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Full text of "Historia de la Compañía de Jesús en la asistencia de España"

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HISTORIA 

DE  LA 

COMPAÑÍA   DE  JESÚS 

EN  LA 

ASISTENCIA  DE  ESPAÍTA 


HISTORIA 


DE  LA 


compañía  de  jesüs 


ASISTENCIA   DE   ESPAÑA 


P.  ANTONIO  ASTRAIN 

DE  LA  MISMA  COMPAÑÍA 


Tomo  V        y 


VITELLESCHI,  CARAFA,  PICCOLOMINI 
1615 - 1652 


MADRID 

ndmlnistfaelón  de  t^RZÓfi  V  pE:  Plaza  de  Santo  Domingo,  14. 

Apartado  de  correos  386. 


C>iL6.,fiO¡   HILL. 


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BOSTON  COLLHSE  LIBRARIES 
CHESTNUT  HILL,  MA  02167 


MADRID.— Est.  tip,  cSucesores  do- Rivadeneyra».— Paseo  de  San  Vicente, 


nPROBACIOflES 


imprimí  potest 

JOSEPHUS  GÁLVEZ,  S.  J. 
Praepositns  Provinciae  Tolefanae. 


NIHIL  OBSTAT 

Paulüs  Villada,  S.  J. 

(Cens.  eccles.) 


IMPRIMATUR 

t  José  María, 
Obispo  (le  Madrid-Alcalá. 


INTRODUCCIÓN  BIBLIOGRÁFICA 


Poco  necesaria  es  esta  Introducción,  y  casi  podríamos  excusarla, 
contentándonos  con  remitir  los  lectores  a  las  dos  Introducciones 
bibliográficas  de  los  tomos  III  y  IV.  Las  secciones  de  documentos 
citadas  allá  son  las  que  nos  han  servido  principalmente  en  la  com- 
posición de  este  tomo  V.  Las  cartas  de  los  Generales,  las  actas  de  las 
Congregaciones,  las  respuestas  a  los  postulados,  las  letras  anuas,  los 
catálogos  trienales  y  otros  documentos  domésticos,  analizados  ya  en 
el  tomo  anterior,  nos  han  servido  constantemente  para  probar  los 
hechos  que  referimos  en  el  presente  tomo.  Un  solo  volumen  inédito, 
no  citado  todavía,  aparecerá  en  el  tomo  actual,  y  es  el  paquete  de 
documentos  que  consignamos  con  el  título  De  Píleo  fnttrimi  coadju- 
tornm.  Incidentalmente  hemos  debido  citar  tal  cual  documento,  que 
puede  llamarse  nuevo;  pero  cuando  esto  ocurre,  tenemos  cuidado  de 
anotarlo  al  pie  de  las  páginas. 

Aquí  debemos  advertir  que,  para  los  hechos  de  este  tomo,  hemos 
beneficiado  abundantemente  una  mina  poco  explotada  en  los  tomos 
anteriores.  Tal  es  el  Archivo  de  Estado  en  Roma,  donde  se  conser- 
van los  papeles  de  nuestro  antiguo  Procurador  de  la  Compañía,  entre 
los  cuales  figuran  escritos  interesantes,  pertenecientes,  sobre  todo,  a 
pleitos  económicos  y  también  a  polémicas  que  surgieron  con  Prela- 
dos y  ciudades  en  los  tiempos  antiguos.  La  sección  titulada  Informa^ 
tionum,  la  ya  citada  Gesü  Collegia,  la  titulada  Varía  Paraguay  y 
otros  tomos  de  títulos  algo  vagos  y  tal  vez  arbitrarios,  nos  han  sumi- 
nistrado un  caudal  de  noticias  muy  interesantes,  que  en  vano  se  bus- 
carán en  otros  archivos  ni  dentro  ni  fuera  de  la  Compañía.  También 
es  más  copiosa  la  cosecha  de  documentos  traída  del  Archivo  de 
Indias  de  Sevilla.  Era  natural  que,  dilatándose  cada  vez  más  el  campo 
de  nuestras  misiones  y  complicándose  los  sucesos  de  Ultramar,  abun- 
dase también  en  ese  archivo  la  copia  de  documentos  relativos  a  la 


Vin  INTRODUCCIÓN    BIBLIOGRÁFICA 

Compañía.  Ahora  solamente  queremos  indicar  a  nuestros  lectores  las 
historias  y  libros  no  citados  anteriormente,  que  nos  han  servido  más 
o  menos  en  la  composición  del  presente  volumen. 


Cordara  (Julio):  Historiae  Sooictatis  Jesii,  Pars  sexta. — Es  la  continuación  de  la  cono- 
cida historia  latina  redactada  por  Orlandinl,  Sacchini  y  Jouvancy.  Son  dos  tomos  en 
folio  que  abarcan  la  historia  del  P.  Vitelleschi  en  sus  primeros  diez  y  seis  años;  ter- 
mina, pues,  en  1632.  Renunciando  al  progreso  inetódieo  y  artístico  que  había  realizado 
en  nuestra  historia  sü  predecesor  Jouvancy,  vuelve  Cordai-u  al  monótono  y  rutinario 
sistema  de  los  anales,  escribiendo  año  por  año  la  historia  de  la  Compañía.  Aunque  su 
narración  es  generalmente  verídica, como  fundada  en  los  documentos  contemporáneos 
que  se  conservaban  en  nuestro  archivo,  pero  el  estudio  de  los  hechos  es  bastante 
superficial.  Ck)rdara  ahonda  poco  en  las  causas  de  los  sucesos.  Busca  solícitamente 
rasgos  edificantes,  y,  sobre  todo,  anécdotas  que  le  den  ocasión  a  narraciones  bonitas 
en  que  pueda  lucir  su  estilo  latino.  Porque  esta  es  la  jn-oocupación  constante  de  este 
autor:  se  está  mirando  en  el  estilo  como  en  un  espejo.  Esta  nimia  pulcritud  empalaga 
al  lector  moderno;  y  como,  por  otra  parte,  la  obra  es  tan  difusa  y  dividida  violenta- 
mente año  por  año,  resulta  un  libro  que  se  debe  consultar  como  un  diccionario,  pero 
cuya  lectura  continuada  nadie  puede  i-esistir. 

Hernández  (Pablo):  Organización  social  de  Ins  doctrinnn  gunranies  de  la  Couq^añia  de 
Jesús.  Barcelona,  1913.  Dos  tomos  en  4.° — Es  el  estudio  más  profundo  que  se  ha  hecho 
de  las  antiguas  misiones  del  Paraguay.  El  P.  Hernández  examina  detenidamente  el 
carácter  de  los  primitivos  indios,  la  civilización  a  que  llegaron  por  medio  de  los 
jesuítas,  el  estado  social,  religioso  y  político  de  las  doctrinas;  declara  el  comercio  y  la 
industria  que  alcanzaron  los  pobres  indios,  y,  por  fin,  expone  el  término  de  aquellas 
célebres  reducciones,  después  que  las  abandonaron  los  jesuítas,  expulsados  por  Car- 
los in.  En  el  segundo  tomo  registra  el  autor  los  juicios  que  se  han  formado  sobre 
aquellas  doctrinas,  las  teorías  más  o  menos  aventuradas  que  se  han  emitido  sobre  la 
cultura  de  los  indios,  y  declara  y  refuta  los  grandes  despropósitos  que  acerca  de  los 
jesuítas  divulgaron  nuestros  enemigos.  Es  un  trabajo  bibliográfico  y  crítico  muy  de 
estimar.  La  obra  se  funda  en  los  documentos  más  irrefragables,  cuales  son  las  cédulas 
de  nuestros  monarcas,  las  cartas  de  nuestros  Generales  y  Superiores,  los  memoriales 
de  procuradores  y  otras  personas,  los  escritos,  en  fin,  de  los  que  pusieron  las  manos 
en  todos  los  negocios  que  se  agitaron  en  aquellas  doctrinas.  Es  indispensable  esta 
obra,  si  se  quiere  formar  juicio  recto  sobre  las  misiones  del  Paraguay  y  prevenirse 
contra  tantos  absurdos  como  se  han  publicado  y  se  publican  acerca  de  aquellas  cele 
bres  reducciones. 

Pastells  (Pablo):  Historia  de  la.  Compañía  de  Jesús  en  ta  Provincia  del  Paraguay,  segitn 
los  documentos  originales  del  Archivo  general  de  Indias,  extractados  y  anotados.  Madrid,  1912. 
No  es  historia  propiamente  dicha,  como  pudiera  creerse  por  el  título.  Es  un  reperto- 
rio histórico  de  todos  los  documentos  que  se  hallan  sobre  los  Jesuítas  en  el  Archivo 
(le  Indias.  Colección  preciosísima  que  debe  tener  on  las  manos  todo  historiador  del 
Paraguay. 

Figueroa  (Francisco  de):  Relación  de  las  Mmones  de  la  Compañía  de  Jesiisen  el  país  de 
los  Mainas.  Madrid,  1904.— Este  autor  nació  en  Popayán,  fué  alumno  del  Colegio  de  San 
Luis  de  Quito  y  entró  muy  joven  en  la  Compañía.  Pasó  a  las  misiones  del  Marañón  el 
año  1642,  es  decir,  cuatro  años  después  de  fundadas,  y  en  ellas  perseveró  hasta  1666, 
en  que  fué  muerto  por  los  indios  Cocamas.  Esta  obra  (inédita  hasta  nuestros  días)  es 
un  informe  escrito  por  orden  del  P.  Hernando  Cavero,  Provincial,  y  terminado  el  8 
de  agosto  de  1661.  Forma  un  pequeño  libro  en  8.",  y  se  divide  en  24  números  ó  capí- 
tulos. En  los  11  primeros  se  refiere  brevemente  la  fundación  de  los  pueblos  estable- 
cidos hasta  entonces  a  orillas  del  Marañón.  En  los  13  siguientes  se  explica  la  condi- 
ción de  aquellas  misiones,  el  carácter  y  costumbres  de  los  indios,  las  dificultades  de 
la  empresa  y  otros  muchos  pormenoreo  interesantes,  todo  con  bastante  claridad.  El 


INTRODUCCIÓN    BIBLIOGRÁFICA  IX 

libro  parece  ser  el  más  importante  que  existe  pai'a  conocer  los  principios  de  las  mi- 
siones del  Marañen. 

Acuña  (Cristóbal  de):  Nuevo  descubrimiento  del  gran  río  de  las  AmasoTias.  Madrid,  1641. 
Este  jesuíta  acompañó  al  capitán  Pedro  Texeira  cuando  descendió  por  el  río  de  las 
Amazonas  en  Febrero  de  1639  hasta  Para.  El  P.  Acuña  va  describiendo  los  ríos,  aldeas 
y  naciones  que  vio,  añadiendo  de  vez  en  cuando  lo  que  oyó  contar  a  los  indios.  En 
esto  que  oyó  no  faltan  algunas  fábulas  como  las  de  los  gigantes  (núm.  63)  y  la  de  las 
amazonas  (números  71  y  72).  La  descripción  es  bastante  amena  y  breve,  de  modo  que 
el  libro  se  lee  sin  dificultad.  Termina  con  un  memorial  a  Felipe  IV,  escrito  después 
de  la  rebelión  de  Portugal,  instándole  a  ocupar  este  río,  que  será  excelente  comunica- 
ción con  Quito  y  el  Perú,  antes  que  lo  conquisten  los  holandeses. 

Rodríguez  (Manuel):  El  Marauón  ij  el  Amasonas.  Madrid,  1684. — Es  un  tomo  en  folio 
de  444  páginas,  dividido  en  seis  libros.  El  objeto  principal  es  referir  la  historia  de  las 
misiones  del  Marañón  hasta  su  tiempo.  Los  dos  primeros  libros  pueden  llamarse  in- 
troducción, pues  tratan  del  descubrimiento  del  río,  de  los  principios  de  la  Compañía 
en  Quito,  de  las  primeras  misiones  de  los  PP.  Ferrer  y  Onofre,  todo  con  bastante  va- 
guedad. Es  notable  la  circunstancia  de  que  en  el  libro  segundo  intercala  textualmente 
la  obra  citada  del  P.  Acuña.  En  los  cuatro  libros  siguientes  explica  la  historia  de  nues- 
tras misiones  del  Marañón  desde  que  las  empezaron  en  1638  los  PP.  Cujía  y  Cueva. 
Aunque  escrita  con  mucha  difusión,  esta  historia  no  deja  de  dar  alguna  luz  para  se- 
guir el  hilo  de  aquellas  misiones  gloriosas,  y  de  tiempo  en  tiempo  hay  listas  de  pue- 
blos reducidos  muy  oportunas. 

Chantre  y  Herrera  (José):  Historia  de  las  Misiones  de  la  Compama  de  Jesús  en  el  Mara- 
ñón esjyañol.  Madrid,  1901.— El  autor  no  estuvo  en  América,  y  vivía  en  la  segunda  mi- 
tad del  siglo  XVIII  desterrado  con  los  demás  jesuítas  en  Italia,  donde  murió  en  la  ciu- 
dad de  Piacenza  en  1801.  Consultando  a  los  Padres  americanos,  recogiendo  cuantos 
manuscritos  pudo  obtener  de  ellos,  trazó  la  historia  de  las  misiones  del  Marañón  desde 
sus  principios  hasta  la  expulsión  de  Carlos  III.  Es  hombre  juicioso,  bastante  bien 
ordenado,  y  aunque  difuso  en  el  estilo,  agrada  bastante  por  la  prudencia  con  que  juzga 
de  los  hechos  y  el  acierto  con  que  presenta  la  serie  de  nuestras  empresas  evangé- 
licas, tan  costosas  por  un  lado  y  tan  felices  en  frutos  espirituales  por  otro. 

Combés  (Francisco):  Historia  de  Mindauao  y  Joló.  Madrid,  1667.— El  P.  Combés,  na- 
cido en  Zaragoza  en  1620,  vivió  largo  tiempo  en  Filipinas,  y  viniendo  a  Europa  como 
Procurador  de  aquella  Provincia,  murió  en  1665.  A  los  dos  años  se  imprimió  esta  his- 
toria que  había  escrito  de  la  isla  de  Mindauao.  Explica  en  ella  primero  las  condiciones 
de  las  islas;  después  las  expediciones  militares,  y,  sobre  todo,  las  empresas  evangé- 
licas de  la  Compañía  de  Jesús.  Obra  juiciosa,  prudente  y  llena  de  datos  interesantes 
sobre  la  historia  de  aquel  tiempo,  aunque  debemos  deplorar  la  demasiada  difusión  del 
estilo  y  el  poco  cuidado  de  la  cronología  en  muchos  de  los  episodios  particulares. 

Murillo  Velarde  (Pedro):  Historia  de  la  Provincia  de  Philipinas  de  la  Compañía  de  Je- 
sús. Segunda  parte.  Desde  1616  a  1716.  Manila,  1794.— Esta  obra,  que  llena  un  buen  tomo 
en  folio,  es  la  continuación  de  la  historia  tan  conocida  del  P.  Francisco  Colín.  Como 
su  predecesor,  se  detiene  también  a  explicar  más  o  menos  algunos  hechos  políticos  y 
empresas  militares,  pero  en  general  se  ciñe  bastante  a  las  cosas  de  la  Compañía.  Mo- 
nos rico  en  noticias  que  el  P.  Colín,  pero  más  metódico  y  ordenado,  procede  el  P.  Mu- 
rillo con  bastante  buen  juicio  y  orden,  de  suerte  que  su  libro  se  lee  tal  vez  con  más 
agrado  que  el  de  su  docto  antecesor.  Sin  embargo,  tiene  aquel  defecto  tan  general  en 
aquellos  tiempos  de  no  profundizar  bastante  los  hechos  y  de  contentarse  con  lo  pío 
y  devoto,  sin  fljai*  la  vista  en  las  complicaciones  y  profundidades  de  la  historia 
humana. 

PROVINCIALES  DE   ESPAÑA  EN  LOS  AÑOS   1615-1652. 

El  catálogo  de  los  Provinciales  españoles  lo  hemos  sacado  principalmente  de  los 
siguientes  documentos: 

1.  Epistolae  Generalium.  En  este  registro  suele  estar  la  carta  en  que  nombra  Pro- 
vincial a  uno  el  P.  General,  pero  no  consta  del  día  en  que  tomó  posesión  del  cargo. 


X  INTRODUCCIÓN    niBlJOGRÁFICA 

aunque  se  puede  presumir  que  en  España  sería  a  los  dos  meses,  poco  más  o  menos,  y 
en  América  a  los  seis  u  ocho. 

2.  Catalogi  triennales.  Aquí   suele  constar  (aunque  no  siempre)  quién  es  Provin- 
cial, pero  no  se  dice  cuándo  empezó  ni  cuándo  terminó  su  oficio. 

3.  Acta  Congregatiomim  provincialmm.  Al    principio  suele  expresarse  quién   es  v\ 
Provincial  que  la  preside. 

4.  Necrología.  Por  las  cartas  de  defunción  que  se  escribieron,  consta  cuándo  murie- 
ron algunos  Pi'ovinciales. 

5.  Acta  Congregationwn  generalmm.  Al  principio  suelen  catalogarse  los  Provinciales 
que  asisten  a  ellas. 


Andalncia. 

Hernando  Ponce 1614-1 G17 

Agustín  de  Quirós 1617-1621 

Francisco  Alemán 1621-1624 

Jorge  Hemelman 1624-1627 

Juan  Muñoz 1627-1630 

Francisco  Alemán  (bis) 1630-1634 

Juan  de  Casarrubios 1634-1637 

Jorge  Hemelman  (1) 1637 

Alvaro  Arias  (2) 1638-1639 

Gonzalo  de  Peralta 1640-1643 

Pedro  de  Aviles 1643-1646 

Fernando  de  Poblaciones 1646-1649 

Lorenzo  de  Salazar  (3) 1649 

Bernardo  de  Ocaña  (4) 1650-1651 

Bartolomé  de  Chaves 1651-1654 

Castilla. 

Juan  de  Mohtemayor 1614-1618 

Diego  de  Sosa 1618-1621 

Melchor  de  Pedrosa 1621-1624 

Diego  de  Sosa  (bis) 1624-1627 

Gaspar  de  Vegas 1627-1630 

Francisco  de  Prado 1630-1633 

Alonso  del  Caño  (5) 1633-1635 

Miguel  de  Oreña  (6) 1635-1636 


(1)  Murió  en  ol  mismo  año  1037,  a  los  pocos 
meses  de  empezar  el  oficio,  y  cloj(5  por  Vice- 
provincial  al  P.  Casarrubios. 

(2)  Fué  nombrado  Asistente  de  España  y 
partió  a  Roma,  de.ian(io  por  Viceprovincial  al 
P.  Peralta. 

(3)  Murió  en  Gínova  el  mismo  año  1G49, 
yendo  a  la  Congregación  general  IX.  Al  morir 
entregó  sus  papeles  al  P.  Bernardo  de  Ocaña, 
elector  de  Andalucía,  el  cual  asistió  á  la  Con- 
gregación como  Viceprovincial.  Entretanto 
gobernaba  la  Provincia  de  Andahicía,  como 
Viceprovincial,  el  P.  Luis  de  Uceda. 

(4)  Murió  en  Marchena  el  1.3  de  junio 
de  1651. 

(5)  Antes  de  acabar  su  trienio,  fué  enviado 
de  Visitador  a  la  Provincia  de  Toledo. 

(6)  Murió  en  setiembre  de  163G,  dejando  por 
Viceprovincial  al  P.  Gabriel  de  Puebla. 


Alonso  del  Caño  (bis) 1637-1640 

Juan  Antonio  Velázquez 1640-1643 

Pedro  de  Mendoza 1643-1647 

Francisco  de  Aguilar 1647-1650 

Pedro  Pimentel 1650-1653 

Aragón. 

Pedro  Juste 1613-1616 

Juan  Sanz 1616-1619 

Pedro  Gil 1619-1622 

Pedro  Continente 1622-1625 

Diego  Escriba 1625-1629 

Crispín  López  (1) 1629-1631 

Pedro  Continente  (bis) 1632-1635 

Luis  de  Rivas 1635-1638 

Pedro  Fons 1633-1641 

Domingo  Langa 1641-1644 

Martín  Pérez  de  Unánue 1644-1647 

Francisco  de  Montemayor 1647-1650 

Francisco  Franco  (2) 16-50-1653 

Toledo. 

Luis  de  la  Palma 1615-1618 

Rodrigo  Niño 1618-1621 

Pedro  Alarcón 1621-1624 

Luis  de  la  Palma  (bis) 1624-1627 

Francisco  Aguado 1627-1630 

Miguel  Pacheco 1630-1634 

Juan  de  Montalvo 1634-1637 

Hernando  de  Valdés 1637-1640 

Francisco  Aguado  (bis) 1640-1643 

Juan  de  Pina 1643-1646 

Francisco  Franco 1646-1650 

Alonso  Yáñez 1650-1653 


(1)  Murió  a  fines  de  Octubre  de  1G31,  de- 
jando por  Viceprovincial  al  P.  Continente, 
que  luego  fué  hecho  Provincial  y  empezó  su 
oficio  por  enero  de  1632. 

(2)  Los  cinco  últimos  constan  perlas  Actas 
y  Catálogos.  Por  consiguiente,  la  indicación 
de  sus  trienios  es  menos  precisa  que  en  los 
anteriores,  cuyos  nombramientos  constan  por 
las  cartas  del  P.  General. 


I.MRODUCCIÓX    BIULlOtiKÁl'-lCA 


'ROVINCIALES   DE  ULTRAMAR   1615-1652. 


Méjico. 

Rodrigo  de  Cabredo 1610-161G 

Nicolás  de  Arnaya 1616-1622 

Juan  Lorenzo 1622-1628 

Jerónimo  Diez 1628-1631 

Florián  de  Ayerbe 1631-1 637 

Luis  de  Bonifaz  (1) 1637-1638 

Andrés  Pérez  de  Rivas 1638-1641 

Luis  de  Bonifaz  (bis) 1641-1644 

Francisco  Calderón 1644-1646 

Juan  de  Bueras  (2) 1646 

Pedro  de  Velasco 1646-164!) 

Andrés  do  Rada 1649-1653 

Perú. 

Juan   tíobastiáu  de   la  Parra 

(bis) 1609-1616 

Diego  Alvarez  de  Paz  (3) 1616-1620 

Juan  de  Frías  Herrán 1620-1625 

Gonzalo  de  Lyra  (4) 1625-1 628 


(1)  Dosde  ul  año  1628  había  oiiipczaclo  el 
P.  Vitelleschi  a  nombrar  Provincial  cada 
trienio,  siendo  así  que  antes  lo  hacía  cada  seis 
años.  Habiendo  designado  el  año  1634  al  P.  Bo- 
nifaz, sucedió  que  el  P.  Ayerbe,  no  sabemos 
por  qué  razón,  detuvo  dos  años  la  patente  do 
su  sucesor,  hasta  haber  representado  sus  du- 
das al  P.  General.  Este  lo  reprendió  lo  hecho 
y  le  mandó  entregar  la  patento  al  P.  Bonifaz, 
el  cual,  por  esta  detención,  fué  Provincial  so- 
lamente el  ultimo  año  de  su  tñenio. (Vúlr  infru, 
pág,  309.) 

(2)  Murió  al  poco  tiempo  de  oinjx'zar  su  ofi- 
cio, y  al)¡erto  el  nümljrainieiito  iii  viisi{  morlh, 
se  halló  di'siynado  el  P.  Velasco. 

(3)  Murió  mientras  visilalja  el  Colegio  do 
Potosí,  el  20  de  enero  de  1620. 

(4)  Habiendo  sido  enviado  al  Perú  como 
Visitador,  fué  nombrado  Provincial  cuando 
terminaba  la  visita,  y  murió  en  1628,  no  cum- 
plidos tres  años  do  provincialato.  Por  su 
muerte  gobernó,  como  Viceprovincial,  el  pa- 
dre Diego  de  Torres  Vázquez. 


Nicolás  Mastrilli  Duran 1629-1635 

Antonio  Vázquez 1635-1638 

Diego  de  Torres  Vázquez  (1). .  1638-1639 

Nicolás  Mastrilli  Duran  (bis).  1639-1646 
Francisco  Lupercio   de  Zur- 

bano 1645-1649 

Bartolomé  de  Recalde 1649-1653 

Para<jiiay. 

Pedro  de  Oñate 1614-1622 

Nicolás  Mastrilli  Duran 1622-1629 

Francisco  Vázquez  Trujillo..  1629-1634 

Diego  de  Boroa 1634-1640 

Francisco  Lupercio  de  Zur- 

bano 1640-1645 

Juan  Bautista  Ferruflno 1645-1651 

Juan  Pastor. 1651-1654 

Nuevo  Reino  y  Quito. 

Manuel  de  Arceo 1615-1620 

Florián  de  Ayerbe 1620-1627 

Luis  de  Santillán 1627-1631 

Baltasar  Más 1631-1639 

Gaspar  Sobrino. 1639-1643 

tíebastián  Hazañero  (2) 1643-1645 

Rodrigo  de  Barnuevo 1645-1650 

Gabriel  de  Melgar 1650 

Filipinas. 

Valerio  de  Ledesma 1615-1621 

Alonso  de  Humanes 1621-1627 

Juan  de  Bueras 1627-1636 

Juan  de  Salazar. 1636-1(  39 

Francisco  Colín 1639-1643 

Francisco  de  Roa 1643-1646 

Diego  de  Bobadilla  (3) 1646-1648 

Ignacio  Zapata 1649-1653 


(1)  Murió  el  13  de  enero  de  163'J. 

(2)  Murió  el  segundo  año  de  su  provincia- 
lato. 

(3)  Murió   el    26  de   febrero  de  1G48.  Fué 
Viceprovincial  el  P.  Roa. 


LIBRO  PRIMERO 

Las  cuatro  provincias  de  España  desde  1615  hasta  1652. 


CAPÍTULO  PRIMERO 


SÉPTIMA    CONGREGACIÓN    GENERAL 


Sumario:  1.  Elección  de  General  y  de  Asistentes.— 2.  Discusión  sobre  los  alimentos 
de  los  despedidos.— 3.  Decreto  sobre  reunirse  periódicamente  la  Congregación  ge- 
neral.—4.  Disposiciones  sobre  los  estudios.— 5.  Decreto  contra  los  calumniadores. — 
6.  Negocios  seculares  y  políticos.— 7.  Independencia  de  ciertas  misiones.— 8.  Otras 
disposiciones  de  menos  importancia  que  se  tomaron  en  esta  Congi'egación.- 9.  De- 
seos de  adquirir  la  casa  de  Loyola. — 10.  Postulados  de  las  Congregaciones  españo- 
las que  no  fueron  propuestos  a  la  Congregación  general,  sino  respondidos  por  el 
P.  Vitellesclii. 


Fuentes  contemporíneas;  1.  Acia  Congregationum  generulium.~2.  Acta  Congregatwnuin  pro- 
viucialiiini.S.  Instiltitinn  Societatis  Jesli. 

1.  Muerto  el  P.  Aquaviva  el  31  de  Enero  de  1615,  se  abrió  la  cé- 
dula en  que  nombraba  Vicario  de  la  Compañía,  y  se  leyó  en  ella  el 
nombre  del  P.  Fernando  Alber,  Asistente  de  Alemania.  Al  instante 
el  P.  Vicario  empezó  a  tomar  las  disposiciones  oportunas  para  reunir 
cuanto  antes  la  futura  Congregación  general.  Hubiera  deseado,  cum- 
pliendo lo  que  insinúa  San  Ignacio  en  las  Constituciones  (1),  reuniría 
a  los  seis  meses;  pero  como  en  este  tiempo  habían  de  sobrevenir  los 
calores  del  verano,  que  para  los  extranjeros  eran  en  Roma  peligro- 
sos a  la  salud,  determinó,  con  aprobación  de  los  Padres  Asistentes, 
dilatar  algún  tanto  la  Congregación,  y  así  la  convocó  para  princi- 
pios del  mes  de  Noviembre. 

Reuniéronse  74  Padres  de  todas  las  provincias  de  la  Compa- 


(1)    P.  VIII,  c.  5. 


].1II.    3. — I.AS    CUATIH 


¡OVIXtJA.S    UK    KSPAÑA.    Kil  ">-lC)."í2 


nía  (1).  Abrióse  la  Congregación  el  5  de  Noviembre  de  1615,  y  des- 
pachadas las  diligencias  preliminares  que  suelen  hacerse  siempre 
antes  de  elegir  el  supremo  Superior  de  la  Orden,  procedióse  a  este 
acto  solemne  el  día  15  de  Noviembre,  y  entonces  en  el  cuarto  escru- 
tinio fué  nombrado  General  de  la  Compañía  el  P.  Mucio  Vitelleschi, 
de  la  provincia  Romana. 

Era  hombre  muy  conocido  por  su  prudencia  y  por  la  suavidad 
de  su  carácter.  Había  desempeñado  cargos  importantes  de  gobierno, 
y  en  la  Congregación  general  de  1603  le  habían  creado  Asistente  de 


(1)    He  aquí  sus  nombres  tal  como  so  loen  en  las  actas: 

P.  Ferdinandus  Alboras Vicarias. 

Ad  dertram  F.  Vicarii. 

Joan,  de  Montemavor Prov.  Castoll. 

Ludovicus  Richeome Assist.  Galliao. 

Petrus  Ant.  Spinellus Prov.  Neapol. 

Petras  Juste —  Aragón. 

Carolas  Mastrillus —  S;ciliac. 

Nicolaus de  Almazan Assist.  Hispan. 

Bernardinus  Gonfalouorias Prov.  Mcdiol. 

Franciscas  Pereii-a —  Lusitan. 

Theodorus  Busaeus —  Austriae. 

Ludovicus  de  la  Palma —  Tolctanus. 

Ferdinandus  Ponce —  Baeticae. 

Antonius  Mascarenhas Assist.  Lusitan. 

Cristoph.  Baltasar Prov.  Franciae. 

Mutius  Vitellescus Assist.  Italiac. 

Henricus  Scherenus Prov.  Rheni. 

Petrus  Fernandez —  Sardiniao. 

Joan.  Francs.  Suaresius -  -  Tolosanae. 

Joannes  Ilerennius —  Gallo-Bolgicae. 

Carolas  Scrlbanius —  Flandro-Belgioae. 

Jacobus  Mussicus —  Aquitaniae. 

Melchior  Hartelius —  Germaniae. 

Aiitonius  Suffrenus —  Lugdun. 

Pompilius  Lambartengas —  Romanao. 

Jordanus  a  Caseína —  Venetus. 

Stauis.  Gauí'ouski —  Poloniae. 

Simón  Niklevitz —  Litliuaniae. 

Ad  siiii.-ítntm  P.  Vicarii. 

Joan.  Bapt.  Carminata 8¡ciliae. 

Jacobus  Crucius Mediolan. 

Joannes  Hasius Rhenanao. 

Antonius  Lysius Neapol. 

Bartholoraaeus  Villerius Austriae. 

Joannes  Alvarez Lusitan. 

Benedietus  Justinianus Romanao. 

Paulas  Boxa Lithuaniae. 


CAP.    I. — SKPTIMA    CONGREGACIüX     GENERAL  ¡í 

Italia.  Tenía  entonces  cincuenta  y  dos  años,  y,  como  se  ve,  liallábase 
on  la  jDlenitud  de  su  prudencia  y  vigor  para  cumplir  el  cargo  impor- 
tante que  le  encomendaba  la  Compañía. 

Algunos  días  después  se  procedió  a  la  elección  de  los  Padres 
Asistentes,  y  con  grande  unanimidad  de  pareceres  fueron  señalados: 
para  Italia,  el  P.  Bernardino  Gonfalonerio;  para  Gemianía,  el 
P.  Teodoro  Buseo;  para  Francia,  el  P.  Cristóbal  Baltasar;  para  España, 
el  P.  Alfonso  Carrillo,  y  para  Portugal,  el  P.  Ñuño  Mascareñas. 
Fueron  también  admitidos  a  la  Congregación,  según  es  costumbre, 


Hieroniínus  Daudinus Venetao. 

Alfonsus  Carrillus Toletanao. 

Leouardus  Lessius FJandro-Belg, 

Petrus  Jiménez Austriae. 

Gabriel  de  Vega Toletanae. 

Alexander  Georgias Franciae. 

Michael  Vázquez Baeticae. 

Petrus  Aegidius Aragoniae. 

Nic.  de  Arnaya Procur.  Mexicanae. 

Dionysius  Guillen Baeticae. 

Didacus  de  Sosa Castellao. 

Martin.  íSmigletius Poloniae. 

Josephus  Ragusa Siciliae. 

Jacobus  Sirmondus Franciae. 

Francisfíus  Girón Castellae. 

Joanues  Ferrer Aragoniae. 

Nenias  Mascarenhas Lusitan. 

Hieron.  Gómez Procur.  Malabar. 

Joannes  Crombecius .   ..  Gallo-Belg. 

Ludovicus  Michaelis Lugdun. 

Joannes  Vázquez Procur.  Peruanae. 

Petrus  Vicu ? Sardiniae. 

Peti-us  Aldenhoven Rlieni. 

Antonius  Marciiesius Mediol. 

Alexander  Caprara Venetae. 

Joann.  de  Viana Procur.  Paraquar. 

Claudius  Campol)onus Aquitan. 

Carolus  Maillanus Lugdun. 

Joannes  tíiessiewski Lithuan. 

Carolus  Sangrius Neapol, 

Sebastianus  Gongalves Procur.  Goanae. 

Joannes  Sitala Sardiniae. 

Antonius  Welser Germaniae. 

Joannes  Renaudianus Aquitaniae. 

Joannes  Martinus Tolosanae. 

Jacobus  Keüer Germaniae. 

Nicolaus  Mauleouus Tolosanae. 

Nieolaus  Lancicius Poloniae. 

Jacobus  Firmas Flandro-Belg. 

Además,  tiabiendo  muerto  el  U  de  Noviembre  el  P.  Fabio  de  Fabiis,  elector  de  la 

provincia  Romana,  entró  como  sustituto  suyo  el  P.  Bernardino  Castoris. 


4  LIB.    I. — LAS   CUATRO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1652 

el  P.  Lorenzo  de  Paolis,  Procurador  general  de  la  Compañía,  y  el 
P.  Bernardo  de  Angelis,  Secretario  de  ella.  También  por  concesión 
se  admitió  a  las  deliberaciones  al  P.  Nicolás  Trigaut,  Procurador 
que  había  venido  de  las  misiones  de  China. 

2.  Uno  de  los  primeros  negocios  que  debió  discutir  esta  Congre- 
gación, le  fué  impuesto  por  el  mismo  Soberano  Pontífice  Paulo  V  (1). 
Cierto  sacerdote,  a  quien  no  se  nombra,  después  de  haber  obtenido 
con  importunas  instancias  la  dimisión,  había  presentado  al  Sumo 
Pontífice  un  memorial  rogando,  o,  por  mejor  decir,  exigiendo  que  le 
mantuviese  en  el  siglo  la  Compañía.  Paulo  V  remitió  el  asunto  a  la 
Congregación  general,  encargándole  seriamente  que  discutiesen  los 
Padres  lo  que  debía  hacerse  con  los  hombres  a  quienes  se  despide 
de  la  Compañía  y  que  no  tienen  algún  medio  cómodo  de  sustentarse 
en  el  siglo.  Deliberóse  reposadamente  sobre  este  asunto,  que  ya 
estaba  resuelto  en  otras  ocasiones,  y  que  con  el  tiempo  había  de 
renacer  hasta  en  nuestros  días.  Examinado  el  negocio,  resolvió  la 
Congregación,  que  debía  suplicar  a  Su  Santidad,  no  impusiese  a  la 
Compañía  esta  carga  pesadísima  de  alimentar  en  el  siglo  a  los  hijos 
indignos  que  debía  lanzar  de  su  seno  y  a  los  que  por  otras  justas 
causas  hubiesen  de  apartarse  de  la  religión.  Ante  todo,  observaban 
que  los  hombres  así  dimitidos  raras  veces  se  ven  faltos  de  todo 
medio  de  subsistencia.  Además,  la  Compañía  les  ha  dado  a  esos 
hombres,  de  ley  ordinaria,  los  estudios  y  una  razonable  cultura  in- 
telectual y  religiosa,  y,  por  consiguiente,  tienen  los  medios,  si  quie- 
ren portarse  bien,  de  adquirir  honradamente  su  subsistencia,  como 
la  adquiere  todo  el  mundo,  trabajando  con  los  talentos  y  habilidades 
que  Dios  le  ha  dado.  Cuando  un  juez  condena  por  pecados  cono- 
cidos a  un  eclesiástico  a  ser  privado  de  sus  beneficios,  nadie  piensa 
en  imponer  a  ese  juez  la  obligación  de  alimentar  al  reo.  Además, 
sería  durísimo  obligar  a  una  religión  a  favorecer  y  proteger  a  quien 
había  merecido  los  más  severos  castigos.  Si  se  estableciese  este  prin- 
cipio, que  las  Órdenes  religiosas  han  de  mantener  en  el  siglo  a  los 
religiosos  indignos  que  expulsan  de  su  seno,  estos  hombres  habrían 
ganado  con  sus  culpas  una  prebenda  no  conocida  hasta  ahora  en  la 
Iglesia,  cual  sería  la  gracia  de  una  cómoda  pensión  y  el  verse  libres 
de  todas  las  obligaciones  del  estado  religioso.  Muy  verosímil  sería 
que  algunos  hombres  relajados  aspirasen  aesta  ventaja  y  cometiesen 
graves  pecados  para  lograr  una  posición  tan  ventajosa.  Fuera  de  las 


(1)     Institutmn  S.  J.  Cong.,  VIII,  dec.  3. 


CAr.     I. — SlOrTIMA    COXGREGACIOX     GENERAL  5 

razones  que  la  prudencia  y  religión  indicaban,  recordaron  los  Pa- 
dres algunos  ejemplos  de  casos  parecidos,  en  que  se  había  resuelto 
la  dificultad  en  favor  de  la  Compañía,  y  debió  hacer  mucha  impresión 
a  Paulo  V  el  ejemplo  de  Clemente  VIII,  que  en  el  año  1597,  consul- 
tado sobre  un  caso  semejante,  había  resuelto  que  la  Compañía  no 
estaba  obligada  a  suministrar  alimentos  a  los  despedidos.  No  dejó  de 
mencionarse  aquella  constitución  de  Pío  V,  en  que  se  mandaba  que 
los  religiosos  no  fueran  promovidos  al  sacerdocio  sin  haber  hecho 
primero  la  solemne  profesión;  pero  se  presentó  en  contra  la  autori- 
dad de  Gregorio  XIII,  que  había  restituido  a  la  Compañía  su  primi- 
tivo derecho,  no  obstante  la  constitución  de  Pío  V  (1). 

3.  Volvió  a  ponerse  sobre  el  tapete  en  la  presente  Congregación 
aquel  asunto,  ya  debatido  en  otras,  sobre  la  periodicidad  de  la  Con- 
gregación general.  San  Ignacio  había  instituido  que  no  debía  seña- 
larse plazo  fijo  para  celebrar  estas  Congregaciones.  La  segunda,  que 
eligió  a  San  Francisco  de  Borja,  discutió  detenidamente  sobre  este 
punto;  y  aunque  al  principio  se  inclinó  a  fijar  un  plazo  de  siete  o  de 
nueve  años  para  reunir  Congregación,  por  último  decidióse  a  seguir 
la  letra  de  San  Ignacio,  y  mandó  que  no  hubiese  plazo  determinado 
para  la  Congregación  general.  El  Papa  Clemente  VIII,  como  lo  ex- 
plicamos en  otro  lugar  (2),  había  impuesto  a  la  Compañía  la  obliga- 
ción de  reunirse  cada  seis  años;  pero  él  mismo  había  dispensado  de 
este  precepto  al  terminarse  el  primer  sexenio.  Ahora  discutióse  la 
misma  duda,  y  la  presente  Congregación,  examinados  detenida- 
mente los  argumentos  que  se  proponían  por  una  y  por  otra  parte, 
resolvió  que  por  entonces  no  debía  instituirse  nada  nuevo,  sino 
seguir  la  práctica  establecida  por  San  Ignacio.  Nótese  la  expresión 
que  usan:  In  praesentiarum,  xjor  ahora.  Parece  que  rehusan  los  Pa- 
dres dar  al  negocio  una  solución  definitiva  y  perpetua;  conteníanse 
con  determinar  que  por  entonces  no  parecía  necesario  reunir  pe- 
riódicamente la  Congregación  (3). 

4.  En  la  visita  que  el  P.  Vicario,  con  los  Asistentes,  había  hecho 
a  Su  Santidad  antes  de  abrir  la  Congregación,  había  apuntado 
Paulo  V  que  convendría  inculcar  la  solidez  de  la  doctrina.  Acepta- 
ron de  buen  grado  nuestros  Padres  esta  insinuación  del  Sumo  Pon- 


(1)  No  se  dice  en  el  decreto  lo  que  respondió  el  Sumo  Pontífice  a  estas  razones. 
Debemos  creer  que  se  satisfizo  con  ellas,  cuando  nada  se  innovó  en  nuestra  legisla- 
ción sobro  este  punto. 

(2)  Véase  el  tomo  III,  pág.  602. 

(3)  Dec.  9. 


()  LIB.    I. LAS    CUATÜO    I'RÜVIXCIAS    DK    ESPAAA,    lOLj-lGól! 

tífice,  y  agradeciendo  la  paternal  amonestación  de  Su  Santidad,  man- 
daron a  los  Provinciales  y  a  los  demás  Superiores*,  que  procurasen 
con  todas  sus  fuerzas  contener  a  los  maestros  dentro  de  los  límites 
debidos,  e  impedir  que  divagasen  a  opiniones  temerarias  e  introdu- 
jesen lo  que  entonces  se  llamaban  disputaciones  problemáticas.  Las 
tales  disputas  solían  ser  esfuerzos  de  ingenio,  cuando,  propuesta  una 
aserción  arriesgada,  tal  vez  una  paradoja  absurda,  se  esforzaba  el 
profesor  en  buscar  razones  por  un  lado  y  por  otro  para  hacer  pro- 
bable lo  que  a  primera  vista  desconcertaba  por  su  extrañeza  y  extra- 
vagancia. Encargan,  pues,  los  Padres,  que  se  abstengan  nuestros  pro- 
fesores de  semejantes  disputas  y  que  sean  removidos  de  las  cátedras 
si  se  toman  demasiada  libertad  en  el  opinar  (1). 

No  descendió  a  otros  pormenores  la  presente  Congregación  en 
materia  de  opiniones  científicas;  pero,  en  cambio,  legisló  con  mucho 
cuidado  sobre  otros  puntos  relativos  al  orden  y  progreso  de  los  es- 
tudios. En  el  decreto  XXXIII  establece  que  los  filósofos  sean  exami- 
nados al  fin  de  cada  año,  y  no  pasen  al  siguiente  sin  haber  dado 
pruebas  de  poseer  las  materias  explicadas  en  el  año  anterior.  Para 
emprender  la  teología  escolástica  exigen  los  Padres  que  el  filósofo 
haya  superado  la  medianía,  de  tal  suerte  que  pueda  defender  las  ver- 
dades filosóficas  con  satisfacción.  Exceptúan,  sin  embargo,  si  el 
alumno  poseyese  cualidades  extraordinarias  para  gobernar  o  para 
predicar,  porque  entonces  estos  talentos  podrían  suplir  la  falta  de 
ingenio  especulativo. 

También  los  teólogos  han  de  ser  examinados  al  fin  de  cada  año,  y 
nadie  debe  pasar  al  siguiente  si  no  muestra  sobrepujar  la  medianía 
en  la  ciencia  que  se  le  ha  enseñado  en  un  año.  Por  último,  para  reci- 
bir la  profesión  de  cuatro  votos  determinan  los  Padres,  que  debe  el 
alumno  mostrar  en  el  último  examen  tal  dominio  de  la  filosofía  y 
teología,  que  las  pueda  enseñar  con  satisfacción.  Los  examinadores 
que  han  de  juzgar  de  la  ciencia  de  los  filósofos  y  teólogos  darán  su 
parecer  con  todo  secreto,  y  para  presenciar  el  último  examen,  lla- 
mado ad  gradmn,  deben  primero  prestar  juramento  de  dar  su  pare- 
cer con  toda  rectitud  y  conciencia. 

Terminan  las  disposiciones  relativas  a  los  estudios  con  una  ley, 
que  ya  se  iba  introduciendo  por  vía  de  costumbre,  y  era  que,  además 
de  las  dos  clases  de  teología  escolástica,  y  además  de  la  lección  de 
Sagrada  Escritura,  hubiese  para  nuestros  teólogos  un  maestro  aparte 


(1)     Afta  Coiíg.  <jeii.  VIL  Adió  IV 


IM\     COXCIHiaiACIOX     HK.NKKAL 


de  teología  moral,  quien  les  explicase  en  dos  años  los  puntos  prin- 
cipales de  esta  ciencia,  considerándola,  sobre  todo,  en  sus  aplicacio- 
nes prácticas. 

5.  Con  especial  atención  discurrieron  los  Padres  sobre  un  punto 
que  despertaba  entonces  particular  curiosidad.  Como  en  la  Compa- 
ñía se  recomendaba  tanto  el  denunciar  a  los  Superiores  las  faltas  do 
nuestros  Hermanos  para  aplicarles  el  debido  remedio,  surgieron 
varias  veces  quejas  gravísimas  de  algunos,  que  se  creían  denuncia- 
dos a  los  Superiores  sin  razón  y  por  fútiles  motivos.  Discutió,  pues, 
la  Congregación  sobre  el  castigo  que  debía  darse  a  los  falsos  delato- 
res, y  determinó  que,  según  la  gravedad  del  delito,  debían  imponér- 
seles penitencias  graves  a  todos  los  que  denunciasen  falsos  pecados 
al  Superior,  a  todos  los  que  mostrasen  o  ligereza  o  mala  voluntad  en 
la  delación,  y  asimismo  a  todos  los  que  descubriesen  pecados  verda- 
deros, pero  ocultos,  a  otras  ¡Dersonas  que  no  los  habían  de  remediar. 
Los  Superiores  deberán  inquirir  la  verdad  de  los  hechos,  de  suerte 
que  el  inocente  conserve  su  debida  reputación,  y  el  falso  calumnia- 
dor quede  confundido  y  castigado.  Como  en  estas  denuncias  es  bas- 
tante ordinario  referirse  a  dichos  de  otros,  encárgase  a  los  Superio- 
res, que  manden  al  delator  decir  quién  ha  difundido  tal  o  cual  rumor, 
y  si  el  delator  rehusa  descubrir  los  autores  de  la  calumnia,  deberá 
ser  juzgado  autor  el  mismo  denunciante,  y  castigado  como  si  real- 
mente hubiera  inventado  lo  que  se  dice  (1). 

6.  Insistió  mucho  la  VII  Congregación  en  un  punto,  ya  indicado 
por  las  Constituciones  y  repetido  en  varias  formas  por  los  Padres 
Generales,  cual  era  el  apartarse  de  negocios  seculares.  Prohibe  seve- 
ramente la  Congregación  que  intervengan  los  Nuestros,  con  cual- 
quier pretexto,  en  los  negocios  de  sus  parientes  y  amigos.  No  deben 
nuestros  religiosos  presentarse  a  los  tribunales  ni  tomar  el  cuidado 
de  administrar  los  bienes  de  nadie,  ni  empeñarse  en  llevar  adelante 
los  pleitos,  ni  procurar  que  sean  promovidos  sus  parientes  a  digni- 
dades eclesiásticas  o  seglares.  Como  algunas  veces  la  caridad  cris- 
tiana podrá  aconsejar  que  se  hable  a  los  jueces  o  a  otras  personas  en 
favor  de  personas  inocentes  o  de  instituciones  piadosas,  en  tal  caso 
manda  la  Congregación  que  esto  no  lo  haga  nadie  sin  expresa  licen- 
cia del  Superior  local,  y  éste  no  la  dará,  si  el  negocio  sufre  tardanza 
y  puede  consultarse,  por  lo  menos,  al  P.  Provincial.  Si  no  hay  tiempo 
para  esperar  la  respuesta  y  las  causas  le  parecen  justas,  puede  el 


(1)      Dcc.  12. 


8  Lie.    I. — LAS    CUATRO   PROVINCIAS    DE   ESPAÑA.    1G15-1G52 

Superior  local  permitir  a  sus  subditos  dar  estos  pasos;  pero  luego 
debe  informar  al  P.  Provincial  y  al  mismo  General  acerca  de  la  cali- 
dad del  negocio  y  de  los  motivos  que  tuvo  para  permitir  al  sujeto 
intervenir  en  él  (1). 

Entre  los  negocios  seculares,  los  más  peligrosos,  como  ya  lo  supon- 
drá el  lector,  eran  los  políticos.  La  Congregación  V  había  prohibido 
en  su  canon  XII  con  graves  penas  el  tomar  parte  en  tales  asuntos. 
Ahora  surgió  la  dificultad:  ¿Cuáles  son  los  negocios  que  por  ese  canon 
se  prohiben  a  los  Nuestros?  Responde  la  Congregación  que  se  podía 
resolver  la  duda  con  la  respuesta  que  dio  el  difunto  P.  Claudio  Aqua- 
viva  a  una  pregunta  semejante:  «Generalmente  hablando,  decía,  todo 
lo  que  pertenece  a  la  conciencia  y  dirección  de  los  príncipes  y  de  los 
otros  que  piden  consejo  no  está  prohibido  por  el  canon.  Pero  lo  que 
no  se  refiere  a  esto  y  es  extraño  a  la  instrucción  espiritual  de  quien 
consulta,  debe  reputarse  ajeno  a  lo  que  nos  permiten  las  reglas.»  Y 
como  ejemplo  de  negocios  en  que  no  debemos  entrar  pone  el 
P.  Aquaviva  todo  lo  que  se  refiere  a  las  alianzas  entre  príncipes,  a  los 
derechos  de  las  naciones,  a  las  sucesiones  en  el  trono,  a  las  guerras 
de  un  pueblo  con  otro  y  a  las  guerras  civiles  dentro  de  una  na- 
ción (2). 

7.  Tal  vez  un  postulado  algo  original  de  la  provincia  de  Cas- 
tilla (3)  suscitó  una  cuestión,  que  fué  objeto  de  serios  debates.  Había 
apuntado  la  Congregación  provincial  Castellana,  que  se  podría  divi- 
dir en  dos  la  Asistencia  de  España,  y  perseverando  el  Asistente  actual 
con  el  cuidado  de  las  cuatro  provincias  de  la  Metrópoli,  podría  nom- 
brarse otro  para  las  provincias  ultramarinas  (4).  También  indicaban 
al  fin  que  la  división  podría  hacerse  de  otro  modo,  pues  quedándose 
juntas  las  tres  provincias  de  Castilla,  Aragón  y  Toledo,  podría  la  de 
Andalucía  formar  una  Asistencia  con  las  provincias  de  Ultramar. 
Esta  última  división  debió  ser,  naturalmente,  sugerida  por  el  hecho, 
entonces  tan  conocido,  de  que  la  provincia  de  Andalucía  era  como  el 
lazo  que  unía  las  provincias  de  América  con  las  de  Europa.  En  Se- 
villa residía  el  Procurador  general  de  Indias,  en  Sevilla  se  embar- 


(1)  Dec.  13. 

(2)  Dec.  46. 

(3)  Decimos  tal  ves,  porque  eu  el  decreto  que  trata  de  este  negocio  no  se  expresa  la 
causa  que  suscitó  la  discusión.  Sólo  se  dice  al  principio:  <'Ad propositas  de  illustrioñhití; 
quibusdam  missionibus  quaestiones.»  ¿Cuáles  eran  esas  misiones  más  ilustres?  No  cabe 
duda  que  serían  las  del  Extremo  Oriente  y  las  americanas. 

(4)  Gong.  Prov.  Castellana,  1615. 


CAP.     I. — SÉPTIMA    CONGKEGACIÓX    GEXEEAL  9 

caban  nuestros  misioneros,  y  en  Sevilla  se  despachaban  los  negocios 
ordinarios  de  todas  nuestras  misiones.  Con  esta  ocasión  discutióse 
detenidamente  sobre  la  independencia  que  se  debería  conceder  a 
ciertas  misiones  ilustres  de  nuestra  Orden. 

Después  de  largas  deliberaciones  juzgaron  los  Padres  que  no  era 
conveniente  la  independencia  absoluta,  pues  hubiera  sido  causa  de 
un  aislamiento  poco  útil  para  las  misiones  y  algo  pernicioso  para 
toda  la  Compañía. 

Aquellas  misiones  necesitaban  muy  a  menudo  el  socorro  de  las 
provincias  de  Europa,  y  era  de  temer  que  languideciesen  si  vivían 
enteramente  separadas  de  ellas.  Además,  debe  fomentarse  en  todos 
los  hijos  de  la  Compañía  el  espíritu  apostólico,  que  inclina  a  las  mi- 
siones. Si  vivían  tan  separadas  de  las  otras  provincias  aquellas  misio- 
nes extranjeras,  era  de  temer  que  sus  trabajos  se  mirasen  como 
exclusivos  de  los  hombres  que  pertenecían  a  ellas,  y  no  propios  de 
los  demás  hijos  de  la  Compañía.  Por  eso  rehusó  terminantemente 
la  demasiada  independencia  que  algunos  pedían  para  esas  misio- 
nes (1). 

8.  También  habían  apuntado  las  provincias  de  España  una  idea 
que  era  bastante  general,  según  parece,  en  toda  la  Compañía.  Viendo 
cuántos  salían  de  la  religión  y  con  causas  poco  racionales  pedían  las 
dimisorias,  indicaron  nuestras  provincias  si  convendría  dificultar 
algún  tanto  la  salida  de  la  Compañía  y  exigir  con  más  rigor  el  cum- 
plimiento de  la  obligación  que  tiene  todo  religioso  de  perseverar 
hasta  la  muerte  en  su  santo  instituto.  La  Congregación  determinó 
que  por  de  pronto  los  que  piden  las  dimisorias  están  obligados  a 
manifestar  al  Provincial  todas  las  causas  que  tienen  para  salir,  sin 
ocultar  ninguna.  El  Provincial  las  considerará  junto  con  los  consul- 
tores, y  después  escribirá  al  P.  General  lo  que  todos  piensan  de  aquel 
caso  particular.  Si  el  P.  General  estima  que  las  razones  no  son  sufi- 
cientes para  salir,  debe  imponerse  perpetuo  silencio,  con  precepto 
de  obediencia,  al  que  ha  pedido  las  dimisorias,  y  si  no  obedeciere,  se 
le  castigará  con  graves  penitencias,  según  la  cualidad  de  su  delito,  ad- 
virtiéndole que  no  está  seguro  en  conciencia,  sino  que  peca  mortal- 
mente,  si  persevera  en  la  obstinación  de  pedir  las  dimisorias  sin 
causa.  Impónense  también  penas  de  excomunión  latae  sententiae  re- 
servada al  Provincial,  a  todos  aquellos  que  consultan  con  los  seglares 
las  causas  de  su  dimisión  sin  permiso  del  Provincial,  y  a  los  que  se 


(1)     Dec.  21. 


10  I.llí.    I. I.AS    CVATIIO    1'1!()\  I.NCJAS    DK    KSl'A.ÑA,    l(;l.J-lUri2 

valen  de  un  modo  o  de  otro  de  la  intercesión  de  los  externos,  para 
arrancar  las  dimisorias  a  nuestros  Superiores. 

Si  a  fuerza  de  importunidades  obtiene  alguno  la  dimisión,  debe 
concedérsele  con  la  condición  de  pasar  a  otra  Orden  religiosa,  donde 
esté  en  vigor  la  observancia  regular,  y  esta  condición  debe  estar 
expresa  en  la  patente  que  se  le  da.  Los  que  con  falsas  razones,  con 
fraude  y  engaño  arrancaron  las  dimisorias  al  Superior;  los  que  con 
graves  pecados  cometidos  con  la  intención  de  salir  de  la  Compañía 
se  han  hecho  dignos  de  la  expulsión,  no  están  seguros  en  conciencia 
con  las  dimisorias  así  obtenidas.  En  tal  caso  la  dimisión  es  nula,  y  si 
esto  constare  en  el  fuero  exterior,  pueden  los  Superiores  proceder 
contra  esos  hombres  con  censuras  y  penas,  como  contra  verdaderos 
apóstatas.  No  debe  admitirse  el  pretexto  de  que  las  causas  para  salir 
son  secretas;  obligúese  a  decirlas  o  al  General  o  a  quien  éste  seña- 
lare, y  si  el  sujeto  rehusare  manifestar  las  verdaderas  causas,  no 
debe  por  eso  concedérsele  la  dimisión.  Por  último,  cuando  suceda 
que  uno,  por  algúti  pecado  grave  y  público,  deba  ser  despedido  de  la 
Compañía,  cuidarán  los  Superiores  primero  de  que  sea  castigado  se- 
veramente, y  aun  detenido  en  prisión  para  satisfacer  a  la  culpa,  y 
después  de  esta  penitencia  se  le  darán  las  dimisorias  (1). 

No  podemos  explicar  todos  los  decretos  que  dio  la  VII  Con- 
gregación y  los  negocios  que  de  un  modo  o  de  otro  se  resolvieron 
en  ella.  Apuntaremos,  sin  embargo,  algunos  que  no  carecen  de 
cierto  interés.  Más  de  una  docena  de  decretos  se  dedicaron  en  esta 
Congregación  a  explicar  varios  puntos  y  pormenores  de  las  fórmu- 
las de  las  Congregaciones  generales  y  provinciales.  Son  objetos  que 
parecen  menudos  y  a  los  lectores  vulgares  se  les  hacen  pesados  y 
sutiles.  Sin  embargo,  las  personas  prudentes  observarán  que  son  por- 
menores necesarios,  cuya  resolución  se  desea  y  exige,  cuando  llega 
el  momento  de  poner  en  ejecución  tales  reuniones. 

Aplicáronse  también  los  Padres  a  fomentar  el  espíritu  de  la  santa 
pobreza,  y  para  esto  determinaron  el  tiempo  y  la  forma  en  que 
debían  los  Nuestros  hacer  la  abdicación  de  sus  bienes  (2). 

También  se  suscitaron  algunas  dudas  sobre  la  pobreza  de  las 
casas  profesas,  y  la  Congregación  resolvió  lo  que  debía  tenerse  para 
conservar  perfecta  esta  virtud,  según  lo  había  deseado  nuestro  Padre 
San  Ignacio  en  estas  casas,  instituidas  y  fundadas  principalmente 


(1)  I)er.22. 

(2)  Dpc.  17. 


CAP.     I. — SKPTIMA    COXGKEGACIOX    GEXERAI,  11 

sobre  la  pobreza  de  espíritu  y  para  ejercicio  especial  del  celo  apos- 
tólico (1). 

Dispuso  también  esta  Congregación  que  se  suprimiesen  las  re- 
creaciones ordinarias  en  los  días  de  Jueves  y  Viernes  Santo,  para 
fomentar  el  espíritu  de  recogimiento  y  devoción  que  debo  embal- 
samar el  ambiente  de  las  casas  religiosas,  como  de  todas  las  familias 
cristianas,  en  esos  días  dedicados  al  recuerdo  de  la  Pasión  de 
Cristo  (2).  Otra  ordenación  piadosa  fué  el  mandar  que  todos  los 
sacerdotes  ofreciesen  las  Misas  el  27  de  Setiembre,  y  los  Hermanos 
la  comunión  y  todas  las  oraciones,  en  acción  de  gracias  por  la  funda- 
ción de  la  Compañía  (3). 

En  esta  Congregación  se  acometió  por  fin,  de  frente,  una  cues- 
tión que  se  había  esquivado  en  las  dos  anteriores,  ya  fuese  por  la 
dificultad  intrínseca  de  la  cosa,  ya  por  las  complicaciones  que  exte- 
riormente  pudieran  sobrevenir.  Nos  referimos  al  bonete  do  los  Her- 
manos coadjutores.  Ahora,  por  fin,  se  deliberó  de  propósito  sobre 
esta  materia,  y  se  determinó  ir  suprimiendo  en  los  coadjutores  esta 
insignia,  que  es  y  se  ha  mirado  siempre  en  la  Iglesia  como  cleri- 
cal (4).  Como  el  decreto  fué  suspendido  poco  después,  y  sólo  en  la 
VHI  Congregación  se  dio  el  golpe  final  en  este  negocio,  reservamos 
para  entonces  el  explicar  este  suceso,  que  merece  detenido  estudio 
y  fué  más  delicado  y  difícil  de  lo  que  a  primera  vista  pudiera  pa- 
recer. 

9.  Ya  tocaban  a  su  fin  los  trabajos  de  la  Congregación  VII, 
cuando  se  interesó  ésta  en  un  negocio  que,  siendo  propiamente  de 
la  provincia  de  Castilla,  atraía  de  un  modo  especial  la  atención  de 
toda  la  Compañía:  tal  fué  la  adquisición  de  la  casa  de  Loyola.  Desde 
el  principio  de  nuestra  Orden  habían  mirado  los  jesuítas  con  filial 
cariño  la  morada  en  que  vio  la  luz  nuestro  santo  Patriarca.  Allí  se 
recogió  en  1551  San  Francisco  de  Borja  para  decir  devotamente  su 
primera  Misa  (5).  Tres  años  después  presentábase  allí  el  P.  Jerónimo 
Nadal,  y  con  su  habitual  atención  notaba  el  sitio  en  que  había  nacido 
nuestro  santo  Padre  y  lo  contemplaba  con  dolor  convertido  en 
cocina  (6). 


(1)  £)«'.  óOyól. 

(2)  Dec.  34. 

(3)  Dec.  54. 

(4)  Dec.  24  y  27. 

(5)  Véase  el  tomo  I  de  esta  Historia,  pág.  31o. 
((!)  ibícL,  pág.  40(3. 


12  LIB.    I.— LAS    CU.\TEO    PROVINCIAS    DE    KSl'AXA.    1015-10r>2 

También  el  P.  Pedro  de  Tablares  tuvo  el  consuelo  de  penetrar 
en  la  casa  de  nuestro  Fundador  el  año  1550,  y  en  una  carta  que  re- 
cientemente ha  visto  la  luz  pública,  nos  describe  con  bastante  ame- 
nidad el  aspecto  del  valle  de  Azpeitia  y  la  impresión  que  causaba  en 
los  visitantes  la  casa  solariega  de  Loyola  (1).  En  tiempo  del  P.  Mer- 
curián,  el  Visitador  de  Castilla,  P.  Diego  de  Avellaneda,  se  adelantó 
con  grandísimo  consuelo  hasta  la  misma  casa,  mientras  visitaba  el 
Colegio  de  Oñate  (2).  A  ñnes  del  siglo  XVI  admitió  el  P.  Aquaviva 
la  fundación  de  una  pobre  residencia  en  Azcoitia,  sólo  por  respeto  a 
la  vecina  casa  de  Loyola.  A  pesar  de  tanta  veneración  como  nuestros 
Padres  manifestaban  a  la  respetable  vivienda,  no  sabemos  que  en 
todo  el  siglo  XVI  tuviesen  los  Nuestros  la  idea  de  adquirirla  en  pro- 
piedad. 

Cuando  en  1609  fué  beatificado  San  Ignacio,  la  casa  de  Loyola 
empezó  a  ser  mirada  por  el  pueblo  como  objeto  de  veneración, 
adonde  concurrían  las  gentes  con  la  piedad  que  siempre  despierta  el 
recuerdo  de  un  gran  santo.  Indudablemente  nuestros  Padres  conci- 
bieron entonces  la  idea  de  adquirir  tan  preciosa  alhaja  para  conver- 
tirla en  lo  que  ahora  es:  en  el  más  ilustre  santuario  de  Guipúzcoa. 
Poseíala  entonces,  aunque  no  con  entera  propiedad,  la  Condesa  de 
Fuensaldaña,  y  fuese  por  indicación  de  nuestros  Padres,  fuese  por 
especial  devoción  que  en  ello  sintiese,  mostróse  dispuesta  a  ceder 
sus  derechos  en  favor  de  la  Compañía.  Comunicado  este  pensa- 
miento a  la  VII  Congregación  general,  juzgaron  los  Padres  que  no 
debía  perderse  tan  buena  ocasión,  y  por  de  pronto  dirigieron  una 
carta  a  la  Condesa,, que  merece  ser  transcrita  a  la  letra.  Dice  así: 
«Ilustrísima  Señora:  En  esta  Congregación  general  se  hizo  mención 
de  la  gran  voluntad  que  V.  S.ia  I.  tiene  a  la  Compañía,  y  aunque  por 
ello  y  por  lo  que  a  su  casa  se  debe  quedamos  todos  con  mucho  agra- 
decimiento, córrenos  mayor  obligación  de  servir  a  V.  S.ia  l.^  enten- 
diendo ser  su  gusto  que  la  misma  Compañía  tenga  la  casa  y  solar  de 
Loyola,  donde  nuestro  bienaventurado  Padre  Ignacio  nació  a  la 
tierra  y  al  cielo  mediante  su  conversión.  Y  pues  el  negocio  se  ha 
comenzado  tan  prósperamente  y  con  tanta  satisfacción  de  V.  S.ia  L, 
toda  la  Congregación  le  suplica  que  mande  proseguir  ese  favor, 
llevándolo  al  cabo  con  el  buen  remate  que  se  desea,  asegurando 


(1)  Cartas  de  San  Ignacio,  t.  II,  pág.  5G7. 

(2)  Así  lo  cuenta  él  mismo  en  una  de  sus  cartas  al  P.  Mercuriáu,  que  se  conserva 
en  Epist.  Hisp.,  XXV. 


CAP.     I. SÉPTIMA    C0^'GREGACI(3N     GENERAL  13 

a  V.  S.ia  I.  que  haciéndole  esa  merced,  quedará  toda  nuestra  Religión 
con  nueva  obligación  de  servirla.  Guarde  Nuestro  Señor  a  V,  S.i'i  I. 
con  el  acrecentamiento  de  los  celestiales  y  divinos  dones  que  sus 
siervos  le  quedamos  suplicando.  Roma,  21  de  Enero  1616.  De  V.  SM 1. 
muy  humilde  siervo  en  Cristo,  Carlos  Scribani,  Secretario.— Por 
mandato  de  la  Congregación  general»  (1). 

Aunque  se  dio  principio  a  este  negocio  con  tan  vivos  alientos,  y 
aunque  el  deseo  del  P.  Vitelleschi  fué  siempre  creciendo  e  ideando 
nuevos  medios  para  adquirir  la  preciosa  casa,  no  pudo  tener  el 
consuelo  de  ver  coronados  sus  esfuerzos.  Fuese  porque  la  propiedad 
del  edificio  estaba  repartida  en  varias  familias,  fuese  porque,  como 
casa  solariega,  estuviese  sometida  a  prescripciones  legales  difíciles 
de  desenredar,  fuese  porque  hubo  oposición  de  personas  que  igno- 
ramos, es  lo  cierto  que  pasaron  muchos  años  y  nunca  lograba  la 
Compañía  entrar  en  posesión  de  la  deseada  vivienda  (2).  Hasta  se 
pensó  adquirirla  por  su  justo  precio  y  se  pidieron  limosnas  en  Amé- 
rica a  bienhechores  de  la  Compañía  y  a  vascongados  ricos  para  con- 
seguir este  objeto;  pero  el  resultado  de  todo  fué  que  sólo  a  fines  del 
siglo  XVII  llegó  la  Compañía  a  poseer  la  casa  de  Loyola. 

10.  Cerraremos  este  capítulo  indicando  algunos  puntos  de  rela- 
tivo interés  que  no  se  trataron  en  Congregación  general,  pero  fueron 
propuestos  al  P.  Vitelleschi  y  satisfechos  por  él. 

La  provincia  de  Aragón  se  sintió  animada  a  fundar  casas  profe- 
sas, una  en  Zaragoza,  otra  en  Barcelona  y  otra  en  Palma.  Esperaban 
que  estas  casas  se  sustentarían  con  más  facilidad  que  los  colegios, 
sobre  todo  si  se  les  permitía  pedir  limosna  de  puerta  en  puerta,  como 
se  había  estilado  algunos  años  atrás.  Merecen  copiarse  las  palabras 
que  sobre  este  punto  de  la  mendicidad  dirigían  al  P,  General.  «La 
casa  profesa  de  Valencia,  dicen,  está  apretada  en  lo  temporal.  Pide 
licencia  para  que  pueda  pedir  ostiatim,  como  antes  lo  había  hecho  y 
lo  hacen  casi  todas  las  religiones.  Así  tendrán  pan  en  abundancia  y 
buena  cantidad  de  dinero.  El  Patriarca  de  Valencia  y  otros  hombres 


(1)  Acta  Gong,  gen.,  VII,  fol.  195 

(2)  Varias  veces  habla  de  este  negocio  el  P.  Vitelleschi  en  las  cartas  de  sus  diez 
primei'os  años.  La  Congregación  provincial  de  Castilla,  reunida  en  1622,  instó  de 
nuevo  para  que  se  llevase  adelante  este  negocio  de  la  casa  de  Loyola,  y  el  P.  General 
dio  esta  contestación:  'Insistimiis  adhiic  omni  studio  in  hanc  curam,  et  vias  omnes  tentuvi- 
miis,  qnihus  non  solum  provinciae  istins,  sed  et  totitis  Societatis,  ac  nihilominiis  nostra 
flagrantissima  ct  iustissinia  voluntas  expleretur,  sed  Mondtmi  quidquam  certi  nancisci  licuit. 
Persistcmus  in  eadem  vigilia.  >  ActaCong.  prov.  Castellana,  1622.  Véase  también  Toletana. 
Epist.  Gen.,  1621-1628.  Vitelleschi  a  Juan  de  Montemayor,  3  Octubre  1622. 


14  LU!.    í. I-AS    CUATÜO    I'KOVIXCIAS    PK    ESPAÑA,    1015-1002 

l)i-udentesno  sintieron  bien  que  aquel  modo  de  pedirse  quitase.  Otros 
decían  que  estábamos  ricos,  pues  ya  no  mendigábamos»  (1). 

El  P.  General  no  puso  mal  rostro  a  la  primera  proposición,  y  no 
debía  desagradarle  el  generoso  espíritu  de  acrecentar  las  casas  pro- 
fesas. Por  esto  dio  esta  breve,  pero  decisiva  respuesta:  «En  habiendo 
quien  funde  las  casas  profesas,  avísese»  (2).  En  cambio,  la  otra  súplica 
de  pedir  limosna  de  puerta  en  puerta,  le  debió  causar  mala  impre- 
sión. Véase  lo  que  a  ella  respondió:  «Habiendo  quitado  el  P.Claudio 
el  pedir  limosnas  con  alforjas,  es  de  creer  que  tuvo  sus  razones.  Há- 
gase consulta  de  muchos  Padres,  y  aquí  se  verá  lo  más  expedien- 
te» (3).  Por  estas  palabras  se  conoce  que  en  la  mente  de  nuestros 
Padres  Generales  no  debía  tomarse  la  mendicidad  como  medio  ordi- 
nario de  subsistencia,  aun  en  nuestras  casas  profesas.  Es,  cierta- 
mente, un  acto  de  abnegación,  al  cual  deben  estar  dispuestos  los 
hijos  déla  Compañía,  según  la  regla;  pero  no  se  mira  como  medio 
ordinario  y  proporcionado  para  sustentar  nuestras  casas  religiosas. 

Las  provincias  de  Toledo  y  Castilla  hicieron  aquella  demanda,  que 
podía  llamarse  tradicional  desde  el  tiempo  de  San  Francisco  de 
Borja,  esto  es,  que  el  P.  General  visitase  las  provincias  de  la  Com- 
pañía (4).  Satisfizo  el  P.  Vitelleschi,  diciendo  que  le  sería  grato  visi- 
tar personalmente  a  sus  hijos,  pero  que  este  negocio  debía  consul- 
tarse con  los  Asistentes;  y  en  efecto,  la  opinión  de  éstos  debió  ser  que 
no  convenía  hacer  tan  largas  y  penosas  visitas.  En  todo  el  sexto 
generalato  no  sabemos  que  intentase  nunca  el  P.  General  salir  de 
Roma. 

Otra  petición  hicieron  las  provincias  de  Castilla  y  Andalucía  que 
no  fué  bien  recibida.  Deseaban  que  hubiese  en  Roma  un  Procurador 
especial  de  la  Asistencia  de  España,  independiente  del  Procurador 
general  de  la  Compañía.  Así  lo  juzgaban  necesario  para  resolver  la 
muchedumbre  de  negocios  de  España  y  de  las  Indias,  y  para  obviar 
la  dificultad  de  que  no  se  entendieran  bien  muchas  cosas  por  el  Pro- 
curador extranjero.  A  esta  proposición  satisface  en  estos  términos  el 
P.  General:  «Sobre  el  Procurador  de  la  Asistencia,  no  pareció  a  los 
Padres  diputados  se  propusiera  a  la  Congregación.  El  Procurador 
general  atenderá  con  especial  cuidado  a  Esi)aria»  (5).  También  des- 


(1) 

Acta  Coitg.  prov.  Aragonia,  1615. 

i-¿) 

Ibhl. 

(■•i) 

Ihid. 

(4) 

Acta  Coiíg.  prov.  Toletanu,  Kilñ. 

(5) 

Ibid.  Baetica,  Castellana,  16ir). 

CAP.    I. — SKPTlArA    fONGUIXIACIüX     GENEIÍAL  15 

ochó  el  P.  Vitelleschi  la  proposición  indicada  más  arriba  de  que  se 
nombrara  Asistente  especial  para  las  provincias  de  Indias. 

Por  último,  indicaremos  que  todas  las  soluciones  dadas  a  los  ne- 
gocios, ya  por  la  Congregación  general,  ya  en  privado  por  el  mismo 
P.  Vitelleschi,  se  encaminaban  al  mayor  acrecentamiento  del  espíritu 
religioso,  al  buen  orden  en  el  manejo  de  los  negocios  y  a  fomentar 
el  espíritu  de  confianza  y  de  piedad  que  debe  mediar  siempre,  así 
entre  los  subditos  y  los  superiores,  como  entre  los  religiosos  en- 
tre sí. 


CAPÍTULO  II 

FUNDACIONES  HECHAS   DESDE   1615  HASTA    1652 

Sumario:  1.  Breve  enumeración  de  las  fundaciones  hechas  o  intentadas  desde  el 
P.  Aquaviva  hasta  1652.— 2.  Tribulaciones  en  la  fundación  de  San  Sebastián.— 3.  Di- 
ficultades en  el  segundo  colegio  levantado  en  Palma  de  Mallorca. — 4.  Construcción 
del  actual  edificio  de  Salamanca. — 5.  Deshácense  las  dos  casas  profesas  de  Vallado- 
lid  y  Toledo. — 6.  Bancarrota  del  colegio  de  San  Hermenegildo,  en  Sevilla. — 7.  Nú- 
mero de  jesuítas  en  las  cuatro  provincias  de  España  el  año  1652. 

Fuentes  contemporjÍneas: '1.  Epistolae  Generalium.—  2.  Castellana.  Historia.— S.  Toletuna. 
Historia. — 4.  Acta  Congregationum  provincialium. — 5.  Documentos  del  Archivo  de  Estado,  en 
Roma.— 6.  Litterae  annuae. 

1.  En  tiempo  del  P.  Vitelleschi  y  de  sus  dos  inmediatos  sucesores 
no  presenta  la  Compañía  de  España  aquel  movimiento  siempre  cre- 
ciente de  fundaciones  que  habrá  observado  el  lector  en  los  cinco 
primeros  generalatos.  Esto  parece  natural,  atendida  la  condición  de 
las  cosas  humanas.  A  la  muerte  del  P.  Aquaviva  funcionaban  más  de 
setenta  colegios  en  las  cuatro  provincias  de  España.  Habíanse  ocu- 
pado las  principales  poblaciones  de  la  Península;  teníamos  colegios 
al  lado  de  las  más  célebres  Universidades.  Era,  por  consiguiente, 
regular  que  este  movimiento  se  detuviese,  y  que  al  avance  primero 
sucediera  la  pausa  que  suele  seguir  en  los  negocios  humanos  a  los 
grandes  esfuerzos.  No  es  esto  decir  que  faltasen  fundaciones  en  la 
primera  mitad  del  siglo  XVII.  Hubo,  ciertamente,  algunas,  pero  casi 
todas  fueron  en  poblaciones  secundarias,  y  ninguno  de  los  estable- 
cimientos empezados  en  esta  época  dejó  en  pos  de  sí  la  gloriosa  nom- 
bradía  que  acompaña  a  los  que  vimos  abrirse  en  los  tiempos  de  San 
Ignacio  y  de  sus  inmediatos  sucesores. 

Ante  todo,  bueno  será  mencionar  el  nombre  de  algunos  colegios 
que  se  pretendió  fundar,  y  al  cabo,  por  circunstancias  más  o  menos 
imprevistas,  no  llegaron  a  su  debida  sazón.  En  una  sola  carta  del 
P.  Vitelleschi  al  Provincial  de  Toledo,  Luis  de  la  Palma,  escrita  el  20 
de  Abril  de  1617  (1),  veo  admitidas  tres  fundaciones  que  no  llegaron 


(1)     Toletana.  Epist.  Ge».,  20  Abril  1617. 


CAP.    II. FIXDACIO.XK.S    IIKCHAS    DKSDK    1()1.">    JIASTA    1052  17 

a  su  debido  cumplimiento:  una  fué  en  Moya,  otra  en  Burguillos,  y  la 
tercera  en  Brozas.  En  los  dos  primeros  pueblos  no  sé  que  empezasen 
a  vivir  de  asiento  los  jesuítas.  En  Brozas  se  pasó  algo  más  adelante,  y 
varios  Padres  enviados  por  el  Provincial  de  Toledo  trabajaron  cerca 
de  tres  años  en  los  ministerios  espirituales  con  los  habitantes  del  pue- 
blo y  los  de  la  comarca;  pero  los  herederos  del  fundador,  que  era  el 
Sr.  Arzobispo  de  Bogotá,  en  Nueva  Granada,  nacido  en  Brozas,  logra- 
ron, después  de  muchos  esfuerzos,  alcanzar  un  decreto  de  los  Tribu- 
nales para  que  se  suprimiese  el  empezado  colegio.  Con  este  decreto 
hubieron  de  levantar  sus  reales  los  jesuítas  y  renunciaron  a  vivir  en 
la  patria  del  Brócense. 

Años  adelante  se  presentaron  al  P.  General  proyectos  de  funda- 
ción en  Villanueva  de  los  Infantes  y  en  Trujillo.  Ninguna  de  estas 
fundaciones  se  pudo  lograr.  La  provincia  de  Aragón  intentó  abrir 
colegios  en  Balaguer,  y  poco  después  en  Teruel,  pero  también  se 
suspendieron  ambas  fundaciones.  En  Andalucía  hubo  conatos  de 
fundar  en  Estepa,  pero  pronto  se  desistió  de  esta  pretensión  (1). 

En  cambio,  vemos  lograrse  con  relativa  facilidad  algunas  funda- 
ciones, que  perseveraron  hasta  la  supresión  de  la  Compañía.  En  1616 
la  Marquesa  de  Aitona,  que  poseía  la  santa  cueva  de  Manresa,  tuvo  el 
feliz  pensamiento  de  entregar  aquel  sitio  a  la  Compañía,  para  que 
fuese  constantemente  un  verdadero  santuario,  como  empezaba  a 
serlo  por  el  concurso  piadoso  de  los  manresanos.  No  hay  que  decir 
si  la  provincia  de  Aragón  y  toda  la  Compañía  aceptaron  con  haci- 
miento  de  gracias  este  precioso  donativo  (2).  Todos  los  jesuítas  mira- 
ron aquel  ofrecimiento  como  una  dádiva  del  cielo  para  honra  de 
nuestro  Santo  Padre  y  provecho  espiritual  de  la  Compañía.  Al  ins- 
tante se  formó  una  pequeña  residencia  para  cuidar  de  la  santa  cueva, 
y  se  empezaron  a  trazar  los  planos  de  un  colegio.  Cuatro  años  des- 
pués se  realizaron  los  pensamientos  de  los  jesuítas.  El  rico  y  piadoso 
comendador  Lupercio  de  Arbizu  ofreció  a  la  Compañía  una  cantidad 
razonable  para  fundar  decorosamente  un  modesto  colegio  en  Man- 


(1)  De  todas  estas  fundaciones  se  conservan  algunos  documentos  en  los  tomos 
Fundationes  Co/%íorítni,  que  describimos  en  el  tomo  II,  pág.  XIV.  También  asoman 
algunas  noticias  en  las  actas  de  las  Congregaciones  provinciales  y  en  las  cartas  del 
P.  General.  Como  todo  se  redujo  a  proyectos  no  realizados,  creemos  innecesario  des- 
cender a  más  explicaciones  sobre  este  punto. 

(2)  Véase  en  Acta  Cong.  prov.  Aragonia,  1G1.5,  el  memorial  que  el  P.  Provincial  de 
Aragón,  Pedro  Juste,  presentó  al  P.  Vitelleschi  el  28  de  Febrero  de  1616,  con  las  res- 
puestas del  P.  General.  ítem  en  el  tomo  Aragonia.  Historia  Collegiorum,  fol.  248,  otro 
memorial  de  lo  que  piden  los  ciudadanos  de  Manresa  al  P.  General. 


18  IlC-    I. LAS    eUATKO    IMiOVIXClA.S    DE    ESPAÑA.    1015-1052 

rosa  (1).  Acomodóse  pronto  un  edificio  junto  a  la  capilla  del  rapto,  y 
aunque  aquel  domicilio  no  se  distinguió  nunca  por  el  gran  concurso 
de  estudiantes  ni  por  el  esplendor  académico  de  sus  cursos,  pero 
desde  entonces  se  miró  en  la  Compañía  como  un  asilo  de  la  piedad  y 
devoción,  embalsamado  con  el  aroma  de  las  virtudes  que  en  aquella 
ciudad  practicó  nuestro  Santo  Padre. 

En  1622  abrió  la  provincia  de  Aragón  el  pequeño  colegio  de 
Vich  (2).  En  1G35,  después  de  seis  años  de  enojosos  pleitos,  se  inau- 
guró el  de  Segorbe  (3),  y  en  aquel  mismo  año  se  dieron  los  prime- 
ros pasos  para  entrar  en  Alicante.  Parece  que  había  dado  en  esta 
ciudad  algunos  bienes  a  la  Compañía  cierta  persona  piadosa,  y  el 
Provincial  de  Aragón  determinó  por  de  pronto  fundar  una  residen- 
cia para  cuidar  de  la  administración  de  esos  bienes  (4).  Empezada 
esta  residencia  en  1635,  se  transformó  como  se  deseaba,  al  cabo  de 
algunos  años,  en  un  modesto  colegio. 

La  provincia  de  Castilla  terminó  en  1620  la  fundación  del  colegio 
de  Irlandeses  en  Salamanca  (5),  que  se  había  empezado  unos  diez 
años  antes,  y  además  consiguió  abrir  el  colegio  de  San  Sebastián, 
con  los  incidentes  que  luego  referiremos. 

Tres  colegios  nuevos  hallamos  en  la  provincia  de  Andalucía:  el 
de  Carmona,  abierto  en  1620  (6);  el  de  Utrera,  cuyos  principios  í?e 
remontan  a  1625  (7),  y  el  de  Morón,  que  empezó  en  forma  de  cole- 
gio en  1626  (8).  También  puede  contarse  como  fundación  de  esta 
provincia,  el  colegio  irlandés  de  Sevilla,  empezado  poco  antes,  y 
cuya  dirección  tomó  la  Compañía  en  1619  (9). 


(1)  Acta  Cong.  prov.  Aragonia,  lü"22. 

(2)  Vid.  Cordara,  Hist.  S.  J.,  Pars  VI,  1.  Vil,  n.  138. 

(3)  Aragonia.  Historia  Collegiormn,  fol.  264.  Por  este  documento  se  ve  que  ya  en  1621) 
se  hicieron  las  primeras  diligencias  para  la  íundación,  pero  costó  siete  años  el  asen- 
tarla. 

(4)  Empezó  a  moverse  este  negocio  el  año  1628,  como  puede  verse  en  Acta  Cong. 
prov.  Aragonia,  1628,  pero  hasta  el  año  1635  no  se  decidió  el  P.  Vitelleschi  a  poner  esta 
residencia.  Vide  Aragonia.  Epist.  Gen.,  A  Riva,  Provincial,  13  Julio  1635. 

(5)  Roma,  Arch,  di  Stato.  Varia.  Castilla,  Pontevedra,  Salamanca.  En  este  volumen  so 
guarda  la  escritura  de  fundación  de  este  Seminario  de  Irlandeses,  que  llena  28  folios. 
En  este  documento  se  refieren  los  trámites  de  la  obra,  desde  que  nació  su  primera 
idea  en  1611,  hasta  que  se  terminó  on  1620. 

(6)  Baetica.  Epist.  Gen.,  lGlO-1620.  A  Quirós,  Provincial,  25  Julio  1620. 

(7)  Ibid.,  1620-1631.  A  Ilemelman,  Provincial,  4  Noviembre  1624.  Puede  leerse  una 
breve  relación  del  hecho  en  Cordara,  Hist.  S.  J.,  Pars  VI,  1.  X,  n.  134. 

(8)  Baetica.  Epist.  Gen.,  1620-1631.  A  Hemelman,  25  Febrero  1626. 

(9)  En  la  Biblioteca  Nacional  de  Madrid,  Mss.  6732,  puede  verse  una  relación  im- 
presa con  este  título:  Noticias  que  ofrece  a  los  ojos  de  la  piedad  cristiana  el  colegio  irlandéíi 
de  la  Compañía  de  Jesús  de  Sevilla.  En  este  escrito,  redactado  un  siglo  después,  se  copia 


CAr.    II. — FUNDACIONES    HECHAS    DESDE    1G15    HASTA    1652  l[) 

Mayor  aumento  logró,  en  cuanto  al  número,  la  provincia  de  To- 
ledo. En  1619  dióse  principio  al  colegio  de  Alcaraz  (1).  En  1631  se 
empezó  el  de  Guadalajara,  con  tanta  suavidad  y  aceptación,  que  el 
P.  General  y  todos  los  Nuestros  se  maravillaron  de  haber  terminado 
un  nuevo  colegio  sin  ninguna  de  las  tempestades  que  eran  como 
acompañamiento  ordinario  de  casi  todas  nuestras  fundaciones  (2). 
Por  este  mismo  tiempo  se  aceptaba  el  colegio  de  Llerena,  empezado 
por  la  provincia  de  Andalucía,  que  miraba  como  territorio  suyo  la 
parte  meridional  de  Extremadura,  pero  que,  después  de  algunos  liti- 
gios domésticos,  fué  adjudicado  a  la  provincia  de  Toledo  (3).  Tam- 
bién se  empezó  en  1636  el  colegio  de  Badajoz  (4). 

Pero  de  todas  las  fundaciones  llevadas  a  cabo  en  esta  provincia, 
ninguna  pareció  tan  interesante  como  la  nueva  casa  profesa  que  casi 
de  repente  nos  ofreció  en  Madrid  el  poderoso  Duque  de  Lerma. 
Siempre  había  mostrado  este  célebre  valido  algún  afecto  a  la  Com- 
pañía de  Jesús.  Por  otra  parte,  como  descendía  por  su  madre  de  San 
Francisco  de  Borja,  se  interesaba  en  la  gloria  de  este  ilustre  pro- 
genitor suyo,  cuya  beatificación  se  esperaba  entonces  de  un  mo- 
mento a  otro  (5).  Esta  obra  piadosa,  como  otras  que  emprendió  el 
Duque  en  los  últimos  años  de  su  privanza,  sospechan  algunos  no 
fuese  una  cautela  política,  pues  como  veía  inminente  su  estrepitosa 
caída,  procuraba  Lerma  arrimarse  todo  lo  posible  a  la  Iglesia,  y, 
como  quien  dice,  recogerse  a  sagrado  para  defenderse  de  sus  pode- 
rosos enemigos.  De  aquí  provino  la  idea,  que  hoy  nos  parece  un 
poco  extraña,  de  hacerse  Cardenal,  objeto  que  logró  mediante  su 
poderoso  valimiento,  y  que,  según  opinan  varios  historiadores,  fué 
el  mejor  escudo  que  pudo  escoger  para  librarse  de  la  muerte.  Creen 
firmemente  muchos,  que  la  cabeza  del  Duque  de  Lerma  hubiera  ro- 
dado en  el  patíbulo,  como  rodó  la  de  Rodrigo  Calderón,  Marqués  de 
Siete  Iglesias,  si  no  hubiera  estado  defendida  por  el  capelo  cardena- 
licio. Fuese,  pues,  por  un  sentimiento  de  aquella  sincera  piedad 


textualmente  la  Real  cédula  de  Felipe  III,  dada  en  Lisboa  a  2.5  de  Julio  de  Iblí),  por  la 
cual  Su  Majestad  encarga  al  P.  Agustín  de  Quirós,  Pi-ovincial  de  Andalucía,  tomar  el 
{gobierno  del  colegio  irlandés.  Véase  también  a  Cordara,  Hist.  S.  J.,Pars  VI,  1.  IV,  n.  lOH. 

(1)  Cordara,  ihid.,  n.  105. 

(2)  Toletana.  Epist.  Gen.,  1628-1634.  A  Pacheco,  Provincial,  8  Julio  1631. 

(3)  Acta  Cong.  prov.  Baetica,  162.5. 

(4)  Toletana.  Epist.  Gen.,  1634-1638.  A  la  ciudad  de  Badajoz,  31  Enero  1636.  En  las 
cartas  anuas  del  año  anterior  se  refieren  algunas  contradicciones  que  hubo  cuando 
se  empezó  a  asentar  esta  fundación  en  el  año  1635. 

(5)  Fué  beatificado  nuestro  tercer  General  en  1624. 


20  LIB.    I.— LAS    GUATEO   PKOVINCIAS   BE   ESPAÍs-A,    1615-1652 

que  entonces  animaba  a  todos  los  españoles,  fuese  por  interés  de  fami- 
lia y  por  el  deseo  de  glorificar  a  su  abuelo  San  Francisco  de  Borja, 
fuese  por  astucia  política,  el  Duque  de  Lerma,  a  principios  de  1617, 
propuso  a  nuestro  P.  General  traer  a  Madrid  los  restos  de  San  Fran- 
cisco de  Borja  y  fundar  una  casa  profesa,  donde  tuviesen  su  mere- 
cida veneración.  Sintieron  en  Roma  desprenderse  de  los  restos  ve- 
nerables de  nuestro  tercer  General.  Esto  no  obstante,  juzgó  el  P.  Vi- 
telleschi  que  no  debía  resistir  al  deseo  de  un  hombre  que  entonces 
era  el  verdadero  Rey  de  España. 

Con  fecha,  pues,  20  de  Abril  de  1617,  respondió  al  Duque  de  Ler- 
ma estas  palabras:  «No  puedo  negar.  Señor  Excelentísimo,  que  esta 
casa  de  Roma  quedará  como  huérfana,  siendo  privada  de  una  joya 
tan  preciosa  como  es  el  cuerpo  de  aquel  insigne  varón  y  gran  siervo 
de  Dios,  nuestro  Padre  Francisco  de  Borja,  de  santa  y  gloriosa  me- 
moria. Pero  con  gusto  mío  particular  obedezco  al  mandato  de  V.  E., 
por  dos  razones:  la  una,  porque  veo  ser  ese  su  servicio  y  gusto;  la 
otra,  para  mayor  culto  y  honra  del  Padre,  que  sin  duda  será  mayor 
allá  y  cual  merecen  sus  heroicas  virtudes  y  conocida  santidad.  En- 
tregaremos al  señor  Cardenal  Zapata,  como  V.  E.  manda,  quedando 
acá  el  brazo  que  V.  E.  señala,  y  llevando  con  tal  tesoro  todo  mi  afecto 
y  el  de  los  hijos  de  la  Compañía,  para  que  con  el  del  que  fué  su  ca- 
beza se  confirme  la  protección  que  V.  E.  siempre  ha  tenido  de  esta 
mínima  familia,  y  ella  crezca  con  tal  amparo.  Va  lo  que  en  el  sepul- 
cro se  halló,  por  haberse  satisfecho  en  años  pasados  a  algunos  seño- 
res, principalmente  de  la  casa  de  Borja,  con  lo  que  falta.  Lo  de  la 
fundación  de  la  casa  profesa  que  V.  E.  nos  quiere  hacer  ahí  en  Ma- 
drid, será  gracia  singular,  y  estimo  más  de  lo  que  sabré  decir  que 
V.  E.  la  quiera  honrar  siendo  su  fundador,  y  por  lo  mismo  no  entrará 
otro  alguno  con  ese  nombre,  como  manda  V.  E.,  a  quien  el  P.  Pro- 
vincial hablará  de  esto  más  largo,  que  así  se  lo  escribo»  (1). 

Según  lo  prometido  en  esta  carta,  fué  entregado  al  Cardenal  Za- 
pata el  cuerpo  de  San  Francisco  de  Borja,  y  luego  que  esto  se  supo 
en  Madrid,  empezóse  a  disponer  lo  necesario  para  la  futura  casa  pro- 
fesa. El  negocio  caminó  con  una  rapidez  poco  usada  en  nuestras 
fundaciones,  gracias  sin  duda  a  la  omnipotencia  del  Duque  de  Lerma. 
Éste  compró  una  manzana  de  casas,  y  en  ellas  habilitó  prontamente 
una  pieza  bastante  capaz  para  que  sirviese  de  iglesia  provisional, 
pues  tenía  el  intento  de  construir  a  los  jesuítas  una  buena  iglesia 


(1)     Toletauu.  Epist.  Gen.  Al  Duque  de  Lerma,  20  Abril  1(317. 


CAP.    II. — FtJXDACIOXES    HECHAS    DESDE    1615    HASTA    1652  21 

en  Madrid  (1).  Llegados  los  sagrados  restos  de  nuestro  tercer  Gene- 
ral, se  dispuso  su  colocación  en  la  nueva  iglesia,  y  la  apertura  de  la 
nueva  casa  profesa. 

El  P,  General  parece  haber  quedado  algo  sorprendido  de  lo  pronto 
que  se  terminó  todo  este  negocio.  El  14  de  Enero  de  1618  escribía  al 
Provincial  de  Toledo,  encargándole  poner  en  manos  del  Duque  de 
Lerma  todo  el  negocio  de  fundar  la  casa  profesa  en  Madrid,  y  el  2  de 
Abril  del  mismo  año,  en  carta  al  mismo  Provincial,  se  alegraba  de 
que  en  el  mismo  mes  de  Enero  se  hubiera  dado  principio  a  la  casa 
profesa  del  Duque  de  Lerma  (2).  Este  extraño  genitivo  se  aplicó  algún 
tiempo  a  esta  casa,  en  memoria  de  su  fundador.  Sabido  es  que  el 
uso  corriente  en  nuestras  casas  y  colegios  es  llamarlas  por  la  advo- 
cación de  su  iglesia,  no  por  los  títulos  seglares  de  sus  fundadores  o 
bienhechores. 

2.  En  casi  todas  las  fundaciones  precedentes  se  atravesaron  algu- 
nas dificultades  de  pleitos  y  oposiciones,  que  ejercitaron  más  ó  me- 
nos la  paciencia  de  los  jesuítas.  No  nos  detendremos  a  exponerlas, 
pues  deben  reputarse  achaques  ordinarios  y  estorbos  comunes  que 
siempre  dificultan  más  o  menos  las  obras  del  divino  servicio.  Merece, 
empero,  especial  relación,  el  trabajoso  principio  del  colegio  de  San 
Sebastián  (8). 

El  primero  que  tuvo  idea  de  fundar  casa  de  la  Compañía  en  esta 
ciudad,  parece  haber  sido  el  limo.  Sr.  Fr.  Prudencio  de  Sandoval, 
el  conocido  historiador  de  Carlos  V,  Obispo  de  Pamplona,  a  cuya 
diócesis  pertenecía  entonces  toda  la  Guipúzcoa.  Por  los  años  de  1619, 
visitando  a  San  Sebastián,  observó  que  estaba  mal  atendida  la  po- 


(1)  En  el  tomo  Fnndatioiies  coUegionini  proviuciac  Toletaiiae,  fol.  121,  está  la  patente 
del  P.  Vitellesehi,  reconociendo  al  Duque  de  Lerma  por  fundador  de  la  casa  profesa. 

(2)  Toletana.  Epist.  Gen.,  1611-1G21.  Véanse  las  dos  cartas  a  La  Palma,  Provincial, 
dadas  el  14  de  Enero  y  el  2  de  Abril  de  1618.  En  Cordara  (Hist.  S.  J.,  Pars  VI,  1.  II, 
n.  lOG)  puede  leerse  una  breve  relación  del  suceso. 

(3)  Sobre  esta  fundación  de  San  Sebastián  se  conservan  algunos  documentos  inte- 
resantes en  el  tomo  Castellana.  Historia,  II,  1604-1G88.  Son  los  siguientes:  a)  Informe  del 
P.  Pi'ovincial  Diego  de  Sosa,  al  Consejo  Real  de  Castilla,  sobre  los  principios  de  la 
fundación.  No  lleva  fecha,  pero  por  el  contexto  se  infiere  que  se  escribió  a  fines 
de  1G25.  b)  Cuatro  cartas  del  P.  Alonso  del  Caño,  que  trató  el  negocio  en  Madrid,  escri- 
tas desde  el  9  de  Noviembre  de  1625,  hasta  el  21  de  Febrero  de  1626.  c)  Tres  cartas  del 
P.  Diego  de  Sosa  al  P.  General,  informándole  de  los  sucesos  que  iban  ocurriendo.  La 
primera  es  del  14  de  Diciembre  de  1625;  la  segunda,  del  19  de  Mayo;  la  tercera,  del  14 
de  Diciembre  de  1626.  d)  Tres  cartas  del  P.  Cristóbal  Escudero,  uno  de  los  jesuítas 
que  abrieron  el  colegio,  refiriendo  al  P.  General  los  trabajos  que  van  padeciendo  en 
aquella  fundación,  e)  Finalmente,  otras  dos  cartas:  una,  del  P.  Gabriel  de  Meneos,  y 
otra,  del  P.  Hernando  de  Solarte,  compañero  del  P.  Escudero.  De  estos  documentos 
deducimos  la  narración  que  ofrecemos  al  lector. 


22  Lin.    I. — LAS    CUATKO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1G52 

blación  en  el  servicio  de  los  Sacramentos  y  obras  espirituales,  pues 
aunque  no  faltaban  clérigos  y  religiosos,  se  observaba  que  para  el 
número  de  fieles  era  muy  cortx)  el  de  los  hombres  que  ejercían  real- 
mente los  ministerios  espirituales.  Propuso,  pues,  al  Ayuntamiento 
fundar  una  casa  o  colegio  de  la  Compañía,  para  aumentar  el  número 
de  operarios  apostólicos  en  tan  necesitada  población.  Insinuó  que 
se  podría  aplicar  a  este  fin  cierto  legado  considerable  que  un  vecino 
de  San  Sebastián  había  dejado  en  su  testamento  para  la  fundación 
de  una  obra  pía.  Fué  bien  acogida  por  el  Ayuntamiento  la  idea  del 
Prelado,  y  al  instante  se  convidó  al  Provincial  de  Castilla  con  aque- 
lla fundación.  No  hubo  dificultad  en  la  empresa  por  parte  de  los  je- 
suítas. El  P.  Diego  de  Sosa,  Provincial,  aceptó  el  donativo  que  le 
ofrecieron,  y  resolvió  mandar  a  tres  o  cuatro  Padres  que  por  vía  de 
'inisión  trabajasen  algún  tiempo  en  San  Sebastián.  El  fruto  de  esta 
expedición  fué  eficacísimo,  y  los  jesuítas  iban  ganando  terreno  de 
día  en  día  en  el  afecto  de  todo  el  pueblo  (1).  Al  cabo  de  dos  o  tres 
años  de  trabajos  apostólicos,  se  creyó  llegado  el  momento  de  mon- 
tar el  colegio  en  toda  regla;  pero  se  tropezó  con  formidable  opo- 
sición. 

Desde  que  se  anunció  la  idea  de  establecer  la  Compañía  en  San 
Sebastián,  se  habían  opuesto  a  ella  algunos  religiosos  y  varios  cléri- 
gos de  la  ciudad  (2).  Enviaron  agentes  al  Consejo  Real  de  Madrid,  y 
tanto  hicieron  y  dijeron  en  la  Corte,  que  al  fin  el  Consejo  dio  orden 
de  que  se  suspendiese  la  fundación  del  colegio  (3).  Animados  con 
esta  ventaja  nuestros  enemigos,  lograron  dominar  al  Ayuntamiento, 
y  a  principios  de  1624  salió  una  orden  absurda  de  esta  Corporación, 
disponiendo  que  nunca  se  detuviesen  en  San  Sebastián  los  Padres 
de  la  Compañía,  ni  siquiera  de  paso. 

Concíbese  el  asombro  que  recibieron  los  pobres  jesuítas,  cuando, 
en  premio  de  su  celo  apostólico,  se  vieron  heridos  por  un  decreto 
tan  riguroso.  Avisado  el  P.  General,  Mucio  Vitelleschi,  de  lo  que  ocu- 
rría, juzgó  que  no  debíamos  pasar  en  silencio  un  caso  tan  público  y 
tan  infamante  para  la  Compañía.  El  26  de  Agosto  de  1624  dirigió  esta 


(1)  Todos  estos  pormenores  los  refiere  el  P.  Diego  de  Sosa  en  el  Informe  al  Con- 
sejo Real  de  Castilla,  citado  más  arriba. 

(2)  Así  lo  dicen  en  diversa  forma  casi  todos  los  documentos  citados. 

(3)  Toletana.  Epist.  Gen.  Al  Sr.  Presidente  de  Castilla,  7  Julio  1G24.  Es  una  carta  su- 
plicando que  se  revoque  la  provisión  Real  dada  por  el  Consejo,  según  la  cual  debían 
los  jesuítas  salir  de  San  Sebastián,  y  sólo  podían  estar  allí  por  Cuaresma,  y  dos  veces 
al  año,  por  quince  días,  dando  misión. 


CAP.    II. — FUNDACIONES    HECHAS    DESDE    1615    HASTA    1652  23 

orden  al  P.  Diego  de  Sosa,  Provincial  de  Castilla:  «Avísanme  el 
decreto  que  la  villa  de  San  Sebastián  ha  hecho  de  que  no  entre  en 
ella,  aunque  sea  de  paso,  ninguno  de  la  Compañía.  En  Ginebra  no  se 
ha  hecho  semejante  demostración  con  los  Nuestros.  No  es  caso  éste 
en  que  es  bien  callar  y  sufrir.  Si  cuando  ésta  llegare  no  se  hubiera 
remediado,  V.  R.  vaya  a  Madrid,  y  en  compañía  del  P.  Provincial  de 
Toledo  y  de  los  PP.  Florencia  y  Salazar,  entre  a  quejarse  al  Rey  de 
este  agravio,  que  no  es  posible,  que  quien  es  tan  gran  católico,  per- 
mita que  en  sus  tierras  se  haga  un  decreto  tan  afrentoso  contra  la 
Compañía  y  que  tiene  tan  graves  inconvenientes.  Avíseme  V.  R.  de 
lo  que  se  hiciere  y  del  efecto  que  tuviere,  que  si  no  fuere  cual  desea- 
mos, yo  me  iré  a  quejar  a  Su  Santidad  y  a  suplicarle  que  lo  reme- 
die» (1). 

No  pudo  el  Provincial  de  Castilla  desempeñar  por  sí  mismo  el 
encargo  que  le  cometía  el  P.  General,  porque  el  negocio  había  de  ser 
muy  largo  y  enmarañado.  Encomendólo  al  P.  Alonso  del  Caño,  uno 
de  los  más  prudentes  que  tenía  la  provincia,  y  andando  el  tiempo 
había  de  ser  Provincial  de  Castilla  y  Visitador  de  Toledo.  Este  Padre 
acudió  a  Madrid,  y  durante  casi  todo  el  año  1625  estuvo  negociando 
con  el  Consejo  Real,  que  se  permitiese  fundar  colegio  de  la  Com- 
pañía en  San  Sebastián.  Trabajo  le  costó  persuadir  a  los  oidores 
lo  que  deseaba,  y  no  fué  la  menor  de  las  dificultades  con  que  tro- 
pezó, la  prohibición  severa  que  poco  antes  se  había  hecho  de  no 
fundar  ninguna  casa  nueva  religiosa  sin  el  consentimiento  de  todos 
los  oidores  del  Consejo  Real  y  sin  la  aprobación  de  Su  Majestad.  En- 
torpecióse indirectamente  el  negocio  por  la  imprudencia  de  alguno 
de  los  Nuestros,  que  habló  indiscretamente  sobre  el  Presidente  de 
aquella  respetable  Corporación  (2).  Pero,  por  fin,  a  pesar  de  las  opo- 
siciones intrínsecas  del  asunto;  a  pesar  de  los  ruegos  de  la  parte  con- 
traria, que  también  acudió  al  Real  Consejo,  logró,  por  fin,  el  P.  Caño, 
a  principios  de  Noviembre  de  1625,  obtener  que  todo  el  Consejo 
aprobase  la  fundación  de  San  Sebastián.  «El  viernes  (9  de  Noviem- 
bre) en  la  tarde,  escribe  el  P.  Caño,  fué  todo  el  Consejo,  como  suele, 
a  consultar  al  Rey  de  lo  que  había  resuelto  desde  la  última  consulta 
que  se  le  había  hecho,  y  entre  los  demás  negocios,  el  oidor  semanero 
a  quien  tocaba  el  hacer  la  relación,  la  hizo  de  nuestro  negocio,  y  el 
Rey  dio  su  consentimiento,  que  raras  veces  lo  niega  a  lo  acordado 


(1)  Castellana.  Epist.  Gen.  A  Sosa,  26  Agosto  1624. 

(2)  Esto  apunta  el  P.  Caño  en  su  cavta  primera. 


24  Lie.    I. — LAS    CUATRO   rROVIXCIAS   DE   ESPAÑA,   1G15-1G52 

por  el  Consejo.  Aquella  tarde  me  dijo  un  oidor  el  buen  despacho  que 
se  me  daba,  y  que  se  publicaría  ayer  sábado  en  Consejo,  como  sue- 
len» (1). 

Con  este  anuncio  quedó  descansado  nuestro  negociador,  y  ya 
empezaba  a  disponer  las  muías  para  partirse  de  Madrid  a  su  provin- 
cia de  Castilla,  cuando  de  repente  le  llegó  un  aviso  inesperado.  Al 
tiempo  de  dar  los  despachos  correspondientes  a  la  consulta  anterior, 
había  llegado  orden  de  Su  Majestad,  para  que  de  nuevo  se  hiciese 
consulta  aparte  y  por  escrito  acerca  del  colegio  de  San  Sebastián. 
«Aun  no  sabemos,  escribe  el  P.  Caño,  quién  o  cómo  ha  impedido  en 
tal  sazón  el  resultado.  Sospéchase  que  ha  sido  negociación  del  con- 
fesor del  Rey,  que  es  fraile  dominico,  y  traza  de  un  secretario  del 
Rey  que  nos  es  contrario»  (2).  Efectivamente,  al  confesor  del  Rey, 
dominico,  se  le  debió  este  estorbo,  porque  los  principales  en  opo- 
nerse a  la  fundación  de  San  Sebastián  eran  los  dominicos,  estableci- 
dos de  antiguo  en  aquella  ciudad. 

Volvió,  pues,  el  P.  Alonso  del  Caño  a  la  dura  faena  de  informar, 
responder,  explicar,  satisfacer  y  negociar,  en  fin,  con  la  paciencia  y 
prolijidad  que  solían  tener  entonces  los  negocios  que  se  agitaban  en 
los  Consejos  del  Rey.  La  parte  contraria  no  se  descuidó,  y  envió  tam- 
bién sus  agentes  a  Madrid  para  oponerse  cuanto  podían  a  nuestros 
intentos.  Entre  otras  razones  alegaron  éstos  una  cédula  Real  dada 
en  1531  por  el  Emperador  Carlos  V,  en  la  cual  prometía  Su  Majestad 
a  los  dominicos  de  San  Sebastián  que  no  consentiría  en  adelante  la 
fundación  de  otro  convento  dentro  de  la  misma  ciudad.  Observó  el 
P.  Caño  que  el  Rey  actual  no  estaba  obligado  a  cumplir  una  promesa 
puramente  privada  hecha  un  siglo  antes  por  el  Emperador.  Presentó, 
además,  los  deseos  del  Sr.  Obispo  Prudencio  de  Sandoval,  ya  di- 
funto, y  de  D.  Cristóbal  de  Lobera,  que  le  había  sucedido  en  la  Sede 
de  Pamplona.  Explicó  los  bienes  espirituales  que  de  la  futura  funda- 
ción se  esperaban  en  San  Sebastián,  y,  por  fin,  después  de  tres  meses 
de  debates,  logró  la  victoria  el  14  de  Febrero  de  1626  (3).  Fué  mirada 
como  cosa  de  milagro,  pues  habiendo  estado  en  empate  hasta  la  vís- 
pera los  oidores  del  Consejo,  aquella  misma  noche  mudó  de  parecer 
el  Presidente  y  votó  en  favor  de  la  Compañía. 

Obtenida  esta  aprobación,  que  parecía  vencer  todas  las  dificulta- 


(1)  Ibid.  Caño  a  Vitelleschi.  Madrid,  9  Noviembre  16'25. 

(2)  Ibid. 

(3)  Sobre  estas  negociaciones  véanse  las  cartas  del  P.  Caño  al  P.  General;  la  pri- 
mera de  22  Diciembre,  1625,  la  segunda  de  1."  Febrero,  y  la  tercera  de  21  Febrero  162(5. 


CAP,    II. — FU.X DACIONES    HECHAS    DESDE    1615    HASTA    1GÜ2  25 

des,  dispusiéronse  los  Nuestros  para  entrar  en  San  Sebastián,  y  fué 
designado  por  el  Provincial  para  esta  obra  el  P.  Gabriel  de  Puebla 
con  otros  dos.  Empero,  antes  de  acercarse  a  la  ciudad  recibieron  no- 
ticias alarmantes  déla  oposición  violenta  que  se  preparaba  contraía 
Compañía.  Fué  menester  detenerse  y  madurar  un  poco  más  el  nego- 
cio. Después  de  muchas  deliberaciones  y  trazas,  por  fin  el  P.  Puebla 
se  entendió  por  cartas  con  uno  de  los  Alcaldes  dé  San  Sebastián  y 
con  el  capitán  Paulo  Salgado  de  Araujo.  Concertaron  con  ellos  que 
entrarían  en  la  ciudad  secretamente,  a  media  noche,  y  que  abrirían 
la  casa  a  la  mañana  siguiente,  antes  de  que  los  contrarios  pudieran 
recurrir  a  la  fuerza  para  resistir.  Así  se  hizo,  A  principios  de  Mayo 
de  1626  llegaron  de  noche  los  Nuestros  a  una  de  las  puertas  de  la 
ciudad,  donde  les  esperaba  el  capitán  con  algunos  soldados.  Abrióles 
la  puerta,  y  cuando  hubieron  penetrado  los  jesuítas,  el  capitán  puso 
pena  de  la  vida  a  los  guardias,  si  decían  cómo  habían  entrado  los  Pa- 
dres, Al  instante  se  dirigieron  éstos  al  domicilio  que  les  tenían  pre- 
parado, adornaron  de  prisa  una  capilla,  y  antes  de  amanecer  dijeron 
Misa  y  con  los  necesarios  testigos  levantaron  acta  de  la  posesión  que 
habían  tomado  (1). 

No  es  creíble  el  enojo  que  concibieron  los  enemigos  de  la  Com- 
pañía, cuando  se  encontraron  con  los  jesuítas  dentro  de  San  Sebas- 
tián y  vieron  que  ya  estaba  hecha  la  obra.  Desde  el  mes  de  Mayo,  en 
que  esto  se  hizo,  hasta  Noviembre  de  1626,  recurrieron  varias  veces  a 
las  armas  y  pretendieron  arrojar  por  fuerza  a  los  intrusos;  pero  como 
éstos  tenían  también  amigos  y  protectores,  no  dieron  buen  resultado 
las  violencias  intentadas.  El  día  16  de  Noviembre  de  1626  nuestros 
enemigos  quisieron  hacer  un  esfuerzo  supremo.  Obligaron  al  Ayun- 
tamiento a  reunirse,  y  (circunstancia  típica  que  no  debemos  omitir), 
habiéndose  fingido  enfermos  algunos  concejales,  para  librarse  del 
compromiso  en  que  los  querían  meter,  los  enemigos  de  la  Compañía 
acudieron  a  sus  mismas  habitaciones  y  a  la  fuerza  sacaron  de  la  cama 
a  los  seudo-enfermos  y  les  obligaron  a  ir  al  Ayuntamiento  para  de- 
liberar con  todos  los  demás.  Reunidos  allí  los  concejales  y  rodeados 
de  una  multitud  acalorada  y  furibunda,  deliberaron  lo  que  se  debía 
hacer  para  acabar  con  los  jesuítas.  Algunos  pensaban  que  sería  bien 
enviar  una  enérgica  protesta  al  Consejo  Real,  y  una  súplica  pidiendo 
que  se  demoliese  el  colegio  comenzado.  Otros,  empero,  juzgaron  sería 
más  prudente  ejecutar  primero  la  expulsión  por  la  fuerza,  y  después 


(1)    Ibid.  Sosa  a  Vitelleschi.  Villagarcía,  19  Mayo  1G26. 


20  LIB.    I. — LAS    CUATKO    rUOVlXCIAS    DE    ESPAÑA,    1G15-1G52 

pedir  al  Consejo  Real  que  aprol)ase,  o  por  lo  menos  tolerase,  lo  hecho. 
Resolvieron,  pues,  recurrir  de  nuevo  a  la  violencia,  y  la  noche  inme- 
diata hubo  un  asalto  nocturno  con  arcabuzazos  y  pedradas,  que  tam- 
poco dio  resultado,  porque  los  amigos  de  los  jesuítas  se  apostaron 
también  en  las  casas  vecinas  y  desde  las  ventanas  resistían  a  ladri- 
llazos a  nuestros  enemigos.  Varias  veces  se  repitió  esta  escena  sal- 
vaje en  las  calles  que  rodeaban  al  colegio,  y  una  de  ellas  la  presen- 
ció el  P.  Provincial  de  Castilla,  Diego  de  Sosa,  que  se  había  presen- 
tado en  San  Sebastián  para  procurar  de  algún  modo  suavizar  los 
ánimos  y  allanar  las  dificultades  de  la  fundación  (1). 

Acudióse  de  nuevo  por  ambas  partes  al  Rey  y  volvió  la  lucha  de 
memoriales,  súplicas,  representaciones  y  otros  ardides  más  o  menos 
legales  que  se  empleaban  en  este  género  de  negocios.  En  Madrid  to- 
maron una  resolución  prudente  que  gracias  a  Dios  obtuvo  felicísimo 
resultado.  En  vez  de  resolver  el  negocio  inmediatamente  por  sí,  el 
Consejo  real  comisionó  para  ello  al  Virrey  de  Navarra,  que,  hallán- 
dose vecino  a  San  Sebastián  y  poseyendo  fuerzas  militares  para  ha- 
cerse respetar,  podía  dar  una  solución,  e  imponerla,  si  era  necesario, 
por  las  armas.  Era  Virrey  de  Navarra  el  Excmo.  Sr.  D.  Bernardino 
Avellaneda,  Conde  de  Castrillo.  Mostraba  afecto  a  la  Compañía  y  no 
tuvieron  dificultad  nuestros  Padres  en  declararle  la  justicia  de  nues- 
tra causa.  Determinó,  pues,  presentarse  en  San  Sebastián,  y  así  lo 
hizo  el  día  13  de  Julio  de  1627.  Salieron  a  recibirle  todos  los  caba- 
lleros de  la  ciudad  y  le  hicieron  honoríficas  salvas  con  la  artillería  y 
mosquetería.  Él  se  mostró  muy  afable  y  cortés  con  todas  las  per- 
sonas que  le  visitaron,  y  durante  quince  días  se  informó  detenida- 
mente de  lo  que  alegaban  unos  y  otros  en  este  enmarañado  pleito. 
Estaba  suspensa  toda  la  gente  esperando  la  resolución  que  habría  de 
tomar,  porque  Su  Excelencia  guardaba  extraordinaria  reserva  sobre 
sus  proyectos  y  negocios.  Al  cabo  de  quince  días,  el  27  de  Julio,  ha- 
biendo escogido  uno  de  los  sitios  mejores  de  la  ciudad,  que  le  seña- 
laron los  jesuítas,  convocó  para  aquel  punto  a  las  Autoridades  y  per- 
sonas principales  de  San  Sebastián;  presentóse  allí  Su  Excelencia,  y 
delante  de  todos  declaró  que  en  aquel  solar  debía  levantarse  un  co- 
legio de  la  Compañía  de  Jesús,  y  con  breves  palabras  añadió,  que  si 
alguien  se  agitaba  más  en  este  negocio,  allí  estaba  él  para  ahorcar 
en  seguida  a  una  docena  de  alborotadores.  Esta  fué  la  última  palabra 


(1)     Ihkl.  El  mismo  P.  Sosa  os  quien  nos  da  todos  estos  pormenores  en  earta  a  Yite- 
lleschi  (Pamplona,  14  Diciembre  1626.) 


806T0N  COLLEGE  LlbkM«, 
CHtSTNUT  HILL,  MASS. 


CAP.    II. — FUNDACIONES    HECHAS    DESDE    1G15    HASTA    1G52  27 

en  este  complicado  litigio,  que  duró  más  de  tres  años.  Como  vieron 
la  resolución  del  Virrey,  todos  nuestros  enemigos  recogieron  velas 
y  desde  entonces  hubo  alto  silencio  en  el  negocio  de  los  jesuítas.  El 
Virrey  se  volvió  a  Pamplona  dos  días  después  y  los  Padres  continua- 
ron tranquilamente  en  San  Sebastián,  amados  cada  día  más  por  la 
muchedumbre  del  pueblo.  Toda  la  oposición  había  partido,  no  de  la 
masa  popular,  sino  de  algunos  religiosos  y  clérigos  que  allí,  como  en 
otras  partes,  se  habían  opuesto  a  la  Compañía  (1), 

3.  No  fué  menos  trabajosa  la  fundación  del  segundo  colegio  de 
Mallorca,  llamado  de  San  Martín,  que  por  este  mismo  tiempo  empren- 
dieron los  Padres  de  la  provincia  de  Aragón  (2).  El  año  1627,  Miguel 
Simonet,  ciudadano  de  Mallorca,  nombró  en  su  testamento  por  he- 
redera de  sus  bienes  a  su  hermana  Catalina  Simonet,  casada  con  Pe- 
dro Antonio  de  San  Martín.  Entre  otras  mandas  piadosas  que  dejaba 
en  el  testamento,  señaló  10.000  libras  mallorquínas  para  que  se 
fundase  una  nueva  casa  de  la  Compañía  de  Jesús  en  Mallorca,  en  la 
forma  que  su  cuñado  dispusiese.  Deliberaron  los  dos  piadosos  cón- 
yuges Pedro  Antonio  y  Catalina,  sobre  el  modo  de  cumplir  la  volun- 
tad del  difunto,  y  determinaron  añadir:  Pedro  Antonio,  10.000  li- 
bras, y  Catalina,  5  000,  para  que  con  la  manda  de  Miguel  Simo- 
net se  pudiera  reunir  un  capital  de  25.000  libras  mallorquínas, 
que  podía  dar  una  renta  razonable  para  sostener  decorosamente  un 
colegio.  Acudieron  al  notario  de  la  ciudad  Juan  Más  para  ejecutar 
esta  operación,  y  éste  les  respondió  que  no  se  podían  hacer  los  autos, 
si  primero  no  se  alcanzaba  facultad  especial  del  Ptey,  pues  no  había 
licencia  para  amortizar  un  capital  tan  subido  como  el  que  ellos  desea- 
ban reunir.  Pidióse  a  Madrid  la  necesaria  licencia,  y  después  de  los 
trámites  ordinarios  obtúvose  el  año  1630. 

El  notario  redactó  el  acta  de  donación,  en  la  cual  se  expresaba 
ser  voluntad  de  los  donantes,  que  el  futuro  colegio  estuviera  cerca 
de  la  huerta  de  Moranta  (en  las  afueras  de  la  ciudad  de  Palma),  para 
mayor  comodidad  de  los  religiosos  de  la  Compañía  y  por  otros  mo- 
tivos. Esta  donación  fué  aceptada  por  el  P.  Provincial  de  Aragón  y 


(1)  Todos  los  actos  del  Virrey  son  referidos  principalmente  por  el  P.  Meneos  cu 
carta  a  Vitelleschi  (San  Sebastián,  31  Julio  1627),  y  por  el  P.  Escudero  en  carta  al  mismo 
(San  Sebastián,  30  Setiembre  1627). 

(2)  Sobre  esta  fundación  tenemos  dos  relaciones,  una  muy  larga,  de  44  folios,  en  el 
tomo  Aragoiiia.  Fimdatioites  Collugiormn,  y  otra  más  breve  en  las  anuas  manuscritas  dot 
año  1631.  Véase  el  tomo  Aragonia  Litterae  Annuae  1576-1693.  Además  deben  consultarse 
algunas  cartas  del  P.  Vitelleschi  y  las  actas  de  las  Congregaciones  provinciales. 


28  LIB.    I. — LAS    CUATRO   rEOVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1052 

por  el  General  de  la  Compañía,  aprobando  los  pasos  que  se  dieron 
en  este  negocio  por  el  P.  Lorenzo  Serra,  Rector  del  colegio  de 
Monte  Sión  en  la  misma  ciudad.  Pidióse  licencia  al  Vicario  general 
Sede  vacante,  para  abrir  el  nuevo  colegio,  y  parece  que  se  obtuvo  sin 
ninguna  dificultad  el  día  27  de  Diciembre  del  mismo  año  1630.  A  la 
mañana  siguiente  se  preparó  una  modesta  habitación  en  ciertas  ca- 
sas adquiridas  y  el  P.  Onofre  Ripoll,  que  había  de  ser  Superior  de  la 
nueva  casa,  dijo  la  primera  Misa,  con  asistencia  de  notario,  testigos 
y  algunas  personas  devotas  de  la  Compañía. 

Todo  parecía  proceder  con  la  mayor  tranquilidad,  cuando  a  los 
pocos  días  levantóse  una  tormenta  que  amenazó  destruir  todo  lo  he- 
cho hasta  entonces.  El  Cura  párroco  de  Santa  Cruz  (en  cuya  parro- 
quia caía  el  nuevo  colegio)  se  entendió  con  los  clérigos  de  otras 
tres  parroquias,  concitó  a  los  religiosos  de  otras  Órdenes  contra  la 
Compañía,  y  reunidas  las  fuerzas,  como  quien  dice,  de  eclesiásticos 
y  religiosos,  emprendió  la  destrucción  de  la  nueva  obra.  No  sabe- 
mos cómo,  logró  atraer  a  su  partido  al  mismo  Vicario  general  que 
había  dado  la  facultad  de  abrirse  la  casa.  Movieron  pleito  nuestros 
enemigos  ante  el  Consejo  general  de  Mallorca,  y,  como  solía  hacerse 
en  otros  conflictos  parecidos,  se  determinó  resolver  la  cosa  por  un 
juicio  arbitral,  mediante  personas  escogidas  por  ambas  partes.  En  la 
elección  de  jueces  excluyeron  los  Nuestros  a  cierto  doctor,  muy  ad- 
verso a  la  Compañía,  pero  muy  querido  del  Vicario  general;  y  con 
esto  se  enardeció  más  este- señor  y  amenazó  a  los  jesuítas  con  las  cen- 
suras eclesiásticas.  Viendo  nuestros  Padres  la  tormenta  que  se  les 
venía  encima,  recurrieron  al  arbitrio,  varias  veces  usado  en  aquellos 
tiempos,  aunque  en  general  con  poca  fortuna,  de  elegir  un  juez  con- 
servador que  defendiera  los  intereses  de  la  Compañía.  Nombraron 
para  este  efecto  al  canónigo  José  Sánchez,  y  por  consejero  suyo  al 
Dr.  Jerónimo  de  Mendieta. 

Empezó  a  proceder  el  juez  conservador  contra  el  Vicario  gene- 
ral, y  éste,  cada  vez  más  enardecido,  amenazó  con  censuras  al  con- 
servador y  a  los  jesuítas.  Ninguno  quería  ceder  de  su  derecho,  y  llegó 
el  caso,  no  desusado  en  aquellos  pleitos,  de  que  mutuamente  se  ex- 
comulgaran el  Vicario  y  el  juez  conservador.  Irritado  el  primero  y 
apoyado  cada  vez  más  poderosamente  por  los  franciscanos  y  por  los 
clérigos  de  la  ciudad,  reunió  una  multitud  de  clérigos  y  otras  perso- 
nas, y  con  arcabuces  y  todo  género  de  armas  acometió  violentamente 
al  colegio  de  Monte  Sión.  Logró  haber  a  las  manos  al  juez  conser- 
vador José  Sánchez,  y  sin  ninguna  consideración  lo  metió  en  estre- 


CAP.    II. — Xa.XDAClOXES    HECHAS    DESDE    1615    HASTA    1652  2!) 

cha  cárcel.  Quiso  prender  también  al  P.  Ripoll,  pero  afortunada- 
mente hallábase  éste  entonces  fuera  de  casa  y  pudo  ponerse  en 
salvo. 

Oprimido  el  canónigo  Sánchez  por  las  terribles  vejaciones  a  que 
le  sometieron,  y  no  viendo  humanamente  ningún  auxilio  que  le  am- 
parase, determinó  renunciar  solemnemente  al  cargo  de  conservador 
que  había  tomado.  El  mismo  P.  Ripoll,  observando  la  fuerza  de  la 
oposición  contraria,  juzgó  oportuno  desistir  en  toda  regla  del  pleito 
empezado.  Con  esto  fué  puesto  en  libertad  el  canónigo  Sánchez,  y 
creyeron  los  contrarios  haber  triunfado  de  los  jesuítas  en  toda  la 
línea.  Hubieron  de  padecer  nuestros  Padres  las  injurias  y  oprobios 
que  en  tales  circunstancias  solían  entonces  ocurrir  (1).  Aconsejados 
por  algunos  amigos,  y,  sobre  todo,  por  personas  entendidas  del  Con- 
sejo general  de  Mallorca,  acudieron  nuestros  Padres  al  Consejo  Real 
de  Aragón,  pidiendo  auxilio  contra  las  violencias  del  Vicario.  Fue- 
ron bien  recibidas  las  súplicas  de  nuestros  Padres,  y  el  Consejo  de 
Aragón  envió  una  orden  al  Vicario,  encargándole  levantar  las  cen- 
suras que  había  impuesto.  No  se  arredró  éste  por  las  órdenes  recibi- 
das del  Consejo;  antes  bien  llegó  a  amenazar  con  censuras  al  oficial 
que  se  las  había  presentado.  El  mismo  Virrey  de  Mallorca  intervino 
en  este  negocio,  y  se  mostró  favorable  al  partido  de  la  Compañía; 
pero  fueron  inútiles  sus  primeras  diligencias,  aunque  amenazó  al 
Vicario  desterrarle  del  reino  y  ocupar  las  temporalidades,  como  en- 
tonces solían  hacer  los  magistrados  civiles  en  semejantes  conflictos. 
Firme  el  Vicario  en  su  terca  oposición  a  los  jesuítas,  el  día  25  de 
Febrero  de  1631  publicó  un  edicto  declarando  nulo  el  permiso  que 
dos  meses  antes  había  concedido  para  abrir  aquella  casa;  y  peco  des- 
pués, el  1.°  de  Marzo,  habiéndose  acercado  al  nuevo  colegio  con  gente 
armada  y  todo  el  aparato  que  pedía  este  acto,  hizo  sacar  el  Santísimo 
de  la  capilla  provisional,  profanó  la  misma  capilla  y  mandó  al  rec- 
tor que  se  retirara  de  allí  con  todos  los  suyos,  pues  aquel  domicilio 
no  era  ya  casa  religiosa.  En  cambio  el  Virrey,  determinado  a  soste- 
ner a  los  jesuítas,  mandó  al  Vicario,  so  pena  de  destierro,  y  a  todos 
los  clérigos  y  religiosos  desistir  de  lo  hecho,  y  no  contentándose  con 
este  mandato,  hizo  despojar  de  todas  sus  armas  a  los  clérigos  y  reli- 
giosos que  las  llevaban  en  estas  perturbaciones.  El  Consejo  de  Ara- 
gón apoyó  fuertemente  desde  Madrid  lo  hecho  por  el  Virrey,  y  obligó 


(1)     <'Sic  ab  ómnibus  desütuti,  propugnatore  millo,  consiilibits,  canonieis,  clericis, 
invisi,  vix  fanda  siistimiinms.>^  Litt.  ann.  1631. 


311  LIB.   I. — LAS   CUATRO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1652 

por  ñn  al  Vicario  general  a  levantarlas  censuras  y  a  que  unos  y  otros 
enviasen  la  causa  a  la  corte. 

Si  por  este  lado  de  la  autoridad  civil  iba  mejorando  la  causa  de  la 
Compañía,  ennegrecióse  algún  tanto  el  horizonte  por  el  lado  opuesto 
de  la  autoridad  eclesiástica.  Siempre  se  miró  en  Roma  con  malos 
ojos,  y  con  razón,  el  acudir  a  la  autoridad  civil  contra  los  jueces  de 
la  Iglesia.  Pues  cuando  ahora  se  supo  el  recurso  que  los  jesuítas  ha- 
bían hecho  a  la  autoridad  seglar  contra  los  decretos  y  censuras  del 
Vicario,  sintieron  vivamente  este  proceder,  primero  el  P.  General, 
Mucio  Vitelleschi,  y  después  el  mismo  Papa,  a  quien  se  informó,  y  tal 
vez  siniestramente,  de  todo  lo  ocurrido.  Escribiendo  nuestro  P.  Ge- 
neral al  Visitador  de  Aragón,  P.  Jorge  Hemelman,  el  8  de  Julio 
de  1631,  le  dice  estas  palabras:  «Mucha  pena  me  han  dado  las  cosas 
que  han  pasado  en  Mallorca  con  ocasión  de  la  fundación  del  nuevo 
colegio.  Muy  mal  hicieron  aquellos  Padres  en  acudir  a  valerse  de  la 
Real  Audiencia  contra  el  Vicario  general.  Muy  rara  vez  se  ha  visto 
que  personas  de  la  Compañía  hayan  hecho  tal  cosa,  y  cuando  ha  su- 
cedido han  hecho  los  Superiores  la  demostración  que  es  razón,  cas- 
tigando severamente  esta  culpa.  V.  R.  averigüe  bien  quiénes  han 
sido  los  culpados,  y  avíseme  qué  penitencia  se  les  ha  dado,  para  que 
yo  determine  la  que  de  nuevo  se  les  hubiere  de  añadir»  (1). 

No  menos  severos  que  nuestro  P,  General  se  mostraron  los  indi- 
viduos de  la  Congregación  Romana  De  Immunitate,  adonde  fué  lle- 
vada esta  causa.  Véase  lo  que  nos  cuenta  el  mismo  P.  Vitelleschi  so- 
bre este  particular.  En  carta  al  Provincial  de  Aragón,  Pedro  Conti- 
nente, escrita  el  4  de  Mayo  de  1632,  le  dice  estas  palabras:  «Acá  se  ha 
tratado  el  negocio  de  Mallorca,  y  la  Congregación  De  Immunitate, 
adonde  se  vio,  me  envió  a  decir  que  llamase  a  Roma  a  los  dichos 
tres  Padres  [del  colegio  de  San  Martín].  Yo  he  propuesto  a  la  misma 
Congregación  las  razones  que  hay  para  que  no  me  obligue  a  esto,  ni 
se  trate  de  que  vengan  a  Roma,  y  al  ñn  se  ha  contentado  con  que  yo 
los  mude  de  aquel  puesto,  y  así  importa  mucho  que  V.  R.  lo  eje- 
cute» (2).  Procuró,  efectivamente,  el  P.  Provincial  sacar  de  Mallorca 
a  los  tres  Padres,  Pedro  Ripoll,  Gabriel  Domínguez  y  Pedro  Socies; 
pero  entonces  intervino  el  Virrey  y  el  mismo  Consejo  Real  de  Ara- 
gón, mandando  que  no  se  hiciese  ninguna  mudanza  en  semejante 
negocio.  Y  lo  tomaron  con  tanta  energía,  que  nuestros  Superiores 


(1)  Arayonia.  Epist.  (¡en.,  162.')-1(J37.  A  Hemelman,  8  Julio  Ui:!!. 

(2)  IbicL  A  Continente,  Provincial,  4  Mayo  1();{2. 


CAP.    II. FUNDACIONES    HECHAS    DESDE    1615    UASTA    1652  31 

hubieron  de  desistir  de  lo  comenzado.  «No  sé,  decía  elP.  Yitelleschi, 
que  podamos  hacer  más;  porque  habiéndolo  tomado  los  Ministros  de 
Su  Majestad  del  modo  que  V.  R.  y  otros  me  escriben,  parece  muy 
cierto  que  nuestros  órdenes  y  trazas  no  serían  de  ningún  fruto»  (1). 
No  tenemos  otras  noticias  particulares  sobre  lo  que  sucedió  en  la 
prosecución  de  un  pleito  tan  ruidoso.  Únicamente  nos  consta  que  se 
siguió  litigando,  principalmente  en  Roma,  durante  catorce  años;  y 
cuando  a  la  muerte  del  P.  Yitelleschi  se  reunió  la  Congregación  gene- 
ral en  1645,  la  provincia  de  Aragón  propuso  al  nuevo  General,  P.  Vi- 
cente Carafa,  que  se  acudiese  al  Sumo  Pontífice  y  se  le  pidiese  con 
humildad  fuese  servido  de  remover  los  obstáculos  que  duraban  ca- 
torce años  contra  la  fundación  del  colegio  de  San  Martín,  en  Mallor- 
ca. El  P.  Carafa  dio  esta  respuesta:  «Aquí  se  hacen  todas  las  diligen- 
cias para  que  se  logre  la  fundación  del  nuevo  colegio  de  San  Martín, 
y  ya  se  han  expedido  letras  por  la  Congregación  del  Concilio,  en 
virtud  de  las  cuales  esperamos  llegar  a  un  feliz  resultado»  (2).  Por 
fin,  después  de  diez  y  seis  años  de  batallar,  el  P.  Jacinto  Piquer,  Rec- 
tor de  Monte  Sión,  logró,  a  principios  de  Enero  de  1647,  que  se  expi- 
diera un  breve  cometiendo  al  Sr.  Obispo  de  Mallorca,  Fr.  Tomás  de 
Rocamora,  la  resolución  de  aquel  pleito  y  la  defensa  de  la  Compa- 
ñía. Parece  que  el  Sr.  Obispo  puso  dificultades  a  la  ejecución  del- 
breve.  Acudióse  a  Roma  pidiendo  otro  nuevo,  en  que  se  cometiese  la 
causa  al  Nuncio  do  España,  quien,  como  más  independiente,  podría 
obrar  con  libertad  y  resolver  la  cuestión  según  justicia.  Efectiva- 
mente, lograron  entonces  victoria  los  Nuestros  por  medio  del  Nun- 
cio, y  el  29  de  Abril  de  1647  se  dijo  Misa  en  el  nuevo  colegio,  se 
reservó  el  Santísimo  Sacramento,  y  desde  entonces  continuaron  los 
Nuestros  tranquilamente  en  el  segundo  colegio  de  Mallorca  (8). 

4.  Mucha  más  celebridad  que  todas  las  obras  precedentes  había  de 
lograr  con  el  tiempo  una,  no  sólo  fundación,  sino  también  construc- 
ción de  edificio,  que  en  los  días  del  P.  Vitelleschi  se  logró  en  el  cole- 
gio más  célebre  de  España,  cual  era  el  de  Salamanca.  Como  saben 
nuestros  lectores,  existía  la  Compañía  de  Jesús  en  esta  ciudad  desde 
el  año  1548.  En  una  pobre  casita  alquilada  había  empezado  a  ejerci- 
tar su  celo  apostólico  el  P.  Miguel  de  Torres  con  otros  tres  jesuí- 


(1)  Ibid.  A  Continente,  24  Agosto  1632. 

(2)  "Omnia  Me  ■movenhu;  ut  novi  et  seciindi  eoUegii  u  Sancto  Murtino  dicti  pcrficiatur 
fundatio,  et  qnideni  illnc  ah  Sacra  Congvegatione  Coiicilii  Litterae  datae  simt,  ex  cpiibus  spe- 
nttur  processnvitm  fcliciter  negotium.i  Acta  Cong.prov.  Aragonia,  1645. 

(3)  Véase  la  relación  citada  más  arriba,  del  tomo  Aragonia.  lutndationes  Collegiorum. 


32  LID.    I. — LAS    CUATIÍO    PIÍOVIXCIAS    DE    ESPAÑA,    lGl.j-lG.j2 

tas  (1).  Poco  a  poco  fue  mejorando  aquel  colegio  en  los  años  siguien- 
tes, y  durante  medio  siglo  fué  acrecentando  su  hacienda  con  donativos 
eventuales,  pero  nunca  logró  lo  que  entonces  se  decía  una  fundación, 
esto  es,  una  hacienda  tal  que  pudiese  mantener  habitualmente  a  los 
religiosos  que  moraban  en  el  colegio.  El  edificio  en  que  vivían  nues- 
tros Padres  debía  ser  también  estrecho  y  mezquino,  a  juzgar  por  las 
noticias  que  vemos  sembradas  de  tiempo  en  tiempo  en  las  cartas  de 
los  Provinciales  y  Rectores  de  Salamanca,  Además  sabemos  que 
estaba  situado  en  un  extremo  de  la  ciudad. 

A  principios  del  siglo  XVII  quiso  Dios  Nuestro  Señor  deparar  una 
espléndida  fundación  a  este  insigne  colegio.  La  reina  D.^  Margarita 
de  Austria,  esposa  de  Felipe  III,  que  había  heredado  de  su  familia  el 
amor  y  veneración  a  la  Compañía  de  Jesús,  sabiendo  que  el  colegio 
de  Salamanca  tenía  pobre  edificio  y  estaba  desprovisto  de  rentas 
convenientes,  determinó  fundarlo  con  la  esplendidez  que  convenía  a 
la  majestad  Real.  El  20  de  Setiembre  de  1601  entregó  en  Valladolid 
su  testamento,  en  el  cual  dejó  una  manda  considerable  para  fundar 
el  colegio  de  Salamanca.  Merecen  copiarse  las  expresiones  con  que 
nos  hizo  este  favor.  Dice  así  el  testamento:  «Para  que  quede  siempre 
una  viva  y  en  ninguna  manera  vana,  sino  provechosa  memoria  de 
"mí  en  España,  y  ansí  los  infieles  de  las  Indias  como  los  fieles  destos 
reinos  participen  y  gocen  de  ella,  y  ante  todo  mi  alma,  la  del  Rey  mi 
señor  e  toda  la  Casa  de  Austria,  habiéndolo  primero  considerado  muy 
bien  y  encomendádolo  mucho  a  Dios  Nuestro  Señor  y  a  toda  su  corte 
del  cielo,  me  determiné  con  su  divino  favor  dejar  una  obra  univer- 
sal e  perpetua  en  la  manera  que  se  sigue. 

«Primeramente,  mis  padres  tuvieron  siempre  grandísima  devo- 
ción a  la  Compañía  de  Jesús,  y  me  criaron  en  ella;  mis  abuelos  fue- 
ron los  primeros  que  la  trajeron  a  Alemania,  e  por  medio  de  ella  e 
de  los  colegios  que  le  fundaron,  la  conservaron  en  la  fe  católica,  como 
hoy  día,  por  gracia  de  Dios,  se  ve.  Después,  los  bienes  que  yo  desde 
mi  niñez  della  recibí  en  mi  alma  son  innumerables,  e  tales  y  tantos, 
que  yo  les  estimo  en  más  que  no  toda  la  grandeza  deste  mundo,  y 
me  halló  por  obligada  de  mostrarme  cuanto  yo  pudiere  en  lo  tem- 
poral de  los  que  a  mí  me  fueron  siempre  tan  fieles  padres  en  lo  es- 
piritual. 

«También,  como  todos  saben  el  grande  e  increíble  fruto  que  la 
Compañía  por  todo  el  mundo  entre  fieles,  infieles  y  herejes,  con  todo 


(1)    Véase  el  tomo  I  de  esta  Historlv,  pág.  300. 


CAP.  ir. — ir:>UAcio.\i::s  hixiias  dksdi;  lulo  hasta  1G52  33 

género  de  hombres  hace,  juzgo  por  bienaventurado  a  quien  Dios 
hace  esta  merced  de  poder  de  su  hacienda  fundarle  un  colegio 
della  y  hacerse  particionero  de  tantos  bienes.  Así,  mirando  de  una 
parte  el  fruto  que  entre  otros  y  quizás  más  que  otros  colegios  hasta 
ahora  hizo  el  colegio  de  Salamanca  y  el  que  de  aquí  adelante  hará, 
y  de  otra  parte  la  necesidad  que  padece  y  que  hasta  aquí  le  falta  fun- 
dador: 

»Mando  para  aquel  Colegio  ochenta  mil  ducados,  para  que  los 
Padres  los  apliquen  a  renta  fija  como  mejor  lo  pudieren,  para  sus- 
tento de  sus  estudiantes  que  acabados  sus  estudios  se  derramen  por 
todo  el  mundo  alumbrándolo  e  inflamándolo  con  su  buena  doctrina, 
celo  y  ejemplo.  E  todo  esto  hago  puramente  por  amor  de  Dios,  de 
mi  alma  y  de  la  del  Rey  mi  señor  y  de  toda  la  Casa  de  Austria  y  des- 
tos  Reinos,  creyendo  por  cierto  que  no  puedo  hacer  cosa  más  acer- 
tada para  este  fin,  pues  en  esta  obra  se  encierran  todas  las  demás 
obras  de  misericordia  corporales  y  espirituales.  Como  que  por  una 
parte  los  mismos  Padres  en  sus  colegios  hacen,  e  por  otra  las  enseñan 
también  a  los  demás  por  todo  el  mundo»  (1). 

Prosigue  luego  la  Reina  determinando  otras  cláusulas  de  su  tes- 
tamento, en  las  cuales,  por  una  parte  significa  lo  que  desea  que  se 
haga  en  Salamanca,  y  por  otra  añade  el  donativo  de  algunas  alhajas 
y  recuerdos  para  la  futura  iglesia  del  colegio. 

Espléndida  era  ciertamente  la  donación  hecha  en  este  testamento 
por  la  reina  D.''^  Margarita;  pero  Su  Majestad  la  acrecentó  considera- 
blemente diez  años  después  en  el  codicilo  que  redactó  poco  antes 
de  morir.  Decía  así  en  este  documento:  «En  el  nombre  de  la  Santí- 
sima Trinidad,  Padre,  Hijo  y  Espíritu  Santo,  que  vive  y  reina  por 
todos  los  siglos,  y  de  la  gloriosa  Virgen  María  Nuestra  Señora  e  del 
bienaventurado  San  Juan  Evangelista;  notorio  sea  a  todos  los  que 
vieren  este  codicilo,  cómo  yo  Doña  Margarita,  por  la  gracia  de  Dios 
Reina  de  España,  que  habiendo  hecho  y  ordenado  mi  testamento  diez 
años  ha,  por  causas  que  a  ello  me  mueven  que  adelante  van  decla- 
radas, me  ha  parecido  ordenar  este  codicilo,  el  cual  quiero  que  valga 
por  testamento  e  última  voluntad  todo  lo  que  por  él  ordenare  aun- 
que por  él  revoque  e  anule  alguna  manda  del  dicho  testamento...  Y 
ansí  mando  al  colegio  de  Salamanca,  que  se  ha  de  llamar  del  Espí- 
ritu Santo,  ciento  y  sesenta  mil  ducados  que  hacen  ocho  mil  de  renta 


(1)    Hemos  copiado  estas  palabras  de  una  copia  autéutiea  del  testamento,  conseí 
vada  en  el  Seminario  de  Salamanca. 


34  Lll!.    I. LAS    CUATKO    rüOVINCIAS    DE    KSPAA'A,    1G15-1G52 

a  razón  de  a  cincuenta  el  millar,  y  quiero  que  cuando  haya  colecta 
libre  en  la  misa,  que  siempre  digan  una  por  los  difuntos,  y  que  toda 
esta  renta  principalmente  se  encamine  por  beneficio  de  la  India  oc- 
cidental con  las  demás  cargas  e  obligaciones  que  pienso  poner  al  di- 
cho colegio  en  la  reserva  y  escritura  de  fundación  que  pienso 
hacer...»  (1). 

La  reina  D,"  Margarita  expiró  el  3  de  Octubre  de  1611  sin  haber 
podido  ver  el  principio  de  la  grande  obra  que  se  proyectaba  en 
nuestro  colegio  de  Salamanca.  Felipe  III  determinó  ejecutar  pun- 
tualmente los  deseos  de  su  difunta  esposa,  y  quizá  añadió  y  amplió 
bastante  las  ideas  que  se  habían  concebido  sobre  la  fabricación  del 
edificio.  El  26  de  Enero  de  1614  se  extendieron  todas  las  escrituras 
para  asegurar  esta  fundación  (2),  y  entonces  el  P.  Aquaviva  envió  la 
patente,  en  la  cual,  con  expresiones  de  afectuosa  gratitud,  reconoce 
por  fundadores  del  colegio  de  Salamanca  a  Sus  Majestades,  los  cató- 
licos Reyes  de  España  Felipe  III  y  Margarita  de  Austria  (3).  Un  año 
después  expiraba  el  P.  Aquaviva,  y  cuando  a  fines  de  1615  ocupó  su 
puesto  el  P.  Mucio  Vitelleschi,  hallóse  con  el  negocio  de  Salamanca 
ya  muy  adelantado,  y  no  pudo  por  de  pronto  hacer  otra  cosa  sino 
seguir  los  pasos,  como  quien  dice,  que  en  ello  se  daban  por  orden  de 
Felipe  III.  El  23  de  Octubre  do  1616  envió  Su  Majestad  a  Salamanca 
a  su  secretario  Pedro  Fernández  Navarrete  con  una  carta,  dirigida 
«Al  Concejo,  Justicia,  Regidores,  Caballeros,  Escuderos,  Oficiales  y 
Hombrea  buenos  de  la  Muy  Noble  Ciudad  de  Salamanca^  (4).  En  esta 
carta  significa  Su  Majestad  la  voluntad  de  su  difunta  esposa  y  el  de- 
seo que  él  tiene  de  construir  de  nueva  planta  un  hermoso  colegio  a 
la  Compañía  de  Jesús  en  el  sitio  más  cómodo  que  se  pueda  obtener 
en  la  ciudad.  Encárgales  a  todos,  como  fieles  vasallos,  que  ayuden  a 
esta  obra,  venciendo  cualquiera  dificultad  que  pueda  ofrecerse  en  la 
adquisición  del  terreno  y  construcción  del  edificio.  Debieron  susci- 
tarse dudas  acerca  del  solar  en  que  convenía  construir;  pero  el 
P.  Vitelleschi  se  determinó  seguir  en  todo  la  voluntad  Real,  y  así 
escribió  al  P.  Montemayor,  Provincial  de  Castilla:  «En  lo  del  sitio 


(1)  ibki. 

(2)  Así  lo  dice  el  P.  Aquaviva  en  la  patente  que  luego  citamos.  Hasta  ahora  no  he- 
mos podido  descubrir  las  escrituras  que  en  ese  día  se  firmaron. 

(3)  Fimdutio  (hllegioriiui,  1584-1671,  fol.  113.  El  original  se  conserva  en  la  vitrina 
del  Archivo  de  Simancas. 

(4)  Véase  una  copia  de  esta  carta  en  Salamanca,  Bibl.  do  la  Universidad  Mss.,  Est.  :i, 
c.  2,  n.  2d. 


CAP.    II. FUNDACIONES    HECHAS    DESDE    1615    HASTA    1002  3") 

para  el  colegio  de  Salamanca,  débese  V.  R.  en  todo  y  por  todo  ajus- 
tar  a  lo  que  Su  Majestad  mandare  o  insinuare  ser  de  su  servicio  y 
gusto,  que  éste  debe  ser  el  norte  por  el  cual  este  negocio  se  ha  de 
guiar.  Con  todo  eso  quiero  decir  aV.R.  cómo  se  me  avisa,  que  tomando 
nuevo  sitio  perderá  el  colegio  cerca  de  cien  mil  ducados:  cincuenta 
mil  en  el  que  tiene  al  presente,  y  otros  tantos  en  comprar  el  otro»  (1). 
La  eventualidad  de  una  pérdida  tan  considerable  hizo  temblar  a  los 
Nuestros;  pero  al  fin  accedieron  a  lo  que  se  insinuó  de  parte  del  Rey, 
quien  determinó  comprar  para  el  colegio  un  terreno  vastísimo  en  el 
centro  de  la  ciudad  y  muy  cerca  de  la  Universidad. 

Adquirida  una  buena  parte  del  solar  que  se  deseaba,  y  derriba- 
das varias  casas  en  el  sitio  que  debía  ocupar  la  iglesia,  se  resolvió 
proceder  a  la  gran  solemnidad  de  colocar  la  primera  piedra  el  día  12 
de  Noviembre  de  1G17.  La  víspera  hubo  iluminaciones,  no  sólo  en 
nuestro  colegio  y  en  otras  iglesias,  sino  en  gran  parte  de  la  ciudad. 
Apenas  anocheció,  empezó  el  estrépito  de  los  cohetes,  los  disparos  de 
los  arcabuces  y  aun  las  salvas  de  algunas  piezas  de  artillería,  desper- 
tando en  toda  la  ciudad  aquella  alegre  algazara  con  que  el  pueblo 
español  solía  celebrar  sus  grandes  solemnidades  en  el  siglo  XVIL 
Parece  que  se  agotaron  todas  las  invenciones  de  fuegos  artificiales 
que  se  podían  hacer  en  Salamanca.  Para  terminar  esta  estruendosa 
función,  había  dispuesto  el  pirotécnico  una  figura  alegórica  muy 
conforme  con  el  gusto  de  aquella  época.  Como  la  iglesia  debía  dedi- 
carse al  Espíritu  Santo,  se  levantó  en  la  plaza  una  figura  del  hereje 
Macedonio,  que  en  el  siglo  IV  había  negado  la  divinidad  del  Divino 
Espíritu.  Estaba  el  maniquí  lleno  de  cohetes,  y  por  fuera  ostentaba 
este  letrero: 

«ííegué  al  Espíritu  Sauto; 
Mas  hoy  mi  fuego  me  obliga 
Que  en  su  templo  me  desdiga.» 

Enfrente  de  Macedonio,  en  la  pared  de  la  casa  llamada  de  las  con- 
chas, se  veía  una  palomita  iluminada,  desde  cuyo  pecho  partía  un 
cordelito  hasta  la  figura  del  hereje.  Por  medio  de  cierto  mecanismo 
la  palomita  tiró  del  cordel,  y  en  este  punto  volaron  a  los  aires  todos 
los  cohetes  que  estaban  dentro  del  maniquí,  y  éste,  dando  un  ho- 
rrendo estampido,  cayó  por  tierra  entre  fuego  y  humo,  figurando 
que  se  sepultaba  en  los  infiernos. 


(1)     Castellana.  Epist.  Grn.,  1G13-1622.  A  Montemayor,  12  Enero  1617. 


36 


LIB.    I. — LAS   CUATRO   PROVINCIAS   DE   ESPAXA,    1615-1652 


Después  de  tan  alegre  víspera  entiéndese  que  fué  solemne  la  fiesta. 
Entre  nueve  y  diez  de  la  mañana  el  Sr.  Obispo  celebró  de  ponti- 
fical en  la  catedral,  rodeado  de  toda  la  nobleza  que  había  en  la  ciu- 
dad, así  en  armas  como  en  letras.  Predicó  el  Dr.  Guzmán,  canónigo 
magistral  de  Salamanca,  con  grandes  elogios,  así  de  la  Compañía 
como  de  la  difunta  Reina,  que  había  dedicado  una  parte  de  sus  te- 
soros a  la  erección  de  esta  obra  piadosa.  Después  de  alzar  la  Sagrada 
Hostia,  la  Capilla  de  los  músicos  cantó,  en  forma  de  villancicos,  algu- 
nas coplas  alusivas  a  la  fiesta  presente  (1). 

«Concluida  la  Misa,  dice  una  relación  que  luego  se  redactó,  se 
formó  una  procesión  desde  la  iglesia  mayor  hasta  el  sitio  de  la  nues- 
tra. Iban  delante  veinte  cruces  de  otras  tantas  parroquias,  con  el 
guión  de  la  iglesia  mayor.  Seguía  luego  ésta  en  forma  de  cabildo, 
y  el  Obispo  en  hábito  pontifical.  Fué  acción  ésta  en  la  iglesia  cate- 
dral muy  rara,  y  que  sólo  del  amor  de  sus  Reyes  y  de  la  afición  de 
la  Compañía  y  diligencia  del  Señor  Obispo  pudiera  acabarse.  Cerraba 
o  seguía  la  procesión  la  ciudad  con  sus  maceros  y  religiosos  de  todas 
religiones,  convidados  a  toda  la  fiesta  como  a  cosa  propia  de  parte 
de  Su  Señoría.  Venían  muchos  colegiales  de  todos  los  colegios  ma- 
yores y  menores,  y  tanta  multitud  de  pueblo  y  Universidad,  que  las 
calles  eran  angostas  a  la  gente.  Ya  a  este  tiempo  los  religiosos  de 
la  Compañía  estaban  ordenados  en  dos  hileras  en  el  sitio  del  colegio 
e  iglesia  nueva,  esperando  la  procesión.  Estaban  colgados  el  sitio  y 
las  calles  vecinas  de  muy  buenas  sedas  y  tapicerías,  y  porque  el  vulgo 
no  ocupase  el  espacio  en  que  el  Señor  Obispo  había  de  hacer  las  ce- 


(1)    He  aquí  estas  coplas,  que  están  incluidas  en  la  relación  que  luego  se  envid  al 
P,  General: 


A  Jesús  da  en  este  día 
Margarita  casa  y  suelo; 
Pues  le  acompaña  en  el  cielo, 
Hágale  aquí  compañía. 

En  esta  piedra  angular 
Muestran  firmeza  los  dos: 
Margarita  puesta  en  Dios, 
Y  Dios  en  este  lugar. 

Testifique  aqueste  día 
De  nuestra  Reina  el  gran  celo; 
Pues  le  acompaña  en  el  cielo, 
Híigale  aquí  compañía. 


La  Reina  y  Jesús,  sin  tasa. 
Gozan  de  amor  la  victoria: 
Él  la  hace  Reina  en  su  gloria, 

Y  ella,  dueño  de  su  casa. 

Bien  se  pagan  a  porfía. 
Subiendo  el  trato  de  vuelo; 
Pues  le  acompaña  en  el  cielo, 
Hágale  aquí  compañía. 

Un  Rey,  de  su  Margarita, 
El  nombre  en  la  piedra  escribe, 

Y  ella  de  Dios,  en  quien  vive, 
Deja  la  memoria  escrita. 


Celebre  amor  este  día. 
Pues  ama  un  Rey  en  el  suelo, 
Y  ama  una  Reina  en  el  cielo 
A  Dios  y  a  su  Compañía. 


CAP.    II. — FUNDACIONES    HECHAS    DESDE    1615    HASTA    1652  37 

remonias  que  la  Iglesia  señala  a  las  primeras  piedras  de  los  templos, 
se  levantó  una  estacada  alrededor  que  defendiese  el  paso.  Con  difi- 
cultad rompió  el  cabildo  y  la  ciudad  por  la  gente  y  se  metió  en  la 
estacada,  y  en  su  compañía,  los  religiosos  y  colegiales  y  personas  más 
graves  de  la  Universidad.  Quedó  el  pueblo  afuera  haciendo  nume- 
rosísimo teatro  desde  las  calles,  desde  las  ventanas  y  tejados  y  desde 
un  grande  cúmulo  de  piedras  que  para  el  edificio  se  han  amonto- 
nado y  arrimado  a  la  pared  de  las  conchas,  y  era  tanta  la  gente  que 
desde  alto  abajo  lo  cubrían,  que  no  dejaban  ver  una  piedra..  » 

«Después  de  varias  ceremonias,  que  gastaron  una  hora,  entregó 
el  Señor  Obispo  la  primera  piedra  a  un  maestro  de  obras  que  muy 
galán  asistía  a  esta  acción,  para  que  la  asentase  en  su  lugar,  haciendo 
testigos  de  la  entrega  al  Señor  Corregidor,  al  P.  Provincial  y  a  otros 
religiosos  graves.  Pero  aun  no  satisfecho  Su  Señoría  de  lo  que  de- 
seaba servir  a  sus  Reyes  y  de  la  merced  que  quería  hacer  a  la  Com- 
pañía, bajó  él  mismo  en  persona  al  cimiento,  acompañado  del  Señor 
Corregidor,  caballero  tan  aficionado  a  la  Compañía  de  Jesús  como 
al  servicio  de  su  Rey,  y  ambos,  por  sus  manos,  asentaron  la  piedra. 
La  lámina  que  da  noticia  a  los  siglos  futuros  de  los  fundadores  al 
tiempo  presente,  dice  así:  «Spiritus  Sanctus  operi  adspiret,  sub  cujus 
y>tntélari  numine  PhiUppus  III  Hispaniarum  Rex  et  Uxor  Jiumata, 
^Regina  Margarita,  hoc  Sociefatis  Jesu  Collegium  a  fundamentis 
»erexere  et  perpetuo  censu  donavere.  Episcopus  D.  Franciscus  deMen- 
y' dosa,  prospectante  Senatorum  et  Presbyterorum  ordine  Salmantino, 
^primariimi  ejus  lapidem  posuit.  Anno  XIII.  Pontificatus  Pauli  V,  et 
>nostrae  Reparationis  MBCXVII, pridie  Idus  Novemhris.» 

«Asentada  la  piedra,  volvió  la  procesión  con  el  mismo  orden  a  la 
iglesia  mayor,  acompañándola  nosotros  en  dos  órdenes.  Desde  la 
iglesia  llevamos  a  su  casa  al  Señor  Obispo,  que  para  hacer  del  todo 
suya  la  fiesta,  convidó  a  comer  al  P.  Provincial  y  al  P.  Rector  y  los 
regaló  con  su  ordinaria  magnificencia»  (1). 

Con  esta  solemnidad  empezó  la  construcción  de  aquel  edificio, 
que  probablemente  es  el  mayor  que  levantó  la  antigua  Compañía 
No  pequeñas  fueron  las  dificultades  que  debieron  vencerse  en  los 
primeros  años  para  adquirir  todo  el  sitio  deseado.  Por  una  carta  del 


(1)  Relación  de  la  solemnidad  con  que  se  asentó  la  primera  piedra  del  edificio  Real  de  la 
Compañía  de  Jesús  de  Salamanca.  Es  anónima  y  enviada  al  P.  General  desde  Salamanca, 
inmediatamente  después  del  suceso.  Consérvase  en  el  tomo  Castellana.  Hintoria,  157t;- 
1640.  Pueden  verse  también  las  anuas  de  Castilla  del  año  1617. 


38  LIE.    I. — LAS    CUATRO   riiOVINCIAS    DE   ESPAÑA,    1G15-16Ó2 

P.  Vitelleschi,  de  aquel  mismo  año,  sabemos  que  al  instante  surgieron 
tres  pleitos:  uno,  con  cierto  colegio  principal;  otro,  con  una  cofra- 
día, y  el  tercero,  con  una  parroquia.  No  fué  posible  vencer  todas  las 
dificultades  ni  adquirir  todo  el  terreno  necesario  para  desarrollar  el 
primitivo  plan  que  se  había  concebido.  Pensábase  levantaren  medio 
la  iglesia,  y  dos  grandes  cuadros  a  los  lados  de  la  misma.  Levan- 
tóse solamente  el  de  la  izquierda,  y  por  no  poder  construirse  el  ala 
derecha  se  contentaron  después  con  prolongar  la  iglesia,  añadiendo 
un  cuerpo  grande  y  capaz,  que  ahora  se  llama  la  Irlanda.  De  este 
modo,  durante  toda  la  primera  mitad  del  siglo  XVII  se  fué  levan- 
tando aquel  edificio,  singular  por  su  grandeza,  pero  de  muy  poca 
gracia  artística,  y  que  es  una  muestra  bastante  patente  de  la  deplora- 
ble decadencia  en  que  la  Arquitectura,  como  todas  las  artes,  se  halla- 
ban entonces  en  España.  No  fiándonos  de  nuestro  propio  juicio, 
hemos  preguntado  a  un  arquitecto  de  profesión,  si  aquel  colegio 
posee  algún  mérito  artístico  fuera  de  su  desmesurada  grandeza.  El 
arquitecto  nos  respondió  sencillamente  que  no,  y,  según  la  idea  que 
nos  hizo  formar,  aquel  colegio  es  un  edificio  enorme,  cuyas  dimen- 
siones asombran  a  quien  las  mira,  pero  que  está  reñido  no  menos  con 
la  estética  que  con  todas  las  comodidades  de  la  vida  moderna. 

5.  Habiendo  referido  las  fundaciones  hechas  hasta  mediados  del 
siglo  XVIIjbueno  será  añadir  una  palabra  sobre  las  que  pudiéramos 
llamar  fundaciones  deshechas,  porque,  en  efecto,  algunos  de  los  domi- 
cilios existentes  sufrieron  transformaciones  considerables  que  la  his- 
toria debe  anotar. 

Desde  1567  existía  en  Valladolid  la  casa  profesa  de  la  provincia 
de  Castilla.  En  tiempo  del  P.  Vitelleschi  empezaron  a  llegar  avisos  a 
Roma  de  que  aquella  casa  no  se  podía  sustentar.  No  explican  la  razón 
precisa  de  esta  imposibilidad.  No  sabemos  que  ocui-riese  ninguna 
desgracia  económica  notable,  ni  que  extrínsecamente  se  presentase 
ninguna  dificultad  que  impidiese  la  continuación  de  aquel  domici- 
lio. La  única  razón  para  quitarlo  fué  simplemente  el  no  poderlo  sus- 
tentar con  las'limosnas  ordinarias.  Y  esto  no  debe  maravillarnos,  si 
atendemos  a  la  creciente  pobreza  que  se  iba  sintiendo  cada  vez  más 
en  la  sociedad  española  del  siglo  XVII. 

El  P.  General  Mucio  Vitelleschi,  habiendo  escuchado  las  represen- 
taciones de  la  provincia  de  Castilla,  consultó  con  todos  los  Provincia- 
les de  Europa  el  caso  que  se  le  proponía.  Parece  que  todos  aproba- 
ron la  mudanza  de  aquella  casa  en  colegio,  y  como  entonces  ofrecía 
la  Condesa  de  Fuensaldaña  una  hacienda  regular  para  dotarlo,  el 


CAP.    II. FUXDACIOXES    HECHAS    DESDE    1G15    HASTA    1G52  39 

P.  Vitelleschi,  con  su  autoridad  suprema  y  la  aprobación  de  los  Pro- 
vinciales, dio  el  paso  decisivo,  escribiendo  el  21  de  Setiembre  de  1626 
al  P.  Diego  de  Sosa,  Provincial  de  Castilla:  «Ya  han  llegado,  dice,  los 
votos  de  casi  todos  los  provinciales  de  Europa  y  de  los  dos  profesos 
más  antiguos  de  cada  provincia  acerca  de  convertir  en  colegio  la 
casa  profesa  de  Valladolid,  y  vienen  como  los  deseábamos.  Así  me  he 
determinado  de  acudir  sin  más  dilación  a  los  deseos  de  esa  provincia, 
convirtiendo,  como  lo  hago,  la  dicha  casa  en  colegio,  al  cual  aplico 
la  fundación  de  la  señora  Condesa  de  Fuensaldaña  y  la  hacienda  que 
le  dejó  Doña  Mariana  de  Carranza  y  cualquier  otro  legado  de  que 
le  hayan  hecho  donación.  V.  R.  lo  diga  al  Superior  del  dicho  cole- 
gio de  San  Ignacio  (que  asi  le  llamamos  en  el  catálogo  que  ahora  de 
nuevo  hemos  impreso),  y  el  otro  colegio  se  llame  de  San  Ambrosio, 
tomando  cada  uno  de  los  dos  por  distintivo  suyo  el  nombre  del  Santo 
que  tiene  por  patrón»  (1).  Así  se  hizo,  en  efecto,  y  desde  este  mo- 
mento, lo  que  antes  era  casa  profesa  de  Valladolid,  empezó  a  llamarse 
colegio  de  San  Ignacio. 

El  mismo  achaque  de  excesiva  penuria  debía  padecer  por  aquel 
tiempo  la  casa  profesa  de  Toledo.  Después  de  haber  procurado  por 
diversos  medios  buscar  arbitrios  para  sostenerla,  por  fin,  en  el 
año  1649,  la  Congregación  provincial  de  Toledo  representó  a  la  ge- 
neral que  se  iba  a  reunir,  y  empezó  el  13  de  Diciembre  de  aquel  año, 
las  pocas  o  ningunas  esperanzas  que  tenía  de  poder  continuar  sus- 
tentando la  casa  profesa.  Proponía,  pues,  a  la  Congregación  general 
que  o  se  levantase  del  todo  aquel  domicilio,  agregando  sus  individuos 
a  otros  colegios,  o  se  convirtiese  en  colegio  distinto,  para  el  cual  se 
podría  buscar  conveniente  dotación.  Discutido  el  negocio  por  los 
Padres  de  la  IX  Congregación  general,  tomaron,  en  el  mes  de  Enero 
de  1650,  la  resolución  que  se  lee  en  el  decreto  38  de  esta  Congrega- 
ción: «Habiendo  oído  y  examinado  atentamente  una  información 
sobre  el  postulado  de  la  provincia  de  Toledo  acerca  de  disolver  la 
casa  profesa  de  Toledo,  juzgó  la  Congregación  que  debía  accederse 
al  postulado,  y  que,  a  juicio  de  nuestro  Padre  General,  o  se  junte  la 
casa  con  el  colegio  de  Toledo  o  se  convierta  en  otro  segundo  cole- 
gio» (2).  No  nos  consta  si  se  ejecutó  desde  luego  lo  que  en  este  de- 
creto se  ordenaba.  O  debió  dilatarse  la  ejecución,  o  tal  vez  se  volvió 
atrás  de  lo  resuelto,  porque  años  adelante,  en  otros  catálogos  de  la 


(1)  Ciistellaiia.  Epist.  Gen.  A  Sosa,  21  Setiembre  1G2(5. 

(2)  lustitiitwn  S.  J.,  C.  IX,  dec.  38. 


40  Lin.    I. — I.AS    CUATKO   rROVI>^CIAS   DE   ESPAÑA,    1G1.J-1G52 

Compañía,  vemos  mencionada  la  casa  profesa  de  Toledo.  Esta  supre- 
sión de  las  dos  casas  profesas  fué  un  acontecimiento  interesante  para 
los  hijos  de  la  Compañía,  pero  dentro  solamente  de  las  paredes  do- 
mésticas, como  suele  decirse,  porque  los  seglares  apenas  podían 
entender  la  transformación  o  mudanza  que  se  hacía  en  domicilios 
que  exteriormente  continuaban  poco  más  o  menos  como  antes. 

6.  Lo  que  sí  tuvo  mucha  resonancia  entre  los  seglares,  primero 
en  España  y  después  en  toda  Europa,  fué  la  quiebra  estrepitosa  del 
colegio  de  San  Hermenegildo,  de  Sevilla,  ocurrida  el  año  1645  (1). 

Era  este  colegio  uno  de  los  más  brillantes  y  tal  vez  el  mejor 
dotado  de  toda  España.  El  año  1632  poseía  8.248  ducados  de  renta, 
libres  de  toda  carga.  Es  verdad  que  también  tenía  algunas  deudas, 
pero  con  algunos  créditos  que  por  otro  lado  poseía  se  equilibraban 
bastante,  de  modo  que  podía  mantener  habitualmente  80  o  90  sujetos 
con  cierto  desahogo  (2).  Había  hecho  obras  considerables  en  su  edi- 
ficio, y  entre  ellas  un  refectorio  grande  que  se  miraba  como  uno  de 
los  mejores  salones  que  existían  en  Sevilla.  Ya  recordará  el  lector  el 
gran  concurso  de  alumnos  que  frecuentaba  las  aulas  de  este  colegio, 
llegando  a  900  y  algunas  veces  a  1.000,  y  ya  entrado  el  siglo  XVH, 


(1)  Sobre  esta  célebre  quiebra  poseemos  un  paquete  de  documentos  en  el  tomo 
Baetica.  Historia  Fundationnm.  Los  principales  son  los  siguientes:  1.  Memorial  de  Juan 
Onofre  de  Salazar  pidiendo  justicia  al  Rey  contra  los  jesuítas.— 2.  Dos  memoriales  de 
Gonzalo  de  Rivero  defendiendo  el  hecho  de  haber  elegido  juez  conservador. — ;í.  Me- 
morial del  P.  Diego  de  Mármol,  Rector  del  colegio,  respondiendo  a  Onofre  de  Sala- 
zar  y  al  informe  de  la  Audiencia  de  Sevilla.— 4.  Memorial  de  D.  Francisco  de  Casaus 
y  Menchaca,  juez  conservador,  dirigido  al  Rey  en  1G45,  e  informando  a  Su  Majestad 
sobre  el  suceso  de  la  quiebra.— 5.  Respuesta  anónima,  redactada,  sin  duda,  por  algún 
jesuíta,  sobre  lo  que  se  podría  hacer  para  aclarar  las  dudas  de  aquel  pleito,  etc.  A  estos 
documentos  se  debe  añadir  un  memorial  impreso  en  1655,  del  colegio  de  San  Herme- 
negildo, contra  el  H.  Villar.  Consérvase  en  Roma,  Arch.  di  Stato,  Gesi'i,  CoUegia,  Baetica. 
También  dan  alguna  luz  las  cartas  anuas  de  Andalucía  del  año  1649,  escritas  mientras 
se  estaba  haciendo  la  liquidación  de  los  bienes  del  colegio.  Es  de  advertir  que  el 
año  1864  se  publicaron  en  el  Memorial  histórico  español,  t.  XVIII,  pág.  105  y  sigs.,  cua- 
tro documentos  relativos  a  este  suceso:  primero,  el  memorial  de  Onofre  de  Salazar; 
segundo,  el  informe  de  la  Audiencia  de  Sevilla;  tercero,  el  auto  del  Consejo  Real  man- 
dando a  la  Audiencia  de  Sevilla  embargar  los  bienes  del  colegio,  y  cuarto,  el  edicto  d(> 
D.  Juan  Santelices  y  Guevara,  gobernador  de  la  Audiencia,  convocando  a  los  acree- 
dores. Estos  documentos,  aunque  deben  ser  tenidos  en  cuenta,  pero  considerados  a 
solas,  sirven,  sin  duda,  no  jiara  ilustrar,  sino  para  oscurecer  el  suceso,  por  las  enor- 
mes falsedades  y  exageraciones  que  encierran  los  dos  primeros.  El  escrito  más  pre- 
cioso para  la  explicación  de  este  hecho  es  el  memorial  del  juez  conservador,  Casaus  y 
Menchaca,  redactado  en  1645.  En  él  se  declaran  con  mucha  puntualidad  todos  los  bie- 
nes que  poseo  el  colegio  y  los  principios  de  aquel  enmarañado  negocio.  Para  entender 
las  operaciones  fraudulentas  del  H.  Villar  debe  leerse  principalmente  el  memorial 
de  1655,  conservado  en  Roma. 

(2)  Tomamos  estos  datos  del  memorial  de  Casaus,  quien  puntualiza  con  mucho  cui- 
dado los  pormenores  de  los  iMcnes  y  deudas. 


CAP.    II. — FrXDACIOXES    HECHAS   DKSDE    161.J   HASTA    1652  41 

puede  afirmarse  con  seguridad  que  ningún  colegio  de  España  con- 
tenía tantos  alumnos  como  éste  de  San  Hermenegildo  (1).  El  año 
de  1632  entró  a  ser  procurador  de  este  colegio  el  Hermano  coadju- 
tor Andrés  del  Villar  Goitia,  vascongado,  natural  de  Oñate,  que  se 
había  distinguido  años  atrás  por  su  habilidad  en  gestiones  económi- 
cas. El  poder  que  se  le  dio  al  encargarle  el  oficio  fué  el  que  solía 
darse  generalmente  a  nuestros  procuradores,  es  decir,  facultad  para 
vender  los  frutos  de  las  haciendas,  para  hacer  las  compras  necesarias 
al  colegio,  para  ejecutar  los  pagos  y  cobranzas  que  ocurren  habitual- 
mente  en  la  administración  de  semejantes  establecimientos.  Es  falso 
lo  que  después  dijeron  algunos  enemigos  de  la  Compañía,  que  los 
Superiores  le  habían  dado  poder  para  contratar  como  banquero 
público;  esto  fué  pura  invención  que  nunca  se  comprobó  (2). 

Empezando  a  manejar  la  hacienda  del  colegio,  parece  que  la 
adelantó  el  H.  Villar  en  algunas  particularidades,  pero  tentado  por 
el  demonio  y  haciéndose  como  absoluto  señor  de  todo  lo  que  mane- 
jaba, sin  orden  ninguna  de  los  Superiores  se  metió  en  negocios  aje- 
nos a  la  Compañía,  tomó  dinero  prestado  en  grandes  cantidades, 
preparó  algunas  cargazones  de  mercancías  para  enviarlas  a  Indias,  y 
todo  esto  por  enriquecer  a  algunos  de  sus  parientes.  Una  vez  enre- 
dado en  estos  negocios,  algunos  de  los  cuales  le  salieron  mal,  fué 
cada  vez  internándose  en  aventuras  económicas  muy  arriesgadas, 
ocultando  cuidadosamente  a  los  Superiores  las  escrituras  que  hacia, 
falseando  las  cuentas  en  los  libros  de  casa  y  entendiéndose  con  algu- 
nos vascongados  amigos  suyos,  para  llevar  adelante  la  máquina  de 
tan  disparatados  negocios.  Imposible  es  de  explicar  el  laberinto  de 
operaciones  económicas  en  que  se  fué  metiendo  el  H.  Villar  (3),  y  a 
todo  esto  los  Superiores  permanecieron  dormidos  durante  diez  años, 
sin  mirar  nunca  a  las  manos  a  tan  infiel  procurador.  ¡Deplorable 
negligencia  que  condujo  el  colegio  a  espantosa  ruina! 

El  año  1642,  no  sabemos  cómo,  tuvieron  los  Superiores  algunos 
barruntos  sobre  deudas  ocultas  contraídas  por  el  Hermano,  y  sospe- 
chando qué  no  presentaba  las  verdaderas  cuentas,  le  impusieron 
precepto  de  santa  obediencia,  para  que  descubriera  lo  que  había 
hecho.  Apretado  por  el  precepto,  descubrió  hasta  80.000  ducados  de 


(1)  Los  había  tenido  ei  siglo  anterior  el  colegio  de  Monterrey,  en  Galicia,  pero 
desde  la  peste  de  1598  había  descendido  considerablemente  su  número. 

(2)  En  esto  insiste,  y  con  razón,  el  memorial  de  Casaus. 

(3)  Para  entender  estas  operaciones  del  H.  Villar,  debe  leerse  el  memorial  im- 
preso, de  1655,  citado  más  arriba,  y  además  el  del  juez  conservador. 


42  I.IC.    I. LAS    CrATlíü    PKOVIXCIAS    DE    KSl'A.ÑA,    lGlü-lGr)2 

deudas,  y  «poco  a  poco,  dice  el  juez  conservador  que  después  se 
nombró,  han  ido  descubriéndose  en  tanta  cantidad,  que  aunque  no 
se  sabe  líquidamente  las  que  serán,  parece  a  poco  más  o  menos  (^ue 
pasarán  de  400.000  ducados  las  deudas  sueltas,  sin  los  censos  y  tri- 
butos y  otras  cargas,  que  montarán  90.000  ducados,  poco  más  o 
menos»  (1).  En  todo  el  año  de  1642,  por  más  que  apretaron  los  Su- 
periores al  procurador,  no  obtuvieron  que  ajustase  definitivamente 
las  cuentas  y  les  presentase  el  verdadero  estado  económico  de  la 
casa,  Al  año  siguiente,  1643,  presentó  por  fin  sus  cuentas,  según  las 
cuales,  dice  el  citado  juez  conservador,  «tenía  el  colegio  13.749  du- 
cados de  renta».  En  la  siguiente  visita,  por  Marzo  de  1644,  dijo  el 
H.  Villar  que  la  renta  del  colegio  era  de  9.025  ducados;  pero  verifi- 
cando las  cuentas  cierto  contador,  resultó  que  no  era  así,  sino  que 
sólo  había  5.413  ducados,  «por  manera,  prosigue  el  juez  conserva- 
dor, que  desde  Marzo  de  1643  hasta  Abril  de  1644  mermó  la  renta 
del  colegio  en  la  cuenta  y  balance  dados  por  el  Hermano,  8.336  du- 
cados». Todo  el  mundo  clamó,  como  era  natural,  que  había  fraudo 
en  las  cuentas,  pues  en  ese  año  no  se  había  vendido  ninguna  ha- 
cienda, no  se  habían  contraído  deudas  nuevas,  ni  se  había  hecho  nin- 
guna operación  que  pudiera  ocasionar  una  disminución  tan  conside- 
rable de  las  rentas.  Todos  se  convencieron  de  que  el  H.  Villar  obraba 
con  mala  conciencia  y  engañaba  desvergonzadamente  a  los  Supe- 
riores. 

Por  Abril  de  1645  entró  a  ser  Rector  del  colegio  el  P.  Diego  de 
Mármol,  y  apretando  más  al  H.  Villar  para  que  se  desenredase  aquel 
pleito  inexplicable,  el  mismo  Hermano  sugirió  la  idea  de  que  se 
nombrase  un  juez  conservador  que  entendiese  en  el  negocio  (2).  De- 
bió temer  que  pasara  el  hecho  a  los  tribunales  civiles,  donde  no 
esperaba  tan  benigna  resolución.  Fué  nombrado  conservador  el 
Dr,  D.  Francisco  Casaus  y  Menchaca,  canónigo  tesorero  de  la  ca- 
tedral de  Sevilla.  No  sabemos  a  punto  fijo  cuándo  empezó  a  actuar 
en  este  negocio,  pero  ciertamente  ya  había  empezado  a  examinarlo 
a  principios  de  1645.  En  este  año,  por  el  mes  de  Mayo,  se  resolvieron 
por  fin  los  Superiores  a  prender  al  H.  Villar.  Por  su  parte,  el  juez 
conservador,  temiendo  las  complicaciones  que  esta  prisión  pudiera 
acarrear,  si  no  se  hacía  de  un  modo  conveniente,  mandó  con  censu- 


(1)  Memorial  al  Rey,  citado  arriba. 

(2)  Así  lo  asegura  Gonzalo  de  Rivero  en  el  in-iinci-o  do  sus  dos  nionioi-ialos  men- 
cionados más  arriba. 


CAP.    II. FUNDACIONES    HECHAS    DESDE    1G15    HASTA    1G52  43 

ras  al  P.  Rector  y  demás  prelados,  que  entregasen  al  H.  Villar  sus 
libros  y  papeles,  le  diesen  un  compañero  para  ello  y  le  tuviesen  de 
manifiesto,  para  que  le  hablasen  todas  las  personas  que  quisiesen. 
«Este  auto,  dice  el  conservador,  se  les  notificó  y  lo  obedecieron. » 
Fué  puesto  el  Hermano  en  el  colegio  de  los  Ingleses,  que  tenía  la 
Compañía,  y  se  le  dio  por  auxiliar  otro  Hermano  vascongado  que  él 
pidió,  con  quien  podía  entenderse  hablando  en  vascuence.  Así  es- 
taba el  Hermano  ciertamente  preso,  pero  con  libertad  para  hablar 
con  quien  quisiera  visitarle. 

Los  acreedores  del  colegio  se  dividieron  de  pareceres  cuando 
ocurrió  el  hecho  de  la  prisión;  unos  defendían  al  H,  Villar,  otros 
deseaban  que  se  le  tuviese  en  custodia  y  se  examinasen  todos  los 
papeles  para  impedir  el  fraude.  Los  parciales  del  Hermano,  entre 
los  cuales  se  contaban  muchos  vascongados  conocidos  suyos  que  co- 
merciaban en  Sevilla,  acudieron  al  Nuncio  «y  ganaron  comisión, 
dice  el  conservador,  para  que  yo  le  pusiese  en  libertad».  Por  otra 
parte  acudieron  también  a  la  Audiencia,  diciendo  que  el  juez  con- 
servador hacía  fuerza.  La  Audiencia  lo  declaró  así,  y  se  resolvió 
nombrar  contadores  por  una  y  otra  parte. 

Enredábase  cada  vez  más  el  negocio,  y  no  se  veía  camino  para 
aclarar  las  innumerables  deudas  que  en  este  pleito  aparecían.  «En 
este  tiempo,  prosigue  el  conservador,  se  le  hicieron  al  H.  Villar  por 
mí  y  sus  prelados  grandes  instancias  para  que  acabase  la  cuenta,  y  yo 
para  que  me  diese  memorial  de  deudas,  y  ni  uno  ni  otro  pude  con- 
seguir, teniéndole,  como  le  tuve,  excomulgado  por  ello,  ni  aun 
quiso  firmar  y  reconocer  un  memorial  que  estaba  la  mayor  parte  de 
su  letra...  Proveí  auto  de  sacarle  los  libros  al  dicho  Hermano  y  en- 
tregarlos a  un  contador,  que  sacase  memorial  de  lo  referido.  Y  ha- 
biendo ido  yo  para  la  ejecución  de  esto  personalmente,  saqué  los 
libros  de  dicho  colegio,  y  entre  ellos  un  libro  secreto  por  donde  se 
han  averiguado  partidas  muy  considerables  de  juros  y  de  ditas,  y 
entre  ellas  las  de  su  hermano  Lorenzo  de  Villar,  de  seis  cuentos  de 
maravedís,  y  la  de  Gregorio  de  Villar,  de  doce  mil  pesos  remitidos  a 
Indias.»  Este  descubrimiento  de  deudas  ocultas  alborotó  al  H.  Vilhir 
y  a  sus  valedores,  los  cuales  acudieron  al  Nuncio,  de  quien  obtuvie- 
ron que  el  Hermano  fuese  trasladado  al  convento  de  San  Francisco, 
para  que  estuviera  con  la  libertad  necesaria  en  la  gestión  de  este 
negocio.  Por  otra  parte  se  presentó  al  Real  Consejo  de  Castilla  una 
petición  de  Juan  Onofre  de  Salazar,  que  fué  causa  de  divulgarse 
mucho  el  negocio,  con  gran  descrédito  de  la  Compañía.  Porque,  en 


44  I-in-    I. — I-AS    CUATRO   PEOVINCIAS   DE   ESPAÑA,   1615-1652 

efecto,  el  tal  Onofre  de  Salazar  atribuía  a  mala  fe  de  los  Superiores 
la  causa  de  la  quiebra.  Decía  que  el  Hermano  había  llegado  a  pedir 
a  diferentes  personas  500.000  ducados;  que  los  Superiores  habían 
retirado  los  libros  del  H.  Villar,  y  que  a  ellos  se  debía  la  imposibili- 
dad de  pagar  a  los  acreedores.  Añade  Salazar  que  el  colegio  de  San 
Hermenegildo  posee  30.000  ducados  de  renta  en  cada  un  año,  y  por 
consiguiente  puede  pagar  las  deudas,  si  el  Consejo  Real  se  digna  con 
mano  fuerte  obligar  a  los  jesuítas  a  cumplir  con  las  obligaciones  de 
justicia  (1). 

Recibida  esta  petición,  el  Consejo  Real  comisionó  a  la  Audiencia 
de  Sevilla  para  que  informase  sobre  el  negocio.  No  se  hizo  esperar 
el  informe  de  la  Audiencia,  y  a  los  pocos  días  se  pudo  leer  en  Ma- 
drid un  estado  bastante  fantástico,  así  de  las  rentas  como  de  las  deu- 
das y  obligaciones  del  colegio.  No  sabemos  de  dónde  tomaría  sus 
datos  la  Audiencia.  Asegura  que  el  H.  Villar  ha  acrecentado  notable- 
mente las  rentas  del  colegio  en  varios  miles  de  ducados,  ha  aumen- 
tado el  número  de  cabezas  de  ganado  vacuno,  el  número  de  bueyes, 
de  yeguas  y  de  todos  los  otros  bienes  rurales  que  posee  el  colegio. 
Además  se  sabe  que  existen  alhajas  de  iglesia  por  valor  de  30.000 
ducados;  en  una  palabra,  pudiera  creerse,  según  este  informe,  que  la 
administración  del  H.  Villar  había  sido  todo  prosperidad  y  bienan- 
danza para  el  colegio  de  San  Hermenegildo.  Después  de  todas  estas 
cifras,  que  no  sabemos  de  dónde  están  sacadas,  hace  la  Audiencia 
este  resumen,  que  no  esperan,  sin  duda,  nuestros  lectores:  «Por  ma- 
nera, dice,  que  valdrá  toda  la  hacienda,  según  que  se  computa  co- 
múnmente, 160.000  ducados,  poco  más  o  menos,  y  deberá  el  dicho 
colegio  de  deudas  sueltas,  de  censos,  cargas  y  vales  hasta  hoy  descu- 
biertos, 120.000  ducados,  <le  suerte  que  se  tiene  por  cierto  haber  su- 
ficientes efectos  para  los  acreedores,  y  más  habiéndose  entendido 
que  muchos  de  ellos  son  religiosos  de  la  misma  Compañía»  (2). 
En  la  apreciación  de  los  bienes  del  colegio  no  creemos  que 
haya  error  muy  considerable,  pero  en  las  deudas  no  dudamos  que 
hay  una  rebaja  enorme.  Según  el  juez  conservador,  pasaron  de 
400.000  ducados;  en  otros  documentos  hemos  leído  450.000,  y  en  laa 
cartas  anuas  de  1049  las  vemos  reducidas  a  350.000;  de  todos  modos 
siempre  exceden  considerablemente  las  deudas  del  colegio  a  lo  que 
señala  el  informe  de  la  Audiencia.  El  mismo  informe  parece  que 


(1)  Véase  esta  petición  on  el  Memorial  liktórivo  español,  t.  XVIII,  pág.  lütJ 

(2)  Ihid.,  pág.  110. 


CAP.    II. — rUADACIONES    HECHAS    DESDE    1G15    HASTA    1G52  45 

tiene  cuidado  de  desacreditar  los  datos  que  suministra,  porque  des- 
pués observa  que,  según  los  libros  del  H.  Villar,  «se  desespera  de 
poder  ajustar  las  cuentas»,  y  cerca  del  fin  aduce  esta  reñexión:  «Esto 
es  por  mayor  lo  que  en  la  quiebra  se  ha  podido  entender  de  las 
personas  que  pueden  tener  más  inmediata  y  ajustada  noticia;  si 
bien  la  razón  de  estado  de  la  Compañía  y  el  recato  con  que  en  todas 
materias  procede  no  permite  se  pueda  ajustar.»  Si,  pues,  el  se- 
creto del  negocio  no  permitía  ajustar  las  cuentas;  si  los  libros  del 
H.  Villar  están  inexplicables,  ¿cómo  se  arroja  la  Audiencia  a  señalar 
las  cifras  que  consigna  en  su  informe? 

No  sabemos  si  el  Consejo  Real  creyó  todos  los  datos  que  en  el 
informe  de  la  Audiencia  se  contienen.  De  todos  modos,  juzgando,  y 
con  razón,  que  el  negocio  era  grave,  cometió  a  la  misma  Audiencia 
el  cargo  de  aclarar  este  enmarañado  pleito  y  de  satisfacer,  en  cuanto 
fuese  posible,  a  los  acreedores  del  colegio.  En  virtud  de  esta  comi- 
sión, el  Sr.  D.  Juan  de  Santelices  y  Guevara,  gobernador  de  la  Au- 
diencia de  Sevilla,  expidió  un  edicto  el  15  de  Julio  de  1645,  convo- 
cando a  los  acreedores  y  mandándoles  presentar  todos  sus  créditos, 
derechos  y  peticiones  que  tenían  contra  los  bienes  del  dicho  colegio. 
En  este  instante  intervino  el  juez  conservador  y  remitió  a  Su  Majes- 
tad Felipe  IV  un  extenso  memorial  refiriéndole  por  menudo  la  serie 
de  los  sucesos  que  hemos  narrado,  exponiendo  uno  por  uno  todos 
los  bienes  rurales  y  de  otros  géneros  que  poseía  el  colegio.  Decla- 
raba los  pasos  que  61  había  dado  en  este  asunto,  desde  que  le  nom- 
braron juez  conservador,  y  suplicaba  a  Su  Majestad  que  no  intervi- 
niese la  Audiencia  de  Sevilla,  sino  que  él  continuase  en  el  despacho 
de  tan  delicada  comisión,  pues  esperaba  satisfacer,  en  cuanto  era  po- 
sible, a  los  deseos,  así  de  los  acreedores,  como  de  los  Superiores  de 
la  Compañía  (1). 

Desde  este  punto  no  sabemos  en  particular  los  pasos  que  fué  dando 
este  negocio.  Suponemos  que  el  Rey  lo  dejaría  en  manos  del  juez 
conservador,  que  con  tanta  fidelidad  y  paciencia  iba  desenredando 
los  hilos  de  una  trama  tan  enmarañada.  Aquí  debemos  hacer  constar 
que  el  P.  Rector  del  colegio,  Diego  de  Mármol,  escribió  un  memorial 
refutando  las  falsedades  que  en  el  informe  de  la  Audiencia  de  Sevi- 
lla y  en  la  relación  de  Onofre  de  Salazar  se  contenían  contra  el  ho- 
nor y  buena  conciencia  de  él  y  de  los  otros  Superiores  de  la  Compa- 
ñía. Notaba  las  exageraciones  enormísimas  que  allí  aparecen.  Decían, 


(1)    Es  el  memorial  varias  veces  citado, 


46  Lin.    I. — LAS   GUATEO   PROVINCIAS   DE   ESPA5'A,   1615-1Gü2 

por  ejemplo,  que  las  alhajas  de  la  iglesia  valían  30.000  ducados;  res- 
ponde el  P.  Mármol  que  sólo  valdrían  unos  300.  Aseguran  que  el 
H.  Villar  contrataba,  no  sólo  con  licencia,  sino  por  orden  de  los 
Superiores;  protesta  el  P.  Mármol  que  es  todo  pura  falsedad:  el 
Hermano  obraba  a  espaldas  de  los  Superiores  y  enteramente  por 
cuenta  propia.  Finalmente,  insistía  mucho  el  P.  Mármol  en  que  por 
parte  de  los  Superiores  de  la  Compañía  se  hacían  todas  las  diligen- 
cias posibles  para  descubrir  las  deudas  que  había.  Impútese  a  la  mala 
conciencia  del  H.  Villar  que  hasta  ahora  no  se  haya  logrado  hacer  luz 
en  este  complicado  negocio  (1). 

Después  de  cuatro  años  de  acaloradas  contiendas,  por  fin  en  1649 
se  tomó  un  expediente  que  parecía  el  más  razonable  para  salir  de 
tanto  enredo.  Determinóse  resolver  el  negocio  por  medio  de  arbi- 
tros y  compromisarios,  los  cuales,  disponiendo  de  los  bienes  del  co- 
legio, repartiesen  a  los  acreedores  la  parte  que  les  tocaba,  condo- 
nando cada  uno  de  éstos  alguna  cantidad  de  sus  créditos,  porque  no 
había  fondos  para  satisfacer  cumplidamente  a  todos.  Hízose,  pues, 
la  liquidación,  y  el  resultado  fué  que  el  colegio  vino  a  perder  las 
cuatro  quintas  partes  de  su  hacienda,  y  solamente  se  quedó  con  algu- 
nas pensiones  de  beneficios  eclesiásticos  y  otras  que  se  creyeron  con- 
servar para  que  no  desapareciese  el  colegio  de  San  Hermenegildo. 
De  ocho  mil  y  tantos  ducados  que  tenía  de  renta  trece  años  antes 
quedó  reducido  a  1.500;  de  80  o  90  sujetos  que  antes  habitaban  en  el 
colegio,  vino  a  descender  en  este  año  a  solos  14:  .10  sacerdotes,  un 
estudiante  y  tres  coadjutores.  Quedaron  solamente  los  maestros  in- 
dispensables para  sostener  las  clases  de  Letras  humanas,  de  Filosofía 
y  Teología.  Poco  tiempo  después  se  obtuvo,  no  sabemos  por  qué  ca- 
minos, un  aumento  en  las  rentas  de  1.200  ducados;  de  este  modo  se 
pudo  acrecentar  el  personal  de  la  casa,  y  en  los  años  siguientes  la 
vemos  en  la  categoría  de  un  colegio  de  tercer  orden,  que  sólo  puede 
alimentar  dos  docenas  de  sujetos  (2).  Tal  fué  la  quiebra,  no  vista 


(1)  Véase  pstc  memorial,  junto  con  los  otros  documeaitos,  en  el  tomo  Baetlca.  Histo- 
ria FuiídatioHiini. 

(2)  «De  lite  ínter  crtíditores  ot  coUeglum  componenda  per  compromissum  agitur  ai 
rirhitros  dedueendum,  et  ut  eoUegio  debita  alimenta  decernantur,  et  ut  cuique  ci-cdi- 
tori  debita  persolvantur  ecollegii  bonis  stabilibus  vel  diveudendis,  vel  unicuique  ex 
creditoribus  pro  rata  portione  dividondis,  servato  ordine  contraetus  et  juris  tam  in 
censibus,  quam  in  chirographis,  quae  adíláO.OOO  ducataplus  minusve  pervenire  judi- 
cantur,  et  quum  oollegii  stabilia  bona  non  tanti  aestimentur,  necííssarium  est,  ut  sin- 
gulis  creditoribus,  ex  arbitroi'um  sententia,  aliqua  debiti  parte  vel  dimissa  vel  con- 
donata,  reliqua  distribuantur.    llaoc  omnia  et  mature   liunt,  et  ex  ipsorum  fere 


CAP.    ir. — FLADACIOXES    IIIXIIAS   DKSDE    1615   HASTA   1G52  47 

hasta  entonces,  del  colegio  de  San  Hermenegildo,  de  Sevilla,  desgra- 
cia teriñble  ocasionada  por  la  perversidad  de  un  Hermano  coadju- 
tor y  el  descuido  lamentable,  de  los  Superiores  (1).  Si  se  exceptúala 
bancarrota  del  P.  Lavalette,  no  conocemos  en  la  historia  de  la  Com- 
pañía un  desastre  económico  tan  espantoso. 

7.  Terminíft-emos  este  capítulo  indicando  a  los  lectores,  como 
parece  natural,  el  número  de  los  sujetos  que  componían  en  estos 
tiempos  las  cuatro  provincias  de  España.  Al  observar  que  se  abrieron 
como  una  docena  de  colegios  nuevos  y  no  se  cerró  ninguno  de  los 
antiguos,  brotará  espontáneamente  la  idea  de  que  la  Compañía  se 
acrecentó  algo  en  España,  aunque  con  alguna  lentitud.  Sin  embargo, 
no  es  esto  verdad.  Aumentóse  el  número  de  los  domicilios,  pero  no 
el  de  los  individuos,  y  aunque  no  podemos  ajustar  la  cuenta  con  todo 
rigor,  podemos  asegurar,  sin  temor  de  equivocarnos,  que  desde  1615 
hasta  1652  disminuyó  la  Compañía  de  España  en  trescientos  y  más 
individuos. 

Este  fenómeno,  sin  embargo,  merece  explicación  más  cabal.  En 
los  diez  primeros  años,  esto  es,  de  1615  a  1625,  hubo  un  aumento  pe- 
queño, pero  constante.  Si  se  exceptúa  la  provincia  de  Castilla,  que 
descendió  un  poco,  de  570  a  550  sujetos,  las  otras  tres  fueron  avan- 
zando con  paso  desigual.  La  de  Aragón  adelantó  desde  390  sujetos 
que  tenía  en  1616,  hasta  444;  la  de  Andalucía  llegó  a  contar  unos  640 
en  1625;  finalmente,  la  de  Toledo  subió  en  el  mismo  año  al  número 
de  678.  Hecha,  pues,  la  suma  de  las  cuatro  provincias,  resulta  un  au- 
mento de  unos  120  individuos  en  los  diez  primeros  años  del 
P.  Vitelleschi.  Pero  desde  esta  fecha  los  números  van  descen- 
diendo y  con  deplorable  celeridad.  Contribuyó  a  esto  la  orden,  que 


omnium  creditoruiu  senteutia,  pro  qua  coram  publico  tabellione  subscripserunt.  Jam- 
que  compromissarii  ex  ipsis  potioi-ibus  creditoribus  electi  et  designati  suut,  paruraque 
rostaro  videtur,  iit  res  ad  desiderátum  finem  porducatur.-  Baetica.  Catalogi  ti-ienna- 
les,  1623-16.Ó1.  Cataloyiis  reiitm,  1649.  En  el  mismo  documento  aparecen  los  datos  numé- 
ricos que  citamos  en  el  texto. 

(1)  Desearán  saber  los  lectores  la  suerte  que  corrió  el  H.  Villar,  autor  de  esta  tra- 
gedia. Es  cierto  que  salió  de  la  Compafiía,  pero  no  sé  precisamente  cuándo.  En  un  tomo 
que  poseemos  con  el  título  de  Cousnltatioues,  y  son  las  consultas  deJ  P.  General  con  los 
Asistentes,  en  la  página  10,  correspondiente  al  año  1648  (no  se  anotan  los  días),  se  es- 
cribe que  se  consultó  si  convendría  dar  las  dimisorias  al  H.  Villar,  porque  prometía 
reparar  los  daños  del  colegio  si  se  las  daban,  y  además  era  de  temer  que  se  las  diese 
el  Nuncio  de  Madrid.  Resuelven  los  Padres  no  dar  las  dimisorias,  pedir  al  Papa  que 
mande  al  Nuncio  no  dárselas  y  castigar  severamente  al  Hermano,  como  lo  deseaba  el 
mismo  Papa,  ya  informado  de  este  negocio.  Se  ve  que  todavía  continuaba  preso  y 
penitenciado  el  H.  Villar.  Debió  continuar  en  este  estado  hasta  que  se  terminó  el  ne- 
gocio de  la  liquidación.  En  1055  ya  estaba  fuera  de  la  Compañía. 


48  I-IB.    I. LAS    CCATJíO    PKOVIXCIAS    DK    KSPAÑA,    1G15-1G52 

se  repitió  varias  veces,  de  no  recibir  sino  cierto  número  limitado  de 
novicios,  porque  la  pobreza  de  los  colegios  no  daba  lugar  para  sos- 
tener más  número  de  individuos.  Disminuyeron  también  las  voca- 
ciones en  algunas  partes  de  España  por  los  trastornos  de  la  guerra, 
y,  sobre  todo,  hizo  grandes  claros  en  las  provincias  de  Andalucía  y 
Toledo,  la  calamidad  de  las  epidemias. 

A  la  provincia  de  Aragón  sobrevino  en  esta  época  la  tribulación 
dolorosa  de  la  guerra  de  Cataluña,  que  tantas  ruinas  amontonó  en  el 
Este  de  España.  Duró  esta  guerra,  como  todos  saben,  trece  años, 
desde  1639  hasta  1652.  Como  el  centro  y  el  norte  de  Cataluña  pelea- 
ban entonces  contra  el  resto  de  España,  sucedió  que  los  colegios  de 
la  provincia  de  Aragón  enclavados  en  aquellos  países,  se  vieron  de 
repente  incomunicados  con  el  resto  de  la  provincia.  Fué  necesario 
nombrar  un  Viceprovincial  que  gobernase  los  colegios  de  Barcelona, 
Manresa,  Gerona,  Vich,  Urgel  y  Perpiñán.  En  los  catálogos  que  con- 
servamos de  la  provincia,  y  son  cuatro  de  esos  trece  años,  no  se  dice 
una  palabra  de  esos  seis  colegios,  advirtiendo  tan  sólo  que  no  se  po- 
dían tener  noticias  acerca  de  ellos.  El  Viceprovincial  envió  un  catá- 
logo de  estos  seis  colegios  y  suministró  algunas  noticias  particulares 
sobre  ellos,  por  donde  venimos  a  conocer  que  en  estos  domicilios 
existían  entre  90  y  100  sujetos  (1).  Ya  supondrá  el  lector  que  ¡os 
desastres  de  aquella  guerra  civil  habían  de  estorbar  grandemente 
al  reclutamiento  de  jóvenes  religiosos.  Cuando  en  1655  vemos  otra 
vez  reunidos  en  un  catálogo  todos  los  colegios  de  la  provincia  de 
Aragón,  descubrimos  una  merma  dolorosa:  el  colegio  de  Vich  se 
halla  reducido  a  tres  sujetos,  el  de  Lérida  a  cuatro,  y  toda  la  provin- 
cia cuenta  solamente  333  individuos.  Con  todo,  se  debe  advertir  que 
no  entra  en  este  número  el  colegio  de  Perpiñán,  por  hallarse  toda- 
vía como  secuestrado  por  las  tropas  enemigas  (2). 

Las  epidemias  fueron  causa  de  que  la  provincia  de  Andalucía 
descendiera  en  los  nueve  años  de  1643  a  1652  nada  menos  que  en 
220  individuos.  Fué  desastrosa,  sobre  todo,  la  mortalidad  en  el 
año  de  1649  (3)  En  la  Academia  de  la  Historia,  de  Madrid,  se  con- 


(1)  Todas  estas  noticias  nos  las  suministran  los  Catalogi  triennales,  redactados  en- 
tre 1639  y  165.5. 

