  ocho  piezas  de  grueso  calibre  con  los  pertrechos  nece- 
sarios. Después  se  embarcó  para  Italia  con  el  objeto  que  llevamos 
dicho.  A  su  regreso,  se  presentó  en  las  costas  de  Andalucía,  y  con 
gran  secreto  preparó  en  la  plaza  de  Gibraltar  las  piedras  y  el  betún 
que  necesitaba,  parala  empresa  que  se  le  había  encomendado.  Em- 
barcó todo  este  material  en  nueve  bergantines,  y  con  ellos  se  diri- 
gid á  Ceuta,  posesión  entonces  de  los  portugueses,  para  concertar 
con  el  gobernador  su  plan  de  operaciones.  Se  redujo  este  á  que  da 
la  plaza  de  Ceuta  saliesen  tropas  por  tierra  llamando  la  atención  de 
los  moros  por  esta  parte,  mientras  se  dirigía  don  Alvaro  por  mará 
la  boca  del  río,,  cuya  obstrucción  era  el  objeto  de  la  empresa.  Aun- 
que don  Alvaro  en  su  primera  tentativa  sufrió  una  tempestad  qie 
le  (d)ligd  á  retroceder  á  Ceuta,  no  por  eso  desmayó  en  la  operacíoo 
y  procedió  adelante.  Salió  por  segunda  vez  al  mar,  y  al  mismo  tiem- 
po por  la  parte  de  tierra  las  tropas  del  gobernador,  aument&ndose 
su  número  con  mujeres,  con  muchachos,  con  gente  desarmada  para 
darles  la  apariencia  de  un  ejército.  Alarmados  los  moros  con  este 


378  mSTORÜL  BK  FBUPB  II. 

movimiento  que  les  pareció  tan  serio,  salieron  al  encuentro  de  los 
cristianos  con  tantas  fuerzas  les  fué  posible,  creyendo  solo  el  peli- 
gro de  esta  parte,  mientras  don  Alvaro  llegó  con  rapidez  á  la  boca 
del  rio«  echando  á  pique  sus  bergantines  cargados  con  la  piedra  que 
llevamos  dicho. 

Los  moros  que  se  vieron  burlados,  pues  nuestras  fuerzas  de  tierra 
hablan  retrocedido  luego  que  calcularon  que  don  Alvaro  habla  te- 
nido bastante  tiempo  para  concluir  la  operación,  trataron  de  torcer 
sus  fuerzas  en  dirección  de  dicha  boca,  mas  ya  llegaron  tarde.  En 
su  despecho  hicieron  fuego  sobre  los  buque  y  tropas  de  don  Alvaro, 
mas  les  correspondió  este,  sin  que  el  tiroteo  de  una  y  otra  parte 
produjese  efectos  de  importancia.  Los  moros  se  retiraron  viendo  que 
nada  conseguían,  y  don  Alvaro  tomó  muy  pronto  la  vuelta  de  Má- 
laga. 

En  todos  estos  aOos  que  llevamos  recorriendo,  era  continua  la 
guerra  é  interminables  las  hostilidades  entre  los  ^berberiscos  y  tar- 
cos de  un  lado,  y  del  otro  los  príncipes  y  potencias  cristianas  marí- 
timas del  Mediterráneo.  Los  berberiscos,  bajo  la  protección  de  los 
turcos,  poseían  los  puntos  mas  importantes  de  la  costa  de  África, 
mientras  los  turcos,  duefios  de  tantas  islas  del  Archipiélago  y  pun- 
tos importantes  de  la  Morea,  se  daban  el  aire  de  dominar  exclusi- 
vamente en  dichos  mares.  EspaDa,  por  sus  posesiones  en  la  Italia, 
por  las  costas  orientales  de  la  Península,  por  sus  mismas  plazas  de 
África  estaba  en  colisión  eterna  con  las  fuerzas  de  la  medía  luna. 
La  Orden  de  Malta,  que  se  hallaba  entonces  en  todo  su  esplendor, 
no  cesaba  en  sus  correrías  por  aquellos  mares.  Genova  y  Yenecia 
eran  todavía  preponderantes  en  aquella  época.  Cualquiera  puede 
imaginarse  pues  á  cuantos  conflictos  parciales,  &  cuantos  desem- 
barcos, á  cuantas  correrías  y  pillajes  de  costa  habrá  dado  logar 
aquella  pugna  de  naciones  á  naciones,  de  creencias  &  creeDcias. 
Referirlas  todas  no  seria  posible,  y  además  no  correspondería  á  nues- 
tro objeto.  Hasta  ahora  nos  hemos  contentado  con  lo  principal,  con 
lo  que  nos  toca  mas  de  cerca.  Pero  entre  tantos  choques  y  hazafias 
parciales  ocurrió  una  que,  aunque  no  nos  dice  relación  directamen- 
te, obtuvo  una  celebridad  que  no  permite  la  condenemos  al  silen- 
cio. Será  este  hecho  tan  glorioso  de  armas  asunto  del  capí  talo  si- 
guiente. 


CAPiTííto  xxxm» 


SITIO  DE  MALTA. 

Situación  de  Malta. — Resumen  [de  su  historia  hasta  la  época  de  Carlos  Y. — Cesión  de 
la  isla  á  los  caballeros  de  San  Joan. — Establecimiento  en  ella  de  la  Orden.— Proyec- 
ta Solimán  II  el  sitio  de  Malta. — Sale  de  Constantinopla  la  expedición.— Desembarca 
en  Malta. — ^Rivalidades  entre  los  jefes  de  mar  y  tierra. — Sitian  los  turcos  el  fuerte 
de  San  Telmo. — Lo  toman. — Sitian  la  ciudad  del  Burgo.— Resistencia. — ^Varios  asal- 
tos.—Llegada  del  refuerzo  de  España.— Levantan  el  sitio  los  turcos,  y  se  embar- 
can.— Pérdidas  por  entrambas  partes. — Construcción  de  la  ciudad  y  plaza  llamada 
La  Valette.— Muerte  del  gran  maestre  de  este  nombre  (1). — (1565). 


Hay  pantos  casi  imperceptibles  sobre  la  superficie  de  la  tierra, 
qae  están  sin  embargo  destinados  &  ocupar  páginas  muy  importan- 
tes en  la  historia.  Tal  es  Malta,  pequefia  isla  del  Mediterráneo,  si- 
tuada al  Sur  de  Sicilia,  siete  á  ocho  leguas  de  circunferencia,  lla- 
mada en  la  antigüedad  MeUta,  por  la  miel  abundante  y  buena  que 
produce. 

Aneja  á  esta  isla  de  Malta  y  un  poco  al  noroeste,  hay  otra  mu- 
cho mas  pequefia  llamado  Gozo,  y  en  medio  de  las  dos  una  especie 
de  islote  con  el  nombre  de  Gumin,  designándose  por  lo  regular  el 
grupo  de  las  tres  con  el  general  de  Malta. 

En  todas  épocas  se  dio  mucha  importancia  á  la  ocupación  de  la 
isla  de  Malta  como  punto  avanzado,  y  -centinela  entre  el  Occidente 


(1)  Salazar,  cBapalla  yenoedora;9  Boslo,  cHIatoria  de  Malta;»  Cabrera,  «Hitrtoria  da  Felipe  H; »  Her- 
rera, «matorla  General;»  Ferrara,  «Historia  de  Eapafia;»  Niege  (historiador  de  nuestros  días),  Histe- 
ria de  Malta»  y  otros. 


380  HISTORIA  DB  FEUPB  IL 

y  el  Oriente.  Sin  haber  formado  nuoca  lo  qae  se  llama  un  estado, 
hizo  en  todos  tiempos  parte  de  las  posesiones  de  Sicilia.  Fueron 
dueSos  de  ella  en  los  tiempos  antiguos  los  fenicios,  los  griegos,  los 
cartagineses,  los  romanos,  los  godos,  los  vándalos,  los  emperado- 
res griegos  y  los  árabes;  y  en  los  de  la  Edad  mediales  normandos, 
los  emperadores  alemanes  de  la  casa  de  Suavia,  los  reyes  de  Ara- 
gón desde  Pedro  III,  que  se  apoderó  de  Sicilia  á  fines  del  siglo  XIII, 
hasta  Fernando  el  Católico,  cuya  herencia  pasó  toda  á  Carlos  Y.  En 
todos  estos  tiempos  gozó  la  isla  de  Malta  de  grandes  privilegios, 
proporcionados  á  las  ventajas  que  de  ella  sacaban  sus  se&ores. 

Hemos  visto  (1)  á  los  caballeros  de  San  Juan  arrojados  en  1522 
de  la  isla  de  Rodas  por  las  armas  de  Solimán  II,  quei  se  hizo  duefio 
de  ella,  después  de  un  sitio  gloriosísimo  para  sus  defensores.  Se 
retiró  á  Sicilia  el  gran  maestre  L'  Isle  Adam  seguido  de  sus  caba- 
lleros, y  desde  entonces  pensó  seriamente  en  la  adquisición  de  un 
punto  fuerte  del  Mediterráneo,  donde  establecer  la  Orden.  El  em- 
perador Carlos  Y  le  hizo  cesión  de  la  isla  de  Malta ;  mas  este  acto 
no  fué  espontáneo,  ni  se  verificó  sin  estipular  condiciones  que  pa- 
recieron gravosas  á  los  caballeros.  Hubo  negociaciones  y  no  deja- 
ron de  suscitarse  sus  dificultades,  siendo  una  de  las  principales,  la 
repugnancia  de  los  malteses  á  la  admisión  de  una  orden  que  acaba- 
ría por  dominarlos.  Los  mismos  caballeros  estaban  divididos  sobre 
la  conveniencia  de  la  traslación,  y  el  gran  maestre  se  mostraba  re- 
miso en  la  conclusión  del  negocio  con  las  esperanzas  de  establecerse 
en  otro  punto  mas  favorable  á  los  intereses  de  la  Orden.  En  fin, 
después  de  haberse  allanado  las  dificultades  y  sometídose  los  mal- 
teses  á  la  ley  de  la  necesidad,  se  firmó  el  acta  de  cesión  en  que 
quedaban  á  salvo  los  derechos  de  soberanía,  de  que  no  quiso  nun- 
ca desprenderse  Carlos  Y ;  y  los  caballeros  de  San  Juan  tomaron 
posesión  de  Malta  el  afio  1530,  con  gran  repugnancia  de  los  habi- 
tantes, á  cuyos  privilegios  no  se  tuvo  consideración  en  el  tratado. 

Establecida  en  Malta  la  Orden  de  San  Juan,  se  aplicó  su  gran  maes- 
tre, que  todavía  lo  era  L'  Isle  Adam,  á  poner  el  pais  en  estado  de 
defensa,  pues  no  ignoraba  el  grande  objeto  de  odio  que  era  para  el 
Sultán  una  orden  militar,  que  por  instituto  le  hacia  en  todos  tiem- 
pos cruda  guerra.  Habiéndola  arrojado  de  Rodas,  natural  era  que 
la  persiguiese  en  Malta.  Mas  los  caballeros,  cuyas  galeras  iban  cft- 


(1)  Gástalo  YI  do  esta  Historia* 


CAPITDIO  XXXIU.  381 

si  siempre  anidas  con  las  de  Garlos  Y  y  Felipe  II,  qoe  estaban  con 
firecaencia  en  gaerra  con  los  turcos ,  no  vieron  á  estos  tan  pronto 
000^0  era  de  temer,  delante  de  sus  moros. 

Ep  su  debido  lugar  hemos  hablado  de  la  cooperación  de  los  pa- 
balleros  de  San  Juan  en  las  expediciones  sob^e  Túnez,  Argel,  sobre 
Pairas,  sobre  Modon,  sobre  Coron,  sobre  la  plaza  fuerte  de  África, 
y  en  el  reinado  de  Felipe  II,  sobre  Trípoli,  los  Gelvez  y  últimamen- 
te sobre  el  PeSon  de  la  Gomera.  Irritados  los  berberiscos  y  los  tur- 
cos de  esta  hostilidad  continua,  trataron  varias  veces  de  acabar  con 
Malta.  Rizo  en  sus  costas  Dragut  varios  desembarcos,  pero  sin  efec- 
to, habiendo  sufrido  bastantes  descalabros,  sobre  todo  en  el  último 
verificado  en  Gozo,  de  donde  tuvo  que  retirarse  vergonzosamente. 
Por  fio,  llegaron  las  cosas  á  tal  punto,  que  Solimán  II  trató  de  po- 
ner formalmente  un  sitio  á  Malta. 

Era  entonces  gran  maestre  de  la  Orden,  Juan  de  La  Yalette,  ele- 
gido en  1557  por  su  gran  mérito,  en  atención  al  riesgo  inminente 
que  corría.  Hombre  valiente  y  experímentado,  de  capacidad  y  de 
firmeza,  se  condujo  desde  un  principio  como  las  circunstancias  exi- 
giao .  Ninguna  ocasión  perdió  de  hostilizar  á  los  turcos ,  haciendo 
parte  de  la  expedición  de  Felipe  II  sobre  Trípoli ,  seguida  de  las 
desgracias  que  hemos  visto ;  forzando  &  Dragut  á  retirarse  vergon- 
zosamente de  la  isla  de  Gozo,  donde  habia  hecho  un  desembarco ; 
tomando  parte  con  sus  caballeros  en  la  conquista  de  la  Gomera  de 
los  Yelez ;  intentando  un  golpe  de  mano  sobre  Malvasía ;  no  per- 
diendo ocasión  de  acosar  á  los  infieles  por  mar ;  libertando  buques 
CTÍstianos,  haciendo  numerosas  presas,  entre  las  que  se  contaba  un 
rico  galeón  turco,  cuyo  cargamento  pertenecia  al  jefe  de  los  eunu- 
cos y  á  las  odaliscas  del  serrallo.  No  era  necesario  tanto  para  pro- 
vocar hasta  el  extremo  la  cólera  de  Solimán,  quien  fulminó  al  fin 
contra  Malta  el  decreto  de  exterminio,  que  mas  de  cuarenta  aOos 
antes  habia  arrojado  á  los  caballeros  de  San  Juan,  de  Rodas. 

Hacia  tiempo  que  veia  el  gran  maestre  aglomeraría  la  tempes* 
tad  que  á  la. isla  amenazaba.  En  nada  pensó  mas  desde  que  se  vio 
elevado  á  la  suprema  dignidad,  que  en  prepararse  para  recibfr  el 
golpe.  Tomó  Malta  un  aspecto  en  extremo  belicoso;  se  aprontaron 
armas;  se  allegaron  víveres  y  municiones;  se  impuso  sobre  los  bie- 
nes de  la  Orden,  además  de  las  contribuciones  ordinarias,  un  tri- 
buto de  sesenta  mil  ducados;  se  concertaron  con  el  virey  de  Sicilia 
los  medios  mas  convenientes  de  socorro,  y  se  hizo  un  llamamiento 

Tomo  i.  49 


382  HISTORIA  DK  FELIPE  IL 

m 

solemoe  de  honor  á  los  caballeros  ausentes,  para  presentarse  sin 
perder  momento  á  la  defensa  de  la  Orden. 

La  plaza  principal  de  la  isla  era  el  Borgo  ó  Burgo,  llamada  hoy 
la  Ciudad  Victoriosa,  situada  á  la  entrada  del  Puerto  Grande  y  flan- 
queada por  el  castillo  de  Sant-Angelo.  Enfrente,  y  separada  por  el 
puerto  de  las  Galeras,  se  halla  la  ciudad  de  La  Sangle,  entonces  sin 
murallas,  defendida  por  el  fuerte  de  San  Miguel,  que  con  el  castí* 
lio  de  Saot-Angelo  forma  la  boca  de  este  puerto.  A  pequeDa  dis- 
tancia del  Burgo  se  hallaba  el  fuerte  de  San  Telmo,  en  la  extremi- 
dad del  promontorio  que  separa  el  Puerto  Grande  del  de  María  Mus- 
sel  ó  Marza  Musel,  y  donde  se  construyó  después  la  ciudad  de  la  Yal- 
letta,  como  lo  haremos  ver  á  su  debido  tiempo. — A  distancia  algo 
mas  considerable  del  Burgo,  se  halla  la  Ciudad  Notable  ó  Vieja, 
fortificada  ya  en  aquella  época.  La  Valette  circunvaló  la  ciudad  de 
La  Sangle  con  murallas,  hizo  completar  las  fortalezas  de  San  Miguel 
y  San  Telmo,  fortificando  y  abasteciendo  al  mismo  tiempo  la  isla 
de  Gozo. 

Era  grande  el  peligro;  pero  fué  mayor  el  entusiasmo  y  el  valor 
que  supo  inspirar  el  gran  maestre  en  el  ánimo  de  los  malteses.  En- 
mudecieron ¿  su  voz  todas  las  pasiones,  y  se  sofocaron  los  resenti- 
mientos justos  de  los  habitantes  contra  una  Orden  que  los  había 
despojado  de  sus  privilegios.  Acudieron  con  prontitud  los  caballe- 
ros ausentes,  y  con  ellos  cuantos  soldados,  víveres  y  municiones 
pudieron  procurarse.  Se  remitieron  á  Sicilia  todos  los  habitantes 
que  no  tenían  medios  de  subsistir,  ni  se  hallaban  en  estado  de  to- 
mar las  armas ;  se  levantó  en  masa  la  población  que  se  encontró 
apta  para  pelear,  y  se  organizó  bajo  todos  aspectos  una  defensa 
obstinada  en  toda  regla. 

Hé  aquí  el  estado  aproximativo  de  todas  estas  tropas  en  la  revis- 
ta general  pasada  el  6  de  mayo  de  1565  por  el  gran  maestre. 

4  1»        i    ^  1  de  la  lengua  de  Provenza. 
15  escuderos)  ^ 

Í5  caballeros  ¡¿^,^j^^.^ 

II  escuderos) 

5]'**^^''|deladeFniDC¡a. 
24  escuderos) 

165caballero8¡¿^,^j^H^.^ 

5  escoderos) 

8S  caballeros  de  la  de  Aragón. 


GAFrraLO  xxxni.  888 

1  caballero    de  la  de  Inglaterra. 
1 4  caballeros  de  la  de  Alemania. 

68  cabaUerosjj^j^j^  Castilla. 
6  escuderos' 

41  capellanes  de  diversas  lenguas. 

587  miembros  de  la  Orden. 

700  soldados  y  marinos  de  las  galeras ,  malteses  por  la  mayor 
parte. 

500  malteses  de  la  compaSfa  del  Burgo. 

800  id.  de  Bormola  y  de  La  Sangle. 
1500  id.  de  la  Ciudad  Notable. 

560  malteses  de  la  parroquia  de  Santa  Catalina. 

680  id.  de  la  de  Bircbarcara. 

560  id.  de  Kunni. 

560  id.  de  Zorrick. 

590  id.  de  Nasciar. 

560  id.  de  Siggieri. 

120  artilleros. 

150  criados  de  caballeros,  organizados  en  una  compaDia. 
16S5  extranjeros  tomados  &  sueldo  de  la  Orden. 


8992  hombres  en  total. 

Con  esta  escasa  fuerza,  compuesta  de  elementos  tan  heterogé-- 
seos,  y  la  mayor  parte  escasa  de  experiencia,  ó  sin  ninguna  en  el 
manejo  de  las  armas,  se  dispuso  el  gran  maestre  á  recibir  el  ejér- 
cito formidable  con  que  Solimán  le  amenazaba;  y  no  hay  que  olvi- 
dar que  la  generalidad  de  estas  tropas  consistía  en  malteses,  des- 
pojados de  sus  privilegios,  abrumados  de  impuestos,  tratados  con 
desprecio  por  los  caballeros  de  la  Orden,  heridos  en  lo  que  hay  mas 
delicado  y  sensible  para  el  hombre.  Pero  se  trataba  de  defender  el 
suelo  de  la  patria,  amenazado  por  los  enemigos  dé  la  fe  católica,  á 
quienes  se  profesaba  un  odio  inextinguible,  y  sobre  todo,  se  obraba 
á  la  voz,  y  bajo  el  ascendiente  de  un  grande  hombre. 

Babia  sido  presentado  en  pleno  consejo  por  el  Gran  Sefior  su  pro- 
yecto de  invadir  á  Malta,  y  aplaudido,  como  era  natural,  con  todas 
las  demostraciones  de  entusiasmo,  por  todo  su  consejo.  Mientras  se 
hacian  preparativos  formidables,  se  enviaban  emisarios  secretos  ala 
isla,  para  levantar  planos  y  tomar  reseOas  de  su  posición,  fortifica- 
ciones, etc.  No  se  omitió  precaución,  ni  se  ahorró  gasto  alguno  que 


3S4  HISTOSIA  DS  FELIPE  IL 

llevase  al  objeto  de  afiadír  la  isla  de  Malta  &  las  brillantes  conquis- 
tas de  Solimán  el  Magnifico.  Antes  de  partir  las  tropas,  las  arengó 
el  Snltan,  diciéndolas  que  la  conquista  de  la  sola  isla  de  Malta  era 
poca  empresa  para  aquel  armamento  formidable. 

Por  fin,  en  18  de  mayo  de  1565  se  presentó  delante  delaislade 
Malta  la  escuadra  turca,  compuesta  de  ciento  treinta  y  una  galeras, 
treinta  galeones  y  doscientos  buques  de  transporte,  ai  mando  de 
Piali-Bajá,  con  cuarenta  mil  hombres,  á  las  órdenes  de  Mustafá- 
Bajá.  Se  hace  ascender  á  sesenta  mil  el  número  de  los  turcos  que 
abordaron  á  Malta,  agregando  á  las  tropas  de  tierra  los  marineros 
de  la  escuadra,  y  los  individuos  que  no  combatían  incorporados  & 
la  marina  y  al  ejército.  Llevaban  estas  tropas  víveres  para  seis  ipe- 
ses,  municiones  en  proporción,  y  un  tren  completo  de  sitio,  en  el 
que  se  contaban  sesenta  y  cuatro  caSones  de  batir,  con  balas  de 
hierro  de  ochenta  libras,  y  dos  morteros  de  siete  pies  de  circunfe- 
rencia, para  lanzar  piedras.  Desembarcaron  los  turcos  sin  oposicioa 
alguna,  y  su  primera  operación  fué  talar  los  campos,  quemar  los 
pueblos  y  degollar  á  los  infelices  habitantes  que  no  hablan  tenido 
tiempo  de  guarecerse  en  los  muros  de  la  plaza. — Hicieroo  los  caba- 
lleros algunas  salidas  por  orden  del  gran  maestre,  y  aunque  no  lle- 
vaban lo  peor  en  los  encuentros,  convencido  la  Valette  de  que  esto 
debilitaba  sus  fuerzas  sin  utilidad,  se  encerró  dentro  de  los  muros, 
dejando  á  los  turcos  duefios  absolutos  de  todo  el  terreno  no  fortifi- 
cado de  la  isla. 

Procedieron  estos  inmediatamente  al  sitio  de  los  puntos  fuertes; 
mas  las  operaciones  adolecieron  desde  un  principio  de  la  rivalidad 
que  reinaba  á  la  sazón  entre  Piali,  general  de  la  escuadra,  y  Mos- 
tafá,  á  quien  se  habia  dado  el  mando  de  las  tropas  del  asedio.  MUe- 
gar  la  escuadra  á  Navarino,  leyó  este  delante  de  los  principales  je- 
fes de  tierra  y  mar  el  pliego  de  instrucciones  que  le  habia  dado  el 
Gran  SeOor,  á  su  salida  de  Constantinopla.  Por  sus  términos,  estaba 
Mostafá  revestido  del  mando  general,  tanto  de  las  tropas,  como  de 
los  buques,  con  cuya  disposición  se  ofendió  Piali,  antigao  general 
de  mar,  que  con  tanta  gloria  se  habia  distinguido  en  las  campanas 
anteriores.  No  es,  pues,  extrafioque  se  mostrase  poco  celoso  oitra- 
iHjar  por  la  gloria  de  un  rival,  de  mérito  inferior,  al  que  se  veia 
postergado. 

Se  juntó  un  consejo  de  guerra  en  el  campo  turco  inmediatamente 
tffle  fué  realizado  el  desembarco.  Queria  Mustaft  acometer  toáoslos 


CAPITULO  xxxm.  38S 

fuertes  á  la  vez,  puesto  que  se  hallaban  con  tropas  bastante  nume- 
rosas, ó  á  lo  menos  empezar  el  sitio  por  el  Burgo  y  la  ciudad  No- 
table, atacando  asi  como  en  el  corazón  las  fortificaciones  de  la  plaza. 
Combatió  Piali  esta  idea,  alegando  que  el  primer  interés  era  propor- 
cionar un  puerto  seguro  para  sus  navios,  lo  que  no  se  podría  con- 
seguir sin  comenzar  el  ataque  por  el  fuerte  de  San  Telmo ,  ganado 
el  cual  se  colocaria  la  escaadra  en  el  puerto  de  Muzel  al  ¿brígo  de 
cualquier  peligro. 

Prevaleció  en  el  consejo  la  opinión  de  Piali,  y  comenzaron  en  efecto 
las  operaciones  del  sitio  por  el  castillo  de  San  Telmo,  situado  como 
se  ha  dicho  á  extremidad  de  un  promontorio  que  divide  el  puerto  de 
Marza  Muzel  del  Puerto  Grande.  Mandaba  la  fortaleza  el  bailío  de 
Negroponto,  quien  antes  que  los  turcos  embistiesen  formalmente  á 
la  plaza,  dispuso  una  salida  al  mando  del  capitán  espafiol  don  Juan 
de  la  Cerda  y  frey  Juan  de  las  Guaras.  Derrotaron  estos  á  las  tro- 
pas turcas;  mas  en  vista  de  su  número  considerable  tuvieron  que 
retroceder  y  acogerse  á  los  muros  de  la  plaza. — Grande  dificultad 
encontraron  los  sitiadores  en  comenzar  los  trabajos  dé  sitio  por  lo 
duro  del  suelo,  de  roca  por  la  mayor  parte;  mas  suplieron  esta  falta 
con  sacos  de  tierra,  vigas  y  tablones  que  les  sirvieron  para  la  for- 
mación de  las  trincheras,  siéndoles  imposible  el  uso  de  la  azada.  Asi 
pudieron  acercarse  á  los  muros  de  la  plaza  sin  ser  molestados  por 
sus  fuegos,  y  proceder  sin  pérdida  de  instantes  á  la  construcción  de 
las  demás  obras  que  para  la  expugnación  necesitaban. 

No  estaba  desprovisto  de  buenas  fortificaciones  el  castillo  de  San 
Telmo;  pero  era  demasiado  escaso  el  número  de  sus  defensores  para 
hacer  frente  &  tantas  tropas  empleadas  en  su  asedio.  Y  comotl  gran 
Iñaestre  no  pedia  despreoderse  de  muchas  fuerzas,  por  la  lentilud 
con  que  de  los  diferentes  puntos  de  la  cristiandad  se  procedia  para 
enviarle  los  socorros  que  no  dejaba  de  reclamar  á  cada  instante,  pa- 
reció al  gobernador  de  San  Telmo  que  sería  oportuno  abandonar  la 
plaza  y  reunir  su  guarnición  á  la  del  Burgo,  para  atender  mejor  & 
Ib  defensa  de  este  punto  y  de  sus  fuertes.  Mas  se  hallaba  el  gran 
maestre  demasiado  convencido  de  la  necesidad  de  conservar  &  toda 
costa  el  fuerte  de  San  Telmo,  y  demasiado  confiado  en  la  próxima 
llegada  de  los  socorros  prometidos,  para  no  dar  órdenes  terminantes 
al  bailío  de  que  defendiese  el  punto  á  toda  costa.  Aun  pensó  La  Ya^ 
ktte  en  trasladarse  él  mismo  al  castillo  y  ponerse  &  la  cabeza  de  su 
guarnición;  mas  le  hicieron  desistir  de  su  designio  las  súplicas  y  aun 


380  HISTORU  DE  FKLIPB  U. 

las  lágrimas  de  los  caballeros  y  población  del  Burgo,  para  que  no 
los  abandonase ,  cnando  les  era  necesaria  mas  que  nunca  su  pre- 
sencia. 

Con  la  resolución  tan  positiva  y  formal  del  gran  maestre,  se  pre- 
pararon el  bailio  de  Negroponto  y  caballeros  del  castillo  de  San  Tel- 
mo  á  la  mas  vigorosa  y  obstinada  resistencia.  Atacaron  por  su  parte 
los  turcos  con  su  ferocidad  acostumbrada,  llevando  sus  trabajos  de 
sitio  basta  el  mismo  pié  de  los  muros  de  la  plaza.  Delante  de  la  mu- 
ralla principal  se  bailaba  otra  fortificación  cuya  figura  no  aparece 
bien  clara  por  el  relato  de  los  historiadores;  un  poco  mas  lejos,  ha- 
cia el  campo,  se  babia  construido  un  rebellín,  cuya  toma  era  nece- 
saria para  obtener  la  de  la  plaza.  Hicieron  los  caballeros  una  salida 
en  la  que  derrotaron  á  los  turcos,  y  por  el  pronto  les  destruyeron 
una  parte  de  sus  trincheras  y  mas  trabajos  del  asedio.  Pero  como 
luchaban  siempre  los  cristianos  contra  una  superioridad  tan  consi- 
derable, fué  inútil  este  esfuerzo,  pues  los  enemigos  volvieron  á  la 
carga,  y  repararon  prontamente  las  obras  destruidas.  Para  echar 
abajo  el  rebellín  ya  mencionado,  construyeron  una  fuerte  batería 
sobre  una  especie  de  plataforma  casi  de  su  misma  altura ,  desde 
donde  sin  interrupción  le  caDonearon.  Una  circunstancia  imprevista 
los  hizo  duefios  de  esta  obra  exterior  mucho  antes  de  lo  que  espe- 
raban. Habiendo  percibido  una  noche  que  estaban  dormidos  los  cen- 
tinelas, y  en  igual  situación  la  mayor  parte  de  la  tropa,  escalaron 
los  muros,  y  penetrando  dos  á  dos  por  las  mismas  troneras,  se  hi- 
cieron due&os  del  rebellín,  pasando  á  cuchillo  á  cuantos  cristianos 
encontraron  dentro.  Trataron  inmediatamente  los  vencedores  de  pa- 
sar á  Ja  otra  obra  exterior,  mas  ya  entonces  amanecía  y  los  cris- 
tianos estaban  vigilantes  esperando  el  ataque  de  los  turcos.  Se  trabó 
un  combate  obstinado  en  los  mismos  fosos  que  duró  seis  horas.  To- 
dos los  fuegos  de  la  plaza  y  de  la  batería  de  los  turcos  se  cruzaban 
á  la  vez,  y  si  estos  estaban  animados  de  una  sed  de  destrucción,  no 
era  menos  el  arrojo  con  que  los  cristianos  defendieron  su  terreno. 
Cedieron  en  fin  los  turcos,  dejando  cubiertos  los  fosos  de  cadáveres. 
Mas  el  rebellín  quedó  en  sus  manos,  y  les  sirvió  después  para  co- 
locar sus  baterías  contra  el  cuerpo  de  la  plaza. 

k  pesar  de  que  se  resistía,  como  se  ve,  el  fuerte  de  San  Telmo, 
volvió  el  bailio  &  proponer  al  gran  maestre  su  abandono,  no  que- 
riendo sufrir  los  caballeros  las  consecuencias  del  asalto  que  los  ame* 
nazaba,  y  al  que,  según  toda  probabilidad  no  podrían  oponer,  por 


CAPITULO  xxxin.  387 

el  escaso  número  de  tropas,  suficiente  resistencia.  Otra  vez  les  res- 
pondió La  Yalette  que  era  necesario  mantener  el  puesto  á  toda  cos- 
ta, recordando  al  bailío  y  á  los  caballeros  sus  compromisos,  sus 
juramentos  de  morir  en  defensa  de  lareligion  en  cuyas  filas  pelea- 
ban. Para  animar  su  emulación,  ó  desconfiando  tal  vez  de  su  cons- 
tancia, tomó  disposiciones  para  el  relevo  de  la  guarnición  de  San 
Telmo  con  tropa  fresca  que  debia  salir  del  Burgo.  Mas  los  de  San 
Telmo,  avergonzados  sin  duda  de  la  proposición,  pidieron  al  gran 
maestre  no  les  hiciese  la  afrenta  de  dudar  de  su  valor,  y  le  prome- 
tieron que  defenderían  el  punto  á  todo  trance  y  verterían  gustosos 
la  última  gota  de  su  sangre  por  el  honor  y  en  defensa  de  una  or- 
den donde  hablan  hecho  votos  de  combatir  siempre  y  en  todo  para- 
je con  los  enemigos  de  la  fé  de  Cristo. 

Llegó  á  la  sazón  al  campo  turco  el  famoso  Dragut  con  trece  ga- 
leras y  mil  y  quinientos  hombres,  en  compafiía  del  renegado  Aluch- 
Alí,  que  después  llegó  á  ser  dey  de  Argel,  con  cuatro  bajeles  y 
seiscientos  hombres.  Fué  este  refuerzo  muy  agradable  á  Mustafá, 
sobre  todo  por  la  persona  de  Dragut,  cuyo  valor  y  capacidad  cono- 
cía en  todas  las  operaciones  de  la  guerra.  Desde  el  momento  de  su 
llegada  se  le  encomendó  la  principal  dirección  de  las  obras  de  sitio, 
y  con  su  actividad  aumentó  los  apuros  de  sus  defensores. 

Todavía  recibían  estos  de  cuando  en  cuando  algunos  refuerzos  y 
refrescos  que  les  enviaba  el  gran  maestre  ;  mas  convencido  al  fin 
Mustafá  de  la  necesidad  de  cortarles  toda  comunicación  con  los  del 
Burgo,  cerró  completamente  el  paso,  siendo  Dragut  el  inventor  y 
ejecutor  de  una  especie  de  valla  con  tablones,  vigas,  piedras  y  frag- 
mentos de  barcos  destrozados  que  echó  en  el  mar,  á  fin  de  no  dejar 
agua  suficiente  para  el  paso  de  los  buques..Murió  durante  esta  ope- 
ración el  famoso  corsario  de  una  bala  de  cafion  disparada  desde  la 
plaza,  habiendo  sido  tan  sentida  su  pérdida  por  los  turcos,  como 
objeto  de  regocijo  para  los  cristianos.  Reducidos  así  los  del  fuerte 
de  San  Telmo  &  sus  propias  fuerzas,  sin  esperanza  de  socorro  ni 
auxilio  de  ninguna  parte,  tomaron  la  resolución  de  hacer  la  mas 
obstinada  resistencia,  de  vender  caras  sus  vidas,  ya  que  se  vieron 
en  la  imposibilidad  de  conservarlas.  Apelaron  pues  los  turcos  al 
asalto,  ó  mas  bien  á  los  asaltos,  pues  les  costó  varios  la  toma  de 
aquella  fortaleza.  Dieron  el  primero  la  noche  del  8  de  junio,  del 
que  fueron  rechazados  con  pérdida  de  mil  quinientos  hombres.  Per-; 
dieron  los  cristianos  cincuenta  caballeros,  habiendo  quedado  herido 


888  «  HISTORIA  {^B  FBLVB  II. 

el  capitán  la  Cerda.  Tuvo  logar  el  segundo  asalto  el  16  del  mismo 
mes,  en  el  qae  los  torcos  perdieron  mil  y  setecientos  hombres.  De* 
jaron  en  el  tercero,  verificado  el  22,  dos  mil  hombres  en  los  fosos 
y  en  la  brecha ;  habiendo  moerto  por  parte  de  los  cristianos  el  ca-r 
capitán  espaOol  Miranda,  el  bailío  de  Negroponto  gobernador,  el 
comendador  Mooserrate,  el  capitán  Mazo  y  cincoenta  mas  caballe- 
ros de  la  Orden.  No  hay  necesidad  de  indicar,  poes  se  concibe  fkr 
cilmente,  el  ardor,  la  ferocidad,  la  sed  de  sangre  y  destrucción  que 
debieron  de  reioar  en  estos  choqoes  tan  tremendos,  en  que  unos 
combatian  por  la  desesperación  de  no  poder  salvarse,  y  los  otros 
con  el  ansia  de  apoderarse  de  ona  presa  tan  apetecida.  Los  caballo* 
ros  &  qoienes  sos  heridas  no  permitían  moverse,  se  hacian  condu- 
cir ¿  la  brecha,  donde  del  modo  qoe  mejor  podian,  peleaban.  Mas 
era  inútil  el  valor  contra  tan  encarnizada  muchedumbre.  Los  de- 
fensores iban  muy  á  menos,  el  término  de  la  resistencia  se  acerca- 
ba, y  cuando  en  virtud  del  último  asalto,  que  duró  cuatro  horas, 
se  hicieron  los  turcos  dueDos  á  viva  fuerza  de  San  Telmo,  no  en- 
contraron mas  que  escombros  y  hombres  moribundos,  pues  los 
cinco  ó  seis  cristianos  que  aun  quedaban  sin  lesión  se  salvaron,  des- 
colgándose como  pudieron  por  los  muros  de  la  plaza. 

Cometieron  los  turcos  todo  género  de  crueldades  con  los  vencidos, 
que  respiraban  todavía.  Las  historias  dicen  que  les  arrancaban  el 
corazón,  y  que  para  causar  terror,  y  hacer  al  mismo  tiempo  mofa 
de  los  del  Burgo,  los  clavaron  en  tablas  en  forma  de  cruz,  poniendo 
este  espectáculo  atroz  á  vista  de  sus  propios  muros. 

Costó  la  toma  del  castillo  á  los  turcos  mas  de  ocho  mil  hombres. 
A  mil  y  doscientos  ascendió  la  pérdida  de  los  sitiados,  contándose 
entre  ellos  ciento  veinte  y  dos  caballeros  de  la  Orden,  que  murieron 
todos  en  la  brecha. 

La  pérdida  mas  fatal  para  los  turcos  fué  la  de  cuarenta  dias  que 
emplearon  en  la  toma  de  aquella  fortaleza,  falta  grave  que  influyó, 
como  veremos  mas  luego,  en  el  resultado,  desatroso  para  ellos,  de 
aquella  formidable  empresa. 

Volvió,  pues,  Mustafá  sus  operaciones  contra  el  Burgo,  y  los  dos 
fuertes  que  aumentaban  su  defensa.  Antes  de  emprender  el  sitio, 
envió  La  Yalette  un  mensaje,  intimándole  la  rendición  con  no  muy 
duras  condiciones.  Mas  el  gran  maestre,  á  pesar  de  su  amarga  pe- 
sadumbre por  la  pérdida  y  fin  lamentable  de  los  defensores  de  San 
Telmo,  respondió  con  indignación  á  las  proposiciones  del  general 


GinniLO  xxxni.     *  889 

torco,  é  hizo  qne  sas  comisioaados  examíDasen  de  cerca  las  forti- 
ficaciones de  la  plaza,  diciéodoles  que  sos  fosos  eran  la  sola  parte 
que  cedería  á  ios  turcos,  para  que  les  pudiesen  servir  de  sepul- 
tura. 

Se  preparó  el  gran  maestre  al  recibimiento  délos  enemigos.  Para 
aumentar  la  pequefia  guarnición  de  la  plaza,  hizo  venir  cuatro  com- 
paOfas  de  mal  teses  que  ocupaban  la  Ciudad  Notable,  y  al  mismo 
tiempo  le  trajo  de  Sicilia  su  sobrino  Parissot  La  Yaiette  un  refuerzo 
de  cuarenta  y  seis  caballeros,  treinta  y  seis  personajes  de  distinción, 
y  adem&s  quinientos  noventa  soldados  al  mando  del  maestre  de 
campo  Melchor  Robles ;  refuerzo  escaso,  y  que  de  ningún  modo 
correspondia  á  las  promesas  hechas  por  los*  príncipes  cristianos,  y 
cuya  pronta  ejecución  reclamaba  con  yoz  tap  sentida  el  gran 
maestre. 

A  ninguno  de  los  reyes  de  Europa  tocaba  mas  de  cerca  el  interés 
de  la  conservación  de  Malta,  que  al  de  EspaDa.  Desde  que  supo  los 
preparativos  de  los  turcos  contra  la  isla,  dio  órdenes  á  los  vireyes 
de  Ñapóles  y  Sicilia,  para  que  le  auxiliasen  con  cuantas  fuerzas 
estuviesen  á  su  arbitrio.  Animaba  el  Papa  por  su  parte  á  los  prin- 
cipes de  Italia,  para  que  concurriesen  á  la  santa  empresa  de  librar  á 
la  Orden  de  san  Jiían  de  las  garras  de  los  turcos.  Se  aprestaron  en 
Genova  algunas  galeras,  y  el  duque  de  Florencia  ofreció  auxilios.  En 
cnanto  al  rey  de  Francia,  no  se  atrevió  hacer  nada  en  detensa  de  la 
isla,  por  no  irritar  á  Solimán,  con  quien  tenia  grandes  relaciones  de 
amistad,  como  ya  llevamos  dicho. 

Del  virey  de  Sicilia,  don  García  de  Toledo,  como  tan  cercano, 
aguardaba  los  primeros  y  mas  poderosos  auxilios  el  gran  maestre 
de  la  Orden.  Mas  sea  porque  la  escuadra  enemiga  obstrujfese  el  pa- 
so del  mar,  sea  porque  inspirase  algún  recelo  el  habérselas  con 
tropa  tan  aguerrida  y  feroz  como  la  turca,  ó  por  otras  dificultades 
qoe  entorpecen  operaciones  de  esta  clase,  no  partieron  los  socorros 
con  la  oportuna  presteza  que  era  deseable.  Historiadores  hay  que 
atribuyen  esta  lentitud  á  torcida  política  del  rey  de  EspaOa,  á  su 
poca  voluntad  de  socorrer  la  isla,  ó  tal  vez  &  la  intención  de  aguar- 
dar que  se  hallitse  en  los  últimos  apuros,  para  darse  de  este  modo 
la  importancia  de  su  salvador;  mas  no  es  creíble  que  se  expusiese 
voluntariamente  á  tanto  riesgo  una  Orden,  que  tan  útiles  servicios 
prestaba  al  rey  de  EspaOa.  De  todos  modos  es  un  hecho  que  don 
Garcfa  se  mostró  en  un  principio  muy  remiso;  que  adolecieron  sus 

Ton»  I.  w 


390  mmnk  db  rslira  ir. 

óperaciooes  de  poca  actividad,  dando  ocasión  á  quejas  y  desean- 
fianzas,  oo  solo  de  su  buena  fe,  sino  también  déla  del  rey  católico; 
y  que  á  no  haberse  detenido  tanto  los  turcos  delante  de  San  Telmo, 
á  no  haber  desplegado  en  lo  sucesivo  tanta  bizarría  y  heroicidad  en 
la  defensa  del  Burgo  y  de  sus  fuertes,  hubiese  llegado  demasiado 
tarde  un  socorro  con  tantas  instancias  reclamado. 

El  8  de  mayo  desembarcó  en  Malta  don  Juan  de  Cardona,  comaa- 
dante  de  las  galeras  de  Espaüa,  dos  compafifas  de  infantería  espa- 
fióla  á  las  órdenes  de  los  capitanes  Juan  Miranda  y  Juan  de  la  Cer- 
da. 61  27  de  junio  llevó  á  Malta  el  mismo  don  Juan  de  Gardoaa 
otro  socorro,  enviado  por  don  García,  compuesto  de  dos  compañías 
de  infantería  espafiola,  y  cuarenta  caballeros  de  la  Orden.  Mas  tQ?o 
grandes  dificultades  en  desembarcar,  y  después  de  haber  rodeado 
las  costas  de  la  isla,  puso  al  abrigo  de  la  noche  sus  tropas  en  tier- 
ra, junto  al  fuerte  de  San  Miguel,  cuando  los  turcos  se  hablan  apo- 
derado ya  del  de  San  Telmo. 

Mientras  se  aprestaba  en  Sicilia  una  gran  expedición,  que  aun 
tardó  un  mes  en  hacerse  al  mar,  procedieron  los  turcos  al  sitio  for- 
mal del  Burgo  y  sus  fuertes.  Llegó  á  la  sazón  al  campo  el  famoso 
Asam,  dey  de  Argel,  con  veinte  y  ocho  galeras  y  tres  mil  turcos,  y 
fué  recibido  por  Mustafá  con  grandes  muestras  de  alegría.  Pidió 
Asam  al  general  en  jefe,  que  se  le  encargase  la  expugnación  del 
fuerte  de  San  Miguel,  y  Mustafá  se  lo  concedió  gustoso,  d&ndole 
seis  mil  turcos,  además  de  los  tres  mil  que  ya  estaban  á  sus  órde- 
nes. Emprendió  Asam  la  operación  por  mar  y  tierra,  encargándola 
primera  á  su  segundo  Gandelisa,  en  quien  depositaba  sn  mayor 
confianza,  y  tomando  á  su  cargo  la  segunda.  Fueron  ambos  ataques 
tan  impetuosos  como  valientemente  rechazados.  Por  dos  veces  asal- 
taron las  murallas;  otras  tantas  quedaron  los  fosos  cubiertos  de  ca- 
dáveres. Mientras  tanto  fueron  desbaratadas  las  trincheras  de  los 
Sitiadores  por  los  comendadores  Giou  y  Quinzi,  enviados  por  el 
gran  maestre.  No  desistieron  los  turcos  del  empefio,  y  dieron  otro 
asalto  cuando  estaban  ya  las  brechas  mas  practicables,  y  se  iban 
desmoronando  los  muros  del  fuerte  por  las  baterías  enemigas.  Por 
e3ta  vez  pareció  mostrárseles  mas  favorable  la  fortuna,  y  casi  ya 
plantaban  sus  medias  lunas  victoriosas  encima  de  los  muros;  mas 
redobló  el  esfuerzo  de  los  defensores,  y  los  turcos  cayeron  predpi-* 
tados  por  aquellas  ruinas.  Llegó  á  tanto  la  confusión  y  sa  pavor, 
que  huyeron  á  sus  buques  con  el  mayor  desorden,  sin  qne  les  sir- 


capítulo  xjam.  891 

viese  de  nada  un  refuerzo  de  genízaros  que  les  mandó-  MusUfá,  y 
que  fueron  igualmente  rechazados. 

Se  irritó  el  general  turco  con  tanta  resistencia,  y  creció  sa  indig- 
nación cuando  llegó  á  sus  oidos  que  se  aprestaba  en  Sicilia  una 
grande  expedición  para  auxiliar  á  los  cristianos.  Resolvió,  pues, 
atacar  á  un  tiempo  al  Burgo  y  al  fuerte  de  San  Miguel,  tomando  k 
su  cargo  la  primera  expedición,  y  encomendando  &  Piali  la  según- 
gunda.  Fueron  furiosos  los  ataques  contra  el  Burgo.  Los  enemigos 
llevaban  tablas,  vergas,  palos  de  sus  buques,  piedras  y  otras  ma- 
terias para  cegar  los  fosos  de  la  plaza.  Las  'baterías  hacían  fuego 
sin  cesar,  y  para  aumentar  los  medios  de  destrucción,  usaban  los 
enemigos  un  proyectil  llamado  carcassa,  que  era  una  {especie  de 
pipa  ó  barrica  embreada,  y  rodeada  de  materias  combustibles  que 
lanzaban  sobre  los  cristianos.  Mas  hubo  muchos  de  estos  tan  arro- 
jados, que  discurrieron  los  medios  de  cogerlas  en  el  aire,  y  lanzar- 
las en  seguida  sobre  las  filas  enemigas.  La  furia  y  obstinación  eran 
recíprocas,  y  las  escenas  de  destrucción  y  carnicería  tan  uniformes, 
que  no  ofrecen  variedad,  por  mucho  que  se  esfuerce  la  imaginación 
en  crearlas  de  pura  fantasía. 

Fué  Mustafá  muy  desgraciado  en  sus  ataques  contra  el  Burgo. 
Pareció  mostrarse  mas  favorable  la  fortuna  4  Piali  en  la  expugna- 
ción del  fuerte.  Llegaron  sus  baterías  &  destruir  casi  sus  murallas. 
Erigió  una  especie  de  plataforma  de  una  altura,  superior  á  la  de  la 
misma  plaza.  Empleó  el  asalto,  y  cuando  se  creyó  duefio  del  fuer- 
te, se  halló  con  un  nuevo  atrincheramiento,  que  los  defensores  ha- 
bían construido  durante  la  noche,  con  un  foso  adelante^  que  impe- 
dia el  paso  alas  tropas  del  asalto. 

Grande  era  como  se  ve  el  denuedo  de  los  caballeros  de  Sa&  Juan , 
mas  cada  dia  crecian  sus  apuros;  y  el  socorro  tan  suspirado  no  lle- 
gaba. Los  muros  estaban  medio  derruidos:  faltaban  las  municiones, 
y  los  víveres  escaseaban  hasta  el  punto  de  tener  que  cercenar  la 
ración  de  agua.  Estaban  los  hospitales  y  las  casas  llenas  de  heridos 
y  de  enfermos.  Tan  triste  era  el  semblante  de  las  cosas,  que  se  pro- 
puso seriamente  en  el  consejo  abandonar  el  Burgo  y  fuerte  de  San 
Miguel,  y  reducir  la  defensa  al  fuerte  de  San t- Angelo,  pero  el  gran 
maestre,  impertérrito  en  el  seno  del  Capítulo  como  se  mostraba  en 
medio  de  los  combates,  donde  se  corría  mas  riesgo,  declaró  su  re- 
solución de  ser  fiel  hasta  el  último  suspiro  al  honor  y  la  gloria  de 
la  Orden  de  san  Juan,  y  de  permanecer  en  el  Burgo  aunque  le  cu*^ 


392  HISTOAU  DR  FELIPE  If. 

píese  la  suerte  de  quedar  sepultado  en  los  moros  de  la  plaza.  «¿^ 
»qué  fio  mas  glorioso  puede  aspirar,  dijo  á  sus  caballeros,  uo  an- 
«ciano  de  setenta  y  tres  afios  que  ha  peleado  toda  su  vida  en  de- 
)i>rensa  de  la  fe  de  Cristo?  Traslademos  al  castillo  de  Sant-ALOgelo 
«los  ornamentos  del  culto,  los  vasos  sagrados,  los  efectos  mas  pre- 
)»ciosos:  mas  abandonar  estos  muros,  será  lo  mismo  que  entregar 
»la  isla  de  Malta  &  los  infieles.»  No  se  atrevieron  los  caballeros  á 
ser  de  otra  opinión  que  la  del  gran  maestre,  y  se  prepararon  de 
nuevo  á  todos  los  azares  de  aquella  lucha  encarnizada. 

No  se  hallaba  al  mismo  tiempo  en  mucho  mas  feliz  situación  el 
campo  turco,  escaso  de  víveres,  lleno  de  enfermos,  medio  inficiona- 
do con  tantos  cadáveres  y  el  calor  tan  propio  de  aquella  estación  y 
de  aquel  clima.  Se  hallaba  irritado  Mustafá  con  tanta  resistencia, 
con  las  pérdidas  enormes  que  habia  sufrido  en  los  asaltos,  y  ade- 
más le  aquejaba  á  cada  instante  la  idea  del  poderoso  refuerzo  que 
aguardaban  los  cristianos.  Algunos  de  los  suyos  opinaron  porque 
se  levantase  el  sitio;  mas  el  general  en  jefe  que  no  ignoraba  ia  re- 
solución y  el  carácter  feroz  de  Solimán,  declaró  que  primero  pere- 
cería delante  de  los  moros  que  abandonar  una  expugnación  que  su 
seDor  le  habia  ordenado. 

Determinó  pues  probar  de  nuevo  la  fortuna,  repitiendo  los  ata- 
ques á  la  plaza «  El  7  de  agosto  dieron  un  asalto;  pero  cuando  es- 
taba en  su  estado  mas  recio  la  pelea,  llegó  á  los  turcos  Ja  noticia 
del  desembarco  de  socorro.  Percibieron  los  cristianos  que  sus  enemi- 
gos aflojaban  y  al  fin  se  retiraban  del  combate,  mas  aunque  no 
sabian  la  causa,  se  aprovecharon  de  esta  circunstancia,  y  los  per* 
siguieron  hasta  las  trincheras. 

No  era  cierta  la  noticia  del  desembarco  de  las  tropas.  Aprovechó 
este  retardo  Mustafá  para  renovar  el  asalto,  que  tuvo  lugar  el  13 
de  agosto.  Ya  sabia  el  gran  maes^tre  la  salida  de  la  expedición  de 
Sicilia,  ó  tal  vez  ignorándola,  la  comunicó  á  los  caballeros  á  fin  de 
que  resistiesen  denodados  un  asalto  que  probablemente  seria  el  úl- 
timo. Duró  la  pelea  cuatro  horas  con  los  mismos  resultados  que  los 
anteriores.  Ni  el  fuego  de  las  baterías,  ni  la  furia  de  tantas  huestes 
como  acudieron  al  asalto,  pudieron  contrastar  al  denuedo  heroico 
de  los  defensores.  Corrió  la  sangre  como  siempre,  se  llenaron  los 
fosos  de  cadáveres.  Al  recogerse  los  turcos  á  su  campo,  supieron  la 
noticia  fatal  para  ellos,  sin  que  les  pudiese  quedar  la  menor  duda. 
Acababa  de  desembarcar  la  expedición  que  enviaba  de  Sicilia  don 
García. 


CAPITULO  XXXUL  898 

Para  hacer  este  refuerzo  de  mas  eficacia,  había  masdado  cods- 
trair  el  virey  cien  galeras  y  dispuesto  qae  se  cargasen  las  setenta 
mas  ligeras  de  víveres  y  municiones.  Embarcó  en  ellas  doscientos 
cuarenta  caballeros  de  la  Orden  de  San  Juan,  doscientas  personas  de 
distinción  de  todas  naciones,  seis  mil  espafioles,  tres  mil  italianos, 
y  mil  quinientos  aventureros ,  mandados  todos  por  don  Alvaro  de 
Sande.  Eran  sus  maestres  de  campo  Ascanio  de  la  Corgne,  Vicente 
Vitelli,  don  Sancho  de  Londofio  y  don  Alonso  de  Bracamente.  No 
quiso  destino  ninguno  en  la  expedición  el  marqués  Ghiapino  Vitelli 
por  estar  nombrado  maestre  de  campo  general  el  primero  de  los 
cuatro  ya  dichos;  mas  fueron  de  mucha  utilidad  sus  consejos  por  ser 
jefe  de  capacidad  y  de  experiencia. 

Se  había  dudado  antes  de  salir  la  expedición  si  seria  mas  conve- 
niente atacar  los  turcos  por  mar,  ó  desembarcar  la  gente  para  que 
por  tierra  los  buscasen.  Prevaleció  la  segunda  idea,  pues  de  ese 
modo  sería  el  auxilio  de  mucha  mas  eficacia  para  los  sitiados.  Tres 
dias  estuvo  en  el  mar  la  expedición ,  no  encontrando  sitio  seguro 
para  echar  la  gente  á  tierra  sin  ser  molestados  por  la  escuadra  turca. 
Lo  verificaron,  en  fin,  al  abrígo  de  la  noche.  £1  gran  maestre,  sa- 
bedor ya  de  la  salida  de  la  expedición,  recibió  la  noticia  de  su  des- 
embarco con  la  alegría  que  puede  imaginarse.  La  guarnición  y  ha- 
bitantes la  celebraron  con  gritos  de  entusiasmo,  y  ya  ciertos  de  su 
salvación ,  olvidaron  sus  padeceres  y  desastres. 

Sobrecogidos  los  turcos  con  la  llegada  de  las  tropas  auxiliares, 
levantaron  el  campo  con  precipitación,  y  habiendo  recogido  las  tro- 
pas que  guarnecian  á  San  Telmo,  se  refugiaron  todos  á  la  escua- 
dra. Después  que  estuvieron  embarcados,  celebró  Mustafá  otro  con- 
sejo de  guerra  sobre  el  partido  que  se  debia  tomar  en  aquellas  cir- 
canstancias.  Opinaron  algunos  por  el  abandono  de  la  isla  y  regreso 
á  Gonstantinopla  de  la  armada.  Mas  el  general  turco  lleno  de  rabia 
y  vergüenza,  temblando  á  la  idea  de  presentarse  vencido  ante  los 
ojos  del  Sultán ,  determinó  volver  á  desembarcar  diez  y  seis  mil  hom- 
bres de  sus  mejores  tropas ,  con  las  que  marchó  en  busca  de  las 
espaSolas.  Salieron  estas  animosas  al  encuentro ;  mas  los  turcos 
sobrecogidos  de  terror  al  primer  choque,  arrojaron  las  armas,  vol- 
viendo en  desorden  á  la  escuadra  que  se  dio  á  la  vela  el  18  de  oc- 
tubre, tomando  el  camino  de  Gonstantinopla. 

Tal  fué  el  desquite  glorioso  que  la  Orden  de  san  Juan  tomó  de 
las  calamidades  y  desgracias  que  Solimán  II  la  hizo  sufrir  cuarenta 


894  HISTOUA  DB  F£Lm  U. 

y  tres  aDos  antes,  cuando  la  pérdida  de  Bodas.  Después  de  ud  sitio 
de  cuatro  meses  con  formidables  fuerzas  por  tierra  y  mw,  en  que 
coo  taota  ferocidad  pusieron  en  juego  los  turcos  todas  las  artes  de 
destrucción  conocidas  en  la  guerra;  en  que  subieron  tan  ñrecueote- 
mente  y  con  lan  rabiosa  sed  de  destrucción  á  los  asaltos,  tuvieron 
que  anunciar  al  Gran  SeDor  que  no  era  ya  invencible.  Falleció  el 
Sultán  el  aDo  siguiente,  después  de  uno  de  los  reinados  mas  largos 
y  gloriosos  que  se  cuentan  en  los  anales  del  imperio  turco.  De  su 
muerte  data  la  decadencia,  tanto  por  tierra  como  por  mar,  de  un 
estado  que  amenazaba  la  independencia  de  la  cristiandad  entera. 

Ascendió  á  veinte  mil  hombres  la  pérdida  de  los  turcos  delante 
del  Burgo,  que  tomó  el  nombre  de  ciudad  victoriosa,  del  castillo  de 
San t- Angelo  y  del  fuerte  de  San  Miguel.  La  de  los  sitiados  codós- 
tió  en  doscientos  caballeros,  tres  mil  soldados  casi  todos  malteses,  y 
seis  mil  ancianos,  mujeres  y  niUos. 

Para  comprender  esta  última  pérdida  hay  que  tener  presente  qne 
habia  dispuesto  el  gran  maestre  fuesen  conducidos  á  Sicilia  los  qne 
no  se  hallasen  en  estado  de  llevar  las  armas,  mas  no  pudo  realizarse 
esta  orden  por  la  premura  del  tiempo,  habiendo  solo  partido  algu- 
nas familias  que  no  quisieron  arriesgarse.  A  la  aparición  de  los  tur- 
cos, sobrecogidos  los  habitantes  del  campo  de  terror,  huyeron  con 
sus  ganados  y  lo  que  tenian  de  mas  precioso,  buscando  un  refugio 
en  el  Burgo,  La  Saogle  y  la  ciudad  Notable;  mas  fueron  degollados 
antes  de  llegar  un  número  considerable.  Otros  que  se  refugiaron  en 
cuevas,  fueron  descubiertos  y  tuvieron  igual  suerte.  Los  que  pu- 
dieron llegar  á  dichos  puntos  en  número  de  veinte  y  cuatro  mil  per- 
sonas ,  sintiefon  muy  pronto  los  rigores  del  hambre;  mas  el  gran 
maestre  acudió  á  su  necesidad  distribuyendo  trigo  al  precio  corriente 
k  diez  y  siete  mil  fugitivos  que  podian  pagarlo,  y  gratis  á  los  iñete 
mil  restantes* 

No  puede  la  historia  tributar  bastantes  elogios  al  gran  maestre  de 
la  Orden  de  san  Juan,  á  sus  valientes  caballeros,  á  las  tropas  que 
combatieron  á  sus  órdenes,  á  la  decisión  y  heroísmo  de  la  población 
maltosa  durante  este  asedio  célebre.  Timidos  estos  al  principio,  poco 
familiarizados  con  el  uso  de  las  armas ,  se  hicieron  muy  pronto  4 
ellas,  distinguiéndose  no  solo  en  las  salidas,  sino  también  en  las  mu- 
rallas. Los  ancianos,  las  mujeres  y  los  niSos,  se  empleaban  con  ar- 
dor en  los  trabajos  de  las  fortificaciones,  seguían  á  los  combatientes 
á  la  brecha,  retiraban  los  muertos,  aliviaban  y  consolaban  á  los  he* 


GiPRDio  xxxm.  895 

rídos,  llevabui  á  todas  partes  refrescos,  cargaban  las  armas,  hacían 
llover  sobre  los  enemigos  on  granizo  de  piedras,  de  materias  infla- 
madas, y  conlribuian  por  cuantos  medios  les  eran  posibles  al  buen 
éxito  de  esta  lucha  memorable. 

Fué  celebrada  en  la  cristiandad  entera  la  defensa  heroica  de  Mal- 
ta, y  sabida  con  regocijo  y  entusiasmo  la  retirada  de  los  turcos.  De 
todas  partes  recibió  el  gran  maestre  solemnes  felicitaciones,  distin- 
guiéndose en  esto  el  pontifico  y  el  rey  de  Espafia.  Presentó  el  em- 
bajador de  este  monarca  una  espada  y  una  cimitarra  con  el  puDo  de 
oro  macizo  guarnecido  de  diamantes,  en  testimonio  de  su  amor  y  su 
veneración,  ofreciéndole  pagar  anualmente  una  cantidad,  para  ayuda 
del  reparo  de  las  fortificaciones  arruinadas.  Para  perpetuar  el  re- 
cuerdo de  la  salvación  de  Malta,  mandó  el  gran  maestre  que  fuese 
celebrada  todos  los  aDos  en  todas  las  iglesias  de  la  isla  el  dia  del  na- 
cimiento de  la  Virgen;  que  después  del  oficio  divino,  se  leyese á los 
concurrentes  la  historia  del  sitio,  y  que  se  casasen  y  se  dotasen  seis 
muchachas  pobres  á  cuenta  de  la  Orden.  La  fiesta  subsiste  todavía, 
mas  se  suprimieron  los  dotes  que  eran  de  cincuenta  escudos  (iOO 
reales). 

No  perdia  un  momento  La  Valette  de  la  idea,  la  posibilidad  de  ser 
atacado  de  nuevo  por  los  turcos.  Se  asegura  que  para  ponerse  al 
abrigo  de  una  nueva  invasión  fué  autor  del  incendio  del  arsenal  de 
Constantinopla  que  tuvo  lugar  en  aquel  tiempo;  mas  cualquiera  que 
haya  sido  esta  cooperación ,  apeló  La  Valette  k  medios  mas  seguros 
y  mas  positivos.  Apenas  se  alejaron  los  turcos,  hizo  destruir  sus 
fortificaciones  delante  del  Burgo,  de  San  Miguel  y  de  San  Telmo, 
construir  de  nuevo  las  murallas  de  este  último  fuerte  que  estaban 
derribadas,  y  formar  nuevos  acopios  de  víveres  y  de  municiones. 
Mas  todos  estos  preparativos  y  aun  el  incendio  del  arsenal  de  Cons- 
tantinopla hubiesen  sido  insuficientes  contra  la  nueva  tempestad  que 
amenazaba,  si  no  la  hubiese  conjurado  de  una  vez  y  para  siempre 
haciendo  de  Malta  una  plaza  inexpugnable. 

Ta  desde  el  establecimiento  en  Malta  de  la  Orden  se  habia  pen- 
sado en  construir  una  ciudad  fortificada  sobre  el  monte  Sceberras 
que  separa  el  Puerto  Grande  del  de  Marza  Mussel.  Se  habia  levan- 
tado y  arreglado  el  plano  por  los  ingenieros  mas  hábiles,  bajo  los 
diferentes  grandes  maestres  que  se  sucedieron;  mas  cupo  la  gloria 
de  ponerle  en  ejecución  á  Juan  de  La  Valette.  Agotado  el  tesoro, 
contrajo  en  Sicilia  un  empréstito  de  treinta  mil  escudos;  hizo  acuSar 


896  HISTORIA  DI  FBLIPK  n. 

moneda  de  cobre,  é  impuso  nuevas  contríbociones  sobre  los  malie- 
ses;  mas  nada  de  esto  era  suficiente.  Se  dirigió  el  gran  maestre  á 
todos  los  principes  de  la  cristiandad,  haciéndoles  ver  la  importancia 
de  la  empresa,  y  de  los  mas,  incluso  el  rey  de  Francia,  recibió  so- 
corros muy  considerables.  Dio  Felipe  II  noventa  mil  ducados;  el  rey 
de  Portugal,  don  Sebastian,  treinta  mil  cruzados,  y  la  Sicilia  envió 
veinte  y  dos  mil  ducados ,  habiendo  impuesto  un  diezmo  sobre  los 
bienes  eclesiásticos.  £1  Papa  envió  además  de  dinero,  setecientos 
obreros  pagados  de  su  cuenta.  La  mayor  parte  de  los  miembros  de 
la  Orden  se  despojaron  de  sus  bienes  y  hasta  de  los  objetos  de  mas 
valor,  cuyo  importe  entregaron  al  tesoro.  Los  habitantes  todos  de 
la  isla,  sin  perdonar  edad  ni  sexo,  se  emplearon  voluntariamente  en 
la  construcción  de  una  ciudad  que  iba  á  asegurar  su  defensa,  au- 
mentar su  comercio,  y  llegar  á  ser  el  depósito  de  sus  riquezas.  Uo 
aSo  solo  bastó  para  poner  en  estado  de  defensa  la  ciudad  que  tomó 
al  principio  el  nombre  de  HumlMma,  y  después  de  La  Vdette,  que 
conserva  hoy  dia.  Mas  el  gran  maestre  no  vio  el  fin  de  su  trabajo, 
habiendo  fallecido  abrumado  de  fatigas  y  cuidados  en  agosto  de  1 568. 
Juan  de  La  Yaiette  fué  grande  hombre,  y  su  memoria  será  cele*, 
bre.  Desde  su  defensa  de  Malta  no  cuenta  la  Orden  de  san  Juan  un 
hecho  de  armas  tan  glorioso.  De  este  sitio,  data  la  decadencia  de 
una  institución,  que  cada  dia  se  iba  haciendo  menos  necesaria.  Sin 
embargo  conservó  su  brillo  en  el  resto  de  aquel  siglo,  en  el  siguien- 
te, y  aun  muyientradoyaeldiezyocho.  Lo  que  á  la  terminación  de 
este  llegó  á  ser,  no  hay  necesidad  de  indicarlo,  recordando  que  en 
nuestros  dias,  aquella  ciudad  de  La  Yaiette,  aquella  primera  fortifi- 
cación del  mundo,  cayó  sin  la  mas  pequeDa  resistencia  en  poder  de 
Bonaparte,  cuando  marchaba  á  la  conquista  de  Egipto.  Mas  el  nom- 
bre de  Malta  ha  sobrevivido  á  la  Orden  de  san  Juan,  y  ocupa  toda- 
vía en  el  mapa  militar  y  político  de  Europa  un  puesto  distinguido. 


CAPITULO  XXXíV* 


Guerra  de  los  moriscos  de  Granada. — Capitulaciones  cuando  la  toma  de  esta  ciudad 
por  los  reyes  católicos. — ^Primer  arzobispo.— Conversiones.— Alborotos. — ^Decreto 
para  que  abracen  la  fe  cristiana  los  moriscos. — Todos  cristianos.—- Acusaciones  de 

su  falta  de  sinceridad ^Nuevas  exigencias  de  la  corte.— Nuevos  disgustos.— 'Recia-* 

maciones  de  los  moriscos. — ^Desoidas.— Tentativa  para  alzar  á  los  del  Albaycin.— 
Alzamiento  de  las  taas  de  las  Alpujarras.— Excesos  y  crueldades  de  los  sublevados. 
— ^Nombran  por  su  rey  á  Aben-Humeya. — ^Sale  el  marqués  de  Mondejarde  Granada 
para  combatir  á  los  alzados. — ^Varios  encuentros  suyos  con  los  moriscos,  favorables 
i  á  las  armas  castellanas. — ^Entra  en  las  Alpujarras. — Se  apodera  de  la  torre  de  Orgi- 
va. — ^Pasael  marqués  de  los  Yelez  desde  Murcia  al  reino  de  Granada. —Recibe  aiuto- 
rizacion  para  ello  del  rey.— Varios  encuentros  suyos  con  los  moriscos. — ^Los  vence. 
— Sigue  la  guerra  con  sucesos  varios. — Diversidad  de  pareceres  entre  el  marqués 
de  los  Yelez  y  el  de  Mondejar. — Resuelve  el  rey  enviar  por  capitán  general  de  Gra- 
nada á  su  hermano  don  Juan  de  Austria  (1). — (1568-1569.) 

Vamos  á  trazar  el  bosquejo  de  otra  guerra,  qae  sí  do  de  carácter 
parameote  religioso,  se  rozaba  con  hábitos,  coo  costumbres,  y  en 
grao  manera,  cod  creencias.  Parece  fatalidad  del  siglo  XVI,  el  qae 
coantas cuestiones  se  debatían  con  las  armas  en  la  mano,  tuvieron, 
con  pocas  excepciones,  un  carácter  misto  de  sagradas  y  profanas. 
Católicos  contra  protestantes;  cristianos  contra  mahometanos;  en  to- 
das figuraban,  á  par  de  los  intereses  de  un  príncipe  ó  nación,  los 
dogmas  de  su  Iglesia. 

La  guerra  de  los  moriscos  de  Granada  no  fué  menos  fecunda  que 
las  otras  en  animosidad,  en  encarnizamiento,  en  efusión  de  sangre 
y  todo  género  de  horrores.  Es  uno  de  los  episodios  mas  curiosos,  al 

(1)  Don  Diego  Hartado  de  Mendoza  yLuis  Marmol  Carvajal,  son  los  historiadores  principales  de 
esta  guerra,  y  los  dignos  de  mas  crédito,  por  haber  sido  ambos  testigos  oculares.— la  producción 
del  primero,  intitulada:  cGuerra  do  Granada,»  pasa  por  una  de  nnostras  galas  literarias.  En  la  del  se* 
gando,  conocida  con  el  nombre  de  «Historia  del  rebelión,  y  castigo  de  los  moriscos  del  reino  de 
Granada,»  hay  mas  abundancia  de  materias,  aunque  no  presentadas  con  la  gravedad  elegante  de 
Mendoza.  Ambos  han  sido  nuestros  principales  gulas,  tanto  en  este  articulo^  como  en  el  siguiente. 

Tomo  i.  B1 


398  HISTORU  DE  FEUPB  Tí. 

mismo  tiempo  que  lamentables,  de  un  reinado  que  tantos  títulos  ha 
adquirido  de  ser  célebre. 

Los  términos  de  la  capitulación,  por  la  que  los  reyes  católicos 
tomaron  posesión  de  la  plaza  de  Granada,  fueron  todos  honoríficos 
y  humanos  para  los  vencidos.  Nada  prueba  tanto  la  resistencia  te- 
naz que  los  moros  opusieron,  y  sobre  todo,  el  gran  deseo  que  tenían 
los  reyes  de  Castilla  y  de  Aragón,  de  aOadir  á  su  corona  tan  mag- 
nífica conquista.  Por  uno  de  estos  artículos,  recibían  los  reyes  por 
sus  vasallos  y  subditos  naturales,  y  bajo  de  su  palabra,  «seguro  y 
«amparo  real,  desde  el  rey  hasta  el  último  habitante  de  Granada; 
»de  las  fortalezas,  villas  y  lugares  de  su  tierra;  dejándoles  sus  casas, 
«haciendas,  heredades,  sin  consentir  que  les  hiciesen  mal  ni  daDo, 
Dui  quitándoles  sus  bienes,  ni  sus  haciendas,  ni  parte  de  ello,  antes 
«bien  acatándolos,  honrándolos  y  respetándolos  como  por  sus  súb- 
«ditos  y  vasallos,  como  lo  eran  todos  los  que  vivían  bajo  su  gobier- 
«no  y  mando. « 

Por  otro  artículo  prometían  SS.  AA.  y  sus  sucesores,  «dejar  vi- 
«vir  para  siempre  al  rey  y  á  todos  los  demás  grandes  y  chicos  en 
«su  ley,  sin  consentir  que  les  quitasen  sus  mezquitas  ni  sus  torres,^ 
«nidios  almoedanes,  ni  les  tocasen  en  los  hábices  y  rentas  que  te- 
«nían  para  ellas,  ni  les  perturbasen  los  usos  y  costumbres  en  que 
«estaban. « 

No  es  posible  concebir  un  artículo  en  términos  mas  expresos  y 
mas  positivos.  Sin  embargo,  fué  su  ejecución  origen  de  disturbios  y 
calamidades,  que  duraron  casi  un  siglo. 

Erigieron  los  reyes  católicos  en  Granada  una  Silla  arzobispal,  y 
su  primer  prelado,  don  fray  Hernando  de  Talavera,  obispo  de  Avila, 
se  distinguió  mucho  por  su  celo  en  convertir  á  los  moros  á  la  fe 
'cristiana.  Convienen  los  historiadores  en  elogiar  el  modo  blando  y 
suave  que  empleaba  en  este  asunto,  tan  de  suyo  delicado,  no  adop- 
tando mas  medios  que  los  de  la  persuasión  y  el  ascendiente  qoe  le 
daban  su  edad,  su  alta  categoría  y  sus  virtudes;  mas  con  el  tiempo 
degeneró  tanta  indulgencia  en  maneras  un  poco  mas  doras,  mar- 
cadas con  el  sello  de  la  intolerancia.  Era  imposible  que  mezcladas 
en  la  ciudad  dos  religiones  tan  distintas,  pues  con  la  conquista  se 
iba  poblando  mucho  de  cristianos,  se  dejase  demostrar,  por  la  parte 
de  los  vencedores,  aquella  aversión  con  que  se  miran  los  hombres 
que  difieren  en  creencias.  No  faltó  quien  aconsejase  á  los  reyes  ca- 
tólicos que  obligasen  á  los  moros  á  recibir  el  bautismo,  y  de  lo  con- 


r ' 


apROLO  XXXI?.  399 

« 

brarío  expulsarlos  de  la  tierra,  haciéndoles  yer  que  jamás  serian  bae* 
DOS  vasallos,  mientras  conservasen  sus  creencias,  y  se  manifestasen 
adictos  á  sus  ceremonias.  Mas  aquellos  monarcas  no  quisieron  in- 
fringir tan  pronto  un  artículo  tan  expreso  de  los  tratados,  y  se  con- 
tentaron con  que  se  llevase  adelante  la  obra  de  la  conversión,  por 
cuantos  medios  se  pudiese. 

Para  ayudar  al  arzobispo,  se  llamó  al  famoso  de  Toledo,  Jimé- 
nez de  Gisneros,  cuyo  carácter  duro  no  se  desmintió  en  esta  misión 
tan  delicada.  Quiso  usar  de  rigor,  é  irritado  con  la  resistencia  que 
algunos  de  ellos  ponian  á  la  conversión,  trató  de  perseguirlos  y  cas- 
tigarlos por  su  pertinacia.  Comenzaron  con  esto  los  disgustos,  los 
desórdenes,  y  hasta  los  motines.  Indignados  los  moros  de  que  se  les 
quisiese  violentar,  se  levantaron.  Mas  cedieron  á  la  autoridad  del 
arzobispo  Talavera,  á  quien  respetaban  mucho,  y  estaban  acostum- 
brados á  ceder  en  todas  ocasiones. 

Sirvió  este  motin  de  pretexto  para  volver  á  la  carga  los  que  acon- 
sejaban á  los  reyes  que  los  obligasen  á  todos  á  recibir  el  bautis- 
mo, ó  á  marcharse  á  Berbería;  dándoles  tiempo  para  arreglar  sus 
negocios  y  vender  sus  bienes.  Entonces  accedieron  los  dos  reyes,  y 
se  dieron  las  órdenes  necesarias,  que  aunque  estuvieron  suspendi- 
das ocho  meses,  fueron  llevadas  á  efecto  con  grande  oposición  por 
parte  de  los  nuevos  convertidos. 

De  un  cambio  que  llevaba  visos  de  tan  forzado  y  violento  no  po- 
día esperarse  mas  resultado  que  redoblar  la  adhesión  y  apego  á  las 
creencias  y  ceremonias  de  que  á  los  moriscos  habían  despojado. 
Estallaron  al  principio  del  siglo  XYI  revueltas,  á  que  tuvo  que  acu- 
dir en  persona  el  rey  católico,  cuyo  celo  se  animaba  á  proporción 
de  tanta  resistencia.  Habiendo  quedado  vencedor,  se  creyó  con  do- 
bles derechos  para  reducir  de  grado  ó  por  fuerza  á  los  moriscos  á 
la  religión  cristiana.  Así  lo  puso  en  práctica,  y  en  medio  de  algu- 
nas llamaradas  de  motin  y  de  alboroto,  que  no  pudieron  menos  de 
encenderse  algunas  veces,  todos  los  moros,  unos  tras  de  otros,  tanto 
en  la  ciudad  como  en  las  otras  poblaciones,  recibieron  el  agua  del 
bautismo. 

Los  prelados  celosos,  y  otras  personas  igualmente  interesadas, 
percibieron  que  no  había  bastante  sinceridad  en  los  nuevos  conver- 
tidos, y  que  solo  por  temor  de  los  castigos  cumplían  con  los  deberes 
y  ceremonias  que  la  nueva  religión  les  imponía.  Nada  había  mas 
natural,  conociendo  los  principales  resortes  de  la  conversión;  mas 


400  HISTOBU  DB  FKLIPB  H. 

esto  mismo  escandalizaba  y  encendia  en  furor  á  los  que  no  soh* 
mente  los  querían  cristianos,  sino  cristianos  fervorosos.  Los  acosa-- 
ban  de  celebrar  en  secreto  y  dentro  de  su  casa,  el  rito  prohibido; 
de  lavar  los  niños  que  acababan  de  bautizarse,  como  para  purgar- 
los de  impurezas;  de  casarse  clandestinamente  usando  sus  ceremo- 
nias; de  celebrar  los  viernes,  como  dias  festivos;  de  trabajar  los 
domingos;  en  fin,  de  despreciar  en  secreto,  lo  que  les  era  forzoso 
respetar  en  público. 

En  el  aDo  1 526 ,  bailándose  el  emperador  en  Granada,  reunió  una 
junta  de  prelados,  para  arreglar  un  asunto  que  parecia  tan  espiooso 
y  complicado.  Muchos  fueron  de  opinión  que  mientras  los  moriscos 
conservasen  el  uso  de  su  lengua,  el  de  sus  trajes,  el  de  sos  diver- 
siones, nunca  perderían  el  afecto  á  su  antigua  religión,  ni  serian 
subditos  fieles  de  la  corona  de  Castilla.  Por  entonces  no  se  dio  nin- 
guna provisión,  ni  se  trató  mas  de  este  asunto  en  todo  el  reinado 
de  Garlos  I  de  Espafia;  mas  en  el  de  Felipe  II,  se  celebró  una  junta 
en  Madrid,  con  el  objeto  de  tomar  una  providencia  definitiva  sobre 
el  negocio  de  los  moriscos,  y  en  ella  se  extendieron  los  capítulos  de 
lo  que  se  habia  de  observar  en  adelante.  Se  reduelan  estos,  k  que 
dentro  de  tres  aDos  aprendiesen  los  moriscos  la  lengua  castellana; 
que  no  usasen  de  la  suya  en  ningún  escrito  público;  que  en  ade- 
lante no  se  hiciesen  vestidos  á  su  usanza,  y  si  á  la  de  los  cristia- 
nos; que  no  empleasen  en  las  bodas,  ni  ritos,  ni  ceremonias,  niaon 
fiestas  ni  regocijos,  como  tenian  de  costumbre;  que  tuviesen  abiiar- 
tas  las  puertas  de  sus  casas  los  viernes  y  los  dias  de  fiesta;  que  no 
usasen  nombres  moros;  que  renunciasen  k  los  baSos  artificiales;  qoe 
no  tuviesen  esclavos  negros,  á  excepción  de  aquellos  á  quienes  les 
estuviese  concedida  la  licencia. 

Era  im[iosible  idear  disposiciones  mas  depresivas,  mas  vejatorias, 
que  ajasen  masía  susceptibilidad,  el  amor  propio  de  pueblo  alguno, 
por  poco  apego  que  tuviese  á  sus  costumbres.  Era  atacar,  herir  al 
vivo  lo  que  el  hombre  estima  mas  que  todo,  á  saber,  las  costum- 
bres y  usos  que  adquirió  desde  la  cuna.  Mas  tales  eran  las  preoca* 
paciones  que  animaban  á  muchos  contra  los  moriscos;  tales  los  há- 
bitos de  intolerancia  en  materias  religiosas,  que  en  1568  se  man- 
daron estos  capitules  al  presidente  de  la  Audiencia  real,  don  Pedro 
Deza,  para  que  los  pusiese  en  práctica. 

En  los  moriscos  causaron  la  impresión  dolorosa  que  puede  supo- 
nerse. Las  razones  que  alegaban  para  alejar  de  ellos  tan  tremenda 


CAPITULO  XXXIV.  401 

tempestad,  no  podían  ser  mas  plausibles.  En  cuanto  á  la  lengua 
castellana,  expusieron  la  imposibilidad  de  que  pudiesen  dejar  la 
suya,  sobre  todo,  los  viejos,  que  la  habian  usado  en  toda  su  vida, 
y  que  de  ningún  modo  podrían  acostumbrarse  á  otra. 

En  cuanto  á  los  trajes^  que  no  indicaban  creencias  religiosas,  y 
sí  solo  cosas  de  moda  y  de  costumbre:  que  los  crístianos  en  el  Orien- 
te iban  vestidos  como  los  habitantes  del  país,  y  que  entre  los  mis- 
mos mahometanos  habia  tanta  diversidad  de  trajes  como  de  pueblos 
y  naciones. 

Sobre  mandar  que  las  mujeres  fuesen  sin  velo,  que  era  dureza 
hacerías  renunciar  á  una  costumbre  que  tenían  como  signo  de  ho- 
nestidad :  y  que  los  bafios  que  tan  frecuentemente  usaban ,  eran 
meramente  un  punto  de  limpieza. 

Acerca  de  los  nombres  crístianos  que  habian  de  sustituir  á  los 
antiguos,  exponían  que  los  nombres  no  constituían  la  esencia  del 
cristianismo ;  que  habia  habido  cristianos  antes  que  santos ;  que  el 
agua  del  bautismo  era  lo  que  los  habia  incorporado  en  el  gremio 
de  la  Iglesia,  y  que  el  cambio  de  nombres  no  aumentaría  por  nin- 
gún estilo  ni  su  firmeza  en  la  fe,  ni  la  adhesión  á  sus  nuevos  ritos 
religiosos. 

No  tenían  estas  razones  réplica  racional  y  justa ;  pero  se  habia 
tomado  ya  un  partido ,  y  además  el  presidente  de  la  Ghancílleria, 
don  Pedro  Deza,  ante  quien  los  moriscos  por  el  órgano  de  sus  di- 
putados expusieron  estas  quejas,  no  podía  alterar  por  sí,  lo  que  en 
la  corte  se  habia  resuelto  y  decretado.  Respondió,  pues,  á  dichas 
reconvenciones  lo  mejor  que  supo  y  pudo ;  mas  manifestando  que 
era  una  cosa  determinada  por  S.  M.,  á  que  debían  someterse  como 
irrevocable.  Que  se  les  concedería  el  tiempo  suficiente  para  que 
pudiesen  deshacer  sus  ropas  y  darles  nueva  forma ;  que  se  les  au- 
xiliaría hasta  con  recursos  pecuniarios  á  fin  de  que  estos  cambios 
no  les  sirviesen  de  perjuicio  en  sus  haciendas  y  fortunas ;  que  el 
término  que  se  les  seDalaba  para  dejar  su  lengua  nativa,  era  sufi- 
ciente para  aprender  la  castellana ;  que  sus  fiestas  y  sus  zambras 
eran  demasiado  escandalosas  á  los  ojos  de  los  buenos  cristianos, 
para  que  no  tuviesen  interés  ellos  mismos  en  abandonarlas,  sí  lo 
eran  en  efecto ;  que  no  podría  haber  inconveniente  ninguno  en  te- 
ner abiertas  las  puertas  de  sus  casas  los  viernes,  sí  verdaderamente 
DO  celebraban  en  ellas  ningún  culto  religioso :  que  el  cambio  de  los 
nombres  tenia  por  objeto  aumentar  su  devoción  dándoles  un  santo 


402  HISTORIA  DS  FfflJPB  n. 

por  patrono,  y  en  fio  que  todas  las  innovaciones  mandadas  por  el 
Rey  de  EspaOa,  no  se  encaminaban  á  otro  fin,  qae  á  establecer  la 
igaaldad  posible  entre  todos  sus  vasallos. 

Desahuciados  asi  los  moriscos,  del  presidente  de  la  Gbancilleria, 
recurrieron  por  medio  de  comisionados  á  Madrid,  pidiendo  la  sus- 
pensión ó  revocación  de  una  providencia  que  les  era  tan  molesta ; 
mas  el  Consejo  desoyó  sus  súplicas,  y  les  hizo  saber  que  no  tenian 
mas  remedio  que  atenerse  á  lo  mandado. 

Examinadas  las  cosas  á  la  luz  de  la  razón  y  de  la  imparcialidad, 
alma  y  condición  indispensable  de  este  género  de  escritos,  do  pa- 
rece muy  diñcil  decidir  de  qué  parte  estaba  la  razón  en  esta  pugDa. 
No  podian  ser  mas  expresos  los  términos  de  la  capitulación,  en  la 
que  se  les  dejaba  el  pleno  y  libre  ejercicio  de  su  culto  religioso.  Si 
por  medio  de  la  persuasión  ó  apelando  á  recursos  compulsivos  se 
hablan  convertido  á  la  religión  cristiana,  no  habia  motivos  pan 
apelar  á  rigores  y  á  formas  que  en  realidad  no  atacaban  la  esencia 
de  su  nuevo  culto.  Ni  los  nombres,  ni  los  trajes,  ni  sus  fiestas,  ni 
sus  baDos,  ni  sus  usos  domésticos  teni^n  que  ver  en  ningún  sentido 
con  el  cristianismo.  Obligarlos  á  renunciar  á  ellos  por  medios  tan 
violentos;  prohibirles  hasta  el  uso  de  la  lengua  que  hablan  mamado 
con  la  leche,  se  presentaba  intolerable,  de  muy  difícil  y  hasta  de 
imposible  ejecución  para  las  personas  entradas  en  edad  que  no  ha- 
blan aprendido  ni  podian  aprender  otra.  Los  cargos,  pues,  que  ha- 
dan ios  moriscos,  no  podian  ser  desvanecidos,  sino  usando  del  de- 
recho del  mas  fuerte. 

Que  los  moriscos  no  eran  subditos  leales  de  la  corona  de  Castilla, 
se  puede  presumir  muy  bien  de  un  pueblo  recien  conquistado ,  que 
apenas  se  habia  mezclado  con  sus  vencedores.  De  sus  sentimientos, 
por  lo  menos  dudosos  en  su  nueva  fe,  no  podia  menos  de  haber 
pruebas,  conociendo  los  medios  de  exacción,  empleados  con  los  nue- 
vos convertidos.  Deseable  era  sin  duda  el  que  se  hiciesen  mas  adic- 
tos de  corazón  al  cristianismo ;  que  desapareciesen  de  ellos  todos 
los  usos  y  demás  recuerdos  nacionales  que  los  ponian  en  predica- 
mento diferente  del  de  los  demás  habitantes  del  pais;  mas  cualquier 
hombre  imparcial  podia  conocer  muy  bien  que  no  eran  estos  me- 
dios violentos,  los  que  producirían  efecto  tan  apetecido :  que  se  po- 
dría conseguir  mas  empleando  otros  suaves  é  indirectos,  sobre  todo 
apelando  á  la  merced  del  tiempo,  bajo  cuyo  imperío  todo  se  olvida, 
y  las  impresiones  mas  fuertes  y  poderosas  se  destruyen. 


CAPITULO  XXXIV.  loa 

la  providencia  do  pareció  muy  prudente  á  varias  personas  de 
rango  y  bien  intencionadas  de  Granada,  que  veian  graves  males  en 
SQ  ejecQcion  demasiado  rigorosa.  El  marqués  de  Mondejar,  capitán 
general  del  país,  que  se  hallaba  á  la  sazón  en  la  corte,  representó 
contra  lo  duro  é  impolítico  de  la  medida,  quejándose  amargamente 
de  que  no  se  le  hubiese  consultado  antes  de  dictarla ;  mas  por  toda 
respuesta,  se  le  previno  que  se  restituyese  cuanto  antes  &  Grana- 
da, para  cuidar  de  la  puntual  ejecución  de  lo  mandado.  El  Rey  de 
EspaOa  y  su  Consejo  no  sabian  lo  que  era  contemporizar^  tratándo- 
se de  materias  religiosas.  Rigores,  violencias,  injusticiais,  todo  pa- 
recía permitido  cuando  se  trataba  de  promover  los  intereses  de  la  fe 
católica. 

A  todas  estas  consideraciones  hay  que  afiadir  otra  de  grandísima 
importancia,  á  saber :  que  los  moriscos  de  Granada  constituían  en- 
tonces la  gran  mayoría  de  la  población  de  aquel  pais,  recientemente 
conquistado.  Si  á  la  capital  y  á  otras  ciudades  considerables  habían 
acudido  muchísimos  cristianos  de  diversas  partes  de  Castilla ,  no 
sucedía  lo  mismo  con  las  poblaciones  rurales,  sobre  todo  de  las  Al- 
pujarras,  compuestas  casi  todas  de  moriscos.  Se  podía,  pues,  temer 
el  irritar  hasta  cierto  punto  á  un  pueblo  casi  dueDo  del  pais,  y  que 
al  abrigo  de  sus  asperezas  podía  entregarse  á  toda  especie  de  desór- 
denes: mas  nada  de  estose  tuvo  en  consideración,  y  en  medio  de 
los  conflictos  é  inquietudes  mutuas  que  producía  el  nuevo  edicto, 
se  acercaba  poco  á  poco  el  día  fatal  prefijado  para  su  ejecución 
definitiva.  Comenzaron  á  agitarse  los  moriscos,  perdida  ya  la  espe- 
ranza de  la  revocación  de  dicha  providencia.  Comenzaron  á  enta- 
blarse entre  ellos  relaciones  y  planes  de  alzamiento,  poniéndose  en 
contacto  los  de  la  ciudad  con  los  de  afuera,  sobre  todo  de  las  Al- 
pajarras,  donde  su  número  era  mas  considerable.  Posible  es  que 
estos  proyectos  de  insurrección  fuesen  ya  anteriores  á  la  promul- 
gación de  la  pragmática ,  mas  es  muy  probable  también  que  solo 
hubiesen  nacido  dé  esta  causa.  No  faltaban  entre  los  moriscos  hom- 
bres emprendedores,  ambiciosos,  que  supieron  inflamar  los  ánimos 
de  la  muchedumbre,  preparándola  al  cambio  que  tanto  halagaba  sus 
pasiones.  Los  de  la  ciudad  contaban  con  sus  correligionarios  de  las 
AlpQJarras,  y  á  estos  se  les  allanaban  las  dificultades  de  la  empresa, 
haciéndoles  ver  que  serian  aquellos  los  primeros  que  se  alzasen. 
Por  la  interpretación  de  varias  cartas,  no  quedó  duda  á  las  autorida- 
des déla  mala  voluntad  de  los  moriscos  y  planes  de  la  insurrección , 


1 


Idi  HisTOEU  m  nuFB  n. 

á  que  86  daba  fomento  cod  ia  circalacioo  de  pronóstieos  de  varios 
santones  de  su  antigua  secta,  alusivos  á  los  aconteeímientos  de  l«s 
tiempos  que  alcanzaban.  Que  el  plan  era  vasto  y  la  insorreocion 
muy  popular  en  aquellos  habitantes,  aparece  de  la  simultaneidad  de 
los  alzamientos  de  que  hablaremos  luego.  Antes  de  verificarse,  ya  se 
habían  comenzado  de  cierto  modo  las  hostilidades  con  el  ataque  de 
algunas  partidas  de  tropa  castellana  por  los  salteadores  del  país, 
conocidos  con  el  nombre  de  monfis;  con  varios  asesinatos  de  cris- 
tianos en  quienes  los  moriscos  ejercieron  varios  actos  de  crueldad 
y  de  venganza. 

Se  había  designado  el  Jueves  Santo  del  afio  1568  para  el  diadel 
alzamiento  general ;  mas  no  tuvo  esto  efecto  por  varias  causas  has- 
ta el  mes  de  diciembre  del  mismo  afio,  ocupándose  todo  este  tiem- 
po en  aumentar  las  relaciones,  las  comunicaciones  mutuas  entre 
unos  y  otros,  tanto  los  de  adentro  como  los  de  afuera,  fraguándose 
planes  para  el  asalto  y  toma  de  la  Alhambra,  y  ocupación  de  loa 
puntos  principales  de  Granada. 

No  eran  ignoradas  estas  maquinaciones  por  las  autoridades  del 
pais  y  la  población  castellana  de  la  capital ;  mas  no  se  les  daba  to- 
da la  importancia  que  tenian,  ni  se  creia  que  su  ejecución  estuviese 
tan  cercana.  Los  moriscos  de  la  ciudad  encubrían  sus  intentos,  ma- 
nifestando deseos  de  paz  y  sumisión  á  las  órdenes  del  rey,  si  bien 
quejándose  siempre  de  la  violencia  que  se  les  hacia.  Los  de  las  Al- 
pujarras  tampoco  aparentaban  el  querer  moverse,  pudíendo  atri- 
buirse los  desafueros  y  violencias  que  recientemente  se  hablan  co- 
metido en  los  caminos,  á  excesos  aislados  de  los  man/is,  de  que  no 
participaban  los  demás  moriscos. 

Guando  los  de  fuera  creían  ya  preparados  completamente  á  los 
de  adentro,  se  puso  en  dirección  de  Granada  uno  de  los  principales 
instigadores  de  aquella  rebelión,  llamado  Farax  Aben-Farax,  ala 
cabeza  de  unos  doscientos  man/k,  con  objeto  de  alentar  con  su  pre- 
sencia y  su  persona  el  pronunciamiento  de  aquellos  habitantes.  Lie* 
gó  á  la  ciudad  por  la  noche  del  26  al  27  de  diciembre  de  1568,  y 
habiendo  penetrado  por  ella  á  favor  de  sus  amigos,  se  presentó  en 
el  Albaycin,  barrio  donde  vivían  los  moriscos,  prorumpiendo  ea 
grandes  gritos  y  algazara,  tocando  sus  atabales  y  otros  instrumen- 
tos á  fin  de  inspirar  á  los  vecinos  la  idea  de  que  venia  seguido  de 
un  número  muy  considerable.  Mas  ni  esta  algazara,  ni  las  invita- 
ciones que  él  y  sus  monfis  hicieron  en  alta  voz  á  los  moriscos  para 


CiNTÜlO  XXXIV.  105 

que  06  alzaseii^  diciáiidolM  que  babia  llegado  la  hora  de  la  redeo-- 
eioD,  aortieroD  el  menor  efecto.  Los  moriscos  permanecieron  que- 
dos ;  ningano  abrió  sos  puerta^,  desconfiados  sin  dada  de  lo  qne 
les  decía  Farax,  ó  arrepentidos  tal  yeat  de  su  determinación  en  los 
momentos  de  lle?arla  á  efecto. 

Mientras  tanto  se  esparció  la  alarma  en  la  ciudad,  se  tocaron  las 
campanas,  se  poneron  en  pié  las  autoridades  y  vecinos,  mas 
con  la  oscuridad  de  la  noche  y  la  incertidumbre  de  loque  realmen- 
te socedla,  todo  era  inquietud  y  confusiones.  Era  muy  escasa  la 
guarnición  que  habia  en  Granada,  prueba  de  lo  poco  preparados 
que  se  hallaban  en  caso  de  que  el  cumplimiento  de  los  capítulos  en- 
contrase seria  resistencia.  Prohibió  el  marqués  que  nadie  se  pu- 
siese en  mofimiento  hasta  que  llegase  el  dia,  temiendo  alguna  sor- 
presa enfuelta  en  las  tinieblas  de  la  noche.  Por  otra  parte,  Aben- 
Farax  y  los  suyos,  desesperanzados  de  levantar  el  Albaycio,  discur- 
rían por  la  dudad  temeros^  de  dar  en  manos  de  la  guarnición,  y 
no  pensaron  mas  que  en  yftificar  su  salida,  que  se  llevó  á  efecto  al 
amanecer  sin  que  en  la  ciudad  se  tuviese  todavía  idea  positiva  de  lo 
oeorrido  durante  aquella  noche. 

Lu^o  que  el  marqués  de  Mondejar  se  penetró  de  la  verdad  del 
caso,  salió  de  Granada  con  la  gente  que  pudo  allegar  en  persecu- 
ción de  Aben-Farax  y  de  sus  mmfis ;  mas  como  le  llevaban  estos 
ana  grande  delantera,  se  volvió,  temeroso  de  que  la  ausencia  suya 
y  de  sus  tropas  envalentonase  á  los  moriscos  del  Albaycin,  de  cu- 
yas malas  disposiciones  ya  no  se  pedia  tener  la  menor  duda. 

La  cosa  era  ya  muy  seria  y  grave ;  el  atrevimiento  de  Farax  su- 
ponia  planes  de  alzamiento  en  la  ciudad,  que  por  fortuna  se  para* 
lizaron ;  mas  si  el  resoltado  de  aquella  noche  pudo  tranquilizar  los 
ánimos  de  las  autoridades  por  entonces,  la  noticia  de  lo  que  habia 
ocurrido  al  mismo  tiempo  en  las  Alpujarras,  redobló  las  inquie- 
tudes. 

El  S5  de  diciembre  por  la  noche  habia  ocurrido  la  intentona  de 
Aben->-Farax  sobre  Granada.  Tal  era  la  confianza  en  que  se  hallaban 
todos  del  alzamiento  de  los  de)  Albaycin ,  que  en  aquellos  dias  se 
sublevaron  les  principales  distritos  ó  taas  de  las  Alpujarras,  ha- 
ciéndolo al  mismo  tiempo  las  de  Orjiva,  Porqueyra,  Ferreyra,  Ju- 
biles, los  Cébeles,  Üxijar,  Verja,  Andarax,  Dalia,  Luchar,  Marche'^ 
na,  Boloduiy,  SolobreDa  y  otros  distritos  inmediatos,  cundiendo  la 
llama  como  fuego  eléctrico  en  toda  su  extensión,  sin  que  del  incen« 

Tomo  i* 


406  HiSTORU  BE  nun  ir. 

dio  quedase  exento  poeblo  considerable  alguno.  El  movimiento  foé 
instantáneo,  simultáneo,  producto  de  un  plan  general  fraguado  con 
el  mayor  secreto,  puesto  en  ejecut^ion  con  toda  la  energía  de  un 
pueblo  agitado  por  sentimientos  de  odio  y  de  venganza.  ¿Cómo  los 
de  Albaicin,  principales  promotores  del  pronunciamiento,  no  le  se- 
cundaron cuando  las  excitaciones  para  ello  de  Aben-Farax  y  de  sos 
monfist  no  se  concibe  fácilmente.  Se  puede  suponer  que  el  silencio 
y  tinieblas  de  la  noche  encadenaron  sus  ánimos  y  que  temieron  al- 
guna sorpresa  ó  lazo  armado  por  los  de  la  ciudad,  al  ver  á  Farax  se- 
guido de  tan  pocos. 

Las  manifestaciones,  las  demostraciones,  los  excesos  y  desórde- 
nes á  que  se  abandonaron  todas  las  poblaciones  de  las  Alpujams 
en  el  acto  del  pronunciamiento,  fueron  tan  semejantes  y  uniformes, 
que  no  descenderemos  á  particularizarlas.  £n  todas  partes  se  |nih 
damó  el  culto  de  Maboma  con  demostraciones  del  mas  ardiente  de- 
senfreno. En  todas  se  allanaron  las  iglesias,  se  profanaron  los  al- 
tares, se  quebraron  las  imágenes,  se  robaron  los  vasos  sagrados  y 
demás  ornamentos,  haciendo  ludibrio  de  lo  que  antes  practicaban, 
manifestando  que  hablan  obrado  hasta  entonces  por  coacción  y  con 
violencia.  En  todas  partes  se  cometieron  atropellamientos  y  cruel- 
dades inauditas  contra  los  cristianos  y  los  sacerdotes  en  particular, 
atormentándolos  de  mil  maneras,  y  dándoles  en  seguida  la  muerte 
que  parecía  debia  serles  mas  amarga  y  dolorosa.  La  mayor  parte 
de  estos  infelices  se  refugiaban  en  las  iglesias  y  casas  fuertes,  de 
donde  los  hacian  salir  con  promesas  de  perdonar  sus  vidas ;  mas 
inmediatamente  caian  victimas  del  furor  de  los  moriscos,  sedientos 
de  sangre  y  de  venganza.  Guando  los  hombres  se  cansaban  de  sa- 
ciar su  saDa  en  aquellos  desgraciados,  los  entregaban  al  furor  de 
las  mujeres,  que  con  sus  agujas,  sus  tijeras  y  otros  instrumentos 
de  la  misma  clase  se  cebaban  en  atormentarlos.  La  misma  suerte 
tuvieron  cuantos  destacamentos  cortos  de  fuerza  armada « ignorantes 
de  lo  ocurrido,  cayeron  en  sus  manos.  Sin  duda  los  historiadores 
á  que  hemos  aludido,  como  castellanos  y  católicos,  habrán  exage- 
rado el  cuadro ;  mas  todo  puede  creerse  de  poblaciones  bárbaras, 
impulsadas  por  su  fanastimo  que  creian  sacudir  el  .yugo  de  sos 
opresores.  Los  mismos  han  dejado  consignado  que  ninguno  de 
cuantos  cristianos  tuvieron  palabra  de  conservar  sus  vidas  con  tal 
que  abrazasen  la  secta  de  Mahoma,  quiso  pasar  por  tan  duras  eoo- 
dlciones.  También  esto  se  concibe  y  explica  fácilmente. 


GÁFITOLO  XXXI?.  407 

Era  poes  la  insurreceíoo  seria  con  todos  los  caracteres  de  terrible. 
No  ofrecía,  pues,  el  aspecto  de  un  pueblo  que  reclama  la  vindica- 
ción de  sus  agravios,  sino  de  unas  gentes  que  rompían  para  siem-- 
|M*e  los  vínculos  que  los  unian  con  su  rey,  hollando  sus  leyes,  y  re- 
nanciandó  del  modo  mas  violento  al  culto  que  se  les  habia  pres- 
crito. Para  que  no  se  dudase  del  carácter  de  la  insurrección,  y  lo 
que  querían  realmente  los  moríscos,  no  se  contentaron  con  un  cau- 
dillo, sino  que  quisieron  tener  un  rey,  alzándole  con  toda  ceremo- 
nia y  condecorándole  con  todas  las  insignias  y  carácter  de  mo- 
narca. 

Se  llamaba  este  nuevo  rey  de  los  moriscos  don  Fernando  Valor, 
y  se  le  creia  descendiente  de  los  Califas  de  Córdoba,  de  la  familia 
de  los  Omeyas,  que  tanto  poderío  y  esplendor  habían  desplegado 
en  siglos  anteriores.  Los  historiadores  le  pintan  como  un  mozo  de 
carácter  violento  y  liviano,  bastante  desarreglado  en  sus  costumbres. 
Era  duefio  de  abundantes  bienes,  seOor  de  una  veinticuatría  de  Gra- 
nada, y  esto  indica  que  pertenecía  á  una  clase  distinguida.  Pero 
empe&ado  en  mas  gastos  que  sus  facultades  permitían,  estaba  preso 
por  deudas  en  la  cárcel  de  Granada,  cuando  se  fraguaban  los  pla- 
nes de  alzamiento.  En  inteligencia  con  los  jefes  de  la  insurrección, 
se  fugó  de  la  cárcel  y  escapó  de  la  ciudad,  casi  al  mismo  tiempo  que 
se  alzaban  los  pueblos  de  las  Alpujarras.  El  día  27  de  diciembre 
llegó  al  pueblo  de  Benzar,  donde  le  estaban  aguardando  sus  parien- 
tes, y  el  día  siguiente,  reunidos  estos  y  los  principales  del  país  le 
alzaron  por  rey,  levantando  pendones  con  las  ceremonias  mas  so- 
lemnes que  supieron  idear,  y  le  saludaron  con  el  nombre  de  Aben- 
Humeya,  que  manifestaba  de  un  modo  claro  su  ascendencia.  No 
concurrió  al  acto  Aben-Farax,  y  aun  se  dio  por  muy  resentido, 
cuando  aquel  díase  presentó  en  Benzar,  de  vuelta  de  su  expedición; 
mas  se  logró  aplacarle,  haciendo  que  el  nuevo  rey  Aben-Humeya 
le  nombrase  su  primer  alguacil,  nombre  que  entre  ellos  equivale  al 
de  teniente  ó  de  segundo. 

Tenia  así  la  insurrección  un  jefe  supremo,  revestido  con  el  título 
de  rey;  mas  este  rey,  este  jefe  supremo,  no  se  hallaba  sin  duda  á 
la  altura  de  su  puesto.  De  una  juventud  disipada,  sin  haber  toma- 
do parte  en  el  alzamiento  mas  que  por  despecho  y  lo  embarazoso 
de  sus  circunstancias,  sm  tener  mas  títulos  para  su  elevación  que 
la  influencia  de  su  familia,  y  la  circunstancia  casual  de  su  prosa- 
pia, no  estaba  calculado  para  dirigir  con  acierto  aquel  movimiento 


408  EDDSTOBU  I>l  FBLIFB  U. 

que  debía  encootrar  tan  sería  resistencia.  Además  de  Aben-Home- 
ya  y  el  citado  Aben-Farax,  figuraba  ud  tio  del  primero  llamado  dM 
Fernando  El-Zagüer,  hombre  diestro,  sagaz,  experimentado  y  may 
rico,  que  no  habia  querido  ser  rey,  contentándose  con  que  lo  foese 
su  sobrino.  A  excepción  de  estas  tres  personas,  ningún  otro  figura-* ' 
ba  en  primer  término,  ni  se  habia  adquirido  un  nomke.  La  insiuh 
reccion  fué  obra  de  las  masas  resentidas  por  las  ofensas  que  hablan 
recibido,  por  las  que  les  estaban  aguardando.  Mas  la  insurreodoD, 
por  terrible  y  unánime  que  fuese,  no  estaba  suficientemente  orga- 
nizada; faltaba  madurez  de  planes,  de  designios  fijos;  solo  se  obe- 
decía á  un  sentimiento  ciego,  aun  deseo  de  venganza,  á  estos  odios 
de  pueblo  á  pueblo,  de  secta  á  secta,  que  producen  efectos  iostan- 
táneos  y  terribles. 

La  falta  de  los  moriscos  del  Albaycin  que  no  se  pronundanuí 
cuando  los  de  la  Alpujarra,  fué  un  golpe  muy  funesto  para  los  al- 
zados. Asegurada  la  capital^del  reino,  libres  en  sus  acciones  las  au- 
toridades superiores  del  pais,  tuvieron  medios  de  adoptar  todas  las 
medidas  necesarias  para  salir  á  sofocar  la  insurrección  que  estaba 
fuera.  Solo  recibiendo  los  moriscos  los  socorros,  en  gente,  en  ar- 
mas y  en  dinero,  que  de  Berbería,  y  aun  por  parte  de  los  turcos, 
aguardaban,  pudieran  haber  hecho  frente  á  los  cristiaoos^  ó  á  lo 
menos  prolongar  la  contienda  hasta  que  la  fortuna  se  les  pudiese 
mostrar  algo  favorable.  Pero  aislados,  sin  ningunas  simpatías,  ca- 
tre los  que  no  eran  ni  de  su  nación  ni  de  su  secta,  podían  entre- 
garse si  se  quiere  á  actos  de  desesperación  y  de  venganza,  mas  do 
luchar  de  igual  á  igual  con  sus  numerosos  adversarios.  Sigamos  ú 
hilo  de  los  acontecimientos. 

Hemos  visto  que  cuando  el  alzamiento  de  las  Alpujarras,  se  ha- 
llaba todavía  Aben-Humeya  en  la  cárcel  Üe  Granada.  Inmediata- 
mente que  fué  alzado  por  rey,  se  trasladó  á  la  sierra,  donde  hizo 
que  se  confirmase  su  elección,  y  lomó  algunas  providencias,  entre 
ellas  las  de  conferir  cargos,  nombrando  á  su  tio  don  Fernando  £1- 
Zagüer,  capitán  general  ó  jefe  de  la  guerra.  Mas  el  monarca  dejó 
pronto  aquel  pais,  y  se  retiró  á  Gadiar,  sin  que  le  veamos  dirigir 
en  persona  ninguna  de  las  operaciones  aisladas  que  entonces  se 
emprendían. 

Continuaban  los  moriscos  alzándose  sucesivamente  en  las  diver- 
sas taas  de  todo  aquel  pais,  hasta  la  tierra  de  Almería,  cometiendo 
en  todas  parte  los  mismos  desórdenes  y  excesos.  Atacaron  la  torre 


CAPITULO  XXXIV«  409 

de  Oijím,  y  do  padíeron  apoderarse  de  ella  por  la  tenaz  resisten- 
cia de  sus  defensores.  También  hicieron  tfntativas  sobre  la  ciudad 
de  Almería,  que  pensaron  ganar  por  traición  y  por  sorpresa;  mas 
fueron  desbaratados  sus  planes,  y  Almería  se  mantuvo  intacta.  Nin- 
gnaa  de  las  ciudades  grandes  del  pais  tomó  parte  en  aquella  insur- 
recdon.  Málaga,  Marbella  y  Ronda,  no  solamente  resistieron  á  sus 
amenazas,  sino  que  enviaron  gente  al  campo  para  perseguirlos. 
Foé  este  otro  de  los  grandes  contratiempos  del  pronunciamiento; 
pues  en  estos  pueblos  encontraron  grandes  recursos  para  hacer  la 
guerra,  las  principales  autoridades  de  Granada. 

Antes  que  estos  jefes  tomasen  providencias  serias  contra  los  in-* 
sorreccionados,  hablan  conseguido  los  moriscos  algunas  ventajas  par* 
ciaies  contra  partidas  pequeOas  armadas  de  cristianos  que  encentra- 
rw  desaperdl»dos,  ó  les  hicieron  caer  en  los  lazos  que  tan  frecuen- 
temente les  armaban.  Fué  sorprendido  en  Tablate  el  capitán  don 
Negó  de  Quesada,  mandado  por  el  marqués  de  Mondejar  á  dicho 
punto,  con  objeto  de  guarnecerle,  para  cuando  él  entrase  en  cam- 
pafia,  pues  era  el  paso  para  trasladarse  &  la  Alpujarra.  También 
mataron  al  capitán  don  Juan  Zapata,  con  su  gente,  en  el  lugar  de 
los  Gnajares.  Por  todas  partes  llevaban  la  ventaja  que  les  daba  el 
mayor  número ,  pues  la  generalidad  del  país  era  toda  de  su  nación 
y  de  8U  secta;  mas  un  orden  de  cosas  tan  favorable  para  ellos,  se 
acercaba  ya  á  su  término. 

No  estaban  mientras  tanto  ociosas  en  Granada  las  autoridades, 
tanto  civiles  como  militares.  Fué  su  primera  providencia  asegurarse 
de  los  moriscos  del  Albaycin,  á  quienes  con  medidas  rigorosas  con- 
tuvieron en  los  limites  de  la  obediencia.  El  marqués  de  Mondejar 
alistó  gente  y  requirió  auxilios  de  los  principales  pueblos  del  pais  y 
de  todos  los  demás  de  Andalucía.  Una  prueba  de  que  anduvo  dili- 
gente, y  se  hallaba  penetrado  de  la  gravedad  de  aquel  negocio  es 
que,  habiendo  comenzado  la  insurrección  el  24  de  diciembre,  salió 
el  3  de  enero  del  afio  siguiente  1569,  á  la  cabeza  de  2,000  infan- 
tes y  400  caballos,  en  busca  de  los  revoltosos,  dejando  k  su  hijo  el 
conde  de  Tendilla  con  el  mando  militar  para  atender  á  las  cosas  de 
la  guerra,  y  enviarle  á  proporción  que  llegasen  los  refuerzos  que  de 
varios  puntos  se  aguardaban  (1). 

(1)  La  féclia  de  la  salida  del  marqués  y  el  número  de  sus  tropas,  son  las  que  asigna  Mármol.  Se- 
gún Hurtado  de  Mendoza,  salió  el  dia  3  de  febrero  con  solos  MO  inftintes  y  tOO  de  á  caballo.  Nool- 
▼idemos  que  ambos  historJi adores  eran  contemporáneos,  y  pudieron  ser  testigos  oculares  de  los 
liecboa.  Bl  primero  tenia  un  cargo  en  el  ^érelto;  el  segundo  se  bailaba  enlaaado  con  el  marquéa 
por  un  parentesco  muy  estrecho.  La  discrepancia  es  de  cuantía,  y  esto  prueba  con  cuánta  doscon- 
fianza  ae  deben  admitir  mucboa  beobos  que  nos  refieren  las  bistorlas. 


41 0  HISTOKU  DK  FKUFK  If . 

Acompañaban  al  marqaás  de  Mondejar,  su  hijo  don  Franeimo  da 
Mendoza,  don  Alonso  de  Cárdenas  su  yerno,  don  Lnis  de  Córdoba, 
don  Alonso  de  Granada  Yenegas,  don  Joan  de  Yilla^Roel  y  otros 
caballeros.  Había  salido  de  Jaén  al  frente  de  la  caballería  don  Pedro 
Pouee,  y  Valentín  Qoirós  al  de  la  infantería.  Mandaba  dos  conipa- 
nías  de  Antequera  el  corregidor  de  aqaella  ciudad  Alvaro  de  Isla;  y 
la  gente  de  Loja,  Juan  de  la  Rivera,  regidor;  lade  Alhama,  Hernán 
Carrillo  de  Cuenca,  y  lade  Alcalá  la  Real^  Diego  de  Aranda.  No  po* 
nemos  todos  los  nombres  de  las  personas  de  alguna  nota  que  aoom- 
paDaban  al  marqués;  mas  continuaremos  en  la  idea  de  estamparen 
todas  ocasiones  el  mayor  número  que  sea  posible  y  esté  en  armo- 
nía con  la  índole  de  nuestro  escrito.  • 

Como  esta  guerra  de  los  moriscos  de^  Granada  se  redujo  á  ata- 
ques de  puestos  fortificados,  y  correrías  por  sierras  y  parajes  mon- 
tañosos, no  ofrece  batallas  campales ,  ni  movimientos  en  que  brille 
la  estrategia.  Las  fuerzas  de  una  y  otra  parte  eran  muy  poco  ne- 
morosas, y  la  gente  que  acompañaba  al  marqués  no  merecía  el  nom- 
bre de  un  ejército.  Por  la  parte  de  los  moros  era  suma  la  irregula- 
ridad y  falta  de  organización,  como  se  puede  colegir  de  aquella  gente 
pronunciada  sin  preparativos,  y  por  llamaradas  de  resentimientos. 
Por  esto  y  por  la  misma  naturaleza  de  nuestra  obra,  que  no  puede 
descender  á  muchos  pormenores,  nos  contentaremos  con  una  resella 
muy  sucinta  de  los  principales  hechos  de  una  contienda  &  todas  lus- 
cos tan  funesta. 

Pernoctó  el  marqués  aquella  noche  en  Padul,  dos  leguas  cortas 
de  Granada.  En  Durcal,  á  una  legua  de  distancia  de  su  posición,  se 
hallaba  el  capitán  Lorenzo  de  Avila,  y  el  de  igual  clase  Gonzalo  de 
Alcántara,  al  frente  este  de  cincuenta  caballos,  y  el  primero  de  on 
destacamento  mas  considerable  de  infantería.  Trataron  los  moros  de 
sorprenderlos  aquella  misma  noche,  interceptándolos  de  la  gente  de 
Mondejar,  cuyo  campo  también  era  objeto  dé  sus  tentativas.  Aco- 
metieron efectivamente  á  Durcal  aquella  misma  noche,  mas  se  ha- 
llaban los  nuestros  apercibidos,  y  lo  mismo  el  marqués,  que  tuvo 
avisos  por  medio  de  un  espía.  Hubo  tiros  y  escaramuzas  efectiva- 
mente en  las  calles  y  plazas  de  Durcal,  mientras  una  partida  dolos 
moriscos  se  acercaba  al  campo  del  marqués,  con  objeto  de  darle  osa 
embestida.  Mas  habiendo  encontrado  los  primeros  resistencia,  y  sin- 
tiéndose intimidados  los  segundos  con  la  actitud  que  tomó  el  de  Moa- 
dejar,  se  retiraron  unos  y  otros  aquella  misma  noche,  temiendo  ser 


CÁHTOIO  XXXtV.  111 

itaeados  por  la  caballería.  El  marqués  se  trasladó  al  -Darcal,  donde 
se  detuvo  esperando  refuerzos  que  se  le  iban  reuniendo,  con  muy 
poca  interrupción,  unos  tras  de  otros. 

Llegaron  de  Ubeda  y  Baeza,  mandada  la  gente  de  la  primera  de 
estas  dos  ciudades  por  don  Rodrigo  de  Vivero  á  la  cabeza  de  tres- 
cientos infantes  y  ciento  cincuenta  caballos.  Iban  de  Baeza  nueve- 
cientos  ochenta  infantes,  divididos  en  cuatro  compañías,  y  cuatro  es- 
tandartes de  treinta  caballos  cada  uno.  Eran  los  capitanes  de  esta 
tropa  veinticuatros  y  regidores.  Mandaban  la  infantería  de  Ubeda 
don  Antonio  Porcel,  don  Garci  Fernandez  Manrique  y  Francisco  de 
Molina,  y  la  caballería  don  Gil  de  Valencia  y  Francisco  Vela  de  los 
Cobos.  Eran  capitanes  de  la  infantería  de  Baeza  Pedro  Mejía  deBe- 
Davides,  Juan  Ochoa  de  Navarrete,  Antonio  Flores  de  Benavides,  y 
Baltasar  de  Aranda.  Mandaban  la  caballería  Juan  de  Carvajal,  Ro- 
drigo de  Mendoza,  Juan  Galeote  y  Martin  Noguera.  Mas  toda  esta 
geate  no  acompasó  la  expedición  del  marqués,  pues  volvieron  á  Gra- 
nada las  cuatro  compafifas  de  caballería  de  Baeza  con  objeto  de  guar- 
necer la  ciudad,  mientras  llegaban  nuevas  tropas. 

Comenzaron  á  conocer  los  moriscos  el  lance  serio  en  que  estaban 
empeñados.  Sus  hermanos  de  Granada  estaban  quedos:  los  de  la 
Vega  no  osaban  pronunciarse.  La  salida  del  marqués  en  busca  suya, 
les  anunciaba  la  alternativa  de  someterse,  ó  correr  todos  los  lances 
de  una  guerra  en  que  no  podían  llevar  la  mejor  parte.  Para  tentar 
la  primera  via,  estaban  demasiado  comprometidos  por  los  excesos  y 
atrocidades  que  habían  acompasado  el  alzamiento.  Para  lo  segundo, 
es  decir,  para  seguir  la  guerra,  se  veían  con  pocos  medios.  Por  una 
parte  tenían  encima  al  marqués  de  Mondejar;  por  la  de  Murcia,  se 
aproximaba  el  de  los  Velez,  de  cuyos  movimientos  hablaremos  lue- 
go. Sigamos  por  ahora  los  pasos  de  Mondejar. 

Se  movió  este  de  Durcal  en  dirección  de  Tablate,  donde  hemos 
dicho  había  sido  derrotado  el  capitán  don  Diego  de  Quesada,  en- 
viado allí  por  el  marqués,  como  un  punto  muy  importante  para  el 
paso  de  las  Alpujarras.  Le  guardaban  pues  los  moriscos  con  todos 
los  medios  que  pudieron  idear  para  estorbar  la  marcha  del  marqués. 
Mas  este  se  presentó  en  buen  orden,  y  á  pesar  de  haber  los  piime- 
ros  desbaratado  un  puente,  y  tener  otro  medio  roto  con  objeto  de 
que  las  tropas  al  pasar  por  él  se  precipitasen  á  un  profondo  bar- 
ranco donde  estaba  colocado,  siguió  adelante  el  marqués  sin  pérdida 
notable,  habiendo  desbaratado  y  puesto  en  huida  á  los  moros,  hasta 


lis  HiSTtmu  M  mi»!  n. 

Lanjarott ,  donde  hizo  alto  aquella  misma  Boebe.  Al  dia  sigaieite 
pasó  á  socorrer  la  torre  de  Orjiva,  sitiada  y  pnesta  eo  grande  aprieto 
por  los  moriscos ,  hallándose  ya  sin  víveres  ni  municiones ,  y  pró- 
xima ¿  rendirse. 

Tan  favorable  se  mostraba  el  semblante  de  las  cosas,  que  el  ma^ 
qnés  de  Mondejar  no  quiso  que  le  mandasen  mas  refuerzos,  por  lo 
cual  escribió  al  Asistente  de  Sevilla  que  no  le  enviase  la  gente  de 
aquella  ciudad,  ni  la  de  Gibraltar,  Carmena,  Utrera  y  Jerez,  que  se 
habían  juntado  para  hacer  dicha  jornada. 

Mientras  tanto  rennian  los  moriscos  cuantas  fuerzas  podian  alle- 
gar para  detener  la  marcha  de  Mondejar,  Noticioso  este  de  que  Abea* 
Humeya  se  quería  hacer  fuerte  en  la  taa  de  Porqueira,  se  puso  en 
esta  dirección  y  ocupó  el  pais,  á  pesar  de  la  resistencia  tenaz  que 
le  opusieron.  Forzó  el  marqués  el  puesto,  sin  que  se  atreviese  Aben- 
Humeya  á  sostenerle.  Pasó  de  allí  á  Pitres  de  Ferreyra,  punto  que 
tomó  y  defendió  en  seguida  contra  los  moriscos  que  le  acometieroa 
de  noche,  causando  algunas  pérdidas  á  los  nuestros  cogidos  dé  sor- 
presa. En  seguida  se  trasladó  al  castillo  de  Jubiles,  donde  también 
consiguió  derrotar  á  los  moriscos  que  le  opusieron  resistracia. 

Ocurrió  en  este  punto  un  suceso  lamentable.  Uó  el  marqués  el 
pueblo  á  saco,  mas  prohibiendo  la  matanza.  Se  recogió  la  gente, 
especialmente  las  mujeres,  á  la  iglesia;  mas  no  cabiendo  toda,  se 
salió  una  gran  parte  á  una  plazuela  inmediata,  donde  pasaron  la 
mayor  parte  de  la  noche.  Acaeció  en  esto  que  un  soldado  trató  de 
llevarse  consigo  una  mora;  y  como  esta  opusiese  resistencia,  llamó 
la  atención  de  un  joven,  que  de  mujer  disfrazado  la  seguía,  tal  vez 
por  deudo  suyo  ó  por  amante.  Embistió  el  joven  al  soldado  con  una 
almadara  que  llevaba  debajo  del  vestido.  Al  ruido  de  la  pelea  que 
se  trabó  entre  ambos  acudieron  otros,  y  fué  esto  bastante  para  que 
se  esparciese  entre  los  nuestros  el  rumor  de  que  entre  las  moras  se 
hallaban  hombres  armados  vestidos  de  mujeres.  No  fué  preciso  mas 
para  que  acometiesen  enfurecidos  á  la  muchedumbre.  La  mortan- 
dad  fué  horrible,  y  solo  tuvo  fin  cuando  llegó  la  luz  del  dia. 

Pasó  el  marqués  desde  Jubiles  á  Gadiar  y  á  Ujijar,  donde  entró 
sin  resistencia,  habiendo  registrado  y  apoderádose  de  varias  cuevas 
y  cavernas  donde  hablan  tomado  asilo  los  moriscos.  Todos  queda- 
ron  cautivos  en  poder  del  de  Mondejar. 

Al  punto  de  Ujijar  se  habia  dirigido  Aben-Humeya  con  el  desig- 
nio de  defenderle  á  toda  costa,  haciéndole  base  de  sus  operaciones 


Gimmo  XXXIV;  il8 

militares*  Varios  amigos  y  allegados,  eatre  ellos  sa  suegro^  kaoon-* 
sejaroD  hacerlo  así,  represeotándole  la  importancia  ée  Ujijareomo 
poDto  faerte,  con  la  círcQostaDcia  de  estar  eolocado  eo  el  eenlro  de 
las  Alpujarras.  Mas  otros  deudos  sayos  le  persuadieron  que  se  reti- 
rase á  Paterna,  donde  podía  aguardar  con  mas  ventaja  á  los  cris-* 
tíanos.  Andaban  divididos  4  la  sazón  los  moriscos  sobre  el  partido 
que  debían  tomar  en  aquellas  circunstaacias.  Los  mas  pacíficos  y 
la  gente  de  arraigo  estaban  penetrados  de  lo  descabellado  del  alza- 
miento y  de  los  terribles  resultados  que  no  podía  menos  de  acarrear- 
les. Los  mas  comprometidos,  los  principales  instigadores  de  laem- 
presa,  los  que  mas  se  habían  distinguido  en  las  atrocidades  de  que 
íué  acMnpafiado  el  alzamiento,  conodan  que  no  había  para  ellos  ni 
perdón,  ni  avenencia  de  ninguna  ciase,  y  solo  pensaban  en  los  me-- 
dios  de  llevar  adelante  á  toda  costa  la  contienda.  De  aquí  la  diversi- 
dad 4e  pareceres  entre  los  que  rodeaban  al  nuevo  rey  AiMD-^Hume-^ 
ya.  Los  que  aconsejaban  la  quédate  en  Ujíjar,  pasalun  por  aspirar 
á  composición  con  los  cristianos,  y  realmente  habían  dado  pasos  al 
ofecto.  No  fué  pues  difícil  á  sus  contrarios  mas  ferocoi  hacer  creer 
&  Aben-Hjineya  que  los  primeros  le  engasaban  y  trataban  de  rm-* 
deríe  al  enemigo,  fil  rey  'en  su  furor  hizo  dar  muerte  á  ra  soegro 
Miguel  de  Rojas,  y  á  un  cufiado  suyo,  repudiando  á  su  mujer,  pare 
cortar  cuantos  lazos  le  podían  unir  á  su  familia.  Tomé,  pues.  Aben*- 
flumeya  el  camino  de  Paterna  á  la  cabeza  de  sis  tropas.  Siguió  sus 
huellas  el  marqués,  mas  no  perdiendo  de  vista  ciertos  pasos  y  ne^ 
gociaciones  que  se  habían  entablado  con  Alwn-Humeya  á  fin  de 
reducirle  á  la  obediencia.  No  parecía  contrario  este  caldillo  á  entrar 
en  términos  de  composición:  por  lo  menos  así  se  lo  había  hecho 
creer  al  marqués  una  persona  con  quien  estaba  el  morisco  en  rela- 
ciones. Seguía,  pues,  Mondejar  las  huellas  de  los  enemigos,  sin 
darse  priesa  á  empefiaruna  batalla,  aguardando  el  resultado  de  una 
carta  que  con  su  conocimiento  acababa  de  escribir  al  rey  morisco  la 
persona  con  quien  se  entendía.  Mas  los  arcabuceros  que  iban  de 
manguardia  por  los  dos  lados  de  la  sierra,  se  avanzaron  demasiado 
y  fueron  causado  que  se  empefiase  una  acción  con  los  morísoos,  en 
que  estos  fueron  derrotados.  Creyéndose  Ahen-Humeya  engafiado 
por  el  marqués,  se  puso  en  salvo  sin  siquiera  abrir  la  carta  que 
acababan  de  entregarle,  dejándola  en  el  suelo,  mientras  que  el  ae^ 
gnndo,  confiando  siempre  en  reducirle  á  la  obediencia,  no  sigoié  el 

Tomo  i.  S3 


41  i  mSTOBIA  DE  FELIPE  U. 

alcance  de  los  vencidos,  causando  esto  no  pocas  murmuraciones  en. 
tre  los  soldados  de  su  mismo  campo. 

Propendía  el  marqués  de  Mondejar  á  la  blandura,  y  excogitaba 
cuantos  medios  le  eran  posibles  para  volver  á  los  moriscos  á  la  obe- 
diencia del  rey,  sin  reducirlos  á  la  desesperación,  que  pudiera  pro- 
ducir medidas  de  exterminio.  Ya  bemos  visto  que  durante  su  resi- 
dencia en  la  corte  babia  desaprobado  la  pragmática,  origen  de  aque- 
llas turbulencias.  Gonocia  la  importancia  de  una  gente  activa  y 
laboriosa  como  los  moriscos,  y  daba  oidos  á  cuantas  proposiciooes 
de  acomodamiento  le  venian  por  parte  de  los  sublevados.  Activo  en 
perseguir  al  enemigo,  como  los  hechos  lo  atestiguan,  no  se  mostró 
rigoroso  en  los  castigos.  Templó  muchas  veces  el  furor  de  sus  sol- 
dados vencedores,  y  por  eso  fué  objeto  de  murmuraciones  por  parte 
de  su  mismo  ejército,  donde  se  quería  utilizar  todo  lo  posible  la 
victoria.  Por  otra  parte,  los  moriscos  que  pensaban  en  pacificación, 
veian  desmentidos  los  sentimientos  que  se  le  atribulan  al  marqués 
con  la  conducta  feroz  y  sanguinaria  de  los  soldados  que  le  acompa- 
fiaban.  Los  monfis  y  demás  instigadores  de  la  insurrección,  se  apro- 
vechaban naturalmente  de  esta  desconfianza  de  los  moriscos  incli- 
nados á  la  paz,  para  tener  siempre  encendidas  las  teas  de  la  guerra. 
Había  vencido  el  marqués  á  los  moriscos  en  cuatro  refriegas  suce- 
sivas.— ^Se  había  apoderado  de  los  principales  puntos  fuertes  de  las 
Alpujarras;  entretenía  esperanzas  de  pacificar  el  país;  creía  muy 
próximo  el  momento  de  que  se  redujese  á  la  obediencia;  mas  en 
Granada  no  se  participaba  de  sus  ilusiones.  Se  murmuraba  alli  mu- 
cho de  su  conducta  en  la  parte  política,  y  muy  pocos  daban  la  lid 
por  fenecida.  El  presidente  Deza  no  era  su  amigo,  y  trataba  de  in- 
disponerie  hasta  en  la  corte  misma.  Su  hijo  el  conde  de  Tendilla 
trataba  de  salir  con  otra  expedición  en  busca  de  los  enemigos;  mas 
el  marqués  se  opuso  á  esta  medida,  y  hallándose  en  Ujijar  de  vuelta 
de  la  expedición,  trató  de  moverse  hacía  los  Guajares,  donde  se 
había  encendido  de  nuevo  la  llama  de  la  insurrección;  tan  ansioso 
estaba  de  concluir  por  sí  mismo  aquella  guerra,  sobre  todo  de  que 
tomase  la  menor  parte  posible  en  ella  el  marqués  délos  Yelez,  cuya 
presencia  en  el  país  le  importunaba,  y  cuyos  principios  é  ideas  eran 
también  diversas  de  las  suyas.  Tanto  como  Mondejar  propendía  á 
la  indulgencia  y  á  la  consideración,  se  inclinaba  el  otro  á  la  dureza 
y  á  los  malos  tratamientos.  Quería  el  primero  conservar  un  pueblo 
útil  sin  reducirle  á  los  términos  de  la  desesperación,  mientras  el  otro 


CAPITULO  xxxiv.  415 

DO  hablaba  mas  que  de  castigos  y  hasta  de  exterminio.  De  la  coo- 
peración, paes,  dedos  jefes  tan  diversos  qne  obraban  independien- 
tes en  una  misma  guerra,  no  podian  menos  de  segairse  fatales  con- 
secaencias. 

Hemos  visto  al  marqaés  de  los  Vele2,  capitán  general  de  Murcia 
y  de  Valencia,  marchar  sobre  el  reino  de  Granada  cuando  el  prin- 
cipio de  dichas  turbulencias.  Habia  dado  este  paso  á  instancia  y  sú- 
plicas del  presidente  Deza,  quien  imploró  sus  auxilios,  sea  para 
oponer  un  rival  al  marqués  de  Mondejar,  ó  porque  no  confiase  bas- 
tante en  los  esfuerzos  y  medidas  de  este  último.  Dio  parte  el  presi- 
dente al  rey  de  este  paso  con  el  de  los  Velez,  y  Felipe  II  aprobó 
la  providencia,  encargando  al  último  la  mayor  actividad  en  sus  ope- 
raciones. 

Antes  de  llegar  dicha  orden  del  rey,  y  aun  la  súplica  al  marqués 
de  los  Velez  por  parte  del  presidente  don  Pedro  Deza,  habia  toma- 
do disposiciones  militares  cuando  llegaron  á  su  noticia  los  distur- 
bios de  Granada.  Cumplíale,  como  capitán  general  de  una  provin- 
cia fronteriza,  prepararse  para  en  caso  que  llegase  allí  el  incendio, 
y  asimismo  tomar  una  parte  activa  en  el  asunto,  acudiendo  al  cas- 
tigo de  los  rebeldes  por  todos  los  medios  que  pudiese.  De  varios 
puntos  del  pais  le  llegaron  tropas;  de  modo  que  cuando  recibió  la 
comunicación  se  hallaba  ya  al  frente  de  mas  de  cinco  mil  hombres 
de  infantería,  y  una  fuerza  de  caballos  proporcionados  á  este  nú- 
mero. 

Habia  recibido  en  su  villa  de  Velez  del  Blanco  quinientos  infantes 
y  trescientos  caballos.  Recibió  de  Lorca  mil  y  quinientos  hombres 
de  á  pié  y  ciento  de  &  caballo,  en  muy  buen  orden,  capitaneados 
por  Juan  Mateo  de  Guevara,  Pedro  Helises,  Alonso  del  Castillo,  Mar- 
tin de  Lorita  y  Luis  Ponce.  Le  enviaron  de  Caravaca  trescientos  in- 
fantes y  veinte  caballos,  mandados  por  Andrés  de  Mora,  Fernando 
de  Mora  y  Pedro  Martínez:  de  Moratalla  doscientos  infantes  y  trein- 
ta caballos,  á  cargo  de  Juan  López;  de  Hellin  ciento  cincuenta  in- 
fantes y  quince  caballos,  capitaneados  por  Pablo  Pinero:  de  Zhegui 
Francisco  Fajardo  con  doscientos  cincuenta  infantes  y  veinte  caba- 
llos, de  Muía  doscientos  infantes  al  mando  de  Diego  Melgarejo.  Con 
esta  gente  escogida,  por  la  mayor  parte  voluntaria,  y  la  que  sacó 
de  otros  pueblos,  movió  su  campo  el  marqués  el  5  de  enero,  es  de- 
cir, casi  al  mismo  tiempo  que  el  de  Mondejar  salia  de  Granada  en 
persecución  de  los  moriscos.  Era  la  intención  del  marqués  de  los 


416  HISTOIU  DE  FBUPB  I(. 

Yelez  caer  s»bre  Almería^  qae  saponiaD  en  muy  grande  aprieto  peí 
parte  de  los  moriscos;  mas  habiendo  sabido  en  el  camino  la  derro- 
ta de  estos  en  Benahaduz,  tomó  la  dirección  del  castillo  de  Xergal, 
y  atravesando  la  sierra  de  Filabres,  se  estableció  en  el  pueblo  de 
Tabernas,  donde  se  detuvo  hasta  el  dia  13,  mientras  le  llegabao  la 
orden  de  S.  M.  y  los  refuerzos  qoe  en  Murcia  dejaba  preparados. 
Atribuyeron  algunos  esta  precipitación  en  el  movimiento  del  mar- 
qués de  los  Yelez,  á  su  deseo  de  que  le  cogiese  dicha  orden  ya  den- 
tro del  territorio  del  reino  de  Granada,  como  sucedió  en  efecto.  De 
este  modo  se  vieron  en  aquel  país  dos  capitanes  generales  que  obra* 
ban  independientes,  y  cuyo  modo  de  considerar  aquella  guerra  era 
tan  diverso.  De  esta  heterogeneidad  no  podian  menos  de  seguirse 
grandes  males.  Sin  embargo,  la  presencia  del  marqués  de  los  Ve- 
loz en  el  pais  fué  de  grande  utilidad,  por  el  terror  saludable  que 
inspiró  á  los  moriscos  de  las  inmediaciones^  próximos  á  imitar  el 
ejemplo  de  los  de  la  Alpujarra.  Se  movió  el  marqués  de  los  Vekz 
desde  Tabernas,  y  pareciéndole  ya  inútil  trasladarse  A  Almería,  codm 
el  rey  se  lo  había  prevenido,  tomó  la  vuelta  de  Gaecija,  donde  le 
esperaban  los  moriscos  que  fueron  derrotados.  De  allí  se  movió  4 
Filix,  donde  le  esperaba  un  encuentro  con  los  rebeldes  que  también 
trataban  de  disputarle  el  paso.  Una  circunstancia  le  proporcionó  en 
aquel  punto  una  victoria,  que  de  otro  modo  no  hubiese  sido  tan 
completa.  Habiendo  sabido  en  Almería  don  García  de  Villa  Roel  este 
movimiento  del  marqués,  trató  de  ganarle  por  la  mano,  y  con  la 
gente  que  pudo  allegar  cayó  sobre  los  moros,  tomando  la  aparien- 
cia de  ser  la  vanguardia  del  cuerpo  del  ejército  que  seguía  sus  hue- 
lla; mas  los  moros  percibiendo  el  engafio  salieron  en  busca  de  don 
García,  quien  intimidado  al  ver  la  muchedumbre  de  los  enemigos,  se 
retiró  en  dirección  del  campo  del  marqués,  dándole  parte  de  las  bue- 
nas disposiciones  que  tomaban  los  moriscos,  suponiendo  que  hu- 
biesen recibido  los  refuerzos  que  esperaban  de  África.  No  titubeó  sin 
embargo  el  de  los  Velez  en  acometerlos,  y  se  movió  con  su  campo, 
precediéndole  la  vanguardia  acostumbrada.  Creyendo  los  moros  que 
era  esta  una  nueva  estratagema  de  Villa  Roel,  se  hicieron  firmes; 
lo  que  proporcionó  al  caudillo  castellano  la  ventaja  de  derrotarlos, 
haciéndoles  muchos  muertos  y  cogiéndoles  muchos  prisioneros.  Men- 
cionamos esta  circunstancia  para  hacer  ver  que  en  esta  guerra,  don- 
de los  caudillos  obraban  con  independencia,  se  aspiraba  á  ganar 
lauros  exclusivos,  con  detrimento  de  la  causa  común  por  la  que  es* 


CAPITULO  UXIT.  in 

taba  empelada  la  eontieoda.  Por  desgracia  do  foé  este  el  primero» 
DI  el  último  de  los  ejemplos,  en  que  se  muestra  tau  á  las  claras  la 
pequeSez  del  corazoD  humaDO.  TambieD  es  circuDstaDcia  digoa  de 
reparar,  que  los  moros  para  hacer  creer  á  Villa  Roel  que  teoiao 
mucha  goDte,  formaroD  ud  escuadroD  de  Difios  y  mujeres  cubiertos 
coD  capas  y  trajes,  que  desde  lejos  pareciau  soldados.  Igualmeute 
hay  que  DOtar  que  en  esta  accioD  pelearoD  valerosamcDte  alguDas 
mujeres  moriscas  metiéndose  por  los  caballos,  arrojaudo  piedras, 
y  á  falta  de  estas,  echando  polyo  eo  los  ojos  de  los  castellauos.  Se 
cogió  UD  graD  botín  cd  la  refriega,  y  esto  le  fué  al  marqués  de  mu- 
cho daOo,  pues  muchos  soldados  cargados  de  despojos  dejarou  el 
campo  y  se  volvieron  á  sus  casas.  Después  de  algunos  días  de  per- 
manencia en  Filix,  movió  su  campo  hacia  Andarax,  y  consiguió 
otra  victoria  de  los  moros  que  le  esperaban  en  las  sierras  de  Oha- 
fiez.  Así  habia  conseguido  sobre  ellos  tres  victorias,  haciéndoles 
muchos  muertos  y  cogiéndoles  un  número  mucho  mas  considerable 
de  prisioneros.  Mas  el  marqués  de  los  Velez  conocía  muy  bien  que 
estas  desrrotas  no  ponian  término  &  la  guerra,  y  que  en  la  fragosi- 
dad del  pais  y  en  lo  encarnizado  de  la  lucha,  encontrarían  obstá- 
culos de  mucha  monta  las  armas  castellanas,  &  pesar  de  que  la 
fortuna  se  declaraba  á  su  favor  en  casi  todas  las  refriegas. 

Mientras  que  el  marqués  permanecia  en  Filix,  se  movió  de  Al- 
mería don  Francisco  de  Córdoba  sobre  el  castillo  fuerte  de  Inox,  si- 
tuado en  la  sierra  de  este  nombre,  que  tomó  á  viva  fuerza,  á  pesar 
de  la  obstinada  resistencia  por  parte  de  los  moros.  Fué  la  matanza 
grande,  y  el  botin  uno  de  los  mas  ricos  que  se  hablan  hecho  en  el 
eurso  de  toda  aquella  guerra. 

igualmente  afortunado  fué  el  marqués  de  Mondejar  en  su  expe- 
dición de  las  Guajaras,  adonde  se  habia  movido,  como  hemos  dicho, 
desde  Ujijar.  La  tierra  es  asperísima,  y  en  el  castillo  del  mismo  nom- 
bre encontró  el  marqués  tan  grande  resistencia,  que  &  pesar  de  su 
carácter  humano,  mandó  pasará  cuchillo  á  cuantos  moriscos  se  en- 
contraron dentro.  Desde  allí  se  trastadó  el  marqués  á  Orjiba  para 
terminar  la  reducción  de  la  Alpujarra.  No  hay  que  olvidar  que  se 
hacia  la  guerra  en  tierras  ásperas  y  fragosísimas,  en  lo  mas  crudo 
y  recio  del  invierDO.  La  simple  reseña  de  los  hechos  que  vamos  re- 
firieodo,  maDÍfiesta  la  grande  actividad  que  desplegaba  el  de  Mod- 
dejar.  Mucho  le  aguijoDeaba  para  termioar  la  lid  la  presencia  del 
de  los  Yelez,  od  el  territorío  de  su  maodo.  Poseído  siempre  de  su 


418  BISTOBIÁ  DB  FEUPB  U. 

idea  de  reducir  los  alzados  y  do  de  destruirlos,  publicó  en  la  Alpa- 
jarra  un  bando,  prometiendo  perdón  y  protección  del  rey  á  cuantos 
presentasen  sus  armas  y  banderas.  Muchos  lo  ejecutaron,  sin  duda 
de  carácter  pacífico,  y  animados  de  buenas  intenciones;  pero  otros 
muchos,  y  entre  ellos  los  caudillos,  sin  duda  desconfiaban  de  las 
promesas  del  marqués,  ó  viéndose  demasiado  comprometidos,  se 
manifestaban  resueltos  á  seguir  la  guerra.  Aben-Humeya,  que  ha- 
bía entrado  en  conferencias  de  acomodo,  se  manifestaba  mas  con- 
trario que  nunca  ¿  rendirse  á  merced  del  rey,  pues  otras  capitula- 
ciones no  podía  esperarlas.  En  los  jefes  reinaban  desconfianzas  y 
discordias,  y  nadie  quería  ser  el  primero  en  dar  un  paso  tan  ayen- 
turado.  De  África,  donde  tenían  sus  enviados,  habían  recibido  al- 
gunos auxilios;  y  aunque  hasta  entonces  en  pequefio  número,  no 
perdían  la  esperanza  de  que  las  potencias  berberiscas  tomasen  par- 
te activa  en  la  causa  de  sus  hermanos  en  EspaDa. 

Noticioso  el  marqués  de  Mondejar  del  punto  donde  se  encontra- 
ban Aben-Humeya,  El  Zagüer  y  varios  personajes,  envió  una  ex- 
pedición secreta  con  el  objeto  de  prenderlos;  mas  aunque  fueron 
sorprendidos,  pudieron  escaparse,  dejando  burlados  á  los  que  los 
creían  ya  seguros  en  sus  manos.  De  este  modo  debió  de  perderse  la 
esperanza  de  entrar  en  tratos  y  convenios  con  el  rey  de  los  moris- 
cos y  sus  caudillos  principales. 

Visto  lo  inútil  de  esta  tentativa,  hizo  otra  el  marqués  de  la  mis- 
ma especie  y  con  igual  objeto,  enviando  á  los  capitanes  Alvaro  Flo- 
rez  y  Antonio  de  Avila  á  prender  á  Aben-Humeya  y  sus  parciales, 
que  estaban  reunidos  en  el  pueblo  de  Valor;  y  no  habiéndolos  en- 
contrado allí,  saquearon  el  pueblo,  de  cuyas  resultas  se  alzaron  los 
habitantes  y  mataron  á  cuanta  gente  acaudillaban  los  cristianos. 

Con  estos  dos  golpes  dados  tan  en  vago,  se  enconaron  mas  y 
mas  Aben-Humeya  y  los  caudillos  que  querían  á  toda  costa  la  pro- 
longación de  la  contienda.  Se  hallaba  por  lo  mismo  muy  lejos  el 
marqués  de  satisfacer  sus  vivísimos  deseos  de  ver  pacificada  la  pro- 
vincia. En  la  conducta  desús  mismos  soldados,  codiciosos  de  botín, 
propensos  á  cometer  todo  género  de  excesos  sobre  los  vencidos,  en  - 
con  traba  asimismo  obstáculo  á  sus  designios.  Muchos  moriscos  re- 
ducidos á  la  obediencia  eran  saqueados  y  maltratados  violentamen— 
te,  á  pesar  de  su  papel  de  salvaguardia,  por  los  castellanos.  Los 
moriscos  pacíficos  tenían  asi  sobrados  motivos  de  recelo  y  descon- 
fianza, mientras  los  partidarios  de  las  hostilidades  explotaban  coii 
habilidad  estos  sentimientos  que  les  eran  favorables. 


tÁPlTÜLO  XXXIY.  419 

Entre  tanto  los  moriscos  de  Albaycin,  que,  como  hemos  dicho, 
malograron  la  ocasión  de  alzarse  cuando  fueron  invitados  para 
ello  por  Aben-Farax  la  noche  del  25  de  diciembre,  experimen- 
taban malos  tratamientos  por  parte  de  las  autoridades  de  Granada, 
y  tuvieron  motivos  para  arrepentirse  de  una  inacción  que  tuvo  tanta 
influencia.  £1  conde  de  Tendilla,  encargado  de  los  negocios  de  la 
guerra,  hizo  alojar  en  sus  casas  á  las  tropas  que  iban  llegando  po* 
co  á  poco,  sin  hacer  caso  de  sus  representaciones,  de  sus  quejas  y 
de  sus  ofertas  de  surtirles  de  cuantos  objetos  para  su  acomodo  fue- 
sen necesarios.  Las  tropas  alojadas  no  fueron  parcas  en  abusar  de 
su  posición,  y  los  agravios  que  de  ellos  recibieron  los  moriscos, 
avivaron  el  fuego  de  su  resentimiento.  Mas  se  las  habiancon  auto- 
ridades que  tenian  abundantes  medios  de  oprimirlos,  y  se  conten- 
taban con  hacer  votos  en  secreto  por  la  buena  fortuna  de  sus  com- 
patriotas de  las  Alpujarras. 

El  encono  de  los  cristianos  contra  los  moriscos  era  una  pasión 
nacional,  aumentada  por  la  diferencia  de  religión,  y  llevada  á  su 
mayor  extremo  por  lo  encarnizado  de  la  lucha.  Al  principio  de  la 
insurrección  se  habían  puesto  &  muchos  moriscos  presos  en  las 
cárceles  de  la  Ghancillería ;  unos  que  verdaderamente  tenian  delHo 
para  ello,  y  otros  en  clase  de  rehenes  que  respondiesen  de  la  con- 
ducta de  los  otros.  Se  esparció  un  dia  en  la  ciudad  la  noticia  de 
que  venían  los  moriscos  de  afuera  á  libertar  á  sus  hermanos  de  la 
c&rcel ;  y  sea  que  hubiese  motivo  para  creerlo  así,  ó  que  fuese  in- 
vención de  gente  mal  intencionada,  se  tomaron  precauciones  dentro 
de  la  cárcel,  armando  á  los  cristianos  presos  para  evitar  cualquier 
ataque  á  mano  armada ;  mas  esta  que  se  adoptó  como  medida  de 
precaución,  produjo  el  efecto  de  que  viniesen  á  las  manos  unos  con- 
tra otros  los  presos  de  la  cárcel.  Peleaban  con  armas  los  cristianos ; 
los  moriscos  con  piedras  y  ladrillos  que  arrancaban  de  las  paredes 
de  los  calabozos.  El  resultado  fué  la  muerte  de  estos  últimos,  que 
eran  en  número  de  ciento  diez  y  siete,  y  la  de  cinco  cristianos, 
que  también  tuvieron  diez  y  siete  heridos. 

Tal  era  el  aspecto  que  presentaba  la  insurrección  de  jos  moris- 
cos del  reino  de  Granada.  Habían  sido  derrotados  en  todos  los  en- 
cuentros y  perdido  todos  los  puntos  fuertes,  mas  la  lid  no  estaba 
concluida.  Ño  se  pone  con  dos  ó  tres  victorias  término  á  una  guer- 
ra cuyo  teatro  es  áspero  y  fragoso  como  el  de  las  Alpujarras, 
cuando  no  está  vencido  el  ánimo  de  los  combatientes ;  cuando  hay 


42o  HISTORIA  DI  FELIPE  II. 

caudillos  ambiciosos  resueltos  á  probar  fortuna,  á  perder  el  todo 
por  el  todo,  para  quienes  no  queda  ya  esperanza  ni  de  perdón,  dí 
de  avenencia.  Estaban  vencidos  los  moriscos,  pero  no  domados. 
Por  mucho  que  fuese  el  celo  del  marqués  de  Mondejar  de  traerlos  á 
la  obediencia,  podian  mas  con  ellos  sus  antiguos  odios  como  nacioo 
y  como  sectarios  de  otro  culto.  La  rapacidad  de  los  soldados  cris- 
tianos apagaba  cuantos  sentimientos  podia  haber  en  algunos  cd 
sentido  de  la  pacificación  ;  y  por  estas  causas  reunidas,  estaba  la 
guerra  en  víspera  de  ser  encendida  con  mas  furor  que  nunca.  A 
esta  mala  situación  de  cosas  se  agregaba  la  discordia  entre  las  au- 
toridades puestas  por  el  rey ;  la  variedad  de  pareceres  sobre  el  va- 
lor de  lo  que  se  habia  hecho,  y  las  medidas  que  en  lo  sucesivo  de- 
bían de  adoptarse.  En  la  opinión  del  marqués  de  Mondejar,  estaba 
la  guerra  casi  concluida  :  para  el  de  los  Yelez,  no  habia  verdadera 
pacificación  en  el  pais,  sin  la  deportación  ó  destrucción  de  todos  los 
moriscos.  Cada  uno  de  los  dos  marqueses  tenían  en  Granada  su 
parcialidad,  que  defendía  y  acusaba  según  el  caudillo  á  quien  per- 
tenecía. Estaban  penetrados  todos  los  hombres  imparciales  de  la 
falta  grave  que  se  cometía  encomendando  los  negocios  de  la  guerra 
y  del  pais  &  dos  jefes  de  tan  diverso  carácter  y  modo  de  juzgar, 
que  obraban  del  todo  independientes.  Para  sujetar  á  entrambos  k 
una  autoridad  común,  pareció  á  muchos  un  medio  eficaz  la  ida  del 
rey  á  Granada,  pues  era  un  asunto  de  bastante  gravedad  para  ha- 
cer á  lo  menos  muy  útil  su  presencia.  Así  se  lo  pidieron  algunas 
personas  de  gran  peso  en  Granada,  y  así  opinaron  algunos  miem* 
bros  del  Consejo.  Mas  Felipe  11,  tan  activo  y  laborioso  en  su  des- 
pacho, no  era  hombre  que  se  ponia  en  movimiento  fácilmente,  y 
sobre  todo  tratándose  de  la  agitación  y  conflictos  de  una  guerra. 
Repugnando,  pues,  al  rey  el  viaje  de  Granada,  le  pareció  un  buen 
expediente  enviar  en  su  lugar  á  su  hermano  don  Juan  de  Austria, 
que  á  la  sazón  se  hallaba  en  su  corte,  recibiendo  la  educadoo  y 
rodeado  del  esplendor  debido  á  su  alto  nacimiento. 


CAPITULO  XXXV, 


Continnacion  del  anterior. — ^Parte  don  Juan  de  Austria  de  Madrid. — Su  entrada  en 
Granada. — ^Toma  las  riendas  del  gobierno. — Sigue  la  guerra  con  sucesos  varios. — 
Llama  el  rey  á  la  corte  al  marqués  de  Mondejar. — ^Es  asesinado  Aben-Humeya 
por  los  suyos. — ^Alzan  por  nuevo  rey  á  Aben-Abóo. — Sale  don  Juan  de  Austria  de 
Granada  á  combatir  á  ios  moriscos. — Se  retira  el  marqués  de  los  Velez.— Se  apo- 
dera don  Juan  de  Galera,  de  Serón,  de  Tijola  y  de  otros  mas  puntos. — Expedición 
del  duque  de^fiesa. — ^Tratan  de  someterse  los  moriscos. — Conferencias  en  el  Fon- 
don  de  Andarax. — Ceremonia  de  la  sumisión  delante  de  don  Juan. — Rompe 
el  pacto  Aben-Abóo.'^-Hace  asesinar  al  Habaqui. — Es  asesinado  Aben-Abóo 
por  los  de  su  mayor  confianza. — Entrada  de  su  cadáver  en  Granada. — Fin  de  la 
guerra.  (1569-1871.) 


Mostró  Felipe  II  ea  la  deccioo  de  don  Joan  de  Austria,  que  te- 
nia taeto  7  coDodfflieoto  de  ios  hombres.  Daba  iodícios  don  Joan, 
en  medio  de  sus  verdes  aOos,  de  capaeidad  y  de  que  eou  el  tiempo 
86  adquiriría  un  gran  nombre.  Al  designarle  el  rey,  manifestó  por 
otra  parte  la  sinceridad  de  los  sentimientos  con  que  le  habia  acogi- 
do y  reconocido  como  hijo  del  emperador,  y  que  no  seria  envidioso 
de  la  fama  y  nombradla  qoe  sin  duda  iba  á  adquirir,  revestido  de 
un  cargo  tan  considerable.  Psurtió,  pues,  donjuán,  acompafiado  en- 
tre otros  mochos  de  Luis  Quijada,  su  antiguo  ayo  y  guardador, 
hombre  muy  experimentado  en  asuntos  militares.  El  6  de  abril  de 
1969  llegó  á  Granada,  donde  fué  recibido  por  las  autoridades  mi- 
litares y  civiles  eos  el  aparato  y  solemnidad  debidos  &  su  alta  clase 
y  i  las  funciones  de  que  iba  revestido.  Inmediatamente  tomó  la  di- 
rección suprema  de  todos  los  asuntos  del  pais ;  mas  le  estaba  par-* 

Tomo  i.  64 


122  HISTORIA  ht  FELIPE  If. 

ticularmente  encargado  por  el  rey,  do  adoptar  medida  ni  providen- 
cia  alguna  defioitiva,  sio  que  medíase  la  aprobación  de  so  Con- 
sejo. 

El  marqués  de  Mondejar,  que  se  bailaba  en  Ujíjar  cuando  le  lle- 
gó la  noticia  del  nombramiento  de  don  Juan,  permaneció  algunos 
días  mas  en  aquel  punto  sio  pasar  adelante  en  sus  operacioDes. 
Cuando  creyó  próxima  la  llegada  del  príncipe  á  Granada,  se  tras- 
ladó á  dicha  ciudad,  donde  entró  con  toda  pompa  militar,  precedido 
y  seguido  de  gente  armada,  tanto  de  infantería  como  de  á  caballo. 
Excitó  el  aparato  de  esta  entrada  diversos  sentimientos,  pues  ya  de- 
jamos insinuado  que  si  tenia  amigos  y  aprisionados,  no  eran  pocos 
los  que  le  eran  desafectos  y  censuraban  sus  operaciones. 

No  hay  duda  de  que  el  marqués  de  Mondejar  se  condujo  eo  esta 
guerra  con  actividad  y  energía;  que  siguió  sin  descanso  ni  tregua  el 
alcance  de  los  enemigos;  que  los  derrotó  en  varios  encuentros;  qae 
les  tomó  puntos  fuertes  donde  hicieron  grande  resistencia.  Obró  sin 
disputa  como  general,  y  como  soldado  en  todas  ocasiones.  De  sus 
opiniones  políticas,  de  sus  ardientes  deseos  de  reducir  el  pais  síd 
destruir  ni  deportar  un  pueblo  que  tenia  por  útil  bajo  muchas  con- 
sideraciones, deponen  todos  sus  pasos  y  medidas.  A  no  encontrar 
oposición  en  los  ánimos  de  tantas  personas  influyentes  de  Granada, 
incluso  el  mismo  presidente  de  la  Ghancillería;  á  no  presentársele  en 
el  pais  otro  capitán  general,  que  no  solo  obraba  con  independencia 
suya,  sino  que  mostraba  opiniones  del  todo  diferentes;  á  tener  mas 
fuerzas  de  que  disponer,  mas  recursos  con  que  sustentarlas  y  pa- 
garlas; á  no  tener  muchas  veces  precisión  de  tolerar  excesos  y  ra- 
piñas que  comprometían  el  plan  de  pacificación,  su  idea  favorita,  tal 
vez  hubiera  tenido  la  gloria  de  poner  término  á  una  guerra  tan  aso- 
ladera.  Mas  por  las  razones  indicadas,  fueron  casi  inútiles  todos  sos 
esfuerzos.  La  división  de  mandos,  la  discordia  de  pareceres,  la  io- 
certidumbre  y  conflictos  en  que  tan  diversos  informes  ponían  ai  Con- 
sejo de  Felipe,  hicieron  cometer  un  gran  número  de  faltas,  qoe  dieron 
aliento  é  inflamaron  de  nuevo  el  ánimo  de  los  sublevados. 

Penetrado  Aben-Humeya  de  lo  apurado  de  su  posición;  dudoso 
siempre  de  poder  venir  á  partido  con  los  castellanos,  por  la  enor- 
midad de  los  excesos  perpetrados;  sabedor  ano  caberle  duda  de  los 
lazos  y  asechanzas  que  por  parte  del  marqués  de  Mondejar  se  les 
armaban,  cobró  nuevo  ardor,  y  se  resolvió  á  correr  todos  los  azares 
de  la  guerra.  Ya  babia  recibido  algunas  armas  y  refuerzos  en  hom- 


GAFITULO  XXXy.  ItS 

bres  del  Dey  de  Argel,  y  los  esperaba  hasta  del  Gran  Tarco.  La  fall- 
ía de  concierto  y  de  recursos  que  notaba  en  sus  contrarios,  anima- 
ban mas  y  mas  sus  esperanzas.  Los  sentimientos  de  los  pueblos  de 
la  Alpujarra,  daban  sobre  todo  gran  pábulo  á  tantas  ilusiones. 

•Vejado  este  pais  en  mil  sentidos;  viéndose  objeto  de  malos  trata- 
4PÍentos,  de  robos  y  rapíDas,  á  pesar  de  hallarse  tantos  pueblos  re- 
ducidos á  la  obediencia  del  rey;  penetrados  de  la  inutilidad  de  su 
salvo-conducto  contra  soldados  sedientos  de  botin,  volvieron  á  dar 
oidos  á  sus  antiguos  odios,  y  se  alzaron  de  nuevo,  abandonándose  á 
los  mismos  excesos  que  habían  sefialado  su  primer  pronunciamiento. 
Con  la  salida  del  marqués  de  Hondejar  del  pais,  no  quedaron  en  él 
mas  tropas  que  las  guarniciones  de  algunos  puntos  fuertes  y  otras 
que  cubrían  algunos  pasos  de  importancia.  Aben-Humeya  le  recor- 
rió todo,  rodeado  de  la  pompa  y  aparato  posible  para  dar  realce  á 
su  regia  dignidad;  organizó  los  armados;  atendió  en  cuanto  lo  per- 
mitían sus  fuerzas  á  todas  las  cosas  de  la  guerra;  dirigió  alocuciones 
que  inflamaron  su  entusiasmo,  y  dividió  el  pais  en  mandos  militares 
á  cargo  de  los  jefes  de  mas  consideración  por  sus  servicios  é  influencia 
en  las  clases  inferiores,  conservando  siempre  á  su  lado  á  su  tic  don 
Fernando  El-Zagfler,  como  su  privado  consejero.  Has  el  famoso 
Farax-Aben-Farax,  que  fué  uno  de  los  principales  instigadores  de 
la  guerra,  no  tuvo  mando  alguno  por  hallarse  huido  del  rey  moris- 
co, cuyo  resentimiento  habia  provocado.  Mientras  tanto  le  llegaban 
recursos  de  África,  y  cada  dia  veia  engrosarse  mas  las  filas  de  su 
ejército. 

No  pudo  menos  de  penetrarse  don  Juan  de  Austria,  á  pesar  de  su 
inexperiencia  y  pocos  aOos,  de  lo  grave  del  asunto  que  le  estaba 
encomendado.  Inmediatamente  que  llegó  á  Granada  tomó  disposi- 
ciones, comenzando  á  desplegar  la  actividad  que  le  distinguió  en 
todo  el  curso  de  su  vida.  Le  habia  mandado  el  rey  tropas  de  re- 
fuerzo, que  si  no  eran  las  suficientes,  prometían  impulso  eficaz  alas 
operaciones  de  la  guerra.  Las  organizó  don  Juan  del  mejor  modo 
que  le  fué  posible:  allegó  víveres,  municiones  y  cuantos  recursos 
eran  necesarios,  y  distribuyó  igualmente  el  país  entre  varios  jefes 
militares.  La  naturaleza  de  su  comisión  no  le  permitía  entrar  en 
campafia  en  persona,  y  sí  solo  dirigir  en  grande  las  operaciones  de 
los  dos  marqueses. 

En  el  consejo  que  reunió  en  seguida  para  tratar  del  estado  del 
pids,  tanto  én  lo  militar  como  en  lo  político,  hubo  diversidad  de 


114  msTOUA  DB  nufi  u. 

pareceres.  Insistió  el  marqués  de  Mondejar  en  so  idea  fatviMita  de 
reducir  el  país  y  tentar  todos  los  medios  de  volver  á  la  obedieoda 
un  pueblo  tan  útil,  por  su  industria  y  su  laboriosidad,  al  rey  deBs- 
paDa.  Opinaron  otros,  y  entre  ellos  el  presidente  Desa,  por  su  de- 
portación é  internación  en  otras  provincias  del  reino,  pues  solo  de 
este  modo  podian  dejar  de  ser  enemigos  encarnizados  y  peligrosos 
del  gobierno.  También  insistió  en  la  necesidad  de  expulsar  de  Gra- 
nada &  los  moriscos  del  Albaycin  y  de  la  Vega,  proyecto  á  que  pa- 
reció inclinarse  don  Juan  y  lo  mismo  Luis  Quijada. 

Mientras  tanto  se  alzaron  los  pueblos  de  Peza,  Caontar,  Dndary 
Gñezar,  todos  fuera  de  las  Alpujarras,  báeia  el  rio  de  Almería. 

Se  pronunció  asimismo  la  sierra  de  Bentomiz,  donde  se  contabaD 
veinte  y  dos  lugares.  Pusieron  sitio  los  alzados  al  castillo  de  Cani- 
lles de  Aceituno,  que  hubiera  caido  en  su  poder,  á  no  ser  socorrido 
por  Arévalo  de  Zuazo,  corregidor  de  Velez,  que  acudió  á  tiempo  coa 
tropas  que  sacó  de  dicho  punto.  Mas  este  corregidor  no  podo  ha- 
cerse duefio  del  peDon  de  Frigiliana,  situado  cerca  de  la  costa  del 
mar,  de  que  se  apoderaron  y  se  hicieron  fuertes  los  habitantes  de 
Competa,  otro  pueblo  de  la  misma  sierra.  Para  no  interrumpir  el  hi* 
lo  de  los  acontecimientos,  aunque  no  guardemos  el  orden  cronoló- 
gico, diremos  que  este  peDon  fué  expugnado  por  tropas  que  acaba** 
ban  de  llegar  de  la  costa  de  Ñápeles,  conducidas  por  don  Luis  de 
Requesens,  comendador  mayor  de  Castilla,  según  órdenes  que  para 
ello  le  habia  dado  el  rey  de  Espalia. 

Acudió  á  dicho  jefe  el  corregidor  de  Yelez,  pidiendo  auxilios  y  sa 
cooperación  centra  el  peOon  de  Frigiliana.  Acoedió  el  comendador; 
mas  como  no  quería  moverse  sin  estar  autorizado  para  ello  por  don 
Juan,  le  expidió  con  toda  diligencia  un  mensajero,  quien  le  trajo sn 
consentimiento. 

Desembarcó  el  comendador  mayor  sus  tropas,  deseosas  de  pdea. 
Eran  dos  mil  soldados  de  infantería,  procedentes  todos  de  Italia,  j 
adem&s  cuatrocientos  hombres  de  la  tripulación  de  las  gjaleras.  Se 
componía  esta  gente  de  doce  compafiias  de  soldados  viejos,  diez  del 
tercio  de  Ñapóles,  una  del  Píamente  y  otra  de  Lombardía.  Eran  los 
capitanes  del  tercio  de  Ñapóles  el  maestre  de  campo  don  Pedr*  de 
Padilla,  don  Alonso  de  Luzon,  Pedro  Bermadez  de  Santis,  Gtay  Fran- 
co de  Butrón,  Pedro  Ramirez  de  Arellano,  Antonio  Juárez,  el  oapi* 
tan  Martínez,  Alonso  Beltran  de  la  PeOa,  el  marqué»  de  É«pejo,  y 
el  capitán  Orejón,  Mandaba  la  oompafiía  del  Piaoonte  d9Q  hm  Q/fir 


GAFITOLO  XXXY.  42S 

tan.  A  estas  tropas  agregó  el  corregidor  Arevalo  de  Zaazo»  los  mil  y 
quiaieotos  hombres  qae  mandaba,  cuyos  capitanes  eran  Hernán 
Daarte  de  Barrientes,  don  Pedro  de  Coalla,  Gómez  Vázquez»  Luis 
de  Baldívia,  el  jurado  Pedro  de  Villalobos,  Antonio  Pérez,  Marcos  de 
la  Barrera  y  Francisco  de  Villalobos:  estando  &  cargo  de  Luis  Paz  el 
mando  de  la  caballería^ 

Se  emprendió  la  expugnación  del  fuerte  con  tres  columnas,  que 
atacaron  con  denuedo  por  diversos  puntos;  la  una  por  la  loma  de 
los  pinillos,  mandada  por  don  Pedro  de  Padilla:  la  segunda  por  la 
de  Frigiliana,  al  cargo  de  don  Juan  de  Cárdenas,  y  la  tercera  por 
otra  loma  en  medio  de  las  dos,  al  de  don  Martin  de  Padilla.  Lo  es- 
carpado del  camino  dio  grandes  ventajas  á  los  moros,  que  hacian 
perder  el  pié  y  precipitarse  por  aquellos  despefiaderos,  á  los  asal- 
tadores; mas  era  mucho  el  ardimiento  de  estos,  sobre  todo  los  sol- 
dados de  Italia,  deseosos  de  pelear  con  los  moriscos.  Se  mostró  al 
principio  la  jornada  favorable  á  estos,  habiendo  sido  los  nuestros 
por  todas  partes  repelidos.  Al  fin  tomaron  parte  de  ellos  la  resolu- 
ción de  atacar  por  lo  mas  escarpado  de  la  peOa,  llamada  la  Conca» 
que  por  esta  misma  circunstancia,  no  inspiraba  ningún  cuidado  & 
los  moriscos.  Con  gran  trabajo,  y  trepando  por  las  escabrosidades 
de  la  roca,  pudieron  llegar  á  lo  mas  alto  del  fuerte,  donde  tremola- 
ron una  bandera,  que  infundió  nuevo  aliento  á  los  otros  que  subian, 
llenando  al  mismo  tiempo  de  terror  al  enemigo.  Fué  desde  entonces 
decisiva  la  victoria,  y  los  nuestros  ganaron  el  fuerte,  haciendo  gran 
matanza  en  los  vencidos.  Murieron  de  estos  dos  mil,  y  entre  hom- 
bres, mujeres  y  nifios,  quedaron  mas  de  tres  mil  en  poder  de  los 
cristianos.  Hubo  mujeres  moriscas  que  pelearon  con  gran  denuedo; 
otras,  que  viendo  las  cosas  percudas,  se  precipitaron  con  sus  hijos 
de  lo  alto  de  la  peDa:  el  botin  fué  inmenso;  mas  los  nuestros  no  com- 
praron barata  la  victoria,  habiendo  tenido  cuatrocientos  muertos  y 
ochocientos  heridos,  número  de  mucha  consideración,  si  se  atiende  á 
lo  escasa  de  la  fuerza. 

Mientras  tanto  el  marqués  de  los  Velez,  aunque  supo  &  su  de- 
bido tiempo  la  venida  de  don  Juan,  evitó  ponerse  con  él  en  rela- 
ciones, puesto  que  no  habia  recibido  sobre  el  particular  órdenes, 
ni  provisión  alguna  de  la  corte.  Viendo  que  había  sido  la  Alpujarra 
desocupada  por  el  de  Mondejax,  trató  de  ocuparla  con  sos  tropas; 
mas  don  Juan  que  lo  supo,  le  envió  órdenes  de  que  no  pasase  ade- 
lante del  paoto  donde  le  encontrase  el  mensajero,  haciéndole  ver 


426  HISTORIA  DE  FBLIPB  11. 

que  era  mucho  mas  necesaria  su  presencia  en  los  que  antes  oca- 
paba.  Todo  esto  manifiesta  poca  inteligencia  y  armonía  entre  los 
diversos  jefes,  y  que  el  rey  don  Felipe,  al  enviar  á  su  hermano  á 
Granada,  no  habia  pensado  ó  estaba  todavía  irresoluto  sobre  las 
relaciones  que  hablan  de  existir  entre  don  Juan  y  el  de  los  Veles. 

No  fué  este  feliz  en  su  designio  de  construir  un  fuerte  en  Ravaha, 
para  asegurar  comunicaciones  importantes  entre  varias  parles  de  la 
sierra.  Sea  que  no  pudiese  proteger  la  obra,  habiendo  tenido  qae 
alejarse  de  la  Aipujarra;  sea  que  no  hubiese  enviado  bastantes 
fuerzas  para  ella,  fueron  los  trabajos  destruidos  por  los  moros.  Se 
retiró  el  marqués  á  Verja,  y  después  de  haber  permanecido  allí  al- 
gunos dias,  tuvo  la  noticia  de  que  iba  á  ser  atacado  en  sus  posicio- 
nes por  el  mismo  Aben-Huyema. 

Con  los  muchos  refuerzos  que  habia  recibido  este  de  Berbería, 
se  hallaba  á  la  cabeza  de  nada  menos  que  de  diez  mil  hombres, 
cuando  concibió  el  proyecto  ya  indicado.  Tuvo  avisos  seguros  el 
marqués  de  los  Velez  del  movimiento  del  rey  de  los  moriscos,  y 
anduvo  dudoso  sobre  si  le  esperarla  ó  si  trasladaría  á  otro  punto  el 
campo;  mas  prevaleció  el  prímer  pensamiento,  tomando  todas  las 
precauciones  para  que  no  le  cogiesen  desapercibido. 

Pensaba  sorprenderle  Aben-Humeya,  y  le  atacó  de  noche  al 
frente  de  sus  tropas.  Muy  pronto  conoció  á  su  llegada  á  Verja,  que 
el  marqués  se  hallaba  sobre  aviso.  Atacó  sin  embargo  con  denue- 
do, haciendo  sus  tropas  mucho  ruido  y  algazara,  y  como  eran  su- 
periores en  número,  llevaron  desde  un  principio  lo  mejor  del  lan- 
ce. Hubo  momentos  en  que  los  nuestros  se  vieron  arrollados  y  en 
desorden,  mas  el  marqués  de  los  Velez  tuvo  serenidad  para  acudir 
á  todas  partes,  dejando  un  cuerpo  de  reserva  con  objeto  de  atender 
á  donde  fuese  mas  preciso.  Pudo  mas  el  valor  y  disciplina  de  los 
nuestros,  que  el  número  é  ímpetu  de  los  de  Aben-Humeya,  quie- 
nes acosados,  sobre  todo  por  la  caballería,  se  retiraron  con  preci- 
pitación, sufriendo  la  pérdida  de  mas  de  mil  y  quinientos  hombres, 
mucho  bagaje,  y  diez  banderas. 

No  se  desanimó  Aben-Hun^eya  con  este  contratiempo,  y  continuó 
con  mas  ardor  que  nunca  la  obra  de  los  pronunciamientos.  A  los 
pueblos  de  la  sierra  de  Bentomiz,  siguieron  los  del  río  de  Alman- 
zora.  En  aquel  pais  pusieron  sitio  á  dos  castillos;  al  de  Tahalí,  que 
fué  tomado  desde  un  principio,  y  al  de  Serón,  que  opuso  mas  sería 
resistencia.  Ocurrió  con  este  motivo  untt  circunstancia  di^na  do 


CÁPITDLO  XXXV.  ÍI7 

ateDcioD,  y  que  indicamos,  para  hacer  ver  qoe  do  siempre  en  esta 
guerra  influían  el  tino  y  la  prudencia.  Noticioso  don  Juan  del  aprieto 
de  Serón,  envió  orden  á  Luis  Carvajal,  natural  de  Jodar,  para  que 
con  la  gente  que  pudiese  allegar,  marchase  á  socorrerle.  Se  puso 
Carvajal  en  marcha,  y  mientras  tanto  recibió  don  Juan  comunica- 
ción del  marqués  de  los  Yelez,  que  tenia  orden  del  rey  para  socor- 
rer al  castillo  del  modo  que  pudiese.  No  atreviéndose  don  Juan  á 
obrar  contra  esta  provisión  del  rey,  envió  orden  á  Carvajal,  que 
estaba  ya  cerca  del  castillo  de  Serón,  para  que  retrocediese  á  su 
villa:  lo  que  realizó  en  efecto.  Mientras  tanto  el  socorro  que  mandó 
posteriormente  el  de  los  Yelez  en  auxilio  de  Serón ,  fué  puesto  en 
derrota  por  los  moros,  lo  que  apresuró  la  toma  del  castillo.  Se  ve 
.  aquí,  que  don  Juan  no  tenia  de  hecho  la  dirección  suprema  de  las 
cosas  de  la  guerra,  pues  el  marqués  se  entendía  directamente  con 
la  corte;  qne  en  este  obró  mas  el  deseo  de  aumentar  su  propia  hon- 
ra, que  el  del  buen  servicio  del  monarca,  y  que  don  Juan  obró  con 
demasiada  prudencia,  ó  por  mejor  decir,  con  gran  falta  de  resolu- 
ción, suspendiendo  un  movimiento,  que  cualquiera  que  fuesen  las 
resoluciones  del  rey,  no  podía  menos  de  ser  de  graciosísima  eficacia. 
Mientras  se  realizaban  estas  expediciones,  presentaba  Granada 
on  espectáculo,  que  solo  podia  tener  lugar  en  una  guerra  de  género 
tan  desastroso.  Hemos  dicho  ya  los  pareceres  que  habia  en  el  Con- 
sejo, de  que  solo  haciendo  internar  á  los  moros  del  Albaycin  y  de 
la  Vega  en  las  demás  provincias  de  Andalucía,  podían  estar  la  ciu- 
dad y  sus  alrededores  libres  de  sus  asechanzas,  y  perder  la  ilusión 
los  moriscos  sublevados,  de  alzarse  de  una  vez  con  todo  el  reino. 
Fué  probado  este  pensamiento  por  el  rey  de  EspaOa,  y  don  Juan 
de  Austria  recibió  órdenes  de  llevarlo  á  efecto.  Por  junio  de  1569 
se  publicó  un  pregón  en  Granada,  para  que  se  recogiesen  á  las 
iglesias  de  sus  parroquias  respectivas  todos  los  moriscos  que  habi- 
taban en  el  Albaycin  y  demás  barrios  de  Granada.  Desarmados  de 
antemano  los  moriscos,  obedecieron  la  orden,  temerosos  de  que 
iban  todos  á  ser  sacrificados;  mas  el  presidente,  y  sobre  todo  don 
Juan  de  Austria,  los  tranquilizó  en  esta  parte,  dándoles  palabra  de 
honor  de  que  se  respetarían  sus  vidas.  Después  que  los  tuvieron 
recogidos  en  las  iglesias,  los  condujeron  por  las  calles  con  todas  las 
precauciones  de  seguridad,  los  encerraron  en  un  grande  hospital 
que  se  halla  extramuros  de  Granada,  y  de  allí  los  fueron  internando 
seguQ  las  órdenes  del  rey,  distribuyéndolos  en  varios  pueblos,  cuyo 


IfiS  HISTORIA  DI  rajM  n. 

Teeindarío  en  todo  de  cristianos.  Concibe  bien  la  imagínaenn  lo 
angastioso  de  la  escena  que  debió  de  ofrecer  un  pueblo  entero,  ar- 
rancado con  violencia  de  sus  hogares,  de  los  regalos  de  sus  casas, 
de  las  comodidades  de  una  holgada  situación  doméstica,  para  tras- 
portarlos á  paisas  extralios,  donde  los  aguardaban  el  desprecio  y  la 
miseria.  Los  historiadores  de  esta  guerra  á  que  nos  hemos  referido, 
pintan  este  suceso  con  colores  lamentables;  y  no  pudieron  menos 
de  pagar  un  tributo  á  la  miseria  de  los  expelidos,  á  pesar  de  no 
ser  ni  de  su  nación  ni  de  su  secta.  De  todos  modos,  manifiesta  bien 
este  suceso  el  grado  de  encono  ¿  que  habia  llegado  aquella  guerra, 
y  la  intolerancia  politica  y  religiosa  de  la  época. 

La  uniformidad  del  movimiento  á  que  dio  lugar  esta  contienda, 
y  la  naturaleza  de  nuestro  escrito,  no  nos  ha  permitido  hasta  ahora 
referirlos  minuciosamente.  La  misma  conducta  observaremos  en  lo 
sucesivo.  Creemos  que  basta  lo  poco  que  hemos  dicho,  para  hacer 
ver  que  fué  esta  una  guerra  de  correrías,  de  ataques  y  defensas  de 
puntos  fuertes,  en  que  las  ventajas  del  valor  y  la  disciplina  estabaa 
por  nuestra  parte,  y  por  la  de  los  moriscos  la  superioridad  del  nú- 
mero, el  mayor  conocimiento  del  terreno,  y  la  popularidad  de  la 
contienda.  No  merecían  nuestras  tropas  el  nombre  de  ejercito  por 
su  poco,  número;  mucho  menos  las  de  los  moriscos,  por  su  mala 
organización  é  irregularidad  de  todas  sus  operaciones.  Se  resentíao 
las  nuestras  de  la  falta  de  una  cabeza  principal,  y  de  nn  cevtro  de 
acción,  de  las  rivalidades  de  los  jefes,  sobre  todo,  de  la  diferencia 
de  miras  y  opiniones,  que  á  unos  y  otros  animaban.  No  era  el  jefe 
principal  don  Juan,  k  pesar  de  lo  amplio  de  la  comisión  que  le  ha- 
bia sido  dada  por  el  rey:  tampoco  lo  era  el  marqués  de  los  Vder,  I 
pesar  de  recibir  órdenes  directas  de  la  corte,  por  lo  mismo  que  no 
podia  darlas  él  á  don  Juan  de  Austria,  y  tomar  por  sí  mismo  me^ 
dídas  conducentes  á  las  operaciones  de  la  guerra.  Ya  veremos  en  lo 
sucesivo,  cómo  se  reparó  este  error:  sigamos  ahora  de  un  modo 
rápido  y  conciso  las  operaciones. 

Por  una  parte  don  Juan  de  Austria,  al  saber  la  toma  del  castilfo 
de  Serón  por  los  moriscos,  y  que  se  habia  alzado  contra  el  rey  todo 
el  pais  del  rio  de  Almanzora,  envió  refuerzos  á  los  pueUos  de  Ve^ 
lez  el  Blanco  y  de  Oria,  donde  estaban  las  hijas  del  marqués  de  hM 
Velez,  muy  en  peligro  de  ser  presa  de  los  moros.  Por  otra,  Aben- 
Humeya,  ya  seguro  del  pais  del  rio  de  Almanzora,  que  acababa  de 
alzarse  en  favor  suyo,  juntó  su  campo  en  Andarax,  para  caer 


GAPRÜLO  XXXV.  429 

bre  Almería;  mas  dM  Garda  de  VUto  Roel,  que  lo  sapo,  le  salió  al 
eoeiieotro  y  frustró  sus  designios  derrotándole  en  las  iomediacioDes 
de  Gñecíja.  Al  mismo  tiempo  hacia  una  expedición  el  capitán  don 
Antonio  de  Lona  en  el  valle  de  Leería,  donde  sufríó  ona  derrota, 
iiabíendo  muerto  entre  otros,  un  valiente  capitán  llamado  Céspedes. 

I>ejamos  al  marqués  de  los  Velez  victorioso  en  el  ataque  que  le 
habían  dado  los  enemigos  mandados  por  el  mismo  Aben^Humeya 
en  Verja,  donde  á  la  sazón  se  hallaba.  Desde  entonces  se  habia  re- 
tirado á  Adra,  donde  permanecia  inactivo  por  falta  de  refuerzos  y 
de  víveres.  Se  trató  en  el  consejo  del  rey,  de  que  emprendiese  de 
nuevo  sus  operaciones  ofensivas,  y  para  ello  se  mandó  reforzar  su 
eampo  con  todas  las  tropas  recien  llegadas  de  Italia,  mandadas  por 
el  comendador  de  Castilla,  y  todas  las  demás  que  pudieron  alleg&r* 
sele.  Los  proveedores  del  rey  en  Granada  tuvieron  órdenes  de  sur- 
tirle de  víveres,  y  poner  almacenes  en  todos  los  puntos  fuertes  que 
ocupábamos  de  la  Alpujarra.  Al  marqués  de  los  Velez  se  le  dio  ór- 
deo  de  que  se  trasladase  á  este  pais,  y  le  allanase,  como  el  teatro  ' 
principal  y  asiento  de  la  insurrección  armada.  Se  movió  en  efecto 
el  marqués  de  Adra,  y  tomó  el  camino  de  las  Alpujarras.  Le  salie- 
ron los  moriscos  al  encuentro,  mas  fueron  derrotados,  y  el  mar- 
qués llegó  sin  ninguna  otra  novedad  á  Ujijar.  Allí  supo  que  Aben- 
Humeya  se  habia  retirado  con  el  grueso  de  su  gente  á  Valor,  y  no 
dudó  en  ir  á  buscarle,  seguro  de  vencerle  con  tal  que  le  esperase. 
Púsose  en  efecto  en  marcha  con  dirección  al  pueblo  de  Valor,  y  dio 
sobre  los  moriscos,  que  estaban  formados  por  bajo  del  pueblo.  Re- 
corría las  filas  Aben-Humeya  vestido  y  armado  con  toda  pompa 
oriental,  exhortando  k  los  suyos  á  que  peleasen  con  denuedo.  Mas 
á  pesar  del  entusiasmo  que  excitó  su  presencia  en  el  ánimo  de  los 
sayos,  no  resistieron  el  encuentro  del  marqués,  y  fueron  derrota- 
dos. Aben-Humeya,  no  pudiendo  contener  á  los  que  huían,  se  salvó 
como  pudo  por  aquellas  asperezas,  desjarretando  los  caballos  can- 
sados, haciendo  ahorcar  al  alcaide  de  Serón ,  y  otros  cautivos  crís- 
tiaiios  que  llevaba. 

No  desmayó  sin  embargo  este  caudillo;  tal  era  su  confianza  en  la 
naturaleza  de  aquellas  asperezas;  en  la  popularidad  de  la  contien- 
da, en  el  odio  inveterado  que  los  moriscos  profesaban  á  los  caste- 
llanos, y  sobre  todo,  en  los  refuerzos  que  esperaba  y  le  tenían  pro- 
metidos de  África.  Para  acelerar  su  envío,  pasó  á  Berbería  un  con- 
fidente de  Aben-Humeya  llamado  Hernando  el  Habaquí,  quien  ha^ 

Tomo  i.  55 


130  HTSTOBIÁ  DB  WKLTPt  U. 

biendo  tenido  buen  recibimiento  en  Argel,  regresó  mvy  pronto  eon 
cuatrocientos  escopeteros,  mandados  por  nn  oficial  tarco,  y  acom- 
paDados  de  una  porción  de  mercaderes  con  armas  y  mnnicíooeg 
para  venderlas  á  los  moriscos. 

Fué  este  refuerzo  de  mucha  importancia,  sobre  todo  después  de 
su  derrota  en  Valor,  al  rey  de  los  andaluces,  pues  con  este  título 
era  llamado  Aben-Humeya;  mas  se  acercaba  el  fin  de  este  caudillo, 
acompañado  de  circunstancias,  que  por  su  singularidad  no  podemos 
menos  de  referir,  aunque  de  un  modo  compendioso. 

Era  Aben-Humeya  cruel,  violento  en  sus  resoluciones,  poco  po- 
lítico y  detenido  en  los  actos  de  venganza,  á  que  frecuentemente  se 
entregaba. — El  asesinato  de  su  suegro  Miguel  de  Rojas,  le  enajenó 
los  ánimos  de  muchos  de  sus  parientes  mismos.  No  eran  pocos  los 
que  andaban  recelosos  de  igual  atentado,  y  sobre  todo,  que  descon- 
fiaban de  él,  por  los  tratos  secretos  con  los  cristianos,  de  que  se  le 
acusaba.  Era  por  otra  parte  Aben-Humeya  hombre  muy  vicioso, 
desarreglado  en  sus  costumbres;  y  de  la  facultad  concedida  por  la 
ley  de  Mahoma,  para  tener  muchas  mujeres,  usaba  con  sobrada 
destemplanza.  Sucedió,  que  uno  de  sus  oficiales  llamado  Diego  Al- 
guacil, habia  recogido  una  mora  prima  suya,  que  acababa  de  en- 
viudar, y  con  quien  trataba  de  casarse.  Prendado  de  su  hermosura 
Aben-Humeya,  se  la  arrebató  violentamente,  cosa  que  ofendió  é  ir- 
ritó sobremanera  á  Diego,  y  aun  á  la  misma  mora,  reducida  por  la 
fuerza  á  componer  parte  de  las  mujeres  del  monarca.  Por  esta  mo- 
ra, con  quien  permanecía  Diego  en  relaciones,  sabia  este  todos  los 
pasos  de  Aben-Humeya,  y  así  vino  á  ser  el  instrumento  de  so  pér- 
dida. Escribió  Aben-Humeya  á  otro  de  sus  oficiales  llamado  Diego 
López  Aben-Abóo,  que  condujese  á  los  turcos  recien  llegados  de 
Argel  á  una  expedición,  para  la  que  le  auxiliaría  Diego  Alguacil 
con  doscientos  caballos  que  mandaba.  Interceptó  este  la  carta  de 
que  tenia  conocimiento  por  su  prima,  y  contrahaciendo  la  letra  y 
la  firma,  hizo  escribir  otra  en  que  se  ordenaba  á  Diego  López  dar 
la  muerte  á  los  turcos,  en  lo  que  le  ayudaría  Diego  Alguacil  con  la 
referída.  Se  quedó  sorprendido  y  atónito  Aben-Abóo  á  la  lectara  de 
la  orden;  mas  no  dudó  de  su  autenticidad,  con  la  llegada  al  misino 
tiempo  de  Diego  Alguacil  con  sus  doscientos  hombres.  Tal  vez  en 
partícipe  en  la  trama;  mas  de  todos  modos,  declaró  en  alta  voZ| 
que  por  ningún  motivo  sería  ejecutor  de  una  orden  tan  saDgríeDla, 
de  que  hizo  sftbedores  k  los  mismos  turcos,  leyéndoles  la  carta. 


CAPITULO  XXXV.  131 

Enfurecidos  estos,  y  ardiendo  todos  en  deseos  de  venganza,  se  di- 
rigieron k  Lanjar,  residencia  entonces  del  rey,  á  donde  llegaron  á 
media  noche,  cuando  estaba  Aben-Humeya  sepultado  en  un  pro- 
fundo sueDo.  Les  fué  pues  fácil  rodear  la  casa,  penetrar  por  ella,  y 
saquearla  sin  que  Aben-Humeya  pudiese  hacer  ninguna  resistencia, 
dando  tiempo  á  los  que  venian  á  prenderle.  Según  otros,  no  lo  fué 
en  la  cama,  y  sí  ¿  la  puerta  de  su  misma  casa,  con  una  ballesta 
armada  en  compaflia  de  otros  dos ;  mas  de  todos  modos,  no  ha- 
biendo hecho  resistencia  los  soldados  del  lugar  ni  los  que  le  guar- 
daban la  casa,  quedó  maniatado  en  poder  de  sus  enemigos,  que 
tardaron  poco  en  darle  muerte,  estrangulándole  por  medio  de  un 
cordel  que  le  echaron  al  cuello,  y  del  que  tiraron  dos  hombres  con 
violencia.  Se  dice  que  Aben-Humeya  manifestó  que  no  habia  lle- 
vado otro  objeto  en  su  alzamiento,  que  vengarse  de  sus  enemigos 
que  le  hablan  atropellado  y  paéstole  lo  mismo  que  á  su  padre  en 
uoa  cárcel  pública;  que  moria  satisfecho  y  vengado  y  con  gusto  de 
que  le  sucediese  Aben-Abóo,  pues  iba  á  tener  su  misma  suerte;  y 
que  á  pesar  de  todas  las  apariencias,  habia  vivido  siempre  y  ter- 
minaba sus  dias  en  la  fe  cristiana. 

Tal  fué  el  fin  trágico  del  que  se  titulaba  rey  de  los  andaluces; 
del  descendiente  de  los  antiguos  reyes  de  Córdoba,  cuyo  nombre 
famoso  es  mas  debido  á  las  circunstancias  que  concurrieron  á  su 
elevación,  que  á  su  propio  mérito.  No  se  necesitaba  poco  valor 
atreverse  á  ser  denominado  rey  en  presencia  del  poderoso  de  la  Es- 
paSa.  Mas  no  hay  duda  de  que  los  moriscos,  en  la  obcecación  de 
so  odio  contra  los  cristianos,  conteban  con  recursos  de  África,  y 
aan  de  Turquía,  bastante  poderosos  para  resteurar  bajo  su  pié  an- 
tiguo el  reino  moro  de  Granada.  Es  probable  que  participase  de 
este  error  Aben-Humeya;  también  lo  es  que  se  hubiese  decidido  á 
representar  tan  gran  papel,  instigado  tan  solo  por  sus  resentimien- 
tos personales.  De  que  era  valiente  y  arrojado,  dio  bastantes  prue- 
bas, pero  muy  pocas  de  habilidad  y  de  prudencia.  No  se  mostró  á 
la  altura  de  su  nueva  situación,  é  hizo  ver  que  consideraba  su  alta 
dignidad  como  un  medio  de  dar  fácil  pábulo  á  sus  apetitos  y  pasio- 
nes. No  fué  sentida  [su  muerte  por  los  suyos,  y  á  los  cristianos 
aprovechó  de  poco,  pues  tuvo  por  sucesor  un  hombre  que  no  leerá 
inferior,  ni  en  audacia  ni  en  arrojo.  Fué  este  Aben-Abóo,  que  tomó 
el  nombre  de  Muley-Abdalla  y  el  título  de  rey  de  los  andaluces, 
aanqne  en  cUise  de  interino,  mientras  le  venia  la  confirmación  del 


i 


432  HISTORIA  DI  FBUFB  II. 

Dey  de  Argel,  que  no  se  hizo  aguardar  mucho.  Se  celebraron  ea 
la  elevación  de  Aben*Ábóo  las  mismas  ceremonias  qoe  en  las  de 
Aben-Humeya. 

El  nuevo  rey,  después  de  haber  puesto  en  orden  las  cosas  de  la  Al- 
pujarra,  reunió  sus  tropas  y  las  condujo  á  las  forres  de  Orgiba,  que 
atacó  con  grande  ímpetu,  subiendo  por  dos  veces  al  asalto.  TeniaD 
ya  en  el  último  plantadas  dos  banderas  sus  soldados  sobre  el  moro; 
mas  se  rehicieron  los  cristíaoos,  y  los  repelieron,  no  sin  gran  ma- 
tanza por  entrambas  partes.  Quedó  el  castillo  por  los  nuestros,  pe- 
ro cercado  por  los  moros,  que  le  tenian  en  muy  grande  aprieto. 
Sabedor  del  suceso  don  Juan  de  Austria,  envió  al  duque  de  Sesa  á 
socorrer  al  fuerte.  Levantó  el  sitio  Aben-Abóo,  y  le  salió  al  en- 
cuentro, habiendo  avisado  de  antemano  á  varias  tropas  suyas  para 
que  viniesen  en  su  auxilio,  atajando  los  pasos  del  duque,  ínter- 
ceptAndole  los  víveres.  No  fué  favorable  el  encuentro  á  nuestras 
armas,  á  pesar  de  que  pelearon  los  castellanos  con  denuedo;  pero 
viéndose  inferior  en  fuerzas,  y  muy  poco  favorecido  del  terreno, 
tuvo  que  replegarse  el  duque  de  Sesa,  volviéndose  al  sitio  del  fuer- 
te de  Orgiba,  el  rey  de  los  moriscos.  Viendo  el  gobernador  que 
habían  pasado  ya  los  días  en  que  se  le  tenia  ofrecido  un  socorro  de 
los  suyos,  abandonó  el  fuerte,  dirigiéndose  con  su  guarnición  á 
Motril,  evitando  así  quedar  en  manos  de  los  enemigos. 

En  este  tiempo  se  alzó  la  villa  de  Galera,  y  habiendo  salido  los 
vecinos  de  Gñescar  á  libertar  á  los  cristianos  de  aquella  población, 
refugiados  en  la  iglesia,  fueron  derrotados  por  los  moros,  de  coya 
resulta  trataron  á  su  vuelta  á  Quesear,  de  matar  á  todos  los  moris- 
cos de  aquel  vecindario.  Así  lo  llevaron  á  efecto,  llegando  á  poner 
fuego  en  las  casas  donde  estaban  .encerrados ;  rasgo  de  barbarie 
que  hace  ver  el  grado  de  encarnizamiento  á  que  había  llegado  aque- 
lla guerra. 

Cada  vez  se  presentaba  mas  difícil  la  reducción  de  los  morisoap 
de  Granada.  Carecían  los  castellanos  de  víveres,  por  la  dificultad  de 
conducirlos  en  medio  de  aquellas  asperezas,  y  sus  fuerzas  eran 
muy  escasas  para  ocupar  el  pais  y  acudir  á  un  tiempo  á  todas  par- 
tes. En  rigor,  no  tenian  mas  terreno  queí^  que  pisaban,  y.alga^ 
nos  puntos  fuertes  que  se  podían  s^uarnecer  de  un  médóiíefttable. 
El  marqués  de  los  Yelez,  después  49  algunas  correrías;;  se  había 
establecido  en  el  fuerte  de  Calahorra,  y  su  detención  en  aquel 
punto  era  objeto  de  grandes  murmuraciones  en  Granda.  Fecmam- 


capítulo  XXXV.  43S 

eia  el  marqués  de  Mondejar  en  sos  aotígoos  sentimientos  acerca  del 
modo  de  terminar  aquella  lucba.  Sabedor  el  rey  de  la  divergencia 
de  opiniones,  llamó  al  marqués  á  la  corte  por  medio  de  una  carta 
que  copiamos  á  continuación ;  pues  da  alguna  idea  del  carácter  del 
rey,  dispuesto  siempre,  en  medio  de  su  severidad,  á  guardar  con-- 
sideraciones,  aun  hacia  los  que  habían  incurrido  en  su  desgracia. 
Decia  asi : 

«Marqués  de  Mondejar,  primo  nuestro,  capitán  general  del  rri- 
ii>no  de  Granada.  Porque  queremos  tener  relación  del  estado  en  que 
i>al  presente  están  las  cosas  de  ese  reino,  y  lo  que  converná  pro- 
)i>veer  para  el  remedio  de  ellas,  os  encargamos,  que  en  recibiendo 
»esta,  os  pongáis  en  camino  y  vengáis  luego  á  nuestra  corte,  para 
^informarnos  de  lo  que  está  dicho,  como  persona  que  tiene  tanta 
«noticia  de  ellas :  que  en  ello  y  en  que  lo  hagáis  con  toda  la  bre- 
x>vedad,  nos  tememos  por  muy  servidos.  Dada  en  Madrid  á  3  de 
«setiembre  de  1569.» 

Fué  el  marqués  de  Mondejar  bien  recibido  en  la  corto,  y  tratado 
con  gran  consideración,  aunque  aparente;  pues  no  se  dudaba  de 
que  habia  incurrido  en  el  desagrado  del  monarca.  No  yolvió  mas 
á  Granada,  mas  el  rey,  que  conocía  su  mérito,  le  nombró  '^de  virey 
en  Valencia,  y  á  poco  tiempo  después  con  el  mismo  cargo  á  Ñá- 
peles. 

Don  Juan  de  Austria,  en  la  fldr  entonces  de  su  juventud,  deseoso 
de  fama,  y  penetrado  por  otra  parte  de  lo  desgraciadamento  que 
iban  los  asuntos  de  la  guerra,  representó  al  rey  lo  mal  que  estaba 
á  su  huen  nombre  permanecer  ocioso  en  Granada,  mientras  duraba 
una  contienda  tan  refiida,  sin  trazas  de  acabarse,  y  cuya  llama  pe- 
dia muy  bien  pasar  á  los  reinos  confinantes  de  Murcia  y  de  Valen- 
cia. En  razón  de  la  necesidad  de  darle  'fin  cuanto  mas  antes,  su- 
plicaba á  S.  M.  que  le  permitiese  salir  á  campaDa,  donde  emplea- 
rla todos  sus  esfuerzos  para  servir  bien  á  su  rey,  y  no  desmentir  la 
sangre  ilustre  de  que  descendía.  Debieron  de  hacer  fuerza  estas  ra- 
zones en  el  ánimo  del  rey  cuando  accedió  á  las  súplicas  de  don 
Juan,  mandando  que  se  hiciesen  dos  campos,  uno  á  cargo  de  don 
Juan,  sobre  el  rio  de  Almanzora  y  la  provincia  de  Almería,  donde 
mandaba  el  marqués  de  los  Velez,  y  otro  sobre  Granada  y  la  Al- 
pujarra,  que  debia  de  estar  á  las  órdenes  del  duque  de  Sesa.  Que- 
daba pues  por  esta  providencia,  bajo  el  mando  de  don  Juan  de 
Austria,  el  marqués  de  los  Velez,  que  hasta  entonces  habia  redbi- 


184  HISTOBIA  DE  FKLIPK  II. 

do  Órdenes  dírectameDte  de  la  corte  y  obraba  casi  independiente  del 
primero :  prueba  de  lo  poco  satisfecho  qae  á  la  sazón  estaba  el  rey 
de  sü  comportamiento. 

Se  hicieron  con  este  motivo  nuevos  aprestos  de  hombres,  de  ca-* 
bailes,  de  víveres,  de  municiones  y  demás  material  de  guerra. 
Agradó  mucho  en  el  ejército  la  noticia  de  la  salida  de  don  Juan, 
quien  la  verificó  al  momento  gue  acabó  de  tomar  las  disposiciones, 
que  eran  consiguientes  á  su  ausencia.  A  su  campo  acudieron  mu* 
cha  gente  voluntaria,  que  hasta  entonces  no  habian  tomado  parte 
en  la  contienda,  y  los  que  pronosticaban  su  mal  éxito,  por  el  des- 
concierto de  sus  operaciones,  concibieron  sobre  ella  las  mejores  es^ 
peranzas. 

Antes  de  moverse  don  Juan  en  dirección  de  Guadix  y  Baza,  co- 
mo se  le  tenia  mandado,  resolvió  proceder  á  la  expugnación  del 
punto  fuerte  de  Gñejar,  á  pocas  leguas  de  Granada,  para  quitarse 
un  estorbo  que  le  podría  embarazar  en  sus  operaciones  ulteriores. 
Dividió  su  fuerza,  que  ascendia  acerca  de  diez  mil  hombres,  en  dos 
trozos,  encargándose  él  del  mando  del  uno,  quedando  el  otro  bajo 
la  dirección  del  duque  de  Sesa.  Cada  una  de  las  dos  divisiones  se 
encaminó  bacía  Güejar  por  distintos  rumbos,  moviéndose  la  del  du- 
que por  el  camino  mas  corto,  y  dando  un  rodeo  la  de  don  luaa, 
para  cortar  la  retirada  á  los  moriscos.  Quedó  el  punto  fuerte  en  po- 
der de  los  cristianos,  después  de  una  corta  resistencia,  y  don  Joan 
regresó  inmediatamente  á  Granada,  para  concluir  sus  preparativos 
de  campafia. 

Salió  don  Juan  de  Granada  á  últimos  de  diciembre  de  1569,  de- 
jando encomendado  el  mando  de  la  ciudad  y  su  distrito  al  duque 
de  Sesa  con  la  mitad  de  la  fuerza,  para  moverse  en  la  dirección  que 
pareciese  conveniente,  según  lo  que  deparase  á  don  Juan  la  suerte 
de  las  armas.  Estaba  Granada  tranquila  y  sin  temores  de  insurrec- 
ción, habiendo  sido  expelidos  de  sus  muros  los  moriscos,  como  ya 
llevamos  dicho.  No  daba  la  vega  indicios  de  moverse,  intimidada 
sin  duda  con  la  suerte  que  habia  cabido  á  los  del  Albaycín,  hallán- 
dose por  otra  parte  aislada  de  los  puntos  de  los  pronunciamientos. 
Quedaba  pues  la  insurrección  circunscripta  á  la  sierra  de  las  AI- 
pujarras,  los  rios  de  Almanzora  y  Almería;  mas  se  hallaba  á  tal 
punto  de  encendimiento  y  exacerbación,  que  se  necesitaba  de  la 
mayor  energía  y  un  tino  consumado  para  darle  término. 

Se  dirigió  á  Guadix ;  de  allí  pasó  á  Baza,  con  objeto  de  empreo* 


CAPITULO  XXXY.  i35 

der  cuanto  mas  antes  el  sitio  del  punto  fuerte  de  Galera,  ya  co- 
menzado por  el  marqués  de  los  Yelez,  mas  llevado  adelante  con  po- 
ca energía,  sea  por  falta  de  gente,  sea  porque  noticioso  de  la  veni- 
da de  don  Juan,  repugnase  ser  instrumento  de  su  fama.  Temia  este 
que  el  primero  levantase  el  cerco  con  su  aproximación,  y  así  suce- 
dió en  efecto,  con  gran  peligro  de  nuestra  gente,  quedando  libres 
de  hacer  sus  correrías  los  moros  de  Galera.  ¡A  tal  punto  habia  las- 
timado al  marqués  de  los  Velez  la  idea  de  servir  á  las  órdenes  de 
don  Juan  de  Austria!  En  vano  trató  este  de  tranquilizarle,  hala- 
gando su  amor  propio  con  las  protestas  mas  afectuosas  de  deferir 
en  un  todo  y  por  todo  á  sus  consejos.  El  marqués  tenia  tomado  su 
partido  de  retirarse  á  su  casa,  y  en  su  entrevista  con  don  Juan,  á 
quien  salió  á  recibir  en  Güescar  con  (odas  sus  tropas  y  pompa  cor- 
respondiente á  tan  alto  personaje,  le  dijo  estas  palabras :  «Yo  soy 
x>el  que  mas  ha  deseado  conocer  de  mí  rey  un  tal  hermano,  y  ¿quién 
»mas  ganará  de  ser  soldado  de  tan  alto  príncipe?  Mas  si  respondo 
vá  lo  que  siempre  profesé ;  irme  quiero  &  mi  casa,  pues  no  convie- 
»ne  á  mi  edad  anciana  haber  de  ser  cabo  de  escuadra»   (1).  El 
marqués  sin  apearse,  después  de  dejar  en  su  casa  á  don  Juan  de 
Austria,  se  partió  á  Yelez  Blanco,  seguido  de  los  caballeros  de  su 
casa,  sin  haber  tomado  mas  parte  en  esta  guerra.  Citamos  este  ras- 
go para  hacer  ver,  que  los  grandes  de  aquel  tiempo  gozaban  toda- 
vía cierta  independencia  desconocida  en  nuestros  dias.  Un  general 
de  ejército,  que  en  tiempo  de  guerra,  y  hallándose  en  campaQa, 
abandonase  hoy  sus  banderas  y  se  marchase  á  su  casa  con  tan  po- 
ca ceremonia,  seria  severamente  castigado.  No  se  sabe  que  Feli- 
pe lí  hubiese  tomado  providencia  alguna  con  el  marqués  de  los 
Yelez,  por  una  acción  que  tenia  todos  los  caracteres  de  un  des- 
aire. 

Volviendo  á  don  Juan  de  Austria,  se  puso  inmediatamente  en  di->* 
reccion  del  fuerte  de  Galera,  cuyo  nombre  se  ^iba  haciendo  célebre 
en  EspaOa.  Era  el  rey  sabedor  de  esta  expedición;  motivo  mas  para 
que  don  Juan  tratase  de  acreditar  lo  acertado  de  su  nombramiento. 
No  se  presentaba  fácil  la  toma  de  Galera,  fortificado  por  la  nafu^ 
raleza  y  por  el  arte,  defendido  por  gente  numerosa,  aguerrida  y 
llena  de  entusiasmo.  Fueron  repelidos  los  primeros  ataques  de  los 
oaestros*  Se  dio  un  primer  asalto  en  que  tuvieron  que  retirarse  con 


(1)    Bkirtado  de  Mendoia.  t.  Pf* 


186  HISTORIA  DE  FEUPB  II. 

bastante  pérdida.  Faeron  mas  desgraciados  ano  ea  el  segando, 
á  pesar  de  que  se  empleó  una  mioa,  que  reventó  á  tiempo,  eos 
grande  estrago  de  los  enemigos.  Mas  hubo  tanto  desorden  por  par- 
te de  los  espafioies,  al  entrarse  por  la  brecha,  y  tal  el  encarniza- 
miento con  que  peleaban  los  moriscos,  que  repelieron  el  asalto,  con 
notable  pérdida  nuestra,  habiendo  tenido  mas  de  cuatrocientos 
muertos,  y  quinientos  heridos,  y  entre  unos  y  otros,  personas  de 
gran  cuenta. 

No  se  desanimó  don  Juan  con  este  desaire  de  sus  armas.  Eocen- 
dido  en  grande  enojo,  mandó  disponer  todo  lo  necesario  para  un 
nuevo  asalto,  construyéndose  para  ello  dos  nuevas  minas,  que  se 
internaron  mas  en  la  población  que  las  pasadas.  Arengó  el  general 
á  los  soldados,  poniéndoles  por  delante  la  mengua  en  que  los  ha- 
blan dejado  los  dos  asaltos  repelidos,  y  la  necesidad  de  volver  por 
su  honor  en  el  tercero.  Se  verificó  este  con  denuedo,  y  por  esta 
vez  quedaron  desagraviadas  y  vengadas  las  armas  castellanas.  Fué 
grande  el  arrojo  y  la  obstinación  con  que  se  defendieron  los  moris- 
cos ;  mas  no  pudieron  resistir  á  la  furia  de  los  nuestros.  Tomóse 
por  asalto  el  pueblo :  no  se  dio  cuartel  á  los  vencidos.  Todos  fueron 
pasados  á  cuchillo  ;  ni  la  edad  ni  el  sexo  sirvieron  de  escudo  con- 
tra la  furia  de  los  vencedores.  El  mismo  don  Juan  hizo  matar  á  su 
presencia  varios  cautivos  por  mano  de  los  alabarderos  de  su  guar* 
dia.  Era  su  proyecto  destruir  á  Galera,  y  sembrar  de  sal  su  terri- 
torio ;  tal  fué  la  frase  que  le  arrancó  la  anterior  desgracia  de  sos 
armas.  La  amenaza  tuvo  su  cumplido  efecto. 

En  seguida  se  trasladó  don  Juan  k  Baza,  desde  donde  envió  un 
destacamento  á  reconocer  el  pueblo  de  Serón  ;  mas  sin  resultado, 
pues  los  nuestros,  temiendo  verse  envueltos  por  los  moriscos,  que 
les  aguardaban  en  terreno  ventajoso,  se  volvieron.  Pasados  dos  dias, 
se  puso  en  movimiento  con  el  mismo  objeto,  otro  de  mas  de  dos 
mil  hombres,  mandados  en  persona  por  don  Juan,  quien  empren- 
dió su  marcha  desde  Gamles,  á  las  nueve  de  la  noche,  dividiendo 
SQ  fuerza  en  dos  columnas,  para  que  diesen  al  mismo  tiempo  vista 
al  pueblo.  Caminó  la  gente  toda  la  noche,  y  á  la  maSana  llegaron  á 
Serón  por  distintos  caminos,  sin  que  los  moriscos  les  saliesen  al 
encuentro.  Sintiéndose,  sin  duda,  inferiores  en  fuerzas,  y  viendo 
que  nadie  iba  en  su  socorro,  abandonaron  el  pueblo,  donde  entra- 
ron los  castellanos  sin  ninguna  resistencia.  Pero  cuando  se  hallaban 
mas  desapercibidos;  entregándose  á  los  desórdenes  de  la  viotoría, 


CAPITULO  XXXV.  487 

saqueando  casas  y  cautivando  moras,  cayeron  inopinadamente  so-* 
bre  el  pueblo  de  Serón  mas  de  seis  mil  moriscos,  qae  venian  de 
Parcbena  y  de  Tijola,  en  socorro  de  la  villa.  Reunidos  estos  con  los 
que  se  retiraban,  acometieron  á  los  nuestros,  que  por  muy  pronto 
que  quisieron  rebacerse,  fueron  victimas  de  su  descuido.  El  co- 
mendador de  Castilla  y  Luis  Quijada,  que  se  bailaban  dentro  de 
Serón,  se  condujeron  en  aquel  apuro  con  serenidad,  y  como  cum- 
plía á  diestros  capitanes ;  ma#  no  pudieron  atajar  la  confusión  ine- 
vitable en  aquel  caso.  Huyeron  muchos  de  los  nuestros  despavorí* 
dos,  llegando  basta  el  punto  de  arrojar  las  armas.  Fueron  pues 
echados  los  nuestros  del  puet^lo  de  Serón,  y  la  derrota  hubiese  sido 
mas  fatal,  si  las  tropas  que  se  hablan  quedado  fuera  del  pueblo,  no 
hubiesen  protegido  á  los  que  huian.  Se  retiró  don  Juan  muy  mor- 
tificado á  Caniles,  y  entre  las  pérdidas  de  aquella  jornada  desgra- 
ciada, tuvo  el  sentimiento  decentar  la  del  ayo  y  maestro  Luis  Qui- 
jada, que  herido  mortalmente  dentro  de  Serón,  falleció  de  allí  á 
pocos  dias  en  Caniles. 

Después  de  haber  permanecido  algunos  dias  don  Juan  en  este 
idojamiento,  á  fin  de  rehacerse,  se  movió  de  nuevo  sobre  Serón, 
del  cual  por  esta  vez  se  apoderó,  sin  que  los  moriscos  se  atreviesen 
á  aguardarle.  Dealli  cayó  sobre  Tijola,  que  expugnó  felizmente, 
tomando  prisioneros  á  los  que  la  defendían.  En  seguida  pasóáPur- 
chena,  á  Ujijar,  á  Santa  Fé  de  Rioja,  sin  que  los  moriscos  en  su 
marcha  le  pusiesen  seria  resistencia.  Huy  poco  después,  se  trasladó 
¿  Andarax,  donde  se  le  reunió  el  duque  de  Sesa,  cuyos  movimien- 
tos seguiremos  ahora  con  la  misma  rapidez  que  los  del  de 
Austria. 

Dejamos  al  duque  de  Sesa  mandando  en  Granada  á  la  salida  de 
don  Juan,  y  á  la  cabeza  de  la  mitad,  sobre  poco  mas  ó  menos,  de 
la  fuerza,  para  moverse  con  ella  adonde  las  circunstancias  lo  indi- 
casen necesario.  Se  puso  efectivamente  en  marcha  con  dirección  á 
la  Alpujarra,  después  de  tomadas  en  Granada  las  disposiciones  ne- 
cesarias. Salió  el  21  de  febrero  de  1570;  se  detuvo  algunos  días 
en  Padnl,  aguardando  que  llegasen  al  campo  víveres  y  toda  la  gen* 
te  que  debiaacompafiarle;  y  para  no  estar  absolutamente  ocioseen 
aquel  punto,  mandó  hacer  correrías  por  las  inmediaciones,  á  fin  de 
aumentar  sus  víveres  y  tomar  lenguas  de  la  tierra.  Allí  supo  que 
se  hallaba  no  muy  lejos  de  él  Aben-Abóo,  cuyo  designio  no  era  im- 
pedirle la  entrada  en  la  Alpujarra,  sino  molestarle  por  la  retaguar« 

Tomo  i.  U 


138  HISTORIA  DB  FELinC  lí. 

dia  é  interceptarle  sqs  convoyes,  á  fio  de  que  se  viese  en  la  pred- 
sion  de  abandonarla.  Después  de  baber  permanecido  el  duque  en 
este  alojamiento  treinta  días,  esperando  siempre  bastimento,  se  mo- 
vió hacia  Albacete  ^e  Orgiva,  donde  trató  de  construir  un  fuerte  á 
fin  de  asegurar  sus  comunicaciones.  Allí  le  aguardaba  Aben-Abóo, 
pero  mas  con  intención  de  incomodarle  y  escaramucearle  que  de 
presentarle  una  batalla,  pues  no  tuvo  efecto  ningún  choque  de  im- 
portancia. Antes  de  partir  de  Orgiva  el  duque,  desbarataron  los 
moros  un  destacamento  fuerte  que  conducia  un  gran  convoy  de  vi* 
veres  al  campo,  quedándose  con  la  parte  de  las  bestias;  y  cómese 
supo  por  uno  de  los  prisioneros  que  Aben-Abóo  esperaba  al  duque 
en  tren  de  pelea  con  mas  de  ocho  mil  hombres  á  la  entrada  de  la 
sierra  de  Porqueira,  tomó  aquel  diferente  dirección  de  la  que  pen- 
saba en  uñ  principio,  moviéndose  hacia  el  Algibe  de  Campuzano, 
donde  se  alojó  la  noche  del  6  de  abril  de  1570,  no  sin  ser  moles- 
tado por  los  moriscos,  que  trataron  de  estorbarle  el  paso,  y  estu- 
vieron tiroteando  nuestro  campamento  la  mayor  parte  de  la  noche. 

Se  movia,  como  se  ve,  el  de  Sesa  lentamente.  En  rigor  no  habla 
hecho  mas  de  tres  jornadas  después  de  su  salida  de  Granada,  veri- 
ficada á  mediados  de  febrero.  Llevaba  en  su  campo  mas  de  diez  mit 
hombres  entre  infantería  y  caballería,  con  doce  piezas  de  campafia. 
Su  plan  era  al  parecer  el  mismo  que  el  de  Aben-Abóo,  á  saber:  el 
de  no  empeñar  ninguna  batalla  decisiva,  sino  interceptarle  víveres 
y  molestarle  de  otro  modo;  pero  hasta  allí  todas  las  ventajas  habian 
estado  por  los  enemigos,  mas  conocedores  del  pais;  y  sobre  todo 
mas  acostumbrados  k  sus  asperezas.  Desde  el  Algibe  de  Campuzá- 
no  se  dirigió  á  Jubiles;  de  aquí  pasó  á  Car  tares,  y  al  dia  siguiente 
se  puso  en  el  pueblo  de  Portugos,  siempre  á  la  vista  de  los  moris- 
cos que  le  embarazaban  y  escaramuceaban,  mas  sin  atreverse  & 
cosas  serías. 

No  estaba,  como  se  ve,  ocioso  Abeú-Abóo  durante  e&tos  tnovl^ 
mientes  del  de  Sesa.  Hombre  activo,  empefiado  tan  seriamente  en 
la  contienda,  trataba  de  sacar  partido  de  su  posición,  dividiendo  su 
gente  y  colocándola  en  los  parajes  que  le  parecían  mas  oportunos, 
sin  atreverse  á  dar  una  batalla  decisiva  por  ser  inferior  en  fuerzas; 
pero  molestando  siempre  al  duque  en  todos  los  parajes  qae  el  ter- 
reno se  le  mostraba  favorable.  También  este  por  su  parte  trataba 
de  hacer  &  los  moriscos  todo  el  daDo  que  podía ,  talando  sos  cam- 
pos, destruyendo  las  mieses,  privándoles  de  sus  provisiones  para 


CAPITULO  XIXY.  439 

caando  padtera  el  pais  proporcion&rselas.  Mas  mientras  tan  solicito 
se  mostraba  eo  correr  las  sierras  para  privar  de  recursos  &  los  ene- 
migos,  se  yeia  él  machas  veces  falto  de  víveres  en  sa  propio  cam* 
po,  siendo  el  atender  ¿  esta  necesidad  uno  de  los  motivos  de  la  len* 
titud  con  que  se  movió  desde  su  salida  de  Granada.  De  Portugos 
traslado  su  campo  á  Ujijar,  adonde  llegó  pasando  por  Jubiles,  sien* 
do  siempre  molestado  en  su  marcha,  como  le  sucedía  en  todas  oca< 
sienes.  Viéndose  aquí  sin  víveres,  envió  á  buscarlos  á  la  Calahorra 
una  fuerte  escolta  de  mas  de  mil  hombres,  mandados  por  el  mar- 
qués de  Favara;  mas  los  moriscos,  aprovechándose  de  las  asperezas 
del  terreno,  les  salieron  al  encuentro  y  los  derrotaron  á  tal  punto, 
que  murieron  aquel  dia  mas  de  ochocientos  de  los  nuestros,  ha-- 
hiendo  además  rescatado  los  moriscos  seiscientas  mujeres  de  su  na- 
ción que  los  nuestros  llevaban  prisioneras.  Sabedor  de  este  fatal 
contratiempo,  se  movió  el  duque  de  Sesa  hacia  Adra,  adonde  llegó 
su  gente  con  gran  necesidad  y  medio  muerta  de  hambre.  De  aquí 
pasó  por  mar  al  fuerte  de  Castilferro,  que  se  rindió  sin  hacer  gran- 
de resistencia;  de  aquí  pasó  otra  vez  á  Adra,  donde  halló  un  aviso 
de  don  Juan  comunicándole  que  deseaba  conferenoiar  con  él  sobre 
asuntos  de  la  guerra.  Tuvo  lugar  la  entrevista  entre  Andarax  y  Verja, 
volviéndose  después  cada  uno  á  su  punto  respectivo,  es  decir,  al 
primero  don  Juan  y  al  segundo  el  duque:  mas  este  tardó  muy  poco 
en  reunirse  con  el  primero  en  los  Padules,  sin  separarse  de  él  hasta 
el  fin  de  la  contienda. 

Como  se  ve,  no  le  cupo  tanta  gloria  al  duque  de  Sesa  en  su  ex- 
pedición como  en  la  suya  á  don  Juan  de  Austria,  que  tomó  á  los 
moriscos  varios  puntos  de  importancia,  habiéndosele  resistido  obs- 
tinadamente algunos,  entre  ellos  los  de  Serón  y  Galera.  Para  ser  su 
primera  campafia,  no  dejó  de  conducirse  con  tino,  y  sobre  todo  con 
arrojo  y  energía.  Se  conoce  que  estaba  penetrado  de  lo  delicado  de 
sa  posición  y  de  la  necesidad  de  manifestará  todos,  y  especialmente 
al  rey  de  EspaDa,  que  no  habia  colocado  mal  su  confianza  y  sus  fa- 
vores. Que  Felipe  quedó  contento  de  los  servicios  de  don  Juan,  apa- 
rece claro  de  la  circunstancia  de  tenerle  destinado  para  un  mando 
de  mucha  importancia  y  de  mayor  gloria,  de  que  daremos  cuenta 
&  su  debido  tiempo.  La  necesidad  de  sacar  á  don  Juan  pronto  de 
Granada  con  este  motivo,  era  uno  de  los  que  asistían  al  rey  de  Es- 
paDa para  desear  la  conclusión  de  la  contienda. 

No  podía  menos  de  fatigar  y  atormentar  á  Felipe  II  una  lucha  eq-^ 


440  fllSTORU  DS  nCLlPB  II. 

caniizada  y  desastrosa,  causa  de  tantos  desórdenes,  excesos  y  ái- 
sioo  de  sangre.  Estaban  por  otra  parle  penetrados  los  moriscos  de 
lo  duro  de  su  situación,  de  lo  infaliblemente  que  corrían  &  su  ruina 
obstinándose  en  la  resistencia.  Separados  por  los  mares  de  sos  cor- 
religionarios de  África,  sin  ningunas  simpatías  en  toda  la  penÍDSo- 
la,  internados  ya  en  los  diferentes  pueblos  de  Andalucía  los  del  M- 
baycin,  cuya  medida  acababa  de  ser  extensiva  á  los  habitantes  de 
la  Yega^  no  quedaba  á  los  moriscos  de  las  Alpujarras  mas  alterna- 
tiva que  emigrar  al  África,  perecer,  ó  darse  á  partido  con  sus  anti- 
guos dueños.  Estaba,  pues,  el  deseo  de  pacificación  y  reducción 
grabado  en  todos  los  ánimos  de  una  y  otra  parte;  y  si  bien  lo  re- 
sistían algunos,  ó  porque  hallasen  ventajas  en  la  guerra,  ó  porque 
el  recuerdo  de  sus  actos  anteriores  les  hiciese  ver  imposible  la  in- 
dulgencia, habían  llegado  las  cosas  á  un  estado  que  hacia  muy  ft- 
ciles  las  negociaciones.  Ya  antes  de  la  salida  de  Granada  de  don 
Juan,  se  daban  pasos  para  obtener  y  allanar  la  reducción  de  los 
alzados,  siguiéndose  trabajando  en  el  mismo  sentido  durante  las  dos 
expediciones.  Se  entablaron  tratos,  ó  por  mejor  decir  se  renovaron 
los  que  hablan  sido  comenzados  entre  personas  influyentes  de  los 
castellanos  y  otras  de  la  misma  categoría  entre  los  moriscos,  con 
quienes  tenían  antiguos  vínculos  de  amistad  ó  relaciones  de  intere- 
ses. El  mismo  presidente  Deza  escribió  con  carácter  anónimo  una 
especie  de  carta  persuasoría,  en  que  hacia  ver  á  los  moriscos  lo  ex- 
traviados que  andaban,  y  la  ruina  infalible  á  que  corrían  persis- 
tiendo en  su  desobediencia  al  rey  de  España,  demostrándoles  con 
pruebas  evidentes  que  se  habían  equivocado  mucho  en  la  interpre- 
tación de  los  pronósticos  con  que  los  habían  embaucado  sos  caudi- 
llos. Al  efecto  que  estos  pasos  producían,  daban  nueva  fuerza  las 
ventajas  que  iba  alcanzando  don  Juan  de  Austria.  Tener  que  dejar 
el  territorio  de  España,  no  podía  menos  de  ser  duro  para  la  gene- 
ralidad de  los  moriscos;  y  el  deseo  de  recuperar  muchas  de  sus  mu* 
jeres  é  hijas  que  habían  quedado  en  poder  de  los  cristianos,  era  un 
nuevo  estimulo  para  hacerios  entraren  vías  de  avenencia.  Daba  por 
su  parte  don  Juan  de  Austria  pasos  con  el  mismo  objeto  por  medio 
de  sus  prisioneros.  En  Ujijar  publicó  un  bando  concediendo  el  per- 
don  á  los  que  se  redujesen  dentro  de  un  plazo  prefijado,  ensanchan- 
do los  limites  de  la  indulgencia,  á  proporción  de  las  armas  ó  cauti- 
vos con  que  se  presentasen.  Se  dejaba  la  vida  á  los  que  lo  hiciesen 
con  solas  sus  personas;  la  vida  sin  esclavitud  &  los  que  trajesen  sn 


CAPÍTULO  XXXV.  441 

escopeta  ú  otra  clase  de  armas.  A  los  que  vínieseD  cod  torcos  cau- 
tivos ó  los  degollaseo,  se  hacían  gracias  particulares  proporciona- 
das á  la  importancia  del  servicio,  y  se  anunciaba  al  mismo  tiempo* 
que  se  usaría  de  todo  el  rigor  de  la  guerra,  sin  indulgencia  ni  mi- 
sericordia, con  los  que  no  se  diesen  á  partido.  No  eran  nada  suaves 
los  términos  del  bando;  pero  todavía  mas  dura  la  condición  á  que 
estaban  reducidos  los  moríscoís. 

Era  el  principal  negociador  por  parte  de  estos  un  tal  Hernando 
el  Habaquí,  hombre  sagaz,  astuto,  de  gran  cuenta  entre  ellos,  con- 
fidente y  una  especie  de  ministro  de  Aben-Abóo,  de  quien  había 
desempeñado  comisiones  y  embajadas  en  varios  puntos  de  África. 
Prestaba  el  Habaquí  oídos  á  las  diversas  proposiciones  que  se  hicie- 
ron por  parte  de  los  castellanos,  y  sin  doblez  accedió  á  la  medida  de 
ia  sumisión ,  por  ser  el  solo  puerto  de  salvación  que  les  quedaba. 
Prometió,  pues,  á  los  castellanos  hacer  todos  sus  esfuerzos  para  que 
se  cumpliesen  los  deseos  de  unos  y  otros,  y  fué  en  efecto  fiel  á  su 
palabra.  No  era  fácil  empresa  hacer  entrar  en  la  medida  á  Aben- 
Abóo,  hombre  duro  y  feroz,  pródigo  de  sangre,  y  nada  mirado  en 
todo  género  de  atrocidades,  á  quien  el  recuerdo  de  sus  actos  ante- 
riores hacía  sumamente  suspicaz,  y  el  título  de  rey  de  que  estaba 
revestido,  orgulloso  en  demasía.  Mas  tuvo  que  ceder  á  la  ley  dura 
de  la  necesidad,  con  tantas  derrotas  en  su  campo,  y  fallidas  sus  es- 
peranzas de  recibir  de  África  los  socorros  poderosos  que  necesitaba. 
A  las  cartas  que  se  le  escribieron  por  los  castellanos,  respondió  en 
términos  de  desear  la  reducción  y  fin  de  aquella  guerra.  En  fin,  se 
llevaron  las  cosas  á  tal  punto,  que  no  faltaba  mas  que  la  reunión  de 
los  comisarios  de  una  y  otra  parte,  para  arreglar  las  condiciones 
del  convenio. 

Se  verificó  esta  en  el  Fondón  de  Andarax,  el  13  de  febrero  de 
1510.  Acudieron  por  parte  de  los  moriscos  entre  otros  el  Habaquí, 
que  llevaba  la  voz  principal  en  el  negocio,  y  un  hermano  de  Aben- 
Abóo  que  llamaban  el  Galipe.  Envió  asimismo  los  suyos  don  Juan 
de  Austria.  Se  quejaron  los  moriscos  en  las  primeras  conferencias 
de  los  atropellos  que  los  habían  obligado  &  ponerse  en  armas  con- 
tra el  rey:  pidieron  entre  otras  cosas  que  no  se  les  obligase  &  dejar 
sus  hogares,  y  que  se  permitiese  la  vuelta  libre  al  África  de  los 
turcos  que  habían  venido  en  su  socorro.  Se  atuvieron  los  castella- 
nos á  los  términos  del  bando  promulgado  por  don  Juan,  y  dijeron 
k  los  moriscos  que  pusiesen  sus  peticiones  por  escrito.  Gomo  estos 


iit  HISTOBIA  DB  FBUPB  U. 

alegaron  que  no  sabían  los  términos  de  hacerlo,  el  mismo  don  Joan 
les  envió  so  secretario  para  extender  la  súplica,  lo  que  se  efectuó  al 
momento.  Muy  pronto  se  allanaron  las  dificultades.  Urgia  mucho 
al  general  espafiol  concluir  este  negocio  antes  que  llegase  el  tiempo 
de  las  mieses:  los  moriscos,  que  se  veian  perdidos,  no  podian  arre- 
drarse por  duras  condiciones.  Sobre  todo  el  Habaquí  sabia  muy  bien 
que  cuanto  mas  solícito  y  celoso  se  mostrase  por  la  obra  de  la  re- 
ducción, tantas  mas  ventajas  personales  le  resultarían.  Así  se  llevó 
el  negocio  adelante  con  la  mayor  rapidez  posible,  y  ya  no  faltaba 
mas  que  la  ceremonia  del  acto  de  rendir  las  armas,  que  se  celebró 
en  los  Padules,  delante  de  don  Juan,  con  toda  la  solemnidad  q&e 
pudo  dársele. 

Se  presentó  delante  del  alojamiento  del  general  en  jefe  el  Habaquí 
seguido  de  varios  personajes  moriscos,  y  de  trescientos  escopeteros 
que  hicieron  una  salva  en  el  acto  de  pararse  á  la  entrada  de  la  tien- 
da. Entró  el  Habaquí  con  los  demás  del  acompaOamiento,  llevando 
en  la  mano  la  espada  y  la  bandera  de  Aben-Abóo,  que  presentó  i 
don  Juan,  poniéndosele  de  rodillas  con  los  otros,  pidiendo  perdoo 
en  nombre  de  los  suyos,  prometiendo  fidelidad  y  sumisión  al  rey, 
á  cuya  merced  y  bondades  se  entregaban.  Al  mismo  tiempo  se  des- 
pojó de  la  propia  espada  el  Habaquí,  haciendo  ademanes  de  entre- 
garla. Estuvo  en  pié  don  Juan  de  Austria  durante  esta  ceremonia, 
y  con  palabras  corteses  mezcladas  de  seria  dignidad,  acogió  en  nom* 
bre  del  rey  la  sumisión  de  los  moriscos,  devolvió  su  alfanje  al  Ha- 
baquí, á  quien  hizo  levantar  con  grande  urbanidad,  prometiéndole 
mercedes  y  recompensas  en  nombre  del  monarca.  El  morisco  y  los 
suyos  se  despidieron  de  don  Juan  con  la  misma  ceremonia  é  igual 
salva  por  parte  de  los  escopeteros,  que  entregaron  sus  armas  en 
el  acto. 

La  obra  de  la  reducción  parecía  definitivamente  concluida,  y  así 
lo  estaba  en  cierto  modo.  Mas  el  Habaquí  no  era  el  representante 
de  todos  los  moriscos,  ni  se  podía  suponer  que  un  pueblo  díscolo 
que  se  hallaba  en  un  estado  de  anarquía  se  sometiese  en  masa, 
porque  fuese  tal  la  opinión  de  la  generalidad,  y  de  los  jefes  princi- 
pales. Hubo,  pues,  muchos  disidentes  entre  los  moriscos:  otros 
que  cambiaron  de  opinión  después  de  consumado  el  rendimiento. 

Fué  uno  de  estos  últimos  el  mismo  Aben-  Abóo;  tan  pesaroso  es* 
taba  de  entregarse  á  la  merced  de  sus  antiguos  dneDos,  sobre  todo 
de  renunciar  al  título  de  rey  que  tanto  había  halagado  su  amor 


CAPITULO  xxxy.  4i3 

propio.  Se  UDia  á  estos  seotimientos  el  de  la  envidia  y  celos  que  ha- 
bla concebido  contra  el  Habaqoí,  quien  perla  parte  activa  que  ha- 
bía tomado  en  la  obra  de  la  redacción,  seria  probablemente  el  que 
llevase  la  mayor  parte  en  las  ganancias.  En  esta  disposición  de 
ánimos  le  cogieron  cartas  de  Argel,  en  que  el  Dey  le  anunciaba  un 
próximo  envío  de  gente,  de  armas,  y  dem&s  pertrechos  necesarios. 
No  fué  preciso  mas  para  que  Aben-Abóo  rompiese  de  nuevo  toda 
negociación  con  los  cristianos,  y  alzase  otra  vez  el  estandarte  de  la 
guerra;  paso  que  hubiese  sido  muy  de  lamentar  si  los  moriscos  no 
estuviesen  tan  cansados  de  la  insurrección,  y  el  crédito  de  este  cau- 
dillo no  hubiese  venido  tan  á  menos. 

Sabedor  de  lo  que  pasaba  el  Habaquí,  se  presentó  en  el  campo 
de  Aben-Abóo,  con  ánimo  de  inspirarle  mejores  sentimientos.  Mas 
cenfiado  en  demasía  por  carácter  ó  por  la  especie  de  favor  que  go- 
zaba con  don  Juan  de  Austria,  no  sabia  que  iba  á  habérselas  con 
un  hombre  rencoroso,  que  le  consideraba  como  rival,  como  mal 
amigo,  tal  vez  como  traidor  á  su  bandera.  Aben-Abóo  hizo  asesi- 
nar al  Haba((uf,  y  dio  parte  de  su  muerte  al  Dey  de  Argel,  como 
un  castigo  de  su  tfpostasía. 

Mas  ni  la  muerte  del  Habaquí,  ni  la  conducta  obstinada  de  Aben« 
Abóo,  detuvieron  ó  paralizaron  la  obra  de  la  reducción,  que  era 
un  acto  consumado.  Por  todas  partes  los  moriscoi;  entregaban  las 
armas  y  se  sometían  á  la  voluntad  del  rey,  por  cuya  disposición 
eran  internados  inmediatamente  por  todo  el  país  de  Andalucía.  ¡A 
tan  duras  condiciones  tuvieron  que  doblarse!  En  vano  se  encendie- 
ron algunas  llamaradas  de  insurrección  en  la  Serranía  de  Ronda, 
que  fueron  pronto  apagadas  por  el  duque  de  Arcos,  á  quien  se  en- 
comendó esta  empresa.  Se  dio  por  tan  concluida  ya  la  contienda, 
que  se  despidió  la  gente  de  guerra  y  se  tomaron  todas  las  medidas 
análogas  al  gobierno  de  un  pais  pacífico,  donde  eran  necesarias 
ciertas  precauciones.  Don  Juan  de  Austria  regresó  á  la  corte,  donde 
fué  recibido  del  rey  con  las  muestras  de  aprecio  que  merecían  sus 
servicios. 

Andaba  errante  mientras  tanto  Aben-Abóo,  convertido  de  rey 
en  fugitivo,  abandonado  de  los  suyos,  seguido  de  unos  pocos,  en 
quienes  tenia  puesta  su  confianza;  mas  no  hay  fidelidad  á  prueba, 
Caando  median  alicientes  de  violarla,  tratándose  sobre  todo  de  hom« 
bres  tales,  como  podían  acompafiar  al  monarca  destronado,  tino  de 
ellos,  en  quien  mas  depositaba  su  confianza,  Monfi,  llamado  el  Se^ 


1 


ill  mSTOBIi  DB  FBLIPB  n. 

díx,  entró  en  inteligencias  con  comisionados  de  las  autoridades  de 
Granada,  ofreciendo  entregar  á  Aben-Abóo,  con  tal  que  le  perdo- 
nasen á  él  con  sas  amigos,  y  les  restitayesen  sus  mujeres  é  hijas 
que  se  hallaban  prisioneras.  No  fué  difícil  dar  oídos  á  propuesta  se< 
mojante;  se  ajustaron  las  condiciones  del  convenio,  en  coya  virtud 
se  apoderaron  el  Senix  y  los  suyos  de  la  persona  de  Aben-Abóo,  y 
le  asesinaron,  no  sin  haber  mediado  una  fuerte  resistencia.  Inme- 
diatamente condujeron  á  Granada  su  cadáver,  colocado  en  una  mu- 
ía, entablillado  debajo  de  los  vestidos,  para  darle  la  actitud  de  qd 
hombre  montado,  á  fin  de  que  fuese  mejor  visto  de  la  muchedum- 
bre. Después  de  verificada  la  entrada  con  toda  la  ceremonia  y  pu* 

m 

blicidad  imaginable,  le  cortaron  la  cabeza,  que  fué  puesta  eo  una 
jaula,  sobre  una  de  las  puertas  de  la  ciudad,  con  la  inscripcioD  si- 
guiente: «Esta  es  la  cabeza  del  traidor  Aben-Abóo:  nadie  la  quite 
80  penado  muerte.» 

Así  concluyó  la  insurrección  y  levantamiento  de  los  moriscos  de 
Granada,  uno  de  los  episodios  mas  lamentables  del  reinado  que 
escribimos.  No  fué  de  larga  dura  la  contienda,  pero  acompasada  de 
todos  los  excesos,  crímenes  y  horrores,  con  que  se  distinguen  estas 
luchas  de  pueblo  á  pueblo,  cuando  están  en  juego  agravios  recibi- 
dos, deseos  vivos  de  venganza,  rivalidades  de  creencias.  Fueron  los 
encuentros  parciales,  infinitos;  pocas  las  batallas  que  merezcan  este 
nombre;  brillante  el  arrojo  personal  de  los  dos  bandos;  escasos  los 
laureles  que  alcanzaron  unos  y  otros.  Que  la  insurrección  fué  eo 
gran  parte  provocada  por  las  máximas  de  intolerancia  que  tanto 
distinguieron  el  gobierno  de  Felipe  II,  es  un  hecho  positivo;  que 
esta  intolerancia,  sobre  todo  en  materias  religiosas,  hallaba  un  eco 
en  los  ánimos  de  sus  subditos,  tampoco  puede  estar  sujeto  á  duda. 
Por  una  parte  se  obligaba  á  los  moriscos  á  abrazar  el  cristianismo; 
por  otra,  causaba  escándalo  y  horror,  el  que  no  se  mostrasen  adic- 
tos á  un  culto  que  se  les  imponía  con  violencia.  Después  de  ser  veja- 
dos en  su  fe,  se  los  atacaba  en  sus  trajes,  en  sus  usos,  y  hasta  en  el 
ejercicio  de  su  lengua.  Guando  un  pueblo  se  halla  en  esta  condición, 
precisamente  tasca  su  freno  con  grandísima  impaciencia,  y  si  una 
vez  llega  á  alzarse,  no  puede  menos  de  ser  espantoso  el  ruido  coo 
que  rompe  sus  cadenas.  Se  confirmó  esta  verdad,  en  los  horrores  y 
atrocidades  que  acompaOaron  el  pronunciamiento  simultáneo  de  to- 
das las  taasde  las  Alpujarras;  siendo  de  notar,  que  fueron  los  pria* 
cipales  objetos  de  su  encarnizamiento,  los  eclesiásticos,  que  los 


cípitulo  xxxy.  145 

obligaban  á  presentarse  en  la  iglesia,  y  los  sacristanes  qoe  llevaban 
cuenta  de  los  qoe  faltaban,  á  fin  de  imponerles  un  castigo.  Sa  lan- 
zaron los  moriscos  á  la  lucha,  ciegos  de  venganza;  los  castellanos 
qoe  iban  contra  ellos,  no  podían  menos  de  imitar  sa  ejemplo.  A  es- 
tas consideraciones  hay  que  aDadir,  que  en  nuestro  campo  faltaban 
mochas  veces  vívereus,  y  que  las  pagas  andaban  muy  escasas.  Asi 
snplia  esta  falta  el  botin,  y  el  cautiverio  de  las  mujeres  é  hijas  de 
los  enemigos,  no  era  pequefio  aliciente  en  esta  guerra,  que  no  po- 
día menos  de  ser  muy  sanguinaria,  por  uba  y  otra  parte.  Fué  un 
mal  que  nuestras  armas  estuviesen  mandadas  al  principio  por  dos 
jefes  independientes  uno  de  otro,  que  no  solo  rivalizaban  en  reputa- 
ción y  fama,  sino  que  veían  las  cosas  de  un  modo  muy  opuesto. 
Algo  se  reparó  este  inal  con  la  ida  de  don  Juan  de  Austria,  y  reti- 
rada del  marqués  de  Mondejar;  mas  aunque  se  habia  dado  al  pri- 
mero la  suprema  dirección  de  los  negocios,  todavía  el  marqués  de 
los  Velez  estaba  en  comunicación  directa  con  la  corte,  de  la  que 
recibía  ínstruciones.  Fué  una  felicidad  la  retirada  de  este  personaje 
de  la  escena,  y  que  se  encomendase,  en  fin,  el  mando  délas  armas 
&un  príncipe  joven ,  alentado,  que  deseaba  adquirir  fama,  y  que 
caminaba  á  su  objeto  por  la  vía  mas  corta.  A  él  se  le  debe  la  con- 
clusión de  esta  guerra  tan  calamitosa.  Quedó  sujeta  la  tierra;  pero 
destruida  y  despoblada  (1),  y  aunque  acudieron  nuevos  colonos  á 
habitarla,  todavía  al  cabo  de  cerca  de  tres  siglos,  se  echan  de  me- 
nos sus  antiguos  moradores.  De  todos  modos,  no  fué  este  el  final 
desenlace  de  un  drama  tan  triste  y  lúgubre.  Nuevas  miserias  aguar- 
daban á  un  pueblo,  cuyo  mayor  crimen  era  el  haber  sido  vencido, 
y  criado  en  creencias  muy  diversas  de  las  desús  vencedores.  (S) 


(1)*  t^alabrat  de  Hurtado  de  If endosa,  t.  i 

(t)  Bs  sabido  que  en  el  reinado  de  Felipe  m  fueron  expelidos  del  reino  y  trasladados  at  IfrioA 
todos  los  moriscos,  en  número  de  seiscientos  mil;  otro  rasgo  de  celo  réUgioto,  qtíe  t\ié  mny  aplan. 
dido  en  su  tiempo,  y  hasta  por  Cervantes,  qaien  puso  por  dos  veces  el  elogio  de  esta  providencia, 
en  la  misma  boca  de  un  morisco  (Hioote).  Yéanae  los  capítulos  UY  y  LXT  de  la  segunda  parte  de 
]Km  Qnyote. 


huí        «11..         ■  I  —  fa 


.^¿^J^ 


Tomo  i.  &^ 


CAPÍTULO  XXXVÍ. 


Asuntos  de  Italia.— Muerte  de  Paulo  IV.— Exaltación  de  Pió  IV. — ídem  de  Pío  V.— 
Anima  este  á  los  principes  cristianos  á  la  guerra  contra  el  turco.-^Maerte  de  Soli- 
mán.—Asciende  Selim  II  al  trono  otomano.— Expedición  de  los  turcos  contra  iaisk 
de  Chipre.— Toma  de  la  plaza  de  Nicosia. — Sitio  de  la  de  Famagosta.— Promueve  d 
Papa  una  nueva  liga  entre  España,  la  república  de  Venecia  y  su  persona. — ^Se  ajas- 
tín  las  condiciones  de  la  liga  en  Roma. — Va  el  cardenal  de  Alejandría  á  Madrid.— 
^Confirma  el  rey  las  disposiciones  del  pontifioe. — ^Nombramiento  de  don  JaaB  deAin- 
tria  por  generalísimo  de  la  liga. -<- Vuelve  este  á  Madrid  de  las  guerras  de  GraaiKia. 
— Se  embarca  en  Barcelona.— Reunión  en  Mesina  denlas  fuerzas  de  la  con&deracioa- 
— Salen  en  busca  de  los  turcos — ^Batalla  de  Lepante  (1).— 1559-1571. 


Gozaba  Italia  de  tranquilidad,  mientra  Francia,  los  Paises-Bigos, 
Escocia  y  aun  Inglaterra,  eran  teatro  de  tantas  turbulencias.  No  se 
hallaban  en  ningún  género  de  mutua  hostilidad  los  di?ersos  estados 
de  aquella  región,  en  que  ejercía  el  rey  de  Espafia  una  influencia 
'  nada  inferior  á  la  que  habia  alcanzado  Garlos  V.  Sefior  de  Ñápeles, 
de  Sicilia  y  del  Milanesado,  unido  por  relaciones  de  familia  con  Oe* 
tavio,  duque  de  Parma,  protector  de  los  duques  de  Florencia,  alia- 
do antiguo  de  la  república  de  Genova,  donde  los  Dorias  se  hallaban 
en  la  clase  de  sus  primeros  servidores,  se  podia  casi  considerar,  ex- 
ceptuando á  Venecia  y  los  Estados  pontificios,  como  el  monarca  ^ 
arbitro  de  Italia.  Conservaba  buena  armonía  con  aquella  república, 
tan  ocupada  á  la  sazón  en  sus  guerras  con  los  turcos.  En  cuaato  i 

U)  Cabrera,  Herrera,  Ferreraa,  Vanderhammen,  eq  üi^  Vida  de  don  loan  de  Aoatfte  y  otros. 


1 


k»  Estados  poBlücm,  ya  se  ha  vigío  eoo  oaánla  gloría  de  sos  ar* 
mas  habia  ajustado  é  masbiea  concedido  paces  al  papa  Faulo  IV. 
Mttrid  este  fogosa  pontífice,  antes  eoemígo  encarnizado,  tanto  de 
Garlos  V  como  de  SQ  bijo«  á  mediados  del  afio  1559.  Duró  muy 
poQO  el  GÓDclaTe  reunido  para  elegirle  sucesor,  y  en  octubre  del 
mimQO  afio  fué  eialtado  á  k  olla  pontificia  el  cardenal  Ángel  de 
Mediéis,  que  con  el  nMihre  ée  Pío  lY  gobernó  la  Iglesia.  No  se 
mostró  este  poatifice  enemigo  de  Felipe  II  como  lo  habia  sido  su 
predecesor,  puesto  que  á  la  mayoría  de  los  votos  de  la  parcialidad 
del  ley  era  deudor  de  su  alio  puesto.  Baje  los  auspicios  de  este  pa* 
pa  se  eelebrft.  por  los  afios  de  1562  y  1563  el  segundo  concilio  de 
Trente,  ó  mas  bien  la  centinuacton  del  primero,  tan  ardientemente 
solicitada  por  el  rey  de  EspaQa,  á  quien  el  estado  de  las  nuevas 
sectas  religiosas  en  Europa  cansaba  tal  yez  mas  inquietud  que  er 
mismo  Papa.  De  lo  actuado  en  este  concilio  hemos  dado  una  su- 
cinta relaciODr  en  su  delHdo  tiempo.  También  se  hizo  mención  del 
puesto  preferente  que  con  este  motivo  se  dio  á  los  embajadores  de 
Francia  sobre  los  de  Espafia,  siendo  notable  esta  particularidad  para 
hacer  ver  el  celo  que  animaba  al  rey  católico  en  la  celebración  del 
conciKo;  pues  á  pesar  de  un  desaire  tan  depresivo  de  su  dignidad, 
no  se  mostró  menos  activo  en  mandar  la  pronta  ejecución  de  lo  de- 
terminado y  decidido  por  sus  padres.  No  entraremos  en  mas  por- 
menores sobre  Pió  IV,  que  murió  en  el  afio  de  1566,  después  de 
siete  afios  de  reinado.   Tardó  muy  poco  en  ser  elevado  á  la  silla 
pontificia  el  cardenal  de  Alejandría  Miguel  Ghisleri,  fraile  dominico, 
que  tomó  &  su  exaltación  el  nombre  de  Pió  V,  tan  famoso  en  la  his- 
toria de  aquel  tiempo,  como  en  los  anales  del  pontificado.  Fué  este 
Papa  de  carácter  duro,  intolerante  en  cuanto  decia  relación  álás 
prerogativas  de  la  Iglesia.  Con  el  rey  de  Espafia  mantuvo  buena 
inteligencia,  &  pesar  ^^  <iue  habiéndose  suscitado  de  nuevo  en  Ro- 
ma h  cuestión  de  precedencia  entre  los  embajadores  de  Espafia  y 
Francia,  se  decidió  en  favor  de  esta  última  potencia,  sin  duda  por- 
qae  irritado  su  rey,  no  resultase  perjuicio  á  la  religión  católica  tan 
amenazada  en  sus  estados.  Sufrió  el  desaire  el  de  Espafia,  sin  to- 
mar otra  satisfacción  que  mandar  á  su  embajador  se  presentase  á  la 
audiencia  del  Papa  en  distintos  dias  que  el  de  Francia. 

Se  distinguió  sobremanera  el  papa  Pió  Y  por  su  celo  eo  armar 
los  príncipes  do  la  cristiandad  contra  las  fuerzas  de  los  turcos,  no 
menos  temibles  sobre  el  mar  que  por  sus  ejércitos  de  tierra.  Mara^ 


118  H18T01IÁ  DI  FBUn  IL  ^ 

YÍlla  causa,  y  es  nn  doda  üdo  de  loe  grandes  feDÓmeDOs  de  la  \¡t^ 
toria  moderoa,  asi  como  el  descrédito  de  Earopa,  el  qoe  aa  paebl5 
salido  poco  mas  de  dos  siglos  antes  délas  faldas  del  Cfciica- 
so ,  hubiese  llegado  al  pnnto  de  ser  objeto  de  terror  para  tan- 
tas naciones  poderosas.  Si  sns  cooqaistas  por  tierra  admiran  por 
so  rapidez  y  sucesión  no  interrumpida,  asombra  cómo  se  hicieíOQ  ' 
tan  pronto  con  fuerzas  navales  para  ser  una  potencia  marítima, 
acaso  la  primera  del  Mediterráneo.  Ya  el  conquistador  de  Constan- 
tinopla  habia  hecho  excursiones  en  varias  islas  del  Archipiélago,  y 
llevado  sus  medias  lunas  victoriosas  á  las  mismas  costas  de  Ñapó- 
les, asolada  en  varias  partes  con  sus  desembarcos.  iSobre  bajeles 
condujo  Selim  I  la  mayor  parte  de  las  tropas  que  le  conquistaron 
el  Egipto.  Ya  hemos  hablado  de  las  importantes  adquisiciones  que 
hizo  Solimán  el  Magnf6co,  de  varios  puntos  importantes  del  Medi- 
terráneo de  su  toma  de  Rodas,  de  los  diversos  desembarcos  eo  las 
costas  de  Ñapóles,  de  Menorca,  de  Córcega,  de  la  Morea,  bajo  la 
dirección  de  sus  capitanes  y  los  famosos  Barboroja  y  Dragut,  que 
obraban  en  todo  bajo  sus  auspicios.  Si  las  armas  de  este  célebre 
conquistador  retrocedieron  delante  de  Malta,  se  podia  pensar  que  de 
un  momento  á  otro  volviesen  con  fuerzas  formidables.  Temia  esto 
sin  duda  el  papa  Pió  V,  cuando  envió  al  gran  maestre  de  la  orden 
de  Malta,  La  Valette,  un  gran  socorro  de  hombres  y  dinero  para 
la  construcción  de  la  nueva  fortaleza.  Por  sus  consejos  se  animé  el 
rey  de  EspaOa  á  enviar  considerables  refuerzos  á  las  diversas  goar- 
niciones  de  las  costas  de  África. 

Termino  el  miedo  de  una  nueva  invasión  en  Malta  con  la  muerte 
de  SoKman  (1)  en  el  sitio  de  Szigheth,  plaza  fuerte  de  Hungría,  en 
el  aOo  de  1666;  mas  aunque  su  sucesor  Selim  II  le  era  muy  infe- 
rior en  capacidad  y  en  ambición,  no  daba  muestras  de  dejar  oseo- 
recerse  bajo  su  dominio  la  gloria  esclarecida  de  los  otomanos.  Con- 
servaba el  imperio  toda  su  grandeza,  y  las  mismas  disposiciones 
que  su  predecesor  anunciaba  el  nuevo  sultán,  de  ensanchar  mas  y 
mas  los  límites  de  su  poder  marítimo.  Habia  comenzado  con  una 


(1)  AlgoDos,  Y  eDtre  ellos  el  príncipe  Demetrio  Gantemiro,  en  so  HIsUmís  de  Um  empendom 
turóos  otomanos,  dan  á  este  saltan  el  nombre  de  Solimán  I  y  no  11.  Mas  es  un  becbo  que  Sottmaa, 
bljo  primogénito  de  Bayaceto  I,  prisionero  en  la  batalla  de  Áocyra,  reinó  después  de  esia  ocur» 
renda  sobre  una  gran  parte  de  los  dominios  de  su  padre,  aunqoe  no  recogió  toda  la  snceáos, 
qne  le  fué  dbputads  por  su  bermano  Mouza.  Tal  ves  por  la  circunHtancia  de  esta  guerra  chfl, 
ó  porque  Solimán  no  recibió  U  investidora  solemne  del  titulo  de  sultán,  dejan  algunos  de  indnirle 
en  el  catálogo  de  los  emperadores;  mas  otros  le  reconocen  como  tal,  llamando  Solimán  II  al  mea- 
donado  en  esta  biatpriat 


tlAPITULO  XXXVl.  449 

expedición  sobre  la  isla  de  Chipre,  en  posesión  entonces  de  los  ve- 
necianos. La  mandaba  Piali  al  frente  de  ciento  y  sesenta  galeras, 
cincuenta  galeotas,  ochenta  bajeles  de  carga,  qae  llevaban  á  bor- 
do cincuenta  mil  infantes  á  sueldo,  entre  ellos  siete  mil  genízaros, 
y  otros  treinta  mil  turcos  de  milicias  ordinarias.  En  julio  de  1570 
llegó  la  expedición  á  Chipre,  y  el  ejército  turco  se  presentó  delante 
de  los  muros  de  Nicosia,  plaza  poco  fuerte,  defendida  por  mil  qui- 
nientos italianos  á  sueldo,  tres  mil  cipriotas,  dos  mil  y  seiscientos 
vecinos  del  pueblo,  y  mil  y  quinientos  soldados  pagados  de  los  al- 
rededores. Fueron  furiosas  las  embestidas  de  los  turcos.  A  las  cua- 
renta y  ocho  horas  de  sitio  ya  hablan  dado  cuatro  asaltos,  siendo  el 
resultado  del  último  la  toma  de  la  plaza.  Dieron  los  turcos  muerte 
á  los  italianos  y  cipriotas  nobles,  á  treinta  mil  del  vulgo,  é  hicieron 
veinte  mil  cautivos,  después  de  haber  entrado  la  ciudad  &  saco  y 
cometido  todos  los  horrores  propios  de  tropas  tan  feroces. 

Mientras  los  turcos  después  de  tomar  la  plaza  de  Nicosia  se  pre- 
paraban al  sitio  de  la  de  Famagosta,  salieron  los  venecianos  de  las 
costas  de  Dalmacia,  y  llegaron  á  Curfú,  donde  se  les  unió  Juan 
Andrés  Doria  con  sus  galeras  y  las  del  rey  de  Espafia,  llevando  en 
ellas  cinco  mil  espafioles  y  dos  mil  italianos,  provistos  abundan- 
temente de  víveres  y  de  municiones.  También  se  incorporaron  en 
la  expedición  algunas  galeras  del  pontífice,  mandadas  por  Marco 
Antonio  Colonna.  Salió  de  Corfú  la  escuadra  combinada,  y  en  agosto 
de  1510  llegó  á  la  isla  de  Candía,  posesión  asimismo  de  los  vene- 
cianos. Allí  supieron  la  toma  de  Nicosia  por  los  turcos,  y  con  este 
motivo  se  propuso  en  el  Consejo  que  saliesen  en  busca  de  la  escua- 
dra enemiga,  para  poner  en  salvo  los  intereses  de  aquella  isla  tan 
amenazada.  Igual  resolución  tomaron  los  turcos  de  salir  al  encuen- 
tro de  la  escuadra  combinada;  mas  sea  por  la  poca  voluntad  con 
que  obraban  unos  y  otros,  sea  por  desavenencias  de  los  jefes,  ó  por 
los  estragos  que  hacia  la  peste  en  la  gente  de  ambos  bandos^  llegó 
el  invierno  sin  ocurrir  encuentro  alguno  entre  los  cristianos  y  los 
turcos.  Se  retiró  Piali  con  su  armada  á  Constantinopla,  después  de 
dejar  en  Chipre  todos  los  aprestos  para  el  sitio  de  Famagosta,  y  los 
de  la  escuadra  combinada  volvieron  á  sus  puertos. 

Existia,  pues,  una  alianza  de  hecho  entre  el  rey  de  Espafia,  el 
pontífice  y  la  república  de  Yenecia  contra  el  turco.  Mas  no  estaba 
cimentada  esta  unión  en  capitulaciones  expresas,  ni  hasta  entonces 
babian  obrado  las  tres  naciones  con  todo  el  vigor  correspondiente. 


159  HISTORIA  D«  FBLIPB  II. 

Era  iDmíDeDte  el  peligro  qae  amenazaba  á  la  eristíaDdad,  y  llegado 
el  caso  de  imponer  de  ana  vez  á  los  turcos  con  un  armamento  formi- 
dable. Cupo  la  gloria  de  dar  el  primer  impulso  para  esta  grande  obra 
al  papa  Pió  V.  A  sus  ruegos  se  reunieron  en  Roma  los  comisarios 
de  la  liga,  y  á  presencia  del  pontífice  les  espuso  en  un  consistorio 
el  cardenal  Granvella,  los  motivos  poderosos  que  debian  animar  á 
los  príncipes  cristianos  para  armarse  nuevamente  contra  el  torco. 
Hizo  aquel  cardenal,  como  hombre  h&bil  y  diestro  en  la  elocueDcia, 
una  pintura  vivísima  de  los  males  y  desastres  que  habia  hecho  su- 
frir h  todos  los  pueblos  de  la  cristiandad  aquella  nación  tan  feroz, 
enemiga  de  Dios  y  de  la  Iglesia.  Enumeró  sus  rápidas  conquistas 
por  tierra,  sus  atrocidades,  de  que  habia  sido  víctima  la  misma  ge- 
neración de  entonces;  y  por  todas  estas  causas,  manifestó  que  era 
ya  OB  deber  hacia  Dios  y  hacia  los  hombres,  poner  para  siempre 
un  dique  á  tal  torrente  de  calamidades.  Concluia  su  arenga  expo- 
niendo al  Papa  el  servicio  insigne  que  aguardaba  la  religión  de  so 
I»edad,  poniéndose  al  frente  de  una  liga  de  príncipes  para  obrar  de 
concierto  en  una  expedición  tan  santa. 

Respondió,  el  pontífice  alabando  el  celo  del  cardenal  Granvella,  y 
declarando  su  resolución  de  ser  el  primero  en  dar  impulso  á  too 
gloriosa  empresa.  Deploró  lo  mismo  que  el  prelado  las  calamida- 
des sufridas  por  la  ambición  y  ferocidad  de  los  infieles;  pero  para 
animar  mas  el  valor  y  celo  de  los  principes  cristianos,  hizo  mención 
de  las  victorias  que  estos  hablan  obtenido  sobre  las  armas  de  los 
otomanos,  entre  los  que  tanto  se  hablan  distinguido  el  rey  de  Polo- 
nia Uladislao,  los  de  Hungría,  Juan  de  Huniades  y  Matías  Corvi- 
no (1),  el  famoso  Scanderberg,  y  sobre  todo  los  caballeros  de  SaD 
Juan  en  la  defensa  de  su  isla. 

A  pesar  de  la  poca  armonía  que  animaba  á  los  comisarios^  de  las 
pretensiones  exclusivas  dé  las  potencias  de  que  dependían,  logró  el 
Papa  que  viniesen  ¿  un  definitivo  arreglo  y  continuasen  la  liga  bajo 
determinadas  condiciones.  Fué  el  mismo  pontífice  quien  las  propu- 
so, no  queriendo  adelantarse  los  enviados  del  rey  de  EspaOa,  por 
ser  la  república  de  Yenecia  la  principal  interesada  en  la  liga,  ni 
los  de  esta  última  potencia  porque  no  pareciese  que  se  humillaban 
ante  el  rey  católico.  Por  fin  se  convinieron  en  aprestar  entre  todos 
doscientas  galeras,  cien  naves,  cincuenta  mil  hombres  de  infante- 


(1)  El  primero  de  estog  dos,  padre  del  sef  ando,  no  fa6  rer  sll)len  cfobemd  á  Hanf^ia  rsTestido  4 A 
poder  supremo. 


CAPITULO  XXXVI.  4S1 

ría  y  cuatro  mil  caballoB.  Nombraron  los  veMoíanéB  porgoDeralde 
sos  fuerzas  á  Jerónimo  Zasse;  el  pontífice  á  Maroo  Antonio  Golenna, 
y  el  rey  de  EapaDa  á  su  hermano  don  Juan  de  Austria.  Mas  como 
era  preciso  que  un  jefe  supremo  tuviese  la  dirección  de  la  escuadra 
combinada,  se  suscitó  un  altercado  entre  los  comisarios  de  Venecia 
y  los  del  rey  de  EspaSa,  alegando  los  primeros  que  tocaba  hacer 
este  nombramiento  á  ia  república,  por  ser  la  guerra  publicada  con* 
tra  ellos,  y  los  segundos  que  perteneda  al  rey  católico  por  su  alta 
dignidad,  y  ser  el  que  con  mas  fuerzas  acudía.  Compuso  el  ponlí* 
fice  la  diferencia,  y  quedó  nombrado  don  Juan  de  Austria  genera^ 
lísimo  de  la  liga,  debiendo  de  obrar  en  clase  de  su  segundo  Maroo 
Antonio  Colonna,  jefe  de  las  fuerzas  del  pontífice. 

Se  extendió  con  toda  formalidad  el  tratado  de  la  liga  perpétot 
contra  el  turco  y  los  Deyes  tributarios  de  Argel,  Túnez  y  Trípoli. 
Se  redujeron  los  artículos  principales,  prescindiendo  del  contingente 
de  ia  fuerza  que  cada  estado  debia  aprontar,  ¿  los  siguientes:  Que 
estuviesen  los  generales  con  sus  armadas  á  fines  de  marzo  ó  de  abril 
del  afto  1571  en  los  mares  de  Levante;  y  en  caso  de  atacar  el  tur- 
co  alguna  de  las  tres  potencias  coligadas,  enviase  la  liga  auxilio  su* 
fidente»  ó  fuesen  todos  si  era  necesario:  que  se  presentasen  en  Ro- 
ma los  embajadores  de  la  liga  por  otoSo,  para  deliberar  el  plan  de 
campaDa  para  la  primavera  siguiente;  que  pagase  el  pontífice  tres 
mil  infantes,  doscientos  setenta  caballos  y  doce  galeras.  De  lo  res*- 
tante  debia  pagar  el  rey  católico  tres  quintos,  y  los  otros  dos  los 
▼enecianos:  que  diese  la  república  al  pontífice  las  galeras  armadas 
y  artilladas,  pagándolas  á  dinero  ó  restituyéndolas  en  el  mismo  esh 
tedo  en  que  fuesen  entregadas:  que  cada  una  de  las  partes  contra- 
tantes presentase  en  campafia  la  mayor  fuerza  disponible,  resar- 
ciéndose de  lo  que  escediese  al  contingente  señalado:  que  se  com- 
prasen los  víveres  donde  mas  abundasen  en  los  estados  de  los  con- 
federados, sin  que  pudiesen  los  seDores  hacer  exportaciones,  á  ex- 
mpcion  del  rey  para  Malta,  la  Goleta  y  sus  armadas.  En  caso  de 
DO  hacerse  la  campafia  y  fuese  atacado  el  rey  ó  la  república  por  la 
faerza  de  los  turcos,  que  acudiese  el  otro  con  cincuenta  galeras  de 
gocorro.  Si  el  rey  hiciese  alguna  expedición  sobre  Argel,  Túnez  y 
Trípoli,  ó  la  república  sobre  las  fortalezas  del  mar  Adriático,  ^ue 
le  ayudase  el  otro  con  cincuenta  galeras,  debiendo  tener  lapreferen- 
eia  el  rey  de  Espafia,  en  caso  de  obrar  en  el  término  de  un  aDo.  Si 
/u6se  atacado  el  pontífice,  que  se  presentasen  con  todas  sus  fuerraa 


152  HISTORIA  DE  FELIPX  lí. 

los  confederados.  Debía  ejecutar  el  geDeralisimo  de  la  lig^  lo  que 
votasen  los  generales  del  pontífice,  del  rey  ó  de  la  república.  No  po- 
día osar  el  generalísimo  de  estandarte  propio,  ni  tomar  otro  nom- 
bre qae  el  de  general  de  la  liga.  Debía  darse  honradísimo  lugar  al 
emperador  ó  á  los  reyes  de  Francia  ó  de  Portugal,  y  á  las  fuerzas 
con  que  cada  uno  contribuyese  para  aumentar  las  de  la  liga:  que 
procurase  el  pontífice  hacer  entrar  en  ella  al  rey  de  Polonia  y  de- 
más príncipes  cristianos:  que  fuese  el  pontífice  juez  en  cualquiera 
diferencia  que  se  suscitase  entre  los  confederados:  que  ninguno  de 
ellos  hiciese  paces  con  los  turcos  sin  participación  y  consentimiento 
de  los  otros. 

Después  de  ajustarse  con  toda  solemnidad  el  tratado  de  la  liga, 
envió  Pío  Y  á  su  sobrino  Fray  Miguel  Bonelo,  cardenal  de  Alejan- 
dría, en  clase  de  legado,  á  los  demás  príncipes  de  la  cristiandad, 
exhortándoles  en  nombre  de  la  fé  cristiana  á  participar  de  las  glo- 
rias de  que  se  iban  á  cubrir  las  tropas  de  la  liga.  Después  de  haber 
cumplido  con  esta  misión  por  Italia  y  Francia,  se  trasladó  á  Espafia 
á  presentarse  al  rey  católico,  para  quien  llevaba  encargo  especial 
de  parle  del  pontífice. 

Fué  recibido  el  legado  en  BspaQa  con  todas  las  demostraciones 
posibles  de  obsequio  y  de  respeto.  Encontró  en  Barcelona  al  carde- 
nal de  Espinosa  y  á  don  Fernando  de  Borja,  hermano  del  duque  de 
Gandía,  quienes  le  aguardaban  de  orden  del  rey,  para  acompañarle 
hasta  la  corte.  Salió  el  monarca  á  recibirle  fuera  de  las  puertas  de 
Madrid,  donde  entraron  juntos,  acompañados  y  seguidos  de  los  prin- 
cipales personajes,  entre  los  que  se  hallaba  don  Juan  de  Austria, 
ya  de  regreso  de  Granada.  Se  mostró  muy  inclinado  el  rey  de  Es- 
pafia á  favorecer  en  un  todo  las  miras  del  pontífice.  Confirmó  por 
su  parte  todos  los  artículos  del  tratado  de  la  liga,  y  de  que  estaba 
ya  bien  informado.  En  medio  de  tantas  atenciones  como  entonces  le 
rodeaban,  había  tomado  sus  disposiciones  y  hecho  sus  preparativos 
como  convenia  á  quien  iba  á  representar  el  principal  papel  en  tre  las 
potencias  coligadas.  Había  puesto  de  vírey  de  Sicilia  al  marqués  de 
Pescara,  y  conferido  el  mando  del  mar  á  don  Luis  de  Requesens, 
mientras  el  príncipe  llegaba.  Galeras,  víveres,  muojciones,  armas, 
pertrechos,  todo  se  estaba  acopiando  para  una  expedición,  la  mas 
importante  que  hasta  entonces  habían  presenciado  aquellos  mares. 

Arregló  al  mismo  tiempo  el  legado  del  Papa  con  el  rey  otros 
Iksuntos  de  orden  inferior,  mas  que  interesaban  también  mucho  | 


GAPmiLO  xxxyi.  158 

Pío  y.  Acababa  este  de  dar  el  título  de  grao  doqae  de  Toscaua  á 
C!osme,  doqae  de  Florencia,  sin  la  participaciOQ  del  rey  de  EspaDa, 
quien  do  se  manifestó  irritado  por  una  concesión  que  nada  le  per- 
judicaba. Asimismo  solicitó  el  pontífice  que  se  hiciesen  observar  en 
los  reinos  de  Sicilia  y  Ñapóles  algunas  disposiciones  del  concilio  de 
Trente,  y  cuya  observancia  descuidaban  las  autoridades  de  los  dos 
países.  Tampoco  esto  fué  oido  con  desagrado  por  el  rey  de  Espalia, 
para  quien  eran  las  decisiones  del  concilio  de  Tredto,  tan  respeta- 
bles y  sagradas. 

No  pudo  entrar  en  esta  liga  contra  el  turco  el  emperador  Maxi- 
miliano, por  falta  de  bajeles:  tampoco  el  rey  de  Francia;  tal  vez 
por  el  recuerdo  de  las  antiguas  alianzas  con  la  Puerta,  ó  por  no  to- 
mar parte  en  una  empresa,  donde  se  reconocía  por  jefe  y  capitán  á 
una  persona  de  la  casa  de  Austria.  Se  redujo,  pues,  la  confedera- 
ción al  pontífice,  á  la  república  de  Yenecia  y  al  rey  católico,  cuya 
cooperación  debía  ser  la  mas  eficaz,  por  ser  también  mucho  mas 
considerable  la  potencia.  También  confirmó  el  rey  muy  gustoso  la 
elección  que  se  había  hecho  de  generalísimo  de  la  liga  en  la  perso- 
na de  su  hermano  don  Juan,  quien  después  de  recibir  las  órdenes 
del  rey,  tomó  el  camino  de  Barcelona  y  se  embarcó  en  seguida  para 
Genova*  Salió  de  aquí  para  Ñápeles,  y  después  para  el  puerto  de 
Mesina,  en  Sicilia,  punto  designado  de  reunión  de  las  fuerzas  com- 
binadas. Llevaba  consigo  ochenta  galeras,  veinte  y  dos  navios  con 
veinte  y  un  mil  hombres  de  infantería,  abundantemente  provistos 
de  artillería,  municiones,  víveres  y  toda  especie  de  pertrechos  mi- 
litares. Además  de  los  jefes  j^vficiales  que  tenian  mando  efectivo, 
tanto  en  la  escuadra  como  en  el  ejército,  se  embarcaron  con  el  ge- 
neralísimo muchos  clballeros  de  distinción,  que  en  calidad  de  sim- 
ples aventureros,  quisieron  tomar  parte  en  una  expedición  sobre  la 
que  estaban  fijos  los  ojos  de  la  Europa  entera. 

Llegó  don  Juan  á  la  vista  de  Mesina  en  agosto  de  1511,  y  antes 
de  desembarcar  celebró  á  bordo  de  su  capitana  un  consejo  de  guer- 
ra, al  que  asistieron  los  principales  jefes  de  las  fuerzas  combina- 
das. Allí  les  manifestó  las  instrucciones  del  rey  católico,  decidido  á 
que  se  buscase  á  la  escuadra  otomana,  y  se  pelease  á  toda  costa 
contra  los  enemigos  de  la  cristiandad  que  constantemente  amenaza- 
jban  á  las  potencias  del  Mediterráneo.  Al  mismo  tiempo  les  maní-** 
festó  su  propia  determinación  de  cumplir  en  un  todo  con  las  órde^ 
nes  del  rey,  exponiéndose  el  primero  á  todos  los  peligros  de  la 

Toxo  I.  ^8 


4S4  HISTOIUl  BI  fBUPl  II. 

empresa.  Faé  oída  saareDga  con  graDdísiino  entomstiiO)  y  desde 
aquel  momeDto  se  tomaron  (odas  las  disposicioDel  neceaiirias,  put 
salir  en  busca  de  los  turcos. 

En  el  verano  de  aquel  aOo  se  habían  apoderado  estos  de  Faaar 
gosta,  en  Chipre,  segunda  conquista  que  hacian  ks  armas  de  Se- 
]¡m  II.  Había  opuesto  la  plaza  una  fuerte  reñsteneia;  isas  reducida 
á  los  últimos  apuros,  se  vio  en  precisión  de  rendirse^  conce^eadt 
el  fencedor  k  IoieT  vecinos  las  vidas,  los  vestidos,  sus  armas  y  bui« 
deras,  con  algunos  buques  para  trasladarse  á  la  isla  de  €asAa.  Mas 
los  generales  turcos  cometieron,  4  pesar  de  esée  convenio^  madias 
crueldades  en  los  principales  personajes,  á  quienes  hícim)n  morir, 
en  medio  de  tormentos.  De$eiiibara2ados  de  este  negeoio  qoe  tanlo 
les  interesaba,  continuaron  sus  correrías  sobre  el  mar,  y  auA  trar 
taron  de  apoderarse  de  la  isla  de  Corfú;  mas  fueron  repetides  coa 
notable  pérdida^  y  obligados  á  abandonar  por  estonces  dkha  em- 
presa. ^ 

Mientras  tanto  terminaban  los  preparativos  de  la  escuadra  com^ 
binada,  reuniendo  cada  estado  su  respectivo  contingente.  Aprontaran 
los  venedanos  ochenta  galeras  k  las  órdeiies  de  Sebastiaa  Venieroy 
el  proveedor  Barbárigo.  Llegó  con  doce  de  Genova  Joan  Andrés  D^ 
ría,  y  al  mismo  número  ascendían  las  del  pontífice  al  nando  de  Ge^ 
lonna.  Poco  después  aportó  don  Alvaro  Bacán,  ya  irarqués  de  Santa 
Cruz,  con  otras  treinta.  Era  maestre  de  campo  general  Ascaaíe  de 
la  Cerne;  general  de  las  tropas  italianas  el  conde  de  Santa  Flor^  y 
Gabriel  Serveloni  de  la  infantería.  Mas  k  pesar  de  tantas  foernsre^ 
unidas,  todavía  no  se  oomponia  la  expedkíon  de  todas  laa  que  se 
habían  contratado. 

No  eran  muchas  las  tropas  del  pontífice;  mas  nn^  «sta  falta  el 
nombre  y  la  autoridad  del  jefe  de  la  Iglesia.  Desuéldense  presentó 
en  el  campo  en  clase  de  legado  monseñor  Odescalcfaf «  exhortando  á 
la  pelea,  animando  en  nombre  del  Papa  k  los  valientes  qtte  oonour- 
rian  á  tan  santa  empresa.  Les  habió  de  revelaciones  de  Mos,  eo  qot 
les  prometía  la  víctoría,  y  presentó  profecías  de  san  Isidro  relativas 
á  lo  que  entonces  se  estaba  proyectando.  Se  ordenó  en  todo  el  cam* 
po  01  ayune  de  tres  días,  y  las  tropas  eonfesaaron  y  comulgaron, 
habiendo  además  recibido  indulgencias  en  los  mismos  términos  qie 
las  concedidas  á  los  que  habían  conquistado  el  santo  sepulcro  alg«« 
nos  siglos  antes. 

Preparado  y  listo  todo,  celebró  don  Juan  otro  coRsejo  de  go«rra, 


.  m  los  míBiiios  táraniios  qtie  el  aoterkir^  sobre  el  plan  de  las  opera* 
eiones.  Fwferoo  algunos  de  op»ioD  que  la  escuadra  se  atuviese  á  la 
ásfensifn»  esperando  que  los  turiws  los  buscasen;  mas  don  Juan, 
insistiendo  fiempre  en  su  primera  determinación,  y  apoyado  en  las 
órdenes  del  rey,  se  deddió  por  la  ofeasiya;  idea  que  al  fin  fué  apo- 
yada por  todos  los  jefes  del  ^ército. 

Salió  la  expedición  de  Mesina  el  1 S  de  setiembre  dul  raismo  aBó 
(1S71),  y  el  legado  del  Papa,  colocado  en  el  punto  mas  prominente 
del  pterto,  echaba  su  bendición  sobre  cada  buque  conforme  iban 
desfilando.  LlcTaba  la  mnguardia  Juan  Andrés  Doria  con  cincuenta 
y  cuatro  galeras,  y  orden  de  ocupi^  el  ala  derecha  en  caso  de  com- 
bate. 8e  componía  su  división  de  siete  galeras  de  Ñapóles,  diez  de 
Genova  pagadas  por  el  rey,  y  otras  dos  del  mismo  estado  al  sueldo 
de  Doria:  dos  del  pontífice,  veinte  y  seis  de  Yenecia,  cuatro  de  Si- 
cilia y  dos  de  Saboya,  mezcladas  todas  para  quitar  ^  la  rivalidad  de 
las  naciones  y  atender  á  que  los  barcos  chicos  estuviesen  resguar^ 
dados  por  los  grandes.  Llevaba  la  vanguardia  banderolas  verdes 
para  ser  distinguida  de  las  otras  divisiones.  Iba  en  el  cuerpo  de  ba- 
talla el  graeraUsímo,  con  setenta  y  cuatro  galeras  de  banderolas 
azules,  habiéndose  cdocado  -en  la  capitana  el  estandarte  de  la  liga. 
Navegaba  á  la  derecha  de  esta  capitana,  la  del  pontífice,  mandada 
por  Marco  Antonio  Coloana,  y  á  la  izquierda  Sebastian  Vraiero  con 
k  de  Venecia  y  la  capitana  de  Saboya,  á  cuyo  bordo  iba  el  príodpe 
de  Urbino.  Se  componía  este  cuerpo  de  batalla  de  tres  galeras  del 
pontífice,  trece  venedanas,  tres  de  Juan  Andrés  Doria,  tres  de  Es- 
palla, tres  de  Malta,  que  iban  todas  al  mando  de  Marco  Antonio  Go- 
lonna,  y  al  de  Veniero  la  capitana  de  Genova,  otras  tresí  de  EspaOa, 
treee  de  Yeaeda,  tres^genovesas  al  sueldo  del  rey,  dos  al  de  Juan 
Andrés,  tres  del  pontífice  y  una  de  Ñápeles.  Constaba  el  tercer  cuer- 
po, qoe  era  d  ala  izquierda,  de  cincuenta  y  cinco  galeras  con  ban- 
deras amarillas,  al  mando  del  proveedor  (1)  Barbárigo.  Se  componía 
de  treinta  y  cuatro  galeras  venecianas,  ocho  de  Ñapóles  y  de  Espa- 
fia,  dos  del  pontífice  y  dos  de  Doria.  El  cuarto  cuerpo,  que  se  des- 
timba á  la  reserva,  estaba  al  cargo  del  marqués  de  Santa  Cruz,  y 
se  componía  de  treinta  galeras  con  banderolas  blancas,  doce  de  Ve- 
Becia,  cuatro  de  Espafia,  dos  del  pontífice  y  doce  de  N&poles.  Iba  de 
descubierta  con  veinte  ó  treinta  millas  de  ventaja  don  Juan  de  Car* 


{D    SI  nombre  projpio  ei^  italiai^^  es  ^9P«diUor«,  inspeotor,  proyeedor,  9(0. 


456  msTORU  dk  fbupk  ii. 

dona  con  ocho  galeras,  cuatro  de  su  cargo,  dos  yeDeciaoasydosde 
Jaan  Andrés  de  Genova.  Llevaba  este  jefe  la  orden  de  descubrir  y 
avisar  al  cuerpo  de  la  armada,  de  todas  las  velas  turcas  que  avis* 
tase,  recogiéndose  al  cuerpo  principal  en  las  horas  de  la  noche. 

Caminaba  lentamente  la  escuadra,  tanto  por  conservar  la  unión, 
cuanto  por  evitar  los  malos  pasos.  En  esta  disposición  llegó  á  la 
isla  de  Corfú,  donde  se  embarcaron  seis  piezas  gruesas  con  sus 
pertrechos  y  la  infantería  italiana  del  cargo  de  Paulo  Ursino.  Mí 
tuvo  noticia  de  que  estaba  en  Prevesa  el  almirante  turco  Ali,  re- 
cien salido  de  Gonstantinopla  con  fuerzas  formidables. 

Había  tenido  avisos  oportunos  el  Gran  Sefior  de  la  expedición  de 
los  cristianos,  y  no  había  perdido  tiempo  en  preparar  sus  fuerzas 
de  mar,  que  salieron  de  los  puertos  con  orden  de  buscar  á  los  con- 
trarios.  No  pensaba  el  almirante  Ali  que  estos  tomasen  la  ofensi- 
va, y  cuando  supo  que  habían  salido  de  Mesina  en  busca  suya,  de- 
puso un  poco  el  tono  arrogante  con  que  acerca  de  ellos  se  expre- 
saba. 

Se  hallaba  entonces  la  escuadra  turca  en  el  trecho  de  mar  cono- 
cido con  el  nombre  de  golfo  de  Corinto,  y  habiendo  sabido  la  pro- 
ximidad á  que  se  hallaban  los  cristianos,  reunió  los  capitanes,  en- 
tre los  cuales  se  hallaba  el  famoso  Aluch-^Alí  (t),  y -deliberó  con 
ellos,  sobre  si  debería  marchar  á  ofrecerles  la  batalla.  Fueron  al- 
gunos de  opinión  de  que  seria  muy  expuesto  buscar  á  enemigos, 
cuyas  fuerzas  deberían  de  ser  muy  grandes,  cuando  habían  tomado 
la  ofensiva.  Pero  el  almirante  Ali,  ó  porque  fuese  de  un  carácter 
mas  resuelto,  ó  por  su  enemistad  y  odio  al  nombre  cristiano,  ó 
por  temor  al  sultán,  cuyas  órdenes  terminantes  habían  sido  de  que 
se  cayese  sobre  el  enemigo  donde  quiera  qcft  le  hallasen,  se  obs- 
tinó en  aceptar  la  batalla  que  los  cristianos  le  ofrecían.  Así  se  en- 
contraron con  facilidad  las  escuadras  que  mutuamente  se  buscaban. 

Tuvo  lugar  este  encuentro  en  7  de  octubre,  cerca  de  Lepanto,  en 
el  golfo  de  este  nombre,  y  por  una  coincidencia  singular,  no  lejos 
del  sitio  donde  poco  menos  de  diez  y  seis  siglos  antes,  había  sido  di- 
putado por  Octavio  y  Marco  Antonio  el  imperio,  con  poca^  exoep- 
cíbnesi  del  mundo  entonces  conocido.  Tenían  los  turcos  á  su  es- 
palda las  costas  de  la  Grecia;  los  cristianos  el  mar  abierto  otn  la 


(1)  Algunos,  y  entre  elloe  Gervantea,  dan  á  eate  renegado  el  nombre  de  El  Ifctett,  tal  vez  ooa 
mas  propiedad,  aunque  nos  parece  que  viene  á  ser  lo  q^smo.  Sin  emlMiigo,  nosotros  le  eeoifliittoft 
tal  oual  le  ballamoi  ep  Cabrera  y  en  Ferreras, 


1 1 


CAPITULO  xxxn.  .g, 

Morea  á  la  deróeha  y  la  isla  de  CefaloDia  ¿  la  irani^Ma  i 
dras  se  acercaban  múlmmente:  el  combate  ai^  ^"■™-  ^m  «coa- 

DOS  á  pesar  de  las  representaciones  que  le  hicieron  InJ^ 
rarios  capitanes  suyos  muy  experimentados,  que  va  W  '*'^*'*^^ 
el  consejo  de  retroceder  en  otras  ocasiones  '       >-«IIKviduaK  pues 
Se  componia  la  línea  de  los  cristianos  ^^^^^l^^^ones.  Sin  em- 
de  frente,  mandando  la  derecha  Ju""*^'  siempre  muy  solícitos,  para 
proveedor  veneciano  Barbárigo^  ^  intentaban,  entre  ellos  y  la  cos- 
en el  centro,  el  cuerpo  de  ^-^  retaguardia  de  los  nuestros.  Se  vio  ao 
como  de  reserva  el  mfuuiArés  Doria  con  la  galera  de  Malta;  mas  faé 
leraui,  i  fio  de  ímp^ii^  f)«f  la  de  don  Juan  de  Cardona,  aunque  Alich^ 
los  maestros  pQ^é  separar  la  capitana  de  la  Orden,  y  tomarla  al 
gal^xu  en  f4iabiendo  perecido  casi  toda  sa  gente,  quedando  mortal-^ 
(tea  t^  de  laflrido  el  capitán  Pedro  Justiniaoo. 
todo  panden  por  la  izquierda  el  proveditore  Barbárigo  sostenía  m-* 
imitg^eiAoqaes,  habienck)  sido  atacada  por  cinco  turcas  su  galera.  So^ 
á  tatfiído  por  otras  espafiolas,  volvió  á  la  carga,  restableciendo  por 
tratpiella  parte  la  batalla  en  que  se  creían  ya  los  turcos  veacedores* 
Duraba  asi  el  conflicto  con  ventajas  y  pérdidas  iguales,  cuando 
habiendo  hecho  un  nuevo  esfuerso  la  capitana  de  la  Liga  sobre  la 
turca,  se  llegó  por  segunda  vez  al  abordaje.  Capitaneados  por  don 
Lope  de  Figueroa,  don  Bernardino  de  Cardona  y  don  Miguel  Mon-' 
cttda,  penetraron  los  nuestros  por  la  galera  enemiga,  arrollando  á 
la  arma  Manca  á  cuantos  se  les  poniao  por  delante.  El  almirante 
kU  Alé  muerto  de  un  arcabuzaso.  Inmediatamente  se  apoderaron 
del  estandarte  imperial  turco,  al  que  daban  el  nombre  de  Sanjac, 
7  eolocaron  en  su  lugar  una  cruz  grande,  en  signo  de  victoria.  Re- 
doblaron con  este  espectáculo  y  el  de  la  cabeza  de  AIí  colocada  en 
luia  pica,  el  entusiasmo  y  furia  de  los  nuestros,  y  desde  entonces 
comenzó  la  total  derrota  de  los  otomanos.  Los  forzados  cristianos 
qné  se  hallaban  á  bordo  de  las  galeras  turcas,  viendo  ta  ocasión 
oportuna  de  romper  sus  hierros,  se  levantaron  contra  sus  verdugos 
y  contribuyeron  al  triunfo  de  los  nuestros.  Varios  jefes  turcos,  en-^ 
tro  ellos  Alttch-Ali,  viendo  ya  infalible  la  derrota,  abandon«ron  el 
campo  de  batalla,  sin  exponerse  á  mas  acares,  maldiciendo  al  ge«* 
netml  en  jefe,  á  cuya  ciega  temeridad  habiaa  debido  aquel  desastre. 
Sin  eoibarge,  era  tal  la  confusión,  tal  el  des<^den,  que  á  pesar  de 


I8t  HISTQJ^A  DB  VWUn  K. 

Biodo  ñas  iadiyidoftles.  Cada  baqae  atacaba  al  que  tenia  de  frente»  y 

8ft  trababan  aaabos  de  cerca  pmr  las  proas  6  bien  por  los  oostados, 

qve  se  venia  por  lo  regalar  al  abordaje,  que  se  peleaba  casi  siempre 

"^ma  blanca.  &aD  así  los  combates  mas  mortíferos,  mas  safin-^ 

*üs  encarnizados.  No  podían  faltar  estos  caractjéres  en  la  ba> 

^nto,  donde  tantas  naciones  combatían  á  vista  de  su 

<^ataba  el  imperio  del  Mediterrimee;  donde  cada 

' I  como  enemigo  de  sa  fa,,.y  creía  hacer 

'  -Procurando  sa  exterminio.  lio  des^ 

'ombate  en  que  todos  los  bo* 

'HuameQtei  donde  eran  casi 

^tros  peleaban.  Yarw 

'>mando  ó  ecbandfi  k 

^^  noeotroB  paN 

iiue  después 

lué  lado  se 

adávepes, 

'restos 

>  el 


caTD&amieBto  igual  por  ambas  partes  Una  vea  llegaron  &  entrar 
las  tropas  de  don  Jaan  á  bordo  del  bajel  contrarío;  mas  foeron  re- 
pelidas Gon  notable  pérdida.  Hacia  don  Juan  las  funciones  dé  sol- 
dado 7  capitán  en  su  nayio  animando  i  todos  con  so  voz  y  dando 
ejemplo,  colocado  en  los  parajes  de  mas  riesgo.  Gomo  general  en 
jefe  de  la  escnadra^  debía  de  cesar  su  influencia  desde  que,  empellado 
el  combate  general,  pendía  la  yictoria  del  arrojo  individual,  pues 
no  É6  trataba  oolMces  ni  de  movimientos  ni  de  evoluciones.  Sin  em* 
baiigo  los  dd  ala  derecha  estuvieron  siempre  muy  solídtos,  para 
que  los  turcos  no  pasasen,  como  lo  intentaban,  entre  ellos  y  la  cos- 
ta, con  (rf^ete  de  ponerse  á  retaguardia  de  los  nuestros.  Se  vio  en 
grande  apuro  luán  Andrés  Doria  con  la  galera  de  Malta;  mas  fué 
socorrido  á  tiempo  por  la  de  don  Joan  de  Cardona,  aunque  Mtdá^ 
Alí  había  logrado  separar  la  capitana  de  la  Orden,  y  tomarla  al 
abordaje,  habiendo  perecido  casi  toda  su  gente,  quedando  mortal- 
BMnte  herido  el  capitán  Pedro  Justiniano. 

También  por  la  izquierda  el  proveditore  Barbártgo  sostenía  ru- 
dos choques,  habienck)  sido  atacada  por  cinco  turcas  su  galera.  So* 
corrido  por  otras  españolas,  volvió  á  la  carga,  restableciendo  por 
aquella  parte  la  batalla  en  que  se  creían  ya  ios  turcos  veneedOTes. 
Duraba  así  el  conflicto  con  ventajas  y  pérdidas  iguales,  cuando 
habiendo  hecho  «o  nuevo  esfuerzo  la  capitana  de  h  Liga  sobre  la 
turen,  se  llegó  por  segunda  vez  al  abordsje.  Capitoneados  por  don 
Lope  de  Figueroa,  don  Bernardino  de  Cardona  y  don  Migvel  Mon-^ 
cada,  penetraron  ios  nuestros  por  la  galera  enemiga,  arrollando  á 
la  arma  blanca  á  cuantos  se  les  ponían  por  delante.  El  almirante 
Ali  íñé  muerto  de  un  arcabuzaso.  Inmediatamente  se  apoderaron 
del  estandarte  imperial  turco,  al  que  daban  el  nombre  de  Saojac, 
y  eolocaron  ea  su  lugar  una  cruz  grande,  en  signo  de  victoria.  Re- 
doblaron con  este  espectáculo  y  el  de  la  cabeza  de  Aií  colocada  en 
una  pica,  el  entusiasmo  y  furia  de  los  nuestros,  y  desde  entonces 
comenzó  la  total  derrota  de  los  otomanos.  Los  forzados  cristianofl 
q06  se  hallaban  á  bordo  de  las  galeras  torcas,  viendo  la  ocanon 
oj^rtuna  de  romper  sus  hierros,  se  levantaron  contra  sus  verdugos 
y  contribuyeron  al  triunfo  de  los  nuestros.  Varios  jefes  turcos,  en^ 
tra  ellos  Aluch-Alí,  viendo  ya  infalible  la  derrota,  abandonwon  el 
campo  de  batalla,  sin  exponerse  á  mas  azares,  maldiciendo  al  ge** 
neral  en  jefe,  á  cuya  ciega  temeridad  habían  debido  aquel  desastre. 
Sin  embargo,  era  tal  la  eonfusíon,  tal  el  desorden,  que  á  pesar  de 


160  HISTOBU  DB  FEUFV  II. 

estar  ya  declarada  la  victoria  por  los  cristianos,  continuaba  con  to- 
da su  furia  la  pelea:  \k  tanto  llegó  la  ciega  obstinación  de  un  gran 
número  de  buques  turcos!  Mas  las  tinieblas  de  la  noche  pusieron 
fin  á  la  contienda,  y  los  cristianos  pudieron  celebrar  su  triunfo  con 
músicas  é  iluminaciones. 

Resonaron  en  todos  los  ángulos  de  la  cristiandad  los  ecos  4e  la 
batalla  de  Lepante.  Ninguna  fuá  mas  celebrada  en  aquel  siglo, 
sobre  todo,  por  los  príncipes  católicos.  La  victoria  fué  brillante; 
mas  sobrado  cara.  Perdimos  en  ella  muchos  buques,  no  pocos  es- 
clarecidos capitanes.  Todas  las  naciones  rivalizaron  en  valor  y  ar- 
rojo, y  esta  alabanza  se  debe  tanto  á  los  turóos  como  á  los  cristia- 
nos. Pelearon  valerosamente  entre  los  nuestros  el  principe  de  Urbi* 
no,  Paulo  Jordán,  el  conde  de  Santa  Flor,  Ascaniode  laCorne^  Oc- 
tavio Gonzaga,  Vicente  Vitelli,  el  prior  de  Hungría,  Pompeyo  de 
Lanoy,  hijo  del  principe  de  Sulmona,  don  Luis  Requesens,  don  Pe- 
dro de  Padilla,  don  Rernardino  de  Velasco  y  don  Martin  de  Padilla. 
Merece  particular  mención  el  principe  de  Parma,  Alejandro  Farne- 
sio,  que  se  hallaba  en  calidad  de  aventurero,  y  entró  al  abordaje  en 
el  barco  turco  donde  iba  Mustafá,  proveedor  de  la  escuadra,  y  cu- 
ya cabeza  fué  enarbolada  en  una  pica.  Increíble  parece  por  lo  enor- 
me, la  pérdida  de  los  otomanos.  Murieron  mas  de  doscientos  tarcos 
principales,  treinta  gobernadores  de  provincia,  ciento  y  sesenta  be* 
yes;  agaes  y  otros  principales  jefes  del  ejército.  Igualmente  perdie- 
ron la  vida  otros  treinta  mil,  ascendiendo  á  diez  mil  el  número  de 
los  prisioneros.  Se  libertaron  quince  mil  cristianos  de  todas  las  na- 
ciones, y  se  tomaron  ciento  sesenta  y  cinco  galeras,  aunque  en  la 
repartición  no  hubo  mas  que  ciento  y  treinta,  habiéndose  quemado 
las  restantes  por  inútiles. 

Pasaron  á  felicitar  al  día  siguiente  á  don  Juan  de  Austria  los  di- 
ferentes cabos  de  la  armada,  y  se  celebró  la  victoria  con  toda  clase 
de  festejos.  Eran  muy  debidos  á  tan  gloriosa  acción;  aunque  mny 
pocas  fueron  seguidas  de  menos  importantes  resultados. 

Llegó  la  noticia  de  la  victoria  de  Lepante  al  rey  de  Espafia,  ha- 
llándose en  el  Escorial,  con  motivo  de  celebrar  la  octava  de  Todos 
Santos,  como  lo  tenia  de  costumbre.  Recibió  y  escuchó  al  mensa- 
jero con  la  circunspección  y  gravedad  que  siempre  usaba,  siendo 
tan  mesurado  en  manifestar  alegría,  como  en  dar  muestras  de  tris- 
teza y  pesadumbre.  Hizo  inmediatamente  que  los  monjes  la  cele- 
brasen con  solemnes  cultos,  y  mandó,  que  se  depositase  en  el 


CAPÍTULO  XXXVI.  461 

templo  el  estandarte  turco  que  don  Jaao  le  remitía.  Refieren  algu- 
nos (1)  que  le  dieron  al  rey  la  noticia  cuando  se  hallaba  asistiendo 
á  yisperas;  que  sin  hacer  caso  en  la  apariencia  de  semejante  nove- 
dad, continuó  de  rodillas  todo  el  tiempo  que  duró  aquel  acto,  con- 
doido  el  cual,  se  acercó  al  prior,  encargándole  mandase  cantar  un 
solemne  Te  Deum,  por  una  gran  victoria  que  acababan  de  alcanzar 
sos  armas. 


(1)  Bntre  otras  el  P.  Slgaenia  en  8ü  historia  de  la  Orden  de  san  Jerónimo. 


•vki 


tono  I. 


59 


CAPÍTtíLO  XXXVa 


CoJUtinuacion  del  anterior.— Pocos  resultados  de  la  victoria  de  Lepanto. — ^No  signen 
los  cristianos  el  ajcance. — Se  retiran  las  escuadras  á  sus  paises  respectivos. — Cam- 
paña inútil  de  1572. — ^Ajustan  la  paz  los  venecianos  con  los  turcos. — ^Expedición 
de  los  españoles  sobre  Túnez.— Le  toman — ^Manda  don  Juan  de  Austria  construir 
un  fuerte  cerca  de  esta  plaza. — Salida  de  Gonstantinopla  de  la  escuadra  enemiga. — 
Se  apoderan  los  turcos  de  Túnez,  del  fuerte  recien  construido,  y  del  de  la  Go- 

'  lela  (1).— 1571-1574. 


Bstaba  la  escuadra  otomaDa  destruida,  y  el  terror  de  la  derrote 
ya  esparcido  en  las  primeras  provincias  del  imperio.  Llegó  el  es- 
panto hasta  los  mismos  muros  de  Gonstantinopla,  y  el  sultán  quedó 
como  aterrado  al  saber  un  desastre  que  le  llenaba  de  tanto  mas 
dolor,  cuanto  esperaba  k  cada  momento  la  noticia  de  una  gran  vic- 
toria. Parecía  pues  natural  que  los  aliados  aprovechasen  el  favor 
de  la  fortuna,  persiguiendo  ül  enemigo,  consumando  la  destruc- 
ción de  su  escuadra,  dando  la  mano  á  los  cristianos  de  la  Morea, 
que  deseaban. sacudir  el  yugo  de  los  turcos;. arrancando  á  estos  las 
conquistas  que  hablan  hecho  en  varias  islas  del  Archipiélago,  vol- 
viendo á  plantar  en  las  de  Rodas  y  Chipre  el  pendón  de  los  cristia- 
nos. Tal  vez  si  se  hubiesen  presentado  cuando  duraba  el  terror  de 
su  nombre  delante  de  Gonstantinopla,  hubiesen  conquistado  esta 
silla  del  imperio  turco;  pues  preparados  se  hallaban  á  combatir  en 
su  auxilio  todos  los  cristianos  de  la  capital,  y  sobre  todo  los  íddq- 
merables  genoveses  que  habitaban  los  barrios  de  Pera  y  de  Calata. 

(1)  Ii««  mismas  autorldadej  ^ae  en  el  anterior. 


GAMTUM)  XXXVII.  463 

Tal  era  la  brillante  perpectÍYa  de  fortona  y  gloría  que  se  ofrecía  á 
los  ojos  de  la  escuadra  vencedora.  Fueron  muchos,  pues,  los  que 
opinaron  por  la  incesante  persecución  de  los  turcos,  porque  se  co- 
giesen todos  los  frutos  de  la  gran  victoria,  en  el  consejo  que  se  ce- 
lebró para  deliberar  sobre  las  operaciones  ulteriores;  mas  prevale-* 
ció  el  dictamen  de  los  que  alegaron  la  proximidad  del  invierno,  los 
grandes  gastos  de  la  campaQa,  la  dificultad  de  hacerse  con  víveres 
y  municiones,  y  la  imprudencia  de  exponerse  á  perder,  por  ganar 
mas,  lo  que  habían  ya  obtenido,  y  que  era  por  entonces  de  bastan-^ 
te  consideración,  para  quedar  muy  satisfechos.  Con  esta  determina-* 
cíon,  á  todas  luces  tan  desacertada,  se  salvaron  tal  vez  los  turcos, 
si  no  de  una  ruina  total,  á  lo  menos  de  gravísimos  desastres.  Apa- 
rece probable  que  no  se  hallaban  en  la  mejor  inteligencia  los  miem- 
bros de  la  liga;  que  infloyó  demasiado  en  los  consejos  la  rivalidad 
de  naciones,  y  sobre  todo  que  no  era  mirada  con  buenos  ojos  la 
república  de  Yenecia,  á  la  que  debia  adjudicarse  por  el  tratado  de  la 
liga,  cuanto  se  conquistase  en  la  Morea. 

Habiéndose  decidido  terminar  de  este  modo  la  campafia,  y  no 
queriendo  batir  la  plaza  de  Le{)anto,  cuya  expugnación  les  pareció 
díficil,  llegaron  el  12  de  octubre  á  Santa  Maura.  Allí  dio  don  Juan 
gracias  á  Dios  por  la  victoria  con  una  solemne  función  de  iglesia, 
con  misa,  sermón  y  procesión,  á  que  asistiéronlos  muchos  clérigos 
y  frailes  que  iban  en  la  armada.  Se  procedió  después  á  la  reparti- 
ción de  los  despojos,  en  cuyos  pormenores  entramos,  para  hacer  ver 
mejor  lo  decisivo  de  la  victoria  de  Lepante.  Se  asignó  al  rey  la  ca- 
pitana del  turco,  y  además  ochenta  y  un  buques,  sesenta  y  ocho 
piezas  menores  llamadas  sacres,  y  tres  mil  y  seiscientos  esclavos. 
A!  pontífice,  veinte  y  siete  galeras,  nueve  cafiones  gruesos,  tres  pe- 
dreros, cuarenta  y  dos  sacres  y  doscientos  esclavos.  A  Yenecia  cin- 
cuenta y  cuatro  barcos,  treinta  y  ocho  cafiones,  seis  pedreros,  ochen- 
ta y  cuatro  sacres  y  cuatrocientos  esclavos.  Tocaron  de  derecho  al 
generalísimo  diez  y  seis  buques,  setecientos  veinte  esclavos,  y  la 
décima  parte  de  todas  las  piezas  que  se  habían  cogido.  También 
quedaron  en  su  poder  los  hijos  de  Alí-Bajá,  y  cuarenta  y  siete  prin- 
cipales personajes  turcos. 

Hecho  este  reparto  tomó  don  Juan  de  Austria  la  vuelta  de  Mesi- 
na,  donde  fué  recibido  como  en  triunfo  por  todas  las  autoridades 
eclesiásticas  y  civiles  de  la  ciudad,  y  se  celebró  de  nuevo  la  victoria 
pon  funciones  magnificas  de  iglesia  y  toda  clase  de  festejos  públicoSt 


46  4  HISTORIA  DB  FBUFB  11. 

Es  probable  que  el  geDer^lfsimo  desease  aprovecharse  de  la  vie* 
loria  coDseguida  en  Lepante,  persiguiendo  á  los  enemigos  sin  de* 
jarles  tiempo  para  repararse,  dando  la  mano  á  los  pueblos  cristia- 
nos, que  deseaban  sacudir  el  yugo  de  los  turcos.  Estaba  «in  duda 
en  el  carácter  y  en  las  miras  de  un  príncipe  joven ,  á  quien  alenta- 
ban sus  triunfos  anteriores,  y  se  hallaba  animado  de  la  ambición 
tan  propia  de  su  edad  y  de  su  clase.  Tal  vez  le  arredraron  para  se- 
guir el  alcance  de  los  enemigos,  las  órdenes  terminantes  del  rey, 
de  no  hacer  la  guerra  muy  lejos  de  sus  estados  de  Italia.  Mas  al  lo- 
mar semejante  disppsicion  Felipe  II,  no  contaba  sin  duda  con  que 
sus  armas  alcanzarían  la  victoria  decisiva  de  Lepante.  También  de- 
bió de  hacer  desmayar  al  generalísimo  el  poco  ardor  que  en  la  pro- 
secución de  la  victoria  mostráronlos  venecianos,  principalmente  in- 
teresados en  las  otras  ulteriores.  De  todos  modos,  manifestaron  los 
jefes  de  las  naciones  respectivas,  mas  deseos  de  mostrarse  triunfan- 
tes en  sus  capitales,  que  de  correr  los  azares  de  una  nueva  campa- 
na en  medio  del  invierno. 

Fueron  recibidos  en  efecto  en  Yenecia  Sebastian  Yeniero  y  el  pro- 
veditore  Barbárígo,  con  todas  las  demostraciones  de  regocijo  y  ale- 
gría, manifestadas  siempre  á  vencedora  que  vuelven  al  seno  de  sn 
pais  cubiertos  de  laureles.  En  iguales  términos  hizo  su  entrada  en 
Roma  Marco  Antonio  Golonna,  recibiendo  de  Pió  Y  las  alabanzas  k 
que  se  habia  hecho  acreedor,  y  los  honores  con  que  tuvo  á  bien  re- 
compensar el  gran  servicio  que  acababa  de  hacer  á  los  intereses  de 
la  Iglesia.  Mayores  pompas,  demostraciones  mas  solemnes  de  agra- 
decimiento aguardaban  á  don  Juan  para  cuando  se  presentase  á  re- 
cibirlas de  manos  del  pontífice. 

Mientras  los  vencedores  se  dormían  sobre  sus  laureles,  se  afa- 
naba en  reparar  sus  pérdidas  el  Gran  Seflor,  y  en  poco  tiempo,  k 
fuerza  de  actividad,  y  con  los  grandes  recursos  de  que  disponía, 
llegó  á  poner  en  el  mar  una  escuadra  casi  tan  numerosa  como  la 
que  habia  sido  destrozada.  No  eran  tan  costosos  entonces  estos  ar- 
mamentos como  ahora,  y  los  buques  de  guerra,  como  mas  peqve- 
fios,  se  construían  también  con  mas  facilidad  y  en  menos  tiempo. 
Así  la  derrota  de  Lepante  no  hizo  perder  al  Gran  SefiorDÍDgana  de 
sus  posesiones  marítimas,  ni  produjo  á  los  crístianos  mas  ventajas 
que  estériles  laureles,  acompañados  de  la  mengua  de  no  saber  apro- 
vecharlos. Hasta  la  primavera  del  atio  siguiente  de  1572,  no  die- 
ron muestras  de  ponerse  en  movimiento.  Pasó  aquel  invierno  don 


CAPITULO  xxxvu.  465 

Jqed  de  Austria,  taDto  en  Népoles  como  en  Yenecia  y  en  Corfá,  y 
eo  todas  partes  fué  recibido  cofi  grandisimos  festejos.  Ed  la  capital 
del  orbe  cristiaDO  le  dié  el  pontiGce  todas  las  muestras  posibles  de 
agradecimiento  y  cordialidad,  celebrándose  en  su  obsequio  solem- 
nes cultos  en  la  basílica  de  San  Pedro.  Se  dice  que  Pió  Y  al  abra- 
zarle, le  dijo  estas  palabras  del  Evaogelio;  Hubo  un  hombre  envia- 
do de  Dios  llamado  Juan,  para  hacerle  sentir  lo  penetrado  que  es- 
taba de  la  importancia  de  sus  triunfos.  Era  opinión  pública^  que  el 
pontifico  le  habia  prometido  reconocerle  por  el  rey  del  primer  ter- 
ritorio de  consideración,  que  á  los  turcos  conquistase.  Debió  sin  du- 
da de  ser  esta  oferta  muy  lisonjera  para  don  Juan  de  Austria;  mas 
no  para  su  hermano,  cuya  suspicacia  no  tenia  limites,  tratándose 
de  las  personas  que  en  nombre  suyo  ejercían  mandos.  Desde  en- 
tonces, no  quitó  los  ojos  de  todos  los  pasos  de  don  Juan,  hallan- 
do cada  dia  nuevas  pruebas  de  los  designios  de  este  principe.  Con 
el  tiempo  haremos  ver  los  graves  y  hasta  funestos  resultados  que 
produjo  al  fin  esta  desconfianza  del  rey,  ó  mas  bien  su  gran  dis- 
gusto de  que  don  Juan  de  Austria  aspirase  á  ser  mas  que  el  simple 
agente  de  sus  supremas  voluntades. 

Llegó  don  Juan  á  Mesina  por  abril,  para  preparar  las  fuerzas 
que  debian  salir  á  la  mar  en  la  próxima  campafia.  Subsistía  aun  la 
liga  ó  confederación  entre  las  mismas  tres  potencias  contra  el  turco, 
aunque  se  hablan  suscitado  quejas  y  rivalidades  (fe  que  adolecían 
las  operaciones.  Contribuyó  asimismo  á  su  poca  eficacia  la  muerte 
del  que  había  dado  á  la  liga  su  impulso  principal,  á  saber,  el  fa- 
moso Pío  y  (1572),  célebre  por  mas  de  un  titulo  en  la  historia  de 
aquel  siglo.  Temía  el  rey  que  el  sucesor  no  fuese  de  su  parcialidad; 
que  tal  vez  favoreciese  al  rey  de  Francia,  de  cuya  ruptura  con  Es- 
pafia  se  hablaba  mucho  entonces,  y  se  daba  casi  ya  por  cierta  en 
vista  del  favor  que  los  calvinistas  gozaban  en  aquella  corte.  Como 
se  hallaba  entonces  la  guerra  tan  encendida  en  los  Países-Bajos, 
daba  gran  cuidado  á  Felipe  II  el  que  Francia  llegase  á  proteger 
abiertamente  á  los^ flamencos.  Mas  los  temores  no.  duraron  mucho. 
Ganó  ascendíepte  en  el  ánimo  del  rey  de  Francia  el  partido  de  los 
Guisas,  jefes  de  la  facción  católica,  adictos  en  un  todo  al  rey  de  Es- 
pafia,  y  por  otra  parte  el  nuevo  pontífice,  Hugo  Buon  Compagno, 
que  tomó  el  nombre  de  Gregorio  XIII ,  al  subir  á  la  silla  dé  San 
Pedro  mostró  el  mismo  celo  que  su  predecesor  por  los  intere- 
ses de  la  liga.  Dio  con  esto  nuevas  órdea^  el  rey  para  que  cuanto 


466  HISTORIA  DS  FELIPE  IL 

mas  antes  se  posiesen  sus  galeras  en  campaDa,  si  bien  ya  se  había 
perdido  mucho  tiempo  y  la  ocasión  de  hacer  conquistas. 

Mientras  don  Juan  se  hallaba  todavía  en  Mesina,  salieron  de  Ve- 
necia  Marco  Antonio  de  Golonna,  jefe  de  las  galeras  del  pontíGce,  y 
el  proveditore  Barbárigo,  en  busca  de  los  tarcos.  Llegaron  á  Corfú, 
donde  haciendo  muestra  de  la  escuadra,  se  hallaron  con  ciento  se- 
senta galeras,  diez  y  seis  galeazas  y  veinte  navios.  Allí  aguardaron 
á  don  Juan;  mas  viendo  que  no  llegaba,  ó  deseando  alzarse  solos 
con  la  gloria,  se  pasaron  á  Cefalonia  con-  objeto  de  hacer  un  desem- 
careo  en  la  Morea.  Mientras  tanto  se  hallaba  en  el  seno  de  Epidau- 
ra  el  nuevo  almirante  otomano  Aluch-Alí  con  doscientas  galeras  y 
veinte  y  cinco  galeazas,  fuerza,  como  se  ve,  superior  á  la  cristia- 
na. Sabedor  de  su  proximidad  salió  en  busca  suya,  y  se  dieron  vis- 
ta unos  y  otros  á  principios  de  agosto  de  aquel  aOo  (1572).  Se  to* 
marón  las  disposiciones  para  una  batalla.  Mandaba  el  costado  dere- 
cho de  la  armada  cristiana  el  general  veneciano  Soranzo;  el  izquier- 
do el  de  la  misma  nación  Canalete,  y  el  cuerpo  de  batalla  Marco 
Antonio.  Mas  los  turcos  no  aguardaron  el  choque,  y  se  retiraron 
sobre  las  costas  de  la  Morea,  amenazadas  de  un  desembarco  de  los 
venecianos. 

Ya  el  Sultán,  sabedor  del  gran  peligro  que  corría  aquel  pais,  le 
había  hecho  guarnecer  de  tropas  que  habían  bajado  á  toda  prisa  de 
la  Macedonia,  atravesando  el  golfo  de  Corínto.  Así,  por  la  poca  ac- 
tividad perdieron  los  cristianos  la  ocasión  de  apoderarse  de  una  rica 
provincia  que  los  estaba  aguardando  con  tanta  ansia.  Lo  mismo  les 
sucedió  con  la  Albania  y  otros  países  de  aquellas  costas,  cuyos  ha- 
bitantes estaban  preparados  á  hacer  armas  contra  los  turcos  inme- 
diatamente que  se  viesen  favorecidos  por  las  fuerzas  de  la  liga. 

Se  presentó  don  Juan  dé  Austria  en  Corfú  al  regreso  de  las  ga- 
leras de  Yenecia  y  del  pontífice.  Mostró  mucho  enojo  por  el  malre- 
sultado  de  su  operación,  que  atribuyó  á  no  haberle  aguardado,  co- 
mo estaban  convenidos,  para  obrar  de  concierto  con  todas  las  fuer- 
zas reunidas.  Culparon  los  t)tros  su  tardanza  y  le  hicieron  ver  que 
no  habían  podido  diferir  su  salida  por  la  premura  del  tiempo^  ha- 
llándose ya  la  buena  estación  tan  avanzada.  El  resultado  de  todo 
fué  que  en  el  afio  1572  nada  hicieron  las  fuerzas  de  la  liga. 

El  rey  de  EspaDa,  cuyos  asuntos  en  Flandes  y  Francia  se  halla- 
ban entonces 'en  un  estado  de  prosperidad,  como  haremos  ver  en  su 
lu^ar  corr^spondíeote^  resolvió  hacer  nuevos  esfuerzos  para  la  pro-- 


r 


CAPITULO  xYxyn.  167 

xima  campafia  de  1573,  dispoDíendo  qne  el  número  de  galeras  lle- 
gase hasta  trescientas;  pero  caando  mas  ocupado  se  hallaba  en  es- 
tos preparativos,  ajustaron  la  paz  los  venecianos  con  Selim,  sin  dar 
antes  aviso  á  las  otras  dos  potencias  coligadas.  Causó  esto  una  des- 
agradable sensación,  y  la  república  pasó  por  infractora  de  los  tra- 
tados, y  hasta  por  traidora  á  la  fe  católica  por  la  que  todos  pelea- 
ban. No  admitió  las  excusas  el  pontífice  cuando  trataron  de  darle 
explicaciones  de  su  conducta,  atribuyéndola  á  lo  imperioso  de  las 
circunstancias.  Respuesta  mas  agria  todavía  dio  el  rey  de  Espafia  á 
sus  embajadores,  que  intentaron  convencerle  de  su  recto  proceder, 
manifestándoles  los  inmensos  gastos  y  sacrificios  que  le  babia  acar- 
reado una  guerra,  cuyas  ventajas  iban  á  redundar  principalmente 
en  beneficio  de  los  venecianos,  pues  á  ellos  se  les  adjudicaba  cuan- 
tas conquistas  se  hiciesen  en  la  Morea  y  en  la  Albania. 

A  pesar  de  la  separación  de  los  venecianos  de  la  liga,  no  desistió 
el  rey  de  Espafia  de  los  preparativos  en  que  tan  empefiado  estaba, 
y  ayudado  de  las  fuerzas  del  pontífice,  que  se  mantuvo  fiel  á  los 
tratados,  resolvió  continuar  una  guerra  en  que  tan  interesada  se  ba- 
ilaba su  reputación  y  el  bien  de  tantos  estados  del  Mediterráneo. 

Inmediatamente  que  llegó  á  don  Juan  de  Austria  la  noticia  de  la 
paz  celebrada  por  los  veneciau)s,  quitó  de  su  capitana  el  estandar- 
te de  la  liga,  sustituyéndole  con  el  del  rey  de  Espafia.  Hallándose  á 
la  cabeza  de  ciento  y  cincuenta  galeras,  reunió  su  consejo  para  de- 
liberar sobre  las  operaciones  de  la  próxima  campafia,  manifestando 
que  por  haberse  separado  los  venecianos  de  la  liga,  no  se  obraría 
con  menos  vigor  contra  los  turcos.  Fueron  unos  de  opinión  que  se 
marchase  en  busca  de  Aluch-Alí,  que  se  hallaba  al  frente  de  la  escua*^ 
dra  turca  después  de  la  batalla  de  Lepante.  Aconsejaron  otros,  y 
entre  ellos  el  marqués  de  Santa  Cruz,  que  se  cayese  sobre  Argel,  y 
que  después  de  ganada  esta  plaza,  se  procediese  á  la  conquista  de 
Túnez  y  de  Trípoli.  Querían  otros  que  dejando  la  prímera  empre- 
sa, qoe  se  tenia  por  muy  difícil  y  arriesgada,  se  marchase  en  dere- 
chura sobre  Túnez,  como  mas  fácil  y  segura.  Mas  don  Juan  de  Aus- 
tria DO  se  determinó  á  resolver  sobre  estos  puntos,  sin  consultarlos 
antes  con  el  rey  de  Espafia. 

Dio  el  rey  por  respuesta  que  la  expedición  se  dirigiese  á  Túnez, 
y  qoe  conquistado  este  punto  se  arrasasen  sus  fortificaciones,  ha- 
ciendo lo  mismo  con  el  fuerte  de  la  Goleta,  por  los  infinitos  gastos 
que  ocasionaba  la  conservación  de  unos  puntos  tan  distantes,  sin 


468  HISTOBli  DE  FELIPE  If. 

ningún  provecho  para  EspaSa.  Tal  vez  inflayó  en  esta  4etormÍDa-^ 
eion  de  arrasamiento  el  temor  de  que  don  Juan  aspirase  k  ser  rey 
de  Tánez,  según  se  lo  habia  ofreeido  el  pontífice,  como  el  primer 
estado  que  sobre  los  enemigos  de  la  fé  de  Cristo  conquistaba;  m& 
no  hay  duda  de  que  en  la  oonservacion  de  estos  puntos  fuertes  de 
la  costa  de  África  se  invertían  sumas  enormes,  dando  lugar  á  mu- 
chos fraudes  en  detrimento  de  la  hacienda  del  rey;  4al  era  entonces 
la  voz  pública  (1). 

(1573.)  Mientras  se  ocupaba  don  Juan  en  N&poles  en  los  pre- 
parativos de  la  expedición,  se  acercó  Aluch-AU  á  las  costas  de  Ga* 
labria  á  espiar  los  movimientos  del  ejército  cristiano,  y  luego  que 
se  hubo  enterado  de  lo  que  se  trataba,  tomó  la  vuelta  de  Constan* 
tinopla,  adonde  llegó  en  setiembre  del  mismo  afio.  Mas  á  pesar  de 
la  actividad  desplegada  por  el  Gran  Sefior,  pues  era  su  designio 
atacar  el  fuerte  de  la  Goleta  y  asegurar  el  reino  de  Túnez  en  la  pri- 
mavera próxima,  tuvo  antes  lugar  la  expedición  de  los  cris- 
tianos. 

Salió  don  Juan  de  Ñapóles  en  octubre  de  1573,  y  dejando  en 
Sicilia  &  Juan  Andrés  Doria  con  cuarenta  y  ocho  galeras,  á  fin  de 
acudir  con  ellas  á  Genova  si  necesario  fuese,  por  los  disturi)ios  de 
que  era  entonces  teatro  aquel  pais,  «continuó  su  viaje  con  ciento  y 
cuatro,  y  además  cuarenta  y  cuatro  buques  de  gran  porte,  doce 
barcones,  veiote  y  cineo  fragatas,  veinte  y  dos  falúaf,  con  casi 
veinte  mil  infantes,  setedentos  y  cincuenta  gastadores,  y  cuatro* 
cientos  caballos  ligeros  con  buena  artillería  y  abundancia  de  mu- 
niciones; pertrechos  de  sitio,  y  bueyes  para  arrastrar  ios  caflbnes. 
Acompasaban  además  la  expedición ,  lo  mismo  que  las  anteriores, 
muchísimos  aventureros,  caballeros  de  distinción,  tanto  espafioles 
como  de  los  diversos  estados  de  la  Italia.  Aportó  don  Jucm  á  la  isla 
de  Fabiniana,  á  doce  millas  de  Sicilia,  y  de  allí  envió  las  naves  de- 
lante á  cargo  del  duque  de  Sesa,  camino  de  Túnez,  á  cuya  visia 
llegaron  sin  el  mas  pequefio  contratiempo. 

Obedecía  entonces  este  estado  las  leyes  de  un  usurpador  llamado 


(1)  Es  muy  ottrioto  lo  qae  sobre  el  particatar  dice  (ierVantés  en  sn  Am  OvOoifl,  y  póoe  en  boet 
del  cap\Un  cautivo.  Hablando  este  de  la  toma  de  Túnez  y  arrasamiento  del  raerte  y  de  la  Goleta 
por  los  turcos,  se  expresa  en  estos  términos:  «Peroá  muchos  les  pareció,  y  así  me  pareció  á  mi, 
»qae  fué  particular  gracia  y  merced  que  el  cielo  hizo  á  Espafla  el  permitir  que  se  asolase  aquella 
«oficina  y  capa  de  maldades,  y  aquella  gomia  ó  esponja  y  polilla  de  la  infinidad  de  dineros  que  alU 
»0in  provecho  se  gastaban,  sin  servir  de  otra  cosa  que  de  conservar  la  memoria  de  haberla  ganado 
»1a  felicísima  del  invictísimo  Garlos  y,  como  si  fuera  menester  para  hacerla  eterna  que  aquellas 
vpiedras  la  sustentaran.» 


r 


C4PITPL0  xsxvn.  169 

MfiloHB«wi<to;  }  tm^^  imm^h ^mnsyirjHi^flr,  ({mmx>^  solo 

dar  á  entender  que  era  el  último  que  acababa  de  hacerse  dueDo  de' 
i^nei  fAÍs  violeulamfate,  pues  por  lo  regular  do  se  apoyaba  en 
otros  doreobos  la  posesión  de  los  estados  berbetiscos.  Se  hallaba 
entonces  aoseote  el  Diy,  y  la  pa2  de  Táeez  guarnecida  por  seta- 
eieatos' turóos.  Mas  ¿  pesar  de  esta  f«eri;a  y  de  cuarenta  mil  hom« 
bres  mas  del  país  dé  que  el  gobernador  podía  disponer,  abandonóla 
eradad  sin  baeop  ningona  resistencia. 

Bntrar4>D  pn  Tán^  los  cristianos,  y  á  pesar  de  que  ios  turcos  se 
habtaD  llefado  » la  Fetir«da  obfetos  de  mueho  ?alor;  hicieron  no 
botíii  muy  rico,  apoderándose  además  de  gran  cantidad  de  pólvora 
ym^  moniciones,  de  eoáreota  y  cuatro  piezas  de  artillería,  y  toda 
clase  de  pertrechos  militares.  A  pocos  dias  llegó  don  Juan  de  Aus- 
tria reforzado  con  dos  mil  y  quinientos  soldados  que  acababa  de  sa- 
car de  la  Goleta,  reemplazándolos  con  otros  tantos  que  no  tenían 
ningiiDa  oxperieoeía  de  la  guerra.  A  cnmf^  exactame&te  con  las 
órdenes  del  rey,  en  ^so  de  ser  tan  ternúnantes,  era  toda  su  negó- 
d#  desmantelar  á  Túnez,  arrasar  sus  fortificaciones,  y  hacer  en  se- 
gqgda  lo  midmo  con  el  fuerte  de  la  Goleta,  llevándose  la  guarnición 
consigo;  mas  la  riqueza  del  pais,  ye)  ser  Túnez  cabeza  principal 
de  mi  vasto  terntorio,  le  indujo  á  una  coDservacion,  que  tuvo  con 
el  tíeínpo^  funestos  resultados.  En  lugar  de  arrasar  las  fortificacio- 
nes de^Túoez,  encargó  á  Oabrio  Servelóni,  famoso  ingeniero  ita-r 
Kano  de  aquel  tiempo,  la  construcción  de  un  fuerte  para  la  mayor 
defeoáa  de  la  plaza. 

Inverosímil  parece  esta  conducta  de  don  luán  de  Austria,  en 
abierta  oposicioQ  con  las  órdenes  del  rey,  y  solo  se  explica  con  la 
hípóleais  de  que  no  eran  tan  terminantes  como  se  ha  indicado.  Tal 
vez,  al  mismo  tiempo  qoe  manifeslalia  el  rey  se  voluntad;  le  deja- 
ría libre  de  obrar  de  otra  manera  si  mejor  le  pareciese.  De  todos 
oíodoa^  se  censuró  mocho  en  ia  corte  de  Espafia  la  determinación 
de  doo  Jqw^  y  se  le  acusó  de  querer  hacerse  rey  de  Túnez.  Tal 
vez  fué  esta  su  intención;  mas  es  un  hebbo  que  restituyó  su  estado 
á  su  antiguo  Dey  Muky^Hamet^  que  no  se  hallaba  lejos.  Después 
de  haber  arreglado/lodo  lo  necesario  para  la  proate  construcción 
del  faarte  y  ia  mayor  seguridad  de  la  Goleta,  donde  dejó  por  gene* 
ral  á  don  Pedro  Pórtocarrero,  hombre  poco  experimentado  en  la  de- 
fraga  de  plazas  faectes,  tomó  la  vaelta  de  Sicilia,  y  á  principios  de 
noviembre  pasó  á  invernar  á  Ñapóles,  porque  la  gentHe%a  de  la 

Tomo  I.  60 


170  HÍ8T0BIA  BE  FSUPB  U. 

tierra  y  dehs  damas  en  su  cwwenackm,  agradaba  á  tv  gallarda 

edad{\). 
Se  alarmó  mocho  el  Gran  SeSor  coo  la  conquista  de  Túnez  por 

las  armas  de  don  Juan  de  Austria ;  mas  en  vez  de  aflojar  en  sos 

preparativos,  redobló  su  actividad  para  entrar  en  campaOa  con  el 

objeto  ya  indicado.  Le  incitó  mas  y  mas  &  la  empresa  el  almi* 

rante  Aluch-Alí,  pues  como  era  Dey  de  Argel  le  causaba  muchos 

temores  la  proximidad  de  cristianos.  Mientras  se  completaban  los 

preparativos,  escribió  el  Gran  SeSor  á  los  jefes  de  los  pueblos  de  la 

vecindad  de  Túnez,  y  con  amonestaciones  y  amenazas  se  puso  en 

armas  todo  aquel  pais,  causando  mucha  alarma  á  los  cristianos. 

Entonces  se  conoció  lo  prudente  que  habia  andado  el  rey  de  EspaDa 

en  su  orden  de  desmantelar  unos  puntos  fuertes  de  que  no  sacaba 

la  menor  ventaja. 

Supo  don  Juan  en  Ñápeles  los  preparativos  de  Selim,  y  aunque 
conoció  tan  tarde  su  gran  falta,  tomó  disposiciones  para  conjurar 
la  tempestad  que  á  su  conquista  amenazaba.  Mandó  á  don  Juan  de 
Cardona  y  &  don  Bernardino  de  Yelasco  con  refuerzos  para  Túnez 
y  la  Goleta,  sacando  al  mismo  tiempo  los  trescientos  hombres  que 
hablan  quedado  en  el  fuerte  de  Biserta  que  desmantelaron.  Mas 
eran  pocas  estas  nuevas  fuerzas  para  los  ataques  que  las  aguarda- 
ban: se  habia  adelantado  muy  poco  en  la  construcción  del  nuevo 
fuerte,  encargada  á  Serveloni,  sea  por  descuido  de  este,  sea  por 
falta  de  recursos  necesarios.  Se  achacaba  en  parte  el  atraso  de  es- 
tas obras  y  la  escasez  de  gente  de  la  guarnición  de  Túnez  y  de  la 
Goleta,  &  la  mala  voluntad  del  cardenal  Granvella,  virey  k  la  sazón 
de  Ñapóles,  y  que  no  cumplió  el  encargo  que  le  hizo  don  Joan  de 
atender  &  Túnez,  cuando  tuvo  este  que  trasladarse  á  Genova  á  ar-^ 
reglar  los  disturbios  que  dejamos  dicho.  Así  se  encontraron  por  un 
lado  Serveloni,  gobernador  del  nuevo  fuerte,  por  el  otro  Pedro  Pw- 
tocarrero,  comandante  en  la  Goleta,  abandonados  á  sus  propias  fuer- 
zas, mientras  todo  el  pais  estaba  en  armas,  y  el  alcaide  de  Tripoli 
se  habia  interpuesto  entre  los  dos  con  cuatro  mil  hombres  parm  in* 
terceptar  la  comunicación  entre  ambos  puntos. 

Salia  mientras  tanto,  á  fines  de  junio  de  ISII,  de  Constantino^ 
pía  la  armada  torca,  compuesta  de  doscientas  y  treinta  galeras, 
cuarenta  bajeles  de  carga  y  cuarenta  mil  soldados  de  África  y  de 
Europa,  y  entre  ellos  siete  mil  genízaros.  Estaba  toda  esta  faena 


(i)  Palabras  de  Luis  Cabrera,  en  su  vida  de  Ifelipe  II,  libro  X,  capltalo  11. 


GiPÍTDLO  XXX¥1I.  111 

eaear^ida  al  mando  .de  Sinam-Bajá,  yerno  del  Saltan,  por  ereer 
que  sa  nombre  sería  de  mas  autoridad  entre  las  potencias  berberis- 
cas. A  11  de  jutio  llegaron  á  yista  de  Túnez,  de  coya  plaza  se  apo- 
deraron los  tarcos  al  momento,  pues  aanque  sa  rey  Muley^Hamet 
se  hizo  con  an  caerpo  respetable  de  infantería  y  de  caballería,  se 
TÍO  abandonado/  de  los  suyos,  ó  por  desafecto  á  sa  persona,  ó  por 
temor  á  las  mayores  fuerzas  de  sus  enemigos- 
Tomada  la  ciudad,  restaba  para  concluir  la  campafia  la  expug- 
nación de  los  dos  fuertes.  Parecía  natural  que  hall&ndose  en  un  es- 
tado tan  imperfecto  el  nuevo,  pasase  Serveloni  con  su  guarnición  á 
la  Goleta,  que  como  mas  avanzada  en  el  mar,  podría  resistirse  mien- 
tras le  llegase  algún  socorro.  Mas  se  obstinó  el  italiano  en  mante- 
nerse en  su  prímera  posición,  y  así  se  vieron  los  dos  fuertes  aisb* 
dos,  sitiados  al  mismo  tiempo  por  fuerzas  formidables.  En  vano  pi- 
dieron ambos  auxilios  al  virey  Granvellaf  pues  este  les  respondió 
que  se  hallaba  con  muy  pocas  fuerzas,  y  que  de  ningún  modo  las 
podría  distraer  para  otras  atenciones. 

Aumentaba  los  embarazos  de  la  situación  el  que  don  Pedro  Por- 
tocarrero,  gobernador  de  la  Goleta,  no  tenia  ninguna  experíencia 
del  cargo  que  le  estaba  encomendado.  Desde  el  príncipio  de  asedio 
comenzó  á  titubear,  y  aun  á  dar  indicios  de  querer  rendirse.  Mas 
los  otros  capitanes  le  hicieron  ver  lo  desacertado  de  su  resolución , 
7  que  les  restaban  todavía  muchos  medios  de  resistencia.  Así  quedó 
su  mando  como  nulo  desde  aquel  momento. 

Sitiaba  la  Goleta  el  mismo  Sinam-Bajá  en  persona,  mientras  el 
aleude  del  Carban  hacia  lo  mismo  con  el  fuerte.  Se  apretaba  mu- 
chísimo el  cerco  del  primero.  Ta  estaban  los  muros  medio  derriba- 
dos por  las  baterías  turcas  colocadas  á  trescientos  pasos  de  distan- 
cia. Habiéndose  llegado  á  cegar  los  fosos  con  faginas,  troncos  dé 
árboles  y  mas  materíales  que  venían  á  bordo  de  la  escuadra  de 
Aluch-Alí,  no  restaba  ya  otra  cosa  que  el  asalto.  Se  verificó  este  el 
dia  18  de  agosto  por  tres  partes.  Atacaron  los  turcos  con  furor,  y 
con  el  mismo  se  batieron  los  crístianos;  mas  reducidos  estos  á  pe- 
quefio  número  y  la  plaza  sin  defensas,  fué  rendida  después  de  cinco 
horas  de  pelea,  y  los  turcos  entraron  al  pillaje,  haciendo  prisione- 
ros á  sus  defensores. 

Igual  mala  fortuna  estaba  reservada  al  fuerte,  que  se  rindió  al 
fin,  pero  después  de  haber  hecho  mas  resistencia  que  el  de  la  Go- 
leta, La  guarnición  no  era  tan  nnmerosai  y  las  obras  mas  impor-' 


llt  HISTOBa  DB  RLlfE  II. 

tan  tes  do  estaban  coDolaidas.  Llegaron  los  sitiadores  á  levafriarana 
trinchera  tan  alta  oomo  el  muFo,  y  además  apelaron  al  reeun^o  ée 
la  mina.  Pero  Serveloni,  annqne  hai>ia  cometklo  algonás  faltas»  las 
borró  peleando  como  gobernador  y  como  soldado,  poniéndose  el 
primero  en  todos  los  peligros.  A  mil  quedaba  reducido  el  numero 
de  sus  defensores;  mas  no  quisieron  entregarse,  y  aguardaron  el 
asalto.  Trescientos  murieron  en  el  primero^  que  duró  tres  horas. 
Doscientos  mas  perdieron  en  el  segundo,  que  duró  cinco.  Viéndose 
reducidos  á  tan  pocos  tuvieron  que  rendirse,  quedando  prisioneros 
en  poder  de  los  turcos,  Serveloni  y  sus  primeros  oficíales.  Pade- 
cieron enormes  pérdidas  los  turcos  en  estos  dos  asedios;  mas  no  es 
creíble  que  hubiese  llegado  á  diez  mil  el  rómero  de  sus  muertos, 
como  algunos  lo  aseguran. 

Así  66  perdió  la  plaza  de  Túnez  que  acabábamos  de  conquistar, 
y  ei  fuerte  de  la  Goleta  ^ue  teniaúios  en  nuestro  pod^  desde  el  afio 
1535,  época  de  la  expedición  de  Garlos  V.  Grave  falta  cometió  don 
Juan  en  haber  desobedecido  las  órdenes  del  rey;  pero  lo  fué  mayor 
todavía  el  no  haber  hecho  mas  por  sti  consarvacion,  sin  oontar  con 
las  fuerzas  formidables  de  que  podía  disponer  el  Gran  SeDor  para 
arrancarnos  la  conquista.  De  todos  modos  se  ve  que  después  de  tres 
aftos  de  expediciones,  de  enormes  gastos,  de  gran  pérdida  de  gen- 
te, y  sobre  todo  después  de  una  victoria  tan  decisiva  y  gloriosa 
como  la  de  Lepante,  no  tuvimos  otro  fruto  ni  otro  resultado  que  de- 
jar el  fuerte  de  la  Goleta  en  manos  de  los  turcos. 

Hicieron  estos  lo  que  antes  debiera  haber  hecho  don  Joan  de 
Austria,  esto  es,  desmantelarle  y  arrasarle,  practicando  lo  mismo 
con  el  fuerte  recientemente  construido.  En  cuanto  al  rey,  en  medio 
de  la  mortificación  que  le  causó  este  desastre  de  sus  armas,  dio  ór* 
denes  para  que  se  reparasen  las  fortificaciones  de  Oran  y  Mazal- 
quivir,  haciendo  coostruir  un  nuevo  fuerte  llamado  de  Santa  Craz, 
con  objeto  de  apoyar  á  las  dos  plazas. 

A  fin  de  1575  regresó  don  Juan  de  Austria  á  EspaDapor  mar,  en 
dos  galeras,  habiendo  desembarcado^  en  Barcelona.  Según  alganos^ 
fué  este  viaje  contra  la  espresa  voluntad  del  rey,  quien  le.  envió  ¿r* 
den  para  trasladarse  en  derechura  á  los  Países-Bajos.  Mas  esto  no 
es  probable,  porque  don  Joan  de  Austria  no  fué  nombrado  gober- 
nador general  de  Flandes  hasta  muy  entrado  el  aBo  siguiente,  como 
lo  haremos  ver  mas  adelante.  Lo  que  no  admite  du4a  es  que  Feli* 
pe  11  estaba  descontento  de  él  por  su  conducta  ea  Tónoz  y  por  us 


CAPITULO  XXXVII.  4*78 

aspiraciones  al  carácter  y  dignidad  de  soberano.  Mas  prescindiendo 
de  estas  conjeturas,  fué  don  Juan  recibido  en  la  corte  sin  muestras 
de  desagrado  por  parte  del  monarca.  Pronto  le  veremos  figurar  de 
nuevo  en  un  teatro  donde  no  le  sonrió  tanto  la  fortuna  como  en  los 
dos  primeros. 


CAPITÍÍU)  XXXVIÍI. 


Distarbios  y  alborotos  en  Genova.— Nobles  antíguos.— Nobles  nnevos.— Salen  de  k 
ciudad  los  primeros.-^Intervíene  el  rey  de  España ^El  legado  del  Papa.— Pacifi- 
cación.—(1575-1574.) 


Habiendo  hecho  meDcion  de  los  distarbios  que  habia  en  Genova 
cuando  se  proyectaba  la  expedición  de  las  fuerzas  españolas  sobre 
Túnez,  creemos  de  nuestro  deber  dar  una  idea  sucinta  de  aquellos 
acontecimientos,  omitidos  entonces  por  no  interrumpir  el  hilo  de  la 
historia.  No  es  de  este  sitio  trazar  la  de  aquella  república,  que  ha 
desaparecido  hace  algunos  aDos  del  mapa  político  del  mundo.  Flo- 
reció como  otras  muchas  en  los  siglos  que  se  llaman  de  la  Edad  me* 
dia,  y  &  excepción  de  Yenecia,  que  le  era  superior,  ocupaba  el  lu- 
gar preeminente.  Se  distíngala  por  el  comercio,  por  sus  estableci- 
mientos marítimos,  y  hasta  por  sus  conquistas,  contando  entre  sus 
adquisiciones  la  isla  de  Córcega,  cuyo  territorio  excedía  en  superfi- 
cie al  suyo  propio  de  la  tierra  firme.  Degeneró  su  gobierno,  como 
sucedió  en  muchos  estados  de  la  propia  clase,  de  democrático  que 
era  á  los  principios,  en  aristocrático,  no  saliendo  las  riendas  del  es- 
tado de  las  manos  de  las  principales  familias  del  pais,  que  se  re- 
partían el  poder  con  exclusión  de  las  clases  inferiores.  Habían  tenido 
relaciones  de  alianza  con  los  reyes  de  Francia,  que  con  frecuencia 
se  erigían  en  sus  protectores^  haciéndoles  pagar  caro  este  favor,  que 
no  les  dispensaban  sino  á  título  de  mas  poderosos  y  mas  fuertes. 


aprruLO  xxxvin.  4*75 

TovieroB  serios  altercados  con  objeto  de  sacudir  este  yogo  con  los 
reyes  Carlos  VIH,  Luis  XII  y  FraDcísco  I,  sin  conseguir  una  eman- 
cipación tan  deseada.  Todavía  no  tenian  entonces  un  administrador 
ó  magistrado  supremo,  y  en  el  gobierno  habia  en  rigor  tantas  ca- 
bezas como  familias  poderosas,  ejerciendo  la  mayor  influencia  la  i|ue 
entre  ellas  era  la  mas  rica  ó  mas  servicios  prestaba  á  los  intereses 
del  Estado.  Ocupaba  en  tiempo  de  Francisco  I  y  Garlos  V  este  lugar 
distinguido  entre  los  magnates  de  Genova,  el  famoso  Andrés  Doria, 
uno  de  los  principales  marinos  de  aquel  tiempo.  Ayudaba  á  Fran* 
cisco  I  en  sus  guerras  con  sus  galeras  y  gente  de  mar;  pero  ha- 
biéndose indispuesto  con  este  soberano,  se  pasó  al  servicio  del  em- 
perador, y  en  seguida  al  de  su  hijo,  en  el  que  se  mantuvo  hasta  su 
muerte,  habiéndoles  mostrado  la  mayor  fidelidad  en  cuantas  em- 
presas se  le  encomendaron.  Siguió  su  ejemplo  su  sucesor  Juan  An- 
drés Doria,  según  acabamos  de  ver,  en  las  últimas  guerras  entre 
los  príncipes  de  la  liga  y  el  Gran  Turco.  Se  reconocía  á  Felipe  II 
como  protector  de  Genova,  y  bajo  sus  auspicios  se  habían  hecho 
algunas  reformas  en  el  gobierno  del  Estado,  siendo  entre  otras  la 
creación  de  un  Dux  ó  duque  que  ejercía  las  funciones  de  supremo 
magistrado.  También  se  habia  introducido  la  innovación  de  agregar 
algunas  familias  poderosas  que  llamaban  de  nobleza  nueva,  á  las 
antiguas  que  estaban  en  posesión  de  ejercer  exclusivamente  los  prin- 
cipales cargos  públicos.  Comenzaron,  pues,  los  disturbios  por  las 
rivalidades  entre  estas  dos  clases  de  nobleza,  pugnando  las  prime-« 
ras  por  no  ceder,  y  las  segundas  por  participar  en  todo  de  sus  pre^ 
rogativas.  Lascosas  llegaron  &  términos,  que  el  rey  de  Espafia  creyó 
ser  necesario  mandarles  embajador  extraordinario  á  fin  de  arreglar 
sus  diferencias.  Echó  para  esto  mano  de  don  Juan  de  Idiaquez,  á 
quien  acompasó  don  Sancho  de  Padilla,  que  débia  quedar  de  em- 
bajador ordinario  cuando  se  verificase  la  salida  del  primero.  Llega-* 
ron  los  dos  á  Genova  á  mediados  del  aSo  1573,  y  fueron  muy  bien 
recibidos  de  todas  las  clases  de  la  nobleza,  sobresaliendo  entre  to- 
dos  el  mismo  Dux  recien  electo.  Habia  salido  este  alto  funcionario 
de  entre  las  filas  de  los  nuevos  nobles,  con  lo  que  habia  quedado 
muy  contenta  esta  parcialidad  y  muy  disgustada  la  contraria.  Se 
hallaban  por  entonces  algo  sosegados  los  ánimos;  mas  se  temian 
naeyos  disturbios  á  la  próxima  elección  de  los  principales  cargos 
públicos.  Pretendían  los  antiguos  nobles  que  de  todos  modos  les 
asegurasen  la  mitad  de  estas  grandes  dignidades;  mas  sostenían  los 


i76  HISTOBU  DB  nUPB  11. 

nuevos,  que  puesto  que  ias  clases  se  babiafl  igualado»  se  nocctesm 
todos  los  individuos  para  que  de  entre  ellos  saiiesea  indístÍDtaBienU 
los  electos.  Los  primeros  se  obstinaron  en  llevar  adelante  su  rew-^ 
lucíon;  tan  desconfiados  estaban  de  obtener  en  caso  contrario  la 
igualdad,  y  mucho  menos  la  preponderancia. 

Se  agitaban  estos  dos  partidos  con  aquella  vivacidad  que  se  ha 
visto  y  se  verá  siempre  cuando  unos  pugnan  por  conservar  aoti- 
tiguos  privilegios,  y  los  otros  aspiran  á  participar  de  ellos  ó  á  ar- 
rancárselos. Era  conocida  la  parcialidad  de  los  antiguos  nobles  coo 
el  nombre  de  Portal  de  San  Lucas,  y  la  de  sus  rivales  con  la  de 
Portal  de  San  Pedro,  por  las  dos  localidades  en  que  celebraban  re- 
gularmente sos  conferencias.  Tenían  los  primeros  á  su  favor  el  ma- 
yor numero  de  propiedades,  las  simpatías  de  los  principes  vednos 
como  el  duque  de  Saboya  y  el  duque  de  Florencia,  sin  contar  cob 
el  virey  de  Milán.  Contaban  los  nuevos  nobles  con  las  clases  popa* 
lares,  tan  celosas  siempre  de  las  prerogalívas  y  de  los  privilegios 
do  que  se  hallan  las  altas  revestidas.  Era  hasta  cierto  ponto  una 
especie  de  lucha  entre  el  privilegio  y  la  igualdad,  entre  la  ansie- 
craeia  y  el  partido  democrático. 

Propendía,  como  es  de  suponer,  el  embajador  extraordinario  es- 
pañol, á  la  clase  de  la  aristocracia,  pues  tales  eran  los  sentimien- 
tos que  abrigaba  el  rey  de  España;  mas  como  le  convenia  ser  coa- 
dliador,  trató  de  arreglar  por  de  pronto  la  dispata  que  se  habia 
suscitado  con  motivo  de  la  elección  de  los  oficios.  Por  sus  consejos 
se  decidió  que  cada  dia  de  las  elecciones  recayesen  los  nombramien* 
tos  alti^oativamente  en  las  dos  parcialidades,  y  que  ningún  nueva- 
mente elegido  pudiese  entrar  en  funciones  hasta  que  tuviese  un 
compafiero  de  la  otra  parcialidad,  para  que  resultase  de  ese  modo 
un  equilibrio  de  influencia  y  de  poder,  que  era  á  lo  que  unos  y 
otros  aspiraban.  Así  se  verificó  en  efecto,  y  por  todo  el  afio  de  1573 
se  mantuvo  quieta  Gónova  sin  ningunas  turbulencias.  En  cnanto 
al  rey  de  EspaDa,  satisfecho  de  los  servicios  de  don  Juan  de  Idia- 
quez,  determinó  que  se  quedase  de  embajador  en  Genova,  coofi- 
riendo  á  don  Sancho  de  Padilla  el  mando  del  castillo  de  Milán,  ea 
reemplaso  de  don  Alvaro  de  Saode,  ya  difunto. 

El  aDo  siguiente,  de  1574,  se  renovaron  las  agitaciones  entre Ua 
dos  parcialidades.  Además  de  la  animosidad  naturalmente  encen- 
dida entre  ambos  partidos,  no  faltaban  quienes  desde  afuera  afa- 
diesea  pábulo  al  encono.  Por  lo  mismo  que  el  rey  de  Bspaüa  pro- 


€iFnui.o  xxxvm.  417 

tegn  á  la  idta  arigtooreda,  anxitíaba  por  debajo  de  mano  el  rey  de 
FraDcm  á  \u  clases  populares.  En  Milán  tenía  siempre  dispuestas 
algunas  fuereas  militares  el  virey,  para  caer  sobre  Genova  cuando 
fuese  necesario.  Las  mismas  disposiciones  manifestaban  los  duques 
de  Saboya  y  de  Florencia,  siendo  bien  piábiíco  cuál  de  las  dos  par- 
cialidades de  Genova  era  objeto  de  su  simpatía.  Se  irritaron  con 
esto  los  del  partido  popular,  y  acusaron  á  los  pobles  de  llamar  á  los 
extranjeros  con  diversos  pretextos,  y  entregarles  después  las  armas 
de  que  estaban  haciendo  acopios  en  sus  casas.  Fuese  esto  cierto  ó 
no,  se  hicieron  también  con  armas  sus  contrarios.  Eran  las  apa** 
rieacias  todas  de  venir  á  las  manos  unos  con  otros;  mas  por  la  io-^ 
fluencia  de  4on  Juan  de  Idiaquez  se  hizo  salir  de  Genova  á  los  ex-* 
traineros,  y  se  mandó  que  los  que  se  habían  hecho  con  armas  las 
entregasen,  para  cortar  este  germen  de  desconfianza  y  suspicacia. 
Quedó  1^  ciudad  tranquila,  aunque  solo  en  la  apariencia;  mas  te- 
merosos algunos  de  los  antiguos  nobles,  se  salieron  de  la  ciudad, 
protestando  contra  lo  que  llamaban  tiranía  de  sus  antagonistas. 

Como  se  consideraba  el  rey  de  España  como  el  protector  de  Ge- 
nova, se  conducía  su  embajador  don  Juan  de  Idiaquez  mas  como 
arbitro  de  las  disensiones  del  país,  que  como  simple  consejero  que 
habla  solo  por  el  deseo  de  ser  útil.  Trató,  pues,  de  que  el  partido 
popular  entrase  en  su  deber,  exponiéndole  lo  que  debían  al  rey  de 
Espafia,  el  interés  que  teniap  por  lo  mismo  en  deferir  á  su  alta  au* 
toridad,  insinuando  al  mismo  tiempo  los  funestos  resultados  que 
poüríao  acarrearles  su  felta  de  sumisión  y  deferencia.  Mas  le  fué 
respandido  por  Bartolomé  Coronado,  uno  de  los  principales  del 
partido  popular,  que  el  pueblo  de  Genova  en  oponerse  á  las  usur- 
padoues  de  los  nobles,  en  proveer  k  las  medidas  de  su  seguridad, 
00  se  apartaba  nada  del  respeto  que  el  rey  de  EspaDa  merecía,  ni 
se  hacia  indigno-  de  que  le  retírase  una  protección ,  á  que  por  tan- 
tos servictos  se  habían  hecho  los  genoveses  acreedores. 

Habian  llegado  las  cosas  al  término,  que  según  la  opinión  de 
muchos  no  podría  decidirse  la  cuestión  sino  por  medio  de  las  ar- 
mas. Se  habían  roto  ya  las  treguas  que  se  habían  ajustado  en  Ge- 
nova eotre  las  dos  parcialidades,  y  cada  día  iba  en  aumento  la 
eai%rBCton  de  los  de  la  antigua  aristocracia.  Se  habian  algunos  re-^ 
tirado  al  campo,  pasado  otros  á  países  extranjeros,  y  en  las  cortes 
de  Madrid,  Milán,  Florencia  y  Saboya,  se  quejaban  altamente  de 
la  tíraoía  de  sus  opresores.  Gontiüuaban  mientras  taato  los  apres- 

ToMOi.  61 


lis  HISTOBIi  DE  FBUFB  If. 

tos  militares  de  los  príoeipes  veeioos.  El  pootffice,  deseoso  de  ter- 
minar las  desavenencias  sin  efusión  de  sangre,  mandó  á  los  doqnes 
de  Saboya  y  de  Florencia  se  estuviesen  quedos,  y  él  por  so  parle 
envió  por  legado  á  Genova  al  cardenal  Morón,  con  orden  de  me- 
diar, con  todas  las  artes  que  le  sugiriese  su  prudencia,  entre  las  dos 
parcialidades. 

Se  presentó  en  efecto  el  legado  del  Papa  en  Genova,  mas  pro- 
dujo poco  efecto  la  misión;  ¡tan  enconados  se  hallaban  ya  los  áni- 
mos! Ninguna  de  las  dos  parcialidades  quería  ceder:  la  del  pueblo, 
porque  confiaba  en  la  superiorídad  del  número;  la  segunda,  porque 
se  fiaba  en  las  simpatías  de  los  príncipes  extranjeros,  entre  los  que 
se  contaba  el  rey  de  EspaOa.  Sin  embargo,  continuaban  los  nobles 
antiguos  desterrados  de  Genova,  y  los  del  pueblo  nombraron  dipu- 
tados para  que  en  su  nombre  pidiesen  á  la  sefioría  que  se  les  librase 
de  muchas  cargas  y  gabelas.  Con  el  legado  del  pontífice  se  postra- 
ron poco  obsequiosos,  y  el  cardenal  Morón  trató  de  salirse  de  la 
ciudad,  cuyos  disturbios,  en  su  opinión,  solo  se  podían  ya  compo- 
ner por  medio  de  las  armas. 

Estaba  el  rey  católico  dudoso  del  partido  que  abrazaría  en  se- 
mejantes circunstancias.  Seguía  desairada  su  autorídad,  y  los  de 
Genova  le  habían  faltado  á  la  palabra  de  arreglar  las  cosas  por  su 
arbitrio.  Por  otra  parte,  el  duque  de  Saboya  mantenía  inteligencias 
con  los  nobles  desterrados,  ofreciéndoles  á  todos  los  momentos  el 
auxilio  de  sus  armas;  y  como  no  eran  ignorados  estos  tratos  del 
partido  popular,  crecían  las  acusaciones  y  las  desconfianzas.  El 
pueblo,  cada  vez  mas  animado,  continuaba  extendiendo  la  esfe- 
ra de  sus  derechos;  y  aumentándose  con  esto  el  número  de  sus 
diputados,  llegaron  á  tener  en  el  gobierno  los  dos  tercios  de  los  vo- 
tos. Todos  los  ojos  estaban  fijos  en  la  determioacton  que  tomaría  ei 
rey  de  Espaffa;  cada  parcialidad  alegaba  servicios  pasados,  y  los 
prometían  para  en  adelante.  Alegaban  los  antiguos  nobles  que  te- 
nían posesiones  en  los  estados  del  rey,  que  habían  militado  en  so 
servicio,  y  pedían,  para  desagraviarse  de  sus  enemigos,  se  les  per- 
mitiese hacer  uso  de  galeras  y  armas.  En  cuanto  á  los  nuevos  no- 
bles ó  parcialidad  popular,  prometían  al  rey  armarían  galeones  j 
galeras,  y  que  le  servirían  &  sueldo  como  habían  hecho  en  todas 
ocasiones.  Dudaba  el  rey  entre  los  dos  partidos,  y  tenia  motivos 
para  ello.  Dar  á  los  antiguos  nobles  licencia  para  amar  sus  ga- 
leras, comerlo  pedian,  era  declarar  la  guerra  civil  en  Genova; 


GAPITDLO  XXXflU.  4^9 

armando  los  de  afuera  contra  ios  de  adentro,  oomprometieú- 
do  de  este  modo  la  persona  de  su  embajador,  que  se  vería  en 
precisión  de  dejar  la  ciudad,  con  grave  detrimento  de  sus  intereses. 
Declarándose  á  favor  de  la  parcialidad  popular,  era  temible  que 
desconociese  el  pueblo  sus  servicios,  ó  se  desenrollase  demasiado  el 
espíritu  democrático,  que  por  ningún  estilo  convenia  al  rey  de  Es- 
paOa.  Por  otra  parte  le  interesaba  mucho  conservar  á  cualquier 
precio  su  influencia  y  ascendiente  en  un  pais  que  tanto  le  servia  en 
todas  sus  empresas  marítimas.  En  medio  de  todo  le  alarmaba  la 
propensión  y  deseo  que  abrígaba  el  rey  de  Francia  de  tomar  parte 
en  la  contienda,  apoyando  al  partido  popular,  para  ejercer  después 
un  protectorado  parecido  al  de  sus  predecesores. 

Las  disensiones  de  Genova  entre  un  partido  popular  que  pugna 
por  ensanchar  el  limite  de  su  poder,  y  una  antigua  aristocracia  que 
en  sus  privilegios  se  encastilla,  fáciles  son  de  concebirse,  pues  además 
de  estar  en  el  corazón  humano,  abundan  en  las  páginas  de  la  his- 
toria antigua,  como  en  las  de  la  moderna.  También  son  fáciles 
de  imaginarse  las  pugnas,  los  conflictos,  las  acusaciones  mutuas 
de  ambos  bandos,  y  las  disposiciones  de  ánimo  de  los  príncipes  ve- 
cinos, atentos  á  estos  altercados.  Aquí,  los  antiguos  nobles  como  á 
las  puertas  de  Genova  deseosos  de  hostilizar  por  mar  y  tierra  á  la 
ciudad;  allí,  el  rey  de  Francia  aspirando  á  mediar  poderosamente  en 
la  contienda:  por  una  parte,  el  legado  del  Papa  intrigando  porque 
se  declarase  al  pontífice  arbitro  de  estas  disensiones;  por  la  otra  el 
rey  de  Espafia  trabajando  por  conservar  en  Genova  su  preponde- 
rancia. No  contento  con  la  persona  de  don  Juan  de  Idiaquez,  creyó 
dar  mas  fuerza  á  su  embajador  enviando  en  clase  de  extraordinario 
á  don  Carlos  de  Borja,  duque  de  Gandía,  que  llegó  á  Genova  por 
agosto  de  1574.  Para  corroborar  su  influjo  moral,  hizo  que  don 
Juan  de  Austria  pasase  á  Genova  con  algunas  fuerzas.  También  se 
conservaba  en  sus  intereses  Juan  Andrés  Doria,  que^á  fuer  de  nobte 
antiguo,  desde^Sagona  amenazaba  la  ciudad  con  sus  galeras.  Por 
otra  parte,  el  nuevo  virey  de  Milán,  marqués  de  Ayamonte,  habia 
recibido  orden  de  tener  fuerzas  preparadas  para  cuando  fuese  ne- 
cesario. 

Las  precauciones  del  rey  no  sirvieron  al  principio  mas  que  de 
excitar  desconfianzas  y  exasperar  los  ánimos.  A  pesar  de  la  digni- 
dad de  grande  de  Espafia  de  que  estaba  revestido  el  embajador  ex- 
traordinario,  daban  preferencia  los  de  la  ciudad  á  la  persona  de  don 


189  flISTOBU  0£  FBLIPB  II. 

• 

Joan  de  Austria,  que  sin  duda  era  mas  conoiliador,  mas  sagas,  mas 
eoteodido  eo  artes  de  gobierno.  La  misma  preseutacioD  de  don 
Juan  de  Austria  fué  mirada  con  tanto  desagrado,  que  le  obligaroa 
&  permanecer  fuera  de  la  ciudad,  y  de  este  modo  á  tomar  parte 
activa  en  favor  de  los  nobles  desterrados.  » 

Mientras  tanto  envió  el  rey  de  Francia  á  Genova  comisarios  de 
oficio  ofreciéndoles  protección,  y  basta  por  medio  de  las  armas  si 
fuese  necesario.  Mas  tales  fueron  los  recelos  que  causó  su  presencia 
á  los  embajadores  de  Espafia,  y  tales  las  reconvenciones  que  sobre 
ello  hicieron  á  la  sefioría,  que  esta  dio  el  paso  de  aconsejar  á  ios 
franceses  se  retirasen  de  la  ciudad,  cuyas  turbulencias  en  lugar  de 
aquietarse  se  aumentaban. 

f  Referir  uno  á  uno  los  pasos  que  se  daban  por  entrambas  partes 
para  venir  al  logro  de  sus  fines,  las  intrigas  de  las  diversas  parcia- 
lidades, las  desconfianzas  y  acusaciones  de  unos  y  otros,  seria  pro- 
lijo y  basta  inútil,  tratándose  de  tan  pequeQo  cuadro.  Varias  veces 
prorumpió  el  pueblo  en  abierta  sedición  contra  los  que  acusaba  de 
querer  tiranizarle ;  varias  veces  don  Juan  de  Austria,  Juan  Andrés 
Doria  y  los  nobles  proscritos,  hicieron  amago  de  invadir  la  dudad 
con  fuerza  armada.  Los  embajadores  de  Espafia,  que  conocían  las 
intenciones  de  su  amo,  trataban  de  contemporizar  y  de  amortiguar 
el  encono  de  los  ánimos.  Lo  mismo  hacia  el  legado  del  Papa,  aun- 
que siempre  con  la  mira  de  dar  á  este  el  honor  de  ser  el  arbitro  su- 
premo de  las  disensiones.  Mas  á  pesar  de  sus  deseos  de  conservar  la 
paz,  tales  fueron  los  alborotos  del  pueblo  y  las  acusaciones  que  se 
llegaron  á  hacer  al  rey  de  Espafia,  que  los  embajadores  de  este  mo* 
narca,  el  legado  del  Papa,  los  comisarios  del  emperador  y  otros 
principes  de  Italia,  se  vieron  en  precisión  de  abandopar  la  ciudad, 
dejándola  envuelta  en  nuevas  confusiones. 

Inquieta  la  sefioria  de  esta  ausencia,  envió  un  mensiye  á  los  em* 
bajadores  y  demás  comisarios,  suplicándoles  encarecidamente  que 
volviesen.  Si  la  facción  popular  en  Genova  se  hallaba  agitada  y  llena 
de  encarnizamiento,  no  sucedía  lo  mismo  á  los  nuevos  nobles,  que 
contemplaban  con  sangre  mas  fria  los  peligros  que  los  amenazaban. 
Sus  enemigos  eran  muchos,  y  llegado  á  declararse  de  una  vez  con- 
tra ellos  el  poderoso  rey  de  Espafia,  no  dudaban  de  su  infalible  rui- 
na. Por  otra  parte,  estaban  ya  algo  recelosos  del  sobrado  vaelo  que 
hablan  tomado  las  clases  populares,  temiendo,  y  con  razon^  que  el 
rigor  desplegado  contra  los  antiguos  nobles,  les  alcanzase  con  el 
tiempo  á  ellos. 


GAHTOLO  XXXVIU.  481 

FoeroD  estos  temores,  de  qoe  participabaD  todos  los  individuos 
de  la  seDoria,  uno  de  los  grandes  elementos  de  la  pacificación  que 
estaba  ya  tan  próxima.  Influyó  asimismo  poderosamente  en  ella  el 
miedo  de  que  el  rey  de  BspaOa  se  declarase  abiertamente  por  una 
de  las  dos  parcialidades.  Ni  le  acomodaba  dar  vuelos  á  la  antigua 
arístocrada,  ni  quería  que  el  elemento  democrático  fuese  el  prepon- 
derante en  la  república.  En  el  equilibrio  entre  los  dos  poniael  prin- 
cipal asiento  de  su  dominación  y  de  supremo  ascendiente  que  ejer- 
cía de  becho,  y  no  titubeaba  en  reclamar  como  derecho.  Si  á  todas 
estas  consideraciones  añadimos  que  la  ciudad  carecía  de  municiones 
y  andaban  en  ella  ya  escasísimos  los  víveres,  concebiremos  la  faci- 
lidad con  que  se  avinieron  á  una  pacificación  que  todos  deseaban. 
Fueron  los  términos  de  la  paz  los  mismos  en  que  ya  se  hablan 
convenido  las  dos  parcialidades  antes  de  venir  á  la  ruptura,  á  sa- 
ber: que  se  ejerciesen  los. oficios  por  iguales  partes  entre  los  nobles 
nuevos  y  los  viejos.  Para  establecer  desde  un  principio  este  equili- 
brio, se  hizo  la  primera  elección  por  los  mismos  embajadores  y  co- 
misarios, nombrando  tantos  de  una  parcialidad  como  de  la  contra- 
ria. Fué  celebrada  esta  pacificación  por  todos  los  interesados,  con 
grandísimas  muestras  de  regocijo  y  entusiasmo.  Hicieron  su  entrada 
en  la  ciudad  con  todo  aparato  los  nobles  proscritos,  Juan  Andrés 
Doria  y  don  Juan  de  Austria.  Se  celebró  la  reconciliación^  de  unos  y 
otros  con  un  Te-Deum  y  una  misa  solemne,  donde  celebró  el  legado 
de  pontifical ,  coocluyendo  con  distribuir  la  bendición  á  todos  en 
nombre  de  Gregorio  Xlll.  Quedó  por  entonces  Genova  tranquila,  y 
bajo  los  auspicios  del  rey  de  EspaDa  no  fué  durante  todo  su  reinado 
teatro  de  nuevas  turbulencias. 

El  cuadro  que  acabamos  de  bosquejar,  ni  es  vasto,  ni  abunda  en 
figuras  que  le  den  realce.  Se  reduce  al  amago  de  una  guerra  civil, 
que  00  tuvo  efecto  por  haberse  hecho  la  paz  antes  de  romperse  k 
viva  fuerza  las  hostilidades.  Si  hemos  mencionado  estas  turbulen- 
cias, no  fué  sino  para  hacer  ver  la  importancia  del  rey  de  EspaSa, 
y  el  ascendiente  que  tenia  hasta  en  los  paises  que  no  estaban  bajo 
su  inmediato  mando.  En  su  mano  estuvo  oprimir  á  Genova  por  me- 
dio de  la  antigua  aristocracia,  ó  acabar  con  esta  apoyando  á  las  cla- 
ses populares ;  pero  fué  mas  hábil  su  política.  No  pudiendo,  ó  no 
teniendo  por  conveniente  dominar  en  Genova  por  medio  de  sus  ar- 
mas, eligió,  el  medio  moral  mas  fijo  de  asegurar  su  poder  en  Geno- 
va, Doanteniendo  el  equilibrio,  ó  por  mejor  decir  la  rivalidad  délas 


182  fllSTOaU  DS  FBUffB  IL 

dos  parcialidades ,  que  le  mirabaD  como  el  arbitro  supremo  de  808 
diferencias. 

Habiendo  concluido  lo  que  teníamos  que  decir  sobre  los  asuntos 
de  Italia  y  guerras  en  el  Mediterráneo  contra  el  turco,  pasaremos  á 
otro  teatro  de  pasiones,  de  rivalidades,  de  guerras  abiertas,  á  siih 
ber,  los  Paises-Bajos,  adonde  algunos  afios  antes  babia  pasado  de 
orden  del  rey  el  duque  de  Alba. 


CAPlTütO  XXXIX 


Asuntos  de  los  Paises-Bajos. — Salida  del  duque  de  Alba.— Su  llegada  á  Italia — ^Mar-- 
cha  entendida  que  emprende  desde  los  Alpes  hasta  la  frontera  de  Flandes. — Su  en- 
trada en  este  país  y  entrevista  con  la  princesa  gobernadora. — Providencias  del  duque 
de  Alba. — ^Prisiones  de  los  condes  de  Egmont  y  de  Horn. — ^Descontento  de  la  prin- 
cesa gobernadora. — Solicita  esta  y  consigue  del  rey  su  salida  de  los  Paises-fiajos. 
Instala  el  duque  de  Alba  el  tribunal  de  los  Doce.— -Rigores  y  castigos.— Se  condena 
por  traidor  al  principe  de  Orange,  ausente,  y  á  otros  señores  flamencos  que  se  ha- 
liaban  prófugos. — Preparativos  mutuos  para  una  próxima  guerra. — Invasión  de  los 
Países-Bajos. — Derrota  del  conde  de  Aremberg  por  Luis,  conde  de  Nassau. — Enjui- 
ciamiento y  suplicio  de  los  condes  de  Egmont  y  de  Horn  (1).— (1567-1568.) 


Se  puede  decir  que  la  partida  del  duque  de  Alba  para  los  Países-- 
Bajos,  dio  priocipio  á  uoa  época  eo  la  historia  de  aquellas  ricas  po- 
sesiones. Es  difícil  indicar  la  dirección  que  hubiesen  tomado  sus 
negocios,  á  no  haber  adoptado  Felipe  11  esta  medida;  mas  es  un 
hecho  que  dio  nuevo  pábulo  al  fuego  del  descontento  y  odio  al  yugo 
espaSol  que  profesaban  los  flamencos.  Era  imposible  designar  un 
hombre  menos  popular  en  el  pais,  ni  que  fuese  mirado  con  mas  an- 
tipatía por  parte  de  sus  grandes.  Como  de  esto  nada  podia  ignorar 
el  rey  de  Bspafia,  se  puede  considerar  la  providencia  mas  como  de 
terror  para  acabar  de  humillar  á  los  Países-Bajos,  que  de  precau- 
cion  para  tenerlos  en  la  obediencia  que  le  debian  como  subditos. 
No  olvidemos  que  eo  aquella  ocasión  se  hallaban  apaciguadas  las 
tarbulencías,  y  que  la  princesa  Margarita  acababa  de  rogar  al  rey 


a         T  -  ' 


(1)    Las  mUmas  aatoridadea  que  en  los  oapitaloe  XXYU  y  XIVIIT. 


484  mSTOElA  DK  FBLIFS  II. 

SU  hermano  qae  se  presentase  en  Flandes,  no  como  qd  sefior  que 
va¿  castigar,  sino  como  un  padre  á  quien  ofrecían  y  dalmn  garan- 
tías de  futura  obediencia  sus  hijos  extraviados.  Mas  la  partida  re- 
pugnaba mucho  al  rey  de  EspaDa,  y  tratándose  de  subditos,  sobre 
todo  de  subditos  herejes,  era  el  carácter  de  padre  el  que  menos  cua- 
draba con  el  suyo. 

Fueron  todas  estas  representaciones  de  ningún  efecto.  Contestó 
el  rey  que  si  bien  estaba  en  ánimo  de  presentarse  en  los  Paises-Ba- 
jos,  creia  mas  prudente  el  que  le  pjfecediesen  tropas,  que  al  mismo 
tiempo  de  aflanzar  la  sumisión  del  pais,  aumentasen  el  temor  y  res- 
peto á  su  persona.  Que  si  Flandes  estaba  sujeto,  el  aparato  de  fuer- 
zas no  estaría  de  mas,  y  que  en  caso  contrarío,  seria  indispensable 
para  tener  á  raya  á  los  que  intentasen  promover  nuevos  alzamien- 
tos. Mas  era  probable,  y  la  experiencia  lo  confirmó  después,  que  el 
rey  no  trataba  seriamente  de  salir,  y  que  según  su  modo  de  juzgar 
el  estado  del  país,  creyó  que  por  ninguno  estaría  mejor  represen- 
tado en  Flandes  que  por  el  duque  de  Alba. 

Inmediatamente  que  fué  nombrado  para  esta  expedición,  envió  el 
rey  orden  á  los  vireyes  de  Ñapóles,  Sicilia  y  €erdefia,  de  que  en- 
viasen á  Milán  todos  los  tercios  de  tropas  veteranas  qne  afli  debían 
ponerse  á  las  órdenes  del  duque.  Era  preferible  que  emprendiese  su 
marcha  dirigiéndose  á  los  Paises*Bajos  por  lo  interior  de  Francia; 
mas  pareció  el  paso  peligroso,  tanto  al  soberano  del  país,  como  al 
de  EspaDa.  Temió  el  primero  que  la  presencia  en  Francia  de  los  es- 
pañoles exasperase  los  ánimos  de  los  calvinistas,  creyéndolos  lla- 
mados para  acabar  de  sujetarlos.  Receló  el  segundo,  que  la  animad- 
versión con  que  aquellos  le  miraban,  hiciese  al  rey  Garlos  empe-* 
fiarse  en  algún  paso  hostil,  tan  natural  por  la  antipatía  de  las  d» 
naciones.  Para  evitar  conflictos  y  no  malograr  desde  un  principio 
el  objeto  mismo  de  la  expedición,  se  determinó  que  el  duqoe  de  Al- 
ba emprendiese  su  viaje  por  Italia. 

Arribó  este  á  Genova  á  principios  del  afio  1567^  y  de  allí  pasóá 
Müao,  donde  cayó  enfermo.  Mientras  su  convalecencia,  se  fteron 
reuniendo  todas  las  tropas  que  de  las  diversas  partes  de  Italia  se 
habían  alistado,  con  las  que  el  duque  de  Alba  habia  llevado  de  Es^ 
paDa,  y  en  julio  del  mismo  afio  pasó  á  todas  revista  esté  jefe  supe« 
rior,  en  Astí.  No  era  el  ejército  numeroso,  pues  no  pasaba  la  fuerza 
de  diez  mil  hombres  de  iniantería  y  mil  y  doscientos  de  cai»alkría. 
No  habia  querido  el  duque  de  Alba  admitir  en  las  filas  á  gente  bí* 


tiáPITULO  XXXIX.  185 

sofia,  eomo  penetrado  de  lo  preferible  que  son  buenos  y  póoos  sol- 
dados, á  muchos  sin  disciplina  y  experiencia.  Era  la  mayor  parte 
de  la  infantería  toda  de  españoles,  divididos  en  cuatro  tercios,  al 
cargo  de  cuatro  maestres  de  campo  también  espafioles;  el  resto  se 
cofflponia  de  soldados  alistados  en  Ñápeles,  Sicilia,  en  Milán,  en 
las  islas  de  Córcega  y  Gerdeffa.  Figuraban  en  este  pequeño  ejército 
capitanes  ilustres,  tanto  españoles  como  extranjeros,  conocidos  por 
su  pericia  y  valor  en  los  combates.  Se  contaba  entre  los  primorosa 
Fernando  de  Toledo,  hijo  natural  del  duque  de  Alba,  comendador 
de  Castilla,  de  la  Orden  de  San  Juan,  y  comandante  de  toda  la  ca- 
ballería; Antonio  de  Olivera,  á  quien  se  encomendó  un  cargo  hasta 
entonces  no  conocido  en  el  ejército  español,  á  saber,  el  de  comisa- 
río  general  de  la  caballería;  Carlos  Davales,  hijo  del  marqués  del 
Vasto;  Bernardino  de  Mendoza;  Camilo  del  Monte;  Cristóbal  de  Mon- 
dragon;  Sancho  de  Avila,  alumno  favorito  del  mismo  duque  de  Al* 
ha  en  el  arte  de  la  guerra;  Sancho  'de  Londoño;  Julián  Romero; 
Alonso  de  UUoa  y  otros  varios.  Entre  los  italianos,  Chiapino  Yitelli, 
que  era  maestre  de  campo  general;  Francisco  Paciotto  de  Urbino, 
muy  entendido  en  fortificaciones,  y  que  pasaba  por  el  primer  in- 
geniero de  aquel  tiempo;  Cabrio  Serveloni,  general  de  la  caballería; 
Gurcio,  conde  de  Martmengo;  Nicolás  Bastí,  con  otros  de  no  poca 
nombradla.  Se  dividió  el  ejército  en  tres  trozos,  capitaneados:  el 
primero  por  el  mismo  duque  de  Alba;  el  segundo,  por  su  hijo  don 
Fernaodo  de  Toledo  y  Sancho  de  Londoño;  y  el  tercero  por  el  maes- 
tre general  de  campo  Vitelli.  Cuidó  el  duque  de  Alba  de  introducir 
en  este  ejército  el  orden  mas  exacto,  la  disciplina  mas  severa,  y  de 
uno  y  otro  se  dio  el  mayor  ejemplo,  en  la  marcha  dilatada  que  tu- 
yo que  hacer  hasta  llegar  á  su  destíno.  Iban  delante  Francisco  I  bar- 
ra, proveedor  del  ejército,  y  Gabrio  Serveloni,  con  objeto  de  reco- 
nocer los  caminos,  hacer  los  alojamientos,  y  preparar  los  víveres 
oecesarios,  observándose  el  método  de  pernoctar  en  el  mismo  pun- 
to consecutivamente  los  tres  cuerpos.  Emprendió  su  camino  con  di- 
reccioD  al  monte  Cenis,  y  pasó  á  la  Saboya  por  la  misma  ruta  que 
cerca  de  diez  y  ocho  siglos  antes  habia  emprendido  Aníbal.  Con- 
tinuó su  marcha  por  la  frontera  oriental  de  la  Borgofia  y  por  la  oc- 
cidental de  la  Lorena,  teniendo  gran  cuidado  de  no  atravesar  el  ter- 
ritorio perteneciente  al  rey  de  Francia.  Observaba  sus  pasos  por  la 
i7^uierda  un  cuerpo  de  cuatro  mil  franceses  mandados  por  el  ma- 
ríscat  de  Tavannes,  4  fin  de  impedir  toda  violación  de  territorio.  Lo 

^  Tomo  I.  6Í 


186  EISTORU  Dfl  FBLIPE  H. 

mismo  hizo  por  la  derecha  un  cuerpo  de  gioebrinos,  temiendo  una 
sorpresa  del  general  espaDoI;  mas  tal  fué  la  circunspección  del  du- 
que de  Alba,  que  no  ocurrió  el  menor  choque  en  el  camino.  Para 
encarecer  la  disciplina  observada  por  los  espaOoles  en  tan  larga  mar- 
cha, se  cuenta  que  no  ocurrió  en  toda  ella  mas  desorden  que  el  ro- 
bo de  tres  reses,  que  costó  la  vida  á  sus  autores. 

Con  la  aproximación  del  duque  de  Alba  á  los  estados  de  Flan- 
des,  crecieron  las  inquietudes  y  los  medios  de  los  que  tanto  se  ha- 
bian  asustado  con  su  nombramiento.  Fué  la  princesa  gobernadora 
la  que  mas  se  incomodó  al  ver  que  ¿  pesar  de  sus  representaciones 
se  realizaba  al  fin  la  llegada  de  un  ejército  y  de  un  jefe  que  en  su 
opinión  iban  á  causar  al  país  tan  grandes  males.  Además  de  la 
carta  escrita  al  rey  de  Espafia,  de  que  hemos  hablado  anteriormen- 
te, le  habia  escrito  otras  exponiéndole  siempre  los  gravísimos  ma- 
les que  iban  á  seguirse  del  envío  de  un  ejército.  Algo  habia  cal- 
mado Felipe  II  sus  temores,  anunciándola  que  á  la  llegada  de  so 
ejército  seguiría  la  de  su  persona,  previniéndola  que  tuviese  dis- 
puesta una  flota  para  salirle  á  recibir  cuando  tuviese  la  noticia  de 
su  próxima  salida.  Mas  sin  duda  el  rey  de  Espafia  anunció  lo  que 
no  estaba  en  su  mente  ejecutar,  como  así  lo  hizo  ver  el  resultado; 
por  lo  menos  ya  estaba  la  princesa  Margarita  desesperanzada  de  su 
arribo,  cuando  la  presentación  del  duque  de  Alba,  en  el  territorio 
de  los  Paises-Bajos.  Así  nada  pudo  suavizar  en  su  ánimo  caanlo 
tenia  de  amargo  para  ella,  la  llegada  de  tan  terrible  personaje. 

Hizo  su  entrada  el  duque  de  Alba  en  los  Paises-Bajos  con  toda 
la  pompa  y  esplendor  que  le  daban  su  cargo  importante,  y  el  ejér- 
cito lucido,  aunque  no  muy  numeroso,  que  le  acompasaba.  Reci- 
bió en  Luxemburgo  el  refuerzo  de  dos  coronelías  ó  regimientos  de 
alemanes.  Salieron  muchos  grandes  del  pais  á  recibirle  á  la  fron- 
tera; unos  por  afición,  los  mas  de  miedo;  tal  era  la  aprensión  que 
en  general  causaba  su  presencia. 

Distribuyó  el  duque  la  mayor  parte  de  sus  fuerzas  en  diversos 
puntos,  destinando  una  fuerte  división  á  la  plaza  de  Amberes,  cayo 
gobierno  se  encargó  á  Londofio.  Con  la  que  restaba,  hizo  so  en- 
trada pública  en  Bruselas,  imponiendo  respeto  á  la  muchedumbre^ 
y  pavor  á  cuantos  tenían  algún  motivo  para  augurar  mal  de  su  lle^ 
gada.  Seguido  de  un  acompaOamiento  lucido  y  numeroso,  se  pre- 
sentó en  el  palacio  de  la  princesa  gobernadora,  quien  le  recibió  con 
toda  la  ceremonia  debida  á  su  carácter.  En  presencia  de  la  corte  en « 


CAPITULO  XXXIX.  487 

tregó  el  duqae  á  Margarita  el  despacho  ó  provisión  real  que  le 
nombraba  jefe  supremo  y  director  de  todos  los  negocios  militares  y 
de  guerra  en  los  Paises**Bajos,  dejando  intacta  la  autoridad  de  la 
princesa  en  los  ciyiles.  Mas  cuando  quedaron  solos  para  conferen* 
dar  en  privado,  le  ensefió  otras  instrucciones  en  que  las  facultades 
del  duque  resultaban  ser  mas  amplias  que  en  el  despacho  ostensible, 
pues  no  solo  se  le  confiaba  el  gobierno  absoluto  de  las  armas,  sino 
poder  para  levantar  fortalezas,  deponer  autoridades,  y. entender  en 
las  causas  de  los  alborotos  pasados  y  castigo  de  los  delincuentes. 
Todavía  no  satisfizo  entonces  el  duque  de  Alba  la  curiosidad  de 
Margarita  en  un  asunta  que  tanto  le  importaba,  pues  habiéndole 
preguntado  la  princesa  si  tenia  mas  que  exponer,  le  respondió  el 
general  espaQoI  que  aun  le  quedaban  muchas  cosas  que  decir;  mas 
que  las  iría  manifestando  poco  á  poco,  según  ocurriese  la  ocasión, 
no  pudiendo  comunicarlas  todas  en  su  conferencia. 

Debió  de  considerar  Margarita  de  Parma  desde  aquel  momento 
como  nula  su  autoridad  en  los  Paises-Bajos.  De  tan  amplios  pode- 
res conferidos  al  duque  de  Alba,  se  quejó  amargamente  al  rey,  ha- 
ciéndole ver  por  la  tercera  ó  cuarta  vez  las  calamidades  de  que  iba 
á  ser  objeto  el  pais,  con  el  despliegue  de  una  fuerza  y  de  un  rigor 
innecesarios  en  aquellas  circunstancias.  Mas  Felipe  II  habia  tomado 
su  partido.  Sea  que  hasta  entonces  estuviese  satisfecho  ó  no  de  la 
conducta  y  política  de  la  princesa  gobernadora,  creyó  que  el  duque 
de  Alba  sería  un  órgano  mas  fiel  de  sus  voluntades  y  opiniones.  La 
misión  del  duque  no  era  pues  de  calmar,  de  reducir  los  ánimos  á 
la  obediencia  por  la  via  de  templanza  y  consideraciones,  sino  de 
inspirar  terror  por  medio  de  castigos.  Ninguno  habia  mas  capaz  de 
satisfacer  estas  miras  que  el  duque  de  Alba,  hábil  capitán,  jefe  in- 
flexible, católico  intolerante,  despótico  por  carácter,  por  educación 
y  por  príncipios.  Los  de  su  mando  fueron  castigar  y  sujetar  á  los 
rebeldes,  exterminar,  si  era  posible,  á  los  enemigos  del  catoli* 
cismo,  y  producir  por  todas  partes  escarmientos. 

Creyó  oportuno  el  duque  de  Alba  comenzar  sus  medidas  de  rigor 
con  los  grandes  del  pais,  promotores  principales,  en  su  opinión,  de 
los  pasados  alborotos,  resortes  activos,  tanto  en  secreto  como  en 
público,  de  la  impopularidad  y  hasta  del  odio  con  que  era  mirado 
el  rey  de  Espafia.  Eran  ios  principales  objetos  de  su  animadversión 
los  condes  de  Egmont  y  Horn,  que  hablan  hecho  el  principal  papel 
después  del  príncipe  de  Orange.  Para  hacerse  duefio  con  qas  foci^ 


1 


488  msTOBiA  Ds  fsupb  n. 

lidad  de  sos  personas,  convocó  los  principales  grandes  á  Bruselas, 
á  fin  de  conferenciar  con  ellos  sobre  los  negocios  del  Estado*  No 
sospechó  nada  el  conde  de  Egmont,  hombre  sencillo,  incapas  de 
suponer  en  otros  sentimientos  que  su  pecho  no  abrigaba;  pero  el  de 
Horn,  mas  cauto,  se  mantenia  á  mayor  distancia  del  general  espa- 
ñol, del  que  tanto  desconfiaba.  En  vano  trató  de  inspirar  al  otro 
sus  temores;  en  vano  le  hizo  ver  el  peligro  de  asistir  adonde  los 
llamaba  el  duque  de  Alba.  Insistió  el  primero  en  su  resolución,  y  el 
conde  de  Horn  se  vio  en  la  precisión  de  acompasarle. 

Se  verificó  la  conferencia  por  noviembre  de  1567,  y  en  el  pala- 
cio de  Bruselas  se  reunieron  los  grandes  que  había  convocado  el 
duque  de  Alba.  Babia  tomado  este  todas  las  providencias  oportunas 
para  dar  su  golpe  con  mas  seguridad,  poniendo  guardia  de  espaDo- 
les  al  mando  de  Sancho  de  Avila,  que  gozaba  de  toda  su  confian- 
za. Después  de  haber  hablado  á  los  grandes  de  cosas  generales, 
llamó  á  un  cuarto  vecino  al  conde  de  Egmont,  y  le  dijo  con  acento 
entre  airado  y  grave:  «Sois  preso  por  orden  del  rey,  entregadme 
vuestra  espada.»  Turbado  el  conde  con  este  golpe  inesperado,  mas 
sin  perder  su  entereza,  respondió:  «Obedezco  la  orden  del  rey; 
aquí  está  mi  espada,  que  tantas  veces  se  ha  desenvainado  en  su 
servicio.])  Mientras  se  verificaba  la  prisión  de  Egmont,  se  practi- 
caba lo  mismo  con  el  conde  de  Horn  por  capitanes  adictos  al  du- 
que, y  en  seguida  fueron  ambos  conducidos  al  castillo  de  Gante, 
donde  quedaron  encerrados. 

Mientras  estas  prisiones  se  verificaban,  tomaban  las  tropas  de  la 
guardia  del  palacio  todas  las  medidas  que  podian  imponer  á  la  mu- 
chedumbre, haciendo  despejar  las  calles  inmediatas.  Por  el  pronto 
no  se  quiso  creer  en  Bruselas  este  paso  contra  personas  que  mere- 
cían y  habían  alcanzado  la  popularidad  del  pais;  mas  pronto  se  di- 
sipó la  incertidumbre,  cubriéndose  de  luto  la  ciudad  con  esta  noticia 
inesperada.  El  terror  que  inspiraba.  El  duque  de  Alba  hizo  com- 
primir en  el  silencio  estos  sentimientos  de  dolor  y  de  desesperacioD, 
consolándose  al  mismo  tiempo  muchos  con  la  idea  de  que  el  prin- 
cipe de  Orange  habia  sabido  evitar  la  suerte  de  sus  compafieros,  y 
que  probablemente  se  veria  pronto  con  los  medios  de  venir  á  liber- 
tad al  pais  de  la  servidumbre  dura  que  le  amenazaba. 

La  princesa  Margarita,  sin  cuyo  conocimiento  se  hablan  hecho  es- 
tas prisiones,  se  llenó  de  indignación  cuando  se  las  comunicó  de  ofi- 
cio el  duque  de  Alba,  manifestándole  que  no  se  le  habia  dado  j^vio 


CAPÍTULO  XXXIX.  189 

atiso,  por  evitarle  el  odio  de  que  hubiera  8Ído  objeto  la  princesa  eo 
el  pais,  á  ser  ejecutadas  de  su  orden.  Mas  do  templó  esto  el  reseu- 
tiffliento  de  la  gobernadora,  penetrada  mas  y  mas  de  lo  falso  de  su 
posición,  y  convencida  de  que  no  ejercía  en  el  pais  mas  que  una  au- 
toridad nominal,  indecorosa  para  su  persona.  Hizo  con  este  motivo 
una  exposición  al  rey  de  EspaBa,  en  que  sin  quejarse  de  nadie,  le 
pedía  encarecidamente  la  exonerase  de  un  cargo  en  que  había  per- 
dido su  salud,  y  para  cuya  continuación  le  faltaban  ya  las  fuerzas, 
quebrantadas  con  los  cuidados  y  afanes  que  le  habían  causado  tan- 
tos conflictos  de  que  había  sido  Flandes  teatro  en  los  nueve  afios  que 
llevaba  de  administración,  haciéndole  ver  al  mismo  tiempo  que  ya 
era  inútil  su  persona,  estando  revestida  con  tan  grandes  cargos  la 
del  duque  de  Alba.  Para  acabar  con  este  asunto,  aunque  nos  ade- 
lantemos un  poco  en  el  orden  cronológico,  diremos  que  el  rey  aco- 
gió con  todo  favor  esta  exposición,  como  quien  deseaba  probable- 
mente deshacerse  de  la  persona  de  la  princesa  Margarita.  Así  accedió 
á  su  súplica,  y  la  escribió  una  carta  muy  atenta  en  que  la  daba  las 
gracias  por  lo  bien  que  se  había  conducido  en  la  administración  de 
los  Paises-Bajos,  concediéndole  permiso  para  retirarse  á  Italia.  Con 
esta  licencia  dirigió  Margarita  á  los  estados  una  carta  de  despedida, 
entregando  el  mando  al  duque  de  Alba;  y  acompa&ada  por  este  hasta 
la  frontera,  tomó  el  camino  de  Parma,  donde  la  aguardaba  su  ma- 
rido Octavio. 

Se  sintió  macho  en  Flandes  la  salida  de  la  duquesa  de  Parma,  por 
la  comparación  entre  su  persona  y  la  del  gobernante  que  la  sucedía. 
Aun  prescindiendo  de  esta  consideración,  es  un  hecho  que  la  prin- 
cesa Margarita  desplegó  tino  en  su  administración,  y  que  no  era  ex- 
trafia  á  las  artes  de  gobierno.  Convienen  todos  los  historiadores  en 
que  estaba  adornada  esta  mujer  de  prendas  varoniles,  y  alegan  co- 
mo una  de  las  pruebas,  que  se  hallaba  sujeta  á  los  achaques  de  la 
gota.  La  asociación  del  cardenal  Granvella,  en  lugar  de  aliviarla  el 
peso  del  gobierno,  no  hizo  mas  que  crearla  nuevos  embarazos,  por 
la  odiosidad  de  que  fué  blanco  la  persona  del  prelado.  Colocada  en- 
tre tantas  pasiones  é  intereses,  que  mutuamente  se  chocaban  y  ex- 
cloian,  tuvo  que  valerse  de  gran  circunspección,  y  no  pocas  veces 
que  recurrir  al  disimulo.  Necesitó  ser  astuta  y  sagaz,  fingir  simpatías 
y  hasta  antipatías,  según  lo  pedia  la  ocasión,  pues  si  faltó  muchas 
veces  á  la  sinceridad,  del  mismo  modela  trataban  hasta  los  que  mas 
se  la  vendían  por  amigos.  Fué  activa  eo  su  gobierno;  no  perdió  d^ 


490  HISTORU  DB  FBLIPE  U. 

vista  nada  de  cuanto  podía  interesarla;  no  era  descuidada  en  emplear 
espías  para  saber  los  pasos,  tanto  de  los  amigos  como  de  los  ene- 
migos, y  no  perdonó  ocasión  de  informar  al  rey  del  verdadero  estado 
de  las  cosas.  Gedia  á  la  tempestad  cuando  no  tenia  fuerzas  para  com- 
batirla. Inmediatamente  que  podía  recuperar  el  ascendiente,  usaba 
de  su  superioridad  y  no  era  remisa  en  oprimir  con  mano  fuerte  &  sos 
contrarios.  Fueron  sus  últimos  consejos  al  rey  dictados  por  el  espí- 
ritu de  la  prudencia,  y  si  se  mezclaba  en  ellos  su  propia  personali- 
dad, redundaban  mucho  mas  en  el  bien  del  país  y  en  los  verdaderos 
intereses  de  su  hermano.  El  mejor  elogio  de  la  princesa  de  Parma es 
la  administración  de  sus  tres  primeros  sucesores  en  el  gobierno  de 
los  Países-Bajos;  y  sí  algo  la  pudo  consolar  del  desvío  ó  ingratítad 
del  rey,  debieron  de  ser  las  desgracias  que  produjo  en  Flandes  la 
presencia  del  hombre  á  que  la  había  pospuesto. 

Fué  la  prisión  de  los  condes  de  Egmont  y  de  Horn  una  medida  de 
rigor,  pero  no  un  acierto.  Si  el  duque  de  Alba  hubiese  cogido  en  el 
palacio  de  Bruselas  todos  los  magnates  de  los  Países-Bajos  que  in- 
fluían en  la  muchedumbre,  se  podría  tal  vez  decir  que  había  cortado 
de  una  vez  todas  las  cabezas  de  la  hidra;  pero  los  mas  de  estos  gran- 
des estaban  prófugos;  el  principal,  que  era  el  príncipe  de  Orange, 
se  hallaba  salvo  en  sus  estados  de  Alemania.  Por  eso  el  cardenal  de 
Granvella,  á  la  sazón  en  Roma,  al  saber  la  prisión  de  los  dos  con- 
des, preguntó  si  entre  ellos  se  hallaba  el  Taciturno,  y  al  decírsele 
que  no,  repuso:  «No  ha  pescado  gran  cosa  d  duque  de  Alba;»  di- 
cho agudo  y  sentencioso,  que  anunciaba  claramente  el  resultado  que 
iba  á  tener  aquella  providencia  tan  á  medias. 

Después  de  la  prisión  de  los  dos  condes  fué  instalado  por  el  duque 
de  Alba  un  tribunal  especial,  compuesto  de  doce  individuos,  para 
entender  en  las  pasadas  turbulencias,  llamado  con  este  motivo  el 
tribunal  de  rebeliones  y  castigos.  En  el  público  se  conocía  mas  co- 
munmente con  el  nombre  de  tr^ml  de  sangre,  por  la  mucha  que 
vertía.  La  mayor  parte  de  sus  individuos  eran  espaQoles,  y  el  resto 
se  componía  de  algunos  personajes  del  país ,  encarnizados  SDemigos 
de  todos  los  agitadores.  Era  su  presidente  el  mismo  duque  de  Alba; 
el  que  dictaba  definitivamente  las  sentencias,  pues  los  otros  jueces 
no  tenían  en  cierto  modo  mas  que  un  voto  consultivo.  Citó  el  tri- 
bunal por  orden  del  duque  á  Guillermo  de  Nassau ,  prf  Dcipe  de 
Orange,  Antonio  LaQí,  conde  de  Hogstrart,  al  conde  de  Gulembur- 
go,  Florencio  Palanti,  á  Guillermo,  conde  de  Bergues,  6  Eoriquede 


CAPITDLO   XXXIX.  491 

Brederode  y  otros  sefiores  fugitivos,  para  que  vÍDiesen  á  responder 
á  los  cargos  que  se  les  hacían.  Mas  ellos  respondieron  desde  afuera 
por  medio  de  un  escrito,  que  siendo  caballeros  del  Toisón  de  Oro, 
solo  podian  ser  juzgados  por  el  rey  y  por  sus  pares.  Afiadió  el  prín- 
cipe de  Orange  el  paso  de  dirigirse  al  emperador  y  á  los  príncipes 
del  imperio,  haciéndoles  ver  lo  comprometido  de  su  dignidad  en  per- 
mitir que  el  duque  de  Alba  pasase  adelante  con  su  tropelía.  Mani- 
festaron en  efecto  estos  príncipes  al  gobernador  espaOol  la  excep- 
ción en  que  se  bailaban  los  grandes  prófugos  para  ser  juzgados  por 
un  tribunal  ordinario;  mas  el  duque  de  Alba  contestó,  que  tales 
eran  las  órdenes  del  rey,  y  que  no  podia  menos  de  llevar  &  su  de- 
bido efecto.  No  habiendo  comparecido,  pues,  los  prófugos,  dictó  el 
duque  la  sentencia  que  los  condenaba  á  la  pena  de  traidores,  é  hizo 
conducir  á  EspaOa  al  conde  de  Burén,  hijo  mayor  del  principe  de 
Orange,  cursante  en  la  universidad  de  Lobayna,  sin  que  su  corta 
edad  de  trece  años,  ni  los  privilegios  de  la  universidad^  pudiesen 
detener  el  golpe  de  aquella  mano  airada. 

No  fueron  aquestos  nobles  las  solas  víctimas  de  los  rigores  del 
tribunal  de  sangre.  Algunos  otros  fueron  cogidos  y  decapitados  en 
Bruselas  y  otros  puntos,  por  haber  hecho  gran  papel  en  las  pasa- 
das turbulencias.  Murieron  algunos  después  de  haber  abjurado  el 
culto  nuevo  y  restituidose  al  seno  de  la  religión  católica.  Persistie- 
ron otros  en  sus  nuevas  opiniones,  con  no  poca  indignación  y  es- 
cándalo de  los  católicos  celosos,  y  al  mismo  tiempo  edificación  y 
simpatía  por  parte  de  los  que  sus  mismos  principios  abrigaban, 
como  sucede  en  toda  lucha  de  partidos,  sobre  todo  cuando  están  en 
pugna  creencias  religiosas. 

No  eran  solo  objeto  del  rigor  del  tribunal  de  sangre  los  magnates 
y  los  grandes,  sino  les  hombres  de  las  clases  medianas,  y  hasta  de 
la  misma  plebe.  Cuantos  eran  conocidos  por  haber  tomado  parte  en 
los  pasados  disturbios,  en  el  saqueo  y  destrozo  de  los  templos;  cuan- 
tos pasaban  por  instigadores  ó  motores  del  desafecto  que  se  profe-^ 
saba  al  rey ;  cuantos  estaban  indicados  por  su  profesión  abierta  ó 
adhesión  al  nuevo  sistema  religioso,  fueron  objeto  de  las  pesquisas 
y  blanco  de  los  castigos  fulminados  por  un  tribunal  que  parecía  se« 
diento  de  venganza.  Así  se  hallaba  el  país  entero  sobrecogido  de 
terror,  y  se  contaban  por  miles  los  individuos  que  por  librarse  de 
la  persecución  buscaban  asilo  en  Inglaterra,  en  Francia  y  otros  paí- 
ses extranjeros.  Había  sido  proscripto  con  las  penas  mas  duras 


I9t  mSTOBIA  DK  FKLIPI  íí. 

cuanto  tenía  basta  la  apariencia  de  caito  protestante;  pero  estas  me- 
didas de  rigor,  que  parecía  debían  aplicarse  solo  á  lo  que  entonces 
existiese,  tenia  efecto  retroactivo  por  excesos  pasados,  que  la  polí- 
tica de  la  princesa  Margarita  babia  sepultado  en  el  olrido. 

Era  la  guerra  inevitable.  Los  proscriptos  hacían  por  todas  partes 
preparativos  de  una  invasión  en  los  Países  Bajos.  Ponía  en  obra  el 
principe  de  Orange  todos,  los  medios  que  le  sugerían  su  genio,  su 
ambición  y  sus  conexiones  con  los  príncipes  del  imperio.  No  se 
descuidaba  por  su  parte  el  duque  de  Alba,  impertérrito  en  medio 
del  peligro,  y  no  cejaba  un  punto  en  la  carrera  de  rigor  é  ínflexi- 
bilidad  que  había  empezado.  Entre  sus  medidas  de  seguridad  se 
cuenta  la  construcción  de  la  cindadela  de  Amberes,  en  que  se  em- 
plearon mas  de  tres  mil  hombres.  Fué  dirigida  la  obra  por  Paciotto, 
que  pasaba  por  el  primer  ingeniero,  de  su  tiempo,  y  se  repata 
hoy  como  el  creador  de  la  fortificación  moderna.  El  castillo  de  Am- 
beres, erigido  mas  bien  para  sujetar  y  reprimir  á  la  ciudad,  que 
para  defenderla  contra  sus  enemigos  exteriores,  ha  sido  la  primera 
de  las  obras  fuertes  de  este  género,  y  como  tal  servido  de  modelo 
á  otras  muchas  que  en  el  discurso  de  muy  pocos  aDos  se  erigieron. 
Cada  uno  de  sus  cinco  baluartes,  pues  (ieoe  la  figura  de  un  pentá- 
gono, llevaba  el  nombre  de  algún  grande  personaje,  habiendo  re* 
cibido  uno  el  duque  de  Alba,  y  otro  el  de  Paciotto,  su  ingeniero. 

Se  aguardaba  de  un  momento  á  otro  la  invasión  de  los  proscrip'* 
tos.  Los  prófugos  trataron  de  penetrar  por  el  país,  unos  por  el  me- 
diodía y  otros  por  el  norte.  Fué  sin  duda  el  plan  del  príncipe  de 
Orange  llamar  la  atención  del  duque  de  Alba  por  varios  puntos  & 
la  vez,  en  lo  que  -procedía  con  prudencia;  mas  no  nos  parece  ha- 
bilidad el  que  dejase  de  entrar  al  mismo  tiempo  con  todas  las  fuer- 
zas que  mandaba;  pues  cuanto  mas  numeroso  fuese  el  ejército  in- 
vasor, mas  impresión  favorable  baria  en  sus  amigos,  y  mas  impon- 
dría  al  duque  de  Alba.  Tal  vez  no  estarían  completos  los  prepara- 
tivos del  ejército  que  organizaba;  tal  vez  querría  probar  fortuna 
con  ensayos  parciales,  sin  exponer  mucho  su  persona.  Dejando 
aparte  estas  consideraciones,  bástanos  saber  que  los  que  enbraron 
en  Flandes  por  el  lado  de  Francia  fueron  desbaratados  sin  grande 
resistencia,  por  el  capitán  espaOol  Sancho  de  Avila  y  un  cuerpo 
enviado  por  Garlos  IX  en  auxilio  de  los  espafioles.  No  cupo  igual 
suerte  á  los  que  invadieron  el  país  por  la  parte  opuesta,  mandados 
por  Luis  de  Nassau,  hermano  del  principe  de  Orange.  Salió  4  sa 


CAPITULO  \XXTX.  498 

encuentro  el  conde  de  Aremberg,  gobernatlor  de  Frisia;  le  aguar- 
daba el  de  Nassan  en  una  faerte  posición,  cubierto  con  un  monte 
por  la  espalda,  apoyados  sus  flancos  en  bosques  intransitables,  y 
con  un  terreno  pantanoso  al  frente.  Teoia  además  oculta  una  gran 
parte  de  sus  tropas,  para  acometer  de  improviso  á  los  espaDoles, 
si  cometian  estos  la  imprudencia  de  atacarle.  Tal  pareció  el  acto  al 
duque  de  Aremberg,  jefe  de  habilidad  y  de  experiencia.  Mas  se  cen- 
suró en  el  ejército  su  circunspección,  tacb&odola  de  cobardía,  y  ésto 
fué  bastante  estímulo  para  que  el  general  espafiol  arriesgase,  con- 
tra su  propio  dictamen,  una  batalla,  cuyos  resultados  preveía.  Los 
espaOoles  atacaron  llenos  de  entusiasmo,  contando  con  un  triunfo 
muy  seguro;  mas  empeOados  en  un  terreno  pantanoso  con  las  tro- 
pas que  tenían  al  frente,  se  vieron  acometidos  de  flanco,  por  las 
que  estaban  en  celada.  Al  desorden  causado  por  esta  embestida  se 
siguió  una  derrota  completa,  y  habiéndose  puesto  en  fuga  los  que 
no  cayeron  en  el  campo  de  batalla,  dejaron  en  poder  del  enemigo 
ün  gran  número  ¿e  prisioneros,  las  banderas,  los  equipajes  y  la 
artillería,  donde  figuraban  seis  piezas  grandes,  conocidas  con  los 
signos  de  música,  ut,  re,  mi,  fa,  sol,  la.  Quedó  entre  los  muertos 
el  conde  de  Aremberg,  cuya  pérdida  fué  muy  sentida  de  todos,  y  en 
especial  del  duque  de  Alba. 

En  vista  de  un  desastre  que  podía  ser  seguido  de  fatales  resulta- 
tados,  resolvió  moverse  en  persona  el  gobernador  general  con  di- 
rección á  Frisia;  mas  no  queriendo  al  parecer  dejar  enemigos  por 
su  espalda,  y  considerando  como  tales  á  los  condes  dé  Egmont  y  de 
Horn,  á  pesar  de  bailarse  presos,  aceleró  su  enjuiciamento,  no  cre- 
yéndose seguro,  mientras  la  vida  de  los  dos  cautivos  pudiese  infun- 
dir ánimo  en  sus  numerosos  partidarios. 

Mandó  pues  el  duqne  de  Alba  proceder  con  toda  actividad  al  en- 
juiciamiento de  los  condes.  Se  les  hicieron  los  cargos  dé  querer 
echar  al  rey  de  los  dominios  de  Flandes;  de  haber  solicitado  la  ex- 
pulsión del  cardenal  Granvella;  de  haber  instigado  á  los  enemigos 
del  gobierno  espafiol  en  la  resistencia  que  oponían  á  las  providen- 
cias de  la  gobernadora;  de  no  haberse  mostrado  enemigos  declara- 
dos de  los  confederados,  ó  sea  mendigos;  de  no  haber  dado  fuerte 
auxilio  á  los  gobernadores  ó  magistrados  contra  los  saqueadores  de 
los  templos  y  destructores  de  sus  imágenes;  en  fin,  de  ser  ocultos  é 
indirectos  enemigos  del  rey  de  Espafia,  aunque  sin  alzar  contra  él 
abiertamente  un  estandarte.  Concluyó  el  fiscal  por  la  pena  demuer- 

ToMo  I.  63 


494  HISIO&U  DB  F&UPB  U. 

te,  como  traidores  y  reos  de  lesa  majestad,  y  cQDfiscacion  de  sus 
bieDijs,  &  coosecueocia  de  este  crioieo.  CoatestarpA  los  coadesfA 
respuesta  á  estos  cargos,  protestando  contra  la  iocompeteaciadesu 
tríl)UQai,  alegando  que  como  caballeros  del  Toisón  de  Oro,  no  po- 
dían ser  juzgados  por  el  rey  y  el  colegio  de  los  de  esta  Orden.  Con 
es({^  salvedad,  dijeron  en  descargo,  que  jamás  habian  sido  enemi- 
gos del  rey,  ni  queridp  despojarle  de  su  dominio  de  los  Paises-Ba- 
jos;  qutí  jarnos  habian  obrado  nada  eo .  perjuicio  de  sus  intereses, 
ni  tomado  parte  por  sus  enemigos,  y  los  perturbadores  de  la  paz  y 
el  orden  público;  que  si  no  se  hablan  mostrado  efiemigos  declara- 
dos de  los  confederados,  y  otros  que  desaprobaban  las  providencias 
del  rey,  habia  sido  por  servirle  mejor,  eiijipleando  vias  de  concilia- 
ción, preferibrles,  en  su  concepto,  á  las  del  rigor  y  del  castigo.  Res- 
pondieron, en  Gn,  lo  bastante  para  ser  absueltos  en  la  opinión  ge- 
neral, que  tanta  simpatía  mostraba  hacia  !$us  personas,  y  achacaba 
al  rencor  y  ferocidad  del  duque  de  Alba  el  rigor  con  que  eran  tra- 
tados; mas  no  para  satisfacer  al  tribunal,  ni  menos  al  duque,  quieo 
en  nombre  del  rey,  por  su  especial  autoridad,  para  ser  caballeros 
del  Toisón  de  Oro,  los  condenó  á  ser  degollados  por  manos  del  ver- 
dugo. Inmediatamente  los  hizo  conducir  de  Gante  á  Bruselas,  don- 
de debía  verificarse  la  sentencia. 

M  ser  comunicada  á  los  dos  condes,  ya  de  regreso  en  la  capital, 
manifestaron  extraDeza,  pues  no  creían  que  llegase  á  tanto  el  odio 
de  sus  enemigos  y  la  animadversión  del  rey;  pero  no  por  eso  se 
abatieron,  y  como  varones  esforzados  y  cristiaqos  se  prepararon  á  la 
muerte.  Eo  aquellos  tristes  momentos  escribió  el  conde  de  Egmont 
una  carta  al  rey  en  lengua  francesa,  que  por  lo  sentido  de  sus  ex- 
presiones y  lealtad  que  respira,  merece  ser  mencionada  por  todos 
los  historiadores.  Dice  así,  sobre  poco  mas  ó  menos:  «SeCor:  Ha- 
jobeis  tenido  á  bien  que  sea  condenado  á  muerte  un  subdito  y  cria- 
ndo vuestro,  que  jamás  dedicó  á  otra  cosa  su  ánimo  y  sus  fuerzas, 
»que  á  serviros.  Da  testimonio  todo  lo  pasado  de  que,  en  ningún 
«tiempo  ahorré  mis  trabajos  ni  mi  hacienda  en  vuestro  obsequio,  y 
»que  expuse  á  mil  peligros  la  misma  vida,  que  nunca  estimé  en 
x>tanto,  que  no  la  hubiese  cien  veces  trocado  de  muy  buena  gana 
vcon  la  muerte,  sí  acaso  en  la  menor  cosa  pudiese  ser  á  vuestra 
]»grandeza  de  embarazo.  Por  esto  no  dudo  que,  después  de  haberos 
«enterado  bien  de  lo  que  aquí  se  ha  hecho,  reconoceréis  con  cuan- 
fio  agravio  se  ha  procedido  conmigo,  cuando  os  hicieron  creer  de 


494 


HlSlOaU  Dfi  PfiUPB  u. 


te,  como  traidores  y  reos  de  lesa  majestad,  y  coDfiscacion  de  sus 
hieufiSy  k  coDsecueocía  de  este  crioie».  CootestarAO  los  ccodes  m 


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GáPfTuta  xxxtu.  199 

i^tAf,  lo  que  m  fte  pensado*.  De  esto  Itamo  por  testt^  ft  DkM,  y  le 
»pidd,  qoe  si  en  algo  he  faltado  á  las  obligaciooes  que  creí  teoer  al 
3f>r6y  y  á  las  provincias,  castigoe  á  esta  alma,  que  ante  sa  tribunal 
x»ser&  hoy  mismo  presentada.  Y'asi  os  suplico,  sefior,  no  habién- 
»ddos  de  suplicar  ya  mas,  que  en  retribución  de  mis  trabajos  y 
»sertídoií,  tengáis  alguna  compasión  de  mi  mujer  y  de  mis  once 
»hijo9  y  criados,  qué  dejo  encdutendadM  á  algunos  pocos  amigos. 
ii>Tettiendo  fnor  cmrtcf  que  por  voaifm  «Mural  clemencia  lo  haréis, 
i>i/úf  k  padecer  la  muerte,  que  redbo  i^signado,  cierto,  de  que  con 
««Bte  Ai  fin  se  satisfará  á  muchos.  En  Broselás  á  5  de  junio  á  las 
y^ost  horas  de  la  ndche,  aOo  1568.  De  V.  M .  muy  humilde,  fiel  y 
«obedientA  ^bdito,  y  criado  preparado  para  morir.  Lamoral,  conde 
«der  Bgmont. » 

Entregió^  el  conde  de  Egmont  ésta  carta  al  éfeispo  de  Iprés,  que  le 
asiiátia  en  sus  últimos  momentos,  ¿  fio  de  que  fuese  dirigida  al  rey, 
y  al  dia  siguiente  salió  acompañado  de  su  confesor  i  la  plaza  pú- 
blica de  Bruselas ,  donde  estaba  preparado  y  tendido  ^  negro  su 
cadalso.  Subió  á  é)  con  paso  firme ,  y  se  arrodilló  sobre  un  almo- 
hadón que  delante  de  un  Crucifijo  de  plata  fe  teniao  dispuesto.  Des- 
pués de  un  rato  de  oración,  pasó  á  manos  del  verdugo,  que' le  cor- 
tó la  cabeza,  cubriendo  en  seguida  el  cadáver  con  un  manto ,  á  fin 
de  que  no  fuese  visto  del  conde  de  Horo,  que  iba  á  sofrir  la  misma 
suerte.  Mas  no  se  le  ocultó  k  este  lo  que  acababa  de  ocurrir,  y  cía* 
vando  sus  ojos  cMorosamente  en  el  etierpo  cubierto  de  m  amigo, 
pasé  igualmente  á  arrodíllarae  al  pié  del  Crucifijo,  y  de  aquí  á  mag- 
nos del  verdugo.  Clavaron  las  cabezas  en  escarphM  de  hierro ,  y 
después  do  permanecer  expuestas  á  la  vista  del  público  por  espa-^ 
ció  de  dos  horas,  se  trasladaron  los  cadáveres  á  la  iglesia  mas  pro- 
xiolft,  en  que  se  les  dio  decente  sepultura.  Presenció  todo  el  pueblo 
de  BniMlas  con  lágrimas,  con  sentimientos  de  terror  é  indignación, 
con  ardientes  deseas  de  venganza,  tan  lúgubre  espectáculo,  que  iba 
á  ser  seguido  de  toda  suerte  de  calamidades. 

Gmik|uiera  que  sea  el  colorido  que  el  espirito  de  pasión  ó  de  par- 
tido dé  á  estos  hechos,  basta  su  autenticic^  ))ara  que  el  hombre 
dottáo  de  una  sana  razón  los  coloque  en  el  sitio  que  merecen.  Per-^ 
tenecían  los  dos  cotfdes  á  las  familias  maa  ilustres  del  pais,  enlaza** 
das  con  otras  de  igual  rango  en  Francia  y  Alemania.  Los  servicios 
qa&  el  conde  de  Bgmont  había  hecho  á  Carlos  Y  y  á  su  hijo  eran 


196  mSTQRU  PK  IKUFK  U. 

tales,  qaeiÚDgun  monarca  podía  desconocerlos ,  sin  nota  de  negra 
ingratitud  ó  sobra. de  iojosticia.  De  carácter  firanco  y  demasiado  co- 
municativo, si  pudo  cometer  algunas  imprudencias  de  palabra,  ja- 
más babian  deswentído  sus  bechos .  los  sentimientos  de  lealtad  y 
fidelidad  que  profesaba  al  rey  dei  Espa&a.  No  podia  un  sefior  fla- 
menco, de  grande  influencia  en  el  pais ,  aprobar  explícitamente  la 
política  de  este  monarca,  con  respecto,  al  gobierno  de  su  patria.  Se 
mostró  enemigo  del  cardenal  Granvella :  reprobó  los  edictos  relati- 
vos al  establecimiento  de  la  Inquisición ,  fulminados  tan  impruden- 
temente en  la  corte  de  Madrid;,  no  se  mostró  enemigo  declarado  de 
los  mendigos,  pero  en  todos  cuantos  lances  se  yió  comprometida  la 
autoridad  del  rey,  tomó  parte  en  su  defensa,  como  cüimplia  á  uq 
buen  subdito^  ó  sea  vasallo,  como  entonces  se  decía.  No  se  mostaró 
protestante ,  ni  abogado  protector  de  los  que  la  nueva  secta  profe- 
saban. Una  prueba  de  lo  satisfecho  que  estaba  de  haberse  condu- 
cido bien  es,  que  á  pesar  de  que  no  podia  serle  desconocido  d  ca- 
rácter severo  y  suspicaz  del  rey,  no  siguió  el  ejemplo  del  príncipe 
de  Orange,  cuando  supo  el  nombramiento  del  duque  de  Alba,  para 
el  gobierno  general  de  Flandes.  Fué  su  solo  crimen  el  no  haberse 
mostrado  siempre  instrumento  y  ciego  aprobador  de  todas  las  dis- 
posiciones del  rey,  y  haber  visto  los  asuntos  del  pais  con  los  ojos 
de  un  flamenco  y  no  de  un  espafiol,  á  quien  podían  ser  indiferentes 
el  bienestar  y  prosperidad  de  los  Países-Bajos.  Fué  bastante  este 
crimen  para  sepultar  en  el  olvido  sus  grandes  servicios,  y  hacerle 
perder  su  cabeza  en  un  cadalso  á  la  edad  de  cuarenta  y  seis  afios, 
dejando  once  hijos  huérfanos,  como  en  razones  tan  sentidas  mani- 
festó en  su  última  carta  al  rey  de  Espafia.  No  rodeaba  tanto  brillo 
á  la  persona  del  conde  de  fiorn,  aunque  también  se  le  puede  con- 
siderar como  eminente  personaje.  Murió  de  cuatro  afios  mas  de  edad 
que  el  de  Egmont,  y  tampoco  en  toda  su  vida  había  mostrado  otros 
sentimientos  que  los  que  distinguían  á  su  compafiero.  Debe  pues  la 
historia  imparcial  considerar  el  suplido  de  1<ks  dos,  como  uno  de 
aquellas  atrocidades  que  solo  puede  disculpar  el  espíritu  de  fanatís- 
nH),  ora  civil,  ora  religioso,  que  en  todas  épocas,  y  sobre  todo  en 
aquella  distinguía  á  los  soberanos  y  á  los  pueblos;  y  hay  que  tener 
presentes,  que  en  este  hecho  tuvo  tanta  y  mas  parte  el  rey  que  su 
lugarteniente.  De  todos  modos,  aun  mas  que  atrocidad,  debe  ser 
considerado  en  política  come  enorme  desacierto.  Encendió  este  so- 


CAPITULO   XXXIX.  497 

plício  de  nuevo  las  llamas  de  la  discordia  y  de  la  guerra;  y  si  es 
verdad,  como  dicen  algunos  historiadores,  y  es  muy  probable,  que 
en  la  sangre  de  los  dos  cadáveres  mojaron  muchos  habitantes  de 
Bruselas  sus  pafiuelos,  se  puede  decir  que  fueron  estos  otros  tantos 
pendones  de  insurrección  y  de  venganza. 


^i«W 


CAPITULO  Xt. 


Continuación  del  anlerior.^Sale  el  duque  de  Alba  de  Bruselas  en  busca  del  conde  de 
Nassau.'Le  hace  levantar  el  sitio  de  Groninga. — Le  derrota  en  los  campos  de  Ge- 
mingen. — Vuelve  á  Bruselas.— Penetra  el  principe  de  Orange  con  su  ejércilo  eo 
los  Paises-Bajos. — Sale  de  nuevo  el  duque  de  Alba  de  Bruselas  y  se  establece  en 
Maestrích.— Paso  del  Mosa  por  el  principe  de  Orange.— Presenta  batalla  al  dnqae 
de  Alba.— No  la  acepta  este. — Escaramuzas. — Se  retira  el  de  Orange  ypasaelGet. 
—Derrota  del  cuerpo  que  deja  á  retaguardia  de  este  rio. — Se  junta  el  principe  de 
Orange  con  un  cuerpo  auxiliar  de  Francia. — Crecen  sus  apuros  y  dificultades.— 
Se  vuelve  á  sus  estados  de  Alemania. — Entrada  triunfal  del  duque  de  Alba  en  Bru- 
selas.— ^Erección  de  su  estatua  en  la  ciudadela  de  Amberes. — ^Nuevos  rigores. — 
Contribuciones. — ^Publicación  del  decreto  de  indulgencia.  (1568—1572.) 


Desembarazado  el  duqae  de  Alba  de  los  dos  presos,  coya  exís- 
teDcia  tantos  temores  le  iofandía,  salió  de  Braselas  en  busca  de  Luis 
de  Nassau,  que  después  de  su  victoria  sitiaba  laplaza  de  Gtodíu* 
ga,  defendida  por  Vitelli,  maestre  de  campo  general  de  las  tropas 
españolas.  Partió  para  Amberes,  y  habiendo  tomado  sus  medidas 
para  guarnecer  bien  el  castillo  que  acababa  de  erigirse,  salió  de 
esta  plaza  con  dirección  &  la  sitiada,  habiendo  hecho  algunos  altos 
en  el  camino,  para  recoger  la  artillería  y  todas  las  tropas  que  de- 
bían acompañarle.  Llegó  el  15  de  julio  de  1568  ala  plaza  de  Gro- 
ninga, y  sin  detenerse  casi  en  ella,  marchó  en  busca  de  los  reales 
enemigos.  Se  componía  su  ejército  de  diez  mil  infantes  y  tres  mil 
caballos.  Igual  fuerza,  con  poca  diferencia,  contaba  el  de  Nassau, 
aunque  con  algo  menos  de  caballería.  Atacaron  los  espaffoles  ios 


CAPÍTULO  XL.  499 

reales  coa  gran  impetü;  mas  el  conde  no  aceptó  la  batalla,  y  des- 
pués de  algQoas  escaramuzas,  eo  que  ios  nuestros  llevaron  lo  me- 
jor, se  retiró  al  abrigo  de  la  noche  al  pueblo  de  Gemingen,  ala  en- 
trada de  la  Frisía,  donde  tomó  una  ventajosa  posición,  aguardando 
la  llegada  de  los  espaQoles.  Tenia  á  sus  espaldas  la  ciudad  amiga 
de  Hemdem,  donde  esperaba  de  un  momento  á  otro  refuerzos  con- 
siderables de  su  hermano  el  príncipe  de  Orange.  Estaban  defendi- 
dos sus  flancos  por  el  rio  Ems  y  por  lagunas  y  pantanos  can  in- 
transitables. Solo  su  frente  era  accesible  por  medio  de  un  dique,  y 
para  defender  la  entrada,  babia  construido  una  fuerte  batería,  que 
no  se  podía  atacar  sino  de  frente.  Mas  todas  esas  ventajas  se  neu- 
tralizaron por  el  descontento  y  la  sedición  de  sus  tropas  de  Alema- 
nia^ que  á  grandes  griros  pedian  sus  pagas  devengadas.  Sabedor  el 
duque  de  Alba  de  esta  circunstancia,  no  perdió  tiempo  en  acometer, 
separando  de  su  ejército  un  cuerpo  considerable,  para  hacer  amagos 
por  los  flancos  y  la  retaguardia.  Tomó  el  duque  en  persona  el  ca- 
mino del  dique,  como  en  ademan  de  atacar  la  batería;  mas  mientras 
llamaba  sobre  sí  toda  la  atención  del  enemigo,  marchaba  por  su  or- 
den una  columna  al  mando  del  capitán  espafiol  Lope  Figueroa,  quien 
haciendo  un  gran  rodeo,  y  metiéndose  por  los  pantanos  atacó  brio- 
samente la  batería  por  el  flanco,  con  gran  derrota  de  los  enemigos, 
y  abrió  al  duque  de  Alba  la  puerta  de  su  campo.  Atacaban  al  mismo 
tiempo  los  espafioles  por  la  retaguardia  y  por  los  flancos,  y  aumen- 
tándose el  desorden  con  la  sedición  abierta  de  los  alemanes,  se  con- 
sumó la  derrota  ya  empezada  con  la  toma  de  la  batería.  Fué  la  vic- 
toria sangrienta  y  decisiva.  Los  alemanes  entregaron  las  armas; 
muchos  murieron  en  los  reales;  otros  mas  se  ahogaron  en  los  pan- 
tanos y  en  el  rio.  Se  hace  ascender  el  número  de  los  enemigos  muertos 
á  seis  mil,  que  comparado  con  el  de  sesenta  que  se  dice  tuvieron  los 
espafioles,  indica  la  confusión  introducida  en  el  campo  enemigo,  y  lo 
poco  que  lué  disputada  la  victoria.  Cogieron  los  espafioles  veinte 
banderas,  diez  piezas  de  artillería,  y  además  las  seis  que  antes  habia 
perdido  el  conde  de  Aremberg;  todo  el  equipaje  de  los  jefes  princi- 
pales, incluso  el  del  mismo  general  en  jefe.  Se  dice  que  este  se  puso 
eo  salvo  por  medio  de  un  ardid,  dejando  sus  vestidos  en  el  campo 
para  que  le  creyesen  muerto,  pasando  á  nado  con  un  disfraz  el  rio, 
para  no  ser  personalmente  perseguido. 