(2)  «Nulla  de  hujus  collegii  statii  habetur  notitia  propter  bellorum  injiu-iam.» 
Aragonia.  Cat.  trien.,  16,55. 

(3)  Puede  verseen  Ortiz  de  Zúñiga  (Anales  de  Sevilla,  t.  IV,  pág.  396)  la  descripción 
de  esta  epidemia,  que  duró  desde  Abril  hasta  Junio  de  1649.  No  duda  el  citado  autor 
en  afirmai-  que  este  año  1649  fué  el  más  trágico  que  tuvo  Sevilla  desde  su  restaura- 
ción, en  el  siglo  XIII. 


CAP.    II. FUNDACIONES    HECHAS    DESDE    1615    HASTA    1G52  49 

serva  un  manuscrito  con  este  título:  Memorial  de  los  difuntos  de  la 
Compañía  de  Jesús  que  han  muerto  en  Sevilla,  de  peste,  en  todas  las 
casas  desde  el  28  de  Abril  de  1649.  El  tal  escrito  es  una  lista  que  llega 
hasta  el  2  de  Julio,  y  comprende,  por  consiguiente,  un  espacio  de 
poco  más  de  dos  meses.  Pues  en  ese  brevísimo  tiempo  sucumbieron 
en  Sevilla  6o  jesuítas.  El  11  de  Junio  murieron  cuatro,  y  el  9  siete  en 
las  varias  casas  de  Sevilla  que  tenía  la  Compañía.  Con  esta  mortan- 
dad y  con  el  envío  de  algunos  misioneros  a  las  misiones  ultramari- 
nas, no  es  maravilla  que  en  esos  nueve  años  la  provincia  de  Andalu- 
cía descendiese  de  647  a  427  individuos. 

Un  descenso  parecido  notamos  en  la  provincia  de  Toledo,  aunque 
no  tenemos  datos  para  precisar  cuántos  y  con  qué  ocasión  murieron 
en  los  últimos  años.  Sólo  advertimos  una  disminución  gradual  en  el 
espacio  continuo  de  veintiséis  años.  Once  catálogos  hemos  visto  de 
1625  a  1651;  cada  uno  va  presentando  20  o  30  sujetos  menos  que 
el  anterior,  de  donde  resulta  que  en  el  espacio  de  esos  veintiséis 
años  bajó  la  provincia  de  Toledo  de  678  a  436  sujetos. 

La  provincia  de  Castilla  tuvo  menos  variación.  Descendió,  es  ver- 
dad, el  año  1647  a  482  sujetos;  pero  luego  fué  subiendo  con  bastante 
celeridad,  de  modo  que  en  1655  la  hallamos  otra  vez  en  el  número 
de  550. 

Ajustando  con  aproximación  todos  estos  datos,  aunque  es  difícil 
precisar  el  número  justo  de  jesuítas  que  había  en  las  provincias 
de  España  el  año  1652,  podemos  asegurar  aproximadamente  que  se- 
rían pocos  más  de  1.800.  Como  en  el  catálogo  de  1616  (1)  el  número 
era  de  2.173,  ja.  ve  el  lector  el  desnivel  notable  que  se  observa  entre 
el  un  número  y  el  otro. 


(1)    Véase  este  catálogo  impreso  en  Jouvancy.  (Hist,  S.  J.,  1.  XV.  Appendix). 


CAPÍTULO  III 


OBSERVANCIA    REGULAR 

Sumario:  1.  Hombres  insigues  en  virtud,  que  vivierou  en  este  tiempo. — 2.  Faltas  ordi- 
narias que  se  cometían  en  nuestras  casas. — :i  Algunas  faltas  propias  de  aquella 
época  e  imposibles  en  la  nuestra.— 4.  Faltas  graves  de  los  expulsos:  P.  Antonio  de 
Lerma.— 5.  Suceso  del  P.  Esteban  Peralta  y  explicación  de  un  punto  de  nuestro  Ins- 
tituto acerca  de  los  votos.— 6.  Sucesos  del  libro  del  P.  Mariana  sobre  el  Instituto  en 
tiempo  del  P.  Vitelleschi. 

FcENTES  CONTEMPORÁNEAS:  1.   EpiKlolne  Geiir¡aliiiiii.~'2.  Hixpmiia,  Hislorku,  Tiír/".— :í.  Aclu 
Cmíi/regaítoninn  provhicialinm. 

1.  Tratándose  de  una  Orden  religiosa,  lo  primero  que  el  histo- 
riador debe  investigar  es  cómo  cumplen  sus  individuos  el  santo  Ins- 
tituto que  han  abrazado.  Enhorabuena  que  se  enumeren  las  empre- 
sas insignes  que  la  religión  acomete,  los  libros  que  publica,  las  diñ- 
cultades  extrínsecas  que  le  salen  al  paso  y  otras  circunstancias  más 
o  menos  interesantes  de  su  acción  en  la  sociedad.  Con  todo,  en  un 
cuerpo  religioso  siempre  será  lo  más  importante  y  lo  que  constituye 
el  interno  vigor  y  principio  de  todo  bien  espiritual,  la  observancia 
exacta  de  las  reglas  que  Dios  le  impuso  por  medio  de  su  santo  Fun- 
dador. Concretándonos,  pues,  a  los  años  cuya  historia  exponemos  en 
este  volumen,  debemos  asegurar  desde  el  principio,  que,  gracias  a 
Dios  Nuestro  Señor,  la  Compañía  de  Jesús  en  España  mantuvo,  ge- 
neralmente hablando,  la  observancia  regular  de  su  Instituto,  y  no 
degeneró  del  espíritu  apostólico  que  San  Ignacio  le  había  infundido. 
Fué  providencia  de  Dios  enviar  a  la  Compañía  en  este  tiempo  al- 
gunos hombres  de  mérito  sobresaliente,  que  puestos  a  la  cabeza  de 
nuestras  provincias  y  colegios,  mantuvieron  constantemente  el  fer- 
vor y  observancia  en  el  seno  de  nuestras  comunidades.  En  el  centro 
de  España,  en  la  corte  de  Madrid,  florecieron  simultáneamente  tres 
hombres  de  admirable  santidad:  el  F.  Luis  de  la  Palma,  el  P.  Rodrigo 
Niño  y  el  P.  Francisco  Aguado.  El  primero  es  bastante  conocido  en- 
tre nosotros  por  los  libros  espirituales ,  tan  profundos  como  devo- 
tos, que  escribió.  Nacido  en  Toledo  el  año  1560,  entró  a  los  quince 


CAr.    III. — OBSERVANCIA    REGULAR  51 

de  su  edad  en  la  Compañía.  Habiendo  recorrido  toda  la  carrera  de 
los  estudios  con  fama  de  aventajado  ingenio,  le  dedicaron  los  Supe- 
riores al  gobierno  de  nuestras  casas,  observando  la  excelencia  de  su 
juicio  y  la  gravedad  de  sus  costumbres.  Poco  más  de  treinta  años 
tenía  cuando  fué  nombrado  Rector  de  Talavera.  Empezó  su  go- 
bierno, como  decía  el  P.  Gil  González  Dávilá,  con  muy  buen  pie  (1), 
y  en  efecto,  tanto  se  acreditó  de  buen  Superior,  que  en  el  espacio 
de  medio  siglo  apenas  hubo  tiempo  en  que  le  dejaran  libre  de  algún 
cargo  de  gobierno.  Fué  Rector  de  Talavera,  de  Villarejo  y  de  Al- 
calá; Prepósito  de  la  casa  profesa  de  Madrid,  y  dos  veces  Provincial 
de  Toledo,  la  primera,  de  1615  a  1618,  y  la  segunda,  de  1624  a  1627. 
Su  gran  fervor  de  espíritu  era  admirado  por  todos,  y  su  observancia 
religiosa  campeaba  más  en  medio  de  las  gravísimas  enfermedades 
que  constantemente  le  afligieron.  Pareció  milagro  que  un  hombre 
tan  achacoso  desde  su  juventud  pudiera  llegar  a  los  ochenta  y  un 
años.  En  los  cinco  últimos  de  su  vida  se  le  agravó  la  cruz  con  una 
ceguera  casi  absoluta  que  le  sobrevino,  por  la  cual  se  vio  imposibi- 
litado para  leer  y  escribir.  Era  tan  conocida  la  autoridad  que  tenía 
como  hombre  espiritual  y  religioso,  que  el  P.  Vitelleschi  aconsejaba 
llevar  al  P.  La  Palma  a  vivir  algún  tiempo  en  un  colegio  algo  tur- 
bado, para  que  con  su  gran  fervor  encauzase  la  observancia  y  diri- 
giese espiritualmente  a  todos  (2).  Parece  que  la  presencia  de  este 
hombre  entonaba,  digámoslo  así,  a  toda  la  comunidad,  y  a  su  lado 
se  reportaban  todos  y  procedían  con  rectitud.  Murió  en  1641. 

Al  lado  del  P.  La  Palma  edificaba  la  provincia  de  Toledo,  con  su 
humildad,  fervor  de  espíritu  y  laboriosidad  espiritual,  el  P.  Rodrigo 
Niño  de  Guzmán,  natural  también  de  Toledo,  hijo  de  los  Condes  de 
Villaverde  y  sobrino  del  Cardenal  D.  Fernando  Niño  de  Guevara, 
Arzobispo  de  Sevilla.  Por  la  nobleza  de  su  linaje  era  muy  conocido 
en  Madrid,  y  tenía  relaciones  con  las  principales  familias  de  la  corte. 
Con  todo  eso,  este  hombre  era  modelo  de  humildad,  siempre  apli- 
cado a  confesar  gente  pobre,  infatigable  en  predicar  por  los  pueblos, 
y  al  mismo  tiempo  excesivamente  austero  y  penitente  consigo.  El 
P.  Vitelleschi  hubo  de  avisar  seriamente  en  una  ocasión  al  P.  La 
Palma,  que  moderase  la  excesiva  austeridad  del  P.  Niño,  porque  se 
temía  que  pronto  acabaría  con  su  vida.  Fué  Provincial  de  Toledo 


(1)  Hispania.  Ordinationes,  1586-1592.  Véase  la  relación  de  la  visita  de  Toledo,  y  eu 
olla  el  párrafo  sobre  los  Superiores. 

(2)  Toletana.  Epist.  den.,  1634-1638,  A  Montalro,  16  Abril  1635. 


52  LIB.    I. — LAS    CUATKO   ^KOVI^'CIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1G52 

de  1618  a  1621.  Después  continuó  viviendo  ordinariamente  en  Ma- 
drid, y,  probablemente  consumido  por  sus  excesivas  penitencias, 
acabó  la  vida  santamente,  a  la  edad,  todavía  no  avanzada,  de  cin- 
cuenta y  seis  años,  en  1627  (1). 

De  humilde  linaje  fué  el  P.  Francisco  Aguado,  nacido  en  Torre- 
jón,  pueblo  distante  pocas  leguas  de  Madrid.  Vino  al  mundo  el 
año  1572,  y  habiendo  entrado  en  la  Compañía  en  1589,  fué  educado 
en  la  virtud  religiosa  en  el  conocido  noviciado  de  Villarejo  de  Fuen- 
tes. Concluidos  los  estudios,  fué  aplicado  prontamente  a  cargos  de 
gobierno,  porque  so  distinguía  por  su  prudencia  y  por  la  destreza 
en  dirigir  a  las  almas  por  el  camino  de  la  perfección.  Fué  largo 
tiempo  Prepósito  de  la  casa  profesa  de  Madrid,  confesor  varios  años 
del  Conde-Duque  de  Olivares  y  dos  veces  Provincial  de  Toledo.  Su 
santa  vida  se  prolongó  hasta  el  año  1654,  y  en  todas  partes  dejó  en 
pos  de  sí  el  recuerdo  de  Superior  ajustado,  de  confesor  prudente  y 
de  fervoroso  celador  de  nuestro  Instituto  (2). 

En  la  provincia  de  Andalucía  se  distinguieron  por  su  virtud  y 
prudencia,  el  P.  Jorge  Hemelman,  dos  veces  Provincial,  y  el  P.  Al- 
varo Arias,  que  fué  Asistente  de  España.  El  primero,  cuyo  apellido 
parece  denunciar  origen  alemán,  había  nacido  en  Málaga  en  1574, 
Habiendo  entrado  muy  joven  en  la  Compañía,  se  distinguió  primero 
como  docto  y  agudo  profesor,  publicó  algunas  obras  teológicas,  y  en 
edad  madura  le  aplicaron  a  los  cargos  de  gobierno.  A  juzgar  por  las 
cartas  del  P.  Vitelleschi,  era  el  hombre  en  cuyo  juicio  más  se  fiaba 
para  todos  los  negocios  de  la  provincia  de  Andalucía. 

En  Aragón  resplandecieron  por  su  virtud  los  PP.  Crispín  López, 
que  murió  cuando  terminaba  su  tercer  año  de  Provincial,  y  Pedro 
Continente,  que  gobernó  dos  veces  la  misma  provincia. 

En  Castilla,  el  más  distinguido  por  su  prudencia  y  acertado  go- 
bierno, parece  haber  sido  el  P.  Diego  de  Sosa,  que  después  de  ser 
Provincial  de  Castilla  visitó  la  provincia  de  Méjico,  y  por  fin  murió 
Asistente  de  España  en  Roma. 

Contribuyeron  poderosamente  a  enmendar  las  faltas  y  a  enfervo- 


(1)  Véase  el  breve,  poro  sustancioso,  elogio  que  hace  de  él  Cordara  (Hist.  S.  •/., 
P.  VI,  1.  XII,  n.  Gl). 

(2)  La  Vida  del  P.  Aguado  la  escribió  su  discípulo  en  el  espíritu  el  P.  Alonso  de 
Andrade.  No  está  exenta  esta  Vida  de  aquel  exceso  de  alabanza  tan  ordinario  en  las 
biografías  del  siglo  XVíI,  pero  en  general  se  muestra  el  autor  bien  informado  de  los 
hechos.  El  libro  se  intitula  Vida  del  Venerable  P.  Francisco  Aguado,..,  por  el  P.  Alonso  de 
Andrade...  Madrid,  1658.] 


CAP.    IIT. — OBSEEVANCIA    REGULAR  53 

rizar  el  espíritu  de  nuestras  provincias  las  tres  visitas  que  dispuso, 
el  P.  Vitelleschi,  y  fueron  hechas:  en  Aragón,  el  año  1630,  por  el 
P.  Jorge  Hemelman;  en  Toledo,  por  el  P.  Alonso  del  Caño,  en  1635, 
y  en  Andalucía,  por  el  P.  Pedro  González  de  Mendoza,  en  el  mismo 
año.  No  dejaron  de  suscitarse  algunas  oposiciones  a  la  acción  de  es- 
tos visitadores.  Pero,  por  regla  general,  el  efecto  fué  muy  bueno. 
Gustarán  los  lectores  de  conocer  el  juicio  que  formó  el  P.  Vitelles- 
chi de  la  visita  del  P.  Hemelman.  Estábala  ya  terminando  en  Valen- 
cia, cuando  el  P.  Prepósito  de  la  casa  profesa,  Francisco  de  Caspe, 
escribió  a  Roma  alguna  queja  contra  el  P.  Visitador  y  contra  las  mu- 
chas ordenaciones  que  dejaba  en  la  visita.  A  esta  observación  satis- 
face el  P.  Vitelleschi  en  los  términos  siguientes:  «No  puedo  dejar  de 
decir,  cómo  V.  R.  ha  sido  el  primero  de  esa  provincia  que  me  ha  es- 
crito quejas  del  P.  Visitador...  En  lo  que  V.  R.  dice  de  que  deja  en 
los  colegios  una  visita  llena  de  órdenes,  respondo  que  no  se  ha  de 
mirar  tanto  en  si  los  órdenes  son  muchos,  como  en  si  son  necesarios 
y  convenientes.  Acá  se  han  visto  con  particular  atención  los  que  nos 
ha  enviado,  y  hasta  ahora  no  se  ha  hallado  ninguno  que  no  merezca 
ser  confirmado  y  aprobado»  (1).  Parecidas  frases  de  aprobación  tri- 
buta el  P.  General  a  la  obra  del  P.  Alonso  del  Caño  y  a  la  visita  del 
P.  Gonzalo  de  Mendoza.  No  sabemos  que  en  este  tiempo  hubiera  vi- 
sita especial  en  la  provincia  de  Castilla. 

Observamos  además,  que  por  entonces  los  principales  sabios  que 
honraban  a  la  Compañía  se  distinguían  también  por  sus  religiosas 
virtudes.  El  P.  Diego  Ruiz  de  Montoya,  teólogo  insigne,  como  luego 
veremos,  y  el  P.  Diego  de  Granados,  edificaban  a  las  comunidades 
de  Andalucía,  por  su  recogimiento,  humildad  y  observancia.  El 
P.  Gaspar  Sánchez,  el  mejor  escriturario  que  teníamos  en  tiempo 
del  P.  Vitelleschi,  fué  un  ejemplar  estupendo  de  humildad,  por  el 
silencio  y  abnegación  con  que  se  dedicó  más  de  veinte  años  a  ense- 
ñar gramática,  sin  aspirar  jamás  a  puestos  más  elevados,  hasta  que 
los  Superiores,  conociendo  su  aptitud,  le  aplicaron  a  la  enseñanza  del 
Sagrado  Texto.  Otros  hombres  hubo  por  entonces  distinguidos  en 
virtud  y  letras;  pero  no  creemos  necesario  detenernos  en  una  enu- 
meración que  por  lo  uniforme  podría  cansar  al  lector. 

2.  El  buen  estado  espiritual  de  las  provincias  de  España  se  co- 
noce también  por  las  faltas  que  entonces  se  corregían  cuidadosa- 
mente y  por  las  penitencias  que  se  imponían,  cuando  era  necesario. 


(1)    Aragonia.  Epist.  Gen.  A  Caspe,  15  Febrero  1631. 


54  LIB.    I. — LAS    CUATRO   PROVINCIAS   DE   ESPAXA,    1015-1052 

Ante  todo  debemos  advertir  que  nunca  se  habla  de  pecado  grave  en 
términos  generales.  Las  faltas  que  se  reprenden  son  ligeras.  Si  de 
vez  en  cuando  se  menciona  algún  pecado  mortal,  siempre  se  dice  el 
nombre  de  quien  lo  ha  hecho,  luego  se  le  aplica  el  remedio,  se  le  im- 
pone severísima  penitencia,  y  muy  de  ordinario  se  le  despide  de  la 
Compañía.  La  falta  grave  siempre  se  mira  como  una  excepción,  como 
una  especie  de  monstruosidad  que  a  toda  costa  se  trata  de  extermi- 
nar, para  que  la  Compañía  quede  pura  y  limpia  en  la  santidad  de 
su  estado  religioso. 

Nos  parece  importante  presentar  a  nuestros  lectores  una  breve 
reseña  de  las  faltas  que  entonces  se  cometían.  Tomaremos  como 
muestra  las  que  advierte  el  P.  Vitelleschi  en  la  provincia  de  Toledo, 
escribiendo  a  su  Provincial  el  3  de  Junio  de  1624.  Quince  faltas  enu- 
mera, y  son  las  siguientes:  1.^  El  uso  de  paños  preciosos  y  de  lienzos 
delicados,  contra  el  espíritu  de  la  santa  pobreza.  2.^  El  no  abrir  los 
Superiores  las  cartas  de  los  subditos  y  no  enterarse  de  lo  que  ellos 
escriben  o  reciben.  3.^  El  abuso  de  tener  casi  todos  alguna  arca  ce- 
rrada. «Cuando  se  mudan,  dice  Vitelleschi,  llevan  el  arca  en  cabal- 
gadura aparte,  que  suele  tener  diez  y  doce  y  más  arrobas  de  peso, 
y  mucho  de  lo  que  va  dentro  no  se  sabe  qué  es,  y  hasta  los  Herma- 
nos estudiantes,  con  color  de  lo  que  ellos  llaman  bolsa  de  papeles,  tie- 
nen cierta  manera  de  cajas  muy  curiosas,  y  algunas  con  cerradura  y 
llave.»  4.^  El  llevar  libros  de  un  colegio  a  otro.  5.^  La  demasiada  mu- 
danza de  subditos  de  una  casa  a  otra.  6.^  El  hacer  visitas  innecesarias 
a  los  seglares.  7.^  Los  patrocinios.  Esta  palabra  necesita  alguna  expli- 
cación. Introdújose  la  costumbre  de  que  los  subditos,  cuando  desea- 
ban obtener  alguna  cosa  difícil  del  Superior,  no  se  la  pedían  inme- 
diatamente, sino  que  acudían  a  un  Padre  antiguo  y  respetable,  para 
que  éste,  intercediendo  con  el  Superior  y  tomando  al  subdito  como 
a  cliente  suyo,  le  cumpliese  los  deseos.  Mucho  se  indignó  el  P.  Ge- 
neral cuando  entendió  este  modo  mundano  y  aseglarado  de  proce- 
der. Oigamos  las  palabras  con  que  lo  reprende.  «Varias  veces  he 
dicho  y  ahora  lo  vuelvo  a  decir,  que  el  único  medio  para  remediar 
una  cosa  de  tanta  importancia  y  que  tiene  tan  grandes  inconvenien- 
tes, es  que  por  el  mismo  caso  que  alguno  se  ayude  de  intercesión  o 
favor  de  otro,  se  le  niegue  lo  que  pretende,  aunque  alias  sea  justo  y 
lo  merezca,  y  V.  R.  le  diga  claramente:  Padre  o  Hermano:  vos  erais 
digno  de  tal  cosa,  pero  por  haberlo  procurado  por  este  medio  tan 
ajeno  de  uno  de  la  Compañía,  os  habéis  hecho  indigno  de  ella, 
y  así  en  castigo  de  vuestra  falta  no  os  la  he  de  dar.  Con  dos  o  tres 


CAP.   III. — OBSERVANCIA    KEGULAR  55 

veces  que  V.  R.  diga  y  haga  lo  que  he  dicho  y  que  sepan  todos  en  hi 
provincia,  que  está  con  firme  resolución  de  llevar  esto  adelante,  se 
remediará  de  raíz  la  falta  que  ahora  hay  y  se  librará  V.  R.  de  muchas 
importunaciones,  porque  cada  uno  se  excusará  de  interceder  por 
otro,  sabiendo  que  antes  con  eso  le  hará  daño.  V.  R.  intime  a  los  Pa- 
dres que  suelen  interceder  que  de  ninguna  manera  lo  hagan  más, 
que  por  el  mismo  caso,  aunque  la  cosa  alias  sea  justa,  no  la  ha  de 
conceder.» 

La  8.^  falta  era  el  decaimiento  de  los  estudios  de  latín,  en  que  re- 
paraban bastante  los  de  fuera.  La  9.^  El  pedir,  con  licencia  de  los 
Superiores,  algunas  cosas  de  regalo  para  toda  la  comunidad.  La  10.^  el 
vicio  de  murmurar  de  las  faltas  ajenas,  de  donde  nacían  desabri- 
mientos y  amarguras  en  algunas  comunidades.  La  11.%  el  tomar  cho- 
colate. La  12.%  el  usar  coletos  de  cuero  de  venado  o  ante,  en  vez  de 
sayos  de  paño  pobre  que  antes  usaban.  La  13.%  el  andar  en  coche. 
La  14.%  el  no  tomar  los  puntos  de  meditación  a  la  noche  antes  del 
examen.  La  15.%  el  faltar  al  silencio  y  entrar  en  aposentos  de 
otros  (1). 

Estas  son  las  faltas  advertidas  en  1624  en  la  provincia  de  Toledo, 
y  se  ven  notadas  también  más  o  menos  en  otras  regiones  de  España. 
A  ellas  débense  añadir  algunas  faltas  que  apuntaron  más  bien  en 
otras  provincias.  Por  ejemplo,  en  la  de  Andalucía  se  sentía  bastante 
la  desunión  y  discordia  entre  Padres  principales,  de  donde  se  seguía 
el  formarse  ciertos  bandillos  en  algunas  casas,  con  detrimento  de  la 
caridad.  Cuando  el  P.  González  de  Mendoza  fué  enviado  a  visitar  la 
provincia  de  Andalucía  en  1634,  el  P.  General  le  encargó  encareci- 
damente remediar  esta  falta.  «La  dolencia  y  enfermedad,  decía,  de 
poca  unión  que  esa  provincia  de  Andalucía  padece,  es  bien  conocida 
de  todos  por  los  efectos.  V.  R.  sin  duda  ha  topado  con  los  principios 
y  raíces  de  ella,  con  que  le  será  más  fácil  aplicar  la  medicina  conve- 
niente. Lo  principal  de  este  achaque  está  en  el  colegio  de  San  Her- 
menegildo y  en  la  casa  profesa  de  Sevilla.  Los  Padres  graves  que  allí 
residen,  ya  por  su  condición,  ya  por  su  demasiado  celo  o  falta  de  él, 
ya  por  otros  respetos,  guían  las  cuadrillas  y  parcialidades  que  se  ex- 
perimentan. Lo  que  a  mí  se  me  ofrece  para  su  remedio  es,  lo  pri- 
mero, que  vamos  siempre  con  atención  a  que  la  medicina  que  se 
aplique  no  sea  peor  que  la  llaga  y  postema...  Lo  segundo,  que  conviene 
descarnar  a  los  que  son  cabezas  de  los  que  se  les  allegan,  con  que  que- 


(1)     ToletcDia.  Epist.  Gen.  A  La  Palma,  :5  Junio  1()'24. 


56  lili.    I. — I.AS    CUATRO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,   1015-1G52 

darán  sin  fuerzas  y  sin  quien  les  suministre  leña  al  fuego  de  la  di- 
sensión. Y  esto  se  hará  con  más  facilidad,  y  de  camino  los  que  están 
a  la  vista  escarmentarán  en  cabeza  ajena.  Y  no  me  parecerá  mal,  que 
después  de  ejecutado,  se  les  hablase  claro  a  los  Padres  que  son  cabe- 
zas, diciéndoles:  Esto  y  esto  se  ha  dispuesto  porque  V.  R.  ayudando 
a  estas  personas  ha  desayudado  a  la  paz.  Lo  tercero,  no  permitir  lo 
que  fomente  esta  desunión,  como  es  la  dependencia  que  muestra  el 
Provincial  de  los  consultores  en  orden  a  lo  que  ha  de  disponer  en  el 
colegio  y  casa,  con  que  no  habrá  patrocinio  de  los  Padres  graves 
que  entran  en  las  consultas;  cercenar  de  levantar  tribunales  de  jus- 
ticia y  de  poner  precepto  sobre  cada  cósica,  antes  tuviera  por  acer- 
tado, que  cuando  se  conoce  que  se  delata  una  falta  por  pasión  y  opo- 
sición con  otra  persona,  el  Superior  diese  al  tal  una  buena  mano; 
que  menos  mal  es  que  una  cosa  no  se  averigüe,  que  no  que  padezca 
tanto  la  caridad»  (1). 

De  la  provincia  de  Aragón  avisaron  al  P.  Vitelleschi  que  muchos 
no  cumplían  la  regla  de  emplear  media  hora  en  decir  la  santa  Misa. 
Sintió  vivamente  esta  falta  el  P.  General,  y  para  enmendarla  envió 
la  siguiente  enérgica  medicina:  «Siento  que  me  escriban  que  el  obli- 
gar a  que  los  Nuestros  gasten  media  hora  en  la  misa  es  diflcultoso, 
por  el  abuso  que  hay  en  lo  contrario.  No  lo  pienso  yo  así  de  la  ente- 
reza y  santo  celo  de  V.  R.  Ruégole  que  escriba  una  carta  común  a 
toda  la  provincia  encargando  a  los  sacerdotes  la  observancia  de  la 
regla  IV  de  su  estado,  y  avisará  a  los  Superiores  velen  sobre  ello,  y 
que  con  efecto  den  penitencia  al  que  no  la  cumpliere,' y  vayan  agra- 
vando las  censuras  hasta  quitarles  los  antes  y  postres  o  porción  con 
proporción;  y  si  no  bastare  lo  dicho,  prohíbanles  el  decir  misa  en 
público,  y  que  la  digan  en  una  capilla  interior,  y  que  estén  en  ella 
tres  cuartos  de  hora  hasta  que  se  ajusten  a  su  obligación»  (2). 

En  varias  cartas  dirigidas  a  todas  las  provincias  inculca  mucho  el 
P.  Vitelleschi  el  espíritu  paternal  con  que  debían  gobernar  los  Supe- 
riores, y  les  encarga  proveer  cumplidamente  a  sus  subditos  de  todo 
lo  que  necesiten  en  comida  y  vestido,  para  evitar  una  falta  que  en- 
tonces lamentaban  casi  todos,  y  era,  que  por  no  hallar  dentro  de 
casa  la  comodidad  necesaria,  acudiesen  los  religiosos  a  sus  parientes 
y  amigos  para  obtener,  por  vías  tal  vez  tortuosas,  regalos  y  singula- 
ridades que  perjudicaban  notablemente  a  la  santa  pobreza.  Véase  la 


(1)  Baetica.  Epist.  Gen.,  1631-1640.  A  Mendoza,  25  Marzo  1634. 

(2)  Ararjonia.  Epist.  Gen.,  1625-1637.  A  Rivas,  24  Mayo  1636. 


. — ODSERVANCTA    TÍEGITLAR 


observación  que  hace  el  P.  General  en  1631,  escribiendo  al  P.  Pa- 
checo, Provincial  de  Toledo:  «Como  la  Compañía  procura  con  tan 
grande  cuidado  que  se  quiten  las  singularidades  y  regalos  particula- 
res y  que  no  se  permita  que  los  tengan  en  los  aposentos  ni  en  nin- 
guna otra  parte;  para  que  esto  se  observe  como  conviene,  es  fuerza 
que  la  comunidad  sea  paternal  y  liberal,  dentro  de  los  límites  de  la 
santa  pobreza,  en  acudir  a  los  sujetos  en  lo  que  hasta  aquí  se  ha  usado, 
sin  estrechar  demasiado  esto.  V.  R.  cumpla  como  queda  dicho,  y 
esté  cierto  que  no  sólo  para  el  consuelo  de  los  sujetos,  sino  también 
para  nuestra  regular  observancia  importa  mucho,  y  así  no  se  les 
quite  nada  [a  los  subditos]  de  lo  que  comúnmente  se  les  daba,  antes 
que  V.  R.  comenzase  a  ser  Provincial»  (1). 

3.  Bueno  será  advertir  que  entonces  se  cometieron  algunas  faltas 
propias  de  aquella  época  y  que  son  imposibles  en  la  nuestra;  porque 
si  bien  la  raíz  viciosa  de  donde  proceden  los  defectos  persevera  siem- 
pre la  misma  en  nuestra  corrompida  humanidad,  pero  las  circustan- 
cias  sociales  en  que  vivimos  han  cambiado  de  tal  modo,  que  en  nues- 
tros días  no  son  ya  hacederas  ciertas  extravagancias  antiguas  que  ahora 
nos  hacen  sonreír.  Tal  fué  el  caso,  por  ejemplo,  que  se  vio  en  Zara- 
goza en  1630,  de  acudir  los  Nuestros  a  presenciar  un  torneo.  Con  mu- 
cha extrañeza  y  con  no  pequeña  indignación  castigó  el  P.  Vitelles- 
chi  semejante  demasía.  Escribiendo  al  P.  Crispín  López,  Provincial 
de  Aragón,  le  dice  estas  palabras:  «Avísanme  que  el  P.  Martín  Pérez, 
Rector  de  Zaragoza,  fué  a  ver  dos  torneos  que  allí  se  hicieron,  cuando 
pasó  la  Reina  de  Hungría,  y  que  al  segundo,  no  sólo  fué  él,  sino  tam- 
bién la  mayor  parte  del  colegio,  con  su  licencia.  Para  otro  tercero 
que  se  hizo  después,  dio  licencia  a  un  Padre  huésped,  para  que  fuese 
con  su  compañero  a  verlo.  Mucho  me  he  maravillado  de  que  se  haya 
hecho  una  cosa  como  ésta...  V.  R.  se  informe  bien  de  lo  que  pasó,  y 
hallando  si  el  P.  Martín  Pérez  fué  a  los  dichos  torneos  o  a  alguno 
de  ellos,  o  si  dio  licencia  a  los  de  su  colegio  para  que  fuesen  a  ellos, 
V.  R.  le  hará  dar  un  capelo  cual  lo  merece  su  culpa,  y  que  en  peni- 
tencia tome  una  disciplina  pública  en  el  refectorio,  y  avíseme  V.  R. 
muy  en  particular  de  lo  que  en  esto  ejecutare»  (2).  Cuatro  meses 
después,  habiéndose  aplicado  sin  duda  la  penitencia  con  alguna  mi- 
tigación al  P.  Rector  de  Zaragoza,  escribe  Vitelleschi:  «Aunque  la 
reprensión  y  penitencia  que  se  dio  al  P.  Martín  Pérez  por  las  idas 


(1)  Tolctana.  Epist.  Gen.,  1628-1634.  A  Pacheco,  15  Febrero  1631. 

(2)  Aragonia.  Epist.  Gen.,  1625-1637.  A  Crispín  López,  1.°  Mayo  1 


58  I-IR-    I- — I-AS    CUATRO    rEOVIXCIAS    DE    ESPAÁA,    1015-1052 

a  los  torneos  y  por  algunas  otras  faltas,  fué  más  blanda  de  lo  que 
merecía,  con  todo  eso  paso  por  lo  hecho,  sin  que  se  le  añada  más 
penitencia»  (1). 

Entre  estas  faltas  podemos  contar  la  extraña  ambición  que  sen- 
tía uno  u  otro  Padre  de  ser  calificador  del  Santo  Oficio  de  la  Inqui- 
sición. Este  defecto  de  la  ambición,  que  siempre  vive  y  arde  dentro 
del  corazón  humano,  ejercitábase  entonces  en  estos  oficios  que  ya  no 
existen,  y  en  forma  que  ahora  nos  sorprende.  Lo  mismo  se  diga  do 
cierto  defecto  que  tenía  visos  de  ridículo,  y  apareció  por  los  años 
de  1625  en  varios  Padres  de  la  provincia  de  Castilla.  Empezóse  a 
difundir  entre  estos  hombres  la  idea  de  que  para  acreditar  nuestros 
estudios  a  los  ojos  del  pueblo,  convenía  que  nuestros  maestros  de 
filosofía  y  teología  se  graduasen  de  doctores  en  la  Universidad  de 
Salamanca.  En  la  Congregación  provincial  presentó  el  P.  Pimentol 
un  memorial  proponiendo  este  arbitrio  y  defendiéndole  con  muchas 
razones.  Hizo  bastante  impresión  en  varios  de  los  Padres  congrega- 
dos, pero  el  P.  Montemayor,  antiguo  Provincial  de  Castilhi,  escribió 
otro  en  contra,  y  gracias  a  Dios  desvaneció  las  razones  contrarias,  y 
resolvieron  los  Padres  que  se  desechase  ese  medio  de  graduarse  do 
doctores  en  Salamanca,  como  nacido  de  afecto  desordenado  y  ambi- 
cioso, y  no  del  deseo  de  la  mayor  gloria  de  Dios  (2). 

Por  último,  no  estará  de  más  advertir  que  entonces  se  reproba- 
ron como  faltas  ciertas  acciones  que  ahora  no  llaman  la  atención, 
porque  el  progreso  material  de  la  vida  moderna  ha  hecho  comunes 
y  ordinarias  ciertas  cosas  que  entonces  parecían  reservadas  a  los 
ricos.  Tales  eran,  por  ejemplo,  el  tener  vidrieras  en  las  ventanas,  el 
usar  calzoncillos,  el  tomar  chocolate.  Lo  primero  lo  reprendía  el 
P.  Vitelleschi  como  lujo,  lo  segundo  y  tercero  como  regalo  (8).  Hasta 
vemos  reprobada  y  reprendida  una  cosa  que  ahora  está  mandada  por 
nuestros  Superiores.  Nuestro  difunto  P.  General,  Francisco  Javier 
Wernz,  al  precisar  las  cosas  que  debe  haber  en  nuestras  casas  para 
el  servicio  de  la  comunidad  y  buen  gobierno  de  la  Compañía,  anota 
que  haya  bañeras  para  la  limpieza  e  higiene.  Pues  en  1624,  habién- 


(1)  Ibid.  Al  misino,  22  Setiembre  1030. 

(2)  Hispania.  Histórica,  Varia,  rí.'li.M.onienváyoY  al  P.  Asistente.  Salamanca,  7  Ju- 
nio 1625. 

(3)  El  progreso  moderno  ha  vulgarizado  hasta  en  la  gente  pobre  el  uso  de  ciertas 
cosas  que  entonces  sólo  alcanzaban  los  ricos.  Tal  es  el  uso  de  las  vidrieras  en  las  ven- 
tanas. Entonces  las  familias  modestas  empleaban  papel  encerado  en  vez  de  vidrios.  El 
P.  Vitelleschi  encarga  al  P.  La  Palma  considerar  si  no  será  másconlorino  a  la  santa 
pobreza  usar  esto  segundo.  Vid.  'I'olfífnna.  Epist.  den.  A  La  Palma,  Ki  Febrero  í^'I^k 


CAP.   III. — OBSERVANCIA   HEGULAR 


dose  puesto  una  bañera  en  la  casa  profesa  de  Madrid,  al  punto  el 
P.  Vitelleschi  mandó  retirar  aquel  objeto,  mirándolo  como  un  re- 
galo innecesario  (1). 

4.  Fuera  de  estas  faltas,  más  o  menos  peligrosas  para  la  vida  de 
una  religión,  pero  ciertamente  veniales  en  el  orden  moral,  ocurrían 
de  vez  en  cuando,  acá  y  acullá,  graves  caídas,  sobre  todo  en  pecados 
de  incontinencia.  Cuando  sobrevenía  esta  desgracia,  al  punto  los  Su- 
periores aplicaban  enérgicas  penitencias,  las  cuales  solían  ser  ence- 
rrar por  de  pronto  al  delincuente,  imponerle  ayunos,  a  veces  de  pan 
y  agua,  rigurosas  disciplinas,  y  después  de  algún  tiempo  de  peniten- 
cia se  le  despedía  de  la  Compañía. 

Entre  estas  desgracias  graves,  las  que  se  hicieron  más  reparar  en 
este  tiempo  fueron  dos  casos  que  sucedieron,  uno  en  el  colegio  de 
Murcia,  y  otro  en  el  de  Alcalá;  ambos  acaecieron  en  el  mismo  año 
de  1634.  El  P.  Provincial,  Juan  de  Montalvo,  visitando  el  colegio  de 
Murcia,  descubrió  pecados  graves  en  nueve  jóvenes.  A  cuatro  los  ex- 
pulsó inmediatamente  de  la  Compañía,  y  a  los  otros  cinco  les  ence- 
rró hasta  que  el  P.  General  dispusiera  de  ellos,  porque  no  estaba  del 
todo  seguro  si  convenía  expulsar  a  todos  de  la  Compañía.  El  P.  Vi- 
telleschi, examinada  la  causa,  mandó  despedir  en  seguida  a  los  cin- 
co (2).  En  el  colegio  de  Alcalá  hubo  un  movimiento  sedicioso  de  al- 
gunos contra  la  obediencia,  y  también  se  descubrieron  en  los  mis- 
mos individuos  algunos  pecados  contra  la  castidad.  El  mismo  P.  Mon- 
talvo, entendida  la  culpa  de  todos  y  averiguado  el  número  de  los 
culpables,  determinó  expulsar  de  la  Compañía  a  12.  Temblaron 
algunos  Padres  ancianos  de  la  gran  nota  y  escándalo  que  podría  des- 
pertarse entre  los  seglares  si  llegaba  á  saberse  la  expulsión  de  un 
grupo  tan  considerable.  Acudióse  al  P.  General  para  la  final  resolu- 
ción, y  el  P.  Vitelleschi,  oídas  las  informaciones  que  el  P.  Provincial 
y  otro  Padre  le  mandaron,  aprobó  de  lleno  la  resolución  del  P.  Mon- 
talvo y  mandó  que  irremisiblemente  fueran  expulsados  de  la  Com- 
pañía los  12.  De  este  modo  se  borró  la  mancha,  gracias  a  Dios,  y 
entonces  como  siempre  ha  procurado  la  Compañía  que  si  se  cometen 
faltas  graves,  se  satisfagan  con  la  cumplida  penitencia  y  se  expulse 
de  la  religión  todo  germen  que  pueda  gravemente  corromperla. 
Entre  estos  desventurados  que  sucumbían  a  tentaciones  graves, 


(1)  Ihid.  A  La  Palma,  1.''  Julio  1624. 

(2)  Toletana.  Epist.  Gen.,  1634-1638.  A  Montalvo,  1."  Julio  1634.  Pueden  consultarse 
además  las  cartas  dirigidas  al  mismo  Provincial  en  los  meses  siguientes. 


60  I.TR.    I. — LAS   CUATTíO   rROVIXCIAS   DE   ESPAÑA,    lG15-lGr>2 

ocurría  algunas  veces  el  caso,  que  ya  supondrá  el  lector,  de  tomar  la 
fuga  para  evitar  la  penitencia,  o,  simplemente,  para  lanzarse  a  la  li- 
bertad pecaminosa  del  siglo.  En  tiempo  del  P,  Vitelleschi  hemos 
contado  siete  casos  de  fuga  en  la  provincia  de  Aragón,  ocho  en  la  de 
Toledo,  cinco  o  seis  en  la  de  Andalucía,  y  los  mismos,  poco  más  o 
menos,  en  la  de  Castilla  (1).  La  mayoría  de  estos  fugitivos  fué  reco- 
gida y  encerrada  en  prisión,  aunque,  en  algunos  casos,  por  las  cir- 
cunstancias de  la  persona  y  la  serie  de  los  sucesos  precedentes,  se 
juzgó  mejor  enviarles  prontamente  las  dimisorias.  No  es  menester 
nombrar  a  ninguno  de  estos  desventurados,  cuyas  personas  son  ente- 
ramente desconocidas  y  sólo  se  mencionan  cuando  en  las  cartas 
aparece  la  noticia  de  su  pecado.  Quédense  en  el  olvido  que  me- 
recen. 

Debemos,  no  obstante,  hacer  una  excepción  con  el  P.  Antonio 
de  Lerma,  de  la  provincia  de  Castilla,  cuya  causa  tuvo  cierta  reso- 
nancia entre  los  seglares  y  ha  dejado  algún  recuerdo  en  pos  de  sí  en 
letras  de  molde.  Enseñaba  este  Padre  Teología  en  el  colegio  de  Sa- 
lamanca, y  por  los  años  de  1630  juzgaron  los  Superiores  que  no  de- 
bía continuar  en  aquel  colegio  por  la  inquietud  de  carácter  que  mos- 
traba y  por  las  ideas  extravagantes,  que  podían  extraviar  a  los  mu- 
chos jóvenes  religiosos  que  se  educaban  en  aquel  célebre  estableci- 
miento. Retiráronle,  pues,  de  la  cátedra  y  le  mandaron  ir  a  Burgos. 
Indignóse  bravamente  el  P.  Lerma,  y  escribió  al  P.  General  queján- 
dose de  que  los  Superiores  le  habían  quitado  la  honra,  destituyéndole 
de  aquella  cátedra,  que  por  entonces  se  miraba  como  indicio  de  in- 
genio y  sabiduría.  No  conservamos  las  cartas  que  dirigió  al  P.  Gene- 
ral, pero  sí  las  respuestas  de  éste,  por  las  cuales  entendemos  que  el 
P.  Lerma  escribió  bastante  a  menudo  a  Roma  y  desahogaba  sus 
amarguras  con  el  P.  Vitelleschi.  Procuró  Su  Paternidad  apaciguar  la 
inquietud  de  su  subdito;  exhortóle  a  la  santa  obediencia,  poniéndole 
delante  las  sólidas  razones  que  deben  mover  a  todo  religioso  para 
cumplir  con  su  deber  y  contentarse  con  la  ocupación  en  que  le  co- 
locan los  Superiores.  Serenóse  el  P.  Lerma  y  procedió  algún  tiempo 
con  regularidad  y  observancia,  pero  pronto  se  empezó  a  inquietar  y 
volvió  a  su  tema  de  que  le  debían  restituir  su  honra,  es  decir^  la 
cátedra  de  Salamanca.  Tornó  a  escribir  a  Roma  y  tornó  el  P.  General 


(1)  Decimos  poco  más  o  menos,  porque  como  de  estas  culpas  graves  se  habla  en  tér- 
minos generales  y  algo  velados,  indicando  el  caso  de  fulano,  la  desgracia  de  zutano,  etc. 
algunas  veces  no  aparece  claro  si  se  trata  de  fuga  o  de  algún  pecado  de  inconti- 
nencia. 


CAP.    111. — OBSERVANCIA    KEGrLAR  61 

a  repetir  sus  exhortaciones  y  saludables  consejos.  De  este  modo  se 
pasaron  dos  años  en  continuas  oscilaciones  de  quietud  y  turbación, 
de  obediencia  y  de  rebeldía. 

A  fines  de  1632  cometió  el  desventurado  una  falta  muy  grave  que 
empeoró  de  tal  modo  su  causa,  que  casi  todos  desesperaron  de  ha- 
llarle remedio.  Imprimió  furtivamente  un  prolijo  memorial  diri- 
gido al  P.  Mucio  Vitelleschi,  en  el  que  se  quejaba  de  las  persecucio- 
nes que  padecía  de  los  Superiores  de  Castilla;  copiaba  muchos  frag- 
mentos de  las  cartas  del  mismo  P.  Vitelleschi,  y  se  empeñaba  en  de- 
fender su  propia  causa  y  obtener  lo  que  él  juzgaba  restitución  de  su 
perdido  honor  (1).  El  memorial  era  tan  escandaloso,  que  al  instante 
fué  recogido  por  la  Inquisición.  El  P.  Provincial  de  Castilla  encerró  al 
P.  Lerma  y  le  impuso  otras  penitencias  por  esta  falta.  Informaron  al 
P.  Vitelleschi  de  lo  que  pasaba  los  Superiores  de  Castilla,  y  el  mismo 
P.  Lerma  escribió,  como  solía,  al  P.  General  disculpándose  o,  por  me- 
jor decir,  dando  razón  del  medio  imprudente  que  había  tomado  para 
defenderse.  El  P.  General  le  contestó  en  estos  términos  el  24  de  Fe- 
frero  de  1633:  «¿Es  posible  que  para  informarme  a  mí  de  la  poca  jus- 
ticia que  se  guardaba  con  V.  R.  había  de  tomar  un  medio  tan  escan- 
daloso, como  es  el  memorial  que  ha  hecho  imprimir?  El  cual  tendrá 
lo  que  V.  R.  quisiere  haber  puesto  en  él,  añadiendo  o  quitando  de 
las  cartas  que  le  escriben  lo  que  hace  a  su  propósito.  ¡Buen  ruido 
habrá  causado  con  esta  acción  tan  inconsiderada  en  muchas  partes 
de  esos  reinos  de  Castilla!  Y  pues  el  Tribunal  de  la  Santa  Inquisición 
ha  metido  la  mano  para  prohibirle,  recogiéndole,  bien  verá  V.  R.  cuan 
desastroso  y  perjudicial  es.  ¿Con  qué  licencia  de  Superior  se  ejecutó 
esto?  ¿Qué  aprobaciones  y  censuras  de  este  memorial  precedieron? 
¿Después  de  haber  hecho  tan  gran  desacierto  y  tratado  por  dos  o  tres 
veces  de  fuga,  le  parece  que  le  hacen  agravio  en  recogerle?  El 
P.  Provincial  ha  hecho  muy  bien.  V.  R.  vuelva  sobre  sí  y  llore  y 
haga  penitencia»  (2). 

Efectivamente,  el  P.  Lerma  hubo  de  estar  encerrado  en  la  prisión 
a  que  le  condenó  el  P.  Provincial  de  Castilla,  durante  algunos  meses. 
Parece  que  reconoció  su  culpa  y  mostró  arrepentimiento  y  sincero 
dolor.  Por  otra  parte,  como  su  salud  no  era  muy  fuerte  y  empeoraba 
en  su  reclusión,  el  mismo  P.  Vitelleschi,  cinco  meses  después,  mandó 


(1)  Consérvase  un  ejemplar  de  este  memorial  en  la  Academia  de  la  Historia,  Pape- 
les de  jesuítas,  t.  XCI. 

(2)  Castellana.  Ejpist.  Gen.,  1G30-1637.  A  Lerma,  24  Febrero  1633. 


(;2  Lin.    I. — LAS    CUATEO   rROVINCIAS   DE   ESPAÑA,   1615-1652 

levantarle  esta  pena  y  procuró  consolarle  y  animarle  a  perseverar 
en  la  observancia  de  sus  reglas  (1).  Sin  embargo,  la  enmienda  no  fué 
durable.  Volvió  a  inquietarse  el  P.  Lerma  y  a  querer  llevar  su  causa 
al  Nuncio,  como  era  bastante  ordinario  en  aquellos  revoltosos,  que  se 
quejaban  del  juicio  y  procedimientos  de  los  Superiores  domésticos. 
En  1634  fué  trasladado  a  la  provincia  de  Toledo,  y  al  poco  tiempo 
de  estar  allá,  mientras  se  discurría  sobre  el  modo  de  hacerle  entrar 
en  vereda,  de  repente  desapareció  un  día  de  nuestras  casas  (2).  El 
P.  Montalvo  escribió  al  P.  Provincial  de  Castilla,  significándole  que, 
atendida  la  condición  del  P.  Lerma,  su  continua  y  reconocida  in- 
constancia, los  gravísimos  disgustos  que  había  dado  hasta  entonces 
y  el  estado  en  que  se  hallaba  su  causa,  sería  lo  mejor  darle  simple- 
mente las  dimisorias  y  librar  así  a  la  Compañía  de  un  sujeto  tan  pe- 
ligroso. El  Provincial  de  Castilla,  Alonso  del  Caño,  aceptó  este  con- 
sejo del  Provincial  de  Toledo,  y  en  el  mes  de  Octubre  de  1634  dio 
las  dimisorias  al  P.  Lerma.  Informado  el  P.  Vitelleschi  de  todo  lo 
que  había  precedido,  dio  por  bueno  lo  ejecutado  por  el  Provincial 
de  Castilla  (3).  Desde  fines  de  1634  desaparece  de  nuestros  documen- 
tos el  P.  Antonio  de  Lerma,  quien  tomó  el  hábito  de  los  trinitarios, 
de  los  cuales  pasó  después  a  los  basilios  (4). 

5.  Más  grave  pesadumbre  causó  a  la  Compañía  otro  sujeto,  cuya 
inquietud  fué  ocasión  de  que  se  declarara  un  punto  importante  de 
nuestro  santo  Instituto.  Vivía  en  el  colegio  de  Valladolid  el  P.  Este- 
ban de  Peralta  y  Mauleón,  que  había  nacido  en  Logroño  el  año  1589. 
Habiendo  sentido  vocación  a  la  Compañía^  fué  admitido  en  ella  vein- 
tiséis días  antes  de  cumplir  los  quince  años,  en  1604.  Recorrido  el 
noviciado  sin  ningún  tropiezo,  le  fueron  concedidos  los  votos  del 
bienio,  y  los  hizo  veintiséis  días  antes  de  cumplir  los  diez  y  siete 
años  de  su  edad.  Era  hombre  de  agudo  ingenio,  de  bastante  doctrina 
y  de  carácter  animoso  y  emprendedor.  Terminada  la  carrera  de  sus 
estudios,  le  pusieron  a  ensoñar  teología  en  el  colegio  de  Valladolid, 
y  al  poco  tiempo  se  juzgó  necesario  retirarle  de  aquel  puesto  por  la 
inquietud  de  carácter  y  la  poca  observancia  que  mostró,  aunque 
todos  reconocían  la  excelencia  do  su  ingenio.  Era  el  año  1624,  y  ape- 


(1)  Ibkh  Al  mismo,  28  Julio  1633. 

(2)  Jbicl.  A  Caño,  20  Octubre  1G34. 

(3)  Ibid.  A  Caño,  20  Diciembre  1634. 

(4)  Véase  en  el  Memorial  histórico  egpañol,  t.  XIV,  pág.  94,  la  carta,  del  P.  Vílches 
(12  Setiembre  1634),  y  en  la  pág.  335  la  del  P.  Juan  Chacón  (24  Noviembre  1635),  por 
las  cuales  constan  estas  dos  mudanzas  suyas. 


CAP.    III. — OBSERVANCIA    REGUI-AK  63 

ñas  los  Superiores  le  anunciaron  la  mudanza  de  destino,  el  P.  Pe- 
ralta empezó  a  afligirse  desmedidamente  y  a  buscar  entre  los  segla- 
res el  consuelo  que  no  hallaba  en  la  religión. 

Después  de  varias  intrigas  que  sería  prolijo  referir,  el  revoltoso, 
a  fines  de  este  año  1624  y  principios  del  siguiente,  redactó  un  pro- 
lijo memorial  de  ocho  páginas  en  folio,  tratando  de  probar  que  él 
no  era  de  la  Compañía.  Alegaba  que  había  sido  admitido  por  el 
P.  Alonso  Ferrer,  Provincial  de  Castilla,  antes  de  que  hubiera  cum- 
plido los  quince  años;  que  había  hecho  los  votos  del  bienio  antes  de 
cumplir  los  diez  y  siete,  y,  por  consiguiente,  aquellos  votos  eran 
nulos.  Siendo  inválido  este  acto  fundamental,  discurría  él  que  tam- 
bién había  sido  inválida  la  profesión  solemne  que  había  hecho  a  su 
tiempo.  Firmó  este  memorial  el  23  de  Enero  de  1625,  y  ocho  días 
después,  el  81,  dirigió  una  carta  al  P,  General,  pidiéndole  facultad 
para  pasar  a  otra  Orden  religiosa.  Las  razones,  decía  que  no  se  atre- 
vía a  fiarlas  al  papel.  Los  Superiores  de  la  Compañía  procuraron 
responder  a  los  sofismas  de  Peralta.  Sobre  todo,  el  P.  Juan  de  Mon- 
temayor,  antiguo  Provincial  de  Castilla,  tomó  muy  de  asiento  el  des- 
vanecer las  cavilaciones  del  revoltoso.  Redactó  un  memorial,  demos- 
trando que  la  validez  de  la  profesión  solemne  no  dependía  de  la 
validez  de  los  votos  del  bienio.  Además,  si  éstos  hubieran  sido  invá- 
lidos la  primera  vez  que  se  hicieron,  por  falta  de  edad,  ese  defecto 
había  sido  subsanado  en  las  siguientes  renovaciones  que  por  tantos 
años  había  repetido  ol  P.  Peralta  (1). 

No  juzgamos  necesario  explicar  más  por  menudo  el  enojoso 
pleito  que  durante  dos  años  sostuvieron  los  Superiores  con  este  sub- 
dito rebelde.  Bástenos  saber  que,  por  fin,  el  año  1626  pidió  Peralta 
al  P.  General  licencia  para  pasar  a  la  religión  de  los  bernardos.  El 
P.  Vitelleschi  no  tuvo  dificultad  en  concedérsela,  pero  deseando 
dejar  a  salvo  el  derecho  de  la  Compañía,  y  demostrar  que  habían 
sido  válidos  los  votos  simples  y  la  profesión  del  P.  Peralta,  mandó 
las  dimisorias  de  éste  al  P.  Diego  de  Sosa,  Provincial  de  Castilla,  en- 
cargándole lo  que  debía  hacer  con  su  subdito.  Antes  de  entregárse- 
las, debía  presentarle  una  fórmula  de  declaración  y  retractación, obli- 
gándole a  firmarla.  He  aquí  los  términos  en  que  estaba  redactada: 
«Digo  yo,  Esteban  de  Peralta,  religioso  profeso  de  la  Compañía  de 


(1)  Aragonia,  28  Varía.  En  este  tomo  pueden  versa  dos  cuadernos  del  P.  Mo'ntema- 
yoi-  discutiendo  el  caso  del  P.  Peralta.  En  el  primero  se  trata  el  caso  en  términos  ge- 
nerales. El  segundo  lleva  este  título:  Respuesta  del  P.  Juan  de  Montemayor  a  un  memo- 
rial que  le  envia  el  P.  Esteban  de  Peralta,  fundando  su  justicia. 


64  1.115.    I. — LAS    CUATIÍO    riíOVIXCIAS    DE   ESPAÑA,    1015-1652 

Jesús,  que  habiendo  pretendido  nulidad  de  los  votos  que  hice  a  los 
dos  años  y  de  la  profesión  de  cuatro  votos,  por  haber  sido  recibido 
en  la  Compañía  veintiséis  días  antes  de  haber  cumplido  quince  años 
de  edad  y  haber  hecho  los  dichos  votos  de  los  dos  años  otros  vein- 
tiséis días  antes  de  cumplir  diez  y  siete  años,  y  habiendo  puesto 
pleito  sobre  esto,  libre  y  voluntariamente  me  aparto  y  desisto  de  él, 
y  declaro  y  confieso  que  los  dichos  votos  y  profesión  son  válidos,  y 
consiguientemente  yo  soy  verdadero  religioso  jDrofeso  de  la  Com- 
pañía, y  como  tal  he  acudido  a  nuestro  Padre  Mucio  Vitelleschi,  Pre- 
pósito general  de  la  misma  Compañía,  a  proponerle  las  causas  que 
tengo  para  que  Su  Paternidad  me  dé  licencia  para  pasarme  a  la  reli- 
gión de  San  Bernardo  de  la  Observancia;  y  Su  Paternidad  me  la  da 
para  la  dicha  religión  de  San  Bernardo  de  la  Observancia  y  no  para 
la  de  los  claustrales,  y  yo  la  acepto  en  esta  forma,  y  negociaré  y  efec- 
tuaré el  dicho  tránsito  dentro  del  tiempo  que  me  señale  el  P.  Diego 
de  Sosa,  Provincial  de  la  Provincia  de  Castilla,  y  me  obligo  a  que  si 
no  hiciere  profesión  en  la  dicha  religión  de  San  Bernardo  de  la  Ob- 
servancia, me  volveré  a  la  Compañía  como  verdadero  religioso  de 
ella»  (1).  Habiendo  firmado  el  P.  Peralta  esta  fórmula,  recibió  las 
dimisorias  de  mano  del  P.  Diego  de  Sosa,  y  pasó  a  la  religión  de  San 
Bernardo,  como  se  le  había  permitido. 

Con  esta  ocasión,  el  P.  Vitelleschi  juzgó  necesario  declarar  de 
oficio  un  punto  de  nuestro  Instituto  que  ya  había  sido  indicado  por 
el  P.  Aquaviva,  y  es  que  «por  la  renovación  de  los  votos  se  suple 
cualquier  defecto  que  hubiesen  tenido  los  primeros  o  por  falta  de 
edad  o  de  intención,  y  a  lo  que  contra  esto  oponen  de  que  las  cons- 
tituciones declaran  que  por  la  renovación  no  se  pone  nueva  obliga- 
ción, se  responde  que  es  verdad,  cuando  la  pusieron  los  primeros 
votos,  pero  no  cuando  no  la  pusieron,  por  algún  impedimento  que 
está  ya  quitado,  cual  es  la  falta  de  edad»  (2).  Esta  declaración  del 
P.  Vitelleschi  fué  confirmada  veinte  años  después  y  expresada  toda- 
vía en  términos  más  precisos  por  la  VIII  Congregación  general  (3). 


(1)  Castellana.  Epist.  Gen.  A  Sosa,  25  Febrero  1626. 

(2)  Ibid.  A  Sosa,  22  Octubre  1625. 

(3)  Véase  su  decreto  22,  cuyo  tenor  es  el  siguiente:  «Oblata  occasione  cuiusdam  pro- 
vinciae  de  vi  renovationis  votorum  ad  primam  eorumdem  nuncupationem  conflrman- 
dam:  Visum  est  Congregationi,  flrmitatem  votorum,  quae  in  Societate  post  biennium 
novitiatus  eniittuntur,  et  veritatem  religiosi  status  nostrorum  scholarlum,  non  esso 
sub  discrimine  opinionum,  quautumlibet  probabilium,  relinquendam.  Atque  adeo, 
quod  olim  Patres  nostri  piae  memoriae  Claudius  et  Mutius  declararunt:  vitia,  quao 
forte  contigerint  in  prima  nuncupatione  votorum,  ob  defectus  actatis,  biennii,  alios- 


CAÍ'.   III. — ORSIlRVAXCIA   regulak  G5 

Para  terminar  debemos  decir  que  ocho  años  después  el  P.  Este- 
ban de  Peralta,  hallándose  en  grave  peligro  de  muerte  y  deseando 
recibir  el  santo  Viático,  hizo  una  declaración  y  retractación  devota 
delante  de  numerosas  personas,  para  satisfacer  en  cuanto  pudiese  a 
las  injurias  que  había  escrito  y  publicado  contra  la  Compañía  y  a  los 
yerros  que  había  cometido  en  la  prosecución  de  su  causa.  El  P.  Vil- 
ches,  escribiendo  desde  Madrid  el  11  de  Diciembre  de  1634  al  P.  Ra- 
fael Pereira,  cuenta  la  escena  que  ocurrió:  «El  monje  bernardo  Pe- 
ralta, que  fué  antes  de  la  Compañía,  escribió  un  papel  al  P.  Diego 
Fajardo  en  que  se  retractaba  de  cuanto  había  dicho  contra  la  Compa- 
ñía, y  cuando  le  dieron  el  Viático,  tuvo  traza  para  que  asistiesen  mu- 
chos doctores  de  la  Universidad  y  dijo  estas  palabras:  Para  descargo 
de  mi  conciencia  digo  que  yo  salí  de  la  Compañía,  por  no  tener  vir- 
tud para  llevar  tanta  santidad  como  en  ella  se  profesa,  porque  es 


que  similes,  eessantibus  eiusmodi  defectibus,  qualibet  consueta  renovatioue  votorum 
emendari,  praesenti  decreto  coustituit.  Declaraus,  quod  iu  Coustitutiouibus  dicitur 
Renovare  vota,  nonesse  obligatioiie  iioua  se  obstringere;  sed  eiiis,  qiia  obstricti  sititt  recovdari; 
intelligendum  esse  (ut  hacteuus  intellectum  est)  quando  renovatio  prioiñ  supervenit 
obligationi;  non  vero  quando  nullaní  invenit  obligatiouem.  Et  hoc  ipsum  in  regulis 
Magistri  novitiorum  exprimendum:  et  ab  eodem  Magistro  aperte  explicandum  novi- 
tiis,  cuín  vota  post  blenuium  debent  emittere:  ut  intelligant,  renovationes  votorum,  a 
se  deinceps  de  more  Societatis  faciendas,  habcre  vim  primae  nuncupationis,  si  forte, 
ex  praedictis  defectibus,  piúma  vota  vim  suam  non  obtinuerint.» 

Juzgamos  oportuno  añadir  la  explicación  doctrinal  de  este  punto,  que  nos  suminis- 
tra el  R.  P.  Eduardo  Fine,  Vicario  general  que  ha  sido  de  la  Compañía  y  actual  Asis- 
tente de  Francia.  En  su  obra  Inris  regularis  tmn  commmiis  tiim  partictilaris  qiio  regitur 
Societus  lesa  declaratio,  pág.  180,  discutiendo  la  cuestión  Aii  professio  inualida  revalidetiir 
renovatioue  votorum,  dice  así:  «Si  professio  prius  emissa  fiiit  invalida  ex  defectu  con- 
sensus,  sane  novus  et  liber  consensus  dari  debet;  et  proinde  si  renovatio  imperata 
fieret  eodem  animo  et  consensu  quo  prior  professio,  eam  non  revalidabit;  addi  etiam 
potest,  quod  ubi  prior  consensus  fuit  coactus,  etiam  timeri  potest  ne  in  renovatioue 
imperata  consensus  coactus  etiam  detur.  Sed  si  professio  prior  invalida  fuit  ex  alia 
causa,  quae  cessaverit,  v.  g.  ex  defectu  aetatis  aut  integri  novitiatus,  et  consensus 
prius  datus  cum  plenissima  libértate,  eadem  libértate  in  renovatione,  quamvis  ex  re- 
gula flat,  renovetur  et  acceptetur,  non  videtur  cur  renovatio  professionem  non  re- 
validaret. 

»Hoc  saltem  cum  Fiat  dicendum  est:  si  tum  Religio,  tum  renovans  hauc  habeant  in- 
tentionem  ut,  si  prima  professio  fuit  ex  aliqua  causa  invalida,  renovatio  vim  primae 
nuncupationis  habeat,  tum  certo  per  eam  rivalidari  professionem.  Et  hoc  est  quod 
flt  in  Societate,  ubi  quotannis  publice  supra  mensam  legitur  decretum  22  Cong.  VIII, 
quo  statuitur  renovationem  votorum  habere  vim  primae  nuncupationis,  si  forte  prior 
votorum  cmissio,  propter  causam  iam  non  amplius  existentem,  nuUa  fuerit.  Fosita 
enim  hac  lege,  certus  habetur  consensus  Religionis  et  renovantis.» 

Las  palabras  de  San  Ignacio,  cuando  dice  que  renovar  los  votos  no  es  tomar  nueva 
obligación  (Const.,  F.  V,  c.  4,  n.  6),  que  dieron  pie  a  las  dificultades  contraria?,  tienen 
fácil  explicación.  El  Santo  suponía,  como  es  natural,  que  la  primera  emisión  de  los 
votos  había  sido  bien  hecha  y  según  la  ley.  Al  escribir,  pues,  que  en  la  renovación  no 
se  toma  obligación  nueva,  entendía  con  este  adjetivo  mieua  una  obligación  distinta  de 
la  que  se  contrae  en  la  emisión  bien  hecha  de  los  votos. 


06  LIB.    I. — LAS   CUATRO   rr.OVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1G15-1G52 

una  religión  santísima,  santísima,  santísima.  Dos  apologías  escribí 
contra  ella  que  justamente  las  ha  recogido  la  Inquisición,  por  ser 
cuanto  en  ellas  decía  mentira,  y  siempre  que  hablé  contra  ella  hablé 
como  mentiroso,  y  así  me  desdigo  de  todo»  (1). 

6.  Puesto  que  tratamos  de  la  observancia  de  nuestro  Instituto,  no 
será  inoportuno  añadir  lo  que  en  tiempo  del  P.  Vitelleschi  se  hizo 
acerca  del  célebre  libro  del  P.  Mariana,  sobre  las  enfermedades 
de  la  Compañía,  que  tanto  ha  dado  que  hablar  en  los  tiempos  mo- 
dernos. Como  ya  declaramos  en  otra  parte  (2),  este  libro  fué  escrito 
en  1605, y  cuatro  años  después  secuestrado  por  la  autoridad  judicial, 
cuando  Mariana  fué  procesado  por  el  otro  libro  que  publicó,  J9c  Mu- 
üftionc  Monetac.  Debieron  hacer  los  Nuestros  algunas  diligencias, se- 
gún la  orden  del  P.  Aquaviva,  para  recobrar  el  libro  secuestrado, 
pero  o  no  lo  consiguieron,  o  si  se  les  devolvió  el  manuscrito,  ya 
para  entonces  los  enemigos  de  la  Compañía  tenían  sacadas  copias 
de  él. 

Lo  que  ciertamente  sabemos  es  que  en  los  primeros  años  del 
P.  Vitelleschi  empezó  a  difundirse  el  rumor  de  que  andaba  en  ma- 
nos de  frailes  un  memorial  del  P.  Mariana  contra  el  Instituto  de  la 
Compañía.  En  la  provincia  de  Castilla  tuvo  noticia  de  esta  especie 
el  P.  Juan  de  Montemayor  el  año  1619.  Llegó  a  sus  oídos  por  un  es- 
crito injurioso  a  la  Compañía  que  se  divulgó  en  la  Universidad  de 
Salamanca,  y  al  cual  le  pareció  necesario  responder.  He  aquí  lo  que 
leemos  en  esta  respuesta  del  P,  Montemayor:  «La  segunda  cosa  que 
han  divulgado  (los  de  Salamanca)  es  que  la  Compañía  en  los  estu- 
dios que  tiene  de  latinidad  aprovecha  poco  a  los  estudiantes  en  lo 
que  toca  a  esta  facultad,  y  para  comprobar  esto,  alegaron  lo  primero, 
que  así  lo  dice  un  memorial  que  anda  en  manos  de  algunos  frailes 
en  nombre  del  P.  Mariana...  A  la  primera  prueba  u  objeción  se  res- 
ponde, que  aquel  memorial  de  la  Corte, que  comúnmente  anda  en  ma- 
nos de  algunos  religiosos,  no  es  del  P.Mariana,  sino  de  algunos  enemi- 
gos de  la  Compañía,  los  cuales,  con  poco  temor  de  Dios  le  han  di- 
vulgado y  han  puesto  en  él  mil  falsedades,  de  las  cuales  una  es  la 
que  se  contiene  en  esta  objeción,  de  lo  cual  se  queja  con  grande 
sentimiento  el  mismo  Mariana.  Contiene  también  casi  todas  las  co- 
sas que  los  conturbantes  y  expulsos  de  la  Compañía  han  dicho  con- 


(1)  Esta  carta  del  P.  Vilchos  está  publicaila  en  el  Memorial  histórico  español,  t.  XIII, 
página  íl'á. 

(2)  Véase  el  tomo  III,  pág.  559. 


CAP.    III. — OCSEI!VA>"CIA    KEGULAR  67 

tra  ella,  las  cuales  todas  con  autoridad  apostólica  están  condenadas 
por  la  Santidad  de  Gregorio  XIV  en  una  bula  que  promulgó  el  28 
de  Junio  de  1592,  que  comienza:  Ecclesiae  catholicac,  donde  también 
con  la  mesma  autoridad  condena  a  los  que  impugnaren  cualquier 
cosa  de  la  Compañía.  Y  no  es  de  creer  que  un  hombre  como  el 
P.  Mariana  ignorase  que  las  cosas  que  contiene  aquel  memorial  es- 
tán condenadas  por  la  Santidad  de  Gregorio  XIV»  (1). 

En  estas  palabras  del  P.  Montema3'or  apunta  la  idea  que  luego 
se  difundió  entre  los  jesuítas  españoles,  de  que  no  era  de  Mariana 
aquel  opúsculo,  o,  que,  por  lo  menos,  lo  habían  adulterado  grave- 
mente los  enemigos  de  la  Compañía.  Mejor  informado  que  Monte- 
mayor  debía  estar  el  P.  Vitelleschi,  desde  los  tiempos  de  Aquaviva, 
y  sin  duda  estaba  convencido  de  que  la  obra  era  de  Mariana.  Reci- 
biendo ahora  nuevos  avisos  de  diversas  partes  acerca  del  mucho 
daño  que  estaba  haciendo  aquel  libro,  y  discurriendo  sobre  el  medio 
que  se  podría  tomar  para  reparar  el  descrédito  de  la  Compañía,  es- 
cogió un  arbitrio  que  no  hubiera  sido  del  todo  inútil,  si  se  hubiera 
ejecutado.  El  4  de  Octubre  de  1G21  escribió  al  mismo  Mariana  la  si- 
guiente carta:  «Por  varias  vías  he  sabido  lo  mucho  que  se  van  pu- 
blicando los  escritos  de  V.  R.  acerca  de  nuestro  Instituto,  y  el  grande 
daño  que  de  ello  se  sigue  a  la  Compañía,  y  así,  para  cumplir  con  mi 
obligación  y  que  V.  R.  cumpla  también  con  la  suya,  me  ha  parecido 
avisarle,  como  lo  hago,  que  dé  traza,  cómo  se  repare  este  daño  y  se 
atajen  los  inconvenientes  que  cada  día  van  resultando.  Lo  cual  se 
podría  hacer,  declarando  V.  R.  de  modo  que  hiciese  fe,  que  lo  que 
escribió,  no  lo  dijo  como  quien  tenía  y  defendía  aquello  por  verdad, 
sino  como  quien  dudaba  y  deseaba  representar  a  la  Congregación 
general  sus  dificultades,  para  que  las  declarase,  y  en  esta  forma  o  en 
otra  equivalente,  por  lo  menos  juzgo  que  estáV.R.  obligado  a  volver 
por  el  honor  y  crédito  de  la  Compañía  y  por  la  perfección  de  su  Ins- 
tituto. Y  confío  de  su  mucha  religión  que  no  permitirá  que  padezca 
por  su  causa  su  buena  madre,  sino  que  hará  lo  que  con  tanto  amor  y 
caridad  le  pido»  (2).  No  sabemos  que  esta  carta  produjese  el  resul- 
tado apetecido.  Hallábase  entonces  Mariana  en  los  ochenta  y  cinco 
años,  y  esta  edad  no  es  la  más  a  propósito  i)ara  cambiar  de  ideas.  No 


(1)  Memorial  en  ¡lue  se  satisface  a  algún  as  cosas  que  en  ehta  Unioersidud  de  ¿jalainaitca 
se  han  diclio  contra  la  Compauiu.  Véase  a  Uriarte,  Catálogo  razonctdo  de  los  Anónimos  y  -b'ctt- 
dónimosy  t  I,  n.  1281. 

(2)  Toletaiia.  Epist.  Gen.  A  Mariana,  4  Octubre  1621. 


68  LI13.    I. — LAS    CUATRO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-lGü2 

tenemos  indicio  alguno  de  que  Mariana  hiciese  algo  por  efecto  de  la 
carta  del  P.  General. 

Poco  después  tuvo  noticia  el  P.  Vitelleschi  de  que  el  malhadado 
libro  había  atravesado  el  Atlántico,  y  por  medio  de  copias  se  había 
difundido  en  algunas  casas  de  América.  Para  remediar  este  daño,  es- 
cribió el  11  de  Julio  de  1622  al  P.  Florián  de  Ayerbe,  Provincial  de 
Nueva  Granada,  estas  graves  palabras:  «Mucho  me  dicen  que  han 
cundido  por  allá  unos  tratados  de  los  PP.  Juan  de  Mariana  y  Her- 
nando de  Mendoza  acerca  de  nuestro  Instituto.  V.  R.  haga  diligen- 
cias y  procure  recogerlos  todos  y  quemarlos,  que  pueden  ser  de  mu- 
cho daño»  (1).  Esta  misma  advertencia  vemos  repetida  después  en 
algunas  otras  cartas  del  P.  General. 

El  16  de  Febrero  de  1624  expiraba  en  Toledo  el  P.  Mariana,  Re- 
cibida la  noticia  de  su  muerte,  juzgó  necesario  el  P.  Vitelleschi  des- 
arraigar cuanto  pudiese  de  la  Compañía  las  ideas  torcidas  que  el  li- 
bro del  difunto  Padre  pudiera  engendrar  en  los  Nuestros.  Para  este 
fin  dirigió  una  carta-circular  a  todos  los  Provinciales  de  la  Asisten- 
cia de  España  el  29  de  Julio  del  mismo  año  1624.  «He  entendido, dice 
el  P.  General,  de  cuan  grave  daño  han  sido  y  son  unos  papeles  que 
escribió  el  P.  Juan  de  Mariana,  cuyo  argumento  son  las  faltas  que  a 
su  juicio  tenía  el  gobierno  de  la  Compañía.  Y  para  atajar  este  daño 
me  ha  parecido  que  es  necesario  poner  precepto  de  santa  obedien- 
cia, como  lo  pongo,  para  que  todos  los  de  esa  provincia  que  tuvie- 
ren los  dichos  papeles  o  copias  de  ellos,  los  exhiban  luego  a  su  in- 
mediato Superior,  el  cual  los  quemará  al  punto.  Y  debajo  del  mismo 
precepto  ordeno  que  ninguno  de  esa  provincia  lea  ni  tenga  en  ade- 
lante los  dichos  papeles.  V.R.  avise  de  todo  loque  queda  dicho  a  los  in- 
mediatos Superiores,  encargándoles  que  sin  ruido  intimen  a  sus  sub- 
ditos este  precepto,  y  ejecuten  puntualmente  el  quemar  los  papeles 
que  de  esto  tuvieren  ellos  o  sus  subditos  y  den  aviso  a  V.  R.  de  lo 
que  hallaren  o  hubieren  ejecutado»  (2). 

Con  esta  carta  se  atajaba  el  mal  dentro  de  la  Compañía;  pero 
deseando  impedirlo  también,  en  cuanto  fuera  posible,  entre  los 
seglares,  consultó  el  P.  General  al  P.  Luis  de  la  Palma  el  medio  que 
se  podría  tomar  para  conseguir  este  objeto.  Escribiendo  el  1.^  de 
Octubre  de  1624,  le  dice  estas  palabras:  «Ya  V.  R.  habrá  recibido  el 
orden  que  envié  y  se  ha  de  guardar  en  recoger  el  tratado  del  P.  Ma- 


(1)  Novi  Reuní.  Epist.  Gen.,  1608-1632.  A  Ayerbe,  11  Julio  1622. 

(2)  llhpnniü.  Episi.  commnncs  ud  Provinciales,  1602-1680.  Carta  del  29  de  Julio  1624. 


CAP.    III. — OBSERVANCIA   EEGULAIÍ  G9 

riana  que  anda  entre  algunos  de  los  Nuestros,  y  me  holgara  harto  de 
que  se  hallase  traza  para  remediar  el  daño  que  hacen  las  copias  del 
dicho  tratado  que  andan  entre  personas  de  fuera.  Si  a  V.  R.  se  le 
ofreciere  alguna  buena,  estimaré  que  me  lo  avise»  (1).  No  conservar 
mos  la  respuesta  del  P.  La  Palma;  pero  por  otra  carta  del  P.  Vitelles- 
chi  entendemos  que  el  consultado  debió  proponer  el  arbitrio,  bas- 
tante oportuno,  de  pedir  a  la  Inquisición  que  recogiese  el  escrito. 
No  era  desusado  en  aquellos  tiempos  el  que  la  Inquisición  o  el  Con- 
sejo Real  u  otros  tribunales  mandasen  de  oficio  recoger  manuscri- 
tos sediciosos  o  libros  impresos  clandestinamente,  que  podían  infi- 
cionar con  malas  doctrinas  o  despertar  pasiones  violentas  contra  las 
autoridades  eclesiásticas  o  seglares.  Al  P.  Vitelleschi  no  le  desagradó 
este  medio;  pero  temió  un  poco  la  demasiada  publicidad  que  con 
esto  se  daría  al  negocio.  Escribiendo  al  P.  Rodrigo  Niño,  Rector  del 
colegio  de  Madrid,  el  16  de  Febrero  de  1625,  le  dice:  «Si  el  Sr.  In- 
quisidor generalprohibiese  y  mandase  recoger  el  papel  del  P.  Ma- 
riana, sin  hacer  ruido  ni  leer  edicto  en  las  iglesias,  yo  me  holgaría, 
que  sin  duda  sería  muy  conveniente;  pero  si  se  ha  de  hacer  con  la 
publicidad  que  en  otros  casos  suele  haber,  mejor  es  que  no  se  trate 
de  ello»  (2),  Obtúvose,  en  efecto,  del  Sr.  laquisidor  general  la  orden 
de  recoger  el  manuscrito,  y  en  tal  forma,  que  el  P.  Vitelleschi  quedó 
sumamente  satisfecho  y  agradecido  a  la  Inquisición.  El  4  de  Agosto 
del  mismo  año  1625  dirige  estas  palabras  al  P.  La  Palma:  «Al  Sr.  In- 
quisidor general  escribo  ahora  agradeciéndole  como  es  razón  la 
merced  que  nos  ha  hecho  en  mandar  recoger  el  tratado  del  P.  Ma- 
riana acerca  del  gobierno  de  la  Compañía»  (3).  Y,  efectivamente,  en 
la  misma  página  de  su  registro  encontramos  una  breve  y  respetuosa 
carta  al  Inquisidor,  agradeciendo  con  expresivas  frases  el  edicto  que 
publicó  Su  Señoría  para  recoger  el  tratado  «que  debajo  del  nombré 
del  P.  Juan  de  Mariana  andaba  contra  el  gobierno  de  nuestra  re- 
ligión». 

Mientras  estos  pasos  se  daban  en  España  para  prevenir  los  graves 
perjuicios  que  podía  causar  el  libro,  he  aquí  que  salió  a  luz,  tradu- 
cido al  francés,  en  Francia.  En  el  año  1625,  pero  sin  nombre  de 
ciudad  ni  de  impresor,  se  publicó  con  este  título:  «Discours  dii  Pere 
Jean  Mariana  jesuite  espagnol.  Des  granas  defants  qui  sont  en  la 


(1)  Toletana.  Epist.  Gen.  A  La  Palma,  1."  Octubre  1624. 

(2)  Ibid.  A  Niño,  16~ Febrero  1625. 
{■i)    Ibid.  A  La  Palma,  4  Agosto  1625. 


70  riB.   I. — LAS   CUATRO   rROVIXCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1G52 

forme  dn  gouvcrnement  des  Jesuifes.  Traduict  d'Espagnol  en  frau- 
co/s  MDCXXV»  (1).  También  se  publicó  muy  pronto  el  texto  espa- 
ñol. Cuando  nuestros  Padres  de  Roma  vieron  lanzado  a  la  publici- 
dad este  libro,  juzgaron  conveniente  pedir  a  la  Sagrada  Congrega- 
ción que  fuese  condenado.  Conservamos  una  carta  sin  nombre  de 
autor,  pero  que  por  el  contexto  adivinamos  sería  del  P.  Procurador 
general  de  la  Compañía,  exponiendo  brevemente  cómo  aquel  libro 
ha  sido  recogido  por  la  Inquisión  de  Castilla  y  la  poca  experiencia 
que  tenía  el  P.  Mariana  para  juzgar  de  cosas  prácticas,  aunque,  por 
lo  demás,  era  hombre  tan  sabio.  Debió  ser  bien  acogida  la  súplica  de 
los  Nuestros,  y  después  de  examinar  la  obra,  la  Sagrada  Congrega- 
ción, por  decreto  de  17  de  Junio  de  1627,  puso  en  el  índice  el  ^Tra- 
tado de  las  cosas  que  hay  dignas  de  remedio  en  la  Compañía  de  Jesús^ 
comúnmente  llamada  de  los  Padres,  advertidas  por  el  muy  docto  Padre 
Maestro  Mariana,  de  la,  misma  Compañiay>.  Esta  prohibición  ha  per- 
severado y  persevera  en  nuestros  días,  como  puede  verse  en  el 
índice  publicado  por  León  XIII.  Es  verdad  que  en  cada  edición  se 
ha  modificado  algo  el  título  de  la  obra,  pero  el  libro  es  el  mismo  (2). 
Lo  hemos  querido  advertir,  porque  algunos  españoles  modernos,  al 
hablar  de  esta  obra,  parecen  ignorar  que  está  prohibida  por  nuestra 
Santa  Madre  Iglesia. 


(1)  Es  un  librito  de  207  páginas,  que  hemos  visto  en  la  Biblioteca  Xacional  de  París. 
El  P.  Sommervogel  (Bibl.  de  la  Comp.  de  Jesús,  t.  V,  col.  563)  cita  otra  edición  latina 
hecha  en  Burdeos  el  mismo  año.  No  hemos  logrado  verla. 

(2)  Véase  en  la  columna  citada  de  Sommervogel  las  ediciones  que  se  hiciei'on 
hasta  1841.  Todas  varían  algo  en  el  título.  Posteriormente  se  editó  en  la  Biblioteca  de 
Rivadeneyra  con  el  título  Discurso  de  las  cosas  de  la  Compañía.  En  el  índice  de 
León  XIII  se  designó  el  libro  en  esta  forma:  f  Mañana,  Juan.  Tratado  de  las  cosas  que 
ay  dignas  de  remedio  en  la  compañía  de  Jesiis.  Decr.  17  iun.  1627.> 


CAPÍTULO  IV 

FLORECimENTO   CIENTÍFICO.  — ESCRITURARIOS  Y  TEÓLOGOS 
DESDE    1615   HASTA    1652 

Sumario:  1.  Escriturarios  científicos:  Pineda,  Gaspar  Sánelioz,  Salazar,  Mariana,  Qui- 
rós,  Gabriel  Álvarez,  Ballester.— 2.  Escriturarios  piadosos:  Baeza,  la  Puente,  Celada, 
Arcones.— 3.  Teólogos  do  primer  orden:  Montoya,  Ripalda,  Juan  de  Lugo. — 4.  Teólo- 
gos secnndai'ios:  Ilérico,  Granados,  Luis  de  Torres,  Pedro  Hurtado,  Gaspar  Hur- 
tado, Francisco  de  Lugo. — 5.  Moralistas:  Lugo,  Castropalao,  Quintanadueñas,  Dicas- 
tillo, Escobar. — 6.  Juicio  general  sobre  estos  escritores. 

FrENTES  coxTEMPOKÁXHAs:  Las  oI)i':is  do  los  autoi-e.-;  citados,  y  además  KpMohíe  Goteraliiim. 

1.  En  el  período  que  vamos  historiando  continuó  sin  variedad 
notable  el  gran  movimiento  científico  y  literario  que  había  empe- 
zado en  los  tiempos  del  P.  Aquaviva.  Los  escriturarios  prosiguie- 
ron infatigables  explicando  el  sagrado  texto  o  reimprimiendo  con 
nuevas  mejoras  las  obras  publicadas  anteriormente.  Algunos  de  los 
mencionados  en  el  tomo  anterior  continuaron  su  labor  en  la  cátedra 
y  con  la  pluma  durante  el  generalato  del  P.  Vitelleschi.  Además,  le- 
vantáronse otros  autores  nuevos,  que  sostuvieron  gloriosamente  la 
tradición  de  los  anteriores,  aunque  por  regla  general  no  llegaron  a 
igualarse  con  ellos,  si  exceptuamos  al  célebre  P.  Gaspar  Sánchez. 

En  este  período  salió  a  luz  el  año  1619  el  Comentario  del  P.  Juan 
de  Pineda  sobre  el  Eclesiastés,  del  cual  hicimos  mención  al  princi- 
pio del  tomo  anterior,  al  recordar  las  obras  exegéticas  del  célebre 
comentarista  de  Job. 

Entre  todos  los  escriturarios  de  esta  época  nos  parece  llevar  la 
palma,  como  ya  lo  hemos  indicado,  el  P.  Gaspar  Sánchez,  nacido  en 
Ciempozuelos,  cerca  de  Madrid,  por  los  años  de  1553.  Fué  algo  sin- 
gular la  vida  y  carrera  literaria  de  este  hombre  superior  (1).  Hijo 
de  piadosísimos  padres,  que  le  educaron  en  el  santo  temor  de  Dios, 
entró  muy  joven  en  la  Compañía,  y  desde  luego  se  acreditó  por  su 


(1)    Escribió  brevemente  esta  vida  el  P.  Nieremberg  en  sus  Varones  ¡liinfre^ 


72  I-IU-    I. I-AS    CUATIíO    I'IÍOVIXCIAS    DE    ESPAÑA,    lG15-lGr)2 

observancia  regular,  por  la  inocencia  de  su  vida  y  por  la  humildad 
y  modestia  de  su  trato.  Antes  de  ser  sacerdote  le  aplicaron  a  enseñar 
gramática  latina;  y  como  en  aquel  tiempo  escaseaban  los  maestros 
de  esba  facultad,  por  la  multitud  de  colegios  que  en  todas  partes  iba 
abriendo  la  Compañía,  prolongóse  el  magisterio  del  P.  Gaspar  Sán- 
chez algo  más  de  lo  acostumbrado,  y  sucedió,  por  una  serie  de  cir- 
cunstancias imprevistas,  que  hubo  de  enseñar  gramática  unos  once 
años  antes  de  estudiar  teología.  Aplicado,  por  fin,  a  la  sagrada  cien- 
cia, terminó  el  curso  con  muestras  de  aventajado  ingenio,  y  hecha 
la  tercera  probación,  cuando  parecía  que  por  sus  talentos  podía  ser 
colocado  en  una  cátedra  de  filosofía  o  teología,  le  volvieron  los  Su- 
periores a  la  dura  faena  de  enseñar  gramática.  Diez  y  ocho  años  sin 
interrupción  continuó  en  esta  penosa  labor,  y  cuando  ya  entraba  en 
los  umbrales  de  la  vejez,  mudáronle  de  oficio  los  Superiores  y  le 
aplicaron  a  enseñar  Sagrada  Escritura.  Treinta  años  había  pasado 
enseñando  gramática,  y  los  veinte  últimos  de  su  vida  los  dedicó  a 
ilustrar  con  doctísimos  comentarios  los  principales  libros  del  Anti- 
guo Testamento.  Desde  1615  hasta  1628,  en  que  ocurrió  su  santa 
muerte,  la  producción  literaria  del  P.  Gaspar  Sánchez  fué  tan  fe- 
cunda y  extraordinaria,  que  asombra,  con  razón,  a  los  que  leen 
tomos  tan  doctos  escritos  en  tan  breve  tiempo. 

Empezó  comentando  el  libro  de  Isaías,  que  salió  a  luz  en  Lyon  el 
año  1615.  Siguióle  la  interpretación  del  Cantar  de  Jos  Cantares,  dada 
a  la  estampa  en  1616.  Vinieron  después  los  comentarios  sobre  Jere- 
mías, Ezequiel,  Daniel,  y  todos  los  profetas  menores,  trabajo  que 
terminó  en  1621.  Volviendo  entonces  la  consideración  a  los  libros 
históricos  del  Antiguo  Testamento,  expuso  doctísimamente  los  libros 
de  los  Reyes,  de  los  Paralipómenos,  los  de  Ruth,  Esdras,  Tobías, 
etcétera,  sin  dejar  casi  ninguno  en  que  no  trabajase  con  agudeza  de 
ingenio  y  gran  copia  de  erudición.  «Es  de  admirar,  dice  el  doctísimo 
P.  Cornely,  con  cuánta  sagacidad  el  P.  Gaspar  Sánchez  previene  las 
dificultades  que  la  crítica  moderna  suele  suscitar  contra  los  libros 
históricos  del  Antiguo  Testamento,  cuan  bien  las  previo  y  con  cuánta 
erudición  resuelve  la  mayoría  de  ellas.  Por  esto  el  P.  de  Hum- 
melauer  le  llama  el  principal  intérprete  de  los  libros  históricos  del 
Antiguo  Testamento»  (1).  Su  labor  exegética  sobre  los  profetas  ha 
merecido  también  la  aprobación  del  mundo  sabio,  y  no  son  pocos 
los  que  opinan,  que  hasta  el  presente  ningún  autor  ha  trabajado  un 


(1)     Historia  et  Critica  introditdio  in  V.  T.  Libros  sacros,  t.  I,  pág.  707. 


-FLORECIilIEXTO    CIKXTJFICO 


conjunto  de  comentarios  sobre  los  profetas  que  pueda  superar  a  los 
que  hizo  el  P.  Gaspar  Sánchez.  Nuestro  moderno  comentador  el 
P.  Knabenbauer  le  tributa  estos  elogios:  «Al  explicar  los  profetas  in- 
vestiga el  P.  Gaspar  Sánchez  con  diligencia,  y  muchas  veces  con 
mucha  felicidad,  el  sentido  literal  e  histórico  de  los  profetas,  lo  ex- 
pone abundantemente,  lo  ilustra  con  gran  erudición,  tomada  de  los 
escritores  eclesiásticos  y  profanos,  examina  las  opiniones  de  otros 
intérpretes,  presentándolas  con  fidelidad  y  analizándolas  con  crite- 
rio sutil,  y,  por  último,  suele  abstenerse  de  exposiciones  alegóricas, 
lo  cual  en  aquellos  tiempos  era  un  mérito  apreciable»  (1).  Nada  po- 
demos añadir  a  lo  que  maestros  tan  autorizados  de  la  moderna  exé- 
gesis  bíblica  han  escrito  sobre  el  altísimo  mérito  del  P.  Gaspar  Sán- 
chez. 

A  su  lado  ocupa  modesto  lugar  el  P.  Fernando  Quirino  de  Sala- 
zar,  nacido  en  Cuenca  el  año  1576,  y  muerto  en  Madrid  en  1646  (2).  Mu- 
cho dio  que  hablar  este  Padre  por  su  ingerencia  impertinente  en  la 
política,  como  veremos  más  adelante.  Aquí  sólo  nos  toca  recordar 
las  obras  exegéticas  que  publicó  en  los  primeros  años  del  P.  Vitel- 
leschi,  y  que  le  acreditan  de  elegante  expositor  de  los  libros  mora- 
les del  Antiguo  Testamento.  Diéronle  renombre,  sobre  todo,  los  co- 
mentarios a  los  proverbios  de  Salomón,  que  fueron  estimados  no 
sólo  por  la  gente  sabia,  sino  también  por  los  predicadores  y  mora- 
listas, que  recogían  abundante  mies  de  sentencias  morales  y  políticas 
en  la  erudición  del  P.  Salazar  (3).  Su  contemporáneo,  el  célebre  Cor- 
nelio  A.  Lapide,  escribía  estas  palabras  sobre  la  obra  que  analiza- 
mos: «Después  de  tantos  autores  y  más  que  ninguno,  escribió  difusa 
y  eruditamente  nuestro  Fernando  de  Salazar,  un  Comentario  sobre 
los  Proverbios,  el  cual  contiene  abundante  erudición,  no  solamente 
sagrada,  sino  profana,  y  se  derrama  con  demasiada  generalidad  a  los 
conceptos  elegantes  y  morales  que  busca  de  otros  autores  y  hasta  de 
los  gentiles»  (4).  Infiérese  de  aquí  la  calidad  de  este  libro,  que  parece 
pertenecer,  no  a  los  que  profundizan  las  materias  difíciles,  sino  a  los 
que  explanan  con  abundancia  y  facilidad  los  sentidos  morales  de  la 


(1)  Coyumentanua  itt  Prophetas  minores,  t.  I,  pág.  8. 

(2)  A  este  Padre  se  le  llama  constantemente  en  los  doeumoiitos  do  la  época  Fer- 
nando de  Salazar.  Ese  nombre.de  Quirino  o  Chirino  apenas  lo  hemos  visto  más  que  cu 
la  portada  de  sus  libros  y  en  las  bibliografías. 

(3)  Ferdinanái  Quirini  de  Salazar...  Expositio  iii  Proverbia  Salomoyiis.  Compluti, 
1618. 

(4)  Comment.  iii  Proverbia  Salomonis.  Véase  al  principio  e!  párrafo  intitulado  Com- 
mentatores. 


74  Lin.    I. — LAS    GUATEO    PROVINCIAS    DE    ESPAÑA,    1010-1052 

Escritura  y  las  sentencias  de  eterna  verdad  que  el  Espíritu  Santo 
nos  ha  legado  en  los  sagrados  Libros.  También  publicó  dos  tomos 
sobre  el  cantar  de  los  cantares  (1). 

Muy  distinto  de  carácter,  en  esto  como  en  todo,  fué  nuestro  in- 
signe historiador  Juan  de  Mariana.  En  la  gran  variedad  de  escritos 
que  legó  a  la  posteridad,  hallamos  un  volumen  en  folio  que  no  per- 
mite olvidar  el  nombre  de  Mariana  entre  los  expositores  del  sa- 
grado texto.  El  año  1619  publicó  en  Madrid  sus  Escolios  sohre  la,  Sa- 
grada Escritura  (2).  No  es  una  exposición  difusa,  como  la  que  solían 
hacer  tantos  comentadores  de  entonces.  Al  contrario,  se  distingue 
esta  obra  por  su  extremada  concisión.  Al  principio  de  cada  libro  sa- 
grado escribe  brevemente  unos  pocos  renglones  sobre  su  autor,  sin 
meterse  en  largas  disquisiciones  y  contentándose  con  citar  tres  o 
cuatro  Santos  Padres.  No  da  idea  de  todo  el  libro,  no  discute  las  di- 
ficultades, ni  antiguas  ni  modernas,  y,  lo  que  pudiera  parecer  mi  poco 
extraño  en  aquellos  tiempos,  ni  siquiera  se  detiene  a  examinar  las 
dificultades  tan  en  boga  por  entonces  que  habían  suscitado  los  pro- 
testantes. Nada  aparece,  v.  gr.,  sobre  la  transubstanciación,  sobre  la 
fe  sin  las  obras  y  sobre  tantas  otras  cuestiones  que  entonces  podían 
llamarse  de  actualidad.  El  intento  del  P.  Mariana  es  ir  recorriendo 
el  sagrado  texto  y  poniendo  brevísimas  notas  a  los  principales  pasa- 
jes, para  ilustrar  la  mente  del  lector  y  hacerle  penetrar  el  sentido  de 
los  pasajes  dudosos.  Estos  Escolios  han  sido  muy  estimados  por  al- 
gunos hombres  doctos,  quienes  descubren  en  aquellas  brevísimas 
notas  la  penetración  del  ingenio  y  la  erudición  peregrinado  nuestro 
gran  historiador.  Su  libro  no  es  para  leído  por  la  multitud,  pero  los 
hombres  sabios  no  dejarán  de  recoger  rasgos  de  viva  luz  en  las  bre- 
ves notas  que  va  escribiendo  el  P.  Mariana.  Suelen  también  agrade- 
cerle los  escriturarios  el  haber  establecido  con  mucho  juicio  el  ver- 
dadero valor  de  la  Vnkjata  contra  las  exageraciones  de  algunos  teó- 
logos españoles  que  en  el  siglo  XVI  se  fiaban  demasiado  del  texto 
tradicional,  y  parecían  desdeñar  no  solamente  el  original  hebreo, 
sino  las  otras  versiones  antiguas  de  la  Sagrada  Escritura. 

Es  también  mencionado  entre  los  exegetas  de  esta  edad  el 
P.  Agustín  Quirós,  Provincial  de  Andalucía  de  1618  a  1621,  quien. 


(1)  Ferdinundi...  Canticwn  Cuiiticonini  Salomotiis,  allrgoiico  goiio,  et  prophc'.ica  Mj/slira 
Ilifpermi/stica  expositione prodttctiifn.  Lugduni,  1642. 

(2)  Joannis  Marianae  e  Societate  Jesii  Scholia  ¿n  Vetiis  et  Novuui  Tcstameiitiini.  Ma- 
triti,  IfilO. 


CAP.    IV. FLOEECIMIKNTO    CIENTÍFICO 


enviado  a  Méjico  como  Visitador  por  el  P.  Vitelleschi,  expiró  apenas 
llegado  a  la  ciudad  de  Puebla,  sin  haber  podido  ni  siquiera  empezar 
la  visita.  Sólo  tenía  entonces  cincuenta  y  seis  años  de  edad,  y  nos  dejó 
algunos  comentarios  estimables  sobre  el  Cántico  de  Moisés,  sobre 
los  profetas  Nahum  y  Malaquías,  y  sobre  algunas  Epístolas  'de  San 
Pablo. 

También  trabajó  algunos  comentarios  sobre  Isaías  el  P.  Gabriel 
Álvarez,  historiador  de  la  provincia  de  Aragón,  a  quien  hemos  citado 
muchas  veces,  y  no  está  olvidado  el  Comentario  sobre  el  profeta  Jo- 
ñas, publicado  en  1652  por  el  P.  Francisco  Salinas,  nacido  en  Nava- 
rra, y  que  murió  en  1655. 

Entre  los  hombres  que  ilustraron  de  un  modo  o  de  otro  el  sagrado 
texto,  permítasenos  llamar  un  poco  la  atención  sobre  el  P.  Luis  Ba- 
llester,  de  la  provincia  de  Aragón,  muerto  en  1624,  en  edad  muy  avan- 
zada, y  que  dio  a  luz  en  1617  dos  obras  de  relativa  importancia  para 
aquellos  tiempos;  llamábase  la  primera  Onowafographia  sive  de- 
scriptio  nominum  rarii  etj)eregrini  idíomatis  qnae  alicnhi  inlatma 
VuJgafa  occurrunt.  La  otra,  cuya  edición  salió  en  el  mismo  año,  se 
intitulaba  ITierologia,  sive  de  sacro  sermone,  cofitinens  sicmmatn  atque 
compendium  positf'vae  theologiae.  Estas  dos  obras,  impresas  en  Lyon 
por  el  conocido  e  infatigable  impresor  Horacio  Cardón,  Fe  encua- 
dernaron en  un  tomo,  aunque  también  corrieren  en  volúmenes  sepa- 
rados. En  nuestros  días  hubieran  sido  llamadas  Diccionarios  bíblicos, 
porque,  efectivamente,  se  propone  la  doctrina  en  forma  de  diccio- 
nario. 

El  primer  libro  contiene  la  explicación  de  los  nombres  pro- 
pios, hebreos  y  griegos,  que  se  mencionan  en  la  Sagrada  Escritura. 
Divídese  en  dos  partes.  En  la  primera  se  declaran  los  nombres  pe- 
regrinos empleados  para  significar  algunas  cosas,  como  heheniot,  bra- 
viuní,  edén,  etc.;  en  la  segunda,  se  declaran  los  nombres  propios  de 
las  personas.  Es  algo  singular  que  no  siga  el  orden  alfabético,  según 
lo  pedía  el  carácter  de  diccionario,  sino  el  orden  de  los  libros  de  la 
Sagrada  Escritura. 

La  Hierología  tiene  por  objeto  explicar  las  palabras  y  expresio- 
nes usadas  en  la  Biblia  para  manifestar  las  cosas  propias  de  la  cien- 
cia sagrada.  Aunque  hoy  puede  llamarse  inútil  esta  obra  después  de 
tantos  Diccionarios  bíblicos  como  se  han  publicado  en  todos  senti- 
dos, bueno  será  recordarla  como  un  primer  esfuerzo  hecho  para  fa- 
cilitar la  inteligencia  de  algunos  pasajes  y  para  metodizar  los  traba- 
jos sobre  la  Biblia. 


7(i  I.in.    I. — LAS    CUATRO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1G15-1G52 

2.  En  las  obras  mencionadas  hasta  ahora  se  proponen  los  autores 
un  fin  científico,  esto  es,  la  explicación  y  declaración  del  texto  sa- 
grado. Pero  al  lado  de  estos  expositores  figuraban  otros  que  comen- 
taban la  Biblia  con  un  propósito  que  pudiéramos  llamar  predicable 
y  moral.  Dedicábanse  no  tanto  a  explicar  los  pasajes  oscuros,  como 
a  beneficiar  el  tesoro  de  verdades  místicas  y  éticas  que  se  contienen 
en  los  sagrados  libros.  En  este  género  se  distinguió  mucho  el  P.Diego 
de  Baeza,  nacido  en  Ponferrada  el  año  1582  y  que  murió  el  15  de 
Agosto  de  1647.  Su  vida  la  pasó  en  varios  colegios  de  la  provincia  de 
Castilla,  y  gran  parte  de  ella  la  empleó  en  una  obra  vastísima,  que 
se  presenta  dividida  en  dos  partes.  La  primera  encierra  los  comen- 
tarios morales  a  la  historia  evangélica  (1).  Son  cuatro  tomos  en  folio 
que  vieron  la  luz  pública  en  Valladolid  desde  1623  hasta  1630. 
Empieza  el  P.  Baeza  su  primer  tomo  exponiendo  las  grandezas 
de  San  José  y  de  María  Santísima.  Esto  llena  las  144  primeras 
páginas.  Después  va  declarando  las  virtudes,  excelencias  y  mis- 
terios del  Verbo  encarnado.  El  segundo  tomo  explica  las  vocaciones 
y  conversiones,  sobre  todo  de  grandes  pecadores,  ejecutadas  por 
nuestro  Salvador,  y  los  milagros  que  se  narran  en  el  Evangelio,  junto 
con  las  profecías  más  ilustres  acerca  de  Jesucristo.  Aquí  vemos  la 
vocación  de  los  Apóstoles,  la  conversión  de  la  Samaritana,  de  la 
Magdalena,  de  Zaqueo,  etc.  El  tomo  tercero  está  consagrado  princi- 
palmente a  la  explicación  moral  de  los  sermones  de  Jesucristo  Nues- 
tro Señor.  Ya  supondrá  el  lector  que  se  detiene  el  P.  Baeza  en  decla- 
rarnos el  sermón  del  monte  y  en  discurrir  prolijamente  sobre  las 
ocho  bienaventuranzas.  Con  no  menor  afecto  explica  después  el  ser- 
món de  la  Cena  y  otras  varias  exhortaciones  y  enseñanzas  que  en  el 
curso  del  Evangelio  leemos,  recogidas  de  la  boca  del  Salvador.  El 
cuarto  tomo  encierra  la  explicación  mística  y  moral  de  las  parábo- 
las de  Jesucristo  y  de  algunas  historias  antiguas  citadas  por  el  mismo 
Salvador.  La  segunda  parte  de  la  inmensa  obra  concebida  por  Baeza 
se  divide  en  siete  tomos,  que  llevan  este  título  general:  De  Christo 
figúralo  in  Veteri  Testamento  (2).  En  estos  volúmenes  vemos  larguí- 
simas explicaciones  sobre  las  historias  de  Adán,  Isaac,  Daniel,  Moi- 
sés y  de  todos  los  personajes  ilustres  del  Antiguo  Testamento. 

La  idea  general  que  presidió  a  la  composición  de  estos  libros  no 


(1)  Commen'avia  moralict  in  Evangelicam  H/díoria»»!...  Vallisoleti,  Í623. 

(2)  Commentaria  ullegorica  et  moralia  de  Christo  flfjurato  in  Ve'eri  Testamento...  Valli- 
soícti,  1632. 


-FLORECIMIENTO    CIENTÍFICO 


hay  duda  que  es  magnífica  y  grandiosa.  Es  la  que  otros  han  procu- 
rado realizar  en  el  campo  del  arte,  presentar  a  Jesucristo  Nuestro 
Señor  como  el  centro  de  toda  la  creación  y  de  toda  la  historia  del 
mundo,  sobre  todo  en  el  orden  espiritual,  como  el  término  de  todas 
las  esperanzas  antiguas  y  el  principio  de  las  gracias  y  virtudes  que 
florecen  en  la  Iglesia.  Empero,  si  la  idea  es  magnífica,  el  desarrollo 
artístico  no  merece  las  mismas  alabanzas.  El  P.  Baeza  va  exponiendo 
sobre  cada  hecho,  sobre  cada  parábola,  sobre  cada  profecía,  las  ideas 
morales,  más  o  menos  oportunas,  que  le  van  ocurriendo,  y  sobre 
ellas  diserta,  no  con  un  plan  preconcebido,  sino  reuniendo,  según  le 
ocurre,  lo  que  puede  ser  útil  al  predicador.  Indudablemente,  en  este 
inmenso  repertorio  de  materias  predicables  hay  tesoros  de  doctrina, 
abundancia  de  textos  de  Santos  Padres,  ideas  muy  buenas  y  aplica- 
ciones juiciosas.  Pero  también  tropieza  uno  con  hechos  e  ideas  un 
poco  inesperadas.  ¿Quién  había  de  imaginarse,  por  ejemplo,  que  al 
explicar  la  parábola  de  la  viña  habíamos  de  encontrar  un  elogio  de 
la  escolástica?  Pues  allí  lo  pone  el  P.  Baeza,  porque,  según  él,  la  cerca 
que  el  padre  de  familias  puso  a  la  viña  significa  la  escolástica,  que 
defiende  con  sólidos  argumentos  el  tesoro  de  las  verdades  reveladas 
que  Dios  depositó  en  su  Iglesia. 

Difícil  sería  aprovechar  bien  esta  selva  de  materias  predicables 
y  morales  si  los  libros  no  tuvieran  los  convenientes  índices.  Y,  en 
efecto,  el  P.  Baeza  puso  a  cada  tomo  tres  índices  muy  oportunos:  el 
primero,  de  los  textos  de  la  Sagrada  Escritura  que  se  explican;  el 
segundo,  el  conocido  índex  renim,  y  el  tercero,  lo  que  pudiéramos 
llamar  índice  predicable;  índex  ad  usum  concionatorum.  Por  medio 
de  este  último  índice  puede  orientarse  el  lector  entre  aquella  mul- 
titud de  capítulos  y  párrafos,  y  puede  hallar  prontamente  los  textos 
y  materias  que  le  convienen  para  cualquier  fiesta  del  año.  Debieron, 
efectivamente,  aprovechar  mucho  estos  libros  los  predicadores  del 
siglo  XVII,  pues  Nicolás  Antonio  llega  a  decir  que  en  aquellos  tiem- 
pos apenas  se  oían  en  los  pulpitos  de  España  sino  las  ideas  del 
P.  Diego  de  Baeza. 

En  terreno  más  limitado  hizo  lo  mismo  el  P.  Diego  de  Celada, 
natural  de  Mondéjar,  quien  publicó  en  1635  un  tomo  en  folio,  de  714 
páginas,  con  este  título:  JiuUth  ílhistris  (1).  Es  la  obra  un  amplísimo 


(1)  Jiidith  illustris  perpetuo  Commentario  litterali  et  morali,  cuiii  tractatii  appendice  de 
Judith  pguruta.  Matriti,  1635.  Repitiéronse  varias  ediciones  dentro  y  fuera  de  España. 
Vidc  Sommervogel,  t.  II,  col.  93G. 


78  LIB.    I. — LAS   CUATlíO   PROVINCIAS   DE   ESPAXA,    1015-1G52 

comentario,  primero  literal  y  después  moral,  del  libro  de  Judit, 
donde  diserta  largamente  el  autor  sobre  las  materias  dogmáticas  y 
morales  que  pueden  recibir  por  algún  lado  ilustración  en  el  libro 
que  él  va  comentando.  Como  el  P.  Baeza,  puso  también  el  P.  Celada 
su  índice  concionatorio,  en  el  cual,  recorriendo  todas  las  dominicas 
y  fiestas  del  año,  apunta  lo  que  se  puede  sacar  de  su  comentario  de 
Judit  para  la  predicación  y  la  enseñanza  del  pueblo.  También  co- 
mentó de  un  modo  parecido  el  libro  de  Ester. 

Otras  obras  exegéticas  publicó  el  P.  Celada,  entre  las  cuales  la 
más  conocida  es  la  que  se  intitula  Be  Benedictionibus  FatriarcJiarunt, 
explicación  moral  de  las  principales  bendiciones  que  en  el  Génesis 
leemos  haber  sido  dadas  por  Dios  a  los  más  antiguos  Patriarcas, 
como  a  Adán,  a  Noé,  a  Abraham  y  a  los  doce  hijos  de  Jacob  (1). 

A  esta  literatura  predicable,  moral  y  piadosa,  pertenece  el  comen- 
tario que  el  venerable  P.  Luis  de  la  Puente  publicó  en  dos  tomos  en 
folio  el  año  1022  sobre  el  Cantar  de  los  Cantares.  Todos  conocen  la 
sólida  piedad,  el  fervor  de  espíritu  y,  al  mismo  tiempo,  el  profundo 
conocimiento  de  la  teología  que  poseía  este  admirable  varón.  En 
estos  libros  sobre  los  Cantares  nos  explica  el  sentido  místico  y 
la  significación  moral  de  aquellas  expresiones  de  la  Sagrada  Escri- 
tura que  no  son  tan  fáciles  de  entender,  y  que  sólo  con  discretas 
aplicaciones  pueden  declararse  delante  del  pueblo. 

Mencionemos  finalmente,  entre  estos  expositores  piadosos,  la  ex- 
plicación del  profeta  Isaías,  que  dio  a  luz  en  1642  el  P.  Andrés  Lucas 
Arcones,  con  este  título:  Isaiae  Pro2jhetae  Biíucidatio  Utteraria  my- 
stica  et  moralis  (2).  Pudiéramos  citar  algunos  otros  libros  de  este  gé- 
nero; pero  es  necesario  limitarse,  y  remitimos  los  lectores  a  las  obras 
de  especialistas  que  se  han  escrito  sobre  los  teólogos  y  escriturarios. 
3.  Volvamos  ahora  la  consideración  a  los  cultivadores  de  la  sa- 
grada teología,  que  en  este  tiempo  fueron  muchos  y  muy  insignes. 
Siendo  imposible  analizarlos  y  ni  aun  exponerlos  ligeramente  a  to- 
dos, nos  contentaremos  con  describir  brevemente  el  mérito  de  los 
principales.  Tres  autores  nos  parecen  descollar  sobre  los  demás  en 
los  años  que  vamos  historiando,  y  son  los  conocidos  PP.  Ruiz  do 
Montoya,  Ripalda  y  Lugo. 

El  P.  Diego  Ruiz  de  Montoya  nació  en  Sevilla  por  los  años  de  15G2, 
y  habiendo  entrado  muy  joven  en  la  Compañía,  explicó  algún  tiempo 


(1)  Publicóse  esta  obra  en  Lyou  el  año  1()41. 

(2)  Véase  la  bibliografía  de  estos  autores  en  el  1'.  SomiiuMvní;.'!. 


CAP.    IV. — FLOKIXIMIENTO    CIENTÍFICO  79 

teología  moral,  y,  sobre  todo,  desempeñó  la  cátedra  de  teología  es- 
colástica durante  veinte  años  largos  en  el  colegio  de  Sevilla.  Allí 
le  alcanzó  la  muerte  el  año  1632.  La  primera  obra  que  parece  haber 
escrito  fueron  tres  tomos  sobre  la  materia  De  auxiliis,  y  debió  pe- 
dir licencia  a  Roma  para  publicarlos,  puesto  que  en  ltjl7  nos  encon- 
tramos con  esta  carta,  que  le  dirige  el  P.  Vitelleschi:  «No  querría, 
dice,  que  V.  R.  pensase  que  mi  ánimo  es  entretenerle  con  esperan- 
zas de  la  impresión  de  los  buenos  y  doctos  trabajos  que  ha  hecho  en 
la  materia  De  anxilits,  dándole  largas.  Padre  mío,  lo  que  hay  en  esto 
es  que  se  han  hecho  últimamente  las  diligencias  posibles  para  impri- 
mirse lo  que  de  ese  punto  tiene  años  ha  limado  el  P.  Francisco  Suá- 
rez,  y  con  algunas  esperanzas  de  que  saldría;  y  después  de  dares  y 
tomares,  se  ha  cerrado  la  puerta  del  todo  en  esta  era,  y  lo  mismo 
será  con  los  demás  hasta  que  Dios  disponga  de  otra  manera  las  co- 
sas» (1).  En  el  prólogo  del  primer  tomo  que  publicó,  De  TrinUate, 
nos  advierte  el  mismo  P.  Montoya  que  tenía  dispuestos  para  la  es- 
tampa tres  tomos  De  auxiliis,  y  que  se  estaba  esperando  a  que  la 
Sede  Apostólica  permitiese  la  publicación  de  este  género  de  escritos. 
No  se  imprimieron  esas  obras  inéditas,  y  hasta  la  hora  presente  no 
hemos  podido  averiguar  dónde  paran,  si  es  que  se  conservan,  los 
tres  tomos  De  auxiliis  que  había  escrito  el  P.  Montoya. 

Su  mérito  como  teólogo  debía  ser  muy  estimado  en  Roma, 
cuando  el  año  1620  el  P.  Vitelleschi  le  escribía  estas  palabras:  «En- 
cargo y  ruego  apretadamente  a  V.  R.  que  vaya  ordenando  y  limando 
sus  papeles  en  orden  a  imprimirlos,  empezando  desde  la  primera 
parte  [de  Santo  Tomás]  y  siguiendo  por  su  orden  las  demás.  Y 
como  V.  R.  tenga  algún  tomo  a  punto  para  ser  revisto,  podríalo  en- 
tregar al  P.  Provincial,  a  quien  escribo  dello;  y  por  amor  del  Señor 
qae  se  dé  toda  la  prisa  poaible  para  que  tan  buenas  obras  salgan, 
como  yo  deseo,  en  vida  de  su  autor»  (2).  Empezó,  en  efecto,  a  publi- 
car sus  libros  el  P.  Montoya  el  año  1625,  }''  en  los  ocho  años  que  le 
duró  la  vida  salieron  a  luz  en  Lyon  seis  tomos  en  folio  magistrales. 
El  primero  era  De  Triuitale;  el  segundo,  De pruedestinatiotie  et  repro- 
hatione;  el  tercero.  De  ideis,  de  veritate  et  vita  Del;  el  cuarto,  De  vo- 
lúntate Dei;  el  quinto.  De  providentia,  y  el  sexío,  De  visione  et  nomi- 
nibus  Dci  (3). 


(1)  Daetica.  Epiit.  Gen.,  1G1Ü-1G20.  A  Ruiz  de  Montoj'a,  20  Mayo  ltíl7. 

(2)  IbiU.,  lÜlO-1620.  A  Ruiz  de  Moutoya,  23  Marzo  1620. 
(:i)    Véase  a  Soinmorvogel,  t.  VII,  col.  ;52:i. 


80  LIB.    I. — LAS    CUATRO    PROVINCIAS    DE   ESPAÑA,    1G15-1G52 

Llama  la  atención  del  lector  en  el  P.  Montoya  la  riqueza  de  tex- 
tos de  Santos  Padres  y  Concilios  antiguos  que  aduce  a  cada  paso  para 
probar  sus  tesis.  Hay  mucho  en  estos  libros  de  teología  positiva,  y  no 
tanto  de  raciocinios  y  sutilezas  escolásticas.  Esto  da  al  P.  Montoya  un 
precio  singular  a  los  ojos  de  los  modernos,  y,  en  efecto,  pudiera  lla- 
mársele el  fundador  de  la  teología  positiva,  título  que  suele  darse  al 
P.  Dionisio  Petavio,  que  escribió  poco  después.  Ábrase,  por  ejemplo, 
en  el  tomo  De  Trinitate  la  disputa  57,  y  al  explicar  la  procesión  del 
Espíritu  Santo  se  verán  ocho  secciones  de  teología  positiva.  Pri- 
mero declara  los  errores  que  ha  habido  en  el  mundo  acerca  de  esta 
materia;  demuestra  después,  por  los  Evangelios  y  los  textos  del  Após- 
tol, la  procesión  de  la  tercera  Persona,  según  las  definiciones  de  los 
Concilios  y  de  los  Sumos  Pontífices;  discútese  luego  cuándo  y  por 
qué  se  añadió  en  el  Símbolo  la  partícula  Filioque;  tras  esto  vienen 
dos  secciones  de  textos  tomados  de  Padres  griegos  y  latinos,  para 
probar  la  verdad  católica,  y,  por  fin,  se  cierra  la  disputa  respon- 
diendo a  las  razones  de  los  herejes.  Otro  punto  en  que  el  P.  Mon- 
toya se  detiene  con  especial  cuidado  es  la  explicación  de  expresio- 
nes y  metáforas  de  la  Sagrada  Escritura  y  de  los  Santos  Padre?,  es- 
forzándose en  declarar  el  verdadero  sentido  de  ellas.  Véase,  por 
ejemplo,  en  la  disputa  44  Be  Trinitate,  la  diligencia  con  que  explica 
las  metáforas  usadas  por  los  Concilios  y  Santos  Padres,  de  sol,  fuego, 
luz,  fuente,  árbol,  fragancia  y  otras  que  suelen  emplear  para  darnos 
a  entender  las  perfecciones  divinas. 

El  mismo  procedimiento  observa  el  P.  Montoya  en  los  tres  tomos 
siguientes,  y  advertirá  el  lector  que  sin  ponerse  de  propósito  a  tratar 
las  materias  Be  auxiliis,  mete  bastante  la  hoz  en  esta  mies,  como  so- 
lían hacerlo  otros  teólogos  de  su  tiempo.  Si  leemos,  por  ejemplo,  el 
tomo  Be  volúntate  Bel,  hallaremos  cuatro  disputas,  desde  la  27  hasta 
la  30,  en  que  se  refuta  per  lowjiim  el  latum  la  predeterminación 
física  de  los  dominicos.  Pocos  autores  se  habrán  extendido  tanto  en 
combatir  la  opinión  dominicana,  sobre  todo  en  lo  que  se  refiere  a 
la  premoción  para  el  acto  malo.  Con  ocasión  de  disputar  sobre  la 
predestinación,  entra  bastante  el  P.  Montoya  en  las  cuestiones  de  la 
gracia  suficiente,  y  es  de  ver  la  abundancia  de  autores  que  cita  y  la 
seguridad  con  que  los  declara.  Hasta  56  autores  son  citados,  y  a  veces 
brevemente  discutidos,  en  esta  materia.  Hubiera  sido  de  desear  que 
los  teólogos  españoles  continuaran  por  este  camino,  fomentando  más 
el  estudio  de  la  teología  positiva.  Pero,  por  desgracia,  el  movimiento 
iniciado  por  el  P.  Montoya  no  tuvo  tanto  séquito  en  España.  Promo- 


CAP.    IV. — FLOi;i:CI.MIK>'TO    CIEMÍFICO  81 

violo  mucho  en  Francia  el  P.  Petavio,  como  ya  lo  hemos  insinuado, 
y  entretanto  los  españoles  volviéronse  más  de  lo  justo  al  campo  de 
las  sutilezas  escolásticas. 

El  segundo  teólogo  de  primer  orden  que  floreció  en  estos  años 
fué  el  P.  Juan  Martínez  de  Ripalda,  nacido  en  Pamplona  en  1594. 
Muy  poco  sabemos  de  su  vida;  sólo  tenemos  noticia  de  que,  entrando 
muy  joven  en  la  Compañía,  habiendo  terminado  prontamente  sus 
estudios,  le  aplicaron  a  la  enseñanza  de  la  teología,  oficio  que  des- 
empeñó principalmente  en  nuestro  colegio  de  Salamanca.  Algunos 
años  después  de  abrirse  los  Estudios  generales  de  Madrid  fué  lla- 
mado a  la  corte,  para  que  en  aquel  centro  literario  desempeñase  una 
clase  de  teología  moral  y  respondiese  a  las  numerosas  consultas  que 
siempre  se  dirigían  a  los  Nuestros  en  el  centro  de  España.  No  conti- 
nuó mucho  tiempo  en  aquel  puesto  por  la  decadencia  gradual  con 
que  fueron  descendiendo  los  Estudios  generales.  Volvió  a  Salamanca, 
y  habiéndose  trasladado  a  Madrid  por  otros  negocios,  le  alcanzó  allí 
la  muerte  el  año  1648.  La  obra  principal  que  ha  inmortalizado  el 
nombre  de  Ripalda  es  el  tratado  De  Ente  supernaUírali,  concepción 
científica  verdaderamente  grandiosa,  que  debía  abarcar,  como  par- 
tes dependientes,  otros  muchos  tratados  de  teología  católica.  Dos 
tomos  en  folio  publicó  (1):  el  primero  en  1634,  y  el  segundo  once 
años  después.  Siguió  un  tomo  tercero  en  1648,  y  por  fin,  muerto  ya 
el  autor,  se  publicó  en  1652  su  tratado  de  las  virtudes  teologales. 
También  escribió  Ripalda  una  breve  exposición  del  Maestro  de  las 
Sentencias  (2).  El  tratadito  que  por  vía  de  apéndice  redactó  contra 
los  artículos  de  Bayo,  le  atrajo  algunas  réplicas  de  parte  de  los  jan- 
senistas, que  debieron  sentir  vivamente  el  verse  atacados  por  el 
P.  Ripalda.  Es  notabilísimo  este  autor  por  la  penetración  intelectual, 
por  la  delicadeza  con  que  distingue  y  analiza  los  conceptos  más 
abstrusos  del  orden  sobrenatural,  y  por  la  fuerza  de  ingenio  con  que 
nos  hace  accesibles  cosas  tan  remotas  de  la  pobre  concepción  hu- 
mana y  que  sólo  con  la  luz  de  la  fe  pueden  manifestarse  de  algún 
modo  a  nuestra  inteligencia. 

Mayor  celebridad  que  los  dos  anteriores  alcanzó  el  P.  Juan  de 
Lugo,  Cardenal  de  la  Santa  Madre  Iglesia.  Era  de  ilustre  familia  se- 
villana, y  su  padre,  venido  por  Procurador  a  las  Cortes,  hubo  de 


(1)  De  Ente  superiiatiiraU  dispututtoiies...  Burdigalae,  1634.  El  tomo  segundo  se  impri- 
mió eu  Lyon  en  1645,  y  el  tercero  en  Colonia,  1648.  El  tomo  de  las  virtudes  teologales 
se  publicó  en  Lyon. 

(2)  E.ipositio  hrcvis  Utterae  ^fagistri  Seutoitiarntn.  Salmanticae,  1G35. 


82  LIB-    I- — LAS    CUATIíO    rKOVlNCIAS    DE    ESPAÑA,    lOl.jlGül' 

pasar  algunos  años  en  Madrid  despachando  importantes  negocios 
con  Felipe  II  en  nombre  de  la  ciudad  de  Sevilla.  Mientras  residía 
en  la  corte  le  nació  su  hijo  Juan  el  25  de  Noviembre  de  1583.  La 
circunstancia  de  ser  su  padre  Procurador  de  Sevilla,  hizo  que  el 
P.  Lugo,  aunque  nacido  en  Madrid,  se  considerase  siempre  como 
sevillano,  y  por  eso  en  las  portadas  de  sus  libros  añadió  a  su  nombre 
el  apelativo  hispalensis.  A  los  cuatro  años  de  su  edad  volvió  con  su 
padre  a  Sevilla,  y  allí  residió  bastantes  años  estudiando  letras  huma- 
nas, hasta  que  se  resolvió  su  familia  a  enviarle  a  la  Universidad  do 
Salamanca.  Tres  años  cursó  en  la  ciudad  del  Tormes  cuando  se  sintió 
llamado  a  la  Compañía  de  Jesús.  Fué  admitido  en  la  provincia  de 
Castilla,  imitando  en  esto  al  eximio  doctor  Francisco  Suárez,  que, 
si  bien  nacido  en  Andalucía,  por  estudiar  en  Salamanca  fué  reci- 
bido en  la  religión  por  los  Padres  castellanos.  Terminados  los  estu- 
dios, le  emplearon  algún  tiempo  los  Superiores  en  el  cultivo  de  las 
letras  humanas,  pero  pronto,  reconocida  la  excelencia  de  su  ingenio, 
le  aplicaron  a  la  enseñanza  de  la  teología.  El  año  1621  el  P.  Mucio 
Vitelleschi,  teniendo  noticia  de  las  aventajadas  prendas  del  P.  Lugo, 
quiso  que  las  luciera  enseñando  en  el  Colegio  Romano.  Llegado  a  la 
Ciudad  Eterna,  desempeñó  la  cátedra  de  teología  por  espacio  de 
veinte  años  continuos,  hasta  que  en  1643  subió  de  un  modo  algo  re- 
pentino e  inesperado  a  la  dignidad  cardenalicia.  Vióse  comprome- 
tido el  Papa  Urbano  YIII  a  conceder  el  capelo  a  un  personaje  fran- 
cés, por  razones  y  conveniencias  políticas.  Temiendo  que  España, 
entonces  en  perpetua  rivalidad  con  Francia,  se  sintiera  algo  ofen- 
dida por  este  favor,  determinó  el  Papa  hacer  Cardenal  juntamente  a 
un  español.  El  escogido  fué  el  P.  Juan  de  Lugo,  que  pasaba  enton- 
ces por  ser  el  más  eminente  teólogo  conocido  en  Roma.  Adornado 
con  la  sagrada  púrpura,  sirvió  fielmente  a  la  Iglesia  en  varias  Con- 
gregaciones romanas  durante  diez  y  siete  años,  hasta  que  expiró 
santamente  en  1660  (1). 

Su  producción  literaria  fué  bastante  rica  y  variada,  aunque  mu- 
chos de  sus  escritos  han  quedado  inéditos,  quizá  por  la  imperfección 
misma  de  las  obras  y  porque  su  ilustre  autor  no  quería  presentar  a 
la  prensa  sino  libros  bien  trabajados,  muy  pulidos  y  cuidadosamente 
enmendados.  En  1638  se  imprimió  su  primer  tratado,  que  fué  el  Be 


(1)  La  vida  del  P.  Lugo  la  escribió  brevemente  su  contcmporáueo  el  P.  Alonso  de 
Andrade  en  los  Varones  ilustres,  continuación  de  Niercmberg,  y  salió  a  luz  cu  166(). 
Vale  bien  poco,  pero  hasta  aliora  no  tenemos  cosa  mejor. 


CAÍ».    IV. FLOKliClMIE.MO    CIENTÍFICO  Síi 

Incarncdione,  Tres  años  después  salía  a  luz  otro  tomo  en  folio  sobre 
los  Sacramentos  y  principalmente  sobre  la  Sagrada  Eucaristía.  No 
menos  importante  parece  el  tratado  De  poenitentia^  que  dio  al  pú- 
blico en  1638.  Poco  antes  de  ser  nombrado  Cardenal  imprimió  la 
más  célebre  de  sus  obras,  el  tratado  Dejusíitia  etjtire,  en  dos  tomos 
en  folio,  y  por  último,  ya  adornado  con  la  sagrada  púrpura,  dio  a  luz 
el  tratado  De  fide  y  las  Respuestas  morales  (1). 

Aunque,  considerada  la  extensión  de  sus  escritos,  no  llegó  Lugo 
ni  a  la  mitad  de  lo  que  escribió  Suárez,  sin  embargo,  es  corriente,  en 
opinión  de  muchos,  el  colocar  al  lado  del  eximio  doctor  al  P.  Juan 
de  Lugo,  considerándolos  como  los  dos  teólogos  más  insignes  de  la 
Compañía.  Cierto  que  son  pocos  los  tratados  de  Lugo,  pero  cuan 
cumplidos,  cuan  serios  y  profundos  en  todas  sus  partes.  Es  el  P.  Lugo 
claro  en  la  exposición,  sereno  en  el  discurso  y  disputas  con  otros 
autores,  profundo  en  el  análisis  de  los  argumentos  y  juicioso  como 
ninguno,  sobre  todo  en  las  materias  morales.  El  tratado  De  justitia 
et  jure  pasa  como  el  más  excelente  que  existe  en  la  Iglesia  de  Dios 
sobre  esta  materia,  y  los  altísimos  elogios  que  le  han  dado  otros 
doctores,  sobre  todo  San  Alfonso  María  de  Ligorio,  no  nos  permiten 
dudar  de  la  excelencia  de  una  obra  que  atrae  la  universal  admira- 
ción del  orbe  católico. 

4.  Al  lado  de  estos  tres  teólogos,  que  parecen  predominar  en  esta 
época,  merecen  noble  recuerdo  otros  varios  que  han  ilustrado  a  la 
Iglesia  de  Dios  con  obras  más  o  menos  estimables. 

El  P.  Valentín  Hérice,  nacido  en  Pamplona,  había  enseñado  filo- 
sofía y  teología,  durante  unos  veinte  años,  en  Valladolid  y  Salaman- 
ca. Murió  en  1626,  y  nos  dejó  cuatro  tratados  teológicos  que  forma- 
ron un  volumen  en  folio  (2).  El  primero,  sobre  la  Ciencia  de  Dios;  el 
segundo,  sobre  la  Voluntad  divina;  el  tercero,  sobre  la  Providencia 
y  Predestinación,  y  el  último,  sobre  la  Visión  de  Dios.  Si  creemos  a 
Martín  Argáiz  Antillón,  censor  de  estos  tratados,  muestra  el  P.  Hérice 
firmeza  de  juicio,  profundidad  de  ciencia,  erudición  singular,  cono- 
cimiento penetrante  de  los  Concilios,  facilidad  de  estilo,  dotes,  en 
fin,  intelectuales  y  literarias  tan  excelentes,  que  le  hacen  digno  de 
sentarse  al  lado  de  los  primeros  teólogos,  como  Molina,  Suárez,  Váz- 
quez y  Belarmino.  El  discreto  lector  hará  la  conveniente  rebaja  en 


(1)  Véase  la  bibliografía  de  todas  estas  obras  eu  Sommervogel,  t.  Y,  col.  ITG  y 
siguientes. 

(2)  QiMtuor  tractatus  in  I  Partem  S.    Thomae,  distinoti  dispututionibus   .32...  Pampilo- 
nae,  1G23. 


84  LIB.    I. — LAS   CUATKO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1052 

estos  grandes  elogios,  y  concediendo  al  P.  Hérice  las  dotes  de  solidez 
y  profundidad  que  generalmente  adornaban  a  los  teólogos  de  aquel 
tiempo,  le  colocará  solamente  en  un  puesto  decoroso  entre  los  teólo- 
gos de  segundo  orden.  Obsérvase  en  este  autor  mucha  sutileza  en  los 
conceptos,  y,  al  explicar  las  cuestiones,  parece  que  se  complace  en 
dejar  lo  llano  y  provechoso  para  lanzarse  a  lo  intrincado  y  laberín- 
tico, defecto  que  fué  bastante  común  entre  los  teólogos  del  si- 
glo XVII. 

Más  renombre  alcanzó  en  el  campo  de  la  teología  el  P.  Diego 
Granados,  nacido  en  Cádiz  el  año  1574.  Fué  hombre  dotado  no  sólo 
de  excelente  ingenio  especulativo,  sino  también  de  mucho  seso  y 
prudencia  práctica,  por  lo  cual  le  ocupó  la  santa  obediencia  en  car- 
gos de  gobierno,  y  fué  enviado  una  vez  por  Procurador  a  Roma  en 
nombre  de  la  provincia  de  Andalucía.  En  la  correspondencia  del 
P.  Vitelleschi  se  observa  que  uno  de  los  hombres  en  cuyo  juicio  fiaba 
más  el  P.  General,  tratándose  de  los  negocios  de  Andalucía,  era  el 
P.  Diego  Granados.  Sus  virtudes  religiosas  le  hicieron  también  esti- 
madísimo a  los  ojos  de  todos,  y,  lleno  de  méritos,  murió  santamente 
en  1632.  El  primer  libro  que  dio  a  la  estampa  en  1617  fué  un  tratado 
sobre  la  Inmaculada  Concepción  (1).  Sabido  es  el  entusiasmo  que 
por  entonces  se  despertó,  primero  en  Sevilla  y  después  en  toda  Es- 
paña, para  defender  este  augusto  misterio  de  la  Madre  de  Dios.  Uno 
de  los  primeros  en  salir  a  la  palestra  literaria  para  proclamar,  defen- 
der y  predicar  la  Inmaculada  Concepción,  fué  nuestro  P.  Diego  Gra- 
nados. A  este  libro,  que  pudiera  llamarse  de  circunstancias,  siguieron 
los  Comentarios  a  la  Smnma  de  Santo  Tomás,  que  en  ocho  tomos 
vieron  la  luz  pública  desde  1623  en  adelante  (2).  No  muestra  este  autor 
aquella  vastísima  erudición  del  P.  Montoya;  tampoco  nos  parece  dis- 
tinguirse por  la  total  comprensión  de  las  cuestiones  como  un  Lugo 
o  Ripalda;  pero,  en  cambio,  escribe  con  más  concisión  y  mejor  méto- 
do, y  presenta  una  obra  que  se  acerca  algo  a  lo  que  modernamente 
llamamos  libro  de  texto.  El  atarse  demasiado  a  las  cuestiones  de 
Santo  Tomás  hace  que  tal  vez  no  abarque  tan  completamente  las 
cuestiones  teológicas,  como  sucede  en  muchos  comentarios  que,  áten- 
os al  texto  que  tienen  a  la  vista,  parecen  estudiar  más  bien  las  difi- 
cultades, según  se  van  presentando,  que  concebir  desde  lo  alto  toda 


(1)  De  hmnaculata  13.  V.  Dei  Genitricis  M.  ConcepUone...  Líber  nnus...  Hispali,  1617. 

(2)  Commentarii  in  ¿Summant  Thboloíjiae  S.  Thomae...  Hispali,  1623.  La  publicación  se 
terminó  el  año  1633,  aunque  los  primeros  tomos  fueron  ya  reimpresos  antes  de  morir 

<■!  auto:-. 


CAP.    IV. FLOKKCIMIF.XTO    CIENTÍFICO  85 

la  amplitud  de  las  cuestiones.  Así  vemos  al  P.  Granados  que,  en  vez 
de  establecer  al  principio  todo  el  alcance  de  las  cuestiones  teológi- 
cas, se  detiene  más  bien  aguzando  el  ingenio  y  disputando  en  las 
opiniones  y  dificultades  ocurrentes,  ahora  con  un  teólogo,  ahora  con 
el  otro,  y  descendiendo  algunas  veces  a  demasiadas  sutilezas,  según 
la  costumbre  bastante  general  de  aquellos  tiempos. 

Contemporáneamente  al  P.  Granados,  enseñaba  teología  y  publi- 
caba algunos  tomos  estimables  el  P.  Luis  de  Torres,  nacido  en  el  cen- 
tro de  España,  y  que  murió  en  1635.  Diéronle  bastante  renombre  los 
tratados  De  fide,  spe,  charitate  et  priidentia  y  el  I)e  jusHHa.  Tam- 
bién agradaron  los  opúsculos  teológicos  que  luego  salieron  a  luz; 
pero  en  estas  obras,  y  más  aún  en  las  Selectas  Disputas,  que  imprimió 
al  fin  de  su  vida,  ofendió  bastante  la  libertad  que  se  tomaba  en  re- 
prender las  opiniones  de  otros  y  el  poco  fondo  de  erudición  teoló- 
gica que  mostró  en  estos  libros.  Debió  ser  denunciada  gravemente  a 
nuestro  P.  General  la  última  de  estas  obras,  cuando  el  18  de  Agosto 
de  1634  mandó  el  P.  Vitelleschi  al  Provincial  de  Toledo  recoger  todos 
los  ejemplares  de  las  Selectas  Disputas.  «Creíase,  dice  el  P.  General, 
que  el  P.  Luis  de  Torres  era  hombre  docto,  pero  aquí  muestra  mucha 
ignorancia,  pues  condena  resueltamente  opiniones  de  Suárez,  Váz- 
quez y  otros  autores  aprobados,  cuyas  obras  parece  no  conocer»  (1). 
Al  año  siguiente  de  darse  esta  orden  murió  el  P.  Luis  de  Torres,  y 
no  sabemos  que  después  se  publicaran  escritos  suyos,  que  dejó  inédi- 
tos, como  casi  todos  los  teólogos  de  aquel  tiempo. 

Más  célebre  que  el  anterior  fué  el  P.  Gaspar  Hurtado,  nacido  en 
Mondéjar,  y  que  entró  en  la  Compañía,  pasados  los  treinta  años  de 
su  edad,  en  1607.  Como  ya  era  hombre  hecho  y  docto  cuando  entró 
en  la  Compañía,  muy  pronto  le  aplicaron  a  la  enseñanza,  y  durante 
treinta  años  desempeñó  cátedras  de  teología  en  los  colegios  de  la 
provincia  de  Toledo,  y,  sobre  todo,  en  Alcalá.  Publicó  gran  variedad 
de  tratados  teológicos,  como  De  heatitudine,  De  fide,  spe  et  chari- 
tate, De  JHstitia  et  jure,  De  Sacramentis,  etc.  (2).  Todos  en  aquel 
tiempo  saludaban  con  respeto  al  P.  Gaspar  Hurtado  como  uno  de  los 
teólogos  más  dignos  que  entonces  hubiera  en  España. 

No  debe  confundirse  este  Padre  con  otro  del  mismo  apellido, 
menos  citado  en  los  libros  teológicos,  pero  no  digno  del  olvido.  Era 
el  P.  Pedro  Hurtado  de  Mendoza,  nacido  en  Valmaseda  en  1578,  y 


(1)     Tnletaiia.  Episf.  Gen.  A  Montalvo,  Provincial,  18  Agosto  1634. 

(•i)    Víase  la  bibliografía  de  este  autor  en  Sommervogel,  t.  IV,  col.  532. 


8(i  LIB.    I. — LAS    CUATRO    rROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-16D2 

que,  entrado  muy  joven  en  la  Compañía,  desempeñó  largo  tiempo  en 
la  provincia  de  Castilla  cátedras  de  filosofía  y  teología,  y  parece  que 
fué  maestro  del  P.  Ripalda.  Murió  el  año  1651.  Empezó  este  Padre  su 
producción  literaria,  como  solían  algunos  teólogos  de  aquel  tiempo, 
escribiendo  sobre  filosofía.  Así  como  Suárez  destinó  algunos  años  a 
la  composición  de  su  metafísica,  así  también  el  P.  Hurtado,  antes  de 
lanzarse  a  escribir  sobre  teología,  publicó  primero  en  tratados  suel- 
tos algunas  disputas  sobre  la  Súmula  y  otras  De  Universa  Philoso- 
phia.  Viendo  la  buena  acogida  que  estos  libros  parciales  recibían  en 
el  público,  determinó  refundirlos  y  publicar  un  curso  completo  de 
filosofía,  y,  efectivamente,  el  año  1624  salió  de  las  prensas  de  Lyon  la 
Universa  Philosophia  in  uniim  corpns  redacta.  Es  un  tomo  en  folio,  de 
cerca  de  1.000  páginas,  en  que  se  discuten  las  cuestiones  de  filosofía 
según  el  estilo  y  forma  en  que  solían  discutirse  en  el  siglo  XVII,  Vino 
después  la  publicación  de  su  tratado  De  tribus  virtutihiis  theologi- 
cis  (1),  y  este  libro,  aunque  estimable  por  muchos  conceptos,  ofendió 
bastante  a  los  Nuestros,  sobre  todo  en  las  provincias  de  Francia.  El 
P.  Vitelleschi,  en  carta  del  8  de  Julio  de  1631,  decía  a  los  Provincia- 
les de  España  estas  graves  palabras:  «El  P.  Pedro  Hurtado  de  Men- 
doza ha  impreso  un  libro,  como  V.  R.  habrá  sabido,  De  tribus  virtu- 
tibus  theologicis,  y  en  él  dice  algunas  cosas  que  me  han  causado 
grande  pena,  y  temo  mucho  que  por  ellas  nuestros  Padres  de  Fran- 
cia han  de  padecer  muy  mucho.  Necesario  es  que  V.  R.  haga  al  punto 
que  se  recojan  todos  los  cuerpos  del  dicho  libro  que  hubieren  llegado 
a  esa  provincia  y  se  pudieren  recoger,  y  no  se  venda,  ni  se  dé  ni 
comunique  ninguno  de  ellos,  y  haremos  que  se  vuelva  a  rever  con 
grande  diligencia  y  que  se  vuelva  a  imprimir  sin  las  tales  cosas»  (2). 
Este  contratiempo  debió  detener  algún  tanto  la  fecundidad  del 
P.  Pedro  Hurtado,  quien  sólo  publicó  cuatro  años  después  un  tra- 
tado sobre  la  Encarnación;  pero  nos  consta  que  tenía  también  mu- 
chos manuscritos  preparados  para  la  imprenta,  que  no  vieron  la  luz 
pública. 

Menos  citado  que  los  anteriores  suele  ser  en  el  campo  de  la  teolo- 
gía el  P.  Jorge  Hemelman,  nacido  en  Málaga  en  1574,  y  que  ha  de- 
jado grata  memoria  en  nuestros  anales  por  la  prudencia  con  que 
gobernó  dos  veces  la  provincia  de  Andalucía  y  por  la  visita  oportu- 


(1)  Es  de  notar  (iiie  en  el  espacio  do.  dos  años,  de  IfiSO  a  lG;r2,  los  dos  PP.  Hurtado 
publicaron  cada  uno  su  tratado  sobre  las  virtudes  teologales,  aunque  con  el  título  un 
poco  distinto.  Xo  se  confundan  los  dos  libros.  Vid.  Sommervogel  ubi  supra. 

(2)  Assist.  Hifp.  Kpist.  fien.,  15í)4-l(i40.  A  los  Provinciales  do  España,  «  Julio  \Cm. 


(  Al'.     iV. — 1  I.OK'IX  IMIK.NTO    (1  K.MÍFU O  87 

nísinia  que  hizo  on  la  de  Aragón.  Por  las  cartas  del  P.  Vitelleschi  se 
conoce  que  entre  los  años  de  1620  y  1637,  en  que  murió  el  P.  Hemel- 
man,  no  había  hombre  en  la  provincia  de  Andalucía  de  cuyo  juicio  se 
fiase  más  nuestro  P.  General.  Antes  de  ocupar  cargos  de  gobierno 
regentó  cátedras  de  teología  por  algunos  años,  y  como  fruto  de  sus 
explicaciones  dio  a  luz  en  Granada  dos  tomos  en  folio,  comentando 
la  primera  parte  de  Santo  Tomás  (1).  En  ambos  libros  se  discuten  las 
cuestiones  que  solían  agitarse  habitualmente  en  el  tratado  De  Deo 
Uno  et  Trino,  y  allí  vemos  largas  disquisiciones  acerca  de  la  Vida,  de 
la  Bondad,  de  la  Providencia  divinas,  de  la  Ciencia  de  Dios  y  de  otras 
materias  que  han  dado  lugar  a  tantos  volúmenes  en  folio.  En  esta 
obra  llama  la  atención  la  extremada  sutileza  con  que  se  aguzan  los 
conceptos.  Parece  que  el  autor  anda  buscando  dificultades  escolásti- 
cas, y  a  veces  hasta  el  mismo  enunciado  de  las  disputas  se  presenta  en 
tal  forma,  que  no  se  entiende  bien  a  la  primera.  Conocido  el  carácter 
del  P.  Hemelman  en  su  vida  práctica,  hubiérase  creído  que  en  su  teo- 
logía propendería  a  juntar  la  ciencia  especulativa  con  la  realidad  de 
la  vida  presente,  pero  sucede  todo  lo  contrario.  Al  leer  sus  libros, 
nos  parece  vivir  siempre  apartados  de  la  realidad,  siempre  enfras- 
cados en  conceptos  agudos,  en  distinciones  aristotélicas  y  en  argu- 
mentos sutiles. 

También  alcanzó  algún  renombre  por  estos  años  el  hermano  ma- 
yor del  P.  Lugo,  y  que  se  llamaba  Francisco.  Pocos  libros  publicó,  y 
parece  que  algunos  de  ellos  se  le  debieron  perder  en  algún  viaje; 
pero  los  tratados  que  de  él  nos  quedan  le  aseguran  un  puesto,  no  muy 
elevado,  pero  sí  digno  y  decoroso,  entre  los  autores  de  segundo  or- 
den. Le  eclipsa,  naturalmente,  la  altísima  gloria  de  su  hermano,  pero 
con  todo  eso  no  ha  perdido  la  estimación  entre  los  doctos  el  buen 
P,  Francisco  de  Lugo  (2). 

5.  Debemos  advertir  a  nuestros  lectores  que  en  esta  época  empezó 
a  introducirse  la  costumbre  de  escribir  tratados  aparte  sobre  la  teo- 
logía moral.  En  el  siglo  XVI  no  se  descuidaban  las  cuestiones  mora- 
les, pero  era  muy  raro  escribir  tratados  aparte  sobre  ellas.  Si  se  leen 
las  obras  de  aquellos  grandes  teólogos  como  Victoria,  Toledo,  Suá- 
rez,  Vázquez,  etc.,  obsérvase  que  la  moral  anda  junta  con  el  dogma, 
y  algunas  veces  parece  ser  algo  desdeñada  en  obsequio  de  las  gran- 
des cuestiones  especulativas,  que  el  ingenio  humano  discute  al  tratar 


(1)  Disputata  theologica  íh  I  PaiUm  S.  Tliomuc...  Graiiatae,  16:57. 

(2)  Vid.  Sommervogel,  t.  V.,  col.  175. 


88  I.IG.    I. — LAS    CUATIIO    I'ÜOVINCIAS    DE    KSTAÑA,    361.J-lG.j2 

de  las  grandezas  de  Dios.  En  el  siglo  XVII  fué  desarrollándose  cada 
vez  más  el  gusto  de  las  cuestiones  morales,  y  quizá  se  fomentó  esta 
inclinación  por  los  tratadistas  de  derecho  canónico  que  en  esta  época 
alcanzaron  muchísima  celebridad.  Sea  cual  fuere  la  razón  del  hecho, 
es  lo  cierto  que  en  la  primera  mitad  del  siglo  XVII  se  muestran  en 
la  Compañía  los  teólogos  que  suelen  llamarse  por  antonomasia  mo- 
ralistas. El  más  célebre  de  ellos  es  indudablemente  el  mismo  P.  Juan 
de  Lugo,  a  quien  muchos,  siguiendo  la  estimación  que  hacía  San  Al- 
fonso María  de  Ligorio,  no  vacilan  en  llamar  el  primer  moralista  del 
mundo.  Su  tratado  Dejusfitia  et  jure  es  el  primero  en  esta  materia, 
y  además  con  las  obras  De  poenitentia  y  las  Respuestas  morales,  di- 
fundió el  P.  Lugo  copiosísima  luz  sobre  muchas  cuestiones,  y  su  en- 
señanza, confirmada  después  portantes  teólogos  y  autorizada  en  mu- 
chas partes  por  San  Alfonso  de  Ligorio,  ha  venido  a  ser  como  clásica 
en  la  Iglesia  de  Dios.  Aunque  tan  conocidas,  merecen  repetirse 
aquí  las  palabras  de  alabanza  que  escribió  San  Alfonso  María  de 
Ligorio.  «El  P.  Lugo,  dice,  después  de  Santo  Tomás,  puede  llamarse, 
sin  temeridad,  el  príncipe  de  los  otros  teólogos,  pues  al  discutir  las 
dudas  este  autor,  muchas  veces  sin  tener  nadie  que  le  preceda,  aplica 
de  tal  suerte  la  segur  a  la  raíz,  que  las  razones  aducidas  por  él  di- 
fícilmente se  puedan  refutar.» 

Aunque  profundizó  admirablemente  el  P.  Lugo  varios  tratados  de 
teología  moral,  no  publicó  un  curso  completo  de  esta  ciencia.  Esto 
lo  hizo  en  la  primera  mitad  del  siglo  XVII  elP.  Fernando  de  Castro- 
palao,  nacido  en  León  el  año  1581,  Era  hombre  de  angélicas  costum- 
bres, y  habiendo  entrado  muy  joven  en  la  Compañía,  enseñó  largos 
años  la  teología  moral,  sobre  todo  en  el  colegio  de  Santiago  de  Ga- 
licia. Expiró  el  año  1633.  Siete  tomos  en  folio  ocupa  la  obra,  que  in- 
tituló con  estas  palabras  vagas:  Be  virtutibus  et  vitiis  contrariis. 
Suele  también  designarse  esta  obra  con  las  dos  primeras  palabras 
que  le  preceden,  que  son  Operis  moralis  (1).  En  los  siete  tomos  va 
recorriendo  todos  los  tratados  morales  que  suelen  explicarse  en  la 
teología,  y  en  todos  ellos  resuelve  las  cuestiones  con  tanta  copia  de 
doctrina,  con  tan  seguro  criterio  y  acertada  prudencia,  que  es  mi- 
rado, con  razón,  como  uno  de  los  moralistas  clásicos  y  cuya  autori- 
dad es  de  las  más  seguras  entre  los  tratadistas  de  moral. 


(1)  R.  P.  Ferdinandi  Castro  Palao,  Ijer/ioncnsis. — Operis  moralis  de  virtutibus  et  vitiia  con- 
trariis in  varios  tractatus  de  Conscientia,  de  Peccatis,  de  Legibiis,  de  Fide,  Spe  et  Charitate, 
Lugduni,  1631.  Cada  uno  de  los  tomos  lleva  el  subtítulo  correspondiente. 


CAÍ'.    IV. — Fr.075F.CI>IlEXTO    CIENTÍFICO  89 

También  gozan  de  merecido  renombre  entre  los  moralistas, 
el  P.  Antonio  de  Quintanadueñas  (1),  nacido  en  Alcántara  en  1599, 
y  que  murió  en  1651,  y  su  contemporáneo  el  P.  Juan  de  Dicastillo, 
que  enseñó  teología  más  de  veinticinco  años  en  Toledo,  en  Murcia  y 
en  Viena,  y  expiró  en  1653,  dejándonos  algunos  tratados  apreciables 
sobre  la  justicia,  sobre  los  Sacramentos  y  otras  materias  morales  (2), 
Muy  alabado  fué  en  su  tiempo  el  P.  Antonio  Pérez,  nacido  en  1599, 
en  Puente  la  Reina  (Navarra),  maestro  algunos  años  de  teología  en 
Salamanca,  y  que  murió  en  1649  (3).  Debe  figurar  también  entre  los 
moralistas  el  P.  Francisco  Oviedo,  madrileño,  que  nació  en  1602  y 
murió  en  1651.  Aunque  dejó  algunos  tratados  morales,  pero  la  prin- 
cipal celebridad  de  este  autor  consiste  en  el  Curso  filosófico  que 
imprimió  en  1640,  en  dos  tomos  en  folio  (4).  Suele  ser  mirado  como 
una  de  las  autoridades  más  respetables  al  tratarse  de  las  cuestiones 
filosóficas  en  los  siglos  XVII  y  XVIII. 

Prescindiendo  de  otros  autores  que  con  más  o  monos  extensión, 
en  una  forma  o  en  otra  cultivaron  la  teología  moral,  es  indispensa- 
ble decir  dos  palabras  sobre  un  autor  a  quien  los  enemigos  de  la 
Compañía  han  dado  desusada  celebridad.  Es  el  P.  Antonio  de  Esco- 
bar y  Mendoza,  nacido  en  Valladolid  en  1589,  y  que  después  de  ejer- 
citar su  pluma  en  muy  variados  argumentos,  y  su  celo  apostólico  en 
obras  de  fervorosa  caridad,  expiró  santamente  en  1669.  A  los  princi- 
pios mostró  su  ingenio  en  algunas  obras  literarias  (5),  pero  desde 
1630  parece  haber  consagrado  casi  todas  sus  fuerzas  al  cultivo  de  la 
moral  y  a  varias  obras  exegéticas  que  publicó  en  sus  últimos  años. 
Tres  obras  de  moral  le  debemos  principalmente,  prescindiendo  de 
otras  menores  de  menor  importancia:  la  primera  es  una  que  publicó 
en  castellano  con  este  título:  Examen  y  práctica  de  confesores  y  peni- 
tentes en  todas  las  materias  de  teología  moral.  No  podemos  precisar 
cuándo  salió  la  primera  edición;  hemos  visto  la  de  Madrid,  hecha 
en  1650,  y  en  ella  se  dice  que  es  la  edición  39,  añadida  y  corregida  por 


(1)  Singnlaria  TJicologiae  moralis  ad  septeui  Ecclesiac  Sacramenta...  Hispali,  1645.  Al  año 
siguiente  de  morir  Quintanadueñas  se  publicó  otra  obra  suya  con  este  título:  Singnla- 
ria moralis  Theologiae  ad  quinqué  Ecciesiae  pracepta,  necnon  ad  Ecclesiasticas  censuras  cf 
poenas...  Matriti,  1652. 

(2)  De  Justitiu  eb  Jure  caeterisque  virtutibus  cardinalihus.  Antuerpiae,  1641.— De  5acra- 
mentis...  Antuerpiae,  1646.  El  tomo  segundo  y  el  tercero  salieron  en  1652. 

(3)  Tres  obras  teológicas  de  este  autor  registra  Sommervogel  (t.  VI,  col.  514),  y  to- 
das tres  fueron  impresas  después  de  muerto  el  autor. 

(4)  Inte.fjer  cursus  philosophicus  ad  itiiitm  corpus  redactas...  Lugdunl,  1640. 

(5)  Pueden  verse  registradas  en  Sommervogel,  t.  III,  col.  436  y  sig. 


í)0  UB.    I. LAS    CUATKO    TROVINCIAS    DE    KSPAÑA.    1615-10.j2 

el  autor.  Es  un  librito  en  12.'^,  de  520  páginas,  donde,  bajo  la 
forma  popular  de  preguntas  y  respuestas,  se  enseñan  los  puntos 
principales  de  la  moral,  sin  discusiones,  sin  citas  de  autores,  sin  nin- 
gún aparato  científico.  Recorriendo  los  mandamientos,  los  pecados 
capitales,  etc.,  va  explicando  Escobar  brevísimamente  las  cosas  nece- 
sarias que  el  penitente  debe  examinar  y  declarar  en  la  confesión.  El 
libro  tiene  aspecto  de  catecismo,  y  en  esta  edición  ni  siquiera  lleva  ín- 
dice de  los  capítulos  y  tratados;  sólo  al  fin  hay  una  «Tabla  de  las  ma- 
terias del  examen^,  hecha  imperfectísimamente.  La  forma  popular  del 
libro  hizo  sin  duda  que  se  difundiese  mucho  entre  el  público  piadoso 
de  España,  y  así  se  explica  las  numerosas  ediciones  que  obtuvo. 

Más  conocida  es  fuera  de  España  otra  obra  o  compendio  de  teolo- 
gía moral  que  apareció  en  1644  con  este  título:  Líber  Theologiae  Mo- 
ralis  Viginti  Quatuor  Societafis  Jesu  Doctorihns  reserafits.  Es  un 
tomo  en  4.°,  de  cerca  de  900  páginas,  y  puede  llamarse,  con  razón, 
compendio  de  teología  moral.  En  la  introducción  se  manifiesta  el  mal 
gusto  literario  que  entonces  reinaba,  y  que  influyó  un  poco  hasta  en 
la  división  y  forma  de  esta  obra.  La  divide  Escobar  en  siete  sellos, 
cada  uno  de  los  cuales  viene  a  ser  im  tratado  de  moral.  «En  el  primer 
sello,  dice,  se  encierran  las  leyes;  en  el  segundo,  los  pecados;  en  el 
tercero,  la  justicia;  en  el  cuarto,  las  censuras;  en  el  quinto,  las  virtu- 
des; en  el  sexto,  los  estados,  y  en  el  séptimo,  los  sacramentos.»  Esta 
acomodación  a  los  siete  sellos  del  Apocalipsis,  hace  un  poco  violenta 
la  distribución  de  la  materia.  La  doctrina  del  libro  está  sacada,  como 
el  mismo  autor  lo  dice,  de  los  veinticuatro  teólogos  más  acreditados 
de  la  Compañía  que  hasta  entonces  habían  escrito,  y  sobre  todo,  tri- 
buta Escobar  sus  principales  alabanzas  a  cuatro,  a  quienes  se  empeña 
en  representar  con  los  emblemas  de  los  cuatro  Evangelistas:  «al  buey 
fortísimo  que  ara  los  campos»  (Suárez),  «al  águila  voladora»  (Váz- 
quez), «al  hombre  versado  en  el  derecho»  (Molina),  y  «al  león  que 
ruge  contra  las  herejías»  (Valencia).  Los  veinticuatro  autores  cuya 
autoridad  se  cita,  son  para  Escobar  los  veinticuatro  Ancianos  del 
Apocalipsis.  La  doctrina  del  libro  es  buena,  y  las  opiniones  las  usua- 
les entre  los  teólogos.  Propende  algún  tanto  Escobar  a  excesiva  be- 
nignidad, y  en  este  libro  (1)  da  como  probable  aquella  opinión  que 
después  fué  condenada  por  la  Iglesia,  de  que  en  caso  de  grave  necesi- 
dad se  puede  robar  lo  ajeno  (2).  Contra  esta  obra  se  ensañó  el  célebre 


(1)  Edición  de  Lyon,  165Í),  pág.  158. 

(2)  Es  la  proposición  36  entre  las  condenadas  por  Inocencio  XI. 


CAP.    IV. FLORFXIIIIEXTO    CIENTÍFICO  yl 

jansenista  Pascal  en  su  libro,  tan  leído  por  el  vulgo  literario,  Cartas 
Provinciales,  en  el  cual,  fuera  de  otros  defectos  que  cualquiera  re- 
para en  el  obstinado  jansenista,  admira  ciertamente  la  pobrísima  eru- 
dición teológica  que  tenía,  pues  de  la  inmensa  literatura  teológica 
de  la  Compañía  de  Jesús,  parece  que  no  conoció  sino  este  libro,  esti- 
mable, sin  duda,  pero  enteramente  secundario  en  nuestra  riquísima 
bibliografía.  Desde  1G52  en  adelante  fué  publicando  Escobar  otra 
obra  más  lata  e  importante:  un  curso  completo  de  teología  moral,  que 
vino  a  salir  a  luz  en  siete  tomos,  y  cuya  edición  costó  once  años.  No 
es  necesario  que  nos  detengamos  a  examinarla,  contentándonos  con 
presentar  a  nuestros  lectores  el  breve  juicio  que  sobre  este  autor  ha 
formado  en  nuestros  días  el  P.  Hurter:  «No  negamos,  dice,  que  el 
P.  Escobar  es  algunas  veces  más  benigno  de  lo  justo  en  sus  opinio- 
nes, que  e^  i  oco  exacto  en  las  citas,  no  tan  sólido  en  sus  argumentos 
y  algo  oscuro  en  la  exposición  de  las  cosas;  sin  embargo,  le  debe- 
mos tener  por  hombre  benemérito  de  la  teología  moral»  (1). 

6.  Hacemos  alto  en  la  enumeración  de  los  jesuítas  españoles  que 
escribieron  sobre  filosofía  y  teología  en  la  primera  mitad  del  si- 
glo XVII.  Enumerarlos  todos  sería  muy  prolijo  y  bastante  difícil. 
Para  terminar  indicaremos  al  lector  algunas  ideas  que  nos  sugiere  la 
lectura  general  de  las  obras  que  entonces  se  publicaron.  No  hay 
duda  que  estos  autores  perfeccionaron  el  método  escolástico,  profun- 
dizando las  materias  teológicas  cuanto  el  pobre  entendimiento  hu- 
mano las  puede  profundizar,  y  penetrando  muy  adentro  en  la  expli- 
cación de  los  atributos  divinos  y  de  las  obligaciones  morales  de  los 
hombres.  Pero,  reconociendo  de  buen  grado  las  grandes  cualidades 
que  adornaron  a  estos  teólogos,  debemos  lamentar  algunas  prendas 
que  les  faltaron.  Ante  todo  hubiera  sido  de  desear  que  cultivasen 
más  la  teología  positiva.  Excepto  el  P.  Montoj^a,  los  demás  parecen 
descuidar  algún  tanto  esta  parte,  y  más  de  una  vez,  como  en  los  libros 
del  P.  Lugo,  vemos  que  de  propósito  se  prescinde  de  la  confirma- 
ción de  los  dogmas  y  se  remite  a  las  obras  de  Belarmino  y  Valencia 
todo  lo  que  se  refiere  a  la  parte  positiva,  que  estos  autores  estu- 
diaron con  más  detención,  porque  dirigían  sus  tratados  principal- 
m'ente  a  refutar  a  los  herejes.  Los  españoles,  como  dueños  del  campo 
dogmático,  gozábanse,  no  en  defender  el  dogma,  sino  en  explicarlo 
y  profundizarlo  cuanto  con  el  auxilio  de  la  revelación  y  de  la  sana 
filosofía  se  pueden  profundizar  estas  altísimas  cuestiones.  No  vemos 


(1)     Nomeiichítor,  t.  II,  col.  26(1. 


1)2  I.II!.    I. — LAS    CUATRO   mOVINCIAS   DE   ESPAÑA.    1G15-1G52 

en  España  aquel  conato  que  entonces  apuntaba  de  hacer  ediciones 
críticas  de  Santos  Padres.  Contentábanse  nuestros  teólogos  con  reco- 
ger los  textos  patrísticos  de  las  ediciones  hechas  en  el  siglo  XVI,  las 
cuales,  como  todos  saben,  dejaban  mucho  que  desear,  y  eran  ocasión 
de  algunos  tropiezos.  También  era  corriente  admitir  de  buena  fe  al- 
gunas obras  apócrifas  j  levantar  raciocinios  sobre  textos  o  hechos 
que  no  eran  verdaderos,  lo  cual  produjo  después  el  derrumbamiento 
de  todo  lo  que  se  había  edificado. 

Y  pues  tocamos  este  punto  de  las  ediciones,  permítasenos  hacer 
otra  observación  que  no  deja  de  causarnos  alguna  amargura.  En 
la  primera  mitad  del  siglo  XVII  buena  parte  de  los  libros  teoló- 
gicos españoles  se  imprimían  fuera  de  España.  Los  impresores  de 
Lyon,  de  Amberes,  de  Colonia  y  también  de  Venecia  y  de  París,  esta- 
ban haciendo  un  negocio  redondo  con  la  publicación  de  libros  espa- 
ñoles. Horacio  Cardón,  el  célebre  editor  lyonés,  confesaba  ingenua- 
mente que  el  P.  Suárez  le  había  hecho  rico,  y  por  las  cartas  del 
P.  Vitelleschi  se  entiende  con  cuánto  empeño  éste  y  otros  editores  de 
Lyon  procuraban  encargarse  de  editar  libros  teológicos  españoles. 
Debemos  hacerles  la  justicia  de  reconocer  que  imprimían  mejor  que 
en  España.  Sobre  todo  las  ediciones  de  Cardón  se  recomendaban  no 
solamente  por  la  pulcritud  en  la  forma,  sino,  lo  que  es  más  de  esti- 
mar, por  la  mayor  corrección  en  el  texto.  Entretanto,  si  abrimos  las 
ediciones  españolas  de  aquel  tiempo,  notamos  con  dolor  la  inferiori- 
dad de  nuestra  Imprenta,  que  parece  volver  atrás  en  sus  cualidades 
tipográficas,  mientras  las  imprentas  extranjeras  progresaban  indu- 
dablemente, sobre  todo  las  de  Lyon  y  Amberes. 

Otra  observación  nos  sugiere  la  lectura  de  los  libros  de  entonces, 
y  es  la  que  tantos  hacen  al  tratar  de  los  autores  escolásticos:  la  poca 
atención  al  e-studio  de  la  naturaleza.  Todo  se  lo  lleva  el  trabajo  dis- 
cursivo, todo  son  silogismos  y  más  silogismos,  y  nunca  pareoe  que 
abren  los  ojos  para  ver  y  palpar  las  cosas,  aun  cuando  disputan  y 
escriben  largamente  sobre  objetos  sometidos  a  la  observación.  En 
proponiéndose  una  cuestión  cualquiera,  en  seguida  se  aplican  a  leer 
lo  que  dice  Aristóteles,  lo  que  escribe  Cayetano,  lo  que  disputa  este 
o  el  otro  autor;  nunca  vuelven  la  consideración  a  las  cosas  como  son 
en  sí.  De  aquí  aquellas  largas  disputas  sobre  la  materia  de  los  cielos, 
sobre  la  composición  de  los  cuerpos  por  los  cuatro  elementos  y  sobre 
otros  asuntos  de  física,  en  que  se  gastaban  muchos  capítulos  y  sec- 
ciones, sin  tomar  nunca  en  la  mano  ningún  aparato  de  física  o  de 
astronomía. 


CAP.    IV.— FLOHECIMIEXTO    CIENTÚICO  93 

Este  exceso  de  raciocinio  y  defecto  de  observación  les  conducía,  a 
veces,  a  conclusiones  prácticas  que  hacen  sonreír  al  lector  moderno. 
Abramos,  por  ejemplo,  el  Curso  filosófico  del  P.  Pedro  Hurtado  de 
Mendoza,  y  al  tratar  de  las  propiedades  de  los  cielos  le  veremos  discu- 
rrir en  la  sección  segunda  sobre  la  magnitud  de  los  astros.  ¿Y  cómo 
resuelve  la  cuestión?  Habiendo  referido  las  opiniones  de  varios,  y  no- 
tando de  cuan  diverso  modo  opinan  los  astrónomos  sobre  la  magni- 
tud de  los  cuerpos  celestes,  dice  al  fin:  «Ningún  fundamento  sólido  se 
puede  designar  para  medir  la  magnitud  de  los  astros;  esto  se  debe 
hacer  pingui  minerva  et,  ut  nostri  ajunt,  a  buen  ojo.y>  ¡Extraño  proce- 
dimiento científico:  medir  la  magnitud  de  los  astros  a  buen  ojo! 

Por  último,  no  podemos  negar  que  los  autores  de  este  tiempo 
declinaron  demasiado  al  exceso  de  sutilezas  en  sus  disputas.  Varias 
veces  avisó  el  P.  Vitelleschi  que  no  perdiesen  tanto  tiempo  los  maes- 
tros de  filosofía  y  teología  en  disputar  cuestiones  de  potentia  absoluta, 
pues  sólo  servían  para  acalorar  los  ánimos  y  para  perder  un  tiempo 
precioso,  que  estaría  mejor  empleado  en  otras  cuestiones  más  sóli- 
das y  de  práctica  utilidad.  Después  de  muerto  el  P.  Vitelleschi  llega- 
ron varias  quejas  de  algunas  provincias  a  las  Congregaciones  gene- 
rales octava  y  nona  contra  este  abuso.  Cuando  el  P.  Piccolomini, 
el  año  1651,  dio  una  ordenación  para  los  estudios  superiores,  escri- 
bió al  principio  de  ella  estas  notables  palabras:  «Graves  quejas  se  han 
recibido  de  varias  provincias,  de  que  los  maestros,  dejando  a  un  lado 
las  cuestiones  útiles  y  más  sólidas,  gastan  el  tiempo  en  disputar  so- 
bre menudencias  de  vanísimas  sutilezas,  que  no  son  de  ningún  pro- 
vecho a  la  Iglesia  de  Dios»  (1). 

También  dio  algún  cuidado  en  esta  época  la  libertad  y  extrava- 
gancia de  opinar  que  algunos  manifestaron.  Para  reprimirla  se  ende- 
rezó principalmente  la  ordenación  ya  citada  del  P.  Francisco  Picco- 
lomini, y  suponemos  que  debió  mover  mucho  a  tomar  esta  determi- 
nación el  hecho  doloroso  de  que  tal  cual  libro  de  nuestros  Padres 
fué  en  aquel  tiempo  puesto  en  el  índice  de  los  libros  prohibidos.  De- 
ploremos las  aberraciones  que  este  o  el  otro  teólogo  cometió  de  vez 
en  cuando,  dejándose  llevar  de  su  ingenio  extravagante  o  indiscipli- 
nado; pero  en  medio  de  estos  defectos,  admiremos  el  caudal  de  pro- 
fundísimos libros,  de  discursos  admirables  que  salieron  a  luz  de  la 
pluma  de  teólogos  españoles,  para  defensa  y  explicación  de  los  teso- 
ros de  la  verdad  revelada,  que  Dios  ha  depositado  en  la  Iglesia. 


(1)    Esta  ordenación  está  al  fin  del  Ratio  stiidiontm. 


CAPÍTULO  V 


ASCETAS  E   HISTORIADORES. — GUSTO   LITERARIO 

Sumario:  1.  Principales  ascetas  que  florecieron  en  este  tiempo:  La  Palma,  Nierem- 
berg,  Aguado,  Godínez,  Figuera,  Arias  de  Armenta,  Andrade,  Villacastín,  Castro, 
Arnaya,  Villegas,  etc. — 2.  Historiadores:  Roa,  Quintanadueñas,  Santibáñez,  Valdivia, 
Nieremberg,  etc.— 3.  Credulidad  y  exageraciones  de  estos  historiadores. — 4,  Gusto 
literario  y  gongorino.— 5.  Esfuerzos  de  los  Superiores  para  enmendar  el  mal  gusto. 

1.  Si  fué  abundante  la  producción  teológica  en  la  primera  mitad 
del  siglo  XVII,  no  fué  menos  copioso  el  caudal  de  obras  ascéticas 
que  por  entonces  difundieron  los  jesuítas  entre  el  público  español. 
Mientras  los  teólogos, desde  las  cátedras  de  Sevilla,  Salamanca  y  Al- 
calá, discurrían  agudamente  sobre  los  más  elevados  misterios  y  con- 
densaban en  gruesos  tomos  en  folio  las  enseñanzas  que  de  palabra 
desarrollaban  en  la  cátedra,  los  Padres  espirituales  encerraban  la 
doctrina  ascética  en  libros  sólidamente  piadosos,  que,  leídos  por  los 
fieles  y  más  aún  por  las  personas  religiosas,  habían  de  producir  los 
admirables  ejemplos  de  virtud  que  vemos  brotar  en  la  sociedad  es- 
pañola de  aquellos  tiempos.  Es  muy  varia  y  abigarrada  esta  produc- 
ción ascética.  Hay  tomos  largos  y  difusos,  hay  discursos  prolijos  y 
monótonos,  hay  libros  pequeños  y  manuales,  hay  colecciones  de  sen- 
tencias, hay  diálogos  y  soliloquios;  hay,  en  fin,  todo  género  de  for- 
mas literarias  que  se  pueden  adoptar  para  la  enseñanza  de  la  virtud- 
Muy  diverso  es  el  carácter  y  el  mérito  de  los  autores,  y,  por  regla 
general,  puédese  afirmar  que  en  este  tiempo  no  se  levantan  a  la  al- 
tura que  alcanzaron  los  maestros  de  la  edad  precedente.  Dos  ascetas 
nos  parecen  sobresalir  en  esta  época  y  ser.  dignos  de  alternar  con 
los  PP.  Rodríguez  y  La  Puente. 

Es  el  primero  el  P.  Luis  de  la  Palma.  Parece  que  este  ilustre  Su- 
perior no  se  propuso  escribir  sobre  ascética  hasta  que  llegó  a  la  an- 
cianidad, y  es  muy  probable  que  se  decidió  a  dar  a  la  estampa  sus 
escritos  por  las  exhortaciones  de  nuestro  P.  General  Mucio  Vitelles- 
chi.  El  14  de  Enero  de  1618,  cuando  debía  dejar  el  oficio  de  Provin- 
cial, le  envió  un  aviso  Su  Paternidad,  en  que  le  mandaba  pulir  y 
limar,  para  que  se  puedan  imprimir,  «los  discursos  que  dice  tiene  ho- 


CAP.    V, — ASCETAS    E    IIISTOUIADOEES  «Jó 

chos  sobre  los  Ejercicios,  porque  así  ellos  como  las  Meditaciones  de 
la  Pasión,  soy  de  parecer  que  se  impriman  para  utilidad  y  provecho 
de  las  almas»  (1). 

Condescendiendo  con  las  indicaciones  de  su  Superior,  fué  pre- 
parando el  P.  La  Palma  las  dos  obras  admirables  que  han  inmorta- 
lizado su  nombre  y  que  le  colocan  en  la  primera  línea  de  nuestros 
autores  ascéticos.  En  1624  imprimió  la  Historia  de  la  Sagrada  Pa- 
sión. Es  una  joya  inestimable  este  libro,  tan  lleno  de  sólida  doctrina 
como  de  jugosa  devoción  y  de  fervorosos  afectos  de  todas  las  virtu- 
des. No  es  una  historia  seca  y  puramente  científica,  en  que  el  autor 
se  esfuerce  por  resolver  las  dudas  cronológicas  o  topográficas  que 
pueden  ocurrir  en  la  Pasión.  Es  una  historia  meditada  de  aquellos 
augustos  misterios.  Otros  autores  le  ganarán  en  colorido  local,  en 
descripciones  animadas  de  las  escenas,  en  recuerdos  arqueológicos 
que  en  tiempo  del  P.  La  Palma  no  podían  ser  tan  bien  conocidos. 
Pero  en  lo  que  nadie  le  aventaja  es  en  lo  más  precioso  que  debe  en- 
cerrar una  historia  cualquiera  de  la  Pasión,  cual  es  el  conocimiento 
íntimo  de  Cristo  Nuestro  Señor,  sus  admirables  virtudes,  sus  afectos 
de  caridad  para  con  los  hombres,  las  razones  profundas  y  divinas  de 
su  modo  de  proceder.  Todo  esto  nos  lo  declara  el  P.  La  Palma  con 
el  Evangelio  en  la  mano,  no  desviándose  a  cavilaciones  inútiles,  no 
citando  visiones  y  revelaciones  apócrifas,  como  otros  suelen,  no  ex- 
tremando las  alegorías,  sino  desentrañando  con  profundo  conoci- 
miento el  texto  mismo  de  los  sagrados  Evangelistas,  Di j érase  que  el 
P.  La  Palma,  conduciéndonos  delante  del  santuario  del  Gólgota, 
descorre  a  nuestros  ojos  el  velo  que  encubre  el  corazón  de  Cristo,  y 
nos  muestra  aquel  espectáculo  de  infinita  caridad,  que  nos  hace  caer 
de  rodillas  anonadados  de  admiración  y  poseídos  de  encendido  amor. 

Muy  distinto  es  el  otro  libro,  que  intituló  Camino  espiritual,  de 
la  manera  que  lo  enseña  Nuestro  Padre  San  Ignacio  en  el  libro  de  los 
Ejercicios  (2).  Había  concebido  una  idea  magnífica  de  comentar  en 
tres  partes  la  grande  obra  de  San  Ignacio;  desgraciadamente,  sólo 
pudo  ejecutar  la  primera,  y  en  los  dos  tomos  que  se  conservan  nos 
ha  legado  el  P.  La  Palma  una  enseñanza  completa  de  la  teoría  gene- 
ral del  libro  de  los  Ejercicios,  declarando  las  heroicas  virtudes  que 
enseña  a  practicar  nuestro  santo  Fundador.  La  concepción  de  la  obra 
es  grandiosa,  el  desarrollo  claro,  las  ideas  sólidas,  los  textos  aduci- 


(1)  Toletana.  Epist.  Gen.  A  La  Palma,  14  Euero  1618. 

(2)  Salió  a  Iftz  eu  Alcalá  el  año  162G. 


y()  LIB.    I. — LAS    CUATRO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-16ü2 

dos  de  Santos  Padres  y  Doctores,  muy  oportunos,  sin  ningún  recargo 
de  erudición  impertinente  ni  de  citas  innecesarias  para  probar  o 
ilustrar  lo  que  todos  sabemos,  defecto  bastante  común  en  los  auto- 
res ascéticos  de  aquel  tiempo.  La  profundidad  y  al  mismo  tiempo  la 
sobriedad  y  elegancia  en  el  estilo,  son  prendas  que  constantemente 
acompañan  al  P.  La  Palma.  Adivínase  lo  que  hubiera  sido  lo  restante 
de  su  obra  por  el  breve  librito  que  se  imprimió  después  con  este  tí- 
tulo: Práctica  y  breve  declaración  del  camino  espiritual  (1).  En  él  se 
bosqueja  una  explicación  breve,  pero  muy  oportuna,  de  las  principa- 
les meditaciones  que  San  Ignacio  propuso  en  los  Ejercicios,  y  esta 
breve  muestra  nos  hace  lamentar  que  no  hubiera  hecho  lo  mismo 
con  todo  el  texto  ignaciano,  pues  hubiéramos  tenido  el  más  cumpli- 
do, sólido  y  acabado  comentario  del  libro  de  los  Ejercicios.  Poste- 
riormente se  publicó,  traducido  al  latín,  un  tratado  suyo  sobre  el 
examen  de  la  conciencia  (2).  Sentimos  no  poseer  el  original  español, 
pues  este  libro,  sin  llegar  al  mérito  de  los  anteriores,  no  desmerece 
de  la  sólida  doctrina  y  del  buen  juicio  del  P.  La  Palma. 

Muy  distinto  en  carácter  fué  el  popularísimo  asceta  Juan  Ensebio 
Nieremberg,  hombre  a  quien  hoy  daríamos  con  razón  el  título  de 
polígrafo,  porque  efectivamente  ejercitó  su  estilo  en  obras  de  muy 
variada  cualidad.  Fué  asceta,  historiador,  teólogo,  naturalista,  y  en 
todos  estos  ramos  nos  ha  dejado  producciones  de  mérito  muy  des- 
igual, pero  siempre  estimables  por  algún  título.  Hasta  cincuenta  y 
siete  obras  suyas  cataloga  en  su  Bibliografía  el  P.  Sommervogel,  y 
no  es  seguro  que  las  haya  agotado  todas.  Mencionaremos  aquí  las 
principales  que  escribió  en  el  orden  espiritual.  En  el  mismo  año  1630 
sacó  a  luz  dos  libritos:  El  amable  Jesús  y  Amabilidad  de  María.  El 
objeto  de  ambos  era  muy  parecido:  lograr  que  los  lectores  se  ena- 
morasen de  Jesucristo  Nuestro  Señor  y  de  su  Santísima  Madre,  y  co- 
rrespondiesen a  las  finezas  de  caridad  que  Jesús  y  María  derramaron 
sobre  el  género  humano.  Libros  de  sólida  piedad,  pero  no  de  mucha 
doctrina,y  además  afeados  ligeramente  por  tal  cual  ejemplo  apócrifo, 
defecto  que  aparece  en  casi  todas  las  obras  de  Nieremberg.  Más  sus- 
tancia tiene  otro  opúsculo  mayor  que  salió  en  1633  y  se  titula: 
Yida  divina  y  camino  real  para  la  perfección  (3).  Es  un  tratado  en 


(1)  Publicóse  en  Madrid  el  año  1629. 

(2)  Tractatus  cdiqui  de  Examine  conscientiae  yenerali  qnotidtaito  seciiiiclum    doctriiiam 
S.  P.  N.  Ignatii...  Antverpiue,  1700.  Modernamente  se  editó  en  Barcelona,  año  1887. 

(3)  Vide  Sommervogel,  t.  V,  col.  173r),  donde  se  registran  varias  ediciones  y  tra- 
ducciones de  esto  libro. 


ASCETAS   E    IIISTOEIADORES 


que  se  reduce  la  perfección  del  cristiano  a  esta  idea  fundamental: 
cumplir  la  voluntad  de  Dios  en  cualquier  estado  y  condición  de  vida 
en  que  el  hombre  se  hallare.  El  libro  es  juicioso,  encierra  buena  doc- 
trina y  está  exento  de  aquella  difusión  y  de  aquellos  ejemplos  apó- 
crifos que  en  otras  obras  suele  derramar  abundantemente  Nierem- 
berg. 

La  obra  ascética  que  nos  parece  más  excelente  entre  todas  las  de 
este  autor,  es  el  tratado  Aprecio  y  estima  de  la  divina  gracia  (1).  No 
conocemos  otra  que  haya  desarrollado  con  más  solidez  y  extensión 
y  en  estilo  claro  y  al  alcance  del  vulgo,  los  magníficos  tesoros  espi- 
rituales que  recibe  el  cristiano,  cuando  logra  el  bien  de  la  justifica- 
ción. Va  el  P.  Nicremberg  declarando  uno  por  uno  estos  bienes  ce- 
lestiales, las  virtudes  que  engendra  la  gracia,  las  excelencias  de  los 
dones  divinos,  el  medio  de  acrecentarlos,  los  peligros  de  perderlos, 
y  conduce  al  lector  paso  a  paso  por  todas  las  maravillas  del  orden 
sobrenatural,  enamorándole  de  estas  riquezas,  que  no  ven  los  senti- 
dos, pero  cuyo  precio  entiende  perfectamente  el  entendimiento 
ilustrado  por  la  fe.  Un  defecto  se  percibe  en  todo  este  libro,  que 
hace  su  lectura  algo  cansada,  y  es  la  monotonía  en  las  exhortaciones 
finales  y  la  tautología,  más  de  ideas  que  de  palabras,  a  que  sin  sentir 
se  deja  arrastrar  el  P.  Nieremberg  por  el  fervor  en  exhortar  a  los 
lectores  a  la  práctica  de  la  virtud.  Hubiera  ganado  mucho  la  obra 
con  cercenar  una  tercera  parte  en  cada  capítulo  y  dejar  la  doctrina 
sin  el  acompañamiento  de  tan  monótonas  exhortaciones. 

Mucho  más  conocida  entre  el  pueblo  cristiano  es  la  Diferencia 
entre  lo  temporal  y  lo  eterno  (2).  Pocas  obras  de  la  antigua  ascética 
han  logrado  una  popularidad  tan  grande  como  ésta.  Muchas  perso- 
nas piadosas  no  conocen  de  Nieremberg  otro  libro  que  la  Dife- 
rencia. Éste  suelen  leer  a  menudo,  y  hasta  nuestros  días  hemos  visto 
muchos  párrocos  que  creían  cumplir  con  el  deber  sagrado  de  la  pre- 
dicación leyendo  al  pueblo  algunos  capítulos  del  Ensebio.  Cierta- 
mente, el  libro  es  de  mucho  mérito.  Las  grandes  verdades  de  la  re- 
ligión, sobre  todo  aquellas  que  engendran  el  santo  temor  de  Dios, 
están  declaradas,  no  sólo  con  exactitud,  sino  también  con  cierta 
enérgica  y  solemne  elocuencia,  que  produce  admirable  efecto  en 
los  ánimos  de  todos  los  creyentes.  Afean  a  este  libro  algunas  reve- 


(1)  Publicóse  en  Madrid  en  1638.  Sommervogel,  ibid. 

(2)  Véanse  en  Sommervogel,  t,  V,  col.  1737,  las  muchas  ediciones  y  traducciones 
que  se  han  hecho  de  este  libro,  conocido  entre  el  pueblo  español  con  el  nombre  de  el 
Ensebio. 


98  I-IB.    I.^LAS    CUATRO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1652 

laciones  peregrinas,  algunos  hechos  históricos  enteramente  falsos  y 
algunas  exageraciones  que  entonces  se  tenían  por  llanas  verdades; 
pero  descartando  estos  defectos,  que  la  crítica  reciente  nota  con  faci- 
lidad, queda  en  el  libro  un  tesoro  de  ciencia  ascética  j  de  doctrina 
espiritual,  tan  provechoso  para  ilustrar  el  entendimiento  como  para 
mover  las  voluntades  de  los  ánimos  bien  dispuestos. 

También  pudiera  referirse  a  la  sección  de  obras  ascéticas  el  tra- 
tado que  escribió  Nieremberg  sobre  la  Hermosura  de  Dios  (1),  y  que 
salió  a  luz  en  1641.  Suelen  mencionarlo  los  tratadistas  de  estética,  y, 
en  efecto,  algunas  ideas  estéticas  desarrolló  a  su  modo  Nieremberg 
en  este  libro.  Sin  embargo,  si  se  nos  permite  emitir  nuestro  pobre 
juicio,  diríamos  que  esta  obra  se  endereza  más  bien  a  la  elevada 
contemplación  de  los  misterios  y  grandezas  divinas,  y  que  en  vez  de 
servir  de  estudio  a  los  tratadistas  de  estética,  ofrece  lectura  prove- 
chosa a  las  almas  contemplativas,  facilitándoles  el  trabajo  de  consi- 
derar profundamente  los  atributos  de  Dios  y  las  perfecciones  de  la 
divinidad. 

Prescindiremos  de  otras  obras  ascéticas  publicadas  por  Nierem- 
berg, que  no  nos  parecen  de  tanta  importancia,  y  a  su  lado  coloca- 
remos al  respetable  P.  Francisco  Aguado,  Provincial  de  la  provincia 
de  Toledo,  que  ejercitó  su  pluma  en  una  obra  ascética  bastante  ol- 
vidada en  nuestros  días,  pero  que  no  carece  de  mérito  científico  y 
literario.  En  1629  publicó  un  tomo  en  folio  de  cerca  de  800  página?, 
con  este  título:  Tomo  primero  fiel  perfecto  religioso.  Se  ve  que  pen- 
saba publicar  otro  tomo  segundo,  pero  no  sabemos  que  se  realizara 
este  deseo.  Véase  la  idea  que  él  mismo  nos  da  de  su  obra  en  el  pró- 
logo: «He  dispuesto,  dice,  dos  tomos,  en  los  cuales,  siendo  yo  feo 
pintor,  procuro  con  los  mejores  colores  que  puedo  pintar  un  reli- 
gioso perfecto.  Este  primero  divido  en  tres  partes.  En  la  primera 
pongo  el  borrón  y  dibujo  de  lo  que  después  ha  de  ser,  enseñándole 
el  bien  del  estado  y  la  renunciación  que  debe  hacer  de  la  vida  seglar 
y  cómo  se  ha  de  purificar  de  las  culpas  5^^  arrancar  del  corazón  las 
raíces  dellas.  En  la  segunda  parte  asiento  los  colores  que  le  dan  los 
tres  votos  sustanciales  de  su  profesión,  que  son  pobreza,  castidad  y 
obediencia.  En  la  tercera  le  pinto  el  rostro  y  semblante  y  la  buena 
gracia  que  ha  de  mostrar  en  todo  el  hombre  exterior.  Otro  tengo  ya 
dispuesto,  aunque  no  limado,  en  que  pinto  el  rostro  del  alma  y  lo 
que  le  hermosea  al  religioso  en  cualquier  grado  o  estado  que  su 


(1)     Da  la  hcrinosiira  de  Dios  if  sn  nmnhilidad...,  Madriil,  1641. 


CAP.    V. — ASCETAS    E    niSTOKIADOEES  99 

obediencia  le  pone.»  No  salió  a  luz  este  segundo  tomo,  aunque  el 
autor  vivió  todavía  veinticinco  años.  Considerando  el  tomo  impresó, 
observamos  que  tiene  cierta  remota  semejanza  con  el  tomo  tercero 
del  Ejercicio  de  perfección,  del  P.  Alonso  Rodríguez.  La  doctrina  de 
las  tres  partes  es  excelente,  como  era  de  esperar  en  un  hombre  ama- 
mantado en  la  lectura  de  los  Santos  Padres  y  de  los  más  sólidos  doc- 
tores de  la  Iglesia.  El  P.  Aguado  escribe  en  un  lenguaje  castizo  y 
esmaltado  de  frases  muy  significativas,  que  por  desgracia  han  caído 
en  desuso.  Los  amigos  del  buen  lenguaje  castellano  podrían  apren- 
der mucho  hojeando  este  libro  del  P.  Aguado.  En  cambio  se  observa 
que  le  faltan  aquella  espontaneidad  y  amenidad  nativa  que  tanto 
atrae  en  el  P.  Alonso  Rodríguez.  Hay  alguna  difusión  al  exponer  las 
doctrinas,  y  vemos  gastar  erudición  de  Santos  Padres  y  citas  de 
Doctores,  para  probar  verdades  corrientes  que  todo  el  mundo  admite 
sin  necesidad  de  ajena  erudición.  Por  eso,  mientras  la  obra  del 
P.  Alonso  Rodríguez  persevera  en  las  manos  de  todos,  vemos  que 
ha  caído  en  olvido  ésta  del  P.  Aguado,  aunque  destinada,  al  parecer, 
a  los  mismos  lectores  que  tenían  delante  de  sí  la  obra  del  otro  céle- 
bre maestro. 

Muy  distinto  de  los  anteriores  es  un  Padre  inglés  que  vivió  en  la 
Compañía  perpetuamente  entre  nosotros  y  escribió  en  español.  Lla- 
mábase Miguel  Wading  y  había  nacido  en  Waterford  en  1591.  Admi- 
tido en  la  Compañía  el  año  1609,  partió  muy  pronto  para  Méjico, 
donde  vivió  lo  restante  de  su  vida.  Primero  trabajó  en  las  misiones 
de  Cinaloa,  después  desempeñó  algunas  cátedras  de  filosofía  y  teo- 
logía, y,  por  último,  fué  Rector  de  Puebla  y  del  colegio  de  San  Ilde- 
fonso, en  Méjico.  En  esta  ciudad  le  halló  la  muerte  el  año  1644.  Si- 
guiendo la  costumbre  de  algunos  Padres  extranjeros  de  entonces, 
adoptó  el  nombre  español  de  Godínez,  que  en  el  sonido  se  parecía 
un  poco  al  suyo  inglés,  y  con  este  nombre  ha  pasado  a  la  posteridad 
en  una  obra  interesante  que  se  publicó  después  de  su  muerte.  Lla- 
mábase Práctica  de  la  teología  mística  (1).  Es  un  breve  tratado  que 
lio  llega  a  400  páginas  en  8.",  pero  lleno  de  muy  sólida  doctrina, 
expuesta  con  sencillez  y  claridad.  No  tiene  el  aparato  de  escritor 
profundo  que  se  advierte  en  La  Puente  o  La  Palma,  no  llena  su  libro 
de  peregrina  erudición.  La  doctrina  está  expuesta  en  estilo  claro  y 
sencillo,  y  como  quien  da  breves  indicaciones  y  apunta  solamente 


(l)    La  más  antigua  edición  que  cita  Sommervogel,  t.  III,  col.  1521,  es  del  año  1()81 
y  fué  hecha  en  Puebla. 


100  LIE.    I. — LAS    CUATKO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    lGlü-lG52 

las  ideas  oportunas  que  desea  inculcar  al  lector.  Va  enseñando  las 
gracias  que  Dios  concede  a  las  almas,  los  diversos  caminos  por 
donde  las  lleva,  los  actos  de  virtud  que  debe  practicar  el  alma  lla- 
mada por  Dios,  y  los  peligros  que  puede  haber  de  errar  en  el  camino 
de  la  virtud.  Hasta  diez  ediciones  españolas  se  han  contado  de  este 
libro,  que  mereció  los  honores  de  ser  traducido  al  latín  y  también 
de  ser  comentado  en  el  siglo  XVIII  por  el  P.  La  Reguera. 

Parecido  en  el  tamaño  al  libro  de  Godínez  es  otro  opúsculo  inte- 
resante del  P.  Gaspar  de  Figuera,  muerto  en  1637.  Intitúlase  Suma- 
rio espiritual  en  que  se  resuelven  todos  los  casos  y  dificultades  que  hay 
en  el  camino  de  la  perfección  (1).  Es  un  librito  en  12.°,  de  600  pági- 
nas, dividido  en  tres  partes:  en  la  primera  se  explican  las  diferentes 
formas  de  oración,  dándose  avisos  para  tenerla  bien;  en  la  segunda 
se  desarrollan  las  principales  meditaciones  de  las  verdades  eternas 
y  de  los  misterios  de  Cristo  Nuestro  Señor,  siguiendo  bastante  de 
cerca  el  orden  de  los  Ejercicios  de  San  Ignacio;  en  la  tercera,  en  fin, 
en  forma  de  diálogos  entre  el  Esposo  y  la  Esposa,  se  explica  la  per- 
fección de  la  caridad  y  los  afectos  santos  que  se  deben  ejercitar,  dis- 
tinguiéndolos cuidadosamente  de  los  afectos  sensibles,  aunque  pia- 
dosos, en  que  puede  haber  algún  engaño. 

A  este  género  de  libros  pertenece  el  Contrato  espiritual  del  hom- 
bre 9on  Dios  (2),  escrito  por  el  P.  Alvaro  Arias  de  Amienta,  andaluz, 
que  desempeñó  los  cargos  más  importantes  en  su  provincia  de  An- 
dalucía, y  siendo  Provincial  fué  elegido  por  el  P.  Vitelleschi  Asis- 
tente de  España.  Expiró  en  Roma  el  año  1643.  Más  que  este  libro,  de- 
bió acreditarle  entre  los  jesuítas  de  Andalucía  una  breve  colección 
de  meditaciones,  que  manuscritas  corrieron  bastante  entre  nuestros 
Padres  y  Hermanos.  Era  tan  frecuente  meditar  por  ellas,  que  el 
P.  Vitelleschi  se  creyó  obligado  a  advertir  a  los  Padres  de  Andalucía 
que  no  abandonasen  los  Ejercicios  de  San  Ignacio  por  atenerse  a  las 
meditaciones  del  P.  Arias  (3).  Con  todo  eso,  las  tales  meditaciones 
nunca  se  dieron  a  la  estampa,  aunque  se  han  conservado  en  algunos 
manuscritos. 

El  P.  Alonso  de  Andrade,  nacido  en  Toledo  el  año  1590,  y  que 
vivió  hasta  1672,  se  parece  mucho  a  Nieremberg  en  la  producción 
literaria,  y  así  como  le  imitó  y  siguió  en  trabajar  obras  históricas 


(1)    Publioado  en  Valladolid  en  1635. 

('2)    J):ulo  a  luz  en  Baeza,  lííiií). 

(3)     üaetira.  Epht.  den.  A  1  rcinclinan,  Provineial,  18  Enero  lG-26. 


CAÍ'.    V. — ASCKTAS    E    IIISTOKIADOÜES  101 

sobre  la  Compañía,  también  compitió  con  él  en  la  fecundidad  de 
libros  ascéticos.  Mencionaremos  solamente  los  más  principales. 
En  1642  dio  a  luz  El  buen  soldado  católico  y  sus  obligaciones,  obra 
dividida  en  dos  partes.  En  el  mismo  año  se  imprimía  El  libro  de  la 
guía  de  la  virtud  y  de  la  imitación  de  Nuestra  Señora  para  todos  los 
estados,  obra  que  alcanzó  repetidas  ediciones,  aun  en  vida  del  autor. 
Seis  años  después  imprimía  el  Itinerario  liistorial  que  debe  guardar 
el  hombre  para  caminar  al  cielo  (1).  Omitimos  mencionar  otras  obras 
ascéticas  que  fué  dando  a  luz,  advirtiendo  solamente  que  pertenecen 
al  género  ascético  docto  y  abundante  en  que  desarrolló  sus  libros  el 
P.  Nieremberg.  En  nuestros  días  lo  que  tal  vez  se  lee  más  del  P.  An- 
drade  no  son  sus  obras  originales,  sino  su  hermosa  traducción  de  los 
Opúsculos  del  Cardenal  Belarmino.  En  el  espacio  de  dos  años,  de  1650 
a  1652,  salieron  a  luz  los  cinco  Opúsculos,  que  ahora  forman  otros 
tantos  libros  de  unas  300  páginas  en  8.°,  y  que  están  llenos,  como  todos 
saben,  no  sólo  de  sólida  doctrina,  sino  también  de  aquella  devoción 
y  piedad  que  espontáneamente  derramaba  en  sus  escritos  el  santo 
Cardenal. 

No  podemos  olvidar  en  esta  lista  de  autores  ascéticos  al  P.  Tomás 
de  Villacastín,  nacido  en  Valladolid  en  1570,  y  muerto  en  la  misma 
ciudad  el  año  1649.  No  es  muy  conocida  su  vida,  que  debió  correr 
tranquila  en  los  oficios  de  operario  apostólico  y  de  padre  espiritual 
dentro  de  nuestras  casas.  Lo  que  conserva  el  recuerdo  del  P.  Villa- 
castín es  su  pequeño  libro  intitulado  Manual  de  Ejercicios  espiritua- 
les para  tener  oración  en  todo  el  discurso  del  año  (2).  Es  una  pequeña 
colección  de  meditaciones  que  no  llegan,  ni  con  mucho,  a  la  perfec- 
ción, abundancia  y  comprensión  de  la  materia  que  vemos  en  el 
P.  La  Puente;  pero  en  cambio  se  apuntan  las  verdades  principales  de 
nuestra  fe,  y  se  declaran  con  tanta  sencillez  y  buen  orden  los  puntos 
principales  de  la  meditación,  que  este  libro  merece  ser  recomendado 
a  la  mayoría  de  las  personas  piadosas  que  deseen  dedicar  todos  los 
días  algún  rato  al  santo  ejercicio  de  la  oración  mental.  Cada  medita- 
ción tiene  sus  cuatro  puntos,  y  en  cada  punto  están  metódicamente 
escalonadas  las  consideraciones  que  debe  hacer  el  entendimiento  y 
los  buenos  propósitos  y  santos  afectos  que  debe  ejercitar  la  voluntad 
en  la  oración. 


(I)    Vide  Sommervogel,  1. 1,  col.  318. 

(•2)    La  primera  edición  es  de  1012,  hecha  en  Valladolid,  y  en  el  siglo  XVII  so  hicie- 
ron otras  nueve. 


102  Lie.    I. — LAS   CUATRO   PROVINCIAS    DE   ESTAÑA,    1G15-1G52 

Pudiéramos  extendernos  algún  tanto  sobre  la  líeformación  cris- 
tiana, asi  del  pecador  como  del  virtuoso,  publicada  en  Sevilla  en  1608 
por  el  P.  Francisco  de  Castro;  sobre  las  Conferencias  espirituales, 
dadas  a  luz  en  Sevilla  por  el  P.  Arnaya,  y  sobre  los  Soliloquios,  pu- 
blicados por  el  P.  Bernardino  Villegas  (1).  Todas  son  obras  de  buena 
doctrina,  impregnadas  de  humildad  y  devoción;  pero  debemos  limi- 
tarnos y  remitir  los  curiosos  lectores  a  las  obras  especiales  que  se 
han  escrito  sobre  ascética  y  a  las  bibliografías  donde  se  registran  las 
obras  de  estos  autores. 

2,  Pasemos  a  considerar  brevemente  lo  que  en  estos  años  traba- 
jaron los  Padres  de  la  Compañía  en  el  campo  de  la  historia.  Senti- 
mos haber  de  afirmar,  que  no  podemos  presentarles  ninguna  obra 
de  primer  orden,  ningún  autor  que  continuase  dignamente  las  em- 
presas de  un  Mariana  o  de  un  Guzmán.  Cultivóse,  ciertamente,  la 
historia  en  este  período,  pero  con  poca  fortuna.  Escribió  el  conocido 
P.  Martín  de  Roa  sobre  los  santos  de  la  ciudad  de  Córdoba.  El  P.  An- 
tonio de  Quintanadueñas  disertó  sobre  los  santos  antiguos  de  Se- 
villa, y  en  otra  obra  sobre  ios  santos  de  Toledo  (2).  No  adelantó  gran 
cosa  nuestra  historia  eclesiástica  con  estos  trabajos,  donde  haypoco  de 
investigación  y  mucho  de  frías  moralidades  y  acomodaciones,  hechas 
con  más  o  menos  ingenio,  a  las  ideas  de  entonces.  Recuérdese  que 
en  este  tiempo  se  difundieron  por  el  mundo  los  falsos  cronicones 
que  enturbiaron  considerablemente  el  raudal  de  nuestra  historia 
eclesiástica,  y  de  paso  introdujeron  notable  perturbación  en  la  anti- 
gua hagiografía  española.  Los  autores  de  la  Compañía  ño  fueron,  cier- 
tamente, los  que  más  se  contaminaron  con  las  falsedades  de  los  no- 
vísimos cronicones  (3).  Sabemos  que  muchos  los  combatieron  con 
energía;  pero  con  todo  eso,  al  escribir  vidas  de  santos  o  historias  de 
iglesias  antiguas,  dejáronse  llevar  más  o  menos  por  la  corriente,  ad- 
mitiendo con  poca  crítica  todos  aquellos  hechos  que  podían  parecer 
honoríficos  para  las  iglesias  de  España. 

También  cultivaron  nuestros  Padres  en  esta  época    la  historia 


(1)  Véase  la  bibliografía  de  estos  autores  en  Sommervogel. 