Hizo  esta  batalla  de  Gemingen  una  profunda  impresión,  tanto  en 
los  amigos  como  en  los  enemigos.  Fué  celebrada  por  los  primeros 


SOO  mSTORlA  BB  FBUPB  H. 

coD  grandísimo  entasiasmo,  y  se  le  dio  una  importancia  tal,  que  en 
la  opinión  de  muchos,  quizás  en  la  de  la  generalidad,  pasó  por 
milagro.  En  muchas  iglesias  fué  celebrada  con  toda  solemnidad,  y 
no  fué  en  Roma  donde  se  hizo  menos  fiesta.  No  entraremos  en  infi- 
nitos pormenores  sobre  hazaOas  particulares.  Se  hacen  grandes  elo- 
gios del  capitán  espaQol  Figueroa,  jefe  de  la  columna  que  atacó  la 
batería,  y  el  principal  autor  de  la  victoria.  Los  espafioles  usaron  con 
demasiada  largueza,  ó  por  mejor  decir,  abusaron  con  crueldad  de! 
triunfo  conseguido,  aunque  esta  conducta  no  se  debe  achacar  á  íd- 
fluencia,  ni  aun  disimulo,  por  parte  del  general  espafiol;  pues  ha- 
biendo el  trozo  de  CerdeQa  incendiado  en  su  furor  algunos  pueblos 
de  las  inmediaciones,  fueron  severamente  castigados  los  autores  del 
exceso,  y  privados  de  su  cargo  los  oficiales  y  jefes  que  lo  habian 
permitido. 

Derrotado  tan  completamente  el  ejército  del  conde  de  Nassau,  re- 
gresó el  duque  de  Alba  á  Groninga,  y  de  aquí  por  la  via  de  Ambe- 
res  tomó  la  vuelta  de  Bruselas,  habiendo  encontrado  en  el  caminoá 
su  hijo  don  Federico  de  Toledo,  duque  de  Huesca,  que  le  traia  un 
refuerzo  de  dos  mil  hombres,  casi  todos  espafioles.  A  muy  pocos  días 
de  su  llegada  á  la  capital,  tuvo  el  general  espaOol  que  dejarla,  para 
salir  al  encuentro  del  príncipe  de  Orange,  que  intentaba  invadir  el 
pais,  cayendo  sobre  la  provincia  de  Brabante. 

No  habia  estado  ocioso  este  caudillo  durante  su  permanencia  en 
sus  estados  de  Alemania.  Organizó  allí  cuantos  medios  le  sugería  su 
genio  y  su  ambición,  para  hacer  frente  al  rey  de  Espafia,  dirigién* 
dose  á  los  príncipes  que  participaban  de  sus  sentimientos.  La  pri- 
sión y  suplicio  de  los  condes  de  Egmont  y  de  Horn  dieron  noevoa 
estímulos  k  su  actividad,  y  suficientes  pretextos  para  las  medidas 
hostiles  en  que  tanto  se  ocupaba.  Para  hacerse  mas  jefe  del  partido, 
captarse  la  confianza  de  los  descontentos  y  la  amistad  de  los  prin- 
cipes luteranos,  se  declaró  abiertamente  de  su  comunión,  y  esto  le 
dio  armas  para  combatir  mas  de  lleno  la  intolerancia  religiosa  y  el 
sistema  de  persecución  que  habia  adoptado  el  duque  de  Alba.  Foblicó 
manifiestos  contra  la  política  sanguinaria,  contra  el  plan  de  opresión 
y  servidumbre  á  que  habia  condenado  á  su  pais  el  rey  de  £spalia. 
Con  su  actividad  y  medios  que  le  daba  su  influencia  personal  allegó 
un  ejército  de  veinte  y  ocho  mil  hombres;  diez  y  seis  mil  infantes  y 
ocho  mil  caballos,  compuesto  de  flamencos,  franceses  y  aienmnes. 
£n  sus  filas  figuraban,  además  de  su  hermano  Adolfo,  alganas  per^ 


capítulo  XL  301 

sooM  distitgaidaB,  cerno  Casimiro,  hijo  del  conde  PalatÍDO,  el  conde 
de  Schwartzemberg,  dos  de  los  duques  Sajonia,  el  conde  de  Hoog&tfat 
y  Guillermo  Lumey  de  la  familia  de  los  condes  de  la  Marca.  Con 
estas  tropas,  pasó  el  príncipe  de  Orange  el  Rhio,  y  sentó  sus  reales 
en  las  orillas  del  Mosa,  cerca  de  Maestricb. 

No  manifestó  el  duque  de  Alba  mucha  inquietud  por  la  aproxina- 
cion  del  príncipe  de  Orange.  A  los  manifiestos  en  que  este  hacia  v<er 
los  príncipes  y  potencias  que  apoyaban  su  causa  y  entraban  en  su 
alianzai  respondió  con  la  enumeración  de  otros  mas  poderosos  que 
estaban  á  favor  del  rey  de  EspaQa.  Sin  detenerse,  salió  de  Bruselas, 
y  se  dirigió  ¿  Maestricb,  separándole  solo  ya  el  Mosa  del  ejército  con- 
trario. 

No  podia  estar  la  guerra  ya  mas  proniinciada.  Se  habiao  con?er- 
tido  los  antiguos  subditos  del  rey  en  abiertos  enemigos,  con  pendón 
alzado  y  ejércitos,  que  bascaban  á  los  de  su  antiguo  soberano.  Lu- 
chaban eo  los  Paises-Bajos,  como  en  otros  de  Europa,  dos  creencias 
religiosas  enemigas,  cuyos  intereses  iban  íguaknente  mezdados  con 
las  de  la  política  del  mundo.  A  motivos  tan  poderosos  se  unia  el  es- 
píritu de  independencia,  el  deseo  de  sacudir  el  yugo  extranjero,  pa«^ 
sion  ya  dominante  en  los  Paises-Bajos.  No  era  el  enemigo  mas  teflii'- 
bie  para  el  duque  de  Alba  el  príncipe  de  Orange,  sino  el  descontento 
general,  subido  de  punto  por  las  persecuciones  é  inflexibilidad  que 
habia  desplegado.  A  los  antiguos  ó  mendigos,  habían  sucedido  otros 
mas  verdaderos,  que  con  el  nombre  de  silvestres^  recorrían  el  país  y 
se  encarnizabafi  en  cuantos  soldados  del  duque  de  Alba  ó  partidas 
sueltas  encontraban  por  los  campos.  El  pueblo  entero  hada  votos  por 
la  soerte  favorable  de  las  armas  del  príncipe,  y  cada  vez  se  manifes* 
tafaan  mas  síntomas  de  odio  al  rey  de  EspaQa. 

Trataba  el  duque  de  Alba  de  impedir  el  paso  del  Masa  al  príncipe 
de  Orange;  mas  conservando  este  siempre  el  carácter  de  agresor, 
consiguió  su  intento  de  ponerse  en  la  otra  orílla,  haciéndolo  sin  ser 
molestado,  y  fuera  de  la  vista  de  los  espafioles.  Se  dice  que,  para 
vadearle  con  mas  comodidad,  imitó  el  ejemplo  de  Julio  César  en  el 
paso  del  Loiraj  amortiguando  el  ímpetu  de  la  corríente  con  su  ca- 
ballería colocada  un  poco  mas  arriba  del  vado,  estrechados  comple- 
tamente ks  caballos  y  los  hombres,  que  formaban  una  especie  de  di« 
que  á  la  corriente.  Tan  difícil  parecía  la  empresa,  que  al  comunicar 
al  éwpktí  de  Alba  la  iKMicia,  preguntó,  si  las  tropas  del  jv íncipe  tenían 
alas  pam  pasar  ua  rio  tu  caidaloso  eomo  el  Mosa. 

Tomo  I.  64 


502  HISTORU  DE  FELIPE  If. 

Aséis  millas  de  ios  españoles,  asentó  sus  reales  el  príncipe  de  Oran- 
ge.  El  dia  sigaiente  salió  en  sa  busca,  en  actitud  de  ofrecerle  bata- 
lla; mas  no  quiso  aceptarla  el  duque  de  Alba,  á  pesar  de  que  el 
maestre  general  del  campo  opinaba  lo  contrario. 

Era  sin  duda  interés  del  príncipe  el  combatir,  fiado  en  la  ventaja 
que  le  daba  la  superioridad  de  sus  fuerzas;  mas  el  duque  de  Alba, 
tan  prudente  como  esforzado  capitán,  esperábala  victoria,  sin  expo- 
nerse al  azar  de  una  batalla.  Sabia  que  las  tropas  enemigas  tenían 
pagas  para  poco  tiempo,  y  confiaba  en  que  el  descontento,  la  indis- 
ciplina, y  al  fin  la  sedición,  le  proporcionarían  las  mismas  ventajas 
que  en  Gemingen.  Se  redujo,  pues,  la  campaDa  por  entonces  á es- 
caramuzas, en  que  las  ventajas  se  equilibraban  por  una  y  otra  parte. 
Casi  siempre  eran  los  incitadores  los  del  príncipe  de  Orange,  quien 
no  perdonaba  medios  ni  ocasión  de  provocar  un  conflicto,  haciendo 
correrías  y  saqueando  pueblos  á  las  inmediaciones  de  Maestrich,  á 
vista  de  los  espafioles.  Mas  el  duque  de  Alba,  constante  en  su  plan, 
é  impertérrito,  á  pesar  de  las  murmuraciones  de  su  propio  campo, 
permanecía  inactivo,  ya  sabedor  de  que  tardarían  poco  en  faltar  ví- 
veres y  dinero  á  los  del  príncipe  de  Orange.  Babia  este  en  vano 
puesto  el  sitio  á  varias  plazas  del  Brabante,  con  el  principal  objeto 
de  sacar  dinero  y  víveres;  mas  fué  de  todas  ellas  rechazado,  apo* 
yados  los  de  adentro  en  el  ejército  del  duque  de  Alba,  quien  aunque 
evitaba  un  compromiso  serio,  estaba  siempre  de  observación,  y  pron-- 
to  á  seguir  al  enemigo  los  alcances.  ' 

Se  movió  el  príncipe  de  Orange  hacia  la  plaza  de  Tongres,  y  le 
siguió  el  duque  de  Alba,  no  como  quien  busca  batalla,  sino  de  ob- 
servación y  en  actitud  de  defender  la  plaza.  Una  escaramuza  de 
poca  consideración  tuvo  lugar  entre  unos  y  otros,  y  aunque  fué  des- 
ventajosa para  los  de  Orange,  aguardó  á  los  nuestros,  creyendo  que 
se  iban  á  empefiar  mas  seriamente.  Pero  firme  siempre  el  de  Alba 
en  su  resolución  de  no  pelear,  esperando  la  victoria  de  otros  medios, 
permaneció  inactivo  á  pesar  de  las  representaciones  de  sus  jefes  prin- 
cipales. Comenzaba  á  resentirse  el  ejército  enemigo  de  los  males  que 
con  tanta  prudencia  había  previsto  el  duque  de  Alba.  Los  soldados 
carecían  de  pagas;  y  hubiese  estallado  en  el  campo  una  abierta  se- 
dición sin  la  noticia  que  se  tuvo  de  la  próxima  llegada  de  un  refuer- 
zo de  Francia  muy  provisto  de  dinero.  A  su  encuentro  murchó  pues 
el  príncipe  de  Orange,  después  de  una  entrada  en  San  Tmdent, 
donde  se  hizo  con  víveres  y  algunos  fondos.  Le  separaba  de  sos 


CAPITULO  XL.  503 

amigos  el  pequefio  río  6et,  y  do  queriendo  ser  perseguido  por  los 
espaDoles,  dejó  á  retaguardia  al  coronel  Felipe  Marbois,  sefior  de 
Loverval,  con  dos  mil  arcabuceros  y  quinientos  caballos,  para  en- 
tretenerlos mientras  su  ejército  pasaba  el  rio.  Observada  esta  ma- 
niobra por  el  duque  de  Alba,  mandó  á  su  hijo  don  Federico  y  al 
maestre  de  campo  general  Yítelli,  que  cayesen  sin  perder  instante 
sobre  este  cuerpo  separado.  Atacaron  los  españoles  con  ardor,  y 
aunque  fueron  repelidos  con  el  mismo,  tuvieron  los  enemigos  que 
ceder  á  fuerzas  superiores.  Acosados  por  todas  partes,  se  metieron 
en  una  casa  fuerte,  donde  continuaron  haciendo  una  obstinada  re- 
sistencia. Después  de  varías  negativas  de  rendirse,  procedieron  los 
espaDoles  al  incendio  del  castillo,  á  cuyo  efecto  salieron  todos  los 
que  estaban  dentro  embistiendo  á  los  contraríos,  trabándose  entre 
unos  y  otros  un  combate  sangríento  al  arma  blanca.  No  se  salvó 
ninguno  de  los  del  príncipe  de  Orange,  siendo  prisioneros  los  que 
no  murieron.  Quedó  en  manos  de  los  espaDoles  el  coronel  Loverval 
con  tres  heridas,  y  lo  mismo  el  conde  de  Hostrart,  que  murió  de  re- 
sultas de  tener  atravesado  el  brazo  con  tres  balas.  Dio  elogios  el 
duque  de  Alba  al  arrojo  de  los  vencedores,  y  su  hijo  don  Federico 
DO  fué  el  que  tuvo  menos  parte  en  estas  muestras  de  aprobación  tan 
Justamente  merecidas. 

Presenciaba  el  conflicto  desde  la  otra  orilla  el  principe  de  Oran- 
ge,  y  aunque  varias  veces  resolvió  volver  á  pasar  el  rio  con  objeto 
de  auxiliar  los  suyos,  otras  tantas  desistió  de  su  propósito  temiendo 
los  azares  á  que  se  exponía.  Así  pagó  la  falta  enorme  de  dejar  á 
iretaguardia  un  cuerpo  tan  escaso,  que  no  podia  menos  de  ser  com* 
pletamente  derrotado. 

Por  otra  parte  insistía  mas  que  nunca  el  maestre  de  campo  ge- 
neral Yitelli  en  que  el  duque  de  Alba  pasase  el  rio  y  cayese  sobre 
el  principe  de  Orange,  suponiéndole  desmayado  con  la  desgraciado 
los  suyos;  pero  el  general  espaDol,  siempre  inflexible,  é  irritado 
además  con  advertencias  que  creía  depresivas  de  su  dignidad,  ame- 
nazó con  las  penas  mas  severas,  y  aun  la  de  la  muerte,  á  cual- 
quiera que  le  hablase  de  cambiar  de  propósito  y  de  planes  que  hu- 
biese concebido. 

Se  reunió  el  de  Orange  con  los  refuerzos  que  venian  de  Francia, 
compuestos  de  tres  mil  infantes  y  quinientos  caballos,  al  mando  del 
sefior  de  Genlis,  maestre  de  campo  del  principe  de  Conde;  mas  en 
lagar  de  mejorar  esto  el  semblante  de^su  situación ,  aumentó  sus 


501  BlSTOllÁ  m  TÉllPE  'iL 

apuros,  pues  los  recieo  venidos  no  traiaa  dinero  ni  proporcionaron 
m^los  de  snbsistencia,  que  les  iban  faltando  &  cada  paso.  Se  aa* 
mentó  con  esto  el  número  de  los  necesitados,  creciendo  en  la  misma 
razón  el  descontento.  Viéndose  en  esta  situación  el  príncipe  de  Orao- 
ge,  sin  víveres,  sin  dinero,  sin  poder  encender  la  guerra  civil  eo  el 
pais,  sin  poder  dar  batalla  al  duque  de  Alba  que  le  venia  siempre 
observando  é  incomodando  en  sus  movimientos,  pensó  seriamente 
en  abandonar  aquel  teatro  militar,  retirándose  á  Alemania  para 
aguardar  aflí  mas  favorable  coyuntura.  Así  lo  hizo,  forzando  el  paso 
por  Liéja,  cuyo  obispo  no  quiso  concedérsele  dé  gfado,  y  eiítrandó 
asimismo'  en  Qoesnoi,  saqueando  entrambas  plazas.  A)  tocar  bd 
Frááóia  sb  *  halló  coa  la  negativa  del  rey  Garlos  de  que  entrase  eo 
sus'  estados;  y  como  tratase  de  penetrar  á  viva  fuerza,  se  le  amo- 
tinaron sus'soldados'franceseá  no  queriendo  hacer  armas  contra  so 
monarca.  En  esta  situación,  deshaciéndose  de  sus  joyas,  preseas  y 
cuanto  tenia  de  valor  en  su  equipaje,  trató  de  pagar  á  las  tropas 
como  pudo,  y  seguido  de  una  parte  muy  pequefla  de  las  que  le  ha- 
blan acompaDado,  tomó  con  ellas  la  vuelta  de  sus  estados  de  Ale- 
mania. 

Así  terminó  en  1569  la  primera  campaffa  de  la'guerradelos 
Paises-Bajos.  Fueron  los  dos  hermanos  Nassau  poco  afortunados  eo 
suá  expediciones;  mas  cualquiera  echará  de  ver  que  cometieron  nfia 
falta  en  no  haberíás  emprendido  al  mismo  tiempo.  Acometiendo  am- 
bos por  un  punto,  se  hubiesen  visto  muy  superiores  en  fuerza  al 
ejército  espaDol:  invadiendo  por  puntos  separados,  hubiese  sidoaan 
mayor  la  ventaja,  por  obligar  al  duque  db  Alba  á  dividir  sus  ñielr- 
zas.  No  se  explica  fácilmente  esta  falta  de  concierto  sino  acbacáD- 
dbla  á  los  pocos  ifaedios  pecuniarios  de  que  ambos  disponían.  Pro- 
bablemente organizó  las  suyas  antes  el  conde  Luis,  y  tuvo  que  po- 
nerlas en  acción  para  no  pagarlas  sin  hacer  servicio.  Sin  duda  por 
el  mismo  apuro,  tardó  mas  el  príncipe  en  acudir  al  teatro  de  la 
guerra.  Cambien  se  puede  notar  que  la  invasión  dé  ambos  no  pro- 
dujo movimientos  populares.  Por  mucha  que  fuese  la  simpatía  de 
que  eran  objeto  probabíemente  inspiraron  poca  confianza,  cuatfdo 
no  corrieron  de  varios  puntos  á  sus  estandartes. 

Expelidos  los  dos  hermanos  del  territorio  de  tos  Paises-Baífos,  se 
podía  dar  por  finalizada  la  contienda.  Así  lo  creyó  al  menos  e!  da- 
que  de  ÁÁ)á,  líepárando  de  su  ejército  una  división  de  tres  ínil  te- 
faútes  "ji  doá  míí  ¿áballos,  que  &  las  órdenes  del  conde  de  MitDsfbld, 


MJOTOLO^XL.  505' 

eDt{6^  (fe*  socorro  sd^roy  de  Vfwtm,  offfw  trapas  se  disttngimras 
60  las  batallas  de  Xaro»e  j  Moatcentoor,  áe  que  ya  hablareims  eo 
SQ  lugar  correspondiente.  Tan  satisfecho  qiñdé  et  duque  de  Alba 
de  sus  victorias,  que  hizo  en  Bruselas  una  entrada  trñinifal  con  la 
mayor  pompa  y  aparato.  Mandó  celebrar  en  todas  parles  estoíTsu- 
cesos  con  festejos  públicos.  En  Brufielas^  se  bízo  todo  este»  cen  gran 
pompa,  y  hubo  basta  rortfeos,  en  que  manfífestaron  su  Masivia  y 
stfdestreztt  muchos  capitanes  espaOoles.  Mas  el  puebto  debió  de  to- 
mar poca  parte  en  todos  estos  regocijes,  en  estos  cánticos  de  triunfo 
que  celebraban  su  propio  vencimiento.  No  templó  el  bfillo  de  b  vic- 
toria el  odio  que  al  general'  espafiol  se  profesaba,  y  esta  avimadver-* 
sion  creció  de  pun^to,  con  h  creación  de  un  trofeo  construido  con 
los  caffones  que  se"  cogieron  al  coñát  de  Nassau,  y  colocad»  en  la 
cindadela  de  Amberes^  con  la  mas  solemne  ceremonia.  Representaba 
una  efigie  armada  seOalando  cob>  el  braao  derecho  la  ciudad^  písaiiK 
do  dos  estbtuas  de  bronce,  que  según  la  iolerpretacíon  general» 
designaban  la  nobleza  y  el  pueblo  de  los  estados  de  Flandes.  Ter* 
nian  las  estatuas  pisadas  muchas  manos  armadas  con  librittos,  bcrf- 
sillos  y  hachas;  las  caras  coa  máscaras,  y  de  los  cuellos  les  pen- 
dían horteras  y  talegos,  haciendo  alu^n  á  los  confederados  ó  men- 
digos. Se  leia  en  el  pedestal  de  la  estatua  la  inscripción  siguiente: 
«Don  Fernando  Alvarez  de  Totedo,  duque  de  Alba,  gobernador  de 
Flandes  por  Felipe  II  rey  de  las  EspaDas,  fidelísimo  ministro  del 
muy  buen  rey,  erige  este  monumento  por  haber  extinguido  la  se- 
dición, expelido  á  los  rebeldes,  cuidado  de  la  religión,  adelantando 
la  justicia,  y  de  esta  suerte  asegurado  la  paz  de  las  provincias.» 
Adornaban  los  of ros  costados  varios  emblemas  alusivos  á  lo  mismo 
y  al  pié  de  toda  la  obra  se  leia  el  rótulo  de:  a  Lo  hizo  Dockelín  (t) 
del  bronce  cogido  al  enemigo.  x>  Fué  esta  manifestación  fastuosa  ob- 
jeto de  tanta  envidia  y  murmuración  en  la  corte  de  Madrid,  como 
de  odiosidad  para  casi  la  generalidad  del  pueblo  de  los  Paises- 
Bajos. 

Estaban  vencidos  los  ejércitos  de  los  descontentos,  mas  no  ven- 
cido el  descontento  mismo.  No  se  vio  menos  blanco  de  odio  el  duque 
TCDcedor,  que  el  que  se  consideraba  como  verdugo  de  tantas  victi- 
mas en  Flandes.  No  se  templó  con  los  triunfos  el  sistema  de  rigor, 
ni  fué  ínenos  la  actividad  con  que  se  perseguía  á  los  acusados  de 


(1)  Stnida  escribe  «JuDjoün.»  No  es  este  el  solo  ejemplo  de  la  variedad  con  que  se  ven  estam- 
pados en  los  diíereiités  autores  unos  mismoá  nombren  propios. 


5Q6  filSTOlUA  DK  FIUFK  U. 

herejía  ó  de  desafección  al  rey  de  EepaDa.  No  pasaron  desapercibió 
das  Cuantas  demostraciones  de  simpatía  se  hicieron  en  favor  de  las 
tropas  invasoras,  cuantos  deseos  se  manifestaron  de  que  fuese  el 
vencido  el  duque  de  Alba.  Continuaron  llenándose  las  cárceles  de 
acusados  políticos,  expiándose  en  el  cadalso  el  delito  de  no  haber 
sido  en  todos  tiempos  fiel  subdito  del  rey,  engrosándose  en  los  paí- 
ses extranjeros  el  número  de  los  refugiados  y  proscriptos.  Para  po- 
ner el  sello  á  tanta  odiosidad ,  impuso  el  duque  la  contribución  de 
la  décima  parte  de  todos  los  bienes  muebles  que  vendiesen;  de  la 
vigésima  de  los  iomuebles  también  en  venta,  y  la  centésima  una 
vez  del  líquido  valor  de  unos  y  otros.  Dio  el  duque  de  Alba  por  mo- 
tivo de  esta  nueva  contribución  el  atender  á  los  gastos  de  la  guerra 
y  demás  medios  que  se  empleaban  para  conservar  la  paz  y  la  tran- 
quilidad en  los  estados.  Mas  era  esta  misma  paz  y  tranquilidad  for- 
zada la  que  llevaban  con  tanta  impaciencia  los  pueblos  de  Flandes, 
y  así  fué  esta  contribución  objeto  de  nuevas  murmuraciones,  de 
nuevos  disgustos,  y  su  cobro  encontró  en  todas  partes  la  mas  viva 
resistencia,  tanto  por  los  contribuyentes,  cuaoto  por  los  mismos  es- 
tados del  pais,  reunidos  en  Bruselas.  Pero  á  proporción  que  se  pro- 
nunciaba esta  resistencia,  crecía  la  obstinación  del  duque;  manifes- 
tando que  como  era  la  rebelión  de  los  estados  de  Flandes  obra  ex- 
clusivamente suya,  y  por  ningún  estilo  de  los  españoles,  á  los  pri- 
meros tocaba  resarcir  con  dinero  los  da&os  y  gastos  que  la  guerra 
había  ocasionado:  que  el  dinero  exigido  no  era  de  niogun  modo  para 
él,  y  si  para  entrarle  en  las  arcas  públicas  y  atender  á  los  crecidos 
gastos  en  que  por  bien  del  servicio  estaba  tan  comprometido.  Mas 
no  por  eso  se  mostraron  sumisos  los  estados,  quienes  enviaron  co- 
misionados á  Madrid  para  quejarse  de  los  gravámenes  que  iban  á 
pesar  sobre  un  pais,  tan  menoscabado  en  su  comercio  y  en  su  in- 
dustria. 

Se  agravió  mucho  el  duque  de  semejante  embajada,  imaginando 
lo  que  sus  enemigos  en  la  corte  de  Madrid  se  aprovecharían  de  es- 
tas quejas  para  ponerle  en  mal  lugar  con  el  monarca.  Con  objeto  de 
templar  un  poco  la  animosidad,  trató  seriamente  en  publicar  el  edicto 
del  perdón,  otorgado  á  duras  penas  por  Felipe  II  á  sus  subditos  re- 
beldes. Había  tres  anos  qué  la  princesa  gobernadora  habia  aconse- 
jado esta  medida,  como  la  única  capaz  de  restítutir  la  calma  á  los 
estados,  alegando  entre  otras  razones,  que  siendo  infinitos  los  cal- 
pables,  era  imposible  castigarlos  todos.  Mas  Felipe  11,  poco  ínolioa- 


1 


CAPITULO  XL.  507 

do  á  la  blandura,  habia  desoído  la  proposición,  y  no  entró  en  ella 
hasta  después  de  los  suplicios  ya  expresados  y  las  victorias  obte- 
nidas por  el  duque  de  Alba  sobre  el  conde  de  Nassau  y  el  príncipe 
de  Orange.  Todavía  tardó  el  duque  de  Alba  un  afio  en  publicároste 
edicto;  tan  poco  inclinado  era  á  cuanto  oliese  á  perdón  é  indulgen- 
cia hacia  pueblos  que  de  todo  corazón  aborrecía.  Mas  ahora  le  pa- 
reció llegado  el  caso  de  hacer  ver  á  los  flamencos  que  tenían  un 
sefior  muy  bondaldoso  y  verdadero  padre  de  los  pueblos  en  el  rey 
de  Espafia. 

Se  celebró  en  1S70  la  ceremonia  de  la  publicación  del  edicto  en 
Amberes  con  la  mayor  pompa  y  aparato.  Se  hizo  una  función  so- 
lemne de  iglesia  en  la  catedral,  á  la  que  asistieron  el  duque  con  su 
comitiva,  las  autoridades  del  país  y  una  inmensidad  de  pueblo.  Su- 
bió al  pulpito  el  obispo  de  la  diócesis,  y  leyó  en  alta  voz  el  breve 
pontificio,  por  el  que  la  santidad  de  Pío  V  absolvía  de  herejía  á  los 
flamencos.  Se  oyó  la  voz  del  prelado  con  el  mayor  recogimiento; 
mas  hacia  el  fin  de  su  lectura  le  acometió  un  accidente  que  le  privó 
de  sus  sentidos,  y  se  tuvo  por  muy  mal  agñero,  como  anuncio  del 
poco  fruto  que  se  iba  á  sacar  de  la  indulgencia. 

En  seguida  se  dirigió  el  duque  á  la  plaza  pública,  donde  se  ha- 
bia erigido  un  gran  tablado,  y  colocado  en  medio  de  una  especie 
de  solio  muy  lujoso.  Allí  se  sentó  el  supremo  gobernador,  rodeado 
de  los  magnates  de  su  corte,  adornado  con  un  estoque  y  un  som- 
brero cubierto  de  pedrerías  que  le  habia  enviado  el  papa  Pió  V, 
cuando  le  felicitó  por  la  victoria  de  Gemingen.  Después  de  impuesto 
silencio  por  el  pregonero,  fué  leido  por  este  el  edicto  del  perdón  en 
flamenco  y  en  francés,  para  que  fuese  de  todos  entendido;  mas  se 
dijo  que  se  oyó  muy  poco  su  voz,  sea  por  la  casualidad  de  estar 
enfermo,  sea  por  industria  del  duque,  mas  deseoso  de  llamar  la 
atención  del  público  hacia  su  persona,  que  de  ocuparle  en  las  pa- 
labras del  edicto.  Hizo  en  efecto  su  lectura  poca  impresión  en  los 
ánimos  del  auditorio.  A  unos  pareció  la  providencia  ya  tardía;  á 
otros  insuficiente  por  sus  muchas  excepciones.  Ningún  festejo  pú- 
blico se  siguió  á  este  acto  tan  solemne.  Ni  aclamaciones,  ni  músi- 
cas, ni  iluminaciones  por  la  noche,  dieron  á  entender  que  había 
contentado  un  perdón  tan  diferido,  y  ya  tan  tarde  otorgado  por 
Felipe. 


CAPÍTULO  XU. 


GoDtinaacion  delj^ateríor — Siguen  los  disgustos  por  la  décima. — ^laflexibilidad  del 
duque  de  .\lbft. — ^Mendigos  maritiDoos. — Toma  del  puerto  de  Brille. — ^lusureccion 
de  Zelanda  y  Holanda.— Entrada  de  Luis  de  Nassau  en  Mons. — ^Marcha  al  sitio  de 
esta  plaza  don  Federico  de  Toledo.— Derrota  de  un  cuerpo  auxiliar  francés. — Se- 
gunda estrada  en  los  Paises-Dajos  del  príncipe  de  Orangc^Toma  varias  plazas  del 
Brabante.— No  puede  hacer  levantar  el  sitio  de  Mons.— Se  retira  á  Holanda.— En- 
tra en  Mons  el  duque  de  Alba.— Van  los  españoles  á  las  provincias  del  Norte.— 
Toma  y  saco  de  Zutphen.— Incendio  de  Naardem.— Obstinada  defensa  deflarlem.— 

Toma  de  esta  plaza ^Toma  don  Luís  de  Requesens  el  mando  de  los  Paises-Bajos.— 

Vuelve  á  España  el  duque  de  Alba  .--Es  bien  recibido  del  rey.— Sale  desterrado  i 
Uceda  fl).-(1570-1575.) 


Estaba  el  duque  de  Alba  sumamente  descontento  de  su  espinoso 
cargo,  y  deseaba  restituirse  cuanto  mas  antes  á  la  corte,  donde  sa- 
bia que  sus  enemigos  trabajaban  tanto  en  su  descrédito.  Se  dice 
que  el  rey  mismo  no  estaba  satisfecho  de  su  administración,  y  que 
habian  ofendido  mucho  el  fausto  y  arrogancia  desplegados  por  el 
duque  en  la  celebración  de  su  triunfo  sobre  los  de  Nassau,  y  en  la 
ceremonia  de  la  publicación  del  decreto  é  indulgencia.  Se  llegó  á 
nombrarle  un  sucesor,  que  fué  el  duque  de  Medinaceli;  mas  este  no 
gustó  del  mando  en  Flandes  por  entonces,  y  el  duque  tuvo  que 
permanecer  á  pesar  suyo  en  un  puesto  donde  era  tan  aboorecido. 

Seguia  el  asunto  desagradable  de  las  nuevas  contribuciones,  sio 
que  aflojase  el  duque  de  Alba  en  la  perentoria  dureza  con  que  exi- 

(1)  Lu  mismaf  autoridades. 


CAPITULO   XLL  509 

gia  los  pedidos,  ni  los  estados  y  el  pueblo  todo  en  la  resistencia  á 
concederlos.  Hubo  con  este  motivo  serias  turbulencias  en  varias 
poblaciones.  En  Bruselas  mismo  se  cerraron  muchas  tiendas  de  co- 
merciantes, de  artesanos,  hasta  de  carniceros  y  panaderos  y  otros 
necesarios  á  la  diaria  subsistencia.  Irritado  el  duque  de  este  desa- 
cato cometido  en  la  capital,  y  hasta  delante  de  sus  mismos  ojos, 
mandó  ahorcar  á  diez  que  le  parecieron  mas  culpables;  pero  cuando 
iban  los  verdugos  á  desempeñar  su  cometido,  llegdi  á  los  oidos  del 
gobernador  general  la  noticia  de  mas  serias  turbulencias. 

Hasta  entonces  hablan  sido  los  Países-Bajos  teatro  de  una  guerra 
promovida  por  los  grandes  proscriptos  que  los  habian  invadido  & 
mano  armada.  Por  muchas  que  fuesen  [las  simpatías  con  que  los 
mirase  la  generalidad  del  pais,  no  se  puede  decir  que  el  pais  es- 
taba alzado.  Lo  que  no  habian  hecho  hasta  entonces  ni  los  rigores 
del  duque  de  Alba,  ni  la  sangre  derramada  por  el  famoso  tribunal, 
ni  la  presencia  del  principe  de  Orange  y  de  su  hermano,  fué  pro- 
ducido por  el  tributo  de  la  décima.  En  materias  políticas  no  todos 
tienen  igual  grado  de  interés;  ni  las  ventajas  en  caso  de  victoria,  ni 
los  castigos  en  el  de  vencimiento,  pueden  alcanzar  á  todo  el  mundo. 
Mas  cuando  se  trata  de  contribuciones,  todos  sienten  mas  ó  menos 
su  gravamen,  los  pequeños  igualmente  que  los  grandes.  Las  im- 
puestas y  exigidas  en  tono  tan  absoluto  por  el  duque  de  Alba,  no 
pudieron  menos  de  consumar  el  descontento  del  pais,  y  hacer  mas 
efecto  que  las  disensiones  políticas  y  religiosas  que  habian  prepa- 
rado tantas  turbulencias.  Lo  que  hasta  entonces  habian  dado  los 
Paises-Bajos,  era  mas  un  simple  donativo  que  un  tributo;  cada 
pais  contribuía  mas  ó  menos,  según  la  determinación  de  sus  esta- 
dos peculiares,  que  obraban  de  un  modo  independiente.  Todos  los 
sefiores  habian  sido  muy  parcos  en  exigencias  de  esta  clase,  y  el 
mismo  Carlos  Y,  tan  despótico  en  todo,  habia  respetado  en  esta 
parte  los  usos  é  inmunidades  de  los  pueblos.  Los  pedidos  del  duque 
de  Alba  tenian  todos  los  caracteres  de  odiosidad  que  podian  ofender 
á  los  habitantes  de  los  Paises-Bajos.  Era  un  jefe  extranjero,  ins- 
trumento de  opresión  y  servidumbre,  que  pedia  impuestos  con  el 
objeto  de  dar  consistencia  á  un  orden  de  cosas  tan  impopular  y  tan 
odioso.  No  solo  mostraban  descontento  por  estas  exacciones  las  cla- 
ses populares,  sino  los  mismos  estados,  y  hasta  las  personas  que 
se  mostraban  interesadas  por  la  consolidación  del  poder  del  rey  de 
España.  De  varias  partes  se  hicieron  al  duque  fuertes  representa- 

Tomo  i.  65 


510  HISTOBIA  DE  FBLIPB  IJ. 

eiooes  pidiendo  el  pago  de  una  coDlribucioD  alzada  cod  prefereDcia 
á  la  de  la  décima;  mas  fueroD  todos  estos  ruegos  desestimados  por 
el  duque,  tanto  mas  obstinado,  cuanto  que  atribuía  á  una  subleva- 
ción disfrazada  esta  resistencia  por  parte  de  los  pueblos.  Algunas 
ciudades  se  negaron,  y  entre  ellas  la  de  Utrecbt,  que  ya  se  babia 
distinguido  en  otro  tiempo  por  su  adhesión  á  la  causa  protestante, 
hasta  el  punto  de  ceder  uno  de  sus  templos  á  los  prosélitos  del  culto 
nuevo.  Expió  esta  ciudad  sus  culpas  pasadas,  juntamente  con  las 
nuevas,  sufriendo  poco  menos  que  los  horrores  de  un  sitio,  y  al  fin 
una  contribución  mucho  mas  gravosa  que  la  que  habla  resistido. 
Otros  pueblos  fueron  igualmente  objetos  del  rigor  del  duque  de  Al- 
ba^  resuelto  á  seguir  adelante  con  sus  resoluciones.  No  es  de  admi- 
rar,  pues,  que  prescindiendo  de  los  daños  y  perjuicios  de  los  inte- 
reses propios,  contribuyese  esto  á  mantener  vivo  el  fuego  de  la  se- 
dición, que  el  gobernador  general  juzgaba  ya  extinguido  para  siem- 
pre. Que  el  principe  de  Orange  se  aprovechase  hábilmente  de  esta 
nueva  medida  de  rigor  del  de  Alba,  parece  natural,  pues  era  su  in- 
terés explotar  cuanto  contribuyese  á  hacer  en  Flandes  odioso  al  rey 
de  EspaDa.  El  que  había  sabido  sacar  tanto  fruto  de  todas  las  faltas 
y  rigord's  de  este  gobierno,  de  la  erección  de  los  nuevos  obispados, 
de  la  dureza  del  cardenal  Egmont  y  de  Horn,  en  fin,  de  todas  las 
crueldades  y  violencias  sanguinarias  á  que  se  había  propasado  el 
duque  de  Alba,  debió  de  aprovecharse  de  este  impuesto  de  la  déci- 
ma. Aunque  retirado  en  Alemania,  conservaba  estrechas  relaciones 
con  todos  sus  partidarios  de  los  Paises-Bajos,  sobre  todo*  con  los 
habitantes  de  las  costas  de  Holanda  y  Zelanda,  donde  era  mucho 
mayor  el  número  de  sus  adictos.  Como  aquellos  pueblos  son  tan 
diestros  y  prácticos  en  la  navegación,  trató  de  organizar  una  io- 
surrección  marítima,  que  no  podía  menos  de  ejercer  una  grao  pre- 
ponderancia. A  los  mendigos  silvestres,  de  que  ya  hemos  hablado, 
sucedieron  otros  con  el  nombre  de  marítimos  ó  acuátiles,  y  cuya 
mayor  parte  se  componía  de  proscriptos.  Hacían  por  mar  excursio- 
nes parecidas  y  con  el  mismo  objeto  que  las  de  los  terrestres   Re- 
corrían en  corso  las  costas  de  los  Países-Bajos,  desde  la  emboca- 
dura del  río  Ems  hasta  el  canal  de  Inglaterra,  haciendo  presas  en 
todo  lo  que  podía  pertenecer  al  rey  de  EspaOa.  Habiendo  aumea* 
tado  su  número,  creció  su  osadía,  y  se  apoderaron  en  1 5*72  del 
puerto  de  Brílle,  á  las  órdenes  de  Guillermo  Lumey,  conde  de  la 
Marca,  teniendo  por  compaQeros  á  Guillermo  Blosio,  Trésloug,  un 


GiPITULO  XU.  511 

tal  Aotelot,  bastardo  de  Brederode,  y  otros.  Allí  alzaron  el  estao-- 
darte  de  la  rebelioo  contra  el  gobierno  del  rey,  y  proclamaron  la 
religión  protestante,  señalando  este  celo  religioso  con  todo  género 
de  desacatos  y  de  excesos  en  los  templos  católicos,  como  lo  tenían 
de  costumbre. 

Se  debe  considerar  la  ocupación  de  Brille  como  el  principio  de 
noa  nueva  época  en  la  historia  del  pais,  como  la  verdadera  cuna  de 
la,  con  el  tiempo,  tan  famosa  república  de  Holanda.  Se  hicieron  los 
sublevados  fuertes  en  la  plaza,  y  no  solo  resistieron  la  embestida  de 
Bossut,  gobernador  á  la  sazón  de  la  provincia  de  Holanda,  quien 
trató  de  sofocar  la  rebelión  en  su  mismo  nacimiento,  sino  que  á  su 
vista  le  quemaron  algunas  de  sus  naves  que  estaban  separadas  de 
las  otras.  Que  este  movimiento  tenia  ramificaciones  en  casi  todos  los 
pueblos  de  la  Flandes,  y  sobre  todo  de  la  Holanda,  aparece  claro 
por  el  cambio  que  produjo  en  los  ánimos  de  todo  el  pais,  donde  fué 
celebrado  con  entusiasmo,  alimentando  nuevas  esperanzas  desacu- 
dir para  siempre  el  yugo  de  los  espafioles.  Llevaban  los  sublevados 
pistadas  en  sus  banderas  diez  monedas,  haciendo  alusión  al  tributo 
de  la  décima,  y  sin  rebozo  se  reconocían  hechuras  del  principe  de 
Orange,  á  quien  pagaban  la  cuarta  parte  de  lo  que  sus  presas  pro- 
ducian.  No  fué  Brille  el  único  pueblo  que  cerró  sus  puertas  al  con- 
de de  Bossut.  Imitó  su  ejemplo  el  de  Dordrech,  adonde  trató  de  tras- 
ladar el  conde  sus  tropas,  con  objeto  de  darles  algunos  dias  de  des- 
canso. Pasó  después  de  este  desaire  á  Roterdam;  mas  aunque  esta 
plaza  trató  de  hacer  alguna  resistencia,  abrió  al  fin  sus  puertas,  si 
bien  con  mucha  precaución,  permitiendo  solo  entrar  una  por  una 
las  compañías  que  seguían  al  conde.  Mas  apenas  estuvieron  dentro, 
ó  porque  quisiesen  castigar  la  desconfianza  de  los  habitantes,  ó  por 
desahogar  la  irritación  de  los  pasados  descalabros,  entregaron  asa- 
co la  ciudad,  y  pasaron  á  cuchillo  á  mas  de  trescientos  de  sus  mo- 
radores. Dio  nuevo  pábulo  aquella  atrocidad  al  fuego  de  la  insur- 
rección, que  ya  cundía  en  aquellas  provincias  marítimas,  donde  era 
de  tan  antiguo  odioso  el  yugo  de  los  espaQoles.  Se  alzó  Flesinga, 
puerto  importante  de  Zelanda,  donde  por  las  exhortaciones  del  pár- 
roco, hallándose  en  el  pulpito,  se  expulsaron  á  los  espaSoles  que 
la  guarnecían ,  llegando  hasta  á  colgar  al  gobernador  Alvaro  de  Pa- 
checo, que  pasaba  por  pariente  del  duque  de  Alba,  en  venganza  de 
que  este  había  mandado  degollar  á  un  hermano  de  Trésiong,  una, 
de  los  principales  caudillos  del  pronunciamento,  Coronaron  los  de 


512  HISTORIA  DK  FBLIPE  II. 

FlesÍDga  su  íosurreccion  demoliendo  el  castillo  ó  cindadela  que  se 
acababa  de  construir  por  disposición  del  duque  de  Alba. 

Siguieron  el  ejemplo  de  Flesinga  todos  los  pueblos  principales  de 
la  provincia  de  Zelanda,  á  excepción  de  la  plaza  de  Middelburgo, 
capitán  de  la  isla  de  este  nombre.  Pasó  á  sitiarla  el  conde  de  Tserat 
con  un  cuerpo  de  los  sublevados.  Pero  el  duque  de  Alba  envió  eo 
su  socorro  á  Sancho  de  Avila  con  mil  hombres,  que  se  embarcaron 
en  Berg-op-zoom,  y  cayeron  tan  á  tiempo  sobre  los  sitiadores  co- 
gidos de  sorpresa,  que  los  mataron  casi  todos.  Ea  seguida  pusieron 
sitio  los  zelandeses  á  la  plaza  de  Tergoes,  en  la  isla  de  Sur-Bebe- 
land,  con  objeto  de  pasar  después  de  su  conquista  á  la  de  Middei- 
burgo.  Partieron  en  su  socorro  los  capitanes  espaQoles  Sancho  de 
Avila  y  Cristóbal  de  Mondragon;  mas  no  pudieron  llegar  por  la  su- 
perioridad de  los  buques  enemigos,  que  ya  sobre  aviso,  acudieron 
á  interceptarles  el  camino.  Constantes  sin  embargo  en  su  proyecto 
los  capitanes  espafioles,  recurrieron  al  expediente  de  .hacer  la  ex- 
pedición k  pié,  aguardando  para  ello  la  marea  baja.  Con  el  auxilio 
de  un  práctico  que  les  enseDó  y  guió  por  un  vado  poco  peligroso, 
se  pusieron  en  marcha  las  tropas,  desnudas  de  medio  cuerpo  abajo, 
llevando  en  lo  alto  de  las  picas  saquillos  con  pan  y  polvera.  Así  lle- 
garon con  harta  exposición  y  trabajo  al  campo  de  los  sitiadores,  que 
pusieron  en  derrota, 

A  la  insurrección  de  Zelanda  siguió  la  de  Holanda;  de  modo  que 
con  la  celeridad  del  rayo,  casi  las  dos  provincias,  á  excepción  de 
Amsterdam  y  Middelburgo,  sacudieron  el  yugo  de  los  espaQoles. 

Se  pusieron  todos  estos  pueblos  sublevados  bajo  la  protección»  y 
reconocieron  las  autoridades  del  principe  de  Orange,  formando  una 
especie  de  república  confederada,  y  echando  así  los  cimientos  de 
un  nuevo  estado,  que  llegó  con  el  tiempo  &  ser  tan  célebre.  Trató 
el  príncipe  de  hacerlos  prontamente  con  armas,  municiones  y  na- 
vios, distribuyéndoles  las  rentas  eclesiásticas.  Inteligentes  y  prác- 
ticos en  la  navegación,  en  el  comercio  y  en  todo  género  de  indus- 
tria, aumentaron  poco  á  poco  sus  fuerzas  y  poder,  de  modo  que  al 
cabo  de  cuatro  meses  hablan  formado  en  Flesinga  una  escuadra  de 
ciento  cincuenta  buques,  con  que  hicieron  correrías  en  puertos  de 
la  parcialidad  de  Espafia,  tomando  sus  embarcaciones. 

No  se  redujo  la  rebelión  á  las  provincias  de  Holanda.  Habia  pa- 
sado á  Francia,  después  de  la  primera  retirada  del  príncipe  de  Oran- 
ge  de  los  Paises-Bajos,  su  hermano  Luis,  conde  de  Nassau,  que  á 


capítulo  XLi.  513 

sas  cualidades  militares  reuoia  las  de  hábil  y[aclivo  negociador,  sin 
descoDocer  las  artes  de  la  intriga.  Se  estrechó  el  conde  con  los  cal- 
vinistas franceses,  de  quienes  esperaba  auxilios  poderosos;  y  tan 
identificado  se  mostraba  por  su  causa,  que  se  halló  en  sus  filas  co* 
mo  simple  aventurero  en  la  batalla  de  Montcontour,  donde  fueron 
derrotados.  Desmayaron  con  esto  sus  esperanzas,  mas  pronto  se  re- 
animaron: primero,  por  la  paz  de  San  Germán,  que  fué  tan  venta- 
josa para  los  calvinistas  franceses,  y  después  por  la  apariencia  de 
favor  de  que  gozaban  en  la  corte  del  rey  de  Francia,  según  veremos 
á  su  debido  tiempo.  Continuó  el  conde  Luis  en  Francia  en  sus  es- 
trechas relaciones  con  el  partido  calvinista,  llegando  á  tal  punto  con 
ellos  su  privanza,  que  hizo  parte  del  número  de  los  comisionados 
que  enviaron  en  mensaje  á  Carlos  IX  en  una  importante  negocia- 
ción que  con  él  tenia  entablada.  Utilizó  el  de  Nassau  este  favor,  lo- 
grando que  le  confiasen  un  cuerpo  de  su  nación,  al  frente  del  cual 
se  puso  en  marcha  para  los  Paises-Bajos,  y  se  apoderó  por  sorpre- 
sa de  la  plaza  de  Mons,  ventaja  para  él  tanto  mas  apreciable,  cuanto 
este  auxilio  de  tropas  francesas  confirmaba  en  cierto  modo  los  te- 
mores que  se  habian  concebido  de  la  guerra  que  iba  á  estallar  en- 
tre el  rey  de  Francia  y  el  católico. 

No  se  mostraba  favorable  la  fortuna  al  duque  de  Alba.  Estaba 
encendido  el  fuego  de  la  rebelión  en  el  Mediodía  y  en  el  Norte,  y  lo 
que  mas  podia  aumentar  sus  aprensiones,  era  la  especie  de  favor 
de  que  gozaban  los  calvinistas  franceses  con  el  rey  de  Francia.  Lla- 
mado el  gobernador  espafiol  por  dos  objetos  tan  distantes  á  la  vez, 
deliberó  en  su  consejo  sobre  cu&l  debia  merecer  la  preferencia.  Opi- 
naron algunos,  y  entre  ellos  el  maestre  de  oampo  general  Chapino 
\itelli,  porque  se  trasladase  á  las  provincias  del  Norte,  donde  la 
hostilidad  se  mostraba  con  tantos  síntomas  de  encarnizamiento.  Le 
hicieron  ver  lo  difícil  que  seria  reducirlos  á  la  obediencia  del  rey  si 
se  les  dejaba  tiempo  para  organizar  la  guerra  y  aprovecharse  há- 
bilmente de  las  ventajas  del  pais,  cortado  por  tantos  canales  donde 
eran  fáciles  las  inundaciones.  Mas  el  duque  Alba,  dando  sin  duda 
mas  importancia  de  la  que  en  si  tenia  á  la  invasión  del  conde  Luis, 
y  preocupado  sin  duda  coir  la  próxima  ruptura  entre  Francia  y  Es- 
pafia,  se  decidió  como  punto  preferente  por  la  expugnación  de  Mons, 
y  envió  con  este  objeto  á  su  hijo  don  Federico  con  el  maestre  gene- 
ral del  campo,  mientras  él  se  hallaba  pronto  á  seguirlos  después  de 
algunos  dias.  Asentó  don  Federico  sus  reales  en  el  paraje  que  ere- 


51 4  HISTOaiA  BE  FBLIPB  II. 

yó  mas  oportuno,  y  echó  á  los  enemigos  del  monasterio  de  la  Es* 
pina,  que,  como  punto  fuerte,  hablan  guarnecido  con  un  crecido 
número  de  tropas.  Mientras  tanto  se  hallaba  en  marcha  con  direc- 
ción á  Mons  un  nuevo  cuerpo  de  franceses  que  enviaba  Goiigny  á 
las  órdenes  del  sefior  de  Genlís,  hermano  de  otro  de  este  nombre 
que  babia  muerto  en  un  campo  de  batalla.  No  quería  el  conde  de 
Nassau  que  el  de  Genlis  viniese  solo,  y  sí  que  se  reuniese  coo  el 
príncipe  de  Orange,  que  se  preparaba  á  entrar  por  los  Países-Ba- 
jos; mas,  ambicioso  el  francés  de  la  gloria  de  salvar  por  sí  solo  á 
Mons,  pasó  adelante  sin  aguardar  al  príncipe,  y  proporcionó  ádoo 
Federico  una  victoria  decisiva,  en  que  murieron  mil  doscientos  hom- 
bres franceses,  habiendo  perdido  los  espaQoles  solo  treinta.  Queda- 
ron de  los  enemigos  seiscientos  prisioneros,  entre  los  que  se  conté 
el  mismo  general  en  jefe.  De  estos  fueron  muchos  ahorcados  en  las 
plazas  vecinas,  y  otros  que  andaban  fugitivos  por  los  campos  caye- 
ron en  manos  de  los  paisanos,  que  ejercieron  con  ellos  todo  género 
de  crueldades. 

Llegaba  mientras  tanto  á  las  fronteras  de  Flandes  el  príncipe  de 
Orange,  ansioso  de  reparar  el  desaire  sufrido  anteriormente,  alen- 
tado además  con  el  buen  semblante  que  en  el  Norte  del  pais  sus  asun- 
tos presentaban.  Venia  á  la  cabeza  dé  seis  mil  caballos  y  once  mil 
infantes.  Pasó  el  Mosa  á  príncipios  de  junio  de  1578.  Tomó  de  viva 
fuerza  á  Ruremunda  y  penetró  por  el  Brabante,  con  intento  de  mar- 
ehar  al  socorro  de  su  hermano.  Acometió  en  el  camino  á  Lobayna, 
eoya  plaza  se  libertó  del  saqueo  por  diez  y  seis  mil  escudos  de  oro. 
Entró  en  seguida  de  grado  ó  por  fuerza  en  Malinas,  Nivelles,  Diest, 
iichen,  Tirlemont,  Dendermunda,  Oudenarde  y  otros  pueblos  de 
menor  importancia.  Los  que  le  abrieron  sus  puertas,  se  rescataron 
con  dinero:  los  que  se  resistieron,  fueron  entregados  al  pillaje. 

Se  vieron  de  este  modo  los  Paises-Bajos  teatro  de  cinco  ejércitos 
beligerantes.  Por  el  Norte  infestaba  las  costas  y  los  pueblos  maríti- 
DSiOs  el  conde  de  Lumey  con  los  sublevados  holandeses:  por  la  fron- 
tera de  Francia  habia  invadido  el  conde  de  Nassau:  por  la  de  iÜA- 
mania  el  conde  de  Berges  en  auxilio  del  príncipe  de  Orange:  por  la 
del  Oriente  este  caudillo  en  persona  con  las  tropas  que  llevamos  in- 
dicadas, y  en  el  medio,  haciendo  frenteá  todos  el  duque  de  A.lba  con 
SQ8  españoles  y  demás  tropas  que  servían  bajo  las  banderas  de  It 
EspaQa. 

No  es  difícil  imaginarse  los  desórdenes  y  excesos  de  que  el  (Mis 


CAPITULO  XLI.  516 

seria  teatro  en  un  conflicto  de  pueblos  tan  divididos  en  opiniones  y 
creencias.  Cada  historiador  debilita  ó  agrava  los  colores  del  coadro, 
segon  el  espíritu  de  nación  ó  de  partido  á  que  pertenece,  pues  una 
imparcialidad  exacta  es  difícil  y  hasta  imposible  de  encontrar  en  los 
que  refieren  accione&  de  los  hombres.  Se  escribió  mucho  en  su  tiem* 
po  de  las  exacciones  y  crueldades  cometidas  por  los  del  principe  de 
Orange,  del  saqueo  de  las  casas,  del  robo  de  los  templos,  de  !a  pro- 
fanación de  las  imágenes,  en  fin,  de  la  repetición  de  cuantos  exce- 
sos en  este  género  se  cometieron  en  tien^pos  anteriores.  A  excepción 
de  las  profanaciones  de  los  templos,  no  se  dislinguian  menos  los  ca- 
tólicos en  actos  de  crueldad  y  de  barbarie,  aunque  algunos  los  quie- 
ren presentar  como  justos  castigos  y  actos  de  permitidas  represalias. 
La  guerra  va  acompasada  siempre  de  horrores  que  no  pueden  evitar 
los  mismos  jefes  animados  de  otras  miras,  y  muchas  veces  el  que  se 
presenta  con  pretensiones  de  libertador,  suele  ser  un  azote,  no  por 
lo  que  él  mismo  hace  ó  manda  hacer,  sino  por  lo  que  se  ve  preci- 
sado á  permitir  por  lo  duro  de  las  circunstancias.  Es  probable  que 
el  príncipe  de  Orange  no  quisiese  hacerse  odioso  en  un  pais  cuyas 
simpatías  tanto  le  interesaban:  pero  escaso  de  dinero,  con  tropas 
extraOas  sedientas  de  botín,  no  debe  parecer  extrafio  que  diese  en 
en  ocasiones  rienda  suelta  á  la  codicia  de  la  soldadesca. 

Gomo  era  su  objeto  principal  hacer  levantar  el  sitio  de  Mons,  donde 
estaba  encerrado  el  conde  de  Nassau,  no  perdió  tiempo  en  trasla- 
darse á  las  inmediaciones  de  la  plaza.  Mas  la  tenia  cercada  en  per- 
sona el  duque  de  Alba,  y  habia  elegido  y  fortificado  con  tanta  maes- 
tría su  campo,  que  le  fué  imposible  al  de  Orange  desposesiooarle  de 
él,  operación  que  debia  preceder  á  su  empresa  de  librar  la  plaza. 
La  batalla  á  que  llamó  á  su  enemigo  en  campo  raso,  no  fué  aceptada 
por  el  general  espafiol,  siempre  circunspecto  y  determinado  á  no 
aventurarse  inútilmente  con  fuerzas  inferiores,  cuando  aguardaba  del 
tiempo  una  victoria  mas  segura.  No  permitían  sus  circunstancias  al 
de  Orange  gastar  mucho  tiempo  ocioso,  por  las  mismas  razones  que 
hemos  indicado  en  su  primera  invasión  de  los  Paises-Bajns.  Una  no- 
ticia vino  á  poner  fin  á  la  irresolución  en  que  se  hallaba,  y  fué  la  de 
la  matanza  de  los  hugonotes  en  París,  de  que  hablaremos  en  ade- 
lante, ocurrida  en  Si  de  agosto  de  1572,  y  que  destruía  completa* 
mente  sus  ilusiones  sobre  la  próxima  ruptura  entre  el  rey  de  Fran- 
cia y  el  de  Espada.  Hizo  este  acontecimiento  ea  los  franceses  que  le 
acompafiabaoi  una  tristísima  impresión,  y  viéndolos  en  vísperas  de 


516  HISTOBU  DE  FELIPE  11. 

amotinarse,  determinó  el  príncipe  levantar  el  campo,  padeciendo 
mochas  pérdidas  en  su  retirada,  pues  el  duque  de  Alba  destacó  un 
cuerpo  de  ejército  que  le  siguió  los  alcances  toda  aquella  noche,  ma- 
tándole mas  de  quinientos  hombres,  sin  dejarle  un  momento  de  des- 
canso en  sus  cuarteles,  pues  algunos  de  los  enemigos  llegaron  hasta 
su  misma  tienda,  y  le  hubiesen  asesinado  sin  la  alarma  que  dio  el 
ladrido  de  sus  perros.  Continuó  el  principe  su  marcha  penosa  hasta 
Delft,  en  Holanda,  mientras  su  hermano,  el  conde  de  Nassau,  sin 
poder  ya  Conservarse  en  Mons,  entregaba  la  plaza  al  espaDoI,  bajo 
las  condiciones  de  dejar  salir  la  guarnición,  á  cuyo  frente  se  dirigió 
á  Dilemburgo,  en  Alemania. 

Entró  el  duque  de  Alba  victorioso  en  Mons,  y  sus  tropas  recobra- 
ron con  toda  brevedad  todos  los  pueblos  y  plazas  de  que  se  habia 
apoderado  el  principe  de  Oraoge.  Si  este  cometió  excesos  en  su  ex- 
cursión por  el  Brabante,  no  fué  menos  el  rigor  con  que  abusaron  de 
su  victoria  las  tropas  españolas.  Hizo  el  duque  de  Alba  castigos  muy 
ejemplares  en  cuantos  se  suponian  de  la  parcialidad  de  su  enemigo. 
Malinas,  que  no  habia  querido  admitir  guarnición  espafiola  antes  de 
ocuparla  el  príncipe  de  Orange,  fué  entregada  á  saqueo  por  espacio 
de  tres  dias.  Excitó  el  rigor  de  estas  represalias  muchas  nuevas  mur- 
muraciones contra  la  severidad  del  duque  de  Alba,  y  este  tuvo  que 
justificarse  por  medio  de  un  manifiesto  que,  como  puede  suponerse» 
no  llevó  la  convicción  al  ánimo  de  sus  irreconciliables  enemigos. 

El  principe  de  Orange,  aunque  fugitivo  y  sin  ejército,  encontró 
en  las  provincias  septentrionales  las  mismas  simpatías  de  que  habia 
sido  objeto  tantos  aDos.  Estaba  ya  profundamente  arraigado  en  ellas 
el  odio  al  yugo  espafiol,  el  espíritu  de  propia  independencia,  y  so- 
bre todo  un  celo  ardiente  por  el  nuevo  culto  religioso.  Fué  desde 
entonces  considerado  el  de  Orange  como  el  jefe  civil  y  militar  úd 
pais,  y  reconocido  como  tal  por  sus  estados  reunidos  en  Dordrecbt 
con  este  objeto.  No  ignoraban  aquellas  provincias  que,  reducidas  ya 
á  la  obediencia  del  rey  las  del  Mediodía,  se  dirigirían  contra  ellas 
las  armas  de  los  vencedores. 

En  efecto,  mientras  el  duque  de  Alba  se  restituía  á  Bruselas,  se 
encaminaba  su  hijo  don  Federico  con  una  fuerte  división  á  la  pro- 
vincia de  Güeldres,  apoderándose  de  la  plaza  de  Zutphen  que  tam- 
bién entregó  á  saco.  Por  su  parte  penetraba  el  capitán  Mondragon 
por  la  provincia  de  Zelanda  con  dos  mil  hombres,  y  haciendo  con 
ellos  una  expedición  por  mar,  tomó  toda  la  isla  de  Yalckren,  de  que 


CAPITULO  XLL  517 

se  habían  apoderado  los  contrarios.  Con  igual  rapidez  se  dirigid  don 
Federico  desde  Zutphen  ¿  Nardem,  que  saqueó  é  incendió,  habien- 
do hecho  pasar  la  mayor  parle  de  sus  habitantes  á  cuchillo.  Ñas  no 
fué  tan  dichoso  delante  de  los  muros  de  Hariem,  á  cuya  plaza,  man- 
dada por  un  jefe  holandés  llamado  Riperda,  puso  sitio,  habiéndose 
negado  los  habitantes  á  abrirle  sus  puertas,  rechazando  con  desden 
el  perdón  con  que  los  brindaba.  Hablan  irritado  de  nuevo  las  vio- 
lencias de  los  españoles  el  odio  de  las  poblaciones,  y  los  mendigos 
marítimos  continuaban  sus  hostilidades  con  mas  ardor  que  nunca. 
Se  defendían  los  de  Hariem  con  notable  vigor  y  obstinación,  y  el 
sitio  de  esta  plaza  ocupa  con  razón  una  de  las  principales  páginas 
en  la  historia  de  las  guerras  de  Flandes,  tan  célebre  bajo  cuantos  as- 
pectos se  la  considere.  La  perseverancia  en  la  defensa  fué  tan  obs- 
tinada, y  tantas  las  molestias  sufridas  por  los  espaQoles  delante  de 
sus  muros,  que  se  resolvió  don  Federico  á  levantar  el  sitio,  comu- 
nicándoselo así  á  su  padre;  mas  este  desde  Bruselas  se  lo  reprobó 
con  los  términos  de  la  mas  viva  indignación,  amenazándole  con  que 
enfermo  como  se  hallaba  en  cama,  iriaá  ponerse  en  persona  al  frente 
de  sus  tropas  para  continuar  el  sitio.  Algunos  aOaden  que  el  duque, 
queriendo  estimular  mas  el  pundonor  de  su  hijo,  llegó  hasta  decirle, 
que  si  no  tenia  valor  para  concluir  la  empresa,  mandaria  llamar  á 
su  madre  para  que  viniese  á  darle  ejemplos  de  animosidad  y  de 
constancia.  No  era  necesario  tanto  para  que  don  Federico  renovase 
con  ardor  el  sitio;  mas  en  igual  grado  creció  la  noble  obstinación  de 
los  de  Hariem,  resueltos  á  sepultarse,  antes  que  rendirse,  entre  sus 
muros.  En  vez  de  templar  el  enojo  de  los  sitiadores,  le  provocaban 
con  estudio,  haciéndoles  burla  y  escarnio  desde  sus  murallas.  Gomo 
Hariem  era  el  principal  asiento  de  la  rebelión,  y  se  hablan  cometido 
allí  mas  que  en  parte  ninguna  profanaciones  de  los  templos,  colo- 
caban sus  defensores  las  imágenes  de  la  Virgen  y  de  los  santos  en 
sos  muros,  y  celebraban  farsas  religiosas,  con  lo  que  ardían  mas  en 
coraje  los  espafioles,  tan  celosos  contra  tamaOos  desacatos.  A  estas 
burlas  afiadian  los  de  Hariem  la  ofensa  positiva  de  colgar  muchos 
prisioneros  de  sus  muros;  y  una  vez  que  los  sitiadores  les  lanzaron 
la  cabeza  de  un  jefe  que  marchaba  con  tropas  en  su  auxilio,  respon- 
dieron los  de  Hariem  arrojando  once  al  campo  espafiol,  diciendo  que 
las  diez  representaban  1%  décima  impuesta  por  el  duque  de  Alba,  y 
la  undécima  el  interés  de  una  deuda  tanto  tiempo  diferida.  Se  dice 
que  entre  los  defensores  de  la  plaza  se  contaba  un  cuerpo  de  mujeres 

Tomo  i.  66 


518  HISTORIA  DE  FBLIPS  II. 

esforzadas,  cuya  capitana  se  llamaba  Kenaba,  que  no  solamente  to* 
maban  parte  en  toáoslos  peligros,  combatiendo  persoDalmente,  sioo 
qae  trabajaban  con  notable  ardor  en  el  reparo  de  las  fortificaciones. 

Duraba  ya  mas  de  ocho  meses  el  sitio  de  esta  plaza  célebre.  Ha* 
biéndose  coocluido  todos  los  recursos  en  municiones  y  víveres  de  los 
sitiados,  y  medio  derruidos  los  muros  por  la  artillería  enemiga,  que 
hizo  contra  ellos  mas  de  diez  mil  disparos,  cantidad  enorme  para 
aquellos  tiempos.  Viéndose  ya  en  tanto  aprieto  los  de  Harlem,  tra- 
taron de  hacer  una  salida,  y  de  perecer  todos  entre  las  filas  espa* 
Dolas;  mas  fueron  detenidos  á  las  puertas  por  los  llantos  de  las  mu- 
jeres y  de  los  niños,  y  la  plaza,  rendida  k  discreción,  agotados  ya 
todos  los  medios  de  defensa.  Se  concibe  bien  los  rigores  que  ejerce- 
rían contra  los  vencidos,  unos  vencedores  irritados  con  tan  terrible 
resistencia.  Fueron  horribles  los  castigos  que  hizo  ejecutar  don  Fe- 
derico en  los  principales  motores  de  la  defensa,  en  los  que  habiao 
tomado  mas  parte  en  la  pasada  rebelión,  en  los  que  se  habían  dis- 
tinguido mas  en  el  pillaje  y  profanación  de  los  templos.  A  mas  de 
trece  mil  personas  se  hace  ascender  la  pérdida  de  las  dos  partes.  Fué 
muy  grande  la  experimentada  en  el  campo  de  los  espafioles,  y  la 
toma  de  esta  plaza  debilitó  tanto  las  fuerzas  de  don  Federico,  que 
tuvo  que  levantar  el  sitio  de  la  de  4lcmar  que  había  emprendido. 

Mientras  por  tierra  se  conseguían  estos  triunfos,  alcanzaron  los 
mendigos  una  victoria  en  el  mar  contra  el  conde  Bossut,  gobernador 
de  Holanda,  y  adquirieron  desde  entonces  una  superioridad  que  no 
perdieron  nunca  durante  toda  aquella  guerra. 

Con  los  hechos  de  armas  que  acabamos  de  referir,  terminó  el  go- 
bierno del  duque  de  Alba  en  los  Países-Bajos.  El  duque  de  Medína- 
celí,  nombrado  sucesor  suyo,  como  ya  hemos  dicho,  renunció  el  car- 
go, y  en  su  lugar  fué  nombrado  don  Luis  de  Requesens,  comendador 
de  Castilla,  de  la  Orden  de  Santiago,  que  se  hallaba  á  la  sazón  en 
Barcelona.  Partió  este  en  seguida  para  su  destino,  acompasado  solo 
de  dos  compafifas  de  caballería,  y  á  últimos  de  1573  llegó  4  Flan- 
des,  donde  el  duque  de  Alba  le  hizo  entrega  de  su  cargo,  poDién- 
dose  en  seguida  en  camino  para  Espafia. 

Produjo  la  salida  del  duque  de  AJba  de  Flandes  diversas  sensa- 
ciones, alegrándose  unos  de  verse  libres  de  lo  que  llamaban  su  azote, 
sintiéndolo  otros  por  parecerles  que  esta  misma  severidad  qoe  dis- 
tinguía su  conducta,  contribuía  &  fomentar  el  descontento  y  el  odio 
con  que  era  mirado  el  gobierno  del  rey  en  los  Países-Bajos.  En 


GAPITDLOXU.  519 

cuanto  al  príncipe  de  Orange,  debió  sin  duda  complacerse  de  la  au- 
sencia de  un  hombre,  cuya  habilidad  y  pericia  militar  habian  puesto 
hasta  entonces  un  obstáculo  invencible  á  sus  empresas;  porque  el 
talento  y  capacidad  del  duque  de  Alba  en  cuanto  dice  relación  á 
asuntos  de  milicia,  era  tan  reconocida  entonces  por  amigos  y  ene- 
migos, como  es  hoy  célebre  en  todas  las  historias. 

En  cuanto  al  rey  de  Espafia,  aunque  en  su  corte  abundaban  ému- 
los del  duque  y  censores  de  su  conducta,  le  recibió  con  afabilidad, 
como  satisfecho  de  sus  procederes.  No  hay  duda  de  que  la  conducta 
observada  por  el  duque  en  los  Paises-Bajos,  habia  sido  aconsejada 
y  hasta  prescrita  por  Felipe.  Por  duro  y  rigoroso  que  fuese,  lo  era 
mucho  mas  el  rey  de  Espafia;  y  si  impuso  castigos  tan  severos  en 
los  Países-Bajos,  estaban  en  perfecta  consonancia  con  lo  que  deseaba 
el  amo  á  quien  servia.  No  podia  este,  pues,  quejarse  de  quien  habia 
observado  con  tanta  exactitud  sus  instrucciones,  y  por  lo  mismo  le 
conservó,  &  lo  menos  en  la  apariencia,  en  todo  el  favor  de  que  ha- 
bia gozado  en  su  corto  durante  tantos  aOos.  Mas  con  el  tiempo,  sea 
que  estuviese  en  secreto  descontento  el  rey  de  este  servidor,  ó  por 
intrigas  cortesanas,  recibió  el  duque  de  Alba  orden  de  salir  de  la 
corte  y  retirarse  á  Uceda,  una  de  sus  muchas  posesiones.  Atribuyen 
algunos  esta  desgracia,  á  que  habiendo  su  hijo  don  Federico  con- 
certado su  casamiento  con  una  dama  de  la  corte  protegida  del  rey, 
se  desposó  con  otra  por  consejo  de  su  padre.  Mas  cualquiera  que 
haya  sido  la  causa  de  este  cambio  en  el  ánimo  de  Felipe  11,  no  des- 
plegó el  duque  menos  entereza  de  alma  en  su  destierro,  que  al  frente 
de  los  ejércitos  de  Espafia.  Ya  veremos  con  el  tiempo  salir  de  la  jaula 
este  león,  que  en  su  vejez  no  habia  perdido  el  fuego  y  la  valentía 
de  sus  primeros  afios. 


aPÍTlíLO  Xtíf. 


Asuntos  de  Francia.— CoDsecuencias  de  la  segunda  tregua  con  los  calvinistas.^Estado 
de  los  partidos.— Vuelta  de  las  animosidades.— Excitaciones  á  una  nueva  guerra.— 
Se  declara.— Batalla  de  Jamac— Muerte  del  principe  de  Conde. — ^Enrique  de  Na- 
varra.— ^Batalla  de  Monlcontour.— Nueva  tregua.— Paz  de  San  Germán.— Verda- 
deros sentimientos  de  la  corte. — Favor  de  los  calvinistas. — Descontento  de  los  cató- 
licos.— Se  ajusta  el  matrimonio  de  Enrique  de  Beame  con  Margarita  de  Valois.— Ya 
la  reina  de  Navarra,  madre  de  Enrique  de  Beame,  á  la  corte.— Su  muerte  en  Pa- 
rís.—Entrada  en  la  capital  del  nuevo  rey  de  Navarra. — Se  celebran  sus  bodas  coi 
Margarita  de  Valois  en  Nuestra  Seííora  de  París.— Fiestas  con  este  motivo  (1).— 
(1568—1574.) 


Volvamos  ahora  los  ojos  h&cia  FraDcia,  que  de  todos  los  estados 
no  sujetos  al  directo  poder  del  rey  de  Espafia,  era  el  qoe  mas  llama- 
ba su  ateocioD,  y  donde  influía  de  un  modo  mas  eficaz  y  activo  sa 
política.  Nada  de  cuanto  pasaba  en  Francia  se  escapaba  de  su  vista  vi- 
gilante: de  todo  le  daban  las  noticias  mas  exactas  sus  embajadores, 
y  sacaba  Felipe  11  algún  partido  para  el  arreglo  de  su  conducta  con 
sus  gobernantes  y  personas  influyentes.  Nada  hay  que  admirar  en 
esta  atención,  en  estos  cuidados,  en  esta  vigilancia,  recordando  que 
estaba  encendida  en  Francia  una  guerra  civil,  en  que  se  hallaban  de 
un  lado  las  doctrinas  dominantes  de  la  Iglesia  católica,  y  en  el  cam- 

•  (1)  Aaloridades.  Los  principales  historiadores  de  Francia,  comoMezeral,  el  padre  Daniel,  Aoqve- 
tll,  Lacretelle,  Yoltaire,  Memorias  y  Correspondencias  de  Bu  Plessis-Hemay,  de  Tbon,  etc.  Nos  te 
servido  particalarmente  de  gula, la  cHistoria  de  la  reforma,  de  la  liga,  y  del  reinado  de  Enrique  IT,» 
por  M.  Gapeflguo,  obra  digna  de  tanto  mas  crédito  ensoto  que  la  mayor  parte  del  texto  se  redaos 
é  oopias  literales  de  toda  clase  de  documentos  de  la  época. 


CAPITULO  XLIl.  521 

po  opuesto  las  ioDovacioDes  introducidas  por  Calvíoo  y  demás  sec- 
tarios, objeto  de  taotoodio  y  execracioD  á  los  ojos  de  Felipe.  Yecioos 
á  Francia  se  bailaban  sos  estados  de  Flandes,  donde  cundían  las 
mismas  opiniones,  á  las  que  los  calvinistas  de  aquel  reino  daban 
pábulo.  ¿Qué  cosa  podia  baber  de  mas  interés  á  los  ojos  del  rey  de 
Espafia,  que  la  extirpación  de  esta  herejía,  que  el  exterminio,  si  no 
habia  otro  medio,  de  acabar  con  todos  sus  sectarios?  Así  le  hemos 
visto  aconsejar  hasta  ahora  al  gabinete  de  Francia  las  medidas  mas 
severas  y  rigorosas  contra  estos  enemigos  de  la  fe  católica;  así  en 
las  conferencias  de  Bayona,  aunque  cubiertas  con  el  velo  del  miste- 
río,  se  trató  de  los  medios  de  acabar  de  una  vez  con  todos  ellos,  si 
otros  expedientes  no  bastaban.  Con  los  heresiarcas  no  comprendía 
Felipe  11  la  posibilidad  de  paz,  ni  tregua.  Mas  desgraciadamente 
para  su  política,  la  reina  Catalina  de  Médicis  no  participaba  de  es- 
tos sentimientos  tan  ardientes,  y  aunque  no  se  puede  dudar  de  su 
catolicismo,  no  la  desagradaba  emplear  el  instrumento  de  los  calvi- 
nistas, cuando  encontraba  en  sus  contrarios  algún  obstáculo  á  la 
preponderancia  de  que  era  tan  celosa.  En  aquel  país  y  época  de 
facciones  y  de  intrigas,  cuando  se  hallaban  sobre  la  escena  tantas 
pasiones  é  intereses  encontrados,  no  se  podia  caminar  tan  en  línea 
recta  como  lo  deseaba  el  rey  de  EspaSa,  acostumbrado  á  la  obe- 
diencia ciega  y  pasiva  de  sus  subditos.  Así  le  desvelaban  tanto  los 
negocios  de  Francia  y  excitaban  en  alto  grado  su  irritación  y  su  im- 
paciencia. Era  aquel  un  drama  cuyo  interés  iba  creciendo  cada  día, 
sin  que  ningún  hombre  previsor  pudiese  calcular  cuándo,  ni  de  qué 
modo  llegaría  á  su  completo  desenlace. 

Fué  de  tan  poca  duración  la  tregua  concluida  en  1568,  después 
de  la  batalla  de  San  Dionisio,  como  la  anterior,  y  por  las  mismas 
causas.  Habían  influido  en  esta  suspensión  de  armas  el  cansancio  y 
fatiga  de  la  guerra  por  una  parte,  por  la  otra  las  intrigas  de  la  rei- 
na Catalina,  cuyo  poderío  solo  se  apoyaba  en  que  no  quedase  de- 
masiado preponderante  ninguno  de  los  dos  partidos.  Mas  pasado  al- 
gún tiempo  de  descanso,  volvían  á  su  vigor  los  resentimientos,  las 
pasiones  mutuas,  los  deseos  de  venganza,  y  la  voz  de  los  intereses 
que  mutuamente  se  excluían.  En  aquellos  tiempos  de  ferocidad,  de 
intolerancia  religiosa,  no  podían  vivir  en  paz  dos  sectas  de  un  ca- 
rácter tan  distinto.  Si  en  los  jefes  se  mezclaban  con  las  doctrinas  re- 
ligiosas intereses  de  otra  esfera,  no  sucedia  lo  mismo  con  las  masas 
adictas  á  lo  que  les  sugería  su  creencia.  Se  renovaron  los  celos,  las 


5t2  HISTORIA  DE  FKUPE  IL 

inquietudes,  las  acusaciones,  los  temores  que  á  cada  partido  inspi- 
raba la  conducta  de  su  antagonista.  Eran  los  católicos  los  mas,  yeo 
sus  intereses  entraban  por  politica  ó  fanatismo  religioso  los  perso- 
najes mas  influyentes,  tanto  propios  como,  extrafios.  El  rey  no  go- 
bernaba todavía,  mas  habia  sido  educado  con  todos  los  sentimientos 
de  intolerancia  que  animaba  á  las  dos  sectas  religiosas.  Aunque  Ca- 
talina de  Médicis  no  participaba  de  este  celo  ardiente  de  creencias, 
no  podia  menos  de  propender  al  triunfo  de  ia  religión  católica  que 
siempre  habia  profesado.  Con  ella  estaban  los  príncipes  de  la  casa 
de  Lorena,  representada  por  el  cardenal  de  este  nombre,  hermano 
del  difunto  duque  de  Guisa;  con  ella  un  gran  número  de  principales 
de  la  corte  que  habian  ya  combatido  contra  las  armas  de  los  calvi- 
nistas. Se  mantenía  el  pueblo  de  París  en  su  antiguo  fanatismo,  en 
el  horror  que  profesaba  al  culto  nuevo,  y  estos  sentimientos  erao 
comunes  á  casi  todos  los  católicos  de  la  monarquía.  Prevalecía  en- 
tonces la  opinión  de  que  era  lícito  faltar  á  su  palabra;  no  guardar 
ninguna  fe  ni  juramento  tratándose  de  los  calvinistas,  y  que  todos 
los  medios  eran  buenos  con  tal  que  pudiesen  conducir  á  su  exter- 
minio. Tal  habia  sido  el  parecer  del  duque  de  Alba  en  las  conferen- 
cias de  Bayona.  De  la  misma  manera  se  expresaba  el  rey  de  Espa- 
fia,  en  sus  comunicaciones  con  la  corte  de  Francia,  y  en  las  cartas 
que  dirigía  á  los  principales  personajes  de  aquel  reino.  Tal  era  el 
lenguaje  del  Papa  Pío  V,  en  las  que  sobre  el  particular  escribía  al 
mismo  rey  de  EspaOa,  al  de  Francia,  al  duque  de  Saboya,  á  los 
mismos  príncipes  de  Italia.  Ya  desde  entonces  se  echaban  los  fun- 
damentos de  la  liga  católica  de  que  hablaremos  en  su  debido  tiempo, 
y  aunque  ahora  no  hizo  tanto  ruido,  no  dejó  de  ser  una  asociación 
muy  respetable.  Estaba  á  su  frente  la  misma  reina  Catalina,  á  quien 
sugería  su  interés  mostrarse  enemiga  declarada  de  los  hugonotes. 
Se  renovaron  los  rigores  contra  los  sectarios.  Se  les  obligó  á  some- 
terse á  un  nuevo  juramento  de  sumisión  ciega  á  los  intereses  del 
rey,  de  combatir  siempre  á  su  favor,  de  no  tomar  nunca  las  armas 
contra  el  trono.  Se  les  obligó  después  k  renunciar  á  todos  los  cargos 
y  empleos  de  que  los  habia  revestido  la  corona,  dándose  á  entender 
con  esto  que  el  calvinismo  era  cualidad  incompatible  con  la  de  fun- 
cionarios del  estado.  Se  llegó  por  fin  á  prohibir  el  ejercicio  público 
del  culto  protestante,  concediéndose  solo  la  tolerancia  á  las  creen- 
cias. Todo  indicaba,  pues,  el  plan  resuelto  de  destruir  para  siempre 
el  calvinismo. 


r 


CAPITULO  XLH.  523 

Mas  DO  se  acaba  asi  con  opioioDes  tan  fuertemente  arraigadas  en 
las  masas,  con  corporaciones  qne  han  llegado  á  ser  tan  numerosas, 
que  se  han  familiarizado  con  los  peligros  de  la  guerra,  y  que  conser- 
van todavía  elementos  para  renovarla.  Era,  pues,  la  guerra  inminen- 
te,y  estalló  de  nuevo,  aunque  los  calvinistas  no  se  hallaban  á  la  sa- 
zón en  felices  circunstancias.  Los  había  separado  la  paz,  y  aunque 
les  infundia  grandes  temores  la  conducta  de  la  corte;  aunque  esta- 
ban bien  informados  de  sus  pasos,  no  creian  que  las  cosas  llegasen 
á  tal  punto,  que  los  pusiesen  en  el  caso  de  tomar  las  armas.  Cor- 
rieron á  ellas  todos  los  celosos  calvinistas,  desde  los  principales  per- 
sonajes hasta  las  clases  mas  Ínfimas  de  la  nueva  iglesia.  El  prínci- 
pe de  Conde,  jefe  del  partido,  no  se  descuidó  en  esta  crisis  peligro- 
sa, y  antes  que  le  tomasen  los  caminos^  se  dirigió  en  compañía  del 
almirante  Coligny  á  la  plaza  fuerte  de  la  Rochela,  principal  asiento 
de  la  nueva  religión,  y  considerada  desde  entonces  como  su  baluar- 
te principal,  como  la  base  de  sus  operaciones  militares. 

Declarada  y  encendida  de  nuevo  la  guerra  civil,  se  renovaron  los 
furores  y  calamidades  con  que  en  las  dos  épocas  anteriores  se  ha- 
bían distinguido.  ¡Guerra  civil  y  guerra  reiigiosal  En  estas  dos  pa- 
labras están  envueltos  cuantos  desastres  pueden  afligir  k  un  pueblo 
que  de  tales  pugnas  es  teatro.  Volvieron  los  calvinistas  á  sus  vio- 
lencias de  saquear  templos  católicos,  de  destruir  y  profanar  las  imá- 
genes y  objetos  de  un  culto  que  acusaban  de  idolatría.  Volvieron  los 
católicos  á  ejercer  las  mismas  represalias  en  sus  conventículos,  y  á 
pasar  por  el  fuego  y  el  cuchillo  los  sectarios  de  una  religión,  que 
designaban  con  el  nombre  de  impiedad  abominable.  Para  dar  una 
idea  del  espíritu  de  intolerancia  y  fanatismo  que  á  los  dos  partidos 
animaba,  haremos  ver  que  uno  de  los  jefes  calvinistas,  llamado  Ja- 
cobo  Crousol,  llevaba  una  bandera  de  tafetán  verde,  donde  se  veia 
ana  hidra,  cuyas  cabezas  se  hallaban  todas  con  capelos  de  carde- 
nal, ó  mitras  ó  capuchas  de  fraile,  que  él  exterminaba  bajo  la  figu- 
ra de  Hércules.  Apenas  se  daba  cuartel  de  una  y  otra  parte.  Era 
mas  sombrío,  mas  solemne  el  aspecto  que  los  calvinistas  presenta- 
ban: mas  licencioso,  el  de  los  católicos;  pero  no  eran  menos  crue- 
les, menos  sanguinarias  sus  venganzas. 

Por  todas  partes  se  hacian  preparativos  para  entrar  en  campafia 
y  buscar  los  azares  de  una  lucha  abierta.  Pedia  auxilio  lo  corte  de 
Francia  al  rey  de  EspaDa.  Los  esperaban  los  calvinistas  de  Alema- 
DÍa.  Se  dio  la  primera  batalla  en  las  llanuras  de  Jarnac  á  principios 


52  i  HISTOAIA  DB  PfiLlPK  II. 

de  1569.  Mandaba  el  ejército  del  rey,  su  hermaoo  eidaquedeAn- 
jou,  joven  de  diez  y  ocho  afios,  dotado  de  gran  valor,  aunque  de 
ninguna  experiencia  en  los  combates.  Se  bailaba  al  frente  de  las 
tropas  calvinistas  el  príncipe  de  Conde,  ya  de  tanta  reputación  por 
sus  caoipafias.  Fué  la  batalla  sangrienta,  y  el  campo  quedó  por  los 
católicos.  Herido  mortaimente  en  ella  el  principe  de  Conde,  pereció 
á  manos  del  vizconde  de  Montesquieu,  capital  de  la  guardia,  su  ene- 
migo personal,  que  le  encontró  tendido  en  el  campo  de  batalla.  La 
victoria  que  se  declaró,  pues,  por  las  tropas  del  rey,  no  fué  sin  em- 
bargo decisiva,  ni  podia  serlo,  componiéndose  los  ejércitos  de  tan 
pocas  fuerzas,  y  «juedando  vivo  el  cuerpo  general  que  los  alinteQ- 
taba. 

Quedaron  los  calvinistas  por  entonces  sin  jefe  militar,  puesauo- 
que  en  cierto  modo  también  lo  era  Coligny,  no  alcanzaba  la  repu- 
tación del  príncipe  difunto.  Fué  sentida  tan  amargamente  esta  muerte 
por  los  suyos,  como  celebrada  y  tenida  á  castigo  de  Dios  por  los 
contrarios.  Era  el  príncipe  de  Conde  hombre  activo,  de  brazo  y  de 
cabeza,  hábil  jefe  de  facción,  capitán  inteligente,  de  gran  valor  ; 
sangre  fría  en  los  combates,  afable  en  su  trato,  extremadamente 
papular  en  su  partido,  dotado  de  toda  la  ambición  que  no  puede 
menos  de  distinguir  á  los  hombres  que  se  hallan  tn  su  caso,  gene- 
roso y  magníflco,  muy  querido  de  las  personas  del  otro  sexo,  aun- 
que la  historia  le  representa  pequefio,  feo  y  hasta  un  poco  contra- 
hecho. Dejó  sin  duda  su  muerte  un  gran  vacío;  mas  luego  se  vio 
ocupado  su  lugar  por  un  joven  apenas  salido  de  la  adolescencia.  En 
este  Enríque  de  Bearne,  hijo  de  Antonio  de  fiorbon,  rey  titular  de 
Navarra,  muerto  en  el  cerco  de  Rúan  cinco  afios  antes.  Habia  nad- 
do  el  joven  príncipe  en  París  en  1553,  y  pasado  luego  al  Bearne, 
donde  fué  educado  por  su  madre,  Juana  de  Albret,  reina  titular  de 
Navarra.  La  historia  da  muchos  pormenores  de  la  crianza  de  este 
príncipe,  &  quien  acostumbraron  desde  su  niOez  á  los  alimentos  mas 
comunes,  á  los  ejercicios  mas  duros,  y  á  todo  género  de  privacio- 
nes. No  ignoraba  sin  duda  su  madre  las  escenas  de  revueltas  y  tu- 
multos á  que  estaba  destinado.  A  la  muerte  del  príncipe  de  Conde, 
presentó  á  su  hijo  en  el  campo  calvinista,  donde  con  grandes  acla- 
maciones fué  reconocido  como  jefe  del  partido,  aunque  oo  con  asen- 
timiento universal;  pues  el  almirante  Coligny,  si  bien  cedía  al  im- 
pulso de  la  mayor  parte,  no  podia  menos  de  resentirse,  de  que  oo 
nifio  viniese  á  usurpar  el  rango  príncipal  á  que  aspiraba.  Hubo  pues 


I 


CAPITULO  XLIl.  2^25 

dos  partidos  en  el  campo  calvinista;  el  del  principe  de  Bearne,  qne 
tenia  á  su  favor  todos  los  jóvenes  militares  apasionados  del  prínci- 
pe de  Conde,  y  el  de  Coligny,  que  á  fuer  de  calvinista  mas  rancio, 
se  apoyaba  en  la  masa  popular  y  en  los  predicantes  de  Ginebra.  La 
misma  escisión  tuvo  lugar  en  el  campo  católico.  Era  jefe  de  uno  la 
misma  reina  Catalina,  sostenida  por  su  hijo  favorito  el  duque  de 
Anjou,  cubierto  con  los  laureles  de  Jarnac:  dominaba  en  el  otro  el 
cardenal  de  Lorena,  apoyado  en  el  recuerdo  del  duque  de  Guisa,  en 
las  grandes  esperanzas  que  daban  sus  dos  hijos,  que  hablan  empe- 
zado ya  la  carrera  de  las  armas.  Continuaba  siendo  esta  familia  en 
extremo  popular  á  los  ojos  de  los  parisienses,  que  los  consideraban 
como  principales  campeones  del  catolicismo,  mientras  la  reina  Ca- 
talina excitaba  sospechas  y  desconfianzas  por  su  política  artificiosa, 
que  la  hacia  inclinarse  alternativamente  á  entrambos  bandos. 

Mientras  tanto  se  dio  entre  los  dos  ejércitos' la  segunda  batalla  en 
las  llanuras  de  Montcontour,  mas  resida  y  mas  sangrienta  que  la 
primera,  y  donde  la  victoria  se  decidió  de  un  modo  mas  decisivo  á 
favor  de  los  católicos.  Fuá  este  triunfo  tan  brillante,  que  excitó  el 
mayor  entusiasmo,  y  dio  motivo  á  grandes  regocijos  y  festejos,  no 
solo  en  Paris,  sino  en  las  demás  ciudades  de  Francia,  que  estaban 
á  la  devoción  de  los  católicos.  Igualmente  fué  celebrada  la  victoria 
en  las  cortes  extranjeras  amigas  de  la  de  Francia.  Envió  el  rey  de 
EspaOa  una  embajada  extraordinaria  con  cartas  de  felicitaciones  para 
el  rey,  para  la  reina  madre,  para  el  duque  de  Anjou  y  para  el  jefe 
de  la  casa  de  Loreoa.  A  todos  exhortaba  á  que  redoblasen ^sus  es- 
fuerzos y  siguiesen  con  constancia  el  camino  que  les  deparaba  la 
fortuna;  á  no  desperdiciar  la  favorable  ocasión  de  acabar  para  siem- 
pre con  los  enemigos  de  la  Iglesia.  Mas  ya  no  ofrecían  las  cosas  el 
buen  semblante  de  que  se  lisonjeaba  el  rey  católico. 

Volvió  por  tercera  vez  el  cansancio  y  la  fatiga  de  la  guerra.  Eran 
los  choques  demasiado  violentos,  para  que  pudiesen  ser  de  larga 
dura.  A  pesar  de  haber  sido  tan  desastrosa  la  batalla  de  Montcon- 
tour, no  estaban  los  calvinistas  destruidos,  ni  aun  desanimados. 
Resueltos  á  probar  de  nuevo  los  azares  de  la  guerra,  aumentaron 
los  alistamientos,  y  esperaban  á  cada  momento  refuerzos  de  Ale- 
mania. No  se  mostró  inferior  á  su  alto  puesto  el  joven  Enrique  de 
Navarra,  y  á  todos  daba  ejemplo  de  magnanimidad  y  constancia. 
Catalina  de  Médicis  por  otra  parte  vcia  muy  remota  la  terminación 
de  una  guerra  provocada  por  el  espíritu  de  intolerancia*  Los  socor- 

ToMO  I.  67 


S26  msTORU  DE  rÉLiPE  n. 

ros  de  Espafia  eran  pocos  y  tardíos.  A  excepción  de  nn  corto  nú- 
mero de  tropas,  que  envió  el  duque  de  Alba  después  de  la  primera 
expulsión  de  los  Paises-Bajos  del  príncipe  de  Orange,  ningún  au- 
xilio habia  enviado  el  rey  católico.  Se  defendían  los  calvinistas  en 
las  plazas  que  tes  habían  servido  de  refugio.  Costaba  el  sitio  de  San 
Juan  de  Angelí  mas  gente  de  la  que  podía  separar  del  graeso  del 
ejército  el  partido  católico,  y  los  hombres  de  entendimiento  comeD- 
zaban  á  ver,  que  la  guerra  estaba  en  el  mismo  estado  que  al  priD- 
cípío.  Por  otra  parte  inquietaba  á  la  reina  madre  el  crédito  de  que 
comenzaban  á  gozar  los  jóvenes  príncipes  de  Guisa,  y  temió  que 
en  los  campos  de  batalla  llegasen  al  brillo  y  esplendor  que  habían 
hecho  á  su  padre  tan  temible  para  ella.  Se  dio  pues  oídos  &  los 
hombres  del  partido  medio,  que  deseaban  el  término  de  aquella 
guerra  asoladora.  No  ponía  la  corte  repugnancia  al  ajuste  de  una 
paz:  los  católicos  la  deseaban.  Se  entablaron  pues  las  negociacio- 
nes, y  á  pesar  de  varios  obstáculos  y  dificultades,  se  firmó  una  tre* 
gua  precursora  de  la  paz  definitiva,  y  al  fin  se  ajustó  en  1570  en 
San  Germán,  á  pesar  de  las  murmuraciones  violentas  de  los  cató- 
licos ardientes  y  exaltados,  á  pesar  de  las  manifestaciones  en  con- 
trario de  Felipe  II,  y  á  pesar  de  las  reconvenciones  y  hasta  acrimi- 
naciones del  pontífice,  que  consideraba  como  un  crimen  todo  pacto 
y  estipulación  con  los  herejes.  Catalina  se  mostró  sorda  á  todas  es- 
tas consideraciones  y  reconvenciones,  y  por  esta  vez  se  abrazaron 
los  católicos  y  los  calvinistas,  aunque  con  poca  sinceridad  por  nin- 
guna de  ambas  partes.  Quedaron  estos  con  el  libre  ejercieio  de  sa 
religión,  y  el  goce  de  sus  derechos  civiles,  con  la  posesión  de  algu- 
nas plazas  fuertes  que  les  sirviesen  de  seguridad,  sin  mas  restric- 
ciones que  la  de  no  poder  celebrar  sínodos  ó  reuniones  k  diez  le- 
guas del  radio  de  la  capital,  donde  la  religión  dominante  y  excln- 
siva  era  la  católica,  como  ya  hemos  visto. 

Tan  ventajosa  fué  la  paz  para  los  hugonotes  (1)  que  en  vista  de 
lo  que  sucedió  después,  se  la  creyó  un  lazo  armado  para  destroir- 
los  mas  &  mansalva;  pero  de  su  sinceridad  por  parte  de  la  corte,  i 


(1)  Varias  Teces  hemos  empleado  la  palabra  de  Éugonotes^  sinónima  entonces  de  ta  ¿eCaMdh 
t(u*  I,a  hacen  unos  derivar  de  la  voz  Hugon,  quo  en  algunas  provincias  de  Francia  se  usaba  pan 
atemorizar  á  los  niños,  queriéndose  dar  así  á  entender  el  miedo  y  espanto  que  los  calvinistas  ia- 
ítandian.  Pero  lo  mas  probable  es,  que  Hugonotes  viene  de  la  voz  alemana  eidgenoaen  (Jarameata- 
do)  aludiendo  al  Juramento  que  hicieron  en  Ginebra  y  varios  puntos  dé  Suiza  los  nuevos  secta- 
rios, de  unirse  estrechamente  contra  sus  antagonistas.  En  Saboya  y  demás  países  vecinos  se  pro 
aúnela  esta  voz  ei^nod,  que  tiene  bastante  analogía  con  la  de  hugumot  6  hugonotCi  como  en  Pran^ 
pía  los  llamaban* 


ciPiTULO  xui.  527 

lo  meóos  de  qae  no  era  una  celada,  hay  docamentos  que  presentan 
pruebas  positivas.  A  no  ser  así,  no  se  hubiese  manifestado  tan 
abiertamente  el  descontento  de  los  católicos  ardientes;  no  se  hubiese 
mostrado  tan  quejoso  y  resentido  el  rey  de  Espafia;  no  hubiese  tro- 
nado tanto  el  Vaticano.  Así  como  por  esta  carta  hubo  disgusto  y 
descontento,  se  mostraron  satisfechos  y  gozosos  los  príncipes  pro- 
testantes de  Alemania,  que  felicitaron  por  ello  al  rey  de  Francia. 

A  mas  de  este  tratado  público  de  la  paz  de  San  Germán,  tuvo 
artículos  secretos,  por  los  que  se  comprometía  Garlos  IX  á  otorgar 
varias  gracias  y  favores  á  los  jefes  protestantes,  y  sobre  todo,  á 
pagar  cien  mil  escudos  á  los  reitres  (1)  alemanes,  á  fin  de  activar 
su  partida,  que  era  tan*deseada. 

Descansó  por  un  momento  la  Francia  de  la  agitación  y  tumultos 
que  en  ella  causaba  una  guerra  tan  funesta.  Se  retiraron  á  sus  cas- 
tillos los  calvinistas,  después  de  haber  conquistado  con  tantos  peli- 
gros y  sangre  su  tolerancia  religiosa.  Volvió  Paris  á  su  tranquili- 
dad, y  la  corte  á  los  placeres  y  devaneos  licenciosos,  que  eran  su 
elemento.  Los  hombres  previsores  y  de  observación  no  dejaban  de 
columbrar  á  lo  lejos  la  nueva  tempestad  que  se  iba  poco  á  poco 
aglomerando;  mas  esto  no  impedía  que  la  generalidad  celebrase  la 
pacificación,  que  este  acto  fuese  objeto  en  la  capital,  sobre  todo,  de 
fiestas  y  regocijos  públicos,  en  que  el  monarca  tomaba  una  parte 
muy  activa. 

¿Era  sincero  Garlos  IX  en  estas  manifestaciones?  ¿Lo  era  asimis- 
mo Gatalina?  Posible  es,  y  muy  probable,  que  la  pacificación  del 
reino  fuese  para  los  dos  motivo  de  satisfacción  y  de  alegría.  Lo 
cierto  es,  que  á  los  principales  jefes  calvinistas  se  les  prodigaba 
todo  género  de  agasajos  y  de  obsequios ;  que  Goligny,  al  venir  á 
Paris,  fué  objeto  para  la  corte  de  deferencias  y  respetos;  que  hubo 
embajadas  muy  cordiales  de  Paris  á  los  diferentes  príncipes  lutera- 
nos de  Alemania;  que  se  enfriaron  por  entonces  las  relaciones  con 
EspaQa,  y  que  la  corte  manifestaba  adherirse  á  un  partido  medio, 
que  se  había  formado,  y  no  puede  menos  de  formarse  siempre  que 
chocan  intereses  y  principios  extremos,  que  se  excluyen  mutua- 
mente. 

Sin  meternos  en  interioridades,  y  contrayéndonos  á  los  hechos, 

se  puede  asegurar  que  los  dos  partidos  católico  y  protestante,  por 
su  índole,  por  sus  intereses,  por  sus  miras  de  política,  eran  dos 

(t)  oíros,  y  en  particular  loa  blatorladorea  eapafiolea,  dloen  rolir^. 


528  HISTOBU  DG  FGUPB  II. 

cosas  heterogéneas,  ioamalgamables.  Era  interés  de  los  calvinistas 
separar  á  Carlos  IX  de  la  corte  de  Espafia,  unirle  con  víncalos  de 
alianza  con  la  reina  Isabel  de  Inglaterra,  con  los  principes  protes- 
tantes del  imperio,  y  hacerle  tender  una  mano  protectora  á  los  re- 
beldes de  los  Países-Bajos.  El  almirante  Coligny,  sin  duda  dema- 
siado poseído  de  la  idea  de  favor  que  gozaba  con  el  rey,  y  de  su 
preponderancia  en  el  Consejo,  escribió  una  larga  memoria  sobre  la 
necesidad  de  romper  con  Espafia,  declarándose  altamente  favorable 
á  la  emancipación  de  los  Países-Bajos;  mas  fué  una  imprudencia  de 
quien  no  conocían  bastante  las  personas  y  las  cosas.  Informado  del 
menor  paso  que  se  daba  en  París  el  rey  de  Espafia,  tenia  mil  me- 
dios de  neutralizar  cuanto  favor  podía  gozal*  en  la  corte  el  almiran- 
te. Envió  Felipe  nuevas  instrucciones  á  su  embajador  (don  Fran- 
cisco de  Álava),  y  tomó  disposiciones  que  provocaron  una  explica- 
ción de  la  corte  de  Francia  acerca  de  los  proyectos  hostiles  que  la 
suponían.  La  vigilancia  del  embajador  espafiol  en  París  fué  tal,  que 
disgustada  de  ello  la  reina  Catalina,  pidió  su  remoción  y  la  obtavo; 
mas  á  pesar  de  las  explicaciones  mutuas  por  entrambas  partes,  las 
relaciones  quedaron  por  el  momento  frías.  El  matrimonio  proyec- 
tado entre  Carlos  IX  y  la  infanta  de  Espafia  dofia  Isabel  Clara  Ea- 
genia,  no  tuvo  efecto,  y  el  joven  rey  se  casó  con  una  hija  del  em- 
perador Maximiliano,  por  sugestiones  del  partido  medio. 

Se  había  colocado  la  corte  de  Francia  en  una  posición  que  pa- 
recía falsa,  y  en  efecto  lo  era.  Por  una  parte  no  estaban  los  calvi- 
nistas bastante  satisfechos,  y  Goligny  se  había  retirado  á  la  Roche- 
la, con  el  despecho  de  ver  él  poco  efecto  que  había  producido  su 
memoria.  Por  la  otra  vivia  alarmado  Felipe  II  con  la  idea  de  la  po* 
sibilídad  de  que  se  declarase  el  rey  de  Francia  favorable  á  los  Paí- 
ses-Bajos. Se  hallaban,  pues,  los  hugonotes  recelosos,  los  católicos 
ardientes,  indignados.  Y  como  no  era  posible  que  la  corte  de  Fran- 
cia guardase  un  perfecto  equilibrio  entre  ambas  partes,  sea  por 
convicción,  sea  por  capricho,  sea  porque  lo  creyese  necesario,  ó 
tal  vez  por  fingir  mas,  pareció  inclinarse  la  balanza  del  lado  de  los 
calvinistas. 

Ta  habían  sido  antes  estos  objeto  de  particulares  atenciones, 
alterándose  en  su  favor  algunos  artículos  del  tratado  precedente. 
Se  les  permitió  tener  mas  congregaciones  religiosas  que  las  estipu- 
ladas, y  hasta  en  París  mismo,  aunque  sin, carácter  público.  Para 
mas  muestras  de  favor  se  envió  á  la  Rochela  al  mariscal  Cossé,  en- 


GiinuLO  xLii.  519 

cargado  de  entrar  en  confereDcías  con  los  prínéipales  jefes  calvi- 
Distas,  á  fin  de  reparar  los  agravios  de  que  se  quejaban;  se  invitó 
al  almirante  Coligny  á  que  se  trasladase  á  Blois,  adonde  se  dírigia 
la  corte;  se  habló  de  un  armamento  en  favor  de  los  Paises-Bajos, 
de  ajustar  un  enlace  entre  el  duque  de  Alenson  (hermano  del  rey) 
con  la  reina  de  Inglaterra,  y  sobre  todo  de  casar  &  Enrique,  prin- 
cipe de  Bearne,  con  Margarita  de  Valois,  hermana  del  monarca. 

Hubo  un  momento  en  que  los  calvinistas  pudieron  creerse  arbi- 
tros de  los  destinos  de  la  Francia.  Expusieron  altamente  sus  quejas 
los  de  la  Rochela,  en  cuya  compafiía  se  hallaba  á  la  sazón  Luis  de 
Nassau,  hermano  del  principe  de  Orange,  y  enviaron  una  solemne 
embajada  al  rey,  que  la  recibió  con  muestras  de  favor  y  de  agasa- 
jo. Renovó  el  rey  Garlos  con  este  motivo  sus  instancias  á  Coligny 
para  que  viniese  á  Blois,  y  el  almirante  no  dudó  en  ponerse  en 
marcha,  seguido  de  cuarenta  caballeros,  mas  adictos  á  su  causa. 

Se  hizo  al  almirante  en  Blois  un  recibimiento  cordial  y  amistoso, 
mezclado  de  respeto  y  reverencia.  Desde  su  llegada  fué  admitido 
en  el  Consejo.  Le  dio  el  rey  todas  las  muestras  de  la  mas  ciega  de- 
ferencia: le  colmó  de  favores  á  él  y  á  los  suyos:  mandó  que  se  per- 
siguiese judicialmente  á  los  que  hablan  infringido  los  artículos  de 
la  paz  de  San  Germán,  procediendo  á  medidas  violentas  contra  los 
hugonotes,  y  pareció  adoptar  las  ideas  que  el  almirante  le  habla 
sugerido  en  la  memoria  ya  indicada.  Se  hablaba  de  próxima  guerra 
contra  el  rey  de  EspaDa,  y  de  una  expedición  á  los  Paises-Bajos  en 
auxilio  de  los  sublevados.  Se  dieron  patentes  de  corso  á  los  de  la 
Rochela,  perioitiéndoles  vender  las  presas  en  su  puerto.  Parecía  la 
corte  completamente  decidida  á  favor  de  los  calvinistas,  y  la  reina 
madre  se  les  mostraba  aun  mas  afable  y  cariDosa  que  su  hijo.  Se 
retiró  de  Blois  la  familia  de  los  Guisas,  despechada  del  favor  que 
iban  adquiriendo  sus  rivales.  Se  presentaba  Colingy  como  hombre 
omnipotente.  Recibió  del  Parlamento  cartas  registradas  de  seguri- 
dad contra  toda  persecución  de  los  Guisas  por  la  muerte  de  su  pa- 
dre: sacó  cartas  de  la  corte  para  el  duque  de  Saboya,  pidiéndole 
que  diese  entrada  en  sus  estados  y  protegiese  á  sus  correligiona- 
rios; y  para  complemento  de  la  buena  voluntad  del  rey,  se  paga- 
ron á  los  reitres  de  Alemania  cuatrocientos  mil  escudos  de  sueldos 
caídos,  á  fin  de  que  regresasen  á  su  patria. 

Podian  muy  bien  todas  estas  condescendencias  y  favores  no  ser 
mas  que  un  lazo  para  acabar,  para  exterminar  mas  &  mansalva  al 


530  HISTORU  M  FBUPB  II. 

partido  protestante;  pero  se  destruye  completamente  esta  opiDion 
con  el  proyecto  concebido  y  efectuado  al  fin  de  enlazar  á  Margari- 
ta, hermana  de  Carlos  IX,  con  el  principe  Enrique  de  Bearoe.  Pa- 
rece imposible  y  fuera  de  toda  probabilidad  que  se  llevase  tan 
adelante  la  ficción,  y  por  otra  parte  no  hay  que  buscar  en  las  ac- 
ciones humanas  causas  extraordinarias,  cuando  se  pueden  explicar 
de  un  modo  muy  sencillo.  Natural  era  que  el  rey  de  Francia,  can- 
sado de  los  horrores  de  la  guerra  civil,  buscase  en  el  buen  trato  y 
concesiones  hechas  á  los  protestantes,  los  medios  de  sofocarla  para 
siempre;  ni  tenia  nada  de  extraño  que  Catalina  de  Médicis  se  mos- 
trase inclinada  al  calvinismo,  como  un  partido  débil  que  necesitaba 
de  su  protección,  con  preferencia  á  los  católicos,  que  se  sosteniaai 
sí  mismos. 

Encontró  este  enlace,  proyectado  entre  Catalina  de  Valois  y  el 
principe  de  Bearne,  gravísimas  dificultades.  La  princesa  era  cató- 
lica, y  su  futuro  esposo  protestante.  Se  necesitaba  una  dispensa 
formal  del  Papa,  que  á  la  sazón  lo  era  Pió  V,  y  este  pontífice,  para 
quien  semejante  matrimonio  era  una  atroz  profanación,  se  negó  del 
modo  mas  duro  y  mas  solemne  á  concederla.  «Lo  que  nos  ator- 
»menta  incesantemente  (tales  son  las  palabras  de  su  carta  al  rey), 
oes  que  se  inste  tanto  en  el  matrimonio  del  príncipe  de  Navarra  con 
^Margarita  vuestra  hermana,  por  la  vana  esperanza  de  qae  con* 
«tribuya  á  reducir  al  príncipe  á  la  religión  católica.  ¿No  es  mas  de 
»temer  que  la  princesa  llegue  á  ser  la  pervertida?  Se  expone  de  este 
x>modo  mucho  la  salvación  de  su  alma;  y  aunque  ella  persista  en 
«vivir  católicamente,  no  tendrá  paz  ni  reposo  unida  con  un  marido 
«hereje. «  Sabedor  del  proyecto  el  rey  de  España,  trató  por  sn 
parte  d^  embarazarle,  idegando  que  la  princesa  estaba  prometida  al 
rey  don  Sebastian  de  Portugal,  en  cuyo  arreglo  habia  personal* 
mente  intervenido.  De  esta  repugnancia  que  tenia  el  Papa  Y  ^^ 
príncipes  católicos  en  consentir  el  enlace  de  Margarita  con  un  cal- 
vinista, participaban  Juana  de  Albret,  madre  del  príncipe,  y  los 
principales  ministros  de  la  nueva  secta,  por  principios  y  motivos 
asimismo  religiosos.  El  mismo  Colígny  llevaba  en  secreto  á  mal  el 
matrimonio  por  la  importancia  política  que  iba  á  adquirir  el  prín- 
cipe de  Bearne,  considerado  ya  como  jefe  del  partido  protestante, 
tan  en  menoscabo  de  la  autoridad  del  que  se  reputaba  como  so  pa* 
triarca.  Mas  estaban  demasiado  empeñados  el  rey  de  Francia  y  so 
madre  en  realizar  su  plan,  para  que  se  arredrasen  con  semejantes 
repugnancias. 


GÁ»iTüLO  xin.  881 

Por  el  proDto  cedió  la  de  JaaDa  de  Albret  y  sus  ministros  á  las 
razones  de  coDveDieDcia  y  utüdad  que  semejante  matrimonio  re- 
portaba á  su  partido,  y  á  invitación  de  la  corte  se  presentó  en  Blois 
con  un  acompañamiento  numeroso.  La  recibieron  el  rey  y  su  ma- 
dre con  todas  las  muestras  de  cariOo  y  de  respeto,  y  se  dieron  nue- 
vos pasos  á  fin  de  que  cuanto  antes  se  verificase  el  matrimonio. 
Gomo  persistiese  el  pontífice  en  su  negativa,  llegó  Carlos  IX  á  de- 
cir á  Juana  de  Albret:  «Tia  mia,  yo  os  honro  mucho  mas  que  el 
i^Papa,  y  amo  mas  á  mi  hermana  que  le  temo:  no  soy  hugonote, 
»pero  tampoco  tonto:  así  si  el  Papa  se  hace  demasiado  bestia,  yo 
»mismo  tomaré  á  Margarita  de  la  mano,  y  la  haré  casar  en  medio 
»del  sermón  en  un  templo  calvinista  (1).» 

Con  la  traslación  de  la  corte  á  París,  verificada  de  allí  á  poco, 
perdió  mucho  terreno  el  partido  protestante.  En  Blois,  ciudad  pe- 
qaeOa,  podia  Goligny  ejercer  su  influencia,  sin  grande  inconve- 
niente, sin  chocar  de  cerca  con  la  falange  de  sus  enemigos.  En  Pa- 
rís, iba  á  ser  testigo  del  favor  que  él  y  su  partido  disfrutaba  con  el 
rey,  una  inmensa  población  que  profesaba  el  odio  mas  ardiente  al 
calvinismo.  No  habia  sido  el  partido  extremo  católico  expectador 
pasivo  del  ascendiente  que  habían  tomado  sus  antagonistas.  Se 
agitaban  las  masas:  los  principales  jefes  católicos  daban  pábulo  ¿ 
tan  ardientes  sentimientos.  Atento  á  todo  el  rey  de  Espafia,  se 
mostraba  naturalmente  protector  del  catolicismo  tan  comprometido. 
£q  París  se  murmuraba  altamente  de  los  progresos  que,  á  la  som- 
bra del  favor  real,  iba  haciendo  el  calvinismo  en  todas  partes.  En 
las  plazas,  en  los  mercados,  se  hablaba  de  sus  profanaciones,  de 
los  ultrajes  que  de  ellos  recibía  el  viejo  culto,  de  los  anuncios  de  la 
cólera  del  cielo,  de  los  prodigios,  de  las  seOales  evidentes  de  lo  que 
estaba  Dios  cansado  de  sufrir  mas  tiempo  el  triunfo  de  los  enemi- 
gos de  su  Iglesia.  Era  objeto  de  escándalo  y  horror  la  presencia  en 
París  de  los  malditos  hugonotes:  por  todas  partes  se  les  seOalaba 
con  el  dedo,  como  hereges,  como  impíos.  No  ignoraban  Goligny  y 
los  suyos  estas  disposiciones  de  los  ánimos;  mas  confiados  en  la 
protección  del  rey,  sin  duda  despreciaron  un  peligro  cuya  extensión 
no  conocían. 

Poco  tiempo  después  de  la  llegada  de  la  corte  á  París,  murió  Juana 
de  Navarra,  de  enfermedad  natural,  según  los  católicos;  de  veneno 


(1)    Si  le  Pape  fait  trop  la  beste.  Je  preñarais  Maigot  par  la  main,  et  la  meneral  ¿poitser  en  pleU) 
presolie . 


5SI  HISTOmÁ  DE  FELIPE  If. 

administrado  por  orden  de  la  reina  Catalina  de  Mediéis,  á  lo  que 
dijeron  entonces  los  mas  fogosos  callistas.  Ningún  gran  personaje 
mnere,  según  la  opinión  del  vulgo,  de  muerte  natural,  si  hay  otros 
poderosos  interesados  en  su  fallecimiento.  No  fué  excepción  de  esta 
regla  la  reina  de  Navarra.  Vieron  los  católicos  en  su  muerte  ud  cas- 
tigo del  cielo:  los  calvinistas,  una  traición  y  alevosía  de  la  reina 
madre.  Se  abrió  el  cadáver  por  orden  de  la  corte,  y  los  médicos 
certificaron  que  la  muerte  habia  sido  producida  por  una  calentura 
muy  maligna.  En  el  testamento  de  la  difunta  no  se  halló  ningún 
indicio,  de  que  esta  hubiese  concebido  la  menor  sospedia.  Goligny 
y  los  suyos,  cualquiera  que  hubiese  sido  su  sentir,  se  dieron  en  pú- 
blico por  satisfechos.  De  todos  modos,  no  alteró  esta  novedad  las 
ideas  de  la  corte  con  respecto  al  matrimonio,  y  Enrique  de  Bearne, 
que  á  la  muerte  de  su  madre  tomó  el  título  de  rey  de  Navarra,  se 
presentó  en  Paris  seguido  de  mas  de  mil  de  los  suyos  á  efectuar- 
lo (1572). 

La  presencia  de  tantos  hugonotes  nuevos  en  la  capital,  dio  nuevo 
alimento  á  la  cólera  del  pueblo.  <kLos  hugonotes,  ¡los  malditos  hu- 
gonotesl  decia  el  populacho  por  donde  quiera  que  pasaban:  ni  se 
quitan  el  sombrero  delante  de  las  imágenes  de  Cristo  y  de  los  san- 
tos, ni  se  arrodillan  delante  del  Santísimo.»  Y  mientras  se  proferían 
estos  gritos,  mientras  en  la  masa  de  la  inmensa  población  fermen- 
taban tantos  sentimientos  de  odio  y  de  venganza,  no  pensaba  la 
corte  en  otra  cosa  que  en  llevar  cuanto  antes  á  su  término  el  pro- 
yectado enlace.  No  podemos  menos  de  entrar  en  algunos  pormeno- 
res de  los  artículos  del  contrato  matrimonial,  para  que  se  juzgue 
mejor  si  esta  unión  era  un  acto  de  buena  fe  por  parte  de  la  corle  6 
una  verdadera  asechanza,  como  se  creyó  después,  ó  como  tal  vez  se 
cree  en  el  dia.  «Daba  el  rey  en  dote  á  su  seDora  hermana  trescien- 
tos mil  escudos  de  oro  del  sol,  mediante  cuya  suma  renunciaría  i 
todos  sus  derechos  sucesivos,  paternos  y  maternos  en  favor  ^de  su 
hermano.  Sin  embargo,  visto  el  apuro  de  los  tiempos,  no  se  la  po- 
día dar  esta  suma  en  dinero  contante:  se  satisfaría  en  compras  de 
rentas  sobre  la  ciudad  de  París,  y  de  las  que  disfrutaría  la  referida 
dama.  La  reina  madre,  por  el  singular  amor  que  profesaba  á  su  se- 
flora  hija,  le  daba  doscientas  mil  libras  tornesas.  Los  duques  de  An* 
jou  y  de  Alenson  le  daban  veinte  y  cinco  mil  libras  cada  uno.  Debía 
haber  comunidad  de  bienes  entre  los  esposos:  en  caso  de  muerte  de 
uno  de  ellos,  tendría,  el  que  sobreviviese,  el  gobierno  y  la  admi- 


GÁPITDLO   XLU.  53 3 

oistracioD  de  los  bienes  é  hijos  hasta  que  llegasen  &  mayor  edad, 
siendo  esta  para  los  varones  de  diez  y  ocho  aSos,  y  de  quince  para 
las  hembras.  Dotaria  el  seDor  príncipe  de  Navarra  &  su  esposa  con 
cuarenta  mil  libras  de  renta,  para  gozar  de  ellas  durante  su  vida. 
Quedaba  á  la  voluntad  de  la  reina  de  Navarra  y  del  príncipe,  su 
hijo,  dar  en  favor  de  este  matrimonio  las  sortijas  y  joyas  que  gus- 
tasen, y  por  el  precio  que  les  conviniese.  Declararía  dicha  reina,  en 
favor  de  estas  bodas,  á  su  hijo  por  heredero  universal;  porque  de 
otro  modo  no  se  verificaría  dicho  enlace.  El  primer  hijo  nacido  de 
dicho  sefior  príncipe  y  de  la  referida  seDora,  seria  declarado  here- 
dero universal,  y  en  caso  de  que  el  primero  muriese  sin  hijos,  lo 
seria  el  inmediato,  y  así  de  hijo  en  hijo,  haciéndose  lo  mismo  en 
defecto  de  varones  con  las  hembras.  La  reina  de  Navarra  daría  á  su 
hijo  el  usufructo  y  goce  del  condado  de  Armagnac,  y  le  entregaría 
doce  mil  libras  de  renta  que  gozaba  de  viudedad  sobre  diferentes 
bienes.  £1  seDor  cardenal  de  Borbon,  en  favor  de  dicho  matrimonio 
y  por  el  afecto  que  profesaba  al  príncipe  su  sobrino,  confirmaría  en 
su  favor  las  renuncias  de  las  sucesiones  paterna  y  materna  hechas 
antes  por  él  en  el  del  difunto  rey  de  Navarra.» 

El  Papa  Pío  V,  que  se  habia  mostrado  tan  resueltamente  opuesto 
á  la  concesión  de  la  dispensa,  no  existia;  mas  su  sucesor  Grego- 
rio XIII  manifestaba  adoptar  los  mismos  sentimientos.  El  cardenal 
de  Borbon,  tío  del  príncipe,  que  debía  dar  la  bendición  nupcial,  se 
resistía  á  consumar  la  ceremonia,  sin  el  requisito  del  permiso  del 
pontífice.  Murmuraban  los  calvinistas  de  tantas  dilaciones.  En  este 
conflicto  apeló  la  corte  á  una  superchería,  que  mencionaremos  aquí 
para  hacer  conocer  mejor  el  carácter  de  los  tiempos.  Se  fingió  una 
carta  del  embajador  en  Roma,  quien  hacia  saber  que  el  cardenal  de 
Lorena  le  decía  que  por  su  habilidad  y  destreza  habia  obtenido  al 
fin,  de  Su  Santidad,  el  permiso  para  el  matrimonio,  y  que  con  el 
próximo  correo  enviaría  infaliblemente  la  dispensa,  por  lo  cual  po- 
dría pasarse  á  su  celebración  sin  ningún  inconveniente.  Aparentó  el 
rey  leer  elpliego  con  gran  satisfacción,  y  lo  mismo  la  reina  madre, 
que  fué  la  forjadora  de  la  carta.  No  dudó  el  cardenal  de  la  autenti-> 
cidad  del  documento  y  se  prestó  á  la  voluntad  del  rey,  quien  dio  las 
órdenes  para  que  cuanto  antes  se  llevase  á  efecto. 

Se  veríficó  el  matrímooio  el  18  de  agosto  de  1572,  con  toda  ce- 
remonia y  una  pompa  extraordinaria.  Acompafiaron  &  los  novios  á 
la  catedral  de  Nuestra  Sefiora,  donde  se  les  había  de  dar  la  bendi- 

ToMO  I.  68 


584  HISTOBIA  DE  HLTPE  U. 

cion  nupcial,  el  rey,  la  reina,  todos  los  príncipes  de  lá  sangre  real, 
todos  los  grandes  personajes  de  la  corte,  tanto  católicos  como  cal- 
yinistas.  Asistían  el  cuerpo  nnnícipal,  las  autoridades  militares  y  d- 
viles,  precedidos  y  seguidos  de  gentiles-hombres  de  palacio  y  délos 
arqueros  de  la  guardia.  Se  observó  que  mientras  los  grandes  per- 
sonajes católicos  se  presentaron  vestidos  con  el  mayor  lujo  y  mag- 
nificencia, llevaban  los  calvinistas  los  trajes  mas  sencillos,  lo  que 
excitó  la  cólera  del  pueblo,  teniéndolo  á  desprecio  de  la  ceremonia 
religiosa,  y  sobre  todo  del  templo  católico  donde  iba  ¿  celebrarse. 

Se  levantó  delante  de  la  puerta  principal  de  la  catedral  un  grao 
tablado,  donde  el  cardenal  de  Borbon  dio  la  bendición  nupcial  al 
príncipe  de  Beame  y  á  Margarita  de  Yalois,  á  presencia  de  la  mu- 
chedumbre. Concluido  el  acto  se  separó  el  príncipe  de  la  comitiva, 
mientras  esta  pasó  al  interior  de  la  catedral  á  oir  una  misa  solemne 
fc  que  asistieron  todos  los  católicos.  Se  quedaron  los  protestantes  to- 
dos fuera  paseándose  en  la  plaza  de  la  catedral,  lanzando  miradas 
de  enojo  y  de  desprecio  sobre  las  efigies  del  atrio  y  demás  adornos, 
que  eran  á  sus  ojos  signos  y  emblemas  de  la  idolatría.  £1  pueblo 
que  lo  observaba  se  entregó  á  nuevos  arrebatos  de  furor,  y  no  ce- 
saba de  maldecir  y  escarnecer  á  los  malditos  hugonotes.  No  men- 
ciona la  historia  muchos  ejemplos  de  un  matrimonio  celebrado  de 
una  manera  tan  extraordinaria.  Si  habia  alguna  duda  de  lo  inamal- 
gamables  que  eran,  sobre  todo  entonces,  los  católicos  y  los  calvi- 
nistas, debió  de  disiparla  lo  ocurrido  durante  aquella  ceremonia. 

Aquel  día  hubo  un  gran  banquete  y  funciones  extraordinarias 
dadas  por  la  corte:  al  siguiente  las  dio  la  municipalidad  de  no  me- 
nos lujo,  magnificencia  y  aparato.  Pocos  preveían  que  eran  precur- 
soras estas  fiestas  de  una  catástrofe  espantosa. 


CAPÍTULO  XUÍÍ. 


Continuación  del  anterior.— Agitación  de  los  partidos.— Horrible  plan  del  católico.— 
Asesinato  de  Coligny.— -Matanzas  en  Paris  la  noche  víspera  de  san  Bartolomé.— 
Continúan  en  los  dias  sucesivos. — Se  imitan  en  los  demás  pueblos  de  Francia.— 
Las  aprueba  y  sanciona  el  rey.— Nueva  insurrección  de  los  calvinistas.— Sitios  de 
Sancerre  y  de  la  Rochela.— Conversión  del  rey  de  Navarra  y  del  principe  de  Con- 
de al  catolicismo.— Elección  del  duque  de  Anjou  por  rey  de  Polonia.— Parle  á  to- 
mar ppsesion  de  la  corona.— Muerte  de  Carlos  IX.— Su  carácter  (1).— (167S-1574.) 


Antes  de  pasar  á  los  hechos,  qae  son  objeto  de  este  capítulo,  do 
estará  de  mas  que  yolvamos  la  vista  á  los  que  llevamos  menciona- 
dos. El  favor  que  el  partido  calvinista  disfrutaba  hasta  entonces  en 
la  corte,  tenia  mas  de  aparente  que  de  sólido.  Sin  armarle  un  lazo 
como  se  creyó  entonces,  como  se  creyó  después ,  pudo  muy  bien 
Garlos  IX  considerar  su  conducta  como  necesaria  para  la  pacifica- 
ción del  reino:  pudo  muy  bien  la  reina  madre  creer  que  la  conve- 
nía por  entonces  apoyarse  en  los  calvinistas  para  dominar  á  los  ca- 
tólicos. Mas  de  esta  conducta  aconsejada  por  la  política ,  á  la  ver- 
dadera adhesión,  á  lo  que  se  llama  simpatía,  hay  una  distancia 
enorme.  Los  calvinistas,  que  asi  se  lo  persuadieron ,  se  mostraron 
demasiado  orédulos,  muy  poco  conocedores  de  las  cosas  y  de  los 
hombres.  El  primero  en  participar  de  este  error  fué  el  mismo  Go- 
Ugny,  que  presumió  demasiado  de  su  habilidad,  y  se  creyó  ya  el 
arbitro  de  los  destinos  de  la  Francia. 


(1)  Lm  mlfmat  amondadet  «ine  en  el  anterior. 


536  HISTORIA  DE  FELIPE  II. 

Gatalina  de  Médicis  síd  grandes  priocipios ,  sio  creeDcias  muy 
sólidas,  sio  mas  móvil  en  toda  su  conducta  que  el  ejercicio  del  po- 
der, era  mujer  demasiado  astuta  para  no  tener  fija  siempre  la  ?ista 
en  los  dos  campos.  Conocía  sin  duda  la  importancia  del  calvinista; 
mas  no  se  la  ocultaban  las  fuerzas  del  católico.  En  lugar  de  pensar 
seriamente  en  hacer  la  guerra  al  rey  de  EspaDa ,  mantenía  con  él 
una  correspondencia  muy  activa,  y  se  disculpaba  lo  mejor  que  pe- 
dia de  los  actos  que  eran  objeto  de  acriminaciones  por  parte  de  Fe- 
lipe* Atento  este  á  todo,  en  estrecha  correspondencia  con  su  emba- 
jador, en  inteligencia  con  las  personas  mas  influyentes  del  partido 
católico,  pasaba  por  su  protector,  y  por  el  enemigo  mas.  encarni- 
zado del  contrario. 

Goligny,  que  como  ya  hemos  visto  se  creia  en  la  cumbre  del  fo- 
vor  y  del  poder,  llevó  su  ceguedad  hasta  el  punto  de  querer  eman- 
cipar al  rey  de  la  reina  madre,  que  era  la  que  realmente  goberna- 
ba, como  si  estos  lazos  formados  por  la  naturaleza,  estrechados  por 
el  hábito  y  la  misma  necesidad,  se  pudiesen  romper  por  medio  de 
la  intriga,  y  sobre  todo  por  quien  tal  vez  era  objeto  de  una  secreta 
repugnancia.  No  fué  difícil  á  Catalina  conocer  este  juego  del  jefe  de 
los  calvinistas,  motivo  mas  para  separarse  de  ellos  y  acercarse  al 
partido  de  los  Guisas. 

Mientras  la  corte  permaneció  en  Blois ,  figuraba  allí  mocho  el 
partido  calvinista.  Trasladada  á  París  se  absorbió  casi  en  la  inmen- 
sa mayoría  católica  exaltada,  cuyo  furor  crecía  &  proporción  que  se 
suponía  en  aumento  el  favor  de  que  disfrutaban  en  la  corte.  Ta  he- 
mos visto  que  la  presencia  de  estos  malditos  hugonotes  hacia  pro- 
rumpir  al  pueblo  en  expresiones  de  furor  y  de  venganza.  Es  pre- 
ciso conocer  muy  poco  lo  que  son  partidos  en  política  para  no  con- 
cebir las  influencias  secretas  que  daban  pábulo  á  estos  sentimientos 
de  suyo  ardientes  y  exclusivos.  Los  jefes  católicos  mas  exaltados 
eran  sumamente  queridos  de  la  muchedumbre,  y  el  duque  de  Gui- 
sa, sobre  todo ,  excitaba  los  mismos  sentimientos  de  idolatría  que 
su  padre.  Las  noticias  que  circulaban  en  las  plazas,  en  las  calles, 
en  todos  los  parajes  públicos,  del  ascendiente  que  iba  adquiriendo 
el  hugonotismo  en  todas  las  provincias,  estaban  hábilmente  calcu- 
ladas para  encender  nuevos  odios  en  la  muchedumbre,  para  haee^• 
les  ver  el  peligro  que  el  culto  católico  corría ,  si  se  toierabao  por 
mas  tiempo  los  enemigos  de  Dios  y  de  sus  santos. 

Conocían  muy  bien  algunos  calvinistas  previsores  lo  falto  de  so 


CAPITULO  XLYII.  587 

posición,  y  se  llenaban  de  temores  al  ver  la  espantosa  minoría  en 
qne  se  hallaban;  mas  otros,  fiados  en  su  favor  con  el  rey ,  despre* 
ciaban  á  sus  enemigos ,  y  respondían  &  los  gritos  de  cólera  de  )a 
muchedumbre  con  amenazas  y  bravatas.  Hubo  muchos  de  entre 
ellos  que  vendieron  sus  haciendas,  con  objeto  de  lucirlo  en  París, 
y  presentarse  con  todo  esplendor  en  las  fiestas  y  solemnidades  de  la 
corte;  tan  ciegos  estaban  con  su  aparente  prosperidad ,  y  poseídos 
de  su  gran  valer,  por  lo  mismo  que  los  halagaban.  Era  Coligny  en- 
tre todos  el  mas  alucinado ,  con  su  presidencia  del  Consejo,  y  con 
las  muestras  de  deferencia  y  de  respeto  por  parte  del  rey ,  que  le 
llamaba  padre. 

Si  toda  esta  deferencia,  si  la  conducta  observada  mas  de  un  afio 
hacia  por  la  corte  con  el  partido  calvinista,  fué  una  trama,  un  plan 
concebido  de  antemano  para  adormecerle ,  para  atraerle  á  París, 
donde  se  pudiese  acabar  con  él  mas  fácilmente :  si  se  quiso  coronar, 
esta  obra  de  doblez  con  un  matrimonio,  que  precisamente  habia  de 
llamar  á  la  capital  tantas  personas  influyentes,  lo  mas  florido  de  la 
bugonotería,  se  puede  decir  que  era  un  proyecto  tan  diabólico  como 
astutamente  ejecutado.  Mas  de  que  la  trama  no  venia  de  tan  lejos, 
y  sobre  todo,  de  que  no  entraba  en  ella  el  rey  de  EspaDa ,  depone 
su  correspondencia  de  aquel  tiempo;  deponen  sus  temores,  sus  sos- 
pechas, sus  quejas  de  la  conducta  de  Garlos  y  su  madre.  Y  no  ol- 
videmos una  drcunstancia  en  corroboración  de  lo  que  vamos  indi- 
cando, á  saber,  que  precisamente  en  estos  tiempos ,  cuando  se  su- 
pone que  la  corte  de  Francia  meditaba  tan  grande  alevosía,  saliade 
este  pais  el  conde  Luis  de  Nassau  á  la  cabeza  de  un  cuerpo  de  fran- 
ceses auxiliares,  con  el  que  se  apoderó  de  la  plaza  de  Mons,  como 
lo  hemos  hecho  ver  á  su  debido  tiempo.  ¿Cómo  pudieron  llevar  tan 
adelante  la  ficción?  ¿Cómo  guardaron  el  rey  Carios  y  su  madre  una 
reserva  tan  inexplicable  con  el  rey  de  Espafia  ?  ¿  No  estaban  con  él 
en  inteligencia  desde  las  conferencias  de  Bayona,  sóbrela  necesidad 
de  acabar  con  la  secta  calvinista?  A  confiarle  su  secreto,  ¿no  se  hu- 
biesen libertado  de  las  inquietudes,  del  embarazo,  en  que  natural- 
mente les  ponían  sus  reclamaciones. 

Todo,  pues,  contribuyó  á  juzgar  que  si  en  el  favor  dispensado  al 
partido  calvinista  hubo  su  cálculo,  y  falta  de  sinceridad,  no  iba  en- 
Tuelto  un  plan  de  alevosía.  Las  cosas  habían  llegado  á  un  punto 
tal,  que  sin  necesidad  de  proyectos  concebidos  de  antemano  era  ine- 
yitable  un  conflicto  entre  partidos,  entre  opiniones ,  entre  creencias 


538  mSTOEIA  BB  FBLIPB  II. 

que  mutaamentid  se  rechazaban  y  excluian.  Por  uoa  parte  el  odio 
de  la  población  de  Paris  hacia  los  hugonotes,  con  tantos  testimonios 
expresado;  por  otra  la  desconfianza  qae  comenzaba  á  apoderarse 
de  este  partido,  y  las  acasacíones  que  públicamente|bacia  de  la  per- 
fidia y  trato  doble  de  la  reina  madre ;  aquí  las  intrigas  de  los  jefes 
católicos,  del  embajador  de  Espafia  y  del  nuncio  de  Roma ;  allí  la 
convicción  en  que  se  hallaban  los  católicos  ardientes ,  de  que  solo 
por  el  exterminio  acabarían  con  los  malditos  hugonotes,  todos  fue- 
ron elementos  del  plan  que  se  adoptó  por  fin,  de  recurrir  á  violen- 
tos medios,  plan  en  que  probablemente  no  fué^impulsadora  la  cor- 
te, sino  arrastrada  por  el  movimiento  popular  que  otras  manos  di- 
rígian. 

La  casa  de  Lorena,  siempre  violenta,  siempre  encarnizada  contra 
los  calvinistas,  sobre  todo  contra  el  almirante ,  acusado  del  asesi- 
nato del  duque  de  Guisa  delante  de  los  muros  de  Orleans ,  era  la 
que  estaba  á  la  cabeza  de  toda  esta  muchedumbre  fanática,  que  no 
respiraba  mas  que  sangre.  Enrique ,  nuevp  duque  de  Guisa ,  hijo 
del  asesinado,  ídolo  del  pueblo ,  habia  entrado  en  conferencias  se- 
cretas con  los  principales  cabezas  de  motin ,  con  los  católicos  mas 
ardientes  de  la  municipalidad,  prometiéndoles  su  cooperación  en  el 
vasto  plan  de  venganza  y  de  exterminio.  El  horizonte  se  cubría  de 
nubes  que  presagiaban  una  tempestad  horrible.  Sin  embargo,  no 
disminuía  el  favor  aparente  que  los  calvinistas  disfrutaban  en  la 
corte,  y  Goligny  vivía  tranquilo ,  halagándose  siempre  con  la  idea 
de  llegar  un  dia  á  ser  el  solo  privado,  director  y  consejero  del  mo- 
narca. 

El  dia  diez  y  ocho  de  agosto  de  1 572  se  habia  celebrado  el  ma- 
trimonio entre  Margarita  á»  Valois  y  Enrique  de  Navarra.  Aquel 
dia  y  el  19  se  pasó  en  regocijos  y  en  festejos.  El  St,  es  decir,  cua- 
tro dias  después,  al  regresar  Goligny  de  palacio  á  su  casa,  á  eso  de 
las  dos  de  la  tarde,  se  le  asestó  un  tiro  de  arcabuz  desde  una  ven- 
tana, que  le  hirió  gravemente  en  un  brazo,  llevándole  al  misino 
tiempo  dos  dedos  de  la  mano.  El  asesino,  llamado  Maurevel*  de- 
pendiente del  duque  de  Guisa,  se  evadió  en  el  acto,  saliéndose  por 
una  puerta  de  Paris,  donde  tenia  un  caballo  prevenido  que  le  puso 
con  rapidez  al  abrigo  de  todas  las  pesquisas. 

Produjo  aquel  tiro  en  una  calle  pública  y  en  la  mitad  del  dia,  la 
misma  impresión  que  el  estampido  de  una  tremenda  tempestad  en 
el  silencio  de  la  noche  mas  profunda.  Para  los  católicos  fué  una  vos 


G4PITÜL0  XLUI.  539 

de  alarma,  ud  grito  de  próxima  pelea:  para  los  calvinistas  un  aún- 
elo del  profundo  abismo  que  ante  sus  plantas  se  entreabría.  ¡Ya 
estaba  descorrido  el  velo  de  sus  ilusiones!  Ya  los  Guisas  babian  per-* 
petrado  su  gran  acto  de  venganza,  pues  para  nadie  era  un  misterio 
que  el  arcabuz  había  sido  disparado  por  la  mano  de  los  Guisas. 
Mientras  tanto  se  trasportaba  al  almirante  á  su  casa  en  brazos  de 
sus  servidores,  y  rodeado  de  un  acompafiamiento  numeroso  de  sus 
correligionarios.  Mostraba  Coligny  serenidad,  mas  prorumpiendo  de 
cuando  en  cuando  en  exclamaciones  contra  sus  enemigos,  de  quie- 
nes esperaba  un  pronto  desagravio;  porque  este  hombre  siempre 
crédulo,  no  sabia  aun,  en  medio  de  aquel  conflicto,  cuan  minado 
estaba  el  terreno  que  pisaba. 

Recibió  el  rey  la  noticia  del  asesinato  de  Coligny  con  muestras  de 
grande  enojo,  y  mandó  hacer  pesquisas  para  la  aprehensión  del  per- 
petrador y  cómplices.  Pasaba,  sin  embargo,  á  los  ojos  de  la  genera- 
lidad por  sabedor  con  anticipación  del  hecho,  sino  por  su  principal 
instigador:  en  cuanto  á  la  reina  madre,  nadie  dudaba  de  la  conni- 
vencia. Los  calvinistas  la  acusaban  altamente,  y  sea  que  no  creye- 
sen inminente  el  peligro,  sea  que  pensasen  alejarle  no  presentán- 
dose como  intimidados,  echaban  amenazas  y  se  producían  con  su 
violencia  acostumbrada.  Envió  el  rey  un  recado  á  casa  del  almi- 
rante, para  informarse  de  su  estado  y  manifestar  el  interés  que  le 
causaba.  Los  calvinistas,  no  satisfechos  con  este  paso  de  atención, 
exigieron  que  el  rey  le  visitase,  para  dar  así  á  entender  la  consi- 
deración que  le  merecía  su  persona;  demostración  inútil,  si  Car- 
los IX  estaba  en  el  complot;  inútil  también,  si  se  urdia  este  sin  su 
conocimiento. 

Accedió  el  rey  á  las  pretensiones  de  los  hugonotes,  y  acompaña- 
do de  su  madre,  pasó  á  visitar  al  almirante  la  tarde  de  aquel  mis- 
mo dia.  Mostró  el  almirante  agradecer  mucho  la  visita,  hablando  al 
rey  en  términos  muy  respetuosos,  mas  profiriendo  quejas  sobre  la 
alevosía  de  sus  enemigos  y  lo  mal  que  los  capítulos  del  tratado  de 
pacificación  estaban  observados.  Procuró  el  rey  calmarle  y  sosegar- 
le hablando  en  términos  afables,  prometiéndole  pronta  satisfacción 
y  rígida  justicia.  En  los  mismos  términos,  le  habló  la  reina  madre, 
á  pesar  de  que  el  almirante  no  disimuló  lo  poco  satisfecho  que  es- 
taba de  su  comportamiento.  Ambos  mostraron  el  mayor  interés  y 
deseo  de  su  pronta  cura,  llevando  su  atención  hasta  tocar  y  exami- 
nar la  bala  que  habia  causado  sus  heridas.  «Gran  fortuna  es  que 


510  HISTORU  DK  FELIPE  IL 

»baya  salido  afuera,  sefior  almirante,  dija  con  este  motivo  Catalina, 
x>porque  he  oido  que  el  difunto  duque  de  Guisa  hubiese  curado  de 
x>sus  heridas,  á  no  quedar  la  suya  dentro. jo  Crueles  palabras  en 
aquellos  momentos,  cuando  la  herida  de  Coligo  y  se  consideraba  co- 
mo un  acto  de  venganza  por  aquel  asesinato  de  que  se  le  acusaba. 

Mientras  tanto  crecia  en  París  la  agitación,  y  aquel  tumulto  sor- 
do que  precede  al  estallido  de  una  tempestad,  anunciada  ya  en  los 
aires.  Continuaban  los  conciliábulos  del  duque  de  Guisa  con  los  je- 
fes de  la  municipalidad  y  los  católicos;  se  pronunciaba  sin  ningún 
disfraz  el  nombre  de  Maurevel,  asesino *de  Coligny,  y  se  sabia  que 
en  su  fuga  habia  sido  recibido  con  entusiasmo  en  muchas  poblacio- 
nes, donde  se  jactaba  de  su  acción,  considerada  como  heroica,  co- 
mo altamente  meritoria.  Los  calvinistas,  agrupados  por  la  mayor 
parte  en  derredor  de  la  casa  de  Coligny,  se  mostraban  armados  en 
ademan  hostil,  y  no  cesaban  en  sus  amenazas  de  tomarse  la  ven- 
ganza por  su  mano,  si  el  rey  no  se  la  hacia.  Daba  Carlos  IX  todas 
las  muestras  de  mirar  este  asunto  con  calor,  y  habiéndole  enviado 
&  decir  el  almirante  que  se  notaban  síntomas  de  cierta  efervescenda, 
le  envió  un  piquete  de  los  arqueros  de  su  guardia  para  el  resguar- 
do de  su  casa. 

El  23  hubo  un  consejo  privado  y  secreto  en  las  Tullerías,  con- 
vocado por  la  misma  reina  madre.  Allí  se  trató  seriamente  de  dar 
apoyo  al  golpe  de  mano  que  se  meditaba.  En  la  trama  estaba  el  du- 
que de  Anjou,  hermano  del  rey,  y  además  de  los  Guisas,  que  pa- 
saban por  motores,  los  principales  seDores  de  la  corte  que  se  te- 
cian  por  católicos  mas  exaltados.  Estaba  decidida  la  reina  madre  á 
proteger  un  movimiento  popular  que  iba  á  ser  la  ruina  de  los  cal- 
vinistas. El  rey  titubeaba  todavía;  mas  su  madre  le  hizo  ver  qae 
siendo  el  golpe  inevitable,  quedaría  nula  y  desairada  su  autorídad 
si  los  buenos  católicos  de  Paris  lomaban  la  venganza  por  sa  mano 
sin  contar  con  el  monarca;  razón  plausible,  que  le  hizo  impresión 
y  promovió  su  asentimiento.  Mas  para  los  que  entonces  eran  de  opi- 
nión, y  lo  son  todavía,  de  que  era  la  misma  corte  la  que  conciti^ 
las  masas  contra  el  partido  calvinista,  no  hubo  tal  vacilación  é  in- 
certidumbre;  al  contrario,  fué  el  rey  quien  convocó  el  consejo  áfii 
de  organizar  el  movimiento. 

Las  medidas  se  tomaron  en  efecto.  Al  principio  de  la  noche  dd 
23  al  24,  se  avistó  por  última  vez  el  duque  de  Guisa  coa  sas  aso* 
ciados,  y  les  avisó  que  lo  preparasen  todo  para  aquella  noche  miar 


MUÍPTÍ?      DK      aOLICNY 


GáPlTÜLOXLIII. 

ma.  Se  reunió  la  muDÍcijaIidad;^se  dislr^^^  ari 


541 


« 


u«AM  a  ia  ixíi  ut:  uua  iiuteroa  vieruu  que  cd  eieuiu  era  uuugoy» 

Tomo  i.  89 


I 


I 


GáPlTULOXLIII.  Sil 

ma.  Se  reunió  la  muDÍcípalídad,  se  distribuyeron  armas,  se  asigna- 
ron los  puestos,  se  dispusieron  todos  á  consumar  el  plan  de  ven- 
ganza que  tanto  tiempo  hacia  llevaban  en  sus  corazones.  En  cuan- 
to á  los  calvinistas,  aunque  estaban  muy  sobre  sí,  hasta  el  punto 
de  pensar  seriamente  en  salir  de  París  como  punto  mal  seguro,  no 
advirtieron  los  movimientos  de  aquella  noche,  ó  no  les  dieron  la 
importancia  que  teniao;  y  cuando  ya  estaba  para  sonar  la  hora  de 
sangre  y  de  matanza,  se  retiraron  tranquilos  al  cuartel  ó  barrio  que 
les  estaba  asignado  por  alojamiento. 

Fué  la  casa  del  almirante  la  primera  acometida  por  el  mismo  du- 
que de  Guisa,  el  de  Anjou  y  otros  personajes  acompañados  de  ase- 
sinos. Los  príncipes  se  quedaron  en  el  zaguán  mientras  subian  los 
segundos  precedidos  por  un  tal  Behem,  muy  partidario  de  los  Gui- 
sas, casado  con  una  hija  bastarda  del  cardenal  de  Lorena.  Los  ar- 
queros que  guardaban  la  casa  del  almirante,  fueron  de  tan  poco  au- 
xilio, cuanto  su  jefe,  católico  exaltado,  iba  con  los  mismos  asesinos. 
Guando  sonaba  la  gran  campana,  seDal  de  dar  principio  á  la  ma- 
tanza, estaba  leyendo  al  almirante  su  capellán  algunos  pasajes  de 
la  Biblia.  Al  oir  el  ruido  con  que  habia  sido  forzada  la  puerta  de  su 
casa,  y  el  estruendo  de  los  que  subian  la  escalera,  se  armó  de  se- 
renidad; se  vistió  aprisa,  como  mejor  pudo,  y  se  apoyó  en  una  pa- 
red del  aposento.  Muy  pronto  dieron  golpes  los  asesinos  á  la  puer- 
ta de  su  habitación,  diciendo  con  voces  descompasadas  que  la  abrie- 
sen. El  criado  que  lo  hizo  en  efecto  por  mandato  de  Goligny,  fué 
asesinado  en  el  momento.  Entonces  se  avanzó  Behem  pálido,  des- 
grefiado,  y  le  dijo  con  voz  ronca:  «¿No  eres  tú  Goligny?  j»  a  El  mis- 
mo soy,  respondió  el  almirante,  y  tú,  joven,  deberías  tener  mas 
respeto  á  las  canas  de  un  anciano;  mas  cualquiera  que  sea  tu  in- 
tención, pocos  son  ya  los  dias  de  que  me  puede  prívar  un  asesino.» 
A  estas  palabras  se  hecho  Behem  sobre  él,  y  le  despachó  al  mo- 
mento, ayudado  de  sus  compañeros.  Mientras  tanto  el  duque  de 
Guisa,  que  se  habia  quedado  abajo,  daba  voces  diciendo:  «¡Behem! 
¿Has  despachado?»  aSf,x>  respondió  el  otro  saliendo  á  la  ventana. 
«Pues  entonces,  repuso  el  duque,  arrójanos  acá  el  cadáver,  para 
que  estos  seDores  se  convenzan  de  que  es  el  muerto  el  almirante. 3»^ 
Así  lo  ejecutó  Behem,  y  el  cadáver  de  Goligny  cayó  en  el  patio  to- 
dp  ensangrentado.  Para  reconocerie  mejor  le  lavaron  el  rostro;  y 
«uando  á  la  luz  de  una  linterna  vieron  que  en  efecto  era  Goligny, 

Tomo  1. 


1 


SIS  HISTORU  DE  FBUPB  I!. 

le  dio  una  patada  el  conde  de  Angulema,  bastardo  de  Enrique  II« 
diciendo:  Asesino  del  duque  de  Guisa,  la  has  pagado  (I).» 

Con  el  asesinato  de  Coligny  se  dio  principio  á  la  matanza  de  los 
hugonotes.  Para  disipar  las  tinieblas  de  la  noche,  se  pusieron  laces 
en  todas  las  ventanas.  Dio  la  seDal  la  gran  campana  de  la  casa  de 
la  ciudad,  é  inmediatamente  se  vio  la  muchedumbre  armada  diri- 
giéndose al  barrio  de  los  calvinistas  y  á  las  demás  casas  de  los 'per- 
sonajes de  esta  secta,  que  todos  conocían.  La  seDal  con  que  los  ca- 
tólicos se  distinguían,  era  un  paDuelo  blanco  atado  en  forma  de  craz 
sobre  el  sombrero.  Fueron  los  protestantes  cogidos  de  sorpresa,  as^ 
sinados  unos  en  su  cama,  otros  á  medio  vestir  y  levantándose,  quié- 
nes haciendo  resistencia,  quiénes  cayendo  desarmados  como  vícti- 
mas en  un  sacrificio,  otros  despavoridos  corriendo  por  las  calles  sin 
saber  á  dónde,  buscando  refugio  en  los  pórticos  de  las  plazas,  de 
las  iglesias,  en  el  mismo  Louvre;  por  todas  partes  eran  inmolados 
sin  misericordia.  Los  gritos  de  la  muchedumbre  enfurecida,  los  que- 
jidos y  ayes  de  los  moribundos,  el  estampido  de  los  arcabuces,  el 
sonido  de  las  campanas  que  tocaban  á  rebato,  no  podían  menos  de 
imprimir  terror  y  espanto  en  tan  horrenda  noche.  Los  principales 
personajes  del  partido  católico,  daban  el  ejemplo  de  ferocidad  á  la 
plebe  fanática,  sedienta  de  horrores  y  de  sangre.  El  mariscal  de  Ta- 
vannes  recorría  las  calles  gritando:  «Sangrad,  sangrad:  según  di- 
cen los  médicos,  la  sangría  es  tan  saludable  en  agosto  como  en 
mayo.»  Los  Guisas,  después  de  despachado  á  Coligny,  buscaban 
nuevas  víctimas,  y  saciaban  la  saDa  que  profesaban  á  los  calvi- 
nistas. 

No  suspendió  la  mafiana  el  furor  de  la  matanza.  Con  la  luz  del 
día  se  vieron,  se  buscaron  mejor  los  que  ocultaban  las  tinieblas. 
Todos  los  encontrados  cayeron  al  hierro  y  fuego  de  ios  asesinos. 
Las  calles,  los  pretiles  del  rio,  se  iban  llenando  de  cadáveres.  Mu- 
chos de  ellos  fueron  arrojados  al  Sena,  cuyas  aguas  iban  enrojeci- 
das con  la  sangre:  los  que  no  perecieron  en  las  calles,  cayeron  en 


(1)  No  sabemos  si  Yoltaire  anduvo  feliz  en  la  alteración  que  de  este  pasiije  hizo  en  su  poema  (La 
Heoriada).  Supone  que  los  asesinos  de  Coligny,  sobrecogidos  con  su  aspecto  venerable,  y  sobre  to- 
do con  sus  palabras,  se  echaron  á  sus  pies,  8i&  atreverse  á  dar  el  golpe:  que  Beiiem  (le  lUma  Be»- 
me),  que  aguardaba  en  el  patio, impaciente  con  la  dilación,  subió  apresurado,y  al  ver  á  los  asesinos 
inmóviles,  se  precipitó  sobre  el  almirante,  acabándole  en  el  acto,  lías  quien  aguardaba  abijo  en 
el  duque  de  Guisa,  y  el  que  subió  A  perpetrar  el  asesinato  el  mismo  Behem,  ó  sea  Besme.  Por  su- 
puesto el  asombro  ó  inmovilidad  da  los  asesinos,  es  una  creación  del  poeta;  mas  es  imposible  qm 
en  actos  de  esta  especie  ao  discrepen  las  narraciones  sobre  ciertas  circunstancias.  Lo  sustaDCíal 
del  hecho  es  que  Coligny,  hallándose  en  su  casa  herido,  fbé  asesinado  por  Impulso  del  doque  de  Gnf- 
sa,  su  enemigo  mortal,  que  le  consideraba  como  el  asesino  de  su  padre. 


dÁ^ÍTüLO  XLin.  543 

sus  casas:  los  que  buscaron  asilo  en  el  palacio  del  Louvre,  fueron 
fria  y  bárbaramente  asesinados  por  los  arqueros  y  alabarderos  de 
la  guardia.  A  la  matanza  siguió  el  robo  y  el  saqueo.  En  la  mafiana 
y  en  casi  todo  eldia  Si,  fué  París  teatro  de  confusión,  del  deáórden 
mas  horrible.  Las  mismas  autoridades  civiles  que  babian  dado  im- 
pulsa al  movimiento,  temblaron  al  ver  el  carácter  espantoso  que 
iba  ya  tomando,  y  trataron  de  poner  un  freno  á  la  ferocidad;  mas 
no  estaba  todavía  la  muchedumbre  saciada  de  ^atanza.  Duraron 
los  asesinatos  y  el  robo  todo  el  día;  los  hubo  hasta  el  siguiente. 
Soto  el  cansancio  y  la  fatiga  desarmaron  los  brazos  de  las  turbas, 
sucediendo  al  ruido  espantoso  de  la  destrucción,  el  silencio  del  se- 
pulcro. 

Estuvo  el  rey  en  vela  toda  la  noche  en  compaDía  de  su  madre  y 
otros  personajes,  testigo  silencioso  y  mudo,  según  unos,  de  lo  que 
pasaba;  actor,  según  otros,  en  aquella  hórríblé  escena,  hasta  el 
punto  de  hacer  fuego  con  su  arcabuz  sobre  los  calvinistas  desde  uno 
de  los  balcones  de  palacio.  Cualquiera  de  las  cosas  que  haya  sido, 
DO  hay  duda  de  que  tomó  sobre  si  la  responsabilidad  toda  del  acto, 
y  se  dio  como  el  principal  impulsador  de  la  matanza.  El  día  26  sa- 
lió en  público  con  su  madre  y  una  corte  muy  lucida,  y  paseó  como 
en  triunfo  las  calles  y  plazas  sembradas  de  cadáveres.  La  muche- 
dumbre acogió  al  rey  con  los  arrebatos  del  mas  férvido  entusiasmo; 
jamás  fué  tan  popular  como  aquel  dia.  Se  manifestó  el  rey  como  sa- 
tisfecho de  la  lealtad  del  pueblo  que  habia  libertado  á  la  nación  de 
sus  implacables  enemigos.  Quiso  ver  el  cadáver  de  Goligny  que  es- 
taba colgado  por  un  muslo  de  un  poste  en  la  plaza  de  Montfaucon, 
y  le  insultó  con  frases  «cbocarreras.  Las  mismas  damas  de  la  corte 
examinaron  con  atención  los  cadáveres  desnudos,  haciendo  ebser- 
yaciones  que  no  se  creerían  hoy;  tanto  difieren  aquellos  tiempos  á 
los  nuestros  (1). 

Tal  fué  la  matanza  de  San  Bartolomé,  tan  célebre  en  la  historia, 
y  en  cuyo  acontecimiento  nos  hemos  extendido  algo  mas  que  de 
costumbre,  para  hacer  ver  el  carácter  de  aquellos  tiempos,  en  que 
él  libertinaje  iba  unido  á  la  superstición,  y  el  desenfreno  del  vicio 
á  toda  la  ferocidad  del  fanatismo.  Las  jornadas  de  San  Bartolomé 
son  únicas  en  su  clase.  En  las  vísperas  sicilianas  fué  un  pueblo  le- 


(1)  A  oui  diré  per  les  demoiselles  de  Gatberioe^  «que  lea  dames  de  la  salte  4a  roy  oonside- 
roleai  toutes  les  partiesducorps  dea  gentil 9-homme8hDgaeoots,etjugeoÍent  par  oertaina  ottfeta 
^oelleetolt  lear  foroe  aojen  d*  amour.r— Memorias  de  Fraotome. 


514  HISTORIA  DE  F&UPE  U. 

Yantado  en  masa  contra  sus  opresores  extranjeros:  aqnf  son  fran- 
ceses que  degñellan  á  franceses  por  solo  fanatismo  religioso.  U 
circonstancia^de  escoger  la  noche  para  consumar  este  acto  de  bar- 
Imrie,  da  al  cuadro  una  tinta  que  le  hace  doblemente  pavoroso  (1). 

Fué  la  matanza  de  San  Bartolomé  inmensamente  popular  en  Fraa- 
cia,  donde^los  católicos  se  hallaban  en  inmensa  mayoría.  Como  una 
chispa  eléctrica^[cnndió  la  noticia  por  todos  los  ángulos  del  feino. 
La  medida  violenta  tuvo  eco  en  Meaux,  en  Orleans,  en  Senlls,  ea 
Rúan,  en  Tolos^  en  Bayona,  en  otros  puntos  donde  los  católicos 
fanáticos  imitaron  la  conducta  de  sus  correligionarios  de  la  capital. 
Se  dijo  que  para  esta  efusión  de  sangre  hablan  mediado  órdenes  del 
rey,  mas  no  las  necesita  la  muchedumbre  cuando  está  ansiosa  de 
violencias.  Entre  las  dos  religiones  existia  la  mas  encarnizada  anti- 
patía. No  era  el  rey  motor  de  tales  violencias,  aunque  después  de 
perpetradas,  se  quiso  dar  este  carácter. 

En  París  se  sancionaron  del  modo  mas  público  y  solemne  estas 
matanzas.  El  mismo  rey  dijo  en  pleno  parlamento,  que  se  habian 
verificado  de  su  orden  en  desagravio  de  la  religión;  palabras  qne 
fueron  oidas  con  aplauso-  La  población  en  masa  de  París  estaba  loca 
de  entusiasmo  por  tan  sangriento  triunfo  de  la  fe  católica.  Todo  era 
fiestas  de  iglesia,  sermones  en  acción  de  gracias,  solemnes  proce- 
siones. Se  celebraron  juegos,  se  acuDaron  medallas,  y  hasta  se  re- 
presentaron dramas  alusivos  al  asunto  (2).  La  prensa  dio  á  luz  una 
muchedumbre  de  folletos,  en  que  se  ensalzaba  la  victoria  de  ios  ca- 
tólicos en  todo  género  de  estilos  (3). 

El  rey  de  Navarra  y  el  principe  de  Conde,  no  fueron  comprendi- 
dos en  la  proscripción  según  convenio  de  antemano.  Durante  lasma* 
tanzas  se  aseguraron  sus  personas,  pero  el  rigor  no  pasó  mas  ade- 
lante. Sin  embargo,  no  se  les  concedió  la  gracia  de  la  vida  sin  con- 
diciones duras,  siendo  una  de  ellas  la  de  abjurar  el  calvinismo.  Se 
les  obligó,  so  pena  de  muerte,  á  dirigirse  al  Papa,  suplicándole  que 
les  volviese  á  admitir  en  el  seno  de  la  Iglesia,  y  además  al  rey  de 
Navarra  á  que  expidiese  un  decreto  prohibiendo  el  ejeraieio  del  cal- 
vinismo en  sus  estados.  Por  todas  partes  se  estableció  la  formulada 

(1)  Xs  muy  dlflcll  leer  la  relaokm  da  la  matania  de  San  Bartolomé  sin  qae  oeorra  el  vecuardo  da 
las  qne  tavleron  logar  dotoientoa  veinte  alloa  deapaea  y  en  Parla  mismo.  Seria  miiy  eorloao  u 
paralelo  entre  las  jomadas  de  agosto  de  m,  y  las  de  setiembre  de  ITM* 

(t)  Fq6  el  mas  célebre  de  todos  la  tragedia  intitolada:  La  muerte  de  Goligny,  donde  flgoran  coma 
personsjea,  el  Almirante,  Montgomerl,  el  pueblo,  el  rey,  el  Gonaejo  del  rey,  eto. 

(8)    Hay  entre  estos  escritos  uno  de  un  titulo  demasiado  curioso  para  qna  no  le 
Passio  DomlBl  noatri  Gaspardl  Gollgn],  seeundum  Bartholomeam, 


CAPITULO  XLni.  5i5 

adhesión  á  la  antigua  fe  católica.  El  triunfo  se  cantaba  por  completo 
y  la  ilusión  pudo  por  un  momento  hacer  creer  que  en  Francia  ha- 
bla llegado  el  fin  del  calvinismo. 

Dio  el  rey  inmediatamente  comunicación  de  lo  ocurrido  en  París 
á  las  potencias  extranjeras  con  quienes  estaba  en  relaciones;  mas 
entre  estas  las  habia  católicas  y  protestantes.  No  podia  producir  la 
matanza  de  San  Bartolomé  la  misma  impresión  en  Inglaterra,  en  los 
estados  luteranos  de  Alemania,  que  en  Roma  y  en  Espafia.  Asi  fué 
muy  diverso  el  eslilo  de  estas  piezas  diplomáticas.  Se  dijo  á  los  pri- 
meros que  el  choque  habia  sido  uno  de  esos  movimientos  popula- 
res, que  no  está  en  mano  de  los  gobiernos  contener  por  la  gran  exal- 
tación de  las  pasiones  de  la  muchedumbre;  que  los  hugonotes  habian 
entrado  en  un  plan  de  conspiración  contra  la  autoridad  del  rey  y  las 
leyes  del  estado,  proyecto  que  habian  confesado  al  morir  los  prin- 
cipales jefes  de  la  secta;  que  el  rey,  inmediatamente  que  tuvo  lugar 
el  asesinato  del  almirante,  habia  tomado  todas  las  medidas  para  cas- 
tigarle y  buscar  al  delincuente;  mas  que  la  cólera  de  sus  amigos  y 
correligionarios,  habia  hecho  abortar  estas  medidas,  por  haber  que- 
rido tomar  la  justicia  por  su  mano;  que  á  pesar  de  este  suceso  lar 
mentable,  no  se  alteraban  los  buenos  sentimientos  del  rey  hacia  el 
partido  calvinista,  y  se  le  dispensaría  siempre  protección  según  los 
términos  del  tratado,  etc.  Mas  lo  sutil  y  artificioso  de  estas  notas  no 
podia  encubrir  lo  que  el  acontecimiento  tenia  de  cruel  y  espantoso, 
y  en  todos  los  estados  protestantes  no  hubo  mas  que  un  grito  uná- 
nime contra  la  alevosía  del  partido  católico,  excitada  ó  al  menos 
consentida  por  la  corte.  La  reina  Isabel  de  Inglaterra  manifestó  que- 
jas muy  amargas,  á  que  no  pudo  satisfacer  toda  la  astucia  y  suti- 
leza de  la  reina  madre. 

Con  los  estados  católicos  fué  el  lenguaje  muy  diverso.  En  sus  comu- 
nicaciones se  felicitaba  el  rey  de  una  Ocurrencia  que  habia  purgado  el 
pais  de  la  heregíaf  dándose  por  promotor  de  un  acto  en  que  estaba 
marcada  la  mano  de  la  divina  Providencia,  etc. ,  etc. 

De  que  la  noticia  de  la  matanza  de  San  Bartolomé  causó  ímpre- 
gioD  muy  agradable  en  el  ánimo  del  rey  de  EspaDa,  dan  testimonio 
lag  cartas  de  felicitación  que  escribió  sobre  ello  á  Carlos  IX,  á  la 
reina  Catalina  de  Médicis;  y  la  embajada  extraordinaria  que  con  este 
motivo  envió  con  instrucciones  particulares  al  marqués  de  Ayamon- 
te,  encargado  de  esta  misión  para  visitar  al  rey,  á  la  reina,  al  duque 
de  Guisa,  al  de  Anjon,  á  los  principales  personajes  que  pasaban  por 


\ 


546  HISTORIA  DS  FELIPE  II. 

promotores  de  los  asesíoatos.  Cualquiera  que  comprenda  el  odio  y 
el  horror  profesado  por  el  rey  de  EspaDa  á  los  hereges,  concebiri 
tambieu  que  veíala  mano  de  la  Providencia  eo  una  medida  que  se 
podía  considerar  como  un  castigo  de  sus  crímenes.  No  olvidemos 
que  tales  eran  los  sentimientos  dominantes  en  la  Europa.  Las  sectas 
religiosas  se  odiaban,  se  rechazaban  mutuamente,  y  sea  por  inte- 
reses de  ambición,  sea  por  puro  fanatismo,  ó  por  las  dos  cosas  reu- 
nidas, ninguna  se  creia  segura  y  dominante  sin  la  destrucción  desa 
contraria.  Felipe  U,  que  veía  con  tanto  disgusto  el  favor  de  que  en 
la  corte  de  Francia  gozaban  los  calvinistas'  tan  estrechamente  alia- 
dos con  los  rebeldes  de  Flandes,  se  regocijó  sin  duda  en  alto  grado 
con  una  novedad  que  iba  á  restablecer  en  aquellos  paises  su  pre- 
ponderancia. 

Fué  en  Roma  donde  la  noticia  de  las  matanzas  de  San  Bartolomé 
excitó  mas  entusiasmo.  El  cardenal  de  Lorena,  que  residía  á  la  sa- 
zón en  la  ciudad  eterna,  gratificó  con  mil  escudos  al  correo  extraor- 
dinario que,  ganando  horas,  le  llevó  las  nuevas.  Celebró  y  aplau- 
dió solemnemente  el  pontífice  la  hazaDa  en  pleno  consistorio.  Bobo 
con  este  motivo  regocijos  públicos,  misas  solemnes,  pomposas  pro- 
cesiones, vistosos  juegos  de  artificio.  Se  mostraron  los  franceses  re- 
sidentes en  aquella  capital  arrebatados  de  alegría.  Aun  se  ve  en  la 
capilla  Sixtina  un  cuadro  con  que  se  consignaron  &  la  memoria  y 
edificación  de  la  posteridad  tantos  horrores. 

Cambiaron  las  matanzas  de  San  Bartolomé  la  política  de  Francia. 
Bajo  la  iofluencia  de  los  calvinistas  se  pensaba  en  alianzas  de  fa- 
milia con  la  reina  Isabel  de  Inglaterra,  en  dar  una  mano  protectora 
á  los  Paises-Bajos,  en  formar  una  especié  de  liga  con  los  príncipes 
protestantes  del  imperio,  en  una  ruptura  con  Espafia,  etc.,  etc. 
Tales  eran,  á  lo  menos,  los  planes  de  Coligny,  en  que  se  imaginaba 
entraría  de  buena  fe  Carlos  IX.  Mas  cualquiera  (^le  fuesen  las  ver- 
daderas intenciones  de  su  gabinete,  le  separó  este  acontecimiento 
de  los  del  norte,  y  volvió  de  nuevo  á  la  influencia  de  la  política  de 
EspaQa.  Sin  embargo,  no  convenia  á  Catalina  de  Médicis  romper 
con  los  estados  de  Alemania,  estándose  negociando  entonces  el  nom- 
bramiento del  duque  de  Anjou  para  el  trono  vacante  de  Polonia. 

Mas  los  calvinistas  no  se  hallaban  todos  en  París  cuando  las  ma- 
tanzas. Había  recibido  el  calvinismo  un  golpe  atroz,  mas  no  estaba 
exterminado.  Por  mucho  que  sea  el  furor  y  la  embriaguez  de  un 
partido  dominante  al  dictar  medidas  de  rigor,  jamás  son  tales  qne 


CAPITULO  XLllId  541 

corten  de  ana  vez  todas  las  cabezas  de  la  hidra.  Lo  que  hicieron 
aquellos  asesinatos,  fué  marcar  con  mas  distiocion  y  con  color  de 
sangre  la  línea  divisoria  de  ambos  campos. 

Adquirió  el  calvinismo  nueva  energía  con  tan  tremendo  golpe. 
Si  se  intimidaron  algunos,  trataron  los  mas  de  vender  caras  sus  vi- 
das y  repeler  la  fuerza  con  la  fuerza.  Los  últimos  edictos  del  con- 
sejo proscribian  el  calvinismo  como  culto  público,  mas  le  toleraban 
como  opinión;  y  la  corte,  á  quien  no  eran  desconocidos  los  senti- 
mientos de  los  disidentes,  trató  de  sosegarlos,  dando  las  órdenes  mas 
estrictas  á  los  gobernadores  de  provincia,  á  fin  de  que  no  se  exas- 
perasen. Mas  los  calvinistas  no  se  pagaron  de  estas  suaves  medidas, 
y  como  gente  escarmentada  y  tan  vivamente  resentida,  trataron  de 
hacerse  fuertes  en  los  puntos  donde  realmente  dominaban.  En  el 
Languedoc,  en  los  Gevennes,  en  el  Vivarás,  en  el  Delfinado  corrie- 
ron á  las  armas.  Fortificaron  y  repararon  las  plazas  de  Sancerre,  de 
Nimes,  de  Sousmieres  y  otras  de  importancia.  En  Normandía  tam- 
bién hubo  movimientos  serios.  Los  católicos  volvieron  asimismo  á 
armarse,  de  modo  que  en  vez  de  concluir  con  el  calvinismo  la  ma- 
tanza de  San  Bartolomé,  no  hizo  mas  que  encender  de  nuevo  los 
horrores  de  la  guerra. 

Era  la  Rochela  el  punto  fuerte,  el  baluarte  por  excelencia,  una 
especie  de  capital  del  partido  calvinista.  Allí  se  reunieron  sus  prin- 
cipales medios  de  defensa,  y  se  prepararon  para  una  obstinada  re- 
sistencia. Pensó  seriamente  la  corte  de  Francia  en  poner  sitio  for- 
mal á  esta  plaza  fuerte,  y  nombró  al  duque  de  Anjou,  al  vencedor 
de  Moncontour  y  de  Jarnac  para  el  mando  de  la  fuerza  asediadora. 
Se  hicieron  aprestos  de  hombres,  de  artillería,  de  víveres  y  de  mu- 
niciones. Se  alistaron  extranjeros,  y  Catalina  de  Médicis  imploró 
los  auxilios  de  EspaOa  y  de  Saboyaparael  triunfo  de  la  santa  causa. 
Hizo  donativos  al  clero,  y  las  municipalidades  acudieron  con  su 
contingente.  Para  dar  mas  aparato  á  la  empresa,  se  exigió  que  el 
rey  de  Navarra  y  el  príncipe  de  Conde  acompasasen  al  duque  de 
Anjou,  sacrificio  al  que  los  dos  se  resignaron. 

Fueron  muy  grandes  los  preparativos  del  sitio;  pero  mayor  la 
resistencia  de  los  rocheleses.  Aquí  y  en  Sancerre  hicieron  prodigios 
de  valor  los  calvinistas,  resueltos  á  sepultarse  bajo  los  muros  de 
ta  plaza.  Comenzó  á  introducirse  en  el  campo  de  los  católicos  el 
desaliento,  y  no  era  el  duque  de  Anjou,  el  vencedor  de  Jarnac  y 
Montcontour  en  el  campo  del  asedio.  Continuaba  este  con  sucesos 


518  HISTORIA  DE  FELIPE  II. 

varios,  cuando  llegó  al  geoeral  en  jefe  la  noticia  de  su  exaltacioDal 
troDO  de  Poloula,  vacante  por  la  muerte  de  Segismundo  Augoslo, 
último  principe  de  la  raza  de  los  Jajelones. 

Ya  antes  de  la  matanza  de  San  Bartolomé  babian  comenzado  las 
negociaciones  para  la  elevación  del  duque  de  Anjou,  y  que  la  reina 
Catalina  llevaba  adelante  con  su  sagacidad  acostumbrada.  Eran  va- 
rios los  aspirantes  á  esta  dignidad,  y  entre  ellos  el  archiduque  Er- 
nesto, hijo  del  emperador  Maximiliano.  Mas  la  reina  madre  se  sir- 
vió de  agentes  hábiles,  que  esparcieron  el  dinero,  hicieron  mil  pro- 
mesas, exageraron  el  poder  y  la  grandeza  de  la  corte  de  Francia,  y 
sobre  todo,  supieron  sacar  partido  de  la  fama  militar  del  duque  de 
Anjou,  tan  á  propósito  para  ponerse  al  frente  de  los  polacos  en  sos 
guerras  con  los  moscovitas  y  los  turcos.  La  noticia  del  aconteci- 
miento de  París  atrasó  mucho  las  negociaciones,  habiendo  sido  acu- 
sado el  duque  de  Anjou  de  haberse  puesto  á  la  cabeza  de  los  asesi- 
nos. Mas  nuevas  sumas  de  dinero,  nuevas  promesas,  nuevas  con- 
cesiones allanaron  estas  dificultades,  y  ell  de  junio  de  1573  fué 
elegido  y  proclamado  finrique  de  Yalois  monarca  de  Polonia. 

Era  la  reina  Catalina  persona  de  gran  habilidad,  de  mucha  as- 
tucia, nacida  sin  duda  para  tiempo  de  intrigas,  de  revueltas  y  de 
convulsiones.  Ya  la  hemos  visto  en  las  crisis  mas  difíciles  desenre- 
darse de  mil  obstáculos,  y  salir  airosa  de  entre  muchas  inquietudes. 
Los  asesinatos  de  París,  que  la  libraron  de  ciertos  cuidados,  lacrea- 
ron otros  nuevos.  Si  los  intereses  de  la  religión  la  ligaban  ¿  la  Es- 
paña, otros  la  hacian  contemporizar  con  la  Inglaterra,  con  los  prin- 
cipes protestantes  de  Alemania.  Mientras  con  el  primero  empleaba 
nn  lenguaje,  hasta  de  jactancia,  al  daríe  comunicación  de  lo  ocurri- 
do el  dia  de  San  Bartolomé,  se  excusaba  del  hecho,  atribuyéndole  i 
imprudencias  de  otros,  dirigiéndose  á  los  segundos.  La  Inglaterra 
podia  dafiar  muchísimo  á  la  Francia,  protegiendo  desembarcos,  y 
enviando  bajo  de  mano  armas  y  municiones  á  los  calvinistas  que  se 
habían  alzado  en  Normandía.  Tenían  en  su  mano  los  príncipes  de 
Alemania  el  lanzar  contra  Francia  sus  reitres  y  lansquenetes  (l).La 
Suiza  también  se  mostraba  indignada  con  la  matanza  de  sus  corre- 
ligionarios. Fulminaban  anatemas  los  pulpitos  de  Ginebra,  y  aunque 
ya  Calvino  no  existía,  estaba  representado  por  el  famoso  Teodoro 
Beza  y  otros  mas  apóstoles  de  lá  doctrína.  No  fué  pues  poca  la  as- 


(1)  Soldados  ó  sirvientes  del  pais;  de  «tand,»  tierra,  y  «luieolit,»  sirviente  ó  soldado. 


CAPITULO  XUIL  549 

^tucia  y  la  fortuna  de  Catalina  el  haber  conjurado  todas  estas  tem- 
pestades, mientras  aspiraba  y  trabajaba  por  tener  el  honor  de  ser 
madre  de  dos  reyes. 

Aceptó  la  corona  de  Polonia  Enrique  de  Valoís,  y  dejó  el  sitio  de 
la  Rochela,  que  tan  poca  gloria  le  proporcionaba.  En  su  tr&nsíto  y 
estancia  en  París  fué  objeto  de  festejos  y  populares  regocijos.  Con 
repugnancia  dejaba  su  pais,  para  trasladarse  á  uno  agreste  como  la 
Polonia,  y  además  tenia  la  inquietud  de  perder  el  derecho  á  la  co- 
rona de  Francia,  en  caso  de  morír  sin  hijos  el  rey  Carlos.  Mas  este 
disipó  sus  temores  declarándole  su  sucesor,  en  caso  de  verificarse 
la  ocurrencia,  como  sucedió  en  efecto. 

Seguia  mientras  tanto  la  resistencia  de  los  de  la  Rochela  y  de 
Sancerre;  ni  los  alzados  en  el  Languedoc,  en  Vivarais,  en  Nimes, 
daban  mas  muestras  de  querer  sujetarse  al  yugo  con  que  los  ame- 
nazaban los  católicos.  Se  habla  abatido  algo  en  estos  el  fuego  faná- 
tico que  animaba  á  las  turbas  de  París,  como  sucede  á  toda  agita- 
ción violenta  que  cede  poco  á  poco  á  la  mano  de  los  tiempos.  Entre 
los  católicos  ardientes  y  los  calvinistas  de  igual  temple,  se  habia 
creado  un  partido  medio,  ansioso  por  conciliar  los  dos  extremos. 
Produjo  este  estado  de  cosas  otra  pacificación,  si  no  tan  lata  como 
la  de  1570,  derogatoría  de  las  medidas  severas  que  se  hablan  toma- 
do cuando  el  tríunfo  de  agosto.  Por  el  nuevo  decreto  se  mandaba 
sobreseer  en  toda  causa  que  se  hubiese  instruido  con  motivo  de  di- 
chos acontecimientos;  se  concedía  el  libre  ejercicio  de  la  religión  re- 
formada á  las  ciudades  de  la  Rochela,  Montauban  y  Nimes,  y  á  los 
demás  calvinistas  del  reino  libertad  absoluta  de  conciencia,  la  cele- 
bración de  los  sacramentos  á  su  manera,  sin  poder  reunirse  mas  de 
diez,  á  excepción  de  París  y  dos  leguas  en  contorno,  dándose  ade- 
más permiso  á  los  calvinistas  que  quisiesen  salir  del  reino,  de  ven- 
der sus  bienes  y  de  arreglar  definitivamente  sus  negocios  sin  coac^ 
cíon  y  sin  violencias. 

Era  esta  la  tercera  pacificación  entre  el  partido  católico  y  protes- 
tante, que  no  fué  ni  mas  sincera  ni  de  mas  duración  que  las  ante-^ 
rieres.  Era  imposible  una  amalgama  de  sectas;  lo  era  mucho  mas 
]a  de  los  intereses,  de  poder  y  de  engrandecimiento,  que  se  habian 
creado  en  sentidos  tan  opuestos.  No  quedaron  contentos  los  católicos 
exaltados,  y  mucho  menos  los  calvinistas,  que  todavía  no  habian 
dejado  las  armas  de  la  mano.  El  tercer  partido  que  se  habia  pro-^ 
Donciado  en  favor  de  la  pacificación,  fué  el  prímero  que  rompió  los 

Tomo  i.  70 


5S0  HISTOEU  DE  FDJPE  IL 

lazos  de  la  buena  inteligencia.  Se  anieroo  sus  jefes  con  los  princi-t 
pales  calvinistas  contra  el  partido  de  la  corte,  y  sn  plan  era  nada 
menos  que  trastornar  el  orden  de  la  sucesión  de  la  corona,  annlaD"- 
do  la  declaración  del  rey  á  favor  del  rey  de  Polonia,  sustituyendo  á 
este  su  hermano  el  duque  de  Alenson,  ahora  de  Anjou,  por  la  nueva 
dignidad  de  que  aquel  se  hallaba  revestido.  Adoptó  este  partido  6d 
parte  los  planes  de  Coligny,  contrarios  á  los  intereses  de  la  EspaOa, 
y  era  su  idea  enlazar  al  mismo  duque  de  Alenson  con  la  reina  de 
Inglaterra,  dándole  además  el  protectorado  de  los  Paises-Bájos.  Ero 
pues  la  cabeza,  al  menos  nominal,  de  la  conspiración  el  duque  de 
Anjou,  y  entraban  en  ella  el  rey  de  Navarra^  el  príncipe  de  (>iBdé, 
el  mariscal  de  Montmorency,  el  de  Danville,  el  de  Gosseins  y  otros 
principales.  El  principal  blanco  de  sus  tiros  era  la  reina  madre,  en- 
ya  influencia  en  los  consejos  del  rey  trataban  de  destruir  por  sien- 
pre.  Fué  concebido  y  tramado  este  plan  durante  el  viaje  de  la  corte, 
cuando  salió  á  despedir  hasta  la  frontera  al  rey  de  Polonia,  y  se 
aplazó  la  ejecución  á  su  regreso,  debiendo  consistir  esta  en  apode- 
rarse Je  la  persona  del  rey  y  de  su  madre,  y  hacer  firmar  al  pri- 
mero los  decretos  que  dejasen  realizados  sus  designios.  Era  un  pluí 
muy  parecido  al  famoso  de  la  conspiración  de  Amboise,  y  lo  mismo 
que  él  fué  descubierto.  La  corte  que  estaba  en  San  Germán  se  tras- 
ladó precipitadamente  á  París,  poniéndose  bajo  la  protección  de  la 
capital,  de  cuya  adhesión  tenia  tantas  pruebas.  Se  procedió  á  la  pri- 
sión de  los  principales  cómplices;  de  los  maríscales  ya  dichos,  á  ex- 
cepción del  de  Danville,  que  estaba  á  la  sazón  mandando  en  Lan- 
guedoc;  se  escribió  á  todos  los  gobernadores  de  provincia  encar- 
gándoles la  vigilancia,  y  por  principal  medida  se  adoptó  la  captura 
del  duque  de  Anjou  y  del  rey  de  Navarra,  no  habiendo  alcanzado 
este  rigor  al  príncipe  de  Gondé^  que  previno  el  golpe  por  medio  de 
la  fuga. 

Ocurrió  durante  estas  nuevas  turbulencias  la  muerte  de  Garios  II 
en  lo  mas  florido  de  su  juventud,  habiendo  estragado  su  constitneíon 
ya  débil  de  suyo  con  violentos  ejercicios  y  todo  género  de  excesos. 
Ya  daba  síntomas  de  su  cercano  fin^  cuando  la  partida  de  su  her- 
mano, á  quien  la  reina  Catalina  dio  á  entender  que  no  seria  su  au- 
sencia larga.  Habia  tenido  esta  hábil  princesa  la  precaución  de  ase- 
gurarse la  regencia  por  una  disposición  del  príncipe  moribundo, 
quien  dio  esta  última  prueba  de  la  ciega  adhesión  y  deferencia  qie 
tuvo  siempre  hacia  su  madre. 


CAPITULO  XLni.  551 

Como  todo  personaje  que  vive  en  medio  de  revueltas  y  facciones, 
fué  Carlos  IX  muy  diversamente  juzgado  por  los  católicos  y  los  cal- 
vinistas. Se  encarnizaron  estos  contra  su  memoria,  haciéndole  pa- 
sar por  un  hombre  atroz,  por  un  Nerón,  por  un  tigre  sediento  de 
furores  y  venganzas.  Aseguran  que  en  su  última  enfermedad  le  sa- 
lió la  sangre  por  los  poros,  y  que  murió  lleno  de  espanto  y  de  ter- 
ror, con  las  visiones  sangrientas  que  le  recordaban  sus  atrocidades. 
Los  católicos  sintieron  nucbisiqío  gq  muerte,  y  de  esto  daban  tes- 
timonio los  sermones,  los  folletos,  las  elegías  que  con  este  motivo 
vieron  la  luz  pública.  Se  puede  suponer  muy  bien,  que  si  Carlos  IX 
mereció  el  odio  encarnizado  de  los  unos,  no  fué  digno  de  las  ala- 
banzas de  los  últimos.  Fué  un  príncipe  común,  educado  en  las  ideas 
y  principios  de  su  siglo,  violento  en  su  carácter,  extremado  en  sus 
diversiones  y  sus  gustos,  á  quien  no  faltaba  cierta  capacidad  y  aque- 
lla instrucción  que  usaban  los  hombres  de  su  clase.  Por  lo  demás  no 
tuvo  nunca  firme  voluntad  en  materias  de  gobierno,  dejándose  lle- 
var en  todo  de  los  consejos  é  influencia  de  su  madre.  Hasta  qué 
punto  fué  cruel  y  tomó  parte  activa  en  la  matanza  de  San  Bartolo- 
mé, no  se  sabe  aun  de  un  modo  auténtico.  Mas  la  historia  nos  dice 
que  dos  dias  después  paseó  las  calles  de  París  cubiertas  de  cadáve- 
res, con  aire  de  tríunfo,  como  dándose  por  autor  de  tanto  asesinato, 
y  que  insultó  los  restes  ensangrentados  de  Coligny,  á  quien  cuatro 
días  antes  habia  dado  el  título  de  padre. 


Ci^PÍTlíLO  XU?* 


Asuntos  de  Inglaterra  y  de  Escocia. — Recitados  de  la  entrada  de  Mana  Estaarda  en 
el  primero  de  estos  reinos.— Escribe  á  la  reina  Isabel  pidiendo  su  protección. —Em- 
barazos de  Isabel.— Responde  evasivamente  á  la  de  Escocia.— Se  niega  á  verla.— 
Trata  de  hacerse  arbitra  entre  la  reina  María  y  sus  subditos.— Se  resiste  esta.— 
Cede  al  fin.— Conferencias  en  York.— Se  trasladan  á  Westminster. — ^Es  acusada  la 
reina  de  Escocia  por  Murray.- Presenta  este  documentos  justificativos.— No  res- 
ponde María.— Confinamiento  de  esta.— Negociaciones  entre  las  dos  reinas. — ^Tra- 
mas en  el  pais  á  favor  de  la  de  Escocia. — Son  castigados  los  conspiradores.— Ase- 
sinato del  regente  Murray. — ^Le  sucede  el  conde  de  Lenox. — Continúan  las  tramas 
en  Inglaterra.— Suplicio  del  duque  de  Norfolk.— Muerte  del  conde  de  Lenox.— Le 
sucede  el  conde  de  Morton. — Guerra  civil  en  Escocia. — ^Pacificación  (1). — (1568- 
1574.) 


Hemos  dejado  á  la  reioa  de  Escocia,  María  Estuarda  (2),  fogítíva 
de  sa  país  después  de  la  derrota  de  Laogside,  buscando  un  asilo  en 
el  vecino  reino  de  Inglaterra,  en  cuya  frontera  fué  cortesmente,  y 
con  todas  las  distinciones  debidas  ¿  su  clase,  recibida.  Era  segura- 
mente grave  y  lleno  de  amarguras  el  infortunio  de  María;  mas  una 
princesa  de  su  carácter,  juventud,  y  familiaridad  con  las  desgracias, 
podia  tal  vez  consolarse  con  la  idea  de  hallar  en  la  reina  de  Ingla- 
terra una  amiga  generosa,  una  protectora  y  hasta  vengadora  de  los 
agravios  y  rigores  que  á  sus  estados  la  habían  conducido.  Verdad  es 
que  entre  esta  reina  y  ella  habian  mediado  disgustos,  rivalidades. 


(1)  Home,  liiBtoria  de  Inglaterra;  Bobertaon,  historia  de  Bscooia;  Walter  SooU,  historia  de  la- 
oooia. 
(t)   Cap.  XXTI. 


CAPITULO  XLIY.  553 

hasta  ofensas;  mas  en  círconstaDcias  tan  extraordinarias,  debió  de 
imaginarse  María  que  las  antiguas  animosidades  cederían  á  mas  dul- 
ces sentimientos.  Con  esta  ilusión  escribió  la  reina  de  Escocia  á  la 
de  Inglaterra,  comunicándole  los  motivos  que  la  hablan  obligado  á 
tomar  asilo  en  su  pais,  reclamando  de  ella,  como  reina  y  como  mu- 
jer, todo  el  interés  y  simpatía  á  que  eran  acreedoras  sus  no  mere- 
cidas desventaras.  Mas  Isabel,  mujer  astuta,  reina  ambiciosa  y 
precavida,  que  no  perdía  de  vista  ninguno  de  sus  intereses,  en  lugar 
de  responder  al  pronto,  sometió  á  la  deliberación  de  su  Consejo  la 
contestación  que  el  caso  requería.  Reclamaba  la  generosidad,  que  la 
reina  de  Inglaterra^protegiese  á  una  princesa  desvalida,  en  sus  es- 
tados refugiada.  Exigía  á  lo  menos  la  justicia,  que  no  pudiendo  darle 
auxilios,  se  le  permitiese  trasladarse  al  pais  que  mas  le  conviniese. 
Mas  ofrecían  ambos  partidos  muchísimas  dificultades.  Se  enajenaría 
por  el  primero  la  reina  Isabel  el  partido  protestante  en  Escocia,  con 
que  había  estado  siempre  en  armonía;  por  el  segundo  se  daría  me- 
dios á  su  reina,  trasladada  á  Francia,  de  hacerse  con  fuerzas  en  este 
pais,  y  emprender  con  ellas  una  expedición  tan  en  contra  de  sus  in- 
tereses. ¿Qué  hacer,  pues,  con  la  reina  de  Escocia?  Restaba  un  ter- 
cer expediente,  á  saber:  el  retenerla  con  astucia  ó  con  violencia  presa 
en  el  pais  adonde  se  había  trasladado  iroluntaríamen te;  medida  odiosa, 
que  violaba  las  leyes  de  la  hospitalidad,  como  las  de  la  naturaleza. 
Sin  embargo,  á  ella  se  atuvo  el  Consejo,  como  á  la  mas  útil,  á  lo 
menos  no  tan  perjudicial  como  las  otras,  y  la  misma  prefirió  Isabel, 
como  la  mas  en  consonancia  con  sus  intereses,  con  los  sentimientos 
de  rivalidad  que  á  María  Estuarda  profesaba,  y  que  los  infortunios 
de  esta  no  habían  extinguido.  Mas  como  no  le  convenia  indicar  por 
de  pronto  esta  resolución,  se  decidió  que  se  ganaria  tiempo  aguar- 
<iando  que  María  cometiese  algún  acto  de  imprudencia  y  diese  algún 
pretexto  plausible  á  la  injusticia  proyectada. 

Respondió,  pues,  la  reina  de  Inglaterra  á  la  de  Escocia,  en  tér- 
minos corteses  y  hasta  cariñosos,  manifestando  un  vivo  interés  en 
todas  sus  desgracias.  Mas  en  cuanto  á  la  entrevista  que  esta  le  pe- 
dia, no  podia  menos  de  hacerle  presente,  que  acusada  como  estaba 
de  complicidad  en  el  asesinato  de  su  esposo,  con  quien  la  ligaban 
vínculos  de  tan  estrecho  parentesco,  no  le  permitía  su  delicadeza 
recibirla  mientras  no  hiciese  pública  su  inocencia,  cosa  de  que  no 
dudaba. 

La  reina  de  Escocía,  sin  sospechar  ninguna  intención  ep  Isabel, 


5S4  HISTORIA  BE  FBLI91  U. 

respondió  sancillamente  que  estaba  pronta  ¿  dar  cuantos  descargos 
fuesen  necesarios  para  responder  á  una  acusación  que  tanto  la  ofeo- 
dia  y  denigraba;  y  que  seria  gran  consuelo  para  ella  manifestar  á 
la  reina  de  Inglaterra  documentos  que  le  harian  triunfar  de  sus  ene* 
migos  y  calumniadores.  No  era  sin  duda  la  mente  de  María  acudir 
á  Isabel  como  juez  en  un  proceso  tan  odioso;  mas  la  reina  de  lo* 
glaterra  así  fingió  entenderlo,  y  regocijada  con  la  perspectiva  de  las 
dilaciones  que  este  negocio  le  ofrecía,  designó  á  York  como  puDlo 
en  que  debian  reunirse  los  comisionados  de  la  reina  de  Escocia,  y 
los  de  sus  acusadores.  María,  que  vio  el  lazo  que  querían  armarle, 
protestó  contra  semejante  medida,  declarando  que  á  nadie  concedía 
ella  el  derecho  de  ser  juez  entre  ella  y  sus  subditos  rebeldes.  El  re- 
gente de  Escocía,  por  su  parte,  notificado  á  comparecer  en  Tork, 
como  acusador  de  la  reina,  comprendió  lo  degradado  y  humillador 
de  semejante  posición  para  el  jefe  de  un  estado  independiente  y  li- 
bre, obligado  á  presentarse  ante  una  reina  extranjera  y  probar  de- 
litos de  su  propia  hermana,  ó  pasar  por  un  calumniador,  que  se  ha- 
bia  valido  de  este  medio  para  destronarla. 

Pero  halagaba  demasiado  á  la  reina  Isabel  la  perspectiva  de  la 
preponderancia  que  en  los  asuntos  de  Escocíale  iba  á  dar  semejante 
tribunal,  para  que  tan  fácilmente  renunciase  ¿  su  proyecto.  Como  eD 
su  concepto  le  seria  imposible  á  la  reina  de  Escocía  defenderse  de 
una  acusación  que  en  pruebas  tan  plausibles  se  apoyaba,  insistió 
mas  y  mas  en  un  proyecto  que,  abriendo  campo  &  grandes  dilacio- 
nes, la  justificaría  de  cualquiera  medida  de  rigor  que  tomase  con  una 
reina  tan  culpable.  Se  negó  por  lo  mismo  de  nuevo  á  la  entrevista 
que  le  pidió  María  por  segunda  vez,  y  por  temor  de  que  hallándose 
esta  tan  próxima  á  la  frontera,  se  volviese  tal  vez  &  su  país,  mandé 
internarla  y  conduciría  á  Bolton,  donde  su  mansión  tenia  toda  la 
apariencia,  y  mucho  mas  la  realidad  de  un  cautiverio. 

Intimidada  la  reina  de  Escocia  con  esta  medida  de  rígoir,  conven- 
cida de  la  inutilidad  de  pedir  de  nuevo  una  entrevista  con  la  de  In- 
glaterra, reflexionando  por  otra  parte  que  su  resistencia  á  ser  oída 
en  juicio  equivaldría  á  una  tácita  confesión  de  su  culpabilidad,  mo- 
deró algún  tanto  la  acrímonia  de  sus  manifesteciones ,  y  consintió 
por  fin  en  mandar  á  York  comisionados  que  la  representasen.  Por 
otra  parte,  el  regente  de  Escocia ,  penetrado  xle  lo  que  le  iba  en 
aparecer  como  calumniador  de  María,  en  caso  de  negarse  á  compa^ 
recer  como  se  le  tenia  prevenido,  se  puso  en  camino  para  York,  te- 
niendo que  reaígnarse  á  tan  duro  sacríficio. 


CAPITULO  xuv.  555 

Así  dio  en  loglaterra  el  espectáculo  nuevo  hasta  entonces,  de  un 
monarca  erigido  en  juez  entre  otro  destronado,  y  sus  antiguos  sub- 
ditos que  han  sacudido  su  obediencia.  No  se  puede  decir  quién  ha- 
cia allí  un  papel  mas  humillador,  si  María,  si  el  regente- 
Jamas  la  política  de  un  monarca  estuvo  tan  de  acuerdo  con  sus 
*  sentimientos  personales  como  eg  esta  circunstancia.  Lo  mismo  que 
libraba  de  cuidados  é  inquietudes  á  la  reina  de  Inglaterra,  servia  y 
adulaba  extraordinariamente  sus  flaquezas  de  mujer ,  porque  bajo 
cierto  aspecto,  jamás  hubo  mujer  mas  mujer  que  esta  princesa.  Los 
historiadores  que  tributan  mas  elogios  á  su  gran  capacidad  en  ma- 
terias de  gobierno ,  no  tienen  reparo  en  hacer  mención  de  sus  ca- 
prichos, de  sus  veleidades,  de  su  presunción,  tratándose  de  gracias 
y  hermosura,  de  su  ciega  pasión  por  cuantos  adornos  y  afeites  pu- 
diesen realzarla.  Mas  á  pesar  de  tantas  pretensiones  y  amor  propio, 
flo  podia  menos  de  sentir  por  la  pública  voz  y  fama  la  superioridad 
que  en  teda  clase  de  atractivos  le  llevaba  la  de  Escocia.  De  aquí  la 
doble  rivalidad  que  la  profesó  toda  su  vida ,  siendo  tal  vez  la  de 
mujer  mucho  mayor  que  la  de  reina.  Ahora  las  circunstancias  la 
habían  puesto  en  su  poder,  tenia  en  su  mano  los  medios  de  perder- 
la, al  menos  de  humillarla.  ¡  Cuántas  satisfacciones  para  su  amor 
propio! 

Se  hallaba  el  regente  de  Escocia  en  una  posición  sumamente  de- 
licada. Constituido  en  acosador  de  su  propia  hermana ,  obligado  á 
probar  su  culpabilidad  en  uu  crimen  de  tan  atroz  naturaleza ,  no 
podia  menos  de  conocer ,  prescindiendo  de  otros  sentimientos ,  el 
grave  riesgo  que  corría,  cualquiera  que  fuese  su  conducta.  Victo- 
rioso en  sus  cargos,  se  hacia  para  siempre  el  objeto  de  odio  de  Ma- 
ría ,  blanco  de  sus  venganzas  y  las  de  sus  poderos&d  relaciones « 
Vencido  en  la  lucha ,  pasaba  por  calumniador ,  y  concitaba  contra 
sí  todos  los  rigores  de  la  reina  de  Inglaterra.  De  los  designios  se- 
cretos de  esta,  acaso  no  dudaba.  ¿Mas  quién  le  salia  garante  de  la 
baena  fe  de  una  mujer,*  cuya  duplicidad  le  era  tan  notoria?  A  estas 
fluctuaciones  dio  mas  alimento  una  intriga  del  duque  de  Norfolk, 
uno  de  los  comisionados  de  Isabel ,  quien  concibió  el  proyecto  de 
enlazarse  con  María.  No  fué  difícil  á  este  ]|iersonaje  hacer  entender 
á  Murray  lo  preferible  que  era  para  él  volver  al  favor  de  la  reina 
de  Escocia,  á  perderla  para  siempre  en  el  concepto  público. 

Se  mostró ,  pues ,  el  regente  de  Escocia  poce  acalorado ,  poco 
enérgico  en  la  éxhibíeíoD  de  los  cargos  contra  k  acusadaí  Eludió^'* 


556  HlSTOEtÁ  DK  FBLIPK  II. 

do  el  gravísimo  de  complicidad  en  el  asesinato  de  su  esposo ,  se  li- 
mitó k  decir  que  el  escándalo  dado  á  la  Dación  casándose  con  su 
asesino ,  habia  sido  motivo  suficiente  para  proceder  á  su  destrona- 
miento. Mas  no  era  esto  lo  que  quería  Isabel ,  á  quien  no  faltaron 
resortes  para  mover  en  otro  sentido  el  ánimo  del  conde. 

Impulsado  este  en  sentidos  tan  diversos,  manifestó  al  fin  que  no 
procedería  en  aquel  asunto  sin  saber :  1."^  si  los  comisionados  por 
la  reina  en  York  estaban  autorizados  para  declarar  culpable  á  Ma- 
ría de  Escocia  por  una  sentencia  judicial :  i.""  si  darían  pronto  esta 
sentencia :  3. "^  si  se  tomarían  medidas  de  coacción  á  fin  de  impedir 
á  la  reina  de  Escocia  el  promover  disturbios  en  el  reino :  4.*  sí  la 
reina  Isabel,  en  caso  de  aprobar  la  conducta  del  partido  protestan- 
te, estaba  resuelta  á  protegerle. 

Los  comisionados,  que  no  se  bailaban  en  estado  de  responder  á 
estas  preguntas,  las  comunicaron  á  la  reina.  El  duque  de  Norfolk 
bizo  ver  que  eran  muy  graves  por  la  responsabilidad  que  sobre  el 
regente  de  Escocia  y  sus  adherentes  recaía.  Mas  Isabel,  á  quien  tal 
vez  no  se  ocultaban  las  intrigas  y  designios  secretos  del  duque,  y 
que  veía  por  otra  parte  lo  poco  que  el  negocio  adelantaba  en  el 
sentido  que  ella  deseaba,  mandó  que  las  conferencias  se  trasladasen 
á  Westminster,  donde  estando  á  la  mira  de  todo ,  seria  mas  duefia 
de  la  persona  del  regente. 

Hasta  entonces  se  hallaba  triunfante  en  este  asunto  el  partido  de 
María.  Su  matrimonio  con  Bothwell  era  un  hecho  público,  y  no  pe- 
dia ser  objeto  de  indagaciones  judiciales.  De  su  complicidad  en  el 
asesinato  de  su  esposo ,  Murray  no  la  acusaba.  Podía,  pues,  estar 
la  reina  de  Escocia  bastante  satisfecha;  mas  la  traslación  de  las  con- 
ferencias á  Westminster  despertó  su  suspicacia,  y  con  gran  repug- 
nancia suya  permitió  hacer  este  viaje  á  sus  comisionados.  El  dis- 
gusto se  convirtió  en  furor  cuando  supo  que  Murray  habia  sido  re- 
cibido por  la  reina  con  muestras  de  atención  y  preferencia ;  que  se 
habia  concedido  á  su  enemigo,  á  su  acusador ,  una  gracia  que  ella 
había  implorado  en  vano  tanto  tiempo.  En  el  arrebato  de  su  furor 
envió  orden  á  sus  comisionados,  para  que  se  abstuviesen  de  conti- 
nuar las  actuaciones  en  Westminster ;  mas  cuando  llegó  la  resolu- 
ción de  María,  habían  comenzado  ya  las  nuevas  conferencias. 

Estaban  ya  cambiadas  entonces  las  disposiciones  y  miras  del  re- 
gente. Le  habia  ganado  á  sus  designios  Isabel ,  haciéndole  sentir 
que  le  tenia  en  su  poder,  y  la  gravísima  responsabilidad  del  coode, 


GAPiTOLO  xuv.  557 

á  no  probar  la  culpabilidad  de  la  reina  de  Escocia  en  el  hecho  de 
qne  se  le  acusaba.  Penetrado  el  regente  por  un  iado  de  su  peligro 
pasando  por  calumniador,  y  separado  por  el  otro  de  la¡intriga  de 
Norfolk,  de  cuyos  designios  se  concibió  sospecha,  se  decidió  á  echar 
sus  escrúpulos  á  un  lado,  y  &  entrar  de  lleno  en  el  negocio.  Mani- 
festó, pues,  á  los  comisionados  que  si  consideraciones  de  los  vín- 
culos de  sangre  que  le  unían  con  la  reina  de  Escocia,  que  si  respe- 
tos de  miramiento  y  hasta  de  pudor  habían  impedido  hasta  enton- 
ces tanto  á  él  como  á  los  demás  nobles  escoceses  que  le  acompafia- 
han,  hacer  cargos  de  cierta  naturaleza  á  su  antigua  soberana,  aho- 
ra que  se  veían  acusados  por  ella  de  rebeldes ,  y  corrían  riesgo  de 
pasar  plaza  de  calumniadores ,  manifestaba  del  modo  mas  solemne 
*  que  María  Estuarda  no  solo  había  sido  sabedora  y  consentidora  en 
el  asesinato  de  su  esposo ,  sino  que  había  auxiliado  en  los  medios 
de  su  perpetración ;  que  se  habían  cometido  las  infracciones  mas 
escandalosas  de  las  leyes  para  dejar  impune  este  atentado :  que 
la  reina  había  entrado  con  Bothwell  en  planes  que  comprome- 
tían la  existencia  del  rey  actual  de  Escocia,  y  que  si  alguno  se  atre- 
vía á  negar  los  hechos  que  exponía,  se  hallaba  pronto  44)resentar 
de  ellos  las  pruebas  mas  irrefragables. 

A  tan  terrible  acusación  nada  respondieron  por  entonces  los  co- 
misionados de  María.  La  reina  Isabel  comenzaba  á  recoger  el  fruto 
de  tantas  intrigas  y  artificios.  Guando  aguardaba  con  impaciencia 
el  sesgo  que  tomaría  el  negocio  por  la  reina  de  Escocía ,  se  quedó 
sorprendida  con  el  paso  que  dieron  sus  comisionados ,  de  proponer 
á  ella  misma  el  mediar  en  una  negociación  entre  ellos  y  el  regente, 
á  fin  de  llegar  á  una  avenencia ;  mas  Isabel  les  hizo  ver ,  que  ha- 
biendo sido  tan  pública  la  acusación,  no  se  podía  rebatir  satisfacto- 
riamente sino  de  un  modo  público.  En  cuanto  &  la  entrevista  vuelta 
á  solicitar  por  María  Estuarda,  dijo  que  entonces  mas  que  nunca  se 
oponía  á  ella  su  delicadeza. 

Parecía  que  la  obligación  del  regente  estaba  ya  cumplida  y  fiyft- 
tisfecha.  Había  ofrecido  pruebas  en  confirmación  de  los  hechos  de 
que  acusaba  en  caso  de  que  alguno  los  negase ;  y  no  habiéndose 
presentado  nadie  con  esta  pretensión,  era  por  demás  el  exhibirlas. 
Mas  la  reina  de  Inglaterra  no  estaba  satisfecha  hasta  hacerse  con 
estos  documentos,  y  como  no  los  pedian  los  comisionados  de  María, 
hizo  ella  que  los  suyos  propios  afectasen  escandalizarse  con  las 
atrevidas  acusaciones  del  regente.  Murray  entonces  temiendo  siem- 

Tomo  i.  71 


558  HISTORIA  DE  FXUPS  II. 

pre  el  enojo  de  la  reina,  y  en  peligro  de  pasar  por  un  calamniador, 
presentó  los  famosos  documentos  que  consistían  en  resoluciones  del 
Parlamento,  relativas  al  nombramiento  de  regente,  en  declaraciones 
dadas  por  los  complicados  en  el  asesinato  de  Darnley,  y  sobre  todo, 
en  un  cofrecillo  de  papeles  que  habían  sido  interceptados  á  la  reina, 
y  escritos  casi  todos  de  su  letra. 

Sometió  Isabel  estos  documentos  al  examen  de  su  consejo  priva- 
do. Se  compararon  los  papeles  del  cofre  en  su  letra  y  ortografía  con 
las  que  usaba  la  reina  de  Escocia ,  y  resultaron  ser  idénticos.  Ha- 
llándose ya  en  posesión  Isabel  de^  documentos  tan  preciosos,  co- 
menzó á  tratarla  con  menos  miramiento,  creyendo  que  le  seria  per- 
mitido ejercer  cualquiera  rigor  con  una  mujer  asesina  de  su  es- 
poso. 

Convencida  ya  la  reina  de  Escocia  de  la  mala  fe  de  su  rival ,  ir- 
ritada con  tan  duro  tratamiento  de  parte  de  quien  no  era  mas  qne 
una  igual  suya,  se  exhaló  en  quejas,  en  acriminaciones  que  en  tan 
dura  situación  le  eran  sin  duda  permitidas.  No  se  abatió  sin  embar- 
go, y  conservó  la  dignidad  á  que  estaba  acostumbrada  en  anterio- 
res infortunios.  Creyéndola  tal  vez  intimidada  la  reina  de  Inglater- 
ra, le  hizo  proponer  como  condiciones  de  su  libertad,  que  abdicase 
la  corona  á  favor  de  su  hijo,  dándole  á  ella  el  protectorado  del  reino 
durante  su  menor  edad ;  pero  María  declaró  con  indignación  que 
consentiría  primero  que  la  hiciesen  mil  pedazos. 

Parecía  en  cierto  modo  concluido  el  negocio  que  promovia  la  con- 
ferencia de  Westminster,  y  la  reina  mandó  que  no  pasasen  adelan- 
te. Despidió  al  regente  y  mas  sefiores  que  le  acompaOaban,  sin  dar. 
á  entender  que  desaprobaba  su  conducta ,  mas  sin  muestras  tam- 
poco de  que  la  elogiaba.  Sin  embargo ,  Morray  partió  contento, 
pues  en  medio  de  esta  aparente  frialdad ,  tenia  pruebas  en  secreto 
de  que  Isabel  le  protegía. 

Sin  duda  ha  puesto  la  posteridad  en  los  hechos,  qne  tan  sucinta- 
mente acabamos  de  narrar,  el  sello  de  la  injusticia,  de  la  opresión, 
del  abuso  mas  odioso  que  se  podia  hacer  del  derecho  de  la  fuerza 
contra  una  reina  desgraciada  que  habia  implorado  el  auxilio  de  otra 
de  su  clase.  En  el  estado  de  independencia  en  que  los  reinos  de  In- 
glaterra y  de  Escocia  se  encontraban,  ningún  derecho  tenia  la  reina 
del  prímer  pais  de  intervenir  en  los  negocios  interiores  del  segundo. 
De  las  faltas,  y  si  se  quiere  de  los  crímenes  de  María,  no  podía  ser 
juez  Isabel,  y  si  esta  no  tenia  interés  ó  el  poder  de  protegerla,  era 


CAPITULO  XLIY.  559 

hasta  tiranía  abusar  tan  horriblemeDte  de  la  hospitalidad  que  uua 
fugitiva  imploraba,  trabajando  con  tanta  energía  y  tan  traidoramen- 
te  para  envilecerla  y  deshonrarla.  No  se  puede  presentar,  pues,  con 
colores  bastante  negros  una  astucia,  una  duplicidad  con  aspecto  de 
justicia  y  de  delicadeza  disfrazadas.  Mas  cuando  se  examinan  de 
cerca  las  acciones  de  los  hombre^ ,  preciso  es  tomar  en  cuenta  las 
circunstancias  que  los  rodean,  los  resultados  que  tendría  una  con- 
ducta diferente,  y  sobre  todo,  no  perder  de  vista  la  época  en  que 
viven. 

Rodeada  de  peligros  ascendió  Isabel  al  trono  de  Inglaterra ,  y  si 
en  su  conducta  mostró  grande  habilidad,  toda  la  necesitaba  para  no 
naufragar  en  mar  tan  borrascoso.  Comenzó  por  declararse  enemiga 
suya  María  Bstuarda ,  reina  propietaria  de  Escocia ,  reina  consorte 
de  Francia,  unida  con  tantos  vínculos  al  partido  dominante  de  los 
Guisas*  campeones  del  catolicismo.  No  es  difícil  concebir  los  justos 
temores  que  semejante  enemistad  debió  de  producir  en  la  reina 
de  Inglaterra,  objeto  de  odio  para  los  católicos  de  Francia,  y  no  de 
aborrecimiento  menos  vivo  para  el  rey  de  España.  Por  todos  los 
reyes  católicos  estaba  Isabel  considerada  como  bastarda  y  reina 
usurpadora ,  siendo  el  Pontífice  el  que  mas  hostil  se  le  mostraba. 
Habia  sido  fulminada  contra  esta  príncesa  una  bula  de  excomunión 
por  Pío  V,  y  fijada  por  oculta  mano  en  las  puertas  del  palacio  del 
obispo  de  Londres,  protestante.  No  hay  que  perder  de  vista  que  la 
Europa  de  entonces  estaba  dividida  en  dos  vastos  campos,  donde  sí 
se  combatía  por  intereses  políticos,  era  bajo  un  pendón  en  que  es- 
taba escrita  una  doctrína  ó  secta  religiosa.  Se  aborrecían  los  cató- 
licos y  los  nuevos  sectarios,  que  designaremos  todos  bajo  la  deno- 
minación general  de  protestantes ,  con  aquel  encarnizamiento  que 
excita  casi  al  exterminio.  Se  consideraba  como  lícita  toda  infracción 
de  promesa  ó  juramento,  con  tal  que  redundase  en  utilidad  de  in- 
tereses religiosos.  Si  bajo  este  concepto  existia  una  liga  de  hecho 
entre  el  Pontífice ,  el  rey  de  Espafia  y  los  católicos  de  Francia ,  no 
era  menos  estrecha  la  que  reinaba  entre  Isabel  de  Inglaterra ,  los 
principes  luteranos  del  imperío,  los  alzados  en  los  Paises-Bajos,  los 
calvinistas  de  Francia  y  los  de  Escocia  ,  que  habían  concluido  por 
expeler  á  la  reina  de  su  territorío.  Era  María  Estuarda  en  calidad 
de  católica  enemiga  encarnizada  de  la  inglesa.  A  pesar  de  la  poca 
autoridad  que  habia  ejercido  siempre  en  sus  estados,  figuraba  en- 
tre los  primeros  y  mas  acérrimos  campeones  de  la  comunión  roma- 


560  HISTORIA  DE  FBLIPE  II. 

na.  Mientras  recibía  esta  princesa  por  favor  el  permiso  de  oir  ana 
misa  en  su  oratorio,  tomaba  por  medio  de  sos  delegados  una  parte 
activa  en  las  conferencias  de  Bayona.  Asi  se  explica  bajo  el  aspecto 
político  el  encono  que  la  profesaba  sa  rival ,  y  qne  ofreciéndosele 
medio  de  deshacerse  de  un  enemigo  peligroso,  le  hubiese  sugerido 
la  razón  de  estado  el  proceder,  sin  atender  á  otras  consideraciones, 
como  lo  requería  el  interés  de  su  pYopia  conservación ,  y  el  del  gran 
partido  á  que  estaba  incorporada. 

Gozaba  entonces  Inglaterra  de  una  paz  profunda,  y  durante  los 
afios  á  que  en  este  capítulo  nos  referimos,  con  excepción  de  asun-. 
tos  de  la  reina  Haría  Estuarda,  ofrece  escasos  materiales  á  la  his- 
toria. Florecía  el  país  bajo  los  auspicios  de  una  administración  bien 
entendida;  y  las  artes,  el  comercio  y  la  navegación,  comenzaban 
ya  &  tomar  el  vuelo,  que  les  hizo  con  el  tiempo  ocupar  un  puerto 
tan  esclarecido.  A  todo  prestaba  atención  y  un  ojo  vigilante  aquella 
princesa  sagaz,  astuta,*  previsora  y  económica,  tan  absoluta  y  des- 
pótica como  su  padre,  tan  celosa  de  sus  prerogativas  como  jefe  su- 
premo de  su  iglesia;  pero  atenta  siempre  á  templar  la  severidad  de 
su  carácter  con  la  afabilidad  y  las  gracias  seductoras  tan  propias 
de  su  sexo.  Aunque  protegía  en  secreto  la  causa  de  los  sublevados 
de  los  Países-Bajos,  y  los  calvinistas  de  Francia,  no  estaba  en 
guerra,  ni  con  el  rey  de  EspaDa  ni  con  el  de  Francia,  siendo  de 
ambos  temida  y  respetada.  Si  la  mujer  tenia  caprichos  y  flaquezas 
que  á  veces  la  ponian  en  ridículo;  si  sus  favoritos  no  eran  siempre 
hombres  de  mérito,  la  reina  sabia  echar  mano  de  ministros  y  con- 
sejeros hábiles,  de  negociadores  entendidos,  de  hombres  de  tierra  y 
mar  que  daban  gran  lustre  al  nombre  de  Inglaterra.  Con  gran  tino 
y  habilidad  estaba  trazada  esta  línea  divisora  (1). 

Los  pequeOos  disturbios  que  agitaron  algo  la  Inglaterra,  provi- 
nieron todos  del  estado  de  efervescencia  en  que  Escocia  se  encoo* 
traba,  y  de  la  particular  situación  de  la  reina  María,  soberana  sin 
estados,  destronada  en  beneficio  de  un  hijo  menor  de  edad,  prisio- 
nera en  un  pais  y  por  orden  de  una  reina  de  quien  habia  nacido  y 
era  en  realidad  independiente.  Si  en  tan  angustiosa  situación  trató 
de  proporcionarse  la  libertad  que  én  vano  reclamaba;  si  justamente 

(1)  Bl  carácter  de  la  reina  Isabel  está  desfigurado  en  casi  todos  los  historiadores  espaSoles,  y  «un 
en  otras  obras  literarias  de  aquel  tiempo.  No  ban  considerado  en  ella  mas  qne  la  bastarda  de  Suri- 
que  YIlI,  la  faatora  de  berejeil,  la  enemiga  de  If  Upe  II,  la  opresora  de  María  Estuarda,  sin  dee- 
oender  á  los  otros  pormenores  que  completan  nn  retrato.  Con  el  dictado  de  I(^  la  designaii  mof 
ft«oaentemente.  Denigrarla  era  una  especie  de  deber,  y  á  elogiarla  ninguno  se  hubiese  atreyMo 
en  aquel  tiempo. 


CAPITULO  XLIV.  561 

resentida  de  la  conducta  de  Isabel  y  de  su  hermano,  escogító  me- 
dios de  volver  mal  por  mal  y  agravio  por  agravio,  disculpable  era 
por  cierto,  y  solo  á  sus  enemigos  se  podian  imputar  sus  desacier- 
tos. De  su  victoria  en  Lanside,  que  produjo  la  expatriación  de  Ma- 
ría, sacó  Murray  grandes  ventajas  consolidando  un  poder,  que  la 
evasión  de  esta  reina  del  castillo  de  Lochieven  habia  puesto  en  tan 
grande  compromiso.  Su  jornada  ¿  Inglaterra,  en  lugar  de  hacerle 
daOo,  consolidó  su  favor  con  la  reina  Isabel,  quien  le  dio  dinero, 
aunque  en  secreto,  á  su  salida  de  Westminster.  A  su  vuelta  á  Es- 
cocia encontró  el  pais  tranquilo;  pero  pronto  le  suscitaron  distur- 
bios los  partidarios  de  María,  que  levantaron  el  estandarte  de  la  in- 
surrección y  fueron  al  momento  derrotados.  Una  intriga  de  amor  ó 
de  matrimonio,  si  se  quiere,  vino  á  complicar  los  negocios  del  re- 
gente, y  causar  á  la  reina  Isabel  inquietudes  que  pudieron  ser  muy 
serias. 

Hemos  hablado  de  un  proyecto  de  casamiento  entre  María  de 
Escocia,  cuando  se  hallaba  ya  en  Inglaterra,  y  el  duque  de  Norfolk, 
católico,  uno  de  los  nobles  mas  ricos  y  mas  influyentes  en  el  reino. 
De  qué  persona  nació  la  idea,  no  se  sabe;  mas  fué  muy  gustada  de 
ambas  partes;  de  María,  por  darse  un  favorecedor,  un  protector; 
del  duque,  tal  vez  por  ambición,  quiz&  por  haberse  prendado,  como 
¿  tantos  sucedía,  de  la  belleza  y  atractivos  de  la  reina.  Quedó 
Norfolk  muy  resentido  del  regente  de  Escocia,  por  haberle  faltado 
á  la  palabra  de  prescindir  en  las  acusaciones  contra  María,  de 
cuanto  tuviese  relación  con  el  asesinato  de  su  esposo,  palabra  & 
que  faltó  Murray  como  hemos  visto,  por  parecerle  que  de  este 
modo  se  conciliaria  la  benevolencia  de  la  reina  inglesa.  Sus  amigos 
los  condes  de  Northumberland  y  Westmoreland,  católicos  como  él, 
trataron  de  vengarle,  interceptando  el  paso  del  regente  á  su  regreso 
á  Escocia.  Sabedor  Murray  de  este  designio,  prometió  á  No.rfolk 
favorecer  en  adelante  sus  designios  de  matrimonio  con  María,  por 
cuyo  medio  conjuró  la  nube;  mas  restituido  á  Escocia  con  seguri- 
dad, eludió  el  cumplimiento  de  una  palabra  que  comprometía  su 
poder  y  perjudicaba  sus  intereses.  Nolfork  no  desistió  por  esto  de 
80,  proyecto,  que  tanto  halagaba  su  amor  propio.  Varios  personajes 
del  paif,  k  quienes  le  comunicó,  gustaron  de  la  idea  hasta  por  po- 
lítica. La  reina  Isabel  permanecía  soltera,  y  no  daba  indicios  de 
qaerer  casarse.  Su  heredera  era  la  reina  de  Escocia  sin  que  nadie 
pudiera  disputárselo,  y  hasta  entonces  no  tenia  mas  sucesión  que  el 


568  HISTOBU  DB  FELIPE  II. 

rey  Jacobo.  Eq  caso  de  faltar  este,  parecía  preferible  casar  á  María 
con  UD  inglés,  eo  lugar  de  llamar  uoa  familia  extranjera  á  la  co- 
rona. Se  formó  pues  para  llevar  adelante  este  proyecto  una  especie 
de  liga  ó  asociación  entre  varios  personajes  ingleses  y  escoceses.  Se 
ie  tuvo  muy  oculto  de  Isabel,  que  se  disgustaba  mortalmeote  ha- 
blándole  de  sucesor,  y  jamás  habia  querido  designar  k  su  herede- 
ro. Mas  como  llegase  el  secreto  á  traslucirse,  el  conde  de  Leices- 
ter,  favorito  de  la  reina,  uno  de  los  partícipes  del  plan,  ó  por  te- 
mor de  caer  en  su  desgracia  ó  lal  vez  iniciado  por  orden  de  Isabel, 
con  objeto  de  saber  lo  que  pasaba,  se  lo  descubrió  todo  y  puso  de 
patenté  la  correspondencia.  Irritada  la  reina  desbarató  el  proyecto; 
intimó  al  de  Norfolk  que  viniese  á  responder  de  su  conducta  ante 
el  Consejo  y  después  de  presentado  se  le  envió  á  la  torre. 

Con  la  prisión  de  Norfolk  no  vino  completamente  á  tierra  el  plan 
del  deseado  enlace.  Le  llevaron  adelante,  sobre  todo,  los  condesde 
Northumberland  y  de  Westmoreland,  y  no  contentándose  con  esto, 
alzaron  el  estandarte  de  rebelión  contra  la  reina  Isabel,  auxiliados 
de  todos  los  agentes  y  principales  partidarios  de  María.  La  reina 
de  Inglaterra  hizo  trasladar  inmediatameúte  á  la  de  Escocia  á  Co- 
ventry,  plaza  fuerte,  donde  la  tendría  mas  segura,  y  se  preparó  á 
hacer  frente  á  los  rebeldes.  Fueron  estos  derrotados,  y  los  dos  con- 
des apelaron  á  la  fuga.  El  de  Westmoreland  se  refugió  en  los  Pai- 
ses-Bajos:  cayó  el  de  Northumberland  en  Escocía  en  manos  del  re- 
gente, y  entregado  á  Inglaterra,  fué  encerrado  en  York,  donde  ter« 
minó  sus  días  algunos  aSos  después  en  un  suplicio. 

Tenia  la  reina  de  Escocia  á  su  favor  todos  los  católicos  de  Ingla- 
terra que  entonces  no  eran  pocos,  siendo  de  notar  que  esta  prin- 
cesa en  medio  de  su  cautiverio,  se  consideró  siempre  con  el  alma 
de  un  partido  separado  del  dominante  en  intereses,  al  mismo  tiempo 
que  en  creencias.  Que  estaba  con  los  principales  enemigos  de  Isa- 
bel, á  lo  menos  en  inteligencia,  es  muy  probable,  y  otra  cosa  na 
sé  podía  ni  debía  suponer  de  sus  justos  agravios  y  resentimientos. 
Isabel  no  lo  ignoraba,  ni  podía  dejar  de  conocer  que  semejante  cau- 
tiva la  exponía  á  continuos  embarazos.  Permitirle  salir  libremonta 
del  país,  traía  los  mismos  inconvenientes  de  que  ya  se  ha  hablado^ 
y  restablecerla  en  el  trono  era  imposible.  El  único  expediente  que 
restaba  era  entregarla  en  Escocia  en  manos  del  regente,  iniquidad 
que  fué  abrazada  por  Isabel,  por  no  adoptar  otro  partido  qae  le 
fuese  muy  funesto.  Negoció  pues  con  el  regente  la  entrega  de  su 


aPÍTULO  xuy.  563 

cautiva,  estableciendo  por  condiciones  el  qne  le  conservaría  la  vida, 
dándole  un  trato  correspondiente  á  so  alta  clase.  Los  embajadores 
de  Francia  y  de  EspaOa  reclamaron  contra  nn  proceder  tan  con- 
trario al  derecho  de  gentes;  mas  para  las  naciones  y  para  los  go- 
biernos no  hay  otro  derecho  de  gentes  que  su  conveniencia,  cnando 
pueden  obrar  impunemente.  Sin  embargo,  los  planes  de  Isabel  en 
esta  parte  fueron  frustrados  por  un  accidente  imprevisto  y  trágico, 
á  saber,  el  asesinato  del  regente  Murray,  que  tuvo  lugar  en  1570. 
Jacobo,  conde  de  Murray,  hijo  bastardo  de  Jacobo  V,  y  hermano 
por  lo  mismo  de  la  reina  María,  era  hombre  de  valor,  de  resolu- 
ción, de  cierta  capacidad  en  las  negocios,  ambicioso,  como  mues- 
tran serío  los  que  se  mezclan  en  revueltas  y  en  trastornos.  Al  prín- 
cipio  se  mostró  favorable  á  los  intereses  de  la  reina  en  sus  diferen- 
cias con  algunos  subditos  rebeldes;  mas  las  imprudencias  de  esta, 
que  hasta  cierto  punto  no  admitían  disculpa,  le  hicieron  ladearse 
hacia  el  partido  opuesto.  La  ambición  del  mando  pudo  mas  en  él, 
que  los  vínculos  de  la  sangre,  y  fué  uno  de  los  principales  agentes 
del  destronamiento  de  María.  Por  lo  demás,  era  hombre  celoso  por 
los  intereses  de  la  religión  reformada,  adicto  de  corazón  á  los  inte- 
reses del  partido.  Su  muerte  fué  una  pérdida,  y  principio  de  nue- 
Tas  convulsiones. 

La  facción  de  la  reina  levantó  altamente  la  cabeza,  y  comenzó 

una  nueva  lucha  abierta  entre  los  que  llevaban  la  bandera  del  hijo 

y  los  que  defendían  los  intereses  de  la  madre.  Varias  veces  vinieron 

á  las  manos  con  alternativa  de  ventajas  y  derrotas,  sin  que  ninguna 

tuviese  probabilidad,  ni  medios  de  quedar  duefio  absoluto  del  campo 

de  batalla.  El  pais  era  teatro  de  males  y  desórdenes  que  cometían 

unos  en  nombre  del  rey,  y  otros  invocando  el  de  la  reina.  Mientras 

tanto  no  se  habia  nombrado  sucesor  á  Murray,  cuya  plaza  vacante 

excitaba  la  ambición  de  muchos.  La  reina  de  Inglaterra  salió  al  fin 

de  la  jnaccion  aparente  que  observaba  en  estos  movimientos,  y 

protegió  altamente  los  derechos  que  alegaba  para  esta  dignidad  el 

conde  Lenox,  padre  de  Darnley,  y  abuelo  por  lo  mismo  del  rey  ni- 

fio.  Residente  á  la  sazón  en  Londres,  se  dirigió  á  Escocia  con  una 

fuerza  de  unos  mil  hombres  con  que  la  reina  le  auxiliaba.  Fué  su 

presencia  un  bien  para  el  pais,  y  pronto  se  vio  investido  con  el  ti- 

talo  y  funciones  de  regente.  Mas  no  calmó  esto  los  ánimos  ni  apagó 

el  fuego  de  la  guerra  civil,  que  adquiría  cada  dia  nuevo  pábulo. 

Los  dos  partidos  vinieron  varias  veces  á  las  manos,  con  vicisitudes 


564  HISTORU  DS  FKLIPB  U. 

varias;  y  llegó  á  tal  panto  la  división  y  equilibrio  de  las  fuerzas  é 
importancia,  que  cada  uno  convocó  y  reunió  por  separado  un  Par- 
lamento. 

Llamaban  mucho  la  atención  de  la  reina  de  Inglaterra  estos  dis- 
turbios, que  probaban  á  lo  menos  la  existencia  de  un  partido  nu- 
meroso k  favor  de  María  Estuarda;  partido  ramificado  con  el  cató- 
lico, que  en  su  pais  aspiraba  á  destronarla  &  ella  misma  en  favor 
de  9u  competidora.  Cada  vez  conocía  mas  los  embarazos  y  peligros 
&  que  la  exponía  el  cautiverio  de  esta;  pero  cuanto  mas  dura  habia 
sido  con  ella  su  conducta,  mas  habia  que  temer  de  su  resentimien- 
to, una  vez  que  se  viese  iy)re  y  fuera  de  su  poderío.  Resolvió, 
pues,  negociar  con  ella;  aunque  no  fuese  con  mas  ventajas  que  las 
de  ganar  tiempo,  y  con  este  objeto  le  hizo  saber,  por  medio  de  sos 
comisionados^  para  ello ,  personajes  todos  de  importancia,  que  es- 
taba pronta  á  restablecerla  en  su  trono,  con  la  condición  de  que 
renunciase  para  siempre  á  sus  derechos  á  la  corona  de  Inglaterra, 
de  que  perdonase  y  volviese  á  su  gracia  &  cuantos  hablan  contri- 
buido en  Escocia  &  su  destronamiento,  y  sobre  todo  de  que  se  en- 
tregasen ella  la  persona  de  su  hijo,  dando  rehenes  del  cumpli- 
miento de  lo  estipulado.  Las  condiciones  eran  duras;  mas  no  podia 
pasar  por  otro  partido  la  reina  de  Escocia,  si  quería  salir  de  tan 
triste  cautiverio.  Los  príncipes  católicos  que  se  interesaban  en  su 
suerte  por  espíritu  de  religión  y  de  partido,  no  podían  prestarle  en 
aquellas  circunstancias  grande  auxilio.  El  rey  de  EspaDa  se  hallaba 
todavía  muy  embarazado  con  los  moriscos  sublevados,  y  aprestaba 
por  otra  parte  la  expedición  contra  los  turcos.  En  el  mismo  nego- 
cio estaba  ocupado  el  Padre  Santo.  En  cuanto  á  Garlos  IX  le  daban 
demasiado  que  hacer  sus  planes  con  los  calvinistas,  para  poder 
tenderle  una  mano  protectora,  y  ademas  no  estaba  lejos  de  nego- 
ciar un  tratado  de  alianza  con  la  misma  reina  de  Inglaterra.  Dio 
oídos  María,  ó  fingió  darlos,  á  las  proposiciones  de  Isabel,  pues  d 
odio  era  recíproco,  la  mala  fe  el  móvil  de  todas  las  acciones  de  una 
y  otra.  No  dieron,  pues,  ningún  resultado  las  negociaciones.  Mien- 
tras tanto  el  partido  católico  en  Inglaterra,  de  quien  era  Haría  A 
alma  y  secreta  impulsadora,  continuaba  en  sus  tramas  de  subver- 
sión, y  el  duque  recien  salido  de  la  torre  seguía  adelante  con  sus 
proyectos  favoritos,  y  tomaba  parte  activa  en  todas  estas  tramas. 
Los  planes  eran  vastos.  Se  trataba  nada  menos  que  del  destrona- 
miento de  Isabel  y  del  trastorno  del  protestantismo.  Se  habia  en- 


CAPITULO  XLIY.  565 

trado  en  negociaciones  con  el  duque  de  Alba,  vencedor  por  enton- 
ces en  Flandes  de  los  príncipes  de  Nassau,  prometiendo  el  general 
espafiol  desembarcar  cerca  de  Londres  seis  mil  hombres.  La  cons- 
piración estaba  ya  madura,  y  el  alzamiento  cerca  de  estallar, 
cuando  fué  descubierto  por  una  persona  no  iniciada  en  el  secreto, 
á  quien  se  confió  una  suma  de  dinero  para  uno  de  los  confidentes 
d^l  duque  que  se  hallaba  en  la  frontera;  mas  sospechando  por  el 
peso  que  era  oro  en  lugar  de  plata,  como  le  hablan  dicho,  lo  puso 
inmediatamente  en  manos  del  Consejo  privado,  que  ya  tenía  alguna 
sospecha  del  negocio.  Se  tomaron  inmediatamente  las  medidas  mas 
severas:  los  cogidos  por  de  pronto  confesaron  de  plano,  y  la  trama 
se  puso^  toda  á  descubierto^  Los  implicados  fueron  tratados  todos 
con  rigor,  y  el  duque  de  Norfolk  perdió  la  cabeza  en  un  cadalso. 

Rompió  el  descubrimiento  de  esta  trama  las  negociaciones  pen- 
dientes de  la  reina  de  Inglaterra  con  María,  y  se  declaró  la  prime- 
ra decididamente  en  favor  del  partido  del  rey  en  Escocia,  contra  las 
pretensiones  y  derechos  de  su  madre/Perdíó  esta  mucho  de  su  popu- 
laridad en.el  país,  por  la  parte  que  se  le  suponía  en  una  trama  que  iba 
á  atraer  sobre  la  nación  las  tropas  españolas,  y  una  persona  tan  odia- 
da como  el  duque  de  Alba.  Contribuyó  á  hacerla  mas  aborrecida  y 
despopularizar  completamente  su  partido,  la  noticia  de  las  matanzas 
de  San  Bartolomé,  que  como  objetos  de  horror  y  de  execración  se 
presentaban  á  todos  los  católicos.  El  partido  del  rey  volvió  á  tomar 
en  Escocia  la  preponderancia  con  la  declaración  de  la  reina  de  In- 
glaterra, y  el  conde  de  Mortoo,  puesto  á  la  cabeza  de  las  tropas  del 
regente,  obtuvo  grandes  ventajas  sobre  sus  antagonistas. 

Isabel,  verificada  ya  su  abierta  ruptura  con  María,  volvió  á  su 
antiguo  proyecto  de  entregarla  á  los  escoceses,  mas  con  condiciones 
muy  diversas.  Entonces  estipulaba  que  se  la  tratase  con  toda  con- 
sideración y  miramiento.  Ahora  exigia  que  se  le  formase  causa  por 
sn  complicidad  en  él  asesinato  de  su  marido,  y  que  se  llevase  á  efec- 
to inmediatamente  la  sentencia.  Era  imposible  un  proceder  mas  in- 
justo; mas  tal  era  el  deseo  en  Isabel  de  deshacerse  y  vengarse  de 
Haría.  El  regente  de  Escotia  no  pasó  por  tan  duras  condiciones,  y 
la  antigua  reina  de  este  pais  continuó  en  su  triste  suerte  de  cau- 
tiva. 

El  regente,  conde  de  Lenox,  murió  durante  sus  negociaciones  de 
reconciliar  los  dos  partidos.  En  su  lugar  fué  nombrado  el  conde  de 
morton,  bajo  cuyo  mando  quedó  en  1574  pacificada  la  Escocia,  por 

Tomo  r.  72 


566  msTOBU  di  fkufb  u. 

medio  del  tratado  de  Perth,  en  virtud  del  cual  se  reconoció  la  reli- 
gión reformada  como  la  dominante  del  pais;  se  prestó  por  todos  su- 
misión á  la  autoridad  del  rey  y  á  la  del  regente  Morton,  que  ea  su 
nombre  obraba;  se  declararon  nulos  todos  los  actos  contra  el  rey 
después  de  su  coronación;  se  pusieron  en  libertad  todos  los  prem 
por  asuntos  políticos;  se  deToWieron  todos  los  bienes  confiscados,  y 
se  concedió  indemnidad  por  todos  los  crímenes  cometidos  desde  d 
15  de  junio  de  1567. 


OifTOtíU)  X|*V. 


Asuntos  de  los  Paises-Bajos. — ^Toma  Requesens  el  gobierno  de  los  Paises-Bajos — Su 
moderación. — Continúan  las  operaciones  militares.— Expedición  desgraciada  de 
los  españoles  para  socorrer  i  Middelburgo.— Cae  esta  plaza  en  poder  del  principe 
de  Orange.— Tercera  entrada  del  conde  de  Nassau  en  los  Paises-Bajos.— Es  derro- 
tado sa  ejército  por  el  español,  mandado  por  Sancho  de  Avila.— Muere  el  conde  en 
la  refriega.— Su  carácter.— Sedición  en  el  campo  español  por  la  falta  de  pagas.-— 
Huye  Sancho  de  Avila,  y  los  amotinados  nopibran  un  general  con  el  nombre  de 
electo. — ^Marchan  á  Amberes,  donde  entran  sin  ninguna ,  resistencia. — Siguen  in- 
surreccionados hasta  que  se  satisfacen  sus  atrasos.— Sitio  de  la  plaza  de  Leyden 
por  los  españoles.— Inundan  los  enemigos  el  paisde  las  inmediaciones,  y  los  sitia- 
dores se  retiran  con  notable  pérdida.— Nueva  sedición  en  el  campo  español.-^Nue- 
vo  nombramiento  de  un  electo. — Se  van  á  Utrecht. — Se  apaciguan. — Se  apoderan 
los  españoles  de  varias  plazas  de  la  Holanda.— Su  gloriosa  expedición  sobre  la  is- 
la de  Schowen,  en  Zelanda,  y  de  que  se*  apoderan  .—Muerte  de  Vitelli.— Muerte  de 
Requesens  (1).--(1574-1576). 


El  nombramiento  de  don  Luis  de  Requesens  para  sucesor  del  du- 
que de  Alba  en  el  gobierno  de  los  Paisés-Bajos,  se  puede  considerar 
como  acto  de  prudencia,  si  atendemos  al  carácter  de  moderación 
que  distinguía  al  primero  de  estos  personajes,  y  á  lo  mal  que  había 
probado  la  severidad  fastuosa  y  arrogante,  desplegada  en  aquella 
región  por  el  segundo.  No  hay  duda  de  que  el  rey  estaba  algo  des- 
engalíado  ya  de  su  errada  política  en  contener  á  a(;(uellos  subditos 
en  los  límites  de  la  obediencia  solo  por  el  rigor  de  los  castigóla,  cuan- 
do nombró  para  gobernarlos  una  persona  que  sin  duda  conocía  muy 

( 1)  Las  mismas  autoridades  que  en  los  capítulos  XITU,  XXYin,  XXXYD,  XXXYin  y  XXXIX. 


568  HISTORIA  DB  F£L1PB  11. 

bien,  pues  nada  se  le  ocoltaba,  tanto  en  hombres  como  en  cosas, 
de  cnanto  tenia  relación  con  las  artes  del  gobierno.  Tal  vez  la  elec- 
ción de  Reqoesens  ó  de  un  hombre  semejante,  hubiera  sido  de  gran 
utilidad  cuando  se  echó  mano  del  de  Alba,  ó  mas  bien  se  hubiese 
aquietado  aquel  pais  no  enviando  ningún  gobernador,  dejando  las 
riendas  en'  las  manos  de  la  princesa  Margarita;  mas  las  circunstan* 
cias  ya  eran  otras,  y  á  los  disgustos  y  turbulencias  populares,  vio- 
lentas pero  pasajeras,  habia  sucedido  una  guerra  abierta,  en  que  al 
estruendo  del  clarín  y  con  bandera  alzada,  se  hablan  declarado  ene- 
migos abiertos  del  rey  los  que  eran  antes  subditos,  y  hacian  pro- 
fesión, aunque  no  sincera,  de  lealtad  y  de  obediencia.  No  podían  ya 
retroceder  los  príncipes  de  Nassau  ni  otros  muchos  caudillos  pro- 
nunciados; 00  podian  tantos  pueblos  alzados,  declarados  enemigos 
tanto  del  rey  como  de  la  religión  católica,  comprometidos  con  tantos 
actos  de  ferocidad,  deque  habian  sido  alternativamente  víctimas  y 
actores,  volver  por  artes  de  persuasión  á  la  obediencia,  ni  entregarse 
á  la  merced  de  un  señor  que  tan  duro  y  vengativo  se  mostraba.  No 
podia,  pues,  terminarse  la  guerra  sino  por  la  guerra  misma,  ni  en- 
comendarse la  reducción  de  Flandes  á  otros  medios  que  el  de  la  fuer- ' 
za  de  las  armas.  Hablan  llegado  las  cosas  &  tal  punto,  que  muchos 
de  los  que  en  un  tiempo  habían  censurado  la  severidad  del  duque  de 
Alba,  dudaron  de  la  utilidad  de  darle  un  sucesor  de  muy  diverso 
temple;  tan  convencidos  estaban  de  que  habiéndose  ya  empezado  un 
sistema  de  rigor,  con  este  sistema  se  podia  tan  solo  coronar  la  obra 
ya  empezada.  Mas  dejando  aparte  .estos  problemas  históricos,  cuya 
solución  es  tan  equívoca  y  sirve  de  apoyo  á  sistemas  tan  diversos, 
pasaremos  á  la  sucinta  relación  de  los  sucesos  mas  notables  de  esta 
nueva  época  en  la  historia  de  los  Paises-Bajos. 

De  la  persona  de  don  Luis  de  Requesens,  se  ha  hecho  ya  men- 
ción en  varios  pasajes  de  esta  historía.  Revestido  de  la  dignidad  de 
comendador  mayor  de  Castilla,  desempeñó  diversos  cargos  militares 
mas  por  mar  que  en  tierra.  Acudió  con  sus  galeras  y  tropas  de  re- 
fuerzo á  las  costas  del  reino  de  Granada,  cuando  estaba  empeñada 
la  guerra  contra  los  moriscos,  y  se  halló  en  diferentes  expediones 
que  tuvieron  lugar  durante  esta  contienda.  Fué  nombrado  segundo 
de  don  Juan  de  Austria  cuando  se  le  dio  á  este  el  mando  de  las  fuerzas 
navales  que  aprestaba  el  rey  para  entrar  en  la  liga  con  la  repúbli- 
ca de  Yenecia  y  el  pontífice,  y  como  tal  se  halló  en  la  famosa  bata- 
lla de  Lepante  y  expediciones  sucesivas,  donde  no  fueron  inútiles 


CAPITULO  XLV.  569 

su  pericia  y  sus  consejos.  Cuaodo  le  nombró  el  rey  gobernador  ge- 
neral de  ios  Paises-Bajos,  se  liallaba  mandando  en  Barcelona.  Su 
capacidad  y  prudencia  para  cargos  importantes,  eran  bien  notorios 
en  aquella  época.  Mas  el  que  se  le  confiaba  ahora,  exigia  talentos 
no  comunes,  y  una  firmeza  de  alma  de  que  carecía  la  suya. 

Tomó  don  Luis  de  Requesens  posesión  de  su  nuevo  cargo  á  prin- 
cipios de  1574,  y  desde  entonces  observó  una  conducta  diferente  en 
todo  de  su  antecesor,  mostrándose  afable,  circunspecto  y  moderado, 
tanto  en  sus  actos  como  en  sus  palabras,  con  lo  que  se  atrajo  la 
aprobación  y  la  benevolencia  de  sus  nuevos  subditos.  Fué  uno  de 
sus  primeros  actos  expedir  decretos  dirigidos  á  reprimir  la  licencia 
de  la  soldadesca  de  las  guarniciones,  de  que  tanto  los  pueblos  mur- 
muraban. Aumentó  su  popularidad  mandando  quitar  de  la  plaza  pú- 
blica de  Amberes  la  estatua  del  duque  de  Alba,  espectáculo  extre- 
mamente odioso  á  los  ojos  de  sus  habitantes.  También  publicó  de 
nuevo  el  perdón  del  rey,  sin  imitar  la  faustuosa  ceremonia  desple- 
gada por  su  antecesor,  pero  dando  mas  pruebas  y  testimonio  público 
de  la  parte  que  tomaba  personalmente  en  aquel  acto  de  clemencia. 
En  medio  de  estas  atenciones,  no  descuidó  las  que  debia  al  estado 
de  la  guerra.  Se  hallaba  entonces  todo  el  Brabante  y  las  provincias 
de  la  Flandes  meridional  bajo  la  obediencia  de  los  espafioles.  Aca- 
baban de  ser,  como  hemos  visto  en  su  lugar  correspondiente,  re- 
ducidas la  mayor  parte  de  las  plazas  rebeldes  de  Holanda,  por  las 
armas  de  don  Federico  de  Toledo.  Se  hallaba  estacionado  en  Delft, 
pueblo  de  la  costa,  el  príncipe  de  Orange,  después  de  su  segunda 
invasión  de  los  Pajses-Bajos,  de  tan  pocos  felices  resultados  para  él 
como  la  primera.  Era  el  principal  teatro  de  la  guerra  la  provincia 
de  Zelanda,  compuesta  de  cuatro  ó  cinco  islas  situadas  á  la  embo- 
cadura del  Escalda,  pues  en  el  mar  tenian  supremacía  los  alzados 
con  respecto  á  los  subditos  del  rey  de  EspaOa.  Se  hallaba  á  la  sa- 
zón el  coronel  Moodragon  sitiado  en  Middelburgo,  capital  de  la  isla 
de  Yalckren,  que  es  la  mayor  de  toda  la  provincia,  y  habia  largo 
tiempo  que  se  hallaba  en  el  mayor  aprieto,  habiéndose  apoderado 
los  enemigos  de  los  pueblos  del  contorno.  Dio  parte  Mondragon¡á 
Requesens  del  estado  en  que  se  hallaba,  y  este  se  puso  en  marcha 
con  una  armada  aprestada  en  Amberes  para  su  socorro.  Dividió  esta 
fuerza  en  dos  trozos,  que  debían  marchar  á  Middelburgo  por  los  dos 
brazos  del  Escalda.  Confió  el  mando  de  uno  de  ellos,  que  debia  atacar 
por  la  izquierda,  á  Sancho  de  Avila,  y  el  de  la  derecha  al  conde  de 


570  HlSTOBlÁ  DE  FKLIPB  If. 

GIímeD,  quien  llevaba  al  capitán  espaDol  Julián  Romero  por  segundo. 
Sabedor  el  principe  de  Orange  de  esta  maniobra,  hizo  que  una  fuerza 
de  zelaodeses  saliese  al  encuentro  de  Sancho  de  Avila,  mientras  otro 
cuerpo  mas  considerable,  mandado  por  el  almirante  Boissot,  mar- 
chaba contra  el  otro  de  los  espaDoles.  No  tuvo  encuentro  alguno 
Sancho  de  Avila  con  los  que  le  venian  dé  frente,  y  que  solo  trataban 
de  observarle;  mas  se  trabó  un  fuerte  combate  entre  el  almirante 
Boissot  y  el  conde  de  Glimen,  cuyas  fuerzas  eran  superiores  á  las  de 
su  contrario.  Quería  este  replegarse  sin  trabar  pelea;  mas  se  vi4 
obligado  á  mudar  de  parecer  por  los  consejos  y  obstinación  qae 
mostró  en  su  opinión  Julián  Romero.  Se  declaró  la  victoria  á  favor 
de  los  zelandeses,  superiores  en  el  número  de  buques,  y  sobre  todo 
en  pericia  naval,  de  que  tenian  dadas  tantas  pruebas.  Muríó  Glimen 
en  la  refriega,  y  Julián  Romero  debió  su  salvación  á  un  esquife  qae 
le  sacó  como  de  entre  las  garras  del  enemigo.  Fueron  la  mayor 
parte  de  las  naves  espaOolas  incendiadas,  las  otras  encalladas.  A 
esta  victoria  se  siguió  la  rendición  de  Middelburgo,  única  ciudad  que 
en  Zelanda  estaba  á  disposición  del  rey  de  BspaDa.  Reducida  la  gaar« 
nicion  á  los  últimos  apuros,  sin  víveres,  sin  municiones,  con  los 
muros  medios  derribados,  se  vio  obligado  Mondragon  á  entrar  en 
ajustes  con  los  sitiadores.  Estipuló  con  ellos,  que  si  ponían  á  salvo 
en  las  costas  de  Flandes  á  su  guarnición,  su  artillería,  equipajes,  y 
las  familias  religiosas  y  clérigos,  con  sus  ornamentos  sagrados,  se 
comprometerla  con  Requésens  para  que  les  entregase  la  personada 
Felipe  Marnix,  sefior  de  Santa  Aldegundis,  en  cuya  libertad  tenia 
gran  interés  el  principe  de  Orange;  y  que  en  caso  de  que  el  gober- 
nador general  se  negase  á  ello,  el  mismo  Mondragon  se  constituiría 
priaonero  en  su  lugar  en  manos  de  los  enemigos.  Era  tal  la  opinioB 
que  se  tenia  de  la  probidad  del  capitán  espalíol,  que  los  sitiadores 
creyeron  su  palabra,  habiendo  sido  cumplida  fielmente  la  capitula- 
ción por  ambas  partes.  Produjo  la  toma  de  Middelburgo  al  principe 
de  Orange  la  cantidad  de  trescientos  mil  florines  can  que  se  redi- 
mieron del  saqueo. 

A  pesar  de  esta  ventaja  de  sus  armas,  se  hallaba  el  principe  may 
ansioso  por  la  favorable  impresión  que  en  su  concepto  debía  de  ha* 
cer  en  los  Paises-Bajos  la  circunspección  y  prudencia  que  el  naevo 
gobernador  manifestaba.  Si  le  había  aliviado  de  un  grave  peso  la 
ausencia  del  duque  de  Alba,  cuya  inflexibilidad  y  talentos  militares 
le  habían  sido  tan  funestos,  temía  ahora  que  las  diversas  artes  den 


CÁpnuLO  XLV.  571 

SQcesor,  amortigoaseD  el  odio  del  país  hacia  el  yugo  de  los  españo- 
les. RedoblaroQ  estos  temores  su  grande  actiyidad,  y  por  medio  de 
SQ8  diversos  emisarios,  do  dejó  piedra  por  mover  para  tener  des- 
piertos estos  sentimientos  de  aversión  en  que  cifraba  hasta  su  exis- 
tencia. Hizo»  pues,  esparcir  la  voz  de  que  no  era  mas  que  fingida 
la  moderación  de  Requesens,  y  que  se  trataba  con  palabras  de  in- 
dulgencia y  de  templanza  adormecer  el  celo  del  pais  y  desarmarle 
para  castigar  después  como  ya  se  habia  visto,  cuando  sujetado  ya 
por  la  princesa  Margarita,  se  había  enviado  al  dnquede  Alba  á  ser 
instrumento  de  la  ira  y  venganza  del  monarca.  No  dejaron  de  hacer 
efecto  sus  insinuaciones,  ni  se  puede  tampoco  culpar  de  esta  con- 
ducta á  un  hombre  que,  comprometido  como  lo  estaba  el  príncipe, 
solo  tenia  que  apelar  á  la  buena  fortuna  de  sus  armas. 

Hacia  mientras  tanto  el  conde  de  Nassau  su  tercera  invasión  en 
los  Paises-Bajos,.  &  la  cabeza  de  siete  mil  infantes  y  cuatro  mil  ca- 
ballos. Y  habiéndose  acuartelado  en  Gúeldres,  intentaba  apoderarse 
de  Nimega  con  objeto  de  recibir  á  su  hermano  el  príncipe  de  Oran- 
ge.  Para  impedir  que  esta  reunión  tuviese  efecto,  envió  Requesens 
al  encuentro  del  conde  un  cuerpo  considerable  al  mando  de  Sancho 
de  Avila,  con  órdenes  de  dirigirse  á  Maestricht,  é  impedirle  que  pa- 
sase el  Mosa.  Se  quedaron  Requesens  y  Ghiapino  Yitelli  en  Amberes, 
tanto  por  temor  de  una  insurrección  en  la  ciudad  como  para  obser- 
var desde  allí  los  movimientos  del  príncipe  de  Orange,  quien  sabe- 
dor de  la  llegada  de  su  hermano,  tomaba  disposiciones  de  ponerse 
en  marcha  para  reunirse  con  sus  tropas. 

Se  habían  hecho  nuevos  alistamientos  en  el  ejército  espaOol,  y 
con  algunas  fuerzas  que  se  sacaron  de  las  guarniciones,  se  engrosó 
la  división  que  mandaba  Sancho  de  Avila.  Desbarataron  los  movi- 
mientos del  general  espaDol  los  planes  del  conde  de  Nassau,  que 
eran  apoderarse  de  Maestricht  y  otras  plazas  fuertes.  Ya  comenzaba 
á  escasear  en  su  ejército  el  dinero,  no  habiendo  venido  esta  vez  mas 
provisto  de  dicho  recurso  que  las  anteriores.  Como  sabia  que  le  era 
superior  en  fuerzas  Sancho  de  Avila,  no  se  atrevió  á  pasar  el  Mosa, 
y  redujo  sus  movimientos  á  reunirse  cuanto  mas  antes  con  las  tro- 
pas de  su  hermano.  Mas  le  previno  el  español,  y  atravesando  el  rio 
junto  á  Grave,  se  encaminó  hacia  sus  cuarteles  presentándole  bata- 
lla. No  pudo  menos  de  aceptarla  el  de  Nassau,  pues  no  le  quedaba 
mas  alternativa  que  la  de  retirarse;  por  lo  que  haciéndose  fuerte 
junto  al  pueblo  de  Mooch,  atrincheró  su  campo.y  esperó  en  esta 


572  HISTORIA  DE  FELIPE  U. 

posición  á  Sancho  de  Avila,  Atacó  la  infantería  ligera  espafiola  las 
trincheras,  y  rechazó  á  las  tropas  alemanas  que  le  salieron  al  en- 
cuentro. Se  trabó  en  este  mismo  punto  un  combate  sangriento,  que 
se  iba  alimentando  con  nuevas  tropas  que  de  ambas  partes  aoudian. 
Cedieron  los  enemigos  ei  campo,  y  sea  por  rivalidades  entre  las  di- 
versas naciones  de  que  se  componía  aquel  ejército,  ó  por  descontento 
en  que  los  tenia  la  falta  de  pagas,  ó  por  la  verdadera  inferioridad 
del  número,  se  declaró  una  victoria  decisiva  por  los  espaOoles.  Fué, 
pues,  vencido,  derrotado  y  disperso  el  ejército  enemigo,  con  la  pér- 
dida de  la  artillería,  trenes,  bagajes,  muchas  banderas,  habiendo 
quedado  el  suelo  sembrado  de  cadáveres.  Fueron  muertos  en  la  re- 
friega de  tres  á  cuatro  mil  hombres  de  infantería,  qpinientos  caba- 
llos y  los  tres  caudillos  principales,  Luis  de  Nassau,  su  hermano 
Enrique  y  Cristóbal  Palatino. 

Fué  la  pérdida  del  conde  de  Nassau  muy  sensible  para  su  partido. 
Capitán  valiente  y  arrojado  no  carecía  de  pericia  militar,  aunque  no 
estaba  dotado  de  la  prudencia  y  circunspección  que  tanto  distinguían 
á  su  hermano  el  príncipe  de  Orange.  En  aquellas  circunstancias  y 
tiempos  de  revueltas,  era  hombre  de  mucha  valía  por  su  decisión, 
por  su  arrojo  y  su  constancia.  Además  de  sus  tres  invasiones  en  los 
Paises-Bajos,  había  servido  en  Francia  en  las  guerras  civiles  con- 
temporáneas de  las  que  estamos  describiendo.  Se  halló  en  la  batalla 
de  Montcontour,  y  no  solamente  figuró  en  este  gran  teatro  como  sol- 
dado valiente,  sino  como  negociador,  hallándose  estrechamente  alia- 
do por  todos  los  vínculos  de  política  y  de  religión,  con  los  reforma- 
dores de  aquel  reino. 

Cogieron  los  vencedores  abundantes  frutos  de  aquella  batalla  en 
materia  de  botín  y  de  despojos,  y  como  se  componía  su  ejército  de 
naciones  diferentes,  cada  una  se  adjudicó  la  victoria,  declarándose 
los  espafioles  por  su  jefe  Sancho  de  Avila,  los  flamencos  por  Egidio* 
hijo  del  conde  de  Barlamout,  y  los  italianos  por  el  marqués  de  Mon- 
te. A  estas  disputas,  que  no  tuvieron  consecuencias  desagradables, 
fuera  de  las  animosidades  pasajeras  que  produce  la  rivalidad  de  las 
naciones,  sucedió  un  acontecimiento  de  clase  mas  trascendental,  pues 
los  soldados  prorumpieron  en  sedición  abierta  contra  sus  jefes,  pi- 
diendo las  pagas  que  se  les  debían  por  espacio  de  tres  aDos,  echán- 
doles en  cara  que  no  hacían  nada  por  proporcionarles  la  satisfocdon 
de  ^us  atrasos;  que  los  jefes  recibían  abundantemente  el  premio  de 
sus  servicios,  sin  que  para  el  pobre  soldado  hubiese  mas  que  los 


CAPITULO  XLV.  573 

peligros,  las  heridas  y  la  muerte;  que  pidiéndoles  á  ellos  sus  jefes 
la  vida  diariamente  en  los  combates,  no  les  era  permitido  gozar  lo 
que  para  sustentar  estas  vidas,  era  necesario.  Llegaron  estas  voces 
hasta  intimidar  á  Sancho  de  Avila,  y  sin  fuerzas  para  contrastar  la 
rebelión,  abandonó  los  reales.  Los  soldados  viéndose  sin  jefe,  nom- 
braron un  capitán,  á  quien  dieron  el  nombre  de  Electo,  y  repar- 
tiendo del  mismo  modo  los  demás  cargos  de  la  milicia,  se  dirigieron 
k  Amberes  sin  hacer  caso  de  algunos  de  entre  ellos,  que  mas  cuerdos 
y  saliendo  de  su  error,  les  aconsejaban  mas  prudencia. 

No  abandonó  Requesens  la  plaza  á  pesar  de  la  llegada  de  los  amo- 
tinados; antes  bien  les  salió  al  encuentro  esperando  calmar  con  su 
presencia  la  furia  de  sus  ánimos;  mas  no  hicieron  caso  de  sus  exhor- 
taciones y  amenazas,  y  llevando  adelante  su  intento,  entraron  al  son 
de  caja  y  banderas  desplegadas  en  Amberes,  donde  se  alojaron  sin 
ser  molestados *por  los  del  castillo.  Echaron  de  la  plaza  la  guarni- 
ción Apenca,  y  como  á  presencia  del  mismo  Requesens,  reiteraron 
el  juramento  de  permanecer  en  actitud  mientras  no  se  les  pagase 
hasta  el  último  maravedí;  comprometiéndose  al  mismo  tiempo  con 
un  juramento  muy  solemne  delante  del  Electo,  ano  cometer  ningún 
desorden,  ni  despojar  á  nadie,  mientras  se  mantuviesen  en  aquel 
estado  de  sedición  armada.  Así  lo  cumplieron,  en  efecto,  y  la  ciudad 
atónita,  contempló  el  espectáculo  de  una  turba  de  soldados  en  abierta 
rebeldía  contra  las  autoridades,  y  que  observaba  en  su  régimen  in- 
terior, las  leyes  de  la  mas  exacta  disciplina. 

Para  poner  fin  á  un  orden  de  cosas  tan  embarazoso  y  contrario  á 
los  intereses  del  rey,  puso  toda  su  diligencia  Requesens  en  buscar 
los  medios  de  satisfacer  á  la  tropa  amotinada,  y  habiendo  contribuido 
para  ello  los  ciudadanos  mas  ricos  con  cien  mil  florines,  se  vio  él 
mismo  precisado  á  vender  sus  alhajas  y  cuanto  poseía  de  algún  precio, 
pudiéndose  conseguir  así  allegar  lo  necesario,  para  pagar  los  suel- 
dos atrasados.  Tal  vez  no  hubiese  llegado  á  tanto  la  insolencia  de  la 
soldadesca,  bajo  el  gobierno  militar  del  duque  de  Alba,  cuya  infle- 
xible severidad  era  de  todos  tan  temida.  Mas  de  todos  modos  se  ve 
por  este  rasgo,  bastante  frecuente  en  aquellos  tiempos,  con  cuánta 
irregularidad  y  atraso  se  suministraban  los  sueldos  de  las  tropas,  y 
lo  poco  fuertes  que  eran  los  lazos  de  la  disciplina.  No  será  demás 
que  para  hacer  mejor  conocer  el  genio  de  la  época,  afiadamos  que 
las  tropas  amotinadas  volvieron  al  instante  á  su  deber,  y  que  vién- 
dose con  tanto  dinero,  pues  eran  muchas  las  pagas  devengadas,  hi- 

Tomo  i.  73 


974  HISTO^  hJL  ffLlfZ  ir. 

cieroD  cuantiosos  donativos  á  las  jcomunidades  religiossts,  sea  por 
motivo  de  para  devoción,  sea  por  expiar  en  parte  sq  crimen  de  des- 
obediencia y  rebeldía. 

Sosegadas  las  turbulencias  de  Amberes,  se  puso  en  marcha  una 
fuerte  columna  á  las  órdenes  del  capitán  espaOol  Francisco  Vaidés, 
con  objeto  de  asediar  á  Leyden,  una  de  las  plazas  mas  importantes 
de  los  Paises-Bajos.  Está  situada  en  un  valle  no  lejos  del  mar,  y 
atravesada  por  uno  de  los  brazos  del  {tbin  que  la  divide  en  dos  par- 
tes casi  iguales.  Se  halla  cortado  el  pais  de  las  inmediaciones  con 
un  sinnúmero  de  canales  y  acequias.  Atento  el  príncipe  de  Orange 
á  la  conservación  de  un  punto  tan  importante,  habla  provisto  abun- 
dantemente la  plaza  de  víveres,  poniendo  de  gobernador  en  ella  & 
Juan  Yanderoes,  hombre  de  toda  su  confianza  y  de  un  gran  mérito, 
no  solamente  como  militar,  sino  como  escritor  conocido  en  la  histo- 
ria de  aquel  tiempo.  Para  impedir  ó  retardar  la  llegada  de  los  es- 
pañoles, envió  á  su  encuentro  algunas  compañías  de  aventureros 
ingleses  que  estaban  á  su  sueldo;  mas  fueron  estas  tropas  (fe  muy 
poco  auxilio,  siendo  tan  inferiores  en  número  á  las  espaOolas. 

Llegaron,  pues,  estos  sin  oposición,  y  no  tratando  de  emprender 
un  sitio  formal  de  la  plaza,  la  estrecharon  fuertemente  por  medio 
de  un  bloqueo,  en  que  la  privaron  de  todas  sus  comunicaciones  con 
los  de  afuera,  contando  con  que  el  hambre  haría  desmayar  el  áni- 
mo de  sus  moradores.  Mas  á  la  intimación  que  les  hizo  Yaldés  de 
que  se  rindiesen  á  la  clemencia  del  rey,  respondieron  casi  en  los 
mismos  términos  que  los  de  Harlem,  protestando  que  morírian  to- 
dos en  las  ruinas  de  sus  muros,  antes  que  abrír  las  puertas  á  sos 
enemigos.  Mas  llegaron  á  ser  tantos  los  estragos  causados  por  el 
hambre,  que  varías  veces  el  pueblo  amotinado  amenazó  al  gober- 
nador y  á  la  guarnición,  con  que  ellos  mismos  abrirían  las  puertas  & 
.los  sitiadores  si  no  se  venia  con  ellos  á  composición,  librándolos  asi 
de  tanta  miseria  como  estaban  padeciendo. [Amenazaba  por  otra  par- 
te Yaldés  con  un  asalto  si  no  se  entregaban  voluntaríamente.  Mi^ 
ni  el  asalto  ni  l«t  entrega  tuvieron  lugar  por  una  de  aquellas  medi- 
das extraordinarias  que  solo  ocurren  en  guerras  nacionales,  cuan- 
do los  pueblos  combaten  desesperadamente  por  su  independenoia. 
Estaba  Leyden,  como  hemos  visto,  privada  de  toda  comunicación 
con  los  de  afuera,  y  estos  no  podían  socorrerla  hallándose  fuerte- 
mente atríncherado  el  campo  de  los  espaOoles.  En  este  apura  to-« 
marón  la  resolución  de  soltar  los  diques  y  (tbrir  \w  eiLql9aa3  que 


CAPITULO  XLV.  515 

60  aqneHa  región  eontíflDen  el  curso  de  los  rios  y  hasta  el  ímpetu 
del  mar,  que  amenaza  tragarse  sus  orillas.  Se  inundó  de  este  modo 
el  territorio  de  Leyden,  mas  las  aguas  no  llegaron  por  de  pronto  á 
tanta  altura  que  permitiesen  el  paso  á  las  embarcaciones,  ni  impi- 
diesen á  los  españoles  continuar  el  sitio,  aunque  quedaron  expues- 
tos á  muchas  incomodidades  y  trabajos.  Por  fin,  á  favor  de  un  vien- 
to recio  que  sopló  del  Norte,  se  aumentó  la  inundación,  y  todo  pre- 
sentó el  espectáculo  de  un  mar  á  las  inmediaciones  de  la  plaza.  Se 
cubrieron  las  aguas  de  embarcaciones  holandesas,  que  hicieron  gra- 
ve dafio  á  los  españoles.  Mas  establecidos  estos  en  terreno  algo  ele- 
vado, todavía  se  obstinaban  en  continuar  tan  azaroso  sitio,  hasta 
que  fueron  estrechados  á  tal  punto,  que  se  vieron  obligados  á  de- 
jar los  muros  de  Leyden,  emprendiendo  su  marcha  por  el  terreno 
que  les  pareció  hallarse  menos  inundado.  Fué  la  retirada  para  ellos 
sumamente  desastrosa,  perseguidos  y  acosados  á  cada  momento  por 
los  holandeses  que  iban  en  sus  barcas,  sufriendo  además  los  hor- 
rores del  hambre,  pues  perdieron  en  su  marcha  precipitada  su  ar- 
tillería, sus  trenes  y  bagajes. 

A  esta  retirada  de  los  españoles  sucedió  otra  sedición  militar  del 
mismo  carácter  que  la  antecedente,  agravada  aquí  por  las  acusa- 
ciones que  se  hicieron  al  capitán  Francisco  Valdés,  diciendo  que  ha- 
bla sido  sobornado  para  no  dar  el  asalto  de  la  plaza,  con  cuyo  bo- 
tín contaban  tanto  los  soldados.  Tal  vez  fué  diferido  este  mas  dias 
de  los  que  el  mismo  capitán  habia  prometido,  mas  es  improbable 
que  se  hubiese  vendido  por  dinero,  aunque  se  presume  que  influ- 
yeron en  esta  dilación  los  ruegos  y  lágrimas  de  una  dama  de  la  Ha- 
ya, de  quien  el  espaUol  se  hallaba  perdidamente  enamorado.  Llegó 
la  sedición  de  los  soldados  hasta  prender  al  capitán  y  nombrar  en 
su  lugar  un  electo,  pidiendo  al  mismo  tiempo  sus  sueldos  devenga- 
dos, de  que  se  les  habia  privado  con  no  entrar  á  saco  en  Leyden, 
según  les  tenían  prometido.  En  seguida  marcharon  áUtrecht,  decu^- 
ya  plaza  se  apoderaron,  permaneciendo  en  este  estado  de  insubor- 
dinación hasta  que  á  ruegos  del  mismo  Yaldés  fueron  pagados  por 
el  gobernador  general,  con  lo  que  se  redujeron  otra  vez  á  la  obe- 
diencia. 

Resarció  todas  estas  pérdidas  el  ejército  español  con  otra  expe- 
dición, en  que  tomaron  algunas  plazas  de  las  provincias  de  Holan- 
da y  Gdeldres,  que  aunque  no  considerables,  disminuyeron  muchí- 
simo el  terreno  de  los  sublevados^  Se  reforzó  pw  el  mismo  tiempo 


576  HISTORIA  DB  F£LIP£  U. 

este  ejército  con  la  llegada  de  Aníbal  Altems,  que  trajo  de  Alemaiiia 
uo  tercio  de  cuatro  mil  infantes.  Era  este  jefe  hombre  muy  perito  y 
experimentado,  antigua  en  la  milicia,  que  habia  servido  ya  con  dis- 
tinción en  tiempo  de  Garlos  Y,  y  al  mismo  rey  Felipe  en  las  guer- 
ras de  África  y  de  Italia.  Guarneció  Requesens  con  estas  tropas  las 
plazas  de  Brabante,  mientras  con  las  otras  emprendió  una  expedi- 
ción con  que  esperaba  poner  término  á  la  guerra. 

Era  el  principal  asiento  de  la  insurrección  la  provincia  de  Zelan- 
da, situada  en  la  embocadura  del  Escalda,  compuesta  de  islas  divi- 
didas mas  ó  menos  entre  sí  por  varios  brazos,  que  tanto  se  pueden 
considerar  de  mar  como  de  rio.  A  estas  islas,  pues,  -se  dirigió  la 
expedición  del  gobernador  general;  y  como  carecía  de  escuadra  para 
invadirlas  abiertamente  por  mar,  adoptó  el  expediente  de  aprove- 
charse de  los  diferentes  brazos  que  podían  ofrecer  paso  &  sus  tro- 
pas donde  el  agua  no  estuviese  muy  profunda.  La  empresa  era  ar- 
riesgada, por  la  indispensable  exploración  de  los  pasajes  ó  vados 
que  fuesen  transitables  para  las  tropas,  así  como  de  los  sitios  por 
donde  pudiesen  navegar  las  barcas.  Se  comisionó  para  la  primera 
á  Juan  de  Aranda,  alférez  espaDol  muy  esforzado,  y  para  la  segun- 
da á  Rafael  Barberino,  italiano,  y  los  dos,  con  auxilio  de  marineros 
y  gente  práctica  de  aquellos  sitios,  exploraron  los  altos  y  los  bajos, 
tanteando  los  canales  y  su  altura  en  las  horas  dfi  marea  baja,  cons- 
truyendo embarcaciones  y  barcos  chatos  para  trasporte  de  las  tro- 
pas y  demás  cosas  necesarias. 

Concluidos  los  preparativos  se  embarcó  la  expedición  en  Ambe- 
res  y  descendió  el  Escalda.  Estaba  encomendado  el  mando  de  las 
tropas  que  debían  obrar  por  mar  á  Sancho  de  Avila,  y  el  de  las  de 
tierra  á  Cristóbal  de  Mondragon,  dándose  el  d^l  todo  al  maestre  de 
campo  general  Vítellí.  Ascendían  los  soldados  á  cuatro  mil,  y  to- 
mando el  camino  de  Berg-op-zoom,  pasaron  á  la  isla  de  Tholvea, 
ánica  en  posesión  entonces  de  los  espafioles.  Se  trasladaron  desde 
aquí  en  barcos  chatos  á  la  de  Philipelanda,  inhabitada.  Debían  en 
seguida  apoderarse  de  la  de  Dubelanda,  ocupada  por  los  enemigos 
y  separada  por  un  canal  de  la  de  Schowen,  cuya  capital  es  la  plaza 
de  Ziriczee,  principal  objeto  de  la  empresa.  Ofrecía  el  paso  de  Dube- 
landa  muchísimas  dificultades,  pues  además  de  hallarse  fuertemente 
guarnecida,  estaba  separada  de  la  Philipelanda  por  un  estrecSio  de 
cuatro  millas,  formado  por  una  reciente  inundación  del  mar  que  ha- 
bia dejado  varios  escollos  y  desigualdades  en  el  piso,  sin  ofneer 


CAPITULO  XLY.  577 

camioo  áegoro  ni  á  la  gente  qae  iba  á  pié  ni  á  la  que  tratase  de 
trasportarse  en  barcas.  Pero  no  arredraron  tantos  peligros  &  los  nues- 
tros, pues  mas  de  mil  y  setecientos  hombres ,  soldados  escogidos, 
entre  los  que  se  contaban  machos  capitanes/.se  presentaron  á  arros- 
trar los  riesgos  de  aquel  paso.  Eran  los  principales  Isidro  Pacheco, 
Gerónimo  Serosque,  Osorio  de  UUoa,  y  Barberíno  y  Aranda  ya  ci- 
tados. A  los  riesgos  del  paso  se  afiadieron  las  dificultades  que  puso 
el  mismo  príncipe  de  Orange,  pues  además  de  enviar  algunos  regi- 
mientos con  que  reforzó  las  guarniciones  de  Dubelanda  y  Ziríczee, 
hizo  arrimar  cuantas  embarcaciones  pudo  á  la  costa,  cerca  del  es- 
trecho ya  citado,  para  que  con  su  artillería  y  demás  armas  arroja- 
dizas, pudiesen  impedir  el  paso.  Tomó  además  la  precaución  de  in- 
troducir por  los  canales  y  estrechos,  á  favor  de  la  pleamar,  cuantos 
barcos  pudo  llenos  de  gente,  á  fin  deque  encallados  á la  baja,  pu- 
diesen hacer  fuego  á  los  espafioles,  embarazados  naturalmente  con 
este  nuevo  obstáculo.  Pero  ignorantes  de  este  nuevo  riesgo,  ó  des- 
preciándole tal  vez,  se  echaron  por  el  agua  los  soldados  cuando  les 
avisaron  que  estaba  cerca  el  tiempo  de  la  marea  baja.  Desnudos  de 
armas  defensivas  y  vestidos  solo  con  calzoncillos  y  zapatos,  pusieron 
en  las  puntas  de  las  picas  cada  uno  dos  saquillos,  uno  lleno  de  pól- 
vora y  otro  de  pan  de  munición  y  queso,  llevando  además  de  la  es- 
pada alabardas,  arcabuces,  y  otros  palas  y  azadones.  Tenían  que 
arrostrar  tan  animosos  soldados:  primero,  el  agua  por  donde  tran- 
sitaban llena  de  escollos  y  bajíos:  segundo,  los  enemigos  en  las  bar- 
cas, que  por  los  dos  lados  les  amenazaban  con  su  artillería;  tercero, 
la  guarnición  de  la  isla  que  los  aguardaba  con  trinchéis  formadas 
en  la  playa.  Comenzó  la  marcha  á  media  noche,  conduciendo  el  pri- 
mer escuadrón,  compuesto  de  espafioles,  Juan  Osorio  de  UUoa.  Iba 
mandando  el  último  Gabriel  de  Peralta,  capitán  perito  y  esforzado. 
En  medio  de  los  dos  trozos  iban  los  gastadores  con  cien  arcabuce- 
ros, componiendo  en  todo  el  número  de  doscientos  y  cincuenta  hom- 
bres. Se  puede  concebir  fá|ílmente  con  cuántas  dificultades  cami- 
naría esta  columna  por  entre  tantos  bajíos  y  escollos,  dándoles  el 
agua  por  mas  de  la  mitad  del  cuerpo;  no  pudiendo  moverse  masque 
de  dos  en  dos  ó  de  tres  en  tres,  con  paso  vacilante,  con  exposición 
de  resbalar  y  de  caerse.  Se  dice  que  en  el  momento  de  emprender 
la  marcha,  se  vieron  en  toda  la  atmósfera  exhalaciones  y  fuegos  á 
manera  de  relámpagos.  Tal  vez  sería  alguna  auréola  boreal,  fenó- 
meno no  muy  raro  en  equellas  latitudes.  Mas  cualquiera  que  hu- 


518  fllSTOUA  DB  FBLl?fi  II. 

biese  sido  el  hecho,  le  tovieroD  muchos  por  un  fuego  celestíid  en- 
viado para  alumbrar  la  marcha  de  las  tropas.  Aprovechó  esta  cir- 
cunstancia el  capitán  Osorío,  que  iba  de  vanguardia,  para  animar 
á  los  suyos,  haciéndoles  ver  que  aunque  comprada  con  mil  dificul- 
tades y  peligros,  obtendrían  infaliblemente  una  victoria  en  que  se 
les  mostraba  auxiliador  el  mismo  cielo,  pues  enviaba  aquellas  an- 
torchas  para  ensefiarles  el  camino.  Mas  si  estas  luces  fueron  favora- 
bles á  los  nuestros,  no  dafiaron  sin  duda  á  los  contraríos,  que  los 
estaban  aguardando  en  el  camino.  Por  una  parte  les  tiroteaban  sus 
barcas,  que  se  iban  acercando  á  proporción  que  crecia  la  marea, 
llegando  algunos  marineros  prácticos  de  estos  escollos  y  bajíos,  hasta 
desembarcar  y  medirse  de  cerca  con  los  espaOoles,  sin  que  estos 
viesen  á  los  que  les  asestaban  golpes  á  mansalva.  Por  otra  parte  les 
obstruían  el  camino  las  barcas  que  hablan  dejado  encalladas  ex- 
profeso, y  cuya  gente  les  hería  en  todas  direcciones,  teniendo  laven- 
taja  de  la  altura  en  que  se  hallaban  colocados.  Pocas  marchas  se  en- 
cuentran en  los  anales  militares  de  mas  peligros,  y  en  que  mas  bri- 
llasen el  arrojo  y  la  audacia  de  un  soldado.  Se  hallaba  Requesens 
contemplando  el  espectáculo  desde  la  playa,  acompasado  de  un  pa- 
dre de  la  Gompafiía  de  Jesús,  que  dirigía  oraciones  por  el  buen  lo- 
gro de  la  empresa.  Caminaban  las  tropas  con  la  mayor  prisa  que 
podían  en  medio  de  tanta  incertidumbre,  peligros  y  ansiedades,  no 
siendo  pequefia  la  de  ponerse  á  cubierto  de  la  marea  que  crecia. 
Llegó  esta  tan  aprisa  por  la  lentitud  con  que  tenian  que  moverse, 
que  el  trozo  de  retaguardia  se  vio  obligado  á  retroceder,  desespe- 
ranzado ya  Me  continuar  su  marcha  sin  riesgo  inminente  de  aho- 
garse. La  del  medio,  compuesta  como  hemos  dicho  de  los  gastadores 
y  arcabuceros,  se  vio  en  el  cruel  conflicto  de  no  poder  seguir  á  la 
vanguardia  ni  tomar  el  ejemplo  de  los  de  la  retaguardia;  ¡tal  era  ya 
la  altura  á  que  les  llegaba  el  agua!  De  los  doscientos  y  cincuenta  de 
que  se  componía,  todos  perecieron  miserablemente  ínenos  nueve, 
llenando  de  espanto  y  de  consternaciomá  los  compaSeros  de  su  em- 
presa, á  los  que  los  contemplaban  desde  la  ríbera,  y  aun  causando 
lástima  á  los  mismos  enemigos  que  tal  los  hostigaban.  Mientras  tanto 
los  de  la  vanguardia,  que  llevaban  mucha  delantera,  redoblaron  sus 
esfuerzos  para  vencer  la  fuerza  de  la  marea,  y  al  amanecer  se  vieron 
en  el  arenal  de  Dubelanda,  donde  las  tropas  de  la  guarnición  de  la 
isla  los  aguardaban  á  pié  enjuto  y  fuertemente  atríncherados.  No 
habla  para  los  españoles  mas  salvación  que  la  victoría,  teniendo 


GiPITDLO  XLV.  819 

eoterameote  obstruido  el  camÍDO  de  la  retirada.  Sin  detenerse  el 
capitán  Osorío  en  arengar  á  sas  valientes,  acometió  el  primero  con 
espada  en  mano  á  los  contrarios.  Siguieron  los  suyos  con  entusiasmo 
tan  valiente  ejemplo,  y  llenos  de  coraje,  aconsejados  de  su  desespe- 
ración, como  hombres  para  quienes  no  habia  mas  alternativa  que 
la  muerte  ó  la  victoria^  arrollaron  á  los  holandeses,  quienes  viendo 
muerto  á  su  gobernador  Boissot,  abandonaron  sus  trincheras,  que- 
dando los  españoles  dueDos  de  la  isla.  Costó  cara  la  ocupación  de  la 
isla  de  Dubelanda  á  nuestras  trc^pas.  Entre  los  muertos  de  conside- 
ración se  cuenta  el  capitán  Pacheco,  quien  viéndose  mortalmente 
herido,  exhortó  &  los  soldados  que  trataban  de  auxiliarle  á  que  le 
dejasen  como  cosa  inútil  y  marchasen  á  tomar  parte  en  la  victoria 
que  los  aguardaba. 

La  simple  relación  de  este  hecho  de  armas  envuelve  su  mayor 
elogio.  Cogieron  los  espafioles  el  fruto  de  tanta  osadía  á  la  vista  de 
tantos  testigos  de  su  triunfo;  unos  que  llenaban  el  aire  de  aclama- 
ciones, y  otros  que  quedaron  como  atónitos  al  contemplar  vencedo- 
res á  los  que  daban  ya  por  sepultados  en  los  mares.  Abandonaron 
las  naves  enemigas  aquellos  parajes,  y  se  dirigieron  hacia  la  isla  de 
Escaldia  para  ponerla  á  cubierto  del  golpe  de  mano  que  la  amena- 
zaba, pues  suponían  que  era  el  blanco  principal  de  la  expedición 
que  habia  bajado  el  Escalda  desde  Amberes.  Con  esto  facilitaron  el 
paso  á  Requesens  y  á  los  otros  jefes  que  se  hablan  quedado  en  Philí- 
pelanda,  y  se  reunieron  en  Dubelanda  con  las  tropas  victoriosas. 
Fácil  es  concebir  los  sentimientos  de  gozo  con  que  se  vieron  estas 
tropas  reunidas,  y  las  alabanzas  y  felicitaciones  de  que  fueron  ob- 
jeto el  capitán  Osorio  y  los  valientes  que  con  tanta  exposición  ha- 
blan coronado  aquella  empresa. 

Después  de  haber  hecho  conducir  los  heridos  á  Amsterdam,  con* 
tinuaron  los  españoles  su  expedición,  y  tuvieron  que  emprender  su 
marcha  por  los  mismos  parajes  de  bajíos  y  de  escollos  que  los  ha* 
bian  traído  hasta  Dubelandav  Con  iguales  peligros  y  dificultades  lle- 
garon k  la  vista  de  Schowen,  donde  los  enemigos  habían  acudido  h 
ponerla  en  estado  de  defensa.  Mas  nada  detuvo  la  marcha  de  los  es-> 
panoles.  Antes  de  llegar  á  la  plaza  de  Ziríczee,  capital  de  la  isla  de 
Schowen,  tenían  que  pasar  por  tres  fuertes  ocupados  por  el  enemi- 
go. No  hizo  el  primero  resistencia  alguna;  en  la  toma  del  segunda 
perdieron  los  espafioles  sesenta  hombres,  y  entre  ellos  al  capitán 
Peralta,  Mayor  resistencia  les  aguardaba  en  el  tercero,  llamadoBo* 


580  HISTORIA  DE  FELIPE  n. 

meo,  cayos  fosos  á  pleamar  ímpedian  la  aproximación  á  dicha  for- 
taleza. Aprovecharon  los  españoles  la  bajada  de  la  marea  para  em- 
bestir la  plaza;  mas  habiendo  hecho  los  de  adentro  una  obstinada 
resistencia,  tuvieron  los  espaOoles  que  retirarse  de  sus  muros  á  la 
subida  de  la  misma.  Volvieron  el  dia  siguiente,  aprovechándose 
asimismo  del  reflujo.  Se  trabó  un  combate  tan  obstinado  como  el  dia 
anterior,  que  duró  cerca  de  cinco  horas,  confiando  los  de  adentro 
en  que  la  vuelta  de  la  marea  baria  retroceder  de  nuevo  á  los  espa- 
ñoles, y  obstinándose  de  nuevo  estos  por  no  sufrir  por  segunda  vez 
este  desaire.  Por  fin  se  decidió  la  victoria  á  favor  de  los  nuestros,  y 
redoblando  el  furor  de  su  ataque,  entraron  victoriosos  en  la  plaza. 

Pasaron  de  este  punto  al  sitio  de  Ziriczee,  fin  y  término  de  laei- 
pedicion.  En  vano  el  príncipe  de  Orange  intentó  entrarse  en  el  puerto 
con  sus  navios.  Los  españoles  se  lo  impidieron  cerrando  el  puerto 
con  fuertísimas  cadenas  de  hierro,  quedando  así  libres  y  desemba- 
razados para  continuar  el  sitio  que  pusieron  á  la  plaza.  Se  defen- 
dieron la  guarnición  y  habitantes  con  notable  obstinación,  y  el  ase- 
dio  no  fué  negocio  de  muy  poco  tiempo.  Mas  al  fio,  después  de  des- 
truidas las  murallas  y  reducidos  al  mayor  apuro  los  valientes  de- 
fensores, se  apoderaron  los  españoles  de  Ziriczee,  donde  el  despojo 
fué  muy  corto  y  no  proporcionado  á  la  gloría  que  adquirieron. 

Figura  mucho  esta  expedición  de  Zelanda  en  una  guerra  tan  cé- 
lebre por  su  duración  coma  por  las  hazañas  militares  á  qne  dio 
motivo.  En  ella  adquirieron  los  españoles  grande  nombradía  como 
soldados  valientes  y  esforzados;  y  prescindiendo  aqui  de  la  causa 
política  que  sustentaban,  no  se  les  puede  defraudar  de  los  elogios 
que  merecen  como  militares.  Aquellos  hombres  que  hacia  poco  es- 
taban en  abierta  rebelión  contra  la  autoridad  legítima,  se  expusieron 
ahora  á  los  mayores  peligros,  y  corrieron  como  á  una  muerte  cierta 
á  la  voz  de  los  mismos  jefes  que  entonces  desoían.  Otras  sediciones 
se  siguieron,  como  se  verá  mas  adelante:  otros  peligros  de  igual 
cuantía  arrosti^ron  denodados;  prueba  de  lo  distinto  que  es  el  hom- 
bre de  sí  mismo  en  varías  ocasiones,  y  lo  fácilmente  que  cede,  tanto 
á  la  llama  pasajera  del  entusiasmo,  tratándose  de  cosas  grandes, 
como  á  la  de  sus  pasiones  mezquinas  en  las  mas  bajas  y  pequeffas. 

Fué  seguida  esta  gloriosa  expedición  de  la  muerte  de  dos  gran- 
des personajes  que  en  ella  figuraron,  siendo  la  primera  la  de  Cha- 
pino Yitelli,  maestre  de  campo  general,  italiano  de  nación,  capitán 
de  esfuerzo  y  de  experíencia,  muy  entendido  en  la  milicia,  que  ha- 


CAPITULO  XLV*  681 

bía  servido  con  dístincioD  en  varías  gaerras.  La  elección  qne  de  él 
hizo  el  daque  de  Alba  para  sa  maestre  de  campo  general,  es  ona 
prueba  de  su  méríto  eminente.  Mostró  en  las  campafias  de  Flan- 
des,  tanto  á  las  órdenes  de  este  general  como  de  su  sucesor  don 
Luis  de  Requesens,  que  era  muy  digno  de  su  cargo.  Igualaba  su 
pericia  militar  á  su  valor;  era  hombre  tanto  de  mano  como  de  con- 
sejo. Después  de  tomar  disposiciones  para  un  dia  de  batalla,  com- 
batía con  el  arrojo  de  un  soldado.  Varías  veces  se  presentó  herido 
en  las  batallas  para  dar  ejemplo,  y  se  puede  decir  que  á  este  arro- 
jo, que  á  este  poco  cuidado  por  la  conservación  de  su  salud,  se 
puede  achacar  su  muerte,  hallándose  ya  en  la  edad  madura  de  m- 
cuenta  y  seis  aDos. 

Sintió  muchísimo  su  pérdida  don  Luis  de  Requesens,  y  mandó 
que  fuese  sepultado  en  Amberes  con  toda  la  pompa  y  solemnidad 
debida  á  su  clase  y  á  su  mérito.  Mas  se  hallaba  ya  como  herido  de 
muerte  el  gobernador  general  al  dar  estas  disposiciones;  pues  á 
los  pocos  dias  de  llegar  á  Rruselas  de  vuelta  de  la  expedición,  fa- 
lleció á  impulsos  de  una  enfermedad  que  hacia  tiempo  le  aquejaba. 
Fué  sin  duda  don  Luis  de  Requesens  hombre  de  méríto  por  sus 
servicios  y  antecedentes  de  su  larga  carrera,  consagrada  al  servicio 
del  Estado.  Su  nombramiento  para  el  gobierno  de  los  Paises-Bajos, 
por  un  rey  como  el  de  EspaDa,  manifiesta  que  era  hombre  de  valer 
.y  de  servicios.  Su  conducta  en  este  cargo,  digna  de  alabanza  bajo 
cierto  aspecto,  abrió  campo  á  la  censura  de  los  que  atríbuyeron  á 
la  suavidad  de  su  carácter  los  desmanes  de  las  tropas  y  hasta  de 
los  mismos  pueblos,  á  quienes  se  les  permitió  la  satisfacción  de  sus 
agravios.  Es  probable  que  bajo  la  autorídad  del  duque,  de  Alba,  no 
se  hubiesen  atrevido  las  prímeras  á  prorumpir  en  abierta  sedición, 
ni  los  segundos  á  mostrarse  tan  exigentes  y  orgullosos;  mas  tam- 
poco figura  en  sus  hechos  militares  en  ]  los  Paises-Bajos  una  cosa 
tan  expuesta  y  arrojada,  como  la  expedición  de[la  provincia  de  Ze* 
lauda.  Es  muy  cierto  que  don  Luis  de  Requesens  se  sentía  abru- 
mado bajo  el  peso  de  un  gobierno  de  tanta  responsabilidad  como  el 
que  se  le  habia  encomendado,  y  que  murió  con  la  ansiedad  de  un 
hombre  cercado  de  gravísimos  cuidados,  no  siendo  el  menor  el  qne 
cansaban  sus  apuros  pecuniarios. 


Toiio  i.  7Í 


CAPÍTULO  KtVi 


Continuación  del  anterior. — ^Estado  del  país  á  la  muerte  de  don  Luis  de  Requesens.— 
Conferencias  en  Breda. — ^Toma  el  Consejo  de  Estado  las  riendas  del  gobierno.— 
Nueva  sedición  de  las  tropas  españolas. — Se  apoderan  los  sublevadosdeAlost.— He- 
didas de  represión  por  el  Consejo  de  Estado. — Tumulto  en  Bruselas. — Deponen  al 
gobernador  y  arrestan  á  muchos  individuos  del  Consejo. — Se  disuelve  este. — Queda 
el  gobierno  en  manos  de  los  diputados  de  la  provincia. — Confederación  de  Gante.— 
Se  traslada  á  Bruselas. — Decretos  contra  las  tropas  españolas. — ^Adhesión  del  prin- 
cipe de  Orange  á  la  confederación. — Se  apoderan  los  españoles  sublevados  de  llaes- 
tricht. — ^Asalto  de  Amberes  por  la  guarnición  española  del  castillo  mandada  por  SaiH 
cho  de  Avila. — Toma  y  saqueo  de  la  plaza. — ^Acriminaciones  mutuas. — ^Llegada  á 
los  Paises-Bajos  del  nuevo  gobernador  general  don  Juan  de  Austria  (1). — 1576. 


k  la  muerte  de  don  Luis  de  fieqaesens  ofrecían  los  asuntos  de  tot 
Paises-Bajos  un  aspecto  mas  fayorable  á  los  intereses  de  Espala; 
que  cuando  dejó  su  gobierno  el  duque  de  Alba.  Además  de  que  ne 
estaban  ya  los  ánimos  tan  irritados  contra  la  dominación  del  rey, 
como  en  tiempo  de  su  antecesor,  se  habia  agrandado  el  twriterío 
del  pais  sujeto  á  su  obediencia.  Verdad  es  que  se  habia  perdido  la 
plaza  fuerte  de  Middelburgo;  mas  la  toma  tan  gloriosa  de  la  de  S- 
riczee  habia  compensado  aquella  desventaja.  Con  la  muerte  de  luis 
de  Nassau  había  desaparecido  uno  de  los  enemigos  mas  activos  y  te- 
mibles de  Felipe  II,  y  la  inquietud  de  otra  nueva  invasión  de  las 
tropas  alemanas.  Permanecía  el  principe  de  Orange  inactivo,  á  lo 
menos  en  la  parte  militar,  hallándose  sin  fuerzas  para  recobrar  las 
plazas  que  le  acababan  de  tomar  los  espaOoles.  Estaba  reducida  la 

(1 )   Las  mlinniB  autoridades  qoe  en  el  anterior. 


^  1 


G^PITPIO  XLYI,  S83 

iosumceiofi  á  la  proviocia  de  Zelanda  y  las  costas  de  las  provin- 
cias septentrionales  del  pais,  que  se  mantenian  firmes  á  favor  de  la 
snperioridad  de  sa  marina.  Causa  admiración  que  el  rey  de  Espafia, 
duefio  á  la  sason  de  tantas  galeras,  no  hubiese  enviado  á  las  costas 
de  Flandes  unfi  escuadra  para  cooperar  con  sus  ejércitos  de  tierra, 
y  mucho  mas,  que  los  gobernadores  del  pais,  que  tenian  &  su  dis- 
posición tantos  puertos  de  importancia,  no  se  aplicasen  á  construc- 
ciones navales  para  contrarestar  las  fuerzas  de  los  zelandeses  y  ho- 
landeses. Algunos  ensayos  se  habian  hecho,  mas  fueron  en  pequeOa 
escala,  y  ño  los  suficientes  para  sofocar  en  los  mares  la  insurrec- 
ción ,  que  parecía  ya  tan  próuma  á  su  fin  en  tierra.  Mas  la  insur- 
rección estaba  viva  como  nunca  en  todas  partes,  y  la  muerte  de 
Requesens  hizo,  como  veremos,  descorrer  el  velo  que  cubría  los 
verdaderos  sentimientos  de  la  generalidad  de  aquellos  habitantes. 

En  medio  del  tumulto  de  la  guerra  no  habían  dejado  de  darse  pa- 
sos para  poner  fin  á  un  orden  de  cosas  que  inquietaba  á  los  prín- 
cipes católicos,  y  cuya  duración  se  atribuía  en  parte  k  lo  inflexible 
de  la  política  de  EspaDa.  Ya  en  1568  había  enviado  el  emperador 
Maximiliano  una  embajada  solemne  á  Madrid,  á  cargo  de  su  her- 
mano el  archiduque  Garlos,  para  hacer  ver  al  rey  los  males  que  pro- 
ducía en  Flandes  el  demasiado  rigor  desplegado  por  el  duque  de 
Alba,  y  aconsejarle  en  nombre  de  la  humanidad  y  los  intereses  mis- 
mos de  la  religión,  que  se  empleasen  medios  mas  suaves  en  la  su- 
jeción de  aquellos  habitantes.  Mas  Felipe  II  había  llevado  muy  á 
mal  que  se  mezclase  en  sus  negocios  propíos  un  extrafio,  aunque 
estuviese  revestido  con  el  título  de  emperador;  y  si  bien  procuró  ex- 
presarse con  templanza  en  la  respuesta,  díó  á  entender  á  Maximi- 
liano que  k  él  solo  incumbía  excogitar  los  medios  que  le  pareciesen 
mas  propios  para  la  mejor  administración  de  sus  estados.  No  insis- 
tió el  emperador  en  vista  de  tan  redonda  negativa,  mas  andando  el 
tiempo,  por  los  aOos  1575,  volvió  á  suscitarse  en  su  ¿nimo  y  el  de 
muchos  principales  católicos  el  deseo  de  terminar  por  medio  de  una 
avenencia  los  disturbios  de  los  Paises-fiajos.  Por  esta  vez  no  se  mos- 
tró tan  inflexible  el  rey  de  EspaOa,  y  díó  oídos  á  las  proposiciones 
que  en  este  sentido  se  le  hicieron.  Se  reunieron  pues  con  el  objeto 
de  entrar  en  ajustes  sobre  paz  varios  comisionados  por  parte  del  em- 
perador, del  rey  católico  y  de  los  estados  disidentes  en  la  ciudad  de 
Breda;  mas  fueron  las  conferencias  infructuosas.  Ni  el  de  EspaOa  ni 

In  estados  separados  de  su  obediencia  querían  un  arreglo  qne  no 


584  msTORU  di  fbupb  u. 

podía  menos  de  estar  sujeto  á  condiciones  darás  para  cada  ana  de 
ambas  partes.  No  quería  ceder  nada  el  rey  católico  en  materia  de 
religión  y  libertad  de  conciencia;  y  estos  dos  puntos  eran  tan  im- 
portantes para  los  estados,  que  les  era  imposible  sacrificarlos  á  con- 
sideraciones de  ninguna  clase.  Así  pedia  cada  una  de  las  pu'tes  lo 
que  sabia  que  la  otra  no  había  de  conceder,  creciendo  las  exigen- 
cías  en  proporción  de  lo  que  se  conocía  la  fuerza  de  la  repugnan- 
cía.  Las  conferencias  de  Breda  se  terminaron,  pues,  sin  resolver 
nada,  quedando  cada  uno  con  la  convicción,  que  el  asunto  no  tenía 
otro  arreglo  que  lo  que  decidiese  la  fuerza  de  las  armas. 

Había  nombrado  Requesens  á  la  hora  de  su  muerte  por  goberna- 
dor interino  de  Flandes  al  conde  Barlemont,  quedando  el  mando  mi- 
litar &  cargo  del  conde  de  Mansfeld.  Mas  habiendo  espirado  sin  po- 
der firmar  el  documento,  se  declaró  por  nulo.  Faltando  la  persona 
del  gobernador  y  no'estando  nombrado  ninguno  por  el  rey,  tomó, 
por  las  constituciones  del  país,  el  Consejo  de  Estado  las  riendas  del 
gobierno.  Dudó  el  rey  de  EspaDa  si  dejaría  ¿  esta  corporación  con- 
tinuar en  su  cargo,  ó  si  mandaría  al  país  un  nuevo  gobernante.  De- 
signaba la  opinión  pública  á  don  Juan  de  Austria  para  esta  digni- 
dad, y  aun  no  faltó  quien  aconsejase  al  rey  no  desperdicíase  esta 
ocasión  de  enviar  á  su  hermano  á  un  país,  donde  las  circunstancias 
todas  reclamaban  la  presencia  de  un  príncipe  ya  tan  famoso  por  sus 
hazaDas  militares;  y  que  además  no  podría  menos  de  ser  muy  grato 
&  los  flamencos  por  la  memoria  de  su  padre.  Babia  adem&s  otra  ra- 
zon  de  conveniencia ,  á  saber,  que  habiéndose  proyectado  una  ei- 
pedicion  á  ruegos  y  por  influencia  del  Pontífice,  con  objeto  de  librar 
á  María  Estuarda,  reina  de  Escocía,  prisionera  entonces  en  Ingla- 
terra, podría  don  Juan  de  Austria  emprenderla  desde  Flandes  mis- 
mo, haciéndose  asi  la  travesía  mas  corta,  sin  causar  sospechas  de 
antemano.  Así  se  lo  hizo  ver  el  Papa  al  rey  de  Espafla;  mas  aun- 
que esto  pareció  guster  de  sus  razones,  juzgó  que  el  Senado  de  Flan- 
des,  como  compuesto  de  hombres  del  mismo  país,  mirarían  con  mas 
interés  la  dirección  de  unos  negocios,  que  les  tocaban  tan  de  cerca, 
y  asi  se  decidió  á  dejar  por  entonces  al  Consejo  de  Estado  á  la  ca- 
beza de  los  Países-Bajos. 

No  brilló  en  esto  determinación  la  prudencia  ton  habitual  del  rey 
de  EspaDa.  No  era  en  un  país  teatro  de  revueltas  donde  podía  con- 
venir el  gobierno  de  muchas  cabezas,  expuestas  siempre  á  la  divi- 
sión y  á  la  discordia.  Contaba  el  Consejo  de  Estado  con  personas 


GAFITOLO  XLYI.  585 

may  adictas  á  los  intereses  del  rey,  como  el  conde  de  Arescot,  el  de 
Mansfeld  y  el  presidente  Víglio;  mas  no  faltaban  otros  que  miraban 
de  muy  mal  ojo  la  presencia  en  el  pais  de  las  tropas  espaOolas.  Por 
una  parte,  se  desdeOaban  los  grandes  de  estar  sujetos  á  personas  de 
su  misma  clase;  por  la  otra,  era  objeto  de  descontento  para  las  tro- 
pas, el  no  tener  á  su  frente  un  gobernador  general,  de  cuya  sola 
autoridad  estuviesen  dependientes.  Se  aprovechó  hábilmente  de  esta 
circunstancia  el  príncipe  de  Orange,  para  atizar  el  fuego  de  la  dis- 
cordia en  una  corporación  donde  tenia  secretos  partidarios,  y  hacer 
que  todas  sus  providencias  se  resintiesen  de  divergencia  de  los  áni- 
mos. Por  sugestión  de  los  que  deseaban  ver  al  país  libre  de  tropas 
extranjeras,  se  adoptó  la  medida  de  hacer  salir  á  los  alemanes  man- 
dados por  el  conde  de  Altemps,  quien  se  mostró  quejoso  de  la  pro- 
videncia, achacándola  abiertamente  á  intrigas  del  gobernador  de 
Amberes,  Campifiy,  hermano  del  cardenal  Granvella,  su  enemigo 
personal,  y  á  deseos  de  echarle  de  Bruselas  con  objeto  de  entregar 
la  ciudad  al  príncipe  de  Orange.  Mientras  tanto  los  espaDoles  que 
estaban  en  Ziriczee,  al  saber  que  hablan  prometido  pagas  á  loa  ale- 
manes con  objeto  de  despedirlos ,  mientras  nadie  se  acordaba  de 
ellos,  se  amotinaron  creyéndose  desairados;  pues  la  conquista  de  esta 
isla  de  Zelanda,  si  bien  les  había  producido  mucha  gloria,  había 
sido  muy  estéril  en  despojos.  Como  lo  tenían  en  tales  ocasiones  de 
costumbre,  prendieron  á  su  jefe  Mondragon,  y  nombraron  un  electo. 
En  seguida  escribieron  al  Senado,  pidiendo  sus  sueldos  en  tono  de 
amenaza,  como  hombres  resueltos  á  hacerse  pagar  por  la  fuerza,  si 
no  se  les  satisfacía  de  grado.  Trató  de  apaciguarlos  el  Senado,  pro- 
metiéndoles las  pagas,  mas  habiéndose  diferido  el  cumplimiento  de 
la  oferta,  por  intrigas  de  algunos  senadores  enemigos  de  los  espa- 
fióles,  prorumpieron  estos  en  nueva  sedición,  y  pasando  de  las  ame- 
nazas á  las  obras ,  se  salieron  de  Ziriczee ,  que  dejaron  guarnecida 
con  algunos  valones,  y  se  esparcieron  segunda  vez  por  el  Brabante. 
Eo  vano  el  Consejo  trató  de  reducirlos  á  su  deber,  prometiéndoles 
siempre  el  pago  de  sus  atrasos.  iDel  conde  de  Mansfeld,  que  se  les 
envió  para  reconvenirles  por  su  conducta  y  volverles  al  camino  del 
deber,  no  hicieron  ningún  caso.  Era  su  intención,  nada  menos  que 
apoderarse  de  Malinas  y  Bruselas;  mas  habiéndose  preparado  estas 
poblaciones  á  una  seria  resistencia,  torcieron  á  la  provincia  de  Flan- 
des,  donde  se  apoderaron  por  sorpresa  de  la  plaza  de  Alost,  entran-^ 
dola  á  saqueo. 


586  msTOBiÁ  M  nuPB  ii. 

Era  la  cuarta  vez  que  las  tropas  espaDolas  prorumpian  en  abkrta 
sedicioD,  eD  el  transcurso  de  muy  pocos  meses.  Encendió  de  nueTt 
la  toma  y  sacó  de  Alost  el  odio  que  se  les  tenía,  y  el  Senado  en  se- 
mejante coyuntura  dispuso  que  las  ciudades  se  armasen  para  aten- 
der á  su  defensa,  en  caso  de  verse  acometidas.  Asi  se  encendió  de 
nuevo  la  guerra  civil  en  los  Paises-Bajos.  El  mismo  Senado  daba 
ejemplo  de  discordia,  pues  si  algunos,  y  aun  los  principales,  se  mos- 
traban adictos  al  nombre  espaDol ,  se  empeñaban  otros  en  la  nece- 
sidad de  que  se  les  hiciese  salir  para  siempre  del  territorio  de  los 
Países-Bajos.  De  aquí  nacieron  dos  partidos,  uno  con  el  nombre  de 
espaDol,  y  otro  con  el  de  patriota.  Fácil  es  imaginarse  que  este  era 
el  popular,  el  que  contaba  con  mas  individuos,  el  que  hablaba  mas 
á  los  corazones  de  la  muchedumbre.  La  noticia  de  la  tomadeAlosl 
causó  en  Bruselas  una  sedición  que  costó  la  vida  á  algunos  espa- 
ñoles, y  el  mismo  Senado,  ya  sin  esperanza  de  que  volviesen  á  sa 
deber  las  tropas  sublevadas ,  no  sabiendo  por  otros  medios  calmar 
la  irritación  del  pueblo,  expidió  un  decreto,  declarando  &  los  solda- 
dos rebeldes,  enemigos  del  rey  y  de  la  patria. 

Asi  en  las  mismas  provincias  que  reconocían  la  autoridad  del  rey 
de  Espafia,  estalló  una  guerra  civil  entre  los  habitantes  del  pais  y 
las  tropas  extranjeras ,  entre  las  que  ocupaban  el  principal  logar 
las  espafiolas.  Se  adoptaron  en  las  provincias  medios  de  defensa  con- 
tra los  que  consideraban  ya  como  enemigos.  Los  españoles  por  so 
parte ,  viéndose  tan  amenazados  trataron  de  hacerse  mas  fuertes  y 
estrechar  sus  vínculos  de  la  fraternidad ,  pues  á  esto  deberían  solo 
su  conservación  en  medio  de  tantos  enemigos;  y  como  las  medidas 
que  para  ello  deberían  tomar  tenían  por  precisión  que  ser  hostiles, 
encendió  esto  de  nuevo  las  desconfianzas  y  los  odios.  Era  á  la  sa- 
zón gobernador  del  castillo  de  Amberes  Sancho  de  Avila,  que  se  ha- 
bía hecho  tan  famoso.  Conociendo  este  caudillo  el  mal  estado  en 
que  iban  á  verse  sus  negocios,  escribió  al  Senado,  quejándose  con 
acrimonia  de  que  hubiese  mandado  á  las  ciudades  armarse  en  so 
defensa,  pues  era  lo  mismo  que  concitar  sus  odios  contra  las  tropas 
espafiolas.  Respondió  el  Senado,  quejándose  de  la  insoleoeia  de  los 
sediciosos  de  Alost,  cuyos  desmanes  provocaban  cuanto  los  flamen- 
cos hiciesen  en  su  legítima  defensa.  Las  cosas  llegaron  á  tal  punto, 
que  Sancho  de  Avila,  aunque  irritado  contra  los  sediciosos^  á  fio  de 
ponerlos  al  abrigo  del  furor  del  pueblo ,  les  envió  un  refuerzo  de 
gente  y  municiones. 


CAPITULO  XLYI.  587 

AmortígQÓ  an  poco  este  fuego  de  la  guerra  civil,  la  noticia  de  la 
pronta  llegada  á  Flandes  de  don  Juan  de  Austria,  á  quien  el  rey  se 
había  decidido  por  fin  á  encargar  este  gobierno.  Por  otra  parte, 
como  cada  uno  de  los  dos  partidos  temia  que  le  echasen  la  culpa  de 
ser  el  agresor,  se  andaban  algo  remisos  en  las  hostilidades.  Los 
dos  trataron  igualmente  de  ganarse  el  ánimo  del  nuevo  gobernador, 
imputando  al  contrario  los  males  qq¡B  eran  fruto  de  estas  disensio- 
nes. Escribieron  los  del  Senado  ai  rey,  que  en  vano  trataban  ellos 
de  que  se  conservare  buen  afecto  á  los  espadóles,  cuando  era  ge- 
neral el  odio  contra  ellos:  que  no  habia  artesano  ni  labrador  que 
no  comprase  un  arcabuz  ó  se  hiciese  con  un  arma  de  otra  especie 
para  hostilizarlos:  que  no  servia  de  freno  para  la  muchedumbre  la 
tropa  de  los  guarniciones:  que  los  mismos  españoles  atizaban  estos 
odios  propasándose  á  violencias  producidas  en  parte  por  la  falta  de 
pagas,  que  el  Senado  no  podia  satisfacer  por  la  de  caudales:  que 
hasta  entonces  habia  ido  entreteniendo  las  esperanzas  del  pais  con 
la  idea  y  esperanza  que  llegase  pronto  don  Juan  de  Austria,  por  lo 
que  era  de  gran  necesidad  de  que  apresurase  su  partida.  Asi  lo  dis- 
puso el  rey,  mandando  á  su  hermano  que  se  pusiese  cuanto  mas 
antes  en  camino  para  Flandes,  mas  no  llegó  tan  pronto  como  las 
necesidades  del  pais  lo  requería. 

Aprovechó  hábilmente  este  tiempo  el  principe  de  Orange,  indu- 
ciendo á  los  gobernadores  de  las  provincias^  para  que  se  declarasen 
contra  el  rey  en  nombre  de  su  libertad  é  independdtacia.  Algunos 
llegaron  hasta  asegurar  que  el  mismo  conde  de  Arescot,  tan  adicto 
k  la  causa  del  monarca,  llegó  á  entrar  en  comunicaciones  é  inteli- 
gencia con  el  principe,  y  que  se  trató  de  fortificar  esta  unión  con  el 
enlace  de  sus  hijos  respectivos.  Grecia  de  punto  el  odio  á  los  espa- 
ñoles, que  no  contentos  con  la  ocupación  de  Alost,  se  habían  apo- 
derado del  castillo  de  Liquerque,  muy  cerca  de  Bruselas.  Se  trató 
en  el  Senado  de  refrenar  esta  insolencia,  tomando  armas  contra  los 
soldados  sediciosos,  y  como  algunos  de  los  individuos  de  esta  cor- 
poración manifestasen  qus  esto  sería  muy  desagradable  al  rey  de 
EspaOa,  y  que  se  debían  tentar  todos  los  medias  de  miramiento  y 
consideración  hasta  que  llegase  el  dinero  con  que  satisfacer  sus  pa- 
gas, fueron  tenidos  de  los  otros  por  traidores.  Se  sublevó  con  esto 
de  nuevo  el  pueblo  de  Bruselas;  y  habiendo  corrido  á  las  armas, 
hicieron  llevar  á  la  cárcel  á  los  senadores  que  habían  disentido  de 
los  votos  de  la  mayoría;  depusieron  al  gobernador  y  nombraron  en 


58S  HtSTORii  DE  nups  I(. 

sa  lagar  á  Goillermo  Horn,  con  el  mando  absolato  militar,  joven 
mny  contrario  á  la  causa  de  los  españoles.  Sa  primera  operacioo 
faé  enviar  un  regimiento  al  palacio  del  Senado,  con  orden  de  sacar 
violentamente  de  sa  seno  k  los  condes  de  Mansfeld  y  Barlamont,  al 
presidente  Yiglio  y  otros  designados  con  el  nombre  de  hispanienses, 
á  qaienes  pusieron  arrestados  en  sus  casas  para  que  no  trastor- 
nasen con  sus  consejos  la  tranquilidad  y  el  reposo  del  estado. 

El  Senado  quedó  con  esto  disuelto  y  sin  autoridad,  y  la  dirección 
de  los  negocios  en  manos  de  los  diputados  de  los  estados,  contra- 
rios todos  de  los  espaDoles.  Dieron  luego  un  decreto  de  que  saliesen 
de  Flandes  todos  los  de  esta  nación,  y  en  seguida  convocaron  á  los 
diputados  de  todas  las  provincias,  para  conferenciar  sobre  los  me- 
dios de  asegurar  el  orden  y  la  tranquilidad  de  los  estados.  Bien  sa- 
bían que  estas  reuniones  eran  contra  la  expresa  voluntad  del  rey; 
mas  no  titubearon  en  llevar  adelante  una  resolución  en  que  tenia 
tanta  parte  el  odio  á  su  gobierno.  Acudieron  las  provincias  de 
Haynaut,  Artois  y  Flandes  á  Gante,  donde  ajustaron  una  especie 
de  confederación  que  con  el  tiempo  iba  á  echar  tantas  raices  en  los 
Paises-Bajos.  Se  trasladó  esta  reunión  á  Bruselas,  adonde  acudie- 
ron diputados  por  otras  mas  provincias.  Se  concretaron  entonces 
todas  las  manifestaciones  y  medidas  de  la  confederación,  á  la  ex- 
pulsión de  los  españoles  y  demás  tropas  extranjeras,  y  aunque 
no  hablaban  de  sustraerse  á  la  autoridad  del  rey,  sabido  era  que 
obraban  contra  sus  principios  políticos  y  expresas  intenciones.  Se 
dirigió  la  confederación  á  Francia,  á  Inglaterra  y  á  varios  estados 
de  Alemania,  pidiéndoles  protección  en  su  demanda,  que  tenían  por 
tan  justa  y  razonable.  Igual  manifestación  hicieron  al  principe  de 
Orange,  pidiéndole  se  juntase  con  ellos  y  acudiesen  algunas  fuerzas 
á  Gante,  en  cuya  fortaleza  tenían  guarnición  los  espaDoles.  No  de- 
seaba otra  cosa  aquel  personaje,  y  así  envió  al  momento  un  nú- 
mero considerable  de  tropas,  que  se  posesionaron  de  dicha  forta- 
leza. A  las  provincias  ya  dichas  se  reunieron  las  de  Holanda  y  Ze- 
landa, sin  ser  obstáculo  ninguno  el  que  estas  dos  últimas  fuesen  el 
asiento  principal  de  las  nuevas  sectas  religiosas.  Para  concebir  ana 
idea  de  lo  popular  que  era  la  medida  de  la  expulsión  de  las  tropas 
espaSolas,  bastará  indicar  que  muchos  prelados  y  eclesiásticos  de 
elevada  clase  acudieron  á  Gante,  y  manifestaron  los  mismos  deseos 
de  que  saliesen  de  Flandes  todas  las  tropas  extranjeras. 

Se  podia  considerar  esta  confederación  en  hostilidad  abierta  con* 


CAPÍTULO  XLVL  589 

tra  el  rey  de  EspaOa.  Como  tal  la  tomaron  las  tropas  espafiolas,  que 
miraban  aquel  país  como  suyo,  por  derecho  de  conquista.  Se  de- 
claró una  abierta  enemistad  entre  los  soldados  de  uno  y  otro  ban- 
do, pues  la  confederación  alistó  tropas  en  apoyo  de  sus  pretensio- 
nes. Fué  recibido  en  Bruselas  con  muestras  de  grande  regocijo  el 
joven  conde  de  Egmont,  hijo  del  que  habia  sido  ajusticiado  pocos 
a&os  antes,  y  revestido  de  un  mando  importante,  á  pesar  de  sus 
pocos  afios  y  falta  de  experiencia. 

Ta  hablan  comenzado  las  hostilidades  entre  las  dos  facciones.  Eu 
el  primer  encuentro  fueron  derrotados  los  confederados  mandados 
por  el  conde  de  Glimen;  mas  esto,  en  lugar  de  abatir  su  ánimo, 
los  inflamó  de  nuevo  con  los  estímulos  de  la  venganza.  Corrieron 
los  espafioles  victoriosos,  á  las  órdenes  del  capitán  espafiol  Alonso 
Vargas,  á  Maestricht,  de  donde  hacia  poco  que  habia  sido  expelida 
su  guarnición  por  las  tropas  de  los  confederados.  Para  volver  á  re- 
cobrar la  plaza,  se  valieron  de  la  estratagema  de  llevar  delante  de 
sus  columnas  todas  las  mujeres  y  nifios  que  pudieron  recoger  de 
los  contornos,  con  lo  cual  los  habitantes  se  abstuvieron  de  hacer 
fuego,  por  no  hacer  víctimas  á  gente  indefensa  y  que  les  tocaban 
tan  de  cerca.  Tal  vez  será  esta  especie  una  de  las  invenciones  de  la 
fantasía  de  los  historiadores.  Mas  como  quiera  que  sea,  los  españo- 
les entraron  á  viva  fuerza  en  Maestricht,  cuyo  pueblo  saquearon, 
por  derecho  de  conquista. 

Se  declaraba  la  suerte  de  las  armas  por  los  espafioles,  mas  no 
seguían  menos  en  su  pronunciamiento  los  confederados.  Temiendo 
por  la  suerte  de  la  ciudad  de  Amberes,  en  cuyo  castillo  mandaba 
Sancho  de  Avila ,  enviaron  allá  las  tropas  de  que  podían  disponer, 
contándose  entre  ellas  el  tercio  de  Egmont  y  las  alemanas  manda- 
das por  el  conde  de  Overteí.  Reunidas  estas  con  li^s  de  la  plaza, 
que  mandaba  el  conde  de  Champigny,  compusieron  una  guarnición 
muy  respetable.  Pero  dominados  por  el  castillo,  construido  como 
hemos  dicho,  mas  con  objeto  d^  hostilizar  á  la  ciudad  que  defen- 
derla contra  enemigos  exteriores,  era  preciso  que  tratasen  de  apo- 
derarse de  esta  fortaleza  ó  que  se  pusiese  al  menos  á  cubierto  de 
sus  tiros.  Todas  las  disposiciones  de  su  gobernador  se  dirigieron  á 
este  objeto.  Mas  no  estaba  mientras  tanto  ocioso  Sancho  de  Avila, 
capitán  antiguo,  y  que  sabia  cuánto  le  importaba  el  ser  agresor  ea 
esta  lucha.  Acudieron  á  su  llamamiento  todas  las  tropas  espafiolas 
que  se  hallaban  en  los  pueblos  inmediatos,  capitaneadas,  entre 

Tomo  i.  *75 


590  HISTOBU  DE  FBLIPK  II. 

otros  jefes,  por  Francisco  Valdés,  Julián  Romero  y  Antonio  de  Oli- 
vera. También  se  presentó  en  el  castillo  el  capitán  Vargas,  que 
acababa  de  hacer  la  conquista  de  Maestricht,  y  hasta  los  mismos 
sediciosos  de  Alost  acudieron  con  su  electo,  queriendo  sin  duda 
mostrarse  agradecidos  por  los  socorros  que  les  babia  enviado  San- 
cho de  Avila,  y  dando  á  entender  que  en  semejantes  conflictos  todos 
eran  espafioles. 

Reunido  así  un  cuerpo  de  cinco  á  seis  mil  hombres,  encendidos 
todos  contra  ios  confederados,  no  perdió  un  momento  Sancho  de 
Avila  en  tomar  la  ofensiva  contrs^  los^  de  Amberes ;  y  habiendo  in- 
flamado á  sus  tropas  con  una  corta  arenga,  en  que  se  hacia  pom- 
posa descripción  de  las  riquezas  de  aquel  pueblo,  bajaron  denoda- 
das á  dar  un  asalto  que  tanto  excitaba  su  codicia.  Fué  terrible  el 
Ímpetu  con  que  embistieron  ;  y  las  obras  que  habia  mandado  cons- 
truir el  gobernador  para  defensa  de  la  ciudad,  quedaron  allanadas 
en  el  acto.  Entraron  los  espaOoles,  arrollando  cuantas  tropas  se  les 
ponian  por  delante.  Fué  el  tercio  mandado  por  el  conde  de  Egmont 
el  primero  que  les  hizo  frente ,  y  como  compuesto  de  soldados  bi- 
sofios,  al  punto  desbaratado,  quedando  su  jefe  prisionero.  No  ofre- 
cieron mas  seria  resistencia  las  demás  tropas  de  la  plaza,  entre  las 
que  se  introdujo  el  desaliento  y  el  desorden,  Mas  animosos  se  mos- 
traron una  gran  parte  de  los  habitantes  de  la  ciudad,  llevados  por 
la  desesperación,  al  considerar  que  iban  &  ser  despojados  de  sos 
bienes,  haciéndose  fuertes  desde  el  palacio  llamado  de  la  Curia, 
donde  hicieron  una  obstinada  resistencia.  Acudieron  los  españoles 
al  expediente  de  poner  fuego  á  este  edificio,  que  se  incendió  con 
ochenta  casas  de  las  inmediaciones^  y  con  esto  se  dio  fin  á  toda  re- 
sistencia. 

Duefios  de  Amberes  los  espaOoles,  procedieron,  como  era  de 
aguardar,  al  saqueo  de  aquella  rica  población,  emporio  del  comer- 
cio de  los  Paises-Bajos.  El  botin  fué  inmenso.  Se  redimieron  ma- 
chos habitantes  del  despojo  por  sumas  muy  cuantiosas ;  mas  alga- 
nos  fueron  víctimas  de  las  pugnas  que  se  suscitaban  entre  los  mis- 
mos vencedores  disputándose  las  presas.  Los  desórdenes  y  crael- 
dades  á  que  dan  m&rgen  conflictos  tan  terribles,  son  fáciles  de  ima- 
ginarse. Perecieron  mas  de  seis  mil  personas  en  Amberes,  tres  mil 
pasadas  á  cuchillo,  mil  y  quinientas  que  murieron  entre  las  raíoas 
de  los  edificios,  y  otros  tantos  ahogados  en  el  rio.  Se  dice  qae  no 
murieron  mas  que  veinte  y  cinco  de  los  espaOoles  ;  mas  en  estas 


CAPITULO  XLYI.  591 

evaluaciones  se  cometOD  siempre  muchísimas  iuexactítudes. 

Causó  profunda  impresión  en  el  pais  la  noticia  de  la  toma  y  saco 
de  una  ciudad  tan  populosa,  tan  comerciante  y  tan  rica  como  Am- 
beres,  considerada  bajo  estos  tres  aspectos  como  una  de  las  prime- 
ras de  los  Paises-Bajos.  Se  valuó  el  botin  en  mas  de  dos  millones 
de  florines.  Se  dice  que  los  soldados  se  enriquecieron  tanto,  que 
hicieron  de  oro  macizo  las  empufiaduras  de  sus  dagas,  y  hasta  pe- 
tos y  morriones,  á  los  que  dieron  un  color  oscuro,  á  fin  de  ocultar 
el  melal  precioso  de  que  estaban  construidos.  Es  natural  que  hu- 
biese exageración  en  estas  noticias,  como  en  el  número  de  los  muer- 
tos y  otras  atrocidades  ejercidas  por  los  españoles.  Mas  no  hay  du- 
da que  este  saqueo  acrecentó  el  odio  que  se  tenia  á  los  de  su  na- 
ción, y  que  sin  hacer  desmayar  á  los  confederadoSt  los  animó  & 
pensar  en  nuevos  medios  de  mas  seria  resistencia. 

Enviaron  comisionados  &  EspaQa  quejándose  de  la  atrocidad  re- 
ciente cometida  por  los  espaDoles,  y  que  había  sido  precedida  de 
tantas  sediciones,  de  tantas  violencias,  de  tantos  atropellos  de  sus 
habitantes.  Protestando  siempre  de  su  fidelidad  á  la  causa  del  rey, 
de  su  adhesión  y  obediencia  á  su  suprema  autoridad,  le  decian  los 
confederados  que  no  habia  que  aguardar  tranquilidad  para  el  pais, 
mientras  en  él  subsistiesen  soldados  tan  atrevidos  é  indisciplinados. 
Por  otra  parte,  sabedores  los  espafioles  del  mensaje,  representaron 
también  con  energía  al  rey  quejándose  de  los  flamencos,  haciéndo- 
le ver  que  el  odio  que  les  profesaban  no  era  mas  que  un  pretexto 
para  sustraerse  á  su  suprema  autoridad  :  que  los  confederados,  en 
son  de  mostrarse  celosos  por  la  tranquilidad  del  país,  no  eran  mas 
que  rebeldes  encubiertos,  que  en  secreto  trabajaban  para  concitar 
los  ánimos  contra  el  rey :  que  el  pais  seria  pronto  teatro  de  una 
completa  insurrección  si  no  se  acudía  al  remedio  con  fuerzas  respe- 
tables :  que  los  del  castillo  de  Amberes  se  veían  amenazados  por 
los  de  la  ciudad,  que  habían  construido  ya  obras  para  hostilizarlos: 
qué  la  toma  de  la  ciudad  no  había  sido  mas  que  una  medida  de 
justa  represalia  y  de  castigo;  con  todo  lo  demás  que  podía  ponerles 
en  buen  lugar  con  el  rey,  cuyo  modo  de  pensar  sin  duda  conocían. 

Durante  este  conflicto  y  exasperación  mutua  de  los  ánimos,  hizo 
so  entrada  en  los  estados  de  Flandes  don  Juan  de  Austria. 


CAPrriito  XLVit 


Continuación  del  anterior. ^Llegada  de  don  Juan  de  Austria  á  los  Paises-Bajos.— Di- 
ficultades de  los  estados  para  entregarle  las  riendas  del  gobierno. —  Le  imponen 
condiciones.— Las  acepta  don  Juan.— Edicto  perpetuo. — Salen  de  los  Paises-Bajos 
los  españoles  y  demás  tropas  extranjeras.— Magnifica  entrada  de  don  Juan  enBm- 

selas. — Mutuas  desconfianzas  y  recelos Sale  don  Juan  de  Bruselas  y  se  apoden 

del  castillo  de  Namur. — Se  declara  nueva  guerra.— Llaman  los  estados  al  principe 
de  Orange. — Vuelven  las  tropas  españolas  á  los  Paises-Bajos,  capitaneadas  por  el 
principe  Alejandro  de  Parma. — Celos  é  intrigas  contra  el  principe  de  Orange.— 
Llaman  los  estados  al  archiduque  Matias  para  gobernarlos. — Su  entrada  en  Bruse- 
las, donde  le  entregan  las  riendas  del  gobierno  (1). — (1576-1577.) 


Fué  prudente  la  determinacioD  de  enviar  á  don  Juan  de  Austria 
k  Flandes,  mas  tardía.  Si  se  hubiese  adoptado  inmediatamente  que 
falleció  don  Luis  de  Requesens,  se  hubiesen  evitado  los  conflictos 
debidos  á  la  administración  de  un  cuerpo  de  muchas  cabezas,  como 
el  Consejo  de  Estado  de  los  Paises-Bajos.  No  era  necesaria  mucha 
previsión  para  conocer  que  en  la  confusión  y  hasta  anarquía  que 
trabajaba  aquel  pais,  se  necesitaba  la  mano  firme  de  un  jefe  solo, 
á  quien  se  encomendase  la  dirección  de  los  negocios.  Fué,  pues, 
falta  en  Felipe  II  el  haber  diferido  tanto  el  envío  de  un  supremo 
gobernante.  Pero  este  monarca  tenia  su  atención  repartida  en  de- 
masiados puntos  ¿  la  vez,  para  no  padecer  algún  descuido,  y  esta- 
ba demasiado  lejos  de  los  mas  interesantes,  para  que  pudiese  tener 
idea  exacta  de  su  estado.  Por  otra  parte,  examinada  bien  la  sitúa- 

(1)   Las  mismat  autoridades  que  en  los  anteriores. 


r 

'     CAPITULO  XLVII.  593 

cion  de  los  Paises-Bajos,  se  puede  decir  que  ningún  medio  ni  sis- 
tema podia  conducir  á  su  completa  pacificación  y  á  consolidar  en 
él  la  autoridad  del  rey,  tal  como  este  la  entendía.  Habia  producido 
malos  resultados  el  de  rigor  empleado  por  el  duque  de  Alba.  No 
los  tuvo  mucho  mas  felices  la  suavidad  y  templanza  de  su  sucesor; 
y  la  administración  que  siguió  después,  se  condujo  de  un  modo  que 
DO  se  sabia  si  era  amiga  ó  estaba  declarada  en  rebelión  contra  el 
mismo  soberano  que  acataba.  Los  hombres  previsores  no  podian, 
en  la  altura  á  que  hablan  llegado  los  negocios,  concebir  grandes 
esperanzas  de  la  administración  de  don  Juan  de  Austria;  mas  siem- 
pre era  para  ellos  una  garantía  de  acierto,  la  grande  nombradla 
que  por  su  nacimiento  y  hechos  gloriosos  alcanzaba. 

Tomó  la  posta  don  Juan  de  Austria ,  según  la  orden  expresa  de 
su  hermano ;  mas  cuando  llegó  á  los  Países-Bajos,  ya  habia  ocur- 
rido la  catástrofe  de  Amberes  y  manifestádose  en  abierta  hostilidad 
el  Consejo  de  Estado  contra  las  tropas  espafiolas.  Desde  Luxembur- 
go  despachó  cartas  al  Senado,  eoviándole  la  orden  ó  comisión,  en 
virtud  de  la  cual  le  nombraba  el  rey  gobernador  de  los  Paises- 
Bajos,  pidiéndoles  al  mismo  tiempo  la  dirección  de  los  negocios  ci- 
viles ,  y  el  mando  militar  de  todas  las  fuerzas  del  Estado.  No  se 
mostró  muy  pronto  el  Consejo  de  Estado  del  pais  á  cumplir  los  de- 
seos del  nuevo  gobernante.  En  el  estado  de  desconfianza  y  hasta  de 
hostilidad  en  que  se  hallaban  contra  el  rey ,  necesitaban  garantías 
y  poner  sus  condiciones  para  la  admisión  de  don  Juan  de  Austria. 
Sin  duda  influiao  mucho  en  esta  desconfianza,  los  consejos  del 
principe  de  Orange.  Mas  prescindiendo  de  este  resorte  poderoso, 
hubiese  sido  grandísima  imprudencia  en  los  estados  entregarse  cie- 
gamente al  representante  de  su  antiguo  soberano.  Así,  después  de 
varías  deliberaciones,  contestaron  á  don  Juan  que  estaban  prontos 
á  recibirle  como  su  gobernador,  después  que  hubiese  él  reconocido 
las  actas  de  la  confederación  de  Gante,  comprometiéndose  al  mismo 
tiempo  á  hacer  salir  del  pais  á  las  tropas  espafiolas ;  medida  im- 
portante y  la  principal  que  hablan  decretado  los  confederados. 

Recibió  el  mensaje  don  Juan  de  Austria  sin  mostrarse  ofendido 
por  este  desaire  á  la  suprema  autoridad  que  el  rey  le  habia  confia- 
do. Exigia  la  respuesta  algún  detenimiento  y  reñexion,  y  el  prínci- 
pe lo  consultó  con  sus  dos  secretarios  mas  íntimos,  Octavio  Gon- 
2aga  y  Juan  Bscobedo,  cuyo  nombre  figura  mucho  en  la  historia 
que  escribimos.  Opinó  el  primero  porque  don  Juan  se  negase  á  las 


594  BISTORU  DB  F£UP£  II. 

GOodicioDes  que  el  Senado  le  imponía,  alegando  qae  esta  corpora- 
ción ocultaba  bajo  la  apariencia  de  obediencia  al  rey,  los  sentimien- 
tos de  una  oculta  rebeldía :  que  su  petición  de  que  se  expeliesen 
las  tropas  extranjeras,  no  tenia  mas  objeto  que  el  de  sacudir  com- 
pletamente el  yugo  espaOol,  valiéndose  para  eso  de  las  nacionales: 
que  todo  era  artificio  del  príncipe  de  Orange,  de  quien  eran  aliados 
y  hechuras  la  mayor  parte  de  los  senadores :  que  el  deshacerse  de 
los  españoles  y  demás  tropas  extranjeras,  era  presentarse  en  el  país 
completamente  desarmado  y  á  la  discreción  de  los  rebeldes :  que 
era  muy  desdoroso  á  la  persona  y  carácter  de  don  Juan  comenzar 
su  gobierno  sometiéndose  á  condiciones  impuestas  por  sus  subor- 
dinados ;  y  que  si  quería  ser  indulgente  y  perdonar,  era  preciso 
reprimir  y  vencer  antes. 

Diversos  fueron  los  sentimientos  que  mostró  Escobedo.  Dijo  que 
también  le  era  doloroso  que  don  Juan  pasase  por  la  dura  condición 
de  despedir  las  tropas  españolas ;  mas  que  esta  medida  era  popu- 
lar, hasla  el  punto  de  ser  apoyada  por  los  votos  de  todas  las  clases 
del  estado :  que  sería  incurrir  en  la  animadversión  general ,  obsti- 
narse en  conservar  unas  tropas  que,  cualesquiera  que  hubiesen 
sido  los  motivos,  ya  habían  ejercido  en  varíes  puntos  todo  género 
de  excesos  y  violencias :  que  el  sacode  Amberes,  sobre  todo,  había 
excitado  una  indignación  universal,  sin  que  nadie  pudiese  disculpar 
tal  atentado :  que  obstinarse  en  esta  medida,  seria  adoptar  el  plan 
de  severídad  desplegada  por  el  duque  de  Alba,  y  seguida  de  tan 
funestos  resultados :  que  los  españoles,  sobre  todo,  no  eran  nece- 
sarios en  el  país,  pues  sin  ellos  habia  gobernado  la  príncesa  Mar- 
garita, siendo  siempre  cosa  de  lamentar,  el  que  no  se  hubiese  se- 
guido su  parecer  de  que  no  se  mandasen  á  Flandes  semejantes 
tropas. 

Se  inclinó  don  Juan  de  Austria  á  este  último  consejo,  tal  vez  por 
parecerle  el  mas  saludable,  tal  vez  por  espíritu  de  moderación  y  de 
indulgencia,  tal  vez  porque  el  retener  las  tropas  extranjeras  do  le 
expusiese  á  murmuraciones  en  la  corte  de  Madrid,  no  habiendo  re- 
cibido del  rey  instrucción  ninguna  sobre  la  materia.  Por  otra  parte, 
nada  tenían  de  chocante  para  él  las  determinaciones  de  la  confede- 
ración, en  que  quedaba  salva  la  autoridad  del  rey  y  la  adhesión  &  la 
fe  católica,  pues  la  conclusión  de  todo  lo  determinado  era  la  cláu- 
sula siguiente:  «Nosotros  los  infrascritos,  delegados  de  los  estados, 
»á  quienes  también  representamos,  hemos  prometido  y  prometemos 


CiPlTULO  XLVII.  595 

x^maDtener  perpetuamente  estos  coociertos  para  la  conservación  de 
^nuestra  sacrosanta  fe  y  de  la  religión  apostólica  romana:  para  el 
soentero  cumplimiento  de  esta  pacificación  de  Gante:  para  la  expnl- 
i»sion  de  los  espaOolesy  todos  sus  aliados;  salva  siempre  la  obedien- 
Dcia  debida  á  la  majestad  real.»  No  queriendo  el  de  Austria  partir 
de  ligero,  á  pesar  de^esta  manifestación,  sometió  al  examen  de  per- 
sonas doctas  todos  los  capítulos  concertados  en  la  liga;  y  habiéndole 
manifestado  que  podian  admitirse,  por  no  contener  nada  contrario 
Di  á  la  religión  ni  al  rey,  los  remitió  á  EspaOa,  donde  fueron  apro- 
l)ados  por  su  hermano.  Con  este  beneplácito,  y  saliendo  por  garan- 
tes los  embajadores  del  emperador  Rodulfo,  de)  obispo  de  Lieja  y  del 
duque  de  Gleves,  se  ajustó  en  enero  de  1577  la  pacificación  con  el 
nombre  de  edicto  perpetuo,  en  Marc-la-famine,  ciudad  de  Luxem- 
burgo,  por  el  cual  se  comprometió  don  Juan  de  Austria  á  disponer 
la  salida  de  los  espafiole^,  y  los  estados  á  guardar  obediencia  al  rey 
y  mantener  la  religión  católica. 

Se  publicó  solemnemente  este  edicto  en  todas  las  ciudades  prin- 
cipales de  los  Paises-Bajos,  y  don  Juan  de  Austria  fué  aclamado  por 
su  gobernador,  con  demostraciones  de  regocijo,  acompañadas  de 
gran  pompa  y  aparato.  Antes  de  internarse  mas  en  el  paisse  detuvo 
en  Lovaina  don  Juan,  y  desde  allí  se  ocupó  activamente  en  disponer 
la  salida  de  los  españoles,  para  quienes  fué  esta  disposición  objeto 
de  las  murmuraciones  mas  violentas.  Se  quejaron  de  la  ingratitud 
con  que  eran  pagados  sus  servicios,  los  grandes  peligros  á  que  se 
habían  expuesto  en  servicio  del  rey,  y  la  sangre  que  hablan  vertido 
en  aquel  suelo,  donde  tanto  se  les  despreciaba.  Decian  que  era  tra- 
tarlos con  la  mayor  ignominia  sacrificarlos  al  resentimiento  y  envi- 
dia de  sus  émulos;  que  en  cuantas  partes  se  presentasen,  se  les  daría 
en  rostro  con  una  expulsión  que  llevaba  el  carácter  de.  la  infamia; 
que  si  algunos  afios  antes  habían  salido  del  páis,  habia  tenido  esta 
medida  el  pretexto  honroso  de  emplearlos  en  las  guerras  de  África 
y  de  Italia;  mas  que  ahora  se  veian  expelidos  del  teatro  de  sus  ha- 
zañas para  servir  de  befa  á  los  flamencos,  y  fomentar  los  proyectos 
de  insurrección  que  abrigaban  contra  el  rey  de  Espafia.  En  cuantas 
guarniciones  habia  tropas  de  EspaBa  y  demás  paises  extranjeros,  se 
oíi&n  estas  quejas;  mas  en  ninguna  parle  con  tanta  vehemencia  como 
en  la  ciudad  de  Amberes,  donde  acababan  de  ser  los  espafioles  tan 
preponderantes.  Llegó  el  descontentóla  rayar  en  sedición,  hasta  el 
punto  de  creer  necesario  don  Juan  de  Austria  enviar  allá  su  seere- 


596  HISTORIA  DE  FSLIPK  II.  . 

tario  Escobado,  á  fin  de  calmar  la  efervescencia  de  los  ánimos.  Se 
condujo  este  con  tino  y  con  prudencia,  diciendo  á  los  descontentos 
que  nada  tenia  aquella  medida  de  injuriosa,  y  sisólo  era  promovida 
por  la  fuerza  de  las  circunstancias:  que  ni  el  rey  ni  don  Juan  de 
Austria  desconocian  el  mérito  de  sus  servicios,  hallándose  siempre 
prontos  á  premiarlos;  mas  que  en  el  conflicto,  en  el  choque  de  pa- 
siones era  preciso  hacer  algo  en  beneficio  de  la  tranquilidad  de  aquel 
país,  que  al  gobernador  general  le  estaba  encomendada:  que  que- 
daba siempre  en  el  mayor  lustre  la  gloria  que  hablan  adquirido  en 
Flandes,  donde  la  victoria  habia  coronado  siempre  sus  empresas; 
que  los  flamencos  eran  los  primeros  á  dar  testimonio  de  la  bizarría 
de  los  soldados  espafioles  en  todos  los  encuentros:  que  si  en  algo 
hablan  deslustrado  estos  laureles  por  las  frecuentes  sediciones  á  que 
se  hablan  entregado,  era  la  ocasión  mas  oportuna  de  merecer  d 
perdón  del  rey,  sometiéndose  á  sus  órdenes.  Con  estas  y  otras  pa- 
labras supo  amansar  la  furia  de  los  ánimos,  y  los  espafioles,  ó  pof 
sentimiento  de  fidelidad  al  rey,  ó  por  ver  que  ya  no  tenían  mas  re- 
medio, entregaron  los  castilos  y  demás  plazas  fuertes  de  que  se  ha- 
blan apoderado.  Además  los  calmó  mucho  un  edicto  favorable  que 
se  expidió  á  su  favor,  alabando  su  comportamiento  militar,  y  dando 
grandes  elogios  á  su  bizarría  en  los  combates. 

Se  reunieron  todos  los  espafioles  en  Haestricht,  donde  se  hizo  el 
cange  de  los  prisioneros  que  se  habían  cogido  mutuamente,  contán- 
dose entre  otros,  por  parte  de  los  flamencos,  el  conde  de  Egmont, 
y  por  la  de  los  espafioles  la  mujer  del  capitán  Mondragon,  qae  fué 
entregada  á  su  marido.  Para  sufragar  los  gastos  de  la  salida  dees- 
tas  tropas  y  satisfacer  las  pagas  atrasadas,  prometieron  los  estados 
aprontar  la  suma  de  seiscientos  mil  florines,  pagada  la  mitad  al  con- 
tado,  y  la  otra  con  letras  de  cambio  sobre  Genova.  Pero  no  habien- 
do podido  satisfacer  por  el  pronto  mas  que  cien  mil,  adelantó  dw 
Juan  de  Austria  los  otros  doscientos  mil  por  vía  de  empréstito. 

Se  verificó  por  fin  en  abril  de  1517  el  movimiento  de  las  tropas 
espafiolas,  italianas  y  borgofionas  y  otros  mas  países  extraDjeros.  Se 
dio  el  mando  de  todas  estas  tropas  al  conde  de  Mansfeit  á  fin  de  evi- 
tar las  rivalidades  que  se  comenzaban  á  suscitar  entre  los  capitaneB 
espafioles.  Vargas,  Romero,  Avila  y  Valdés,  pues  cada  ano  secieia 
con  derecho  de  ser  el  jefe  de  toda  esta  columna.  Marchaban  las  tro- 
pas tristes  y  pesarosas  al  dejar  un  pais  donde  habían  residido  cera 
de  diez  afios,  habiéndose  algunos  casado  en  él,  y  echado  raices  con 


CAPITULO  XLYíI.  597 

Otras  conexiones.  Aumentaba  esle  pesar  el  sentimiento  de  verse  ex- 
pulsados del  teatro  de  sus  glorias,  no  excitando  poco  su  indignación, 
el  contemplar  en  los  pueblos  del  tránsito  las  demostraciones  de  ale- 
gría por  verse  libres  de  la  presencia  de  estos  extranjeros.  Así  salie- 
ron del  pais,  y  atravesando  la  Lorena,  la  Borgofia  y  la  Saboya,  lle- 
garon á  Italia,  donde  fueron  distribuidos  en  cantones  diferentes. 

No  se  presentó  don  Juan  de  Austria  á  revistar  las  tropas,  como 
estas  lo  solicitaban  antes  de  emprender  la  marcha.  Sin  duda  quí.so 
dar  esta  muestra  mas  de  su  sincera  adhesión  al  tratado  que  acababa 
de  firmar,  quitando  toda  sospecha  á  que  pudiese  dar  origen  este 
paso  aventurado.  Después  de  verificada  la  salida,  hizo  su  entrada 
pública  en  Bruselas  con  todo  aparato  y  magnificencia,  acompañado 
deMegado  del  Papa  y  los  diputados  de  todas  las  provincias.  En  la 
ciudad,  fué  recibido  con  las  manifestaciones  del  mas  vivo  regocijo, 
y  todos  los  homenajes  de  respeto  á  que  era  acreedor  un  príncipe 
joven,  coronado  por  tierra  y  mar  con  tantos  laureles;  que  además 
de  verse  revestido  de  tan  grande  autoridad,  reunia  la  circunstancia 
de  ser  hijo  de  un  soberano  tan  popular  y  querido  en  Flandes  como 
Garlos  Y.  §e  manifestó  don  Juan  sensible  á  estas  demostraciones  de 
alegría  y  de  respeto,  acogiendo  á  todos  con  afabilidad,  mostrándose 
benigno  y  propenso  á  trabajar  por  todos  los  medios  posibles  para 
hacer  feliz  al  pais,  y  restituirle  totalmente  el  orden  y  tranquilidad 
de  que  por  tantos  afios  habia  carecido. 

Parecia  sincero  el  lenguaje  de  don  Juan:  con  igual  carácter  se 
manifestaban  el  amor  y  la  popularidad,  de  que  fué  desde  un  prin- 
cipio objeto  para  los  flamencos.  Joven,  afable,  bien  apuesto  en  su 
persona,  de  carácter  franco,  de  maneras  insinuantes,  se  hallaba  con 
todos  los  medios  de  cautivarse  las  voluntades  de  sus  gobernados. 
Mas  duraron  muy  poco  las  mutuas  simpatías.  Eran  demasiado  pro- 
fundas las  llagas  que  las  luchas  pasadas,  que  la  actual  desconfianza 
habian  hecho  en  los  ánimos  de  la  generalidad,  para  que  se  curasen 
con  simples  apariencias.  Comenzó  en  medio  mismo  de  los  regocijos 
y  felicitaciones  públicas,  á  levantarse  una  sorda  tempestad,  que  iba 
á  estallar  del  modo  mas  violento.  Acusaban  los  homt)res  previsores 
de  imprudencia  á  don  Juan  de  Austria,  de  haberse  echado  sin  tro- 
pas y  como  sin  defensa  en  brazos  de  un  pueblo  de  sentimientos 
equívocos,  y  que  cualquiera  que  fuese  clamor  que  le  manifestaban, 
nadie  podia  dudar  de  sus  verdaderos  sentimientos,  relativos  á  la  do- 
minación del  rey  de  Espafia.  Estaba  el  pais  en  su  generalidad  eman- 

Tomo  i.  "^^ 


598  HISTORIA  DB  FBLIPB  II. 

cipado  de  hecho  de  aquel  monarca,  que  tenia  para  ellos  todo  el  ca- 
rácter de  extranjero,  y  no  babia  mas  medios  de  contenerle  en  la 
obediencia  que  los  de  la  fuerza,  dado  caso  que  fuesen  suficientes. 
Se  hallaba  don  Juan  aislado,  sin  castillos,  sin  plazas  fuertes  á  sa 
devoción,  sin  tropas  seguras  en  quienes  podía  fiarse,  en  caso  de  al- 
guna desagradable  contingencia.  Esparcían  por  su  parte  los  grandes 
del  pais,  enemigos  de  los  espafioles,  rumores  siniestros  sobre  el  ca- 
rácter y  persona  de  don  Juan,  y  sobre  la  misión  de  que  estaba  re- 
vestido. Decían  que  las  tropas  extranjeras  permanecían  muy  pró- 
ximas á  la  frontera,  esparcidas  en  diversos  puntos,  prontas  á  entrar 
en  el  pais  cuando  fuese  necesario;  que  parte  de  ellas  habían  ido  á 
continuar  sus  servicios  contra  los  calvinistas  de  Francia,  aliados 
naturales  de  los  Paises-Bajos;  que  eran  unos  mismos  los  enemigos 
de  unos  y  otros.  Afiadiap  que  don  Juan,  antes  de  salir  de  EspaOa, 
había  prestado  en  manos  del  rey  un  juramento  muy  contrario  al  de 
observar  las  capitulaciones  de  Gante,  y  que  como  mas  antiguo  debía 
de  serle  mas  obligatorio;  que  aquellas  apariencias  de  afabilidad  no 
eran  mas  que  un  velo  con  que  se  cubrían  siniestras  intenciones:  que 
habían  andado  muy  poco  cautos  los  estados  entregándole  las  riendas 
del  gobierno,  sin  pedir  mas  condiciones  que  la  expulsión  de  las  tropas 
extranjeras,  cuando  deberían  exigir  la  restitución  de  los  fueros  y 
privilegios  del  pais,  de  que  habían  sido  tan  injustamente  despo- 
jados. 

No  era  el  menos  activo  propalador  de  estas  voces,  en  descrédito 
de  don  Juan  de  Austria,  el  príncipe  de  Orange,  tan  propenso  siempre 
á  hostilizar  al  rey,  pues  de  otro  modo,  no  podía  obrar  en  el  sentido 
de  sus  intereses.  Sus  compromisos,  sus  circunstancias,  el  nuevo 
culto  que  profesaba,  aun  prescindiendo  de  los  estímulos  de  la  am- 
bición, todo  le  obligaba  á  continuar  la  guerra,  á  destruir  para  siem- 
pre la  autoridad  del  rey  en  los  Países-Bajos.  De  todos  los  goberna- 
dores enviados  de  Espada,  debía  de  ser  enemigo  encarnizado.  No 
podía  ser  excepción  de  esta  regla  don  Juan  de  Austria.  Por  mas  que 
el  espíritu  de  partido  de  los  historiadores  afee  ó  ensalce  la  conducta 
de  cada  uno  de  los  dos  partidos  que  estaban  tan  en  pugna,  es  un 
hecho  que  la  guerra  autorizaba,  por  decirlo  así,  todos  los  medios  de 
hostilidad  de  que  une  y  otro  se  valian.  Debió  de  ser  un  grande  pe- 
sar para  el  de  Orange  la  presencia  de  don  Juan  en  los  Países- Bajos. 
Que  hiciese  todo  lo  posible  porque  los  estados  no  le  entregasen  las 
riendas  del  país  parece  muy  natural;  otra  cosa,  sería  en  él  descuido 


CAPÍTULO  XLYIL  599 

grave.  Tal  vez  propuso  ¿  los  estados  el  que  exigiesen  por  coadícion 
que  don  Juan  firmase  las  actas  de  la  liga  de  Gante,  esperando  que 
el  austríaco  rehusase  recibir  la  ley,  antes  de  darla.  De  todos  modos, 
cuando  le  vio  de  hecho  gobernador  de  Flandes,  natural  era  que  tra- 
tase de  desvirtuarle,  de  deprimir  su  autoridad,  de  hacerle  objeto  de 
desconfianza  y  de  sospecha.  Por  lo  pronto,  no  quiso  tener  con  él  la 
mas  pequeOa  relación  poHtica,  ni  obrar  de  modo  que  se  creyese  re- 
conocer su  autoridad;  y  cuando  se  le  envió  un  mensaje  de  Bruselas 
para  que  las  provincias  de  Holanda  y  Zelanda  que  reconocian  su  au* 
toridad,  se  adhiriesen  al  edicto  perpetuo,  que  unia  á  las  demás,  se 
negó  á  ello,  alegando  que  siendo  dichas  dos  provincias  de  distinta 
religión,  no  podian  convenir  con  las  demás  en  el  juramento  de  con- 
servar la  católica  romana. 

Produjeron  estas  artes  y  maquinaciones  el  efecto  deseado.  Vino 
poco  á  poco  á  menos,  el  crédito  de  don  Juan,  hasta  convertirse  en 
odio,  lo  que  habla  sido  antes  popularidad  y  confianza  ciega  en  su 
persona.  Corrieron  por  el  pais  copias  de  cartas  de  don  Juan  de  Aus- 
tria al  rey  de  EspaOa,  interceptadas  en  Francia,  en  que  pedia  dinero 
y  auxilio  de  gente,  pues  de  otro  modo  no  podia  conservar  su  auto- 
ridad en  el  pais,  tan  en  pugna  con  las  autoridades  del  rey  de  Es- 
pafia.  Dieron  estos  documentos  nuevas  armas  á  sus  acusadores. 
Insistieron  en  que  no  se  debia  dar  crédito  alguno  al  juramento  del 
edicto  perpetuo,  habiendo  tantos  casos  en  que  se  dispensan  por  bu- 
las pontificias,  aquellos  que  parecen  contrarios  á  la  autoridad  de  los 
reyes,  y  al  bien  de  la  Iglesia. 

Llegaron  estos  rumores  á  oidos  de  donjuán,  quien  no  podia  me- 
nos de  advertir  el  cambio  de  los  ánimos.  También  recibió  avisos 
anónimos  de  que  estaba  en  Bruselas  su  persona  amenazada  por  mas 
de  un  asesino.  Sea  que  esto  fuese  cierto,  sea  que  lo  creyese  así  don 
Juan,  ó  que  le  sirviese  de  pretexto  para  sus  planes  ulteriores,  tomó 
1^  resolución  de  salirse  de  Bruselas  con  pretexto  de  recibir  á  la  prin- 
cesa Margarita  de  Valois,  que  iba  á  tomar  las  aguas  de  Spá,  pero 
con  el  objeto  verdadero  de  hacerse  con  un  punto  fuerte,  desde  donde 
pudiese  emprender  la  guerra  contra  los  estados  si  llegaba  el  caso. 
Pasó  á  Malinas,  donde  arregló  algunas  disensiones  sobre  pagas  de 
tropas  alemanas,  y  no  dándose  por  seguro  en  esta  plaza,  se  tras- 
ladó á  Namur,  en  cuyo  castillo  habia  puesto  ya  sus  miras.  Estando 
un  dia  de  caza  y  á  vista  de  esta  fortaleza,  la  alabó  muchísimo  como 
hombre  que  hasta  entonces  no  habia  hecho  alto  en  su  gran  mérito, 


600  HISTORIA  DE  F£L1PE  II. 

y  esto  dio  motivo  á  que  los  hijos  del  gobernador  de  la  provincia  que 
le  acompafiaban  le  brindasen  para  que  entrase  ¿  verla  si  gustaba. 
No  se  hizo  de  rogar  don  Juan,  y  luego  que  se  vio  dentro  de  la  for- 
taleza, se  declaró  dueSo  de  ella  en  virtud  de  autoridad  del  rey, 
guarneciéndola  con  tropas  de  su  devoción,  declarando  al  mismo 
tiempo,  que  era  el  primer  dia  de  su  gobierno  real  y  verdadero  cq 
Flandes. 

Se  dividirán  siempre  los  historiadores  sobre  el  verdadero  car&c- 
ter  de  este  paso  tan  violento.  Le  atribuirán  unos  á  la  enemistad  de 
que  era  objeto  don  Juan  de  Austria,  á  los  peligros  graves  que  le 
amenazaban,  á  las  traiciones  que  le  designaban  como  victima,  mien* 
tras  los  contrarios  sostendrán  que  todo  esto  no  faé  mas  que  un  soe- 
fio,  una  invención,  un  pretexto  para  arrojar  la  máscara  y  decla- 
rarse opresor  del  pais,  el  que  antes  se  consideraba  como  el  primero 
de  sus  magistrados.  No  hay  duda  de  que  una  conducta  tan  extrafia 
da  lugar  á  diversas  conjeturas.  Si  don  Juan  obró  por  precaucionen 
derecho  de  su  legítima  defensa,  por  ejercer  dignamente  una  autori- 
dad que  se  hallaba  despreciada,  preciso  es  confesar  que  habia  co- 
metido una  grandísima  imprudencia,  al  entregarse  desarmado  en 
brazos  de  sus  enemigos.  Si  no  habia  tales  temores,  si  fué  en  él  un 
rasgo  de  astucia  y  mala  fé,  no  puede  presentarse  esta  conducta  con 
otro  carácter  que  el  de  muy  mezquina.  De  todos  modos,  fué  la  vio- 
lenta  ocupación  del  castillo  de  Namur  principio  de  una  nueva  guer- 
ra. Escribió  don  Juan  de  Austria  desde  el  castillo  de  Namur  á  los 
estados  de  Bruselas,  manifestándoles  que  su  extrafia  resolución  de 
abandonar  la  capital  habia  sido  motivada  por  las  asechanzas  de  que 
se  veia  blanco  su  persona,  enviándoles  al  mismo  tiempo  copia  de 
las  cartas  en  que  se  le  daba  parte  de  las  tramas  de  los  conspirado- 
res que  atentaban  á  su  vida.  Al  mismo  tiempo  les  decia  que  desde 
aquel  momento  iba  á  ser  gobernador  de  los  Paises-Bajos,  con  el 
decoro  y  la  dignidad  que  convenia  á  su  persona,  no  queriendo  ser 
mas  tiempo  víctima  de  consideraciones  y  del  carácter]  indulgente 
que  hasta  entonces  habia  desplegado.  Hicieron  estas  cartas  diversas 
impresiones,  alegrándose  los  unos  de  que  don  Juan  les  diera  pre- 
texto de  una  guerra  en  que  sin  duda  llevarían  lo  mejor,  hallándose 
como  indefenso;  mas  otros  tomaron  de  ello  pesadumbre,  porque  no 
se  les  acusase  de  ser  los  autores  de  esta  nueva  lucha.  Contestaron 
los  estados  á  don  Juan,  manifestándole  las  graves  consecueocias  que 
iba  á  producir  aquel  paso  tan  extraordinario  de  su  parte,  rogando- 


CAPITULO  XLVIL  601 

le  que  se  restituyese  cuanto  antes  á  Bruselas,  donde  seguramente 
no  corrían  riesgo,  ni  su  autoridad,  ni  su  persona;  mas  se  mantuvo 
el  de  Austria  firme  en  su  resolución,  y  les  dijo  que  permanecería 
en  Namur,  mientras  no  echasen  de  Bruselas  á  todos  los  traidores 
y  á  los  que  atentaban  contra  su  personal  mientras  no  cortasen  sus 
comunicaciones  con  el  príncipe  de  Orange,  ó  no  le  obligasen  á  fir- 
mar  las  estipulaciones  ajustadas  por  las  demás  provincias  en  el  edicto 
perpetuo  que  se  habia  promulgado. 

Mientras  tanto  intentaba  don  Joan  de  Austria  apoderarse  del  cas- 
tillo de  Amberes,  como  lo  habia  hecho  de  la  fortaleza  de  Namur.  Mas 
habiéndose  descubierto  el  plan,  echaron  del  castillo  á  todos  los  de  su 
parcialidad,  y  desde  entonces  quedó  esta  fortaleza  bajo  la  inmediata 
autoridad  de  los  estados. 

Crecieron  con  esto  la  animosidad  y  las  acriminaciones  que  se  ha- 
cían mutuamente  don  Juan  de  Austria  y  los  estados.  Se  acusaba  al 
primero  de  buscar  pretextos  para  hostilizar  al  país,  para  repetir  en 
él  las  escenas  de  crueldad  que  habia  promovido  el  duque  de  Alba, 
inventando  conspiraciones  y  tramas  contra  su  persona,  imaginarias 
todas,  mientras  don  Juan  de  Austria  se  quejaba  agriamente  de  la 
ingratitud  con  que  se  pagaban  sus  servicios  hechos  al  país,  y  de  lo 
expuesta  que  estaba  su  persona,  en  medio  de  tantos  como  atenta- 
ban á  su  vida. 

De  qué  parte  se  hallaban  la  sinceridad  y  la  falsía,  es  un  punto 
histórico  de  difícil  averiguación.  Es  probable  que  ninguna  de  am- 
bas partes  procediese  de  buena  fé,  y  que  generalmente  se  deseaba 
un  nuevo  conflicto  entre  el  país  y  la  autoridad  del  rey  de  España. 
La  parte^que  tuvo  este  en  el  paso  dado  por  don  Juan,  tampoco  se 
sabe  á  punto  fijo;  mas  el  gobernador  le  dio  noticia  de  las  ocurren- 
cias por  medio  del  secretario  Escobedo,  á  quien  envió  á  toda  prisa, 
á  fin  de  recibir  sus  instrucciones.  Por  aquel  tiempo  el  nuncio  del 
Pontífice  que  habia  llegado  á  los  Paises*Bajos,  con  objeto  de  acti- 
var la  expedición  de  don  Juan  de  Austria  á  Inglaterra,  al  ver  que 
el  estado  de  las  cosas  diferiría  su  marcha,  trató  de  calmar  la  ani- 
mosidad de  unos  y  otros,  y  á  este  fin  trabajó  en  Bruselas,  porque 
se  sometiesen  de  nuevo  á  la  autoridad.  Mas  los  estados,  aunque  re- 
cibieron al  nuncio  con  todas  las  muestras  de  consideración  y  de  res* 
peto,  estuvieron  tan  lejos  de  acceder  á  sus  amonestaciones,  que  en- 
viaron una  embajada  al  príncipe  de  Orange,  invistiéndole  con  el 
carácter  y  autoridad  de  conservador  del  pais  ó  de  Ruvarte,  resuci- 


60 1  SISTORU  DB  FELIPE  U. 

tando  así  una  magistratura,  que  de  muy  aotíguo  existia  en  los  Ptt- 
ses-Bajos,  y  que  estaba  eo  desuso  hacia  mas  de  siglo  y  medio. 

Ofendió  nuevamente  á  don  Juan  este  paso  tan  hostil  de  los  esta- 
dos. Mientras  tanto  le  respondió  el  rey  de  Espafia  diciéndole,  que 
atendiese  antes  de  todo  &  la  defensa  de  la  autoridad  real  y  de  la  re- 
ligión católica,  y  que  los  estados  expeliesen  al  principe  de  Orange. 
ó  le  obligasen  k  conformarse  con  los  términos  y  estipulaciones  del 
edicto  perpetuo.  Así  se  lo  comunicó  don  Juan  á  los  estados;  mas 
estos  respondieron  con  la  negativa. 

Estaba  la  guerra  declarada  de  hecho  al  rey  de  Espafia.  A  la  ca* 
beza  de  los  estados  católicos  se  hallaba  el  príncipe  de  Orange,  pro- 
testante, enemigo  irreconciliable  del  monarca.  Casi  todas  las  pro- 
vincias seguían  sus  banderas,  y  en  los  sentimientos  de  la  insurrec- 
ción entraron  las  personas  mas  influyentes  del  país,  incluso  los 
eclesiásticos:  unos  por  espíritu  de  independencia;  otros  por  verda- 
dera adhesión  á  los  intereses  del  príncipe;  otros  por  parecerles  que 
era  mas  fuerte  su  parcialidad;  algunos  por  no  creer  de  buena  fé  á 
don  Juan  de  Austria  en  esta  circunstancia.  Habia  parecido  en  efecto 
su  paso  de  apoderarse  del  castillo  de  Namur,  tan  extrafio  y  poco 
motivado,  que  se  le  atribuyó  á  un  pretexto  de  nuevas  hostilidades. 
y  plan  de  sujetar  al  pais  por  la  fuerza  de  las  armas  extranjeras. 

Las  probabilidades  del  resultado  de  la  lid  estaban  por  entonces 
contra  don  Juan  de  Austria.  Todas  las  provincias  reconocían  la  au- 
toridad de  los  estados,  á  excepción  de  las  de  Namur  y  Luxembur- 
go,  que  seguían  las  banderas  del  austríaco.  A  solos  cuatro  mil  as- 
cendían las  tropas  que  pudo  allegar  este,  formadas  de  alemanes  que 
habían  quedado  en  el  pais,  y  de  espafiolesy  borgofiones  qu^  se  ha- 
llaban sirviendo  en  Francia  á  la  sazón;  mientras  se  componía  de 
quince  mil  el  ejército  de  los  estados,  es  decir,  del  príncipe  de 
Orange. 

Sea  por  aumentar  mas  su  popularidad,  ó  porque  teniendo  % 
su  atención  en  las  provincias  de  Holanda  y  Zelanda,  tratase  de  de- 
bilitar el  resto  del  pais,  mandó  el  príncipe  de  Orange  que  se  demo- 
liese la  parte  del  castillo  de  Amberes  que  miraba  y  amenazaba  ált 
ciudad,  y  ninguna  providencia  podía  ser  mas  popular  en  aquellas 
circunstancias.  Fué  aquella  destrucción  obra  de  un  instante;  pues 
en  ella  se  ocuparon  indistintamente  todas  las  clases  de  los  ciudada- 
nos, hombres,  mujeres,  niños,  hasta  las  damas  mas  principales 
concurrieron  entusiasmadas  á  un  derribo  en  que  cifraba  la  dudad 


CAPITULO  XLYII.  608 

SU  libertad  é  independencia.  Pero  lo  que  mas  contribuyó  á  excitar 
el  regocijo  popular,  fué  la  vista  de  la  estatua  del  duque  de  Alba, 
que  gncontraroo  casualmente  en  una  habitación  privada  del  casti- 
llo. Difícil  es  describir  el  ardor  y  el  entusiasmo  con  que  fue  sacada 
de  aquella  oscuridad,  golpeada,  pisoteada,  arrastrada  por  las  ca- 
lles, como  si  quisiesen  desahogar  en  la  figura  de  que  era  imagen, 
todo  el  odio  que  en  Flandes  se  le  profesaba.  Asi  como  la  estatua  ha- 
bía sido  construida  con  cafiones  cogidos  por  el  duque  en  el  campo 
de  batalla,  del  mismo  modo  se  la  fundió  ahora,  convirtiéndola  en 
los  mismos  objetos  de  destrucción,  de  que  se  iban  á  servir  los  fla- 
mencos contra  sus  contrarios.  El  mismo  ejemplo  de  la  demolición 
del  interior  del  castillo  de  Amberes,  fué  seguido  en  las  plazas  de 
Utrecht,  Gante,  Lila  y  Yalenciennes. 

Mientras  de  una  y  otra  parte  se  hacian  preparativos  de  guerra, 
fermentaban  en  Bruselas  rivalidades  y  odios  contra  el  principe  de 
Orange.  O  porque  se  arrepintiesen  de  estar  bajo  la  autoridad  de  un 
hombre  que  les  era  tan  superior  en  habilidad  y  en  genio,  ó  porque 
creyesen  que  se  habían  hecho  demasiado  odiosos  al  rey  de  España 
obedeciendo  á  un  hombre  tan  enemigo  de  su  persona  como  de  su 
fé,  trataron  los  estados  de  darse  un  nuevo  gobernante.  Opinaban 
unos  por  la  reina  de  Inglaterra:  pretendían  otros  que  se  llamase  al 
duque  de  Anjou,  hermano  del  rey  de  Francia;  se  inclinaban  otros 
al  archiduque  Matías,  hermano  del  emperador  Rodulfo.  Fué  dese- 
chada la  opinión  que  quería  á  la  reina  de  Inglaterra,  por  ser  esta 
una  persona  extraDa  que  no  podía  residir  en  Flandes;  tampoco  se 
quiso  al  duque  de  Anjou,  por  sus  conexiones  y  su  carácter,  qué 
pasaba  por  ligero;  la  pluralidad,  pues,  se  decidió  por  el  archidu- 
que, y  con  este  fin  le  enviaron  embajadores  secretos  para  ofrecerle 
en  nombre  de  los  estados  el  gobierno  de  los  Países-Bajos.  Accedió 
el  príncipe  á  la  invitación,  y  con  lodo  secreto  dejó  la  corte  de  su 
hermano.  Se  mostró  este  ofendido  é  indignado  con  la  conducta  del 
príncipe;  mas  algunos  le  suponen  instruido  de  la  negociación,  y 
que  afectó  este  disgusto  para  no  parecer  que  trabajaba  para  in- 
cluir á  los  Países-Bajos  en  las  posesiones  de  la  casa  de  Austria  en 
Alemania.  En  esta  connivencia  creyó  á  lo  menos  don  Juan  de  Aus- 
tria, y  asi  se  lo  escribió  á  Alejandro  Farnesio,  que  se  hallaba  en- 
tonces en  camino  para  los  Países-Bajos.  Parece  esto  lo  mas  vero- 
símil, pues  otra  cosa,  hubiese  sido  en  el  archiduque  un  acto  de 
desobediencia,  ó  por  mejor  decir  de  rebeldía. 


604  HISTORIA  DB  FELIPE  II. 

Llegó  Matías  á  Bruselas,  donde  fué  recibido  con  magnificeDcia  y 
toda  clase  de  festejos.  Los  estados  le  revistieroD  cod  una  autoridad 
que  DO  merecia  el  nombre  de  suprema,  por  las  muchas  condicio- 
nes que  se  le  impusieron,  llegando  á  treinta  y  uno  los  artículos  del 
tratado  presentado  por  los  del  pais  y  firmado  por  entrambas  par- 
tes. Para  poner  mas  coto  á  este  mando  del  joven  archiduque,  poes 
no  pasaba  entonces  de  veinte  aDos,  le  nombraron  por  teniente  é 
vicario  al  príncipe  de  Orange,  que  era  en  realidad  el  que  mandalNi. 


CAPÍTÍÍLO  XLVm. 


Gontinaacion  del  anterior. — Preparativos  de  una  guerra.— Vuelta  áFlandes  de  las  tro-* 
pas  españolas  é  italianas,  mandadas  por  Alejandro  Famesio,  principe  de  Parma. — 
Batalla  de  Gemblours  ganada  por  don  Juan.— Toma  de  algunas  plazas  por  los  esta- 
dos.— De  otras  por  las  tropas  españolas. — Se  apodera  AJejandro  de  las  de  Diest  y 
Sicben. — Sujeta  la  provincia  de  Límburgo. — Toma  de  Amsterdam  por  el  príncipe 
de  Orange. — Se  refuerzan  ambos  campos. — ^Va  don  Juan  en  busca  de  los  enemigos. 
— ^No  aceptan  la  batalla.— Crecen  los  apuros  de  los  españoles.— Enfermedad  y 
muerte  de  don  Juan  de  Austria.— Su  carácter  (1). — (1577-1578.) 


¿Qué  relaciones  existían  á  la  saíon  entre  los  estados  de)  país  y 
el  rey  católico?  Hallándose  en  pugna  abierta  con  el  gobernador  de- 
signado como  tal  por  el  monarca,  se  los  pudiera  considerar  sepa- 
rados para  siempre  de  la  EspaSa.  Por  otra  parte  manifestaban  re- 
conocer la  autoridad  del  rey,  y  protestaban  que  no  babian  llamado 
un  nuevo  gobernante,  sino  como  interino  y  basta  que  se  dignase 
nombrar  otro;  exigiendo  siempre  por  condición  de  su  obediencia, 
que  saliese  de  su  territorio  don  Juan  de  Austria.  ¿Qué  significaba, 
pues,  una  declaración  tan  desmentida  por  los  hecbos?  A  ser  since- 
ra, ¿qué  necesitaban  los  estados  llamar  á  un  archiduque  y  trerlo 
clandestinamente  sin  conocimiento  de  su  hermano?  El  probleí/t^solo 
ofrecia  ya  una  solución,  y  esta  era  muy  clara.  Para  Felipe  II  no 
habia  mas  medio,  si  quería  volver  á  ser  soberano  del  país,  que  la 
fuerza  de  las  armas.  Asi  se  comprendia  de  una  y  otra  parte,  alle- 
gando cada  una  las  fuerzas  de  que  podia  disponer  para  la  próxima 

.    -    -  — ^ — 

(1)  Las  mismas  autoridades. 

Tomo  i.  19 


608  hístoria  de  min  ii . 

grande  bizarría,  tomando  el  navio  donde  iba  Mustafá-Bajá,  teniente 
de  la  escuadra  enemiga,  y  haciendo  otras  proezas  que  le  yalieronla 
estimación  general,  y  los  elogios  que  en  público  y  en  sus  cartas  al 
rey  hizo  de  su  persona  don  Juan  de  Austria.  Siguió  dando  mues- 
tras de  su  valor  é  inteligencia  en  el  resto  de  aquella  campafia  me- 
morable, y  desde  entonces  adquirió  fama  de  valiente  soldado  y  de 
)efe  distinguido.  Restituido  á  Italia ,  recibió  la  orden  del  rey  para 
ponerse  al  frente  de  las  tropas  que  mandaba  á  don  Juan  de  Austria 
de  refuerzo.  No  podia  hacer  Felipe  II  una  elección  mas  acertada,  y 
esto  prueba  que  aunque  este  monarca  miraba  con  grandes  celos  y 
suma  desconfianza  el  poder  y  autoridad  con  que  á  sus  delegados  re- 
vestía, conocia  los  hombres  y  hacia  justicia  al  mérito.  Se  hablé  en- 
tonces, y  parece  que  fué  la  primera  intención  del  rey,  enviar  al  hijo 
juntamente  con  la  madre,  encargando  á  esta  por  segunda  vez  á 
mando  de  los  Paises-Bajos.  Mas  no  tuvo  por  entonces  efecto  la  dis- 
posición, y  el  principe  partió  solo,  tomando  el  camino  por  la  Sa- 
boya,  la  BorgoOa  y  la  Lorena,  precediéndole  las  tropas,  que  mar- 
chaban á  jornadas  regulares. 

Fué  recibido  Alejandro  Farnesio  por  don  Juan  con  todas  las  de- 
mostraciones de  alegría,  como  hombre  que  conocia  su  mérito  y  la 
grande  utilidad  que  iba  á  sacar  de  sus  servicios.  No  podia  llegar  nn 
refuerzo  mas  á  tiempo  en  la  grave  situación  en  que  ss  hallaba  doa 
Juan  de  Austria.  Los  confederados,  es  decir,  las  provincias  disiden- 
tes, hacian  sus  preparativos  para  tomar  cuanto  antes  la  ofensiva. 
Verdad  es  que  hablan  ya  cometido  la  imprudencia  que  se  puede 
achacar  á  timidez,  no  cayendo  sobre  don  Juan  cuando  esto  se  ha- 
llaba con  tan  pocas  fuerzas.  Mas  tal  vez  creyeron  que  intimidado  el 
austríaco  con  el  decreto  que  le  lanzaba  del  pais,  y  viéndose  tan  des- 
amparado, abandonaría  el  terrítorío  de  Flandes,  evitando  así  nue- 
vos conflictos.  Mas  cuando  le  vieron  reforzado  y  con  firme  resolu- 
ción de  hacer  la  guerra,  debieron  de  pensar  muy  séríamenteenque 
á  la  guerra  solo  se  iba  á  encomendar  la  decisión  de  su  contienda. 

Se  mostró  la  fortuna  en  un  príncipio  mas  favorable  á  los  estados 
que  á  los  espaQoles.  Fluctuaban  varías  plazas  que  estabao  á  la  de- 
voción de  estos  últimos:  se  entregaban  otras  de  grado,  ó  con  muy 
poca  resistencia  á  los  prímeros.  Lo  fué  el  coronel  Fugier,  goberna- 
dor de  Berghen,  por  sus  mismos  soldados  á  los  enemigos,  quienes 
se  hicieron  de  este  modo  duefios  de  la  plaza.  Se  presentó  delante  de 
la  de  Breda  el  cond$  de  Holack>  y  del  mismo  modo  cayó  en  maDOS 


CAPITULO  XLVIII.  609 

de  los  oDemígos.  Se  defendió  esla  plaia  cod  valor,  mandándola  el 
coronel  Fronsberg,  jefe  del  tercio  de  los  alemanes.  Mas  hallándose 
en  grande  apuro  de  dinero  por  sediciones  de  la  tropa,  envió  secre- 
tamente á  don  Joan  de  Austria  un  mensajero  pidiéndole  socorro. 
Habiendo  caído  este  en  manos  de  los  enemigos,  lo  detuvieron  algu- 
nos dias  que  podría  tardar  de  ida  y  vuelta,  y  entonces  fingiendo  lá 
letra,  enviaron  otro  á  la  plaza  con  una  carta  fingida,  mandando  á 
Fronsberg  que  se  entregase*  Mientras  tanto,  se  apoderaron  los  se-- 
diciosos  del  gobernador,  y  habiendo  entregado  la  plaza  al  enemigo, 
salió  la  guarnición  precisamente  cuando  ya  se  avistaba  desde  lejos 
on  socorro  que  le  enviaba  don  Juan  de  Austria.  No  fué  igualmente 
dichoso  el  conde  de  Holack  delante  de  los  muros  de  Ruremunda,  de 
donde  fué  repelido  por  Egídio  de  Barlamont,  á  la  cabeza  de  sus  tro- 
pas, que  se  mostraron  fieles  á  la  causa  de  los  espaffoles.  Don  Juan 
de  Austria  no  hacia  por  su  parte  presa  alguna  importante  sobre  el 
enemigo ;  mas  no  era  menor  la  actividad  con  que  organizaba  sus 
tropas,  ayudándole  mucho  en  esto  el  príncipe  de  Parma,  que  ya  se 
preparaba  á  coger  los  laureles  que  alcanzó  con  tanta  abundancia  en 
los  Paises-Bajos. 

Mientras  se  hacian  estos  preparativos  de  guerra,  y  hablan  co«- 
menzado  de  una  y  otra  parte  las  hostilidades,  se  hablaba  de  arre- 
glos amistosos  y  de  paces.  Ofreció  la  reina  de  Inglaterra  su  media*- 
cion ;  mas  es  probable  que  no  hubiese  buena  fe  en  todas  estas  pro- 
posiciones que  parecian  tan  benévolas.  No  querían  los  estados  darse 
el  aire  de  agresores ,  y  buscaban  aparentemente  negativas,  para 
hacer  ver  que  se  los  obligaba  á  defenderse.  Es  probable  que  don 
Juan  de  Austría  quería  la  guerra  como  el  único  medio  de  sujetar  y 
tener  á  raya  un  pais,  del  modo  que  lo  entendía  su  hermano.  En 
cuanto  á  la  reina  de  Inglaterra,  era  natural  que  propendiese  á  fo- 
mentar la  insurrección  de  los  estados ,  por  la  enemistad  que  casi 
abiertamente  profesaba  al  rey  de  Espafia.  Así,  después  de  la  rup- 
tura de  las  negociaciones,  envió  algunas  tropas  y  dinero  á  los  in- 
surgentes ,  aunque  no  de  un  modo  oficial ,  para  no  romper  con 
Felipe  II  abiertamente.  Y  si  bien  no  se  puede  llamar  esta  guerra  re- 
ligiosa, pues  en  las  provincias  disidentes  se  profesaba  generalmente 
la  fe  católica,  obraban  por  la  mayor  parte  bajo  la  influencia  de  los 
protestantes,  entre  los  qpe  estaba  alistado  abiertamente  el  príncipe 
de  Orange. 

Se  acercaba  el  momento  de  una  grao  batalla ;  hicieron  los  disi!- 


6 10  HlSTdlIl  DB  FBLIPB  II. 

dentes  muestra  general  de  sus  tropas;  y  la  misma  operacioD  prae*- 
tico  don  Juan  de  Austria.  Era  este  inferior  en  número,  pero  contaba 
con  tropas  mas  aguerridas  y  experimentadas.  A  diez  y  ocho  mil  as* 
cendian  la  fuerza  de  su  ejército ;  á  veinte  y  siete  mil  el  de  los  con- 
trarios. Se  dice  que  el  Papa  Gregorio  Xill  expidió  una  bula  muy 
solemne  á  favor  de  los  espaDoles,  en  que  les  daba  plena  absolución 
de  todos  sus  pecados,  con  tal  que  se  mostrasen  fieles  á  sus  obliga- 
ciones, y  que  leido  este  documento  al  frente  de  banderas,  causó  ea 
las  tropas  grandísimo  entusiasmo.  Experimentaba,  sin  embargo, 
algunas  deserciones  el  campo  de  don  Juan,  y  esto  le  dio  mas  prisa 
para  salir  en  busca  de  los  enemigos.  Se  movieron  estos  al  mismo 
tiempo  al  encuentro  de  los  espaDoles.  Llevaba  la  vanguardia  Ma- 
nuel Montigoy  y  Guillermo  de  Hez  con  sus  tercios,  precedidos  de 
caballería  y  arcabuceros,  flanqueados  por  ambas  partes  por  drago* 
nes.  Mandaban  el  cuerpo  del  ejército  el  conde  de  Bossut,  el  seBor 
de  Gampigny,  con  dos  tercios  alemanes  y  valones,  tres  regimientos 
de  franceses,  y  trece  de  escoceses  é  ingleses.  La  retaguardia,  com- 
puesto en  gran  parte  de  caballería,  estaba  á  cargo  del  conde  de  Eg- 
mont  con  sus  flamencos.  Al  frente  del  ejército  marchaban  gastado- 
res, y  en  el  centro  iban  colocados  los  equipajes  y  la  artUierfa.  Era 
general  de  este  ejército  el  conde  de  Coigny,  capitán  antiguo,  que 
habia  servido  á  Garlos  V,  distinguiéndose  mucho  en  la  batalla  de 
San  Quintín;  mandando  en  segundo  los  auxiliares  que  se  habían 
enviado  á  Francia.  No  se  hallaba  en  el  ejército  el  archiduque;  y  lo 
que  es  mas  extrafio,  ni  el  príncipe  de  Orange,  que  tan  vivo  interés 
debía  tener  en  el  buen  éxito  de  la  batalla. 

Mandaba  en  persona  el  espafiol  don  Juan  de  Austria,  que  había 
salido  de  Namur  al  mismo  tiempo  que  sus  enemigos.  Envió  delante 
á  Antonio  Olivera  y  Fernando  Acosta  con  infantería  y  caballería, 
para  descubrir  el  país  y  despejarlo  de  enemigos :  dejó  en  las  már- 
genes del  Mosa  un  cuerpo  considerable  á  las  órdenes  de  Caríos  Mans- 
felt  para  que  sirviese  de  reserva.  Al  frente  del  cuerpo  principal  se 
colocó  él  mismo,  teniendo  á  su  lado  al  príncipe  Alejandro.  Iban  en 
la  vanguardia  los 'arcabuceros,  bien  flanqueados  por  la  caballería, 
y  á  cierta  distancia  cuerpos  de  infantería  con  lanzas,  seguidos  de 
algunos  caballos  ligeros.  Se  componía  el  centro  de  dos  escuadrones 
de  arcabuceros  y  piqueros  españoles  y  alemanes,  y  la  retaguardia 
de  otro  tercio  de  valones.  Mandaba  la  vanguardia  Octavio  Gonzaga, 
y  la  retaguardia  el  conde  Mansfelt,  maestre  de  campo  general.  En 


CAPITULO  XLVm.  61 1 

el  estfiodarte  de  don  Joan  se  veia  uDa  cruz  coA  la  iowripcioQ  sí^* 
guíente :  «Con  esta  sefial  yencí  á  los  turcos :  con  esta  yenceré  á  los 
bereges.x> 

A  la  vista  ya  del  eiiemigo,  y  enterado  don  Juan  de  Aurtria  por 
CHiveira  de  sus  designios  y  del  orden  con  que  caminaban,  destacó  & 
Gonzaga  y  Mondragon  con  seiscientos  caballos  y  mil  infantes,  para 
que  con  toda  precaución  los  atacasen  por  la  retaguardia.  Mientras 
tanto,  marchaba  el  eoemigo  por  un  camino  hondo  y  fangoso,  que 
le  obligaba  á  dar  algún  rodeo  para  pisar  un  terreno  mas  cómodo  y 
mas  seco.  Con  esto  se  desordenó  algún  tanto,  lo  que  percibido  por 
Alejandro  Farnesio,  trató  de  aprovechar  la  ocasión  atacándolos  de 
repente,  antes  que  saliesen  de  aquella  «speoie  de  ^nbarazo.  Acó-* 
metió,  pues^  con  un  trozo  escogido  de  caballeria,  seguido  de  algu-^- 
nos  capitanes  espaSoles,  entre  ellos  Berinardino  de  Meuidoza,  Fer- 
nando de  Toledo,  Martin  Mondragon,  que  quisieron  tener  parte  en 
aquel  lance.  Tuvo  la  embestida  el  mejor  éiito.  Se  desordenó  la  co- 
lumna enemiga,  y  murieron  muchos  sin  poder  siquiera  defenderse, 
embarazados  con  el  mal  terreno.  Otros,  que  huyeron  precipitada**- 
mente,  arrolIaroD  en  su  fuga  á  su  propia  infantería,  que  iba  4  re- 
taguardia, dejándola  á  merced  de  nuestra  caballería,  que  los  atacó 
en  seguida.  Introducido  así  el  desorden  en  el  ejército  de  los  estados, 
se  siguió  una  derrota  general,  siendo  completa  la  victoria  de  los  es- 
pañoles. Fué  muy  pojca  la  pérdida  de  estos:  á  diez  mil  ascendió 
entre  muertos,  heridos  y  prisioneros  la  de  los  contrarios.  Perdieron 
treinta  y  cuatro  banderas,  toda  su  artillería  y  equipaje,  y  entre  los 
prisioneros  hubo  muchas  personas  de  distinción,  siendo  una  de  ellas 
la  del  mismo  general  en  jefe. 

Pasó  el  ejército  roto  y  dispersado  á  la  plaza  de  Gemblpurs ,  que 
se  hallaba  á  las  inmediaciones  y  que  dio  su  nombre  á  la  batalla. 
Mas  la  evacuaron  por  la  mayor  parte,  no  atreviéndose  á  esperar  á 
nuestras  tropas.  Trataron  de  capitular  con  don  Juan  los  que  queda- 
ron, y  al  fin  tuvieron  que  rendirse  á  discreción;  ¡tan  pocos  eran,  y 
sin  ningún  medio  de  hacer  resistencia »  aquellos  restos  del  ejército 
enemigo!  Fué  de  mucha  importancia  para  don  Juan  la  toma  de  una 
plaza  en  que  los  estados  hablan  hecho  grandes  acopios  de  víveres, 
municiones,  y  todo  género  de  pertrechos  militares. 

Celebró  solemnemente  don  Juan  de  Austria  la  victoria  de  Gem«- 
blpurs,  que  tantos  triunfos  ulteriores  prometía.  Formado  su  ejército 
fuera  de  las  puertas  de  la  plaza,  á  todos  dio  las  gracia^  en  nombre 


61t  HISTOUi  DE  FBUPE  If. 

del  rey,  oombraDdo  en  alta  voz  los  que  mas  se  habían  distíngaido. 
En  ctianto  al  príncipe  Alejandro,  afectó  el  de  Austria  reprenderle 
por  su  temeridad,  dándole  á  entender  que  el  valor  era  mas  propio 
del  soldado  que  del  general;  y  como  el  de  Parma  le  respondiese  que 
no  se  podía  ser  general  sin  el  valor  que  caracteriza  al  buen  solda- 
do ,  le  abrazó  don  Juan  de  Austria  y  le  aclamó  á  la  vista  de  todo  el 
ejército  como  valiente  y  esforzado  capitán ,  á  cuyo  arrojo  se  había 
debido  principalmente  la  victoria.  Así  comenzó  la  gran  reputación 
que  en  las  guerras  de  Flandes  alcanzó  el  príncipe  de  Parma. 

Causó  la  derrota  de  Gemblours  la  mayor  consternación  y  espanto 
en  los  estados.  .Antes  de  saberse  la  noticia,  trataba  el  príncipe  de 
Orange  de  acudir  en  persona  con  el  archiduque  al  refuerzo  de  su 
ejército ;  mas  cerciorado  de  la  ocurrencia,  salió  de  Bruselas  con  el 
.  mismo  Matías,  con  el  Senado  y  los  principales  de  la  corte,  y  tomó 
la  dirección  de  Amberes,  no  creyéndose  seguros  en  Bruselas,  donde 
quedó  una  guarnición  por  si  se  acercaba  el  de  Austria. 

¿Cómo  no  lo  hizo  el  general  espaSol  eñ  alas  de  una  victoria  tan 
brillante^  ¿No  debió  de  esperar  que  cayese  en  sus  manos  una  ciudad 
sobrecogida  del  miedo,  y  abandonada  de  los  jefes  principales?  Si  en 
su  campo  empezaron  á  notarse  síntomas  de  sedición  tan  frecuente 
por  la  falta  de  pagas,  ¿no  era  este  un  motivo  mas  para  excitar  su 
ardor  con  el  aliciente  del  saco  de  la  plaza?  Parecía,  pues,  muy  na- 
tural esta  conducta;  mas  cualquiera  que  hubiese  sido  el  rea!  motivo, 
es  un  hecho  que  don  Juan  se  quedó  en  inacción  con  el  cuerpo  del 
ejército,  y  destacó  varios  trozos  mandados  por  jefes  escogidos,  para 
que  se  apoderasen  de  ciertas  plazas  menos  importantes.  Se  entregó 
Lobayna  sin  ninguna  resistencia.  Lo  mismo  hicieron  Judoyne  y  Tir- 
lemont,  siguiéndolas  Arescot,  aunque  esta  última  no  tan  fácilmente. 
También  se  rindió  la  plaza  de  Bovioes;  mas  no  abrió  sus  puertas 
sin  haber  hecho  una  fuerte  resistencia.  Era  el  plan  tomar  igual- 
mente á  Yilvorde  y  á  Malinas,  mas  se  desistió  de  esta  empresa  por 
entonces. 

Encargó  don  Juan  de  Austria  al  príncipe  Farnesio  el  sitio  de  H 
plaza  de  Diest,  de  la  propiedad  del  príncipe  de  Orange.  Mas  Ale- 
jandro, por  no  dejarse  á  las  espaldas  la  de  Sichen,  comenzó  por  esta 
sus  operaciones.  Envió  con  este  objeto  á  Lanzaloto  Barlamont  coo 
el  tercio  de  alemanes;  pero  como  hizo  la  plaza  mas  resistencia  de 
la  que  se  creía,  tuvo  el  príncipe  que  ir  en  persona  á  dirigir  el  sitio. 
Después  de  haberla  batido  en  brecha  ordenó  el  asalto,  que  fué  em-- 


CAMTOtO  xim  618  T 

prendido  por  tropas  alemanas,  lorenesas  y  espafiolas,  asignando  á 
cada  nación  un  puesto,  á  fin  de  que  los  animase  mas  el  espíritu  de 
emulación,  combatiendo  unos  á  presencia  de  otros.  Ordenó  al  mis^ 
mo  tiempo,  que  algunas  compa&ias  se  corriesen  á  la  parte  opqesta, 
á  fin  de  que  simulasen  por  alli  un  ataque,  después  de  empeSado  ya 
el  asalto.  Acometieron  con  intrepidez  las  tropas  de  Espa&a,  y  no 
fueron  repelidas  con  menor  ardimiento  y  coraje  por  los  defensores; 
mas  habiendo  oido  que  se  atacaba  la  plaza  por  el  otro  lado,  comen- 
zaron á  ceder  el  terreno  y  á  desordenarse.  Unos  se  rindieron ,  se  re- 
tiraron otros  al  castillo;  otros  que  se  escaparon  de  la  plaza,  caye- 
ron en  manos  de  la  caballería  que  con  este  objeto  había  colocado  en 
las  orillas  del  rio  el  principe  de  Parma.  Fué  entregada  la  ciudad  á 
saco;  pasados  á  cuchillo  los  habitantes  que  se  resistieron;  perdona- 
dos los  que  se  entregaron. 

En  seguida  se  trató  de  la  expugnación  del  castillo,  bien  fortifica-* 
do  y  separado  de  la  plaza  por  medio  de  un  trincharon  ó  foso  que 
era  preciso  cegar  para  llegar  á  sus  murallas.  Consiguió  lo  primero 
prontamente  el  principe,  habiendo  hecho  reunir  cuantas  palas,  aza- 
dones y  picos  fueron  necesarios  para  abrir  un  camino  de  zapa  y  ce- 
gar la  trinchera,  dando  él  mismo  ejemplo,  y  trabajando  con  un 
azadón  al  frente  de  las  tropas.  Hicieron  los  del  castillo  poca  resis- 
tencia. Pidieron  á  Farnesio  les  perdonase  las  vidas;  mas  les  fué  ne- 
gado, pues  pertenecían  á  los  prisioneros  cogidos  en  Gemblours,  á 
quienes  se  les  dio  libertad  con  la  condición  de  que  no  volverían  á 
tomar  las  armas  contra  el  rey  de  EspaSa.  Fueron  colgados  los  prin- 
cipales jefes  y  oficiales,  y  los  demás,  en  número  de  ciento  sesenta, 
pasados  á  cuchillo. 

Tomada  la  plaza  de  Sichen,  pasó  el  principe  Alejandro  á  la  de 
Diest,  principal  objeto  de  la  empresa.  Se  la  intimó  la  rendición,  y 
los  de  adentro  vacilaron  algo,  esperando  refuerzos  del  príncipe  de 
Orange:  mas  viendo  que  estos  no  venían,  y  aterrados  con  el  ejem- 
plar de  los  de  Sich^,  abrieron  sus  puertas  sin  hacer  ninguna  re- 
sistencia. Les  trató  el  principe  de  Parma  con  benignidad,  no  tocan- 
do á  sus  haciendas ,  dando  libertad  [á  la  guarnición,  sin  dejarles 
mas  armas  que  la  espada.  Pero  al  desfilar  delante  de  Alejandro, 
reparando  este  en  su  buena  presencia  y  disposición,  les  ofreció 
servicio  con  el  rey,  lo  que  aceptaron  al  momento.  Nada  había 
mas  común  entonces  que  este  paso  de  tropas,  del  servicio  de  un 
principe  al  de  su  enemigo.  De  igual  grado  y  con  iguales  condicio- 

Tomo  i.  18* 


•II  EisTOUi  I»  nun  n. 

Bes  abrió  la  plaza  de  Ley?a  sus  puertas  al  piiaoipe  de  PariM. 

Ea  seguida  envió  el  don  Joan  de  Austria  á  Garlos  Mansfell  k  pe- 
ser  sitio  4  la  plaza  de  Nivelles.  Mas  habiendo  esta  hecho  grande 
resistencia,  se  trasladó  al  sitio  el  general  espa&ol  con  Alejandre.  Se 
convinieron  por  fin  los  habitantes  en  rendirse,  mas  querían  por 
condición  el  que  no  entrasen  en  ella  los  franceses,  nación  con  quien 
habían  estado  en  guerra  muchas  veces.  Antes  de  la  entrega  de  la 
plaza  estalló  otra  sedición  en  el  campo  de  doa  Juan  por  los  alema- 
nes, que  pedian  algunos  meses  de  pagas  atrasadas.  Eseribieron  les 
amotinados  al  general,  pidiendo  que  se  les  satisfaciesen,  ó  que  de 
lo  contrario  les  diesen  el  saco  de  la  plaza.  Sin  dar  ninguna  res- 
puesta don  Joan,  mandó  separar  las  compaDias  mas  alborotadas  con 
pretexto  de  una  expedición  que  les  ofrecía  gran  despojo.  Guando 
estuvieron  ya  algo  lejos  del  campo,  las  hizo  rodear  por  las  otras 
tropas,  que  las  despojaron  de  sus  armas.  Se  procedió  después  al 
castigo  de  los  delincuentes.  Fueron  ocho  los  sorteados  para  morir  en 
el  suplicio.  Se  redujo  esto  número  á  cuatro,  después  á  dos,  y  al  fin 
fué  uno  solo  quien  espió  con  su  sangre  el  crhnen  de  los  otros. 

Sosegada  la  sedición  se  entregó  Nivelles  k  las  tropas  espalólas, 
sin  sufrir  saqueo  ni  las  demás  calamidades  de  este  daee.  Salió  la 
guarnición  sin  armas,  y  se  mandó  que  se  depositasen  estas  en  la 
plaza  de  la  municipalidad,  á  fin  de  repartirlas  á  los  firaneeses  por 
via  de  despojo.  Al  apoderarse  de  ellas,  se  siguió  una  especie  de  tu- 
multo, queriendo  arrancárselas  mutuamente  unes  á  otros,  lo  qse 
ocasionó  muchas  heridas  con  algunas  mueftes. 

Poco  después  pidieron  los  franceses  licencia  á  don  Juan  para  aa- 
lir  de  su  servicio.  Se  atribuyó  esta  determinación  á  varias  causas, 
siendo  la  mas  probable,  que  deseaban  reunirse  con  el  d«que  de 
Anjou,  teniendo  noticia  de  la  próxima  expedición  á  loa  Fiaisee<-Bajoa. 
Así  tuvo  don  Juan  que  combatir  poco  después  con  los  mismos  que 
acabftban  de  militer  en  sus  banderas;  mas  por  el  pronto  no  sintió 
su  despedida,  y  antes  les  dio  gustoso  su  licencia;  tan  díffciles  de 
gobernar  eran  estes  tropas,  propensas  á  la  indisciplina,  y  secjyeilM 
á  todas  horas  de  pillaje. 

Deapues  de  la  toma  de  Nivelles  se  entregaron  sin  resistencia  k 
las  armaa  espaliolas  varios  pueblos  poco  considerables  de  la  pro- 
vincia de  Hayoaut;  mas  la  plaza  de  Phiiipeville  sufrió  in  sitio.  Bn 
este  forteleza  de  nueva  construcción,  y  esteba  situada  en  una  Hft- 
uva  sin  punto  alguno  que  la  dominase.  Para  concluir  mas  pronto 


cftpfnLoxLYm.  615 

el  láíü^,  ÉkvM  doA  laad  Id  recarso  de  la  teína,  y  i»in  esperar  (¡ne 
pasasen  «delante  los  preparativos  del  ataque,  se  rindió  Philipeyíile 
con  muy  buenas  oondiciones,  sin  ^tte  se  tocase  k  las  haciendas,  y 
ttmcho  menos  á  (as  tídtts.  Lias  tropas  de  la  guarnición  que  quisie- 
ron pasar  tú  servicio  de  España,  recibi^on  tres  meses  de  pkiga.  A 
h»  otroií  se  les  dio  la  libertad,  con  la  condición  de  no* tomar  las  ar- 
mas eontrb  «1  rey  duk^ante  asquella  guerra. 

Progresaba  como  se  vé  la  causa  dé  don  Juan  con  lá  ocupación 
de  tantos  puntos^  aunque  de  poca  importancia  los  mas  de  ellos. 
Mas  nadli  <e  operaba  en  grande.  Si  se  destacaban  del  grueso  del 
ejéreito  varios  tronos  que  se  emplearon  en  sitios,  no  faabra  aparien- 
cias de  oira  nueva  batalift,  íA  qtae  dota  Juan  pienetrase  dé  una  vez 
en  «1  Bravmto.  Por  mas  que  «1  espíritu  de  partido  desfigure  los  he- 
días, á  los  resultados  definitivos  hay  que  acudir  para  penetrarse  de 
su  grave  importancia.  No  se  puede  dar  mucha  á  estas  varias  ven- 
tajas por  parte  de  don  Juan ,  cuándo  no  se  atrevía  á  caer  sobre  Bru- 
scas, sobre  todo,  hflíHándose  esta  capital  abandonada  por  sus  go- 
beniantes.  Los  mismos  enemigos  zaheríanla  las  tropas  del  rey,  por 
dirigir  sus  armas  A  puebkys  de  poca  consíderáóion,  á  plazas  dé  or- 
den subalterno. 

8ín  duda  pensaba  don  Juan  de  Austria  en  etápresas  de  mayor 
cuantía.  Mas  decaía  visiblemente  su  salud,  que  no  habla  sido  bue- 
M  desde  su  presentación  en  los  Paises-ftqos.  Habiéndose  agrava- 
do su  enfermedad^  se  vio  al  fin  obligado  á  retirarse  á  Namur  con 
objeto  de  curarse;  mas  por  fortuna  suya  y  la  de  las  armas  del  rey, 
tenia  en  el  principe  de  Parma  un  hombre  de  capacidad  y  esfuerzo 
que  podía  muy  bien  suplir  sus  veces.  A  este  dio,  pues,  la  comisión 
de  apoderarse  de  la  provincia  de  Limburgo,  que  aunque  péqúefia 
en  extensión,  era  importante  por  su  localidad,  hallándose  en  la 
frontera  de  Alemania,  por  donde  recibían  refuerzos  los  estados.  Se 
encargó  Alejandro  gozoso  de  está  empresa,  pues  queria  disipar  el 
ruido  de  que  las  tropas  espandas  no  se  empleaban  mas  que  en  pe- 
fuefieces.  Se  encaminó,  pues,  con  sus  tropas  &  la  ciudad  de  Lim- 
burgo, ca|Htal  de  la  provincia,  plaza  fuerte  sobre  una  eminencia,  y 
situada  de  manera  que  podía  recibir  socorro  sin  impedírselo  sus  si- 
tiadores. Marchaba  en  la  vanguardia  de  Alejandro  el  capitán  Nífio, 
con  algunas  compafiíás  de  arcabuceros,  siguiéndole  Camilo  del  Mon- 
to con  caballería.  Iba  detrás  la  infantería,  mandada  por  el  príncipe 
en  persona.  Recorrió  esto  los  alrededores  de  la  plaza,  y  eligió  una 


616  HISTOfiU  DB  FBUPE  U. 

emiDencia  que  la  dominaba,  para  construir  sus  baterías.  Entre  esta 
y  Limbnrgo  mediaba  un  valle,  donde  mandó  abrir  trincheras;  y  co- 
mo el  terreno  era  en  extremo  pedregoso,  suplió  lo  que  no  podia  ca- 
var la  hazada,  con  faginas  y  cestones.  Antes  de  pasar  seriamente  & 
las  hostilidades,  intimó  Alejandro  la  rendición,  prometiendo  las  con- 
diciones mas*favorables  si  le  abrían  sus  puertas,  volviendo  á  la  obe- 
diencia de  su  soberano.  No  dieron  los  habitantes  respuesta  formal, 
y  después  de  una  hora  de  deliberación,  dijeron  al  mensajero  que 
volviese  al  dia  siguiente,  que  entonces  responderían  de  un  modo  de- 
cisivo. Guando  regresó  el  mensajero  cumplido  el  plazo,  pidieron  de 
término  otro  dia;  mas  indignado  el  general  espaOol  de  que  tratasen 
de  entreteneríe,  aguardando  sin  duda  algún  refuerzo,  mandó  dis- 
parar su  artillería  y  acercarse  al  mismo  tiempo  sus  tropas  á  la  pla- 
za. Hicieron  su  efecto  los  callones  de  Farnesio:  cuando  los  habitan- 
tes vieron  derribada  una  porción  considerable  de  sus  muros,  tuvid- 
ron  miedo  y  trataron  de  rendirse.  Para  aplacar  mas  el  ánimo  del 
sitiador,  se  presentaron  en  lo  alto  de  las  murallas  las  mujeres  y  los 
nifios.  Les  dio  Farnesio  solamente  una  hora  para  resolverse,  y  an- 
tes de  cumplirse  el  término  se  abrieron  las  puertas  de  la  plaza.  No 
recibieron  los  habitantes  dado  alguno,  y  se  respetaron  las  hacien- 
das lo  mismo  que  las  vidas.  La  guarnición,  en  número  de  mil  hom- 
bres, pasó  al  servicio  del  rey  de  EspaOa;  mas  el  gobernador,  que 
era  alemán,  tomó  pasaporte  para  su  pais,  despechado  por  el  poco 
valor  desplegado  por  los  soldados  y  los  habitantes.  Se  condujeron 
en  efecto  estos  blandamente,  pues  el  asalto  ofrecía  aun  muchísi- 
mas dificultades,  y  la  plaza  tenia  fortificaciones  interiores  con  su- 
ficiente artillería  y  víveres  para  prolongar  el  sitio.  Así  lo  reconoció 
Alejandro  luego  que  se  vio  dentro;  doble  motivo  para  que  se  rego- 
cijase de  un  tríunfo  que  tan  poco  habia  costado. 

Con  la  caida  de  Limburgo  se  atemorizaron  las  demás  plazas  de  la 
provincia  de  este  nombre.  No  sucedió  lo  mismo  con  Dalem,  que  dio 
apariencias  de  no  querer  sufrir  la  suerte  de  las  otras.  Destacó  Ale- 
jandro á  Camilo  del  Monte  para  que  le  pusiese  sitio,  dándole  para 
ello  algunas  compadías  de  infantería,  pues  la  plaza  parecía  de  po- 
quísima importancia.  Cedió  pronto  esta  á  las  armas  españolas;  mas 
no  el  fuerte  contiguo  á  la  plaza,  que  estaba  guarnecido  por  tropis 
holandesas,  todas  á  devoción  del  príncipe  de  Orange.  Después  de 
una  fuerte  resistencia,  fué  tomado  por  asalto,  y  esto  produjo  la  ma* 
tanza  y  el  pillaje  que  van  siempre  en  seguida  de  estos  lances. 


CAFRUiO  XLYín.  611 

Produjo  sensación  en  Ámberes  la  ocupación  de  esta  provincia  de 
Umborgo.  Mas  el  principe  de  Orange,  atento  siempre  á  las  cosas 
de  Holanda  y  demás  provincias  del  Norte,  donde  tenia  puestas  sus 
miras  ulteriores,  resarció  en  parte  estas  pérdidas  con  la  toma  de  la 
plaza  de  Amsterdam,  donde  habia  hecho  anteriormente  algunas  ten- 
tativas sin  provecho.  Por  esta  vez  la  estrechó  tan  de  cerca,  que  tu- 
vo que  rendirse  con  buenas  condiciones,  habiendo  sido  respetadas 
las  personas  y  las  vidas.  Hizo  el  príncipe  de  Orange  de  Amsterdam 
el  principal  asiento  de  su  dominación  y  futuro  poderío,  guarnecién- 
dola con  tropas  enteramente  suyas,  é  introduciendo  en  ella  ministros 
protestantes  que  le  aseguraron  de  las  disposiciones  pacificas  de  sus 
vecinos. 

Se  volvió  &  hablar  nuevamente  de  convenios  y  de  paces.  Volvie- 
ron á  Madrid  mensajeros  que  se  habían  mandado  por  una  y  otra 
parte,  produciendo  quejas  y  pidiendo  desagravios,  mas  con  el  ob- 
jeto principal  de  sondear  el  ánimo  del  rey  de  Espa&a.  Parecía,  se- 
gún las  relaciones  de  estos,  que  Felipe  se  hallaba  entonces  en  las 
disposiciones  mas  pacificas,  que  tenia  la  mejor  voluntad  de  perdo- 
nar la  disidencia  de  los  estados,  con  tal  que  reconociesen  de  lleno 
SQ  autoridad  y  se  adhiriesen  con  sinceridad  á  la  religión  católica; 
que  retiraría  del  país,  puesto  que  era  objeto  de  sus  repugnancias,  á 
su  hermano  don  Joan  de  Austria,  dejándoles  en  su  lugar  al  príncipe 
de  Parma,  etc.,  etc.  Las  cosas  manifestaban  el  color  mas  apacible; 
pero  por  ninguna  de  ambas  partes  habia  buena  fe,  ni  deseo  sincero 
de  entrar  en  ajustes  amistosos.  Desconfiaba  el  rey  de  los  estados,  y 
por  su  carácter  y  experiencia  no  concebía  el  que  pudiese  ejercer  ja- 
más su  autoridad  en  los  Países-Bajos  sin  el  terror  debido  á  la  fuer- 
za de  las  armas.  Si  sospechaba  el  rey  de  EspaDa  de  los  estados,  no 
sospechaban  estos  menos  de  las  intenciones  del  monarca.  Habían 
sido  ya  demasiado  grandes  los  agravios  de  una  y  otra  parte,  y  se 
hallaban  en  demasiada  contradicción  los  intereses,  para  que  vol- 
viese á  reinar  entre  ellos  una  buena  inteligencia.  No  quería  convé^ 
nio  alguno  el  príncipe  de  Orange,  resuelto  ya  á  ejercer  el  poder  de 
soberano,  puesto  que  tantos  riesgos  é  inconvenientes  tenía  para  él 
la  condición  de  subdito.  Que  estos  sentimientos  pacíficos  estaban 
asimismo  lejos  del  corazón  de  don  Juan  de  Austria,  lo  prueba  muy 
bien  su  salida  precipitada  de  Bruselas  y  su  ocupación  del  castillo  de 
Namur,  sin  haberse  especificado  bien  qué  agravios  había  recibido  su 
autoridad  por  parte  de  los  estados,  sin  haberse  alegado  otra  cosa 


61 8  HISTOUi  os  FUm  II. 

qtíe  asechanzas  contra  su  persona  por  algunos  indívidoos^  Sí  ptea- 
mos  al  modo  de  pensar  en  esta  parte  de  Alejandro,  le  hallaremes 
con  humos  aun  mas  belicosos  ^ue  los  de  sa  tio  y  el  mismo  príncipe 
de  Oraoge,  pero  manifestados  con  mas  franqueza,  como  jóvm  &  qiiien 
adulaba  la  gloria  de  las  armas.  Guando  se  le  instó  á  que  influyese 
en  el  ánimo  de  don  Juan  de  Austria  para  que  admitiese  las  treguas 
propuestas  por  el  de  Orange,  se  negó  &  ello  redondamente,  diciendo 
que  jamás  aconsejaría  semejante  ajuste;  y  al  oir  que  el  rey  de  Es- 
pafia  tenia  intención  de  dejarle  por  gobernador,  declaró  que  no  acep- 
taría jamás  el  gobierno  de  Flandes,  si  la  concordia  había  de  ser  cen 
las  condicímies  que  se  habian  concertado  antes  con  don  Juan  de 
Austria.  Véase  lo  que  en  carta  particular  decia  á  su  padre  OctaTÍo: 
«Sería  esto  arrojarme  en  las  manos  de  estos  hombres  como  en  prí- 
»siones,  y  obligarme  á  una  vida  cautiva,  ociosa  y  sin  gloria,  y  por 
»lo  menos,  para  mi  condición,  sumamente  desgraciada;  porque  ye 
asiento  en  mí  cierta  vi(rfencia  natural  que  me  arrastra  á  merecer  la 
^^inmortalidad  de  la  fiima  con  la  gloria  de  las  armas,  y  confio  en  á 
»favor  divino  que  este  empleo  ha  de  labrar  en  mi  algo  que  exceda 
»á  la  común  esfera.  Y  digo  esto  con  mas  libertad,  porque  aun  al 
x^mismo  rey,  juzgo  le  conviniese  el  atemperarse  á  la  inclinaM»  de 
lacada  uno  de  los  suyos  en  las  ocupaciones  que  les  encarga.» 

No  necesita  esta  carta  comentarios.  Ofrecían  los  disturbios  de 
Flandes  un  cebo  á  la  ambición,  un  teatro  de  haza&as  y  proezas  mi* 
litares,  en  que  los  unos  labraban  su  fortuna  y  otros  alcanzaban  la 
fama  de  grandes  capitanes.  Lo  que  deseaba  cada  uno  de  los  dos 
pwrtidos,  era  que  recayese  sobre  el  otro  la  odiosidad  de  la  agresión, 
y  darse  el  aire  de  atacado  y  ofendido. 

Por  aquel  tiempo  llegaron  al  campo  de  don  Joan  algunos  perso-* 
najes  de  Espafia,  entre  ellos  Pedro  de  Toledo,  hijo  de  don  García, 
virey  de  Sicilia;  don  Lope  de  Figueroa,  maestre  de  campo  de  om 
de  los  tercios  espafioles,  que  traia  consigo  las  guarniciones  vetera- 
nas de  Italia;  don  Alfonso  de  Leiva,  hijo  de  don  Sancho,  virey  de 
Navarra,  con  una  escogida  compañía  de  nobles  espafioles,  en  que 
era  su  hermano  don  Sancho  de  Leiva  teniente,  y  alférez  don  Diego 
Hurtado  de  Mendoza,  tio  por  parte  de  madre  del  mismo  don  Alfon- 
so. Había  vuelto  poco  antes  Cabrío  Serveloni,  muy  querido  de  don 
Juan  de  Austria,  famoso  por  su  larga  experiencia  en  el  servido,  y 
n#  menos  ejemplar  .en  las  aartes  de  la  disciplina,  cajHtaneando  mi 
teFcio  de  dos  mil  italianos,  levantado  en  el  estado  de  Milán  per  dis* 


pmkní  de  dea  luán  de  Anstrid.  Fen»  la  que  mas  agradó  al  ejérei- 
te,  fué  ^  vuelta  del  presidente  Viglío  desdci  Espesa,  trayendo  con- 
signados para  el  anstriaco  trescientos  mil  escudos  de  oro  cada  mes, 
para  mantener  treinta  mil  infantes  y  seis  mil  caballos,  manifestando 
de  parte  del  rey,  que  era  todo  lo  que  podía  y  queria  dar  para  aquella 
guerra,  sin  que  se  pensase  que  enviaría  mas  sumas.  Se  mandó  al 
principe  de  Parma  que  recibiese  doce  mil  escudos  de  oro  cada  afio 
por  su  sueldo,  y  dos  mil  para  su  comitiva  y  soldados  de  su  escolta. 
Confirmó  el  rey  en  el  puesto  de  general  de  caballería  á  Antonio  de 
Gonzaga,  con  sueldo  de  quinientos  escudos  de  oro  cada  mes.  SeOal^ 
&  Cristóbal  de  MonJragon,  y  á  Francisco  Verdugo,  maestres  de  cam* 
po  espaSoJes,  ochocientos  escudos  al  primero,  quinientos  al  según-*- 
do,  y  trescientos  á  Antonio  Olivera,  comisario  general  de  la  caba- 
llería. Envió  de  donativo  al  conde  Carlos  de  Mansfelt,  diez  y  seis 
mil  escudos  de  oro,  é  hizo  algunos  otros  presentes  4  los  capitanes 
que  mas  se  habían  distinguido.  Entramos  en  estos  pormenores  para 
bacer  ver  las  cuantiosas  sumas,  á  lo  menos  para  aquel  tiempo,  que 
gastaba  el  rey  de  Espafia  en  la  guerra  de  los  Países-Bajos.  Y  no  hay 
que  olvidar  que  otras  mas  considerables  expendía  ¿  la  sazón  en 
Francia,  donde  era  el  alma,  como  hemos  hecho  ya  ver  y  diremos 
en  seguida,  de  una  facción  considerable  y  poderosa  que  servía  á  sus 
designios. 

Supo  por  aquel  mismo  tiempo  don  Juan  de  Austria,  que  se  esta** 
ban  haciendo  en  Italia  nuevas  levas  para  los  Paises*Bajos,  y  que 
habían  sido  nombrados  por  el  gobernador  de  Hilan  para  maestres 
de  campo  de  esta  gente,  Alfonso,  conde  de  Somaya,  milanos;  Vi- 
cente Carrasa,  prior  de  Hungría,  napolitano;  Pirro  Malvezí,  bolones, 
y  Esteban  Mutini,  romano;  todos  igualmente  distinguidos  por  su 
Dacimiento,  como  por  su  pericia  en  el  arte  de  la  guerra.  Ofendió 
mucho  á  don  Juan  de  Austria  que  los  ministros  del  rey  se  metiesen 
á  elegir  los  cabos  de  su  ejército,  por  lo  que  escribió  á  Espafia  que 
para  nada  necesitaba  las  tropas  de  Italia,  pues  ya  tenia  designados 
jefes  antiguos  y  experimentados  para  que  trajesen  de  Alemania  al- 
giiaos  regimientos,  parte  de  los  cuales  hablan  ya  llegado;  y  que  no 
bastando  la  suma  reeibída  para  mantener  las  tropas  que  se  le  íbaa 
allegando,  mal  podría  hacerlo  con  las  que  se  alistaban  en  Italia. 

Se  dediicieron  en  efecto,  dichas  levas;  mas  nada  sobraba  para 
alentar  al  campo  real,  y  reforzarle  su§cíentemente  contra  los  pre- 
parativos qoe  hapian  sus  contrarios.  Pop  todas  partos  Ikgaban  no-** 


6t0  BisToiuA  Di  rom  n. 

tícias  qae  se  habia  formado  nn  ejército  en  AlemaDÍa  por  disposidon 
de  los  estados,  y  que  habiendo  pasado  el  Mo&a,  se  habia  acuarte- 
lado cerca  de  Nímega:  que  el  duque  de  Aojou  estaba  eo  marcha  para 
MoDS  con  sus  tropas  francesas,  y  que  habia  tomado  ya  el  camino  de 
Nimega  Juan  Casimiro  con  las  suyas,  que  eran  numerosas.  Trató  el 
austríaco  de  salirles  al  encuentro  antes  que  se  reuniesen  todos,  para 
poderlos  batir  mas  f&cilmente;  mas  por  los  descuidos  y  dilaciones, 
muchas  veces  necesarías,  se  verificó  esta  unión  del  ejército  de  los 
estados  con  las  tropas  auxiliares  en  Malinas,  primero  que  don  Joan 
pudiese  recoger  las  tropas  de  las  guarniciones  y  pasar  revista  al  todo 
de  su  ejército.  Trató  sin  embargo  de  buscar  el  ejército  contrario,  y 
para  esto  llamó  á  consejo  de  guerra  á  los  principales  capitanes.  Cansó 
admiración  el  que  mostrándose  casi  todos  ellos  inclinados  al  proyecto 
de  don  Juan,  difiriese  de  opinión  el  de  Parma,  tan  conocido  por  la 
impetuosidad  natural  que  le  arrastraba  á  los  peligros.  Manifestó  por 
lo  mismo  Alejandro  los  motivos  en  que  se  fundaba  su  dictamen  tao 
inesperado,  y  eran,  que  el  enemigo,  poderoso  por  su  número,  por 
el  sitio  y  la  comodidad  de  recibir  socorro,  seguro  en  sus  cuarteles, 
suficientemente  atrincherado,  y  puesto  á  cubierto  por  las  selvas  ve- 
cinas en  que  se  apoyaba,  era  dueffo  de  aceptar  ó  rehusar  batalla: 
que  en  este  último  caso  no  tendrían  ellos  ningún  modo  de  sacarle  á 
la  pelea,  y  que  seria  por  lo  mismo  inútil  hacer  ostentación  deiejér*- 
cito  después  de  haber  llegado  con  tanta  molestia,  dejando  las  pla- 
zas, con  tan  poca  guarnición,  expuestas  á  la  invasión  de  los  fran- 
ceses: que  si  el  no  aceptar  la  batalla  se  podia  considerar  como  una 
confesión  tácita  de  su  inferioridad,  se  podia  también  presentar  bajo 
el  aspecto  contrario,  el  desaire  de  los  que  hablan  salido  á  buscarlos 
y  se  habían  vuelto  sin  lograr  su  objeto:  que  en  caso  de  no  aceptar 
la  batalla,  molestarían  á  las  tropas  reales  en  su  retirada;  y  en  el 
salir  al  campo,  todas  las  probabilidades  estaban  de  la  parte  de  los 
enemigos:  que  si  estos  llevaban  lo  peor,  aun  les  quedaban  mas  tro- 
pas auxiliares  para  resarcir  la  pérdida,  en  lugar  de  que  hallándose 
en  el  camino  todas  las  fuerzas  del  rey,  quedaria  destinado  el  ejér- 
cito á  padecer  una  derrota;  y  que  si  estas  perdían  la  batalla,  aaa 
siendo  este  vencido,  quedaria  tan  debilitado  que  apenas  podría  hacer 
frente  á  los  franceses  cuando  se  le  presentasen. 

Parecía  especioso  y  fundado  este  dictamen  de  Alejandro;  mas  á 
excepción  de  Serveloni,  no  fué  aprobado  por  ninguno.  Consideraba 
el  maestre  de  campo  general  conde  de  Mansfeit,  que  sería  sama* 


CAPITULO  XLVni.  6S1 

mente  decoroso  á  las  armas  del  rey  ataear  á  los  rebeldes  en  sus  pro- 
pias madrigueras,  afiadieudo  otros  capitanes  lo  útil  que  seria  apro- 
Techar  el  entusiasmo  en  que  se  hallaban  entonces  las  tropas  reales, 
y  cuyo  ardor  se  redoblarla  al  ver  que  se  tomaba  la  ofensiva.  Tam- 
bién contaban  con  las  desavenencias  de  algunos  cabos  principales 
del  ejército  contrario,  y  recordaban  que  se  habia  ganado  en  parte  la 
batalla  de  Gemblours,  por  semillas  de  discordia  que  en  su  campo 
germinaban. 

Adoptada  esta  resolución,  se  enviaron  á  los  capitanes  de  caballo* 
ría  Mucio  Pagani  y  Amador  de  la  Abadía,  para  que  fuesen  á  reco- 
nocer los  cuarteles  enemigos  y  sitio  mas  ¿  propósito  para  la  batalla. 
Yolvieron  diciendo  que  habian  sentado  sus  reales  no  lejos  de  Mali- 
nas; que  estaban  cubiertos  por  la  espalda  con  la  aldea  de  Rimenant, 
con  selvas  y  bosques  por  entrambos  flancos,  y  con  una  trinchera  de 
frente  que  tocaba  á  los  dos  lados;  que  delante  de  la  trinchera  se 
hallaba  un  campo  espacioso  de  batalla,  pero  que  para  atacar  la 
aldea  no  habia  mas  camino  que  uno  estrecho  cerca  del  bosque  de 
la  mano  derecha,  y  solo  capaz  de  seis  ó  siete  hombres  de  ñrente. 
Con  estas  noticias  se  movió  el  austríaco,  habiendo  mandado  antes 
algún  refuerzo  á  las  plazas  fronterizas  de  Francia.  A  los  dos  dias  se 
presentó  en  la  llanura  que  estaba  enfrente  de  la  trinchera  de  los 
enemigos;  y  al  fin  de  llamarlos  á  la  pelea,  seT  puso  en  tren  de  ba- 
talla, disponiendo  sus  tropas,  que  se  componian  de  doce  mil  infan- 
tes y  cinco  mil  caballos.  Pidió  á  don  Juan  el  príncipe  Alejandro  que 
se  le  permitiera  ir  delante  de  los  maestres  de  campo,  en  la  primera 
fila  del  escuadrón  de  los  espafioles,  á  quienes  tocaba  principiar  la 
acción;  dando  &  entender  que  si  habia  aconsejado  antes  no  moverse, 
como  tocaba  &  un  prudente  capitán,  quería  dar  ahora  ejemplo  de 
valoreóme  un  soldado.  Se  resistió  don  Juan  á  complacerle,  hacién- 
dole ver  el  mucho  nesgo  que  correría;  mas  hubo  de  condescender, 
pareciéndole  por  otra  parte  que  ganarla  mucha  ventaja  un  escua- 
drón en  que  fuese  su  persona. 