(2)  Cuati'o  obras  hagiográfleas  nos  legó  el  P.  Antonio  de  Quintanadueñas:  primcrn, 
una  Vida  de  la  venerable  Infanta  Doña  Sancha  Alfonso;  segunda,  Gloriosos  mártires  de  Osu- 
na; tercera,  Santos  de  la  ciudad  de  Sevilla;  cuarta,  Santos  de  la  Imperial  ciudad  de  Toledo. 

(3)  Y  eso  (jue  el  primer  inventor  de  ellos  íu6,  según  todas  las  probabilidades,  uno 
de  la  Compañía,  el  P.  Jerónimo  Román  de  la  Higuera,  muerto  en  Toledo  en  1611. 
Nuestro  gran  bibliógrafo  el  P.  José  Eugenio  de  Uriarte  sostenía  con  tesón  que  el  P.  Hi- 
guera no  fué  autor  do  semejante  superchería.  He  leído  un  opúsculo  manuscrito  que 
dejó  sobre  esto,  y  confieso  que  no  me  convencen  sus  razones. 


CAr.    V. — ASCETAS   E    IIISTOEIADOKKS  103 

doméstica  de  la  Compañía,  y  no  fueron  pocas  las  historias,  ya  de  pro- 
vincias, ya  de  colegios,  ya  de  personas  particulares,  que  en  una  u 
otra  forma  se  redactaron  en  este  tiempo.  Notamos,  sin  embargo,  que 
gran  parte  de  estos  escritos  permaneció  inédita.  ¿Y  por  qué?  La 
razón  principal,  a  lo  que  podemos  inferir  de  algunas  cartas  de  en- 
tonces, fué  porque  los  Superiores  no  juzgaron  dignas  de  la  publica- 
ción muchas  de  estas  historias.  Para  muestra  presentaremos  al  lector 
lo  que  respondió  el  P.  Vitelleschi  al  P.  Martín  de  Roa  en  163G.Como 
ya  lo  hemos  notado  en  otra  parte,  había  escrito  este  Padre  en  tiempo 
de  Aquaviva  una  Historia  de  la  provincia  de  Andalucía.  Varias  veces 
se  pidió  la  licencia  al  P.  General  para  sacarla  a  luz,  y  dos  años  antes 
de  morir,  el  30  de  Diciembre  de  1635,  instó  de  nuevo  el  P.  Roa  por 
la  licencia,  manifestando  de  paso  el  deseo  que  sentía  toda  la  provin- 
cia de  A  ndalucía  de  ver  impresa  aquella  Historia.  A  esta  carta  respon- 
dió el  P.  Vitelleschi  en  los  términos  siguientes:  «Con  particular  gusto 
acudiré  siempre  a  todo  lo  que  cediere  en  consuelo  de  V.  R.  y  de  esa 
provincia,  por  la  estimación  tan  justa  que  en  mí  reconozco  de  ambas 
a  dos  cosas.  He  leído  con  atención  lo  que  V.  R.  representa  en  la  de  30 
de  Diciembre  en  razón  de  la  historia  de  esa  provincia,  y  pasado  los 
ojos  con  no  pequeña  advertencia  por  los  cuadernos  que  me  han  re- 
mitido della;  y  el  amor  que  tengo  de  su  persona,  aprecio  de  las 
obras  que  ha  estampado  y  claridad  que  debo  profesar,  no  permiten 
que  le  calle  lo  que  me  ha  parecido.  No  descubro  en  ella  cosa  rele- 
vante que  no  esté  en  la  Historia  general  de  la  Compañía.  Otras  cosas 
particulares  son  comunes.  Si  alguna  tal  vez  se  halla  que  sea  más 
digna  de  reparo,  no  es  bastante  materia  para  que  se  disponga  nueva 
historia.  Esto  juzgo,  y  del  mismo  sentimiento  es  otra  persona  de 
mucha  autoridad  y  prudencia  que  ha  visto  los  dichos  cuadernos. 
Ruego  a  V.  R.  se  conforme  con  esta  resolución  y  excuse  la  impresión 
de  este  libro»  (1).  Aquí  vemos  el  prudente  juicio  que  había  formado 
el  P.  General  de  la  obra  del  P.  Roa. 

Con  mucha  más  razón  hubiera  prohibido  el  P.  Vitelleschi  la  pu- 
blicación de  la  otra  Historia  de  la  provincia  de  Andalucía,  que  escri- 
bió por  entonces  el  P.  Juan  de  Santibáñez  (2).  Añadiendo  muy  poco 
a  la  sustancia  de  los  hechos,  los  diluía  en  un  mar  de  moralidades  y 
los  comentaba  con  no  pequeñas  ingeniosidades  al  gusto  de  la  época, 
por  lo  cual  la  Historia  resulta  no  sólo  pesada,  sino  extravagante,  y 


(1)  Baetica.  Epist.  Gen.  A  Roa,  24  Mayo  1637. 

(2)  Murió  el  P.  Santibáñez  en  1650,  trece  años  después  del  P.  Roa. 


104  LIB.    I. — LAS    CUATIÍO   PROVINCIAS    DE   ESPAÑA,    1G15-1G52 

en  algunos  casos  hasta  ridicula.  No  sabemos  hasta  ahora  si  se  trató 
alguna  vez  seriamente  de  imprimir  la  obra  del  P.  Santibáñez. 

Más  juicioso  que  los  dos  precedentes  fué  en  sus  escritos  el 
P.  Luis  de  Valdivia,  quien  retirado  en  Valladolid,  como  veremos  más 
adelante,  empleó  los  últimos  veinte  años  de  su  vida  en  redactar  una 
Historia  de  la  provincia  de  Castilla.  Decimos  una  Historia,  y  tal  vez 
sería  más  exacto  afirmar  que  fueron  una  serie  de  historias,  pues  iba 
refiriendo  lo  que  sabía  de  cada  colegio  en  capítulos  aparte  y  for- 
mando una  breve  monografía  sobre  cada  uno.  Del  mismo  modo  es- 
cribió a  grandes  rasgos  la  historia  de  muchos  varones  ilustres  de 
Castilla,  recogiendo  las  noticias  que  podía  haber  a  las  manos  sin  salir 
de  Valladolid.  Como  él  mismo  lo  da  a  entender,  el  libro  principal 
por  donde  empezó  su  trabajo,  y  al  que  atendía  constantemente,  era 
la  historia  latina  de  los  PP.  Orlandini  y  Sacchini.  Tampoco  sabemos 
que  se  pensase  dar  a  la  estampa  esta  obra  fragmentaria,  que  cierta- 
mente conservó  muchos  apreciables  recuerdos  de  la  provincia  de 
Castilla,  pero  que  no  era  digna  de  parecer  a  los  ojos  del  público  en 
tan  defectuosa  imperfección. 

El  que  sí  dio  a  la  estampa  libros  interesantes  sobre  la  historia  de 
la  Compañía  fué  el  ya  mencionado  asceta  Juan  Ensebio  Nieremberg. 
La  obra  más  extensa  de  este  género  que  nos  legó  es  la  que  vulgar- 
mente llamamos  Varones  ilustres  de  ¡a  Compañía  de  Jesiis  (1).  Son 
cuatro  tomos  en  folio,  cada  uno  de  los  cuales  se  presentó  con  por- 
tada distinta,  y  alguna  de  ellas  bastante  gongorina.  ¿Cuál  fué  el  ori- 
gen de  este  trabajo  histórico,  bastante  extenso  y  muy  leído  entre 
nosotros?  Nos  parece  descubrirlo  en  una  carta  del  P.  Vitelleschi, 
escrita  al  Provincial  de  Toledo  el  20  de  Marzo  de  1688.  Oigamos  lo 
que  dice  el  P.  General:  «Sin  duda  se  perdieron  las  censuras  que  V.  R. 
dice  que  me  enviaron  del  libro  de  las  vidas  de  los  varones  insignes 
de  la  Compañía,  que  ha  juntado  y  traducido  el  P.  Juan  Ensebio, 
porque  no  he  recibido  sino  las  que  de  presente  se  envían.  Juzgo  no 
conviene  dé  licencia  para  que  se  estampen,  si  primero  no  me  remi- 
ten el  libro,  para  que  yo  le  lea  o  le  haga  rever,  y  se  examine  si  lo  que 
contiene  es  conforme  a  lo  que  en  hecho  de  verdad  pasó.  En  España 
no  se  tiene  tanta  noticia  de  estas  materias  como  aquí,  donde  se  con- 


(1)  El  primor  tomo  salió  a  luz  en  1643,  y  es  do  advertir  que  a  cada  tomo  le  puso  el 
autor  título  distinto.  El  segundo,  que  se  imprimió  en  1644,  lleva  esta  portada  gongo- 
rina: ' Firmamento  rcU¡jioso  da  lucidos  astros  en  algunos  claros  varones  de  la  Compañía  de- 
Jesús.'' 


CAP.    y. ASCETAS   K    IIISTOKIADORKS  105 

servan  los  originales  e  informaciones  auténticas,  y  así  parece  que  se 
hará  juicio  más  acertado.  Y  aunque  se  diga  que  sólo  es  traducción, 
es  necesario  averiguar  si  se  añade  algo  de  nuevo,  y  si  según  la  nueva 
revisión  convenga  dar  licencia  para  que  se  imprima  ahora  en  len- 
gua vulgar  lo  que  años  ha  que  salió  a  luz  en  otras,  en  especial  repar- 
tido en  diversos  lugares  de  la  Historia  de  la  Compañía  y  otros  auto- 
res. Fuera  de  que  (y  sea  para  V.  R.  sólo)  quedé  escarmentado  de  la 
Vida  de  Nuestro  Padre  San  Ignacio  que  el  P.  Eusebio  estampó;  por- 
que aunque  es  autor  pío  y  docto,  no  todo  lo  que  en  ella  se  decía 
estaba  ajustado  a  lo  puntual  de  la  historia.  En  conclusión:  si  se  pre- 
tende que  se  imprima  dicho  libro,  hágase  la  diligencia  que  dejo 
dicha  de  enviármele»  (1). 

En  esta  carta  del  P.  General  nos  parece  descubrir  la  primera  idea 
de  donde  brotó  la  colección  de  varones  ilustres  del  P.  Nieremberg. 
Quiso  recoger  de  la  historia  latina  las  vidas  de  los  varones  ilustres 
que  allí  se  mencionan,  y  darlas  traducidas  al  español.  Al  principio,  no 
se  metió  en  más  honduras  históricas  el  P.  Nieremberg;  pero  como 
para  entonces  ya  se  habían  publicado  algunas  otras  vidas  extensas  de 
hombres  insignes  de  la  Compañía,  como  la  del  P.  Baltasar  Álvarez,  la 
del  Cardenal  Belarmino,  la  de  San  Luis  Gonzaga  y  las  de  otras  per- 
sonas, añadió  también  a  sus  Varones  ilustres  las  noticias  que  le  sumi- 
nistraban estas  historias.  Extendiendo  después  el  radio  de  su  investi- 
gación, incluyó  en  los  Varones  ilustres  la  noticia  más  o  menos  clara 
de  otros  hombres  conocidos  en  diversas  j)rovincias,  y,  sobre  todo,  en 
las  de  España,  cuyo  recuerdo  estaba  conservado  por  las  cartas  de 
defunción  o  por  otras  relaciones  que,  manuscritas,  solían  correr 
entre  nosotros.  De  esta  manera  se  fué  poco  a  poco  aglomerando  este 
gran  repertorio  de  biografías,  muy  desiguales  entre  sí,  de  muy  di- 
verso mérito  y  todas  muy  conformes  en  expresar  muy  poco  el  carác- 
ter de  cada  sujeto,  confundiéndose  las  fisonomías  de  todos  en  unos 
pocos  rasgos  comunes  y  en  cierto  molde  borroso,  según  los  concebía 
la  piedad  fervorosa  y  crédula  del  siglo  XVII. 

3.  Muchos  y  graves  son  los  defectos  que  la  moderna  crítica  des- 
cubre en  los  historiadores  de  aquellos  tiempos,  pero,  sobre  todo, 
predomina  la  nota  de  excesiva  credulidad,  que  es  común  a  casi  todos 
los  autores  citados.  Por  bondad  de  corazón,  y  tal  vez  por  escrúpulos 
de  conciencia,  procuraban  pintarlo  todo  de  un  color  piadoso;  corrían 


(1)     ToletcDia.  Epist.  Gen.  A  Valdés,  20  Marzo  163S. 


10(i  I-IB.    I- LAS    CUATKO    riíOVlACIAS    DE    ESPAÑA,    1615-1652 

un  velo  compasivo  por  las  faltas  de  los  individuos,  que  no  podían 
ignorar,  y  admitían  con  facilidad  extremada,  no  sólo  actos  de  virtud, 
sino  también  revelaciones,  profecías  y  hechos  milagrosos,  si  cedían 
en  honor  de  la  Iglesia,  de  la  Compañía  o  del  personaje  biografiado. 
En  este  defecto  de  la  credulidad  lleva  la  palma,  como  todos  saben, 
nuestro  P.  Nieremberg.  Hasta  que  uno  lee  ciertos  escritos  suyos,  no 
puede  concebir  que  su  credulidad  llegase  adonde  llegó.  Dos  libros 
imprimió  que  asombran  en  este  sentido  al  lector  moderno.  Uno  es  la 
Historia  Natural  que  salió  en  Amberes  en  1635  con  este  título:  Histo- 
ria Naturae  máxime  Péregrinae  Líbris  XVI  disHncta.  Es  un  tomo  en 
folio,  elegantemente  impreso  por  la  Casa  de  Plantin.  Contiene  lo  que 
entonces  se  sabía  de  Historia  natural,  y  no  deja  de  ser  algún  mérito 
el  ver  este  libro  adornado  con  láminas  que  representan  varios  ani- 
males. Empero,  pasando  los  ojos  por  el  contenido,  observa  pronto  el 
lector  que  Nieremberg  parece  que  estudia  en  recoger  cosas  peregri- 
nas, o,  por  mejor  decir,  patrañas  inconcebibles.  Esto  se  observa,  so- 
bre todo,  en  el  apéndice,  que  ocupa  las  últimas  cien  páginas,  y  se  inti- 
tula Be  miris  ct  miractilosis  naturis.  Son  divertidas  varias  fábulas 
que  admite.  Allí  vemos  que  el  molino  de  San  Lucarlno  no  molía  el 
día  de  fiesta,  ni  tampoco  podía  moverse,  si  el  trigo  que  le  echaban 
había  sido  robado.  En  cierto  monasterio  de  San  Mauricio,,  en  Fran- 
cia, hay  siempre  tantos  peces  en  el  estanque  como  monjes  en  casa. 
¿Muere  uno  de  los  monjes?  Pues  el  mismo  día  se  muere  uno  de  los 
peces.  ¿Entra  un  nuevo  monje  en  el  monasterio?  En  el  mismo  día 
nace  un  pez.  En  Santaren  hay  una  estatua  del  Niño  Jesús  que  tiene 
una  historia  particular.  Al  principio  era  una  estatua  diminuta,  que 
representaba  al  Niño  Jesús  recién  nacido;  pero  he  aquí  que  con  el 
tiempo  fué  creciendo  la  estatua,  como  sin  duda  creció  el  Niño  Jesús; 
de  suerte  que  a  los  treinta  años  la  estatua  representaba  a  Jesucristo 
Nuestro  Señor  en  su  edad  madura.  En  cierta  ciudad  trasladaron  una 
campana  de  una  iglesia  a  otra.  Pero,  ¡oh  sorpresa!  A  la  noche  si- 
guiente la  campana  huyó  al  campanario  de  la  primera  iglesia.  Asom- 
brados los  ciudadanos  con  este  suceso,  volvieron  a  trasladar  la  cam- 
pana, y  para  evitar  que  se  repitiese  la  fuga,  acordaron  decir  todos 
los  días  un  exorcismo  sobre  la  campana  rebelde.  Sometióse  ésta; 
pero  si  algún  día  se  olvidaban  de  decir  el  exorcismo,  a  la  noche  in- 
mediata la  campana  tomaba  el  portante  y  se  volvía  a  la  primera  igle- 
sia. Tales  son  las  maravillas  de  la  naturaleza  que  con  tanta  seriedad 
nos  refiere  el  P.  Nieremberg. 

Pues  quien  abra  el  otro  libro,  que  intituló  Curiosa  filosofía  y  te- 


CAP.   V.— ASCETAS   E   HISTORIADOKES  107 

soro  de  maravillas  de  la  naturaleza  (1),  se  divertirá  con  no  menos  ab- 
surdas patrañas.  Allí  verá  un  hombre  de  la  ciudad  de  Taranto  que, 
habiendo  llegado  a  los  cien  años  y  cayéndose  ya  de  puro  viejo,  de 
repente  se  volvió  mozo  y  sobrevivió  otros  cincuenta  años.  En  todo 
el  curso  de  este  libro  nos  habla  Nieremberg,  como  de  cosa  corriente, 
de  los  centauros,  nereidas,  sirenas  y  otros  monstruos  fabulosos,  cre- 
yéndolo todo  a  pie  juntillas.  «No  ha  muchos  años,  dice,  se  topó  una 
nereida  en  Frisia.  Era  un  monstruo  marino,  la  mitad  figura  de  don- 
cella y  la  mitad  de  pez;  la  cual  vivió  algunos  años  y  aprendió  a  hi- 
lar.» En  el  libro  segundo,  capítulo  14,  nos  refiere  el  caso  que  excede 
en  su  género  a  todas  las  fábulas  de  la  misma  clase  que  hasta  ahora 
se  han  inventado.  Trátase  de  cierta  señora  Margarita ,  Condesa  de 
Holanda,  que  dio  a  luz  en  un  parto  nada  menos  que  865  hijos. 

Ocurro  [  reguntar  si  el  P.  Níeremberg  creería  todas  estas  enormi- 
dades, o  si  se  contentaría  con  repetir  lo  que  leyó  en  otros  libros  u 
oyó  contar  a  personas  que  le  parecían  fidedignas.  Nos  repugna  cier- 
tamente en  nuestros  días  suponer  que  un  hombre  pueda  admitir  en 
serio  fábulas  tan  inconcebibles;  pero  la  sencillez  con  que  el  autor 
las  refiere,  y  más  aún,  las  razones  morales  y  devotas  con  que  de  vez 
en  cuando  pretende  explicar  a  su  modo  el  motivo  de  los  sucesos,  nos 
inclina  a  pensar  que  el  buen  P.  Nieremberg  aceptaba  como  hechos 
reales  y  verdaderos  los  sucesos  que  hemos  enumerado. 

En  sus  obras  históricas  penetró  bastante  esta  credulidad,  y  hasta 
en  la  Yida  de  San  Ignacio,  asunto  tan  conocido,  nos  regaló  una  fá- 
bula que,  después  de  él,  recibieron  otros  dos  o  tres  historiadores.  Es 
el  milagro  estupendo  acontecido  cuando  fué  bautizado  San  Ignacio. 
Dice  Nieremberg,  que  discutiéndolos  circunstantes  sobre  el  nombre 
que  al  niño  se  debía  poner,  el  mismo  niño  alzó  la  voz  de  repente,  y 
exclamó  en  medio  de  todos:  «Ignacio  es  mi  nombre»,  y  por  esto  se 
llamó  Ignacio.  ¿De  dónde  sacó  especie  tan  peregrina?  Nos  dice  que 
se  halló  en  ciertos  papeles  secretos  que  un  Padre  descubrió  en  Al- 
calá. He  aquí  el  modo  con  que  entonces  se  difundían  en  el  público 
muchas  de  las  fábulas  inventadas.  Con  citar  a  un  autor,  cualquiera 
que  fuese,  y  más  aún  si  era  algo  conocido  y  respetable;  con  decir 
que  lo  había  leído  en  papeles  secretos,  ya  se  creían  autorizados  para 
admitir  cualquier  cosa  extraordinaria,  y  hasta  los  hechos  más  inve- 
rosímiles. Tal  vez  esta  credulidad  y  la  facilidad  pasmosa  que  tenía 


(1)    Es  im  tomo  pequeño  en  «.°,  de  248  folios  (en  la  edición  de  1G34  que  he  visto),  y 
se  repitió  seis  veces  la  edición  en  diez  años;:.  Vid.  Soraraervogel,  t.  V,  col.  1730. 


108  LIB.    I. — LAS   CUATRO   rKOVINCIAS   DE   ESPAAA,    1G1")-1GÓ2 

Nieremberg  de  llamar  santos  y  bienaventurados  a  los  que  no  estaban 
canonizados  por  la  Iglesia,  fué  la  razón  de  que  su  Vida  de  San  Igna- 
cio fuese  puesta  en  el  índice  con  la  cláusula  doñee  corrigatur  (1). 

La  credulidad  de  aquellos  tiempos  obligó  a  la  Iglesia  a  tomar  al- 
gunas precauciones  severas.  El  Papa  Urbano  VIII,  justamente  alar- 
mado por  las  fábulas  inverosímiles  que  se  iban  difundiendo  en  las 
vidas  de  los  santos,  y  por  las  imprudencias  que  se  cometían  tribu- 
tando honores  sagrados  a  personas  cuyos  méritos  no  estaban  aún 
reconocidos  por  la  Iglesia,  dio  un  decreto  en  1625  prohibiendo  tri- 
butar el  culto  de  los  santos  a  los  que  no  estuviesen  canonizados  o 
beatificados  por  la  Iglesia  (2).  Más  aún:  mandó  que  no  se  publicaran 
virtudes,  revelaciones,  profecías,  milagros  y  otros  hechos  portento- 
sos atribuidos  a  varones  insignes,  si  no  precedía  la  aprobación  de  la 
Iglesia.  Por  otra  parte,  como  no  convenía  impedir  la  divulgación  de 
los  ejemplos  edificantes  y  de  las  virtudes  que  realmente  poseyeran 
hombres  no  canonizados  todavía,  se  dio  la  orden  de  que  en  estas  vidas 
de  personas  ilustres  se  protestara,  que  todo  lo  sobrenatural  referido 
en  ellas  no  tenía  la  aprobación  de  la  Iglesia,  sino  solamente  estri- 
baba en  fe  humana,  es  decir,  en  las  razones  y  argumentos  que  el  his- 
toriador aducía  para  probar  los  hechos  (3).  Fué  prudente  esta  sofre- 
nada para  contener  el  prurito  de  exagerar  virtudes  e  inventar  mila- 
gros y  de  difundir  entre  el  vulgo  una  falsa  historia,  y  principalmente 
una  falsa  hagiografía  que  verdaderamente  iba  llegando  a  lo  inverosí- 
mil, A  pesar  de  eso,  con  la  seguridad  de  aquella  protestación  y  con  el 
escudo  de  la  fe  humana,  no  dejaron  de  escribirse  muchas  falsedades 
en  las  vidas  de  personas  virtuosas,  sobre  todo  de  ciertas  monjas  que 
se  decían  favorecidas  por  Dios  con  gracias  singulares. 


(1)  El  año  1634,  escribiendo  el  P.  Vitelleschi  al  P.  Juan  de  Montalvo,  Provincial  de 
Toledo,  le  decía:  «En  la  vida  de  San  Ignacio  por  el  P.  Ensebio  se  han  reparado  algu- 
nas cosas,  como  llamar  santos  y  beatos  a  hombres  no  beatificados...  En  un  milagro 
del  estudiante  de  Florencia  hay  cosas  no  ajustadas  a  la  verdad...  La  Sagrada  Congre- 
gación del  índice  me  ha  cometido  la  enmienda  de  esto.  Ordeno  a  Y.  R.  avise  al  dicho 
Padre,  para  que  quite  lo  que  va  notado  y  lo  demás  que  viere,  que  o  por  no  estar  bien 
averiguado,  o  por  decirse  con  alguna  exageración,  puede  ser  ocasión  de  tropiezo.'» 
(Toletaua.  Epist.  Gen.,  A  Montalvo,  18  Agosto  1634.)  Por  lo  visto,  o  no  se  hicieron 
las  correcciones  apuntadas,  o  no  satisficieron  del  todo  a  la  Congregación  del  índice, 
pues  doce  años  después,  por  decreto  del  18  de  Diciembre  de  1646,  el  libro  de  Nierem- 
bex'g  fué  puesto  en  el  índice  con  la  cláusula  douec  corrigatur. 

(2)  Para  entender  los  actos  de  Urbano  VIII  en  esta  materia,  puede  consultarse  la 
obra  de  Benedicto  XIV,  De  servorum  Dei  beatificatione  et  beatornni  canouizatione,  lib.  II, 
capítulo  11.  Allí  se  copian  las  palabras  textuales  de  Urbano  VIII  y  se  explica  el  sen- 
tido y  alcance  de  sus  decretos. 

(3)  Véase  en  el  capítulo  citado  de  Benedicto  XIV,  la  fórmula  que  se  mandaba  poner 
en  las  vidas  de 


CAP.    V. ASCETAS   E    HISTOIilADOKES  1()() 

4.  Con  este  vicio  de  la  credulidad  se  da  mucho  la  mano  aquel 
defecto  deplorable  del  mal  gusto  literario  que  se  desbordó  por  Es- 
paña desde  el  año  1610.  Es  un  fenómeno  éste  no  bastante  estudiado 
todavía  en  nuestra  historia  literaria.  Aquello  fué  un  desquiciamiento 
intelectual,  una  ruina,  no  solamente  del  buen  gusto,  sino  de  todo 
sentido  común,  que  inclinaba  a  los  españoles  a  violentarlo  todo,  a 
extremarlo  todo,  llegando  a  escribir  de  una  manera  que  hoy  nos 
parece  inverosímilmente  ridicula.  Ese  vicio,  que  en  poesía  se  llamó 
gongorismo;  en  elocuencia,  gerundianismo,  y  en  arquitectura,  chu- 
rriguerismo, nos  parece  ser  un  efecto  de  la  exageración  desmedida 
adonde  se  quiso  llegar  en  las  obras  de  ingenio,  cualquiera  que  fuese 
el  campo  en  que  se  ejercitaban. 

En  dos  ramas  suelen  dividir  generalmente  los  historiadores  el 
mal  gusto  que  inficionó  la  literatura  española  en  el  siglo  XVII.  Los 
unos,  llamados  culteranos,  imitando  generalmente  a  Góngora,  ponían 
su  fuerza  en  la  afectación  del  estilo,  y  envolvían  pensamientos  vul- 
gares, y  tal  vez  falsos,  en  metáforas  atrevidas,  en  períodos  sonoros, 
en  frases  de  relumbrón.  Los  otros,  en  cambio,  desdeñaban  tal  vez 
las  galas  del  estilo  y  se  enfrascaban  en  la  agudeza  e  ingeniosidad  de 
los  conceptos.  De  aquí  el  nombre  de  conceptistas  con  que  se  les  co- 
noce en  nuestra  historia.  Éstos  eran  los  que,  a  imitación  de  Quevedo, 
se  intrincaban  en  agudezas  enigmáticas,  en  paradojas  estupendas,  en 
consecuencias  inesperadas  y  en  otras  contorsiones  de  pensamiento 
que  al  fin  venían  a  resolverse,  o  en  errores  increíbles,  o  lo  que  era 
más  frecuente,  en  perogrulladas  morales. 

Viviendo  entre  esta  sociedad  literaria,  era  imposible  que  los  jesuí- 
tas dejasen  de  contaminarse  más  o  menos  con  el  vicio  entonces  rei- 
nante. Por  las  obras  que  nos  quedan  y  por  las  indicaciones  de  algunas 
cartas  de  nuestros  Superiores,  inferimos  que  nuestros  Padres  pecaron 
menos  por  el  lado  del  culteranismo,  pero  en  cambio  se  dieron  mu- 
chos bastante  al  conceptismo.  Y  por  cierto  que  la  Compañía  tuvo  la 
desventura  de  que  saliese  de  su  seno  el  legislador  de  esta  algarabía. 
El  P.  Baltasar  Gracián,  nacido  en  Calatayud  el  año  1601,  y  muerto 
en  TaraKona  en  1658,  es  conocido  en  el  orbe  literario  por  dos  obras 
principalmente,  una  buena  y  otra  mala.  El  Criticón,  libro  de  filoso- 
fía práctica  y  moral,  que  publicó  en  Madrid  el  año  1650,  ha  merecido 
generalmente  los  elogios  de  nuestros  literatos,  y  en  nuestros  días  el 
gran  crítico  Menóndez  y  Pelayo  ha  estampado  un  juicio  por  demás 
encomiástico  de  esta  obra.  El  lector  nos  permitirá  que  copiemos  las 
palabras  del  gran  polígrafo  montañés:  «Era  el  P.  Gracián  talento  de 


IIU  LIE.   I.— LAS   CÜATKO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    lG15-lGü2 

estilista  de  primer  orden,  maleado  por  la  decadencia  literaria,  pero 
así  y  todo  el  segundo  de  aquel  siglo,  en  originalidad  de  invenciones 
fantástico-alegóricas,  en  estro  satírico,  en  alcance  moral,  en  bizarría 
de  explicaciones  nuevas  y  pintorescas,  en  humorismo  profundo  y  de 
ley,  en  vida  y  movimiento  y  efervescencia  continuas;  de  imagina- 
ción tan  varia,  tan  amena,  tan  prolíflca,  sobre  todo  en  su  Criticón, 
que  verdaderamente  maravilla  y  deslumbra,  atando  de  pies  y  manos 
el  juicio,  sorprendido  por  las  raras  ocurrencias  y  excentricidades 
del  autor,  que  pudo  no  tener  gusto,  pero  que  derrochó  un  caudal  de 
ingenio  como  para  ciento.  Los  que  quieran  hacerse  dueños  de  las 
notables  riquezas  de  nuestra  lengua,  tienen  todavía  mucho  que 
aprender  en  El  Criticón,  aun  después  de  haber  leído  a  Quevedo»  (1). 
Lisonjera  por  demás  es  esta  crítica,  y  confesamos  ingenuamente  que 
nuestro  entusiasmo  por  M  Criticón  no  raya  tan  alto.  Reconocemos, 
sí,  en  Gracián  fuerza  de  ingenio,  observación  sagaz  de  la  sociedad, 
imaginación  viva  y  animada,  dicción  castiza  y  expresiva;  pero  tam- 
bién nos  disgustan  muchas  moralidades  frías,  trivialidades  filosófi- 
cas y  la  pesadez  más  que  regular  que  se  nota  en  ciertos  pasajes. 

La  otra  obra,  muy  mencionada^  muy  poco  leída,  de  Gracián,  es 
la  Agudeza  y  arte  de  ingenio  (2).  Como  lo  indica  el  título,  es  el  có- 
digo, no  del  culteranismo,  sino  del  conceptismo,  y  pudiera  llamarse 
mejor  el  arte  de  aguzar  el  ingenio  y  de  volverse  loco;  porque  real- 
mente peligra  uno  de  llegar  a  tal  extremo  si  observa  todo  lo  que  dice 
Gracián  en  este  tratado  peregrino.  No  negaremos  que,  de  vez  en 
cuando,  asoman  algunas  ideas  acertadas,  se  citan  ejemplos  clásicos  y 
se  proponen  pensamientos  muy  dignos  de  imitación;  pero,  en  gene- 
ral, el  torrente  de  todas  las  ideas  del  libro  va  hacia  las  lobregueces 
enigmáticas  en  que  se  perdían  miserablemente  los  conceptistas  de 
entonces.  Es  de  ver  la  clasificación  estrambótica  que  hace  el  P.  Gra- 
cián de  tantas  agudezas  y  las  contorsiones  de  ingenio,  mediante  las 
cuales  nos  enseña  el  modo  de  alcanzar  bellezas  literarias,  que  más 
bien  debieran  llamarse  tormentos  del  ingenio  humano. 
5.    En  este  vicio  de  los  conceptistas  incurrieron  algunos  de  la  Com- 


(1)  Historia  de  las  ideas  estéticas  en  España,  t.  II,  cap.  10,  pág.  D20. 

(2)  Así  reza  el  título  de  la  edición  de  1649,  y  así  suele  citársele  ordiuariamento.  Sin 
embargo,  en  la  primera  edición,  que  salió  a  luz  en  Madrid  en  1642,  el  título  era:  «^Aríe 
(le  ingenio  y  tratado  de  la  agudeza,  en  que  se  explican  todos  los  modos  y  diferencias  de  concep- 
tos.') No  sabemos  por  qu6,  así  ésta  como  otras  obras  de  Baltasar  Gracián,  salieron  con 
el  nombi-e  de  su  hermano,  Lorenzo  Gracián.  Véase  a  Uriarte,  Catálogo  razonado  de  obras 
anónimas  y  seudónimas  de  autores  de  la  Compañía  de  Jesús,  t.  III,  n.  4.287, 


CAP.   V.^ASCETAS   E   IIISTOraADORES  lll 

pafiía,  y  en  tiempo  del  P.  Vitelleschi  se  observó  bastante  entre  la 
gente  joven  la  afición  a  predicar  en  estilo  culto  y,  como  entonces  se 
decía,  a  darse  a  los  conceptos.  En  una  carta  del  P.  Vitelleschi,  diri- 
gida al  Provincial  de  Toledo  en  1631,  se  nos  presenta  un  caso  de  lo 
que  ocurría,  sobre  todo  en  el  centro  de  España.  Véase  lo  que  nos  re- 
fiere el  P.  General:  «Le  encargo  mucho  el  remedio  de  la  falta  que  se 
nota  en  no  pocos  de  nuestros  predicadores,  que  no  predican  con  el 
espíritu  y  fervor  y  santo  celo  que  deben,  sino  que  todo  se  les  va  en 
conceptos  agudos,  y  no  pocos  dellos  muy  extravagantes,  dichos  con 
un  estilo  y  palabras  tan  afectadas,  que  la  mayor  parte  del  auditorio 
no  les  entiende.  Todo  lo  cual  se  les  va  pegando  a  los  Hermanos  es- 
tudiantes. Ahora  añadiré  lo  que  de  nuevo  he  sabido  de  persona  muy 
fidedigna,  de  acertado  parecer,  y  que  siente  harto  el  daño  de  la  Com- 
pañía, y  es  que  el  que  más  falta  en  lo  dicho  es  el  P.  Galindo,  y  que 
fuera  de  ello  tiene  en  sus  sermones  asuntos  paradójicos,  como  decir 
y  probar  que  el  bien,  por  ser  bien,  nos  daña  y  hace  guerra,  que  el 
amor  es  cuchillo  del  bien  que  amamos,  y  que  viene  a  morir  a  manos 
del  bien  que  ama;  que  la  Virgen  Santísima  murió  por  ser  tan  grande 
bien,  y  que  murió  porque  no  había  de  morir.  Con  razón  se  maravi- 
llan algunos  hombres  prudentes  y  religiosos  de  que  permitan  pre- 
dicar a  quien  así  lo  hace.  Encargo  a  V.  R.  seriamente  que  le  advierta 
muy  claramente  todo  lo  que  se  le  nota,  y  que  si  no  se  ve  en  él  una 
grande  enmienda,  le  saque  de  la  ocupación  del  pulpito...  Escríbenme 
que  los  Hermanos  predican  con  el  lenguaje  oscuro  y  afectado  que 
he  dicho,  y  son  aplaudidos  de  no  pocos  de  los  nuestros,  como  se  vio 
en  Madrid  en  la  octava  de  nuestro  Padre  San  Ignacio,  en  que  predi- 
caron todos  los  ocho  días  en  el  refectorio,  y  algunos  de  los  Herma- 
nos dijeron  algunas  cosas  que  pedían  ser  corregidas;  v.  gr.,  uno  dijo 
que  la  naturaleza  humana  y  la  divina  eran  una  misma  cosa,  sin  po- 
ner limitación  que  lo  templase,  como  fuera,  en  una  persona.  Otro 
dijo  que  Dios  no  supo  o  no  pudo  sacar  de  una  vez  a  nuestro  Padre 
San  Ignacio...  ¿Cómo  se  dejó  pasar  sin  corrección  proposición  seme- 
jante? Por  amor  del  Señor,  que  V,  K.  cuide  de  esto  como  conviene  y 
lo  encargue  muy  apretadamente  a  los  inmediatos  superiores»  (1). 

Tal  era  el  defecto  que  se  manifestaba,  principalmente  en  los  ser- 
mones, pero  que  también  trascendió  a  no  pocos  libros,  de  los  cua- 
les alguno,  como  el  Elucidario,  del  P.  Poza,  fué  puesto  en  el  índice 
de  los  libros  prohibidos.  Los  hombres  prudentes,  y  sobre  todo  los 


<1)     Tolet'inu.  Epist.  Gen.  A  Pacheco,  Provincial,  20  Enero  16:51. 


112  LIB.    I. — LAS    CUATRO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1G15-1G52 

misioneros  celosos,  como  el  P.  Jerónimo  López,  avisaron  seriamente 
a  los  Superiores,  para  que  se  pusiese  un  freno  al  desvarío  de  este 
gusto  pestilencial,  y  desde  el  principio  del  P.  Vitelleschi  se  pueden 
recoger  serias  advertencias  contra  el  mal  gusto  reinante.  En  1617 
avisaba  al  Provincial  de  Castilla,  Juan  de  Montemayor,  que  ense- 
ñase a  los  estudiantes  a  predicar  contra  los  pecados  y  a  no  lozanear 
con  el  ingenio  en  dichos  agudos  y  frases  estudiadas  que  ningún  fruto 
hacen  en  las  almas  (1).  Con  más  claridad  se  expresó  en  1628,  escri- 
biendo al  P.  Provincial  de  Aragón,  Pedro  Continente.  «Mucha  ne- 
cesidad hay,  dice  Vitelleschi,  de  que  reformemos  el  modo  de  predi- 
car que  algunos  han  empezado  a  usar,  nada  conforme  al  que  se  ha 
practicado  en  la  Compañía,  con  el  cual  ha  hecho  en  el  mundo  tan 
grande  fruto  como  hemos  visto.  Dícenme  que  ahora  hay  algunos, 
que  parece  que  suben  al  pulpito  a  hacer  ostentación  de  su  lenguaje 
e  ingenio,  y  que  sus  sermones  se  enderezan  a  este  fin,  y  no  a  mover 
las  voluntades  de  los  oyentes  a  que  aborrezcan  y  huyan  los  vicios  y 
se  den  a  las  virtudes,  ni  a  enseñarles  doctrina  sólida  y  de  sustancia. 
El  principal  remedio  de  falta  tan  perjudicial  depende  de  los  Superio- 
res, los  cuales  deben  advertir  seriamente  a  cualquiera  de  sus  subdi- 
tos en  quien  se  hallare;  y  si  esto  no  bastare,  denle  muy  buena  peni- 
tencia, y  si  fuere  menester  quítenle  del  ministerio  de  predicar,  pues 
no  le  hace  como  se  debe.  Por  amor  de  Nuestro  Señor  que  V.  R,  ponga 
en  esto  el  cuidado  que  la  cosa  pide  y  muestre  el  santo  celo  que 
Nuestro  Señor  le  ha  dado,  no  disimulando  ni  permitiendo  faltas  en 
materia  tan  importante»  (2). 

Más  que  en  la  provincia  de  Aragón  penetró  el  mal  gusto,  como 
supondrán  los  lectores,  en  los  jesuítas  de  la  provincia  de  Toledo, 
que,  como  vecinos  a  la  corte,  y  teniendo  ocasión  de  codearse  con  los 
ingenios  que  autorizaban  aquella  aberración,  contrajeron  también 
los  vicios  que  reinaban  en  torno  suyo.  El  año  1630  dirigió  el  P.  Ge- 
neral esta  advertencia  al  Provincial  de  Toledo,  que  era  entonces  el 
P.  Francisco  Aguado.  Recuérdale  primeramente  cómo  varias  veces 
ha  avisado  a  los  Superiores  para  que  enmienden  en  sus  subditos  la 
manía  de  predicar  en  estilo  conceptuoso;  después  prosigue  con  estas 
palabras:  «A  mí  me  da  esto  mucho  cuidado,  y  es  justo  que  nos  lo  dé 
a  todos,  y  que  con  todas  veras  atendamos  al  remedio,  el  cual  en- 
cargo a  V.  R.  apretadamente  que  le  ponga  como  conviene  y  es  me- 


(1)  Castellana.  Epist.  den.  A  Montemayor,  Provincial,  20  Abril  1617. 

(2)  Ararjonia.  Epist.  Gen.  A  Continente,  Provincial,  'i  Junio  1623. 


CAP.    V. — ASCETAS    E    HISTORIADORES  11:} 

nester,  no  contentándose  con  avisar  a  los  predicadores  que  tienen  la 
dicha  falta,  que  la  enmienden,  sino  que  si  esto  no  bastare  V.  R.  les 
quite  del  ministerio  de  predicar,  pues  no  le  ejercitan  como  tienen 
obligación;  y  a  los  estudiantes,  como  he  dicho  en  otras  ocasiones, 
cuando  predicaren  al  modo  dicho  (en  el  refectorio),  haga  el  Superior 
que  no  pasen  adelante  en  el  sermón,  sino  que  lo  dejen  por  acabar  y 
lean  un  capítulo  del  libro  intitulado  Conteniptus  mundi,  y  después  se 
le  dé  al  que  hubiere  faltado  un  buen  capelo  con  buena  penitencia, 
para  que  el  tal  quede  corregido  y  los  demás  escarmentados  y  bien 
advertidos  del  modo  con  que  deben  predicar»  (1). 

Por  estas  órdenes  de  nuestros  Superiores,  que  se  repitieron  otras 
veces  y  se  inculcaron  con  insistencia,  se  conoce  que,  por  la  bondad 
de  Dios,  si  hubo  defectos  en  los  jesuítas,  no  faltó  en  los  Superiores 
el  celo  de  enmendarlos.  Gracias  a  este  celo  perseveró  en  los  más  de 
los  Nuestros  la  costumbre  de  predicar  sólidamente,  sobre  todo  en  los 
sermones  de  misión  o  en  los  dirigidos  al  pueblo.  Porque  también  sa- 
bemos que  en  esto  de  los  sermones  había  entonces  cierta  diferencia. 
Para  las  grandes  solemnidades,  para  las  funciones  de  aparato,  se  es- 
cribía y  predicaba  un  sermón  en  culto  o  conceptuoso;  pero  en  la  pre- 
dicación ordinaria,  y,  sobre  todo,  en  el  Catecismo  y  en  los  sermones 
de  misión,  se  dejaba  aquel  ornato  y  se  volvía  el  predicador  al  modo 
llano  de  explicar  las  verdades  de  la  fe  y  a  la  elocuencia  sencilla,  que 
siempre  era  fructuosa  en  las  almas  del  católico  pueblo  español. 


(1)     Toletana.  Epist.  Gen.  A  Aguado,  Proviiicial,  tí  Noviembre  1630. 


CAPÍTULO  VI 


MINISTERIOS  ESPIRITUALES   CON  LOS  PRÓJIMOS 

Sumario:  1.  Solemnidades  religiosas  eu  nuestras  iglesias.— 2.  Visitas  a  las  cárceles  y 
hospitales. — 3.  Congregaciones  piadosas. — 4.  Misiones  por  los  pueblos. — 5.  Trabajos 
apostólicos  de!  P.  Jerónimo  López.— 6.  Víctimas  de  la  caridad  en  las  epidemias. — 
7.  Fervor  en  promover  la  devoción  a  la  Inmaculada  Concepción. 

FrEXTEs  coxTEMPOR.íxEAs:  1.  Epislolnc  (Iciieraliiiiii.^'l.  Lilterae  (iiuiiiíic.'  íi.  La  Naja,  El  ini- 
i^ionero  perfedo.—i.  Ancirado,  Vicia  del  P.  Fniiicisro  Aijiiado. 

1.  Mientras  los  hombres  doctos  ilustraban  desde  la  cátedra  o  en 
libros  voluminosos  ala  parte  más  culta  de  la  sociedad,  los  misione- 
ros y  operarios  evangélicos  se  afanaban  constantemente  en  santificar 
al  pueblo,  ya  con  la  predicación,  ya  con  los  otros  medios  que  ins- 
pira el  celo  apostólico.  Ante  todo  debemos  recordar  el  esplendor 
con  que  entonces  se  celebraban  las  ordinarias  solemnidades  ecle- 
siásticas. Hoy  en  día,  cuando  la  piedad  católica  ha  disminuido  tanto, 
no  nos  formamos  cabal  idea  de  lo  que  eran  en  el  siglo  XVII  las 
grandes  fiestas  religiosas.  Podría  haber  entonces,  y  había,  en  efecto, 
lamentables  miserias  en  las  costumbres;  podía  haber  abusos  deplora- 
bles en  el  orden  moral,  pero  era  al  mismo  tiempo  tan  vivo  el  senti- 
miento religioso,  que  en  llegando  el  día  de  fiesta,  todos  los  españoles 
buenos  y  malos  se  acercaban  a  la  iglesia  y  asistían  a  las  funcio- 
nes sagradas,  que  se  celebraban  con  extraordinario  esplendor.  Nues- 
tras grandes  catedrales,  las  iglesias  espaciosas  de  las  órdenes  reli- 
giosas, se  llenaban  de  bote  en  bote  para  oír  misas  cantadas  y  escu- 
char sermones  tal  vez  prolijos  y  que  duraban  hasta  dos  horas.  No  se 
conocía  entonces  este  vicio  de  fría  incredulidad  que  tanto  nos  des- 
consuela en  el  tiempo  presente.  Hasta  los  pecadores  más  desastrados, 
hasta  los  Tenorios  y  las  Celestinas  entraban  en  la  iglesia  y  escucha- 
ban la  palabra  de  Dios. 

El  fruto  espiritual  que  se  recogía  en  estas  funciones  solía  ser 
bastante  copioso,  y  sobre  todo  era  grandísimo  cuando,  de  tiempo  en 
tiempo,  se  ganaba  algún  jubileo  solemne  que  por  un  motivo  o  por 


CAr.   VI. MINISTERIOS   ESPIRITUALES   CON   LOS   TRÓJIMOS  H') 

Otro  solía  conceder  Su  Santidad.  El  año  1622,  por  el  mes  de  Marzo, 
se  celebró  la  canonización  de  nuestros  dos  primeros  santos:  San 
Ignacio  y  San  Francisco  Javier.  Inverosímil  nos  parece  hoy  el  derro- 
che de  solemnidades  con  que  se  festejó  tan  fausto  acontecimiento. 
Según  nos  cuenta  el  Diario  del  colegio  de  Salamanca,  el  10  de  Abril 
de  este  año,  cuando  empezaba  la  misa  solemne  en  la  catedral,  llegó 
la  noticia  de  la  canonización  hecha  el  mes  anterior.  Al  instante  los 
Nuestros  corrieron  a  la  iglesia,  dieron  en  secreto  la  gran  noticia,  y 
el  capellán  mayor,  interrumpiendo  (no  sabemos  si  conforme  a  rú- 
bricas) el  oficio  de  la  misa,  entonó  un  Te  Beum  con  toda  solemni- 
dad. Al  instante  subió  nuestro  P.  Rector  al  pulpito  y  leyó  con  entu- 
siasmo delante  de  todo  el  pueblo  la  feliz  noticia  que  había  lle- 
gado (1).  En  el  mismo  día  todas  las  comunidades  religiosas  repican 
sus  campanas,  se  hacen  grandes  fogatas  delante  de  las  casas  particu- 
lares, se  despliegan  cuatro  banderas  al  aire  en  los  ángulos  de  nueg- 
tro  colegio,  y  toda  la  ciudad  parece  desbordarse  en  significaciones 
de  alegría.  Y  esto  es  solamente  por  haberse  recibido  la  noticia  de  la 
canonización,  pues  cuando  algunos  meses  más  adelante  llegó  el  mo- 
mento de  celebrar  la  fiesta  de  San  Ignacio,  el  fervor  religioso  no 
tuvo  límites.  Ocho  días  seguidos  se  festejó  al  Santo;  en  todos  hubo 
misa  solemne,  cantada  por  algún  ilustre  personaje  eclesiástico;  ser- 
mones espléndidos,  procesiones  visto.sísimas;  y  todo  esto  con  el 
acompañamiento  que  se  deja  entender  de  certámenes  poéticos,  fue- 
gos artificiales,  estampidos  de  salvas  y  cohetes,  mascaradas  alegóri- 
cas y  otros  que  hoy  nos  parecerían  excesos  de  entusiasmo  y  de 
fervor  (2).  Los  mismos  transportes  de  alegría  hubo  en  nuestro  cole- 
gio de  Alcalá,  aunque  mezclados,  desgraciadamente,  con  algunas 
amarguras  terribles,  ocasionadas  por  el  pundonor  de  este  o  del  otro 
personaje,  a  quien  no  se  dio  toda  la  honra  que  él  había  esperado  (3). 
Dos  años  después,  cuando  fué  beatificado  San  Francisco  de  Borja, 
las  casas  más  modestas  en  celebrar  el  acontecimiento  no  se  conten- 
taron con  menos  de  un  triduo  solemne  (4).  En  otras,  según  nos 
dicen  las  anuas  de  1624,  hubo  octavario  de  misas  y  funciones  insig- 
nes, como  se  había  hecho  en  la  canonización  de  San  Ignacio  y  de 
San  Francisco  Javier. 


(1)  Salamanca.  Bibl.  de  la  Universidad.  Diario  del  colcyio  de  Sahimmica ,  10  Abril 
do  l(i-22. 

(2)  Véase  el  mismo  Diario  eu  el  mes  de  Julio  de  162'2. 

Ci)     Ándrade,  Vida  del  P.  Francisco  Aguado,  parte  primera,  C.  18. 
*4)    Véase  el  mismo  capítulo  de  Andrade. 


116  LID.    I. — LAS   GUATEO    rROYIXCIAS   DE    F.SrA^'A,    1615-1G52 

Intervenía  ciertamente  en  todo  esto  aquel  gusto  depravado  que 
había  invadido  a  España  desde  principios  del  siglo.  El  ornato  imper- 
tinente que  afeaba  a  la  poesía  y  a  la  elocuencia,  manifestábase  tam- 
bién en  la  profusa  prodigalidad,  que  más  bien  recargaba  que  ador- 
naba las  solemnidades.  Con  todo  eso,  no  se  crea  que  en  tales  fiestas 
se  iba  todo  en  exterioridades  aparatosas.  El  católico  pueblo  español 
tenía  la  fe  muy  arraigada  dentro  del  alma,  y  si  exteriormente  derro- 
chaba su  riqueza  en  el  culto  divino,  también  sabía  santificarse  inte- 
riormente con  la  piadosísima  recepción  de  los  sacramentos.  El 
año  1640,  con  ocasión  de  un  jubileo  concedido  por  el  Papa  a  los  que 
oyeran  nuestros  catecismos,  hubo  en  la  iglesia  de  nuestra  casa  pro- 
fesa de  Sevilla  más  de  20.000  comuniones.  Aquel  mismo  día,  en  el 
barrio  de  Tnana,  adonde  solían  acudir  los  Nuestros  a  enseñar  el  ca- 
tecismo y  a  predicar  al  pueblo,  concurrieron  como  15.000  personas 
a  recibir  la  sagrada  Comunión  (1).  En  la  misma  casa  profesa,  según 
nos  informan  las  anuas  de  1644,  existían  como  30  Padres  de  la  Com- 
pañía ocupados  casi  exclusivamente  en  oir  las  confesiones  de  los 
muchos  que  ordinariamente  acudían  a  buscar  allí  la  santificación  de 
sus  almas. 

2.  Otro  ministerio  espiritual  que  suele  ser  mencionado  casi  todos 
los  años  en  las  letras  anuas,  es  la  visita  de  las  cárceles  y  hospitales. 
A  los  presos  procuraban  los  Nuestros  instruir  en  la  doctrina  cris- 
tiana. Llevábanles  algunos  regalitos,  y  sobre  todo  les  exhortaban, 
con  blandura  y  amor,  a  detestar  sus  pecados  y  reconciliarse  sincera- 
mente con  Dios.  También  era  corriente  en  aquellos  tiempos  otro 
acto  de  caridad  con  los  presos,  y  era  interceder  por  ellos  cuando  la 
causa  de  prisión  consistía  en  algunas  deudas  pequeñas  que  los  pobres 
no  podían  satisfacer.  Hasta  solía  darse  el  caso  de  pedir  los  Nuestros 
limosnas  a  las  personas  ricas,  para  sacar  de  la  cárcel  a  pobrecitos 
aprisionados  por  deudas. 

En  los  hospitales  era  continuo  el  trabajo  de  los  jesuítas  en  la  ins- 
trucción de  los  enfermos  y  en  la  administración  de  los  santos  sacra- 
mentos. Debemos  advertir  que  en  estos  ministerios  sagrados  solían 
emplearse  no  solamente  los  sacerdotes,  sino  también  ciertos  días  de 
la  semana  los  Hermanos  estudiantes.  Procuraban  nuestros  Padres 
que  ya  desde  el  noviciado  se  acostumbrasen  los  hijos  de  la  Compa- 
ñía a  ejercitar  más  o  menos  alguna  parte  de  los  ministerios  apostó- 
licos, y  así,  los  domingos  salían  de  dos  en  dos  los  estudiantes  de  los 

(1)     lUu'fna.  lAtt.  aintnae,   H¡4ü. 


CAP.   VI. — Ml.MSTElílOS    ESPIRITUALES   CON   LOS   PROJIJIOS  11  ( 

colegios  principales  para  enseñar  la  doctrina  a  los  aldeanos.  En  ciu- 
dades grandes  como  Sevilla,  íbanse  los  teólogos  a  los  barrios  extre- 
mos de  la  población,  y  allí,  juntando  grupos  de  mendigos  y  desharra- 
pados, les  enseñaban  la  doctrina  y  les  procuraban  hacer  buenos 
cristianos  (1).  Y  no  solamente  predicaban  a  la  gente  más  baja  de  la 
ciudad;  también  algunas  veces  dirigían  breves  sermoncitos  o  exhor- 
taciones en  las  encrucijadas  de  las  calles  principales.  Es  una  muestra 
del  profundo  espíritu  religioso  que  entonces  reinaba  en  España,  el 
respeto  con  que  el  público  de  nuestras  grandes  ciudades  escuchaba 
a  jovencitos  todavía  no  sacerdotes,  cuando  recitaban  ejemplos  pia- 
dosos, cuando  daban  explicaciones  catequísticas,  y  más  aún  cuando 
hacían  sermoncitos  fervorosos  en  medio  de  la  multitud  (2).  ¡Cuánto 
han  variado  los  tiempos! 

3.  Entretanto  prosperaban  las  congregaciones  piadosas,  que 
tanto  auge  habían  alcanzado  en  los  tiempos  del  P.  Aquaviva.  Aunque 
so  distinguían  principalmente  por  su  advocación  y  por  las  obras  de 
piedad  a  que  se  destinaban,  observamos,  sin  embargo,  que  también 
se  establecía  alguna  distinción,  según  la  calidad  de  las  personas;  por 
ejemplo:  congregaciones  de  sacerdotes,  congregaciones  de  caballe- 
ros, y  del  mismo  modo,  de  obreros  y  de  estudiantes.  En  esta  época 
descubrimos  por  primera  vez  una  institución  de  que  no  recordamos 
haber  leído  ejemplo  alguno  en  los  tiempos  precedentes.  El  año  1629 
se  instituyó  en  Calatayud  una  piadosa  congregación  de  guipuzcoa- 
nos  (3).  ¿Sería  esto  un  germen  de  las  colonias  que  vemos  fundarse 
en  las  capitales  modernas  por  los  individuos  nacidos  en  provincias 
o  países  distantes?  Nos  dicen  las  anuas  que  estos  guipuzcoanos  co- 
mulgaban una  vez  al  mes  con  una  vela  encendida  en  la  mano,  y  que 
sólo  eran  admitidos  en  la  congregación  los  que  hubiesen  probado 
primero  su  limpieza  de  linaje  y  después  su  nobleza  de  sangre. 

También  se  dieron  algunos  pasos  en  este  tiempo  para  fundar 
congregaciones  piadosas  de  mujeres,  y  se  vislumbra  por  algunas 
cartas,  que  ellas  mismas  eran  las  que  suspiraban  por  pertenecer  a 
estos  grupos  piadosos  y  participar  de  las  indulgencias  y  gracias  espi- 
rituales que  los  Sumos  Pontífices  derramaban  a  manos  llenas  sobre 
estas  congregaciones.  Con  todo  eso,  debemos  advertir  a  los  lectores 
que  las  congregaciones  femeninas  hicieron  poca  fortuna  en  tiempo 


(1)  Véanse,  por  ejemplo,  Daetica.  Litt.  annuae,  1641. 

(2)  Véase  en  las  mismas  anuas  el  párrafo  Domas  pi-obutionis  Hispalensis. 

(3)  Aragoiña.  Litt.  annuae,  1629. 


118  lAU.    I. LAS    CVATRO    IT.OVIXCIAS    DE    ESTAÑA,    1015-1052 

del  P.  Vitelleschi.  No  sé  qué  miedo  tenían  nuestros  Superiores  a  las 
congregaciones  de  mujeres.  Cuantas  veces  se  las  menciona  en  las 
cartas  del  sexto  General,  siempre  es  para  mandar  que  se  supriman 
o  para  reprender  a  los  Superiores  locales  por  haberlas  establecido. 
Esto  no  obstante,  el  ver  que  menudean  estas  reprensiones,  nos  da  a 
entender  que  poco  a  poco  se  iba  imponiendo  la  idea,  que  hoy  nos 
parece  tan  natural  y  vemos  difundida  en  todas  partes,  de  establecer 
congregaciones  piadosas,  no  sólo  entre  las  señoras  de  ilustre  alcur- 
nia, sino  también  entre  las  mujeres  del  pueblo. 

Las  obras  de  piedad,  y  más  aún  de  caridad  con  el  prójimo,  que 
ejecutaban  estas  congregaciones,  deben  edificar  a  los  fieles  en  todos 
los  tiempos.  Por  de  pronto  se  consolidaba  por  medio  de  ellas  la  fre- 
cuencia de  sacramentos,  pues  todos  los  congregantes,  no  solamente 
confesaban  y  comulgaban  en  determinados  días  y  fiestas  del  año, 
sino  que  lo  hacían  con  cierta  solemnidad  y  aparato  exterior,  que 
atraía  siempre  a  gran  multitud  del  pueblo  cristiano.  Pero  más  aún 
admiraban  las  obras  de  caridad  que  en  ciertos  días  solían  practicar 
los  congregantes,  dirigidos  por  el  P.  Director.  Entraban  piadosa- 
mente en  los  hospitales,  lavaban  las  manos  a  los  enfermos,  les  peina- 
ban los  cabellos,  les  limpiaban,  les  daban  la  comida,  no  sólo  con 
muestras  de  cariño,  sino  tal  vez  con  actos  de  reverencia  que  movían 
a  compunción;  les  enseñaban  el  catecismo,  y  cuando  era  menester 
administrar  la  Comunión  a  los  enfermos,  los  congregantes  se  encar- 
gaban de  disponerles  suavemente,  y  en  algunos  casos  de  enseñarles 
el  catecismo  a  los  que  estaban  privados  de  instrucción,  cosa  enton- 
ces, como  ahora,  no  desusada  en  los  hospitales  (1). 

Otra  obra  de  virtud  ejercitaban  estos  congregantes,  aunque  no 
fuese  exclusiva  de  ellos,  sino  de  gran  parte  de  la  población,  que 
acudía  gustosa  a  un  acto  que  hoy  nos  parece  inverosímil,  y  es  la  pe- 
nitencia de  las  disciplinas,  que  solía  practicarse  en  algunos  sitios 
todo  el  año,  una  o  dos  veces  por  semana,  y  muy  particularmente 
durante  la  Cuaresma.  Las  cartas  anuas  de  aquellos  años  suelen  dedi- 
car algún  parrafito  a  la  descripción  de  estos  actos  piadosos.  A  la 
caída  de  la  tarde  se  juntaban  los  hombres  más  devotos  de  la  pobla- 
ción en  la  iglesia  de  nuestras  casas,  y  muy  de  ordinario  en  alguna 
capilla  que  solía  habilitarse  junto  a  la  iglesia.  Allí  se  les  leía  algún 
libro  espiritual,  y  muy  de  ordinario  algún  ejemplo  piadoso  que  pu- 


(1)    Véase,  por  ejemplo,  en  Baetica.  IJtt.  aunucte,  1640,  lo  que  se  reñere  del  colegio 
tle  Córdoba. 


CAP.   Vr. MIXISTETÍTOS   ESPIRITUALES   COX   LOS   PKÓJIMOS  HQ 

diera  moverlos  a  la  penitencia.  Se  rezaba  el  Santo  Rosario,  y  des- 
pués, apagadas  casi  todas  las  luces,  tomaban  disciplina  los  circuns- 
tantes hasta  que  se  hacía  señal  con  la  campanilla.  Sabemos  que  en 
algunas  ocasiones  se  remudaban  los  disciplinantes,  porque  no  podían 
caber  todos  de  una  vez.  En  el  colegio  de  Trigueros  concurrieron 
en  la  Cuaresma  de  1615  más  de  trescientos  hombres  a  este  acto  pia- 
doso (1).  En  Córdoba  el  año  1641  se  hizo  el  acto  de  la  disciplina  tres 
veces  por  semana  durante  la  Cuaresma,  y,  lo  que  no  recordamos 
haber  visto  en  ninguna  parte,  los  congregantes  de  María  Santísima 
tomaban  disciplina  todos  los  días  de  la  Cuaresma  en  el  mismo  cole- 
gio de  Córdoba  (2). 

4.  Donde  más  campeaba  el  celo  apostólico  de  nuestros  Padres  era 
en  las  misiones  que  se  solían  dar,  no  solamente  en  las  principales 
ciudades,  sino  más  todavía  por  los  pueblos  y  aldeas  de  la  campiña. 
Sería  interesante  saber  el  número  de  pueblos  evangelizados  por  los 
antiguos  jesuítas;  pero  desgraciadamente  nos  ha  sido  imposible  for- 
mar una  estadística,  ni  siquiera  aproximada,  de  estas  misiones.  En 
todas  las  cartas  anuas  nos  dicen  que  de  tal  colegio,  de  tal  casa  pro- 
fesa se  enviaron  misiones  por  los  campos;  que  salieron  Padres  de 
dos  en  dos  a  predicar  en  las  aldeas;  que  fueron  santificados  muchos 
pueblos  por  nuestros  Padres.  Esta  indecisión  en  los  números  nos 
priva  de  conocer  a  punto  fijo  el  número  y  la  calidad  de  las  misio- 
nes dadas  por  los  antiguos  jesuítas,  y  por  lo  mismo  no  podemos 
precisar,  como  ahora  suele  hacerse,  por  medio  de  estadísticas,  el 
fruto  espiritual  recogido  en  aquellas  expediciones  gloriosas  por 
pueblos  y  aldeas  desconocidas.  Sabidos  son  los  resultados  que  solían 
dar  de  ordinario  estas  misiones:  herejes  del  Norte  que  han  venido 
ocultamente  a  España,  y  que  se  convierten  a  la  fe  católica;  moros 
del  África  que  han  desembarcado  en  nuestros  puertos  y  abjuran  la 
religión  de  Mahoma;  divorciados  empedernidos  que  se  reconcilian 
con  sus  mujeres;  amancebados  que  despiden  la  ocasión  de  sus  culpas; 
avaros  reacios  que  renuncian  a  sus  tratos  injustos;  y,  lo  que  era  fre- 
cuentísimo, hombres  que  durante  largos  años  confesaban  y  comul- 
maban  sacrilegamente,  y  por  fin,  al  tiempo  de  la  misión,  se  deciden 
a  manifestar  todas  sus  miserias  al  confesor  y  a  purificar  de  veras  sus 
almas  después  de  tantos  sacrilegios.  Estos  casos,  repetidos  cien  y  mil 
veces  en  nuestras  relaciones,  pueden  dar  una  idea  somera  del  co- 


(1)  Baetica.  Litt.  anniiae,  1G15. 

(2)  Véanse  las  anuas  del  año  1641. 


120  MB.   I. — LAS   GUATEO   rEOVINCIAS   DE   ESl'AÑA,    1615-1652 

pioso  fruto  espiritual  recogido  por  los  jesuítas  dondequiera  que  se 
presentaban  para  dar  misión.  En  1629  el  P.  Vitelleschi  agradece  al 
Provincial  de  Andalucía,  P.  Francisco  Muñoz,  porque  ha  enviado  en 
misiones  por  los  pueblos  a  40  Padres,  de  dos  en  dos  (1).  En  lle- 
gando las  vacaciones  del  verano  era  bastante  común  que  los  que 
habían  estado  enseñando  gramática  o  desempeñando  otras  clases 
durante  el  curso,  saliesen  por  los  campos  a  probar  su  celo  apostólico 
en  la  faena  dura  de  las  misiones. 

5.  Entre  los  hombres  que  se  ilustraron  en  esta  gloriosa  carrera, 
no  debemos  omitir  uno  que  ha  dejado  imperecedera  memoria.  Fué 
gloria  de  la  provincia  de  Aragón  el  dar  a  la  Iglesia  en  la  primera 
mitad  del  siglo  XVII  los  dos  apóstoles  más  insignes  de  la  Asistencia 
de  España,  y  estamos  por  decir  de  toda  la  Compañía.  Porque,  efec- 
tivamente, en  todas  las  regiones  del  mundo  poseía  nuestra  Orden 
varones  apostólicos  de  primer  orden;  pero  dudamos  que  ninguno 
de  ellos  pueda  presentar  una  hoja  de  servicios  tan  brillante  como  el 
P.  Jerónimo  López  en  España,  y  San  Pedro  Claver  en  las  Indias. 
Estos  dos  hombres,  dotados  de  una  caridad  ardiente,  de  una  volun- 
tad de  hierro,  de  una  tenacidad  inquebrantable,  perseveraron  cons- 
tantemente cerca  de  cuarenta  años  en  la  dura  faena  de  evangelizar, 
el  uno  a  los  pueblos  de  España,  el  otro  a  los  negros  del  África  en 
Cartagena  de  las  Indias. 

Nació  el  P.  Jerónimo  López  en  Gandía  el  21  de  Octubre 
de  1589  (2).  Educado  en  el  santo  temor  de  Dios,  sintió  muy  pronto 
vocación  a  la  vida  religiosa,  y  fué  admitido  en  la  Compañía  por 
el  P.  Pedro  de  Villar,  cuando  aun  no  tenía  quince  años  cumplidos, 
por  Mayo  de  1604.  Concluido  el  noviciado,  prosiguió  la  carrera  de 
sus  estudios,  y  habiendo  sido  enviado  a  la  isla  de  Mallorca  con  otros 


(1)  Jiactica.  Epist.  Gen.,  1620-H)ai.  A  Muñoz,  10  í"'ebrerü  1629. 

(2)  Las  noticias  que  siguen  sobre  el  P.  Jer(5nimo  López  las  tomamos  de  su  biogra- 
fía, escrita  por  su  compañero  de  misiones  el  P.  Martín  de  la  Naja,  que  la  publicó 
en  1678  con  el  título  El  misionero  perfecto.  Es  un  tomo  en  folio,  dividido  en  cinco  libros 
y  lleno  de  interesantes  noticias,  pero  redactado  en  estilo  difuso  y  recargado  de  mora- 
lidades que  hacen  pesada  la  lectura  seguida  de  la  obra.  Lo  más  importante  de  ella  es 
el  libro  tercero,  dedicado  a  explicar  las  misiones  del  P.  López;  pero  es  singular  el  pro- 
cedimiento con  que  el  autor  las  expone.  Va  recorriendo  las  regiones  donde  trabajó  el 
misionero,  con  este  orden:  1,  Cataluña;  2,  Aragón;  3,  Valencia;  4,  Mallorca  e  Ibiza; 
5,  Navarra;  G,  Castilla  la A''ieja;  7,  Castilla  la  Nueva;  8,  Murcia.  Declara  los  trabajos  apos- 
tólicos del  Padre  en  las  principales  poblaciones,  pero  sin  atender  nada  al  orden  de  los 
tiempos,  o  por  mejor  decir,  cruzando  la  cronología  de  los  hechos  y  sacrificándolo  todo 
a  la  división  territorial.  Esto  hace  que  no  podamos  seguir  el  hilo  de  la  historia  ni  per- 
cibir bien  la  variedad  de  procedimientos  que  el  P.  López  fué  adoptando  en  sus  misio- 
nes, segiin  le  enseñaba  la  experiencia. 


C\V.   VI. ilIMSTERIOS   ESPIRITUALES   COX   LOS   PUÓJIMOS  121 

siete  Padres  y  Hermanos,  tuvieron  todos  la  desventura  de  ser  cauti- 
vados por  los  piratas  de  Argel,  y  conducidos  al  África.  Allí  vivieron 
un  año  largo,  en  el  cual  nuestro  Hermano  Jerónimo  López  hubo  de 
resistir  algunas  tentaciones  contra  la  fe,  pero  más  aún  otras  más  gra- 
ves contra  la  castidad,  que  le  cercaron  entre  aquellos  moros.  No  corto 
mérito  fué  de  un  joven  de  veinte  años  el  conservarse  puro  y  limpio 
en  medio  de  los  vicios  monstruosos  que  en  aquellas  regiones  se 
veían.  Fué  rescatado  por  la  liberalidad  del  Rey  de  Francia,  Enri- 
que IV,  a  quien  movió  a  esta  obra  de  caridad  nuestro  P.  Cotón.  Res- 
tituido a  su  provincia  el H.  Jerónimo  López,  continuó  los  estudios  con 
mucho  fervor,  y  aunque  hasta  entonces  no  había  sido  religioso  muy 
insigne  por  su  virtud,  pero  después  del  cautiverio  se  advirtió  en  él 
un  tan  grande  recogimiento  y  un  fervor  de  espíritu  tan  decidido  y 
ardiente,  que  todos  previeron  en  aquel  joven  un  futuro  apóstol  y 
modelo  de  virtudes  religiosas.  No  les  engañó  su  previsión.  Ordenado 
de  sacerdote,  fué  enviado  a  la  tercera  probación,  y  entonces  mani- 
festó no  sólo  su  grande  aptitud,  sino  su  afición  decidida  al  trabajo  de 
las  misiones.  Conocidas  estas  cualidades  suyas,  el  P.  Rector  del  co- 
legio de  Huesca,  en  el  verano  de  1618,  pidió  al  Provincial  que  le  en- 
viase a  su  colegio  al  P.  Jerónimo  López,  terminada  la  tercera  pro- 
bación. Condescendió  el  Provincial  con  este  deseo,  y  el  novel  mi- 
sionero hizo  las  primeras  armas  apostólicas,  discurriendo  por  los 
pobres  pueblos  de  la  diócesis  de  Jaca,  situados  a  la  falda  del  Pi- 
rineo. 

Acreditado  en  estas  excursiones  durante  algunos  años,  fué  lla- 
mado a  Cataluña,  y  allí,  no  sólo  evangelizó,  como  antes,  en  las  aldeas 
pobres,  sino  que  desplegó  su  celo  en  las  poblaciones  principales  del 
Principado.  Su  noble  aspecto,  su  palabra  severa,  su  convicción  en  el 
hablar,  el  fervor  de  espíritu  con  que  infundía  en  los  oyentes  el  santo 
temor  de  Dios,  el  aspecto  mismo  de  aquel  hombre  penitente  y  aus- 
tero, todo  convencía  a  los  oj^entes.  Hacía  principalmente  grande  im- 
presión al  fin  de  sus  sermones,  cuando  presentaba  a  sus  oyentes  lo  que 
él  decía  <.<cspecf ácidos».  Eran  éstos,  tres:  el  primero,  mostrar  el  cru- 
cifijo al  pueblo  y  terminar  el  sermón,  o  hablando  con  Cristo  cruci- 
ficado, o  dirigiendo  la  palabra  a  los  oyentes,  en  nombre  del  mismo 
Jesucristo.  El  segundo  espectáculo  era  mostrar  una  calavera,  ense- 
ñando de  este  modo  a  las  gentes  el  desengaño  de  las  vanidades  del 
mundo.  El  tercero  solía  ser  mostrar  desde  el  pulpito  un  cuadro 
grande,  en  que  se  veía  pintada  un  alma  en  el  infierno,  rodeada  de  lla- 
mas y  entre  tormentos.  El  mismo  P.  López  aconsejaba  que  se  tuviese 


122  MI!.    I. — I-AS    CUATKO    IMIOVl-XCIAS    DE    ESPAÑA,    l(j3.j-lGr»2 

grandísima  prudencia  en  esto  de  los  espectáculos,  porque  sabía  cuan 
fácilmente  degeneran  en  disonantes  o  ridículos,  si  no  se  saben  eje- 
cutar con  la  debida  modestia,  templanza  y  oportunidad.  Pero,  según 
nos  cuentan  sus  contemporáneos,  el  efecto  que  el  mismo  Padre  ha- 
cía en  los  oyentes  con  estos  piadosos  espectáculos  era  profundísimo, 
y  en  muchas  ocasiones  como  invencible,  para  triunfar  de  la  mayor 
obstinación  de  los  pecadores. 

Otra  innovación  introdujo,  o  por  lo  menos  regularizó,  el  P.  Je- 
rónimo López  en  sus  misiones,  y  era  lo  que  llamaba  el  acto  de  con- 
trición hecho  de  noche,  o,  como  se  decía  en  Castilla,  el  asalto.  Ob- 
servando que  muchos  hombres  no  acudían  a  la  iglesia  para  oir  los 
sermones,  discurrió  el  P.  López  ir  a  buscarlos  a  sus  casas  y  hacer 
que  llegase  a  los  oídos  de  todos  la  palabra  divina,  en  una  forma  que 
produjese  saludable  impresión.  Este  asalto,  pues,  se  hacía  de  noche, 
y  véase  cómo  le  describe  el  P.  La  Naja,  compañero  de  misión  del 
mismo  P.  López:  «Precede  una  persona  que  lleva  la  campanilla,  con 
que  avisa  a  la  gente  para  que  acuda  a  la  exhortación  y  se  disponga 
para  hacer  el  acto  de  contrición.  Luego  sigue  la  imagen  del  cruci- 
fijo, alumbrada  de  dos  personas  que  llevan  dos  linternas  o  faroles,  y 
después  los  ministros  evangélicos  destinados  para  practicar  el  santo 
acto  de  contrición,  y,  finalmente,  cierra  esta  devota  procesión  el 
pueblo  que  va  acompañando  al  santo  crucifijo,  con  gran  silencio.  En 
el  camino  suenan  algunos  recuerdos  espirituales  y  sentencias  jacu- 
latorias que,  como  saetas  espirituales,  penetran  los  corazones.  En  lle- 
gando a  las  esquinas,  plazas  o  encrucijadas  de  calles  donde  pueda  ser 
oído  de  mucha  gente  el  que  ha  de  hacer  el  acto  de  contrición,  se 
hace  un  alto,  y  el  que  lleva  la  campanilla  hace  señal  con  ella  más 
aprisa  por  espacio  de  dos  avemarias,  y  cuando  ya  el  auditorio  se 
halla  más  recogido,  llamado  del  sonido  de  la  campanilla,  el  que  tiene 
a  su  cargo  el  acto  de  contrición,  en  voz  alta,  grave  y  reposada  y  con 
palabras  vivas  y  muy  medidas,  hace  una  breve  pero  eficaz  exhorta- 
ción al  pueblo,  persuadiendo  a  los  pecadores  lo  mucho  que  les  im- 
porta salir  de  pecado  y  entrar  en  gracia  y  amistad  de  .Dios.  Después 
se  arrodilla  todo  el  auditorio  y  se  hace  el  acto  de  contrición»  (1). 

Son  ciertamente  muy  consoladoras  las  noticias  que  tenemos  del 
efecto  admirable  producido  en  algunas  ciudades  por  la  predicación 
del  P.  López.  Para  muestra  queremos  copiar  a  los  lectores  lo  que 
leemos  en  el  Diario  del  colegio  de  Salamanca.  Érase  el  mes  de  Enero 


(1)     El  misioneyo  perfecto,  1.  II,  C.  26. 


CAÍ'.    VI. — :\I1.\ISTEKI0S   ESI'IKITUAI.ES   CON   LOS   PRÓJIMOS  123 

de  1653,  y  el  P.  López  iba  a  empezar  la  misión.  Véase  lo  que  sucedió 
desde  el  día  25  en  adelante.  «Este  día,  dice,  se  comenzó  la  misión  que 
hizo  el  P.  Jerónimo  López  en  San  Martín.  Llevó  el  pendón  el  señor 
Conde  de  Grajal;  acompañáronle  todos  los  canónigos  y  muchos  pre- 
bendados, y  fué  toda  la  comunidad  cantando  con  los  niños,  y  canta- 
ron en  la  doctrina  con  el  P.  Rector  los  Padres  maestros.  Hízose  la 
doctrina  en  San  Martín  brevemente  el  día  siguiente,  predicó  el 
P.  Jerónimo  López  tarde  y  mañana;  el  lunes,  martes  y  miércoles 
por  la  tarde,  con  grandísimo  concurso  de  gente;  el  jueves  y  viernes 
se  dejó  el  sermón  para  que  se  preparase  la  gente  para  la  confesión  y 
comunión  general,  que  la  dio  el  señor  Obispo  el  sábado.  Estuvo  el 
señor  Obispo  casi  tres  horas  dando  la  comunión,  y  en  los  altares  co- 
laterales se  daba  también.  El  Conde  de  Grajal  y  el  Adelantado  asis- 
tían a  componer  la  gente  que  comulgaba,  deteniendo  las  oleadas  de 
gente.  Hubo  en  sólo  aquella  parroquia  aquella  semana  siete  mil  y 
seiscientas  comuniones.  Todos  los  días  iban  los  Padres  a  confesar  a 
aquella  parroquia  donde  estaba  la  misión. 

»De  San  Martín  se  pasó  la  misión  a  San  Julián,  llevando  el  pendón 
el  Conde  de  Montalvo  con  la  misma  solemnidad  y  con  el  acompaña- 
miento que  la  vez  pasada.  Allí  estuvo  hasta  el  viernes  por  la  tarde,  en 
que  se  pasó  a  San  Mateo.  Los  auditorios,  confesiones  y  mociones  de 
la  gente  fueron  en  todas  partes  rarísimos.  Llevó  el  pendón  a  San  Ma- 
teo el  señor  don  Gabriel  de  Solís  con  la  solemnidad  dicha.  El  sábado 
a  la  tarde  le  trajo  I).  Manuel  de  Calatayud,  hermano  del  señor  Rec- 
tor, y  Su  Señoría  lo  llevó  hasta  San  Isidro,  acompañado  de  proceres 
y  estudiantes  de  la  Universidad,  cantando  en  la  doctrina  los  Padres 
más  graves,  y  haciéndolo  los  siguientes  ocho  días  los  Padres  maes- 
tros antes  del  sermón,  que  siempre  predicó  el  P.  Jerónimo  López. 
En  San  Julián  se  predicó  domingo  y  lunes,  en  San  Mateo  solamente 
el  jueves,  y  contó  un  ejemplo  el  P.  Heredia  el  viernes.  En  San  Isi- 
dro se  predicó  el  sábado,  el  domingo,  lunes,  martes  y  jueves,  y  el 
domingo  se  acabó  con  sermón  de  San  Joaquín.  Las  confesiones  y 
comuniones  fueron  muchas.  La  comunión  general  la  hizo  el  señor 
Obispo  con  tanto  concurso  como  en  San  Martín.  Hízose  el  asalto  ge- 
neral el  lunes,  en  que  salieron  a  hacer  el  acto  de  contrición  por  las 
calles  todas  de  Salamanca,  a  las  seis  de  la  tarde,  los  Padres  Mendo, 
Barbián,  Lince,  Hurtado,  Heredia,  Muñoz,  Tirso  y  el  Padre  Minis- 
tro, con  un  Cristo  y  sus  faroles  cada  uno,  acompañado  de  dos  Her- 
manos. Esta  misión  se  hizo  dos  días  antes  de  la  comunión  general  de 
San  Isidro.» 


124  LIB.   I. — LAS   CUATHO   l'KOVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1G10-16Ó2 

Termina  esta  relación  con  una  noticia  que  a  los  lectores  moder- 
nos les  parecerá  un  poco  inesperada,  j  es  ésta:  «A  instancias  del  señor 
Obispo  y  de  las  monjas  sujetas  a  Su  Ilustrísima,  se  hizo  misión  en 
sus  conventos.  Primero  en  Santa  Isabel,  en  San  Pedro  de  las  Due- 
ñas, en  Santa  Úrsula,  en  la  Madre  de  Dios,  en  la  Penitencia  y  Santa 
Ana,  a  donde  fueron  los  Padres  a  confesar  todos  los  días.  Duró  la  mi- 
sión tres  semanas  con  grandísimo  fervor»  (1).  En  efecto,  era  costum- 
bre en  aquellos  tiempos  pedir  las  religiosas  que  les  predicasen  tam- 
bién a  ellas  los  misioneros,  y  así  lo  hacían  durante  algunos  días,  con 
gran  provecho  espiritual  de  las  monjas. 

Terminada  la  misión  de  Salamanca,  fué  invitado  el  P.  Jerónimo 
López  a  predicar  en  Madrid,  y  desde  la  capital  de  España  se  exten- 
dió su  celo  apostólico  a  varias  poblaciones  y  pueblos  importantes  de 
Castilla  la  Nueva.  La  última  región  de  España  en  que  dio  misión  con 
bastante  detenimiento  fué  en  las  provincias  de  Murcia  y  Albacete. 
De  allí  se  recogió,  ya  quebrantado,  pero  no  vencido,  a  la  casa  pro- 
fesa de  Valencia,  a  fines  del  año  1G57.  Entonces  se  empezó  a  dispo- 
ner una  misión  en  Pamplona,  pues  los  habitantes  de  esta  capital  sen- 
tían cierto  dolor  de  no  haber  oído  al  P.  Jerónimo  López  cuando  dio 
algunas  misiones  por  Navarra.  Mientras  se  disponía  esta  misión  fué 
el  P.  Jerónimo  López  llamado  súbitamente  por  Dios  a  recibir  el  pre- 
mio de  los  justos.  Por  Enero  de  1658  tuvo  un  amago  de  apoplejía 
que  le  puso  en  grave  peligro;  pero  los  médicos  lograron  conjurar  el 
mal  y  se  restableció  el  Padre,  aunque  no  para  poder  trabajar.  Algu- 
nos días  después  le  repitió  el  ataque,  y  en  brevísimo  tiempo  expiró 
santamente  en  la  casa  profesa  de  Valencia  el  2  de  Febrero  de  1658. 
Poco  antes  de  morir,  preguntándole  un  Padre  cuántos  pueblos,  poco 
más  o  menos,  habría  evangelizado  en  el  largo  curso  de  su  carrera 
apostólica,  respondió  que,  a  lo  que  podía  él  calcular,  no  bajarían 
de  1.300. 

Tal  fué  la  vida  heroica  de  este  incomparable  misionero  que  sin 
interrupción  ninguna  trabajó  treinta  y  nueve  años  en  la  faena  labo- 
riosa de  predicar  por  pueblos  y  aldeas.  Es  verdad  que  ejercitó  su 
celo  en  grandes  ciudades  como  Madrid,  Zaragoza,  Barcelona  y  Va- 
lencia, y  en  éstas  solían  durar  sus  misiones  mes  y  medio,  como  en 
Zaragoza  y  Madrid,  y  un  mes  largo,  como  en  Salamanca;  pero  lo  or- 
dinario era  que  predicase  en  pueblos  menores  y  que  no  saliese  de 


(1)     Diario  del  coleijio  de  Salamanca.  Enero  y  Febrero,  1G")3. 


CAP.   VI. — MIXISTEEIOS   ESnUITUALES   CON   LOS   PR6JI^ro.S  125 

uno  hasta  haber  regenerado  por  la  penitencia  a  todos  o  casi  todos 
sus  habitantes.  Infiérese,  pues,  de  aquí  el  inmenso  fruto  espiritual 
que  este  hombre  debió  recoger  en  toda  España. 

6.  Añadiremos  ahora  otro  ministerio  caritativo  que  la  Compañía 
ejercitó  con  heroísmo  en  varias  ocasiones,  cual  es  el  asistir  a  los 
apestados.  En  estos  años  visitó  la  peste  a  varias  regiones  de  España. 
Tres  nos  parece  haber  sido  las  epidemias  más  graves  en  que  osten- 
taron su  celo  apostólico  los  Nuestros:  la  peste  de  Perpiñán  en  1631, 
la  de  Murcia  en  1648,  y  la  de  Sevilla  en  1649.  La  primera  fué  la  que 
duró  más  tiempo,  como  que  se  extendió  desde  el  verano  de  1631 
hasta  cerca  de  la  primavera  de  1632  (1).  En  todo  este  tiempo  nuestro 
colegio  de  Perpiñán  era  el  refugio  de  todos  los  pobres,  y  los  Padres 
de  la  Compañía,  multiplicándose  como  podían,  procuraban  no  sólo 
asistir  espiritualmente  a  los  moribundos,  sino  suministrar,  en  cuanto 
alcanzaran  sus  fuerzas,  socorros  corporales  para  alivio  de  los  do- 
lientes. Tres  jesuítas  sucumbieron  en  esta  empresa  caritativa. 

Mucho  más  terrible  fué  la  peste  que  se  declaró  en  Murcia  en  el 
año  1648.  La  imprudencia  que  cometieron  las  autoridades  en  fiarse 
demasiado  de  cierto  módico  que  se  obstinaba  en  negar  la  existencia 
del  contagio,  hizo  que  no  se  tomaran  precauciones  sino  muy  tarde, 
y  cuando  ya  humanamente  el  daño  no  tenía  remedio.  Durante  dos 
meses  todo  eran  lástimas  y  desventuras,  y,  lo  que  todavía  era  más 
aflictivo  para  las  almas  buenas,  con  las  miserias  corporales  se  mez- 
claban horribles  pecados  de  mucha  gente  que,  cerrando  los  ojos  al 
aviso  de  la  Providencia,  perseveraban  en  sus  culpas,  aun  cuando  hu- 
bieran de  vivir  en  las  camas  del  hospital.  En  esta  grave  tribulación, 
todas  las  Órdenes  religiosas  que  había  en  Murcia  contribuyeron,  se- 
gún sus  fuerzas,  al  socorro  de  los  apestados.  Los  Padres  de  la  Com- 
pañía no  faltaron  a  su  deber,  y  fué  idea  felicísima  del  P.  Rector,  Mi- 
guel Esparza,  el  promover  en  la  ciudad  una  procesión  de  penitencia 
que  hiciera  volver  en  sí  a  los  desatinados  pecadores,  cuyo  desenfreno 
provocaba  la  ira  de  Dios.  Costóle  algunas  diligencias  y  trabajos;  pero 
al  fin  consiguió  lo  que  deseaba,  y  se  ordenó  una  procesión  de  peni- 
tencia cual  nunca  se  había  visto  en  Murcia.  Iban  delante  los  niños, 
y  algunos  con  crucecitas;  después  seguían  los  hombres,  con  sumo  si- 


(1)  Aragonia,  28.  Varía.  Relación  do  la  peste  de  Perpiñán  del  año  1631.  Es  un  escrito  de 
Vi  páginas  en  folio,  anónimo,  pero  redactado  por  alguno  de  los  que  vivían  en  casa.  Re- 
flere  minuciosamente  lo  que  han  hecho  los  Padres  y  Hermanos  del  colegio  sirviendo 
a  los  apestados  desde  Julio  de  10:^1  hasta  la  primavera  de  1632. 


12(i  I-II?.    I- — LAS    CUATRO    TROVINCIAS    DE    KSTAÑA,    1015-1002 

lencio,  muchos  con  cruces  pesadas  en  los  hombros,  otros  con  grandes 
crucifijos  en  las  manos,  otros  con  h)s  pies  descalzos  y  llevando  cala- 
veras, otros,  en  fin,  vestidos  de  cilicio.  Las  Órdenes  religiosas  toma- 
ron parte  en  esta  procesión,  y  todas  con  devotísimo  aspecto,  con  los 
pies  descalzos  y  en  hábito  de  humildísima  penitencia,  imploraban  la 
misericordia  divina  para  aquella  ciudad  desventurada.  Por  último, 
cerraba  la  procesión  el  Sr.  Obispo,  vestido  de  pontifical,  con  un  cru- 
cifijo en  las  manos.  La  procesión  anduvo  las  principales  calles  y  ob- 
tuvo el  efecto  de  hacer  entrar  dentro  de  sí  a  tantos  desventurados  y 
de  corregir  los  desórdenes  morales  que  se  lamentaban  entre  los  ho- 
rrores de  la  peste.  Al  cabo  de  algunos  meses  fué  remitiendo  la  fuerza 
del  mal,  y  si  no  son  errados  los  cálculos  que  trae  el  P.  Cassani,  llega- 
ron casi  a  40.000  las  víctimas  del  contagio.  Entre  los  hijos  de  la 
Compañía  sucumbieron  16  asistiendo  a  los  enfermos.  Eran  el  P.  Mi- 
guel de  Esparza,  Rector;  P.  Francisco  de  Orozco,  H.  Cristóbal  Gon- 
zález, P.  Andrés  de  Salvatierra,  H.  Diego  Antonio,  H.  Pedro  Mari- 
nengo,  H.  Diego  Núñez  Pimienta,  H.  Francisco  Sánchez,  estudiante; 
PL  Bartolomé  Esteban,  H.  Juan  López,  H.  Juan  Gómez,  P.  Valentín 
Navarro,  P.  Pedro  González  de  Legarda,  H.  Miguel  Escudero,  P.  Pe- 
dro de  Moya  y  P.  Andrés  de  Frías.  Todos  fueron  muriendo  en  el  or- 
den con  que  los  hemos  nombrado,  excepto  el  P.  Rector,  que  sucum- 
bió cuando  ya  estaba  terminándose  la  peste  (1). 

Más  terrible  que  la  de  Murcia  fué  la  que  se  declaró  en  Andalucía 
por  Abril  de  1649.  Aunque  algunas  naves  de  mercaderes  habían 
traído  a  Andalucía  los  gérmenes  pestilenciales  y  se  notaba  uno  u  otro 
caso  de  peste  en  las  ciudades  marítimas,  no  apareció  el  mal  en  toda 
su  crudeza  hasta  que  a  principios  de  Abril  se  desbordó  enorme- 
mente el  Guadalquivir  y  convirtió  a  toda  Sevilla  en  un  inmenso  ba- 
rrizal. Esto  inficionó  el  ambiente,  y  desde  entonces  los  estragos  de  la 
peste  excedieron  a  todo  lo  imaginable.  Según  el  cronista  Ortiz  de 
Zúñiga,  hubo  día  en  que  murieron  2.500  personas  (2).  Por  mucho 
que  se  sacrificaron  las  Órdenes  religiosas  y  las  personas  principales 
de  la  ciudad,  no  era  posible  atender  a  tantos  enfermos,  y  una  de  las 


(1)  La  rolación  de  esta  peste  la  traen  las  cartas  anuas  de  la  provincia  de  Toledo, 
año  1648.  De  ellas  y  de  alguna  relación  que  al  presente  ya  no  existe,  debió  sacar  medio 
siglo  después  el  P.  Cassani  la  narración  curiosa  que  haee  de  este  suceso  en  el  tomo  II 
de  los  Varones  ilustres,  pág.  141.  El  título  de  este  tomo  es  Glorias  del  segundo  siglo  de  la 
Compauia  de  Jesús,  dibujadas  en  las  vidas  y  elogios  de  algunos  de  sus  varones  ilustres. 

(2)  Debe  leerse  la  descripción  de  esta  peste  en  el  citado  cronista  (Anales  de  Sevilla, 
tomo  IV,  pág.  390),  que,  como  contemporáneo  del  suceso,  pudo  referir  con  fidelidad 
lo  que  C'l  vio. 


CAÍ".   VI. MIMSTKRIOS   KSTIIUTUALES   COX   LOS   PRÓJIMOS  127 

grandes  faenas  de  aquellos  meses  era  dar  prontamente  sepultura  a 
los  centenares  de  cadáveres  que  solían  quedar  tal  vez  abandonados 
en  los  patios  y  huertas  de  los  alrededores.  Ya  insinuamos  más  arriba 
el  gran  número  de  jesuítas  que  expiraron  en  medio  de  esta  epide- 
mia, que,  empezando  por  Sevilla,  se  extendió  a  otras  ciudades  de  An- 
dalucía. No  estamos  seguros  de  que  todos  murieran  sirviendo  a  los 
apestados;  pero  es  de  suponer,  atendido  el  celo  habitual  de  nuestros 
Padres  en  estas  necesidades  extremas,  que  todos  contribuirían,  según 
sus  fuerzas,  al  auxilio  espiritual  y  corporal  de  sus  prójimos.  Se  con- 
taron hasta  77  jesuítas  de  la  provincia  de  Andalucía  muertos  en  ser- 
vicio de  los  apestados  (1);  glorioso  sacrificio  que  Dios  estimaría  sin 
duda,  pero  que  dejó  a  la  provincia  bastante  quebrantada  y  notable- 
mente disminuida  en  los  sujetos  que  la  poblaban. 

7.  Terminaremos  este  capítulo  indicando  brevemente  algo  de  lo 
que  hicieron  nuestros  Padres  en  una  causa  sumamente  simpática 
para  todos  los  españoles,  que  en  aquel  tiempo  se  agitó  con  inusitado 
fervor.  Tal  fué  la  defensa  y  aclamación  de  la  Inmaculada  Concepción 
de  María  Santísima.  Recordaremos,  ante  todo,  el  hecho  que  dio  ori- 
gen al  extraordinario  entusiasmo  que  entonces  se  despertó. 

En  las  navidades  de  1614  reuniéronse  en  Sevilla  tres  hombres 
devotísimos  de  la  Inmaculada  Concepción,  Fr.  Fi-ancisco  de  San- 
tiago de  la  Orden  de  los  Menores;  Mateo  Vázquez  de  Leca,  arcediano 
de  Carmona  y  canónigo  de  Sevilla,  y  Bernardo  de  Toro,  predicador 
del  Sagrario  y  beneficiado  con  una  capellanía  en  la  parroquia  de 
San  Lorenzo.  Todos  tres  eran  personas  de  reconocida  virtud  y  muy 
respetados  además  por  su  ciencia  eclesiástica  (2).  Observando  la  cos- 
tumbre que  hay  en  el  pueblo  español  de  cantar  villancicos  y  otras 
coplitas  para  festejar  el  Nacimiento  del  Hijo  de  Dios,  ocurrióles  el 
pensamiento  de  que  podría  hacerse  algo  parecido  en  obsequio  de  la 
Inmaculada  Concepción  de  María  Santísima.  Con  esto  se  lograría, 
por  una  parte,  difundir  la  devoción  a  este  misterio,  y  por  otra,  des- 
terrar los  cantares  lascivos  que  tanto  cundían  entre  la  plebe  de  nues- 
tras ciudades.  Buscaron,  pues,  un  poeta  popular  y  piadoso  llamado 
Miguel  Cid,  el  cual  se  ofreció  a  cumplir  los  deseos  de  los  tres  ilus- 
tres eclesiásticos.  Suministró  muy  pronto  las  coplas;  Bernardo  de 


(1)  Este  número  pone  el  P.  Cassani  en  la  obra  citada  (pág.  166),  y  recuérdese  lo  que 
dijimos  más  arriba,  en  el  cap.  II,  al  hablar  de  la  disminución  de  la  provincia  de 
Andalucía. 

(2)  Sobre  este  hecho  véase  el  artículo  que  el  P.  Lesmes  Frías,  S.  J.,  publicó  en  Ra- 
zón ¡I  Fe,  t.  X,  pág.  21,  en  el  número  correspondiente  a  Enero  do  1904, 


128  LIB.    I. LAS    CUATRO    PKOVIXCIAS    DE    ESPAÑA,    1G15-I6r)2 

Toro,  versado  en  el  arte  de  Orfeo,  las  puso  en  música,  y  en  los  pri- 
meros días  de  Enero  de  1615  empezaron  los  niños  de  Sevilla  a  can- 
tar por  las  calles  una  copla  que  luego  se  grabó  en  la  mente  de  todos 
los  españoles: 

Todo  el  mundo  en  general 
A  voces,  Reina  escogida, 
Diga  que  sois  concebida 
Sin  pecado  original. 

De  los  niños  pasó  el  entusiasmo  a  los  mayores,  y  de  Sevilla  se 
extendió  muy  pronto  a  todas  las  ciudades  de  España.  Siempre  so 
había  defendido  en  nuestro  pueblo  la  creencia  en  el  dogma  dulcí- 
simo de  la  Inmaculada  Concepción;  pero  en  este  año  se  despertó  con 
un  empuje  avasallador,  que  había  de  conducir  con  el  tiempo,  primero 
al  dominio  de  lo  que  entonces  se  llamaba  pía  creencia,  y,  por  fin,  a 
la  definición  dogmática  que  hemos  visto  en  el  siglo  XIX,  de  la  In- 
maculada Concepción. 

Opusiéronse  a  este  movimiento  popular  los  religiosos  de  Santo 
Domingo,  y  creyendo  que  Santo  Tomás  era  contrario  a  la  pía  creen- 
cia, propusieron  al  público  unas  conclusiones  que  debían  defenderse 
en  su  convento  de  Sevilla,  una  de  las  cuales  afirmaba  que  María  San- 
tísima había  contraído  el  pecado  original  (1).  Conmovióse  el  pueblo 
al  saber  la  doctrina  que  los  dominicos  querían  defender.  El  Arzo- 
bispo prohibió  las  conclusiones,  temiendo  algún  conflicto  escanda- 
loso entre  la  gente.  Porque,  en  efecto,  había  llegado  a  tal  punto  el 
entusiasmo  y  devoción  de  todos,  que  los  cofrades  de  la  Concepción 
jestaban  resueltos  a  cerrar  las  calles  y  no  dejar  pasar  a  nadie  que  se 
dirigiera  a  las  conclusiones  de  los  dominicos.  Por  lo  mismo  que  éstos 
impugnaban  la  piadosa  doctrina,  el  pueblo  de  Sevilla  se  complacía 
en  cantar  delante  de  su  convento  las  coplas  de  Miguel  Cid  y  en  repe- 
tírselas con  especial  insistencia.  Hubo  con  este  motivo  los  excesos 
inconsiderados  que  suele  haber  en  todas  las  polémicas  populares,  por 
lo  cual  llegaron  graves  quejas  a  la  corte  por  uno  y  otro  lado.  No  se 
contentó  la  devoción  con  repetir  las  coplas  de  Miguel  Cid.  Apareció 
un  día  en  cierta  iglesia  un  letrero  iluminado  que  decía  así:  «María, 
concebida  sin  mancha  de  pecado  original.»  Esta  idea  pareció  pre- 


(1)  lie  aquí  el  texto  de  la  tesis  que  propusieron  ios  dominicos:  Originalis  culpa  omnes 
via  naturali,  videlicat  per  seminationem  ab  Adamo  genitos  conspurcat,  ne  Dei  qtmlem  Matriz 
excepta:  et  quamvis  opposita  aententia  (utpote  niniiae  pictatis  inibuta)  nihil  erroris  aut  tc- 
meritatis  incluüat,  includeret  turnen  dicere  Beatam  Virgineni  non  contraxisse  debitum  contru- 
hendi.  Ñeque  udm  stndendtim  est  pietati,  ut  in  falsUatem  incidatur.  Frías,  idñ  siiina. 


CAP.   VI. Ml.NISTERIOS   ESPIRITUALKS   COX   LOS   PRÓJIMOS  129 

ciosa,  y  al  instante,  miles  de  eartelitos  con  el  nombre  de  María  con- 
cebida sin  pecado,  se  vieron  aparecer  en  todas  las  ventanas  de  Sevi- 
lla. A  estas  demostraciones  siguieron  otros  festejos  en  el  estilo  do 
aquel  tiempo,  y  cada  vez  iba  creciendo  más  el  entusiasmo  por  el 
dulce  misterio  de  la  Inmaculada,  y  también  se  iba  encrespando  la 
oposición  de  los  pocos  que  no  estaban  bien  con  la  creencia  general. 

Enviado  el  negocio  a  la  corte  de  España,  discutióse  allí  larga- 
mente, y  mientras  los  dominicos  procuraban  obtener  favor  para  de- 
fenderse, como  ellos  decían,  de  los  insultos  y  persecuciones  del  pue- 
blo, el  Sr.  Arzobispo  de  Sevilla,  devotísimo  de  la  Inmaculada,  y  otras 
personas  buenas,  empezaron  a  negociar  que  se  enviase  por  parte  del 
Rey  a  Roma  quien  pidiese  la  definición  de  la  Concepción  Inmacu- 
lada de  María  Santísima  (1).  Muy  pronto,  el  Nuncio  en  España  avisó 
a  Su  Santidad  de  las  conmociones  ocurridas  en  nuestra  península;  y 
en  Roma,  después  de  varias  deliberaciones  que  sería  prolijo  referir, 
se  extendió  una  bula,  fechada  el  6  de  Julio  de  1616,  que  empezaba 
con  las  palabras  Regis  pacifíci,  para  poner  un  término  a  los  debates 
que  se  habían  suscitado  en  Sevilla.  Esta  bula  no  era  ninguna  defini- 
ción, no  innovaba  nada  ni  en  el  orden  dogmático  ni  en  el  discipli- 
nar, pues  contentábase  Paulo  V  con  mandar  que  se  observasen  las 
Constituciones  de  Sixto  IV  y  Pío  V  sobre  el  mismo  punto.  Lamen- 
tando que,  a  pesar  de  estas  Constituciones,  se  promuevan  todavía  en 
el  pueblo  algunos  escándalos,  y  pudiéndose  temer  otros  mayores, 
renueva  el  Papa  lo  mandado  en  aquellas  bulas,  prohibiendo  a  los  de- 
fensores y  a  los  impugnadores  de  la  Inmaculada  Concepción  el  que 
se  traten  de  herejes  y  el  que  cometan  los  actos  violentos  e  inconve- 
nientes a  que  era  inclinado  el  pueblo  en  estas  polémicas  piadosas. 

Esta  bula,  que  no  daba  un  paso  ni  atrás  ni  adelante  en  la  cuestión 
de  la  Inmaculada,  produjo  poco  o  ningún  efecto  aquí  en  España.  En- 
tretanto, desvelábanse  los  devotos  de  la  Inmaculada  Concepción  por 
obtener  del  Rey  de  España  que  se  enviase  a  Roma  una  embajada,  en 
que  se  pidiese  formalmente  a  Su  Santidad,  en  nombre  del  Rey,  pri- 
mero el  definir  que  la  Santísima  Virgen  no  había  contraído  el  pecado 
original,  y  segundo,  si  esto  parecía  demasiado,  por  lo  menos  que  Su 
Santidad  prohibiese  con  censuras  el  impugnar  en  pulpitos  y  cátedras 
la  creencia  tan  recibida  de  la  Inmaculada  Concepción.  Hubo  algunas 
dificultades  en  obtener  de  Felipe  III  la  embajada  que  se  pedía,  pero 
conocida  la  piedad  del  Monarca,  era  fácil  de  prever  que  se  inclinaría 


(1)     Véase  el  artículo  segundo  del  P.  Frías  eu  Razón  ij  Fe,  t.  X,  pág.  145. 


130  LÍE-    I- — LAS   CUATRO   rKOVIXCIAS    DE    ESPAÑA,    1G15-1G52 

a  complacer  a  los  devotos  de  la  Inmaculada.  Efectivamente,  en  el 
verano  de  1616  fué  escogido  Fr.  Plácido  Tosantos,  General  que  había 
sido  de  la  Orden  de  San  Benito  en  España,  para  ir  a  Roma  en  nom- 
bre de  Su  Majestad  Católica  y  negociar  de  Su  Santidad  los  dos  pun- 
tos indicados.  Con  el  P.  Tosantos  partieron  para  Roma  los  dos  de- 
votísimos eclesiásticos  Mateo  Vázquez  Leca  y  Bernardo  de  Toro. 

Llegaron  a  la  Ciudad  Eterna  a  principios  de  1617.  No  podemos 
detenernos  en  exponer  la  serie  de  negociaciones  que  hubieron  de 
entablar  en  Roma  en  la  primera  mitad  de  aquel  año  (1).  Bástenos 
saber  que  después  de  ocho  meses  de  trabajo,  por  fin,  el  12  de  Setiem- 
bre de  1617,  se  consiguió  un  decreto  de  la  Sagrada  Inquisición,  por 
el  cual  Su  Santidad  Paulo  V  manda  que,  mientras  no  se  pronuncie 
definición  dogmática,  o  la  Sede  Apostólica  ordene  otra  cosa,  nadie 
se  atreva  a  impugnar  la  Inmaculada  Concepción  de  María  Santísima, 
ni  en  el  pulpito,  ni  en  la  cátedra,  ni  en  ninguna  otra  forma.  No  es 
intención  de  Su  Santidad  condenar  dogmáticamente  la  doctrina  con- 
traria, sino  solamente  por  vía  disciplinar  prohibe  impugnar  la  creen- 
cia de  la  Concepción,  para  evitar  los  graves  escándalos  que  nacían 
en  'el  pueblo  católico,  al  oir  una  doctrina  que  contradice  tanto  al 
sentimiento  piadoso  de  la  Iglesia.  El  decreto  se  fijó,  según  costumbre, 
en  las  puertas  de  la  basílica  de  San  Pedro.  Fué  un  triunfo  para  toda 
España  y  sobre  todo,  para  Sevilla,  este  decreto  obtenido  de  la  Santa 
Sede.  Claro  está  que  no  encerraba  una  definición  dogmática,  pero, 
como  observa  el  P.  Frías,  «¡cuánta  ventaja  no  había  de  sacar  la  creen- 
cia en  la  Inmaculada  Concepción,  de  la  libertad  en  que  quedaba  de 
ser  predicada  y  enseñada,  mientras  la  opuesta  doctrina  era  conde- 
nada a  forzoso  silencio  y  desterrada  de  la  predicación  y  de  la  pública 
enseñanza!»  (2).  Con  este  decreto  se  desarrolló  en  toda  España  un 
nuevo  empuje  de  devoción  a  María  Santísima,  una  eflorescencia  lite- 
raria increíble  para  cantar  las  glorias  de  la  Madre  de  Dios,  una  devo- 
ción popular  que  se  manifestaba  en  las  más  diversas  formas  y  vivifi- 
caba los  actos  todos  del  culto  divino;  un  movimiento  religioso,  en 
fin,  que  había  de  ir  creciendo  de  día  en  día  hasta  llegar,  como  des- 
pués hemos  visto,  a  la  definición  del  dogma. 

¿Cuál  fué  la  actitud  de  la  Compañía  en  todo  este  movimiento  pia- 
doso? Sabido  es  que  la  Orden  seráfica  de  San  Francisco  iba  delante 


(1)  Puede  consultarse  sobro  cete  punto  el  artículo  tercero  del  P.  Frías  en  Rasan  y 
1%  t.  X,  pág.  293. 

(2)  Ibid.,  pág.  305. 


CAP.   VI. — Ml-NISTEIUOS   ESl'IEITUALES   CON   LOS  PKÓJlilOS  131 

guiando  a  los  devotos  de  la  Inmaculada  Concepción.  Las  otras  órde- 
nes religiosas,  excepto  los  dominicos,  imitaban  el  ejemplo  de  los 
franciscanos,  y  nuestra  Compañía  desde  un  principio  entró  de  lleno 
en  este  movimiento  religioso,  y  aunque  ya  desde  los  tiempos  de  San 
Ignacio  había  manifestado  su  devoción  a  la  Inmaculada,  desde  este 
año  1617  se  desbordó  también  en  una  producción  literaria  verdade- 
ramente asombrosa.  Tratados  teológicos  en  defensa  de  la  Inmacu- 
lada Concepción,  conclusiones  defendidas  en  actos  públicos,  memo- 
riales e  informes  jurídicos,  tratados  de  polémica  contra  los  impug- 
nadores de  la  Inmaculada,  dramas  alegóricos  representando  el 
triunfo  de  María  Santísima  sobre  la  serpiente,  sermones  panegíri- 
cos y  discursos  para  proclamar  la  pureza  inmaculada  de  la  Madre  de 
Dios,  reseñas  de  fiestas  celebradas  en  iglesias  y  ciudades,  composi- 
ciones poéticas  en  todos  metros  y  formas;  en  una  palabra,  todo  gé- 
nero de  escritos  que  caben  en  la  producción  literaria,  fueron  sa- 
liendo de  la  pluma  de  los  jesuítas  españoles  en  el  siglo  XVII. 

El  año  1904  nuestro  gran  bibliógrafo  José  Eugenio  de  Uriarte 
dio  a  luz  un  libro  en  que  recogió  452  obras  publicadas  por  jesuítas 
españoles  sobre  la  Inmaculada  Concepción  (1),  y  en  el  prólogo  que 
antepuso  a  este  interesante  trabajo  bibliográfico  hace  esta  oportuna 
advertencia:  «Las  obras  que  vamos  a  reseñar  están  escritas  todas  sin 
excepción,  en  defensa,  o  cuando  menos  en  honor  de  la  Concepción 
Inmaculada  de  Nuestra  Señora.  Y  eso  no  porque  fuéramos  a  elegir  o 
entresacar  mañosamente  las  que  sólo  se  hubiesen  compuesto  con  la 
piadosa  pretensión  de  mantener  y  celebrar  tan  dulce  misterio,  sino 
porque  en  hecho  de  verdad  no  hallamos  ni  una  siquiera,  en  que  se 
sostuviera  o  insinuara  lo  contrario,  ni  autor  nuestro,  así  de  dentro 
como  de  fuera  de  España,  que  lo  combatiera,  ni  aun  lo  pusiera  jamás 
en  tela  de  juicio;  gloria  por  cierto  grandísima  y  notable  recomen- 
dación de  una  Orden,  cuyos  escritores  pasaban  ya  de  14.000  en  el  año 
de  1854,  fecha  de  la  definición  dogmática.» 

Si  de  este  modo  discurrían  los  sabios  que  habían  de  dirigir  la 
opinión  general  sobre  el  dogma  de  la  Inmaculada,  era  de  suponer 
que  la  misma  piadosa  opinión  se  manifestaría  a  menudo  en  las  so- 
lemnidades del  culto  católico  y  en  los  otros  actos  científicos  y  lite- 
rarios. Sabemos  por  las  cartas  de  entonces  que  en  nuestras  iglesias 


(1)  Biblioteca  de  jesuítas  españoles  (jue  escribieron  sobre  In  Inmaculada  Concepción  de 
^Nuestra  Señora  antes  de  la  definición  dogmática  de  este  misterio.  Madrid,  1904.  Un  tomo  en 
4.'',  de  140  páginas. 


132  Lie.    I. — LAS   CUATRO   PKOVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1G15-1G52 

empezaron  a  celebrarse  ya  misas  solemnes,  ya  procesiones  vistosas, 
ya  otros  actos  del  culto  dirigidos  a  honrar  el  privilegio  de  la  santi- 
dad original  de  María  Santísima.  Y  por  cierto  que  en  el  mismo 
año  1615,  en  que  se  desarrolló  tan  pujante  la  devoción  a  este  mis- 
terio, el  mismo  pueblo  católico  puso  a  los  jesuítas  como  en  primera 
línea,  acudiendo  a  nuestras  iglesias  y  aclamando  tal  vez  a  nuestros 
Padres  como  insignes  defensores  de  la  Inmaculada  Concepción.  Es 
notable  lo  que  ocurrió  en  Jerez  el  año  memorable  de  1615.  Celebrá- 
base en  una  iglesia  el  día  15  de  Setiembre  la  octava  de  la  Natividad 
de  Nuestra  Señora.  Subió  al  pulpito  cierto  predicador,  cuyo  nombre 
y  profesión  ocultan  nuestras  cartas  anuas.  Empezó  a  discurrir  sobre 
la  devoción  a  María  Santísima,  y  advirtió  al  pueblo  que  se  debían 
evitar  las  imprudencias  y  exageraciones  que  tal  vez  se  mezclan  con 
la  devoción  verdadera.  Al  cabo  de  algunas  frases,  apuntó  como  un 
caso  de  esta  imprudencia,  el  entusiasmo  que  algunos  mostraban  en 
defender  la  Inmaculada  Concepción.  Aquí  empezó  a  agitarse  el  pue- 
blo y  a  mostrar  disgusto  de  lo  que  decía  el  predicador.  Prosiguiendo 
éste  impertérrito  en  sus  ideas,  llegó  por  fin  a  hablar  claro,  y  mani- 
festó redondamente  que  era  yerro  defender  la  exención  de  María 
Santísima  de  la  ley  general  del  pecado  original,  y  afirmó  que  eso  de 
la  Inmaculada  Concepción  era  novedad  introducida  y  fomentada 
por  los  jesuítas.  Aquí  el  pueblo  no  se  pudo  contener;  una  persona 
respetable  del  auditorio  se  levantó  súbitamente,  y  a  voz  en  cuello 
lanzó  al  pulpito  un  «mentís»  que  sonó  en  toda  la  iglesia.  El  auditorio 
se  levantó  también  y  dio  muestras  de  violenta  ira. 

Entonces  el  Vicario  de  Jerez,  que  en  el  presbiterio  asistía  a  la  fun- 
ción, púsose  de  pie  e  hizo  signo  al  auditorio  para  que  se  apaciguase; 
mandó  al  predicador  descender  inmediatamente  del  pulpito,  inte- 
rrumpiendo su  sermón,  y  procuró  calmar  buenamente  la  agitación 
que  se  había  despertado.  Terminóse  en  paz  la  solemnidad,  pero  en 
seguida  las  personas  principales  que  habían  asistido,  vinieron  co- 
rriendo al  colegio  de  la  Compañía,  y  refiriendo  el  caso  que  habían 
presenciado,  propusieron  a  nuestros  Padres  que  se  celebrase  en  su 
iglesia  una  solemnidad  insigne  de  desagravio  a  María  Santísima,  quo 
sería  al  mismo  tiempo  una  honra  para  la  Compañía  de  Jesús,  a  quien 
había  motejado  indignamente  el  predicador.  Fué  aceptada  la  idea  por 
los  Nuestros,  y  al  día  siguiente  un  concurso  inmenso  llenaba  nuestra 
iglesia.  Dispúsose  una  procesión  con  toda  la  solemnidad  posible, 
todo  Jerez  se  incorporó  a  ella,  y  por  las  principales  calles  de  la  ciu- 
dad fueron  todos  cantando  las  célebres  coplas  de  Miguel  Cid,  y  por 


CAP.   VI. — MINISTERIOS   ESPIRITUALES   COX   LOS   PRÓJIMOS  133 

fin  volvieron  a  nuestra  iglesia,  aclamando  a  la  Inmaculada  Concep- 
ción y  vitoreando  a  la  Compañía  de  Jesús  (1). 

Nuestros  Padres  correspondieron  a  la  expectación  que  el  público 
había  concebido  de  su  fervor;  pero  es  de  notar  que  en  esto  proce- 
dieron los  jesuítas  más  por  ímpetu  espontáneo  que  por  orden  reci- 
bida de  los  Superiores.  Porque  es  de  saber,  que  nuestro  P.  General, 
Mucio  yitelleschi,en  los  primeros  años  de  su  generalato  adoptó  una 
actitud  expectante  y  procuró  más  bien  contener  el  fervor  que  im- 
pulsar adelante  el  movimiento.  Decidióle  a  este  modo  de  proceder 
una  tribulación  grave  que  hubo  de  sufrir  en  Roma  luego  de  ser  nom- 
brado General.  Había  publicado  en  Sevilla  el  año  anterior  el  céle- 
l)re  escriturario  Juan  de  Pineda  un  libro  en  4.°  de  48  hojas,  con  este 
título:  «Advertencias  a  el  privilegio  onceno  ele  los  del  Señor  Reij  Don 
Juan  el  Primero  de  Aragón  en  favor  de  la  fiesta  y  misterio  de  la  Con- 
cepción de  la  Beatísima  Virgen  María  sin  mancha  de  pecado  original. 
Con  una  Constitución  de  Cataluña  y  otro  fuero  de  Aragón  del  Señor 
Rey  Don  Juan  el  Segundo  en  la  misma  materia»  (2).  Este  tratado,  que 
fué  recibido  en  España  con  mucha  devoción  y  con  la  mayor  natura- 
lidad, excitó  un  conflicto  allá  en  Roma.  Parece  que  la  Sagrada  Con- 
gregación del  Santo  Oficio  miró  este  libro  como  un  casus  helli,  y 
propuso  al  Papa  que  llamase  a  Roma  al  P.  Juan  de  Pineda  para  dar 
razón  de  sí.  Puede  ser  que  se  agravase  la  importancia  del  hecho  por 
haberse  escrito  el  libro  en  lengua  vulgar,  pues  el  Papa  Pío  V  había 
prohibido  el  escribir  en  lenguas  vulgares  sobre  la  Inmaculada  Con- 
cepción; pero  esta  cláusula  no  había  sido  recibida  en  España  (3).  Con 
todo  eso,  allí  en  Roma  se  irritaron  tanto  los  ánimos,  que  el  Papa  dio 
la  orden  que  hemos  indicado.  Con  profundo  dolor  escribía  el  P.  Vitel- 
leschi  el  8  de  Mayo  de  1616  al  P.  Francisco  Alemán,  Viceprovincial 
entonces  de  Andalucía:  «Maravillado  estoy  que  habiendo  el  P.  Juan 
de  Pineda  hecho  y  impreso  un  tratado  en  declaración  de  cierta 
ley  de  Cataluña,  sobre  la  Concepción  de  Nuestra  Señora,  ni  V.  R.  ni 
otro  alguno  me  escriba  palabra,  sino  que  se  ha  entendido  con  harta 
pena  por  vía  de  Su  Santidad;  y  en  estos  tiempos  es  negocio  que  da 
mucho  cuidado,  y  fuera  harto  mejor  no  haberse  metido  en  él.  Por 
amor  del  Señor,  que  V.  R.  informe  de  lo  que  hay  con  claridad,  para 
poder  satisfacer  a  quien  se  debe,  y  que  los  Nuestros  no  vayan  bus- 


(1)  Baetica.  Litt.  anuiiae,  íQliS. 

(2)  Impreso  eu  Sevilla,  año  1615.  Véase  a  Uriarte,  uhi  supra,  pág.  35. 
(:í)    Véase  al  P.  Frías  (Rasón  y  Fe,  t.  X,  pág.  150). 


134  LIB.    I. — LAS   CUATRO   I'KOVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1G15-1Ü52 

cando  ocasión  es  de  ruidos  y  pleitos,  y  más  con  los  Padres  de  Santo  Do- 
mingo... Avise  cómo  y  con  qué  licencia  se  estampó»  (1).  En  otra  carta 
del  mismo  día  dice  Vitelleschi:  «Ha  causado  eso  tanto  ruido  acá,  que 
es  fuerza  haber  de  venir  a  Roma  elP.  Pineda  para  dar  cuenta  de  lo  que 
ha  hecho,  por  ser  ésta  voluntad  de  Su  Santidad,  que  me  lo  tiene  orde- 
nado. Lo  que  a  V.  R.  encargo  es  que  le  avise  y  despache  para  que 
con  buena  comodidad  se  venga  pasados  los  calores»  (2).  Afortunada- 
mente no  llegó  el  caso  de  emprender  este  viaje,  porque  dos  meses 
después,  habiendo  representado  el  P.  Vitelleschi  la  edad  ya  avanzada 
y  los  achaques  del  P.  Pineda,  dispensó  el  Papa  al  anciano  teólogo  del 
viaje  a  Roma.  Con  esta  ocasión  inculcó  varias  veces  nuestro  P.  Ge- 
neral a  sus  subditos,  que  en  lo  sucesivo,  al  hablar  sobre  la  Inmacu- 
lada, se  atuvieran  constantemente  a  las  bulas  de  los  Sumos  Pontífi- 
ces, y,  sobre  todo,  a  la  última  que  había  publicado  en  Julio  de  161(5 
el  Papa  entonces  reinante,  Paulo  V.  «Por  amor  del  Señor,  repetía  Vi- 
telleschi, que  se  vaya  en  eso  con  singular  cuidado  y  circunspección, 
y  no  se  dé  ocasión  a  ruidos  y  disgustos»  (8). 

La  misma  táctica  observó  Vitelleschi  dos  años  después,  cuando 
empezó  el  fervor  de  hacer  el  voto  de  defender  la  Inmaculada  Con- 
cepción. Sabido  es  que  primero  las  Universidades  y  después  los  Ca- 
bildos, los  Ayuntamientos  y  todo  género  de  corporaciones,  hicieron 
voto  en  aquellos  años,  con  expresiones  de  grandísimo  fervor,  de 
defender  hasta  la  muerte  la  Inmaculada  Concepción  de  María.  Los 
Nuestros  entraron,  naturalmente,  en  este  movimiento;  pero  el  P.  Ge- 
neral, escribiendo  al  P.  PedraGil,  Provincial  de  Aragón,  le  decía  es- 
tas palabras:  «En  lo  del  juramento  acercado  la  Concepción  de  Nuestra 
Señora,  digo  dos  cosas:  Launa,  que  no  seamos  nosotros  de  los  primo- 
ros  en  hacerle,  ni  vayan  los  Nuestros  moviendo  e  incitando  a  los 
demás.  La  otra,  que  si  las  otras  religiones  hicieren  el  dicho  jura- 
mento, le  hagan  también  los  Nuestros,  por  ser  en  cosa  de  tanto  ser- 
vicio de  Dios  y  de  su  Santísima  Madre»  (4).  En  otra  carta  insiste,  re- 
comendando que  los  Nuestros  no  se  mostrasen  demasiado  en  las  ex- 
terioridades que  solían  hacerse  a  propósito  de  la  Inmaculada  Con- 
cepción (5). 


(1)  BacUca.  Epist.  Gen.  A  Aleináu,  8  Mayo  161G.  El  P.  Alemáu  era  Viceprovincial  di; 
Andalucía  miontras  el  P.  Hernando  Penco,  Provincial,  asistía  a  la  séptima  Congrega- 
ción general. 

(2)  Ibid. 

(3)  Ibid.  A  Ponce,  Provincial  de  Andalucía,  8  Agosto  KUli. 

(4)  Aragouia.  Epist.  Gen.  A  Gil,  7  Octubre  1619. 

(5)  Ibid.  Al  mismo,  20  Febrero  1C19. 


CAP.   VI. —  MINISTERIOS   ESPIRITUALES   CON   LOS   PRÓJIMOS  135 

Tal  fué  la  conducta  del  P.  General  los  primeros  seis  años  de  su 
gobierno.  Empero,  observando  la  corriente  de  devoción  que  cada 
vez  se  desbordaba  más  en  la  Iglesia,  y  sobre  todo  en  España,  y  te- 
niendo a  la  vista  el  celo  con  que  Felipe  ]II,  y  después  Felipe  IV,  ha- 
bían tomado  sobre  sí  el  obtener  de  la  Santa  Sede  la  declaración  de 
la  Inmaculada  Concepción,  o,  por  lo  menos,  gracias  y  privilegios 
que  favoreciesen  a  lo  que  entonces  se  llamaba  la  pía  creencia;  en- 
cargó ya  desde  1623,  que  promoviesen  los  Nuestros  este  negocio,  y 
el  9  de  Diciembre  de  este  año  dirigió  al  P.  Hernando  de  Salazar, 
muy  favorecido  de  Felipe  IV,  esta  carta  que  nos  muestra  el  brío  ge- 
neroso con  que  el  P.  Vitelleschi  miraba  ya  la  cuestión  de  la  Inmacu- 
lada, Decía  así:  «He  entendido  que  un  caballero  llamado  D,  Enrique 
de  Guzmán,  que  atiende  en  esa  Corte  al  negocio  de  la  Purísima  Con- 
cepción de  Nuestra  Señora,  ha  hablado  a  V.  R.  y  pedídole,  que  pro- 
cure que  Su  Majestad  y  el  señor  Conde  de  Olivares  escriban  apreta- 
damente a  Su  Santidad  para  que  defina  esta  causa.  Deseo  mucho 
que  V.  R.  tome  a  su  cargo  esta  diligencia,  y  para  que  tenga  el  buen 
efecto  que  pretendemos,  importará  mucho  que  el  Rey  escriba  a  su 
Embajador,  que  dé  las  dichas  cartas  a  Su  Santidad  cuando  y  como 
fuere  necesario,  conforme  a  lo  que  avisaren  a  Su  Excelencia  los  se- 
ñores D.  Mateo  Vázquez,  Arcediano  de  Carmona,  y  el  doctor  Toro, 
que  son  los  que  tratan  y  solicitan  este  negocio  en  esta  Corte;  y  que 
no  se  contente  solamente  con  dar  las  cartas,  sino  que  en  todas  las 
audiencias  ordinarias  que  tuviere  inste  por  ello  a  Su  Santidad»  (1). 

Como  ya  lo  supondrá  el  lector  y  es  bastante  sabido,  a  propósito 
de  la  Inmaculada  cometiéronse  en  el  siglo  XVII  algunas  indiscre- 
ciones que  ocasionaron  graves  disgustos.  En  Zaragoza  defendieron 
los  jesuítas  en  públicas  tesis,  que  sería  verdaderamente  mártir  quien 
muriese  por  defender  la  Inmaculada  Concepción,  Protestaron  los 
dominicos  contra  esta  doctrina  y  denunciaron  a  la  Inquisición  late- 
sis  que  se  debía  defender.  Acudieron  los  Nuestros  y  dieron  sus  ex- 
plicaciones. Fueron  y  vinieron  recados  por  una  y  otra  parte,  y  por 
fin  salieron  adelante  los  jesuítas  con  su  pretensión,  y  en  presencia  de 
lo  más  selecto  de  la  sociedad  zaragozana  defendieron  que,  efectiva- 
mente, sería  mártir  el  que  derramase  su  sangre  por  sostener  el  pri- 
vilegio de  María  Santísima  (2).  En  el  Noviciado  de  Villarejo  empe- 
zaron a  celebrar  la  fiesta  de  la  Inmaculada  Concepción,  revistiendo 


(1)     Toletana.  Epist.  Gen.  A  Salazar,  9  Diciembre  162:J. 
{'1)     Aragonia.  Litt.  anuttae,  1632. 


l:Jtí  LIB.    I. — LAS   CUATRO   TROVl-XCIAS   DE   KSPAÑA,   1015-1052 

loda  la  iglesia  de  blanco,  cantando  la  misa  con  toda  solemnidad  y 
añadiendo  sermón,  vísperas,  danzas  alegóricas,  diálogos  y  otras  de- 
mostraciones que  solían  hacerse  en  las  fiestas  de  Navidad.  El  P.  Vi- 
telieschi  mandó  moderar  estos  festejos,  pues  no  parecía  bien  igualar 
en  cierto  modo  la  fiesta  de  la  Inmaculada  con  el  Nacimiento  de  Je- 
sucristo (1).  Más  grave  fué  el  j'^erro  que  se  cometió  en  Andalucía  en 
ciertas  conclusiones  impresas  en  Granada,  donde  llegó  a  decirse  que 
Nuestra  Señora  no  sólo  fué  concebida  sin  pecado  original,  sino  que 
en  el  primer  instante  que  su  alma  santísima  fué  creada,  vio  clara- 
mente la  divina  esencia.  Espantóse  el  P.  General  cuando  supo  la  te- 
sis que  se  había  defendido,  y  envió  una  grave  amonestación  al  Pro- 
vincial de  Andalucía,  mandándole  estar  sobre  aviso,  para  no  permi- 
tir que  se  imprimieran  y  defendieran  en  público  exageraciones  se- 
mejantes (2). 

Entretanto  continuaban  los  jesuítas  cada  vez  más  fervorosos  en 
celebrar  la  fiesta  de  la  Inmaculada  y  en  pregonar  desde  el  pulpito 
las  glorias  de  nuestra  Santísima  Madre.  Gustarán  los  lectores  de  que 
les  presentemos  un  caso  particular  de  este  género  de  predicación,  por 
haber  sucedido,  no  en  España,  sino  en  Roma  el  año  1635,  y  por  de- 
berse el  sermón  al  más  insigne  teólogo  que  entonces  honraba  la 
Compañía,  al  P.  Juan  de  Lugo.  El  mismo  Padre  escribió  la  relación 
de  la  solemnidad  al  P.  Rafael  Pereira,  y  creemos  que  nuestros  lecto- 
res leerán  con  gusto  esta  carta,  que  nos  parece  desconocida,  del  fu- 
turo Cardenal.  Dice  así: 

«En  esta  ciudad  (de  Roma)  hay  una  cofradía  en  la  iglesia  de  San 
Lorenzo  in  Dámaso,  bajo  el  título  de  la  Concepción,  muy  antigua. 
Quiso  renovar  su  capilla,  que  era  oscura,  vieja  e  indecente,  y  con 
costa  y  trabajo  la  ha  hecho  muy  diferente  de  lo  que  era.  Agora,  para 
colocar  en  ella  la  imagen  de  Nuestra  Señora,  muy  antigua,  que  tie- 
nen, quisieron  hacer  alguna  demostración,  y  lo  primero  fué  estam- 
par la  imagen  de  que  le  envío  a  V.  R.  copia  con  ésta.  No  lo  quiso 
pasar  el  Maestro  del  Sacro  Palacio,  dominicano,  porque  dice  Inima- 
culatae.  El  Cardenal  Francisco  Barberini,  nepote  del  Papa,  la  hizo 
pasar  y  estampar. 

»Esta  poca  contradicción  despertó  ganas  de  hacer  más  solemni- 
dad; una  procesión  solemnísima  por  gran  parte  de  Roma,  muchos 
arcos  triunfales  y  un  octavario  de  sermones,  de  los  cuales  me  convi- 


(1)  Toletcina.  Epist.  Gen.  A  Niño,  Provincial,  26  Marzo  1620. 

(2)  Baetica.  Epid.  Gen.  A  Quirós,  Provincial,  22  Abril  1619. 


CAP.   VI. MIN1STF.I510S   KSriRITtTALES   CON   I.OS   PKÓJIMOS  137 

daron  para  el  último,  en  que  se  colocaba  la  santa  imagen.  Los  Padres 
dominicanos  y  su  General  procuraron  impedir  todo  esto  y  hubo  mu- 
chos debates,  reformando  por  su  respeto  algunos  títulos  de  los  arcos, 
pero  quedaron  muchos  con  el  Immaculatae  Concepfionis,  j  otro  peor 
en  casa  del  Cardenal  Richelieu,  cartujo,  Arzobispo  de  León,  hermano 
del  otro  Cardenal  Richelieu,  el  cual  le  puso  poco  antes  que  pa- 
sase la  procesión  y  luego  lo  quitaron,  pero  muchos  lo  trasladaron. 
La  procesión  fué  muy  solemne,  domingo  19  de  Agosto  (de  1635)  con 
muchas  cofradías  y  religiones  que  de  solos  franciscos  eran  quinien- 
tos. Ningún  dominico.  En  el  ornamento  de  la  santa  imagen,  de  letras 
grandes,  decía:  Ave  concepta  s'mc peccato  originali,  y  en  el  ornamento 
de  piedras  preciosas  del  altar  está  esculpido  Sine  labe  originali. 

»El  día  siguiente,  lunes  20,  se  avisó  a  los  predicadores,  de  parte 
del  Cardenal  Vicario  del  Papa,  que  tratasen  de  Nuestra  Señora,  sin 
entrar  en  Concepción,  dejando  esta  materia  para  su  día.  Tocó  aquel 
día  a  uno  de  los  Nuestros,  el  cual  aparejado  para  Concepción,  hubo 
de  mudar  siempre  en  lugar  de  Concepción,  Natividad,  con  grande 
sentimiento  del  pueblo.  Yo  me  hallé  presente,  y  desde  allí  envié  a 
excusarme  con  el  Cardenal  Barberini,  diciéndole  que  yo  había  acep- 
tado el  último  sermón  por  la  Concepción  y  por  el  gusto  de  Su  Emi- 
nencia, que  el  primer  motivo  había  ya  cesado.  Deseaba  saber  si  el 
segundo  perseveraba,  porque  yo  juzgaba  que  ni  a  Su  Eminencia  ni 
a  mí  era  conveniente  predicase.  Respondióme  la  mañana  siguiente, 
que  predicase  sin  falta  y  de  la  Concepción.  El  martes  tocaba  a  un 
franciscano,  y  se  excusó,  y  en  su  lugar  predicó  un  clérigo  seglar  ha- 
blando encubiertamente  y  por  cifra,  con  que  el  pueblo  se  consoló 
algo.  El  tercer  día  predicó  uno  de  la  Tercera  Orden  de  San  Fran- 
cisco descubiertamente.  El  cuarto,  que  era  jueves,  un  agustino  des- 
calzo, con  licencia  expresa  que  tuvo.  Picó  algo  por  predicar  algo 
colérico,  pero  al  pueblo  gustó.  El  viernes  y  sábado  fueron  un  silves- 
trino  y  un  barnabita;  algo  fríos  porque  no  se  atrevieron  a  entrar  en 
el  punto.  Los  devotos  estaban  con  temor  que  yo  haría  lo  mismo, 
principalmente  los  frailes  franciscos.  Los  dominicos  temían,  al  con- 
trario, y  el  Cardenal  Barberini  tenía  harto  miedo  que  les  había  yo 
de  morder,  y  me  previno  por  mil  caminos.  Juntóse  toda  Roma:  cua- 
tro Cardenales,  muchos  prelados,  y  la  Virgen  ayudó  su  causa,  de 
suerte  que  sus  alabanzas  y  la  verdad  de  este  misterio,  probadas  sóli- 
damente y  sin  callar  cosa  que  fuera  de  importancia,  se  recibió  con  el 
mayor  aplauso  que  se  ha  visto  en  Roma  en  semejante  caso. 

>No  tuvieron  de  qué  quejarse  los  contrarios,  porque  hablé  con 


1;ÍS  I.IR.    i. — LAS    CUATKO    l'IÍOVIXCIAS    DH    ESPAXA,    1015-1052 

gran  recato  y  modestia,  sin  hacer  mención  de  sentencia  contraria. 
El  Cardenal  Barberini  mostró  allí  gusto  extraordinario,  y  después 
en  todas  ocasiones  y  enviándome  las  gracias  con  palabras  muy  enca- 
recidas, y  en  acabando  el  sermón  dijo  a  los  cofrades, que  quería  dar- 
les dos  brazos  de  plata  para  reliquias  u  otra  cosa  equivalente  la  que 
quisiesen.  Hase  adelantado  la  causa  mucho  y  será  principio  de  bue- 
nos frutos  con  la  gracia  de  Nuestro  Señor  y  favor  de  su  Santísima 
Madre.  Han  quedado  los  Padres  Dominicos  tan  temerosos  que  pro- 
curan sacar  del  Papa  un  decreto,  declarando  que  no  se  ha  perjudi- 
cado a  su  sentencia  con  todo  esto  que  ha  pasado  en  esta  ocasión;  pero 
sería  peor,  porque  daría  ganas  en  otras  partes  de  hacer  demostra- 
ciones semejantes.  He  querido  avisar  a  V.  R.  para  que  sepa  lo  pun- 
tual, porque  muchos  escribirán  y  no  lo  contarán  quizá  tan  ajustado, 
sino  con  encarecimiento  de  su  devoción»  (1). 

Excusamos  referir  otros  lances  como  el  precedente,  y  sólo  de- 
bemos advertir  al  lector,  que  los  Padres  de  la  Compañía  nunca  ce- 
saron de  promover  la  dulcísima  devoción  de  la  Inmaculada,  lo  mis- 
mo en  las  cátedras  que  en  los  pulpitos,  lo  mismo  en  las  solemnida- 
des sagradas  que  en  los  actos  literarios,  y  que  no  tienen  número  las 
obras  de  piedad  y  los  actos  de  devoción  que  en  el  siglo  XVH  ejecu- 
taban los  jesuítas  españoles  en  honra  del  privilegio  original  de  Ma- 
ría Santísima,  Madre  de  Dios. 


(1)     Madrid.  Academia  de  la  Historia.  Jesitítas,  t.  111. 


CAPÍTULO  VII 


TRIBULACIONES   DE   LA   COMPAÑÍA   EN   ESTA   ÉPOCA 
ESTUDIOS  GENERALES  DE  MADRID 


Sumario:  1.  Primera  proposición  de  esta  obra  en  1623. — 2.  Redáctase  nuevo  plan  y  se 
publica  en  1625.— 3.  Lucha  que  ya  existía  entre  las  Universidades  y  nuestros  cole- 
gios antes  de  este  tiempo. — 4.  Oposición  terrible  que  hacen  las  Universidades  al 
proyecto  d  i  !os  Estudios  de  Madrid. — 5.  En  Salamanca  es  desincorporado  nuestro 
colegio  de  la  Universidad.— 6.  Intervención  de  Jansenio,  que  excitó  más  los  ánimos 
contra  la  Compañía.— 7.  A  pesar  de  todas  las  oposiciones  son  creados  los  Estudios 
a  principios  de  1629.  — 8.  Éxito  mezquino  de  esta  institución. 

Fuentes  contempokXneas:  1.  Tolelana.  Epistolae  Generalium.—2.  Institiditm  S.  J.—3.  Escri- 
tura de  fundación  de  los  Estudios  Reales  en  la  Colección  de  documentos  inéditos  para  la  Historin 
de  España.— A.  Gabriel  Álvarez,  Hist.  mss.  de  la  provincia  de  Aragón.— ó.  Libros  de  claustros  de  hi 
Universidad  de  Salamanca.— &.  Memoriales  impresos  de  las  Universidades  de  AlcalS  y  Sala- 
manca.—7.  Diario  del  colegio  de  Salamanca.— 8.  Fundatio  collegiorum  1584-1671. 


1.  Al  explicar  las  fundaciones  de  la  Compañía  hemos  omitido 
una  que,  pareciendo  ser  la  más  ilustre  de  todas,  lució  menos  que  las 
demás,  y,  en  cambio,  acarreó  a  los  jesuítas  tales  molestias  y  pesa- 
dumbres, que  creemos  justo  referirla,  no  entre  las  fundaciones  he- 
chas, sino  entre  las  tribulaciones  padecidas  por  la  Compañía  de  Je- 
sús en  el  generalato  del  P.  Vitelleschi.  Empezaremos  nuestra  narra- 
ción por  el  primer  origen  de  esta  obra,  que  parece  haber  sido  des- 
conocido por  los  que  han  hablado  de  ella. 

Érase  el  mes  de  Diciembre  de  1623,  y  el  P.  Vitelleschi  recibió 
juntamente  cinco  escritos  importantes  que  se  le  dirigían  desde  Ma- 
drid (1).  Era  el  primero  una  carta  del  Rey  Felipe  IV,  declarando  que 
deseaba  fundar  Eskiclios  generales  de  todas  las  ciencias  en  Madrid  y 
ponerlos  bajo  la  dirección  de  la  Compañía  de  Jesús.  Su  Majestad  se 
comprometía  a  dotar  con  regia  magnificencia  la  futura  institución 
dirigida  por  los  jesuítas. 

Estaba  fechada  esta  carta  el  4  de  Noviembre  de  1623.  Acompañá- 


(1)    Hasta  ahora  no  hemos  descubierto  ninguno  de  ellos;  pero  conservamos  las  res- 
puestas del  P.  Vitelleschi  y  por  ellas  entendemos  lo  que  aquéllos  contenían. 


140  LIB-    I- LAS    CUATIÍO    riíOVl.NCIAS    DE   ESl'AAA,    ICiI-j-lGói: 

bala  otra  del  Conde-Duque  de  Olivares,  en  que  se  hacían  los  mismos 
ofrecimientos  y  se  expresaban  algo  más  las  condiciones  de  la  obra. 
Con  estas  dos  cartas,  tan  importantes  por  las  personas  que  las  firma- 
ban, venía  otra  del  P.  Pedro  de  la  Paz,  Rector  del  colegio  de  Ma- 
drid, en  la  cual  se  explicaba  con  bastante  minuciosidad  la  obra  que 
se  debía  emprender,  y  se  declaraba  algún  tanto  lo  que  hasta  enton- 
ces se  había  hecho  en  ella.  Otra  carta  no  menos  larga  del  P.  Fer- 
nando de  Salazar,  residente  en  el  colegio  y  que  había  ganado  el  favor 
y  gracia  de  Felipe  IV  y  del  Conde-Duque,  insistía  sobre  la  impor- 
tancia de  esta  empresa  y  aclaraba  algunos  puntos  de  ella.  Por  fin,  lle- 
gaba un  memorial  extenso  en  que  se  determinaba  con  toda  preci- 
sión, primero,  el  número  de  cátedras  que  se  deberían  fundar,  con  los 
maestros  y  regentes  que  se  habrían  de  poner,  y  tras  esto  la  dotación 
que  Su  Majestad  asignaba  a  la  futura  Universidad  y  el  género  de 
bienes  en  que  se  había  de  percibir  esa  dotación.  Proponíase  el  Rey 
dar  al  colegio  una  renta  de  10.000  ducados  anuales,  y  para  formarla 
entregaba  a  la  Compañía  el  producto  de  un  viaje  a  la  India  oriental, 
el  monopolio  de  todos  los  libros  que  se  hubieran  de  usar  en  los  Es- 
tudios y  otros  juros,  y  bienes  particulares,  que  en  una  forma  o  en 
otra  deberían  aplicarse  al  colegio.  Dando  por  sentado  que  el  P.  Gene- 
ral admitiría  todo  lo  propuesto,  había  ya  ordenado  el  Rey  que  el 
Hermano  coadjutor  Francisco  Díaz,  diestro  en  negocios  económicos, 
empezase  a  tratar  el  modo  de  disponer  la  cobranza  de  los  productos 
que  daría  el  viaje  a  la  India  oriental. 

¿Quién  tuvo  la  primera  idea  de  esta  institución?  Por  de  pronto 
no  cabe  atribuírsela  al  mismo  Felipe  IV,  Era  entonces  este  Monarca 
un  jovencito  de  diez  y  ocho  años,  incapaz  de  concebir  esta  ni  otra  al- 
guna idea  importante.  Podría  haber  procedido  del  Conde-Duque  de 
Olivares,  que  entonces  era  el  verdadero  Rey  de  España;  pero  nos  in- 
clinamos a  creer,  que  tampoco  se  debió  a  Su  Excelencia  el  pensa- 
miento de  esta  fundación.  Probablemente  el  autor  de  todo  esto  fué 
el  P.  Fernando  de  Salazar,  que  desde  algún  tiempo  atrás  se  había 
introducido  en  la  Corte  y  ganado  la  voluntad,  no  menos  de  Felipe  IV 
que  del  Conde-Duque.  Este  Padre,  hasta  entonces  conocido  por  su 
ciencia  y  por  los  libros  que  publicó  sobre  la  Sagrada  Escritura,  em- 
pezaba a  meterse  más  de  lo  justo  en  política,  y,  como  veremos,  ha- 
bía de  causar  gravísimas  pesadumbres  a  toda  la  Compañía.  Nos  in- 
clinamos a  atribuirle  la  paternidad  de  esta  idea  por  dos  expresiones 
que  leemos  en  las  cartas  del  P.  Vitelleschi.  Respondiendo  al  mismo 
P.  Salazar,  dice:  «Siendo  V.R.  el  principal  o  total  promotor  de  estene- 


CAP.    VII. — ESTUDIOS    GENEIÍALES    DE    ilADlíID  141 

gocio»;  y  en  la  respuesta  al  P.  Pedro  de  la  Paz,  observa  que  desde  el 
principio  de  este  asunto  el  P.  Salazar  había  ido  dando  cuenta  de  él 
al  P.  Rector  de  Madrid.  Si  tan  activa  fué  la  intervención  de  Salazar 
desde  que  brotó  la  idea  de  este  asunto,  si  él  iba  dando  cuenta  de 
todo  lo  que  hacía  al  P.  Rector  del  colegio  de  Madrid,  muy  razona- 
ble parece  atribuirle  la  invención  de  la  misma  idea. 

Cuando  el  P.  Vitelleschi  vio  delante  de  sí  este  negocio,  sintió  por 
de  pronto  bastante  disgusto  de  que  no  le  hubieran  avisado  de  ante- 
mano sobre  una  empresa  tan  grave.  Era  ciertamente  algo  singular, 
que  el  primero  en  anunciarle  una  fundación  tan  grandiosa  fuera  el 
mismo  Rey  de  España.  Obligado  a  responder  a  Su  Majestad  y  al 
Conde -Duque,  y  comprometido  por  tan  graves  ofrecimientos,  res- 
pondió a  uno  y  a  otro  con  sendas  cartas,  breves,  pero  respetuosa.--, 
agradeciendo  la  gran  merced  que  hacían  a  la  Compañía  de  Jesús,  y 
ofreciéndose  en  términos  generales  a  cumplir,  en  cuanto  alcanzasen 
sus  fuerzas,  los  deseos  de  Su  Majestad  Católica  (1).  En  la  carta  al 
P.  Rector  de  Madrid  desarrolló  plenamente  su  pensamiento  el  P.  Ge- 
neral. El  negocio,  dice,  es  importante  y  muy  honorífico  para  la  Com- 
pañía; pero  se  presentan  desde  luego  tan  graves  dificultades,  que 
hacen  verdaderamente  vacilar  antes  de  admitirlo.  ¿Por  qué  no  le 
avisaron  desde  que  se  agitó  la  primera  idea  de  esta  obra?  Entonces 
se  hubiera  podido  detener  el  negocio  y  ordenarse  algo  mejor;  pero 
ahora  habremos  de  padecer  fuertes  contrariedades,  pues  algunas 
personas  principales  ya  se  han  declarado  en  favor  de  la  institución, 
y  no  podremos  resistir  a  lo  que  ellas  pidan. 

Viniendo  a  las  condiciones  de  los  Estudios  generales,  observa, 
ante  todo,  que  le  parecen  muchas  las  cátedras  que  se  desea  instituir, 
y  entre  las  materias  que  se  han  de  enseñar,  le  hacen  mucha  disonan- 
cia las  lecciones  de  astrología  judiciaria  y  de  fortificaciones.  «No 
suena  bien,  dice,  que  se  diga  en  el  mundo  que  la  Compañía  lee  Ju- 
diciaria, y  aun  la  cátedra  de  fortificaciones  no  dará  poco  que  decir, 
porque  una  cosa  es  escribir  un  autor  nuestro  cuatro  o  seis  hojas  de 
esta  materia,  para  llenar  lo  que  va  tratando  de  matemáticas,  y  otra 
leer  de  propósito  todo  un  año  un  solo  maestro  esta  materia,  la  cual 
leerá  harto  mejor  en  tres  meses  un  soldado  de  Flandes.»  La  apresu- 


(1)  Estas  cartas  y  las  dos  que  sigueii,  al  P.  Rector  de  Madiúd  y  al  P.  Salazar,  se 
hallan  en  el  tomo  Toletana.  Epist.  Gen.,  1621-1628.  No  tienen  fecha,  probablemente  por 
olvido  del  amanuense  que  las  copió  en  el  Registro;  pero  por  las  referencias  que  en 
otras  cartas  se  hacen  a  ellas,  se  ve  que  debieron  mandarse  de  Roma,  o  a  fines  de  1623, 
o  en  los  primei'os  días  de  1624. 


142  l-IB-    I- — LAS   CUATRO   PROVINCIAS    DE   ESPAÑA,    lG15-lG.j2 

ración  con  que  se  quiere  dar  principio  muy  pronto  a  los  Estudios 
generales,  no  le  parece  bien.  Es  necesario  pensarlo  mejor  y  prepa- 
rar los  sujetos  que  han  de  enseñar.  En  cuanto  a  las  rentas  que  Su 
Majestad  ofrece,  halla  el  P.  General  gravísimos  inconvenientes  en 
eso  del  viaje  de  la  India.  Haber  de  cobrar  esos  derechos,  y  poner 
para  ello  empleados  y  acudir  alguno  o  algunos  procuradores  de  la 
Compañía  para  la  dirección  del  negocio,  le  parece  que  será  hacerse 
odiosísimos  a  los  seglares  y  convertirnos  verdaderamente  en  merca- 
deres. El  otro  arbitrio  de  «imprimir  sólo  nosotros  los  libros  que  se 
leerán  en  nuestras  escuelas,  de  ningún  modo  le  apruebo,  dice  el 
P.  Vitelleschi,  y  así,  por  ningún  caso  pase  adelante...  ultra  de  ser  con- 
tra nuestros  decretos,  es  cosa  de  mucho  ruido  y  embarazo  y  no  poco 
oiiosa  a  los  impresores».  Finalmente,  juzga  el  P.  General  que  a  todo 
ti-ance  debe  retirarse  el  H.  Francisco  Díaz  de  esa  ocupación  en  que 
dicen  que  le  ha  metido  el  Rey.  Procuren  buenamente  dar  a  enten- 
der a  Su  Majestad,  que  no  conviene  emplearse  el  Hermano  en  una 
ocupación  tan  ajena  a  nuestro  Instituto.  Esta  carta,  dirigida  al  Rector 
do  Madrid,  se  enderezaba  también  al  P.  Salazar  y  no  menos  al 
P.  Provincial  de  Toledo,  Pedro  de  Alarcón,  a  quien  se  encargaba 
enterarse  de  ella  y  digerir  más  este  delicado  negocio  de  la  fundación 
de  los  Estudios.  «No  hay  para  qué  dar  priesa,  sino  ir  muy  poco  a 
poco»,  le  decía  el  P.  General  poco  después  (1). 

Debieron  meditar  mu}'  despacio  los  jesuítas  de  Madrid  sobre  las 
dificultades  que  el  P.  Vitelleschi  había  expresado  en  su  carta.  Al  cabo 
de  cuatro  meses,  en  el  mes  de  Mayo  de  1624,  el  Provincial  Pedro  de 
Alarcón  remitió  a  Roma  un  memorial  sobre  este  negocio,  en  el  cual 
se  procuraba  satisfacer  a  las  observaciones  del  P.  General,  mante- 
niendo casi  todas  las  ideas  del  primer  proyecto  (2).  Poco  después  de 
enviar  este  escrito  dejó  el  oficio  de  Provincial  el  P.  Alarcón  al  co- 
nocido P.  Luis  de  la  Palma.  A  éste  contestó  el  P.  Vitelleschi  sobre 
el  asunto  de  los  Estudios  generales.  Con  fecha  7  de  Julio  de  1624 
advierte  Su  Paternidad,  que  ha  considerado  con  suma  atención  todo 
lo  que  se  le  escribió  en  el  memorial  mandado  por  su  predecesor,  y, 
por  último,  resuelve  que  no  le  convencen  las  razones  aducidas,  y 
deben  quedar  en  pie  las  principales  ideas  que  él  había  enunciado  en 
su  carta  anterior.  De  ningún  modo  debemos  admitir  el  producto  de 
aquel  viaje  a  la  India  oriental,  y  debe  retirarse  cuanto  antes  al 


(1)  Ibid.  A  Alarcón,  11  Marzo  1624. 

(2)  Hasta  ahora  no  hemos  descubierto  este  memorial. 


CAÍ".    Vil. — KSTUDIOS    GKNEKALKS    DE    MADKID  143 

H.  Francisco  Díaz,  para  que  no  se  nos  complique  en  un  negocio  tan 
vidrioso.  El  monopolio  de  los  libros,  aunque  produzca,  como  dice 
el  memorial,  4.000  ducados  al  año,  no  le  parece  admisible  de  ningún 
modo:  Es  negocio  contrario  a  nuestro  Instituto,  y  por  mucha  ga- 
nancia que  nos  traiga,  siempre  ocasionará  gravísimas  pesadumbres 
y  nos  hará  parecer  mercaderes  de  libros.  Sobre  las  cátedras  que  se 
quieren  establecer,  trae  un  parrafito  el  P.  Vitelleschi  que  nos  parece 
conveniente  citar  a  la  letra.  «En  cuanto  al  número  de  las  cátedra.s, 
dice,  y  la  cortedad  de  las  materias  que  en  algunas  de  ellas  se  han  de 
leer,  me  estoy  en  lo  mismo  que  escribí,  y  quiero  creer,  pues  VV.  RR. 
lo  dicen,  que  ésta  es  traza  salida  de  Su  Majestad  y  del  Conde- 
Duque.  Con  todo,  no  hallaría  yo  inconveniente  en  que  se  les  re- 
presentasen los  que  escribí»  (1).  Difícil  de  creer  se  nos  hace,  que 
toda  la  disposición  de  las  cátedras  fuese  discurrida  por  el  Conde- 
Duque,  y  mucho  menos  por  el  Rey.  Sería  sin  duda  aceptada  por 
ellos  e  impuesta  con  todo  el  peso  de  la  autoridad  Real.  Insiste  Vi- 
telleschi en  que  se  supriman  las  clases  de  judiciaria  y  de  fortifica- 
ciones. 

Al  fin  do  su  carta  se  muestra  el  P.  General  muy  sentido  de  que 
el  memorial  que  le  enviaron  a  él,  lo  hubiesen  comunicado  antes  con 
el  Sr.  D.  Juan  de  Villela,  Presidente  del  Consejo  de  Indias.  ¿Para 
qué  meter  seglares  en  un  negocio,  sobre  el  cual  nosotros  mismos  no 
estamos  todavía  de  acuerdo?  Comprometido  por  esta  comunicación 
hecha  por  los  Padres  de  Madrid,  juzgó  necesario  Vitelleschi  escribir 
al  Sr.  Presidente.  Dirigióle,  pues,  una  extensa  carta,  en  la  cual,  agra- 
deciendo en  términos  expresivos  la  gran  benevolencia  que  Su  Seño- 
ría mostraba  a  la  Compañía,  procuraba  al  mismo  tiempo  persuadirle 
con  suavidad  las  ideas  que  había  manifestado  al  P.  La  Palma  (2).  De- 
bióse discutir  largamente  en  Madrid,  ya  entre  nuestros  Padres,  ya 
con  el  Sr.  Presidente  de  Indias,  sobre  el  modo  de  asentar  los  Estu- 
dios liedles  (así  empezaban  a  llamarse  los  que  al  principio  eran  Estu- 
dios generales),  teniendo  en  cuenta  las  observaciones  del  P.  Gene- 
ral. Por  Setiembre  recibió  éste  una  noticia  que  le  dio  mucho 
consuelo,  y  fué  que  el  negocio  de  la  dotación  y  todas  las  particula- 
ridades económicas  de  la  obra  correrían  por  cuenta  de  los  Ministros 
Reales,  y  que  los  Nuestros  tomarían  solamente  a  su  cargo  el  dirigir  las 
cátedras  que  se  habían  do  establecer.  Alegróse  el  P.  General  cuando 


(1)  Toletana.  Epist.  Gen.  A  La  Palma,  7  Julio  1624. 

(2)  Ibid.  A  D.  Juan  de  Villela,  7  Julio  1624. 


144  Lili.    I. — LAS    CUATKO    rUOVIXClAS    DK    ESPAÑA,    1015-1052 

esto  supo  (1),  aunque  siempre  estuvo  inquieto  sobre  el  giro  que  iba 
tomando  este  negocio,  y  temía  que  de  un  modo  o  de  otro  nos  metie- 
sen en  el  arreglo  económico  de  la  fundación. 

2.  Por  fin,  después  de  largas  deliberaciones  y  consultas,  en  el  mes 
de  Enero  de  1625  se  redactó  de  oficio  el  plan  de  la  fundación  de  los 
Estudios  Beales  de  Madrid.  En  1843  vio  la  luz  pública  el  acta  de  este 
proyecto  (2),  y  vamos  a  dar  a  nuestros  lectores  brevemente  la  idea 
de  documento  tan  importante.  Después  de  un  exordio  difuso  y  ver- 
boso sobre  la  necesidad  del  estudio  para  el  bien  de  la  república  y 
sobre  la  utilidad  de  establecer  Estudios  generales  en  Madrid,  vi- 
niendo al  objeto  principal  de  la  escritura,  dice  así: 

«Por  todas  estas  razones  ha  resuelto  Su  Majestad  de  fundar  y  do- 
tar en  esta  Corte  unos  Estudios  Reales,  donde  se  lean  la  teología  mo- 
ral y  positiva,  las  buenas  letras,  artes  liberales  y  lenguas,  para  que 
en  ellas  se  ejerciten  y  aprovechen  así  la  juventud  como  los  demás 
cortesanos  que  quisieran  gastar  el  tiempo  con  provecho. 

»Y  porque  la  religión  de  la  Compañía  de  Jesús,  como  es  notorio 
a  todos,  es  la  que  profesa  todo  género  de  letras  y  la  que  atiende  con 
más  provecho  a  la  educación  de  la  juventud,  juntando  con  la  ense- 
ñanza de  las  letras  la  virtud  y  buenas  costumbres,  y  por  la  particu- 
lar afición  y  estima  que  Su  Majestad  tiene,  por  lo  mucho  que  le  sirve 
en  todos  los  reinos  y  estados  de  su  Corona,  y  por  la  singular  devo- 
ción que  tiene  a  San  Ignacio,  su  Fundador,  por  haber  sido  natural 
destos  reinos,  siguiendo  en  esto  el  ejemplo  de  casi  todos  los  prínci- 
pes católicos  que  han  hecho  esta  misma  confianza  de  la  Compañía, 
y  habiendo  hecho  ver  y  mirar  la  forma  cómo  se  pueda  disponer  cosa 
de  tanta  importancia  y  platicádolo  por  su  orden  con  diversas  perso- 
nas, y  entre  ellas  con  religiosos  de  la  misma  Compañía  de  Jesús,  por 
su  Real  Decreto  mandó  se  fundasen  unos  Estudios  reales  en  el  Cole- 
gio Imperial  que  la  dicha  Compañía  tiene  en  esta  Corte,  de  que  Su 
Majestad  ha  de  ser  fundador  y  patrón,  y  los  señores  Reyes  sus  suce- 
sores perpetuos;  en  los  que  se  han  de  leer  las  cosas  siguientes: 

«ESTUDIOS  MENORES  DE   LA   GRAMÁTICA   LATINA 

»I.  Primera  clase  do  incipientes  para  decorar  el  arte  de  declinar 
y  conjugar. 


(1)  Toletana.  Epist.  Gen.  A  La  Palma,  1."  Octubre  1624. 

(2)  Se  publicó  en  la  Colección  de  documentos  inéditos paiít  la  llistoiiu  de  España,  1.  III, 
página  518. 


CAP.    Vil. — ESTUDIOS   GENEKAUCS   DE   MADRID  14,") 

»Il.  De  mínimos,  para  el  conocimiento  y  uso  de  las  partes  de  la 
oración  y  para  leer  el  género. 

»III.  De  menores,  para  leer  los  pretéritos  y  supinos  y  algunos 
principios  de  sintaxis  y  empezar  a  componer  latín. 

»IV,  De  medianos,  para  leer  más  cumplidamente  la  sintaxis  y  com- 
poner congruamente  y  para  leer  los  principios  de  la  prosodia. 

»V.  De  mayores,  para  leer  más  cumplidamente  la  prosodia,  com- 
poner versos,  aprender  estilo,  y  en  esta  clase  se  ha  de  aprender  a 
leer,  declinar  y  conjugar  la  lengua  griega. 

»VI.  De  Retórica,  para  leerla  y  perfeccionar  más  el  estilo,  así  en 
prosa  como  en  verso,  y  [.ara  acabar  la  gramática  griega. 

«ESTUDIOS   MAYORES 

>'L  Primera  cátedra  de  erudición,  donde  se  ha  de  leerla  parte  que 
llaman  crítica,  para  interpretar,  enmendar  y  suplir  lugares  más  difi- 
cultosos de  los  autores  ilustres  de  todas  facultades,  y  los  ritos  y  cos- 
tumbres antiguos,  disponiéndolos  por  materias,  como  de  los  anillos, 
de  las  coronas,  de  las  bodas,  etc.  Al  maestro  de  esta  clase  ha  de  tocar 
el  presidir  a  las  Academias  que  se  hicieren  de  estas  y  de  otras  ma- 
terias. 

»II.  De  Griego,  para  leer  e  interpretar,  un  día  orador  y  otro  poeta, 
alternativamente. 

»III.  De  Hebreo,  para  leer  cada  día  una  hora;  media  de  Gramática 
y  otra  media  de  interpretación  gramatical  de  algún  libro  de  la  Sa- 
grada Escritura. 

»IV.  De  Caldeo  y  Siriaco,  para  leer  asimismo  una  hora  cada  día: 
media  de  la  gramática  de  estas  lenguas  y  otra  media  de  la  interpre- 
tación gramatical  de  algún  libro  de  la  Sagrada  Escritura  o  del  Para- 
phraste. 

»V.  De  Historia  cronológica,  para  leer  del  cómputo  de  los  tiempos 
de  la  Historia  universal  del  mundo  y  de  las  particulares  de  Reinos 
y  Provincias,  así  divinas  como  profanas. 

»VI.    De  Súmula  y  Lógica,  para  leer  estas  facultades. 

»Vn.  De  Filosofía  natural,  para  leer  la  Física,  los  dos  libros  de 
Generación  y  de  Corrupción,  De  Coelo  y  los  cuatro  De  Meteoros. 

»Vni.  De  Metafísica,  para  leer  los  tres  libros  De  Anima,  la  Meta- 
física y  De  Anima  separada, 

»IX.  De  Matemática,  donde  un  maestro  por  la  mañana  leerá  la  Es- 
fera, Astrología,  Astronomía,  Astrolabio,  Perspectiva  y  Pronóstico. 


14(;  LIB.    I. — LAS   CUATRO   TROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1652 

»X.  De  Matemática,  donde  otro  maestro  diferente  leerá  por  la 
tarde  la  Geometría,  Geografía,  Hidrografía  y  de  relojes. 

»XI.  De  Eticas,  para  interpretar  las  de  Aristóteles,  sin  mezclar 
cuestiones  de  Teología  moral. 

»XII.  De  Políticas  y  Económicas,  para  interpretar  asimismo  las 
de  Aristóteles,  ajustando  la  razón  de  estado  con  la  conciencia,  reli- 
gión y  fe  católica. 

»XIIL  Donde  se  interpreten Polibio  y  Vejecio,-De  re  militarl  y  se 
lea  la  antigüedad  y  erudición  que  hay  acerca  de  esta  materia. 

»X1V.  Para  leer  de  las  partes  y  de  la  historia  de  los  animales,  aves 
y  plantas,  y  de  la  naturaleza  de  las  piedras  y  minerales. 

»XV.  De  las  sectas,  opiniones  y  de  los  pareceres  de  los  antiguos 
filósofos  acerca  de  todas  las  materias  de  filosofía  natural  y  moral. 

»XVI.    De  Teología  moral  y  casos  de  conciencia. 

»XVII.     De  la  Sagrada  Escritura,  para  interpretalla  a  la  letra. 
»Que  por  todas  son  veintitrés  cátedras,  para  las  cuales  se  han  de 
poner  otros  tantos  maestros  y  dos  prefectos,  uno  de  estudios  mayo- 
res y  otro  de  estudios  menores,  y  un  maestro  no  ha  de  leer  dos  cáte- 
dras, sino  cada  uno  la  suya.» 

A  continuación  expresa  el  documento  las  capitulaciones  que  se 
hicieron  en  nombre  del  Rey  por  D.  Juan  de  Villela,  "Presidente  del 
Consejo  de  Indias,  y  de  parte  de  la  Compañía  por  el  P.  Rodrigo 
Niño,  Rector  entonces  del  colegio  de  Madrid.  Los  jesuítas  se  obliga- 
ron a  gobernar  y  regentar  los  Estudios  Reales;  Su  Majestad  se  com- 
prometía a  construir  una  capilla  Real  en  nuestro  colegio  y  las  nece- 
sarias habitaciones  para  librería,  sacristía,  generales,  claustros  y  de- 
más oficinas  necesarias  en  un  establecimiento  tan  importante.  Ade- 
más, aseguraría  10.000  ducados  de  renta  de  juros,  de  a  20.000  el 
millar  (1)  para  sostenimiento  de  la  fundación.  Y  sobre  este  punto 
añade  el  Presidente  de  Indias  algunas  explicaciones  que  nos  parece 
necesario  copiar  a  la  letra.  Dicen  así: 

«Después  de  acabada  la  fábrica  y  situada  la  renta  han  de  que- 
dar de  ella  misma  a  los  dichos  Estudios  diez  mil  ducados,  que  es 
la  renta  de  un  año,  para  que  los  traiga  adelantados,  lo  cual  se  juzga 
por  necesario,  para  que  se  pueda  acudir  con  puntualidad  al  sustento 
y  cosas  necesarias  de  los  religiosos  que  con  ella  se  han  de  sustentar. 
Y  aunque  es  verdad  que  la  Compañía  no  ha  de  tener  obligación  do 


(1)    Es  decir,  que  otorgaría  20.000  ducados  i)ara  cada  luillar  de  renta  que  deseaba 
asegurar.  Cojno  se  ve,  calculábase  qu(^  el  dinero  produciría  el  5  i)or  100. 


CAr.    YII. ESTUDIOS    GENERALES    DE    MADÜID  J  4.7 

poner  maestros  ni  empezar  las  lecciones  hasta  que  la  fábrica  esté 
acabada  y  situada  la  renta  y  corrido  un  año  adelantado  de  ella,  como 
dicho  es;  mas  para  que  todo  esto  pueda  tener  efecto  con  mayor  bre- 
vedad y  algunos  maestros  que  han  de  leer  las  facultades  dichas  se  va- 
yan disponiendo,  Su  Majestad  se  ha  servido,  demás  de  lo  arriba 
dicho,  de  mandar  por  su  Real  decreto,  que  por  cinco  años,  que 
han  de  comenzar  desde  1. "  de  Enero  de  1624,  se  hayan  de  dar  al 
dicho  colegio  tres  mil  ducados  cada  año,  los  dos  mil  de  ellos  por  el 
Consejo  de  las  Indias  en  las  vacantes  de  Obispados,  y  los  mil  restan- 
tes en  las  limosnas  del  Señor  Infante  Cardenal. 

«Asimismo  están  mandados  traer  y  se  traerán  de  la  ciudad  de  Se- 
villa, de  la  caja  de  Bienes  de  Difuntos  que  está  en  la  Casa  de  la  Con- 
rratación  de  las  Indias,  treinta  mil  ducados  en  reales  de  plata,  que 
se  dan  en  depósito  por  diez  años  a  la  dicha  fábrica,  para  que,  pasa- 
dos, los  vuelva  en  la  forma  que  Su  Majestad  lo  tiene  dispuesto  por 
su  Real  decreto,  los  cuales  se  han  de  gastar  en  la  fábrica  o  emplear 
en  renta,  según  y  de  la  manera  que  lo  ordenare  y  dispusiere  el  Su- 
perintendente que  Su  Majestad  tiene  nombrado  y  nombrará  para  lo 
tocante  a  la  dicha  fundación  y  dotación.» 

Firmaron  este  documento  el  23  de  Enero  de  1625  D.  Juan  Villela 
y  el  P.  Rodrigo  Niño,  autenticando  el  acto  el  escribano  de  Su  Majes- 
tad Diego  Ruiz  de  Tapia. 

Como  se  ve  por  este  escrito,  habían  logrado  los  Nuestros  alejar 
las  dos  cosas  que  más. daban  en  rostro  al  P.  General,  es  decir,  el  viaje 
A  las  Indias  y  el  monopolio  de  los  libros.  En  cuanto  a  las  cátedras,  se 
habrá  notado  que  no  asoma  la  de  judiciaria  ni  la  de  fortificaciones. 
Es  verdad  que  se  nombra  la  astrología;  pero,  sin  duda  alguna,  se 
acepta  esta  palabra  en  el  buen  sentido  que  entonces  tenía,  como  sinó- 
nimo de  la  ciencia  astronómica. 

;l  Fácil  era  de  prever  la  emulación  que  los  Estudios  generales 
habían  de  despertar  en  las  Universidades  españolas.  Desde  que  empe- 
zaron a  enseñar  los  Padres  de  la  Compañía,  apuntaron  acá  y  acullá 
algunos  celos  y  rivalidades  contra  su  enseñanza.  Mientras  los  jesuí- 
tas se  limitaron  a  enseñar  gramática  y  letras  humanas,  no  se  inquie- 
taron gran  cosa  los  doctores  universitarios.  Al  revés,  algunos  de  ellos 
se  alegraron  de  que  una  Orden  religiosa  tomase  sobre  sí  el  peso  de 
enseñar  gramática,  pues  por  entonces  la  enseñanza  del  latín  se  miraba 
como  faena  propia  de  dómines,  y  no  como  palestra  en  que  se  lucie- 
sen los  grandes  ingenios.  Pero  cuando  nuestros  religiosos  empezaron 
a  subir  a  las  cátedras  de  filosofía  y  teología,  cambió  muy  pronto  la 


1-48  LIB.    I. — LAS   CÜATKO   PKOVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1G52 

escena.  El  año  1567,  el  P.  Gil  González  Dávila,  Visitador  de  Aragón, 
dispuso  que  los  Nuestros  abriesen  una  clase  de  teología  en  el  colegio 
de  Valencia  (1).  El  concurso  de  estudiantes  iba  creciendo  de  día  en 
día,  y  la  Universidad  juzgó  que  debía  hacer  algo  para  detener  aque- 
lla deserción  de  sus  alumnos  (2).  Avisó,  pues,  a  nuestro  colegio  que 
mudase  la  hora  de  enseñar  teología,  porque  precisamente  al  tiempo 
que  ellos  la  enseñaban,  tenía  su  clase  de  la  ciencia  sagrada  el  Rector 
de  la  Universidad.  Cedieron  nuestros  Padres  y  mudaron  la  hora  de 
clase. 

Poco  tiempo  después,  a  principios  de  1570,  dieron  un  paso  más 
adelante  los  universitarios.  El  Rector  acudió  a  los  Jurados  de  la  ciu- 
dad, de  quien  dependía  inmediatamente  la  Universidad,  y  declamó 
largamente  contra  las  cátedras  que  con  más  o  menos  publicidad  ha- 
bían puesto  otros  religiosos.  El  resultado  de  su  discurso  fué  un 
decreto  de  los  Jurados,  en  que  se  ordenaba  que  ningún  estudiante 
de  la  Universidad  saliese  de  ella  al  tiempo  de  las  lecciones,  para  oír  a 
otros  maestros  que  enseñasen  la  ciencia  sagrada  secretamente.  Como 
los  Nuestros  la  enseñaban  en  público,  no  se  creyeron  comprendidos 
en  este  edicto;  pero  los  universitarios  obtuvieron  pronto  otro  más 
riguroso,  por  el  cual  se  mandaba  en  términos  generales,  que  ningún 
maestro  enseñase  la  teología  en  Valencia,  ni  secreta  ni  públicamente. 
Opusiéronse  algo  a  este  decreto  el  Virrey  de  Valencia  y  el  Arzobispo, 
que  era  el  beato  Juan  de  Ribera,  uno  y  otro  amigos  de  la  Compa- 
ñía. Con  todo  eso,  el  edicto  pasó  adelante.  Los  religiosos,  que  se  veían 
gravemente  perjudicados  en  ello,  acudieron  al  Consejo  Real,  y  no 
sabemos  por  qué  motivo  no  fué  admitido  el  recurso  que  interpu- 
sieron. 

Empezando  a  enredarse  el  pleito  entre  la  Universidad  y  todos  los 
religiosos  de  Valencia,  llegaron  las  dos  partes  al  término,  que  solía 
ser  muy  común  entonces,  de  elegir  juez  conservador.  Primero  lo 
eligió  la  Universidad,  y  en  seguida  los  religiosos,  y  cada  uno  de  estos 
dos  conservadores  empezó  a  proceder  contra  la  parte  contraria.  De 
nuevo  acudieron  los  religiosos  a  Madrid,  pidiendo  al  Consejo  Real 
favor  contra  la  Universidad  de  Valencia.  Felipe  II  tuvo  la  idea  de 
nombrar  Visitador  de  la  Universidad  al  Arzobispo  Juan  de  Ribera. 
Consoláronse  los  Nuestros  con  esta  designación,  pues  esperaban  del 


(1)  Véaso  lo  qiif!  dijimos  oii  el  tomo  II,  pág.  263. 

(2)  Todo  lo  que  sigue  sobre  los  litigios  con  la  Universidad  do  Valencia  lo  toniainos 
ol  P.  Gabriel  Áh-arez  (riist.  do  la  provincia  de  Anirión,  1.  II,  c.  lOG  y  107). 


CAP.  VI r. — KsrrnTos  genekales  de  madiiid  149 

Visitador  muchas  ventajas.  La  visita  se  hizo  prontamente,  y  aunque 
no  conocemos  en  particular  lo  que  en  ella  se  determinó,  se  nos  ad- 
vierte que  en  el  pleito  entre  las  religiones  y  la  Universidad  mejora- 
ron algún  tanto  de  condición  los  maestros  religiosos. 

No  se  satisficieron  los  jesuítas  con  aquella  ventaja,  que  podía  fá- 
cilmente perderse  en  la  primera  ocasión.  Acudieron,  pues,  al  Papa, 
rogándole  que,  con  su  autoridad  apostólica,  les  concediese  la  facul- 
tad de  enseñar  públicamente  en  sus  colegios,  no  sólo  las  letras  huma- 
nas, sino  también  las  ciencias  mayores.  San  Pío  V,  que  entonces  ocu- 
paba la  Cátedra  de  San  Pedro,  no  tuvo  dificultad  en  acceder  a  los 
deseos  de  la  Compañía,  y  el  10.de  Marzo  de  1571  expidió  el  breve 
Cmn  UUerarum  studia,  en  el  cual  nos  hacía  en  materia  de  letras  las 
concesiones  siguientes:  «Determinamos  y  declaramos  que  los  maes- 
tros de  la  dicha  Compañía  de  Jesús,  no  sólo  de  letras  humanas,  sino 
también  de  las  artes  liberales  y  teología  y  de  cualquiera  de  estas 
facultades,  puedan  libre  y  lícitamente  explicar  sus  lecciones,  aun  pú- 
blicas en  los  colegios,  aun  en  aquellas  ciudades  en  que  exista  Uni- 
versidad, con  tal  que  por  dos  horas  por  la  mañana  y  por  una  hora 
por  la  tarde  no  concurran  con  los  maestros  de  las  Universida- 
des» (1).  Añadía  el  Pontífice  que  los  cursos  oídos  en  nuestros  cole- 
gios debían  ser  aceptados  por  las  Universidades  para  la  colación  de 
grados,  al  igual  de  los  cursos  de  las  mismas  Universidades.  Conside- 
róse este  breve  como  una  gran  ventaja  para  la  Compañía,  pues  inde- 
pendientemente de  lo  que  pudieran  disponer  las  ciudades,  las  Uni- 
versidades y  los  Consejos,  tenían  nuestros  Padres  potestad  para  ense- 
ñar, no  solamente  las  letras  humanas,  sino  las  facultades  superiores 
de  artes  y  teología.  Siete  años  después,  deseando  explicar  y  reforzar 
este  privilegio,  se  acudió  a  Gregorio  XIII,  el  cual,  con  la  benignidad 
que  siempre  mostró  en  proteger  a  la  Compañía,  amplificó  la  gracia 


(1)  «Decernimus  et  declaramus,  quod  praeceptores  huiusinodi  Societatis,  tam  lit- 
terax'um  humanioruin,  quam  liberarum  artium,  theologiae,  vel  cuiusvis  earum  facul- 
tatum  in  suis  collegiis,  etiam  in  locis,  ubi  universitates  exstiterint,  suas  lectiones, 
etiara  publicas  legore  (dummodo  per  duas  horas  de  mane  et  per  unam  horam  de  sero 
cum  lectoribus  uuiversitatum  uon  coucurrant)  libero  et  licite  possint;  quodque 
quibuscumque  scholasticis  liceat  in  huiusmodi  collegiis  lectiones  et  alias  scholasticas 
Hxercitationes  frequentare,  ac  quicumque  in  eis  philosophiae  vel  theologiae  auditores 
fuerint,  in  quavis  universitate  ad  gradus  adniitti  possint;  et  cursuum,  quos  in  prae- 
dictis  collegiis  eoufecerint,  ratio  habeatur,  ita  ut,  si  in  examine  sufflcientes  inventi 
i'uorint,  non  minus,  sed  pariformiter  et  absque  uUa  penitus  differentia,  quam  si  iu 
universitatibus  praefatis  studuissent,  ad  gradus  quoscumque,  tam  bacchalaureatus 
iluam  licentiaturae,  magisterii  et  doctoratus  admitti  possint  ct  debeant.>  Inatitu' 
tnm  S.  J. 


150  HC.    I. — LAS    CUATRO    PROVINCIAS    DE    ESPAÑA,    1G15-I(jr)2 

precedente,  y  expresó  el  privilegio  con  estas  palabras;  «Concedemos 
que  puedan  públicamente  enseñar  los  maestros  de  la  dicha  Compa- 
ñía en  sus  colegios,  aun  en  los  sitios  en  que  exista  Universidad  de 
estudios  generales,  con  tal  que  no  concurran  con  los  otros  maestros 
de  dichas  Universidades,  por  la  mañana  durante  una  hora,  y  por  la 
tarde  durante  otra»  (1).  Mediante  estas  concesiones,  parece  que  cesa- 
ron los  litigios  con  la  Universidad  de  Valencia;  pero  pronto  se  susci- 
taron otros  más  graves  en  Salamanca. 

El  4  de  Diciembre  de  1586,  en  la  reunión  habitual  del  Claustro,  se 
propuso  lo  siguiente,  que  copiamos  a  la  letra  de  las  actas:  «En  este 
claustro,  el  Dr.  Gallego,  síndico  de  la  Universidad,  dijo  y  refirió 
que,  contra  estatutos  de  ella  y  contra  Una  ejecutoria  que  está  en 
poder  del  maestro  Diego,  los  Padres  Teatinos  de  esta  ciudad,  públi- 
camente y  a  puertas  abiertas  y  a  horas  de  cátedras  de  teología,  la 
leen  y  enseñan,  llevando  estudiantes  a  sus  lecciones.  Pide  y  requiere 
que,  por  ser  contra  estatuto  expreso  y  cosa  indecente  y  contra  el 
honor  de  la  Universidad,  se  provea  en  ello»  (2).  Como  lo  dice  poco 
después  el  mismo  Libro  de  claustros,  el  número  de  los  estudiantes 
seglares  que  acudían  a  la  clase  de  teología  de  nuestro  colegio  llegaba 
a  150.  Debieron,  pues,  alarmarse  los  maestros  de  la  Universidad, 
creyendo  disminución  y  pérdida  suya  este  concurso  a  las  aulas  de 
nuestros  religiosos.  Determinó  la  Universidad  que  los  Dres.  Per- 
nal y  Pusto  tratasen  de  este  punto  con  el  Rector  de  este  colegio  y 
vies.en  lo  que  debía  hacerse,  para  conservar  los  derechos  y  el  decoro 
de  su  célebre  Universidad.  El  día  15  de  Diciembre  refería  a  los 
maestros  el  Dr,  Pusto  lo  que  había  tratado  con  el  P.  Vicerrector  del 
colegio,  pues  el  Rector  estaba  ausente.  Habiéndole  representado  la 
observación  que  hacía  la  Universidad,  dijo  el  P.  Vicerrector  que  no 
enseñarían  los  maestros  de  casa  a  las  horas  de  las  cátedras  de  propie- 
dad, sino  a  las  otras  horas,  pues  tenían  privilegio  de  Pío  V  y  de  Gre- 
gorio XIII  para  leer  públicamente  la  sagrada  teología.  Respondió 
Bustos,  que  estos  privilegios  serían  para  leer  solamente  a  sus  religio- 
sos, pero  no  a  los  estudiantes,  y  dando  y  tomando  en  el  dicho  nego- 
cio, y  diciéndole  que  la  Universidad  no  podría  dejar  de  volver  por 
sí,  respondieron  que  se  defenderían  como  mejor  pudiesen  (3). 

Largamente  se  debatió  entre  los  maestros  de  Salamanca  lo  que 


(1)  Ihicl.  Bula  Quaiita  in  viiiea,  7  Mayo  l.'íTS. 

(2)  Salamanca,  Arch.  de  la  Universidad,  Libio  de  claustros,  5  Diciembre  158G. 

(3)  Ibid.,  15  Diciembre  1586. 


CAP.    Vil. — ESTUDIOS    GENERALES    DE    JIADIIID  151 

debía  hacerse  en  este  conflicto.  Por  fin,  después  de  muchos  y  varios 
pareceres,  dicen  las  actas  que  «habiendo  acabado  de  votar,  pareció 
que  la  mayor  parte  de  los  votos  venían  en  que  el  Síndico  haga  infor- 
mación de  cómo  leen  los  Teatinos,  y  el  Rector  mande  publicar  por 
las  generales,  que  ningún  estudiante  vaya  a  oír,  so  pena  que  no  les 
valgan  los  cursos,  y  el  Maestrescuela  dé  sus  mandamientos  y  censu- 
ras contra  los  dichos  religiosos,  mandándoles  que  si  quieren  leer  en 
su  casa,  lean  a  sus  religiosos,  y  si  a  los  estudiantes,  vengan  a  leerles 
a  las  escuelas,  como  hacen  los  demás  lectores». 

Unos  tres  años  duró  este  pleito  de  la  Universidad  con  los  jesuítas. 
Fué  llevado  al  Consejo  Real,  y  por  una  y  otra  parte  se  abogó  lar- 
gamente, sin  que  sepamos  muchas  particularidades  de  lo  que  en- 
tonces se  dijo  en  pro  y  en  contra  de  este  negocio.  En  1589  se  agrió 
de  nuevo  el  conflicto,  por  el  impulso  que  dio  Fr.  Domingo  Bañes. 
Leemos  en  el  Libro  de  claustros:  «El  4  de  Marzo  de  1589,  el  maes-» 
tro  fray  Diego  Bañes  suplica  a  vuestra  merced  (al  Rector)  por 
el  celo  que  debe  al  bien  común  de  la  Universidad,  y  si  es  menester, 
requiere,  advierta  en  los  muchos  y  grandes  inconvenientes  que  se 
siguen  de  que  los  estudiantes  vayan  a  la  lección  de  teología  a  los  Pa- 
dres Teatinos  de  la  Compañía,  y  señale  persona  que  los  averigüe.» 
Siguióse  largo  debate  a  esta  proposición  del  célebre  maestro.  Los 
doctores  nombraron  nuevos  comisarios,  juntamente  con  los  tres  de- 
signados tres  años  antes,  encargándoles  «se  decidan  y  determinen, 
porque  no  es  justo  ni  le  está  bien  a  la  Universidad,  que  ninguno  lea 
a  las  horas  de  las  cátedras  de  la  Universidad,  sino  que  en  todo  y  por 
todo  se  guarden  los  estatutos  de  la  dicha  Universidad,  y  así  lo  pro- 
veyeron, acordaron  y  determinaron».  Llevóse  el  negocio  de  nuevo 
a  Madrid,  y  durante  dos  años  hubo  los  consabidos  litigios,  defen- 
diendo cada  cual  su  derecho. 

En  1591,  Diego  Alderete,  agente  de  la  Universidad  en  Madrid,  es- 
cribió a  ésta  una  carta  indicando  un  medio  que  cierto  Consejero  Real 
le  había  propuesto,  para  allanar  el  conflicto  entre  la  Universidad  y  los 
Padres  de  la  Compañía.  Decía  así  el  tal  Consejero:  «Los  Padres  no 
pueden  leer  en  escuelas,  porque  les  quitarían  el  general  a  cada  paso 
y  harían  cien  mil  vejaciones,  como  no  son  graduados  por  la  Univer- 
sidad, y  así  sería  menester  hacerles  merced  y  gracia  de  señalarles  un 
general,  que  no  se  le  quitase  nadie  a  las  horas  que  ellos  lean  sus  lec- 
turas, y  con  esto  ellos  leerían  las  dos  lecciones  que  leen  en  escuelas 
menores,  y  sería  mucha  honra  y  utilidad  de  la  Universidad  y  de  los 
Padres,  lo  cual  no  es  mucho,  pues  a  otros  se  ha  señalado  general  y 


152  tTB.   I. — T-AS   CUATKO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1015-1652 

dado  partido,  por  ventura  no  con  tanto  provecho  ni  a  hombres  tan 
eminentes,  y  en  esto  podría  haber  trato  y  concierto,  como  más  con- 
viniese, pues  señalándoles  vuestra  merced  la  lectura  y  general,  no  se 
sigue  inconveniente  ninguno  ni  daño  en  sus'  lecturas.  Esto  me  pa- 
rece cosa  puesta  en  razón  y  muy  digna  de  consideración.  Y  aunque 
no  ha  salido  de  los  Padres,  creo  yo  que  la  persona  que  me  habló  aca- 
baría esto  con  ellos.  Suplico  a  vuestra  merced  sea  servido  de  comu- 
nicar con  seoreto  y  recato  con  los  que  mejor  y  más  libre  voto  y  pa- 
recer puedan  tener»  (1), 

No  dice  Alderete  quién  fuese  el  Consejero  que  le  sugirió  este  ar- 
bitrio, que  no  era  ciertamente  descaminado,  pues  por  él  se  otorgaba 
a  los  jesuítas  un  género  de  ventajas  que  habían  obtenido  antes  mu- 
chas Ordenes  religiosas  en  célebres  Universidades  de  Europa.  Se  in- 
corporaban sus  colegios  a  la  Universidad,  y  ésta  les  concedía  un  aula, 
o,  como  entonces  se  decía,  un  general,  donde,  a  horas  determinadas, 
pudieran  los  religiosos  desempeñar  la  cátedra,  evitando  siempre  el 
concurrir  con  el  maestro  titular  de  la  Universidad,  A  esto  se  llama- 
ba enseñar  en  escuelas  menores.  No  dejaban  de  sentir  alguna  difi- 
cultad los  jesuítas  en  este  concierto,  pues  eso  de  acudir  a  enseñar  en 
la  Universidad  e  incorporarse  en  ella  les  debía  traer  alguna  sujeción 
y  embarazo  y  comprometer  a  ciertos  actos,  como  era  la  votación 
para  las  cátedras,  que  ellos  deseaban  evitar.  Con  todo  eso  resigná- 
ronse a  este  medio,  ya  que  no  había  otro  para  poder  enseñar  públi- 
camente en  Salamanca.  Por  parte  de  la  Universidad,  después  de  lar- 
gas discusiones,  se  resolvió  conceder  este  favor,  no  a  la  Compañía  en 
términos  generales,  sino  solamente  a  determinadas  personas  de  la 
Compañía,  de  cuya  suficiencia  pudiera  estar  satisfecha  la  Universi- 
dad. Entrando  el  negocio  por  este  camino,  los  jesuítas  pidieron  que 
concediese  la  Universidad  hora  y  general  para  enseñar  Escritura,  al 
P.  Francisco  de  Ribera,  y  las  mismas  ventajas  para  enseñar  teología, 
al  P.  Miguel  Marcos  (2).  Aunque  no  faltaron  fuertes  oposiciones,  al 
fin  obtuvieron  los  jesuítas  el  favor  que  deseaban  para  los  dos  citados 
maestros. 

No  se  extinguieron  con  esta  resolución  los  pleitos  con  la  Univer- 
sidad. En  1603  agriáronse  de  nuevo  los  ánimos,  repitiéronse  las  idas 
y  venidas  al  Consejo  Real,  y  se  litigó  tenazmente  por  algunos  me- 
ses. No  cansaremos  al   lector,  describiendo  los  altibajos  de  este 


(1)  Esta  carta  se  copia  en  eJ  Libro  de  claustros,  27  Mayo  1591. 

(2)  TAbro  de  claustros,  10  Setiembre  1591. 


CAP.    VII. — KSTUDIOS    GENEIÍALES    DE    MADRID  1  Oo 

pleito.  Bástenos  saber,  que  el  término  de  la  contienda  fué  favorable 
a  los  jesuítas,  pues  consiguieron  que  la  Universidad  de  Salamanca 
concediese,  no  a  determinados  maestros,sino  a  toda  la  Orden, lo  que 
entonces  se  decía  general  y  hora,  es  decir,  un  aula  de  la  Universidad, 
en  que  a  ciertas  horas  fijas  enseñasen  la  teología  los  maestros  de- 
signados por  los  Superiores  de  la  Compañía  (1).  En  esta  forma  con- 
tinuaron los  Padres  veintitrés  años  enseñando  tranquilamente  las 
ciencias  sagradas  al  lado  de  la  Universidad  de  Salamanca.  Parecida 
concesión  obtuvieron  en  la  de  Alcalá,  y  aunque  no  faltaron  contra- 
dicciones y  dificultades,  observamos,  en  general,  que  los  jesuítas  go- 
zaban de  mayores  simpatías  en  Alcalá  que  en  Salamanca,  y  tuvieron 
ordinariamente  fervorosos  amigos  en  la  Universidad  complutense. 
4.  Esta  tranquilidad  se  perturbó  gravemente  el  año  1626  con  oca- 
sión de  los  Estudios  Reales.  Aunque  se  había  firmado  la  escriturado 
fundación  citada  más  arriba  por  Enero  de  1625,  parece  que  en  todo 
aquel  año  y  a  principios  del  siguiente  quedó  este  documento  reser- 
vado a  los  ojos  del  público;  pero  apenas  se  vislumbró  su  contenido, 
o,  mejor  dicho,  se  difundió  por  algunas  copias  y  lo  conocieron  las 
Universidades,  levantaron  un  grito  de  alarma,  empezando  por  la  de 
Alcalá.  En  los  Libros  de  claustros  de  la  Universidad  de  Salamanca, 
llegando  al  día  7  de  Setiembre  de  1626  nos  hallamos  con  el  principio 
de  este  negocio.  En  este  día  se  leyó  ante  los  doctores  salmantinos 
una  carta  de  la  Universidad  de  Alcalá,  fecha  el  24  de  Agosto.  En  ella 
anunciaban  los  maestros  complutenses  el  proyecto  de  Estudios  gene- 
rales que  la  Compañía  de  Jesús  pretendía  fundar  en  Madrid,  y  de- 
plorando la  ruina  a  que  vendrían  a  parar  las  Universidades,  si  se  lo- 
graba este  objeto,  escribían  esta  frase,  muy  significativa:  «Si  consi- 
gue pacíficamente  este  intento,  es  fuerza  queden  hechas  páramos  esa 
ilustrísima  Universidad  y  esta  nuestra.»  Leída  esta  carta  y  discu- 
tiendo sobre  lo  que  se  debía  hacer  en  un  asunto  tan  grave,  «se 
acordó,  dice  el  Libro  de  claustros,  que  en  nombre  de  la  Universidad 
de  Salamanca  se  salga  a  contradecir  ante  Su  Majestad  y  Señores  de 
su  Real  Consejo  la  pretensión  del  colegio  de  la  Compañía  de  Jesús, 
y  para  ello  se  nombren  comisarios  que  lo  pidan  y  supliquen  y  asistan 
a  ello  en  la  Villa  de  Madrid  juntamente  con  los  que  hubiere  nom- 
brado la  Universidad  de  Alcalá».  Efectivamente,  los  maestros  fray 
Félix  de  Guzmán  y  Dr.  Melchor  de  Valencia,  junto  con  el  primer 


(1)    Pueden  consultarse  sobre  este  pleito  los  Libros  di  cluintron,  desde  el  V-i   do 
■yiarzo  de  1602  hasta  Setiembre  de  1603. 


154  I-lB-    I- LAS    CLATÜO    I'KOVI.NCIAS    DE    KSPAÍíA,    1G15-1052 

comisario,  Francisco  Cornejo,  trabajaron  activamente  en  Madrid 
para  deshacer  el  proyecto  de  los  Estudios.  Según  ellos  mismos  es- 
criben a  la  Universidad,  hablaron  al  Rey,  al  Conde-Duque,  al  Presi- 
dente del  Consejo  Real  y  a  otras  personas,  y  se  dio  memorial;  en 
todo  procedieron  a  una  con  los  comisionados  de  la  Universidad  de 
Alcalá  (1). 

Consórvanse  los  memoriales  que  ambas  Universidades  escribieron 
e  imprimieron  cada  una  de  por  sí.  Ignoramos  quién  fué  el  autor  del 
memorial  complutense  (2).  En  un  estilo  pesado  y  difuso,  con  una  eru- 
dición farragosa  y  muchas  veces  impertinente,  empieza  el  anónimo 
a  demostrar  que  «en  Madrid,  Corte  de  Vuestra  Majestad,  no  sea  con- 
veniente, sino  dañoso,  el  Estudio  general».  Muchas  son  las  razones 
aducidas  para  probar  este  principio,  algunas  de  las  cuales  harán  son- 
reír ciertamente  al  lector  moderno.  Decir  que  no  conviene  poner 
Universidad  en  Madrid,  porque  el  patriarca  Isaac  se  salía  al  campo 
para  meditar,  como  se  lee  en  el  Génesis,  cap.  24,  o  porque  los  persas 
tenían  sus  escuelas  en  una  plaza,  donde  ni  tratantes  ni  mercaderes 
pudiesen  con  sus  gritos  impedir  el  ejercicio  de  la  enseñanza,  estas  y 
otras  razones  y  autoridades  debieron  divertir  al  Rey  y  a  sus  Minis- 
tros, si  realmente  se  dignaron  pasar  los  ojos  por  este  mamotreto- 
Después  insistían  en  que  no  es  conveniente,  sino  peligroso,  el  poner 
Universidades  en  manos  de  una  Orden  religiosa  particular.  También 
sería  dañoso  este  proyecto  para  el  bien  de  la  Iglesia  católica.  Final- 
mente, cerraba  su  escrito  el  anónimo,  refutando  los  fundamentos  que 
la  religión  de  la  Compañía  alega  para  que  Su  Majestad  le  con- 
ceda la  merced  que  pide.  Estos  fundamentos  eran  las  razones  pues- 
tas al  principio  de  la  escritura  de  fundación,  que  hemos  citado  más 
arriba. 

El  memorial  por  la  Universidad  de  Salamanca  lo  escribió  el  doc- 
tor Balboa,  y  por  los  Libros  de  claustros  sabemos  que  se  imprimió  a 
fines  de  Enero  de  1627  (3).  También  es  bastante  difuso,  pero  nos  pa- 
rece menos  pesado  y  más  ingenioso  que  el  de  Alcalá.  Acá  y  acullá  in- 
tercala insignes  elogios  de  la  Compañía  de  Jesús;  pero  cuando  luego 
se  ven  las  acusaciones  de  codicia  y  ambición  que  le  dirige,  sospe- 


(1)  Véase  ol  Libro  de  claustros  de  la  Universidad  de  Salaniauca,  día  2í)  de  Octubre 
de  1626. 

(2)  Véase  un  ejemplar  en  el  Archivo  de  Simancas,  Gracia  y  Justicia,  397  (antiguo  972). 
Don  Vicente  de  la  Fuente,  en  la  Historia  de  las  Universidades,  t.  III,  pág.  60  y  siguien- 
tes, copia  a  la  letra  los  principales  párrafos  de  este  escrito. 

(3)  En  la  Biblioteca  de  la  Universidad  de  Salamanca  vimos  nn  ejemplar  de  esto 
memorial,  que  no  es  tan  raro  como  el  de  Alcalá. 


CAP.    VII. ESTUDIOS    GENERALES    DE    MADRID  155 

chara  mas  de  un  lector,  si  todos  estos  elogios  son  concesiones  since- 
ras o  mas  bien  ironía  socarrona,  para  inculcar  lo  contrario  de  lo  que 
se  dice.  Por  de  pronto  asienta  Balboa  que  este  punto  de  los  Estudios 
generales  debe  tratarse  en  justicia,  remitiéndolo  al  Consejo  Supremo 
y  oyendo  las  razones  de  las  Universidades.  Llama  la  atención  el 
miedo  que  muestran  los  doctores  de  Alcalá  y  Salamanca  a  los  esta- 
blecimientos docentes  de  la  Compañía  de  Jesús.  En  el  número  5.", 
escribe  Balboa:  «Temen,  Señor,  y  justamente  recelan,  el  Reino  y  las 
Universidades,  que  como  esta  sagrada  religión  (de  la  Compañía  de 
Jesús)  y  sus  santos  hijos  tienen  en  sí  tan  vinculada  la  santidad  y  sa- 
biduría y  el  justo  crédito  en  toda  la  cristiandad,  también  tendrán  por 
suyo  el  poder  y  suma  fortuna.»  Discútese  después  si  puede  Su  Majes- 
tad, en  buen  gobierno  y  en  conciencia,  consentir  esta  fundación  con 
tanta  costa  suya,  y  en  este  punto,  refiriéndose  a  los  10.000  ducados 
de  renta  que  se  proyectaba  dar  a  los  jesuítas,  y  a  las  otras  ventajas 
económicas  que  se  indicaban  en  la  escritura,  dirige  solapadamente  a 
los  Nuestros  acusaciones  gravísimas  de  avaricia  y  ambición.  «Si  los 
Reyes  de  España,  dice  el  memorial,  han  de  hacer  mercedes  y  gracias 
cada  día  a  esta  sagrada  religión,  no  tienen  harto  en  toda  su  monar- 
quía, porque  como  cada  día  crecen  sus  grandes  servicios  hechos  a  [a 
República  y  a  la  Iglesia,  si  al  paso  de  sus  méritos  ha  de  ser  la  paga, 
ni  Vuestra  Majestad,  ni  la  República,  ni  la  Iglesia,  no  tendrán  tesoros 
que  basten  a  tantos  méritos  y  a  tantos  servicios.  Póngase,  pues,  Se- 
ñor, limite  a  tantas  peticiones»  (1). 

Sostiene  después  el  memorial  que  esta  fundación  es  contraria  a 
las  doctrinas  de  los  mismos  Padres  de  la  Compañía.  Ellos  han 
procurado  que  se  supriman  las  comedias  en  Salamanca,  por  el 
peligro  que  tiene  la  juventud  de  divertirse  de  los  estudios,  y  todos 
han  alabado  como  justo  y  santo  este  conato;  pues  «¿cómo  proponen  a 
Vuestra  Majestad,  dice  Balboa,  que  se  funde  una  Universidad  con  tan 
grande  estipendio,  en  la  Babilonia  de  una  Corte,  adonde  para  los 
mozos  todo  es  comedia  y  fiesta  y  divertimiento,  tan  difícil  de  evitar?. . 
Que  cuando  en  Madrid  se  quitasen,  a  instancias  de  estos  Padres,  las 
comedias,  no  se  remedia  nada,  que  la  misma  Corte  es  una  comedia 
y  entretenimiento  perpetuo  y  adonde  la  juventud  no  puede  vivir 
ajustada»  (2).  Añade  después  que  esta  nueva  fundación  será  perju- 
dicial a  la  misma  Compañía  de  Jesús,  porque,  según  el  proyecto. 


(1)  Niim.24. 

(2)  Núms.  35  y  30. 


156  I-IC-    I- LAS    GUATEO    riíOVINCIAS    DE    ESPAÑA,    lG15-lGü2 

habrá  de  enseñar  algunas  ciencias  profanas  que  no  cuadran  a  maes- 
tros religiosos  (1).  Repite  además  las  razones  ya  aducidas  por  la  Uni- 
versidad de  Alcalá,  de  que  no  deben  fundarse  Universidades  en  reli- 
giones ni  en  colegios  particulares,  y  al  final  de  este  capítulo,  des- 
viándose un  poco  de  lo  que  propone  en  el  encabezamiento,  des- 
ahógase el  Dr.  Balboa  en  lamentos  sobre  la  ruina  que  amenaza  a  la 
doctrina  de  Santo  Tomás.  «¿Cómo  puede  haber,  dice,  quien  no  repare 
que  quien  es  la  columna  de  la  Iglesia  católica,  como  Vuestra  Majestad, 
funde  a  su  costa  escuelas  adonde  por  público  pregón  de  sus  maestros 
sale  perpetuamente  desterrado  este  sagrado  Doctor?»  (2).  Fundar 
estas  escuelas,  es  fundar  un  destierro  de  las  doctrinas  del  angélico  y 
santo  Doctor. 

Por  último,  insiste  mucho  el  memorial  en  lo  que  era  la  verdadera 
razón  que  movía  a  las  Universidades,  es  decir,  la  decadencia  a  que 
ellas  vendrían  a  parar,  si  se  fundaban  los  Estudios  generales  en  Ma- 
drid. «Pongamos  ejemplo  en  Salamanca,  dice.  Es  en  Salamanca  la 
parte  principal  su  insigne  Universidad,  adornada  con  la  asistencia  de 
tantos  y  tan  insignes  colegios  y  conventos  y  tanta  multitud  de  estu- 
diantes. Éstos  han  de  faltar,  por  lo  menos  de  todo  el  Reino  de  To- 
ledo y  Castilla  la  Nueva,  y  en  comenzando  a  faltar  el  ordinario  con- 
curso, muy  presto  se  acaba  todo.  Pues  véase  aquí  perdida  no  sólo 
Salamanca,  sino  toda  su  comarca;  pues  en  faltando  los  estudiantes 
faltan  los  colegios  y  conventos,  y  la  pobre  gente  de  la  tierra  que 
tiene  a  esta  ciudad  adonde  valerse  llevando  a  ella  a  vender  sus  fru- 
tos, no  tendrá  en  qué  los  aprovechar,  y  si  hoy  está  pobre,  mañana 
estará  del  todo  perdida;  y  faltando  este  socorro  a  los  pobres  vecinos 
y  labradores,  cesan  todos  los  oficios,  acábase  toda  la  Universidad, 
faltan  sus  rentas  que  dependen  de  sus  arrendadores  y  no  las  tiene 
tan  bien  fundadas  como  las  que  estos  Padres  pretenden  ahora,  y  de 
esta  manera  dan  miserable  sepultura  a  la  más  insigne  Universidad 
del  mundo,  a  la  joya  más  preciosa  que  tiene  en  letras  esta  monarquía 
de  Vuestra  Majestad»  (3). 

No  nos  detendremos  en  exponer  otras  razones  que  aparecen  en 
este  prolijo  memorial.  La  verdadera  y  sólida  razón  que  podía  haber 
para  resistir  a  los  Estudios  Reales,  era  ciertamente  el  peligro  de  que 
viniesen  a  menos  las  Universidades  ya  fundadas.  Esto  debía  conside- 


(1)  Núm.  38. 

(2)  Núm.  81. 

(3)  Núm.  95. 


CAP.    VlI.^ESTUDlüS    GENKEAJLES    DE    ilADlUD  107 

rarlo  el  Rey,  y  sin  duda  lo  consideró;  pues  a  pesar  de  estos  memoria- 
les y  de  todo  lo  que  se  dijo  y  negoció  en  Madrid,  persistió  en  la  idea 
de  llevar  adelante  la  fundación  de  nuestros  Estudios. 

5.  La  grave  enemistad  suscitada  en  Salamanca  por  el  proyecto 
de  los  Estudios  Reales  vino  a  encenderse  más  por  una  indiscreción 
que  cometió  el  Rector  de  nuestro  colegio,  Alonso  del  Caño.  Desde 
algún  tiempo  atrás  discurrían  los  maestros  de  Salamanca,  que  era 
pesada  servidumbre  para  ellos  asistir  a  todos  los  actos  teológicos 
que  se  celebraban  en  colegios  y  conventos.  Ya  en  el  año  1625  habían 
determinado  eximirse  de  tal  asistencia;  pero  como  no  tuviese  efecto 
esta  determinación,  resolvieron  adoptar  otra  más  radical.  El  día  14 
de  Diciembre  de  1626,  reunido  el  Claustro  de  Primicerio  (1),  for- 
maron los  doctores  este  decreto:  «Que  los  maestros  de  la  Universi- 
dad no  puedan  ir  a  ninguna  conclusión  fuera  de  la  Universidad,  so 
pena  de  diez  ducados  por  cada  vez  y  perdidas  las  propinas  y  con- 
cursiones  de  un  año,  con  aplicación  a  los  hospitales  del  estudio, 
salvo  si  viniese  algún  General  o  Provincial  a  visitar  sus  conventos 
y  le  quisiesen  festejar  con  actos,  que  entonces  pareció  conveniente 
poderse  asistir  a  ellos  y  no  a  otros»  (2).  Pensó  nuestro  P.  Rector  que 
este  decreto,  dado  en  términos  generales  acerca  de  todas  las  religio- 
nes, iba  enderezado  principalmente  contra  el  colegio  de  la  Compa- 
ñía, y  deseando  resistir  a  lo  que  él  juzgó  agravio  deliberado,  al  día 
siguiente  presentó  al  Cancelario  de  la  Universidad  una  petición 
exponiendo  que,  pues  en  el  citado  decreto  se  hacía  manifiesto  agra- 
vio al  colegio  de  la  Compañía  de  Jesús,  suplicaba  que  el  Secretario 
de  las  escuelas,  en  cuyo  poder  estaba  el  decreto,  le  diese  una  copia 
de  él  y  de  la  cédula  con  que  so  convocó  al  Claustro,  «para  quere- 
llarme criminalmente,  decía  la  petición,  ante  Vuestra  Merced,  o  ante 
quien  con  derecho  pueda»  (3). 

Cuatro  días  después,  el  19  de  Diciembre,  habiéndose  reunido  el 


(1)  Llamábase  Claustro  de  Primicerio  el  que  se  reunía  bajo  la  presidencia,  no  del 
Rector  de  la  Universidad,  sino  del  Primicerio,  a  quien  se  miraba  como  superior  in- 
mediato de  los  doctores.  Solía  reunirse,  ordinariamente,  para  negocios  administrati- 
vos y  económicos.  Véanse  las  atribuciones  del  Primicerio,  en  La  Fuente,  Historia  rl,- 
las  Universidades,  t.  I,  33. 

(2)  Archivo  de  la  Universidad  de  Salamanca,  Libro  de  claustros,  14  Diciembre  1626. 

(3)  Esta  petición  se  copia  en  el  Memorial  de  la  justificación  que  la  Universidad  de  Sala- 
tnanca  tuvo  para  ordenar  a  sus  maestros  no  vayan  a  conclusiones  fuera  della,  y  de  lo  que 
motivó  la  desincorporación  de  la  Compañía,  con  el  estado  que  tiene  oy  esta  materia.  Es  uu 
memorial  impreso,  de  siete  páginas  en  folio,  firmado  por  el  Dr.  D.  Alvaro  de  Oca  y 
Sarmiento,  y  dirigido  al  Conde  Duque  do  Olivares,  en  defensa  de  lo  que  ha  hecho  la 
Universidad. 


158  I-IB.    I. — LAS   CUATI50   rnOVIXCIAS   DE   ESPA.XA,    1G1.J-1G52 

Claustro  de  la  Universidad,  el  Dr.  Bonilla  leyó  en  presencia  de 
todos  la  petición  de  nuestro  Rector.  Enojáronse  terriblemente  los 
doctores,  viendo  que  un  colegio  particular  e  incorporado  a  la  Uni- 
versidad se  atreviese  a  querellarse  criminalmente  contra  ella  y  a 
llevarla  a  los  tribunales.  Juzgaron  aquella  petición  por  desacordada 
e  injusta,  y  deliberaron  sobre  la  demostración  que  convendría  hacer 
para  castigar  este  acto  (1),  Por  de  pronto  acordaron  escribir  al  Con- 
sejo Real,  informándole  del  hecho  y  rogándole  que  no  permita  a  los 
Padres  de  la  Compañía  informar  en  ninguna  cátedra,  por  tenerlos 
la  Universidad  por  sospechosos.  Además,  deseando  obrar  inmediata- 
mente por  sí  mismos  sin  necesidad  del  Consejo  Real,  tomaron  otra 
importante  deliberación,  que  vamos  a  citar  con  sus  mismas  pala- 
bras: «Otrosí,  la  Universidad  trató  si  se  desincorporaría  el  dicho 
colegio  de  la  Compañía  de  Jesús  de  esta  ciudad  o  no,  por  el  desacato 
de  la  dicha  petición  y  de  lo  demás  referido.  Para  cuyo  efecto  se 
mandaron  dar  y  dieron  los  agallos  blancos  y  negros,  y  habiendo 
votado,  descubiertos  los  agallos  de  la  bolsa  blanca  sobre  el  arca 
mesa  del  dicho  claustro,  constó  y  pareció  haber  veintiún  agallos 
blancos  y  once  agallos  negros,  conforme  a  lo  cual,  el  acuerdo  de  la 
Universidad  fué  de  desincorporar,  como  desincorporaron  al  dicho 
colegio  de  la  Compañía  de  Jesús  del  gremio  de  la  Universidad»  (2). 
El  día  23  de  Diciembre  el  Secretario  de  ella  anunció  de  oficio  al 
Rector  de  nuestro  colegio  el  acto  riguroso  que  había  ejecutado  la 
Universidad.  Deseando  después  explicar  el  alcance  del  dicho  acto, 
«acordó  el  claustro  que  la  dicha  desincorporación  es  en  todo,  para 
que  el  dicho  colegio  ni  sus  lectores  no  puedan  leer  ni  lean  en  las 
escuelas  de  la  dicha  Universidad,  ni  tener  actos,  ni  conclusiones,  ni 
quodlibetos,  ni  argumentos,  ni  otra  cosa  alguna  de  lo  que  pueden  y 
deben  tener  colegios  incorporados»  (3). 

Al  cabo  de  algunos  días  nuestro  P.  Rector  reconoció  el  yerro  que 
había  cometido  presentando  aquella  petición,  y  juzgó  necesario  re- 
pararlo y  proceder  de  otro  modo,  ayudándose  también  por  otro 
lado  del  favor  que  se  nos  concedía  en  Madrid.  Informóse,  pues,  al 
Conde-Duque  y  a  otras  personas  de  lo  que  había  sucedido.  El  día  31 
de  Diciembre  el  mismo  P.  Alonso  del  Caño  se  presentó  al  Claustro 
de  la  Universidad,  declarando  que  no  había  sido  su  intento  ofender 
en  nada  a  tan  ilustre  Corporación  con  aquella  demanda  que  había 


(1)  Salamanca.  Libro  de  claustros,  19  Diciembre  Uii'i!. 

(2)  Ibid. 

(3)  Ibld.,  2;]  Diciembre  1(;2(;. 


CAP.    VII. — KSTrniOS    generales   de   MADRID  159 

hoclio  al  Cancelario,  y  representaba  que,  si  en  ello  había  cometido 
falta,  se  le  impusiese  la  pena  a  él  y  no  a  su  colegio.  Rooó,  pues,  hu- 
mildemente que  se  suspendiera  el  acto  de  la  desincorporación  y 
que  corrieran  las  cosas  como  antes  (1).  Salido  del  Claustro,  discu- 
tióse el  negocio  entre  los  doctores,  y  se  nombró  una  Junta  de  varios 
comisarios  que  estudiasen  el  asunto.  Mientras  éstos  lo  hacían,  lle- 
garon de  Madrid  dos  cartas,  una  del  Conde-Duque  y  otra  del 
P.  Confesor  del  Rey,  fray  Antonio  de  Sotomayor,dirigidas  a  la  Univer- 
sidad, en  las  cuales,  admirándose  del  acto  riguroso  que  había  ejecu- 
tado, proponían  que  se  considerase  serenamente  el  negocio  y  que  se 
volviese  a  incorporar  el  colegio  de  la  Compañía  de  Jesús  (2).  Estas 
cartas  y  la  sumisión  de  nuestro  Rector  obtuvieron,  en  efectx),  alguna 
ventaja,  y  el  5  de  Enero  de  1627  acordó  el  Claustro  «que  dicho  Co- 
legio de  la  Compañía  se  vuelva  a  incorporar  y  agregar  a  la  Univer- 
sidad». Empero  se  añadieron  algunas  condiciones,  y  la  principal  era, 
que  renunciase  el  colegio  a  poner  pleito  por  el  Claustro  del  Primi- 
cerio, y  que  prometiesen  los  jesuítas  que,  ni  por  justicia,  ni  por 
gracia,  ni  por  cédula  Real,  intentarían  revocar  aquel  Claustro  (3). 

A  todo  esto  seguían  los  doctores  muy  firmes  en  oponerse  a  la 
fundación  de  los  Estudios  Reales.  El  día  17  de  Enero  la  Universidad 
acordó  que  el  Dr.  Balboa  hiciese  imprimir  con  toda  brevedad  el 
memorial  que  había  escrito  tocante  a  la  Universidad  que  se  pre- 
tende fundar  de  la  Compañía  de  Jesús  en  Madrid  (4).  Despachóse 
prontamente  la  impresión,  tirándose  200  ejemplares,  de  los  cuales 
la  mitad  se  enviaron  a  Madrid,  y  en  el  mes  de  Febrero  de  1627  todas 
las  personas  ilustradas  de  Salamanca,  Madrid,  Alcalá  y  otras  ciuda- 
des, pudieron  leer  en  el  memorial  de  Balboa  los  gravísimos  impro- 
perios que  se  dirigían  a  la  Compañía  de  Jesús.  Sintieron  vivamente 
ios  Nuestros,  principalmente,  aquella  parte  del  memorial  que  va 
desde  el  número  78  al  93,  en  la  cual  el  Dr.  Balboa  presenta  a  los  je- 
suítas como  enemigos  jurados  de  Santo  Tomás,  como  sospechosos 
€n  la  doctrina,  presumidos  y  soberbios,  que  lo  pretenden  saber 
todo,  y  empeñados  en  levantar  cátedras  en  la  corte  de  España, 
contra  la  doctrina  más  sólida  que  hay  en  la  Iglesia  do  Dios.  Véase 


(1)  Ibid.,  31  üicieinbi-e  1026. 

(2)  Ibid.  A  continuación  del  Claustro  anterior. 

(.3)  Véase  el  Libio  de  claustros,  5  Enero  1627;  y  además  puede  consultarse  en  la  Bi- 
lilioteca  de  la  Universidad  de  Salamanca  el  Diarío  del  colegio  de  Salamanca,  t.  I,  día  5 
Enero  1627,  donde  se  explica  bien  las  condiciones  que  pusiei'on  los  doctores. 

ii)     l.ihy,,  (le  claustros,  n  Enero  W17. 


160  LIB.    I. — LAS   CUATBO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    lGlü-lGó2 

con  qué  palabras  lo  deploraba  el  P.  Alonso  del  Caño,  escribiendo 
al  P.  General  el  8  de  Marzo:  «Este  sentimiento  contra  nosotros  ha 
mostrado  especialmente  la  Universidad  de  Salamanca  como  el  más 
poderoso,  encomendando  a  un  catedrático  suyo  el  hacer  un  memo- 
rial, como  lo  ha  hecho  e  impreso,  contra  estos  Estudios  (de  Madrid), 
en  que  con  grande  libertad  dice  muchas  injurias  contra  los  de  la 
Compañía  y  la  pretensión  de  ellos,  llamándola  ambiciosa,  intere- 
sada, engañosa,  desvanecida,  pretensión  diabólica  intentada  a  fin  de 
desterrar  la  doctrina  de  Santo  Tomás,  diciendo  que  nuestros  dis- 
cípulos son  contrarios  y  enemigos  de  ella,  y  otras  muchas  quemazo- 
nes, no  sólo  contra  nosotros,  sino  contra  Su  Majestad,  con  quien 
habla  el  memorial,  y  contra  sus  grandes  Ministros  que  favorecen 
esta  nuestra  pretensión,  engañados  de  nosotros,  que  encubrimos  con 
capa  de  piedad  el  estrago  del  Reino  y  de  las  Universidades.  Esto 
papel  ha  parecido  tan  mal  aun  a  las  Universidades  de  Valladolid  y 
Alcalá,  que  no  le  quieren  admitir,  antes  protestan  del,  lo  tienen  por 
descomedido  y  aun  falto  de  caridad»  (1). 

6.  Como  si  tantas  agitaciones  no  fueran  bastantes,  vino  a  echar 
aceite  en  el  fuego  un  hombre  de  funesta  recordación  en  la  historia  de 
la  Iglesia,  el  conocido  heresiarca  Cornelio  Jansenio.  Hallábase  este 
hombre  entonces  en  los  cuarenta  y  dos  años  de  su  edad,  y  aunque 
había  estado  algún  tiempo  antes  en  España,  nadie  probablemente  le 
conocía  de  rostro  en  Salamanca,  Por  Febrero  de  1627  presentóse  en 
la  ciudad  del  Tormes,  como  enviado  especial  de  la  Universidad  de 
Lovaina,  para  tratar  un  negocio  de  suma  importancia  para  todas  las 
Universidades.  Llamábale  la  gente  el  Doctor  de  Lovaina,  y  nadie 
hubiera  sospechado  en  aquel  hombre  al  autor  del  Augustinus  e  in- 
ventor de  la  más  sutil  herejía  que  se  ha  visto  en  los  tiempos  mo- 
dernos. 

El  día  23  de  Febrero  do  1627,  a  las  nueve  de  la  mañana,  se  junta- 
ron en  Claustro  pleno  los  maestros  de  la  Universidad.  Introducido 
Jansenio  y  recibido  con  muestras  de  grandísimo  respeto,  pronunció 
un  discurso  en  latín,  que  luego  entregó  escrito  a  la  Universidad  de 
Salamanca.  Consérvase  copiado  en  los  Libros  de  claustros,  y  vamos  a 
resumir  sus  principales  ideas.  Empieza  el  doctor  manifestando  que 
la  Universidad  de  Lovaina,  atribulada  por  los  pleitos  que  sostiene 
con  la  Compañía  de  Jesús,  le  envía  a  España  para  detener  los  pro- 
gresos de  los  jesuítas  con  el  esfuerzo  común  de  todas  las  Universi- 


(1)    CfitífcUnini.  TJhtoria.  Caño  a  Vitellesehi.  Salamanca,  8  Marzo  1627. 


CAÍ',  vjr. — KSTunios  gkxerales  de  madrid  1(;[ 

dades.  Porque,  en  efecto,  la  Compañía  al  primer  ímpetu  ocupó  todas 
las  de  Alemania  y  de  Lorena;  sólo  la  de  Colonia  conserva  un  resto 
de  la  antigua  libertad  y  no  ha  caído  del  todo  en  poder  de  los  jesuí- 
tas. La  Universidad  de  Cracovia  lamenta  lo  que  está  padeciendo  de 
la  Compañía  de  Jesús;  la  de  Douai,  en  Bélgica,  después  de  trece  años 
de  pleitos,  ha  caído  a  los  pies  de  los  jesuítas;  la  de  Dole  implora 
a  menudo  el  socorro  de  la  de  Lovaina.  En  Francia  hubieran  hecho 
otro  tanto  los  colegios  de  la  Compañía;  pero,  afortunadamente,  se 
juntaron  auna  las  Universidades  de  París,  Poitiers,  Burdeos,  Cahors, 
Tolosa  y  otras,  y  de  este  modo  fueron  vencidos  los  jesuítas.  Más  que 
ninguna  otra  ha  padecido  la  Universidad  de  Lovaina,  pues  seis  o 
siete  veces  ha  debido  pleitear  con  la  Compañía.  Tales  son  los  hechos 
que  Jansenio  pone  a  la  vista  de  los  doctores  salmantinos. 

Aquí  preguntará  el  lector:  ¿y  qué  medios  de  acción,  qué  artes, 
buenas  o  malas,  tenían  esos  jesuítas  para  derribar  de  un  golpe  todas 
las  Universidades  de  Alemania,  para  apoderarse  con  tanta  facilidad 
de  unos  cuerpos  docentes  tan  acreditados  en  todo  el  mundo?  Veamos 
los  hechos  que  cita  Jansenio.  ¿Qué  hicieron  contra  Lovaina  los  je- 
suítas? Pues,  con  permiso  del  Gobierno  de  los  Países  Bajos,  abrieron 
clases  de  filosofía  en  su  colegio  de  Bruselas.  Poco  después,  deseando 
arruinar  todas  las  Universidades  de  Bélgica,  intentaron  abrir  clases 
de  filosofía  en  su  colegio  de  Lieja.  Quisieron  emprender  la  ense- 
ñanza de  la  teología,  y  sobre  esto  surgieron  pleitos  muy  enconados 
en  la  Universidad  de  Alcalá.  Intentaron  después  apoderarse  de  las 
clases  de  letras  humanas,  destruyendo  las  que  tenían  los  Padres 
Agustinos,  pero  la  Universidad  de  Lovaina  se  lo  impidió.  De  nuevo 
quisieron  abrir  clases  de  filosofía,  pero  se  obtuvo  un  decreto  de  Su 
Majestad  Católica,  para  que  no  innovasen  nada  en  Bélgica.  Por  fin, 
obtuvieron  obrepticiamente  ciertas  facultades  del  Rey,  para  poner 
clases  de  teología,  y  de  nuevo  se  han  suscitado  litigios,  por  lo  cual 
las  lecciones  que  empezaron  a  hacer  se  han  suspendido.  Estos  son 
los  hechos  que  aduce  Jansenio,  y  aquí  preguntará,  un  poco  sorpren- 
dido, el  lector:  ¿Y  con  estos  hechos  tan  vulgares  obtuvieron  dominar 
a  las  principales  Universidades  de  Europa?  Es,  por  cierto,  bien  sin- 
gular el  modo  de  interpretar  los  hechos  cuando  se  trata  de  jesuítas. 
En  otras  partes,  el  abrir  una  clase  de  filosofía  significa  solamente 
enseñar  filosofía;  pero  tratándose  de  jesuítas,  nótese  bien,  el  abrir 
una  clase  de  filosofía  en  Bruselas  significa  destruir  la  Universidad  de 
Lovaina,  y  el  abrir  otra  clase,  también  de  filosofía,  en  Lieja,  es  dar 
en  tierra  con  todas  las  Universidades  de  los  Países  Bajos.  Por  otra 


1(52  ].ii;.  1. — LAS  ci  ATi;o  rnovJxciAS  de  estaña.  ir»J..-lí;r,2 

l)arte,  nos  advierte  el  mismo  Jansenio  que  en  casi  todas  las  ocasiones 
citadas  por  él  han  sido  vencidos  los  jesuítas,  sobre  todo  por  la  Uni- 
versidad de  Lovaina.  Pues  ¿cómo  se  entiende  que  unos  conatos  siem- 
pre frustrados,  den  al  fin  por  resultado  una  victoria  tan  inaudita? 
Pasemos  adelante. 

Recuerda  después  Jansenio  los  fundamentos  que  tiene  la  Compa- 
ñía para  enseñar,  y  son,  como  supondrá  el  lector,  las  bulas  de  Pío  V 
y  Gregorio  XIII.  Los  privilegios  que  les  conceden  esas  bulas,  dice 
Jansenio,  han  parecido  tan  exorbitantes  en  Lovaina,  que  si  disimulan 
las  Universidades,  poco  a  poco  les  han  de  acarrear  la  ruina  a  todas 
ellas.  Obsérvase  además  que,  según  los  términos  de  la  bula  de 
Pío  V,  no  solamente  la  Universidad  de  Lovaina,  sino  todas  las  del 
mundo  tienen  que  venir  a  tierra;  porque,  en  efecto,  el  Sumo  Pontí- 
fice las  nota  tan  ignominiosamente  de  faltas  de  maestros,  que  por 
esto  adopta  la  idea  de  elevar  las  lecciones  de  la  Compañía  a  la  digni- 
dad de  académicas.  Es,  pues,  necesario  resistir  a  esos  privilegios 
inauditos  de  la  Compañía  y  procurar  la  derogación  de  tan  enormes 
concesiones.  Por  eso  le  envía  la  Universidad  de  Lovaina,  para  que, 
haciendo  alianza  con  la  de  Salamanca  y  las  otras  ilustres  Universi- 
dades de  España,  resistan  a  la  invasión,  cada  vez  más  amenazadora, 
de  los  colegios  de  la  Compañía.  Si  vence  la  Universidad  de  Lovaina, 
puede  afirmarse  que  triunfan  todas  las  Universidades;  si  ella  es  ven- 
cida, es  de  temer  que  a  su  ejemplo  sucumban  todas  las  demás.  Por 
eso  es  necesario  luchar  pro  ar'ts  ct  focis  contra  aquellas  bulas  de 
Pío  V  y  Gregorio  XIII,  que  son  tan  funestas  para  todas  las  Universi- 
dades. Pide,  pues,  Jansenio,  por  último,  a  la  Universidad  de  Sala- 
manca, que  pues  el  pleito  de  la  de  Lovaina  será  traído  a  España,  le 
apoye  en  Madrid  con  su  poderosa  autoridad,  y  si  se  ha  de  decidir  la 
cuestión  en  Bélgica,  se  digne  escribir  a  la  Serma.  Infanta  Isabel  para 
que  favorezca  la  causa  de  las  Universidades.  También  desea  que  le 
recomienden  a  la  Universidad  de  Valladolid,  donde  pretende  ex- 
poner las  ideas  que  ha  manifestado  al  Claustro  universitario  de 
Salamanca. 

Hallándose  los  ánimos  de  los  doctores  salmantinos  tan  preveni- 
dos e  irritados  contra  los  jesuítas,  entiéndese  el  efecto  desastroso  que 
este  discurso  produciría  en  ellos.  Bien  lo  observamos  en  lo  que  dos 
días  después,  el  25  de  Febrero,  deliberaron  y  resolvieron  en  el  Claus- 
tro general.  «Se  acordó,  dice  el  Libro  de  cUmstros,  ser  bien  universal 
de  todas  las  Universidades  el  acudir  al  remedio  y  abrir  los  ojos  y 
que  se  escriba  a  la  Universidad  de  Lovaina  y  a  la  de  Valladolid,  re- 


CAP.    Vil. KSTLDIOS    GK.XEÜALKS    DK    ilADlül)  163 

comendando  la  persona  e  intentos  de  dicho  doctor  y  Universidad  de 
Lovaina  y  responder  a  la  Universidad  de  Alcalá,  y  asimismo  se 
escriba  a  las  demás  Universidades  dándoles  cuenta  de  la  preten- 
sión de  la  Compañía,  para  que,  en  bien  de  todas,  se  acuda  al  reme- 
dio, que  amenaza  tan  grandes  daños,  acudiendo  a  Su  Santidad,  para 
que  revoque  las  dichas  bulas,  y  cuando  las  demás  Universidades 
no  salgan,  ésta,  como  superior  a  todas,  acuda  al  remedio,  nom- 
brando personas  del  claustro  que  vayan  a  Roma  a  dar  cuenta  a  Su 
Santidad.» 

Para  escribir  las  cartas  pedidas  y  expedir  otros  documentos  ne- 
cesarios en  este  asunto,  fueron  designados  los  maestros  Fray  Basilio 
de  Toledo  y  el  Dr.  Francisco  de  Balboa.  Además,  resolvieron  los 
doctores  de  Salamanca  otra  cosa  que  no  había  propuesto  Jansenio,  y 
de  la  cual  no  dijo  una  palabra,  y  fué  escribir  al  Inquisidor  general  y 
a  la  Inquisición  suprema,  dándoles  cuenta  del  negocio  e  interesán- 
doles en  favor  de  la  Universidad.  También  resolvieron  que  se  escri- 
biera al  Definitorio  de  Santo  Domingo,  para  que  saliese  a  la  defensa 
de  este  negocio,  pues  le  tocaba  tanto  la  defensa  de  la  doctrina  del 
angélico  Doctor  Santo  Tomás  (1). 

Lo  que  hizo  Jansenio  en  Salamanca  lo  repitió  sin  duda  en  Valla- 
dolid,  y  también,  según  indicios,  en  algunas  otras  Universidades  de 
España,  aunque  no  sabemos  el  itinerario  que  siguió.  Los  Nuestros  no 
parece  que  dieron  mucha  importancia  a  la  presencia  de  aquel  doctor 
extraño.  Sin  embargo,  avisaron  de  todo  al  P.  Vitelleschi,  y  debieron 
hacerlo  con  más  cuidado  si,  como  parece,  indicó  Jansenio  la  idea  de 
pasar  personalmente  a  Roma.  Nuestro  P.  General,  advertido  de 
este  negocio,  contestó  en  estos  términos  al  P.  Rector  de  Salamanca, 
Alonso  del  Caño:  «Aunque  es  tan  grande  la  contradicción  que  la 
Universidad  de  Salamanca  hace  al  presente  a  la  Compañía,  como 
consta  por  el  papel  que  el  doctor  Balboa  imprimió,  no  me  da  mucha 
pena,  porque  echo  de  ver  que  de  nuestra  parte  no  se  ha  dado  oca- 
sión ni  ha  habido  culpa,  y  así  espero  en  Nuestro  Señor  que  nos  ha 
de  sacar  muy  bien  de  este  trabajo.  Más  cuidado  nos  dará  el  doctor 
de  Lovaina,  si  llega  a  Roma  con  poder  de  las  Universidades  de  Es- 
paña, para  pedir  en  nombre  de  todas  a  Su  Santidad  nos  revoque 
nuestros  privilegios  acerca  de  ganar  curso  nuestros  discípulos  y  po- 
derse graduar.  Porque  ahora  tenemos  aquí  un  pleito  semejante  de 


(1)    Véase  el  Libro  de  clanstivs  desde  el  día  23  de  Febrero  de  11327  en  ajelante. 


164  LIE.    I. — LAS   CUATKO   rKOVlNCIAS   DE   ESPAÑA,    1015-1652 

la  Universidad  de  Cracovia  contra  el  colegio  que  allí  tenemos,  y  si 
llegase  aquí  el  dicho  doctor,  sería  añadir  fuerza  a  nuestros  contra- 
rios, y  así  me  holgaré  que  por  allí  procurasen  VV.  RR.  divertirle  de 
modo  que  no  viniese  por  acá»  (1).  Efectivamente,  no  sabemos  que 
por  entonces  fuese  a  Roma  Jansenio  con  poderes  de  las  Universida- 
des para  resistir  a  nuestros  privilegios. 

Entretanto  padecían  nuestros  Padres  graves  tribulaciones  en 
todo  aquel  año  1627.  Volvieron  a  revivir  enemistades  antiguas.  Un 
monje  bernardo,  llamado  Fray  Cristóbal  de  Lazarraga,  quiso  defen- 
der en  público  las  ideas  viejas  de  Fray  Domingo  Bañes  contra  nues- 
tros votos  simples  y  la  necesidad  del  coro  en  el  estado  religioso. 
Afortunadamente,  intervino  la  Inquisición  y  se  impidió  el  acto.  For- 
móse también  por  entonces  la  idea  del  juramento  de  defender  las 
doctrinas  de  Santo  Tomás;  pero  este  punto  necesita  capítulo  aparte, 
y  luego  se  lo  dedicaremos.  Entretanto  nuestros  Superiores  exhorta- 
ban a  los  subditos  a  la  paciencia,  y  no  quisieron  imprimir  escrito 
alguno  en  defensa  de  la  Compañía.  El  P.  General  aprobó  este  modo 
de  proceder,  y  escribiendo  al  P.  Francisco  Aguado,  Provincial  en- 
tonces de  Toledo,  le  decía  estas  palabras:  «Muy  bien  me  parece  la 
resolución  que  V.  R.  ha  tomado  de  que  suframos  con  silencio  las 
cosas  que  con  ocasión  de  los  pleitos  y  contradicciones  de  las  Uni- 
versidades se  han  dicho  contra  la  Compañía,  y  fiemos  de  Nuestro 
Señor  que  nos  defenderá»  (2). 

7.  En  efecto.  Dios  nos  defendió,  por  medio  del  Rey,  y  más  acti- 
vamente por  medio  del  Conde-Duque  y  del  Cardenal  Trejo,  Presi- 
dente del  Consejo  de  Castilla.  Ya  indicamos  más  arriba  las  dos  cartas 
que  se  escribieron  a  Salamanca  luego  que  fué  desincorporado  nues- 
tro colegio.  En  los  meses  siguientes  sintióse  cada  vez  más  decidido 
el  favor  de  la  Corte  a  la  Compañía.  Por  Abril,  el  Cardenal  Zapata,  In- 
quisidor general,  dirigía  una  carta  a  la  Universidad,  indicándole  que 
lío  permitiese  disputar  en  conclusiones  públicas  sobre  la  cuestión  de 
los  votos  simples  de  la  Compañía  de  Jesús  (3).  Al  mismo  tiempo  el 
Consejo  Real,  informado  de  lo  que  había  ocurrido  en  la  desincorpo- 
ración de  nuestro  colegio,  y  deseando  escuchar  también  a  los  docto- 
res universitarios,  escribió  al  Claustro  de  Salamanca,  ordenándole 
que  dentro  de  seis  días  la  Universidad  enviase  relación  cierta  y  ver- 


(1)  Castellana.  Epist.  Gen.,  1622-1630.  A  Caño,  2  Junio  1627. 

(2)  Toletana.  Epist.  Gen.,  1621-1628.  A  Aguado,  2  Febrero  1628. 

(3)  Libro  (ic  claiistioís.  Año  1627,  fol.  63. 


CAP.    Vir. — K.SITDIOS    GEXEÜALKS    DE    MADKID  1G5 

dadera  de  la  causa  y  razón  que  hubo  sobre  lo  que  se  hizo  de  desin- 
corporar al  colegio  de  la  Compañía, 

Estos  actos  debieron  alarmar  un  poco  a  los  doctores  salmantinos, 
pero  mucha  más  impresión  les  causaron  sin  duda  las  dos  cartas  del 
Cardenal  Trejo,  Presidente  del  Consejo  de  Castilla,  que  les  llegaron 
a  las  manos  en  los  primeros  días  de  Mayo.  Copiaremos  la  primera, 
que  es  la  más  importante.  «A  Su  Majestad,  dice  el  Cardenal,  se  ha 
hecho  relación,  que  no  contenta  esa  Universidad  con  un  memorial 
que  salió  a  su  nombre,  en  emulación  de  los  Estudios  generales  que 
Su  Majestad  quiere  fundar  en  esta  corte,  trata  ahora  de  reestam- 
parlo  o  hacer  otro  de  nuevo,  y  aunque  pudiera  el  Consejo  mandar 
que  si  no  se  hubiera  acabado  de  reestampar,  no  se  pase  adelante,  y  si 
se  hubiera  reestampado,  se  recoja,  y  esto  con  mandato  riguroso  por 
lo  que  importa  al  servicio  de  Su  Majestad;  pero  por  lo  que  estimo  a 
esa  Universidad,  antes  de  llegar  a  esos  medios,  ha  parecido  que  yo 
lo  escriba  a  V.  Merced  y  lo  represente  que  han  resultado  graves 
inconvenientes  del  memorial  pasado,  y  que  por  ningún  caso  se  es- 
tampe el  primero  ni  el  segundo,  y  si  lo  estuvieren,  se  manden  reco- 
ger y  no  se  publiquen  sin  comunicarlo  primero  al  Consejo,  con  ad- 
vertimiento que  de  lo  contrario  quedará  con  mucho  sentimiento  y 
mandará  con  todo  rigor  poner  el  remedio  que  más  convenga,  y 
quiere  que  esto  corra  tan  por  su  cuenta  de  V.  Merced,  que  no  se 
quejará  de  otra  cosa,  si  esta  orden  no  se  ejecutare  y  guardare 
con  la  puntualidad  que  digo,  avisándome  V.  Merced  del  estado 
en  que  hallase  esta  carta  estos  negocios;  asegurándole  que  el  Con- 
sejo desea  mirar  siempre  por  la  autoridad  de  la  Universidad,  como 
lo  hago  en  todas  ocasiones,  y  que  en  ésta  importa  que  se  obedezca, 
para  que  lo  pueda  continuar  públicamente,  siendo  tan  del  servi- 
cio de  Su  Majestad.  Guarde  Dios  a  V.  Merced.  Madrid,  1.°  de  Mayo 
de  1027»  (1). 

En  la  segunda  carta  indicaba  el  Cardenal  Trejo  el  desagrado  que 
habían  producido  en  Madrid  ciertas  conclusiones,  «en  las  cuales  no 
sólo  procuraron  sacar  nuevas  opiniones,  sino  desacreditar  algunas 
personas  y  comunidades  y  estados  grandes»  (2).  Encarga,  pues,  seve- 
ramente, que  se  evite  todo  motivo  de  escándalo  y  que  en  los  actos 
públicos  de  la  Universidad  se  proceda  con  la  modestia  cristiana  que 
corresponde  a  semejantes  actos. 


(1)  Lihro  (lo  claustros.  Año  1G27,  fol.  6-">. 

(2)  Ibid.,  fol.  66. 


,  166  LIK-    I- I.AS    CUATRO    IMÍOVINCIAS    DK    ESPAÑA,    lG15-lGri2 

Fuerte  golpe  fueron  para  la  Universidad  estas  dos  cartas,  pero 
todavía  le  debió  herir  más  en  lo  vivo  el  auto  del  Consejo  de  Castilla 
que  recibió  un  mes  después,  a  7  de  Junio  de  1627,  en  el  cual  se  re- 
probaba terminantemente  el  auto  del  Primicerio,  que  había  ocasio- 
nado tan  sangrientas  excisiones  entre  la  Universidad  y  nuestro 
colegio  de  Salamanca.  He  aquí  las  palabras  textuales  del  Consejo 
Real:  «En  la  Villa  de  Madrid,  a  1  de  Junio  de  1627,  los  Señores  del 
Consejo  de  Su  Majestad,  habiendo  visto  el  Memorial  que  el  colegio 
de  la  Compañía  de  Jesús  de  la  ciudad  de  Salamanca  dio  a  Su  Majes- 
tad, y  lo  que  por  mandado  de  dichos  señores  informó  el  claustro  de 
Primicerio  de  la  Universidad  de  Salamanca  y  el  Rector  y  claustro 
pleno  de  la  dicha  Universidad  y  lo  pedido  por  el  dicho  colegio  de  la 
Compañía  de  Jesús:  Dijeron  que  revocaban  y  revocaron  el  auto  de 
dicho  claustro  de  Primicerio,  sobre  que  los  maestros  y  doctores  de 
la  Universidad  no  acudiesen  a  los  actos  que  se  tuviese  en  los  cole- 
gios y  conventos  de  religiosos  de  la  dicha  ciudad,  mandando  que  los 
dichos  maestros  y  lectores  puedan  acudir  a  los  actos  y  conclusiones 
que  en  los  dichos  colegios  y  comunidades  hubiere,  como  y  de  la  ma- 
nera que  quisiesen,  dejándolo  a  su  libre  y  espontánea  voluntad,  y  en 
cuanto  a  lo  acordado  por  la  dicha  Universidad,  para  que  se  quite  el 
general  asignado  a  la  dicha  Compañía  de  Jesús,  se  revoca  por  esto 
año  hasta  el  día  de  San  Lucas,  18  de  Octubre,  y  para  lo  de  adelante 
mandaban  y  mandaron  se  guarde  la  ejecutoria  del  Consejo  y  est;. tu- 
tos de  la  dicha  Universidad,  y  en  cuanto  a  lo  acordado  en  el  claustro 
de  Primicerio  en  razón  de  haber  desincorporado  al  colegio  de  la 
Compañía  de  Jesús  de  la  ciudad  de  Salamanca,  revocaban  y  revocim 
el  dicho  auto  y  acordado  en  razón  de  la  dicha  desincorporación,  y 
así  lo  mandaron  y  señalaron»  (1). 

Por  estos  documentos  se  conoció  que  en  Madrid  todos  los  pode- 
res más  importantes  se  declaraban  en  favor  de  la  Compañía,  y  nos 
dispensaban  decidida  protección.  Esto  abatió,  naturalmente,  el  ánimo 
de  nuestros  contrarios,  y  a  fines  de  1627  empezaron  a  sosegarse  las 
hostilidades  contra  la  Compañía,  y  a  mostrarse  indicios  de  benevo- 
lencia para  con  ella.  Por  Octubre  presentóse  en  nuestro  colegio  Fray 
Cristóbal  de  Lazarraga,  a  pedir  humildemente  perdón  de  lo  que  hu- 
biera ofendido  a  la  Compañía  en  la  tesis  que  había  escrito  sobre  la 
corrección  fraterna  (2).  La  Inquisición  expidió  otro  decreto  man- 


(1)  Libro  (ir  claustros,  7  de  Junio  l(i'27. 

(2)  Diario  ttcl  colegio  de  Salamanca,  11  Octubre  1(j27. 


CAP.    Vil. — KSTUDIOS    GKNF.KALES    BE    :\rADi;iD  167 

dando  recoger  todos  los  papeles  que  se  hubieran  esparcido  con 
ocasión  del  acto  del  P.  Lazarraga,  y  por  último,  a  fines  del  año,  ha- 
biéndose presentado  nuestro  P.  Pimentel  al  Claustro  de  la  Uni- 
versidad y  dado  todas  las  satisfacciones  que  podía,  para  quitar  las 
amarguras  que  aun  perseverasen  de  los  conflictos  pasados,  los  maes- 
tros le  recibieron  muy  honoríficamente,  y  veinte  de  ellos  le  acom- 
pañaron al  despedirse  hasta  las  escaleras  de  la  Universidad.  De- 
volvieron a  la  Compañía  el  general  que  le  habían  quitado,  y  conti- 
nuaron nuestros  maestros  enseñando  como  antes,  desde  principios 
de  1628(1). 

A  todo  esto  activábanse  en  Madrid  los  preparativos  para  abrir  las 
clases  en  nuestro  colegio  de  San  Isidro.  Mucho  se  consolaron  nues- 
tros Padres  con  cierto  decreto  de  Felipe  IV,  en  que  imponía  silencio 
a  las  Universidades  y  anunciaba  decididamente  su  voluntad  de  abrir 
los  Estudios  Reales  de  San  Isidro.  Nuestro  P.  General,  Mucio 
Vitelleschi,  informado  de  todo  lo  que  ocurría,  por  carta  del  P.  Fran- 
cisco Aguado,  Provincial  de  Toledo,  le  escribía  lo  siguiente:  «Muy 
importante  será  el  nuevo  decreto  que  Su  Majestad  ha  hecho  confir- 
mando los  Estudios  Pteales  que  funda  en  nuestro  colegio  de  Madrid, 
en  juicio  contradictorio  contra  las  Universidades,  y  poniéndoles  si- 
lencio, para  que  vayan  cesando  las  persecuciones  que  contra  la  Com- 
pañía se  han  levantado,  porque  todas  iban  encaminadas  a  deshacer 
esta  fundación,  y  perdiendo  ahora  los  autores  de  ellas  las  esperanzas 
que  tenían  de  salir  con  su  intento,  se  irán  retirando  y  moderando  y 
nos  dejarán  en  paz.  Muy  justo  es  que  se  haga  todo  lo  posible  por 
servir  al  Rey  y  al  Señor  Conde-Duque  en  lo  que  quieren  de  que  se 
dé  principio  de  los  dichos  Estudios  en  el  Setiembre  siguiente.  En- 
víeme V.  R.  luego  lista  de  los  maestros  que  les  falten,  para  que  con 
tiempo  los  busquemos  cual  se  requieren,  y  puede  V.  R.  estar  muy 
cierto  que  haré  en  esto,  con  mucho  gusto,  todo  cuanto  pudiere,  que 
bien  sé  cuánto  importa,  por  el  buen  nombre  de  la  Compañía,  el  dar 
buena  cuenta  de  estos  Estudios  que  hemos  tomado  a  nuestro  cargo 
en  una  Corte  tan  lucida  como  la  de  España»  (2).  A  21  de  Enero 
de  1628  se  extendió  la  patente  reconociendo  por  fundador  de  los 
Estudios  a  Su  Majestad  Católica  (3).  El  1°  de  Marzo  del  mismo  año, 
el  P.  General  despachó  dos  cartas,  una  para  Felipe  IV  y  otra  para 


(1)  Véanse  los  Libros  de  claustros  en  \o^  Últimos  días  del  año  1G27. 

(2)  Toletctna.  Epist.  Gen.,  2  Febrero  1G2H. 

(3)  Fundatio  collegíornm,  1584-1671,  fol.  145. 


1(Í8  LIU.    I. — I.AS    CUATKO    I'ÜOVIN'CIAS    DE    ESPAÑA,    1G1.J-I(¡r)2 

el  Conde-Duque,  agradeciéndoles  los  beneficios  que  habían  hecho  a 
la  Compañía  en  esta  importante  empresa  de  los  Estudios  Reales,  y 
prometiendo  hacer  lo  posible  para  que  correspondieran  a  la  expec- 
tación que  en  todas  partes  habían  despertado  (1). 

No  pudieron  empezarse  los  estudios  por  Setiembre  de  1628,  como 
lo  habían  deseado  el  Rey  y  nuestro  P.  General.  Indudablemente,  los 
trabajos  de  la  construcción  de  algunas  aulas  y  otras  obras  indispen- 
sables en  el  edificio,  retardaron  varios  meses  la  apertura  de  los  Es- 
tudios. Por  fin,  en  el  mes  de  Febrero  de  1629,  hízose  este  acto  con 
grande  solemnidad,  presenciándolo  Felipe  IV  con  toda  la  Corte  de 
España,  que,  como  todos  saben,  se  distinguía  entonces  por  lo  fas- 
tuosa y  elegante.  Nuestros  alumnos  representaron  un  drama  que, 
según  dice  el  P.  Cordara  (2),  agradó  sobremanera  al  Rey  y  a  los  cor- 
tesanos, y  hubo  de  repetirse  por  seis  veces  para  los  nuevos  concur- 
"  sos  que  los  días  siguientes  acudieron,  por  no  caber  todos  en  el  redu- 
cido local  en  que  se  representaba. 

8.  Tal  fué  el  principio  de  esta  insigne  institución  Pero  ¿cuál  fué 
el  resultado  de  una  obra  preparada  con  tanto  trabajo  y  llevada  ade- 
lante a  costa  de  no  pequeños  sacrificios?  El  P.  General  se  esforzó, 
según  había  prometido,  en  proveer  de  buenos  maestros  al  colegio 
de  Madrid.  Envió  desde  Francia  al  P.  Jacobo  Desbans,  muy  docto  en 
lengua  griega,  para  que  la  enseñase  en  Madrid;  de  Flandes  vino  el 
P.  Lafaille,  para  desempeñar  una  clase  de  matemáticas.  Por  algunos 
años  el  P.  Camassa,  italiano,  explicó  una  cátedra  de  ingeniería,  so- 
bre todo  en  sus  aplicaciones  militares.  Nuestro  conocido  asceta,  el 
P.  Nieremberg,  desempeñó  largos  años  una  cátedra  de  erudición,  y 
enseñó  también  historia  natural.  Como  puede  entender  el  lector  le- 
yendo el  programa  de  estos  estudios  que  copiamos  más  arriba,  pro- 
curaban los  jesuítas  atraer  la  atención  de  los  españoles  hacia  las  cien- 
cias experimentales,  y  hubiera  sido  un  gran  bien  para  España  que 
este  impulso  hubiese  continuado  en  la  misma  dirección,  llegando  a 
despertar  en  nuestros  abuelos  el  deseo  de  la  atenta  observación  de 
la  naturaleza.  De  este  modo  hubieran  entrado  los  españoles  en  la 
carrera  de  las  ciencias  experimentales  modernas,  que  entonces  da- 
ban los  primeros  pasos  en  Europa.  Pero,  por  desgracia,  este  conato 
de  los  jesuítis  no  tuvo  el  resultado  apetecido.  Los  esfuerzos  de  nues- 
tros Padres  se  estrellaron  contra  la  rutina  y  la  indiferencia  del  pú- 


(1)  Toletana.  Epist.  (leu.,  1."  Marzo  1628. 

(2)  Historia  S.  J.,  P.  VI,  1.  XIV,  n.  128. 


CAT.    Vil.  —  i:.STLDIO>S    GKXEKAI.ES    DE    MADRID  169 

blico  español.  Continuaron  las  cosas  como  antes  en  materia  de  estu- 
dios y  en  el  objeto  a  que  ellos  se  dirigían.  Los  escolásticos  siguieron 
disputando  eternamente  sobre  sutilezas  medioevales,  los  legistas  con- 
tinuaron atiborrándose  la  cabeza  con  farragosa  erudición,  los  poetas 
y  literatos  seguían  alambicando  conceptos,  y  a  todo  esto  los  Estudios 
Reales  de  Madrid,  que  al  principio  se  creyeron  el  teatro  más  ilustre 
en  que  campeasen  nuestros  ingenios,  empezaron  a  languidecer  lasti- 
mosamente, y  poco  a  poco  vinieron,  como  quien  dice,  a  morir  de 
inanición. 

liemos  visto  una  carta  del  P.  Vitelleschi,  escrita  pocos  años  des- 
pués, en  que  nos  llama  la  atención  el  modo  de  considerar  estos  Es- 
tudios de  Madrid,  tan  distinto  del  que  se  tenía  diez  años  antes.  Había 
sido  enviado  desde  Salamanca  a  Madrid  el  célebre  teólogo  P.  Juan 
Martínez  de  Ripalda,  para  que  allí  desempeñase  la  cátedra  de  ética. 
El  P.  Vitelleschi,  informado  de  esta  traslación,  sintió  alguna  pesa- 
dumbre por  ello,  y  escribió  estas  palabras  al  P.  Alonso  del  Caño,  Vi- 
sitador entonces  de  la  provincia  de  Toledo:  «Pésame  haya  venido  de 
Salamanca  el  P.  Juan  Martínez  de  Ripalda  para  vivir  de  propósito 
en  Madrid  en  la  ocupación  de  la  cátedra  de  Éticas.  En  su  provincia 
hará  falta  y  se  ha  de  suplir  con  dificultad  lo  que  hace  en  Salamanca, 
y  en  Madrid  no  era  necesario  para  lo  poco  o  nada  que  allí  se  hace  en 
los  Estudios  Reales...  Grandemente  nos  descomponen  las  provincias 
estas  cátedras  de  Madrid,  desflorándolas  de  sus  sujetos  lucidos  y  se- 
pultándolos en  la  Corte,  donde  tan  poco  pueden  servir  a  su  Religión. 
También  es  de  grave  daño  el  modo  de  traer  los  sujetos  tan  sin  noti- 
cia de  los  Superiores.  Dios  lo  remedie,  que  muy  a  ciegas  camina  este 
negocio»  (1).  Llama  la  atención  el  desaliento  de  1637,  comparán- 
dolo con  elentusiasmo  de  1628.  Lo  que  realmente  sucedió  fué  que 
si  bien  se  continuaron  varias  de  estas  cátedras  por  mucho  tiempo, 
pero  poco  a  poco  fueron  desapareciendo.  Los  sujetos  eran  retirados 
a  otros  puntos  donde  el  concurso  de  estudiantes  fuera  mayor,  y  el 
colegio  de  Madrid  vino  paulatinamente  a  ser  lo  que  antes  era:  un 
colegio  ordinario  de  la  Compañía  de  Jesús.  En  la  decadencia  de  es- 
tos Estudios  Reales  vemos  un  caso  particular  de  aquella  decadencia 
general  y  lamentable  que  se  verificaba  en  España  en  todos  los  gé- 
neros de  la  vida  científica  y  literaria.  Todo  iba  decayendo,  y  con 
tanta  prisa,  que  a  fines  del  siglo  XVII  llegó  España  a  verse  en  una 


(1)     Tolefaiía.  Episf.  Gen.,  25  Julio  16:57 


170  1.115.    I. l.AS    C'LATÜO    1M:()\  IXCIAS    DK    KSPAXA,    lOl-l-Kirii 

postración,  de  la  cual  no  sabemos  si  hay  ejemplo  en  la  historia  de 
las  naciones  modernas  (1). 


(1)  El  Sr.  Martín  Fernández  Navarrete,  tan  benemérito  jjor  muchos  títulos  de  la 
historia  do  España,  escribió  sobre  los  Estudios  Reales  un  párrafo  algo  singular  en  su 
obra  üisertavióii  sobro  la  Historia  de  la  Náutica,  pág.  235.  Aludiendo  a  la  Academia  cien- 
tífica que  se  había  fundado  antes  en  el  palacio  del  Rey,  dice  así:  «Antes  de  fundai-so 
en  1625  los  Estudios  Reales,  cierto  cuerpo  o  comunidad  logró  mañosamente,  ven- 
ciendo con  admirable  constancia  muchos  obstáculos  y  contradicciones,  reunir  bajo  su 
dirección  todas  las  cátedras  que  estaban  en  el  palacio  del  Rey,  y  con  ellas  las  rentas 
o  consignaciones  de  su  dotación,  como  lo  había  ya  conseguido  con  el  estudio  de  gra- 
mática y  humanidades  que  mantenía  la  villa  de  Madrid  desde  el  siglo  XV;  monopolio 
tan  perjudicial  a  las  letras,  como  el  del  comercio  a  la  prosperidad  de  las  naciones,  y 
que  fué  la  causa  y  principio  de  la  decadencia  que  padecieron  después  en  España,  así 
la  literatura  como  los  conocimientos  científicos.»  Todas  estas  afirmaciones  las  apoya 
Navarrete  en  cierto  Diálogo  publicado  siglo  y  medio  después  del  suceso,  en  el  Sema- 
nario erudito,  de  Valladares,  t.  XXVIII,  pág.  119.  No  sabe  Navarrete  de  quién  es  el  tal 
Diálogo,y  sólo  dice  que  en  el  Semanario  se  asegura  que  lo  escribió  D.  Manuel  Sauz  de  Ca- 
safonda.  ¡Extraña  manera  de  escribir  historia!  ¡Pro'erir  afirmaciones  tan  graves,  fián- 
dose de  un  escrito  que  ni  si((uiera  se  sabe  de  quién  es!  Sobre  la  fundación  de  los  Es- 
tudios Reales  sólo  conoció  Navarrete  la  escritura  de  fundación,  que  él  misma  publii  ó 
en  el  tomo  III  de  la  Colección  de  documentos  inéditos.  Ese  monopolio  científico  que 
se  atribuyeron  nuestros  Padres  es  pura  quimera,  de  la  que  no  aparece  vestigio  en  los 
documentos  contemporáneos.  Los  jesuítas  abrieron  los  Estudios  Reales,  pero  sin  im- 
pedir á  nadie  que  enseñara  las  mismas  ciencias.  Eso  de  que  atrajeron  a  sí  las  rentas 
destinadas  a  las  cátedras  del  palacio  Real  es  otra  especio  gratuita,  que  no  se  funda  en 
ningiín  documento.  Poi-  último,  advertiremos  que  la  decadencia  de  España  no  se  de- 
bió al  soñado  monopolio  científico  y  literario  de  los  jesuítas,  sino  a  la  holgazanería  y 
desaplicación  del  público  español.  Esta  fué  la  causa  de  que  fuesen  muriendo  de  ina- 
nición así  los  Estudios  Reales,  como  la  Academia  del  palacio  Real,  como  tantas  otras 
instituciones  útiles  do  la  España  antigua. 


CAPÍTULO  VIII 


JURAMENTO  Y   ESTATUTO   DE   LA   UNIVERSIDAD    DE   SALAMANCA     EN    1627 

Sumario:  1.  Caiisas  que  prepararon  este  hecho.— 2.  El  Claustro  de  la  Universidad  <le 
Salamanca  hace  juramento  de  defender  las  doctrinas  de  San  Agustín  y  de 
Santo  Tomás. — 3.  Estatuto  que  se  proyectó,  mandando  jurar  lo  mismo  a  los  que 
se  graduasen  en  adelante.— 4.  El  Consejo  Real  reprueba  el  Estatuto.— f).  También 
lo  repruebA  el  Papa  Urbano  VIH. 

FcESTiiS  cüxTE.MPORÁSEAs:  1.  LHirus  ili'  (i<i itsdos  (le  l't  Univey^nhul  (le  S(ihiiii(inc<t.~'i.  Mviiio- 
y¡iil  ilcllh:  B(ilb(ni.—3.  Mewovhil  dr  los  l'idticisnuios.  -  i.  Memorial  luavuscnlo  por  la  Coiiipafiid. 
.-..  Diario  del  colegio  de  Salamanca. -i\.  Castellaixi.  Ilisloria .-1 .  Saiielissimi  I).  X.  D.  I'rhain 
J'l'.    VIH  K¡,isl(,lae. 

1.  Continuación  de  la  lucha  anterior,  o,  si  se  quiere,  parte  inte- 
grante de  ella,  fué  el  hecho  que  anunciamos  en  el  epígrafe  de  este 
capítulo  (1).  El  juramento  que  hizo  el  Claustro  universitario  de  Sala- 
manca de  defender  la  doctrina  de  San  Agustín  y  Santo  Tomás,  y  el 
estatuto  que  proyectó  hacer,  no  fueron  un  acto  de  celo  y  amor  a  la 
buena  doctrina.  Fué  simplemente  una  máquina  de  guerra  que  los 
doctores  universitarios  levantaron  para  arruinar  el  crédito  de  la 
Compañía  de  Jesús,  e  impedir  de  este  modo  la  fundación  de  los  Es- 
tudios Reales  de  Madrid.  El  Dr.  Balboa,  en  el  memorial  analizado  en  el 
capítulo  anterior,  se  encarga  de  descubrirnos  el  secreto  de  este  hecho 
importante.  En  el  número  93  de  este  memorial  leemos  las  palabras 
siguientes:  «Quizás  de  estas  quejas  de  la  Universidad  podría  resultar 
una  cosa  que  les  fuese  a  los  Padres  do  la  Compañía  más  sensible,  que 


(1)  Pai'a  la  explicación  de  este  hecho  interesante,  el  documento  fundamental  son 
los  Libros  de  claustros,  O  sea,  las  actas  del  Claustro  universitario  de  Salamanca,  que  se 
conservan  en  el  Archivo  de  esta  célebre  Universidad.  Allí  se  ve  el  texto  genuino  del 
Juramento  y  del  Estatuto  y  se  declaran  todos  los  pasos  que  se  diei'on  en  esíe  negocio. 
El  P.  Antonio  Pérez  Goyena  ha  dedicado  dos  artículos  muy  doctos  a  la  explicación  de 
esto  hecho  en  la  revista  Razón  y  Fe.  Véase  en  los  tomos  XXXIV,  pág.  iü,  y  XXXV,  pági- 
na 30  (correspondientes  a  Diciembre  de  1912  y  Enero  de  1913),  Un  episodio  de  la  historia 
de  la  Teología  española.  Al  principio  de  este  trabajo  puede  ver  el  lector  la  bibliografía  de 
los  que  han  escrito  sobre  este  hecho,  y  las  inexactitudes,  no  pocas  n¡  ligeras,  que  se 
han  cometido  al  explicarlo. 


172  IIK.    I. LAS    CUATKO    rROVlNCIAS    DE    ESPAÑA,    lG15-lG.j2 

viéndose  ellas  [las  Universidades]  y  otras  religiones  desacreditadas 
j  oprimidas  con  tan  exorbitantes  pretensiones,  como  ya  lo  hemos 
visto,  por  causas  más  livianas  han  hecho  acuerdos  jurados,  de  que 
estos  Padres  se  han  dado  por  tan  sentidos  como  es  notorio. Y  podría 
ser  que  ahora  hiciesen  otros  y  jurados  de  seguir,  leer  y  enseñar  la 
doctrina  de  Santo  Tomás,sin  admitir  otra  ninguna,  pues  nadie  puede 
dudar  que  este  acuerdo  y  juramento  sería  santísimo  y  justísimo  y  no 
de  cosa  omnino  indiferente,  pues  era  honrar  y  cumplir  lo  que  los 
sagrados  Pontífices  tantas  veces  han  deseado  y  encargado,  y  tan  de 
veras,  a  los  profesores  de  la  sagrada  teología.  Y  quizás  esta  preten- 
sión [de  fundar  Estudios  Reales  en  Madrid]  ha  sido  permisión  de 
Dios,  que  quiere  volver  por  el  honor  de  este  sagrado  doctor  de  su 
Iglesia,  permitiendo  por  justos  y  secretos  juicios,  que  cuando  con 
mano  poderosa  se  pretende  desacreditar  y  desterrar  su  doctrina  y 
ponerla  en  perpetuo  olvido,  formando  estas  nuevas  escuelas  en  que 
este  angélico  doctor  no  ha  de  tener  parte,  halle  todas  las  demás  des- 
tos  reinos  de  par  en  par  para  su  defensa  y  se  acaben  estos  Padres  de 
desengañar,  que  el  demasiado  poder  y  la  excesiva  fortuna  les  olvida 
quizás  de  lo  que  más  les  importa.»  Esto  se  imprimía  en  el  mes  de 
Enero  de  1627. 

Con  los  doctores  universitarios  de  Salamanca  se  dieron  la  mano 
los  Padres  Dominicos  para  disponer  y  llevar  adelante  este  gravísimo 
negocio.  El  8  de  Marzo  del  mismo  año  el  Rector  de  nuestro  colegio 
de  Salamanca,  Alonso  del  Caño,  refiriendo  al  P.  Vitelleschi  las  amar- 
guras y  tribulaciones  que  estábamos  padeciendo  en  aquella  ciudad, 
escribe  estas  palabras:  «Los  primeros  solicitadores  y  promotores  de 
estas  inquietudes  han  sido  los  Padres  Dominicos,  que,  con  los  mu- 
chos aliados  que  tienen  de  otras  religiones  émulas  nuestras  en  Sala- 
manca, salen  en  los  claustros  y  juntas  de  la  Universidad  con  lo  que 
quieren  contra  nuestro  crédito  y  lucimiento»  (1).  Sabemos,  por  otra 
parte,  ciue  les  duraba  a  los  dominicos  la  amargura  tan  natural  de  no 
haber  triunfado  en  las  congregaciones  De  auxiUis,  y  aunque  los  Su- 
mos Pontífices  recomendaban  a  los  teólogos  el  no  censurarse  mutua- 
mente; aunque  los  Superiores  de  ambas  Órdenes  procuraban  man- 
tener la  paz  entre  los  maestros,  no  se  pudo  evitar  que  en  varios  ca- 
sos hablasen  algunos  dominicos  inconsideradamente  contra  nosotros 
y  desahogasen  la  aversión  a  nuestra  doctrina, que  guardaban  allá  den- 
tro en  el  corazón.  En  lecciones  de  cátedras,  en  actos  públicos,  en 


(1)    Castellana.  Historia.  Caño  a  Vitelleschi.  Salamanca,  8  Marzo  1027. 


CAP.    VIH. JUKAIÍKMO    DE    LA    UNIVERSIDAD    DE    SALAMANlA  17;{ 

sermones,  en  papeles  satíricos,  en  coplas  y  en  otras  muchas  formas 
de  manifestar  el  pensamiento,  asomaba  siempre  la  opinión  desas- 
trosa que  habían  formado  de  nuestra  teoría  sobre  la  gracia.  Para 
muestra  presentaremos  al  lector  algunos  datos  que  leemos  en  el-D¿«- 
rio  del  colegio  de  Salamauca  (1).  Dice  así  el  P.  Ministro  del  colegio, 
llegando  al  6  de  Marzo  de  1624:  «Vinieron  a  convidar  [los  domini- 
cos] de  San  Esteban  para  la  fiesta  de  Santo  Tomás.  Consultó  el 
P.  Rector  si  irían  los  Padres  de  casa,  por  las  pesadumbres  que  nos 
suelen  decir  tal  día  como  el  de  Santo  Tomás  en  su  sermón.  Deter- 
minaron que  fuese  el  P.  Pimentel  a  hablar  al  Prior,  y  les  dijese,  que 
los  de  la  Compañía  no  habían  ido  a  la  fiesta  de  Santo  Tomás  el  año 
pasado,  porque  íbamos  siempre  a  oír  pesadumbres.  Que  si  Su  Pater- 
nidad aseguraba  que  no  las  dirían,  acudiríamos  a  la  fiesta  del  Santo. 
El  P.  Prior  lo  aseguró,  refiriéndose  de  prevenir  al  predicador. — 
Día  7.  Con  este  seguro  fueron  los  de  casa  a  la  dicha  fiesta,  y  entre 
otros  los  Padres  maestros.  El  suceso  fué  que  el  predicador  habló  de 
suerte  contra  los  que  no  siguen  la  doctrina  de  Santo  Tomás,  que  ha- 
ciéndose de  ello  consulta,  se  resolvió  no  volviesen  más  los  de  casa  a 
la  dicha  fiesta.» 

Parecidas  noticias  apunta  el  P.  Ministro  el  año  siguiente,  1625: 
«7  de  Marzo,  día  de  Santo  Tomás.  Ya  no  fuimos  a  casa  de  los  domi- 
nicos, y  fué  acertado,  porque  el  predicador  dijo  de  nosotros  mil  va- 
ciedades, y  así  se  acordó  no  fuésemos  allá  tal  día  como  éste,  aunque 
nos  convidasen,  pues  sólo  convidan  a  que  oigam<js  pesadumbres,  y 
estamos  corridos  viendo  que  nos  miran  todos.» 

Lo  mismo  sucedió  pocos  meses  después,  al  llegar  la  fiesta  de 
Santo  Domingo  de  Guzmán.  «Llamó  el  P.  Rector  a  consulta,  dice  el 
mismo  Diario,  ^ohrQ  si  convendría  no  fuésemos  más  al  convento  de 
San  Esteban  el  día  de  Santo  Domingo,  aunque  nos  convidasen,  su- 
puesto que  estaba  acordado  no  fuésemos  el  día  de  Santo  Tomás,  por 
excusar  la  vergüenza  que  padecían  los  Nuestros  oyendo  mil  dichos 
satíricos,  y  se  acordó  con  todas  las  consultas,  sin  faltar  voto,  que  no 
volviésemos  allá,  no  sólo  el  día  de  Santo  Tomás,  pero  ni  tampoco  el 
de  Santo  Domingo,  pues  este  año  nos  pegaron  tan  fina  doctrina  en 
este  día  como  en  el  de  Santo  Tomás,  y  mejor  es  que  lo  digan  en  au- 
sencia, que  no  en  presencia  de  los  Nuestros»  (2). 


(1)  Consérvase  oste  üiarío  en  la  Biblioteca  de  la  Universidad  de  Salamanca,  E.  3, 
C.  4,  núm.  28. 

(2)  Diario,  '.i  Agosto  1G25. 


174  íllí-    I- — LAí>    CLATIÍO    l'KOVIXCIAS    BE    ESPAÑA.    1G1.j-1Cm2 

2.  Dispuestos  así  los  ánimos  de  los  doctores  universitarios  y  de  los 
dominicos,  fueron  unos  y  otros  madurando  la  idea  del  juramento, 
en  los  primeros  meses  del  año  1627,  y  el  18  de  Junio  se  reunió  en  la 
Universidad  una  junta  de  18  personas,  graves  teólogos  y  juristas, 
para  tratar,  como  ellos  decían,  «de  asegurar  el  honor  conservado 
por  la  Universidad  con  entera  limpieza  de  doctrina  por  más  de 
cuatrocientos  años».  El  Vicecancelario,  D.  Pedro  de  Vega,  «dijo  y 
refirió  que  los  señores  de  la  Junta  en  diferentes  juntas  que  han  he- 
cho han  deseado  ajustarse  a  la  doctrina  de  los  gloriosos  santos  doc- 
tores San  Agustín  y  Santo  Tomás;  que  sus  mercedes  viesen,  tratasen 
y  confiriesen  lo  más  conveniente  y  seguro  y, otras  cosas  a  ello  tocan- 
tes, y  habiéndolas  tratado  y  conferido,  vencidas  dificultades  que  se 
podían  ofrecer,  se  acordó  que  el  señor  Vicerrector  junte  claustro 
pleno  y  en  él  se  dé  un  recaudo  de  parte  de  esta  Junta,  para  que  so- 
bre ello  se  acuerde  lo  que  más  convenga  y  se  haga  estatuto  y  jura- 
mento, y  se  cometió  al  Sr.  D.  Pedro  de  Vega  el  dar  el  recaudo  al 
claustro  pleno»  (1). 

Al  día  siguiente,  19  de  Junio,  reunióse  el  Claustro  pleno  de  la 
Universidad  salmantina  y  se  hallaron  presentes  49  doctores,  11  juris- 
tas, 13  teólogos,  cinco  médicos,  cuatro  artistas,  siete  diputados  y  siete 
consultores,  con  el  Vicerrector  y  el  Vicecancelario.  Distinguíanse 
entre  ellos  el  agustino  Fray  Basilio  Ponce  de  León  y  el  doctoral 
Sr.  Balboa,  autor  del  memorial  analizado  en  el  capítulo  precedente. 
Tomando  la  palabra  Fray  Basilio  Ponce  en  nombre  de  la  Comisión 
reunida  el  día  anterior,  expuso  al  Claustro  cuánto  habían  deseado 
todos  los  comisionados  prevenir  el  peligro  de  las  nuevas  opiniones 
y  asegurar  para  siempre  la  enseñanza  de  la  sana  y  católica  doctrina 
en  tan  célebre  Universidad,  y  para  conseguir  esto,  según  convenía  al 
servicio  de  Dios  y  de  Su  Majestad,  había  parecido  a  la  Comisión  «que 
sería  bien  que  en  la  Universidad  se  enseñe  y  defienda  la  teología  es- 
colástica de  los  santos  doctores  San  Agustín  y  Santo  Tomás,  sin  tocar 
a  las  conclusiones,  guardándose  en  esta  parte  los  estatutos  que  cerca 
de  ello  disponen,  y  con  reservación  de  las  lecturas  y  cátedras  de 
Durando  y  Escoto,  y  que  de  ello  se  hiciese  estatuto  y  Su  Majestad  lo 
confirmase,  y  juramento  de  lo  guardar  y  cumplir»  (2). 

Antes  de  pasar  adelante  debemos  hacer  una  pequeña  observación. 
Advierta  el  lector  que  en  la  segunda  carta  del  Cardenal  Trejo,  citada 


(1)  lAhro  de  ciunsiros,  l!S  Juilio  IGJ 

(2)  iWc/.,  19  Junio  1()27. 


A   r.Mvi;i:s!i 


anteriormente,  se  había  reprendido  a  la  Universidad,  porque  per- 
mitía defender  nueras  opiniones  //  desacreditar  algunas  personas  y 
comunidades  y  estados  grandes.  Fray  Basilio  Ponce  habla  también 
de  nuevas  opiniones  que  se  desean  evitar;  la  expresión  es  la  misma, 
pero  ¡cuan  distinto  el  sentido  de  ambos  autores!  El  Cardenal  Trejo 
alude  evidentemente,  como  se  ve  por  el  contexto  de  su  carta,  a  las 
opiniones  de  Fray  Cristóbal  de  Lazarraga  y  otros  varios  contra  los 
votos  simples  y  otras  reglas  de  Ja  Compañía;  en  cambio.  Fray  Basilio, 
con  esa  expresión  nuevas  opiniones,  apunta  indudablemente  a  las 
doctrinas  de  la  Compañía  de  Jesús. 

Oída  la  propuesta  del  P.  Ponce,  tomó  la  palabra  el  maestro  An- 
drés de  León,  y  exigió  que,  antes  de  pasar  adelante  en  la  discusión 
de  este  negocio,  se  votase  en  secreto,  si  el  asunto  interesaba  á  los 
PP.  Agustinos  y  Dominicos,  porque  en  tal  caso,  siendo  éstos  parte, 
deberían  retirarse  del  Claustro  y  no  votar  con  los  otros  doctores.  Hí- 
zose  la  votación  sobre  esta  cuestión  preliminar,  y  sólo  dos  opinaron 
que  el  negocio  interesaba  a  los  agustinos  y  dominicos;  los  otros  47 
fueron  de  parecer  que  no  eran  parte  en  el  negocio,  y,  por  consi- 
guiente, debían  estar  presentes  y  votar  con  todos  los  demás.  Algo 
contrariado  el  maestro  Andrés  de  León,  y  ofendido  también  por  al- 
gunas palabras  duras  que  le  dirigieron  los  presentes,  se  levantó  de 
su  asiento  y  se  salió  de  la  estancia  (1). 

Quedaron  48  claustrales,  y  en  seguida  leyóse  la  fórmula  del  jura- 
mento que  la  Comisión  proponía  al  Claustro.  Parece  que  no  hubo 
discusión  formal,  sino  que  se  procedió  inmediatamente  ala  votación, 
y  por  entera  unanimidad  se  acordó,  dicen  los  Libros  de  claustro,  «sin 
contradicción  ninguna,  se  haga  el  dicho  estatuto  de  enseñar  y  defen- 
der la  doctrina  de  los  gloriosos  santos  doctores,  San  Agustín  y  Santo 
Tomás,  según  y  en  la  forma  referida  en  el  dicho  juramento,  y  que  se 
pida  confirmación  y  beneplácito  de  Su  Majestad  y  señores  de  su  Real 
Consejo,  y  que  desde  luego  los  presentes  hayan  de  hacer  y  hagan  el 
mismo  juramento».  Y,  efectivamente,  se  procedió  sin  más  a  prestar  el 
juramento  aprobado.  Hubiera  sido  de  desear  que  caminaran  con  al- 
guna más  lentitud,  y  que  antes  de  jurar,  cada  uno  de  los  doctores 
examinara  despacio  el  texto  del  juramento  c^ue  se  les  proponía;  pero, 
por  lo  visto,  o  ya  privadamente  lo  tenían  examinado,  o  se  dejaron 
arrastrar  por  el  entusiasmo  de  los  que  guiaban  este  negocio.  Importa 
mucho  conocer  el  texto  genuino  de  este  célebre  juramento,  que  ha 


<i)    ibid. 


176  I-IE.    I. — LAS   CUATKO   PROVINCIAS   DE   ESPAÍCA,    1015-1052 

sido  impreso  algunas  veces  no  con  entera  fidelidad.  Lo  reproducimos 
aquí  tal  como  se  lee  en  los  Libros  de  claustros  de  la  Universidad  de 
Salamanca: 

«Juramos  a  Dios  Todopoderoso  de  que  en  las  lecciones  que  leyé- 
remos  en  las  cátedras  que  tenemos  y  tuviéremos  en  esta  Universidad 
de  Salamanca,  o  en  las  extraordinarias  y  voluntarias  que  ley  oremos 
en  la  dicha  Universidad,  leeremos  y  enseñaremos  en  la  teología  es- 
colástica las  doctrinas  de  San  Agustín  y  las  conclusiones  de  Santo 
Tomás  que  se  contienen  en  la  Suma  de  Teología,  que  comúnmente  se 
llaman  Partes,  en  todo  aquello  en  que  fuere  clara  la  mente  de  estos 
santos;  y  donde  estuviese  dudosa  y  se  admitieren  varias  inteligencia?, 
no  leeremos  ni  enseñaremos  cosa  alguna  que  sintamos  ser  contraria 
a  su  doctrina,  sino  la  que,  o  según  nuestro  entendimiento  o  según  la 
mente  de  aquellos  que  comúnmente  están  tenidos  por  discípulos  de 
los  santos  Agustino  y  Tomás,  juzgáremos  que  es  más  conforme  al 
sentido  de  los  santos  doctores,  excepto  la  opinión  de  la  Concepción 
de  la  Virgen  sin  pecado  original,  y  en  las  cosas  que  están  ya  mudadas 
por  derecho  eclesiástico  y  que  aquí  adelante  se  mudaren,  y  las  opi- 
niones que  siendo  controversas  en  tiempo  de  estos  santos,  ya  estén 
determinadas  por  constituciones  apostólicas;  y  si  en  algún  tiempo 
los  que  son  y  fueren  catedráticos  de  Escoto  y  Durando  (1),  por  el 
tiempo  que  tubiéremos  las  dichas  cátedras  queremos  que  nos  sea 
lícito,  sin  contravenir  a  este  juramento,  seguir,  si  quisiéremos,  las 
opiniones  probables  de  Escoto  y  Durando. 

»Y  cada  uno,  puestas  sus  manos  derechas,  los  sacerdotes  en  sus  pe- 
chos y  los  seglares  sobre  la  Cruz  j  Evangelio,  que  están  al  principio 
de  los  estatutos,  hicieron  el  dicho  juramento  y  prometieron  de  lo 
guardar  y  cumplir,  y  al  fin  dijeron:  sí  juramos,  y  Amén»  (2). 

Varias  observaciones  sugiere  la  lectura  de  este  juramento,  que  no 
obligaba  a  seguir  a  San  Agustín  y  Santo  Tomás  con  tanto  rigor  como 
algunos  se  han  imaginado.  Ante  todo  advertimos  que  los  doctores  se 
obligan  a  enseñar  estas  doctrinas  sólo  en  las  lecciones  de  sus  cáte- 
dras, no  en  los  libros  o  en  otros  actos  públicos.  Vemos  después  que 
sólo  hablan  de  la  teología  escolástica  y  no  mencionan  las  opiniones 
en  filosofía  ni  en  Sagrada  Escritura  o  en  otras  ciencias.  Pero,  sobre 
todo,  debe  notarse  la  diferencia  que  se  establece  entre  San  Agustín 


(1)  Algo  incorrecta  parece  esta  frase,  pero  no  la  hemos  querido  tocar.  Así  está  en 
el  original,  y  el  sentido  se  percibe  bien. 

(2)  Libro  de  claustros,  1!)  Junio  l(i27. 


CAP.   yin. — JURAMENTO   DE   LA   UNIVERSIDAD   DE    SALAMANCA  177 

y  Santo  Tomás.  La  doctrina  del  primero  es  admitida  sin  restriccio- 
nes y  sin  ninguna  limitación,  sino  aquellas  generales  que  vienen  al 
fin  del  juramento.  En  cambio,  al  tratar  de  Santo  Tomás,  no  se  com- 
prometen los  doctores  a  defender  toda  su  enseñanza,  sino  solamente 
la  Suma  teológica,  j  en  la  Suma  solamente  las  conclusiones.  Infiérese 
de  aquí  que  no  se  creían  obligados  a  sostener  los  argumentos  con 
que  el  Santo  las  confirma,  ni  tampoco  las  respuestas  a  las  objeciones 
que  suele  añadir  después  de  probar  la  tesis  principal.  Todos  saben 
que  en  estas  respuestas  nos  legó  el  Angélico  Doctor  un  tesoro  de  doc- 
trina muy  estimable.  Pudiera,  pues,  creerse  que  los  doctores  salman- 
tinos se  obligaban  a  defender  el  mínimum  posible  de  la  doctrina  de 
Santo  Tomás.  No  va  fuera  de  camino  cierta  observación  que  leemos 
en  la  Respuesta  por  la  Compañía  de  Jesús  al  memorial  que  salió  en 
nombre  de  la  Universidad  de  Salamanca  y  de  las  sagradas  religiones 
de  Santo  Domingo  y  San  Agustín.  Dice  así  esta  Respuesta:  «De  esta 
forma  del  juramento  se  infiere  una  gran  mengua  y  nota  al  Angélico 
Doctor,  porque  saliendo  su  doctrina  al  lado  de  San  Agustín,  la  de 
Agustino  tan  honrada,  tan  universalmente  admitida,  sin  limitarle 
proposición  ni  desecharle  apéndices,  la  del  Angélico  Doctor,  tan  ce- 
ñida con  limitaciones  y  exenciones,  viene  a  estar  como  a  la  ver- 
güenza al  lado  de  la  doctrina  de  Agustino.  Porque  el  admitir  y  reci- 
bir toda  la  doctrina  de  San  Agustín,  como  cosa  donde  no  hay  qué  des- 
echar, y  luego  desechar  tanto  el  juramento  en  la  de  Santo  Tomás, 
¿qué  es  si  no  querer  que  careada  con  la  entereza,  perfección  y 
acierto  de  la  doctrina  de  San  Agustín  la  del  Angélico  Doctor,  campee 
más  lo  menos  lucido  y  defectuoso  que  hay  en  ella?  ¿Qué  es  si  no  pu- 
blicar que  el  Doctor  Angélico  en  todos  sus  escritos,  fuera  de  una 
breve  parte,  y  tan  breve  como  se  ha  visto,  no  tuvo  las  opiniones  y 
aciertos  de  doctrina  que  San  Agustín?»  (1). 

También  es  muy  de  notar  la  condición  que  añaden  los  doctores 
salmanticenses,  de  que  seguirán  la  doctrina  de  estos  Santos  en  lo  que 
fuere  clara  la  mente  de  ellos;  porque  en  los  puntos  dudosos  se  re- 
servan el  derecho  de  guiarse  por  su  entendimiento  o  por  el  sentir 
de  los  que  comúnmente  son  tenidos  por  discípulos  de  los  dos 
Santos. 


(1)  Respuesta  por  la  Compania  de  Jesús  al  memorial  que  salió  en  nombre  de  la  Universidad 
de  Salamanca  y  de  las  sagradas  religiones  de  Santo  Domingo  y  de  San  Agustín,  impugnando 
loa  doctrinas  nuevas  y  defendiendo  el  acuerdo  jurado  de  seguir  la  doctrina  de  San  Agustín  ¡r 
conclusiones  de  Santo  Totnás.  Existen  varias  copias  de  este  escrito.  Nosotros  hemos  leído 
la  que  se  conserva  en  la  Biblioteca  de  la  Universidad  de  Salamanca,  Est.  3,  C.  4,  n.  51. 


178  l-llí-    I- LAS    CUATKO    l'líüVIA'CIAS    DE    ESPAÑA,    IG]  5-1652 

3.  Ejecutado  este  juramento  solemne,  tratóse  de  redactar  el  esta- 
tuto que  impusiese  a  los  futuros  graduandos  la  obligación  de  pres- 
tar el  mismo  juramento,  y  se  pensó,  naturalmente,  en  nombrar  co- 
misionados que  solicitasen  para  el  proyectado  estatuto  la  ratificación 
del  Consejo  Real.  Fueron  designados  para  la  redacción  del  esta- 
tuto los  PP.  Fray  Francisco  Cornejo  y  Fray  Basilio  Ponce  de  León, 
ambos  agustinos.  En  cumplimiento  del  acuerdo  universitario,  los 
referidos  maestros  presentaron  al  Claustro  el  proyecto  siguiente  de 
estatuto: 

«Por  cuanto  en  la  Universidad  de  Salamanca  se  desea  que  la  an- 
tigua y  buena  doctrina  que  en  ella  se  ha  enseñado  siempre  se  conti- 
núe, y  cautelar  para  adelante  la  segura  enseñanza  de  sus  profesores, 
y  que  éstos  anden  lejos  del  peligro  de  errar,  lo  cual  se  juzga  por  su 
verdadera  autoridad,  y  mirando  por  el  bien  común  de  los  discípulos, 
que  principalmente  consiste  en  que  desde  sus  principios  se  aficionen 
a  la  doctrina  de  los  santos,  que  la  Iglesia  nos  ha  calificado  con  titulo 
de  Doctores  suyos,  y  procurando  también  que  entre  todos  los  profe- 
sores de  la  dicha  Universidad  haya  mucha  paz  y  unidad,  a  que  ayuda 
grandemente  la  uniformidad  de  la  doctrina  con  que  se  pueden  pro- 
meter muchos  y  seguros  aumentos,  y  considerando  que  entre  los 
Santos  Doctores  de  la  Iglesia,  los  soles  de  la  teología  escolástica,  son 
los  gloriosos  santos  Agustino  y  Tomás,  tan  unos  en  el  sentir  como 
enseñados  de  un  mismo  maestro  y  alumbrados  por  un  mismo  espí- 
ritu, y  también  teniendo  atención  a  que  en  la  facultad  de  teología 
hay  cátedras  con  título  de  Escoto  y  Durando,  y  que  parece  ser  el  ñn 
de  los  estatutos  de  la  Universidad  que  sus  doctrinas  probables  se  lean 
y  declaren.  Para  mayor  gloria  y  servicio  de  Dios,  honra  de  sus  san- 
tos, bien  común  de  la  juventud,  autoridad  de  los  graduados,  ejemplo 
de  otras  Universidades  y  Congregaciones,  así  seglares  como  religio- 
sas, estatuímos  y  ordenamos  que  todos  los  que  de  aquí  adelante  re- 
cibieren el  grado  de  licenciados  en  la  dicha  Universidad,  en  cual- 
quiera Facultad  que  sea,  cuando  hacen  el  juramento  ordinario,  el 
que  no  se  graduare  al  tiempo  de  entrar  en  la  primera  cátedra,  antes 
que  se  le  dé  la  institución,  haga  juramento  de  leer  y  enseñar  la  doc- 
trina de  los  Santos  Doctores  de  la  Iglesia  San  Agustín  y  Santo  To- 
más, según  se  contiene  en  el  dicho  claustro  pleno»  (1). 

Aceptaron  los  doctores  salmantinos  el  texto  presentado  por  Cor- 


(1)     Libro  de  claustros,  ibid. 


CAÍ'.    VIH. JUÜAMK.MO    Dü    LA    U.XIVKIÍSIDAD    DE    .SALAMANCA  17<J 

nejo  y  Ponce  de  León,  pero,  según  la  legislación  corriente,  para  que 
este  estatuto  entrara  en  vigor,  necesitaba  ser  aprobado  por  el  Con- 
sejo Real  de  Castilla.  La  Universidad  encargó  a  Fray  Basilio  Ponce 
de  León  y  al  Dr.  Balboa  el  no  fácil  negocio  de  obtener  en  Ma- 
drid la  confirmación  del  Consejo.  Ambos  doctores,  que  habían  sido 
llamados  a  la  corte  por  el  Cardenal  Trejo,  Presidente  de  Castilla, 
tomaron  muy  a  pechos  el  negociar  del  Consejo  la  aprobación  de  un 
proyecto,  que  podían  llamar  con  toda  propiedad  obra  de  sus  manos. 
Desde  Julio  de  1627  hasta  Enero  de  1628,  ambos  comisionados  die- 
ron en  Madrid  todos  los  pasos  que  se  necesitaban  para  conseguir  su 
objeto.  Déjase  entender  las  prolijas  visitas  que  harían  a  los  conse- 
jeros, las  explicaciones,  respuestas,  aclaraciones  y  satisfacciones  que 
a  manos  llenas  derramarían  en  las  salas  del  Consejo  y  más  aún  en 
las  habitaciones  de  consejeros  y  doctores.  Para  ilustrar  a  éstos  y  di- 
fundir en  el  público  sus  ideas,  redactó  Fr.  Basilio  Ponce  un  extenso 
memorial  que  se  imprimió  por  entonces  y  después  se  repitió  en  otra 
edición.  Lleva  este  título:  «Por  la  Universidad  de  Salamanca  y  las 
sagradas  Religiones  de  Santo  Domingo  ¡j  San  Agustín,  sobre  la  confir- 
mación del  estatuto  y  juramento  de  enseñar  y  leer  las  doctrinas  de  San 
Agustín  y  Santo  Tomás,  y  no  contra  ellas.»  En  dos  partes  se  dividía 
este  trabajo;  en  la  primera  se  explicaban  las  causas  de  hacer  el  jura- 
mento y  los  motivos  que  lo  apoyaban,  y  en  la  segunda  se  respondía 
a  las  objeciones  que  se  podían  suscitar  contra  el  estatuto.  Con  el  in- 
genio que  le  distinguía  declaraba  Fray  Basilio  la  excelencia  de  la 
doctrina  de  San  Agustín  y  Santo  Tomás;  con  abundante  erudición 
procuraba  defender  la  conveniencia  del  juramento,  y  con  toda  la  des- 
treza posible  señalaba  los  males  que  podían  nacer  de  la  novedad  en 
las  doctrinas  y  de  las  opinicmes  de  otras  escuelas. 

A  los  esfuerzos  de  los  dos  comisionados  salmanticenses  uniéronse, 
como  era  muy  natural,  las  dos  religiones  de  Santo  Domingo  y  San 
Agustín.  Ambas  tomaron  el  negocio  como  propio,  y  se  entiende  sin 
dificultad  cuántos  esfuerzos  harían  para  sostener  un  proyecto  que  ha- 
bía de  redundar  en  tanta  gloria  de  sus  respectivas  escuelas  (1). 

Pero  si  dominicos  y  agustinos -se  mostraron  celosos  en  pedir  la 
confirmación  del  estatuto,  no  se  manifestaron  menos  firmes  los  fran- 
ciscanos y  los  jesuítas  en  impugnarlo.  En  contra  del  memorial  uni- 
versitario presentaron  los  franciscanos  al  Pteal  Consejo  otro  memo- 


(1)    Considérese  la  cai-ta  de  Fray  Diego  de  La  Fuente  y  las  jiaiabras  d(d  P.  Bcrri( 
que  citamos  luego. 


180  LIB.    I. — LAS   CUATRO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,   1G15-1652 

rial  en  que  procuran  rebatir  las  razones  de  Fray  Basilio  (1).  Firma- 
ban este  memorial  Fray  Esteban  Pérez,  Provincial;  Fray  José  Váz- 
quez, Fray  Francisco  de  Ocaña,  Fray  Pedro  de  Urbina,  Fray  Miguel 
de  Avellan  y  Fray  Francisco  de  Sosa.  Con  mucha  dignidad,  con  se- 
renidad científica  y  con  abundancia  de  doctrina,  emprenden  los 
franciscanos  la  defensa  del  doctor  sutil  Escoto  y  de  San  Buenaven- 
tura. Observan  que  la  escuela  de  Escoto  alcanzó  en  la  Iglesia  de  Dios 
un  séquito  parecido  al  que  lleva  en  pos  de  sí  cualquiera  escuela  ca- 
tólica. Pues  la  doctrina  de  San  Buenaventura  ha  merecido  de  al- 
gunos Sumos  Pontífices  casi  las  mismas  alabanzas  que  se  han  tribu- 
tado a  la  de  Santo  Tomás.  Es  verdad  que  en  el  juramento  se  ha 
puesto  aquella  última  excepción,  permitiendo  defender  las  opinio- 
nes de  Escoto  y  Durando,  pero  se  presenta  en  tal  forma,  que  parece 
relegar  la  doctrina  de  la  escuela  franciscana  a  un  rincón  de  la  Uni- 
versidad de  Salamanca,  dejándola  enteramente  ofuscada  bajo  el  res- 
plandor de  las  escuelas  agustiniana  y  dominicana.  Discurren  larga- 
mente después  los  franciscanos  sobre  el  agravio  que  el  estatuto  hace 
a  tantos  Santos  Padres,  que  parece  dejar  excluidos,  para  ceñirse  úni- 
camente a  la  doctrina  de  San  Agustín.  ¿Por  qué  renunciar  a  la  copiosa 
luz  que  nos  dan  los  antiguos  Santos  Padres  y  los  Doctores  más  mo- 
dernos de  la  Iglesia?  No  menos  contrario  les  parece  el  estatuto  a  la 
índole  general  de  las  Universidades  modernas.  Propio  es  de  la  Uni- 
versidad el  abrazar  en  su  seno  a  todas  las  escuelas  que  militan  den- 
tro de  la  ortodoxia;  ¿por  qué,  pues,  un  exclusivismo  que  estrecha 
enormemente  el  campo  científico,  en  que  puede  extenderse  la  inves-^ 
tigación  de  los  hombres? 

También  los  jesuítas  impugnaron,  como  era  natural,  el  juramento 
y  estatuto  de  Salamanca.  Tres  opúsculos  redactaron  con  este  fin.  El 
primero  se  intitulaba  Respuesta  al  Memorial  de  un  Maestro,  con  noni- 


(1)  Memorial  por  la  Religión  de  San  Francisco,  en  defensa  de  las  doctrinas  del  Seráfico 
Doctor  San  Buenaventura ,  del  sutilissimo  Doctor  Escoto,  y  otros  Doctores  classicos  de  la 
misma  Religión.  Sobre  el  juramento  que  Jiiso  la  Universidad  de  Salamanca,  de  leer  y  enseñar 
tan  solamente  la  doctrina  de  San  Agustín  y  Santo  Tomás,  excluyendo  las  demás  que  fuesen 
contrarias.  Madrid,  1628.  El  P.  Uriarte  (Catálogo  rasonado  de  obras  anónimas  y  seudónimas 
de  autores  de  la  Compañía  de  Jesús,  t.  I,  pág.  440)  pi-etende  que  este  memorial  es  obra  de 
nuestro  P.  Poza,  fundándose  en  que  así  está  escrito  de  letra  de  la  época  en  un  ejem- 
plar de  este  memorial  que  hay  en  Loyola.  Poro  ¿do  quién  es  esa  letra  de  la  época?  La 
afirmación  de  un  auónimo  enteramente  desconocido  no  nos  parece  bastante  para  ad- 
mitir una  cosa  tan  poco  verosímil,  como  es  que  los  franciscanos  viniesen  a  nuestra 
casa,  para  mendigar  razones  y  memoriales  con  que  defender  las  glorias  de  su  escuela. 
Más  probable  nos  parece  la  opinión  de  Nicolás  Antonio,  que  atribuye  este  memorial 
a  Fray  Podro  de  Urbina,  uno  do  los  sois  (luo  lo  firmaron. 


CAP.    VIH. JURAMENTO    DE   LA    UNIVERSIDAD    DE    SALAMANCA  181 

hre  de  la  Universidad  de  Salamanca  y  de  las  sagradas  religiones 
de  Santo  Domingo  y  de  San  Agustín,  sobre  la  concesión  del  estatuto  y 
juramento  de  enseñar  y  leer  las  doctrinas  de  San  Agustín  y  Santo 
Tomás,  y  no  contra  ellas.  En  el  mismo  escrito  se  afirma  que  lo  com- 
pusieron los  PP.  Jerónimo  de  Vera  y  Luis  Roa  con  los  maestros  de 
teología  del  colegio  de  Salamanca  PP.  Romero,  Ripalda,  Chacón  y 
Pedro  Pimentel.  Más  importante  es  otro  memorial  manuscrito  que  ha 
llegado  a  nosotros  en  diversas  copias,  y  se  intitula  «Respuesta  por  la 
Compañía  de  Jesús»,  etc.  Este  segundo  escrito  parece  indudablemente 
obra  del  P.  Juan  Bautista  Poza.  Ambas  respuestas  convienen  en  el 
fondo  de  las  ideas,  y  el  lector  nos  agradecerá  que  le  presentemos  el 
jugoso  resumen  de  estas  dos  obras,  hecho  por  el  P.  Pérez  Goyena. 

«Tres  cosas,  dice  este  autor,  rebaten  los  dos  memoriales:  la  inten- 
ción, ventajas  y  licitud  del  juramento.  No  es  intención  recta  la  de 
aquellos  que  persiguen  a  diestro  y  siniestro  a  los  jesuítas,  ora  ame- 
nazándoles con  el  juramento,  ora  desincorporándoles,  ya  apropián- 
doles tesis  ajenas,  ya  acusándoles  sin  pruebas  de  apadrinar  noveda- 
des, de  despreciar  a  Santo  Tomás  y  Padres  antiguos  y  sostener  doc- 
trinas emponzoñadas.  Las  novedades  que  apadrinan  son  opiniones  en 
materia  libre,  contenidas  en  la  antigüedad  como  en  flor  y  en  ger- 
men, lo  que  no  reprueban  los  Santos,  que  enseñaron  mucho  nuevo, 
incluso  Santo  Tomás,  y  es  favorable  al  adelantamiento  de  las  cien- 
cias. No  desprecian  al  Angélico,  sino  que  se  glorían  de  discípulos  su- 
yos, y  no  desmerecen  de  ese  título  porque  no  le  sigan  en  todo,  pues 
tampoco  lo  hacen  los  Egidio  Romano,  Juan  de  Neápolis,  Capreolo  y 
Cayetano,  puestos  en  el  memorial  como  espejos  de  tomistas.  Lo  de 
franseat  Agustinus,  transeat  Thomas,  no  pasó  con  los  jesuítas,  sino  con 
un  agustino  y  un  mercedario;  lo  do  comparar  a  telas  de  araña  los 
argumentos  del  Doctor  Angélico,  es  mero  embeleco.  No  desprecian  a 
los  Santos.  Poza,  Vázquez,  a  quien  alaba  repetidamente  el  P.  Ponce, 
Molina,  admiten  rectas  explicaciones,  y  frases  análogas  se  pueden 
sacar  de  Cano,  Soto,  Medina  y  Báñez.  ¿Y  la  Universidad  o  corpora- 
ción alguna  podrá  en  los  años  que  lleva  de  vida  la  Compañía  presen- 
tar como  ella  más  de  30  comentadores  de  Santo  Tomás,  más  de  20 
intérpretes  de  la  Escritura  explicada  según  los  Santos?  ¿Es  eso  traer- 
los a  sombra  de  tejado,  según  frase  de  la  Universidad?  Su  principio 
es  el  siguiente:  hay  que  estudiar  las  obras  de  los  Padres  y  teólo- 
gos latinos  y  griegos,  y  no  ceñirse  a  este  o  al  otro,  por  ilustre 
que  sea. 

»No  patrocinan  doctrinas  sospechosas;  lo  que  se  demuestra,  pri- 


1S2  Lin.    I. LAS    CUATRO    TROVIXCIAS    DE    ESPAÑA,    1615-3G."')2 

mero,  por  los  elogios  de  la  misma  Universidad;  segundo,  de  nueve 
Vicarios  de  Cristo;  tercero,  de  los  príncipes  católicos  y  obispos  que 
preferentemente  solicitan  colegios  de  la  Compañía  contra  los  here- 
jes y  malas  costumbres;  cuarto,  por  el  proceder  de  la  Inquisición  que 
aprueba  sus  obras  y  escoge  calificadores  entre  ellos;  quinto,  por  los 
libros  aplaudidísimos  de  Laínez,  Salmerón,  Canisio,  Toledo,  Belar- 
mino,  etc.  (siguen  diez  y  seis  autores),  y  los  ascéticos  de  Rodríguez, 
La  Puente,  Rivadeneira,  Álvarez  de  Faz,  Sánchez,  Plati,  Palma,  etc.; 
sexto,  por  su  dirección  espiritual,  solicitada  de  San  Carlos  Bo- 
rróme©, Santa  Teresa,  San  Pío  V,  San  Luis  Beltrán,  Bartolomé  de  los 
Mártires,  Ávila,  Granada,  Vela,  etc.  ¿Saben  los  universitarios  quiénes 
denigran  a  los  jesuítas?  Lean  a  Surio,  Serario,  Gretseri  y  Becano,  y 
hallarán  que  son  los  herejes,  y  luego  repasen  aquellas  palabras  de  su 
memorial,  número  106.  El  decir  mal  de  Santo  Tomás  los  herejes  te- 
nemos por  mayor  gloria,  pues  aquél  tienen  por  enemigo,  cuya  doc- 
trina les  hace  más  sangrienta  guerra.  El  juramento  es  perjudicial, 
porque  con  él  se  destierra:  primero,  variedad  de  escuelas  y  maes- 
tros, délo  que  depende,  según  el  señor  Balboa,  el  esplendor  y  aumento 
de  la  Universidad;  segundo,  el  conocimiento  de  todas  las  opiniones 
probables,  lo  cual  es,  según  el  memorial  de  la  Universidad,  un 
grande  bien  de  la  Iglesia.  En  cambio  se  arroja  la  semilla  de  la  dis- 
cordia entre  institutos  religiosos,  al  excluir  de  la  enseñanza  a  liene- 
méritas  religiones,  como  el  mismo  doctor  Balboa  repetía  en  su  me- 
morial. 

»E1  juramento  es  inválido.  Primero,  el  juramento  hecho  con  un 
fin  torpe  es  írrito,  y  el  que  ejecuta  la  Universidad  se  endereza  a  des- 
prestigiar a  la  Compañía  de  Jesús.  Segundo,  no  obliga  con  perjuicio 
grave  de  tercero,  y  aquí  salen  perjudicadas  grandemente  religiones 
tan  consideradas  de  la  Iglesia  como  la  de  San  Francisco  y  la  Compa- 
ñía. Tercero,  impide  mayor  bien,  destruyendo  el  fin  de  la  Universi- 
dad, pues  por  su  institución  debe  comprender  estudios  g-enerales,  y, 
por  tanto,  es  un  contrasentido  se  excluyan  sentencias  probables,  ca- 
tólicas y  seguras.  Podrá,  sí,  excluir  una  u  otra  opinión  por  respetos 
concernientes  al  bien  común,  pero  no  en  general  y  sin  limitaciones. 
Cuarto,  envuelve  contradicción,  ya  que  San  Agustín  y  Santo  Tomás 
quieren  que  no  se  atienda  a  su  autoridad,  sino  a  sus  razones,  y  por 
el  juramento  se  atiende  más  a  lo  primero  que  a  lo  segundo;  luego  no 
se  les  sigue  en  eso,  contra  lo  que  se  ha  jurado.  Además,  es  notorio 
que  en  algo  discrepan  entre  sí  dichos  Santos.  Quinto,  teólogos  de  tan 
alto  renombre  como  el  Abulense,  Durando,  Catarino,  Cayetano,  Vic- 


CAP.    VIH. — JURAMENTO   DE   LA   UNIVERSIDAD   DE    SALAMANCA  183 

toria,  Cano,  Soto,  Castro,  condenan,  al  menos  como  irracional,  seguir 
en  todo  a  determinado  autor.  Finalmente,  se  presenta  una  larga  lista 
de  confusiones  y  contrariedades  que  salpican  el  memorial  universi- 
tario» (1). 

Tal  fué  la  refutación  redactada  por  el  P.  Poza  y  nuestros  maes- 
tros del  colegio  de  Salamanca.  Por  diverso  camino  impugnaba  el 
P.  Puente  Hurtado  a  los  doctores  salmantinos  en  un  memorial  que 
dirigió  al  Conde-Duque  de  Olivares  y  tenía  más  trazas  de  suplica  que 
de  discusión  científica.  Estos  tres  memoriales  quedaron  inéditos 
entre  el  polvo  de  los  archivos.  La  razón  de  no  imprimirlos  ya  la 
saben  nuestros  lectores.  Recuerden  la  carta  dirigida  por  el  P.  Vitel- 
leschi  al  Provincial  de  Toledo,  P.  Francisco  Aguado,  en  la  que  ex- 
hortaba a  llevar  con  paciencia  las  contrariedades  y  murmuraciones 
que  se  habían  desatado  contra  la  Compañía,  y  aprobaba  de  lleno  el 
consejo  que  habían  adoptado  los  Nuestros  de  no  imprimir  nada  en 
defensa  propia.  Otra  carta  parecida  fué  enviada  al  P.  Gaspar  de  Ve- 
gas, Provincial  de  Castilla,  y  puede  verse  copiada  por  el  P.  Pérez 
Goyena  (2).  Con  esta  prudente  táctica  se  procuró  apagar  los  fue- 
gos de  la  contradicción  que  ardían  por  uno  y  otro  lado,  y  se  es- 
peró con  paciencia  la  resolución  que  había  de  tomar  el  Consejo  de 
Castilla. 

4.  Esta  resolución  fué  por  fin  dada  el  8  de  Febrero  de  1628.  Todos 
los  consejeros,  con  el  Presidente  a  la  cabeza,  resolvieron  en  aquel  día 
no  confirmar  el  acuerdo  de  la  Universidad  de  Salamanca  sobre  el  ju- 
ramento de  seguir  a  San  Agustín  y  Santo  Tomás,  con  lo  cual  el  pro- 
yectado estatuto  venía  por  tierra.  Profundo  dolor  experimentaron 
los  dominicos  y  agustinos  al  saber  este  desenlace.  He  aquí  las  tristes 
palabras  con  que  Fray  Diego  Lafuente,  Provincial  de  los  dominicos, 
manifestaba  a  la  Universidad  de  Salamanca  el  éxito  infeliz  de  este 
negocio:  «Reconociendo  no  sólo  la  grande  parte  de  favor  que  toca 
a  nuestra  religión,  sino  principalmente  el  señalado  e  importante  ser- 
vicio que  Vuestra  Señoría  hacía  a  la  Iglesia  con  el  santo  y  prudente 
estatuto  que  ordenó  cerca  de  la  doctrina  de  los  santos  doctores  San 
Agustín  y  Santo  Tomás,  hemos  solicitado,  con  toda  la  diligencia  po- 
sible, la  confirmación  de  él  en  el  Consejo  Real,  y  el  Consejo  acordó 
el  decreto  que  Vuestra  Señoría  habrá  entendido,  de  que  no  había 
lugar  la  confirmación,  cosa  que  ha  causado  admiración  y  asombro  a 


(1)  Rasón  y  Fe,  t.  XXXV,  pág.  40. 

(2)  Ibid.,  t.  XXXV,  pág.  42. 


184  I-IB.    I. — r.AS    CUATRO    PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1652 

muchos  grandes  personajes  de  esta  Corte,  y  a  toda  nuestra  religión 
entrañable  sentimiento»  (1).  * 

En  cambio,  el  regocijo  que  recibiéronlos  jesuítas  al  saberla  reso- 
lución del  Consejo  lo  conocemos  perfectamente  por  las  siguientes 
palabras  que  leemos  en  el  Diario  del  colegio  de  Salamanca  al  día  11 
de  Febrero  de  1628.  He  aquí  cómo  se  anota  el  fausto  suceso,  que  en 
ese  día,  es  decir,  tres  después  de  la  determinación  tomada  en  el  Con- 
sejo de  Castilla,  se  supo  entre  los  Nuestros:  «A  11  de  Febrero  [de  1628] 
vino  un  propio  despachado  de  Madrid  al  P.  Pedro  Rmentel,  vice- 
rrector de  este  colegio,  que  avisaba  que  no  se  había  confirmado  el 
juramento...  Antes  todo  el  Consejo  junto,  que  fueron  diez  y  siete 
con  el  Presidente,  sin  faltar  ninguno,  lo  negó,  y  luego  se  dijo  la  Le- 
tanía y  tras  ella  se  rezó  el  Te  Denm  laiulamus.  No  se  envió  aviso  a 
los  franciscos,  antes  se  mandó  que  nadie  lo  dijese  hasta  que  de  allá 
fuera  lo  divulgasen,  porque  no  pareciese  nos  jactábamos  con  el  buen 
suceso»  (2).  Efectivamente,  muy  luego  lo  supieron  también  los  fran- 
ciscanos, y  resonó  por  toda  Salamanca  como  un  triunfo  de  francis- 
canos y  jesuítas  la  negativa  dada  por  el  Consejo  Real  al  proyectado 
estatuto. 

No  podían  resignarse  los  doctores  universitarios,  y  mucho  menos 
los  dominicos,  con  la  negativa  que  les  había  dado  el  Consejo  Real. 
En  las  palabras  de  Fray  Francisco  de  Berrio  pronunciadas  ante  la 
Universidad  al  entregar  la  carta  ya  citada  de  Fray  Diego  de  La- 
fuente,  vemos  claramente  la  disposición  en  que  estaban  los  Padres 
de  Santo  Domingo.  Dice  el  Libro  de  claustros  que  después  de  leída  la 
carta  del  Provincial,  habló  el  P.  Berrio  en  estos  términos:  «En  nom- 
bre del  dicho  P.  Provincial  y  de  toda  su  religión,  represento  a  la 
Universidad  la  señalada  merced  que  todos  han  recibido  en  el  particu- 
lar del  estatuto  para  la  buena  enseñanza  de  la  juventud  en  la  doc- 
trina de  los  sagrados  Doctores  San  Agustín  y  Santo  Tomás,  y  el  justo 
sentimiento  que  toda  su  religión  ha  tenido  y  tiene  de  no  se  haber 
confirmado.  Que,  por  la  misericordia  de  Dios,  habrá  medios  para 
que  se  consiga  lo  que  la  Universidad  tan  cuerdamente  hizo,  y  que  en 
general  y  en  particular  pone  a  los  pies  de  la  Universidad  toda  su  re- 
ligión, vida  y  hacienda,  para  la  emplear  siempre  en  servicio  de  la 
Universidad  con  todo  amor  y  voluntad»  (3). 


(1)  Libro  de  claustros,  14  Febrero  1628. 

(2)  Diario  del  colegio  de  Salamanca,  11  Febrero  1628. 

(3)  Libro  de  claustros,  14  Febrero  1628. 


CAP.  VIII. — jlj;ame.\iü  de  la  universidad  de  salamanca  185 

5.  Dispuestos  así  los  ánimos,  diéronse  a  discurrir  sobre  el  medio 
que  podrían  tomar  para  levantar  su  crédito,  algo  decaído  con  la  re- 
pulsa del  Consejo  Real.  Entonces  concibieron  la  idea,  ciertamente 
ingeniosa,  de  acudir  al  Sumo  Pontífice  y  pedir  confirmación  de  Su 
Santidad  para  el  estatuto  de  Salamanca.  Si  esto  lograban,  no  sola- 
mente hubiera  sido  una  honra  para  la  Universidad,  sino  que  induda- 
blemente hubieran  obtenido  después  la  confirmación  del  Real  Con- 
sejo. Acudieron,  pues,  al  Nuncio  de  Su  Santidad  en  España,  y  po- 
niendo en  sus  manos  el  texto  del  juramento  y  estatuto  y  el  memorial 
impreso  de  Fray  Basilio  Ponce  de  León,  le  rogaron  lo  transmitiese 
todo  a  Su  Santidad.  El  Nuncio  aceptó  la  comisión,  y  mandó  a  Roma 
los  escritos  que  le  pusieron  en  las  manos  (1).  No  sabemos  las  diligen- 
cias que  se  hicieron  en  la  Ciudad  Eterna  para  conseguir  la  aproba- 
ción pontificia.  Un  año  largo  debió  tramitarse  allí  este  negocio,  y  por 
fin  el  29  de  Abril  de  1629  expidió  Urbano  VIII  la  contestación  a  la 
Universidad  de  Salamanca.  Presentaremos  a  nuestros  lectores,  tradu- 
cido con  la  posible  fidelidad,  el  texto  del  Sumo  Pontífice.  Helo  aquí: 
«A  nuestros  amados  hijos  los  teólogos  de  la  Universidad  de  Sala- 
manca 

»UrbanoPapa  VIII  (2). 

«Amados  hijos:  Salud  y  bendición  apostólica.  La  Teología  orto- 
doxa, que  manifiesta  a  los  que  viven  en  la  sombra  de  la  muerte  los 
arcanos  de  la  eternidad  y  procura  la  salud  del  género  humano  con 


(1)  Véase  la  carta  del  Nuncio  al  Secretario  de  Estado  en  el  Arch.  secreto  Vaticano, 
Nuns.  di  Spagtia,  t.  67,  f.  14.5.  «Hora  iuvio,  dice,  un  discorso  stampato  per  l'uni- 
versitá  di  Salamanca  et  Religioni  di  S.  Domenico  et  S.  Agostino  sopra  la  contirmatione 
dello  statuto  e  giuramento  di  insegnar  in  quello  studio  la  doctrina  di  Stl  Agostino  et 
Thomaso.» 

(2)  «Dilectis  Filiis  Salinanticensls  Acadeniiae  Theologis 

ürbanus  PP.  VIII. 
»Dilecti  Filii,  Salutem  et  Apostolicam  bencdictiouem.  Aoteriiitatis  arcana  patefa- 
ciens  habitantibus  in  umbra  monis,  et  salutem  humani  generis  coelestibus  auxiliis 
curans  Theologia  orthodoxa,  digna  plañe  est,  quae  Principum  colatur  obsequiis,  et 
muniatur  litteris  sapientum.  Profecto  illain  e  Romanae  Ecclesiae  sanctuariopi'odeun- 
tem,  et  sacris  variarum  nationum  studiis  locupletatam,  non  immerito  vigilantibus 
Apostolicae  sollicitudinis  oculis  custodire  semper  voluerunt  Ponti fices  Maximi.  Quos 
enim  in  cathedra  sapiontiae  ingeniis  hominam  praesse  voluit  Omnipotens,  eorum 
praecipue  curis  protegenda  videbatur  scientia,  Divinae  voluntatis  interpres.  Id 
autem,  quod  opus  Dei  est,  faceré  omnino  nunquam  debemus  negligentei-.  Inimiei  enim 
nostri  non  dormiunt,  ñeque  Synagoga  Satanae  caret  filiis  tenebrarum,  quorum  dolosa 
prudentia  nimis  saepe  fit  salutis  publicae  corruptela.  Foelicius  plañe  tacuissent  ii,  qui 
obliti  dicaudas  esse  sacras  lucubrationes  Deo  docenti  utilia,  ad  quaestioncs  vel  adco 
vilos  se  dcmittunt,  vel  adeo  superfinas  divagantur,  ut  stultitia  apud  homines  aliquan- 


186  i-i'J-  r. — i.AS  LUATiio  niovj.xciAS  de  estaña,  lGir)-10.j2 

celestiales  auxilios,  merece  ser  honrada  con  los  obsequios  de  los 
príncipes  y  defendida  por  el  ingenio  de  los  sabios.  Y,  en  efecto,  al 
verla  salir  al  público  desde  el  santuario  de  la  Iglesia  romana,  enri- 
quecida con  los  sagrados  estudios  de  diversas  naciones,  con  razón  los 
Sumos  Pontífices  la  han  procurado  defender  con  ojos  vigilantes  de 


(lo  habciitur  s;ii)i(Mit;a  Angoloruiii.  At  cnim  feromli  nuspiam  erant,  qui  vciionum 
pro  nianna  propinantes  crodontibus,  diim  sibi  a  sacro  Theologia*'  nomine  pernicio- 
sam  oonflarunt  authoritatem,mendacia  Inferni  venditare  potuerunt  in  orbe  terrariini, 
tanquam  oracula  divinitatis.  Theologicara  sane  stolam  induta  haeresis  caput  extu- 
]it  in  iis  provinciis,  quae  dum  a  Beato  Petro  desciverunt,  non  minora  praebuerunt  ca- 
lamitatum  exempla  qiiam  sceleruin.  Quare  niillum  humani  ingenii  commentuin  di- 
gnandum  hoc  teinporo  videtur  Theologici  uominis  niaiestate,  quod  Sanctoruní  Patruní 
authoritatem,  quasi  tesserara  Coeli  non  praeferat.  Veneranda  prorsas  antlquitas.  Eius 
cnim  sententiae  dum  innumerabilia  numerant  aetatum,  nationiimque  suffragia,  pro- 
xime  quodammodo  videntur  accederé  ad  sempiterni  illius  Magistri  verba,  quorum 
authoritas  in  ipsa  Coeli,  terrarumque  permutatione  non  praeteribit.  Agnoscere  pote- 
stis,  dilecti  fllii,  in  Pontiñeio  sermom'  laudes  consilii  vestri.  Prospicitis  enim  sapien- 
ter  tum  securitati,  tum  dignitati  Catholicae  Tlieologiao,  dum  ab  ea  novitatis  temerita- 
tem  areere  conamini.  Novarum  enim  opiniouum  studium,  vitium  magnis  ingeniis 
familiare,  dum  salubre  vetei-um  dogmatum  iugura  audacter  proiieit,  autprave  detor- 
tis  sanctorum  Doctorum  sententiis  abutitur,  videtur  propriae  potius  gloriae,  quam 
communi  utilitati  inservire.  Quod  autem  detestabilius  est,  ex  eiusmodi  semine  germi- 
nare in  Ecclesiastiea  segete  solent,  adnitente  diabolo,  venenata  impietatis  zizania. 
Quid  enim  de  iis  sperandum  est,  qui  placita  maiorum  tanquam  scholae  peripsemata 
despiciunt  in  Theologia,  in  qua  oriens  ex  alto  lux  veritatis  iis  solet  illueescere,  qui 
philosophantur  captivantes  intellectum  in  obsequium  fidei?  Sapienter  autem  perni- 
eiosae  novitati  lores  Salmauticensis  Academiao  occlusit  consentiens  tot  insignium 
Magistrorum  vox,  quae  in  Cathedris  istis  decrevit  sanetos  Doctores  Augustinum  et 
Thomam  Aquinateni  dominari.  Sane  videntur  vitam,  et  gloriam  ea  dogmata  mereri, 
quorum  frontem  authoritate  sui  nominis,  pcrinde  ac  Angeli  coelestes,  signarunt  dúo 
illi  magni  veritatis  magistri,  plausu  Ecelfsiae,  et  Pontificum  testiflcatione  commen- 
dati.  Fuere  quidem  alii  illustrium  doctrinarum  Antistites,  qui  rairiflcis  gemrais  dita- 
runt  sacrum  Christianae  Tlieologiae  diadema.  Eorum  vos  decet  et  venerari  nomen,  et 
opinionibus  assurgere  in  Ecclesia,  circumamicta  varietatibus.  At  enim  ferocienti  di- 
sputantium  licentiae  opportune  froenum  iniiciet,  in  ea  praecipue  parte  quae  ad  mores 
pertiuet,  Doctor  Angelicus,  cuius  Thoologica  Summa  videtur  in  domo  Domini  esse 
thesaurus  veritatis.  Quare  publicas  laudes  Romae  promeruit  vestra  Constitutio,  prae- 
sertim  cum  alios  Doctores  e  veteri  scholae  possessione  non  deturbet,  et  ea,  qua  per  est, 
religione  veneretur  in  Theologicis  controversiis  coelestem  Romanae  Ecclesiae  Magi- 
stratura. Verum  visum  Nobis  non  est  hoc  tempore,  piam  voluntatum  vestrarum  liber- 
tatcm  Pontificio  novi  iurisiurandi  vinculo  obstringere.  Ea  cnim  vos  mente  esse  cre- 
dimus,  ut,  quod  agere  cupitis  cogente  necessitate,  id  praestare  possitis  pietate  sua- 
dente.  lam  vero  ad  doctrinara  Divi  Thoraae  doeendam,  ipsa  satis  hortari,  atque  com- 
pellere  vos  debet  vestri  fundatoris  lex,  quae  illi  in  Salmanticeusi  Gymuasio  tletulit 
Principatum.  Eam  sane  dum  sequemini,  in  cor  unura,  atque  animara  uñara  (quantum 
in  eiusraodi  negotio  íieri  potest)  coalescentes,  laetiflcabitis  Ecclesianí,  Salraanticensis 
Theologiae  gloria  triumphautem,  et  sacros  veritatis  orthodoxae  custodes  omni  tum 
pestiferae  impietatis,  tum  novitatis  temerariae  nietu  liberabitis.  Solatiuní  hoc  dum 
speraraus,  complcctimur  vos  brachiis  Apostolicae  charitatis,  dilecti  fllii,  quibus  bene- 
dictionem  nostram  iinpartimur,  et  Pontificiura  patrocinium  pollicemur.  Datura  Romae 
apud  Sanclum  Pctrum  sub  annulo  Piscatoris  die  XXIX  Aprilis  MDCXXIX  Pontiflca- 
tus  Nostrl  Anuo  sexto.» 


CAP.    VIH. ,11  KA.MK.XTO    DK    LA    UMVKRSIDAD    T>K    .SALANÍAXCA  1S< 

apostólica  solicitud.  Los  hombres  que  Dios  quiso  que  presidiesen 
desde  la  cátedra  de  la  sabiduría  a  los  humanos  ingenios,  deben  prin- 
cipalmente proteger  aquella  ciencia  que  nos  interpreta  la  voluntad 
divina.  Ahora  bien,  lo  que  es  obra  de  Dios  no  lo  debemos  tomar  nos- 
otros nunca  con  negligencia.  Porque  nuestros  enemigos  no  duermen 
y  nunca  faltan  en  la  sinagoga  de  Satanás  hijos  de  tinieblas,  cuya  en- 
gañosa prudencia  se  convierte  muchas  veces  en  corrupción  de  la  sa- 
lud pública.  Mejor  hubieran  hecho  en  callar  ciertos  hombres,  que  ol- 
vidando se  debían  dedicar  los  sagrados  estudios  a  Dios  Nuestro  Se- 
ñor, que  enseña  cosas  útiles,  se  rebajan  a  cuestiones  tan  viles  o  se  en- 
redan en  disputas  tan  superfinas,  que  la  sabiduría  de  los  ángeles  pa- 
rece algunas  veces  necedad  a  los  ojos  de  los  hombres.  Nunca  debie- 
ran tolerarse  ciertos  escritores  que  propinando  el  veneno  en  vez  del 
maná  a  los  fieles  cristianos,  se  arrogan  una  autoridad  perniciosa,  y 
dándose  el  sagrado  nombre  de  teólogos,  pudieron  vender  en  el 
mundo  por  oráculo  de  la  divinidad  lo  que  era  solamente' mentira  del 
infierno.  Vestida  con  el  ropaje  teológico  alzó  la  cabeza  la  herejía  en 
ciertas  provincias  que,  apartándose  de  la  cátedra  de  Pedro,  se  vieron 
sumergidas  en  no  menores  calamidades  que  pecados.  Por  lo  cual  nin- 
guna invención  del  humano  ingenio  merece  en  este  tiempo  el  au- 
gusto nombre  de  teología,  si  no  llevan  como  contraseña  del  cielo  la 
autoridad  de  los  Santos  Padres.  Venerable  es  la  antigüedad,  y  sus 
sentencias  apoyadas  con  el  sufragio  de  innumerables  edades  y  na- 
ciones, parece  acercarse  a  las  palabras  de  aquel  sempiterno  Maestro 
de  la  verdad,  cuya  autoridad  no  pasará,  aunque  se  cambien  los  cielos 
y  la  tierra. 

»En  las  palabras  que  os  dirige  el  Sumo  Pontífice,  amados  hijos, 
podéis  reconocer  un  elogio  de  vuestro  intento.  Sabiamente  procu- 
ráis mantener  la  seguridad  y  la  dignidad  de  la  Teología  católica, 
cuando  os  esforzáis  en  apartar  de  ella  toda  temeraria  novedad.  El 
afán  de  opiniones  nuevas,  vicio  familiar  a  los  grandes  ingenios, 
mientras  sacude  audazmente  el  yugo  saludable  de  los  antiguos  dog- 
mas o  tuerce,  con  depravado  abuso,  las  sentencias  de  los  santos  doc- 
tores, parece  pretender  más  la  gloria  particular  que  la  utilidad  co- 
mún. Y  lo  que  es  más  detestable,  de  esta  semilla  suele  germinar  en 
el  campo  de  la  Iglesia,  por  la  diligencia  del  demonio,  la  venenosa 
cizaña  de  la  impiedad.  ¿Qué  se  puede  esperar  de  hombres  que  des- 
precian las  sentencias  de  los  mayores,  como  desecho  de  la  escuela 
en  la  Teología,  en  la  cual  la  luz  de  la  verdad  que  sale  de  lo  alto,  sólo 
ilumina  a  los  que  filosofan  cautivando  el  entendimiento  en  obsequio 


1H8  Lili.    1. — LAS   CUATRO   PROVINCIAS   DK   ESPAÑA,    1615-1652 

de  la  fe?  Con  mucha  prudencia  la  voz  unánime  de  tan  insignes  maes- 
tros cierra  las  puertas  de  la  Universidad  de  Salamanca  a  las  pernicio- 
sas novedades,  cuando  resuelve  que  en  sus  cátedras  predominen  los 
Santos  Doctores  Agustín  y  Tomás  de  Aquino.  Merecen  sin  duda  go- 
zar de  vida  y  gloria  aquellos  dogmas  que  llevan  sobre  su  frente  la 
autoridad  de  aquellos  dos  doctores  que,  como  espíritus  celestiales, 
son  recomendados  por  el  aplauso  de  la  Iglesia  y  por  el  testimonio  de 
los  Sumos  Pontífices.  Existieron  sin  duda  otros  maestros  de  ilustre 
doctrina,  los  cuales  enriquecieron  con  admirables  joyas  la  sagrada 
diadema  de  la  Teología  cristiana.  Debéis  vosotros  venerar  los  nom- 
bres de  estos  doctores  y  acatar  sus  opiniones  en  la  Iglesia,  que  así  se 
muestra  vestida  de  variedad.  Contra  la  licencia  impetuosa  de  dispu- 
tar, será  un  freno  oportuno,  sobre  todo  en  la  Teología  moral,  el  Doc- 
tor angélico,  cuya  Siima  teológica  parece  un  tesoro  de  verdad 
en  la  casa  del  Señor.  Por  lo  cual  ha  merecido  públicos  elogios  en 
Roma  vuestra  constitución,  sobre  todo  observando  que  no  priváis  a 
otros  doctores  de  la  posesión  antigua  en  que  están  de  sus  escuelas,  y 
veneráis  con  la  religión  que  se  debe  en  las  controversias  teológicas, 
el  magisterio  celestial  de  la  Iglesia  romana. 

»Pero  en  este  tiempo  no  nos  ha  parecido  conveniente  ligar  con 
el  vínculo  pontificio  de  nuevo  juramento  la  piadosa  libertad  de  vues- 
tras voluntades.  Conocemos  la  disposición  de  vuestros  ánimos,  y 
creemos  que  haréis,  movidos  de  piedad,  lo  que  deseáis  hacer  obliga- 
dos por  la  necesidad.  Ahora  bien,  la  misma  ley  de  vuestro  fundador 
os  debe  exhortar  y  compeler  a  defender  la  doctrina  de  Santo  Tomás, 
pues  a  ella  le  concedió  el  primer  lugar  en  la  Universidad  de  Sala- 
manca. Siguiendo  esta  doctrina,  os  uniréis  en  un  corazón  y  en  un 
alma  (cuanto  en  este  negocio  se  pueden  los  hombres  unir),  alegraréis 
a  la  Iglesia,  que  triunfa  con  la  gloria  de  la  Teología  salmanticense,  y 
libraréis  a  los  custodios  de  la  ortodoxa  verdad  de  todo  peligro,  así 
de  pestífera  impiedad  como  de  novedad  temeraria.  Esperando  de 
vosotros  este  consuelo,  os  bendecimos  y  abrazamos,  queridos  hijos, 
con  los  brazos  de  apostólica  caridad,  os  concedemos  nuestra  bendi- 
ción y  os  prometemos  el  patrocinio  de  nuestra  autoridad.  Dado  en 
Roma,  en  San  Pedro,  bajo  el  anillo  del  Pescador,  el  día  29  de  Abril 
de  1629,  año  sexto  de  nuestro  pontificado»  (1). 


(1)  Bibl.  Vaticana.  Barberini,  lat,  2.199,  fol.  20  vto.  Es  un  tomo  en  folio,  en  vitela, 
muy  bien  encuadernado,  que  lleva  este  título  por  defuera:  aSanctissimi  D.  N.  D.  Urbani 
Pupne  VIH  Epistolae  ad  Principes  vivos  et  alios.  Anno  Pontificatus  sui  sexto.-» 


CAP.   VIII. — JUBAMENTO  DE  LA   UNIVERSIDAD   DE   SALAMANCA  Igí) 

Como  ve  el  lector,  esta  carta  del  Sumo  Pontífice  era  una  negativa 
envuelta  en  nubes  de  incienso.  Urbano  VIII  proclama  las  alabanzas 
de  la  teología,  deplora  la  corrupción  en  que  se  precipitan  los  here- 
jes y  adonde  conduce  el  apetito  malsano  de  novedades;  ensalza  enca- 
recidamente la  doctrina  de  San  Agustín  y  Santo  Tomás,  y  aprueba  el 
piadoso  designio  de  los  doctores  salmantinos  de  precaverse  contra 
todo  peligro  de  novedades.  En  todo  esto  no  había  dificultad  ninguna. 
Alaba  después  el  respeto  que  se  ha  guardado  a  doctores  de  otras  es- 
cuelas, advirtiendo  que  hay  hombres  cuyas  opiniones  se  deben  res. 
petar.  Tal  vez  no  esperaban  los  doctores  salmanticenses  este  elogio  y 
la  adjunta  admonición.  Al  fin,  después  de  tantas  alabanzas,  niega  la 
aprobación  pontificia  que  la  Universidad  demandaba.  ¿Y  por  qué?  No 
explica  Urbano  VIII  las  razones  de  su  negativa,  pero  no  parece  difí- 
cil adivinarlas.  Rehusa  aprobar  el  estatuto,  no  por  lo  que  éste  afir- 
maba, sino  por  lo  que  excluía.  Bueno  es  estudiar  a  San  Agustín  y  a 
Santo  Tomás,  pero  no  es  bueno  cerrar  los  ojos  a  tantos  otros  Santos 
Padres  y  Doctores  que  han  ilustrado  la  Iglesia  de  Dios.  El  exclusi- 
vismo de  escuela  no  está  en  armonía  con  el  espíritu  de  la  Iglesia,  que 
siempre  es  inmensamente  más  ancho  y  dilatado  que  el  recinto  de  una 
escuela  cualquiera.  La  Santa  Madre  Iglesia  abraza  en  su  seno  a  todas 
las  escuelas  católicas,  las  bendice  a  todas,  pero  no  se  ciñe  exclusiva- 
mente a  una  o  a  otra.  Como  por  el  memorial  del  Dr.  Balboa,  que  el 
Nuncio  había  enviado  a  Roma  en  el  verano  de  1627,  se  sabía  perfec- 
tamente el  objeto  que  se  pretendía  en  todo  este  negocio,  justamente 
Urbano  VIII  negó  la  aprobación  de  un  estatuto  que  no  era  medio 
para  defender  el  dogma  católico,  sino  solamente  un  arma  de  partido 
de  una  escuela  contra  otra,  de  los  dominicos  contra  los  jesuítas.  Con 
la  carta  del  Sumo  Pontífice  cerróse  este  incidente  de  nuestra  historia 
teológica,  y  el  juramento  y  estatuto  de  Salamanca  pasaron  definiti- 
vamente al  panteón  de  la  historia. 


CAPÍTULO  IX 


CONTRADICCIONES    ABIERTAS    CONTRA    LA    COMPAÑÍA 

Sumario:  1.  Invectivas  contra  la  regla  de  la  corrección  fraterna. — 2.  Oposición  de 
otros  religiosos  a  la  Compañía,  porque  ésta  presentó  a  los  Obispos  las  licencias  de 
l)redicar  y  confesar.— 3.  Breve  conflicto  con  Felipe  IV  en  1C31.— 4.  Calumnias  de 
Scioppio,  Koales  y  Espino  conti-a  la  Compañía.— 5.  Acto  solemne  de  la  Inquisición 
contra  ellos  en  1634,  y  continuación  de  la  guerra  de  Espino. — 6.  Causa  del  P.  Poza. 

Fuentes  contemporáneas:  1.  Epislolue  Generalium.—'2.  Hispania.  Ordinuliones  et  conxueludi- 
tiea.—n.  Carta  del  P.  Lilis  de  la  Palma.— 4.  Varias  cartas  de  jesuítas  publicadas  en  el  Afemorinl 
Jiintóriro  füpafioJ.—á.  Diario  del  colegio  de  Salaiiiiinca. 

1.  No  fueron  muchas  ni  muy  graves  las  contradicciones  abiertas 
que  padeció  la  Compañía  en  estos  años.  Si  se  comparan  con  las  fieras 
batallas  que  hubieron  de  sostener  nuestros  Padres  en  tiempo  de 
Aquaviva,  apenas  merecerían  las  presentes  el  nombre  de  ligeras  es- 
caramuzas. El  generalato  del  P.  Vitelleschi  fué  para  las  cuatro  pro- 
vincias de  España  una  época  de  relativa  tranquilidad.  Con  todo  eso, 
como  Dios  no  quería  que  olvidasen  los  jesuítas  el  oficio  de  padecer 
l^ersecuciones  por  amor  suyo,  permitió  que  en  este  tiempo  se  susci- 
tasen acá  y  acullá  varios  conflictos  que  ejercitaron  regularmente  la 
paciencia  de  nuestros  Padres.  Notaremos,  ante  todo,  la  oposición 
científica  que  solía  haber  entre  los  dominicos  y  los  Nuestros,  a  pro- 
pósito de  opiniones  teológicas.  Aunque  la  Santa  Sede  había  mandado 
callar  a  los  dos  partidos  acerca  del  punto  importante  de  la  gracia 
eficaz,  sin  embargo,  surgían  polémicas  al  defenderse  en  los  actos  pú- 
blicos opiniones  más  o  menos  vecinas  a  las  que  se  habían  debatido 
en  la  célebre  controversia  De  auxilUs.  Los  dominicos  no  podían  su- 
frir que  los  jesuítas  defendiesen  la  ciencia  media  (1);  y  así  ellos  como 
nuestros  Padres  estaban  con  los  ojos  muy  abiertos,  para  ver  si  los 
contrarios  se  desmandaban  en  algo  contra  lo  dispuesto  por  la  Santa 
Sede.  Prescindiendo  de  esta  célebre  contienda,  hubo  un  punto  de 
nuestras  reglas  que  dio  margen  avivas  disputas  a  fines  del  siglo  XVI, 


(1)    Véase,  por  ojomi)lo,  el  Diario  (H  colegio  da  Salamanca,  día  4  de  Diciembre^  1(530. 


CAT.    l.\'. — COXTKADICCIOXKS    ACIERTAS    CO.NTÜA    I.A    COMPAÑÍA  191 

las  cuales  se  repitieron  en  tiempo  del  P.  Vitelleschi.  Tal  fué  la 
regla  nona  del  Sumario:  «Para  más  aprovecharse  en  espíritu,  y  espe- 
cialmente para  mayor  bajeza  y  humildad  propia,  deben  todos  con- 
tentarse, que  todos  los  errores  y  faltas,  y  cualesquiera  cosas  que  se 
notaren  y  supieren  suyas,  sean  manifestadas  a  sus  mayores  por  cual- 
quiera persona  que  fuera  de  confesión  las  supiere.»  Insistían  los  do- 
minicos en  que  esta  regla  era  contra  el  Evangelio,  y  aunque  se  les 
dieron  cumplidas  explicaciones  de  la  regla  (1),  no  se  aquietaban  del 
todo. 

En  1627,  cuando  Fray  Cristóbal  de  Lazarraga,  aquel  monje  ber- 
nardo mencionado  más  arriba  (2),  quiso  defender  en  Salamanca  va- 
rias ideas  de  Bañes  contra  los  jesuítas,  parece  que  puso  una  tesis 
contra  nuestra  regla  de  la  corrección,  aunque  no  conocemos  los  tér- 
minos en  que  estaba  concebida.  La  Inquisición  de  Valladolid  prohi- 
bió defenderla,  y  mandó  recoger  todos  los  papeles  de  Fray  Cristóbal 
difundidos  sobre  esta  materia.  Él  se  conformó  con  lo  dispuesto  por 
la  Inquisición;  pero,  según  nos  dice  el  Diario  del  colegio  de  Sala- 
manca, se  mostraron  mucho  más  resentidos  que  él  algunos  domini- 
cos que  le  apoyaban  (3). 

En  1G38  hubo  por  la  misma  causa  un  conflicto  ruidoso  en  Pam- 
plona. Queriendo  impugnar  nuestra  regla  los  dominicos,  habían  pre- 
parado un  acto  solemne,  y  contra  la  costumbre  usada  en  tales  cir- 
cunstancias, de  imprimir  y  publicar  con  anticipación  las  tesis  que  se 
habían  de  defender,  las  redactaron  manuscritas  e  hicieron  que  se  di- 
vulgasen entre  todos  sus  conocidos,  cuidando  de  ocultarlas  a  los 
Padres  de  la  Compañía.  Deseaban,  naturalmente,  defender  su  doc- 
trina en  acto  público,  sin  que  los  Nuestros  levantasen  ninguna  opo- 
sición. Sucedió,  como  era  natural,  que  un  ejemplar  de  las  tesis  ma- 
nuscritas vino  a  las  manos  de  un  amigo  de  la  Compañía,  quien  lo 
mostró  a  nuestro  P.  Rector.  Cuando  éste  vio  una  tesis  directamente 
enderezada  a  combatir  la  regla  de  la  Compañía,  corrió  inmediata- 
mente a  la  Inquisición  de  Logroño,  mostró  las  bulas  de  la  Compa- 
ñía, y  rogó  a  los  inquisidores^,  fuesen  servidos  de  prohibir  la  defensa 
de  aquella  tesis.  Accedieron  ellos  a  las  representaciones  de  nuestro 
Rector,  y  mandaron  que  no  se  defendiese  la  tal  tesis.  Por  su  parte, 
los  dominicos  presentáronse  también  en  Logroño,  y  protestaron  de- 


(1)  Véanse,  por  ejemplo,  las  que  da  el  P.  Suárez,  De  religione  Societatis  Jesii,  1.  X,  c.  7, 
8,9etl0. 

(2)  Véase  el  capítulo  V. 

(H)     Diítrin  del  colvijio  dp  SaliDiianca,  í."  Diciembre  1027. 


192  LIB.   I. LAS   CUATRO   Pr.OVI.NXIAS   DE   ESPAÑA,    1G15-1Gl>2 

lante  de  los  inquisidores  que  ellos  no  deseaban  ofender  poco  ni 
mucho  a  la  Compañía,  sino  solamente  aclarar  un  punto  teológico 
acerca  de  la  corrección.  Observaron  cuan  ignominioso  sería  para 
ellos,  si  se  les  mandase  retirar  una  tesis  ya  conocida  de  todo  el  pú- 
blico; y  tanto  encarecieron  el  descrédito  y  nota  que  de  ahí  se  les 
seguiría,  que  los  inquisidores,  haciéndoles  algunas  advertencias  y 
previniéndoles  para  que  no  ofendiesen  a  la  Compañía,  les  permitie- 
ron al  fin  dejar  el  texto  de  sus  tesis  tal  como  estaba. 

Con  este  recado  volvieron  los  dominicos  a  Pamplona  con  aires 
de  victoriosos,  y  en  el  mismo  día  un  grupo  de  los  estudiantes  que 
seguían  su  escuela  corrió  las  calles  de  la  ciudad,  dando  estas  voces: 
«Víctor  Santo  Domingo  contra  la  corrección  de  la  Compañía.»  Em- 
pero, los  inquisidores,  entendiendo  lo  que  había  de  suceder,  envia- 
ron otro  recado  a  Pamplona,  mandando  que  se  intimase  a  los  domi- 
nicos desistir  de  la  tesis  litigiosa.  Encomendóse  esta  diligencia  auna 
dignidad  de  la  catedral,  el  cual  intimó  el  decreto  de  los  inquisido- 
res al  P.  Prior  y  a  otros  principales  de  los  dominicos.  Nuestro  Rector 
le  advirtió  que  sería  necesario  intimarlo  al  presidente  y  al  actuante 
del  acto,  y  en  efecto,  quiso  hacer  esta  diligencia  el  dignatario,  y  se 
presentó  en  el  aula  cuando  iba  a  empezar  el  acto  teológico.  Aunque 
no  le  ofrecieron  el  lugar  preferente,  como  era  costumbre  cuando  en 
tales  actos  se  presentaba  un  comisario  del  Santo  Oficio,  él  por  sí 
mismo  se  adelantó  y  se  puso  en  el  primer  lugar,  mandando  a  un  no- 
tario que  llevaba  consigo  notificar  a  todos  el  decreto  de  la  Inquisi- 
ción. Hízose  así,  y  el  notario  leyó  públicamente  el  decreto  en  que, 
so  pena  de  excomunión,  se  prohibía  defender  aquella  tesis.  Con  esto 
parece  que  debía  terminar  todo  el  conflicto;  pero  sucedió  un  inci- 
dente, que  vamos  a  referir  con  las  mismas  palabras  del  P.  Sebastián 
González,  que  pocos  días  después  escribió  la  relación  de  este  acto. 

Dice  así:  «Hecha  la  notificación,  dijo  (el  dignatario  de  la  catedral) 
que  él  había  cumplido  con  su  orden  y  que  se  quedasen  con  Dios,  y 
se  fué  a  salir  del  general.  Bajóse  de  la  cátedra  el  presidente  y  fuese 
tras  él,  hablándole  con  poco  respeto,  y  cerca  de  la  puerta  le  asió  del 
brazo  para  detenerle.  La  dignidad  se  enfadó  con  el  fraile,  y  le  dijo 
no  era  él  persona  a  quien  se  había  de  hablar  de  aquella  suerte,  y 
diciendo  esto  le  dio  un  empellón  y  le  echó  de  sí.  El  fraile,  muy  tur- 
bado y  colérico,  a  grandes  voces  dijo:  «Séanme  testigos  que  ha  in- 
»currido  en  el  canon  si  quis  suadente  diaholo.»  Estaba  allí  un  her- 
mano del  fraile,  y  entendiendo  que  le  había  sucedido  algún  fracaso 
a  su  hermano,  echó  mano  a  la  espada  para  herir  a  la  dignidad.  Él  era 


CAP.    IX. — COXTRADICCIOXES    ABIERTAS    COXTEA    LA    COMPA>,IA  1;)3 

alentado,  y  sin  que  le  pudiese  ofender  se  escapó,  y  con  esto  se  aquie- 
taron, y  el  presidente  se  volvió  a  la  cátedra,  y  sin  reparar  en  las  cen- 
suras y  precepto  defendió  su  acto.  Han  acudido  los  nuestros  a  Lo- 
groño. Esto  está  en  este  estado.  Dicen  argüyó  un  agustino  y  que  les 
picó  muy  bien  y  con  grande  socarronería,  porque  apretando  en  el 
punto  de  la  titular,  les  dijo:  «Ahora  Vuestras  mercedes  me  respon- 
»dan:  ¿cuándo  será  lícita  la  corrección  fraterna  non  praemissa  moni- 
^>tioneP»  Respondieron:  «Señor,  ut  in  phinmiim,  no  es  justa  sino  en 
«algún  caso  extraordinario,  concurriendo  las  calidades  que  Santo 
«Tomás  pone  en  el  Superior,  que  sea  hombre  prudente,  pío,  discreto, 
»santo,  etc.»  «Luego  sigúese  (dijo  el  otro)  que  los  priores  de  la  re- 
»ligión  de  Vuestras  Mercedes  ut  in  plurimum,  pues  no  se  les  puede 
«hacer  la  delación  nisi  praemissa  correctione;  no  son  prudentes,  dis- 
»cretos,  píos  y  santos,  etc.»  El  fraile  agustino  lo  dijo  tan  bien,  que  le 
hicieron  grande  aplauso,  y  hubo  muchas  risas  en  el  auditorio  y  sen- 
timiento en  el  que  presidió  y  concertó»  (1). 

En  el  mismo  año  1638  ocurría  un  caso  algo  semejante  en  Toledo 
a  propósito  de  la  misma  doctrina.  Le  referiremos  con  las  palabras 
del  mismo  P.  Sebastián  González,  que  expone  el  hecho  con  toda  cla- 
ridad: «Pretendieron  los  Padres  Dominicos  en  Toledo  en  un  acto  suyo 
defender  una  conclusión  contra  nuestra  regla  de  la  corrección  fra- 
terna. Dieron  sus  conclusiones  a  las  religiones  y  a  los  demás  que  se 
acostumbra,  y  en  viendo  los  nuestros  la  conclusión,  despacharon  a 
Madrid  con  el  aviso.  Dióse  cuenta  al  Supremo  Consejo  de  la  Inqui- 
sición, y  mandóse  que  no  se  defendiese  y  que  se  les  notificase  al  ac- 
tuante y  al  presidente,  y  que  demás  de  eso  asistiese  al  acto  el  secre- 
tario tarde  y  mañana  y  remitiese  un  testimonio  de  cómo  se  había 
ejecutado  lo  que  había  mandado  el  Tribunal  del  Supremo,  aunque 
ellos  [los  dominicos]  no  entendieron  de  dónde  venía  el  golpe,  que  le 
han  sentido  sobremanera. 

»E1  P.  Prior  de  San  Pedro  Mártir,  que  era  donde  el  acto  se  había 
de  hacer,  pareciéndole  que  aquel  tiro  les  venía  de  los  inquisidores 
de  Toledo,  se  puso  el  mismo  día  que  se  lo  notificaron  a  él  y  a  sus 
frailes,  en  camino  para  Madrid,  pareciéndole  que  en  viéndose  con  el 


(1)  Todo  este  suceso  de  Pamplona  lo  escribió  pocos  días  después  el  P.  Sebastián 
González,  cuya  eai-ta  puede  verse  impresa  en  el  Memorial  histórico  español,  t.  XVI,  pá- 
gina 35G.  Este  P.  Sebastián  González,  que  residía  en  la  corte,  solía  recoger  las  nai'racio- 
nes  interesantes  de  sucesos  ocurridos  en  nuestros  colegios  y  de  otros  acontecimientos 
contemporáneos,  y  las  enviaba  al  P.  Rafael  Pereira,  que  recogía  materiales  para 
componer  una  Historia  de  España,  que  al  fin  no  llegó  a  escribirse. 

13 


194  I-IB-    I- — LAS   CUATKO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    161ÍJ-1'.>52 

Inquisidor  General  daría  al  traste  con  todo.  Iba  tan  persuadido  a  que 
saldría  con  su  intento,  que  dejó  ordenado  tuviesen  sus  frailes  pre- 
venidas luminarias  y  cohetes  y  un  altar  bien  aderezado,  donde  estu- 
viese el  Santísimo  Sacramento,  y  que  hubiese  sermón  en  que  se  de- 
clarase el  intento,  y  diciendo  de  camino  de  nuestra  regla  lo  que  le 
pareciese  más  al  punto  al  predicador,  y  del  modo  que  de  practicarla 
tenía  la  Compañía,  y  que  para  que  esto  se  hiciese  con  más  brevedad 
enviaría  por  la  posta  el  despacho.  Que  lo  dicho  se  hiciese  en  acción 
de  gracias  de  habernos  vencido.  Llegó  Su  Reverencia  a  Madrid, 
dando  quejas  de  los  inquisidores  de  Toledo  por  haberles  impedido 
el  acto.  Oyó  muy  despacio  el  señor  Inquisidor  General,  y  después  le 
dijo:  «Padre  Prior;  todo  cuanto  se  ha  hecho  ha  sido  ordenado  de 
«Madrid,  y  así  no  tiene  que  culpar  a  los  inquisidores  de  Toledo,  y 
«persuádase  que  esa  conclusión  no  se  ha  de  defender  por  ningún 
«caso.»  Dióle  muy  buenas  razones,  así  teológicas  como  prudenciales, 
con  que  salió,  perdida  la  visita,  nuestro  Padre  Prior.  Acertó  en  esto  a 
venir  de  Alcalá  un  maestro,  y  dándole  cuenta  el  prior  de  su  venida 
y  de  cuan  resueltamente  había  respondídole  el  señor  Inquisidor  Ge- 
neral, le  dijo  tornase  a  instar  y  que  él  le  acompañaría.  Hiciéronlo 
así,  y  el  Inquisidor  se  está  firme  en  lo  dicho.  Lo  más  que  han  podido 
sacar  es,  que  se  den  a  calificar  las  proposiciones,  y  se  cree  que  que- 
dará esto  para  siempre  excluido  de  disputas,  y  se  quedarán  las  lumi- 
narias y  cohetes  para  otra  mejor  ocasión»  (1). 

Estas  oposiciones  a  nuestra  regla  no  se  extinguieron  con  estos  ac- 
tos. Sabemos  que  en  otras  ciudades  y  en  tiempos  posteriores  han 
resucitado  las  objeciones  de  los  dominicos  contra  esa  doctrina. 

2.  Otro  conflicto  desagradable  tuvieron  los  jesuítas  con  las  otras 
Órdenes  religiosas  por  un  motivo  algo  diferente.  Por  los  años  de  1623 
empezó  el  Sr.  Arzobispo  de  Sevilla  a  exigir  que  los  religiosos  le  pre- 
sentasen sus  licencias,  para  que  pudiera  cerciorarse  de  la  aptitud  y 
capacidad  que  poseían  para  ejercitar  los  ministerios  sagrados.  Resis- 
tieron a  esta  demanda  los  religiosos  de  las  otras  Ordenes, pretextando 
que  era  indecoroso  para  ellas  el  someterse  al  examen  del  Sr.  Arzo- 
bispo. Hecha  una  confederación  de  todas  las  religiones,  se  dirigieron 
a  la  Sede  Apostólica,  suplicando  a  Su  Santidad,  que  les  eximiese  de 
la  servidumbre  a  que  el  Prelado  hispalense  las  quería  sujetar.  In- 
vitados los  Nuestros  a  tomar  parte  en  esta  alianza,  parece  que  duda- 
ron algún  tanto  en  adherirse  a  ella;  pero,  al  fin,  oj^endo  que  nuestro 


(1)    Memorial  histórico  español,  t.  XIV,  pág.  395. 


CAP.    IX. — COMEADICCIONES    ABIERTAS    COMEA    LA    COMPAÑÍA  ly.^ 

P.  General  se  había  unido  a  los  Generales  de  otras  Órdenes  para  cierta 
súplica  semejante  en  cierto  caso  que  se  ofreció,  creyeron  que  podían 
y  debían  hacer  causa  común  en  este  pleito  con  las  otras  Órdenes  re- 
ligiosas. El  P.  Provincial  de  Andalucía,  Jorge  Hemelman,  avisó  de 
todo  al  P,  Vitelleschi,  y  éste  respondió  al  instante  reprobando  la 
conducta  de  los  Padres  sevillanos.  Vamos  a  copiar  sus  palabras  tex- 
tuales, que  merecen  ser  retenidas  para  otros  sucesos  que  después 
vendrán,  y  para  entender  el  espíritu  de  obediencia  a  los  Obispos  con 
que  nuestros  operarios  deben  proceder  en  casos  semejantes. 

Decía  así  el  P.  General,  con  fecha  4  de  Noviembre  de  1624:  «Pé- 
same que  V.  R.  y  los  Padres  de  Sevilla  se  uniesen  con  las  religiones 
que  se  han  opuesto  al  edicto  que  promulgó  el  Sr.  Arzobispo,  de  que 
todos  los  confesores  presentasen  las  licencias  que  tenían  para  confe- 
sar, para  que  Su  Ilustrísima  las  viese  y  aprobase  o  reprobase,  como 
pareciese  que  convenía  por  el  examen,  A  todas  las  partes  donde  se 
han  publicado  semejantes  edictos  al  dicho  he  escrito,  que  los  Nues- 
tros lo  obedezcan  y  se  sujeten  a  él  sin  hacer  ningún  género  de  con- 
tradicción, y  así  se  ha  cumplido.  Holgárame  mucho  que  V.  R.  y  los 
Padres  que  están  en  las  casas  y  colegios  que  tenemos  en  el  arzobis- 
pado de  Sevilla,  lo  hubieran  hecho  desde  el  principio  sin  esperar 
aviso,, pero  lo  que  entonces  no  se  hizo  se  hará  luego  que  V.  R.  reciba 
ésta,  que  es  lo  que  se  debe  y  conviene,  aunque  todos  hayan  de  vol- 
ver a  ser  examinados.  V.  R.  intime  este  orden  a  todos  los  Padres  que 
están  en  las  casas  y  colegios  que  tenemos  en  el  arzobispado  de  Sevi- 
lla. La  razón  que  se  alegó  allá  para  que  convenía  que  los  Nuestros  se 
uniesen  con  las  demás  religiones,  que  fué  porque  yo  me  había  unido 
con  los  Generales  de  las  religiones  para  suplicar  a  la  Santidad  de 
Gregorio  XV  sobre  una  bula,  no  tenía  fuerza  para  el  intento,  porque 
yo  no  me  uní  para  resistir  a  los  obispos,  sino  para  suplicar  a  Su  San- 
tidad oyese  las  razones  que  había  en  favor  de  las  religiones»  (1).  Re- 
cibida esta  carta  mudaron  nuestros  Padres  su  modo  de  proceder, 
presentando  sus  licencias  y  mostrándose  en  todo  sometidos  en  esta 
parte  a  la  autoridad  episcopal. 

Tres  años  después  repitióse  el  caso  con  circunstancias  agravan- 
tes en  la  diócesis  de  Córdoba.  Mandó  el  Obispo  que  ningún  religioso 
ejercitase  la  predicación  ni  oyese  confesiones  en  la  diócesis,  si  pri- 
mero no  presentaba  sus  licencias  y  eran  aprobadas  por  Su  Señoría. 


(1)    Hispania.  Ordiiiatioiies  at  CoHsuctudiws,  1ó59-1(jij9.  Vitelleschi  a  Hemelmaii,  4  No- 
viembre 1G24. 


196  LIB.    I. — LAS   CUAXKO   niOVINCIAS   DE   ESPAXA,    1615-16.j2 

Ofendidas  las  otras  Órdenes,  resistieron  al  edicto  del  Prelado,  y  ape- 
laron a  la  Santa  Sede,  como  lo  habían  hecho  años  antes  los  de  Sevi- 
lla. Entretanto,  acercándose  la  Cuaresma,  y  queriendo  obligar  al  Pre- 
lado a  que  desistiese  de  su  intento,  se  abstuvieron  todos  de  confesar 
y  predicar.  Los  Nuestros,  en  cambio,  presentaron  sus  licencias  al  ins- 
tante, y  al  acercarse  la  Cuaresma  se  ofrecieron  de  buen  grado  a  tra- 
bajar cuanto  pudiesen  en  beneficio  de  los  prójimos.  Tanto  se  aplica- 
ron a  los  trabajos  apostólicos,  que  la  mayoría  del  pueblo  no  echó  de 
menos  la  ausencia  de  los  otros  religiosos.  Sintieron  vivamente  éstos 
el  proceder  de  los  jesuítas,  empezaron  a  llamarlos  traidores  a  la 
causa  común  del  estado  religioso,  y,  deseando  hacer  la  debida  demos- 
tración contra  ellos,  formaron  una  confederación  que  pudiera  tener 
realmente  desastrosos  efectos.  Determinaron  que  en  adelante  no  tu- 
viesen comunicación  ninguna  con  los  Padres  de  la  Compañía;  que  no 
les  invitasen  en  los  actos  literarios  que  solían  celebrarse  en  sus  con- 
ventos; que  no  admitieran  las  invitaciones  que  les  fuesen  hechas  por 
los  jesuítas;  que  no  comprasen  los  libros  de  nuestros  escritores  ni 
defendiesen  en  las  cátedras  las  opiniones  de  la  Compañía  (1).  Hecha 
esta  alianza,  empezaron  a  divulgarse  entre  el  pueblo  rumores  sinies- 
tros contra  los  jesuítas,  y  ya  supone  el  lector  los  despropósitos  que 
se  dirían  hallándose  los  ánimos  tan  aversos  y  amargados  por  el  lance 
anterior. 

En  medio  de  esta  contradicción  conservaron  nuestros  Padres 
la  paciencia  y  dignidad  que  convenía  al  estado  religioso.  El  P.  He- 
melman,  entonces  Rector  de.  Granada,  envió  al  P.  Vitelleschi  una 
copia  de  la  concordia  que  habían  hecho  las  otras  Órdenes  con- 
tra nosotros,  y  le  dio  cuenta  de  la  conducta  que  observaban  nuestros 
Padres.  El  P.  General  le  respondió  en  esta  forma:  «Dos  de  V.  R.  de 
15  y  22  de  Agosto  he  recibido,  y  con  ellas  el  traslado  auténtico  de  la 
concordia  de  las  religiones  contra  la  Compañía,  que  he  leído  y  con- 
siderado; y  juzgo  que  este  negocio  no  nos  debe  dar  cuidado,  porque 
es  muy  cierto  que  de  parte  de  los  Nuestros  no  se  ha  dado  ocasión  de 
queja,'  sino  antes  se  ha  hecho  lo  que  se  debía.  Lo  que  ahora  importa 
es  disimular  y  sufrir  con  paciencia  lo  que  aquellos  religiosos  dicen 
contra  la  Compañía,  que  en  negocio  en  que  Su  Santidad  y  los  Car- 
denales y  Obispos  nos  defienden,  no  es  menester  ni  conviene  que 
nosotros  hablemos  palabra,  sino  es  en  orden  que  todos  sepan  la 


'  (1)    En  la  Academia  do  la  Historia,  Jemitus,  t.  91,  puede  verse  el  texto  de  la  Concov- 
diade  las  rcliíjionex  contra  la  Cofiipañia  df  .Jcsi'tí<.  1(I2.S.  Es  un  manuscrito  de  seis  folios. 


(Ai-.    IX. — C0.M1:AD1CC1U.\1..S    AIUI.IÍTAS    COXTIiA    XA    COMPAÑÍA  1<)7 

grande  estima  que  la  Compañía  tiene  de  todas  las  religiones  y  lo 
mucho  que  desea  servirlas  en  cuanto  pudiere,  sin  contravenir  a  lo 
que  debe»  (1). 

Favoreció  el  Señor  a  los  jesuítas  en  esta  tribulación  que  tan  ino- 
centemente padecían.  Porque,  en  efecto,  el  Obispo  de  Córdoba  el 
primero  dio  un  testimonio  brillante  de  la  inocencia  y  rectitud  con 
que  procedían  en  todo  los  jesuítas,  y  suplicó  a  la  Majestad  del  Rey 
que  protegiese  a  la  Compañía  contra  aquella  alianza  poco  digna,  que 
habían  hecho  contra  ella  las  otras  religiones.  Al  Obispo  de  Córdoba 
se  juntó  el  Cardenal  Agustín  Spínola,  Arzobispo  de  Granada.  Oyendo 
súplicas  tan  respetables,  llamó  el  Rey  a  Madrid  a  los  Superiores  de 
las  siete  Órdenes  religiosas  que  habían  firmado  la  concordia.  Por 
parte  de  la  Compañía  fué  enviado  el  doctísimo  P.  Juan  de  Pineda, 
para  que  compusiese  anügablemente  las  cosas  con  las  otras  religio- 
nes. Fueron  llamados  todos  a  la  presencia  del  Cardenal  de  Trejo, 
Presidente  del  Consejo  de  Castilla.  Allí  expuso  cada  una  de  las  par- 
tes lo  que  había  hecho  en  este  negocio  y  las  razones  que  tenía  para 
obrar  como  había  obrado.  El  Cardenal  dio  la  razón  a  la  Compañía  y 
mandó  a  los  otros  religiosos  que  desistiesen  de  aquella  injusta  opo- 
sición. Accedieron  ellos  a  lo  que  se  les  indicó,  rescindieron  la  confe- 
deración que  habían  hecho,  y  restituyeron  su  benevolencia  a  la  Com- 
pañía. Instaban,  sin  embargo,  al  P.  Juan  de  Pineda,  para  que  apoyase 
la  súplica  que  habían  enviado  a  Su  Santidad.  No  condescendió  con 
este  ruego  nuestro  negociador,  pues  le  constaba  de  la  contraria  vo- 
luntad del  P.  General. 

Foco  tiempo  después  vino  la  respuesta  del  Sumo  Pontífice,  la  cual 
daba  la  razón  al  Obispo  de  Córdoba.  Con  esto  se  terminó  el  negocio 
con  grande  gloria  de  la  Compañía.  El  P.  Vitelleschi,  escribiendo  al 
P.  Roa,  Rector  entonces  del  colegio  de  Córdoba,  le  felicitaba  en  es- 
tos términos:  «Con  la  de  V.  R.  del  22  de  Noviembre  (de  1628)  he  re- 
cibido la  declaración  y  testimonio  del  Sr.  Obispo  en  abono  de  la 
Compañía,  y  cuan  sin  culpa  ha  padecido  la  contradicción  que  algu- 
nas religiones  le  han  hecho.  Yo  me  he  consolado  de  saber  cuan  bien 
han  salido  VV.  RR.  del  trabajo  pasado,  y  cómo  Nuestro  Señor,  por 
medio  de  los  Obispos  y  de  los  que  gobiernan  esos  reinos,  los  ha 
defendido  y  vuelto  por  su  inocencia.  Siempre  estuve  con  esperanza 
cierta  de  que  había  de  suceder  así»  (2).  Aunque,  oficialmente,  parece 


(1 )  Baetica.  Epist.  Gen.,  1620-1631.  A  Hemelman,  15  Noviembre  1628. 

(2)  Ihid.,  1620-16:U.  A  Roa,  10  Febrero  1629. 


198  I-IR-    T- — I-AS   GUATEO   TEOYINCIAS   DE   ESPAÑA,    16151652 

que  terminó  la  contienda,  pero  bueno  es  saber  que  no  se  aplacaron 
del  todo  los  ánimos,  y  durante  algún  tiempo  estuvieron  retraídos 
los  otros  religiosos  de  ejercitar  los  ministerios  espirituales  en  Cór- 
doba, por  lo  cual  nuestros  Padres  hubieron  de  trabajar  más  de  lo 
ordinario,  con  algún  disgusto  siempre  de  las  otras  religiones. 

3.  Mucho  más  peligroso  para  la  Compañía  pudo  ser  un  conflicto 
que  surgió  con  Felipe  IV  en  1681,  y  que  pudo  tener  consecuencias 
muy  graves,  si  el  Rey  hubiera  puesto  en  práctica  las  ideas  con  que 
nos  amenazó  en  un  primer  ímpetu  de  ira.  Afortunadamente,  el  peli- 
gro se  desvaneció  muy  pronto  y  fué  mirado  por  nuestros  Padres 
como  un  torbellino  pasajero,  que  no  dejó  ningún  rastro  en. pos  de 
sí.  Desde  1627  el  Rey  de  España  y  sus  Ministros  habían  manifestado 
repetidas  veces  grave  disgusto  contra  el  P.  Guillermo  Lamormaini, 
confesor  del  Emperador  Fernando  II.  Creían  a  este  Padre  adverso  a 
los  intereses  de  nuestra  Corona  en  Italia,  y  suponían  que  incitaba  al 
Emperador  a  detener  el  progreso  de  nuestras  armas  en  los  Estados 
de  Milán  y  en  sus  cercanías.  Varias  veces  el  Embajador  español  en 
Viena  había  dado  amargas  quejas  contra  el  Padre  confesor,  agra- 
vando sus  motivos  de  resentimiento  con  una  circunstancia  que  no 
dejaba  de  tener  precio  a  los  ojos  de  los  españoles,  cual  era  el  haber 
nacido  el  P.  Lamormaini  subdito  del  Rey  de  España.  Esto  era  exacto. 
Dicho  Padre  había  venido  al  mundo  en  el  pueblo  de  Dochamp,  per- 
teneciente al  Luxemburgo  belga,  el  año  1570,  y  sabido  es  que  por 
entonces  Felipe  II,  Rey  de  España,  era  también  Rey  de  los  Países 
Bajos  (1). 

Las  quejas  contra  el  confesor  imperial  se  extendieron  pronto  al 
P.  Vitelleschi,  y  sospechaba  nuestro  Rey  y  sus  Ministros  que  el 
P.  General  secundaba,  o  por  lo  menos  no  impedía,  la  influencia  del 
P.  Lamormaini,  lo  cual  le  hubiera  sido  muy  fácil,  atendida  la  gran 
obediencia  que  en  la  Compañía  existe  al  P.  General.  Creían,  además, 
que  éste,  por  complacer  a  Urbano  VIII,  se  inclinaba  al  partido  de 
Francia,  y  que  en  todas  las  ocasiones  ocurrentes  influía  de  un  modo 
o  de  otro  en  favor  de  Luis  XIII  contra  la  política  y  deseos  de  Fe- 
lipe IV.  A  estas  causas  de  disgusto  se  añadieron  también  las  que  sumi- 
nistró el  caso  del  P.  Hernando  de  Salazar,  a  quien  nuestro  Rey  ha- 
bía querido  favorecer  con  la  mitra  de  Málaga.  Como  luego  veremos. 


(1)  Sobre  el  P.  Lamormaini  debe  consultarse  el  interesante  capítulo  que  ha  dedi- 
cado a  su  memoria  el  P.  Bernai'do  Duhr,  Geschichtc  áer  Jesníten  in  den  Laudern  deutsclví 
Zunye,  t.  II,  parle  2.",  pág.  691. 


CAr.    IX. — CONTRADICCIONES    ABIERTAS    CONTRA    LA    COMPAÑÍA  199 

opusiéronse  nuestros  Padres  a  esta  resolución,  y  Felipe  IV,  aunque 
desistió  de  su  propósito,  quedó  algún  tanto  amargado  por  la  oposi- 
ción que  se  le  hizo. 

Hallándose  así  dispuesto  el  ánimo  de  Su  Majestad,  permitió  Dios 
que  por  Octubre  de  1631  llegase  a  sus  manos,  no  sabemos  por  qué 
conducto,  una  carta  del  P.  Lamormaini  al  P.  Juan  Suffren,  confesor 
de  Luis  XIII,  en  la  cual,  entre  otras  cosas  muy  buenas  enderezadas 
a  obtener  la  paz  entre  los  príncipes  cristianos,  había  un  parrafito 
bastante  desagradable  para  el  Rey  y  los  Ministros  de  España.  Decía 
el  P.  Lamormaini,  que  Su  Majestad  el  Emperador  había  visto  con 
sumo  desagrado  el  proceder  de  los  Ministros  españoles  en  Italia  y 
los  actos  de  hostilidad  que  habían  cometido  en  el  Estado  de  Monfe- 
rrato.  Hubiera  querido  el  Emperador  evitarlo,  pero  viendo  que  sus 
consejos  no  eran  nada  oídos,  se  había  resuelto  a  enviar  un  ejército  a 
Italia,  para  obligar  a  los  españoles  a  levantar  el  sitio  de  Casal,  y  lo 
hubiera  hecho  seguramente,  si  no  hubiera  estado  entonces  tan  com- 
batido por  los  herejes  de  Alemania  (1).  Esta  carta,  inocente  en  todo 
lo  demás,  promovió  una  tempestad  entre  los  Ministros  Reales  de  Ma- 
drid. El  Conde-Duque  la  presentó  al  Consejo  de  Estado,  y  todos  la 
interpretaron  de  una  manera  tan  siniestra,  que  en  ella  vieron  no  so- 
lamente injurias,  sino  tarnbién  conspiraciones  contra  la  política  de 
España.  Predispuestos  así  los  ánimos,  el  Conde-Duque,  por  orden  de 
Felipe  IV,  dirigió  una  carta-circular  a  los  Provinciales  de  España, 
mandándoles,  en  nombre  de  Su  Majestad,  que  se  presentasen  en  Ma- 
drid a  mediados  de  Noviembre  de  1631,  para  cosas  del  Real  servicio. 
Encargaba  que  guardasen  secreto  sobre  el  objeto  de  aquel  viaje,  y 
que  dieran  a  éste  la  menor  publicidad  posible  (2). 

Obedeciendo  a  los  deseos  del  Rey,  presentóse  en  Madrid  el 
P;  Francisco  de  Prado,  Provincial  de  Castilla,  llevando  en  su  compa- 
ñía al  P.  Melchor  de  Pedrosa.  Acudió  también  el  Provincial  de  An- 
dalucía, Francisco  Alemán,  con  el  P.  Jorge  Hemelman,  el  sujeto  más 
respetable  de  aquella  provincia.  Por  fin,  el  P.  Juan  Pacheco,  Provin- 
cial de  Toledo,  acudió  al  llamamiento  con  los  PP.  Luis  de  la  Palma 
y  Francisco  Aguado,  antiguos  Provinciales  y  los  hombres  más  res- 
petados por  su  virtud  en  la  provincia.  No  sabemos  que  se  presentara 
el  Provincial  de  Aragón.  Admitidos  todos  a  la  presencia  del  Rey,  les 


(1)  Esta  carta  del  P.  Lamormaini  fué  publicada,  traducida  al  francés,  en  la  revista 
Précis  historiques,  t.  XLIII,  pág.  207.  Marzo,  1894. 

(2)  Ibid.,  pág.  209.  Está  traducida  al  francés. 


20Ü  I.II5.    I. — LAS   CUATIÍO   n'.OVlXCIAS   DE   ESPAÑA,    l(Jir)-lU.j2 

dirigió  Su  Majestad  breves  palabras  de  cortesía,  y  los  remitió  al 
Conde-Duque  de  Olivares,  el  cual  les  manifestaría  los  deseos  de  Su 
Majestad.  La  entrevista  con  el  valido  fué  verdaderamente  inesperada 
y  temerosa  para  los  Padres.  Manifestó  el  Conde-Duque  las  grandes 
quejas  que  Su  Majestad  tenía  contra  la  Compañía,  principalmente 
contra  el  confesor -del  Emperador,  y  además  contra  el  mismo  P.  Vitel- 
leschi.  Varias  veces  los  embajadores  del  Rey  y  otros  Ministros  res- 
petables se  quejaban  a  Su  Majestad  de  lo  que  hacían  los  jesuítas  con- 
tra los  intereses  de  España.  Estas  representaciones  han  sido  conside- 
radas en  el  Consejo  de  Estado,  y  todos  los  consejeros,  vivamente 
conmovidos,  han  deliberado  que  sería  conveniente  modificar  en  al- 
gunas cosas  él  gobierno  de  la  Compañía,  para  impedir  que  ella  se 
declarase  de  un  modo  tan  peligroso  en  contra  de  los  deseos  del  Rey. 
Éste  no  quiso  intentar  un  procedimiento  tan  grave,  sin  comunicar 
primero  sus  deseos  a  la  Compañía  y  sin  ponerse  de  acuerdo  con  los 
Superiores  de  ella  (1). 

Después  que  hubieron  oído  nuestros  Padres  todas  cuantas  quejas 
había  contra  el  P.  General*  contra  el  confesor  del  Emperador  y  con- 
tra otros  de  la  Compañía;  después  que  hubieron  entendido  la  idea, 
verdaderamente  peligrosa,  que  apuntaba  el  valido  de  modificar 
nuestro  Instituto,  retirados  a  su  casa  redactaron  un  breve  memorial, 
representando  al  Rey  que  para  satisfacción  de  Su  Majestad,  lo  más 
importante  era  dejar  entero  en  su  estado  el  Instituto  de  la  Compañía 
y  procurar  que  se  conservase  la  sumisión  de  todos  los  miembros  a 
su  cabeza,  porque  de  este  modo  la  Compañía  de  Jesús  podría  servir 
mejor  a  Su  Majestad.  En  cuanto  a  las  quejas  que  había  contra  la  per- 
sona del  P.  General,  proponían  al  Rey  los  Provinciales,  que  se  dig- 
nase manifestarlas  con  toda  sinceridad  al  mismo  P.  General,  pues  es- 
taban seguros  que  éste  daría  la  debida  satisfacción,  y  si  acaso  ocuri-ía 
alguna  falta,  pondría  toda  la  diligencia  posible  en  enmendarla.  A  este 
memorial  añadió  algunas  notas  marginales  el  mismo  Felipe  IV,  y 
en  seguida  el  P.  La  Palma  escribió  claramente  al  P.  Vitelleschi,  pri- 
mero, las  quejas  del  Rey  contra  nosotros,  y  segundo,  las  ideas  perni- 
ciosas de  modificar  nuestro  Instituto  que  habían  pasado  por  la  mente 
del  Rey  y  de  sus  Ministros. 

Las  quejas  eran  que  los  jesuítas  de  Francia,  de  Ñapóles  y  de  Ale- 

(1)  Esto  hecho  y  lo  qiuí  sigue  lo  sacamos  de  la  extensa  carta  que  luego  dirigió  el 
P.  La  Pahna  al  P.  General,  y  que  ha  sido  publicada  cu  francés  en  la  citada  revista, 
ibicl.  No  hemos  podido  descubrir  hasta  ahora  el  original  español,  que  se  dice  estar  on 
la  Academia  de  la  Historia. 


CAÍ-.    IX. CU.MllAKK  (  lO.NhS    AiiJKJriA.S    (  OXTRA    LA    COMPA.ÑÍA  201 

mania,  eran  opuestos  a  los  intereses  de  España.  El  Rey  sospechaba 
que  el  P.  Vitelleschi,  por  congraciarse  con  Urbano  VIII,  favorecía 
demasiado  al  partido  francés.  Creía  también  que  para  irritar  al  Em- 
perador contra  el  Rey  Católico  había  escrito  al  primero,  que  Su  Ma- 
jestad Católica  deseaba  el  cambio  del  confesor  imperial,  siendo  así 
que  solamente  había  pedido  que  se  corrigiese  o  moderase  a  ese  con- 
fesor. El  haber  falseado  así  las  ideas  del  Rej'  Católico,  indicaba  que  el 
P.  General  quería  sembrar  cizaña  entre  el  Rey  de  España  y  el  Em- 
perador. Añadía  Felipe  IV  que  Su  Paternidad,  con  la  grande  autori- 
dad que  tiene  sobre  sus  subditos,  hubiera  podido  fácilmente  reme- 
diar todos  esos  males,  pero,  en  cambio,  parecía  agravarlos,  por  el 
modo  con  que  se  había  portado  en  algunos  casos  particulares.  Enu- 
meraba después  dos  de  que  se  había  hablado.  El  P.  Vitelleschi  había 
prohibido  publicar  un  tomo  del  P.  Puente  Hurtado,  en  que  se  escri- 
l)ían  algunas  cosas  favorables  al  Rey  de  España,  y  en  cambio  permi- 
tía a  los  jesuítas  franceses  imprimir  libros  en  que  se  refutaban  las 
ideas  del  P.  Hurtado.  Además  había  querido  el  P.  General  enviar  de 
España  a  Ñapóles  al  P,  Poza,  siendo  así  que  Su  Majestad  había  tomado 
bajo  su  protección  a  este  religioso.  También  estaba  disgustado  el  Rey 
de  que  se  mantuviera  en  el  rectorado  de  Madrid  al  P.  Pedro  Gonzá- 
lez de  Mendoza,  sujeto  desagradable  a  Su  Majestad.  Tales  eran  las 
quejas  contra  la  persona  y  las  acciones  del  P.  General. 

Pero  lo  terrible  en  todo  este  negocio  era  el  proyecto  que,  no  sa- 
bemos si  de  su  propio  motivo  o  por  sugestión  de  algún  otro,  había 
concebido  el  Rey  en  lo  tocante  al  gobierno  de  la  Compañía.  Ante 
todo,  había  manifestado  su  deseo  de  que  ningún  Ministro  suyo  se 
confesase  con  los  jesuítas.  Pretendía  además  que  se  nombrase  en  Es- 
paña un  comisario  general,  que  tuviese  los  poderes  que  suelen  tener 
los  comisarios  en  la  religión  de  San  Francisco.  Deseaba  que  el  gene- 
ralato de  la  Compañía  alternase  entre  España  y  las  otras  naciones,  y, 
por  último,  que  el  P.  General  visitase  personalmente  las  casas  de  la 
Compañía  en  España.  Todo  esto,  como  se  ve,  era  buscar  medios  para 
poner  en  manos  del  Rey  el  gobierno  supremo  de  toda  la  Compañía, 
o  por  lo  menos,  de  los  jesuítas  españoles.  Habiendo  declarado  la  gra- 
vedad de  la  situación,  propone  La  Palma  al  P.  General,  que  se  digne 
satisfacer. a  las  quejas  del  Rey  y  aclarar  las  dudas  y  sospechas  que 
infundadamente  se  han  levantado. 

Entendió  el  P.  Vitelleschi  la  gravedad  del  negocio  que  se  le  pro- 
ponía, y  agradeció  a  los  Padres  españoles  la  dignidad  con  que  habían 
procedido,  y  el  buen  espíritu  con  que  se  habían  opuesto  cuanto  po- 


202  LIU.    I. — lAS    GUATEO    rROVl-NCIAS    DE    KSPANA,    1615-1652 

dían  a  los  intentos  desacertados  de  alterar  nuestro  Instituto.  Deseando 
después  dar  explicación  cumplida  de  todo  lo  que  había  hecho  en  los 
puntos  acriminados  por  los  Ministros  españoles,  dirigió  una  carta  a 
los  Provinciales  de  España,  para  que  de  palabra  se  la  explicasen  al 
Rey.  A  éste  rogaba  humildemente  se  dignase  oir  lo  que  en  su  nom- 
bre le  diría  el  P.  Provincial  de  Toledo.  Vamos  a  copiar  íntegra  esta 
carta,  que  nos  parece  interesante,  para  entender  las  relaciones  que 
en  aquellos  años  intervenían  entre  los  jesuítas  y  la  Corte  de  Madrid 
en  algunos  puntos  políticos  que  despertaban  graves  sospechas.  He 
aquí  el  texto  de  esta  carta: 

«Habiendo  sabido  las  quejas  que  hay  de  la  Compañía  y  de  mí,  y 
los  cargos  que  se  me  hacen,  diré  en  ésta  con  toda  sinceridad  y  ver- 
dad lo  que  ha  pasado  y  hay,  para  que  V.  R.  lo  sepa  y  pueda  dar  razón 
de  ello  a  quien  juzgare  convenir. 

»La  primera  queja  es,  que  siendo  tantas  y  tan  conocidas  las  obli- 
gaciones que  la  Compañía  tiene  a  Su  Majestad,  con  todo  eso  los  con- 
trarios de  esa  Corona  se  valen  de  los  de  la  Compañía  contra  ella. 
Pruébase  esto  con  algunas  acciones  del  confesor  de  la  Majestad  Ce- 
sárea. Segunda,  que  se  presume  lo  mismo  de  mí,  pues  no  remedio  los 
excesos  de  los  subditos,  teniendo  la  mano  que  tengo  con  ellos.  Prué- 
base la  dicha  presunción  con  la  carta  que  escribí  a  la  Majestad  del 
Emperador,  en  que  le  dije  cómo  se  me  mandaba  quitarle  su  confe- 
sor, lo  cual  fué  causa  de  mucha  ofensión,  porque  no  se  me  había 
mandado  que  le  quitase  el  confesor,  sino  que  lo  moderase  y  corri- 
giese. Tercera,  que  habiendo  algunos  o  alguno  de  los  Padres  de 
Francia  escrito  que  el  Rey  de  Francia  puede  ayudar  a  los  holandeses, 
he  pasado  por  ello,  y  porque  el  P.  Puente  Hurtado  escribió  lo  con- 
trario en  favor  de  España,  he  mandado  recoger  el  libro. 

«Comenzando  las  respuestas  por  la  primera,  confieso  y  digo  lo 
que  otras  veces  he  dicho  también:  que  sería  muy  ingrato,  si  no  reco- 
nociese mucho  las  grandes  obligaciones  que  la  Compañía  tiene  a  Su 
Majestad,  en  cuyos  Estados,  de  treinta  y  seis  provincias,  que  son 
todas  las  de  la  Compañía,  están  las  veintiuna  o  veintidós  de  ellas,  y 
continuamente  recibimos  en  España,  en  las  Indias,  en  Italia  y  en 
otras  partes  muy  grandes  mercedes  y  favores  de  Su  Majestad,  todo 
lo  cual  es  muy  notorio  a  los  de  la  Compañía  y  lo  reconocemos  y 
estimamos  más  de  lo  que  sabré  encarecer,  y  deseamos  con  todo  el 
afecto  de  nuestro  corazón  acertar  a  servirle,  y  no  sé  que  ninguno 
haga  cosa  contra  esta  obligación,  y  si  algo  ha  habido  he  procurado 
prevenirlo  y  corregirlo  como  debía,  y  muy  en  particular  he  hecho 


(AI-.     IX. — COM  ÜAimi  lONKS    AIUKIMAS    COXTKA    LA    CÜ.MI'AMA  21»:) 

este  oficio  algunas  veces  con  el  confesor  del  Emperador,  para  quo 
ande  con  mayor  cuidado  de  no  faltar  eu  nada  de  lo  que  se  ha  dicho. 

«Con  lo  dicho  queda  respondida  parte  de  la  segunda  queja,  y  a  la 
prueba  de  la  carta  que  escribí  a  la  Majestad  del  Emperador,  digo  que 
yo  supe  que  el  Señor  Conde  Duque  había  dicho  al  P.  Asistente  y  a 
los  PP.  Luis  do  la  Palma,  Francisco  Aguado  y  Pedro  González  de 
Mendoza,  cuando  Su  Excelencia  les  dijo  las  quejas  que  había  del 
confesor  del  Emperador  y  de  mí,  que  no  se  podía  conservar  la  grande 
unión  que  siempre  ha  habido  entre  las  dos  Majestades  Cesárea  y  Ca- 
tólica, perseverando  el  dicho  confesor  en  el  empleo  que  tiene.  Sa- 
biendo yo  esto,  y  teniendo  juntamente  por  otra  parte  noticias  de  que 
allá  se  deseaba  que  se  mudase,  escribí  a  la  Majestad  del  Emperador 
con  aquella  confianza,  como  a  tan  gran  señor,  padre  y  protector  de 
la  Compañía,  las  quejas  que  de  su  confesor  había  en  España,  y  en  es- 
pecial se  decía,  que  había  impedido  que  el  Serenísimo  Rey  de  Hun- 
gría no  hubiese  sido  electo  Rey  de  Romanos,  y  que  así  instaba  en 
que  dejase  de  ser  confesor  de  Su  Majestad.  Puede  ser  que  como 
hombre  errase  en  escribir  la  dicha  carta,  pero  mi  deseo  y  celo  estoy 
cierto  que  fué  muy  bueno,  porque  no  fué  otro,  sino  que  si  el  dicho 
Padre  había  tenido  culpa  en  lo  que  se  ha  dicho  de  él,  fuese  castigado 
como  merecía  y  echado  del  empleo  que  ha  tenido  y  tiene,  para  que 
no  diese  ninguna  ocasión  de  queja  a  España  ni  a  ningún  otro,  de  que 
la  Majestad  del  Emperador  gustaría  ex  supiDOsitione,  como  he  dicho, 
si  lo  hubiese  creído  culpado.  Y  me  pesa  mucho,  que  lo  que  yo  hice 
pensando  de  servir  y  dar  gusto  a  España  con  ello  y  de  cumplir  con 
mi  obligación,  con  eso  mismo  la  haya  disgustado  y  dado  ocasión  de 
queja,  y  quedo  muy  confiado  de  que,  enterados  Su  Majestad  y  sus 
ministros  del  celo  e  intento  con  que  procedí  y  del  fundamento  que 
tuve  para  lo  que  hice,  se  han  de  dar  por  satisfechos  con  su  acostum- 
brada clemencia  y  benignidad,  y  me  perdonarán  cualquier  yerro  o 
descuido  que  haya  tenido,  pues  es  ciertísimo  que  no  fué  afectado,  ni 
en  ninguna  manera  voluntario. 

»A  la  tercera  queja  respondo,  que  esta  ha  sido  la  primera  vez  que 
oigo  decir,  que  algunos  o  alguno  de  los  Padres  de  Francia  hayan 
escrito  que  el  Rey  de  Francia  puede  ayudar  a  los  holandeses,  y  con 
esta  noticia  he  hecho  diligencias  para  saber  si  ha  habido  algo  de  esto, 
y  los  Padres  que  aquí  están  de  todas  naciones  me  han  dicho  que 
nunca  tal  han  entendido  ni  oído.  Y  cuando  esto  no  fuese  tan  cierto 
como  lo  es,  bastaba  para  excusa  mía  no  haber  yo  sabido  nada  de  tal 
libro.  Añado  que  habiendo  yo  tenido  noticia,  que  cierta  persona 


!>()4  I-ll!.    I. LAS    CUATRO    rUOVIXCIAS    DE    KSl'A.ÑA.    lOl.j-Kí.jl' 

había  dicho  a  nuestros  Padres  de  Francia  que  escribiesen  contra  lo 
que  el  P.  Hurtado  Puente  dice  en  su  libro,  yo  les  escribí  luego  en- 
cargándoles mucho  que  por  ningún  caso  lo  hiciesen.  Concluyo  ase- 
gurando y  afirmando  a  V.  R.  con  toda  verdad,  que  no  he  hecho  ni 
escrito  cosa  ninguna  que  sea  en  deservicio  de  Su  Majestad  ni  de  nin- 
guno de  sus  ministros,  sino  que  antes  en  cuantas  ocasiones  se  han 
ofrecido,  que  han  sido  algunas,  les  he  procurado  servir  con  las  veras 
y  afecto  que  debo,  y  en  las  cosas  que  estos  días  se  han  tratado  y  tratan 
aquí  lo  he  hecho  con  el  cuidado  y  buen  celo  que  podrán  decir  al- 
gunos de  estos  señores  Cardenales  españoles  que  lo  han  sabido,  y 
proseguiré  en  hacerlo  siempre  así  y  en  procurar  que  todos  los  de 
la  Compañía  me  ayuden  a  lo  mismo,  para  que  correspondamos  en 
cuanto  pudiéremos,  según  nuestra  cortedad,  a  las  muchas  y  grandes 
obligaciones  que  tenemos  a  Su  Majestad  y  a  sus  ministros»  (1). 

Expuestas  estas  razones  al  Rey,  al  Conde-Duque  de  Olivares  y  a 
otras  personas  influyentes  en  el  gobierno  de  España,  lograron  des- 
hacer las  contrarias  prevenciones  que  se  habían  suscitado  contra  la 
Compañía.  Poco  tiempo  después  el  ánimo  de  Felipe  IV  y  de  sus  Mi- 
nistros estaba  tranquilo  con  respecto  a  nosotros,  y  se  mostraron  muy 
favorables  a  la  Compañía  en  la  persecución  que  luego  se  levantó  por 
parte  de  tres  libelistas  célebres,  de  que  habremos  de  dar  noticia  a 
nuestros  lectores. 

4.  Eran  éstos  un  alemán  y  dos  españoles.  El  primero  es  famoso 
en  la  república  de  las  letras  por  los  innumerables  folletos,  ya  litera- 
rios, ya  principalmente  satíricos,  que  lanzó  a  la  publicidad  con  una 
fecundidad  verdaderamente  desastrosa.  Gaspar  Schoppe,  más  cono- 
cido en  España  con  el  nombre  latinizado  Scioppio  (2),  había  nacido 
en  Neumarkt  (Palatinado)  en  1576,  de  padres  protestantes  (3).  Desde 
niño  se  entregó  con  mueha  afición  al  estudio  de  las  letras  humanas, 
y  ya  por  natural  inclinación,  ya  por  vicio,  contrajo  también  aquella 
maledicencia  procaz,  tan  común  entre  los  humanistas  del  Renaci- 


(1)  Toletana.  Epist.  Gen.  A  los  Provinciales,  7  Febrero  1632.  Véase  una  traducoióu 
al  francés  en  Précis  histoi-kpies,  t.  XLIII,  pág.  214. 

(2)  Sobre  Scioppio,  véase  la  breve  noticia  que  suministra  el  P.  Duhr,  (ieschichte 
(Icr  Jesuiten  iii  den  Landern  deutscher  Zunge,  t.  II,  parte  2.'',  pág.  649. 

(3)  Dice  el  P.  Casani  que  el  padre  de  Scioppio  era  de  la  ínfima  plebe,  sepulturero 
do  su  pueblo,  y  que  por  gran  favor  ascendió  a  sacristán  segundo.  No  sabemos  de  dónde 
sacaría  este  autor  tan  peregrinas  noticias,  que  nosotros  no  hemos  podido  comprobar. 
Casani  insertó  una  relación  de  este  suceso  de  los  tres  libelistas  en  la  Vida  del  P.  Juan 
Caraacho  de  Córdoba,  que  por  parte  de  la  Compañía  hubo  de  oponerse  a  ellos.  Véase 
Glorías  del  segundo  siglo  de  la  Conipnñia  do  Jesús,  t.  II,  pág.  29  y  sigs. 


CAP.    IX. CONTEADICCIONES    ABIERTAS    CONTKA    LA    (JUMi'A.ÑlA  205 

miento.  A  los  veintidós  años  se  convirtió  a  la  fe  católica,  no  sabre- 
mos decir  si  de  veras  y  por  convicción,  o  si  falsamente,  jjro  imne 
lucrando.  Es  lo  cierto  que  en  los  primeros  años  del  siglo  XVII  em- 
pleó su  pluma  en  muchos  escritos  contra  los  protestantes,  por  lo 
cual  el  año  1614  pedía  humildemente  a  nuestro  Rey  Felipe  III  al- 
guna remuneración,  representando  que  en  catorce  años  había  escrito 
60  obras  contra  los  herejes,  40  en  latín  y  20  en  alemán  (1).  Algunos 
años  después  enemistóse  fuertemente  contra  los  jesuítas,  y  en  el  es- 
pacio de  1630  a  1636  dio  a  luz  12  libelos  infamatorios  que  tuvieron 
mucha  resonancia  entre  los  herejes  de  Alemania  y  se  difundieron 
también  por  otras  naciones  (2).  Los  principales  eran:  Actio  perdiiel- 
lionis  in  Jesuítas,  impreso  en  Zurich  en  1632.  Al  año  siguiente  salió 
a  luz  la  Anatomía  Societatis  Jesu,  y  poco  después  otro  libelo  que 
podía  llamarse  refundición  del  anterior,  con  el  título  extravagante 
Jesuíta  exenteratiis  (el  Jesuíta  desentrañado).  Dos  años  después  vio 
la  luz  pública  en  Ginebra  otra  obra  de  más  extensión,  que  llevaba 
este  título:  A)xa)ia  Societatis  Jesu  publico  bono  vulgata.  Cinn  appen- 
dicibus  utiUssimis.  Los  tales  apéndices  eran  otros  tantos  libelos,  y  con 
decir  que  el  primero  era  el  Mónita  secreta,  del  conocido  expulso 
Jerónimo  Zahoroski,  ya  se  imagina  el  lector  el  espíritu  y  calidad  de 
los  apéndices  añadidos  al  cuerpo  de  la  obra.  En  todos  estos  libros 
no  sabemos  que  Scioppio  inventara  calumnias  nuevas  contra  la 
Compañía.  Contentábase  con  divulgar  los  insultos  y  falsedades  que 
corrían  entre  los  protestantes  y  las  nuevas  escandalosas  que  de  un 
lado  o  de  otro  se  lanzaban  al  píiblico  contra  la  Compañía  de  Jesús. 
Mucho  daño  hicieron  estos  escritos  en  Alemania,  pero  probable- 
mente hubieran  pasado  enteramente  desconocidos  en  nuestro  país, 
si  no  hubieran  surgido  los  dos  cómplices  Francisco  Roales  y  Juan 
del  Espino,  españoles.  Era  Roales  un  doctor  de  Salamanca  que  ya 
se  había  manifestado  grande  enemigo  de  la  Compañía  el  año  1627 
en  la  lucha  que  emprendieron  las  Universidades  contra  los  Estudios 
Reales  de  Madrid.  Habiendo  obtenido  el  cargo  de  maestro  del  Car- 
denal Infante  D.  Fernando,  le  acompañó  a  Milán,  donde  se  encontró 
con  Scioppio,  y  ambos  se  animaron  mutuamente  a  pelear  con  la 
pluma  contra  la  Compañía  de  Jesús.  Supieron  nuestros  Padres  de 


(1)  Vide  Duhr,  ubi  sitpra. 

(2)  La  bibliografía  completa  de  lo  que  escribió  Scioppio  contra  la  Compañía,  la 
puede  ver  el  lector  en  Dollinger  y  Reusch,  Geschichte  der  Aloralstreitigkeiten  in  der 
romisch-katholischen  Kirclte,  1. 1,  páginas  556-560.  El  P.  Casani,  en  el  pasaje  citado  ante- 
riormente, presenta  i  as  obras  de  Scioppio  que  corrieron  por  España. 


2()(;  I-IB.    I. — LAS  'CUATKO   TROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1G15-1G52 

Milán  las  difamaciones  que  de  palabra  esparcía  Roales  contra  nos- 
otros, y  consiguieron,  por  medio  de  personas  importantes,  que  el 
Cardenal  Infante  despidiese  de  su  séquito  al  maldiciente  doctor  de 
Salamanca.  El  segundo  cómplice  de  Scióppio  fué  Juan  del  Espino, 
andaluz,  que  muy  joven  había  entrado  en  la  Compañía  y  hecho  en 
ella  los  estudios  hasta  ordenarse  de  sacerdote.  Habiendo  dado  muy 
pronto  muestras  de  carácter  avieso  y  rebelde,  fué  repetidas  veces 
castigado  por  los  Superiores  y  corregido  de  sus  desmanes;  pero  al 
fin,  observando  que  nunca  se  enmendaba  de  veras  y  cada  vez  em- 
peoraba en  su  condición,  le  hubieron  de  despedir  de  la  Compañía 
como  hombre  incorregible  (1).  Como  entonces  había  salido  la  bula 
de  Urbano  VIII  en  que  suspendía  a  los  sacerdotes  expulsados  de  las 
religiones  por  incorregibles,  no  se  atrevió  Espino  a  celebrar  la  santa 
Misa  al  salir  de  la  Compañía.  Consultó  con  un  Padre  si  estaría  real- 
mente suspenso  en  virtud  de  la  bula  de  Urbano  VIII,  y  como  le  res- 
pondiese afirmativamente,  indignóse  Espino  contra  él  y  contra  toda 
la  Compañía  y  empezó  a  denunciar  a  la  Inquisición  los  libros  y  las 
acciones  de  los  jesuítas.  Entró  en  la  religión  del  Carmen,  pero  tam- 
bién fué  expulsado  de  ella  (2),  y  no  sabemos  cómo  se  puso  en  rela- 
ción con  el  libelista  alemán  y  con  Francisco  Roales.  Encendidos 
todos  tres  en  odio  mortal  contra  los  jesuítas,  resolvieron  emprender 
una  campaña  de  difamación  contra  la  Compañía,  esparciendo  entre 
el  vulgo  libelos  infamatorios.  «Estipulada  la  liga,  dice  el  P.  Casani, 
Scióppio  escribía,  Roales  traducía  a  nuestra  lengua  vulgar,  y  Espino 
repartía  y  gritaba;  con  que  todos  vivían  ocupados,  y  Espino  sobre 
todos  empleaba  las  manos  en  repartir  papeles  y  la  lengua  y  voz  en 
concitar  al  pueblo.» 

A  principios  de  1634,  observando  nuestros  Padres  cuánto  se  di- 
fundían dos  libros  traducidos  por  Roales,  y  el  enorme  descrédito  que 
iba  cayendo  sobre  la  Compañía  en  las  principales  ciudades  de  Es- 
paña, juzgaron  conveniente  oponerse  a  aquel  torrente  de  difama- 
ción, y  para  esto  acudir  al  Rey  y  al  Conde-Duque  de  Olivares.  Ob- 
tuvieron fácilmente  audiencia  y  tuvieron  la  precaución  de  llevar 
escritos  tres  largos  memoriales:  uno  del  P.  Agustín  de  Castro  contra 
las  delaciones  que  Espino  había  presentado  a  la  Inquisición,  y  dos 
del  P.  Hernando  de  Salazar  contra  los  libros  traducidos  por  Roales 


(1)  Véase  a  Casani,  ubi  stipra. 

(2)  Memorial  histórico  español,  t.  XIII,  pág.  16.  Carta  del  P.  Pedro  Hurtado  de  la 
Puente  al  P.  González  de  Mendoza.  Madrid,  8  Febrero  1G34. 


CAr.    IX. — CONTRADICCIONES    ABIERTAS    CONTRA    LA    COMPAÑÍA  207 

y  difundidos  en  el  pueblo  por  Espino.  Presentáronse  a  Su  Majestad 
el  P.  Francisco  Aguado,  el  P.  Robledillo,  el  P.  Pimentel  y  el  P.  Gue- 
vara, que  eran  de  los  más  respetables  que  por  entonces  residían  en 
Madrid.  Habló  el  P.  Aguado,  expuso  brevemente  las  tribulaciones 
que  padecía  la  Compañía,  y  pidió  a  Su  Majestad  fuese  servido  de 
ampararla,  remediando  los  males  que  amenazaban.  El  Rey  respondió 
con  muestras  de  sentimiento,  y  ofreció  tomar  con  cuidado  este  ne- 
gocio y  guiarlo  de  manera  que  la  Compañía  quedase  enteramente 
satisfecha. 

Pasaron  después  los  cuatro  Padres  a  la  presencia  del  Conde-Du- 
que, y  el  mismo  P,  Aguado  expuso  el  objeto  de  su  visita  y  declaró 
más  por  extenso  las  infamias  que  se  habían  divulgado  contra  la 
Compañía.  Presentó  los  tres  memoriales  que  llevaban  escritos,  e  in- 
sistió en  demostrar  que  uno  de  los  libelos  divulgados  por  Espino 
estaba  tomado  casi  a  la  letra  de  cierto  libro  de  un  hereje  a  quien 
había  refutado  nuestro  P.  Gretzer.  El  Conde-Duque  tomó  el  libro  de 
este  Padre,  y  cotejando  algunas  frases  con  el  texto  del  libelo  que  se 
le  mostró,  reconoció  que,  en  efecto,  estaba  copiado  casi  a  la  letra  del 
libro  del  hereje.  «Hizo  grandes  muestras  de  sentimiento,  dice  el 
P.  Sebastián  González,  y  de  admiración,  de  que  a  vista  de  Su  Majes- 
tad se  hiciese  una  bellaquería  tan  desmedida,  y  acabó  con  un  razo- 
namiento. Dicen  los  que  le  oyeron,  que  fué  maravilloso  y  en  él  trató 
dos  puntos:  el  uno,  que  la  Compañía  con  las  persecuciones  había 
sido  más  ilustrada  y  estimada,  y  que  habían  sido  el  medio  más  eficaz 
para  darse  a  conocer  los  Nuestros  en  letras  y  doctrina  y  virtud.  El 
otro,  de  la  estimación  grande  que  de  la  Compañía  tenía,  por  haber 
reparado  en  que  otras  religiones  en  menos  tiempo  que  ella  se  habían 
relajado,  y  ella  estaba  en  su  observancia,  y  que  esto  era  de  grande 
estima,  y  que  fiasen  de  él,  que  haría  todo  cuanto  pudiese  en  orden  a 
que  se  castigasen  estas  demasías,  como  convenía;  y  que  el  Inquisidor 
general  había  de  venir  a  una  junta  y  que  le  hablaría  de  suerte  que 
lo  tomase  de  veras.»  Diéronle  las  gracias  los  cuatro  Padres  y  se  reti- 
raron de  su  presencia,  enderezando  sus  pasos  al  aposento  del  Padre 
confesor  del  Rey  (1).  Éste  los  recibió  con  mucha  benignidad  y  se 
mostró  muy  dispuesto  a  favorecer  en  cuanto  pudiese  la  causa  de  la 
Compañía  de  Jesús. 


(1)  Toda  esta  negociación  de  los  Padres  la  reñére  el  P.  Sebastián  González  en 
carta  escrita  al  P.  Pereira  pocos  días  después,  el  1.°  de  Febrero  de  1634,  Memorial  his- 
tórico español,  t.  XIII,  pág,  11.  Pero  nótese  la  errata  que  se  comete  en  la  impi*esión,  lla- 
mando Rafapl  al  P.  Aguado.  El  nombre  de  este  Padre  era  Francisco. 


2U8  LIB.    I. — LAS   CUATPvO   rKOVlNtlAS   DE   ESPAÑA,    1G15-ÍG52 

No  se  fué  en  palabras  la  promesa  que  hicieron  el  Rey  y  el  Conde- 
Duque  a  nuestros  Padres.  Pocos  días  después,  el  29  de  Enero  de  1634, 
dirigió  Su  Majestad  un  decreto  al  Presidente  de  la  Inquisición,  en- 
cargándole con  todas  veras  que  defendiese  a  la  Compañía  en  la  pre- 
sente contienda.  Después  de  significar  la  desagradable  sorpresa  que 
le  causó  el  saber  la  publicación  de  los  libelos,  prosigue  así  Felipe  lY: 
«Encargo  al  Consejo  (de  la  Inquisición)  que  por  todos  los  caminos 
posibles  vele  mucho  sobre  este  caso,  juzgándole  por  el  más  grave 
que  se  puede  ofrecer,  y  en  atajar  y  evitar  encuentros  entre  las  reli- 
giones, que  tanto  daño  causan  y  pueden  ser  motivo  para  que  los  he- 
rejes juzguen  más  libremente  de  sus  acciones  y  descaezca  en  parte 
tan  principal  nuestra  sagrada  religión.  Vuélvoos  a  encargar  esto 
con  todo  cuidado  y  aprieto,  y  que  me  vayáis  dando  cuenta  de  lo  que 
se  hiciere,  y  que  con  severo  y  ejemplar  castigo  se  escarmiente  de 
una  vez,  y  so  sepa  que  no  ha  de  haber  dispensación  en  aquellos  que 
detrajeren  e  infamaren  cualquiera  religión  que  sea,  y  también  a  los 
que  acogieren  y  apoyaren  semejantes  personas,  y  lo  mismo  entien- 
dan los  que  detrajeren  la  mayor  parte  de  ella  o  de  sus  principales 
autores  y  pilares.  Y  esto  entiendo  que  conviene  que  se  haga  así»  (1). 

Movido  por  el  anterior  decreto  de  Su  Majestad,  el  Inquisidor  ge- 
neral, D.  Antonio  de  Sotomayor,  Arzobispo  de  Damasco,  expidió  un 
edicto  el  día  1.''  de  Febrero  de  1634,  prohibiendo  el  principal  libelo 
que  entonces  corría  entre  las  gentes,  y  era  uno  que  comenzaba  con 
un  renglón  ^en  lengua  griega  y  luego  continuaba  el  título  en  esta 
forma:  «Haec  est  manifestatio  et  satis factío  in  luce  totius  Ecclesiae 
Sanctae  Dei»,  y  terminaba  con  la  firma  Magister  Franciscus  Boales. 
Algo  se  contuvieron  los  ánimos  con  este  edicto  de  la  Inquisición  y 
con  saber  que  los  libelos  infamatorios  habían  sido  presentados  al 
Santo  Oficio,  quien  daría  indudablemente  sentencia  condenatoria 
contra  ellos.  Con  todo  eso,  no  cesaron  nuestros  enemigos  en  su  tarea 
de  difundir  calumnias.  El  23  de  Febrero  escribía  el  P.  Mendo  al 
P.  Rafael  Pereira,  desde  Salamanca,  estas  palabras:  «Llueven  pape- 
les contra  la  Com})añía.  Han  venido  ahora  dos  nuevos,  el  uno  en  tres 
pliegos,  cuyo  título  es:  Aviso  discreto  para  los  entendidos,  y  es  dis- 
tinto del  pasado;  el  otro,  una  carta  impresa  de  un  dominico»  (2).  No 
le  nombra  en  esta  carta  el  P.  Andrés  Mendo,  pero  por  otra  sabemos 
que  este  dominico  se  llamaba  Cañamero,  y  debió  contribuir  oculta- 


(1)  Ifetd.,  pág.  19. 

(2)  Jbid..  pág.  20. 


CAP.    IX. — CCXTRADICCIOXES    ABIERTAS    COXTÜA    LA    COMPA-NÍA  209 

mente  a  propagar  los  libros  de  Espino,  aunque  siempre  procurando 
esconderse  a  la  sombra  de  personas  ilustres. 

5.  Cinco  meses  duró  en  la  Inquisición  el  examen  de  los  infames 
libelos  esparcidos  por  Espino  entre  el  público  de  Madrid.  Aunque 
no  faltaban  enemigos  de  la  Compañía,  sin  embargo,  como  era  tan 
patente  la  justicia  de  nuestra  causa  y  se  había  manifestado  tan  a  las 
claras  el  favor  de  Su  Majestad,  era  seguro  que  la  sentencia  del  Tri- 
bunal había  de  sernos  favorable,  y  efectivamente  lo  fué, 

A  fines  de  Junio  resolvió  la  Inquisición  pronunciar  la  sentencia 
y  dar  cumplida  satisfacción  a  la  Compañía.  Esto  se  ejecutó  en  un 
acto  de  Inquisición  solemnísimo  que  se  verificó  en  la  mañana  del 
29  de  Junio.  En  ese  día  salió  de  la  casa  del  Sr.  D.  Juan  Dionisio  Por- 
tocarrero,  calle  de  Valverde,  el  estandarte  de  la  Santa  Inquisición. 
Acompañábanle  gran  número  de  ministros  del  Santo  Oficio  y  fami- 
liares, todos  a  caballo;  iba  el  Secretario  de  la  Inquisición,  el  prego- 
nero y  los  acostumbrados  atabales  y  trompetas.  Una  acémila  llevaba 
sobre  sí  una  pequeña  caja  de  madera  pintada  con  llamas,  que  conte- 
nía dentro  los  libelos  de  Scioppio,  traducidos  a  nuestra  lengua  por 
Roales.  Pausadamente  salió  la  cabalgata  a  la  calle  de  Fuencarral,  de 
allí  descendió  a  la  Puerta  del  Sol,  y,  por  último,  se  encaminó  a  la 
Plaza  de  la  Villa,  donde  se  hizo  una  grande  hoguera.  Resonaron 
entonces  todos  los  atabales,  clarines  y  trompetas,  y  se  agolpó  una 
muchedumbre  inmensa,  como  era  de  costumbre,  para  presenciar  el 
acto  de  la  Inquisición.  Leyóse  allí  la  sentencia,  hízose  el  pregón, 
y  después,  tomando  el  verdugo  tres  libelos  contra  la  Compañía,  los 
arrojó  públicamente  en  el  fuego.  Consumidos  en  las  llamas,  resona- 
ron otra  vez  las  trompetas,  y  todo  el  acompañamiento  se  encaminó 
con  el  estandarte  del  Santo  Oficio  al  colegio  de  Santo  Tomás,  de  Pa- 
dres Dominicos  (1). 