Estaba  en  tren  de  pelea  el  ejército  espafiol,  mas  se  hizo  sordo  el 
enemigo  al  obstinado  llamamiento  que  por  tres  horas  le  hicieron  las 
cajas,  los  clarínes  y  trompetas  de  los  nuestros.  Empeñado  don  Juan 
en  sacarle  al  campo,  mandó  &  Alfonso  de  Leyva,  que  se  hallaba  en^ 
toncos  al  frente  de  un  escuadrón  ligero,  que  se  dirigiese  con  su  gen^^ 
te  á  la  entrada  del  bosque  con  objeto  de  atraer  á  los  enemigos,  mas 
sin  internarse  mucho  ni  empeSar  batalla,  mandando  al  mismo  tiempo 

Tomo  i.  19 


622  HISTORIA  DB  FKLIfE  H. 

al  marqaés  del  Monte  con  tres  eompaifas,  para  que  le  cubriese  las 
espaldas.  Envió  asimismo  el  general  enemigo  al  coronel  inglés  Nor- 
rís  al  encuentro  de  Leyva,  sin  mas  objeto  que  el  de  escaramucear, 
ordenándole  no  se  alejase  de  los  reales.  Desempefiaron  los  dos  ca- 
pitanes mutuamente  su  comisión;  mas  percibiendo  el  conde  de  Bg- 
mont  que  el  inglés  perdia  mucha  gente,  marchó  en  su  aoidlio,  lo 
que  hizo  avanzarse  por  su  lado  al  marqués  del  Monte  que  se  hallaba 
á  retaguardia  de  Alfonso  de  Leyva.  Otros  dos  refuerzos  recibieron 
estas  tropas  de  vanguardia:  por  parte  del  ejército  de  los  estados,  el 
coronel  inglés  Roberto  Stuart,  y  por  la  del  ejército  real  Femando  de 
Toledo,  con  el  escuadrón  de  caballería  que  mandaba.  Juzgando  el 
austriaco  que  todo  el  ejército  enemigo  saldría  de  sus  reales,  y  que 
se  empezaria  el  combate  que  tanto  deseaba »  se  acercó  mas  h&iáa 
ellos  para  recibirlos  con  mayM*  ventaja.  Entonces  el  principe  de  Plur- 
ma  se  apeó  del  caballo,  y  cogiendo  una  pica  se  colocó,  segnn  lo  ha- 
bia  solicitado,  entre  los  alféreces  de  primera  fila,  debiendo  pdear 
así  como  simple  soldado  delante  de  los  maestres  de  campo. 

Mas  el  enemigo  no  hizo  movimiento  alguno  fuera  de  sus  reales. 
La  vanguardia  de  los  espaDoles,  alentada  en  el  calor  de  la  refri^ 
con  el  terreno  que  ganaba,  creyendo  que  seria  seguida  del  grueso 
del  ejército,  continuó  su  marcha,  llegando  hasta  los  mismos  reales 
enemigos.  No  aguardaron  estos  el  choque,  y  se  retiraron  solue  la 
aldea  que  estaba  á  sus  espaldas.  Tampoco  se  hiciwon  firmes  ei 
esta  posición ,  y  después  de  incendiar  algunas  de  las  casas ,  eni^ 
prendieron  su  retirada,  pero  sin  desordenarse.  Continué  el  aloanee 
la  vanguardia  del  ejército  espaOol,  y  cuando  se  creían  ya  seguros 
de  la  victoria,  percibieran,  aunque  ya  muy  tarde,  que  loa  Tenk^ 
deros  reales  enemigos  no  eran  los  que  acababan  de  tomar,  síae 
los  que  vieron  &  su  frente  en  un  campo  cerca  de  Malinas ,  defendi- 
dos por  la  derecha  al  abrigo  del  rio  de  Mer,  y  por  la  izquierda  por 
una  selva  ó  bosque  inaccesible.  Ta  habia  concebido  sospechas  el 
príncipe  de  Parma  que  la  retirada  de  los  enemigos  era  fingida,  coa 
objeto  de  atraer  á  los  nuestros  k  terreno  mas  desventajoso ,  poesía 
que  en  los  prímeros  reales  no  habían  hecho  defensa  sus  caüones 
como  que  no  tenian  en  ellos  ninguna  batería.  Así  lo  hizo  preseote 
á  don  Juan  de  Austria,  quien  concibió  la  misma  idea,  lamentándose 
aunque  tarde  de  su  fatal  error,  en  esperar  en  aquel  sitio  la  batalla. 
Mientras  tanto,  la  vanguardia  española,  separada  del  cuerpo  del 
ejército,  se  vio  en  la  mas  dura  situación^  teniendo  que  oombatir 


GAPITOLO  XIVIII.  623 

sola  en  el  eampo  raso  delante  de  los  reales  enemigos ,  que  le  ha^ 
dan  grandes  estragos  oon  su  artillería.  Combatieron,  sin  embargo, 
OM  el  mayor  denuedo  sin  querer  volver  pié  atrás,  enviando  mensa- 
jeros á  don  Juan  de  Austria ,  para  que  sin  pérdida  de  tiempo  les 
enviase  algún  socorro.  Dudó  don  Juan  si  accedería  á  sus  ruegos, 
temiendo  enflaquecer  mucho  el  grueso  de  su  ejército;  mas  tuvo  que 
ceder  á  lo  duro  de  las  circunstancias,  por  salvar  de  una  cierta  rui- 
na i  Icm  que,  si  habían  obrado  con  imprudencia,  peleaban  al  menos 
con  un  arrojo  y  valentia,  que  lavaban  su  gran  falta.  Marchó  Ale- 
jandro en  su  socorro,  seguido  de  Gonnga  con  su  caballería,  man- 
dando á  este  que  entretuviese  al  enemigo,  auxiliando  la  retirada  de 
la  infantería,  á  la  que  indicó  ciertos  senderos  estrechos  y  quebrados 
qm,  ocupados  una  vez,  la  ponían  al  abrígo  de  ser  ya  perseguida. 
Cumplió  Gonzaga  la  orden  con  exactitud  ;  la  infantería  espafiola 
pudo,  al  abrígo  de  este  refuerzo,  batirse  en  retirada  y  dejar  el  cam- 
po Uano,  tomando  los  senderos  indicados.  También  efectuó  la  suya 
Gonzaga,  de^)ues  de  ver  en  salvo  los  infantes ;  y  aunque  se  podía 
temer  que  el  enemigo  siguiese  á  los  que  abandonaban  el  campo  de 
batalla,  cesó  oui  este  movimiento  la  refriega,  recogiéndose  la  van- 
guaidia  espaüola  al  grueso  del  ejército,  que  también  emprendió  la 
retirada. 

Tal  fué  el  resultado  del  encuentro  que  tanto  deseaba  den  Juan  de 
Austria,  No  se  concibe  cómo  dejó  de  seguir  el  movimiento  de  su 
vanguardia,  cuando  se  apoderó  esta  del  campamento  enemigo,  y 
puesto  que  se  le  rehusaba  la  batalla  delante  de  los  reales  fingidos, 
DO  fué  á  buscaría  al  frente  de  los  verdaderos.  Tal  vez  estaría  el  se- 
gando campo  mejor  fortificado  que  el  primero,  ó  demasiado  avan- 
zada ya  la  hora  para  empefiar  seriamente  una  refriega.  Tampoco 
aparece  claro  cómo  los  enemigos  no  siguieron  el  alcance  sobre  los 
que  se  f «tiraban,  y  no  en  grande  orden  coifto  puede  supoiierse.  Mas 
volvemos  k  indicar  que  se  debe  desconfiar  mucho  de  estas  relacio- 
nes de  batallas,  que  cada  uno  describe  sobre  informes  donde  domi- 
na tantas  veces  el  error,  y  muchas  veces  el  espíritu  de  pasión  ó  de 
partido.  En  rigor  ninguno  de  los  dos  ejércitos  se  pudo  considerar 
como  vencedor  en  este  encuentro :  no  el  enemigo,  que  permaneció 
en  sus  reales,  ni  n^ucho  menos  el  austriaco,  que  se  retiró  sin  haber 
salido  <H»n  su  intento.  Fué  caú  igual  la  pérdida  por  entrambas  par* 
tes.  siendo  algo  mayor  el  número  de  muertos  y  prisioneros  de  los 
espafiolfls.  De  qua  combatíeroo  estos  coa  mucho  arrojo,  depone  su 


624  HiSTOBlÁ  DE  FKLIf R  ü. 

mismo  avance  hasta  los  reales,  y  el  haber  contÍDoado  peleando  m 
volver  pié  atrás,  separados  del  grueso  del  ejército,  y  paestos  á  las 
baterías  enemigas.  Se  citan  entre  los  nombres  que  mas  se  distin- 
guieron, el  del  capitán  Perrotto,  Anníbal,  Gonzaga,  FlamiDio  Del- 
fino,  Juan  Manrique,  Lepido  deRomanis,  Laurencio  Tuchi,  Nicolfe 
Cesis,  que  alternativamente  desempefiaron  las  funciones  de  capita- 
nes y  soldados. 

Dio  parte  don  Juan  de  esta  acción,  en  que  no  le  cupo  tanta  glo- 
ria como  en  la  anterior  de  Gemblours,  pero  donde  lucieron  igual- 
mente la  pericia  y  el  valor  del  príncipe  Alejandro ,  tanto  por  haber 
disuadido  el  movimiento  emprendido  por  el  general  espafiol,  como 
por  su  prontitud  en  reparar  las  faltas  cometidas. 

Se  aumentó  con  la  refriega  que  acabamos  de  describir,  la  fuerza 
moral  de  los  estados.  Grecia  el  número  de  sus  partidarios,  y  cada 
vez  se  engrosaban  mas  sus  fuerzas.  Disminuía  en  la  misma  propor- 
ción el  poder  de  don  Juan,  y  á  tal  punto  vacilaban  algunas  plazas 
que  estaban  á  su  devoción,  que  tanto  por  temor  de  traiciones,  co- 
mo por  reforzar  su  ejército,  hizo  retirar  de  ellas  las  tropas  que  las 
guarnecían.  Escribió  en  este  conflicto  al  rey  de  Espafia,  pidiéndole 
tropas  y  dinero,  mas  respondió  el  monarca  que  no  podía  enviarle 
ni  uno  ni  otro,  y  que  tratase  de  ajustar  las  paces  del  mejor  modo 
que  pudiese.  Los  estados,  que  también  deseaban  avenencias,  se 
aprovecharon  del  buen  viento  que  entonces  les  soplaba.  Exigieron 
de  don  Juan  tres  condiciones :  primera,  que  se  conservase  por  sa 
gobernador  el  archiduque ;  segunda,  que  entrasen  en  el  arreglo  el 
duque  de  Anjou  y  el  príncipe  Juan  Casimiro;  tercera  que  don  Jaaa 
de  Austria  les  volviese  la  provincia  de  Limburgo,  recientemeDte 
conquistada. 

Amarga  fué  para  don  Juan  esta  exigencia  de  los  estados,  pues 
envolvía  la^ separación  de  su  persona.  Consultó  en  este  conflicto  eoo 
el  príncipe  Alejandro,  y  este  hombre,  á  quien  hemos  visto  última- 
mente tan  belicoso,  con  tanta  repugnancia  á  recibir  la  ley  de  los  es- 
tados, aconsejó  á  don  Juan  que  cediese  á  la  necesidad  sin  obstioar- 
se  en  luchar  con  obstáculos  insuperables.  Le  hizo  ver  el  aumento 
que  recibían  los  recursos  de  los  enemigos,  mientras  los  suyos  iban 
disminuyendo  sin  esperanzas  de  reparar  las  faltas,  pues  ya  no  po- 
día contar  con  recibir  mas  fuerzas,  ni  con  robustecer  la  fidelidad 
de  los  que  le  iban  abandonando  poco  á  poco.  Hicieron  fuerza á  don 
Juan  de  Austria  estas  razones,  mas  no  le  decidieron  á  entrar  eo  ui 


CAPITULO  XLVIU.  6t5 

eoDvenio  qoe  tanto  ofendía  á  sa  amor  propio.  Trató,  pues,  de  refor- 
zarse en  cuanto  sus  medios  alcanzasen,  contando  mucho  con  que  el 
espíritu  de  discordia  se  apoderase  al  fin  del  campo  enemigo,  com- 
puesto de  elementos  tan  heterogéneos.  Otra  vez  escribió  al  rey  de 
Espafia  en  petición  de  fuerzas  y  dinero,  quejándose  agriamente  del 
abandono  en  que  se  le  tenia,  que  en  lugar  de  enviarle  los  recursos 
de  que  necesitaba  se  le  pagaba  con  buenas  palabras,  como  si  tu- 
viera la  habilidad  de  convertirlas  en  dinero ;  que  en  Espafia  no  ha- 
dan mas  que  dar  aliento  á  los  rebeldes,  cuyas  proposiciones  de 
paz  y  de  obediencia  no  eran  mas  que  fingidas,  hallándose  resueltos 
en  secreto  á  sacudir  para  siempre  la  autoridad  del  rey  católico,  etc. 

No  desconfió  don  Juan  de  hacerse  al  fin  con  medios  de  continuar 
la  guerra.  Para  llevar  adelante  su  determinación,  encargó  á  Serve- 
loni  la  construcción  de  un  nuevo  fuerte ,  no  lejos  de  Namur,  bien 
auxiliado  por  la  naturaleza ,  y  que  le  sirviese  de  depósito  de  víve- 
res y  demás  materiales  de  guerra ,  y  al  mismo  tiempo  de  base  de 
sus  operaciones.  Se  aplicó  á  la  obra  Serveloni  con  toda  actividad; 
mas  antes  de  estar  perfectamente  concluida^  cayó  enfermo  de  mu- 
cha gravedad,  y  á  poco  tiempo  se  vio  en  el  mismo  estado  don  Juan 
de  Austria,  cuya  salud  acabó  de  destruirse ,  cuando  mas  ocupado 
estaba  en  sus  proyectos  militares. 

Se  hizo  trasladar  don  Juan  de  Austria  al  fuerte ,  á  pesar  del  es- 
tado imperfecto  en  que  se  hallaba.  Allí  cayó  en  cama ,  donde  duró 
poco  tiempo  su  existencia.  Agravándose  mas  y  mas  su  enfermedad, 
entregó  en  21  de  setiembre  de  1578  el  mando  al  príncipe  de  Par- 
ma,  nombrándole  gobernador  de  Flandes  y  capitán  general  de  las 
tropas,  mientras  confirmaba  la  providencia  ó  determinaba  otra  cosa 
el  rey  de  Espafia.  Dudó  Alejandro  si  aceptaría  un  cargo  tan  espino- 
so en  aquellas  circunstancias ,  exponiéndose  además  á  la  nota  de 
ambicioso,  y  sobre  todo,  al  desaire  que  le  podía  dar  el  rey,  revis- 
tiendo á  otro  de  este  cargo.  Mas  según  se  explicó  en  sus  cartas  á 
su  padre  el  duque  Octavio,  se  decidió  por  fin  á  tomar  tan  grave 
peso  sobre  sus  hombros,  por  sola  la  consideración  del  estado  lasti- 
moso en  que  las  cosas  del  rey  se  hallaban  á  la  sazón  en  Flandes, 
pareciéndole  que  seria  cobardía  y  hasta  traición  á  los  intereses  del 
monarca  no  admitir  un  puesto  que  no  le  ofrecía  mas  que  disgustos 
y  peligros. 

Ta  no  daba  esperanzas  de  vida  don  Juan  de  Austria.  A  muy  po- 
cos días  de  haber  entregado  el  mando  al  de  Farnesío ,  recibió  los 


626  HISTOUA  DS  FBUPK  II. 

sacrameotos  en  su  tienda;  pues  tal  nombre  merecía  el  aposento  que 
le  dispusieron  en  el  fuerte.  A  poco  tiempo  después  le  sobrevino  ud 
terrible  y  furioso  delirio,  en  que  no  hablaba  mas  que  de  campa- 
mentos, de  guerra,  de  batallas ,  de  asaltos ,  indicio  claro  de  lo  que 
pasaba  en  su  alma ,  cuando  bajo  el  peso  de  su  enfermedad  quedó 
postrado.  A  este  estado  de  delirio  siguió  un  desmayo  de  que  no  vol- 
vió, habiendo  espirado  el  28  del  mismo  mes  de  setiembre,  á  los  33 
afios  no  cumplidos  de  su  edad. 

Fué  la  muerte  de  don  Juan  de  Austria  un  acontecimiento  de  su- 
ma importancia  en  Europa,  tanto  por  el  cargo  que  desempefiaba, 
como  por  lo  famoso  y  esclarecido  de  su  nombre.  De  las  partícala- 
res  de  su  nacimiento,  educación  y  reconocimiento  por  Felipe  11,  he- 
mos ya  hablado  en  su  debido  tiempo  (1). 

No  puede  menos  de  elogiarse  la  conducta  que  tuvo  el  rey  de  Es- 
paDa  con  don  Juan ,  y  lo  dispuesto  que  estuvo  siempre  á  colocarle 
en  puestos,  donde  lucieron  su  capacidad  y  servicios  distinguidos. 
Adoptó  el  pensamiento  de  Garlos  V ,  de  que  siguiese  don  Juan  la 
carrera  de  la  Iglesia;  mi^s  hubo  de  ceder  á  la  fuerte  inclinadon  que 
mostraba  su  hermano  á  la  de  las  armas.  Comenzó  brillantemente 
esta  carrera,  como  hemos  visto,  sujetando  los  moriscos  de  Granada, 
y  poniendo  término  á  una  guerra  tan  desoladora.  Se  vio  en  un  tea- 
tro mas  brillante,  mandando  en  jefe  el  armamento  de  la  liga  contra 
el  turco,  y  puso  un  sello  á  su  gran  nombre  militar  con  la  gloriosa 
victoria  de  Lepante.  En  su  campaDa  sucesiva  no  fué  tan  aforlimado 
ni  podia  menos  de  descender,  cuando  tanto  habia  subido ;  pues  m 
la  historia  de  los  hombres  eminentes  hay  siempre  un  punto  culmi- 
nante que  tiene  que  exceder  á  los  otros  en  altura.  Es  cierto  que  el 
rey  quedó  descontento  de  la  conducta  de  don  Juan  en  Túnez,  y  que 
agravaron  este  disgusto  y  afectaron  su  suspicacia,  los  rumores  que 
llegaron  á  sus  oidos  de  que  don  Juan  intentaba  hacerse  rey  con  di- 
cho título.  Fué,  sin  embargo,  bien  recibido  á  su  regreso  en  la  corte 
del  monarca;  mas  Felipe  II  no  accedió  á  las  pretensiones  de  don 
Juan,  de  obtener  los  honores  y  consideración  de  infante  ó  príncipe 
de  Espafia.  Remiso  anduvo  en  nombrarle  gobernador  de  Flandes, 
cuando  la  opinión  le  designaba  para  este  puesto  á  la  muerte  de  doa 
Luis  de  Requesens,  y  es  muy  probable  que  en  el  ánimo  del  mooar- 
ca  se  renovasen  las  sospechas  de  que  don  Juan  trataba  de  hacerse 
independiente.  Le  mandó  á  Flandes  sin  ejército;  aprobé  sin  dificiil- 

(I)   (SapitaloXi|\ 


GAPITOLO  XLVIU.  627 

tad  loB  artículos  de  la  confederación  de  la  liga  de  Gante»  por  los  que 
debian  salir  del  pais  las  tropas  espaSolas«  Es  posible  que  obrase 
así  por  dejar  mas  aislado  &  don  Juan;  pero  mas  probable  que  fuese 
por  contemporizar  entonces  con  la  voluntad  de  los  estados.  En  cuan- 
to á  la  conducta  de  don  Juan  en  Flandes  no  fué  muy  digna  de  elo- 
gio, por  el  carácter  de  duplicidad  con  que  á  los  hombres  imparcía- 
les  se  presenta.  A  poco  tiempo  de  firmar  la  liga  de  Gaote ,  se  puso 
en  hostilidad  con  los  estados,  encastillándose  en  Namur,  y  llamando 
en  su  auxilio  á  las  tropas  que  acababan  de  salir  de  Flandes.  Si  le 
dieron  motivo  ó  no  los  estados  para  semejante  agresión,  parece  pro- 
blemático para  los  hombres  de  buena  fe.  Mas  todo  se  explica  con 
la  suposición  de  que  por  ninguna  de  las  dos  partes  habla  sinceri- 
dad ni  deseo  de  concordia.  La  campafia  de  don  Juan  en  los  Paises- 
Bajos  no  puede  compararse  en  brillo  con  las  anteriores,  podiendo 
decirse  que  con  motivo  de  su  enfermedad,  ó  por  otras  causas,  se  vio 
un  poco  eclipsado  su  nombre  por  el  del  principe  Alejandro.  Causa 
extrafieza  que  habiéndose  quejado  don  Juan  de  las  levas  que  se  ha- 
cían en  Italia  de  tropas  del  pais  graduándolas  de  inútiles,  insistiese 
después  tanto  con  el  rey  para  que  se  le  enviasen  nuevas  fuerzas. 
Mas  todo  se  explica  con  el  aspecto  vario  que  presentaba  aquella 
guerra,  y  con  las  animosidades  á  que  el  espíritu  de  ambición  y  el 
deseo  de  ganar  favor  en  la  corte  daban  origen.  En  cuanto  al  rey, 
crecieron  sin  duda  sus  sospechas  contra  don  Juan  ,  después  de  su 
presentación  en  los  Paises-Bajos,  dando  pronto  oido  á  los  rumores 
de  que  su  hermano  trataba  en  secreto  de  casarse  con  la  reina  Isabel 
de  Inglaterra,  siendo  uno  de  los  capítulos  la  libertad  de  conciencia 
&  los  habitantes  de  los  Paises-Bajos.  La  muerte  del  secretario  Juan 
de  Escobedo,  de  que  hablaremos  en  su  lugar,  confirma  estas  sospe- 
chaS)  ó  por  mejor  decir,  el  enojo  del  rey  con  taj  motivo.  Causó  una 
grave  pesadumbre  á  don  Juan  la  muerte  de  su  secretario ,  y  algu- 
nos la  designan  como  la  causa  principal  de  su  muerte  tan  tem- 
prana. 

Que  en  virtud  de  la  muerte  de  Escobedo  se  haya  llegado  á  supo- 
ner que  en  el  fallecimiento  del  príncipe  intervino  la  agencia  de  un 
veneno,  no  puede  parecer  extraDo ,  supuesta  la  gran  facilidad  de 
atribuir  á  causas  de  esta  especie  la  muerte  de  los  príncipes;  mas 
son  especies  que  solo  como  rumores  pueden  tener  lugar  en  una 
historia. 

Fué  miy  sentida  la  muerte  de  don  Juan  en  el  qército,  donde  era 


628  nSTOBlÁ  DC  FBUPE  IL 

muy  querido,  tanto  por  los  jefes  como  por  las  tropas.  Todos  Im 
historiadores  convieneD  en  decir  que  era  afable ,  generoso ,  muy 
gentil  y  apuesto  en  su  persona,  espléndido  en  todas  las  ceremonias 
de  aparato,  tan  humano  con  los  amigos  como  valiente  y  esforzado 
en  los  campos  de  batalla.  Se  suscitaron  disputas  en  el  campo  entre 
los  españoles ,  los  flamencos  y  los  alemanes ,  sobre  quienes  habían 
de  llevar  el  féretro  cuando  se  trató  de  sus  exequias.  Pretendían  la 
preferencia  los  alemanes  por  ser  don  Juan  nacido  en  su  pais :  los 
españoles,  porque  era  subdito  del  rey  de  Espafia ,  y  los  flamencos 
por  el  sitio  de  su  fallecimiento.  Mas  decidió  la  contienda  el  principe 
Alejandro,  disponiendo  que  fuese  sacado  el  cuerpo  de  la  tienda  por 
la  gente  de  su  casa  y  familia,  y  que  le  entregasen  á  los  maestres 
de  campo  de  la  tropa  cuyos  cuarteles  estuviesen  mas  cerca  de  so 
tienda,  y  que  así  fuese  pasando  de  unos  á  otros,  según  las  distan- 
cias, al  alojamiento.  De  esta  manera  fué  conducido  con  toda  solem- 
nidad y  pompa  el  cadáver,  vestido  de  sus  armas ,  con  corona  en  la 
cabeza,  hasta  Namur,  marchando  en  escuadrones  la  caballería  y  la 
infantería.  Iba  el  féretro  en  hombros  de  los  maestres  de  campo  y 
capitanes  de  la  nación,  cuyas  tropas  le  seguían  según  el  orden  con 
que  se  iban  relevando  durante  el  camino ,  como  ya  hemos  dicho. 
Llevaban  los  cordones  el  conde  de  Mansfelt,  maestre  de  campo  ge- 
neral. Octavio  Gonzaga,  general  de  la  caballería,  Pedro  de  Toledo, 
marqués  de  Villafranca,  y  Juan  Groy,  conde  de  Reulx.  Cerraba  la 
marcha  el  príncipe  Farnesio ,  rodeado  de  los  jefes  y  oficiales  mas 
distinguidos  del  ejército.  Así  llegó  la  pompa  fúnebre  hasta  la  ciudad 
ya  dicha,  donde  fué  el  cadáver  recibido  por  los  magistrados  y  lle- 
vado á  la  iglesia  principal ,  en  la  que  se  celebraron  los  funerales 
con  la  solemnidad  que  á  tan  alto  personaje  se  debia. 

Para  concluir  con  todo  lo  concerniente  á  don  Juan  de  Austria, 
diremos  que  pidió  antes  de  morir  al  rey  tres  gracias :  primera  qne 
mirase  por  la  persona  de  un  hermano  suyo,  hijo  de  Bárbara  Blom* 
berg;  prueba  de  que  nunca  había  llegado  á  sus  oídos  de  que  no  era 
esta  su  madre  verdadera :  segunda  de  que  favoreciese  á  las  perso- 
nas de  su  servidumbre :  tercera  de  que  fuesen  depositados  sus  res- 
tos junto  los  de  su  padre  Garlos  V.  Gausó  extraneza  que  entre  es- 
tas peticiones  no  hubiese  ninguna  relativa  á  dos  hijas  naturales  so- 
yas, llamadas  Ana  y  Juana,  habidas  una  en  Ñapóles  de  una  dama 
de  Sorrento,  y  otra  en  Madrid  de  Juana  de  Mendoza*  Tal  vez  no 
quiso  disgustar  al  rey  con  esta  declaración  ,  ó  quizás  lo  había  he- 


CAPITULO  XLYIU.  629 

cho  antes  de  eaer  enfermo.  Murió  la  una  de  prelada  de  las  monjas 
Benitas  de  Burgos  :  se  casó  la  otra  con  el  príncipe  de  Botero  en  el 
reino  de  Sicilia. 

Accedió  el  rey  á  la  petición  relativa  &  la  traslación  de  su  cadá- 
ver. Mas  para  evitar  los  inconvenientes  y  los  gastos  de  su  conduc- 
ción de  un  modo  público,  luego  que  se  redujo  el  cuerpo  &  esquele- 
to, se  separaron  los  huesos  por  sus  coyunturas  y  se  les  colocó  así 
en  una  especie  de  arca  ó  de  maleta,  y  de  este  modo  fué  conducido 
privadamente  á  EspaQa,  donde  por  medio  de  alambres  se  volvieron 
á  juntar  los  trozos  separados.  Después  se  rellenó  de  lana  y  se  le  re- 
vistió con  un  traje  magnífico  y  el  bastón  en  la  mano,  poniéndole  de 
cuerpo  presente  á  los  ojos  de  la  corte  y  el  público,  que  tributó  ho- 
menaje de  respeto  y  de  dolor  &  los  restos  del  capitán  esclarecido. 
£o  esta  disposición  y  con  toda  solemnidad  y  pompa,  fué  depositado 
en  el  panteón  destinado  en  el  monasterio  del  Escorial  á  los  infantes 
y  demás  individuos  de  la  casa  real,  que  no  son  ni  reyes ,  ni  reinas 
que  han  dado  sucesión  á  la  corona.  En  aquel  sitio  permanecen  sus 
restos  en  el  dia. 

Dudó  el  rey  de  EspaQa  si  confirmarla  ó  no  el  nombramiento  que 
don  Juan  de  Austria  hizo  al  morir  de  Alejandro  de  Parma  para  go- 
bernador de  los  Paises-Bajos.  Hubo  muchas  dificultades ,  y  no  fal- 
taron intrigas  para  que  recayese  el  nombramiento  en  otro  ;  mas  el 
rey,  sin  tener  en  cuenta  los  motivos  que  le  alegaban  para  alejar  al 
príncipe  de  Flandes,  le  revistió  al  fin  con  el  cargo  de  supremo  go- 
bernante; elección  que,  como  veremos  después ,  fué  la  mas  feliz  y 
acertada  de  cuantas  se  hablan  hecho  hasta  entonces  para  aquel  go- 
bierno. 


Tomo  i.  SO 


CAPITULO  XtíX. 


Asuntos  interiores  de  España.— -Muerte  de  la  reina  doíSa  Isabel  de  Yalois. — ^Pasa  el  rey 
á  cuartas  nupcias  con  dofia  Ana  de  Austria.— Venida  de  la  nueva  reina  á  Espafia. 
Viajes  del  rey  á  Córdoba  y  Sevilla.— Muerte  del  cardenal  Espinosa.— Nacimiento 
del  principe  don  Femando. — ^Id.  de  don  Carlos.— Id.  de  don  Diego  Félix.— Muer- 
te de  la  princesa  doña  Juana.— Progresos  de  la  obra  del  Escorial — ^Formación  del 
archivo  de  Simancas. — Publicación  de  la  Biblia  Regia  en  Flandes.— Muerte  dd 
arzobispo  don  Bartolomé  de  Carranza. — ^Entrevista  del  rey  en  Guadalupe  con  d 
de  Portugal,  don  Sebastian. — ^Nacimiento  del  principe  don  Felipe. — (1568-1578). 


Si  el  monarca  que  da  el  titulo  &  esta  obra  no  hubiese  sido  mas 
que  rey  de  EspaDa,  pocas  páginas  llenaría  en  la  bistoria,  que  se 
aumenta  por  la  mayor  parte  de  guerras,  de  revoluciones,  de  tras- 
tornos, de  cuantas  vicisitudes  se  presentan  con  el  carácter  de  vio- 
lentas en  la  vida  humana.  Mientras  eran  en  efecto  teatro  de  convul- 
siones y  revueltas,  Francia,  los  Paises-Bajos,  Inglaterra  y  Escocia; 
mientras  tantas  batallas  se  daban  casi  á  un  mismo  tiempo,  ya  en 
tierra,  ya  en  el  seno  de  los  mares,  gozaba  España  de  una  tranqui- 
lidad no  interrumpida ,  sin  que  se  pudiese  decir  que  la  debiese  ai 
despliegue  de  la  fuerza  armada,  ni  á  ninguno  de  otros  medios  de 
coacción  con  que  á  falta  de  los  morales  se  asegura  el  orden  público 
y  la  obediencia  de  los  pueblos.  Se  habian  sofocado  en  los  campos 
de  Yillalar  los  últimos  alientos  de  libertad  é  independencia  con  que 
las  comunidades  de  Castilla  manifestaron  al  principio  repugnancia 
declarada,  y  en  seguida  oposición  abierta  á  las  arbitrariedades  del 
monarca.  Amoldados  poco  á  poco  los  hombres  á  la  jsnmision  y  á  la 


CAPITULO  XLIX.  69|1 

o))|MlieDcia,  eotQsiasmados  tal  vez  cod  la  grandeza  y  poderío  de  sus 
reyes,  veiaD  en  el  Irpno  una  emanacioD  de  la  suprema  yoluntad  de 
Díps,  y  en  el  gobierno  absoluto  la  mas  legítima  de  las  autoridades. 
Tepjan,  pues,  las  institjcfpiones  un  apoyo  natural  en  la  opinión,  en 
\o^  principios  de  los  pueblos  por  ella  gobernados ,  y  no  se  podia 
considerar  como  yugo  lo  que  no  estaba  en  pugna  con  ninguna  tot 
luptad,  lo  que  en  nada  chocaba,  tratándose  de  la  generalidad,  coqi 
las  opiniones  recibidas.  No  podemos  menos  de  suponer  que  tendría 
exc^Dciones  esjta  regla  general;  mas  eran  tan  pocas,  que  apenas  pue- 
dep  entrar  en  cuenta ,  cuando  se  examina  la  situación  política  de 
una  nación  como  la  EspaQa.  Respetaban  ,  pues ,  los  espaDoles  eji 
tronq  de  su  rey,  y  para  considerarle  como  un  delegado,  como  m 
órgano  de  Dios,  no  necesitaban  ninguna  clase  de  yiolencia.  La  mis- 
ma deferencia  mostraban  á  las  autoridades  subalternas  que  de  la 
primera  emanaban ;  y  si  de  la  parte  civil  pasamos  &  la  religiosa^ 
vecemos  aun  mas  ciega  la  sumisíop,  porque  era  mas  elevado  elorí- 
gep  de  los  sentimientos.  Todas  las  instituciones  religiosas,  todas  las 
asipciaciones  que  tenian  por  objeto  fomentar  el  culto,  todos  los  con- 
ventos establecidos  para  hacer  mas  abundante  el  pasto  de  los  fieles, 
tFfkü  objeto  de  respeto  y  de  veneración  para  los  espaDoles  de  todas 
cl^s  con  muy  pocas  excepciones.  Si  algunos  se  permitían  sátiras 
y  censuras  sobre  ^el  particular ,  recalan  á  todo  mas  sobre  algunos 
individuos,  nunc^  sobre  los  establecimientos  en  genera^,  pues  los 
censores  serían  tenidos  por  reos  de  blasfemia.  Hasta  el  mismo  tri- 
bui^al  de  la  fe,  cuyo  nombre  horroriza  hoy  á  los  hombres  de  alguna 
ilustración,  era  entoqces,  al  mismo  tiempo  que  objeto  de  un  grajQ 
temor,  venerado  como  un  santp  establecimiento  por  los  que  de  sen- 
timientos religiosos  se  preciaban.  No  habia  á  la  sazón  en  EspaOa 
I09  que  se  liaría  escépticos ,  ni  mucho  menos  incrédulos  ó  ateos; 
coptando  siempre  con  las  excepciones,  que  como  casi  todas  podía 
teper  aquesta  regla.  Los  dos  principios  favorítos  de  Felipe  II,  uni- 
dad de  gobierno  y  unidad  de  culto,  eran  los  dos  principales  arlícu- 
lof  de  la  fe  política  y  religiosa  de  los  espaDoles.  Estaba  el  pais  cer- 
rado á  las  nuevas  sectas  religiosas,  objeto  de  tanto  horror  para  los. 
pueblos  como  para  el  rey,  y  aunque  no  habían  dejado  de  penetrar 
por  varias  partes ,  era  demasiado  el  celo  y  vigilancia  de  los  argos 
de  la  inquisición,  para  que  el  inclinado  á  las  nuevas  doctrinas,  no 
las  sepultase  en  su  pecho,  sin  atreverse  á  qpe  fuesen  objetps  de  Ift 
o]Niervacion  ajena.  Los  descuidados  en  esta  parte  pagaban  muy 


632  HISTORIJL  DE  FELIPE  lí. 

cara  su  imprudencia,  sin  ser  objetos  de  la  compasión  de  nadie,  pues 
alosados  de  fe  donde  se  espiaban  estas  disidencias  religiosas, acu- 
día el  pueblo,  acudían  todas  las  clases  del  estado,  desde  la  mas  baja 
á  la  mas  alta,  como  á  un  espectáculo  de  edificación  que  redundaba 
en  pro  y  en  gloriado  la  religión  católica.  De  estos  sentimientos  par- 
ticipaba, como  bemos  indicado,  todo  el  mundo.  Ninguno  de  los  prin- 
cipios ó  sentimientos  que  agitaban  á  tantos  pueblos  de  la  Europa, 
podia  tener  lugar  ni  ejercer  acción  alguna  en  nuestra  Espafia.  Era 
pues  su  tranquilidad  por  lo  general  obra  de  las  ideas  y  de  lasc^peo- 
cias ,  sin  que  se  pueda  negar  en  ciertos  casos  la  influencia  de  las 
coacciones. 

Un  pueblo  que  vive  de  esta  suerte  suministra  pocos  objetos  de 
curiosidad,  y  no  está  calculado  para  ocupar  en  gran  manera  lamosa 
de  la  bistoria.  Así  bemos  consagrado  pocas  páginas  á  lo  que  pa- 
saba en  EspaDa,  al  paso  que  nos  bemos  estendido  mas  tratándose 
de  algunas  estranjeras.  Para  no  dejar  incompleto  el  cuadro  que  dos 
bemos  trazado,  volveremos  los  ojos  á  nuestra  propia  casa,  y  bos- 
quejaremos compendiosamente  algunos  becbos  que  tienen  relación 
principal  con  la  persona  del  monarca. 

Dejamos  la  narración  de  los  asuntos  domésticos  de  EspaBa  cd  la 
muerte  del  príncipe  don  Garlos,  acaecida  en  24  de  julio  de  1568. 
Se  verificó  pocos  meses  después  la  de  la  reina  doDa  Isabel  de  \a- 
lois,  á  la  flor  de  sus  aDos,  pues  no  babia  cumplido  aun  los  vein- 
titrés. No  es  estraOo  que  los  que  atribuyeron  el  primero  de  estos 
acontecimientos  á  celos  del  rey  por  las  relaciones  amorosas  de  don 
Carlos  con  la  reina ,  viesen  en  el  segundo  el  golpe  de  la  misma 
mano.  A  esto  dio  también  lugar  la  extraDa  enfermedad  de  la  prin- 
cesa, ocurrida  en  el  quinto  mes  de  su  tercer  embarazo,  pues  segnn 
relaciones,  padecía  desfallecimientos  y  desmayos,  pesadez,  y  al  fin 
una  binchazon  en  todo  el  cuerpo  que  la  postró  en  cama.  Se  le  de- 
claró una  calentura  maligna,  que  pareció  mortal  á  sus  facultativos. 
El  I.""  de  octubre  recibió  los  sacramentos:  agravándose  la  enferme- 
dad, pidió  el  3  que  la  vistiesen  el  bábito  de  San  Francisco,  y  al  fin 
"del  mismo  día  espiró  rodeada  de  su  confesor,  del  cardenal  Espinosa 
y  otros  prelados  que  la  auxiliaban  en  sus  últimos  momentos. 

Dos  días  antes  de  morir  le  bizo  una  visita  el  rey,  y  la  moribunda 
le  manifestó  su  pesar  de  no  dejarle  un  bijo  varón,  cuya  vista  le  mi- 
tigaría el  dolor  de  su  fallecimiento;  que  era  mucba  su  aflicción  de 
dejar  sus  bijas  buérfanas  en  tan  corta  edad,  mas  que  la  consolaba 


GAPITULO  XLIX.  688 

la  idea  de  que  suplir ia  su  falta  ud  padre  tierno  y  cariñoso.  Le  re- 
comendó al  mismo  tiempo  hiciese  mercedes  á  sus  criados  extranje- 
ros, y  que  consenrase  siempre  buena  amistad  con  su  madre  y  her- 
mano, como  el  mejor  medio  de  defender  la  fé  católica;  que  por  lo 
demás  tenia  gran  confianza  en  los  méritos  de  la  pasión  de  Cristo, 
para  ir  donde  ptidieie  rogar  par  la  larga  vida,  estado  y  contenta- 
miento  de  S.M.  (1). 

La  contestó  el  rey  en  términos  generales,  que  aun  esperaba  que 
Dios  la  yol?iese  á  su  estado  de  salud;  mas  en  el  caso  de  no  ser  así, 
cumpliría  con  sus  deseos  por  los  muchos  respetos  á  que  le  estaba 
ol^lígado,  y  que  descansase  enteramente  en  su  buena  voluntad,  que 
le  inducirla  á  mirar  con  ojos  de  gratitud  todo  cuanto  fuese  concer- 
niente á  su  memoria. 

Amortajada  con  el  h&bito  de  San  Francisco,  fué  sepultada  la  rei- 
na el  dia  siguiente  en  el  convento  de  las  Descalzas  Reales  de  Madrid^ 
de  que  acababa  de  ser  fundadora  la  princesa  doQa  Juana,  y  &  este 
acto  asistieron  los  prelados  y  magnates  de  la  corte,  con  todos  los 
principales  oficiales  de  su  casa  y  servidumbre,  siendo  testigos  de  la 
depositacion  del  cadáver  el  obispo  de  Cuenca,  que  celebró  la  misa 
el  cardenal  Espinosa,  el  nuncio  de  Su  Santidad,  el  embajador  de 
Francia,  el  de  Portugal,  él  duque  de  Medina  deRioseco,  el  marqués 
de  Aguilar,  el  conde  de  Alba  de  Aliste,  el  de  Chinchón,  don  Fadri- 
que  Eoriquez  de  Rivera,  presidente  de  órdenes,  mayordomo  del 
rey,  Luis  Quijada,  presidente  de  Indias,  don  Antonio  de  la  Cueva 
y  don  Juan  de  Yelasco,  mayordomo  de  la  reina.  Poco  después  se  le 
hicieron  las  exequias  con  toda  solemnidad,  tanto  en  la  corte  como 
en  toda  EspaDa. 

Fué  celebrada  la  reina  doDa  Isabel  de  Valois,  llamada  de  la  Paz, 
por  su  grande  hermosura  y  las  gracias  que  adornaban  toda  su  per- 
sona. Sus  supuestos  amores  con  el  principe  don  Carlos,  y  las  sos- 
pechas á  que  dio  lugar  su  muerte  tan  temprana,  contribuyeron  á 
hacer  de  ella  un  personaje-de  novelas  y  de  dramas.  Mas  estos  cam- 
pos de  ficción  están  vedados  á  la  historia,  cuya  divisa  es  la  verdad 
desnuda,  no  admitiendo  nunca  como  tal  lo  que  puede,  á  todo  mas, 
tener  visos  de  probable.  Dejó  doDa  Isabel  dos  hijas,  la  una  llamada 
doDa  Clara  Eugenia,  nacida  en  156i,  y  la  otra  doDa  Catalina  Eu- 
genia, que  vino  al  mundo  en  octubre  de  1567. 


(1)  Palal)ra8  de  Cabrera,  libro  Yin,  oap.  Til. 


4(S4  HISTORIA  DE  FBUFE  II. 

Viudo  el  rey  de  EspaDa  por  tercera  vez,  do  tardó  mocho  eD  peo- 
saf  eD  coartas  do  peías,  sieodo  de  notar  qoe  aon  no  había  dado  íq 
el  aSo  de  1568  coaodo  se  le  proposo  el  casamiento  con  dofa  Aaa 
de  Aostria,  hija  del  emperador  MaximiliaDO  y  de  María,  hermana  del 
monarca.  Estaba  la  princesa  prometida  ai  rey  de  Francia,  Garlos  11, 
y  «na  hermana  suya  qoe  tenia  el  nombre  de  Isabel,  al  rey  doD  Se- 
bastian de  Portogal.  Con  la  moerte  de  la  reina  de  ^spafia,  caabié 
la  emperatriz  de  resolocion,  y  concibió  vives  deseos  de  que  la  prin- 
cesa dofia  Ana  se  casase  con  so  tío.  Escribió  con  este  objeto  á  Ma- 
drid á  la  princesa  doOa  Joana  y  &  otros  personajes,  á  fin  de  qoe  k- 
blasen  sobre  el  asonto  al  rey,  poes  se  qoeria  qoe  este  diese  los  pri- 
meros pasos.  Estaba  contra  este  proyecto,  el  del  casamiento  dedon 
Felipe  con  Margarita  de  Yaiois,  hermana  menor  de  la  difonta.  Ofre- 
cía este  enlace  la  ventaja  de  asegorarse  mas  y  mas  la  amistad  del 
rey  de  Francia,  al  qoe  se  soponia  vacilante  y  hasta  resoelto  á  de- 
clarar la  goerra  al  rey  de  EspaOa.  Mas  á  favor  del  matrimoDio  oen 
doBa  A.Da,  mediaba  la  razón  poderosa  de  hacerse  con  la  alianza  del 
emperador,  quien  se  comprometería  á  impedir  qoe  de  AlemaDÍa  se 
enviasen  socorros  en  aoxilio  de  los  rebeldes  de  los  Paises-Bajos. 

Por  aqoel  mismo  afio  de  1568  se  presentaron  en  Madrid  dos  gran- 
des personajes  extranjeros;  ono  el  archidoqoe  Garlos,  hermano  del 
emperador,  portador  del  manifiesto  ó  sea  advertencias  qoe  hacia  d 
jefe  del  imperio  al  rey  de  Espafia  sobre  so  política  en  los  Países-Ba- 
jos, y  de  qoe  hicimos  ya  mención  en  su  lugar  correspondiente.  Fué 
el  segundo  el  cardenal  de  Lorena,  que  venia  á  dar  al  rey  el  pésase 
por  el  fallecimiento  de  la  reina,  y  al  mismo  tiempo  á  tratar  del  nuevo 
enlace  de  Felipe  II  con  Margarita  de  Valois,  hermana  menor  de  la 
difunta.  Fueron  recibidas  estas  dos  personas  con  el  agasajo  y  dis- 
tinción que  requería  su  alta  clase;  y  aunque  al  rey  no  le  loé  agra- 
dare el  mensaje  del  emperador,  se  manifestó  sumamente  afable  y 
complaciente  con  su  primo.  El  proyecto  del  duque  de  Lorena  le  agra- 
daba mucho  por  miras  de  política.  Pero  debieron  de  hacerte  mai 
fuerza  los  deseos  é  insinuaciones  de  la  emperatriz  sobre  el  matri- 
monio de  dofia  Ana,  y  se  decidió  al  fin  á  pedirla  por  esposa,  ha*- 
biéndose  determinado  al  mismo  tiempo  que  su  hermana  Isabel,  des- 
tinada al  rey  de  Portugal,  se  desposase  con  el  rey  de  Francia,  y  qi> 
se  casase  con  el  monarca  portugués  la  princesa  Margarita. 

A  la  princesa  doDa  Ana  se  había  dirigido  ya  el  principe  don  Carr 
los  solicitándola  por  esposa  cuando  se  hallaban  en  mas  vigor  sns 


GAflTÜLO  Xlt&!  995 

desaveneDcias  ood  su  padre,  habiendo  sido  este  paso  un  motivo  vm 
de  re&eBtitDieoto  contra  el  hijo.  Era,  piies^  destino  de  Felipe  II  ser 
en  cierto  m^o  so  rival,  y  todo  por  una  'combinación  siagalar  éd 
cirettBstaneias  que  no  se  podian  prever  pot  ninguna  de  ambas 
partes. 

Sé  negó  al  principio  el  Papa  Pió  V  á  conceder  su  dispensa  para 
este  matrimonio,  pues  el  rey  era  tio  de  su  futura  esposa.  Mas  al  in 
hubo  de  ceder  en  obsequio  de  los  grandes  servicios  que  iba  el  rey  á 
hacer  á  la  cristiandad,  tomando  una  parte  tan  activa  en  la  liga  con- 
tra él  turco:  En  enero  de  1570  se  ajustaron  en  Madrid  los  contratos 
matrimoniales,  hallándose  presentes,  entre  otros  personajes,  Frfty 
Bernardo  de  Fresneda,  obispo  de  Cuenca,  confesor  del  rey;  Ruy  Gó- 
mez de  Silva,  príncipe  de  Eboli;  el  duque  de  Feria,  todos  del  Con- 
sejo de  Estado,  y  el  doctor  Martin  Velasco  de  Ytilasco,  del  de  la 
Cámara  de  Castilla.  Representaba  al  emperador  Adán  de  Dyeeh- 
Trístayn,  y  al  rey  don  Felipe  el  cardenal  don  Diego  de  Espinosa, 
presidente  del  Consejo  de  Castilla.  Se  estipuló  ante  todos  estos  per- 
sonajes el  casamiento  del  rey  de  EspaDa  con  su  sobrina  doDa  Ana, 
hija  del  emperador  de  Alemania.  Se  le  asignaron  por  dote  cien  mil 
escudos  de  oro  de  á  cuarenta  placas,  moneda  de  Flandes,  pagados 
en  Amberes  ó  Medina  del  Campo,  cuyo  valor  se  debia  asegurar  so- 
bre villas  y  lugares,  sus  rentas  y  jurisdicción.  En  caso  de  morir  sin 
hijos  i  dispondría  del  tercio  de  esta  suma,  y  además  el  rey  le  debia 
dar  cincuenta  mil  escudos  en  joyas,  para  que  los  legase  á  quien  qui- 
siese. Le  consignarla  además  renta  estable  para  el  sustento  de  su 
casa,  con  el  número  y  ciase  de  criados  que  seDalase  el  rey  conforme 
á  su  grandeza.  En  caso  de  que  la  reina  le  sobreviviese,  se  le  debe- 
rían  dar,  no  pasando  á  segundas  nupcias,  cuarenta  mil  ducados 
anuales,  con  lo  demás  de  su  dote  y  arras,  y  además  las  villas  don- 
de residiese,  con  jurisdicción  y  provisión  de  los  oicios  de  ellas  eu 
naturales  de  estos  reinos,  y  en  caso  de  salir  de  Espafia  pudiese  lle- 
var sus  criados,  equipaje  y  muebles.  Debia  renunciar  la  reina  ante 
notario,  la  herencia  y  cuanto  por  derecho  de  su  padre  y  madre  le 
perteneciese.  Debia  ser  conducida  con  la  decencia  y  decoro  corres- 
pondientes á  su  clase,  hasta  Genova,  á  expensas  de  su  padre,  re- 
siwvando  el  resto  del  viaje  á  la  elección  del  emperador,  y  el  rey  de 
EspaDa.  Ajustados  que  fueron  los  contratos,  se  desposó  á  nombre  y 
con  poder  del  rey^  don  Luís  Figueroa  con  la  infanta  doQa  Ana,  y 
desde  el  momento  ee  kató  de  conducir  la  reina  para  Espafia.  fio 


636  HISTOBIA  D&  nULFE  If . 

ta?o  efecto  la  primera  intención  del  rey  de  que  se  dirigiese  á  Italia 
y  en  seguida  &  Paris,  para  hacer  después  su  entrada  en  Espa&apot 
Roncesvalles,  que  era  el  \nismo  camino  tomado  anteriormente  por 
la  difunta  reina.  No  fiándose  entonces  mucho  el  rey  de  las  intencio- 
nes de  la  corte  de  Francia,  resolvió  que  la  nueva  reina  se  dirigiese 
á  los  Países-Bajos,  tomando  después  el  camino  por  mar  con  direc- 
ción á  EspaDa.  Así  se  hizo  en  efecto,  y  la  nueva  reina  se  presentó 
en  Flandes  con  una  brillante  y  numerosa  comitiva.  El  duque  de  Al- 
ba, deseoso  de  dejar  el  gobierno  de  los  Paises-Bajos,  solicitó  aoom- 
paOarla  hasta  EspaQa,  aprovechando  este  pretexto  honroso  de  aban- 
donar un  pais  que  abor recia.  Mas  el  rey,  aunque  habia  ya  designado 
nombrarle  sucesor,  no  accedió  á  sus  instancias,  y  le  mandó  qaeen 
lugar  del  padre,  la  sirviese  su  hijo  don  Fernando. 

Antes  de  verificar  el  rey  su  cuarto  matrimonio,  hizo  un  vi^  4 
Córdoba,  en  cuya  ciudad  se  detuvo  algunos  días,  muy  obsequiado 
por  sus  habitantes.  Visitó  y  admiró  mucho  la  fábrica  de  su  caledial, 
antes  gran  mezquita  de  los  monarcas  mahometanos  de  aquella  ca- 
pital y  reino.  También  visitó  los  sepulcros  y  se  hizo  enseñar  los 
restos  del  rey  Fernando  IV  y  de  su  hijo  don  Alfonso,  que  murió  en 
el  sitio  de  Algeciras.  Habiéndose  quitado  la  gorra  todo  el  tiempo  qne 
permanecieron  abiertas  las  cajas  en  que  están  depositados.  En  se- 
guida se  trasladó  á  Sevilla,  tanto  por  la  invitación  que  para  ello  le 
hizo  esta  ciudad ,  como  por  ponerse  mas  cerca  del  reino  de  Grana- 
da,  donde  estaba  en  todo  su  fuego  la  guerra  contra  los  moriscos. 
Festejaron  al  rey  los  sevillanos  con  todo  género  de  regocijos  y  mag- 
nificencia. Hizo  el  rey  su  entrada  por  el  mismo  rio,  en  donde  se 
presentó  rodeado  de  toda  pompa,  mientras  las  orillas  treonolaban  mu 
banderas  y  disparaban  fuegos  de  artificio.  Con  músicas  y  acompa- 
fiamiento  muy  lucido,  se  presentó  delante  de  la  puerta  del  Arenal, 
que  halló  cerrada;  y  como  le  dijese  el  Asistente  de  la  ciudad  queno 
se  le  abriría  hasta  que  jurase  la  observancia  de  sus  privilegios,  y 
que  era  una  formalidad  usada  de  muy  antiguo  con  todos  los  reyes 
que  visitaban  á  Sevilla,  accedió  gustoso  el  rey,  diciendo  que  todo  se 
lo  merecía  una  ciudad  magnífica,  cuyos  habitantes  mostraban  tanta 
lealtad  á  su  persona,  y  le  daban  tan  favorable  bienvenida.  Abierta 
la  puerta,  acompaOado  de  todas  las  autoridades  civiles  y  eclesiásti- 
cas y  de  un  gentío  inmenso  que  le  victoreaba,  pasó  á  la  catedial,  i 
cuya  puerta  le  aguardaba  el  arzobispo,  vestido  de  pontifical,  y  lodo 
su  cabildo.  Después  de  cantado  un  solemne  Te^Dmm  y  orado  el  ley 


CAPITULO  XLIX  637 

puesto  de  rodillas,  como  lo  tenia  de  costambre,  pasó  al  alcázar,  se- 
guido de  la  misma  comitiva. 

Pocos  dias  se  detuvo  el  rey  eo  Sevilla,  á  pesar  de  lo  que  le 
agradaba  la  ciudad,  la  hermosura  dePpais  y  lo  puro  y  benigno  de 
su  cielo.  Recibió  allí  todo  género  de  agasajéis;,  que  tan  geniales  son 
á  sus  moradores,  y  el  ayuntamiento  le  adelantó  por  via  de  emprés* 
tito  seiscientos  mil  escudos  para  gastos  de  su  matrimonio.  Igual- 
mente complacido  quedó  de  las  ciudades  de  Ubeda  y  de  Jaén,  donde 
también  se  detuvo  á  su  regreso. 

Se  embarcó  la  reina  doSa  Ana  en  los  Paises-Bajos,  por  setiembre 
de  1570,  y  desembarcó  en  Santander  á  principios  del  siguiente  mes 
de  octubre.  La  estaban  aguardando  allí  don  Gaspar  de  ZúOiga,  ar- 
zobispo de  Sevilla,  y  don  Francisco  de  Zúfiiga,  hermano  suyo,  du- 
que de  Béjar.  Envió  al  rey  á  felicitarla  al  conde  de  Lerma,  y  en 
compafiía  de  estos  personajes  y  don  Fernando  de  Toledo,  que  la 
venia  acompafiando  desde  los  Paises-Bajos,  hizo  su  entrada  públi- 
ca y  triunfal  en  Burgos,  donde  fué  obsequiada  con  grandes  festejos 
por  sus  autoridades  y  vecinos.  Fué  recibida  en  Santo- Venia  por  sus 
hermanos  los  archiduques  Rodulfo,  Ernesto,  Alberto  y  Wenceslao, 
y  con  ellos  llegó  á  Segovia,  donde  la  aguardaba  el  rey  con  su  her- 
mana dofia  Juana.  Hizo  su  entrada  debajo  de  palio,  con  el  mayor 
aparato;  solemnidad  y  pompa,  preparados  de  antemano  por  la  ciu- 
dad, pues  allí  era  donde  se  debían  celebrar  las  bodas.   El  12 
de  noviembre  recibieron  la  bendición  nupcial*  de  mano  del  arzo- 
bispo de  Toledo,  siendo  el  rey  entonces  de  cuarenta  y  tres  afios 
7  medio  de  edad,  y  la  nueva  reina  de  veinte  y  uno.  Fueron  pa- 
drinos el  archiduque  Rodulfo  y  la  princesa  dofia  Juana.  Tres  dias 
después  se  velaron  los  reyes  en  la  catedral,  celebrando  misa  de 
pontifical  el  cardenal  de  Espinosa.  Para  dar  una  idea  de  la  so- 
lemnidad coD  que  se  celebró  este  enlace,  indicaremos  que  asis- 
tieron á  la  misa  de  velación  el  arzobispo  de  Sevilla,  el  arzobispo 
de  Resano,  nuncio  de  Su  Santidad;  el  obispo  de  Segovia  y  el  arzo- 
bispo de  Armagh  en  Irlanda;  don  iDigo  Fernadez  de  Yelasco,  con- 
destable de  Castilla;  don  Luis  Enriquez  de  Cabrera,  almirante  de  id.; 
su  hijo  don  Luis,  conde  de  Melgar;  don  iDigo  López  de  Mendoza, 
duque  del  Infantado;  don  Francisco  López  Pacheco  de  Cabrera,  mar- 
qués duque  de  Escalona;  don  Lope  de  Figueroa,  duque  de  Feria;  su 
hijo  don  Lorenzo,  marqués  de  yillalba;  don  Pedro  Girón,  duque  de 
Osuna;  don  Manrique  de  Lara,  duque  de  Nájera;  Ruy  Gómez  de 

Tomo  i.  81 


638  HISTORU  DB  FKLIPB  II. 

Klva,  prÍDcípe  de  Eboii  y  duque  de  Pastraua;  don  AdIodío  de  To- 
ledo, prior  de  Leoo;  dou  Fernando  de  Toledo,  prior  de  Castilla;  dmi 
Luiz  Manriquez,  marqués  de  Aguilar,  cazador  mayor;  don  Fran- 
cisco de  Saudoval,  marqués  de  Deoia;  dou  Francisco  Ruiz  de  Castro, 
marqués  de  Sarria,  mayordomo  mayor  de  la  princesa  doDa  luana; 
don  Pedro  de  Záfiiga  y  Avellaneda,  conde  de  Miranda;  don  Ifiigo 
López  de  Mendoza,  marqués  de  Mondejar;  don  Diego  López  de  Gnz- 
man,  conde  de  Alba  de  Aliste;  Yespasiano  Gonzaga,  príncipe  de 
Savionella;  don  Pedro  Fernandez  de  Cabrera,  conde  de  Chinchón; 
don  Enrique  de  Guzman,  conde  de  Olivares,  su  contador  mayor  y 
presidente  del  tribunal  de  cuentas;  don  Lorenzo  de  Mendoza,  conde 
de  la  Corufia;  don  Pedro  de  Castro,  conde  de  Andrade;  don  Fran- 
cisco de  los  Cobos,  conde  de  Rida;  don  Antonio  de  ZúDíga,  marqnés 
de  Ayamonte;  don  Gerónimo  de  Benavídes,  marqués  de  Fromista; 
don  Rodrigo  Poncé  de  León,  marqués  de  Zahara;  don  JuandeSaa- 
vedra,  conde  de  Castellar;  don  Francisco  de  Rojas,  marqués  de 
Poza;  don  Luis  Sarmiento,  conde  de  Salinas;  don  Francisco  de  Ro- 
jas, conde  de  Lerma;  don  Francisco  de  Zúñiga,  conde  de  Velalca- 
zar;  don  Fernando  de  Silva,  conde  de  Cifuentes,  aíférez  mayor  de 
Castilla;  don  Pedro  López  de  Ayala,  conde  de  Fuensalida;  don  Jaao 
de  Mendoza,  conde  de  Orgaz;  don  Gabriel  de  la  Cueva  y  de  Yelasco, 
conde  de  Ciruela;  el  conde  Ferrante  Gonzaga,  marqués  de  Castellón, 
italiano;  el  de  la  misma  nación,  conde  Alfonso  de  la  Sumaria;  el 
conde  Buisiguerra  de  Arcos,  y  el  conde  Ludovico  de  Arcos,  ambos 
alemanes,  y  el  conde  de  Tribulcio. 

El  26  de  noviembre  hizo  la  reina  su  entrada  pública  en  Madrid, 
cuyo  corregidor,  á  la  cabeza  del  ayuntamiento,  salió  á  recibirla  á 
las  puertas  y  le  hizo  una  arenga  de  bien  venida,  al  fío  de  la  cnai 
le  besaron  la  mano  todos  los  municipales.  Lo  mismo  hizo  el  carde- 
nal Espinosa  con  el  consejo  real  y  alcaldes  de  corte  y  los  demis 
tribiinales,  habiendo  comenzado  por  el  de  la  contaduría  mayor  de 
cuentas.  Estaba  la  reina  «ipompaDada  de  todos  los  grandes  títulos  y 
principales  caballeros  de  la  corte,  y  con  todo  este  aparato  pasó  de- 
bajo de  arcos  triunfales  por  las  calles  de  Madrid  hasta  el  alcázar, 
seguida  de  la  inmensa  muchedumbre  que  la  victoreaba. 

El  4  de  diciembre  de  1571,  dio  &  luz  la  reina  un  niffo,  que  fué 
bautizado  con  el  nombre  de  Fernando  en  la  iglesia  de  San  Gil,  el  16 
del  mismo.  Fueron  padrinos  el  príncipe  Wenceslao  y  la  prinoesi 
doDa  Juana.  Precedían  el  acompasámiento  los  maceroe  y  mayordo* 


capítulo  xux.  639 

mos  de  la  reina  y  de  la  princesa,  y  cuatro  reyes  de  armas.  Seguían 
el  duque  de  Gandía  y  el  prior  don  Antonio  de  Toledo,  el  conde  de 
Alba  de  Aliste,  el  marqués  de  Aguilar  y  el  de  Mondejar.  Llevaba  el 
duque  del  Infantado  el  capillo,  el  conde  de  Benavenle  la  vela,  el 
duque  de  Osuna  el  mazapán,  el  de  Nájera  el  salero,  el  de  Sesa  un 
aguamanil  y  toalla,  el  de  Medina  de  Ríoseco  una  palangana  y  otra 
toalla,  y  el  de  Béjar  el  nifio  envuelto  en  mantilla  de  terciopelo  ver- 
de. A  su  derecha  iba  el  nuncio  de  Su  Santidad,  á  la  izquierda  el 
embajador  del  emperador,  y  delante  los  de  Francia,  Portugal  y 
Venecia.  Seguía  después  la  princesa  doDa  Juana  con  el  padrino  á 
su  izquierda,  con  el  marques  de  Andrade,  mayordomo  mayor  de  la 
reina,  y  el  conde  de  Lemos  que  lo  era  suyo.  Cerraban  el  acompa- 
fiamiento  las  señoras  de  la  corte,  las  damas  de  la  reina  y  de  la 
princesa,  sin  galanes  (1).  Aguardaba  á  la  puerta  del  templo  el  car* 
denal  Espinosa  con  cuatro  obispos  vestidos  de  pontifical,  y  detrás 
los  consejos  por  orden  de  su  presidencia.  Se  colocó  la  pila  bautis- 
mal en  medio  de  la  capilla  mayor,  debajo  de  un  dosel.  Concluida  la 
ceremonia  volvió  la  comitiva  á  palacio ,  y  la  reina  recibió  el  para- 
bien  de  los  embajadores  y  demás  personajes  de  la  corte. 

Al  aDo  siguiente  de  1572,  fué  jurado  este  principe  por  heredero 
de  los  reinos  con  toda  pompa  y  solemnidad,  en  cuyos  pormenores 
DO  entramos  por  ser  una  mera  repetición  de  lo  que  llevamos  dicho. 
'  Fué  lo  único  notable  en  este  acto,  que  el  príncipe  estuvo  dormido 
durante  la  ceremonia,  y  que  solo  despertó  cuando  el  órgano  prelu- 
dió el  Te-Deum.  Tuvieron  algunos  esta  circunstancia  á  mal  agüero, 
y  en  efecto  tardó  poco  en  morir  este  príncipe,  que  no  llegó  á  dos 
afios  de  edad. 

En  agosto  de  1573  nació  en  Madrid  el  hijo  segundo  del  nuevo 
matrimonio  del  rey,  y  fué  bautizado  con  el  nombre  de  Carlos,  sien- 
do padrinos  el  archiduque  Alberto  y  la  princesa  doQa  Juana. 

Murió  este  príncipe  en  Madrid  en  1575,  aOo  en  que  la  reina  dio. 
¿  luz  el  hijo  tercero,  quien  recibió  en  nombre  de  Diego  Félix,  sien- 
do padrinos  el  archiduque  Alberto  y  la  infanta  dofia  Clara  Eugenia. 

Fué  un  acontecimiento  de  alguna  novedad  en  el  aDo  1572  la 
muerte  del  cardenal  don  Diego  de  Espinosa,  inquisidor  general,  pre* 
Bidente  del  Consejo  de  Castilla,  atribuida  á  palabras  desabridas  que 
le  dijo  el  rey,  despachando  con  él  sobre  asuntos  de  los  Paises-Bajos. 


iX)  Bxpreslon  de  Cabrera  en  tm  yida  de  Felipe  II. 


610  HISTORIA  DE  FKUPS  U. 

Era  un  hombre  que  gozaba  gran  poder  y  privanza,  con  repatacíoD 
de  mucha  prudencia,  instrucción  y  grandes  dotes  de  gobieroo.  Es 
probable  que  la  suma  autoridad  á  que  habia  llegado,  causaroa  des- 
contento en  el  ánimo  del  rey,  arrepentido  de  fiar  tantos  negocios  k 
su  cargo;  y  esto  apareció  con  toda  clarid'ad,  pQrque  deliberándose 
sobre  la  elección  de  sucesor  y  encareciéndose  mucho  las  prendas 
que  debian  adornar  á  quien  iba  á  ejercer  tan  grandes  cargos,  res- 
pondió el  rey  que  no  serian  tan  grandes  como  los  que  acababa  de 
desempeOar  el  cardenal,  pues  se  hallaba  resuelto  k  dirigir  alganos 
de  estos  negocios  por  sí  mismo;  palabras  que  descubren  el  carácter 
de  un  rey  tan  suspicaz,  desconfiado  y  basta  celoso  del  poder  y  au- 
toridad con  que  revestía  á  sus  mas  fieles  servidores.  Recayó  la  elec- 
ción en  don  Pedro  Govarrubias,  varón  distinguido  por  su  gran  pie- 
dad y  la  instrucción  que  hizo  célebre  su  nombre.  Ño  gozó  este  de 
la  autoridad  del  cardenal,  ni  aun  la  ambicionaba,  pues  con  gran  re- 
pugnada suya  abandonó  la  diócesis,  y  sobre  todo  la  vasta  bibliote- 
ca de  su  propiedad,  donde  pasaba  tantas  horas  de  su  vida. 

En  el  afio  de  1573  ocurrió  la  muerte  de  la  princesa  dofia  Juana, 
hallándose  esta  en  San  Lorenzo,  y  fué  enterrada  con  gran  pompa ea 
el  convento  de  las  Descalzas  Reales  de  Madrid,  de  que  era  funda- 
dora. Ocupa  esta  seDora  un  lugar  muy  distinguido  en  la  historiade 
estos  reinos.  Se  celebró  mucho  en  su  tiempo  su  hermosura,  y  ao 
con  menos  encomio  su  sagacidad  é  ingenio.  Ya  la  hemos  visto  go- 
bernadora de  estos  reinos,  de  cuyo  cargo  la  revistió  su  hermano 
don  Felipe  cuando  pasó  á  Inglaterra  á  celebrar  su  matrimonio  coa 
la  reina  María.  Guando  este  ascendió  al  trono,  la  confirmó  en  su 
poder,  en  prueba  de  la  satisfacción  que  le  causaba  su  conducta. 
Obró  en  efecto  la  princesa  con  circunspección  y  cordura  en  el  ejer- 
cicio de  tan  grande  autoridad,  conformándose  en  todo  con  las  ias- 
trucciones  que  la  dio  su  hermano  por  escrito,  y  que  también  deja- 
mos mencionadas  <  Al  regreso  de  don  Felipe  á  EspaDa  permaneció 
en  su  corte,  donde  fué  tratada  con  toda  distinción,  como  se  mereda 
por  sus  prendas  eminentes.  La  consideraba  mucho  el  rey,  y  sintió 
muchísimo  su  muerte.  En  el  invierno  del  mismo  aDo  pasó  al  Esco- 
rial á  celebrar  la  Octava  de  Navidad,  como  lo  tenia  de  costumbre. 
Grecia  aquella  suntuosa  fábrica  en  razón  de  la  actividad  y  celo,  que 
en  su  construcción  el  monarca  desplegaba.  Ya  tenia  habitaciones 
para  los  monjes  de  la  comunidad,  para  el  mismo  rey  cuando  iba 
¿  visitarla,  y  los  oficios  se  celebraban  en  la  iglesia  que  aun  hoy  se 


GAPITOLO  XLIX.  641 

llama  vieja,  do  estando  todavía  acabado  el  magnifico  templo  con  que 
faé  sustituida.  La  grandeza  de  las  artes,  lo  rico  y  precioso  de  los 
vasos  y  ornamentos,  todo  se  derramaba  con  profusión  sobre  aque- 
lla obra,  que  después  de  los  negocios  del  gobierno,  era  la  cosa  prin- 
cipal que  absorbía  la  atención  del  rey  de  España.  Allí  estaban  sus 
distracciones  y  sus  pasatiempos*  Los  historiadores  españoles  se  ha- 
cen, lo  que  se  dice,  lenguas  de  su  gran  piedad,  de  la  devoción  con 
que  asistía  á  los  oficios  divinos,  del  respeto  y  veneración  que  á  los 
monjes  profesaba,  del  entusiasmo  con  que  celebraba  la  construcción 
de  un  nuevo  adorno,  la  erección  de  una  nueva  capilla,  la  colocación 
de  una  nueva  reliquia,  de  la  humildad  y  devoción  con  que  el  día 
de  Pascua  de  1572  besó  en  compañía  de  los  archiduques  la  mano 
del  sacerdote  que  decía  la  misa  nueva,  y  hasta  de  las  advertencias 
que  hacia  en  el  coro  sobre  faltas  que  en  el  canto  cometían  algunos 
religiosos.  Todo  es  muy  posible  y  muy  probable.  De  estos  senti- 
mientos da  testimonios  la  misma  construcción  del  monasterio,  don- 
de tantos  tesoros  fueron  consumidos,  &  cuya  construcción  contri- 
buían las  provincias  de  España,  muchas  extranjeras,  y  hasta  las 
de  América  con  sus  piedras,  sus  mármoles,  sus  maderas  y  otras  pro- 
ducciones necesarias  á  la  obra;  donde  el  pintor,  el  arquitecto,  el 
estatuario,  el  iluminador,  derramaban  todos  los  productos  del  genio 
cada  uno  en  sus  distintos  ramos.  El  mismo  celo  mostrado  en  los 
adelantos  de  la  obra,  en  adornarla  con  cuantas  riquezas  y  lujo  po- 
dían convenir  á  un  edificio  de  esta  clase,  lo  manifestó  el  rey  en  re- 
coger por  todas  partes  cuantas  reliquias  pudo,  para  formar  la  vasta 
colección  que  aun  hoy  día  se  conserva.  Por  todos  los  paises  del  orbe 
cristiano  se  dispersaron  sus  gentes  en  busca  de  estos  restos,  en- 
cargándoles muy  particularmente  se  hiciesen  con  documentos  que 
atestiguasen  su  autenticidad,  y  no  fueron  escasas  las  sumas  em- 
pleadas por  el  rey  en  este  acopio.  Para  dar  al  edificio  la  importan- 
cia de  tan  costosa  construcción,  mandó  que  se  considerase  como  el 
sepulcro  de  los  reyes  de  España,  comenzando  por  traer  á  él  los 
restos  de  su  padre,  sacados  del  monasterio  de  San  Yuste,  y  los  de 
8Q  madre,  que  hizo  venir  de  la  catedral  de  Granada,  donde  estaban 
sepultados. 

Aunque  reservamos  en  esta  obra  un  lugar  para  el  análisis  de  las 
ciencias  y  literatura  de  España  en  aquella  época ,  mencionaremos 
aquí  dos  hechos  por  la  influencia  directa  que  en  ellos  tuvo  el  rey 
como  emanados  de  su  orden.  Fué  el  primero  la  formación  de  un 


■  d 


642  HISTORU  DE  FBLIPB  II. 

archivo  en  Simancas,  donde  se  recogiesen  todos  los  papeles  p^te* 
necientes  á  estos  reinos.  Estaban  algunos  reunidos  en  esta  antigoa 
fortaleza  antes  que  el  rey  tomase  esta  disposición,  mas  se  hallabaii 
confundidos  sin  orden  ,  sin  método ,  sin  catálogo,  y  colocados  ade- 
más en  parajes  húmedos ,  donde  se  iban  destruyendo  poco  4  poco. 
Por  otra  parte,  no  era  este  el  solo  depósito  donde  se  encontraban 
manuscritos  del  Estado.  Dio  el  rey  comisión  á  Diego  de  Ayala  para 
que  examinase  los  papeles,  los  distribuyese  por  clases  y  por  fechas, 
y  los  colocase  en  el  sitio  mas  conveniente  para  su  custodia  y  con- 
servación, y  le  confirió  el  titulo  de  archivero  con  el  sueldo  de  ciea 
mil  maravedís  de  salario,  conservando  además  treinta  y  cinco  mil  que 
ya  tenia  sobre  un  asiento  de  contino  en  la  casa  de  Castilla.  Le  se- 
ñaló además  un  oficial  que  le  sirviese  de  ayudante.  Desempefé 
Ayala  el  cometido  del  monarca  á  toda  su  satisfacción;  examinó  y 
colocó  por  clases  los  papeles  que  se  hallaban  en  los  desvanes  de 
aquella  fortaleza;  recogió  los  infinitos  que  estaban  esparcidos  en 
varias  ciudades  de  Castilla,  y  con  todos  ellos  formó  el  archivo  de 
Simancas,  que  se  conserva  hoy  dia  enriquecido,  como  puede  supo- 
nerse, con  los  papeles  que  debieron  de  producirse  en  poco  menos 
de  tres  siglos.  Mas  esta  idea  se  debe  á  Felipe  11,  quien  además  or- 
denó la  construcción  de  nuevas  salas  y  cajones  lujosos  para  conte- 
ner ios  papeles,  y  en  cuya  obra  llegó  á  entender  el  mismo  Juan  de 
Herrera  por  mandado  del  monarca. 

En  el  segundo  hecho  que  vamos  á  exponer  brilló  igualmente  so 
celo,  y  aun  mas  su  real  munificencia.  Habia  enriquecido  el  famosa 
cardenal  Cisneros  al  orbe  literario  con  la  publicación  de  la  BiMii 
Poliglota,  trabajada  en  su  famosa  universidad  de  Alcalá,  y  que  por 
esta  circunstancia  tomó  el  nombre  de  Biblia  Complutense.  Escasea- 
ban ya  los  ejemplares  de  una  obra  tan  magnífica,  y  cod  este  moü- 
YO  propuso  Plantino,  in|presor  famoso  en  Flandes ,  al  rey  la  reioH 
presión  de  la  Biblia  Complutense,  ofreciéndole  emplear  en  elk 
caracteres  mas  limpios  y  mucho  mas  hermosos ,  según  la  muesin 
que  de  ellos  remitía.  Accedió  el  rey  á  ta  proposición ,  y  para  ins^ 
peccionar  el  trabajo ,  puso  los  ojos  en  Benito  Arias  Montano ,  un» 
de  sus  capellanes ,  hombre  muy  instruido ,  muy  versado  en  letna 
humanas  y  sagradas,  y  que  según  sus  biógrafos*,  entre  aDtiguas  y 
modernas,  poseia  trece  lenguas.  Tuvo  Arias  Montano  confereedaf 
sobre  el  particular  con  los  hombres  mas  eminentes  de  la  ueiverá^ 
dad  de  Alcalá,  y  después  de  haber  oido  su  dictamen  y  aAOlado  SM 


CAPITULO  XLIX.  643 

iodicacioDes,  partió  para  los  Países-Bajos  con  cartas  de  recomen- 
dacioD  del  rey  para  su  gobernador  general,  que  lo  era  &  la  sazón  el 
duque  de  Alba.  Fué  Montano  muy  bien  recibido  de  este  personaje, 
quien  se  yalió  de  sus  consejos  para  la  expurgacion  de  algunos  li- 
bros, y  la  prohibición  de  otros  en  que  se  ocupaba  entonces ,  que- 
riendo coronar  de  este  modo  sus  victorias  sobre  los  herejes  de  los 
Paises*-Bajos.  Por  su  orden  se  reunió  una  junta  de  los  teólogos  que 
pasaban  por  mas  sabios  y  mas  versados  en  la  Sagrada  Escritura, 
para  que  asociados  á  Montano ,  procediesen  de  consuno  á  llevar 
adelante  la  empresa  importante  que  se  le  habia  confiado.  Compa- 
rando entre  sí  los  diversos  ejemplares ,  que  tanto  de  Espafia  como 
de  otros  puntos  de  Europa  se  habiao  reunido,  corrigiendo  algunos 
pasajes  que  estaban  oscuros,  y  haciendo  expurgaciones  de  algunos 
errores  que  se  habían  introducido ,  se  reprodujo  con  el  auxilio  del 
arte  de  Plaotino  la  obra  admirable  de  Alcalá ,  no  solo  con  mejores 
y  mas  limpios  caracteres,  sino  corregida,  aumentada  con  alteracio- 
nes en  el  orden  de  los  libros,  y  notablemente  enriquecida.  Se  im- 
primió la  Biblia  en  ocho  tomos.  Contienen  los  cuatro  primeros  los 
libros  del  viejo  Testamento  en  lengua  original  hebrea  con  la  versión 
Vttigata  Latina,  y  ia  griega  de  los  setenta  intérpretes  con  su  ver- 
sión Latina.  Y  como  en  la  Biblia  Complutense  no  se  habia  impreso 
la  paráfrasis  Caldea  mas  que  en  los  cinco  libros  de  la  ley,  se  acor- 
dó se  prosiguiese  este  trabajo  en  todos  los  demás  del  viejo  Testa- 
mento. Contiene  el  quinto  tomo  el  nuevo  Testamento  en  griego  con 
la  versión  vulgata/y  en  siriaco  con  la  traducción  latina ,  cuyo  úl- 
timo trabajo  no  se  habia  hecho  en  la  Biblia  Complutense.  Los  tres 
últimos  tomos  recibieron  el  nombre  de  Aparato.  Contiene  el  prime- 
ro todo  el  viejo  Testamento  en  hebreo  con  la  interpretación  latina 
interlineal  de  Santos  Pagnino,  doctísimo  dominicano ,  aun  mas  re- 
ducida al  rigor  de  la  letra  hebrea  en  muchas  partes  por  el  mismo 
doctor  Arias  Montano,  y  también  el  nuevo  Testamento  en  griego 
con  versión  interlineal,  palabra  por  palabra,  obra  del  mismo.  Con- 
tiene el  segundo  tomo  del  Aparato  gramáticas  y  vocabularios  de  las 
lenguas  hebrea,  caldea,  siriaca  y  griega.  Contiene  el  tercero  varios 
tratados  para  la  inteligencia  de  las  Escrituras  por  el  mismo  doctor, 
quien  en  este  ramo  era  eminentísimo.  Se  entra  en  estos  pormenores 
para  hacer  ver  que  la  Biblia  Regia  fué  la  producción  mas  perfecta 
de  su  clase,  do  solo  por  la  grandeza  del  asunto,  sino  por  la  exten- 
sión que  había  sabido  dársele ,  añadiéndose  á  esto  en  la  parte  ma-* 


6i4  HISTORIA  DE  FBUPS  II. 

terial,  la  hermosura  del  papel,  lo  acabado  de  los  caracteres  y  otros 
ornameotos  de  I  ojo  que  hicieron  de  esta  obra  el  primer  moDomento 
de  la  excelencia  de  las  prensas  de  Plan  tino.  No  se  perdonó  por  or- 
den del  rey  gasto  alguno  para  que  saliese  la  Biblia  digna  de  so 
nombre.  Con  la  misma  liberalidad  recompensó  las  tareas  del  doctor 
Arias  Montano,  quien  aumentó  notablemente  con  ellas  la  gran  ce- 
lebridad de  que  ya  gozaba  entonces.  Se  envió  la  Biblia  á  todos  los 
príncipes  y  repúblicas  católicas,  quienes  la  aprobaron  y  aplaudie- 
ron. Fué  tanto  del  agrado  del  Pontífice ,  que  envió  su  bendidoD 
apostólica.á  cuantos  con  sos  luces,  industria  ú  obra  de  manos  con- 
tribuyeron á  su  publicación,  y  recibió  con  suma  afabilidad  y  mues- 
tras de  benevolencia  al  mismo  Arias  Montano ,  quien  en  nombre 
del  rey  le  presentó  un  ejemplac  impreso  en  vitela ,  pronunciándole 
una  oración  latina  en  el  acto  de  entregarla. 

Los  archiduques  Rodolfo  y  Ernesto  volvieron  á  Alemania  en  el 
aDo  1571,  habiéndose  embarcado  en  Barcelona  con  don  Joan  de 
Austria,  cuando  pasó  este  á  tomar  el  mando  de  la  escuadra  de  la 
liga  contra  el  torco.  Tres  afios  después  ascendió  el  primero  de  estos 
príncipes  al  trono  imperial,  por  la  muerte  de  su  padre  Maximilii- 
no  II,  príncipe  dotado  de  buenas  cualidades  y  de  cierta  tolerancia 
religiosa  que  le  hacia  mirar  con  aversión  los  procederes  de  su  primo 
en  los  Paises-Bajos.  El  nuevo  emperador  no  alcanzó  tan  buena  fa- 
ma como  el  padre ,  aunque  no  carecía  de  instrucción  y  de  inteli- 
gencia, y  sobre  todo,  en  artes  de  mecánica,  manifestó  poca  dispo- 
sición y  menos  capacidad  en  materias  de  gobierno. 

Por  los  aOos  de  1 576  falleció  en  Roma  el  famoso  Fray  don  Bar- 
tolomé Carranza,  arzobispo  de  Toledo  ,  preso  en  Espaffa  por  órdeo 
de  la  Inquisición  en  1557.  Había  sido  este  prelado,  como  ya  hemos 
dicho,  muy  favorito  de  Carlos  Y  y  de  su  hijo,  quien  le  llevó  consi- 
go á  Inglaterra ,  donde  trabajó  mucho  en  el  asunto  del  restabled- 
mieoto  del  catolicismo  en  aquel  país  y  en  la  persecucioD  de  los  he- 
rejes. Fueron  recompensados  sus  servicios  con  su  promoción  al 
arzobispado  de  Toledo ,  vacante  por  la  muerte  del  cardoDal  Silicio. 
Mas  no  le  valió  todo  el  favor  de  que  gozaba  contra  los  tiros  de  sus 
enemigos,  quienes  le  denunciaron  á  la  Inquisición,  en  virtud  de  co- 
yas providencias  fué  arrestado.  Es  innecesario  entrar  cd  los  porme- 
nores de  un  proceso  que  fué  muy  ruidoso ,  y  uno  de  los  mas  céle- 
bres en  los  anales  del  Santo  Oficio  consignados.  Después  de  varias 
actuaciones  en  EspaDa ,  y  donde  nada  fué  probado  contra  el  ano- 


CAPITULO  XLIX.    :  645 

bispo,  se  avocó  su  causa  á  Roma;  por  un  breve  de  Pió  V  expedido 
60  setiembre  de  1566,  el  arzobispo  fué. trasladado  por  aquel  mismo 
tiempo  á  dicha  capital,  donde  se  siguieron  con  lentitud  los  trámites 
de  su  proceso,  sin  que  se  sacase  nada  en  limpio  contra  varias  obras 
del  prelado,  donde  algunos  quisieron  hallar  proposiciones  heréticas 
ó  que  sabian  á  herejía.  Era  Carranza  eclesiástico  de  excelentes  cos- 
tumbres, de  vasto  saber  para  aquel  tiempo,  y  de  una  suavi- 
dad de  carácter  que  le  concillaban  el  amor  y  el  respeto  hasta  de 
sus  mismos  enemigos.  Mientras  permaneció  preso  en  EspaQa  ,  fué 
tratado  con  todo  el  decoro  correspondiente  á  su  alta^clase.  En  Ro- 
ma fué  respetado,  y  recibió  todas  las  atenciones  que  el  Pontífice 
podia  tener  con  un  hombre  que  se  hallaba  en  su  categoría.  Por  úl- 
timo se  pronunció  la  sentencia,  reducida  á  que  abjurase  diez  y  seis 
proposiciones,  que  ni  habia  pronunciado  Carranza ,  ni  aparecían 
claramente  en  sus  escritos,  mas  que  se  deducían  solamente  de  al- 
gunos pasajes  arbitrariamente  interpretados.  Sin  embargo ,  se  so- 
metió Carranza,  y  en  su  virtud  fué  absuelto.  Mas  cuatro  dias  des- 
pués falleció  el  prelado,  dejando  fama  de  un  eclesiástico  ejemplar, 
y  muy  poco  merecedor  de  la  prisión  en  que  permaneció  los  diez  y 
ocho  últimos  aDos  de  su  vida. 

Tuvo  lugar  en  este  mismo  afio,  1576,  un  viaje  que  hiío  el  rey  & 
Guadalupe,  con  motivo  de  tener  allí  una  entrevista  con  su  sobrino 
el  rey  don  Sebastian  de  Portugal,  ocupado  entonces  con  el  proyecto 
de  expedición  al  África.  Pero  de  esto  hablaremos  con  mas  ostensión 
al  dar  cuenta  de  aquella  campaña. 

En  151$  dio  la  reina  á  I^z  el  hijo  cuarto  y  último,  llamado  Feli- 
pe, el  tercero  de  este  nombre  que  figura  en  el  catálogo  de  nuestros 
reyes. 

A  los  referidos  se  reducen  los  principales  hechos  públicos  (1)  de 
alguna  importancia,  ocurridos  durante  los  diez  años  á  que  dice  re- 
lación este  capítulo.  Uno  tuvo  lugar  en  el  curso  de  1578,  mas 
digno  de  llamar  la  atención  que  ninguno  de  los  otros,  á  saber  la 
muerte  de  Juan  Escobedo,  secretario  de  don  Juan  de  Austria,  eje- 
cutada por  orden  del  rey  mismo.  Mas  como  este  acontecimiento  fué 
principio  de  un  drama,  que  no  llegó  á  su  desenlace  hasta  después  de 


(i)  Los  relativos  á  las  cortes  y  todos  los  ramos  de  administraeion  inieiior  tendMD  Itogar  ett  Ion 
üpéodices  ó  articalos  saplemeotarlos  con  que  se  dará  término  á  la  obraé 

Tomo  i.  82 


646 


HISTORIA  DI  FBLffE  II. 


mochos  afios,  le  reservaremos  para  otro  capitalo,  e&  que  todes  i« 
hechos  se  cncadeDeD.  Por  ahora  volveremos  á  salir  de  Espafia,  pi- 
sando á  Fraocia,  donde  con  el  adveDimieoto  de  un  nuevo  rey,  estaban 
en  fermentación  nuevos  elementos  de  discordia  y  de  desorden. 


mmm 


cAPmito  i. 


Asuntos  de  Francia. — ^Enrique  de  Valois  en  Polonia. — Descentenlo  del  rey. — Sabe  la 
muerte  de  su  hermano  Carlos. — Se  evade  de  Polonia.— -Pasa  por  Alemania  é  Italia  á 
Francia. — Se  declara  del  partido  católico.— Sus  devociones  y  mas  actos  religiosos. 
.-«Es  coronado  y  consagrado  en  Beims. — ^No  edifican  sus  devociones  al  pais^-^-^ 
censuran  sus^vicios. — Se  le  acusa  de  hipocresía. — Formación  de  la  liga  católica,  sin 

contar  con  el  monarca índole  de  esta  asociación. — Sus  designios  secretos.— YaciJ¡9 

el  rey  sobre  el  partido  que  le  conviene  adoptar. — Convocación  de  los  Estados  ge- 
nerales.— Se  reúnen  en  Bloís. — ^Piden  los  Estados  h  revocación  del  último  edi^. 
— ^Accede  el  rey.— Se  declara  jefe  de  la  liga  católica. — ^Nueva  guerra»— Nuevo  tra- 
tado de  pacificación, — Descontento  del  rey  de  España  (1). — (1574-lf5í8,) 


^ 


Fué  reoibído  Eoriqae  de  Yalois  en  Polonia  con  ^dníiracion,  por 
su  gallarda  presencia,  gracias  personales  y  fama  de'  sa  nombre 
como  capitán,  al  mismo  tiempo  que  con  disgusto,  por  el  recuerdo 
de  su  participación  en  la  matanza  de  los  calvinistas.  Se  puede  decir 
que  excitó  desde  un  principio  mas  odio  que  cariQo,  y  que  á  lo  me- 
nos fué  objeto  de  una  suma  desconfianza.  El  mismo  desvío  que 
mostraban  los  polacos  h&cia  el  rey,  animaba  al  monarca  con  res- 
pecto los  polacos.  Ni  el  clima,  ni  el  suelo  agreste,  ni  aquellas  cos- 
tumbres groseras  y  marciales,  ni  aquellas  Dietas,  ni  aquellos  pa- 
latinos y  hombres  tan  celosos  por  la  conservación  de  sus  derechos, 
podían  ser  del  gusto  de  un  príncipe  joven,  acostumbrado  &  los  de- 
yaneos  y  pasatiempos  de  una  corte  galante,  voluptuosa  y  corrom- 

(I)  Xai  mlfmafl  anlorldsdea  qoe  en  los  o«piltdo8  ZL  y  ZLt 


6Í8  HISTORIA  DE  FELIPE  U. 

pida;  corte  en  que  Eoriqae  figuraba  como  en  primer  término.  Par- 
ticipaba la  juventud  francesa  que  ie  habia  acompañado,  de  sus 
mismos  sentimientos,  y  los  recuerdos  del  Louyre,  de  sus  fiestas,  de 
sus  bailes,  de  sus  máscaras,  de  las  damas  que  los  hablan  favore- 
cido en  otro  tiempo,  eran  los  solos  recursos  con  que  llenaban  el 
vacio  de  una  existencia  monótona  y  triste.  Con  el  tiempo  se  miti- 
garon las  antipatías,  y  debilitaron  en  gran  manera  los  recuerdos. 
Fué  ganando  poco  á  poco  el  rey  las  buenas  voluntades  de  sus  sub- 
ditos, y  como  siempre  estaban  amenazados  de  guerra  con  los  tor- 
cos, no  les  pesaba  tener  á  su  frente  un  principe  joven,  que  ya  se 
habia  cubierto  de  gloria  en  los  combates. 

Cuando  se  hallaban  en  esta  situación  las  cosas,  llegó  á  oidos  del 
rey  la  muerte  de  su  hermano.  Ya  antes  de  su  salida  de  Francia 
contaba  con  su  sucesión,  y  la  misma  reina  madre  le  habia  dicho  al 
despedirse  de  ella:  «no  estarás  por  allá,  hijo  mió,  mucho  tiempo.» 
Al  comunicarle  esta  princesa  tan  importante  novedad,  le  instaba  i 
que  se  pusiese  cuanto  antes  en  camino  para  Francia,  doüde  los  ne- 
gocios reclamaban  su  presencia;  y  le  encargaba  además  que  no  se 
descuidase  en  enviar  la  confirmación  de  su  nombramiento  á  la  re- 
gencia. A  la  muerte  de  Garlos  IX,  quedó,  como  sabemos,  Catalina 
r^estido  de  este  cargo,  que  ejercia  con  su  habilidad  y  sagacidad 
acostumbradas.  Eran  siempre  difíciles  las  circunstancias  en  que  se 
hallaba  el  j^is,  donde  el  horizonte  no  acababa  jamás  de  serenarse. 
GontinuabaJa  unión  entre  los  calvinistas  y  el  partido  político,  ósea 
moderado,  m  rey  de  Navarra  y  el  nuevo  duque  de  Anjou,  jefes  de 
este  partido.de  fusión,  habían  sido  perdonados,  pero  permanecían 
en  la  corte  casi  en  condición  de  presos.  Se  habia  refugiado  á  Ale- 
mania el  príncipe  de  Conde,  y  manifestaba  hacer  preparativos  para 
entrar  á  mano  armada  en  Francia,  á  la  cabeza  de  los  antiguos  reí- 
tres.  Se  hallaban  llenos  de  esperanza  los  calvinistas  de  dentro,  y 
los  católicos  de  su  partido  estrechaban  los  vínculos  de  una  alianza, 
que  consideraban  como  la  base  de  su  engrandecimiento.  Llegó  la 
publicidad  de  todos  estos  sentimientos,  hasta  el  punto  de  celebrar 
los  protestantes  una  asamblea  muy  solemne  en  Milhau,  donde  se 
establecieron  las  bases  de  una  conducta  para  lo  futuro,  ya  de  paz, 
ya  de  guerra,  según  las  disposiciones  de  la  corte.  Revivía,  paes, 
el  partido  calvinista,  y  la  rema  madre,  tan  ansiosa  siempre  de  te- 
ner á  raya  el  dominante  por  medio  de  la  influencia  del  contrarío, 
no  propendía  á  desplegar  un  sistema  de  gran  severidad,  en  medio 


CAPITULO  L.  649 

de  las  inquietudes  que  la  actitud  de  los  calvinistas  la  inspiraba.  Ta- 
les eran  las  importantes  noticias  que  al  rey  de  Polonia  comunicaba 
Catalina.  El  disgusto  de  vivir  en  aquel  pais  del  Norte,  el  deseo  de 
volver  á  Francia,  y  el  cuidado  en  que  le  tenian  sus  negocios,  fueron 
otros  tantos  estímulos,  que  le  impulsaban  á  salir  cuanto  mas  antes 
de  Polonia.  Mas,  se  le  ocurrió  una  gravísima  dificultad,  á  saber,  que 
los  polacos  recelosos  de  que  los  abandonase  el  rey,  espiaban  todos  sus 
pasos,  y  le  guardaban  como  si  se  hallase  preso.  No  le  quedaba  á 
Enrique  otro  recurso  que  la  fuga.  Por  la  primera  vez  se  vio  el 
ejemplo  de  un  rey  evadiéndose  del  pais  donde  ocupaba  un  trono,  y 
de  donde  sus  subditos  no  le  permitían  marcharse  por  amor  ¿  su 
persona.  Salió  bien  Enrique  con  su  tentativa.  A  favor  de  un  disfraz, 
pasó  sin  obstáculo  la  frontera  de  Polonia.  Atravesó  la  Alemania,  de 
cuyo  emperador  fué  acogido  con  muestras  de  grande  estimación,  y 
tomando  la  vía  de  Italia,  pasó  por  Yenecia,  por  los  Estados  de  Mi- 
lán y  el  Píamente,  recibiendo  por  todas  partes  obsequios  y  toda  es- 
pecie de  homenajes.    -^ 

Se  aguardaba  en  Francia  con  muchísima  inquietud  la  llegada  del 
rey,  porque  se  ignoraban  sus  ideas  acerca  de  los  partidos  que  la 
dividían.  Muy  pronto  se  disiparon  las  dudas,  y  se  puso  en  claro  su 
resolución  de  adherirse  en  un  todo  &  los  católicos,  con  exclusión  de 
sus  contrarios.  Manifestóla  estos  últimos  que  no  era  su  intención 
molestarlos  en  ningún  sentido,  ni  tampoco  el  perseguirlos,  con  tal 
que  se  mostrasen  fieles  al  culto  católico  y  á  las  antiguas  leyes,  que 
dejasen  las  armas  y  restituyesen  las  plazas  que  ocupaban,  pues  de 
lo  contrarío  serian  expulsados  del  reino,  llevándose  sus  bienes  adon- 
de mejor  les  pareciese.  Para  mostrar  mas  la  sinceridad  de  estos 
sentimientos,  asistía  en  público  á  todos  los  actos  religiosos,  se  in- 
corporaba en  las  procesioi\es,  se  afiliaba  en  las  cofradías  de  los  pe- 
nitentes, tan  comunes  en  aquella -época,  vistiéndose  de  su  saco  ne- 
gro ó  blanco,  pues  los  había  de  los  dos  colores.  De  esta  manera  se 
condujo  en  Marsella,  en  AvíQon,  en  Lyon  y  en  todos  los  pueblos  de 
su  tránsito  hasta  Reims,  donde  fué  consagrado  y  coronado.  En  Pa- 
rís, donde  hizo  su  entrada  pública  de  allí  á  muy  pocos  días,  cre- 
cieron sus  manifestaciones  de  celo  por  la  religión  católica,  sus  ac- 
tos devotos,  su  asistencia  á  las  procesiones  de  los  penitentes,  sus 
visitas  á  los  conventos  y  demás  casas  relíosas,  no  descuidando  en 
fin  ninguna  ocasión  de  presentarse  al  pueblo  de  París  y  á  la  Fran- 
cia entera,  como  el  alma  principal  de  los  católicos. 


650  fllSTORU  0B  FBLIPE  M. 


Qae  tal  era  su  plan ,  lo  manifestaba  sa  conducta,  aunque  ^  reí* 
lidad  tampoco  se  pueden  achacar  estos  ados  á  pura  hipecresia,  co- 
nociendo la  índole  del  tiempo.  Tal  vez  era  una  política  acertada; 
mas  Enrique  III,  á  pesar  de  su  alta  dignidad,  no  era  hombre  [Mira 
representar  el  principal  papel  en  cosa  alguna.  Desde  las  dos  ikr 
torias  conseguidas  en  su  primera  juventud,  habían  decaído  singu- 
larmente su  crédito  y  prestigio.  Ni  sus  costumbres,  ni  su  carácter, 
le  daban  medios  de  ser  jefe  de  ningún  partido.  Los  moderados  <)m 
favorecían  á  los  calvinistas,  vieron  en  el  rey  un  obstáculo  á  sus 
planes  favoritos:  los  católicos  ardientes  que  reconoció  al  doqoe  de 
Guisa  por  su  jefe,  no  se  pagaban  de  sus  actos  devotos,  de  su  Ui- 
Uto  de  penitente  y  otras  mas  demostraciones  que  no  se  tenían  per 
sinceras.  Unos  y  otros  hacían  la  s&tíra  de  sus  amores,  de  sus  ^- 
cios,  de  sus  costumbres  licenciosas,  llegando  á  acusarle  de  desor- 
denes feos  á  que  se  entregaba,  bajo  el  manto  de  sus  devociones. 

En  cuanto  á  los  calvinistas,  no  se  arredraron  con  los  sentimiea- 
tos  hostiles  del  monarca.  En  lugar  de  rendir  las  armas,  de 
entregar  sus  plazas  fuertes,  se  movían  y  agitaban  mas  que  nuaca. 
El  príncipe  de  Conde  en  Alemania,  procuraba  el  alistamiento  de  los 
reitres,  y  el  rey  de  Navarra  no  pensaba  mas  que  en  sustraerse  de 
una  corte  donde  se  hallaba  como  esclavizado.  El  duque  de  Aajoo 
dejó  á  París,  y  se  retiró  como  fugitivo  á  sus  Estados.  Todo  haóa 
creer  en  una  próxima  ruptura,  que  al  fin  tuvo  lugar,  á  pesar  de 
toda  la  astucia  conciliadora  de  la  reina.  Los  reitres  de  Alemania  ea- 
traron,  y  aunque  fueron  vencidos  por  el  duque  de  Guisa,  no  sa- 
frieron  una  derrota  decisiva.  El  rey  de  Navarra  por  su  parte,  había 
llevado  á  efecto  su  plan  de  evadirse  de  la  corte,  dirigiéndose  k  sos 
Estados  de  Bearne.  Luego  que  pasó  el  Loira,  arrojó  de  una  ves  la 
máscara  que  Uevaba  hacia  tres  afios,  y  renunciando  á  la  comuaicB 
católica,  se  volvió  á  declarar  altamente  protestante. 

Comenzó  Enríque  III  ¿  sentir  todas  las  amarguras  de  su  posicioa, 
tan  desdorosa  para  la  dignidad  de  un  rey  de  Francia.  Los  catviais- 
tas,  el  partido  político  ó  nunlerado,  los  católicos  ardientes,  hasiasa 
mismo  hermano  el  duque  de  Anjou,  todo  se  le  mostraba  hostil,  ¿ 
al  menos  no  amistoso.  Los  partklos  tenían  sus  jefes,  y  eo  realidad 
no  estaban  con  ninguno.  La  guerra  en  que  estaba  ya  medio  empe^ 
fiada  toda  la  nación,  manifestaba  un  aspecto  muy  dudoso.  Era,  pues, 
de  toda  necesidad  conjurar  la  tormenta  y  apdar  &  la  vía  de  las  na' 
gociaciones.  La  reina  Catalina  que  conoqia  esta  verdad  nge^  qae 


CA?ITOLO  L.  651 

nadie,  paso  en  moTímíento  los  resortes  de  toda  su  politioa.  Se  diri^ 
gió  ¿  los  calvinistas,  quienes  sin  dificultad  adoptaron  gustosos  los 
(¿f  minos  de  conciliación  favorables  á  sus  intereses.  Se  ajusté,  pues, 
un  tratado  de  paz  eu  15^76,  y  era  el  cuarto- después  de  aquellas 
contiendas  tan  refiidas.  Se  dio  dinero  á  los  reitres  para  que  volvie- 
sen i  Alemania.  Quedaron  los  calvinistas  con  el  libre  ejercicio  de 
su  culto,  y  la  posesión  de  las  plazas  fuertes  que  tenian  como  en 
rehenes;  en  fin,  en  los  mismos  términos  y  bajo  el  mismo  pié  que  en 
elafiolSIO. 

Perdió  con  este  tratado  el  rey  de  Francia  todo  su  crédito  con  los 
católicos  ardientes.  Los  sacrificios  que  babian  hecbo  de  tantos  afios 
atrás  para  acabar  con  el  partido  calvinista,  las  matanzas  de  San 
fiartolomé,  todo  babia  sido  inútil,  puesto  que  sus  enemigos  se  ba- 
ilaban triunfantes  que  nunca.  Los  jefes  de  este  partido,  en  quienes 
intereses  de  poder  y  de  ambición  ejercían  por  lo  menos  tanta  in-^ 
fluencia  como  los  puramente  religiosos,  daban  pábulos  á  estos  sen*- 
timientos  de  indignación  que  les  abrían  una  nueva  carrera  de  en- 
grandecimiento. No  es  un  rey  afeminado  y  corrompido,  decian,  el 
verdadero  representante  del  catolicismo  en  Francia.  Sus  devociones, 
sus  penitencias,  no  son  mas  que  una  máscara  con  que  oculta  sus 
vicios  y  sus  disoluciones.  Su  último  edicto  de  pacificación  manifies- 
ta bien  que  prefiere  una  indolenda  vergonzosa  á  la  noble  ocupación 
de  acabar  con  los  enemigos  de  su  reino:  pues  bien,  si  el  partido 
católico  necesita  obrar  con  energía  para  su  propia  salvación;  si  ca- 
rece de  una  cabeza  que  le  dé  el  impulso;  si  el  rey  se  baila  incapa* 
dtadó  de  ponerse  á  su  frente,  ¿no  es  justo,  no  es  necesario 'que  los 
católicos  se  unan,  se  liguen  y  encuentren  en  los  vincules  de  su  aso- 
ciación la  fuerza  que  no  les  da  el  poco  celo  y  libre  disposición 
de  su  monarca?  ¿Qué  recurso  nos  queda  mas  que  el  de  esta  liga,  si 
no  queremos  caer  por  castigo  de  nuestra  negligencia  en  las  garras 
de  Ids  malditos  calvinistas? 

Tales  fueron  las  insinuacioaes  que  esparcieron  unos,  las  ideas 
qoe  coocibieron  otros,  los  sentimientos  que  animaban  en  fin  á  los 
católicos  ardientes.  El  temor  por  un  lado,  la  ambición  por  otro,  el 
deseo  de  bumillar  al  rey  y  trabajar  en  su  descrédito,  tales  fueron  los 
móviles  de  la  vasta  asociación  católica  que  con  el  nombre  de  sanfá^ 
üga  se  formó  en  Francia,  sin  contar  con  el  rey,  y  desafiando  en  cierto 
modo  toda  la  autoridad  de  que  estaba  revestido.  Al  frente  de  esta 
liga  figuraban  los  principes  de  la  casa  de  Lorena,  y  especialmente 


65S  HISTORIA  DB  FBLIPSn. 

Enrique,  duque  de  Guisa,  tan  querido,  tan  ídolo  del  pueblo,  como 
lo  había  sido  su  padre  en  otro  tiempo.  Activo,  generoso,  magoáDi- 
mo,  brillante  con  todos  los  adornos  exteriores,  dotado  de  la  misma 
afabilidad  y  maneras  cariOosas  hacia  el  pueblo,  tan  valiente  y  afor- 
tunado capitán,  católico  tan  celoso  y  tan  ardiente;  en  todo  eraEo- 
rique  de  Guisa  digno  heredero  de  su  padre.  En  las  matanzas  de  San 
Bartolomé  habia  representado  el  principal  papel,  y  dado  el  impalso 
mas  eficaz  y  mas  activo.  Últimamente  se  habia  distinguido  contra 
los  reitres  de  Alemania,  habiendo  contribuido  una  herida  que  reci- 
bió en  la  cara,  al  aumento  de  su  prestigio  con  el  pueblo,  que  desde 
entonces  le  designó  siempre  en  sus  momentos  de  entusiasmo  con  A 
epíteto  de  Balafré  (Chirlado). 

Era,  pues,  el  Chirlado  uno  de  los  hombres  que  podían  hacer  noa 
sombra  á  la  autoridad  de  un  rey,  y  Enrique  III,  que  á  pesar  de  sq 
ligereza  y  hábitos  indolentes  no  carecía  de  entendimiento,  estaba  mof 
penetrado  de  lo  mismo.  En  caso  de  ignorarlo,  allí  estaba  su  madre, 
astuta  y  sagaz,  que  no  podía  menos  de  hacérselo  presente.  Pero  te- 
nían que  tolerarle  á  pesar  suyo  y  poner  buena  cara  á  un  persona- 
je popular  que  ejercía  tan  positivo  poderío.  Que  el  duque  de  Goisa 
estaba  apoyado  por  el  rey  de  EspaDa,  de  quien  recibía  instrucciones 
por  medio  de  su  embajador,  lo  acredita  la  activa  correspondencia 
entre  uno  y  otro,  que  todavía  existe  en  los  archivos.  Para  el  reyde 
EspaOa  era  digno  de  su  favor  y  de  sus  auxilios  cuanto  podía  pro- 
mover en  Francia  los  intereses  del  catolicismo  puro,  en  detrimento 
y  hasta  exterminio  de  los  calvinistas.  Todos  los  actos  de  pacifica- 
ción y  tolerancia  con  estos  sectarios,  excitaban  su  indignación  y 
provocaban  sus  reclamaciones.  Los  calvinistas  de  Francia  faeroo 
para  él  una  continua  pesadilla.  Como  herejes  los  aborrecía ;  como 
aliados  naturales  de  los  flamencos,  eran  [para  él  objetd  de  eternas 
inquietudes. 

El  advenimiento  de  Enrique  III  no  debió  de  tranquilizar  á  ni 
rey  de  vista  tan  penetrante,  y  que  por  conductos  tan  seguros  debía 
de  estar  bien  informado  de  lo  que  pasaba.  Ni  la  declaración  de  En- 
rique, ni  sus  devociones,  ni  sus  penitencias,  debieron  de  hacfl  ^ 
grande  impresión  sobre  el  ánimo  de  Felipe  II,  que  tendría  buenos 
datos  de  la  indolencia,  de  los  vicios  y  de  las  disoluciones  de  aqne! 
principe.  El  último .  tratado  de  pacificación  irritó  probablemente 
tanto  al  rey  de  EspaDa  como  á  los  ardientes  católicos  de  Francia. 
Demasiadas  pruebas  tenia  de  que  Catalina  de  Médícis  se  movía  mas 


CÁPtTDLO  L.  65d 

por  intereses  puramente  políticos  de  poder  y  mando,  que  por 
príDcipios  religiosos.  En  cuanto  al  rey,  acababa  de  dar  una  prueba 
evidente  de  que  si  se  mostraba  buen  católico,  sabia  ceder  &  la  furia 
de  las  tempestades  en  lugar  de  oponerles  un  corazón  decidido  y 
animoso . 

Hé  aqui  todas  las  consideraciones  que  hacen  creer,  aunque  no 
constase  por  cartas  fidedignas,  que  el  rey  de  EspaDa  miró  con  agra- 
do y  ojos  de  favor  la  formación  de  una  liga  destinada  á  reparar  los 
males  que  habia  causado  y  podia  causar  en  adelante  la  política  tor- 
cida del  monarca.  Si  Felipe  U  no  fué  el  primer  promotor,  se  puede 
considerar  como  el  grande  aliado,  el  alma  de  esta  asociación,  iden- 
tificada con  sus  sentimientos,  tan  útil  á  sus  intereses.  Por  esta  es- 
treóha  conexión  entre  Felipe  II  y  los  grandes  acontecimientos  que 
tenían  lugar  en  Francia,  entramos  en  tantos  pormenores  acerca  de 
su  naturaleza  y  sus  tendencias. 

Volviendo  al  hilo  de  la  santa  liga,  cundió  la  asociación  desde  Pa- 
rís, que  era  su  gran  centro,  á  todas  las  provincias  en  que  el  catolicis* 
mo  dominaba.  Todos  los  hombres  celosos  por  la  conservación  y  lus- 
tre del  antiguo  culto,  corrieron  á  alistarse  en  sus  banderas.  Todo  el 
fuego  del  fanatismo  manifestado  cinco  ó  seis  afios  antes  en  los  ter- 
ribles choques  con  los  calvinistas,  revivió  con  la  misma  actividad, 
con  el  mismo  deseo  de  venganzas,  con  la  misma  sed  de  sangre.  En 
todas  partes  se  presentó  la  asociación,  sin  velo  ni  disfraz  alguno : 
el  estandarte  de  la  liga  santa  se  alzó  del  modo  mas  público  y  solemne. 

Cuando  se  forman  asociaciones  de  esta  clase  ¿  presencia  y  con 
aislamiento  de  un  monarca  que  hasta  cierto  punto  pertenece  á  las 
mismas  opiniones,  se  puede  decir  que  este  rey  ha  perdido  su  pres- 
tigio, que  este  rey  se  halla  virtualmente  destronado.  Una  asociación 
calvinista  nada  hubiera  tenido  de  humillador^para  Enrique  III;  mas 
una  liga  de  los  católicos  celosos  sin  contar  para  nada  con  un  rey 
que  de  católico  tan  celoso  blasonaba,  le  hacia  ver  que  no  podía  ó 
DO  quería  defenderlos,  que  no  les  parecía  en  fin  digno  de  ponerse 
á  su  cabeza.  Era  sin  duda  tan  duro  el  lenguaje,  como  difícil  y  es- 
pinosa la  situación  del  rey. con  quien  se  usaba. 

¿Y  qué  partido  tomaría?  ¿Disiparía  por  un  acto  de  su  autoridad  la 

santa  liga?  No  tenia  bastantes  fuerzas  para  ello.  ¿Estrecharía  sus 

relacionen  con  los  calvinistas?  Era  un  paso  en  extremo  peligroso, 

paes  además  de  quedarse  en  minoría,  iba  á  concitar  contra  él  la 

masa  nacional,  con  gran  peligro  de  su  trono.  El  asunto  era  muy 

Tomo  i.  83 


I 


654  HISTORIA  BE  FKUPE  ü. 

serio,  el  tiro  de  mtty  largo  alcance.  La  liga  se  fortificaba  mas  y  ms 
y  el  número  de  los  prosélitos  aumentaba  en  todos  los  áogalosdel 
reino.  Se  armaban  las  ciudades  principales  en  defensa  delaté  cató- 
lica, y  los  deseos  de  todos  eran  unos.  Si  los  mas  moderados  no 
pensaban  por  este  acto  sustraerse  á  la  autoridad  del  rey,  entre  los 
mas  ardientes  y  fanáticos  se  trataba  nada  menos  que  de  destronar- 
le. Y  para  allanar  mas  el  camroo  de  la  sucesión  al  ídolo  del  pueblo 
y  de  la  liga,  al  duque  de  Guisa,  llegaron  á  forjarle  sus  parcialesnn 
árbol  genealógico  que  le  hacia  descender  de  Cario  Magno ;  genea- 
logía muy  falsa,  mas  que  no  por  esto  hacia  menos  impresión  en  los 
ánimos  de  la  muchedumbre. 

'  Indeciso  el  rey,  creyó  salir  de  este  cuidado  convocando  los  Esta- 
dos generales  para  Bloís,  adonde  debían  concurrir  para  el  15  de 
noviembre  de  1576,  según  órdenes  expedidas  al  efecto.  Se  compo- 
nían estas  asambleas  de  tres  estados,  brazos  ó  estamentos.  Figura- 
ba en  primer  lugar  el  alto  clero ;  en  segundo  la  nobleza  ;  en  el  ter- 
cero los  representantes  de  las  ciudades,  villas  ó  corporaciones  po- 
pulares. Se  daba  á  este  último  el  nombre  de  tercer  estado  (iiers 
état).  Deliberaban  por  separado  los  tres  brazos,  y  solo  ejercían  d 
derecho  de  petición  ó  súplica,  que.en  ciertos  casos  como  el  que  nos 
ocupa,  equivalía  á  una  exigencia. 

A  pesar  de  las  intrigas  de  la  corte  para  que  viniesen  á  la  asam- 
blea hombres  de  todos  los  partidos,  recayeron  las  elecciones  del 
tercer  estado  por  la  mayor  parte  en  los  liguistas.  Los  nombrados 
de  entre  los  hugonotes  eran  detenidos  en  el  camino  por  sus  contra- 
rios, quienes  para  que  no  se  presentasen  en  Blois  ejercían  en  elks 
toda  suerte  de  violencias.  Estaban  tan  lejos  de  tener  cumplimienh) 
los  artículos  del  último  edicto  de  pacificación,  que  aun  no  se  habían 
restituido  y  puesto  en  libertad  los  prisioneros  de  una  y  otra  parte. 
Los  calvinistas  se  quejaban,  pero  sin  efecto,  pues  mas  poderosa qoe 
el  goi)ierooeralaliga.  Mientras  se  reunían  los  Estados  deliberaban 
rey  en  su  Consejo  sobre  la  conducta  que  debería  seguir  en  esta 
efervescencia  de  los  ánimos.  Y  como  se  creía  que  una  de  las  peti- 
ciones de  los  estados  había  de  ser  la  revocación  del  último^edieto, ) 
que  no  se  tolerase  en  Francia  mas  culto  que  el  catolicismo,  se  de- 
cidió al  fin  que  diese  el  rey  su  asentimiento  á  la  medida. 

En  6  de  setiembre  del  mismo  alio  se  abrieron  solemnemente  to 
estados.  Les  dirigió  el  rey  un  discurso  desde  el  trono,  lamentando 
los  males  que  afligían  al  país  por  la  animosidad  que  agitaba  i  ktf 


GAFITOLO  L.  655 

partidos,  pidiendo  á  los  estados  le  auxiliasen  en  la  obra  difícil  de 
establecer  la  paz  y  la  concordia  entre  sus  subditos.  No  tocó  el  rey 
el  punto  de  la  liga,  ni  dio  ¿  entender  que  era  sabedor  del  gran  pro- 
yecto de  sus  partidarios. 

No  tardaron  estos  en  manifestar  al  rey  sus  intenciones,  pidiendo 
con  solemnidad  la  revocación  del  edicto  de  pacificación,  suplicando 
al  rey  no  permitiese  en  Francia  el  ejercicio  de  otra  religión  que  la 
católica.  Dio  gratos  oidos  Enrique  III  á  esta  proposición  de  los  esta- 
dos, y  prometió  su  cumplimiento  según  !a  resolución  tomada  en  el 
Consejo.  Para  dar  muestra  de  que  adoptaba  las  ideas  de  la  asam- 
blea y  entraba  en  ellas  con  sinceridad,  se  declaró  jefe  de  la  liga  san- 
ta y  firmó  los  capítulos  de  esta  asociación,  en  que  los  miembros  mas 
poderosos  é  influyentes  aspiraban  sin  duda  á  destronarle. 

Gradúan  todos  los  historiadores  de  gran  debilidad  este  acto  del 
monarca.  Mas  ¿qué  otro  recurso  le  quedaba?  ¿Permanecería  fuera  de 
la  vasta  asociación  que  blasonaba  de  representar  los  verdaderos  in- 
tereses de  la  Francia?  ¿Chocaría  de  frente  con  los  que  se  llamaban 
campeones  de  la  religión  católica?  ¿Disolvería  violentamente  una 
asamblea  convocada  por  él  mismo,  y  cuyas  peticiones  tenian  todo  el 
aire  de  un  mandato?  Para  Enríque  111  no  habia  ya  elección.  Al  triste 
papel  de  jefe  nominal  de  la  liga  tenia  que  reducirse,  si  no  quería 
pasar  por  mas  séríos  desaires,  por  humillaciones  mas  marcadas.  Se 
puede  decir  que  Enríque  111  d^jó  de  hecho  de  ser  rey,  desde  el  mo- 
mento que  el  grau  partido  católico,  es  decir,  la  mayoría  nacional, 
cesó  de  consideraríe  como  su  representante « 

Además  del  gran  asunto  de  la  revocación,  se  ocuparon  los  esta- 
dos de  Biois  en  arreglos  interíores  de  un  orden  secundario,  relativo 
á  la  organización  del  pais,  y  sobre  todo  de  las  municipalidades.  En 
todos  estos  actos  traspiraba  la  tendencia  á  fortificar  el  poder  de  las 
asociaciones  populares  contra  las  influencias  del  monarca.  Es  muy 
de  notar  que  el  mismo  espíritu  republicano  que  animaba  al  calví- 
Dismo,  se  manifestaba  en  los  católicos  que  desconfiaban  de  la  corte, 
y  en  los  esfuerzos  de  su  propio  valor,  cifraban  la  victoria  sobre  sus 
rivales. 

Revocado  el  edicto  de  pacificación,  necesarío  era  que  los  católi- 
cos se  preparasen  &  una  nueva  guerra.  No  hablan  estado  dormidos 
los  calvinistas  durante  todos  estos  pasos,  ni  estaban  dispuestos  á 
ceder  sin  disputa  el  campo  que  ocupaban.  Ya  habían  formado  entre 
ellos  y  los  príncipes  protestantes  del  Imperio  una  asociación ,  á  la 


656  HISTORIA  DE  FEUPB  II. 

que  dieron  el  nombre  de  contra  liga,  en  oposición  de  la  católica.  Se 
prepararon  todos  á  encomendar  su  cansa  á  los  azares  de  la  guerra 
abierta.  Los  católicos  la  deseaban  con  ardor,  fiados  en  su  superio- 
ridad de  número  y  recursos  pecuniarios.  Mas  por  una  contradiccioD 
que  no  deja  de  explicarse,  anduvieron  muy  remisos  los  estados  en 
aprontar  al  rey  los  fondos  necesarios  para  hacer  la  guerra;  laudes- 
confiados  estaban  de  la  sinceridad  del  monarca ;  tan  interesados  en 
que  otro  fuese  la  cabeza  pública  y  ostensible  de  tan  grande  em- 
presa. 

La  reina  Catalina,  sagaz  siempre,  sin  perder  nunca  de  vista  el 
pro  y  el  contra  de  todas  las  cuestiones,  á  quien  cegaba  poco  la  par 
sion,  y  los  objetos  le  presentaban  siempre  su  semblante  verdadero, 
conoció  muy  pronto  los  graves  peligros  que  corria  el  Estado  y  sa 
propio  poderío,  en  caso  de  empeñarse  seriamente  aquella  nueva 
guerra.  Sabia  mejor  que  su  hijo  las  tendencias  y  aspiraciones  de  la 
liga  católica,  contrarias  á  ella  y  al  trono,  y  se  horrorizaba  con  la 
idea  de  que  al  fin  quedase  completamente  vencedora.  Por  otra  parte 
contemplaba  á  los  calvinistas  siempre  decididos  á  correr  los  azares 
de  una  lucha,  cuyos  resultados  no  podían  preverse.  Puso,  pues,  ea 
juego  esta  princesa  los  resortes  de  su  poli  tica,  haciendo  que  los  miem- 
bros mas  influyentes  del  partido  medio  interpusiesen  su  mediación 
para  evitar  el  choque  próximo  de  los  dos  partidos.  Fueron  inefica- 
ces sus  intrigas,  y  la  guerra  tuvo  efecto,  siendo  los  resultados  moy 
prósperos  desde  un  principio  para  los  católicos. .  Perdieron  los  cal- 
vinistas varias  plazas,  y  entre  ellas  la  de  La  Caridad,  plinto  impor- 
tante por  su  posición  central  en  las  orillas  del  Loira,  sin  que  por 
esto  desmayasen.  Crecían  al  contrario  de  dia  en  día  sus  elementos  y 
medios  de  defensa.  Reclutaba  el  príncipe  de  Conde  á  toda  prisa  ale- 
manes y  suizos,  ya  próximos  á  entrar  en  Francia.  Igual  marcha  es- 
taba emprendiendo  á  la  sazón  el  príncipe  Juan  Casimiro,  hermano 
del  Elector  palatino,  á  la  cabeza  de  un  cuerpo  poderoso  de  auxi- 
liares. 

Volvió  á  apoderarse  el  cansancio,  como  tantas  veces  sucedía,  de 
las  filas  de  los  combatientes.  Era  demasiado  viva  la  llama  de  la  pa- 
sión que  provocaba  todos  estos  choques ,  para  que  fuese  duradera. 
Había  disminuido  mucho  el  ardor  de  los  católicos  á  la  vista  de  las 
nuevas  dificultades  que  les  oponían  los  contrarios.  Por  otra  parte, 
la  guerra  les  ocasionaba  cuantiosos  desembolsos,  y  además  se  ha- 
llaban roídos  de  la  inquietad ,  de  que  la  corte  no  hiciese  buen  oso 


CAPITULO  L.  657 

de  tan  enormes  sacrificios.  Abrió  este  desmayo  nuevo  campo  á  las 
intrigas  de  la  reina  madre.  Dirigiéndose  alternativamente  á  unos  y 
á  otros,  poniendo  en  movimiento  los  celos,  las  desconfianzas  mu- 
tuas, inspiró  generalmente  el  deseo  de  una  nueva  pacificación,  que 
al  fin  se  ajustó  en  Poiüers  á  mediados  de  1577.  Para  hacer  ver  lo 
inútil  de  estas  luchas  y  lo  imposible  que  era  acabar  con  opiniones 
arraigadas  en  todo  un  partido  numeroso  cual  lo  era  á  la  sazón  el 
calvinista,  pondremos  en  estrado  los  capítulos  de  este  nuevo  arre- 
glo. Se  permitía  por  él  á  los  hugonotes  el  ejercicio  libre,  público  y 
general  de  la  religión  llamada  reformada,  en  todas  las  ciudades  y 
lugares  del  reino  pertenecientes  á  los  de  la  religión,  y  en  cualquiera 
otro  sitio,  con  tal  que  fuese  con  el  consentimiento  de  los  propieta- 
rios :  se  les  permitían  sermones,  oraciones,  cantos  de  salmos,  ad- 
ministración del  bautismo  y  de  la  cena,  abrir  escuelas  públicas,  edi« 
ficar  templos  para  el  ejercicio  de  su  religión,  á  excepción  de  París 
y  de  sus  arrabales,  y  dos  leguas  en  contorno.  Se  les  permitía  el  ma-f 
trimonio  de  los  sacerdotes  y  otras  personas  religiosas,  sin  que  por 
ello  se  les  molestase  ó  persiguiese,  y  se  levantaba  todo  obstáculo  en 
materia  de  religión  para  recibir  á  los  calvinistas  en  universidades, 
colegios  y  hospitales.  Se  permitia  al  rey  de  Navarra  y  príncipe  de 
Conde  celebrar  oficios  en  los  lugares  de  su  pertenencia,  hallándose 
ausentes.  En  los  parlamentos  de  París,  Roma,  Díjon  y  Reúnes,  donde 
los  calvinistas  debían  tener  una  sala  compuesta  de  un  presidente  y 
cierto  número  de  consejeros;  debían  ser  estas  personas  elegidas  por 
el  rey,  mas  sometiéndose  la  lista  al  rey  de  Navarra  y  á  los  intere- 
sados, que  podrían  recusará  los  que  les  pareciesen  sospechosos. 
Debía  conceder  el  rey  al  de  Navarra  ochocientos  hombres  para  guar*^ 
necer  las  ciudades  que  se  le  diesen  en  custodia,  debiendo  gravitar 
igualmente  sobre  todos  los  subditos  de  S.  M.  todas  las  sumas  que 
se  aprontasen  para  pagar  á  los  reitres,  tanto  en  estas  últimas  como 
en  las  anteriores  turbulencias. 

Así,  después  de  tantos  conflictos,  de  tantos  desastres,  de  tanta 
sangre  derramada,  quedaron  los  calvinistas  por  este  tratado  de  Poi- 
tiers  bajo  un  pié  tan  favorable  como  por  la  paz  ajustada  en  San 
Germán  ocho  afios  antes.  Mas  como  la  experiencia  es  enteramente 
inútil  cuando  habla  fuertemente  la  voz  de  las  pasiones,  no  sirvió  de 
nada  este  escarmiento  para  impedir  nuevas  luchas  de  esta  especie, 
como  lo  haremos  ver  mas  adelante. 

El  rey  de  EspaOa  que  tenía  puestojs  sus  ojos  en  todos  estos  aeon-> 


^/ 


658  HlSTOEIl  DE  FBLIPE  II. 

tecimientos,  que  había  sabido  con  grao  gusto  suyo  la  provideDcia 
tomada  eo  Blois  de  revocar  el  último  edicto  de  pacificación,  que  es* 
cribia  cartas  sobre  cartas  á  su  embajador  y  &  otras  personas  influ- 
yentes, para  que  mantuviesen  al  rey  en  sus  resoluciones,  recibióla 
noticia  del  tratado  de  Poitiers  con  las  muestras  del  mayor  disgusto. 
Se  dice  que  exclamó  en  un  momento  de  enojo:  «Es  incompatible  la 
conservación  de  la  fe  católica  en  Francia  con  la  familia  de  Valéis;  es 
preciso  buscar  el  remedio  en  otra  parle.»  Si  las  palabras  do  son 
ciertas,  son  al  menos  muy  probables,  tanto  por  lo  que  pasaba  en- 
tonces en  el  ánimo  del  rey,  como  por  su  conducta  sucesiva.  Ñopo- 
dian  estar  mas  en  oposición  las  ideas  y  carácter  del  monarca  espa- 
Ool  con  las  de  la  corte  de  Francia ,  porque  tampoco  podia  ser  mas 
diversa  la  posición  en  que  unos  y  otros  se  encontraban.  Felipe,  dQ^ 
fio  absoluto  de  su  casa,  acostumbrado  á  la  obediencia  ciega  deks 
espafioles,  sin  mas  creencias  religiosas  que  una,  sin  facciones,  sin 
partidos  depresivos  en  lo  mas  mínimo  de  su  autoridad,  apenas  po- 
día concebir  el  estado  convulsivo  de  la  nación  vecina,  por  tantas 
facciones  destrozada.  En  vano  le  escribió  la  reina  madre,  baciéo- 
dole  ver  los  embarazos  que  rodeaban  la  corte,  impulsada  en  diver- 
sos sentidos  por  las  pasiones  é  intereses  que  mutuamente  se  ei- 
duian.  A  estas  manifestaciones  daba  poco  crédito,  y  solo  se  le  ha- 
lagaba tomando  serias  medidas  para  acabar  de  una  vez  con  los 
nuevos  sectarios,  que  con  tal  encarnizamiento  aborrecía.  Temeroso 
siempre  del  auxilio  que  de  los  calvinistas  de  Francia  recibían  los  re- 
beldes de  los  Países-Bajos,  veía  en  esta  última  pacificación  el  pria- 
cifHO  de  una  nueva  alianza.  Y  como  se  hablaba  mucho  entonces  de 
que  los  Estados  de  Flandes  llamaban  al  duque  de  Anjou  para  po- 
nerle á  la  cabeza  del  gobierno,  concibió  el  rey  de  Espafia  nuevos 
temores,  de  que  Enrique  III  se  declarase  protector  de  los  Países- 
Bajos.  Pero  coincidiendo  esta  medida  con  el  principio  del  mando  del 
principe  de  Parma  en  Flandes,  dejaremos  este  asunto  para  el  ar- 
tículo siguiente,  relativo  á  la  administración  del  nuevo  gobernante. 


CAPITULO  U 


Asuntos  de  los  Paises-Bajos. — Gobierno  de  Alejandro  Farnesio,  príncipe  de  Parma.— 
Situación  del  pais. — Disturbios. — Entrada  en  Flandes  del  duque  de  Anjou,  y  su  sa- 
lida.— Movimiento  del  príncipe  de  Parma. — Pasa  el  Mosa. — Llega  hasta  los  arra- 
bales de  Amberes. — Retrocede,  y  pone  sitio  á  la  plaza  de  Mastrich. — Defensa  he- 
roica de  los  sitiados. — Asaltos  inútiles  de  los  espauoles. — Se  regulariza  el  sitio. — 
Apuros  de  los  de  adentro. — Nuevos  asaltos. — Toma  de  la  plaza. — Los  vencedores 
la  saquean  (1).— (1578-1579.) 


Aspecto  poco  favorable  presentaban  los  asuntos  de  Espafia  en  los 
Países-Bajos,  cuando  tomó  las  riendas  del  gobierno  el  príncipe  de 
Parma.  De  las  diez  y  siete  provincias  que  los  componían,  solo  tres 
se  hallaban  á  su  devoción,  y  estas  contenidas  en  cierto  modo  por  la 
presencia  de  sus  armas.  En  un  campo  fortificado,  con  todas  las  pre- 
cauciones de  la  guerra,  alas  inmediaciones  de Namur,  se  hallaba  el 
ejército  de  que  disponia,  con  grandes  temores  de  que  le  intercep- 
tasen los  víveres  y  comunicaciones  por  medio  de  los  ríos  Sambre  y 
Mosa,  que  tenia  á  su  espalda.  Se  hallaban  al  contrario  muy  pujan- 
tes los  confederados,  engrosando  mas  y  mas  sus  filas,  con  refuerzos 
que  les  enviaban  los  príncipes  luteranos  de  Alemania.  También  los 
aguardaban  de  Francia,  donde  el  partido  calvinista  consideraba  co- 
mo aliados  unos  pueblos  que  se  hallaban  en  guerra  contra  un  ene- 
migo común,  á  saber,  el  rey  de  EspaSa.  Ya  hemos  visto  al  duque 
de  Anjou,  hermano  de  Enrique  III,  colocado  al  frente  de  un  partido 


(1 )   las  mlBmtm  amoridades  que  en  loa  capítulos  XXXYII,  XIVIII,  XXIOX,  ILUl,  niV,  XLV  y  XL  VI. 


660  mSTORÜ  Di  FEUPB  n. 

medio,  entre  la  corte  y  los  calvinistas,  sin  que  se  pudiese  decir  si 
se  conservaba  fiel,  ó  se 'declaraba  en  pugna  abierta  contra  aquel 
monarca.  En  un  pais  despedazado  por  parcialidades,  y  con  una  cor- 
te, donde  tantas  intrigas  en  mil  sentidos  pululaban,  nada  tomaba 
un  carácter  determinado,  ni  de  unión,  ni  de  hostilidad  constante;  y 
sí  Enrique  III  no  podia  ver  con  buenos  ojos  á  un  hermano  que  se 
emancipaba  tantas  veces  de  su  autoridad,  tal  vez  dio  sincero  asen- 
timiento, cuando  supo  que  el  duque  de  Anjou  era  llamado  á  los  Pai- 
ses-Bajos  por  los  enemigos  de  EspaQa,  cuya  amistad  hacia  él  do 
podia  menos  de  serle  sospechosa.  Como  agente  principal  de  esta  lla- 
mada del  duque  de  Anjou,  se  designa  á  la  princesa  Margarita  de 
Yalois,  su  hermana,  y  mujer,  como  se  ha  visto,  de  Enrique  de  Na- 
varra. Aprovechó  Margarita  la  ocasión  de  un  viaje  á  los  bafios  de 
Spá,  ó  mas  bien  tomó  este  pretexto  para  presentarse  á  los  Paises- 
Bajos,  donde  supo  insinuarse  con  destreza  en  los  ánimos  de  muchos 
de  los  personajes  de  la  confederación,  presentándoles  las  yentajasde 
poner  á  su  cabeza  al  duque  de  Anjou,  lo  que  les  proporcionaría síd 
disputa  la  protección  y  alianza  del  mismo  rey  de  Francia.  Dieron 
oidos  á  la  proposición  los  que  la  creyeron  ventajosa,  ó  los  que  de- 
seaban alguna  novedad  que  mejorase  su  fortuna  propia»  Fué  en  las 
dos  provincias  de  Artois  y  de  Haynault,  donde  el  duque  de  Anjoo 
ganó  mas  partidarios,  y  por  donde  se  concertó  su  entrada  en  los 
Paises-Bajos.  Lo,  verificó  el  príncipe  francés  á  mediados  del  1578, 
cuando  todavía  mandaba  don  Juan  de  Austria.  Llevaba  consigo  al- 
gunas tropas,  que  si  no  parecieron  muy  considerables  á  los  que  les 
llamaban,  les  satisfacían  en  parte,  por  las  numerosas  que  para  tiem- 
pos mejores  anunciaban.  Mas  lo  que  parecía  un  grande  refuerzo  y 
un  considerable  aumento  de  poder  para  los  confederados,  no  fué 
verdaderamente  mas  que  un  principio  de  desunión  y  una  manzana 
de  discordia.  En  primer  lugar,  sé  disgustó  mucho  con  la  yenida  dd 
príncipe  francés  el  archiduque  Matías,  reconocido  ya  por  goberna- 
dor de  los  Estados,  y  que  se  vio  como  suplantado  por  el  reden- 
venido;  por  otra  parte,  los  que  no  habían  tenido  parte  en  la  lla- 
mada del  francés,  pues  fué  obra  solo  de  una  parcialidad,  miraron 
con  desconfianza  el  refuerzo  de  un  auxiliar,  que  tal  vez  no  venía 
con  las  mejores  intenciones.  No  era  en  efecto  la  persona  del  duqoe 
de  Anjou  muy  á  propósito  para  inspirar  confianza  á  pueblos  celo-* 
sos  de  sus  privilegios,  y  que  en  los  extranjeros  buscaban  solo  pro- 
tección, mas  no  sefiores.  Demasiado  joven,  de  carácter  ligero,  de 


gílPitülo  li.  661 

poea  cajMieidad,  liceDcioM  como  qd  príncipe  criado  en  la  corte  de 
Francia,  sin  mas  iostinto  fuerte  que  el  de  una  ciega  ambición  que 
no  se  apoya  en  plan  alguno,  se  presentó  en  los  Paises*Bajos,  con- 
duciéndose, y  sobre  todo,  expresándose  de  un  modo,  que  daba  á 
entender  que  los  consideraba  como  su  dominio  propio.  Excitó  esto 
la  suspicacia  de  los  flamencos,  y  no  fué  poco  el  disgusto  del  duque 
de  Anjou,  al  verse  objeto  de  homenajes,  de  respeto  aparatoso  y  toda 
clase  de  acatamientos,  sin  ejercicio  ninguno  del  poder;  al  ver  que 
ni  para  el  pago  de  las  cortas  fuerzas  que  le  acompasaban ,  ni^para 
los  gastos  de  su  persona,  le  contribuían  en  nada  los  Estados.  Se  dis- 
gustó pues  muy  pronto  el  príncipe  del  pais,  y  después  de  algunos 
dias  de  residencia  en  Mons,  dejó  los  Países -Bajos  y  se  retiró  áFran* 
cia,  donde  continuó  siendo  objeto  de  celos  é  inquietud  para  su  her- 
mano. 

Adolecían  ios  Estados  confederados  de  los  Países-Bajos  del  espf-* 
ritu  de  desunión,  que  inevitablemente  se  introduce  donde  los  inte- 
reses no  están  todos  de  acuerdo;  donde  no  hay  una  cabeza,  un  hom- 
bre de  poder  y  de  prestigio,  capaz  de  encadenar  las  voluntades. 
Matías  no  era  mas  que  jefe  nominal,  un  príncipe  extranjero,  lla- 
mado para  dar  al  menos  una  sombra  protectora  á  los  confederados. 
El  príncipe  de  Orange,  aunque  de  gran  capacidad  y  nombre  en  el 
pais,  no  ejercía  bastante  poder,  ni  gozaba  tal  prestigio,  que  le  re- 
conociese por  jefe  y  director  todos  los  Estados  de  la  Liga.  Una 
prueba  de  que  él  comprendia  esto  mismo,  y  de  que  evitaba  con  cui- 
dado alarmar  la  susceptibilidad  de  sus  rivales  es  que  no  solo  tuvo 
parte  activa  en  el  llamamiento  de  Matías,  sino  que  apoyó  después 
con  eficacia  la  ida  á  Flandes  del  duque  de  Anjou,  aunque  no  des- 
conocía sin  duda  las  pocas  prendas  que  alcanzaba.  Según  hizo  ver 
este  príncipe  por  toda  su  conducta,  no  aspiraba  al  dominio  absoluto 
de  los  Paises-Bajos,  y  sí  tan  solo  al  mando  y  posesión  de  las  pro- 
vincias'de  Zelanda  y  Holanda,  y  las  demás  del  Norte  confinantes. 

No  podían  ser  los  Paises-Bajos  mas  que  teatro  de  intrigas  y  fac- 
ciones, así  como  de  combates.  Poco  antes  de  la  entrada  del  duque 
de  Anjou,  se  había  apoderado  de  Gante  y  otras  plazas,  echando  de 
ellas  á  sus  gobernadores  un  nuevo  partido  en  abierta  rebeldía  con- 
tra los  Estados,  y  que  obraba,  según  opinión  común,  bajo  la  in- 
fluencia secreta  del  príncipe  Juan  Casimiro.  Como  eran  por  la  ma- 
yor parte  los  de  este  partido  individuos  de  ks  nuevas  sectas  reli- 
giosas, se  setaló  la  facción  con  nuevos  despojos  y  allanamientos  de 

Tono  I*  84 


I 


66 1  HISTORIA  DK  FBL1PE  IL 

]os  templos  católicos,  aumentándose  el  desorden  de  aqoellas  tor- 
bolencias.  Contra  esta  parcialidad  se  levantó  otra  en  las  provincias 
del  Ártois,  del  Haynaolt  y  de  la  Flandes  Meridional,  que  cod  el 
nombre  de  makmtentos,  se  declararon  campeones  del  catolieisiDO, 
y  en  abierta  oposición  con  la  política  de  los  Estados,  que  dispensa- 
ba tanta  protección  á  las  nuevas  sectas  religiosas.  Fueron  princi- 
palmente estos  descontentos  los  que  llamaron  ¿  Flandes  al  príncipe 
francés,  y  los  primeros  que  dudaron  de  sus  buenas  intenciones, 
obligándole  á  dejar  un  pais,  donde  no  se  hallaba  con  bastantes 
fuerzas  para  mantenerse.  Así  pululaban  los  celos,  las  desconfian- 
zas, las  disensiones  mutuas,  atizadas,  no  solo  por  los  naturales, 
sino  por  la  política  poco  franca  de  las  cortes  extranjeras.  No  se  sa- 
bia á  punto  fijo,  si  Enrique  de  Francia  protegía  ó  no  cordialmente 
el  establecimiento  de  su  hermano  en  Flandes.  En  cuanto  á  la  reina 
de  Inglaterra,  á  pesar  de  haber  dado  en  otro  tiempo  oidos  al  ajosle 
de  sus  bodas  con  el  duque  de  Anjou,  de  haber  agasajado  muchísi- 
mo ¿  este  príncipe  cuando  su  presentación  en  Londres,  estaba  muy 
lejos  de  pensar  seriamente  en  semejante  enlace,  y  además  se  ha- 
llaba sumamente  recelosa  de  la  influencia  que  iba  á  ejercer  el  rey 
de  Francia  en  Flandes,  por  la  investidura  de  su  hermano.  Por  esta 
causa,  á  pesar  de  una  liga  de  hecho  que  existía  entre  Isabel  y  los 
confederados,  no  solo  cesó  de  enviarles  socorros  pecuniarios,  sino 
que  exigía  el  pago  de  las  sumas  que  les  había  prestado.  Por  otra 
parte,  Felipe  II,  siempre  desconfiado  de  la  política  poco  segura  y 
decidida  de  Francia,  comenzaba  á  considerarle  casi  como  enemigo 
por  la  expedición  del  duque  de  Anjou,  y  trató  de  ponerse  de  acuer* 
do  con  la  reina  de  Inglaterra,  aunque  con  tan  poca  sinceridad  de 
una  y  otra  parte,  como  puede  suponerse.  Lo  que  había  de  real  en 
todas  estas  combinaciones,  era  la  desconfianza,  los  celos,  el  deseo 
mutuo 'de  hacerse  dafio,  que  á  los  tres  soberanos  animaba.  T  solo 
con  estos  datos  suministrados  por  todas  las  historias,  se  puede  con* 
cebir  que  estando  todas  las  provincias  de  Flandes,  menos  tres  es- 
casas, insurreccionadas  contra  el  rey  de  Espafia,  hallándose  con 
fuerzas  superiores,  no  llegasen  á  echar  de  una  vez  á  los  espalioles 
de  su  territorio.  Pasemos  ahora  á  las  operaciones  militares  del  prin- 
cipe de  Parma. 

Trató  Alejandro  de  tomar  la  ofensiva;  y  otra  conducta  no  podía 
adoptar,  hallándose  como  encerrado  en  su  campo,  á  las  inmedia- 
ciones de  Namur^  y  hasta  con  apuros  para  la  subsistencia  de  sus 


CAPITULO  LI.  663 

tropas.  Les  pasó  revista,  y  se  halló  con  veinte  y  cuatro  mil  hom* 
bres  de  á  pié,  y  cerca  de  siete  mil  caballos,  casi  todos  alemanes. 
Era  maestre  de  campo  general,  Pedro  Ernesto,  conde  de  Mansfeit; 
general  de  la  caballería.  Octavio  Gonzaga,  y  comisario  general  de 
la  misma,  Antonio  de  Olivera.  Mandaba  la  artillería,  Egidio,  conde 
de  fiarlamont,  al  cual  auxiliaba  paia  todo  género  de  construcciones 
de.  guerra,  Gabriel  Serveloni,  nombre  ya  conocido  en  esta  historia, 
y  de  otros  tres  capitanes  de  infantería,  célebres  ingenieros  ita^ 
llanos. 

Con  este  ejército,  pues,  se  decidió  Alejandro  Farnesio  ¿  correr  los 
azares  de  la  guerra;  pues  aunque  el  rey  de  EspaDa  le  escribía  en- 
tonces que  tentase  los  medios  de  ajuslar  una  paz  con  los  Estados, 
creyó  que  seria  el  mejor  modo  de  conseguirlo,  alcanzando  ventajas 
militares.  Deliberó  pues  en  su  consejo  sobre  el  camino  que  empren- 
dería la  expedición,  y  aunque  opinaron  los  mas  que  se  trasladase 
el  ejército  á  las  provincias  de  Flandes  y  Brabante,  y  pusiese  sitio  á 
Amberes,  se  decidió  á  dirígirse  con  ellas  hacia  el  Norte,  y  ocupar 
&  Mastrích,  para  impedir  mejor  la  entrada  de  los  alemanes  auxi- 
liares. 

Mientras  tanto  sitiaban  los  Estados  la  plaza  de  Deventer,  en  po- 
sesión entonces  del  de  Parma;  y  aunque  este  príncipe  se  apresuró  á 
marchar  en  su  socorro,  la  entregaron  los  alemanes  que  la  guarne- 
cían antes  de  la  llegada  del  refuerzo.  No  impidió  esto  que  el  gene- 
ral espaBol  continuase  su  expedición  hacia  la  plaza  de  Mastrích,  á 
cuyas  inmediaciones  llegó  á  príncipios  de  1579.  Antes  de  empren- 
der seriamente  el  sitio,  se  apoderaron  sus  tropas  de  algunos  pue- 
blos considerables  de  las  inmediaciones.  Entró  el  capitán  español 
Cristóbal  de  Mondragon  en  Garten,  que  hacia  poco  se  habia  suble- 
vado, y  ahorcado  al  gobernador  puesto  por  los  españoles.  Reparó 
Mondragon  el  ultraje,  dando  el  mismo  castigo  al  gobernador  pues- 
to por  los  sublevados,  y  dejó  por  jefe  de  la  plaza  al  español  Fer- 
nando López.  Después  pasó  Mondragon  á  la  plaza  de  Erclens,  que 
se  entregó  sin  resistencia,  y  en  seguida,  después  de  una  refriega 
en  que  derrotó  á  tropas  que  venian  en  su  encuentro,  se  apoderó  de 
la  plaza  de  Estrala,  en  cuya  expugnación  apeló  al  recurso  de  la 
mina.  Mientras  tanto  obtuvo  una  ventaja  Pedro  Tasis  de  importan* 
cía  sobre  el  enemigo ,  habiéndole  derrotado  y  perseguido  hasta  las 
puertas  de  Venloo.  Otra  derrota  hizo  sufrir  el  marqués  del  Monte 
é  un  cuerpo  de  caballería,  muy  superíor  eo  número.  Eran  muy 


691  mSTOBIA  DI  FRLIPE  II. 

frecueites  estas  escaramuzas  ó  combates  parciales  en  una  guerra, 
doDde  se  reducían  casi  á  sitios  de  plazas  las  grandes  operaciones 
militares.  Alentado  con  estas  ventajas  Alejandro,  ó  por  desistir  ya 
de  su  proyecto  de  sitiar  la  de  Mastricb,  ó  por  ocultar  mejor  su  de- 
signio al  enemigo,  resolvió  penetrar  por  el  Brabante.  Mandó  para 
esto  echar  un  puente  de  barcas  sobre  el  Mosa,  á  favor  del  cual  pasó 
todo  el  ejército,  sin  ser  molestado;  &  pesar  de  que  habiéndose  des- 
baratado el  puente,  cuando  se  hallaba  todavía  la  mitad  de  las  tro- 
pas en  la  orilla  izquierda,  les  hubiese  sido  fácil  aprovecharse  de  la 
confusión  que  origina  siempre  un  accidente  de  esta  clase.  Mas  pro- 
bablemente no  tenían  los  enemigos  noticia  de  este  movimiento,  lo 
que  prueba  el  descuido  ó  faltado  concierto  que  reinaba  en  sus  ope- 
raciones militares.  Así  es  que  cuando  Alejandro  Farnesio  entró  en 
la  provincia  del  Brabante,  comenzó  á  introducirse  en  ellos  nueva- 
mente la  discordia,  ech&ndose  mutuamente  en  cara  el  desacierto  de 
sus  operaciones.  Para  ponerse  al  abrigo  de  la  tempestad  que  los 
amenazaba,  adoptaron  el  plan  de  repartir  una  gran  parte  de  sus 
tropas  entre  las  plazas  de  Malinas,  Mastrich  y  Breda,  dejando  un 
grueso  cuerpo  cerca  de  Eindoven  y  de  Bois-le-Duc,  para  observar 
los  movimientos  de  Alejandro. 

Volvió  este  &  pasar  revista  &  su  ejército,  algo  engrosado  con  re- 
fuerzos de  Alemania,  y  se  halló  con  veinte  y  cinco  mil  hombres  de 
infantería  y  ocho  mil  caballos,  sin  contar  las  tropas  que  habian de- 
jado atrás,  á  las  órdenes  de  Cristóbal  de  Mondragon  y  el  marqués 
del  Monte.  Hallándose  con  un  número  de  caballos  demasiado  con- 
siderable para  sus  operaciones  en  aquel  punto,  resolvió  licenciar  al- 
gunos recayendo  esta  medida  sobre  cuerpos  alemanes,  de  cuya  dis- 
ciplina y  comportamiento  no  se  hallaba  satisfecho.  Por  entonces  do 
tenia  falta  de  dinero,  pues  acababa  de  hacerle  una  remesa  conside- 
rable el  rey  de  EspaDa. 

Con  una  parte  del  ejército  mandada  por  el  coronel  alemán  Al- 
temps  y  el  maestre  de  campo  Francisco  Valdés,  se  emprendió  el  si- 
tio de  Vort,  que  se  rindió  á  viva  fuerza,  sufriendo  en  seguida  un 
saqueo  por  las  tropas  vencedoras.  Las  que  la  guarneciao  fueron 
ahorcadas.  Al  mismo  tiempo  hacia  Octavio  Gonzaga  una  expedición 
sobre  la  plaza  de  Eindeven,  y  derrot6  á  las  tropas  enemigas  que 
salieron  al  encuentro.  Persiguieron  los  nuestros  á  los  fugitivos  has- 
ta las  mismas  puertas  de  Oriscot;  y  cuándo  pensaban  entrar  de- 
trás de  los  contrarios,  se  alzaron  los  puentes  y  la  plaza  se  pusoea 


GáPlTÜLO  Li.  MU 

estado  de  defensa.  Por  su  parte  se  movió  Alejandro  con  las  tropas 
de  Mondragon,  Tassis  y  Altemps,  hacia  el  campo  fortificado  de 
Torohüt,  entre  Bois-le-Duc  y  Amberes,  donde  estaban  situados  los 
reitres  alemanes  que  Juan  Casimiro  habia  llevado  á  los  Paises-Ba- 
jos.  Se  hallaba  el  príncipe  á  la  sazón  ausente  en  la  corte  de  Ingla* 
terr^,  donde  eif  nombre  de  los  Estados  habia  ido  á  solicitar  socor- 
ros de  la  reina,  muy  poco  propicia  entonces  á  proporcionar  auxi- 
lios de  que  probablemente  se  aprovecharían  los  franceses.  A  pesar 
del  buen  recibimiento  que  hizo  al  principe  alemán,  eludía  sus  pnn- 
posíciones  con  respuestas  evasivas,  y  teniendo  en  poca  cuenta  las 
ofertas  que  en  pago  de  sus  servicios  la  hacia  el  principe  de  Orange, 
exigia  plazas  fuertes  por  segundad  de  sus  empréstitos.  Así  pasaba 
el  alemán  su  tiempo  entretenido  y  divertido  en  la  corte  de  Ingla-* 
térra,  cuando  era  su  presencia  al  frente  de  sus  tropas  tan  indis- 
pensable. 

Las  mandaba  en  su  ausencia  un  príncipe  de  Sajonia,  deudo  su- 
yo, y  no  atreviéndose  á  esperar  al  de  Parma,  se  retiró  hacia  la 
plaza  de  Boisle-Duc  para  hacerse  fuerte  en  ella.  Temerosos  los  ha- 
bitantes de  que  una  vez  entrados  los  alemanes  se  quisiesen  apode- 
rar de  la  ciudad,  les  cerraron  las  puertas  y  no  quisieron  una  pro- 
tección que  podia  serles  tan  costosa.  Disgustados  los  alemanes, 
viéndose  por  otra  parte  muy  poco  seguros  en  aquel  pais,  pensaron 
en  tomar  la  vuelta  de  su  patria.  Con  este  objeto  se  dirigieron  al 
príncipe  de  Parma,  prometiéndole  retirarse  del  teatro  de  la  guerra 
con  tal  que  satisfaciese  sus  atrasos.  Mas  les  respondió  Alejandro  que 
los  alemanes  en  lugar  de  exigir  dinero  para  irse,  deberían  darlo 
para  que  se  les  permitiese  emprender  su  retirada;  que  por  lo  mismo 
seria  ya  demasiada  su  bondad  en  darles  salvo-conducto  para  que 
nadie  los  molestase  en  el  camino.  Se  dirigieron  los  alemanes  con 
esta  salvaguardia  á  su  pais,  sin  exigir  mas  condiciones,  y  pasaron 
el  Mosa  sin  que  en  nada  los  incomodasen  las  tropas  de  Alejandro. 

Supo  esta  funesta  noticia  el  príncipe  Casimiro  cuando  se  creía  en 
el  apogeo  de  su  favor  con  Isabel,  cuando  acababa  de  recibir  de  esta 
princesa  la  condecoración  de  la  Liga,  que  en  aquel  pais  tan 
solo  á  los  mas  altos  personajes  se  concede.  Desilusionado  el  alemán 
coD  dicha  nueva,  salió  prontamente  de  aquella  corte,  donde  tan 
malamente  habia  perdido  el  tiempo,  y  sin  detenerse  en  los  Paises- 
Bajos  se  retiró  á  Alemania.  Con  este  motivo  perdieron  los  Estados 
un  cuerpo  considerable  compuesto  de  tropas  escogidas,  que  les  po^ 


666  HISTOIUA  DE  FBUPfi  II. 

día  ser  tan  útil  en  aquella  guerra;  prueba  evidente  de  lo  mal  qae 
estaba  dirigida.  En  cuanto  a!  príncipe  Alejandro,  no  contento  coq 
estas  ventajas  parciales,  trató  de  dar  un  golpe  mas  importante  ala- 
caodo  el  campo  enemigo  situado  en  Burgerhout,  inmediato  á  Am- 
beres, -guarnecido  con  auxiliares  iogleses,  franceses  y  escoceses,  i 
cuya  cabeza  se  hallaban  el  francés  Lanoue  y  el  ingfés  Norris.  gra- 
taron algunos  de  su  Consejo  de  impedir  la  expedición,  tach&ndola 
de  temeraria  y  del  todo  improductiva.  Mas  sostuvo  el  principe  de 
Parma  que  no  podia  serlo  una  empresa  que  presenciarían  los  de 
Amberes  por  hallarse  tau  próximo  aquel  campo;  que  la  seguridad 
de  uoa  pronta  retirada  al  abrigo  de  sus  muros,  seria  causa  de  que 
los  enemigos  hiciesen  poca  resistencia,  mientras  los  de  la  plaza,  al 
contemplar  la  bizarría  y  denuedo  de  los  españoles,  les  darían  gran 
fuerza  moral  y  se  prepararían  á  recibirlos  como  sitiadores  cuando 
llegase  el  caso  conveniente.  Con  arreglo  á  esta  resolución  se  poso 
en  movimiento  Alejandro,  y  en  un^  llanura  muy  cerca  del  campo 
atrincherado,  dispuso  sus  tropas  de  un  modo  que  ofreciesen  un  as* 
pecto  mas  imponente  y  mas  vistoso,  tanto  para  los  del  campo  como 
para  los  de  la  ciudad,  que  estaban  observando  el  movimiento.  For- 
mó en  medio  un  escuadrón  eji  cuadro,  colocando  arcabuceros  en 
los  dos  costados.  Le  apoyaban  por  la  derecha  los  reitres  alemanes 
mandados  por  Francisco  d^  Sajonia,  y  por  el  otro  un  cuerpo  de  co* 
Faceros  por  Pedro  de  Ta«is.  Estaban  colocados  delante  de  este  es- 
cuadrón tres  tercios  pequeños  mas  de  gente  escogida  y  muy  pro- 
bada. A  mano  izquierda,  enfrente  al  castillo  de  Amberes,  colocó 
los  espafioles  con  Lope  de  Fígueroa:  en  medio  los  flamencos  man- 
dados por  Yaldés,  y  los  valones  (1)  por  Altemps.  Cada  uno  dees- 
tos  tercios  llevaba  cien  mosqueteros,  y  algunos  iban  provistos  de 
un  puente  para  pasar  un  arroyo  que  corría  en  frente  del  campo 
atríncherado.  A  la  retaguardia  del  escuadrón  formaba  Octavio  Goa* 
zaga  con  un  gran  cuerpo  de  caballería  como  reservas  y  por  los  cla« 
ros  que  dejaban  los  tercios  y  otros  huecos  entre  el  escuadrón  y  los 
cuerpos  de  caballería  que  los  flanqueaban,  discurrían  algunos  ca- 
ballos ligeros  que  servían  de  corredores  de  campo  y  hacían  el  ser- 
vicio de  vanguardia.  Dispuestas  así  las  tropas,  arremetieron  en  se- 
guida. Avanzaron  los  tercios  con  la  animosidad  que  les  inspiraba  la 


(1)  Se  daba  en  aquel  tiempo,  y  aun  en  posteriores,  el  nombre  de  Valonea  ó  Walones  álos  hibi- 
tantea  de  la  parte  meridional  de  la  provínola  de  Fiandes,  llamada  Galicana  ó  Franceta;  y  lo  dUíbm* 
Mnque  no  tan  propiamente,  A  los  del  Arlois,  del  Gambreaia  y  del  Haynaolt. 


CAPÍTULO  LL  667 

riralídad  de  las  naciones ,  deseando  cada  uno  ser  el  primero  en 
echar  so  puente.  Cupo  esta  suerte  al  tercio  de  los  valones  manda- 
dos por  Altemps;  mas  los  otros  no  fueron  remisos  en  hacer  lo  mis- 
mo, y  asi  casi  acometieron*todos  de  una  vez  el  campo  atrinchera* 
do.  Defendian  los  enemigos  su  puesto  con  mucha  animosidad,  y 
todavía  pelearon  esforzadamente  después  de  asaltadas  por  los  nues- 
tros las  trincheras.  Obligados  á  ceder,  se  retiraron  á  guarecerse  en 
los  muros  de  la  plaza.  Siguieron  los  nuestros  el  alcance:  movió  su 
cuadro  el  principe  Alejandro,  y  tuvo  el  placer  de  poner  fuego  á  uno 
de  los  arrabales  de  Amberes,  cuyos  habitantes  presenciaban  el  es-  ' 
pectáculo  desde  sus  murallas  con  el  espanto  y  consternación  que 
pueden  concebirse. 

No  estaban  ociosos  los  negociadores  durante  todos  estos  movi- 
mientos. Se  trataba,  aunque  inútilmente,  de  convenios,  de  reconci- 
liaciones y  de  paces.  Por  no  interrumpir  el  hilo  de  la  narración, 
dejaremos  este  asunto  por  ahora,  y  seguiremos  al  príncipe  de  Par- 
ma  en  sus  operaciones  militares. 

Después  del  golpe  sobre  los  arrabales  de  Amberes,  se  movió  Ale*^ 
jandro  hacia  la  plaza  de  Mastrich,  según  su  proyecto  anterior  de 
ponerla  formalmente  un  sitio.  Por  qué  no  hizo  esta  operación  en  la 
plaza  de  Amberes,  cuando  la  tenia  tan  cerca,  cuando  habia  incen- 
diado ya  uno  de  sus  arrabales,  no  se  comprende  ni  se  sabe  á  punto 
fijo.  Conformándonos  &  la  historia,  que  coloca  el  sitio  de  Amberes 
en  un  tiempo  muy  posterior,  daremos  preferencia  al  de  Mastrich, 
que  tuvo  en  efecto  lugar  cilico  afios  antes. 

Llegó,  pues,  el  príncipe  Alejandro  en  8  de  marzo  de  1579  ¿  las 
inmediaciones  de  Mastrich,  esparciendo  la  consternación  tanto  en  la 
plaza,  como  en  los  pueblos  de  las  inmediaciones.  Una  gran  parte 
de  los  habitantes  del  campo  se  retiraron  al  territorio  de  Lieja;  parte 
á  los  muros  de  la  misma  plaza.  Se  halla  construida  sobre  el  Mosa, 
que  la  atraviesa,  dividiéndola  en  dos  partes  desiguales.  La  mas 
considerable,  situada  en  la  orilla  izquierda,  es  el  verdadero  Mas- 
trich, dándose  el  nombre  de  Wich  á  la  que  cae  á  la  derecha. 

Se  hallaba  á  la  sazón  Mastrich  con  todas  sus  fortificaciones,  unas 
reparadas,  otras  construidas  de  nuevo,  pues  habia  contado  el  prín- 
cipe de  Orange  con  todas  las  probabilidades  de  un  asedio.  Estaba 
abastecida  abundantemente  de  víveres,  municiones  y  toda  clase  de 
pertrechos  militares.  Ascendía  su  población  á  treinta  y  cuatro  mil 
almas,  con  mil  quinientos  hombres  de  guarnición ,  franc^ses^  in- 


MS  HISTORIA  Dft  FEEIFB  II. 

gteses  y  esooceses,  coo  otros  seis  mil  mas  soldados  del  país  qQe 
acababan  de  alistarse.  Estaba  designado  por  gobernador  el  francés 
Lanoue ,  que  servia  de  cuartel-maestre  general  en  el  ejército  de  los 
aliados;  mas  á  pesar  de  la  diligencia  con-  que  este  se  puso  en  ca* 
mino  inmediatamente  que  tuvo  noticias  del  próximo  asedio  de  la 
plaza,  no  pudo  llegar  &  ella  por  hallar  todos  los  caminos  intercep- 
tados por  los  nuestros.  Quedó,  pues/  de  gobernador  el  alemán 
Schwartzemberg,  teniendo  por  segundo  el  conde  de  Erle  y  Sebas- 
tian Tapiño  (1),  ingeniero  distinguido,  que  habia  sido  director  de 
las  nuevas  fortificaciones. 

«  Trataron  los  enemigos  de  incendiar  todas  las  casas  y  aldeas  de 
los  alrededores,  á  fio  de  privar  de  todos  recursos  el  campo  de  los 
nuestros;  y  hubiesen  consumado  la  obra  de  la  destrucción,  si  por 
orden  de  Alejandro  no  se  hubiese  adelantado  Lope  de  Fíguecoa  con 
el  objeto  de  impedirlo.  Apagado  el  fuego  se  presentó  pronto  Alejan- 
dro delante  de  los  muros  de  la  plaza. 

Puso  su  cuartel  general  el  príncipe  en  el  pueblo  de  Patersen,  á 
media  legua  de  Mastrich,  y  queriendo  inaugurar  la  empresa  de  no 
modo  que  le  hiciese  grato  á  sus  soldados,  les  dio  k  saco  el  pueblo, 
donde  á  pesar  de  su  poca  aparente  consideración,  fué  el  botín  aban- 
dantisifflo,  tanto  en  víveres  como  en  efectos  de  valor,  y  basta  di- 
nero. Con  esto  objeto  se  introdujo  la  alegría  y  buen  humor  en  el 
ánimo  de  los  soldados,  para  quienes  era  este  pillaje  como  preludio 
del  que  les  aguardaba  dentro  de  la  plaza. 

Comenzó  el  príncipe  de  Parma  sus  operaciones  por  un  bloqueo 
para  hacer  mas  fácil  el  asalto.  Mandó  al  efecto  construir  dos  puen- 
tes de  barcas  apoyados  en  baterías,  uno  por  encima  de  la  ciudad, 
otro  por  bago  de  la  misma,  y  encerrada  así  por  agua,  la  privó  tam- 
bién de  comunicaciones  por  tierra,  por  medio  de  torreones  que  hixo 
construir;  cuatro  sobre  la  orilla  izquierda,  y  dos  enfrente  del  pue- 
blo de  Wich,  por  la  derecha.  Mientras  tanto  no  se  descuidaban  los 
sitíados  de  hacer  salidas,  escogiendo  para  ello  las  horas  de  la  no- 
che. Imaginando  los  sitiadores  que  el  no  emplear  el  dia  era  efecto 
de  su  poco  arrojo,  no  observaban  en  la  construcción  de  las  obras, 
todas  las  precauciones  necesarias;  y  así,  aprovechándose  de  este 
descuido,  los  sorprendieron  en  una  ocasión,  matando  k  muchos 
trabajadores,  y  destruyendo  en  gran  parte  las  trincheras.  Con  esto 


(t)  Algunos  y  oittre  ellos  Slrdd«,  le  dan  el  nQmttre  d«  ftnaü.' 


CAPITULO  U.  669 

fueron  los  sitiadores  mas  cautos,  y  no  dieron  lugar  á  que  se  repi- 
tiese la  desgracia.  Como  careciese  el  campo  espaDoI  de  trabajado- 
res y  peones  suficientes  para  las  obras  del  sitio,  se  suplió  esta  falta 
con  soldados,  y  aun  con  oficiales.  El  mismo  Farnesio  dio  el  ejem- 
plo cogiendo  un  azadón;  tan  interesado  estaba  en  el  éxito  feliz  y 
pronto  de  una  empresa  que  iba  á  tener  una  grande  influencia  en 
las  operaciones  ulteriores  de  la  guerra. 

Terminadas  ya  las  obras  de  circunvalación,  privados  los  sitiados 
de  todas  sus  comunicaciones  con  los  de  afuera,  y  facilitados  los 
aproches,  pensó  seriamente  el  príncipe  de  Parma  en  un  ataque  for* 
mal  que  preparase  los  asaltos.  Se  deliberó  en  el  consejo  sobre  qué 
punto  comenzarían  á  jugar  las  baterías,  y  aunque  él  se  inclinaba 
hacia  la  puerta  de  Bois-le-Duc ,  se  decidió  por  consejo  de  Baria- 
mont,  recien  llegado  al  campo  con  la  artillería  gruesa  de  batir,  que 
comenzase  el  ataque  sobre  la  de  Tongres.  Se  construyeron  al  efecto 
baterías  con  cestones,  donde  se  colocaron  cuarenta  y  seis  piezas  de 
gruesa  artillería  que  comenzaron  al  instante  á  hacer  fuego  sobre  la 
parte  de  la  muralla  que  parecía  mas  débil.  Al  mismo  tiempo  recor- 
rían tropas  ligeras  los  alrededores,  con  objeto  de  recoger  faginas, 
piedras  y  demás  materiales  para  la  cegadura  de  los  fosos.  Enfrente 
de  Wich  se  habia  situado  Cristóbal  de  Mondragon  con  su  tercio,  y 
Octavio  de  Gonzaga  estaba  apostado  con  cuerpos  de  caballería  li- 
gera, para  hacer  frente  á  cualquiera  socorro  de  gente  que  pudiera 
llegar  á  los  sitiados. 

Abrieron  las  baterías  de  los  sitiadores  brecha ,  mas  se  percibió 
por  la  abertura  que  estaba  detrás  un  terraplén  con  su  foso,  con  lo 
que  se  vino  en  cuenta  que  habían  comenzado  por  el  paraje  mas 
fuerte  el  ataque  de  la  plaza.  Dispuso  inmediatamente  Alejandro  que 
se  dirigiese  otro  por  la  puerta  de  Bois-le-Duc,  como  habia  sido  su 
primer  proyecto,  no  suspendiéndose  por  esto  el  ya  comenzado  por 
el  otro  punto;  con  lo  que  fué  atacada  la  ciudad  por  las  dos  partes. 
Apelaron  los  espafioles  al  recurso  de  las  minas,  que  el  enemigo 
neutralizó  por  medio  de  la  contramina.  Hubo  con  este  motivo  de 
una  y  otra  parte  peleas  subterráneas,  en  que  los  sitiados  mostraron 
naucho  arrojo ;  mas  los  sitiadores  llevaron  al  fin  las  ventajas,  y  di- 
rigidos los  trabajos  por  un  famoso  ingeniero,  llamado  Plati,  muy 
inteligente  en  estas  construcciones,  continuaron  la  mina  por  debajo 
del  foso,  y  pusieron  el  cofre  ú  hornillo  debajo  de  un  baluarte.  Con- 
cluidos los  preparativos,  se  dio  fuego,  hallándose  las  tropas  prepa- 

ToMOi.  85 


670  HiSTOEU  M  nun  n. 

radas  al  asalto.  Voló  en  efecto  una  parte  del  baluarte,  y  aunque  la 
brecha  era  poco  practicable,  subíerou  por  ella  los  mas  esforzados, 
y  llegados  á  la  altura,  se  hallaron  con  que  en  medio  del  baluarte 
habiau  colocado  los  enemigos  una  trinchera  con  foso,  y  estacadas, 
de  donde  les  hicieron  fuego  con  toda  seguridad,  sin  ser  molestados 
por  los  nuestros.  No  atreviéndose  estos  á  pasar  adelante,  conser- 
yaron  su  terreno,  y  quedaron  due&os  de  los  fosos  de  la  plaza.  Al 
mismo  tiempo  batia  el  conde  de  Mansfeld  la  puerta  de  Bois-le-Duc, 
con  veinte  y  ocho  caDones,  y  habiendo  aguardado  á  que  se  secase 
un  poco  el  foso  que  acababa  de  ser  inundado  por  una  avenida  del 
Mosa,  se  preparó  un  asalto,  tanto  por  esta  parte,  como  por  la  cor- 
respondiente á  la  de  Tongres.   Todas  las  baterías  hacian  fuego  al 
mismo  tiempo,  y  las  tropas  estaban  formadas  delante  de  los  puntos 
que  les  habían  designado ;  por  la  parte  de  la  puerta  de  Bois-le- 
DuCf  el  tercio  de  Lope  de  Fígueroa,  el  de  Francisco  Yaidés ;  diez 
compañías  del  conde  de  Altemps,  compuestas  de  alemanes  y  bor- 
gofiones,  con  otras  cinco  de  quinientos  valones.  Otras  ocho  de  este 
mismo  jefe,  estaban  de  guarnición  en  uno  de  los  fortines  de  que  la 
línea  de  circunvalación  se  componía.  Se  hallaban  hacia  la  puerta 
de  Tongres  el  tercio  de  Fernando  de  Toledo ;  seis  banderas  alema- 
nas de  Jorge  Fronsberg,  los  que  mandaba  el  conde  de  Barlamont, 
parte  de  los  de  Carlos  Fugier,  habiendo  quedado  la  otra  en  la  guar- 
dia del  fortín  que  tenian  á  su  cargo.  Antes  de  dar  la  señal  de  asalto 
arengó  el  príocipe  de  Parma  á  los  soldados,  haciéndoles  ver  la  im- 
portancia de  la  toma  de  una  plaza  frontera  de  Alemania,  y  á  cuya 
conquista  seguiría  la  de  todas  las  provincias  valonas  fronterizas  k 
la  Francia.  Les  hizo  ver  que  sobre  ellos  estaban  fijos  los  ojos,  no 
solo  de  los  Países-Bajos ,  sino  de  toda  Europa ,  por  donde  halña 
cundido  la  fama  de  aquel  sitio ;  que  de  sus  esfuerzos  iba  á  depen- 
der el  buen  éxito  de  las  conferencias  celebradas  entonces  en  la  ciu- 
dad vecina  de  Colonia,  donde  el  rey  de  España  tenia  sus  negocia- 
dores ;  que  la  guarnición  de  la  plaza  de  Mastrich  se  componía  de 
hombres,  á  quienes  acababan  de  vencer  en  las  cercanías  de  Am- 
beres,  y  por  último,  que  no  dejaría  de  asistirles  la  victoría,  por  ser 
la  causa  que  servían  la  de  Dios,  habiendo  ya  recibido  una  indul- 
gencia plenaria  por  el  órgano  de  su  vícarío.  Si  estaban  inflamadas 
de  entusiasmo  las  tropas  sitiadoras,  no  se  hallaban  abatidas  las  si- 
tiadas. Tanto  los  vecinos  de  la  plaza  como  los  soldados^   habían 
mostrado  el  mayor  celo  en  la  construcción  de  las  obras  de  defensa 


CAPITULO  LI.  671 

y  demás  cosas  necesarias.  Todas  i  as  clases  rivalizaban  en  ardor,  y 
las  mujeres  no  se  mostraban  menos  animosas  que  los  hombres.  Se 
regimentaron  una  porción  de  estas,  haciendo  el  servicio  importan- 
te de  conducir  faginas,  víveres  y  municiones  á  los  parajes  mas  ex- 
puestos, de  retirar  y  cuidar  de  los  heridos.  A  veces  combatían  en 
persona  en  los  parajes  mas  peligrosos.  Sebastian  Tapiño  daba  k  to- 
dos el  ejemplo,  y  hacia  ver  lo  importante  que  era  para  la  causa  de 
los  Paises-Bajos  la  defensa  de  una  plaza  como  Mastrich,  llave  de  la 
frontera,  por  donde  les  entraban  tantos  socorros  de  Alemania. 

A  la  sefial  del  asalto,  embistieron  de  una  vez  todas  nuestras  tro- 
pas. Acometió  por  la  puerta  de  Bois-le-Duc  el  tercio  de  Figueroa, 
donde  se  hallaban  una  porción  de  aventureros  italianos.  Aunque 
llegaron  estos  á  colocarse  sobre  los  muros  de  la  plaza,  hallaron  una 
resistencia  tal,  que  tuvieron  que  retirarse  con  muy  grande  pérdida. 
Se  rehicieron  sin  embargo,  pronto,  y  volvieron  al  asalto ,  trepando 
por  las  ruinas  de  la  brecha,  pero  con  muy  poco  orden.  Defendíanse 
los  de  adentro  con  mucha  valentía.  Hasta  los  paisanos  y  labradores 
recogidos  dentro  de  la  plaza ,  acudieron  con  hoces ,  con  guadafias, 
con  instrumentos  de  trillar ,  con  aros  de  barricas,  embreados  y  en- 
cendidos, con  piedras,  con  agua  hirviendo,  y  diversas  materias  in- 
flamadas. Se  trabó  con  esto  una  sangrientísima  pelea ,  y  aunque 
crecía  el  coraje  de  los  asaltadores  con  tanta  resistencia  ,  tuvieron 
que  ceder  el  terreno,  y  abandonar  la  esperanza  de  subir  á  lo  alto 
de  los  muros.  Por  otra  parte  les  ofendía  mucho  una  especie  de  cas- 
tillo ó  torreón,  que  situado  á  un  lado  de  la  puerta  de  Bois-le-Duc, 
los  batió  de  flanco,  mientras  los  de  enfrente,  cuyo  número  crecía  á 
cada  instante,  los  repelían  muy  encarnizados.  Al  fin  se  vieron  obli- 
gados á  retirarse  los  asaltadores ,  después  de  haber  tenido  muchos 
muertos,  y  llevándose  consigo  mayor  número  de  heridos. 

No  fueron  mas  felices  los  que  atacaron  por  la  puerta  de  Tongres, 
donde  capitaneaba  á  los  de  adentro  el  capitán  espaDol  Manzano, 
que  daba  un  grande  impulso  á  la  defensa  por  sus  compromisos  per- 
sonales, siendo  desertor  de  las  filas  espaOolas.  Con  igual  furia  fue- 
ron repelidos  los  asaltos ,  y  los  mismos  instrumentos  de  resistencia 
se  emplearon  por  los  paisanos ,  y  hasta  las  mismas  mujeres ,  que 
con  frecuencia  se  presentaban  en  las  brechas.  Valió  poco  en  estos 
dos  asaltos  una  estratagema  empleada  por  el  maestre  de  campo  ge- 
neral ,  conde  de  Mansfeit ,  haciendo  esparcir  entre  los  [asaltadores 
de  la  puerta  de  Bois-le-Duc ,  que  se  habían  apoderado  ya  de  los 


072  HISTOBU  DB  FKLIPE  II. 

muros,  los  que  acometían  por  la  de  Tongres,  y  á  estos,  qoe  se  ha- 
bian  coDsegoído  iguales  ventajas  por  aquellos.  Al  principio  redobló 
esta  noticia  los  esfuerzos  de  unos  y  otros ,  no  queriendo  ser  menos 
que  sus  compaOeros;  mas  llegó  pronto  el  desengafio,  convirtiéndose 
en  desmayo  lo  que  habia  sido  un  acrecentamiento  de  coraje.  Sirvió 
esto  mismo  para  encender  de  nuevo  el  de  los  defensores  por  el  sen- 
timiento de  rivalidad  que  naturalmente  animaba  á  los  que  resistian 
k  los  espafioles  por  una  y  otra  puerta. 

Se  obstinaba  Alejandro,  á  pesar  de  estos  desastres ,  en  no  dar  la 
orden  de  recogerse  á  los  asaltadores.  Para  animarlos  con  su  ejem- 
plo, quiso  correr  &  las  brechas,  armado  de  una  pica ;  mas  habién- 
doselo disuadido  los  suyos,  por  los  desastres  &  que  los  expondría  el 
aventurar  de  este  modo  su  persona ,  se  vio  obligado  á  mandar  lo 
que  tanto  lastimaba  su  amor  propio. 

Fué  este  asalto  en  extremo  desastroso  para  las  armas  de  Alejan- 
dro. A  cuatrocientos  llegó  el  número  de  los  muertos ,  y  al  doble  el 
de  los  heridos  que  quedaron  fuera  de  combate.  Creció  con  esto  el 
ardor  y  denuedo  de  los  sitiados,  que  contaban  siempre  con  los  auxi- 
lios que  les  habia  ofrecido  el  príncipe  de  Orange.  Pero  eldeParma, 
en  lugar  de  arredrarse  con  los  tristes  resultados  de  una  inútil  tenta- 
tiva, trató  de  regularizar  mas  el  sitio,  y  asegurar  su  campo  contra 
los  ataques  de  los  de  afuera  antes  de  acometer  la  plaza  á  viva  fuer- 
za. Construyó  para  esto  una  linea  decontravalacion,  que  terminaba 
en  las  mismas  orillas  del  río  por  sus  dos  riberas.  Se  erigieron  en  la 
parte  de  la  izquierda  cinco  fortines  ó  castillos ,  que  se  flanqueaban 
mutuamente,  y  el  mismo  número  por  la  derecha.  Y  tal  fué  la  maes- 
tría con  que  estaban  estas  obras  construidas  bajo  la  dirección  de 
Serveloni,  que  hallándose  ya  en  camino  el  cuerpo  auxiliar  que  en- 
yiaba  el  príncipe  de  Orange  al  mando  de  su  hermano,  tuvo  qoe  re- 
troceder convencido  de  lo  inútil  de  la  tentativa. 

Acudió  entonces  el  príncipe  de  Orange  &  la  junta  ó  asamblea  de 
Orionia,  y  que  mencionaremos  k  su  debido  tiempo,  para  que  man- 
dase suspender  el  sitio  de  Mastrích ,  como  que  eran  incompatibles 
aquellas  hostilidades  con  unas  conferencias ,  en  que  se  trataba  de 
establecer  la  paz  en  los  Paises-Bajos.  Mas  Alejandro  hizo  que  do  se 
diesen  oidos  á  esta  insinuación ,  exponiendo  el  derecho  que  tenia  d 
rey  de  EspaBa  de  continuar  las  hostilidades  contra  sus  subditos  al- 
zados, á  pesar  de  que  se  negociase  al  mismo  tiempo  en  favor  de  los 
que  en  lo  sucesivo  volviesen  k  entrar  en  la  obediencia.  Asi  no  « 


CAflTÜLO  u.  673 

Suspendieron  las  operaciones  del  sitio  ni  un  momento,  y  Alejandro, 
mas  mirado  en  dar  asaltos,  trató  de  destruir  por  medio  del  caDon 
las  obras  de  defensa  en  que  mas  se  apoyaban  los  sitiados. 

Hablan  construido  estos  por  la  parle  de  la  puerta  de  Bois-le-Duc 
una  obra  avanzada,  especie  de  rebellín ,  á  quien  daban  el  nombre 
de  broquel,  con  dos  recintos,  defendidos  cada  uno  con  su  foso  y  cor- 
taduras. Para  su  expugnación,  bizo  construir  Alejandro,  con  tierra, 
con  vigas  y  tablones ,  una  especie  de  plataforma  en  cuadro ,  de 
ciento  y  quince  pies  cada  lado,  y  de  altura  ciento  treinta  y  cinco. 
En  su  altura  mandó  colocar  cuatro  piezas  gruesas  de  batir,  quedo- 
minabi^n  la  obra  exterior  de  los  sitiados.  No  resistió  esta  mucho  á 
los  tiros  de  la  plataforma.  Mientras  caian  sus  murallas,  avanzaban 
las  tropas  de  Alejandro,  y  de  un  recinto  á  otro,  llegaron  á  hacerse 
dueDos  de  la  fortaleza. 

Destituida  la  plaza  de  esta  defensa ,  y  con  sus  brechas  á  cada 
momento  mas  abiertas,  se  ofrecía  mejor  coyuntura  al  príncipe  de 
Parma  para  ordenar  un  nuevo  asalto.  Pero  sabedor  de  que  los  ene- 
migos hablan  construido  detrás  de  las  murallas  un  nuevo  atrinche- 
ramiento con  su  foso,  trató  de  llevar  su  artillería  sobre  los  mismos 
muros,  para  combatir  desde  allí  la  nueva  obra  construida.  Era  difi- 
cultosísima la  operación,  pues  se  necesitaba  construir  un  puente 
sobre  el  foso,  que  tenia  de  ancho  mas  de  treinta  varas.  Sin  embar- 
go, con  tablas,  con  vigas,  con  auxilio  de  mas  de  tres  mil  trabaja- 
dores, se  consiguió  el  objeto  deseado.  No  desmayaban  por  eso  los 
de  adentro.  Detrás  de  su  nuevo  atrincheramiento  aguardaron  un 
asalto,  que  tuvo  lugar  el  24  de  junio  de  1579.  Se  renovaron  con 
este  motivo  las  escenas  de  animosidad  y  de  furor ,  con  que  unos  y 
otros  se  embistieron.  Fueron  los  espa&oles  no  tan  desgraciados  en 
este  asalto  como  en  el  anterior ;  mas  aunque  hicieron  retroceder  k 
los  sitiados  de  su  atrincheramiento ,  al  que  por  su  figura  daban  el 
Dombre  de  media-luna ,  todavía  les  quedó  á  estos  otro  refugio ,  al 
abrigo  de  una  especie  de  trinchera  que  se  habla  construido  detrás 
de  la  primera. 

Por  entonces  enfermó  Alejandro,  y  aunque  no  de  modo  que  le 
impidiese  dar  órdenes  y  tomar  disposiciones,  tuvo  que  guardar  ca- 
ma mientras  se  acercaba,  y  tuvo  lugar  aquel  asedio.  Se  hallaban 
ya  dueDos  de  cerca  de  media  ciudad  los  espa&oles ,  y  el  príncipe, 
deseoso  de  salvar  de  la  destrucción  una  plaza  tan  rica  é  industrio- 

,  les  ofreció  una  capitulación,  con  no  muy  duras  condiciones.  Tan 


674  HISTORU  DB  FELIPE  II. 

animosos  estaban  los  de  adentro ,  tan  ilusionados  con  la  espenma 
de  an  próximo  socorro,  ó  tal  vez  tan  desconfiados  de  nn  boentnto 
por  parte  de  los  vencedores,  con  quienes  se  hallaban  por  la  mayor 
parte  muy  comprometidos ,  que  negaron  oídos  k  la  proposición, 
exponiéndose  ¿  los  azares  de  otro  asalto. 

Tuvo  este  lugar  el  29  del  mismo  mes  y  aOo ,  y  por  esta  vez  ^ 
decidió  la  fortuna  completamente  en  favor  de  los  asaltadores.  A  pe- 
sar de  la  obstinada  resistencia,  de  la  desesperación  con  que  vendían 
caras  sus  vidas,  quedaron  destruidos  sus  últimos  reparos ,  y  los  de 
Alejandro  dueOos  absolutos  de  la  plaza.  Usaron  de  su  victoria  con 
una  furia  proporcionada  á  la  resistencia ,  y  sedientos  de  venganza, 
pasaron  á  cuchillo  ¿  cuantos  encontraron.  No  se  ensaDaban  menos 
en  las  mujeres  que  en  los  hombres,  recordando  la  parte  activa  que 
hablan  tomado  en  la  defensa.  Recorrieron  las  calles ,  las  plazas, 
buscando  victimas,  y  de  los  balcones  y^de  los  mismos  techos  arro- 
jaban á  la  calle  las  personas  que  encontraban.  Saciada  la  sed  de 
sangre,  comenzó  el  pillaje.  Por  tres  dias  duró  el  [saqueo  de  aquella 
ciudad  rica,  manufacturera ,  provista  de  grandes  almacenes ,  donde 
se  encerraba  el  producto  de  sus  artefactos.  Cupo  al  arrabal  de  Wich 
la  misma  suerte  que  al  cuerpo  de  la  plaza.  En  sumas  inmensas  se 
evalúa  el  botin  de  las  tropas  vencedoras.  A  grandes  cantidades  as- 
cendió el  rescate  de  los  prisioneros,  y  de  los  mismos  géneros  de  que 
se  desasieron  los  vencedores,  por  serles  de  ningún  valor  para  su  uso 
propio. 

Gayó  la  plaza  de  Mastrich  al  fin  de  cerca  de  dos  meses  de  un 
asedio  tan  obstinado  por  una  y  otra  parte.  Perecieron  ocho  mil  de 
los  sitiados,  y  entre  ellos  nada  menos  de  mil  setecientas  mujeres, 
prueba  evidente  del  valor  con  que  estas  hablan  contribuido  á  la  de- 
fensa. A  dos  mil  quinientos  ascendió  el  de  las  tropas  sitiadoras, 
pérdida  considerable,  que  manifiesta  bien  la  valerosa  obstinación  de 
los  sitiados. 

Mientras  tanto  permanecía  enfermo  en  su  campo  el  príncipe  Ale* 
jandro,  llegando  sus  dolencias  al  punto  de  temerse  por  su  yida.  Ho 
tardó  mucho  en  recuperar  la  salud,  aunque  pasó  algún  tiempo  an- 
tes de  volver  á  su  actividad  acostumbrada.  Cuando  se  hallaba  ei 
su  primera  convalecencia ,  le  aconsejaron  los  suyos  á  que  entrase 
en  la  ciudad  á  gozar  el  espect&culo  de  su  conquista.  Así  lo  verificó 
el  príncipe,  con  todo  el  aparato  y  pompa  militar  de  un  triunfo.  Le 
precedía  lo  mas  escogido  de  las  tropas ,  tocando  sus  clarines  eoB 


GAPITOLO  U.  675 

banderas  desplegadas.  Iba  el  príncipe  sentado  en  nna  silla  cubierta 
de  paOo  de  oro,  llevada  en  hombros  de  cuatro  oficiales  españoles, 
que  de  trecho  en  trecho  se  relevaban  por  otros  de  la  misma  nación, 
pues  quisieron  tener  exclusivamente  dicho  honor,  y  al  rededor  de  su 
persona  marchaban  á  pié  el  maestre  de  campo  general  y  los  prin- 
cipales jefes  del  ejército.  En  esta  forma  llegó  el  acompañamiento  á 
Mastrich,  en  donde  entró  por  la  brecha  que  se  habia  practicado 
cuando  el  primer  asalto  por  la  puerta  de  Bois-le-Duc,  dirigiéndose 
en  seguida  todos  á  la  catedral,  donde  se  cantó  un  solemne  Te-Deum 
en  acción  de  gracias. 


cüPrniLO  ui 


Continuación  del  anterior. — Conferencias  en  Colonia. — Sin  resultado.^-Se  ajusta  el 
tratado  de  conciliación  entre  las  provincias  Valonas  y  el  rey. — Salen  de  Flandcs 
las  tropas  espaiüolas  y  otras  extranjeras.— -Formación  de  un  nuevo  ejército  (I).— 
(1579-1580). 


Por  DO  interrumpir  el  hilo  de  los  sucesos  y  causar  confusión  en 
las  materias,  hemos  reservado  hasta  ahora  el  hacer  mención  de  las 
conferencias  que  durante  el  sitio  de  Mastrich ,  y  aun  antes  de  em* 
pozarle,  se  celebraron  en  Colonia  con  objeto  de  poner  término  alas 
turbulencias  de  los  Paises-Bajos.  Sea  con  objeto  de  ganar  tiempo  y 
hacer  ver  que  deseaba  sinceramente  reconciliarse  con  sus  subditos 
alzados,  ó  porque  juzgase  necesario  apelar  á  las  vias  de  avenencia, 
en  la  situación  tan  embrollada  á  que  hablan  llegado  los  negocios, 
nombró  el  rey  de  EspaOa  por  arbitro  en  estas  contiendas  á  su  so- 
brino el  emperador  Rodulfo.  Al  mismo  arbitraje  se  adhirieron  igual- 
mente los  Estados  confederados  de  los  Paises-Bajos.  Designó  el  enn 
perador  como  punto  para  ventilarse  estas  cuestiones  la  ciudad  de 
ColoDia,  por  su  proximidad  á  dicho  territorio ,  y  á  este  punto  con- 
vocó á  los  comisarios  de  todas  las  partes  contendientes.  Antes  que 
se  verificase  la  reunión  ,  mediaron  secretas  negociaciones  y  hasta 
intrigas,  que  manifestaban  la  poca  sinceridad  que  á  unos  y  k  otros 
animaba.  Nombró  el  rey  de  EspaDa  por  su  representante  á  don 
Garlos  de  Aragón,  duque  de  Terranova ,  hombre  de  su  confiana 


(1)   Las  mismas  autoridades. 


GiPnoLO  Ln.  671 

por  los  diversos  cargos  que  á  su  satisfacción  habia  desempeñado. 
Le  dio  ÍDslruccioDes  de  oficio  y  presentables,  acompañadas  de  otras 
secretas  que  le  debian  servir  de  luz  para  la  mejor  inteligencia  de 
las  públicas,  con  encargo  de  no  comunicarlas  sino  al  principe  de 
Parma.  Constaba  de  las  primeras  que  el  rey  deferia  en  todo  á  lo 
qj^e  Roduifo  dispusiese  acerca  del  modo  de  sosegar  las  turbulencias 
de  Fiandes,  con  tal  de  que  no  se  apartasen  en  nada  de  la  fe  católica 
y  la  obediencia  debida  á  su  persona.  Confirmaba  lo  determinado  en 
Gante,  menos  la  permanencia  de  la  confederación  y  ios  arreglos 
que  habian  hecho  con  el  príncipe  de  Orange.  Se  le  decia  en  las 
instrucciones  reservadas,  que  en  caso  de  una  seria  obstinación  en 
conservar  la  liga,  se  pasase  por  alto  de  este  punto*  También  se  le 
encargaba  el  que  no  se  consintiese  en  aflojar  nada  de  los  edictos 
contra  los  herejes;  y  en  caso  de  que  le  fuese  inevitable  el  suscribir 
á  ciertas  modificaciones,  se  hiciese  con  mafia  y  de  modo  que  el  rey 
pudiese  entablar  con  el  tiempo  el  sistema  de  rigor  á  que  tanto  se 
inclinaba.  Acerca  del  príncipe  de  Orange ,  era  la  intención  del  rey 
que  saliese  para  siempre  de  ios  Paises-Bajos,  sin  que  constase  nun- 
ca que  se  habia  comprado  su  ausencia,  ni  que  el  príncipe  imponía 
condiciones  para  realizarla.  Sin  embargo,  se  le  podia  conceder  por 
via  de  gratificación,  y  como  un  acto  de  favor ,  la  suma  de  cien  mil 
escudos,  y  trasferir  la  posesión  de  sus  Estados  y  castillos  á  su  hijo, 
que  se  pondría  en  libertad  inmediatamente ,  confiriéndole  además 
los  cargos  que  su  padre  habia  desempeDado  en  las  provincias  del 
norte,  menos  el  de  almirante  con  que  acababan  de  revestirle  los 
Estados.  Por  último ,  acerca  de  las  treguas  en  que  estos  insistían 
como  preliminares  de  las  conferencias,  no  se  opusiese  &  la  medida, 
con  tal  de  que  en  ella  conviniesen  el  emperador  y  el  príncipe  Ale- 
jandro 

Con  tales  instrucciones  tomó  el  duque  de  Terranova  el  pamino 
de  Alemania.  Basta  su  simple  enunciado  para  prever  el  poco  fruto 
que  se  iba  á  sacar  de  aquellas  conferencias.  Faltaba  en  todos  la  sin- 
ceridad, y  nada  mas  se  traslucía  que  el  deseo  de  ganar  tiempo  y  de 
que  recayese  el  cargo  de  la  agresión  en  su  contrarío.  Sabedor  el  de 
Parma  de  la  embajada  y  de  las  instrucciones  del  embajador,  le  es- 
cribió una  larga  carta  haciéndole  saber  que  todas  aquellas  negocia- 
ciones y  conferencias  no  eran  mas  que  intrigas  del  príncipe  de  Oran- 
ge,  deseoso  siempre  de  introducir  la  confusión  y  de  embrollar  á 
todos  los  partidos,  á  fin  de  que  le  sirviesen  de  escalón  ásuengran- 

Tomo  i.  86 


618  HISTORIA  DK  FBUPE  11. 

ddcitnieoto.  Que  precisamente  trataban  de  celebrar  estas  coofereD- 
cias,  á  fia  de  suspender  las  negociaciones  que  él  tenia  pendientes  y 
llevaba  muy  adelantadas ,  dirigidas  á  que  los  valones  volviesen  á 
su  deber  sin  condición  ninguna.  Que  si  traía  instrucciones  del  rey 
para  conceder  treguas  ,  tuviese  entendido  que  por  ningún  modo 
seria  de  su  consentimiento ,  convencido  como  estaba  que  no  te- 
nían otro  objeto  que  el  de  ganar  tiempo  para  reforzar  su  ejér- 
cito. 

Casi  del  mismo  parecer  que  Alejandro  era  elduquedeTerraoova 
con  respecto  á  las  treguas.  Mas  el  emperador  Rodolfo  ,  con  quien 
el  embajador  extraordinario  tuvo  sus  entrevistas  antes  de  comenzar 
las  conferencias  en  Colonia,  le  indicó  ser  un  punto  necesario  ajos- 
tar  la  suspensión  de  hostilidades  antes  de  pasar  al  ajuste  de  las  di- 
ferencias de  las  partes  contendientes.  A  esta  manifestación  dio  el 
embajador  extraordinario  respuestas  evasivas,  haciendo  ver  que  era 
un  punto  en  que  se  necesitaba  el  consentimiento  de  mas  voluntada 
que  la  suya :  que  estaban  de  por  medio  por  una  parte  el  principe 
de  Parma,  el  archiduque  Matías,  el  duque  de  Anjou,  el  príncipe  de 
Orange  y  el  príncipe  Casimiro,  pues  todas  estas  parcialidades  obra- 
ban en  distinto  sentido  y  con  diversos  intereses  en  el  seno  de  las 
provincias  sublevadas.  T  como  replicase  el  emperador  de  qué  modo 
habían  de  llegar  los  comisarios  á  Colonia  atravesando  un  pais  tea- 
tro de  la  guerra,  respondió  Terranova,  refiriéndose  alas  iDdicacío- 
nes  de  Alejandro:  que  podia  muy  bien  continuar  la  guerra,  dándose 
orden  al  mismo  tiempo  de  que  cesasen  las  hostilidades  en  aquellos 
puntos  que  se  asignasen  á  los  comisarios  como  itinerario  para  tras- 
ladarse al  pueblo  de  las  conferencias. 

A  pesar  de  que  se  hallaba  Rodolfo  poco  satisfecho  de  estas  ex- 
plicaciones, y  de  que  miraba  con  suma  prevención  la  conducta  del 
principe  de  Parma,  determinó  llevar  adelante  el  proyecto  déla  con- 
ferencia, y  el  7  de  mayo  de  1579  estaban  ya  reunidos  en  Colonia 
los  plenipotenciarios  de  todos  los  que  en  ella  tenían  que  debatir  al- 
gunos intereses. 

Fueron  entrando  sucesivamente  y  por  su  orden  en  dicha  ciudad, 
el  obispo  de  Herpíbolis;  el  duque  de  Terranova;  Enrique  Otón,  con- 
de de  Schvirartzemberg  ;  el  arzobispo  de  Resano,  nuncio  del  pooti- 
fice ;  el  arzobispo  de  Tréveris,  elector  del  Imperio ;  el  arzobispo  de 
Colonia,  asimismo  elector;  los  plenipotenciarios  del  duque  de  Jaliers 
y  eleves;  los  consejeros  del  duque  de  Terranova ,  enviados  por  ri 


CAPITULO  UI.  679 

príncipe  de  Parma  con  eocargo  de  suministrarle  cuantas  luces  ne^ 
cesitase  acerca  de  las  leyes  y  costumbres  de  los  Paises-Bajos.  Tam- 
bién acudieron  los  comisarios  de  las  provincias  confederadas  y  re- 
presentados en  la  persona  del  duque  de  Arescot ,  que  era  uno  de 
ellos.  Asi  las  partes  contendientes  principales  en  esta  disputa,  eran 
el  duque  de  Terranova ,  enviado  del  rey  católico  ,  y  el  duque  de 
Arescot,  representante  de  Matías ,  y  las  provincias  confederadas, 
que  tomaban  por  juez  arbitro  del  emperador  Rodulfo.  Suplian  la 
ausencia  de  este  soberano  los  obispos  electores ,  el  áe  Herbipolis 
con  el  conde  Otón,  y  los  representantes  del  duque  de  Juliers.  Y  para 
dar  mas  solemnidad  á  las  negociaciones,  se  acordó  el  celebrar  una 
solemne  procesión  en  que  el  nuncio  apostólico  llevaba  la  bostia  con* 
sagrada  en  medio  de  los  dos  electores ,  seguidos  de  los  prelados 
y  personajes  principales  de  entre  los  comisarios  y  plenipoten- 
ciarios. 

Se  dio  principio  el  9  de  mayo  á  las  conferencias  de  Colonia.  Go- 
mo el  emperador  Rodulfo  habia  sido  revestido  con  el  cargo  de  juez 
de  la  Confederación,  se  reuoian  sus  delegados  ó  plenipotenciarios, 
y  llamaban  alternativamente  á  los  comisarios  del  rey  y  &  los  de  las 
provincias  confederadas,  para  oír  las  pretensiones  y  descargos  de 
unos  y  otros.  Se  comenzó  por  la  verificación  de  los  poderes.  No 
ofrecieron  ninguna  dificultad  los  que  presentó  el  duque  de  Terra- 
nova, y  por  lo  mismo  fueron  aprobados.  No  sucedió  lo  mismo  con 
los  de  las  provincias  confederadas,  pues  además  de  traer  comisión 
por  el  solo  término  de  seis  semanas ,  no  estaban  firmados  por  nin- 
guna provincia,  á  pesar  de  que  en  nombre  de  todas  se  hallaban  ex- 
tendidos. Se  bailó  además  la  novedad  de  que  tenian  estos  pliegues 
por  armas  un  león  y  una  columna ,  nunca  estilados  hasta  entonces 
en  los  Paises-Bajos.  Sin  embargo ,  se  admitieron  estos  poderes  en 
clase  de  provisionales,  por  no  entorpecer  las  conferencias ,  encar- 
gándose el  duque  de  Arescot  de  enviar  á.  pedir  otros  que  tuviesen 
los  requisitos  necesarios. 

Allanada  esta  dificultad ,  comenzaron  quejándose  los  comisarios 
de  las  provincias  según  una  carta  que  acababan  de  recibir  del  prín- 
cipe de  Orange,  de  que  Alejandro  de  Parma,  sin  tener  en  cuéntalas 
conferencias  de  Colonia,  proseguía  en  el  tratado  de  reconciliación 
con  las  provincias  valonas,  faltando  en  eso  á  la  deferencia  debida  á 
la  persona  del  emperador ,  declarado  arbitro  de  estas  diferencias. 
Habiendo  presentado  estos  cargos  los  delegados  del  emperador  al 


686  HISTORIA  DB  FELIPE  II. 

duque  de  Terranova,  respondió  este :  que  el  arbitraje  cod  que  al 
César  se  le  babia  revestido ,  nada  tenia  que  ver  con  el  reconoci- 
miento voluntario  que  algunas  provincias  hiciesen  de  la  autoridad 
de  su  antiguo  soberano.  Que  estaba  en  el  derecho  del  gobernador 
general  de  Flandes  dar  los  pasos  conducentes  al  efecto ,  sin  que  en 
ningún  modo  se  faltase  á  la  dignidad  del  emperador,  pues  que  á  su 
decisión  no  se  habian  sometido  las  provincias  valonas ,  que  no  te- 
nían representantes  ni  comisarios  en  Colonia.  Pareció  esta  respuesta 
satisfactoria  á  los  delegados  del  emperador ,  manifestando  que  ea 
nada  habia  ofendido  á  su  dignidad  la  conducta  del  príncipe  de  Par- 
ma.  En  seguida  exhortaron  al  duque.de  Arescot ,  representante ,  á 
que  reunido  con  los  demás  comisarios,  discutiesen  sobre  los  capí- 
tulos que  les  pareciesen  mas  &  propósito  para  la  conclusión  de  la 
paz,  á  fin  de  que  fuesen  presentados  en  seguida  á  los  colitigantes. 
Respondieron  los  comisarios  que  no  les  tocaba  á  ellos  el  propober 
nada,  sino  el  oir  y  saber  lo  que  el  rey  de  EspaOa  quería  de  sus 
subditos.  A  esto  reputó  el  embajador  de  Espafia,  que  habiendo  sido 
ellos  los  que  buscaron  al  emperador  por  medianero ,  y  consentido 
el  rey  en  el  arbitraje  de  este  soberano ,  á  ellos  les  locaba  decir  lo 
que  querían  y  pedian  á  su  sefior,  para  que  en  vista  de  sus  quejas 
y  reclamaciones  se  les  pudiese  hacer  justicia.  Habiéndose  por  fio 
convenido  á  esto  último  los  comisarios  de  los  Estados ,  expusieron 
las  condiciones  de  concordia  y  vuelta  á  la  obediencia  del  rey ,  eo 
diez  y  ocho  artículos ,  de  que  expondremos  aquí  los  principales. 
Prometían,  pues,  hacer  paces  con  el  rey  católico,  príncipe  natural 
suyo,  con  la  condición  de  que  ratificase  todo  lo  hecho  por  el  archi- 
duque Matías,  que  habia  de  quedar  gobernador  de  los  Paises-Bajos: 
de  que  se  entregasen  á  los  Estados  todas  las  ciudades ,  fortalezas  y 
lugares  tomados  por  don  Juan  de  Austria  y  el  príncipe  de  Parma: 
de  que  continuase  ejerciéndose  sin  perjuicio  alguno  la  religión  re- 
formada en  todos  los  puntos  donde  ya  estaba  establecida:  de  que 
pagase  el  rey  á  ios  Estados  un  millón  de  coronas ,  para  resarcínse 
del  dinero  que  habían  gastado  en  las  guerras  anteriores. 

Se  atribuye  generalmente  lo  excesivo  de  estas  peticiones  al  mal 
estado  en  que  se  hallaban  los  negocios  de  Alejandro  cuando  se  ex- 
tendieron en  Amberes.  Aunque  estaba  puesto  ya  el  sitio  de  Mas- 
trich,  se  tenia  gran  confianza  en  la  bizarría  de  los  defensores,  y 
aun  roas  en  que  sería  levantado  el  cerco  por  las  tropas  del  principe 
de  Orange.  Tamtíen  corrían  las  noticias  de  que  las  tropas  sitiado* 


CAPITULO  LII.  681 

ras  carecian  de  pagas,  y  que  esta  falta  producía  en  el  campo  ñre- 
caeotes  sediciones.  Esta  última  noticia  era  muy  cierta.  Los  mismos 
apuros  molestaban  á  Farnesio  que  los  que  habian  producido  tan 
lamentables  resultados  en  tiempo  de  sus  predecesores.  Ateoto  en- 
tonces el  rey  k  los  negocios  de  Portugal ,  que  mencionaremos  á  su 
debido  tiempo,  no  se  hallaba  con  grandes  fondos  que  remitir  á  los 
Países-Bajos,  á  pesar  de  las  reclamaciones  de  Alejandro.  Tuvo'  este 
que  recurrir  á  su  padre  Octavio,  al  duque  de  Terranova,  á  los  prin- 
cipales personajes  de  la  parcialidad  del  rey  que  se  hallaban  en  Co- 
lonia, y  basta  se  vio  precisado  á  vender  y  enajenar  parte  de  su 
plata  y  efectos  mas  preciosos.  Aun  con  estos  recursos  hubiese  difí- 
cilmente contenido  en  la  obediencia  á  las  tropas  sitiadoras,  ano  es- 
tar animada  su  codicia  con  la  esperanza  del  saqueo  de  la  plaza,  que, 
como  hemos  visto,  tuvo  efecto. 

Excesiva  pareció  en  efecto  á  los  delegados  del  emperador  la  pe- 
tición de  los  Estados,  y  mucho  mas  al  duque  de  Terranova ,  &  cu- 
yas instrucciones,  tanto  páblicas  como  secretas ,  se  oponían.  Pre- 
sentó él,  pues,  los  artículos  de  sus  condiciones.  Por  ellas  se  obliga- 
ba al  rey  de  EspaOa  á  hacer  salir  de  Flandes  las  tropas  extranjeras; 
á  conferir  los  principales  cargos  públicos  civiles  y  militares  tan  solo 
á  los  naturales  de  los  Países-Bajos;  k  poner  en  libertad  al  conde  de 
Burén,  hijo  del  príncipe  de  Orange ,  y  conferirle  el  mando  de  las 
provincias  de  Holanda,  Zelanda  y  Utrecht ;  que  la  religión  católica 
quedaría  dominante  y  exclusiva ,  dándose  k  los  reformados  cuatro 
aDos  de  término  para  arreglar  sus  negocios  y  retirarse  de  los  Paí- 
ses-Bajos. En  cuanto  á  gobernador ,  debería  salir  el  archiduque 
Matías,  nombrándose  un  príncipe  de  sangre  real ,  para  estar  á  la 
cabeza  del  país  en  nombre  de  su  se&or  el  rey  de  EspaOa. 

Mientras  tanto  llegó  á  Colonia  el  conde  Joan  de  Nassau,  hermano 
del  de  Orange,  y  su  primer  paso  fué  renovar  la  petición  de  treguas, 
haciendo  ver  lo  incompatibles  que  eran  aquellas  conferencias  con 
las  hostilidades  del  príncipe  de  Parma.  Respondió  el  duque  de  Ter- 
ranova que  estaba  en  el  derecho  del  general  espa&ol  atacar  plazas 
que  legítimamente  pertenecían  al  rey;  que  en  vista  de  las  tergiver- 
saciones, de  la  poca  buena  fe  que  á  los  estados  animaba,  seria  im- 
prudencia en  Alejandro  dejar  las  armas  de  la  mano ,  exponiéndose 
á  perder  lo  cierto  por  lo  dudoso ;  que  el  modo  de  tener  treguas  y 
coD  el  tiempo  paces ,  seria  avenirse  pronto  á  las  condiciones  de 
amistad  que  en  nombre 'de  su  rey  les  proponía.  A  estas  condiciones 


682  HISTORIA  DB  FELIPE  II. 

se  opoDian  los  Estados  por  los  capítulos  coDcernieDtes  á  la  religión, 
y  por  DO  QDtregar  al  gobernador  general  las  provincias  y  plazas, 
en  que  su  autoridad  no  estaba  á  la  sazón  reconocida.  Tampoco  que- 
rían la  salida  del  archiduque  del  pais,  ni  que  el  rey  tuviese  la  fa- 
cultad de  nombrar  por  sí  solo  el  gobernador  general  de  las  pro- 
vincias. 

Trataron  los  delegados  del  emperador  de  mediar  entre  ambos 
extremos,  y  al  fin  propusieron  otro  tratado  de  pacificación  en  veinte 
y  dos  artículos,  reducidos  á  que  el  archiduque  no  fuese  confirmado 
en  el  gobierno  de  Flandes,  pero  que  se  considerasen  por  válidos  sus 
actos;  qué  las  plazas  se  entregasen  en  manos  del  gobernador;  pero 
que  sus  jefes,  todos  flamencos,  prestasen  juramento  al  mismo  tiem- 
po que  al  rey  su  seOor,  á  los  Estados;  que  el  rey  no  pudiese  poner 
en  Flandes  un  gobernador  que  no  fuese  del  gusto  de  los  Estados; 
eqtendiéndose  por  esto  el  que  no  diese  ¿  sus  subditos  causa  justa 
de  descontentarse;  que  se  observase  la  fe  católica,  según  se  habla 
prometido  en  el  edicto  perpetuo,  dejándose  por  entonces  como  ex- 
cepción las  provincias  de  Holanda  y  Zelanda ;  que  á  pesar  de  esto, 
en  atención  á  que  muchos  habitantes  profesaban  ya  otro  culto ,  no 
se  les  molestarla,  suspendiéndose  la  ejecución  de  las  leyes  penales 
hasta  que  se  modificasen  por  todos  los  Estados  convocados  al  efecto 
por  el  rey,  ó  por  el  gobernador  en  nombre  suyo.  Manifestaron  los 
comisarios  de  los  Estados  aprobar  este  proyecto  de  pacificación,  y  el 
duque  de  Arescot,  su  principal  representante,  prometió  que  las  en- 
viaría inmediatamente  á  todas  las  provincias.  Con  este  motivo  se 
renovó  la  petición  de  treguas,  manifestando  la  imposibilidad  de  que 
pasasen  libremente  los  correos  mientras  permanecía  el  país  teatro 
de  las  hostilidades  del  príncipe  de  Parma.  Persistiendo  el  duque  de 
Terranova  en  su  primera  determinación,  contestó  á  ello  que  no  ha- 
bría inconveniente  alguno  para  el  tránsito  libre  de  los  mensajeros; 
que  al  efecto  enviaría  un  traslado  de  los  artículos  al  general  espa- 
fiol,  á  fin  de  que  este  dictase  sus  disposiciones  al  efecto.  Así  lo  hizo 
el  duque  de  Terranova,  pidiendo  al  mismo  tiempo  al  príncipe  su 
consejo  y  parecer  acerca  de  los  términos  de  este  convenio.  Respon- 
dió Alejandro  que  todo  le  parecía  sospechoso;  que  se  hallaba  per- 
fectamente convencido  de  que  por  los  Estados  no  tenían  otro  objeto 
las  negociaciones  que  el  de  ganar  tiempo ;  que  todo  eran  intrigas 
del  príncipe  de  Orange,  que  por  ningún  modo  quería,  por  sus  com- 
promisos, que  se  viniese  á  términos  de  avenencia  con  el  rey ,  pues 


CAPÍTULO  LII.  683 

no  quería  salí»  de  los  Paises-Bajos,  que  era  una  de  las  oondicíones; 
que  mientras  se  trataba  taoto  de  paces,  se  hacíaD  DuevOs  prepara- 
tivos para  continuar  la  guerra;  que  en  cuanto  á  treguas  no  tendría 
inconveniente  en  concederías;  mas  que  esto  na  tendría  lugar  hasta 
que  los  comisarios  se  presentasen  con  nuevos  poderes,  pues  los  que 
tenian  hasta  entonces  no  eran  considerados  sino  como  provisio- 
nales. 

Tal  vez  tenia  razón  el  de  Parma  en  sospechar  de  los  Estados;  la 
tenian  los  Estados  en  sospechar  de  la  buena  fe  del  rey  de  EspaOa. 
Estaban  desde  muchos  aOos  rotos  de  hecho  los  vínculos  de  unión 
entre  los  Paises-Bajos  y  Felipe.  Había  concluido  el  poder  moral  de 
este  monarca,  casi  se  puede  decir,  desde  el  a&o  1559  que  salió  de 
Flandes.  Los  historiadores  de  estas  turbulencias,  hombres  general- 
mente de  partido,  se  inclinan  demasiado  á  uno  de  los  dos,  haciendo 
recaer  la  odiosidad  de  la  agresión  ó  de  injusticia  sobre  el  otro.  La 
falta  grande  estaba  por  parte  de  Felipe,  cuyo  dominio  era  imposible 
en  los  Paises*Bajos.  La  historia  de  este  pais ,  cuyos  disturbios  du- 
raron casi  tanto  tiempo  como  su  reinado,  confirman  una  verdad, 
de  que  no  quiso  penetrarse  nunca  hasta  los  últimos  afios  de  su 
vida. 