Al  día  siguiente,  80  de  Junio  de  1634,  el  Inquisidor  Supremo  pu- 
blicó un  edicto  en  que  decía  estas  palabras:  «Considerando  lo  mucho 
que  importa  que  las  religiones  sean  veneradas  de  los  fieles  y  que  se 
eviten  las  ocasiones  que  puedan  dar  motivo  a  los  herejes,  que  de  or- 
dinario en  sus  escritos  procuran  desacreditarlas,  por  ser  las  que  con 
libertad  cristiana  impugnan  sus  falsos  dogmas,  todo  para  mayor  ser- 
vicio de  Dios  Nuestro  Señor  y  de  su  Iglesia,  que  tan  trabajada  la  tie- 
nen las  herejías  destos  tiempos;  y  deseando  juntamente  la  unión,  paz 


(1)    Véase  la  descripción  de  este  auto  en  carta  del  P.  Robledo,  escrita  el  día  si- 
guiente y  publicada  en  el  Memorial  histórico  español,  t.  XIII,  pág.  67. 

14 


210  HB,    I. — LAS   CUATRO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1652 

y  conformidad  de  las  mismas  religiones,  y  que  de  todo  punto  cesen 
diferencias  peligrosas  para  las  conciencias,  causando  general  escán- 
dalo con  grande  descrédito  de  los  que  ocasionan  estas  novedades. 
Por  ende,  usando  de  la  autoridad  apostólica  a  Nos  concedida,  por  el 
tenor  de  la  presente  mandamos  que  cualquiera  persona  eclesiástica 
o  secular  destos  Reinos,  de  cualquier  estado,  condición,  dignidad  o 
preeminencia  que  sea,  que  desde  el  día  de  la  publicación  de  este 
nuestro  edicto  injuriase  a  las  religiones  o  religiosos  de  suerte  que 
redunde  la  ofensa  o  injuria  en  la  religión,  así  sea  la  dicha  ofensa  o 
injuria  hecha  de  palabra  en  pulpitos  y  cátedras,  o  por  cartas  ayudare 
a  ello,  incurra  en  pena  de  excomunión  mayor,  declarándole  desde 
luego  como  le  declaramos,  por  privado  de  cualquier  oficio  u  ocupa- 
ción que  hubiere  de  la  Inquisición  y  por  inhábil  e  incapaz  de  po- 
derlo obtener  ni  ser  restituido  en  algún  tiempo,  demás  de  las  otras 
penas  y  ejemplar  castigo  que  conforme  a  derecho  se  ejecutará  en  los 
trasgresores,  para  que  de  todo  punto  cesen  los  atrevimientos  que  es- 
tos días  se  han  visto,  publicando  libros  sin  autor,  lugar  ni  impresor, 
contra  la  religión  de  la  Compañía  de  Jesús  y  sus  santos  institutos, 
suponiéndola  falsamente  leyes  e  instituciones  políticas  indignas  de 
su  sagrada  religión,  con  ánimo  de  iafamarlay  desacreditarla  con  los 
fieles  (a  lo  que  parece)  y  estorbar  el  fruto  que  hacen  en  el  servicio 
de  la  Santa  Iglesia  Católica.  Y  para  quitar  del  todo  su  memoria  y 
castigar  en  ellos  a  sus  autores  en  lo  que  se  pueda,  con  parecer  de  los 
Señores  del  Consejo  de  Su  Majestad  de  la  Santa  y  General  Inquisi- 
ción, acordóse  se  quemasen  públicamente,  y  así  se  ejecutó,  por  im- 
píos, calumniosos  y  ajenos  de  toda  verdad,  el  tratado  intitulado  Sin- 
gulares y  secretas  admoniciones,  y  otro  que  se  intitula  Avisos  secretos 
a  los  bien  entendidos,  y  el  que  últimamente  se  ha  esparcido,  que  co- 
mienza con  medio  renglón  en  griego  y  luego  dice:  Magistri  Francis- 
cis  Boales  haec  est  manifestatio  et  satisfactio  in  hice  totius  Ecclesiae 
Sanctae  Dei,  etc.,  y  al  fin  está  firmado  con  una  firma  de  la  imprenta 
que  dice  Magistri  Francisci  Boales.  Y  mandamos  animismo  que  d-e 
aquí  adelante  ninguna  persona  eclesiástica  ni  secular,  de  cualquier 
estado,  condición,  calidad,  dignidad  o  preeminencia  que  sea,  los  im- 
prima, tenga,  venda  ni  vea  impresos  ni  manuscritos,  pena  de  exco- 
munión mayor  latae  sententiae  trina  canónica  monilione  praemissa, 
y  de  cincuenta  ducados  para  gastos  del  Santo  Oficio»,  etc.  (1). 


(1)    Ibid., 


CAP.   IX. — CONTRADICCIONES   ABIERTAS   CONTRA   LA   COMPAÑÍA  211 

Entiéndese  la  grande  alegría  con  que  nuestros  Padres  recibieron 
esta  sentencia  o,  por  mejor  decir,  insigne  defensa  hecha  de  la  Com- 
pañía de  Jesús  por  el  Santo  Oficio  de  la  Inquisición.  El  mismo  día 
en  nuestras  casas  de  Madrid  se  mandó  a  todos  los  Padres  decir  tres 
misas  por  el  Rey,  dos  por  el  Conde-Duque  y  una  por  el  Supremo 
Inquisidor.  Nuestro  P.  General  manifestó  también  su  agradecimiento 
escribiendo  sendas  cartas  a  los  tres  personajes  indicados,  con  frases 
de  extremada  gratitud. 

Aunque  con  tal  ilustre  sentencia  debieran  callar  nuestros  enemi- 
gos, pero  sabemos  que  no  por  eso  se  dieron  por  vencidos.  Al  año  si- 
guiente, en  las  fiestas  de  Pascua,  hicieron  una  demostración  despe- 
chada de  su  odio  contra  la  Compañía.  He  aquí  cómo  lo  cuenta  el 
P.  Bernardino  de  Alcocer,  en  carta  que  escribió  pocos  días  después 
al  P.  Pereira:  «El  postrer  día  de  Pascua  amanecieron  al  fresco  cinco 
libelos  en  cinco  cantones  de  Madrid,  cual  los  pedía  su  rabia.  Con- 
fuso de  ver  alguna  gente  que  los  estaba  leyendo,  se  llegó  un  secre- 
tario de  la  Suprema  y  los  quitó,  y  los  hallaron  firmados  de  Fray  To- 
más Gracián,  expulso  de  la  Compañía  en  Méjico  y  religioso  ahora 
de  San  Francisco.  A  los  frailes  les  ha  picado  mucho.  Primero  le 
prendieron  ellos,  pero  abocó  a  sí  la  causa  la  Suprema  donde  le  tie- 
nen preso.  El  Rey,  teniendo  noticia  del  caso,  ha  encomendado  al  In- 
quisidor que  cargue  bien  la  mano»  (1).  Suponemos  que  cumpliría 
este  encargo  la  Inquisición,  pues  en  adelante  no  vemos  mención  al- 
guna de  este  P.  Gracián. 

Entretanto,  el  maldiciente  Espino  fué  preso  por  el  Arzobispo  de 
Toledo,  y  poco  tiempo  después  pasó  a  las  cárceles  de  la  Inquisición 
y  estuvo  años  recluido  en  Granada.  Pudiérase  creer  que  con  esto  se 
hubiera  moderado  en  su  maledicencia,  o  por  lo  menos  que  estaría 
imposibilitado  de  continuar  el  daño  que  antes  hacía;  pero,  por  des- 
gracia, no  fué  así.  Aunque  preso  por  el  Santo  Oficio,  tenía  algunos 
dominicos  que  le  favorecían,  y  poseía  los  medios  suficientes  para 
comunicarse  con  todo  el  mundo,  y  hasta  para  difundir  por  la  im- 
prenta sus  calumnias  contra  la  Compañía.  En  estos  años  propagó 
bastante  por  Andalucía  el  Mónita  secreta,  traducida  al  español;  di- 
vulgó otros  anónimos,  y  dio  continuamente  tanta  guerra,  que  el  año 
de  1644  se  juzgó  necesario  imprimir  un  memorial  para  refutar  las 
calumnias  que  corrían  entre  el  público  divulgadas  por  Espino,  Esta 


(1)     Ibid.,  pág.  181. 


21-2  LIB.   I. — LAS   CUATKO   PROVINCIAS   DE   ESPAfs'A,   1G15-1652 

obra  la  redactó  el  P.  Pedro  de  Aviles,  y  forma  un  escrito  de  unas 
20D  páginas  en  folio  (1). 

6.  Por  desgracia  para  la  Compañía,  sobrevino  en  esta  contienda 
un  incidente  desagradable,  que  ejercitó  bastante  la  paciencia  de  los 
jesuítas.  Necesario  será  decir  algunas  palabras  sobre  la  causa  del 
P.  Poza,  que  en  estos  mismos  años  se  tramitaba  en  la  Inquisición.  El 
P.  Juan  Bautista  Poza  había  nacido  en  Bilbao  el  año  1588,  y  entrando 
muy  joven  en  la  Compañía,  hizo  con  lucimiento  sus  estudios,  y  en- 
señó algunos  años  las  ciencias  sagradas  en  Madrid,  en  Alcalá  y  en 
Murcia.  El  año  1626  dio  a  luz  un  libro  que  intituló  Eluciclariiim  Dei- 
jparae  (2).  El  objeto  de  la  obra,  enderezada  a  glorificar  principal- 
mente el  misterio  de  la  Inmaculada  Concepción,  parecía  ser  un  es- 
tudio teológico  de  las  preeminencias  y  prerrogativas  espirituales 
que  posee  la  Madre  de  Dios,  y  principalmente  de  aquellas  que  se 
relacionan  con  su  Concepción  Inmaculada.  Pero,  en  realidad  de  ver- 
dad, lo  que  resultó  fué  un  centón  de  cavilosidades  y  extravagancias 
increíbles,  que  hacen  sonreír  a  toda  persona  sensata.  Era  uno  de  esos 
libros  propios  de  los  conceptistas,  que  sutilizaban  las  ideas  y  se  inge- 
niaban para  hacer  pasar  por  verdaderas  las  exageraciones  más  estu- 
pendas y  hasta  los  manifiestos  errores.  Aguzando  el  ingenio,  y  con  mu- 
cha fuerza  de  voluntad,  puede  darse  interpretación  ortodoxa  a  varias 
aserciones  del  P.  Poza;  pero  no  hay  duda  que,  en  el  sentido  obvio 
de  las  palabras,  contiene  el  libro  errores  muy  reparables.  Por  esto, 
denunciado  a  la  Congregación  del  índice,  fué  justamente  prohibido 
por  decreto  del  11  de  Abril  de  1628. 

Nuestro  P.  Vitelleschí,  que  no  había  leído  indudablemente  esta 
obra,  empezó  por  defender  buenamente  al  P.  Poza;  habló  al  Sumo 
Pontífice,  y  obtuvo  de  él  que  le  mostrase  las  proposiciones  que  se 
censuraban  en  el  Elucidario  (3).  Urbano  VIII  se  mostró  benigno  y 


(1)  <Por  el  P.  Pedro  de  Aviles,  Provincial  de  la  Compañía  de  Jesús,  en  Andalucia, por  si 
y  en  nombre  de  su  provincia.  En  el  pleito  con  Juan  del  Espino,  Presbítero,  preso  en  las  cárce- 
celes  del  Santo  Oficio  de  Granada.-^  El  Único  ejemplar  que  hemos  visto  no  tiene  portada. 
Ignoramos  por  eso  dónde  y  cuándo  se  imprimió.  Se  guarda  ese  ejemplar  en  nuestro 
archivo  Baetica.  Histórica,  1604-1716. 

(2)  Elucidarium  Deiparae.  Auctore  Joanne  Baptista  Poza,  Societatis  Jesu,  Cántabro,  in 
collegio  Compluteusi  Sacrae  Theologiae  professore.  Praevius  explorator,  maiori  ex 
parte  pugnax  et  Contcntiosus.  De  Chronographia  et  Geographia  mysteriorum  Virginis. 
Llbor  prinius.  De  re  paterna.  Liber  secundus.  De  corpore  Virginis.  Liber  tertius.  Sup- 
plementum  pro  definiendo  immaculato  conceptu.  Liber  quartus...  1G26.  Compluti. 

Como  ve  el  lector,  en  el  título  mismo  se  indican  las  principales  divisiones  do  la 
obra. 

(3)  Tok'taiui.  l'Jpist.  Con.  A  Poza,  To  Abril  nVlX. 


CAÍ'.    IX. — (_U.\ll!ADlC(.iü-\i:.s    AUlianAS    tO.XIÜA    LA    tO.Ul'AAÍA  213 

condescendiente,  manifestando  que  si  el  autor  corregía  aquellos 
errores,  podría  después  permitirse  la  circulación  del  libro.  El  P.  Ge- 
neral encargó  esta  obra  al  autor;  pero  éste,  lejos  de  enmendar  sus 
ideas,  imprimió  unas  conclusiones  defendiendo  los  principales  de 
sus  errores.  Cuando  el  P.  Vitelleschi  las  recibió  en  1630,  tembló  de 
nuevo  por  la  obra  y  por  el  autor.  «Temo,  escribía  al  P.  Poza,  que 
estas  conclusiones  sean  causa  de  nuevo  ruido  y  pesadumbre.  Esté 
cierto  que  no  se  gana  nada  con  estas  cosas,  sino  antes  se  irritan  los 
ánimos  de  los  que  no  nos  son  afectos,  y  son  echar  más  leña  al 
fuego»  (1).  No  contento  con  estas  tesis,  redactó  el  P.  Poza  un  memo- 
rial dirigido  al  Papa  Urbano  VIII,  una  apología  y  algunos  escritos 
anónimos,  todos  enderezados  más  o  menos  a  la  defensa  del  Elucida- 
rio (2).  Lo  que  se  consiguió  con  estos  escritos  fué  que  la  Sagrada 
Congregación,  por  decreto  del  9  de  Setiembre  de  1632,  condenase, 
no  solamente  el  Elucidario,  sino  todas  las  obras  del  P.  Poza. 

Al  mismo  tiempo  que  se  agitaba  esta  causa  en  Roma,  había  sido  de- 
nunciado el  P.  Poza  a  la  Inquisición  española,  y  desde  1629  se  seguía 
proceso  contra  él.  El  P.  Vitelleschi,  deseando  cortar  de  raíz  la  ocasión 
de  tales  pesadumbres,  mandó  al  P.  Poza,  en  virtud  de  santa  obediencia, 
el  año  1631,  que  se  partiese  para  Ñapóles  (3);  pero  nuestro  Rey  Fe- 
lipe IV,  que  miraba  a  Poza  como  un  insigne  defensor  de  la  Inmacu- 
lada Concepción,  mandó  terminantemente  que  no  se  moviera  de  su 
puesto  ni  hiciera  mudanza  alguna  sin  su  Real  aprobación  (4).  Esta 
protección  del  Rey  debió  influir  bastante  para  que  la  Inquisición  es- 
pañola se  mostrase  más  benigna  con  nuestro  teólogo.  Entretanto,  éste 
no  cesaba  de  escribir  memoriales  y  otros  escritos,  a  veces  anónimos, 
a  veces  seudónimos,  cada  uno  de  los  cuales  era,  como  sentían  nues- 
tros Padres,  un  nuevo  desatino,  que  empeoraba  la  causa  y  hacía  que 
se  prolongase  sin  término.  Por  supuesto  que  Poza  atribuía  toda  su 
desventura  al  odio  que  le  tenían  los  dominicos  por  la  cuestión  de  la 
Inmaculada,  y  suplicaba  a  Felipe  IV  que  no  permitiese  fuesen  cen- 
surados sus  escritos  en  Roma,  bastando  con  la  censura  que  se  ejercía 
en  los  Tribunales  de  España. 


(1)  Ibid.  A  Poza,  -20  Junio  1630. 

(2)  Véase  la  bibliogi-afía  de  Poza  eii  tíommervogel,  t.  VI,  col.  1137  y  sigs. 

(3)  ToMaua.  Epist.  Gen.  A  Poza,  18  Mayo  1631.  En  otra  del  24  de  Setiembre  le  ame- 
naza con  despedirle  de  la  Compañía  si  no  obedece. 

(4)  Roma.  Arch.  secreto  Vaticano,  Nmis.  di  Spagna.  El  Nuncio  a  Barberini.  Madrid, 
1."  Noviembre  1631.  Dice  el  Nuncio  que,  por  medio  de  su  confesor,  intimó  el  Rey  al 
Prepósito  de  la  casa  profesa,  que  no  enviasen  fuera  de  Madrid  al  P.  Poza. 


214  ME.   I. — LAS    GUATEO   TROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1652 

No  cansaremos  al  lector  con  las  mil  menudencias  e  impertinen- 
cias que  se  atravesaron  en  este  prolijo  pleito.  Bastará  indicar  que 
por  fin,  en  1637,  el  P.  Poza  fué  puesto  en  libertad  y  volvió  a  su  cáte- 
dra de  Madrid,  donde  dio  la  primera  explicación  en  medio  de  un 
público  ilustre,  que  acudió  para  honrar  su  rehabilitación.  El  P.  Se- 
bastián González  escribía  estas  palabras  al  P.  Pereira:  «Al  P.  Poza, 
como  tengo  avisado,  le  dieron  por  libre,  diciendo  no  resultaba  con- 
tra él  del  proceso  cosa  alguna,  que  podía  irse  cuando  quisiese.  Así  lo 
ejecutó,  y  ayer  leyó  su  primera  lección  de  Escritura  con  grande  con- 
curso de  cortesanos  que  vinieron  a  honrarle»  (1). 

Esto  no  obstante,  como  los  errores  y  extravagancias  del  P.  Poza 
saltaban  a  la  vista  de  todos,  volvieron  otra  vez  las  denuncias  a  la  In- 
quisición, y  durante  algunos  años  le  mandaron  estar  retirado  en  Na- 
valcarnero  (2),  y  le  prohibieron  escribir  los  memoriales  que  con 
tanta  facilidad  solía  lanzar  al  público  en  defensa  propia.  Por  último, 
parece  que  fué  dado  por  libre;  pero  en  estos  años  sucedió  que  Roa- 
Íes  y  Espino,  al  acometer  tan  fieramente  a  la  Compañía,  se  cebaron 
en  más  de  una  ocasión  en  los  escritos  del  P.  Poza.  Fué  desventura 
para  nuestra  Orden  que  en  algunos  momentos  se  confundiera  su 
causa  con  la  de  un  extravagante  digno  casi  del  manicomio.  En  1642 
publicó  Espino  un  feroz  memorial  dirigido  a  la  Inquisición  contra 
las  doctrinas  del  P.  Poza  (3).  Allí  le  pretende  identificar  con  los  he- 
resiarcas  más  insignes,  diciendo  que  coincide  en  varias  proposicio- 
nes con  Nestorio,  con  Eutiques,  con  Manes,  con  Cerdón  y  con  otros 
célebres  herejes  de  la  antigüedad.  Poco  a  poco  fué  cesando,  gracias  a 
Dios,  esta  maledicencia,  porque  el  Santo  Tribunal  de  la  Inquisición 
al  cabo  impuso  silencio  riguroso  a  Espino,  y  también  acabó  c<»n  la 
causa  del  P.  Poza,  mandando  a  éste  guardar  el  mismo  silencio. 


(1)  Memo7'ial  histórico  esj^aiíol,  t.  XIV,  pág.  73. 

(2)  Ibid.,  t.  XVI,  pág.  54.  Lucas  Rangel  h  Pereira.  Madrid,  13  Noviembre  1(340. 

(3)  <í Acusación  pública  contra  las  doctrinas  del  Elucidario,  autor  Juan  Bautista  Posa,  de 
la  Compañía  de  Jesús,  y  defensa  por  la  verdad  católica  ofendida  por  dicha  doctrina  y  autor. 
Presentóse  en  Madrid  al  Santo  Oficio  por  Marso,  este  año  de  1642.  Y  remítese  a  Su  Santidad 
Urbano  VIH  en  dicho  aíío.*  Memorial  impreso,  de  67  folios,  firmado  por  Juan  del  Espino. 
Consérvase  en  la  Biblioteca  de  San  Isidro,  en  Madrid. 


CAPÍTULO  X 


PELIGROS   DEL   AULICISMO.— EL   P.    FERNANDO    DE    SALAZAR 

Sumario:  1.  Defectos  en  que  incurrían  algunos  Padres  por  introducirse  en  la  Corte.— 
2.  El  P.  Fernando  de  Salazar  empieza  a  meterse  en  negocios  políticos. — 3.  En  1629 
quiere  Felipe  IV  hacerle  Obispo  de  Málaga,  y  nuestros  Superiores  lo  i-esisten. — 
4.  Inténtase  después  hacerle  Obispo  de  Chai'cas,  y  no  tiene  efecto  este  nombra- 
miento.— 5.  Últimos  años  del  P.  Salazar  y  extraño  modo  úo  vivii-  que  en  ellos 
observó. 

Fuentes  coxtemporXneas:  1.  Epislolae  Generaliuin.-2.  Ada  Coiiíjre(jationnm  geiiercdium.— 
3.  Assistmtia  Hispaniae.  Epislolae  Oeneraliiim,  1594-1640.— 4.  Roma.  Archivo  secreto  del  Vaticano, 
Numiahirn  di  Spmjna:  cartas  del  Nuncio.— 5.  Algunos  documentos  del  Archivo  de  Indias. 

1.  Si  en  tiempo  del  P.  Aquaviva  atribularon  tanto  a  la  Compañía, 
en  Madrid,  algunos  jesuítas  que,  inficionados  por  el  espíritu  pala- 
ciego, daban  mal  ejemplo  a  sus  hermanos  de  religión,  y  con  el  favor 
de  los  Príncipes  impugnaban  el  espíritu  de  la  Compañía,  no  faltó 
tampoco  esta  plaga  en  los  tiempos  del  P.  Vitelleschi.  Hubo,  sin  em- 
bargo, una  diferencia,  digámoslo  así,  sustancial,  entre  uno  y  otro 
tiempo,  y  fué  que  los  segundos  se  abstuvieron  de  impugnar  poco 
ni  mucho  nuestro  Instituto,  y  por  este  lado  no  crearon  dificultad 
alguna  a  nuestros  Superiores.  En  cambio,  cometieron  varias  faltas, 
de  esas  que  se  contraen  con  tanta  facilidad  viviendo  entre  gente 
rica  y  alternando  con  altos  personajes. 

Repetidas  veces  hubo  de  avisar  el  P.  Vitelleschi  a  los  Provincia- 
les de  Toledo,  para  que  cercenasen  las  demasías  de  regalo  y  como- 
didades que  sabían  proporcionarse  algunos  de  los  Padres  que  vivían 
en  Madrid.  Unos  por  descender  de  linaje  nobilísimo,  otros  por  ser 
confesores  de  ilustres  personajes,  otros  por  haber  obtenido  algún 
cargo  importante  en  la  Corte,  es  lo  cierto  que  insensiblemente  per- 
dían el  espíritu  religioso  y  se  trataban  más  como  prelados,  que  como 
humildes  hijos  de  la  Compañía.  A  los  PP.  Salazar  y  Florencia  hubo 
de  mandar  el  P.  Vitelleschi,  que  se  contentasen  con  tener  por  com- 
pañero a  un  Hermano  coadjutor,  como  lo  hacían  otros  Padres;  pues 
con  título  de  autoridad  exigieron  que  les  diesen  por  compañero. 


21  (i  LIE.    I. — LAS   CUATRO   rKOVIXCIAS   DE   KSPAKA,    1G15-1ÜÜ2 

además  del  coadjutor,  otro  sacerdote  (1).  Al  mismo  P.  Florencia  y 
al  P.  Pimeiitel  mandó  el  P.  General,  que  les  quitasen  un  pajecito  que 
tenían  para  llevar  y  traer  recados  en  Madrid.  Lo  que  más  llama  la 
atención  en  las  cartas  de  aquel  tiempo,  es  el  aparato  y  atuendo  con 
que  en  algunas  ocasiones  se  presentó  en  público  el  P.  Florencia. 
Cuando  en  1622  hubo  de  acudir  a  la  Congregación  provincial  que 
se  celebró  en  Toledo,  hizo  el  viaje  desde  Madrid  en  coche  de  seis 
caballos,  con  dos  cocheros,  y  acompañado  por  un  Padre  y  un  Her- 
mano coadjutor.  No  fué  esto  solo,  sino  que  a  la  entrada  de  Toledo 
tenía  ya  prevenida  una  litera,  en  la  cual  entró  en  la  ciudad  más  con 
aires  de  príncipe  que  de  humilde  religioso  (2).  De  vez  en  cuando 


(1)  Toletaua.  Epist.  Gen.  A  Alarcón,  Provincial,  23  Enero  1623. 

(2)  IbM.  A  Alarcón,  13  Junio  1622.  Puesto  que  hablamos  del  P.  Florencia,  nos  pa- 
rece necesario  hacer  algunas  observaciones  sobre  este  hombre  singular.  Ciertos  libi-os 
o  historias  viejas  le  tributan  grandes  elogios,  pintándole  como  un  santo  y  como 
grande  orador.  La  primera  de  estas  nombradlas  se  funda,  indudablemente,  en  la  carta 
de  defunción  que  se  escribió  e  imprimió  el  mismo  año  de  su  muerte,  1633.  Consér- 
vase un  ejemplar  de  ella  en  la  Academia  de  la  Historia.  En  esta  carta  se  pone  por  las 
nubes  al  P.  Florencia.  Las  principales  alabanzas  del  Padre  pasaron  a  las  anuas  de 
aquel  año  (Toletaua.  Litt.  aniiiiae,  1633).  Pero  es  lo  singular  que,  mientras  vive  el 
P.  Florencia,  nunca  descubrimos  nada  que  corresponda  a  estos  elogios  postumos. 
Habrá  sido  desdicha  nuestra  que  no  hemos  podido  verlo  todo;  pero  confesamos  inge- 
nuamente que,  en  todos  los  documentos  anteriores  a  1633  que  hemos  leído,  jamás 
hemos  visto  ningún  acto  de  virtud,  ningún  rasgo  de  santidad  que  acredite  al  P.  Flo- 
rencia. Al  revés,  casi  siempre  que  suena  su  nombre,  es  para  reprobar  las  singularida- 
des de  regalo  y  autoridad  que  se  le  permiten.  Una  vez  le  reprenden  porque  le  llevan 
de  una  casa  noble  la  comida  y  se  la  sirve  un  paje  elegantemente  vestido;  otra,  porque 
sale  de  paseo  en  coche;  otra,  porque  va  a  Toledo  en  carroza  do  seis  caballos;  otra, 
porque  quiere  compañero  sacerdote  y  no  se  contenta  con  un  coadjutor;  otra,  porque 
tiene  un  paje  seglar  i)ara  su  servicio  exclusivo;  otras  Aceces,  en  fin,  sin  especificar 
cosas  singulares,  se  lamenta  el  P.  General  de  las  demasías  que  se  toleran  al  P.  Floren- 
cia. En  1632,  porque  le  mudaron  el  coadjutor  que  le  servía,  se  afligió  tanto,  que  llo- 
raba como  un  niño.  Fué  necesario  que  el  P.  Vitellcschi  mandase  devolverle  el  primor 
compañero  (Toletaua.  Epist.  Gen.  A  Pacheco,  Provincial,  24  Febrero  1633). 

No  es  menos  falso  el  méi'ito  de  orador  que  se  le  ha  atribuido.  En  esta  parte  el  cu- 
rioso lector  lo  puede  juzgar  por  sí  mismo.  Efectivamente,  en  1625  publicó  Florencia, 
con  el  título  do  Maríul,  dos  tomos  de  sermones  sobre  los  principales  misterios  de 
María  Santísima.  Los  sermones  son  28.  Ábralos  el  lector  por  donde  quiera,  y  hallará 
todo  menos  elocuencia.  Nunca  se  comunica  el  orador  con  los  oyentes,  sino  que  dis- 
curre y  raciocina  como  a  solas.  Nunca  exhorta  a  determinados  actos  de  virtud,  nunca 
truena  contra  los  vicios,  nunca  hace  aplicaciones  prácticas  de  ningún  género.  No 
aparece  el  movimiento  oratorio  ni  esa  fuerza  de  persuasión  que  constituye  al  hombre 
elocuente.  Ni  siquiera  vemos  unidad  de  pensamiento  en  la  mayor  parte  de  sus  sermo- 
nes. Propuesto  un  misterio,  discurro  Florencia  sobre  tres  o  cuatro  puntos  ascéticos 
relacionados  con  él,  buscando  argumentos  más  bien  peregrinos  que  sólidos,  y  alam- 
bicando el  ingenio  para  tributar  alabanzas  exquisitas  a  María  Santísima.  A  esto  so 
reduce  toda  su  elocuencia.  Así  se  explica  la  frialdad  con  que  el  público  español  reci- 
bió estos  dos  tomos  y  el  olvido  absoluto  en  que  caj'oron  \a\xy  pronto.  En  tres  siglos 
no  han  llegado  esos  sermones  a  la  segunda  edición.  Pues  entonces,  dirá  el  lector, 
¿cómo  explicar  la  celebridad  del  P.  Florencia?  No  nos  parece  difícil.  En  aquel  tiempo 


( .\r.  X. — i'KLicauís  dix  aui.icisiio  217 

fué  también  necesario  moderar  ciertos  lujos  que  empezaron  a  intro- 
ducirse con  muebles  elegantes,  cuadros  vistosos  y  otros  adornos  que 
no  dicen  bien  con  la  pobreza  religiosa.  Estas  faltas  eran  propias 
solamente  de  unos  pocos  Padres  autorizados,  y  no  se  extendieron 
mucho  entre  los  otros  religiosos  de  la  Compañía.  El  cuidado  que  los 
Provinciales  de  Toledo,  y  más  todavía  el  General,  tenían  constante- 
mente de  reformar  estos  abusos,  hizo  que  apenas  salieran  de  Madrid, 
y  probablemente  ni  siquiera  fueron  conocidos  de  la  inmensa  mayo- 
ría de  los  jesuítas  españoles. 

2.  Mucho  más  peligroso  fué  para  la  Compañía  el  gravísimo  con- 
flicto en  que  la  puso  la  ingerencia  política  del  P.  Fernando  de  Sala- 
zar.  Este  Padre  había  nacido  en  Cuenca  el  año  1576.  Admitido  en  la 
Compañía  a  4  de  Mayo  de  1592,  en  la  provincia  de  Toledo,  siguió 
todo  el  curso  de  los  estudios  con  muestras  de  aventajado  ingenio,  y 
el  23  de  Mayo  de  1611  hizo  la  profesión  solemne.  Empleóle  la  obe- 
diencia, por  de  pronto,  en  enseñar  gramática  en  los  colegios  de 
Huete  y  de  Madrid,  y  después  le  aplicó,  principalmente,  a  la  cátedra 
de  Escritura,  que  desempeñó  durante  doce  años,  primero  en  Murcia, 
después  en  Alcalá,  y  últimamente  en  Madrid.  En  este  oficio  y  empleo 
se  hallaba  al  advenimiento  al  trono  de  Felipe  IV.  No  sabemos  cómo 
logró  desde  un  principio  ganar  completamente  la  voluntad  del  Mo- 
narca y  de  su  célebre  valido  el  Conde-Duque  de  Olivares. 

Ya  el  año  1623  empiezan  a  asomar  indicios  de  que  el  P.  Salazar 
se  metía  en  arbitrios,  que  no  eran  conforme  a  nuestra  profesión  y 
podían  perjudicar  gravemente  a  la  Compañía.  El  año  siguiente,  1624, 
a  1."  de  Julio,  envió  el  P.  Vitelleschi  una  advertencia  un  poco  seria 
al  P.  Luis  de  la  Palma,  Provincial  entonces  de  Toledo  (1).  Dícele 
estas  palabras:  «Con  el  P.  Salazar  será  bien  que  V.  R.  vaya  poco  a 
poco,  procurando  con  suavidad  y  blandura  que  reforme  las  super- 
fluidades que  se  notan  en  el  ornato  de  su  aposento  y  regalo  de  su 
persona,  y  que  no  se  entrometa  en  nuevos  arbitrios,  y  convendrá 
advertirle  lo  mal  que  de  él  se  habla  en  España,  por  los  que  se  piensa 
haber  dado  hasta  ahora,  y  que  por  esta  causa  ha  padecido  y  padece 
la  Compañía.»  Según  podemos  vislumbrar  por  lo  que  apuntan  algu- 
nas cartas  de  entonces,  los  arbitrios  en  que  se  metía  el  P.  Salazar 


se  daban  elogios  sin  crítica,  sin  tiento  y  sin  medida  a  los  Eeyes,  a  las  personas  Reales 
y  a  todos  los  que  de  cerca  o  de  lejos  les  tocaban.  Ahora  bien;  el  P.  Florencia  era  pre- 
dicador de  Su  Majestad,  confesor  de  los  Infantes.  De  aquí  los  obligados  encomios  a  su 
.persona. 

(1)     Toletana.  Epist.  Gen.  A  La  Palma,  1."  Julio  W2-1. 


218  LIB.    I. — LAS   CUATRO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1652 

eran  las  pragmáticas  que  se  daban  en  el  orden  económico.  Como 
estas  pragmáticas  se  dirigían  muy  comúnmente  a  sacar  tributos  en 
una  u  otra  forma,  cualquiera  ve  la  odiosidad  que  fácilmente  sé  des- 
pertaría en  España  contra  un  hombre,  de  quien  se  suponía  que  gas- 
taba el  tiempo  en  idear  nuevas  formas  para  sacar  contribuciones. 
Aunque  la  ingerencia  del  P,  Salazar  y  de  otro  P.  Pedro  Hurtado  de 
Mendoza,  que  suena  un  poco  en  las  cartas  de  estos  años,  fuese  bas- 
tante conocida,  no  sabemos,  sin  embargo,  que  en  este  tiempo  se  les 
diese  ningún  cargo  público  ni  algún  oficio  contrario  a  nuestras 
Constituciones.  Sólo  consta,  en  general,  que  el  P.  Salazar  era  muy 
consultado  y  que  se  le  entregaban  las  pragmáticas  del  Rey  para  que 
las  examinase  y  corrigiese  su  texto. 

No  sosegaba  el  P.  Yitelleschi  con  las  noticias  que  iba  recibiendo 
de  la  ingerencia,  poco  pública,  pero  demasiado  verdadera,  del 
P.  Salazar  en  negocios  políticos.  Sobre  todo  le  ofendió  muchísimo  lo 
que  le  contaron  a  principios  de  162G,  que  este  Padre  había  enrique- 
cido a  algunos  de  sus  parientes,  y  que  empezaba  a  murmurarse  de 
los  honores  y  mercedes  pecuniarias  que  por  su  causa  recibían  ellos. 
Juzgó  necesario  Vitelleschi  aplicar  un  remedio  enérgico  y  eficaz,  y 
resolvió  hacer  todo  lo  posible  para  sacar  de  la  Corte  a  un  hombre 
tan  peligroso.  Entendiendo  que  la  dificultad  de  este  negocio  estaba 
en  el  afecto  que  Felipe  IV  y  su  valido  profesaban  al  P.  Salazar,  de- 
terminó romper,  si  pudiese,  este  estorbo.  Para  eso,  por  Julio  de  1626 
escribió  varias  cartas:  una  al  Rey,  otra  al  Conde-Duque,  otra  tercera 
al  Presidente  de  Castilla,  y  otra  al  P.  Provincial,  que  debía  entregar 
las  precedentes,  y  finalmente,  dirigió  una  muy  grave  al  mismo 
P.  Salazar  (1). 

En  la  carta  al  Rey  se  contentaba  el  P.  Vitelleschi,  después  de  al- 
gunas frases  de  gratitud,  con  pedir  modestamente  que  fuese  servido 
Su  Majestad  de  permitir  a  los  Superiores,  que  retirasen  alP.  Salazar 
y  al  P.  Hurtado  de  Mendoza  de  los  negocios  políticos  en  que  se  me- 
tían. Más  explícito  estaba  en  la  carta  al  Conde-Duque  de  Olivares,  y 
merecen  copiarse  algunas  frases  enérgicas,  en  que  significa  el  mal 
oficio  que  ordinariamente  hace  un  jesuíta,  cuando  se  le  trasplanta 
del  terreno  religioso  al  campo  de  la  política.  «Los  de  la  Compañía, 
dice  el  P.  General,  debemos  ser,  y  creo  que  somos,  como  dijo  Jesu- 
cristo Nuestro  Señor  de  la  sal,  que  si  no  es  para  salar,  para  ninguna 


(1)    Todas  estas  cartas  pueden  verse  en  el  tomo  Toletami.  Epist.   Gen.    1621-1628, 
Todas  llevan  la  focha  20  de  Julio  de  1626. 


(AI-.  X. — PELUiíios  ui;l  aulicismo  219 

otra  cosa  vale.  Así  nosotros,  sacados  de  nuestros  ministerios  a  que 
por  nuestro  Instituto  somos  llamados,  crea  V.  E.  que  ni  somos  ni 
seremos  de  provecho,  y  quizás  y  sin  quizás  seremos  de  muchas  ma- 
neras empleados  por  Su  Majestad  y  V.  E.  en  éstos  adonde  y  como  y 
cuando  quisieren;  mas  no  nos  saquen  de  la  esfera  de  nuestra  activi- 
dad, que  lo  echaremos  todo  a  perder  con  daño  nuestro  y  estropiezo 
de  la  república.  Declaróme,  señor:  los  PP.  Hernando  de  Salazar  y 
Pedro  Hurtado  de  Mendoza  son  muy  buenos  religiosos,  grandes  su- 
jetos para  los  ministerios  de  su  religión.  Para  aquello  a  que  ahora 
atienden  de  arbitrios  y  cosas  temporales,  eso,  no  señor,  y  cuando  lo 
fueren,  sin  comparación  es  mayor  el  daño  que  el  provecho.» 

Si  al  Rey  y  a  otros  personajes  hablaba  el  P. General  en  tono  de  sú- 
plica, dirigió  al  propio  tiempo  una  carta  grave  al  mismo  P.  Salazar, 
con  aire  de  mandato.  «Días  ha,  dice,  que  voy  dilatando  el  hacer  esto 
así  por  la  inclinación  y  deseos  que  tengo  de  consolar  y  no  afligir  a 
los  que  el  Señor  me  ha  dado  por  hermanos  e  hijos,  como  también 
persuadiéndome  a  mí  mismo,  que  cesaría  la  ocasión  y  necesidad  y  con 
ella  la  obligación  de  hacer  lo  que  tan  caro  me  cuesta.  Mas  viendo 
que  la  ocasión  crece  y  la  necesidad  obliga  a  no  dilatar  más  el  reme- 
dio, fiado  de  la  mucha  religión  de  V.  R,  y  del  conocimiento  que 
tiene  del  amor  que  en  el  Señor  le  tengo,  y  estimulado  sobre  todo  de 
mi  conciencia,  diré  aquí  lo  que  principalmente  me  da  pena  y  aflige, 
y  deseo  que  con  efecto  se  remedie,  para  que  cesen  los  tropiezos  de 
dentro  y  de  fuera,  y  lo  mucho  que  con  ellos  pierde  la  Compañía. 

«Hablan  todos  sobre  los  arbitrios  en  que  V.  R.  se  mete  y  las  co- 
sas de  estado  en  que  entra,  y  ultra  de  ser  esto  cosa  escrupulosa,  es 
tan  odiosa,  que  V.  R.  y  la  Compañía  universalmente  va  por  este  res- 
pecto incurriendo  en  odio,  y  porque  quizá  tendrá  V.  R,  alguna  ex- 
cusa con  decir  que  Su  Majestad  y  sus  Ministros  le  entran  en  estas  cosas 
contra  su  voluntad,  yo  escribo  ahora  a  Su  Majestad  y  al  Señor  Conde 
de  Olivares,  suplicándoles  humildemente,  que  ni  a  V.  R.  ni  a  hombre 
de  la  Compañía  empleen  en  semejantes  ministerios  por  los  grandes 
daños  y  tropiezos,  etc.  Confío  me  harán  merced,  y  más  ayudándo- 
me V.  R.  a  ello  de  su  parte,  como  lo  espero  de  su  perfecta  obediencia. 
Nótanse  en  V.  R.  muchas  particularidades  que  sobresalen  del  modo 
común  de  los  demás  y  están  fundadas,  no  tanto  en  la  necesidad, 
cuanto  en  la  libertad  y  exención  que  suele  traer  consigo  la  privanza. 
Hablase  mucho  dentro  y  fuera  de  la  Compañía  de  la  prisa  con 
que  V.  R.  ha  acomodado,  honrado  y  enriquecido  a  sus  parientes,  3^ 
aunque  quiero  creer  que  tendrá  excusa  con  decir,  que  sin  diligencia 


220  I-IB-    I. — LAS    CX'ATKO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    lG15-lC.j2 

suya  lo  han  hecho  el  Rey  y  sus  ministros,  sin  haber  V.  R.  cooperado, 
el  vulgo  no  lo  creerá.»  Termina  su  carta  el  P.  General  exhortándole 
a  que  haga  buenamente  los  esfuerzos  que  pueda,  para  librarse  de  los 
negocios  seculares. 

Como  en  otros  casos  parecidos,  surgió  también  en  el  presente  la 
duda  de  si  eran  o  no  eran  políticos,  de  si  estaban  ó  no  estaban  prohi- 
bidos por  nuestras  reglas  ciertos  negocios  en  que  tomaba  parte  el 
P.  Salazar.  Deseando  proceder  en  todo  con  la  debida  claridad  y  rec- 
titud, adoptó  el  P.  Vitelleschi  esta  resolución,  que  escribió  al  P.  La 
Palma,  Provincial  de  Toledo,  el  13  de  Julio  de  1627:  «Diga  al  P.  Sa- 
lazar que  para  mayor  seguridad  de  su  conciencia  y  satisfacción  de  los 
Superiores,  señale  cuatro  Padres  doctos,  a  los  cuales  dará  cuenta  de 
la  cualidad  de  los  negocios  que  trata  y  del  modo  con  que  en  ellos 
procede,  para  que  vean,  si  de  alguna  manera  hace  contra  lo  que  se 
nos  ordena  en  los  cánones  y  decretos  que  tenemos  acerca  de  estas 
materias,  y  esté  a  lo  que  los  dichos  Padres  sintieren  y  dictami- 
naren, y  es  justo  que  en  materia  tan  grave  e  importante  no  se  fíe  de 
su  propio  parecer.  No  vendré  en  ningún  modo  en  dispensar  con  el 
dicho  P.  Salazar  en  los  dichos  cánones  y  decretos»  (1).  No  sabemos 
hasta  dónde  se  consiguió  lo  que  deseaba  el  P.  General.  Por  una  carta 
del  Nuncio  escrita  el  mismo  año  a  31  de  Octubre,  pudiera  adivinarse 
que,  en  efecto,  el  P.  Salazar  se  había  retirado  algo  de  los  negocios 
políticos,  pues  afirma  el  Nuncio  que  los  PP.  Salazar  y  Florencia 
y  otros  religiosos  habían  perdido  mucho  en  la  gracia  e  intimidad  del 
Conde-Duque  de  Olivares  (2).  Sin  embargo,  no  fué  la  retirada  com- 
pleta, y  muy  al  contrario,  a  los  dos  años  sobrevino  la  más  grave  com- 
plicación que  había  de  causar  a  la  Compañía  el  P.  Fernando  de  Salazar. 
3.  En  el  otoño  de  1629  empezó  a  hablarse  de  que  Su  Majestad  pen- 
saba hacerle  Obispo  de  Málaga.  Apenas  oyó  esta  noticia  el  P,  Agua- 
do, Provincial  que  había  sucedido  al  P.  La  Palma,  hizo  por  cuenta 
propia  las  diligencias  posibles  para  evitar  tan  perniciosa  determina- 
ción. Habló  seriamente  al  mismo  Felipe  IV,  rogó  al  Conde-Duque  de 
Olivares,  dio  explicaciones  al  Padre  confesor  del  Rey,  y  también  pre- 
vino al  Nuncio  de  Su  Santidad,  para  que  favoreciese  la  causa  de  la 
Compañía  y  no  permitiese  que  por  primera  vez  se  diese  un  obispado 
,de  Europa  a  uno  de  los  Nuestros.  Al  mismo  tiempo  informó  de  todo  a 


(1)  Ibid.  A  La  Palma,  V.i  Julio  1G27. 

(2)  Roma.  Arch.  secreto  del  Vaticano.  Nims.  di  Spagna.  El  Nuncio  a  Barberini, 
31  Octubre  1627. 


-PELIGROS  DEL  AÜLICISMO 


nuestro  P.  General  (1).  Gravemente  sintió  este  contratiempo  el 
P.  Vitelleschi,  y  alabando  con  todas  veras  los  esfuerzos  que  había 
hecho  el  Provincial  de  Toledo,  resolvió  por  su  parte  poner  en  juego 
todo  su  poder,  para  impedir  que  se  abriese  en  la  Compañía  la  puerta 
hasta  entonces  tan  cerrada  a  las  dignidades  eclesiásticas.  Escribió  una 
carta  de  humilde  súplica  a  Felipe  IV,  otra  parecida  al  Conde-Duque 
de  Olivares  (2),  y  no  contento  con  esto,  tomó  una  grave  determina- 
ción que  hasta  entonces  no  se  había  visto  en  ningún  caso  de  nuestra 
historia.  Determinó  que  todos  los  Provinciales  de  nuestra  Península 
acudiesen  a  Madrid  para  suplicar  a  Su  Majestad  nos  hiciese  merced 
de  proteger  el  Instituto  de  la  Compañía,  desistiendo  de  hacer  Obispo 
al  P.  Salazar. 

Dirigió,  pues,  a  los  Provinciales  de  España  esta  carta:  «Creo 
que  V.  R.  está  con  el  cuidado  que  otros  muchos  tenemos,  del  negocio 
que  se  trata  de  hacer  obispo  al  P.  Hernando  de  Salazar.  Desde  el 
punto  que  llegó  a  mi  noticia  he  hecho  cuanto  me  ha  sido  posible  para 
impedir  el  daño  que  se  le  seguiría  a  la  Compañía,  si  se  abriese  esta 
puerta  y  tuviese  efecto  lo  que  se  trata.  Y  aunque  estoy  muy  confiado 
de  que  Su  Santidad  nos  ha  de  favorecer  y  amparar,  como  lo  ha  he- 
cho hasta  aquí,  con  todo  eso,  porque  la  cosa  es  tan  grave  y  tan  im- 
portante para  el  buen  progreso  de  la  Compañía,  es  justo  que  no  de- 
jemos diligencia  ninguna  de  las  que  entendemos  que  pueden  ayudar 
a  su  buen  suceso,  y  así,  después  de  haberlo  considerado  despacio  y 
consultado,  he  determinado  que  todos  los  Provinciales  de  esas  pro- 
vincias de  España  se  junten  en  Madrid,  y  cada  uno  lleve  de  su  pro- 
vincia por  compañero  un  Padre  de  los  más  ancianos  y  graves,  y  va- 
yan en  nombre  de  toda  la  Compañía  y  mío  a  postrarse  a  los  reales 
pies  de  Su  Majestad,  y  le  darán  la  carta  que  ahora  envío  al  Provin- 
cial de  Toledo »  (3).  Hízose,  en  efecto,  la  diligencia  mandada  por  el 
P.  General.  Los  cuatro  Provinciales  de  España  y  el  de  Portugal  (re- 
cuérdese que  entonces  Portugal  estaba  bajo  el  cetro  de  Felipe  IV) 
se  postraron  a  los  pies  de  Su  Majestad,  y  le  rogaron  humildemente  se 
sirviese  favorecer  a  la  Compañía,  con  desistir  de  la  idea  propuesta,  y 
conservase  de  este  modo  en  su  integridad  un  punto  tan  importante 
del  Instituto  de  San  Ignacio  (4). 


(1)  Toletana.  Epist.  Gen.  A  Aguado,  2  Febrero  1630. 

(2)  Véanse  ambas  en  el  tomo  anterior,  22  Enero  1630. 

(3)  Hispania.  Epist.  Gen.,  1594-1640.  A  los  Provinciales,  15  Julio  1630 

(4)  El  15  de  Febrero  de  1631  escribe  Vitelleschi  al  Provincial  de  Toledo,  P.  Pacheco, 
mostrándose  satisfecho  de  las  diligencias  que  han  hecho  en  Madrid  los  Provinciales. 


'222  LIB.    I. — LAS   CÜATKO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1652 

Esta  diligencia  logró  que  se  detuviese  el  negocio,  y  contribuyó 
poderosamente  a  ello  el  influjo  de  Urbano  VIII,  que  desde  un  prin- 
cipio se  mostró  favorable  a  la  Compañía.  El  P.  Vitelleschi  le  dio  to- 
das las  explicaciones  necesarias,  y  obtuvo  que  Su  Santidad  se  deter- 
minase ñrmemente  por  la  negativa.  No  sólo  hizo  esto,  sino  que  avisó 
al  Nuncio  de  Madrid,  para  que  procurase  buenamente  deshacer  el  ne- 
gocio del  obispado  (1).  Bien  necesaria  fué  la  influencia  del  Nuncio, 
porque  desde  un  principio  comenzaron  a  asediarle  varios  persona- 
jes de  Madrid,  entre  ellos  el  Padre  confesor  de  Felipe  IV,  instándole 
a  que  promoviese  la  idea  de  hacer  Obispo  al  P.  Salazar.  El  mismo 
Nuncio,  escribiendo  al  Cardenal  Barberini,  Secretario  de  Estado,  re- 
fiere las  conversaciones  que  tuvo  con  el  Padre  confesor  y  con  el 
Protonotario  de  Aragón.  Ambos  le  decían  que  el  Rey  estaba  indig- 
nado, porque  el  Papa  tuviese  más  cuenta  con  la  Compañía  que  con 
sus  Reales  deseos.  ¿Por  qué  no  dispensar  con  el  P.  Salazar  para  la 
mitra  de  Málaga,  pues  se  había  dispensado  con  el  P.  Fernando  de 
Mendoza,  haciéndole  Obispo  del  Cuzco?  Replicaba  el  Nuncio,  bien 
industriado  por  nuestros  Superiores,  que  el  Papa  no  podía  contristar 
a  la  Compañía,  contribuyendo  a  destruir  una  regla  importante  de  su 
Instituto.  Al  P.  Mendoza  se  le  había  dado  una  mitra,  no  en  Europa, 
sino  allá,  en  tierra  de  infieles.  Hasta  el  presente,  aunque  algunas 
veces  el  Emperador  había  querido  haber  obispos  a  Padres  déla  Com- 
pañía, siempre  la  Santa  Sede  lo  había  negado.  Insistieron  ellos  con 
una  razón  bien  peregrina,  que  gustará  el  lector  de  conocer:  dijeron 
que  el  Obispado  de  Málaga  había  sido  conquistado  a  los  infieles  por 
las  armas  Reales,  3»^  desde  entonces  poseían  los  Reyes  de  España  el 
derecho  de  presentación  para  este  Obispado.  Siendo  este  derecho 
más  antiguo  que  las  Constituciones  de  la  Compañía,  debía  prevalecer 
contra  ellas  (2).  Este  razonamiento  muestra  un  trabajo  que  más  de 
una  vez  padecieron  y  han  de  padecer  nuestros  Superiores  en  seme- 
jantes negocios,  pues  los  políticos  ni  entienden  ni  son  capaces  de  en- 
tender las  razones  del  orden  espiritual,  que  deben  mover  a  obrar  en 
tales  negocios  a  los  Superiores  de  las  Órdenes  religiosas. 

Varias  veces  se  repitió  en  Madrid  este  debate  entre  el  Nuncio  y 
el  Protonotario  de  Aragón.  «¿Por  qué,  decía  éste,  atiende  el  Papa  más 
bien  a  la  Compañía  que  al  Rey  de  España?»  Respondía  el  Nuncio  que 


(i)  Roma.  Areh.  secreto  del  Vaticano,  Nim.?.  di  Spagna,  t.  72,  f.  22.  Barberini  al  Nun- 
cio, 22  Febrero  1G31, 

(2)  Ibid,  El  Nuncio  a  Barberini,  14  Enero  1631 .  Véase  también  la  carta  del  mismo 
del  4  de  Abril  do  1631. 


CAP.  X. — PELIGROS  DEL  AULICISMO  223 

no  se  trataba  en  este  caso  de  poner,  como  quien  dice,  en  una  balanza, 
por  un  lado  la  autoridad  del  Rey  j  por  otro  el  bien  de  la  Compañía. 
En  este  caso  rehusaba  Su  Santidad  la  propuesta,  como  se  solía  rehu- 
sar cuando  en  un  Obispo  presentado  se  descubría  algún  defecto  que 
le  hacía  inhábil  para  recibir  la  dignidad.  En  este  caso  el  P.  Salazar 
tenía  un  defecto,  y  era  que  su  promoción  debía  causar  perjuicio 
grave  a  toda  una  Orden  religiosa.  El  Sumo  Pontífice  estaba  obligado 
a  conservar  la  Compañía,  como  todas  las  Órdenes  regulares,  en  la 
observancia  de  sus  santas  reglas;  por  esto  no  podía  admitir  la  pro- 
puesta de  un  sujeto,  que  había  de  ser  tropiezo  en  la  observancia  del 
Instituto. 

Aunque  el  Rey  y  el  Conde-Duque  se  detuvieron  por  las  primeras 
cartas  que  les  dirigió  nuestro  P.  General,  pero  mandaron  a  Roma 
varias  observaciones  por  conducto  del  P.  González  de  Mendoza, 
Rector  del  colegio  de  Madrid  (1).  Segunda  vez  hubo  de  escribir  nues- 
tro P.  Vitelleschi  y  dar  sus  explicaciones  al  Sr.  Conde-Duque.  En 
carta  que  le  escribió  el  20  de  Octubre  de  1631,  protestaba  Su  Pater- 
nidad, que  no  había  sido  su  deseo  ofender  en  lo  más  mínimo  ni  a  Su 
Majestad  ni  a  sus  Ministros.  Tampoco  había  obrado  en  este  negocio 
por  informaciones  siniestras  de  algunos  hombres  adversos  al  P.  Sa- 
lazar. La  única  razón  que  le  movía  a  resistir  era  simplemente  el  de- 
seo de  conservar  intacto  el  Instituto  de  la  Compañía.  Nuestro  Padre 
San  Ignacio  habla  en  términos  muy  encarecidos  de  lo  que  importa 
conservarse  los  Nuestros  en  su  santa  humildad  y  sencillez.  Él  mismo 
resistió  a  que  hicieran  Obispo  al  P.  Claudio  Jayo,  y  también  se  opuso 
con  todas  sus  fuerzas  a  que  se  concediera  el  capelo  a  San  Francisco 
de  Borja.  La  misma  conducta  observó  cuando  quisieron  hacer  Obispo 
de  Viena  al  P.  Canisio.  Todo  lo  que  se  ha  hecho  es  por  pura  obliga- 
ción de  conciencia.  Y  al  explicar  este  punto,  añade  un  parrafito  el 
P.  Vitelleschi,  que  nos  parece  digno  de  copiar  a  la  letra.  Dice  así: 
«Podría  ser  que  V.  E.  tuviese  noticia  de  quién  fué  el  P.  Nadal,  y  si 
acaso  no  la  tiene,  sírvase  V.  E.  de  mandar  que  se  la  den  los  Padres 
que  gustare,  y  hallará  cómo  fué  uno  de  los  mayores  hombres  que  ha 
tenido  la  Compañía,  y  como  a  tal  se  le  encargó  la  visita  de  casi  todas 
las  provincias  de  Europa.  Pues  en  la  glosa  y  comento  que  dejó  es- 
crito sobre  nuestras  Constituciones,  que  se  conservan  y  guardan  en 
este  archivo  de  Roma,  llegando  a  un  lugar  de  la  décima  parte  de 
nuestras  Constituciones,  acerca  del  punto  de  que  tratamos,  dice  las 


(1)     Toletana.  Epiát.  Lien.  A  González  de  Mendoza,  15  Febrero  IGlU. 


22-4  LIB.   I. — LAS   CUATRO   PKOVIXCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1652 

palabras  siguientes:  «Onmis  kqñs,  ut  ajunt,  movenchis,  ne  diynitas 
»accipiaiur,  nec  clesistendum  vel  animiis  est  despondenchis,  doñee 
»Ofnms  industria  nos  defíckit;  qiiod  nuncpiam  esse  dehet,  nisi  quando 
» diserte  obligahü  Sedes  Apostólica  ad  mortale peccatum,  nec  admitiere 
y>uUmn plañe  excnsatloneía  volet.>  He  querido  referir  sus  formales  pa- 
labras en  latín,  como  están  en  su  original,  porque  sé  que  V.  E.  lo  en- 
tiende muy  bien,  y  por  no  quitarles  nada  de  su  fuerza,  volviéndolas 
en  lengua  castellana.  Bien  se  echa  de  ver  por  ellas  el  dictamen  y  sen- 
timiento que  en  esta  materia  tenía  una  persona  de  tan  grande  auto- 
ridad como  el  P.  Nadal,  y  que  tan  íntimo  fué  de  nuestro  Padre  San 
Ignacio»  (1). 

Gracias  a  las  diligencias  del  P.  Vitelleschi  en  Roma  y  de  nuestros 
Superiores  de  Madrid,  después  de  dos  años  de  batallar  se  consiguió 
impedir  que  hicieran  al  P.  Salazar  Obispo  de  Málaga;  pero  no  pasó 
del  todo  el  peligro,  sino  que  se  mudó  en  otro  algo  diferente. 

4.  Por  Febrero  de  1631  empezó  a  susurrarse  en  Madrid,  que  el 
P.  Salazar  iba  a  ser  hecho  Arzobispo  de  Charcas  (hoy  Sucre,  en  So- 
livia). El  Nuncio  comunicó  al  instante  el  rumor  que  se  difundía  al 
Cardenal  Barberini,  Secretario  de  Estado  de  Urbano  VIII  (2).  Éste 
pidió  informes  sobre  el  caso,  pues  le  parecía  un  poco  singular  el 
deseo  de  conferir  aquella  mitra  ultramarina  a  un  hombre  constante- 
mente ocupado  en  negocios  de  Estado  en  Madrid.  El  5  de  Abril  res- 
pondió el  Nuncio  que,  efectivamente,  el  rumor  no  era  vano  y  se  tra- 
taba con  seriedad  en  los  Consejos  del  Rey  de  hacer  Arzobispo  de 
aquella  diócesis  al  P.  Salazar,  y  en  vista  de  la  resistencia  que  la  Com- 
pañía presentaba  contra  tales  dignidades,  se  había  pensado  en  obte- 
ner licencia  de  Su  Santidad,  para  que  pasase  a  otra  Orden  religiosa, 
donde  no  hubiera  impedimento  para  admitir  dignidades.  <'É1  por  su 
parte,  dice  el  Nuncio,  está  resuelto  a  no  dar  tal  licencia»  (3).  En  esto 
obraba  no  sólo  por  prudencia  y  de  su  propio  motivo,  sino  porque  en 
otra  carta  anterior  el  Cardenal  Barberini,  sospechando  que  algunos 
querían  dar  este  paso,  le  había  prevenido  que  resueltamente  negase 
la  tal  licencia  (4). 

También  se  habló  un  poco  en  estos  meses  de  hacer  Cardenal  al 
P.  Salazar;  pero  nunca  parece  que  se  tomó  en  serio  este  negocio.  Co- 


(1)  Ibiü.  Al  Conde-Duque  20  Octubre  1631. 

(2)  Roma.  Arch.  secreto  Vaticano,  Ntms.  di  Spauíia,  t,  72.  El  Nuncio  a  Barberini,  1." 
Febrero  1631. 

(3)  Ibid.  El  Nuncio  a  Barberini,  5  Abril  1631. 

(4)  Ihid.  Barberini  al  Nuncio,  22  Febrero  1631. 


CAP,   X. PELICnOS  PKL  AUIJCISMO  225 

miinicólo,  sin  embargo,  el  Nuncio  a  Barberini,  y  éste  respondió,  con 
fecha  14  de  Junio  de  1631,  que  sería  inútil  tal  proposición,  pues  los 
Padres  jesuítas  se  opondrían  al  cardenalato  con  la  misma  firmeza  con 
que  resistían  a  la  aceptación  de  mitras  (1).  Desde  entonces  no  volve- 
mos a  ver  mención  de  capelo  para  el  P.  Salazar. 

Entretanto  se  insistió  mucho  en  hacerle  Arzobispo  de  Charcas.  La 
Condesa  de  Monterrey,  que  se  hallaba  en  Roma,  habló  al  mismo  Papa, 
y  le  suplicó  instantemente  que  concediese  esta  dignidad  al  P.  Sala- 
zar,  alegando  el  ejemplo  del  P.  Fernando  de  Mendoza.  El  Papa 
respondió,  como  ya  había  antes  respondido,  refiriendo  la  verdadera 
historia  del  P.  Mendoza,  y  dando  a  entender  que  no  podía  haber  pa- 
ridad entre  el  presente  caso  y  el  antiguo  (2).  Insistía  Felipe  IV  en 
que  se  accediese  a  su  proposición,  y  según  le  dijo  el  Protonotario  de 
Aragón  al  Nuncio,  por  Junio  de  1631,  Su  Majestad  opinaba  que  le  de- 
bía hacer  esta  gracia,  porque  él  antes  de  pedirla  había  consultado  a 
teólogos  de  ciencia  y  coni-iencia,  los  cuales  le  habían  asegurado,  que 
no  había  inconveniente  en  conceder  una  mitra  al  P.  Salazar.  Ideas 
conocidas  expresó  el  Conde-Duque  en  una  conversación  que  tuvo 
con  el  Nuncio  el  día  2  de  Julio.  Asediado  por  tantas  instancias  y  pre- 
venido ya  para  este  trance  por  indicaciones  que  se  le  habían  hecho 
de  Roma,  el  Nuncio  respondió  que  se  podría  admitir  la  propuesta  del 
Rey,  pero  solamente  con  estas  tres  condiciones:  primera,  que  Su  Ma- 
jestad prometa  no  proponer  otros  jesuítas  para  obispos;  segunda,  que 
el  P.  Salazar  no  haya  de  ser  transferido  de  la  Silla  de  Charcas  a  nin- 
guna otra;  tercera,  que  no  se  vista  de  obispo  ni  reciba  la  consagra- 
ción hasta  estar  en  las  Indias.  Al  oir  esto  replicó  Olivares,  que  estas 
condiciones  parecían  ponerse  para  deslucir  la  gracia  que  Su  Majes- 
tad quería  hacer  al  P.  Salazar.  Replicó  el  Nuncio  que  no  se  deslucía 
la  gracia,  sino  que  con  estas  condiciones  se  daba  a  entender,  que  al 
P.  Salazar  se  le  haría  Obispo  efectivo  de  una  diócesis  y  no  mero  po- 
seedor de  una  mitra  lejana.  Largamente  altercaron  los  dos;  pero  al 
fin  el  Nuncio  no  quiso  retirar  ninguna  de  las  tres  condiciones  pro- 
puestas (3). 

Y  a  todo  esto  preguntará  el  lector:  ¿deseaba  realmente  el  P.  Sala- 
zar  adquirir  la  mitra  de  Málaga  o  la  de  Charcas?  iVaya  si  lo  deseaba! 
En  todos  estos  años  mostraba  un  espíritu  bastante  raro,  y  que  daba 


(1)  Ibid.  t.  72,  f.  G8. 

(2)  Ibid.  Barberini  al  Nuncio,  14  Mayo  1631. 

(3)  Ibid.  El  Nuncio  a  Barberini,  2  Julio  1631. 


226  ÍIC-    I- — LAS   CUATRO   PROVINCIAS   DE   KSPAKA,   1G15-1652 

mucho  que  pensar  a  nuestros  Superiores.  Por  una  parte,  defendía  a 
la  Compañía  en  todas  las  ocasiones  y  nos  hacía  todos  los  favores  que 
podía  obtener  del  Rey  y  de  sus  Ministros;  pero  por  otra  se  le  veía  tan 
aseglarado  en  su  trato,  tan  poco  observante  de  las  reglas  y  tan  lleno 
de  vanidad^  que  verdaderamente  desedificaba  a  todos  los  que  le  co- 
nocían. En  1630  obtuvo  de  los  Superiores  que  le  dieran  el  trato  de 
Señoría.  No  poco  se  indignó  el  P.  Vitelleschi  cuando  supo  que  los 
Superiores  de  Madrid  habían  consentido  semejante  ridiculez,  y  en- 
vió por  ello  una  buena  calenda  al  Provincial  de  Toledo  (1).  Por  Ju- 
nio del  año  siguiente  trató  el  Rey  de  hacerle  Comisario  de  la  Cru- 
zada, oficio  que  tenía  el  Padre  confesor  de  Su  Majestad,  y  hubo  dudas 
si  podría  aceptar  este  cargo  el  P.  Salazar.  El  día  4  de  Julio,  de  re- 
pente confirió  Felipe  IV  una  plaza  en  el  Consejo  Supremo  de  la  In- 
quisición al  mismo  Padre.  Éste  leyó  el  boletín  de  Su  Majestad  al 
P.  Provincial,  al  P.  Rector,  al  P.  Aguado  y  al  P.  Pimentel,  que  eran 
los  sujetos  más  ilustres  que  entonces  había  en  el  colegio  de  Madrid. 
Tres  Padres  de  los  presentes  opinaron  que  podía  aceptar  el  oficio  de 
inquisidor,  pues  esto  no  se  incluía  en  el  voto  de  no  recibir  dignida- 
des. El  P.  Rector  confesó  que  estaba  en  duda;  pero  al  cabo,  dice  el 
Nuncio,  se  resolvió  el  P.  Salazar  en  que  era  indudable  que  podía  él 
aceptar  aquella  dignidad,  porque  ya  el  Rey  lo  había  consultado  con 
personas  doctas  y  graves,  y  que  así,  resueltamente  la  aceptaba  (2). 

No  contento  con  esta  resolución,  buscó  firmas  de  teólogos  en 
apoyo  de  su  dictamen,  y  fué  a  mendigarlas  a  la  Universidad  de  Al- 
calá. Obtuvo,  en  efecto,  las  firmas  de  algunos,  y  por  cierto  en  térmi- 
nos algo  generales,  porqué  decían  que  el  Rey  podía  servirse  de  un 
religioso  en  oficios  públicos  que  no  se  oponen  al  estado  religioso, 
tales  como  presidencias,  obispados,  etc.,  y  esto  sin  pedir  licencia  a  los 
Superiores,  o,  habiéndola  pedido,  aunque  no  la  concedan.  Apoyaban 
este  dictamen  con  la  idea  de  que  la  obediencia  debida  al  Rey  es  na- 
tural, y  la  debida  a  los  Superiores  procede  de  un  voto  hecho  volun- 
tariamente, y,  por  consiguiente,  es  posterior  a  la  que  se  debe  al 
Rey  (3).  No  poco  extrañaron  en  Roma  este  discurso,  y  con  fecha  9  de 
Agosto  de  1631  Barberini  avisó  al  Nuncio,  que  esa  idea  de  que  la 
obediencia  debida  al  Rey  debe  ser  preferida  a  la  que  se  debe  a  los 
Superiores,  es  una  novedad  escandalosa,  y  debe  protestarse  contra 


(1)  Toletana.  Epist.  Cien.  A  Aguado,  30  Julio  1630. 

(2)  Kiins.  di  Spagiia,  t.  72,  1'.  96.  El  Nuncio  a  Barberini,  5  Julio  lü'.il. 

(3)  I6/(/.,  f.  103.  El  Nuncio  a  Barberini,  8  Julio  16:U. 


CAr.   X. — PELIGROS   DEL   AULICISMO  227 

eila  (1).  Por  el  voto  se  liga  el  religioso  con  Dios  y  se  sustrae  a  la 
obediencia  de  príncipes  seculares,  y  debe  estar  en  adelante  sometido 
en  todo  a  lo  que  le  manden  los  Superiores  de  su  religión. 

Más  de  un  año  se  estuvo  altercando,  ya  en  Madrid,  ya  en  Roma, 
sobre  el  obispado  que  deseaban  conferir  al  P.  Salazar,  y  por  una 
carta  del  P.  Vitelleschi  se  infiere  que  durante  algún  tiempo  se  nego- 
ció sobre  esto  a  espaldas  suyas,  sin  decirle  palabra  de  lo  que  se  estaba 
haciendo.  Así  se  desprende  de  la  siguiente  frase  que  leemos  en  una 
carta  del  P.  General  dirigida  al  P.  Pacheco,  Provincial  de  Toledo, 
el  25  de  Setiembre  de  1633:  «Estoy  cierto,  dice,  de  los  buenos  oficios 
que  el  P.  Hernando  de  Salazar  ha  hecho  a  la  Compañía  en  esta  oca- 
sión (del  P.  Poza),  de  que  estoy  bien  agradecido.  Deseo  que  V.  R.  le 
diga  en  mi  nombre  lo  obligado  que  le  estoy,  y  hablando  con  llaneza 
y  para  sí  solo,  yo  lo  hiciera  con  gusto  escribiéndole,  a  no  hallarme 
embarazado  en  el  modo  con  que  lo  tengo  de  hacer,  porque  ni  sé  si  es 
Arzobispo  ni  si  lo  deja  de  ser;  V.  R.  suplirá  mi  falta»  (2).  No  poco 
sorprende  esta  expresión  en  boca  de  nuestro  P.  General.  Es  extraño 
que  ignorase  si  uno  de  sus  subditos  era  o  no  Arzobispo.  Ciertamente 
no  fué  preconizado  el  P.  Salazar  (3),  pero  la  propuesta  repetida  del 
Rey  le  dio  título  bastante  para  llamarse  Arzobispo  eíecío  y  para  hacer 
una  cosa  que  no  sabemos  si  llegó  a  oídos  del  P.  General,  y  que  indu- 
dablemente le  hubiera  repugnado  hasta  lo  sumo.  Es  el  caso  que,  tra- 
tándose ya  como  Arzobispo  de  Charcas,  obtuvo  que  de  los  bienes  de 
aquella  mitra  le  asignasen  una  renta  de  2.000  pesos,  como  pensión 
debida  a  un  Arzobispo  electo  de  aquella  diócesis  (4).  He  aquí  para 
qué  deseaba  el  P.  Salazar  la  mitra  ultramarina:  no  ciertamente  para 
embarcarse  y  atravesar  el  Atlántico  en  busca  de  la  salvación  de  las 
almas,  sino  para  tener  una  dignidad  que  le  eximiera  de  la  obedien- 
cia de  la  Compañía,  le  permitiera  entrar  de  lleno  en  los  negocios 
públicos  y  le  proporcionara  el  necesario  dinero  para  sostener  el 
boato  que  entonces  acompañaba  a  estas  dignidades. 


(1)  Ibid.,  f .  106.  Barberiui  al  Nuncio,  í)  Agosto  1631. 

(2)  Toletana.  Epist.  Gen.  A  Pacheco,  24  Febrero  1633. 

(3)  Véase  en  el  Archivo  de  Indias,  74-3-31,  la  Orden  de  Su  Majestad  mandando  pro- 
poner personas  para  el  Arzobispado  de  Charcas,  en  vista  de  la  dificultad  (jue  siente 
el  Papa  en  hacer  Arzobispo  al  P.  Salazar.  Esta  orden  es  del  23  de  Enero  de  1635. 
Cf.  Pastells,  Historia  de  la  C.  de  J.  en  la  provincia  del  Paraguay,  t.  I,  pág.  504. 

(4)  En  el  Archivo  de  Indias,  75-6-8,  puede  verse  la  escritura  hecha  en  Madrid  a  14  de 
Abril  de  1635,  por  la  cual  el  Arzobispo  electo  Fray  Francisco  de  Borja  se  compromete 
a  pagar  ios  2.000  pesos  al  P.  Salazar,  desde  el  momento  en  que  comenzare  a  gozar  los 
frutos  de  su  diócesis.  Pastells,  ibid.,  pág.  508. 


228  LIB.    I. — LAS    GUATEO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1652 

Después  de  largos  debates,  que  sería  prolijo  referir,  debió  pensar 
el  P.  Vitelleschi  que  sería  mejor  sacar  de  la  Corte,  aunque  fuese  con 
mitra,  al  P.  Salazar;  y  con  fecha  2  de  Enero  de  1634,  habiendo  sabido 
que  el  Papa  concedía  a  su  subdito  dispensa  del  voto  de  aceptar  dig- 
nidades, le  escribió  resueltamente,  que  pues  el  Papa  dispensa  y  el 
Rey  lo  pide,  por  su  parte  le  manda,  en  virtud  de  santa  obediencia, 
admitir  el  Arzobispado  de  Charcas,  en  el  reino  del  Perú  (1).  Hubié- 
ralo  admitido  Salazar  sin  ninguna  dificultad;  pero  como  Urbano  VIII 
perseveraba  en  la  idea  de  que  no  se  consagrase  en  España,  y  de  que, 
efectivamente,  si  era  Arzobispo  residiese  en  su  diócesis,  no  se  pasó 
más  adelante  en  el  proyecto.  Fué  propuesto  otro  Arzobispo  para 
aquella  mitra,  y  desde  1635  no  se  habla  más  sobre  este  asunto  eno- 
joso. 

5.  Continuó  en  Madrid  el  P.  Salazar  con  cierto  aparato  episcopal 
y  con  entera  exención  de  toda  obediencia  a  sus  Superiores.  El 
año  1636  causó  a  la  Compañía  gravísima  tribulación  por  el  empeño 
decidido  con  que  apoyó  el  impuesto  del  papel  sellado,  inventado  por 
entonces  y  adoptado  luego  por  todos  los  Gobiernos  de  Europa.  ¿Fué 
invención  del  P.  Salazar  este  arbitrio  del  papel  sellado?  Así  lo  afirma 
Aureliano  Fernández  Guerra  y  Orbe  (2),  y  lo  repite  Francisco  Sil- 
vela  (3),  pero  ni  uno  ni  otro  aducen  testimonio  alguno  que  positiva- 
mente lo  pruebe.  En  cambio,  podemos  citar  una  autoridad  respetable 
de  aquel  tiempo,  que  redondamente  lo  niega.  Tal  es  el  P.  Sebastián 
González,  jesuíta  residente  en  Madrid,  que  por  aquellos  días  comu- 
nicaba las  noticias  de  la  Corte  al  P.  Rafael  Pereira.  Escribiéndole 
el  27  de  Enero  de  1637,  le  dice  estas  palabras:  «Ya  dije  en  otra  el  dis- 
gusto producido  por  la  pragmática  de  los  sellos...  El  vulgo  echa  la 
culpa  de  todo  al  P.  Salazar,  pretendiendo  haber  sido  autor  del  arbi- 
trio de  los  sellos;  pero  V.  R.  sabe  bien  cuan  injusto  es  este  cargo,  pues 
el  arbitrio  fué  ideado  por  D.  Antonio  de  Mendoza»  (4).  Aunque  no 
fué  invención  suya,  es  lo  cierto  que  el  P.  Salazar  apoyó  con  todo  su 
poder  el  impuesto  del  papel  sellado,  por  lo  cual  el  público,  sobre 
todo  en  Madrid,  se  desató  en  sátiras  e  invectivas  contra  el  Padre,  e 
indirectamente  contra  la  Compañía. 


(1)  Hispania.  Epiat.  Gen.,  1594-1640.  A  Salazar,  2  Enero  1634. 

(2)  Obras  de  Don  Francisco  de  Qiievodo  Villegas  (Biblioteca  de  Rivadeneyra),  t.  I,  pági- 
nas 414  y  415. 

(3)  Cartas  de  la  Ven.  Madre  Sor  María  de  Agreda.  En  el  Bosquejo  histórico  que  sirve  do 
introducción,  pág.  21. 

(4)  Memorial  histórico  español,  t.  XIV,  pág.  27. 


CAP.   X.— PELIGEOS  DEL  ALLICIS.MO  229 

El  martes  de  Carnaval  de  1637,  en  la  mojiganga  que  dispuso  la 
villa  de  Madrid,  según  era  costumbre  en  aquellos  tiempos,  para  ale- 
gría del  pueblo,  salieron  varias  figuras  alegóricas  satirizando  al 
P.  Salazar  y  el  arbitrio  del  papel  sellado.  Copiaremos  las  palabras 
que  se  leen  en  las  Noticias  de  Madrid,  publicadas  por  aquellos  días. 
Habiendo  referido  otras  máscaras  que  había  en  la  mojiganga,  conti- 
núan así:  «Entre  las  demás  figuras  había  una  vestida  de  piel  de  car- 
nero, el  pelo  adentro,  y  decía  su  letrero: 

«Sisa,  alcabalas  y  papel  sellado 
Me  tienen  desollado.» 

Otra  traía  muchos  hábitos  y  cruces  de  las  Órdenes,  y  decía  el  le- 
trero: «Éstas  se  venden.»  Y  no  causó  poca  risa  ver  a  uno  con  su  bo- 
nete, en  traje  de  teatino,  que  iba  huyendo,  y  tras  él  corriendo  el 
demonio,  a  modo  de  los  que  pintan  del  infierno,  con  el  letrero: 

«Voy  corriendo  por  la  posta 
Tras  elP.  Salazar, 
Y  juro  a  Dios  y  a  esta  cruz 
Que  no  le  puedo  alcanzar»  (1). 

Poco  después  advierte  la  misma  relación  que  otra  máscara  debía 
salir  con  un  traje  ridículo,  hecho  todo  de  papel  sellado,  pero  no  se 
atrevió  a  presentarse  en  público  por  parecer  demasía.  A  pesar  de 
todas  las  sátiras  y  de  los  disgustos  del  pueblo,  el  P.  Salazar  siguió 
adelante  con  su  idea;  y  como  le  apoyó  todo  el  poder  Real,  al  cabo  se 
impuso  la  nueva  contribución,  como  se  ha  impuesto  después  en  las 
otras  naciones. 

Ofendió  sumamente  este  arbitrio  al  estado  eclesiástico,  porque 
desde  el  principio  pretendía  el  P.  Salazar  que,  sin  licencia  del  Papa 
y  sin  consentimiento  de  ninguna  autoridad  eclesiástica,  podía  Su 
Majestad  imponer  a  todos  los  Obispos  y  Tribunales  eclesiásticos  el 
uso  del  papel  sellado.  En  son  de  protesta  contra  esta  determinación 
cerraron  varios  Obispos  la  Audiencia  episcopal,  y  en  Madrid  se  cerró 
también  algún  tiempo  la  del  Nuncio  (2).  Déjase  entender  las  quejas 
que  llegarían  a  Roma,  no  solamente  a  la  Santa  Sede  contra  el  Go- 
bierno español,  sino  también  a  nuestro  P.  General  contra  el  P.  Sala- 
zar.  Con  muestras  de  mucha  aflicción  escribía  Vitelleschi  al  Visita- 
dor de  la  provincia  de  Toledo,  Alonso  del  Caño,  en  Julio  de  1637, 


(1)  Memorial  histórico  español,  t.  XIV,  pág.  67. 

(2)  I6íU,  pág.  27. 


230  LIB.    I. — LAS    CIUTEO   rEOVIXCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1652 

estas  palabras:  «No  son  pocas  las  cartas  que  he  recibido  en  razón  de 
la  ofensión  que  ha  causado,  que  el  P.  Hernando  de  Sal  azar  apoye 
tanto  hi  justificación  del  arbitrio  del  papel  sellado,  en  especial  que 
sea  lícito  obligar  al  estado  eclesiástico  a  que  use  de  él  en  sus  tribu- 
nales, sin  licencia  de  Su  Santidad.  Mucha  pena  me  ha  ocasionado  que 
dicho  Padre  se  embarque  en  asuntos  tan  mal  vistos  y  odiosos  a  la 
república,  y  crece  el  sentimiento,  considerando  que  el  remedio  es 
tan  dificultoso,  y,  por  otra  parte,  la  Compañía  padece  sin  culpa  por 
el  empeño  de  uno  o  dos  particulares»  (1).  No  sabemos  que  nuestro 
P.  General  ni  otro  alguno  de  los  Superiores  tomara  resolución  alguna 
contra  el  P.  Salazar,  por  este  conflicto  del  papel  sellado.  Como  veían 
enfrente  de  sí  a  todo  el  poder  Real  y  a  la  voluntad  decidida  de  nues- 
tros hombres  de  gobierno,  debieron  callarse  y  dejar  pasar  aquella 
tribulación,  encomendando  a  Dios  lo  que  no  podían  remediar. 

El  año  1639,  por  indicación  de  los  mismos  Superiores,  determinó 
el  P.  Salazar  salir  de  nuestro  colegio  de  Madrid  y  pasar  a  vivir  en 
una  casa  particular  (2),  pues  como  eran  tantos  los  cortesanos  que  le 
asediaban  y  el  tráfago  de  los  negocios  que  trataba  el  Padre,  podía 
perturbar,  y  realmente  perturbaba,  la  disciplina  religiosa  en  el  cole- 
gio. Desde  entonces  vivió  en  casa  particular,  dándose  título  de  Ar- 
zobispo electo  y  gozando  de  ciertas  rentas  que  a  nombre  de  su  her- 
mano le  pasaba  el  Estado.  El  13  de  Noviembre  de  1640  el  P.  Lucas 
Rangel,  escribiendo  al  P.  Pereira  le  dice  estas  palabras:  «El  señor 
Obispo  Salazar  en  su  casa,  y  suele  venir  a  la  nuestra  y  los  nuestros 
frecuentan  también  la  suya»  (3).  Él  por  su  parte  no  dejaba  de  hacer 
favores  a  la  Compañía  cuando  se  presentaba  ocasión,  pero  la  mayo- 
ría de  los  Nuestros  no  podía  dejar  de  ofenderse,  considerando  la 
vida  extraña  de  un  religioso  entregado  en  cuerpo  y  alma  a  la  polí- 
tica, y  viviendo  de  una  manera  tan  ajena  a  nuestras  costumbres. 

Con  la  caída  del  Conde-Duque  de  Olivares  en  1643,  suponemos 
que  se  desvanecería  del  todo  el  valimiento  del  P.  Salazar,  pues  había 
subido  a  tanta  privanza  por  ser  confesor  del  Conde-Duque  y  por  el 
apoyo  decidido  que  éste  le  prestó  constantemente.  Desde  entonces 
ninguna  otra  noticia  tenemos  del  P.  Salazar,  hasta  el  año  1646,  en  que 
tropezamos  con  un  documento  curioso  que  vamos  a  comunicar  a 
nuestros  lectores  traducido  del  latín  con  la  posible  fidelidad. 


(1)  TolcUina.  Epist.  Gen.  A  Caño,  25  Julio  1637. 

(2)  Véase  el  documento  que  luego  citamos  del  P.  Aguado. 
(:<)     Memorial  histórico  es2niMot,  t.  XVI,  pág.  54. 


CAr,  X. — PELIGROS   DEL  ArLICISMO  231 

Es  el  caso  que  reunida  la  Congregación  general  VIII  a  fines 
de  1645,  después  de  haber  elegido  al  P.  Vicente  Carafa  en  los  pri- 
meros días  de  1646,  y  hallándose  cerca  del  término  de  sus  trabajos, 
el  P.  Francisco  Aguado,  uno  de  los  hombres  más  respetables  y  san- 
tos que  teníamos  en  España,  juzgó  necesario  pedir  auxilio  a  la  Con- 
gregación general,  para  que  remediase  aquella  irregularidad  nunca 
vista,  del  P.  Fernando  de  Salazar.  Para  inteligencia  del  suceso  pre- 
sentó un  escrito  que  decía  así:  «El  P.  Fernando  de  Salazar  fué  ele- 
vado al  oficio  de  Inquisidor  en  el  Supremo  Consejo  de  la  Inquisición 
el  año  1631.  Obtenida  esta  dignidad,  vivió  ocho  años  en  el  colegio 
Imperial  de  Madrid,  más  como  huésped  secular  que  como  religioso. 
Pues  aunque  le  sustentaba  el  colegio  a  él  y  a  un  compañero  suyo,  no 
acudía  a  ningún  ejercicio  de  la  comunidad  ni  observaba  regla  nin- 
guna. Tenía  rentas  propias,  parte  del  oficio  de  Inquisidor,  parte  por 
asistir  a  otros  Consejos.  Observando  el  concurso  de  negociantes  y 
que  los  Nuestros  acudían  también  a  su  aposento,  deseó  el  Superior 
que  el  R.  P.  General  concediese  al  P.  Salazar  la  facultad  de  habitar, 
si  quería,  en  una  casa  de  seglares.  No  recibió  bien  al  principio  esta 
licencia.  Sin  embargo,  después,  juzgando  que  era  ingrato  a  los  Nues- 
tros y  que  lo  sería  más  por  la  contradicción  que  les  hacía  en  la  causa 
del  P.  Juan  Bautista  Poza,  se  determinó  a  usar  de  aquella  facultad 
concedida  por  nuestro  P.  General.  Y  habiendo  consultado  el  negocio 
(según  él  lo  dijo)  con  el  Rey  y  con  el  Supremo  Inquisidor,  propuso 
determinadamente  que  debía  salir  del  colegio,  y  en  efecto  salió,  con 
grande  nota  de  toda  la  Corte  real. 

»Así  han  pasado  seis  años,  y  vive  ahora  en  una  casa  seglar,  te- 
niendo criados  y  dos  criadas,  y  en  estos  últimos  años  ha  vivido  en  la 
misma  casa  con  una  hermana  suya  casada,  aunque  en  habitaciones  di- 
ferentes. Goza  de  sus  rentas;  he  oído  decir  que  tiene  seis  mil  ducados 
de  pensión  anual,  y  aunque  él. afirma,  que  el  Rey  concedió  estas  ren- 
tas a  sus  hermanos,  con  obligación  de  suministrarle  a  él  lo  que  nece- 
site, pero  en  realidad  él  es  señor  de  todo  y  dispone  de  todo  ese  di- 
nero a  su  arbitrio,  y  hasta  en  días  pasados  debía  al  P.  Francisco 
Crespo,  Procurador  de  las  Indias,  diez  mil  ducados  que  el  P.  Procu- 
rador debía  entregar  a  sus  acreedores  de  Indias.  Todo  ese  dinero  lo 
gasta  en  provecho  propio  y  de  sus  hermanos,  y  alguna  parte  da,  como 
por  vía  de  donativo,  para  los  gastos  del  Rey  y  para  sus  viajes.  Sabido 
es  que  hace  ocho  años  construyó  en  Madrid  un  molino  con  artificio 
particular  y  con  grandes  gastos,  y  se  sabe  que  aunque  a  nombre 
ajeno,  él  realmente  hizo  en  secreto  la  costa  de  toda  la  obra.  Actual- 


232  I-IU-    I. — LAS    CUATRO   niOVl^CIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1G52 

mente  debe  veinte  mil  ducados  y  tal  vez  más  a  los  Estudios  Reales 
de  Madrid,  pues  lo  dio  esta  cantidad  Isidoro  de  Arce,  Administrador 
de  ellos  (es  historia  larga),  y  no  sé  cuándo  ni  de  qué  modo  se  po- 
drán recobrar  esas  cantidades.»  Añadiendo  algunas  breves  ideas, 
termina  el  P.  Aguado  diciendo  que  el  P.  Salazar  no  tenía,  como  han 
dicho  algunos,  breve  especial  del  Sumo  Pontífice  para  vivir  de  ese 
modo.  El  P.  Vitelleschi,  al  fin  de  su  vida,  tuvo  escrúpulo  de  permitir 
esas  cosas.  Pregunta,  pues,  modestamente  el  P.  Aguado  a  la  Congre- 
gación general,  cómo  se  podrá  remediar  tan  extraña  situación 
del  P.  Salazar  (1). 

Ignoramos  lo  que  resolvió  la  Congregación  general  y  si  respondió 
algo  a  la  propuesta  del  P.  Aguado.  Suponemos  que  en  este  caso,  como 
en  otros  que  piden  largo  y  prolijo  estudio,  la  Congregación  se 
contentaría  con  remitir  la  resolución  del  asunto  al  P.  General. 
Afortunadamente,  no  debió  trabajar  mucho  el  P.  Carafa  para  la  so- 
lución de  esta  dificultad,  pues  poco  después  de  la  Congregación 
expiró  en  Madrid  el  P.  Hernando  de  Salazar.  De  este  modo  desapa- 
reció de  la  Compañía  aquella  que  pudiéramos  llamar  verdadera 
monstruosidad  en  el  estado  religioso.  Tal  nombre  merece  el  hecho 
de  un  hombre  que,  teniendo  voto  de  pobreza,  posee  rentas  tan  creci- 
das, dispone  de  ellas  a  su  arbitrio  y  vive  entregado  en  cuerpo  y  alma 
a  los  negocios  de  la  política. 


(1)     De  rebiis  Congregationum  generaUíiiii,  VIII. 


CAPÍTULO   XI 


LA  CUESTIÓN  DE  LOS  DIEZMOS  EN  TIEMPO  DE  AQUAVIYA  Y  DE  VITELLESCHI 

Sumario:  1.  Estado  de  la  cuestión  al  adveiiimieato  de  Aquaviva.— 2.  Litigios  con  las 
iglesias  de  Valladolid  y  Málaga  en  1584  y  ló85.— 3.  Muchas  iglesias,  invitadas  por  la 
de  Cuenca,  solicitan  en  1586  que  el  Rey  pida  al  Papa  la  derogación  de  nuestro  pri- 
vilegio.—4.  El  P.  Aquaviva  forma  la  estadística  de  lo  que  poseen  y  de  lo  que  nece- 
sitan los  colegios  de  España  en  1587.— 5.  Revive  el  pleito  eu  1592  a  ruegos  de  la 
Iglesia  de  Sevilla.— 6.  Tentativa  de  concierto  en  1601.— 7.  Breve  do  León  XI  en  1605, 
desastroso  para  la  Compañía. — 8.  Penalidades  que  por  él  se  padecen;  Gregorio  XV 
concede  un  breve  en  1623  favoreciendo  algo  a  la  Compañía.— 9.  Por  Diciembre  del 
mismo  año  lo  deroga  Urbano  VIII. — 10.  Prosiguen  los  debates  en  los  años  siguien- 
tes, hasta  que  se  hace  la  paz  mediante  la  concordia  de  la  Compañía  con  las  iglesias  de 
Castilla  y  León  en  1638. 

Fuentes  contemporXneas:  1.  Epislolue  Geiieraliain.—'2,  Episíolae  Hispuniae. — 3.  luslitu- 
lum  S.  J.—i.  Informaciones  conservadas  en  el  Archivo  de  Estado,  de  Roma.— 5.  Epiíslolae  com- 
mimes  ad  Provinciales,  1602-1680.— 6.  Cortes  de  Casiilla  y  León. 

1.  Por  fia  es  necesario  conducir  nuestra  narración  a  una  materia 
ingrata,  que  hemos  esquivado  en  los  dos  volúmenes  anteriores:  al  li- 
tigio de  los  diezmos,  el  más  prolijo  y  fastidioso  que  sostuvo  la  anti- 
gua Compai'iia.  Pudiéramos  decir,  aplicando  una  frase  de  San  Ber- 
nardo, que  este  pleito  fué  para  nuestros  antiguos  Padres  un  martirio 
horrore  quiclem  miliuSy  diidurnitate  molestias.  No  fué  exclusivo  de 
nuestra  España.  Como  la  ley  de  los  diezmos,  con  más  o  menos  mo- 
dificaciones, regía  en  toda  la  Iglesia,  también  hubieron  de  experi- 
mentar nuestros  Padres  en  todos  los  países  las  contiendas  a  que  daba 
lugar  el  privilegio  que  la  Santa  Sede  concedió  a  la  Compañía,  de  no 
pagar  diezmos.  Nosotros  debemos  limitarnos  al  territorio  de  Es- 
paña, y  en  este  capítulo  comprenderemos  la  historia  de  este  litigio 
durante  los  dos  generalatos  de  Aquaviva  y  Vitelleschi.  Hemos  que- 
rido reunir  en  un  capítulo  la  i'elación  de  tan  largo  período,  porque, 
al  revés  de  lo  que  sucedió  en  otras  cosas,  el  P.  Aquaviva  no  pudo  ver 
terminado  este  pleito,  que  continuó  con  el  mismo  empeño  en  tiempo 
de  su  sucesor,  hasta  que  a  mediados  dv.1  siglo  XVII  se  llegó,  no  dire- 
mos a  la  paz  completa,  pero  sí  a  una  tregua  y  a  cierta  relativa  tran- 
quilidad. 


234  I.1G.    I. — LAS    CUATRO   PROVINCIAS    DE   ESPAÑA,    1615-1652 

Ante  todo  recordemos  el  estado  en  que  se  hallaba  la  cuestión  al 
advenimiento  del  P.  Claudio  Aquaviva.  El  privilegio  de  la  Compa- 
ñía para  no  pagar  diezmos  se  fundaba  en  tres  constituciones  apostó- 
licas, que  se  conservan  impresas  en  nuestro  Instituto  y  que  eran  co- 
nocidas de  los  Nuestros  y  de  los  extraños.  En  1549,  por  la  bula  Licet 
débitum,  había  concedido  Paulo  III  a  la  Compañía  la  gracia  de  no 
ser  obligada  a  pagar  diezmos  de  sus  bienes  a  la  Iglesia.  El  Papa 
Pío  IV,  en  la  bula  Exponi  Nohis,  expedida  el  19  de  Agosto  de  1561, 
había  confirmado  y  ampliado  el  privilegio,  explicando  con  mucha 
precisión  la  calidad  y  amplitud  de  la  gracia  que  nos  concedía.  Como, 
a  pesar  de  todo,  objetasen  algunos  que  no  se  mencionaba  en  las  cons- 
tituciones anteriores  el  capítulo  Nuper,  de  Inocencio  III,  que  solía 
citarse  como  principal  para  solicitar  el  pago  de  diezmos,  el  Papa 
Gregorio  XIII,  en  su  breve  PastoraUs  officii,  dado  a  1.*^  de  Enero 
de  1578,  había  confirmado  el  privilegio  de  la  Compañía,  derogando 
explícitamente  el  capítulo  Niqyer,  de  Inocencio  III  (1).  Con  esto  pa- 
recía quedar  invulnerable  nuestro  privilegio;  pero,  con  todo,  no  se 
rindieron  las  iglesias  de  España  y  buscaron  medios  de  atacar  a  los  je- 
suítas y  exigirles  el  pago,  por  lo  menos  parcial,  de  algunos  diezmos. 

Ya  vimos  en  el  tomo  III  (2)  los  dos  pleitos  que  surgieron  casi  a 
la  vez  el  año  1572  en  Murcia  y  en  Jaén.  El  éxito  de  ambos  fué  favo- 
rable a  la  Compañía;  pero  ya  desde  entonces  brotó  la  idea  en  mu- 
chos prelados  de  pedir  a  Su  Santidad,  por  mediación  del  Rey  de  Es- 
paña, la  derogación  o,  por  lo  menos,  la  disminución  del  privilegio 
concedido  a  los  jesuítas.  Pocos  eran  los  que  nos  favorecían  franca- 
mente en  este  negocio.  En  1576,  habiéndose  pedido  diezmos  al  cole- 
gio de  Gandía,  acudieron  nuestros  Padres  al  beato  Juan  de  Ribera, 
Arzobispo  de  Valencia,  y  este  santo  varón  sentenció  resueltamente 
que  los  jesuítas  no  estaban  obligados  a  pagar  diezmos  (3).  Este  ejem- 
plo del  ilustre  Patriarca  tuvo  pocos  imitadores:  la  generalidad  de  los 
prelados  y  cabildos  españoles,  o  no  se  fiaban  de  nuestro  privilegio  o 
buscaban  por  todos  lados  algún  medio  para  impugnarlo.  No  faltaba 
algún  Obispo,  como  el  de  Jaén,  que  nos  acusaba  paladinamente  de 
injusticia  por  no  pagar  los  diezmos.  El  P.  Juan  Díaz,  del  colegio  de 
Baeza,  comunica  al  P.  Aquaviva  esta  curiosa  noticia:  «El  Obispo  de 
Jaén  dice  que  llevamos  los  diezmos  con  mala  conciencia  y  tenemos 


(1)  Estos  tres  documentos  pontificios  están  impresos  en  luatitiitiim  s.  J.,  entre  las 
bulas  que  confirman  el  Instituto  de  la  Compañía. 

(2)  Pág.68. 

CS)     Koma.  Arch.  di  Stato,  I»formationmn,  115,  f.  "21. 


CAÍ'.   Xr. — LA   CrESTIÓX   DE   LOS   DIKZ.MOS  235 

obligación  de  restituirlos,  y  que  para  llevarlos,  escondemos  los  pri- 
vilegios que  hacen  contra  nosotros  y  nos  aprovechamos  de  genera- 
lidades. Hemos  procurado  ponerle  en  razón,  mostrándole  los  recau- 
dos que  tenemos  y  nuestros  privilegios»  (1). 

2.  Tal  era  la  disposición  de  los  ánimos  al  advenimiento  del 
P.  Aquaviva.  Durante  los  dos  primeros  años  de  su  generalato  no  sabe- 
mos que  se  suscitase  ninguna  complicación;  pero  el  año  1584  ve- 
mos entrar  en  batalla  a  la  Iglesia  colegial  de  Valladolid  (2).  Ésta  di- 
rigió una  carta  a  nuestro  P.  General  exigiendo,  no  sabemos  en  qué 
términos,  el  pago,  al  menos  parcial,  de  algunos  diezmos.  Escribieron 
también  al  P.  General  los  Superiores  de  Castilla  la  Vieja,  informán- 
dole del  negocio.  Considerada  la  cualidad  del  pleito,  y  observando 
la  pertinacia  con  que  se  litigaba,  adoptó  el  P.  Aquaviva  la  siguiente 
disposición,  que  escribió  al  P.  Juan  del  Águila  a  5  de  Noviembre 
de  1584:  «Con  la  de  V.  R.  que  con  este  ordinario  recibí,  me  vino  tam- 
bién una  del  Cabildo  de  la  Iglesia  con  quien  trata  la  causa  de  los 
diezmos.  Pide  que  nos  contentemos  con  los  diezmos  de  lo  que  sem- 
bramos y  no  queramos  también  lo  que  arrendamos.  Yo  les  respondo 
que  no  puedo  con  justa  razón  perjudicar  a  nuestro  privilegio,  ce- 
diendo de  nuestro  derecho,  porque  esto  sería  detrimento  común  de 
toda  la  religión,  pero  que  holgaría  que  perdiendo  algo  de  su  dere- 
cho cada  una  de  las  partes,  se  diese  algún  corte  y  que  se  tomase  al- 
gún medio,  y  que  de  esto  los  Nuestros  tratarán  con  sus  mercedes.  De 
ello  aviso  al  Procurador  General,  y  V.  R.  trate  allá  con  esos  señores 
y  yo  holgaría  de  cualquier  buen  concierto,  pero  si  esto  no  tuviere 
efecto,  acá  encomendaremos  al  Procurador  General  la  diligencia 
que  V.  R.  pide  quo  se  ponga  en  este  negocio»  (3). 

Al  Cabildo  de  Valladolid  decía  el  mismo  Padre  estas  palabras: 
'<Por  la  de  Vuestras  Mercedes  he  entendido  la  causa  que  entre  esa 
santa  Iglesia  y  nuestro  colegio  se  trata  tocante  a  los  diezmos,  en  la 
cual  siempre  he  deseado  que  la  Compañía  no  disguste  a  quien  debe 
servir  y  ayudar  con  sus  ministerios,  y  soy  cierto  que  los  Nuestros 
tienen  el  mismo  deseo,  porque  de  acá  se  les  ha  avisado  cuánto  con- 
venga el  evitar  lites  (pleitos)  en  éste  y  en  cualquier  otro  negocio. 
Pero  en  el  particular  de  los  diezmos,  creo  bien  que  Vuestras  Merce- 
des con  su  prudencia  verán,  que  ni  conviene  ni  yo  debo  ceder  nues- 


(1)  Epist.  Hisp.  Juan  Díaz  a  Aquaviva.  Baeza,  30  Agosto  1585. 

(2)  Téngase  presente  que  entonces  no  era  todavía  obispado  Valladolid. 
(■i)     Castellana.  Epist.  Gen.,  1583-1585.  A  Águila,  5  Noviembre  1584. 


23G  Lie-    I- — LAS    CUATlíO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,   1G15-1652 

tro  derecho,  perjudicando  al  privilegio  de  la  Compañía  con  tanto 
detrimento  de  toda  la  religión,  el  cual  por  obligación  de  mi  oficio 
debo  yo  evitar,  y  esto  creo  que  Vuestras  Mercedes  verán  ser  puesto 
en  tanta  razón  y  justa,  cuanto  Vuestras  Mercedes  juzgan  tener  para 
defender  sus  privilegios.  Por  lo  cual  yo  deseo  que  se  diese  algún 
buen  corte  en  este  negocio,  de  manera  que  perdiendo  algo  de  su 
derecho  cada  una  de  las  partes,  se  viniese  a  algún  razonable  parti- 
do» (1). 

Casi  al  mismo  tiempo  llegó  a  Roma  otro  pleito  semejante  del  co- 
legio de  Málaga.  El  P.  Aquaviva  hubiera  deseado  terminar  también 
este  pleito  por  medio  de  algún  amistoso  concierto,  y  se  confirmó  en 
esta  idea,  cuando  le  mostraron  cierta  concesión  un  poco  singular  que 
los  contrarios  sacaron  a  relucir  en  este  litigio.  Era  cierta  cláusula 
del  privilegio  de  los  diezmos  concedidos  por  el  Sumo  Pontífice  a 
Carlos  V  en  el  reino  de  Granada,  y  cedido  por  el  Emperador  a  las 
iglesias  del  país.  Parece  que  ella  derogaba  a  cualesquiera  otros  privi- 
legios pasados  y  futuros;  pero,  como  decía  elP.  Aquaviva  escribiendo 
al  P.  Gil  González,  Provincial  entonces  de  Andalucía,  «el  privilegio 
de  la  Compañía  deroga  a  los  concedidos,  aunque  sean  a  instancia  de 
reyes  y  emperadores.  Todavía  es  necesario  verse  bien  el  un  privile- 
gio y  el  otro,  y  aunque  se  juzgue  que  el  nuestro  deroga  al  del  Empe- 
rador, convendría  también  considerar,  si  usaremos  de  esa  deroga- 
ción, que  es  más  odiosa  que  el  mismo  privilegio.  Entretanto  V.  R.  or- 
dene que  ni  en  Málaga  ni  en  otra  parte  de  aquel  reino  usen  de  las 
ejecutoriales  que  tienen,  ni  las  presenten,  aunque  en  Madrid  se  lo 
hayan  aconsejado  algunos  letrados»  (2). 

3.  Hasta  el  tiempo  presente  los  pleitos  habían  sido  sólo  con  igle- 
sias particulares.  Más  temible  fué  la  contienda  que  surgió  en  1585  por 
obra  principalmente  de  la  Iglesia  de  Cuenca.  Escribió  esta  Iglesia  a 
todas  o  casi  todas  las  de  España,  indicando  la  idea  de  que  conven- 
dría formar  una  alianza  de  todas  ellas,  para  proponer  al  Rey  que  pi- 
diese a  Su  Santidad  la  derogación  del  privilegio  de  la  Compañía. 
Muchas  iglesias  de  España  aprobaron  el  pensamiento  y  concurrieron 
con  la  de  Cuenca  en  los  años  siguientes  para  solicitar  de  Felipe II  la 
súplica  en  contra  de  los  jesuítas.  A  fines  de  aquel  año  1585  debían 
reunirse  las  Cortes  aragonesas  en  Monzón  y  las  castellanas  en  Ma- 
drid, y  en  ambas  se  promovió  la  idea  del  Cabildo  conquense.  A  las 


(1)  Ibid.  Al  Cabildo  de  la  Colegial  de  Valladolid,  5  Noviembre  1584. 

(2)  liaetica.  Epist.  Gen.  A  Gil  González,  14  Julio  1586. 


CAP.    XI.— LA    CUESTIÓN    DE    LOS    DIEZMOS  237 

primeras  acudieron  algunos  enviados  de  la  Iglesia  de  Valencia,  que 
impugnaban  el  privilegio  de  la  Compañía  con  un  argumento  un 
poco  peregrino.  Decían  que  nuestras  bulas  nos  eximían  de  pagarlos 
diezmos  del  derecho  común,  pero  no  los  especiales  de  que  gozaba  la 
Iglesia  de  Valencia.  Porque  el  Rey  D.  Jaime,  por  concesión  especial 
de  Urbano  II,  había  mandado  pagar  los  diezmos  a  esta  Iglesia,  diez- 
mos que  el  Papa  le  había  concedido  a  él.  De  aquí  inferían  que  estos 
diezmos  eran  de  concesión  y  beneficio  del  Rey.  Pues  no  mencio- 
nando nuestras  bulas  esta  concesión  real,  inferíase  que  estaba  en  pie, 
y  debían  los  jesuítas  pagar  todos  los  diezmos  a  la  Iglesia  de  Valen- 
cia (1). 

No  se  invocaba  solamente  el  nombre  de  D.  Jaime:  aducíanse  tam- 
bién otras  autoridades  que  el  lector  moderno  estará  bien  lejos  de 
esperar.  En  un  memorial  anónimo  de  aquel  tiempo  que  hemos  visto, 
se  empezaba  diciendo  que  el  Rey  Wamba,  en  un  Concilio,  mandó 
hacer  distribución  especial  de  las  parroquias  de  su  reino;  también  el 
Rey  Teodomiro  hizo  nuevas  demarcaciones  de  diócesis  en  Gali- 
cia (2).  No  se  ve  bien  qué  relación  puede  tener  esto  con  los  diezmos 
de  Valencia  en  el  siglo  XVI;  pero  cuando  se  trata  de  sacar  dinero, 
hasta  en  el  Rey  Wamba  se  buscan  títulos  y  razones.  Presentáronse, 
pues,  algunos  eclesiásticos  de  Valencia  en  las  Cortes  de  Monzón,  y 
propusieron  que  en  nombre  de  todos  los  brazos  de  las  Cortes  se  di- 
rigiera a  Su  Majestad  el  siguiente  ruego:  «ítem,  por  lo  que  conviene 
al  patrimonio  real  de  Su  Majestad  y  a  las  Iglesias  y  Perlados  y  mi- 
nistros de  ella,  que  se  suplique  a  Su  Majestad,  se  sirva  mandar  es- 
cribir a  Su  Santidad,  suplicándole  mande  revocar  cualquier  privile- 
gio concedido  a  la  religión  de  la  Compañía  de  Jesús,  por  el  cual  quede 
libre  de  pagar  todos  los  diezmos  y  primicias  de  cualesquiera  here- 
dades y  posesiones  que  tuviere,  por  haberlos  obtenido  subrepticia- 
mente, o  a  lo  menos  se  reduzcan  ad  términos  jitHs,  y  lo  mismo  se  pro- 
vea respecto  de  las  otras  religiones  que  habrán  obtenido  semejan- 
tes breves  y  rescriptos  apostólicos»  (3). 

Fué  providencia  de  Dios  que  acudiese  a  las  Cortes  de  Monzón 
por  parte  de  la  Compañía  el  P.  Antonio  Ramiro,  morador  del  cole- 
gio de  Calatayud.  Cuando  éste  entendió  el  pensamiento  que  se  agi- 
taba en  las  Cortes  contra  el  privilegio  de  la  Compañía,  procuró  in- 


(1)  Roma.  Arch.  di  Stato,  Informationum,  115,  f.  1. 

(2)  Ibid.,  f.i7. 

(3)  Epiet.  Hisp.  Ramiro  a  Aquaviva.  Monzón,  15  Noviembre  1585. 


o;38  ].in.  í. — i.A.'s  ciAiJiu  riJoviNciAS  de  espaxa,  IGIS-IG.jí 

formar  a  todos  sobre  la  justicia  de  la  concesión  apostólica  hecha  a 
los  Nuestros.  «Yo  procuré,  dice  el  mismo  P,  Ramiro  escribiendo  al 
P.  Aquaviva,  que  al  leerse  en  los  brazos  la  súplica  precedente  se  des- 
echase, y  así  lo  hizo  todo  el  brazo  militar,  que  es  de  los  señores  y 
caballeros,  y  también  el  brazo  eclesiástico,  porque  los  religiosos  que 
han  entrado  cayeron  en  la  cuenta.  Mas  el  brazo  real,  que  es  de  los 
síndicos  de  las  ciudades  y  villas  reales,  la  pasó  y  está  firme  a  pesar 
de  mis  diligencias».  ¿Y  qué  razón  les  movió  a  esta  resolución?  Una 
muy  natural,  que  luego  apunta  el  P.  Ramiro.  Es  el  caso  que  por  con- 
cesión apostólica  solían  cederse  al  Rey  en  muchas  regiones  de  Es- 
paña los  tercios  de  los  diezmos,  y  el  Rey  acostumbraba  ceder  estos 
tercios  a  las  ciudades  del  país.  Por  consiguiente,  al  procurar  las  ciu- 
dades que  la  Compañía  pagase  diezmos,  solicitaban  simplemente  su 
propio  negocio  (1). 

No  respondió  el  Rey  a  esta  proposición  de  las  ciudades,  a  lo  me- 
nos hasta  el  4  de  Febrero  de  1586,  en  que  de  nuevo  escribió  a  Roma 
el  P.  Ramiro  (2).  Entretanto  dos  canónigos  de  Cuenca,  apoyados  por 
otras  12  iglesias  de  España,  habían  redactado  un  memorial  para 
Su  Majestad,  pidiéndole  que  interpusiese  su  autoridad,  para  obtener 
del  Papa  la  revocación  del  privilegio  de  la  Compañía.  Quiso  el 
P.  Ramiro  ver  el  texto  del  memorial,  pero  no  le  fué  posible.  Sólo 
pudo  saber  una  idea  que  en  él  se  expresaba,  y  era  que  entre  cuatro 
colegios  que  había  en  el  Obispado  de  Cuenca,  hacían  1.000  ducados  de 
daño  a  aquella  Iglesia  por  el  dicho  privilegio.  El  P.  Ramiro,  hablando 
con  Vázquez,  Presidente  de  Hacienda,  observó  que  no  podía  ser 
tanto  el  perjuicio  de  nuestro  privilegio.  «Yo  le  enteré,  dice,  de  la 
razón  que  había  para  concedernos  este  privilegio  y  nuestra  pobreza, 
y  que  había  por  acá  muchos  monasterios,  que  cada  uno  de  ellos  tiene 
más  tierras  que  toda  la  Compañía  junta  de  España,  fuera  de  Portu- 
gal... Él  me  dijo  que  supuesto  el  mucho  fruto  que  los  de  la  Compa- 
ñía hacían,  era  muy  poco  que  quitasen  mil  ducados  a  Cuenca,  que 
tenía  más  de  cien  mil  de  renta.  También  me  dijo  que  después  de  ha- 
berse informado,  respondió  a  los  canónigos:  Señores,  desengáñense, 
que  el  Rey  no  escribirá  al  Papa  contra  los  de  la  Compañía»  (3). 

Poco  después,  el  año  1587,  hubimos  de  padecer  fuerte  oposición 
en  las  Cortes  de  Castilla,  reunidas  en  Madrid.  La  Congregación  de 


(1)  ihki. 

(2)  ibicl.  Ramiro  a  Aquaviva.  Valencia,  4  Febrero  1586. 
(:i)    Ihid. 


I  Al-.    XI.— I.A    CUESTIÓX    DE    LOS   DIEZMOS  239 

las  iglesias  de  Castilla  y  León  (1)  hizo  vivas  instancias  a  las  Cortes, 
para  que  pidieran  al  Rey  que  escribiera  a  Su  Santidad  suplicando 
la  derogación  o,  por  lo  menos,  la  moderaciójQ  de  los  privilegios  de 
la  Compañía.  Escribiendo  al  P.  Aquaviva  el  P.  Amador  Rebello,  el 
8  de  Enero  de  1587,  le  decía  estas  palabras:  «Ha  meses  que  andan  por 
esta  Corte  muchos  procuradores  de  ciertos  Obispados  de  España, 
para  hacer  que  el  Rey  pida  a  Su  Santidad,  derogue  nuestro  privile- 
gio sobre  diezmos,  y  me  han  escrito  de  Portugal,  que  algunas  perso- 
nas de  acá  procuran  hacer  liga  con  algunos  Cabildos  de  aquellas 
partes,  para  que  con  mayor  facilidad  alcancen  su  intento,  y  como  en 
esta  materia  se  pueden  unir  muchos  contra  nosotros, y  Su  Majestad 
importunado  de  ellos  podrá  escribir  al  Sumo  Pontífice,  vea  V.  P.  si 
conviene  hacer  ahí  sobre  ello  alguna  diligencia»  (2). 

Era  verdad  lo  que  anunciaba  el  P.  Rebello.  Los  agentes  de  las 
iglesias  consiguieron  que  las  Cortes  deCastilla  deliberasen  detenida- 
mente sobre  esta  cuestión.  El  5  de  Junio  de  1587  se  puso  a  discusión, 
si  convendría  remediar  los  daños  que  padecían  las  iglesias  por  el 
privilegio  que  tenían  los  teatinos  (este  nombre  nos  dan  las  Cortes) 
para  no  pagar  diezmos  (3).  Deliberóse  algo  sobre  el  asunto,  pero 
nada  se  resolvió  aquel  día.  Avisado  de  lo  que  pasaba  el  P.  Miguel 


(1)  Sobro  el  carácter  y  atribuciones  de  esta  Congregación  de  las  iglesias  nos  su- 
ininisti-a  D.  Vicente  de  la  Fuente  los  siguientes  datos,  que  importa  conocer:  «Para  de- 
fenderse mejor  las  Iglesias  de  la  Corona  de  Castilla,  poder  repartir  las  cargas  con  más 
equidad  y  hacer  que  contribuyeran  los  exentos  que  se  negaban  a  pagar,  habían  acor- 
dado reunirse  en  la  corte,  u  otro  punto,  por  medio  de  apoderados.  Estas  reuniones  se 
«lenominaron  Congregactóu  do  las  santas  Iglesias  de  Castilla  y  León.  Tuviéronse  variasen 
los  siglos  XVI  y  XVII  y  casi  todas  se  celebraron  en  Madrid,  excepto  alguna  que  se 
tuvo  en  Valladolid.  Luego  que  se  recibía  el  breve  sobre  concesión  al  Rey  de  subsidio 
y  excusado,  el  comisario  lo  avisaba  a  las  iglesias  de  Castilla  y  León:  la  de  Toledo  avi- 
saba a  las  demás  y  nombraban  sus  apoderados.  Los  Reyes  y  los  Obispos  no  miraban 
con  buenos  ojos  esta  Congregación,  que  era  una  especie  de  Cortes  del  brazo  eclesiás- 
tico, cuando  se  habían  disuelto  las  de  la  nobleza  y  el  pueblo.  Los  Obispos  no  podían 
<lar  un  paso  sin  tropezar  con  aquel  poderoso  rival,  que,  teniendo  un  agente  en  Roma, 
hacía  valer  las  quejas  de  los  Cabildos  contra  sus  Prelados.  Éstos  dejaron  de  celebrar 
los  concilios,  porque  aquella  poderosa  asamblea  les  protestaba  cuanto  hacían.  Tenía 
la  Congregación  un  apoderado  o  procurador  general,  para  mirar  por  los  intereses  de 
las  iglesias,  y  luego  que  se  disolvía  la  Congregación,  quedaba  bajo  la  dirección  de  la 
Iglesia  de  Toledo,  como  primada  y  más  próxima  a  la  corte,  en  donde  debía  residir  el 
prebendado  que  se  designaba  para  aquel  cargo.  Poco  a  poco  las  congregaciones,  tan 
útiles  en  el  siglo  XVI,  fueron  degenerando  de  su  objeto  y  haciéndose  demasiado  pro- 
lijas. La  de  16;M  duró  un  año,  y  la  de  1648  seguía  reunida  en  Marzo  de  1650.  La  difi- 
cultad de  combinar  intereses  opuestos  y  los  celos  de  algunas  iglesias  contra  la  de  To- 
ledo, a  la  que  se  acusaba  de  exceso  de  autoridad,  y  los  recelos  de  la  Corona,  rompie- 
ron esta  unión  más  adelante.»  Hist.  ecles.  de  España,  t.  V,  pág.  450. 

(2)  Epist.  Hisp.  Amador  Rebello  a  Aquaviva.  Madrid,  8  Enero  1587. 

(3)  Cortes  de  Castilla  y  León,  t.  VIII,  pág.  490. 


240  LIB.    I. — LAS    CUATKO   PROVINCIAS    DE   ESPAÑA,   1615-1652 

Garcés,  procurador  nuestro  en  Madrid,  presentó  a  las  Cortes  diez 
días  después,  el  15  de  Junio,  un  memorial  exponiendo  el  privilegio 
de  la  Compañía,  declarando  las  justas  razones  que  la  Sede  Apostó- 
lica había  tenido  para  concederlo,  e  indicando  al  mismo  tiempo  el 
poco  o  ningún  perjuicio  que  podía  causar  a  las  iglesias,  por  la  gran 
pobreza  de  nuestros  colegios  (1).  Oídas  las  razones  del  P.  Garcés,  de- 
liberaron las  Cortes  y  hubo  gran  variedad  de  pareceres.  Algunos 
apoyaron  decididamente  el  deseo  de  las  iglesias;  otros,  por  el  con- 
trario, defendieron  a  la  Compañía,  proponiendo  que  no  se  tocase  al 
privilegio  de  los  jesuítas.  Hubo  una  opinión  intermedia,  propuesta 
por  Diego  Pacheco,  procurador  de  Valladolid,  y  era  que  se  debía 
solicitar,  no  la  revocación  total,  sino  la  moderación  o  disminución 
del  privilegio.  Uno  u  otro  diputado  creyó  que  las  Cortes  no  debían 
meterse  en  este  negocio.  Por  fin,  hubo  algunos  que  manifestaron 
un  deseo  muy  razonable,  y  era,  que  antes  de  tomar  ninguna  resolu- 
ción, convenía  averiguar  por  medio  de  documentos  auténticos  la 
cantidad  de  bienes  decimales  que  poseían  los  jesuítas.  No  teniendo 
delante  la  estadística  de  esos  bienes,  ¿cómo  era  posible  decidir  el 
perjuicio  grande  o  pequeño  que  el  privilegio  de  los  jesuítas  causaba 
a  las  iglesias? 

No  se  tomó  ninguna  resolución  en  aquel  día  (2).  Volvieron  las 
Cortes  sobre  el  mismo  asunto  un  mes  más  adelante,  el  16  de  Julio,  y 
después  de  algunos  debates,  adoptaron  por  fin  el  parecer  de  Diego 
Pacheco,  que  expresaron  por  estas  palabras  en  un  memorial  dirigido 
al  Rey:  «[El  Reino]  suplica  a  Vuestra  Majestad  sea  servido  de  man- 
dar escribir  a  Su  Santidad,  limite  y  reduzca  los  dichos  privilegios  e 
indultos  al  derecho  común,  que  es  como  los  tienen  y  gozan  las  de- 
más Órdenes  y  religiones  de  estos  reinos,  y  que  esto  se  entienda  en 
los  bienes  decimales  que  la  dicha  Compañía  de  Jesús  adquiriere  de 
aquí  adelante,  dejándola  que  goce  en  la  forma  de  hasta  aquí  de  los 
que  hasta  ahora  tiene  adquiridos»  (3). 

4.  Mientras  de  este  modo  deliberaban  las  Cortes  de  Castilla,  llegó 
a  Madrid  un  documento  importante  enviado  por  nuestro  P.  General. 
Como  ya  supondrá  el  lector,  en  los  Cabildos  de  España  todo  era 
lamentar  los  graves  perjuicios  de  las  iglesias,  ponderar  las  riquezas 
de  los  jesuítas  y  exagerar  sin  tiento  la  extensión  de  las  heredades,  el 


(1)  Ibid.,  pág.  517.  Se  copia  el  memorial  del  P.  Garcés,  que  llena  10  páginas, 

(2)  I6td.,  pa'g.  555. 

(3)  Véase  el  memorial  completo  en  Cortes  de  Castilla  y  I^ón,  t.  IX,  pág.  36. 


CAP.    Xr. LA    CUESTIÓX    DE    LOS    DIEZJ 


241 


número  de  los  ganados,  las  riquezas  cuantiosas  de  todo  género  quo 
poseían  los  colegios  de  la  Compañía.  La  refutación  más  clara  de 
todo  esto  consistía  en  la  declaración  sencilla  de  la  verdad,  en  presen- 
tar al  Rey  en  Madrid  y  al  Papa  en  Roma,  el  cuadro  de  todos  los  bie- 
nes que  la  Compañía  poseía  en  España.  Formó,  pues,  Aquaviva  una 
estadística  de  nuestros  bienes  en  España,  que  se  mostró  al  Consejo 
Real  del  Rey  Católico,  por  Junio  de  1587  (1).  La  provincia  de  Toledo 


(1)  Raccolto  dell'  éntrate,  debiti  et  soggeti  che  sonó  nelle  quatti'o  Provincie  di 
Spagna  deüa  Comp"  di  Giesu,  fatto  per  ordine  del  Genérale  et  datto  nel  Consiglio  del 
Re  Cattolico  nel  mese  di  Giugno  1587. 


PROVINCIA  DI  TOLETO 

Seno  in  questa  provincia  15  habitationi  dolía  Comp"  et  in 
qúelle  si  sostentano  504  Reügiosi 

Ha  d'entrata  qnesta  Provincia  21,824  ducati.  De'quali  17,727 
sonó  in  censi  et  altri  beni  non  decimali,  et  li-4,102  che  res- 
taño, sonó  in  beni  decimali 

Deve  daré  questa  provincia  82,261  ducati,  eioé  in  denari  presi 
a  prestito  35,793,  et  in  altri  prosi  a  censo  46,408.  Di  questi 
et  di  altri  oblighi  paga  ogni  auno  redditi  de  4,711  ducati  i 
quali  cavati  dall'  entrata  di  21,824,  restaño  17,113  ducati. . . 

Li  564  Reügiosi  hanno  bisogno  per  sua  sosten tatione  einq.*'» 
scudi  per  1'  uno  1'  auno,  ctie  fanuo  28,200  ducati.  Talehe  li 
mancano  a  questa  provincia  ogni  anno  per  sua  sostenta- 
tione  11,087  ducati  oltre  a  quel  ch'  é  necessario  per  fabri- 
care, et  per  alti'e  cose 


Habitationi..  15 

Religiosi 564 

Entrata 21,824 

Decimali 4,102 

Debiti 82,261 

A  prestito...  35,793 

A  censo 46,468 

Di  netto 17,113 

Manea  ogni 

anno 

11,087 


PROVINCIA  DI  CASTELLA 

Ha  18  habitationi,  et  in  quelle  470  Religiosi |  habitationi 

I  Religiosi.. 

D'  entrata  22,197  ducati.  De'  quali  20,820  sonó  in  censi  et  altri  |  Entrata.. . . 
beni  non  decimali.  Li  1,377  che  restaño,  in  beni  decimali. 

Deve  daré  53,231  ducati,  cioé  presi  a  prestito  9,469  et  a  censo 
43,762.  Di  questi  et  d'  altri  oblighi  paga  ogni  anno  redditi 
di  4,944  ducati,  i  quali  cavati  dall'  entrata  di  22,197,  restaño 
di  netto  17,023  ducati 

Hanno  bisogno  per  sua  sostentatione  li  470  Religiosi  di 
questa  Provincia  a  50  ducati  1'  uno  per  anno  23,500  ducati. 
Tal  che  li  mancano  ogni  anno  per  sua  sostent.""  6,297  du- 
cati, oltre  al  necessario  per  fabricare,  et  altre  cose 


Decimali. . 

Debiti 

A  prestito. 
A  censo. . . 
Di  netto. . . 


18 

470 

22,197 

1,377 

53,231 

9,469 

43,762 

17,023 


Manca  ogni 
anno 
6,297 


PROVINCIA  DI  APAGONA 

Ha  nove  habitationi,  et  in  queste  250  Religiosi 

D'  entrata  8,333  ducati.  Dé'  quali  7,300  sonó  in  beni  non  deei 
■  mali,  et  gli  altri  973  in  beni  decimali 


Deve  22,669  ducati  cioé  presi  a  prestito  10,069  et  a  censo  12,600. 
Di  questi  paga  ogni  anno  redditi  di  900  ducati,  i  quali  ca- 
vati dall'entrata  di  8,333  restaño  di  netto  7,i;53 


\  Habitationi.. 
(  Religiosi .... 

\  Entrata 

/  Decimali .... 

¡Debiti 
A  prestito . . . 
A  censo  
Di  netto 


250 

8,383 

973 

22,669 

10,069 

12,600 

7,433 


242  Lie.    I. — LAS   CUATRO   PIÍOVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1652 

contaba  564  sujetos,  poseía  una  renta  de  21.824  ducados,  debía  pagar 
todos  los  años  más  de  4.000,  de  suerte  que  sólo  le  quedaban  líquidos 
17.113;  ahora  bien,  a  razón  de  50  escudos  por  sujeto,  cada  año 
necesitaba  28.200.  Por  consiguiente,  le  faltaban  para  su  indispensa- 
ble sustento  11.087  ducados  cada  año.  La  provincia  de  Castilla  se 
componía  de  470  sujetos,  sus  rentas  eran  22.197  ducados,  pero  res- 
tando unos  5.000  que  debía  pagar,  la  renta  líquida  era  17.023  duca- 
dos. Necesitaba  para  los  470  sujetos  23.500  ducados  cada  año.  Por 
consiguiente,  le  faltaban  6.297.  Hecha  la  cuenta  del  mismo  modo  en 
las  provincias  de  Aragón  y  Andalucía,  resultaba  que  a  la  provincia 
de  Aragón  le  faltaban  cada  año  5.067  ducados,  y  a  la  de  Andalucía 
11.367.  Considere  el  lector  en  este  cuadro  las  riquezas  de  que  goza- 
ban entonces  los  jesuítas.  ¿Podía  llamarse  rico  el  hombre  que  para 
todos  los  gastos  de  comida,  habitación  y  vestido,  no  poseía  más  renta 
que  50  ducados  al  año?  A  eso  nada  más  aspiraban  los  jesuítas, 
y  se  veían  tan  lejos  de  llegar  a  ese  fin,  que  necesitaban  buscar  li- 
mosnas para  cubrir  los  gastos  más  indispensables.  Recuérdese,  por 
otro  lado,  las  enormes  riquezas  que  entonces  poseían  las  iglesias  de 
España. 

Esos  100.000  ducados  de  la  diócesis  de  Cuenca  no  llamaban  la 
atención  en  el  mundo  eclesiástico  español  de  aquel  tiempo.  Mucho 
más  espléndidas  eran  las  iglesias  de  Toledo,  de  Sevilla  y  otras  de 
España,  No  parece,  pues,  muy  justa  la  queja,  tantas  veces  repetida,  de 
que  los  jesuítas  causaban  grave  daño  a  iglesias  tan  opulentas,  por  no 
pagar  un  diezmo  que  venía  a  reducirse  a  cantidades  bastante  peque- 


Hauno  bisoguo  per  la  sua  sostoiitatione  li  250  Religiosi  di 
questa  Provincia,  a  50  ducati  1'  anno  per  uno  12,500  ducati. 
Tal  che  li  mancano  ogni  anno  5,067  ducati,  oltre  al  neces- 
sario  per  fabricare  et  altre  cose 


Manca  ogni 
anno 
5,067 


PROVINCIA  DI  ANDALUCÍA 
Ha  undici  habitationi  et  in  quelle  463  Religiosi 


\  Habitationi..  11 

(  Religiosi 463 

D'  entrata  14,923  ducati,  cioé  12,923  in  beni  non  decimali  et  gli  J  Entrata 14,923 

altri  2,000  in  beni  decimali ]  Decimali 2,000 

Deve  daré  69,737  ducati  cioé  presi  a  prestito  25,770  et  a  censo  (   Debiti 69,637 

43,960.  Diquesti  paga  ogni  anno  redditi  di  3,140  ducati  i  \  A  prestito...  25,770 

quali  cavati  dall'  entrata  di  14,223  resta  di  tietto  11,783  du-  j  A  censo 43,960 

cati (  Di  netto 11,783 

Hanno  bisogno  per  sua  sostentatione  li  463  Religiosi  di  questa  ) 
Provincia  a  50  ducati  1'  anno  per  uno  23,150  ducati.  Tal  che  (  Manca  ogni 

li  mancano  ogni  anno  11,367  ducati  oltre  al  necesaario  per  [  ^^^^ 

fabricare  et  altre  cose l 


11,367 


CAT.    XI. LA    CUESTIÓN    DE   LOS   DIEZMOS  24:j 

ñas.  Algún  tiempo  después  el  P.  Porros  sacó  la  cuenta  de  lo  que  de- 
bían pagar  por  diezmos  todas  las  casas  de  España  reunidas,  y  la  suma 
subía  nada  más  que  a  2.500  ducados  (1).  Repártase  esta  suma  entre 
las  50  iglesias  de  España,  j  resultará  un  perjuicio  de  unos  50  duca- 
dos a  cada  una,  y  aunque  supongamos  que  fuese  doble,  porque  en  mu- 
chas diócesis  no  tenía  casas  la  Compañía,  aunque  lo  hagamos  subir 
a  100  ducados  anuales,  ¿qué  pérdida  era  ésta  para  iglesias  que  tenían 
50  y  100.000  ducados  de  renta?  En  cambio,  el  pagar  esas  cantidades, 
aunque  módicas,  era  pesado  gravamen  para  colegios  tan  pobres,  que 
necesitaban  recurrir  a  la  mendicidad. 

5.  Pasados  algunos  años,  a  principios  de  1592,  volvió  a  encen- 
derse el  mismo  pleito,  y  nuestros  Padres  temblaron  al  saber  que 
la  Iglesia  de  Sevilla  y  la  de  Toledo  se  habían  confederado  para  pe- 
dir al  Rey  y  al  Papa  que  se  moderasen  los  privilegios  de  los  diez- 
mos, por  el  gran  daño  que  la  Compañía  causaba  a  las  iglesias  espa- 
ñolas (2).  Pero  al  mismo  tiempo  se  consolaron  un  poco  oyendo  de- 
cir que  muchos  eclesiásticos  de  las  principales  iglesias  deseaban 
hacer  algún  concierto  razonable  con  la  Compañía.  Los  Provinciales 
acogieron  de  buen  grado  esta  idea  y  se  apresuraron  a  facilitar  por 
su  parte  cuanto  pudiesen  el  deseado  concierto.  Informado  el 
P.  Aquaviva  de  lo  que  aquí  se  pensaba  hacer,  aprobó  de  lleno  la 
idea  de  los  Provinciales.  Escribiendo  al  P.  Porres,  Provincial  de  To- 
ledo, el  11  de  Mayo  de  1592,  le  dice  estas  palabras:  «Bien  ha  sido  que 
la  Compañía  haya  justifieado  su  causa,  ofreciendo  a  las  Iglesias  los 
conciertos  que  V.  R.  dice  en  el  negocio  de  los  diezmos.  Querría  que 
me  enviase  una  fe  de  esta  diligencia  hecha  por  parte  de  la  Compa- 
ñía, y  de  la  respuesta  con  que  no  la  admitieron,  que  todavía  nos  ser- 
virá para  que  acá  se  vea  la  justificación  y  moderación  con  que  pro- 
cede la  Compañía,  y  si  ellos  no  admiten  nuestros  conciertos  por  la 
esperanza  que  tienen  de  la  revocación  de  nuestro  privilegio,  creo 
que  se  hallarán  engañados»  (3).  Sabemos  que  no  llegó  a  feliz  tér- 
mino este  concierto  intentado  por  el  P.  Porres  y  por  los  otros  Pro- 
vinciales. 

El  año  siguiente,  en  Setiembre  de  1593,  el  P.  Hernando  Lucero, 
Viceprovincial  de  Toledo,  que  gobernaba  esta  provincia  mientras  el 
Provincial  Porres  acudió  a  la  V  Congregación  general,  procuró  in- 


(1)  Roma.  Aruh.  di  Stato.  Uu  tomo  ou  pergamino,  qut-  tiene  por  defuera  esta  ii 
eripción:  Ca.coii  2."  Asistencia.  Diezmos.  Tom.  8."  N."  1.  El  documento  es  del  año  1593. 

(2)  E2)ist.  Hisp.  Pérez  de  Nueros  a  Aquaviva.  Sevilla,  28  Diciembre  1592. 

(3)  Tolefana.  Epist.  Gen.  A  Porres,  11  Mayo  1592. 


244  LIB.   I. — LAS   CUATRO   PROVINCIAS   DE  ESPAÑA,   1615-1652 

formar  despacio  a  todos  los  Consejeros  Reales  acerca  del  negocio  de 
los  diezmos  y  prevenirlos  contra  las  enormes  exageraciones,  que  so- 
lían decir  las  iglesias  de  España  en  sus  memoriales  acerca  de  las  ri- 
quezas de  los  jesuítas.  Parece  que  todos  los  Consejeros  quedaron 
muy  desengañados  y  entendieron  bastante  el  poco  perjuicio  que  el 
privilegio  de  no  pagar  diezmos  concedido  a  la  Compañía  podía  oca- 
sionar a  las  riquísimas  iglesias  de  España.  Dando  cuenta  al  P.  Gene- 
ral de  esta  diligencia,  escribe  así  el  P.  Lucero:  «En  Consejo  Real  se 
ha  tratado  estos  días  de  que  se  suplique  a  Su  Santidad  por  la  revo- 
cación de  nuestro  privilegio  de  los  diezmos,  por  instancia  que  las 
Iglesias  y  el  Reino  han  hecho.  Luego  t[ue  lo  entendí,  di  orden  que  se 
hablase  a  estos  señores  Presidente  y  Consejeros  y  a  algunos  también 
del  Reino,  dándoles  cuenta  muy  particular  de  nuestras  rentas  y  mos- 
trándoles las  informaciones  de  ellas  que  por  orden  del  Sr.  Nuncio 
se  han  hecho.  Parece  han  quedado  muy  desengañados,  porque  ha- 
bían quedado  muy  impresionados  de  la  información  que  se  les  había 
dado  primero»  (1). 

Por  entonces  no  pudieron  conseguir  las  iglesias  que  se  interesase 
el  Rey  en  la  supresión  de  nuestro  privilegio,  pero  debieron  quedar 
bastante  amargados  algunos  cabildos,  y  en  los  años  siguientes  apare- 
cen acá  y  acullá  rasgos  de  acerba  enemistad  contra  la  Compañía,  por 
la  dichosa  cuestión  de  los  diezmos.  Véase  para  muestra  lo  que  el 
P.  Gonzalo  Dávila,  Provincial  de  Castilla,  refería  de  nuestro  colegio 
de  Oviedo:  «Después  de  escrito  hasta  aquí,  dice  hablando  al  P.  Gene- 
ral, me  han  avisado  de  Oviedo,  que  el  Cabildo  de  la  Iglesia  Mayor 
les  ha  quitado  que  no  prediquen  los  Nuestros  allí,  por  ocasión  del 
pleito  de  los  diezmos,  y  el  Obispo  ha  dado  licencia  para  que  los 
Nuestros  prediquen  en  nuestra  iglesia,  con  condición  que  no  sea  a  la 
hora  que  se  predique  en  la  Iglesia  Mayor,  y  no  quiere  dar  licencia 
de  otra  manera»  (2).  Poco  después,  habiendo  sucedido  al  P.  Dávila 
en  el  provincialato  de  Castilla  el  P.  Cristóbal  de  Ribera,  envió  a  su 
predecesor  a  tratar  de  algún  concierto  con  el  Cabildo  de  Oviedo, 
pero  no  pudo  conseguir  la  más  insignificante  ventaja.  Véase  lo  que 
decía  el  P.  Provincial  acerca  de  esta  negociación:  «Escríbeme  el 
P.  Gonzalo  Dávila  que  no  hay  remedio  con  los  de  Oviedo,  que  quie- 
ran concertar  en  lo  de  los  diezmos.  Paréceme  que  será  bien  lo  en- 
tienda el  Nuncio,  y  también  el  que  tiene  a  su  cargo  en  Madrid  tratar 


(1)  Epist  Hisp.  Lucero  a  Aquaviva.  Madrid,  11  Setiembre  1693. 

(2)  Epiat.  Hiá2^.  Gonzalo  Dávila  a  Aquaviva.  Burgos,  1,"  Marzo  1595. 


CA:\    Xr. I.A    CUESTIÓN    DE    LOS    DIEZMOS  245 

de  que  las  Iglesias  y  religiones  so  concierten,  porque  se  vea  más  la 
justificación  con  que  procede  la  Compañia»  (1). 

6.  Aunque  era  difícil  entenderse  con  tantas  iglesias,  con  tantas 
pretensiones,  con  tantos  memoriales  y  con  tantos  y  tan  diversos  ne- 
gociadores, pero  en  general  se  imponía  cada  vez  más  en  uno  y  otro 
partido  la  idea  de  que  era  necesario  algún  concierto,  para  que,  ce- 
diendo cada  una  de  las  partes  algo  de  su  derecho,  se  estableciese  la 
paz.  En  IGOl  renació  el  deseo  de  concordia,  y  en  cuanto  lo  supo  el 
P.  Aquaviva,  procuró  buenamente  fomentar  la  idea  y  hacer  que  se 
llegase  al  término  deseado.  El  22  de  Diciembre  de  1601  escribía 
estas  palabras  nuestro  General  al  P.  Montemayor:  «Escribo  a  los 
PP.  Antonio  Mareen,  Juan  de  Valdivielso  y  Diego  de  Mercado,  que 
se  encarguen  de  tratar  con  los  diputados  de  las  Iglesias  el  negocio 
de  los  diezmos,  y  nombro  al  P.  Mareen,  porque  ya  el  Arzobispo  de 
Toledo  ha  comenzado  a  tratar  con  61  de  esta  materia,  y  al  P.  Mer- 
cado encargo,  porque  será  menester  un  tercero,  aunque  podrían  ser 
bastantes  los  otros  dos.  Escribo  también  a  los  Provinciales,  que  en- 
víen a  los  dichos  Padres  las  advertencias  que  les  parecieren  conve- 
nir y  que  después  les  dejen  hacer,  pues  con  el  aviso  que  de  acá  les 
damos,  espero  que  se  dará  algún  corte  útil  para  todos»  (2).  Al  P.  Val- 
divielso, que  era  Procurador  de  la  provincia  de  Toledo,  le  dice  estas 
palabras:  «Justo  es  que  pues  las  Iglesias  quieren  que  se  trate  de  con- 
cierto en  el  negocio  de  los  diezmos,  que  nosotros  también  lo  quera- 
mos y  que  se  trate  de  manera  que,  quedándose  la  Compañía  en  una 
justificada  mediocridad,  muestre  que  verdaderamente  desea  que  el 
concierto  se  haga,  y  así  lo  encargo  a  V.  R.,  a  quien  en  esto  doy  todas 
mis  veces,  como  también  las  doy  al  P.  Mareen,  a  quien  escribo  que 
sea  el  segundo  y  se  venga  ahí  o  donde  fuera  menester  para  tratar  de 
ese  negocio,  y  si  de  parte  de  las  Iglesias  se  nombraren  tres  perso- 
nas, el  tercero  con  VV.  RR.  será  el  P.  Diego  de  Mercado.»  Al.  P.  Mar- 
een le  inculcaba  el  insistir  mucho  en  llevar  adelante  el  concierto. 
«Sepan  todos,  dice,  que  no  es  ceremonia  ni  cumplimiento,  sino  ver- 
dadero deseo  de  hacer  algún  concierto  convenible,  porque  en  esta 
materia  la  pérdida  se  puede  tener  por  ganancia»  (3). 

No  sabemos  lo  que  trataron  en  particular  estos  tres  Padres  con 
los  enviados  de  las  iglesias  de  España.  Únicamente  nos  consta,  que 


(1)  Ibicl.  Ribera  a  Aquaviva,  9  Abril  1596. 

(2)  Castellana.  Epist.  Gen.  A  Montemayor,  22  Diciembre  1601. 

(3)  Uña.  A  continuación. 


246  LIB.   I. — LAS   GUATEO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,   1615-1652 

después  de  muchos  daros  y  tomares  no  se  logró  el  concierto  deseado. 
El  18  de  Noviembre  de  1602  el  P.  Aquaviva,  después  de  recibir  varias 
cartas  escritas  por  nuestros  tres  negociadores,  después  de  alabarles 
la  seriedad  con  que  habían  tratado  de  conciertos  dice  estas  palabras 
al  P.  Mareen:  «Seguro  estoy  de  lo  mucho  que  V.  R.  ha  trabajado  en  el 
negocio  de  los  diezmos,  el  cual,  aunque  holgara  mucho  de  que  se 
hubiese  rematado  con  un  buen  concierto,  para  atajar  pleitos,  pero 
pues  esos  señores  de  la  Congregación  [de  las  Iglesias]  no  quisieron 
venir  en  lo  que  VV.  RR.  les  propusieron  y  el  P.  Valdivielso,  creo  será 
necesario  que  el  pleito  se  prosiga,  aunque  de  este  negocio  escribirá 
largo  el  P.  Procurador,  a  quien  me  remito»  (1). 

A  pesar  de  haber  fracasado  la  tentativa  de  concierto,  con  todo  eso 
el  P.  Mareen  habló  después  en  particular  con  el  Cardenal- Arzobispo 
de  Toledo  y  con  el  Deán  de  aquella  Iglesia.  Parece  que  los  encontró 
más  blandos  y  razonables,  y  avisó  al  P.  Aquaviva  de  la  disposición 
de  ánimo  que  uno  y  otro  mostraban.  Opinó  el  P.  General  que  no  de- 
bía desecharse  esta  buena  ocasión,  y  encargó  al  P.  Mareen  urgir  la 
negociación  con  estos  dos  ilustres  personajes.  «Si  V.  R.  pudiese  con- 
certar, le  dice,  con  esta  santa  Iglesia  de  Toledo,  pues  como  dice  en 
la  del  20  de  Octubre,  habiendo  dado  razón  al  Señor  Cardenal  y  Deán 
de  lo  que  se  hizo  en  la  Congregación,  dieron  muestras  de  querer  con- 
cierto; holgaría  mucho  de  ello,  porque  entiendo  sería  gran  motivo 
para  que  las  demás  Iglesias  hiciesen  lo  mismo  y  se  evitasen  pleitos»  (2). 

No  se  consiguió  el  arreglo  intentado  por  el  P.  Mareen,  y  tal  vez 
se  detuvo  porque  el  año  siguiente,  1603,  murió  este  Padre,  que  era  el 
más  respetable  de  nuestra  comunidad  de  Toledo  y  el  más  querido  en 
toda  aquella  diócesis.  Parece  que  las  iglesias  llevaron  el  pleito  por 
cuenta  propia  a  la  Santa  Sede,  y  si  hemos  de  dar  fe  a  cierto  memorial 
anónimo,  escrito  treinta  años  después  en  la  diócesis  do  Sevilla,  supli- 
caron Ibs  iglesias  a  Clemente  VIII  que  diese  la  ñnal  solución;  pero 
este  Papa,  aunque  deseó  resolver  el  pleito,  no  tuvo  tiempo  para  ello. 
Expiró  por  Marzo  de  1605  sin  haber  hecho  nada  en  la  cuestión  de  los 
diezmos. 

7.  Sucedióle  el  Papa  León  XI,  y  sólo  ocupó  la  Silla  de  San  Pedro 
breves  días,  pues  murió  el  25  de  Abril.  Empero  en  este  brevísimo 
plazo  supieron  nuestros  enemigos  hacerle  firmar  un  breve,  que  fue 
mirado  como  un  desastre  por  la  Compañía  para  la  causa  de  los  diez- 


(1)  Toletuua.  Etñst.  Gcíí.  A  Mareen,  18  Noviembre  1602. 

(2)  Ibid.,  lU  Diciembre  1G02, 


CAP.    XI.— LA    CITKSTIÓX    DE    LOS    DIEZMOS  247 

mos.  He  aquí  los  términos  en  que  se  expresa  este  breve:  «Decretamos 
y  ordenamos  que  desde  ahora  en  adelante  para  todos  los  tiempos 
futuros,  la  Compañía  de  Jesús  y  sus  casas  de  probación,  colegios  y 
sitios  cualesquiera  establecidos  en  cualquier  país  de  los  Reinos  de 
Castilla  y  León,  por  razón  de  las  posesiones,  viñas,  olivares,  tierras, 
huertos  y  cualesquiera  bienes  que  posean,  de  cualquier  modo  que 
hayan  llegado  a  sus  manos  o  hayan  sido  adquiridos  por  ellos,  y  por 
razón  de  todos  los  bienes  que  en  todos  los  tiempos  futuros  en  la 
fundación  de  nuevas  casas  y  colegios  y  en  otras  dádivas,  legados,  tes- 
tamentos, codicilos  y  últimas  voluntades  hubieran  adquirido,  y  no 
solamente  de  aquellos  bienes  que  ellos  suelen  alquilar  y  arrendar, 
sino  también  de  aquellos  que  cultivan  por  los  propios  colonos  y  por 
sus  propias  manos,  estén  obligados  a  pagar  en  vez  del  diezmo  el 
vigésimo,  es  decir,  una  de  cada  veinte  partes  de  los  frutos  de  todo 
género  y  especie  que  en  sus  tierras  cogieren,  y  de  las  ovejas  y  otros 
animales  que  en  ellos  alimentaren,  de  los  peces  y  las  otras  cosas  y 
especies  de  que  suele  pagarse  diezmo,  según  derecho  y  costumbre,  y 
de  las  cuales,  prescindiendo  del  privilegio  de  la  Compañía,  debieran 
pagar  diezmo. 

» Y  porque  puede  suceder,  que  los  religiosos  de  la  dicha  Compañía 
adquieran  en  lo  sucesivo  otras  fincas,  posesiones,  tierras  y  bienes,  a 
título  de  compra,  o  cultiven  fincas,  tierras  y  posesiones  ajenas,  o  ha- 
gan cultivarlas  por  medio  de  sus  colonos,  Nos,  deseando  evitar  que 
en  adelante  se  susciten  controversias  sobre  los  dichos  bienes  que  se 
adquieran  o  cultiven,  declaramos  y  del  mismo  modo  estatuimos  y 
ordenamos,  que  por  razón  de  estas  fincas,  posesiones,  tierras  y  bie- 
nes que  a  título  de  compra  adquirieren  o  que  alcanzaren  con  el  tí- 
tulo de  arrendamiento  o  en  otra  forma  o  hicieren  de  este  mismo 
modo  cultivarlos,  estén  obligados  a  pagar,  no  el  vigésimo,  sino  el 
íntegro  diezmo  a  las  Iglesias,  según  que  debían  pagarlo  antes  que  los 
dichos  religiosos  ocupasen  esas  heredades.  Están  exentos  de  pagar 
este  diezmo  o  vigésimo  los  huertos  o  jardines  que  tuvieren  coloca- 
dos junto  a  sus  casas  o  colegios  dentro  de  la  ciudad  o  de  los  pueblos, 
y  también  alguna  pequeña  heredad  de  cada  una  de  las  casas  o  cole- 
gios, si  e^tá  rodeada  de  tapias  y  no  excede  la  medida  de  cuatro  fane- 
gas», etc.  (1). 

Vivamente  sintieron  nuestros  Padres  este  breve  de  León  XI,  del 


(1)    Puede  verse  impreso  el  texto  do  este  breve  en  cualquifn-  Biliario,  por  ejeiupk>, 
en  el  de  Turín,  t.  XI,  p.  188. 


248  I'IK.    I. — LAS    CUATRO    PROVINCIAS    DE    ESPAÑA,    1015-1652 

cual  estaban  seguros,  que  había  sido  firmado  por  el  Papa  sin  saber  lo 
que  contenía.  Así  lo  dice  expresamente  el  mismo  Aquaviva  escri- 
biendo al  P.  Esteban  de  Hojeda,  Prepósito  de  la  casa  de  Toledo. 
«Tenga  por  cierto,  le  dice,  que  la  Santidad  de  León  XI  no  supo  lo 
que  contenía  el  breve»  (1).  No  debe  maravillarnos  esta  afirmación,  si 
recordamos  que  León  XI  murió  a  los  dos  días,  y  que  era  costumbre, 
a  los  principios  de  los  pontificados,  destinar  un  día  para  firmar  las 
gracias  y  nombramientos  que  se  deseaba  expedir,  y  cuyo  despacho, 
prevenido  de  antemano  en  las  oficinas  pontificales,  estaba  esperando 
el  nombramiento  de  nuevo  Pontífice  para  su  expedición.  Después  de 
las  ceremonias  de  la  coronación  del  nuevo  Papa,  solía  éste  dedicar 
un  día  a  la  firma  de  centenares  tal  vez  de  breves  en  que  se  concedían 
esas  gracias  (2).  Era  materialmente  imposible  que  el  Papa  se  enterase 
de  los  negocios  que  contenía  cada  uno  de  esos  documentos.  Algunos 
meses  después,  el  P.  Aquaviva,  escribiendo  al  Provincial  de  Andalu- 
cía, P.  Melchor  de  San  Juan,  le  decía  estas  palabras:  «V.  R.  esté  cierto 
que  acá  hemos  sentido  lo  de  los  diezmos,  como  es  razón,  y  que  no  se 
deja  de  hacer  lo  posible  para  el  remedio,  y  no  se  espante  que  se  hu- 
biera sacado  el  breve  con  tanto  secreto,  porque  entiendo  que  ahora 
se  ha  descubierto  otro,  que  ha  dos  años  que  se  hizo,  en  que  entran 
las  demás  religiones,  y  no  se  ha  sabido  la  menor  cosa  del  mundo 
hasta  que  con  esta  ocasión  se  ha  descubierto.  Cuanto  a  venir  alguno 
que  atienda  a  ese  negocio  en  particular,  ya  tengo  escrito  al  Provin- 
cial de  Castilla,  que  le  puede  enviar  cada  y  cuando  que  quisiere,  para 
mayor  satisfacción  de  esas  provincias;  pero  quien  quiera  que  venga, 
sea  persona  inteligente  y  traiga  cartas  de  prelados  y  otras  personas 
graves  eclesiásticas  y  seculares,  y  aun  del  Rey  para  Su  Santidad,  y 
procúrenlas  cuanto  más  apretadas  se  pudieren,  porque  la  del  Señor 
Cardenal  viene  como  de  mano  de  Su  Señoría,  que  en  todas  ocasiones 
nos  hace  toda  merced»  (3). 

8.  Entretanto,  los  Padres  españoles  intentaron  dar  un  paso  por 
cuenta  propia,  para  ver  si  podían  detener  el  efecto  del  breve  de 
León  XI.  El  P.  Valdivielso  presentó  en  nombre  de  la  Compañía  al 
Nuncio  en  España  un  memorial  suplicando  que  no  se  pusiera  en  eje- 


(í)     Toletana.  Epist.  Gen.  A  Hojcda,  17  Octubre  1605. 

(2)  Puede  cerciorarse  el  lector  de  lo  que  decimos  consultando  en  el  Archivo  secreto 
del  Vaticano  la  célebre  sección  Regesta  Romanonim  Pontificiim,  y  observando  el  niimero 
de  breves  que  solían  expedirse  con  la  misma  fecha,  unos  diez  o  doce  días  después  do 
nombrado  cada  Papa.  : 

(3)  Daetica.  Epist.  Gen.  A  Melchor  de  San  Juan,  19  Setiembre  1605. 


CAP.    Xr. r.A    CUKSTIÓX    DK    LUS    DIKZMOS  249 

cución  ol  breve  del  difunto  Papa,  pues  parecía  claro  que  tenía  los 
defectos  de  ser  subrepticio  y  obrepticio.  León  XI  había  vivido  muy 
pocos  días  en  la  Silla  de  San  Pedro,  no  pudo  ser  informado  do  un 
negocio  tan  complicado  y  difícil,  y  firmó  el  breve  dos  días  antes  de 
morir,  cuando  ya  estaba  muy  aquejado  por  su  última  enfermedad. 
Este  breve  se  desiDachó  en  vista  de  los  informes  de  la  parte  contra- 
ria, sin  oir  a  persona  de  la  Compañía,  y  muy  al  contrario,  ocultán- 
dole a  ella  todo  lo  que  se  estaba  tramando.  Se  sabe  también  que  el 
difunto  Papa  no  comunicó  esta  causa  con  los  Cardenales  que  desde 
tiempo  atrás  la  venían  tratando.  Parece,  pues,  razonable  suspender 
la  ejecución  de  un  breve  que  salió  a  luz  de  una  manera  tan  inespe- 
rada (1).  No  consiguieron  nuestros  Padres  lo  que  pretendían  con 
este  memorial.  Poco  tiempo  después  respondió  el  Nuncio  en  España 
que,  a  pesar  de  las  razones  expuestas,  juzgaba  necesario  que  se  eje- 
cutase a  la  letra  el  breve  de  León  XI  (2). 

Esta  pesadumbre  que  experimentaron  en  España  los  Padres  de 
la  Compañía  fué  tribulación  ligera,  si  se  compara  con  el  disgusto 
mayúsculo  que  pocos  meses  después  hubo  de  sufrir  en  Roma  nues- 
tro P.  Aquaviva.  Es  el  caso  que  llegó  a  oídos  de  Su  Santidad  la  ex- 
traña noticia  de  que  los  jesuítas  habían  recurrido  al  Consejo  Real 
por  vía  de  fuerza,  para  impedir  la  ejecución  del  breve  sobre  los 
diezmos.  Más  aún:  se  había  enviado  a  Paulo  V  una  copia  de  cierto 
memorial  que  decían  haber  presentado  a  los  Consejeros  del  Rey.  No 
poco  extrañado  de  esta  conducta,  llamó  Paulo  V  a  nuestro  P.  Gene- 
ral, y  véase  lo  que  entonces  sucedió.  Lo  contaremos  con  las  mismas 
palabras  del  P.  Aquaviva,  en  carta  dirigida  al  Provincial  de  Castilla, 
P.  Cristóbal  de  los  Cobos:  «Su  Santidad  de  nuestro  Santísimo  Padre 
Paulo  me  llamó  el  otro  día  y  díjome  con  mucho  sentimiento,  que 
tenía  aviso  que  los  Nuestros  habían  acudido  al  Consejo  Real  con 
ocasión  del  breve  sobre  los  diezmos,  diciéndome  que  si  los  religio- 
sos y  en  particular  los  de  la  Compañía  intentaban  esto,  ¿qué  se  podía 
esperar  de  los  demás?  Que  era  cosa  que  él  sentía  mucho  y  que  había 
menester  remedio.  Respondíle  que  si  estaba  Su  Santidad  cierto  que 
pasaba  esto,  porque  yo  no  lo  podía  acabar  de  creer,  sabiendo  las 
órdenes  tan  apretadas  que  había  dado  en  esta  materia  y  la  reveren- 
cia que  toda  la  Compañía  profesaba  a  Su  Santidad  y  a  esta  Sede 
Apostólica.  Díjome  que  era  cierto  y  leyóme  la  copia  del  memorial. 


(1)  Roma.  Arch.  di  Stato.  Caxon  2.  Asistayicia.  Diezmos.  T.  8.  N."  1.  Fol.  183. 

(2)  Ihid. 


250  Lin.    I. — LAS    GUATEO   I'EOVIXCIAS   DE   ESPAXA,    1615-1G52 

«Mire  V.  R.  cuál  quedaría  yo  y  con  qué  sentimiento  de  ver  un 
atrevimiento  tan  grande  en  alguno  de  los  Nuestros.  Hame  parecido 
el  caso  tanto  más  extraño,  cuanto  el  P.  Valdivielso,  Procurador,  en 
una  del  1.^  de  Octubre  (1605)  escribe  que,  recurriendo  al  señor 
Nuncio,  le  había  dicho  que  no  tenía  a  quién  recurrir  sino  a  Su  Se- 
ñoría Ilustrísima  y  que  nunca  jamás  había  usado  ni  usaría  de  recurso 
al  Consejo,  por  profesar  la  Compañía  tan  en  particular  la  sumisión 
y  obediencia  a  la  Santa  Sede  Apostólica,  y  por  tener  expreso  orden 
mío  de  no  usar  este  remedio,  y  añadió  que,  aunque  el  Consejo  nos 
había  ofrecido  que  se  suspendería  la  ejecución  por  este  medio  hasta 
informar  a  Su  Santidad,  antes  perderíamos  todo  cuanto  interese  hay 
en  el  mundo,  honra  y  reputación,  y  aun  la  vida,  si  fuese  necesario, 
que  ir  contra  lo  que  sabíamos  que  era  voluntad  del  Papa  y  contra 
los  mandatos  del  P.  General. 

»Pues,  habiendo  dicho  todo  esto,  ¿cómo  se  han  atrevido  a  inten- 
tar este  medio?  Padre  mío,  si  éste  fuese  descuido  de  cualquier  par- 
ticular, no  se  había  de  sufrir  en  ninguna  manera,  pero  siendo  hecho 
en  nombre  de  la  Compañía,  bien  se  ve  que  no  es  justo  pase  sin  cas- 
tigo cosa  de  tan  mal  ejemplo,  pues  cuando  no  hubiese  de  por  medio 
la  reverencia  y  obediencia  que  se  debe  a  las  órdenes  del  Vicario  de 
Jesucristo,  nos  habíamos  de  acordar  que  cuanto  tenemos  en  ser,  pri- 
vilegios, exenciones  y  cuanto  hay,  todo  lo  tenemos  por  gracia  y 
concesión  de  la  Sede  Apostólica.  De  manera  que  si  V.  R,  estuviese 
cerca,  se  vaya  luego  al  señor  Nuncio,  y  si  no  pudiese  tan  presto, 
envíe  al  P.  Sosa,  su  compañero,  y  entienda  de  Su  Ilustrísima,  quién 
ha  sido  el  autor  de  este  desatino,  y  luego  nos  lo  envíe  acá  a  Roma, 
que  así  lo  ordeno  y  mando  debajo  de  precepto  de  obediencia,  por- 
que acá  veremos  qué  descargo  puede  dar  de  falta  tan  grave  y  pú- 
blica, y  suplique  al  señor  Nuncio,  que  ordene  todo  lo  demás  que 
juzgare  se  ha  de  hacer  por  servicio  de  Su  Santidad  en  este  caso,  y 
ejecútese  todo  al  pie  de  la  letra,  así  en  la  cosa  como  en  el  modo,  de 
la  manera  que  Su  Ilustrísima  ordenare,  que  yo  también  se  lo  suplico 
con  ésta  y  creo  que  Su  Santidad  le  escribirá  su  voluntad.  V.  R.  se 
entienda  con  él  y  tenga  brazo  y  declarémonos  fieles  y  reverentes  a 
esta  Santa  Sede,  que  todo  pasará  bien,  como,  por  el  contrario,  todo  nos 
irá  mal  con  Dios  y  con  los  hombres,  si  andamos  por  otros  caminos»  (1). 


(1)  Castellana.  Epist.  Gen.  A  Cobos,  12  Diciembre  1605.  Recuérdese  que  por  enton- 
ces la  Corte  se  hallaba  en  Valladolid.  Por  eso  Aquaviva  da  esta  comisión  al  Provincial 
de  Castilla  y  no  al  de  Toledo. 


CAÍ'.   XI. — LA    CUESTIÓN   DE   LOS   DIEZMOS  251 

Afortunadamente,  era  falso  que  hubieran  recurrido  los  Nuestros 
al  Consejo  Real.  ¿Sería  tal  vez  un  proyecto  que  no  se  efectuó?  ¿Sería 
una  ficción  aquel  memorial  cuya  copia  se  remitió  a  Paulo  V?  No  lo 
sabremos  decir;  lo  que  sí  nos  consta  es  que  se  avisó  a  Roma  sobre  la 
falsedad  del  hecho,  y  como  el  negocio  era  tan  grave,  mandó  el 
P.  Aquaviva  que  se  enviase  información  notarial,  para  desenojar  al 
Papa  y  mostrar  la  inocencia  de  la  Compañía.  «Bueno  será,  escribió 
Aquaviva  al  mismo  Provincial  de  Castilla,  que  se  haga  información 
de  cómo  no  se  acudió  al  Consejo  por  vía  de  fuerza  en  lo  de  los  diez- 
mos, y  hecha  se  envíe  auténtica,  para  que  pueda  hacer  fe  ante  Su 
Santidad  y  se  vea  nuestra  inocencia»  (1). 

Entretanto,  hubieron  de  sufrir  no  ligeras  vejaciones  nuestros  co- 
legios por  el  rigor  excesivo,  con  que  las  iglesias  de  Castilla  y  León 
empezaron  a  exigir  el  pago  de  los  diezmos.  Y  decimos  de  Castilla  y 
León,  porque  adviertan  los  lectores,  que  sólo  con  estos  países  rezaba 
el  breve  de  León  XI,  de  modo  que  sus  efectos  tocaron  solamente  a 
las  provincias  de  Castilla,  Toledo  y  Andalucía.  La  provincia  de  Ara- 
gón quedó  en  el  mismo  estado  que  antes.  En  cierto  memorial  pre- 
sentado al  Nuncio  por  el  P.  Pedro  de  Carvajal,  se  lamenta  de  los 
agravios  que  nuestras  casas  están  padeciendo  de  varias  iglesias  es- 
pañolas. Éstas  exigían  diezmos  anteriores  a  1605,  como  si  el  breve 
de  León  XI  tuviera  fuerza  retroactiva.  Además,  pedían  que  se  les 
pagasen  diezmos  de  bienes  y  cosas  no  decimales.  No  sabemos  lo  que 
el  Nuncio  respondió  a  las  quejas  de  la  Compañía.  En  este  estado  si- 
guieron las  cosas  hasta  el  fin  del  generalato  del  P,  Claudio  Aqua- 
viva. 

Entrando  a  gobernar  el  P.  Mucio  Vitelleschi,  procuró  tratar  con 
suavidad  este  negocio  de  los  diezmos,  y  en  los  primeros  años  de  su 
generalato  se  observa  que  exhorta  comúnmente  a  los  Padres  caste- 
llanos y  andaluces  a  concertarse  a  buenas  y  a  proceder  amigable- 
mente con  las  iglesias,  por  temor  de  mayores  males.  A  los  Padres  de 
Aragón  les  aconseja  proceder  del  mismo  modo  y  ceder  algún  tanto 
de  su  derecho;  pero  algunos  años  más  adelante  se  ve  que  mudó  de 
parecer  en  lo  perteneciente  a  esta  provincia  (2).  Observando,  sin 
duda,  que  no  rezaba  con  ella  el  breve  de  León  Xí,  exhortó  firme- 
mente a  mantener  en  su  integridad  el  privilegio  de  no  pagar  diez- 
mos. Véase  cómo  escribía  al  Provincial  de  Aragón  en  1629  cuando 


(1)  Ibid.  A  Cobos,  4  Abril  1606. 

(2)  Aragonia.  Epist.  Gen.  A  Juste,  Kector  d(í  Valencia,  4  Setiembre  161i 


252  LIB.   I. — LAS   CLATKO;  l'KOVINCIAS   DE   ESPAÑA,   1615-1G52 

se  trataba  de  fundar  casa  en  Alicante:  «Muy  mal  concierto  es  el 
que  V.  R.  me  avisa  que  se  hizo  en  Alicante  en  razón  de  los  diezmos. 
El  breve  de  León  XI  solamente  fué  para  los  reinos  de  Castilla  y 
León,  y  sobre  esto  hemos  puesto  pleito  y  tenemos  esperanza  de  salir 
bien  con  él,  pero  el  derecho  que  toda  esa  provincia  de  Aragón  tiene 
a  no  pagar  diezmos,  es  sin  ningún  género  de  duda,  y  han  hecho 
muy  mal  en  ceder  en  nada  a  nuestro  privilegio.  Mucho  más  nos  im- 
porta conservarnos  en  la  entera  posesión  de  él,  que  no  fundar  en 
Alicante  ni  en  Segorbe,  ni  en  otros  cinco  o  seis  puntos  como  éstos,  y 
así  encargo  a  V.  R.  seriamente  que  de  ninguna  manera  permita  que 
en  parte  ninguna  se  ceda  al  dicho  privilegio»  (1). 

Alguna  mejoría  se  logró  en  la  causa  de  los  diezmos  en  el  pontifi- 
cado de  Gregorio  XV,  pues  con  fecha  16  de  Febrero  de  1623  ex- 
pidió este  Papa  un  breve,  en  el  cual  concedía  a  la  Compañía  que  no 
estuviera  obligada  a  pagar  los  diezmos  sino  según  la  costumbre  con 
que  suelen  pagar  otras  Órdenes  mendicantes  (2).  No  he  podido  pre- 
cisar en  qué  consistía  esa  costumbre.  Sóio  nos  consta  que  era  una 
ventaja  para  la  Compañía,  pues  cuando  salió  el  breve  de  León  XI, 
decía  el  P.  Aquaviva  que  nos  había  colocado  en  peor  situación  que 
a  cualquier  cofradía,  pues  ni  siquiera  se  concedía  á  los  Nuestros  el 
favor  que  solía  concederse  muy  a  menudo  a  las  cofradías  piadosas. 
9.  Poco  duró  a  los  jesuítas  la  alegría  causada  por  el  breve  de 
Gregorio  XV,  porque  muerto  este  Papa  en  el  mismo  año,  le  sucedió 
Urbano  VIII,  quien  expidió  otro  breve  el  20  de  Noviembre  de  1623 
deshaciendo  completamente  la  obra  de  su  predecesor.  Habiendo  re- 
ferido las  gracias  que  Gregorio  XV  concedía  a  la  Compañía  en  el 
breve  antes  citado,  prosigue  de  esta  manera  Urbano  VIII:  «Ahora 
bien.  Nos...  de  nuestro  propio  motivo,  no  por  ruegos  que  se  nos 
hayan  ofrecido  por  alguien,  sino  de  ciencia  cierta  y  después  de  ma- 
dura deliberación,  con  la  plenitud  de  la  potestad  apostólica,  revo- 
camos, inutilizamos,  abrogamos  y  anulamos  las  predichas  letras  de 
nuestro  predecesor  Gregorio  y  todas  y  cada  una  de  las  cosas  conte- 
nidas en  ellas,  y  las  privamos  de  toda  eficacia  y  efecto.  Y  declaramos 
que  los  religiosos  de  la  Compañía  de  Jesús  están  obligados  al  pago 
de  aquellos  diezmos  en  todo  lo  demás,  según  la  forma  y  tenor  de  las 
letras  preinsertas  de  nuestro  predecesor  León  XI,  y  en  todo  deben 
someterse  a  ellas,  enteramente  de  la  misma  manera  que  si  las  letras 


(1)  Ibid.  A  Crispín  López,  Provincial,  26  Julio  162J. 

(2)  Puede  verse  este  breve  incluido  en  el  que  luego  citamos  de  Urbano  VIII. 


CAP.   XI.— LA   CUESTIÓN   DE   LOS  DIEZMOS  253 

de  nuestro  predecesor  Gregorio  nunca  hubieran  salido  a  luz»  (1). 
Como  se  ve,  la  destrucción  de  la  gracia  otorgada  por  Gregorio  XV 
no  podía  ser  más  completa  y  eficaz. 

Con  muestras  de  visible  desconsuelo  escribía  poco  después  el 
P.  Vitelleschi  al  Provincial  de  Toledo  estas  palabras:  «Ya  habrá  lle- 
gado allá  el  breve  que  el  agente  de  las  Iglesias  ha  alcanzado  contra 
el  que  nosotros  teníamos  de  la  Santidad  de  Gregorio  XV  en  razón 
de  los  diezmos.  De  nuestra  parte  se  hizo  todo  cuanto  se  pudo  para 
prevenir  esto,  y  no  tuvo  el  efecto  que  esperábamos.  Después,  por  las 
diligencias  que  hemos  hecho,  se  ha  remitido  este  negocio  a  la  Con- 
gregación del  Concilio,  que  es  lo  que  en  el  estado  presente  se  podía 
desear.  El  buen  suceso  de  esto  depende  de  que  el  Rey  no  sea  contra 
nosotros,  y  así,  lo  que  V.  R.  y  todos  los  Padres  que  tienen  entrada  y 
mano  con  los  Ministros  de  Su  Majestad  han  de  procurar  con  las  ve- 
ras posibles  es,  que  pues  este  negocio  corre  por  vía  de  justicia,  no 
nos  la  enflaquezca  el  Rey,  favoreciendo  a  la  parte  contraria.  VV.  RR. 
le  supliquen  humilde  y  encarecidamente,  que  ordene  al  señor  Em- 
bajador deje  correr  esta  causa  sin  hacer  contra  nosotros;  y  si  las 
Iglesias  viniesen  en  un  buen  concierto,  pienso  sin  duda  que  nos  es- 
taría bien  componernos  con  ellas.  V.  R.  me  vaya  avisando  de  lo  que 
en  esto  se  tratare»  (2). 

Alguna  esperanza  abrigaba  todavía  el  P.  General  de  hallar  favor 
para  la  cuestión  de  los  diezmos  en  el  Rey  de  España,  y  debía  crecer 
su  esperanza,  considerando  que  en  aquel  mismo  tiempo  nos  convi- 
daba Felipe  IV  con  la  fundación  de  los  Estudios  Reales  y  ofrecía 
tan  espléndida  dotación  para  el  proyectado  establecimiento.  Em- 
pero, muy  pronto  se  hubo  de  desengañar  y  convencerse  de  que  el 
favor  del  Rey  iba  en  todo  hacia  la  parte  contraria  en  esto  de  los 
diezmos.  El  11  de  Marzo  de  1624  avisa  haber  sabido  que  el  Embaja- 
dor tenía  cartas  de  Su  Majestad  en  favor  de  las  iglesias  contra  la 
Compañía  (3).  En  los  meses  siguientes  llegaron  noticias  más  claras 
de  lo  que  hacía  el  Rey  de-  España  para  apoyar  el  partido  de  las  igle- 
sias, y  por  eso  a  principios  de  Julio  tomó  la  determinación  de  diri- 
gir una  carta  al  mismo  Felipe  IV.  Oigamos  lo  que  escribía  al  P.  La 
Palma,  Provincial  de  Toledo,  el  1.°  de  Julio  de  1624:  «En  el  negocio 


(1)  Roma.  Arch.  di  Stato.  Varia.  Castilla,  1698.  La  Provincia  con  Alonso  Diez  sobre  diez- 
mos. Este  extraño  título  lleva  un  tomo  lleno  de  documentos  muy  heterogéneos  sobre 
diezmos.  Al  principio  hay  un  ejemplar  impreso  del  breve  de  Urbano  VIII. 

(2)  Toletana.  Epist.  Gen.  A  Alarcón,  Provincial,  12  Febrero  1624. 

(3)  Ibid.,  A  Alarcón,  11  Marzo  1624. 


•254  LIB.   I. LAS   CUATKO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1652 

de  los  diezmos  se  hace  acá  lo  que  se  puede,  pero  nuestras  diligen- 
cias no  tienen  el  efecto  que  deseábamos  por  la  grande  contradic- 
ción que  nos  hace  el  Rey,  que  ha  escrito  dos  o  tres  veces  al  señor 
Embajador  y  a  sus  agentes,  encargándoles  tan  apretadamente  este 
negocio,  como  si  de  él  dependiera  el  bien  y  aumento  de  los  reinos 
de  su  Corona.  Yo  me  he  resuelto  a  escribirle  la  carta  que  envío  con 
ésta.  Va  abierta,  V.  R.  la  lea  y  después  la  cierre,  y  pareciéndole  que 
no  hay  inconveniente  de  consideración  en  dársela,  se  la  lleve  y  dé 
en  propia  mano»  (1). 

10.  La  carta  del  P.  General  que  el  P.  La  Palma  puso  en  manos  de 
Felipe  IV  decía  así:  «Señor:  El  desconsuelo  grande  con  que  de  pre- 
sente viven  y  se  hallan  los  Padres  de  nuestra  Compañía,  que  residen 
y  sirven  a  Vuestra  Majestad  en  esos  Reinos  de  Castilla  y  de  Portu- 
gal, me  obliga  y  da  atrevimiento  a  escribir  a  Vuestra  Majestad  estos 
pocos  renglones,  ya  que  las  precisas  ocupaciones  de  mi  oficio  no  me 
dan  lugar  a  ir  en  persona  a  decir  lo  que  aquí  quiero  (que  holgara 
harto  de  poderlo  hacer).  Desde  que  la  Compañía  se  fundó,  ha  gozado 
siempre  de  todos  los  diezmos  de  los  bienes  que  por  sí  y  a  sus  expen- 
sas cultiva  y  cría,  y  esto  por  privilegios  y  bulas  de  los  Sumos  Pon- 
tífices (cosa  de  que  gozan  las  más  religiones  de  esos  Reinos,  sin  que 
por  ello  las  hayan  inquietado  las  Iglesias),  hasta  que  a  instancias  de 
las  mismas  Iglesias,  con  el  amparo  de  la  buena  memoria  de  Fe- 
lipe III,  padre  de  Vuestra  Majestad,  la  Santidad  de  León  XI,  sin  ser 
la  Compañía  oída  ni  aun  sabidora  de  nada,  sacó  un  breve  por  el  cual 
manda  que  la  Compañía  en  los  Reinos  de  Castilla  y  Lean  pague  el 
medio  diezmo  de  los  dichos  bienes,  y  después,  pasados  aliíunos  años, 
la  Santidad  de  Paulo  V  extendió  el  dicho  breve  al  Reino  de  Por- 
tugal. 

»Esto,  Señor,  con  la  autoridad  de  Vuestra  Majestad  se  ejecutó  y 
duró  hasta  que  la  Santidad  de  Gregorio  XV,  viendo  a  la  Compañía 
despojada  de  su  antigua  posesión  habida  por  tantas  concesiones  de 
Pontífices,  y  de  la  que  otras  muchas  religiones  gozan,  se  dignó  mo- 
derar el  dicho  breve  de  León  XI,  restituyéndole  el  dicho  medio 
diezmo,  dejándole  intacto  en  todo  lo  demás  que  él  contiene,  y  así 
se  puso  luego  en  ejecución  el  año  pasado  de  1623.  Esto  causó  tanto 
sentimiento  a  todas  las  Iglesias,  que  con  cartas  de  Vuestra  Majestad, 
y  con  ayuda  de  sus  Embajadores  en  esta  Corte,  han  procurado  se 
revoque  este  breve  y  se  reduzca  al  de  León  XI,  como  de  hecho  lo 


(1)    Ibid.,  A  La  Palma,  1.°  Julio  1024 


í:M\    XI. LA    CUESTIOX   DE   LOS   DIEZMOS  255 

han  obtenido  de  la  Santidad  de  Urbano  VIII  en  ios  Reinos  de  Cas- 
tilla y  León,  y  actualmente  pretenden  lo  mismo  en  el  de  Portugal, 
y  lo  que  más  es,  que  hacen  instancia  para  que  la  Compañía  no  sea 
oída  de  justicia,  ya  que  ha  sido  condenada,  sin  que  la  oyesen,  sólo 
con  la  información  de  las  Iglesias,  y  para  esto  mismo  se  ayudan  de 
la  autoridad  de  Vuestra  Majestad  y  de  su  Embajador.  Así  que,  Señor, 
lo  que  pretenden  es  que  se  le  niegue  a  la  Compañía  lo  que  jamás  se 
negó  al  más  facineroso  hombre  del  mundo,  aunque  constase  claro 
de  su  delito. 

»En  esto,  Señor,  se  funda  el  desconsuelo  de  esos  Padres  vasallos 
de  Vuestra  Majestad,  y  que  emplean  sus  trabajos,  su«  vidas  y  todas 
sus  haciendas  en  servicio  de  su  Real  Corona,  buscando  el  bien  de 
las  almas  y  doctrinándolas  por  todos  sus  reinos,  si  no  tanto  y  tan 
bien  como  deben  a  las  grandes  mercedes  y  favores  que  siempre  de 
Vuestra  Majestad  y  de  sus  progenitores  han  recibido,  a  lo  menos  no 
tan  mal  que  merezcan  ser  desfavorecidos  de  suerte  que  se  diga,  que 
Vuestra  Majestad  quiere  y  pretende  que  se  les  quite  el  sustento  ne- 
cesario para  la  vida,  como  a  indignos  de  él.  Y  si  han  dicho  a  Vuestra 
Majestad  que  éstos  eran  ricos  y  que  este  privilegio  es  con  grande 
daño  de  las  Iglesias,  como  lo  dijeron  a  la  Santidad  de  León  XI,  con 
lo  cual  obtuvieron  el  breve  que  el  dicho  Pontífice  expidió,  esto. 
Señor,  es  de  lo  que  la  Compañía  se  lamenta  y  en  lo  que  pide  que  le 
hagan  justicia,  dando  lugar  a  que  estas  dos  cosas  o  cualquiera  de 
ellas  se  pruebe,  sin  que  por  sólo  el  dicho  de  la  parte  contraria  sea 
condenada.  Si  esta  averiguación  no  se  sirve  Vuestra  Majestad  que 
se  haga  por  sus  ministros,  sírvase  de  tener  por  bien  que  se  haga  por 
aquellos  a  quien  pertenece,  que  son  los  de  la  Sede  Apostólica,  de  la 
cual  han  emanado  todos  los  breves,  para  lo  cual  será  necesario  (y 
esto  es  lo  que  yo  ahora  humildemente  suplico  a  Vuestra  Majestad) 
que  se  sirva  ordenar  a  su  Embajador,  que  deje  seguir  su  justicia  a 
cada  una  de  las  partes,  sin  impedir  a  ninguna  el  ser  oída.  En  lo  cual, 
aunque  me  parece  que  pido  justicia,  pues  este  estilo  manda  Vuestra 
Majestad  que  se  guarde  en  todos  sus  tribunales,  la  Compañía  y  yo 
recibiremos  particular  favor  y  merced,  y  quedaremos  confiados  de 
recibir  de  nuevo  otras  muchas,  conforme  a  la  real  magnificencia  de 
Vuestra  Majestad.  Cuya  persona  Nuestro  Señor  nos  guarde  con  feliz 
acrecentamiento  de  sus  reinos,  para  mayor  bien  de  su  Iglesia.  Roma, 
7  de  Julio  de  1G24»  (1). 


(1)     Toletana.  Epist.  tíen.  Al  Rey  Católico,  7  Julio  1624. 


256  LIB.   I. — LAS   GUATEO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1652 

Con  esta  carta  del  P.  Vitelleschi,  y  con  las  muchas  diligencias  que 
en  Roma  y  en  Madrid  se  hicieron  para  desvanecer  las  exageraciones 
que  las  iglesias  propalaban  sobre  las  riquezas  de  la  Compañía,  se  lo- 
gró que  se  procediese  más  despacio,  y  que  en  Roma,  en  el  Tribunal 
de  la  Rota,  se  discutiese  como  por  justicia  la  verdad  de  lo  que  decían 
nuestros  Padres  y  la  razón  de  las  pretensiones  contrarias.  Como  so- 
bre este  pleito  era  tan  ordinario  el  escribir  memoriales,  cuentas,  re- 
futaciones y  otros  innumerables  papeles  de  excesiva  prolijidad,  en- 
tiéndese que  el  negocio  caminase  más  despacio  de  lo  que  hubieran 
deseado  los  impacientes. 

Cinco  años  después  anunciaba  el  P.  Vitelleschi  a  los  tres  Provin- 
ciales de  Toledo,  Castilla  y  Andalucía,  que  en  el  negocio  de  los  diez- 
mos se  procedía  con  mucha  asiduidad,  pero  con  pocas  esperanzas 
de  victoria.  He  aquí  las  palabras  del  P.  General,  escritas  el  13  de 
Marzo  de  1629:  «Hase  comenzado  a  acudir  al  negocio  de  los  diezmos 
con  la  solicitud  y  prontitud  que  conviene,  y  se  proseguirá  de  la 
misma  manera;  pero  es  bien  que  V.  R.  y  la  provincia  sepan,  que 
tiene  mucha  dificultad,  y  que  hay  no  poco  peligro  de  que  nos  conde- 
nen en  él;  y  así,  después  de  haberlo  tratado  con  los  Padres  Procura- 
dores de  España,  y  de  haberlo  considerado  despacio,  me  parece  que 
nos  está  bien  tratar  de  concierto  con  las  Iglesias,  y  pues  de  todas 
está  ahora  alguno  en  Madrid  para  las  juntas  que  allá  se  hacen,  bien 
será  que  este  negocio  se  trate  en  la  Corte,  a  que  acudirán.  V.  R.  se 
acuerde  con  los  demás  Provinciales  de  las  provincias  que  son  inte- 
resadas en  esto,  y  vayan  todos  a  una,  que  desde  acá  ayudaremos  en 
cuanto  pudiéremos,  para  que  este  negocio  se  concluya  bien»  (1). 

Continuó,  pues,  debatiéndose  en  Roma  y  en  Madrid  sobre  la 
cuestión  de  los  diezmos,  y  no  nos  detendremos  a  exponer  las  innu- 
merables menudencias  que  leemos  en  los  escritos  de  aquellos  años. 
Sería  para  aturdir  al  más  paciente  de  los  lectores.  Bástanos  saber  el 
éxito  final  que  tuvo  esta  contienda  el  año  1638.  Entonces,  reunidos 
en  Madrid  los  representantes  de  las  iglesias  de  Granada,  Burgos, 
Cuenca,  Córdoba,  Málaga,  Plasencia,  Calahorra,  Cartagena,  Segovia, 
Guadix,  Palencia,  Mondoñedo,  Coria,  Osma  y  Lugo,  y  por  parte  de 
la  Compañía  el  P.  Juan  Camacho  de  Córdoba,  Procurador  general  de 
la  provincia  de  Andalucía,  con  poderes  del  P.  General,  y  algunos 
otros  Padres  que  le  acompañaban,  se  firmó  el  22  de  Diciembre  la 
concordia,  cuyos  capítulos  eran  los  siguientes: 


(1)    Hispania.  Epist.  Comm.  ad  Provinciales,  1602-1680.  A  los  Provinciales,  13  Marzo  1629. 


-LA    CUESTIOX    DE    l.OS    DIEZMOS 


«Primero.  Que  la  Compañía  pague  diezmos  a  razón  de  uno  por 
treinta  de  todos  los  bienes  propios  y  adquiridos  y  de  todos  los  que 
adquiriere  en  adelante  con  cualquier  título  y  causa,  aun  de  las  tie- 
rras roturadas,  ya  las  cultive  a  costa  propia,  ya  dando  los  terrenos  y 
fincas  en  arriendo,  aunque  sean  posesiones  compradas  después  de 
esta  concordia. 

»Segundo.  Que  de  las  heredades  que  cultive  la  Compañía  y  sus 
casas  y  colegios  en  terrenos  de  otros,  estén  obligados  a  pagar  el 
diezmo  entero. 

«Tercero.  Que  de  las  ovejas,  ganados  y  otros  animales,  de  los 
cuales  los  legos  suelen  pagar  diezmo,  esté  obligada  la  Compañía  a 
pagar  uno  de  veinticinco.  Esto,  sin  embargo,  no  de'be  entenderse  de 
los  rebaños  y  animales  que  la  Compañía  y  sus  colegios  mantuvieren 
para  el  servicio  de  la  misma  Compañía,  por  ser  necesarios  para  su 
sustento,  porque  de  éstos  nada  debe  pagar,  sino  que  han  de  quedar 
libres  en  todo  de  diezmos.  Pero  de  todos  los  demás  animales  que 
criare  para  vender  y  ganar  con  ello,  y  de  todos  los  que  en  cualquier 
forma  no  estuvieren  destinados  para  el  servicio  y  sustento  de  los 
religiosos,  está  obligada  la  Compañía  a  pagar  diezmo,  a  razón  de  uno 
por  veinticinco,  como  se  dijo  más  arriba. 

«Cuarto.  Que  de  las  gallinas  y  otras  aves  de  cualquier  género  y 
especie  que  los  dichos  colegios  y  casas  criaren,  no  estén  obligados  a 
pagar  nada,  sino  queden  libres  en  todo,  y  del  mismo  modo  estén 
libres  de  diezmo  las  hortalizas  y  frutas  de  cualquier  género  y  espe- 
cie que  recojan  en  el  jardín  y  en  la  adjunta  huerta  de  las  casas  de  la 
Compañía,  con  tal  que  dicho  jardín  y  huertas  no  excedan  de  la  ex- 
tensión que  determina  el  breve  de  León  XI.  De  las  hortalizas  y  fru- 
tos de  cualquier  género  y  especie  que  se  recojan  en  otras  partes 
fuera  de  las  indicadas,  pagará  el  diezmo  a  razón  de  uno  por  treinta. 

» Quinto.  Que  de  los  frutos  de  las  tierras  que  en  adelante  diere  la 
Compañía  y  sus  casas  y  colegios  en  feudo,  censo  o  enñteusis,  paguen 
diezmo  entero,  y  de  las  cosas  que  hasta  ahora  les  hayan  dado  en  la 
forma  predicha,  paguen  en  adelante  uno  de  veinte,  con  esta  condi- 
ción: que  si  alguno  de  esos  bienes  volviere  a  la  dicha  Compañía  y  a 
sus  casas  y  colegios  con  pleno  derecho  y  por  cualquier  causa,  y  si  la 
Compañía  los  diere  y  concediere  de  nuevo  en  feudo  o  censo,  estén 
obligados  a  pagar  de  ellos  diezmo  entero.  Si  las  dichas  tierras  las 
dieren  en  arriendo,  pagarán  uno  de  veinte,  y  si  las  cultivaren  por  sí 
mismos,  paguen  a  razón  de  uno  por  treinta. 

«Sexto.    Que  de  los  bienes  que  la  Compañía  ha  recibido  hasta 

17 


258  I-IB.    I. — LAS   CUATRO   PROVINCIAS    DE   ESrAÑA,   1615-1652 

ahora  y  recibirá  en  adelante  en  censo,  feudo  o  enfiteusis,  pague  la 
misma  y  cualquiera  de  sus  colegios  y  casas  uno  de  treinta. 

»Sóptimo.  Que  lo  indicado  debe  pagarse  de  los  frutos  de  todas 
las  especies  y  bienes,  de  los  cuales,  según  costumbre,  suele  pagarse 
diezmo,  y  según  los  legos  acostumbran  pagar  a  los  eclesiásticos  en  el 
pueblo  en  que  estén  situados  los  dichos  bienes. 

«Octavo.  Que  por  el  tiempo  que  la  Compañía  ha  dejado  hasta 
ahora  de  pagar  diezmos  de  cualesquiera  terrenos  o  fincas,  no  deba 
pagar  en  adelante  nada,  ni  la  Iglesia  que  los  haya  exigido  esté  obli- 
gada en  adelante  a  conceder  alguna  recompensa  fuera  de  las  cosas 
indicadas  ahora. 

»Nono.  Que  las  santas  Iglesias  y  la  Compañía  estén  obligadas  a 
renunciar  recíprocamente  y  ceder  a  sus  privilegios  tocantes  al  modo 
y  forma  de  pagar  y  exigir  los  diezmos,  y  prometan  que  nunca,  en 
ningún  tiempo,  pedirán  ni  admitirán  otros  privilegios  que  deroguen 
a  esta  concordia;  más  aún,  suplicarán  a  Su  Santidad  que  se  digne 
confirmar  en  forma  específica  la  presente  concordia. 

»Décimo.  Que  las  concordias  establecidas  entre  otras  santas  Igle- 
sias y  las  particulares  casas  y  colegios  de  la  Compañía  queden  cons- 
tantemente en  su  fuerza  y  vigor.» 

Tales  fueron  los  artículos  de  la  concordia  establecida  en  22  de 
Diciembre  de  1638  (1).  El  Papa  Urbano  VIII  confirmó  este  concierto 
en  la  bula  Christi  Salvatoris,  expedida  el  7  de  Setiembre  de  1639.  Por 
este  acto  solemne  hízose,  por  fin,  una  paz,  si  no  firme  y  duradera, 
por  lo  menos  bastante  estable,  y  que  aseguró  cierta  relativa  tranqui- 
lidad en  los  tiempos  siguientes.  No  se  crea  que  por  eso  cesaran  los 
pleitos.  En  esta  materia  fueron  interminables,  mientras  duró  la  con- 
tribución de  los  diezmos.  Hubo,  sobre  todo,  bastantes  contiendas  en 
los  años  siguientes  en  las  iglesias  americanas,  adonde  muchos  Obis- 
pos procuraron  extender  las  condiciones  de  esta  concordia,  si  ya  no 
es  que  también  se  empeñaban  en  exigir  diezmo  entero,  como  si  la 
Compañía  no  hubiera  obtenido  nunca  privilegio  de  no  pagarlos.  No 
podemos  dilatarnos  más  en  esta  materia,  advirtiendo  que  nuestro 
relato  ha  sido  solamente  un  breve  resumen.  La  cantidad  de  manus- 
critos que  hay  sobre  diezmos  es  para  aterrar  al  más  paciente  lector, 
y  nada  sería  tan  fácil,  como  extenderse  indefinidamente  en  la  expo- 
sición de  este  suceso. 


(1)  Roma.  Arch.  di  Stato.  Infoimationum,  116,  fol.  199  vto.  Aquí  está  la  Concordia 
entre  las  Iglesias  de  Castilla  y  León  y  la  Compañía,  incluida  en  la  bula  Christi  Salvatoris,  de 
Urbano  VIII. 


CAPÍTULO  XII 


CONGREGACIONES  GENERALES   VIII   Y   IX 

Sumario;  1.  Muerte  del  P.  Vitelleschi.— 2.  En  los  últimos  años  de  su  generalato  varias 
Ck)ngregacione3  provinciales  manifiestan  deseos  de  Congregación  general. — 3.  Re- 
unida ésta  por  Noviembi'e  de  1645,  el  Papa  le  dirige  una  carta  mandando  examinar 
ciertos  puntos  de  nuestro  Instituto  antes  de  elegir  General.— 4.  Respuesta  de  la  Con- 
gregación a  los  puntos  presentados  por  el  Papa.— 5,  Es  elegido  Genex'al  el  P.  Vicente 
Carafa  el  7  de  Enero  de  1646. — 6.  Principales  decretos  de  la  VIII  Corgregación  ge- 
neral.— 7.  Congregación  general  IX  en  1650,  en  la  cual  es  elegido  General  el  P.  Fran- 
cisco Piccolomini.— 8.  Ordenaciones  dadas  por  este  Padre  sobre  los  estudios  de  filo- 
sofía y  teología.  Su  muerte,  el  17  de  Junio  de  1651. 

FuE.NTEs  CO.NTEMPOK.\NEAs:  1.  InslitiiÍKiH  Socielatiis  Jesu.~2.  Arlu  Conijregalionum  prorhicin- 
liniii.—Z.  Acta  Congregationiim  ¡joieniii/Dii . — 4.  Epistolae  getwruliam.—ó.  Ratio  Studioruiii. 

1 .  Cerca  de  treinta  años  procedió  la  Compañía  de  Jesús  en  España, 
como  hemos  visto,  ejercitando  sus  ministerios  con  grande  fruto  de 
las  almas,  bajo  la  prudente  dirección  del  P,  Mucio  Vitelleschi.  Fué 
una  época  bastante  sosegada,  y  que  pudo  llamarse  próspera,  pues  los 
Padres  españoles,  lo  mismo  en  la  corte  de  Madrid  que  en  las  princi- 
pales ciudades  y  pueblos  de  España,  gozaban  del  respeto  y  conside- 
ración, así  del  Rey  y  de  sus  Ministros,  como  de  los  Consejos,  Cabil- 
dos, Universidades,  y  todo  género  de  Corporaciones  eclesiásticas  y 
seglares.  Hacia  1643  empezó  a  decaer  bastante  la  salud  del  P.  Gene- 
ral, que  ya  había  cumplido  los  ochenta  años.  Fué  menester  que  al  año 
siguiente  escogiese  un  Vicario  que  le  ayudase  a  llevar  el  peso  de  la 
Compañía,  y,  por  último,  tomase  sobre  sí  casi  toda  la  carga  del  go- 
bierno. Viendo  acercarse  su  última  hora,  se  dispuso  el  P.  General 
para  morir,  y,  confortado  con  los  auxilios  de  la  religión,  expiró  san- 
tamente el  9  de  Febrero  de  1645.  Había  gobernado  la  Cwupañía 
veintinueve  años  y  tres  meses. 

Grato  recuerdo  ha  dejado  en  nuestra  historia  el  P.  Mucio  Vite- 
lleschi, y  en  todo  su  gobierno  le  vemos  siempre  atento  a  conservar 
la  pureza  de  nuestro  Instituto,  a  promover  la  observancia  regular  y 
a  enmendar  los  defectos  más  o  menos  graves  que  descubría  en  sus 
subditos.  Aunque  en  varias  ocasiones  dio  muestras  de  firmeza  y 


260  LIB.   I. — LAS   GUATEO   PKOVINCIAS   DE   ESPAÑA,   1615-1652 

de  conveniente  severidad,  aplicando  graves  penitencias,  no  sola- 
mente a  los  defectos  notables,  sino  también  amonestando  seriamente 
a  los  hombres  más  insignes  de  la  Compañía,  cuando  en  algo  se  des- 
cuidaban, con  todo  eso  nos  parece  descubrir,  que  el  sexto  General  no 
tuvo  tanta  eficacia  en  su  gobierno  como  el  quinto.  Fuese  por  defecto 
de  talento  y  carácter,  fuese  por  culpa  de  los  Superiores  españoles, 
que  no  secundaron  tanto  como  debieran  la  acción  del  P.  General,  es 
lo  cierto  que  por  entonces  se  perpetuaban  algunas  faltas,  no  cierta- 
mente graves,  pero  que  no  deben  tolerarse  habitualmente  en  la 
Compañía.  Tales  eran  ciertos  excesivos  regalos,  ciertas  vanidades  de 
tratarse  a  lo  gran  señor,  ciertas  ambiciones  de  oficios  lustrosos  y 
otras  poquedades  de  este  jaez,  que  quisiéramos  ver  reprimidas  con 
más  energía  y  severidad.  No  sabemos  si  Vitelleschi  tuvo  la  necesaria 
destreza  para  vencer  algunas  dificultades,  como  la  del  negocio  del 
P.  Hernando  de  Salazar,  y  otros  conflictos  que  surgieron  en  la  Com- 
pañía española. 

Una  propiedad  tuvo  el  sexto  General,  que  no  nos  parece  del  todo 
recomendable,  aunque  no  nos  atrevemos  a  condenarla  absolutamente, 
porque  sería  menester  tener  bien  entendidas  las  circunstancias  en 
que  por  entonces  se  veía.  Tal  es  la  costumbre,  bastante  frecuente, 
que  adoptó  de  dar  recomendaciones  a  los  príncipes  y  señores  de  Ita- 
lia para  nuestra  Corte,  recomendaciones  que  enviaba  a  los  Provin- 
ciales de  Toledo  o  al  Rector  del  colegio  de  Madrid,  y  más  frecuen- 
temente al  P.  Francisco  Aguado,  que,  además  de  ser  Provincial,  fué 
largo  tiempo  confesor  del  Conde-Duque  de  Olivares.  El  mismo  Vi- 
telleschi, en  cierta  carta,  explicaba  la  razón  de  estas  recomendacio- 
nes, diciendo  que  las  daba  jjoí-  no  venir  a  tm  rompimiento  con  ciertos 
príncipes  y  señores  italianos,  que  se  hubieran  indignado  sobrema- 
nera, si  les  negara  la  recomendación  que  ellos  pedían.  Para  conju- 
rar semejante  peligro  concedía  estas  cartas,  que  fueron  haciéndose 
bastante  frecuentes  y,  como  se  deja  suponer,  daban  un  tanto  que  tra- 
bajar a  los  Padres  de  Madrid  en  oficios  que  no  son  del  todo  confor- 
mes a  nuestro  Instituto.  El  P.  La  Palma,  el  P.  González  de  Mendoza, 
el  P.  Aguado  y  algunos  otros  hubieron  de  frecuentar  las  antesalas 
del  Conde-Duque,  del  Presidente  del  Consejo  de  Castilla  y  de  otros 
grandes  personajes,  para  colocar  en  Madrid  a  señores  italianos  o 
para  obtener  otras  gracias  que  con  la  recomendación  de  nues- 
tro P.  General  pretendían  en  la  Corte  de  España.  Mejor  habría  sido 
excusar  en  lo  posible  el  dar  estas  recomendaciones. 
2.    Muerto  el  P.  Vitelleschi,  se  trató  desde  luego  de  preparar  hi 


CAr.  xir. — coxcaEGACioxES  gexeiíales  VIH  Y  IX  o(;i 

futura  Congregación  general,  y  antes  de  referirla  debemos  advertir 
a  nuestros  lectores,  que  en  diversas  ocasiones  del  pasado  generalato 
habían  manifestado  nuestras  provincias  deseos  de  Congregación  ge- 
neral. Cada  tres  años  se  trataba,  como  era  justo,  esta  cuestión  en  las 
Congregaciones  provinciales,  y  ya  desde  1624  asoma  una  propuesta 
de  la  provincia  del  Perú,  pidiendo  Congregación  general  (1),  sobre 
todo  por  una  razón  que  entonces  impresionaba  bastante  a  muchos 
de  los  Nuestros,  y  era  el  deseo  de  uniformar  la  doctrina  de  nuestras 
cátedras  y  evitar  la  excesiva  libertad  de  opinar  que  mostraban  algu- 
nos de  nuestros  maestros.  Nueve  años  después,  en  Í633,  la  provincia 
de  Andalucía  pidió  Congregación  general,  y  aunque  esto  nada  tenía 
de  particular,  pero  fué  desagradable  para  el  P.  Vitelleschi  y  para  to- 
dos el  ver  ciertas  pasiones  desordenadas  que  en  aquella  Congregación 
se  manifestaron.  Parece  claro  que  algunos  Padres  mostraron  juicios 
contrarios  a  varios  puntos  de  nuestro  Instituto,  y  que  otros  se  toma- 
ron excesiva  libertad  en  hablar  de  cosas  y  personas  particulares, 
contra  lo  que  manda  la  fórmula  de  la  Congregación  provincial  (2). 
Por  eso  el  P.  Vitelleschi  juzgó  necesario  enviar  una  grave  repren- 
sión al  P.  Provincial,  Francisco  Alemán,  y  la  vamos  a  copiar  a  la 
letra,  por  lo  que  importa,  no  sólo  para  el  conocimiento  de  lo  que  en 
aquella  Congregación  sucedió,  sino  también  para  instrucción  de  lo 
que  en  casos  semejantes  se  debe  hacer. 

Decía  así  el  P.  Vitelleschi:  «La  sustancia  de  la  resolución  y 
acuerdo  que  se  tomó  de  pedir  Congregación  general,  no  sólo  no  la 
condeno,  mas  la  alabo  y  me  edifico  de  ella...  Pero  el  modo  y  circuns- 
tancias con  que  no  pocos  se  han  portado,  dan  claro  indicio  de  que 
hay  en  ellos  alguna  viva  pasión...  La  Congregación  provincial  no  es 
para  que  cada  uno  desfogue,  diciendo  sus  quejas  y  disgustos  con 
poco  miramiento  de  la  fórmula  y  menos  respeto  del  Superior,  que 
está  en  lugar  de  Dios,  descendiendo  a  personas  particulares  y  tra- 
tando de  ellas  con  poco  decoro  y  reverencia,  poniendo  la  lengua 
con  demasía  en  el  gobierno  general  de  la  Compañía,  no  perdo- 
nando las  Constituciones,  tratando  de  alterar  su  Instituto,  que  con 
tanta  sabiduría  y  luz  del  cielo  nuestro  Padre  San  Ignacio  y  las  Con- 


(1)  Acta  Coiiy.  prov.  lG2i. 

(2)  Está  expresamente  prohibido  tratar  en  la  Congregaci  ín  provincial,  ni  aun  por 
vía  de  consulta,  sobre  los  puntos  sustanciales  de  nuestro  Instituto.  También  está  man- 
dado que  se  trate  en  general  de  los  negocios  y  no  de  esta  o  aquella  persona  en  parti- 
cular. ''Quod  si  quis  persoitam  j¡otins  stigillare,  qnam  negotia  tractare  videatur,  eimi  Proviii- 
ckdis  sui  officii  admoneat.'  Insütiitwn  S.  J,  Formula  Cong.  prov.,  C.  V. 


262  I-IB.    I. — LAS    GUATEO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1652 

gregaciones  generales  han  establecido,  cosas  todas  prohibidas  en 
Congregación  provincial...  Y  V.  R.  no  ha  tenido  en  esta  parte  la  me- 
nor culpa,  pues  si  desde  un  principio,  cuando  el  P.  Marcos  del  Cas- 
tillo, el  primero  de  todos,  comenzó  a  dejarse  llevar  de  sus  sentimien- 
tos, le  hubiera  avisado  con  la  debida  caridad  y  entereza,  y  si  fuera 
necesario  poniéndole  silencio,  no  hubiera  pasado  tan  adelante  el 
desorden...  En  conclusión,  lo  hecho  ya  no  tiene  remedio,  pero  con- 
viene ponerlo  para  adelante,  corrigiendo  conforme  a  mi  oficio  la 
culpa  que  ha  habido.  V.  R.  junte  a  los  consultores  de  provincia  y  a 
los  Padres  más  graves  de  ella,  y  juntos  les  leerá  esta  carta,  para  sa- 
tisfacción de  los  presentes  y  ejemplo  de  los  venideros,  y  V.  R.  hará 
la  penitencia  por  los  demás  comiendo  en  la  picola,  acompañado  del 
P.  Pedro  de  Sotomayor  y  Alvaro  Arias,  Consultores  de  Provincia»  (1). 
También  la  provincia  de  Toledo  pidió  Congregación  general  el 
año  1639,  y  por  desgracia  también  en  esta  ocasión  se  cometieron  al- 
gunas faltas,  que  el  P.  General  creyó  necesario  reprender.  Véase  lo 
que  escribió  al  P.  Provincial,  Hernando  de  Valdés,  el  6  de  Agosto 
de  1639:  «He  sentido  vivamente  que  no  se  tuviese  el  respeto  debido 
a  la  fórmula  y  que  se  diga  que  una  de  las  razones  principales  que  se 
propusieron  para  que  hubiese  Congregación  general,  era  afirmar 
que  había  necesidad  de  mudar  muchas  cosas  de  nuestro  Instituto  y 
gobierno,  como  el  poner  penas  por  el  quebrantamiento  de  reglas, 
preceptos,  etc.  Dejo  otras  materias  más  particulares  que  se  insinua- 
ron o  tocaron,  según  se  refiere,  porque  es  mejor  sepultarlas  en  el  si- 
lencio y  echarles  tierra,  que  no  lastimarme  de  nuevo  con  referirlas,  y 
con  que  no  se  perdonase  a  Asistentes  ni  General.  No  podré  significar 
a  V.  R.  fácilmente  lo  que  hubiera  estimado  que  semejantes  cosas  no 
se  hubieran  tomado  en  la  boca,  y  que  V.  R.  mostrara  su  mucha  reli- 
gión y  santo  celo  en  no  tolerar  lo  que  otros  dijeron  y  omitir  lo  que 
se  le  atribuye»  (2).  Al  fin  de  la  carta  le  encarga  leerla  a  los  Consulto- 
res y  ver  las  penitencias  que  deberán  darse  a  los  que  ofendieron  a  la 
Congregación  provincial. 

En  algunos  casos,  aunque  no  pidieran  las  provincias  Congrega- 


(1)  lineticu.  Epist.  Gen .  A  Alemán,  30  Mayo  1633.  Debió  responder  ol  P.  Alemán  que 
no  había  sido  tan  grave  el  desorden,  como  indicaba  el  P.  General.  Éste  le  replica  en 
otra  de  20  de  Diciembre  1633  (ibid.),  que  espera  el  informe  que  sobre  ello  le  enviará 
el  P.  Visitador.  No  ha  llegado  hasta  nosotros  este  informe.  El  Visitador  aludido  fué 
ol  P.  González  de  Mendoza,  que  pasó  a  visitar  la  provincia  de  Andalucía  el  año  1634. 

(2)  £1  original  de  esta  carta  se  conserva  en  Madrid,  Academia  de  la  Historia,  Jesni- 
tox,  11 -10-4 '39. 


CAP.  XII. — COXGREGACIONES   GENEBALES   VIII   Y  IX  2H3 

cióii  general,  pero  exponían  las  razones  que  muchos  Padres  habían 
presentado  para  exigirla,  y  en  esas  razones  se  ve  ciertamente  que 
poco  a  poco  se  iba  imponiendo  la  idea  de  que  convenía  reunir  Con- 
gregación general.  La  provincia  del  Perú  el  año  1642  presentaba 
esta  razón:  ¿No  será  demasiado  tiempo  haber  estado  veintisiete  años 
sin  Congregación  general?  (1).  Se  ve,  pues,  que  el  deseo  de  Congre- 
gación general  iba  creciendo  de  día  en  día  en  nuestras  provincias. 

Cuando,  a  la  muerte  del  P.  Vitelleschi,  se  reunieron  las  Congre- 
gaciones provinciales  en  1645,  se  prepararon  algunas  proposiciones 
que  verdaderamente  sorprenden  en  Congregaciones  nuestras.  La  de 
Toledo  pedía  a  la  general,  que  se  discutan  algunos  puntos  de  nuestro 
Instituto,  antes  de  elegirse  Prepósito  general,,  para  que  los  Padres 
digan  su  parecer  con  más  libertad.  Propone  después  que  se  reúnan 
Congregaciones  generales  periódicamente  cada  ocho  o  cada  diez 
años,  y  añade  breves  razones  para  apoyar  esta  idea.  Añade  luego  una 
pretensión  que  hoy  nos  parece  un  poco  ceremoniosa,  pero  que  es 
bueno  recordar,  para  conocer  el  espíritu  de  aquella  época.  Pide  la 
Congregación  toledana,  que  en  las  procesiones  y  actos  públicos  se 
guarde  el  orden  de  la  dignidad  en  las  personas,  de  modo  que  pri- 
mero vayan  los  novicios,  después  los  coadjutores  temporales,  des- 
pués los  escolares,  luego  los  coadjutores  espirituales,  a  continuación 
los  profesos  de  tres  votos,  y,  por  último,  los  profesos  de  cuatro  vo- 
tos, por  orden  de  antigüedad.  También  la  provincia  de '  Andalucía 
pedía,  aunque  con  menos  instancia,  que  se  celebrase  periódicamente 
Congregación  general. 

Por  último,  bueno  será  advertir  que  las  provincias,  sobre  todo  la 
de  Toledo,  insistían  bastante  en  que  se  buscase  algún  arbitrio  para 
salir  de  las  deudas  que  oprimían  a  tantos  colegios  de  la  Compañía 
en  España.  Traslúcese  por  las  actas  de  las  Congregaciones  provin- 
ciales de  entonces,  que  el  estado  económico  de  nuestras  casas  era 
verdaderamente  aflictivo,  y  si  recuerda  el  lector  que  en  aquel  mis- 
mo año  1645  se  efectuó  la  estrepitosa  quiebra  del  colegio  de  Sevilla, 
bien  se  podrá  imaginar  cuánto  padecerían  nuestros  Padres  con  la 
pesadilla  constante  de  tantas  deudas,  de  las  cuales  no  sabían  cómo 
desenredarse.  Bien  considerado  el  negocio,  nos  parece  que  esta  pe- 
nuria económica  no  era  exclusiva  de  nuestras  casas.  Era  el  estado 
general  de  toda  la  nación  española,  que  se  iba  despeñando  en  un 
abismo  económico  nunca  visto  en  las  naciones  modernas.  La  España 


(1)     Acta  CoHfj.prov.  Pcntaiia,  1G42. 


2(J4 


JAl\.    I. I.AS    CUATKO    PROVINCIAS    DE    ESPAÑA,    1615-1052 


de  entonces  era  como  esas  familias  linajudas  que  han  venido  a  me- 
nos. Mucha  ejecutoria,  muchos  blasones,  mucha  insignia,  y  al  mismo 
tiempo  mucha  hambre  e  irremediable  miseria. 

3.  Celebradas  a  su  tiempo  las  Congregaciones  provinciales,  en- 
camináronse a  Roma  los  vocales  de  todas  las  provincias,  y  a  media- 
dos de  Noviembre  3^a  estaban  reunid<^s  en  la  Ciudad  Eterna  los  Pa- 
dres que  hablan  de  formar  la  VIII  Congregación  general.  Ésta  se 
abrió  el  21  de  Noviembre  de  1645  (1). 


(1)  Padres  que  formaron  la  VIII  Congregación. 

P.  Carolus  Sangrius ■ Vic.  Gen. 

Sessuri  ad  dextram. 

Jacobus  Sirmondus Vic.  Pr.  Franciae. 

títephanus  Carletas Assist.  Galliae. 

Joannes  Steph.  Menochius Prov.  Rom. 

Antonius  Müliaeus —  Lxigdun. 

Caesar  a  Bosco —  Venetae. 

Martiuus  Pérez —  Aragón. 

Gualteinis  Mundbrot Assist.  Gorman. 

Joannes  Gruzewski Prov.  Litliuan. 

Petrus  de  Aviles —  Baeticae. 

Fabritius  Banf us —  Poloniae. 

Thomas  Reina —  Siculae. 

Hieronymus  Yogado —  Lusitaniae. 

Francisc.  Piccolominaeus —  Neapolitan. 

Petr.  Gonz.  de  Mendoza Assist.  Hispan. 

Eduardus  Knottus Prov.  Angliae. 

Jacobus  Dinettus —  Campaniae. 

Joannes  de  Mattos , Assist.  Lusitan. 

Joannes  de  Pina Prov,  Toletanae. 

Oliverius  Pensa —  Mediolanen. 

Andreas  Judocus —  Fland.-Belg. 

Petrus  de  Mendoza —  Castellae. 

Ricardus  Mercier —  Tolosanae. 

Joannes  Dacazat —  Bohemiae. 

Gerardus  Ilansen —  Rheni  Sup. 

Nicasius  Widman —  Gormaniae. 

Joannes  Lepossier —  Gallo-Belg. 

Joannes  Ricardus —  Aquitaniae. 

Franciscus  Serrera —  Sardiniae. 

Georgias  Turcowski —  Austriae. 

Joannes  Panhauss —  Rlieni-Inf. 

Sessuri  ad  sinistram. 

Alexandcr  Nevóla Siculae. 

Barthol.  Jacquinotius Campaniae. 

Franciscus  Aguado Toletanae. 

Joannes  Renaudianus Aquitaniae. 

Joannes  Bourghesius Gall.-Belg. 

Petrus  Casanus Tolosanae. 


CAP.    XII. — COXGRKGACIO.NES   GENERALES    V 


265 


Antes  de  que  se  diera  ningúa  paso  en  ella,  y  aun  antes  de  que 
el  P.  Vicario  se  presentase,  como  es  costumbre,  para  recibir  la  ben- 


Juüus  Caesar  Recupito Xeapolitanae. 

Nicolaus  Lancicius Lithuaniae. 

Andreas  Pérez Mexicanae. 

Joaunes  de  Armonta Baeticae. 

Frauciscus  de  Lugo Castellae. 

Torquatus  de  Cuppis líomanae. 

Ludoviciis  Mairatius Franciae. 

Maxiinil.  Gaudaeiis Rheui-Infer. 

Yalentiniis  Mangionius Romanae. 

Florentius  de  Montinorency Cíallo-Belg. 

Joannes  Bonnettus Aquitaniae. 

Gulieliuus  VVael Flandro-Belg. 

Laurentius  Foreras Germaniae. 

Frauciscus  Piuieutellus Toletanae. 

Federicus  de  Tassis Flandro-Belg. 

Henricus  Silisdonius Angliae. 

Frauciscus  Caravalius Goanae. 

Vinceutius  Cai-afa Neapolit. 

Beuedictus  de  Soxo Lithuaniae. 

Franciscus  Rossanus Venetae. 

Bernardinus  Bonicius Siculae. 

Petrus  Fonseca Baeticae. 

Gulielm.  Calaverouus Mediolau. 

Henricus  Morus Angliae. 

Joannes  Rlio Mediolan. 

Benedict.  de  Sigueira Lusitanae. 

Michael  Sumereker Austriae. 

Dominicus  Langa Aragoniae. 

Christianus  Berdichiades Austriae. 

Petrus  Pimentellus Castellae. 

Rodericus  de  Arriaga Bohemiae. 

Frauciscus  Annatus . .  Tolosanae. 

Goswinus  Nickel Rl»eni-Infer. 

Joachimus  Haminau Kheni-Super. 

Alexander  Flchotus .  Lugdunensis. 

Henricus  Lamparter Germaniae. 

Joannes  Gayetus Lugdunensis. 

Bartholomaeus  Tafur Peruanae. 

Gaspar  Drusbiski Poloniae. 

Petrus  Cazraeus Canipaniae. 

Augustinus  Dessi Sardiniae. 

Claudius  Delingendes Franciae. 

Josephus  Sequi Sardiniae. 

Frauciscus  Franco Aragoniae. 

Laurentius  Pikarski Poloniae. 

Nithardus  Biverus  Rheni-Super. 

Ant.  Francisc.  Cardim Japoniae. 

Joannes  de  Toi'o Xovi  Regu,¡. 

Frauciscus  Manfredinus Venetae. 

Georgius  Schelizius Bohemiae. 

Nunnius  de  Cunha Lusitanae. 

Frauciscus  Barrettus Coccinensis. 


26f)  LIB.   I. — LAS   CUATRO   PnOVINCIAS   DE   ESPAÑA,   1615-1652 

dición  de  Inocencio  X,  que  ocupaba  la  cátedra  de  San  Pedro,  el  mis- 
mo Papa  le  llamó  a  su  presencia  (1)  y  le  entregó  una  carta  para  los 
Padres  congregados,  la  cual  introdujo  una  modificación  sustancial 
en  el  modo  de  proceder  de  la  Congregación.  No  sabemos  si  las  ideas 
de  esta  carta  le  fueron  sugeridas  por  alguno  de  los  Nuestros  (2).  Po- 
sible es,  puesto  que  vemos  al  Sumo  Pontífice  proponer  algo  que  ya 
estaba  pedido  por  la  provincia  de  Toledo.  De  todos  modos,  fuese  por 
indicación  ajena,  fuese  por  iniciativa  propia.  Su  Santidad  entregó  al 
P.  Vicario  la  carta  que  se  leyó  públicamente  al  otro  día  en  la  Con- 
gregación general.  He  aquí  su  texto,  traducido  del  italiano  con  la 
posible  fidelidad. 

«Antes  que  se  venga  a  la  elección  del  General,  será  expediente  que 
los  Padres  de  la  Congregación,  guiados  por  el  mucho  celo  y  afecto 
que  profesan  a  la  Compañía,  tomen  resolución  sobre  todos  los  pun- 
tos infrascritos,  no  obstante  que  algunos  de  ellos  fuesen  contra  las 
Constituciones  y  reglas  de  la  Compañía. 


His postea  accesserc  vocati  acl  iiegotiu 

Alexauder  Gotifredus Secrt.  Societ. 

Alphonsus  Ovalle Procur.  Chilensis. 

Pyrrhus  Gherardiis —  Generalis. 

(1)  El  P.  Juan  de  Armenta,  Rector  de  Málaga,  que  asistía  a  la  Congregación  en 
nombre  de  la  provincia  de  Andalucía,  refiere  así  este  incidente:  «Hubiera  de  haber 
sido  [la  elección  del  General]  conforme  a  la  fórmula,  en  fines  de  Noviembre  [1645]  y 
base  dilatado  hasta  7  de  Enero,  porque  el  Pontífice,  luego  que  supo  se  quería  dar 
principio  a  la  Congregación,  antes  de  que  fuese  tiempo  de  pedille,  como  se  suele,  la 
bendición,  previno  llamando  al  P.  Vicario,  y  le  dijo  que  estaba  resuelto,  que  antes  de 
elegir,  tratase  la  Congregación  ciertos  puntos  que  tenía  premeditados  y  de  que  tenía 
varios  avisos,  y  que  su  ánimo  era  que  la  Congregación  los  ventilase  más  libremente 
sin  General  a  quien  respetar.¡>  Memorial  histórico  español,  t.  XVIII,  pág.  218. 

(2)  Sospechamos  si  procedió  todo  esto  de  cierto  embrollón  que  vivía  por  entonces 
en  Roma  y  atribuló  bastante  a  la  Compañía.  Era  el  P.  Melchor  Inchoffer,  natural  do 
Viena,  autor  del  infame  libelo  De  Monarchia  Solipsormn,  que  se  imprimió  furtivamente. 
Conservamos  un  tomo  en  folio  de  manuscritos  de  este  hombre,  que  se  han  reunido 
bajo  este  epígrafe:  Scripta  P.  Melcliioris  Inchoffer.  Casi  todos  se  enderezan  a  combatir 
la  perpetuidad  del  General  y  otros  puntos  importantes  de  nuestro  Instituto.  Se  ve  que 
este  hombre  era  un  Abreo  en  pequeño,  menos  brutal  que  el  impugnador  español,  pero 
más  artero  y  solapado  que  él.  A  principios  de  1648,  por  orden  del  P.  Carafa,  el  Pro- 
vincial de  Roma,  P.  Valentín  Aegidio,  formó  proceso  al  P.  Inchoffer,  ,y  habiéndole 
convencido  de  ser  autor  del  libelo  citado  más  arriba  y  de  estar  en  continua  comuni- 
cación con  tres  o  cuatro  expulsos  ocupados  en  infamar  a  la  Compañía,  le  condenó  a 
privación  de  voz  activa  y  pasiva,  a  hacer  los  ejercicios  de  San  Ignacio  por  un  mes,  y  a 
estar  recluido  todo  el  tiempo  que  el  P.  General  creyese  conveniente.  Algunos  meses 
después,  en  el  mismo  año  1648,  murió  el  P.  Inchoffer.  La  sentencia  contra  él  puedo 
verse  en  el  Archivo  secreto  del  Vaticano,  Mincellntiea  Armadlo  VIIJ,  t.  59,  fol.  85  y  sigs. 
En  Roma  también,  Archivio  di  Stato,  Informationum,  63,  al  principio  del  tomo  pueden 
leerse  las  acusaciones  que  el  P.  Procurador  general  de  la  Compañía  dirigió  al 
P.  Inchoffer. 


CAP.  XII. — CONGREGACIONES  GENERALES   VIII  Y  IX  2(57 

»Cuando  no  se  piense  en  tocar  a  la  perpetuidad  del  generalato, 
determinar  el  modo  de  moderar  la  autoridad  tan  absoluta  del  P.  Ge- 
neral, y  que  cada  ocho  años  se  reúnan  indefectiblemente  las  Con- 
gregaciones generales,  sin  que  ni  el  General  ni  toda  la  Compañía 
puedan  impedirlo  o  dilatarlo,  como  ha  sucedido  en  los  tiempos  pa- 
sados. En  la  tal  Congregación  sea  obligado  el  P.  General  a  dar  cuenta 
de  su  gobierno  y  cuando  se  hallaren  defectos  que  merezcan  privarle 
del  oficio,  la  Congregación  general  pueda  deponerle  y  crear  otro. 

«Pensar  en  la  forma  con  que  se  observe  enteramente,  que  los 
Padres  de  la  Compañía  en  las  cosas  y  materias  seculares  no  se  entro- 
metan más  de  aquello  que  permiten  los  sagrados  cánones  y  sus  pro- 
pias Constituciones. 

» Véase,  si  será  más  útil  para  el  buen  gobierno  de  la  Compañía, 
que  los  Generales  estén  obligados  a  visitar  personalmente  algunas 
provincias,  de  modo  que  dentro  de  un  plazo  razonable  sean  todas  las 
provincias  visitadas,  para  quitar  los  inconvenientes  que  fácilmente 
pueden  suceder,  cuando  se  gobierna  solamente  con  relaciones  de 
otros. 

«Resolver,  si  será  más  expediente  que  los  maestros  de  filosofía, 
teología  y  otros  semejantes  sean  elegidos  en  las  Congregaciones  ge- 
nerales o  provinciales,  salvo  si  muriese  alguno  infra  tempus,  en  el 
cual  caso  podría  ponerlo  el  P.  General  con  el  voto  de  los  PP.  Asis- 
tentes. 

«Consultar,  si  aquellos  que  quieran  estampar  libros  en  cualquier 
región  de  Europa,  estarán  obligados  a  mandar  primero  la  obra  al 
P.  General,  para  que  vea  si  será  bien  imprimirla. 

«Procurar  que  se  declaren  las  cosas  que  hasta  ahora  han  ofrecido 
duda,  así  en  las  reglas  y  Constituciones,  como  en  otros  decretos  de  la 
Compañía,  por  lo  cual  parece  que  los  Generales  han  extendido  de- 
masiado la  propia  autoridad. 

«Decretar  que  ningún  General  pueda  pedir  al  Sumo  Pontífice  ^jko 
tcmpore  alguna  bula,  aunque  lo  aprueben  los  Asistentes,  sino  que 
solamente  puedan  pedirse  bulas  con  el  voto  de  la  mayor  parte  de  la 
Congregación  general  que  se  reuniere  pro  tempore. 

«Resolver,  si  los  Provinciales  deben  ser  elegidos  en  la  Congrega- 
ción provincial  y  no  despóticamente  por  el  P.  General;  para  que  la  jus- 
ticia distributiva  tenga  mayor  lugar,  y  para  que  esto  se  pueda  practi- 
car sin  alguna  dificultad  en  las  primeras  ocasiones,  se  podría  ordenar 
que  poco  a  poco,  según  se  vayan  celebrando  las  Congregaciones  pro- 
vinciales, cese  inmediatamente  en  aquella  provincia  el  oficio  de  Pro- 


2G8  I-IB.    I.^LAS    CUATÜO    PROVINCIAS    DE    ESPAÑA,    1615-1652 

vincial,  aunque  no  hubiese  terminado  su  trienio,  y  sucesivamente 
se  podría  decretar,  que  ni  los  Provinciales  ni  los  Prepósitos  ni  los 
Rectores  puedan  ser  promovidos  a  otro  cargo  de  Superior,  si  no  han 
cesado  primero  por  espacio  de  un  trienio.  Y  si  acaso  pareciese  que 
los  Provinciales  no  deben  elegirse  en  las  Congregaciones,  se  podrá 
considerar,  si  al  menos  deberán  las  dichas  Congregaciones  proponer 
tres  o  cuatro  sujetos  al  General,  para  que  escoja  uno  de  ellos  por 
Provincial,  considerando  también  si  los  Rectores  de  los  colegios  se 
deben  elegir  en  la  misma  forma  con  que  se  deberán  elegir  los  Pro- 
vinciales. 

»Que  los  Provinciales  y  Rectores,  acabado  su  trienio,  estén  obli- 
gados a  dar  cuenta  de  su  gobierno  a  tres  o  cuatro  Padres  elegidos  en 
cada  provincia  por  la  Congregación  provincial. 

»Si  sería  mejor  que  el  Secretario  fuese  elegido  por  la  Congrega- 
ción general,  como  se  eligen  los  Asistentes,  y  en  caso  de  muerte,  el 
General,  antes  de  escoger  otro  sujeto,  deba  escribir  a  los  Provincia- 
les de  Europa,  proponiéndoles  los  nombres  de  dos  o  tres. 

»Que  no  se  pueda  leer  ni  profesar  otra  doctrina  sino  la  de  Santo 
Tomás  y  las  otras  que  comúnmente  han  sido  abrazadas  por  los  Santos 
Padres. 

»Si  será  expediente  que  se  deroguen  o  al  menos  se  moderen  al- 
gunas de  las  Constituciones,  reglas  o  decretos  que  han  sido  hechos 
por  los  Generales  con  la  cláusula  de  que  deberán  ser  observadas, 
como  si  hubieran  emanado  del  mismo  Papa  de  mota  proprio,  certa 
scientia  et  plenitudine  potestatis,  aunque  esos  decretos  se  hayan 
hecho  en  virtud  de  bula  apostólica. 

»Que  sea  libre  a  los  Padres  el  recurrir  a  la  Sede  Apostólica,  y 
quien  procurase  directa  o  indiiíectamente  impedirlo  de  cualquiera 
manera,  no  sólo  incurra  ipso  fado  en  excomunión  latae  sententiae, 
sino  además  quede  privado  ip)so  fado  del  cargo  que  ejercite  y  decla- 
rado inhábil  perpetuamente  para  ejercitar  otro  alguno. 

»Declarar  que  ninguno  de  la  Compañía,  ex  vi  regulae  o  con  cual- 
quier otro  título,  sea  obligado  a  referir  a  sus  Superiores  alguna  de 
las  cosas  que  haya  tratado  u  oído  de  cualquiera  persona  de  cualquier 
grado,  estado  o  condición,  mientras  no  se  trate  entre  los  Padres  de 
la  Compañía,  y  que  mucho  menos  sean  obligados  a  semejante  reve- 
lación aquellos  que  por  la  Santa  Sede  han  sido  elevados  a  alguna 
dignidad  y  no  viven  de  ordinario  en  alguna  casa  o  colegio  de  la 
Compañía. 

»Que  los  Padres  puedan  libremente  pedir  las  misiones  a  la  Sa- 


CAP.   XII. — CONGREGACIONES  GENERALES   VIII  Y  IS  2(ií) 

grada  Congregación  De  Propaganda  Fide,  y  tanto  estos  Padres 
como  todos  los  demás  que  sean  mandados  por  los  Superiores  de  la 
Compañía,  estén  obligados  a  seguir  las  órdenes  y  facultades  estable- 
cidas por  la  misma  Congregación  De  Propaganda  Fide. 

»Que  ningún  Padre,  en  el  colegio  o  casa  donde  haya  ejercitado  el 
oficio  de  confesor,  pueda  ser  declarado  Superior,  sino  en  caso  que 
hubiera  pasado  mucho  tiempo  intermedio. 

=>Que  si  algún  Padre  de  la  Congregación  tuviere  algún  punto  que 
proponer,  concerniente  a  las  materias  sobredichas,  lo  pueda  hacer  y 
se  deba  considerar,  antes  que  se  venga  a  la  elección  del  General. 

»Finalmente,  antes  de  dicha  elección,  considérese  quid  detri- 
nienti  passa  sit  Societas,  en  general  o  en  particular  en  cada  una  de 
las  provincias,  como  mejor  pareciere  a  la  misma  Congregación  ge- 
neral» (1). 

4.  Leída  esta  carta  en  presencia  de  los  Padres  congregados,  pa- 
rece que  se  cerró  luego  la  sesión,  retirándose  todos  para  pensar  des- 
pacio lo  que  debía  hacerse  en  vista  de  una  dificultad  tan  extraordina- 
ria. Pteunidos  los  Padres  al  día  siguiente,  24  de  Noviembre,  propuso 
el  P.  Vicario  si  convendría  suplicar  al  Papa  que  nos  permitiese  pro- 
ceder a  la  elección  de  General,  como  siempre  se  había  hecho,  e  hizo 
leer  un  proyecto  de  memorial,  que  podría  presentarse  a  Inocen- 
cio X.  Hubo  larga  disputa  entre  los  Padres.  Algunos  opinaban  que 
debía  suplicarse  a  Su  Santidad,  pero  sólo  de  palabra,  sin  presentarle 
ningún  escrito.  Otros  observaron,  que  en  el  proyectado  memorial 
había  dos  razones  que  podrían  disgustar  a  Inocencio  X.  Otros  eran 
de  parecer  que  se  prescindiese  de  memoriales  y  de  suplicaciones,  y 
se  obedeciese  sencillamente  a  lo  mandado  por  el  Sumo  Pontífice. 
Algunos,  en  fin,  opinaron  que  debería  empezarse  a  discutir  sobre 
los  puntos  indicados  en  la  carta  pontificia;  pero  al  llegar  a  lo  que 
fuera  contrario  a  nuestro  Instituto,  debía  presentarse  una  suplica- 
ción. Por  fin,  con  pocos  votos  de  mayoría,  prevaleció  el  dictamen 
de  que  no  convenía  suplicar.  Ya  sabían  muchos  Padres  que  desde  un 
año  antes  proyectaba  el  Sumo  Pontífice  imponer  a  la  próxima  Con- 
gregación la  deliberación  de  los  puntos  indicados.  Con  esto  se  cerró 
la  sesión  el  día  24  de  Noviembre. 

Juntos  los  Padres  el  día  siguiente,  intercedió  enérgicamente 
el  P.  Francisco  Aguado  contra  el  dictamen  de  la  sesión  anterior,  y 


(l)    Acta  Cong.  gen.  VIII.  Véase  también,  en  Arch.  di  Stato,  Informationum,  119, 
desde  el  folio  477  en  adelante. 


•270  LIB.    I. — LAS    CUATliO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1652 

en  presencia  de  todos  leyó  las  razones  que  llevaba  escritas  para  su- 
plicar al  Papa.  «Pareceremos,  decía,  perros  mudos,  si  no  hacemos 
nada  en  un  peligro  tan  grave  de  nuestro  Instituto.  En  todas  las  Con- 
gregaciones precedentes,  cuando  de  parte  del  Papa  o  de  algún  otro 
modo  indirecto  se  ha  propuesto  alguna  cosa  contra  lo  instituido  por 
San  Ignacio,  siempre  se  ha  suplicado,  y  antes  de  pasar  adelante,  se 
han  representado  las  razones  que  tiene  la  Compañía  para  conservar 
intacto  su  Instituto.  Es  vano  el  temor  que  algunos  muestran  de  que 
el  Sumo  Pontífice  nos  tenga  por  desobedientes.  No  hay  desobedien- 
cia en  exponer  llanamente  las  dificultades  que  se  presentan  en  cual- 
quier precepto  del  Superior.  Eso  sí,  deben  representarse  con  la 
debida  sumisión  e  indiferencia,  como  manda  nuestro  Padre  San 
Ignacio;  pero  no  conviene  abstenerse  de  representarlas.  Es  costum- 
bre en  casi  todas  las  religiones  empezar  sus  Capítulos  por  la  elec- 
ción de  los  Superiores.  En  la  Compañía  es  esto  tan  conocido,  que 
hasta  los  seglares  saben  perfectamente  que  siempre  se  empieza  la 
Congregación  por  elegir  Prepósito  general.  Si  ahora  nos  ven  dilatar 
este  acto,  concebirán  fácilmente  alguna  mala  sospecha.  La  principal 
razón  para  tratar  de  esos  puntos  parece  haber  sido  el  deseo  de  que 
los  Padres  congregados  digan  libremente  su  parecer.  Ahora  bien; 
esta  libertad  ya  la  tienen  los  vocales  en  todas  las  Congregaciones,  y 
si  se  establece  la  Congregación  novena]  que  apunto  el  Papa,  enton- 
ces desde  el  principio  será  presidida  por  el  P.  General,  y  claro  está 
que  en  estas  Congregaciones  no  estarán  privados  de  libertad  los 
Padres  que  se  reúnan»  (1).  Oídas  las  razones  del  P.  Aguado,  y  ha- 
biéndolas discutido  maduramente,  resolvió  la  Congregación  que 
debía  derogarse  el  dictamen  del  día  anterior,  y  que  el  P.  Vicario, 
acompañado  de  algunos  otros  elegidos  por  él,  se  presentase  al  Sumo 
Pontífice,  y  de  palabra  le  rogase  que  nos  permitiese  proceder  a  la 
elección  de  General. 

Hizo  el  P.  Vicario  aquel  mismo  día  lo  que  había  mandado  la  Con- 
gregación. Presentóse  a  Inocencio  X,  y  le  expuso  de  palabra  las  ra- 
zones que  había  para  que  se  eligiese  primero  General  y  se  proce- 
diese en  la  Congregación  por  la  vía  ordinaria.  El  Papa,  habiéndolas 


(1)  Esta  intercesión  del  P.  Aguado,  y  las  razones  con  que  1-a  apoyó,  no  son  mencio- 
nadas en  el  tomo  Acta  Congregationmn  gencralitint,  porque,  como  ya  hemos  notado  otras 
veces,  las  actas  de  las  primeras  nueve  Congregaciones  son  brevísimas.  En  el  caso  pre- 
sente, couténtanse  estas  actas  con  reproducir  la  carta  del  Papa  y  la  respuesta  de  la 
Congregación.  Lo  que  hemos  dicho  del  P.  Aguado,  debe  buscarse  en  el  fragmento 
precioso  de  las  actas  í«  exícwso,  que  se  hallan  en  Arch.  di  Stato,  hifoi-matioiinm,  110, 
folio  479  vto. 


CAP.   XII. — CONGREGACIONES   GENERALES   VIII   Y  IX  271 

oído,  perseveró  en  su  deseo  de  que  ante  todo  se  discutiesen  los 
puntos  que  él  había  señalado.  Fué,  pues,  necesario  entrar  en  esta 
discusión,  que  duró  un  mes  largo.  No  se  conservan  las  actas  de 
todas  las  sesiones  que  hubo,  y  mucho  menos  de  las  comisiones  que 
se  nombraron.  Sólo  sabemos  que  la  Congregación,  como  es  costum- 
bre en  negocios  difíciles,  designó  siete  comisiones,  repartiendo 
entre  ellas  los  puntos  indicados  por  Su  Santidad.  Cada  una  de  estas 
comisiones,  habiendo  discutido  la  materia  que  le  tocaba,  presentó 
su  resolución  a  la  Congregación  general,  y  ésta  la  adoptó  casi 
siempre.  Hubo  un  punto  en  que  realmente  se  discutió  de  veras  en 
plena  Congregación,  desde  el  13  hasta  el  19  de  Diciembre,  y  fué  la 
cuestión  de  la  Congregación  general  (1).  Los  Padres  comisionados 
opinaron  que  debía  reunirse  esta  Congregación  cada  nueve  años. 
Hubo  oposiciones,  hubo  intercesiones,  y  después  de  largo  debate, 
por  fin,  el  día  19,  la  mayor  parte  de  los  Padres  determinó  que  debía 
admitirse  el  juicio  de  la  Comisión,  y  que  las  Congregaciones  gene- 
rales debían  juntarse  cada  nueve  años,  de  tal  modo,  que  nunca  se 
permitiese  pasar  del  año  décimo  sin  Congregación. 

Cuando  ya  estaba  casi  terminada  la  discusión  de  los  puntos  pro- 
puestos por  el  Papa,  se  nombró  una  Comisión  de  cinco  Padres  para 
redactar  la  respuesta.  Eran  éstos:  el  P.  Francisco  Piccolomini  (el  fu- 
turo General),  P.  Juan  Milleus,  Odoardo  Knotto,  Martín  Pérez  y  Je- 
rónimo de  Yogado.  Consérvase  esta  respuesta  entre  las  actas  de 
la  Vin  Congregación,  y  llena  20  páginas  en  folio.  Va  respondiendo 
punto  por  punto  a  todo  lo  que  preguntaba  Su  Santidad,  y  resumire- 
mos brevemente  las  respuestas  presentadas  por  la  Congregación  (2). 
1.  Perpetuidad  del  General. — Juzga  la  Congregación  que  el  Gene- 
ral debe  ser  perpetuo.  Apunta  luego  las  razones  que  San  Ignacio  da 
en  las  Constituciones,  haciéndolas  propias  y  apoyándolas  algún 
tanto.  Se  ha  determinado  en  la  Congregación  que  cada  nueve  años 
haya  Congregación  general,  no  cada  ocho,  como  algunos  propusie- 
ron, para  que  se  ajuste  el  plazo  a  la  reunión  de  las  Congregaciones 
provinciales,  que  se  suelen  hacer  cada  tres  años. — Dar  razón  del  go- 
bierno generando  a  la  Congregación  general. — Estiman  los  Padres  que 
no  conviene  instituir  semejante  ley.  Esto  sería  enervar  la  autoridad 


(1)  Roma.  Ai'ch.  di  Stato,  Informutionum,  119,  Véase  eu  este  precioso  fra!>inento  lu 
Actio  XXIV  y  siguientes  hasta  la  XXIX.  Ahí  se  explican  los  debates  que  hubo. 

(2)  La  respuesta  de  la  Congregación  va  dividida  en  números  correspondientes  a 
los  de  la  carta  pontificia.  Al  principio  de  cada  número  reproducen  los  Padres  en  bre- 
vísimas palabras,  que  nosotros  subrayamos,  la  duda  propuesta  por  Su  Santidad. 


272  LIE.    I. — LAS    CUATRO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    lG15-lGü2 

del  P.  General,  sometiéndole  a  una  continua  dependencia,  que  le 
ataría  las  manos  en  su  gobierno.  A  ningún  Obispo  se  le  ha  impuesto 
jamás  la  obligación  de  dar  cuenta  continua  a  un  Concilio  ni  a  ningún 
tribunal  permanente.  Ya  tiene  el  P.  General  su  admonitor,  que  le 
advierte  de  las  faltas  ordinarias.  Si  ocurrieren  deslices  graves,  ya 
está  prevenido  en  las  Constituciones  que  debe  reunirse  Congrega- 
ción general,  y  que  ésta  debe  procesar  al  P.  General,  y  tiene  facul- 
tad para  deponerle  y  aun  para  expulsarle  de  la  Compañía.  No  pa- 
rece, pues,  necesario  añadir  nada  a  lo  ya  legislado. 

2.  No  meterse  en  negocios  seculares.— De  sobra  está  mandado  eso, 
observan  los  Padres  congregados.  No  falta  sino  ejecutar  las  pruden- 
tes reglas  promulgadas  ya  en  la  Compañía.  En  apoyo  de  este  dicta- 
men citan  los  Padres  varios  decretos  de  las  anteriores  Congrega- 
ciones. 

3.  Visitar  el  General  las  provincias. — No  conviene;  y  en  apoyo  de 
este  dictamen  recuerdan  los  Padres  aquella  expresión  de  San  Igna- 
cio, que  encarga  a  los  Generales  residir  en  Roma.  La  universalidad 
del  gobierno  y  la  unión  que  el  P.  General  debe  tener  con  el  Papa, 
exigen  que  no  se  aparte  mucho  de  su  lado  y  que  no  divague  por 
otras  regiones.  Basta  que  las  provincias  sean  visitadas  por  los  Pro- 
vinciales y  por  los  Visitadores,  que  en  tiempos  extraordinarios  sue- 
len ser  mandados  por  el  P.  General. 

4.  Si  los  maestros  de  filosofía  y  teología  serán  nombrados  por  las 
Congregaciones  provinciales.  —  De  ningún  modo  conviene  esto.  Es 
contra  la  sustancia  del  Instituto  y  contra  las  bulas  de  Paulo  III  y 
Julio  III.  Con  ese  procedimiento  se  introducirían  las  adulaciones, 
ambiciones,  intercesiones,  la  elección  de  los  ineptos  y  otros  muchos 
vicios  que  se  ha  deseado  evitar  con  el  régimen  usado  en  la  Compa- 
ñía. Además  sería  impracticable,  por  la  frecuencia  con  que  se  deben 
hacer  muchas  veces  estas  mudanzas. 

5.  Enviar  al  P.  General  los  libros  que  se  han  de  imprimir.—  No  pa- 
rece posible  ni  conviene.  Muchos  de  estos  libros  están  escritos  en 
lengua  vulgar  y  pueden  ser  juzgados  solamente  por  los  peritos  en 
esa  lengua.  A  veces  conviene  imprimir  pronto  para  responder  a  al- 
guna calumnia  de  los  herejes,  para  contrarrestar  el  efecto  de  algún 
escándalo  y  por  otras  causas  urgentes.  No  bastarían  en  Roma  los  re- 
visores ordinarios,  si  hubieran  de  examinar  todos  los  libros  que  se 
imprimen  en  la  Compañía.  Cuando  alguno  trata  de  materias  delica- 
das, como  Be  Ecclesiastica  Jtirisdictione  aut  Immunitate,  ya  está  man- 
dado que  le  envíen  a  Roma. 


CAP.   XII. — COXGREGAGIOXIiS  GIíM:X:ALES    VIH   Y  IX  273 

6.  S¿  convendrá  declarar  las  dudas  que  hay  en  las  reglas  y  Consti- 
tuciones.—Ya  están  declaradas,  y  no  ocurre  ningún  pasaje  dudoso,  de 
donde  se  hayan  tomado  los  Padres  Generales  el  excesivo  poder  que 
algunos  injustamente  les  atribuyen. 

7.  Que  los  Generales  no  puedan  pedir  bulas  pontificias.— '^o  pa- 
rece oportuno  prohibirles  esto,  pues  pueden  ocurrir  casos  en  que 
una  bula  sea  necesaria  o,  a  lo  menos,  muy  conveniente.  Bastará  man- 
dar que  lio  puedan  pedir  bulas  contra  los  puntos  sustanciales  de 
nuestro  Instituto,  o  contra  los  decretos  que  las  Congregaciones  han 
juzgado  que  sean  indispensables, 

8.  Si  los  Provinciales  serán  elegidos  por  las  Congregaciones  y  no 
despotice  por  el  P.  General.— De  ningún  modo  conviene  introducir 
tal  sistema  de  gobierno.  Las  Constituciones  de  la  Compañía  y  las  bu- 
las pontificias  han  establecido  el  modo  de  elegir  Superiores  que  se 
usa,  y  no  hay  razón  alguna  para  mudarlo.  Apoyan  enérgicamente 
esta  idea  y  citan  al  fin  estas  memorables  palabras  del  P.  Francisco 
Suárez:  «Creo  yo  que  no  sin  peculiar  providencia  de  Dios  y  sin  asis- 
tencia del  Espíritu  Santo  nuestro  fundador  Ignacio  dejó  a  la  Com- 
pañía este  modo  de  gobierno,  y  estimo  que  es  una  de  las  cosas  más 
necesarias  para  la  conservación  de  la  Compañía,  para  su  aprovecha- 
miento, tranquilidad  y  paz»  (1).  Si  los  Provinciales  y  otros  Superiores 
no  podrán  entrar  en  otro  gobierno  sino  después  de  haber  vivido  tres 
años  sin  gobernar. — Esto  parece  imposible  en  la,práctica,  y  esa  vaca- 
ción de  tres  años  será  difícil,  porque  escasean  siempre  los  hombres 
aptos  para  gobernar. —  Ya  que  la  Congregación  no  elija  los  superiores, 
si  convendrá  que  al  menos  ptroponga  al  P.  General  tres  o  cuatro  elegi- 
6¿es.— Tampoco  esto  aprueban  los  Padres,  porque  sería  atar  las  ma- 
nos al  General  obligándole  a  escoger  entre  los  propuestos,  y  se  ve- 
rían en  esta  proposición  los  inconvenientes  que  suele  haber  en  la 
elección  capitular.— 5^¿  los  Rectores  serán  elegidos  en  Congregación, 
como  los  Provinciales. — De  ninguna  manera,  y  por  las  mismas  ra- 
zones. 

9.  Si  los  Provinciales  y  Rectores  darán  rasón  de  su  gobierno  dcs- 
pués  del  trienio  a  tres  o  cuatro  Padres  elegidos  por  la  Congregación. 
De  ninguna  manera.  Ya  se  da  cuenta  al  P.  General,  y  éste,  por  medio 
de  algún  otro  Padre  y  por  sus  cartas,  les  advierte  de  los  defectos  que 


(1)  «Credo  non  sine  peculiari  Dei  providentia  ac  Spiritus  Sancti  operatione  f  un- 
datorem  Ignatium hunc modum  regiminis Societati  reliquisse,  eumque  censeoesse  ex 
rebus  in  primis  necessai'iis  ad  Societatis  conservationem,  profectum,  et  praesertim  ad 
ejus  tranquillitatem  et  pacein.»  De  religione  Societatis  Jan,  \.  X,  c.  3,  n.  5. 


271  LIB.   I. — LAS   CUATKO   PROVINCIAS   DE  ESPAÜA,   lG15-lGü2 

han  cometido  en  su  gobierno.  Ese  tribunal  de  los  censores  sería  ori- 
gen de  intrigas  y  enredos.  Además,  no  conviene  extender  demasiado 
los  poderes  de  las  Congregaciones  provinciales. 

10.  Si  el  Secretario  será  elegido,  como  los  Asistentes,  por  la  Congre- 
yación  general. — Opinan  los  Padres  que  la  elección  del  Secretario 
debe  quedar  al  arbitrio  del  mismo  P.  General.  Añaden  las  razones 
que  se  deducen  del  Instituto  mismo  de  la  Compañía. 

11.  Que  no  sea  lícito  defender  otra  doctrina  que  la  de  Santo  Tomás. 
Responden  los  Padres  que  ya  esto  está  mandado.  Sobre  este  punto 
debemos  advertir  a  nuestros  lectores  que  hubo  una  discusión  bas- 
tante fuerte.  En  tres  sesiones,  celebradas  en  los  días  5,  6  y  7  de  Di- 
ciembre (1),  manifestaron  los  Padres  que  de  ningún  modo  convenía 
dar  nuevo  decreto  sobre  el  seguir  a  Santo  Tomás:  primero,  porque 
es  absurdo  sujetarse  a  priori  2i  un  autor  en  todo  y  por  todo  y  creer 
que  San  Buenaventura,  Escoto  y  otros  católicos  han  errado,  cuando 
se  separan  de  Santo  Tomás.  Además,  dar  nuevo  decreto  sería  dar  ar- 
mas a  nuestros  contrarios  para  decir  que  somos  prevaricadores, 
como  lo  hizo  públicamente  un  dominico  en  Tolosa  de  Francia,  quien 
leyó  el  decreto  de  la  Congregación  V  y  nos  reprendió  de  no  obser- 
varlo; como  lo  ha  hecho  recientemente  un  carmelita  en  España,  que 
dice  en  cierta  Summa  Theologica  que  profesando  nosotros  seguir  a 
Santo  Tomás,  le  seguimos  menos  que  a  cualquier  otro  autor,  por  lo 
cual  los  dominicos  le  han  escrito  una  carta  gratulatoria.  Es  casi  cierto 
que  esta  idea  se  la  han  sugerido  al  Papa  los  dominicos.  Ya  conoce- 
mos sus  ardides.  Así  como  procuraron  el  juramento  de  Salamanca 
para  desacreditar  la  escuela  de  la  Compañía,  así  procuran  ahora  por 
medio  del  Papa  imponernos  nuevas  trabas  en  la  enseñanza  de  nues- 
tra doctrina.  Después  de  esta  discusión  sojuzgó  oportuno  responder 
al  Papa,  que  ya  estaba  mandado  seguir  a  Santo  Tomás;  pero  advir- 
tiendo, que  una  cosa  es  seguir  al  Angélico  Doctor,  y  otra  adoptar  to- 
das las  opiniones  de  los  tomistas.  La  Compañía  admite  lo  primero, 
pero  no  lo  segundo. 

12.  Si  se  abrogarán  aquellas  Constituciones,  reglas  y  decretos  que 
están  mandados  observar  con  la  cláusula,  ac  si  ab  ipso  Papa  emanas- 
sent  motil  proprio,  ex  certa  scientia  et  de  plenitudine  potestatis. — Res- 
ponden los  Padres  que  no  existe  en  la  Compañía  ninguna  Constitu- 
ción, regla,  ni  decreto  que  lleve  tan  extrañas  cláusulas. 


(1)    Roma.  Arch.  di  Stato,  Informationum,  119.  Véanse  en  el  fragmento  citado  otras 
vécés  las  actionss  XVI,  XVII  y  XVIII. 


CAr.  XII.— CO^'GREGACIOXES   GENERALES   VIII   Y  IX  275 

13.  Que  sea  Ubre  el  recurso  a  la  Sede  Apostólica. — Responden  que 
ya  está  libre  en  todos  los  casos  mandados  en  el  derecho. 

14.  Que  ninguno  de  la  Compañía,  por  vigor  de  alguna  regla,  esté 
obligado  a  referir  a  los  Superiores  lo  que  ha  tratado  u  oído  a  alguna 
persona,  y  mucho  menos  están  obligados  los  que  hayan  sido  elevados 
por  la  Sede  Apostólica  a  dignidad  eclesiástica. — Responden  los  Pa- 
dres que  no  existe  semejante  regla  en  la  Compañía.  La  regla  44  de 
las  Comunes  (1),  que  tal  vez  puede  dar  ocasión  a  semejante  pensa- 
miento, es  una  regla  de  precaución  moral,  muy  parecida  a  la  que 
tienen  varias  religiones. 

15.  Que  puedan  los  Padres  de  la  Compañía  pedir  misiones  a  la  Fro- 
pa^rawda.— Responden  los  Padres  que  esto  es  contra  la  fórmula  del 
Instituto,  contenida  en  las  bulas  de  Paulo  III  y  Julio  III.  Observan 
que  la  Propaganda  ganaría  muy  poco  con  esas  peticiones  de  los  je- 
suítas, pues  indudablemente  los  que  pidiesen  tales  misiones  lo  ha- 
rían por  el  tedio  de  la  disciplina  religiosa  y  por  librarse  de  la  obser- 
vancia de  nuestra  regla,  y  no  por  espíritu  apostólico.  De  tales  hom- 
bres ni  la  Propaganda  ni  nadie  puede  esperar  provecho  espiritual. 
Por  otra  parte,  si  esos  misioneros  deben  someterse  a  la  Propaganda 
y  ser  independientes  del  gobierno  de  la  Compañía,  esto  equivaldría 
a  romper  nuestra  religión,  separando  de  su  cuerpo  a  hombres  que 
le  pertenecen.  La  razón  natural  pide  que  todo  religioso  sea  gober- 
nado por  los  Superiores  de  su  religión. 

16.  Que  no  sea  Bector  en  una  casa  el  que  ha  sido  confesor.  — Hes- 
póndese  que  así  se  ha  hecho  generalmente;  pero  no  parece  conve- 
niente el  mandarlo  con  tanta  generalidad,  pues  puede  suceder  que 
convenga  nombrar  Superior  al  que  fué  algún  tiempo  antes  confesor, 
si  se  juzga  que  no  usará  en  su  gobierno  de  la  noticia  habida  en  con- 
fesión. 

17.  Si  se  le  ofrece  a  alguno  algo  que  proponer  sobre  estos  puntos, 
puédalo  hacer  antes  de  elegirse  el  General. — Responden  los  Padres  que 
así  se  ha  hecho,  y  rogados  todos  los  presentes  si  tenían  algo  que  pro- 
poner, han  respondido  al  ñn  que  nada  se  les  ofrece. 

18.  Que  antes  de  elegir  General  se  considere  quid  detrimenti  passa 
sit  -Socí'eías.— Respóndese  que  ya  se  ha  considerado  y  de  nuevo  se  con- 
siderará después  de  la  elección,  pues  éste  suele  ser  uno  de  los  puntos 


(1)  Esta  regla  dice  así:  «Cuando  alguno  pidiere  licencia  para  salir  fuerade  casa  al 
Superior,  le  dirá  también  dónde  y  a  qué  va,  especialmente  si  ha  de  visitar  prelados  u 
otras  personas  grandes;  y  el  mismo  día  le  dará  cuenta  de  lo  que  habrá  negociado,- 
como  entendiere  que  él  lo  quiere,  y  según  el  negocio  lo  demandare.» 


276  LIB.   I. — LAS   CÜATIIO   PROVINCIAS   DE  ESPAÑA,   1615-1652 

a  que  más  se  atiende  durante  el  curso  de  todas  las  Congregacio- 
nes (1). 

5.  Habiendo  recibido  el  Papa  la  respuesta  de  la  Congregación  a 
todos  los  puntos  indicados  por  él,  determinó  extender  inmediata- 
mente un  breve,  ordenando  que  se  celebrase  Congregación  general 
cada  nueve  años,  y  mandó  que  entretanto  no  procediesen  los  Padres 
a  la  elección  de  General  (2).  El  1.°  de  Enero  de  1646  firmó  el  breve 
Prospero  feliciqíie  sfatui,  en  el  cual  dispone  no  sólo  la  Congrega- 
ción novenal,  sino  también  que  sean  elegidos  en  ella  siempre  nuevos 
Asistentes,  aunque  algunos  de  los  que  existan  hayan  sido  elegidos 
poco  antes.  Ordena  además,  que  los  Superiores  de  la  Compañía,  ex- 
cepto los  Maestros  de  novicios,  duren  solamente  tres  años  en  sus  res- 
pectivos cargos,  y,  por  lo  menos  en  el  espacio  de  año  y  medio,  no 
sean  empleados  en  otros  cargos  de  gobierno.  Por  último  añade  las 
cláusulas  que  parecieron  necesarias  para  confirmar  estos  puntos  y 
derogar  todo  lo  que  estuviere  anteriormente  dispuesto  en  contra- 
rio (3). 

Despachado  este  breve,  y  recibido  por  la  Congregación  con  la 
obediencia  que  se  le  debía,  procedióse  a  la  elección  del  General,  y 
el  día  7  de  Enero  de  1646  fué  designado  el  P.  Vicente  Carafa.  Era 
natural  de  Andria,  en  el  reino  de  Ñapóles,  y  había  venido  al  mundo 
el  9  de  Mayo  de  1585  (4).  Sus  padres  eran  conocidos  por  su  nobleza, 
y  lo  que  es  más  de  estimar,  por  sus  virtudes  cristianas.  Fué  educado 
en  toda  piedad  por  su  santa  madre,  y  a  los  diez  y  nueve  años  entró 
en  la  Compañía,  en  el  noviciado  de  Ñapóles,  el  4  de  Octubre  de  1604. 
Terminados  los  estudios,  ejercitó  en  la  provincia  de  Ñapóles  varios 
cargos  importantes.  Fué  Maestro  de  Novicios  y  Rector  del  Colegio 
Napolitano,  tres  veces  Prepósito  de  la  casa  profesa,  y,  por  último. 
Provincial.  Era  no  sólo  reconocido  por  virtuoso,  sino  venerado 
como  santo. 


(1)  Acta  Cong.  gen.  VIII. 

(2)  El  P.  Armen ta,  en  la  carta  citada  más  arriba,  dice:  «Ajustóse  la  respuesta  ad 
plura  suffragia,  y  entregada  a  cinco  diputados,  se  formó  en  seis  pliegos  de  papel,  defen- 
dido todo  lo  tocante  a  lo  sustancial  del  Instituto  con  gravísima  ponderación,  admitido 
lo  que  pareció  justo  y  refutado  lo  no  tal.  Llevóse  al  Papa;  satisfízose,  pero  no  quiso  se 
pasase  a  la  elección,  sin  que  primero  lo  que  se  le  concedía  de  alguna  importancia  lo 
confirmase  con  breve,  y  así  hubo  de  hacerse,  sin  poderlo  estorbar,  y  este  martes  en- 
tregó el  dicho  breve  en  forma  de  perpetua  constitución,  y  dio  su  bendición  para  que 
se  procediese  a  la  elección.»  Memo7-ial  histórico  español,  t.  XVIII,  pág.  219. 

(3)  iHstitutitm  S.  J, 

(4)  La  Vida  del  P.  Vicente  Carafa  fué  escrita  y  publicada  en  1652  por  el  P.  Daniel 
Bártoli,  su  contemporáneo  y  conocido.  No  es  completa,  ni  mucho  menos,  esta  biogra- 
fía; pero  los  datos  que  ofrece  son  seguros. 


CAP.    XIT. — COXGRKGACIONKS   GENERALES    VIII    Y   IX  277 

Fueron  después  elegidos  Asistentes,  siguiendo  las  leyes  de  la  fór- 
mula, los  PP.  Pedro  Tomás  Reina,  para  Italia;  Florencio  de  Mont- 
morency,  para  Alemania;  Bartolomé  Jaquinot,  para  Francia;  Pedro 
de  Mendoza,  Provincial  de  Castilla,  para  España;  Ñuño  de  Acuña, 
para  Portugal. 

6.  Terminado  el  trabajo  de  las  elecciones,  procedióse,  como  es 
costumbre,  a  la  deliberación  sobre  otros  negocios,  y  se  nombraron 
algunas  comisiones  que  estudiaran  determinados  puntos  de  nuestro 
Instituto,  sobre  los  cuales,  o  se  habían  suscitado  dudas  o  se  presenta- 
ban postulados  de  diferentes  provincias.  No  es  necesario  que  nos 
detengamos  a  explicarlos  largamente;  nos  bastará  mencionar  algu- 
nos que  tienen  cierto  interés  para  la  Asistencia  de  España. 

La  provincia  de  Toledo  había  pedido  con  bastante  instancia,  que 
se  abrogase  la  costumbre  observada  por  los  PP.  Aquaviva  y  Vitelles- 
chi  de  no  conceder  la  profesión  hasta  que  se  hubieran  cumplido  los 
treinta  y  tres  años  de  edad;  en  cambio,  otra  provincia  pedía  que  se 
formase  ley  de  esta  costumbre.  Habiéndose  discutido  detenidamente 
la  cuestión,  juzgaron  los  Padres  congregados,  que  debía  observarse 
en  adelante  la  costumbre  de  no  hacer  profesos  a  los  que  no  tuvieran 
treinta  y  tres  años  (1).  Ya  mencionamos  más  arriba  el  decreto  im- 
portante que  se  dio  en  esta  Congregación  sobre  la  renovación  de  los 
votos  (2). 

Dio  bastante  que  pensar  a  los  Padres  congregados  la  multitud  de 
colegios  que  padecían  grave  necesidad  por  falta  de  rentas  o  por 
habérseles  suspendido  ciertas  limosnas  habituales  que  solían  recibir 
de  los  fieles.  Varias  provincias  propusieron  cerrar  algunos  peque- 
ños colegios,  y,  en  efecto,  la  Congregación  permitió  suprimir  algu- 
nos, aunque  no  consintió  levantar  todos  los  propuestos  (3).  Con  todo 
eso,  añadió  ciertas  declaraciones,  para  que  se  entendiese  la  cantidad 
de  renta  que  necesitaban  nuestros  colegios,  y  de  paso  observamosque 
ya  se  iba  estableciendo  en  la  Compañía  lo  que  vemos  ahora  tan  usado 
en  todas  las  provincias,  el  tener  seminarios  de  los  Nuestros,  esto  es, 
colegios  aparte  donde  nuestros  religiosos,  separados  enteramente  de 
los  estudiantes  de  fuera,  se  puedan  formar  en  las  letras  y  en  el  espíritu 
con  toda  la  diligencia  y  esmero  que  pide  la  perfección  religiosa  (4). 


(1)  Instüntum  S.  J.  Gong.  VIII,  dec.  17. 

(2)  Dec.  22. 

(3)  Dec.  4  y  5.  La  provincia  romana  proponía  levantar  cuatro  de  sus  colegios;  la  de 
Ñapóles  quería  cerrar  seis  de  los  suyos. 

(4)  Dec.  27. 


278  I-IB.    1. — LAS   CUATRO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,   1G15-1G52 

Mucho  deseo  mostraron  los  Padres  de  esta  Congregación  de  alen- 
tar el  estudio  del  griego,  y  por  las  expresiones  que  leemos  en  el  de- 
creto XVI  échase  de  ver  que  había  decaído  indudablemente  la  afi- 
ción a  la  lengua  de  Homero,  y  que  era  necesario  infundir  nuevos 
alientos  para  este  estudio.  Sin  embargo,  no  se  tomó  ninguna  resolu- 
ción particular,  y  contentáronse  los  Padres  con  recomendar  encare- 
cidamente a  los  Superiores,  qiie  promoviesen  todo  lo  posible  el  estu- 
dio de  la  lengua  griega. 

No  debe  omitirse  en  una  historia  de  nuestra  Asistencia  el  de- 
creto XXXVI,  que  dieron  los  Padres  en  esta  Congregación.  Habién- 
dose propuesto,  si  se  deberían  mandar  algunas  oraciones  y  sufragios 
por  el  Rey  Católico  y  darle  las  gracias  en  nombre  de  la  Congrega- 
ción,por  los  grandes  gastos  que  ha  hecho  y  hace  todos  los  días  en 
pro  de  nuestras  misiones  de  Indias,  juzgó  la  Congregación  que  se 
hiciesen  ambas  cosas  cumplidamente.  Correspondiendo  a  los  deseos 
de  los  Padres  congregados,  mandó  el  P.  Carafa  decir  cien  mil  misas 
por  el  Rey  Católico  (1). 

Por  último,  apuntaremos  los  medios  que  se  tomaron  para  aliviar 
de  algún  modo  la  penuria  que  padecían  muchos  colegios.  Juzgó  la 
Congregación  que  debía  determinar  nuestro  P.  General  el  número 
de  los  novicios  que  cada  provincia  podría  admitir  al  año,  según  los 
subsidios  que  tuviera  para  vivir,  y  si  juzgaba  Su  Paternidad  que  du- 
rante algún  tiempo  debían  las  provincias  abstenerse  de  admitir  a 
ninguno,  se  le  daba  facultad  para  hacerlo  (2).  Este  dato  muestra  más 
que  todos  los  argumentos  que  pueden  imaginarse,  la  gran  pobreza  que 
padecía  entonces  la  Compañía  de  Jesús.  Cuando  se  llegaba  al  extremo 
de  no  admitir  más  religiosos,  porque  no  había  medios  para  susten- 
tarlos, debe  uno  convencerse  de  que  el  estado  económico  de  la  Com- 
pañía era  verdaderamente  deplorable.  Añadió  también  que  el  nú- 
mero de  los  Hermanos  coadjutores  no  excediese  de  la  cuarta  parto 
en  los  colegios  y  de  la  tercera  en  las  casas  profesas. 

Finalmente,  en  esta  Congregación  se  dio  el  decreto  final  en  la 
cuestión,  de  que  luego  hablaremos,  sobre  el  bonete  de  los  Hermanos 
coadjutores.  Cerróse  la  Congregación  el  14  de  Abril  de  1646. 

7.  Poco  duró  el  generalato  del  P.  Vicente  Carafa,  pues  sólo  se  pro- 
longó por  tres  años  y  algunos  meses.  En  este  tiempo  ningún  suceso 


(1)  Hispnnia.  Epist.  comm.  ad  Prov.,  1G02-1G80.  Carafa  a  los  Provinciales,  30  Abril 
1646. 

(2)  Véase  el  decreto  GO,  que  es  el  último  de  esta  Congregación. 


CAr.  Xir. — CONGREGACIONES  GENERALES  VIII  Y  IX  279 

importante  ocurrió  en  las  provincias  españolas  de  la  Metrópoli.  En 
cambio,  el  P.  Carafa  hubo  de  presenciar  en  nuestras  provincias  ul- 
tramarinas algunos  sucesos  de  excepcional  gravedad,  que  a  su  tiempo 
referiremos  circunstanciadamente.  En  España  siguieron  las  cosas  su 
curso  natural,  en  paz  las  tres  provincias  de  Castilla,  Toledo  y  Anda- 
lucía, y  en  graves  tribulaciones  la  de  Aragón,  que  se  hallaba  enton- 
ces como  dividida  en  dos  partes  por  la  guerra  de  Cataluña. 

El  P.  Carafa  manifestó  en  todos  sus  actos  aquella  profunda  pie- 
dad que  le  había  distinguido  siempre,  aquel  fervor  religioso  que 
nunca  se  desmentía,  y  un  celo  muy  activo  en  promover  la  observan- 
cia regular.  Expiró  santamente  el  8  de  Junio  de  1649,  a  los  sesenta  y 
cuatro  años  de  su  edad.  Dejó  nómbralo  Vicario  al  P.  Florencio  de 
Montmorency,  Asistente  de  Alemania. 

Fué  convocada  la  IX  Congregación  para  el  día  8  de  Diciembre  de 
aquel  mismo  año;  pero  al  llegar  el  plazo  prefijado  se  observó,  que 
faltaban  los  Padres  de  las  provincias  de  Toledo,  Castilla  y  Portugal 
y  algunos  otros.  Juzgóse  oportuno  esperar  pocos  días,  y,  en  efecto, 
habiendo  llegado  casi  todos,  se  abrió  la  Congregación  el  13  de  Di- 
ciembre de  1649  (1).  Ejecutadas  todas  las  acciones  preliminares  según 


(1)  Vocales  cíe  la  IX  Congregación. 

Floront.  de  Montmorency Vicarius. 

Ad  de.vtram. 

Fabi-it.  Banfus Prov.  Mediol. 

Francisc.  Piccolominaeus —  Venetae. 

Gavinus  Pizqueda —  Sardin. 

Franciscus  do  Aguilar —  Castellao. 

Gilbertus  Roussellus —  Aqiiitan. 

Petrus  de  Mendoza Assist.  Hispan. 

Antonius  Savignacus Prov.  Tolosan. 

Franciscus  Annatus Assist.  Galliae. 

Aegidíus  de  Namur Prov.  Gallobelg. 

Joannes  Gaye  tus —  Lugdun. 

Francisc.  Mascambruuus —  Neapol. 

Blasius  Slaminus Vic.  Prov.  Bohem. 

Petrus  Cazrasus Prov.  Campan. 

Bornardus  de  Oeaña Vic.  Prov.  Baeticao. 

Claudius  do  Lingendes ,  Prov.  Franciae. 

Franciscus  de  Tavora Vic.  Prov.  Lusitau. 

Franciscus  Francus Prov.  Toletan. 

Nithardus  Biberus —  Rhen.  Sup. 

Franciscus  de  Montemayor —  Aragón. 

Stanislaus  Sczytuski —  Polon. 

Nunius  a  Cunlia Assist.  Lusit. 

Andreas  Klinger Prov.  Lithuan. 

Valentinus  Aegidius —  Román. 


280  I-in.    I. — LAS    CUATRO   TROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1G15-1G52 

la  fórmula  corriente,  fué  elegido  General  el  21  de  Diciembre  el 
P.  Francisco  Piccolomini,  hombre  muy  acreditado  en  el  gobierno 
de  la  Compañía,  pues  había  sido  Provincial  de  tres  provincias  y  go- 
bernaba actualmente  la  de  Venecia.  Sólo  tenía  el  defecto  de  ser  algo 
anciano,  pues  ya  había  cumplido  los  sesenta  y  cinco  años  y  se  hallaba 
gastado  por  las  fatigas  de  tantos  gobiernos. 

Dos  meses  duró  esta  Congregación,  que  no  legisló  tanto  como  la 
precedente,  pero  dio  algunos  decretos  que  nos  parecen  dignos  de 
memoria.  Ante  todo,  a  propuesta  de  siete  provincias,  determinaron 
los  Padres  suplicar  a  Su  Santidad,  que  les  dispensase  de  una  cláusula 
penosísima  del  breve  de  Inocencio  X.  Había  mandado  este  Papa  que, 
después  de  ser  uno  Superior,  no  pudiese  entrar  en  otro  cargo  de  go- 
bierno hasta  haber  pasado  vacante  año  y  medio.  Esto  dificultaba  so- 
bremanera el   nombramiento,  sobre   todo   de   Provinciales,  pues 


Joan.  Bapt.  Engelgrave Prov.  Fland.  Belg. 

Joannes  Bucelleui —  Austriae. 

Franciscus  Foíterus V.  Prov.  Angliae. 

Godefridus  Octerstet Prov.  Rhen.  Infer. 

Ludovicus  Bomplanus —  Siciliae. 

Laureutius  Kepple —  Germaniae. 

Ad  siiiistrain. 

Carolus  Sangrius Neapol. 

Terentiiis  Alciatus Román. 

Ignatius  Malescotus Aquitan. 

Philippus  Plumerattus Campan. 

Joseph.  Castelnovus Siculae. 

Paulus  de  Rojas Aragón. 

Petras  Pyrardus Aquitan. 

F.  Antonias  Velázquez Castell. 

Petras  Gonz.  de  Mendoza  Toletan. 

Jacobus  Pinetus Franciae. 

Ciaadius  Boniellus Lugdan. 

Michael  Alfordus Angliae. 

Ludovicus  Brandanus Lusitan. 

Emmanael  Pardo Toletan. 

Melchior  Belli Siculae. 

Ignatius  Gargauus Neapol. 

Petras  Pcnnequiu Gallo-Belg. 

Nicolaus  Zuckius Román. 

Antonias  López Sardiniae. 

Fcrdinandus  Cortés Castellanae. 

Joannes  Bessonus Tolosanae. 

Bernardas  Danglés Campaniae. 

Jacobus  Dulin Gallo-Belg. 

Dominicas  Langa Aragoniae. 

Andreas  Brunner Germán.  Sup. 

Gullielmus  Baro Tolosanae. 


CAP.  Xir.— CONGREGACIONES  GENERALES  VIH  Y  IX  281 

siendo  tan  pocos  los  hombres  idóneos  para  cargo  tan  elevado,  era  y 
es  lo  ordinario  escoger  Provinciales  entre  alguno  de  los  Rectores  o 
Prepósitos  existentes.  Muy  duro,  pues,  se  les  hacía  haber  de  esperar 
a  que  el  sujeto  elegido  estuviera  año  y  medio  sin  cargo  de  Supe- 
rior. Mandó,  pues,  la  Congregación  al  P.  Piccolomini  que,  en  nombre 
de  toda  ella,  pidiese  a  Su  Santidad  dispensa  de  esta  cláusula. 

Repitióse  en  esta  Congregación  el  esfuerzo  enérgico  que  en  otras 
se  había  puesto,  para  reprimir  a  los  perturbadores  de  la  Compañía, 
y,  sobre  todo,  se  habían  sentido  en  estos  años  algunos  que  molestaron 
no  poco  a  la  Orden  con  la  manía  de  dividir  las  provincias  existentes, 
sembrando,  tal  vez,  cizaña  entre  los  Padres  de  una  misma  nación, 
pero  de  regiones  distintas.  Manda,  pues,  la  Congregación,  que  estén 
sujetos  a  las  graves  penas  impuestas  a  los  perturbadores,  los  que  por 
sí,  y  más  aún  por  intercesión  de  los  seglares,  intentan  introducir 


Goswinus  Nickel Rhen.  Infer. 

Julius  Toppa Mediolaii. 

Fi-anciscus  ab  Hees Flandr-Belg. 

Joannes  Dekazat Bohemiae. 

Joachimus  Hamman Rheni-Super. 

Matthias  Bastianschich Austriae. 

Joannes  Nerovius Bohemiae. 

Christophorus  Blanchette Lugdun. 

Georgius  de  la  Haye Franciae. 

Nicasius  Widinan Germ.  Sup. 

Ferdinandus  del  Plano FJandro-Belg. 

Martinus  Hincza Polonlae. 

Miehael  Solana Philippinar. 

Gregorius  Schonhoff Llthuaniae. 

Alexander  Bosellus Venetae. 

Martinus  de  Escalante Baeticae. 

Bernardinus  de  Sampayo Lusitan. 

Jo.  Bapt.  Guadanius Venetae. 

Andreas  Sanna Sardiniae. 

Alexander  Fliscus Mediolan. 

Franciscus  Barretas. Pi-oc.  Malabar. 

Thomas  Bapthorpus Angliae. 

Zacharias  Trinckelbus Austriae. 

Franciscas  Goncjalves Brasilien. 

Joan.  Marradas Procur.  Goanae. 

Ricquinus  Poltgens Rhen.  Super. 

Petrus  Paczanowski Polonlae. 

Stanislaus  Tomislawski Llthuaniae. 

Bernardus  Habbel Rheni -Infer. 

Post  eloctionem  aecessore. 

Alexander  de  Rhodes Proc.  Japoniae.. 

Nathanael  Sotwellus Seeret.  gener. 

Pyrrus  Gherardus Procur.  general. 


282  LIB.    I. — LAS    CUATRO   TROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1652 

nuevas  divisiones  de  provincias.  En  esta  Congregación  se  precisan 
con  más  claridad  que  nunca  las  condiciones  de  virtud  que  deben 
tener  los  religiosos  de  la  Compañía  para  llegar  al  grado  de  profesos. 
Estaba  mandado  que  sólo  fuesen  admitidos  a  la  profesión  los  hom- 
bres que  poseyesen  más  que  mediana  virtud.  ¿Y  en  qué  consiste  este 
caudal  de  virtud?  Consiste,  responden  los  Padres,  en  que  proceda  el 
hombre  ordinariamente  según  las  reglas  de  la  virtud,  y  se  juzga  que 
procederá  del  mismo  modo  en  los  trances  más  difíciles  de  la  vida 
que  se  le  puedan  ofrecer.  El  hombre  que  evita  los  menores  defectos, 
y,  si  algunas  veces  incurre  en  faltas,  recibe  de  buen  grado  la  peni- 
tencia que  se  le  impone  y  procura  seriamente  la  enmienda;  el  que 
procede,  en  fin,  de  tal  manera,  que  así  los  propios  como  los  extraños 
estén  satisfechos  de  su  modo  regular  y  religioso  de  obrar. 

Habíase  sentido  ahora,  como  en  otras  ocasiones,  un  defecto  que 
daba  algo  que  pensar,  y  era  la  poca  eficacia  en  ejecutar  los  buenos 
decretos  y  leyes  que  se  promulgaban.  ¿De  qué  sirve,  decían,  tantas 
ordenaciones,  constituciones  y  reglas,  si  llegando  a  la  práctica  no  se 
ejecutan  nada  o  muy  poco?  Discutióse,  pues,  en  la  Congregación,  si 
convendría  emplear  algún  medio  que  sirviese  para  urgir  la  ejecu- 
ción; pero  después  de  largas  deliberaciones,  juzgaron  los  Padres  que 
no  eran  necesarias  nuevas  ordenaciones,  sino  solamente  que  el  P.  Ge- 
neral escogiese  para  Superiores  hombres  eficaces  en  el  obrar,  y  que 
él  y  los  Provinciales  pusiesen  toda  la  atención  en  que  de  hecho  se 
llevasen  a  la  práctica  las  buenas  determinaciones,  que  así  en  las  con- 
sultas como  en  las  congregaciones  se  hubieran  adoptado. 

Otros  puntos  se  discutieron  tocantes  a  nuestro  Instituto,  y  tam- 
bién se  cuidó  de  explicar  algunos  pasajes  de  San  Ignacio,  que  podían 
dar  ocasión  a  varias  dudas.  No  nos  detendremos  en  explicarlo,  remi- 
tiendo a  nuestros  lectores  a  los  decretos  impresos  en  el  Instituto. 

8.  Si  fué  breve  el  generalato  del  P.  Carafa,  todavía  lo  fué  más  el 
del  P.  Francisco  Piccolomini,  pues  sólo  duró  desde  el  21  de  Diciem- 
bre de  1649  hasta  el  17  de  Junio  de  1651.  En  este  año  y  medio  nin- 
gún hecho  importante  debemos  notar  en  nuestra  historia,  y  sólo  nos 
toca  referir  brevemente  la  celebrada  ordenación  Pro  studiis  supe- 
riorihus,  que  publicó  el  P.  Piccolomini  por  indicación  de  la  Congre- 
gación general. 

Empieza  Su  Paternidad  recordando  las  quejas  que  de  diversas 
provincias  han  llegado  sobre  los  desaciertos  que  se  cometen  en  la 
enseñanza.  Muchos  maestros  parecen  sujetarse  poco  a  las  reglas  y 
orden  que  se  les  prescribe  en  el  Rafio  shidiormn;  se  toman  libertad 


CAr.  XII. — CONGREGACIONES  GENERALES  VIII  Y  IX  283 

de  defender  opiniones  nuevas  y  aventuradas;  trasladan  de  un  tra- 
tado a  otro  los  capítulos  de  la  doctrina,  según  su  capricho;  gastan  un 
tiempo  precioso  en  discutir  sutilezas  que  ninguna  utilidad  práctica 
tienen  para  el  bien  de  la  Iglesia,  de  donde  resulta  más  bien  confu- 
sión de  ideas,  que  incremento  en  la  verdadera  y  sólida  doctrina.  La 
Comisión  nombrada  en  la  Congregación  IX  para  estudiar  la  cuestión 
de  la  enseñanza,  observó  que  todos  estos  males  serían  fácilmente  re- 
mediados, si  se  observasen  las  reglas  del  Batió,  y,  sobre  todo,  lo  que 
se  encomienda  al  Prefecto  de  estudios  y  a  los  profesores  de  filosofía. 
Sin  embargo,  como  las  dudas  que  se  han  suscitado  son  tan  diversas, 
y  como  es  necesario  trazar  siquiera  algunas  líneas  para  la  dirección 
de  los  maestros,  ha  determinado  prescribir  algunas  cosas  generales, 
que  puedan  servir  de  guía,  así  a  los  profesores  de  los  colegios,  como 
principalmente  a  los  maestros  de  filosofía  y  teología. 

Después  de  este  preámbulo  enumera  el  P.  Piccolomini  las  mate- 
rias que  deben  enseñarse  en  cada  uno  de  los  tres  años  de  filosofía, 
advirtiendo  se  prescinda  de  algunas  sutilezas  en  que  entonces  se 
gastaba  mucho  tiempo;  que  se  abstengan  de  meterse  en  disquisi- 
ciones teológicas  y  se  contenten  con  enseñar  la  ciencia  según  las 
razones  naturales,  dejando  para  después  y  para  las  cátedras  teológi- 
cas los  argumentos  y  dificultades  que  se  toman  de  los  principios  re- 
velados por  la  fe.  En  todo  lo  que  prescribe  se  atiene  el  P.  General  a 
la  filosofía  aristotélica,  tal  como  se  enseñaba  en  las  escuelas,  pues 
claro  está,  que  ni  siquiera  menciona  las  ciencias  naturales  que  hoy 
acompañan  a  la  filosofía  y  que  se  juzgan  como  indispensable  comple- 
mento de  la  general  cultura  humana.  La  física  de  que  habla  es  la  fí- 
sica de  Aristóteles.  Viniendo  a  la  teología,  observa  que  los  profe- 
sores deben  atenerse  generalmente  al  orden  de  las  cuestiones  adop- 
tado por  Santo  Tomás,  y  para  que  no  divaguen  en  cuestiones  inútiles, 
forma  un  catálogo  de  los  principales  capítulos  teológicos  que,  si- 
guiendo la  Suma  del  Angélico  Doctor,  deben  ser  explicados  en  los 
cuatro  años  de  teología.  Circunscrita  la  materia  que  ha  de  ser  objeto 
de  la  enseñanza  en  los  tres  años  de  filosofía  y  en  los  cuatro  de  teolo- 
gía, exhorta  el  P.  Piccolomini  a  que  no  se  desvíen  los  maestros  de 
este  orden,  ni  se  dejen  arrastrar  por  las  ideas  de  autores  modernos, 
aunque  sean  tal  vez  muy  aplaudidos. 

Insiste  mucho  el  P.  General  en  que  se  abstengan  nuestros  maes- 
tros y  escritores  de  opiniones  nuevas  y  aventuradas,  y  de  sutilezas 
inútiles,  en  sus  libros  y  tratados.  Puede  suceder  que  una  opinión, 
aunque  nueva,  no  sea  realmente  una  novedad,  sino  solamente  un 


284  LIB-   !• — LAS    CUATRO   PIIOVINCIAS   DK   ESPAÑA,   1615-1652 

verdadero  progreso  científico.  Sin  embargo,  antes  de  publicar  cual- 
quiera opinión  ni  defenderla  en  actos  solemnes,  examine  detenida- 
mente el  Prefecto  si  es  opinión  recibida  o  cosa  nueva,  y  si  tiene  tal 
fundamento  científico  que  deba  ser  defendida.  En  caso  de  oponerse 
el  Prefecto  al  maestro,  recúrrase  al  Superior,  quien  consultará  a  tres 
o  cuatro  hombres  de  los  más  doctos  en  la  materia  y  más  exentos  del 
apetito  de  novedades.  Si  éstos  creen  que  la  teoría  nueva  es  realmente 
peligrosa,  procuren  reducir  suavemente  al  maestro  a  renunciar  a  su 
opinión.  Si  persiste  él  en  defenderla  y  los  otros  creen  que  realmente 
es  peligrosa,  no  le  deben  dar  licencia  para  ello.  En  caso  de  duda, 
podrá  acudirse  al  P.  Provincial,  quien,  oído  el  parecer  de  hombres 
competentes,  dará  la  última  solución. 

Termina  esta  grave  ordenación  sobre  los  estudios  superiores  con 
un  catálogo  de  un  centenar  de  proposiciones,  que  el  P.  Piccolomini 
prohibe  enseñar.  Tiene  cuidado  de  advertir  al  principio,  que  él  no 
califica  ni  impone  por  su  autoridad  censura  ninguna  a  las  tales  pro- 
posiciones, porque  el  P.  General  no  tiene  autoridad  para  esto.  El 
Sumo  Pontífice  es  quien  ha  de  censurar  las  doctrinas.  Empero,  por 
vía  de  precaución  prudencial,  manda  que  no  se  enseñen  esas  teorías, 
que  le  parecen  arriesgadas.  Tras  esto  siguen  65  proposiciones  filo- 
sóficas y  30  teológicas,  de  las  cuales  deben  abstenerse  nuestros 
maestros. 

Esta  ordenación  es,  como  ve  el  lector,  el  complemento  de  lo  que 
había  empezado  y  no  pudo  acabar  el  P.  Claudio  Aquaviva.  Algún 
freno  debió  ser  para  los  maestros  algo  atrevidos  y  petulantes,  que  se 
lanzaban  en  pos  de  teorías  aventuradas  y  de  opiniones  nuevas.  Con 
todo  eso,  no  se  pudo  evitar  del  todo  este  defecto,  que  dio  ocasión  a 
graves  disgustos  en  el  siglo  XVII. 

Terminaremos  la  relación  de  estas  dos  Congregaciones  con  el 
negocio  delicado  que  será  objeto  del  capítulo  siguiente. 


CAPÍTULO  XIII 


BONETE    DE    LOS  HERMANOS   COADJUTORES 

Sumario:  1.  Estado  do  la  cuestión  en  los  tres  primeros  generalatos. — 2.  El  P.  Mercu- 
rián  procura  ir  suprimiendo  suavemente  el  bonete  de  los  coadjutores.  Dificultades 
en  la  provincia  de  Castilla.— 3.  En  tiempo  de  Aquaviva  se  agita  algunas  veces  la 
cuestión,  pero  el  P.  Genci'al  la  esquiva.— 4.  En  1616  la  VII  Congregación  general 
decreta  que  se  suprima  el  bonete  do  los  coadjutores.— 5.  En  vista  de  las  dificultades 
que  se  ofrecen,  manda  Paulo  V  que  se  suspenda  la  ejecución  del  decreto.— 6.  La  VIII 
Congregación  decide  en  1646  suprimir  a  todo  trance  el  bonete  de  los  Hermanos 
coadjutores  y  se  ejecuta  su  decreto. 

Fuentes  contemporXneas:  1.  De  píleo  Frulruní  coadjutorum.—2.  Monumenla  Ignaliana.— 
3.  Inslilulum  Societatis  Jesii.—i.  Regeslitm  Borgiae.—  5.  Responsu  Generalium.  —  G.  Lancicio,  De  o f fí- 
elo laicorum  in  Socielate. 

1.  He  aquí  una  cuestión  delicada  que  dio  mucho  que  pensar  a 
nuestros  Superiores  eu  el  primer  siglo  de  la  Compañía.  La  hemos 
reservado  para  este  lugar,  porque,  si  bien  se  discutió  sobre  ella  en 
otras  ocasiones,  no  se  dio  la  final  resolución  hasta  el  año  1646,  en 
la  VIII  Congregación  general.  Es,  pues,  de  saber  que  nuestro  Padre 
San  Ignacio,  así  como  no  designó  hábito  particular  a  la  Compañía, 
tampoco  prescribió  el  género  de  vestido  que  debieran  usar  los  Her- 
manos coadjutores.  Sin  embargo,  nos  consta  por  una  respuesta  suya, 
que  no  le  «gradaba  el  que  estos  Hermanos  llevasen  en  la  cabeza  el 
bonete  de  los  sacerdotes.  El  15  de  Enero  de  1555,  respondiendo  a 
varias  dudas  que  le  había  propuesto  el  P.  Nicolás  Lanoy,  Rector  del 
colegio  de  Viena,  le  dice  estas  palabras:  «A  los  Hermanos  coadjuto- 
res no  sería  racional  concederles  el  bonete  de  los  sacerdotes»  (1).  No 
sabemos  que  en  tiempo  del  santo  patriarca  se  suscitase  ninguna  duda, 
ni  mucho  menos  que  se  disputase  sobre  el  usar  o  no  los  coadjutores 
el  bonete  clerical. 

A  la  muerte  del  Santo,  reunida  la  primera  Congregación  general, 
pareció  a  los  Padres  que  debía  pensarse  algo  sobre  el  modo  de  ves- 
tir de  los  Hermanos  coadjutores,  y  después  de  alguna  deliberación. 


(1)     *Alli  deputati  per  servitio  et  laici,  la  ragion  non  permetterebbe,  che  se  li  concedesse  be- 
retta  diprete.»—Mon.  Ignatiana,  Ser.  I,  t.  VIII,  pág.  281. 


286  LIB-   !• — J-^S   GUATEO   PIJOVINCIAS   DE  ESPAÑA,   1615-1652 

se  estableció  el  siguiente  decreto:  «Preguntóse  cuál  debía  ser  el  ves- 
tido y  bonete  de  que  deben  servirse  nuestros  Hermanos  coadjuto- 
res. Pareció  que  no  era  necesario  decidir  cosa  alguna,  sino  que  debe 
aprobarse  aquel  vestido  que  distinguiera  a  nuestros  legos,  así  de  los 
sacerdotes,  como  de  los  hombres  seglares,  y  que  el  vestido  de  ellos 
fuese  honesto,  según  las  costumbres  del  país  en  que  viven.  El  usar 
bonete  se  deja  al  arbitrio  de  los  Padres  Provinciales.  Sin  embargo, 
pareció  que  los  Hermanos  coadjutores  que  por  oficio  ayuden  a  misa, 
deben  usar  el  bonete  clerical.  Sobre  las  sobrepellices  tampoco  se  de- 
terminó nada,  y  sólo  pareció  que  cuando  se  juzgase  oportuno  que  los 
sacristanes  usasen  de  ellas,  se  pidiese  licencia  al  P.  General»  (1).  Por 
este  decreto  se  ve  que  toda  la  cuestión  de  usar  o  no  usar  bonete 
nuestros  Hermanos,  se  dejó  por  entonces  al  buen  juicio  de  los  Pro- 
vinciales. No  recordamos  haber  visto  ordenación  alguna  del  P.  Laí- 
nez  acerca  de  este  particular. 

En  1565  se  reunió  la  segunda  Congregación  general,  y  habiéndose 
tocado  este  punto,  los  Padres,  si  no  dieron  un  decreto  absoluto,  a  lo 
menos  indicaron  claramente  cuál  fuese  su  deseo.  Dicen  así:  «Sobre 
el  vestido  y  los  bonetes  de  los  coadjutores,  ya  se  respondió  en  el  de- 
creto 95  de  la  primera  Congregación.  Sobre  lo  que  en  ella  no  se  ex- 
plica, nos  parece  más  razonable  que  usen  estos  Hermanos  un  pe- 
queño sombrero  y  que  sus  vestidos  interiores  y  la  llamada  vulgar- 
mente sotana  llegue  poco  más  o  menos  hasta  los  tobillos  y  puedan 
también  usar  manteo.  Sin  embargo,  no  parece  oportuno  introducir 
el  uso  del  bonete  clerical,  sobre  todo  donde  los  legos  y  clérigos  no 
usan  comúnmente  de  él,  como  sucede  en  Portugal >  (2). 

Siguiendo  las  indicaciones  de  la  segunda  Congregación,  procuró 
San  Francisco  de  Borja  que  no  pasase  adelante  el  uso,  que  se  iba  fre- 
cuentando, de  llevar  bonete  clerical  los  Hermanos  coadjutores.  Va- 
rias veces  apuntó  la  idea  de  que  sería  mejor  concederles  lo  que  él 
llama  bonete  redondo,  que  debía  ser  algo  parecido  a  los  modernos 
gorros  de  viaje.  El  25  de  Abril  de  1566,  escribiendo  al  Provincial  de 
Castilla,  le  dice:  «Los  bonetes  redondos  en  los  legos  se  podrían  su- 
frir, pues  que  son  diferentes  de  los  que  traen  los  sacerdotes  y  esco- 
lares, y  así  no  será  necesario  traigan  sombreros»  (3).  Al  Provincial 
de  Aragón  le  repite  la  misma  idea  por  estas  palabras:  «Los  coadju- 


(1)  Institutum  <S.  J.  Cong.  I,  dec.  95. 

(2)  No  está  entre  los  decretos  impresos  en  el  Instituto.  Véase  a  Lancicio,  De  offl- 
cíq  laicorum  in  relUjione,  C.  25. 

(3)  Begesl.  Borg.  Higpania,  fol.  178.  Al  P.  Diego  Carrillo,  Provincial  25  Abril  1566. 


CAr.    XIII. — BOXETE   DE   LOS    HERMANOS    COADJUTORES  287 

tores  pueden  pasar  con  sus  bonetes  redondos,  pues  son  diferentes  de 
los  que  traen  los  sacerdotes»  (1).  Aquí  se  ve  claramente  la  idea  del 
Santo,  de  que  los  coadjutores  debían  distinguirse  de  los  sacerdotes 
en  la  cubierta  de  la  cabeza.  Téngase  presente,  por  otro  lado,  que  este 
uso  de  llevar  bonete  los  coadjutores  estuvo  siempre  restringido  a  las 
provincias  de  Italia  y  de  España  y  a  las  misiones  ultramarinas  fun- 
dadas por  España  y  Portugal,  Ni  en  Francia,  ni  en  Flandes,  ni  en 
Alemania,  ni  en  Polonia,  sabemos  que  usaran  nunca  bonete  clerical 
los  Hermanos  coadjutores. 

Algunos  Padres  italianos  del  siglo  XVII,  hablando  sobre  esta  de- 
licada cuestión,  dicen  que  la  excesiva  benignidad  de  San  Francisco 
de  Borja  había  sido  causa  de  que  se  extendiese  en  Italia  y  España  el 
uso  de  los  bonetes  en  los  Hermanos  coadjutores.  Alguno  insinúa  que 
el  Santo  había  querido  hacer  este  favor  al  H.  Marcos  que  le  servía  a 
él,  y  después,  por  no  parecer  singular,  extendió  la  misma  gracia  a 
los  demás  coadjutores.  No  tenemos  pruebas  para  confirmar  este  he- 
cho; solamente  sabemos  que,  en  efecto,  el  año  1569,  con  deseo  de  con- 
solar a  los  coadjutores,  permitió  el  Santo  que  llevaran  bonetes. 
Sin  embargo,  por  algunas  respuestas  que  cita  el  P.  Lancicio,  se  ve 
que  perseveraba  en  San  Francisco  de  Borja  la  idea  muy  racional,  de 
que  debían  distinguirse  en  el  bonete  los  Hermanos  coadjutores  de 
los  sacerdotes. 

2.  La  tercera  Congregación  general,  reunida  en  1573,  discurrió  al- 
gún tanto  sobre  este  punto,  y  véase  el  decreto  que  por  fin  promulgó: 
«Habiéndose  propuesto  de  nuevo  la  cuestión  de  los  bonetes  de  los 
Hermanos  coadjutores,  de  la  cual  se  había  tratado  en  la  primera 
Congregación,  se  determinó  que  todo  este  negocio  se  dejase  al  arbi- 
trio de  nuestro  M.  R.  P.  General,  quien  decidirá  lo  que  conviene  a 
cada  una  de  las  provincias,  pero  de  tal  modo,  que  según  el  decreto 
de  la  primera  Congregación,  se  conserve  alguna  diversidad  entre  los 
coadjutores  y  nuestros  sacerdotes  y  también  entre  los  coadjutores  y 
los  hombres  seglares»  (2).  Se  ve  por  este  decreto,  que  en  vez  de  per- 
mitir la  resolución  del  negocio  a  los  Provinciales,  se  hacía  subir  la 
cuestión  hasta  el  P.  General;  pero  al  fin  la  Congregación  no  la  resol- 
vía determinadamente  por  sí.  El  P.  Mercurián,  elegido  Prepósito  ge- 
neral en  aquella  Congregación,  siguió  ordinariamente  la  táctica  de 
ir  suprimiendo  con  suavidad  el  bonete  de  los  legos. 


(1)  Ibid.,  fol.  177.  Al  P.  Román,  Provincial,  25  Abril  156G, 

(2)  Dec.  22. 


288  I'IB.    I. — LAS    CUATRO   PKOVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1652 

Debieron  confirmarle  en  este  dictamen  los  postulados  de  algunas 
provincias  que  instaban  por  la  supresión  del  bonete  clerical  en  los 
coadjutores.  Así,  por  ejemplo,  la  Romana  en  1576  pidió  que  los  coad- 
jutores (excepto  los  sacristanes)  se  distinguiesen  en  el  vestido  de  los 
sacerdotes,  así  en  el  bonete  como  en  la  sotana.  A  esto  responde 
elP.  Mercurián:  «Anímese  a  los  coadjutores  más  antiguos  y  religio- 
sos a  renunciar  al  bonete  poco  a  poco.  No  se  conceda  bonete  a  nin- 
gún coadjutor  de  nuevo,  cuando  es  admitido  a  la  Compañía.  Mas  aún: 
sean  advertidos  los  que  se  reciban,  de  que  nunca  se  les  concederá 
llevar  bonete  clerical.  Acerca  de  los  vestidos  y  manteos,  procuren 
los  superiores  reducir  suavemente  y  sin  ruido  las  cosas  a  la  distin- 
ción que  está  establecida  en  el  canon  63  de  la  tercera  Congre 
gación»  (1).  Tratando  con  la  provincia  de  Milán  del  mismo  negocio 
insinúa  el  P.  Mercurián  el  mismo  procedimiento.  «A  los  novicios 
dice,  se  debe  anunciar  claramente  que  no  usarán  bonete  clerical 
y  esto  se  cumplirá  a  la  letra.  A  los  que  ya  lo  usan  no  se  les  debe  qni 
tar  por  fuerza,  sino  persuadir  suavemente  que  poco  a  poco  lo  dejen 
como  ya  lo  han  hecho  muchos  buenos  coadjutores  en  la  provincia 
de  Roma»  (2). 

En  cambio,  he  aquí  que  en  el  mismo  año  1576  la  provincia  de 
Aragón,  donde  ya  no  usaban  bonete  los  coadjutores,  sino  aquellos 
gorros  redondos  de  que  hablaba  San  Francisco  de  Borja,  propuso 
que  se  restituyese  a  los  coadjutores  el  bonete  clerical.  No  agradó  esta 
proposición  al  P.  Everardo,  y  respondió  al  postulado  en  esta  forma: 
«No  se  debe  mudar  la  costumbre  de  la  provincia  de  Aragón  en  los 
sombreros  que  llevan  los  Hermanos  coadjutores,  y  que  los  distinguen 
de  los  sacerdotes;  así  se  observará  mejor  el  decreto  de  la  tercera 
Congregación  general.  Si  en  otras  provincias  hubiera  algún  abuso 
acerca  de  esto,  lo  corregiremos»  (3).  El  último  año  de  su  generalato, 
en  1579,  escribiendo  al  P.  Aquaviva,  Provincial  entonces  de  Ñapo- 
Íes,  le  insinuaba  el  mismo  modo  de  proceder.  Aconsejábale  que  a  los 
novicios  coadjutores  les  persuadiese  que  no  habían  de  llevar  bonete, 
y,  a  los  que  ya  estaban  en  posesión  de  llevarlo,  debía  procurar  con 
suavidad  que  ellos,  de  su  propio  motivo,  renunciasen  a  él  (4). 

Donde  se  ofrecieron  más  graves  dificultades  en  esto  de  los  bone- 
tes durante  el  gobierno  de  Mercurián,  fué  en  la  provincia  de  Casti- 


(1)  Responsu  Generalium,  1576-1579,  fol.  7. 

(2)  Lancicio,  ubi  supra. 

(3)  Ibid. 

(4)  Ibid. 


CAP.    Xlir. BONETE    DE    LOS    IIERMAXOS    COADJUTORES  0,S<) 

lia.  Al  empezar  su  visita,  en  1577,  el  P.  Avellaneda,  sin  duda  por  in- 
dicación del  P.  General,  trató  algunas  veces  con  los  hombres  más 
ilustres  de  la  provincia  sobre  la  conveniencia  de  suprimir  el  bonete 
clerical  en  los  Hermanos  coadjutores.  Halló  gran  diversidad  de  pa- 
receres; y  deseando  zanjar  la  dificultad,  resolvió,  a  mediados  de  1578, 
pedir  por  escrito  a  todos  los  Superiores  de  Castilla  su  dictamen 
acerca  del  bonete  de  los  Hermanos  coadjutores.  Consérvanse  las  res- 
puestas de  17  Superiores  (1),  que  eran  todos  los  de  la  provincia, 
y  observamos  que  de  los  17,  los  12  opinaban  que  no  debía  qui- 
tarse el  bonete  a  nuestros  Hermanos.  Entre  estos  12,  cuatro  creen 
esto  simplemente  más  oportuno  para  conservar  la  caridad  y  amor 
que  debe  haber  entre  Padres  y  Hermanos  en  la  Compañía.  Otros,  en 
cambio,  de  los  mismos  12,  sienten  la  conveniencia  de  suprimir  el 
bonete;  reconocen  la  necesidad  de  distinguirse  de  algún  modo  en  el 
vestido  a  los  coadjutores  de  los  no  coadjutores,  y,  sobre  todo,  de  los 
sacerdotes;  pero  tiemblan  al  ver  la  materia  tan  mal  dispuesta,  y  no 
creen  practicable  una  mudanza  que  había  de  ser  sumamente  dolo- 
rosa.  El  P.  Juan  de  Medrano,  Rector  de  Logroño,  decía:  «Esta  mu- 
danza en  los  Hermanos  será  cuchillo  de  dolor  perpetuo  y  espina  que 
no  saldrá  de  su  corazón.»  El  P.  Antonio  de  Torres,  Vicerrector  de 
Medina,  pensaba  que  la  mitad,  y  aun  la  mayoría  de  los  coadjutores, 
perdería  la  vocación,  si  se  trataba  de  quitarles  el  bonete.  Otros  recor- 
daban el  trabajo  que  se  padeció  algunos  años  atrás,  cuando  se  dio  la 
orden  de  que  llevaran  el  manteo  y  la  sotana  algo  más  cortos;  sólo 
por  esto  perdieron  algunos  la  vocación.  ¡Cuánto  más  grave  sería  el 
peligro,  si  ahora  se  les  dijese  que  habían  de  renunciar  al  bonete! 

En  cambio,  cinco  Rectores  opinaron  resueltamente  que  convenía 
suprimir  el  bonete  de  los  coadjutores.  El  P.  Antonio  Mareen,  Rector 
de  Salamanca,  decía:  «Me  parece  bien  que  traigan  sombrero,  pero  la 
cosa  se  ha  de  hacer  con  tiento.»  El  P.  Rodrigo  Arias,  Vicerrector  de 
Villagarcía,  se  expresaba  de  este  modo:  «Hay  dificultad  en  lo  uno  y 
en  lo  otro.  Que  haya  diferencia  entre  sacerdotes  y  coadjutores,  es 
cosa  conveniente,  como  lo  hacen  las  demás  religiones.  Además,  por- 
que viéndose  los  coadjutores  con  buenas  sotanas,  y  manteos  y  bone- 
tes, o  quizás  mejores,  desean  estudiar  y  ser  sacerdotes.  La  religión  no 
padecería  tantos  combates  y  molestias  de  coadjutores  como  padece, 
que,  de  las  puertas  adentro,  éste  es  uno  de  los  mayores  trabajos  y 
cargas  que  tienen  los  Superiores,  gobernar  a  esta  gente.  El  canon  63 


(1)    Todas  están  en  el  tomo  De  píleo  FF.  Coadjutornni,  n.  13. 


290  LIB.   I. — LAS   CUATRO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1G52 

de  la  torcera  Congregación  sobre  la  diferencia  de  los  vestidos  en  los 
laicos,  aun  no  se  ha  ejecutado.»  La  misma  idea,  y  en  términos  toda- 
vía más  enérgicos,  expresaba  el  P.  Juan  de  Heredia,  Rector  de  Belli- 
mar.  «Me  parece  bien,  decía,  que  traigan  sombrero  o  cosa  semejante 
y  sotana  parda,  para  su  mayor  humildad.  Andando  con  bonete  y 
como  los  Padres,  van  tomando  mucha  libertad  en  el  hablar  y  en  el 
querer  saber  y  dictaminar,  y  aflojando  en  el  trabajar.  Van  teniendo 
poco  respeto  a  los  Padres  y  también  a  los  Superiores.  De  otro  modo 
se  les  confunde  con  los  sacerdotes,  y  ellos  tienen  reparo  en  decla- 
rarse y  dan  su  parecer  en  cosas  de  conciencia.  Algunos  tienen  devo- 
ción de  rezar  las  horas  de  Nuestra  Señora  o  salmos  penitenciales,  y 
cuando  les  ordenan  alguna  cosa,  responden  que  es  hora  de  rezar  sus 
devociones.  Al  coadjutor  temporal  parece  que  le  bastaba  su  rosario, 
su  oración  y  exámenes  bien  hechos,  y  confesar  y  comulgar  en  los 
tiempos  señalados  y  trabajar  por  Cristo;  en  lo  cual  no  parece  que 
ayuda  el  hábito  clerical  en  todo.  El  hábito  de  clérigos  es  para  cléri- 
gos, y  si  en  otras  religiones  no  hay  mucha  diferencia  (que  ya  la  hay), 
es  porque  el  hábito  no  fué  instituido  para  clérigos.» 

Recogidos  los  pareceres  de  todos  los  Superiores,  los  envió  el 
P.  Avellaneda  al  P.  General,  y  en  la  carta  con  que  los  acompaña- 
ba (1)  decía  que  probablemente  sería  necesario  volver  a  los  bonetes, 
y  añadía  una  razón  que  no  vemos  apuntada  por  ninguno  de  los  Supe- 
riores, pero  sí  indicada  en  otros  documentos;  y  es  que  los  mismos 
Padres,  a  quienes  acompañaban  los  coadjutores,  tomaron  tal  vez  por 
vía  de  autoridad  el  llevar  compañero  con  bonete.  Para  entender  esto 
debe  tenerse  presente,  que  en  aquellos  tiempos  andaban  por  las  ca- 
lles nuestros  Padres,  como  otros  sacerdotes,  no  con  sombrero,  sino 
con  bonete,  y  deseaban  que  también  los  coadjutores  llevasen  bonete. 
«Ir  el  Padre  con  bonete  y  el  Hermano  con  sombrero,  sería,  dice  el 
P.  Medrano,  arar  con  buey  y  jumento,  que  parece  mal.»  A  pesar  de 
todas  las  dificultades,  al  ñn  de  su  carta  decía  el  P.  Avellaneda,  que 
si  el  P.  General  disponía  lo  contrario,  él  liaría  ejecutar  a  todo  trance 
lo  que  de  Roma  se  ordenase.  «Si  V.  P.  lo  manda,  decía,  dentro  de  un 
mes  tendrán  todos  sombrero,  sin  que  me  repliquen.»  No  se  atrevió 
el  P.  Mercurián  a  dar  una  orden  que  podía  provocar  resistencias 
escandalosas.  Quedaron,  pues,  los  bonetes  como  antes  en  la  provin- 
cia de  Castilla  a  la  muerte  del  cuarto  General. 
3.    Sobre  lo  que  hizo  el  P.  Aquaviva  en  este  negocio,  tenemos 


(1)    Ibid.,  n.  16. 


CAP.    Xlll. — UONETE   DE   LOS   HERilAXOS    COADJUTORES  291 

pocas  noticias,  y  casi  todas  se  vienen  a  reducir  a  esta  idea  capital:  que 
en  todo  su  generalato  procuró  buenamente  esquivar  esta  cuestión, 
para  no  añadir  a  las  gravísimas  complicaciones  de  su  tiempo  esta 
otra,  que  sólo  hubiera  servido  para  llenar  de  amargura  el  interior  de 
nuestras  casas.  Recuérdese  el  estado  en  que  vivió  constantemente  el 
P.  Aquaviva,  defendiendo  el  Instituto  de  la  Compañía  de  las  más 
fieras  contradicciones  que  ha  tenido  fuera  y  de  las  más  violentas 
turbaciones  que  podía  padecer  dentro.  Hallándose  en  trance  tan 
apretado,  y,  como  quien  dice,  con  el  agua  a  la  boca,  muy  imprudente 
hubiera  sido  remover  una  cuestión  que,  en  aquellas  circunstancias 
difíciles,  sólo  hubiera  servido  para  agravar  las  tribulaciones  que  ya 
se  padecían.  El  P.  Vitelleschi,  en  una  carta-circular  dirigida  a  los 
Provinciales  el  26  de  Junio  de  1618  (1),  nos  dice  que  el  P.  Claudio 
Aquaviva  restituyó  el  bonete  a  todos  los  de  las  provincias  de  Italia, 
diciendo  que  de  otro  modo  no  se  sentía  con  ánimos  de  gobernar  bien 
a  la  Compañía,  después  de  lo  que  había  sucedido  en  los  tiempos  del 
P.  Everardo. 

A  fines  de  1593,  algunos  de  los  Padres  que  concurrieron  a  la 
quinta  Congregación  general  trataron  privadamente  entre  sí  de  este 
negocio,  y  aun  sugirieron  a  Clemente  VIII  la  idea  de  expedir  un 
breve,  ordenando  la  supresión  del  bonete.  Consultó  Su  Santidad  el 
negocio  con  el  P.  Aquaviva,  y  por  cierto  escrito  que  conservamos,  se 
ve  que  el  quinto  General  no  quería  de  ningún  modo  meterse  en  esta 
cuestión.  «Estando  las  cosas  como  están,  decía,  y  hallándose  los  Her- 
manos coadjutores  con  la  disposición  tan  adversa  a  dejar  el  bonete, 
no  conviene  hacer  mudanza  en  esto.  Para  robustecer  el  espíritu  do 
humildad  y  la  sólida  piedad  en  que  deben  distinguirse  nuestros  Her- 
manos, pueden  intentarse  otros  medios,  y  es  casi  seguro  que  quitán- 
doles el  bonete  no  se  harán  mejores  los  Hermanos,  y  en  cambio  será 
peligro  de  perder  la  vocación  para  muchos.»  Además,  opinaba  Aqua- 
viva que  en  las  provincias  de  España  tendría  especiales  dificultades 
la  ejecución  de  esta  orden,  porque  entre  los  Hermanos  coadjutores 
había  personas  de  familias  nobles,  y  le  constaba  que  varios  Padres 
ilustres  de  la  Compañía  favorecían  decididamente  a  los  coadjuto- 
res, y  no  consentirían  que  se  les  quitase  aquella  distinción  (2). 

Debía  recordar,  sin  duda,  el  P.  Claudio  Aquaviva  los  dictámenes 


(1)  Depileo  FF.Coailj.,n.íD. 

(2)  Véase  en  el  mismo  tomo,  n.  17,  ua  escrito  del  P.  Possevmo,  en"  que  refiere 
ganas  particularidades  sobre  esto  negocio  en  los  tiempos  de  Aquaviva. 


292  LIü-    I- — LAS   GUATEO   rROVIXCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1652 

de  los  Superiores  de  Castilla  enviados  a  Roma  en  1578.  A  esto  se 
añadía  una  nueva  dificultad  promovida  por  un  hombre  que  en  aque- 
llos años  era  sumamente  peligroso:  el  conocido  P.  José  de  Acosta,  de 
quien  tanto  hemos  hablado  en  el  tomo  III.  Recuérdese  que  este  Pa- 
dre fué  Visitador  de  la  provincia  de  Aragón  en  1590,  y  entre  otras 
modificaciones  que  introdujo,  una  fué  el  devolver  a  todos  los  coad- 
jutores el  bonete  clerical,  retirando  los  sombreros  o  gorros  redon- 
dos que  hasta  entonces  usaban  (1).  Esto  le  había  ganado  la  voluntad 
de  los  Hermanos  coadjutores;  y  como  estaba,  por  otro  lado,  tan  favo- 
recido de  Felipe  II  y  de  Clemente  VIII,  hubiera  sido  muy  peligroso 
ponerse  frente  a  frente  contra  él  en  una  cuestión  que  se  podía  excu- 
sar. Harto  debía  luchar  con  Acosta  nuestro  P.  General  en  otros  ne- 
gocios más  importantes  de  la  Compañía. 

Pasada  la  quinta  Congregación,  se  repitieron  de  vez  en  cuando 
los  postulados  de  las  provincias  al  P.  General,  para  que  se  quitase  el 
bonete  a  los  Hermanos  coadjutores.  Él  se  contentó  con  permitir  que 
suavemente  lo  hicieran  los  Superiores  provinciales  y  locales,  pero 
no  sabemos  que  nunca  tomase  sobre  sí  una  determinación  impor- 
tante, ni  que  impusiese  su  voluntad  con  aquella  firmeza  con  que 
sabía  imponerla,  cuando  se  trataba  de  los  puntos  esenciales  de  nues- 
tro Instituto.  De  este  modo  se  procedió  en  todo  el  largo  generalato 
del  P.  Aquaviva. 

4.  Reunida  la  sexta  Congregación  a  fines  del  año  1615,  varias 
provincias  presentaron  la  petición  de  que  se  suprimiera  el  bonete 
de  los  Hermanos  coadjutores,  o  al  menos  se  determinara  alguna  dis- 
tinción en  el  vestido,  para  que  se  les  distinguiera  de  los  sacerdotes 
y  escolares.  El  P.  Nicolás  Lancicio,  que  asistió  a  la  Congregación  en 
nombre  de  la  provincia  de  Lituania,  nos  dice  que  estos  postulados  de 
las  provincias  suscitaron  una  discusión  que  duró  por  siete  días  (2). 
Expusiéronse  razones  en  pro  y  en  contra,  deliberóse  con  toda  de- 
tención, y  por  fin  la  Congregación  redactó  el  siguiente  decreto: 


(1)  El  P.  Francisco  de  QÚesada,  uno  de  los  más  antiguos  y  respetables  de  la  pro- 
vincia de  Andalucía,  escribía  en  1617  estas  palabras:  «Cuando  yo  entré  en  la  Compa- 
ñía, en  1562,  en  esta  provincia  de  Andalucía,  los  coadjutores  traían  caperuzas  de  cuar- 
tos, sotanas  y  manteos  cortos  y  pardos,  y  pasaban  contentos  con  su  humildad,  y  mu- 
chos dellos  eran  gente  honrada,  y  sé  que  en  Aragón  pasaron  los  coadjutores  con 
sombreros  hasta  que  el  P.  José  de  Acosta  visitó  aquella  provincia.» 

(2)  «Haec  postulata  Congrcgationi  generali  septimae,  me  pracsente  et  aiidiente,reprae.sc.n- 
tata  fuertmt,  et  re  tota  per  septem  dies  agitata,  ratiiniiliin^  iii  iitramque  partem  allatis,  eoticln- 
su»i  fuit  a  séptima  Congregatione  generali,  >ie  itsiis  pilfi  i-lcitcnlis  Coadjutoribus  nostris  laida 
inposteriim  admittendis  conceder etnr.»  De  offlcio  Itrivnimí  iu  religione,  C.  25. 


CAP.    XIII. BONETE    DE    LOS    HERMANOS    COADJUTORES  293 

«Habiéndose  propuesto  a  la  Congregación,  que  se  dignase  estable- 
cer con  decreto  suyo  algún  distintivo  fijo,  para  diversificar  a  los 
coadjutores  temporales  de  los  sacerdotes  y  estudiantes  en  el  vestido, 
juzgó  lo  primero  que  debía  observarse  la  regla  sexta  del  Hermano 
ropero,  en  la  que  se  manda,  que  las  sotanas  de  los  coadjutores  sean 
medio  palmo  más  cortas  que  las  ordinarias,  y  que  el  manteo  de  los 
mismos  sea  un  poco  más  corto  que  la  sotana.  Encargó  a  los  Superio- 
res que  con  gran  cuidado  y  diligencia  atendiesen  a  la  ejecución  de 
esta  orden,  venciendo  todas  las  dificultades.  Acerca  de  la  cubierta 
de  la  cabeza,  determinó  la  Congregación;  que  en  adelante  se  prohiba 
terminantemente  a  todos  los  coadjutores  que  entraren  en  la  Compa- 
ñía el  uso  del  bonete  clerical,  que  acostumbran  llevar  los  sacerdotes 
y  escolares,  quitando  a  todos  los  Superiores,  incluso  el  General,  la 
facultad  de  dispensar  en  esta  materia.  A  los  coadjutores  que  ya  estén 
en  la  Compañía  se  les  puede  permitir  el  uso  del  bonete  en  aquellas 
provincias  donde  esté  introducida  la  costumbre.  Habiendo  interce- 
dido algunos  Padres  contra  este  decreto  y  pedido  tiempo  para  ex- 
poner a  la  Congregación  las  razones  de  su  intercesión,  lo  concedie- 
ron los  Padres»  (1). 

Efectivamente,  algunos  Padres,  no  sabemos  quiénes,  redactaron 
por  escrito  los  motivos  que  se  les  ofrecían,  para  no  imponer  a  la 
Compañía  el  precedente  decreto.  Leyéronse  estas  razones  en  presen- 
cia de  toda  la  Congregación.  Algunas  parece  que  hablaban  de  las 
provincias  de  Europa,  y  otras  se  referían  principalmente  a  las  de  la 
India.  Examináronse  detenidamente  todas  las  razones  y  objeciones 
de  los  Padres  y  se  estableció  el  siguiente  decreto:  «Juzgó  la  Congre- 
gación que  en  los  coadjutores  que  ya  han  entrado  en  la  Compañía, 
no  debe  hacerse  mudanza  en  cuanto  al  bonete  de  sacerdotes  y  esco- 
lares que  hasta  ahora  han  llevado.  A  los  coadjutores  que  en  ade- 
lante entraren  en  la  Compañía  en  Europa,  juzgó  la  Congregación 
que  de  ningún  modo  se  les  ha  de  permitir  el  uso  del  bonete  clerical 
que  usan  los  sacerdotes  y  estudiantes.  Determinó  la  Congregación 
que  esta  sentencia  suya  tuviera  fuerza  y  eficacia  de  decreto  indis- 
pensable. Dispuso  además,  que  en  adelante  se  advirtiese  esto  a  todos 
los  que  pidieren  entrar  en  la  Compañía  en  el  grado  de  coadjutor 
temporal,  y  que  si  no  lo  admiten,  no  sean  recibidos  en  nuestra  Or- 
den. Por  lo  que  toca  a  los  coadjutores  que  viven  en  ambas  Indias 
oriental  y  occidental,  juzgó  la  Congregación,  que  por  ahora  no  debía 


(1)     Coin/.  VII,  dec.  24. 


294  LIB.   I. — LAS   CUATRO    PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,   1615-1652 

resolver  nada  sobre  ellos,  sino  encomendar  el  negocio  al  arbitrio  de 
nuestro  P.  General,  quien,  según  la  variedad  de  los  tiempos,  podrá 
resolver  lo  que  juzgare  más  conveniente  en  el  Señor»  (1). 

5.  Tales  fueron  los  dos  decretos  de  la  Congregación  general 
séptima,  que  tendían  a  suprimir  para  siempre  el  bonete  de  los  Her- 
manos coadjutores,  aunque  procediendo  con  la  cautela  y  lentitud, 
con  que  debía  precederse  en  negocio  tan  delicado.  Apenas  se  di- 
vulgó en  la  Compañía  lo  que  había  determinado  la  Congregación 
general,  hubo  el  sentimiento  vivo  que  puede  suponer  el  lector  en 
todos  o  casi  todos  los  Herinanos  coadjutores.  En  Italia  se  perturba- 
ron bastante,  sobre  todo  en  las  provincias  meridionales;  pero  toda- 
vía dio  más  cuidado  la  turbación  de  muchos  coadjutores  españoles, 
de  quienes  se  dijo  que  habían  proyectado  acudir  hasta  al  mismo 
Rey,  para  pedirle  que  intercediese  con  Su  Santidad  contra  el  decreto 
de  la  séptima  Congregación,  Viendo  el  P.  Vitelleschi  tan  perturba- 
das nuestras  casas,  y  temiendo,  como  era  natural,  que  pasando  ade- 
lante el  alboroto,  viniera  a  estallar  alguna  revolución  escandalosa, 
consultó  a  los  principales  Padres  de  Italia  y  de  España  sobre  lo  que 
debía  hacerse  en  tan  críticas  circunstancias,  Consérvanse  las  respues- 
tas de  los  Provinciales  y  de  los  profesos  más  antiguos  que  había  en 
ambos  países  (2),  y  por  ellas  se  ve,  que  la  mayoría  de  nuestros  Padres 
tembló  ante  la  dificultad  que  opusieron  los  coadjutores  a  la  ejecu- 
ción del  decreto.  Reproduciremos  las  respuestas  de  algunos  hombres 
insignes  de  nuestras  provincias.  El  P.  Juan  de  Montemayor,  Provin- 
cial de  Castilla,  escribiendo  al  P,  Vitelleschi  el  29  de  Enero  de  1617, 
le  dice  estas  palabras:  «Juzgo  que  la  ejecución  de  este  decreto  nin- 
gún fruto  espiritual  traerá.  Al  contrario,  tengo  por  cierto  será  oca- 
sión de  que  muchos,  así  de  los  que  se  reciban  de  nuevo,  como  de  los 
ya  recibidos,  falten  a  su  vocación  y  den  muy  grande  turbación  en 
esta  provincia  (de  Castilla)  y  en  las  demás  de  España.  Y  así  me 
siento  obligado  a  suplicar  humildemente  a  V.  P.  no  permita  que 
este  estado  (de  los  coadjutores),  que  es  la  tercera  parte  de  la  Com- 
pañía, sea  afligida  y  tan  gravemente  desconsolada»  (3). 

El  P.  Basilio  Vique  opinaba  del  mismo  modo.  «Pienso,  decía  al 
P,  General,  que  en  ninguna  manera  conviene  que  el  decreto  se  eje- 
cute en  España,  por  lo  que  pasó  cuando  se  mandó  acortar  las  sota- 


(1)  Ibid.,  (lee.  27 . 

(2)  En  el  tomo  De  pilco  FF.  Coadj. 

(3)  Ibid.,  n.  IC). 


CAr.    XIIT. — BONETE   DK    LOS    HERMANOS    COADJUTORES  295 

ñas.  Se  salieron  de  la  Compañía  muchos  de  los  muy  buenos  y  espi- 
rituales, y  casi  todos  se  removieron  y  alteraron,  y  si  pasara  adelante, 
no  quedara  lanza  enhiesta,  y  así  cesó  la  orden,  y  la  razón  era  por  la 
nota  que  a  todos  se  seguía.  Además,  en  Castilla  hay  Hermanos  muy 
honrados  y  se  mueven  a  entrar  por  la  honra  que  se  les  hace  e 
igualdad  que  ven,  y  si  les  señalamos  con  sombrero,  es  cierto  que  no 
entrarán  o  a  lo  más  algún  triste  desventurado.  Si  se  ejecuta,  será 
grande  mortificación  para  los  antiguos.  Últimamente,  advierto 
a  V.  P.  que  de  sólo  decir  que  se  había  hecho  este  decreto  se  comen- 
zaron a  alterar  los  Hermanos,  de  suerte  que  se  pueden  prudente- 
mente temer  efectos  muy  pesados.» 

Otros  Padres,  aunque  sentían  la  dificultad  de  la  ejecución,  penj 
no  podían  resolverse  a  dejar  las  cosas  como  estaban.  Entendían 
perfectamente  la  necesidad  que  había  do  fomentar  en  los  Hermanos 
coadjutores  el  espíritu  de  humildad,  y  veían  bien  que  aquella  resis- 
tencia no  procedía  de  buen  espíritu,  sino  de  soberbia  e  inmortiflca- 
ción.  Véase  lo  que  respondió  el  prudente  P.  La  Palma:  «Juzgo  que 
determinar  do  un  modo  estable  lo  que  se  debe  hacer  pertenece  a 
Congregación  General.  Suponiendo  el  hecho  del  decreto  dado  y  pu- 
blicado, me  parece  que  no  se  ha  de  revocar  «i  totwm,  sólo  por  temor 
de  inconvenientes  nacidos  de  la  inquietud  de  algunos,  pues  los  tur- 
bados no  son  los  más,  porque  verdaderamente  hay  muchos  coadju- 
tores muy  religiosos  y  olvidados  de  sí  y  de  estas  cosas,  sino  que  nio- 
dictim  fermenhmi,  etc.  Además,  no  basta  para  revocar  el  decreto  la 
experiencia,  pues  en  estas  provincias,  ninguno,  que  yo  sepa,  se  ha 
recibido  en  la  Compañía  conforme  al  decreto,  y  los  Hermanos  no 
han  visto  firmeza  en  los  Superiores  para  su  cumplimiento,  ni  se  ha 
puesto  remedio  alguno  para  «urar  esta  turbación.  En  los  Superiores 
han  visto  los  Hermanos  miedo  y  condescendencia,  y  así  ha  crecido 
su  fuerza,  y  que  no  admitan  exhortaciones  ni  haya  quien  se  atreva  a 
dallas.  Supuesto  que  no  conviene  revocar  el  decreto,  es  oportuno 
que  se  les  lea  a  los  que  entran,  y  se  les  haga  firmar  que  serán  con- 
tentos de  pasar  por  él  y  servir  a  Dios  y  a  la  Compañía  en  el  hábito 
que  ella  señalare.  Pero  en  la  ejecución  V.  P.  podrá  poner  algún  tem- 
peramento conforme  a  las  circunstancias,  aunque  me  inclino  a  que  de 
tal  modo  se  condescienda,  que  también  se  mire  a  la  ejecución  del 
decreto,  pues  los  Hermanos  tanta  dificultad  tienen  con  el  decreto 
antiguo  de  hrovitate  vestiiim.,  como  con  el  nuevo  de  los  bonetes»  (1). 

(1)    ihii. 


296  I  IB.    I. LAS    CUATRO    I'ROVI.XCIAS    DE    ESPAÑA,    1615-1G52 

El  P.  Cristóbal  Méndez,  de  la  provincia  de  Andalucía,  temía  que 
si  se  recibía  el  decreto,  nos  quedásemos  sin  coadjutores,  porque  pe- 
ligraría la  vocación  de  los  más.  En  la  misma  provincia,  el  P.  Fran- 
cisco de  Quesada,  antiguo  Provincial,  daba  un  parecer  algo  singular. 
«Ya  tengo  significado,  dice,  mi  parecer  sobre  el  decreto,  y  creo  que 
la  ejecución  ha  de  estar  sujeta  a  muchas  dificultades  y  amarguras  de 
consideración,  comunes  a  todoslosHermanoscoadjutores,  pues  todos 
lo  miran  como  propio,  j  además  extrañarán  la  diferencia  de  unos  y 
de  otros.  Ya  bastaba  ser  más  cortas  las  sotanas  y  no  traer  corona. 
Deberíamos  hacer  como  los  franciscanos:  pocos  legos,  y  valemos  de 
donados.  Así  se  ha  deseado  en  la  Compañía,  y  sería  de  importancia 
que  los  Hermanos  coadjutores  fuesen  menos  y  hubiese  más  donados, 
que  sin  comparación  sirven  más  y  son  más  humildes»  (1).  Es  la  pri- 
mera vez  que  vemos  proponer  formalmente  en  las  provincias  de  Es- 
paña la  admisión  de  estos  donados,  que  algún  tiempo  después  se  hi- 
cieron bastante  ordinarios  en  las  provincias  de  las  Indias. 

Algunos  Padres,  principalmente  en  Portugal  y  en  Italia,  propo- 
nían sencillamente  que  se  ejecutase  el  decreto  a  toda  costa;  pero 
estos  consejos  eran  pocos.  La  mayoría  de  los  Padres  temía  una  catás- 
trofe, y  aconsejaba  el  que  se  suspendiese  el  decreto  o,  por  lo  menos, 
que  se  mitigase  en  lo  posible  y  se  dilatase  el  ponerlo  en  ejecución. 

Agravó  la  situación  un  memorial  que  los  Hermanos  coadjutores 
hicieron  llegar  a  las  manos  del  Sumo  Pontífice  Paulo  V.  En  él  supli- 
caban instantemente,  que  interviniese  Su  Santidad  en  este  negocio  y 
les  concediese  conservar  el  uso  del  bonete  clerical.  Observando  la 
fuerte  resistencia  que  hacían  varios  Hermanos  y  el  parecer  de  tantos 
Padres,  que  temían  un  grave  mal  de  la  Compañía,  si  se  pasaba  ade- 
lante en  la  ejecución  del  decreto,  opinó  el  Papa  que  convenía  sus- 
pender su  ejecución,  y  así  lo  intimó  al  P.  Vitelleschi.  Tal  vez  adoptó 
esta  resolución  porque  vio  a  nuestro  P.  General  inclinado  de  suyo  a 
hacer  lo  mismo.  Oída  la  voluntad  de  Su  Santidad,  el  P.  Vitelleschi, 
en  carta  del  26  de  Junio  de  1618  (2),  dirigida  a  todos  los  Provincia- 
les, encarga  que  se  suspendan  los  dos  decretos  de  la  Congrega- 
ción VII,  tocantes  a  los  bonetes  de  los  coadjutores,  y  se  dejen  correr 
las  cosas  como  estaban  antes.  Después  añadía  estas  palabras  el 
P.  Vitelleschi:  «V.  R.  comunique  desde  luego  esta  carta  mía  con 
todos  los  Superiores  locales  de  su  provincia,  encargándoles  en  mi 


(1)  De  pilco  I<F.  Coadj.,  U.  14. 

(2)  ibul,  n.  19. 


CAP.    Xlll. BONETE    DE    LOS    HERMANOS    COADJUTORES  2^7 

nombre  que  llamen  separadamente,  primero  a  los  Padres  y  después 
a  todos  los  Hermanos  coadjutores.  A  los  primeros  les  deben  enco- 
mendar, con  todo  el  afecto  posible,  una  cordial  y  verdadera  unión 
con  los  coadjutores,  acordándose  todos  que  somos  miembros  de  un 
mismo  cuerpo  y  alimentados  con  la  leche  de  una  misma  madre,  que 
es  la  Santa  Compañía  de  Jesús.  A  los  Hermanos  coadjutores  les 
encargarán  la  humildad  y  reverencia  con  que  deben  tratar  a  los 
sacerdotes,  guardándose,  por  amor  de  Dios  en  esta  coyuntura,  como 
de  notabilísima  falta,  que  me  obligaría  a  hacer  una  ejemplar  demos- 
tración, de  no  dar  signo  alguno  de  triunfo  por  esta  caridad  que  se 
usa  con  ellos.  Debemos  todos  esperar  que  creceremos  cada  día  en  la 
perfección  de  la  caridad.» 

Tal  fué  la  determinación  que  se  adoptó  después  de  dos  años  de 
consultas,  resistencias,  disgustos,  memoriales,  quejas  y  representa- 
ciones de  todo  género.  Difícil  es  calificar  la  conducta  de  los  Superio- 
res en  circunstancias  tan  difíciles;  pero  observando  lo  que  después 
sucedió  y  la  naturaleza  misma  de  este  negocio,  nos  inclinamos  a 
creer,  que  no  fué  acertada  la  condescendencia  de  Paulo  V  y  del 
P.  Vitelleschi.  Mejor  hubiera  sido  mantenerse  firmes  y  urgir  el 
cumplimiento  de  los  decretos.  Hubieran  faltado  a  su  vocación  algu- 
nos coadjutores,  pero  se  hubieran  evitado  las  graves  pesadumbres 
que  se  sintieron  después.  Efectivamente,  con  esta  concesión  del  bo- 
nete no  creció  la  perfección  de  la  caridad,  como  deseaba  el  P.  Vitel- 
leschi. Lo  que  sí  aumentó  fué  la  insolencia  y  orgullo  de  algunos  co- 
adjutores, que  se  hicieron  después  verdaderamente  intolerables. 
Citaremos  lo  que  nos  cuenta  el  P.  Pablo  Comitoli,  uno  de  los  más 
antiguos  de  la  Compañía  y  bastante  conocido  entre  los  teólogos  mo- 
ralistas. Escribiendo  desde  Perusa  el  13  de  Enero  de  1618,  cita  estos 
hechos:  «A  mí  varias  veces  ha  acontecido,  que  andando  por  la  ciu- 
dad, en  compañía  de  Hermanos  coadjutores,  algunos  forasteros  que 
nos  encontraban  preguntaban  casos  de  conciencia,  y  el  coadjutor 
respondía  primero  con  ignorancia  y  falsedad,  teniendo  que  res- 
ponder yo  según  la  verdad,  quedando  el  coadjutor  mortificado  y  el 
secular  no  edificado.  Me  dijo  uno  de  estos  coadjutores  compañero, 
que  esperaba  viniese  un  tiempo,  en  que  ellos  llevarían  el  bonete  cua- 
drado y  nosotros  solideo  o  bonete  redondo.  Muchas  veces  pasa  que, 
cuando  alguno  de  los  Nuestros  ve  en  aquel  traje  y  a  los  coadjutores 
con  más  aparato,  a  éstos  trata  de  V.  R.  y  a  nosotros  de  Vos.  Los  de 
fuera  se  han  escandalizado  viendo  bonetes  en  la  cabeza  del  cocinero 
y  del  albañil.  Con  los  bonetes,  no  sólo  no  ha  crecido  la  unión  y  ca- 


298  i-in-  I. — i>AS  cuATKo  rnoviNciAS  de  españa,  1615-1652 

ridad,  «intcs  crece  la  altivez  e  irreverencia  con  los  sacerdotes,  que 
cada  día  se  manifiestan  en  obras  y  palabras.  Por  último,  esta  excita- 
ción, odio  y  contumacia  contra  una  ley  santísima  de  una  Congrega- 
ción general,  ¿de  qué  raíz  procede  sino  de  la  soberbia,  ocasionada 
por  este  bonete  cuadrado?  Se  han  hecho  decretos  reformativos  para 
los  profesos,  sacerdotes  y  escolares,  y  éstos  bajan  la  cabeza;  y  los  más 
bajos  la  levantan  y  dan  coces  contra  toda  la  Compañía  y  los  Genera- 
les, queriendo  ellos  legislar»  (1). 

Tan  celosos  estaban  algunos  Hermanos  coadjutores  de  conservar 
su  bonete,  que  en  el  año  1625,  habiendo  oído  decir  que  algunos  Pa- 
dres trataban  de  hacer  algo  para  quitárselo,  acudieron  al  Papa  Ur- 
bano VIII  y  le  rogaron  que  expidiese  un  breve,  para  asegurarles  por 
siempre  el  uso  del  bonete.  Consultó  Urbano  VIII  este  negocio  con 
el  P.  Vitelleschi,  y  fué  de  parecer  nuestro  P.  General,  que  no  se  diese 
breve  ni  se  agitase  nada  este  negocio,  sino  que  se  procurase  aplacar 
y  sosegar  suavemente  a  aquellos  Hermanos  coadjutores.  Así  lo  hizo 
él  mismo  por  medio  de  una  carta-circular  que  dirigió  a  los  Provin- 
ciales el  18  de  Febrero  de  1625  (2). 

6.  Cuando  a  la  muerte  de  Vitelleschi  se  reunió  la  VIII  Congrega- 
ción general,  la  mayoría  de  los  Padres  iban  muy  resueltos  a  terminar 
este  negocio  del  bonete  y  obligar  a  los  coadjutores  a  someterse.  Once 
provincias  do  la  Compañía  presentaron  postulados  formales  de  que 
se  suprimiese  el  bonete  de  los  coadjutores.  Estas  provincias  eran 
cuatro  de  Italia:  Ñapóles,  Venecia,  Sicilia  y  Milán;  cuatro  de  Fran- 
cia: Lyon,  Tolosa,  Champaña  y  Aquitania;  y  las  tres  provincias  de  To- 
ledo, Lituania  y  Rhin  Inferior  (8).  Antes  de  pasar  adelante,  el  P.  Ca- 
rafa,  recién  elegido  General,  mandó  al  P.  Lancicio,  que  asistía  como 
vocal  de  Lituania,  que  reunióse  todos  los  documentos  antiguos  de  la 
Compañía  relativos  al  bonete  de  los  coadjutores.  Recuérdese  que  el 
P.  Lancicio  había  sido  en  otros  tiempos  auxiliar  del  P.  Orlandini  en 
la  composición  de  la  historia  de  la  Compañía,  y  por  lo  mismo  estaba 
más  enterado  que  nadie  de  los  papeles  encerrados  en  nuestro  archivo. 
Ya  a  los  principios  del  P.  Vitelleschi  había  hecho  esta  diligencia 
por  orden  del  P.  General,  pero  no  sabemos  que  entonces  sirviese 


(1)  De  pilco  FF.  Coaclj.,  n.  Ifí. 

(2)  Ihid.,  n.  28. 

(3)  El  decreto  de  la  Congregación  VIII  dice  que  lo  pidieron  11  provincias.  En  ol 
tomo  De  pileo  FF.  Coadj.,-n.  33,  hay  una  relación  anónima  de  aquellos  días  con  esto 
título:  "Quo  pacto  formatiim  fimrit  decretunt  ocfaoae  CongrcgnUonis  da  pilco  clericali  coadjn- 
toribiis  adimsndo.i 


CAP.    XIII. — BONETE   DE   LOS   HERlfANOS    COADJUTORES  299 

para  cosa  de  momento.  Ahora  se  le  mandó  hacerla  de  nuevo,  sin 
duda  para  ilustrar  la  discusión  que  luego  se  debía  emprender.  Según 
nos  cuenta  el  mismo  Lancicio  (1),  recogió  todos  los  datos  que  hemos 
citado  al  principio  de  este  capítulo,  y  los  presentó  al  P.  Juan  Gui- 
llermo Calaverone,  secretario  de  la  Congregación  general  VIH.  Ha- 
biéndose enterado  éste  y  sus  dos  socios  de  lo  que  contenían  los  do- 
cumentos, lo  comunicaron  con  el  P.  General,  y  éste  ordenó  que 
todos  aquellos  escritos  antiguos  se  depositasen  sobre  la  mesa  de  la 
Congregación,  para  que  todos  los  Padres  congregados  pudieran  leer- 
los a  su  sabor. 

Otra  diligencia  importante  hicieron  los  Padres,  y  fué  comunicar 
el  negocio  con  el  Papa  Inocencio  X.  Escarmentados,  sin  duda,  con  lo 
que  había  sucedido  treinta  años  antes  con  Paulo  V,  quisieron  asegu- 
rarse las  espaldas,  informando  al  presente  Pontífice.  Inocencio  X 
entró  de  lleno  en  las  ideas  de  la  mayoría  de  los  Padres,  juzgó  que  a 
todo  trance  debía  suprimirse  el  bonete  de  los  coadjutores,  y  ofreció 
extender  un  breve  mandando  suprimirlo  (2). 

Asegurados  por  este  lado,  emprendieron  la  discusión  los  Padres 
de  la  VIII  Congregación  general,  pero  adoptaron  un  medio  de  dis- 
cutir nunca  usado  hasta  entonces  en  la  Compañía,  y  que  no  sabemos 
si  después  se  ha  repetido  en  ningún  otro  negocio  particular.  Te- 
miendo, no  sin  razón,  que  por  descuido  de  alguno  se  llegase  a  des- 
cubrir quiénes  habían  votado  por  la  supresión  del  bonete,  y  lo  supie- 
sen los  Hermanos  coadjutores,  determinaron  que  la  discusión  se  hi- 
ciese por  escrito  y  la  votación  con  votos  secretos.  Así  se  ejecutó. 
Primero  los  Padres  de  la  Comisión  que  examinaba  este  punto,  y  des- 
pués todos  los  Padres  congregados,  escribieron  su  parecer  sobre  el 
presente  negocio  y  lo  presentaron  sin  ñrma. 

El  P.  Secretario  recogió  todos  los  pareceres,  y  uno  tras  otro  los 
leyó  en  voz  alta  en  presencia  de  toda  la  Congregación.  Oídas  las  ra- 
zones de  todos  lo&  presentes,  procedióse  a  la  votación,  que  fué  tam- 
bién secreta,  y  viniéndose  a  contar  los  votos,  se  halló  que  de  los  SH 
Padres  congregados,  59  pedían  la  supresión  del  bonete,  y  sólo  26  se 
oponían  a  ella  (3).  Entonces  se  redactó  el  decreto  siguiente:  «Once 
Provincias  y  muchos  Padres  profesos,  privadamente,  pidieron  a  esta 


(1)  De  officio  laicorum  in  religione,  C.  25. 

(2)  De  píleo  FF.  Coadj.,  n.  18.  Exposüdatin  de  Frafribus  Coadjiítoribus.  Véase  en  el  mis- 
mo tomo,  n.  34,  la  carta-circular  del  P.  Carafa. 

(3)  Estos  números  los  da  la  relación  anónima  citada  anteriormente.  (De  jñlm 
FF.  Coadj.,  n.  33.) 


;3Ü0  LIB.   I. — LAS   CUATKO   PROVINCIAS   DE   ESPAÑA,    1615-1652 

Congregación,  que  el  decreto  27  de  la  Congregación  general  VII  so- 
bre el  bonete  de  los  coadjutores,  no  solamente  se  confirmase  y  ro- 
busteciese en  la  presente  Congregación,  sino  que  absolutamente  se 
ejecutase.  Habiéndose  referido  esto  y  escuchado  primero  el  parecer 
de  algunos  Padres  comisionados,  que  por  escrito  expusieron  las  ra- 
zones en  pro  y  en  contra,  so  preguntó  si  sería  conveniente  determi- 
nar este  negocio  con  sufragios  secretos,  o  si  debería  discutirse  en  la 
forma  ordinaria,  diciendo  de  palabra  cada  uno  su  parecer.  Deter- 
minó la  mayoría,  que  por  justas  causas  se  determinase  la  cuestión 
con  sufragios  secretos.  Como  después  de  esta  resolución  insistiesen 
algunos  Padres  en  que  antes  de  determinar  con  sufragios  secretos  un 
negocio  tan  grave  se  presentasen  las  razones,  o,  por  lo  menos,  para 
que  nunca  pudiera  constar  lo  que  cada  uno  hubiera  juzgado  en  el 
presente  negocio,  se  adujesen  por  escrito,  y  sin  nombre  del  escri- 
tor se  ofreciesen  al  P.  Secretario,  para  que  lo  leyese  en  la  Congrega- 
ción, resolvióse  que  dentro  de  tres  días  presentase  cada  uno  por  es- 
crito su  parecer.  Transcurrido  este  plazo,  y  habiéndose  leído  todas 
las  razones  en  pro  y  en  contra,  se  determinó  por  votos  secretos,  con 
mayoría  de  las  dos  terceras  partes,  que  se  observase  y  ejecutase  el 
decreto  27  de  la  Congregación  general  VII.» 

Tal  fué  la  resolución  final  que  terminó  este  prolijo  negocio.  Co- 
municóse el  decreto  a  Su  Santidad,  y  éste  lo  dio  a  examinar  a  una 
Congregación  de  Cardenales  y  Preladosj  para  ver  si  convenía  confir- 
marlo con  autoridad  apostólica.  Oído  el  parecer  de  los  consultores, 
juzgó  Inocencio  X  que  debía  confirmarlo  con  un  breve,  y  así  lo  co- 
municó el  P.  Vicente  Carafa  a  todas  las  provincias  (1).  Añadió  en  su 
circular,  que  los  Superiores  procurasen  mostrar  particular  amor  a 
los  Hermanos  coadjutores  que  se  mostrasen  dóciles,  y  si  alguno  se 
rebelaba  contra  el  decreto,  se  le  advirtiese  que  incurriría  en  exco- 
munión. Esta  firmeza  obtuvo  el  resultado  apetecido.  Hubo,  claro  está, 
vivo  sentimiento  en  muchos  Hermanos  coadjutores.  Los  de  la  pro- 
vincia de  Ñapóles,  sobre  todo,  hicieron  extremos  de  dolor,  cuando 
supieron  el  decreto  de  la  Congregación  y  el  apoyo  decidido  que  le 
prestaba  Su  Santidad  (2).  Hubo  algunos  casos  de  rebeldía,  que  fué 
necesario  castigar  severamente;  pero,  gracias  a  Dios,  se  venció  la  di- 
ficultad, y  poco  a  poco  los  coadjutores  se  conformaron  con  la  ley 
establecida. 


(1)  Véase  su  carta-circular  citada  más  arriba. 

(2)  De  pilco  FF.  Coadj.,  n.  35. 


LIBRO  SEGUNDO 

Provincias    de    Ultramar. 


CAPÍTULO  PRIMERO 


LA  PROVINCIA  DE  MÉJICO   DESDE    1615    HASTA    1652 

Sumario:  1.  Número  de  sujetos  en  esta  época. — 2.  Fundaciones  hechas  en  estos  años. — 
3.  Serie  de  Provinciales  y  carácter  de  cada  uno. — 4.  Visitadores.  —  5.  Ministerios 
ordinarios  con  los  prójimos.— 6.  Faltas  ordinarias:  el  chocolate. — 7.  Indicios  de  un 
proceso  inquisitorial.— 8.  Estado  económico  de  la  provincia  a  mediados  del  si- 
glo XVII. 

Fuentes  contemporáneas:  1.  Epistolue  Generulium.—2.  LUterae  anwuae.—Z.  Acia  Congregatio- 
tiiiiii  provi>icialiu)ii.—é.  Mexicana.  Catalogi.—5.  Mexicana.  Historia,  II.— 6.  Documentos  del  Ar- 
chivo de  Indias. 

1.  Empezaremos  nuestra  historia  en  Ultramar  por  la  provincia 
de  Nueva  España,  como  lo  hicimos  en  el  tomo  anterior.  Esta  provin- 
cia continuó  como  en  tiempo  del  P.  Aquaviva,  dividida,  por  decirlo 
así,  en  dos  campos  de  acción  bien  diferentes.  En  el  centro  de  Nueva 
España  dirigía  colegios,  predicaba  a  los  españoles,  publicaba  libros 
y  ejercitaba  todos  los  ministerios  espirituales  con  los  prójimos.  En 
las  regiones  septentrionales  conquistaba  tribus  salvajes  para  la  Igle- 
sia, iluminando  con  la  luz  del  Evangelio  las  nuevas  naciones  de  in- 
fieles. Dividiremos  en  la  narración  estas  dos  partes,  reservando  para 
el  fin  el  hecho  excepcional  que  ocurrió  a  mediados  del  siglo  XVII, 
y  ha  tenido  tanta  resonancia  en  el  mundo,  cual  es  la  controversia  con 
Palafox. 

A  la  muerte  del  P.  Aquaviva  en  1615,  el  número  de  los  jesuítas 
en  Méjico,  según  consta  por  las  anuas  de  aquel  año,  era  de  316.  Como 
en  las  provincias  de  España,  hubo  en  aquélla  un  ligero  crecimiento 
en  los  primeros  años  del  P.  Vitelleschi.  En  1616  subió  el  número 


;jU2  LIB.    li. — I'KOVINCIAS   DE   ULTKAMAK 

a  349,  porque  entonces  recibió  un  refuerzo  respetable  con  los  misio- 
neros que  llevó  de  Europa  el  P.  Arnaya.  Bajó  un  poco  el  número  en 
los  dos  años  siguientes,  pero  luego  subió  algún  tanto  hasta  llegar 
en  1622  a  419.  Este  es  el  número  más  alto  que  leemos  en  todas  las 
cartas  anuas  y  catálogos  en  la  primera  mitad  del  siglo  XVII.  En  los 
ocho  años  siguientes  hubo  un  ligero  descenso;  pero  después  subió 
algún  tanto  La  provincia,  y  en  las  dos  décadas  de  1630  a  1650  obser- 
vamos que  se  mantuvo  estacionaria,  contando  unos  380  sujetos,  poco 
más  o  menos.  En  los  tres  años  siguientes,  a  la  mitad  del  siglo,  hubo 
un  ligero  descenso,  pues  el  año  1651  eran  342,  y  en  el  catálogo 
del  1653  vemos  el  número  de  366  (1). 

Es  de  advertir  que  el  aumento  de  la  provincia  se  debió  casi  ex- 
clusivamente a  las  vocaciones  que  brotaron  en  el  país.  La  provincia 
de  Méjico  y  la  del  Perú,  como  situadas  en  las  regiones  donde  la  po- 
blación española  era  más  densa,  podían  bastarse  casi  a  sí  mismas,  sin 
necesidad  de  pedir  misioneros  a  Europa.  Sin  embargo,  en  algunas 
ocasiones,  atendida  la  extensión  de  las  conquistas  espirituales  que  se 
hacían  en  el  Norte,  la  provincia  de  Nueva  España  se  vio  obligada  a 
pedir  auxilio,  y  fué  atendida,  concediéndosele  algunos  misioneros. 
Bien  necesarios  eran  para  la  vastísima  obra  que  estaba  sosteniendo 
la  provincia  al  Norte  del  virreinato,  en  regiones  casi  desconocidas 
hasta  entonces. 

2.  Como  se  aumentó  el  número  de  sujetos,  creció  también  algún 
tanto  el  de  domicilios.  El  primero  que  debemos  mencionar  es  el  co- 
legio de  Mérida,  en  Yucatán,  cuya  fundación  había  empezado  en  1605. 
Durante  varios  años,  como  ya  lo  referimos  en  el  tomo  anterior,  el 
P.  Aquaviva  había  rehusado  aceptar  esta  fundación,  aunque  vivían 
habitualmente  dos  Padres  en  la  ciudad,  como  en  residencia;  pero 
creciendo  cada  día  más  el  deseo  del  Sr.  Obispo,  del  Ayuntamiento 
y  de  los  principales  vecinos  de  Mérida,  y  ofreciendo  alguna  renta, 
aunque  parecía  algo  corta,  juzgaron  nuestros  Padres  que  convenía 
establecerse  firmemente  en  una  ciudad  que  tan  ansiosamente  nos 
deseaba.  La  Congregación  provincial  de  1613  suplicó  al  P.  General 
que  se  admitiese  esta  fundación.  La  súplica  llegó  algo  tarde  para 
que  la  pudiera  despachar  el  P.  Aquaviva.  Fué  presentada  a  su  suce- 
sor el  P.  Vitelleschi,  el  cual,  en  5  de  Febrero  de  1616,  mandó  resuel- 
tamente que  no  saliesen  los  Nuestros  de  Mérida,  sino  que  procurasen 


(1)    Todos  los  números  citados  en  este  párrafo  los  turnamos  de  las  cartas  anuas  y  d*í 
tres  llamados  Catalogua  rerum,  que  so  conservan. 


CAP.   I. — LA   I'UOVIXCIA   DE   MÉJICO,    1G15-1G52  303 

asentar  aquel  colegio  (1).  El  capitán  Martín  de  Palomar  ofreció  una 
dotación,  y  fué  admitida,  primero,  por  el  Provincial  de  Méjico,  y 
más  adelante,  el  20  de  Abril  de  1620,  por  el  P.  General.  Desde  en- 
tonces funcionó  con  regularidad  el  colegio  de  Mérida,  aunque  fue- 
ron pocos  los  sujetos  que  lo  habitaron.  Sólo  había  un  maestro  de 
gramática,  otro  de  casos  de  conciencia  y  un  Padre  dedicado  a  la  pre- 
dicación. Algunos  años  más  adelante  vemos  otro  Padre  enseñando 
filosofía,  pero  no  creemos  que  fuese  muy  permanente  la  enseñanza 
de  esta  ciencia  en  aquella  ciudad. 

En  1618  se  efectuó  otra,  que  no  sabemos  si  llamar  fundación  o 
restauración.  Ya  recordará  el  lector,  si  ha  pasado  los  ojos  por  nues- 
tro tomo  IV  (2),  que  en  el  año  1583  la  Compañía  entregó  al  Ayunta- 
miento de  Méjico  el  pequeño  colegio  de  San  Pedro  y  San  Pablo, 
que  se  había  fundado  en  1574  y  solía  estar  dirigido  por  un  Padre  de 
la  Compañía  o  por  un  sacerdote  seglar.  Puesto  en  manos  de  segla- 
res y  sin  ninguna  dependencia  de  los  jesuítas,  el  pobre  colegio  fué 
deca3'endo  de  día  en  día,  y  muchas  personas  celosas  de  la  gloria  de 
Dios  y  de  sostener  la  enseñanza  en  la  capital,  proponían  que  volviese 
aquel  colegio,  con  todas  sus  rentas,  a  manos  de  la  Compañía.  No  sa- 
bemos cuántos  eran  los  caudales  que  tenía.  El  Ayuntamiento  lo  ha- 
bía puesto  bajo  el  patronato  de  Su  Majestad;  pero  ignoramos  si  cre- 
ció o  disminuyó  económicamente  por  esta  augusta  protección  que 
se  le  concedió.  Andando  el  tiempo  creció  el  deseo  de  restituir  la 
institución  a  los  jesuítas,  y,  tratándolo  con  nuestro  Provincial,  se 
determinó  por  fin  juntar  este  colegio  con  el  seminario  de  San  Ilde- 
fonso que  nosotros  teníamos  en  la  capital  de  Nueva  España.  El  día  17 
de  Enero  de  1618,  en  presencia  del  Virrey,  Marqués  de  Guadalcázar; 
del  Fiscal  de  la  Audiencia,  Juan  Suárez  de  Ovalle;  de  nuestro  P.  Pro- 
vincial, Nicolás  de  Arnaya,  y  del  P.  Diego  Larios,  Rector  del  semi- 
nario de  San  Ildefonso,  leyéronse  con  toda  solemnidad  las  capitula- 
ciones acordadas  por  ambas  partes.  Su  Majestad  entregaba  a  la 
Compañía  la  dirección  del  colegio  de  San  Pedro  y  San  Pablo  y  las 
rentas  que  poseía,  para  que  viviese  perpetuamente  unido  al  semi- 
nario de  San  Ildefonso.  En  cambio  exigía  que  se  sustentasen  con  las 
rentas  del  colegio  doce  colegiales,  que  serían  propuestos  por  el 
Virrey,  y  se  añadió  cierto  capítulo  para  formalizar  este  nombra- 


(1)    Acta  Gong.  Prov.  Mexicana,  1616.  Véanse  las  i-espuestas  dadas  por  el  P.  General 
al  P.  Nicolás  de  Arnaya,  procurador,  el  5  de  Febrero  de  1616. 
(•2)    Véase  la  pág.  390. 


304:'  LIÜ.    11.— PROVINCIAS   DE   ULTEAMAR 

miento  (1).  Desde  aquel  punto  continuó  el  colegio  incorporado  a 
nuestro  seminario,  y  no  sabremos  decir  si  ganó  o  perdió  la  Compa- 
ñía con  esta  unión  de  ambos  establecimientos. 

Algún  tiempo  después  hubo  quejas  de  que  las  rentas  del  colegio 
eran  del  todo  insuficientes  para  sustentar  los  doce  colegiales.  For- 
móse un  expediente,  proponiendo  que  las  doce  becas  reales  se  reba- 
jaran al  número  de  cuatro,  por  la  gran  disminución  que  habían  pa- 
decido las  rentas.  Añadióse  después  la  condición  de  que  de  las  cuatro 
becas,  dos  se  dieran  por  oposición  (2).  Fueron  pasando  los  años,  y 
en  1653  nos  encontramos  con  esta  circunstancia  algo  peregrina:  se 
menciona  en  nuestros  domicilios  al  seminario  de  San  Ildefonso,  pero 
el  colegio  máximo  de  Méjico,  que  antes  era  simplemente  colegio 
Mejicano,  empieza  a  denominarse  colegio  máximo  de  San  Pedro  y 
San  Pablo  (3).  ¿Significaría  esto  que  los  restos  de  las  rentas  de  aquel 
pobre  colegio  pasaron  a  nuestro  colegio  máximo?  Hasta  ahora  no  lo 
hemos  podido  averiguar. 

Casi  al  mismo  tiempo  obtuvo  el  noviciado  de  Tepozotlán  un  sub- 
sidio, que  algunos  llamaban  dotación  del  colegio.  Fué  el  caso  que 
en  Tepozotlán,  donde  vivían  nuestros  Padres,  había  un  párroco,  como 
en  todos  los  pueblos;  pero  muchas  personas  empezaron  a  quejarse 
de  que  el  tal  párroco  no  hacía  nada  y  sería  mejor  que  se  retirase  de 
allí,  pues  los  Padres  de  la  Compañía  desempeñaban  cumplidamente 
los  ministerios  espirituales  de  que  el  pueblo  podía  necesitar.  Hubo 
algunos  debates,  ya  en  presencia  del  Sr.  Arzobispo,  ya  del  Virrey 
de  Méjico,  pero  al  fin  se  resolvió  en  que  se  suprimiera  el  curato  de 
Tepozotlán,  y  en  que  las  rentas  de  esta  parroquia  se  aplicasen  al  sus- 
tento de  los  novicios  de  la  Compañía  de  Jesús.  Así  se  hizo  en  el  año 
de  1618  (4). 

En  aquel  mismo  año  empezaron  los  proyectos  de  dos  fundacio- 
nes, que  al  fin  no  llegaron  a  realizarse.  A  petición  de  algunos  amigos 
de  la  Compañía,  fueron  mandados  a  predicar  en  Nicaragua  dos  Pa- 


(1)  El  acta  notarial  de  este  hecho  se  conserva  en  Sevilla,  Archivo  de  Indias,  58-3-18. 
Fué  reproducida  por  el  P.  Alegre  en  el  t.  II  de  su  Historia,  pág.  96  y  sigs. 

(2.)  Los  documentos  de  donde  sacamos  estas  noticias  se  hallan  en  Santiago  de 
Chile,  Bibl.  Nacional,  Jesuítas,  Méjico,  103.  En  este  tomo,  formado  por  documentos  del 
año  1774,  hay  un  grueso  cuaderno  de  72  folios,  donde  se  contienen  varios  documen- 
tos antiguos.  Entre  ellos  un  ejemplar  del  acta  notarial  citada  anteriormente,  y  además 
el  Expediente  formado  sobre  que  las  doce  becas  reales  se  rebajaran  al  niimero  de  cuatro  por  la 
disminución  de  las  rentas.  A  este  documento  sigue  un  Despacho  para  que  dos  becas  reales 
sean  de  oposición-. 

(3)  Véase  el  Catalogtis  rcnmt  que  luego  copiamos. 

(4)  Véanse  los  documentos  publicados  por  el  P.  Alegre,  t.  II,  pág.  103  y  sigs. 


CAP.    I. — LA    I'KOVI-NCIA    DE    MÉJICO,    1(51  r)-l<j;j2  305 

dres  de  la  Compañía.  Envíeseles  solamente  por  vía  de  misión  y  su- 
poniendo que  después  de  trabajar  apostólicamente  algunos  meses  en 
los  principales  pueblos  de  aquel  país,  se  volverían  al  colegio  de  Gua- 
temala o  a  otro  domicilio  de  la  provincia  mejicana.  Los  Padres  en- 
viados se  fijaron  principalmente  en  la  ciudad  de  Granada,  y  desde 
allí  extendieron  su  celo  apostólico  a  otras  regiones.  Despertáronse 
deseos  de  fundar  casa  de  la  Compañía  en  Nicaragua,  pero  como  vie- 
sen los  Superiores  que  no  se  ofrecían  medios  de  establecer  sólida- 
mente ningún  colegio  ni  residencia,  después  de  muchas  cartas  y 
respuestas,  enviaron  la  orden  por  fin,  en  1621,  de  que  volvieran 
los  Padres  al  centro  de  la  provincia.  Sintieron  esta  determinación 
los  habitantes  de  Granada,  y  el  Ayuntamiento  envió  una  fervorosa 
súplica  pidiendo  que  permaneciesen  allí  los  Padres  (1).  Fué  enviado 
desde  Méjico  el  P.  Luis  de  Molina,  para  enterarse  de  las  condiciones 
del  negocio.  Era  este  Padre,  a  lo  que  podemos  entender,  dotado  de 
gran  celo  apostólico,  pero  de  poco  sentido  práctico.  No  sabemos  por 
qué  razones  se  entusiasmó  con  la  fundación  de  Granada,  y  además 
juzgó  conveniente  admitir  otra  que  ofreció  un  eclesiástico  rico  en 
Realejo,  pueblo  de  la  costa  del  Pacífico,  El  eclesiástico,  llamado  An- 
tonio de  Grijalba,  ofrecía  una  cantidad  bastante  regular  para  fundar 
colegio. 

Comunicóse  el  negocio  con  nuestro  P.  General,  y  aunque  éste  no 
lo  veía  tan  fácil,  y  la  fundación  no  parecía  muy  copiosa,  sin  em- 
bargo, atendiendo  a  la  necesidad  espiritual  del  país  y  a  la  inclina- 
ción que  observó  en  el  Provincial  de  Méjico,  aceptó  la  fundación  y 
envió  la  patente  de  Fundador  al  Sr.  Antonio  de  Grijalba  (2).  Con 
estos  principios  creció  el  entusiasmo  del  P.  Luis  de  Molina,  y  él  y 
algunos  otros  concibieron  la  idea  de  que  pronto  se  podría  fundar 
hasta  una  viceprovincia  en  Centro-América  (3).  No  tardaron  en  des- 
vanecerse tan  risueñas  ilusiones.  Llegando  a  la  ejecución  del  nego- 
cio, sucedió  que  Antonio  de  Grijalba  no  dio  lo  que  había  prometido. 
Por  otra  parte,  ni  en  Granada  ni  en  Realejo  se  abría  camino  para 
ninguna  fundación  estable.  Los  pocos  Padres  que  allí  había,  trabaja- 
ron algunos  años,  lo  mejor  que  pudieron,  en  provecho  espiritual 
del  prójimo,  pero  vivían  siempre  de  limosnas  eventuales  que  reci- 
bían de  los  vecinos.  Esta  incertidumbre,  que  se  iba  continuando  in- 


(1)  La  copia  el  P.  Alegre,  t.  ir,  pág.  l:!0. 

(2)  Mexicana.  Epist.  Gen.  A  Arnaya,  Pi-ovincial,  20  Abril  1621. 

(3)  AlgUQas  veces  se  menciona  esta  idea  en  las  cartas  del  P.  Vitelleschi,  sin  dar] 
nunca  importancia.  Véase  al  P.  Alegro,  on  el  t.  II,  páginas  130-13'!. 

20 


306  I-IB-    II. — PROVINCIAS    1>K    ULTKAMAK 

deftnidamente,  obligó  a  los  Superiores  a  levantar  aquellos  dos  do- 
micilios. Durante  algún  tiempo  hubo  resistencia  en  las  personas 
buenas,  como  se  deja  suponer,  pero  al  fin  el  P.  Diego  de  Sosa,  que 
llegó  por  Visitador  de  la  provincia  de  Méjico  en  1628,  dio  un  golpe 
decisivo  y  retiró  de  Nicaragua  a  los  pocos  jesuítas  que  vivían  en 
Granada  y  en  Realejo  (1). 

Con  mejor  fortuna  se  empezaron  por  entonces  otras  dos  funda- 
ciones, una  en  1623,  en  San  Luis  de  Potosí  (2),  y  otra  en  1625,  en  la 
ciudad  de  Querétaro  (3),  Ambos  colegios  lograron  bastante  cómoda 
fundación,  y  perseveraron  con  vida  próspera  en  la  antigua  provincia 
mejicana. 

En  el  mismo  año  1625  abrió  la  Compañía  un  nuevo  domicilio  en 
la  ciudad  de  Puebla.  El  ilustre  prelado  Ildefonso  de  la  Mota,  siem- 
pre devotísimo  de  la  Compañía,  celoso  como  pocos  del  bien  espiri- 
tual de  sus  ovejas,  y  generosísimo  en  remediar,  no  solamente  las  ne- 
cesidades de  los  pobres,  sino  también  en  instituir  obras  pías  que  per- 
petuasen los  efectos  de  su  caridad,  fundó  un  seminario  en  la  ciudad 
de  Puebla,  cuya  dirección  entregó  a  la  Compañía.  Deseaba  que  en 
él  se  enseñasen  las  ciencias  sagradas,  y  para  esto,  por  Enero  de  1625, 
hizo  la  escritura  entregando  a  la  Compañía  la  cantidad  competente, 
con  la  cual  desde  luego  empezó  a  funcionar  con  toda  regularidad 
el  colegio  de  San  Ildefonso,  como  se  le  llamó,  en  recuerdo  de  su 
fundador  (4).  De  este  modo  la  Compañía  tuvo  desde  entonces  en  Pue- 
bla tres  colegios:  el  primitivo  del  Espíritu  Santo,  el  pequeño  con- 
victorio de  San  Jerónimo,  y  este  otro,  que  se  llamó  más  bien  semina- 
rio de  San  Ildefonso. 

También  merece  alguna  mención  el  noviciado  que  con  la  advo- 
cación de  Santa  Ana  se  abrió  en  la  misma  capital  de  Méjico  (5), 
Aunque  estaba  tan  cerca  el  de  Tepozotlán,  que  sólo  dista  de  la  capi- 
tal unos  40  kilómetros,  pero  se  conoce  que  allí,  como  en  España, 
procuraban  nuestros  Padres  acercar  el  noviciado  a  los  grandes 
centros  de  enseñanza,  donde  podían  despertarse  más  fácilmente  vo- 
caciones religiosas.  Como  en  Toledo  se  acercó  el  noviciado  ala  Uni- 


(1)  Mexicana.  Epiat.  Gen.  A  Sosa,  visitador,  15  Agosto  1629.  Aprueba  el  haber  supri- 
mido los  domicilios  dft  Granada  y  Realejo,  y  encárgale  redactar  informe  jurídico  de 
que  el  fundador  de  Realejo  no  dio  lo  que  había  prometido. 

(2)  Para  más  pormenores,  véase  al  P.  Alegre,  t.  II,  pág.  142. 
(:i)    IhicL,  pág.  161. 

(4)  Véase  al  P.  Alegre,  t.  II,  pág.  155. 

(5)  Ya  se  le  menciona  como  domm  inchoata  en  el  catálogo  de  1626, 


CAÍ'.   I.— LA   PKOVINCIA   DE   MÉJICO,   1G15-1G32  307 

versidad  de  Alcalá,  así  querrían  indudablemente  los  Padres  de  Mé- 
jico tener  cerca,  y  como  quien  dice  a  la  vista  de  la  capital,  el  novi- 
ciado de  la  Compañía. 

Bueno  será  mencionar  el  pensamiento  que  hubo  de  fundar  en 
Honduras  y  en  Tehuacán,  pero  ambas  fundaciones  no  dieron  por  en- 
tonces ningún  resultado. 

Citaremos,  finalmente,  como  fundaciones  nuevas  la  transforma- 
ción que  se  hizo  de  residencia  en  colegio,  primero  en  Zacatecas,  y 
después  en  la  célebre  residencia  de  Veracruz.  Este  segundo  colegio 
debió  su  dotación  a  cierta  hacienda  que  donó  a  la  Compañía  el  ecle- 
siástico de  Puebla  D.  Fernando  de  la  Serna.  Este  donativo  dio  oca- 
sión a  un  molestísimo  pleito  que  sostuvo  largos  años  la  Compañía 
con  la  catedral  de  Puebla  por  la  cuestión  de  los  diezmos. 

Resumiendo  las  fundaciones  hechas  y  las  que  ya  existían  en  la 
provincia,  observamos  una  circunstancia  que  nos  parece  algo  repa- 
rable, y  es  que  el  número  de  domicilios  era  muy  grande  si  se  com- 
para con  el  número  total  de  los  sujetos  que  formaban  la  provincia. 
En  el  catálogo  de  1623  observamos  que  había  28  domicilios.  Muchos 
parecen  para  una  provincia  que  apenas  contaba  400  sujetos.  De  aquí 
resultó  que  muchos  de  esos  colegios  tenían  poca  vida,  y  estaban  re- 
ducidos a  un  maestro  de  gramática  y  otro  de  moral,  con  un  predica- 
dor y  dos  o  tres  coadjutores. 

3.  Si  consideramos  ahora  los  Superiores  que  gobernaron  la  pro- 
vincia de  Méjico  en  toda  esta  época,  hallamos  hombres  ciertamente 
notables  por  su  virtud,  pero  de  carácter  bastante  diverso  entre  sí.  Al 
advenimiento  del  P.  Vitelleschi  estaba  al  frente  de  la  provincia  el 
P.  Rodrigo  de  Cabredo,  que  ya  había  gobernado  la  del  Perú,  y  siem- 
pre se  había  distinguido  por  su  grave  espíritu  y  gran  prudencia,  por 
lo  cual  era  mirado  como  ejemplo  de  perfecto  Superior.  En  1616  dejó 
la  provincia  en  manos  del  P.  Nicolás  de  Arnaya,  y  dos  años  después, 
siendo  enviado  a  Roma  como  procurador  de  la  provincia,  murió  en 
el  colegio  de  Chamberí  antes  de  llegar  al  término  de  su  viaje,  f^n  1618. 
Fué  muy  sentida,  así  en  Europa  como  en  América,  la  muerte  de  este 
Padre,  que  sólo  contaba  cincuenta  y  ocho  años  y  aun  podía  prestar 
importantes  servicios  a  la  Compañía. 

El  P.  Arnaya,  que  había  llevado  una  buena  expedición  de  misio- 
neros a  Méjico,  fué  Provincial  de  1616  a  1622,  y  promovió  eficaz- 
mente las  empresas  de  la  provincia,  aunque  algunos  le  notaron  de 
que  disimulaba  ciertas  faltas  y  mostraba  en  su  persona  un  defecto 
que   vemos  advertido  en  ciertos  Provinciales  del  Nuevo  Mundo. 


308  LIK.    II. — PKOVIXCIAS   DE    ULTKAMAR 

Como  en  aquellas  tierras,  tan  apartadas  del  centro  de  la  Iglesia,  el 
P.  Provincial  era  la  suprema  autoridad  de  los  jesuítas,  que  podían 
ver  las  ciudades  y  los  pueblos,  poco  a  poco  se  había  introducido  la 
costumbre  de  prestarles  unos  honores  desusados  en  Europa,  y  que 
más  parecían  propios  de  Obispos  que  de  Superiores  religiosos.  Intro- 
dújose  sin  sentir  el  adornarles  con  cierto  lujo  y  esplendor  los 
aposentos,  el  recibirles  con  mucho  aparato  cuando  entraban  en  las 
ciudades,  y  otras  demostraciones  de  honra  que  allí  parecían  natura- 
les, pero  que  en  Europa  se  juzgaban  excesivas.  El  P.  Vitelleschi  hubo 
de  avisar  sobre  esto  al  P.  Arnaya,  para  que  enmendase  el  exceso,  si 
es  que  lo  había  (1). 

Sucedióle  en  el  provincialato  el  P.  Juan  Lorenzo,  quien  gobernó 
la  provincia  de  1622  a  1628.  También  a  este  Padre  se  le  notó  alguno 
de  los  defectos  del  anterior,  y,  sobre  todo,  le  reprendió  el  P.  Gene- 
ral por  la  demasiada  blandura  y  condescendencia  que  mostraba  con 
los  subditos,  «Casi  todas  las  cosas,  le  escribía  Vitelleschi,  que  me  avi- 
san acerca  del  gobierno  de  V.  R.  y  del  estado  de  la  provincia  en  lo 
espiritual  se  viene  a  reducir  a  que  V.  R.  es  demasiadamente  blando, 
y  que  condesciende  sobrado  con  los  subditos,  y  que  así  las  faltas  han 
crecido  y  van  creciendo  más,  y  se  ve  mucha  libertad  en  no  pocos. 
Esta  queja  es  muy  universal,  pues  apenas  hay  persona  de  las  anti- 
guas y  celosas  del  bien  de  la  provincia,  que  no  la  tenga  y  clame  por 
el  remedio...  Vuelvo  a  pedir  a  V.  R.,  encargándole  la  conciencia,  que 
enmiende  con  todas  veras  el  descuido  que  en  esto  hubiere  tenido,  y 
que  en  su  gobierno  puramente  ponga  la  mira  en  el  mayor  servicio 
de  Nuestro  Señor  y  bien  de  nuestra  perfecta  observancia,  sin  dejarse 
llevar  demasiado  del  afecto  de  dar  gusto  y  tener  contentos  los  suje- 
tos, y  haga  V.  R.  de  esto  especial  estudio  y  traiga  examen  particular 
sobre  ello,  que  muy  bien  será  empleada  cualquiera  diligencia  en 
orden  a  cosa  que  tanto  importa»  (2). 

Cuando  iba  a  terminar  su  provincialato  el  P.  Juan  Lorenzo,  la 
Congregación  provincial  de  Méjico  pidió  al  P.  Vitelleschi  que  se 
dignase  nombrar  Provincial  cada  tres  años,  como  se  hacía  en  las  pro- 
vincias de  Europa  (3).  Porque  es  de  saber  que  hasta  entonces,  sin 
haberse  establecido  nunca  regla  fija,  era  costumbre  señalar  los  Pro- 
vinciales ultramarinos  para  un  plazo  de  seis  años,  poco  más  o  menos. 


(1)     Mexicana.  Epist.  Gen.  A  Arnaya,  7  Setiembre  1621. 
(2;    Ibicl.  A  Lorenzo,  16  Noviembre  1626. 
<3)     Aeta  Cony.  Prov.  Mexicana,  1627. 


CAP.   I. — LA   PKOVIXCIA  DE  JrKJICO,   lGl."i-]f.r)2  309 

Así  lo  habían  observado  el  P.  Mercurián,  el  P.  Aquaviva  y  hasta  ahora 
el  P.  Vitelleschi.  Accedió  a  este  deseo  el  P.  General,  y  desde  enton- 
ces empezó  a  nombrar  Provincial  cada  tres  años.  Al  P.  Juan  Lorenzo 
sucedió  el  P.  Jerónimo  Diez,  que  gobernó  la  provincia  desde  1628 
a  1631 .  Después  entró  a  gobernar  el  P.  Florián  de  Ayerbe,  que  ya 
había  desempeñado  el  mismo  oficio  en  la  provincia  del  Nuevo  Reino 
y  Quito,  y  estaba  muy  bien  acreditado  como  Superior. 

El  provincialato  de  este  hombre  duró  cinco  años  por  un  suceso 
enteramente  inusitado,  que  no  sabemos  si  hasta  entonces  se  había 
visto  en  la  Compañía.  Es  el  caso  que  cuando  fué  nombrado  para  su- 
cederle  el  P.  Luis  Bonifaz,  al  recibir  esta  noticia,  creyó  el  P.  Ayerbe 
que  habría  graves  inconvenientes  en  entregar  el  gobierno  a  un  hom- 
bre, que  le  pareció  defectuoso  y  poco  apto  para  el  oficio.  Consultó 
sus  dudas  con  un  consultor  de  provincia  y  con  otro  Padre,  que  igno- 
ramos quién  fuese,  pero  que  no  tenía  ciertamente  el  cargo  de  con- 
sultor. Tras  esto  resolvió  guardar  oculta  la  patente  de  su  sucesor,  y 
escribir  a  Roma  proponiendo  al  P.  General  que  nombrase  otro. 
Mientras  iba  la  proposición  y  llegaba  la  respuesta  se  pasaron  dos 
años,  y  entretanto  empezó  indirectamente  a  rezumarse  en  la  provin- 
cia la  noticia  de  que  había  otro  Provincial,  y  aun  se  supo  ciertamente 
quién  lo  era,  porque  en  cartas  llegadas  de  Roma  a  Rectores  o  Padres 
graves,  encomendaba  el  P.  Vitelleschi  que  consultasen  este  o  el  otro 
negocio  con  el  P.  Bonifaz,  que  ya  gobernaría  la  provincia.  Terrible 
fué  el  peligro  en  que  puso  a  la  Compañía  el  P.  Ayerbe,  pues  podía 
haber  nacido  una  excisión  intestina,  que  costase  caro  a  la  provincia 
de  Méjico,  Por  la  bondad  de  Dios  no  sucedió  el  más  mínimo  des- 
orden. Los  Padres  graves,  que  entendieron  lo  sucedido,  se  contenta- 
ron con  escribir  al  P.  General  representándole  el  caso,  y  entretanto 
todos  se  callaron  y  siguieron  obedeciendo  con  la  mayor  naturalidad 
al  P.  Florián  de  Ayerbe,  hasta  que  a  los  dos  años  vino  la  resolución 
del  P.  General.  Éste  mandó  que  al  instante  se  publicase  la  patente 
del  P.  Bonifaz,  y  algún  tiempo  después,  deseando  enseñar  al 
P.  Ayerbe,  le  dirigió  la  severa  carta  que  vamos  a  transcribir. 

«Confieso  ingenuamente  a  V.  R.,  dice  el  P.  General,  que  no  qui- 
siera entrar  en  materia  de  Superiores,  porque  he  sentido  tan  viva- 
mente que  haya  suspendido  el  dar  la  patente  a  su  sucesor,  que  no  lo 
podré  fácilmente  significar  con  palabras,  ni  juntamente  lo  que  ha 
lastimado  a  no  pocos  Padres  graves  de  esa  provincia,  de  quienes  he 
recibido  muchas  cartas  sobre  el  punto  que  V.  R.  no  haya  publicado 
el  Provincial  que  envié  nombrado.  Y  si  bien  no  dudo  de  la  sana  in- 


310  I.IB.    ir. — PROVINCIAS   DE   ULTRAMAR 

tención  de  Y.  R.,  y  de  que  no  le  ha  movido  fin  de  proseguir  en  el 
oficio,  ni  otro  afecto  de  ambición,  sin  embargo  de  esto,  con  la  estima 
y  amor  que  tengo  de  V.  R,  en  el  Señor,  y  por  la  claridad  y  verdad 
que  debo  profesar  por  mi  oficio,  me  hallo  obligado  a  decir  a  V,  R. 
que  la  resolución  de  estancar  dicha  patente  y  oficio  fué  muy  errada 
en  sustancia  y  modo.  En  aquélla,  porque  V.  R.  no  tenía  jurisdicción 
para  lo  que  hizo,  ni  debía  entrar  en  lo  que  no  le  tocaba. 

»Las  razones  que  le  movieron  para  no  ejecutar  mi  orden  no  son 
de  peso,  pues  pudiera  presumir  que  siendo  cualidades  habituales  del 
sujeto  nombrado,  tenía  yo  noticia  de  ellas  y  con  todo  le  elegía.  Fuera 
de  que  con  avisarle  V.  R.  de  lo  que  yo  disponía,  cumplía  con  su 
obligación  y  con  la  confianza  que  yo  hacía  de  su  persona,  y  el  asig- 
nado por  Provincial  consideraría  si  tenía  que  proponer  y  reconocer 
en  sí  algún  impedimento  para  no  ejercitar  su  oficio,  que  pudiera  ser 
que  no.  Él  y  no  V.  R.  y  los  dos  con  quienes  lo  consultó,  había  de 
pensar  lo  que  podía  y  le  estaba  a  cuento,  y  por  lo  menos  se  debía 
presumir,  que  para  visitar  las  casas  de  Méjico  y  los  colegios  cercanos 
hallaría  traza  sin  contravenir  a  las  obligaciones  de  su  oficio,  y  en  el 
ínterin  me  podían  proponer  para  que  nombrase  otro...  He  recibido 
no  pocas  cartas  de  lo  mejor  y  más  sano  y  prudente  de  la  provincia, 
en  que  me  significan,  que  la  tal  persona  es  de  las  más  a  propósito  que 
hay  en  esa  provincia  para  Provincial,  argumento  claro  de  que  no 
estaba  tan  imposibilitada  para  ejercitar  su  oficio,  como  V.  R.  la 
hacía. 

»Pero  lo  más  errado  de  la  resolución  y  lo  que  confieso  me  ha  dado 
más  pena,  es  el  modo  con  que  se  ha  procedido.  Pues  cuando  se  du- 
dara si  se  había  de  declarar  o  no  el  que  había  asignado  por  Provin- 
cial, no  lo  había  V.  R.  de  tratar  con  dos  solas  personas,  y  una  de  ellas 
no  consultor  de  Provincia,  de  los  que  yo  tengo  nombrados,  pues 
siendo  el  negocio  que  se  ofrecía  el  más  grave  y  de  mayor  y  de  más 
importancia  que  podía  haber  ni  suceder  en  la  provincia,  razón  era 
que  se  comunicase  con  todos  los  que  yo  tenía  asignados  para  seme- 
jantes casos,  excluyendo  a  la  persona  que  tocaba  el  negocio,  para 
que  no  presumiese  alguno  con  malicia,  que  la  consulta  que  se  hacía 
lo  era  de  manga  y  monipodio,  que  no  pienso  tal  de  ninguna  manera. 
En  ella,  siendo  consulta  plena,  se  podía  tratar  (caso  que  se  juzgaso 
no  podía  entrar  en  su  empleo  el  nombrado)  el  corte  que  se  podría 
dar  y  si  era  bien  abrir  la  nominación  secreta  cansa  mortis. 

»En  conclusión:  notable  resolución  fué  y  a  grandes  riesgos  se 
puso    la   provincia   de   algún    alboroto,   y   de   que   alguno   dijese 


CAP.    I. — LA    PROVINCIA    DE    MÉJICO,    1615-1G52  311 

que  V.  R.  no  era  Provincial  ni  tenía  jurisdicción.  Gracias  a  Dios 
que  hay  en  ella  tanta  religión.  También  es  fuerza  que  V.  R.  se  halle 
muy  embarazado,  porque  por  una  parte  se  ha  empeñado  en  afirmar 
que  con  el  nuevo  gobierno  no  fué  nombrado  Provincial,  y  por  otra 
consta  claro  por  muchas  cartas  que  yo  le  he  enviado,  en  virtud  de  lo 
que  me  había  pedido  la  provincia  en  un  postulado  que  a  los  tres  años 
se  mudase  el  gobierno,  y  en  particular  lo  deseaba  por  el  oficio  de 
Provincial,  y  yo  ofrecí  lo  cumpliría,  como  lo  hice,  y  así  decía  a  uno.s 
que  iba  nuevo  Provincial,  a  otros  que  le  informasen  de  ciertos  pun- 
tos, y  a  otros  que  cumplía  ya  lo  que  la  provincia  había  representado. 
Pues  fuera  justo  que  se  atendiera  el  empeño  y  palabra  que  yo  había 
dado,  la  primera  vez  que  se  ofrecía  cumplirla,  y  el  caso  es  tan  pú- 
blico y  cierto  entre  personas  graves,  que  no  parece  pueden  dudar  de 
él,  si  bien  quedo  muy  edificado  y  obligado  de  la  prudencia  con  que 
se  han  portado. 

»V.  R.  también  hizo  mal  en  no  manifestar  el  segundo  año  (ya 
que  el  primero  juzgó  convenía  no  hacerlo)  el  nombramiento  y 
patente  de  Provincial,  pues  que  supo  las  varias  cartas  que  había  en 
que  se  decía  sin  nombrar  persona  y  era  fácil  disponerlo  con  buena 
ocasión,  cual  era  la  venida  del  nuevo  despacho,  con  que  el  yerro  pa- 
sado se  doraba  y  disimulaba,  y  V.  R.  salía  de  una  grande  confusión  y 
embarazo,  con  el  cual  le  considero,  y  muy  mortificado  con  este  borrón 
que  ha  echado  en  su  gobierno  que,  aunque,  como  dije,  con  buena  in- 
tención, pero  es  fuerza  causarle  mucha  pena.  Yo  la  he  recibido  en 
hallarme  obligado  a  hablar  a  V.  R.  con  esta  claridad;  pero  ha  sido 
necesario,  para  atajar  en  semejantes  ocasiones  tales  inconvenientes  y 
para  que  no  suceda  otra  vez,  Y  juntamente  juzgo  que  para  satisfac- 
ción de  lo  hecho  y  de  la  provincia  y  sus  consultores,  y  para  que 
conste  a  todos  lo  que  se  debía  haber  dispuesto,  que  V.  R.  les  lea  esta 
carta.  Así  se  lo  ordeno  lo  ejecute,  aunque  se  mortifique  algo,  pues  la 
razón  y  el  buen  gobierno  obliga  a  que  se  haga  esta  diligencia,  ya  que 
no  se  hace  en  público,  porque  aún  no  me  consta  lo  sea  en  el  cuerpo 
de  la  provincia»  (1). 


(1)  Mexicana.  Epist.  Gen.  A  Ayerbe,  30  Octubre  1637.  No  estará  de  más  advertir  que 
el  P.  Alegre  (t.  II,  pág.  205)  ha  vuelto  del  revés  este  hecho,  explicando  de  un  modo 
absurdo  e  irracional  la  retención  de  la  patente  que  vino  para  el  P.  Bouifaz.  Oigamos 
sus  palabras:  «Había  ya,  según  parece,  desde  principios  de  este  año  (1637)  tomado  a 
su  cargo  el  gobierno  de  la  provincia  el  P.  Luis  Bonifaz,  habiendo  dado  a  toda  ella  un 
ilustre  ejemplar  de  moderación,  y  de  cuan  lejos  deben  estar  de  toda  ambición  mun- 
dana los  hijos  de  la  Compañía.  Fué  el  caso  que,  conforme  al  postulado  de  la  antece- 
dente Congregación,  N.  M.  R.  P.  G.  Mucio  Vitellesehi,  luego  que  se  cumplieron  los  tres 


312  III!.     II. J'liUVl.NCIA.S    Di:     Ll.iJiA.MAK 

Entró,  pues,  a  gobernar  la  provincia  de  Méjico  el  P.  Luis  de  Bo- 
11  i  faz  en  1637.  En  el  mismo  año,  a  2  de  Noviembre,  se  reunió  Congre- 
gación provincial,  y  se  ve  que  todos  se  hallaban  sumamente  preocu- 
pados por  el  extraño  suceso  que  había  ocurrido,  de  suspender  dos 
años  el  nombramiento  del  Provincial.  El  principal  postulado,  al  cual 
se  subordinan  todos  los  demás,  es  que  el  Provincial  no  pueda  abrir 
las  patentes  de  nombramiento  sino  en  presencia  de  los  Consultores, 
para  que  no  puedan  ocultar  o  cambiar  alguno  de  ellos  a  su  arbi- 
trio (1).  El  P.  Vitelleschi  aprobó  lo  propuesto  por  los  Padres  mejica- 
nos, advirtiendo  que  ya  él  lo  tenía  resuelto  de  su  propio  motivo,  y 
ahora  lo  renueva  imponiendo  precepto.  Al  año  siguiente  dejó  el  go- 
bierno el  P.  Luis  de  Bonifaz,  pues  siguiendo  la  rigurosa  cronología 
de  los  tres  años,  fué  nombrado  en  1638  Provincial  el  P.  Andrés  Pérez 
de  Rivas,  el  conocido  historiador  de  las  Misiones  mejicanas  y  des- 
pués de  toda  la  provincia.  Tres  años  la  gobernó  tranquilamente,  y 
luego  volvió,  nombrado  de  Roma  Provincial,  el  P.  Luis  de  Bonifaz, 
quien  gobernó  la  provincia  de  1641  á  1644.  Al  terminar  su  trienio 
expiró  santamente  en  el  mes  de  Marzo  de  dicho  año. 

Siguióle  el  P.  Francisco  Calderón,  hombre  de  prendas  relevan- 
tes, pero  lio  del  todo  cabal  para  el  puesto  que  ocupaba.  «Era,  decía 
el  P.  Alegre,  hombre  poco  a  propósito  para  las  presentes  circunstan- 
cias, aunque  en  otras  hubiera  sido  muy  apreciable  su  conducta.  Era 
de  un  genio  vivo  y  ardiente,  y  que,  atento  siempre  a  la  justicia  de 
sus  fines  y  rectitud  de  intención  en  lo  que  hacía,  no  atendía  tanto  a 
la  conducencia  y  proporción  de  los  medios»  (2).  A  esta  falta  de  tacto 
en  conducir  los  negocios  se  debió  en  parte,  sin  duda,  la  explosión  del 
Sr.  Palafox,  que  poco  después  ocurrió  en  1647. 

Sucedióle  el  P.  Juan  Bueras,  que  murió  al  empezar  su  gobierno. 
Tras  éste  vino  el  P.  Pedro  de  Velasco,  de  quien  habremos  de  hablar 
largamente  en  la  controversia  con  Palafox.  El  último  Provincial  que 
gobernó  a  Méjico  en  la  época  que  historiamos,  fué  el  P.  Andrés  de 


años  del  provlucialato  del  P.  Florián  de  Ayerbe,  señalado  en  Roma  a  principios  del 
año  1632,  mandó  patente  de  Provincial  al  P.  Luis  Bonifaz.  El  humilde  Padre,  sin  dar 
a  persona  alguna  noticia  de  su  patente,  dejó  correr  todo  el  aiio  de  1635  y  36,  y  hubiera 
dejado  pesar  el  de  37,  si  con  otro  motivo  no  se  hubiera  sabido  de  Roma  su  asignación. 
Descubierto,  hubo  de  rendir  el  cuello  a  yugo  tan  pesado,  con  notable  edificación  de 
toda  la  provincia.»  Mucho  nos  admira  que  un  hombre  tan  sensato  como  el  P.  Alegre, 
admitiese  esta  patraña  pueril,  que  debió  inventarse  para  edificación  de  los  novicios  y 
para  encubrir  la  imprudencia  sin  ejemplo  del  P.  Ayerbe. 

(1)  Acta  Cong.  Prov.  Mexicana,  1637. 

(2)  ?Iist.  (Jo.  la  Comp.  fie  Jesús  en  Nueva  España,  t.  II,  pág.  242. 


CAP.    T.— LA    PROVIXCIA   DE    :MKJI((),   161~j-lv,r,2  313 

Rada,  que  dejó  mucha  memoria  de  sí,  no  solamente  en  esta  provin- 
cia, sino  también  en  casi  todas  las  de  la  América  del  Sur,  que  años 
adelante  recorrió  como  Visitador. 

4.  Además  de  estos  Provinciales,  fueron  enviados  por  el  P.  Vi- 
telleschi  a  Méjico  tres  Visitadores.  El  primero  fué  el  P.  Agustín  Qui- 
rós,  antiguo  Provincial  de  Andalucía,  que  llegó  al  Nuevo  Mundo  en 
el  otoño  de  1622  (1).  Fué  desgraciada  esta  visita,  o,  por  mejor  decir, 
ni  siquiera  pudo  el  P.  Agustín  Quirós  empezarla,  pues  apenas  des- 
embarcó en  Veracruz,  se  sintió  acometido  de  grave  enfermedad,  y 
trasladado  penosamente  a  la  capital,  continuó  dos  meses  siempre  en 
la  cam^,  hasta  que  expiró  santamente  el  13  de  Diciembre  del622  (2). 
Tenía  solamente  cincuenta  y  seis  años  de  edad,  y  no  pudó  hacer  otra 
cosa  por  la  provincia  de  Méjico,  sino  edificar  a  los  Padres  con  la 
paciencia  y  resignación  admirables  que  mostró  en  su  última  enfer- 
medad. 

El  segundo  Visitador  fué  el  P.  Diego  de  Sosa,  dos  veces  Provin- 
cial de  Castilla  y  que  años  adelante  llegó  a  ser  nombrado  Asistente 
de  toda  España.  Visitó  este  Padre  la  provincia  de  Méjico  en  los 
años  1628  y  1629.  Por  varias  cartas  del  P.  Vitelleschi  se  infiere  que 
empezó  la  visita  en  el  mes  de  Octubre  de  1628  (3).  No  tenemos  noti- 
cias particulares  de  lo  que  fué  haciendo  en  cada  una  de  las  casas,  ni 
siquiera  hemos  logrado  ver  las  ordenaciones  y  avisos  prudentes  que 
al  despedirse  dejó  en  la  provincia;  pero  por  dos  cartas  del  P.  Vitel- 
leschi se  conoce  que  el  efecto  de  la  visita  fué  admirable.  El  18  de 
Diciembre  de  1630,  escribiéndole  al  Visitador  el  P.  General,  le  dice 
estas  palabras:  «Muchos  agradecimientos  he  recibido  de  Nueva  Es- 
paña por  el  buen  Visitador  que  les  envié,  con  quien  todos  se  han 
consolado  y  alentado,  y  queda  la  provincia  pacífica  y  mejorada  en 
todo»  (4).  Cuatro  meses  después,  en  Abril  de  1631,  le  dice  en  otra 
carta  el  P.  Vitelleschi:  «Once  cartas  he  recibido  de  V.  R.  escritas  en 
Mayo  de  1629  y  en  fin  de  1630,  y  con  ellas  las  órdenes  que  puso,  así 
para  el  común  de  la  provincia  de  Méjico  como  para  las  misiones. 
Todas  las  he  leído  con  mucho  consuelo  mío,  porque  con  grande  com- 
prensión, claridad  y  distinción  me  da  V.  R.  cuenta  del  estado  de  la 


(1)  En  el  tomo  Mexicana.  Epist.  Gen.,  Abril,  1622,  pueden  verse  las  dos  instruccio- 
nes que  llevaba. 

(2)  Mexicana.  Litt.  anii-,  1622. 

(3)  Mericana.  Epist.  Gen.  A  Sosa,  15  Agosto  1629.  Ihitl.  Al  P.  Rivas  (que  era  socio  del 
Visitador),  1.5  Agosto  1629. 

(4)  Castellana.  Epist.  Gen.  A  Sosa,  18  Diciembre  16:i0. 


314  LIG.    II. — PKOVINCIAS   DE   ULTRAMAR 

provincia  y  de  cuanto  es  menester  que  yo  sepa,  y  califica  a  los  suje- 
tos con  mucho  acierto;  por  lo  que  me  dice  de  algunos  a  quien  conozco 
y  de  otros  de  quienes  tengo  má^  particular  noticia  echo  de  ver  cuan 
bien  los  ha  penetrado  V.  R.  y  el  buen  juicio  que  ha  hecho  de  ellos. 
Estas  cartas  de  V.  R.  me  han  dado  gran  luz  para  el  conocimiento  de 
aquella  provincia  y  me  han  ayudado  y  ayudarán  mucho  para  go- 
bernarla como  conviene.  Ahora  escribo  al  P.  Provincial  Jerónimo 
Diez,  cómo  he  visto  los  órdenes  que  V.  R.  puso  y  que  todos  me 
han  parecido  muy  justos  y  convenientes  para  el  buen  progreso 
de  1»  provincia  y  desús  misiones,  y  que  así  los  apruebo  y  confir- 
mo» (1). 

El  tercer  Visitador  enviado  por  el  P.  Vitelleschi  a  esta  provincia 
fué  el  P.  Juan  de  Bueras,  que  había  gobernado  varios  años  la  de  Fi- 
lipinas. Llegó  a  Méjico  en  1645,  cuando  ya  los  Nuestros  se  hallaban 
enredados  en  ciertos  pleitos  y  competencias  que  habían  de  conducir 
a  la  controversia  de  Palafox.  «En  las  presentes  circunstancias,  dice 
el  P,  Alegre  (2),  era  el  P.  Juan  de  Bueras  el  hombre  más  a  propósito 
del  mundo  para  encomendarle  el  gobierno  de  la  provincia.  A  su  ve- 
nerable ancianidad  y  consumada  prudencia  se  allegaba  una  sinceri- 
dad de  ánimo  y  una  inocencia  y  suavidad  de  costumbres  admirable, 
mucha  instrucción  en  los  menores  ápices  del  instituto,  mucho  espí- 
ritu y  frecuente  trato  con  Dios  en  la  oración.  El  P.  Visitador  se  de- 
dicó desde  luego  enteramente  a  restablecer  la  paz  y  buena  armonía 
con  el  limo.  Sr.  Obispo  de  la  Puebla.  Su  prudencia  y  el  alto  concepto 
que  se  había  formado  de  su  virtud,  que  traslucía  en  toda  su  conducta', 
fué  bastante  para  que  en  poco  menos  de  un  año  que  tuvo  el  oficio  de 
Visitador,  calmase  algún  tanto  la  borrasca  y  aun  se  concibiesen  espe- 
ranzas de  una  perfecta  tranquilidad.*  Terminada  la  visita  fué  nom- 
brado Provincial  de  Méjico,  pero  desgraciadamente  expiró  a  los 
pocos  meses,  en  1646.  Fué  mérito  del  P.  Bueras  el  haber  conjurado 
por  algún  tiempo  la  tempestad  que  nos  amenazaba,  y  probablemente 
no  hubieran  sucedido  los  rompimientos  que  luego  vinieron,  si  él 
hubiera  estado  a  la  cabeza  de  la  provincia. 

5  En  todos  estos  años  la  provincia  de  Méjico,  como  todas  las  de- 
más de  la  Compañía,  ejercitó  los  ministerios  espirituales  con  los 
prójimos  con  el  mismo  celo  que  hemos  visto  desplegar  a  nuestros 
Padres  en  las  ciudades  de  España.  No  es  necesario  que  repitamos  ca- 


(1)  Mexicana.  Epist.  Gen.,  inO()-l<¡:!7 

(2)  Tomo  II,  pág.  24R. 


CAP.    I. — LA    PROVINCIA   DE   MKJICO,    1615-1652  315 

SOS  particulares  (1),  pues  sería  amontonar  multitud  de  hechos  pare- 
cidos, cuya  relación  cansaría  fácilmente  a  los  lectores.  El  predicar 
los  domingos  y  fiestas  al  pueblo,  el  enseñar  el  catecismo  a  la  gente 
pobre,  el  ordenar  procesiones  de  la  doctrina  llevando  centenares  de 
niños  que  la  cantaban  en  devotas  coplitas,  el  instruir  en  la  fe  a  los 
negros  y  a  los  indios  que  vivían  al  lado  de  la  población  española,  el 
visitar  a  los  presos  de  la  cárcel  y  a  los  enfermos  de  Ios-hospitales,  el 
dar  misiones  en  las  villas  y  pueblos  que  rodeaban  a  las  ciudades  donde 
teníamos  colegios;  estos  y  otros  ministerios  que  pueden  llamarse  de 
tabla  en  la  vida  de  la  Compañía  de  Jesús,  fueron  ejercitados  en  la 
provincia  de  Nueva  España  con  regularidad  y  con  perseverancia, 
consiguiendo  el  resultado  apetecido  de  la  conversión  y  mejora  espi- 
ritual de  innumerables  almas.  En  algunos  trances  apurados  manifes- 
tóse también  el  celo  de  los  jesuítas,  procurando  contener  los  ímpe- 
tus de  la  plebe  desmandada  y  fomentar  la  paz,  que  tal  vez  peligraba 
en  graves  discordias. 

En  este  género  hubieron  de  mostrar  su  celo,  principalmente  en 
el  célebre  motín  que  agitó  de  un  modo  extraño  a  la  capital  de  Nueva 
España,  a  principios  de  1624.  Fué  aquel  un  hecho  ruidosísimo,  cual 
no  se  había  visto  en  Méjico  desde  que  la  tomaron  los  españoles.  Era 
Virrey  D  Diego  Carrillo  Pimentel,  Conde  de  Priego  y  Marqués  de 
Gelves,  y  ocupaba  la  Silla  metropolitana  el  limo.  Sr.  D.  Juan  Pérez 
de  la  Serna.  A  lo  que  parece,  la  intemperancia  del  Marqués  de  Gel- 
ves y  tal  vez  alguna  tiesura  del  Arzobispo  en  defender  sus  derechos, 
provocaron  un  conflicto  que  tuvo  desastrosas  consecuencias.  El  Vi- 
rrey quiso  extender  su  mano  sobre  personas  y  cosas  eclesiásticas,  y 
el  Arzobispo  le  resistió  con  inquebrantable  firmeza.  Durante  los  me- 
ses de  Noviembre  y  Diciembre  de  1623  pelearon  ambos  príncipes, 
eclesiástico  y  secular,  con  las  armas  legales,  pero  en  Enero  de  1624 
la  lucha  llegó  a  manifiesta  violencia.  El  Virrej''  mandó  sacar  de  la 
ciudad  al  Arzobispo  y  le  desterró  de  su  Silla.  El  Prelado,  antes  d(' 
salir,  puso  cesasión  a  divinis  en  todas  las  iglesias,  y  salió  hasta  cierto 
pueblo  que  distaba  unas  nueve  leguas  de  la  capital.  Cuando  el  católico 
pueblo  de  Méjico  se  halló  con  todas  las  iglesias  cerradas,  con  todos 
los  campanarios  que  tocaban  a  muerto,  y  experimentó  un  estado  do 
cosas  hasta  entonces  desconocido,  y  como  una  especie  de  muerte  es- 
piritual en  toda  la  vida  de  la  Iglesia,  empezó  a  agitarse  y  encenderse 
en  ira  contra  el  Virrey,  a  quien  todos  designaban  como  la  causa  de 


(1)    Puede  recogerlos  el  curioso  lector  ho_;eando  el  tomo  Mcvioana.  Litteme  m 


316  I-l'--    lí- PliOVlXCIAS    DE    Ul/riíAMAP. 

aquellas  calamidades.  El  15  de  Enero  se  amotinó  la  plebe,  y  en  nú- 
mero de  cerca  de  3.000  hombres  acometieron  al  palacio  del  Virrey, 
y  al  grito  de  «¡Viva la  Iglesia!, ¡Viva  el  Rey!, ¡Muera  el  mal  gobierno!», 
saquearon  el  palacio,  destrozaron  los  papeles,  robaron  la  plata  la- 
brada, las  colgaduras  y  ropas  y  todo  lo  que  había  de  algún  precio. 
Hubiera  perecido  indudablemente  el  Marqués  de  Gelves,  si  no  se 
hubiera  fugado  en  medio  de  la  multitud,  tomando  la  misma  insignia 
que  habían  adoptado  los  rebeldes  para  distinguirse  en  las  tinieblas 
de  la  noche.  La  intervención  de  la  Audiencia  pudo  calmar  poco  a 
poco  a  la  alborotada  muchedumbre.  Fué  llamado  el  Arzobispo,  quien 
entró  en  la  capital  con  aire  de  triunfador,  abrió  las  iglesias  y  devol- 
vió la  paz  a  todo  el  pueblo.  El  Virrey  determinó  huir  y  volverse  a 
España,  porque  no  podía  mostrarse  en  público  sin  peligro  de  ser 
asesinado.  La  Audiencia  tomó  el  gobierno  provisionalmente,  y  el 
Arzobispo  vino  también  a  España  algunos  meses  después,  para  dar 
razón  de  su  conducta  (1). 

En  estos  tres  meses  de  agudísimos  conflictos  y  de  tan  angustiosa 
situación,  los  Padres  de  la  Compañía  procuraron  primero  sosegar, 
en  cuanto  alcanzaban  sus  fuerzas,  los  ánimos  de  los  contendientes. 
Cuando  se  declaró  el  tumulto  en  las  calles  y  plazas,  varios  de  los 
Nuestros,  como  otros  religiosos  de  las  demás  Órdenes,  descendieron 
a  la  multitud  y  procuraron,  como  entonces  acostumbraban  los  misio- 
neros, decir  palabras  de  paz  y  reducir  a  concordia  los  ánimos  albo- 
rotados. No  es  esto  decir  que  faltasen  en  estos  tres  meses  algunas 
imprudencias  entre  los  jesuítas,  pero  fueron  imperceptibles.  Oiga- 
mos el  juicio,  que  nos  parece  muy  acertado,  del  P.  Alegre,  sobre  el 
proceder  de  los  Nuestros  en  estas  circunstancias.  Dice  así:  «En  uno 
de  los  papeles  de  aquel  tiempo  en  que  se  trata  del  modo  cómo  se 
portaron  las  religiones  en  este  grave  negocio,  de  la  Compañía  se  dice 
así:  Los  Padres  de  la  Compañía,  con  su  singular  prudencia,  desean 
siempre  no  dejar  descontento  a  nadie,  y  esto  intentaron  en  este  caso, 
si  bien  no  parece  que  lo  consiguieron.  Esto  último  se  añade,  porque 
en  una  causa  tan  equívoca  y  en  un  derecho  tan  dudoso,  no  faltaron 


(1)  Sobre  este  sucoso  peregrino  pueden  consultarse  los  historiadores  políticos  de 
Méjico,  en  los  cuales  se  hallarán  pormenores  y  explicaciones  a  que  nosotros  no  pode- 
mos descender,  atendida  la  índole  de  esta  obra.  Para  lo  que  decimos  nos  han  servido 
dos  relaciones  contemporáneas.  La  una  se  lialla  en  el  Archivo  secreto  del  Vaticano, 
Armaclio  I,  90.  Hacia  la  mitad  de  este  tomo  sin  foliar  se  ve  un  Memorial  de  lo  snccdido 
en  la  ciudad  de  México  desde  el  día  1  de  Noviembre  de  1623  hasta  15  de  Enero  de  1624.  Es  un 
impreso  anónimo  de  25  folios.  En  nuestro  Archivo,  en  el  tomo  Mexicana.  Historia,  II, 
ICOl-lGS)!),  hay  otra  relación  del  sucoso  escrita  en  italiano  por  el  P.  Balestra. 


CAP.    I. — LA    PROVINCIA   DE    MÉJICO,    1G15-1G52  317 

algunos  de  los  jesuítas  que  se  declararon,  ya  por  el  Ilustrísimo,  j^a 
por  la  Audiencia,  o  ya  por  el  Virrey,  aun  en  cartas  e  informes  escri- 
tos a  Su  Majestad, cuya  conducta  jamás  dejaremos  de  reprobar, como 
enteramente  ajena  del  instituto  y  profesión  religiosa.  Por  lo  demás, 
todo  lo  que  vio  el  mundo  y  lo  que  agradecida  la  ciudad  escribió  al 
Rey  Nuestro  Señor,  fué  que  los  Padres  de  la  casa  profesa  salieron 
todos  a  la  plaza,  no  con  pequeño  peligro  de  su  vida, procurando  apa- 
ciguar la  gente  con  buenas  palabras  y  quietarla,  oyendo  muchas 
confesiones  de  los  heridos  y  haciendo  todos  muy  buenos  oñcios  en 
servicio  de  Dios  y  de  la  República»  (1). 

La  segunda  ocasión  en  que  desplegaron  los  Nuestros  de  un  modo 
insigne  la  caridad  con  el  prójimo,  fué  en  la  célebre  inundación 
de  1629  (2).  De  tiempo  en  tiempo  padecía  antiguamente  la  capital  de 
Méjico  esta  calamidad  de  las  inundaciones,  pero  en  este  año  las  llu- 
vias, que  cayeron  copiosísimas,  produjeron  la  ruina  de  toda  la  ciudad. 
Los  días  21  y  22  de  Setiembre  de  1629  estuvo  lloviendo  a  mares  por 
treinta  y  seis  horas  continuas.  El  resultado  fué  que  se  inundó  toda  la 
ciudad:  iglesias,  tiendas,  casas  particulares,  todo  estaba  lleno  de  agua, 
y  para  poder  decir  Misa  fué  necesario  que  el  Sr.  Arzobispo  man- 
dase poner  algunos  altares  en  los  balcones  de  las  casas,  donde  cele- 
braban los  sacerdotes,  oyendo  las  gentes  desde  lo  alto  de  otras  casas. 
Algo  hubieron  de  padecer  nuestros  Padres,  porque  el  pueblo  les  atri- 
buyó alguna  culpa  en  aquella  inundación,  pues  como  habían  traba- 
jado en  la  construcción  del  canal  en  1607,  según  lo  dijimos  en  el 
tomo  anterior,  y  además  ahora  los  había  empleado  un  poco  el  Virrey 
en  los  meses  anteriores,  para  mejorar  algunas  obras  hidráulicas,  el 
pueblo  ignorante  echó  la  culpa  a  los  jesuítas  de  aquellas  inundacio- 
nes, porque,  o  no  habían  hecho  lo  que  debían,  o  habían  cegado  algu- 
nos canales.  Pronto,  sin  embargo,  se  conoció  la  inocencia  de  nues- 
tros Padres,  y  sobre  todo  se  satisfizo  el  pueblo,  cuando  observó  que 
todas  nuestras  casas  se  desvivían  por  socorrer  con  limosnas  las  ne- 
cesidades de  los  pobres  anegados.  Más  de  4.000  pesos  dio  el  colegio 
máximo  de  Méjico  a  los  pobres  que  llegaron  a  sus  puertas,  y  estuvo 
manteniendo  muchas  familias  por  algún  tiempo,  hasta  que  pudo  vol- 
ver la  vida  ordinaria  a  la  ciudad  (3). 


(1)  Hist.  de  la  C.  de  J.  en  Nueva  España,  t.  II,  pág.  151. 

(2)  Sobre  esta  y  otras  célebres  inundaciones  que  padeció  en  otros  tiempos  la  capital 
de  Nueva  España,  puede  consultarse  la  obra  insigne  titulada  Memoria  histérica,  técnica 
y  administrativa  de  las  obras  del  desagüe  del  valle  de  México,  1449-1900. 