Para  seguir  el  hilo  de  la  narración,  diremos  que  los  Estados  de 
Flandes  estuvieron  lejos  de  adherirse  á  los  términos  de  la  pacifica- 
ción, presentados  por  los  comisarios  de  Rodulfo.  El  mismo  Matías 
propuso  mil  dificultades,  en  que  se  manifestaba  su  repugnancia  de 
salir  de  los  Paises-Bajos.  Por  aquellos  dias  se  presentó  en  Colonia 
el  famoso  Felipe  de  Marnix,  conde  de  Santa  Aldegucdis,  echado  sin 
duda  por  el  príncipe  de  Orange,  para  introducir  nuevos  embarazos 
en  el  curso  de  las  negociaciones.  Al  fin  se  disgustaron  todos  con 
tantas  pruebas  de  poca  sinceridad,  y  los  delegados  del  emperador 
rompieron  las  conferencias,  que  en  siete  meses  no  produjeron  re- 
sultado alguno.  Sin  embargo,  algunos  comisarios  de  los  Estados, 
entre  ellos  el  duque  de  Arescot,  y  Otón,  duque  de  Scwartzemberg, 
hicieron  su  ajuste  particular  con  el  rey  de  EspaDa,  y  volvieron  á  su 
gracia.  En  cuanto  al  duque  de  Terranova,  se  dirigió  á  los  Paises- 
Bajos,  donde  trabajó  como  negociador  en  auxilio  del  principe  de  Par- 
ma. Guando  terminaron  las  conferencias  de  Colonia,  hacia  mas  de 
tres  meses  que  habia  caido  la  plaza  de  Mastrich  en  poder  de  los  es- 
pafioles.  También  habia  llevado  á  término  Alejandro  su  negocio  de 
pacificación  con  las  provincias  valonas,  en  el  que  entraron  las  de 


68i  HISTORIA.  DE  FELIPE  If. 

Artoís  y  de  Hayoault,  sieodo  las  bases  de  este  arreglo  el  que  salie* 
seo  de  Flaodes  las  tropas  extranjeras,  reclutándose  el  ejército  con  las 
nacionales. 

Para  el  ajuste  definitivo  del  tratado,  cuyos  prelimioares  se  ha- 
blan arreglado  en  Arras  con  conocimiento  de  Alejandro,  se  reunie- 
ron en  Mons  los  comisionados  por  estas  provincias.  Estaba  repre- 
sentada la  de  Artois  por  su  gobernador  Roberto  Melun,  marqués 
de  Richeburg;  Juan  Saracen,  abad  de  San  Vedaste;  Francisco  Do- 
guie,  sefior  de  Beaurepaire  y  de  Beaumont,  y  algunos  otros.  Eras 
diputados  por  la  provincia  de  Haynault,  Felipe,  conde  de  Lagnini, 
gobernador  de  la  provincia;  Jacobo  Froy,  abad  de  San  Pedro  de 
Hasnau;  Jacobo  de  Groix,  sefior  de  Saumont;  Francisco  Gualtiero, 
sindico  de  Mons,  con  otros  varios.  Se  presentaron  en  nombre  de  Li- 
la, Douay  y  Orchies,  plazas  correspondientes  ¿  la  Flandes  france- 
sa; su  gobernador  Maximiliano  Ville,  sefior  de  Rasingen;  Adriano 
de  Ognies  de  Villerval;  Yander-Haer;  Eustaquio  Jumeyes,  y  otros. 
Habia  enviado  Alejandro  para  tratar  en  nombre  del  rey,  á  Pedro 
Ernesto,  conde  de  Mansfelt,  maestre  de  campo  general ,  con  otros 
sefiores  y  personas  de  distinción  entre  los  que  se  contaban  algunos 
jurisconsultos.  Les  encargó  muchísimo  el  que  tratasen  de  recavar 
de  la  asamblea,  el  que  añejasen  algo  sobre  el  artículo  de  las  tropas 
extranjeras,  haciéndoles  ver  que  era  en  cierto  modo  una  improden- 
cia  la  despedida  tan  de  pronto  de  unas  fuerzas,  que  con  el  tiempo 
tal  vez  echarían  de  menos  por  las  turbulencias  que  tanto  afligian  á 
los  Paises-Bajos.  Mas  en  este  punto  se  mantuvieron  inflexibles.  Des- 
pués de  zanjadas  varías  dificultades  que  á  unos  y  otros  ocurrían, 
se  ajustó  á  fines  de  1579  el  tratado  de  reconciliación  en  veinte  y 
ocho  artículos,  cuyos  príncipales  contenían  lo  siguiente:  Que  todos 
los  habitantes  de  todas  condiciones  de  las  provincias  reconciliadas, 
inclusas  las  autoridades,  tanto  civiles  como  militares,  jurasen  la  re- 
ligión católica,  y  obediencia  para  siempre  al  rey  de  Espafia;  que 
dentro  de  seis  semanas,  desde  que  se  publicase  la  reconciliación, 
saliesen  del  pais  los  soldados  espafioles  y  dem&s  tropas  extranjeras^ 
sin  poder  volver,  k  menos  que  ocurríesen  graves  motivos  para  ello, 
según  el  parecer  de  las  provincias;  que  á  la  partida  de  dichas  tro- 
pas, se  formase  á  expensas  del  rey  y  de  las  provincias  un  nuevo 
ejército,  compuesto  de  gentes  del  pais,  ó  de  otros,  según  á  las  pro* 
víncias  pareciese;  que  no  nombrase  el  rey  por  supremo  goberaadar 
de  Flandes,  sino  algún  príncipe  de  su  sangre;  que  en  el  ínterin  go- 


ciPÍTUiO  Lii.  685 

beroase  el  país  el  priDcipe  de  Parma,  por  el  término  de  seis  meses, 
pasado  el  eual,  en  caso  de  que  el  rey  no  le  confirmase  en  este  car- 
go, ó  nombrase  otro  gobernador  de  su  familia,  residiese  el  gobier- 
no en  una  junta  de  los  Estados  reconciliados,  nombrada  libremen- 
te por  el  rey,  con  tal  de  que  la  elección  recayese  en  naturales. 

Al  paso  que  fué  muy  satisfactorio  para  el  de  Parma  este  tratado 
de  reconciliación,  le  mortificaba  el  tener  que  despedirlas  tropas, 
por  la  dificultad  de  formar  un  nuevo  alistamiento.  A  dicha  condi- 
ción habia  tenido  que  conformarse,  no  solo  por  la  insistencia  de  las 
provincias,  sino  porque  el  rey  mismo  aprobaba  la  medida.  El  mo- 
tivo verdadero  que  tenia  Felipe  para  consentir  tan  voluntariamente 
en  la  salida  de  las  tropas  extranjeras,  y  sobre  todo  de  las  espaDo- 
las,  no  es  muy  fácil  de  explicar,  sino  atribuyéndole  al  temor  de  que 
los  que  habían  sido  instrumento  de  la  gloria  personal  del  príncipe 
animasen  su  ambición  de  un  modo  peligroso.  Cualquiera  que  sea 
la  clave  de  esta  conducta,  mortificó  mucho  al  de  Parma  el  haber 
encontrado  tan  poco  apoyo  en  el  rey,  y  á  esto  se  atribuye  el  per- 
miso que  le  pidió  para  dejar  su  servicio  y  retirarse  á  Italia.  Mas 
Felipe  desechó  su  súplica,  animándole  con  palabras  de  satisfacción, 
á  que  cuanto  mas  antes  pensase  en  el  cumplimiento  del  tratado  de 
la  pacificación,  relativo  al  nuevo  alistamiento  del  ejército.  Constaba 
entonces  el  de  Alejandro  de  quince  tercios  de  infantería;  cinco  ale- 
manes, cinco  valones,  dos  borgofiones  y  tres  españoles,  todos  des- 
iguales en  fuerzas,  siendo  los  espafioles  y  alemanes  los  que  tenian 
mas  gente.  Se  componía  la  caballería  de  cuarenta  y  dos  escuadro- 
nes, llamadas  entonces  tropas  ó  cornetas,  los  masdereitres,  de  bor- 
gofiones y  alemanes.  Era  grandísima  la  dificultad  de  deshacerse  de 
pronto  de  toda  esta  gente,  que  aunque  atrasada  en  sus  pagas,  se- 
guía sus  banderas  por  el  cebo  del  botín ,  y  otras  ventajas  que  la 
guerra  les  proporcionaba.  Mas  ahora  había  que  satisfacerles  cuan- 
to se  les  debía,  y  la  caja  militar  no  se  hallaba  en  estado  de  saldar 
aquestas  cuentas.  Pedia  Alejandro  con  instancia  al  rey,  que  se  le 
enviase  cuanto  antes  el  dinero  que  necesitaba  para  cumplir  con  sus 
disposiciones.  Mas  el  monarca,  empefiado  entonces  en  la  guerra  de 
Portugal,  parecía  dar  pocos  oídos  k  sus  instancias  reiteradas.  Fué 
preciso  que  para  hacer  mas  fuerza  al  rey,  cada  maestre  de  campo 
hiciese  el  ajuste  de  lo  que  su  tropa  devengaba,  enviándose  además 
de  estas  cuentas,  lo  que  importaba  el  gasto  de  la  casa  militar  del 
príncipe,  entonces  bastante  numerosa.  El  rey  envió  auxilios,  mas 

Tomo  i.  87 


686  H1ST0BIA  DE  FKLTPB  ÍI. 

DO  los  Decesarios.  Hubo  coo  este  motivo  frecaeotes  sedicioDes  en  el 
eampo;  IlegaroD  los  alemaDes  hasta  amoDazar  la  persona  de  Ale- 
jandro. Se  cometieroD  actos  de  marcada  desobediencia;  mas  se  cal- 
maron los  desórdenes  por  la  presencia  de  ánimo  del  príncipe,  y  por 
sa  severidad  en  el  castigo  de  los  autores  principales.  Por  fin,  sa- 
lieron del  pais  las  tropas  extranjeras,  primero  las  espafiolas,  en  se- 
guida las  bórgofionas,  y  las  últimas  las  alemanas.  Los  espafiolesse 
trasladaron  á  Milán,  donde  recibieron  órdenes  para  pasar  &  Espafia 
é  incorporarse  en  el  ejército  de  Portugal;  mas  tuvieron  en  seguida 
contra-órden,  y  por  entonces  quedaron  estacionadas  en  Milán,  Si- 
cilia y  Ñapóles. 

Despedidas  todas  estas  tropas  extranjeras,  forzoso  le  fué  al  prío- 
cipe  Alejandro  pensar  en  la  pronta  formación  de  un  nuevo  ejército. 
§e  formó  este  basta  número  de  treinta  mil  de  á  pié  y  cinco  mil  ca* 
ballos,  debiendo  darles  el  rey  á  cuenta  desús  pagas,  cada  mes,  dos- 
cientos cincuenta  mil  escudos  de  oro,  y  el  resto  las  provincias.  Se 
encargó  el  mando  de  la  caballería  al  marqués  de  Rubais,  del  pais, 
hombre  consumado  en  el  ejercicio  del  arte  militar,  y  se  nombró  por 
comisario  general  de  la  caballería  &  Gregorio  Barta,  originario  de 
la  Albania,  que  aunque  extranjero,  se  le  dejó  permanecer  como 
otros  muchos,  por  considerárseles  como  individuos  de  la  familia  ó 
casa  militar  del  príncipe.  También  arregló  Alejandro  otros  negocios 
cencernientes  al  estado  civil  según  los  términos  de  la  pacificación; 
sobre  lo  que  hubo  dificultades,  y  hasta  pugnas  abiertas  entre  los 
dependientes  del  rey  y  las  autoridades  del  pais,  y  que  se  vencieron 
al  fin  con  no  poco  trabajo  por  una  y  otra  parte.  Las  provincias  se 
hablan  reconciliado;  mas  los  disgustos,  las  desconfianzas,  los  rece* 
los  estaban  vivos  en  los  ánimos  de  lodos,  como  en  el  principio.  Los 
males  no  nacían  precisamente  de  los  hombres,  sino  de  la  sitoacion 
falsa  y  equívoca  en  que  unos  y  otros  se  habían  colocado. 


CAPÍTULO  Uíl 


Continuación  del  anterior.— <¡onfederacion  de  Utrecht.^LIegada  á  los  Paises-Bajos 
de  la  princesa  Margarita  de  Parma,  nombrada  gobernadora  por  el  rey.-Híuejas  de 
Alejandro. — Revoca  el  rey  la  orden,  y  queda  el  principe  de  Parma  otra  vez  de  go- 
bernador general  de  los  Paises-Bajos.— Sigue  la  guerra  con  sucesos  varios.— -Se 
socorre  la  plaza  de  Groninga,  sitiada  por  los  confederados.— Toman  los  de  Farne- 
sio  á  Nivelles,  á  Malinas,  á  Gourtray .-^Amenazan  á  Cambray. — ^Toma  la  contien- 
da un  nuevo  aspeclo.'-Se  declaran  independientes  los  Estados  de  Flandes.— Eligen 
por  nuevo  principe  al  duque  de  Anjou,  hermano  de  Enrique  III,  rey  de  Francia. 
— Pnblica  el  rey  de  España  un  decreto  de  proscripción  contra  el  príncipe  de  Oran- 
ge. — ^Responde  este  con  un  manifiesto.-^Entra  el  duque  de  Anjou  en  los  Paises- 
Bajos. — Toma  á  Cambray.— Pasa  á  Inglaterra. — Vuelve.— Su  entrada  en  Amberes. 
— Atentan  á  la  vida  del  príncipe  de  Orange.— Sigue  la  guerra. — Toma  Alejandro 
las  plazas  de  Tournay  y  de  Oudenarda. — Vuelven  á  los  Paises-Bajos  las  tropas  es- 
pañolas é  italianas.— Entran  asimismo  de  refuerzo  mas  francesas.— Toma  de  mas 
plaisas  de  una  y  otra  parte  (1).— (1580-1582.] 


Ocarrian  en  el  pais  en  cuyos  disturbios  nos  estamos  ocupando, 
demasiados  acontecimientos  &  la  vez,  para  que  no  sea  difícil  pre- 
sentarles con  el  orden  y  la  claridad  indispensables  en  toda  narración 
histórica.  Aquí  se  combatía,  allí  se  negociaba:  con  el  tumulto  de  la 
guerra  iban  mezcladas  intrigas  de  toda  especie,  combinaciones  di- 
plomáticas, encaminadas  á  objetos  muy  diversos.  A  pesar  de  ser 
aquellas  regiones  de  tan  corta  extensión,  eran  teatro  de  choques  y 
batallas  que  se  es^ban  dando  casi  &  un  mismo  tiempo.  Pocas  na- 
ciones de  Europa  dejaban  de  tener  mas  ó  menos  interés  en  estas  lu- 


(f )   Las  mismas  autoridades. 


688  HISTOBIA  DB  FBUPE  IT. 

chas,  y  de  contribuir  con  sus  naturales  &  la  formación  de  sus  ejér- 
eitos.  Españoles,  franceses,  ingleses,  italianos,  alemanes,  todos  se 
hacian  distinguir  tanto  como  los  mismos  habitantes  del  pais  en  es- 
tas contiendas,  que  son  sin  duda  uno  de  los  rasgos  mas  caracterís- 
ticos en  la  historia  del  siglo  XVI,  tan  fecunda  en  toda  clase  de  acon- 
tecimientos. Por  eso  ocurren  tantas  dificultades  al  historiador,  ai 
trazar  todos  los  acontecimientos  de  este  drama,  sin  poner  al  lector 
en  confusión  y  dejarle  como  perdido  en  un  laberinto  sin  salida.  Nos- 
otros, que  en  esta  parte  de  la  claridad  ponemos  gran  cuidado,  ais- 
lamos los  acontecimientos  para  no  confundirlos  todos,  y  dar  á  cada 
uno  el  lugar  que  en  la  parte  cronológica  les  corresponda. 

Mientras  se  hallaba  tan  solicito  Alejandro  Farnesio  en  la  recon- 
ciliación de  las  provincias  valonas  con  el  rey,  no  se  descuidaba  el 
principe  de  Orange  en  neutralizar  la  operación  con  otra  que  debía 
ser  muy  funesta  á  los  intereses  del  monarca.  Casi  al  mismo  tiempo 
&  poco  después  que  se  firmaron  en  Mons  los  artículos  de  dicha  pa- 
cificación, se  ajustaba  bajo  los  auspicios  del  principe  una  especie  de 
liga  ó  confederación  entre  las  provincias  de  Holanda,  ZeUnda , 
Utrecht,  Gñeldres,  Frisia,  una  gran  parte  del  Brabante  y  Flandes, 
&  la  que  se  dio  el  nombre  de  confederación  de  Utrecht,  por  haberse 
en  esta  ciudad  concertado  sus  artículos.  Fueron  los  principales:  1.* 
que  se  unian  las  provincias  para  formar  un  cuerpo  político,  com- 
prometiéndose á  no  separarse  nunca  unas  de  otras,  pero  resenr&n- 
dose  cada  una  el  derecho  de  gobernarse  y  conservar  los  privilegios 
de  que  basta  entonces  disfrutaban:  2/  que  se  ayudarían  mutua- 
mente las  provincias  para  repeler  toda  agresión  por  tropas  extran- 
jeras, y  sobre  todo  cualquier  acto  de  hostilidad  y  violencia  &  que 
se  quisiese  propasar  el  rey  de  Espafia,  con  pretexto  de  establecer 
la  religión  católica;  dejando  á  la  generalidad,  es  decir,  á  los  comi- 
sarios de  dichas  provincias,  el  determinar  [el  contingente  con  que 
debía  contribuir,  tanto  en  dinero  como  en  gente,  cada  una:  3.*  que 
no  se  profesaría  en  Holanda  y  Zelanda  otra  religión  que  la  que  es- 
taba establecida,  y  que  en  las  demás  provincias  se  pediera  ejercer 
la  católica  ó^^la  reformada,  ó  las  dos  juntas,  según  se  creyese  con- 
veniente: 4.*  que  se  devolverían  á  las  iglesias  y  conventos  los  efec- 
tos de  que  hablan  sido  despojados,  á  excepción  de  las  provincias 
de  Holanda  y  Zelanda,  donde  servirían  para  asignar  pensiones  á 
los  sacerdotes  católicos,  quienes  las  recibirían  en  cualquier  punto 
donde  quisiesen  fijar  su  residencia:  5.*  que  en  todas  las  ciudades 


GAFITUliO  LUI«  %%9 

donde  $e  creyese  oportuno  hacer  fortíficacioDes  por  decisioo  de  Iob 
Estados  de  las  provincias,  corriese  el  gasto  por  caenta  de  la  gene- 
ralidad y  de  la  provincia  á  que  la  ciudad  perteneciese;  mas  que  si 
se  tuviese  por  conveniente  la  erección  de  una  fortalesa^  y  no  con-> 
vioiese  en  ella  la  provincia,  fuese  á  costa  de  la  generalidad:  6/  que 
todas  las  plazas  fuertes  recibirían  la  guarnición  que  tuviesen  por 
conveniente  los  Estados  el  enviar  á  ella;  mas  que  dichas  tropas  ha- 
rían antes  juramento  de  fidelidad  á  la  ciudad  y  á  la  provincia»  aun 
cuando  le  hubiesen  prestado  antes  á  los  Estados  generales:  7/  que 
no  pudiesen  estos  declarar  guerra,  imponer  contribuciones,  hacer 
tratado  de  paz  y  tregua,  sin  contar  con  el  asentimiento  y  concurso 
de  la  mayor  parte  de  las  provincias  y  ciudades  de  la  Union,  ni  es- 
tas ajustar  por  su  parte  alianza  con  ningún  príncipe  extranjero  sin 
el  consentimiento  de  los  Estados  generales:  8/  que  todos  los  varo- 
nes de  las  provincias  confederadas,  desde  la  edad  de  diez  y  ocho  á 
sesenta  aDos,  se  alistarían  un  mes  despues^  de  firmada  el  acta  de 
unión,  k  fin  de  que  en  vista  de  estas  relaciones,  pudiesen  los  Esta- 
dos generales  saber  la  fuerza  de  cada  provincia  y  los  nombres  que 
debia  presentar  en  la  defensa  común:  9/  que  para  proporcionarse 
el  dinero  necesario  para  la  manutención  del  ejército,  se  arrendasen 
las  rentas  é  impuestos  &  favor  del  que  mas  diese,  y  que  se  aumen* 
tarían  ó  disminuirían  según  las  necesidades  de  la  confederación. 

Tal  fué  la  famosa  confederación  de  Utrecht,  considerada  y  reco- 
nocida por  la  historia  como  la  cuna  y  príncipío  de  lo  que  fué  des- 
pués la  república  confederada  con  el  nombre  de  Provincias  Unidas 
ó  de  Holanda.  Gomo  no  se  hablaba  en  sus  artículos  de  conservar  la 
obediencia  al  rey,  ni  tampoco  de  renunciar  completamente  á  su  do- 
minio, se  podia  considerar  este  silencio  como  una  declarada  inde- 
pendencia. Grande  rasgo  de  habilidad  en  el  príncipe  de  Orangeera 
el  ir  preparando  poco  á  poco  el  acto  decisivo  al  que  hacia  tantos 
afios  aspiraba,  por  el  que  se  movía  con  tal  perseverancia. 

Antes  de  volver  al  hilo  de  las  operaciones  militares,  terminare- 
mos por  ahora  este  cuadro  político  con  la  extrafia  resolución  que 
tomó  por  entonces  el  rey  de  enviar  por  segunda  vez  á  su  hermana 
la  princesa  Margarita  de  gobernadora  á  los  Paises-Bajos.  Extrafia 
pareció  en  efecto  la  medida  á  los  homli^es  imparciales,  que  no  po- 
dían estar  en  las  interioridades  del  monarca.  Tal  [vez  creyó  Felipe 
que  en  enviar  á  su  hermana  se  conformaba  mas  al  [espíritu  de  la 
capitulación,  por  la  que  se  pedia  para  gobernante  un  príncipe  déla 


«• 


690  HISTORUDEFlUPBn. 

sangre  real  que  inspírase  confianza  y  amor  &  las  provincias:  tal  vez 
los  estrechos  vínculos  naturales  que  unían  á  F'arnesio  y  á  la  prince- 
sa Margarita,  le  hicieron  creer  que  no  podría  introducirse  entre  ellos 
sentimiento  alguno  de  rivalidad;  pero  es  lo  mas  probable,  que  des- 
confiado siempre  y  receloso  de  la  autoridad  que  sus  delegados  y  re- 
presentantes ejercían,  no  veía  con  buenos  ojos  el  ascendiente  |que 
adquiría  Alejandro  y  la  gran  fama  que  por  sus  hechos  militares  al- 
canzaba; que  trataba  de  neutralizar  su  gran  poder,  circunscribiéD- 
dolé  á  los  asuntos  militares,  confiando  á  su  hermana  la  dirección  de 
los  políticos.  Algunos  dicen,  y  es  probable,  que  Margarita  admitió 
el  cargo  con  grande  repugnancia.  De  todos  modos,  obedeció  la  or- 
den del  rey,  y  se  presentó  en  Namur  á  tomar  por  segunda  vez  las 
riendas  del  gobierno. 

La  recibió  su  hijo  con  todas  las  distinciones  de  obsequio,  de  amor 
y  veneración  que  á  su  persona  se  debía:  mostró  regocijarse  mucho 
de  que  el  rey  le  envíase  un  asociado  de  tal  naturaleza;  mas  quedó 
muy  mortificado  tanto  de  tener  que  partir  su  autoridad,  como  déla 
desconfianza  que  con  este  paso  se  le  manifestaba.  Fué  sin  duda  gra- 
ve falta  ó  demasiado  torcida  intención ,  poner  en  pugna  á  dos  per- 
sonas tan  ligadas  por  los  lazos  de  la  sangre.  Expuso  Alejandro  ti 
rey  por  medio  del  cardenal-Granvella,  entonces  ministro  de  asun- 
tos exteriores,  lo  poco  que  cumplía  á  su  servicio  el  dividir  la  auto- 
ridad en  Flandes,  cuando  sus  disturbios  reclamaban  tanto  el  man- 
do de  uno  solo.  Afiadió  que  era  un  desaire  para  su  persona,  y  una 
especie  de  ingratitud,  el  despojarle  de  una  autoridad  que  siempn^ 
había  ejercido  en  servicio  de  sus  intereses;  que  semejante  paso  se- 
ría para  los  Países-Bajos  una  especie  de  declaración  de  que  estos 
servicios  no  habian  sido  gratos;  y  que  por  estas  consideraciones  le 
pedia  encarecidamente  permiso  para  dejar  un  país  donde  ya  no  po- 
día ser  objeto  de  aprecio  y  respeto  su  persona. 

En  estos  mismos  sentimientos  entraba  la  princesa  Margarita.  Des- 
de su  vuelta  á  los  Países-Bajos  se  penetró  muy  bien  de  lo  cambia- 
do que  estaba  para  ella  aquel  teatro.  Conoció  lo  penoso  de  su  ad- 
ministración en  medio  del  tumulto  de  las  armas,  y  que  no  podk 
menos  de  ejercer  de  hecho  ó  de  derecho  la  principal  autoridad  el 
que  dirigiese  los  ejércitos.  No  quería  verse  tal  vez  en  choque,  en 
pugna  abierta  con  el  jefe  militar,  aunque  fuese  su  hijo,  y  quizá 
mas  á  causa  de  esto  mismo.  Por  esta  razón  pidió  al  rey  la  relevase 
de  un  cargo,  que  no  era  ya  para  sus  a&os.  A  pesar  de  estas  razo- 


CAPITULO  LUÍ.  691 

nes,  se  mostró  desde  üd  principio  Felipe  inflexible  en  su  resolacioo, 
y  reiteró  sus  órdenes,  tratando  por  otra  parte  de  calmar  la  irrita- 
ción del  príncipe  con  pretextos  plausibles  que  alegó  para  esta  nue- 
va providencia.  Igual  tesón  mostró  Alejandro  con  la  repetición  de 
sus  quejas  y  su  súplica.  Por  fin  cedió  el  rey  y  revocó  el  nombra- 
miento de  la  princesa  Margarita,  renovando  el  que  ya  tenia  el  prín- 
cipe Alejandro.  Mas  por  no  aparecer  desairado  ó  con  otros  desig- 
nios, mandó  que  permaneciese  por  algún  tiempo  en  los  Paises-Ba- 
jos,  lo  que  sucedió  en  efecto.  Como  quedó  desde  entonces  anulada 
su  autoridad,  y  su  persona  no  es  ya  de  ninguna  importancia  en  los 
negocios  ulteriores  del  pais,  nos  contentaremos  con  decir  que  se  re- 
tiró á  Italia,  donde  permaneció  por  el  resto  de  sus  affos. 

Las  operaciones  de  la  guerra  fueron  por  aquel  tiempo  de  poca 
importancia,  reduciéndose  á  encuentros  parciales  en  que  interve- 
nían simples  destacamentos  ó  trozos  poco  considerables.  Había  he- 
cho la  toma  de  Mastrich  una  impresión  muy  favorable  á  las  armas 
espaffolas.  O  por  temor  de  experimentar  igual  suerte,  ó  por  estar 
cansados  de  disturdios,  se  mostraron  algunas  plazas  inclinadas  á 
volver  á  la  obediencia  de  Felipe.  Abrió  sus  puertas  la  de  Boís-le« 
Duc,  habiendo  expelido  antes  á  los  calvinistas.  Lo  mismo  hizo  Ma-^ 
linas,  extipulando  adherirse  á  las  condiciones  del  tratado  de  paz 
con  las  provincias  valonas.  Igual  hubiese  sido  la  conducta  de  Bru- 
jas, á  no  haber  tenido  los  Estados  noticia  de  lo  que  pasaba,  y  en-^ 
víado  inmediatamente  á  ella  tropas  de  su  devoción  á  fin  de  soste-* 
Derla  en  la  obediencia. 

Estuvo  muy  próxima  á  correr  igual  suerte  la  provincia  de  Fri-^ 
sia,  donde  mandaba  el  conde  de  Renneberg,  puesto  allí  por  los  Es^ 
tados.  Entabló  con  él  una  negociación  secreta  el  duque  de  Terra^ 
nova,  haciéndole  presente  lo  precario  de  su  situación  y  de  las  pro- 
vincias disidentes.  A  los  reparos  que  le  puso  el  gobernador  sobre 
una  mudanza  de  conducta,  respondió  el  espafiol  que  con  con- 
diciones honoríficas  y  provechosas  para  las  provincias  valonas,  ha-^ 
bian  vuelto  &  reconocer  la  autoridad  del  rey  los  principales  perso- 
Dajes  de  las  mismas;  que  por  muchos  que  fuesen  sus  compromisos 
con  el  príncipe  de  Orange,  eran  mucho  mas  antiguos  los  que  le  lla- 
gaban con  su  antiguo  monarca;  y  por  último,  que  tuviese  entendí^ 
do,  que  estando  Farnesio  en  vísperas  de  invadir  la  Frísia,  reflexión 
Dase  las  fatales  consecuencias  que  tendría  para  él  caer  en  poder  de 
los  que  tenían  el  derecho  de  tratarle  como  traidor  al  rey  de  Espa-^ 


692  mSTORU  DE  FELIPE  n. 

fia.  Movido  de  estas  razones  accedió  Renneberg  á  la  proposición  de 
Terranova,  bajo  las  condiciones:  de  que  se  le  dejase  el  gobierno  de 
su  provincia  con  nombramiento  real,  y  el  sueldo  de  veinte  mil  flo- 
rines; que  se  le  hiciese  marqués;  que  se  le  propusiese  para  el  co- 
llar del  Toisón  de  oro  en  la  primera  promoción  que  hubiese  de  esta 
Orden;  que  le  entregase  Alejandro  dos  tercios  de  infantería  para 
distribuirlos  en  los  puntos  de  su  provincia  pomo  mejor  le  pareciese; 
que  se  le  diesen  de  contado  veinte  mil  escudos  de  oro  en  el  momen- 
to que  prestase  juramento  al  rey.  Habia  otros  artículos  en  el  tra- 
tado relativos  á  diversos  jefes  y  magistrados  civiles,  cuya  suerte  se 
aseguraba  por  la  parte  que  tomaban  en  la  incorporación  [de  esta 
provincia  con  las  otras  que  habían  vuelto  á  la  obediencia  del  mo- 
narca. Y  aunque  las  condiciones  parecieron  duras  al  príncipe  de 
Parma,  no  titubeó  en  confirmarlas;  tan  importante  era  para  él  la 
tulquisicton  de  una  provincia  cuya  conducta  podia  influir  en  gran 
manera  sobre  las  demás  del  Norte. 

Se  hallaba  ya  este  negocio  casi  concluido,  cuando  sabedor  de  lo 
que  pasaba  el  príncipe  de  Orapge,  dispuso  que  el  conde  de  Holach 
entrase  con  tropas  considerables  en  la  Frisia.  Habiendo  salido  ven- 
cedor en  un  encuentro  que  tuvo  con  las  deRenneberg,  obligó  á  este 
á  encerrarse  en  la  plaza  de  Groninga.  Para  sacarle  Alejandro  del 
apuro,  le  envió  de  socorro  tres  mil  infantes  y  ochocientos  caballos 
á  las  órdenes  del  general  Schenk,  quien  hizo  levantar  el  sitio  des- 
pués de  un  encuentro  ventajoso  con  el  enemigo. 

Por  aquellos  dias  tuvo  un  encuentro  el  marqués  de  Rubais  con  el 
general  francés  Lanoue,  que  trataba  de  sitiar  la  plaza  de  Enjem- 
munster.  Fué  vencedor  el  general  espafiol ,  y  el  enemigo  perdió 
seiscientos  hombres,  diez  y  siete  banderas ,  cuatro  estandartes  y 
tres  cafiones,  quedando  en  el  número  de  los  prisioneros  el  mismo 
Lanoue,  sobre  cuya  suerte,  como  hombre  de  tanta  consideración, 
consultó  el  príncipe  Alejandro  con  el  rey  de  Espafia.  Mas  Felipe, 
reservado  en  todo,  y  cauteloso  en  decir  su  opinión  ,  respondió  á  la 
carta  en  que  se  le  comunicaba  la  victoria,  sin  hablarle  nada  de  tan 
inportante  prisionero.  En  virtud  de  este  silencio  le  hizo  encerrar  d 
general  espafiol  en  la  ciudadela  de  Limburgo,  donde  el  francés  di- 
virtió sus  ocios  escribiendo  varios  tratados  sobre  la  política  y  el  arte 
militar,  que  fueron  muy  ^laudidos  en  su  tiempo. 

Goma  se  hallaba  entonces  el  rey  en  su  expedición  de  Portuj^ 
circularon  en  los  Paises-Bajos  varias  especies  de  derrotas  y  desoí* 


CAPITULO  LIU.  693 

labros  en  su  ejército ,  llagando  hasta  esparcirse  la  noticia  de  su 
muerte.  Con  este  motivo  se  alentaron  de  nuevo  los  confederados, 
dando  por  seguro  el  triunfo  de  su  causa.  También  se  armaron  va- 
rías tramas  contra  la  persona  de  Alejandro ,  hallándose  Guillermo 
de  Horn  sefior  de  Heez,  al  frente  de  los  conjurados.  Era  su  designio 
matar  al  príncipe  y  entregar  el  pais  al  duque  de  Anjou ,  que  intri- 
gaba mucho  en  aquel  tiempo  para  hacerse  seQor  de  los  Paises*Ba- 
jos.  Previno  la  traición  el  marqués  de  Rubais,  prendiendo  al  prin- 
cipal conspirador ,  quien  no  pudo  menos  de  hacer  confesión  de  su 
delito.  No  atreviéndose  el  principe  de  Parma  á  decidir  por  si  sobre 
su  suerte,  pidió  órdenes  al  rey ,  quien  decretó  al  momento  su  su- 
plicio. Tuvo  [este  lugar  en  la  plaza  de  Quesnois,  donde  el  seDor  de 
Heez  fué  degollado  en  un  cadalso. 

Seria  muy  ocioso  y  hasta  ajeno  de  la  naturaleza  de  esta  obra, 
entrar  en  los  pormenores  de  todos  los  encuentros  que  ocurrían, 
hallándose  aquel  pais  lleno  de  tropas  que  le  cruzaban  en  todas  di- 
recciones. En  unos  pueblos  se  abrían  las  puertas  á  los  espafioles, 
otros  que  se  habian  reducido  á  la  obediencia,  volvían  de  nuevo  al 
poder  de  los  contraríos.  Fué  uno  de  los  mas  importantes  entre  es- 
tos últimos  la  plaza  de  Gourfray,  y  hasta  Malinas  sufrió  un  saqueo 
por  parte  de  los  confederados.  Por  aquel  tiempo  atacó  el  conde  de 
Mansfelt,  maestre  general  de  campo  del  ejército  espaQol,  la  plaza  de 
Buchain;  y  después  de  tenería  en  grande  aprieto,  entró  en  convenio 
con  los  sitiados,  y  les  permitió  que  saliesen  los  que  quisiesen  de  la 
plaza.  Mas  la  dejaron  minada,  y  la  mecha  encendida  en  tal  dispo- 
sición, que  solo  podría  producir  su  efecto  cuando  los  vecinos  estu- 
viesen ya  distantes  de  sus  muros.  Asi  sucedió  en  efecto,  y  cuando 
se  hallaban  ya  en  camino  los  soldados  y  demás  gente  de  la  guarni- 
ción, y  los  sitiadores  ocupados  en  aposesionarse  de  la  plaza,  re- 
ventó la  mina.  Sin  embargo,  no  hizo  todos  los  estragos  que  los  ene- 
migos aguardaban,  aunque  no  dejaron  de  volarse  mas  de  treinta 
caras,  con  peligro  de  encenderse  toda  la  ciudad,  á  cuyo  remedio  se 
acudió  muy  prontamente. 

No  andaban  acordes  los  ánimos  del  marqués  de  Rubais  y  el  con* 
de  de  Mansfelt;  veterano  este  en  el  servicio  del  rey,  pues  llevaba 
las  armas  á  su  favor  desde  el  príncipio  de  los  disturbios  de  los  Pai« 
ses-Bajos;  reden  admitido  el  otro  en  sus  filas  en  la  última  organi- 
zación que  habia  dado  al  ejércitp  el  príncipe  de  Parma.  Se  inclina- 
ba Alejandro  «as  al  último,  tal  vez  por  esta  misma  circustaneia,  ó 

Tomo  i.  88 


691  HISTOBIi  DB  VBLin  If. 

porqae  le  hacia  sombra  la  repatacioD  de  Mansfelt,  adquirida  en  tan- 
tos campos  de  batalla.  Se  hizo  mas  notable  la  poca  armonía  entre 
estos  dos  personajes,  en  un  consejo  de  guerra  celebrado  á  presen- 
cia de  Alejandro.  Opinaba  fiabais  porque  se  moviese  el  campo  so- 
bre Gambray,  importante  por  su  situación  y  por  los  muchos  par- 
tidarios del  duque  de  Anjou  que  la  consideraban  como  la  base  de 
sus  operaciones.  Pero  el  conde  de  Mansfelt  rebatió  este  dictamen, 
sosteniendo  que  merecía  ser  preferida  la  plaza  de  Nivelles,  por  es- 
tar mas  próxima  y  ser  su  expugnación  como  preludio  necesario  pa- 
ra la  toma  de  la  otra.  Entre  estos  pareceres  propendía  al  primero 
el  príncipe  de  Parma,  por  la  importancia  de  ocupar  la  plaza  de 
Cambray,  donde  á  cada  momento  aguardaban  refuerzos  de  Fran- 
cia; mas  no  por  eso  dejó  de  aprobar  la  opinión  del  conde  de  Mans- 
felt, por  no  contrariarle  demasiado.  Abrazando,  pues,  los  dos  ob- 
jetos que  al  mismo  tiempo  le  ofrecían  la  ventaja  de  separar  á  los 
dos  jefes  rivales,  encargó  al  marqués  de  Rubais  la  expedición  sobre 
Gambray,  encomendando  á  Mansfelt  la  de  Nivelles. 

Fué  muy  brevemente  terminada  esta  última.  Se  rindió  Nivelles  k 
los  tres  días  de  sitio,  y  la  guarnición  quedó  prisionera.  Era  (mucho 
mas  difícil  la  empresa  de  Rubais  por  lo  fuerte  de  Cambray,  y  el 
gran  partido  que  tenían  en  ella  los  franceses.  Guando  estaba  ya  ea 
camino  destacó  al  conde  de  Montjgny  con  objeto  de  tomar  la  plan 
de  Gondé,  muy  cercana  á  Valenciennes.  La  evacuó  la  guamicioo 
sin  aguardarle,  retirándose  á  Tournay,  con  lo  que  le  fué  moy  ftdl 
á  Montigny  apoderarse  de  lo  que  estaba  abandonado.  Mientras  tan- 
to llegó  Rubais  á  las  inmediaciones  de  Gambray,  y  comenzó  la  ope- 
ración del  sitio;  pero  cuando  mas  ocupado  estaba  en  llevarle  á  fe- 
liz término,  ocurrió  en  Flandes  otra  novedad  que  alteró  notable- 
mente el  semblante  de  las  cosas. 

Hasta  entonces  no  había  tomado  el  pronunciamiento  de  los  Paí- 
ses-Bajos un  carácter  de  rebelión  abierta  contra  el  rey  de  Espalia. 
Si  habían  corrido  á  las  armas  y  ejercido  actos  de  hostilidad  coAra 
sus  tropas,  manifestaban  dar  estos  pasos  para  defender  sus  prívile* 
gios  hollados  por  el  rey;  mas  que  de  ningún  modo  dejaban  de  re- 
conocerle como  su  seDor  natural,  á  cuya  obediencia  deseaban  vol- 
ver cuando  se  hiciese  justicia  á  sus  reclamaciones.  Ni  en  las  actas 
de  la  confederación  de  Gante,  ni  cuando  llamaron  al  archidoque 
Matías,  se  había  tenido  otro  lenguaje.  En  los  capítulos  ajustados  ea 
Vtrechty  nada  se  decía  á  favor  del  rey;  tampoco  en  contra.  Inroean- 


CAFITULO  Lin.  695 

do  n  Dombre  m  expedían  todos  los  decretos  quedábanlos  Estados: 
de  niogun  sitio  público  se  habiao  qoitado  las  armas  reales,  y  con 
so  nombre  y  busto  corría  la  moneda.  De  qae  habia  buena  fe  en  to- 
das estas  manifestaciones,  pueden  quedar  dudas:  de  que  el  príncipe 
de  Oraoge  preparaba  así  las  vías  para  llegar  de  una  vez  al  fin  de 
sus  designios,  bay  los  testimonios  mas  probables.  Estaba  el  rey  de 
EspaOa  destronado  de  becbo,  sobre  todo  en  las  proviucias  del  Norte 
y  en  gran  parte  de  las  de  Flandes  y  el  Brabante;  mas  conservaba  to- 
davía una  sombra  de  autoridad,  y  se  podía  decir  que  aunque  des-^ 
obedecido,  era  todavía  seffor  uominal  de  los  Paises*Bajos.  Con  la 
realidad,  vino  asimismo  á  destruirle  la  apariencia.  Habían  llegado 
las  cosas  al  punto  de  constituir  en  verdadera  anomalía  un  dictado 
que  estaba  en  contradicción  tan  abierta  con  los  hechos.  Se  aprove- 
chó, pues,  de  la  ocasión  el  príncipe  de  Oraoge  para  promover  efi- 
cazmente el  objeto  ten  apetecido  para  él  de  la  absoluta  independen- 
cia«  Aunque  su  ambición  le  sugería  naturalmente  el  sustituir  su  per- 
sona propia  á  la  del  rey,  era  demasiado  hábil  para  ignorar  que  no 
tenia  bástente  partido  para  ser  el  nuevo  soberano  de  los  Paises-Ba- 
jos.  Le  excluía  para  ello  entre  otras  cosas,  su  cualidad  de  protés- 
tente, cuyo  culto  no  dominaba  mas  que  en  las  provincias  de  Holan- 
da y  Zelanda,  hallándose  solo  tolerado  en  las  demás  donde  la  reli- 
gión de  la  generalidad  era  católica.  Necesíteba,  pues,  el  de  Oran- 
ge  un  príncipe  extranjero  de  este  comunión,  mas  que  diese  basten- 
tes  garantías  de  respeter  la  liberted  de  las  conciencias.  El  archidu- 
que Matías,  que  hacia  cuatro  affos  residía  en  el  país  con  el  título 
nominal  de  gobernante,  no  satisfacía  las  miras  del  príncipe  por  ser 
de  la  familia  de  Austría,  que  deseaba  alejar  para  siempre  de  los  Pai- 
ses-Bajos.  Echó,  pues,  los  ojos  sobre  el  duque  de  Anjou,  cuyos  vín- 
culos de  sangre  con  el  rey  de  Francia  y  relaciones  que  tenia  en- 
tonces con  el  partido  calviníste,  ofrecían  la  perspectiva  de  una  po- 
derosa protección  de  la  potencia  vecina,  á  que  los  príncipes  de  Nas- 
sau habían  acudido  siempre  por  socorros  en  todos  sus  conflictos. 
En  Francia  tenia  el  príncipe  de  Orange  relaciones  de  parentesco,  y 
baste  los  Estedos  á  que  debía  su  título.  Habia  pasado  á  segundas 
nupcias  con  Garíote  de  Borbon,  hija  del  duque  de  Montpensíer,  viu- 
da de  Teligny,  hijo  del  almirante  de  Golígny,  asesinado  la  misma 
noche  que  su  padre.  Mediaba  además  la  consideración,  deque  sien- 
do el  duque  de  Anjou  príncipe  joven,  de  poca  experiencia,  y  me- 
nos que  mediana  capacidad,  sería  dirígído  naturalícente  por  elprín- 


696  HISTOKA  DB  FBUPB  II. 

cipe  de  OraogCi  quien  coDservaria  de  hecho  el  supremo  poder  aoi- 
que  no  el  título  de  supremo  gobernante. 

En  el  tratado  de  la  confederación  de  ütrecht  ya  había  puesto  el 
príncipe  los  cimientos  del  edificio  que  pensaba  levantar,  haciendo 
que  se  omitiese  el  nombre  del  rey,  cuya  autoridad  ni  se  reconocía, 
ni  se  desechaba.  No  tardó  mucho  después  de  este  acto  en  conven- 
cer á  los  Estados  de  la  necesidad  de  dar  un  paso  mas,  para  salir  de 
aquella  situación  equívoca  que  los  exponíala  tantos  embarazos.  Fá- 
cil le  fué  hacerles  ver,  que  no  pudiendo  en  el  estado  en  que  se  ha- 
llaban llegar  á  una  reconciliación  sincera  con  el  rey  de  EspaDa,  era 
ya  lo  mas  seguro  para  ellos  romper  para  siempre  los  vínculos  que 
con  él  los  unían,  llamando  á  otro  seDor,  á  favor  de  cuya  poderosa 
protección  saliesen  vencedores  en  la  lucha.  Les  designó  la  persona 
del  duque  de  Aojou  como  de  mucha  importancia  para  ellos  por  sus 
inmensos  bienes,  por  sus  poderosas  relaciones  en  Francia,  por  d 
favor  de  que  disfrutaba  entonces  con  la  reina  de  Inglaterra.  Dieron 
oido  los  Estados  á  razones  é  insinuaciones,  tan  hábilmente  presen- 
tadas. En  agosto  de  1 580  se  reunieron  en  Amberes,  y  después  de 
algunas  conferencias,  decretaron:  «Que  por  no  haber  guardado  el 
»rey  Felipe  á  los  flamencos  los  privilegios  jurados,  había  caidodel 
«principado  de  Flandes;  y  que  por  esta  causa,  libres  ya  los  pueblos 
)ode  la  fe  y  obediencia  que  le  habían  jurado,  elegían  con  todo  su 
«acuerdo  y  voluntad  por  su  nuevo  príncipe  á  Francisco  de  Yalois, 
«duque  de  Aojou,  hermano  del  rey  de  Francia.»  En  virtud  de  este 
decreto,  habiéndose  reunido  otra  vez  los  Estados  en  la  Haya,  se  ex- 
pidió uii  solemne  edicto  declarando  lo  mismo,  con  orden  á  todos  los 
magistrados  y  funcionaríos  del  país,  de  prestar  juramento  de  obe- 
diencia á  dicho  príncipe,  de  derribar  las  armas  reales,  de  que  des- 
apareciesen los  sellos  y  cualquier  otro  signo  de  soberanía  del  rey  de 
España,  dejando  desde  aquel  momento  de  estamparse  su  nombre 
en  la  moneda.  Y  aunque  esta  orden  encontró  en  un  principio  bas- 
tantes obstáculos,  pues  no  todos  los  flamencos  se  hallaban  de  este 
parecer,  arrastró  á  lo  menos  la  opinión  de  los  mas,  y  unos  tras  de 
otros  todos  prestaron  el  juramento  requerido. 

Así  quedó  el  rey  de  EspaOa  despojado  de  derecho  cono  de  hecho 
del  seflorío  de  los  Países-Bajos,  á  excepción  de  las  provínolas  donde 
imperaban  las  armas  de  Alejandro.  Se  concibe  fácilmente  la  profiu* 
da  indignación  que  debió  de  causar  á  Felipe  II  una  resolución  que 
sin  duda  no  aguardaba.  Objeto  ya  de  tanto  odio  para  él  ei  príncipe 


CAPITULO  LSI.  69*7 

de  Orange,  fué  el  príocipal  blanco  de  sus  iras.  Inmediatamente  lan- 
zó contra  él  un  decreto  de  proscripción,  en  que  después  de  sacar  & 
plaza  su  ingratitud,  su  rebelión,  su  apostasia  y  i^us  traiciones,  se 
ofrecía  al  que  le  matase  la  suma  de  veinte  y  cinco  mil  escudos  de 
oro  para  él  ó  sus  herederos,  concediéndole  además  la  nobleza  per- 
sonal, y  en  caso  de  ser  noble,  el  perdón  de  todos  sus  crímenes  y 
delitos,  cualquiera  que  ellos  fuesen. 

Fué  en  Felipe  II  este  acto,  á  la  par  que  bárbaro  y  atroz,  una 
gran  falta;  pues  no  podia  pensar  que  semejante  decreto  de  pros- 
cripción quedase  sin  respuesta.  Así  la  tuvo  muy  cumplida  por  par- 
te del  príncipe  de  Orange,  que  en  son  de  hacer  su  apología,  pu- 
blicó un  manifiesto  contra  su  antiguo  sefior,  donde  no  se  escasea- 
ron ni  el  rigor  de  los  cargos,  ni  lo  duro  de  las  expresiones.  Pocos 
documentos  ofrece  el  siglo  XYI  mas  célebres  que  este  manifiesto. 
En  él  se  vindicaba  el  príncipe  de  la  acusación  de  ingrato,  haciendo 
ver  que  sus  títulos  y  posesiones  eran  propiedad  de  familia,  sin  de- 
bérselos á  Felipe  y  á  su  padre;  que  si  habia  tomado  las  armas  con- 
tra el  sefior  de  los  Paises-Bajos,  era  por  las  infracciones  cometidas 
por  este  de  los  privilegios  que  habia  jurado  tan  solemnemente;  que 
habia  sido  subdito  de  Felipe,  sefior  de  los  Paises-Bajos,  no  de  Fe- 
lipe, rey  de  Espafia;  que  si  las  crueldades  del  rey  don  Pedro  de  Gas- 
tilla  se  hablan  tenido  por  suficiente  causa  para  que  entrase  á  suce- 
darle  en  la  corona  un  príncipe  bastardo,  sin  tener  en  cuenta  los  de- 
rechos de  la  hija  del  monarca  asesinado,  habia  perdido  del  mismo 
modo  el  derecho  de  mandar  en  los  Paises-Bajos  un  rey  que  por  el 
órgano  é  instrumento  del  duque  de  Alba  habia  cometido  en  el  pais 
tan  inauditas  crueldades.  Además  de  tan  terribles  cargos,  acusaba 
el  principe  de  Orange  al  rey  de  haber  asesinado  á  su  hijo  el  prín- 
cipe don  Garlos,  y  acortado  los  dias  de  su  mujer  dofia  Isabel  de 
Yalois  por  medio  de  un  veneno;  de  estar  ya  casado  en  secreto  cuan* 
do  su  primer  matrimonio  con  dofia  María  de  Portugal,  echándole 
en  cara  otros  desórdenes  feos  que  trataba  de  cubrir  con  el  manto 
de  la  hipocresía,  etc.  Predomina  sin  duda  en  el  escrito  el  calor  y  la 
virulencia  que  son  tan  naturales  á  un  ánimo  ofendido.  De  muchos 
hechos,  no  alegaba  mas  pruebas  que  los  rumores  esparcidos  por 
los  enemigos  de  Felipe.  Mas  sí  este  escrito  no  se  puede  considerar 
como  un  documento  auténtico  de  acusación,  contribuyó  entonces  á 
aumentar  la  odiosidad  de  que  era  objeto  el  rey  de  Espafia.  Le  aco- 
gieron los  Estados  de  Flandes  con  las  muestras  de  la  mas  viva  sim- 


698  mSTOEIi  DB  FKUPB  u. 

patía,  y  los  protestantes  todos  con  demostraciones  de  entusiasmo. 

Poco  tiempo  despaes  de  la  declaración  hecha  en  Amberes  y  del 
edicto  de  la  Haya,  salió  de  los  Paises-Bajos  el  archiduqae  Ma- 
tías (1),  sumamente  descontento  del  desaire .  que  con  el  nombra^ 
miento  del  duque  de  Anjou  se  habia  hecho  á  su  persona.  Al  mis- 
mo tiempo  enviaron  los  Estados  embajadores  á  este  último  príncipe, 
haciéndole  saber  la  determinación  que  hablan  tomado.  Los  recibió 
el  duque  de  Anjou  con  bondad,  y  aceptó  el  cargo  con  que  los  de 
Flandes  le  hablan  revestido.  ¿Qué  parte  habia  tomado  en  todo  esto 
el  rey  de  Francia?  ¿Habían  obrado  los  estados  de  Flandes  por  sus  in- 
sinuaciones, ó  á  los  menos  con  su  consentimiento?  Las  dos  cosas 
son  posibles  y  aun  probables,  á  pesar  de  que  el  rey  de  Francia  te- 
mía mucho  el  comprometerse  con  el  rey  católico.  Verdaderamente, 
la  autoridad  del  rey  Enrique  UI  en  sus  Estados  era  muy  precaria, 
supeditado  como  estaba  por  la  liga  santa,  que  recibía  otras  influen- 
cias que  la  suya.  Por  una  parte,  no  le  podía  ser  desagradable  la 
idea  de  deshacerse  de  un  hermano,  cuyas  intrigas  y  conexiones  con 
sus  propios  enemigos  le  suscitaban  á  cada  paso  disgustos  y  emba- 
razos: por  la  otra  debía  de  halagarle  la  iofluencia  que  sin  duda  por 
la  elección  del  príncipe  de  Anjou,  iba  á  ejercer  en  los  Países-Bajos. 
Consintió,  pues,  en  lo  que  tal  vez  no  podía  impedir,  en  lo  que  de- 
bía serle  útil  bajo  dos  aspectos;  mas  receloso  siempre  de  ofender  k 
Felipe  H,  le  envió  un  embajador  para  darle  parte  de  sus  embarazos 
protestando  que  no  habia  tomado  la  mas  pequefia  parte  en  la  de- 
claración de  los  Estados,  así  como  no  podía  impedir  el  que  su  re- 
solución se  llevase  á  su  debido  efecto.  Para  dar  mas  pruebas  de  su 
sinceridad,  dispuso  que  no  acompaOasen  al  príncipe  [tropas  suyas, 
y  sí  que  echase  mano  de  voluntarios  que  sirviesen  bajo  su  propia 
bandera,  y  fuesen  pagados  asimismo  por  su  cuenta. 

Al  rey  de  EspaDa,  no  satisfacieron  las  protestaciones  del  de  Fran- 
cia. Mas  á  pesar  de  lo  ofendido  que  se  hallaba  de  este  principe,  i 
pesar  de  lo  que  acrecentaba  su  indignación  contra  los  Estados  ios 
refuerzos  que  iban  á  recibir  del  príncipe  francés,  aparentó  quedar 
tranquilizado  con  las  explicaciones  de  Enrique  HI,  y  no  pensó  en 
hostilizarle  abiertamente.  En  esto  se  condujo  con  habilidad  y  como 
cumplía  á  su  política.  Duefio  entonces  en  cierto  modo  de  la  liga 


(1)  Este  archidnqte  fué  elevado  á  la  silla  delimperio  en  1611,  á  la  muerte  del  emperador 
dnlfo,  que  no  dejó  hiijoa,  habiendo  ya  fallecido  también  9<n  sucesión  todos  soa  hermanos,  pvea  lU^ 
tlaaera  el  último. 


CAPÍTULO  in.  699 

santa»  tenía  mas  medios  de  hacer  daDo  al  rey  de  Francia,  qae  por 
los  de  ana  guerra  abierta.  Recorriendo  á  este  último  extremo,  con- 
citaba contra  sí  los  ánimos  de  toda  la  nación  francesa,  en  lugar  de 
que  permaneciendo  pasivo  tenia  ganada  la  generalidad,  pues  casi 
todos  los  catolices  ardientes  eran  miembros  de  la  liga. 

Mientras  se  llevaban  adelante  estas  negociaciones,  perdió  el  prín-  - 
cipe  de  Orange  por  sorpresa  la  plaza  importante  de  Breda,  ciudad 
de  su  propio  patrimonio.  Por  otra  parte,  el  marqués  de  Robáis  es- 
trechaba la  plaza  de  Gambray,  poniendo  cuantos  medios  podia  para 
apoderarse  de  ella  antes  que  llegase  el  príncipe  francés,  quien  se 
movió  de  París  á  la  cabeza  de  doce  mil  hombres  de  infantería  y  cua- 
tro mil  caballos  con  dirección  á  los  Paises-Bajos.  Envió  delante  una 
división  de  cuatro  mil  hombres  para  que  entrasen  en  Gambray;  mas 
no  pudieron  conseguirlo  por  los  esfuerzos  del  marqués  de  Rubais 
que  de  cerca  la  estrechaba.  Con  este  motivo  tuvo  el  duque  de  An- 
jou  que  avanzar  con  el  grueso  de  su  ejército.  Deliberó  el  príncipe 
de  Parma  en  su  Gonsejo  sobre  si  se  saldría  al  encuentro  del  francés; 
mas  por  lo  escaso  de  su  fuerza  entonces,  que  no  llegaba  á  seis  mil 
hombres,  se  resolvió  levantar  el  sitio  de  Gambray,  retirándose  para 
buscar  mas  dichosa  coyuntura.  Gon  esto  entró  el  duque  de  Ánjou  sin 
obstáculo  en  la  plaza^  donde  foé  recibido  con  festejos,  con  aclama- 
ciones, y  hasta  con  el  título  de  padre  de  la  patria.  Mas  aquí  termi- 
nó por  entonces  la  expedición  del  duque  de  Anjou,  seguido  de  tro- 
pas mercenarias,  cuyas  pagas  no  podia  continuar  por  falta  de  recur- 
sos, y  que  se  le  iban  desertando  poco  á  poco  por  esta  misma  cir- 
cunstancia. Así  cuando  los  Estados  de  Flandes  y  aun  el  mismo  prín- 
cipe de  Orange,  sabedores  de  su  entrada  en  el  pais,  le  instaron  á 
que  pasase  adelante  y  se  aprovechase  de  su  próspera  fortuna,  le 
respondió  el  príncipe  francés  que  le  era  imposible  hacerlo  por  falta 
de  tropas  y  dinero.  Sin  duda  contaba  el  duque  de  Anjou  con  hallar 
grandes  recursos  en  los  Paises-Bajos,  así  como  los  Estados  imagi- 
naban que  el  príncipe  francés  se  presentaría  muy  provisto  de  dine- 
ro y  seguido  de  fuerzas  muy  considerables. 

Se  apoderó  sin  embargo  el  duque  de  Anjou,  á  pesar  desusapu-^ 
ros,  de  Gateau-Gambresis  y  del  fuerte  de  Chatelet.  Mas  viéndose 
abandonado  de  sus  tropas,  sin  tener  con  que  pagarlas,  sin  recibir 
socorros  [de  su  hermano,  por  no  atreverse  Enríque  III  á  romper 
tan  abiertamente  con  el  rey  de  Espafia,  tomó  la  resolución  de 
marcharse  á  Inglaterra,  esperando  poderosos  auxilios  de  la  reina 


700  mSTORU  DI  FBLIPS  II. 

Isabel,  coD  quien  teoia  pendiente  la  negociación  de  matrimonio. 

Es  un  hecho  singular  que  esta  princesa  tan  hábil,  tan  entendida 
en  todas  las  materias  de  gobierno,  tan  resuelta,  como  lo  manifestó 
en  todo  el  curso  de  su  vida,  á  permanecer  soltera,  por  no  partir 
con  ninguno  la  autoridad,  de  que  era  tan  celosa,  hubiese  tratado 
cuatro  ó  cinco  veces  de  casarse,  sin  intención  de  verificar  su  enlace 
con  ninguno.  En  medio  de  su  gran  prudencia,  cedía  demasiado  & 
los  instintos  de  mujer,  y  le  halagaba  extremadamente  la  idea  de  ser 
buscada,  requerida  y  obsequiada.  Se  habia  creido  que  se  desposa- 
ria  con  el  conde  de  Leicester,  su  privado  y  favorito:  después  le  asig- 
nó  la  fama  por  esposo  á  don  Juan  de  Austria,  al  mismo  Enrique  Ul, 
rey  de  Francia,  y  &  otros  personajes,  siendo  el  duque  de  Anjou  el 
último  de  sus  presuntos  novios.  Parecía  una  locura  el  proyecto  de 
enlace  con  este  principe,  veinte  y  un  años  mas  joven,  que  ni  po- 
seía las  gracias  de  una  persona  bien  apuesta,  ni  se  hallaba  ador- 
nado  de  un  mérito  ó  de  una  ilustración  que  pudiese  hacerie  agra- 
dable á  los  ojos  de  la  reina.  No  dejaban  de  vituperar  esta  elección 
sus  celosos  consejeros  creyéndola  sincera;  mas  los  hechos  hicieron 
ver  que  no  era  para  ella  mas  que  un  agradable  pasatiempo.  En  es- 
ta segunda  visita  á  la  reina  Isabel,  halló  el  duque  de  Anjoa  la  mis- 
ma acogida,  las  mismas  demostraciones  de  obsequio,  las  mismas 
expresiones  de  caríOo  de  que  habia  sido  objeto  en  la  primera,  sin 
que  en  medio  de  tantas  fiestas,  tantos  regocijos  y  todo  género  de 
diversiones,  se  adelantase  nada  en  el  asunto  de  la  boda.  Acaso  no 
pensaba  ya  seriamente  en  ella  el  principe  francés;  mas  como  este 
segundo  viaje  tenia  asimismo  un  fin  político,  cual  era  obtener  au- 
xilios de  Isabel  para  hacer  efectivo  su  nombramiento  de  principe  y 
sefior  de  los  Paises-Bajos,  no  se  contentó  con  palabras  la  reina  de 
Inglaterra,  y  la  que  tres  affos  antes  habia  visto  con  tanta  inquietud 
la  entrada  del  duque  de  Anjou  en  los  Paises-Bajos,  le  proveyó  aho- 
ra no  solo  de  dinero,  sino  de  buques  y  soldados  con  que  pudiese 
presentarse  en  sus  nuevos  Estados  con  dignidad  y  medios  de  llevar 
adelante  un  proyecto  en  que  se  interesaba  la  política  de  la  reina  in- 
glesa, tan  deseosa  siempre  de  arrancar  á  los  Países-Bajos  de  la  do- 
minación del  rey  de  Espafia. 

Se  despidió  el  duque  de  Anjou  de  Isabel,  agradecido  á  sus  Alva- 
res, aunque  con  menos  ilusiones  que  la  vez  pasada  sobre  el  pro- 
yectado matrimonio.  Se  embarcó  en  sus  navios  con  dirección  á  los 
Paises-Bajos,  y  en. la  primavera  de  1581  llegó  á  Amberes,  d<mde 


Cá»ÍTDLO  Ltn.  101 

le  agoardaban  los  Estados,  los  principales  personajes  del  pais,  con 
el  principe  de  Oraoge  á  la  cabeza.  Faé  su  entrada  magnifica,  acom- 
pasada de  todo  el  aparato,  pompa  y  esplendor,  con  que  se  empe- 
fiaron  los  flamencos  en  recibir  al  nuevo  principe.  Iba  vestido  con 
todas  las  insignias  de  duque  soberano,  como  en  aquellos  tiempos 
se  estilaba;  y  rodeado  de  magnates,  entre  el  estruendo  de  la  arti- 
llería, repique  de  campanas  y  la  música  de  varios  instrumentos, 
prestó  juramento  en  manos  de  los  Estados,  de  respetar  las  leyes  y 
privilegios  del  pais,  guardando  en  todo  las  cláusulas  y  condiciones 
de  su  nombramiento. 

Fué  la  llegada  del  duque  de  Anjou  muy  bien  acogida,  tanto  en 
Amberes  como  en  el  resto  de  los  Paises-Bajos.  Aunque  en  dicba 
ciudad  no  se  profesaba  desde  algún  tiempo  el  culto  católico,  se  man- 
dó abrir  en  obsequio  del  nuevo  sefior  un  templo  para  los  de  esta 
comunión;  rasgo  de  obsequio  que  agradó  sobremanera  al  principe. 
Por  muchos  dias  duraron  los  festejos  con  que  se  celebró  su  llegada 
á  esta  capital  de  los  Paises-Bajos.  Has  fueron  terminadas  tantas 
demostraciones  de  alegría  con  un  suceso  lamentable. 

Producía  su  efecto  el  decreto  de  proscripción,  lanzado  por  el  rey 
Felipe  contra  la  persona  del  príncipe  de  Orange.  Al  cebo  de  los 
veinte  y  cinco  mil  escudos  de  oro  prometidos,  se  agregaba  el  mé- 
rito contraído  por  un  católico,  en  asesinar  á  un  príncipe  enemigo 
de  Dios  y  de  su  Iglesia,  acto  que  en  aquellos  tiempos  pasaba  por 
eminentemente  religioso,  por  altamente  heroico.  Concibió  el  pro- 
yecto de  asesinato  un  tal  Anaster  ó  Anastro,  mercader  de  Amberes, 
y  aun  se  dice  que  para  ello  recibió  sugestiones  de  EspaBa,  y  hasta 
cartas  del  rey,  con  oferta  de  ochenta  mil  escudos,  á  mas  de  los 
veinte  y  cinco  mil  que  estaban  prometidos.  No  atreviéndose  Anas- 
tro  á  cometer  el  acto  por  sí  mismo,  lo  encargó  á  un  criado  suyo, 
llamado  Juan  de  Jáuregui,  vizcaíno,  joven  robusto,  educado,  como 
es  de  suponer,  en  el  culto  católico,  y  enemigo  mortal  de  los  here- 
jes. Recibió  este  la  comisión  con  muestras  de  alegría,  y  al  hablár- 
sele  de  la  recompensa  ofrecida  por  el  rey  á  quien  ejecutase  el  acto, 
respondió  que  no  necesitaba  premio  alguno  para^  emprender  una 
acción  tan  grata  á  Dios,  tan  útilá  los  intereses  de  la  Iglesia.  Se  pre- 
paró pues  á  ella  con  fervor;  confesó  con  un  fraile  dominico,  llama- 
do Pigmerman,  y  recibió  la  comunión  de  manos  de  este  religioso. 
Lo  único  que  pidió  á  su  amo,  fué,  que  como  él  estaba  seguro  de  mo* 
rir,  suplicase  al  rey  atendiese  á  la  subsistencia  de  su  anciano  padre. 

Tomo  i.  89 


70t  HISTORU  DE  FBL1PB  U. 

Cumplió  el  joven  vízcaino  su  palabra.  Como  sabia  bien  la  lengua 
del  país,  no  le  fué  difícil  penetrar  en  el  palacio  del  príncipe  de 
Orange,  á  la  sazón  que  este  daba  un  banquete  á  sus  amigos.  Con- 
cluido el  festín,  pasó  el  príncipe  á  su  cuarto,  y  el  vizcaíno,  que  en 
medio  de  la  confusión  de  los  criados  y  sirvientes  no  le  jurdía  de 
vista  ni  un  momento,  siguió  sus  pasos,  y  cuando  halló  ocasión,  le 
disparó  una  pistola,  cuya  bala  le  atravesó  las  dos  mejillas,  sin  de- 
jarle muerto.  Entonces  quiso  el  vizcaíno  recurrir  á  otra  pistola  para 
acabarle;  mas  por  la  casualidad  de  estar  demasiado  cargada,  re- 
ventó, inutilizando  la  mano  y  la  acción  del  asesino.  Al  ruido  acu- 
dieron los  amigos  y  criados  del  príncipe,  de  cuyo  furor  fué  víctima 
Jáuregui  en  el  acto.  Pronto  se  conoció  que  la  herida  no  era  mortal, 
con  lo  que  se  sosegó  algún  tanto  el  ánimo  de  sus  allegados. 

Mas  el  lance  pudo  ser  mas  serio  por  las  circunstancias  que  le 
acompañaron.  Inmediatamente  que  fué  público  en  Amberes,  se  es- 
parcieron los  rumores  de  que  el  golpe  había  sido  provocado  por  el 
príncipe  francés,  deseoso  de  deshacerse  de  una  persona,  cuya  au- 
toridad é  influencia  en  el  país  tal  vez  le  molestaban.  No  se  babia 
borrado  todavía  el  recuerdo  de  las  matanzas  de  San  Bartolomé, 
precedidas  por  el  asesinato  del  almirante  Coligny ,  y  en  que  habia 
tomado  una  parte  tan  activa  el  que  era  entonces  rey  de  Francia.  El 
miedo  en  unos,  y  el  deseo  de  venganza  en  otros,  hizo  correr  á  las 
armas  á  los  habitantes  de  Amberes,  y  estaba  ya  muy  próximo  á 
estallar  entre  ellos  y  los  franceses  un  conflicto  serio,  cuando  por 
casualidad  se  halló  en  los  bolsillos  del  asesino  un  escrito,  en  que 
constaba  su  nombre  y  demás  circunstancias  que  habían  mediado, 
y  dejamos  referidas;  Inmediatamente  se  apresuró  el  príncipe  Mau- 
ricio, hijo  del  herido,  á  divulgar  esta  especie  en  la  ciudad,  con  lo 
que  se  aquietaron  los  ánimos  amotinados.  Se  expuso  al  público  el 
cadáver  del  asesino,  que  se  reconoció  por  criado  de  Anastro,  y  como 
este  se  puso  en  fuga,  se  prendió  á  su  secretario^  cómplice  del  acto. 
También  se  echó  mano  al  fraile  Pigmerman ,  y  habiendo  confesado 
los  dos  su  participación  en  el  delito,  fueron  ajusticiados  en  garrote, 
y  hechos  después  cuartos,  colocándose  los  trozos  en  las  principales 
puertas  de  la  plaza. 

Curó  pronto  de  sus  heridas  el  príncipe  de  Orange,  y  recobró  la 
salud  que  necesitaba,  para  dirigir  con  toda  actividad  los  nególos 
que  estaban  á  su  cargo.  En  cuanto  al  peligro  que  acababa  de  corrw, 
conocía  demasiado  las  costumbres  y  tendencias  de  su  siglo,  para  no 


CAPITULO  un.  703 

presentir  la  infinidad  de  pofiales  que  habia  afilado  contra  su  pecho 
el  decreto  de  proscripción  del  rey  de  España. 

No  se  descuidaba  mientras  tanto  el  príncipe  de  Parma  en  llevar 
adelante  las  operaciones  militares.  Sus  tropas  no  eran  muchas,  y 
los  enemigos  se  hablan  reforzado  con  las  que  acababan  de  llegar  de 
Francia.  Cada  vez  se  le  hacia  mas  sensible  la  falta  de  los  espafioles 
y  mas  tropas  extranjeras  que  hablan  salido ^del  pais,  en  virtud  del 
último  tratado  de  pacificación  con  los  valones.  Deseoso  vivamente 
de  su  vuelta,  sondeó  Alejandro  á  los  principales  personajes  del  pais 
que  mas  se  hablan  empefiado  en  la  expulsión ,  y  logró  con  insinua- 
ciones indirectas,  no  solo  vencer  sus  repugnancias,  sino  hacerles 
desear  la  vuelta  de  las  tropas  extranjeras,  como  indispensables  para 
llevar  adelante  la  guerra  con  buen  éxito.  Las  mismas  autoridades 
del  pais  le  propusieron  que  las  pidiese  al  rey,  y  Alejandro  se  apro- 
vechó al  momento  de  tan  Favorable  disposición,  haciendo  ver  á  Fe« 
lipe  II  la  necesidad  de  la  medido.  Accedió  el  rey ,  como  puede  su- 
ponerse, y  mandó  inmediatamente  que  se  pusiesen  en  movimiento 
para  Flandes  cuatro  tercios  espafioles,  que  componían  entre  todos 
diez  mil  hombres,  con  lo  que  se  aumentaron  considerablemente  las 
fuerzas  del  principe  Alejandro;  mas  antes  de  su  llegada,  que  tuvo 
lugar  á  mediados  de  1582,  ya  hablan  comenzado  las  operaciones 
militares  de  este  príncipe,  y  que  vamos  á  recorrer  del  modo  sucin- 
to, y  usado  hasta  ahora;  pues  la  relación  circunstanciada  de  todas 
las  batallas,  sitios  de  plazas,  y  de  todo  género  de  encuentros  que 
tuvieron  lugar  en  estas  guerras,  ocuparía  mas  espacio  del  que  he- 
mos destinado  á  toda  la  historia  en  que  nos  ocupamos. 

Dejamos  ad  príncipe  en  retirada  de  las  inmediaciones  de  Gam- 
bray,  por  no  hallarse  con  fuerzas  suficientes  para  hacer  cara  al  du- 
que de  Anjou,  que  á  dicha  plaza  se  acercaba.  A  esta  especie  de 
derrota,  se  siguió  la  pérdida  del  fuerte  de  San  Guillen;  mas  volvió 
este  pronto  &  caer  en  nuestras  manos.  ^ 

Entre  tanto  recelosa  siempre  la  corte  de  Francia  del  enojo  que 
causarla  al  de  Espafia  la  expedición  de  los  Paises-Bajos  del  duque 
de  Anjou,  envió  un  comisionado  al  príncipe  Alejandro,  para  ha- 
cerle ver  la  ninguna  parte  activa  del  rey  en  un  movimiento  que 
habia  tenido  lugar,  sin  prestarle  por  su  parte  ningún  género  de 
auxilios,  y  del  que  no  podia  redundarle  la  menor  ventaja.  Sin  duda 
tuvo  esta  misión  por  objeto,  el  averiguar  de  mas  cerca,  si  se  habia 
creido  llegar  el  momento  de  romper  las  paces  que  existían  de  be-* 


IH  fflSTORIA.  DB  nUFB  II. 

cho  entre  EspaOa  y  Fraocía;  mas  Alejandro,  habiendo  recibido 
cortesmente  á  ios  enviados,  les  respondió  que  era  un  asonto  con- 
cerniente al  rey,  á  quien  debían  dirigirse,  y  de  ningún  modo  á  su 
persona,  pues  por  su  parte  no  tenia  mas  negocios  que  el  de  conti- 
nuar la  guerra,  que  contra  los  enemigos  de  su  rey  estaba  ya  em- 
pezada. 

El  conde  de  Reraeber,  gobernador  de  Frísia,  vuelto  poco  tiempo 
hacia  al  servicio  del  rey,  acababa  de  morir  en  la  flor  de  su  edad, 
atribuyéndose  este  acontecimiento  por  los  confederados  á  castigo 
del  cielo,  por  haber  abandonado  su  causa,  y  pasándose  al  rey,  á 
quien  se  llamaba  tirano  de  los  Paises-Bajos.  Varios  personajes  del 
pais  desearon  reemplazar  al  gobernador  difunto;  mas  el  príncipe  de 
Parma  prefirió  para  este  cargo  á  Francisco  Verdugo,  capitán  espa- 
fiol,  que  se  habia  distinguido  en  aquellas  guerras,  y  cuya  fidelidad 
estaba  á  toda  prueba.  Además,  reunia  la*circunstancia  de  hallarse 
enlazado  con  una  de  las  familias  mas  ricas  del  pais,  y  de  estar  per- 
sonalmente interesado  en  la  restauración  del  poder  del  rey  de  Es- 
paña. Habiendo  puesto  á  su  disposición  bastantes  fuerzas  para  sos- 
tener la  campafia  por  el  lado  del  Norte,  tomó  otra  vez  el  hilo  de 
sus  operaciones  por  el  del  Mediodía. 

Fué  su  primer  movimiento  de  importancia  embestir  la  plaza 
fuerte  de  Tournay,  en  la  provincia  de  Flandes,  en  los  confines  del 
Haynault,  ciudad  ademas  muy  importante,  por  los  muchos  refu- 
giados de  la  religión  reformada  que  hablan  tomado  asilo  en  sos  ma- 
ros, procedentes  de  Gondé,  Nivelles,  y  otros  mas  puntas  que  aca- 
baban de  caer  en  manos  de  los  espaOoles.  No  pensaba  el  príncipe 
de  Orange,  con  que  el  de  Parma  emprendería  el  sitio  de  una  plaza 
tan  fuerte  á  la  entrada  del  invierno;  mas  Alejandro  hizo  ver  que 
era  muy  serio  su  designio,  pues  haciendo  conducir  por  los  ríos  que 
corren  cerca  de  Tournay,  y  sobre  todo  el  de  Escalda,  víveres  en 
abundancia,  municiones  y  piezas  gruesas  de  batir,  puso  el  ^tio 
formal  á  la  plaza  el  I.""  de  octubre  de  15S1.  Estaba  ausente  á  la 
sazón  el  gobernador  Pedro  Melun,  príncipe  de  Espíoois;  mas  suplía 
á  la  sazón  sus  veces  Francisco  Diobiou,  capitán  valiente  y  experi- 
mentado, quien  no  hizo  sentir  la  falta  del  antiguo  jefe,  aunque 
también  concurrían  en  la  persona  de  este  prendas  de  militar  va- 
liente y  experimentado.  Se  preparó  animosa  la  guarnición  á  todos 
los  azares  del  sitio,  y  en  la  decisión  del  vecindario,  encontró  el  go- 
bernador auxilios  de  grandísima  importancia. 


CAPITULO  luí.  105 

Comenzó  el  ataqae  de  los  espafioles  por  el  del  baluarte  de  San 
Martio,  sitaado  en  la  puerta  de  este  nombre,  y  como  aislado  del 
resto  de  las  fortificaciones.  Después  de  varias  embestidas,  en  que 
los  enemigos  hicieron  ¿ran  resistencia,  se  apoderaron  los  nuestros 
de  los  fosos,  y  por  medio  de  escalas  llegaron  á  lo  alto  de  I9S  mu- 
ros, de  que  se  apoderaron;  ventaja  de  consideración,  pues  desde 
dicho  fuerte  dominaban  el  resto  de  la  plaza. 

El  gobernador,  príncipe  Espinéis,  en  la  imposibilidad  de  pene- 
trar con  auxilios  en  Tournay,  se  situó  en  Oudenarda,  á  tres  leguas 
de  distancia,  con  objeto  de  hacer  reconocimientos  y  hostilizar  las 
líneas  de  los  sitiadores;  mas  sus  tropas  enviadas  á  este  fin,  fueron 
rechazadas  por  las  de  Alejandro,  quien  no  perdonó  medio  alguno 
de  alejar  constantemente  al  enemigo  de  las  inmediaciones  de  la 
plaza. 

Guando  mas  empefiado  se  bailaban  en  sus  operaciones,  vino  á 
aumentar  el  entusiasmo  de  sus  tropas  las  noticia  de  una  victoria, 
conseguida  por  Francisco  Verdugo,  en  Frisia,  contra  Adolfo  de  Nas- 
sau y  el  coronel  inglés  Norris,  que  habia  atacado  su  campo  atrin- 
cherado. Inferior  al  espafiol  en  caballería,  se  habia  atenido  á  la  de- 
fensa de  sus  líneas;  mas  cuando  el  enemigo,  seguro  de  la  victoria, 
se  acercaba  ya  á  tomarlas,  puso  en  movimiento  su  infantería,  la 
que  rechazó  &  los  asaltadores,  y  los  puso  en  dispersión,  con  grande 
pérdida,  habiendo  quedado  heridos  Adolfo  de  Nassau  y  el  coronel 
de  los  ingleses. 

Después  de  emplear  el  uso  de  la  mina,  que  causó  bastantes  des- 
trozos en  los  muros  de  Tournay,  trató  Alejandro  de  atacarla  por 
dos  partes,  habiendo  precedido  una  arenga  suya  militar,  según 
acostumbraba  en  lances  de  esta  clase.  Atacaron  sus  tropas  con  de- 
nuedo, mas  no  fueron  felices  en  la  tentativa.  Se  hallaba  la  guarni- 
ción muy  animada  contra  las  tropas  de  Farnesio,  y  además  el  go- 
bernador, que  era  un  hombre  de  mucha  actividad  y  de  experien- 
cia, no  perdonaba  medio  de  sacar  utilidad  de  las  buenas  disposi- 
ciones de  los  defensores.  Por  otra  parto,  se  hallaba  dentro  de  la 
princesa  de  Espinéis,  esposa  del  gobernador  ausente,  mujer  ani- 
mosa y  esforzaday  que  corría  á  los  parajes  de  mas  riesgo,  ani- 
mando con  su  voz  y  su  ejemplo  á  los  soldados:  A  pesar  pues  de  los 
ejemplos  de  Alejandro  y  de  las  exhortaciones  de  los*  jefes  principa- 
les, tuvieron  que  retirarse  las  tropas  del  asalto,  no  pudiendo  resis- 
tir á  la  furia  de  los  de  adenítro,  que  con  armAs,  con  piedras,  coit 


70C  HISTOBIÁ  DB  FBUra  11. 

materias  íaflamadas,  les  caosaban  grande  mortandad,  habiendo 
precipitado  á  muchos  de  ellos  en  el  fbso.  Aanque  no  fué  grande  la 
pérdida  del  ejército  español,  la  hizo  muy  considerable  el  número  de 
los  jefes  de  distinción  que  quedaron  fuera  de  combate.  Salió  herido 
el  mismo  Alejandro  de  una  pedrada  que  le  dejó  por  un  tiempo  sin 
sentido;  mas  se  restableció  pronto  con  grande  alegría  de  los  suyos, 
que  ya  le  daban  por  perdido. 

Mientras  el  príncipe  de  Parma  tenia  tan  cercada  la  plaza  de 
Tournay,  estuvo  á  pique  de  perder  la  de  Gravelinas,  que  fué  ata- 
cada una  noche  de  improviso  por  tropas  inglesas,  y  de  los  confede- 
rados, que  estaban  de  inteligencia  con  parte  de  las  tropas  que  la 
guarnecían.  Guando  los  llevaban  ya  escalada  la  mayor  parte  de  los 
muros,  recibió  aviso  oportuno  el  gobernador,  y  acudió  inmediata- 
mente con  las  tropas  fieles.  Los  asaltadores  desistieron  del  intento, 
y  se  alejaron  de  la  plaza,  cubiertos  como  las  tinieblas  como  hablan 
venido.  El  jefe  de  los  ingleses,  llamado  Presten,  no  queriendo  aco- 
gerse á  los  buques  que  los  esperabao,  tomó  con  sus  tropas  el  ca- 
mino de  Tournay,  con  objeto  de  meterse  dentro  de  la  plaza,  lo  que 
ejecutó,  habiendo  tenido  la  noticia  del  santo  que  hablan  dado  aqueUa 
noche  á  las  guardias  avanzadas.  Con  este  seguro  pasó  por  medio  de 
los  enemigos,  y  entró  sin  novedad  por  las  puertas  de  Tournay,  sin 
que  lo  sospechase  nadie.  Guando  se  supo  el  engafio  y  se  quiso 
echar  tras  de  ellos,  ya  era  tarde.  Sirvió  esta  estratagema  para  que 
el  príncipe  de  Parma  prohibiese  dar  ningún  santo  en  adelante, 
mandando  que  nadie  pasase  de  un  punto  k  otro  durante  la  noche, 
sin  previo  reconocimiento  de  los  puestos  avanzados. 

A  pesar  del  pequefio  refuerzo  que  recibió  la  plaza  de  Toninay, 
á  pesar  del  desafecto  que  algunos  en  el  campo  espaOol  profesaban 
á  la  causa  de  los  españoles,  lo  que  se  echaba  de  ver  por  las  inteli- 
gencias que  tenían  con  los  enemigos ,  era  ya  imposible  á  los  de  la 
plaza  el  sostener  por  mas  tiempo  un  cerco  que  los  tenia  reducidos 
á  los  mayores  apuros,  privándolos  de  toda  comunicación  con  los  de 
afuera.  Sabían  el  mal  resultado  de  la  intentona  sobre  Gravelinas, 
y  además  los  inútiles  esfuerzos  que  hacia  el  príncipe  de  Espinois 
para  acometer  el  campo  de  Alejandro.  Ni  los  esfuerzos  del  gober- 
nador, ni  las  persuasiones  de  la  princesa,  fueron  suficientes  para 
que  el  vecindario  quisiese  arrostrar  por  segunda  vez  los  Horrores  y 
consecuencias  de  un  asalto.  Fué,  pues,  preciso  rendir  la  plaza  bajo 
condiciones,  que  por  su  poca  dureza  manifiestan  los  grandes  deseos 


apilTiLO  un.  "lOl 

que  animabaD  al  de  Parma,  de  hacerse  cnanto  mas  antes  dnefio  de 
ella.  Se  permitió  la  salida  con  sus  armas  á  las  tropc\^  de  la  guar- 
nición, y  asimismo  á  los  vecinos  que  quisiesen  llevarse  sus  efectos; 
se  dejó  en  libertad  de  conciencia ,  mas  sin  ejercicio  público  de  su 
culto,  ¿  los  de  la  religión  reformada  que  quisiesen  permanecer  en 
la  ciudad,  permitiéndoles  en  todo  caso  la  salida  con' sus  efectos,  en 
caso  de  tomar  este  último  partido.  Se  cumplió  la  capitulación  con 
fidelidad  por  ambas  partes ;  mas  los  magistrados  de  la  dudad  se 
quejaron  al  príncipe  de  Parma,  de  que  entre  los  efectos  de  la  prin- 
cesa, del  gobernador  y  otros  principales  personajes,  iban  muchos 
vasos  sagrados  y  efectos  de  particulares,  que  desde  el  principio  del 
sitio  hablan  sido  tr&sladados  á  la  cindadela.  Asi  se  vio  en  efecto, 
cuando  por  orden  de  Alejandro  fueron  registrados  los  equipajes  de 
las  pertonas  ya  indicadas.  Volvieron  los  objetos  á  sus  duefios ,  y 
esto  dio  á  los  magistrados  mas  facilidad  para  cubrir  los  pedidos, 
que  por  via  de  indemnización  les  hizo  el  príncipe  de  Parma. 

Se  tomó  la  plaza  de  Tournay  en  30  de  noviembre  de  1*581,  sin 
que  en  todo  aquel  invierno  se  hubiese  emprendido  operación  nin- 
guna de  jmportancia.  En  la  primavera  del  aOo  1582  emprendió 
Alejandro  el. sitio  de  Oudenarda,  situada  sobre  el  Escalda ,  que  la 
divide  en  dos  partes  casi  iguales.  Se  consideraba  entonces  como  una 
de  las  plazas  mas  fuertes  de  los  Paises-Bajos ;  tanto  que  el  francés 
Lanoue,  uno  de  sus  principales  ingenieros ,  le  daba  el  nombre  de 
segunda  Rochela.  Se  admiró  este,  y  asimismo  el  príncipe  de  Oran- 
ge,  que  el  de  Parma  se  atreviese  k  tanto ;  mas  como  habían  salido 
errados  sus  pronósticos  cuando  el  cerco  de  Tournay,  no  dudó  Ale- 
jandro en  acometer  esta  segunda  empresa ,  que  produjo  para  él  los 
mismos  resultados  que  la  otra.  Algo  paralizó  sus  operaciones  de  si- 
tio un  motin  que  se  susbitó  en  su  campo  ,  promovido  por  las  mis- 
mas causas  que  habían  excitado  tantos  movimientos  de  esta  clase, 
á  saber,  el  atraso  de  las  pagas.  Comenzó  la  sedición  en  el  tercio 
de  alemanes,  quienes  al  recibir  una  mensualidad  que  se  daba  á  todo 
el  ejército  por  orden  de  Alejandro  á  cuenta  de  sus  alcances,  decla- 
raron que  no  la  querían  sino  doblada ,  pues  así  se  les  debía.  Vol- 
vieron los  rebeldes  pronto  &  su  deber  por  la  presencia  de  ánimo  de 
Alejandro,  que  corrió  á  ellos  sin  tener  en  cuenta  las  picas  vueltas 
contra  cualquiera  que  tratase  de  acercárseles.  Llegó  el  valor  del 
general  espafiol  á  penetrar  en  medio  del  tercio  y  sacar  arrastrando 
á  uno  de  los  alféreces  y  entregarle  al  preboste  para  que  le  ahorca- 


708  mSTOBIÁ  DB  IBUFB  II. 

seo  al  momento,  sin  que  se  atreTÍesen  k  proferir  una  palabra  los 
alemanes,  atónitos  con  esta  inlripidez  y  saogre  fría.  Entonces  mao- 
dó  Alejandro  á  la  caballería  que  rodease  el  tercio,  é  intimó  al  coro- 
nel la  orden  de  que  por  cada  compañía  le  enviase  dos  para  ser  ahor- 
cados al  momento.  Salieron  efectivamente  veinte  de  las  filas:  cod 
el  espectáculo  de  su  suplicio  quedaron  los  dem&s  arrepentidos,  é 
imploraron  la  misericordia  del  general  en  jefe ,  quien  los  volvió  á 
su  gracia ,  resignándose  los  alemanes  á  recibir  el  dinero  que  les 
estaba  destinado.  Eran  muy  frecuentes  estos  alborotos  en  el  curso 
de  aquellas  guerras,  por  los  atrasos  con  que  recibían  las  pagas; 
mas  también  puede  decirse  que  no  pocas  veces  babia  Alejandro  so- 
segado esta  clase  de  alborotos,  presentándose  solo  en  medio  de  los 
sediciosos,  contando  siempre  con  el  prestigio  que  rodeaba  su  per- 
sona. 

Sosegada  la  sedición  volvió  Alejandro  á  las  operaciones  del  sitio 
de  Oudeoarda,  sirviendo  de  estímulos  á  su  actividad,  por  una  parle 
los  movimientos  que  hacían  los  enemigos  para  socorrerla,  y  por  la 
otra  la  jactancia  de  estos  de  que  se  estrellarían  en  una  plaza  tan 
fuerte  4odos  los  esfuerzos  del  príncipe  de  Parma.  Costó  en  efecto 
muchos  trabajos  á  sus  tropas  el  apoderarse  de  una  media  luoa  ó 
rebellín  que  los  sitiados  defendieron  con  gran  tenacidad ;  pero  al 
fin,  apoderados  los  nuestros  de  esta  obra  exterior,  tuvieron  mas 
facilidad  para  atacar  el  cuerpo  de  la  plaza.  Varias  salidas  hicieron 
las  tropas  de  su  guarnición,  pero  sin  efecto.  Tampoco  fueron  efi- 
caces en  un  principio  nuestras  baterías;  pero  colocadas  después 
con  mas  acierto,  abrieron  una  brecha  suficiente  para  emprender  la 
obra  del  asalto.  Hablan  los  historiadores  de  un  grave  peligro  que 
corrió  Alejandro  durante  el  sitio,  y  se  cita  el  hecho  para  manifestar 
la  gran  serenidad  que  en  semejantes  lances  desplegaba.  Hallándose 
un  dia  á  la  mesa,  acertó  una  bala  de  caOon  enemiga  á  dar  en  su 
barraca  causando  la  muerte  de  dos,  é  hiriendo  á  muchos  de  los  cir- 
cunstantes. En  medio  de  la  confusión  causada  por  el  accidente,  sin 
levantarse  Alejandro  de  su  asiento,  mandó  que  removiesen  los  man- 
teles y  platos,  ensangrentados  todos ,  y  trajesen  otros  nuevos,  di- 
ciendo con  tranquilidad  que  no  quería  que  los  enemigos  se  alabasen 
nunca  de  hacerle  perder  su  terreno,  cualquiera  que  fuese  la  situa- 
ción en  que  se  hallase.  Sin  responder  de  la  autenticidad  del  hecho, 
no  es  inverosímil  este  rasgo  de  serenidad  en  quien  manifestaba  coa 
tanta  frecuencia  el  buen  temple  de  su  ánimo. 


C4PITÜL0  UIÍ.  109 

Preparadas  todas  las  cosas  para  el  asallo,  do  quisieron  exponer- 
se á  sus  azares  los  habitantes  de  Oadenarda ;  y  aanque  las  tropas 
sitiadoras  deseaban  apoderarse  á  viva  fuerza  de  la  plaza ,  por  la 
rica  presa  que  les  ofrecia,  no  quiso  Alejandro  causar  la  destrucción 
de  la  ciudad,  y  la  tomó  con  capitulaciones  parecidas  á  las  de 
Tournay,  imponiendo  una  contribución  para  los  gastos  de  la 
guerra. 

Causó  admiración  y  llenó  de  sentimiento  á  los  confederados  la 
toma  de  una  plaza  que  pasaba  por  uno  de  los  principales  baluartes 
de  los  Paises-Bajos.  Cuando  tuvo  lugar  éste  suceso ,  se  hallaba  á 
legua  y  media  de  distancia  el  duque  de  Anjou  con  fuerzas  de  socor- 
ro; mas  retrocedió  inmediatamente  y  tomó  la  vuelta  de  Gante,  aguar- 
dando á  cada  momento  que  llegasen  á  los  Paises-Bajos  nuevas  tro- 
pas que  le  enviaba  el  rey  de  Francia. 

Entraron  los  espafioles  en  la  plaza  de  Oudenarda  por  julio  de 
1582,  y  en  el  siguiente  mes  de  agosto  se  reunieron  en  su  campo 
las  tropas  españolas  é  italianas  con  que  el  rey  le  reforzaba.  Ascen- 
dia  el  número  de  los  espafioles  á  cinco  mil,  y  á  cuatro  mil  el  délos 
italianos.  Se  pusieron  los  primeros  á  las  órdenes  de  Cristóbal  de 
Mondragon,  capitán  experimentado  que  había  hecho  grandes  ser- 
vicios en  aquella  guerra,  y  los  segundos  á  las  de  Camilo  del  Mon- 
te, bien  jconocido  asimismo  en  los  Paises*Bajos.  Vinieron  en  estos 
tercios  gran  número  de  personajes  distinguidos,  tanto  italianos  como 
espafioles,  en  clase  de  aventureros ,  á  quienes  atraía  la  gran  fama 
que  entonces  alcanzaba  el  príncipe  Alejandro.  Con  muestras  de 
grande  alegria  fué  recibido  este  socorro  por  el  general  espafiol ,  y 
eo  verdad  no  podía  llegar  á  mejor  tiempo.  Casi  simultáneamente 
habían  entrado  en  los  Paises-Bajos  las  tropas  que  enviaba  el  rey 
de  Francia,  en  número  de  siete  mil  infantes  y  tres  mil  cabrios ,  k 
las  órdenes  del  mariscal  de  Biron  y  el  duque  de  Montpensier ,  cu- 
fiado del  príncipe  de  Orange.  Y  aunque  semejante  acto  de  hostili- 
dad hacia  el  rey  de  Espafia  no  era  ya  susceptible  de  paliativo  ftl- 
guno,  todavía  supieron  cubrir  las  apariencias  Enrique  III  y  su  ma- 
dre Catalina  de  Médicis,  haciendo  ver  qne  sin  su  consentimiento  se 
movían  estas  tropas  h&cia  Flandes.  Mas  Felipe  II,  aunque  no  enga- 
llado, dio  muestras  descrío,  pues  eo  realidad  no  le  convenia  decla- 
rar la  guerra  al  rey  de  Francia.  Harto  mas  fatal  era  para  Enrique  la 
encubierta  que  le  hacía,  influyendo  tan  poderosamente  en  el  inmen- 
so partido  cuyos  principales  jefes  aspiraban  sin  duda  ¿  destronarle. 

ToHoi.  90 


710  HISTORÚ  DE  FBL1PE  H. 

GoD  este  refuerzo  en  los  dos  campos  pasaron  adelante  las  opera- 
ciones militares  por  ana  y  otra  parte.  Se  apoderó  el  principe  Ale- 
jandro de  las  plazas  de  Menin  ,  Xervic ,  PoperiDge ,  y  entró  por 
sorpresa  en  la  de  Lira,  que  aunque  no  muy  fuerte,  se  halli^  abun- 
dantemente abastecida  de  víveres,  municiones  y  pertrechos  milita- 
res. También  se  apoderó  de  Gatau-Gambresis ,  Glusa ,  Ninove  y 
Gasbec,  mientras  el  duque  de  Adjou  entraba  en  algunas  plazas  in- 
significantes. Dos  choques  tuvieron  ,  aunque  no  de  consecuencia, 
los  dos  caudillos ;  uno  en  San  Yinoc ,  habiendo  atacado  Alejandro 
la  retaguardia  del  príncipe  francés  ,  y  el  segundo  en  las  inmedia- 
ciones de  Gante ,  persiguiendo  el  de  Parma  á  su  enemigo ,  que  se 
refugiaba  en  los  muros  de  esta  plaza.  Era  la  intención  de  Alejandro 
entrarse  en  ella  al  mismo  tiempo  que  sus  enemigos,  aprovechándose 
del  desorden.  Mas  los  de  adentro ,  apercibidos ,  tomaron  sos  pre- 
cauciones y  le  hicieron  retroceder  con  pérdida  no  pequeRa ,  pues 
entre  muertos  y  heridos  tuvo  fuera  de  combate  muy  cerca  de  ocho- 
cientos hombres. 

No  estaba  por  su  parte  ocioso  Francisco  Verdugo ,  que  en  nom- 
bre del  rey  mandaba  en  Frísia.  Puso  sitio  k  la  plaza  de  Lochen,  y 
aunque  la  tenia  en  muy  grande  apuro  y  próxima  á  rendirse,  sevié 
precisado  &  levantar  el  sitio,  por  el  refuerzo  que  el  duque  de  Ad- 
jou  le  envió  oportunamente.  Fué  mas  feliz  Verdugo  en  la  plaza  de 
Stenowich,  que  tomó  por  sorpresa,  estando  el  gobernador  y  los 
principales  jefes  de  la  guarnición  celebrando  un  festín  por  una  vic- 
toria que  habían  conseguido  algunos  días  antes,  proporcionándoles 
el  saqueo  de  un  pueblo  muy  considerable  de  las  inmediaciones.  T 
mientras  estos  sucesos  ocurrían,  intentaron  las  tropas  de  los  confe- 
derados otra  sorpresa  en  la  plaza  de  Lovayna,  y  que  no  tuvo  efec- 
to, pu^  cuando  ya  habían  escalado  y  subido  á  lo  alto  de  los  mu- 
ros, cubiertos  con  las  tinieblas  de  la  noche ,  acudió  la  guarnición  á 
tiempo  á  la  voz  de  su  gobernador,  repeliendo  á  los  asaltadores  coa 
gran  pérdida. 

Así  continuaba  la  guerra  por  una  y  otra  parte,  siempre  con  ma- 
yores ventajas  para  el  príncipe  de  Parma,  cuando  acontecimientos 
de  un  orden  mas  importante  vinieron  á  dar  realce  al  cuadro  en  cu- 
yo bosquejo  nos  estamos  ocupando. 


CAPlTíiLO  UV* 


Intenta  el  duque  de  Aujou  hacerse  dueño  absoluto  de  los  Paises-Bajos. — Su  ataque  in- 
fructuoso sobre  Amberes. — ^Resentimiento  del  pais  contra  los  franceses. — ^Negocia- 
ciones del  principe  de  Parma  con  el  duque  de  Anjou. — Infructuosas. — ^Intenta  el 
principe  de  Orange  reconciliar  los  Estados  con  el  duque  de  Anjou.— Se  retira  este 

á  Dunquerque.— Se  apodera  el  principe  de  Parma  de  varias  plazas Batalla  de 

Emistemberg. — Se  retira  á  Francia  el  duque  de  Anjou. — Toma  Alejandro  á  Dun- 
querque  y  á  Newport. — Conquista  igualmente  otras  plazas  menos  importantes  del 
Brabante.— Pide  mas  refuerzos  al  rey  y  los  consigue.— Guerra  de  Colonia Blo- 
quea Alejandro  á  Iprés,  Brujas  y  Gante. — Se  rinden  las  dos  primeras  plazas.— Fluc- 
túa la  tercera.— Llaman  los  Estados  otra  vez  al  duque  de  Anjou.— Muerte  de  este 

principe. — ^Muerte  del  principe  de  Orange,  asesinado  en  Delft. — Su  carácter Le 

sucede  el  principe  Mauricio. — Piden  los  Estados  la  protección  del  rey  de  Francia, 
—Negativa. — Acuden  á  la  reina  de  Inglaterra  (1). — (1581-1584.) 


Estaba  desazonado  el  daque  de  Adjou  por  el  poco  poder  que  ejer- 
cía realmente  sobre  sus  nuevos  subditos.  Habían  estos  restringido 
demasiado  los  limites  de  su  autoridad  para  halagar  la  ambición  de 
un  príncipe  educado  en  los  principios  de  un  gobierno  absoluto,  y  que 
adem&s  se  consideraba  heredero  de  una  corona  tan  poderosa  como 
la  de  Francia.  Participaban  de  sus  sentimientos  la  mayor  parte  de 
los  jefes  franceses  que  corrían  su  fortuna,  y  sus  consejos  no  servían 
mas  que  para  encender  el  ánimo  de  un  príncipe  inconstante  por  na- 
turaleza, amigo  de  novedades,  y  de  ninguna  sinceridad  en  sus  pa- 
labras. Le  decían  que  los  Estados  del  pais  habían  querido  adularle 
con  el  vano  titulo  de  duque  de  Brabante,  sin  darle  rentas,  sin  poner 


718  HISTORIA  DI  FSUPB  II . 

castillos  ni  fortalezas  á  su  devoción,  síd  conferirle  nn  poder  rea!, 
paes  nada  podia  hacer  el  duque  de  Anjou  sin  su  consentimiento.  Que 
igual  suerte  habia  cabido  al  archiduque  Matías,  gobernador  nomi- 
nal, y  que  solo  había  servido  para  cohonestar  la  rebelión  de  los  Es- 
tados contra  el  rey  de  España;  que  el  verdadero  director,  el  verda- 
dero gobernador  en  los  Paises-Bajos,  era  e^  príncipe  de  Orange,  á 
cuyos  consejos  tenia  el  conde  de  Ánjou  que  deferir  como  si  fueran 
verdaderas  órdenes ;  y  en  fin,  que  esta  restricción  de  facultades, 
este  simulacro  de -poder,  eran  la  verdadera  causa  de  la  frialdad  con 
que  era  auxiliado  por  su  hermano.  ¿\  qué  empe&arse  en  efecto  en 
gastos,  á  qué  hacer  grandes  sacrificios  que  ningún  beneficio  hablan 
de  producir  ni  para  el  rey  de  Francia  ni  para  el  mismo  duque,  re- 
ducido á  un  papel  tan  subalterno? 

No  podia  menos  de  encenderse  con  estas  insinuaciones  el  enojo 
del  principe  francés,  tan  inclinado  de  suyo  á  partidos  violentos,  que 
se  creia  agraviado  y  ofendido.  Para  sondar  las  intenciones  del  país 
y  tener  un  pretexto  de  ruptura,  hizo  proponer  á  los  Estados  que 
hallándose  estos  con  tanta  necesidad  de  los  socorros  de  Francia, 
para  acabar  de  sacudir  el  yugo  de  la  España,  declarasen  que  ea 
caso  de  morir  sin  hijos  el  duque  de  Anjou,  seria  su  heredero  el  rey 
su  hermano,  en  cuyos  Estados  se  incorporarían  definitivamente  los 
Países-Bajos*  Mas  estaban  estos  muy  lejos  de  asentir  á  una  medida 
que  amenazaba  tan  de  cerca  su  propia  independencia. 

En  vista  de  esta  negativa,  se  decidió  el  duque  de  Anjou  á  poner 
en  planta  el  proyecto  que  le  sugirieron  sus  príncipales  allegados. 
Se  reducía  por  entonces  á  echar  las  tropas  del  país  de  las  plazas 
donde  se  hallaban  jefes  franceses  de  gobernadores,  y  declararlas 
bajo  la  inmediata  dependencia  del  príncipe  de  Francia.  Para  esto  se 
dio  orden  de  que  provocasen  de  cualquier  modo  un  alboroto  popu- 
lar ó  cualquiera  otro  desorden  que  hiciese  algo  plausible  la  adop- 
ción de  la  medida.  El  mismo  duque  se  encargó  de  esta  operación 
en  Amberes,  donde  entonces  residía. 

Pretextó  para  este  objeto  la  necesidad  de  pasar  una  revista  ¿  las 
tropas  de  su  nación  en  las  inmediaciones  de  la  plaza.  Tuvo  lagar 
la  reunión  al  pié  de  las  mismas  esplanadas.  Cuando  mas  descuida- 
dos estaban  los  de  adentro,  se  destacaron  del  cuerpo  ó  división 
hasta  tres  mil  infantes  y  ochocientos  caballos,  que  con  la  velocidad 
del  rayo  se  apoderaron  de  los  puentes  levadizos  y  principal  puerta  de 
Amberes,  cuya  guardia  pasaron  acuchillo.  Inmeídiatamente se  preei-^ 


capítulo  liv.  718 

pitaron  sobre  la  ciadad,  qne  trataron  de  ocupar  militarmente,  dando 
las  dos  solas  voces  de  misa  y  duque,  con  qne  querían  dar  á  enten- 
der el  restablecimiento  de  la  fe  católica  y  el  poder  absoluto  del 
nuevo  gobernante.  Había  dado  el  duque  de  Anjou  orden  á  estas 
tropas  de  que  pensasen  solo  en  ocupar  militarmente  la  plaza,  sin 
propasarse  á  excesos  ni  desórdenes;  mas  en  medio  de  esta  preocu- 
pación, tuvo  lugar  el  saqueo  y  el  pillaje,  sin  duda  por  no  querer 
los  que  entraban  antes  partía  el  botín  con  los  compaOeros  que  des- 
pués llegasen. 

Se  quedaron  al  principio  atónitos  los  vecinos  de  Amberes  con  los 
grítos  y  alborotos,  que  estos  desórdenes  causaron.  Se  creyó  al  prin- 
cipio que  era  una  ríOa  de  estas  que  ocurren  tan  frecuentemente  en- 
tre militares  y  paisanos.  Mas  cuando  se  enteraron  del  hecho,  cuando 
vieron  que  se  convertían  en  enemigos  los  que  habían  entrado  como 
aliados,  y  el  eminente  peligro  en  que  se  hallaban  su  libertad,  sus 
haciendas  y  sus  vidas,  pensaron  seríamente  en  defenderse  y  oponer, 
aunque  en  desorden,  la  mas  obstinada  resistencia.  Inmediatamente 
atrancaron  las  puertas  de  sus  casas,  barrearon  las  calles,  y  se  su- 
bieron á  las  ventanas  y  tejados,  de  donde  hicieron  fuego  sobre  los 
franceses,  arrojándoles  además  piedras,  agua  hirviendo  y  toda  es- 
pecie de  materías  inflamables.  Era  muy  poca  la  fuerza  que  había 
entrado  para  vencer  la  resistencia  de  una  población  tan  considera- 
ble, dedicada  todo  á  su  exterminio.  Los  que  estaban  ocupados  en 
el  pillaje  fueron  víctimas  de  su  codicia.  Los  demás  desatentados, 
consternados  en  alas  del  pavor,  se  dirigieron  á  la  puerta  por  donde 
habían  entrado;  mas  aquí  se  encontraron  con  un  obstáculo  que  au- 
mentó el  desorden  y  la  carnicería. 

Aguardaba  con  ansia  el  duque  de  Anjou  desde  afuera  el  resul- 
tado de  la  intentoDa  sobre  Amberes.  Al  oír  los  gritos  y  el  tumulto 
que  se  habían  levantado  en  la  ciudad,  creyó  que  los  suyos  estaban 
en  peligro,  y  que  de  todos  modos  convenía  enviarles  tropas  de  re- 
fresco. Inmediatamente  destacó  otro  cuerpo,  que  corrió  precipitado 
á  la  ciudad;  mas  al  llegar  á  la  puerta  se  encontró  con  el  primero, 
que  corría  perseguido  por  la  muchedumbre.  Causó  este  encuentro 
repentino  entre  unos  y  otros  la  confusión  que  puede  imaginarse,  y 
como  los  fugitivos  tuvieron  que  detenerse  en  su  marcha,  pudo 
cebarse  mas  en  ellos  el  furor  de  aquellos  habitantes.  Embaraza- 
dos unos  con  otros  los  soldados;  no  podían  hacer  uso  de  sus  armas; 
con  Io3  que  habían  entrado  antes  perecían  asimisfpo  los  que  habifkQ 


11  i  HISTOBU  DI  FBUf  B  n . 

veoido  á  socorrerlos.  Se  cubrieron  poco  á  poco  de  cad&veres  los  fo- 
sos: muchos  fueron  precipitados  de  lo  alto  de  los  muros.  La  mor- 
tandad fué  grande.  En  dos  mil  se  computó  la  pérdida  de  los 
franceses  en  aquella  refriega ,  que  acabó  para  siempre  con  el  pres- 
tigio y  fuerza  moral  de  aquellos  imprudentes  «extranjeros. 

Salvada  de  este  modo  la  plaza  de  Amberes,  y  ayergonzado  el 
duqu9  de  Anjou  de  lo  mal  que  le  hablan  salido  sus  designios,  se 
retiró  6on  sus  tropas,  y  no  pudiendo  emprender  su  marcha  por  el 
Escalda,  cuyo  paso  le  tenian  los  del  pais  interceptado,  tomó  un  ro- 
deo para  llegar  al  punto  de  Vilvorde,  donde  hizo  alto  para  delibe- 
rar sobré  sus  operaciones  ulteriores. 

AlI  mismo  tiempo  que  se  verificaba  el  ataque  de  Amberes,  inten- 
taban la  misma  operación,  según  las  órdenes  del  duque  de  Anjou, 
en  otras  plazas  de  los  Paises-Bajos.  Se  apoderaron  los  franceses 
por  los  medios  que  se  les  hablan  indicado ,  de  Terramunda,  Dis- 
munda  y  Dunkerque.  Mas  se  les  resistieron  las  de  Newport,  Os- 
tende  y  Brujas. 

Fácil  es  imaginar  cuan  agradable  debia  de  ser  á  los  ojos  de  Ale- 
jandro aquel  suceso  tan  desgraciado  para  los  franceses.  Rotos  en 
cierto  modo  los  vínculos  que  unian  al  duque  de  Anjou  con  los  Es- 
tados, no  podian  ya  naturalmente  contar  estos,  m  con  las  tropas  ni 
con  la  protección  del  rey  de  Francia.  En  la  altura  k  que  se  haJlaban 
los  negocios,  tres  expedientes  le  propuso  el  Consejo  al  príncipe  de 
Parma:  ó  que  se  dirigiese  á  los  Estados,  negociando  de  nuevo  una 
reconciliación  con  su  antiguo  sefior,  ó  que  negociase  con  el  duque 
de  Anjou  la  entrega  de  la  plaza  que  ocupaban  los  franceses,  ó  que 
sin  perder  tiempo,  continuase  las  operaciones  militares,  aprove^ 
chandoso  de  la  confusión  y  el  desaliento,  que  no  podía  menos  de 
producir  la  separación  de  los  franceses. 

El  primer  proyecto  no  era  practicable.  Estaban  demasiado  em- 
pefiados  los  flamencos  en  la  obra  de  su  insurrección,  para  pensar 
seriamente  en  volver  á  la  obediencia.  Por  otra  parte,  era  imposible 
que  obrando  estos  bajo  la  dirección  del  príncipe  de  Orange,  con- 
sintiese este  en  semejante  paso,  con  un  rey  que  le  tenia  proscripto, 
con  quien  estaba  empefiado  en  una  guerra  encarnizada  á  moerle. 

Con  el  duque  de  Anjou  no  eran  tan  difíciles  las  negpciacioiics, 
por  lo  irritado  que  estaba  este  principe  con  los  Estados.  No  era  en 
verdad  de  poca  monta  la  entrega  de  tantas  plazas^  que  estabaa  ea 
su  poder;  mas  algunas  situadas  en  el  interior  del  pais,  no  le  podian 


CilflTüLO  UY.  115 

servir  de  alguna  utilidad » teniendo  que  evacuar  á  Flandes.  Se  enta- 
blaron, pues,  de  una  y  otra  parte  negociaciones,  pero  sin  efecto. 
Pedia  el  duque  de  Anjou  por  las  plazas ,  cuya  entrega  solicitaba  el 
príncipe  de  Parma,  otras  no  menos  importantes,  que  se  bailaban  en 
las  fronteras  de  la  Francia.  Sin  duda  contaba  demasiado  el  de  Parma 
con  el  despecho  del  principe  francés,  y  este  tenia  algunas  miras  6 
volver  á  términos  de  buena  amistad  con  los  flamencos. 

A  pesar  de  la  irritación  que  habia  producido  en  el  pais  la  con- 
ducta pérfida  del  duque  de  Anjou,  no  desconocían  su  posición, 
hasta  el  punto  de  negar  oidos  á  proposiciones  de  esta  clase.  El 
príncipe  de  Orange,  siempre  sagaz  y  previsor,  sin  tratar  de  defen- 
der ante  los  Estados  la  conducta  del  duques  antes  bien  vituperán- 
dola como  era  justo,  les  hizo  ver  lo  peligroso  que  era  para  ellos 
llegar  á  una  ruptura  abierta,  con  un  príncipe  que  podia  disponer 
de  muchos  medios,  tanto  suyos  como  de  su  hermano,  hallándose 
sobre  todo  los  Estados  con  muchos  apuros,  y  sin  esperanzas  de 
ningún  aliado  poderoso;  que  la  misma  reina  de  Inglaterra,  tan  fa- 
vorecedora en  otro  tiempo  de  los  Paises-Bajos,  miraría  con  disgusto 
que  desechasen  para  siempre  un  príncipe,  á  quien  daba  pruebas 
claras  de  su  benevolencia,  y  sobre  todo  que  reflexionasen  los  males 
incalculables  que  caerían  sobre  el  pais,  si  aprovechándose  Alejan- 
dro de  esta  desunión,  conseguía  hacerse  dueDo  de  tantas  plazas 
importantes,  que  estaban  á  la  sazón  en  poder  de  los  franceses. 

Las  razones  del  príncipe  de  Orange  no  podían  ser  mas  convin- 
centes, y  aunque  se  las  sugería  en  parte  su  propio  interés  perso- 
nal, era  también  él  de  los  Estados  escucharle.  No  estaban  ya  los 
ánimos  cerrados  á  una  avenencia  que  pudiese  neutralizar  los  males 
ya  causados.  Por  otra  parte,  el  duque  de  Anjou  habia  hecho  en 
cierto  modo  apología  de  su  anterior  conducta.  Los  Estados  comen- 
zaron pues  á  aflojar,  dejando  de  interceptar  el  paso  al  duque  de 
Anjou,  que  se  hallaba  cercado  tanto  por  mar  como  por  tierra.  Sin 
concluirse  pues  nada  de  una  y  otra  parte,  se  dirigió  el  príncipe 
francés  á  Dunkerque,  para  entablar  desde  este  punto  las  negocia- 
ciones. 

Restaba  pues  al  príncipe  Alejandro  el  tercer  expediente  que  le 
habia  propuesto  su  Consejo,  á  saber:  el  continjuar  la  guerra  con 
actividad  sin  pérdida  de  tiempo.  Era  sin  duda  el  nías  prudente  y  el 
mas  análogo  al  carácter  do!  general  espafiol,  tan  entendido  en  las 
artes  de  la  guerr^,  como  entusiasmado  por  las  glorias  militares. 


116  EISTOItÁ  DI  nUPK  IL 

Fué  su  intento  principal  caer  sobre  Dunkerque,  donde  estaba  en- 
cerrado el  príncipe  francés;  pero  para  llevar  á  mejor  efecto  este  de- 
signio, y  adormecer  al  duque  de  Anjou  en  brazos  de  la  seguridad, 
se  dirigió  Alejandro  bácia  el  Brabante,  y  en  el  término  de  tres  me- 
ses se  apoderó  de  las  plazas  de  Eindoven,Dalem,  Sichen  y  Vester- 
loo,  mientras  los  franceses  se  hicieron  al  mismo  tiempo  dueBos  de 
otros  puntos  menos  importantes.  Se  hallaba  el  mariscal  de  Biron  á 
la  cabeza  de  doce  mil  hombres;  mas  compuesta  esta  división  de  fla- 
mencos y  franceses,  que  se  aborrecían  de  muerte  por  lo  acaecido  en 
Amberes,  no  se  ofrecían  al  general  grandes  elementos  de  victoria, 
por  lo  que  inmediatamente  que  supo  que  el  marqués  de  Rubais  por 
encargo  de  Alejandro  se  acercaba  á  Rosembal,  donde  se  habia  si- 
tuado á  la  sazón,  se  refugió  á  la  plaza  marítima  de  Estemberg  (1), 
seguido  de  los  franceses  y  alemanes,  dejando  k  retaguardia  á  los 
flamencos  con  los  escoceses,  para  tenerlos  separados  durante  la 
marcha  de  los  otros. 

Mientras  el  marqués  de  Rubais  seguia  el  alcance  del  mariscal  de 
Biron,  marchaba  Cristóbal  de  Mondragon  con  Montigny  y  otros  je- 
fes sobre  Dunkerque .  con  orden  de  Alejandro  de  bloquear  la  plaza 
por  tierra  y  por  mar ,  mientras  llegaba  el  momento  de  sitiarla  for- 
malmente. 

Se  dirigió  entonces  Alejandro  sobre  Estemberg,  y  como  no  dejaba 
de  ser  el  punto  susceptible  de  defensa ,  se  resistió  en  él  el  mariscal 
de  Biron,  hasta  el  punto  de  empeDar  una  batalla.  Salieron  vence- 
doras las  tropas  de  Farnesio ,  con  grande  pérdida  de  los  enemigos; 
pues  según  el  cómputo  mas  corto ,  ascendieron  á  mil  y  quinientos 
los  que  quedaron  tendidos  en  el  campo.  Recogió  el  mariscal  de  Bi- 
ron las  reliquias  de  su  gente  en  naves  que  tenía  dispuestas  al  efec- 
to, y  se  dirigió  á  las  costas  de  Francia,  donde  las  desembarcó,  sil 
volver  mas  á  los  Paises-Bajos. 

Concluida  esta  operación  ,  se  dirigió  sin  pérdida  de  tiempo  el 
príncipe  de  Parma  á  la  plaza  de  Dunkerque.  Cuando  comeozabaa 
las  operaciones  del  sitio,  recibió  una  embajada  del  rey  de  Franeia, 
quejándose  de  lo  irregular  de  su  conducta  en  atacar  ona  plaza, 
donde  se  hallaba  su  propio  hermano ,  pues  equivalía  esto  á  ana 
guerra  declarada;  á  lo  que  respondió  Alejandro  que  era  deber  snyo 

(1)    Este  panto  no  és  marítimo  en  el  día.  En  ninguna  parte  como  en  los  Palies-B8uo&,  han  esa* 
blado  mas  con  el  transcurso  del  tiempo  las  drcanstancías  de  localidad  de  los  dlléreotes  p«Ml 
por  las  retiradas  y  avances  del  mar,  asi  como  por  ios  canales  y  demás  obras  de  la  fodiutria 
maea,  que  alteran  A  oada  instante  estos  aooidentes  del  terreno. 


CAPÍTULO  LlV.  ^n 

recuperar  por  la  fuerza,  si  no  habia  otro  medio,  los  lugares  y  pla- 
zas pertenecieules  á  los  Estados  de  su  rey  que  habian  sacudido  la 
obediencia.  El  mismo  duque  de  Aujou  cortó  el  nudo  de  la  dificul- 
tad, abandonando  á  Dunkerque  con  dirección  á  Francia,  en  cuyas 
costas  desembarcó  con  auxilios  y  socorros  mas  considerables ,  que 
sin  duda  aguardaba  de  su  hermano. 

Apenas  hizo  resistencia  Dunkerque ,  cuando  se  ?ió  estrechada 
por  tierra  y  mar,  y  batida  por  veinte  piezas  de  caDon,  que  estu- 
vieron haciendo  fuego  por  espacio  de  doce  horas ,  concluyendo  por 
derribar  un  fuerte  torreón,  y  la  parte  de  la  muralla  con  que  estaba 
unido.  Preparadas  las  cosas  para  el  asalto,  pidió  el  general  francés 
capitulación,  y  la  obtuvo,  habiéndosele  permitido  salir  con  sus  tro- 
pas con  armas,  pero  sin  banderas  ni  equipajes.  Con  el  vecindario 
se  condujo  el  de  Parma  cortesmente ,  y  la  contribución  que  le  im- 
puso por  indemnización  de  los  gastos  de  la  guerra ,  no  excedió  á 
los  medios  de  una  ciudad  populosa  y  rica  por  sus  manufacturas  y 
comercio. 

Después  de  la  toma  de  Dunkerque,  acaecida  en  julio  de  1583, 
llevó  Alejandro  sus  armas  á  la  plaza  de  Newport ,  que  se  entregó 
también  sin  mucha  resistencia.  Con  igual  rapidez  cayeron  en  sus 
manos  las  de  Berghen  ,  San  Yinoe ,  Dismunda  y  Menin ,  mientras 
que  Juan  Bautista  de  Tassis,  teniente  de  Francisco  Verdugo,  se  apo- 
deraba de  la  de  Zutphen  ,  una  de  las  mas  considerables  del  Norte 
de  los  Paises-Bajos. 

A  pesar  de  lo  favorable  que  se  presentaba  la  fortuna  al  príncipe 
de  Parma,  le  aquejaban  siempre  los  apuros  de  dinero,  y  además  le 
faltaban  fuerzas  para  llevar  adelante  sus  conquistas  con  la  rapidez 
que  le  era  necesaria.  Volvió ,  pues ,  á  suplicar  al  rey ,  al  mismo 
tiempo  que  le  daba  comunicación  y  el  parabién  por  las  ventajas  de 
sus  armas,  que  le  enviase  cuanto  mas  antes  abundantes  refuerzos 
de  dinero  y  tropas;  pues  el  número  de  estas  últimas  se  iba  debili- 
tando con  las  guarniciones  que  tenia  que  dejar  en  las  plazas  con- 
quistadas, hasta  el  punto  de  no  tener  mas  que  seis  mil  hombres 
para  un  dia  de  batalla ;  que  nunca  se  ofrecería  para  el  rey  ocasión 
mas  favorable  de  recobrar  de  una  vez  su  autoridad  en  Flandes,  ha- 
llándose ausente  el  duque  de  Anjou ,  mortalmente  enemistados  los 
franceses  y  flamencos ,  y  blanco  de  muchas  acusaciones  y  sospe- 
chas el  mismo  príncipe  de  Oraoge ,  que  solo  cayendo  sobre  todos 
los  puntos  con  una  fuerza  formidable ,  se  apagaría  de  una  vez  el 

Tomo  l  91 


718  HISTOBU  DB  PSLIFE  lí. 

fuego  de  la  insurreccioD,  en  lugar  de  que  obrando  coa  lentitod,  se 
reDOvariao  cuando  menos  se  pensase  las  hostilidades. 

Mientras  llegaba  la  respuesta  del  rey ,  siguió  Alejandro  el  curso 
de  las  operaciones,  y  con  objeto  de  tomar  la  plaza  de  Iprés,  levantó 
un  fuerte  enfrente  de  la  ciudad  ,  que  la  privaba  de  sus  comnnica- 
ciones  y  socorros  que  pudiese  recibir  de  Brujas  y  de  Gante.  Des- 
pués se  hizo  duefio  del  punto  de  Ecbeloo ,  de  Sas  de  Gante ,  de 
Gwaes,  de  Ritemunda,  de  Acsel,  de  Hulzt  y  otros  puntos  poco  im- 
portantes, y  por  fin,  de  la  de  Aloste,  que  pasaba  por  la  primer  ciu- 
dad de  la  provincia  de  Flandes ,  y  que  le  entregaron  los  ingleses, 
quejosos  de  que  no  los  pagaban  Jos  Estados. 

Después  de  la  toma  de  estas  plazas,  volvió  k  Tournay  el  príncipe 
de  Parma.  Aquí  recibió  la  contestación  del  rey ,  en  que  le  decia  de 
su  pufio,  que  habiéndose  concluido  ya  la  guerra  de  Portugal  y  de 
las  islas  Terceras,  enviaba  á  FJandes  toda  la  infantería  espaOola, 
distribuida  en  tres  tercios ,  que  ascendian  á  seis  mil  y  quinientos 
hombres.  En  cuanto  á  dinero,  le  hacia  ver  que  habia  mandado  de- 
positar en  el  castillo  de  Milán  un  millón  de  escudos  de  oro ,  de  los 
que  se  le  enviaran  inmediatamente  trescientos  mil  para  que  los  gas- 
tase como  mejor  le  pareciese.  Que  de  los  otros  setecientos  mil  se 
irían  sacando  meosualmente  ciento  cincuenta  mil  para  las  pagas  del 
ejército.  Concluia  la  carta,  mandando  al  príncipe  de  Parma  do  de- 
jase de  enviar  algún  socorro  á  los  habitantes  de  Colonia ,  que  ai- 
taba  á  la  sazón  en  guerra  contra  su  antiguo  arzobispo,  Gerardo  de 
Truschen,  expelido  de  sus  muros.  Y  como  el  principe  de  Parma 
cumplió  inmediatamente  este  encargo  del  rey  ,  daremos  por  via  de 
episodio  una  idea  sucinta  del  motivo  que  babia  encendido  la  guerra 
civil  en  el  territorio  y  arzobispado  de  Colonia. 

Ocurrió  á  Gerardo  de  Truschen,  arzobispo  y  elector  de  Goloniat 
la  fatalidad  de  enamorarse  de  una  canóniga  ó  canonesa ,  llamada 
Inés  de  Mansfelt,  dama  de  peregrina  hermosura,  quien  al  parecer 
no  se  mostró  insensible  á  los  obsequios  del  prelado.  Llegó  la  inti- 
midad de  estas  dos  personas  &  ser  objeto  de  escándalos  en  el  país, 
y  el  amor  de  arzobispo  á  términos ,  de  que  olvidándose  de  sus  ór- 
denes sagradas  y  de  su  carácter  de  príncipe  y  prelado  católico,  re- 
solvió casarse  con  su  dama.  Según  algunos ,  se  vio  obligado  á  dar 
este  paso  por  los  parientes  de  la  señora,  como  una  justa  reparack» 
de  los  perjuicios  que  habia  sufrido  su  honor  con  tan  estrechas  re- 
laciones. Fué  celebrado  el  matrimonio  con  solemnidad,  en  Bonna, 


CAPITULO  LfV.  119 

dudad  del  Eltetorado,  y  les  echó  la  bendición  nupcial  un  sacerdote 
calviDista.  Entendieron  los  católicos  que  equivalía  esta  conducta  de 
Truschen  á  una  renuncia  iodirecta  de  su  dignidad  de  arzobispo  y 
elector;  mas  los  príncipes  protestantes  que  habian  influido  en  dicho 
matrimonio,  se  empefiaron  en  que  permaneciese  eo  su  silla  arzo- 
bispal, separándose  de  este  modo  el  electorado  de  Colonia  de  la  co- 
munión romana.  Tal  vez  con  este  objeto  habian  fomentado  unos 
amores ,  de  que  se  escandalizaban  los  católicos,  y  aconsejado  un 
matrimonio ,  que  era  en  su  sentir  una  manifestación  de  guerra 
abierta. 

Pero  el  Senado,  el  cabildo  eclesiástico  y  el  pueblo  de  Colonia, 
estuvieron  tan  lejos  de  entrar  en  las  miras  de  los  protestantes,  que 
se  pronunciaron  abiertamente  contra  el  arzobispo,  y  lo  expelieron 
de.  sus  muros.  Se  declaró  asimismo  el  emperador  Rodulfo  contra  el 
principe  prelado,  que  se  separaba  de  la  comunión  católica.  El  Papa 
por  so  parte  envió  un  legado  á  Colonia ,  y  en  virtud  de  sus  infor- 
mes, excomulgó  solemnemente  al  arzobispo ,  quien  fué  depuesto 
asimismo  de  su  electorado.  En  seguida  se  procedió  al  nombramien- 
to de  su  sucesor ,  que  recayó  en  Ernesto  de  Baviera,  hermano  del 
elector  y  duque  de  este  nombre. 

Se  suscitó  con  esto  una  guerra ,  en  que  los  intereses  religiosos 
iban  envueltos  con  los  mundanos,  como  tan  frecuentemente  se  veia 
en  todos  los  cooflictos  de  aquel  siglo.  Defendieron  la  causa  del  ar- 
zobispo depuesto  los  príncipes  luteranos,  entre  los  que  se  contaban 
el  duque  de  Dos-Puentes,  el  conde  de  Salm-Salm,  el  famoso  Juan 
Casimiro ,  tan  conocido  en  las  guerras  de  Flandes ,  y  Carlos  Trus- 
cheo,  hermano  del  arzobispo  depuesto,  á  cuyas  banderas  acudieron 
tropas,  no  solo  de  Alemania ,  sino  de  Flandes ,  á  cargo  de  Juan  de 
Nassau,  hermano  del  príncipe  de  Orange,  y  hasta  de  Francia  ,  que 
habian  militado  con  el  duque  de  Anjou ,  y  estaban  á  cargo  de  Car- 
los de  Mansfelt,  hermano  de  la  desposada.  Por  parte  del  arzobispo 
nuevo  se  pusieron  también  tropas  en  campafia,  á  las  que  se  reunie- 
roD  tres  mil  infantes  y  quinientos  caballos,  que  bajo  las  órdenes  del 
conde  de  Aremberg,  enviaba  de  refuerzo  el  príncipe  de  Parma.  Pe- 
learon unos  y  otros  cod  sucesos  varios;  mas  al  fio  se  decidió  la  for- 
tuna á  favor  de  la  parcialidad  del  nuevo  arzobispo,  y  los  de  Trus- 
chen, después  de  haber  perdido  todos  los  castillos  y  plazas  fuertes 
del  electorado,  se  recogieron  á  Bonna ,  la  sola  ciudad  que  les  res- 
taba. Era  goberoador  de  esta  plaza  Carlos  Truschen,  hermano  del 


120  HISTORU  DB  FBUPE  IL 

arzobispo;  y  aanqae  trató  al  príacipio  de  hacerse  faerte,  fué  preso 
por  la  misma  gaarnicioD,  que  abrió  las  puertas  á  las  tropas  deBa- 
viera.  Quedó,  pues,  triunfante  la  causa  del  arzobispo  nuevo,  y  el 
depuesto  abandonó  el  pais ,  retirándose  á  Delft ,  en  Holanda ,  p<H 
niéndose  bajo  la  protección  del  principe  de  Orange. 

Fué  de  corta  duración  esta  guerra  de  Colonia ,  y  su  resultado  de 
grandísima  satisfacción  para  el  principe  de  Parma ;  pues  á  termi* 
narse  de  otro  modo,  hubiesen  los  príncipes  luteranos  vencedores 
aprovechado  la  ocasión  de  enviar  refuerzos  á  los  confederados.  Con* 
tinao,  pues,  el  príncipe  la  guerra  con  toda  su  actividad  acostum- 
brada. Era  su  principal  objeto  apoderarse  de  las  tres  plazas  de 
Iprés,  Brujas  y  Gante,  que  pasaban  por  las  mas  fuertes  de  los  Piú- 
ses-Bajos,  para  caer  después  sobre  Amberes,  punto  principal  á  que 
se  encaminaban  sus  operaciones.  Mas  no  hallándose  con  fuerzas 
suficientes  para  poneras  á  la  vez  un  sitio  formal,  trató  de  intercep* 
tar  sus  comunicaciones ,  de  privarles  de  recibir  víveres ,  constru- 
yendo fuertes  de  campafia  á  sus  inmediaciones ,  haciéndose  duefio 
de  los  canales  y  ríos  por  donde  se  transportaban  los  géneros  de  sa 
comercio.  Por  aquel  tiempo  recibió  mas  refuerzos  de  Italia ,  que 
incorporó  á  los  tercios  de  esta  nación,  y  así  se  vio  con  medios  mas 
eficaces  de  llevar  adelante  sus  designios. 

Se  hallaba  en  grande  apuro  la  ciudad  de  Iprés,  delante  de  la  que 
habia  construido  el  punto  fuerte  que  la  dominaba,  y  que  ya  hemos 
mencionado.  Poco  después  cayó  en  sus  manos  un  convoy  de  víve- 
res y  municiones  que  mandaban  á  dicha  plaza  los  de  Brujas ,  bi- 
hiendo  derrotado  á  quinientos  hombres  que  le  custodiaban.  De  este 
modo  se  aumentaron  los  apuros  de  Iprés,  y  quedaron  los  de  Brujas 
sin  gran  parte  de  las  tropas  que  la  guamecian. 

Con  el  sistema  de  bloqueo,  adoptado  por  el  príncipe  de  Pwma, 
sufria  Iprés  los  horrores  del  hambre,  creciendo  tanto  los  aporos, 
que  abrió  sus  puertas  á  los  espafioles,  reconociendo  la  autoridad  del 
rey,  con  facultad  de  crear  magistrados  á  su  arbitrio.  Las  tropas  de 
la  guarnición  tuvieron  permiso  de  salir  sin  armas ,  sin  banderas, 
cefiidas  solamente  las  espadas,  prestando  antes  juramento  de  no  to- 
mar nunca  las  armas  contra  el  rey  de  Espafia.  A  muy  pocos  días 
después  se  rindieron  casi  con  las  mismas  condiciones  los  de  Brujas. 
Se  capituló  entre  otras  cosas ,  que  se  tolerarían  los  calvinistas  por 
un  cierto  tiempo,  con  tal  que  viviesen  sin  causar  molestia  á  nadie, 
dejando  al  arbitrio  del  rey  el  arreglar  definitivamente  este  negodo» 


I 


CAPITULO  LIV.  711 

A  pesar  de  hallarse  los  de  Gante  casi  en  los  mismos  apuros  que 
los  de  Iprés  y  Brojas,  no  daban  indicios  de  seguir  so  cgemplo.  Ta 
habia  enViado  la  ciadad  comisionados  al  general  espafiol  que  se  ha- 
llaba en  Tournay,  para  arreglar  las  condiciones  de  la  entrega;  mas 
se  babian  roto  las  negeciaciones  por  la  influencia  superior  que  ejer- 
cía en  la  plaza  la  parcialidad  contraría  á  la  del  rey,  dirigida  por  el 
príncipe  de  Orange.  Sin  embargo,  la  entrega  de  dos  plazas  como 
Brujas  é  Iprés,  era  un  negocio  de  demasiada  consideración  para  no 
causar  recelos  é  inquietudes  serías  á  los  confederados.  En  vista  de 

^  la  actividad  y  talentos  desplegada  por  el  príncipe  de  Parma,  tuvie- 
ron que  pensar  seriamente  en  su  propia  posición,  que  comenzaba 
á  ser  crítica  y  sumamente  peligrosa.  Sirvió  esto  de  motivo  al  prín- 
cipe de  Orange  para  hacer  ver  á  los  Estados  la  necesidad  de  recon- 
ciliarse con  el  príncipe  francés,  cuyas  imprudencias  habían  sido  tan 
fatales  para  él  y  para  ellos.  Dieron  los  Estados  oídos  á  la  proposi- 
ción, y  enviaron  al  duque  de  Anjou  comisionados  con  objeto  de  anu- 
dar los  vínculos  de  amistad  que  se  habian  roto.  Mas  se  habia  to- 
mado muy  tarde  esta  medida,  por  la  muerte  de  dicho  personaje, 
acaecida  en  aquel  mismo  tiempo,  según  unos  de  enfermedad  natu- 
ral producida  por  la  melancolía  y  el  despecho,  y  según  otros,  cuya 
opinión  es  menos  verosímil,  á  impulsos  de  un  veneno. 

Dejó  este  joven  príncipe  pocos  motivos  de  hacer  recomendable 
su  memoría.  Sin  talento,  sin  capacidad,  sin  mas  resortes  de  acción 
que  una  inquietud  natural  que  sin  cesar  le  devoraba,  fué  casi  siem- 
pre instrumento  de  intrigas  ajenas,  á  pesar  de  que  sus  inmensos 
bienes  y  posición  social  debían  de  constituirle  en  jefe  de  partido. 
De  que  estaba  dotado  de  ambición,  da  testimonio  toda  su  conducta; 
mas  sin  conocimiento  de  los  hombres  y  su  propia  situación,  ineur- 

.  rió  en  muy  notables  desaciertos.  De  poca  sinceridad,  de  ninguna 
bAena  fe,  se  mostró  digno  hijo  de  Catalina  de  Médicis,  digno  her- 
mano de  los  tres  príncipes  que  consecutivamente  ocuparon  el  trono 
de  Francia.  Educado  en  la  religión  católica,  se  unió  no  pocas  veces 
con  los  calvinistas;  heredero  de  Enrique  III,  y  por  lo  mismo  su  alia- 
do natural,  le  causó  mil  disgustos  y  le  suscitó  embarazos  de  que 
debia  resentirse  él  mismo  si  alguna  vez  llegaba  á  la  corona.  Acep- 
tó el  gobierno  de  los  Paises-Bajos  sin  penetrarse  de  los  compromi- 
sos en  que  se  ponia.  Atentó  ¿  las  libertades  del  país,  desconociendo 
que  si  el  pais  peleaba  desde  tantos  afios,  era  justamente  en  obse- 
quio de  estas  libertades.  No  es  extraOo  que  el  recuerdo  de  estas  lal-* 


7M  HTSTORU  BB  NLIFE  H. 

tas  empODzoBMe  su  enstencta,  y  que  viéDdose  aborreeido  en  Flan* 
des,  poco  MDsiderado  de  sa  hermano,  y  sio  los  auxilios  de  los  que 
habían  sido  sus  aliados,  se  abandonase  al  despecho  que  condoce 
muchas  veces  á  la  desesperación  y  es  síntoma  de  muerte.  Con  la  de 
este  principe  solo  quedaba  un  varón  de  la  casa  de  Yalois,  y  este  era 
Enrique  III,  cuya  sucesión,  por  falta  de  hijos,  pasaba  k  Enrique  de 
Navarra,  calvinista.  Así  fué  este  un  acontecimiento  importantisimo 
para  los  jefes  de  la  santa  liga,  sobre  todo  para  el  rey  de  EspaSa, 
que  en  esta  asociación  por  medios  tan  poderosos  influía. 

Fué  seguida  la  muerte  def  duque  de  Anjou  de  otra  mucho  mas 
importante  para  los  Paises-Bajos.  El  príncipe  de  Orange,  oléelo  de 
tanto  horror  para  los  católicos,  proscrito  por  el  rey  de  Espalia,  blan- 
co de  las  muchas  asechanzas  que  tan  fatal  decreto  producía,  pere- 
ció por  fin  en  Delfl,  victima  de  un  asesino.  Cuatro  diferentes  y  por 
separado  meditaban  á  un  tiempo  dicha  empresa;  mas  cupo  la  hor- 
rible distinción  de  ejecutarla  á  un  tal  Baltasar  Gerard,  natural  de 
BorgoOa  ó  del  Franco  Condado,  quien  habiéndose  introducido  en  su 
casa  con  pretexto  de  entregarle  cartas  del  duque  de  Anjou,  disparó 
á  traición  al  príncipe  un  pistoletazo,  que  le  dejó  muerto  en  el  ins- 
tante. Tomó  inmediatamente  la  fuga  el  asesino;  mas  fué  cogido  é 
interrogado  con  el  auxilio  del  tormento.  Declaró  que  había  comu- 
nicado el  proyecto  de  matar  al  príncipe,  á  su  confesor,  ádos  jesuí- 
tas, al  conde  de  Mansfelt  y  al  principe  de  Parma;  mas  nada  le  pu- 
dieron arrancar  acerca  de  los  cómplices  en  la  perpetración  del  acto, 
manifestado  siempre  que  no  tenia  ninguno,  y  no  había  obrado  con 
otro  motivo  que  el  de  vengar  la  religión  católica  de  los  agravios  re- 
cibidos por  el  príncipe  de  Orange.  Persistiendo  en  la  misma  nega- 
tiva, sufrió  los  horrores  del  suplicio,  en  que  fué  descuartizado  vi- 
vo. Se  hallaba  el  asesino  en  la  flor  de  su  edad,  y  aunque  es  pro- 
bable no  estuviese  solo  en  la  trama,  tampoco  es  imposible  que  el 
fanatismo  religioso,  tan  común  en  aquella  época,  le  hubiese  arras- 
trado á  una  acción  que  no  solo  él,  sino  los  católicos  ardientes,  tu- 
vieron por  altamente  meritoria. 

Así  pereció  á  la  edad  de  cincuenta  y  dos  aflos  Guillermo  de  Nas- 
sau, príncipe  de  Orange,  el  enemigo  mayor,  ó  &  lo  menos  el  mas 
odiado  por  el  rey  de  Bspafia.  Pocos  hombres  fueron  juzgados  mas 
diversamente  entonces  y  aun  después  por  los  historiadores;  y  no 
podía  ser  otra  cosa,  en  viste  de  la  pugna  de  opiniones  y  el  encar- 
nsamianto  coa  que  cada  partido  político  ó  religioso  trataba  &  sus 


GAl'lTGLO  XLIV*  118 

aatagooisUis.  Como  rebelde,  codio  ingrato,  como  fautor  de  la  he- 
rejía, como  hombre  de  astucia  diabólica,  debió  de  ser  tratado  por 
los  católicos  adictos  á  la  parcialidad  del  rey  de  España;  mientras 
los  protestantes,  los  que  tomaban  tanto  interés  en  la  revolución  de 
los  Países-Bajos,  le  pintan  como  eminente  patriota,  como  politice 
consumado,  como  defensor  y  mártir  de  las  libertades  de  su  pais, 
como  uno  de  los  grandes  apóstoles  de  la  verdadera  religión  evan- 
gélica, cuyos  principios  desconocían  los  católicos.  Examinando  bien 
estos  dos  cuadros  y  despojando  los  hechos  del  espíritu  de  parciali- 
dad, no  es  difícil  reducirlos  &  sus  justas  proporciones.  Que  el  prin- 
cipe de  Orange  fué  un  hombre  sagaz,  político,  entendido,  justo 
apreciador  de  las  circunstancias  que  le  rodeaban,  conocedor  en  fin 
de  los  hombres  y  de  las  cosas,  no  puede  estar  sujeto  á  duda.  Nin- 
guno sabia  sacar  mejor  partido  de  las  faltas  de  sus  enemigos;  en 
los  desaciertos  políticos  del  rey  de  Espafia  ó  de  sus  agentes  en  el 
gobierno  de  los  Países-Bajos,  encontró  un  campo  fecundo  en  todo 
género  de  hostilidades.  En  los  verdaderos  motivos  que  le  impulsa- 
ron á  declararse  en  guerra  con  el  rey,  no  necesitamos  internarnos; 
mas  es  un  hecho,  que  cualesquiera  que  hubiesen  sido,  sirvió  á  una 
causa  popular,  altamente  patriótica,  que  debía  arrastrar  en  pos  de 
él  los  ánimos  de  la  muchedumbre.  El  fué  el  primer  impulsador  de 
un  alzamiento  que  ocupa  un  lugar  distinguido  en  la  historia  del  si- 
glo XVI,  y  desde  el  primer  acto  de  su  hostilidad,  disfrazada  enton- 
ces bajo  el  velo  del  obsequio,  hasta  el  fin  de  sus  días,  no  perdonó 
ocasión  ni  medio,  ni  dejó  de  trabajar  un  solo  instante  por  llevar  á 
su  término  la  grande  obra  comenzada.  Hombre  ya  eminente  por  sus 
riquezas  y  prosapia,  magnífico,  generoso,  muy  popular  en  medio 
de  su  cualidad  de  taciturno,  activo  y  perseverante,  atento,  cual- 
quiera que  fuese  su  ambición,  á  manifestar  que  no  era  el  móvil 
principal  de  su  conducta,  tenia  todas  las  cualidades  necesarias  para 
ser  un  gran  jefe  de  partido.  Aunque  el  todo  de  los  Paises-Bajos  no 
sacudió  la  dominación  del  rey  de  España,  cupo  al  príncipe  de  Oran- 
ge  la  gloria  de  ser  el  fundador  de  la  república  de  las  Provincias 
Unidas,  ó  de  Holanda,  del  nombre  de  una  de  ellas,  y  de  que  sus 
descendientes  rigiesen  con  muy  pocas  interrupciones  los  destinos 
del  pais,  contándose  entre  ellos  el  que  actualmente  le  gobierna  con 
el  nombre  de  rey  de  los  Paises-Bajos.  Por  lo  dem&s,  si  el  príncipe 
de  Orange  ocupa  tan  alto  puesto  en  la  historia  como  h&bil  político, 
como  grande  hombre  de  Estado,  como  activo  gobernante,  no  nos 


7ti  HISTOBU  BE  fujpe  íl 

parece  qae  como  hombre  de  guerra,  como  capitao,  tiene  derechos 
á  UD  título  muy  distinguido.  En  las  dos  entradas  que  hizo  en  los 
Paises-Bajos,  quedó  totalmente  eclipsada  su  estrella  por  la  del  du*- 
que  de  Alba.  Desde  entonces  no  le  vemos  al  frente  de  los  ejérdtos, 
ni  concurrir  con  su  persona  &  ninguno  de  los  infinitos  choques  que 
en  campo  raso  ó  con  motivo  de  sitios  de  plaza  se  trabaron  entre  las 
armas  de  EspaDa  y  las  de  los  confederados.  Ni  en  el  golñerno  de 
don  Luis  de  Requesens,  ni  con  don  Juan  de  Austria  que  dio  bata- 
llas en  persona,  ni  con  el  príncipe  de  Parma,  que  dirígia  tantas 
operaciones  de  sitio,  se  midió  nunca  el  príncipe  de  Orange.  Sin  que- 
rer, pues,  defraudar  su  reputación  militar,  debemos  pensar  que  foé 
inferior,  y  tal  vez  lo  reconocía  él  mismo,  á  los  capitanes  ya  citados. 

A  proporción  que  fué  celebrada  la  muerte  del  príncipe  de  Orao- 
ge  por  la  parcialidad  de  Espafia,  causó  un  profundo  dolor  y  cubrió 
verdaderamente  de  luto  á  los  confederados.  Se  celebraron  sus  exe- 
quias con  toda  pompa  y  solemnidad  en  Delft  y  en  todos  los  pueblos 
considerables  de  la  Holanda.  En  medio  de  su  aflicción  tuvieron  loa 
Estados  el  consuelo  de  que  Mauricio,  hijo  segundo  del  difunto  (pues 
el  primero  estaba  preso  en  EspaOa),  joven  de  diez  y  nueve  affos, 
daba  esperanzas  de, seguir  las  huellas  de  su  padre.  Así  lo  acreditó 
con  el  tiempo  el  jpríncipe  Mauricio,  desplegando  igual  actividad, 
igual  genio  en  política,  igual  conocimiento  de  las  cosas  y  de  los  hom- 
bres. Le  invistieron  los  Estados  con  el  gobierno  de  las  provincias 
regidas  antes  por  su  padre,  nombrándole  al  conde  de  Holach  por 
su  principal  director  y  consejero. 

Privados  los  Estados  de  Flandes  del  duque  de  Anjou  y  del  prín^ 
cipe  de  Orange,  amenazados  de  perder  sus  principales  fortalezas 
por  la  habilidad  que  desplegaba  el  de  Parma,  se  vieron  envueltos 
en  terribles  embarazos.  Se  abrió  con  esto  nuevo  campo  á  los  agen* 
tes  de  Espafia  para  proponer  vias  de  avenencia  y  conciliación  con 
su  antiguo  soberano;  mas  se  habían  contfaido  demasiado  grandes 
compromisos  para  que  se  pensase  con  sinceridad  en  semejante  ar- 
reglo. Volvieron  de  nuevo  sus  ojos  los  confederados  hacia  Francia, 
y  enviaron  una  solemne  embajada  á  Enrique  III,  solicitando  su  pro- 
tección y  auxilios,  ofreciéndole  recibirle  y  reconocerlo  por  señor  con 
ciertas  condfeiones.  Era  tentadora  la  proposición,  y  no  podia  noienos 
de  halagar  á  Catalina  de  Médicis  y  aun  á  su  hijo,  que  no  ignoraba 
la  guerra  sorda  que  le  estaba  haciendo  el  rey  de  EspaDa.  Mas  do- 
minaban en  el  Consejo  los  jefes  de  la  liga,  tan  estrechamente  oiiídos 


GiPITDLO  LI^.  125 

á  este  último,  é  hicieron  ver  á  Enrique  III  los  graves  peligros  á  qae 
expondría  el  pais  aceptando  una  soberanía  que  le  acarrearía  mil  gas- 
tos sin  utilidad  alguna.  Vaciló  el  rey  como  lo  tenia  de  costumbre, 
y  no  siQpdo  en  realidad  el  mas  fuerte,  cedió  á  influencias  extranje- 
ras, dando  una  negativa  formal  ¿  las  proposiciones  que  le  hacian 
los  de  Flandes.  Con  este  motivo  se  vieron  estos  en  necesidad  de  bus- 
car otro  protector  y  auxiliador,  que  hallaron  al  fin  en  la  persona  de 
la  reina  de  Inglaterra.  Mas  antes  de  pasar  ¿  este  nuevo  orden  de 
cosas  en  los  Paises-Bajos,  necesario  será  que  retrocedamos  algo  y 
nos  ocupemos  en  los  asuntos  de  Portugal,  de  tanta  importancia  y 
bulto  en  la  historia  que  escríbimos. 


^tmmat>mmtmmmtmim 


Tomo  i.  M 


cAPrrüLO  Vi. 


SUMARIO. 

Asuntos  de  Portugal — ^Muerte  de  don  Juan  III ^Regencia  del  cardenal  don  Enrique. 

—Carácter  é  inclinaciones  del  rey  don  Sebastian.— Tómalas  riendas  del  gobierno. 
—Su  primera  expedición  al  África.— Vuelve  á  Lisboa.— Hace  preparativos  pan 
una  nueva  empresa.— ^e  declara  protector  del  emperador  destronado  de  Marrue- 
cos.—Su  entrevista  en  Guadalupe  con  el  rey  de  España.— Se  embarca  con  su  ejér- 
cito.—Llega  á  Cádiz  y  de  aquí  i  las  costas  de  África.— Plan  desacertado  de  cam- 
pafia.— Batalla  de  Alcazarquívir.— Total  derrota  del  ejército  portugués. — ^Haereen 
el  campo  de  batalla  el  rey  don  Sebastian.— Pormenores  de  la  pérdida.— Trasladoa 
del  cadáver  de  don  Sebastian  á  Lisboa  (I).— (1557-1578). 


Particularidad  es  de  grande  consideración  en  la  historia  de  Feli* 
pe  II,  que  habiendo  heredado  de  su  padre  la  monarquía  mas  vasta 
entonces  de  la  Europa,  hiciese  adquisición  de  otra ,  que  si  no  muy 
grande  por  su  territorio  de  esta  parte  de  los  mares ,  formaba  por 
sus  ricas  posesiones  de  la  otra  una  de  las  principales  potencias  en 
el  orbe  culto.  Se  ye  que  hablamos  de  Portugal ,  cuya  historia ,  en 
todos  tiempos  tan  enlazada  con  la  nuestra,  se  puede  considerar  co- 
mo la  misma  en  lo  que  nos  resta  del  reinado  que  escribimos. 

A  la  muerte  de  don  Manuel,  ocurrida  en  1521,  subió  al  trono  su 
hijo  don  Juan  III,  hermano  de  la  emperatriz  Isabel],  y  casado  coa 
Catalina  de  Austria,  hermana  de  Garlos  V.  Los  historiadores  hacen 


(1)   Herreni,  Historia  de  Portugal;  Cabrera,  Tida  de  Felipe  II;  Ferreru,  Hiatorla  general  de  It- 
palla;  La  Clede,  Historia  de  Portugal;  Helio,  id^  Yaaconc^ioB,  Anacephaleosis. 


CiPITULO  LY.  721 

todos  mención  muy  baena  de  este  príncipe  por  su  amor  á  la  jasti-- 
cia  y  capacidad  en  materias  de  gobierno.  Se  hallaba  entonces  en  un 
estado  de  brilló  y  de  grandeza  por  ¿as  vastas  posesiones  de  África 
y  Asia,  que  daban  al  comercio  y  á  la  navegación  tan  gran  fomento; 
mas  de  esta  materia  trataremos  en  su  lugar  correspondiente.  Bajo 
el  reinado  de  don  Juan  HI  se  introdujo  la  inquisición  en  Portugal 
por  las  artes  de  un  impostor  que  se  dijo  nuncio  de  Su  Santidad,  con 
poderes  para  ello. 

Murió  este  monarca  en  1557 ,  dejando  la  corona  de  Portugal  á 
su  nieto  don  Sebastian,  de  edad  solo  de  tres  afios.  Había  estado  ca- 
sado el  padre  de  este  príncipe  é  hijo  de  don  Juan ,  con  la  princesa 
doDa  Juana,  hermana  de  Felipe  II;  y  como  la  primera  mujer  de  don 
Felipe,  doDa  María,  habia  sido  hija  de  don  Juan,  era  el  rey  de  Es- 
paña tio  doble  del  rey  niDo.  Estos  enlaces  tan  frecuentes  entre  las 
casas  de  uno  y  otro  reino ,  dieron  lugar  á  sucesos  de  muchísima 
importancia,  según  veremos  luego. 

Quedó  encargada  de  la  regencia  de  Portugal  la  reina  viuda  doDa 
Catalina;  mas  por  la  retirada  total  de  esta  princesa  de  los  negocios 
del  mundo,  hizo  renuncia  y  pasó  á  manos  del  cardenal  don  Enri- 
que, hermano  de  don  Juan  y  de  todos  los  hijos  de  don  Manuel ,  el 
solo  que  restaba.  La  administración  de  ambos  fué  bastante  feliz,  y 
en  sus  manos  no  perdió  Portugal  nada  del  lustre  y  consideración 
pública  que  bajo  los  dos  reinados  anteriores  disfrutaba. 

Mostró  el  rey  don  Sebastian  desde  sus  mas  tiernos  afios  vivo  in- 
genio, entendimiento  claro,  deseos  de  instruirse  y  de  gobernar  con 
arreglo  á  leyes  y  &  justicia;  mas  entre  todas  estas  cualidades  se  dis- 
tinguía un  gusto  por  la  profesión  militar ,  que  con  el  tiempo  llegó 
á  ser  pasión  desenfrenada.  No  fermentaban  en  la  cabeza  del  joven 
Sebastian  mas  que  im&genes  de  guerras  contra  moros,  excitándose 
su  ardiente  fantasía  con  los  recuerdos  de  las  proezas  de  los  portu- 
gueses en  las  costas  de  África  en  el  siglo  anterior  y  en  tiempo  mas 
reciente.  No  poseía  ya  el  Portugal  de  todas  sus  conquistas  en  esta 
parte,  mas  que  los  tres  plazas  de  Ceuta ,  Mozagan  y  Tánger.  Con 
la  reunión  de  los  cuatro  estados  de  Fez,  Tremecen,  Suz  y  Marrue- 
cos, se  acababa  de  formar  en  aquellas  regiones  un  imperio  formi- 
dable. Habían  sido  sitiadas  con  notable  pérdida  y  matanza  de  los 
sitiadores,  por  las  tropas  del  emperador  Muley-Abdalla,  las  plazas 
de  Mozagan  y  Tánger  (1565),  y  el  rey  de  Portugal,  no  siendo  en- 
tonces de  mas  edad  que  la  de  once  afios ,  comenzó  á  anunciar  el 


1 


7t8  flISTORU  ra  FBUFB  ÍI. 

proyecto  de  posar  al  África  y  restablecer  allí  h  domíDacioü  de  las 
armas  portogoesas.  No  faltaron  eo  su  corte  consejeros  hábi- 
les, hombres  de  prudencia ,  qae  espantados  de  las  eonseeaeneias 
para  el  reino  ^e  tan  funesta  propensión,  trataron,  de  inspirar  al  re; 
sentimientos  pacíficos ;  pero  fueron  mas  los  cortesanos  que  se  de- 
cidieron 4  halagarla  por  espíritu  de  adulación  ó  de  partido. 

Desde  que  llegó  el  rey  á  la  edad  de  catorce  aSos ,  término  de  sq 
minoría,  no  se  ocupó  mas  que  de  la  guerra  de  África,  suelio  de  ca- 
si toda  su  existencia.  Ni  los  consejos,  ni  las  representaciones  de  los 
bien  intencionados,  pudieron  desviarle  de  una  idea  tan  perjudicial 
al  reino,  como  en  sí  misma  extravagante.  A  la  organización,  í  la 
instrucción  de  su  pequefio  ejército ,  á  la  lectura  de  las  expediciones 
que  habían  cubierto  de  gloria  el  nombre  portugués,  se  consagraban 
casi  todos  los  momentos  de  su  vida.  Para  ensayarse  en  la  profesión 
militar,  para  examinar  de  cerca  el  país  que  iba  á  ser  teatro  de  sn 
gloria,  proyectó  una  expedición  al  África ,  y  seguido  de  solos  mil 
quinientos  hombres,  se  embarcó  en  1574  en  medio  de  las  lamen- 
taciones del  pueblo,  de  las  l&grimas  de  su  tío  y  de  su  abuela,  qne 
no  le  pttdie;'on  disuadir  de  su  proyecto.  Desembarcado  en  T&nger, 
recorría  sus  inmediaciones  con  la  misma  confianza-  que  si  estuviese 
en  Portugal,  cuando  percibiéndolo  los  moros  le  atacaron  de  sorjHre- 
sa  con  fuerzas  superiores.  Fué  el  encuentro  muy  sangriento,  y  aun- 
que los  enemigos  quedaron  al  fin  desbaratados,  no  debió  don  Se- 
bastian su  salvación  mas  que  á  su  valor  desesperado  y  temerario. 
Este  accidente ,  que  debía  de  hacerle  entrar  en  sí,  no  hizo  mas  que 
confirmarle  en  su  resolución  de  empeñarse  en  otra  tentativa  masen 
grande,  y  de  cuyos  preparativos  comenzó  á  ocuparse  desde  su  re- 
greso &  sus  Estados. 

Dio  nuevos  estímulos  á  las  miras  ambiciosas  de  don  Sebastian  la 
guerra  civil  encendida  entonces  en  Marruecos.  Por  la  muerte  dd 
emperador  Muley-Abdalla ,  había  subido  al  trono  su  hijo  Muley- 
Hamet,  en  perjuicio  de  sus  tios,  hermanos  del  difunto ,  llamados  4 
la  sucesión  por  las  leyes  del  país ,  con  preferencia  á  su  sobrino. 
Uno  de  ellos,  llamado  Abdel-Muley-Moluc,  después  de  haber  enn- 
do  prófugo  por  varias  cortes  de  África ,  se  hizo  al  fin  con  an  ejér- 
cito, al  frente  del  cual  volvió  á  Marruecos  á  vindicar  sus  derechos 
usurpados.  Decidió  la  cuestión  una  batalla  en  que  fué  el  sobrino 
derrotado  y  compelido  á  huir ,  dejando  á  Muley-Moluc  en  la  pose- 
sión del  trono.  Recurrió  el  fugitivo  emperador  á  varios  príncipes  de 


GáFUDU)  LT.  119 

la  erífltíaDdad,  ofredéodoles  vasallaje  8i  le  daban  medios  para  yol- 
ver  á  sus  Estados.  Fué  uno  de  ellos  el  rey  de  EspaOa ;  mas  este  se 
aegó  á  entrar  en  tratados  con  el  moro.  Había  entonces  entablado 
Felipe  II  negociaciones  con  Abdel-Moiac ,  con  el  fin  de  evitar  que 
este  coadyuvase  con  sus  fuerzas  á  los  designios  del  nuevo  sultán 
Amurates  lil,  hijo  de  Selim  II ,  deseoso  de  arrancar  las  plazas  de 
Oran  y  Mazalquivir  de  la  dominación  del  rey  católico.  Por  otra  par- 
te le  parecieron  muy  débiles  los  recursos  con  que  contaba  Muley- 
Hamet,  y  no  quiso  por  lo  mismo  aventurar  en  una  expedición  que 
le  ofrecia  pocas  ventajas,  las  tropas  y  recursos  que  tanto  necesita- 
ba en  otra  parte. 

Dio  oidos  don  Sebastian  &  lo  que  desechaba  el  rey  de  Espafia» 
ofreciendo  &  Muley-Hamet  restituirle  lo  perdido,  bajo  las  mismas 
condiciones,  y  desde  aquel  instante  se  entregó  de  nuevo  á  sus  soe- 
fios  de  victorias  y  conquistas ,  lisonjeándose  tal  vez  de  plantar  los 
pendones  de  Portugal  sobre  los  muros  de  Constantinopla.  Le  hala- 
gaban los  embajadores  de  Muley-Hamet  con  la  idea  de  que  iome- 
diatamente  que  desembarcase  en  África  se  le  abrirían  las  puertas 
de  Arcilla,  una  de  las  plazas  mas  fuertes  de  la  costa,  donde  podría 
establecer  la  base  de  sus  operaciones* 

A  los  vastos  designios  de  don  Sebastian,  correspondían  poquísi- 
mo sus  medios.  Estaba  el  país  exhausto  con  las  guerras  anteríores, 
y  la  grandeza  de  Portugal  tenia  mas  de  bríllante  que  de  sólida. 
Con  cortas  fuerzas  y  medios  pecuniarios  muy  escasos,  apeló  el  rey 
á  contríbuciones  extraordinarias,  que  se  recaudaron  con  tanta  mas 
dificultad,  cuanto  era  muy  impopular  en  el  reino  la  expedición  que 
meditaba.  Viendo  que  á  pesar  ^e  sus  esfuerzos  no  podia  allegar 
fuerzas  adecuadas  á  la  empresa ,  acudió  Sebastian  á  su  tio  el  rey 
de  Espafia;  y  para  tratar  con  mas  extensión  de  este  negocio ,  hizo 
un  viaje  á  Guadalupe,  en  Extremadura,  adonde  le  habia  citado  Fe- 
lipe II  á  instancias  suyas.  Se  veríficó  la  reunión  á  últimos  del  afio 
1577;  y  aunque  el  monarca  portugués  fué  bien  recibido  por  el  es- 
pañol y  tratado  con  las  consideraciones  debidas  á  su  clase  y  tan 
estrecho  parentesco,  no  produjeron  para  él  las  conferencias  el  re- 
sultado que  esperaba.  No  solo  se  manifestó  contrarío  el  rey  de  Es- 
pafia á  la  idea  de  tomar  parte  en  el  negocio  y  concurrir  á  los  gas- 
tos de  semejante  expedición ,  sino  que  trató  de  disuadirle  de  una 
guerra  que  no  podría  ocasionarle  mas  que  gastos  y  desastres ,  sin 
ninguna  sólida  ventaja.  En  caso  de  que  se  obstinase  en  llevarla  á 


78é  DSTOBU  DI  FBtm  n. 

eabOt  le  aconsejó  al  menos  qae  do  la  mandase  en  persona;  y  si  tu 
se  empeñaba  en  ello»  qae  por  ningún  motivo  se  alejase  de  la  costa. 
Hay  historiadores  que  atribuyen  á  Felipe  II  lenguaje  diferente,  su- 
poniendo que  aconsejó  á  don  Sebastian  la  expedición,  con  las  miras 
de  sucederle  en  la  corona  en  caso  de  un  desastre.  Sin  tratar  de  son- 
dar las  intenciones,  es  un  hecho  que  le  aconsejó  como  buen  parien- 
te, como  hombre  cuerdo  y  experimentado.  Mas  ni  estos  consejos, 
ni  las  súplicas  de  don  Enrique ,  ni  las  amonestaciones  de  sus  con- 
sejeros, ni  la  consternación  del  pais ,  que  ya  lamentaba  los  desas- 
tres de  la  expedición,  hicieron  desistir  á  don  Sebastian  de  su  pro- 
yecto. Viendo  Felipe  II  que  nada  le  hacia  fuerza ,  la  prometió  nn 
cuerpo  de  cinco  mil  hombres,  y  aun  se  encargó  de  «iviar  una  per- 
sona entendida  y  de  confianza,  &  fin  de  que  explor|se  en  las  costas 
de  África  el  verdadero  estado  de  las  cosas.  Este  fiaje  tuvo  efecto, 
mas  se  redujeron  á  dos  mil  los  cinco  mil  hombref  prometidos ,  por 
las  noticias  que  tuvo  el  rey  de  la  necesidad  de  enviar  nuevos  re- 
fuerzos á  los  Paises-Bajos. 

Después  de  haber  completado  los  prepari^vos  ó  los  que  él  re- 
putaba como  tales,  y  formado  un  Consejo  de  regencia,  por  no  ha- 
ber querido  encargarse  de  ella  don  Enrique ,  se  embarcó  don  Se- 
bastian en  junio  de  1578  con  la  expedición  ,  compuesta  de  nueve 
mil  portugueses,  dos  mil  españoles,  tres  mil  alemanes,  seiscientos 
italianos,  en  todo  quince  mil  hombres^  con  doce  piezas  de  campa- 
na. A  los  inconvenientes  de  tan  pequefio  ejército ,  se  agregaba  el 
de  la  escasez  de  los  caballos,  que  no  pasaban  de  mil  y  ochocientos, 
habiéndose  embarcado  sin  ellos  nna  gran  parte  de  los  jefes  princi- 
pales. 

Estaba  nombrado  capitán  general  del  ejército  don  Luis  de  Ataide; 
capitán  general  de  la  armada  don  Diego  Sosa,  y  capitán  de  los  ca- 
balleros aventureros  que  seguían  al  ejército,  don  Cristóbal  Tabora. 
Entre  los  principales  personajes  que  acompañaban  al  rey ,  se  en- 
contraban don  Federico,  hijo  del  duque  de  Braganza ,  y  don  Anto- 
nio, prior  de  Crato,  que  con  el  tiempo  hizo  tan  gran  papel  en  la 
historia  de  este  reino. 

Llegó  la  expedición  en  el  curso  del  mismo  mes  á  Cádiz ,  donde 
fué  recibido  el  rey  con  todo  aparato  y  solemnidad  por  su  goberna- 
dor don  Alonso  Pérez  de  Guzman  el  Bueno ,  sexto  duque  de  Medi- 
nasidonia.  Le  rogó  este  personaje  á  nombre  del  rey  que  no  pasase 
adelante  y  que  esperase  allí  el  resultado,  de  la  campaOa,  encomea- 


GAHTULO  LV.  731 

dándola  al  generjal  en  jefe.  A  este  consejo  no  quiso  dar  oídos  el  rey 
don  Sebastian,  creyéndose  lastimado  en  su  amor  propio,  y  se  volvió 
á  embarcar,  embriagado  mas  que  nunca  con  la  ilusión  de  restable- 
cer con  un  pufiado  de  gente  á  Muley-Hamet  sobre  el  trono  de  Mar- 
ruecos. 

Desembarcó  la  expedición  entre  Tánger  y  Arcilla ,  sin  que  don 
Sebastian  tuviese  formado  un  plan  de  sus  movimientos  ulteriores. 
De  Tánger  salió  á  recibirle  el  emperador  desposeído  Muley-Hamet, 
llevándole  de  auxilio  cuatrocientos  moros ,  y  los  dos  monarcas  se 
dirigieron  á  la  plaza  de  Arcilla ,  á  cuyas  fortificaciones  afiadió  don 
Sebastian  reparos  nuevos.  Después  de  quince  dias  de  irresolución, 
en  que  consumieron  la  mayor  parte  de  sus  provisiones ,  determinó 
el  rey  comenzar  la  campafia  por  la  toma  de  la  plaza  de  Larache; 
mas  en  lugar  de  hacer  la  expedición  por  mar ,  como  el  buen  sen- 
tido se  lo  aconsejaba,  decidió  ir  por  tierra ,  teniendo  que  atravesar 
en  lo  mas  fuerte  del  estío  un  país  árido,  arenoso,  que  no  le  ofrecía 
agua  ni  recursos  de  ninguna  especie.  En  vano  los  capitanes  mas 
prudentes  y  el  mismo  Muley-Hamet  se  esforzaron  en  hacerle  ver  lo 
desatinado  y  hasta  peligrosísimo  de  semejante  expedición,  habiendo 
ejercido  mas  imperio  en  su  ánimo  las  insinuaciones  de  algunos, 
que  conocedores  del  carácter  del  rey,  le  hicieron  ver  que  hallándo- 
se ya  los  enemigos  á  la  vista,  seria  reputada  esta  expedición  marí- 
tima como  una  fuga,  ó  al  menos  retirada. 

No  había  estado  dormido  mientras  tanto  Abdel-Muley-Moluc, 
emperador  reinante  de  Marruecos,  centra  el  que  don  Sebastian  tan 
pocas  fuerzas  desplegaba.  Los  historiadores  convienen  en  alabar 
mucho  la  actividad  y  genio  militar  de  este  monarca.  Gomo  no  ha- 
bían ofendido  en  nada  al  rey  don  Sebastian,  se  admiró  mucho  que 
se  declarase  su  enemigo  y  aspirase  á  destronarle.  Aun  dio  con  él 
pasos  de  avenencia,  ofreciéndole  algunas  plazas,  con  la  condición 
de  que  abandonase  la  causa  del  sobrino.  Guando  supo  que  eran  to- 
dos infructuosos,  y  que  el  rey  de  Portugal  se  obstinal»  en  llevar 
adelante  su  designio,  escribió  á  los  deyes,  sus  aliados,  y  tomó  todas 
las  medidas  necesarias  para  sacar  á  campafia  el  mayor  número  de 
tropas  posible,^  á  cuya  cabeza  se  puso  en  persona,  aunque  condu- 
cido en  litera,  hallándose  aquejado  por  una  grave  enfermedad  que 
le  tenia  á  las  puertas  del  sepulcro.  Se  componía  su  ejército  de 
treinta  y  seis  mil  caballos,  entre  los  que  se  hallaban  dos  mil  con 
arcabuces,  siete  mil  ínfantesi  todos  arcabuceros,  y  treinta  y  cuatro 


732  msTORU  m  fblipb  ir. 

piezas  de  campaña,  sin  contar  con  una  porción  de  tropas  irregula- 
res árabes  que  igualmente  le  seguían.  Con  toda  esta  gente  camioé 
hacia  Arcilla,  observando  los  movimientos  de  los  portugueses.  Sa- 
bedor de  la  desacertada  jomada  que  estos  emprendian,  envió  tres 
mil  hombres  para  ocupar  un  vado  por  donde  tenian  que  pasar  d 
río  Larache;  y  ios  portugueses,  destituidos  de  este  recurso,  cre- 
yendo haber  encontrado  otro,  se  hallaron  con  la  novedad  de  qoe 
estaba  intransitable.  En  aquel  conflicto,  sin  poder  pasar  adelanto, 
sin  poder  ni  querer  retroceder,  hallándose  sin  víveres,  no  se  pre- 
sentó mas  recurso  que  el  desesperado  de  dar  batalla  ai  moro,  que 
se  hallaba  con  fuerzas  tan  superiores  á  las  portuguesas.  El  4  de 
agosto  del  mismo  alio,  en  un  sitio  llamado  Alcazárquivir,  tuvo  logar 
esta  Tefríega,  una  de  las  mas  desastrosa  que  están  consignadas  » 
la  historia.  Arengó  á  sus  tropas  don  Sebastian :  el  emperador  mar- 
roquí mandó  que  se  llegasen  á  su  litera  los  principales  jefes  del  ejér- 
cito, y  les  recomendó  que  peleasen  con  valor  por  la  causa  de  la  fe 
de  Mahoma,  y  obtuviesen  á  toda  costa  una  victoria,  ya  de  iiingim 
provecho  para  él,  hallándose  tan  próximo  á  la  muerte.  A  su  her* 
mano  Muley-Hamet  que  le  acompasaba  en  la  expedición,  y  tenia 
el  mando  de  k^caballería,  hizo  aparte  el  mismo  encargo,  amena* 
zándole  en  nombre  del  profeta  con  que  le  baria  cortar  el  coello  á  la 
primera  seOal  que  diese  de  cobardía  ó  negligencia. 

Se  componía  la  vanguardia  del  ejército  portugués  de  tres  escua- 
drones de  infantería:  en  el  costado  izquierdo  los  castellaoos  man- 
dados por  don  Alonso  de  Aguilar;  á  la  derecha  los  alemanes  por  el 
coronel  Talver,  y  en  el  medio  los  aventureros  portugueses  al  carga 
de  Cristóbal  de  Tabora.  Componían  el  cuerpo  de  batalla  los  tercíof 
de  infantería  portuguesa  mandados  por  don  Miguel  de  Norofia  y 
Basco  de  Silveira,  y  la  retaguardia  otros  dos  tercios  de  la  misma 
nación  al  cargo  de  Diego  López  Síquera  y  Francisco  de  Tabora. 
Iban  los  tres  cuerpos  flanqueados  por  mangas  de  arcabuceros  de 
todas  naciones,  y  la  caballería  formaba  dos  alas  en  el  cuerpo  de 
vanguardia.  El  rey,  que  hacia  veces  de  maestre  de  campo  geD^ii 
y  de  general  en  jefe,  pues  todo  lo  disponía  por  si  mismo,  marchaba 
en  el  cuerpo  de  batalla,  llevando  á  su  lado  á  Muley-Hamet,  se- 
guido de  sus  cuatrocientos  moros.  Los  bagajes  iban  protegidos  por 
la  caballería,  y  las  piezas  de  campaffa  en  los  huecos  que  dejalnii  los 
tres  cuerpos  ó  trozos  del  ejército. 

Tomó  Abdel-Moluc  las  disposiciones  que  la  sitoaeioD  le  sagena, 


CAWTDLO  LV.  783 

daDdo  á  sa  linea  de  batalla  ona  forma  semicircular  con  el  objeto  de 
envolver  á  los  contrarios.  Los  portugueses  no  aparentaron  arre- 
drarse con  tal  disposición,  y  se  prepararon  para  la  batalla  como 
cumplía  á  soldados  tan  valientes.  Comenzó  la  acción  por  descargas 
de  artillería  de  una  y  otra  parte;  mas  como  la  de  los  moros  era  tan 
superior,  no  quiso  don  Sebastian  exponer  á  los  suyos  á  un  desór-' 
den  manteniéndose  parados,  y  mandó  que  la  vanguardia  atacase  la 
linea  de  los  moros.  Se  desordenaron  estos  en  el  acto,  y  aunque 
Muley-Moluc  envió  la  orden  de  que  los  reforzasen,  no  pudieron  á 
su  vez  romper  la  línea  de  los  portugueses.  Mientras  se  combatía 
aquí  con  gran  ventaja  de  estos,  se  corrieron  los  moros  por  los  dos 
flancos,  y  atacaron  la  retaguardia  que  fué  desordenada.  En  aque- 
llas llanuras,  en  aquella  estación,  en  aquel  clima,  no  era  dado  &  la 
infantería  portuguesa,  aunque  superior,  resistir  el  ímpetu  de  tantos 
caballos  que  por  todas  partes  sobre  sus  ISIas  se  arrojaban .  Eran 
precisas  otras  disposiciones,  y  para  tomarlas  un  hombre  de  mas  ca- 
pacidad ó  de  mas  genio.  Quedó  derrotada  la  retaguardia  portugue- 
sa; se  fué  destrozando  poco  á  poco  toda  la  vanguardia,  en  medio 
de  grandes  esfuerzos  de  valor,  abrumada  bajo  la  superioridad  del 
número.  Se  movió  entonces  don  Sebastian  al  frente*  del  cuerpo  de 
batalla,  resuelto  á  vender  cara  su  vida,  y  ya  que  no  á  vencer,  á 
salvar  los  restos  de  su  ejército.  De  que  hizo  heroicos  esfuerzos  de 
valor«  dan  testimonio  su  carácter  y  el  arrojo  que  había  ya  desple- 
gado. En  varias  partes  se  le  vio  combatir  ya  á  caballo,  ya  á  pié, 
pues  tuvo  dos  muertos  durante  la  refriega.  Llevaron  al  principio  lo 
mejor  los  portugueses,  arrollando  las  líneas  enemigas;  mas  acosa- 
dos al  fin  en  todos  sentidos  por  tantos  de  á  caballo,  cupo  al  cuerpo 
del  ejército  la  misma  suerte  que  á  los  anteriores.  Se  introdujo  el 
desorden  en  las  filas;  al  desorden  siguió  la  derrota,  acompañada  de 
la  mortandad,  y  en  medio  de  increíbles  esfuerzos  aislados  de  valor, 
de  la  confusión,  de  los  gritos  feroces,  de  todas  las  escenas  de  hor- 
ror que  abraza  la  imaginación,  mas  no  pueden  describirse,  se  iban 
cabriendo  los  campos,  ó  por  mejor  decir  aquellos  arenales  abrasa- 
dos, de  cadáveres.  Pocas  batallas  tuvieron  un  fin  tan  desastroso. 
De  los  quince  mil  hombres  á  que  ascendía,  sobre  poco  mas  ó  me- 
nos, el  ejército  portugués,  todos  quedaron  muertos  ó  cautivos,  á 
excepción  de  cuarenta  y  cinco  hombres  que  llevaron  á  la  plaza  de 
Ceuta  la  noticia  del  desastre.  Fué  mayor  que  el  de  los  muertos  el 
número  de  los  cautivos;  el  botín  inmenso,  pues  el  rey  y  los  nobles 

Tomo  i.  93 


734  HISTOMA  DB  FBUFB  If. 

portagueses  se  habían  esmerado  eo  presentarse  oeo  todo  el  lijo  y 
magoificencía  posibles  eo  aquel  país  que  considerabao  eomo  de  glo- 
rias y  conquistas. 

En  medio  de  los  desastres  que  haoen  tan  memorable  esta  jornada 
de  Alcazarquivir,  contribuye  á  su  celebridad  la  circunstancia  de 
haber  ocurrido  en  ella  la  muerte  de  tres  reyesv  El  emperador  Mu- 
ley-Moluc,  al  querer  pasar  de  su  litera  á  un  caballo  por  creer  en 
mal  estado  la  batalla,  se  desmayó  con  el  esfuerzo;  y  aunque  Yolvié 
en  si,  espiró  pocos  momentos  después ^  poniendo  un  dedo  en  la  bo- 
ca, dando  á  entender  á  los  que  le  rodeaban  que  no  lo  divulgasen. 
Manifiesta  bien  este  rasgo,  aunque  parece  tan  sencillo,  el  temple  de 
alma  de  un  emperador,  que  á  la  orilla  de  su  tumba  con  tan  sangrt 
fría  tomaba  las  disposiciones  de  batalla  semejante.  Fué  la  orden 
obedecida,  y  tan  guardado  el  secreto  de  su  muerte  durante  la  re- 
friega, que  los  principales  oficiales  de  su  comitiva  continuaba  acom- 
pañando la  litera,  inclinándose  á  veces,  eo  actitud  de  hablar  oon  él 
y  recibir  alguna  orden.  Gl  pretendiente  ó  mas  bien  desposeído  Mu- 
ley-Hamet,  murió  en  la  retirada  al  querer  pasar  un  vado.  De  la 
muerte  del  rey  de  Portugal  se  dudo  mucho  entonces;  y  una  prueba 
de  que  no  fué  creída  generalmente  en  el  pais,  es  que  muchos  in- 
postores se  presentaron  con  su  nombre.  Según  uoos  muríé  pe- 
leando^ haciendo  prodigios  de  valor,  suerte  que  ya  había  cabido  ft 
cuantos  le.  rodeaban.  Dijeron  otros  que  habia  sido  hecho  prisio- 
nero y  que  le  habia  dado  muerte  «o  jefe  noro,  al  ver  que  se 
habia  suscitado  una  contienda  sobre  quién  se  habia  de  llevar  tu 
rica  presa.  Mas  es  lo  cierto  que  á  4os  dos  días  después  fué  des- 
cubierto de  entre  un  montón  de  cadáveres  el  suyo,  y  aun- 
que ya  desnudo,  reconocido  por  sus  sirvientes  y  otros  oabafteros 
cautivos,  que  dieron  este  testimonio  con  sus  lágrimas.  Conservé 
con  cuidado  este  cadáver  el  nuevo  emperador,  hermano  4e  Muley- 
Moluc,  y  sin  ningún  rescate,  le  entregó  á  un  comisionado  del  rey 
de  Bspafia,  quien  mandó  se  depositase  en  Ceuta.  De  aquí  ae  le 
trasladó  á  Lisboa,  donde  á  pesar  de  la  oscuridad  en  que  estaba  en- 
vuelto este  suceso,  no  quedaba  ya  duda  de  su  fibuerte. 


CAPITULO  im. 


Continuación  del  anterior  .^Resultados  de  la  muerte  de  don  Sebastian. ^Subida  de 
don  Enrique  al  trono.  Pretendientes  á  la  sucesión El  rey  de  España.— Don  An- 
tonio, prior  de  Grato.— El  duque  de  Braganza.— El  duque  de  Saboya.— Raynuci, 
principe  de  Parma. — ^Reunión  de  las  Cortes Designación  de  los  jueces  para  diri- 
mir la  disputa. — ^Muere  don  Enrique. — ^Partidos.— Disturbios. — Reunión  de  un 
ejército  español  en  Badajoz. — Llegada  de  Felipe  II  á  dicha  plaza.— Consulta. — 
Manifiesta  el  rey  sus  derechos  á  la  corona  de  Portugal,  y  los  de  valerse  de  la 
fuerza  si  voluntariamente  no  le  reconocen.— Se  pronuncia  el  prior  de  Crato. — Se 
apodera  de  Saotarem,  Setubal  y  Lisboa. — Proclamado  rey.— Pasa  el  rey  de  España 

revista  á  sus  tropas ^Entrada  del  ejército  en  Portugal  á  las  órdenes  del  duque  de 

Alba.— (1578-1580.) 


Llenó  de  lato  á  Portugal  la  derrota  desastrosa  de  sa  ejercito  y 
fatal  destino  del  monarca.  Al  duelo  de  la  iomeosa  pérdida,  se  afia- 
día  la  coDsideracioD  de  que  habiendo  muerto  sin  hijos  el  rey  don 
Sebastian,  y  no  pudíendo  tenerlos  tampoco  el  cardenal  don  Enri- 
que, ya  rey  de  Portugal  por  aquel  fallecimiento,  iba  á  ser  el  país 
teatro  de  intrigas  y  acaso  de  revueltas  por  las  disputas  sobre  la  su- 
cesión á  la  corona.  Asi  sucedió  en  efecto  inmediatamente  de  subir 
al  trono  el  nuevo  rey,  de  todos  los  hijos  de  don  Manuel,  el  soloqne 
restaba.  Los  otros  hobian  dejado  sucesión;  mas  presentaban  dema- 
siado campo  de  disputa  sus  derechos,  para  esperar  que  se  decidiese 
la  cuestión,  sin  violencias  y  trastornos. 

Para  comprender  bien  las  disensiones  que  ya  desde  entonces  co- 
inMcaroa  á  tener  lugar,  neoesitamos  tener  presente  que  los  hijos 


736  HISTORIA  DK  FRLIPS  n. 

de  doD  Manuel  eo  el  orden  natural,  fueron:  1.^  don  Juan  III,  sa 
sucesor,  casado  con  doOa  Catalina,  hermana  de  Garlos  Y«  padre  de 
doña  María,  primera  mujer  de  don  Felipe,  y  abuelo  de  don  Sebas- 
tian: S.^^doDa  Isabel,  mujer  de  Garlos  V,  madre  de  don  Felipe: 
S.''  doña  Beatriz,  mujer  de  Garlos,  duque  de  Saboya:  4.^  don  Luis, 
que  murió  sin  mas  sucesión  que  la  de  un  hijo  bastardo  llamado 
don  Antonio,  prior  á  la  sazón  de  Grato:  5."^  don  Enrique,  cardenal, 
monarca  á  la  sazón  reinante:  G.""  don  Duarte  ó  don  Eduardo,  ca- 
sado con  doDa  Isabel  de  Braganza,  de  quien  tuvo  dos  hijas,  la  ma- 
yor doña  Mariaí,  casada  con  Alejandro  Farnesio  de  Parma,  y  la  se- 
gunda doDa  Gatalina,  con  don  Juan,  duque  de  Braganza. 

Los  reclamantes  ó  aspirantes  á  la  sucesión  de  la  corona  de  Por- 
tugal, eran:  I.""  Felipe  II,  como  hijo  de  doDa  Isabel  y  marido  de  do- 
Da  María,  hija  de  dbn  Juan  III:  S.""  Manuel  Fíliberto,  duque  de  Sa- 
boya, como  hijo  de  doDa  Beatriz:  S.''  don  Antonio,  prior  de  Grato, 
alegando  que  el  infante  don  Luis  se  habia  casado  realmente  con  su 
madre:  1.""  Raynuci,  príncipe  de  Parma,  hijo  de  Alejandro  Farnesio 
y  de  la  infanta  doDa  María,  primera  hija  de  don  Duarte:  5.""  Juan, 
duque  de  Braganza,  casado  con  doDa  Gatalina,  segunda  hija  de  don 
Duarte.  Se  puede  contar  también  entre  el  número  de  los  pretendien- 
tes á  la  reina  Gatalina  de  Mediéis;  mas  apoyaba  sus  derechos  en  ra- 
zones tan  extrañas^  que  desde  luego  se  reconocieron  por  de  ningún 
valor,  y  no  se  tuvieron  en  cuenta  en  las  ulteriores  conferencias. 

Gomo  en  Portugal  heredan  las  hembras  el  trono,  aparece  á  pri- 
mera vista  que  el  pretendiente  á  quien  asistían  mas  derechos  era  el 
rey  de  Espafia,  por  ser  su  mujer  hija  de  don  Juan  III,  y  no  haber 
quedado  otra  sucesión  ni  de  este,  ni  del  hijo,  ni  del  nieto.  Mas  á  es- 
tos derechos  se  oponían  las  Gonstitucíones  de  Lamego  ó  las  que  pa- 
saban como  tales,  por  las  que  toda  princesa  de  Portugal  que  se  ca- 
saba con  un  príncipe  extranjero,  renunciaba  en  el  mismo  hecho  á 
todos  los  derechos  á  la  sucesión  del  trono.  Es  evidente  que  esta  pro- 
visión tenia  por  objeto  impedir  que  Portugal  llegase  por  medio  de 
enlaces  matrimoniales  á  ser  provincia  de  otro  reino,  y  sobre  todo  de 
Castilla .  Se  hallaban  vigentes  estas  constituciones,  y  aun  mas  en  ei 
corazón  de  los  portugueses  que  en  sus  códigos.  Bacía  cerca  de  dos 
siglos,  que  habiendo  tenido  el  rey  don  Juan  I  de  Gastilla  preteosioo 
de  poseer  el  Portugal  como  marido  de  doDa  Beatriz,  única  heredera 
del  rey  don  Fernando,  se  resistieron  á  él  los  portugueses,  decidién- 
dose la  cuestión  k  favor  de  ellos  en  la  famosa  acción  de  Aljubarrola. 


I 


cirmiLO  Lvi.  78Í 

Tan  popular  era  entonces  la  ley  de  exclnsion,  qne  los  portagneses 
prefirieron  conferir  la  corona  al  bastardo  Joan,  gran  maestre  de 
Avis,  á  que  pasase  á  la  familia  de  Castilla. 

La  ley  que  rechazaba  al  rey  de  Espafia,  prodnciael  mismo  efecto 
con  el  daque  de  Saboya  y  el  príncipe  de  Parma,  por  ser  ambos  ex- 
tranjeros. Quedaban,  pues,  don  Antonio  y  el  duque  de  Braganza, 
que  reclamaban  como  portugueses  naturales,  y  no  tenian  derechos 
á  trono  alguno  extraOo.  Estaba  el  primero,  don  Antonio;  mascóme 
se  tuvieron  por  documentos  falsificados  los  que  exhibió  para  probar 
el  matrimonio  de  su  madre,  se  presentaba  como  legítimo  heredero 
de  Portugal  el  duque  de  Braganza.  Así  estaba  escrito  al  menos  en 
las  leyes  del  país:  así  lo  quería  la  generalidad,  que  odiaba  el  domi- 
nio castellano. 

Aunque  no  ignoraba  Felipe  II  estas  disposiciones  de  los  ánimos  en 
Portugal,  no  se  descuidó  en  hacer  valer  lo  que  llamaba  sus  dere- 
chos. Eran  para  él  dos  rivales  insignificantes  los  príncipes  de  Par- 
ma y  de  Saboya;  de  mucha  importancia  y  cuidado  don  Antonio  y  el 
duque  de  Braganza.  Era  el  primero  de  los  dos  objeto  de  la  enemi- 
ga del  rey  don  Enrique,  quien  pronunció  ser  falsos  los  documentos 
que  de  su  legitimidad  le  presentaba.  Indignado  éste  de  la  decisión, 
y  valiéndose  del  fuero  eclesiástico  de  que  gozaba,  apeló  á  la  juris- 
dicción del  Papa;  con  cuya  conducta  se  aumentó  tanto  el  disgusto 
del  rey,  que  le  desterró  de  sus  Estados.  Las  inclinaciones  de  este 
principe  eran  hacia  el  duque  de  Braganza;  mas  por  política  ó  por 
temor,  se  mostraba  igualmente  propicio  al  rey  de  Espafia. 

No  habia  omitido  Felipe  II  ninguna  diligencia  para  hacer  ver  sus 
derechos  á  la  sucesión  tan  disputada.  Desde  el  momento  de  la  subida 
de  don  Enrique  al  trono,  envió  á  Lisboa  negociadores  de  su  mayor 
confianza,  quienes  no  escasearon  el  dinero  ni  las  dádivas,  presen- 
tando por  una  parte  la  perspectiva  de  la  grandeza  de  Portugal  re- 
conociendo la  autoridad  de  un  rey  tan  poderoso,  y  por  el  otro  los 
peligros  que  le  amenazaban  obligándole  á  usar  del  terrible  derecho 
de  la  fuerza.  Mas  nada  pedía  vencer  la  grande  repugnancia  de  los 
portugueses  á  recibir  por  su  rey  al  de  Castilla. 

En  esta  diversidad  de  opiniones  y  conflicto  de  intereses,  ocurrió 
á  las  personas  mas  influyentes  del  país,  como  medio  de  cortar  de 
una  vez  todas  las  disputas,  la  idea  de  que  se  casase  el  rey,  alegando 
que  no  seria  difícil  obtener  para  ello  una  bula  de  Su  Santidad,  en 
vista.de  la  gravedad  de  aquel  asunto  de  Estado,  en  que  iba  envqeltQ 


m  HiSTOBiA  ra  nLiPE  n. 

el  bienestar  del  reino.  Mas  no  era  el  principal  obstáculo  las  órdraes 
sagradas  de  que  estaba  revestido  el  rey,  sino  la  edad  de  setenta  y 
cuatro  años  con  que  ya  frisaba.  Al  saber  Felipe  U  este  nuevo  pro- 
yecto de  ios  portugueses,  envió  una  solemne  embajada  á  don  Enri- 
que, presidida  por  un  fraile  de  la  Orden  de  Santo  Domingo,  quie& 
en  el  tono  mas  resuelto  y  con  textos  de  los  santos  padres  é  historia 
eclesi&stica,  hizo  ver  al  rey  la  irregularidad  y  hasta  poca  decencia 
del  paso  que  le  aconsejaban.  No  era  necesaria  ninguna  coacción  de 
esta  clase  para  un  rey  que  entraba  en  el  proyecto  de  matrimonio  coa 
la  mas  decidida  repugnancia.  Mas  no  contribuyó  poco  este  paso  de 
Felipe  II  para  aumentar  la  animadversión  de  que  era  objeto  su  per- 
sona para  la  generalidad  de  la  nación  portuguesa  y  para  el  mismo 
anciano  rey,  aunque  en  la  apariencia  mostraba  disposiciones  dife- 
rentes. Para  dar  por  de  pronto  vado  á  este  negocio,  y  viendo  ya  su 
fin  cercano,  convocó  los  Estados  ó  Cortes  del  reÍDO  en  Almerin,  y 
dispuso  que  nombrasen  quince  personas  para  escoger  de  entre  ellas 
otras  cinco  revestidas  de  la  facultad  de  nombrar  ó  designar  el  legi- 
timo sucesor  de  la  corona. 

Las  Cortes  se  reunieron  en  efecto,  y  con  arreglo  á  la  disposición 
de  don  Enrique,  se  nombraron  los  comisionados;  mas  la  voluntad 
de  estos  apareció  ser  muy  diversa  de  la  del  cuerpo  de  diputados. 
Propendían  los  últimos  á  los  dos  pretendientes  portugueses,  mien- 
tras los  primeros  estaban  en  los  intereses  de  la  Espafia. 

Murió  el  rey  Enrique  (enero  de  1850),  sin  haber  podido  decidir 
esta  gran  contienda.  Declaró  en  las  últimas  horas  de  su  vida  la  le- 
gitimidad de  los  derechos  del  duque  de  Braganza  y  del  rey  de  Es- 
pafia; mas  en  favor  de  ninguno  de  los  dos  dio  su  voto  decisivo.  A 
su  fallecimiento,  quedaron  interinamente  con  las  riendas  del  go- 
bierno los  cinco  nombrados  por  las  Cortes,  &  cuya  sentencia  debía 
de  arreglarse  por  el  testamento  del  rey  difunto  la  sucesión  de  la  co- 
rona. Tenia  el  fugitivo  don  Antonio  á  su  favor  á  los  diptados  del 
reino,  y  también  podia  contar  con  la  buena  voluntad  de  las  cortes 
de  Francia  y  de  Inglaterra,  en  tan  poca  armonía  entonces  con  Fe- 
lipe. Sin  embargo,  tuvo  conferencias  con  los  embajadores  de  Espa- 
fia, prefiriendo  una  avenencia  á  luchar  abiertamente  con  rival  tan 
poderoso.  Como  condiciones  de  su  renuncia  á  los  derechos  de  ia  su* 
cesión,  exigió,  entre  otras  cosas,  una  pensión  de  trescientos  mU  du- 
cados, la  regencia  de  Portugal  por  toda  su  vida,  y  un  estado  pan 
su  hijo.  Rechazó  «1  rey  esta  proposición,  y  como  estaba  persaadí^ 


GAPÍTOLO  LVI»  ISQ 

do  de  que  tendría  at  fin  que  apelar  á  la  fuersa  de  las  armas «  hizo 
sus  preparativos,  como  coo venían  á  la  adquisición  violenta  de  nn 
reino  poderoso,  donde  las  voluntades  se  le  mostraban  tan  contra- 
rias. Escribió  á  todos  los  gobernadores,  á  todos  los  seOores  del  pais, 
para  que  alistasen  inmediatamente  cuantas  tropas  estuviesen  en  sus 
medios.  Hizo  venir  de  Italia  algunos  tercios,  que  se  hallaban  pro- 
cedentes de  los  Paises-Bajos:  mandó  hacer  acopio  de  armas,  alle- 
gar víveres  y  municiones,  y  poner  en  estado  disponible  todas  sus 
galeras.  Cuando  todos  se  hallaban  en  expectación  sobre  el  jefe  á 
quien  confiaría  el  mando  de  un  ejército,  á  tan  alta  empresa  destina- 
do, no  se  quedaron  poco  sorprendidos,  al  ver  que  recaía  la  elección 
en  el  famoso  duque  de  Alba,  en  desgracia  entonces  con  el  rey,  y 
desterrado  de  la  corte.  Mas  Felipe  11  hizo  ver  en  esta  como  en  otras 
ocasiones  su  gran  tino,  aprovechándose  de  la  capacidad  de  un  há- 
bil general,  sin  tener  en  cuenta  que  estuviese  resentido  6  no  de  sus 
procedimientos.  Se  mostró  el  duque  de  Alba,  en  efecto,  sumamen- 
te reconocido  á  la  gran  confianza  que  le  manifestaba  el  rey,  y  ol- 
vidó los  desaires  recibidos.  Aceptando  el  cargo  de  que  le  revestían, 
pidió  al  rey  el  permiso  de  besarle  la  mano,  y  el  asistir  á  la  ceremo- 
nia de  la  jura  del  príncipe  don  Diego.  Mas  ambas  cosas  le  negó  el 
monarca,  mandándole  que  se  trasladase  sin^  dilación  á  Extremadu- 
ra, para  entender  mas  de  cerca  en  los  asuntos  de  la  guerra  que  le 
estaba  eteomendada . 

Mientras  tanto,  volvió  á  escríbir  el  rey  de  Espafia  á  los  regentes 
de  Portugal,  exponiéndoles  sus  derechos  á  la  sucesión;  mas  los  go- 
bernantes les  respondieron  que  era  necesario  aguardar  la  sentencia 
definitiva  que  iban  á  pronunciar  sobre  el  asunto  once  individuos, 
que  para  el  efecto  hablan  sido  designados.  Las  mismas  súplicas  ó 
representaciones  hacian  los  otros  pretendientes,  y  con  el  mismo  efec- 
to. Los  extranjeros  no  tenian  ninguna  simpatía  en  el  pais.  Don  An- 
tonio, que  era  el  mas  activo  y  osado  de  los  dos  portugueses,  no  es« 
taba  bien  visto  por  los  nobles;  el  duque  de  Braganza,  que  contaba 
con  mas  popularidad,  tenia  muy  pocos  medios  de  competir  por  vía 
de  las  armas  con  el  rey  de  EspaOa. 

Cierto  ya  este  de  lo  inevitable  de  la  guerra,  se  movió  de  Madrid 
con  la  corte,  y  se  situó  en  Guadalupe,  pueblo  de  Extremadura,  pa- 
ra atender  mas  de  cerca  á  sus  preparativos.  Se  iban  poco  á  poco 
reuniendo  tropas  y  alistándose  galeras.  Nombró  por  general  de  es- 
tas 4  ^don  Alvaro  «de  Basan,  marqués  de  Swta  Groz,  y  «mM  el 


I 


740  mSTO&U  DB  FELIPE  II. 

mando  de  la  artillería  k  don  Francisco  de  Álava.  Se  entendían  estos 
jefes  para  todo  con  el  duque  de  Alba,  quien  tenia  la  suprema  di- 
rección de  todos  los  negocios  de  la  guerra. 

No  contento  el  rey  con  estos  preparativos  de  fuerza,  quiso  dar  á 
entender  que  le  era  indispensable  usar  dicho  recurso,  en  apoyo  de 
los  derechos  de  justicia  que  le  asistian,  para  ser  sucesor  de  don  En- 
rique. Consultó  el  caso  con  su  confesor  don  Diego  Chaves,  con  va- 
rios teólogos  y  principales  jurisconsultos  del  reino,  quienes  le  die- 
ron, como  puede  imaginarse,  toda  la  razón,  declarando  que  en  sq 
conciencia  tenia  derechos  imprescriptibles  á  la  corona  de  aquel  rei- 
no. Para  mayor  abundamiento  dirigió  el  rey  la  misma  consulta  k 
la  universidad  de  Alcalá,  una  de  las  mas  famosas  de  aquella  época. 
Son  tan  curiosos  los  puntos  que  se  sometieron  á  su  examen,  que 
no  podemos  menos  de  insertarlos,  aunque  del  modo  mas  breve  y 
compendioso. 

Preguntó  el  rey:  1 .'  si  estando  cierto  de  su  derecho  de  suceder  á 
la  corona  de  Portugal,  estaba  obligado  en  conciencia  á  la  decisión 
de  un  tribunal  que  le  adjudicase  dicho  reino:  2/  si  no  queriendo 
Portugal  reconocerle  por  rey  sin  que  se  estuviese  á  derecho,  como 
los  otros  pretendientes,  podría  tomar  posesión  del  reino  por  su  pro- 
pia autoridad  con  las  armas  en  la  mano:  3.*  si  habiendo  jurado  los 
gobernantes  de  Portugal  no  reconocer  por  rey  sino  al  que  fuese  de- 
clarado como  tal  por  sentencia  de  los  jueces,  se  podía  alegar  legí- 
timamente dicho  juramento,  como  excusa  para  no  recibirle  por  sq 
rey,  hallándose  con  tantos  derechos  para  serlo. 

Respondieron  los  teólogos  de  Alcalá  sobre  el  primer  punto,  que 
el  rey  no  estaba  sujeto  á- tribunal  alguno,  y  por  sí  mismo  tenia aa* 
toridad  para  adjudicarse  el  reino  de  Portugal  y  tomar  posesión  de 
su  corona:  que  ni  aun  le  tocaba  este  conocimiento  al  Sumo  Pontí- 
fice, por  ser  negocio  meramente  temporal,  ni  menos  al  emperador, 
del  que  la  corona  de  Espafia  estaba  del  todo  independiente:  que  do 
tenia  necesidad  alguna  de  sujetarse  al  juicio  de  los  portugueses, 
porque  cuando  las  repúblicas  eligen  el  primer  rey,  con  condición  de 
obedecerle  á  él  y  á  sus  sucesores,  no  les  quedaba  arbitrio  para  juz- 
gar al  rey  ni  á  su  verdadero  sucesor,  pues  en  la  primera  eleccioD 
quedaban  elegidos  los  verdaderos  sucesores:  que  el  rey  doD  Enri- 
que no  podia  ser  juez  de  lo  que  sucediese  después  de  su  muerte, ; 
que  con  ella  habia  espirado  cualquiera  comisión  que  para  este  jui- 
cio hubiese  dado  á  los  gobernadores.  En  cuanto  al  segundo  ponto, 


CilPITÜLO  LVI.  741 

ateniéndose  &  muchas  cosas  que  habiao  expuesto  en  el  primero,  afia* 
dieron  que  no  tenía  el  rey  católico  ninguna  obligación  de  mostrar 
á  los  gobernadores  el  derecho  que  tenia:  que  podia  en  caso  de  re- 
sistencia tomar  su  propia  autoridad  posesión  del  reino,  usando  de 
las  armas  si  fuese  necesario,  lo  que  no  se  podria  llamar  fuerza,  sí- 
do  defensa  de  su  derecho  y  castigo  de  los  rebeldes.  Sobre  el  tercer 
panto  respondieron  que  el  juramento  de  los  gobernantes  era  nulo, 
por  ser  en  perjuicio  de  su  preeminencia  real,  y  pues  que-  no  era 
obligatorio,  no  les  podia  servir  de  excusa  para  no  recibirle  como 
rey.  Y  aunque  los  otros  pretendientes  se  hablan  comprometido  á 
estarse  á  lo  decidido  por  el  tribunal,  no  era  motivo  para  que  el  rey 
de  EspaDa  reconociese  por  rey  á  quien  no  lo  era. 

Prescindiendo  de  los  principios  de  derecho  público  de  la  época, 
consignados  tanto  en  la  pregunta  como  en  la  respuesta,  se  ve  que 
los  argumentos  de  los  doctores  de  Alcalá  se  apoyaban  en  un  fun- 
damento que  podia  ser  falso,  á  saber:  el  derecho  que  asistía  al  rey 
para  suceder  á  don  Enrique.  Era  justamente  este  derecho  el  que  en- 
tonces se  discutía  con  los  de  los  otros  pretendientes,  en  aquellas 
conferencias.  Mas  el  verdadero  derecho  iba  á  ser  la  fuerza  que  ca- 
da uno  de  ellos  desplegase,  y  las  ventajas  estaban  todas  en  esta  par- 
te por  el  rey  de  EspaDa. 

.En  vista  de  sus  preparativos  le  enviaron  los  gobernantes  portu- 
gueses una  solemne  embajada  á  Guadalupe,  suplicándole  que  aguar- 
dase la  sentencia  que  se  iba  á  pronunciar  en  Portugal,  y  que  no  du- 
daban que  le  fuese  completamente  favorable;  Mas  Felipe  II  les  res- 
pondió empleando  los  mismos  raciocinios  de  que  se  hablan  valido 
ios  doctores  de  Alcalá,  y  pasó  adelante  con  sus  armamentos. 

En  seguida  se  trasladó  á  Badajoz,  para  dar  la  última  mano  á  los 
preparativos  de  aquella  gran  jornada.  Ya  antes  de  emprender  este 
movimiento  habia  admitido  en  su  presencia  al  duque  de  Alba,  re- 
cibiéndole con  todas  las  demostraciones  de  favor,  mandándole  cu- 
brirse, y  ofreciéndole  un  asiento  para  que  pudiese  con  mas  como- 
didad conferenciar  sobre  los  grandes  negocios  que  traian  entre  ma- 
nos, i 

Llegado  Felipe  á  Badajoz,  y  dispuesto  ya  todo  para  verificar  la 
entrada  en  Portugal,  se  deliberó  en  el  Consejo  sobre  si  el  rey  de- 
bería seguir  el  ejército  ó  permanecer  en  dicha  plaza.  Hicieron  rw 
algunos  las  grandes  ventajaii  que  producirla  la  presencia  de  Feli- 
pe II  en  Portugal,  por  la  poca  necendadde  emplear  las  armas  ba- 

TosiO  1.  H 


742  HISTOBIÁ  DG  FELIPE  II. 

liándose  presente  el  nuevo  rey,  ante  el  que  se  allanaría  toda  resis- 
tencia. Mas  otros,  menos  deseosos  del  acierto,  que  de  su  favor,  fue- 
ron de  opinión  de  que  era  ajeno  de  la  majestad  del  rey  exponerse 
tan  de  cerca  á  un  desaire  en  caso  de  padecer  sus  tropas  algún  des- 
calabro, y  que  sería  por  lo  mismo  muy  del  caso  que  marchase  el 
ejército  delante,  veríficando  el  rey  su  entrada  cuando  aquel  le  hu- 
biese allanado  las  dificultades.  Se  atuvo  Felipe  II  á  esta  última  opi- 
nión, como  se  debía  aguardar  de  su  carácter  y  sus  hábitos,  y  de- 
terminó quedarse  en  Badajoz,  enviando  por  precursor  suyo  al  du- 
que de  Alba. 

Mientras  tanto,  era  teatro  Portugal  de  disturbios,  de  desacuer- 
dos entre  las  autoridades,  de  una  especie  de  desorden  que  se  acer- 
caba á  la  anarquía.  Los  gobernadores  estaban  en  desavenencia  con 
las  Cortes:  cada  pretendiente  intrígaba  por  su  parte,  y  á  excep- 
ción de  don  Antonio  y  el  duque  de  Braganza,  ninguno  gozaba  de 
popularidad  en  aquel  reino.  Entre  tantas  pasiones  á  que  daba  lugar 
aquel  conflicto  de  intereses,  predominaba  la  aversión  y  el  disgusto 
con  que  se  miraba  la  dominación  del  rey  católico,  tanto  mas  inmi- 
nente, cuanto  eran  sabidos  los  medios  poderosos  de  que  disponía. 
Apelaron  los  gobernadores  en  esta  situación  á  las  cortes  de  Franda 
y  de  Inglaterra,  donde  se  miraba  con  malos  ojos,  como  era  natural, 
la  adquisición  importante  que  pensaba  hacer  el  rey  de  España.  Tam- 
bién acudieron  al  pontífice.  Mas  aquellos  monarcas  se  hallaban  le- 
jos, mientras  el  rey  católico  amenazaba  la  frontera,  reuniendo  fuer- 
zas  formidables.  Razones  hay  para  creer,  y  en  respetables  autori- 
dades se  fundan,  que  parte  de  los  gobernantes  propendían  al  rey  ca- 
tólico y  estaban  determinados  á  decidirse  á  su  favor.  Mas  les  re- 
pugnaba la  idea  de  que  este  monarca  se  quisiese  hacer  justicia  por 
su  mano. 

Se  tomaron  algunas  disposiciones  en  son  de  prepararse  á  uaa 
guerra  próxima.  Mas  Portugal  se  hallaba  en  mal  estado  de  defen- 
sa. Las  fuerzas  eran  pocas:  se  hallaban  los  ánimos  divididos,  y  á 
mas  atormentados  de  temores.  Los  regentes  tenían  muy  pocos  par- 
tidario«,  y  aunque  contaba  muchos  don  Antonio,  no  eran  de  gran 
peso,  ni  daba  garantías  su  persona,  notada  ya  por  la  irregolarídad 
de  sus  costumbres  y  su  carácter  inconstante.  De  todos  modos,  to 
gobernantes  quisieron  hacer  algo,  y  pidieron  á  las  Cortes  mas  am* 
plitud  en  el  ejercicio  de  sus  atríbucjones;  y  como  se  negase  á  elio 
la  asamblea»  resolvieron  los  regentes  disolvería,  lo  que  causó  grao- 


CAPITULO  LVL  743 

disímo  disgusto,  tanto  al  pais  como  á  los  otros  pretendíeotes,  que 
haliabaQ  en  esta  corporación  mas  apoyo  que  en  los  gobernantes, 

Sabedores  estos  de  la  actividad  con  que  el  rey  de  EspaBa  orga-^ 
oizaba  el  ejército  invasor,  le  enviaron  otra  embajada  suplicándole 
que  dilatase  su  marcha  mientras  se  diese  la  sentencia,  que  no  po- 
día menos  de  serle  favorable.  Dio  Felipe  II  por  respuesta,  que  se- 
mejante dilación  no  serviría  mas  que  de  aumentar  los  disturbios  del 
pais:  que  él  para  nada  necesitaba  á  los  recentes  ni  reconocía  su  au- 
toñdad  tratándose  de  la  posesión  de  un  reino  que  le  pertenecía  por 
derechos  tan  incontestables:  que  para  darles  lugar  á  que  le  decla- 
rasen dueño  de  lo  que  era  suyo,  habia  diferido  la  jornada  y  gasta- 
do tres  meses  en  trasladarse  de  Madrid  k  la  frontera;  y  que  en  vis- 
ta de  tantas  tergiversaciones,  en  vez  de  considerarlos  como  gober- 
nadores de  Portugal,  los  trataría  como  traidores  y  rebeldes,  si  opo- 
nían resistencia  al  ejercicio  de  una  autoridad  que  legítimamente  le 
correspondía. 

Sobre  estos  príncipios,  y  apoyado  en  las  mismas  consíderacío- 
nee,  publicó  el  rey  un  maniGesto  que  circuló  por  Portugal,  EspaDa 
y  los  demás  reinos  de  Europa,  haciendo  ver  que  siendo  rey  legiti* 
mo  de  Portugal  por  derecho  de  sucesión,  le  cumplía  apoderarse  de 
su  herencia,  empleando  las  armas  en  caso  de  que  sus  nuevos  sub- 
ditos le  ol ligasen  á  usar  este  medio  de  asegurar  la  obediencia  que 
como  á  su  soberano  le  debían.  En  los  mismos  térmiuos  hizo  escri- 
bir una  carta  circular  á  los  gobernantes  y  á  todas  las  autoridades 
militares  y  civiles  de  Portugal,  manifestando  que  habia  concluido 
el  término  de  la  contemplación,  y  que  sobre  ellos  solos,  si  no  ha- 
cían reconocer  su  autoridad,  caerían  los  males,  los  perjuicios,  y 
hasta  la  saogre  que  se  derramase  opODÍendo  una  inútil  resistencia. 
Igual  recado  llevó  de  palabra  el  doctor  Andrés  Molina,  á  quien  en- 
vió el  rey  para  que  oyesen  de  su  boca  la  resolución  que  había  to- 
mado, y  les  hiciese  al  mismo  tiempo  una  resefia  de  los  medios  ma- 
teriales que  iba  á  emplear  para  asegurar  su  reconocimiento  y  obe- 
diencia. 