(3)  Alegre,  t.  II,  pág.  178.  '      ' 


318  iin-  II. — PROVINCIAS  va  ulikamak 

O,  Para  conocer  completamente  el  estado  espiritual  de  la  provin- 
cia de  Méjico,  nos  parece  necesario,  como  lo  hemos  hecho  en  las 
provincias  de  España,  indicar  también  las  faltas  que  entonces  se  co- 
metían y  los  remedios  que  a  ellas  se  aplicaban.  Con  esto  se  verá  que 
la  observancia  regular  perseveró  en  su  vigor  en  aquella  provincia. 
En  1621  el  P.  Vitelleschi,  escribiendo  al  Provincial  de  Méjico,  Nico- 
lás de  Arnaya,  le  mandaba  corregir  los  defectos  siguientes:  «Comién- 
zanse,  dice  el  P.  General,  a  introducir  exenciones  y  regalos,  y  algu- 
nos, sin  ocasión  bastante,  no  bajan  a  cenar  en  el  refectorio,  sino  ce- 
nan en  sus  aposentos.  Apenas  ha  leído  uno  las  súmulas,  cuando  quiere 
que  le  den  compañero  (es  decir,  un  coadjutor  que  le  sirva).  La  co- 
modidad de  los  aposentos  y  alhajas  que  algunos  tienen,  no  se  con- 
forma a  la  pobreza  que  nosotros  profesamos.  Se  condesciende  más  de 
lo  que  conviene  con  algunos  sujetos,  por  no  desconsolarlos.  V.  R.  con 
su  mucha  religión  y  prudencia  vea  lo  que  hay  en  esto  y  lo  reme- 
die» (1).  También  avisa  el  P.  Vitelleschi  que  se  supriman  las  visitas 
innecesarias  que  se  hacen  a  los  seglares,  y  sobre  todo  a  las  señoras. 

En  otra  carta  del  6  de  Mayo  de  1626  apunta  el  P.  General  otros 
defectos  que  le  daban  algún  cuidado.  Tales  eran  el  sacar  del  novi- 
ciado a  los  Hermanos  coadjutores  antes  de  que  hubiesen  cumplido 
un  año;  el  enviarnuestros  estudiantes  a  oircáuones  en  la  Universidad 
de  Méjico;  el  permitir  a  los  maestros  de  teología  que  se  extendiesen 
infinitamenteen  ciertos  tratados  y  dejasen  de  explicarabsolutamenle 
otros;  finalmente,  el  permitir  a  nuestros  Hermanos  estudiantes  algu- 
nos juegos  no  conformes  con  la  gravedad  religiosa,  como  era  el  ju- 
gar al  toro  en  la  casa  de  campo  (2). 

Otra  falta  empezaba  entonces  a  advertirse,  no  sólo  en  la  provin- 
cia de  Nueva  España,  sino  en  todas  las  americanas,  cual  era  cierta 
distinción  entre  los  sujetos  nacidos  en  América  y  los  que  habían  ido 
de  Europa.  Habíase  advertido  que  los  hombres  nacidos  en  Ultramar 
eran  más  inconstantes,  y  si  el  lector  ha  seguido  nuestra  narración 
en  los  dos  tomos  anteriores,  recordará  que  los  Padres  Generales  die- 
ron varios  avisos  para  prevenir  la  inconstancia  de  los  nacidos  en 
América.  Estas  ordenaciones,  aunque  guardadas  en  secreto  por  los 
Superiores,  no  podían  dejar  de  ser  conocidas  a  la  larga  por  todos  los 
sujetos  de  la  Compañía.  Empezó,  pues,  a  brotar  instintivamente 
cierta  oposición  entre  los  nacidos  allá  y  los  llegados  de  acá. 


(1)  Mexicana.  Epist.  Gen.  A  Arnaya,  7  Setiembre  1621. 

(2)  Ibid.  A  Juan  Lorenzo,  Provincial,  6  Mayo  1626. 


CAÍ'.  i.—L.\  ruovi-xciA  DE  MÉJICO,  1615-1652  319 

La  discordia  que  se  advirtió  en  toda  la  sociedad  americana  y  que, 
andando  el  tiempo,  liabía  de  preparar  la  separación  de  las  colonias 
y  de  la  metrópoli,  empezaba  a  insinuarse,  aunque  tímidamente,  den- 
tro de  la  Compañía.  Algunos  Superiores,  con  el  bonísimo  deseo  de 
animar  y  perfeccionar  a  los  nacidos  en  América,  procuraban  favore- 
cerles y  honrarles  buenamente  lo  que  podían.  Pero  también  esto  oca- 
sionaba algunas  quejas  y  murmuraciones  en  la  parte  contraria.  Hubo 
de  intervenir  algún  tanto  en  este  negocio  nuestro  P.  General,  y 
véase  un  caso  que  advertimos  en  1624.  Escribiendo  al  P.  Guillermo 
de  los  Ríos,  Rector  del  colegio  de  Méjico,  le  dice  así  el  P.  Vitelles- 
chi:  «Paréceme  bien  que  V.  R.  ayude  en  lo  que  pudiere  a  los  nacidos 
en  esa  tierra,  como  lo  hace;  pero  esto  sea  sin  desfavorecer  ni  des- 
ayudar a  los  que  han  ido  de  Europa,  que  acerca  de  este  punto  se 
quejan  algunos  de  V.  R.  Lo  mejor  que  se  debe  hacer  es  tratar  con 
todos  con  mucha  igualdad,  y  en  los  actos  y  en  todo  lo  demás  que  se 
hubiere  de  repartir,  atender  puramente  a  lo  que  cada  uno  merece 
por  su  religión,  partes  y  letras,  sin  acordarse  si  es  de  los  nacidos  allá 
o  de  los  venidos  de  Europa,  y  en  lo  que  deseo  que  V.  R.  y  todos  los 
Superiores  pongan  todo  el  cuidado  posible,  es  en  remediar  cual- 
quier falta  de  unión  y  caridad  que  haya  entre  unos  y  otros»  (1). 

Entre  las  faltas  que  entonces  se  procuraba  corregir,  no  debemos 
omitir  una  que  se  creía  falta,  pero  que  ahora  produce  en  nosotros 
cierta  benévola  sonrisa.  Tal  era  el  uso  de  tomar  chocolate.  El 
Aquaviva  significó  que  sería  mejor  no  adoptar  esa  bebida  (con  este 
nombre  la  designan  nuestros  Padres  Generales).  Después  modificó  su 
juicio,  indicando  que  el  tal  chocolate  más  parecía  medicina  que  ali- 
mento, y  por  consiguiente,  debía  ser  administrado  según  los  consejos 
del  médico.  Como  iba  generalizándose  más  el  uso  del  chocolate,  em- 
pezaron a  alarmarse  varios  Padres  viejos  y  escribieron  al  General 
cartas  muy  encarecidas,  deplorando  la  relajación  que  se  nos  entraba 
en  la  Compañía  por  el  uso  de  la  nueva  bebida.  Oigamos  estas  pala- 
bras que  escribía  Vitelleschi  al  Provincial  de  Méjico  el  6  de  Mayo 
de  1623:  «Grande  exceso  me  dicen  que  hay  en  el  uso  de  la  bebida  del 
chocolate,  del  cual  me  escriben  que  os  el  mayor  enemigo  que  nues- 
tro Instituto  tiene  en  esas  partes,  porque  con  ella  ni  hay  pobreza  en 
pie,  ni  castidad  firme,  ni  ministerio  sin  interés.  Estas  y  otras  cosas 
que  muchas  personas  graves,  antiguas  y  celosas  del  bien  de  esa  pro- 
vincia me  dicen  de  la  dicha  bebida,  me  hacen  reparar  en  si  debemos 


(1)    Mexicana.  Enist.  Gsn.  A  Guillermo  de  los  Ríos,  11  Marzo  1(524. 


320  LIK-    II. — riiOVINCIAS    DE   ULTEAMAK 

prohibirla  de  todo  punto»  (1),  No  poco  se  sorprenderá  el  moderno 
lector,  al  oir  que  el  mayor  enemigo  de  la  Compañía  había  de  ser  el 
chocolate.  El  P.  Vitelleschi,  y  después  el  P.  Carafa,  hicieron  grandes 
esfuerzos  por  desterrarlo.  Son  de  ver  los  anatemas  que  lanzan  ambos 
Generales  contra  el  inofensivo  electuario.  Con  todo  eso,  poco  a  poco 
se  fueron  desvaneciendo  las  aprensiones  de  los  Padres  viejos.  El  uso 
del  chocolate  se  fué  generalizando,  no  sólo  en  la  Nueva  España,  sino 
también  en  la  antigua  y  en  toda  Europa,  y  desde  fines  del  siglo  XVII 
el  desayuno  corriente  que  solían  tomar  nuestros  Padres  y  la  mayo- 
ría de  los  españoles,  era  el  chocolate,  sin  que  por  él  fuesen  los  fie- 
les cristianos  ni  mejores  ni  peores  de  lo  que  antes  eran. 

7.  Como  en  otras  provincias  de  la  Compañía,  ocurrieron  también 
en  la  de  Méjico  algunos  casos  de  culpas  graves,  que  fueron  severa- 
mente castigados.  No  faltó  uno  u  otro  fugitivo.  Fué  necesario  ence- 
rrar a  uno  o  a  otro,  aunque  por  los  documentos  que  conservamos 
de  esta  provincia,  nos  parece  que  en  esta  época  fueron  en  ella  menos 
numerosos  los  casos  graves,  que  en  cualquiera  otra  de  nuestra  Asis- 
tencia. 

La  tribulación  más  dolorosa  en  este  género  que  padeció  la  pro- 
vincia de  Méjico  fué  la  prisión  de  dos  Padres  por  el  Santo  Oficio  de 
la  Inquisición  en  1621,  y  el  proceso  que  se  les  formó,  aunque  no  sa- 
bemos cuáles  fuesen  las  culpas.  Empero,  por  las  cartas  del  P.  Vitel- 
leschi que  hablan  de  este  caso,  inferimos  que  uno  de  los  dos  presos 
fué  realmente  culpable  y  penitenciado  por  la  Inquisición.  Adivínase 
sin  dificultad  que  la  culpa  del  procesado  fué  de  incontinencia.  Véase 
lo  que  dice  el  P.  Vitelleschi  el  7  de  Setiembre  de  1621  escribiendo 
al  P.  Arnaya,  Provincial  entonces  de  Méjico:  «El  trabajo  que  le  ha 
sucedido  a  la  provincia  con  la  prisión  de  los  dos  Padres  que  están  en 
la  Inquisición,  me  ha  dado  mucha  pena,  pero  no  por  eso  hemos  de 
perder  el  ánimo  y  aliento,  sino  recibirlo  como  de  la  mano  del  Se- 
ñor, que  pretende  por  este  medio  nuestro  mayor  bien  y  que  nos  hu- 
millemos y  desconfiemos  de  nosotros,  y  abramos  más  los  ojos  para 
proceder  con  más  recato  y  circunspección.  Espero  de  la  Divina  Ma- 
jestad que  se  dispondrán  las  cosas  de  modo  que  sea  el  suceso  mejor 
de  lo  que  se  esperaba»  (2).  Medio  año  después,  el  21  de  Febrero 
de  1622,  escribía  el  P.  General  estas  palabras:  «Pues  la  Santa  Inquisi- 
ción ha  juzgado  y  sentenciado  la  causa  del  P.  Agustín  de  Sarria  y  le 


(1)  Ibid.  A  Juan  Lorenzo,  Provincial,  6  Mayo  1626. 

(2)  Mexicana.  Epist.  Gen.  A  Arnaya,  7  Setiembre  1'621. 


CAP.    I. — LA    PROVINCIA    DE    MÉJICO,    1G15-I(ir)2  ;{2  1 

ha  dado  la  penitencia  conveniente  conforme  a  sus  culpas,  no  es  bien 
que  nosotros  le  añadamos  nueva  penitencia.  Quisiera  yo  mucho  que 
se  hubieran  prevenido  sus  faltas  con  más  cuidado,  en  especial  des- 
pués que  se  tuvo  bastante  noticia  de  sus  cosas,  para  poder  y  deberlo 
hacer  y  para  no  ponerle  en  oficio  de  compañero  del  Provincial,  con 
que  se  hubiera  excusado  la  nota  que  ha  habido  de  que  la  provincia 
se  ayudase  y  sirviese  en  oficio  de  tanta  importancia  de  sujeto  ta!,  que 
es  lo  que  muchos  de  los  nuestros  han  sentido  grandemente,  no  sin 
bastante  razón»  (1). 

8.  Cerraremos  este  capítulo  indicando  a  nuestros  lectores  el  es- 
tado económico  de  la  provincia  de  Méjico,  lo  cual  no  solamente  nos 
interesa  conocer  por  el  hecho  en  sí  mismo,  sino  también  por  lo  que 
luego  habremos  de  referir  en  la  célebre  controversia  con  el  Si".  Pa- 
lafox. 

Tres  catálogos  de  los  bienes,  verdaderas  estadísticas  económicas 
de  la  provincia  de  Méjico,  hemos  descubierto,  pertenecientes  a  la 
época  que  vamos  historiando.  Uno  es  del  año  1626;  el  segundo, 
de  1632,  y  el  tercero,  de  1653.  En  estos  documentos  se  expresa  punto 
por  punto  el  número  de  sujetos  que  encierra  cada  uno  de  los  domi- 
cilios, los  bienes  que  cada  uno  posee,  y  juntamente  las  deudas  que 
pesan  sobre  ellos  Observamos  que  en  estos  tiempos  la  provincia  do 
Méjico  tenía  lo  justo  para  sustentarse;  pero  apenas  le  bastaba  con  lo 
que  tenía.  Conviene  fijarse  mucho  en  esta  idea,  porque  en  los  tiem- 
pos siguientes  esta«provincia,  como  todas  las  demás  de  América,  so 
fué  enriqueciendo  considerablemente,  yes  necesario  distinguir  bien 
los  tiempos  para  no  atribuir  a  toda  la  antigua  Compañía  una  cosa 
que  solamente  tuvo  lugar  en  los  últimos  años  de  su  existencia.  Pre- 
sentaremos, pues,  a  nuestros  lectores  el  catálogo  de  los  bienes  del 
año  1653,  porque  nos  muestra  a  las  claras  el  estado  económico  de  la 
provincia  de  Méjico  a  mediados  del  siglo  XVII.  Dice  así: 

«CATÁLOGO   UE   LOS   BIENES    DE   LA   PROVINCIA    DE   MÉJICO 
HECHO  EL  16  DE  DICIEMBRE  DE  165o 

» Viven  en  esta  Provincia  Mejicana  336  de  la  Compañía.  En  la  Casa 
Profesa,  28;  en  el  colegio  mejicano  de  San  Pedro  y  San  Pablo,  66;  en 
el  seminario  de  San  Gregorio,  3;  en  la  casa  de  Probación  de  Santa 


(1)     lbUL,2l  Febrero  ll¡-¿'¿. 


;522  ^  i-iK.  II. — rüOvixciAS  dk  ultbamaii 

Ana,  4;  en  el  seminario  de  San  Ildefonso,  6;  en  Tepozotlán,  33;  en  el 
colegio  del  Espíritu  Santo,  en  Puebla,  28;  en  el  colegio  de  San  Ilde- 
fonso de  la  misma  ciudad,  16;  en  el  seminario  de  San  Jerónimo,  2; 
en  el  colegio  de  Veracriiz,  7;  en  Mérida,  7;  en  Oajaca,  8;  en  el  colegio 
de  Guatemala,  13;  en  Valladolid,  7;  en  el  colegio  de  Pázcuaro,  8;  en 
Guadalajara,  12;  en  el  colegio  de  Querétaro,  7;  en  la  casa  de  San  Luis 
de  la  Paz,  4;  en  el  colegio  de  San  Luis  de  Potosí,  5;  en  Zacatecas,  6; 
en  Guadiana,  5;  en  las  misiones  de  Cinaloa,  34;  en  las  misiones  de 
Parras  y  de  la  Sierra,  26;  en  Europa,  1. 

»Casa  Profesa  Mejicana.— Y i\ en  en  esta  Casa  Profesa  28  de  los 
Nuestros,  de  los  cuales  15  son  sacerdotes  y  los  demás  Hermanos.  A 
duras  penas  se  pueden  sustentar  con  las  limosnas  ordinarias.  No  tie- 
nen ninguna  deuda. 

» Colegio  Mejicano  de  San  Pedro  y  San  Pa6/o.— Alimenta  a  66  de 
los  Nuestros,  de  los  cuales  son  sacerdotes  24,  y  de  éstos  10  maestros, 
tres  de  gramática,  1  de  retórica,  2  de  teología  escolástica,  1  de  Escri- 
tura, 1  de  casos  de  conciencia  y  2  de  filosofía.  Los  estudiantes  son  26, 
los  demás  coadjutores.  Las  rentas  anuales  son  30.000  pesos  de  plata, 
pero  tiene  una  deuda  de  292.000  pesos,  y  por  consiguiente,  apenas 
pueden  sustentarse  los  que  viven  en  aquel  colegio,  pues  deben  pa- 
gar anualmente  13.000  pesos  de  réditos  por  las  deudas  principales 
que  tienen  sobre  sí. 

y> Seminario  de  San  Gregorio. — Sólo  viven  ahora  tres  de  los  Nues- 
tros, 2  sacerdotes  y  1  coadjutor.  Uno  de  los  sacerdotes  es  sustentado 
a  costa  del  colegio  de  San  Pedro  y  San  Pablo;  los  dos,  que  son  el 
procurador  de  provincia  y  su  socio,  pagan  al  colegio  cada  año  600 
pesos  por  su  sustento.  Para  celebrar  las  solemnidades  acostumbradas 
y  sustentar  a  los  niños  indios  que  aprenden  el  Catecismo,  a  leer  y  a 
escribir  y  los  elementos  de  la  música,  tiene  una  renta  de  250  pesos, 
derivada  de  un  capital  de  5.000  pesos  que  por  vía  de  limosna  le  dio 
el  señor  Don  Alvaro  de  Lorenzana,  Además  recibe  algunas  limosnas 
que  le  dan  los  indios.  No  tiene  ninguna  deuda. 

»Casa  de  Probación  de  Santa  Ana.  —  Viven  en  esta  casa  4  de  los 
Nuestros,  2  sacerdotes  y  2  hermanos.  Sus  rentas  anuales  son  6.300  pe- 
sos, sin  contar  5.708  que  le  deben  algunos  deudores.  Las  deudas  de 
esta  casa  ascienden  a  114.000  pesos. 

*  Seminario  de  San  Ildefonso.  —  Viven  en  este  seminario  6  de  los 
Nuestros,2  sacerdotes,  de  los  cuales  enseña  1  filosofía,  3  escolares  teó- 
logos y  1  coadjutor.  Sus  rentas,  si  se  cuenta  lo  que  le  pagan  los  alum- 
nos por  el  sustento  ordinario,  son  de  8.000  pesos,  además  de  1.800  que 


CAP.   I. — LA   PROVINCIA  DE  MÉJICO,   1615-1652  323 

le  deben  pagar  varios  deudores.  Las  deudas  contraídas  hasta  ahora 
montan  6.950  pesos. 

» Colegio  y  Casa  de  Prohación  de  leimzotlán. — Viven  en  este  cole- 
gio 33,  de  los  cuales  10  son  sacerdotes,  4  retóricos,  4  coadjutores,  12 
novicios  escolares  y  3  novicios  coadjutores.  Las  rentas  anuales  suben 
a  14.000  pesos.  Sus  deudas  llegan  a  33.000  pesos.  Pueden  alimentarse 
cómodamente  todos  los  que  actualmente  viven  en  el  colegio. 

»Colerjio  del  Espíritu  Santo,  en  Pite6Z«.— Viven  en  el  Colegio  28, 
13  sacerdotes,  de  los  cuales  uno  enseña  gramática;  los  demás  son 
coadjutores.  Sus  rentas  son  20.000  pesos.  Tiene  de  deudas  29.000  pe- 
sos. Y  puede  alimentar  cómodamente  35  de  los  Nuestros, 

» Colegio  de  San  Ildefonso,  en  Puebla.  — Sustenta,  este  colegio  a  16 
de  los  Nuestros,  8  sacerdotes,  de  los  cuales  2  enseñan  teología  esco- 
lástica, otros  2  filosofía,  1  Escritura  y  otro  casos  de  conciencia.  Hay 
2  escolares  y  4  coadjutores.  Las  rentas  anuales  son  de  16.000  pesos,  y 
tiene  de  deudas  hasta  55.000.  Puede  sustentar  sin  dificultad  los  que 
ahora  viven  en  el  colegio. 

»Seminario  de  San  Jerónimo,  en  Puehla.—Yiyen  en  este  seminario 
2  sacerdotes,  de  los  cuales  uno  enseña  gramática.  No  tiene  renta  nin- 
guna. Se  sustenta  de  la  pensión  que  pagan  los  alumnos  y  tiene  una 
deuda  de  1.500  pesos. 

» Colegio  de  Veracrus.  —  Hay  en  este  colegio  7,  de  los  cuales  son 
sacerdotes  8,  un  escolar  que  enseña  gramática  y  3  coadjutores,  de 
los  cuales  uno  enseña  a  los  niños  a  leer  y  escribir.  Las  rentas  anua- 
les son  de  6.000  pesos,  y  las  deudas  llegan  a  10.670.  Pueden  susten- 
tarse bien  los  que  viven  en  el  colegio. 

»  Colegio  de  Me'Wda.— Viven  en  este  colegio  7,  de  los  cuales  son 
sacerdotes  5;  uno  de  ellos  enseña  moral,  otro  filosofía  y  otro  gramá- 
tica. Los  coadjutores  son  2,  de  los  cuales  uno  enseña  a  los  niños  a 
leer  y  escribir.  Las  rentas  son  de  3.000  pesos  y  no  tiene  ninguna 
deuda,  con  lo  cual  pueden  sustentarse  bien  los  que  allí  viven. 

Colegio  de  Oajaca.—Kñj  en  este  colegio  8  de  los  Nuestros,  3  sacer- 
dotes, 1  escolar  maestro  de  gramática  y  4  coadjutores,  de  los  cuales 
uno  enseña  a  leer  y  escribir.  Tiene  de  renta  4.000  pesos,  y  sus  deudas 
llegan  a  33.000,  por  locual  se  sustentan  con  alguna  dificultad  los  que 
allí  viven. 

» Colegio  de  Guütemala. — Viven  en  este  colegio  13,  9  sacerdotes, 
de  los  cuales  uno  enseña  teología  escolástica,  otro  casos  de  concien- 
cia, otro  filosofía  y  2  gramática;  los  demás  son  coadjutores,  de  los 
cuales  uno  enseña  a  leer  y  escribir.  Tiene  de  renta  4.000  pesos  y  de 


324  i'í«-  n. — i'KoviNciAS  in:  ULT){AMAn 

deudas  17.000.  Se  sustentan  sin  dificultad  los  que  viven  en  el  co- 
legio. 

» Colegio  de  ValladoUd.— Hay  en  este  colegio  7,  de  los  cuales  ¡J 
sacerdotes,  un  escolar  maestro  de  gramática  y  3  coadjutores,  de  1oí>' 
cuales  uno  enseña  a  leer  y  escribir.  Las  reutas  ascienden  a  7.000  po- 
sos, y  las  deudas  a  14.000.  Pueden  sustentarse  9  en  este  colegio. 

^Colegio  de  Páscuaro.  —  Viven  en  este  colegio  8,  de  los  cuales  5 
sacerdotes  y  3  coadjutores.  Uno  de  éstos  enseña  a  leer  y  escribir.  Las 
rentas  son  de  14.000  pesos,  y  las  deudas  llegan  a  10.000.  Difícilmente 
se  mantienen  los  que  viven  allí. 

»Cohgio  de  Guadalajara. — Son  los  de  este  colegio  12,  9  sacerdo- 
tes, de  los  cuales  uno  enseña  gramática,  y  3  coadjutores,  de  los  cua- 
les uno  enseña  a  leer  y  escribir.  Las  rentas  son  de  4.000  pesos,  y  las 
deudas  de  8.030.  Se  sustentan  sin  dificultad  los  que  viven  en  el  co- 
legio. 

» Colegió  de  Qiicrctaro.—  YL\en  en  este  colegio  7,  de  los  cuales  son 
sacerdotes  4,  un  escolar  que  enseña  gramática,  y  2  coadjutores,  de  los 
cuales  uno  enseña  a  leer  y  escribir.  Tiene  4.000  pesos  de  renta  y 
28.000  de  deudas.  Pueden  sustentarse  bien  los  que  allí  viven. 

»Casa  de  San  Luis  de  la  Fas.  —Hay  en  ella  4  de  los  Nuestros, 
3  sacerdotes  y  un  coadjutor.  Las  rentas  anuales  son  de  3.000  peso:?, 
fuera  de  2.000  que  les  deben  pagar  varios  acreedores.  No  tiene  nin- 
guna deuda  y  pudieran  mantenerse  allí  8  de  los  Nuestros. 

» Colegio  de  San  Luis  de  Folosí.  —  Yiven  en  este  colegio  5,  tres 
sacerdotes,  de  los  cuales  uno  enseña  gramática,  2  coadjutores,  do  los 
cuales  uno  enseña  a  leer  y  escribir.  Las  rentas  anuales  son  de  4.000 
pesos.  Tiene  una  deuda  de  48.000  pesos,  por  lo  cual  se  sustentan  con 
dificultad  los  que  allí  viven. 

^Colegio  de  Zacatecas.— Yiven  en  este  colegio  O  de  los  Nuestros, 
5  sacerdotes,  de  los  cuales  uno  enseña  gramática,  y  1  coadjutor  que 
enseña  á  leer  y  escribir.  Las  rentas  anuales  son  de  5.000  pesos,  y  las 
deudas  llegan  a  40.000.  Con  dificultad  se  pueden  sustentar  los  <]ue 
allí  viven. 

» Colegio  de  Guadiana. — Hay  en  este  colegio  5  de  los  Nuestros,  4 
sacerdotes,  do  los  cuales  uno  es  maestro  de  gramática,  y  un  coadju- 
tor que  enseña  a  leer  y  escribir.  Las  rentas  anuales  son  de  4.000  pe- 
sos y  no  tiene  ninguna  deuda.  Pueden  sustentarse  bien  los  que  allí 
viven. 

>y Misiones  de  Cinaloa  y  de  las  Sierras. —Toaos  los  que  viven  en  tas 
Misiones  do  Cinaloa,  de  Parras  y  de  los  Cerros,  llegan  a  00,  y  son 


CAP.    I.—I.A    PROVrNCIA   DE    MÉJICO.    101,1-1052  325 

sacordotes.  Se  sustentan  con  las  limosnas  y  con  la  pensión  que  les 
pasa  el  Rey. 

«Méjico,  16  de  Diciembre  de  1G53. 

Diego  de  Molina»  (1). 

Aquí  tiene  el  lector  descrito  con  toda  fidelidad  el  estado  econó- 
mico de  la  provincia  de  Méjico,  que  no  era,  ciertamente,  muy  opu- 
lento. Aunque  suenan  bastantes  millares  de  pesos,  pero  obsérvese 
que  el  dinero  no  tenía  entonces  allí  tanto  valor  como  en  Europa,  y 
que  los  objetos  vulgares  por  acá,  eran  en  las  Indias  bastante  más  cos- 
tosos, por  lo  cual  la  pensión  que  tocaba  a  cada  sujeto  venía  a  ser  la 
justamente  necesaria  para  sustentarse  y  vestirse  con  la  medianía 
acostumbrada  en  las  Órdenes  religiosas.  Por  aquí  entenderá  el  lector 
cuan  imaginarias  eran  aquellas  riquezas  de  los  jesuítas  que  tanto 
ponderaba  Palafox  y  que  tantos  repitieron  después,  copiando  a  cie- 
gas las  exageraciones  que  algunos  enemigos  nuestros  escribían  desde 
Europa. 


(I)  Mexicana.  Catalogi,  1580-1653.  El  documento  está  en  latín.  No  molestaremos  a 
lector  reproduciéndolo  en  su  lengua  original,  pues  lo  que  importa  conservar  de  este 
escrito  son  los  números,  no  las  palabras  y  el  estilo. 


CAPÍTULO  II 


MISIONES  SEPTENTRIONALES  DE  LA  PROVINCIA   DE  MÉJICO 
DESDE   1615   HASTA   1652 

Sumario:  1.  Misión  de  Cinaloa.  Progreso  de  la  fe  y  trabajos  de  los  jesuítas.— 2.  Misión 
del  río  Mayo  y  martirio  de  los  PP.  Julio  Pascual  y  Manuel  Martínez.— 3.  Misión 
de  los  hiaquis,  empezada  por  las  expediciones  militares  del  capitán  Hurdaide. — 
4.  Entrada  del  P.  Rivas  y  conversión  de  los  hiaquis. — 5.  Misión  de  los  tepehuanes. 
Martirio  de  ocho  Padres  en  1616. — G.  Restauración  lenta  de  la  misión  en  los  años 
siguientes.— 7.  Misión  de  los  taraumares.  Martirio  de  los  PP.  Cornelio  Godino  y 
Jácome  Antonio  Basile. — 8.  Principios  de  la  misión  de  Sonora. — 9.  Proyecto  de  for- 
mar Obispado,  y  estadística  de  aquellas  Tuisiones,  hecha  por  el  P.  Burgos. 

FiTENTES  contemporáneas:  1.  Me.ricaiKi.  Hisloriu,  II.— 2.  Mexicana.  Varia.— 3.  Mexicana.  Lil- 
terne  antiuae.—i.  Rivas,  Historia  de  las  niiniones  de  la  provincia  de  Xiieva  Eapaua. — 5.  Varios  do- 
cumentos (loi  .\reliivo  de  Indias. 

1.  Mientras  en  Méjico  y  en  las  principales  ciudades  de  Nueva  Es- 
paña se  esforzaban  los  jesuítas  en  santificar  a  los  españoles  y  en  ca- 
tequizar a  los  indios  que  vivían  mezclados  con  la  población  española, 
los  misioneros  enviados  a  la  región  del  Norte  desde  el  tiempo  del 
P.  Aquaviva,  continuaban  infatigables  en  su  tarea  de  descubrir,  con- 
vertir y  civilizar  a  los  indios  salvajes,  que  hallaban  perdidos  en  aque- 
llas regiones,  todavía  inexploradas.  Como  ya  dijimos  en  el  tomo  an- 
terior, a  la  muerte  del  P.  Aquaviva  eran  cerca  de  60  los  jesuítas  es- 
pañoles que  trabajaban  en  las  regiones  septentrionales  del  antiguo 
Virreinato.  El  principal  centro  de  estas  misiones  se  hallaba  en  el 
actual  Estado  de  Cinaloa,  en  el  pueblecito  que  poco  a  poco  fué  cre- 
ciendo y  transformándose  en  villa  regular,  y  que,  llamado  al  princi- 
pio San  Felipe  y  Santiago,  recibió  con  el  tiempo  la  denominación 
de  toda  la  provincia  y  se  llamó  ordinariamente  Cinaloa.  Estaba  si- 
tuado a  la  orilla  de  un  pequeño  río  que  se  llamó  también  Cinaloa  y 
que  corre  de  Nordeste  a  Sudoeste,  desde  los  cerros  de  los  tarauma- 
res hasta  el  golfo  de  California.  En  torno  de  este  centro  de  opera- 
ciones se  fueron  fundando  otras  misiones,  o,  como  entonces  se  decía, 
partidos  o  doctrinas,  y  venían  a  ser  un  grupito  de  varias  aldeas  cui- 
dado por  dos  misioneros.  Para  el  año  de  1640  hallamos  fundadas  las 


CAP.   II. MISIONES   SEPTEXTKIOXALES  DE  I.A   PKOVIXCIA  DE   MÍMICO  ;j27 

doctrinas  siguientes  en  el  norte  del  Estado  de  Cinaloa:  la  de  Chico- 
rato,  Baburia,  Nio,  Guasane,  Mocorito  y  Tamasula.  Algunos  de  estos 
pueblos  parece  que  han  desaparecido,  pero  otros  perseveran  to- 
davía. 

El  trabajo  de  los  jesuítas  en  esta  misión  era  penoso,  porque  iba 
acompañado  de  las  graves  privaciones,  que  necesariamente  se  habían 
de  experimentar  en  un  punto  donde  todo  faltaba  y  donde  los  ele- 
mentos más  necesarios  para  la  vida  debían  ser  llevados  de  Méjico  o 
de  otras  provincias  de  Nueva  España.  A  esta  falta  de  comodidades  se 
añadía  la  dificultad  del  carácter  de  los  indios.  «Estas  naciones,  escri- 
bía el  P.  Vicente  Águila,  son  indómitas  como  potros  cerreros  y  ci- 
marrones. Si  los  de  la  primitiva  Iglesia  peleaban  con  la  sabiduría 
del  mundo,  aquí  se  pelea  con  la  ignorancia,  en  lo  cual,  por  ventura, 
hay  de  suyo  más  dificultad.  Por  aquí  se  echará  de  ver  lo  que  los  Pa- 
dres trabajan  con  gente  tan  bárbara,  tan  ruda,  tan  ingrata  y  desleal, 
en  tierras  tan  calurosas,  tan  pobres  y  faltas  de  regalos  ordinarios. 
El  pan,  vino,  carnero  y  frutas  de  que  abundan  otras  tierras,  se  ve 
acá  por  jubileo.  Aunque  uno  caiga  enfermo,  no  hay  médicos  ni  me- 
dicinas, sino  la  misericordia  de  Dios...  Aprende  cada  uno  de  los  mi- 
sioneros dos  y  tres  lenguas,  teniendo  también  cada  cual,  en  cuatro 
o  cinco  o  más  pueblos,  que  administrar  los  oficios  que  están  repar- 
tidos en  una  casa  entre  muchos,  abrazando  lo  espiritual  y  lo  tempo- 
ral, de  que  se  pudieron  descargar  los  Apóstoles  y  nosotros  no,  asis- 
tiendo a  las  fábricas  de  iglesias  y  casas  que  en  cada  pueblo  son  me- 
nester, por  ser  tierra  bárbara  y  nueva»  (1). 

Aunque  iban  acompañadas  de  tantas  fatigas  las  empresas  apostó- 
licas de  nuestros  Padres,  sin  embargo,  la  mayer  parte  de  ellos  se 
animaban  mucho  al  trabajo  en  vista  del  fruto  verdadero  y  sólido,  que 
estaban  logrando  en  aquellas  tribus  salvajes.  No  se  vieron  en  Cina- 
loa esas  conversiones  en  masa,  que  algunas  veces  logró  en  la  India 
oriental  San  Francisco  Javier.  El  fruto  se  iba  recogiendo  poco  a 
poco,  pero  progresaba  sin  cesar.  Además  era  necesario  ir  acostum- 
brando lentamente  a  los  salvajes  a  la  vida  civil,  honesta  y  laboriosa, 
y  el  implantar  estas  costumbres  suponía  un  trabajo  de  que  ahora  no 
tenemos  idea.  Conservamos  una  relación  enviada  al  P.  General  en 
el  año  1622,  en  la  cual  el  P.  Gaspar  Várela,  misionero  de  Cinaloa,  des- 
cribe la  vida  ordinaria  de  los  indios  convertidos.  Juzgamos  que  los 
lectores  la  recibirán  con  interés. 


(i;     Mexicana.  Varia,  n.  10. 


:}28  i.in.  lí.— rr.oviNciAS  de  ui.ti;a:mau 

«El  modo  de  vida,  dice  el  P.  Várela,  que  en  general  se  guarda  en 
toda  esta  provincia  es  al  amanecer,  al  tocar  las  Avemarias,  se  juntan 
todos  los  niños  y  niñas  a  rezar  la  doctrina,  y,  acabada,  por  más  de 
una  hora,  con  sus  maestros  cantan  muchas  letrillas  de  Nuestra  Se- 
ñora, de  los  Santos  y  de  Cristo  Nuestro  Señor,  con  varias  tonadas 
que  para  este  efecto  andan  compuestas.  Están  todo  este  tiempo  do 
rodillas,  con  mucho  gasto  y  aplicación  suyos,  repitiéndolas  en  sus 
casas  de  noche.  Después  de  esto  oyen  la  Misa  con  lo  restante  del 
pueblo,  y  todos,  grandes  y  chicos,  juntos  con  el  Padre,  dicen  en  voz 
moderada  parte  de  la  Doctrina  y  Catecismo,  y  esto  acabado,  los  niños 
y  niñas  se  presentan  al  Padre,  para  que  les  mande  lo  que  harán  aquel 
día,  y  recibida  la  bendición,  si  no  hay  cosa  de  la  iglesia  en  qué  en- 
tender, se  van  a  sus  casas.  A  la  tarde,  de  la  misma  manera,  antes  de 
anochecer  se  vuelven  los  niños  y  niñas  a  juntar  a  la  doctrina  y  a  re- 
petir sus  letrillas  y  al  fin  de  ellas  un  responso  por  las  ánimas,  con 
que  se  vuelven  a  sus  casas. 

»E1  Padre  se  recoge  a  su  casa,  y  luego  vienen  los  alcaldes  y  fis- 
cales a  avisar  de  los  enfermos  y  la  gravedad  de  sus  enfermedades  y 
se  les  enseña  lo  que  se  debe  hacer,  así  en  orden  a  su  cura,  como  a  su 
sustento,  y  principalmente  al  del  alma,  trayendo  a  la  iglesia  a  los 
más  pobrecitos  a  recibir  el  Señor.  Para  cuyo  efecto  y  consuelo  mío 
y  de  mi  compañero,  este  año  hemos  puesto,  conforme  a  nuestra  po- 
breza, el  Santísimo  Sacramento,  a  cuya  visita  acuden  con  admiración 
y  consuelo  los  indios  del  pueblo  y  los  de  los  cercanos,  con  envidia 
de  no  poder  ellos  gozar  de  tanto  bien.  Después  de  los  enfermos  se 
sigue  el  componer  los  pleitos  y  diferencias  que  entre  sí  suelen  tener 
acerca  de  tierras  y  de  otras  riñuelas,  que  entre  si  pocas  veces  llegan 
acosa  grave.  Y  se  componen  al  dicho  del  Padre,  como  si  fuera  su  voz 
divino  oráculo,  sin  volver  más  a  dar  y  tomar  sobre  lo  mismo,  antes 
si  alguno  vuelve  a  repetir,  es  afrentado  de  los  demás,  como  hombre 
que  da  poco  crédito  a  las  razones  del  Padre... 

«Después  de  concluidos  pleitos  y  vistos  enfermos,  se  hacen  las 
obras  de  los  pueblos  muy  poco  a  poco,  a  que  acuden  grandes  y  pe- 
queños, sin  reservarse  ninguno  el  tiempo  que  no  es  de  siembra  o  de 
hierba,  que  en  éste  no  se  hace  otra  cosa.  Con  que  tienen  distribuido 
todo  el  tiempo  del  año,  cosa  importantísima  para  sacarles  de  una 
gi'andísima  y  general  flojedad  que  tienen  en  su  gentilidad  todas  estas 
naciones»  (1). 


(1)     Mexicana.  Historia,  II,  n. 


CAP.   II.    MISIONKS   SiaTKNTIÜONAI.I-S    OlC   I. A   riíOVINCIA    DK    MÍJICO  ^29 

Además  de  estos  trabajos,  que  podían  llamarse  ordinarios  en  la 
vida  del  misionero,  ocurrían  muy  a  menudo  persecuciones  y  peli- 
gros graves  entro  los  pueblos  circunvecinos  que  rodeaban  a  la  misión 
do  Cinaloa. 

Dentro  de  esta  villa  hallábanse,  naturalmente,  seguros  nuestros 
Padres,  ya  por  estar  más  civilizados  y  bien  acostumbrados  los  indios, 
ya  porque  allí  residía  el  presidio  de  32  soldados  españoles.  Pero 
en  las  tribus  algo  distantes  de  Cinaloa,  adonde  se  extendía  el  celo 
de  nuestros  apóstoles,  no  siempre  hallaban  la  misma  docilidad,  y, 
por  el  contrario,  era  bastante  frecuente  padecer  persecuciones,  trai- 
ciones e  ingratitudes  de  aquellos  mismos  a  quienes  procuraban  con- 
vertir. En  medio  de  tan  penosas  fatigas,  consolaba  Dios  a  nuestros 
misioneros  con  abundancia  de  gracias  espirituales,  y  lo  que  se  lee  de 
San  Francisco  Javier,  que,  en  medio  de  los  trabajos  de  la  Pesquería, 
rebosaba  de  consuelo  y  alegría  espiritual  interior,  esto  mismo  expe- 
rimentaban estos  fervorosos  operarios  de  Cinaloa.  Lo  sabemos  por 
cl  testimonio  autorizado  de  uno  de  ellos,  que,  sin  escribir  historia, 
consignó  en  un  párrafo  de  cierto  libro  ascético  algunos  recuerdos 
preciosos,  que  la  historia  debe  recoger.  El  P.  Miguel  Godínez,  aquel 
autor  inglés  que  redactó  la  Práctica  de  Ja  teología  mistica,  del  cual 
hicimos  mención  más  arriba,  refiriendo  los  trabajos  de  esta  misión 
de  Cinaloa,  escribe  el  párrafo  siguiente,  que  nos  ha  parecido  nece- 
sario comunicar  a  nuestros  lectores:  «Muchos  años  me  ocupó  la  obe- 
diencia en  este  ministerio  de  la  conversión  de  los  gentiles  en  una 
provincia  llamada  Cinaloa,  a  trescientas  leguas  de  Méjico,  hacia  el 
norte...  Siendo  la  tierra  sumamente  caliente,  caminaban  los  misio- 
neros a  todas  horas  del  día  y  dQ  la  noche,  acompañados  de  bárbaros 
desnudos,  rodeados  de  fieras,  durmiendo  en  despoblados.  La  tierra 
las  más  veces  sirve  de  cama;  la  sombra  de  un  árbol,  de  casa;  la  co- 
mida, un  poco  de  maíz  tostado  o  cocido;  la  bebida,  el  agua  del  arroyo 
que  se  topa;  los  vestidos  eran  rotos,  pobres,  bastos  y  remendados. 
Pan,  carnero,  frutas  y  conservas  jamás  se  veían  sino  en  los  libros 
escritos.  La  vida  estaba  siempre  vendida  entre  hechiceros  que,  con 
pacto  que  tenían  con  el  demonio,  nos  hacían  cruda  guerra. 

«A  dos  religiosos,  compañeros  míos,  flecharon  e  hirieron,  y  yo 
escapé  dos  veces  por  los  montes,  aunque  mataron  a  un  mozo  mío. 
Andaban  aquellos  primeros  Padres  rotos,  despedazados,  hambrien- 
tos, tristes,  cansados,  perseguidos,  pasando  a  nado  los  ríos  más  cre- 
cidos, a  pie  montes  bien  ásperos  y  encumbrados,  por  los  bosques, 
valles,  brezas,  riscos  y  quebradas,  faltando  muchas  veces  lo  necesa- 


330  I.I'!.    II. — PROVINCIAS    DE   LXTRAMAIÍ 

rio  para  la  vida  humana,  cargados  de  achaques,  sin  médicos,  medi- 
cinas, regalos  ni  amigos;  y  con  todos  estos  trabajos  se  servía  muy 
bien  a  Dios  y  se  convertían  muchos  gentiles.  Sólo  el  santo  mártir 
P.  Santarén  aprendió  once  lenguas  y  edificó  cincuenta  iglesias. 
Cuando  nos  juntábamos  una  vez  al  año  en  la  cabecera  donde  estaba 
el  Superior  para  darle  cuenta  del  número  de  los  bautizados  y  de  los 
peligros  y  sucesos  más  notables  que  nos  acontecían,  ningún  año  en 
mi  tiempo  bajaba  el  número  de  los  bautizados  de  los  cinco  mil,  y 
algunos  años  subió  de  diez  mil,  y  el  año  de  1624  quedaban  en  toda 
la  provincia  bautizados  arriba  de  ochenta  y  dos  mil,  y  después  pasa- 
ron de  ciento  veinte  mil  los  bautizados.  Verdad  es  que  después  entra- 
ron unas  pestilencias  que  mataban  millares  de  ellos,  y  nosotros  tra- 
bajábamos sumamente  con  los  apestados.  Conocí  a  algunos  misioneros 
de  éstos,  a  quienes  comunicó  Dios  altísimo  grado  de  contemplación 
infusa,  y  cogía  después  en  su  rincón  lo  que  había  sembrado  con  tan- 
tas fatigas  en  aquellas  misiones.  A  uno  de  ellos  conocí  que  estuvo 
tres  días  y  tres  noches  en  un  éxtasis;  a  otros  que  estaban  cuatro  y 
seis  horas  gozando  de  favores  celestiales  en  una  altísima  contempla- 
ción; pero  éstos  son  pocos,  y  soldados  veteranos,  porque  lo  muy 
bueno  siempre  es  muy  poco»  (1).  Por  este  párrafo  del  fervoroso 
misionero  conocemos,  no  solamente  las  penalidades,  sino  también  el 
copiosísimo  fruto  que  lograron  en  aquellas  regiones  los  misioneros 
de  la  Compañía. 

2.  Más  rápidos  y  felices  todavía  fueron  los  progresos  de  nuestra 
fe  en  las  riberas  del  río  Mayo.  Este  río,  paralelo  al  que  riega  el  valle 
de  Cinaloa,  corre  desde  los  cerros  de  Topía  hasta  el  golfo  de  Cali- 
fornia, unas  cuarenta  leguas  al  norte  del  presidio  habitado  por  los 
españoles.  El  capitán  Martínez  de  Hurdaide  había  tenido  alguna  noti- 
cia de  los  mayos,  y  tratando  con  ellos  entendió  que  eran  gente  de 
buen  natural,  menos  holgazanes  que  otros  indios,  y  mejor  dispues- 
tos para  recibir  nuestra  santa  fe.  Supo  también  las  guerras  que  sos- 
tenían con  los  indios  hiaquis,  situados  más  al  Norte;  y  entrando 
amistosamente  en  relaciones  con  los  mayos,  llegó  a  servirse  de  ellos 
para  construir  el  fuerte  llamado  de  Montes  Claros,  a  la  orilla  del  río 
Carapoa,  que  corre  como  en  medio  entre  el  de  Cinaloa  y  el  de  Mayo. 
Habiendo  entendido  estos  indios  la  tranquilidad  y  paz  de  que  goza- 
ban los  neóñtós  evangelizados  por  nuestros  Padres,  se  resolvieron  a 
pedir  que  se  extendiesen  los  jesuítas  hasta  sus  tierras,  y  ofrecieron 


(1)     Práctica  de  la  teología,  mistica,  ].  III,  e. 


CAÍ',   ir. — MISIONES  SEPTKNTRIOXALES  DK  LA   rUOVIXCIA  DE   MÉJICO  331 

reunirse  en  pueblos  y  vivir  bajo  la  obediencia  de  los  Nuestros,  como 
veían  que  lo  hacían  los  indios  de  Cinaloa.  Así  el  capitán  Hurdaido 
como  el  Superior  de  nuestra  misión  de  Cinaloa,  representaron  esta 
oportunidad  que  se  ofrecía  de  dilatar  el  Evangelio  hacia  las  regiones 
del  Norte,  al  Virrey  de  Méjico  y  al  P.  Provincial  de  la  Compañía. 
Ambos  aceptaron  la  idea,  y  en  el  año  de  1614  fué  designado  para 
emprender  esta  misión  el  apostólico  P.  Pedro  Méndez,  portugués  de 
nación,  que  había  trabajado  en  estos  países  diez  y  ocho  años  desde 
los  tiempos  del  P.  Tapia,  y  había  sido  llamado  a  Méjico  para  que  des- 
cansase algún  tanto  y  repusiese  su  quebrantada  salud.  Un  año  había 
pasado  en  Méjico  el  fervoroso  P.  Méndez,  y  cuando  oyó  la  nueva 
misión  de  los  mayos  que  se  trataba  de  establecer,  él  mismo  se  ofre- 
ció espontáneamente  al  P.  Provincial,  y  pidió  con  instancia  ser  des- 
tinado a  esta  apostólica  empresa  (1). 

Accedieron  los  Superiores  a  tan  santo  deseo,  y  en  1614  el  P.  Pedro 
Méndez,  en  compañía  del  capitán  Hurdaide,  entraron  en  las  tierras 
de  los  mayos.  El  mismo  P.  Méndez  nos  ha  referido  con  clarísima 
sencillez  el  éxito  asombroso  que  logró  el  Evangelio  en  aquellas  almas 
sencillas.  Trasladaremos  un  fragmento  de  la  primera  carta  que  escri- 
bió al  P.  Superior  de  la  misión.  Dice  así:  «En  ésta  daré  cuenta 
a  V.  R.  de  nuestra  entrada,  que  fué,  a  gloria  de  Nuestro  Señor,  muy 
próspera  y  de  mucha  importancia  el  haberla  tomado  tan  a  su  cargo 
el  Capitán,  que  ningún  otro  que  la  intentara  hiciera  la  mitad.  Avisóse 
primero  a  los  mayos  de  nuestra  ida,  que  era  a  darles  el  santo  Bau- 
tismo, que  por  muchas  veces  habían  pedido,  y  que  se  juntasen  para 
el  recibimiento.  Aunque  la  hambre  los  traía  muy  derramados,  toma- 
ron tan  bien  el  aviso,  que  hicieron  junta  por  su  orden  en  los  pueblos 
que  se  les  habían  señalado,  y  diez  leguas  antes  de  llegar  a  ellos,  vino 
el  mayor  cacique  a  dar  razón  de  esto.  Más  adelante  salieron  otros 
quince  principales,  y  antes  de  llegar  al  primer  pueblo  de  aquel  río,  a 
quien  pusimos  por  nombre  el  río  de  la  Santísima  Trinidad,  salieron 
más  de  cuatrocientos  indios  con  sus  mujeres  e  hijos,  adornadas  las 
cabezas  con  mucha  plumería  de  varios  colores  que  tenían,  y  nos  reci- 
bieron con  alegría.  Tenían  cruces  levantadas  por  los  caminos,  que 
cierto  nos  hacían  derramar  muchas  lágrimas  de  devoción.  Levanta- 
ron arcos,  aunque  no  triunfales  como  los  de  Méjico,  pero  cierto  que 
declaraban  bien  el  triunfo  glorioso  que  Cristo,  Rey  de  reyes  y  Señor 


(1)     Rivas,  Hist.  de  las  misiones  de  la  prov.  de  Nueva  España,  1.  IV,  C.  2.  Recuérdese  que 
por  entonces  era  misionero  de  Cinaloa  el  P.  Rivas. 


;532  Lii!.  ir.— PROVINCIAS  de  ultramar 

de  señores,  alcanzaba  de  sus  enemigos.  Salieron  grandes  correrías  do 
gente  de  a  caballo  y  de  a  pie.  Estaban  puestos  en  orden  para  ser  con- 
tados, los  hombres  y  muchachos  en  sus  hileras  y  las  mujeres  y  donce- 
llas en  las  suyas.  Tenían  sus  enramadas  hechas  al  modo  de  iglesias, 
donde  se  habían  de  bautizar  los  párvulos. 

«Llegamos  al  primer  pueblo,  y  desde  él  hasta  el  mar  de  esta  costa 
de  Californias,  en  diez  y  ocho  leguas  congregamos  siete  pueblos,  y 
en  ellos  se  contaron  como  veinte  mil  personas  por  el  Capitán  y  sol- 
dados, ayudando' bien  los  caciques  a  esto,  y  cuidando  que  los  que  se 
contaban  en  un  pueblo  no  se  contasen  en  otro.  Faltó  otra  mucha 
cantidad  de  indios  que  se  quedaron  en  el  monte  buscando  la  comida, 
por  ser  grande  la  hambre.  Nó  se  contaron  otras  parcialidades  marí- 
timas que  confinan  con  el  dicho  río,  porque  éstos  estaban  derrama- 
dos por  las  marinas,  aunque  los  caciques  vinieron  al  mandato  del 
Capitán  y  prometieron  vendrían  a  poblar  en  el  pueblo  que  se  les 
señalase,  como  fuese  cercano  a  sus  pesquerías,  que  juntos  con  los  de 
este  río  serán  una  gran  población.  En  los  primeros  quince  días,  a 
gloria  de  Nuestro  Señor  y  consuelo  de  los  Superiores  que  acá  me 
enviaron,  bauticé  tres  mil  y  cien  párvulos,  y  adultos  quinientos,  sin 
otro  gran  número  de  viejos  y  viejas  que  he  bautizado.  Otros  pár- 
vulos y  adultos  que  después  de  bautizados  se  han  muerto,  son  más 
de  otros  quinientos,  yéndose  en  breve  a  gozar  de  Nuestro  Señor  con 
grandes  prendas  de  su  salvación...  Acontecíame  llegar  de  camino  y 
muy  cansado  (en  lo  que  me  edificó  mucho  la  paciencia  del  Capitán) 
y  porque  no  se  desparramasen  los  indios,  bautizaba  quinientos  y 
seiscientos  sin  cesar  hasta  acabarlos  todos.  Después  acá  se  han  ido 
haciendo  algunos  bautizos  solemnes.  Tengo  casados  in  facie  Eccle- 
siae  setenta  y  tantos  pares.  Tengo  siete  iglesias  hechas  de  jacales,  y 
aunque  no  como  las  de  allá,  pero  donde  confío  en  Nuestro  Señor  se 
juntarán  y  penetrarán  adelante  muchas  almas  agradecidas  a  Su  Ma- 
jestad» (1).  El  capitán  Hurdaide  confirma  en  otra  carta  suya  las  no- 
ticias que  nos  da  el  P.  Pedro  Méndez. 

Con  estos  bríos  y  alientos  empezó  la  misión  de  los  mayos.  Un  año 
después,  el  P.  Pedro  Méndez  escribió  de  nuevo  otra  carta  anun- 
ciando el  felicísimo  progreso  de  aquella  misión  y  el  excelente  ca- 
rácter que  mostraban  los  indios  convertidos.  «Nunca  he  doctrinado 
gente,  dice  el  P.  Méndez,  que  tan  presto  sepa  tanta  doctrina.  Son 
incansables  rezadores.  Los  que  en  un  bautizo  son  catecúmenos,  en  el 


(1)     Rivas,  t6f£/.,  c.  2. 


CAP.   II.— -MISIONES  SKPTEXTIilüNALES  DE   LA  PKOVINCIA   DE   MÉJICO  333 

siguiente  son  maestros  de  los  que  se  catequizan,  y  para  esto  acuden 
a  la  iglesia  corriendo  con  tal  afecto  como  si  fueran  a  tomar  lu^ar 
para  alguna  comedia.  De  noche  en  las  casas  no  se  oye  sino  los  que 
36  juntan  a  rezar  las  oraciones»  (1).  En  la  misma  carta  anuncia  que 
se  ha  aumentado  considerablemente  el  número  de  los  cristianos  y 
añade  algunos  casos  de  conversiones  muy  ejemplares  que  ha  logrado 
entre  aquellos  infieles.  En  vista  de  tan  felices  principios,  enviaron 
los  Superiores  para  acompañar  al  P.  Méndez  al  joven  P.  Diego  de  la 
Cruz,  el  cual,  aplicándose  a  aprender  la  lengua,  se  encargó  pronto 
de  tres  pueblos  de  cristianos.  Con  esta  ayuda  se  logró  muy  pronto 
bautizar  a  toda  la  nación  de  los  mayos,  y  en  el  transcurso  de  1614 
a  1G20  lograron  tener  los  dos  Padres  cinco  grandes  pueblos  de  cris- 
tianos, algunos  de  los  cuales  pasaban  de  mil  vecinos,  y  en  distancia 
de  unas  diez  leguas  a  lo  largo  del  río,  estaban  reunidas  como  3Ü.0O0 
almas  cristianas. 

Como  al  mismo  tiempo  se  había  empezado  la  misión  de  los  hia- 
(juis,  de  que  hablaremos  luego,  juzgaron  los  Superiores  que  conve- 
nía dividir  la  misién  de  Cinaloa,  y,  en  efecto,  en  este  mismo  año 
de  1620  se  fundó  otra  misión  en  el  río  Mayo,  donde  residiese  uu 
Superior  distinto  del  de  Cinaloa,  quien  dirigiese  a  los  misioneros 
esparcidos  en  aquellas  regiones  septentrionales,  que  se  extendían 
desde  el  norte  del  actual  Estado  de  Cinaloa  hasta  casi  la  mitad  del 
Estado  de  Sonora  (2).  Trabajaban  entonces  en  todo  aquel  territorio 
11  misioneros  que  cuidaban  de  una  pobhición  que  no  bajaría  de 
60.000  cristianos. 

Extendióse  poco  a  poco  la  fe  católica,  no  solamente  por  ios  llanos 
vecinos  al  mar  de  California,  sino  también  por  las  sierras  donde 
nacen  los  ríos  que  arriba  hemos  mencionado.  Los  misioneros  de 
Mayo  iban  poco  a  poco  conquistando  almas  en  las  sierras  de  los  ta- 
raumares.  Entre  los  fervorosos  operarios  que  fué  enviando  la  pro- 
vincia do  Méjico  a  cultivar  estas  tierras,  distinguióse  mucho  el 
P.  Julio  Pascual,  joven  misionero  nacido  en  Bresa,  en  los  Estados  de 
Venecia,  el  año  1590.  Había  entrado  en  la  Compañía  en  1611,  y  antes 
que  acabara  los  estudios  teológicos,  se  ofreció  a  la  provincia  de  Mé- 
jico, con  deseo  de  trabajar  en  la  conversión  de  los  infieles,  y  obtuvo 
atravesar  el  Atlántico  en  compañía  del  P.  Arnaya,  el  año  1616.  Con- 
cluyó sus  estudios  en  Nueva  España  y  poco  después  pidió  ser  desti- 


(1)  Rivas,  ibid.,  c.  4. 

(2)  Véase  esta  división  explicada  eu  <;1  P.  Alegi-e,  1.  II,  pág.  122. 


334  I-IC.    11.— I'ROVIXCIAS   DE   ULTEA:SIAr. 

nado  a  las  misiones  septentrionales.  El  P.  Rivas,  que  le  conoció,  nos 
ha  legado  esta  importante  observación:  «Cuando  llegó  este  varón 
apostólico,  dice,  con  otros  tres  Padres  que  también  venían  a  em- 
plearse en  estas  misiones,  al  punto  que  le  vi  y  comuniqué,  me  hizo 
reparar  la  santidad  que  resplandecía  en  su  semblante,  la  cual  des- 
pués testificaron  sus  obras  y  virtudes  admirables»  (1). 

Efectivamente,  aplicado  a  la  misión  de  Mayo  el  P.  Julio  Pascual 
desde  1627,  empezó  a  trabajar  en  la  nación  de  los  chinipas,  que  desde 
tiempo  atrás  habían  empezado  a  convertirse  a  la  fe,  aunque  varias 
veces,  con  la  inconstancia  natural  de  los  indios,  habían  retrocedido 
a  los  vicios  de  su  infidelidad.  El  P.  Julio  Pascual  confirmó  en  la  fe 
a  los  antiguos  cristianos  e  hizo  importantes  adquisiciones  entre 
aquellos  indios.  Extendióse  después  más  al  Este  entre  aquellas  sie- 
rras, a  los  indios  llamados  guazaparis;  después  hizo  conversiones  en 
otras  tribus  que  llama  el  P.  Rivas  los  temoris,  los  ihios  y  los  baroios. 
Cuatro  años  perseveró  en  la  ímproba  tarea  de  catequizar  a  naciones 
de  lenguas  algo  distintas,  de  caracteres  bien  diferentes  y  todas  algo 
rebeldes  a  la  doctrina  del  Evangelio.  Bien  conocían  nuestros  Padres, 
que  aquellos  indios  de  las  serranías  eran  mucho  más  duros  de  con- 
vertir que  los  mayos  y  otros  que  habitaban  las  tierras  llanas. 

Entre  tantos  convertidos  no  faltó  un  Judas  que  empezó  a  estra- 
gar el  bien  espiritual  que  hacía  el  misionero,  y  poco  a  poco  dispuso 
a  los  indios  al  crimen  que  luego  cometieron.  Este  hechicero,  a  quien 
llama  el  P.  Rivas  Comobeai,  empezó  a  alborotar  a  los  guazaparis,  y 
en  largas  pláticas  que  les  hacía,  vino  a  persuadir  a  muchos,  que  se 
levantasen  en  armas  contra  el  P.  Pascual  y  acabasen  con  un  hombre 
que  les  prohibía  sus  embriagueces,  y  les  obligaba  a  vivir  con  menos 
libertad  de  la  que  quisieran.  Tuvo  el  misionero  algunos  indicios  de 
que  entre  los  indios  guazaparis  se  tramaba  algo  grave  contra  él, 
pero  con  el  candor  y  sencillez  que  le  distinguía,  no  dio  crédito  a  las 
noticias,  aunque  se  las  repetía  con  mucha  insistencia  un  niño  de 
quien  se  servía  como  catequista  en  sus  excursiones.  Poco  después 
llegaron  dos  cristianos  de  los  baroios,  y  le  avisaron  que  su  vida  es- 
taba en  peligro.  Acordó  entonces  el  Padre  recogerse  al  territorio  de 
los  chinipas,  que  eran  más  fieles  y  le  podrían  defender  en  caso  do 
tin  ataque  de  los  guazaparis.  Mientras  se  hallaba  en  esta  angustiosa 
situación  llegó  otro  misionero  para  ayudarle  en  sus  trabajos,  y  era 


(1)     Rivas,  Hist.  de  las  misionas  de  la  prov.  de  JV.  E.,  1.  IV,  c.  7. 


CAP.   II. MISIOXE.S  SEPTEXTiaONALES  DK   I.A   IT.OVIXCIA   DE   MÉJICO  335 

el  portugués  P.  Manuel  Martínez,  hombre  fervoroso  que  deseaba 
hacer  sus  primeras  armas  entre  aquella  infidelidad.  Dios  lo  dispuso 
de  otro  modo.  El  buen  P.  Manuel  Martínez  no  pudo  hacer  otra  cosa, 
como  quien  dice,  sino  llegar  y  morir. 

Efectivamente,  habiéndose  juntado  los  dos  misioneros  el  25  de 
Enero  de  1632,  partieron  a  un  pueblo  que  habían  formado  con  los 
indios  baroios.  Fueron  bien  recibidos  por  aquellos  neófitos,  pero 
apenas  entraron  en  el  pueblo,  les  anunciaron  que  venía  con  armas 
una  multitud  de  guazaparis.  Avisaron  los  Padres  a  los  chinipas,  ro- 
gándoles que  acudieran  a  su  socorro.  Acudieron,  en  efecto,  algunos, 
pero  cuando  entendieron  la  gran  muchedumbre  de  enemigos  que 
venía,  se  acobardaron  y  volvieron  atrás.  Llegó  la  mañana  del  día  1." 
de  Febrero,  y  apenas  amanecido  viéronse  los  Padres  rodeados  de 
centenares  de  indios,  que  con  gran  furia  empezaron  a  combatir  la 
iglesia  y  la  casita  en  que  se  hallaban  recogidos.  Estaban  solos  con 
algunos  carpinteros  para  la  obra  de  la  iglesia  y  ocho  indiecitos  can- 
tores que  servían  para  celebrar  las  solemnidades.  Confesáronse  el 
uno  con  el  otro  y  confesaron  también  brevemente  a  los  pocos  cris- 
tianos que  les  rodeaban.  Entretanto  los  guazaparis,  en  medio  de  un 
alboroto  infernal,  pusieron  fuego  a  la  casa  e  iglesia.  Entonces  el 
P.  Manuel  Martínez  exclamó:  «No  muramos  como  tristes  y  cobardes; 
salgamos  a  cara  descubierta  delante  de  los  enemigos.»  Así  lo  hicie- 
ron ambos  Padres,  y  apenas  se  mostraron  en  público,  una  flecha 
atravesó  al  P.  Julio  Pascual  por  el  estómago,  y  otra  cosió  el  brazo 
del  P.  Manuel  Martínez  con  el  pecho.  Tras  esto  siguió  una  lluvia  de 
saetas  que  acribillaron  a  ambos  Padres  y  les  dejaron  muertos  cerca 
de  la  pobrecita  iglesia,  que  ardía  entre  llamas.  Pudieron  salvarse 
dos  niños  cantores,  uno  metido  en  una  alacena  y  otro  debajo  de  un 
altar.  Éstos  refirieron  la  muerte  de  los  Padres  y  los  horribles  exce- 
sos que  los  rebeldes  cometieron  después  con  los  santos  cuerpos  de 
los  mártires  (1).  Este  glorioso  martirio  no  detuvo  el  progreso  del 
Evangelio  en  aquellas  regiones.  Fueron  castigados  después  los  ase- 
sinos,, y  habiendo  renacido  la  paz,  fué  también  progresando  el  Evan- 
gelio entre  aquellas  tribus  evangelizadas  por  el  P.  Julio  Pascual. 
Entretanto,  la  misión  de  los  mayos  establecidos  en  las  llanuras  per- 
severaba constante  en  la  profesión  de  la  fe  y  en  la  práctica  también 
de  las  virtudes  cristianas. 


(1)     Kivas,  íTiíf/.,  c. 


336  Lili.    il. — PltOVI.NClAS   UH    ULTKAMAK 

3.  Más  dramática  y  peregrina  fué  la  conversión  de  los  hiaqui.^, 
que  empezó  el  año  16l7  (1).  El  río  Hiaqui  nace  en  las  serranías  de  lot^ 
taraumares,  muy  cerca  de  la  frontera  septentrional  de  la  actual  Re- 
pública mejicana.  Desciendo  primero  de  Norte  a  Sur,  y  luego,  tor- 
ciendo al  Sudoeste,  corre  paralelo  al  río  Mayo  hasta  desaguar  en  el 
golfo  de  California.  En  las  orillas  de  este  río  vivían  los  indios  a 
quienes  se  designaba  con  el  mismo  nombre,  formando  una  tribu  má.-< 
numerosa  que  todas  las  circunvecinas,  pues  según  se  supo,  podía  po- 
ner en  armas  hasta  8.000  hombres.  La  primera  noticia  que  se  tuvo  do 
estos  indios  fué  el  año  1607,  con  ocasión  de  que  algunos  apóstatas  d(!l 
pueblo  de  Ocoroni,  en  Cinaloa,  huyeron  hacia  el  Norte  y  se  guarecie- 
ron entre  los  hiaquis,  para  defenderse  de  la  persecución  de  los  espa- 
ñoles. Informado  el  capitán  Ilurdaide  de  la  madriguera  que  habían 
escogido  los  apóstatas,  juzgó  necesario  desalojarlos  de  aquel  puesto. 
Armó  unos  30  españoles,  y  con  algunos  indios  amigos  encaminóse 
hacia  el  Norte  y  asentó  sus  reales  a  la  orilla  del  río  Iliaqui  (2).  Los 
indios  no  se  le  acercaron.  Él  les  envió  algunos  mensajeros  que  sabían 
su  lengua,  y  les  rogó  que  le  entregasen  los  fugitivos  ocoronis,  y  les 
ofreció  la  amistad  y  paz  de  los  españoles.  Respondieron  los  indios, 
sin  acercarse  ninguno  de  ellos,  que  ni  entregaban  los  fugitivos 
ni  querían  amistad  ninguna  con  España.  No  tenía  entonces  el  capi- 
tán las  fuerzas  necesarias  para  emprender  una  guerra  con  aquellos 
pueblos,  y  por  eso,  habiendo  cautivado  algunos  hiaquis,  se  volvió  a 
Cinaloa  sin  ser  molestado  por  nadie,  aunque  a  lo  lejos  divisaba 
a  los  enemigos,  que  con  cara  hosca  y  las  armas  en  la  mano  lo  veían 
partirse. 

Pasaron  algunos  años,  y  repitiéndose  la  fuga  de  algunos  apóstatas 
a  la  misma  región,  creyó  el  capitán  que  era  necesario  emprender  una 
campaña  seria  contra  los  hiaquis.  Reunió  40  soldados,  juntó  unot^ 
2.000  indios  amigos  y  se  adelantó  hasta  el  río  Hiaqui,  donde  asentó 
su  real  como  la  otra  vez.  Envió  mensajeros  de  paz,  pero  la  respuesta 
que  recibió  fué  venir  un  grande  ejército  de  indios,  que  acometieron 
atropelladamente  el  real  de  los  españoles.  El  capitán  con  su  gente  re- 
sistió primero  los  ataques  y  luego  salió  a  batalla  con  el  denuedo 


(1)  Todo  el  episodio  que  sigue  de  las  guerras  y  conversión  de  los  hiaquis,  los  (li- 
mamos del  P.  Rivas,  que  ejecutó  la  obra,  trabajando  en  ella  tres  años  de  1617  a  Ití'/O, 
y  después  la  escribió  en  su  Historia  de  las  misiones,  dedicando  el  libro  V  de  la  obra  a 
esta  curiosa  narración.  Debemos  deplorar  que  el  F.  Rivas  sea  liin  negligente  en  pre- 
cisar la  cronología  de  los  hechos  que  refiere. 

{•¿)     Kivas,  ibid.,  e.  2. 


CAP.   II. MISIONES   SEI'TKNTKIO.NALKS  DE  LA   PUOVINCIA  DE   MÉJICO  337 

característico  de  los  antiguos  aventureros  españoles  en  Indias.  Pe- 
leóse con  encarnizamiento  durante  todo  el  día,  y  observó  el  capitán 
que  estos  indios  eran  los  más  bravos  y  aguerridos  que  había  encon- 
trado hasta  entonces  en  todo  el  territorio  de  Nueva  España.  Mató 
muchos  hiaquis,  cogió  algunos  prisioneros;  pero  viendo  la  tenacidad 
con  que  peleaba  el  enemigo,  y  que  sería  peligroso  prolongar  la  gue- 
rra, se  retiró  de  nuevo  a  Cinaloa,  llevándose  algunos  cautivos  (1). 

Por  fin  en  el  verano  de  1616  (2)  dispuso  el  capitán  tercera  jor- 
nada, deseando  que  fuese  decisiva  para  dominar  por  las  armas  o 
para  entablar  algún  género  de  alianza  con  aquel  pueblo  tan  valeroso. 
Pudo  reunir  50  españoles  con  otros  tantos  caballos  de  armas,  juntó 
de  las  naciones  amigas  y  cristianas  hasta  4.000  indios,  y  proveyéndose 
de  bastimentos  y  bagajes  para  mucho  tiempo,  penetró  como  antes 
hasta  el  río  Hiaqui.  Esta  vez  le  salieron  a  combatir  todos  los  indios 
de  aquel  pueblo,  en  una  masa  compacta  y  en  número,  a  lo  que  pudo 
calcular  el  capitán,  de  7  u  8.000  hombres.  Acometió  este  ejército 
a  los  españoles  e  indios  cristianos  con  tan  grande  ímpetu  y  al- 
gazara, y  con  tanta  flechería,  que  se  vieron  éstos  en  gravísimo 
peligro.  Por  más  hiaquis  que  mataban  los  españoles,  nadie  cedííi, 
y  durante  largo  tiempo  siguió  pertinaz  y  reñida  la  batalla.  Ob- 
servó el  capitán  que  no  podía  sostenerse  en  aquel  puesto,  y  dis- 
puso retirarse  a  otro  mejor.  Mandó  al  sargento  que  empezase  la 
retirada  con  la  mitad  de  los  españoles.  En  pos  de  él  debían  seguir 
los  indios  amigos;  y  Hurdaide,  con  22  españoles  se  quedó  a  la  reta- 
guardia, resistiendo  a  los  contrarios.  Sucedió,  empero,  que  al  atra- 
vesar un  valle  no  muy  ancho  y  lleno  de  árboles)  {os  hiaquis,  co- 
nocedores del  terreno,  se  adelantaron  por  un  lado  y  cayeron  de 
golpe  sobre  los  indios  amigos,  que  iban  en  medio.  Dispersáronse  és- 
tos en  la  más  espantosa  confusión;  el  sargento  y  los  españoles,  que 
caminaban  en  la  vanguardia,  creyeron  que  el  capitán  había  sido  en- 
vuelto y  quedaba  muerto  por  los  enemigos.  Al  instante  picaron  los 
caballos,  y  rompiéndoles  las  armaduras  para  aligerarlos,  corrieron 
cuanto  pudieron  hacia  Cinaloa,  llevando  la  noticia  de  que  el  capitán 


(1)  Rivas,  ibid. 

(2)  No  indica  el  P.  RIvas  la  fecha  del  suceso,  como  de  ningún  otro  do  los  que  re- 
fiere en  los  cinco  primeros  capítulos  de  su  libro.  La  época  de  la  batalla  que  sigue,  la 
inferimos  de  lo  que  dice  el  P.  Rivas  en  el  capítulo  14,  donde,  narrando  la  entrada 
pacífica  que  el  capitán  Hurdaide  hizo  a  los  hiaquis  ya  convertidos,  recuerda  la  gran 
batalla  (jue  había  tenido  con  ellos  menos  de  dos  aiios  antea.  Como  esa  entrada  ocurrió 
en  1618,  infiérese  que  la  batalla  fué  en  la  primavera  o  el  verano  de  1616.  El  P.  Alegre 
(t.  II,  pág.  35)  pone  el  hecho  en  el  año  IGIO.  Parece  claro  error. 


338  LiB.  II. — rKOVixciAS  bk  ultiíamak 

Hurdaide  había  quedado  muerto  con  sus  22  soldados  en  aquella  fiera 
batalla. 

Peligrosa  en  verdad  fué  la  situación  en  que  se  vio  nuestro  capi- 
tán. Sin  erabargo,  no  perdió  la  presencia  de  ánimo  en  tan  duro 
trance.  Observando  cerca  del  camino  una  loma  pelada  donde  se  po- 
dría defender,  mandó  a  los  españoles  que  se  enderezasen  a  aquella 
posición  ventajosa;  llegó  a  la  cumbre  con  sus  22  españoles  y  un  solo 
indio  que  le  había  quedado.  La  multitud  de  los  hiaquis  se  acercó  a 
a  aquel  puesto,  pero  no  se  atrevían  a  llegarse  al  punto  donde  esta- 
ban los  españoles.  Disparaban  numerosas  flechas,  y  el  capitán  mandó 
al  indio  que  las  fuese  rompiendo  por  la  mitad  para  que  no  pudieran 
servir  otra  vez.  A  los  españoles  encargó  que  no  disparasen  los  arca- 
buces sino  cuando  y  a  quien  él  dijese,  para  no  gastar  inútilmente  las 
municiones.  Así  continuaron  todo  el  día.  De  tiempo  en  tiempo  se 
acercaban  algunos  grupos  de  hiaquis  para  acometer;  el  capitán  man- 
daba disparar,  y  los  soldados  no  perdían  bala  en  aquellas  masas  com- 
pactas de  indios  tan  cercanos.  A  todo  esto  fatigaba  el  calor  y  la  sed 
a  los  españoles,  tanto,  que  para  tomar  algún  refrigerio  metían  los 
soldados  una  bala  en  la  boca,  y  de  este  modo  mitigaban  la  sed  que  les 
abrasaba.  Llegó  la  noche,  y  entonces  recurrió  el  capitán  a  un  ardid 
de  guerra  que  le  dio  felicísimo  resultado.  Entre  los  caballos  estaban 
algunos  heridos,  y  desde  aquella  loma  se  divisaba  a  lo  lejos  el  río 
Hiaqui.  Pensó  que  soltando  los  caballos,  correrían,  como  suelen,  a 
beber  al  rio;  y  habiendo  mandado  a  los  soldados  estar  dispuestos 
para  partir  a  rñedia  noche,  soltó  algunos  de  sus  caballos.  Corrieron 
ellos  relinchando  hacia  las  aguas,  y  la  gran  multitud  de  hiaquis,  pen- 
sando que  allí  iban  los  españoles,  se  levantaron  y  volaron  en  alcance 
de  aquellos  caballos,  a  los  cuales  no  pudieron  coger  hasta  que  ya  es- 
taban en  el  mismo  río.  Entretanto,  el  capitán  y  los  suyos  se  retiraron 
por  el  lado  opuesto  y  tomaron  a  toda  prisa  el  camino  de  Cinaloa. 

Habíase  esparcido  la  voz  en  esta  provincia  de  la  muerte  del  ca- 
pitán. Entristeciéronse  mucho  los  Padres,  y  reuniéronse  todos,  que 
eran  ocho,  para  deliberar  sobre  lo  que  habría  de  hacerse  en  un  peli- 
gro tan  grave.  El  P.  Rivas,  uno  de  los  reunidos,  nos  dice  que  el  día 
siguiente  dijeron  todos  los  Padres  misa  por  el  capitán  y  por  los  de- 
más soldados  a  quienes  suponían  muertos  en  el  campo  de  batalla  (1). 
El  mismo  día,  por  la  tarde,  los  consoló  a  todos  el  Señor  con  un  sol- 
dado de  los  de  Hurdaide,  que  vino  a  toda  prisa,  trayendo  un  papel 


(1)    Ibiih,  c.  4. 


CAP.  II. — MISIONES  SEl'TE.M'KIOXALES  DE  LA  I'KOVIKGIA  DE  MÉJICO  339 

escrito  para  el  P.  Rector  Martín  Pérez.  Tomó  éste  en  las  manos  aquel 
escrito,  y  delante  de  los  Padres  leyó  estas  palabras:  «Dios  perdone  a 
esos  hombres  que  me  desampararon  y  pusieron  a  riesgo  toda  esta 
provincia.  Yo  y  los  soldados  que  conmigo  quedaron,  aunque  heridos, 
estamos  con  vida  y  vamos  caminando  poco  a  poco,  por  el  cansancio 
de  los  caballos  y  de  los  heridos,  Y  porque  no  se  haga  alboroto  en  la 
provincia  con  las  nuevas  que  llegarían,  despacho  por  la  posta  a  ese 
soldado,  que  me  ha  sido  muy  fiel»  (1).  Alegrísimos  con  esta  nueva, 
resolvieron  el  P.  Rector  y  el  P.  Rivas  salir  al  encuentro  del  capitán. 
«Encontramos,  dice  éste,  aquella  escuadra  de  soldados  españoles, 
aunque  pequeña,  pero  valerosa  y  libertada  de  tanto  número  de  ene- 
migos, con  milagrosa  providencia  de  Dios.»  Los  soldados  de  la  van- 
guardia, que  habían  huido  demasiado  pronto,  no  se  atrevían  enton- 
ces a  presentarse  en  público,  temiendo  el  castigo  del  capitán.  El 
P.  Rector  intercedió  por  ellos,  y  véase  lo  que  respondió  el  cristiano 
Hurdaide,  en  presencia  del  P.  Rivas:  «A  esta  intercesión  del  P.  Rec- 
tor, con  mucha  serenidad  y  en  mi  presencia  respondió  el  capitán: 
«Por  lo  que  a  mí  toca,  hágase  lo  que  V.  R.  manda.»  Y,  en  efecto,  así 
se  cumplió.  Perdonó  él  a  los  soldados  y  aun  intercedió  con  el  Gober- 
nador de  Nueva  Vizcaya,  que  quería  formar  proceso  a  los  fugi- 
tivos (2). 

4.  Parece  que  con  esta  derrota  se  cerraba  para  siempre  la  puerta 
a  la  conversión  de  los  valerosos  indios  hiaquis,  y,  sin  embargo,  la 
Divina  Providencia  la  hizo  de  un  modo  tan  singular  y  al  mismo 
tiempo  tan  fácil,  que  pareció  el  hecho  a  nuestros  Padres  una  especie 
de  milagro  moral.  Es  el  caso  que  muchos  caciques  de  los  más  pru- 
dentes entre  los  hiaquis  empezaron  a  discurrir,  que  no  les  convenía 
tener  guerra  contra  los  españoles,  y  debían  temer  las  acometidas  de 
un  capitán  tan  valeroso.  Llamóles  la  atención  que  habiéndose  re- 
unido tantos  millares  de  indios,  y  siendo  tan  poquitos  los  españoles, 
no  habían  podido  ni  matar  ni  cautivar  uno  solo.  Es  verdad  que  los 
jóvenes  se  mantenían  tercos  en  su  resistencia,  y  repetían  que  vol- 
viese el  capitán  valiente,  que  ellos  le  resistirían  hasta  morir;  pero 
estos  arrojos  de  la  juventud  no  pudieron  prevalecer  contra  los  pru- 
dentes  consejos  de  algunos  ancianos,  que  deseaban  la  paz.  Uno  de 
estos  caciques  envió  una  hija  suya  al  pueblo  de  los  mayos,  que  ya 
estaban  convertidos  y  en  amistad  con  los  españoles,  como  para  tentar 


(1)  Rivas,  ibid. 

(2)  Rivas,  ibid. 


340  LIB.    II. — PROVINCIAS    DE   ULTRAMAR 

el  terreno  y  empezar  las  negociaciones  de  la  paz.  Dos  caciques  mayos 
con  quienes  habló  la  joven,  le  representaron  que  sería  muy  fácil 
hacer  alianza  con  los  españoles,  como  ellos  la  habían  hecho,  y  signi- 
ficaron las  ventajas  que  de  esta  alianza  se  seguirían,  como  podía 
verso  en  los  pueblos  mayos,  que  gozaban  de  tanta  paz  y  obtenían  al- 
gunas cosas  que  ellos  estimaban,  del  comercio  con  los  españoles.  Vol- 
vió la  joven  con  esta  embajada  a  los  hiaquis,  y  ellos  enviaron  a  otras 
mujeres,  y  aun  vinieron  algunos  a  discutir  con  los  mayos  sobre  este 
punto. 

En  esta  segunda  venida  se  dieron  más  explicaciones,  y  los  caci- 
ques mayos  se  ofrecieron  a  llegarse  a  Cinaloa,  y  tratar  de  palabra  con 
el  capitán  Hurdaide  sobre  la  paz  y  concordia  con  los  hiaquis.  Y  di- 
ciendo y  haciendo,  vanse  los  mayos  para  Cinaloa,  y  proponen  a  su 
modo  el  plan  de  la  concordia.  En  pos  de  los  caciques  mayos  llegaron 
algunas  mujeres  de  los  hiaquis,  que  se  presentaron  también  al  capi- 
tán. A  todos  recibió  benignamente  Hurdaide,  y  se  mostró  prontísimo 
a  concederles  la  paz,  exigiéndoles  solamente  que  devolviesen  algunas 
piezas  de  plata  que  habían  cogido  en  la  guerra  pasada,  y  los  caballos 
que  habían  quedado  entre  ellos;  que  entregasen  algunos  rebeldes  oco- 
ronis  que  se  habían  refugiado  en  aquel  país,  y  que  recibiesen  de  paz 
a  los  Padres  de  la  Compañía,  quienes  les  enseñarían  a  ser  hombres 
buenos  y  honrados.  Para  asentar  estas  paces  significó  que  debían 
venir  indios  principales  de  los  hiaquis,  pues  no  parecía  prudente  es- 
tablecer alianzas,  no  teniendo  delante  de  sí  más  que  algunas  mujeres 
y  caciques  de  los  mayos,  quienes  no  podían  pactar  en  nombre  de  los 
hiaquis.  Parecieron  justas  los  proposiciones  del  capitán,  y  a  los  pocos 
días  una  tropa  de  150  personas  de  las  principales  entre  los  hiaquis 
presentáronse  en  la  villa  de  Cinaloa.  Entregaron  algunas  cosas  de 
plata  que  habían  arrebatado,  y  se  excusaron  de  no  haber  traído  los 
caballos,  porque  no  los  habían  podido  sujetar.  Estos  hiaquis  visita- 
ron algunos  pueblos  cristianos,  vieron  cómo  allí  se  vivía,  tuvieron 
alguna  noticia  de  los  Padres  y  de' la  ley  que  predicaban,  y  todo  les 
movió  a  desear  entablar  la  concordia  y  a  recibir  el  Evangelio  (1). 

Antes  de  emprender  la  conquista  espiritual  de  una  tierra  tan  con- 
siderable, juzgaron  nuestros  Padres  necesario  dar  cuenta  de  ello,  no 
sólo  al  P.  Provincial  de  Nueva  España,  sino  también  al  Virrey,  Mar- 
qués de  Guadal  cazar,  porque  estaba  prohibido  acometer  empresas  y 
descubrimientos  considerables  sin  la  aprobación  de  Su  Excelencia. 


(U     líivas,  Md.,  c. 


CAP.   II. MISIONES  SEPTENTRIONALES  DE  LA  PROVINCIA   DE  MÉJICO  341 

Fué  enviado  a  Méjico  para  esta  negociación  el  P.  Andrés  Pérez  de 
Riv^as,  que  nos  ha  conservado  la  historia  de  estos  sucesos.  Habló  con 
el  Virrey  y  con  nuestro  P.  Provincial,  y  ambos  resolvieron  intentar 
esta  empresa,  que  se  presentaba  tan  halagüeña,  así  en  lo  espiritual 
como  en  lo  temporal.  Despacharon,  pues,  al  P.  Rivas,  dándole  por 
compañero  al  P.  Tomás  Basilio,  italiano,  que  acababa  de  llegar  de 
España,  y  ambos  Padres  se  encaminaron  al  Norte.  Llegando  cerca  de 
Durango  por  Noviembre  de  1616,  supieron  la  rebelión  de  los  tepe- 
huanes,  de  que  luego  hablaremos,  y  hubieron  de  torcer  el  camino 
para  no  tropezar  con  los  rebeldes.  Por  fin,  después  de  muchos  rodeos 
y  no  pequeños  trabajos,  entraron  en  Cinaloa  y  empezaron  a  dispo- 
ner la  jornada  para  los  hiaquis. 

«El  día  de  la  Ascensión  de  1617,  dice  el  P.  Rivas,  los  dos  Padres 
nos  partimos  sin  compañía  alguna  de  soldados  de  escoltan!  otros  es- 
pañoles» (1).  Entraron  en  las  tierras  de  los  hiaquis  sin  más  comitiva 
que  cuatro  indios  zuaques,  que  debían  servir  de  catequistas  y  para 
ayudar  a  misa,  y  también,  dice  Rivas,  para  ser  padrinos  de  los  que 
se  habían  de  bautizar.  Habían  avisado  antes  a  los  caciques  hiaquis  de 
su  entrada,  y  éstos  tuvieron  el  cuidado  de  reunir  en  unos  cuantos 
pueblos  a  los  indios  de  sus  parcialidades.  Según  entraban  en  la  tie- 
rra, observaron  los  Padres  que  los  hombres  y  mujeres,  y  hasta  los 
niños,  mostraban  en  las  manos  unas  crucecitas  hechas  de  caña,  y  con 
esto  se  animaron  mucho,  pues  era  indicio  de  que  deseaban  realmente 
hacerse  cristianos.  «Llegados  al  pueblo  primero,  fuimos  recibidos, 
dice  Rivas,  con  arcos,  aunque  triunfales  y  de  alegría,  pero  humildes, 
de  ramas  de  árboles.»  Reunido  todo  el  pueblo  en  torno  de  los  Pa- 
dres, y  con  grandísima  avidez,  empezaron  a  escuchar  lo  que  les  decía 
el  P.  Rivas,  que  sabía  su  lengua,  porque  su  compañero  no  la  había 
podido  aprender  todavía.  Anuncióseles  la  existencia  de  un  Dios  Cria- 
dor; la  vida  futura  que  han  de  tener  las  almas,  recibiendo  el  premio 
o  castigo  que  merezcan  en  esta  vida  con  sus  buenas  o  malas  obras. 
Oyeron  los  hiaquis  con  mucha  atención  y  con  muestras  de  aceptar 
la  doctrina  que  se  les  enseñaba.  Declaróseles  después  la  necesidad 
del  santo  bautismo  para  la  salvación  de  las  almas,  diciéndoles  cómo 
le  recibían  tantas  naciones  cristianas  que  poblaban  las  regiones  ve- 
cinas. «Finalmente,  añade  Rivas,  por  remate  de  la  plática,  les  dije 
daría  principio  a  la  doctrina  de  cristianos  que  habían  pedido,  bauti- 
zando primero  a  sus  hijos  pequeñitos;  y  diciendo  y  haciendo,  vestíme 


(1)    Ibid.,  c.  8. 


342  I.1I!.    II PROVINCIAS    PF,    i:LTItA:Xf ATI 

sobrepelliz,  estola  y  una  capa  de  coro  de  damasco  blanco  que  para 
este  efecto  llevaba,  y  se  dio  principio  al  bautizo  de  los  hiaquis.  Ha- 
bíanse juntado  unos  doscientos  niños  de  siete  años  para  abajo,  y  con 
mucho  gusto  de  sus  padres  y  mayor  mío  fueron  bautizados,  con  que 
se  concluyó  la  misión  de  este  dichoso  día.» 

Tres  días  solamente  se  detuvieron  en  el  primer  pueblo,  y  pasaron 
adelante  a  visitar  otros  tres,  donde  estaban  reunidas  más  de  1.000  fa- 
milias. Repitió  el  P.  Rivas  la  plática  y  el  bautizo  de  los  parvulitos 
que  había  hecho  en  el  primer  pueblo,  y  observaba  que  toda  la  gente 
recibía  bien  sus  enseñanzas,  aunque  de  vez  en  cuando  tropezaba  con 
hombres  algo  rebeldes,  y  advertía  que  conservaban  algunos  indios 
sus  flechas  en  la  mano.  Uno  tras  otro  visitó  en  esta  forma  todos  los 
pueblos  situados  en  las  riberas  del  Hiaqui.  Tuvo  cuidado  de  mandar 
construir  en  cada  uno  un  grande  y  espacioso  jacal,  que  sirviese  de 
iglesia.  Allí  reunía  a  la  gente;  allí  enseñaba  el  catecismo;  allí  bauti- 
zaba a  los  niños,  y  poco  después  empezó  también  a  bautizar  a  los 
adultos,  que  se  mostraban  más  dóciles  délo  que  se  había  pensado. 

Al  año  siguiente  empezaron  a  construirse  algunas  iglesias  de  ma- 
dera. Déjase  entender  que  eran  ediñcios  pobrísimos  y  rudimentarios. 
Con  todo  eso  adelantaba  la  fe  en  aquellos  pueblos,  aunque  en  los  del 
río  bajo  o  más  vecinos  al  mar  halló  el  P.  Rivas  mucha  más  dureza 
que  en  los  pueblos  altos.  En  1618  hizo  una  visita  a  estos  pueblos  el 
capitán  Diego  Martínez  de  Hurdaide,  quien  entró  acompañado  de 
30  soldados  en  sus  caballos  de  armas  y  con  algún  número  de  criados 
que  le  sirvieran.  Los  hiaquis  le  recibieron  con  muestras  de  mucha 
alegría.  Visitó  los  principales  pueblos  hasta  el  mar,  y  aunque  no  de- 
jaba de  llevar  mucha  cautela  y  hacía  la  guardia  con  puntualidad,  sin 
embargo,  no  tuvo  la  menor  molestia  ni  padeció  agresión  alguna  de 
nadie.  Él  hacía  razonamientos  por  medio  de  indios  intérpretes  a  los 
hiaquis;  les  daba  a  entender  el  buen  deseo  que  tenía  de  su  bien;  les 
exhortaba  a  obedecer  a  los  Padres,  diciéndoles  que  ellos  enseñaban 
el  camino  de  la  felicidad  eterna;  y  bien  festejado  por  todos,  procuró 
poner  gobernadores  y  alcaldes  e  introducir  los  primeros  lincamientos 
de  la  vida  civil  en  aquellos  pueblos  aglomerados  en  las  riberas  del 
río.  Para  entonces,  según  nos  dice  el  P.  Rivas,  llevaba  rl  bautizados 
4.900  párvulos  y  3.000  adultos  (1). 

Tres  años  corrieron  en  esta  continua  faena  de  catequizar  a  los 


(1)    Véanse  todos  estos  sucesos  referidos  por  el  P.  Rivas  desde  el  capítulo  8."  hasta 
el  14  del  libro  V. 


CAP.   ir. — MISIONES   SEPTFNTRIOXALKS  DE  LA   PROVINCIA   DE   MÉJICO  343 

indios.  El  P.  Tomás  Basilio,  que  había  aprendido  la  lengua,  secundaba 
los  esfuerzos  del  P.  Rivas,  j  ambos  cogían  la  mies  espiritual  a  manos 
llenas,  cuando  el  año  de  1620  determinaron  los  Superiores  llamar  al 
P.  Rivas  a  Méjico,  para  emplearle  en  otros  oficios.  Partic)  el  misio- 
nero, después  de  haberse  empleado  diez  y  seis  años  en  las  misiones 
de  infieles,  y  en  adelante  no  sabemos  que  trabajase  en  ellas,  pues  la 
santa  obediencia  le  ocupó  en  cargos  de  gobierno,  y  hasta  fué  Pro^dn- 
cial,  como  ya  hemos  indicado.  Sucedióle  en  el  puesto  el  P.  Cristóbal 
de  Villalta,  y  dos  años  después  entraron  otros  Padres  que  adelantaron 
notablemente  la  cristiandad.  Desde  1622  empezaron  a  construirse 
iglesias  de  cantería,  y  cada  vez  fué  formalizándose  más  esta  misión, 
que  a  los  pocos  años  contaba  30.000  cristianos,  bien  enseñados  y 
dóciles  a  la  dirección  de  los  Padres. 

5.  Retrocedamos  150  leguas  al  sudeste  de  los  hiaquis,  y  en  la 
cristiandad  de  los  tepehuanes  contemplemos  una  lastimosa  tragedia. 
En  el  tomo  anterior  referimos  los  principios  de  la  conversión  de 
estos  indios  desde  1596.  Durante  veinte  años  observaron  los  Padres 
que  el  número  de  conversiones  era  entre  esta  gente  menor  que  en 
otros  países.  Además,  entendieron  que  no  les  entraban  las  cosas  de 
la  fe  tan  adentro,  y  el  P.  Rivas,  pasando  por  los  tepehuanes  en  Se- 
tiembre de  1616,  hizo  esta  observación,  que  debemos  recoger:  «Ca- 
minando yo,  dice,  de  Cinaloa  para  Méjico,  estuve  con  algunos  de  los 
Padres  que  doctrinaban  a  los  tepehuanes,  y  me  llevaron  a  que  viese 
algunos  de  sus  pueblos.  Esta  vista  causó  en  mí  dos  efectos:  el  uno  de 
novedad  en  la  gente,  en  quien  no  veía  el  cariño  a  la  Iglesia  que  tenía 
experimentado  en  nuestras  naciones  cristianas  cinaloensos;  ni  tenían 
los  tepehuanes  ni  mostraban  aquel  tinte  de  cristiandad  ni  trato  afa- 
ble con  los  Padres,  sus  ministros,  que  en  otras  naciones  se  veía»  (1). 

Estando  así  predispuestos  estos  pobres  indios  cristianos,  que  no 
pasarían  de  3  á  4.000,  permitió  el  Señor  que  se  suscitase  entre  ellos 
un  famoso  hechicero,  quien,  llevando  consigo  cierto  idolillo,  em- 
pezó a  calentarles  las  cabezas,  exhortándoles  a  degollar  a  los  Padres 
y  acabar  de  una  vez  con  los  españoles,  para  volver  á  su  antigua  vida, 
libre  y  salvaje. 

Recorriendo  una  tras  otra  las  rancherías  de  cristianos,  y  jun- 
tando otros  muchos  gentiles,  logró  por  fin  persuadir  su  dañado  in- 
tento, y  en  el  mes  de  Noviembre  de  1616  un  gran  número  de  tepe- 
huanes resolvieron  dar  un  golpe  de  mano  y  acabar  de  una  vez  con 


(1)    Rivas,  ibid.,  1.  X,  c.  12. 


344  i-in.  II. — riJOViNciAS  ni-:  n.níAMAU 

toda  la  cristiandad.  Habíanse  citado  varios  Padres  misioneros  en  el 
pueblo  de  San  Ignacio,  llamado  también  Zape,  para  el  día  21  de  No- 
viembre. Deseaban  exponer  al  público  ese  día  cierta  imagen  nueva 
de  María  Santísima  y  obsequiar  a  su  buena  Madre  con  una  piadosa 
solemnidad.  Resolvieron  los  tepehuanes  dar  el  golpe  en  ese  día;  pero 
anticiparon  el  hecho  por  un  suceso  inesperado.  Pasaba  por  aquellas  ' 
tierras  el  P,  Hernando  de  Tovar,  llevando  algunas  cabalgaduras  con 
cierto  cargamento  do  ropas,  alhajas  del  culto  y  otros  objetos  que 
habían  de  servir  para  la  misión.  Entendieron  los  tepehuanes  rebeldes 
lo  que  llevaba  el  Padre,  y  codiciosos  de  aquella  presa,  le  esperaron 
en  el  pueblo  de  Santa  Catalina.  Apenas  entró  el  P.  Tovar,  vióse  de 
repente  acometido  por  una  multitud  de  indios,  los  cuales  le  destro- 
zaron bárbaramente  y  se  apoderaron  de  las  cabalgaduras.  Era  el  día 

16  de  Noviembre  de  1616. 

Prendido  el  fuego  de  la  conjuración,  precipitáronse  los  indios 
para  ejecutar  cuanto  antes  lo  que  tenían  pensado.  El  día  siguiente, 

17  de  Noviembre,  hubo  asalto  en  tres  pueblos.  El  primero  fué  Atoto- 
nilco,  donde  no  se  hallaba  ningún  Padre  de  la  Compañía  y  vivían 
habitualmente  unos  cien  españoles  entre  hombres,  mujeres  y  niños. 
Cargaron  sobre  el  pueblo  centenares  de  tepehuanes,  y  los  españoles, 
sorprendidos  súbitamente,  se  recogieron  en  la  iglesia,  desde  donde 
procuraron  defenderse  lo  mejor  que  pudieron.  Hallábase  de  paso  en 
aquel  pueblo  Fray  Pedro  Gutiérrez,  franciscano,  y  otro  religioso 
compañero  suyo.  En  medio  del  atroz  tumulto  que  levantaron  los  in- 
dios, el  fervoroso  P.  Gutiérrez  subió  a  lo  alto  de  la  iglesia  con  un 
crucifijo  en  la  mano,  y  exhortó  a  voces  a  los  rebeldes  que  respetasen 
la  imagen  de  Dios  y  la  casa  en  que  se  habían  guarecido.  A  las  pocas 
palabras  que  pronunció,  le  dispararon  una  flecha  que  le  atravesó  el 
cuerpo  de  parte  a  parte,  y  el  santo  religioso  cayó  muerto  abrazado 
con  su  crucifijo.  Su  compañero  experimentó  la  misma  suerte.  Todos 
los  españoles  que  se  habían  refugiado  en  la  iglesia  fueron  sacrificados 
sin  piedad,  excepto  dos,  que  lograron  escaparse.  Uno  de  ellos  fué 
Cristóbal  Martínez  de  Hurdaide,  hijo  del  famoso  capitán  de  Cinaloa. 
Su  buena  suerte  quiso  que  uno  de  los  tepehuanes  alzados  fuese 
conocido  suyo.  Éste,  viéndole  entre  los  españoles,  le  echó  mano, 
como  para  matarle,  separándole  de  los  demás;  pero,  disimulada- 
mente, le  hizo  salir  de  la  iglesia  y  le  dirigió  por  un  paraje  seguro, 
adonde  no  le  alcanzaran  los  enemigos. 

Un  rebato  parecido  experimentó  casi  al  mismo  tiempo  el  pueblo 
de  Santiago  de  Papazquiaro,  el  más  meridional  de  los  tepehuanes  y 


CAr.   II. ilISIONKS  Si;i'TENTR10NALi;S  DE  LA   PROVINCIA   DE   MÉJICO  345 

que  sólo  distaba  de  Duningo  unas  30  leguas.  Cuidaban  allí  de 
los  indios  los  dos  Padres  jesuítas  Bernardo  de  Cisneros  y  Diego  de 
Orozco.  Cuando  se  vieron  acometidos  por  todas  partes,  corrieron  a 
refugiarse  en  la  iglesia,  y  allí  se  atrincheraron  los  españoles  lo  mejor 
que  pudieron,  defendiéndose  varias  horas  del  ataque  furioso  que  les 
daban  los  indios.  Observando  éstos  que  no  podrían  tomar  por  la 
fuerza  la  iglesia,  recurrieron  a  una  estratagema  que  les  dio  feliz  re- 
sultado. Fingieron  casi  todos  que  se  retiraban  desesperados  de  ven- 
cer, y  quedaron  solamente  unos  pocos  indios  que  se  acercaron  poco 
después  a  la  iglesia  con  aire  de  reconciliados,  y  como  queriendo  so- 
correr a  los  Padres  que  estaban  dentro.  Imagináronse  éstos  con  de- 
masiada candidez,  que  aquellos  indios  realmente  estaban  arrepenti- 
dos, y  viéndose  libres  de  la  gran  multitud  de  enemigos  que  los  ha- 
l)ía  cercado  tanto  tiempo,  dispuso  el  P.  Orozco  hacer  una  devota 
procesión  con  el  Santísimo  Sacramento,  desde  la  iglesia  en  que  se 
hallaban  hasta  el  cementerio  cercano,  para  implorar  el  favor  divino 
en  aquellas  circunstancias  azarosas.  Ordenóse  devotamente  la  proce- 
sión, y  cuando  entraron  en  el  cementerio  y  empezó  el  Padre  a  decir 
algunas  palabras  devotas  a  los  circunstantes,  he  aquí  que  de  repente 
resuena  el  grito  de  guerra  en  todo  el  pueblo,  y  apareciendo  por  to- 
das partes  innumerables  indios,  se  precipitan  en  los  pocos  españoles 
que  se  hallaban  reunidos  en  el  cementerio.  Los  rebeldes  se  arroja- 
ron sobre  el  P.  Orozco,  le  cogieron  la  custodia  con  el  Santísimo  Sa- 
cramento y  la  tiraron  al  suelo.  Al  instante  embistieron  a  lanzadas 
con  el  Padre,  y  todo  lo  destrozaron.  Al  P.  Bernardo  de  Cisneros  le 
aporrearon  la  cabeza,  y  después  despojaron  a  entrambos  Padres  de 
todos  sus  vestidos  y  abrieron  los  cuerpos  con  monstruosa  crueldad. 

Casi  lo  mismo  sucedía  en  aquellas  horas  en  el  pueblo  de  San  Ig- 
nacio, llamado  Zape.  Habíanse  reunido  allí  los  P.  Juan  Fonte,  Su- 
perior de  toda  la  misión  de  tepehuanes,  Juan  del  Valle,  Luis  de 
Alavez  y  Jerónimo  de  Moranta.  Cuando  celebraban  con  toda  devo- 
ción la  solemnidad  que  habían  preparado,  se  vieron  de  repente  ro- 
deados de  indios  rebeldes,  y  fueron  sacrificados  sin  piedad  los  cua- 
tro Padres  de  la  Compañía  y  19  españoles,  que  no  pudieron  ponerse 
en  salvo  en  medio  de  aquel  tumulto. 

Otra  víctima  faltaba  para  completar  el  número  de  los  predestina- 
p  dos  a  recibir  entonces  la  corona  del  martirio.  Era  indudablemente 
el  más  ilustre  de  todos  el  P.  Hernando  de  Santarén,  misionero  infa- 
tigable, que  durante  veintidós  años  había  trabajado  con  esfuerzo 
inaudito  en  la  conversión  de  los  indios,  por  todas  aquellas  regiones 


346  i-iB.  II. — riJOvixciAs  m:  ui.tramaii 

septentrionales  de  la  Nueva  España.  Hallábase  entonces  doctrinando 
a  los  gigimes,  vecinos  a  los  tepehuanes,  y  debía  dirigirse  a  Durango 
por  algunos  negocios  de  la  misión,  cuando  los  Padres  reunidos  en 
Zape  le  invitaron  a  la  piadosa  solemnidad  que  ellos  preparaban  para 
el  21  de  Noviembre.  Encaminóse  allí  el  P.  Santarén,  y  el  día  18  de 
Noviembre  llegó  a  cierto  pueblo  llamado  Tenerapa,  de  los  tepehua- 
nes. Siendo  la  hora  de  la  mañana  dirigióse  a  la  iglesia  para  decir 
Misa,  y  observó  con  cierta  sorpresa,  que  apenas  asomaba  por  allí  nin- 
gún indio,  y  entrando  en  la  casa  de  Dios,  la  encontró  toda  destro- 
zada. Renunció,  pues,  a  decir  Misa,  y  montando  otra  vez  a  caballo, 
continuó  su  camino,  discurriendo  tristemente  sobre  lo  que  podían 
pronosticar  aquellos  indicios  deplorables  que  había  contemplado.  Al 
poco  tiempo  sintió  que  venía  gente  a  lo  lejos,  y  al  llegar  a  cierto 
arroyo,  distinguió  claramente  una  tropa  de  tepehuanes  armados  que 
le  iban  a  los  alcances.  Detúvose  el  Padre,  y  dirigiéndoles  amorosas 
palabras,  les  preguntó  por  qué  le  querían  matar.  Ellos  nada  respon- 
dieron, y  arrojándose  en  masa  sobre  el  heroico  misionero,  le  aplas- 
taron la  cabeza  con  sus  macanas  y  le  dejaron  tendido  en  el  arroyo. 
Así  se  consumó  en  los  días  16,  17  y  18  de  Noviembre  de  1616  el  mar- 
tirio de  ocho  héroes  de  la  religión,  que  entraron  en  el  cielo  a  her- 
mosear el  coro  de  los  que  han  derramado  su  sangre  por  Jesucristo  (1). 
Sintióse  tiernamente,  así  en  Méjico  como  en  Europa,  la  pérdida  de 
tan  ilustres  misioneros,  pero  el  considerarlos  mártires  de  Cristo  in- 
fundió en  todos  nueva  devoción  y  piedad.  El  P.  Vitelleschi,  escri- 
biendo al  Provincial  de  Méjico,  le  decía  estas  palabras:  «Falta  harán 
los  ocho  Padres  lenguas  martirizados  por  los  indios  tepehuanes.  Dios 
proveerá  de  nuevos  y  fervorosos  operarios  en  su  nueva  viña,  regada 
con  la  sangre  de  esos  sus  siervos,  cuyos  retratos  y  la  relación  de  su 
muerte  se  ha  recibido  y  leídose  en  el  refectorio  con  universal  con- 
suelo de  todos,  por  tener  ocho  hermanos  más  en  el  cielo.  Vanse  pin- 
tando en  lienzo,  para  ponerlos  con  los  demás,  como  es  razón  y  V.  R. 
pide»  (2). 


(1)  La  relación  de  este  célebre  martirio  la  pone  el  P.  Rivas  en  su  Historia  de  las 
misiones  de  la  provincia  de  Nueva  España,  1.  X,  desde  el  capítulo  15  hasta  el  21.  En  nues- 
tro archivo  conservamos,  en  el  tomo  Mexicana.  Varia,  la  información  auténtica  hecha 
sobre  el  martirio.  Es  un  cuaderno  de  114  paginasen  folio.  En  el  tomo  Mexicana.  Histo- 
ria II,  hay  dos  relaciones  del  suceso:  una  del  P.  Francisco  Lignano,  dirigida  al 
P.  Asistente  do  España,  con  fecha  12  de  Febrero  de  1617,  llena  ocho  páginas  en  folio.  La 
otra,  mucho  más  lata,  de  80  páginas,  no  sólo  narra  el  martirio,  sino  también  otros  su- 
cesos de  la  guerra  de  los  tepehuanes,  y,  por  fin,  añado  noticias  biográficas  de  los  már- 
tires. La  firma  el  P.  Nicolás  de  Arnaya,  Provincial,  el  18  de  Mayo  do  1617. 

(2)  McMcana.  Epist.  Gen.  A  Arnaya,  2  Abril  1618. 


CAP.   ir. — MI.SIOXKS   SErTENTKTONALES  T>F.  LA  TROVINCIA  DE   MÉJICO  347 

6.  ¿Qué  hacer  con  la  cristiandad  de  tepehuanes  después  de  un  su- 
ceso tan  trágico?  De  todos  sus  misioneros  sólo  había  quedado  con 
vida  uno,  que  vivía  muy  distante,  y  era  el  P.  Andrés  López.  Por  de 
pronto,  el  gobernador  de  la  Nueva  Vizcaya,  Gaspar  de  Alvear,  re- 
solvió, como  solúi  hacerse  en  tales  casos,  castigar  severamente  la 
rebelión  de  los  indios  alzados.  Con  este  intento  juntó  70  españoles 
bien  armados,  convocó  a  120  indios  amigos  y  salió  al  instante  en 
busca  de  los  rebeldes.  Recorrió  los  pueblos  que  habían  incendiado,  y 
tuvo  el  consuelo  de  recoger  los  cadáveres  de  los  cuatro  jesuítas 
muertos  en  Zape,  que  hizo  conducir  con  reverencia  a  nuestra  casa  de 
Durango.  Alcanzó  a  varias  partidas  de  indios  alzados,  y  las  castigó 
con  severidad.  Repitió  después  segunda  salida  con  nuevos  refuerzos 
que  le  enviaron  desde  Méjico,  y  antes  de  acabarse  el  año  1617  hizo 
otra  tercera  excursión,  extendiéndose  hacia  el  Norte  hasta  unas  200 
leguas  de  Durango,  procurando  penetrar  en  todos  los  rincones  y  ca- 
ñadas, donde  se  guarecían  los  fugitivos  tepehuanes.  Nunca  se  atre- 
vían éstos  a  esperarle.  Una  sola  vez  los  vio  frente  a  sí,  reunidos  como 
con  ánimo  de  presentar  batalla,  pero  los  españoles  dispararon  sus 
arcabuces  y  luego  cargaron  con  sus  caballos  sobre  ellos,  con  lo  cual 
se  dispersaron  todos  los  indios  y  fueron  degollados  los  pocos  que  no 
pudieron  huir.  Donde  no  alcanzaba  a  los  indios  el  gobernador,  lo- 
graba coger  a  sus  mujeres  e  hijos,  que  se  llevaba  en  rehenes.  Esta 
batida  constante,  ejecutada  durante  todo  el  año  1617  abatió  mucho,  el 
ánimo  de  los  tepehuanes,  y  se  convencieron  de  que  no  había  salido 
felizmente  el  golpe  que  habían  intentado  (1).  En  vez  de  gozar  la  liber- 
tad que  sus  hechiceros  les  prometían,  se  veían  privados  délas  como- 
didades que  gozaban  en  los  antiguos  pueblos,  perseguidos  por  sol- 
dados españoles  y  en  continua  agitación,  padeciendo  los  efectos  de 
la  miseria. 

En  este  momento  se  presentó  en  la  escena  el  buen  P.  Andrés 
López,  único  misionero  superviviente  de  los  tepehuanes,  y  empezó 
a  dar  los  pasos  que  pudo,  para  recoger  aquella  grey  descarriada  (2). 
Por  medio  de  una  india,  buena  cristiana,  envió  una  embajada  a  va- 
rias rancherías  de  tepehuanes,  exhortándoles  a  presentarse  al  gober- 


(1)  Las  campañas  hechas  contra  los  tepehuanes  las  refiere  el  mismo  Gaspar  de  Al- 
vear en  un  escrito  que  dirigió  al  rey  Felipe  III,  con  este  título:  Relación  breve  y  sucinta 
de  los  sucesos  que  ha  tenido  la  guerra  de  los  tepehuanes,  de  la  gobernación  de  la  Nueva  Viz- 
caya, desde  el  15  de  Noviembre  de  1616  hasta  el  16  de  Mayo  de  1618.  Hállase  en  Sevilla,  Ar- 
chivo de  Indias,  66-6-17. 

(2)  La  restauración  de  la  cristiandad  de  los  tepehuanes  la  describe  el  P.  Rivas  en 
su  Historia,  1.  X,  desde  el  capítulo  34  en  adelante. 


;US  Lili.  II.— ritoviNciAs  de  ultuamak 

iiador  y  mostrarse  arrepentidos,  asegurándoles  que  él  les  obtendría 
oí  perdón,  o  intercedería  para  que  no  se  les  hiciese  ningún  daño. 
Entregó  a  la  india  este  recado,  y  juntamente  un  diurno,  como  cre- 
dencial, para  que  vieran  los  indios  la  sinceridad  de  aquellas  propues- 
tas. Quiso  Dios  que  muchos  las  aceptasen,  y  poco  a  poco,  hoy  uno, 
mañana  otro,  fueron  acercándose  tepehuanes  al  P.  Andrés  López,  el 
cual  los  condujo  de  nuevo  a  los  pueblos  y  los  reconcilió  con  el  go- 
bernador Gaspar  de  Alvear.  Comunicada  esta  noticia  al  P.  Provin- 
cial y  al  Virrey  de  Méjico,  aprobaron  ambos  las.  tentativas  del  P.An- 
drés López,  y  resolvieron  hacer  los  esfuerzos  posibles,  para  recons- 
truir aquella  misión  arruinada. 

Fué  enviado  desde  Méjico  el  P.  José  Lomas,  que  sabía  la  lengua 
de  los  indios,  y  en  unión  del  P.  López  empezó  a  trabajar  por  la  re- 
ducción de  los  rebeldes.  Oigamos  lo  que  él  mismo  nos  dice  de  sus 
primeras  diligencias.  «Llegué,  dice,  a  este  pueblo  de  Papazquiaro, 
donde  con  notables  muestras  de  alegría  y  gusto  me  recibieron  como 
a  su  mismo  padre,  aunque  hallé  todo  aquesto  destruido  y  la  iglesia 
destechada  y  quemada.  Sólo  hallé  en  pie  tres  aposentos  pequeños  de 
nuestra  vivienda.  Luego  que  llegué,  llevé  conmigo  toda  la  gente  a  la 
cruz  del  patio  de  la  iglesia,  que  había  sido  ultrajada.  Allí  cantamos 
las  oraciones  de  la  doctrina  cristiana,  continuando  lo  mismo  todos  los 
días,  alentándolos  con  esto  a  la  estima  de  nuestra  santa  fe,  que,  enga- 
ñados, habían  despreciado.  Todas  las  mañanas  vuelven  los  niños  a  que 
se  les  enseñe  la  doctrina,  catecismo  y  confesión,  y  esto  se  va  repa- 
rando» (1). 

Con  las  buenas  noticias  que  el  P.  Lomas  suministraba  sobre  la 
restauración  de  aquella  cristiandad,  animáronse  nuestros  Superio- 
res a  promover  esta  obra,  y  enviaron  poco  después  otros  cuatro  mi- 
sioneros. Llegaron  todos  cuatro  con  grandes  ánimos  y  muy  alentados 
a  trabajar  en  una  tierra  fertilizada  con  sangre  de  mártires.  Repartié- 
ronse tres  puestos  y  pueblos  antiguos.  Fueron  cada  uno  por  su  parte 
convirtiendo  uno  por  uno  a  todos  los  indios  que  encontraban  por  los 
montes,  y  una  vez  con  halagos,  otra  con  suave  violencia,  los  iban 
volviendo  al  redil  del  Buen  Pastor.  Continuóse  en  esta  tarea  con 
mucha  constancia  durante  unos  siete  años,  y  ^n  1628  podía  decirse 
reconstruida  toda  la  cristiandad  de  los  tepehuanes.  La  visitó  enton- 
ces el  Sr.  Obispo  de  Durango,  Fray  Gonzalo  de  Hermosillo,  de  la 
Orden  de  San  Agustín,  y  quedó  enamorado  del  buen  orden  y  devo- 


(1)    Copiada  por  el  P.  Rivas,  1.  X,  c.  3;! 


(Ar.   II.^MISIONES   Sia'TKNTUIOxVALES  DIO  I.A   PROVINCIA   DE   MÉJICO  ;{49 

ción  que  advirtió  en  aquellos  pueblos,  evangelizados  por  nuestros 
Padres.  Escribió  una  carta  al  P.  Provincial  de  Méjico,  dándole  mil 
parabienes  por  los  felices  sucesos  que  los  Padres  do  la  Compañía 
lograban  en  aquellos  montes,  entre  gente  que  tan  rebelde  se  había 
mostrado  a  la  predicación  del  Evangelio.  Así  perseveró  la  misión  de 
los  tepehuanes,  y  el  P.  Andrés  Pérez  de  Rivas,  en  la  Historia  de  esta.s 
misiones,  que  escribió  unos  doce  años  después,  termina  la  relación 
de  este  suceso  con  estas  palabras:  «La  Misión  tepehuana,  aunque  muy 
minorada  en  número  de  gente  con  los  estragos  que  recibió  con  su 
rebelión,  ha  quedado  mejorada  en  cristiandad,  en  la  cual,  con  mucha 
paz,  hoy  persevera»  (1). 

7.  Al  norte  de  los  tepehuanes  y  siguiendo  las  mismas  fragosidades 
de  la  sierra,  se  extendían  los  indios  llamados  taraumares,  denomina- 
ción que  conservan  en  la  actualidad.  En  1607  el  P.  Juan  Ponte,  Su- 
perior de  la  misión  de  los  tepehuanes,  hizo  una  excursión  hasta  los 
taraumares,  y  aunque  quiso  establecer  relaciones  con  ellos  y  deseaba 
formar  misión  aparte,  fuóle  imposible  realizar  este  proyecto  por  la 
falta  de  misioneros  que  entonces  se  padecía  (2).  Cinco  años  después 
repitió  la  entrada  a  los  taraumares,  visitó  bastantes  rancherías  y  que- 
bradas en  aquellas  fragosas  sierras,  e  hizo  algunos  esfuerzos  para 
persuadirles  que  salieran  a  poblar  en  regiones  más  accesibles.  Con- 
siguió que  bajasen  de  lo  más  empinado  de  los  cerros  como  unos  3.000 
de  aquellos  bárbaros;  pero  tampoco  logró  dar  consistencia  a  esta  mi- 
sión por  no  serle  posible  perseverar  cuidando  de  los  recién  reduci- 
dos (3). 

La  misión  de  los  taraumares  se  estableció  por  fin  sólidamente  eii 
el  año  1631,  cuando  entraron  a  cultivar  aquellas  tierras  los  PP.  Juan 
de  Heredia  y  poco  después  Gabriel  Díaz  (4).  Fué  progresando  paula- 
tinamente esta  misión,  aunque  no  mucho,  y  en  medio  de  dificultades 
bastante  penosas.  Veinte  años  había  que  trabajaban  nuestros  Padres 
en  aquella  tierra,  poco  fértil  en  frutos  espirituales,  cuando  ocurrió, 
como  en  otras  ocasiones,  una  sublevación  que  proporcionó  la  corona 
del  martirio  a  dos  misioneros  de  la  Compañía.  Érase  el  año  de  1650, 
y  el  P.  Cornelio  Godino,  o  Godínez,  como  otros  le  llaman,  cuidaba  do 
las  reducciones  que  se  habían  establecido  en  la  parte  septentrional 


(1)  Ibid,  c.  38. 

(2)  Menciona  esta  primera  tentativa  el  P.  Alegre,  t.  II,  pág.  (>,  citando  una  carta  del 
mismo  P.  Ponte,  que  no  hemos  visto  en  otra  parte. 

(3)  Alegre,  t.  II,  pág.  44. 

(4)  Ibid.,  t.  II,  pág.  220. 


350  LIB.    II. — PEOVINCIAS   DK   ULTEAilAIi 

de  los  taraumares.  Existía  allí  una  pequeña  villa,  poblada  de  españo- 
les, llamada  Aguilar,  y  cerca  de  ella  fundó  el  P.  Godino  un  pueblo 
de  taraumares,  que  se  decía  Papigochi.  Después  de  algún  tiempo  de 
sospechas  y  ocultas  agitaciones  entre  los  indios,  por  fin,  en  el  mes  de 
Junio  de  1650,  hallándose  el  P.  Godino  en  compañía  de  un  soldado 
español  que  se  decía  Fabián  Vázquez,  vieron  venir  sobre  sí  una  gran 
multitud  de  bárbaros  armados.  Éstos  pegaron  fuego  a  la  iglesia  que 
había  construido  el  Padre  y  a  una  casita  en  que  él  solía  vivir.  El  sol- 
dado, cuando  se  acercaba  la  multitud,  disparó  su  arcabuz  y  sacó  luego 
su  espada  para  defenderse  a  sí  y  al  misionero;  pero  el  P.  Godino  le 
exhortó  a  dejar  las  armas,  pues  parecía  temeridad  usar  de  ellas  un 
hombre  solo  contra  tanta  multitud  de  bárbaros.  «Es  llegada  la  hora 
de  Dios,  le  dijo  tranquilamente,  dispongámonos  para  ella.»  Y,  efec- 
tivamente, encomendándose  a  Nuestro  Señor  y  poniéndose  en  manos 
de  la  Providencia,  fueron  sobrecogidos  por  los  bárbaros,  que  los  acri- 
billaron de  heridas  y  los  arrastraron  por  la  iglesia.  Después  de  esto 
los  taraumares  despedazaron  los  altares,  derribaron  en  tierra  las  sa- 
gradas imágenes,  y  hecho  un  espantoso  destrozo,  huyeron  a  los 
montes. 

Como  era  costumbre  en  casos  semejantes,  el  capitán  Guajardo, 
que  mandaba  el  presidio  español  de  aquellas  regiones,  reunió  al  ins- 
tante sus  soldados,  persiguió  a  los  culpables,  y  castigó  severamente 
a  los  que  pudo  haber  a  las  manos.  Entretanto  algunos  jesuítas  pe- 
dían fervorosamente  volver  al  mismo  sitio,  para  restablecer  la  cris- 
tiandad, y  entre  otros  se  distinguió  en  su  petición  el  P.  Jácome  An- 
tonio Basile,  italiano,  nacido  en  Bitonto,  que  deseaba  derramar  su 
sangre  por  Cristo  y  sacrificarse  por  el  bien  de  aquella  pobre  genti- 
lidad. Fué  enviado  en  1651  a  la  villa  de  Aguilar,  y  por  espacio  de 
un  año  trabajó  incansablemente  por  restaurar  la  cristiandad  de  los 
taraumares.  Reconstruyó  la  iglesia  en  otro  sitio  distinto  y  mejor 
que  el  que  antes  ocupaba;  fué  reuniendo  poco  a  poco  nuevos  neófi- 
tos, y  todo  parecía  anunciar  una  próspera  florescencia  cristiana, 
cuando  de  nuevo,  por  Marzo  de  1652,  se  formó  una  rebelión  de 
taraumares,  quienes,  precipitándose  en  el  pueblo  de  Papigochi,  aco- 
metieron al  P.  Basile  y  le  sacrificaron  sin  piedad.  Acompañábale  un 
indio  intérprete,  llamado  Felipe;  matáronle  también,  y  por  burla 
ahorcaron  ambos  cadáveres  en  los  dos  brazos  de  una  gran  cruz  que 
estaba  delante  de  la  iglesia  (1). 


(1)    En  el  tomo  Mexicana.  Varia,  se  conserva  la  información  jurídica  hecha  en  Du- 


CAP.   II. MISIONES  SEPTENTKIOXALES  DE  LA  rUOVlNCIA  DE  MÉJICO  351 

La  muerte  de  estos  ilustres  mártires  de  Cristo  fecundó,  como  en 
otras  ocasiones,  el  país  bañado  con  su  sangre.  La  misión  de  los  tarau- 
mares  continuó  como  antes,  y  si  no  llegó  a  grande  prosperidad,  por 
lo  menos  se  mantuvo  con  el  decente  concurso  que  bastaba  para  con- 
servar algunos  pueblos. 

8.  La  última  misión  establecida  en  esta  época  por  los  Padres  de 
Nueva  España,  fué  la  que  se  llamó  de  Sonora.  Con  este  nombre 
designaban  nuestros  Padres,  no  precisamente  todo  el  Estado  actual 
de  Sonora,  sino  tan  sólo  a  su  parte  septentrional,  cuyo  territorio  co- 
nocían por  entonces  hasta  cerca  del  río  Gila,  que  hoy  está  dentro  de 
los  Estados  Unidos.  El  primero  en  desear  establecer  misión  en  estas 
regiones  fué  el  fervoroso  P.  Méndez,  que  por  los  años  de  1635  suspi- 
raba por  extenderse  a  las  regiones  septentrionales  de  Sonora  (1). 
Esto  no  obstante,  como  ya  se  hallaba  en  edad  muy  avanzada  y  sen- 
tían los  Superiores  que  pronto  iba  a  morir,  en  vez  do  permitirle  ex- 
tenderse a  nuevas  regiones,  le  procuraron  recoger,  para  que  descan- 
sase, en  casas  más  acomodadas.  Pronto  expiró  el  santo  viejo  con  la 
muerte  de  los  justos. 

La  misión  de  Sonora,  que  había  él  deseado  establecer,  se  em- 
prendió con  todo  fervor  en  el  año  1638,  cuando  empezó  a  ser  Pro- 
vincial de  Méjico  el  historiador  de  estas  misiones,  P.  Andrés  Pérez 
de  Rivas.  El  principal  misionero  designado  j)ara  esta  obra  fué  el 
P.  Bartolomé  Castaño,  quien,  cuidando  de  la  tribu  de  los  sisibota- 
ris,  al  norte  de  la  misión  de  Mayo,  había  tenido  ocasión  de  tratar  algo 
con  los  indios  que  llamaban  entonces  sonoras.  Entró,  pues,  a  vivir 
entre  estos  indios,  y,  como  el  P.  Rivas  entre  los  hiaquis,  dio  princi- 
pio a  la  cristiandad  con  el  bautismo  de  los  párvulos.  Bautizó  varios 
centenares  de  ellos,  empezó  a  predicar  las  verdades  de  la  fe,  y  los 
indios  recibían  esta  enseñanza  c(m*bastante  docilidad.  En  poco  tiempo 
se  consiguió  mucho,  y  al  año  siguiente,  1639,  tenía  el  P.  Castaño  una 
cristiandad  de  cerca  de  4.000  indios  bautizados.  Los  distribuyó  en 
varios  pueblos,  les  fué  enseñando  poco  a  poco  las  costumbres  cris- 
tianas, y  en  esta  tierra  se  observó  que  se  logró  con  más  rapidez  que 
en  ninguna  la  enmienda  del  vicio  más  difícil  de  corregir  entre  sal- 


a-ango  el  año  1654  sobre  el  martirio  de  los  PP.  (xodino  y  Basilo.  Son  42  páginas  en 
folio.  En  el  Archivo  de  Indias,  66-6-18,  se  pueden  ver  varios  documentos  enviados  al 
Rey  por  Diego  Guajardo,  gobernador  de  Nueva  Vizcaya,  sobre  la  guerra  de  los  ta- 
raumares.  Sobre  todo  es  interesante  el  Testimonio  sobre  las  agitaciones  belicosas  de  los 
taranmares,  tobosos,  conchos  y  otros  indios  que  quieren  acabar  con  los  españoles. 
(1)    Véase  al  P.  Rivas,  1.  VI,  es.  18  y  19. 


352  i-ic.  II. — PROVINCIAS  m:  ui/nuMAu 

vajes,  cual  es  la  borrachera.  Cuando  escribía  su  Historia  el  P.  Rivaí-, 
el  año  1644,  ya  tenía  el  P.  Castaño  bien  formados  tres  pueblos,  cada 
uno  con  su  iglesia,  y  establecidos  en  ellos  más  de  1.000  vecinos  en 
cada  uno  (1).  Por  falta  de  operarios  no  se  pudo  extender  mucho  esta 
misión;  pero  en  1646,  habiendo  llegado  algunos  nuevos  refuerzos,  se 
pudo  establecer  una  floreciente  cristiandad,  dividida  en  siete  parti- 
dos, de  que  cuidaban  otros  tantos  misioneros  (2). 

9.  No  dejaremos  de  notar,  como  episodio  curioso,  un  plan  un 
poco  fantástico  que  brotó  en  aquellos  años,  con  la  fama  de  los 
grandes  progresos  que  hacía  la  fe  en  las  misiones  de  la  Compañía. 
Di  jóse  en  Méjico,  en  Puebla  y  en  otras  ciudades,  que  allá  en  las  re- 
giones del  Norte  se  iban  estableciendo  cristiandades  florecientes, 
que  los  jesuítas  poseían  iglesias  elegantes,  que  en  Cinaloa  tenían 
para  su  sustento  una  estancia  con  más  de  100.000  cabezas  de  ga- 
nado, y,  por  consiguiente,  parecía  natural  establecer  en  aquel  país 
un  nuevo  Obispado,  pues  se  podrían  recoger  riquísimos  diezmos  de 
las  haciendas  que  cultivaban  los  jesuítas,  y  que,  enseñados  por  ellos, 
habían  empezado  a  cultivar  los  indios.  En  esta,  como  en  otras  oca- 
8Íones,  la  imaginación  centuplicó  las  riquezas  de  los  jesuítas  y  do 
los  pobres  indios.  Hízose  información  de  oficio  acerca  de  la  verdad 
de  tales  noticias  en  el  año  1637  (3).  Después  de  interrogar  a  otras 
personas  que  habían  penetrado  más  o  menos  en  aquellos  países, 
fueron  preguntados,  naturalmente,  los  misioneros  de  la  Compañía. 
Éstos  respondieron  con  sinceridad,  que  no  estaban  aquellos  pobres 
indios  para  sostener  el  esplendor  de  un  Obispado.  Los  neófitos  eran 
gente  pobrísima;  muchos  andaban  desnudos  o  a  medio  vestir.  En  la 
misma  villa  de  Cinaloa,  las  mujeres  de  los  indios  se  cubrían  a  medias 
con  ramas  de  árboles  y  con  pedazos  de  manta  que  podían  adquirir 
de  los  españoles.  No  era,  pues,  posible  reunir  los  elementos  necesa- 
rios para  sostener  con  dignidad  un  Obispo  y  una  iglesia  catedral. 
Para  muestra  de  la  pobreza  que  padecían  estos  indios,  refieren  un 
hecho  muy  curioso  que  acaeció  en  1628,  cuando  visitó  aquel  país 
el  Sr.  Hermosillo,  Obispo  de  Durango.  Al  administrar  a  los  neófitos 
el  sacramento  de  la  Confirmación,  acercábanse  a  recibirlo  muchat^ 
indias  medio  desnudas  y  mal  cubiertas  con  hojas  de  árbol  o  pedazo.- 


.    (1)    ibid. 

(2)  Véase  esta  división  en  el  P.  Alegre,  t.  II,  pág.  257. 

(3)  Véase  esta  información,  de  donde  tomamos  los  datos  que  siguen,  en  Sevilla, 
Archivo  de  Indias,  67-3-32.  A  la  información  acompañan  algunos  otros  documentos 
sobre  lo  mismo. 


CAÍ'.   II.— MISIONES  SEPTEXTIÍIONALES   DE  LA   PROVINCIA  DE   MÉJICO  i553 

de  manta.  Viendo  aquella  miseria  el  capitán  español,  discurrió  el 
arbitrio  do  que  seis  soldados  españoles,  con  otras  tantas  mantas,  se 
colocasen  cerca  del  Sr.  Obispo,  y  cuando  se  iban  llegando  las  indias 
para  recibir  la  confirmación,  les  echaban  las  mantas  sobre  los  hom- 
bros, para  que  se  acercasen  decentemente  cubiertas  a  la  presencia  de 
Su  Ilustrísima,  Siendo,  pues,  tan  extrema  la  pobreza  y  escasez  de 
aquellos  infelices  indios,  opinan  los  Padres  que  no  ha  llegado  la  hora 
de  poner  Obispado  en  aquellas  regiones. 

Eso  sí,  en  medio  de  tan  extremada  pobreza,  vivían  los  indios 
tranquilos  al  amparo  de  los  españoles  y  bajo  el  cuidado  solícito  de 
los  misioneros,  que  hacían  todo  lo  posible,  primero  para  instruirles 
en  la  fe,  y  después  para  acostumbrarles  al  trabajo  y  enseñarles  a  ga- 
narse la  vida  con  el  cultivo  del  campo.  En  1640,  por  orden  del 
P.  Rivas,  entonces  Provincial,  visitó  estas  misiones,  en  su  nombre, 
el  P.  Luis  de  Bonifaz,  y  refiriendo  a  su  Superior  el  estado  de 
aquellas  cristiandades,  le  escribió  una  carta,  en  la  que  debemos  re- 
coger  algunos  pasajes  interesantes  Véase  lo  que  decía  del  estado  de 
aquellas  misiones: 

«Hoy  está  tan  lucida  esta  cristiandad,  que  es  para  dar  muchas  gra- 
cias a  Nuestro  Señor,  y  por  acabar  yo  ahora  de  hacer  la  visita  de  k>s 
ríos,  puedo,  como  testigo  de  vista  y  como  quien  lo  ha  examinado  y 
experimentado  y  mirado  con  cuidado,  afirmar  que  es  una  de  las' 
cosas  más  gloriosas  y  uno  de  los  mejores  empleos  que  la  Compañía 
tiene.  Noté  en  todos  los  Padres  cuan  del  todo  se  estaban  dados  a  su 
ministerio.  Todos  predicaron  en  sus  lenguas,  con  gran  expedición 
dos  o  tres  sermones,  y  los  oyentes,  levantados  los  ojos  y  atentos  al 
predicador  todo  el  tiempo  que  duraba  el  sermón.  Sin  éste  hubo  otro 
ejercicio  de  la  Doctrina  cristiana,  muy  de  envidiar,  aun  por  las  ciu- 
dades de  los  españoles  muy  antiguas.  Porque  a  las  preguntas  de  la 
Doctrina  cristiana  respondían  niños,  viejos,  hombres  y  mujeres,  sal- 
teándolas y  por  diferentes  palabras  de  las  que  están  en  el  Catecismo,  y 
respondían  a  ellas  con  mucha  presteza  y  sin  turbarse.  Y  no  sólo  estas 
preguntas,  sino  otras  muchas  que  no  están  en  el  Catecismo,  sino  de 
las  que  les  predican,  esto  es,  de  los  lugares  que  hay  debajo  de  tierra 
dedicados  para  castigo  de  pecados,  del  fin  para  que  sirven  las  imá- 
genes en  los  templos,  de  lo  que  ha  de  hacer  el  enfermo  que  se  halla 
en  pecado  y  no  tiene  copia  de  confesor,  caso  que  les  sucede  muchas 
veces  a  estas  gentes  que  andan  por  montes  y  marinas;  algunas  cosas- 
de  la  resurrección  de  los  muertos,  del  día  del  juicio,  y  otras  a  este 
modo.  Por  saber  yo  algunas  de  estas  lenguas,  puedo  ser  testigo  do 


854  Lin.  II. — PEOviNCiAS  de  ulteamak 

lo  bien  que  respondían,  y  esto  en  especial  en  algunas  gentes  que  yo 
conocí,  que  nunca  vivieron  en  población,  sino  por  esos  campos»  (1). 

Otras  cosas  de  edificación  refiere  el  P.  Bonifaz  en  su  carta,  y  no 
omitiremos  el  acto  de  penitencia  que  solían  hacer  los  indios,  to- 
mando disciplina  en  Semana  Santa  y  en  otros  días  de  Cuaresma. 
Por  este  medio  iba  progresando  nuestra  santa  fe  entre  grandes  di- 
ficultades en  aquellas  vastísimas  regiones,  tan  separadas  de  los  cen- 
tros civilizados,  sin  los  elementos  más  necesarios  para  la  cultura  y 
rodeadas  de  todas  las  dificultades  que  la  naturaleza  podía  ofrecer  al 
celo  apostólico. 

Terminaremos  este  capítulo,  presentando  a  nuestros  lectores  una 
estadística  de  las  misiones  que  nuestros  Padres  sostenían  en  la  pro- 
vincia de  Méjico.  La  hizo  el  P.  Juan  de  Burgos,  destinándola  al 
Obispo  de  Durango,  para  que  Su  Señoría  escribiese  al  Rey  sobre  la 
necesidad  de  enviar  misioneros  a  Nueva  España,  para  segar  las  co- 
piosísimas mieses  que  se  veían  blanquear  en  aquellos  campos,  y  que 
se  podían  fácilmente  recoger,  si  hubiera  brazos  y  celo  apostólico  para 
la  obra.  En  esta  petición  distribuye  el  P.  Burgos  el  estado  de  las  mi- 
siones en  esta  forma: 

«1.  En  la  provincia  de  Cinaloa  hay  las  misiones  del  río  de  la 
villa  llamado  Cinaloa,  que  contiene  la  doctrina  de  la  villa,  la  de  Chi- 
corato,  Baburia,  Nio,  Guesane,  Mocorito,  Tamasula,  con  sus  ministros. 
2.  Misión  del  río  Carapoa  (ahora  se  llama  este  río  Fuerte,  del  nombre 
del  fuerte  de  Montes  Claros  que  se  edificó  en  sus  orillas).  Hay  la  doc- 
trina del  fuerte  de  Montes  Claros,  y  otras  cinco  doctrinas  de  mucha 
gente,  donde  administran  religiosos  de  la  Compañía  de  Jesús,— 3.  Mi- 
sión del  río  Mayo,  que  tiene  seis  doctrinas  con  sus  ministros.— 
4.  Misión  del  río  Hiaqui.  Son  siete  doctrinas,  con  sus  ministros.  A 
este  río  pertenece  la  nación  de  los  chinipas,  rebelada  el  año  de  1631, 
donde  murieron  a  manos  de  los  bárbaros,  por  causa  de  la  fe,  el 
P.  Julio  Pascual  y  el  P.  Manuel  Martínez,  religiosos  de  nuestra  Com- 
pañía. Los  de  esta  nación  se  han  ido  reduciendo  y  agregando  a  los 
pueblos  de  los  dichos  partidos  de  la  misión  de  Hiaqui,  y  otros  pue- 
blos piden  el  bautismo  y  no  se  les  puede  acudir  por  falta  de  minis- 
tros.— 5.  Misión  en  el  valle  de  Sonora,  que,  pocos  años  ha,  todas  estas 
naciones  y  provincias,  que  son  muy  dilatadas  y  numerosas  de  indios 
gentiles,  dieron  la  obediencia  a  Su  Majestad,  donde  sólo  dos  Padres 
administran,  y  por  falta  de  sujetos  no  se  puede  acudir  a  tan  copiosa 


(1)     Rivas,  Hid.  de  las  misiones,  1.  VI,  C.  19. 


CAP.  II. — MISIONES  SEPTEísTraONALES  DE  LA  PROVINCIA  DE  MÉJICO  355 

mies  y  número  de  gentiles  vasallos  del  Rey  Nuestro  Señor  que  piden 
el  bautismo. — 6.  Misión  de  la  sierra  de  Topía.  Cuatro  partidos  con 
cuatro  ministros,  y  a  la  puerta  los  gentiles  de  Bahimoa,  que  piden 
el  bautismo.— 7.  Misión  de  la  sierra  de  San  Andrés,  de  gigimes  y  aca- 
jes.  Siete  partidos  con  sus  ministros.  A  esta  misión  pertenece  la  sie- 
rra de  San  Ignacio  de  Aoya,  misión  nueva  de  gentiles  que  se  van 
convirtiendo,  y  son  muchos  los  que  piden  el  bautismo.— 8.  Misión  de 
Tepehuanes,  Cuatro  partidos  con  sus  ministros,  entre  ellos  el  de 
Santa  Catalina,  que  administrándolo  yo  los  años  pasados  de  1627  y  28, 
me  pedían  el  bautismo  muchos  gentiles  de  aquellas  sierras  y  bajé 
mucha  gente  y  los  bauticé  y  poblé  en  el  dicho  partido  y  pueblo  de 
Santa  Catalina,  y  por  falta  de  ministros  no  se  ha  podido  entrar  a  fun- 
dar iglesias  y  pueblos.— 9.  Con  esta  misión  confina  la  misión  nueva  de 
taraumares,  que  tiene  tres  Padres,  y  son  muchos  los  gentiles  que 
piden  el  bautismo  y  no  se  les  puede  acudir  por  falta  de  ministros.— 
10.  Misión  de  Parras,  que  tiene  tres  partidos,  que  administran  cuatro 
religiosos,  y  a  la  puerta  de  mucha  gentilidad  que  pide  el  bautismo.» 
Tal  es  el  cuadro  de  nuestras  misiones  que  nos  presenta  el  P.  Bur- 
gos en  1640  (1),  En  los  doce  siguientes  que  abarca  nuestra  narración, 
progresó  bastante  la  misión  de  Sonora,  y  también  dio  algún  fruto  la 
de  los  taraumares.  l^ada  hemos  dicho  de  la  de  Parras,  porque  per- 
maneció todos  estos  años  como  estacionaria.  Finalmente,  advertire- 
mos que  en  la  primera  mitad  del  siglo  XVII,  aunque  tal  vez  pusie- 
ron ya  los  pies  nuestros  misioneros  en  el  territorio  actual  de  los  Es- 
tados Unidos,  pero  no  pudieron  extenderse  por  alli  hasta  muchos 
años  después,  cuando  en  1680  dieron  un  poderoso  empuje  a  las  mi- 
.-^iones  septentrionales  y  llegaron  a  evangelizar  en  vastos  territorios 
al  norte  de  la  actual  República  mejicana. 


(1)     Conservase  este  escrito  en  el  Archivo  de  Indias,  6tí-5-l^f. 


CAPITULO  III 


CONTROVERSIA  CON  PALAFOX.— PREVIERA  PARTE:  MARZO-DICIEMBRE  1647 


Sumario:  1.  Antecedentes  de  Palafox  antes  de  indisponerse  con  los  jesuítas. — 2.  Liti- 
gio sobre  los  diezmos.— 3.  Edicto  del  6  de  Marzo  de  1647,  suspendiendo  a  los  jesuítas 
y  pidiéndoles  las  licencias  de  confesar  y  predicar.— 4.  Entrevista  de  los  jesuítas  con 
Palafox  el  día  siguiente,  7  de  Marzo.— 5.  Edicto  público  del  8  de  Marzo,  prohibiendo 
a  todos  confesarse  con  los  jesuítas. — 6.  El  P.  Provincial  Pedro  de  Velaseo  elige  por 
jueces  conservadores  a  dos  Padres  dominicos,  quienes  condenan  a  Palafox.— 7.  De- 
mostraciones de  Palafox  contra  los  jueces  conservadores.— 8.  Conatos  de  concilia- 
ción y  fuga  repentina  de  Palafox. — 9.  El  Cabildo  de  Puebla  toma  el  gobierno  ecle- 
siástico de  la  diócesis,  y  los  jesuítas  le  presentan  sus  licencias  de  confesar  y  predi- 
car.—10.  Vuelve  Palafox  a  Puebla,  por  Noviembre  de  1G47,  y  so  procura  hacer  las 
paces  a  fines  de  aquel  año. 

Fuentes  contemporáneas:  1.  Otras  rfePaYa/'oa;,  principalmente  los  tomos  XI  y  XII.— 2.  Car- 
tas conservadas  en  el  archivo  de  la  catedral  de  Osma.— 3.  AngelopoHlana,  o  sea  colección  hecha 
en  Roma  de  documentos  sobre  esta  causa.— 4.  Mexicana,  20.  Palafox.  Otra  colección  de  documen- 
tos sobre  lo  mismo.— 5.  Relación  ajustada  de  los  autos  y  diligencias  hechas  por  el  Virrey  en  1647. 
6.  Epistolae  Generulitim.—l.  Actas  del  Cabildo  de  Puebla.— 8.  Vai'ios  documentos  del  Archivo  de 
Indias.— 9.  Rivas,  Historia  de  la  Compañía  de  Jesús  en  la  provincia  de  Méjico  (1). 

1.  Llegamos  a  uno  de  los  hechos  más  conocidos  y  manoseados 
en  la  historia  de  la  Compañía:  la  cuestión  de  Palafox.  No  merecía, 
ciertamente,  este  litigio  la  desmesurada  celebridad  que  posterior- 
mente se  le  ha  dado.  Un  pleito  entre  el  Obispo  de  Puebla  y  los  jesuí- 


(1)  Para  esta  cuestión  deben  consultarse  las  Obras  de  Palafox,  que  fueron  elegan- 
temente impresas  en  12  tomos  en  folio  el  año  1762.  Merecen  especial  atención  los 
tomos  XI  y  XII,  dedicados  enteramente  a  la  controversia  con  los  jesuítas.  Allí  se  ven, 
no  solamente  los  escritos  que  redactó  Palafox  en  defensa  propia,  sino  también  algunos 
documentos  pontificios,  varias  cédulas  reales,  edictos  del  provisor  Juan  de  Merlo,  res- 
puestas de  Congregaciones,  etc.  Las  cartas  conservadas  en  el  archivo  de  Osma  no  son 
originales,  sino  copia  notarial  de  los  originales,  y  merecen  todo  respeto.  La  Relación 
ajustada  de  los  autos  del  Virrey  y  conservada  en  Roma,  Bibl.  Vitorio  Emanuele  (Ma- 
noscritti  Geeuitici,  175),  es  muy  interesante  para  seguir  los  pasos  de  la  controversia  en 
los  primeros  seis  meses.  Con  el  nombre  de  Angelopolitana  citamos  un  paquete  de  do- 
cumentos que  se  halla  en  Roma,  Arch.  di  Stato,  Gem,  Coller/ia  (Angelopolitana),  y  con- 
tiene, ante  todo,  aquellos  documentos  impresos  en  el  tomo  XII  de  las  Obras  de  Pala- 
fox  con  el  título  Processns  et  finis  causaa  Anr¡elopolitanae;  pero  además  encierra  otros 
escritos,  no  reproducidos  allí.  Algo  parecida  es  la  colección  que  conservamos  en 
nuestro  archivo  con  el  título  de  Mexicana,  20.  Palafox.  Aquí  se  recogieron  principal- 
mente dictámenes  y  relaciones  hechas  por  abogados  de  la  Compañía.  Por  liltimo,  on 
el  Archivo  de  Indias  han  aparecido  algunas  cartas,  cuya  importancia  es  innegable, 
para  explicar  algunos  puntos  de  la  presente  controversia. 

Debemos  llamar  la  atención  de  nuestros  lectores  sobre  la  obra  más  extensa  que  so 


CAP.    III. — CONTROVERSIA   CON    PALAFOX. — PPvIMEKA    PARTE  357 

tas  de  aquella  ciudad,  sobre  si  éstos  tenían  o  no  tenían  licencias  para 
confesar  y  predicar;  un  pleito  que  hubiera  podido  resolverse  en  po- 
cas horas  con  sólo  examinar  unos  cuantos  papeles,  no  merecía  los 
honores  de  que  se  le  pregonara  por  todos  los  ámbitos  do  la  tierra. 
Sin  embargo,  sucedió  que  por  imprudencia  de  los  jesuítas  y  por 
la  mucha  pasión  de  Palafox,  este  pleito  resonó  bastante  en  el  si- 
glo XVII,  no  sólo  en  Méj  ico,  sino  también  en  Madrid  y  en  Roma.  Pero 
cuando  llegó  el  tiempo  de  suprimir  la  Compañía  en  el  siglo  XVIII, 
nuestros  enemigos  sacaron  todos  los  registros  de  su  trompetería  y 
dieron  a  la  cuestión  de  Palafox  una  resonancia,  que  hoy  llamaríamos 
mundial.  Pocas  veces  se  habrá  hecho  tanto  ruido  con  un  asunto  tan 
mediano.  Explicaremos,  con  la  brevedad  posible,  este  hecho,  mencio- 
nado por  todos  y  no  estudiado  casi  por  ninguno. 

Don  Juan  de  Palafox  y  Mendoza  era  hijo  ilegítimo  de  D.  Jaime 
Palafox  y  Mendoza,  Marqués  de  Ariza,  y  de  cierta  señora  principal, 
cuyo  nombre  no  se  quiso  descubrir  (1). 


ha  publicado  acerca  de  Palafox.  Lleva  este  título:  Sacra  Ritmim  Congregatione. 
Emo.  et  Rnio.  Domino  Cardo  Nigronio  ponente,  Oxomen.  Beatificationis  et  Canonizationis 
Ven.  Servi  Dei  Joannis  de  Palafox  et  Mendosa,  Epigcopi  prius  Angelopolitani,  postea  Oxo- 
mensis  Summarium  objectionale.  Son  ocho  tomos  eu  folio,  y  a  primera  vista  pudiera 
creerse,  por  el  título,  que  se  trata  de  los  procesos  para  la  beatifleación  de  Palafox.  No 
hay  tal  cosa.  Lo  que  encierran  esos  tomos  es  lo  que  indica  el  subtítulo,  esto  es,  la 
colección  de  objeciones  que  se  opusieron  a  la  beatificación.  Aquí  se  recoge  todo  lo 
que  de  un  modo  o  de  otro  puede  mancillar  la  memoi'ia  de  Palafox.  Como  la  obra  está 
escrita  con  el  manifiesto  designio  de  objetar,  no  es  posible  fiarse  de  ella  para  formar 
juicio  sobre  Palafox.  Sólo  hemos  recurrido  a  estos  tomos,  para  consultar  algunos  do- 
cumentos reproducidos  allí  textualmente  y  que  no  hemos  podido  hallar  en  otra  parte. 
(1)  El  mismo  Palafox  nos  cuenta  las  circunstancias  algo  novelescas  de  su  naci- 
mienío.  Dice  que,  sintiéndose  su  madre  próxima  al  alumbramiento,  fingió  que  necesi- 
taba tomar  las  aguas  de  Filero,  y  trasladándose  a  este  establecimiento,  en  Navarra, 
vivió  allí  recogida  hasta  que  llegó  el  momento  del  parto.  Sucedió  éste  el  día  24  de 
Junio  de  1600.  Luego  que  dio  a  luz,  mandó  la  señora  a  una  de  sus  criadas,  que  reco- 
giese al  niño  y  lo  arrojase  al  Ebro.  La  criada  tomó  la  criatura,  la  colocó  en  una  ca- 
nasta de  ropa  blanca  y  se  dirigió  a  ejecutar  el  crimen.  Quiso  Dios  que  un  honrado 
guarda  rural,  llamado  Pedro  Navarro,  vasallo  del  Marqués  de  Ariza,  tropezase  con  la 
criada,  y  sospechando  lo  que  llevaba  en  la  canasta,  le  preguntase  lo  que  iba  a  hacer. 
Ella,  avergonzada,  apenas  pudo  responder  palabra.  Descubrió  el  guarda  lo  que  había 
en  la  canasta,  y  tomando  al  pobre  niño  se  lo  llevó  a  su  casa  y  le  crió  con  la  pobreza 
que  él  tenía,  pero  con  amor  de  padre.  Obras  de  Palafox,  t.  I.  Vida  interior,  c.  3.  Es  de 
advertir  que  Palafox  no  nombra  a  su  padre  ni  al  guarda.  Esto  lo  hemos  suplido  por 
la  extensa  Vida  de  Palafox,  escrita  por  Antonio  González  de  Rosendo,  que  se  impri- 
mió al  principio  de  sus  Obras.  No  omitiremos  un  rasgo  curioso,  con  visos  de  milagro, 
que  añade  Palafox  al  referirnos  su  nacimiento.  Dice  así:  ^Habiendo  nacido  este  niño 
afeado  y  lastimado  de  las  tribulaciones  que  padeció,  perseguido  antes  de  nacer  y  des- 
pués de  haber  nacido,  así  como  recibió  el  agua  del  Bautismo,  cobró  gracia  y  hermo- 
sura espiritual  ycorporal,  y  con  esta  última  (que  fuera  mejor  la  primera)  vivió  en 
todas  las  edades.»  ¡Extraño  pensamiento!  ¡Hablarnos  de  su  hermosura  corporal  y  atri- 
buirla a  milagro  del  Bautismo! 


358  LIB.    II. — PKOVINCIAS    DK   rLTKAMAIÍ 

Nació  en  Fitero  a  24  de  Junio  de  1600.  A  los  diez  años  fué  recono- 
cido por  su  padre,  quien  le  dio  la  educación  correspondiente  a  sh 
clase  y  le  hizo  cursar  todos  los  estudios  en  las  Universidades  de  Al- 
calá y  Salamanca.  Con  su  buen  ingenio  Palafox  se  hizo  dueño  de  la 
Facultad  de  derecho,  y  por  este  camino  llegó  a  los  honores  que  des- 
pués le  colocaron  en  una  posición  tan  ventajosa. 

En  1626  le  hicieron  Fiscal  del  Consejo  de  Indias  (1),  y  dos  años 
después,  en  1628,  sucedió  lo  que  el  mismo  Palafox  llama  su  conver- 
sión. Efectivamente,  según  indica  en  su  Vida  interior,  y  lo  confirma 
su  biógrafo  González  de  Rosende,  el  joven  Palafox  vivió  diez  años  de 
un  modo  bastante  relajado,  y  más  como  estudiante  libertino,  que  como 
hombre  aspirante  a  la  vida  sacerdotal  (2).  En  1628  cambió  entera- 
mente de  vida.  Hizo  una  confesión  general  y  poco  después  se  ordenó 
de  sacerdote.  Ya  en  este  estado  acompañó  a  la  Emperatriz  D.'^  María 
en  su  viaje  por  Alemania,  en  los  tres  años  de  1629  a  1632,  sirviéndola 
en  el  cargo  de  limosnero  mayor.  Vuelto  a  España,  continuó  en  su 
cargo  de  Fiscal  del  Consejo  de  Indias,  hasta  que  en  1639  fué  elegido 
para  Obispo  de  Puebla  de  los  Ángeles,  en  Méjico.  Consagróse  en 
Madrid  el  27  de  Diciembre  de  1639,  y  al  año  siguiente  se  encaminó 
a  tomar  posesión  de  su  diócesis  (3). 

Además  de  la  dignidad  episcopal  de  que  le  habían  revestido,  le 
nombró  Felipe  IV  Visitador  de  la  Audiencia  de  Méjico,  concedién- 
dole facultades  bastante  extensas,  para  lo  que  entonces  se  acostum- 
braba. En  cédula  de  19  de  Diciembre  de  1639,  le  decía  el  Rey:  «Os 
mando,  que  si  por  la  dicha  visita  e  información  halláredes  alguno  o 
algunos  de  los  susodichos  [oficiales  reales]  tan  notablemente  culpa- 
dos, que  merezcan  ser  privados  de  sus  oficios,  habiéndoles  dado  pri- 
mero sus  cargos  y  recibido  sus  descargos,  les  suspenderéis  de  el  i  os, 
para  que  no  los  usen  en  adelante»,  etc.  (4).  Llegado  Palafox  a  Nueva 
España  con  tan  amplios  poderes,  los  ejercitó  mu}^  luego  en  una  cosa 
que  nadie  había  esperado.  En  1641  suspendió  en  su  oficio  al  mismo 
Virrey  de  Nueva  España,  Duque  de  Escalona  y  Marqués  de  Villena. 
¿Haría  esto  de  su  propio  motivo,  o  fué  solamente  por  cumplir  las 
órdenes  que  de  España  le  enviaron,  mandando  destituir  al  Virrey  por 


(1)  Véasf^  ]a  citada  Vida  interior,  c.  4. 

(2)  El  mismo  Palafox  cuenta  entre  sus  ingratitudes  para  con  Dios,  ésta:  ^haberse 
dado  después  que  salió  de  la  Universidad  a  lodo  género  de  vicios,  de  entretenimientos 
y  deleite  y  desenfrenamiento  de  pasiones;  de  suerte  que  llegó  un  año  a  no  cumplir  con 
la  Iglesia».  Vida  interior,  C.  7. 

(3)  Todos  estos  datos  pueden  verse  en  la  Vida  de  Palafox,  por  Rosende. 

(4)  Arch.  de  Indias,  i;j6-6-12. 


CAF.  III. — COXTROVERSIA  CON  PALAFOX. — PRIMERA  PARTE  359 

haberse  sospechado  de  su  fidelidad?  No  hemos  podido  averiguar  la 
verdadera  causa  de  este  hecho  tan  peregrino  (1). 

Lo  que  sí  nos  consta  es,  que  en  todo  Méjico  causó  una  sorpresa 
inaudita  y  una  compasión  del  destituido  Virrey,  que  arrancaba  lá- 
grimas a  la  gente  más  honrada.  Nuestro  P.  Luis  Bonifaz,  Provincial 
entonces  de  Méjico,  refería  del  Duque  lo  siguiente:  «Está  retirado 
ahora  quince  leguas  de  aquí  en  un  convento  de  frailes  franciscos 
descalzos,  y  allí  le  envío  de  cuando  en  cuando  algún  Padre,  para  que 
le  consuele,  que  así  me  lo  ha  pedido.  Va  prosiguiendo  su  residencia. 
Están  presos  muchos  criados  suyos,  al  principio  con  más  aprieto,  y 
poco  a  poco  con  menos.  No  se  tratan  casi  más  que  dos  puntos:  o  si 
dio  o  si  algunos  dieron  por  oficio  dinero  o  si  se  hicieron  préstamos 
al  Duque.  No  hay  capítulos  ni  hombre  que  venga  a  quejarse,  porque 
antes  causa  grande  sentimiento  en  todo  estado  de  gente,  pues  no  ha- 
bía hecho  mal  a  nadie  ni  tiene  alma  para  hacerlo  a  nadie.  Confieso 
a  V.  R.  que  casi  se  me  saltan  las  lágrimas  cuando  escribo  esto,  más 
que  en  todo  lo  escrito  hasta  aquí.  Tan  cortés  con  todos,  tan  come- 
dido, tan  honrado,  tan  bienhechor  de  pobres,  de  conventos,  de  reli- 
giones y  religiosos,  de  encarcelados  y  detenidos  por  deudas,  tan  pío 
y  reverenciador  de  las  cosas  y  personas  sagradas»  (2).  Este  era  el 
juicio  que  generalmente  se  había  formado  en  Méjico  del  Virrey  des- 
tituido. Con  esta  destitución  tomó  Palafox  interinamente  el  cargo  de 
Virrey,  y  durante  algunos  meses  se  vio  aquel  hombre  con  más  poder 
que  jamás  había  tenido  ninguno  en  las  Indias.  Era,  efectivamente. 
Obispo  de  Puebla;  administraba  también  el  Arzobispado  de  Méjico, 
entonces  vacante;  era  Virrey  y  Capitán  general,  y  al  mismo  tiempo 
Visitador  de  la  Audiencia.  Raras  veces  ha  producido  bien  en  la  so- 
ciedad esta  aglomeración  de  poderes  en  una  sola  persona.  El  cargo 
de  Virrey  y  Capitán  general  lo  hubo  de  dejar  a  los  pocos  meses, 
pues  fué  a  ocupar  aquel  puesto  en  propiedad  D.  García  Sarmiento, 
Conde  de  Salvatierra. 

Empezó  Palafox  la  visita  de  la  Audiencia,  pero  al  poco  tiempo  la 
dejó  y  se  fué  a  su  diócesis.  Desde  ella  volvía  de  vez  en  cuando  a  la 
capital,  y  cuando  pensaban  que  terminaría  su  tarea  de  Visitador,  no 
hacía  otra  cosa  sino  mandar  suspender  las  causas,  detener  el  despa- 
cho de  los  negocios  y  prolongar  indefinidamente  lo  que  en  tiempos 


(1)  A  juzgar  por  el  Memorial  al  reij  Felipe  IV,  que  Palafox  envió  en  1643  y  se  impri- 
mió entre  sus  Obras,  t.  XI,  pág.  517,  se  conoce  que  este  acto  lo  ejecutó  de  su  propio 
motivo. 

(2)  Memo-rial  histórico  español,  t.  XVÍ,  pág.  434. 


360  i.iK.  n. — PROVINCIAS  dk  ultiíamau 

ordinarios  se  hubiera  podido  despachar  en  breves  días.  Con  esto  em- 
pezaron a  llover  quejas  de  uno  y  otro  lado  contra  el  Visitador,  a  quien 
se  acusaba  de  dilatar  cuidadosamente  el  cumplimiento  de  su  comi- 
sión, porque  deseaba  tener  en  su  mano  a  la  Audiencia  y  hacer  lo  que 
quisiera  en  el  Virreinato.  Después  de  cinco  años  de  visita,  la  ciudad 
de  Méjico  llegó  a  perder  la  paciencia,  y  el  10  de  Noviembre  de  1645 
escribió  a  Felipe  IV  una  carta  muy  grave  contra  el  Sr.  Palafox. 

Dice  así:  «Todos  los  trabajos  representados  no  siente  tanto  Méjico 
como  el  desconsuelo  con  que  se  halla  de  cinco  años  y  medio  a  esta 
parte  con  la  asistencia  de  Don  Juan  de  Palafox,  Obispo  de  la  Puebla 
de  los  Ángeles,  a  quien  Vuestra  Majestad  se  sirvió  de  enviar  por  Vi- 
sitador general  destos  reinos.  Siendo  el  principal  instituto  el  que 
acabase  lo  que  comenzó  el  doctor  don  Pedro  de  Aragón,  su  antece- 
sor, en  que  parece  que  ni  se  ha  dado  principio  ni  puesto  la  mano, 
pues  en  tan  dilatado  tiempo  no  se  han  visto  más  frutos  que  grandes 
costas  y  salarios  para  sus  criados,  ministros  y  allegados,  pagados  de 
la  real  hacienda  de  Vuestra  Majestad  y  de  los  propios  de  esta  ciudad, 
que  tan  deteriorada  está  por  los  accidentes  referidos.  Además  que 
todo  lo  que  se  ha  cobrado  de  resultas  de  alcabalas,  del  cabezón,  se  ha 
consumido  en  dichos  salarios,  sin  que  haya  entrado  cosa  ninguna  en 
la  real  caja  de  Vuestra  Majestad.  Con  que  no  se  conoce  ninguna  uti- 
lidad, mayormente  cuando  los  aprietos  y  necesidades  generales  de 
esta  tierra  son  tan  grandes,  que  más  piden  alivios  y  favores  de  Vues- 
tra Majestad,  que  los  ahogos  en  que  nos  pone  el  Obispo. 

»Con  el  azote  levantado  siempre,  y  amenazas  de  que  jamás  se  ha 
de  acabar  su  poder,  pues  comenzadas  las  causas  las  detiene  cuidado- 
samente, haciendo  ausencias  continuas  a  su  obispado,  quedando  los 
presos  en  la  cárcel,  los  pleitos  sin  recurso,  los  tribunales  pendien- 
tes, disgustadas  las  religiones,  porque  en  todo  se  entremete  y  en  su 
gana  de  mandar  no  hay  cosa  reservada,  dando  ocasión  a  que  sus  alia- 
dos y  asistentes  esparzan  nuevas  comisiones  cada  día  y  cédulas  se- 
cretas de  Vuestra  Majestad,  para  intimidar  los  ánimos,  introduciendo 
nuevos  gobiernos,  señalando  días  en  que  el  mismo  Visitador  ha  de 
entrar  y  de  este  reino  salir,  a  fin  de  que  le  teman,  dejando  su  fami- 
lia tan  poco  ajustada  y  corregida,  que  ha  ocasionado  muertes  escan- 
dalosas... Ninguno  de  su  séquito  deja  de  tener  delitos  grandes  y  pa- 
siones que  vengar,  parando  éstos  y  los  del  Obispo  en  aspirar  al  go- 
bierno... Para  conseguir  este  fin  está  escribiendo  de  noche  y  a  todas 
horas  en  su  casa,  con  asistencia  de  los  suyos,  contra  todos  los  que  no 
lo  son,  vivos  y  muertos,  haciendo  retiros  afectados  a  conventos  fuera 


CAF.    ni. — CONTROVERSIA   CON   TALAFOX. — miMEEA    PARTE  361 

de  la  ciudad;  con  que  todo  es  un  temor,  un  recelo,  una  confusión  y 
un  afligir  los  corazones  en  lo  general  y  en  lo  particular.  Siendo  de 
no  menor  perjuicio  el  impedir  la  corriente  a  los  tribunales  con  de- 
cretos, para  que  no  se  vean  los  pleitos  sin  su  asistencia...»  Termina 
su  carta  la  ciudad  suplicando  al  Rey  que  mande  suspender  esta  vi- 
sita, «supuesto,  dice,  que  no  se  conoce  ninguna  utilidad  en  el  servi- 
cio de  Vuestra  Majestad,  sino  infinito  daño  en  lo  general  y  en  lo  par- 
ticular de  este  reino»  (1). 

Casi  al  mismo  tiempo  el  Virrey,  Conde  de  Salvatierra,  el  15  de 
Noviembre  de  1645  escribía  a  Felipe  IV  estas  palabras:  «Más  ha  de 
cinco  años  que  empezó  la  visita  [Palafox]  y  hoy  está  poco  más  que  al 
principio;  pendiente  la  Real  Audiencia,  sin  autoridad  la  justicia,  y  los 
ministros  de  éste  y  de  los  demás  tribunales,  temerosos  y  sujetos,  no 
sólo  al  Visitador,  sino  a  cualquiera  de  la  plebe,  gastándose  en  sala- 
rios y  otros  desperdicios  crecidas  sumas  de  hacienda...  Entendí  que 
en  esta  última  venida  de  Puebla  a  Méjico  concluyese  la  visita,  y  paró 
■  toda  su  ocupación  en  escribir  un  tratado  de  la  vida  de  San  Pedro,  di- 
vulgar una  apología  contra  los  frailes  franciscos  y  hacer  estatutos 
para  esta  Universidad»  (2).  ¡Extraño  modo  de  visitar  la  Audiencia, 
estarse  escribiendo  una  Vida  de  San  Pedro! 

Si  como  Visitador  ofendió  bastante  a  los  españoles  de  Nueva  Es- 
paña, como  Obispo  de  la  Puebla  tuvo  Palafox  desde  sus  principios 
un  encuentro  bastante  serio  con  las  Órdenes  religiosas,  excepto  con 
la  Compañía.  Con  el  deseo  (bueno  de  suyo)  de  promover  los  intere- 
ses del  clero  secular,  deseaba  apoderarse  de  las  doctrinas  fundadas 
por  los  regulares  y  formar  con  ellas  curatos  ordinarios  como  en 
Europa.  Los  regulares  resistieron,  naturalmente,  a  soltar  un  bien  que 
ellos  habían  formado,  y  de  aquí  el  grave  conflicto  que  surgió  entre 
ellos  y  Palafox.  Éste,  en  el  mes  de  Febrero  de  1641,  despojó  a  los 
religiosos  de  34  doctrinas  de  indios,  y  convidó  con  ellas  a  sacerdotes 
seglares.  Presentáronse  103  opositores;  pero  de  ellos,  21  declararon 
desde  luego,  que  ignoraban  el  mejicano.  Otros,  aunque  no  hicieron 
esta  declaración,  fueron  hallados  insuficientes  en  el  idioma  de  los 
indios,  y,  por  consiguiente,  incapaces  de  servir  bien  aquellas  parro- 
quias (3).  Como  la  Compañía  de  Jesús  no  administraba  parroquias 


(1)  Arch.  de  Indias.  Patronato,  2-4-1/22. 

(2)  Ib  id.  En  el  mismo  legajo. 

(:{)  Puebla.  Biblioteca  de  San  Juan,  429.  Es  un  tomo  en  folio,  con  este  título  en  la 
portada:  'Libro  de  exámenes  para  beneficios  ij  para  Ucencias  de  Confesores.  Dividido  en  dos 
partes.  Desde  el  año  de  1640.*  Véase  el  fol.  11  vto.,  donde  se  explica  este  incidente. 


362  LIB.    II. — PBOVIXCIAS   DE   ULTRAMAR 

en  Nueva  España,  este  conflicto  no  tuvo  que  ver  con  ella,  y  en  todo 
este  tiempo  Palafox  se  mostraba  amigo  de  los  jesuítas. 

2.  Su  enemistad  con  los  Nuestros  empezó  por  el  litigio  de  los 
diezmos.  Es  de  saber  que  el  año  1689  el  Dr.  D.  Fernando  de  La- 
serna,  canónigo  de  Puebla,  pensó  dotar  al  colegio  de  Veracruz  con 
una  hacienda  que  él  poseía.  El  Cabildo,  entonces  sede  vacante,  ha- 
biendo sabido  esto,  intimó  al  canónigo  que  no  hiciese  tal  donación, 
sin  añadir  la  cláusula  de  que  la  hacienda  debería  pagar  diezmos  a  la 
iglesia  de  Puebla,  y  le  amenazó  con  la  excomunión,  si  donaba  a  la 
Compañía  la  hacienda  sin  esta  cláusula.  Pasaron  unos  dos  años,  y 
en  1642  Laserna  hizo  su  donación  lisa  y  sencillamente,  sin  añadir  la 
cláusula  exigida  por  el  Cabildo.  Ya  para  entonces  era  Obispo  de 
Puebla  Palafox.  Apenas  se  divulgó  el  caso,  el  provisor  Juan  de  Merlo 
declaró  incurso  en  excomunión  al  canónigo  Fernando  de  Laserna; 
le  puso  por  excomulgado  público  en  la  tablilla,  y,  según  nos  informa 
el  P.  Rivas,  que  entonces  vivía  en  Méjico,  llegó  Palafox  a  embargar 
los  bienes  de  Laserna  y  las  rentas  de  la  prebenda  que  tenía  por  ser 
racionero.  Más  aún :  le  hizo  poner  en  estrechas  prisiones,  que  hubo 
de  sufrir  por  espacio  de  un  año  (1).  Acudió  Laserna  a  la  Audiencia 
de  Méjico,  quejándose  de  la  fuerza  que  le  hacían.  Recuérdese  que 
entonces  era  Visitador  de  la  Audiencia  Palafox.  No  podía  esperarse, 
por  consiguiente,  despacho  favorable  al  canónigo.  El  22  de  Mayo 
de  1643  la  Audiencia  de  Méjico  declaró  que  el  provisor  Juan  de 
Merlo  no  hacía  fuerza.  Llevóse  el  negocio  al  Consejo  de  Indias,  y 
después  de  largos  debates  expidió  éste  un  decreto,  el  14  de  Junio 
de  1644,  prohibiendo  a  ninguna  de  las  dos  partes  innovar  nada  en 
este  negocio  (2). 

Con  ocasión  de  este  pleito  escribió  Palafox  un  memorial  en  de- 
fensa de  los  diezmos,  pretendiendo  sujetar  todas  las  religiones  a  pa- 
garlos. En  este  escrito  profería  tan  exorbitantes  encarecimientos  so- 
bre las  rentas  de  la  Compañía,  y  exageraba  tanto  la  pobreza  de  la 
catedral  de  Puebla,  que  todos  nuestros  Padres  miraron  el  memorial 


(1)  Rivas,  Hist.  de  la  Comp.  de  J.  en  Nueva  España,  t.  I,  pág.  150. 

(2)  La  serie  de  los  actos  que  se  hicieron  en  este  pleito  puede  verse  en  Roma, 
Arch.  di  Stato,  Varia.  Indias,  2.  En  este  legajo  se  contiene  un  tomo  en  folio  titulado 
*  Memorial  del  pleito  que  en  gobierno  y  justicia  sigue  el  Señor  Fiscal  y  las  Iglesias  metropolita- 
nas y  catedrales  de  las  Indias  Occidentales  con  los  religiosos  de  Sto.  Domingo,  S.  Agustín, 
N.''"  5.'"  de  la  Merced,  Compañía  de  Jesús  y  las  demás  que  tienen  haciendas  de  labor  y  ga- 
nados en  aquellos  reinos  y  provincias,  sobre  que  dichas  religiones  paguen  diezmos.»  En  el  fo- 
lio 19  está  el  pleito  de  Laserna  brevemente  declarado. 


CAP.    III. CONTROVERSIA    COX    PAI.AFOX.— I'KIMI.RA    PARTE  363 

como  un  verdadero  libelo  infamatorio  contra  la  Compañía  (1).  Des- 
pués de  imprimirle  en  Nueva  España,  lo  remitió  Palafox  a  la  corte 
de  Madrid,  e  hizo  que  se  repartiese  entre  los  señores  del  Real  Con- 
sejo. A  este  libro  respondió,  por  parte  de  la  Compañía,  el  P.  Fran- 
cisco Calderón,  enviando  también  su  memorial  al  Rey,  para  rebatir 
las  exageraciones  y  falsedades  que  se  contenían  en  el  escrito  de  Pa- 
lafox. Déjase  entender  cuánto  se  irritó  este  Prelado,  al  saber  la  opo- 
sición que  le  hacía  el  escritor  jesuíta.  No  se  contentó  con  esto  el 
Obispo  de  Puebla.  Deseando  atajar  para  siempre  la  pérdida  que  pu- 
diera padecer  por  el  privilegio  de  los  diezmos  que  poseían  las  Órde- 
nes religiosas,  mandó,  so  pena  de  excomunión  y  graves  penas,  a  to- 
dos sus  diocesanos  que  no  diesen  ni  traspasasen  sus  haciendas  a  las 
sagradas  religiones,  sin  que  éstas  o  ellos  se  obligasen  perpetuamente 
a  pagar  los  diezmos  a  la  Iglesia.  «Y  pasaron  tan  adelante,  dice  el 
P.  Rivas,  estas  diligencias,  que  mandó  a  los  escribanos  no  hiciesen 
escrituras  ni  otros  recaudos,  en  razón  de  esto,  en  favor  de  los  reli- 
giosos. Lo  mismo  hizo  notificar  a  los  moribundos,  intimándoles,  so 
pena  de  excomunión,  que  no  dejasen  en  sus  testamentos  hacienda 
sin  carga  de  diezmos,  y  en  particular  amenazó  con  estas  censuras  a 
dos  personas  benefactoras  de  la  Compañía»  (2). 

A  pesar  de  tan  grave  litigio,  el  Sr.  Palafox  continuaba  todos  estos 
años  oficialmente  amigo  de  la  Compañía.  Cuando  llegó  a  Nueva  Es- 
paña, escribió  una  carta  al  Rey,  en  recomendación  de  nuestros  mi- 
sioneros (3);  después  se  sirvió  de  nuestros  Padres  en  los  ministerios 
apostólicos  que  se  le  ofrecían  en  su  diócesis;  llevó  a  su  lado  en  la 
visita  pastoral  al  P.  Lorenzo  López,  que  sabía  mejicano  y  era  insigne 
operario  con  los  indios,  y  por  lo  menos  durante  dos  años  y  medio  se 
confesaba  habitualmente  con  el  P.  Dávalos,  de  la  Compañía  (4).  Con 
todo  esto  entiéndese  que  por  el  dichoso  litigio  de  los  diezmos  se  en- 
tibiaron bastante  las  relaciones  del  Obispo  con  la  Compañía,  y  al  em- 


(1)  Hasta  ahora  no  he  logrado  ver  este  libro.  En  las  Obras  de  Palafox,  t.  III,  pág.  257, 
se  imprimió  una  Caiia  pastoral  de  la  debida  paga  de  los  diezmos  y  primicias.  Es  im  tratado 
dividido  en  22  capítulos,  y  en  la  advertencia  preliminar  se  dice  que  fué  primero  im- 
preso en  Puebla,  en  1646.  Pero  en  este  libro  no  se  habla  de  la  Compañía,  y  además 
está  la  pastoral  firmada  en  Osma,  a  8  de  Enero  de  1657.  Quizá  esta  carta  sea  una  re- 
fundición del  memorial  impreso  en  Puebla,  suprimiendo  todo  lo  que  se  decía  contra 
los  jesuítas. 

(2)  Ubi  supra. 

(3)  Véase  esta  carta  en  el  Arch.  de  Indias,  66-5-18.  Fué  escrita  en  Puebla  a  10  de 
Setiembre  de  1640. 

(4)  Véanse  las  certificaciones  que  luego  citamos. 


364  í'iE.  II. — rnoviNciAS  be  ultkamar 

pezar  el  año  de  1647  se  le  observó  cierto  retraimiento  que  anunciaba 
alguna  grave  tempestad.  Ésta  llegó  por  fin. 

3.  La  célebre  polémica  de  Palafox  con  los  jesuítas  empezó  el 
miércoles  de  Ceniza,  6  de  Marzo  de  1647.  En  ese  día  el  provisor  Juan 
de  Merlo,  por  orden  del  Prelado,  intimó  a  los  Rectores  de  los  cole- 
gios de  la  Compañía  un  auto  que  contenía  dos  cosas:  primera,  sus- 
pensión de  las  licencias  que  tuviesen  los  Nuestros  para  confesar  y 
predicar,  como  contraventores  del  Santo  Concilio  Tridentino,  para 
asegurarse  de  la  suficiencia  de  dichos  religiosos  y  por  otras  justas 
causas,  y  segunda,  que  dentro  de  veinticuatro  horas  se  le  presenta- 
sen dichas  licencias,  y  que  si  no  lo  hiciesen  así,  se  procedería  a  lo  que 
hubiese  lugar  en  derecho.  Hasta  ahora  no  hemos  podido  descubrir 
por  ningún  lado  el  texto  íntegro  de  este  edicto.  En  los  procesos  que 
se  han  impreso  en  Roma  sobre  la  causa  de  Palafox,  lo  vemos  siem- 
pre citado  en  compendio  y  con  variantes  bastantes  singulares.  Con 
todo  eso,  así  por  los  compendios,  como  por  la  relación  del  P.  Rivas, 
que  entonces  vivía  en  Méjico,  sacamos  en  limpio  que  el  decreto  con- 
tenía dos  cosas:  una  prohibición  y  un  mandato.  Prohibía  predicar  y 
confesar,  diciendo  que  contravenían  al  Concilio  de  Trente,  y  man- 
daba presentar  las  licencias.  A  primera  vista  parecen  absurdas  y 
contradictorias  ambas  cosas.  ¿Cómo  llamaba  contraventores  del  Con- 
cilio, sin  saber  todavía  si  tenían  o  no  tenían  las  debidas  licencias? 
¿Cómo  empezaba  imponiendo  la  pena  y  acababa  exigiendo  una  cosa 
para  investigar  la  culpa?  Confesamos  que  es  difícil  explicar  el  hecho, 
y  no  podremos  salir  de  dudas,  mientras  no  veamos  el  texto  íntegro 
del  auto,  que  hasta  ahora  no  parece  en  ninguna  parte  (1). 


(1)  Presentaremos  al  lector  las  dos  versiones  más  claras  que  hemos  hallado  de 
este  auto.  Una  es  la  que  trae  el  P.  Rivas  en  su  Historia  (t.  I,  i'ág.  159),  en  estos  tér- 
minos: «Lo  que  este  auto  contenía  era  esto:  que  desde  luego  suspendía  las  licencias 
que  tuviesen  los  de  la  Compañía  para  confesar  y  predicar,  como  contraventores  del 
santo  Concilio  Tridentino,  para  asegurarse  de  la  suñcioncia  de  dichos  religiosos  y 
por  otras  justas  causas,  y  que  dentro  de  veinticuatro  horas  se  le  presentasen  dichas 
licencias,  y  que  de  no  hacerlo  así,  se  procedería  a  lo  que  hubiere  lugar  en  derecho. 
Hasta  aquí  el  dicho  auto.» 

Véase  ahora  lo  que  leemos  en  el  tomo  Mexicana,  20.  Palafox,  fol.  2:  »In  civitate 
Angelorum  6  dio  mensis  Martii  anni  millesimi  sexcentesimi  quadragesimi  septi- 
mi,  Dr.  D.  Joannes  de  Merlo  Canonicus  Doctoralis  etc.  dixit,  quod  juxta  Conc.  Trident. 
Bullas  Pontificias  et  declarationes  S.  Congreg.  Cardinalium  dispositum  est,  et  deffl- 
nltum,  omnes  Religiones  teneri  praesentare  licentias,  quas  habuerintad  Confossiones 
audiendas,  et  ad  concionandum  corain  Episcopis  Dioecesis  in  qua  degunt,  ut  habeant 
approbationem,  beneplaeitum,  et  licentiam  ipsorum,  et  ut  ipse  Dioecesanus  sciat,  et 
intelligat  títulos,  et  sul'ílcientiam,  quibus  adininistrant  iidelibus  suis  subditis  tum 
Sacramentum  Pocnitentiae,  tum  sanetum  verbum  Evaugelii,  et  stanto  quod  constat 


CAP.    III. CONTROVEItSIA    COX    TALAFOX. FRIMERA    PAUTE  ,'{G5 

¿Qué  hicieron  los  jesuítas?  Respondieron  que  se  enteraban  del 
edicto,  pero  que  informarían  al  P.  Provincial,  a  quien  tocaba  res- 
ponder en  este  negocio,  y  con  esto  no  presentaron  las  licencias.  ¿Por 
qué  no  las  presentarían?  Nos  parece  bastante  probable  que  debió  ser 
por  una  razón  que  apuntaba  después  el  P.  Diego  de  Monroy,  Rector 
del  colegio  del  Espíritu  Santo,  en  carta  dirigida  a  Palafox.  Decía 
que  « tuvieron  por  inconveniente  presentar  luego  las  licencias,  por 
parecer  se  pedía  en  orden  a  asentar  más  jurisdicción  sobre  regulares 
exentos  que  la  ordinaria» .  Temerosos,  sin  duda,  de  este  daño,  no  pre- 
sentaron las  licencias.  Este  fué  un  yerro  fundamental  e  irreparable, 
que  en  todo  el  curso  de  la  controversia  nunca  se  pudo  remediar. 
Con  este  hecho  dieron  ocasión  los  jesuítas  a  su  adversario,  para  que 
repitiera  constantemente  que  no  tenían  licencias  de  confesar,  pues 
habiéndoselas  pedido,  no  se  las  habían  mostrado  (1).  Debemos  añadir 
que  el  Provincial  Pedro  de  Velasco  no  enmendó  este  yerro,  puesto 
que  no  mandó  a  los  jesuítas  de  Puebla  presentar  las  licencias  a  Pala- 
fox.  En  pedir  estos  documentos  no  excedía  de  sus  derechos  el  Pre- 
lado, y  los  jesuítas  debían  satisfacerle.  La  intención  con  que  los  p¡- 


ex  relatione  of ficialis  Cancellariae  D.  Episcopi,  quod  Patres  Jesuitae  habitantes  in  hac 
Civitate  et  Dioecesi  ab  aliquo  tempore  uou  praesentaverint  licentias,  sed  absque  dicta 
recognitione,  licentia,  et  scientia  D.  Episcopi  processerunt,  et  proeedimt  ad  confessio- 
nes,  et  conciones  saecularium  sibi  subditoruiu  in  cotitravcntionem  stabiliti  per  Cond- 
liiim  TridentinwH,  Bullas  Pontificias,  et  declarationeni  Sacrae  Congregationis  Cardina- 
lium,  et  ob  alias  judas  cansas;  praecipiebat,  et  praecepit,  quod  notificetur  P.  Didaco 
de  Monroy,  Rector!  Collegii  Spiritus  Sancti  Societatis  Jesu  liujusCivitatis,  et  P.  Joanni 
de  Figuoroa,  Eectori  Collegii  Sancti  Ildeíonsi,  ut  intra  diem  naturalem  exhibeaut  co- 
ram  Domino  Eplscopo,  et  in  Cancellaria  omnes  licentias  concionandi  et  confessiones 
audiendi  in  hac  Civitate,  et  Dioecesi  quas  habent  Patres  commorantes  in  duobus 
dictis  Coll^'jüs,  ut  in  ómnibus  observetur  dispositum  per  Concilium  Tridentinum, 
Bullas  Pontificias,  et  declarationes  Saerae  Congregationis  Cardinalium.  Itera  praeci- 
piebat, quod  statini,  et  interim  abstinerent  ministerio  concionandi,  et  confessiones 
audiendi  tam  in  praedicta  Civitate,  quam  in  ómnibus  partibus  suae  Dioecesis,  alioquiu 
procedatur  de  jure  adversus  contraventores,  ita  deci-evit,  et  subscripsit  Doctor  Joannes 
de  Merlo  coram  me,  Ludovico  de  Perea  Notario  publico.  Exstat  hoc  primum  Edictum 
in  processu  remisso  ab  Episcopo  fol.  2.  pag.  I.  in  medio  usque  ad  fol.  4.  pag.  I.  in 
princip.  Eadem  die  fuit  intimatum  Rectoribus  qui  responderunt  quod  audiebant  hu- 
jusmodi  Edictum,  et  quod  dabunt  responsum  in  forma,  sive  juridicum,  intra  tempus 
praeflxum,  ut  observatur  in  Curiis  Hispanicis.  Constat  hoc  ex  fol.  4.  pag.  I,  in  princip. 
usque  ad  pag.  2,  in  med.» 

(1)  No  debemos  omitir  otra  prueba  que  aducía  Palafox  para  demostrar  que  los  j<>- 
suítas  no  tenían  licencias.  Ésta  era  que,  según  el  testimonio  del  oficial  de  la  Cancille- 
ría episcopal,  ningún  jesuíta  había  pedido  licencias  en  dos  años  y  medio.  (Véase  el 
testimonio  de  este  oficial,  llamado  Fernando  de  Vargas  Basurto,  en  Mexicana.  Palafox.) 
Enhorabucina.  Pero  ¿por  qué  habían  de  pedirlas,  si  ya  las  tenían  concedidas  sin  limi- 
tación de  tiempo?  ¿Manda  acaso  el  Derecho  canónico,  que  se  renueven  las  licenciaa 
cada  dos  años  y  medio? 


36G  LIK-    !!• — rKOVINCIAS   DE   ULTKAMAK 

diese  no  hace  al  caso.  A  los  Nuestros  les  debía  bastar  saber,  que  la 
petición  era  justa  y  conforme  a  derecho.  No  presentando  las  licen- 
cias se  pusieron  en  un  terreno  falso,  del  cual  no  acertaron  a  salir  en 
todo  el  curso  del  pleito. 

Gustarán  nuestros  lectores  de  saber  cómo  juzgó  este  hecho  nues- 
tro P.  General,  Vicente  Carafa.  Vamos  a  transcribir  su  carta,  pero 
advirtiendo  primero  que  la  escribió  un  año  después,  informándose 
antes  por  las  cartas  que  le  escribieron  de  Méjico,  habiendo  leído  con 
toda  consideración  el  largo  memorial  que  le  envió  el  P.  Velasco,  y 
habiendo  escuchado  además  todas  las  explicaciones  que  de  palabra 
le  suministró  el  P.  Lorenzo  Alvarado,  Procurador  de  Méjico,  enviado 
a  Roma.  Tenía,  pues,  el  P.  Carafa  todas  las  informaciones  que  se  po- 
dían desear  para  juzgar  del  hecho.  Véase  ahora  lo  que  escribió  al 
Provincial  de  Méjico  el  30  de  Enero  de  1648: 

«Con  la  venida  del  P.  Alvarado  por  Procurador,  he  sabido,  no  sin 
grave  sentimiento  y  desconsuelo,  los  disgustos  que  hemos  tenido  con 
el  señor  Obispo  Don  Juan  de  Palafox  y  los  trabajosos  efectos  que  de 
ello  se  han  ocasionado,  por  no  haberlos  sabido  atajar  con  prudencia, 
como  era  justo,  en  sus  principios.  Aseguro  a  V.  R.  que  no  acabo  de 
entender,  por  qué  no  mostraron  luego  las  licencias  de  confesar  y 
predicar  de  nuestros  colegios  de  Puebla  y  dieron  este  gusto  al  señor 
Obispo,  siendo  tan  fácil  y  tan  conveniente,  aunque  se  nos  pidiese 
con  rigor  que  mostrásemos  dichas  licencias.  Y  ya  que  ellos  no  lo  hi- 
cieron tan  presto  como  convenía,  ¿cómo  V.  R.  cuando  lo  supo  no  les 
ordenó  que  las  mostrasen  y  obedeciesen?  Verdaderamente  que  aun- 
que deseo  excusar  a  V.  R.,  no  hallo  razón  eficaz  para  hacerlo,  porque 
entiendo  que  no  ignora  el  gran  respeto  y  reverencia  que  se  debe 
tener  a  los  prelados,  y  lo  que  nos  han  enseñado  con  su  ejemplo  San 
Ignacio,  San  Francisco  Javier  y  otros  santos  y  superiores  grandes 
de  nuestra  Compañía  en  todas  las  ocasiones  que  se  nos  oponían  y 
contra  razón  trataban  de  privarnos  de  nuestro  derecho.  Todas  estas 
contradicciones  y  dificultades  se  vencieron  y  allanaron  con  humil- 
dad y  modestia,  no  sin  grande  crédito  y  alabanza  de  la  Compañía. 
Así  lo  habían  de  haber  hecho  los  Superiores  de  nuestros  colegios  de 
Puebla,  y  ya  que  ellos  erraron,  V,  R.  debía  corregirles  su  yerro, 
y  ordenarles  que  luego  mostrasen  las  licencias,  y  aun  se  presen- 
tasen al  señor  Obispo,  para  que  si  quería  examinarlos  de  nuevo, 
los  examinase  a  todos.  Esta  acción  humilde  y  modesta  y  tan  pro- 
pia de  la  Compañía,  hubiera  impedido,  sin  duda,  los  desórdenes 
que  después  se  han  seguido  con  tan  grave  nota  y  desedificación 


CAP.    III.— COM'KOVKIÍSIA    COX    PALArOX. — PKIMEKA    PAKTE  367 

del  pueblo,  y  hubiera  parecido  bien  delante  de  Dios  y  de  los  hom- 
bres. 

»E1  memorial  que  refiere  e  informa  del  caso,  que  nos  ha  enviado 
el  P,  Alvarado,  se  ha  visto  y  leído  con  atención  por  personas  cuer- 
das y  doctas,  y  juzgan  todas,  que  si  acá  se  trata  este  negocio,  han  de 
culpar  mucho  y  condenar  a  los  de  la  Compañía.  Y  cierto  que  si  esto 
se  mira  desapasionadamente,  el  haber  excomulgado  al  señor  Obispo 
y  publicádolo  con  cedulones  ha  sido  una  acción  muy  exorbitante,  y 
se  puede  temer  no  sea  ocasión  de  que  por  haber  usado  de  tan  grande 
rigor,  se  trate  de  quitarnos  el  privilegio  que  tenemos  de  elegir  juez 
conservador.  Lo  que  yo  encargo  y  ordeno  seriamente  a  V.  R.  es  que 
en  recibiendo  ésta,  junte  una  consulta,  y  comunicando  a  sus  Consul- 
tores el  sentimiento  que  he  tenido  por  lo  que  en  esta  materia  se  ha 
obrado,  trate  con  ellos  la  demostración  que  será  bien  hacer  en  los 
Rectores  de  Puebla  en  particular,  y  con  los  demás  de  los  Nuestros, 
que  pudiendo  impedir  esta  inquietud  y  turbación  en  sus  principios, 
no  lo  hicieron  o  la  fomentaron,  y  ejecútese  luego  y  déseles  la  peni- 
tencia que  merecen.  Y  V,  R.  procure  muy  de  veras  ajustar  este  ne- 
gocio del  mejor  modo  que  se  pudiere,  como  lo  ordeno  también  al 
P.  Alvarado,  que  lo  solicite  en  Madrid  en  la  misma  conformidad,  y 
por  ningún  caso  se  repare  en  humillarse  y  rendirse  al  señor  Obispo, 
mostrándole  las  licencias  de  confesar  y  predicar,  y  dándole  razón 
con  modestia  y  humildad  de  nuestros  privilegios,  que  esto  es  más 
conforme  al  espíritu  de  nuestra  Compañía,  y  más  útil  y  conveniente 
para  el  ejercicio  provechoso  de  nuestros  ministerios;  y  advierto 
a  V.  R.  que  estaré  siempre  con  cuidado  hasta  que  me  avise,  que  se  ha 
compuesto  bien  esta  diferencia  y  que  ha  ejecutado  todo  lo  que  le  he 
encomendado»  (í). 

4.  Con  este  desacierto  de  no  mostrar  las  li'cencias  de  confesar, 
empezaron  los  jesuítas  su  controversia  con  Palafox.  Como  el  edicto 
([ue  se  les  intimó  era  tan  claro  y  se  les  prohibía  terminantemente  el 
ejercicio  de  los  ministerios  sagrados,  hasta  que  hubieran  presentado 
sus  facultades,  abstuviéronse  desde  luego  de  los  actos  públicos  que 
solían  hacer.  El  día  siguiente,  jueves  primero  de  Cuaresma,  no  sa- 
lieron por  la  calle,  como  solían,  con  la  procesión  de  la  doctrina  cris- 
tiana. Tampoco  predicaron  los  dos  sermones  que  solían  hacerse  en 


(1)  El  original  de  esta  cai'ta  se  conserva  en  un  tomo  de  cartas  de  Padres  Gene- 
ralos  a  la  provincia  de  Méjico,  que  nos  mostró  el  limo.  Sr.  Planearle,  Obispo  de 
Cuernavaca. 


368  LIB.    II. — PROVINCIAS   DE   ULTIíAMAB 

castellano  y  en  mejicano  a  españoles  e  indios.  Empero,  como  estaba 
anunciado  para  el  viernes  primero  de  Cuaresma  cierta  solemnidad 
en  que  había  de  predicar  el  P.  Luis  de  Legazpi,  juzgaron  oportuno 
los  Superiores  que  el  P.  Pedro  de  Valencia,  Rector  del  colegio  de 
San  Jerónimo,  y  el  mismo  predicador,  pasasen  a  verse  con  el  Pre- 
lado, y  le  suplicasen  que  sobreseyese  en  la  ejecución  de  aquel  auto. 
El  7  de  Marzo,  pues,  presentáronse  a  Palafox  los  dichos  Padres.  Con- 
servamos la  relación  de  esta  entrevista,  escrita  cuatro  días  después 
por  el  mismo  P.  Legazpi,  y  la  vamos  a  copiar,  porque  es  entera- 
mente desconocida,  y  manifiesta  mejor  que  ningún  otro  documento 
el  estado  de  ánimo  en  que  se  hallaba  por  entonces  D.  Juan  de  Pa- 
lafox. 

Dice  así:  «Jueves,  7  del  corriente,  fuimos  el  P.  Pedro  de  Valen- 
cia, Rector  del  colegio  de  San  Jerónimo,  y  yo  en  nombre  de  la  Com- 
pañía y  consulta  de  los  PP.  Rectores  y  demás  maestros  y  religioso!-, 
y  dimos  el  siguiente  recaudo.  Los  PP.  Rectores  del  colegio  del  Es- 
píritu Santo  y  señor  San  Ildefonso,  hecha  consulta  plena,  atendiendo 
a  la  posesión  en  que  están  de  sus  privilegios  de  poder  confesar  y 
predicar  sus  religiosos,  una  vez  aprobados  por  el  Ordinario,  como  lo 
están  todos  los  de  ambos  colegios  y  de  San  Jerónimo,  y  a  los  escán- 
dalos que  se  pueden  seguir  de  no  predicar  ni  confesar  por  innova- 
ción de  Su  Excelencia,  le  suplican  sobresea  entretanto  que  se  le  da 
noticia  a  su  Provincial  P.  Pedro  de  Velasco,  de  quien  inmediata  y 
directamente  pende  la  ejecución  de  lo  que  se  debe  obrar  en  esto 
caso.  Estaba  presente  el  Provisor  Juan  de  Merlo  y  el  doctor  Nicolás 
Gómez.  Oído,  lanzó  muchas  quejas  contra  la  Compañía,  diciendo  te- 
nerle por  enemigo,  porque  nos  pedía  con  tanta  justicia  los  diezmos, 
y  que  el  Provincial,  gobernado  por  el  P.  Francisco  Calderón  y  por 
el  P.  San  Miguel,  obraba  en  contra  de  él;  y  de  los  dichos  dos  Padres 
se  quejó  vivamente  con  las  demostraciones  de  dolor  que  sabe  cuando 
quiere. 

»Asimismo  se  quejó  de  la  Compañía  por  el  gran  retiro  que  afec- 
taba de  su  casa  y  persona^  no  visitándole  ni  oyéndole  cuando  pre- 
dica, ni  convidándole  a  sus  fiestas  (aquí  saltó  de  la  silla  como  una 
víbora  pisada).  Satisfizo  el  Padre  respondiendo,  que  los  diezmos  eran 
un  pleito  seguido  por  todos  los  Obispos,  los  cuales,  aunque  seguían 
y  han  seguido  su  derecho,  nunca  nos  han  perdido  el  amor  y  venera- 
ción que  siempre  habíamos  procurado  merecerles.  Que  el  retiro  de 
la  Compañía  tal  vez  pudiera  ser  excusa  de  la  adulación  y  tal  senti- 
miento de  que  Su  Excelencia  visitase  a  las  otras  religiones  y  no  a  la 


CAP.    III. — CONTROVKKSIA    OOX    l'AI.AFOX. — ^^PRIMEÜA    PARTK  ',\('>Q 

Compañía,  cuyos  religiosos  siempre  le  veneraban;  y  que  las  quejas 
([ue  de  los  susodichos  tenía,  quizás  nacían  de  calumnias  supuestas. 
«Replicó  encruelecido  que  al  presente  estaba  la  Compañía  más 
empeñada  en  desautorizarle,  haciendo  un  libelo  contra  él,  donde  le 
censuraban  haber  escrito  y  dicho  herejías,  y  que  lo  hizo  el  P.  Balta- 
sar López.  Respondióse  que  la  Compañía  no  hace  libelos  contra  nadie, 
y  menos  contra  los  príncipes  que  venera.  Que  alguna  defensa  pu- 
diera ser  intentase  alguno  contra  un  libro  que  Su  Excelencia  había 
sacado  en  tanto  descrédito  de  la  Compañía.  Añadió  (|ue  tenía  en  su 
poder  una  parte  del  dicho  libelo,  y  (jue  él  se  sabría  defender  de  tod<j. 
Respondióse  que  quizás  esa  parte  sería  supuesta.  Dijo  que  no  era, 
sino  cierta,  y  dijo  ([ue  tenía  en  la  Compañía  consultores  de  canas  a 
quienes  parecía  muy  mal  lo  que  la  Compañía  obraba  contra  él.  Res- 
pondióse ([ue  la  Compañía  no  intentaba  obrar  contra  Su  Excelencia, 
sino  en  su  defensa,  y  (|ue  Su  Excelencia  no  diese  crédito  a  algunas 
personas,  porque  las  (juc  más  le  traían  cuentos  y  dichos  de  los  reli- 
giosos nuestros  eran  los  que  peor  sentían,  hasta  decir  que  no  había 
tenido  la  Compañía  mayor  enemigo. 

.  »Dijo  que  era  engaño  manifiesto  y  que  él  no  había  hecho  más  qur 
defenderse  de  un  papel  que  el  P.  Francisco  Calderón  había  sacado 
contra  él,- que  contra  un  picaro  no  se  sacara  (son  palabras  formales), 
y  de  aquí  prosiguió  otras  quejas  do  quitarle  los  misioneros, afectando 
la  división  de  su  persona,  contra  las  reglas  de  Nuestro  Padre  San 
Ignacio.  Respondióse  que  siempre  deseábamos  servirle  y  ayudarle  en 
todo,  mas  que  lo  entibiaba  y  había  entibiado  el  vernos  tan  ultrajados 
en  su  informe  impreso.  Dijo  que  era  dura  cosa  que  la  Compañía  lo 
pusiese  el  agravio  en  forma  de  queja,  y  que  le  intentase  quitar  a  su 
Iglesia  lo  que  era  suyo,  sintiendo  que  saliese  a  defenderse,  y  que  en 
favor  de  la  Compañía  había  hecho  informes  al  Consejo,  como  era 
testigo  el  P.  Andrés  Pérez,  mostrándose  muy  amante  de  la  Compa- 
ñía, de  quien  no  lo  había  sido  el  señor  Obispo  Mota. 

«Contradijo  el  Padre  diciendo,  que  las  obras  del  señor  Obispo, 
nuestro  fundador,  eran  evidente  prenda  de  su  amor.  Salió  diciendo 
más:  que  ya  sabía  de  una  carta  de  nuestro  Padre  General  en  que  nos 
ordenaba  no  le  visitásemos.  Respondióse  no  ser  así,  y  que  sólo  inti- 
maba Nuestro  Padre,  tuviésemos  brazo  fuerte  en  defender  nuestros 
privilegios.  De  aquí  volvimos  otra  vez  a  nuestro  punto  principal,  y 
dijo  que  de  no  mostrar  nosotros  las  licencias  que  teníamos  paracon- 
fesar  y  predicar,  no  se  satisfacía  su  conciencia,  y  que  de  no  hacerlo, 
llevaría  a  debida  ejecución  su  derecho.  Respondióse  que  ya  le  cons- 


370  i'iB.  n. — PEOviNciAS  de  ultramar 

taba  a  Su  Excelencia  por  tiempo  de  seis  años  la  suficiencia  de  los  de 
la  Compañía,  y  que  en  este  tiempo  se  había  servido  de  ella  en  estos 
ministerios  por  todo  su  Obispado,  con  mucha  gloria  de  Dios  y  nues- 
tra. Dijo  que  ese  tiempo  nos  había  sufrido,  y  era  buena  razón  ésta 
para  lo  pasado,  no  para  lo  futuro,  y  añadió  que  los  de  la  Compañía 
eran  muy  soberanos  y  querían  ser  sobre  los  Obispos,  y  así  había  que 
escribir  que  estando  la  Compañía  en  la  Puebla  sobraba  el  Obispo, 
porque  la  Compañía  tenía  privilegio  para  consagrar  Obispos.  A  esto 
se  satisfizo  diciendo  que  la  Compañía  no  salía  de  la  esfera  de  su  de- 
recho, y  de  lo  que  los  Sumos  Pontífices  le  habían  concedido,  y  que 
la  persona  del  Obispo  siempre  fué  necesaria  en  esta  ciudad,  y  muy 
especialmente  la  de  Su  Excelencia,  de  quien  la  Compañía  siempre 
hizo  la  debida  estima.  En  fin,  le  suplicamos  sobreseyese  el  auto  hasta 
tener  orden  de  nuestro  Padre  Provincial,  y  que,  mirando  a  la  evita- 
ción de  cualquiera  escándalo  y  atendiendo  al  respeto  que  a  Su  Seño- 
ría tuvo  siempre  la  Compañía,  me  enviaba  la  Consulta  a  mí,  que  era 
el  predicador  del  día  siguiente,  no  tocando  la  campana  a  sermón 
hasta  tener  beneplácito  suyo.  Respondió  que  no  cumplía  con  su  con- 
ciencia ni  con  el  orden  del,  Concilio  Tridentino;  que  siguiésemos 
nuestro  derecho  y  él  seguiría  el  suyo.  Y  levantándose,  me  cogió  de 
la  mano  y  dijo:  Mucho  me  pesa  que  sea  V.  R.  el  predicador  de  ma- 
ñana. Con  que  nos  venimos»  (1). 