Impaciente  entre  tanto  don  Antonio  con  la  dilación  de  los  regen- 
tes, viendo  próxima  la  entrada  de  las  tropas  de  Felipe  II  en  Portu- 
gal; trató  de  ganaríe  por  la  mano,  tomando  por  medidas  violentas 
el  titulo  que  los  jueces  le  negaban.  Reunió  para  eso  un  gran  nú- 
mero de  partidarios  suyos  en  Santaren,  quienes  le  proclamaron  por 
rey  de  Portugal,  con  grande  aplauso  de  la  muchedumbre,  á  cuyos 


*1H  HISTORU  DS  FBLIFB  If. 

ojos  era  grata  la  persona  del  prior,  como  ya  llevamos  dicho.  Inme- 
diatameote  pasóá  Setabal,  donde  tavo  lugar  la  misma  escena.  Se- 
guido de  la  gente  armada  que  pudo  reunir,  de  muchos  aventureros 
que  se  habían  declarado  por  su  causa,  pasó  inmediatamente  á  Lis- 
boa, de  cuya  capital  huyeron  los  regentes  cuando  supieron  su  apro- 
ximación, retirándose  á  los  Algarves.  Hizo  el  prior  su  entrada  pú- 
blica en  Lisboa,  cuyos  habitantes,  declarados  en  su  favor,  le  pro- 
clamaron por  rey,  lo  mi^o  que  los  de  Santaren  y  de  Setubal.  In- 
mediatamente organizó  don  Antonio  como  pudo  una  especie  de  go- 
bierno, allegando  fuerzas  y  adoptando  mas  medios  de  defensa  con- 
tra la  tempestad  que  por  parte  de  EspaBa  estaba  ya  tan  pró- 
xima. 

Con  la  declaración  de  don  Antonio  vio  Felipe  II  que  no  habiaqne 
perder  momento  alguno  en  verificar  la  entrada  en  Portugal,  espe- 
cialmente hallándose  completos  todos  los  preparativos.  Pasó  una 
muestra  ó  revista  á  su  ejército,  reunido  para  esto  en  Gantiliana, 
distante  de  Badajoz  como  cosa  de  una  legua.  Se  erigió  con  este  mo- 
tivo un  gran  tablado,  donde  se  presentó  el  rey  sentado  con  la  reina 
y  demás  personajes  de  la  corte.  Al  lado  del  monarca  se  hallaba  el 
duque  de  Alba,  á  quien  también  se  dio  un  asiento.  Luego  que  se 
enteró  Felipe  II  de  la  disposición  y  modo  con  que  las  tropas  esta- 
ban colocadas  por  armas  y  naciones,  se  bajó  del  tablado  y  proce- 
dió á  un  examen  de  mas  cerca,  recorriendo  las  filas,  inspeccio- 
nando la  infantería,  municiones,  pertrechos,  las  tiendas  y  demás 
enseres  de  campafia.  Manifestó  quedar  satisfecho  de  su  baen  or- 
den, y  dio  las  gracias  por  ello  al  duque  de  Alba. 

Tuvo  lugar  esta  revista  el  13  de  junio  de  1580.  A  los  dos  dias 
se  publicó  en  el  ejército  un  bando  ú  orden  general  relativo  á  ia 
conducta  que  debian  observar  las  tropas  durante  la  próxima  cam- 
pafia. Sus  disposiciones  eran  todas  de  orden  y  las  mas  adecuadas 
para  asegurar  la  obediencia  y  mantener  la  mas  exacta  disciplina. 
Se  prohibía  bajo  las  penas  mas  severas  toda  especie  de  excesos,  de 
pillaje,  de  violencia.  Se  recomendaba  el  mayor  respeto  á  todas  las 
personas,  sobre  todo  á  las  revestidas  del  carácter  religioso.  No  se 
omitió  en  el  bando  la  mas  pequefia  circunstancia,  ni  dejó  de  pre- 
verse ningún  caso  de  todos  los  posibles,  á  fin  de  que  las  Uropas  no 
pudiesen  alegar  ningún  pretexto  de  ignorancia.  Gnalquiera  cono- 
cerá que  un  documento  de  esta  clase,  emanado  de  un  jefe  como  ú 
duque  de  Alba,  y  á  la  presencia  de  un  rey  como  el  de  España,  de- 


GAPITDLOLVI.  745 

bíó  de  ser  severo,  como  coDveDia  á  ud  ejército  que  iba  nada  me- 
nos que  á  hacer  la  adquisicioo  de  un  reino. 

Ei  27  de  junio  del  mismo  año  hizo  su  entrada  en  Portugal  el  ejér- 
cito espafiol,  desfilando  por  delante  del  rey,  que  desde  una  eminencia 
le  observaba.  No  era  muy  numeroso,  pues  no  pasaba  de  veinte  y 
seis  mil  hombres;  mas  las  tropas  eran  buenas,  experimentadas,  y 
.animadas  de  la  esperanza  de  vencer,  mandadas  por  un  hombre 
como  el  duque  de  Alba.  Iba  delante  la  cabaliería,  repartida  en  dos 
trozos  de  tres  escuadrones  cada  uno ,  colocados  á  derecha  é  iz- 
quierda de  la  infantería  de  vanguardia.  Se  componia  el  primer  es* 
cuadron  del  ala  derecha  de  doscientos  arcabuceros  de  á  caballo,  sa- 
cados de  las  compañías  de  don  Martin  AcuQa,  Esteban  Ulan  de 
Liébana  y  Diego  Melgarejo;,  el  segundo  de  doscientos  caballos  lige- 
ros de  las  compañías  del  marqués  de  Priego,  don  Alonso  de  Zúfiiga 
y  don  Luis  de  Guzman;  y  el  tercero  de  cien  escogidos  hombres  de 
armas,  mandados  por  don  Alvaro  de  Luna,  seDor  de  Fuenteigüe&a. 
Entraban  en  el  primer  escuadrón  del  ala  izquierda  ciento  setenta 
arcabuceros  de  á  caballo,  á  cargo  de  don  Sancho  Bravo  de  AcuDa 
y  Diego  Osorio-Barba;  en  el  segundo  doscientos  ginetes  de  la  costa 
de  Granada,  con  el  marqués  de  Mondejar,  don  Luis  de  la  Cueva, 
Juan  Hurtado  de  Mendoza  y  don  Pedro  Gasea  de  la  Vega;  en.  el  ter* 
cera  seiscientos  setenta  hombres  de  armas,  á  las  órdenes  del  conde 
de  Gifuentes,  alférez  mayor  de  Castilla,  el  conde  de  Buendía,  el 
Adelantado  de  Castilla  don  Fadrique  de  Guzman,  el  marqués  de 
Montemayor,  el  marqués  de  Denia,  don  Enrique  Enriquez,  seDor 
de  BolaDos,  el  conde  de  Priego,  don  García  de  Mendoza,  don  Ber- 
nardino  de  Yelasco  y  don  Bertrán  de  Castro.  Iban  un  poco  ade- 
lante estos  dos  trozos  ó  alas,  compuestas  de  mil  cuatrocientos  y 
treinta  caballos,  de  los  tres  escuadrones  ó  columnas  de  infan- 
tería de  vanguardia  que  marchaban  pareadas.  Ocupaban  el  centro 
los  alemanes  con  su  coronel  el  conde  Jerónimo  de  Lodron,  en  nú- 
mero de  tres  mil  ochocientos  setenta  y  siete,  formados  en  diez 
y  seis  compañías  ó  banderas.  A  mano  derecha  iban  los  españoles 
venidos  de  Ñapóles,  Lombardía  y  Sicilia,  de  igual  número  que  los 
alemanes  en  diez  y  nueve,  y  &  mano  izquierda  la  infantería  italia- 
Da,  en  número  de  cuatro  mil,  en  cuarenta  y  seis,  mandados  por  su 
capitán  general  don  Pedro  de  Médicis.  Dejaban  estos  tres  escuadro- 
nes un  intervalo  de  ochenta  pasos,  y  cada  uno  de  ellos  estaba  flan- 
queado por  su  manga  de  arcabuceros.  En  los  costados  del  escua- 


Ii6  HiSTOBIJl  DE  FILfPE  U. 

dron  de  los  alemanes,  la  artillería  coa  sus  trenes  y  demás  pertre- 
chos. Seguia  el  cuerpo  de  batalla,  de  diez  y  siete  banderas  de  io- 
fantería  castellana,  del  tercio  de  don  Luis  Enrique  levantado  en  An- 
dalucía, y  compuesto  de  dos  mil  ochocientos  y  cinco  soldados,  con 
una  manga  de  arcabuceros  por  cada  uno  de  sus  flancos.  Marchaban 
en  la  retaguardia  los  tercios  de  la  misma  gente,  divididos  en  tres 
escuadrones  pareados.  Ocupaba  el  costado  derecho  el  de  don  Anto- 
nio Moreno,  compuesto  de  trece  banderas  levantadas  en  Andalocia, 
con  la  fuerza  de  mil  nuevecientos  cuarenta  y  siete  soldados.  Iba  en 
el  izquierdo  el  de  don  Pedro  de  Ayala,  levantado  en  Toledo,  de  dos 
mil  infantes;  y  en  el  centro  el  de  don  Gabriel  Ni&o,  de  trece  ban- 
deras de  Ríoja,  tierra  de  Soria,  Siguenza  y  Medinaceli  (1).  Llevaba 
cada  uno  de  estos  tercios  sus  mangas  de  arcabuceros  por  los  costa- 
dos, y  por  la  retaguardia  los  seguia  un  cuerpo  mas  numeroso  de 
esta  misma  arma.  A  mano  derecha,  y  algo  desviado  del  ejército, 
marchaban  los  equipajes  y  carros  formados  en  hileras  de  tres  en 
tres  y  de  cuatro  en  cuatro.  Ascendian  los  carros  á  ocho  mil  tres- 
cientos ochenta  y  seis;  los  seis  mil  ochenta  y  seis  tirados  de  muías, 
y  los  dos  mil  y  trescientos  de  bueyes.  Llegaban  á  trescientas  las 
acémilas,  y  á  dos  mil  quinientos  los  gastadores,  con  la  demás 
gente  de  servicio  y  de  la  artillería,  á  que  estaban  destinadas  dos- 
cientas ochenta  personas,  quinientos  carros  de  muías  y  trescientos 
de  bueyes,  sin  contar  los  equipajes  de  los  que  iban  en  clase  4e 
aventureros.  Marchaba  el  duque  de  Alba  acompasado  del  graa 
prior  don  Fernando,  su  hijo,  de  don  Francisco  de  Álava,  maestre 
de  campo  general,  y  otros  caballeros  de  su  comitiva,  en  la  van- 
guardia, en  el  espacio  que  dejaban  los  escuadrones  de  caballería. 

Se  ve  que  esta  formación,  mas  que  de  marcha  y  de  camino,  era  pu- 
ramente de  parada,  en  honor  al  rey  que  la  estaba  presenciando,  y  que 
sin  duda  debió  de  quedar  muy  complacido  del  buen  orden  coa  que 
marchaban  las  tropas,  de  su  vistosidad,  de!  buen  estado  del  perso- 
nal, como  de  la  artillería  y  mas  enseres  materiales.  Tenia  ua  pa- 
pel ó  estado  de  los  cuerpos  con  la  disposición  en  que  estaban  colo- 
cados; que  consultaba  á  menudo,  según  iban  con  paso  lento  desfi- 
lando. Después  que  hubo  pasado  el  ejército,  volvió  el  duque  de  Alba 
acompasado  de  su  estado  mayor  &  presencia  del  rey,  y  habiendo 

(1)  Nuestro  principal  objeto  al  entrar  en  todos  estos  pormenores,  es  hacer  ver  que  é  pesar  de 
estar  entonces  tan  adelantado  ei  arte  militar,  se  hallaban  todavía  muf  distantes  los  priocipataft 
cuerpos  de  un  ejército  de  la  or^ntzacion  metódica,  tanto  en  composición  como  en  fuerza,  que  tie- 
nen en  el  <Ua. 


J 


CAPITULO  LVI.  747 

tomado  sus  últimas  órdenes  y  besádole  la  mano,  atravesó  inmedia- 
tameote  la  frontera.  £1  rey  se  retiró  á  Badajoz  para  aguardar  el  re- 
sultado de  sus  operaciones. 

Mientras  tanto  el  marqués  de  Santa  Cruz,  encargado  del  mando 
de  las  fuerzas  navales  que  á  la  guerra  de  Portugal  se  destinaban, 
se  hizo  á  la  vela  en  el  Puerto  de  Santa  María,  con  cincuenta  y  seis 
galeras  de  Espafia,  Ñapóles  y  Sicilia,  en  que  iban  don  Juan  de  Car- 
dona y  don  Alfonso  de  Leíva,  habiendo  recibido  en  ellas  cuarenta  y 
seis  banderas  de  infantería,  compuestas  de  cuatro  mil  y  setecientos 
hombres.  Tomó  inmediatamente  el  rumbo  el  marqués  hacia  la  boca 
del  Guadiana,  y  á  la  altura  del  puerto  de  Ayamonte  dio  fondo,  es- 
perando las  comunicaciones  del  duque  de  Alba,  para  arreglar  á  ellas 
sos  operaciones  ulteriores. 


CáPiTüLO  LVií. 


Continuación  del  anterior.— Campana  de  Portugal.— Entra  él  duque  de  Alba  sin  resis- 
tencia en  varias  plazas.—- Llega  á  Setubal.— Expugna  su  castillo. — Se  embarca  en 
el  Tajo. — Se  apodera  de  Cascaes  y  de  la  torre  de  Belén. — Huye  don  Antonio.— 
Entra  en  Lisboa  el  duque  de  Alba. — Sale  Sancho  de  Avila  en  persecución  de  don 
Antonio. — Se  relira  este  á  Oporto. — Pasa  el  Duero  Sancho  de  Avila. — ^Enlra  en 
Oporlo.— Huye  de  Portugal  don  Antonio. — Queda  todo  Portugal  por  don  Felipe- 
Sale  este  de  Badajoz.— Entra  en  Portugal.— Celebra  Corlas  en  Tomar. — Es  recono- 
cido por  rey  de  Portugal. — Su  entrada  pública  en  Lisboa  (1). — (1580-1581.) 


No  era  difícil  conjeturar  la  suerte  que  estaba  reservada  á  un  ejér- 
cito tan  bieo  dispuesto,  mandado  por  un  jefe  de  la  merecida  repu- 
tación del  duque  de  Alba.  Estaba  el  pais  que  iban  &  invadir  divi- 
dido en  diferentes  parcialidades;  y  aunque  la  causa  del  rey  de  Es- 
pafia  era  tan  impopular,  no  habia  en  Portugal  otra  bandera  k  cuyi 
sombra  estuviese  acogida  la  generalidad  del  reino.  Entre  todos  los 
aspirantes  &  la  corona  de  Portugal,  solo  habia  tomado  las  armas 
don  Antonio;  y  aunque  contaba  este  con  un  gran  partido,  no  era 
bastante  para  asegurar  sus  pretensiones.  Estaba  quieto  el  daque  de 
Braganza,  calculando  mejor  los  obstáculos  que  se  oponían  á  la  vin- 
dicación de  sus  derechos.  Se  habian  reducido  al  silencio  los  agentes 
de  los  dos  príncipes  extranjeros,  y  si  los  gobernadores  estaban  ir- 
ritaaos  de  que  el  rey  de  Espafia  quisiese  hacerse  justicia  por  su 
mano,  propendían,  tal  vez  por  miedo,  mas  á  su  causa  qae  á  la  de 
los  otros  pretendientes.  A  pesar  de  que  el  paeblo  portugués,  en  g^ 

(1)    Las  mtimataatoridades. 


GÁl^ITÜLO  Lvn.  14^ 

oeral,  aborrecia  la  dominacioD  de  EspaOa,  do  le  faltaban  á  este  nu- 
merosos partidarios,  ya  por  aGcioD ,  ya  por  temor,  ya  por  convic- 
cioD  de  qae  era  el  mas  fuerte  de  todos  sus  rivales.  Ya  autes  de 
moverse  el  duque  de  Alba  habían  acudido  muchos  &  Badajoz  á  pre- 
sentarse al  rey  y  rendirle  su  pleito-homenaje.  El  duque  de  Bra- 
gaoza  estaba  con  él,  si  no  en  abierta  inteligencia,  á  lo  menos  muy 
eo  vísperas  de  entablar  un  tratado  de  reconocimiento.  Continuaba 
doD  Antonio  organizando  á  toda  prisa  su  nuevo  gobierno  y  prepa- 
rándose con  sus  fuerzas  á  medirse  conlascastellauas.  Eran  aquellas 
muy  escasas,  y  el  prior  se  hallaba  con  muy  pocos  medios  de  pa- 
garlas, mucho  menos  de  aumentarlas.  En  lo  demás  del  reino  no  se 
habian  pronunciado  todavía  contra  ninguno  de  los  pretendientes, 
cifiéndose  todos,  por  lo  general,  á  obedecer  las  órdenes  de  la  re- 
gencia. Las  plazas  del  interior  no  eran  fuertes,  ni  sus  guarniciones 
numerosas;  y  como  todo  el  poco  ejército  disponible  para  entrar  en 
campana  se  hallaba  en  la  misma  costa,  no  podia  temer  el  duque  de 
Alba  encontrar  ninguna  resistencia.  Así  entró  su  ejército  en  Portu- 
gal como  pudiera  hacer  en  un  país  amigo.  Ocupó  sin  ninguna  re- 
sistencia las  plazas  de  Elvas,  Olivencia  y  Montemayor.  Lo  mismo 
hizo  en  Estremoz;  y  aunque  el  castillo  trató  de  resistirse,  lo  rin- 
dieron pronto  los  españoles,  habiendo  cogido  prisionero  á  Juan  de 
Acevedo,  su  gobernador.  Sin  duda  para  inspirar  miedo  á  los  demás 
jefes  que  tratasen  de  imitarle,  le  condenó  á  muerte  el  duque  de  Al- 
ba; mas  se  templó  su  rigor  á  ruegos  de  los  cabos  de  su  ejército,  y 
se  contentó  con  mandarle  á  Yillavíciosa  ep  calidad  de  preso.  Tuvo 
además  la  buena  política  de  poner  en  Estremoz  guarnición  portu* 
guesa,  mandando  también  que  se  guardasen  y  respetasen  los  pri- 
vilegios de  la  villa.  Después  de  algunos  días  de  descanso  en  Estre- 
moz, se  movió  el  ejército  espafiol,  y  con  la  misma  facilidad  se  apo- 
deró de  los  pueblos  de  Evora,  Arroyuelo,  Alcázar  de  la  Sal,  sin  que 
las  poblaciones  hiciesen  movimiento  alguno  de  hostilidades,  si  bien 
tampoco  daban  muestra  alguna  de  contento,  y  menos  de  entusias- 
mo. Sin  detenerse,  marchó  el  duque  hacia  Setubal,  donde  estaba 
reconocida  la  autoridad  de  don  Antonio.  La  ciudad  abrió  sus  puer- 
tas sin  ninguna  resistencia,  habíéqdose  retirado  las  tropas  al  casti- 
llo, que  fué  sitiado  inmediatamente  por  los  españoles.  Gomo  el 
puDto  es  marítimo,  acudió  en  auxilio  de  nuestras  tropas  con  sus 
galeras  el  marqués  de  Santa  Cruz,  á  quien  había  dado  oportuno 
aviso  el  duque  de  Alba.  Las  galeras  portuguesas  que  salieron  en 

ToMoi.  n 


750  HISTOftli  DI  r»JFE  II. 

recoDocímiepto  de  las  nuestras,  fueron  ^presa^as  eo  el  Rpto.  En 
seguida  se  acercó  el  marqués  con  s\jí^  fuerzas  navales,  á  las  que  se 
rípdieron  sin  resistencia  todos  ios  galeones  portugueses,  y  después 
dirigió  el  almirante  espaOol  sus  baterías  sobre  el  fuerte.  Estro- 
chado así  por  mar  y  tierra,  y  sin  esperanzas  de  socorro,  abrió  las 
puertas  á  los  espaOoles,  quedando  prisionera  su  guarnición,  con 
gran  detrimento  de  las  fuerzas  de  que  entonces  disponía  don  An- 
tonio. 

Estaba  reducido  este  ^  una  condición  que  pi^recía  ya  desespera- 
da. Sin  tropas,  sin  dinero,  sin  poseer  en  Portugal  mas  que  á  Lis- 
boa y  sus  inmediaciones,  acosado  por  un  ejército  espaHol  mandado 
por  un  capitán  de  tanta  nombradla  ,  sin  duda  habia  llegado  ya  el 
caso  de  que  pensase  seriamente  en  venir  h  térmicos  de  uo  conveoio 
con  el  rey  de  EspaDa.  Mas  se  enfurecía  la  mucbeduqibre  que  á  to- 
das horas  le  rodeaba,  á  la  sola  ¡dea  de  reconocer  por  monarca  al 
rey  católico.  Es  un  hecho  que  entre  los  partidarios  de  don  Antonio 
se  encontraba  un  número  muy  crecido  de  frailes ,  que  con  sus  dis- 
cursos ÍDflamaban  los  fuimos  del  populacho.  Por  sus  consejos  no 
dio  paso  alguno  el  prior  de  entrar  en  arreglos ,  pues  le  b^cian  ver 
que  por  poco  que  se  prolongara  la  contienda,  le  vendríaii  refuerzos 
de  Fraooia  y  de  Inglaterra,  donde  sip  duda  se  vería  con  muy  malos 
ojos  el  acrecentamiento  del  poder  áfil  rey  de  Espada.  También  le 
hablaban  de  socorros  del  pontífice,  disgustado  como  estaba  Qon  la 
entrada  del  ejército  espaOol  en  Portugal ,  ^in  aguardar  la  decisión 
de  los  jueces  encargados  de  asignar  su  cqrona  al  l^ombre  mas  legi- 
timo. 

Era  esto  último  muy  cierto.  O  porque  lo' considerase  en  efecto 
Gregorio  XIII  como  una  tropelía,  ó  porque  le  causase  tambieq  celos 
la  buena  fortuna  de  Felipe,  envió  pa,ra  prevenir  el  golpe  á  Badiyox 
en  clase  de  legado  al  cardenal  Riario  ;  mas  llegó  tarde ,  cnaado  el 
duque  de  Alba  había  plantado  la  batidera  espafiolo  en  las  oaarallas 
del  castillo  de  Setubal.  Trató,  sin  embargo,  el  legado  de  pedir  au- 
diencia al  rey,  aunque  ya  conocía  que  era  inútil.  En  efecto ,  Feli- 
pe 11  se  mostró  sordo  á  las  insinuaciones  del  pontífice;  y  como  ha- 
bía ya  encargado  &  las  armas  la  vindicación  de  sus  derechos,  aguar- 
daba tranquilo  la  sentencia  de  es(e  tribunal,  que  t»n  favorable  se  le 
presentaba. 

D^efio  el  duque  de  Alb^  de  Setul)%l,  qo  peivsó.  eq  Qtra  eos»  que 
en  seguir  adelante  con  la  Qi^presj^.  s|i;i  p9(der  ipcpepto*  Delih^ijioa 


flá»lTOLO  LVtl.  ISl 

sa  Goosejo  si  sería  preferible  dirigirse  &  Santáren ,  declarada  por 
doo  Antonio,  ó  entpreoder  iDmediatamente  la  toma  del  pueblo  y 
castillo  de  Gascaes  para  caer  despoes  sobre  Lisboa.  Parecía  el  pri- 
mer proyecto  mas  seguro,  pero  dilatorio.  Ofrecía  el  segundo  mas 
peligros,  pues  habid  que  embarcar  el  ejército  y  pasar  asi  la  boca 
del  Tajo  para  emprender  el  sitio  de  Cascaos ,  que  est&  en  la  orilla 
derecha;  pero  se  abreviaba  muchísimo  la  operación  de  apoderarse 
de  Lisboa,  que  era  el  grande  objeto  &  que  aspiraba  el  duque  de  Al- 
ba. A  esto  proyecto  se  atuvo  pues  el  general  en  jefe,  aunque  ofre- 
ció inconvenientes  por  last  muchas  galeras  portuguesas  que  corrian 
el  Tajo,  tanto  de  observación  como  para  impedir  que  se  verificase 
un  desembarco. 

Se  hizo  á  la  vela ,  pues ,  el  ejército  espaOol  la  noche  del  20  de 
agosto  de  1580^  con  la  artillería,  municiones  y  víveres  necesarios. 
No  se  mostraba  favorable!  el  viento,  y  el  marqués  de  Sania  Cruz  fué 
de  opinión  que  se  difiriese  para  la  noche  siguiente;  mas  se  empeDó 
el  dbque  en  que  se  pasase  adelante ,  y  aunque  corrieron  graves 
riesgos,  llegaron  Al  amanecer  muy  cerca  de  la  costa.  Inmediata- 
mente procedieifon  á  saltar  á  tierra,  verificándolo  los  primeros  San- 
cho de  Avila ,  don  Rodrigo  Zapata ,  Próspero  Colonna ,  don  Pedro 
Sotomayor,  el  ingeniero  mayor  Juan  Antoneli  con  una  banda  de  los 
mas  escogidos  mosqueteros  espaOoIes.  Al  abrigo  de  estos ,  desem- 
barcaron los  tercios  alemanes,  formándose  en  columna  conforme  se 
veían  en  tierra. 

No  pudieron!  llegar  los  espaOoles  sin  ser  percibidos  por  la  guar- 
nición del  fuerte  de  Gascaes.  Inmediatamente  hizo  una  salida  el 
gobernador  doo  Diego  Meneses  con  cuatrocientos  caballos  y  tres 
mil  infantes.  Mas  habiendo  visto  desde  lejos  el  buen  orden  coa  que 
los  espafioles  procedían  al  desembarco,  detuvo  su  columna  sin  atre- 
verse á  dar  sobre  ellos.  Cuando  se  formó  toda  la  gente  desembar- 
cada en  son  de  acometer,  se  recogió  el  portugués  con  la  suya  al 
castillo  con  una  pieza  de  artillería  que  arrastraban.  Los  espaOoles 
ae  acamparon  á  las  inmediaciones  de  Gascaes,  y  se  prepararon  para 
el  sitio. 

Al  mismo  tiempo  llegó  el  marqués  de  Santa  Gruz  con  nuevas  ga- 
leras, que  se  pusieron  en  actitud  de  batir  al  castillo  de  Gascaes, 
mientras  emprendían  la  misma  operación  por  tierra  los  del  duque 
de  Alba.  Gonfió  este  la  operación  de  expugnar  el  castillo  á  so  hijo 
doa  Fernando  de  Toledo,  gran  prior  de  Gastilla;  mas  la  operación 


152  HISTOBUDBFUlPSn. 

doró  muy  poco,  pues  los  de  adeutro  apenas  hicieron  resistencii. 
Muy  pronto  tremolaron  en  los  muros  del  castillo  de  Gascaes  las 
banderas  españolas,  no  sin  grande  asombro  y  consternación  de  las 
galeras  portuguesas  y  tropas  de  tierra  de  don  Antonio  que  andaban 
por  las  inmediaciones.  Mandó  el  duque  de  Alba  ahorcar  al  gober- 
nador del  castillo  de  Gascaes ,  y  se  mostró  igualmente  rigoroso  coa 
el  de  la  plaza  don  Diego  de  Meneses,  que  fué  degollado  de  su  orden 
por  manos  del  verdugo  en  un  cadalso.  Se  atribuye  esta  sobrada 
severidad  ¿  tropelías  cometidas  antes  por  Meneses  sobre  tropas  es- 
pañolas: otros  al  designio  del  duque  de  Alba  de  infundir  terror  y 
preparar  de  este  modo  la  obediencia  al  rey  de  España.  De  todos 
modos,  era  en  él  un  rasgo  ordinario  del  carácter  duro  y  hasta  feroz 
que  habia  desplegado  en  tantas  ocasiones. 

Mientras  tanto  hervia  Lisboa  en  confusiones  y  desórdenes.  Ate- 
morizados ya  los  habitantes  con  la  toma  de  Setubal,  se  llenaron  de 
terror  al  verlos  en  Cascaos  tan  cerca  de  sus  muros.  A  todos  los  traia 
consternados  la  idea  de  un  sitio,  y  sobre  todo  de  un  saqueo.  Que- 
rían unos  que  se  reconociese  por  rey  al  de  España,  antes  de  prcT- 
vocar  nuevos  rigores  por  parte  de  su  general:  los  de  la  parcialidad 
de  don  Antonio,  y  sobre  todo ,  los  frailes  que  se  habían  mostrado 
tan  adictos  &  su  causa,  se  obstinaban  en  llevar  adelante  la  empre- 
sa, viendo  en  la  continuación  de  la  guerra  el  solo  puerto  de  salva- 
ción que  les  restaba.  Titubeaba  don  Antonio ,  y  pareciéndole  que 
aun  se  hallaba  en  caso  de  entrar  en  convenios  con  el  espafiol,  llegó 
hasta  solicitar  una  entrevista  con  don  Fernando  de  Toledo,  que  de- 
bía tener  lugar  á  bordo  de  una  galera  española.  Mas  habiendo  en- 
trado en  desconfianzas,  y  animado  cada  vez  mas  de  sus  parciales, 
se  dispuso  k  disputar  como  mejor  pudiese  el  terreno  palmo  á  pal- 
mo. Eran  pocas  sus  fuerzas,  pues  no  pasaban  de  diez  mil  hombres, 
mal  organizadas,  mal  armadas,  sin  ninguna  experiencia  de  la  guer- 
ra, alistadas  tumultuariamente ,  sacadas  algunas  de  las  cárceles  y 
de  las  clases  mas  bajas  de  la  plebe.  Para  atender  ásu  subsistencia, 
se  adoptaron  medidas  opresoras  y  violentas.  El  pueblo ,  tanto  de 
Lisboa  como  de  las  inmediaciones ,  aunque  desafecto  á  la  domina- 
ción del  rey  de  EspaDa,  se  estaba  quieto,  sin  pronunciarse  y  pro- 
mover una  guerra  nacional,  la  sola  cosa  que  podia  sustraerlos  al 
yugo  de  los  extranjeros. 

Gon  la  llegada  de  los  españoles  á  Gascaes,  se  habia  declarado  & 
8u  favor  el  pueblo  de  Giotra,  en  la9  inmediaciones  de  Lisboa,  |n- 


CAPITULO  LTH.  758 

mediatamente  se  trasladaroo  á  él  tropas  de  don  Antonio,  qne  le  sa- 
quearon en  castigo  de  su  desobediencia.  Al  saber  este  desastre  el 
duque  de  Alba,  le  envió  de  socorro  á  Sancho  de  Avila  al  frente  de 
algunas  banderas  espaOolas;  mas  como  los  portugueses,  sabedores 
de  este  movimiento,  evacuasen  &  Cintra,  se  volvió  del  camino  San- 
cho de  Avila,  viendo  que  su  expedición  era  inútil  por  entonces. 

DueOos  de  Gascaes  los  espaOoles,  necesitaban  para  llegar  al  fren- 
te de  Lisboa  hacerse  dueOos'  del  fuerte  de  San  Juan  de  Guerra  y  de 
la  torre  de  Belén ,  que  en  cierto  modo  son  sus  obras  avanzadas. 
Don  Antonio,  que  sabia  esto  mismo,  trató  de  embarazar  la  expedi- 
ción, poniendo  en  movimiento  las  galeras  y  acercando  sus  tropas  á 
tierra;  mas  el  duque  de  Alba  aparentó  hacer  poco  caso  de  esta  ac- 
titud guerrera,  por  parte  de  un  rival  que  cada  dia  inspiraba  menos 
miedo. 

El  8  de  agosto  se  movió  el  ejército  desde  Gascaes,  tomó  posición 
en  frente  del  castillo  de  San  Juan,  y  se  puso  en  actitud  de  empren- 
der las  operaciones  del  asedio.  Es  marítimo  el  fuerte  de  San  Juan 
de  Guerra,  sobre  la  misma  orilla  derecha  del  Tajo ,  un  poco  mas 
afuera  de  su  barra.  Entre  este  y  Lisboa,  se  halla  la  torre  de  Belén, 
que  está  contigua  á  las  primeras  casas  ó  sean  arrabales.  A  esta  tor- 
re de  Belén  se  habian  arrimado  las  galeras  de  don  Antonio ;  mas 
como  se  hallaban  á  la  vista  las  de  Santa  Gruz,  fueron  de  muy  poca 
utilidad  para  la  defensa  del  fuerte  de  San  Juan  de  Guerra.  El  dia  10 
comenzaron  &  jugar  las  baterías  de  los  españoles.  Las  del  fuerte 
respondieron,  mas  las  operaciones  del  sitio  se  redujeron  &  un  ama- 
go. Tuvo  medios  el  duque  de  Alba  de  que  se  diese  &  entender  á 
Vaes ,  gobernador  de  San  Juan  ,  el  grave  riesgo  á  que  se  exponía, 
empeñándose  en  una  inútil  resistencia.  Pasó  este  en  secreto  á  verse 
con  el  duque  de  Alba,  y  se  convino  con  él  en  que  le  rendiría  el  cas- 
tillo, reconociendo  en  el  acto  al  rey  de  España;  para  lo  que  contaba 
con  ganar  las  tropas  que  le  guarnecían.  Mas  para  esto  no  tuvo  que 
emplear  ningún  trabajo ,  pues  al  regresar  al  fuerte ,  encontró  la 
guarnición  amotinada ,  pidiendo  que  se  abriesen  las  puertas  á  los 
españoles.  Así  se  verificó ,  en  efecto ,  haciéndose  estos  dueños  del 
castillo  sin  ninguna  pérdida.  \ 

A  la  toma  de  San  Juan  de  Guerra  se  siguió  la  de  otro  fuerte  pe- 
queño, llamado  Cabeza  Seca,  abandonado  por  los  portugueses  á  la 
aproximación  de  los  españoles.  Se  rindió  la  torre  de  Belén,  sin  nin- 
guna resistencia.  El  ejército  español  se  hallaba  ya  á  la?  puerta$  dQ 


754  *  HISTOUA  DB  VSLIFB  n. 

Se  ye  por  esta  coDcisa  relación  de  las  operaciones  del  ejárdlo  es- 
paDol,  que  su  campaDa  desde  los  moros  de  Badajoz  se  habiá  redo- 
cido  á  un  paseo  militar,  con  muy  pocas  excepciones.  Era  mocha  li 
fuerza  moral  y  ascendiente  que  ejereian  estas  tropas  sobre  no  pue- 
blo dividido  en  partidos  y  opiniones ,  donde  apenas  se  sabia  quién 
mandaba;  ¡tan  desconcertados  y  con  poco  tino  obraban  las  autori- 
dades! Si  se  miraba  con  malos  ojos  la  dominación  de  los  espaOoles, 
no  era  bastante  fuerte  este  sentimiento  para  producir  insurrecóo- 
nes  populares.  Los  emisarios  de  Felipe  II  trabajaban  mucho  y  coa 
acierto,  y  como  no  escaseaban  ni  las  dádivas,  ni  las  promesas,  met- 
ciadas  de  amenazas  oportunas ,  desconcertaban  mas  los  ánimos  de 
los  portugueses.  Se  mostraba  el  duque  de  Alba  digno  representante 
del  monarca,  que  habla  sabido  emplear  tan  oportunamente  sus  ser- 
vicios. A  la  edad  de  setenta  y  tres  aOos  conservaba  intacta  su  re- 
putación de  hábil  y  entendido  capitán  ,  de  jefe  rigoroso  y  duro ,  de 
promotor  de  la  mas  severa  disciplina.  No  dejaba,  mientras  comba- 
tía, de  negociar  y  hacer  manifiestos  en  lengua  portuguesa ,  que 
preparaban  grandemente  el  camino  á  sus  conquistas. 

En  cuanto  á  don  Antonio,  se  hallaba  verdaderamente  reducido  i 
situación  muy  lastimosa.  Con  pocas  y  malas  fuerzas»  sin  dinero  coa 
que  pagarlas,  sin  mas  apoyo  verdadero  que  algunos  de  la  pobla- 
ción, y  muchos  frailes  adictos  de  corazón  á  su  partido,  acosado  por 
unos  para  que  defendiese  la  capital  á  todo  trance ,  por  otros  para 
qué  no  la  comprometiese,  exponiéndola  á  un  saqueo,  era  may  difi- 
cil  adoptar  un  plan  fijo  de  conducta.  Aconsejado  de  su  desespera- 
ción, resuelto  á  probar  fortuna ,  sacó  toda  su  fuerza  de  los  mura 
de  Lisboa;  en  actitud  de  ofrecer  batalla  al  duque  de  Alba.  Al  mis- 
mo tiempo  dio  orden  á  sus  galeras  para  que  hiciesen  frente  k  las 
espaDolas,  queriendo  dispotar  asi  su  nuevo  trono  sobre  ambos  de- 
mentes. Aceptó  el  envite  el  duque  de  Alba,  y  en  una  orden  generü 
de  24  de  agosto  dio  todas  las  disposiciones  para  la  batalla  del  «- 
guíente;  asignando  con  admirable  precisión  el  puesto  que  hablan 
de  ocupar,  y  movimientos  que  debian  de  hacer  los  diversos  puestos 
de  infantería  y  de  caballería,  en  combinación  con  el  juego  de  laa  pie- 
zas de  campafia  de  tierra,  y  las  de  las  galeras  que  debian  de  avan- 
zar, guardando  el  costado  derecho  dé!  ejército.  Se  tolvia  i  pro- 
hibir en  esta  orden  general  el  robo  y  el  saqueo,  no  haciendo  d 
enemigo  resiéteiKia;  y  se  encargaba  expresamente  que  en  caso  de 
emprender  la  retirada  el  enemigo ,  nadie  entrase  en  Lisboa  si 


CAnnLO  Lvu.  165 

• 

goiendo  los  alcances,  hasta  que  lo  hiciese  el  todo  del  ejército. 

Se  esperaba,  pues,  delante  de  ios  muros  de  Lisboa  una  batalla 
decisiva:  desde  el  amanecer  del  24  comenzó  á  jugar  la  artillería  de 
ambas  partes,  y  ías  tropas  á  moverse.  Arremetió  el  primero,  y  sin 
orden,  el  cuerpo  de  italianos,  mandados  por  Próspero  Colonna;  y 
como  los  portugueses  por  aquella  parte  estaban  muy  apercibidos, 
por  ser  la  mas  flaca  de  la  linea,  recibieron  con  arrojo  á  los  italia- 
no», y  los  desordenaron.  Hizo  poco  caso  el  duque  de  este  contra- 
tiempo, y  dio  la  orden  de  ataque,  según  las  disposiciones  de  la  vís- 
pera. El  resultado  no  podia  ser  dudoso,  tratando  de  dos  ejércitos 
tan  desiguales  en  número,  tan  diversamente  organizados. 

Se  pusieron  los  portugueses  muy  pronto  en  retirada.  Tomó  de 
los  primeros  la  fuga  don  Antonio,  habiendo  sido  herido,  y  sin  de- 
tenerse un  punto  en  Lisboa,  salió  de  la  capital  con  las  tropas  de  su 
devoción,  resuelto  &  probar  en  otra  parte  la  fortuna.  Mientras  se 
dispersaba  de  este  modo  el  ejército  de  tierra  portugués,  se  apode- 
raba el  marqués  de  Santa  Cruz  de  sus  galeras,  que  se  entregaron 
asimismo  sin  hacer  ninguna  resistencia. 

Estaban  así  abiertas  para  el  ejército  espaOol  las  puertas  de  Lis- 
boa. Los  vecinos  que  habían  vivido  hasta  entonces  tan  inquietos, 
con  la  idea  del  saqueo,  comenzaron  &  tranquilizarse,  viendo  las 
diapasiciones  pacificas  del  duque  de  Alba,  y  las  medidas  que  para 
evitar  este  desorden  adoptaba.  Se  colocado  su  orden  el  prior  ma-^ 
y«r  de  Castilla,  con  varios  jefes  principales  y  un  cuerpo  escogido 
del  ejército  en  la  puerta  de  Santa  Catalina,  con  objeto  de  evitar  que 
entrasen  en  la  capital  los  soldados  castellanos,  mezchidos  con  los 
portugueses  fugitivos.  Con  igual  )dbjeto  estableció  el  marqués  de 
Santa  Cruz  sus  galeras  k  la  boca  del  puerto ,  impidiendo  todo  des^ 
embareo  por  pavte  de  los  nuestros.  Con  esto  los  magistrados  de  la 
capital  evacuada  ya  por  don  Antonio  y  las  tropas  portuguesas  de  su 
parcialidad,  se  presentaron  en  las  puertas  de  la  capital,  ofreciendo 
al  duque  de  Alba  que  las  abrirían  gustosos ,  con  tal  que  se  res- 
petasen sus  privilegios,  y  que  se  les  hiciese  el  mismo  partido  que  á 
demás  pueblos  del  reino  que  los  hablan  recibido.  Otorgóselo>  el  du- 
que, cómo  que  esto  estaba  tan  expresamente  mandado  por  el  rey 
en  el  bando  general,  dado  al  ejército  antes  de  comenzarse  la  cam- 
pafia.  Arregladas  estas  condiciones,  entraron  las  tropas  castellanas 
triiqiifiin(e&  ea  Lisboa,  sin  propasarse  á  exceso  algtfno,  tan  conteQÍ^ 
ém  «alabao  ¡mi  la»  leyes  de  la  masi  severa  disciplina.  El  duque^  las 


756  nSTOlU  DE  FBUPE  n. 

mandó  alojar  en  los  arrabales  de  la  ciudad,  y  desde  aquel  momento 
fué  reconocida  del  modo  mas  solemne  en  la  capital  de  Portugal  ia 
autoridad  del  rey  de  EspaDa. 

Para  colmo  de  fortuna,  á  los  dos  días  de  la  entrada  de  las  tropas 
espaDolas  en  Lisboa,  se  presentaron  en  la  boca  del  Tajo  los  galeo- 
nes portugueses,  que  volvían  de  las  Indias  orientales  con  ricas 
mercancías.  Mas  no  sufrieron  vejación  alguna  por  el  duque  de  Al- 
ba, quien,  contentándose  con  recoger  la  parte  que  al  rey  corres- 
pondía, hizo  que  se  entregase  religiosamente  á  los  particulares  lo 
que  tocaba  á  cada  uno. 

Se  podía  dar  la  guerra  de  Portugal  por  concluida,  por  adjudica- 
do definitivamente  este  país  al  rey  de  EspaOa.  Don  Antonio,  des- 
pojado de  la  capital,  no  tenia  medios  de  hacerse  temible  en  parte 
alguna.  Seguido  de  las  reliquias  de  su  ejército,  se  dirigió  á  Santa- 
ren;  mas  no  teniéndose  por  seguro  en  esta  plaza,  se  marchó  á  Coim- 
bra,  donde  pudó  reunir  hasta  seis  mil  hombres  con  los  que  lleva- 
ba, y  los  descontentos  que  quisieron  probar  fortuna,  tomando  abri- 
go en  sus  banderas.  Para  perseguir  á  don  Antonio,  envió  el  duque 
de  Alba  á  Sancho  de  Avila  con  cuatro  mil  hombres  de  infantería  y 
cuatrocientos  caballos,  habiendo  hecho  acantonar  la  demás  tropa  en 
Setubal  y  varios  pueblos  inmediatos  á  Lisboa,  donde  no  se  habia 
alterado  la  tranquilidad  con  las  buenas  medidas  de  gobierno,  adop- 
tadas por  este  general  en  jefe. 

Salió  Sancho  de  Avila  de  Lisboa,  á  principios  de  setiembre  de 
1580.  Detuvieron  su  marcha  mas  de  lo  que  era  preciso  las  recias 
lluvias  que  sobrevinieron,  dejando  intransitables  los  caminos.  Pero 
el  capitán  espafiol  no  omitió  diligencia  para  llegar  cuanto  mas  an- 
tes á  Coimbra.  Sabedor  don  Antonio  de  su  aproximación^  evacuóla 
plaza,  y  se  retiró  á  la  de  Aveiro  que  entregó  al  saqueo,  viéndose 
asimismo  en  la  imposibilidad  de  conservarla.  De  este  punto  se  tras- 
ladó á  Oporto  en  la  orilla  derecha  del  Duero,  segunda  capital  del 
reino  entonces,  como  lo  es  hoy  día,  donde  pensaba  hacerse  fuerte, 
contando  con  sus  numerosos  partidarios. 

Siguió  Sancho  de  Avila  sus  huellas,  y  aunque  en  los  diferentes 
pueblos  de  su  tránsito  ninguna  manifestación  se  hacia  al  rey  de  Es- 
paOa hasta  verse  ocupados  por  sus  tropas,  tampoco  le  ponia  im* 
pedimento  alguno  el  desfavorable  espíritu  de  las  poblaciones.  Asi 
llegó  hasta  el  Duero,  en  cuya  orilla  izquierda  no  halló  barca  algu- 
na en  que  pudiese  verificar  su  paso  á  la  otra  parte,  habiéndolas  He- 


CAPITULO  LVTl,  757 

vado  todas  don  Antonio.  En  esta  situación  se  vio  precisado  á  en- 
viar varios  destacamentos  rio  arriba,  para  hacerse  con  cuantas  en* 
contrasen;  mas  ninguna  vieron  á  la  orilla  izquierda.  Se  dice  que 
para  salir  de  este  conflicto,  se  disfrazó  con  algunos  otros  de  la  ma- 
yor confianza,  y  presentándose  con  este  traje,  hizo  creer  á  los  pes- 
cadores de  la  otra  orilla  que  eran  fugitivos  del  ejército  de  don  An- 
tonio, con  quien  deseaban  reunirse.  Una  barca  se  destacó  en  efecto 
&  recibirlos,  y  llegó  adonde  estaba  Sancho  de  Avila.  Acudieron  en- 
tonces á  una  señal  soldados  que  estaban  escondidos,  y  dueSos  de 
la  barca,  les  fué  ya  muy  fácil  apoderarse  de  las  otras. 

Dispuestos  así  los  medios  de  transporte,  procedió  Sancho  de  Avi- 
la al  ataque  de  la  plaza.  Aunque  se  hallaba  con  tan  pocas  fuerzas, 
la  dividió  en  dos  trozos  para  conseguir  su  intento.  Quedó  con  el 
mando  del  primero  el  capitán  Gerónimo  Zapata,  quien  debia  ama- 
gar el  paso  del  rio  por  Piedra-Salada,  mientras  el  mismo  Sancho 
de  Avila  con  el  otro,  se  puso  en  marcha  rio  arriba ,  para  pasarle 
por  Abintes.  Jugó,  pues.  Zapata  dos  piezas  de  artillería  que  acom- 
paDaban  á  la  división,  y  haciendo  ademan  de  querer  embarcarse, 
llamó  la  atención  de  los  de  Oporto  por  aquella  parte.  Mientras  tan- 
to, después  de  haber  pasado  el  Duero  Sancho  de  Avila,  atacó  real- 
mente la  ciudad  por  el  extremo  opuesto.  Fué  seguida  esta  manio- 
bra del  mas  favorable  resultado.  Sobrecogidos  los  de  la  ciudad  con 
esta  repentina  aparición  de  Sancho  de  Avila,  comenzaron  á  desor- 
denarse. Los  soldados  de  don  Antonio  no  se  atrevieron  á  hacer 
frente  á  las  tropas  españolas.  Se  vio  el  prior  de  Grato  en  la  necesi- 
dad de  evacuar  á  Oporto,  y  tomar  la  dirección  de  Viana  como  fu- 
gitivo. Sin  embargo ,  todavía  permaneció  muchos  dias  en  el  pais, 
abrigado  por  gente  de  su  parcialidad ,  sin  que  todas  las  pesquisas 
de  los  españoles  pudiesen  descubrir  su  paradero.  Al  fin ,  cansado 
de  semejante  situación ,  temeroso  de  caer  en  manos  de  los  de  la 
parcialidad  del  rey,  que  habia  ofrecido  ochenta  mil  ducados  á  quien 
le  entregase  vivo  ó  muerto,  halló  los  medios  de  embarcarse  y  tras- 
ladarse á  Francia. 

Abandonada  Oporto  por  las  tropas  de  don  Antonio,  no  pensó  en 
hacer  ninguna  resistencia,  y  abrió  las  puertas  á  Sancho  de  Avila, 
dándose  al  mismo  partido  que  las  demás  ciudades  donde  hablan  en- 
trado tropas  españolas. 

Se  exhalaron  en  Oporto  los  últimos  suspiros  de  la  independencia 
portuguesa.  Bastó  una.  campaña,  ó  mas  bien  un  paseo  militar  de 

Tomo  i.  96 


158  HISTORIA  DB  FRLIPS  II. 

UDOS  pocos  meses,  para  hacer  doefio  y  absoluto  sefior  de  Portogal 
al  rey  de  Espafia.  Guando  le  llegaron  tan  prósperas  ooticias,  hacia 
poco  que  acababa  de  salir  de  una  enfermedad,  que  le  puso  al  borde 
del  sepulcro.  A  este  contratiempo  se  agregó  la  muerte  de  la  reina 
doSa  Ana  de  Austria,  su  cuarta  mujer,  que  falleció  en  la  temprana 
edad  de  treinta  y  un  afios.  Pero  estas  calamidades  domésticas,  cual- 
quiera que  fuese  la  impresión  que  causasen  en  el  corazón  del  rey, 
no  le  estorbaban  para  atender  á  todos  los  cuidados  y  negocios  del 
gobierno.  Al  mismo  tiempo  que  Portugal,  hablan  reconocido  la  ao- 
toridad  del  rey  las  plazas  de  sus  posesiones  en  las  costas  de  África. 
Siguió  su  ejemplo  la  isla  de  la  Madera ;  mas  no  sucedió  lo  mismo 
en  las  Terceras,  donde  fué  reconocido  don  Antonio.  Mientras  tanto 
se  mandaban  emisarios  al  Brasil  y  posesiones  de  los  portugueses 
en  las  Indias  orientales.  Pronto  fué  reconocida  la  autoridad  de  Fe- 
lipe II  en  tan  ricos  y  vastos  dominios,  mientras  las  islas  Terceras, 

fieles  siempre  al  pendón  de  don  Antonio^  se  preparaban  á  la  mas 
seria  resistencia. 

Era  ya  tiempo  que  el  rey  se  moviese  de  Badajoz  para  tomar  po- 
sesión del  nuevo  reino.  Se  puso  en  marcha  efectivamente  el  5  de 
diciembre  de  aquel  aDo,  acompasado  del  archiduque  Alberto  y  al- 
gunos mas  grandes,  pues  no  quiso  llevar  mucha  comitiva ,  inten- 
tando engrosarla  con  los  nobles  portugueses.  Encontró  en  Elvas  al 
duque  de  Braganza,  quien  le  aguardaba  alli  con  objeto  de  darle 
acatamiento  como  cabeza  y  representante  de  la  nobleza  portuguesa. 
Le  acogió  con  afabilidad  el  rey  de  EspaDa,  y  le  agració  con  el  co- 
llar del  Toisón  de  Oro.  En  seguida  se  dirigió  por  Gampomayor,  Ar-- 
ronches,  Portoalegre,  Grato  y  Abrantes  á  la  villa  de  Tomar ,  para 
donde  habia  convocado  á  cortes.  En  los  pueblos  de  su  tránsito  ha- 
llaba un  recibimiento  reservado  y  frío ;  mas  en  ninguna  parte  se 
manifestaban  síntomas  de  abierto  descontento. 

Llegó  el  rey  el  16  de  abríl  de  1581  al  pueblo  de  Tomar,  donde 
le  aguardaban  los  prelados,  los  nobles,  los  procuradores  del  reino, 
convocados  de  su  orden.  Allí  se  hizo  la  solemne  proclamación  del 
nuevo  rey,  habiendo  precedido  el  juramento  de  una  y  otra  parte. 
Fué  la  ceiremonia  magnifica,  rodeada  de  la  mayor  pompa  y  apara- 
to. Solo  concurrieron  á  ella  los  grandes  y  demás  personajes  portu- 
gueses, habiéndose  quedado  en  sus  casas  los  espaOoles  de  la  conú- 
tiva,  incluso  el  archiduque  Alberto.  Se  presentó  el  rey  vestido  coa 
la  mayor  magnificencia  en.  un  tablado  donde  le  tenían  preparado  lu 


CAPITULO  LTn.  160 

trono.  Inmediatamente  qne  se  sentó  en  él,  pusieron  en  sn  mano  de- 
recha un  cetro  de  oro.  En  derredor  se  colocaron  los  prelados,  los 
grandes  portugueses  de  la  comitiva,  quedándose  fuera  los  procura- 
dores que  no  pudieron  coger  en  el  tablado.  El  obispo  de  Leiria,  en 
nombre  del  alto  clero  portugués  y  de  los  grandes ,  saludó  á  Felipe 
como  rey  de  Portugal,  reduciéndose  en  su  larga  arenga  á  decirle, 
que  en  virtud  de  sus  derechos  incontestables  de  sucesión ,  le  aco- 
gían los  portugueses  por  rey  y  seQor  de.  aquellos  reinos.  En  los 
mismos  términos  le  habló  don  Damián  de  Aguilar  á  nombre  de  los 
procuradores.  Concluidas  las  arengas  acercaron  al  rey  una  mesa 
con  un  Crucifijo  y  un  misal,  y  el  monarca  entonces  puesto  en  pié, 
hizo  el  juramento  de  regir  y  gobernar  bien  y  derechamente,  de  ad- 
ministrar justicia  en  cuanto  lo  permitiere  la  flaqueza  humana,  y  de 
guardar  á  los  portugueses  sus  buenas  costumbres,  privilegios,  gra- 
cias, mercedes,  libertades  y  franquezas  que  por  los  reyes  pasados 
sus  antecesores  les  fueron  dados ,  otorgados  y  confirmados.  Con- 
cluido el  juramento,  se  sentó  Felipe,  é  inmediatamente  .se  pronun- 
ció por  el  secretario  de  Estado  en  voz  alta  la  fórmula  del  que  debian 
prestar  al  rey  los  tres  Estados  del  reino,  de  reconocerle  por  su  se- 
fior  y  de  rendirle  pleito-homenaje,  según  fuero  y  costumbre  de  es- 
tos reinos.  Inmediatamente  pasaron  á  prestar  el  juramento,  ponién- 
dose uno  á  uno  delante  del  rey,  y  besándole  la  mano  después  de 
(concluido  el  acto.  Comenzó  el  duque  de  Braganza ,  siguieron  los 
grandes  y  prelados,  los  consejeros  de  Estado,  los  sefiores  de  pueblos 
y  lugares,  y  en  seguida  los  procuradores  de  las  corporaciones  y 
ciudades  que  tenian  voto  en  Cortes.  Concluido  todo ,  proclamó  un 
rey  de  armas  por  rey  de  Portugal  al  muy  alto  y  poderoso  sefior 
don  Felipe,  á  cuya  voz  correspondió  el  pueblo  con  aclamaciones,  al 
son  de  músicas ,  fuegos  de  artificio,  disparos  de  artillería ,  y  las 
campanas  que  habían  echado  á  vuelo.  Terminóla  función  una  mag- 
nifica que  se  dio  en  la  iglesia,  adonde  se  trasladó  inmediatamente 
el  rey  seguido  de  su  nueva  corte.  Fué  recibido  á  la  puerta  del  tem- 
plo por  todo  el  clero  y  los  obispos  vestidos  de  pontifical ,  quienes 
oficiaron  en  el  solemne  Te^Deum  para  dar  gracias  á  Dios  por  aquel 
grande  acontecimiento. 

Al  dia  siguiente  se  celebró  igual  ceremonia  para  jurar  por  here- 
dero de  Portugal  al  príncipe  don  Diego. 

Después  comenzaron  las  Cortes  del  reino  sus  trabajos  ordinarios, 
y  de  que  haremos  mención  á  su  debido  tiempo.  Mientras  tanto  ex- 


«    • 


760  HISTORIA  DE  F8LIPB  n. 

pidió  el  rey  an  decreto  en  que  perdonaba  á  todos  los  portugueses 
declarados  contra  sus  derechos  que  habian  servido  á  don  Antonio  é 
ejercido  hostilidades  de  otro  género.  Solo  fueron  exceptuadas  del 
perdón  cincuenta  y  dos  personas ,  contándose  entre  ellas  al  obispo 
de  la  Guardia  y  al  conde  de  Vimioso,  general  de  don  Antonio.  Tam- 
bién quedaron  excluidos  los  frailes  que  se  habian  declarado  parcia- 
les del  prior,  privándolos  de  todos  los  beneficios  que  de  él  habian 
recibido,  é  inhabilitándolos  para  ejercer  ningún  cargo  en  ade- 
lante. 

Hicieron  las  Corles  portuguesas  algunas  peticiones  al  rey ,  qne 
fueron  satisfechas.  A  otras  que  tuvo  por  imprudentes  y  fuera  de 
lugar,  respondió  con  evasivas  ó  negándolas  redondamente.  Entre 
estas  indicaremos  tres :  primera  que  no  hubiese  guarniciones  en  el 
reino:  segunda  que  se  permitiese  á  los  portugueses  el  traficar  li- 
bremente en  las  Indias  occidentales:  tercera  que  otorgase  á  los  por- 
tugueses caria  de  naturaleza  en  Castilla.  También  pídieroD  que  el 
príncipe  heredero  fuese  educado  en  Portugal,  á  lo  que  dio  una  for- 
mal negativa  el  rey  católico. 

En  compensación  otorgó  el  rey  varias  gracias  á  muchos  portu- 
gueses de  distinción ,  confiriéndoles  hábitos  en  órdenes  militares, 
encomiendas,  títulos,  etc.;  pero  el  instrumento  mas  importante  y 
formal  que  se  extendió  á  su  favor  fué  la  promesa  solemne  que  to- 
dos los  gobernadores  de  Portugal ,  todos  los  grandes  funcionarios, 
tanto  militares  como  civiles  y  eclesiásticos ,  serian  naturales  del 
pais,  y  que  solo  á  portugueses  se  conferiría  todo  cargo  público; 
que  no  se  tocaría  á  los  usos ,  á  las  costumbres ,  á  las  leyes ,  á  los 
privilegios  del  pais,  sin  expreso  consentimiento  de  las  Cortes. 

Setenta  dias  se  detuvo  Felipe  II  y  I  ya  de  Portugal  en  el  pueblo 
de  Tomar,  mientras  las  Cortes  entendieron  en  los  negocios  que  ha* 
bian  dado  motivo  á  sií  convocación.  Y  pareciéndole  al  rey  que  ya 
era  tiempo  de  hacerse  ver  en  la  capital  de  su  nuevo  reino,  salió  de 
Tomar  seguido  de  una  corte  brillante  y  numerosa ,  en  24  de  junio 
de  1581,  y  tomó  el  camino  de  Lisboa,  pasando  por  los  pueblos  de 
Santaren,  Almerin,  Salvatierra  y  Yillafranca,  situada  sobre  el  Tajo. 
Aquí  encontró  comisionados  de  las  principales  autorídades  de  Lis- 
boa con  una  barca  magníficamente  decorada ,  para  que  contínuase 
por  agua  su  camino.  También  encontró  al  marqués  de  Santa  Cruz 
que  venia  con  sus  galeras  principales.  Se  embarcó  el  rey  y  caminó 
rio  abajo  hasta  el  pueblo  de  Almada ,  que  se  halla  en  la  orilla  iz- 


CAPITULO  LVIl.  761 

qaierda,  frente  á  Lisboa,  donde  se  detuvo  por  súplicas  qne  le  hi- 
cieron las  autoridades  de  la  capital  de  que  aguardase  un  dia  mien- 
tras se  completaban  los  preparativos  que  se  hacian  para  su  recibi- 
miento. A  este  pueblo  de  Almada  pasó  á  visitarle  el  duque  de  Alba, 
á  quien  recibió  Felipe  II  con  las  muestras  de  mayor  cordialidad, 
manifestándole  lo  gratos  que  le  habian  sido  sus  servicios.  El  29  de 
junio  de  1581  verificó  Felipe  su  entrada  pública  en  Lisboa  con  toda 
solemnidad,  habiendo  salido  á  recibirlo  &  la  puerta  las  principales 
autoridades  militares  y  civiles.  Entró  á  caballo ,  debajo  de  palio  de 
brocado  de  oro,  al  son  de  músicas,  de  campanas  mezcladas  con  el 
estruendo  de  la  artillería.  Después  de  haber  paseado  las  calles  prin- 
cipales de  Lisboa,  se  encaminó  á  la  catedral,  á  tuya  puerta  salió  & 
recibirle  el  arzobispo  vestido  de  pontifical,  á  la  cabeza  de  otros  mas 
prelados  y  un  clero  numeroso.  Después  del  solemne  Te-Deum  que 
se  cantó  en  acción  de  gracias,  se  dirigió  el  rey  en  la  misma  forma 
debajo  de  arcos  triunfales  al  palacio  real ,  donde  le  esperaba  el 
duque  de  Alba  para  darle  posesión  de  aquella  mansión  de  los  anti- 
guos reyes. 

Asi  quedó  solemnemente  instalado  en  la  gran  capital  de  un  nuevo 
reino,  el  sefior  ya  de  inmensas  posesiones.  Si  no  se  podia  conside- 
rar Portugal  una  grande  adquisición ,  considerada  la  superficie  del 
pais,  era  de  la  mas  alta  trascendencia  para  Felipe  II  verse  dueDo 
absoluto  de  toda  la  península  ibérica  ó  espaOola ,  que  por  primera 
vez  reconocía  el  dominio  de  uno  solo.  Con  el  Portugal  había  ad- 
quirido sus  inmensas  posesiones  allende  de  los  mares:  el  Brasil,  de 
reciente  conquista,  y  las  ricas  regiones  de  la  India  Oriental ,  de 
donde  se  extraían  tan  ricas  mercancías,  productos  de  su  suelo  y  de 
su  industria.  Con  razón  se  dijo  entonces  que  el  sol  no  se  ponía 
nunca  en  los  Estados  del  poderoso  rey  de  España.  Ora  atendiendo 
á  la  inmensa  extensión  del  territorio,  ora  á  la  riqueza  de  su  suelo, 
no  había  hecho  mención  la  historia  de  mas  vasta  monarquía.  La 
plata,  el  oro,  las  producciones  mas  esquisitas,  las  manufacturas  de 
objetos  mas  apetecidos,  todo  se  criaba  profusamente  en  los  Estados 
del  nuevo  sefior  de  Portugal ,  quien  sin  duda  se  debió  de  penetrar 
de  orgullo  con  la  grande  altura  á  que  había  llegado  su  potencia. 

No  es  extrafio  que  este  aumento  de  poder  del  rey  de  Espafia  hu- 
biese aumentado  los  odios,  los  temores  de  sus  abiertos  enemigos, 
y  causado  nuevas  inquietudes  á  los  que  manifestándose  sus  amigos 
no  podían  menos  de  mirarle  con  recelo  y  con  envidia.  Recibió  en 


76t  DSTOBIA  DB  FBUPK  IL 

Lisboa  felicitaciones  del  poDtíflce ,  de  los  principes  de  Italia ,  de  Ii 
república  de  Yenecia,  del  emperador ,  y  hasta  de  Enrique ,  rey  de 
Francia.  No  hay  necesidad  de  indicar  la  poca  sinceridad  que  debió 
de  haber  en  muchos  de  estos  cumplimientos. 

DueDo  Felipe  II  de  la  península  espafiola  y  de  tan  inmensos  do- 
minios de  la  otra  parte  de  los  mares,  que  le  constituían  en  la  pri- 
mera potencia  marítima  del  mundo^  natural  era  que  pensase  en  es- 
tablecer la  silla  de  tan  vasto  imperio  en  un  gran  puerto  donde 
pudiesen  abrigarse  los  bajeles  que  traian  á  la  madre  patria  los  pro- 
ductos de  todos  los  paises  de  la  tierra.  Todas  estas  ventajas  se  re- 
unían en  Lisboa,  ciudad  populosa  á  las  puerbts  del  Atlántico,  sitúa* 
da  en  la  anchurosa  boca  del  rio  que  de  todos  los  de  la  península 
lleva  mas  caudal  de  agua  al  seno  de  los  mares.  Estaba ,  pues,  lla- 
mada Lisboa  á  ser  la  capital  de  todos  los  dominios  españoles.  A  es- 
tas razones  de  un  interés  material,  se  unian  las  de  la  política ,  tan 
interesada  en  la  conservación  de  un  nuevo  reino  adquirido,  y  en  la 
fusión  con  el  tiempo  de  dos  naciones  llamadas  p(»r  la  naturaleza  á 
no  formar  mas  que  una.  No  sabemos  si  esta  idea  ocurrió  entonces 
&  Felipe  II  y  á  los  principales  de  su  Consejo;  mas  en  la  edad  pre- 
sente es  un  objeto  de  censura  esta  falta  del  rey,  y  una  de  las  cau- 
sas á  que  se  atribuye  la  pérdida  de  Portugal  en  el  reinado  de  su 
nieto.  De  todos  modos  era  el  rey  de  EspaOa  demasiado  espaSol  pa- 
ra pensar  en  vivir  en  ninguna  parte  que  no  fuese  Espafia.  Madrid 
era  su  hechura:  el  monasterio  del  Escorial  una  de  sus  mas  grandes 
ocupaciones,  de  sus  mas  agradables  pasatiempos :  vivir  fuera  de 
Madrid  y  de!  Escorial,  no  era  vivir  en  su  elemento. 


CÁPiTtíO  tVlJl. 


Continuación  del  anterior — ^Administración  de  Felipe  II  en  Portugal.-*-Le  niegan  la 
obediencia  las  islas  Terceras.— Reconocen  por  rey  á  don  Antonio.— Primera  ex- 
pedición de  los  españoles  sobre  las  Terceras.— Infructuosa — Don  Antonio  en  Fran- 
cia.—Se  embarca  para  dichas  islas  con  aventureros  franceses  é  ingleses.— Segun- 
da expedición  de  los  españoles  mandada  por  el  marqués  de  Santa  Cruz.— Combate 
naval  en  que  sale  victorioso. — Vuelve  á  Lisboa.— Muere  en  esta  capital  el  du- 
que de;.  Alba.— Regresa  el  rey  á  España.— Queda  de  regente  en  Portugal  el  archi- 
duque Alberto.— Segunda  expedición  del  marqués  dé  Santa  Cruz  á  las  Terce- 
ras.—Quedan  sujetas  estas  islas  á  la  obediencia  del  nuevo  rey  de  Portugal  (1).— 
(1581-1585). 


A  pesar  de  la  impopularidad  de  la  persona  de  Felipe  II  y  de  su 
gobierno  en  Portugal,  no  dejó  de  conducirse  con  moderación,  como 
un  príncipe  hábil  que  deseaba  captarse  la  benevolencia  de  sus  nue- 
vos subditos.  Ya  le  hemos  visto  en  Tomar  dispensando  diferentes 
gracias  personales,  además  de  la  otorgacion  de  las  que  al  todo  de 
la  nación  se  referían.  La  misma  conducta  observó  en  Lisboa,  mos- 
trándose afable  y  accesible,  llevando  el  deseo  de  hacerse  grato  á  la 
nación  hasta  el  punto  de  vestirse  con  traje  portugués,  en  la  mayor 
parte  de  las  fiestas  y  solemnidades  públicas.  Tomó  además  provi- 
dencias de  buen  gobierno,  y  como  era  un  principe  tan  amante  del 
orden  y  estricto  observador  de  la  justicia,  se  aplicó  con  celo  á  cor- 
regir varios  abusos  y  males,  unos  que  habían  hecho  hondas  raices 
en  el  país,  y  otros  que  eran  productos  de  los  últimos  disturbios. 


(1)   Las  miimas  aotorlAades. 


761  HISTORIA  DI  FELIPE  II. 

Creó  una  nueva  audiencia  en  la  provincia  de  Entre  Dnero  y  Mifio, 
y  se  mostró  muy  solícito  en  hacer  otros  arreglos  que  varios  ramos 
de  la  administración  pública  exigían.  Mas  con  todos  estos  cuidados 
y  atenciones,  con  todo  este  celo  que  por  el  bien  público  mostraba, 
no  podia  curar  la  grave  herida  del  amor  propio  de  los  portugueses, 
viéndose  sujetos  á  la  dominación  de  un  príncipe  extranjero,  y  lo  qae 
era  mas  sensible,  del  soberano  de  Castilla.  Conservaba  muchos  par- 
tidarios el  duque  de  Braganza.  Mas  numerosos  eran  todavía  los  que 
echaban  de  menos  la  dominación  de  don  Antonio.  Desterrado  este  del 
pais,  se  hacia  tanto  mas  popular  cuanto  era  objeto  de  proscripcioo, 
hasta  el  punto  de  estar  pregonada  su  cabeza  por  el  rey  católico.  Por 
la  vuelta  de  di6ho  personaje  se  hacian  votos  secretos  en  el  pais,  so- 
bre todo  en  Lisboa  y  en  la  provincia  de  Entre  Dueroy  Mifio,  dcode 
estaba  muy  arraigado  su  partido.  Todos  creían  que  la  presencia  del 
prior  en  Francia  y  sus  relaciones  con  la  reina  de  Inglaterra,  le  pro- 
porcionarían recursos  para  expeler  al  fin  de  Portugal  al  rey  de  Es- 
paQa. 

No  se  descuidaba  en  efecto  don  Antonio  en  interesar  á  su  favor 
á  las  dos  cortes  de  Inglaterra  y  Francia.  En  Rúan  y  en  Diepa,  don- 
de alternativamente  fijó  su  residencia,  tuvo  entrevistas  con  perso- 
najes de  la  primera  distinción  del  pais,  y  recibió  muestras  de  be- 
nevolencia por  parte  del  rey  Enrique  III  y  de  su  madre.  De  sus  sen- 
timientos, por  lo  menos  equívocos  hacia  el  rey  de  EspaDa,  hahiao 
ya  demasiados  testimonios  para  que  Felipe  II  necesitase  de  este  nue- 
vo. Sin  rebozo  s^lguno  se  alistaban  tropas  en  Francia,  y  acudían 
personas  de  distinción  &  servir  bajo  las  banderas  de  don  Antonio. 
En  Inglaterra  se  hacian  asimismo  armamentos  de  igual  especie  en 
favor  del  mismo  príncipe.  Estaban  destinadas  todas  estas  tropas  á 
las  islas  Terceras,  donde  se  mantenía  vivo  el  partido  del  prior  de 
Crato. 

De  todos  los  dominios  de  la  corona  portuguesa,  eran  las  islas  Ter- 
ceras los  solos  que  no  habían  querido  reconocer  la  autoridad  dd 
rey  de  Espafia.  Como  fueron  en  seguida  teatro  de  una  guerra,  ocu- 
pan un  lagar  no  despreciable  en  nuestra  historia.  Descubiertas  á  me- 
diados del  siglo  XV  por  un  príncipe  de  Portugal,  se  hallan  en  el 
Océano  Atlántico  como  á  trescientas  leguas  al  Occidente,  y  con  la 
misma  latitud  sobre  poco  mas  ó  menos  que  la  de  Lisboa.  Se  dio  4 
estas  islas  el  nombre  de  Azoras^  por  el  gran  número  de  azores  que 
en  ellas  se  vieron  cuando  su  descubrimiento,  y  también  el  de  Ter- 


CAPITULO  LVIIl.  765 

ceras  púr  el  de  una  de  ellas  considerada  como  la  principal,  llamada 
Tercera,  á  causa  de  haber  sido  la  tercera  descubierta.  Se  llaman  las 
otras  ocho,  pues  componen  todas  el  número  de  nueve,  San  Miguel, 
Santa  María,  San  Jorge,  la  Graciosa,  Pico,  Fayal,  Flores  y  Cuer- 
vo. No  es  la  Tercera  la  de  mas  extensión  de  todas;  pero  se  consi- 
deró siempre  como  su  capital  por  su  posición  central,  por  su  mejor 
terreno,  por  ofrecer  mejores  puertos  y  puntos  mas  susceptibles  de 
defensa.  Sus  tres  pueblos  principales  son  Angra,  la  Playa  y  el  Fa- 
nal, todos  puertos,  siendo  el  primero  la  capital  de  las  islas  y  el  pun- 
to de  residencia  de  sus  gobernadores. 

Ejercía  esta  autoridad  en  nombre  de  don  Antonio,  Cebrían  de  Fi- 
gueredo,  cuando  la  entrada  del  rey  católico  en  Portugal;  y  á  pesar 
de  las  órdenes  que  recibió  del  gobierno  para  poner  las  islas  k  la 
obediencia  del  rey,  manifestó  que  no  abandonaría  jamás  el  pendón 
de  don  Antonio.  Puso  esta  resistencia  en  grave  cuidado  al  rey,  no 
solo  por  la  acción  en  sí,  sino  por  el  apoyo  que  encontraban  las  dis- 
posiciones hostiles  del  prior,  en  Francia.  Se  aguardaban  además 
por  aquel  tiempo  los  galeones  de  las  Indias  Occidentales,  y  se  te- 
mía que  recalando  en  las  Terceras  como  lo  tenían  de  costumbre, 
fuesen  cogidos  por  el  gobernador  á  beneficio  de  don  Antonio.  Mo- 
tivos eran  de  interés  para  que  el  rey  pensase  seriamente  en  ocupar 
á  viva  fuerza  el  país  que  le  negaba  la  obediencia,  cortando  de  raíz 
la  guerra  que  le  estaba  preparando  don  Antonio  desde  Francia. 

Salió,  pues,  de  Ijsboa  el  capitán  Pedro  Valdés  al  frente  de  al- 
gunas galeras,  donde  iban  embarcados  hasta  seiscientos  hombres, 
sin  mas  objeto  por  entonces  que  el  de  aguardar  en  las  islas  Terce- 
ras á  dichos  galeones  y  avisarles  de  lo  que  pasaba.  Se  hizo  á  la 
vela  Valdés;  mas  antes  de  llegar  á  las  islas  habían  ya  aportado  á 
ellas  los  buques  que  aguardaba.  No  cayeron  sin  embargo  en  poder 
de  Cebrían  de  Figueredo,  porque  recelosos  los  capitanes  con  las 
ofertas  que  les  hizo  de  saltar  á  tierra,  y  habiendo  hallado  contra- 
dicción en  las  noticias  que  acerca  de  Portugal  les  dieron,  formaron 
sospechas  dé  la  mala  fe  de  aquel  gobernador,  y  sin  detenerse  en 
las  costas,  prosiguieron  el  rumbo  directamente  k  su  destino. 

Valdés  que  supo  esta  ocurrencia,  no  tuvo  por  conveniente  des- 
embarcar en  la  Tercera,  tanto  mas,. cuanto  aguardaba  á  Lope  de 
Fígueroa,  que  con  mayor  número  de  galeras  y  de  4ropas  debía  sa- 
lir pronto  de  Lisboa  para  reforzarle.  Mas  un  sobrino  suyo  llamado 
INego  Valdés,  mozo  de  resolución  y  de  poca  prudencia,  le  rogó  en- 

ToMO  1.  97 


166  HISTORIA  DB  FBUPK  It. 

carecídamente  le  permitiese  saltar  á  tierra  con  alguna  gente  esco- 
gida el  25  de  julio»  á  fin  de  festejar  dignamente  el  santo  tutelar  de 
EspaOa.  Verificado  el  desembarco  entre  el  puerto  de  la  Playa  y  An- 
gra, recorrieron  los  espafioles  el  pais,  saqueando  cuanto  podiao  y 
haciendo  otros  estragos.  Mas  salió  de  Angra  el  gobernador  Cebrian 
de  Figueredo  con  tres  mil  hombres  de  á  pié  y  cuatrocientos  de  á 
caballo,  con  cuya  fuerza,  aprovechándose  del  desorden  de  los  es- 
paDoles,  íes  puso  en  derrota,  obligándolos  á  reembarcarse  con  enor- 
me pérdida,  pues  entre  muertos  y  heridos  tuvieron  mas  de  tres- 
cientos hombres  fuera  de  combate.  Llegó  pocos  dias  después  Lope 
de  Figueroa,  y  tanto  por  el  descalabro  en  que  halló  á  Pedro  Yahlés, 
como  por  los  nuevos  preparativos  que  hacian  en  la  Tercera  para 
oponerse  á  un  desembarco,  como  por  lo  avanzado  ya  de  la  esta- 
ción, que  hace  insegura  la  permanencia  en  aquellos  mares  borras- 
cosos, tomaron  los  espafioles  la  vuelta  de  Lisboa,  sin  que  en  todo 
aquel  aOo  se  hiciese  otra  cosa  contr^  las  Terceras,  mas  que  prepa- 
rarse para  la  próxima  campafia. 

Trató  el  rey  de  reorganizar  los  elementos  de  la  expugnación  eo 
toda  forma.  Se  dieron  órdenes  al  marqués  de  Santa  Cruz  para  qne 
apresurase  en  Sevilla  la  construcción  de  galeras  y  el  apresto  del 
demás  material  que  se  considerase  necesario.  Se  allegaron  víveres 
y  municiones.  Se  pusieron  en  movimiento  hacia  la  costa  dos  tercios 
de  infantería  espafiola  que  acababan  de  salir  de  Portugal,  do  cre- 
yéndolos de  necesidad  en  aquel  reino.  Se  nombró  jefe  de  la  expe- 
dición naval  al  marqués  de  Santa  Cruz,  que  ya  pasaba  entonces 
por  el  primer  general  de  mar  de  EspaSa.  A  treinta  y  uno  ascendía 
el  número  de  buques  mayores  de  que  se  compuso  la  escuadra,  sio 
contar  con  buques  de  menor  porte:  á  cinco  mil,  el  número  de  tro- 
pas de  tierras  espafiolas,  formando  dos  tercios,  uno  á  las  órdenes 
de  Lope  de  Figueroa,  y  otro  4  las  de  Francisco  de  Bobadilla.  Ade- 
más se  embarcaron  quinientos  alemanes  mandados  por  Lodron.  No 
se  puso  en  las  galeras  caballería  de  ninguna  especie. 

Mientras  se  preparaba  esta  expedición,  se  envió  á  don  Fernando 
de  Toledo  á  Oporto  con  fuerzas  suficientes  para  contener  aquel  pais, 
donde  con  tantos  partidarios  contaba  don  Antonio.  También  se  en- 
vió á  la  isla  de  San  Miguel,  que  no  seguia  su  parcialidad,  á  Pedro 
Peixote  de  Silva,-  quien  se  hizo  á  la  vela  con  catorce  galeras  recia 
salidas  de  Guipúzcoa.  Mientras  preparaba  Felipe  II  su  expedidoa, 
hacia  lo  mismo  con  la  suya  el  prior,  quien  se  trasladó  á  Bórdeos 


capítulo  Lvni.  167 

con  objeto  de  vigilar  de  mas  cerca  las  operaciones.  Hasta  seis  mil 
aventureros  podo  reunir  entre  franceses  é  ingleses,  no  dejando  de 
encontrarse  entre  ellos  personas  de  suposición,  sobre  todo  de  los 
primeros.  No  teniendo  bastante  confianza  en  el  gobernador  de  la 
Tercera,  Cebrian  de  Figueredo,  por  creérsele  en  vísperas  de  venir 
á  términos  de  acomodo  con  el  rey  de  Espafia,  puso  en  lugar  suyo 
á  Manuel  de  Silva,  por  juzgarle  de  mayor  resolución  y  mas  adhe- 
sión á  su  persona. 

Casi  á  un  mismo  tiempo  se  hicieron  á  la  vela  y  con  un  mismo 
destino  la  expedición  espafiola'y  la  francesa.  Salió  de  Lisboa  el  mar- 
qués de  Sania  Cruz  el  10  de  julio  de  1582,  y  aunque  no  omitió 
diligencia  alguna,  llegaron  á  la  isla  de  San  Miguel  antes  los  fran- 
ceses. Inmediatamente  desembarcaron  entregándose  al  pillaje.  Sa- 
lió en  busca  suya  Pedro  Peixoto  á  la  cabeza  de  dos  mil  y  quinien- 
tos hombres  entre  espafioles  y  portugueses;  mas  los  de  esta  última 
nación  no  militaban  de  buena  fé  contra  la  parcialidad  de  don  Anto- 
nio. Así  lo  hicieron  ver  cuando  se  encontraron  con  las  tropas  ene- 
migas, tomando  la  fuga,  dejando  en  la  refriega  solos  á  los  espafio- 
les. Fueron  estos  arrollados  y  puestos  en  la  necesidad  de  refugiar- 
se en  el  castillo.  Los  franceses  victoriosos  con  don  Antonio  á  la  ca- 
beza, se  hicieron  inmediatamente  duefios  de  la  ciudad,  que  entre- 
garon al  pillaje. 

Intimó  don  Antonio  la  rendición  al  castillo,  mandado  entonces  por 
don  Lorenzo  Noguera,  aunque  herido  de  resultas  del  último  en- 
cuentro. Le  hizo  ofertas  ventajosas  si  le  entregaba  aquella  forta- 
leza de  su  pertenencia,  amenazándole  en  caso  contrario  con  todos 
los  rigores  de  la  guerra.  Respondió  el  espafiol,  que  perteneciendo 
todas  las  posesiones  de  Portugal  al  rey  de  Espafia,  no  reconocía  mas 
que  á  él  por  duefio  de  aquel  fuerte,  y  que  no  le  entregaria  á  nin- 
guno, aunque  perdiese^  por  conservarse  fiel,  la  última  gota  de  su 
sangre. 

Guando  en  virtud  de  está  respuesta  se  prepararon  los  franceses 
al  ataque  del  castillo,  recibieron  la  noticia  de  la  aproximación  del 
marqués  de  Santa  Cruz  al  frente  de  su  escuadra.  Con  este  motivo 
no  pensaron  mas  que  en  volverse  á  embarcar,  lo  que  verificaron 
inmediatamente,  dejando  abandonada  su  conquista. 

Se  hallaba  el  marqués  de  Santa  Cruz  á  la  cabeza  de  veinte  y  sie- 
te navios;  y  aunque  estos  eran  en  general  de  mas  porte  que  los  de 
la  escuadra  enemiga,  llevaba  esta  á  la  espafiola  gran  ventaja  en  el 


768  HISTORIA.  DB  FELIPE  II. 

número,  pues  asceodiaD  &  cerca  de  seseota.  Se  hallaban  en  ella  de 
jefes  principales  el  conde  Yimioso,  general  de  don  Antonio,  el  ita- 
liano Francisco  Strozzi,  general  en  jefe  de  la  expedición,  y  el  fran- 
cés Brissac  su  segundo;  todos  hombres  muy  experimentados  en  la 
guerra.  En  cuanto  á  don  Antonio,  aunque  hacia  parte  de  la  expe- 
dición, como  ya  hemos  visto,  no  mandaba  en  realidad,  ni  tomó  par- 
te activa  en  ninguna  de  sus  operaciones.  Sabian  los  fraiíleses  que 
el  marqués  de  Santa  Cruz  no  se  había  dado  á  la  vela  con  todas  sus 
fuerzas  navales,  y  que  esperaba  muchos  buques  que  debían  salir 
de  Sevilla  y  de  Ay amonte.  Trataron,  pues,  de  marchar  en  busca 
suya  antes  que  se  engrosase,  según  era  su  esperanza.  Las  mismas 
noticias  tenia  el  marqués  de  refuerzos,  que  aguardaban  i,los  france- 
ses; y  de  este  modo,  como  trataban  las  dos  escuadras  de  encontrar- 
se, era  ya  inevitable  la  pelea. 

Interpuestos  los  franceses  entre  la  isla  de  San  Miguel  y  el  mar- 
qués de  Santa  Cruz',  se  hallaba  este  en  la  mayor  confusión  sin  sa- 
ber lo  que  ocurría  y  había  ocurrido  en  dicha  isla.  Esto  le  animé 
mas  á  dar  cuanto  antes  la  batalla,  para  lograr  su  evacuación  en 
caso  de  que  los  franceses  la  ocupasen,  y  de  todos  modos  para  apo- 
yarse en  ella  y  proporcionarse  los  refrescos  que  necesitaba.  . 

Dos  días  se  buscaron  las  dos  escuadras  enemigas,  y  y  aunque  se 
avistaron  al  fin,  no  emprendieron  nada  de  importancia,  sea  porque 
no  tuviesen  el  viento  favorable,  sea  porque  cada  una  de  ellas,  por 
medio  de  maniobras,  tratase  solo  de  proporcionarse  esta  ventaja.  Al 
tercero  se  pusieron  una  en  frente  de  otra,  y  pasaron  todo  el  día  caá 
en  inacción,  contentándose  con  caDonearse  mutuamente  desde  lejos. 

El  cuarto,  que  era  el  25  de  julio,  día  de  Santiago  de  1582,  vi- 
nieron á  las  manos  seriamente.  Ya  entonces  se  había  dísminaido  la 
escuadra  del  marqués,  reduciéndose  á  veinte  y  cuatro  navios,  pues 
se  habían  perdido  de  vista,  ó  tal  vez  huídose,  llevándose  á  bordo 
un  gran  número  de  tropas  alemanas.  Tomó  sin  embargo  el  general 
espaOol  todas  las  disposiciones  que  le  cumplían,  como  entendido  ca* 
pitan  de  mar,  empeñado  en  un  lance  muy  serio,  por  la  superiori- 
dad de  las  fuerzas  del  contrario.  Dividió  su  pequefia  escuadra  en 
tres  divisiones,  y  en  su  galera  capitana  distribuyó  por  si  mismo  los 
capitanes,  tropa  y  artilleros  que  debían  combatir  en  sus  diversos 
puestos. 

Eran  cinco  solos  los  navios  del  marqués,  de  un  porte  muy  supe- 
rior á  los  franceses,  siendo  el  principal  el  llamado  San  Mateo.  Ha- 


aPÍTüLO  LYUt.  169 

bían  estos  desde  un  priocipio  adoptado  el  plao  de  atacar  separada- 
mente cada  UDO  de  estos  cinco  buques,  con  cinco  ó  seis  de  los  su- 
yos, de  modo  que  supliese  esta  superioridad  la  del  mayor  porte  del 
contrario.  A  ejecutarse  este  plan  con  toda  exactitud,  hubiera  sido 
fácil  á  la  escuadra  francesa  envolver  á  la  enemiga.  Mas  el  marqués 
de  Santa  Cruz,  que  era  un  hombre  muy  hábil  de  mar,  maniobró, 
de  modo  que  cada  uno  de  sus  cinco  buques  grandes  tuviese  auxi- 
liares que  entretuviesen  las  fuerzas  enemigas,  á  fin  de  desplegar'^ su 
acción  con  toda  su  eficacia  y  maestría. 

El  combate  se  hizo  general:  jugaba  al  mismo  tiempo  toda  la  ar- 
tillería de  las  dos  escuadras.  Cada  buque  atacó  ai  contrario,  afer- 
rándose mutuamente  por  las  proas  ó  por  los  costados,  mientras  los 
grandes  buques  del  marqués  se  prevalían  de  las  ventajas  que  les 
daba  esta  circunstancia.  Fué  acometida  la  capitana  francesa  y 
puesta  en  gran  peligro;  mas  al  fin  fué  socorrida  por  los  suyos. 
También  estuvo  en  grandes  apuros  el  San  Mateó;  por  cinco  veces 
se  le  vio  arder,  mas  fué  socorrido  á  tiempo  por  los  capitanes  Oquen- 
do^  Villaviciosa  y  Yenesa,  que  se  hallaban  cerca.  A  bordo  de  la  al- 
miranta  francesa  llegaron  á  entrar  los  espaOoles,  cuando  acudiendo 
nuevas  fuerzas  de  la  primer  nación ,  se  dio  fin  á  la  sangrienta  re- 
friega que  se  habia  trabado  á  bordo,  teniendo  que  retirarse  los  es- 
pafioles  con  gran  pérdida. 

El  marqués  de  Santa  Cruz  acudía  á  todas  partes,  tomando  dis- 
posiciones como  capitán,  y  peleando  cuando  llegaba  4a  ocasión, 
como  soldado.  Por  fin  se  trabaron  por  las  proas  las  dos  capitanas 
francesa  y  espafiola,  y  se  dio  principió  á  un  combate  con  arcabu- 
ces, con  pistolas,  con  sables,  y  toda  especie  de  armas,  tanto  de 
fuego  como  blancas.  Fué  tremendo  el  choque,  y  aunque  los  fran- 
ceses pelearon  con  gran  valor,  vencieron  los  nuestros,  penetrando 
como  un  torrente  en  la  capitana  enemiga,  llevándolo  todo  á  sangre 
y  fuego.  Mas  de  trescientos  enemigos  perecieron  á  bordo  de  este 
buque.  En  vano  intentaron  socorrerle  los  de  su  nación.  La  capitana 
francesa  cayó  definitivamente  en  poder  nuestro,  y  con  esta  presa 
importante,  se  decidió  la  victoria  á  favor  de  los  españoles.  Queda- 
roo  los  buques  de  [los  franceses,  unos  echados  á  pique,  otros  cogi- 
dos, otros  destrozados.  Fué  tanto  el  número  de  los  que  cayeron  en 
nuestras  manos,  que  no  sabiendo  qué  hacer  de  ellos  el  marqués, 
tuvo  que  echar  á  pique  la  mayor  parte. 

Fué  esta  batalla  una  de  las  mas  sangrientas  y  decisivas  que  se 


no  nSTOUA  DB  FBLI?Rn. 

dieron  en  los  mares.  Pasaron  de  tres  mil  los  franceses  qae  pere« 
cieroD  en  los  diferentes  abordajes.  Hubo  mnchísimos  heridos,  con- 
tándose entre  ellos  los  tres  jefes  conde  de  Vímioso,  Strozzí  y  Brí- 
sac,  que  murieron  muy  pronto  de  los  golpes  recibidos.  No  fué  muy 
grande  el  número  de  los  prisioneros,  en  razón  del  e&cesivo  de  los 
muertos. 

En  cuanto  á  don  Antonio,  se  mantuvo  toda  la  jornada  fuera  de 
combate,  donde  ondeaba  el  estandarte  de  sus  armas.  Guando  vio  la 
acción  perdida,  se  dirigió  á  la  Tercera  para  acudir  á  los  medios  de 
su  defensa,  pues  presumía  con  razón  que  sobre  esta  isla  volvería  el 
marqués  sus  tropas  victoriosas. 

No  se  puede  encarecer  bastante  el  valor  de  nuestros  jefes  y  ofi- 
ciales que  tan  importante  victoria  alcanzaron,  á  pesar  de  ser  tan 
inferiores  en  fuerzas  á  sus  enemigos.  Todos  desplegaron  grande  bi- 
zarría, y  los  hombres  de  mar  lucieron  mucho  su  habilidad  en  las 
diversas  maniobras  á  que  dio  lugar  esta  pelea  tan  reñida.  Se  distin- 
guieron mucho  don  Francisco  Bobadilla,  don  Lope  de  Figueroa;  los 
capitanes  don  Miguel  de  Cardona,  Cristóbal  de  Paz,  Pedro  de  San- 
tillana,  Juan  Labastida,  don  Juan  de  Vivero,  Juan  de  Solanos, 
segundo  comandante  de  artillería.  No  se  debe  omitir  el  nombre 
de  Antonio  de  Sevilla,  marinero  guipuzcoano  de  una  nave  de  esta 
provincia^  que  se  apoderó  del  estandarte  real  de  Francia,  aunque  k 
costa  de  un  brazo  que  le  llevó  una  bala  de  caDon,  en  el  acto  de 
perpetrar  su  hazaña. 

Después  de  esta  victoria,  se  trasladó  el  marqués  de  Santa  Cruz  á 
la  isla  de  San  Miguel,  cuyos  habitantes  le  recibieron  con  entusias- 
mo, y  como  su  libertador  los  de  la  parcialidad  del  rey;  y  con  te- 
mor de  castigos  los  de  la  contraria.  Allí  puso  en  tierra  los  heridos 
en  número  de  ^doscientos,  y  acabó  de  destruir  los  buques  cogidos  á 
los  franceses,  por  carecer  de  gente  para  tripularlos.  En  cuanto  á 
los  prisioneros,  usó  con  ellos  de  un  rigor  tenido  generalmente  por 
excesiva  crueldad,  aunque  el  marqués  alegó  sus  razones  para  jus- 
tificar el  acto.  Cuando  se  aprestaba  la  expedición  en  Francia,  se 
quejó  el  embajador  español  á  la  corte,  como  de  un  acto  de  completa 
hostilidad  al  rey  de  España.  Le  fué  contestado  que  no  podía  impe- 
dir la  expedición  el  rey,  y  que  no  eran  los  que  la  componían  sus 
subditos,  que  no  debían  ser  tratados  en  caso  de  vencimiento  sído 
como  piratas.  Como  tales,  pues,  consideró  el  marqués  de  Santa 
Cruz  sus  prisioneros.  Los  dividió  en  dos  trozas,  colocando  en  uno 


CAPITULO  LVlil.  171 

la  gente  principal,  que  hizo  degollar  por  mano  del  verdugo,  ha- 
ciendo colgar  ¿  los  restantes,  que  pasaban  de  trescientos.  Qne  no 
eran  piratas  verdaderos  harto  se  sabia,  como  estaba  harto  patente 
la  mala  fe  con  que  en  este  negocio  procedía  el  rey  de  Francia.  Mas 
convenía  al  marqués  de  Santa  Groz  tomar  este  pretexto,  y  creyó  ser- 
vir los  intereses  del  rey,  tratando  con  tal  rigor  á  extranjeros,  que 
sin  provocación  ni  declaración  de  guerra,  venian  á  invadir  sus  po- 
sesiones. Se  podia  responder  á  esto ,  que  ^ichos  extranjeros  eran 
soldados  de  don  Antonio,  quien,  creyéndose  con  derecho  á  la  co- 
rona de  Portugal,  la  disputaba  con  las  armas  en  la  mano.  Cuales- 
quiera razones  que  se  aleguen  en  pro  del  acto  del  marqués,  no  es 
posible  su  justificación  para  los  hombres  imparciales.  La  verdad  es 
que  fué  llevado  muy  á  mal  por  sus  mismos  capitanes  y.  oficiales, 
quienes  alegaban  con  razón ,  que  igual  suerte  les  cabria  á  ellos 
mismos  si  llegaban  á  verse  prisioneros. 

Entre  tanto  llegaron  con  felicidad,  sin  contratiempo  alguno,  los 
galeones  de  la  India,  cuya  captura  habia  sido  uno  de  los  objetos  de 
la  expedición  de  los  ingleses  y  franceses.  En  Lisboa  confirmaron 
las  nuevas  de  la  victoria  del  marqués,  que  habian  llenado  de  satis* 
foccion  al  rey  de  EspaOa. 

Mientras  tanto  tomaba  don  Antonio  en  la  Tercera  todas  las  dis- 
posiciones para  recibir  la  visita  del  almirante  espaOol,  que  le  pare- 
cía muy  próxima.  No  se  descuidó  en  efecto  el  marqués  en  dirigirse 
&  la  isla  para  reconocerla  y  tomar  lengua,  mas  no  con  el  objeto 
serio  de  invadirla.  Se  hallaba  la  estación  muy  avanzada,  y  no  le 
pareció  cuerdo  mantenerse  en  el  mar,  que  en  aquellos  parajes  se 
presenta  sobrado  embravecido.  Tal  vez  no  fué  este  el  solo  motivo 
de  desistir  por  entonces  de  la  expugnación  de  la  Tercera.  De  todos 
modos,  en  todo  el  mes  de  setiembre  tomó  la  vuelta  de  Lisboa  con 
sus  naves  victoriosas ,  dejando  á  don  Antonio  por  entonces  pacifico 
poseedor  de  una  isla,  &  que  estaban  reducidos  todos  sus  dominios. 

Recibió  Felipe  II  al  marqués  de  Santa  Cruz  con  todas  las  mues- 
tras de  satisfacción,  y  dispensó  muchas  mercedes  á  los  oficiales  é 
individuos  de  tropa  que  mas  se  habian  distinguido  en  el  combate, 
haciendo  cuenta  de  que  con  otra  expedición  al  aDo  siguiente,,  aca- 
barían de  expulsar  de  las  Terceras  á  cuantos  su  autoridad  desco- 
nocían. 

Trataba  en  aquel  tiempo  el  rey  católico  de  restituirse  á  EspaOa; 
tal  era  la  fuerte  inclinación  que  hacia  Madrid  y  el  monasterio  de 


'772  HISTORIA  DE  FSUPE  ÍL 

SaD  Lorenzo  le  arrastraba.  Mas  al  poner  su  proyecto  en  ejecucioo, 
sobrevino  la  muerte  de  su  hijo,  el  príncipe  don  Diego.  No  le  pare- 
ció, pues,  prudente  salir  de  Lisboa  antes  da  celebrar  la  jura  del 
príncipe  don  Felipe,  que  fué  su  heredero,  y  era  el  cuarto  y  el  úl- 
timo varón  que  hubo  de  dofia  Ana. 

Ün  suceso  ocurrió  entonces  de  importancia  en  aquella  capital,  á 
saber:  la  muerte  del  famoso  duque  de  Alba,  muy  sentido  del  rey, 
que  conocia  y  sabia  sacar  tanta  utilidad  de  sus  servicios.  Aunque 
lo  dicho  hasta  ahora  de  tan  ilustre  personaje  basta  sin  duda  para 
darle  bien  á  conocer,  no  extraDará  el  lector  que  consagremos  algunas 
líneas  mas  á  su  memoria.  Es  sin  duda  el  duque  de  Alba  una  de  las 
mas  grandes  figuras  que  brillan  en  el  cuadro  colosal  de  este  reinado. 
Dedicado  desde  su  primera  juventud  á  la  carrera  de  las  armas,  ter- 
minó su  vida  á  la  edad  de  setenta  y  cuatro  afios,  dando  fin  á  una 
campafia,  que  si  no  de  mucho  mérito  por  lo  refiida,  será  siempre 
célebre  por  lo  importante  y  útil  á  los  intereses  de  la  EspaDa.  Si  el 
brillo  de  su  nombre  llegó  á  su  mayor  altura  bajo  el  reinado  de  Fe- 
lipe II,  ya  era  muy  grande  y  distinguido  en  el  de  su  padre,  que 
tuvo  &  sus  órdenes  los  primeros  capitanes  de  su  siglo.  May  jóveo 
todavía,  comenzó  &  lucirse  en  la  campaOa  de  Provenza:  se  halló  eo 
Túnez  y  en  Argel:  mandó  en  jefe,  siendo  hombre  ya  entrado  eo 
aOos,  la  batalla  Muhlberg,  y  asimismo  el  sitio  que  á  la  plaza  de 
Metz  puso  Carlos  Y.  De  sus  acciones  en  el  reinado  de  Felipe  U, 
hemos  dado  una  idea  ya  bastante  extensa  en  el  curso  de  esta  his- 
toria. Fué  admirable  la.  disciplina  que  supo  introducir  y  mantener 
en  los  ejércitos;  singular  la  vigilancia  con  que  atendía  á  todos  los 
pormenores  de  su  mando  militar,  y  consumada  la  prudencia  que 
en  todos  sus  pasos  y  movimientos  observaba.  Sabia  combatir 
y  abstenerse  de  empeBar  batallas,  cuando  podia  de  otro  modo  coa- 
seguir  victorias.  Sus  inferiores  le  obedecían  y  respetaban  á  par  que 
le  temían,  reconociendo  en  todo  lo  superior  de  su  capacidad,  y  lo 
llamado  que  estaba  por  el  orden  de  las  mismas  cosas  á  mandarlos. 
Tuvo  como  cortesano  la  misma  superioridad  de  brillo  y  ]de  impor- 
tancia, que  cuando  se  hallaba  al  frente  del  ejército.  Fué  el  duque 
de  Alba  el  hoiñbre  de  todas  las  confianzas  de  Felipe  II,  de  todos 
sus  viajes,  de  todas  sus  negociaciones,  y  al  parecer  depositario  de 
todos  sus  secretos,  es  decir,  de  todos  los  que  podían  ser  comuDica* 
dos.  Si  cayó  por  un  tiempo  de  su  gracia,  fué  para  levantarse  de 
ella  con  mas  esplendor,  y  hacer  yer  al  rey  lo  díffcil  que  le  era  des- 


cariarse  de  ao  hombre  de  su  clase.  Activo,  daro^  inflexible,  sin 
misericordia,  instrumento  ciego  de  sus  voluntades,  tenia  todos  los 
requisitos  necesarios  para  captarse  su  benevolencia.  Gomo  el  ser- 
vido era  el  servidor,  con  la  diferencia  que  podia  haber  entre  el  po- 
lítico sagaz  y  el  fiel  soldado.  Era  católico  por  educación,  intole- 
rante por  carácter,  por  hábitos;  porque  era  tal  la  índole  del  tiem- 
po; sanguinario  por  temperamento,  tal  vez  porque  en  su  opinión 
iba  en  ello  el  interés  de  la  justicia.  Aborrecía  á  los  protestantes  con 
furor,  y  no  le  inspiraban  los  flamencos  sublevados  mas  suaves  sen- 
timientos. Gomo  odiaba,  fué  odiado;  pocos  hombres  fueron  mas  ob- 
jeto de  terror;  en  pocos  retratos  se  imprimieron  mas  las  tintas  que 
podia  producir  el  espíritu  de  indignación  y  de  venganza.  Para  com- 
pletar este  bosquejo,  diremos  que  un  hombre  tan  grave,  tan  ente- 
ro, tan  inflexible,  tan  objeto  para  todos  de  respeto  y  de  temor, 
como  el  duque  de  Alba,  se  sentía  como  anonadado  en  la  presencia 
de  Felipe  II,  y  que  solo  una  mirada,  una  frase  algo  severa  de  este 
rey,  bastaba  para  intimidarle. 

Poco  después  de  la  muerte  del  duque  de  Alba,  ocurrió  asimismo 
en  Lisboa  la  de  Sancho  de  Avila,  que  de  paje  suyo  habia  pasado  á 
ser  su  favorito  y  alumno  predilecto  en  la  escuela  de  la  guerra. 
Gorrespondió  el  discípulo  á  la  excelencia  de  tal  maestro ;  y  aunque 
no  alcanzó  fama  de  un  insigne  capitán,  adquirió  derechos  legítimos 
á  una  fama  bastante  distinguida.  Lució  este  soldado  de  fortuna  por 
su  valor  y  habilidad,  en  varios  teatros,  sobre  todo  enFlandes,  don- 
de varias  veces  hicimos  de  su  nombre  mención  muy  honorífica.  Ya 
le  hemos  visto  en  Portugal,  sirviendo  bajo  las  órdenes  del  duque  de 
Alba,  como  lo  tenia  de  costumbre,  y  dando  fin  á  la  guerra,  en  su 
marcha  desde  Lisboa  á  Oporto ,  donde  quedó  destruida  por  enton- 
ces la  parcialidad  de  don  Antonio.  Apreciaba  el  rey  á  Sancho  de 
Avila,  y  todavía  existe  una  carta  que  le  escribió  directamente  este 
monarca,  dándole  gracias  por  su  comportamiento ,  y  ofreciéndole 
mercedes.  Se  dice  de  Sancho  de  Avila,  que  los  muchos  encuentros 
y  vivas  refriegas  en  que  se  encontró  durante  su  larga  vida  militar, 
no  le  costaron  ni  una  gota  de  sangre ,  circunstancia  feliz  que  ocur- 
re á  pocos.  Una  coz  de  caballo  mal  curada  puso  término  ásusdias, 
cuando  todavía  no  pasaba  de  la  edad  madura. 

Después  de  verificada  en  Lisboa  con  toda  solemnidad  por  los  tres 
Estados  del  reino  la  jura  del  príncipe  don  Felipe ,  y  nombrado  por 
gobernador  y  virey  de  Portugal  al  archiduque  Alberto ,  salió  Feli- 

Tomo  i.  99 


771  mSTOBU  DI  FlUfB  If . 

pe  II  de  Lisboa  &  prÍDcipios  de  1583,  y  tomó  la  vuelta  de  BspaSi, 
dírigiéodose  sio  deteDcion  á  Madrid ,  donde  fué  recibido  ood  qm 
pompa  extraordinaria.  Pooos  dias  después  se  dirigió  al  Esoorial, 
donde  los  monjes  le  festejaron  con  el  entusiasmo  debido  á  un  pode- 
roso protector,  que  tan  magnifico  establecimiento  les  propofcioni- 
ba.  Sin  duda  no  fueron  menos  vivos  ios  sentimientos  de  placer  con 
que  el  rey  se  vio  restituido  á  una  mansión  tan  suspirada. 

Volvamos  á  Portugal,  cuyos  dominios  no  estaban  aun  todos  si* 
jetos  á  la  autoridad  del  rey  de  EspaDa.  Hablamos  de  las  islas  Ter* 
ceras,  donde  dejamos  á  don  Antonio  respirando  con  la  marcha  del 
marqués  de  Santa  Cruz,  quien  aplazó  para  ocasión  mas  oportQDi 
la  conquista  de  la  isla.  Empleó  don  Antonio  el  invierno  158tá 
1583  en  fortificarla  del  mejor  modo  posible ,  para  recibir  la  visita 
que  la  amenazaba.  Hizo  aumentar  la  guarnición  de  Angra  y  de  los 
demás  puntos  fuertes  con  aventureros  que  de  Francia,  Inglaterra  y 
otras  partes  acudían ;  se  proporcionó  un  gran  surtido  de  municio- 
nes, piezas  de  artillería  y  otros  pertrechos  de  guerra ,  cogidos  es 
las  islas  de  Cabo  Verde  por  una  expedición  que  salió  al  efecto  de 
Angra,  y  entró  á  viva  fuerza  en  la  de  Santiago ,  habiéndola  entre- 
gado además  al  pillaje  y  al  saqueo.  Al  mismo  tiempo  pedia  nuevos 
auxilios  á  Inglaterra  y  Francia ,  haciéndoles  ver  la  importancia  de 
aquellas  islas,  para  hostilizar  al  rey  de  Espafia  en  sus  poMsiones 
de  la  otra  parte  de  los  mares. 

Todavía  no  había  llegado  para  la  reina  de  Inglaterra  la  oeasíoi 
de  declararse  en  guerra  abierta  con  Felipe  II ,  aunque  iDdirecta- 
mente  le  hostilizaba  en  todo  lo  posible.  En  la  misma  sttoaeion  se 
hallaba  el  rey  de  Francia,  dispuesto  siempre  á  daDar  al  de  Espala, 
sin  atreverse  á  declararse  su  enemigo.  En  la  primavera  de  158386 
alistó  en  sus  puertos  una  expedición  de  dos  mil  hombres,  que  i  las 
órdenes  de  M.  de  Joyeuse ,  se  dirigió  á  la  Tercera ,  adonde  aporté 
sin  contratiempo  alguno.  Con  tan  oportuno  y  considerable  refueno 
cobró  nuevo  vigor  el  ánimo  de  don  Antonio,  quien  se  creyó  asegu- 
rado para  siempre  en  una  posesión  que  le  iba  á  abrir  la  puerta  pa- 
ra todas  las  que  reclamaba.  No  descuidaba  entre  tanto  Felipe  11  na 
negocio  que  le  traia  tanta  cuenta  como  el  de  arrojar  para  siempre 
al  prior  de  Grato  de  todos  los  dominios  portupeses.  A  su  salida  de 
Lisboa,  dejó  dadas  sus  disposiciones  para  un  armamento  tal,  que 
asegurase  la  conquista  de  la  isla  disputada.  Se  nombró  por  su  jefe 
al  mismo  marqués  de  Santa  Cruz ,  que  se  habia  distinguido  luto 


CAPITULO  LVin.  115 

en  la  anterior  expedición ,  y  bajo  los  auspicios  de  este  general ,  se 
poso  la  escuadra  en  estado  de  salir  al  mar ,  como  se  verificó  el  28 
de  julio  de  aquel  aOo.  Se  componia  la  ejscuadra  de  treinta  naves 
gruesas,  dos  galeazas ,  doce  galeras  y  cuarenta  y  siete  buques  de 
mucho  menor  porte.  Iba  de  maestre  de  campo  general  Lope  de  Fi- 
gueroa  con  veinte  banderas  de  su  tercio,  que  componian  una  fuerza 
de  dos  mil  y  setecientos  hombres.  Embarcó  el  conde  Lodron  mil 
quinientos  alemanes,  todos  escogidos.  Mandaba  el  maestre  de  cam- 
po, don  Francisco  Bobadilla,  dos  mil  doscientos  soldados  espafioles 
formados  en  doce  banderas ;  don  Juan  de  Sandoval  otras  quince, 
compuestas  de  mil  quinientos  cuarenta  y  cuatro  soldados  espafioles 
y  doscientos  cincuenta  y  cuatro  italianos.  Se  embarcaron  además 
ciento  veinte  caballeros  portugueses ,  todos  personas  de  distinción, 
ochenta  y  seis  soldados  que  hablan  sido  oficiales ,  y  cincuenta  ca- 
balleros castellanos  que  iban  todos  como  aventureros. 

Llegó  la  escuadra  á  la  isla  de  San  Miguel  el  8  de  julio ,  y  desde 
el  momento  hizo  el  marqués  de  Santa  Cruz  que  pasase  á  su  bordo 
un  tercio  de  espafioles  de  dos  mil  y  cuatrocientos  hombres  al  man- 
do de  su  maestre  de  campo  Agustín  iDiguez ,  que  era  al  mismo 
tiempo  gobernador  de  aquella  isla.  Hechos  los  preparativos  para 
caer  sobre  la  Tercera,  llamó  el  marqués  de  Santa  Cruz  á  consejo, 
en  el  cual  se  reunieron  don  Pedro  Toledo,  duque  de  Fernandina;  el 
maestre  de  campo  general  don  Lope  de  Figueroa;  el  conde  de  Lo- 
dron, y  los  maestres  de  campo  don  Francisco  Bobadilla ,  Agustin 
Ifiiguez,  don  Juan  de  Sandoval,  don  Pedro  de  Padilla,  Juan  Martí- 
nez de  Recaído,  don  Cristóbal  de  Eraso,  Juan  de  Urbina  y  don  Jor- 
ge Manrique.  Se  deliberó  en  la  junta  sobre  los  puntos  donde  debia 
desembarcar  la  expedición,  y  las  demás  medidas  para  llevar  ade- 
lante la  conquista,  para  lo  que  después  de  depositar  en  la  isla  de 
San  Miguel  los  enfermos  de  la  armada  y  puesto  nuevo  gobernador 
en  dicha  isla,  se  llevó  consigo  todos  los  barcos  chatos  que  había 
mandado  construir  el  invierno  anterior  para  auxiliar  el  desem- 
barco. 

Se  hizo  á  la  vela  la  expedición  desde  la  isla  de  San  Miguel,  y  el 
24  del  mismo  aportaron  á  las  costas  de  la  Tercera,  cuyo  goberna- 
dor habia  tomado  cuantas  disposiciones  le  fueron  posibles  para  opo- 
nerse al  desembarco. 

Comenzó  el  marqués  de  Santa  Cruz  sus  operaciones  enviando  un 
parlamento  al  gobernador ,  en  que  ofrecía  perdón  en  nombre  del 


776  HISTOBIÁ  DE  FBUFB  II. 

rey  á  todos  caaotos  voluatariamente  se  ríadiesen  á  sa  aotoridad,  y 
asimismo  salvocondacto  á  ios  franceses  para  retirarse  libremente 
coa  todos  sus  efectos.  Fué  recibido  ei  parlamento,  ó  por  mejor  de- 
cir devuelto  al  marqués ,  desechando  todas  sus  ofertas ;  y  aunque 
las  renovó  por  medio  de  un  manifiesto  á  los  habitantes  de  la  is^, 
tuvo  maBa  el  gobernador  para  recoger  el  documento  y  guardarlo, 
sin  que  fuese  sabido  tal  perdón  por  los  interesados. 

Empleó  el  marqués  el  dia  de  su  llegada  y  el  siguiente  en  haeer 
reconocimientos  de  las  costas  para  buscar  los  pantos  de  mas  fácíi 
desembarco.  Después  de  muchos  tanteos  y  diversos  pareceres ,  se 
decidieron  á  verificarle  cerca  del  puerto  de  la  Muela,  defendido  por 
un  fuerte,  á  dos  leguas  de  Angra,  capital  de  la  isla,  como  ya  se  ba 
dicho. 

Se  verificó  el  desembarco  el  dia  26  con  cuatro  mil  hombres  de 
los  tercios  de  Agustín  Ifiiguez  y  don  Francisco  Bobadilla,  á  quienes 
estaba  esta  empresa  encomendada.  Fueron  tomando  tierra  poco  á 
poco  las  tropas,  no  sin  dificultad,  por  lo  difícil  de  acercar  bien  las 
lanchas  que  las  conduelan.  Conforme  iban  desembarcando  se  for- 
maban en  escuadrón,  pues  los  enemigos  se  hallaban  muy  próii- 
mos,  y  del  fuerte  de  la  Muela  los  estaban  cafioneando,  aunque  in- 
útilmente. Mientras  tanto  que  se  verificaba  el  desembarco,  se  apro- 
ximó cuanto  pudo  el  marqués  con  su  galera  á  las  murallas  del  fuerte 
por  via  de  reconocimiento,  ó  mas  bien  para  entretener  á  la  guarni- 
ción, que  le  hizo  muchos  disparos,  distrayendo  su  atención  de  las 
tropas  que  desembarcaban. 

Aunque  no  faltaban  tropas  en  la  Tercera  en  bastante  número  pa- 
ra medirse  con  las  del  marqués,  y  ofrecerle  á  lo  menos  una  obstí-* 
nada  resistencia,  costó  muy  poco  á  los  nuestros  la  expugnación  de 
este  baluarte  en  que  tantas  esperanzas  tenia  puestas  don  Antonio. 
No  reinaba  la  menor  inteligencia  entre  el  jefe  de  las  tropas  france- 
sas y  el  gobernador  portugués  Juan  Antonio  de  Silva,  cuya  dura  y 
arbitraria  administración  le  habia  hecho  objeto  de  odio  para  casi 
todo  el  vecindario.  Eran  demasiado  desiguales  las  fuerzas  de  doa 
Antonio  y  del  rey  católico,  para  que  los  habitantes  de  la  Tercera ao 
se  arredrasen  con  las  consecuencias  de  una  lucha  abierta.  Segoa 
informes  que  tuvo  el  marqués,  ascendía  k  nueve  mil  el  número  de 
las  tropas  enemigas ,  casi  el  doble  de  las  suyas  propias.  Mas  erai 
bisofias,  acabadas  de  alistar,  con  poca  instrucción,  con  menos  dis- 
ciplina. No  dejaron  sin  embargo  de  presentarse  á  las  nuestras  ib* 


CAPÍTULO  Lvni.  717 

de  yerifieado  el  desembarco.  Formaron  su  campo, 
asegarado  por  medio  de  trincheras:  lo  mismo  practicaron  las  tropas 
espafiolas.  Todo  aquel  dia  del  desembarco  se  pasó  en  escaramuzas 
de  muy  pocos  resultados  por  ninguna  de  ambas  partes. 

Para  dar  una  idea  del  mal  estado  en  que  se  hallaban  las  tropas 
portuguesas  y  francesas,  mencionaremos  una  estratagema  de  que 
se  valieron,  muy  rara  en  los  anales  de  la  guerra.  Hallándose  el 
marqués  celebrando  un  consejo  de  guerra  muy  cerca  de  ponerse  el 
sol  del  mismo  dia  26,  tuvo  que  suspenderle  por  un  ruido  y  alboroto 
extraordioario  que  se  movió  en  su  campo  ,  y  procedido  todo  de  la 
singular  invención  que  tuvo  el  enemigo  de  soltar  como  unas  mil 
vacas  y  dirigirlas  al  campo  de  los  espafioles.  Mas  este  ganado  se 
desordenó  por  precisión  á  los  primeros  tiros  de  los  nuestros,  que 
les  disparaban  desde  lo  alto  de  sus  trincheras  sin  que  se  atreviesen 
á  saltarlas.  Así  no  sirvió  esta  escaramuza  mas  que  de  risa  para  el 
campo  espafiol,  donde  se  debió  de  conocer  con  qué  clase  de  enemi- 
gos se  hallaban  empeOados. 

Al  dia  siguiente  tuvo  lugar  un  lance  mas  serio,  en  que  los  fran- 
ceses llevaron  al  principio  lo  mejor ,  habiendo  con  mucha  bizarría 
obligado  á  los  nuestros  á  cederles  el  terreno.  Mas  fué  esta  ventaja 
para  ellos  de  muy  poca  dura ,  habiendo  tenido  al  fin  que  retirarse 
al  otro  extremo  de  la  isla  en  que  se  situaron.  Así  quedó  abandonado 
el  puerto  de  la  Muela,  y  asimismo  el  de  Angra,  que  se  hallaba  sin 
fortificaciones. 

Había  ofrecido  el  marqués  dar  á  saco  á  sus  tropas  la  isla  por  tres 
días.  Usaron  de  ese  permiso  en  el  puerto  de  la  Muela;  lo  mismo  se 
verificó  en  Angra,  adonde  las  tropas  se  dirigieron  en  seguida.  Mas 
el  botin  fué  sumamente  escaso,  pues  el  pueblo  estaba  abandonado 
y  los  vecinos  habían  llevado  consigo  sus  efectos  mas  preciosos.  Así 
solo  cayeron  en  poder  de  los  nuestros  algunos  muebles  de  poco  va- 
lor que  para  nada  les  servían;  mas  hicieron  una  presa  considerable 
en  los  esclavos  del  país,  hasta  el  número  de  mil  y  quinientos  que 
se  repartieron. 

Si  se  encontraron  pocas  riquezas  en  Angra,  no  sucedió  lo  mismo 
con  el  material  de  guerra.  Se  hallaron  noventa  y  una  piezas  de  ar- 
tillería en  los  bajeles,  y  en  los  fuertes  doscientas  diez  y  nueve,  per- 
tenecientes muchas  de  ellas  á  los  franceses  ,  con  las  armas  reales 
de  aquel  reino.  Se  cogieron  además  muchas  balas ,  pólvora ,  jarcia 
y  demás  pertrechos  militares,  tanto  de  mar  como  de  tierra, 


178  nSTOIU  DI  RLltB  II. 

lomediatamente  eclió  el  marqués  un  bando  para  que  se  recogie- 
sen á  sus  casas  los  habitantes  qoe  andaban  vagando  por  los  cam- 
pos y  habían  tomado  asilo  en  las  montafias.  Poco  á  poco  depusie- 
ron estos  el  temor ,  y  la  isla  volvió  ¿  sa  estado  de  tranquilidad 
aeostombrada.  En  cuanto  á  los  portugueses  armados  y  franceses 
que  se  retiraron  de  la  acción,  se  hallaban  en  un  pueblo  llamado  los 
Altares,  en  la  parte  mas  occidental  de  la  Tercera. 

Mientras  se  negociaba  de  una  y  otra  parte  sobre  la  suerte  ulte- 
rior de  estas  tropas,  despachó  el  marqués  de  Santa  Gruí  parte  de 
sus  galeras  para  volver  á  la  obediencia  del  rey  las  demás  islas  que 
todavía  estaban  á  la  devoción  de  don  Antonio.  Se  rindió  la  de  San 
Jorge  sin  ninguna  resistencia;  mas  la  puso  la  de  Fayal  á  don  Pedro 
de  Toledo,  que  tuvo  que  desembarcar  á  viva  fuerza.  Las  tropas  que 
se  le  presentaron  en  la  costa  huyeron  inmediatamente  y  se  refugia- 
ron al  castillo  de  Orta.  Mas  este  fuerte  se  rindió  muy  pronto  &  las 
armas  de  don  Pedro,  quien  hizo  colgar  al  gobernador,  como  el  prin- 
cipal motor  de  aquella  resistencia. 

Dio  el  capitán  espafiol  la  isla  de  Fayal  á  saco  por  tres  días,  y 
después  de  haber  puesto  nuevo  gobernador  en  el  castillo  de  Orta, 
se  encaminó  á  la  isla  de  Pico,  que  se  entregó  sin  resistencia.  Desde 
allí  se  dirigió  á  la  Tercera ,  habiendo  hecho  rendirle  obediencia  en 
el  camino  á  las  islas  del  Cuervo  y  la  Graciosa. 

Mientras  tanto  habían  hecho  proposiciones  los  franceses  de  la 
Tercera  para  que  el  marqués  les  permitiese  retirarse  á  su  pais  con 
sus  banderas  ,  armas  y  artillería ,  llevándose  consigo  á  Manuel  de 
Silva  y  otros  portugueses  de  importancia,  comprometidos  en  la  de- 
fensa de  la  isla.  Mas  se  hallaban  los  franceses  en  sobrados  apuros 
para  quedar  libres  con  tan  suaves  condiciones;  por  lo  que  tuvieron 
que  pasar  por  las  que  les  impuso  el  marqués  de  Santa  Cruz,  á  sa- 
ber: que  se  rindiesen  salvando  las  vidas ,  entregando  las  banderas 
y  las  armas  excepto  las  espadas,  pudíendo  en  seguida  trasladarse  i 
Francia,  quedando  prisioneros  los  franceses  que  habían  sido  cogi- 
dos durante  la  pelea.  A  tenor  de  estas  condiciones  el  4  de  agosto  se 
presentaron  los  franceses  en  el  castillo  del  puerto  de  Angra ,  donde 
entregaron  diez  y  ocho  banderas,  las  armas  de  todas  clases,  menos 
las  espadas,  y  demás  efectos  de  guerra  que  tenían.  Ascendían  ádos 
mil  y  doscientos  los  franceses  que  se  rindieron  á  los  españoles;  mas 
todavía  faltaban  cerca  de  seiscientos  para  completar  el  núoiero  de 
los  que  habían  aportado  á  la  Tercefa ,  pudíendo  presumirse  que  sa 


CAPITULO  LVIÍI.  119 

habrían  escondido  onos ,  evadido  otros  secretamente  de  la  isla,  y 
otros  moer  tos  en  el  campo  de  batalla. 

Andaba  el  gobernador  Juan  de  Silva  vagando  por  la  isla,  por  las 
pesquisas  qoe  de  todas  partes  se  bacian  por  orden  del  marqoés,  que 
habia  puesto  &  precio  su  cabeza.  Al  fin  cayó  en  manos  de  un  sol- 
dado llamado  Joan  Espinosa ,  quien  le  puso  en  las  del  marqués  el 
10  de  agosto.  Fué  conducido  inmediatamente  á  la  galera  capitana, 
y  de  aquí  al  puerto  de  Angra,  donde  tres  dias  después  fué  degolla- 
do por  manos  del  verdugo ,  al  mismo  tiempo  que  algunos  otros 
principales  partidarios  que  hablan  seguido  el  pendón  de  don  Anto- 
nio. También  fueron  ahorcados  otros  de  menos  nombradla. 

Aunque  se  perdonó  la  vida  al  vecindario  de  la^  isla ,  no  dejó  el 
marqués  de  Santa  Cruz  de  tomar  medidas  de  rigor  que  le  parecie- 
ron necesarias.  Mandó  hacer  muchas  prisiones,  sobre  todo  de  frai- 
les, que  se  suponía  tenian  la  parte  principal  en  la  resistencia  de  los 
habitantes.  Confiscó,  mientras  el  rey  disponía  otra  cosa,  los  bienes 
de  todos  los  vecinos  de  las  seis  islas  que  hablan  negado  su  obedien- 
cia al  rey  católico.  Puso  en  libertad  á  todos  los  presos  que  habia 
por  asuntos  políticos,  y  decretó  indemnizaciones  de  los  ^perjuicios 
que  se  les  hablan  irrogado.  Después  de  arreglar  todos  estos  negocios 
y  asegurado  los  puntos  fuertes  con  buenas  guarniciones  y  goberna- 
dores leales ,  se  embarcó  el  marqués  de  Santa  Cruz  á  últimos  de 
agosto,  y  tomó  la  vuelta  de  Lisboa ,  adonde  llegó  á  principios  de 
setiembre. 

Así  con  la  conquista  de  las  islas  Terceras,  quedó  Felipe  II  pací- 
fico duefio  y  sefior  de  todos  los  dominios  de  la  monarquía  portu- 
guesa. 


CUPÍTtíU)  UX 


Asuntos  de  los  Ptíses-Bajos.— Sitio  de  Amberes  por  el  principe  de  Panna.— Dificnit»- 
des  de  la  empresa.— Ocupa  Alejandro  las  dos  orillas  del  Escalda. -<lonstraye  mi 
puente  para  cortar  las  comunicaciones  de  Amberes  con  el  mar. — Descripción  de 
la  obra.— Toma  de  Gante.— Intentan  los  sitiados  desbaratar  el  puente.— Brulotes. 
—Voladura  de  una  gran  parte  de  la  construcción.— Desastres.— Se  repara  el  daño. 
—Atacan  los  sitiados  el  contradique  de  Colvesteins. — Son  rechazados  con  graa 
pérdida.— Abren  sus  puertas  Bruselas  y  Malinas.— Nuevos  esfuerzos  infructuosa 
de  los  de  Amberes  para  abrir  sus  comunicaciones  con  el  mar. — Se  ven  precisados 
á  rendirse.— Condiciones  de  la  entrega.— Recibe  el  principe  Alejandro  el  collar 
del  Toisón  de  oro.— Su  entrada  triunfal  en  Amberes  (1).— (1584-1585). 


La  incorporación  del  reino  de  Portugal  en  los  vastos 
que  ya  poseia  el  rey  católico,  acrecentó  naturalmente  el  miedo ,  la 
suspicacia,  la  secreta  envidia  de  que  era  objeto  para  los  que  se  lla- 
maban sus  amigos,  así  como  dio  nuevo  fuego  al  odio  de  sus  ene- 
migos declarados.  Se  hallaban  estos  en  los  Paises-Bajos,  en  Ingla- 
terra, y  aun  puede  decirse  en  la  corte  de  Francia,  donde  tantos  me- 
dios directos  se  empleaban  para  suscitarle  hostilidades.  Se  acercaba 
el  tiempo  del  desenlace  de  los  grandes  dramas  que  entonces  se  re- 
presentaban en  esta  parte  de  la  Europa ;  donde  tantas  pasiones, 
tantos  intereses,  tantas  creencias  religiosas  se  hallaban  en  una  pog- 
na  abierta.  No  es  posible  comprender  bien  el  reinado  de  Felipe  II 
sin  pasar  en  revista  todos  estos  grandes  acontecimientos ;  y  nos- 
otros, que  en  este  trabajo  nos  hemos  propuesto  por  objeto  preseo- 


U)   Las  mliiiiM  aatorldades  qae  en  ios  capítulos  oonoenilantes  á  los  Palses-Bi^Joa. 


CAPITULO  LtX.  781 

tar  un  cuadro ,  aunque  abreviado ,  no  solo  de  lo  que  hizo  un  rey, 
sino  de  lo  que  pasó  en  su  siglo,  le  tendríamos  por  incompleto  si  no 
echásemos  los  ojos  á  menudo  sobre  otros  Estados  donde  influía  por 
unos  medios  ú  otros  su  política.  Para  continuar  nuestra  tarea,  vol* 
veremos  por  ahora  á  los  Paises-Bajos ,  donde  dejamos  al  príncipe 
de  Parma  aprovechándose  hábilmente  de  los  dos  grandes  aconteci- 
mientos que  hablan  ocurrido,  á  saber:  la  expulsión  de  los  franceses 
y  la  muerte  del  temible  príncipe  de  Orange.  Acababan  de  caer  en 
sus  manos  las  plazas  fuertes  de  Iprés  y  de  Brujas.  Vacilaba  Gante 
estrechada  por  la  fuerza,  agitada  además  por  muchos  elementos  de 
discordia  que  fermentaban  dentro  de  sus  muros.  Mientras  padecía 
tanto  esta  ciudad,  en  mil  sentidos  diferentes  combatida ,  concibió  y 
puso  en  ejecución  el  príncipe  de  Parma  un  proyecto  mas  grande, 
mas  importante,  á  saber:  la  expugnación  de  Amberes,  sitio  princi- 
pal de  la  insurrección,  asiento  por  entonces  de  su  gobierno,  la  pla- 
za mas  importante  del  pais  por  su  población ,  por  sus  riquezas ,  y 
sobre  la  que  estaban  fijos  los  ojos  de  la  Europa  entera. 

Bajo  el  aspecto  político,  y  aun  bajo  el  militar,  por  ser  uno  de  los 
hechos  de  armas  que  mas  ruido  hicieron  en  la  última  mitad  de 
aquel  siglo,  merece  el  sitio  de  Aoo^beres  una  relación  algo  menos 
sucinta  que  las  que  basta  ahora  hemos  consagrado  á  las  empresas 
militares.  Está  situada  esta  ciudad,  conocida  también  con  el  nombre 
de  Antuerpia,  en  la  orilla  derecha  del  Escalda,  tan  ancho  por  aque- 
lla parte,  que  la  constituye  en  un  verdadero  puerto  de  mar,  adonde 
llegan  y  fondean  con  comodidad  navios  de  alto  bordo.  Aunque  des- 
pués de  la  época  á  que  nos  referimos  han  recibido  sus  obras  marí- 
timas una  extensión  tal,  que  forman  de  Amberes  el  puerto  principal 
del  mar  Germánico  ó  del  Norte,  ya  entonces  eran  de  bastante  im- 
portancia para  hacerle  representar  un  gran  papel  como  emporio  de 
comercio.  De  sus  riquezas,  de  sus  manufacturas,  de  los  buques  de 
todas  las  naciones  que  á  sus  muros  acudian ,  hemos  hablado  en  su 
debido  tiempo.  En  jugar  de  haberle  privado  de  su  importancia  la 
guerra  viva  de  que  eran  teatro  los  Paises-Bajos,  se  la  habia  aumen- 
tado en  sentido  político  y  militar ,  pues  auoque  no  lo  era  en  reali- 
dad, se  la  consideraba  como  la  verdadera  capital  de  Flandes. 

Concibió,  pues,  el  príncipe  Alejandro  un  gran  plan,  cuando 
pensó  tan  decididamente  en  poner  sitio  á  una  ciudad  á  todas  luces 
tan  considerable;  pero  pareció  demasiado  atrevido  y  casi  de  impo-^ 
sible  ejecución  á  muchos  de  sus  capitanes.  Alegaron  lo  faerte  de  la 

Tomo  i.  99 


782  HISTORIA  DE  FBUfB  II. 

plaza,  lo  difícil  y  casi  imposible  de  ptivarla  de  recorsos  por  el  mar, 
lo  azaroso  de  emprender  ao  sitio  dejándose  á  la  espalda  á  Gante ) 
Terramanda,  la  escasez  de  tropas  que  tenia  Alejandro  á  su  dispo- 
sición para  abrazar  y  acudir  á  tantos  puntos  á  la  vez,  la  facilidad 
en  que  se  hallaban  los  de  Amberes  para  soltar  las  esclusas  de  los 
diques  y  canales,  y  causar  una  iaundacion  en  el  campo  de  los  si- 
tiadores, como  babia  sucedido  en  Leyden,  etc.  Mas  á  estas  razones 
respondió  Alejandro,  que  en  ocasiones  como  la  presente  se  debiaa 
emprender  acciones  arrojadas  que  impusiesen  terror  al  enemigo; 
que  presentándose  las  cosas  (an  favorables  á  la  causa  del  rey  con 
la  muerte  del  príncipe  de  Orange,  se  debian  aprovechar  estos  mo- 
mentos de  desmayo  y  fluctuación  en  que  se  hallaban  los  flamencos; 
que  no  era  difícil  cortar  la  comunicación  de  Terramunda  y  Gante 
con  Amberes;  y  que  aunque  el  Escalda  corria  tan  ancho  por  aquella 
parte,  no  faltarían  medios,  sino  para  impedir  el  que  recibiesen  so- 
corros por  mar,  á  lo  menos  de  disminuirlo  hasta  el  punto  de  can- 
sar en  la  ciudad  escaceses  y  apuros,  aumentándose  así  el  número 
de  los  descontentos  de  aquel  estado  de  cosas,  y  creándose  elemen- 
mentos  de  discordia  y  anarquía,  que  tan  eficazmente  servirían  al 
objeto  de  los  sitiadores. 

Se  resolvió,  pues,  definitivamente  en  setiembre  de  1584,  el  sitio 
de  Amberes,  y  con  este  motivo  se  pusieron  en  movimiento  las 
fuerzas  disponibles  que  no  eran  en  otra  parte  absolutamente  indis- 
pensables. Se  hallaban  parte  de  ellas  en  Frisia,  bajo  las  órdenes  de 
Francisco  Verdugo,  que  tenia  al  frente  á  Guillermo  de  Nassau,  te- 
niente de  Mauricio,  nuevo  príncipe  de  Orange.  Estaban  situados  en 
Colonia  dos  regimientos  alemanes  al  mando  del  conde  de  Aren- 
berg:  en  Zutphen  algunas  tropas  de  caballería;  y  el  marqués  de 
Renty  con  su  tercio  de  valones  hacia  el  Mediodía,  para  oponerse  4 
cualquiera  movimiento  que  por  el  Artois  y  el  Haynault  hiciesen  los 
franceses.  En  Brabante  y  la  provincia  de  Flandes,  á  las  órdenes  in- 
mediatas de  Alejandro,  militaban  cuatro  tercios  con  cuatro  regimien- 
tos extraordinarios ,  y  además  otros  tres  que  acababan  de  llegar  de 
Espafia  después  de  sujetadas  las  Terceras.  Con  todas  estas  tropas, 
que  ascendían  á  diez  mil  infantes  y  mil  quinientos  caballos,  proce- 
dió Alejandro  Farnesio  á  las  operaciones  del  asedio. 

Estaba  preparada  Amberes  para  hacer  frente  á  la  tempestad  qoe 
ya  veía  tan  próxima.  Aumentó  todos  sus  medios  de  defensa  su  go- 
bernador Felipe  Marnix,  seBor  de  Santa  Aldegundis,  quien  después 


CAPITULO  UX.  183 

de  la  mnerte  del  príncipe  de  Oraoge,  era  la  persona  de  mas  influen- 
cia entre  los  confederados.  No  se  intimidaron  los  habitantes  por  ver 
á  los  enemigos  tan  cerca  de  sus  puertas,  pues  aunque  no  podian 
recibir  socorros  por  tierra  en  razón  á  la  escasez  de  tropas  que  en- 
tonces habiaen  el  pais,  confiaban  en  su  puerto  y  en  su  rio,  que  les 
proporcionaba  comunicación  con  todas  partes,  y  la  facilidad  de  no 
carecer  jamás  de  víveres  y  demás  provisiones  necesarias.  A  la  se- 
guridad, á  la  fortificación  de  las  dos  riberas  del  Escalda,  consa- 
graron, pues,  sus  primeras  atenciones.  Construyeron  en  la  derecha, 
que  corresponde  á  la  provincia  del  Brabante,  y  á  tres  leguas  por 
bajo  de  la  ciudad,  el  fuerte  de  Liefkenshoec;  y  en  la  izquierda,  que 
pertenece  á  Flandes,  añadieron  nuevas  defensas  al  de  Lillo,  que  ya 
lo  habia  sido  por  el  duque  de  Alba.  Además  establecieron  varios 
reductos  entre  los  dos  fuertes  y  la  plaza,  teniendo  también  el  medio 
de  coronar  todas  estas  precauciones  con  la  de  inundar  el  pais  que 
corresponde  á  la  última  provincia.  Aunque  con  experiencia  de  la 
actividad  y  saber  que  desplegaba  en  todas  ocasiones  el  príncipe 
Alejandro,  no  concibieron  grandes  temores  de  su  tentativa.  Mas  el 
general  espaQol  tuvo  medios,  como  se  verá,  de  acabar  con  tan  gra- 
tas ilusiones. 

El  mismo  interés  de  los  de  Amberes  en  fortificar  las  dos  riberas 
del  Escalda,  manifestó  su  enemigo  en  destruirles  sus  trabajos;  tan 
convencido  estaba  de  que  ño  cerrándoles  este  caudaloso  rio,  jamás 
se  apoderaría  de  la  plaza.  Habia  llegado  ya  á  la  sazón  cerca  de  sus- 
muros  con  todas  las  fuerzas  disponibles,  y  establecido  su  campo  en 
Beveren,  á  dos  leguas  de  distancia.  Fué  su  primera  operación  des- 
tacar dos  cuerpos  considerables,  uno  de  cuatro  mil  hombres  de  in- 
fantería y  ocho  compafiías  de  caballería,  á  las  órdenes  del  marqués 
de  Rubais,  para  expugnar  el  fuerte  de  Liofkenshoec,  y  otro  man- 
dado por  el  conde  de  Mansfeld,  compuesto  de  tres  mil  infantes  y 
cuatro  compafiías  de  caballería,  con  objeto  de  practicar  la  misma 
operación  en  el  de  Lillo.  Mientras  tanto  envió  otros  destacamentos 
con  objeto  de  impedir  toda  comunicación  entre  Amberes,  Terra- 
munda,  Gante  y  Malinas,  colocando  como  puesto  principal  en  Ví- 
Uebroock  el  tercio  de  Agustín  lOiguez,  que  acababa  de  llegar  de  la 
Tercera. 

Fué  dichoso  el  marqués  de  Rubais  en  su  ataque  sobre  el  fuerte  de 
Liefkenshoec,  que  se  le  rindió  sin  grande  resistencia  ni  pérdida  con- 
siderable de  los  suyos.  Mas  no  sucedió  lo  mismo  al  coñete  de  Mans- 


784  HisTORUDBnLimi. 

feld  OD  el  de  Lillo,  macho  mas  fortificado  que  el  primero,  ffideron 
los  sitiados  una  salida  que  causó  grave  pérdida  k  los  espafioles. 
En  cuantos  ataques  á  viva  fuerza  dieron  estos  contra  los  del  cal- 
ilo, fueron  constantemente  repelidos.  Con  esto  y  las  nuevas  ídüd- 
daciones  que  produjo  el  rompimiento  de  un  dique,  tuvo  que  desis- 
tir el  conde  de  Mansfeld,  y  se  retiró  á  los  cuarteles  de  Alejandro. 

Ya  con  la  expugnación  del  fuerte  de  Liefkenshoec,  comenzaron 
los  de  Amberes  á  sentir  dificultades  en  sus  comunicaciones  por  el 
rio.  No  escaseaban  los  españoles  sus  fuegos  contra  todas  las  em- 
barcaciones que  subian  y  bajaban.  Mas  esto  era  poco  para  el  prío- 
cipe  de  Parma,  que  aspiraba  á  cortar  sus  comunicaciones  por  en- 
tero. Para  conseguir  su  objeto  concibió  el  plan  de  construir  una 
especie  de  puente  ó  de  barrera,  que  partiendo  de  las  jdos  orillas, 
cerrase  completamente  el  puerto.  Se  burlaron  mucho  los  habitan- 
tes de  Amberes,  y  sobre  todo  su  gobernador,  cuando  sapieron  el 
designio  del  ^de  Parma,  que  atribuyeron  á  locura.  Mas  palparon 
pronto,  á  pesar  suyo,  la  realidad  de  una  empresa  que  en  vista  de 
los  dos  mil  y  cuatrocientos  pies  que  tiene  de  ancho  por  aquelk 
parte  el  rio,  les  parecía  tan  quimérica. 

Para  llevarlo  á  cabo  eligió  Alejandro  dos  puntos  adonde  el  rio  se 
presentaba  un  poco  mas  estrecho,  llamados  Gallóo  y  Ordan;  este  en 
la  orilla  de  Flandes  y  el  segundo  en  la  de  Brabante.  Eran  inmensos 
los  materiales  que  en  vigas,  tablas  y  otros  artículos  se  necesitaban 
para  esta  obra  gigantesca.  Mas  por  la  actividad  desplegada  en  sn 
acopio  por  el  principe  de  Parma,  se  pasaron  muy  pocos  dias  antes 
de  empezarla. 

Se  redujo  la  operación  á  clavar  fuertes  estacas  en  el  fondo  del 
rio  y  asegurar  sus  cabezas  por  medio  de  vigas  cruzadas  que  se 
colocan  horizontalmente,  enlazándolas  unas  con  otras  con  objeto 
de  hacer  la  trabazón  lo  mas  sólida  posible.  Sobre  las  vigas  se  ¿tk- 
can  tablas  que  constituían  el  suelo  de  la  obra,  y  donde  los  hombres 
estaban  á  pié  enjuto.  En  las  dos  orillas  se  construyeron  dos  casti- 
llos de  madera,  tomando  el  de  la  parte  de  Brabante  el  nombre  de 
San  Felipe  en  honor  del  rey,  y  el  de  María  madre  de  Dios  el  de  la 
de  Flandes.  Se  dio  al  tablado  de  estos  dos  castillos  las  dimensiones 
suficientes  para  que  pudiesen  contener  con  bastante  holgara  cincuen- 
ta hombres.  Los  dos  ramales  que  desde  ambos  castillos  se  avanza- 
ban sobre  el  rio,  no  tenían  mas  que  doce  pies  de  anchara,  de  mo- 
do que  diesen  paso  á  ocho  hombres  de  frente.  A  las  extremidades 


CAPITULO  LIX.  785 

de  esta  especie  de  estacada,  se  construyó  también  con  tablas  una 
especie  de  estacada,  se  construyó  también  con  ,  tablas  una  especie 
de  parapeto  de  cuatro  pies  de  altura,  k  prueba  de  bala  de  arcabuz 
ó  de  mosquete. 

De  este  modo,  y  mientras  lo  permitió  la  poca  altura  de  las  aguas 
se  construyó  una  linea  de  puente  ó  de  estacada  de  nuevecientos 
pies  por  el  lado  de  Brabante,  y  por  la  de  Flandes  de  doscientos  so- 
lamente. Entre  los  extremos  de  los  dos  ramales  quedaba  un  bueco 
de  más  de  mil  doscientos  pies,  donde  era  imposible  la  fijación  de 
estacas  por  la  gran  profundidad  del  rio  y  lo  rápido  de  la  corriente. 
Ideó  el  principe  de  Parma  llenar  este  bueco  con  buques,  lanchas  ó 
cualquier  género  de  embarcaciones.  Mas  no  pudo  por  entonces  ha- 
cerse con  los  suficientes,  pues  tenia  que  surtirse  para  esto  de  Dun- 
kerque. 

Mientras  se  procedía  á  la  construcción  de  este  puente,  que  era 
entonces  asombro  de  la  Europa,  hacia  expugnar  Alejandro  la  plaza 
de  Terramunda,  situada  también  sobre  el  Escalda,  para  acabar  así 
con  toda  comunicación  entre  este  punto  y  Amberes.  Hizo  la  plaza 
bastante  resistencia,  sobre  todo  en  su  baluarte  principal,  y  al  prin- 
cipio sufrieron  los  nuestros  graves  pérdidas.  Por  fin  tomáronlos 
espafioles  este  baluarte  el  15  de  agosto,  y  el  17  tuvo  que  rendirse 
la  plaza,  pagando  sesenta  mil  florines  para  indemnizar  los  gastos 
de  la  guerra.  Salió  la  guarnición  en  número  de  seiscientos  hombres 
sin  armas  ni  caballos.  Juró  la  ciudad  obediencia  al  rey  de  Espaffa, 
y  á  los  calvinistas  se  les  dio  dos  afios  de  término  para  arreglar  sus 
negocios,  al  fin  de  cuyo  plazo  tendrían  que  evacuarla. 

Al  saberse  en  Gante  la  noticia  de  la  toma  de  Terramunda  y  los 
peligros  que  amenazaban  seriamente  á  Amberes,  trataron  de  entre- 
garse al  príncipe  Alejandro,  bajo  las  mismas  condiciones* que  antes 
lo  habían  hecho  los  de  Iprés  y  Brujas.  Se*negó  el  general  espaOoI 
á  la  propuesta,  haciendo  sentir  á  los  comisionados  de  la  ciudad  que 
vinieron  á  su  campo,  cuan  diversas  eran  ya  las  circunstancias.  Al 
fin  se  convinieron,  pues  si  los  de  Gante  tenían  miedo,  no  eran  me- 
nos los  deseos  de  Alejandro  de  ocupar  á  Gante.  Recoqpció  la  ciudad 
la  autoridad  del  rey,  y  pagó  doscientos  mil  florines.  Se  sacaron  de 
la  cárcel  todos  los  retenidos  en  ella  por  ser  de  la  parcialidad  del 
rey.  Se  restituyeron  los  templos  al  culto  católico,  y  volvió  su  ejer- 
cicio al  estado  acostumbrado.  En  cuanto  á  los  calvinistas,  queda- 
ron privados  del  suyo,'  y  recibieron  orden  de  evacuar  lá  ciudad, 


786  HISTOEIA  m  FKL1PS  n. 

aunque  se  les  dio  algan  tiempo  para  qae  arreglasen^us  pegodos. 

Con  la  ocupacioQ  de  Gante  hizo  Alejandro  la  adqnisidon  de  los 
boques  que  necesitaba  para  dar  fin  á  su  famoso  puente.  No  babia 
dificultad  en  hacerlos  trasportar  hasta  cerca  de  Amberes^  siendo 
ya  dnefios  los  espafioles  de  Terramunda  y  Rupelmupda.  Mas  te- 
nían que  hacer  un  rodeo  para  llegar  al  punto  de  su  destino,  hiüláa- 
dose  en  medio  Amberes,  debajo  de  cuya  plaza  el  puente  se  forma- 
ba. Para  obviar  este  inconveniente  mandó  Alejandro  hacer  dos  cor- 
taduras en  el  dique  de  la  Escalda ;  una  en  Gallee,  por  debajo  de 
Amberes,  otra  en  Bortcht,  por  encima ;  con  lo  que  habiéndose  for- 
mado una  inundación  entre  ambos  puntos,  pudieron  llegar  las  na- 
ves al  primero  sin  tropezar  con  la  ciudad  quo  les  cortaba  el  paso. 
Y  habiéndose  inutilizado  este  expediente  por  un  reducto  que  los  de 
Amberes  construyeron  en  Borcht,  tomó  Alejandro  el  partido  de  abrir 
un  canal  de  mas  de  cinco  leguas,  que  aseguraba  la  comunicación 
entre  Gallóo  y  un  pequeDo  rio  que  desuna  muy  cerca  de  Gante,  en 
el  Escalda. 

Así  se  hizo  Alejandro,  sin  molestia  por  los  de  Amberes,  con  vein- 
te y  ocho  ó  treinta  naves,  suficientes  para  llenar  el  hueco  entre  los 
dos  ramales  de  la  estacada  ó  puente  de  madera.  Los  colocó  k  lo 
largo,  á  veinte  pasos  uno  de  otro  de  distancia,  sujetándolos  con 
anclas  y  gruesas  cadenas  de  hierro,  cuyas  extremidades  estaban 
fuertemente  ligadas  con  los  dos  extremos  de  este  puente.  Para  ase- 
gurar la  comunicación  de  un  buque  á  otro,  se  colocaron  gruesas 
vigas  cubiertas  de  tablas,  dando  á  cada  uno  de  estos  puentes  la 
misma  anchura  y  colocando  en  ellos  los  mismos  parapetos  que  en 
los  dos  construidos  sobre  estacas. 

Asi  se  cerró  completamente  la  comunicación  de  Amberes  con  el 
rio.  Para  dar  mas  seguridad  y  aumentar  la  eficacia  de  este  puen- 
te, se  echaron  otros  dos,  uno  en  la  parte  superior  y  otro  en  la  in- 
ferior del  Escalda,  con  simples  barcas  ligadas  entre  sí  del  mismo 
modo  que  los  buques  grandes,  con  fuertes  barras  puntiagudas  de 
hierro  por  uno  de  los  lados,  para  oponer  mas  obstáculos  á  los  na- 
vios que  se  presentaban.  En  cada  buque  se  colocó  artillería,  y  la 
misma  operación  tuvo  lugar  en  cada  uno  de  los  barcos  chicos. 

Bajo  cualquier  aspecto  que  esta  construcción  se  considere,  filé 
una  obra  admirable  para  aquellos  tiempos,  y  aun  es  digna  de  las 
mayores  alabanzas  en  los  nuestros,  donde  tan  adelantados  se  hattan 
todos  los  ramos  del  arte  de  la  guerra.  Mas  que  el  ingenio  dd  arto 


CAPITULO  LlX.  "787 

loció  en  la  construccíoD  del  puente  de  Amberes  la  audacia  de  ha- 
berle concebido,  el  arrojo  y  la  constancia  con  que  en  medio  de  tan- 
tos obstáculos  se  consiguió  llevarle  á  cabo.  No  se  apartaban  un  mp- 
meDto  de  la  obra  los  ojos  vigilantes  de  Alejandro,  y  eran  muy  fre- 
coeotes  las  ocasiones  en  que  para  animar  y  entusiasmar  á  todos  con 
su  ejemplo,  echaba  él  mismo  mano  al  pico  y  á  la  azada.  En  los  ha- 
bitantes de  la  ciudad  hizo  una  impresión  dolorosa  tanto  mas  profunda 
cuanto  se  habia  tenido  á  suefio  y  hasta  escarnecido  dicha  obra,  como 
faofarronada  por  parte  de  Farnesío.  Quedaba  Amberes  sin  comuni- 
cación ninguna  con  el  mar,  de  donde  aguardaba  toda  especie  de 
auxilios  y  recursos.  Con  tan  pocas  fuerzas  de  tierra  como  tenian  los 
confederados,  en  las  comunicaciooes  por  agua  estaba  puesta  toda  su 
esperanza.  Por  eso  se  esforzaba  tanto  Alejandro  en  cortárselas, 
reduciendo  á  bloqueo  un  sitio  en  que  no  se  podia  operar  á  viva 
fuerza. 

Bemos  visto  ya,  por  disposiciones  hábilmente  tomadas,  caer  en 
sus  manos  la  plaza  fuerte  de  Gante,  situada  también  sobre  el  Es- 
calda. La  misma  suerte  aguardaba  á  Bruselas,  donde  comenzaban 
ya  á  sentirse  los  horrores  del  hambre,  bloqueada  como  estaba  por 
las  tropas  de  Alejandro.  Un  convoy  enviado  por  los  de  Malinas  y 
Amberes,  custodiado  por  mil  hombres,  cayó  en  una  emboscada  de 
los  nuestros,  en  cuyas  manos  quedaron  todos  prisioneros.  Privada 
la  ciudad  de  este  recurso,  y  sin  esperanza  de  otros  nuevos,  trató  de 
abrir  sus  puertas  al  de  Parma,  con  cuyo  objeto  le  enviaron  embaja- 
dores á  su  campo  de  Beveren,  donde  al  fin  de  dificultades  y  alter- 
cados, se  rindieron  bajólas  condiciones  de  que  los  ciudadanos  vol- 
viesen á  la  obediencia  del  rey  y  fuesen  restituidos  á  su  gracia;  que 
se  devolviesen  á  los  templos  católicos  todos  los  efectos  que  les  hablan 
robado;  que  las  demás  restituciones  y  reparaciones  quedasen  á  cargo 
de  los  tribunales  ordinarios;  que  dejasen  los  herejes  la  ciudad  al  cabo 
de  dos  años,  dándoseles  este  término  para  el  arreglo  de  todos  sus 
negocios;  que  saliese  la  gente  de  guerra  libre  con  sus  armas  y  equi- 
paje, pero  sin  banderas,  sin  mechas  encendidas,  sin  tocar  cajas  ni 
trompetas,  habiendo  jurado  primero  que  en  cuatro  meses  los  solda- 
dos y  en  seis  los  oficiales  no  tomarían  las  armas  contra  el  rey  de 
BspaOa. 

No  fueron  las  condiciones,  como  se  vé,  muy  duras.  Ninguna  con* 
tribucion  en  dinero  se  impuso  sobre  el  pueblo  de  Bruselas.  Mas  no 
le  convenia  á  Alejandro  el  ser  muy  exigente,  ocupado  como  estaba 


788  HI8T01UA  DI  FBLIPB  n. 

en  el  sítío  de  Amberes,  y  sobre  todo  tratándose  de  la  ociipaeíoD  de 
una  cíadad  tan  importante,  considerada  como  la  capital  de  todos  ios 
Paises-Bajos. 

A  la  rendición  de  Bruselas  se  siguió  la  de  Nímega,  capital  de  la 
provincia  de  G&eldres,  que  abrió  sus  puertas  sin  grande  resistencia, 
aterrada  probablemente  con  el  ejemplo  de  las  otras  plazas  fuertes 
que  acababan  de  caer  en  manos  de  Alejandro. 

Creció  con  estas  pérdidas  la  turbación  y  el  miedo  en  los  de  Abh 
beres.  Comenzaban  ya  á  mostrarse  síntomas  de  descontento ;  mas 
el  gobernador  Santa  Aldegundis,  hombre  de  resolución  y  de  firme- 
za, supo  tranquilizar  los  ánimos  de  los  habitantes.  La  masa  de  la 
población  estaba  enconada  contra  el  rey  católico.  Allí  tenia  su  asien- 
to principal  la  insurrección  de  los  Paises-Bajos  ,  y  desplegaba  la 
energia  y  política  de  los  confederados.  A  pesar  del  puente  echado 
sobre  el  rio,  no  hablan  perdido  las  esperanzas  de  comunicarse  al 
fin  con  el  Océano.  En  Middelburgo  se  preparaba  una  escuadra,  ccm 
cuyo  auxilio  y  los  esfuerzos  que  se  hiciesen  por  el  lado  de  la  plaza, 
aguardaban  romper  aquella  barrera  formidable. 

Se  hizo  en  efecto  á  la  vela  dicha  expedición  marítima,  mandada 
por  Treslong,  y  aunque  Farnesio  no  la  creia  de  grande  importancia 
por  los  disgustos  que  según  era  fama  mediaban  entre  aquel  gene- 
ral y  los  confederados,  no  dejó  Treslong  de  cumplir  con  so  deber, 
subiendo  el  Escalda  con  su  escuadra,  sin  que  Farnesio  pudiese  por 
falta  de  navios  oponerle  resistencia.  Cayeron  los  confederados  sobre 
el  fuerte  de  Liefkenshoec,  que  tomaron  sin  grande  resistencia.  Tam- 
poco la  encontraron  en  el  de  San  Martin,  otro  mas  pequefio  de  las 
inmediaciones,  que  ocuparon  en  seguida.  Irritado  Farnesio  de  tan- 
ta flojedad  por  parte  de  los  suyos,  trató  de  hacer  un  escarmiento 
público,  mandando  degollar  á  los  principales  jefes  sobre  el  mismo 
dique  del  Escalda,  á  vista  de  los  enemigos. 

Dueños  así  los  confederados  de  estos  dos  fuertes  y  del  de  LiDo, 
que  está  enfrente,  dominaban  completamente  el  Escalda  desde  es- 
tos dos  puntos  hacia  abajo.  Lo  mismo  sucedía  á  los  de  Amberes 
por  la  parte  superior ;  mas  en  medio  se  encontraba  como  uoa  bar- 
rera insuperable  el  fatal  puente. 

A  derribar,  pues,  esta  especie  de  muralla,  se  dirigieron  los  es- 
fuerzos de  unos  y  otros.  En  su  conservación  cifraba  Alejandro  todos 
los  medios  de  tomar  la  plaza.  Creyó  en  un  principio  que  procede- 
rían los  ataques  mas  activos  de  la  escuadra  establecida  en  la  parte 


CAPITULO  UJL.  189 

inferior;  mas  era  en  Amberes  donde  se  tomaban  las  medidas  mas 
eficaces  para  acabar  con  una  obra  que  los  amenazaba  con  la  raina. 
Trataron  primero  de  cortar,  ai  amparo  de  la  noche,  las  maromas  ó 
cables  que  sujetaban  los  buques  del  puente;  mas  Farnesio  inutilizó 
su  tentativa,  sustituyendo  las  maromas  con  cadenas  de  hierro,  que 
no  la  exponian  al  mismo  inconvjBniente.  Si  era  grande  en  unos  la 
actividad  para  destruir,  mayor  era  la  del  de  Parma  para  reparar, 
sin  perdonar  diligencia  alguna,  los  daDoír  de  su  puente  ó  cortadura. 
Residia  á  la  saion  en  Amberes  un  ingeniero  italiano  llamado 
Giambelli  ó  Jámbelo,  hombre  de  recursos,  de  cuyos  consejos  hacian 
mucho  caso  aquellos  habitantes.  Construyeron  por  su  dirección  una 
porción  de  barcos  chatos,  muy  altos  por  los  dos  costados,  con  suelo 
ó  fondo  de  cal  y  de  ladrillo,  sobre  el  que  colocaron  un  cofre  de  mina 
con  su  galería  en  dirección  de  popa  á  proa,  lleno  de  pólvova,  balas 
y  otros  proyectiles.  Todo  el  hueco  entre  los  costados  de  la  embar- 
cación y  la  mina,  se  ocupó  con  piedras  y  mas  materias  pesadas, 
cuantas  podia  recibir  el  buque.  En  todo  este  aparato  no  faltaba  su 
mecha,  que  iba  oculta  y  preparada  como  las  de  las  minas  ordina- 
rias. 

De  esta  especie  de  brulotes  se  aprontaron  hasta  quince,  cuatro 
grandes  y  once  algo  mas  pequeQos,  ascendiendo  á  setenta  quinta- 
les de  pólvora  la  carga  de  los  cuatro  mas  considerables.  Se  preparó 
todo  este  artificio  con  el  mayor  secreto,  y  aunque  se  susurraba  en 
el  campo  de  Alejandro  que  los  de  Amberes  preparaban  medios  de 
destruir  el  puente,  no  llegaron  á  conjeturar  de  qué  especie  eran. 

Se  lanzaron,  pues,  rio  abajo  los  quince  brulotes,  disparando  sus 
tripulaciones  fuegos  de  artificio  para  excitar  mas  la  sorpresa  de  los 
sitiadores.  Asombrados  se  quedaron  estos,  en  efecto,  al  ver  una  aco- 
metida tan  extraña,  é  ignorantes  del  peligro  que  corrían,  la  aguar- 
daban sobre  el  mismo  puente,  pensando  en  neutralizarla  por  los 
medios  ordinarios.  La  contemplaba  asimismo  atónito  Alejandro  desde 
el  castillo  de  Santa  María,  acompañado  del  marqués  de  Rubais  y 
otros  jefes  principales.  A  ruegos  de  algunos  oficiales  se  alejó  de  aquel 
sitio,  donde  tan  graves  riesgos  corría  su  persona;  mas  no  siguieron 
su  ejemplo  Rubais  ni  los  otros  jefes;  tan  ajenos  estaban  de  sospe- 
char que  eran  minas  lo  que  sé  acercaban.  Estaban  coronadas  las 
dos  orillas  del  Escalda  de  gente  que  acudió  á  presenciar  un  espec- 
táculo tan  extraordinario,  y  cuyo  secreto  era  sabido  de  muy  pocos. 
Caminaban  mientras  tanto  los  brulotes,  hábilmente  dirígidos  por 

Tomo  i.  100 


190  HISTORIA  M  F£L1FE  II. 

marinos  prácticos.  Guando  estuvíeroD  á  cierta  distancia  del  potito, 
pasaron  á  las  lanchas  que  llevaban  para  ello  preparadas,  balneBi» 
puesto  el  fuego  á  las  mechas  de  antemano,  sin  que  fuese  observado 
por  los  espectadores,  por  estar  ocultas  en  los  mismos  buques. 

Abandonados  así  los  brulotes  á  su  propia  dirección,  cediero&il 
impulso  natural  de  la  corriente.  Los  once  mas  pequefios  se  desvia- 
ron del  camino  y  vararon  en  la  orilla.  Pasaron  mas  adelante  los 
cuatro  grandes;  mas  á  los  tres  de  ellos  les  sucedió  lo  mismo  quei^ 
los  otros,  quedando  medio  sumergidos.  Solo  llegó  uno  á  su  destino, 
que  los  nuestros  no  pudieron  detener,  reventando  la  mina  en  el  mis- 
mo instante  de  locar  el  puente.  Fué  espantosa  la  explosión,  y  sos 
efectos  superiores  á  cuanto  pudiera  describirse.  Se  estremeció  al  es- 
tampido el  suelo  de  los  alrededores;  se  oscureció  el  aire  como  ei 
medio  de  un  violento  huracán,  mientras  volaban  hechos  pedazos  las 
piedras,  las  vigas,  los  maderos,  todo  el  material  del  castillo  de  Santa 
María  y  de  la  estacada  inmediata,  con  mas  de  ochocientas  personas 
que  la  coronaban.  Penetró  en  la  atmósfera  un  hedor  iotoleraUe, 
efecto  de  los  mistos  de  la  mina,  que  sofocó  á  varios  y  privó  á  mo- 
chos del  sentido.  Se  cubrieron  en  pocos  iostantes  las  aguas  del  rio, 
las  riberas  y  los  campos  de  toda  suerte  de  destrozos,  de  cuerpos 
mutilados  chorreando  sangre,  ennegrecidos  por  el  humo:  alguoosse 
ahogaron  en  el  rio:  quedaron  otros  sepultados  eo  los  fragmentos  de 
piedra  y  maderos,  y  no  pocos  que  no  perecieron  en  el  acto,  lucha- 
ban con  las  aguas  agitadas  del  río,  ó  lanzaban  en  los  aires  gemidos 
dolorosos. 

Silos  demás  brulotes,  ó  &  lo  menos  una  gran  parte,  hubiesen  lle- 
gado igualmente  á  su  destino;  si  los  de  Amberes  y  los  de  Lillo  ho- 
biesen  acudido  con  sus  fuerzas  inmediatamente  que  tuvo  efecto  la 
explosión,  hubiese  tal  vez  desaparecido  el  puente  y  desordenádose 
completamente  el  campo  de  Alejandro.  Mas  por  niognna  pártese 
presentaron  los  confederados.  Autores  dicen  que  nada  supieron  de 
lo  que  allí  pasaba,  hallándose  sin  noticias  por  espacio  de  dos  dias. 
Si  esto  es  cierto,  aunque  de  ningún  modo  verosímil,  arguye  mocha 
descuido  en  los  sitiados,  que  por  otra  parte  debían  de  estar  may 
ansiosos  de  saber  el  resultado  de  su  tentativa. 

No  perdió  su  presencia  de  ánioño  Alejandro  en  medio  del  ddff» 
de  la  consternación  que  le  causó  una  pérdida  tan  espantosa,  menoa 
sensible  por  las  obras  destruidas,  que  por  tantos  valientes,  TÍctioas 
sin  gloria  de  una  explosión  que  no  se  habia  previsto.  Betre  eHastt 


capítulo  lix.  191 

contaba  al  marqués  de  Robáis,  general  de  la  caballería,  esclarecido 
capitao  y  miry  querido  de  Farnesio.  Atendió  este  con  so  actividad 
acostumbrada  al  alivio  y  curación  de  los  heridos,  á  restablecer  el 
órdeb,  y  sobre  todo  á  la  reparación  de  las  obras,  levantando  nuevas 
estacadas,  colocando  otros  buques  en  el  puente,  aunque  sin  la  de^ 
bida  trabazón;  de  oQodo  que  &  la  nsaSana  del  dia  de  la  explosión 
conservaba  de  lejos  la  apariencia  de  estar  como  antes,  sin  ninguna 
ruptura  perceptible.  Con  la  misma  actividad  se  llevó  adelante  la  obra 
de  la  reparación,  de  modo  que  dos  dias  después  no  solo  estaba  el 
puente  repuesto,  sino  muy  mejorado. 

No  desmayaron  los  de  Amberes  por  el  poco  efecto  de  su  tentati- 
va. Nuevos  brulotes  construyó  Giambelli;  mas  habiendo  desapare- 
cido la  impresión  producida  por  la  novedad,  fueron  aun  mas  inúti- 
les que  los  anteriores.  Llegaron  los  soldados  de  Farnesio  hasta  apa- 
gar la  mecha  de  que  venian  provistos,  y  cop  garfios  de  hierro  y 
otros  instrumentos  los  desviaban  hacia  las  orillas,  donde  quedaban 
varados  y  medio  sumergidos.  Recurrieron  también  al  artificio  de 
lanzar  varias  lanchas  trabadas  entre  si,  para  que  chocando  contra 
el  puente,  arrastrasen  consigo  algunos  de  los  buques  en  que  se  apo- 
yaban. Mas  también  los  espaOoles  se  precavieron  contra  este  acci- 
dente, preparando  huecos  por  donde  las  lanchas  se  escurrían.  Re- 
currieron los  sitiados  por  último  á  la  construcción  de  un  enorme 
navio  armado  de  espolones  de  hierro,  que  lanzaron  k  favor  de  la 
corriente  y  la  marea,  lisonjeados  de  que  al  choque  de  tan  enorme 
mole  cederían  los  barcos  y  se  destruiría  la  trabazón  de  las  demás 
partes  que  á  la  formación  del  puente  concurrían.  Mas  no  fue  esta 
máquina,  á  la  que  dieron  el  nombre  pomposo  de  Fin  de  la  guerra, 
de  mejor  efecto  que  las  an4eríores.  Después  de  abandonado  á  su 
propia  dirección,  torció  su  curso,  y  fué  á  varar  en  la  orílla  derecha, 
cerca  de  Ordan,  sirviendo  de  mofa  á  los  sitiadores,  quienes  la  lle- 
varon al  príncipe  de  Parma. 

Perdida  la  esperanza  de  destruir  aquella  barrera  fatal  que  los  te- 
Día  incomunicados  con  el  mar,  resolvieron  los  de  Amberes  abrirse 
otro  camino  sin  que  pudiese  estorbárselo  el  puente  de  Alejandro. 
Para  comprender  la  operación  de  que  esperaban  este  efecto,  se  ten- 
drá presente  que  coronaban  las  riberas  del  Escalda,  como  las  de  casi 
todos  los  ríos  del  pais,  diques  de  bastante  elevación,  con  que  evi-^ 
taban  la  inundación  de  los  campos  en  la  crecida  de  las  aguas.  Para 
la  comunicación  de  los  diques  con  las  tierras  altas  cuando  la  inun^ 


1 


792  HISTORIA  DB  FBLIPE  II. 

dación  teoia  lugar,  habia  otros  diqaes  ó  murallones  llamados  con- 
tradiques. Entre  el  dique  de  la  orilla  izquierda  del  Escalda  del  lado 
de  Flaodes  y  un  pueblo  inmediato  situado  sobre  una  eleyacioD,  lla- 
mado Golvesteins,  existia  un  contradique  de  este  mismo  nombre. 
DueOos  los  deAmberesde  abrir  el  dique  del  Escalda  por  encima  del 
puente  de  Farnesio,  y  los  de  Lillo  de  practicarlo  mismo  por  debajo, 
podian  proporcionarse  una  inundación  tal  que  les  abriese  comuDi- 
cacion  con  el  mar,  quedando  de  este  modo  inutilizada  aquella  obra. 
Mas  para  que  se  mezclasen  las  aguas  del  rio  por  entrambas  partes, 
era  necesario  destruir  el  contra-dique  de  Golvesteins  que  estaba  de 
por  medio.  De  este  punto  se  habia  apoderado  de  antemano  el  prin- 
cipe Alejandro,  proveyendo  lo  importante  que  podia  serle  en  sns 
operaciones;  y  como  anticipándose  á  los  designios  de  sus  enemi- 
gos, habia  fortificado  el  punto  con  algunos  castillos  que  se  apo- . 
y  aban  en  el  mismo  dique.  Enfrente,  es  decir,  en  el  pueblo  y  co- 
lina donde  terminaba  el  contradique,  hizo  construir  un  baluarte, 
desde  donde  se  podia  ofender  &  los  que  por  una  y  otra  parte  le  ata- 
casen. 

A  la  expugnación  de  este  contra-dique  se  aplicaron  con  suma 
tenacidad  los  de  Amberes,  pues  aunque  el  gobernador  Santa  Alde- 
gundis  y  Giambelli  se  obstinaban  en  hacerles  creer  que  aun  se  podia 
destruir  el  puente  de  Farnesio,  daban  por  inútil  ya  esta  empresa. 

Se  hicieron  contra  el  contra-fuerte  de  Golvesteins  dos  tentativas. 
En  la  primera  atacaron  solo  los  de  Lillo  con  el  conde  de  Holak  &  la 
cabeza,  contando  con  *que  lo  harían  al  mismo  tiempo  por  su  parte 
los  de  Amberes.  Embistieron  con  furia  los  buques  de  los  confedera- 
dos; llegaron  &  situarse  sobre  el  mismo  contra-dique,  haciendo  re- 
plegarse por  un  tiempo  á  las  tropas  que  le  coronaban;  mas  con  los 
fuegos  que  estas  les  hicieron  desde  los  castillos,  tuvieron  que  aban- 
donar el  terreno  y  volverse  á  sus  navios.  Viendo  por  otra  parte  qoe 
no  acudían  los  de  Amberes,  desistieron  de  la  empresa,  do  sin  haber 
dejado  en  el  contra-dique  algunos  muertos,  y  causar  casi  la  misma 
pérdida  á  los  enemigos. 

La  segunda  embestida  al  contra-dique  de  Golvesteins  faé  mucho 
mas  seria,  y  el  lance  infinitamente  mas  reOido.  Por  esta  vez  ataca- 
ron los  enemigos  por  ambos  lados  de  la  inundación ;  los  de  Ambe- 
res conducidos  por  Santa  Aldegundis;  los  de  Lillo  al  mando  del  mis- 
mo conde  de  Holak,  ácompafiado  entre  otros  de  Justino  Nassau,  Ujo 
Ims tardo  del  principe  de  Orange.  Ascendía  &  doscientos  el  número 


CAPITULO  LIX..  193 

de  buques  que  atacaron  por  entrambas  partes.  Llevaban  consigo 
fiiegos  de  artificio  para  deslumbrar  con  la  llama  durante  la  noche, 
y  ofender  con  el  humo  á  los  del  contra-dique ,  pues  se  verificó  la 
embestida  á  la  caida  de  la  tarde.  Llevaban  adem&s  sacos  de  tierra, 
tablas,  faginas  y  otros  materiales  para  construir  trincheras  y  ponerse 
&  cubierto  cuando  llegasen  á  tomar  tierra,  tanto  en  el  mismo  con- 
tra-dique, como  enfrente  de  los  castillos  que  le  defendían. 

Pareció  al  principio  mostrarse  la  fortuna  favorable  á  los  asalta- 
dores. Cayeron  con  furor  las  tropas  situadas  en  el  contra-dique,  y 
con  el  mismo  hicieron  fuego  á  los  castillos.  Llegaron  á  establecerse 
en  tierra,  y  por  medio  de  la  trinchera  que  inmediatamente  levanta- 
ron, pudieron  ofender,  poniéndose  á  cubierto  de  los  tiros  enemigos. 
Llegaron  hasta  á  ganar  uno  de  los  fuertes  llamado  la  Palada,  vol- 
viendo su  fuego  contra  los  restantes,  fil  ataque  del  contra-dique  fué 
tífn  serio,  y  tan  obstinada  la  furia  de  los  confederados,  que  logra- 
ron hacer  una  abertura  de  bastante  extensión  para  abrir  paso  á  una 
de  las  navtss  que  cargadas  de  víveres  aguardaban  en  la  parte  infe- 
rior del  rio  el  resultado  de  las  operaciones.  La  llegada  de  esta  nave 
áAmberes  produjo  las  mayores  demostraciones  de  alegría ,  sobre 
todo  manifestándoles  Santa  Aldegundis,  que  regresó  en  ella  ala  ciu- 
dad, que  estaba  destruido  el  contra- fuerte,  aseguradas  ya  sus  co- 
municaciones con  el  mar,  y  que  nada  tenian  ya  que  temer  del  puente 
de  Farnesio. 

Se  condujo  con  sobrada  ligereza  Santa  Aldegundis  dando  prema- 
^turameote  la  feliz  noticia,  y  sobre  todo  abandonando  el  campo  de 
batalla  antes  de  estar  decidida  la  victoria.  El  príncipe  de  Parma, 
que  se  hallaba  con  los  que  guardaban  su  puente  aguardando  allí  un 
ataque  mientras  tenia  lugar  el  conflicto  de  que  hablamos,  se  tras- 
ladó volando  al  campo  del  peligro  cuando  supo  el  que  corrían  sus 
tropas  de  ser  envueltas  por  los  confederados.  Con  su  presencia  se 
reanimó  el  valor  de  los  que  daban  el  lance  por  perdido;  y  á  su  voz, 
que  los  trataba  de  cobardes,  y  aun  mucho  mas  con  su  ejemplo,  se 
precipitaron  los  soldados  hacia  donde  los  enemigos  trabajaban  por 
ensanchar  la  brecha  que  hablan  abierto  al  contra-fuerte.  Sobre  aquel 
terreno  estrecho  en  que  de  un  lado  y  otro  se  hallaban  las  aguas  de 
la  inundación,  se  trabó  una  refiida  pelea  en  que  los  hombres  com- 
batían cuerpo  á  cuerpo,  luchando  cada  uno  por  no  apartar  el  pié 
del  terreno  que  una  vez  habia  ganado.  Mientras  tanto  acudía  al  tea- 
tro de  la  acción  el  tercio  situado  en  la  colina  de  Golvesteins,  bajo  la 


794  histx^biil  de  frlipb  ii. 

vigilancia  del  conde  de  Mansfeld,  y  este  refuerzo  fué  de  macha  im- 
portancia para  redoblar  el  valor  de  los  nuestros  y  aumentar  la  con- 
fusión de  los  contrarios.  Llegaron  los  primeros  4  arrojar  á  los  con- 
federados del  contra-dique,  y  ¿'volver  á  cegar  con  piedras,  faginas 
y  tablones,  la  brecha  ó  boquete  que  habían  llegado  á  abrir  ios  ene- 
migos. Continuaban  estos  peleando  obstinadamente  desde  sos  na- 
vios. Por  fin,  después  de  siete  horas  de  batalla  reOida,  abandona- 
ron estos  la  empresa  y  emprendieron  la  retirada  para  los  pontos  de 
Amberes  y  de  Lillo.  Mas  tal  fué  el  desorden  de  este  movimiento, 
tal  el  estado  de  destrozo,  que  discurriendo  los  nuestros  por  el  diqne 
del  Escalda  y  echándose  otros  ¿nado,  se  apoderaron  de  muchos  bu- 
ques que  iban  rezagados. 

Pocos  combates  se  dieron  nunca  en  terreno  tan  estrecho.  En  po- 
cos se  derramó  mas  sangre,  teniendo  en  cuenta  el  número  de  los 
combatientes.  Dejaron  los  confederados  tres  mil  cadáveres  en  el  con- 
tra-dique; perdieron  mas  de  noventa  piezas  de  campaOa  en  los  vein- 
tiocho buques  que  les  fueron  tomados  por  los  nuestros.  A  setecien- 
tos asciende  el  número  de  los  muertos  que  tuvo  Farnesio;  ¿  qui- 
nientos el  de  heridos.  Renunciaron  por  entooces  los  de  Amberes  ¿ 
la  esperanza  de  abrir  sus  comunicaciones  con  el  mar,  y  desde  este 
momento  debieron  tener  por  segura  su  pérdida  si  no  les  venia  algún 
auxilio  que  los  indemnizase  de  tan  sensible  pérdida.  Había  agotado 
Giambelli  todos  los  esfuerzos  de  su  imaginación:  se  manteoia  firme 
como  siempre  el  puente  de  Farnesio:  el  contra-dique  estaba  repa- 
rado, y  en  igual  caso  las  fortificaciones  que  le  defendían. 

Para  el  aumento  de  los  apuros  de  la  ciudad  sitiada,  llegó  ¿  sos 
oídos  la  noticia  de  la  pérdida  de  Malinas,  qoe  privada  de  sus  como- 
nicaciones,  como  lo  habían  sido  las  dem¿s  plazas  foertes  de  Flan- 
des,  habia  tenido  que  abrir  sus  puertas  al  principe  de  Parma.  Aon 
tenian  puestas  algunas  esperanzas  los  de  Amberes  en  las  míeses  de 
las  inmediaciones,  próximas  ¿  su  madurez,  pues  ocurría  esto  en  los 
meses  de  verano  de  1585.  Mas  Farnesio,  atento  ¿  todo,  y  engoi-* 
fado  siempre  en  la  idea  de  tomar  la  plaza  ¿  cualquier  precio,  envié 
tropas  que  talaron  los  campos  de  las  inmediaciones.  Ya  era  tiempo 
de  que  Amberes  pensase  en  librarse  de  una  ruina  inevitable. 

Se  hallaban  cortadas  las  comunicaciones  con  el  mar,  sin  espe- 
ranza de  remedio;  en  poder  de  Farnesio  todas  las  plazas  faeries  de 
los  alrededores  en  que  tenian  puesta  so  confianza;  taladas  las  mie^ 
ses  de  las  inmediaciones ;  tomados  ya  por  las  tropas  espaOolas  los 


GAPITÜLO  LIX.  195 

mismos  arrabales.  Comenzaba  ya  á  sentirse  en  la  ciudad  la  falta  de 
viveres,  y  á  la  vista  de  los  habitantes  se  presentaba  la  horrorosa 
imagen  del  saqueo  que  el  general  espaDoI  habia  prometido  k  sus 
soldados  si  tomaban  la  plaza  á  viva  fuerza.  Se  introdujo,  pues,  el 
descontento  en  la  generalidad,  y  sin  rebozo  manifestaron  deseos  de 
qtte  se  entrase  en  capitulaciones  con  el  príncipe  de  Parma.  Le  en- 
viaron con  este  objeto  embajadores,  y  aunque  el  vencedor  se  mos- 
tró al  principio  bastante  airado  por  la  resistencia  quehabian  opuesto 
á  las  armas  de  su  rey,  manifestó  deseos  de  entrar  en  negociaciones 
y  venir  á  términos  amistosos  con  aquellos  habitantes.  Era  en  él  mu- 
cho el  deseo  de  reducir  á  la  obediencia  del  rey  aquella  importantí- 
sima ciudad,  y  por  otra  parte  estaba  siempre  receloso  de  que  al- 
guna nueva  embestida  ú  otro  accidente  imprevisto  le  desbaratase  el 
puente,  que  consideraba  como  el  solo  medio  eficaz  de  hacerse  duefio 
de  la  plaza.  Después  de  varios  pasos  y  negociaciones,  se  convinie- 
ron de  una  y  otra  parte  en  los  capítulos:  de  que  quedase  en  Am- 
beres,  como  sola  religión,  la  católica:  que  se  restituyesen  los  tem- 
plos que  se  habían  quitado  á  dicho  culto,  y  se  volviesen  á  levantar 
los  destruidos  á  expensas  de  los  autores  de  este  estrago:  que  el  de 
Parma  estableciese  en  Amberes  guarnición  de  naciones  amigas  de 
la  ciudad,  exceptuándose  los  italianos  y  españoles:  que  apróntasela 
oiadad  cuatrocientos  mil  florines  para  indemnizar  los  gastos  de  la 
guerra :  que  los  protestantes  pudiesen  permanecer  en  la  ciudad  por 
espacio  de  cuatro  aflos,  al  eabo  de  los  cuales  la  dejarían  para  siem- 
pre :  que  se  indultarían  los  demás  excesos  cometidos  contra  el  rey» 
coya 'autoridad  se  volvería  á  reconocer  por  todos  los  habitantes  y 
autoridades  de  la  plaza. 

Las  condiciones  no  eran  duras  considerando  el  aprieto  de  la  po- 
blación ;  mas  todavía  titubeaban  en  aceptarlas  los  principales  habi- 
tantes mas  influyentes,  que  se  veían  en  la  necesidad  de  someterse 
al  rey  de  Espafia.  Por  aquellos  días  circularon  por  la  ciudad  rumo- 
res de  próximos  socorros  de  Francia  y  de  Inglaterra;  mas  desenga- 
fiados,  no  pensaron  mas  que  en  abrazar  el  partido  que  el  vencedor 
les  ofrecía. 

Mientras  el  de  Parma,  estipuladas  ya  las  condiciones,  se  prepa- 
raba á  entrar  en  la  ciudad,  recibió  la  insignia  del  Toisón  de  Oro 
qae  en  premio  de  sus  servicios  le  enviaba  el  rey  de  Espafla.  Con 
este  motivo  hubo  grandes  festejos  en  su  campo,  donde  era  suma- 
mente querida  la  persona  de  Alejandro.  Para  que  pudiese  entraren 


796  HISTORIA  DB  FBIJPE  II. 

la  ciudad  adornado  cod  esta  Dueva  insigoia,  se  la  puso  cod  toda  so- 
lemuidad  el  coude  de  Mausfeld,  caballero  asimismo  del  'ftison,  en 
la  capilla  del  castillo  de  San  Felipe,  habiendo  celebrado  la  misa  de 
pontifical  el  arzobispo  de  Gambray  á  vista  de  los  principales  jefes 
del  ejército.  Mientras  tanto  estaban  las  tropas  formadas  en  las  dos 
riberas  del  Escalda,  y  con  la  arcabucería  y  las  piezas  de  todos  los 
castillos  inmediatos  se  hicieron  varias  salvas,  que  realzaban  el  apa- 
rato y  solemnidad  de  aquella  ceremonia. 

Dos  dias  después  tuvo  lugar  Ja  entrada  del  príncipe  en  Amberes, 
y  que  merece  bien  el  nombre  de  triunfal,  no  solo  por  la  gran  vic- 
toria adquirida,  sino  por  el  aparato  y  pompa  militar  que  le  rodea- 
ba. Entró  acompañado  de  los  principales  jefes  del  ejército,  éntrelos 
que  se  distinguían  el  duque  de  Arescot,  el  príncipe  de  Chimay,  el 
conde  de  Egmont,  el  de  Aremberg,  el  de  Mansfeld  y  Altatenne,  to- 
dos flamencos,  pues  no  se  habia  permitido  la  entrada  en  la  ciudad, 
según  las  capitulaciones,  á  los  italianos  y  espafioles.  Fué  recibido 
Faroesio  por  los  magistrados  de  la  ciudad  con  todas  las  muestras  de 
sumisión  y  de  respeto:  por  la  generalidad  de  los  habitantes  con  si- 
lencio respetuoso,  en  que  manifestaban  considerarle  solo  como  un 
vencedor  á  quien  abrían  las  puertas  por  necesidad  y  no  sufrir  mas 
las  calamidades  de  la  guerra.  No  hay  necesidad  de  indicar  mas  cir- 
cunstancias que  ocurrieron  en  esta  ceremonia  de  aparato,  casi  tan 
iguales  en  todas  las  de  aquesta  clase.  Pasó  Alejandro  &  la  catedral, 
donde  se  cantó  un  magnífico  Te-Deum;  tomó  en  seguida  providencias 
de  orden  y  buen  régimen,  mostrándose  celoso  porque  se  cumpliesen 
religiosamente  las  capitulaciones  poruña  y  otra  parte.  Hizo  abatir  de 
todos  los  edificios  y  demás  parajes  públicos  las  armas  é  insignias  del 
duque  de  Anjou  y  cuantas  daban  indicio  de  que  aquella  ciudad  habia 
estado  bajo  otra  dominación  que  la  del  rey  de  Espafia.  Fueron  restau- 
radas las  armas  de  este  soberano  con  la  mayor  solemnidad,  y  desde 
entonces  volvió  á  regir  su  voz  en  aquella  ciudad  tan  ñoreciente. 

Sujetada  Amberes,  nó  tardó  Farnesio  en  continuar  el  curso  de 
sus  operaciones  militares.  Habia  puesto  el  sitio  y  toma  de  esta  plaza 
el  sello  á  su  gran  reputación,  y  colocádole  en  la  clase  de  los  pri- 
meros capitanes.  En  todo  aquel  siglo  fué  el  tercero  de  los  hechos  de 
armas  de  esta  clase  dignos  de  mas  celebridad  y  de  mas  fama.  Des- 
pués del  de  Rodas  y  el  de  Malta  viene  el  de  Amberes,  sin  que  oift- 
gun  otro  le  pueda  disputar  este  alto  puesto.  Otro  ocurrió  después 
de  tanta  nombradía,  en  que  hallaremos  la  persona  de  Alejandro  co- 
mo uno  de  los  actores  principales  de  aquel  drama. 


CAPÍTULO  LX. 


Continuación  del  anterior — Resaltados  de  la  toma  de  Amberes ^Gonílictos  de  los  Es- 
tados.— Ofrecen  la  soberanía  del  pais  á  la  reina  de  Inglaterra, — La  rehusa  Isabel, 
mas  les  ofrece  auxilios .^-Sale  de  Inglaterra  para  los  Paises-Bajos  el  conde  de  Leí- 
-cestercon  un  cuerpo  de  tropas  auxiliares. — Su  buen  recibimiento.^-Tomael  man- 
do del  pais.— Sitio  y  toma  de  las  plazas  de  Grave  y  Yenloo  por  el  principe  de  Par- 
ma. — Pasa  á  sitiar  á  Nuiss  en  el  electorado  de  Colonia.— Toma  é  incendio  de  esta 
plaza.— Pasa  al  sitio  de  Ruimberg.— Retrocede  á  socorrer  á  Zutphen.— Infructuosas 
tentativas  sobre  esta  plaza  del  conde  de  Leicester. — Descontento  en  el  pais  con  este 
general. — Pasa  á  Inglaterra. —Sitio  y  toma  de  la  Esclusa  por  el  duque  de  Parma.— « 
Vuelta  de  Leicester. — ^Sus  tentativas  infructuosas  de  socorrer  la  Esclusa.— Nuevos 
disgustos.— Nuevo  regreso  de  este  general  á  Inglaterra. — Situación  del  pais.— Nue- 
vos alistamientos  del  duque  de  Parma  con  motivo  de  otra  guerra  (1).— (1585-1587.) 


CoD  la  ocupacioD  de  Amberes  por  Farnesio,  quedaba  á  sudispo- 
sicíoD  el  mar  y  libre  el  camÍDO  para  cuando  quisiese  intentar  una 
expedición  sobre  la  provincia  de  Zelanda.  A  excepción  de  la  plaza 
de  Grave  y  otros  puntos  de  menos  consideración  en  el  Bravante,  ha- 
bía ya  reducido  este  hábil  capitán  á  la  obediencia  de  Felipe  II  todas 
las  provincias  meridiooales  de  los  Paises-Bajos.  En  la  de  Gñeldres, 
considerada  como  septentrional,  solo  le  restaba  la  expugnación  de 
la  plaza  de  Venloo,  situada  como  la  de  Grave  sobre  el  Mosa.  Que- 
daba, pues,  reducida  la  insurrección  &  los  paises  del  Norte,  mucho 
menos  fértiles  y  ricos  que  los  otros,  pero  donde  el  odio  al  rey  de 
EspaOa  habia  echado  raices  muy  profundas.  Era,  pues,  imposible 
para  los  Estados  el  sostener  la  guerra  por  si  solos  contra  un  adver- 

(1)   Las  mismas  autoridades. 

Tomo  i.  1«1 


198  HISTOUA  DE  nupK  n. 

sarío  tan  temible,  poderoso  y  hábil  á  quien  halagaba  la  fortuna;  y 
se  veian  por  lo  mismo  en  la  triste  necesidad  de  echarse  en  brazos 
de  un  príncipe  extranjero,  para  librarse  de  caer  en  manos  de  otro 
extranjero  también,  mas  cuya  dominación  les  era  bajo  muchas ood- 
sideraciooes  tan  odiosa.  Ta  hemos  hablado  de  lo  infructuoso  de  sus 
tentativas  cuando  se  dirigieron  al  rey  de  Francia,  ofreciendo  reco- 
nocerle como  soberano  si  les  enviaba  auxilios  bastante  poderosos 
para  hacer  frente  y  arrojar  del  pais  al  rey  de  EspaOa.  Agradable 
debió  de  ser  la  perspectiva  para  Enrique  III,  de  la  adquisición  de 
tan  ricas  y  fértiles  provincias;  mas  impotente  en  realidad  contra  lua 
vasta  facción  en  la  que  ejercia  Felipe  II  tanta  influencia,  tuvo  que 
renunciar  á  este  aumento  de  poder,  negándose  rotundamente  á  las 
súplicas  de  los  embajadores.  No  restaba,  pues,  otro  recurso  á  los 
confederados  de  los  Paises-Bajos,  que  dirigirse  á  la  reina  de  Ingla- 
terra con  las  mismas  pretensiones.  Aunque  Isabel  los  había  socor- 
rido muchas  veces  con  tropas  y  dinero;  aunque  se  habia  mostrado 
tan  interesada  en  promover  los  intereses  y  asegurar  la  dominacioo 
del  duque  de  Anjou,  nunca  se  habia  atrevido  á  declararse  abierta- 
mente su  aliada  y  protectora,  temiendo  ponerse  en  abierta  hostili- 
dad con  su  antiguo  sefior,  que  le  parecía  un  enemigo  formidable. 
Habían  variado  algún  tanto  las  circunstancias  para  esta  princesa,  y 
le  pareció  que  habia  llegado  la  ocasión  de  romper  abiertamente  con 
quien  algún  dia,  y  sobre  todo  después  de  la  conquista  de  Portugal, 
podría  caer  sobre  sus  Estados  con  fuerzas  poderosas.  Cada  dia  ga- 
naba mas  terreno  Felipe  II  en  Francia,  donde  tan  hábilmente  ponia 
en  juego  su  política  y  con  gran  tino  esparcía  el  dinero  entre  los  qne 
tan  dóciles  se  mostraban  á  sus  voluntades.  Trató,  pues,  la  reina  de 
Inglaterra  de  oponer  la  fuerza  á  la  fuerza,  pues  ya  no  habia  para 
ella  otros  medios  de  conjurar  la  borrasca  que  la  amenazaba.  Aco- 
gió, pues,  la  reina  de  Inglaterra  á  los  comisionados  de  los  Paises- 
Bajos.  Oyó  su  petición  con  muestras  de  contento,  y  les  dijo:  que 
aunque  por  entonces  no  podía  darles  una  respuesta  positiva,  oiriao 
su  determinación  tan  luego  como  consultase  á  su  Consejo. 

Hubo  diversidad  de  pareceres  entre  los  individuos  de  esta  corpo- 
ración, que  con  tanta  habilidad  dirigía  la  conducta  de  la  reina.  Di- 
jeron algunos  que  era  imprudencia  declararse  en  abierta  hostilidad 
con  un  rey  que  tenia  tantos  medios  de  daOarla,  dándole  así  motivos 
manifiestos  de  desahogar  con  justicia  los  sentimientos  de  odio  que 
la  profesaba  desde  tantos  años.  Mas  opinaron  otros  que  por  lo  mis- 


GiPITULO  LX.  799 

mo  que  existía  este  odio  y  que  no  se  podía  nanea  cambiar  en  amis- 
tad, debía  prevenirse  la  reina  tomando  para  so  conservación  las 
medidas  que  mas  oportunamente  se  le  presentasen:  que  no  era  po- 
sible libertar  á  los  países-Bajos  de  la  dominación  de  Felipe  II  sin 
QQ  socorro  eficaz  y  poderoso;  y  que  solo  ella  les  podía  proporcio- 
nar, habiéndose  negado  el  rey  de  Francia  á  protegerlos,  no  por 
falia  de  voluntad  sino  por  impotencia:  que  siendo  imposible  enviar 
este  socorro  sin  declararse  enemiga  de  la  EspaDa,  que  era  preferi- 
ble asegurarse  un  país  de  la  importancia  de  los  Países-Bajos,  á  per- 
mitir volviese  á  las  manos  del  rey  de  España,  y  fuese  así  uno  de  los 
instrumentos  de  su  propia  ruina. 

Prevaleció  esta  opinión  en  el  consejo  y  fué  aprobada  por  la  reina. 
Respondió  esta  princesa  en  consecuencia  á  los  embajadores  que  es- 
taba resuelta  á  enviarles  recursos  y  declararse  protectora  suya: 
mas  que  por  razones  de  estado  y  por  bien  de  ellos  mismos  se  veía 
en  precisión  de  renunciar  el  título  de  soberana;  que  les  enviaría 
tropas  y  dinero;  que  les  asistiría  hasta  con  sus  buques  si  fuese  ne- 
cesario, tomando  de  su  cuenta  el  obrar  de  modo  que  su  protección 
fuese  efectiva  y  tan  eficaz  que  los  salvase  del  riesgo  inminente  que 
corris^n. 

Siguieron  á  las  palabras  las  acciones.  Por  un  convenio  ajustado 
con  los  embajadores  se  comprometió  Isabel  á  enviar  por  de  pronto 
cinco  mil  hombres  de  infantería  y  mil  caballos  pagados  y  manteni- 
dos de  su  cuenta. 

Para  ponerse  á  la  cabeza  de  estas  tropas,  nombró  la  reina  á  su 
favorito  el  conde  de  Leicester  en  cuya  elección  no  anduvo  tan  acertada 
como  solía  estarlo  en  otras  ocasiones.  Era  el  conde  de  Leicester  re- 
comendable por  las  cualidades  personales,  muy  dignas  de  atraerse 
el  carifio  de  la  reina;  mas  no  poseía  otras  dotes  que  le  hiciesen  acree- 
dor á  cargos  de  importaucia.  En  ninguna  cosa  era  hombre  supe- 
rior, ni  en  materias  de  gobierno,  ni  en  el  arte  de  la  guerra,  y  por 
otra  parte  con  demasiado  orgullo  y  presunción  por  el  favor  que 
disfrutaba,  no  estaba  calculado  para  captarse  popularidad  en  los 
Paises-Bajos.  Fué  recibido  en  ellos  con  las  mayores  demostraciones 
de  entusiasmo.  Entró  en  el  Haya,  punto  de  su  desembarco,  con  toda 
pompa  y  aparato,  recibiendo  cuantos  festejos,  cuantas  muestras  de 
satisfacción  y  de  alegría  podían  darle  sus  vecinos.  Confirmaron  los 
Estados  estos  sentimientos  de  benevolencia,  y  no  solo  le  admitieron 
como  delegado  y  representante  de  la  reina  de  Inglaterra,  sino  que 


890  HISTORIA  ra  VBLIPB  U. 

le  revistieroQ  oon  el  cargo  de  gobernador  de  todas  sus  provindas. 

Se  disgustó  ó  aparenté  disgnstarse  la  reina  Isabel  de  que  llegase 
k  tanto  la  deferencia  de  los  Paises-Bajos,  manifestándoles  que  solo 
habia  sido  so  &nimo  enTiarles  un  general  y  no  un  supremo  gober* 
nante.  Mas  habiendo  insistido  los  Estados  en  que  se  llevase  adelan* 
te  el  nombramiento,  se  aplacó  la  reina  y  no  fué  el  decreto  revo- 
cado. 

Era  el  conde  de  Leicester  el  tercer  jefe  extranjero  que  venia  í 
tomar  las  riendas  del  gobierno  de  los  Paises-Bajos.  Ya  hemos  vis- 
to lo  poco  útiles  que  fueron  el  archiduque  Matías  y  el  duque  de 
Anjou  á  los  verdaderos  intereses  de  aquella  región  tan  conmovida. 
Nos  dirán  la  operaciones  ulteriores  si  fueron  mas  dichosos  con  el 
gobernante  inglés  que  con  el  austríaco  y  el  de  Francia. 

No  mostraba  mientras  tanto  dormirse  sobre  sus  laureles  el  prin- 
cipe de  Parma.  Después  de  arreglar  los  asuntos  civiles  y  militares 
en  Amberes  y  de  tomar  todas  las  disposiciones  para  la  reparacioa 
del  castillo  que  se  habia  demolido  por  orden  del  príncipe  de  Oran- 
ge,  tomó  la  vuelta  de  Bruselas,  donde  preparó  otras  operaciones 
militares.  Mientras  se  ocupaba  en  persona  en  el  sitio  de  Amberes, 
ocurrieron  escaramuzas  de  poca  importancia  en  Frisia,  entre  el  ea- 
pitan  Francisco  Verdugo  y  las  tropas  del  príncipe  de  Orange.  Ed 
Bonmel,  isla  formada  por  los  ríos  Waal  y  Mosa,  estuvo  bloqueado 
Francisco  Bobadilla  con  su  terdo  por  el  conde  de  Holak,  quien  le 
tenia  interceptadas  todas  las  comunicaciones,  y  reducido  por  falla 
de  subsistencia  á  los  últimos  apuros.  Mas  sobrevino  un  tiempo  frió 
que  heló  las  aguas  de  la  costa  y  paralizó  los  movimientos  Davales 
del  general  holandés,  permitiendo  al  espaSd  evadirse  por  agoa  coao 
si  fuese  tierra  firme. 

Ya  desembarcado  el  conde  de  Leioester,  conienió  sus  operaciones 
por  el  sitio  de  Grave  el  príncipe  de  Parma.  Envió  al  conde  de  Mansfeld 
con  tres  mil  hombres  y  la  orden  de  bloquearía,  lo  que  ejecutó  Maos** 
íeM  completamente  por  los  dos  lados  del  Mosa^  privando  ala  plan 
de  todas  sus  comunicaciones.  Sabedor  del  sitio  el  conde  de  Leicester 
envió  desde  Utrech,  donde  entonces  residía,  un  refuerzo  de  dos  nfl 
hombres  formados  en  dos  cuerpos  de  mil  cada  uno :  este  de  in^ 
ses  por  el  coronel  Norris,  y  otros  de  tropas  del  pais  mandadas  por 
Holak.  Llegó  este  cuerpo  antes  que  el  primero,  y  habiendo  trabado 
batalla  con  las  tropas  espafiolas  que  guarnecían  el  puente  echado 
junto  á  Orave,  se  vieron  en  precisión  de  replegarse.  Con  la  llegada 


CAPITULO  LX.  801 

de  los  ifigleses  se  renoyó  el  combate,  mas  quedaron  dneflías  del 
puente  las  tropas  espafiolas. 

Acudió  de  ailt  á  muy  poco  Alejandro  con  fuerzas  de  refresco  y  se 
formalizó  el  sitio  de  la  plaza.  Mandaba  en  ella  un  joven  llama- 
do Enrique,  barón  de  Emert,  de  muy  poca  inteligencia  y  menos 
experiencia,  quien  por  consejo  de  oficiales  cobardes  y  mal  inten- 
cionados, apenas  hizo  resistencia  alguna.  Sin  brecha  abierta,  sin 
apuros  de  ninguna  especie,  abrió  las  puertas  á  los  españoles,  que 
permitieron  la  salida  k  la  guarnición  con  sus  armas,  banderas  y 
bagaje.  Pagó  muy  cara  el  gobernador  su  traición  ó  su  falta  de  ex* 
períencia,  pues  el  general  inglés  le  mandó  formar  consejo  de  guer- 
ra, por  cuya  sentencia  perdió  la  vida  en  un  cadalso. 

Mayores  dificultades  ofreció  al  de  Parma  la  expugnación  de  la 
plaza  de  Venino,  situada  igualmente  sobre  el  Mosa  algunas  leguas 
mas  abajo.  Era  menor  su  guarnición,  pero  mejor  mandadas  las  tro- 
pas y  mucho  mas  animosos  sus  vecinos.  Se  convirtió  el  sitio  en 
bloqueo,  pues  todo  el  cuidado  de  Alejandro  se  dirigía  á  que  no  in- 
trodujesen recursos  en  la  plaza  Martin  Schenk,  su  gobernador,  que 
se  hallaba  afuera  por  casualidad  y  se  encontró  á  su  vuelta  inter- 
ceptado por  el  príncipe  de  Parma.  Varias  tentativas  hizo  el  general 
flamenco  con  un  cuerpo  de  dos  mil  hombres  escogidos  para  romper 
la  linea  de  Alejandro.  Mas  todas  fueron  infructuosas.  Abrieron  bre- 
cha las  tropas  sitiadoras  en  un  rebellin  que  se  hallaba  en  la  parte 
superior  del  rio ,  al  mismo  tiempo  que  se  apoderaron  de  una  isleta 
de  la  parte  superior  donde  estaUecieron  una  batería  de  seis  piezas 
gruesas. 

E^ban  las  tropas  de  Farnesio  muy  deseosas  del  asalto  con  la 
idea  del  neo  pillaje  que  les  aguardaba.  La  guarnición  y  habitantes 
daban  indicios  de  esperarle  denodados ;  mas  arredrados  al  fin  con 
la  perspectiva  del  saqueo,  comenzaron  á  entrar  en  sentimientos  mas 
padficos,  y  enviaron  comisionados  al  de  Parma  ofreciendo  entre- 
garse con  condiciones  honoríficas.  No  titubeó  el  general  espaDol  en 
cMoederlas ,  y  casi  cu  iguales  términos  que  las  capitulaciones  4(6 
Grave,  entró  victorioso  en  la  plaza  de  Venloo,  no  sin  grave  des- 
contento de  los  suyos  defraudados  de  la  esperanza  del  pillaje. 

Con  la  ocupación  de  las  plazas  de  Grave  y  de  Venloo,  quedó  to- 
do el  Mosa  sujeto  por  los  españoles  y  asegurado  el  Brabante  contra 
toda  invasión  por  parte  de  Alemania.  Con  este  motivo  tuvo  medils 
Alejandro  de  llevar  á  cabo  una  expedición  füen  del  pais,  y  qoe 


802  msTOUA  DS  fbufk  ii. 

desde  la  toma  de  Amberes  teoía  proyectada.  Ya  hemos  hablado  de 
las  turbuleocias  ocurridas  en  Colonia  con  motivo  de  la  expnlsioD 
del  pais  del  arzobispo  Trascheo,  refugiado  &  la  sazón  en  las  pro- 
vincias septentrionales  de  los  Paises-Bajos.  Mas  todavía  quedaba 
por  la  parcialidad  del  antiguo  arzobispo  la  plaza  fuerte  de  Noiss, 
Ñoess  ó  Novesia,  donde  estaba  de  gobernador  un  tal  Cloet,  jóvea 
activo  y  emprendedor,  que  tenia  asolado  el  pais  con  correrías  qoe 
no  encontraban  ninguna  resistencia*  Careciendo  el  nuevo  arzobisfM 
Ernesto  de  Bavíera  de  fuerzas  suficientes  para  expugnar  una  plaza 
que  tai  le  molestaba,  imploró  los  auxilios  del  príncipe  de  Parma. 
Para  hacerle  mas  fuerza,  pasó  disfrazado  á  Fiandes,  y  en  su  cam- 
po de  Amberes  tuvo  con  él  una  conferencia  personal,  donde  le  ex- 
puso su  dura  situación  y  hasta  que  se  hallaba  resuelto  á  abando- 
nar su  electorado,  si  no  le  socorrían  eficazmente  las  tropas  del  rey, 
pues  de  su  hermano  el  elector  de  Baviera  no  tenia  que  esperar  au- 
xilio alguno.  Conoció  Alejandro  lo  importante  que  le  era  la  toma 
de  una  plaza  tan  cercana  á  las  fronteras  de  los  Paises-Bajos,  ocu- 
pada por  enemigos  irreconciliables  de  su  rey,  y  creyó  hacerle  un 
servicio  acudiendo  con  sus  tropas  &  reducirla  á  la  obediencia  del 
nuevo  arzobispo.  Ofreció,  pues,  á  este  socorros  eficaces  luego  que 
se  viese  desembarazado  del  sitio  de  Amberes  y  otras  mas  plazas 
importantes,  y,  en  efecto,  luego  que  se  hizo  due&ode  la  de  Venloo, 
trató  seriamente  de  cumplir  con  su  promesa. 

Mientras  tanto  sabedores  los  de  Nuiss  de  la  entrevista  del  arzo- 
bispo y  de  Farnesio,  se  aplicaron  con  celo  al  aumento  de  las  forti- 
ficaciones de  la  plaza,  surtiéndola  abundantemente  de  víveres  y 
municiones  y  toda  clase  de  pertrechos.  Al  mismo  tiempo  acudian  á 
sus  muros  aventureros  de  varias  partes  de  [Alemania  unidos  coa 
vínculos  de  religión  con  sus  habitantes  y  las  tropas  que  la  gaanie- 
cian. 

Está  Nuiss  situado  sobre  el  Rin,  y  aunque  este  rio  no  toca  pre- 
cisamente sus  murallas,  las  rodea  una  especie  de  brazo  ó  desagoe 
que  unido  con  el  rio  Estrem,  forma  de  la  plaza  una  especie  de  isla. 
Con  esta  defensa  natural  y  las  dem&s  que  proporcionaba  el  arte, 
esperaban  las  tropas  de  la  guarnición  con  muy  pocos  temores  la 
llegada  de  Farnesio. 

Se  puso  este  en  marcha  con  una  parte  muy  considerable  de  su 
qército,  ascendiendo  su  fuerza  á  seis  mil  infontes  y  dos  mil  cáinr 
líos.  Dividió  sus  tropas  en  piuco  trozos,  situando  cada  uno  al  frente 


CAPITULO  LX.  803 

de  una  de  las  cineo  paertas  de  la  plaza.  Foé  su  primera  operacíoD 
apoderarse  de  dos  castillos  sitoados  eo  la  isleta  formada  por  el 
brazo  del  Rio,  que  los  enemigos  abandonaroii  no  creyéndose  bas- 
tante fuertes  para  sostenerla.  Estableció  desde  estos  dos  pantos  ba- 
terías ¿  la  plaza,  y  por  el  lado  opaesto  la  batió  asimismo  en  bre- 
cha, resaltando  de  esta  operación  que  sabiendo  sas  tropas  al  asalto, 
se  apoderaron  de  an  lienzo  de  la  maralla  qae  formaba  el  recodo  del 
Rin  con  dicho  brazo  ó  aceqnia,  y  al  mismo  tiempo  de  an  torreón 
opaesto.  En  ambos  pantos  se  alojaron  y  atrincheraron  con  faginas, 
sacos  y  cestones  de  tierra,  y  dirigieron  nuevas  baterías  contra  el 
muro  interior,  pues  la  plaza  tenia  doble  recinto  y  doble  foso.  Todo 
un  dia  se  estuvieron  caDoneando  los  de  Farnesio  desde  el  exterior  y 
los  sitiados  desde  el  otro.  Llegó  la  noche  sin  ventaja  de  una  y  otra 
parte.  Durante  la  oscuridad  descendieron  al  foso  los  sitiados  para  co- 
ger por  la  espalda  á  los  enemigos;  mas  sintiéndolo  los  espafioles, 
bajaron  al  mismo  sitio  donde  se  trabó  una  gran  pelea  sin  que  re- 
sultase ventaja  por  ninguna  parte«  Mas  los  sitiados  experímeniaron 
una  gran  pérdida  en  la  persona  del  gobernador,  que  habiendo  acu- 
dido á  la  refriega,  cayó  herido  sin  poder  tomar  mas  parte  activa  en 
las  operaciones  de  aquel  sitio. 

Se  aguardaba  el  asalto  de  un  momento  áotro.  Los  espafioles  esta- 
ban encendidos  de  enojo  por  la  atrocidad  cometida  en  dos  de  los  su- 
yos que  habiendo  caido  prisioneros,  fueron  quemados  vivos  en  la 
plaza  pública.  Irritados  por  otra  parte  los  sitiadores  por  no  haber  ob- 
tenido el  saqueo  de  Venloo,  pensaban  desquitarse  en  esta  plaza.  Mas 
los  habitantes  trataron  de  prevenir  el  golpe,  enviando  comisiona- 
dos á  Alejandro  para  arreglar  las  condiciones  de  su  entrega.  Ocur- 
rió durante  esta  conferencia  que  algunos  soldados  de  los  sitiados  hi- 
cieron fuego  desde  el  muro  sobre  los  espafioles,  ó  bien  ignorantes  de 
lo  que  se  trataba,  ó  con  intención  de  que  no  se  ajustasen  las  capitu- 
laciones. De  lodos  modos  se  rompió  la  conferencia,  y  el  príncipe 
Alejandro  se  retiró  á  sus  reales  ofendido  de  tal  comportamiento,  con 
propósito  firme  de  castigarle  ejemplarmente. 

Al  dia  siguiente  preparado  todo  ya  para  el  asalto,  volvieron  nue- 
vos comisionados  al  príncipe  de  Parma.  A  pesar  de  lo  ocurrido  el 
dia  anterior,  todavía  se  manifestó  este  propenso  á  entrar  en  conve- 
nios para  salvar  á  la  ciudad  de  su  ruina  inevitable.  Mas  al  saber 
las  tropas  sitiadoras  que  se  trataba  de  un  arreglo  sin  esperar  órde- 
nes, sin  hacer  caso  de  las  amonestaciones  del  general  en  jefe  se 


804  UISTOAIA  DB  FSUPB  II. 

«rrojaroD  al  asalto,  peaetraron  por  las  brechas  y  se  derratoaron  por 
la  oíodad,  sin  que  pudiese  detenerlos  oadíe.  Fué  iomeusoel  despo- 
jo; pero  por  sobra  de  codicia  ó  eiceso  de  ferocidad,  quedó  ia  na- 
yer  parte  de  él  ioulilizado  por  el  fuego  que.se  apoderó  de  la  enáaá 
y  convirtió  eu  ruiuas  por  lo  menos  sus  tres  cuartas  partes.  Fué  in- 
creíble la  matanza  y  superiores  á  toda  descripción  los  desórdenes  y 
horrores  que  se  cometieron.  Pereció  toda  la  guarnición  fuera  é^ 
trescientos  hombres  que  se  habiaá  refugiado  en  un  templo  inme- 
diato. Igual  suerte  cupo  á  dos  mil  habitantes  indefensos.  Fué  de- 
gollado en  la  cama  el  gobernador  y  entregada  su  mujer  al  príncipe 
Alejandro.  Mas  el  de  Parma  le  volvió  la  libertad,  haciéndola  sitík 
inmediatamente  de  la  plaza  con  una  bueoa  escolta  y  orden  de  que 
se  tratase  con  todo  respeto  su  persona. 

Victorioso  Alejandro  de  Nuiss,  quiso  solemnizar  esto  aconteci- 
miento con  una  insigue  ceremonia  que  no  habia  podido  tener  logir 
en  Flaodes,  con  motivo  de  la  precipitación  de  su  salida.  En  premio 
de  sus  servicios  á  la  fé  católica,  le  había  enviado  el  poo tífico  un  mag- 
nífico sombrero  y  una  riquísima  espada,  benditas  ambas  cosas  de  su 
mano.  Lo  mismo  habia  hecho  el  papa  Pió  Y  con  el  duque  de  Alba 
después  de  la  batalla  de  Genmiogen.  Tuvo  lugar  la  ceremouia  de 
esta  entrega  en  el  mismo  punto  donde  habia  situado  su  cuartel  el 
principe  de  Parma,  pues  no  quiso  que  se  celebrase  en  C!olonia  como 
lo  deseaba  el  arzobispo.  Formaron  las  tropas  con  sus  banderas  y 
estandartes.  Entre  salvas  de  arcabucería  y  artillería  celebró  la  misa 
vestido  de  pontifical  el  obispo  de  Yercelis,  acompañando  en  este  acto 
al  príncipe  los  principales  jefes  del  ejército.  Recibió  Alejandro  la 
comunión  de  manos  del  obispo,  y  en  seguida  acercándose  el  abad 
de  San  Guidau,  portador  del  presente,  le  entregó  con  toda  solemni- 
dad al  príncipe,  haciéndole  una  arenga  en  nombre  del  pontífice. 

Falleció  por  aquellos  dias  Octevío,  duque  de  Parma,  padre  de 
Alejandro,  con  lo  cual  heredó  este  su  título  y  Estedos. 

No  quedada  en  todo  el  electorado  de  Colonia  mas  plaza  á  diqpo* 
sicion  de  la  parcialidad  del  antiguo  prelado,  que  la  de  Riaü)erg,  4 
donde  se  trasladó  inmediatamente  el  nuevo  duque.  Sin  perder  mo- 
mento emprendió  su  sitio,  pero  cuando  mas  empellado  estaba  en  ha 
operaciones,  recibió  de  los  Paises-Bajos  noticias  que  le  pusieron  tm 
hi  precisión  de  suspenderlas. 

Mientras  el  sitio  de  Nuiss,  no  habia  estedo  ocioso  en  sus  cuarte- 
les de  Utrech  el  conde  de  Leioesler.  Se  hallaba  en  graves  compnH 


míaos  fMtf  sa  propia  repataciop,  por  el  honor  y  (tigniducl  j]e  la  reipa 
á  gqiM  servw,  de  dar  muestras  públicas  de  que  no  en  vano  habiao 
YWiáo  h  Flaodes  las  tropas  aouliares  de  lo^terra.  Asoendian  sus 
loerfas  A  ooko  mil  iii&Dtes  y  tres  mil  ^ballos,  eompopiéndose  uo 
grau  QÚmero  de  las  ^opas  de  irlaadeses  y  escoceses,  gente  feroz 
MasluisJyada  k  las  ÍQcl0PieD£Ías  de  la  atmósfera,  familiarizada  con 
l»dQ  género  d»  peligras  y  penalidades.  Na  faltaban  en  su  campo  jefes 
enteodidos,  de  expuríencía,  algunos  de  los  cuales  como  Norrís  y 
Morgan,  hablan  hecha  la  guerra  en  los  Paises  Bajos.  También  se 
hallaba  eo  su  campo  en  calidad  de  aventurero  don  Antonio  de  Por- 
togal,  tan  frecuentemente  mencionado  en  vuestras  páginas. 

Comenzó  su»  operaciones  el  conde  de  Leicester  enviando  un  cuer- 
po de  tres  mil  hombres  á  las  órdenes  de  Mauricio  príncipe  de  Orau- 
ge»  que  comenzó  entonces  su  carreña  militar,  en  que  alcanzó  una 
(ama  y  pombradüa  igual  por  lo  menos  4  la  de  su  padre.  AcompaDa- 
ba  4  este  principe  el  inglés  Sír  Felipe  Sidney,  uno  de  los  hombres 
de  su  tiempo  mas  distinguidos  por  sus  gracias  personales,  su  ins-- 
trvccion,  la  generosidad  de  su  carácter  y  por  cuantas  cualidades 
constituían  entonces  un  cumplido  y  perfecto  caballero.  También  era 
este  su  primer  paso  »u  la  carrera  de  las  armas,  para  él  muy  corta, 
como  ya  veremos. 

Se  dirigía  este  destacamento  á  la  plaza  de  Axel  en  el  pais  de 
Waes  en  Flandes,  d^  la  que  se  apoderó  por  sorpresa,  entrada  ya  la 
Hioche.  La  misgiit  ^tatjva  hizo  en  la  plaza  de  Alost;  mas  fueron 
repelidos  los  ingleses  con  alguna  pérdida,  y  viendo  frustrada  su 
(impresa  se  volvieron  al  campo  de  Leicester. 

Deliberó  e^te  en  su  consejo  sobre  si  tomaría  la  dirección  deNuiss 
para  levantar  el  sitio  que  habia  puesto  á  la  jplava  el  príncipe  de 
Parma;  mas  sabedor  de  lo  pronto  que  habia  quedado  en  su  poder, 
pasó' A  poner  ¿Uio  k  la  plaza  de  Zutphea  en  la  provincia  de  Guel- 
dres^  situada  sobre  el  Issel  entre  el  ftin  y  el  Mosa.  Su  gobernador 
Juap  Tassis  se  hallaba  ausente  á  la  sazón,  en  tendiendo  en  un  ser- 
vicio dje  importancia  que  le  habia  encomendado  idl  general  en  jefe. 

Coa  estas  noticias  deliberó  Alejandro  sobre  si  convendría  mas. 
continuar  el  sitio  de  Rimberg,  ó  levantarle  para  ^utrchar  en  auxilio 
de  la  plaza  amenazada  por  Leicester.  Expusieron  muchos  los  gra-^ 
ves  uvales  que  iban  á  seguirse  para  el  electorado  de  Colonia,  de- 
jando A  Bimberg  eo  manos  de  los  enemigos  tan  encarnizados  del 
Quevo  arzobispo;  pero  otros  sostuvieron  7  con  mas  razón  que  era 

Tomo  1.  102 


80^  mSTOBU  M  MJH  n. 

todavía  mas  importante  el  no  dejar  caer  eo  las  de  los  iogleses  vm 
plaza  tan  importante  como  la  deZutphen.  Adoptó  el  daqae  de  Par- 
ma  nn  medio  expediente  entre  la  ^ntinnacion  del  sitio  y  su  total  le- 
vantamiento. En  frente  de  Rimberg,  situada  sobre  ei  Rín,  se  halla 
una  especie  de  isleta  desde  donde  se  podian  cortar  sos  comanicaekH 
nes  con  el  rio.  Hizo  el  duque  atacar  este  punto  á  viva  fuerza,  y  sos 
defensores  le  evacuaron  sin  ninguna  resistencia,  refugiándose  á  la 
plaza.  En  dicha  isleta  estableció  el  general  espafiol  mil  hombres  que 
con  el  auxilio  del  arte  hicieron  de  ella  un  punto  fuerte,  con  medios 
de  hostilizar  á  Rimberg  é  interceptarle  sus  convoyes.  Para  comple- 
tar el  bloqueo  hizo  Alejandro  levantar  otros  dos  fuertes  del  otro  la- 
do de  Rimberg,  y  cuyas  guarniciones  podian  darse  la  mano  con  la 
de  la  isla. 

Establecida  asi  esta  cadena  de  interceptación,  levantó  so  campo 
y  tomóla  dirección  de  Zutphen,  cuyo  sitio  no  se  hallaba  entonces 
bastante  adelantado  á  pesar  que  los  ingleses  se  hablan  hecho  due- 
fios  de  Doesburgo,  otra  plaza  pequeDa  á  sus  inmediaciones,  situada 
asimismo  sobre  el  Issel.  Envió  delante  á  Tassis  y  Verdugo  con  or- 
den de  entrar  en  Zutphen  y  tomar  el  mando  de  la  plaza  como  so 
gobernador,  y  el  segundo  de  situarse  en  Burcheló,  punto  importan- 
te de  sus  inmediaciones,  donde  debia  fortificarse  mientras  llegase  d 
cuerpo  del  ejército.  Para  dar  mayor  impulso  á  las  operaciones  y 
asegurar  la  comunicación  con  la  plaza  sitiada  se  adelantó  el  mismo 
Alejandro  con  quinientos  hombres  y  un  convoy  considerable  al  fren- 
te del  cual  entró  en  Zutphen  sin  encontrar  ningún  obstáculo. 

Penetrado  de  la  importancia  de  esta  plaza,  se  inclinó  el  duqne  á 
quedarse  en  ella  de  gobernador  mientras  durasen  las  operaciones 
del  sitio.  Mas  le  hicieron  ver  sus  principales  capitanes  lo  indecoro- 
so que  sería  para  su  persona,  y  el  cargo  de  que  estaba  revestido, 
quedar  encerrado  en  una  plaza  por  tropas  extranjeras;  y  que  toda 
la  importancia  de  la  plaza  de  Zutphen,  era  nada  en  compáncioii 
con  los  perjuicios  de  estar  privado  de  su  inmediata  comunicadoD , 
todo  el  pais  que  se  hallaba  bajo  su  mando.  Se  mostró  dócil  el  duque 
de  Parma,  y  salió  inmediatamente  de  Zutphen  á  reunirse  con  sos 
tropas,  dejando  con  el  cargo  de  gobernador  á  Verdugo  que  merecía 
toda  su  confianza. 

Lo  que  mas  urgia  era  enviar  un  nuevo  convoy  de  viveros  4  Zot- 
phen,  pues  los  introducidos  por  el  mismo  Alejandro,  no  podían  s»- 
tisfocer  las  necesidades  de  la  plaza.  Se  preparó,  pues,  un  grao  coih 


CAnniLO  u.  867 

voy  y  se  dio  al  marqués  del  Vasto  el  cargo  de  escoltarlo  con  un 
cuerpo  de  tres  mil  hombres.  Habiendo  caido  en  manos  del  [general 
inglés  el  aviso  que  se  daba  á  Verdugo  de  la  salida  del  [convoy;  en- 
vió Leice^ter  un  cuerpo  considerable  mandado  por  Roberto  Deve- 
reox,  quien  con  el  título  de  conde  de  Essex,  se  hizo  tan  famoso  en 
la  historia  y  en  la  fábula. 

Llegó  el  marqués  del  Vasto  sin  novedad  con  su  convoy  al  pueblo 
de  Varunsfeld,  á  legua  y  media  de  la  plaza.  Aquí  mandó  hacer  alto 
para  dar  á  sus  tropas  algún  momento  de  descanso.  Sin  teuer  noticia 
alguna  de  los  movimientos  de  los  enemigos,  se  vio  acometido  de  re- 
pente por  el  cuerpo  inglés  que  habia  permanecido  en  emboscada.  Se 
trabó  entre  los  dos  una  pelea  muy  reOida  y  muy  sangrienta  en  que 
los  espaOoles  atentos  á  la  conservación  de  su  convoy  y  á  pelear  al 
mismo  tiempo,  se  vieron  muy  comprometidos  desde  que  se  dio  prin- 
cipio á  la  refriega.  Por  las  dos  partes  se  combatió  con  obstinación  y 
gran  valor,  pues  se  median  muy  de  cerca.  AI  fin  pudieron  desemba- 
razarse los  espafiolea  de  su  convoy,  que  mientras  hacían  cara  á  los 
enemigos,  hicieron  mover  con  mucha  rapidez  h&cia  Zutphen,  don- 
de entró  felizmente  protegido  por  salidas  que  se  hicieron  de  orden 
de  Verdugo.  Los  ingleses  viendo  frustrado  su  proyecto  se  retiraron, 
y  lo  mismo  hicieron  los  españoles  volviéndose  á  su  campo.  Queda- 
ron en  la  acción  de  una  y  otra  parte  muchos  heridos  y  no  pocos 
muertos.  Se  contó  entre  estos  últimos  á  sir  Felipe  Sidney,  de  quien 
hemos  ya  hablado,  herido  mortalmente  de  un  lanzazo.  Sobre  las 
particularidades  de  la  muerte  de  este  famoso  (personaje  se  refieren 
anécdotas,  todas  en  realce  de  su  fama  y  mérito.  Aunque  sin  ningún 
cargo  importante  en  el  ejército,  fue  sentida  mucho  su  muerte  en  el 
pais  donde  se  celebraban  tanto  sus  virtudes,  su  instrucción  y  su  ta- 
lento. 

Con  la  introducción  en  Zutphen  del  convoy  y  el  refuerzo  de  guar- 
nicion,  estaba  la  plaza  por  un  tiempo  sin  peligro  de  caer  en  manos 
de  Leicester.  Aprovechó  este  respiro  el  duque  de  Parma,  para  salir 
60  busca  de  dos  mil  reitres  alemanes,  que  aguardaban  los  ingle- 
ses. Llevó  consigo  para  ello  un  cuerpo  de  mil  y  quinientos  hombres 
de  caballería;  pues  era  su  objeto,  menos  pelear  con  ellos  que  el 
atraérselos  á  su  partido,  y  esto,  no  porque  necesitase  dicho  refuer- 
zo, sino  por  quitársele  á  sus  enemigos. 

El  resultado  satisfizo  en  parte  sus  deseos,  pues  los  alemanes  por 
9Q8  persuasiones,  se  volvieron  á  sus  casas,  con  la  promesa  de  lia- 


80^  HI8T0K1Í  M  V£L1»S  n. 

Marios  cütindó  fdesen  neceónos,  y  además  «na  sama  do  poeo  con^ 
síderaMe  que  les  hizo  entregar  d  geoeral  esfMifiol  por  premio  desa 
deferencia. 

Mientras  tanto  se  apoderó,  el  conde  de  Leicester,  de  noa  isleta 
llamada  Velan,  situada  en  el  Issel  en  frente  de  Zatphen,  gaarned*- 
da  con  un  castillo ,  abandonada  por  su  gobernador  que  hizo  poca 
resistencia.  A  pesar  de  esta  ventaja,  no  cometió  mas  actos  de  hos- 
tilidad el  inglés  contra  la  plaza ,  sea  que  los  Creyese  infractoosos 
hallándose  esta  bien  guarnecida  y  bien  provista,  sea  que  le  impo'- 
siesen  las  tropas  de  Alejandro,  situadas  ventajosamente  en  las  in- 
mediaciones. Por  otra  parte,  el  invierno,  que  estaba  ya  endma, 
paralizó  aquel  sitio  y  puso  fin  á  la  campaDa  por  entrambas  partes. 
El  conde  de  Leicester  se  retiró  á  la  Haya ,  donde  celebraban  su 
asamblea  los  Estados,  y  el  duque  de  Parma  tomó  el  camino  de 
Bruselas. 

Sea  que  Alejandro  estuviese  cansado  de  la  guerra,  ó  que  desease 
verdaderamente  trasladarse  á  Parma  para  tomar  posesión  de  sus 
Estados,  pidió  al  rey  la  licencia  de  dejar  su  mando  y  de  marchar  4 
su  pais,  alegando  lo  apurado  de  las  circunstancias  en  que  se  halla- 
ba su  familia,  privada  también  desde  algunos  afios  antes  de  su  ma* 
dre.  Mas  Felipe  II,  con  tan  fuertes  motivos  para  no  deshacerse  de 
un  hábil  gobernador  de  Flandes,  de  tan  entendido  capitán,  respon- 
dió al  de  Parma  con  una  absoluta  negativa.  Le  hizo  ver  lo  imposi- 
ble de  su  ausencia  en  aquella  situación ,  cuando  tanto  importaba 
que  su  valor  y  capacidad  coronasen  una  obra  con  tanta  gloria  dd 
príncipe  empezada.  Que  en  cuanto  á  los  apuros  domésticos  de  que 
se  quejaba,  tomaba  por  su  cuenta  acudir  con  remedios  prontos  y 
eficaces,  que  disipasen  todos  sus  cuidados. 

Si  el  rey  de  EspaOa  se  hallaba,  ó  mostraba  hallarse,  tao  satis- 
fecho de  la  conducta  del  duque  de  Parma,  no  sucedía  le  mismo  á 
los  confederados  con  respecto  al  conde  de  Leicester.  Desde  el  princi- 
pio de  su  administración,  se  mostró  duro  y  altanero  manifestando 
tener  en  poco  los  consejos,  afectando  una  absoluta  independencia 
de  los  Estados ,  como  si  no  hubiese  otro  soberano  en  el  pais  qae  la 
reina  de  Inglaterra.  Con  nadie  contaba  para  sus  operadonee:  cen- 
feria  de  su  propia  autoridad  los  principales  cargos  del  país,  y  de 
los  caudales  que  se  ponian  &  su  disposición  hacia  el  use  que  le 
parecía  mas  conveniente  sin  dar  cuentas.  ExcÜó  esla  oméneta  des- 
contento' sutto  en  los  magnates  y  personas  mas  considerables,  ann* 


qtte  pof  el  respeto  que  les  inspiraba  la  reiaa  Isabel,  no  se  alreviai 
á  prOttonciarse  abiertameote  contra  so  valido.  Se  le  acosaba  basta 
de  culpable  negligencia  y  daDada  intención  en  sa  gobierno,  de  ba^ 
bér  consagrado  á  otros  usos  el  dinero  con  que  se  debian  alistar  los 
reitres  alemanes,  de  no  ecbar  mano  mas  que  de  ingleses  para  car-* 
gos  importantes ;  de  confiar  el  gobierno  de  algunas  plaxas  á  bonw 
bres  sospecbosos  que  babian  ya  militado  á  las.  órdenes  del  rey  de 
Espafla.  Por  su  parte,  se  mostraba  quejoso  el  conde  de  Leicester 
de  que  los  Estados  no  demostraban  deferencia  á  su  suprema  aute«- 
ridad  ni  agradecimiento  á  los  favores  de  su  reina ;  de  que  mientras 
tantos  sacrificios  bacia  esta  por  librarlos  del  yugo  de  sus  opresores, 
andaban  ellos  en  ocultos  tratos  solicitando  volver  á  la  gracia  de  su 
antiguo  dueSo.  Y  no  carecía  para  esto  de  razones  el  general  inglés, 
pues  en  medio  de  los  conflictos  de  una  guerra  tan  porfiada ,  jamás 
babian  faltado,  aunque  sin  buena  fé  por  una  parte  y  otra,  negocia^ 
clones  de  pacificación  tan  pronto  rotas  como  principiadas* 

Sabedora  Isabel  de  estas  disensiones,  llamó  al  conde  á  Inglaterra 
para  enterarse  mejor  de  sus  motivos.  Anunció  Leicester  su  partida 
á  los  Estados,  y  aunque  mostró  intenciones  de  que  le  sustituyes* 
otro  de  su  misma  nación  en  el  cargo  de  supremo  gobernante,  se 
resistieron  ¿  ello  abiertamente.  Se  presentaban  naturalmente  eoiao 
candidatos  para  esta  dignidad ,  entre  otros,  el  conde  de  Holak  y  d 
príncipe  Mauricio.  Mas  los  Estados,  restableciendo  el  uso  antiguo 
de  quedar  el  Senado  de  gobernador  por  ausencia  ó  muerte  del  pro* 
pietario,  le  invistieron  de  este  poder,  determinando  que  usase  en 
sus  órdenes  y  determinaciones  superiores  el  nombiM  y  el  sello  del 
conde  de  Leicester. 

Así  terminó  sin  mas  novedades  el  afio  158((,  permaneeiendo  en 
Bruselas  el  duque,  preparándose  para  la  próxima  campaSa.  Se  abrió 
esta  para  él  bajo  auspicios  muy  felices.  Se  apoderó  sin  resistencia 
de  las  plazas  de  Woue  y  de  Deventer  muy  cercanas  4  la  de  Zut-« 
phen.  También  cayó  en  sus  manos  el  castillo  de  Velan  sobre  la  is- 
leta  de  este  nombre  que  servia  como  de  obra  exterior  á  dioba  plan 
7  de  que  se  babia  apodorado  d  general  iaglés,  ooande  trataba  de 
sitiarla. 

La  circunstancia  de  ser  gobernador  de  Deventer  un  general  ñ^ 
glés  llamado  Stanley,  y  de  mandar  el  castillo  de  Velan  oiro  inglófl 
con  el  nombre  de  Rolando  York,  cenfimó  las  soqiedkas  y  renovó 
1m  aeusadones  que  se  baeian  á  Leicester  de  eonfiar  las  plasas  k 


S16  msTOBUDiFiURn* 

peraooas  desleales.  Los  dos  gobernadores  habían  servido  antesalas 
órdenes  de  EspaDa ;  los  dos  alegaban  como  escasa  de  su  debilidad 
ó  SQ  traición  el  deber  de  entregar  las  plazas  á  sa  antiguo  doefio.  El 
primero,  que  era  católico,  fué  remunerado  por  Felipe  II  por  este 
gran  servido,  mas  no  tocó  al  segando  ninguna  recompensa  sin  du- 
da por  no  ser  objeto  de  tanta  confianza  para  el  rey  de  Espalls. 

Escribieron  los  Estados  diversas  cartas  á  la  reina  de  Inglaterra, 
quejándose  de  nuevo  de  su  lugar-teniente.  Conservándose  este  en  el 
fovor  de  Isabel,  no  le  fue  difícil  deshacer  los  cargos  acriminando  i 
sus  acusadores.  Sin  embargo,  la  reina  siempre  cautelosa  ó  tal  vez 
para  acreditarse  de  imparcial  y  justa,  envió  á  los  Paises-Bajos  i 
Tomás  Sackviile,  lord  Burckhuss,  para  tomar  informaciones  y  oirá 
los  quejosos.  No  tardó  este  mucho  tiempo  en  penetrarse  del  justo 
motivo  de  las  acusaciones  y  de  los  pocos  servicios  que  habia  hecbo 
el  conde  Leícester  á  los  intereses  y  buen  nombre  de  la  reina.  A^se 
lo  comunicó  con  franqueza  y  lealtad,  mas  no  se  hallaba  dispuesta 
esta  princesa  á  castigar  á  quien  estaba  con  ella  tan  en  gracia.  Tra- 
bajó sí  por  calmar  las  animosidades  y  restituir  la  concordia  entre  su 
general  y  los  Estados;  tan  penetrada  estaba  de  la  necesidad  de  con- 
tinuar sus  auxilios  á  los  Paises-Bajos.  No  le  fué  difícil  allanar  esto 
terreno  é  inspirar  en  los  Estados  el  deseo  de  la  vuelta  de  su  favwi- 
to,  por  la  necesidad  en  que  se  hallaban  de  socorros  extranjeros.  Se 
decidió,  pues,  la  vuelta  del  conde  de  Leicester  á  los  Paises-Baios,  é 
inmediatamente  se  hizo  á  la  vela  con  refuerzo  de  buques,  de  gente 
y  de  dinero. 

Mientras  tanto  proseguía  el  duque  el  curso  de  sus  operaciones. 
Duefio  ya  de  todas  las  plazas  fuertes  del  Brabante  solo  le  restaba  en 
la  provincia  de  Flandes  la  expugnación  de  las  de  Ostende  y  de  la 
Esclusa*  Decidido  á  comenzar  por  esta  última,  hizo  un  amago  sobre 
la  de  Berg-op-zoon  para  llamar  la  atención  del  príncipe  de  Qrange. 
Pero  mientras  volaba  en  su  socorro  torció  el  duque  la  dirección  } 
marchó  apresuradamente  camino  hacia  la  Esclusa  en  euya  inmedia- 
don  sentó  sus  reales. 

Es  la  Esclusa  una  plaza  que  merece  el  nombre  de  maritima,  pues 
la  une  con  el  mar  un  ancho  canal,  por  donde  llegan  á  sos  moras 
todo  género  de  embarcaciones.  Se  subdivide  este  canal  desde  la  plasa 
hada  la  parte  de  Oriente  en  otros  varios  que  se  comunican  entre á 
por  medio  de  ramales,  dejando  á  la  dudad  inaccesible  por  aquel 
paraje.  El  único  terreno  por  donde  puede  aa  sitiador  aprosuMOQ 


GÁPnme  lx.  811 

se  halla  en  la  dirección  de  Brajas,  y  ano  es  sumamente  estrecho  y 
tan  blando  y  fangoso,  que  es  muy  difícil  formar  en  él  trincheras,  ni 
otras  obras  sólidas  de  sitio.  Entre  la  ciudad  y  el  mar  se  halla  la  is- 
lata  de  Gadsan,  que  sirve  &  la  plaza  de  obra  exterior  por  aquella 
parte.  A  la  derecha  y  á  muy  poca  distaúcia  se  halla  el  puerto  de 
Flesinga,  capital  de  la  isla  de  Valkren  de  donde  podía  recibir  socor- 
ros por  agua,  mientras  le  llegaban  por  tierra  de  la  plaza  de  Osten* 
de,  que  se  halla  á  la  izquierda.  Para  asegurar  las  comunicaciones 
entre  Ostende  y  la  Esclusa,  hablan  construido  los  confederados  el 
castillo  de  Blackemberg,  donde  hablan  puesto  guarnición  que  podia 
dar  auxilios  á  cualquiera  de  las  dos  plazas  en  caso  de  verse  amena- 
zadas. 

Convencido  el  duque  de  lo  indispensable  que  era  para  la  toma  de 
la  Esclusa,  el  privarla  de  sus  comunicaciones  con  el  mar,  adoptó  el 
mismo  sistema  que  habia  seguido  en  la  expugnación  de  Amberes. 
Se  apoderó  con  este  objeto  de  la  isleta  de  Gadsan,  fortificándola  de 
nuevo  para  hacer  frente  á  los  buques  que  viniesen  de  Flesinga.  Hizo 
inútiles  cuantas  tentativas  empefiaron  estos  para  introducir  socorros 
en  la  Esclusa;  y  para  interceptar  completamente  la  comunicación, 
echó  sobre  el  canal  dos  puentes  partiendo  de  la  isleta,  en  todo  pa- 
recidos al  que  habia  construido  en  el  Escalda.  Con  esto,  y  con  ha- 
berse apoderado  del  castillo  fuerte  de  Blackemberg,  €ortó  entera- 
mente las  comunicaciones  de  la  Esclusa,  dejándola  reducida  á  sus 
recursos  propios. 

Se  compoDía  la  guarnición  de  mil  seiscientos  hombres  mandados 
por  el  coronel  Groembert,  jefe  valiente  y  de  experiencia.  Con  tan 
pocas  fuerzas  á  su  disposición,  no  le  fué  posible  impedir  las  opera- 
ciones preliminares  de  Alejandro,  y  como  ni  el  príncipe  Mauricio  ni 
los  demás  generales  de  su  parcialidad  tuvieron  noticia  del  proyecto 
del  duque  de  sitiar  la  Esclusa,  terminó  sus  operaciones  sin  que  nin- 
guno por  parte  de  tierra  le  inquietase. 

Apoderado  de  Cadsan,  abrió  este  sus  trincheras  por  el  lado  acce- 
sible de  la  plaza.  T  aunque  avanzaban  poco  los  trabajos  se  procedió 
á  la  expugnación  de  un  fuerte  exterior  que  el  gobernador  habia  man- 
dado construir  de  la  otra  parte  de  los  fosos.  Hizo  el  fuerte  alguna 
resistencia,  de  modo  que  entretuvo  por  algunos  dias  á  los  sitiado- 
res. Mas  temeroso  el  gobernador  de  que  con  su  expugnación  á  viva 
faerza  perdería  la  gente  que  le  guarnecía,  y  creyendo  que  no  era 
indispensable  para  la  ulterior  defensa  de  la  plaza,  dispuso  q«e  la 


81t  ,         HI8T0VA  M  IRUF]I  n. 

evaenase  «d  d  silenoio  y  tioi«blas  d4  la  noche.  DaeBos  loa  eipifo- 
ks  de  este  punto  faerle,  se  sirvieron  de  él  para  dirigir  sos  tkos  il 
cuerpo  de  la  plaza. 

Mientras  tanto  desembarcaba  en  Flesioga  el  conde  de  Lemüet 
een  los  refuerzos  que  habia  traído  de  Inglaterra.  Ascendía  á  aela 
mil  el  número  de  sns  soldados  bien  provistos  de  todas  las  cosa»  ne- 
cesarías.  Faé  sq  primer  designio  socorrer  la  Esdqsa  por  mar,  lUi 
00  pudieron  los  navios  forzar  las  dos  pasos  qae  se  bailan  entre  la 
isla  de  Cadsan  y  las  orillas  del  canal,  por  el  que  comoníca  cod  el 
mar  la  plaza.  Repelido  por  todas  partes  el  general  Í0glés,  se  dirija 
&  Ostende  para  dar  la  mano  por  parte  de  tierra  á  los  sitiados.  Mas 
no  se  atrevió  á  expugnar  el  fuerte  de  Blackemberg,  por  donde  tenis 
que  pasar,  estando  situado  entre  las  dos  plazas  como  ya  beinos 


Asi  se  vio  la  Esclusa  destituida  de  socorros,  á  pesar  de  hallaise 
tan  cercanas  las  tropas  auxiliares.  Comenzaba  á  estar  en  apuros  Ii 
guarnición,  y  las  municiones  iban  escaseando  lo  mismo  que  los  vi- 
veres.  Avisó  secretamente  el  gobernador  al  conde  de  Leicester  li 
situación  en  que  se  hallaba,  manifestándole  que  á  no  recibir  socor- 
ros prontos,  se  vería  en  la  necesidad  de  entrar  en  convenios  con  los 
sitiadores.  Fué  esta  carta  interceptada  y  cayó  en  manos  de  Alejao- 
dro,  que  continuaba  estrechando  la  plaza  para  llegar  pronto  al  mo- 
mento del  asalto.  No  aguardaron  esto  lance  serio  los  sitiados.  Aco- 
gió el  duque  cop . benignidad  á  los  comisionados  que  le  envió  elgo- 
beroadorcon  proposiciones  de  entregar  la  plaza,  solicitando  porsoU 
eondifiion  el  que  se  permitiese  salir  con  todos  los  honores  de  goein 
A  las  tropas  que  mandaba.  Así  se  verificó  en  efecto,  y  el  duque  de 
Iteoa  afiadió  la  Esdusa  al  número  4^  sos  conquistas. 

MieBtrM  tanto  habia  hecho  Mauricio  una  incursión  ep  el  fin- 
baate,  dirigiéodose  A  las  plazas  de  Bois^le-Duc  y  Engen.  Cnaido 
trataba  seriamente  en  poner  sitio  á  Ja  prímera,  tuvo  qoe  acudir  i 
Flesinga  para  recilñr  ai  duque  de  íieicester.  Ko  adquirió  este,  como 
se  vó,  mas  gloria  sobre  la  plaza  de  la  Esclusa  que  sobre  la  de  Zit* 
pben.  Con  esto  xaotiroee  renovaron  los  descontentos,  las  «crímioa- 
eionea  de  una  y  otra  parte.  Iban  demasiado  mal  los  negocios  pin 
qa¿  los  Estados  no  se  condujesen  y  expresasen  con  aquelU  aerímo- 
nla  qae  signe  siempre  á  todo  descalabriO.  Les  habla  hecho  ver  de 
masiado  k  experiencia,  que  ningún  paso  habían  dado  en  el  sentidí 
de  m  eoMaiMpaciAa  eon  la  venida  de  aquellos  exIíanjerM.  y  que  el 


CAPITULO  LX.  818 

coDde  de  Leieester  do  había  probado  de  mejor  condicioD  que  el  do- 
qne  de  Anjou  y  el  archiduque  austríaco.  Con  esto  se  encendió  mas 
la  discordia,  y  hubo  divisiones  entre  los  mismos  naturales  del  pais, 
inclinándose  los  mas  á  la  causa  de  los  Estados,  mas  sin  carecer  de 
parcialidad  y  de  valedores  el  conde  de  Leicester.  No  faltaban  fra- 
guadores de  tramas  subversivas  en  favor  del  general  inglés,  y  hu- 
biese caido  en  sus  manos  la  plaza  de  Leyden  á  no  descubrirse  la 
traición  por  medió  de  la  que  se  pensaba  renovar  en  ella  lo  acaecido 
pocos  afios  antes  en  Amberes  cuando  habia  tratado  el  duque  de  An- 
jou de  apoderarse  de  ella  á  viva  fuerza.  No  fué  esta  la  ciudad  de  los 
Paises-Bajos  la  sola  donde  se  hicieron  semejantes  tentativas,  pues 
al  duque  de  Leicester  no  le  faltaban  poderosos  partidarios,  aunque 
la  generalidad,  y  sobre  todo  los  magnates  del  pais,  se  le  mostraban 
tan  contrarios.  Se  hallaban  á  la  cabeza  de  estos  el  príncipe  de  Oran- 
ge,  los  demás  individuos  de  la  familia  de  Nassau,  y  los  generales 
flamencos  que  mas  foma  habian  adquirído  en  aquellas  contiendas 
tan  refiidas.  Fáciles  son  de  concebir  las  animosidades,  las  descon- 
fianzas que  en  tales  casos  se  introducen  entre  las  gentes  del  pais  y 
auxiliares  extranjeros,  sobre  todo  cuando  estos  abusan  de  los  favo- 
res que  dispensan,  y  el  jefe  que  se  halla  á  la  cabeza  no  sabe  piiti- 
gar  á  favor  de  servicios  eminentes  el  disgusto  que  causan  sus  ma- 
neras arrogantes  y  las  pretensiones  de  dar  enteramente  la  ley  donde 
solo  viene  á  dar  auxilios.  No  era,  pues,  culpa  de  los  Estados  el  que 
tuviesen  que  poner  la  persona  del  conde  de  Leicester  casi  al  nivel 
de  la  del  duque  de  Anjóu  y  de  su  antecesor  el  archiduque  austríaco. 
Ni  tino,  ni  habilidad,  ni  genio  militar,  ni  don  de  mando  habia  sa- 
bido desplegar  el  general  inglés,  á  quien  no  asistían  mas  títulos  ni 
derechos  que  el  favor  de  una  reina  á  quien  ofuscaba  la  pasión,  para 
no  conocer  el  poco  méríto  de  su  cortesano.  Sin  embargo,  recibió  sin 
notable  disgusto  las  quejas  que  por  todas  partes  la  llegaban,  tanto 
de  las  autoridades  del  pais,  como  de  las  personas  que  ejercian  mas 
influencia.  Atormentada  por  otra  parte  con  las  acusaciones  que  el 
mismo  conde  hacia  de  sus  enemigos,  tuvo  por  conveniente  llamarte 
por  segunda  vez  á  Inglaterra.  Partió,  pues,  Leicester  de  losPaises- 
Bajos,  y  se  restituyó  con  poca  gloria  á  su  pais,  donde  tardó  pocos 
afios  en  llegar  el  instante  de  su  fallecimiento.  No  acompañaron  al 
general  ingles  todas  sus  tropas,  siendo  de  notar  que  Isabel,  á  pesar 
de  esta  especie  de  ruptura,  conservó  todas  las  aparíencias  de  amis-> 

Tomo  i.  108 


81 1  HISTOIU  DS  FKLIfin. 

tad  hacia  los  Paises-Bajos,  y  no  dejó  después  de  soeorrerios  eoB  tro- 
pas y  dinero. 

Con  la  salida  del  conde  de  Leicester  de  Flandes  calmaron  moclio 
las  agitaciones  que  turbaban  el  pais,  y  el  príncipe  Mauricio  recobró 
del  todo  el  ascendiente  que  verdaderamente  merecía  por  su  habili- 
dad, tanto  en  campafta  como  en  los  asuntos  de  administradoD  y  de 
política.  Fué  en  todo  digno  sucesor  de  su  padre,  y  supo  obrar  de 
modo  que  se  echaba  poco  de  menos  al  hombre  distinguido  que  se 
podía  considerar  como  el  principal  autor  de  la  independencia  de  lu 
patria.  Florecian  las  provincias  del  Norte  sujetas  á  su  principal  ad- 
ministración, por  su  industria,  por  el  desarrollo  de  la  navegación, 
que  hicieron  muy  pronto  de  este  pais  una  de  las  principales  potencias 
marítimas  de  Europa.  Era  general  en  él  este  espíritu  de  libertad, 
resorte  de  tantas  cosas  grandes,  y  la  resolución  de  no  volver  nunca 
á  sufrir  el  yugo  de  un  príncipe  extranjero.  En  las  del  Mediodía,  su- 
jetas con  pocas  excepciones  á  la  obediencia  de  este  rey,  fermentaba 
todavía  el  descontento.  La  luchado  las  dos  religiones  producía  efec- 
tos mas  visibles;  y  como  por  otra  parte  habían  sido  por  mas  tiempo 
teatro  de  una  guerra  activa,  sufrían  todas  las  calamidades  que  son 
inevitable  resultado  de  estos  choques  tan  violentos. 

Fueron  muy  pocas  las  operaciones  militares  durante  todo  el  curso 
de  1587.  Mientras  el  duque  de  Parma  se  hallaba  sobre  la  plaza  de 
la  Esclusa,  se  entregó  la  de  Gñeldres  á  los  espaffoles  sin  ninguna 
resistencia.  Los  confederados  sitiaron  y  tomaron  después  de  una 
larga  defensa  y  una  batalla  en  sus  inmediaciones  la  plaza  de  Bng^l; 
mas  no  fueron  igualmente  dichosos  con  la  de  Bois-le-Duc,  que  se 
resistió,  obligándolos  á  levantar  el  sitio. 

Uno  de  los  grandes  inconvenientes  que  ofreció  esta  larga  contien- 
da en  los  Paises-Bajos,  fué  que  ninguno  de  los  dos  partidos  tuvo 
fuerzas  suficientes  para  dominar  completamente  un  pais  que,  &  pe- 
sar de  su  corta  superficie,  se  halla  atravesado  por  tantos  ríos,  cor- 
tado con  tantos  canales  y  erizado  con  tantas  fortalezas.  FueroD  cor- 
tas las  del  duque  de  Alba,  y  del  mismo  defecto  adolecieron  las  de 
Requesens  y  don  Juan  de  Austria.  Mas  numerosas  eran  lasque  man- 
daba el  duque  de  Parma,  pero  nunca  le  bastaron  para  tantas  aten- 
ciones. Engrosado  con  tantas  conquistas  y  en  posesión  de  una  fama 
tan  esclarecida,  se  hallaba  ahora  con  todos  los  medios  siificieotesde 
aumentar  considerablemente  sus  filas  con  los  infinitos  que  buscaban 
su  fortuna  en  las  batallas,  y  tenian  á  honor  el  servir  bajo  un  can- 


CAPITULO  LX.  815 

dillo  de  tanta  oombradla.  A  este  objeto,  paes,  se  consagraban  todos 
los  cuidados  de  Alejandro  durante  su  residencia  en  Bruselas,  adonde 
se  trasladó  después  de  la  toma  de  la  Esclusa.  Pero  su  ejército,  que 
tanto  se  aumentaba,  no  tenía  entonces  por  objeto  la  sujeción  total 
de  los  Paises-Bajos.  Otra  mas  importante  empresa  tenia  fijos  sobre 
si  los  ojos  de  la  Europa.  Habia  llegado  el  tiempo  de  pronunciarse  en 
llama  abierta  el  fuego  oculto  del  odio  que  Isabel  y  Felipe  II  se  pro- 
fesaban mutuamente.  Ya  la  reina  de  Inglaterra  se  había  declarado 
enemiga  del  de  España  enviando  tropas  auxiliares  á  los  Paises- 
Bajos.  Ya  habia  cometido  actos  de  abierta  hostilidad  protegiendo  á 
don  Antonio  de  Portugal,  enviándole  á  las  islas  Terceras  provisto 
de  buques,  de  tropas  y  dinero.  Otras  manifestaciones  de  la  misma 
clase  hacían  aventureros  marítimos,  que  bajo  sus  auspicios  y  con 
su  bandera,  infestaban  nuestras  posesiones  del  nuevo  mundo.  De- 
claró, pues,  la  guerra  en  toda  forma  Felipe  II  á1a  reina  Isabel,  y 
las  palabras  iban  &  ser  acompasadas  de  los  hechos.  Mas  antes  de 
ocuparnos  de  ellos,  necesitamos  hacer  otra  excursión  por  Francia  é 
Inglaterra,  donde  veremos  nuevas  causas  de  una  contienda,  en  que 
para  Felipe  II  se  trataba  nada  menos  que  de  la  ruina  de  su  anta- 
gonista. 


EáPITtiLO  Ua 


Asantos  de  Francia.— liguen  los  procedimientos  de  la  Santa  liga.-^Encono  contra  los 
calvinistas.— Negociaciones  para  neutralizar  la  guerra  que  amenaza.— Todas  infruc- 
tuosas.—Negociaciones  del  rey  de  España,  de  Catalina  de  Médicis,  de  los  políti- 
cos, de  Enrique  de  Navarra.— Cada  vez  mas  encendido  el  odio  de  los  dela^liga.— 
Tratado  de  Nemours.— Euptura  del  tratado  de  pacificación.  —Se  pone  el  rey  al 
frente  del  partido  católico.— Excomulga  Sixto  V  á  Enrique  de  Navarra  y  al  prínci- 
pe de  Conde.— Protesta  en  contra  del  primero.— Ouerra.^Batalla  de  Contras  y 
victoria  por  Enrique  de  Navarra ^Victoria  del  duque  de  Guisa  sobre  los  reí- 
tres  de  Alemania.— Nuevas  intrigas.- Nuevos  odios  contra  el  rey.— Entrada  del 
duque  de  Guisa  en  París. — Jomada  de  las  barricadas.— Se  retira  el  rey  de  París  y 
se  dirige  á  Chartres  (1).  (1580—1588.) 


El  último  tratado  de  pacificación  entre  el  partido  católico  y  cal- 
vinista ajustado  en  Francia,  segnn  hemos  hecho  ver  en  el  capitu- 
lo X,  no  podia  menos  de  adolecer  de  la  instabilidad  que  distin- 
guía á  los  otros  de  la  misma  clase.  Sí  era  imposible  la  continuación 
por  mucho  tiempo  de  la  guerra  por  falta  de  recursos  de  ana  y  otra 
parte,  era  igualmente  imposible  una  paz  sincera,  y  por  lo  mismo 
sólida  entre  partidos  que  mutuamente  se  excluían.  En  Francia  se 
hallaban  frente  á  frente  los  dos  campos  religiosos  y  políticos  en  que 
entonces  estaba  la  Europa  dividida.  En  otros  países  habia  una  uni- 
dad de  religión  ora  católica,  ora  protestante :  en  otros  se  hallaba 
una  de  ellas  en  grande  minoría  y  sometida  por  lo  mismo  á  la  rival 
que  dominaba.  Solo  en  Francia  luchaban  abiertamente  como  dos 


(I)  Lai  mlamw  notorMadet  que  en  el  oapftalo  L, 


CApnmo  Lxi.  817 

MDtrarios  qne  se  creen  ood  bastantes  faenas  para  obtener  nn  trínn* 
fo  decisivo.  Teniendo  en  consideración  el  carácter  intolerante  de  la 
época,  se  pnede  imaginar  qne  existia  en  Francia  nna  agitación,  nna 
guerra  civil  en  permanencia,  pnes  no  podian  vivir  en  paz  dos  reli* 
giones  que  difiriendo  tanto  en  principios  daban  por  resultados  en 
politica  dos  sistemas  asimismo  opuestos.  La  religión  en  efecto  que 
escribía  en  su  bandera  el  libre  examen  en  materias  de  creencia, 
debia  de  tener  tendencias  muy  diversas  de  la  que  profesaban  por 
principio  inconcuso  la  ciega  sumisión  á  la  autoridad  y  decisiones  de 
la  Iglesia.  Bajo  este  punto  de  vista  se  deben  considerar  estas  famo* 
sas  contiendas  que  tanto  distinguieron  el  siglo  XYI,  que  se  propa- 
garon hasta  el  XVII,  y  aunque  muy  débilmente  basta  el  XVIII.  Así 
la  Inglaterra,  la  Escocia,  los  insurgentes  de  los  Paises-Bajos,  y  los 
príncipes  luteranos  del  Imperio  por  una  parte,  y  del  otro  lado  el 
emperador,  los  principes  de  Italia,  el  rey  de  EspaOa  y  el  papa  sobre 
todo,  contemplaban  con  intenso  interés  esta  luchado  sus  principios 
y  opiniones  respectivas  con  tanto  calor  empeOada  en  el  suelo  de  la 
Francia.  Por  esto  los  adalides  de  las  dos  facciones  tenian  sus  alia- 
dos naturales  en  los  paises  extranjeros  y  de  ellos  aguardaban  y  re- 
cibían efectivamente  auxilios  mas  ó  menos  poderosos. 

En  cuanto  al  rey  de  EspaBa,  cuyo  reinado  describimos,  ya  se  sa- 
be cuál  de  los  dos  partidos  que  despedazaban  á  la  Francia  era  ob- 
jeto de  sus  simpatías.  Hemos  visto  con  cuánto  descontento  suyo  se 
ajustó  el  tratado  de  Poitiers,  y  las  resoluciones  que  manifestó  se 
vería  obligado  á  tomar  después  de  este  suceso.  Además  de  lo  in- 
capaz que  le  parecía  Enrique  III  para  asegurar  de  una  vez  el  triun- 
fo del  catolicismo  en  Francia,  estaba  resentido  de  este  rey  por  el 
apoyo  al  menos  indirecto  que  daba  á  los  alzados  de  los  Paises-Bajos. 
La  expedición  del  duque  de  Anjou  en  que  no  pudo  menos  de  tener 
participación  el  rey  de  Francia,  dio  nuevo  pábulo  al  disgusto  y  re- 
sentimiento de  Felipe,  y  si  no  estalló  entonces  una  abierta  hostilidad, 
fué  porque  se  hallaba  con  medios  de  hacérsela  mayor  sin  mostrarse 
abiertamente  su  enemigo.  Debían  de  ser  y  lo  eran  en  efecto  todas 
las  simpatías  del  rey,  por  la  santa  liga  católica  formada  en  Francia 
sin  la  participación  del  rey  Enrique,  y  cuyos  vínculos  se  iban  ha- 
ciendo cadadia  mas  estrechos.  En  todas  las  ciudades  tenia  ramifi- 
cación y  contaba  con  las  personas  mas  ricas  é  influyentes.  En  las 
manicipalidades  se  hallaba  su  asiento  principal,  y  con  las  manifes- 
taciones mas  públicas  apoyadas  en  ceremonias  y  pompa  religioias, 


81 S  BISTOSU  DI  FBLIPB  O. 

se  hacían  hasta  un  deber  de  proclamar  abiertamente  én  existeneia. 
A  la  cabeza  de  esta  vasta  asociacioD  contiDuabaD  los  príncipes  de 
la  casa  de  Lorena  constantes  campeones  del  catolicismo,  descolland» 
entre  ellos  Enrique,  duque  de  Guisa,  jefe  ¿  la  sazón  de  la  familia. 
Con  los  principes  de  Lorena  se  hallaban  muchos  grandes  personajes 
del  pais,  aspirando  todos  á  obrar  con  independencia  de  un  monarea 
no  solo  poco  estimado  sino  hasta  blanco  de  desprecio.  ¿Cuántos  mo- 
tivos no  debía  de  tener  pues  el  rey  de  Espafia  para  animar,  para 
auxiliar  con  su  consejo,  con  su  protección  y  hasta  con  medios  pe- 
cuniarios esta  santa  liga  tan  celosa,  tan  entusiasmada  en  defensa  de 
la  religión  católica,  tan  inconciliable  enemiga  de  los  hugonotes  á 
quienes  téúía  jurada  su  completa  ruina?  Toda  su  correspondencia 
de  aquel  tiempo,  da  claros  testimonios  de  la  parte  activa  que  desde 
el  (éndo  del  Escorial  tomaba.  Felipe  II  en  las  turbulencias  de  la 
Francia.  Era  el  duque  de  Guisa  el  principal  ol«eto  de  su  simpatía, 
en  quien  tepia  puestas  sus  grandes  esperanzas,  á  quien  escritña 
frecuentemente  dándole  consejos,  animándole  á  seguir  adelante  cod 
su  empresa,  ofreciéndole  para  ello  toda  especie  de  recursos.  Con  el 
pseudónimo  de  Mucio  se  comunicaba  el  de  Guisa  con  Felipe,  y  ta- 
les eran  las  esperanzas  de  la  poderosa  protección  del  rey  que  casi  se 
consideraba  á  este  como  el  jefe  supremo  de  la  liga.  Así  mandaba  de 
hecho,  aunque  no  de  un  modo  ostensible,  el  rey  de  Espafia  en  la 
porción  mas  numerosa,  mas  influyente,  mas  poderosa  de  la 
Francia* 

Tenia  esta  vasta  asociación  un  fin  político  de  grande  traacendm- 
cia,  y  que  no  apoyaba  menos  Felipe  II  que  los  otros  puramente 
religiosos.  Se  hallaba  sin  hijos,  y  con  la  reputación  de  no  poder 
tenerlos  Enrique  IIl,  último  vastago  de  la  ramade  Valois,  habiaids 
muerto  también  sin  sucesión  el  duque  de  Anjou,  último  de  sus  her- 
manos. Extinguida  esta  &milia  quedaba  la  mas  próxima  al  troaok 
casa  de  Borbon  descendiente  de  un  hijo  segundo  de  San  Luis,  casa- 
do con  la  sefiora  de  Borbon  que  dio  su  nombre  á  la  familia.  Era  su 
representante  el  joven  Enrique  de  Navarra,  y  considerado  por  lo 
mismo  como  el  heredero  legítimo  y  forzoso.  Mas  ¿qué  perspeeCífa 
se  oft^ia,  á  la  Francia  católica,  cuando  llegase  á  tomar  poseaioii 
de  la  corona  un  rey  hereje?  La  exclusión,  pues,  de  Enrique  de 
Navarra  de  la  sucesión,  debió  de  ser  uno  de  los  grandes  objetos  á^ 
la  santa  liga.  Asi  lo  fué  en  efecto.  Para  suceder  á  Enrique  III  desig- 
nó al  mismo  duque  de  Guisa,  á  fovor  de  cuya  idea  se  forjó  ud  árbol 


CAPITULO  LXI«  819 

geDealógico  por  el  que  aparecían  los  príncipes  de  la  casa  de  LoroDa 
desceodientes  del  mismo  Garlo^-Magoo.  Aunque  era  falso,  no  repa- 
raba el  espíritu  de  partido  en  este  inconveniente,  ni  importaba  mu- 
cho á  los  intereses  de  la  liga  que  fuese  el  de  Guisa  heredero  por  la 
ley,  con  tal  que  de  otro  modo  resultase  serlo  de  hecho.  Apoyó  Fe- 
lipe 11  esta  intriga  que  aunque  secreta,  no  dejaba  de  ser  en  cierlo 
modo  pública.  Se  llegó  á  firmar  un  tratado  secreto  enJoinville  entre 
Felipe  H  y  los  individuos  de  la  casa  de  Guisa,  cuyas  disposiciones 
principales  eran  :  primera,  la  exclusión  absoluta  del  trono  no  solo 
contra  el  rey  de  Navarra,  sino  contra  todo  príncipe  de  sangre  real 
de  Francia  que  no  fuese  católico :  segunda,  el  reconocimiento  del 
cardenal  de  Borbon,  por  heredero  de  la  corona  en  caso  de  falleci- 
miento de  Enrique  til  sin  hijos  varones  legítimos :  tercera,  la  pro- 
hibición en  Francia  del  ejercicio  de  toda  religión  que  no  fuese  la 
católica  romana :  cuarta,  la  admisión  en  Francia  del  Concilio  de 
Trente  :  quinta,  la  restitución  á  Espafia  de  Gambray,  sola  plaza 
que  poseía  la  Francia  por  la  empresa  del  duque  de  Anjou  en  los  Pai- 
ses*Bajos.  Bajo  estas  condiciones  se  comprometía  Felipe  II  á  pagar 
á  la  liga  cincuenta  mil  escudos  de  oro  al  mes  para  hacer  la  guerra 
al  partido  calvinista.  Por  este  tratado  no  solo  quedaba  excluido  de  la 
sucesión  Enrique  de  Navarra,  sino  también  su  primo,  el  príncipe 
de  Conde,  asimismo  protestante.  Los  dos  eran  jefes  de  las  dos  ra- 
mas de  la  casa  de  Borbon  entonces  existentes.  El  cardenal  de  Bor- 
bon nombrado  en  el  tratado  era  tio  paterno  de  Enrique  de  Navarra, 
hermano  de  su  padre  Antonio.  Y  á  su  fallecimiento  por  precisión 
tenia  que  pasar  el  trono,  según  los  términos  del  tratado,  á  otra  fa- 
milia. De  la  de  Guisano  se  hacia  mención,  mas  era  entre  todos  un 
tácito  convenio.  Tampoco  con  venia  &  Felipe  II  mostrarse  explícito  ni 
obligarse  á  nada  por  razones  que  después  veremos. 

Para  la  completa  sanción  del  tratado,  no  faltaba  mas  que  la  apro- 
bación del  Papa  que  todavía  lo  era  Gregorio  XIII,  aunque  sobrevi- 
vió muy  poco  &  este  convenio.  Se  prestó  propicio  el  Pontífice  á  los 
deseos  de  la  liga,  manifestados  por  sus  órganos  principales,  entre 
los  que  figuraba  en  primer  término  el  rey  da  Espafia,  y  autorizó 
ona  estipulación  que  redundaba  en  tanta  utilidad  para  la  religión  . 
católica. 

La  anunciación  *sola  de  un  hecho  semejante  en  Francia  sin  parti- 
cipación ninguna  de  su  rey,  muestra  bien  ¿  las  claras  á  qué  punto 
de  dese&tímacion  había  llegado  su  persona.  Sin  voluntad  propia, 


810  HISTORIA  DB  IVLIPB  n. 

paes  se  hallaba  siempre  bajo  la  inflaeDcia  de  so  madre,  sin  energit 
DÍDguDa  en  medio  de  este  conflicto  de  partidos,  do  era  en  realidad 
mas  que  una  sombra  y  fontasma  de  monarca.  Con  tantas  maoifes- 
taciones  públicas  de  catolicismo,  con  tantos  actos  de  devoción  á  que 
á  vista  de  todos  se  entregaba,  no  era  menos  objeto  'de  desprecio  y 
hasta  de  odio,  para  los  católicos  ardientes.  En  todas  partes  llovian 
censaras  y  acriminaciones  sobre  sa  conducta.  Se  llegaba  hasta  á 
predicar  en  los  pulpitos  contra  sus  vicios,  sus  disoluciones  y  so  hi- 
pocresía. Reproducía  la  prensa  eñ  mil  sentidos  esta  invectiva,  y 
hasta  no  faltaban  caricaturas  que  manifestaban  á  las  claras  el  des- 
precio con  que  lo  miraban  los  liguistas. 

Unirse  con  los  calvinistas  era  para  él  sumamente  peligroso,  pues 
daría  orígen  á  abiertas  sediciones.  Permanecer  neutral  entre  los  dos 
partidos  contendientes,  le  exponía  á  quedarse  aun  sin  la  sombra  de 
autoridad  que  le  restaba.  En  tanta  perplejidad  no  le  quedaba  mas 
partido  que  echarse  en  brazos  de  la  liga,  que  ir  hacia  quien  do  le 
buscaba  ni  llamaba,  que  declararse  jefe  nominal  de  los  que  tenian 
ya  sus  caudillos  desiguados.  A  esta  resolucioD  se  atuvo  pues,  eomo 
hacia  alguDos  aSos  aotes,  pasando  por  la  humillacioD  de  firmar  ac- 
tas y  disposicioDes  cuyo  objeto  final  era  nada  menos  que  de  destro- 
narle. 

Su  madre,  Catalina  de  Médícis,  princesa  hábil  y  astuta  que  du- 
rante tantos  afios  se  habia  engolfado  en  un  mar  de  intrigas,  á  fin  de 
neutralizar  uno  con  otro  los  dos  partidos  rivales ;  que  habia  sabido 
quedar  siempre  con  la  influencia  principal  en  el  gobierno,  ya  iodi- 
nándose  á  estos,  ya  á  los  otros,  comenzaba  á  sentirse  inferior  &  tan- 
tos rivales  poderosos  y  sin  fuerzas  para  salir  airosa  en  los  nuevos 
conflictos  que  se  preparabau.  Instigadora  principal  eu  esta  resolu- 
ción que  tomó  el  rey  de  declararse  por  la  liga,  conoció  muy  pronto 
que  era  en  ella  de  tan  poca  importancia  su  persona  como  la  del  mis- 
mo Enrique.  Consistían  todas  sus  esperanzas  en  el  partido  medio, 
cuyos  esfuerzos  se  dirigían  todos  á  embotar  las  armas  que  por  en- 
trambas partes  se  afilaban.  No  querian  los  hombres  del  justo  medio 
de  entonces  ni  la  influencia  del  rey  de  Espafia,  ni  la  preponderancia 
de  los  Guisas,  ni  la  exaltación  del  partido  extremo  católico,  m  mvr 
cho  menos  el  triunfo  completo  de  los  calvinistas.  Neutralizar  todos 
estos  elementos  á  la  vez  no  era  muy  f&cil.  Asi  fio  fueron  felices  eo 
sus  negociaciones. 

Uno  de  los  objetos  á  que  aspiraban  los  hombres  del  partido  me 


CAPITULO  LXÍ.  881 

dioágnienes  daban  el  nombre  de  poHHcos,  era  la  conversión  defin- 
riqne  de  Navarra,  creyendo  que  con  esto  se  desarmarían  los  que  en 
so  cualidad  de  herejes  se  apoyaban  para  privarle  de  la  sucesión  á 
la  corona.  Era  sin  duda  este  paso  deseable,  y  tal  vez  hubiesen  neu- 
tralizado los  esfuerzos  de  los  directores  de  la  liga.  Mas  se  hallaba 
demasiado  comprometido  el  de  Navarra  con  los  jefes  y  demás  per- 
sonas influyentes  de  su  parcialidad  para  hacer  una  abjuración  que 
le  hubiese  deshonrado  en  su  concepto,  tal  vez  sin  adelantar  nada 
con  los  de  la  contraria.  Hacia  tan  poco  tiempo  que  habia  vuelto  de 
nuevo  al  seno  del  calvinismo,  que  sería  hasta  una  mengua  suya  se- 
mejante inconsecuencia.  Y  aunque  á  la  verdad  no  era  este  príncipe 
demasiado  adicto  y  apegado  á  creencias  religiosas  como  lo  hizo  ver 
algunos  afios  después  de  estos  sucesos,  entonces  se  mantuvo  tan  fiel 
á  su  partido  y  prefirió  sus  peligros  y  sus  glorias  &  la  fortuna  que 
tal  vez  le  aguardaba,  adoptando  las  creencias  de  sus  antagonistas. 
Asi  quedaron  frustrados  los  designios  de  la  reina  madre  y  demás 
personas  que  querian  evitar  á  toda  costa  la  guerra  que  á  Francia 
amenazaba.  Los  instigadores  de  esta  contienda,  los  jefes  ardientes 
de  la  liga  deseosos  de  cerrar  todo  camino  á  las  negociaciones,  su- 
gerian  medidas  que  llevasen  las  cosas  al  punto  de  ser  inevitable  una 
ruptura.  Titubeaba  siempre  el  rey,  á  pesar  de  haberse  declarado 
jefe  de  la  liga,  mas  los  principales  directores  de  la  asociación,  sin 
tener  en  cuenta  su  repugnancia,  ó  tal  vez  deseando  que  sirviese  de 
pretexto  para  dar  pasos  aun  mas  atrevidos,  se  mostraban  cada  vez 
mas  exigentes  y  trataban  de  sujetar  á  Enrique  con  nuevas  condi- 
ciones. A  mediados  de  1 585  celebraron  conferencias  en  Nemours  v 

•I 

vinieron  á  un  tratado  definitivo  cuyas  condiciones  fueron :  que  se 
expidiese  un  decreto  perpetuo  é  irrevocable,  para  prohibir  todo  ejer- 
cicio del  culto  calvinista,  declarando  que  no  hubiese  en  adelante 
otra  religión  que  la  católica,  apostólica  y  romana;  que  se  obligase 
&  dejar  el  reino  á  todos  los  subditos  que  no  quisiesen  vivir  en  di- 
cha religión;  que  se  declarasen  todos  los  herejes  incapaces  de  todo 
cargo  público,  oficio  y  dignidades;  que  se  devolviesen  quedando  en 
libertad  las  ciudades  que  para  su  seguridad  se  habían  dado  al  par- 
tido calvinista;  que  aprobase  el  rey  todos  los  alistamientos  y  demás 
actos  de  hostilidad  por  parte  de  los  principes,  oficiales  de  la  corona, 
prelados,  señores,  ciudades  y  comunidades  que  habian  tenido  por 
objeto  la  conservación  de  la  religión  católica,  apostólica,  romana; 
que  se  conservase  en  sus  destinos,  en  sus  cargos  y  mandos  á  I03 

TOMOl.  101 


82i  HI&TOhU  DK  FELIPA  lí. 

gobernadores  generales  que  fnubieseo  seguido  el  partido  de  estos 
principes;  que  se  entregasen  al  cardenal  de  Borbon  y  á  los  jefes  de 
ia  familia  de  Guisa  algunas  plazas  fuertes  para  su  seguridad;  que 
se  diese  licencia  á  los  lansquenetes  y  reitres  alemanes,  y  que  se  pu- 
siesen en  libertad  los  prisioneros  sin  rescate  alguno.  Se  firmó  este 
tratado  en  Nemours  por  la  reina  Catalina,  por  Garlos,  cardenal  de 
Borbon,  por  Luis,  cardenal  de  Guisa,  por  Enrique  de  Lorena,  du- 
que de  Guisa,  por  Carlos  de  Lorena,  duque  de  Mayena.  Por  él  pa- 
saba de  hecho  el  gobierno  del  Estado  y  la  dirección  de  la  fuerza  pú- 
blica á  manos  de  ios  hombres  de  la  liga. 

Sometido  de  este  modo  el  rey  de  Francia  á  todo  el  influjo  de  uo 
partido  inmenso  organizado  contra  su  misma  voluntad,  tuvo  que  su- 
frir sus  consecuencias.  El  primer  paso  que  se  vio  obligado  á  dar, 
fué  un  decreto  contra  los  protestantes  á  tenor  de  lo  convenido  en  el 
tratado,  prohibiéndoles  el  ejercicio  de  su  religión,  mandando  salir 
del  reino  al  que  no  se  conformase  con  el  de  la  católica,  y  declarando 
libres  las  ciudades  que  para  su  seguridad  se  les  habian  seDalado. 
Era  una  declaración  de  guerra  en  toda  forma.  Partidos  tan  vastos  y 
tan  ramificados  como  el  de  los  calvinistas  en  el  reino,  no  se  destru- 
yen por  medio  de  un  decreto. 

Resonaron  en  todos  los  ángulos  del  reino  los  acentos  de  una 
guerra  que  iba  á  ser  mas  larga  y  desastrosa  que  las  otras.  Prepa- 
rados los  de  la  liga  á  este  conflicto,  no  anduvieron  remisos  en  alis- 
tar hombres ,  en  aprontar  armas,  en  tomar  disposiciones  para  lle- 
var lo  mejor  de  la  lid,  en  suministrar  subsidios  pecuniarios.  Las  pe- 
ticiones que  con  este  motivo  hizo  el  rey  á  las  diversas  corporacio- 
nes municipales  no  fueron  desairadas.  Acudió  el  clero  igualmente 
con  cuantiosos  subsidios.  No  faltaron  tampoco  por  parte  de  Felipe  D, 
uno  de  los  resortes  principales  de  este  movimiento.  La  corte  tam- 
bién se  preparó  á  la  guerra  y  se  rodeó  de  los  principales  personajes 
que,  sin  pertenecer  á  la  liga,  trataban  de  seguir  en  todo  la  fortuna 
del  monarca. 

k  grandes  apuros  se  veia  reducido  Enrique  de  Navarra,  puestea 
la  cabeza  de  un  partido  valiente,  decidido,  entusiasmado,  mas  ca* 
yas  fuerzas  no  podian  competir  con  las  de  su  contrarío.  Hasta  eo- 
tonces  se  habia  lisonjeado  de  que  el  rey  de  Francia  colocado  entre 
los  calvinistas  y  los  jefes  fogosos  de  la  liga,  neutralizaría  con  todas 
sus  fuerzas  los  proyectos  de  sus  ardientes  enemigos;  mas  cuando  fe 
vio  á  la  cabeza  de  esta  santa  asociación,  y  ciego,  aunque  io volunta- 


CAPITULO  LXl.  ,823 

t  •  t  ■ 

I 

rio  ÍDstrqin,eDto  de  todas  sus  antipatías,  se  creyó  destituido  de  todos 
sus  auxilios.  Eo  sus  correligionarios  de  afuera,  en  Isabel  de  Ingla- 
terra, en  los  insurgentes  de  los  Paises-Bajos,  en  los  príncipes  lute- 
ranos del  Imperio,  en  los  predicantes  de  Ginebra,  tenia  cifradas  sus 
principales  esperanzas;  mas  los  socorros  que  podían  enviarle,  se  ba- 
ilaba lejos  todavía.  Para  complicar  los  embarazos  vino  á  herirle  la 
bula  de  excomunión  que  la  liga  habia  llegado  á  conseguir  del  Papa. 
Acababa  de  morir  Gregorio  XIU,  dejando  la  silla  pontificia  á  Félix 
Pereti,  cardenal  de  Montalto,  que  la  ocupó  con  el  nombre  de  Six- 
to Y,  tan  famoso  en  aquella  época,  y  que  ocupa  un  lugar  tan  dis- 
tinguido en  todas  las  historias.  Este  pontífice  que  adquirió  la  fama 
de  enérgico,  de  fogoso,  de  campeón  intolerante  de  las  prerogativas 
de  la  Iglesia,  se  mostró  sin  embargo  algo  remiso  en  adoptar  la  me- 
dida de  la  excomunión  que  por  parte  de  la  liga  se  le  reclamaba. 
Tampoco  se  manifestó  en  un  principio  muy  adicto  á  esta  famosa 
asociación  que  de  tan  católica  blasonaba;  pero  después  de  la  acce- 
sión ó  la  aquiescencia  explícita  del- rey,  se  declaró  mas  propenso  y 
decidido  á  fomentar  sus  intereses ,  que  eran  en  realidad  los  de  la 
Iglesia. 

Mientras  tanto  se  dieron  nuevos  pasos  para  la  conversión  de  En- 
rique de  Navarra,  único  medio  de  disipar  la  tempestad  que  tenia  ya 
encima.  Le  enviaron  con  este  objeto  una  abadesa  de  sangre  real  lla- 
mada madama  de  Soissons;  pero  no  fué  mas  dichosa  esta  sefiora  que 
otros  &  quienes  se  habia  confiado  el  mismo  encargo.  El  rey  de  Na- 
varra y  el  príncipe  de  Conde,  en  la  entrevista  que  tuvieron  con  ma- 
dama de  Soissons,  respondieron  que  no  eran  nifiosá  quienes  se  ame- 
nazaba con  azotes :  que  los  únicos  medios  de  que  se  habían  valido 
en  la  corte  de  Garlos  IX  para  hacerles  abjurar  el  calvinismo,  no  ha- 
bían sido  mas  que  los  de  la  compulsión  y  el  terror,  sin  que  entrase 
para  nada  la  convicción,  la  sola  que  se  debía  enrplear  en  tales  ca- 
sos :  que  por  lo  mismo  nada  era  mas  natural  de  que  puestos  en  li- 
bertad hubiesen  vuelto  al  seno  de  la  religión  en  que  habían  sido 
criados  y  educados,  y  que  sostendrían  con  tesón  á  la  cabeza  de  todo 
su  partido. 

Entonces  se  lanzó  por  fin  la  fatal  bula.  En  virtud  de  ella  decla- 
raba excomulgados  el  papa  Sixto  Y  á  Enrique  de  Borbon,  ex-rey 
de  Navarra,  y  á  Enrique  de  Borbon,  ex-príncipe  de  Conde,  que  des- 
de su  nifiez  seguían  las  herejías  de  Calvino.  Se  manifestaba  en  la 
bula,  que  á  pesar  de  los  esfuerzos  que  se  habían  hecho  para  res  tí- 


S2i  ffiSTOBU  DX  PKUFI  U. 

luirlos  á  la  fe  católica,  apostólica  y  romana,  á  pesar  de  haberse  coo* 
vertido  á  ella ,  habiao  abrazado  de  naevo  el  calvinismo,  coomo- 
vieodo  y  armando  á  los  sediciosos  herejes,  de  que  eran  jefes,  goias 
y  protectores  en  Francia,  y  grandes  defensores  de  los  extranjeros. 
Por  lo  mismo,  queriendo  Sixto  V  desenvainar  contra  ellos  el  cochillo 
según  correspondía  á  su  cargo,  y  al  mismo  tiempo  oiuy  sentido  de 
que  le  fuese  necesario  usar  esta  arma  contra  una  generación  bas- 
tarda y  detestable  de  la  ilustre  familia  de  Borbon,  pronunciaba  y 
declaraba  á  los  dos  individuos  ya  dichos,  herejes  y  relapsos  en  he- 
rejía, reos  de  lesa  majestad  divina,  enemigos  jurados  de  la  fe  cató- 
lica, imponiéndoseles  por  sentencia  y  pena,  según  los  santos  Cá- 
nones, el  ser  destituidos:  Enrique  de  su  supuesto  reino  de  Navarra, 
así  como  del  principado  de  Bearne;  y  el  otro  Enrique  de  Conde,  de 
todos  los  principados,  castillos,  ducados  y  seDoríos;  privados  ambos 
de  toda  dignidad,  honores,  bienes,  cargos,  oficios,  declarándolos  in- 
capaces é  inhábiles  de  toda  sucesión,  y  sobre  todo  al  reino  de  Fran- 
cia, contra  el  que  habían  cometido  tan  enormes  crímenes;  priván- 
dolos de  esta  corona  no  solo  á  ellos,  sino  á  toda  su  posteridad,  al- 
zando el  juramento  de  fidelidad  á  cuantos  se  le  hubiesen  prestado. 
Se  mandaba  además  á  todos  los  obispos  y  arzobispos,  que  hiciesen 
publicar  la  bula,  que  se  fijaría  en  la  puerta  del  Príncipe  de  los 
apóstoles. 

En  lugar  de  sentirse  aterrado  Enrique  con  aquestos  rayos  hizo 
hizo  fijar  en  Roma,  á  la  puerta  del  palacio  pontifical,  y  sobre  las 
puertas  de  las  principales  iglesias,  la  protesta  siguiente,  que  no 
podemos  menos  de  insertar  por  la  curiosidad  del  documento:  «ÍEn- 
i^rique  por  la  gracia  de  Dios,  rey  de  Navarra,  príncipe  soberano  de 
x>Bearne,  primer  par  y  príncipe  de  Francia,  se  opone  á  la  declara- 
»cion  y  excomunión  de  Sixto  Y,  que  se  llama  papa  de  Roma;  la 
^declara  falsa,  y  apela  de  ella  al  tribunal  de  los  pares  de  Francia, 
»de  quienes  tiene  el  honor  de  ser  el  primero;  y  en  lo  que  toca  al 
«crimen  de  herejía,  del  que  se  halla  falsamente  acusado  por  la  de- 
Dclaracion,  dice  y  sostiene  que  Sixto,  llamado  papa,  ha  mentido 
»falsa  y  maliciosamente,  y  que  él  mismo  es  hereje,  lo  que  probará 
»eü  pleno  concilio  libre  y  legítimamente  reunido,  al  cual,  si  el  di- 
»cho  Sixto  no  se  somete,  como  está  obligado  á  ello  por  los  mismos 
«cánones,  sostiene  y  declara  que  es  hereje  y  ante-Cristo,  y  que  en 
«esta  cualidad  le  hará  una  guerra  perpetua;  protestando  contra  la 
«nulidad  del  acto  de  la  excomunión,  y  que  reclamará  contra  él  y 


GÁFITOLO  Í^XI.  8S5 

»SQs  sucesores  para  la  reparación  de  la  ÍDJuría  qae  se  le  ha  hecho 
»á  él  y  á  toda  la  casa  de  Francia,  como  lo  requiere  el  hecho  y  la 
x>Decesidad  presente.  Que  si  en  otras  ocasiones  los  príncipes  y  los 
»reyes  sus  predecesores,  han  sabido  castigar  la  temeridad  de  las 
agentes  como  este  llamado  papa  Sixto,  cuando  se  han  olvidado  de 
losQS  deberes  y  pasado  de  los  límites  de  su  vocación,  confundiendo 
»lo  temporal  con  lo  espiritual,  el  dicho  del  rey  de  Navarra,  que  no 
loes  nada  inferior  á  ellos,  espera  que  Dios  le  haga  la  gracia  de  ven- 
»gar  la  injuria  hecha  á  su  rey,  á  su  casa  y  á  su  sangre,  y  á  todos 
dIos  parlamentos  de  Francia  sobre  el  que  se  llama  papa  y  sus  su- 
I  «cesores,  implorando  con  este  motivo  la  ayuda  y  socorro  de  todos 
»los  príncipes,  reyes,  ciudades  verdaderamente  cristianas  á  quien 
»conciernael  hecho.» 

No  contento  Enrique  de  Navarra  con  esta  manifestación,  se  diri- 
gió á  los  Estados  de  Francia  justificando  su  conducta,  mientras  sus 
principales  partidarios  hacían  circular  folletos  en  que  se  denuncia- 
ba la  ambición  de  los  príncipes  de  la  casa  de  Guisa  y  de  cuantos 
atizaban  la  guerra  ya  declarada  entre  los  católicos  y  los  reforma- 
dos. Mas  la  guerra  ya  era  un  hecho  positivo.  Pronunciado  con  tan- 
ta solemnidad  el  Vaticano  á  favor  de  los  liguistas,  estaban  resueltos 
á  sostener  mas  que  nunca  esta  decisión  con  las  armas  en  la  mano. 

Los  protestantes  eran  los  menos;  mas  no  por  eso  dejaron  de  acu- 
dir animosos  á  ponerse  bajo  la  bandera  del  joven  Enrique  de  Na- 
varra. Mientras  tanto  se  presentaban  los  emisarios  de  este  príncipe 
en  la  corte  de  Isabel  y  en  la  de  los  luteranos  del  ;lmper¡o.  No  per- 
manecían ociosos  por  su  parte  los  pretendientes  de  Ginebra,  solici- 
tando auxilios  en  obsequio  de  la  santa  causa.  El  famoso  Teodoro 
Beza  iba  en  misión  por  todas  partes,  poniendo  en  acción  el  inmen- 
so ascendiente  que  ejercía  en  todos  sus  correligionarios.  Por  sus 
exhortaciones  enviaron  los  príncipes  del  imperio  comisionados  á  la 
corte  de  Francia,  con  objeto  de  hacer  entrar  al  rey  en  sentimientos 
mas  pacíficos.  Mas  como  no  era  el  rey  Enrique  III  el  autor  de  aque- 
lla guerra,  no  pudo  dar  respuesta  satisfactoria  á  los  embajadores. 
£Dtonces  los  príncipes  echaron  mano  de  un  medio  mas  eficaz,  po- 
niendo en  movimiento  cuerpos  numerosos  de  reitres  alemanes,  que 
se  dirigieron  á  la  frontera  de  Francia  ¿  darse  la  mano  con  las  tropas 
de  Enrique  de  Navarra. 

Estaban  ya  los  ejércitos  de  uno  y  otro  bando  en  movimiento;  á 
cada  instante  se  aguardaban  noticias  de  batallas.  A  favor  del  calvi- 


826  msTopoÁ  ra  feupb  ii. 

Dista  estaba  la  experíaDoia  de  ta  guerra,  y  un  valw  ouDca  deamea- 
tído  60  los  combates;  Todos  los  setteres  de  esta  persuasión  dejaroo 
sus  hogares,  seguidos  de  todos  sus  dependientes  y  vasallos.  Consis- 
tía su  mayor  fuerza  en  caballería,  y  los  hombres  iban  cubiertos  de 
hierro  como  los  caballos.  Reinaba  en  su  campo  aquel  silencio  religio- 
so, aquella  gravedad  y  hasta  austeridad  en  sus  obras  y  palabras,  qoe 
era  entonces  el  carácter  dominante  en  cuantos  se  preciaban  de  seguir 
las  nuevas  doctrinas  religiosas.  El  ejército  realista,  sise  le  puede  dar 
este  nombre,  reducido  como  entonces  estaba  el  rey  auna  especie  de 
fantasma,  era  mucho  mas  numeroso,  aunque  heterogéneo.  Por  un 
lado  se  hallaba  la  gente  alistada  en  las  ciudades  bajóla  influencia  y 
dirección  de  los  jefes  mas  ardientes  de  la  liga:  del  otro  las  tropas 
que  pertenecían  directamente  á  la  corte,  y  en  cuyas  filas  se  hallaban 
un  gran  número  de  caballeros  afiliados  al  partido  medio,  qneno 
aprobaban  aquella  guerra,  mas  que  no  podian  menos  de  obedecer 
las  órdenes  que,  á  pesar  suyo,  les  daba  su  monarca. 

Con  las  tropas  del  rey  ó  de  la  liga,  se  hicieron  seis  cuerpos  de 
ejército.  Se  envió  el  uno,  á  las  órdenes  del  duque  de  Joyeuse,  con- 
tra Enrique  de  Navarra,  que  se  hallaba  entonces  entre  el  Loire  y  el 
Carona.  Partió  al  frente  de  otro,  Enrique,  duque  de  Cuisa,  á  salir 
al  eucneutro  de  los  reitres  alemanes.  Cubría  con  otro  k  Paris  el  du- 
que de  Mayena,  por  si  dichos  reitres  eludían  el  encuentro  del  de 
Guisa,  ó  tal  vez  le  derrotaban .  Se  cubrían  con  otros  dos  la  Auver- 
nia  y  el  Delfinado,  y  con  el  último  la  Normandía  para  impedir  que 
se  juntasen  con  el  de  Navarra  los  auxilios  que  este  esperaba  de  los 
aliados  extranjeros. 

Ocurrió  el  primer  encuentro  cerca  del  pueblo  de  Contras  en  el 
Poitou  entre  el  duque  de  Joyeuse  y  Enrique  de  Navarra.  Fué  el 
choque  violento,  la  batalla  sangrienta,  y  la  victoria  decisiva  por 
parto  de  los  calvinistas,  &  pesar  de  que  á  favor  de  sus  contrarios 
militaba  la  superioridad  del  número.  Apenas  entró  en  acción  la  in- 
tantería.  Quedó  cadáver  en  el  campo  el  duque  de  Joyeuse,  y  con  él 
un  gran  número  de  caballeros,  peleando  todos  con  denuedo.  La  su- 
perioridad fué  toda  por  parte  de  los  calvinistas,  que  si  no  estaban 
dotados  de  mas  valor,  tenían  de  su  parte  la  mayor  pujanza  perso- 
nal, y  el  estar  endurecidos  en  todas  las  fatigas  de  la  guerra.  Se  con- 
dujo en  la  acción  Enrique  de  Navarra  con  el  valor  é  intrepidea  que 
tan  famoso  ya  le  hacian. 

Causó  la  noticia  de  este  desastre  sensación  profunda  en  b1  campo 


CáPíTULO  LXI.  M 

católico,  y  mocho  mas  en  la  corte,  donde  el  duque  de  JOyeiise  erií 
uno  de  los  principales  favoritos.  Quizá  por  esta  circunstancia  áe 
enconaron  mas  contra  el  rey  los  liguistas  exaltados,  echándole  la 
culpa  de  la  pérdida  de  la  jornada. 

No  fué  de  grande  utilidad  para  los  calvinistas  una  victoria  tan 
brillante  y  decisiva.  En  aquella  lucha  de  partidos,  los  ejércitos  com- 
batientes no  eran  mas  que  una  pequefia  fracción  de  los  que  en  ellos 
se  hallaban  afiliados.  Se  podia  destruir  un  ejército  sin  acabar  con 
una  parcialidad  que  estaba  siempre  viva.  Por  otra  parte  los  calvi- 
nistas que  no  podian  sostenerse  mucho  en  campafia,  por  precisión 
tenian  que  retirarse  á  sus  casas,  aguardando  nueva  ocasión  para 
ponerse  en  movimiento. 

La  desgracia  sufrida  por  el  duque  de  Joyeuse  en  las  llanuras  de 
Poitou,  fué  reparada  con  usura  por  el  duque  de  Guisa  en  las  fron- 
teras de  Lorena.  Avanzaban  los  reitres  alemanes  lentamente  con  to- 
das precauciones  por  el  odio  de  que  eran  objeto  en  todo  el  pais  que 
atravesaban.  Se  levantaban  las  poblaciones  en  masa  y  echaban  con- 
tra ellos  las  campanas  á  rebato.  En  esta  situación  atacó  inopinada- 
mente el  campo  de  estos  extranjeros  el  duque  de  Guisa  y  los  der- 
rotó completamente,  haciéndoles  retirarse  en  dispersión  y  dejar  para 
siempre  aquel  territorio  que  tan  fatal  habia  sido  para  ellos. 

Llegaron  hasta  el  cielo  las  alabanzas  cantadas  por  los  jefes  de  la 
liga  á  favor  del  príncipe  de  Lorena  que  acababa  de  prestar  tan  úti- 
les servicios  á  la  santa  causa;  de  un  príncipe  defensor  ardiente  del 
catolicismo.  El  paralelo  que  se  hizo  entonces  entre  el  jefe  de  la  liga 
vencedor  y  el  general  de  la  corte  destrozado,  redundó  en  nuevo  des- 
crédito del  rey  con  quien  se  tenian  cada  dia  nuevas  consideracio- 
nes. A  desvirtuarle,  á  hacerle  objeto  de  desprecio,  á  convertirle  en 
una  completa  nulidad,  aspiraban  los  jefes  ardientes  de  la  liga.  No 
se  contentaban  sin  duda  con  excluir  de  la  sucesión  á  los  príncipes 
calvinistas;  el  deshacerse  de  su  persona  misma,  era  el  último  resul- 
tado á  que  aspiraban;  designio  que  se  concibe  muy  bien,  teniendo 
presente  que  Enrique  III  era  mozo,  casi  de  menos  edad  aun  que  el 
mismo  Guisa. 

No  contento  con  las  condiciones  que  le  habían  impuesto  en  el 
convenio  que  habia  dado  principio  á  esta  guerra,  se  juntaron  en 
Nancy  los  jefes  principales,  y  después  de  varias  conferencias,  se  de- 
terminó intimar  al  rey,  que  se  mostrase  mas  abierta  y  públicamen- 
te protector  y  amigo  de  la  santa  liga;  que  quitase  las  plazas,  esta- 


8t8  HISTORU  DB  FSLTPB  lí. 

dos  y  oficios  importantes  á  las  personas  qoe  se  le  designasoD;  que 
hiciese  publicar  el  GoDcilio  de  Tropto  en  toda  Francia,  de  qae  esta* 
bleciese  la  Inquisición  á  lo  menos  en  las  ciudades  que  tenían  el  ti- 
tulo de  buenas:  que  se  pusiesen  en  las  manos  de  los  que  se  le  nom- 
brasen las  plazas  fuertes  de  importancia:  que  igualmente  se  le 
designarían,  las  en  que  harían  las  fortificaciones  é  introducirían  la 
gente  de  guerra  que  mejor  les  pareciese:  que  pagase  en  la  Loreoa 
y  en  las  inmediaciones  un  número  de  tropas  suficiente  á  fin  de  im- 
pedir una  invasión  de  soldados  extranjeros:  que  para  cubrir  otros 
gastos  se  vendiesen  lo  mas  pronto  posible  y  sin  ninguna  formalidad, 
los  bienes  de  todos  los  herejes  y  sus  asociados:  que  en  adelante  do 
se  diese  cuartel  á  ningún  hereje  á  no  ofrecer  una  seguridad  válida 
de  ser  buen  católico  y  pagando  el  valor  de  sus  bienes  en  caso  de  no 
estar  vendidos. 

Tales  fueron  las  nuevas  condiciones  que  desde  Nancy  se  enviaron 
al  rey  á  París  para  que  las  firmase  si  quería  continuar  en  la  pose- 
sión de  la  corona.  Que  en  esta  conferencia,  en  este  negocio  estaba  la 
persona  del  rey  de  Bspafia  como  la  mas  influyente,  además  de  ser  tan 
probable,  consta  de  documentos  auténticois  como  son  las  cartas  fre- 
cuentes que  escribía  ásus  embajadores.  Estaba  esta  conducta  en  sa 
política,  en  sus  ideas,  en  sus  proyectos  ulteriores.  Quería  que  la 
Francia  fuese  tan  católica  como  EspaDa,  quería  la  expurgacion  ab- 
soluta de  los  protestantes,  que  desapareciese  de  aquel  trono  un  mo- 
narca débil  é  inconstante  de  cuya  amistad  no  tenia  pruebas,  habién- 
dolas antes  recibido  ya  de  lo  contrario,  por  la  entrada  en  los  Países- 
Bajos  del  príncipe  de  Anjou,  por  el  apresto  de  la  expedición  enviada 
á  la  Tercera.  Lo  que  quería  Felipe  II  era  un  rey  de  Francia  ardiente 
católico  enteramente  á  su  disposición;  es  decir,  reinar  él  mismo  de 
hecho  aunque  otro  estuviese  en  posesión  del  titulo. 

Mientras  se  extendían  en  Nancy  los  nuevos  artículos  que  debía 
firmar  el  rey  de  Francia,  se  hallaba  este  entregado  á  los  actos  pé- 
blicos  de  devoción  que  le  eran  ya  tan  habituales.  Asistía  á  las  proce- 
siones, se  mezclaba  con  los  penitentes,  visitaba  los  conventos:  nada 
omitía  pitra  hacer  ver  la  sinceridad  de  sus  príncipios  católicos.  Mas 
por  una  fatalidad  de  este  monarca,  se  obstinaba  el  partido  ardiente 
de  la  liga  en  hacer  ver  que  todos  estos  actos  llevaban  el  sello  de  b 
hipocresía.  A  pesar  de  haberse  declarado  protector  y  jefe  de  la  liga, 
no  cesaban  de  declamar  contra  sus  vicios,  contra  sus  dísolndoaes 
hasta  de  lo  alto  de  los  mismos  pulpitos. 


CAPITULO  LXI.  88d 

Firmó  EDríqüe  111  los  artículos  relativos  á  la  admisión  de]  God- 
cilio  de  Trento,  al  establecimieoto  de  la  Inquisicioo»  aplazando  los 
relativos  á  la  entrega  de  las  ciudades,  confiscación  de  los  bienes  de 
los  calvinistas  y  otros  de  este  género.  Asf  quedó  por  entonces  inde- 
cisa la  liga,  y  neutralizadas  sus  hostilidades.  Mas  volvió  á  encender 
pronto  la  llama  del  descontento,  subiendo  mas  de  punto  las  exigen- 
cias de  un  partido  que  no  quería  amistad  con  el  rey,  á  menos  que 
se  sometiese  á  ser  el  ciego  instrumento  de  Joda  su  política. 

Permanecia  el  duque  de  Guisa  en  la  corte  de  Lorena  rodeado  de 
sus  mas  celosos  partidarios,  cada  vez  en  correspondencia  mas  acti- 
va con  Felipe  II,  á  quien  hacia  ver  la  urgencia  de  enviarle  los  au- 
xilios pecuniarios  que  tantas  veces  le  habia  prometido.  No  era  sin 
duda  avaro  el  rey  de  EspaDa ,  sobre  todo  tratándose  de  fomentar 
empresas  que  favorecian  sus  miras  y  servían  su  política,  pero  so- 
brado cauto  y  receloso,  desconfiando  tal  vez  de  la  buena  fé  con  que 
le  ayudaban  sus  partidarios  en  Francia,  gastaba  con  ellos  mas  pa- 
labras que  obras  y  por  ningún  estilo  les  enviaba  todo  el  dinero  que 
pedian.  No  era  extraDo  que  el  lujo,  la  esplendidez  en  que  vivían 
todos  los  magnates  de  aquel  reino  disgustase  á  un  hombre  tan  rí- 
gido, tan  parco,  tan  mesurado  en  suscostumbres.  Sin  embargo, 
tenia  que  servirse  de  ellos  como  instrumentos  necesaríos  á  lo,  menos 
por  entonces,  reservándose  otra  conducta  para  cuando  se  mostrase 
mas  despejado  el  horizonte. 

Mientras  los  Guisas  intrigaban  en  Lorena,  los  liguistas  de  París 
mas  celosos,  mas  ardientes,  mas  desinteresados,  menos  calculado- 
res, acusaban  á  los  primeros  de  tibios,  de  remisos  en  venir  al  seno 
de  la  capital  á  consumar  la  obra  de  lo  que  ellos  llamaban  el  triunfo 
de  la  religión  católica.  Enemigos  cada  vez  mas  declarados  del  mo- 
narca y  de  los  hombres  del  partido  medio  á  quienes  profesaban 
poco  menos  odio  que  á  los  calvinistas  mismos «  temían  con  razón 
que  disgustado  y  ofendido  el  rey,  y  viendo  el  borde  del  abismo  en 
que  le  habían  colocado,  despertase  del  letargo,  se  rodease  de  sus 
machos  y  celosos  servidores,  y,  acordándose  de  que  era  el  rey, 
diese  un  golpe  de  estado  en'Paris  mismo,  apoderándose  violenta- 
mente de  las  personas  de  los  jefes  populares.  Tal  vez  era  este  el 
designio  de  Enrique  111,  quien  no  carecía  de  valor,  y  probablemente 
no  se  había  olvidado  de  los  triunfos  obtenidos  en  sus  primeros  aOos. 
Sin  duda  estaba  esto  en  las  miras  de  la  reina  Catalina,  de  los  polí- 
ticos y  de  todos  los  que  veían  con  inquietud  los  funestos  progresos 

Tomo  i.  103 


\ 


830  HISTOBU  DI  nUPB  II. 

de  la  liga.  Por  eso  los  jefes  de  esta  parcialidad  enviaban  espieso 
sobre  espreso  al  duque  de  Guisa  para  que  viniese  cuanto  mas  an- 
tes á  ponerse  al  frente  de  los  buenos  catélicos  que  se  hallaban  eD 
peligro,  llegando  hasta  á  decirle  que  en  caso  de  vacilar  cuando  el 
combate  era  indispensable,  no  les  faltarla  otro  jefe  que  quisiese 
conducirlos  al  peligro. 

El  rey  por  su  parte  sabedor  de  todas  estas  tramas,  prohibió  lü 
duque  de  Guisa  y  á  los  parciales  que  le  aeompaDaban  en  Lorena, 
volver  á  París  sin  que  precediese  para  ello  una  orden  suya.  Al  mis- 
mo tiempo  hacia  que  se  acercasen  á  la  capital  las  tropas  que  le 
eran  mas  leales,  tomando  otras  disposiciones  para  neutralizar  las  de 
los  vecinos  de  París  y  refrenar  al  menos  su  osadía.  Habla  pocos  mo- 
mentos que  perder:  de  una  y  otra  parte  se  estaban  preparando  para 
una  lucha  abierta.  La  colisión  que  pocos  afios  antes  habia  tenido 
lugar  entre  católicos  y  calvinistas,  ito  á  realizarse  ahora  entre  ca- 
tólicos fanáticos,  y  ios  que  á  los  ojos  de  los  primeros  pasaban  por 
tibios  y  por^indiferentes.  Era  la  misma  intolerancia,  el  mismo  d^ 
de  persecución  el  que  á  los  parisienses  agitaba.  Antes,  se  había 
mostrado  el  rey  instrumento  dócil  de  sus  voluntades.  Ahora  era  el 
rey  el  blanco  de  todos  sus  enojos.  Se  trataba  nada  menos  que  de 
un  destronamiento ,  porque  Enrique  111,  á  las  ojos  de  la  liga,  no 
tenia  de  católico  mas  que  la  apariencia. 

El  duque  de  Guisa ,  penetrado  de  que  no  habia  ya  momento  que 
perder,  voló  á  París,  á  pesar  de  la  prohibición  expresa  del  monar- 
ca. Aunque  hizo  su  entrada  en  ademan  de  disfrazado,  fué  recono- 
cido por  los  suyos  y  acogido  con  demostraciones  de  entusiasmo. 
Pronto  se  supo  en  todo  Paris  la  llegada  de  este  famoso  personaje. 
Se  alarmó  la  corte,  y  el  rey  se  llenó  de  indignación  al  ver  tanta 
osadía  por  parte  de  su  subdito.  Pero  este  subdito,  mas^^berano  en 
Paris  que  el  mismo  Enríque,  arrostró  su  cólera  presentándose  en  el 
Louvre,  donde  dio  sus  excusas  por  su  venida  á  la  capital  sin  orden 
del  monarca. 

Hubo  de  contentarse  el  rey  con  ellas,  puesto  que  le  admitió  á  su 
presencia  y  le  hizo  un  recibimiento  favorable,  aunque  mareado  coo 
un  tono  de  reconvención  que  daba  mas  realce  á  su  flaqueza. 

Ta  no  era  tiempo  de  tergiversar  para  ninguno  de  los  dos  parti* 
dos.  O  el  rey  ó  Guisa  iba  á  quedar  en  Paris  de  soberano.  Poso  el 
primero  sus  tropas  en  movimiento  para  sujetar  la  capital :  organizó 
la  capital  sin  tropas  sus  medios  de  defensa.  Los  vecinos  acudioToa 


capítulo  lxi.  831 

á  808  puestos.  Se  cerraron  las  tiendas  y  las  puertas  de  las  casas : 
se  coranaroD  las  yentanas  y  los  techos  de  personas  en  actitud  de 
lanzar  proyectiles  y  toda  clase  de  materias  inflamadas.  Mientras  las 
tropas  penetraban  por  la  capital  y  se  apoderaban  de  los  puntos 
principales,  se  barreaban  las  calles  con  cadenas  de  hierro ,  estacas 
y  demás  obstáculos.  Se  vieron  así  las  tropas  embarazadas  en  sus 
movimientos,  privadas  de  sus  mutuas  comunicaciones,  á  merced 
del  populacho  que  los  acometía  al  abrigo  de  aquella  clase  de  fortí- 
ficaciones,  acosados  por  los  golpes  que  les  venian  de  lo  alto,  sin 
ser  bastantes  á  aj^gar  los  fuegos  de  aquellas  baterías.  La  partida 
no  era  igual :  corrían  los  invasores  á  una  ruina  inevitable,  empe- 
fiándose  en  seguir  adelante  con  la  empresa.  Tuvieron,  pues,  que 
retroceder  del  mejor  modo  que  pudieron,  pues  los  vecinos,  perci- 
biéndolos en  retirada,  trataron  de  facilitársela  sin  cometer  con  ellos 
mas  hostilidades. 

Esta  famosa  jornada,  conocida  en  la  historia  con  el  nombre  de 
Jornada  de  las  Barricadas,  no  fué  muy  sangrienta,  como  se  deja 
ver  por  este  relato  tan  conciso ;  mas  fué  un  triunfo  para  el  pueblo 
de  París,  un  triunfo  para  la  santa  liga,  un  triunfo  sin  igual  para  el 
duque  de  Guisa,  que  se  atrevió  á  medirse  frente,  á  frente  con  el  rey 
de  Francia.  Contemplaba  este  desde  el  Louvre  con  todos  los  sentí- 
mientos  de  tristeza,  de  la  indignación  mas  viva^  este  desaire  de  su 
autoridad,  esta  victoria  de  sus  encarnizados  enemigos.  ¿Qué  le 
restaba  que  hacer  en  tan  triste  coyuntura?  ¿Permanecería  en  Paris 
donde  se  hallaba  su  cetro  destrozado?  ¿4guardaria  en  el  Louvre  que 
viniesen  á  sitiarle  é  imponerle  mas  duras  condiciones?  Consistía, 
pues,  su  salvación  en  alejarse  de  Paris :  asi  lo  hizo  en  efecto  al  dia 
siguiente,  dirigiéndose  á  Ghartres  con  la  reina  madre  y  sus  fieles 
servidores. 

Tocaba  el  drama  ya  á  su  desenlace;  mas  por  ahora  volveremos  á 
otro  de  no  menos  interés,  y  en  que  también  hacia  papel  el  rey  de 
EspaOa. 


CAPmH*0l4XH. 


Asantos  de  Inglaterra  y  de  Escocia. — Regencia  del  conde  de  Morton  en  este  último 
país. — ^Mayoría  de  Jacobo  VI. — Proceso  y  suplicio  de  Morton. — Situación  de  In- 
glaterra.— ^Expediciones  de  sir  Francisco  Drake  sobre  varías  posesiones  españolas 
de  esta  y  la  otra  parte  de  los  mares. — Conspiración  de  Babington. — Implicación  de 
María  Estuardo. — Proceso  de  esta  reina. — ^Es  condenada  á  muerte.— Su  suplicio.— 
—Su  carácter  (1).~(1577-1587.) 


Los  negocios  de  Escocía  y  de  Inglaterra  se  hallan  tan  estreclia- 
mente  unidos  casi  en  todo  el  reinado  de  Isabel,  que  apenas  se  pue- 
den tratar  por  separado.  Era  tal  la  influencia  y  hasta  la  preponde- 
rancia que  ejercía  esta  reina  en  el  primero  de  los  dos  países,  que 
casi  puede  decirse  dominaba  en  ambos.  Venia  ya  esta  prepot»di 
desde  muy  antiguo,  y  en  todas  las  épocas,  á  pesar  del  odio  Dacional 
que  mutuamente  se  profesaban  ambos  pueblos,  siempre  se  hacia 
sentir  en  el  escocés  el  ascendiente  del  vecino.  Fomentó  Enri- 
que VIH  los  disturbios  religiosos  que  comenzaron  á  agitar  la  Esco- 
cia en  el  reinado  de  Jacobo  V,  ó  por  mejor  decir,  protegió  en  caan- 
to  pudo  al  partido  reformista.  Igual  conducta  observó  el  protector 
del  reino  duque  de  Sommerset,  durante  la  minoría  de  Eduardo  YI, 
y  la  misma  fué  la  clave  de  la  política  de  Isabel  durante  todos  estos 
choques. 

Ya  hemos  visto  sus  muchos  y  poderosos  motivos  para  mezdarse 
en  los  asuntos  de  aquel  reino,  y  la  influencia  preponderante  de  su 


(1)  L%B  mismas  antorldadef  que  en  el  oapltnlo  XLT7. 


CAPITULO  uai.  888 

Toz  en  las  oontieodas  y  hasta  guerras  declaradas  entre  los  partida- 
rios de  María  y  los  adictos  á  las  nuevas  doctrinas  religiosas.  {Feliz 
el  que  de  estos  litigantes  encontraba  mas  favor  á  los  ojos  de  la  que 
se  erigía  nada  menos  que  en  juez  suyo!  Cupo  este  favor,  al  que 
mejor  representaba  los  intereses  de  Isabel ,  al  jefe  del  partido  pro* 
testante.  Quedó  al  fin  vencedor  este  preponderante  en  Escocia,  y 
solo  perdonados  y  vueltos  á  la  posesión  de  sus  haciendas  los  que 
hablan  ejercido  hostilidades  contra  el  rey  Jacobo,  tomando  la  defen- 
sa de  la  madre.  Los  principales  considerados  como  jefes  de  rebel<* 
des,  por  no  haber  querido  dejar  las  armas  durante  las  negociacio- 
nes, expiaron  su  obstinación  en  un  suplicio,  y  en  el  territorio  inglés 
donde  estaban  presos.  Asi  quedó  por  entonces  triunfante  en  Esco- 
cia el  pronunciamiento  contra  la  antigua  fé ;  el  pronunciamiento 
contra  la  reina,  cuyo  mayor  crimen  á  los  ojos  de  sus  subditos,  era 
acaso  su  constante  adhesión  á  esta  fé,  que  se  presentaba  con  el 
color  político  de  obediencia  ciega  y  de  dependencia  de  la  Francia. 

Bajo  estos  auspicios  inauguró  su  regencia  el  conde  de  Morton, 
sucesor,  como  hemos  visto,  de  los  de  Murray  y  de  Lenox,  asesina- 
do aquel  y  muerto  este  en  medio  de  sus  mas  activas  diligencias 
para  asegurar  la  paz  del  reino.  Era  Morton  un  hombre  activo, 
emprendedor,  hábil  en  la  guerra,  entendido  en  los  negocios,  de  ge- 
nio turbulento,  de  carácter  duro,  que  se  habia  mezclado  en  todas 
las  revueltas ;  hombre,  en  fin,  de  aquellos  tiempos.  Estaba,  ó  ha- 
bia quedado  en  la  apariencia,  pacífico  el  pais ;  mas  ni  habia  bas- 
tante vigor  en  las  leyes,  ni  bastante  energía  y  prestigio  [en  los  que 
gobernaban  para  reducir  al  silencio  tantas  pasiones  agitadas,  tan- 
tos intereses  que  mutuamente  se  excluían,  tantas  ambiciones  defrau- 
dadas, tantos  gritos  de  amor  propio  herido  con  el  reciente  venci- 
miento. Habia  venido  muy  á  menos  el  partido  de  María ;  mas  esta- 
ba vivo  tanto  en  Escocia  como  en  Inglaterra,  siendo  objeto  de  gran 
atención  que  una  reina  presa  en  manos  de  otra,  fuese  el  alma  y  el 
jefe  del  partido  numeroso  que  política  y  religiosamente  aspiraba  á 
la  destrucción  de  la  segunda.  Las  mismas  pugnas  de  que  eran  tea- 
tros Francia,  los  Paises-Bajos  y  otras  regiones  de  Europa,  tenían 
logar  en  Escocia  y  en  Inglaterra,  con  la  diferencia  de  que  en  este 
último  país,  donde  se  sentía  mas  de  cerca  la  mano  firme  de  Isa- 
bel, se  gozaba  de  cierta  tranquilidad,  mientras  que  en  el  otro  se 
presentaba  el  fuego  de  la  [discordia  con  toda  su  energía,  y  en  der- 
tos  casos  con  todos  sus  furores. 


834  BISTOBU  DS  FBUPB  If. 

Nosotros  no  escribimos  ia  historia  de  Inglaterra  ni  de  Escocia ; 
solo  hablamos  de  los  paises  extranjeros  en  lo  que  tiene  relación  con 
la  del  nuestro,  y  sobre  todo  del  rey  de .  EspaOa,  objeto  de  este  es- 
crito. Las  relaciones  que  existían  entre  Felipe  II  y  los  católicos  de 
Francia»  tenian  lugar  entre  los  de  Inglaterra  y  de  Escocia  y  María 
Estuardo,  que  representaba  un  partido  político  al  mismo  tiempo 
que  un  partido  religioso.  Eran  unas  mismas  las  ideas,  las  aspira- 
ciones, el  exclusivismo,  la  intolerancia  política  y  religiosa  que  in- 
fluiafl  en  la  conducta  de  unos  y  otros. 

Se  atoijo  Morton  en  Escocia  muchos  odios  y  rivalidades  por  so 
carácter  duro  y  poco  conciliador  en  aquellos  tiempos  de  revueltas. 
Con  gran  celo  se  aplicó  á  reparar  los  infinitos  desórdenes  quf^aque- 
jaban  al  pais  ;  mas  perdió  todo  el  mérito  de  este  servicio  por  la 
avaricia  de  que  se  le  acusaba,  llegando  hasta  exigir  multas  por  crí- 
menes imaginarios  y  disminuir  el  peso  de  la  moneda,  conservando 
esta  el  mismo  precio.  Se  hallaban  algunos  nobles  disgustados  de  su 
administración,  y  por  otra  parte  no  estaba  el  clero  satisfecho,  pug- 
nando siempre  por  destruir  en  un  todo  lo  poco  que  del  orden  epis- 
copal se  conservaba.  Hervía  el  reino  en  delatores  y  en  denuncias, 
y  las  gracias  y  favores  del  gobierno  se  dísbribuian  con  aquella  par- 
cialidad tan  inevitable  en  choques  de  partidos,  no  siendo  pocos  ios 
que  se  conferian  al  que  mas  generosamente  los  pagaba. 

Salía  el  rey  de  su  estado  de  menor,  y  se  hallaba  muy  cerca  de 
empufiar  las  riendas  del  gobierno.  A  este  astro  que  se  levantaba  se 
volvieron,  como  es  natural,  todos  los  descontentos  contra  el  regente. 
No  fue  difícil  sembrar  en  aquel  joven  corazón  desconfianza  del  po- 
derío y  designios  de!  que  entonces  gobernaba.  Con  la  pintura  de  su 
poder  tiránico,  le  hicieron  creer  que  aspiraba  á  destronarle,  ó  al 
menos  á  prolongar  su  minoría.  No  son  nunca  sordos  los  reyes  á  in- 
sinuaciones de  esta  clase,  y  desde  entonces  Jacobo  miró  con  malos 
ojos  al  regente.  Noticioso  este  de  la  tempestad  que  le  amenazaba, 
viéndose  abandonado  de  muchos  nobles  y  objeto  de  la  irritación  y 
rencor  de  otros,  renunció  á  su  cargo  y  pasó  á  una  condición  pri- 
vada. Mas  pronto  concluyó  el  triunfo  de  sus  enemigos.  El  ex-re- 
gente  que  expiaba  desde  su  retiro  todos  sus  movimientos^  hallé 
coyuntura  de  volver  á  la  antigua  autoridad  que  ejerció  con  mas  ri* 
gor  que  nunca,  provocando  nuevos  odios  y  creando  elementos  de 
vengarse.  Y  aunque  redujo  por  entonces  á  sus  enemigos  al  süen- 
cío,  se  mantenían  vivos  los  resentimientos,  cuando  habiendo  Uega- 


CAFITDLO  LXn.  "SfiS 

do  el  rey  á  so  ^mayoría,  comenzó  á  reinar  efeetívamente  por  sí 
mismo. 

Habia  sido  educado  este  príncipe  con  bastante  negligencia.  No  le 
faltaba  instrucción  de  cierta  clase ;  pero  no  de  la  que  mas  necesi- 
taba. Formó  desde  un  principio  de  sus  prerogativas  como  rey,  una 
idea  mas  alta  que  las  circunstancias  é  índole  de  su  gobierno  permi- 
tía. En  oposición  de  estas  ¡deas  elevadas  se  hallaba  su  carácter  ir- 
resoluto y  hasta  tímido.  Con  un  monarca  de  este  temple  era  muy 
ftcil  1%^ privanza,  y  asi  el  joven  rey  de  Escocia  manifestaba  h&cia 
sos  favoritos  una  debilidad  que  fué  el  carácter  distíntivo  de  su  rei- 
nado. 

Se  aprovecharon  de  esta  circunstancia  los  enemigos  del  ex-regen- 
te  Morton  y  tratbron  de  hacer  revivir  las  activas  acusaciones  de  que 
habia  sido  objeto,  es  decir,  de  complicidad  en  el  asesinato  del  últi- 
mo monarca,  padre  de  Jacobo.  Fué  Horton  preso  y  encausado  por 
este  delito.  La  historia  no  ha  podido  poner  en  claro  la  parte  que  to- 
mó al  efecto  el  ex-regente  en  atentado  tan  horrible.  Que  tenia  no- 
ticias de  él,  es  un  hecho  positivo  y  confesado  por  él  mismo ;  mas 
negando  siempre  que  de  su  perpetración  le  tocase  cosa  alguna. 
Estrechado  y  reconvenido  porque  habiendo  tenido  noticia  de  tan 
negro  plan,  no  lo  habia  revelado,  respondió  que  le  habia  sido  im- 
posible por  la  circunstancia  de  las  personas  á  quienes  hubiera  de- 
bido descubrirlo ;  que  el  rey  asesinado  era  un  hombre  sin  carácter, 
sin  prudencia,  capaz  de  comprometerle  sin  ninguna  utilidad,  y  que 
la  reina  siendo  cómplice  del  mismo  crimen,  no  podía  sacar  utilidad  de 
una  noticia,  de  que  estaba  demasiadp  ya  bien  informada. 

A  pesar  de  estas  aclaraciones  que  parecen  tan  plausibles,  á  pesar 
de  que  no  pudo  ponerse  en  claro  la  complicidad  de  que  se  le  acu- 
saba, fué  condenado  Morton  á  perder  su  cabeza  en  un  cadalso.  Oyó 
el  reo  su  sentencia  con  la  firmeza  de  un  hombre  de  valor  que  en 
tiempos  de  revueltas  está  familiarizado  á  todas  las  vicisitudes  de  la 
suerte.  Con  igual  serenidad  se  mantuvo  todo  el  tiempo  que  medió 
entre  la  comunicación  y  ejecución  de  la  sentencia.  Arregló  sus  ne- 
gocios con  tranquilidad,  conversó  con  familiaridad  con  sus  amigos 
y  ministros  de  su  religión  que  le. asistían  en  tan  duro  trance;  cenó 
con  apetito,  durmió  profundamente;  con  planta  firme  se  encaminó 
al  cadalso.  No  omitiremos  la  circunstancia  de  que  el  instrumento  de 
su  suplicio  fué  una  especie  de  guillotina  inventada  por  él  mismo,  y 
que  habia  hecho  venir  de  Garlisle  en  Inglaterra.  Así  este  aparato 


886    /  HISTOftlADRALIPin. 

qoe  hizo  tanto  raido  eo  nuestros  tiempos  como  inveneion  moderna 
de  la  época,  es  de  fecha  mocho  mas  antigua. 

No  calmó  esta  muerte  el  furor  de  los  partidos.  En  ningún  paisde 
Europa  se  hacian  sentir  mas  los  desórdenes  que  siguen  á  una  guerra 
civil,  que  en  el  de  Escocia.  La  mayoría  del  rey  nada  había  reme- 
diado en  el  particular,  como  sucede  siempre  cuando  el  que  manda 
se  halla  destinado  por  la  naturaleza  á  ser  por  otros  gobernado.  Era 
juguete  de  las  pasiones  y  caprichos  de  su  favorito  el  rey  de  Esco- 
cia, mientras  la  mujer  que  mandaba  en  Inglaterra  lo  avasalla))a  todo 
con  el  ascendiente  de  su  genio.  Muchos  de  los  disturbios  de  Escocia 
eran  obra  de  las  intrigas  de  esta  reina,  cuya  política  era  la  de  divi- 
dir, á  fin  de  dominar  mas  fácilmente.  Conocidamente  los  rivales  y 
enemigos  de  los  privados  y  favoritos  del  rey  obraban  por  sus  insti- 
gaciones, cuando  vieron  el  paso  atrevidísimo  de  apoderarse  de  la 
persona  de  Jacobo  y  de  tenerle  en  su  poder  cautivo,  á  pesar  deque 
no  le  escaseaban  las  demostraciones  de  respeto.  Tuvo  este  arrojo  la 
aprobación  del  cuerpo  eclesiástico,  y  muchas  corporaciones  respe- 
tables del  estado;  tan  poco  popular  era  el  rey,  tan  escaso  el  crédito 
de  que  gozaba.  Mas  por  la  mediación  del  embajador  de  Francia  y 
aun  de  la  Inglaterra,  no  fué  su  suerte  tan  dura  como  todos  aguar- 
daban. Al  fin  pudo  evadirse  Jacobo  de  tan  estrecha  prisión  y  reco- 
brar su  antigua  autoridad  con  grandísimo  contento  suyo.  Se  verificó 
una  verdadera  reacción  en  el  manejo  de  los  negocios  y  ejercicio  del 
poder:  sin  embargo,  los  conspiradores  que  se  habían  apoderado  de 
la  persona  del  rey  no  fueron  castigados,  gracias  á  la  mediación  de 
la  reina  de  Inglaterra. 

Florecía  mientras  tanto  este  país  bajo  los  auspicios  y  vigilancia 
de  una  reina  hábil  y  entendida,  rodeada  de  consejeros  que  sabia  es- 
coger y  que  con  el  mayor  celo  correspondían  en  todo  í  su  confian- 
za. Con  la  agricultura  marchaban  las  artes,  con  las  artes  el  comer- 
cio, á  que  deben  su  grande  desarrollo.  Fué  una  de  las  primeras 
atenciones  del  gobierno  de  la  reina  hacer  de  la  Inglaterra  una  gru 
potencia  marítima,  según  estaba  llamada  á  ello  por  la  situación  y 
mas  circunstancias  de  su  suelo.  Eran  en  aquella  sazón  superiores 
en  esto  los  flamencos  y  sobre  todo  los  holandeses,  después  que  sa- 
cudieron el  yugo  de  Felipe;  mas  se  preparaba  la  Inglaterra  á  tomar 
la  preponderancia  marítima  que  desde  principios  del  siglo  XVII  eoiH 
serva  sin  interrupción  hasta  estos  días.  Eran  entonces  objetos  de 
gran  codicia  las  ricas  é  inmensas  posesiones  que  en  el  otro  hemís* 


CAPITULO  Lxn.  837 

ferio  habiao  conquistado  nuestros  navegantes  y  guerreros/y  no 
fueron  estas  adquisiciones  lo  que  menos  influía  en  el  odio  que  á  nues- 
tros reyes  profesaban  á  la  sazón  los  extranjeros.  El  vivo  deseo  de 
entrar  á  la  parte  del  despojo,  formaba  intrépidos  marinos,  que  unas 
veces  por  su  propia  cuenta,  y  otras  protegidos  abiertamente  por  su 
gobierno  recorrían  las  costas  de  aquellos  paises,  y  ora  haciendo 
desembarcos,  ora  atacando  nuestros  propíos  buques  llenos  de  oro  y 
mercancías,  volvían  ásus  casas  llenos  de  botín,  inflamando  los  áni- 
mos para  empresas  nuevas.  Se  echa  de  ver  la  protección  que  daría 
la  reina  Isabel  á  semejantes  expediciones  que,  redundando  en  el 
enriquecimiento  de  sus  propios  subditos,  causaban  tantos  dafios  & 
los  del  rey  que  aborrecía.  Descollaba  entre  estos  aventureros  Fran- 
cisco Drake,  que  de  la  condición  de  simple  marinero  se  habla  ele- 
vado por  si  mismo  á  la  de  un  jefe  entendido  en  todas  las  cosas  de 
mar,  cuyo  valor  é  intrepidez  hacían  su  nombre  ya  famoso.  En  1577 
salió  del  puerto  de  Plymouth,  al  frente  de  una  expedición  que  tenia 
por  objeto  recorrer  las  costas  australes  de  la  América.  Llegó  con 
ella  á  la  entrada  del  estrecho  de  Magallanes,  y  habiéndole  pasado 
sin  contratiempo  alguno,  continuó  su  curso  por  el  mar  Pacífico. 
Atacó  en  las  costas  de  Chile  muchos  buques  espaffoles  que  apresó 
haciéndose  con  un  botín  considerable.  Temeroso  de  volverse  por  el 
mismo  camino,  continuó  su  curso  hacia  el  norte  creyendo  que  por 
el  extremo  septentrional  del  Améríca  encontraría  tal  vez  un  ^paso 
para  volver  al  mar  Atlántico.  Defraudado  de  esta  esperanza  torció 
su  curso  hacia  el  poniente,  llegó  á  los  mares  de  la  India,  dobló  el 
cabo  de  Buena-Esperanza  y  volvió  á  su  país,  siendo  el  primer  in- 
glés á  quien  cupo  la  gloria  de  dar  la  vuelta  al  mundo.  Continuó  su 
vida  aventurera  haciendo  varías  escürslones  por  su  cuenta  hasta  úl- 
timos de  1585,  en  que  determinada  ya  Isabel  á  no  guardar  consi- 
deraciones con  el  rey  de  España,  le  puso  á  la  cabeza  de  una  escua- 
drilla de  diez  y  ocho  buques!,  destinados  á  tomar  las  naves  de  la 
India.  Llegó  con  ellos  á  la  boca  del  Miño  y  por  medio  de  un  desem- 
barco en  las  inmediaciones  de¡  Bayona  de  Galicia,  hizo  correrías  en 
el  país  robando  muchísimo  ganado.  Mas  el  gobernador  de  la  plaza 
don  Luis  Sarmiento  juntó  inmediatamente  la  gente  de  que  pudo  dis- 
poner, y  con  los  paisanos  armados  de  las  inmediaciones  dio  sobre 
los  ingleses  que  á  duras  penas  se  volvieron  á  sus  buques,  deján- 
dose ajrás  los  ganados  y  demás  efectos  de  que  habian  hecho  presa. 
Levó  anclas  el  comandante  inglés  y  se  dirígió  á  las  Canarias,  donde 

Tomo  i.  106 


838  HISTOtlA  DB  PILIPE  H. 

encontran^do  la  gente  apercibida  no  fué  mas  feliz  que  delante  de  Ba* 
yona.  Pasó  después  alas  islas  del  Cabo*- Verde,  posesión  portuguesa 
donde  mandaba  á  la  sazón  como  en  todas  las  demás  el  rey  de  Bs- 
pafia.  Desembarcó  en  la  de  Santiago,  la  entr^  á  saco,  y  se  marchó 
cargado  de  botín  sin  pérdida  ninguna.  Dirigió  después  su  rumbo  & 
las  Antillas:  se  presentó  delante  de  Santo  Domingo  en  enero  de  1586; 
desembarcó  junto  &  la  ciudad  de  este  nombre,  y  entró  en  ella  m 
ninguna  resistencia.  Se  apoderó  de  los  pocos  buques  que  estaban 
en  el  puerto,  saqueó  ochenta  casas  y  amenazó  entregar  al  f«ego  la 
ciudad  si  los  habitantes  no  la  rescataban.  Se  le  dieron»  para  que  no 
llevase  adelante  su  propósito,  veinte  y  cinco  mil  ducados  y  en  se- 
guida abandonó  la  costa.  Por  la  suma  de  diez  mil  y  doscientas  bar- 
ras de  plata  pertenecientes  ál  rey,  se  rescataron  los  de  CaKagena 
de  Indias  á  donde  se  presentó  en  seguida  el  inglés  aventurtro.  De 
aquí  pasó  á  la  Habana,  donde  no  pudo  hacer  desembarco  algMO 
por  hallarse  preparado  á  recibirle  su  goberaiftdolr  don  Pedro  FernaiH> 
dezdeQuioGoces.  Pasó  después  á  la  Florida  donde  saqueó  elpueMo 
de  San  Juan.  También  hizo  botin  considerable  en  las  costas  de  la 
Jamaica,  y  sin  proceder  á  mas  operaciones  se  restituyó  4  Ingla* 
térra  cargado  de  despojos  en  buques,  dinero,  efectos  pirecíosae  y 
material  de  guerra,  ascendiendo  á  dosciratos  el  número  de  «aíMMk 
de  todos  calibres. 

A  atediados  de  1587,  volvió  á  salir  sír  Francisco  ftrake,  pues  la 
reina  le  había  elevado  &  la  dignidad  de  caballero,  con  seis  galeoiM 
y  diez  y  nueve  buques  de  mediaao  porte.  Se  dirigió  á  la  bahía  de 
Cádiz  donde  puso  fuego  á  veinte  y  seis  buques  es^^oleB  que  de^ 
bían  hacer  parte  de  la  armada  que  á  la  sazob  preparaba  Fáipe 
contra  la  Inglaterra.  Amraazó  Drake  con  un  desembarco  htoÑdad^ 
mas  Juan  de  Vega  su  gobernador  mandó  cerrar  las  puertat>  idsar 
los  puentes,  la  guarnición  sobre  ias  tf  ams,  prepor&iidose  4  la  ms 
rigorosa  resistencia.  Tuvo  medios  el  gobernador  de  avisar  al  dsqie 
de  Medinasidonia,  residente  entonces  en  Sanlócar,  quien  babieado 
armado  sus  vasallos  dispifóo  un  cuerpo  de  cuatrocientos  hombrea  di 
á  caballo  y  otro  de  mil  de  infontería  que  se  pusferoi  inmediatasenle 
en  marcha  para  impedir  el  desembarco  de  los  enemigos.  No  se  atre- 
vió Drake  á  pasar  adelante  en  vista  de  tales  prepavatñros,  y  tomé 
la  vuelta  de -Inglaterra  sin  otro  suceso  de  importanm. 

Debian  estas  agresiones  aumentar  la  grande  irritación  que  otns 
anteriores  hablan  ya  causado  al  rey  de  fispafia.  Otro  grande  aon- 


CAVITOLO  LXll.  839 

teeimiMto  se  estaba  preparando  ea  Inglaterra  qu»  ibaá  tener  resul- 
tados mas  terribles. 

Hacia  mas  de  catorce  afios  que  se  hallaba  la  reina  de  Escocia 
cauti?a  de  otra  reina  de  quien  no  había  nacido  subdita.  De  simple 
detenida,  habia  crecido  poco  á  poco  el  rigor  de  su  confinamiento 
hasta  el  punto  de  verse  encerrada  en  una  fortaleza.  Cómo  Isabel  se 
atrevió  á  tanto,  cómo  no  reclamaron  eficazmente  contra  esta  viola- 
ción atroz  del  derecho  de  gentes,  los  príocipes  de  Europa  unidos 
con  María  Bstuarda  por  vínculos  estrechos,  no  se  concibe  fácilmen- 
te. En  Francia  dominaban  los  Guisas,  hijos  de  un  hermano  de  su 
madre:  el  rey  de  España,  aunque  no  pariente  suyo,  debía  conside- 
rarla como  el  adalid  del  poco  catolicismo  que  restaba  en  los  dos 
reinos.  ¿Cómo  permanecía  cautiva  María  Estuarda?  Repetimos  que 
no  sabemos  explicarlo,  mas  que  es  un  hecho  que  presenció  con 
asombro  la  Europa  de  aquel  tiempo.  Si  Isabel  era  enemiga  de  María 
'  por  sentimieato  de  rivalidad  por  el  temor  que  le  inspiraba  su  per- 
sona, ora  cautiva  en  su  poder,  ora  puesta  en  libertad  con  medios 
de  buscar  el  asilo  que  mejor  le  acomodase,  la  enemistad  de  la  Es- 
cocia á  la  de  Inglaterra  debía  de  ser  mas  viva,  mas  safiuda;  mas 
acompañada  del  deseo  de  venganza,  en  razón  de  que  era  la  agra- 
viada y  víctima  de  tan  indigno  tratamiento.  Gomo  estos  sentimien- 
tos no  podían  menos  de  ser  públicos  ó  de  pasar  por  tales  aunque 
realmente  no  existiesen,  se  veía  la  reina  de  Escocia,  con  voluntad 
ó  sin  ella,  resorte  y  alma  de  cuantas  tramas  contra  su  rival  se  ur- 
dían. Eran  muy  temibles  los  enemigos  de  Isabel,  pues  aunque  la 
mayoría  del  país  estaba  &  favor  de  la  reina  por  espíritu  de  secta  y 
de  nadon,  había  muchos  católicos  ardientes  que  por  sus  propios 
sentimientos  ó  por  instigaciones  ajenas  se  hallaban  en  conspiración 
permanente  contra  ella.  Habia  sido  solemnemente  excomulgada  por 
el  Papa  la  reina  de  Inglaterra;  y  en  aquellos  tiempos  de  supersti- 
ción y  fanatismo,  equivalía  este  acto  á  una  sentencia  de  exterminio. 
Santificaba  la  religión  semejantes  manifestaciones,  y  no  había  medio 
alguno  de  realizarlos  que  dejase  de  ser  altamente  meritorio.  Con  los 
herejes  no  debía  guardíarse  consideracioo  oí  miramiento  de  ninguna 
clase:  con  tal  que  se  purgase  la  tierra  de  los  enemigos  de  Dios  y  de 
los  hombres  todo  en  permitido;  tales  eran  las  ideas  y  opiniones  de 
aquella  época  de  intolerancia  religiosa.  No  olvidemos  que  las  horri- 
bles matanzas  de  ftan  Bartolomé  fueron  altamente  aplaudidas  por 
kM  que  de  católicos  celosos  se  preciaban,  que  el  Padre  Santo  les  dio 


840  HISTORU  DI  FKUPff  U , 

en  Roma  una  sanción  solemne  hasta  mandar  que  en  la  capilla 
tina  la  celebrase  y  eternizase  la  pintara. 

No  ignoraba  la  reina  Isabel  todas  estas  disposiciones  de  ios  áni- 
mos. k\  paso  que  la  esclavitad  de  la  reina  de  Escocia  halagaba  sa 
orgullo  y  la  ponian  al  abrigo  de  mochas  inquietudes,  era  por  otra 
parte  un  grande  embarazo  para  ella,  uno  de  los  cuidados  mas  gran- 
des que  sin  cesar  la  atormentaban.  Varías  conspiraciones  se  habían 
descubierto,  si  no  de  un  plan  de  asesinarla,  al  menos  de  trastornar 
el  pais  en  favor  de  su  competidora.  Se  habian  encontrado  los  pape- 
les de  algunos  que  por  sospechas  habian  sido  encarcelados,  hasta 
planos  de  diversos  puertos  de  mar  de  Inglaterra  con  la  altura  del 
agua  en  cada  uno,  y  asimismo  los  nombres  de  los  principales  cató- 
licos de  aquel  reino.  Que  se  proyectaba  algún  desembarco  en  el 
pais,  aparecía  sino  claro  y  evidente,  al  menos  muy  posible  y  hasta 
muy  probable.  Algunos  años  antes  había  tenido^  lugar  uno  en  Ir- 
lauda,  por  unos  ochocientos  hombres  españoles  é  italianos  aventu- 
reros que  daban  indicios  de  obrar  á  nombra  del  Pontífice,  y  aunque 
^  aquella  invasión  produjo  malos  resultados,  no  era  extrafio  se  inten- 
tasen otras  en  Inglaterra.  Habia  en  el  pais  muchos  agentes  de  los 
Guisas,  del  Papa,  de  Felipe  II,  espiando  á  todos  momentos  ocaáo- 
nes  de  hacer¡daOo.  No  es  extraDo  que  la  reina  Isabel,  sabedora  de 
todos  estos  planes,  se  irritase  á  su  vez,  é -hiciese  caer  el  peso  de  su 
indignación  sobre  los  sospechosos  y  mucho  mas  sobre  los  que  por 
indicios  claros  aparecían  en  ellos  complicados.  No  era  pequefia  la 
parte  que  de  estos  rigores  alcanzaba  á  la  desgraciada  María  Estuar- 
do.  Cada  vez  se  la  trataba  con  menos  miramiento,  y  se  estrechaba 
los  límites  de  la  poca  libertad  de  que  en  su  encierro  disfrutaba.  Asi 
crecían  los  resentimientos  mutuos,  y  caminaba  la  contienda  k  un 
punto  en  que  no  podía  menos  de  teOírse  en  sangre. 

No  presentaban,  pues,  en  aquella  época  las  cosas  un  semblante 
muy  risueño  para  la  reina  de  Inglaterra.  En  los  Paises-Bajos  lle- 
vaba Felipe  II  lo  mejor,  con  las  victorias  del  príncipe  de  Parma.  H 
rey  Enrique  111  de  Francia.,  que  se  mostraba  amigo  de  Isabel,  se 
veía  casi  despojado  de  su  autoridad  por  la  influencia  y  prestigio  de 
la  santa  liga  á  cuyo  frente  se  hallaban  los  Guisas,  que  se  podían 
considerar  como  los  verdaderos  soberanos.  Influía  mas  que  niuica 
el  rey  de  Espafia  en  los  consejos  de  aquel  pais,  y  en  estrecha  co- 
municación con  el  duque  de  Guisa,  no  escaseaba  ni  la  adverteaeia 
ni  el  dinero  que  podían  contribuir  á  la  ejecución  de  sus  designios. 


CAPITULO  Lxn.  841 

Por  todas  partes  se  anunciaba  una  tempestad  contra  la  reifia  heré** 
tica  de  Inglaterra. 

Ya  sabemos  como  esta  se  decidió  entonces  de  un  modo  mas  fran- 
co y  mas  explícito ,  enviando  socorros  de  hombres  y  dinero  á  los 
Paises-Bajos.  Se  unió  al  mismo  tiempo  de  un  modo  público  con  los 
calvinistas  de  Francia,  reanimando  cuanto  le  era  posible  aquel  par- 
tido, entonces  en  mucha  decadencia.  Redobló  la  vigilancia  en  sus 
Estados,  creó  ó  hizo  que  se  crease  una  vasta  asociación  de  los  in- 
gleses que  se  mostraban  mas  celosos  por  la  conservación  de  su  tro- 
no, y  que  se  ligaron  con  los  juramentos  mas  solemnes  de  contri- 
buir con  sus  haciendas  y  sus  vidas  á  destruir  á  cuantos  enemigos 
quisiesen  trastornarle.  No  olvidemos  que  la  reina  Isabel  era  suma- 
mente popular  y  querida  en  el  país  que  bajo  los  auspicios  de  su 
buena  administración  se  enriquecia  y  prosperaba.  Guantas  mas  ten- 
tativas de  insurrección  abortaban,  tanto  mas  odio  se  concitaba  en  el 
pais  contra  los  enemigos  de  la  reina.  Y  estos  sentimientos  de  adhe- 
sión llegaron  á  ser  tan  vivos,  tan  apasionados,  que  las  desgracias 
de  la  reina  cautiva  dejaban  de  excitar  la  compasión  del  público, 
porque  se  la  creia  impulsadora  de  todos  estos  movimientos. 

Atenta  la  reina  Isabel  á  promover  en  un  todo  cuantos  medios  po- 
drían ofrecérseles  de  seguridad,  trató  de  recuperar  en  Escocia  la  in- 
fluencia que  recientemente  habia  pasi  perdido  por  las  convulsiones 
y  disturbios  de  que  aquel  pais  era  teatro.  El  rey  Jacobo  recibió  con 
muchas  demostraciones  de  benevolencia  á  los  embajadores  de  Isa- 
bel, y  la  misma  acogida  tuvieron  en  su  corte  los  de  Escocia.  Supo 
inspirar  la  reina  de  Inglaterra  temores  á  Jacobo  sobre  lo  inseguro 
de  su  trono  en  caso  de  que  se  llevasen  adelante  las  maquinaciones 
de  los  católicos  contra  los  dos  Estados.  Y  llegó  á  arraigarse  tanto 
esta  idea  en  el  ánimo  de  aquel  joven  rey,  que  se  entibiaron  mucho 
sus  relaciones  con  su  madre  á  quien  siempre  mostraba  sentimientos 
de  buen  hijo  en  medio  de  la  especie  de  guerra  política  que  entre 
ambos  existia. 

Mas  ni  toda  esta  vigilancia,  ni  todas  estas  precauciones  de  Isabel 
impidieron  que  se  urdiese  una  vasta  trama  de  conspiración  contra 
stt  persona,  y  cuyo  desenlace  fué  verdaderamente  lamentable. 

Concibió  por  sí  mismo,  ó  por  inspiración  de  otros,  un  tal  Sava- 
ge,  el  proyecto  de  asesinar  á  esta  príncesa.  Según  historiadores,  por 
la  mayor  parte  protestantes,  se  hallaba  este  hombre  movido  por  va* 
rios  personajes,  hasta  por  príncipes,  hasta  por  prelados  que  le  ha- 


8IS  HISTOIU  DB  FBUPE  U. 

bian  heeho  ver  el  grande  mérito  de  aquesta  lobra  y  eaceidido  sa 
faoatismo  hasta  el  panto  de  abrirle  las  puertas  del  cielo  en  caso  de 
ser  mártir  en  tan  alta  empresa.  También  se  le  sopnso  en  relaciones' 
con  don  Bernardino  de  Mendoza,  embajador  de  Bspalla,  y  con  el 
dnqne  de  Parma ,  quienes  estimularon  asimismo  su  celo  religioso. 
Todo  es  creíble  y  muy  probable  según  el  modo  de  pensar  de  aqne-* 
líos  tiempos. 

Comunicó  Savage  su  resolución  á  otros,  ó  tal  vez  fueron  todos 
ellos  encargados  en  un  principio  de  esta  empresa.  Figuraba  entre 
los  principales  un  tal  Antonio  Babington,  persona  distinguida  dd 
país,  cuyo  nombre  citamos  por  haberle  dado  &  la  conspiración  co- 
nocida así  en  la  historia.  Gomo  el  acto  debia  ser  seguido  de  trastor* 
nos  no  era  posible  concentrarse  el  secreto  en  pocos,  por  las  gran- 
des medidas  ulteriores  que  se  debian  tomar  perpetrado  que  fuese 
dicho  asesinato.  Se  celebraron  varias  conferencias  entre  un  número 
considerable  de  conspiradores.  Se  designaron  las  personas  que  de- 
bian asesinar  á  la  reina  Isabel,  las  que  se  hablan  de  apoderar  in- 
mediatamente de  las  riendas  del  gobierno,  las  que  debian  de  ser  en- 
vueltas en  la  suerte  de  la  reina,  las  que  debian  llevar  las  comuni- 
caciones 4  las  cortes  extranjeras,  con  todos  los  demás  pormenores 
á  que  semejantes  asociaciones  dan  origen.  Estaban  los  planes  mny 
adelantados  y  la  cosa  á  punto  de  verificarse,  cuando  fueron  desea- 
biértos  por  un  emisario  que  llevaba  cartas  á  María  de  Escocia.  Go- 
mo los  agentes  del  gobierno  vivían  con  tanta  vigilancia,  no  les  en 
dificil  dar  con  los  hilos  de  estas  tramas,  que  á  veces  se  descubrían 
por  medio  de  espías  disfrazados  con  el  manto  de  conspiradores.  Llegó 
pues  así  la  cosa,  á  oidos  del  secretario  de  Estado  sir  Francísoo 
Walsinghan,  y  este  la  puso  inmediatamente  en  conocimiento  de  la 
reina.  Gonvinieron  ambos  en  no  comunícaria  á  nadie,  ni  aun  k  los 
del  Gonsejo  privado  mientras  se  dilucidaba  mejor  este  misterio.  Se 
depositaban  las  cartas  dirigidas  á  la  reina  de  Escoda  en  nn  sitio 
convenido  de  la  cerca  de  los  jardines  de  su  confinamiento.  Antes  que 
llegasen  á  su  destino  se  abrian  y  deshojaban  por  Walsinghan,  qm 
las  volvía  cerradas  y  selladas  sin  que  se  sospechase  el  fraude.  De 
este  modo  se  llegaron  á  saber  muchos  pormenores  de  la  tnuna, 
hasta  los  nombres  de  los  conspiradores,  y  hasta  las  s^as  y  el  traje 
de  los  encargados  personalmente  del  asesinato  de  la  reina.  Mas  te- 
miendo esta  que  por  querer  profundizar  la  cosa  demasiado  la  gana- 
sen  los  asesinos  por  la  mano,  suspendió  de  repente  todas  las  pes^ 


CAFITDLOLin.  818 

quisas  mandefido  preoder  &  todos  los  eomplicados  en  It  empresa, 
inclusos  los  dos  secretarios  de  Maria  que  llevaban  su  corresponden- 
cia. La  prisión  se  llevó  á  efecto:  muy  pronto  expiaron  los  conjura- 
dores en  un  cadalso  sutlelito. 

Causó  el  descubrimiento  de  este  plan  una  profunda  impresión  en 
Inglaterra.  Se  llenó  la  generalidad  del  pais  de  asombro  y  de  indig- 
oacion  al  ver  el  peligro  que  hablan  corrido  los  dias  de  su  reina. 
Redoblaron  el  celo  y  las  manifestaciones  de  fidelidad  por  parte  de 
los  individuos  de  la  asociación,  y  se  esparció  la  idea  de  que  ya  no 
podia  haber  tranquilidad  en  el  pais  ni  seguridad  para  la  vida  de  la 
reina,  mientras  viviese  la  de  Escocia,  alma  de  todas  las  conspira- 
ciones. ¿Y  qué  hacer  con  esta  reina?  ¿Qué  partido  se  tomaria  con 
ella  después  de  sofocada  tan  culpable  empresa?  Algunas  veces  la 
acusaban  de  complicidad :  sus  dos  secretarios  convenían  en  lo  mis- 
mo. Hé  aquí  lo  que  ocupaba  seriamente  al  Consejo  de  la  reina.  ¿Se 
pondría  en  libertad  á  una  princesa  tan  justamente  irritada,  que  en 
todas  partes  hallaría  vengadores?  ¿Quedaria  sin  castigo  tan  grande 
acto  4e  complicidad?  ¿Se  dejaría  á  la  mano  del  tiempo,  á  la  de  los 
rigores  del  confinamiento,  el  terminar  una  existencia  tan  fatal  á  los 
intereses  de  la  Inglaterra?  ¿Se  pondría  en  tela  de  juicio  á  Mark  Es- 
tuarda?  Era  de  todos,  el  partido  mas  osado  y  mas  violento.  A  él  se 
atuvo  iltefinitirameBte  el  Consejo,  con  el  consentimiento  y  aproba- 
ción de  la  reina,  resuelta  á  todo  con  tal  que  saliese  de  una  ve<  de 
tanta  inquietud  y  satisfaciese  del  bxlo  sus  resentimientos. 

La  reina  de  Escocia  era  extranjera  en  el  pais,  una  reina  indepen- 
diente, una  cautiva  por  la  violadon  mas  atroz  de  toda  justicia,  de 
ioda  razón,  de  toda  sombra  de  derecho.  Su  enjuiciamiento  se  pre- 
sentaba, pues,  con  el  carácter  de  absurdo,  de  ilegal  y  de  escanda- 
loso. Mas  hablan  llegado  al  extremo  la  irritación  en  unos,  el  temor 
ai  otros.  Lo  que  se  llama  razón  de  estado  triunfó  de  todas  las  con- 
sideraciones. Se  abasaba  sin  reparo  del  derecho  de  la  fuerza. 

Con  el  descubrimiento  de  la  trama  faabia  crecido  ti  rigor  del  con- 
finamiento de  María.  Se  la  trasladó  del  castillo  de  Boston,  donde  se 
hallaba  bajo  la  custodia  del  conde  de  Shrewsbury,  al  de  Fortherin- 
gay,  encomendándola  á  la  guarda  de  otras  personas  de  inferior  ran- 
go, considerando  que,  siendo  gentes  de  menos  educación,  no  la  tra- 
tacian  con  tanto  miramiento.  Se  la  destinaron  las  faiAitaciones  dm» 
£rias  y  mas  húmedas,  se  le  escasearon  las  comodidades,  se  restrin- 
gieron sus  paseos,  se  disminuyó  el  número  de  sus  criados,  se  hizo, 


8Í4  HISTOElÁ  DI  VBUPB  n. 

6D  fin,  todo  lo  posible  para  qae  mírase  con  tedio  sa  existencia.  No 
descoDOcia  la  reina  de  Escocia  el  triste  fiD  que  la  aguardaba.  Cuan- 
do sapo  el  desenlace  de  la  conspiración  y  el  encarcelamiento  de  sos 
secretarios,  se  dio  en  un  todo  por  perdida.*  Aguardaba  á  cada  ins- 
tante ser  victima  de  la  venganza  de  su  enemiga  por  medio  de  ud 
veneno  ó  cosa  semejante,  pues  otro  modo  de  que  se  acabase  con  ella 
DO  le  comprendía.  Así  se  quedó  como  atónita,  cuando  se  le  presen- 
taron  cuarenta  comisionados  y  cinco  jueces  que  por  comisión  del 
Consejo  privado  venían  á  formarle  causa  como  cómplice  en  la  cons- 
piración fraguada  contra  la  vida  de  la  reina  de  Inglaterra. 

Respondió  á  los  jueces  María  Estuarda  que  para  nada  reconocia 
isu  autoridad,  y  que  nadie  en  Inglaterra  tenia  derecho  de  juzgarla; 
que  nacida  igual  de  la  reina  Isabel  y  constituida  en  la  misma  dig- 
nidad, no  tenia  mas  dependencia  de  ella  que  la  que  da  el  dominio 
de  la  fuerza.  Esta  había  venido  á  pedir  asilo,  y  solo  había  recibido 
una  prisión  y  los  mas  duros  tratamientos:  que  si  no  podía  desagra- 
viarse de  las  ofensas  recibidas,  do  las  olvidaba  ni  creía  que  se  que- 
dasen sin  su  pago  merecido;  que  resignada  á  todo  lo  que  podía  su- 
cederle  de  peor,  no  quería  agravar  su  situación  con  una  tiajeza  in- 
digna de  su  rango. 

Dos  días  resistió  María  en  su  resolución  sin  que  pudiesen  persua- 
dirla las  razones  de  aquellos  personajes.  Mas  habiéndosele  hecho  la 
reflexión  de  que  esta  negativa  equivalía  casi  á  una  tácita  confesíoD 
del  crimen  que  se  le  imputaba,  cedió  por  fin,  mas  protestando  siem- 
pre contra  la  validez  de  los  procedimientos. 

Se  le  leyeron  entonces  á  la  reina  de  Escocia  las  declaraciones  de 
sus  supuestos  cómplices;  las  de  sus  dos  secretarios,  y  las  copias  de 
las  cartas  que  le  habían  sido  interceptadas.  Respondió  María  que 
ninguna  fuerza  podían  tener  las  declaraciones  de  los  reos  arranca- 
das muchas  veces  ó  por  la  esperanza  del  perdón,  ó  por  el  temor  de 
la  tortura;  que  la  misma  observación  se  debía  hacer  respecto  de  sos 
secretarios,  cuyo  juramento  tenia  muy  poca  fuerza  habiendo  ya  vio- 
ladd'el  que  le  habían  hecho  á  ella  misma  de  guardar  secreto;  que 
en  cuanto  á  las  copias  de  sus  cartas,  nada  había  mas  fácil  que  for- 
jar semejantes  documentos.  Mostró  la  reina  de  Escocia  macha  cir- 
cunspección y  compostura  durante  el  inferrogatorío,  y  no  dio  mues- 
tras de  hallarse  intimidada. 

¿Era  cómplice  la  reina  de  Escocia  en  el  plan  de  asesinato  de  ba- 
bel? Difícil  es  el  no  creerlo  así,  en  vista  de  lo  desesperado  de  su  sí- 


CAPITULO  LXII.  845 

tuacioD,  de  tantas  declaraciones  que  lo  aseguraban,  del  testimonio 
de  sus  propios  secretarios  y  del  concepto  de  honrado  y  justificado 
que  gozaba  Walsingham,  ante  cuyos  ojos  se  había  descifrado  la  cor- 
respondencia, como  ya  hemos  dicho.  Que  Walsingham  fuese  ene- 
migo de  María,  puede  suponerse  fácilmente,  mas  entre  esta  cualidad 
y  la  de  un  bajo  falsificador  había  una  enorme  diferencia.  Por  otra 
parte,  ¿cómo  no  se  le  ensefiaron  á  María  mas  que  las  copias  de  sus 
cartas  y  no  los  originales?  ¿Cómo  no  la  carearon  con  sus  secretarios 
que  todavía  estaban  vivos  cuando  el  enjuiciamiento?  Son  misterios 
que  la  razón  no  alcanza ,  que  abren  para  la  posteridad  un  campo 
de  conjeturas  y  controversias.  Mas  es  un  hecho,  que  las  principa- 
les pruebas  de  complicidad,  las  cartas  originales  de  María,  no  figu- 
raron en  aquel  proceso. 

Los  jueces  comisionados  partieron  de  Fortheringay,  y  se  dirigie- 
ron á  Westminter  sin  haber  pronunciado  la  sentencia.  En  este  pun- 
to volvieron  á  reunirse  después  de  varias  deliberaciones  del  Consejo. 
Ante  el  tribunal  volvieron  á  presentarse  los  secretarios  de  María, 
que  se  ratificaron  en  sus  declaraciones.  Al  fin  pronunciaron  los  jue- 
ces la  sentencia,  y  unánimes  declararon  que  habían  sido  cómplices 
en  la  conspiración  de  Babington,  MaHa,  hija  y  heredera  de  J aecho  F, 
últímo  rey  de  Escoda^  comunmente  llamada  reina  de  Reacia ,  reina 
viuda  de,  Francia,  pues  con  tales  títulos  era  designada. 

El  Parlamento  confirmó  inmediatamente  la  sentencia  que  envol- 
vía la  pena  de  muerte,  y  envió  á  la  reina  un  mensaje  en  que  se  le 
suplicaba  la  hiciese  ejecutar  en  el  momento. 

En  procedimientos  promovidos  por  el  espíritu  de  partido,  por  el 
calor  de  las  pasiones,  por  la  sed  de  represalias  y  venganzas,  no  hay 
que  buscar  ni  regularidad,  ni  imparcialidad,  ni  buena  fe,  ni  menos 
aquella  calma  y  circunspección  indispensables  en  todo  lo  que 
va  á  decidir  la  suerte  de  los  hombres.  En  el  proceso  de  María  se 
violaron  todas  estas  leyes^  como  asimismo  las  de  la  humanidad,  de 
la  hospitalidad,  y  hasta  las  de  la  decencia.  Estaba  la  parte  protestan- 
te de  la  nación  inglesa  furiosa  con  tantos  planes  de  conspiración 
contra  la  vida  de  su  reina,  ebria  de  venganza,  espantada  con  la 
perspectiva  de  las  tormentas  que  provocaba  sobre  el  pais  la  mano 
de  María.  En  esta  ocasión  siguió  el  impulso  del  Parlamento  mani- 
festando sus  vehementes  deseos  de  que  se  llevase  á  ejecución  la  sen- 
tencia recientemente  pronunciada.  Debió  de  estar  satisfecha  la  reina 
de  Inglaterra  con  tantas  pruebas  de  adhesión  á  su  persona  y  de  odio 

Tomo  i.  101 


8  i6  mSTORU  DI  FBLIPB  II . 

á  su  competidora.  Mas  á  pesar  de  verse  como  al  fio  de  sus  deseos, 
DO  estaba  todavía  libre  de  perplejidades. 

Guodió  coD  la  velocidad  de  ud  relámpago  la  Doticía  del  proceso 
de  María  Estuarda.  Causó  eo  los  católicos  aoa  mezcla  de  sorpresa 
y  de  dolorosa  iDdigoacioD  do  fáciles  de  describirse.  iDmediatameote 
hicieroD  represoDtacioDes  en  favor  de  la  reioa  desgraciada  de  Esco- 
cia, los  de  FraDcia,  de  España,  los  prÍDcipes  católicos  de  Alemaoia 
y  otros  puDtos  de  la  Europa.  Se  deja  coDcebir  el  toDO  de  calor  y  ve- 
hemeocia  cod  que  estariau  coDcebidos  todos  estos  actos.  El  rey  Ja- 
cobo,  sensible  á  la  voz  de  la  naturaleza,  abogó  cod  ardor  por  uoa 
madre  cuyo  suplicio  iba  hasta  imprimir  una  mancha  iudeleble  eD  el 
carácter  de  que  estaba  revestida.  Haciau  Daturalmente  todas  estas 
maDifestacioDes  uua  ímpresioD  desagradable  cd  Isabel,  quien  si  de- 
seaba la  muerte  de  su  competidora,  no  quería  cargarse  con  la  odio- 
sidad de  ella  misma  la  que  expidiese  la  orden  de  la  ejecución  de  la 
sentencia. 

Por  algunos  dias  se  mostró  indecisa,  manifestando  so  gravísimo 
pesar  por  verse  precisada  á  cumplir  con  un  deber  fatal  que  recla- 
maba de  ella  la  seguridad  y  tranquilidad  de  sus  estados.  Mientras 
tanto  se  manifestaba  mas  y  mas  la  opinión  del  pais  en  contra  de 
María,  con  lo  que  se  lisonjeaba  muchísimo  el  amor  propio  de  la 
reina  de  Inglaterra. 

Todavía  vacilaba,  tal  era  su  opinión,  la  mancha  que  iba  &  echar 
sobre  ella  la  ejecución  de  la  sentencia.  Varias  veces  manifestó  su 
despecho,  quejáudose  de  que  sus  fieles  servidores  do  previoiesen  sus 
deseos  sacándola  de  tan  cruel  conflicto.  Los  dos  principales  encar- 
gados de  la  custodia  de  la  reina,  sir  Amias  Paulet  y  sir  Drue  Dniry, 
á  quienes  se  hizo  en  frases  no  muy  oscuras  esta  insinuación,  aparen- 
taron no  comprenderla.  Al  fin  se  les  manifestó  por  lo  claro  que  ha- 
rían un  gran  servicio  á  la  reina  anticipándose  al  verdugo  eu  la  ejeca- 
cioDdela  scDteDcia.  Mas  estos  hombres  lleDOS  de  hoDor,  aunqae  no 
muy  blaDdos  y  mirados  en  su  comportamieuto  cod  María,  se  indig- 
DaroD  al  verse  tcDidos  cd  taD  poco  que  se  les  hicieseu  proposidones 
taD  odiosas,  y  declararoD  que  erau  fieles  servidores  de  la  reina,  mas 
DO  viles  asesiDos.  Cerrada  sGsí  la  puerta  para  toda  ejecución  secre- 
ta, DO  quedaba  mas  medio  que  el  de  hacerla  pública.  Cod  este  ob- 
jeto maDdó  la  reioa  que  se  exteodiese  la  órdeo  (warraot)  de  la  eje- 
cucioo  y  se  la  Uevaseo,  mas  todavía  se  mostró  irresoluta  en  el  acto 
de  firmarla. 


GÁPlTUiO  LXIl.  847 

•  Al  saber  la  reina  de  Escocia  la  sentCDcia  de  muerte  que  sobre  ella 
gravitaba,  oo  mostró  ni  gran  temor,  ni  gran  sorpresa.  Dijo  que  es- 
taba ya  muy  preparada  á  este  rigor  de  la  fortuna.  Que  no  estraOa- 
ba  estuviesen  sedientas  de  baOarse  en  la  sangre  de  una  reina  estra- 
Oa,  las  manos  acostumbradas  á  teñirse  en  la  de  sus  propios  reyes. 
Mientras  tanto,  estaba  tratada  con  la  última  dureza,  se  la  habia  des- 
pojado de  todos  los  signos  y  consideraciones  debidas  á  la  dignidad 
real,  quitándose  el  dosel  que  se  hallaba  en  su  aposento,  sus  mismos 
guardas  le  faltaron  á  'toda  consideración,  presentándose  delante  de 
ella  con  su  sombrero  puesto. 

Entregó  Isabel  la  orden  firmada  de  la  ejecución  al  secretario  de 
Estado,  Davison,  con  el  encargo  de  presentarla  á  los  sefiores  del  Con- 
sejo. Apoderados  de  tan  importante  documento,  sin  conferenciar  mas 
con  la  reina  ni  tomar  sus  órdenes  ulteriores,  entregaron  el'papel  á 
los  condes  de  Shrewsbury  y  de  Kent,  para  que  inmediatamente  pa- 
sasen al  castillo  de  Fotbenringay  á  poner  en  ejecución  lo  que  en  él 
se  prescribía. 

Partieron  los  condes  acompaDados  del  deán  de  Peterboroug  al 
punto  designado,  y  presentados  á  la  reina  de  Escocia  le  hicieron  sa- 
ber la  orden  que  llevaban  previniéndole  se  dispusiese  para  su  ejecu- 
ción al  dia  siguiente.  Recibió  María  la  comunicación  con  rostro  fir- 
me y  sereno,  con  aquella  dignidad  que  en  ciertas  ocasiones  le  era 
tan  característica.  Dijo  que  debia  darse  por  satisfecha  y  agradecer 
á  Dios  hubiese  elegido  su  persona  para  dar  un  testimonio  de  su  ad- 
hesión á  la  religión  católica  en  cuya  defensa  perecía.  Inmediata- 
mente se  preparó  para  la  muerte,  tomando  todas  las  disposiciones 
con  tranquilidad  y  compostura.  Escribió  su  testamento,  distríbu-« 
yó  sus  muebles,  vestidos  y  otras  alhajas  entre  sus  doncellas  y 
otros  servidores,  consolándolos  á  todos  con  la  esperanza  de  mejor 
fortuna.  Pidió  que  se  le  permitiese  un  sacerdote  de  su  religión  que 
la  asistiese  en  sus  últimos  momentos;  mas  le  fué  esta  gracia  dene- 
gaida.  Solicitó  también  que  se  le  permitiese  morir  rodeada  de  sus 
servidores  para  que  diesen  testimonio  de  su  comportamiento,  y  fué 
igualmente  desechada  aquesta  súplica,  esceptuándose  solo  tres  que 
la  acompasaban  hasta  los  últimos  instantes.  Pidió  en  seguida  que 
se  trasladase  á  Francia  su  cadáver  á  fin  de  que  allí  le  enterrasen  en 
sagrado,  á  lo  que  dieron  los  condes  su  consentimiento. 

Pasó  María  el  resto  de  la  noche  rodeada  de  sus  servidores,  cu- 
yos gemidos  y  sollozos  no  podia  reprimir  su  autoridad,  ni  el  ejem-* 


848  HISTOUA  DI  PBUPE  O. 

pío  qae  daba  de  sereoídad  y  de  firmeza;  cenó  parcamente  como  lo 
tenia  de  costumbre,  y  bebió  á  la  salud  de  cada  uno  de  los  que  la 
acompasaban.  En  seguida  se  recogió  á  su  aposento,  y  por  la  última 
vez  se  entregó  al  sueño. 

Al  amanecer  del  día  siguiente,  27  de  febrero  de  1581,  se  levantó', 
pasó  &  su  oratorio,  tomó  una  forma  consagrada  que  le  habia  en- 
viado Pío  V  y  guardaba  en  secreto  con  el  mayor  cuidado,  previendo 
la  triste  situación  en  que  se.  bailaba.  En  seguida  hizo  que  la  vistie- 
sen con  toda  la  posible  magnificencia  que  su  equipaje  permitía. 
Mientras  tanto  pasaba  los  instantes  en  actos  de  devoción,  sin  dar 
oídos  á  las  exhortaciones  del  ministro  protestante  que  trataba  de 
ausílíarla  en  sus  últimos  momentos. 

A  eso  de  las  nueve  de  la  mafiana  se  presentó  en  su  habitación  el 
Sheriff  del  condado  y  le  anunció  que  habia  llegado  su  último  mo- 
mento. Se  hallaba  María  de  rodillas  al  recibir  esta  visita.  Sin  res- 
ponder nada,  se  levantó  inmediatamente  y  con  paso  lento,  apoyada 
en  dos  de  sus  doncellas,  se  encaminó  al  sitio  del  suplicio.  Iba  ves* 
tida  magníficamente  con  manto  de  terciopelo  morado ,  diadema  en 
la  cabeza,  en  el  cuello  un  Aguus  Deí,  en  la  cintura  el  rosario  y  un 
crucifijo  de  marfil  en  las  dos  manos.  Así  entró  en  una  sala  del  cas- 
tillo tendida  de  negro  donde  estaban  el  tajo ,  las  hachas  y  los  ver- 
dugos preparados  para  su  suplicio.  La  acompafiaban  también  los 
dos  condes  que  se  le  habían  reunido  en  la  escalera  y  el  deán  que 
no  cesaba  en  sus  exhortaciones,  empleando  frases  duras,  á  propor- 
ción que  la  reina  se  negaba  á  valerse  de  su  auxilio,  diciéndole  que 
no  se  molestase,  pues  quería  conservarse  fiel  á  su  religión  hasta  el 
último  momento.  Al  fin  impuso  silencio  al  deán  el  conde  de  Shrews- 
bury  en  vista  de  lo  inútil  de  la  conferencia. 

Comunicaba  la  sala  con  una  especie  de  patio  lleno  de  espectado- 
res sumidos  en  silencio.  Subió  María  las  dos  ó  tres  gradas  de  la  es- 
pecie de  tablado  donde  estaba  el  instrumento  del  suplicio,  mientras 
se  leía  en  alta  voz  la  sentencia  de  su  muerte.  Concluido  el  acto  oró 
la  reina  en  alta  voz  por  las  necesidades  de  la  Iglesia ,  declaró  que 
moría  fiel  á  los  dogmas  del  catolicismo ,  que  solo  esperaba  miseri- 
cordia por  la  muerte  de  Cristo ,  á  los  pies  de  cuya  im&gen  iba  k 
derramar  su  sangre.  Entonces  levantó  en  alto  el  crucifijo  y  le  besó, 
entregándole  en  seguida  á  una  de  sus  doncellas  ,  mientras  otras  le 
ayudaban  á  quitarse  el  velo  y  demás  adornos  de  la  cabeza  para  pa- 
sar á  las  manos  del  verdugo.  Con  rostro  sereno,  y  la  fortaleza  que 


GÁFRUiiO  Lxn.  849 

DO  la  abandonó  en  ninguDO  de  estos  críticos  momentos ,  después  de^ 
una  corta  oración  poso  la  cabeza  en  el  tajo ,  y  mientras  uno  de  los 
ejecutores  la  tenia  de  las  manos ,  le  separó  el  otro  la  cabeza  del 
caerpo  con  un  par  de  golpes.  Bn  seguida  la  levantó  en  alto  y  la  enseDó 
aUpueblo  chorreando  todavía  en  sangre ,  y  el  deán  de  Peterboroug 
exclamó  en  alta  voz :  Así  perecen  todo&  los  enemigos  de  la  reina 
Isabel;  á  lo  que  el  conde  de  Kent  respondió:  Amen.  Los  especiado* 
res  se  retiraron  entonces  sin  prorumpir  en  voz  de  clase  alguna. 

Asi  murió  á  los  cuarenta  y  cinco  aSos  comenzados  de  su  edad 
María  Estuarda,  una  de  las  mujeres  mas  eminentes  de  su  siglo  por 
su  hermosura,  por  sus  gracias,  por  la  gentileza  de  toda  su  perso- 
na, por  lo  agudo  y  vivo  de  su  ingenio ,  por  lo  fascinador  de  sus 
maneras  y  conversación,  por  sus  habilidades  y  conocimientos  de  la 
literatura  de  aquel  siglo.  Diestra  en  todos  los  ejercicios  de  las  da* 
mas  distinguidas  de  su  tiempo ,  hablaba  con  gracia ,  escribia  con 
elegancia,  tanto  en  su  lengua  nativa  como  en  la  francesa,  que  con 
preferencia  usaba  como  la  mas  conocida  y  la  mas  culta.  Si  como 
mujer  poseyó  muchas  dotes  con  tanta  perfección ,  no  fueron  pocas 
sus  faltas  y  extravíos  como  reina.  Algunos  de  ellos  fueron  como 
inevitables,  como  efectos  forzosos  de  sus  circunstancias.  No  estaba 
destinada  por  la  naturaleza ,  la  hermosa ,  la  amable ,  la  elegante  y 
sobre  todo  la  católica  á  reinar  en  un  pueblo  donde  el  espíritu  de 
independencia  y  libertad  tomaba  tanto  vuelo,  donde  todo  respiraba 
guerra  civil,  controversia  religiosa.  Ni  aquel  pueblo  podia  ser  sen- 
sible á  las  gracias,  al  mérito  en  su  línea  de  la  reina,  ni  esta  compren* 
der  todo  el  interés  de  aquellas  luchas  tan  encarnizadas.  No  conoció 
su  posición  y  obró  en  cierto  modo  á  la  aventura.  Era  María  una  de 
aquellas  mujeres  k  quienes  la  falta  de  circunspección  origina  desa- 
zones y  pone  muchas  veces  en  graves  compromisos,  en  quienes  se 
confunde  la  demasiada  afabilidad  con  el  demasiado  desahogo  y  la 
ligereza  de  manera  con  la  licencia  de  costumbres.  Cometió  mas  im- 
prudencias que  faltas  graves ,  y  mas  faltas  graves  que  extravíos 
criminales.  Procedía  la  mayor  parte  de  estas  faltas  de  la  ligereza 
de  su  car&cter,  de  la  obstinación ,  fruto  de  una  voluntad  que  no  se 
había  nunca  contrariado ,  de  los  principios  supersticiosos  en  que  la 
habían  imbuido  desde  la  cuna ,  y  también  de  los  malos  ejemplos 
que  había  visto  en  la  corte  de  Francia ,  donde  se  había  educado. 
Impetuosa,  ardiente,  movida  por  los  caprichos  de  su  imaginación, 
ligera  en  amar,  pronta  á  aborrecer,  no  había  entre  tantas  pasiones, 


850  mSTOBU  DB  FBLIPE  11. 

entre  tan  brillantes  cualidades,  sitio  para  la  prudencia.  De  su  des- 
vío hacia  su  primer  marido,  la  disculpa  la  conducta  poco  atenta  de 
este;  mas  las  circunstancias  de  su  asesinato ,  deponen  fuertemente 
contra  ella.  Si  verdaderamente  no  habia  sido  cómplice  en  este  acto 
tan  criminal,  tan  alevoso,  la  sola  circunstancia  de  haberse  casado  opn 
el  que  públicamente  se  designaba  como  el  asesino ,  imprime  una 
mancha  indeleble  en  su  memoria.  Por  lo  demás  si  María  Estuarda 
fué  culpable  de  muchos  extravíos,  los  expió  de  la  manera  mas  cru- 
da y  mas  horrible.  Se  contrista  la  imaginación  al  contemplar  aque- 
lla mujer  en  lo  mas  florido  de  sus  aDos  detenida  en  cautiverio  en 
el  pais  en  que  habia  buscado  un  asilo,  y  recibiendo  tan  malos  trata- 
mientos de  otra  persona  de  su  mismo  sexo  y  de  su  rango.  Los  diez 
y  nueve-  afios  en  que  sufrió  tan  duro  cautiverio  bastarían  para  que- 
brantar el  corazón  mas  entero,  para  abatir  el  alma  de  mas  temple. 
María,  sin  embargo,  no  perdió  nunca  la  dignidad  de  su  carácter,  ni 
Isabel  tríunfó  jamás  de  su  constancia.  Cuanto  mas  se  agravaba  su 
posición,  menos  humillada  la  encontraba  su  competidora.  Durante 
la  última  crisis  se  mostró  magnánima  y  en  sus  últimos  momentos 
admirable.  Si  tuvo  parte  en  los  planes  de  conspiración  contra  Isa- 
bel, la  ponia  en  tan  dura  precisión  la  conducta  tiránica  de  esta 
princesa.  Nunca  se  cometió  una  violación  mas  horrible  del  derecho 
de  gentes,  ni  se  abusó  con  mas  descaro  del  de  la  fuerza.  La  histo- 
ria y  suplicio  de  María  Estuarda  forma  una  de  las  figuras  mas  sin- 
gulares en  el  gran  cuadro  del  siglo  XYI ,  y  se  le  tendría  por  una 
creación  poética  si  no  supiésemos  ya  por  experiencia  que  la  histo- 
ria se  presenta  á  veces  con  colores  mas  fabulosos  que  la  misma 
fábula. 

No  abandonó  la  reina  Isabel  de  Inglaterra  su  papel  ,de  hipócrita 
aun  después  de  la  bajada  al  sepulcro  de  su  competidora.  Al  contra- 
rio, fué  esta  misma  circunstancia  la  que  dio  mas  realce  á  la  false- 
dad que  durante  este  drama  hal)ia  mostrado.  AI  recibir  la  notica 
de  que  se  habia  llevado  á  efecto  el  suplicio  de  María ,  aparentó  la 
mayor  sorpresa  mezclada  del  dolor  é  indignación  mas  viva.  Se  en- 
cerró en  su  cuarto  sin  querer  hablar  con  nadie ,  pronimpiendo  en 
exclamaciones  contra  sus  malos  servidores  que  sin  su  conocimiento 
se  habían  apresurado  á  remitir  la  fatal  orden  con  tanta  rapidez  obe- 
decida. Mas  esta  orden  la  habia  firmado  ella  misma  y  sido  llevada 
al  Consejo  privado  por  el  secretario  de  Estado,  y  encargo  de  la  rei- 
na. Los  ministros  se  aterraron  con  estas  demostraciones  del  dolor 


CAPITULO  Lxn.  851 

y  sentimiento,  y  el  seeretarío  de  Estado  se  tuvo  desde  entonces  por 
OD  hombre  perdido  sin  remedio.  Así  lo  faé  en  efecto.  Necesitaba  la 
reina  de  Inglaterra  una  víctima  para  que  cargase  con  la  responsa- 
bilidad del  suplicio  de  María.  Se  le  puso  preso  en  la  torre ,  se  le 
formó  su  proceso  y  se  le  condenó  á  pagar  la  enorme  suma  en  aquel 
tiempo  de  diez  mil  libras  esterlinas,  dejándole  reducido  á  un  estado 
poco  menos  que  de  mendicidad,  sin  haber  vuelto  nunca  á  la  gracia 
de  la  reina.  Si  los  guardadores  de  la  de  Escocia  hubiesen  cedido  á 
las  insinuaciones  que  se  les  hizo  de  terminar  sus  días  sin  aguardar 
la  mano  del  verdugo,  regularmente  hubiesen  sido  castigados  des- 
pués como  viles  asesinos. 

Resonó  en  todos  los  ángulos  de  Europa  el  suplicio  de  la  reina  de 
Escocia ;  la  indignación  de  algunos  de  sus  príncipes  fué  extrema. 
Su  hijo,  el  rey  de  Escocia,  puso,  como  era  natural,  los  gritos  en  el 
cielo.  Por  mucho  que  trató  Isabel  de  templar  aquella  irritación,  tal 
vez  el  suceso  lamentable  que  la  producía,  aceleró  el  estallido  de  la 
tempestad  que  desde  EspaDa  se  estaba  preparando  contra  ella. 


FIN  DKL  TOMO  PRIMERO. 


•■». 


ÍNDICE 


DE  LOS  CAPÍTULOS  QUE  CONTIENE  ESTE  TOMO. 


Págá. 

Prólogo.    .•• •  5 

CAPÍTULO  I.— Estado  de  la  Europa  al  principio  del  siglo  XVI.— Es- 
paña, Inglaterra  y  Alemania.— Italia. — ^Portugal. — Imperio 
Otomano. — Fuerzas  permanentes. — Poder  absoluto.  .      .  11 

II. — ^Advenimiento  de  la  casa  de  Austria  al  trono  de  Espa- 
ña.—Felipe  el  Hermoso.— Celos  y  rivalidades. — ^Muerte  de 
Felipe. — ^Regencia  de  Femando  el  Católico. — Del  cardenal 
Jiménez  Cisneros. — Venida  de  Carlos  1 18 

III. — Gobierno  de  Carlos  V.— Considerado  este  principe  como 
monarca,  como  capitán. — Su  poder. — Su  política.— Sus 
guerras  contra  Francia. — Con  el  papa. — Con  el  turco. — 
Espedicion  en  Túnez ^t 

IV. — Continuación  del  reinado  de  Carlos  V.— Espedicion  so- 
bre Marsella. — Sobre  Argel. — ^Nuevas  guerras.— Con  Fran- 
cia.—Con  los  príncipes  luteranos  de  Alemania.- Victo- 
rias y  desastres.'— Sitio  de  Metz 34 

V.— Estado  político. — Cortes. — ^Descontento.— Guerra  de  las 
Comunidades.— Rentas  del  Estado.— Recursos  y  apuros. 
— Disminución  de  la  influencia  de  las  cortes.     ...  46 

VI.— Fuerzas  militares  en  tiempo  de  Carlos  V.— Organiza- 
ción.— Armas. — ^Equipo. — Táctica.— Artillería  y  fortifi- 
caciones.— Sitio  de  Rodas 73 

VII. — Artes,  ciencias  y  literatura  en  la  época  de  Carlos  V.  95 

VIII. — Contiendas  religiosas  en  la  época  de  Carlos  V.— Lutero 
y  Alemania.^-Dietas.- Protestantes. — Confesión  de  Augs- 
burgo. — Guerra  de  los  paisanos.— Anabaptistas. — Interim. 
— ^Tratado  de  Passau.— Primer  concilio  de  Trento.    .      .  113 

IX. — Siguen  las  controversias  y  guerras  religiosas  en  la  épo- 
ca de  Carlos  V. — ^Enrique  VIII  de  Inglaterra.— Ana  Bolena. 

Tomo  i.  108 


851  HUTORIi  DB  FBL1FB  n. 

—Cisma.— Movimientos  en  Escocia.— Asesinato  del  carde- 
nal Beatón 151 

X. — Sigue  la  materia  del  anterior ^Zwinglo. — ^Sniza.— Gi- 
nebra.—Calvino. — Francia.— Dinamarca  y  Suecia. — ^Ins- 
titución de  la  Compañía  de  Jesús 1S7 

XI.— Nacimiento  de  Felipe  II. — Sus  ascendientes Su  educa- 
ción.— ^Estado  de  España.— Matrimonio  de  don  Felipe 
con  María  de  Portugal.— Nacimiento  del  principe  don 
Carlos. — ^Muerte  de  su  madre.— Llama  el  emperador  á  su 
hijo. — Venida  á  España  del  principe  Maximiliano.— Se 
encarga  del  gobiamo.-^Su  matrimonio  con  la  princesa 
María. — ^Parte  don  Felipe. — Su  desembarco  en  Italia.-^Su 

llegada  á  Bruselas 168 

XIL— -Viaje  del  emperador  con  don  Felipe  á  Alemania.— Sus 

designios  frustrados ^Le  vuelve  á  enviar  á  España  con 

plenos  poderes  de  regentar.— Llega  allí  don  Felipe  y  toma 
el  mando.— Situación  de  Alemania  á  la  sazón. — ^Desgra- 
cias del  emperador. — ^Nueva  guerra  con  Francia. — ^Pro- 
yecta enlazar  al  príncipe  don  Felipe  con  María,  reina  de 
Inglaterra 116 

XIII. — ^Muerte  de  Eduardo  VI  de  Inglaterra. — ^Estado  del  país. 
-i-Partidos.— María  é  Isabel.-^uána  Gray.— Coronada  es- 
la. — María  toma  el  ascendiente.— Sube  al  trono.— Suplicio 
de  su  competidora. — Capitulaciones  del  matrimonio  de 
Felipe  y  de  María. — Las  firma  el  principe,  y  encarga  la 
regencia  del  reino  á  la  infanta  doña  Juana.— Se  embarca 
en  la  Coruña  y  llega  á  Inglaterra.— Desposorios.— Abo- 
lición del  cisma Persecuciones  y  castigos.      ...  18<^ 

XIV. — ^Ajusta  el  emperador  una  tregua  con  Francia. — Llama 
á  don  Felipe  á  Bruselas.— fienuncia  en  su  favor  la  posesión 
de  los  Países-Bajos  y  las  coronas  de  España.— Se  embarca 
para  este  último  país,  y  se  retira  al  monasterio  de  Tuste. 
—Sus  ocupaciones 1  ^0 

XV. — ^Estado  de  la  Europa  á  la  subida  de  Felipe  II  al  trono. 
— ^Se  declara  Paulo  IV  contra  Felipe  U. — Pasa  el  duque  de 
Alba  á  gobernar  á  Ñapóles.— Buptura  de  hostilidades.— In- 
vaden las  tropas  españolas  los  Estados  pontificios.    .      .  196 

XVI.— Entrada  de  los  franceses  en  Italia.— Se  rompe  la  tregua 
entre  Francia  y  España. — Preparativos  de  Felipe  II.— Su 
viaje  á  Inglaterra. — Continúa  la  campaña  del  duque  de 

Alba.— Paz  con  el  papa !•! 

XVII. — Comienza  la  campaña  entre  españoles  y  franceses. — ^Ba- 
talla de  San  Quintín. — Toma  de  la  plaza  y  otras  varias  por 
los  españoles. — Toma  de  la  de  Calais  por  el  duque  de 

Guisa. — ^Batalla  de  Gravelinas -ilt 

XVIII.— Muerte  del  emperador  Carlos  V.— Su  carácter.  ilS 

XIX.— Muerte  de  María  reina  de  Inglaterra. — ^La  sucede  su 
hermana'lsabel.— Protestantismo.— Paz  de  Catau  Cambres- 
sis.— Muerte  de  Enrique  H  rey  de  Francia.— Vuelta  de 


•• 


ílfDIGB.  855 

Felipe  á  España ^Estado  de  los  Paises-Bajos.  ...  223 

XX. — ^Trata  Felipe  II  de  restituirse  á  España.^Estado  de  los 
Paises  Bajos. — ^Bosquejo  de  su  historia  dorante  su  posesión 
por  los  duques  de  BorgoSa — Por  los  principes  de  la  casa 
de  Austria Disposiciones  de  Felipe ^Erección  de  nue- 
vos obispados.— Nombramiento  de  gobernadora  de  los 
Países  Bajos.^De  gobernadores  de  las  diferentes  provin- 
cias.— Se  embarca  el  rey  y  llega  á  Espalia.  .  .  228 
XXI. — ^Estado  de  EspaQa  á  la  vuelta  de  Felipe.-^Asuntos  do- 
mésticos administrativos.— Inquisición — Autos  de  fé.— 

Cortes  en  Toledo ^Venida  de  la  reina  Isabel — Jura  del 

principe  don  Carlos 240 

XXII.— Asuntos  de  África. — Sumario  de  las  principales  ocuren- 
cias  en  aquel  pais  desde  el  principio  del  siglo  XVI. — Bar- 
baroja  y  Dragut.— Espedicion  y  derrota  en  la  isla  de  los 
Gelves 245 

XXIII.— Estado  de  la  Francia  á  la  muerte  de  Enrique  II.— De  su 
hijo  Francisco  II.— Facciones  en  la  corte.— Regencia  de 
Catalina  de  Médicis. — ^Advenimiento  de  Isabel  al  trono  de 
Inglaterra  y  resultados.-— Estado  de  Escocia  en  la  misma 
época.— María  Estuarda 256 

XXIV.— Segundo  Concilio  ó  continuación  del  de  Trente.   .  267 

XXV.— Asuntos  domésticos.— Se  manda  observar  lo  dispuesto 
por  el  Concilio  de  Trente — Concilios  provinciales.— Re- 
.  cibimiento  en  Toledo  del  cuerpo  de  San  Eugenio  proceden- 
te de  Francia — ^Reconocimiento  de  don  Juan  de  Austria. 
— Su  educación  en  Alcalá  con  el  principe  don  Carlos  y 
Alejandro  Famesio — ^Venida  á  España  de  los  archiduques 
Rodolfo  y  Ernesto.— Viaje  de  la  reina  á  Bayona.— Reforma 
de  algunas  órdenes  mon¿sticas.-^Santa  Teresa  de  Jesús- 
Carácter,  prisión^  proceso  y  muerte  del  principe  don 
Carlos. 273 

XXVI Fundación  del  monasterio  del  Escorial  (156B)..  287 

XXVII.— Estado  de  Francia.— Triunvirato.— Liga  Hugonota— 
Situación  de  los  dos  partidos.— Desórdenes  en  París.— En 
las  provincias.— Sublevación  de  algunas.— Se  toman  las 
armas.— Estado  de  los  ejércitos.— Estalla  la  guerra.— Si- 
tio de  Rúan.— Muerte  del  rey  de  Navarra. — Sitio  de  Or- 
leans. — ^Asesinato  del  duque  de  Guisa. — ^Batallado  Dreux. 
—Treguas.— Renovación  de  hostilidades — Batalla  de  San 
Dionisio  y  muerte  del  condestable  de  Montmorency.— 

(1561,  1568.)— Otra  tregua. . 293 

XXVill.— Estado  de  Inglaterra.— De  Escocía.— María  Estuarda.— 
Su  matrimonio  con  Enrique  Darnley. — ^David  Ríezío.— 
Asesinato  de  Enrique  Darnley. — ^Bothwell — ^Rapto  de  la 

reina  por  Bothwell.— Se  casan Insurrección. — Vencida 

la  reina Su  vuelta  á  Edimburgo.— Su  cautiverio  y  des- 
tronamiento.— Se  escapa. — Vuelta  á  ser  vencida.— Toma 
asilo  en  Inglaterra .      *  308 


856  HlSTOfilÁ  DX  FELIPE  II. 

XXIX.  —Estado  de  los  Paises-Eajos.— Torcida  política  del  Rey 
de  España.— Descontento  general.— La  princesa  Gober- 
nadora.— ^El  cardenal  Granvela. — El  príncipe  deOrange. — 
El  conde  de  Egmont. — ^El  conde  Horn. — Situación  de  los 
partidos.— Conflictos.— Mensajes  y  cartas  al  Rey.— Acusa-* 
cienes  contra  Granvela.— Salida  de  este  de  los  Paises-Bajos.  321 

XXX.— Sigue  la  materia  del  anterior. — ^Edictos  sobre  la  Inqui- 
sición.—Sobre  el  Concilio  de  Trente.— Confederación  de 
la  nobleza.— Mendigos.— Excesos  de  los  nuevos  sectarios. 
—Represiones.— Muidas  medias. — ^Entrada  de  tropas.— 
Recobra  la  Gobernadora  el  ascendiente.— Castigos  de  sec- 
tarios.—Disolución  de  la  confederación.— Retirada  del 
principe  de  Orange.— Resuelve  el  rey  de  España  enviar 

al  duque  de  Alba  á  los  Paises-Bajos 336 

XXXI.— Asuntos  de  África.— Proyecta  Asam,  dey  de  Argel,  la 
conquista  de  Oran  y  de  Mazalquivir.— Sus  preparativos.- 
Fuerzas  de  que  dispone.— Sale  la  expedición  por  tierra  y 
llega  cerca  de  los  muros  de  ambas  plazas.— Situación  de 
estas.— Comienza  el  sitio.— Toman  los  moros  el  fuerte  de 
los  Santos.— Sale  de  Argel  la  escuadra  del  dey.— Se  blo- 
quean las  plazas  sitiadas.— El  conde  deAlcaudeteen  Oran. 
—Don  Martin  de  Córdoba  en  Mazalquivir. — Se  asedia  es- 
ta última  plaza.— Ataques  al  fuerte  de  San  Miguel ^Le 

abandonan  los  nuestros. — Varios  asaltos  á  la  plaza  de  Ha- 
zalquivir.— Repelidos  todos.— Avistan  los  sitiadores  los  . 

socorros  de  España.— Levantan  el  sitio 360 

XXXII.— Expedición  sobre  el  Peñón  de  Yelezde  la  Gomera.— In- 
fructuosa.—Segunda  tentativa.— Preparativos Salida  de 

la  expedición.— Llegan  al  Peñón. — ^Le  toman.— Envia  el 
rey  á  don  Alonso  Razan  á  cegar  el  rio  de  Teiuan. — Y  se 
efectúa 371 

XXXIII.— Sitio  de  Malta.— Situación  de  Malta.— Resumen  de  su 
historia  hasta  la  época  dé  Carlos  V.— Cesión  de  la  isla  á 
los  caballeros  de  San  Juan.— Establecimiento  en  ella  de  la 
Orden.— Proyecta  Solimán  II  el  sitio  de  Malta.— Sale  de 
Constantinopla  la  expedición.— Desembarca  en  Malta.— 
Rivalidades  entre  los  jefes  de  mar  y  tierra.— Sitian  los 
turcos  el  fuerte  de  San  Telmo.— Lo  toman.— Sitian  la  ciu- 
dad delBurgo.— Resistencia.— Varios  asaltos.— Llegada  del 
refuerzo  de  España.- Levantan  el  sitio  los  turcos,  y  se  em- 
barcan.—Pérdidas  por  entrambas  partes.— Construcción 
déla  ciudad  y  plaza  llamada  La  Valette.— Muerte  del  gran 
maestre  de  este  nombre 319 

XXXIV.— Guerra  de  los  moriscos  de  Granada.— Capitulaciones 
cuando  la  toma  de  esta  ciudad  por  los  reyes  católicos.— 
Primer  arzobispo.— Conversiones. —  Alborotos. —  Decreto 
para  que  abracen  la  fó  cristiana  los  moriscos. — Todos  cris- 
tianos.—Acusaciones  de  su  falta  de  sinceridad.- Nuevas 
exigencias  de  la  corte.— -Nuevos  disgustos.—Reclamaciones 


INDIGK.  857 

de  los  moriscos.— Desoídas.— 'Tentativas  para  alzar  á  los 
del  Albaycin.— Alzamiento  de  las  taas  de  las  Alpajarras. — 
Excesos  y  crueldades  de  los  sublevados.— Nombran  por  su 
rey  á  Aben-Humeya.— Sale  el  marqués  de  Mondejar  de 
Granada  para  combatir  á  los  alzados. — ^Yarios  'encuentros 
suyos  COI  los  moriscos,  favorables  á  las  armas  castellanas. 
.  —Entra  en  las  Alpujarras.— Se  apodera  de  la  torre  de  Or- 
giva Pasa  el  marqués  de  los  Velez  desde  Murcia  al  rei- 
no de  Granada.— Recibe  autorización  para  ello  del  rey.*— 
Varios  encuentros  suyos  con  los  moriscos. — ^Los  vence. — 
Sigue  la  guerra  con  sucesos  varios. — ^Diversidad  de  pa- 
receres entre  el  marqués  de  los  Velez  y  el  de  Mondejar.— 
Resuelve  el  rey  enviar  por  capitán  general  de  Granada  á 
su  hermano  don  Juan  de  Austria 397 

XXXV.— Continuación  del  anterior.- Parte  don  Juan  de  Austria 

de  Madrid Su  entrada  en  Granada.— Toma  las  riendas 

del  gobierno Sigue  la  guerra  con  sucesos  varios.— Lia* 

ma  el  rey  á  la  corte  al  marqués  de  Mondejar.— Es  asesina* 
do  Aben-Humeya  por  los  suyos.— Absan  por  nuevo  rey  á 
Aben-Abóo. — Sale  don  Juan  de  Austria  de  Granada  á  com* 
batir  á  los  moriscos.— Se  retira  el  marqués  de  los  Velez.— 
Se  apodera  don  Juan  de  Galera,  de  Serón,  de  Tijolay  de 
otros  mas  puntos. — ^Exposición  del  duque  de  Sesa.-^Tra- 

tan  de  someterse  los  moriscos Conferencias  en  el  fondón 

-de  Andarax. — Ceremonia  de  la  sumisión  delante  de  don 
Juan. — Rompe  el  pacto  Aben-Abóo.— Hace  asesinar  al 
Habaqui — ^Es  asesinado  Aben-Abóo  por  los  de  su  mayor 

confianza Entrada  de  su  cadáver  en  Granada. — ^Fin  de 

la  guerra i21 

XXXVI.— Asuntos  de  Italia ^Muerte  de  Paulo  IV ^Exaltación 

de  Pío  IV. — ídem  de  Pió  V.— Anima  este  á  los  principes 
cristianos  á  la  guerra  contra  el  turco.— Muerte  de  Solimán. 
—Asciende  Selim  Ü  al  trono  otomano.— Expedición  de  los 
turcos  contra  la  isla  de  Chipre. — ^Tomade  la  plaza  de  Nico- 
sia.— Sitio  de  la  de  Famagosta — Promueve  el  Papa  una 
nueva  liga  entre  Espafia,  la  república  de  Venecia  y  su 
persona.— Se  ajustan  las  condiciones  de  la  liga  en  Roma. 
—Va  el  cardenal  de  Alejandria  á  Madrid.— Confirma  el 

rey  las  disposiciones  del  pontífice ^Nombramiento  de  don 

Juan  de  Austria  por  generalísimo  de  la  liga.— Vuelve  este 
á  Madrid  de  las  guerras  de  Granada. — Se  embarca  en  Rar- 
celona Reunión  en  Mesina  de  las  fuerzas  de  la  confedera- 
ción.— Salen  en  busca  de  los  turcos.— Ratalla  de  Lepante.  i46 

XXXVII. — Continuación  del  anterior.— Pocos  resultados  de  la  vic- 
toria de  Lepante. — No  siguen  los  cristianos  el  alcance. — 
Se  retiran  las  escuadras  á  sus  países  respectivos. — Campa- 
ña inútil  de  1572. — ^Ajustan  la  paz  los  venecianos  con  los. 
turcos. — Expedición  de  los  españoles  sobre  Túnez. — Le 
toman. — ^Manda  don  Juan  de  Austria  construir  un  fuerte 


858  HISTORIA  DB  FIUPE  U. 

cerca  de  esta  plaza.— Salida  de  Constantinopla  de  la  en- 
cuadra enemiga. — Se  apoderan  los  tarcos  de  Túnez,  del 
faerte  recien  construido,  y  del  de  la  Goleta.  ...  i6! 
XXXVUI. — Disturbios  y  alborotos  en  Genova. — Nobles  antiguos. 
— ^Nobles  nuevos. — ^Salen  de  la  ciudad  los  primeros.— In- 
terviene el  rey  de  España. — ^El  legado  del  Papa.— Pacifi- 
cación   i7i 

XXXIX. — ^Asuntos  de  los  Paises-Bajos. — Salida  del  duque  de  Al- 
ba.— ^Su  llegada  á  Italia.— Marcha  entendida  que  emprende 
desde  los  Alpes  hasta  la  frontera  de  Flandes. — Su  entrada 
en  este  pais  y  entrevista  con  la  princesa  gobernadora. — 

Providencias  del  duque  de  Alba Prisiones  de  los  condes 

de  Egmont  y  de  Hom — Descontento  de  la  princesa  gober- 
nadora— Solicita  esta  y  consigue  del  rey  su  salida  de  los 
Paises-Bajos.— Instala  el  duque  de  Alba  el  tribunal  de  los 

Doce.— Rigores  y  castigos Se  condena  por  traidor  al 

principe  de  Orange,  ausente,  y  á  otros  señores  flamencos 
que  se  hallaban  prófugos. — ^Preparativos  mutuos  para  una 

próxima  guerra ^Invasión  de  los  Paises-Bajos. — ^Derrota 

del  conde  de  Aremberg  por  Luis,  conde  de  Nassau. — ^En- 
juiciamiento y  suplicio  de  los  condes  de  Egmont  y  de 

Hom i83 

XL.--Contínuacion  del  anterior. — Sale  el  duque  de  Alba  de 
Bruselas  en  busca  del  conde  de  Nassau — ^Le  hace  levantar 
el  sitio  de  Groninga. — ^Le  derrota  en  los  campos  de  Ge- 
mingen. — Vuelve  á  Bruselas.  —  Penetra  el  príncipe  de 
Orange  con  su  ejército  en  los  Paises-Bajos. — Sale  de  nue- 
vo el  duque  de  Alba  de  Bruselas,  y  se  establece  en  Mas- 
tricht. — ^Paso  del  Mosa  por  el  principe  de  Orange. — Pre- 
senta batalla  al  duque  de  Alba.— No  la  acepta  este.— Es- 
caramuzas.—Se  retira  el  de  Orange  y  pasa  el  Get.— 
Derrota  del  cuerpo  que  deja  á  retaguardia  de  este  rio.— 
Se  junta  el  principe  de  Orange  con  un  cuerpo  auxiliar  de 
Francia.— Crecen  sus  apuros  y  dificultades — Se  vuelve  á 
sus  estados  de  Alemania.^Entrada  triunfal  del  duque  de 

Alba  en  Bruselas ^Erección  de  su  estatua  en  la  cindadela 

de  Amberes.— Nuevos  rigores.— Contribuciones.— Publi- 
cación del  decreto  de  indulgencia i98 

XLI.— Continuación  del  anterior Siguen  los  disgustos  por  la 

décima ^Inflexibilidad  del  duque  de  Alba. — Mendigos 

marítimos.— Toman  el  puerto  de  Brille.— Insurrección  de 
Zelanda  y  Holanda.— Entrada  de  Luis  de  Nassau  en  Mons. 
—Marcha  al  sitio  de  esta  plaza  don  Federico  de  Toledo.— 
Derrota  de  un  cuerpo  auxiliar  francés.— Segunda  entrada 
en  los  Paises-Bajos  del  principe  de  Orange.- Toma  varias 
plazas  del  Brabante.— No  puede  hacer  levantar  el  sitio  de 
Mons.— Se  retira  á  Holanda.— Entra  en  Mons  el  duque  de 
Alba.— Van  los  españoles  á  las  provincias  del  Norte.— To- 
ma y  saco  de  Zutphen.— Incendio  de  Naardem.— Obstina- 


ÍNDICE.  999 

da  defensa  de  HarIem.«*«-Toma  de  esta  plaza.-^Toma  don 
Luis  de  Reqnesens  el  mando  de  I09  Países-Bajos.— «YnelYe 
á  España  el  duque  de  Alba.— Es  bien  recibido  del  rey.-* 
Sale  desterrado  á' Uceda 508 

XLII.-— Asuntos  de  Francia.— Consecuencias  de  la  segunda  tre-^ 
gua  con  los  calvinistas.— Estado  de  los  partidos.— Vuelta 
de  las  animosidades.— Excitaciones  á  una  nueva  guerra.-** 
Se  declara.— Batalla  de  Jamac— Muerte  del  principe  de 
Conde.— Enrique  de  Navarra.— Batalla  de  Moncontour.— 
Nueva  tregua.— Paz  de  San  Germán.— Verdaderos  senti* 
mientos  de  la  corte.— Favor  de  los  calvinistas. — ^Descon* 
tentó  de  los  católicos.— Se  ajusta  el  matrimonio  de  Enri- 
que de  Bearne  con  Margarita  de  Valois.— Va  la  reina  de 
Navarra,  madre  de  Enrique  de  Bearne,  á  la  corte.— Su 
muerte  en  París.— Entrada  en  la  capital  del  nuevo  rey  de 
Navarra.— Se  celebran  sus  bodas  con  Margarita  de  Valois 
en  Nuestra  Sefiora  de  Paris.— Fiestas  con  este  motivo.    .  520 

XLllI.-~Continuacion  del  anterior.— Agitación  de  los  partidos. 
Horrible  plan  del  católico.— Asesinato  de  Coligny.— Ma- 
tanzas en  Paris  la  nocbe  y  víspera  de  San  Bartolomé.- 
Continúan  en  los  dias  sucesivos.— Se  imitan  en  los  demás 
pueblos  de  Francia.— Las  aprueba  y  sanciona  el  rey.— 
Nueva  insurrección  de  los  calvinistas.— Sitios  de  Saucerre 
y  de  la  Bóchela.— Conversión  del  rey  de  Navarra  y  del 
principe  de  Conde  al  catolicismo.- Elección  del  duque  de 
Anjou  por  rey  de  Polonia.— Parte  á  tomar  posesión  de  la 
corona.— Muerte  de  Carlos  IX.— Su  carácter.    .      .      .  5.S5 

XLIV.— Asuntos  de  Inglaterra  y  de  Escocia.— Resultados  de  la 
entrada  de  María  Estuarda  en  el  primero  de  estos  reinos. 
—Escribe  á  la  reina  Isabel  pidiendo  su  protección. — ^Em- 
barazos de  Isabel.— Responde  evasivamente  á  la  de  Esco- 
cia.—Se  niega  á  verla.— Trata  de  hacerse  arbitra  entre  la 
reina  María  y  sus  subditos.— Se  resiste  esta.— Cede  al  fin. 
— Conferencias  en  York.— Se  trasladan  á  Westminster, — 
Es  acusada  la  reina  de  Escocia  por  Murray.— Presenta  este 
documentos  justificativos.— No  responde  María.— Confi- 
namiento de  esta. — Negociaciones  entre  las  dos  reinas. — 
Tramas  en  el  país  á  favor  de  la  de  Escocia.— Son  castiga- 
dos los  conspiradores. — ^Asesinato  del  regente  Murray. — 
Le  sucede  el  conde  de  Lenox. — Continúan  las  tramas  en 
Inglaterra.— Suplicio  del  duque  de  Norfolk.— Muerte  del 
conde  de  Lenox.— Le  sucede  el  conde  de  Morton.— Guerra 

civil  en  Escocia.— Pacificación 55i 

XLV.— Asuntos  de  los  Países-Bajos. — Toma  Requesens  el  gobier- 
no de  los  Países-Bajos. — Su  moderación. — Continúan  las 
operaciones  militares.— Expedición  desgraciada  de  los  es- 
pañoles para  socorrer  á  Middelburgo.— Cae  esta  plaza  en 
poder  del  principe  de  Orange. — ^Tercera  entrada  del  con- 
de de  Nassau  en  los  Paises^Bajos.— Es  derrotado  su  ejercí* 


860  HlSTORIi  DB  FBLIH  If. 

to  por  el  espafiol,  mandado  por  Sancho  de  Avila. — ^Mnere 
el  conde  en  la  refriega. — Sn  carácter.— Sedición  en  el 
campo  españftl  por  la  falta  de  pagas. — ^Huye  Sancho  de 
Avila,  y  los  amotinados  nombran  nn  nuevo  general  con  el 
nombre  de  electo. — ^Marchan  áAmberes,  donde  entran  sin 
ninguna  resistencia. — Siguen  insurreccionadla  ha^ta  que 
se  satisfacen  sus  atrasos.— Sitio  de  la  plaza  deLeyden  por 
los  espa&oles.— Inundan  los  enemigos  el  pais  de  las  in- 
mediaciones, y  los  sitiadores  se  retiran  con  notable  pérdi- 
da  Nueva  sedición  en  el  campo  español Nuevo  nom- 
bramiento de  un  electo. — Se  van  á  Utrecht.— Se  apaciguan. 
— Se  apoderan  los  espafioles  de  varias  plazas  de  la  Holan- 
da.— Su  gloriosa  expedición  sobre  la  isla  de  Schowen,  en 
Zelanda^  y  de  que  se  apoderan.— -Muerte  de  Yitelli.— 

Muerte  de  Requesens 56" 

XLVI. — Continuación  del  anterior. — Estado  del  pais  á  la  muerte 
de  don  Luis  de  Requesens.— Conferencias  de  Breda.-— To- 
ma el  Consejo  de  Estado  las  riendas  del  gobierno.— Nueva 
sedición  de  las  tropas  espafiolas.— Se  apoderan  los  suble- 
vados de  Alost. — ^Medidas  de  represión  por  el  Consejo  de 
Estado.— Tumulto  en  Bruselas.— Deponen  al  gobernador 
y  arrestan  á  muchos  individuos  del  Consejo. — Se  disuelve 
este.— <}ueda  el  gobierno  en  manos  de  los  diputados  de  la 
provincia.— Confederación  de  Gante.— Se  traslada  á  Bru- 
selas.— Decretos  contra  las  tropas  españolas.- Adhesión 
del  príncipe  de  Orange  ¿  la  confederación. — Se  apoderan 
los  españoles  sublevados  de  Mastricht.— Asalto  de  Ambe- 
res  por  la  guarnición  española  del  castillo,  mandada  por 
Sanóho  de  Avila. — Toma  y  saqueo  de  la  plaza.— Acrimina- 
ciones mutuas. — Llegada  á  los  Paises-Bajos  del  nuevo  go- 
bernador general  don  Juan  de  Austria 58! 

KLVII.— Continuación  del  anterior.— Llegada  de  don  Juan  de 
Austria  á  los  Paises-Bajos.— Dificultades  de  los  estados  para 
entregarle  las  riendas  del  gobierno. — ^Le  imponen  condi- 
ciones.— ^Las  acepta  don  Juan. — ^Edicto  perpetuo. — Salen 
de  los  Paises-Bajos  los  españoles  y  demás  tropas  extran- 
jeras.—Magnifica  entrada  de  don  Juan  en  Bruselas. — Mu- 
tuas desconfianzas  y  recelos. — ^Sale  don  Juan  de  Bruselas 
y  se  apodera  del  castillo  de  Namur.— Se  declara  nueva 
guerra. — ^Llaman  los  estados  al  príncipe  de  Orange.— 
Vuelven  las  tropas  españolas  á  los  Paises-Bajos,  capitanea- 
das por  el  principe  Alejandro  de  Parma.— Celos  é  intrigas 
contra  el  príncipe  de  Orange. — Llaman  los  estados  al  ar- 
chiduque Matías  para  gobernarlos. — Su  entrada  en  Bruse- 
selas,  donde  le  entregan  las  riendas  del  gobierno.    .      .  591 

XL VIII.— Continuación  del  anterior. — Preparativos  de  una  guerra. 
Vuelta  á  Flandes  de  las  tropas  españolas  é  italianas,  man- 
dadas por  Alejandro  Famesio,  principe  de  Parma. — ^Bata- 
lla de  Gemblours,  ganada  por  don  Juan.— Toma  de  algunas 


ítmcA.  861 

plazts  por  los  estados.— De  otras  por  las  tropas  españolas. 
—Se  apodera  Alejandro  de  las  de  Diest  y  Sichen.-— Sujeta 
la  provincia  de  Limburgo.— Toma  de  Amsterdam  por  el 
prÍDcipe  de  Orange.^Se  refuerzan  ambos  campos.— Ya 
don  Juan  en  busca  de  los  enemigos. — No  aceptan  la  bata- 
lla.—Crecen  los  apuros  de  los  españoles. — Enfermedad  y 
muerte  de  don  Juan  de  Austria.— Su  carácter.  .      .      .  60S 

XLIX.— Asuntos  interiores  de  España.— Muerte  de  la  reina  doña 
Isabel  de  Yalois. — Pasa  el  rey  á  cuartas  nupcias  con  doña 
Ana  de  Austria. — Venida  de  la  nueva  reina  á  España. — 
Viajes  del  rey  á  Córdoba  y  Sevilla.— Muerte  del  cardenal 
Espinosa.— Nacimiento  del  principe  don  Fernando.— Id.  de 
don  Carlos. — Id.  de  don  Diego  Félix.  -«Muerte  de  la  prin- 
cesa doña  Juana.— Progresos  de  la  obra  del  Escorial. — 
Formación  del  archivo  de  Simancas.— Publicación  de  la 
Biblia  Regia  en  Flandes.— Muerte  del  arzobispo  don  Bar- 
tolomé de  Carranza.— Entrevista  del  rey  en  Guadalupe  con 
el  de  Portugal,  don  Sebastian.— Nacimiento  del  principe 
don  Felipe. .  603 

L.— Asuntos  de  Francia.— Enrique  de  Valois  en  Polonia. — 
Descontento  del  rey.— Sabe  la  muerte  de  su  hermano  Car- 
los.—Se  evade  de  Polonia. — ^Pasa  por  Alemania  é  Italia  á 
Francia.— Se  declara  del  partido  católico. — Sus  devocio- 
nes y  mas  actos  religiosos.— Es  coronado  y  consagrado  en 
Reims.— No  ediCcan  sus  devociones  al  pais. — Se  censuran  ^ 

sus  vicios.— Se  le  acusa  de  hipocresía.— Formación  de  la 
Liga  católica  sin  contar  con  el  monarca. — índole  de  esta 
asociación.— Sus  designios  secretos.— Vacila  el  rey  sobre 
el  partido  que  le  conviene  adoptar. — Convocación  de  los 
Estados  generales.— Se  reúnen  en  Blois. — Piden  los  Esta- 
dos la  revocación  del  último  edicto.— Accede  el  rey. — ^Se 
declara  jefe  de  la  liga  católica.— Nueva  guerra.— Nuevo 
tratado  de  pacificación. — ^Descontento  del  rey  de  España.  647 

LI.— Asuntos  de  los  Paises-Bajos. — Gobierno  de  Alejandro 
Farnesio,  principe  de  Parma.— Situación  del  pais.— Distur- 
bios.—Entrada  en  Flandes  al  duque  de  Anjou,  y  su  salida. 
—Movimiento  del  principe  de  Parma.- Pasa  el  Mosa.— 
Llega  hasta  los  arrabales  de  Amberes.— Retrocede,  y  pone 
sitio  á  la  plaza  de  Maestrich.— Defensa  heroica  de  los  si- 
tiados.—Asaltos  inútiles  de  los  españoles.— Se  regulariza 
el  sitio.— Apuros  de  los  de  adentro.— Nuevos  asaltos.— 
Toma  de  la  plaza. — Los  vencedores  la  saquean.  .      .      .  659 

LII.— Continuación  del  anterior.— Conferencias  en  Colonia. — 
Sin  resultado.- Se  ajusta  el  tratado  de  conciliación  entre 
las  provincias  Valonas  y  el  rey. — Salen  de  Flandes  las 
tropas  españolas  y  otras  extranjeras. — Formación  de  un 

nuevo  ejército. 676 

Lili.— Continuación  del  anterior  .-Confederación  de  Utrecht. 
•^Llegada  á  los  Paises-Bajos  de  la  princesa  Margarita  de    » 

Tomo  i.  109 


S62  BISTOBÍÁ  DS  FBtlPK  II. 

Parma,  nombrada  gobernadora  por  el  rey. —Zaejas  de  Ale- 
jandro.—Revoca  el  rey  la  orden,  y  queda  el  principe  de 
Piarma  otra  vez  de  gobernador  general  de  los  Países-Bajos. 
— ^Sigue  la  guerra  con  sucesos  varios.— Se  socorre  la  plaza 
de  Groninga,  sitiada  por  los  confederados. — Toman  los  de 
Famesío  á  Nivelles,  á  Malinas,  á  Courtray.*—  Amenazan  á 
Cambray . — Toma  la  contienda  nuevo  aspecto.— >Se  declaran 
independientes  los  Estados  de  Flandes.^-^Eligen  por  nuevo 
principe  al  duque  de  Anjou,  hermano  de  Enrique  III,  rey  de 
Francia. — Publica  el  rey  de  España  un  decreto  de  proscrip- 
ción contra  el  principe  de  Orange.— Responde  este  con  un 
manifiesto.^Entra  el  duque  de  Anjou  en  los  Paises-Bajos. 
—Toma  á  Cambray.— Pasa  á  Inglaterra Vuelve.— Su  en- 
trada en  Amberes.— Alentan  á  la  vida  del  príncipe  de  Oran- 
ge.— Sigue  la  guerra.— Toma  Alejandro  las  plazas  de  Tour- 
nay  y  de  Oudenarda.— Vuelven  á  los  Paises-Bajos  las  tropas 
españolas  é  italianas.— Entran  asimismo  de  refuerzo  mis 
francesas.— Toma  de  mis  plazas  de  una  y  otra  parte..      .  68' 

LIV.— Intenta  el  duque  de  Anjou  hacerse  dueño  absoluto  de 
los  Paises-Bajos.— Su  ataque  infructuoso  sobre  Amberes. 
—Resentimiento  del  pais  contra  los  franceses.— Negocia- 
ciones del  principe  de  Parma  con  el  duque  de  Anjou.— In- 
fructuosas.— Intenta  el  príncipe  de  Orange  reconciliar  los 
Estados  con  el  duque  de  Anjou.— Se  retira  este  i  Dun- 
querque.— Se  apodera  el  príncipe  de  Parma  de  varias  pla- 
zas.—Batalla  de  Emistemberg. — Se  retira  i  Francia  el  du- 
que de  Anjou. — Toma  Alejandro  i  Dunquerque  y  i  New- 
port. — Conquista  igualmente  otras  plazas  menos  impor- 
tantes del  Brabante. — Pide  mas  refuerzos  al  rey  y  los  con- 
sigue.— Guerra  de  Colonia. — ^Bloquea  Alejandro  i  Iprés, 
Brujas  y  Gante. — Se  rinden  las  dos  primeras  plazas. — 
Fluctúa  la  tercera. — Llaman  los  Estados  otra  vez  al  duque 
de  Anjou. — ^Muerte  de  este  principe — Muerte  del  principe 
de  Orange,  asesinado  en  Delft. — Su  caricter. — ^Le  sucede 
el  príncipe  Mauricio. — ^Piden  los  Estados  la  protección  del 
rey  de  Francia. — Negativa. — Acuden  i  la  reina  de  Ingla- 
terra       ,      .  711 

LV. — Asuntos  de  Portugal. — ^Muerte  de  don  Juan  UI. — ^Regen- 
cia del  cardenal  don  Enrique.— Caricter  é  inclinaciones 
del  rey  don  Sebastian. — Toma  las  riendas  del  gobierno. 
— Su  primera  expedición  al  África. — Vuelve  i  Lisboa.— 
Hace  preparativos  para  una  nueva  empresa.— Se  declara 
protector  del  emperador  destronado  de  Marruecos.— So 
entrevista  en  Guadalupe  con  el  rey  de  España.— <Se  em* 
barca  con  su  ejército. — ^Llega  i  Cádiz  y  de  aqui  á  las  cos- 
tas de  África. — ^Plan  desacertado  de  campaña.— Batalla  de 
Alcazarquivir.— Total  derrota  del  ejército  portugués.— 
Muere  en  el  campo  de  batalla  el  rey  don  Sebastian.— Por- 
menores de  la  pérdida.— Traslación  del  cadáver  de  don 


índice.  S63 

Sebastían  á  Lisboa li^ 

LYI.-^OBtitinacioii  del  anterior.-«-«Re8uliado8deIa  muerte  de 
don  Sebastian. — Sabida  de  don  Enrique  al  trono.— -Pre- 
tendientes á  la  Sttcesion.-^l  rey  de  España. — ^Don  Anto- 
nio, prior  de  Crato.— £1  duque  de  Braganza. — £1  duque 
de  Soboya. — ^Raynuci,  principe  de  Parma. — Reunión  de 
las  Cortes. — ^Designación  de  los  jueces  para  dirimir  la  dis- 
puta.—Muere  don  Enrique. — Partidos.-— Disturbios. — 
Reunión  de  un  ejército  espaSol  en  Badajoz.-^Llegada  de 
Felipe  II  á  dicha  plaza. — ^Consultas.-Htfanifiesta  el  rey  sus 
derechos  é  la  corona  de  Portugal,  y  los  de  valerse  de  la 
fuerza  si  voluntariamente  no  le  reconocen  .-*Se  pronuncia 
el  prior  de  Groto. — Se  apodera  de  Santarem,  Setubal  y 
Lisboa.— Proclamado  rey. — Pasa  el  rey  de  E^afia  revista 
á  sus  tropas. — Entrada  del  ejército  en  Portugal  á  las  ór- 
denes del  duque  de  Alba 735 

LVII. — Continuación  del  anterior. — Campafia  de  Portugal.-<- 
Entra  el  duque  de  Alba  sin  resistencia  en  varías  plazas.-*— 
Llega  á  Setubal.— Expugna  su  castillo.— Se  embarca  en  el 
Tajo. — Se  apodera  de  Carcaes  y  de  la  torre  de  Belén.-— 
Huye  don  Antonio.— Entra  en  Lisboa  el  duque  de  Alba. 
—Sale  Sancho  de  Avila  en  persecución  de  don  Antonio. — 
Se  retira  este  á  Oporto.— Pasa  el  Duero  Sancho  de  Avila. 
— ^Entra  en  Oporto. — Huye  de  Portugal  don  Antonio.— 
Queda  todo  Portugal  por  don  Felipe.— Sale  este  de  Bada- 
joz.—Entra  en  Portugal Celebra  Cortes  en  Tomar.— Es 

reconocido  por  rey  de  Portugal. — Su  entrada  pública  en 

Lisboa 748 

LYIII. — Continuación  del  anterior. — ^Administración  de  Feli- 
pe II  en  Portugal. — ^Le  niegan  la  obediencia  las  islas  Ter- 
ceras.— Reconocen  por  rey  á  don  Antonio. — Primera  ex- 
pedición délos  españolas  sóbrelas  Terceras.— Infructuosa. 
—Don  Antonio  en  Francia.— Se  embarca  para  dichas  islas 
con  aventureros  franceses  é  ingleses. — Segunda  expedi- 
ción de  los  españoles  mandada  por  el  marqués  de  Santa 
Cruz.— Combate  naval  en  que  sale  victorioso. — ^Yuelve  á 
Lisboa. — ^Huere  en  esta  capital  el  duque  de  Alba. — Re- 
gresa el  rey  á  España.— Queda  de  regente  en  Portugal  el 
archiduque  Alberto.-Segunda  expedición  del  marqués  de 
Santa  Cruz  á  las  Terceras.— Quedan  sujetas  estas  islas  á 
la  obediencia  del  nuevo  rey  de  Portugal.    ....  763 

L1X.— Asuntos  de  los  Paises-Bajos.— Sitio  de  Amberes  por  el 
principe  de  Parma.— Dificultades  de  la  empresa.— Ocupa 
Alejandro  las  orillas  del  Escalda. — Construye  un  puente 
para  cortar  las  comunicaciones  de  Amberes  con  el  mar.*— 
Descripción  de  If  obra.— Toma  de  Gante.— Intentan  los  si- 
tiados desbaratar  el.puente. — Brulotes.— Voladura  de  una 
gran  parte  de  la  construcción.— Desastres.-*Se  repara  el 
daño.— Atacan  los  sitiados  el  contradique  de  Colvesteins. 


864  HISTORIA  DE  FELIPE  11.    ' 

— ^Son  rechazados  con  gran  pérdida.— Abren  sus  puertas 

Bruselas  y.  Malinas ^Nuevos  esfuerzos  infructuosos  délos 

de  Amberes  para  abrir  sus  comunicaciones  con  el  mar. — 
Se  ven  precisados  á  rendirse.-^ondicionesde  la  entrega. 
—Recibe  el  principe  Alejandro  el  collar  del  Toisón  de  oro. 
—Su  entrada  triunfal  en  Amberes •  790 

LX. — Continuación  del  anterior. — ^Resultados  de  la  toma  de 
Amberes.— Conflictos  delosEstados.— Ofrecen  la  soberanía 
del  pais  á  la  reina  de  Inglaterra.— La  rehusa  Isabel,  mas 
les  ofrece  auxilios.— Sale  de  Inglaterra  para  los  Paises-Ba- 
jos  el  conde  de  Leicester  con  un  cuerpo  de  tropas  auxilia- 
res.— ^Su  buen  recibimiento.— Toma  el  mando  del  pais. — 
Sitio  y  toma  de  las  plazas  de  Grave  y  Yenloo  por  el  prin* 
cipe  de  Parma. — Pasa  á  sitiar  á  Nuiss  en  el  electorado  de 

Colonia Toma  é  incendio  de  esta  plaza.— Pasa  al  sitio  de 

Ruímberg. — ^Retrocede  á  socorrer  á  Zutphen.— Infructuo- 
sas tentativas  sobre  esta  plaza  del  conde  de  Leicester.— Des- 
contento en  el  pais  con  este  general. — ^Pasa  á  Inglaterra.— 
Sitio  y  toma  de  la  Esclusa  por  el  duque  de  Parma. — Vuel- 
ta á  Leicester.— Sus  tentativas  infructuosas  de  socorrer  la 
Esclusa ^Nuevos  disgustos. — Nuevo  regreso  de  este  gene- 
ral á  Inglaterra.— Situación  del  pais.— Nuevos  alistamien- 
tos del  duque  de  Parma  con  motivo  de  otra  guerra.  .      .  797 

LXI.— Asuntos  de  Francia. — Siguen  los  procedimientos  déla 
santa  liga.— Encono  contra  los  calvinistas.— Negociaciones 
para  neutralizar  la  guerra  que  amenaza.— Todas  infructuo- 
sas.—Negociaciones  del  rey  de  España,  de  Catalina  de  Mé-  / 
dicis,  de  los  politices,  de  Enrique  de  Navarra. — Cada  vez 
mas  encendido  el  odio  de  los  de  la  liga.— Tratado  de  Ne- 
mours.-^Ruptura  del  tratado  de  pacificación. — Se  pone  el 
rey  al  frente  del  partido  católico.— Excomulga  Sixto  V  á 
Enrique  de  Navarra  y  al  principe  de  Conde. — Protesta  en 
contra  del  primero.— Guerra.— Batalla  de  Coutras  y  victo- 
ria por  Enrique  de  Navarra.— Victoria  del  duque  de  Guisa 
sobre  los  reitres  de  Alemania.— Nuevas  intrigas.— Nuevos 
odios  contra  el  rey.— Entrada  del  duqne  de  Guisa  en  Pa- 
ris.— Jomada  de  las  barricadas.— Se  retira  el  rey  de  París 

y  se  dirige  4  Charlres 81* 

LXII.— Asuntos  de  Inglaterra  y  de  Escocia.— Regencia  del  conde 
de  Morton  en  este  último  pais. — Mayoría  de  Jacobo  IV.^ 
Proceso  de  Morton.— Situación  de  Inglaterra.— Expedicio- 
nes de  sir  Francisco  Drake  sobre  varias  posesiones  espa- 
ñolas de  esta  y  la  otra  parte  de  los  mares.— Conspiración 
de  Babington.— Implicación  de  María  Estuarda. -^Proceso 
de  esta  reina.— Es  condenada  á  muerte.— Su  suplicio.— Su 
carácter 83S 


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