Por  esta  relación  del  P.  Legazpi  enviada  al  P.  Provincial,  entién- 
dese el  estado  de  exaltación,  el  paroxismo  de  cólera  en  que  se  ha- 
llaba el  ánimo  del  Sr.  Palafox.  Vueltos  a  casa  ios  Padres  con  este 
triste  despacho,  deliberaron  sobre  lo  que  debían  hacer,  y  al  día  si- 
guiente, después  dé  largo  discurrir,  creyeron  que  el  Sr.  Obispo 
no  tenía  autoridad  para  impedirles  la  predicación  dentro  de  su  igle- 
sia, pues  para  esto  bastaba,  según  la  opinión  común,  haber  pedido  la 
licencia,  aunque  no  se  hubiera  obtenido.  Determinaron,  pues,  que 
predicase  el  P.  Legazpi.  Segundo  yerro  de  los  jesuítas.  ¿Cómo  se 
arriesgaron  a  un  acto  como  éste,  sabiendo  la  disposición  de  ánimo 
en  que  se  hallaba  Palafox?  Cuando  iba  a  subir  al  pulpito  el  predica- 
dor, llegó  un  notario  al  P.  Rector,  Diego  de  Monroy,  intimándole 
segundo  auto  con  inhibición  de  confesar  y  predicar  antes  de  mos- 
trar las  licencias.  Respondió  el  P.  Rector,  que  se  remitía  aquel  nego- 
cio al  P.  Provincial.  Mientras  tanto,  ya  había  subido  al  pulpito  el 


(1>    Osma.  Archivo  de  la  catedral.  Autos  originales  del  V.  Sr.  Palafox  y  los  Ka.  Ps.  Je- 
suítas, f.  GO. 


CAP.  III. — CONTROVERSIA  CON  PALAFOX. — PRIMERA  PARTE         371 

P.  Legazpi  y  empegaba  su  sermón.  Llegó  tercer  auto,  amenazando 
con  pena  de  excomunión  mayor,  si  se  atrevían  a  confesar  y  predicar 
sin  mostrarle  primero  las  licencias.  Respondióse  sustancialmente 
lo  mismo  (1). 

5.  Entonces  Palafox,  sabiendo  que  había  predicado  el  P.  Legazpi, 
determinó  lanzar  al  público  el  estruendoso  edicto,  que  manifestó  a 
todo  el  mundo  su  rompimiento  con  los  jesuítas.  El  8  de  Marzo  de  1647, 
el  Dr.  Juan  de  Merlo,  Provisor  de  la  Puebla,  después  de  recordar 
la  obediencia  que  se  debe  a  los  Obispos,  las  reglas  establecidas  por 
el  Concilio  de  Trento  y  la  práctica  de  obediencia  a  los  prelados  que 
han  tenido  otras  religiones,  por  fin,  llegando  a  la  sustancia  del  caso, 
decía  así:  «Por  tanto,  hacemos  saber  a  los  fieles  por  este  nuestro 
edicto,  que  los  dichos  religiosos  de  la  Compañía,  así  del  colegio  del 
Espíritu  Santo  como  del  de  San  Ildefonso  y  del  seminario,  consta 
por  la  Secretaría  de  Gobierno  no  tener  licencias  para  confesar  y  pre- 
dicar (2),  ni  aprobación  de  Su  Señoría  Ilustrísima,  ni  haber  compa- 
recido, requeridos,  a  pedirla,  como  deben  hacerlo,  ni  consta  que  ten- 
gan privilegio  alguno,  antes  lo  contrario,  por  sus  mismas  constitu- 
ciones y  reglas,  y  así  debemos  declarar  y  declaramos,  no  pueden 
predicar  ni  confesar  ni  tienen  jurisdicción  para  ello,  ni  ser  la  volun- 
tad de  Su  Señoría  Ilustrísima  que  sin  la  licencia  dicha  ni  aproba- 
ción confiesen  ni  prediquen  a  las  almas  de  este  Obispado...»  Luego 
continuaba  de  este  modo:  «Y  como  quiera  que  el  dar  pasto  espiri- 
tual a  las  almas  pertenece  a  Su  Señoría  Ilustrísima,  y  a  él  desviarlas 
y  apartarlas  de  los  que  fueren  ilegítimos  ministros  y  temerariamente 
administraren  y  cometieren  semejantes  sacrilegios,  hasta  tanto  que 
dichos  religiosos  estén  aprobados  y  con  las  licencias  que  de  derecho 
se  requieren,  porque  no  incurran  en  tanto  y  tan  grave  daño  y  gra- 
vedad que  de  lo  contrario  puede  resultar  a  los  fieles,  mandamos  que, 
pena  de  excomunión  mayor  latae  sententiae,  una  pro  trina  canónica 
monitione  praemissa,  en  que  desde  luego  se  les  da  por  incursos  lo 
contrario  haciendo,  cuya  absolución  a  Nos  reservamos,  que  ningún 
feligrés  de  este  dicho  Obispado,  hombre  ni  mujer,  de  ningún  estado 
y  condición  que  sea,  se  confiese  con  ningún  religioso  de  la  Compa- 
ñía, mientras  no  tuvieren  licencias  de  Su  Señoría  Ilustrísima,  ni  acu- 


(1)  En  el  tomo  Moxicana,  20.  Palafox,  f.  7,  está  explicada  con  mucha  claridad  la  se- 
rie de  los  edictos,  con  las  circunstancias  del  tiempo  en  que  se  dio  cada  uno. 

(2)  Ya  hemos  dicho  loque  constaba  por  la  Secretaría,  que  en  dos  años  y  medio 
ningún  jesuíta  había  pedido  licencias.  No  constaba  que  no  las  tuviesen.  Con  esta  men- 
tira empezaba  Palafox  sus  demostraciones  públicas  contra  la  Compañía. 


;572  LIIJ.    II. — PKOVINCIAS   DE   ULTKAMAR 

dan  a  sus  sermones  dentro  ni  fuera  desús  iglesias,  so  la  misnia  pena  >, 
etcétera  (1). 

Tal  fué  el  edicto  riguroso  que  Palafox  hizo  publicar  a  su  Provi- 
sor el  8  de  Marzo  de  1647.  Como  ve  el  lector,  en  este  documento  ¡r^e 
declara  un  hecho  y  se  impone  una  ley.  Primero:  se  declara  el  hecho 
de  que  los  jesuítas  no  tienen  jurisdicción  para  confesar,  ni  son  mi- 
nistros legítimos  de  este  santo  sacramento.  Segundo:  se  impone  la 
ley,  en  consecuencia, de  que  nadie  acuda  a  confesarse  con  eilos  ni  a 
oir  sus  sermones.  En  lo  primero  se  ve  que  Palafox  hacia  una  injuria 
horrible  a  todos  los  jesuítas  de  su  diócesis  y  en  general  a  toda  la 
Compañía.  ¿Podía  creer  de  buena  fe,  que  los  jesuítas  no  tenían  licen- 
cias para  confesar?  El  P.  Diego  de  Monroy,  como  se  demostró  poco 
después  en  las  certiñcaciones  hechas  públicamente,  había  recibido 
orden  de  Palafox  de  enviar  religiosos  a  los  hospitales,  cárceles  y 
obrajes  de  la  ciudad,  para  confesar  a  los  pobres  y  enseñar  la  doctrin:i. 
El  mismo  Padre  había  predicado  sermones  en  presencia  del  señor 
Obispo.  El  P.  Lorenzo  López  había  acompañado  a  Su  Excelencia  en 
la  visita  pastoral,  predicando  y  confesando  a  los  indios.  Otros  Padres 
tenían  cartas  suyas  en  que  les  mandaba  o  encargaba  predicar.  Por 
hn,  el  P.  Juan  de  Dávalos,  por  orden  del  mismo  Palafox  fechada  en 
Méjico  a  2  de  Febrero  de  1641,  había  predicado  en  ciertos  pueblos 
del  Obispado  y  recibido  comisión  para  dispensaren  los  casos  en  que 
hubiese  de  dispensar  el  mismo  Obispo.  El  mismo  P.  Dávalos  fué  por 
dos  años  confesor  ordinario  del  Sr.  Palafox  (2).  Con  estos  hechos  a 
la  vista,  repetidos  durante  seis  años;  con  lo  (|ue  le  dijeron  de  palabra 
los  PP.  Valencia  y  Legazpi,  y  con  el  mismo  buen  sentido  y  juicio 
desapasionado,  ¿podía  suponer  nadie  que  los  Padres  de  la  Compañía 
no  tenían  licencias  para  predicar  y  confesar?  Obsérvese  bien,  que 
confesar  sin  jurisdicción  es  claramente  sacrilegio,  porque  se  hace  un 
sacramento  nulo,  pues  la  jurisdicción  se  requiere  para  la  validez  del 
sacramento  de  la  Penitencia.  Obsérvese,  por  otro  lado,  que  en  nues- 
tras iglesias  entonces  como  ahora  se  oían  diariamente  confesiones, 
y  en  ciertas  fiestas  a  centenares  y  miles.  Suponer,  pues,  que  una  Or- 
den religiosa,  sistemáticamente,  comete  a  diario  contenares  y  miles 


(1)  Texto  completo  (aunque  intercalado  con  ohservacioucs),  en  oIhuíí  de  l'aííifn.,: 
t .  XII,  pág.  20. 

(2)  Todos  estos  hechos  se  comprobaron  cou  juramento  de  los  mismos  Padres  en  lai^ 
certiñcaciones  que  luego  se  presentaron  a  los  jueces  conservadores. Pueden  leerse  es- 
tas certificaciones  en  el  tomo  ya  citado  do  la  catedral  de  Osma,  Aiito.--  oriijinale^  tia 

V.  Sr.  r<i1af(>.v  !i  /o.s  ¡¿n.  l's.  .lrí<i,it«K,  f.  40. 


CAP.    IIT.— CONTROVERSIA    COX    PALAFOX. PRIirERA    PARTE  373 

do  sacrilegios  es  una  suposición  tan  absurda,  que  a  nadie,  hasta  Pa- 
lafox,  sabemos  que  le  viniera  al  pensamiento. 

Esto  no  obstante,  debemos  observar  que  el  decreto  del  Obispo  de 
Puebla  en  el  fondo  no  era  injusto.  Como  los  jesuítas  no  habían  pre- 
sentado sus  licencias,  como  no  habían  demostrado  a  Palafox  que  po- 
seían las  facultades  necesarias  para  la  administración  de  los  sacra- 
mentos, pudo  él  sin  injusticia  prohibirles  el  ejercicio  de  los  sagrados 
ministerios.  Así  lo  juzgó  el  Sumo  Pontífice  Inocencio  X,  como  vere- 
mos más  adelante.  Y  es  natural.  Aunque  uno  tenga  los  mejores  dere- 
chos del  mundo,  ^i  no  los  alega  y  presenta  en  juicio,  el  juez  que  ha 
do  faWar  juxta  aUegata  et  prohata,  dará  la  sentencia  como  si  aquellos 
derechos  no  existiesen,  y  en  eso  no  hará  injuria  a  nadie. 

C\  Cuando  se  supo  en  Méjico  el  riguroso  edicto  publicado  el  8  de 
Marzo  en  las  iglesias  de  Puebla,  nuestro  P.  Provincial  Pedro  de  Ve- 
lasco  mandó  exponer  el  Santísimo  Sacramento  en  nuestras  iglesias, 
encargó  especiales  oraciones  a  todos  y  consultó  sobre  lo  que  debería 
hacerse  en  trance  tan  apurado.  Opinaron  desde  luego  muchos  de 
nuestros  Padres  que  convenía  elegir  jueces  conservadores,  según  los 
privilegios  de  la  Compañía  (1).  Antes  de  dar  este  paso,  pidió  consejo 
ol  P.  Provincial  á  todas  las  Órdenes  religiosas,  al  Cabildo  de  Méjico 
y  a  otros  personajes  ilustres.  Las  cuatro  religiones  que  había  en  Mé- 
jico, de  Santo  Domingo,  San  Francisco,  San  Agustín  y  la  Merced, 
opinaron  que  tenía  justo  motivo  la  Compañía  para  elegir  conserva- 
dores. Del  mismo  parecer  fué  el  Cabildo  de  Méjico  (2).  Finalmente, 
el  Sr.  Arzobispo  de  Méjico  aprobó  que  nuestros  Padres  procedieran 
a  este  recurso  jurídico  (3).  Determinó,  puej^  adoptarlo  nuestro 
P.  Provincial,  y  eligió  por  jueces  conservadores  de  la  Compañía,  en 
virtud  de  nuestros  privilegios,  a  los  RR.  PP.  Fray  Juan  de  Paredes, 
Prior  del  convento  de  Santo  Domingo  en  aquella  capital,  y  al  Maes- 
tro Fray  Agustín  Godínez,  Definidor  de  la  misma  Orden. 

Nos  parece  que  en  este  caso  se  mostró  algo  deficiente  la  pruden- 


(1)  Llamábanse  yircces  conservadores  los  jueces  particulares,  delegados  por  el  Sumo 
Pontíflce,  para  defender  a  los  religiosos  contra  las  injurias  maniflestas  que  padecie- 
son.  Las  Órdenes  regulares  solían  tener  el  privilegio  de  elegir  estos  jueces,  y  Grego- 
rio XIII  en  su  Constitución,  Aequum  reputamus,  dada  el  25  de  Mayo  de  1572,  había 
concedido  a  la  Compañía  este  privilegio.  Las  condiciones  que  se  requerían  para  el 
recto  uso  <le  esta  gracia  pueden  verse  en  Ferraris,  Bihliotheca  canónica...,  t.  II,  col.  1.269. 
Después  de  la  Constitución  de  Clemente  XIII  dada  el  23  de  Abril  de  1752,  Cum 
omnium,  y  atendida  la  facilidad  que  hay  ahora  de  recurrir  a  la  Sede  Apostólica,  puedo 
afn-marse  que  ha  caído  en  desuso  este  oflcio  de  los  jueces  conservadores. 

(2)  Véase  el  texto  de  estos  pareceres  en  el  P.  Alegre,  t.  II,  pág.  289. 
(;5)     Alegre,  t.  II,  pág.  293. 


374  LIB.    II. — PROVINCIAS    DE   ULTRAilAK 

cia  de  nuestro  Provincial.  Hubiera  sido  de  apetecer,  que  intentara 
primero  algunos  medios  de  reconciliación  y  de  concordia.  Si  él  se 
hubiera  presentado  en  Puebla,  si  hubiera  mandado  a  los  Nuestros 
exhibir  las  licencias  que  tenían  de  confesar  y  predicar,  si  hubiera 
dado  alguna  satisfacción  al  Sr.  Palafox,  es  de  suponer  que  todo  se 
hubiera  compuesto  amigablemente,  o,  por  lo  menos,  que  el  rompi- 
miento habría  sido  menos  estrepitoso.  Pero  he  aquí  que  sin  hablar 
al  Prelado  ofendido,  sin  mandar  exhibir  las  licencias,  sin  dirigir 
siquiera  una  carta  a  Palafox,  sin  intentar  ningún  medio  de  amigable 
avenencia,  el  P.  Velasco  dirigió  el  negocio  por  la  vía  judicial  y  lo 
llevó  adelante  con  todo  el  rigor  del  derecho.  ¡Así  salió  ello! 

Pero  no  hubo  solamente  imprudencia  en  este  acto.  Intervino 
también  un  yerro  jurídico.  Efectivamente,  siendo  justo  en  el  fondo 
el  decreto  del  8  de  Marzo  (aunque  acompañado  de  tales  exageracio- 
nes y  falsedades),  no  había  motivo  para  nombrar  jueces  conserva- 
dores contra  él.  Supuesta  la  no  presentación  de  las  licencias,  la 
prohibición  de  confesar  y  predicar  era  legal,  y  con  ella,  por  consi- 
guiente, no  se  injuriaba  a  los  jesuítas.  No  había,  pues,  razón  para 
nombrar  conservadores.  Tal  fué  el  juicio  que  formó  después  la  Con- 
gregación romana  y  confirmó  Inocencio  X. 

Decían  los  jesuítas  que  ellos  habían  nombrado  conservadores,  no 
porque  les  pidieron  las  licencias,  sino  porque  el  Obispo  empezó  des- 
pojándoles de  ellas.  Así  se  lo  escribió  al  mismo  Palafox  el  Fiscal  de 
la  Audiencia  de  Méjico,  Pedro  Melián,  en  carta  del  31  de  Marzo 
de  1647.  En  ella  le  decía  estas  palabras:  «He  llegado  a  entender  que 
no  se  trataba  de  nombrar  el  conservador,  porque  el  Provisor  mandó 
exhibir  las  licencias  para  confesar  y  predicar,  ni  fuera  de  sustancia 
la  queja,  pues  siendo  este  derecho  tan  claro  y  asentado  en  su  favor 
por  el  Concilio,  a  nadie  hace  injuria  quien  usa  de  lo  que  le  perte- 
nece. El  agravio  pretenden  fundar  en  que  debiendo  el  Provisor 
pedir  primero  las  licencias  y  aprobaciones  que  tuviesen  los  Padres 
y  con  que  han  administrado  desde  que  Vuestra  Excelencia  llegó  a 
la  Iglesia  (que  se  dice  están  prestos  a  exhibirlas  y  que  algunas  son  de 
Vuestra  Excelencia),  empezó  despojándolos  del  uso  y  posesión  en 
que  por  ellas  estaban,  y  declarando  en'  autos  y  edictos  públicos  por 
sacrilegas,  nulas  y  escandalosas  las  confesiones  que  hacían»  (1).  Esto 


(1)  Esta  carta  de  Melián,  publicada  por  Alegre,  t.  II,  pág.  287,  se  halla  con  otras 
relativas  a  este  pleito  en  el  archivo  de  la  catedral  de  Osma,  en  cierta  arquita  de 
madera. 


CAP.  III. — CONTROVERSIA  CON  PALAFOX. — PRIMERA  PARTE         375 

decían  los  jesuítas,  pa^ro  Palafox  podía  responder,  que  él  no  empezó 
despojándoles  de  nada,  sino  simplemente  pidiendo  que  le  presenta- 
sen las  licencias. 

Antes  de  que  se  pasase  adelante  en  este  negocio  de  los  conserva- 
dores, ocurrió  una  dificultad.  Era  entonces  derecho  corriente,  esta- 
blecido por  varias  cédulas  de  nuestros  Reyes,  que  no  se  podían 
elegir  jueces  conservadores,  ni  éstos  podían  dar  un  paso  en  el  des- 
empeño de  su  oficio,  si  primero  no  se  presentaban  a  la  Audiencia  las 
razones  que  había  para  nombrar  juez  conservador,  y  si  la  Audiencia 
no  las  aprobaba.  Con  esto  se  deseaba  indudablemente  prevenir  la 
ligereza  y  precipitación  que  podía  haber  en  la  elección  de  jueces 
conservadores.  El  Fiscal,  Pedro  Melián,  representó  al  Virrey  de  Mé- 
jico, Conde  de  Salvatierra,  el  derecho  existente;  pero  desde  luego 
surgió  una  grave  dificultad.  Por  entonces  era  Visitador  de  la  Au- 
diencia D.  Juan  de  Palafox,  y,  por  consiguiente,  estaban  sometidos 
a  su  jurisdicción  los  oidores  que  formaban  tan  respetable  tribunal. 
¿Cómo  podían  ellos  dar  una  decisión  que  desagradase  a  su  inmediato 
superior?  Por  esta  razón  nuestros  Padres  juzgaron  indispensable  re- 
cusar a  la  Audiencia  en  este  negocio  y  someter  sus  razones  a  la  apro- 
bación del  Virrey.  Pareció  razonable  esta  recusación,  y  entonces  el 
Virrey,  examinando  con  su  asesor  los  motivos  presentados  por  los 
jesuítas,  los  dio  por  buenos,  y,  en  su  consecuencia,  procedieron  los 
jueces  conservadores  al  desempeño  de  su  oficio  (1). 

El  día  27  de  Marzo  de  1647,  el  P.  Pedro  de  Velasco  presentó  ante 
los  dos  jueces  conservadores  la  querella  judicial  contra  el  Obispo 
Palafox  (2).  Representaba  hasta  29  injurias  graves  que  se  habían 
hecho  a  la  Compañía  en  los  edictos  del  Provisor  de  Puebla  del  6  y  8 
de  Marzo.  No  es  necesario  que  expliquemos  una  por  una  todas  estas 
injurias,  bastando  recordar  que  la  fundamental  y  a  la  que  se  redu- 
cían todas  las  demás,  era  el  haber  despojado  súbitamente  de  sus 
facultades  a  todos  nuestros  confesores  y  predicadores,  y  el  haber  de- 
clarado, sin  ningún  motivo,  por  nulas  y  escandalosas,  las  confesio- 


(1)  No  fué  aprobada  del  todo  en  el  Consejo  de  Indias  esta  conducta  del  Virrej'. 
Dijéronle  en  cédula  real,  que  debía  haber  nombrado  una  comisión  de  hombres  doctos 
que  supliese  las  veces  de  la  Audiencia,  o  debía  haber  enviado  el  negocio  a  la  Audien- 
cia vecina  de  Guatemala. 

(2)  Esta  querella  del  P.  Velasco  fué  impresa  en  Obras  da  Palafox,  t.  XII,  pág.  101  y 
siguientes,  pero  no  en  su  texto  íntcgi-o,  sino  resumiendo  en  pocas  palabras  cada  una 
de  las  injurias  de  que  se  querellaba  ante  los  jueces.  El  texto  completo  del  P.  Velasco 
se  puede  ver  en  el  tomo  ya  citado  de  la  catedral  de  Osma,  Autos  originales  del  V.  Sr.  Pa- 
lafox y  los  Es.  Ps.  Jesuítas. 


;',76  I'IK-    II- — riíOVINCIAS    DI-.    ULIKAMAll 

nos  que  hasta  entonces  se  estaban  oyendo  en  nuestras  iglesias.  Tam- 
bién mencionaba  en  esta  querella  las  injurias  y  falsedades  que  el 
Sr.  Obispo  había  introducido  en  su  libro  sobre  los  diezmos  contra  la 
Compañía  de  Jesús.  Pedía,  en  su  consecuencia,  que  fuese  restituido  a 
la  Compañía  el  uso  corriente  en  que  estaba  de  confesar  y  predicar, 
antes  de  que  se  pasase  a  ninguna  otra  disputa  o  discusión. 

Oída  esta  querella,  examinadas  las  certificaciones  que  presenta- 
ron varios  Padres  de  que  tenían  realmente  licencias  (1),  y  leídas  las 
bulas  apostólicas  de  la  Compañía,  los  jueces  conservadores  publica- 
ron por  de  pronto  un  edicto  el  2  de  Abril,  en  el  cual  decían  estas 
palabras:  «Debían  de  mandar  y  mandaron,  que  ante  todas  cosas  la 
dicha  religión  de  la  Compañía  y  sus  religiosos  sean  restituidos  y 
amparados  en  la  posesión,  uso  y  costumbre  en  que  han  estado  y 
están,  en  particular  los  de  los  Colegios  de  la  dicha  ciudad  de  los 
Ángeles,  de  confesar  y  predicar  públicamente  en  la  dicha  ciudad  y 
fuera  de  ella,  en  las  iglesias  de  dichos  sus  colegios,  en  las  demás 
dentro  y  fuera  de  la  ciudad  y  en  las  plazas  y  lugares  públicos,  en 
conformidad  de  sus  constituciones  y  privilegios,  práctica  posesión  y 
uso  corriente  de  ellos,  sin  haber  podido  usar  dicho  señor  Obispo  ni 
su  Provisor  de  los  medios  de  violencia,  despojo,  injuria  y  agravio 
repetidos  en  los  autos  fechos  y  promulgados  en  nombre  del  dicho 
señor  Provisor,  en  6  y  en  8  del  mes  de  Marzo  pasado  de  este  año,  y 
en  el  edicto  publicado  en  el  dicho  día  del  dicho  mes  con  los  motivos 
y  censuras  en  ellos  declarados  y  con  tanta  nota  y  murmuración  y 
escándalo  de  todo  el  pueblo,  en  modo  de  venganza  y  con  grande 
injuria  de  la  dicha  religión,  ejecutándose  en  el  santo  tiempo  de  la 
Cuaresma  con  tan  arduo  y  terrible  medio.»  En  consecuencia  de  esto, 
mandan  los  jueces  «al  Obispo  de  Puebla,  al  Provisor  Juan  de  Merlo 
y  al  Vicario  del  Obispado,  que  al  instante  retireo  sus  edictos,  devuel- 
van sus  facultades  a  los  Padres  de  la  Compañía  y  les  permitan  el 
libre  ejercicio  de  sus  ministerios  apostólicos.  Esto  lo  mandan  al 
Sr.  Obispo  so  pena  de  la  multa  de  dos  mil  ducados  de  Castilla,  y  al 
Sr.  Provisor,  so  pena  de  excomunión  ipso  fado  incurrenda»  (2). 

Hubo  trabajo  en  intimar  este  auto  al  Obispo  de  Puebla,  pero  al 
fin  se  le  intimó,  según  las  fórmulas  de  derecho,  algunos  días  des- 
pués. Como  era  de  suponer,  Palafox  no  reconoció  ni  quiso  recono- 


(1)  Son  las  citadas  más  arriba,  al  fin  del  número  5. 

(2)  Texto  íntegro  en  Alegre,  t.  II,  pág.  293,  y  también  en  Obras  de  Palafox,  t.  XII, 
página  113. 


CAT.    III. — CONTKOVKIJSIA    (O.N     I'AI.AIOX. PEIMICKA    rAllTK  ^.l'¡^ 

cer  jamás  en  su  vida  la  jurisdicción  de  aquellos  conservadores.  Lla- 
mábalos jueces  intrusos,  presuntuosos  y  vanos.  Impugnó  las  irregu- 
laridades que,  según  él,  se  contenían  en  el  auto,  y  llegó  hasta  decir 
que  estaban  excomulgados  los  dichos  jueces  conservadores  por  la 
bula  In  Cocna  Domini,  por  haber  querido  impedir  violentamente  el 
ejercicio  ordinario  de  la  potestad  eclesiástica  (1).  Con  esta  disposi- 
ción de  Palafox  se  agriaron  los  ánimos  cada  vez  más  y  en  los  meses 
de  Abril  y  Mayo  so  notó  en  Puebla  una  inquietud  siempre  creciente, 
porque  los  partidarios  del  Obispo  excitaban  cada  vez  más  al  pueblo 
contra  los  jueces  conservadores  y  contra  los  jesuítas.  Cometieron  és- 
tos otra  imprudencia  algo  grave  por  aquellos  días,  y  fué  que  el 
P.  Alonso  de  Rojas  imprimió  y  repartió  entre  el  pueblo  una  hoja  vo- 
lante titulada  Verdades  (2),  en  que  indicaba  algunas  délas  sinrazones 
que  cometían  los  contrarios  en  aquel  litigio.  Esto  provocó  la  difusión 
do  otros  papeles  en  sentido  contrario,  con  lo  cual  dicho  se  está  que 
Olí  lugar  de  acercarse  la  paz,  se  encrespaba  cada  vez  más  la  discordia. 
Como  si  no  bastaran  tantas  amarguras,  ejecutó  Palafox  otro  acto 
que  fué  origen  de  nuevos  encuentros.  Casi  toda  la  juventud  estudiosa 
de  Puebla  y  los  mismos  familiares  del  Sr.  Obispo,  acudían  a  las 
aulas  de  los  jesuítas.  Para  hacer  a  éstos  la  guerra  levantó  Palafox  un 
colegio  con  la  advocación  de  San  Juan  Evangelista,  puso  maestros  a 
su  gusto,  y  el  día  21  de  Mayo  mandó,  so  pena  de  excomunión  y  otras 
multas  pecuniarias,  que  nadie  impidiese  a  las  personas  que  quisieran 
favorecer  al  nuevo  colegio,  ni  molestase  a  los  alumnos  que  preten- 
dieran frecpentarlo.  Bien  se  ve  lo  que  de  esto  resultaría.  ¿Era  casti- 
gado un  niño  en  nuestros  colegios?  Decía  que  deseaba  pasar  al  de 
San  Juan  Evangelista.  ¿Se  oponían  sus  padres  o  tutores?  Excomu- 
nión encima.  Pesadas  molestias  hubieron  de  tolerar  algunos  honra- 
dos vecinos  por  esta  causa. 

7.  Una  vez  emprendido  el  camino  de  los  procedimientos  judicia- 
les, ninguna  de  las  dos  partes  se  detuvo  a  media  jornada.  Los  jueces 
conservadores,  pasado  algún  tiempo  y  observando  que  Palafox  en 
nada  obedecía  a  su  mandato,  le  declararon  incurso  en  excomunión, 
y  así  lo  publicaron  en  cartelones  fijados  públicamente  (3).  Este  acto 
fué  aquella  exorbitancia  grande  de  que  se  lamentaba  el  P.  Carafa 


(1)  Véanse  las  ideas  de  Palafox  sobre  este  particular  en  Obras  de  Palafox,  t.  XII,  pá- 
gina 117,  y  más  aún  lo  que  defiende  en  el  mismo  tomo  desde  la  pág.  147  en  adelante. 

(2)  Impresa  en  Obras  de  Palafox,  t.  XII,  pág.  119. 

(3)  Véase  la  Relación  ajustada,  i.  2,  en  Roma,  Bibl.  Vit.  Emanuele,  Manoacritti  Gc- 
siiitiei,  175. 


378  LIB.   II. — PEOVINCIAS   DE   ULTRAMAR 

en  su  carta  antes  citada.  Era,  en  verdad,  un  acto  gravísimo  el  publi- 
car de  este  modo  por  excomulgado  a  un  Sr.  Obispo. 

Palafox  no  había  de  quedar  corto  en  la  respuesta.  Ya  el  6  de  Abril 
había  excomulgado  a  los  conservadores.  Irritado  ahora  al  verse  ex- 
comulgado por  ellos,  hizo  una  demostración  que  hasta  entonces  na- 
die habría  visto  en  Puebla  y  que  llenó  a  toda  la  ciudad  de  extraña 
consternación.  El  día  4  de  Junio,  por  la  tarde,  se  tocaron  las  campa- 
nas desde  la  oración  hasta  más  de  las  nueve  de  la  noche.  Gran  curio- 
sidad se  despertó  en  él  pueblo,  que  ignoraba  el  motivo  de  tan  pro- 
longado repique.  ¿Por  qué  tanto  campaneo?  Los  partidarios  de  Pala- 
fox  decían  solamente  al  pueblo,  que  al  día  siguiente  se  sabría  la  ra- 
zón de  aquel  toque  de  campanas.  Amaneció  el  día  5,  y  por  la  mañana 
nuevo  y  larguísimo  campaneo  en  la  catedral.  Llenóse  ésta  de  bote 
en  bote,  celebróse  misa  solemne,  y  después  de  ella  entró  en  la  igle- 
sia el  Sr.  Obispo,  y  sentóse  a  la  puerta  del  coro  con  el  Cabildo,  en  la 
forma  en  que  lo  acostumbraba  hacer  para  oír  los  sermones.  Subió 
al  pulpito  el  presbítero  Juan  de  Herrera,  y  leyó  un  edicto  decla- 
rando la  obligación  que  todos  tenían  de  seguir  a  su  Prelado  y  defen- 
derle. Así  lo  mandaba  Su  Señoría  con  censuras  eclesiásticas,  encar- 
gando a  todos  que  no  tuviesen  por  jueces  a  los  conservadores,  que 
no  oyesen  sus  despachos  y  que  no  diesen  ninguna  importancia  a  lo 
que  de  parte  de  tales  hombres  se  les  anunciase. 

Después  el  Sr.  Obispo  se  vistió  de  pontifical,  y  con  todo  el  Ca- 
bildo en  forma  de  procesión,  llevando  los  prebendados  capas  de  coro 
negras,  cubiertas  las  cabezas,  arrastrándolas  colas,  con  algunos  clé- 
rigos delante  y  cruz  alta  con  velo  negro,  y  velas  en  las  manos,  lle- 
garon a  cierto  tablado  que  para  este  efecto  se  había  levantado  junto 
a  las  gradas  del  altar  mayor.  Estaba  todo  cubierto  de  luto.  Situáronse 
allí  con  el  debido  orden  el  Obispo  y  los  canónigos,  y  entonces  Palafox 
hizo  una  plática  muy  sentida  a  todo  el  pueblo,  declarando  el  edicto 
que  se  acababa  de  leer  desde  el  pulpito;  pidió  con  instancia  que  todos 
asistiesen  y  siguiesen  a  su  legítimo  Prelado,  pues  así  lo  debían  hacer 
en  defensa  de  la  Iglesia  y  de  su  Pastor  hasta  perder  la  vida,  porque 
sus  enemigos  le  querían  quitar  lamitra.  Después  de  esta  plática  se  rezó 
el  salmo  108,  llamado  de  las  Maldiciones,  se  tocó  a  entredicho,  y  todos 
los  canónigos,  apagándolas  velas  que  tenían  en  la  mano,  las  arrojaron 
al  suelo  y  las  pisaron  (1).  Esta  acción  tan  extraña  y  no  conocida  del 


(1)    Todo  este  acto  se  describe  en  la  lielaclón  ajustada,  í.  42.  Véase  también  al  P.  Ri- 
vas,  1. 1,  pág.  1C9  y  al  P.  Alegre,  t.  II,  pág.  304. 


CAP.   in. — CONTROVERSIA   CON   PALAFOX. — PRIMERA    PARTE  379 

pueblo,  produjo  en  todos  un  estremecimiento  inaudito.  No  nos  ma- 
ravilla lo  que  a  consecuencia  de  esto  sucedió  en  Puebla,  según  indi- 
can algunos  documentos,  y  es  que  muchos  se  arrojaron  a  apedrear 
las  ventanas  de  los  jesuítas,  embadurnaron  con  inmundicias  los  edic- 
tos de  los  jueces  conservadores,  y  hubieran  pasado  a  mayores  vio- 
lencias, si  los  jesuítas  no  se  hubieran  encerrado  cuidadosamente  en 
su  casa. 

Entretanto  se  tomaron  en  Méjico  dos  providencias  que  contribu- 
yeron algún  tanto  a  mitigar  el  furor  popular.  El  Tribunal  de  la  In- 
quisición, observando  los  papeles  que  se  publicaban  por  una  y  otra 
parte,  mandó  recogerlos  todos  (1),  y  envió  a  Puebla  dos. comisarios, 
que  se  alojaron  en  el  convento  de  San  Agustín,  y  erigiendo  allí  el 
Tribunal  del  Santo  Oficio,  empezaron  a  proceder  contra  algunos  de- 
lincuentes de  los  más  graves  (2).  El  respeto  que  siempre  infundía  la 
Inquisición  en  aquel  tiempo,  sirvió  para  moderar  algún  tanto  la  fu- 
ria de  nuestros  enemigos.  Mucho  más,  empero,  que  la  Inquisición 
influyó  en  este  negocio  el  arbitrio  que  adoptó  el  Virrey,  Conde  de 
Salvatierra,  de  conceder  oficialmente  el  favor  real  a  los  jueces  con- 
servadores. El  29  de  Mayo  expidió  el  decreto  que  solía  ser  de  rigor 
en  estos  casos,  y  publicó  que  Su  Majestad  amparaba  a  los  dos  jueces 
conservadores  en  el  ejercicio  de  su  cargo  (3).  Cuando  oyó  Palafox 
esta  resolución  del  Virrey,  parece  que  sintió  un  primer  movimiento 
de  desmayo  y  desconsuelo.  El  27  de  Mayo,  escribiendo  al  fiscal  Me- 
llan, le  refiere  tristemente  la  noticia  que  ha  llegado  de  que  a  ruegos 
de  los  jesuítas  se  va  a  conceder  el  auxilio  real  a  los  conservadores; 
más  aún,  se  dice  que  en  Méjico  están  reuniéndose  hombres  para  en- 
viarlos al  Obispado  de  Puebla.  Ruégale  que  impida  todas  estas  per- 
turbaciones (4).  El  6  de  Junio  nueva  carta  con  nuevas  aprensiones 
sobre  los  designios  de  sus  contrarios.  Dice  que  se  hacen  prevencio- 
nes de  armas  en  el  convento  de  San  Agustín  y  en  los  colegios  de  los 
jesuítas;  corre  la  voz  de  que  van  a  llegar  de  Méjico  hombres  facine- 
rosos para  turbar  la  paz;  implora  el  favor  del  Fiscal  para  evitar  se- 
mejantes enormidades  (5). 

Con  todo  eso,  al  día  siguiente  de  escribir  esta  carta  hizo  Palafox 


(1)  Véase  este  decreto  de  la  Inquisición,  dado  el  18  de  Mayo  de  1647,  en  Mexicana. 
Historia,  II. 

(2)  Alegre,  t.  II,  pág.  302. 

(3)  Véase  el  texto  de  este  decreto  en  Obras  de  Palafox,  t.  XII,  pág.  182. 

(4)  Véase  esta  carta  en  Osma,  en  la  arquita  de  documentos  mencionada  más  arriba. 

(5)  Ibid. 


:}80  i-i«-  II- — rRoviNciAS  pe  i-ltüamak 

una  demostración  que  causó  bastante  sorpresa  al  Virrey  de  Méjico. 
Resonaron  otra  vez  las  campanas  y  empezó  a  difundirse  entre  el  pue- 
blo la  noticia  de  que  había  llegado  aviso  de  ser  nombrado  Virrey  el 
Sr.  Palafox.  Grande  alborozo  entre  sus  partidarios.  Empiezan  a  gri- 
tar por  las  calles:  «  Viva  Palafox.  El  Obispo  Virrey.^  En  medio  de 
este  tumulto  sale  el  Obispo  de  su  casa,  sube  a  una  hermosa  carroza  y 
se  pasea  por  la  ciudad  con  grande  acompañamiento,  haciendo  ade- 
mán con  las  manos  de  sosegar  y  aplacar  al  pueblo,  y  diciéndoles  es- 
tas palabras:  «Nada,  hijos.  Paz,  paz.»  «Es  opinión  común,  anadia  el  Vi- 
rrey, que  esta  asonada  la  ha  dispuesto  Palafox,  con  el  intento  de  sa- 
ber cuántos  partidarios  tenía  en  Puebla»  (1).  Esto  no  obstante,  dos 
días  después,  previendo  sin  duda  que  el  favor  real  le  haría  retroce- 
der en  su  causa,  escribió  una  carta  humilde  a  Méjico  poniendo  su  ne- 
gocio en  manos  del  Virrey  (2).  Al  recibir  esta  carta,  el  prudente 
Conde  de  Salvatierra  quiso  imprimir  al  negocio  un  giro  distinto  y 
que  era  indudablemente  el  mejor. 

8.  Discurrió  que,  en  presencia  suya,  se  reuniesen  personas  auto- 
rizadas de  uno  y  otro  bando,  y  sin  ningún  rigor  judicial,  por  medios 
amistosos,  expusiese  cada  una  de  las  partes  sus  quejas,  y  se  procu- 
rase llegar,  con  modestia  y  caridad,  a  una  reconciliación  digna  y  ge- 
nerosa. Convidó  también  para  estas  conferencias  a  otras  personas 
autorizadas,  entre  ellas  al  fiscal  Pedro  Melián,  a  quien  dirigió  la 
carta  siguiente:  «Para  mañana  (15  de  Junio)  a  las  nueve  he  resuelto 
hacer  una  junta  para  conferir  los  medios  que  se  ofrecen  en  estas  di- 
ferencias entre  el  Sr.  Obispo  de  la  Puebla  y  la  religión  de  la  Compa- 
ñía de  Jesús  y  sus  jueces  conservadores,  a  que  conviene  asista  Vues- 
tra Merced  y  que  por  un  rato  deponga  el  oficio  de  fiscal,  pues  yo  de- 
pongo el  de  virrey,  interponiéndome  como  medianero,  por  juzgar 
que  es  servicio  de  Su  Majestad»  (8).  Efectivamente,  el  15  de  Junio 
empezáronse  a  tener  estas  conferencias  en  presencia  del  Conde  do 
Salvatierra;  pero  muy  pronto  se  hubieron  de  interrumpir  por  una 
noticia  inesperada  que  llegó  de  Puebla,  con  que  todos  se  quedaron 
como  aturdidos. 

En  la  noche  del  15  al  16  había  desaparecido  de  la  ciudad  el 
Sr.  Obispo,  y  nadie  sabía  dónde  paraba.  A  los  ocho  días  se  tuvo  alguna 
luz  por  una  carta  que  escribió  al  Cabildo  desde  Tepeaca,  con  fecha 


(1)  Relación  ajustada,  f  45. 

(2)  Copiada  por  Alegre,  t.  II,  pág.  308. 

(3)  Esta  carta,  conservada  en  la  arquita  de  Osiiia,  fué  rojjrod acida  \wr  Alegre,  t.  II, 
página  309. 


CAP.    III. — CONTROVERSIA    CON    PALAFOX. PRIMERA    PARTE  :i81. 

17  de  Junio.  En  ella  decía  que,  imitando  el  ejemplo  de  San  Atanasio, 
San  Gregorio  Nacianceno  y  otros  santos,  había  juzgado  conveniente 
retirarse  de  Puebla  por  algún  tiempo,  en  medio  de  tantas  tempesta- 
des, para  ver  si  de  este  modo  se  restituía  la  paz.  Leíanse  en  la  carta 
estas  palabras:  -^Protesto  que  no  es  mi  intento,  que  confiesen  ni  pre- 
diquen los  religiosos  de  la  Compañía  de  Jesús  a  seglares,  ni  para 
ello  doy  mi  consentimiento  tácito  ni  expreso,  mientras  ante  mi  o  mi 
Provisor,  con  orden  que  yo  le  diere  (para  lo  cual  dejaré  la  que  con- 
venga), no  presentaren  y  exhibieren  las  licencias  de  confesar  y  pre- 
dicar, y  éstas  han  de  ser  mías  o  de  mis  antecesores»  (1). 

¿Dónde  estuvo  recogido  Palafox  los  cuatro  meses  y  medio  que 
duró  su  ausencia  de  la  diócesis?  En  su  carta  a  Inocencio  X  nos  dice 
que  después  de  divagar  veinte  días  por  los  montes,  hubo  de  escon- 
derse en  una  cabana,  donde  vivió  cuatro  meses  entre  escorpiones, 
Aeras  y  sabandijas.  Se'gún  nos  dice  el  Virrey,  por  de  pronto  se  retiró 
Palafox  a  la  hacienda  del  capitán  D.  Juan  de  Vargas,  llamada  Santa 
Ana,  en  la  jurisdicción  de  Nopaluca,  pero  a  los  dos  días  desapareció 
también  de  allí,  y  durante  unos  dos  meses  nadie  supo  dónde  pa- 
raba (2).  Parece  que  después  volvió  a  la  hacienda  de  D.  Juan  de  Var- 
gas, donde  permaneció  hasta  Noviembre  (3). 

La  fuga  de  Palafox  perturbó  bastante  al  Conde  de  Salvatierra, 
por  una  razón  muy  natural,  pero  que  otros  tal  vez  ignoraban.  EFa  el 
caso  que  el  Obispo  de  Puebla  tenía  muchas  cuentas  pendientes  con 
el  Fisco,  y  por  esto,  temiendo  la  responsabilidad  que  le  podía  venir, 
el  Virrey  se  aplicó  cuanto  antes  a  poner  en  limpio  las  cuentas  y  a 


(1)  Esta  <íiita,  que  puede  verse  eu  las  vicios  del  Cabildo  de  Ptiebla,  día  28  Junio  1G47, 
fué  impresa  on  Obras  do  Palafox,  t.  XII,  pág.  218. 

(2)  En  la  Relación  ajustada,  í.  5,  escrita  en  Setiembre  de  1647,  después  de  decir  oí 
Conde  de  Salvatierra  cómo  el  Obispo  estuvo  en  la  hacienda  de  D.  Juan  do  Vargas  todo 
el  día  18  do  Junio,  prosigue:  «De  allí  se  desapareció,  porque  a  la  mañana  siguiente  lo 
hallaron  menos,  reconociéndose  que  se  había  ido  y  ausentado  con  algunos  criados,  y 
no  se  ha  sabido  con  certeza  dónde  se  fué,  ni  adonde  está,  aunque  se  han  hecho  muchas 
diligencias.»  Poco  después  cita  el  Virrey  el  testimonio  del  Alcalde  de  Orizaba,  quien 
vi )  pasar  por  su  ciudad  un  grupo  de  clérigos  montados  a  caballo  y  cubiertos  con  an- 
tifaces, y  preguntando  quiénes  eran  aquellos  hombres,  averiguó  que  era  el  Obispo  de 
Puebla  con  sus  criados.  El  que  viaja  con  un  acompañamiento  de  clérigos  a  caballo, 
no  suele  hospedarse  en  cabanas.  Sin  embargo,  algunas  incomodidades  padecería  Pa- 
lafox en  estos  viajes  de  incógnito,  y  ésas  le  darían  ocasión  para  escribir  lo  que  escri- 
bió a  Inocencio  X. 

(3)  Véase  al  P.  Alegre  (t.  II,  pág.  310)  y  las  autoridades  que  cita  en  la  página  Hll . 
Supone  este  autor  que  los  cuatro  meses  los  pasó  el  Obispo  en  la  hacienda  de  D.  Juan 
de  Vargas.  No  concuerda  eso  con  la  autoridad  que  hemos  citado  del  Virrey.  Más  na- 
tural parece  que,  después  de  divagar  algún  tiempo  de  incógnito,  volviese  al  punto  de; 
partida. 


382  LiB.  II. — riíoviNciAS  de  ultramar 

arreglar  la  siempre  vidriosa  cuestión  pecuniaria.  He  aquí  el  resul- 
tado a  que  llegó,  escrito  en  la  Relación  ajustada,  que  se  mandó  poco 
después  a  Roma: 

«Con  ocasión  de  la  ausencia  del  señor  Obispo  se  mandaron  por 
Su  Excelencia  el  señor  Virrey  recoger  los  papeles  de  visita  en  Mé- 
jico y  en  la  Puebla,  dando  orden  para  que  si  entre  ellos  se  hallase 
razón  alguna  tocante  a  la  hacienda  real,  en  que  fuese  necesario  po- 
ner cobro,  se  sacase  para  lo  poner  en  ejecución;  de  que  resultó  ha- 
llarse el  libro  de  la  razón  de  lo-^  efectos  y  gastos  de  visita,  por  el  cual 
y  por  certificaciones  de  oficiales  reales  se  ajustó  lo  que  se  pudo  en 
esta  parte,  y  se  halla  haber  gastado  y  consumido  el  señor  Obispo 
214.275  pesos  7  tomines  y  2  granos.  Sin  haber  entrado  en  la  real  caja 
más  que  tan  solamente  26.136  pesos.  Con  aplicación  a  la  Cámara  y 
gastos,  habiendo  sacado  de  ella  110.823  pesos  7  tomines  1  grano. 
Y  con  la  noticia  que  dieron  algunos  testigos  se  pretendió  averiguar 
lo  mucho  que  le  había  valido  al  Obispo  a  razón  de  50.000  pesos  cada 
uno  de  los  siete  años  que  ha  que  lo  goza,  que  montan  350.000  pesos 
y  otros  30.000  de  que  Su  Majestad  le  hizo  merced  de  la  tercia  vacante 
de  su  antecesor,  que  de  todo  ello  no  se  halló  paradero.  Con  más  otros 
250.000  pesos  que  es  notorio  debe  a  particulares,  conventos,  obras 
pías,  capellanías  y  albaceazgos,  y  otra  suma  grande  defraudada  a  la 
masS  general  de  la  Iglesia  y  díiños  de  su  mala  administración,  en 
que  Su  Majestad  es  interesado  por  los  reales  novenos  y  por  el  hospi- 
tal real  de  San  Pedro,  de  que  es  patrón,  que  de  todo  ello  no  ha  con- 
sentido se  ajusten  las  cuentas,  y  sólo  se  entiende  que  de  todo  lo  refe- 
rido ha  enviado  gruesas  cantidades  a  Castilla,  y  todo  lo  qi  e  en  esta 
razón  consta  se  explicará  más  ampliamente  en  la  comprobación  de 
este  capítulo»  (1). 

La  comprobación  está  después  en  los  folios  60  a  66.  Allí  se  citan 
escrituras  particulares,  libros  de  cuentas,  testimonios  de  oficiales 
reales,  de  administradores  y  otras  personas.  En  el  folio  62  se  citan 
dos  testigos,  quienes  afirman  que  la  renta  del  Obispado  de  Puebla 
pasa  de  60.000  pesos  anuales,  y  que  es  público  que  envió  en  cada 
flota  a  Castilla  gruesas  cantidades.  El  médico  Bartolomé  del  Castillo 
afirma  haber  oído  decir  a  un  sacerdote,  criado  del  Sr.  Obispo,  que 
su  amo  envió  en  la  pasada  flota  a  Castilla  80.000  pesos.  Rogamos  al 
lector  que  conserve  estos  números  en  la  memoria,  para  los  hechos 
que  habremos  de  referir  en  el  capítulo  siguiente. 


(1)     Relación  ajustada,  f.  69. 


CAP.  Iir. — CONTROVERSIA  CON  PALAFOX. — PRIMERA  PARTE  383 

9.  En  su  carta  ai  Cabildo  designaba  Palafox  para  gobernar  la 
diócesis  a  tres  hombres,  uno  en  defecto  de  otro:  primero,  al  provisor 
Juan  de  Merlo,  después  al  Dr.  Nicolás  Gómez,  y,  por  último,  al  señor 
D.  Alonso  de  Salazar  Baraona.  El  primero  fué  llamado  a  Méjico  por 
el  Virrey  y  detenido  allí,  no  sabemos  con  qué  motivo;  pero,  según 
todas  las  probabilidades,  para  calmar  las  inquietudes  de  Puebla,  de 
las  cuales  se  consideraba  causa  muy  principal  a  este  señor.  El  doctor 
Nicolás  Gómez  renunció  a  tomar  el  gobierno.  Quedaba  el  Sr.  Salazar 
Baraona,  y  tuvo  grave  dificultad  en  continuar  en  el  dargo,  por  una 
complicación  que  luego  sobrevino.  Es  el  caso  que  con  la  ausencia  de 
Palafox  determinó  el  Virrey  enviar  a  Puebla  al  capitán  Diego  Ore- 
jón, para  que  pusiese  orden  en  la  ciudad  y  obligase  por  la  fuerza  al 
sosiego,  y  juntamente  que  pasasen  a  ella  los  dos  jueces  conservado- 
res, amparados  por  el  poder  real.  Encargóse  al  alcalde  de  Puebla, 
D.  Agustín  Valdés  de  Portugal,  auxiliar  a  los  conservadores  en  todo 
lo  perteneciente  a  su  comisión.  El  Alcalde  y  el  Ayuntamiento  de  la 
ciudad  cumplieron  religiosamente  lo  que  mandaba  el  Virrey  y 
apoyaron  a  los  conservadores,  por  lo  cual  se  atrajeron  después  las 
iras  y  excomuniones  de  Palafox  (1).  Entraron  los  conservadores  en 
Puebla  a  principios  de  Julio;  fueron  recibidos  honoríficamente,  con 
repique  de  campanas,  y  se  aposentaron  en  el  convento  de  su  Orden, 
de  Santo  Domingo,  que  había  en  Puebla. 

Apenas  llegados,  indicaron  que  se  podía  nombrar  gobernador  de 
la  diócesis  a  D.  Cristóbal  Gutiérrez  de  Medina,  cura  de  la  catedral  de 
Méjico;  pero  los  canónigos  de  Puebla  recibieron  con  gran  disgusto 
este  pensamiento.  El  día  5  de  Julio  se  reunieron  en  cabildo  y  pro- 
pusieron que  era  necesario  defender  la  jurisdicción  eclesiástica  con- 
tra los  jueces  conservadores  auxiliados  con  la  real  provisión,  y  «que 
al  Sr.  Baraona  competía,  dicen  las  Actas  del  Cabildo,  como  a  tal  go- 
bernador el  hacerlo,  o  que  lo  dejase  y  que  en  tal  caso  tuviese  por 
bien,  que  el  Cabildo  de  esta  iglesia  tomase  en  sí  dicho  gobierno,  para 
defender  dicha  jurisdicción  eclesiástica  y  conservarla  por  ahora,  en 
ei  ínterin  que  dicho  Sr.  Obispo  volvía  a  la  iglesia  y  otra  cosa  orde- 
nase. Y  habiendo  conferido  largamente  la  materia  y  todo  lo  demás 
de  pro  y  contra  que  hacía  a  ella,  se  resolvió  el  dicho  gobernador 
Doctor  Don  Alonso  de  Salazar  Baraona,  en  que  le  parecía  muy  bien 
que  los  Señores  Deán  y  Cabildo  de  esta  santa  iglesia  y  todo  el  cuerpo 


(1)    Véase  el  memorial  del  P.  Velaseo,  que  copiamos  al  principio  del  capítulo  si- 
guiente. 


384  Lin.    TI.— PROVINCIAS    DE    UT.TIÍAMAR 

de  él  tomase  en  sí  dicho  gobierno,  en  el  ínterin  que  Su  Excelencia  del 
dicho  Sr.  Obispo  volvía  a  su  iglesia  u  otra  cosa  ordenase».  Tal  es  el 
texto  mismo  do  las  actas  capitulares  que  se  conservan  en  la  catedral 
de  Puebla  (1). 

Al  día  siguiente,  6  de  Julio,  ejecutaron  los  canónigos  lo  que  ha- 
bían resuelto  la  víspera.  Lo  referiremos  con  las  palabras  de  las  mis- 
mas actas.  «Viendo  que  la  jurisdicción  que  reside  en  el  Sr.  Doctor 
Don  Alonso  de  Salazar  Baraona...  se  halla  combatida  con  diferentes 
procedimiento?,  en  que  se  le  ordena  por  auto  auxiliado  por  Su  Ma- 
jestad, cesar  en  el  gobierno,  apremiándole  y  compeliéndole  a  ello  con 
gravísimas  penas...  Por  haber  entendido,  por  lo  que  se  va  obrando  a 
instancias  de  la  sagrada  religión  de  la  Compañía  de  Jesús,  se  trata  de 
poner  gobernador  eclesiástico  extraño,  por  ím>  haber  querido  el  Ca- 
bildo antes  tomar  el  gobierno  a  su  pedimento,  por  no  haber  llegado  el 
caso  de  sede  vacante  (2),  todos  conformes  nemine  discrepante  y  de 
común  acuerdo,  juzgaron  por  ahora  la  jurisdicción  eclesiástica  im- 
pedida y  desamparada,  como  dicho  es,  en  dicho  Provisor,  y  que  no 
tiene  ya  el  uso  de  ella  por  dichos  procedimientos...  Obrando  con  vo- 
luntad interpretativa  de  su  prelado  el  señor  Don  Juan  de  Palafox  y 
Mendoza,  el  cual  si  tuviese  noticia  de  este  estado,  lo  juzgaría  así  vero- 
símilmente, y  por  redimir  dichas  vejaciones  y  obviar  escándalos  y 
nulidades  en  la  administración  de  los  sacramentos  y  administración 
de  la  justicia,  y  por  la  facultad  que  el  derecho  en  tal  caso  les  concede, 
desde  luego  declaran  por  dichos  respectos  sede  vacante  en  esta  sania 
iglesia  y  adjudican  en  sí  el  gobierno  con  el  sentimiento  que  deben 
sus  capitulares...  en  el  ínterin  que  Su  Excelencia  del  dicho  señoi- 
Obispo  parece  (que  Dios  le  guarde)  y  envía  sus  poderes  de  gobiernd 
a  quien  fuere  servido,  que  desde  luego  con  todo  rendimiento  y  pron- 
titud le  obedecerán  y  todas  las  veces  que  por  cualquier  vía  y  camino 
les  constase  de  su  voluntad  la  pondrán  en  ejecución»  (3). 

Por  aquí  se  ve  la  naturaleza  del  acto  que  se  ejecutó  el  6  de  Julio 
en  el  Cabildo  de  Puebla.  Tomaron  el  gobierno  en  nombre  de  Pala- 
fox,  pero  cometiendo  el  yerro  de  declarar  sede  vacante.  Esta  circuns- 
tancia indignó  terriblemente  al  Prelado,  quien  interpretó  el  acto  en 
el  peor  sentido.  Imaginóse  que  los  capitulares,  confabulándose  con 
los  jesuítas,  habían  resuelto  declarar  sede  vacante,  para  desposeerle 


(1)  Véase  el  acta  del  5  de  Julio  de  11147. 

(2)  Estas  palabi-as  están  así  subrayadas  en  las  actas. 
(;<)     Puebla.  Actuíi  del  Cabildo,  G  Julio  1G47. 


CAP.    III.^CO-VTROVEKSIA    CO.V    PALAFOX. — PKIMllíA    PAKTK  I^SÓ 

a  él  de  su  Silla  episcopal.  Entiéndese  la  amargura  de  que  se  llenó  sti 
corazón  mirando  con  estos  ojos  la  acción  del  Cabildo.  Por  lo  que 
rezan  las  actas  podemos  entender  que  no  hubo  tal  intención.  Lo  que 
pretendieron  los  canónigos  fué  únicamente  resistir  al  gobernador 
extraño,  que  los  jueces  conservadores  quisieron  imponerles. 

Establecida  la  autoridad  del  Cabildo,  procedióse  a  ejecutar  un 
acto  solemne.  Para  entonces  debieron  caer  en  la  cuenta  el  Provin- 
cial Pedro  Velasco  y  nuestros  Padres,  de  que  era  indispensable  pre- 
sentar las  licencias  de  confesar  y  predicar,  pues  de  lo  contrario  n<> 
probaban  su  derecho  y  daban  ocasión  a  eternizarse  el  litigio.  Hízose, 
pues,  este  acto  con  toda  solemnidad,  A  petición  del  Cabildo,  el  día 
19  de  Julio  de  1647  todos  los  Padres  jesuítas  de  los  colegios  de  Pue- 
bla se  presentaron  procesionalmente,  llevando  cada  uno  en  las  ma- 
nos las  licencias  que  tenía  de  confesar  y  predicar.  Ante  todo  expu- 
sieron a  los  ojos  de  los  canónigos  las  bulas  y  privilegios  de  la  Com- 
pañía para  la  administración  de  los  sacramentos,  mostrándoles  las 
bulas  de  Gregorio  XIII,  Gregorio  XIV  y  Paulo  V  que  concedían  el 
poder  confesar  los  Nuestros  en  las  Indias,  si  les  aprueba  un  solo 
Prelado.  Después  que  se  enteráronlos  capitulares  de  todos  los  privi- 
legios de  la  Compañía,  fueron  examinando  una  por  una  las  licencias 
de  todos  los  Padres.  Algunas  eran  de  los  Obispos  de  Méjico,  Michoa- 
cán,  Durango,  etc.:  las  del  P.  Dávalos  eran  del  Sr.  Palafox.  Los 
Padres  Juan  Méndez,  Luis  de  Sosa  y  Salvador  de  Morales  tenían 
licencias  del  Sr.  Bernardo  de  Quirós,  predecesor  de  Palafox  en  el 
Obispado  de  Puebla.  Examinadas  las  licencias  y  privilegios,  declaró 
el  Cabildo  «que  juzgaba  habían  sido  legítimos  ministros  y  habían 
obrado  con  bastante  jurisdicción...  A  mayor  abundamiento,  de  nuevo 
acordaban  y  concedían  la  licencia  tan  bastante,  como  de  derecho  po- 
dían, a  todos  los  dichos  religiosos,  para  confesar  y  predicar  en  todo 
este  Obispado»  (1).  Con  esto  se  retiraron  los  Padres,  y  desde  enton- 
ces continuaron  ejerciendo  pacíficamente  sus  ministerios  como  antes 
de  la  polémica.  ¡Lástima  que  este  acto- ejecutado  ante  el  Cabildo,  no 
se  hubiera  hecho  el  G  de  Marzo  en  presencia  del  Sr.  Palafox! 

10.  Reconocidas  y  aprobadas  solemnemente  por  el  Cabildo  las 
licencias  de  confesar  y  predicar  que  tenían  los  jesuítas,  procedieron 
éstos  desde  entonces  a  ejercitar  los  sagrados  ministerios  en  Puebla 
con  toda  tranquilidad.  Desde  el  día  de  Santa  María  Magdalena,  en 
que  hubo  una  gran  fiesta  en  nuestra  casa,  hasta  e!  mes  de  Noviem- 


(1)     Puebla.  AcUií  de!  Cabildo,  19  Julio  1C47 


386  I-IU.   II. — PKOVINCIAS   DE   ÜLTEAMAR 

bre,  nada  perturbó  la  tranquilidad  de  nuestros  Padres  ni  interrum- 
pió el  curso  de  sus  ministerios  apostólicos.  A  principios  de  Noviem- 
bre cambió  un  poco  el  aspecto  de  las  cosas.  Don  Juan  dePalafox,  cuyo 
retiro  ya  era  por  entonces  conocido  en  Puebla  y  en  Méjico,  porque 
se  carteaba  desde  allí  con  el  fiscal  Pedro  Melián  y  con  otras  per- 
sonas, recibió  por  entonces  dos  noticias,  una  triste  y  otra  alegre: 
la  triste  era  una  cédula  real,  en  que  mandaba  Felipe  IV  que  cesase 
el  Sr.  Palafox  en  su  oficio  de  Visitador  de  la  Audiencia  (1),  Con  esto 
terminó  aquel  oficio,  prolongado  durante  siete  años,  en  el  cual  no 
sabemos  que  el  Obispo  de  Puebla  hiciera  otra  cosa,  sino  entorpecer 
la  acción  de  la  Audiencia  y  la  administración  de  la  justicia.  La  noticia 
alegre  era  el  nombramiento  del  Conde  de  Salvatierra  para  Virrey 
del  Perú.  Di  jóse  que  dentro  de  poco  saldría  de  Méjico  para  dirigirse 
a  su  nuevo  destino. 

Con  esto  determinó  Palafox  volver  a  su  diócesis;  pero  apenas  lo 
supo  el  Virrey,  envió  una  carta  algo  severa  al  Cabildo,  encargán- 
dole que  no  entregase  el  gobierno  de  la  Iglesia,  si  Palafox  no  en- 
traba como  debía  entrar,  sometiéndose  al  poder  real  y  esperando  a 
que  la  autoridad  real  le  abriese  la  puerta  (2).  Esta  actitud  un  poco 
seria  del  Virrey  parece  que  atemorizó  a  Palafox.  Desde  algún  tiempo 
atrás  manifestaba  a  Melián  en  sus  cartas  deseos  de  conciliación;  ahora, 
oyendo  la  disposición  del  Virrey,  escribió  humildemente  al  mismo 
Melián  y  a  D.  Antonio  de  Vergara,  dándoles  sus  poderes  para  que 
ajustasen  el  negocio  como  lo  creyesen  más  prudente  (3).  Recibida  esta 
carta,  D.  Antonio  de  Vergara  presentó  una  petición  al  Virrey,  supli- 
cándole que  se  alzasen  las  censuras  fulminadas  de  una  y  otra  parte, 
y  que  se  sometiese  la  decisión  de  este  negocio  al  Consejo  de  Indias. 
Oída  esta  petición,  mandó  el  Virrey  reunirse  a  varias  personas  gra- 
ves, al  Fiscal,  a  su  Asesor,  al  P.  Pedro  de  Velasco,  Provincial  nues- 
tro, al  P.  Andrés  Pérez  de  Rivas  y  a  otros  religiosos  de  Santo  Do- 
mingo. No  pudo  acudir  el  P.  Velasco  por  estar  entonces  ausente  de 


(1)  Escribiendo  Melián  a  Palafox  el  13  de  Noviembre,  le  dice:  «La  carta  de  V.  E.  de 
8  de  Octubre  recibí  después  que  la  del  12,  en  que  so  sirvió  avisarme  haber  entendido 
la  resolución  que  Su  Majestad  (Dios  le  guarde)  tomó  en  mandar  cesar  la  visita.»  Se  ve, 
pues,  que  la  noticia  de  cesar  la  visita  le  había  llegado  a  principios  de  Octubre,  no 
cuando  volvió  a  Puebla,  como  dice  Alegre,  t.  II,  pág.  318.  La  carta  de  Melián  se 
conserva  en  Osma,  en  la  arquita  de  madera  del  archivo  capitular. 

(2)  Esta  carta  se  copia  en  las  vicias  chl  Cabildo  da  Puebla,  13  Noviembre  1647. 

(3)  Véase  el  texto  de  la  carta  en  Alegre,  t.  II,  pág.  319.  La  contestación  de  Melián  a 
ella  está  en  Osma.  Dice  que  ha  encomendado  el  arreglo  del  negocio  a  D.  Antonio  de 
Vergara,  porque  él  debe  mantenerse  fuera,  por  si  acaso  fuese  necesario  actuar  como 
fiscal. 


CAP.  III. — CONTEO^'EI^SIA  CON  PALAFOX. — PRIMERA  PARTE  387 

la  capital.  Reunidos  todos  los  demás,  se  discutió  lo  que  convendría 
hacer  para  apaciguar  un  conflicto  tan  enconado.  El  P.  Rivas,  uno  de 
los  llamados,  nos  dice  la  resolución  final  que  en  esta  junta  se  adoptó. 
«Ésta  fué,  dice,  que  para  que  el  Obispo  con  seguridad  tomase  el  go- 
bierno de  su  iglesia,  primero,  ad  cautelam,  fuese  absuelto  de  las  cen- 
suras que  le  habían  impuesto  los  jueces  apostólicos  conservadores,  y 
quitado  este  impedimento,  lo  recibiese  su  Cabildo  eclesiástico;  que 
los  de  la  Compañía  usasen  de  las  licencias  que  habían  presentado  al 
Cabildo  sede  vacante^  j  que  con  su  público  edicto  habían  aprobado. 
Que  en  lo  que  tocaba  a  la  satisfacción  que  debía  dar  el  Obispo  a  la 
Compañía  de  ofensas  que  en  los  varios  papeles,  cartas  y  edictos  con- 
tra ella  había  publicado,  se  dispondría  más  despacio  lo  que  pare- 
ciese justo  y  conveniente.  Pero  lo  que  con  más  particular  adverten- 
cia se  pidió  y  asentó,  fué  que  el  Sr.  Obispo  no  había  de  afligir  ni 
hacer  demostración  alguna  de  castigo  o  venganza  contra  los  que  ha- 
bían obedecido  y  seguido  a  los  jueces  conservadores,  y  muy  en  par- 
ticular contra  los  prebendados  de  su  Cabildo,  que,  obligados  por  una 
provisión  de  patronato  real,  habían  tomado  el  gobierno  de  la  igle- 
sia cuando  se  ausentó  su  Obispo»  (1). 

Ejecutóse  a  la  letra  lo  que  en  esta  junta  se  resolvió.  Por  orden 
del  Virrey,  los  jueces  conservadores  expidieron  un  auto  levantando 
las  censuras  lanzadas  contra  el  Obispo  de  Puebla  y  su  Provisor  (2). 
Por  su  parte,  Palafox  cuidó  de  que  se  quitasen  todos  los  carteles  y 
todos  los  edictos  de  excomunión,  que  en  diversas  ocasiones  había 
lanzado  contra  algunos  de  sus  adversarios.  Hechas  estas  prevencio- 
nes, el  Sr.  Palafox  fué  recibido  con  solemnidad  en  Puebla  el  día  27 
de  Noviembre  de  1647  (3).  Los  jesuítas  procuraron  apaciguar  los 
ánimos  y  dar  al  Obispo  muestras  de  respeto.  En  las  siguientes  Navi- 
dades le  fueron  a  visitar,  y  por  su  parte  no  sabemos  que  se  faltase  a 
la  debida  cortesía,  aunque  Palafox  se  quejaba  de  que  estaban  algo 
retraídos  y  le  visitaban  poco.  No  era  esto  de  maravillar  después  de 
tan  amargos  conflictos.  Pero,  en  fin,  al  cabo  de  nueve  meses  de  un 
litigio  sin  ejemplo,  quedaron  ambas  partes  sosegadas,  y  en  esta  tran- 
quilidad se  continuó  desde  fines  de  Noviembre  de  1647  hasta  el  mes 
de  Mayo  de  1648. 


(1)  Rivas,  1. 1,  pág.  177. 

(2)  "Véase  el  texto  de  este  auto  en  Alegre,  t.  II,  pfig.  320. 

(3)  Actas  del  Cabildo  do  Puabla,  27  Norieuibre  1647. 


CAPÍTULO  IV 

CONTROVERSIA    CON    PALAFOX.— CONCLUSIÓN    1648-1653 

Sumario:  1.  Con  la  mudanza  de  Virrey  se  enfurece  Palafox  contra  los  jesuítas.  Sus 
demostraciones  desde  Mayo  de  1648. — 2.  Persecuciones  que  mueve  contra  el  Deán, 
los  canónigos  y  otros  amigos  de  la  Compañía.— .3.  Llega  a  Méjico  un  Dreve  de  Ino- 
cencio X.— 4.  Presentan  los  jesuítas  las  licencias  a  I*alaíox,  y  él  las  confirma  por 
Octubrej  Diciembre  de  1648. — 5.  Primeray  segunda  carta  de  Palafox  a  Inocencio  X.— 
6.  La  Inovenciana.  Vuelve  Palafox  a  España. — 7.  Proceso  de  la  causa  en  Roma  du- 
rante unos  cuatro  años.— 8.  Resolución  final  de  la  controversia  en  1653. 

Fuentes  coxTEMPOuÁSKAsrLas  iiiisma.s  dfl  oapítiilo  anterior. 

1.  Después  de  medio  año  de  paz  o,  por  mejor  decir,  de  silencio  y 
reserva  poco  seguros,  ocurrió  en  Nueva  España  un  cambio  político 
que  tuvo  gravísimas  consecuencias  para  la  controversia  de  Palafox. 
El  13  de  Mayo  de  1648  salió  de  Méjico  D.  García  Sarmiento,  Conde 
de  Salvatierra,  para  dirigirse  al  Perú,  donde  había  de  hacer  oficio 
de  Virrey.  Entró  a  sucederle  el  limo.  Sr.  D.  Marcos  de  Torres  y 
Rueda,  Obispo  de  Yucatán,  que,  según  pública  voz  y  fama,  era  amigo 
de  Palafox.  Con  esta  mudanza  de  Virrey  creyó  el  Obispo  de  Puebla 
que  tenía  el  campo  enteramente  por  suyo,  y  desahogó  su  cólera  con- 
tra los  jesuítas  y  contra  todos  los  amigos  de  ellos.  Para  no  exagerar 
lo  que  hizo  en  este  sentido,  presentaremos  al  lector  el  memorial  que 
el  P.  Pedro  Velasco,  en  nombre  de  la  Compañía,  dirigió  al  nuevo 
Virrey  el  22  de  Setiembre  de  1648.  El  Obispo  de  Yucatán  había  ma- 
nifestado a  los  jesuítas  deseos  sinceros  de  aplacar  aquella  controver- 
sia con  Palafox,  y,  naturalmente,  les  había  pedido  informes  sobre  el 
caso.  Correspondiendo  a  sus  insinuaciones,  el  P.  Provincial  expuso 
en  términos  claros  y  precisos  lo  que  había  hecho  nuestro  contrario 
desde  el  día  16  de  Mayo.  He  aquí  las  palabras  del  P.  Velasco: 

«Algunas  de  las  innovaciones  que  el  Sr.  Obispo  de  Puebla,  su  Pro- 
visor y  parciales,  han  hecho  desde  el  mes  de  Mayo,  son: 

» Primera.  La  mañana  del  16  de  Mayo  hizo  el  Sr.  Obispo  una  de- 
mostración pública,  saliendo  en  su  carroza  descubierta,  acompañado 
do  muchachos  y  gente  vulgar,  que  celebraba  el  víctor,  apedreando 


C\\\    IV.— COXTKOVKKSIA    COX    PAI.AFOX. COXCIX'SIÓX  389 

Jas  casas  de  iiuostros  afectos  o  irritándolos  con  palabras.  Este  paseo 
duró  largo  tiempo  por  las  calles  principales  de  la  ciudad,  con  un 
solemnísimo  y  continuo  repique.  Otras  públicas  demostraciones  y 
aclamaciones  de  éstas  se  han  continuado  después,  especialmente  con 
la  llegada  de  la  flota,  ordenadas  a  celebrar  los  triunfos  que  dice 
haber  conseguido  en  Roma  y  en  Madrid  contra  la  Compañía. 

»Segunda.  El  publicar  y  derramar  traslados  de  cédulas  y  bulas 
lie  edictos  y  excomuniones  papales  para  atemorizar  al  pueblo  y  re- 
traerle de  la  Compañía,  mostrando  breves  apostólicos,  que  cuando 
los  tenga,  consta  con  evidencia  no  estar  pasados  por  el  Real  Consejo 
de  Indias. 

«Tercera.  Las  diligencias  que  ha  hecho  y  hace  el  Sr.  Obispo  por 
deshacer  los  estudios  de  la  Compañía,  usando,  no  sólo  de  ruegos  y 
promesas,  sino  de  amenazas,  negando  el  beneficio  común  de  las  ór- 
denes a  nuestros  estudiantes. 

"Cuarta,  La  audacia  de  los  criados  y  familiares  del  Sr.  Obispo  y 
muchos  clérigos  con  armas  es  notoria  a  la  ciudad  de  Puebla,  y  muy 
ocasionada,  publicando  contra  la  Compañía  cosas  infames  de  simo- 
nías y  cohechos,  asesinatos  y  otras  atrocidades  indignas  de  imagi- 
narse, con  que  la  religión  padece  gravísimamente  en  el  honor,  y  los 
religiosos  se  exponen  a  desacatos  e  irrisiones. 

» Quinta.  El  Sr.  Obispo,  en  sermón  que  predicó  en  su  catedral  el 
(>  de  Setiembre  de  este  mismo  año,  atribuyó  la  peste  de  la  Veracruz 
a  los  excomulgados,  a  las  confesiones  y  a  los  confesores  sacrilegos, 
insistiendo  mucho  en  esto  y  en  que  las  herejías  habían  comenzado 
por  argumentos,  cosas  que  se  entendió  bien  que  se  decían  por  la 
Compañía. 

» Sexta.  Los  rigores  continuos  de  que  vienen  querellas  a  Vuestra 
Excelencia  de  procesos,  vejaciones,  prisiones,  excomuniones,  embar- 
gos de  hacienda  y  amenazas  contra  personas  eclesiásticas  son  noto- 
rios, todo  en  causas  que  traen  su  origen  o  tienen  alguna  conexión 
con  la  causa  de  la  Compañía,  y  por  haber  obedecido  a  una  real  pro- 
visión y  órdenes  del  Virrey,  no  tocando  a  los  subditos  la  justifi- 
cación. 

•  Séptima.  A  lo  dicho  pertenece  la  prisión  más  rigurosa  que  se  ha 
oído  ni  visto,  de  tres  prebendados,  los  más  ejemplares  del  Cabildo, 
cada  uno  de  por  sí  en  el  colegio  de  San  Juan,  negada  toda  comuni- 
cación y  el  decir  y  oir  misa  ni  aun  en  días  festivos,  habiendo  facili- 
dades y  comodidad,  sin  darles  lugar  en  mucho  tiempo  a  la  defensa 
natural  de  dar  siquiera  un  poder  o  hacer  otra  diligencia.  Poniendo 


390  LIB.    II. — PROVINCIAS   DE  ULTEAMAB 

en  la  misma  cárcel  y  separado  con  el  mismo  rigor  a  D.  Agustín  Vái- 
das de  Portugal,  que  había  sido  Alcalde  mayor  de  Puebla,  caballero 
de  la  orden  de  Santiago,  de  la  mayor  cualidad  y  de  los  mayores  ser- 
Vicios  y  méritos  en  este  reino,  demás  de  otras  prisiones  menos  estre- 
chas de  otros  tres  prebendados  en  sus  casas  y  otros  eclesiásticos  en 
la  cárcel  episcopal. 

»Octava.  Los  auxilios  que  ha  procurado  para  prender  otras  per- 
sonas y  el  rumor  y  voz  de  haberlos  dado  en  gran  número  contra  se- 
glares y  religiosos  exentos,  que,  aunque  no  se  hayan  dado,  se  han 
publicado  con  grande  turbación  y  escándalos,  retirándose  de  Puebla 
a  Méjico  muchas  personas  aficionadas  a  la  Compañía  por  este  temor. 

»Novena.  Que  estando  ausente  el  Deán  D.  Juan  de  la  Vega  y  el 
Prebendado  Montesinos,  de  la  Iglesia  de  la  Puebla,  el  Provisor, 
siendo  parte  formalísima,  con  otras  manifiestas  nulidades,  procesó  y 
actuó  hasta  dar  en  rebeldía  una  llamada  sentencia,  convidando  mu- 
chas personas  que  asistiesen  a  la  publicación,  en  la  cual  juntamente 
condenaba  a  los  religiosos  de  la  Compañía  de  sacrilegos,  excomul- 
gados, simoníacos  y  otros  crímenes  y  delitos  gravísimos,  comuni- 
cando traslados  de  esta  sentencia,  con  conocido  perjuicio  de  nuestra 
religión. 

«•Décima.  Finalmente,  habiéndose  celebrado  con  oficio  doble  años 
ha,  en  la  Catedral  de  la  Puebla,  la  festividad  de  nuestro  glorioso 
Padre  San  Ignacio,  como  se  ha  celebrado  y  celebró  este  año  de  48  en 
la  santa  iglesia  Metropolitana  de  Méjico,  por  ser  día  festivo  en  am- 
bas ciudades,  el  Sr.  Obispo  ordenó  este  mismo  año  de  48  fuese  el  ofi- 
cio en  su  catedral  sólo  semidoble,  y  por  su  respeto  algunas  de  las 
religiones  de  aquella  ciudad  no  correspondieron  con  el  repique  que 
ha  sido  costumbre  en  las  fiestas  de  los  santísimos  fundadores,  nota- 
ble y  no  loable  satisfacción.  Esto  se  presenta  por  ahora  a  Vuestra 
Excelencia,  para  conocimiento  de  lo  que  se  ha  obrado  y  obra  desde 
el  mes  de  Mayo  contra  la  Compañía  y  sus  afectos»  (1). 

2.  Las  persecuciones  de  Palafox  contra  los  canónigos  y  amigos  de 
la  Compañía,  que  son  indicadas  solamente  por  el  P.  Velasco,  las  co- 
nocemos por  las  actas  del  Cabildo  de  Puebla.  El  22  de  Setiembre 
de  1648  se  notificó  a  este  Cabildo  una  sentencia  pronunciada  el  21  de 
Agosto  por  el  provisor  Juan  de  Merlo  en  términos  verdaderamente 
espantosos.  En  ella  se  condena  al  deán  Juan  de  Vega  y  al  racionero 


(1)    Véase  ol  texto  íntegro  en  Alegre,  t.  II,  pág.  335. 


CAP.   IV. — CONTKOVEKSIA   CON   PALAFOX. — CONCLUSIÓN  391 

Alonso  Rodríguez  Montesinos,  como  rebeldes  a  la  autoridad  del 
Sr.  Obispo,  principalmente  porque  «dieron  licencia  a  los  dichos  reli- 
giosos de  la  Compañía  para  predicar  y  confesar  a  personas  seculares 
y  a  las  religiosas  privativamente  sujetas  al  Sr.  Obispo,  y  eso  por 
mayor,  sin  conocer  ni  examinar  a  los  confesores  y  sin  limitación 
alguna,  y  que  para  ello  revocaron  los  edictos  y  censuras  con  que  lo 
tenía  prohibido  su  legítimo  Prelado,  de  que  resultaron  tantos  y  tan 
horribles  sacrilegios,  como  se  han  cometido  y  se  están  cometiendo 
por  defecto  de  jurisdicción  desde  19  de  Julio  del  año  1647».  Sigue  a 
esta  expresión  una  larga  serie  de  capítulos,  por  los  cuales,  al  fin,  dice 
Merlo:  «Declaro  haber  estado  y  estar  excomulgados,  y  que  incurrie- 
ron por  su  mesmo  hecho  en  la  p^na  de  deposición  y  suspensión.»  Y 
termina  el  documento  diciendo:  «Debo  condenar  y  condeno  a  Don 
Juan  de  Vega  en  privación  perpetua  del  oficio  sacerdotal  y  del  uso 
y  ejercicio  de  los  demás  órdenes  que  tiene  y  de  la  dignidad  do 
Deán»  (1).  Las  mismas  penas  se  imponen  al  racionero  Montesinos. 
Afortunadamente,  uno  y  otro  estaban  fuera  del  alcance  del  Provisor 
dé  Puebla,  pues  cuando  vieron  volver  a  Palafox  y  previeron  la  tem- 
pestad que  se  les  venía  encima,  se  habían  retirado  con  tiempo  a  nues- 
tro colegio  de  San  Pedro  y  San  Pablo,  en  Méjico,  y  allí  vivieron 
tranquilamente  hasta  que  se  embarcó  Palafox  para  España. 

No  libraron  tan  bien  los  tres  canónigos  a  que  alude  el  P.  Velasco 
en  su  memorial,  y  eran  Jacinto  de  Escobar,  Fernando  de  Laserna 
Valdés  y  Alonso  de  Otamendi  Gamboa.  A  todos  tres  prendió  Palafox 
y  encerró  en  calabozos  con  un  rigor  y  crueldad  que  verdaderamente 
espanta.  Dice  el  P.  Rivas  que  llegó  el  rigor  hasta  no  permitirles  ni 
siquiera  celebrar  o  recibir  el  Santísimo  Sacramento  en  tiempo  de 
Semana  Santa.  Después  de  algunos  meses  de  cárcel  hallaron  medio 
para  dirigir  una  carta  a  Felipe  IV,  en  la  cual  declaran  que  eran  ino- 
centes, porque  ampararon  a  los  jueces  conservadores  obedeciendo  a 
la  provisión  real  que  les  había  enviado  el  Virrey.  «En  su  conformi- 
dad, dicen,  por  auto  de  dichos  jueces  amparados,  tomamos  el  go- 
bierno de  este  Obispado,  declarando  sede  vacante,  amparando  la  ju- 
risdicción por  el  retiro  del  Prelado  sin  saber  el  lugar  de  su  asisten- 
cia, suspenso  de  su  jurisdicción  por  tenerla  rotulada  en  la  tablilla, 
legitimado  este  acto  y  los  demás  por  su  real  auxilio;  dejación  de  su 
gobernador,  nombrado  en  tiempo  hace  de  su  gobierno,  motivos  que 


(1)    Actas  del  Cabildo  de  Puebla,  22  Setiembre  1648.  Esta  formidable  sentencia  está 
impresa  en  Obras  de  Palafox,  t.  XIJ,  pág.  431.  Llena  17  páginas  en  folio. 


Sl)"2  Mí:.    II. — ^I'KOVIMCIAS    DK    ULTHAMAT. 

niotiviiron  el  diclio  auto.»  Observan  después  los  tres  que  si  hubo  falta 
en  esto,  la  tuvieron  igual  todos  los  canónigos.  ¿Por  qué,  pues,  el  ser 
fior  Palafox  no  impuso  ninguna  pena  a  los  canónigos  amigos  suyos, 
y  a  ellos  tres  ha  encerrado  en  cárcel  tan  estrecha?  «Nos  tiene,  dicen, 
y  ha  tenido  cinco  meses  en  diversos  calabozos  desde  el  punto  en  que 
nos  prendió,  emparedados,  las  puertas  cerradas  debajo  de  llave,  ta- 
piadas las  ventanas,  con  guardias  a  la  puerta,  sin  habernos  dejado 
comunicar  con  persona  alguna,  contra  el  derecho  natural;  procedió 
a  sentencia  tan  agravada,  que  en  ella  nos  privó  de  bienes,  de  órdenes, 
de  beneficios,  de  prebendas,  con  inhabilidad  para  obtener  otras,  de- 
olarándonos  por  incursos  en  censuras  e  irregularidades,  mandando 
aviso  a  vuestro  Consejo,  para  que  se  provean  nuestras  prebendas,  con 
cargos  supuestos  y  coloreados  delitos,  no  habiendo  más  causa,  que 
el  haber  pospuesto  sus  mandatos  al  de  Vuestra  Majestad»  (1).  Tal  era 
la  triste  suerte  que  hubieron  de  padecer  aquellos  tres  canónigos  por 
el  delito  de  ser  amigos  de  la  Compañía. 

También  hubieron  de  experimentar  las  iras  de  Palafox  los  po- 
bres indios,  que  tenían  cierta  devota  cofradía  en  nuestra  iglesia.  «Die- 
seles grande  batería,  dice  el  P.  Rivas,  para  que  trasladasen  su  cofra- 
día a  otra  iglesia.  Ellos  lo  rehusaban,  porque  estaban  de  tiempo  in- 
memorial acostumbrados  a  la  iglesia  de  la  Compañía  y  al  trato  de 
nuestros  Padres.  Siendo  imposible  persuadirles  el  hecho,  tomaron 
por  medio  los  partidarios  de  Palafox  quitarles  violentamente  un 
grande  crucifijo  que  poseían  para  las  procesiones  piadosas»  (2).  Pero 
en  lo  que  más  mostró  Palafox  su  odio  a  la  Compañía,  y  por  cierto 
más  inexcusable,  fué  en  lo  que  hizo  contra  el  culto  de  nuestro  Padre 
San  Ignacio.  ¿Qué  culpa  tenía  el  Santo  de  lo  que  hubieran  hecho  o 
podían  hacer  los  jesuítas  de  Puebla  un  siglo  después?  El  prohibir  las 
vísperas  solemnes  y  el  repique  de  campanas  en  la  fiesta  de  San  Igna- 
cio fué  un  acto,  que  el  lector  podrá  calificar  por  sí  mismo  (3). 

3.    Por  Setiembre  de  este  mismo  año  llegó  a  Puebla  un  breve  del 
Papa  Inocencio  X,  que  dio  mucho  que  hablar  y  fué  mirado  por  Pala- 


(1)  Archivo  de  Indias.  Patronato,  2-4-1/22. 

(2)  Rivas,  t.I.pág.  182. 

(3)  Añade  el  P.  Rivas  (t.  I,  pág.  182)  una  circunstancia  curiosa,  omitida  por  el 
P.  Velasco  en  su  memorial:  «Sabiendo  el  caso,  dice,  los  muy  religiosos  Padres  de 
Nuestra  Señora  de  la  Merced,  que  tienen  muy  célebre  música  de  cantores,  vinieron 
de  su  voluntad  con  toda  su  capilla  y  comunidad  a  nuestro  colegio,  y  oficiaron  las 
vísperas  y  misa  de  nuestro  Padre  con  grande  aparato  y  solemnidad,  la  cual  también 
celebraron  con  el  repique  de  sus  campanas.> 


CAP.    íV.^rCOM'KOVKKSIA    f  0.\    I'ALAFOX.  — CO-NCLUSIOX  ;j«}:^ 

fox  como  un  triunfo  de  su  causa.  Es  de  saber  que  desde  un  año  atrás 
había  enviado  a  Roma,  con  pretexto  de  hacer  la  visita  ad  limina, 
un  agento  suyo,  el  licenciado  Silverio  Pinelo,  para  informar  al  Papa 
sobre  su  controversia  con  los  jesuítas  y  para  obtener  respuesta  favo- 
rable a  sus  pretensiones.  Envió  un  proceso,  o,  por  mejor  decir,  cinco 
procesos  juntos,  los  cuales  eran  informaciones  tomadas  a  hombres  de 
-u  parcialidad,  y  en  todos  ellos  no  aparecía  una  palabra  de  los  Pa- 
dres de  la  Compañía  ni  se  advertía  que  se  les  hubiese  escuchado  en 
ios  más  mínimo.  Avisado  el  P.  Procurador  general  de  la  Compañía 
de  esta  causa,  que  tan  súbitamente  se  introducía  en  Roma,  no  te- 
niendo todavía  los  elementos  necesarios  para  responder,  procuró  por 
de  pronto  dar  algunas  satisfacciones  generales,  para  salir  del  paso  lo 
mejor  que  podía.  Inocencio  X  cometió  el  conocimiento  de  esta  con- 
troversia a  una  junta  de  cinco  Cardenales  y  cuatro  Monseñores.  Los 
Cardenales  eran  Spada,  Sachetti,  Ginetti,  Carpegna  y  Franchioti.  Los 
Monseñores  eran  Fagnano,  Maraldo,  Paolucci  y  Farnesio. 

Al  poco  tiempo,  el  14  de  Mayo  de  1648,  expidió  Inocencio  X  el 
breve  Cum  sicuf  accepimiis,  que  merece  especial  atención.  Para  la  in- 
teligencia de  este  negocio  se  debe  presuponer  que  San  Pío  V,  con  el 
deseo  de  facilitar  los  trabajos  apostólicos  en  América,  había  conce- 
dido a  otros  religiosos  esta  facultad,  que,  una  vez  aprobados  por 
un  Obispo  cualquiera  de  las  Indias  para  confesar  y  i:>redicar,  pudie- 
ran ejercitar  estos  ministerios  en  todas  las  Indias  sin  necesidad  de 
pedir  aprobación  a  otros  prelados.  Clemente  VIII,  por  un  breve  del 
2  de  Enero  de  1597,  extendió  a  la  Compañía  esto  privilegio:  «Nos, 
queriendo,  dice,  hacer  especial  gracia  a  los  religiosos  de  la  Compa- 
ñía de  Jesús,  que  trabajan  en  la  viña  del  Señor,  en  las  dichas  partes 
de  las  Indias,  de  quienes  sabemos  que  recogen  copioso  fruto,  exten- 
diendo a  ellos  las  predichas  letras  [de  Pío  V],  cuyo  tenor  queremos 
que  se  tenga  por  expreso  en  las  presentes,  concedemos  que  los  reli- 
giosos que  una  vez  hubieren  obtenido  licencia  de  cualquier  Obispo 
de  aquel  reino  para  administrar  los  Sacramentos  a  los  indios,  no  ne- 
cesiten otra  licencia,  cuandoquiera  que  el  Provincial  los  mudare,  si 
así  lo  juzga  conveniente,  a  otra  doctrina  de  aquellas  que  los  minis- 
tros de  dicho  Rey  [de  España]  han  asignado  a  los  religiosos  de  la 
dicha  Compañía.  Por  eso  n  Vosotros  y  a  cualquiera  de  Vosotros  [los 
Obispos  de  las  Indias],  en  virtud  de  santa  obediencia,  os  inhibimos 
y  mandamos,  que  no  obliguéis  a  los  religiosos  de  la  dicha  Compañía 
cuando  se  trasladan  de  una  doctrina  a  otra,  a  obtener  aprobación 
contra  el  tenor  de  las  Letras  de  Pío  V.»   Esta  gracia  la  confirma 


394  Lie.    II. — PROVINCIAS   DE   ULTEAMAB 

Paulo  V  en  su  breve  Provisionis  nostrae,  copiando  el  texto  de  Cle- 
mente VIII  (I). 

Con  más  claridad  y  precisión  otorgó  este  privilegio  a  los  religio- 
sos de  la  Compañía  el  Papa  Gregorio  XIII.  «Concedemos,  dice,  a  los 
mismos  religiosos  que,  una  vez  aprobados  por  algún  Obispo  de  aque- 
llas partes  para  predicar,  oir  confesiones  y  decir  misa  en  las  iglesias 
y  oratorios  de  la  dicha  Compañía,  no  estén  obligados  a  pedir  u  obte- 
ner licencia  y  aprobación  de  otros  Obispos,  para  el  ulterior  ejercicio 
de  estos  ministerios»  (2). 

Debía  caducar  este  privilegio  con  la  bula  Inscrutabüi,  dada  por 
Gregorio  XV  el  5  de  Febrero  de  1622,  pues  en  ella  se  disponía,  que 
para  confesar  y  predicar  en  cualquiera  diócesis,  necesitaban  los  regu- 
lares obtener  la  aprobación  del  Obispo  diocesano,  y  que  éste  podía 
prohibirles,  aun  con  pena  de  excomunión,  el  ejercicio  de  los  sagra- 
dos ministerios,  si  no  cumplían  con  aquel  requisito.  Empero  sucedió 
que  tres  años  después  Urbano  VIII,  por  el  breve  Alias  a  felicis,  diri- 
gido al  Nuncio  en  Madrid,  suspendió  la  bula  Inscrtdábili  en  todos  los 
reinos  de  España.  He  aquí  las  palabras  de  Urbano  VIII.  Después  de 
copiar  la  bula  y  exponer  que  el  Embajador  español,  en  nombre  de  Su 
Majestad  Católica,  le  ha  representado  varias  dificultades,  diceasí:  «De 
nuestro  propio  motivo  y  ciencia  cierta  y  con  madura  deliberación 
de  la  plenitud  de  la  potestad  Apostólica,  encomendamos  y  manda- 
mos por  las  presentes  a  tu  Fraternidad,  que  con  nuestra  autoridad 
cuides  y  hagas  sobreseer  en  la  ejecución  de  las  insertadas  letras  en 
los  reinos  de  España  solamente,  hasta  que  por  Nos  o  los  Romanos 


(1)  «Nosreligiosis  Societatis  Jesu  in  partibus  praedictis  Indiarum  in  vinea  Domini 
laboran  tibus,  quos  liberes  fructus  pro  ferré  accepimus,  specialem  gratiam  faceré  vo- 
lentes,  ac  Litteras  praedictas  [Pii  V]  quarum  tenorem  praesentibus  pro  expressis  ha- 
beri  volumus,  ad  eos  extendentes,  concedimus,  quod  religiosi,  qui  semel  hahuerint  li- 
centiam  a  quovis  Ordinario  illiusRegni  ad  miuistranda  Indis  Sacramenta,  non  indi- 
geant  alia  licentia,  quaudocumque  Provincialis  eos  permutavcrit,  si  expediré  vide- 
retur,  ad  aliam  doctrinam  de  illis,  quae  a  minstris  dicti  Regis  [Hispaniae]  assignatae 
sunt  pro  religiosis  dictae  Societatis.  Vobis  propterea  et  Vestrum  cuilibet  in  virtute 
Banctae  obedientiae  inhibcinus  et  praecipiíuus,  ue  religiosos  dictae  Societatis  isthic 
degentes,  ad  obtinendam  approbationem,  ciim  de  doctrina  ad  doctrinam  migrant,  de 
caetero  contra  tenorem  huiusmodi  Pii  V  Praedecessoris  Litterarum  compellatis.»  Her- 
náez,  Colección  de  bulus,  breves  y  otros  documentos  relativos  a  la  Itjlesia  de  América  y  Filipi- 
nas, t.  I,  pág.  412. 

(2)  «Eisdenique  [religiosis  S.  J.  concedimus]  ut  semel  ab  aliquo  illarum  partium 
Episcopo  aijprobati  ad  praedicandum,  conlessiones  audiendum,  et  missas  celebrandum 
in  Ecolesiis  et  Oratoriis  Societatis  pradictae,  pro  ministeriorum  huiusmodi  exercitio 
ulterius  licentiam  et  approbationem  ab  alus  Episcopis  petere  seu  habere  minime 
teneantur.»  Alegre,  t.  II,  pág.  27G. 


CAP.    IV. CONTBOVERSIA   COX   PALAFOX. CONCLUSIÓN  ,395 

Pontífices  nuestros  sucesores  sea  provista  otra  cosa,  reprimiendo,  si 
es  necesario,  con  sentencias,  censuras  y  penas  eclesiásticas  a  cuales- 
quiera contradictores,  rebeldes  y  desobedientes  a  ti...»  (1).  No  sabe- 
mos que  se  liubiera  levantado  esta  suspensión  hasta  los  tiempos  que 
vamos  historiando.  Entendidos  estos  antecedentes,  veamos  ahora  lo 
que  dice  el  breve  de  Inocencio  X  (2). 

Empieza  Su  Santidad  exponiendo  que,  con  ocasión  del  pleito  sus- 
citado entre  el  Obispo  de  Puebla  y  los  jesuítas,  se  le  han  presentado 
por  ambas  partes  algunas  dudas,  cuya  solución  puede  servir  para 
aplacar  las  diferencias  (quaedam  diihict  dccisionem  differentiarum 
praefatarum...  concernenUa).  Para  el  estudio  de  este  negocio  de- 
signó él  una  Comisión  de  Cardenales  y  Prelados  de  la  Curia  ro- 
mana. Esta  Comisión  oyó  al  Procurador  enviado  por  el  Obispo  de 
Puebla  y  al  P.  Procurador  general  déla  Compañía;  examinó  detenida- 
mente el  caso,  y,  después  de  madura  deliberación,  respondió  a  las  du- 
das. Copia  luego  las  respuestas  de  la  Comisión,  y,  por  último,  las  con- 
firma con  su  autoridad  soberana.  (Praeinserta  responsa,  sen  resolutio- 
nes,  cmctorifate  praedicta,  tenorepraesenthim,confirmamus  et  appro- 
hamus,  iUisqiie  Apostolicae  firmitatis  vim  et  rohtir  adiicimus  et  invio- 
lahiliter  ohservari  mandamus.)  Como  se  ve  por  el  contexto,  el  Sumo 
Pontífice,  aunque  se  aplicó  ante  todo  a  responder  a  las  dudas  y  a 
estahlecsr  el  derecho,  pero  de  paso  juzgó  también  dos  puntos  impor- 
tantísimos del  hecho. 

Consideremos  la  respuesta  de  la  Comisión.  Por  vía  de  prenotando 
establece  que,  en  virtud  de  la  bula  Inscriitabili,  para  poder  predicar 
y  confesar  en  una  diócesis,  todos  los  regulares  necesitan  la  aproba- 
ción del  Obispo  diocesano,  y  éste  les  puede  prohibir,  aun  con  pena 
de  excomunión,  el  ejercicio  de  aquellos  ministerios,  si  no  cumplen 
con  el  citado  requisito,  y,  por  consiguiente,  no  podían  los  jesuítas 
confesar  en  Puebla  sin  permiso  del  Prelado.  En  esto  no  hay  duda. 
Nadie  ha  negado  que  en  esa  bula  se  contenían  tales  disposiciones. 
Pero  esa  bula,  ¿estaba  o  no  estaba  suspendida  en  España?  La  comisión 


(1)  «Motu  proprio  et  ex  certa  scientia  ac  matura  deliberatione  nostra,  deque  Apo- 
stolicae potestatis  plenitudineFraternitati  tuae  per  praesentes  committi  mus  et  manda- 
mus,  ut  in  regnis  Hispaniarum  praedictis  tantum  in  executione  insertarum  Litte- 
rarum  huismodi  supersederi  auctoritate  nostra  cures  et  facías,  doñee  aliter  a  Nobis, 
seuRomanisPontiücibus.successoribus  nostris,  provisum  fuerit,  contradictores quos- 
libet  ac  rebelles,  ac  tibi  in  lioc  non  parcntes,  per  sententias,  censuras  et  poenas 
ecclesiasticas...  compescendo...»  Heruáez,  op.  cit.,  t.  I,  pág.  488.  También  lo  trae  el  P.  Ale- 
gre, t.  II,  pág.  277. 

(2)  Puede  verse  el  texto  de  este  breve  en  el  Bularlo  de  Turín,  t.  XV,  pág.  713. 


396  I-IB.  ir. — rnovixciAS  de  ultramau 

no  dico  nada  sobre  esto,  y  hubiera  sido  necesario  decirlo,  para  juzgar 
la  conducta  habitual  de  los  religiosos  antes  del  pleito  presente. 

Llamamos  la  atención  de  los  lectores  sobre  el  segundo  principio 
asentado  por  la  Comisión.  Dice,  que  como  \(h  jesuítas  no  mostra- 
ron las  licencias  de  confesar  y  predicar,  pudo  lícitamente  él  Prelado 
prohibirles  el  ejercicio  de  esos  ministerios,  y  por  esta  prohibición  no 
tenían  ellos  derecho  para  nombrar  conservadores,  los  cuales,  en  con- 
secuencia, procedieron  inválidamente  en  sus  censuras  y  actos  judi- 
ciales (1).  Por  aquí  se  ve  el  distinto  criterio  con  que  miraron  los  je- 
suítas y  la  Comisión  aquel  acto  público  de  8  de  Marzo  de  1647,  cuando 
Palafox  prohibió  tan  estrepitosamente  a  los  Nuestros  el  confesar  y 
predicar.  Para  los  jesuítas  aquel  acto  era  un  despojo  de  las  licencias 
que  ya  tenían.  Para  los  jueces  romanos  era  una  prohibición  dada  a 
consecuencia  de  no  haber  mostrado  las  licencias,  prohibición  de  que 
no  tenían  derecho  a  quejarse  los  jesuítas.  Y  así  era  la  verdad  in  ri- 
ffore  iuris.  Aun  prescindiendo  de  la  bula  Inscrufahüi,  todo  Obispo 
tiene  derecho  para  saber,  si  el  que  predica  o  confiesa  en  su  diócesis 
tiene  facultades  para  ejecutar  estos  actos.  Pedro  no  le  demuestra  que 
las  tiene.  Pues  puede  prohibir  a  Pedro  el  confesar  y  predicar.  Por 
aquí  se  ve  el  yerro  inconcebible  que  cometieron  los  jesuítas  en  no 
mostrar  las  licencias.  Con  eso  se  colosaron  en  tal  situación,  que  con 
la  mayor  naturalidad  y  sin  salir  del  derecho,  les  podían  prohibir  el 
ejercicio  de  los  ministerios  sagrados.  Cuatro  años  después  volvió  a 
examinar,  como  luego  veremos,  la  Comisión  ese  punto  de  elegir  con- 
servadores. 

En  pos  de  estos  principios  siguen  las  respuestas  a  las  dudas. 
Son  26,  y  entre  ellas  debemos  considerar  principalmente  la  nona,  que 
dice  así:  «Si  un  religioso  cualquiera,  aun  de  la  Compañía,  puede  ad- 
ministrar a  los  seglares  el  sacramento  de  la  Penitencia  sin  licencia 


(1)  Censuit  Congregatio...  memoratis  religiosis  [Societatis  Josii],  qui  huiusraodi 
approbationem  ac  licentiam  se  oCitinuisse  uon  docuerint,  potuisse  Episcopum,  seu 
eius  generalera  Vicarium  praecipere,8ubpoena  excommunicationis  latae  senteutiao, 
ut  a  confessionibus  audicndis  et  verbi  Dei  i)raedicatione  abstineront,  nec  ob  eam  cau- 
sam  licuisse  dictis  i-eligiosis,  quasi  amanifestis  iniuriisetviolentiiseligeic  conserva- 
tores,  eosque,  ut  praefertur  electos,  in  Episcopum  eiusque  Vicarium  generalera  inde- 
biteac  nullitcr  excommunicationem  fulminasse.»  Bularlo  de  Turín,  t.  XV,  pág.  713. 
Por  aquí  se  ve  que  la  Congregación  romana  consideró  principalmente  estos  tres  he- 
chos: 1.",  la  no  presentación  de  las  licencias;  2.",  la  prohibición  de  confesar  y  predicar 
hecha  por  Palafox;  ¡i.",  la  elección  de  conservadores.  Al  primero  no  lo  califica;  al  se- 
gundo y  tercero,  sí.  Dice  que,  supuesto  el  primer  hecho,  la  prohibición  fué  justa,  y 
siendo  justo  este  hecho  segundo,  no  lo  fué  el  tercero,  o  sea  la  elección  de  conserva- 
dores. 


CAr.    IV.^CONTROVEKSIA    CON    PALAIOX. — CONCLl  SIÓN  3<)7 

del  Obispo  diocesano,  aun  cuando  esté  aprobado  en  otra  diócesis. — 
Respuesta.  Los  religiosos,  aun  de  la  Compañía  de  Jesús,  aprobados 
por  el  Obispo  de  una  diócesis  para  oir  confesiones  de  seglares,  no 
pueden  oir  esas  confesiones  en  otra  diócesis  sin  aprobación  del 
Obispo  diocesano»  (1).  Con  esta  nona  respuesta  anulaba  Inocencio  X 
el  antiguo  privilegio  de  los  religiosos  en  las  Indias,  y  los  sometía  a 
la  disciplina  de  la  bula  Inscrutabili;  pero  no  definía  que  no  hubieran 
tenido  aquel  privilegio.  Como  observa  el  P.Alegre,  «esta  resolución 
abrogó  enteramente  el  privilegio  de  que  gozaban  los  jesuítas  en  las 
Indias;  pero  no  improbó  lo  que  habían  obrado  cuando  tenían  o 
creían  tenerdicho  privilegio,  y  así  no  responde  la  Sagrada  Congrega- 
ción que  no  pudieron,  nonpotuisse,  sino  que  no  pueden,  íiow^osse»  (2). 
El  privilegio  de  poder  confesar  y  predicar  en  otras  diócesis  de  las  In- 
dias, una  vez  aprobados  en  una,  parece  bastante  claro  por  los  textos 
citados  de  Gregorio  XIII,  Clemente  VIII  y  Paulo  V.  Por  otra  parte, 
como  Urbano  VIII  había  suspendido  en  España  la  bula  Inscrutabili, 
el  privilegio  quedaba  en  pie.  Pero  ahora,  con  este  breve  que  Inocen- 
cio X  impuso  como  regla  de  conducta,  el  privilegio  antiguo  desapa- 
recía. 

Las  otras  preguntas  de  Palafox  eran  fáciles  de  responder.  Lo  malo 
que  tenían  era  el  estar  redactadas  de  tal  modo  que,  leyéndolas,  se 
podía  pensar  que  los  jesuítas  obraban  con  mala  conciencia  y  come- 
tían pecados  graves.  Véase,  por  ejemplo,  la  imputación  que  va  en- 
vuelta en  la  pregunta  octava:  «Si  cuando  los  Obispos,  defendiendo 
ante  jueces  competentes  los  derechos  y  los  diezmos  de  sus  catedrales 
contra  dichos  regulares,  que  despojan  de  sus  dotes  a  las  iglesias,  pu- 
blican algún  libro  o  memorial  en  favor  de  ellas,  refiriendo  las  pose- 
siones y  rentas  de  dichos  religiosos,  pueden  éstos  nombrar  conserva- 
dores con  pretexto  de  que  se  les  hace  injuria,  haciendo  patentes  sus 
grandes  rentas  y  haciendas.»  Es  verdaderamente  horrible  lo  que  se 
envuelve  en  esta  pregunta.  Porque,  en  efecto,  despojar  a  otro  de  su 
dote  es,  lisa  y  llanamente,  cometer  un  robo;  y  si  la  cosa  robada  es 
objeto  sagrado,  como  on  el  caso  presente,  el  robo  será  sacrilego. 


(1)  «Utrum  regularis  quicumque,  etiam  Soeiutatis  lesu,  possil  administrare  sacra- 
jnentum  poeniteutiae  saecularibus  absque  licontia  Episcopi  dioecesani,  etiamsi  in 
aliena dioecesi approbatus  sit? — Respondí t, regulares  etiam Societatis  lesu, in una diot- 
cesi  ab  Episcopo  approbatos  ad  confessiones  persouarum  saecularium  audicndas,  ne- 
quáquam xjosse  in  alia  dioecesi  hulusmodi  eonfessiones  audire  sinc  approbatione  Epi- 
scopi dioecesani.» 

(2)  Alegro,  t.  ü,  pág.  34r). 


398  I-IE.    II. PROVINCIAS   DE   ULTRAMAR 

¿Ha  dicho  nadie  hasta  ahora  que  los  religiosos  cuando,  en  virtud  de 
privilegio  apostólico,  no  pagaban  los  diezmos,  cometían  un  robo  sa- 
crilego? Pues  esta  acusación  se  envuelve  en  las  palabras  de  Pala- 
fox  (1). 

Prescindiendo  de  otras  preguntas  que  se  habían  hecho,  y  llegan 
a  18,  nos  fijaremos  en  la  undécima,  que  dice  así:  «Si  cuando  al 
Obispo  le  consta  que  dichos  regulares  no  tienen  licencias,  puede 
mandarles  que  se  abstengan  de  los  tales  ministerios  hasta  que  las 
muestren  en  el  término  señalado.»  En  esta  pregunta  se  insinúa  que 
le  constaba  a  Palafox,  no  tener  licencias  nuestros  sacerdotes.  Ahora 
bien,  aunque  no  se  había  cumplido  la  formalidad  de  enseñarle  las 
licencias,  pero  en  lo  interior  de  su  conciencia,  le  constaba  y  podía 
constar  todo  lo  contrario.  En  efecto:  <Veinticuatro  sacerdotes,  como 
dice  el  P.  Alegre,  había  entonces  en  los  tres  colegios  del  Espíritu 
Santo,  San  Ildefonso  y  Seminario  de  San  Gregorio.  De  estos  veinti- 
cuatro, por  el  hecho  concordado  en  Roma,  al  número  43,  consta  que 
los  PP.  Jerónimo  de  Lobera,  Salvador  de  Morales,  Francisco  de 
Uribe  y  Diego  de  Aguilar  tenían  y  presentaron  licencias  del  mismo 
limo.  Sr.  D.  Juan  de  Palafox.  Del  mismo  edicto  del  Provisor  consta, 
que  dos  años  y  medio  antes  se  había  presentado  y  obtenido  licen- 
cias de  Su  Excelencia  el  P.  Juan  de  Velázqilez.  A  los  PP.  Juan 
Dávalos,  Pedro  de  Ordaz,  Mateo  de  Urroz  y  Lorenzo  López  dio  Su 
Señoría  patente  de  misionero  para  todo  su  Obispado  y  comunicó 
todas  sus  veces.  El  P.  Luis  de  Legazpi  tenía  carta  de  Su  Excelencia, 
con  otros  de  la  Compañía  y  de  otras  sagradas  religiones,  para  que 
confesase  en  los  conventos  de  religiosas  de  la  ciudad  de  los  Angeles, 
y  permitió  lo  mismo  al  P.  Juan  de  Figueroa.  A  los  PP.  Juan  de 
Vallecillo,  Rector  del  colegio  del  Espíritu  Santo,  y  Diego  de  Mon- 
roy.  Rector  del  colegio  de  San  Ildefonso,  convidó  Su  Señoría  con 
sermones,  al  primero  con  el  de  la  Purísima  Concepción  en  el  mo- 


(1)  Y  sin  tantas  envolturas  lo  dijo  con  más  crudeza  el  mismo  Palafox  en  su  Caria 
al  P.  Horacio  Caroche,  S.  J.,  furibunda  invectiva  contra  los  jesuítas,  que  llena  91  pági- 
nas en  folio  en  las  Obras  de  Palafox,  t.  XI,  págs.  130-221.  Véase  lo  que  escribe  a  pro- 
pósito do  los  diezmos:  «Si  se  puede  adqu  rir  sin  limitación  de  perjudicar,  ¿de  qué  sirvo 
el  séptimo  mandamiento,  No  hurtarás,  y  el  noveno,  No  desearás  los  bienes  ajenos?  Según 
la  opinión  de  estos  Padres,  estos  dos  mandamientos  no  tienen  fuerza  ni  hablan  con  la 
Compañía...  ¿Hay  alguna  teología  que  justifique  el  llevárselo  ajeno,  P.  Horacio?  ¿Ha- 
brá alguna  doctrina  eficaz,  para  que  se  quiten  estos  dos  preceptos  de  los  diez  del  De- 
cálogo, que  escribió  el  dedo  de  Dios  en  las  Tablas?  ¿O  tienen  estos  Padres  algún  privi- 
legio o  exención  del  mismo  Dios,  para  que  estos  mandamientos  no  los  comprendan?» 
Ibid.,  pág.  186.  Es  imposible  tratar  más  claro  de  ladrones  a  los  religiosos. 


CAP,  IV. — CONTROVERSIA  CON  PALAFOX. — CONCLUSIÓN  399 

nasterio  de  religiosas  del  mismo  título,  y  al  segundo  con  el  de  San 
Miguel  en  la  santa  iglesia  catedral.  A  los  PP.  Agustín  de  Leiva  y 
Matías  de  Bocanegra  había  convidado  también  con  muchos  sermo- 
nes y  señalado  por  confesores  en  los  conventos  de  religiosas...  De 
suerte  que  de  veinticuatro  sacerdotes,  diez  y  seis  tenían  expresas  li- 
cencias del  Excmo.  Sr.  Don  Juan  de  Palafox,  las  más  de  ellas  in 
scriptis,  a  los  cuales,  si  añadimos  los  PP.  Diego  de  Velasco,  Juan 
Méndez  y  Luis  de  Sosa,  que  las  mostraron  de  su  antecesor  Don  Ber- 
nardo de  Quirós,  hallaremos  que  eran  diez  y  nueve  los  que  sin  pri- 
vilegio alguno  tenían  en  la  ciudad  de  Puebla  todas  las  licencias  de 
derecho  necesarias  para  predicar  y  confesar.  Luego  no  estaba  el 
señor  Obispo  en  caso  en  que  le  constase  que  los  jesuítas  no  tenían 
licencias,  sino  antes  en  caso  en  que  ciertamente  le  constaba  o  al 
menos  podía  constarle  con  suma  facilidad  que  las  tenían>  (1). 

4.  Recibido  el  breve  de  Inocencio  X  en  Puebla,  anunció  su  con- 
tenido Palafox  a  los  jesuítas,  y  aunque  éstos  no  pudieron  jamás  ver 
el  original,  como  hubieran  deseado,  sin  embargo,  resolvieron  ejecu- 
tar lo  que  mandaba  Su  Santidad,  para  lo  cual  debió  también  incli- 
narles mucho  la  severa  carta  de  nuestro  P.  General,  Vicente  Carafa, 
copiada  más  arriba,  que  indudablemente  les  había  llegado  a  las 
manos  para  entonces.  Respondiendo,  pues,  el  P.  Diego  de  Monroy  al 
Prelado,  el  23  de  Octubre  de  1648  (2),  se  manifestó  dispuesto  a  mos- 
trarle las  licencias,  y,  en  efecto,  presentándose  luego  él  y  el  P.  Juan 
de  Figueroa,  pusieron  delante  del  Prelado  las  licencias  de  los  Padres 
jesuítas  que  residían  entonces  en  Puebla.  Palafox,  habiéndolas  reco- 
nocido, aprobó  desde  luego  las  de  12  Padres  y  escribió  su  aproba- 
ción en  los  mismos  originales  que  le  presentaron.  Los  otros  10  dijo 
que,  como  no  los  conocía  bien,  deseaba  primero  informarse  mejor 
sobre  ellos.  Devolvió  así  las  licencias  a  los  Padres,  escribiéndoles 
una  breve  carta  que  terminaba  con  estas  palabras:  «Asegurando 
a  VV.  RR.  que  si  lo  que  han  hecho  ahora  lo  hubieran  hecho  el 
primer  día,  con  el  mismo  gusto  fueran  recibidos  y  despachados. 
Ángeles  y  Octubre  24  de  1648»  (3).  Lo  que  en  carta  particular  dijo 
Palafox  a  los  Padres,  lo  manifestó  a  toda  su  diócesis  en  edicto 
público  despachado  el  8  de  Diciembre  del  mismo  año  (4).  Con  este 


(1)  Alegi-e,  t.  II,  pág.  346. 

(2)  .Véase  su  carta  en  Obras  de  Palafox,  t.  XII,  pág. 

(3)  Mexicana,  20.  Palafox.  Ad  fincm. 

(4)  Texto  en  Alegre,  t.  II,  pág.  350. 


40(»  Lia  II. — ruoviNciAS  di:  ci/rnAMAit 

acto  parece  que  terminaba  toda  la  controversia.  Tratábase  de  averi- 
guar si  tenían  o  no  licencias  para  confesar  y  predicar;  ellos  habían 
demostrado  que  las  tenían;  Palafox  había  ratificado  las  de  12  Padret^; 
por  consiguiente,  absteniéndose  los  otros  de  ejercitar  los  sagrados 
ministerios,  quedaba  todo  en  regla,  y  no  tenía  derecho  el  Obispo 
para  exigir  otra  cosa, 

Y,  sin  embargo,  no  terminó  con  esto  la  controversia.  Al  revés, 
después  de  este  acto  hizo  Palafox  lo  que  fué  más  doloroso  para  toda 
la  Compañía.  Por  de  pronto,  quiso  imponer  a  los  Nuestros  el  acto 
humillante  de  que  fueran  absueltos  públicamente  de  las  excomunio- 
nes en  que  habían  incurrido  (1).  Según  nos  dice  el  P.  Rivas,  preten- 
día haber  obtenido  en  el  breve  inoceuciano  triunfo  completo  contra 
los  jesuítas  en  juicio  contradictorio,  y  mandaba  a  todos  los  fieles 
que  procurasen  obtener  la  absolución  por  haber  oído  los  sermones 
de  los  predicadores  de  la  Compañía  y  por  haberse  confesado  con 
ellos,  porque  todas  esas  confesiones  habían  sido  sacrilegas.  Más 
aún:  «Pasó  tan  adelante,  dice  el  P.  Rivas,  esta  nueva  turbación  y 
escándalo,  y  se  desmandaron  tanto  algunos  oficiales  del  Sr.  Obispo, 
que  publicaban  en  las  plazas  que  habían  de  ser  castigados  y  absuol- 
tos  en  público  tablado  los  jueces  conservadores,  y  que  éstos  y  los 
religiosos  de  la  Compañía  habían  de  ser  absueltos,  saliendo  con  soga 
a  la  garganta  j  vela  verde  en  la  mano,  como  excomulgados  y  anate- 
matizados» (2).  Sabido  es  que  estas  ceremonias  eran  las  que  se  usa- 
ban entonces  en  los  autos  inquisitoriales. 

5.  No  se  ejecutó  lo  que  habían  intentado  nuestros  enemigos  en 
la  ciudad  de  Puebla;  no  hubo  tales  absoluciones,  ni  con  soga  ni  sin 
ella.  Al  contrario,  oyendo  los  jesuítas  que  el  original  del  breve 
estaba  viciado,  reclamaron  ante  el  Consejo  Real,  y  éste  mandó  rete- 
ner el  breve  y  entregar  los  autos  al  Fiscal  (3).  Entretanto  redactaba 
Palafox  la  carta  llamada  inocenciana.  Tres  cartas  escribió  Palafox  a 
Inocencio  X,  y  todas  tres  se  ven  impresas  en  el  tomo  undécimo  de 
sus  obras.  En  la  primera  no  habla  de  la  Compañía,  sino  de  los  otros 


(1)  Así  lo  dice  Juan  Naldo,  abogado  do  la  Compañía,  en  un  jiicrnorial  f|U('  puede 
verse  impreso  en  Mexicana.  Palafox. 

(2)  Rivas,  1. 1,  pág.  187. 

(3)  Carta  del  P.  Rada  en  Obras  de  Palafox,  t.  XII,  pág.  390.  Durante  algún  tiempo  s< 
disputó  bastante  sobre  esta  cuestión,  y  el  abogado  de  la  Compañía,  Juan  Naldo, 
redactó  un  memorial,  que  puede  verse  impreso  en  Mexicana,  20.  Palafox,  sostenjendu 
que  el  breve  llevaba  raspaduras  y  alteraciones.  Para  resolver  este  punto  sería  nece- 
sario ver  el  original  del  breve,  lo  cual  hasta  ahora  no  hemos  podido  lograr. 


CAP.  IV. — CONTEOVEKSIA.  COX  I'ALAFOX. — CONCLUSIÓN  401 

religiosos  con  quienes  tenía  la  disputa  sobre  las  parroquias.  La  se- 
gunda va  toda  contra  los  jesuítas,  y  fué  firmada  el  25  de  Mayo 
de  1647.  Está  escrita  en  castellano.  Hallábase  entonces,  como  sabe- 
mos, la  controversia  en  su  primero  y  más  agudo  trance,  y  no  es  de 
maravillar  que  en  esta  carta  se  lean  desahogos  demasiado  fuertes, 
escritos  por  un  hombre  que  luchaba  con  todas  sus  fuerzas  contra  los 
jesuítas.  Pero  lo  que  llama  la  atención  son  las  calumnias  que  levanta 
a  la  Compañía  en  materia  de  riquezas.  Estaba  persuadido  de  que 
toda  la  controversia  sobre  las  licencias  había  nacido  del  otro  punto 
de  los  diezmos,  y  por  esto  dedicó  muchos  párrafos  de  esta  epístola 
a  discurrir  sobre  las  riquezas  de  los  jesuítas,  y  lo  que  padecían  his 
iglesias  porque  los  Nuestros  no  pagan  los  diezmos.  Copiaremos  tres 
breves  párrafos,  en  que  el  Obispo  presenta,  digámoslo  así,  un  estado 
económico  de  la  provincia  de  Nueva,  España.  Helos  aquí:  «Halló  y 
están  hoy.  Padre  Beatísimo,  casi  toda  la  opulencia,  caudal  y  riquezas 
de  estas  provincias  de  la  América  septentrional  en  poder  de  los  reli- 
giosos de  la  Compañía,  como  los  que  son  señores  de  las  mayores 
haciendas,  pues  solos  dos  colegios  poseen  hoy  trescientas  mil  cabe- 
zas de  ganado  de  ovejas,  sin  otras  muchas  de  ganado  mayor,  y  entro 
todas  las  religiones  ni  catedrales  no  tienes  apenas  tres  ingenios  de 
azúcar,  y  sola  la  Compañía  posee  seis  de  los  mayores,  y  suele  valer 
un  ingenio.  Padre  Beatísimo,  medio  millón  y  más  de  pesos,  y  algu- 
nos se  acercan  a  un  millón.  Hay  haciendas  de  éstas  que  reditúan  al 
año  cien  mil  pesos,  y  de  este  género  de  haciendas  tiene  seis  sola  esta 
provincia  de  la  Compañía,  que  consta  sólo  de  diez  colegios. 

»A  más  de  esto,  las  haciendas  de  trigo  y  semillas,  que  aquí  son 
dilatadísimas  y  de  cuatro  a  seis  leguas  de  distancia,  se  alcanzan  unas 
a  otras.  Las  minas  de  plata,  muy  opulentas,  creciendo  tan  desmedi- 
damente en  poder,  que,  con  el  tiempo,  a  este  paso  los  eclesiásticos  so 
han  de  necesitar  a  vivir  mendigos  de  la  Compañía,  y  los  seglares  han 
de  venir  a  ser  sus  inquilinos,  y  los  regulares  a  pedir  limosna  en  sus 
porterías,  y  toda  esta  inmensidad,  haciendas  y  rentas,  bastantes  a 
hacer  poderoso  a  un  príncipe  que  no  reconozca  superior,  sustenta 
diez  colegios  solos.  Porque  una  sola  casa  profesa  que  tienen  se  sus- 
tenta de  limosnas,  y  las  misiones,  de  la  hacienda  del  Rey  Católico, 
que  les  libra  y  paga  abundantemente.  A  que  se  añade  que  de  estoí 
diez  colegios,  si  no  es  uno  en  Méjico  y  otro  en  Puebla,  no  exceden 
los  demás  de  cuatro  a  seis  religiosos  en  cada  casa,  de  suerte  que,  ¡íi 
se  computa,  Padre  Beatísimo,  la  renta  que  a  cada  religioso  le  cabe  de 
lo  que  tiene  el  cuerpo  de  la  religión,  le  tocan  a  dos  mil  y  quinientos 


402  UB.   II. — PBOVIKCIAS  DE   ULTBAMAR 

pesos  de  renta,  pudieudo  sustentarse  con  ciento  y  cincuenta  cada  uno 
al  año»  (1). 

Verdaderamente  que  esto  es  llegar  al  delirio  en  la  exageración  de 
las  riquezas  jesuíticas.  El  lector  sabe  a  qué  atenerse  en  este  punto. 
Relea  el  estado  de  nuestra  provincia  de  Nueva  España,  hecho  en  1653, 
que  hemos  copiado  al  fin  del  capítulo  primero.  Compare  aquellos 
números  con  lo  que  aquí  se  dice,  y  se  verá  la  enormidad  de  la  exage- 
ración. Jamás  hemos  visto  que  la  Compañía  poseyese  minas  de  plata, 
ni  muy  opulentas,  como  dice  Palafox,  ni  de  ningún  género.  Solamente 
sabemos  que  la  renta  que  dieron  los  de  Zacatecas  a  nuestro  pobre  co- 
legio procedía,  no  sabemos  en  qué  forma,  del  producto  de  las  minas, 
pero  los  Nuestros  no  eran  propietarios  de  ellas.  Esta  renta  era  tan 
pobre,  que  apenas  podían  sustentarse  seis  jesuítas.  Por  otra  parte, 
recuerde  el  lector  las  cuentas  que  ajustó  el  Virrey  de  Méjico,  Conde 
de  Salvatierra,  cuando  Palafox  huyó  de  la  diócesis,  y  vea  si  tenía 
razón  para  llamarse  mendigo  de  la  Compañía  un  hombre  que  gozaba 
una  renta  de  60.000  pesos  por  sola  su  diócesis;  un  hombre  a  quien  el 
Rey  había  gratificado  con  30.000  pesos  a  la  entrada  de  su  oficio;  un 
hombre  que  había  sacado  de  las  cajas  Reales  290.000  pesos;  un  hom- 
bre, en  fin,  que  enviaba  a  Castilla  remesas  de  80.000  pesos. 

Discurre  largamente  en  su  carta  Palafox  sobre  las  riquezas  de  los 
jesuítas;  pero  descendiendo  después  al  punto  de  las  licencias,  des- 
ahoga su  afiicción,  imaginándose  abusos  y  enormidades  que  a  nadie 
le  pasaron  por  el  pensamiento.  El  resumen  de  todo  lo  que  dice  (y  ya 
sabemos  que  lo  que  dice,  lo  repite  y  machaca  sin  término  ni  medida) 
se  puede  leer  en  el  número  43  de  esta  carta.  Dice  así:  «Hoy,  Padre 
Beatísimo,  tienen  [los  jesuítas]  todo  el  estado  espiritual  turbado,  in- 
troduciendo una  cisma  tan  terrible  y  de  proposiciones  tan  censura- 
bles (que  inmediatamente  se  deducen,  y  puede  el  pueblo  creer  viendo 
estos  pleitos),  como  las  siguientes:  Primera.  En  materia  de  confe- 
siones, se  pudde  confesar  a  los  seglares  sin  licencia  ni  aprobación 
del  Ordinario  de  la  diócesis  en  que  confiesen,  pues  lo  hacen  los  de  la 
Compañía.  Segunda.  Que  pueden  casar,  sin  ser  párrocos,  y  adminis- 
trar sacramentos  fuera  de  sus  claustros.  Tercera.  Que  es  injuria  de  la 
Compañía  defenderse  de  ella,  cuando  ella  lleva  a  la  Iglesia  sus  diez- 
mos. Cuarta.  Que  los  privilegios  no  los  deben  mostrar,  aunque  no  los 
sepa  el  Obispo  y  se  los  pida  para  saber  lo  que  contienen.  Quinta.  Que 


(1)     Obras  de  Palafox,  t.  XI,  pág.  30.  El  original  de  esta  carta  puede  verse  en  el 
Arch.  secreto  del  Vaticano,  Lettere  dei  Vescovi,  t.  25'  f.  142. 


CAP.   IV. — CONTROVERSIA   CON   FALAFOX. — CONCLUSIÓN  403 

usar  de  los  términos  y  medios  jurídicos,  para  ejecutar  el  Concilio  y 
bulas  es  agravio  a  su  religión.  Sexta.  Que  pueden  nombrar  conserva- 
dores contra  los  que  ejecuten  los  Santos  Concilios  y  bulas,  como 
contra  injuriadores  de  su  religión,  como  si  esta  religión  no  estuviese 
sujeta  al  Concilio  y  bulas.  Séptima.  Que  a  los  prohibidos  por  dere- 
cho, y  que, tienen  identitatem  causae,  frailes,  pueden  nombrar  por 
conservadores.  Octava.  Que  los  subditos  no  deben  obedecer  a  su  Pre- 
lado, cuando  pleitea  con  la  Compañía,  aunque  sea  el  pleito  defen- 
diendo al  Concilio  el  Obispo.  Novena,  Que  los  de  la  Compañía  pue- 
den injuriar  a  los  Obispos,  y  los  Obispos  no  se  pueden  defender  de 
los.de  la  Compañía,  y  otras  proposiciones  contrarias  a  todo  dictamen 
jurídico»  (1).  Con  sólo  enunciar  estas  cosas,  se  conoce  la  enormidad 
de  lo  que  se  afirma,  y  cualquier  lector  sensato  entenderá  que  ni  en- 
tonces ni  nunca  pasó  por  el  pensamiento,  ni  a  los  jesuítas  ni  a  los  no 
jesuítas,  afirmar  proposiciones  tan  extravagantes  y  contrarias  al  De- 
recho canónico. 

6.  Penosa  impresión  produce  la  carta  segunda  de  Palafox  a  Ino- 
cencio X;  pero  todavía  nos  parece  más  deplorable  la  tercera  que  le 
dirigió,  escrita  en  latín,  con  fecha  8  de  Enero  de  1649  (2).  Suele  lla- 
mársela vulgarmente  la  Inocenciana,  y  se  reputa  como  un  resumen 
o  compendio  de  todas  las  enormidades  que  escribió  Palafox  contra 
los  jesuítas.  Está  dividida  en  números,  y  llena  58  páginas  en  folio  en 
la  edición  de  1762.  Divídese  en  dos  partes:  en  la  primera,  que  ocupa 
los  101  primeros  números,  expone  Palafox  de  un  modo  fantástico  y 
absurdo  la  historia  de  la  controversia  desde  principios  de  1647  hasta 
el  tiempo  en  que  dirige  la  carta.  Son  innumerables  las  exageracio- 
nes y  las  calumnias  que  escribe  contra  la  Compañía,  y  pinta  a  los 
jesuítas  con  unos  colores  tan  horribles,  que  el  más  vulgar  sentido 
común  se  subleva  contra  aquel  modo  de  exponer  los  hechos  históri- 
cos. Porque,  en  efecto,  recorriendo  esta  carta,  hallamos,  por  lo  me- 
nos, las  calumnias  siguientes:  Que  los  jesuítas  compraron  a  peso  de 
oro  el  favor  del  Virrey  (núm.  8);  que  juntaron  hombres  facinerosos 
para  apoderarse  de  la  persona  de  Palafox  en  medio  de  la  solemnidad 
del  Corpus  Christi  (ihid  );  que  suponiendo  se  excitaría  en  el  pueblo 
alguna  refriega,  tenían  intención  de  matarle  en  medio  del  tumulto 
(núm.  16);  que  se  vio  precisado  ql  Obispo  a  huir,  apartándose  de  la 
comunicación  de  los  hombres  y  viviendo  entre  escorpiones  y  saban- 


al)    Obras  de  Palafox,  t.  XI,  pág.  44. 

<2)    Ocupa  las  páginas  63-120  del  tomo  XI  eu  las  Obras  de  Palafox. 


404  LIB.    II. — I'ROVINCIAS    DE   ULTKAMAU 

dijas,  hasta  que  por  fin  pudo  descansar  en  cierta  ruin  cabana  (in 
parvo  tiiguríolo),  mientras  los  jesuítas  le  buscaban  por  todas  partes, 
para  obligarle  a  deponer  la  autoridad  episcopal  o  para  quitarle  la 
vida. 

Después  de  fantasear  sobre  lo  que  hicieron  los  jesuítas  en  los  pri- 
meros meses  de  la  controversia,  nos  presenta  otro  cuadro  de  lo  que 
sucedió  en  Puebla,  mientras  él  estaba  huido,  con  la  presencia  de  los 
conservadores,  que  se  presentaron  apoyados  por  el  brazo  seglar.  Se 
nos  dice  que  los  conservadores  y  los  jesuítas  permitieron  profanar 
las  iglesias  con  indignos  banquetes  que  Palafox  tenía  prohibidos 
(núm.  32);  que  exhortaron  a  las  monjas  a  tener  conversaciones  con 
seglares  sospechosos  (núm.  33);  que  hicieron  una  mascarada,  en  la 
cual  se  insultaba  obscenamente  a  una  imagen  del  Niño  Jesús,  y  que 
publicaban  los  jesuítas,  que  sus  privilegios  no  podían  ser  derogados 
ni  por  los  mismos  Sumos  Pontífices  (núms.  67  y  68).  En  medio  del 
torbellino  de  tantas  calumnias,  llama  la  atención  una  mentira  en 
que,  sin  querer,  se  coge  a  sí  mismo  Palafox.  Léase  el  número  26,  y 
allí  se  verá  que  estaba  Palafox  certísimamente  convencido,  de  que 
los  jesuítas  no  tenían  licencias  para  confesar,  ni  suyas  ni  de  sus  ante- 
cesores (1).  Pase  el  lector  al  número  84,  y  allí  le  informará  Palafox 
de  que  habiéndole  presentado  los  jesuítas  las  licencias,  él  aprobó 
las  que  halló  habían  sido  concedidas  por  sus  antecesores  (2).  He  aquí 
a  Palafox  sorprendido  en  flagrante  mentira  por  el  mismo  Palafox  y 
en  la  misma  carta. 

Después  de  falsificar  tan  horrorosamente  la  historia  do  toda  la 
controversia,  empieza  en  el  número  102  otra  declamación  contra  la 
Compañía  de  Jesús.  Repite  el  Prelado  algunas  objeciones  que  aducía 
antiguamente  Melchor  Cano  sobre  las  reglas  de  la  Compañía,  sobre 
la  poca  penitencia  que  hacen  los  jesuítas  y  sobre  la  discrepancia  que 
todos  advierten  entre  el  Instituto  de  la  Compañía  y  el  de  otras  Órde- 
nes religiosas.  Divaga  largamente  sobre  la  cuestión  de  los  ritos  chi- 
nos, lamentándose  de  que  los  jesuítas  hayan  querido  mezclar  la  ido- 
latría de  los  gentiles  con  el  Evangelio  de  Cristo,  resultando  que,  en 
vez  de  atraer  los  pescadores  a  los  peces,  ha  sucedido  que  los  peces 
han  llevado  en  pos  de  sí  a  los  pescadores.  Ridiculiza  con  amarga 
ironía  a  los  jesuítas,  porque  no  han  tenido  mártires  en  China,  y  vol- 


(1)  «Quamvis  mihi  cortissime  constaret,  eos  ñeque  meas,  ñeque  nieorum  Antecesso- 
rura  habere  licpntias». 

(2)  «Liccntias  exhibitas  accepi,  et  quas  a  meia  Anlecessoribus  concessaa  invcni, 
quae  paueissimae  orant,  approbavi». 


CAP.    IV. — CONTROVERSIA    CON    TALAFOX. CONCLUSIÓN  405 

viendo  luego  el  discurso  a  otro  punto,  deplora  Palafox  que  haya 
tantos  hombres  salidos  de  la  Compañía.  Con  su  acostumbrado  modo 
de  exagerar  las  cosas,  refiere  el  hecho  del  P.  Ildefonso  de  Castro, 
Provincial,  que  expulsó  de  la  Compañía  a  80  sujetos  (núm.  133).  Si 
Jos  lectores  han  pasado  los  ojos  por  el  tomo  IV  de  nuestra  historia 
(página  422),  ya  sabrán  que  los  expulsados  por  el  P.  Castro  fueron  seis 
o  siete.  Por  último,  después  de  declamara  diestro  y  siniestro  contra 
los  jesuítas,  termina  su  carta  Palafox  pidiendo  dos  cosas:  o  que  se 
acomode  el  Instituto  de  la  Compañía  al  de  otras  Órdenes  religiosas, 
imponiendo  a  los  jesuítas  ol  coro,  la  clausura,  la  profesión  después 
de  un  año,  etc.  (núm.  164),  o,  lo  que  él  más  desea,  que  se  suprima  la 
Compañía  de  Jesús,  aplicando  sus  individuos  al  clero  secular.  De 
este  modo,  dirigidos  los  colegios  de  jesuítas  por  los  Obispos,  podrán 
proceder  mejor  y  hará  más  fruto  en  la  Iglesia  esta  santa  religión 
(núm.  167).  Bisum  teneatis?  ¿Cómo  podía  Palafox  llamar  santa  auna 
religión  de  hombres  que  administraban  sacrilega  e  inválidamente 
los  sacramentos;  que  juntaban  hombres  facinerosos  para  matar  a  los 
Obispos;  que  insultaban  obscenamente  al  Niño  Jesús,  que  cometían, 
en  fin,  los  crímenes  monstruosos  que  él  imputa  a  los  jesuítas  en  toda 
esta  carta?  Lo  que  procedía  era  denunciar  los  jesuítas  al  Sumo  Pon- 
tífice y  al  Rey,  para  que  la  autoridad  judicial  los  enviase  a  todos  por 
lo  menos  a  galeras  perpetuas,  cuando  no  a  la  horca. 

Esta  carta  a  Inocencio  X  nos  parece  la  más  fea  mancha  que  pesa 
sobre  la  memoria  de  D,  Juan  de  Palafox.  Él  mismo,  algunos  años 
después  (en  1657),  escribiendo  al  General  de  los  Carmelitas  Descal- 
zos, quitó  la  autoridad  que  podían  tener  sus  palabras.  Hablándole  de 
ia  inocenciana,  le  dice  así:  «Esta  carta  escribí  algo  acongojado  de  las 
sinrazones  que,  a  mi  parecer,  habían  hecho  aquellos  Padres  contra 
mi  dignidad  y  persona,  y  así,  de  ella  no  se  ha  de  hacer  más  caso,  que 
el  que  pesaren  sus  razones.»  Y  poco  después  añade:  «Aunque  me  te- 
nían muy  mortificado,  nunca  sentí  que  les  perdía  el  amor,  ni  hasta 
ahora  se  le  he  perdido»  (1).  Está  bien;  pero  hubiera  sido  de  desear, 
que  este  amor  se  manifestase  de  otra  manera. 

Entretanto  que  escribía  esta  carta  al  Sumo  Pontífice,  iba  dispo- 
niendo Palafox  su  viaje  a  España,  pues  se  veía  apremiado  por  nues- 
tro Rey  y  por  otrps  para  emprenderlo.  A  fines  de  1647,  como  él  tuvo 
cuidado  de  informara  Su  Majestad  acerca  de  la  controversia,  muy  a 
su  modo,  obtuvo  también  dos  cédulas  reales  que  parecían  favore- 


( 1 )     Obras  de  Palafox,  t.  XI,  pág.  559. 


40fi  LIB.    IT. — PROVINCIAS    DE   ULTRAMAR 

cerle,  pues  se  declaraba  que  no  era  lícito  nombrar  jueces  conserva- 
dores por  el  hecho  de  haber  pedido  las  licencias  de  confesar  y  pre- 
dicar (1).  También  debió  lisonjearle  algún  tanto  lo  que  se  hizo  en 
Madrid  de  no  aprobar  la  resolución  del  Conde  de  Salvatierra,  de  sus- 
tituirse a  la  Audiencia  en  el  conocimiento  de  los  motivos  para  la 
justicia  de  elegir  conservadores  (2).  Esto  no  obstante,  algún  tiempo 
después,  informado  Felipe  IV  de  las  gravísimas  alteraciones  que  ha- 
bían ocurrido  en  Puebla,  juzgó  no  haber  otro  remedio  para  poner 
término  a  tan  sangrientos  litigios,  que  Hamar  a  España  al  causante 
de  aquellos  alborotos.  El  6  de  Febrero  de  1648  escribió  a  Palafox 
esta  cédula  real:  «He  juzgado  por  necesario  mandaros,  como  por  la 
presente  os  mando,  que  luego  que  recibáis  ésta,  la  ejecutéis  y  os 
vengáis  sin  ninguna  dilación  en  la  primera  ocasión  que  se  ofreciere» 
pues  pudiéndose  creer  verosímilmente,  que  al  tiempo  de  vuestra  lle- 
gada a  estos  mis  reinos,  habrá  iglesia  vaca,  la  que  se  proporcionare 
a  vuestras  partes  y  méritos,  espero  señalarla  hasta  entonces.  Espero 
de  vuestra  prontitud  en  la  ejecución  de  mis  órdenes  y  de  la  que  me 
prometo  en  las  obligaciones  de  vuestra  sangre  y  de  la  que  debéis  a 
mi  confianza,  que  sin  hacer  en  esto  ningún  reparo,  facilitaréis  el 
puntual  y  breve  cumplimiento,  y  yo  tendré  ocasión  para  estimar 
éste  por  uno  de  tantos  servicios  agradables  como  me  habéis  hecho. 
De  Madrid,  a  6  de  Febrero  de  1648.»  Antes  de  poner  la  firma,  escri- 
bió de  su  mano  el  Rey  estas  palabras:  «Estoy  cierto  que  ejecutaréis 
lo  que  aquí  os  ordeno  con  la  puntualidad  con  que  me  obedecéis 
en  todo,  por  convenir  así  a  mi  servicio,  y  siempre  tendré  memoria 
de  vuestra  persona  para  honraros  y  favoreceros. — Yo  el  Rey»  (3). 

No  sabemos  cuándo  recibió  Palafox  esta  cédula  real.  Sólo  debe- 
mos presumir,  que  indudablemente  ya  habría  llegado  a  sus  manos 
en  la  primavera,  o,  a  más  tardar,  en  el  verano  de  1648.  No  se  dio 
mucha  priesa  el  Prelado  para  obedecer.  Teniendo  entonces  por  Vi- 
rrey al  Obispo  de  Yucatán,  amigo  su3'o,  debió  prolongar  su  venida, 
para  ver  si  por  otro  lado  se  abría  camino  a  su  victoria  sobre  los  je- 
.suítas.  Posible  es  que  todavía  continuase  en  él  la  ilusión  de  ser  Vi- 
rrey, que  era,  según  el  Conde  de  Salvatierra,  la  más  conocida  fla- 
queza de  Palafox.  Empero,  desengañado,  sin  duda,  de  llegar  a  tan 


(1)  Alegro,  t.  II,  pág,  XVl. 

(2)  Véase  Ja  real  cédula  dirigida  a  la  Audiencia  de  Méjico  el  25  de  Enero  de  1648,  en 
Obras  de  Palnfbx,t.  XI,  pág.  363.  y  las  reflexiones  piudentea  que  hace  sobre  ella  el 
P.  Alegre,  t.  II,  pág.  334. 

(3)  Alegre,  t.  II,  pág.  340. 


CAP.    IV. CONTROVTCTÍSIA    COX   PALAFOX. — CO^^CLUSIÓN  407 

elevado  puesto,  empezó  a  disponer  su  jornada.  El  7  de  Enero  de  1649 
anunció  al  Cabildo  de  Puebla  su  viaje  a  España  (1).  Un  mes  después, 
el  16  de  Febrero,  cesó  en  su  oñcio  de  Provincial  el  P.  Pedro  de  Ve- 
lasco,  y  le  sucedió  el  P.  Andrés  de  Rada.  Quiso  Palafox  obtener  del 
nuevo  Provincial  que  fuesen  absueltos  públicamente  algunos  Padres 
que  él  juzgaba  excomulgados  (2).  Respondió  el  P.  Rada:  «Aunque  es 
verdad  se  pasó  [el  breve  de  Inocencio  X]  en  el  Real  Consejo  por 
gobierno  en  la  forma  ordinaria;  pero  bien  consta  a  V.  Ex.  que  está 
hoy  pendiente  en  te^.a  de  justicia,  mandado  retener  y  entregar  los 
autos  al  Sr.  Fiscal  del  Consejo,  a  pedimento  y  súplica  de  la  Compañía 
y  otras  religiones,  y  que  no  puede  haber  ejecución  de  lo  que  pende 
todavía  en  litigio  ante  juez  competente»  (3).  Replicó  Palafox  con 
otra  carta  difusa  e  interminable,  como  todas  las  suyas  (4),  pero  nada 
se  hizo  en  toda  la  primavera  de  1649.  Por  fin,  en  el  mes  de  Junio 
se  embarcó  Palafox  para  España,  dejando  en  paz  a  los  jesuítas  de 
Méjico. 

7.  Continuó  la  causa  en  Roma  durante  cuatro  años  largos.  No 
podemos  precisar  los  pasos  que  allí  se  dieron,  las  explicaciones,  re- 
laciones e  interpretaciones  que  por  una  y  otra  parte  se  presentaron, 
como  es  de  rigor  en  pleitos  tan  enmarañados.  Lo  que  sí  sabemos  es 
el  término  final,  adonde  se  llegó  a  fines  del  año  1652.  A  instancia  de 
los  abogados  de  la  Compañía,  logróse  por  fin  establecer  lo  que  se 
llamó  el  hecho  concordado,  esto  es,  la  serie  de  sucesos  que  habían 
ocurrido  en  el  pleito  y  los  principales  rumores  que  la  pública  voz  y 
fama  había  difundido  entre  las  gentes  del  pueblo.  Estos  hechos  y 
rumores,  divididos  en  51  números,  fueron  redactados  y  firmados  por 
el  P.  Lorenzo  de  Alvarado,  Procurador  de  la  provincia  de  Méjico,  y 
por  el  licenciado  Juan  Magano,  agente  del  Sr.  Palafox  (5).  Exami- 
nado este  documento  y  oídas  las  explicaciones  que  por  ambas  partes 
se  presentaron,  la  Sagrada  Congregación,  el  día  17  de  Diciembre 
de  1652  sacó  en  limpio  13  resoluciones,  o  sean  hechos  principales, 
que  parecían  fuera  de  duda  en  la  controversia  con  Palafox.  He  aquí 
estas  trece  resoluciones,  cuya  lectura  recomendamos  al  lector: 

«I.'""  Los  Padres  de  la  Compañía  de  la  provincia  de  Méjico,  antes 
de  la  prohibición,  tenían  licencias  para  predicar  y  confesar  a  los  se- 


(1)  Actas  del  Cabildo  de  Puebla,! 'En&volU'i). 

(2)  Véase  la  carta  que  le  escribió,  en  Obras  de  Palafox,  t.  XII,  pág.  3H7. 

(3)  Ibid.,  pág.  390. 

(4)  Llena  26  plginas  en  folio.  Obras  de  Palafox,  t.  XII,  pág.  395. 
(.5)  Véase  este  documento  en  Obras  de  Palafox,  t.  XII,  pág.  543. 


40S    .  LIB.    II. — PROVINCIAS   DE   ULTRAMAR 

glares,  concedidas  por  el  Sr.  Obispo  y  por  sus  antecesores.  Hecho 
concordado,  n.  43  y  47. 

»2.''  Todos  los  Padres  de  los  tres  colegios  de  la  ciudad  de  Puebla, 
después  de  la  intimación  de  la  prohibición,  que  se  les  hizo  por  orden 
del  Sr.  Obispo,  cesaron  de  oir  confesiones  y  de  predicar  la  palabra 
de  Dios.  Ihid.,  n.  12. 

»8.*  Los  PP.  Pedro  de  Valencia  y  Luis  de  Legazpi  pidieron 
al  Sr.  Obispo  la  bendición  para  predicar  en  la  iglesia  propia. 
Ibid.,  n.  4. 

»4.*  El  P.  Legazpi  no  predicó  después  de  la  intimación  de  la 
prohibición  del  Sr.  Obispo,  sino  antes  de  ella.  Ihid.,  n.  15. 

»5.^  Después  que  se  retiró  el  Sr.  Obispo  de  la  ciudad  de  Puebla, 
después  que  se  ausentó  el  Vicario  general  y  espontáneamente  renun- 
ció su  oficio  el  Gobernador  del  Obispado,  tomando  el  gobierno  el 
Cabildo  y  concediendo  licencias  a  otros  regulares  sacerdotes,  se 
presentaron  los  Padres  de  la  Compañía,  y,  obtenida  licencia  del 
Cabildo,  predicaron  y  oyeron  confesiones.  Ibtd.,  n.  9,  29  y  43. 

»6.^  Después  que  volvió  el  Obispo  a  su  iglesia,  los  Padres  se  le 
presentaron,  y,  con  licencia  suya,  predicaron  y  oyeron  confesiones. 
Ihid.,  n.  47. 

«7.*  Todos  los  Padres,  aun  los  aprobados  por  el  mismo  Sr.  Obis- 
po, fueron  suspensos.  Ihid.,  n.  1,  6,  7  y  8. 

»8.^  Después  de  la  primera  citación,  se  presentaron  los  Padres  al 
Sr.  Obispo  y  al  Vicario  de  éste,  dentro  del  término  fijado.  Ihid., 
n.2y4. 

«9.*  Sólo  por  la  afirmación  sencilla  del  Provisor,  y  no  por  las 
pruebas  de  los  procesos,  se  dice  y  asegura  que  los  Padres  quisieron 
predicar  y  oir  confesiones  sin  licencia  del  Obispo  y  en  virtud  de 
los  privilegios,  y  que  no  quisieron  mostrar  tales  privilegios. 
Ihid.,  n.  2. 

»I0.  Los  Padres  eligieron  jueces  conservadores  por  las  injurias 
que  se  les  infirieron,  y  no  se  ve  que  la  elección  de  los  conservadores 
fuese  hecha  por  el  mero  hecho  de  haberles  prohibido  oir  confesio- 
nes y  predicar.  Ihid.,  n.  13  y  14. 

»11.  Después  que  se  intimó  a  los  Padres  el  breve  de  Su  Santidad, 
al  instante  lo  obedecieron,  porque  presentaron  las  licencias  que 
tenían  del  Sr.  Obispo,  de  sus  antecesores  y  otras  de  otros  prelados. 
El  Obispo,  aprobando  las  licencias  que  él  y  sus  predecesores  habían 
concedido,  concedió  también  licencias  a  algunos  otros  Padres. 
Ihid,  n.  47. 


CAP.    rV. — C0^^TK0VERS1A   CON-   PALAFOX. — CONCLUSIÓN  409 

•  12.  Todos  los  oinco  procesos  formados  por  el  Sr.  Obispo  contra 
los  Padres  y  remitidos  a  la  Caria,  son  nulos  por  defecto  de  citación. 
Ibid.,n.50. 

»13.  Con  todos  esos  procesos  no  se  prueban  los  crímenes  atribuí- 
dos  a  los  Padres,  ni  aparece  que  alguno  de  ellos  haya  incurrido  en 
excomunión,  ni  fueron. justificadas  las  censuras  impuestas  por  el 
Sr.  Obispo.  Ibid.,  desde  el  n,  1  al  51»  (1). 

En  estas  resoluciones  puede  ver  el  lector  el  juicio  que  formó  ¡a 
Sagrada  Congregación  sobre  los  puntos  principales  de  este  pleito 
complicado.  Llamamos  la  atención  de  nuestros  lectores  de  un  modo 
particular  sobre  la  primera  y  la  última  de  estas  resoluciones.  Por  la 
primera  consta  que  los  jesuítas  tenían  licencias  para  predicar,  y  por 
consiguiente,  fué  falso  lo  que  en  los  decretos  del  Provisor  se  afirmó 
y  después  en  sus  cartas  repitió  mil  veces  Palafox,  que  nuestros  Pa- 
dres confesaban  sacrilegamente  sin  licencias.  En  la  última  resolución 
se  asegura  que  no  se  prueban  las  graves  imputaciones  hechas  a  los 
jesuítas,  y  que  ninguno  de  éstos  incurrió  en  ninguna  de  tantas  exco- 
muniones, como  con  deplorable  profusión  empezó  a  dirigir  a  dies- 
tro y  siniestro  el  Obispo  de  Puebla. 

8.  Aclarados  los  hechos,  quiso  la  Sagrada  Congregación  terminar 
por  fin  este  debate,  y  lo  hizo,  no  publicando  sentencia  judicial,  sino 
dando  un  decreto  sobre  lo  que  debía  hacerse  en  adelante.  Era  un 
modo  suave  de  terminar  tan  doloroso  litigio.  En  vez  de  una  senten- 
cia que  hubiera  podido  herir  más  o  menos  a  las  partes,  prefirió  in- 
dicar a  entrambas  lo  que  debían  hacer,  aconsejándoles  de  paso  echar 
en  olvido  las  amarguras  y  contiendas  pasadas. 

El  Cardenal  Spada,  presidente  de  la  Congregación,  escribió  a  Pa- 
lafox la  siguiente  carta:  «Ilustrísimo  y  Reverendísimo  Señor  y  como 
Hermano:  Habiendo  la  particular  Congregación  a  quien  Su  Santidad 
cometió  la  decisión  de  las  controversias  entre  Vuestra  Señoría  Ilus- 
trísima  y  la  Compañía  de  Jesús,  madura  y  seriamente  examinado  los 
procesos  o  autos  enviados  por  Vuestra  Señoría  Ilustrísima,  ha  que- 
rido por  mi  medio  significarle,  que  en  cuanto  a  las  censuras  que 
acaso  alguno  de  los  religiosos  pudiese  haber  incurrido,  que  Vuestra 
Señoría  Ilustrísima,  privadamente  y  sin  algún  testigo,  faculte  a  los 
Superiores  de  sus  colegios,  para  que  absuelva  a  cualquiera  que  se 
creyere  o  recelare  incurso  en  ellas,  en  todos  los  puntos  de  cualquier 
modo  pertenecientes  a  esta  causa.  De  modo  que  para  conservar  más 


(1)     Obras  de  Palafox,  t.  XII,  pág.  552. 


410  T-n?.    IT. — PROVINCIAS   DE   ULTRAMAR 

la  cristiana  caridad,  ni  se  haga  público  este  mandato  ni  se  permita 
que  llegue  a  noticia  de  otro  alguno,  comunicando  Vuestra  Señoría 
Ilustrísima  la  necesaria  y  oportuna  facultad  en  cuanto  sea  condu- 
cente a  este  fin.  Pero  así  como  la  misma  Congregación  amonesta  se- 
riamente a  dichos  religiosos  de  la  Compañía  de  Jesús,  para  que  con 
todo  obsequio  y  veneración  se  esfuercen  en  reconocer  vuestra  dig- 
nidad y  vuestros  méritos,  sin  lo  cual  no  podrán,  conforme  a  su  Ins- 
tituto, ocuparse  en  el  bien  de  las  almas  que  están  a  cargo  de  Vuestra 
Señoría  Ilustrísima,  así  también  exhorta  una  y  otra  vez  a  Vuestra 
Señoría  Ilustrísima,  a  que  con  aquella  estimación  conveniente  a  tan 
laudable  y  provechosa  Orden  religiosa,  fomente  y  abrace  con  pater- 
nal amor  a  esta  religiosa  familia,  que  con  tanta  utilidad  y  fatigas  ha 
ayudado  y  trabaja  en  cultivar  la  viña  del  Señor,  para  que  así,  con 
el  mutuo  consentimiento  de  los  ánimos,  la  santa  fe  católica  y  la  ma- 
yor gloria  de  Dios  se  propague  'y  promueva  con  toda  prosperidad. 
Fecha  en  Roma  el  17  de  Diciembre  de  1652»  (1). 

El  mismo  día  en  que  se  expidió  esta  carta,  firmó  la  Comisión  un 
decreto,  con  que  puso  fin  a  tan  largo  litigio.  Habían  representado 
los  jesuítas  en  una  audiencia,  que  el  breve  de  1648  contenía  algunos 
defectos  (no  se  dice  cuáles).  Inocencio  X  encargó  a  la  Comisión  ro- 
mana examinar  este  punto.  Oyó  la  Comisión  todas  las  dificultades,  y 
después  de  considerar  detenidamente  el  negocio,  juzgó  que  el  breve 
era  en  todo  justificado,  y  que  no  debía  impedirse  su  ejecución.  In- 
sistieron los  jesuítas  en  otra  audiencia,  preguntando  si  no  era  justa 
la  elección  de  conservadores,  por  otras  causas  distintas  de  las  men- 
cionadas en  el  breve.  La  Congregación  romana,  repitiendo  el  man- 
dato de  que  se  obedeciese  al  breve,  juzgó  que  no  había  habido  lugar 
para  la  elección  de  tales  conservadores,  y  con  esto  impuso  perpetuo 
silencio  sobre  el  pleito.  Inocencio  X  confirmó  este  decreto  el  17  de 
Mayo  de  1653  (2). 

Junto  con  la  carta  del  Cardenal  Spada  se  envió  a  Madrid  un  mo- 
nitorio en  forma  de  breve  (3),  urgiendo  la  ejecución  de  lo  que  se 
prescribía.  Recibidos  en  Madrid  estos  documentos,  hubo  algunos  al- 


(1)  Mexicana,  20,  Palafox.  En  el  escrito  Processus  et  finin  caneae.  Ati<ielapolifawie..  Reim- 
preso en  Obras  de  Palafox,  t.  XII,  pág.  554. 

(2)  «Congrej^atio...  repetito  mandato,  utpareatur  brevi,  in  eo  in  qiio  noii  fuerit  pa- 
ritum,  censuit  non  fuisse  locum  electioni  talinm  consorvatornra,  et  in  hae  cansa 
perpetuum  silontium  esse  imponendum,  pront  praesenti  decreto  iraponit.»  Bulario  de 
Tnrín,  t.  XV,  pág.  719. 

(X)     Obras  de  Palafox,  t.  XII,  pág.  554. 


CAP.    IV. — CONTROVERSIA    CON   PALAFOX. — COXCLtSIÓX  411 

tercados  entre  Palafox  y  los  jesuítas  sobre  algunos  puntos  del  moni- 
torio. Comunicóse  el  negocio  con  el  Nuncio,  y  éste,  tratando  con  el 
P.  Francisco  de  Montemayor,  Provincial  de  Castilla,  que  entonces 
se  hallaba  en  Madrid,  y  con  el  P.  Pedraza,  juzgaron  todos  que  sería 
conveniente  establecer  por  escrito  alguna  concordia  con  el  Sr.  Pa- 
lafox, y  así  poner  término  a  tan  interminable  discusión.  Allanóse 
Palafox  a  firmar  esta  concordia,  aunque  hubo  algunas  disputas  sobre 
los  términos  en  que  debía  redactarse  y  sobre  otras  menudencias,  que 
nunca  habían  de  faltar  en  todos  los  incidentes  de  este  pleito.  Por 
fin,  después  de  algunas  discusiones,  el  día  20  de  Mayo  de  1653  se  es- 
tableció la  concordia  entre  el  Obispo  y  la  Compañía  en  estos  dos 
puntos  capitales:  «1."  El  Sr.  Obispo  de  la  Puebla  escribirá  a  sus  go- 
bernadores, que  no  discrepen  un  punto  de  lo  que  Su  Santidad  y  el 
Consejo  de  Indias  ordenan  en  esta  razón,  y  que  tengan  particular 
correspondencia  con  la  religión  de  la  Compañía  de  Jesús,  amándola 
y  estimándola  como  merece,  correspondiendo  en  esto  al  amor,  de- 
voción y  respeto  que  ha  tenido  y  tiene  y  desea  manifestar,  olvi- 
dando en  todo  las  diferencias  pasadas  y  tratando  sólo  del  bien  de  las 
almas  y  mayor  servicio  de  Nuestro  Señor.  2.'^  E]l  P.  Julián  de  Pedraza 
escribirá  a  los  Padres  de  la  Nueva  España  que  cumplan  como  deben 
lo  que  les  sea  ordenado  por  Su  Santidad  y  por  el  Consejo,  adelan- 
tándose en  las  ocasiones  de  mostrar  su  reconocimiento  a  lo  mucho 
que  el  Sr.  Obispo  merece,  para  que  lo  pasado  se  convierta  en  mayor 
fervor  de  servirle,  y  de  todo  se  haga  empleo  en  el  beneficio  de 
aquellas  almas,  a  mayor  gloria  de  Dios,  de  quien  espera  el  cumpli- 
miento.» 

Estos  dos  artículos  los  firmaron  primero  Palafox,  después  el 
P,  Montemayor,  y  por  último  el  P.  Pedraza  (1).  Con  este  acto  se  ter- 
minó por  fin  el  fastidiosísimo  pleito  de  seis  años,  que  tanto  ruido 
causó  en  España  y  en  Roma,  entre  Palafox  y  la  Compañía  de  Jesús. 
En  él  cometieron  los  jesuítas  varios  yerros  lamentables,  y  el  Sr.  Obis- 
po se  dejó  llevar  de  una  exaltación  desequilibrada,  que  le  condujo  a 
calumniar  a  la  Compañía,  como  no  la  había  calumniado  antes  ningún 
hombre  entre  los  católicos  (2). 


(1)  Todos  los  pormenores  de  este  acto  los  conocemos  por  una  relación  del  P.  Pe- 
draza que  lleva  este  título:  Relación  de  lo  qu-e  ha  sucedido  desde  que  llegó  el  correo  de  Italia 
con  caHas  del  27  de  Diciembre  del  uño  pasado  de  1652.  Hállase  en  Roma,  Arch.  di  Stato, 
GesíV,  Collegia,  Toledo.  Es  un  legajo  gi'ueso  y  sin  foliar.  La  relación  citada  se  ve  ¿il  fin. 

(2)  En  16.54  fué  trasladado  Pal.^fox  a  la  diócesis  de  Osma,  y  allí  murió  en  1659. 


CAPÍTULO  V 


LA  PROVINCIA  DEL  PERÚ  DE  1615  A  1652 

Sumario:  1.  lacremento  de  la  provincia  en  estos  años.— 2.  Observancia  regular.— 3.  Mi- 
nisterios habituales  con  los  españoles. — 4.  Extirpación  de  idolatrías  entre  los  in- 
dios.— 5.  Doctrinas  y  conatos  de  misiones  entre  infieles. — 8.  Empieza  la  cuestión  del 
patronato  real  sobre  presentación  de  doctrineros. 

Fuentes  contemporáneas:  1.  Epistolae  Genera liiim.— 2.  Peruana.  Catalogi.—S.  Peruana.  Lille- 
rae  annuae.—i.  Peruana.  Historia,  I.— 5.  Ordenaciones  de  los  Padres  Provinciales.— 6.  Docu- 
mentos del  Archivo  de  Indias.— 7.  Arriaga:  Extirpación  de  la  idolatría  del  Perú. 

1.  Entre  todas  las  provincias  de  América,  ninguna  se  parecía  tanto 
a  las  de  Europa  como  la  del  Perú.  El  ser  allí  algo  más  densa  y  es- 
cogida la  población  española,  porque  se  consideraba  aquella  región 
como  la  más  rica  de  nuestras  colonias;  el  existir  poblaciones  impor- 
tantes de  españoles  rodeadas  de  crecidísimo  número  de  indios;  el  no 
hallarse  los  Nuestros  internados  todavía  en  regiones  enteramente 
apartadas  de  los  europeos,  y  el  ser  algo  más  cultivadas  que  en  otras 
colonias  las  ciencias  y  las  letras,  hacía  que  nuestra  provincia  del 
Perú  tomase  insensiblemente  el  aspecto  de  una  provincia  europea,  y 
qoe  en  todas  sus  fundaciones  y  ministerios  espirituales  procediese 
como  cualquiera  de  nuestras  cuatro  provincias  de  la  metrópoli. 

En  esta  época  tuvo  también  la  suerte  que  experimentaron  las 
cuatro  provincias  españolas,  esto  es,  de  aumentarse  un  poco  en  los 
primeros  años  del  P.  Vitelleschi  y  de  bajar  algún  tanto  al  acercarse 
la  mitad  del  siglo  XVII.  Consultadas  las  anuas  que  se  conservan  de 
aquel  tiempo  y  los  catálogos  trienales  que  se  remitían  al  P.  General, 
hallamos  que  en  1615  formaban  la  provincia  del  Perú  370  jesuí- 
tas (1).  A  los  dos  años  sube  el  número  de  sujetos  hasta  416.  En  1625, 
son  427  los  jesuítas  peruanos.  En  1630  llegan  a  448,  y,  por  fin,  en  1636 
hallamos  el  número  de  491,  el  más  alto  a  que  llegó  la  provincia  del 
Perú  en  la  primera  mitad  del  siglo  XVII.  Desde  entonces  apunta  un 


<1)    Este  número  aparece  en  el  Catálogo  do  1G16,  impreso  por  Jouvancy,  Hist.  S.  J., 
página  353. 


CAP.    V. — LA    PROVINCIA   DEL   PKRÚ   DE   1615   A   1652  413 

ligero  descenso.  En  1642  hallamos  463  sujetos,  y,  por  fin,  en  1654  re- 
dúcenso  a  422. 

En  todos  estos  años  hubo,  como  en  las  demás  provincias,  princi- 
pios y  conatos  de  varias  fundaciones,  y  en  este  punto  se  padecía  en 
América  una  dificultad  muy  natural  que  no  se  experimentaba  en 
Europa.  Es  de  saber,  que  nuestros  Reyes,  juzgando,  y  no  sin  motivo, 
que  ya  era  demasiado  el  número  de  religiosos  que  se  iban  estable- 
ciendo en  América,  mandaron  que  sin  especial  licencia  suya,  no  se 
pudieran  abrir  nuevas  casas  religiosas  en  nuestras  colonias  (1),  No 
debe  maravillarnos  esta  determinación,  que  hoy  parecería  envolver 
un  espíritu  hostil  a  la  Iglesia;  nada  do  eso.  Comparando  el  número 
de  religiosos  con  el  de  españoles  que  poblaban  las  Américas,  era 
aquél  verdaderamente  excesivo.  Ciertamente  podían  llamarse  pocos, 
si  se  considera  el  sinnúmero  de  infieles,  a  quienes  se  debía  predicar 
el  sagrado  Evangelio,  pero  comparados  con  la  población  española 
que  había  de  sustentar  los  conventos,  no  hay  duda  que  los  regulares 
eran  muchos.  En  1588,  informando  al  P.  Aquaviva  sobre  el  estado  de 
Filipinas  el  P.  Alonso  Sánchez,  le  decía  que  de  1.200  españoles  que 
formaban  la  población  de  Manila,  casi  200  eran  religiosos  (2). 

Existiendo,,  pues,  esta  ley  de  nuestros  monarcas,  sucedió,  como 
era  natural,  que  algunas  de  nuestras  fundaciones  se  detuvieron  algún 
tiempo,  hasta  obtener  la  licencia  real  para  establecerse.  Cuatro  cole- 
gios nuevos  abrió  la  provincia  del  Perú  en  los  tiempos  del  P.  Vitel- 
leschi.  El  primero  es  el  del  Callao.  Ya  en  los  últimos  años  del 
P,  Aquaviva  empezó  a  disponerse  este  domicilio,  que  al  principio  era 
residencia.  Algunos  años  después  le  hallamos  figurando  en  la  lista  de 
los  colegios,  y  hasta  ahora  no  he  podido  descubrir  los  pasos  que  se 
dieron  para  esta  fundación.  Es  de  suponer  que  tres  o  cuatro  jesuítas 


(1)  Debi')  mover  a  esta  i-esolución  el  interesante  informe  que  envió  al  Rey  el  Mar- 
qués de  Monteselaros,  Virrey  del  Perú,  en  1G12.  Lleva  este  título:  i-Relación  de  laa  pro- 
vincias, conventos,  doctrinas,  frailes,  rentas  y  haciendas  que  tienen  las  Órdenes  que  lian  fun- 
dado en  los  reinos  del  Peni.'  Juzga  el  Marqués  que  para  la  población  del  país  son  dema- 
siadas las  casas  religiosas,  y  por  eso  al  fin  de  su  relación  presenta  una  lista  de  treinta 
y  tres  ciudades,  en  las  cuales  convendría  cerrar  uno  o  más  conventos  (en  Ibarra  pro- 
pone suprimir  los  cuatro  que  existen).  Hecha  la  suma  final,  resulta  el  número  do  s.- 
tenta  y  un  conventos  que  convendría  suprimir.  No  expresa  el  Marqués  ni  cuáles  son,  ni 
a  qué  Orden  pertenecen  esas  casas  que  propone  cerrar.  Véase  esta  relación  en  el  Ar- 
chivo de  Indias,  70-1-36.  Obsérvese,  empero,  que  con  el  nombre  de  reinos  del  Peni  en- 
tiende el  Marqués  no  solamente  al  actual  Perú,  sino  también  a  las  regiones  que  en- 
tonces dependían  de  aquel  Virreinato,  como  eran  Quito,  Chile,  Paraguay,  etc. 

(2)  Philippinarum,  Historia,  I,  n.  43.  Es  un  memorial  presentado  al  P.  Aquaviva  con 
este  título:  -^Noticia  de  la  máa  remota  y  nueva  criatiüttdad  de  las  Indias  del  Poniente,  que  lla- 
man Filipinas.» 


414  LIB.    H. — PROVINCIAS   DE   ULlItAMAK      . 

trabajarían  apostólicamente  algunos  años  en  Callao,  y  después,  mo- 
viéndose algún  rico  propietario  a -suministrar  la  dotación  conve- 
niente, la  modesta  residencia  subiría  a  la  categoría  de  colegio. 

En  esta  forma  se  convirtió  en  colegio  el  año  de  1618  la  residencia 
de  Oruro.  Un  honrado  caballero,  llamado  D.  Fernando  de  Valencia, 
cedió  entonces  a  los  Nuestros  un  capital  de  13.500  pesos,  que  le 
debían  a  él  varios  individuos  de  aquella  región.  Asimismo  entregó 
ciertos  bienes  y  un  ingenio  de  moler  metales,  con  todas  las  tierras 
que  poseía  inmediatas  a  la  villa  de  Oruro,  y  se  comprometió  a  acre- 
centar esta  suma  por  medio  de  su  testamento  cuando  muriese.  Ad- 
mitieron nuestros  Padres  la  donación,  y  en  nombre  de  los  demás 
el  P.  Juan  Zapata,  Superior  de  aquel  domicilio,  estableció  en  toda 
regla  el  colegio,  que  desde  entonces  procedió  con  entera  regularidad, 
aunque  no  con  mucho  concurso  de  entudiantes,  como  sucedía  en  los 
colegios  secundarios  de  nuesfe-as  antiguas  provincias  (1). 

En  1620  se  dieron  los  primeros  pasos  para  fundar  colegio  en 
Pisco,  población  bastante  conocida  al  Sur  de  Lima.  Los  piadosos 
cónyuges  Pedro  Vera  de  Montoya,  natural  de  Albacete,  y  Juana  de 
Luque  y  Alarcón,  avecindados  en  Pisco,  se  movieron  a  fundar  allí 
un  co-legio  de  la  Compañía,  y  ofrecieron  por  de  pronto  una  renta 
de  2.500  pesos,  prometiendo  duplicarla  a  la  hora  de  su  muerte  (2). 
Fué  necesario  esperar  algún  tanto  para  el  establecimiento  decisivo 
de  esta  fundación,  por  la  razón  apuntada  más  arriba,  cual  era  la 
prohibición  real  de  abrir  nuevos  domicilios  religiosos.  Obtenida  la 
aprobación  necesaria,  Pedro  de  Montoya  hizo  la  escritura  el  6  de 
Abril  de  1622  (3),  y  desde  entonces  funcionó  el  colegio  de  Pisco. 

No  faltó  la  indispensable  oposición  que  por  un  lado  o  por  otro 
siempre,  se  había  de  levantar  contra  todos  los  establecimientos 
de  la  Compañía.  En  éste  fué  algo  temible  por  la  calidad  de  las  perso- 
nas que  se  opusieron.  En  efecto,  el  Cabildo  de  Lima,  previendo 
que  con  aquella  fundación  se  disminuirían  algún  tanto  los  diezmos 
de  su  Iglesia,  hizo  fuerte  oposición  al  colegio  de  Pisco.  Cuatro 
años  se  pasaron  en  demandas  y  respuestas,  hasta  que  por  fin  en  1626 


(1)  Todos  estos  datos  sóbrela  fundación  de.Ururo  los  hallamos  en  un  cuaderno 
manuscrito,  con  este  título:  "Razón  de  los  instnmiautos  de  donaciones  hechas  a  los  colegios 
de  la  Compañía  de  esta  provincia  [del  Períq.r,  Incluido  en  un  legajo  Papeles  de  dirección  de 
temporalidades,  en  poder  de  D.  Mauro  Pando,  Santiago  de  Cliile,  Bandera,  49.  En  este 
cuaderno  especiflcan  las  principales  donaciones  hechas  a  nuestros  antiguos  colegios 
del  Perú,  y  en  el  último  párrafo  las  del  colegio  de  Oruro. 

(2.)    Vírase  el  mismo  cuaderno,  n.  25.   . 

(3>    Véase  una  copia  de  esta  escritux*a  en  Sevilla,  Arch.  do  Indias,  71-4-1. 


CAP.  V.-t-LA  PEOVINCIA  DEL  PKRÚ  DE  1615  A  1652  415 

cedieron  los  canónigos,  y  no  se  habló  más  de  impedir  la  obra  de  los 
jesuítas  (1). 

El  cuarto  colegio  empezado  en  la  provincia  del  Perú,  fué  en  la 
ciudad  de  Trujillo,  al  Norte  del  Virreinato.  Don  Juan  de  Avendaño, 
caballero  rico  y  ya  octogenario,  se  ofreció  a  fundar  colegio  en  aque- 
lla población.  Para  esto  entregaba  una  estancia  donde  tenía  24.000 
ovejas,  y  de  la  cual,  con  una  regular  administración,  solía  sacarse  un 
provecho  líquido  de  2.000  a  3.000  pesos  anuales.  Añadió  algunas  con- 
diciones, como  era  ordinario  en  estas  escrituras,  y  después  de  esta- 
blecidos los  términos  de  la  entrega,  el  P.  Juan  de  Frías  Herrán 
aceptó  la  fundación  en  Lima  el  28  de  Abril  de  1623(2).  Con  estas  fun- 
daciones se  podría  juntar  el  establecimiento  de  algunas  doctrinas  o 
misiones  particulares  que  podríamos  llamar  fundaciones  nuevas; 
pero  de  esta  obra  hablaremos  luego,  al  explicar  los  ministerios  espi- 
rituales de  los  jesuítas  en  favor  de  los  pobres  indios. 

2.  En  todos  estos  años  la  observancia  regular  se  mantuvo  en  su 
vigor  en  nuestros  domicilios  del  Perú.  Como  en  todas  partes,  ocu- 
rrieron faltas,  y  de  vez  en  cuando  algunas  graves,  pero  también  sa- 
bemos que  los  Superiores  aplicaron  convenientes  remedios  y  nunca 
permitieron  que  penetrase  en  nuestras  comunidades  la  relajación  re- 
ligiosa. Cuando  entró  a  gobernar  la  Compañía  el  P.  Vitelleschi,  ha- 
llábase al  frente  de  la  provincia  del  Perú  el  venerable  P.  Juan  Se- 
bastián de  la  Parra,  Provincial  por  segunda  vez  desde  1610  hasta  1616. 
Si  en  su  primer  provincialato  había  tenido  algunos  encuentros  y 
disgustado  tal  vez  por  la  severidad  excesiva  de  su  trato,  en  .este  se- 
gundo no  leemos  queja  alguna  contra  su  gobierno,  y,  al  revés,  se 
oyen  por  todas  partes  grandes  elogios  de  las  virtudes  eminentes 
del  P.  Juan  Sebastián.  Estas  virtudes  le  merecieron  después  el  ha- 
berse introducido  en  Roma  la  causa  de  su  beatificación.  Dejó  el  go- 
bierno de  la  provincia  en  1616  al  P.  Álvarez  de  Paz,  el  conocido  au- 
tor ascético  de  quien  hablamos  en  el  tomo  anterior.  Si  por  su  cien- 
cia teológica  era  respetado  este  Padre,  no  se  le  veneraba  menos  por 
sus  eminentes  virtudes  religiosas.  Todos  admiraban  su  continuo 
trato  con  Dios,  su  constancia  en  promover  la  vida  interior  de  los  su- 
jetos, su  celo  en  evitar  cualquiera  mancha  que  pudiera  desdorar  a  la 
Compañía.  Una  vez  vemos  que  le  reprende  el  P.  General  por  ser 


(1)  Ibid.  Una  serie  de  documentos  a  continuación  de  la  escritura. 

(2)  Peiuana.  Historia,  I.  Copia  de  la  escritura  y  de  la  aceptación.  La  primera  copia 
no  está  completa. 


416  LIB.  ir. — l'KOVINCIAS  DE  ULTKAMAR 

algo  duro  y  severo  en  corregir  ciertas  faltas,  dando  con  esto  oca?ión 
a  graves  amarguras  en  algunos  de  sus  subditos  (1).  Fuera  de  este.de- 
fecto,  muy  explicable  en  un  hombre  fervoroso,  nunca  observamos 
en  el  P.  Álvarez  de  Paz  cosa  alguna  que  no  sea  propia  de  un 
perfecto  Superior  y  de  un  hombre  verdaderamente  santo.  Murió  an- 
tes de  terminar  su  provincialato,  por  Enero  de  1620,  mientras  visi- 
taba el  colegio  de  Potosi  (2).  Bajo  el  influjo  de  estos  dos  Padres  la 
provincia  del  Perú  procedía  con  regularidad,  promoviendo  los  mi- 
nisterios apostólicos,  así  entre  los  españoles  como  entre  los  indio?. 

En  1620  entró  a  gobernar  la  provincia  el  P.  Frías  Herrán,  y,  por 
desgracia,  no  satisfizo  del  todo  en  el  desempeño  de  su  cargo.  Incu- 
rrió en  dos  defectos  que  a  primera  vista  parecen  contrarios  entre  sí, 
pero  que  son  muy  naturales,  atendida  la  condición  de  nuestra  mísera 
naturaleza.  Por  un  lado  era  rígido  y  severo  en  reprender  las  fal- 
tas, y  por  otro  se  regalaba  demasiado  en  .el  trato  de  su  persona,  se 
daba  aires  de  autoridad  y  empleaba  tal  vez  formas  aseglaradas  y  poco 
edificantes  en  el  trato  con  los  de  fuera.  Dos  veces  le  reprendió  el 
P.  General  con  mucha  severidad,  de  las  faltas  que  se  notaban  en  su 
persona.  Véase  lo  que  le  dice  en  carta  del  20  de  Febrero  de  1625: 
«Muchos  de  esa  provincia  sienten,  y  con  razón,  que  algunos  superio- 
res, y  más  en  particular  V.  R.,  usen  demasiado  el  espíritu  de  jueces 
y  les  falte  mucho  el  de  padres,  que  es  más  propio  de  la  Compañía,  y 
así  no  ven  en  las  visitas  que  se  trata  sino  de  averiguar  culpas,  ha- 
cer cargos  y  oír  descargos,  poner  preceptos,  dar  penitencias,  y  se  trata 
muy  poco  de  materia  de  espíritu,  de  adelantar  en  perfección  a  los 
subditos,  de  aficionarlos  al  trato  con  Nuestro  Señor  y  al  ejercicio  de 
las  demás  virtudes  y  a  que  atiendan  con  mayor  fervor  y  celo  a  los 
ministerios.  En  esto  deben  V.  R.  y  los  demás  superiores  poner  su 
cuidado  y  santo  celo,  procurando  con  todas  veras  la  reformación  in- 
terior de  los  subditos»  (3). 

En  otra  carta  de  1624  avisa  al  P.  Frías  Herrán,  que  se  le  nota  poco 
espíritu  y  virtud  religiosa  en  su  trato  con  los  seglares.  No  habla  de 
cosas  espirituales,  se  muestra  amigo  de  aplausos  y  de  que  le  hagan 
grandes  recibimientos,  se  dice  que  no  tienen  los  obispos  y  grandes 
señores  tanto  regalo  en  los  caminos  como  él  ha  tenido,  dice  la  Misa 
algo  de  prisa  y  se  observa  que  deja  de  decirla  con  motivos  ligeros. 


(1)  Hispania  Epistolac  Solí,  1G03-1620.  A  Álvarez  de  Paz,  17  Junio  1619. 

(2)  Consérvase  una  extensa  relación  do  su  muerte  y  funerales,  escrita  por  alguuc 
de  los  presentes,  en  la  Academia  de  la  Historia.  Colección  Salasar,  12-15-4/109. 

(3)  Feruana.  Epiat.  Gen.  A  Frías  Herrán,  16  Febrero  1625. 


CAP.  V. — LA  PROVINCIA  DEL  PERÚ  DE  1615  A  1G52  417 

En  los  viajes  lleva  trece  muías  y  cuatro  criados  para  él  y  sus  dos 
compañeros,  y  hasta  se  cuenta  que  una  vez  entró  en  la  ciudad  de 
Cuzco  con  grande  acompañamiento,  con  chirimías  ydanzas,  y  se  fué 
a  apear  a  la  puerta  de  la  iglesia,  como  suelen  hacerlo  los  obispos. 
Mándale  el  P.  Vitelleschi  considerar  seriamente,  si  son  verdaderas 
estas  faltas  denunciadas  a  Roma  por  los  Padres  más  graves,  y  si  lo 
son,  procure  enmendarse  con  seriedad  de  todo  lo  que  desdijere  de 
la  humildad  y  modestia  religiosa  (1). 

Tal  vez  el  influjo  no  tan  buenode  un  Superior  que  edificaba  poco 
en  su  trato,  produjo  en  la  provincia  del  Perú  el  difundirse  algunas 
faltas  que  sintió  bastante  el  P.  Vitelleschi.  Resolvióse  a  enviar  por 
Visitador  al  P.  Gonzalo  de  Lyra,  que  había  sido  Rector  de  Arequipa 
al  principio  de  este  siglo,  y  después  Provincial  del  Nuevo  Reino. 
Tenía  la  ventaja  de  conocer  personalmente  a  casi  todos  los  sujetos 
de  la  provincia  del  Perú,  y  sobro  todo,  de  poseer  en  grado  eminente 
el  verdadero  espíritu  de  la  Compañía.  Al  enviarle  de  Visitador,  le 
hizo  este  encargo  el  P.  Vitelleschi  en  1626:  «Ruego  a  V.  R.,  cuan  en- 
carecidamente puedo,  que  remedie  eficazmente  la  ociosidad  que  se 
nota  en  no  pocos  sujetos...  También  se  nota  altivez  en  los  Hermanos 
estudiantes  y  peticiones  muy  a  las  claras  de  actos  y  después  de  cáte- 
dras. En  los  coadjutores  se  nota  poca  humildad,  poca  aplicación  al 
trabajo,  falta  de  respeto  a  los  sacerdotes,  y  por  esta  causa,  según  me 
dicen,  grandes  quiebras  en  la  caridad.  Consiéntenles  en  muchos  co- 
legios que  tengan  dos  sotanas.  Muy  en  particular  encomiendo  a  V,  R. 
que  haga  que  haya  en  todos  los  Nuestros  gran  recato  en  el  trato  y 
visita  de  mujeres.  Menesteres  exhortar  a  todos  a  que  traten  con  es- 
píritu y  que  tengan  frecuente  recurso  al  ejercicio  de  la  oración. 
Los  superiores  observen  sus  reglas  y  traten  con  sus  subditos  de  es- 
píritu y  tengan  por  su  principal  cuidado  adelantarlos  en  perfección, 
para  lo  cual  es  menester  que  vayan  delante  con  su  ejemplo  en 
todo»  (2), 

El  P.  Lyra  hizo  la  visita  de  la  provincia  del  Perú  en  los  años  1626 
y  principios  del  27,  y  después  tomó  el  cargo  de  Provincial,  que  le 
impuso  el  P.  Vitelleschi.  No  sabemos  con  puntualidad  loque  hizo  en 
su  visita,  pero  por  las  cartas  que  le  escribía  el  P.  General  advertimos 
que  el  efecto  de  ella  fué  felicísimo.  Así  lo  manifiesta  nuestro  Padre 
en  carta  del  15  de  Octubre  de  1628.  «Con  mucha  distinción  y  clari- 


(1)  /6í<i,  20  Febrero  1624, 

(2)  Perttana.  Epiat.  Gen,  A  Lyra,  24  Agosto 


418  J.in.  II.— proy.ixcias.de  ultramat:   ,     , ... 

dad,  le  dice,  me  ha  dado  V.  R.  cuenta  de  la  provincia.  Yo  me  he.conr 
solado  de  saber  cuan  mejorada  está  en  la  regular  observancia,  y  el 
puntual  y  santo  celo  con  que  se  ejercitan  nuestros  ministerios  y  el 
buen  fruto  espiritual  que  por  medio  de  ellos  se  hace  en  los  prójir 
mos»  (1).  En  el  mismo  año  1628  murió  el  P.  Gonzalo  de  Lyra,  con 
gran -sentimiento  de  toda  la  provincia  y  del  P.  General,  que  le  esti.- 
jnaba  como  uno  de  los  hombres  principales  que  tenía  la  Compañía 
en  el  Nuevo  Mundo  (2).  Sucedióle  en  el  oficio  el  P.  Nicolás  Mastrilli 
purán,  y  continuó  la  buena  obra  que  había  empezado  su  antecesor, 
promoviendo  con  diligencia  así  el  espíritu  y  fsrvor  entre  los  Nues.- 
,tros,  como  el  celo  apostólico  en  los  trabajos  con  los  indios. 
j  En  estos  años  se  descubrió  algún  grave  defecto  de  uno  u  otro  su- 
jeto, pero  sabemos  que  se  aplicó  en  seguida  enérgico  remedio  y  se 
borró  la  mancha  que  había  caído  sobre  el  cuerpo  de  la  Compañía-. 
Como  muestra  de  la  diligencia  con  que  se  procuró  promover  la 
^pureza  de  costumbres  y  la  vigilancia  sobre  los  estudiantes  seglares, 
queremos- citar  una  ordenación  del  P.  Duran,  que  será  leída,  con 
gusto  por  los  aficionados  a  nuestra  historia  literaria.  Sabido  es  que 
entonces  se  hajlaba  en  su  edad  de  oro  nuestra  literatura  dramática. 
En  todo  «1  mundo  resonaba  el  nombre  de  Lope -de  Vega  y  de  los 
otros  grandes  ingenios  que  sustentaban  la  gloria  del  antiguo  teatrq 
español.  En  el  Perú,  según  lo  ha  demostrado  Menéndez  y  Pelayo  (3), 
no  faltaron,  como  era  de  suponer,  grandes  entusiastas  de  Lope  de 
,  Vega,  y  parece  que  los  maestros  jesuítas  se  tomaron  la  libertad  de 
representar  por  medio  de  nuestros  alumnos  algunas  piezas  del  gran 
dramaturgo,  hechas  las  oportunas  mudanzas  para  acomodarlas  al 
teatro  escolar.  Los-  Superiores  de  la  Compañía  temieron  grave  peli- 
gro, si  entraban  nuestros  colegios  por  este  camino,  y  en  la  Congre- 
gación provincial  de  1630  se  discutió  con  detención,  si  debería  per- 
mitirse la  costumbre  de  representar  comedias  de  nuestros  poetas. 
Decidiéronse  por  la  negativa,  y  el  P.Nicolás  Duran  extendió  una 
ordenación  en.  los  siguientes  términos:  «Ordeno  seriamente  que  en 
ningún  colegio  jamás  se  hagan  comedias  de  Lope  de  Vega,  ni  otra 
alguna-  de  romance,  de  las  que  suelen  representar  los  comediantes,  y 
j>adie  pida  licencia  para  cosa  semejante,  porque  no  habrá  dispensar 
Qiónír  Y,  cuando  se  ofreciere  hacer  algún  coloquio,  antes  de  intentarse^ 


(1)  Ihid.  A  Lyra,  ló  Octubre  1628. 

(2)  Véase  ibid.  su  carta  al  P.  Diogo  de  Torres  Vázquesí,  14  Oct.ubre  1629. 

(3)  Antología  de 2^octashispano-a>iier,ican.os^,t}ll,-'P^gf.'i¡'í^.  y  ^i^.. 


CAÍ'.    V.--^hA    l'KOVIXC'IA    DEL    PERÚ    DE  1615    A    1052  4l9 

se  pidií  primero  licencia  al  P.  Provincial,  y  el  P.  Rector  no  pueda 
darla.  Y  este  tal  coloquio  ha  de  ser  meramente  espiritual,  muy  a  pro- 
posito para  iel  aprovechamiento  de  las  almas,  sin  entremés  de  los  que 
se  suelen  representar  en  los  corrales,  y  de  ninguna  manera  se  reprei- 
SjBiite  papel  ninguno  en  hábito  de  mujer.  Con  esto  no  se  quita  qué 
los  maestros  puedan  hacer  algunos  juguetes  en  sus  escuelas,  con  con- 
(ii.dión  de  no  convidar  a  nadie,  sino  cuando  más  a  los  padres  de  los 
estudiantes,  y  semejantes  juguetes  no  se  hagan  en  la  iglesia»  (1). 
Por  esta  ordenación  se  ve  que  no  ganaría  mucho  el  arte  dramático 
en  nuestros  colegios,  pero  estaba  a  salvo  la  pureza  de  las  costumbres, 
a  la  cual  atendían  principalmente  nuestros  Padres. 

En  los  años  siguientes  no  vemos  mudanza  notable  en  la marcha 
general  de  la  provincia.  Sólo  apuntan  hacia  el  fin  dos  faltas  que  die- 
ron algún  cuidado,  y  que  merecen  ser  mencionadas  por  el  influjo 
que  tuvieron  en  los  años  adelante.  El  P.  General  Vicente  Carafa,  es- 
cribiendo el  30  de  Noviembre  de  1647,  se  lamenta  de  un  defecto  qué 
le  pareció  muy  pernicioso  para  el  bien  de  la  Compañía,  cual  era  el 
descuido  en  avisar  a  los  Superiores  de  las  faltas  que  se  cometían,  y 
la  mala  costumbre  que  se  había  introducido  en  el  Perú  de  conside- 
rar como  delatores  a  los  que  avisaban  éStas  faltas.  Merecen  ser  cita^ 
das  las  :palabras  textuales  del  P.  General.  «He  entendido,  dice  al 
P.  Provincial,  con  no  poca  pena,  que  los  que  avisan  a  los  Superiores 
de  las  faltas  que  advierten  en  los  Nuestros,  conforme  se  ordena  en 
líis  reglas  IX  y  X  del  sumario  de  las  Constituciones,  son  mal  recibi- 
dos y  aun  perseguidos.  No  puedo  creer  que  si  esto  llega  a  conoci- 
miento de  V.  R.  y  sabe  quién  es  el  que  comienza  a  introducir  cosa 
tan  perniciosa  a  la  Compañía,  no  haga  con  él  una  grave  demostra- 
ción. V.  R.  esté  advertido.y  si  puede  averiguar  que  alguno  se  ha  des- 
cuidado en  esta  materia  de  palabra  o  por  escrito  o  de  otra  manera", 
déle  luego  la  penitencia  que  merece...  Lo  peor  es  que  me  aseguran 
que  algún  superior  o  superiores  han  hecho  buscar  las  cartas  de  súá 
subditos,  para  ver  lo  que  escriben,  y  que  ha  sucedido  coger  cartas 
escritas  al  Provincial  y  aun  al  General,  para  saber  lo  que  se  escribía 
contra  ellos,  pprqtie  dicen  que  cada  uno  tiene  derecho  para  ver  lo 
que  su  enemigo  maquina  contra  él.  Hasta  que'V.  R.  ñie  avise  de  Ib 
que  pasa,  no  quiero  resolver  nada  en  materia  tan  grave  y  peligrosa.' 
Sólo  advierjto;que.si,yio  entendiese,  quién  ha  sido  el  que  con  poco  té^ 


(1)     Lima.  Bibl.  Nacional.  Manuscritos,  154.  Ordenaciones  de  los  Pl'.  Provinciales...  re- 
ducidas por  el  P.  Nicolás  Duran.  168í)!>  .y^:_  .'■...  y^-:.. ...     -■  :>.^r.^...vr■:ú  SL''-  .?;:'■:     (:> 


420  LIB-   II. — PROVINCIAS   DE   TJLTIíAMA» 

mor  do  Dios  ha  cogido  o  abierto  dichos  pliegos,  o  quién  se  los  en- 
señó o  tiene  por  probable  doctrina  tan  perjudicial,  me  obligaría  a 
que  hiciese  con  él  un  castigo,  que  sirviese  de  escarmiento  y  ejemplo 
a  todos  los  demás»  (1).  Nos  parece  vislumbrar  en  estas  palabras  aquel 
defecto  a  que  años  adelante  aludía  el  P.Juan  Pablo  Oliva  en  su  céle- 
bre carta  sobre  la  cuenta  de  conciencia,  cuando  miraba,  como  uno 
de  los  males  que  podían  ocurrir  en  la  Compañía,  esta  mala  opinión 
de  perseguir  como  a  delatores  a  los  que  avisen  de  los  defectos  ocu- 
rrentes al  P.  General. 

Otra  faltf^  que  dio  algún  cuidado  en  el  Perú  como  en  Nueva  Es- 
paña, fué  la  división  entre  los  españoles  llegados  de  Europa  y  los  na- 
cidos en  América,  llamados  vulgarmente  criollos.  El  P.  Carafa,  escri- 
biendo al  Provincial  del  Perú,  manifestó  con  vivo  sentimiento  el 
cuidado  en  que  le  ponía  esta  división  de  ánimos,  que  se  sentía  en 
aquella  provincia  tal  vez  más  que  en  ninguna  otra  de  las  americanas. 
Oigamos  al  P.  General:  «Ninguna  cosa  me  da  mayor  cuidado  en  esas 
provincias  que  la  menos  unión  y  caridad  de  unos  con  otros,  en  espe- 
cial los  que  han  nacido  con  los  que  van  de  Europa,  y  esto  se  conoce 
en  muchos  efectos  y  en  las  cartas,  en  que  cada  uno  estampa,  sin  pre- 
tenderlo, su  afecto  y  la  lepra  de  que  está  tocado.  Confieso  con  toda 
verdad  que  me  ha  dado  y  me  da  grande  pena,  porque  veo  cuan  contra- 
rio es  esto  al  espirita  do  la  Compañía,  adonde  por  la  misericordia  del 
Señor,  desde  sus  principios  tanto  ha  florecido  y  florece  la  caridad  de 
unos  con  otros.  Y  así  ruego  a  V.  R.  que  lo  encomiende  grandemente 
a  todos,  y  que  eficazmente,  sin  acepción  de  personas,  remedie  y  co- 
rrija con  efecto  cualquiera  falta  que  en  esto  haya.» 

«Procure  que  en  todos  haya  un  mutuo  amor,  como  hermanos  que 
somos,  hijos  de  la  misma  madre  y  engendrados  en  Cristo  por  el  mis- 
mo padre,  sin  que  se  reconozca  que  hay  entre  nosotros  diferencia  do 
naciones,  ni  si  nacen  acá  o  allá,  y  que  con  estos  principios  se  obre  en 
todo  lo  demás,  así  en  la  distribución  de  los  empleos  y  oficios,  como 
en  las  cosas  que  se  traten  en  la  Congregación  provincial  y  en  la  elec- 
ción que  en  ella  se  suele  hacer  de  Procurador.  Manifieste  a  todos  la 
falta  que  hemos  reconocido  en  muchos  de  los  de  allá,  para  que  la  en- 
mienden y  repriman  y  mortifiquen  el  afecto  nacional  que  les  instiga  y 
solicita  para  procurar  los  aumentos  y  oficios  para  los  suyos,  engran- 
deciendo sus  prendas  y  deshaciendo  las  de  otros.  Y  en  esta  materia 
hablo  generalmente,  así  de  los  que  van  de  Europa  como  de  los  que 


(1)    Lima.  Bibl.  Nacional.  MamtsctUos,  154,  pág.  404. 


CAP.  V. — LA  PROVINCIA  DEL  PKRÚ  DE  1615  A  1652  421 

han  nacido  allá,  y  persuádanse  unos  y  otros,  que  por  el  mesmo  caso 
que  pretenden  o  procuran  que  se  den  oficios  a  los  de  su  nación  o  se 
quejan  o  muestran  sentimiento  de  que  no  se  les  dé,  se  hacen  indig 
nos  de  ellos,  y,  en  efecto,  no  se  les  darán,  porque  será  justo  castigo 
a  su  manifiesta  ambición.  Y  porque  ninguno  alegue  que  no  tenía  no- 
ticia de  este  mi  sentir  y  resolución,  V.  R.  la  hará  notoria  en  su  pro- 
vincia, enviando  copias  de  este  capítulo  y  de  algunos  otros  de  esta 
carta;  que  es  necesario  que  todos  sepan,  para  que  observen  y  cum- 
plan lo  que  con  tan  grande  deseo  do  su  mayor  bien  deseo  y  en- 
cargo» (1). 

3.  En  todos  estos  años  los  Padres  del  Perú  continuaron  traba- 
jando fervorosamente  en  la  santificación  de  los  españoles.  Las  cartas 
anuas  suelen  explicarnos  más  o  menos  las  fatigas  apostólicas  que  se 
empleaban  en  las  ciudades,  principalmente  para  conservar  y  aumen- 
tar la  piedad  del  vecindario.  Como  muestra  de  esta  actividad  conti- 
nua, que  ya  por  ser  ordinaria  apenas  se  hacía  notable  en  el  país,  co- 
piaremos lo  que  se  nos  dice  en  las  anuas  de  1630  sobre  los  ministe- 
rios ordinarios  de  los  jesuítas.  «Los  ministerios  de  la  Compañía 
están  muy  entablados  y  muy  visitadas  nuestras  iglesias  para  los  ser- 
mones, y  muchísimo  más  para  las  confesiones  y  comuniones.  Los  con- 
cursos de  las  cuaresmas  a  los  cuatro  sermones  ordinarios  de  domingo 
y  ferias,  son,  creo,  los  mayores,  así  en  los  mayores  lugares,  Lima, 
Cuzco,  Potosí,  Chuquisaca,  como  en  los  demás  menores.  Este  año  en 
especial  han  sido  en  Lima  numerosísimos,  aun  en  los  días  de  trabajo, 
llenándose  la  iglesia  todo  lo  que  fué  capaz.  Fuera  de  estos  sermones, 
están  en  toda  la  provincia  introducidos  los  ejemplos,  y  se  cuentan  de 
noche  a  puerta  cerrada  en  las  iglesias  tres  días  en  la  semana  a  los  es- 
pañoles y  tres  a  los  indios  y  morenos,  con  tan  gran  concurso  que  es 
maravilla. 

»Pero  lo  que  la  causa  grandísima  es  ver  los  buenos  frutos  que 
de  esta  celestial  invención  se  siguen,  porque  habiendo  el  predi- 
cador desde  el  pulpito  predicádoles  por  espacio  de  media  hora  de 
alguna  materia  provechosa  y  a  propósito  de  cuaresma,  y  contádoles 
algún  ejemplo  o  historia  temerosa,  que  tal  suele  ser  de  ordinario,  o 
de  la  divina  misericordia,  todo  en  orden  a  que  conciban  odio  del  pe- 
cado y  se  muevan  a  dolor  y  penitencia,  a  la  última  parte  se  apagan 
las  velas  y  se  empieza  la  disciplina,  quedándose  el  Padre  en  el  pul- 
pito a  decirles  en  ella  el  miserere,  glosándolo  con  varias  considera- 


(1)     Ibid.,  pág.  417. 


422  l'IB-    II.^-I'ROVIXCIAS.Dli    ULTEAMAlí 

ciones  y  pidieJüdo  con  clamores  al  cielo  misericordia  para  todos,  con- 
que el  fervor  que  en  ellos  entra  es  tal,  que  muchos  juzgan  que  ést^ 
es  el  mayor  fruto  de  cuaresma.  Porque  los  sollozos,  las  voces  y,  lá- 
grimas son.  tantos,  tantos  los  clamores  al  cielo,  tantas, las  bofetadasy 
golpes  de  pecho  que  se  dan,  que  parece  un  retrato  de  la  penitente 
Ninive.  Y  como  están  en.  tinieblas  y  sin  recelo  dé  avergonzarse 
los  unos  de  los  otros,  sueltan  la  represa  de  sus  ansias,  haciéndose  ver- 
dugos de  sus  cuerpos,  si  bien  lo  más  que  se  estima  no  es  tanto  la  dis- 
ciplina, que  muchas  veces  se  impide  en  los  más,  por  no  cabea-  la  gente, 
cuanto  los  actos  de  contrición  que  prorrumpen  en  voces  tiernas  .y 
amorosísimos  afectos  del  alma.  .- 

«Las  limosnas  que;  luego  se  siguen  (porque  en  estos  ejemplos  se. 
suele  pedir  para  los  muchos  pobi'es  que  no  teniendo  que  vestir  acu- 
den a  nuestros  predicadores),  las  limosnas,  digo,  (jue  se  siguen,  soií 
muchas,  enviando  de  sus  casas  parte  de  sus  vestidos  para  partir  coii 
el  pobre,  y  aun  dejando  las  capas  en  la  porrería,  honroso  despojo  de 
las  victorias  de  la  palabra  divina,  y  en  Lima,  en  una  cuaresma  solhj 
envióse  cincuenta  y  sesenta  vestidos  de  hombres  y  mujeres,  con  qu^ 
se  remedió  muchos  pobres.  Este  fruto  de  las  cuaresmas  se  coge  al  fií^ 
la  semana  santa  y  se  siembra  o  se  empieza  a  coger  en  las  Cuarenta 
horas.  Con  su  jubileo  todos  se  disponen  a  entrar  en  aquel  santo 
tiempo  con  el  resguardo  de  la  gracia  de  Dios  que  asegure  el  mérito 
de  sus  buenas  obras.  De  nuestra  parte  se  procura,  qu©  ni  les  falten 
confesores  en  la  penitenciaria,  ni  adorno  en  las  iglesias,  ni  música  en- 
los  coros,  ni  buenos  predicadores  en  los  pulpitos,  porque  todo  so 
allega  a  dar  buen  principio  a  la  cuaresma,  y  por  la  misericordia  del 
Señor  le  dan,  de  suerte  que  no  se  diferencia  aquella  semana  de  la 
última  santa.     ^ 

»En  todos  los  colegios  se  han  hecho  una  o  dos  misiones  al  año  y 
a  veces  niás  a  pueblos  de  españoles  o  a  provincias  de  indios,  buscán- 
dolos como  más  necesitados  por  las  quebradas  y  montes,  dondí^; 
viven  tan  divididos,  que  es  gran  trabajo  el  buscarlos,  y  hallarlos  co- 
piosísima mies.  Porque  en  este  retiro  debe  de  vivir  el  tercio  de  los 
indios  del  Perú^  labrando  sus  campillos  y  quitándose  a  la  vista  del. 
que  los  pueda  llevar  a  minas,  y  los  curas  o  no  pueden  o  no-  quieren-- 
buscarlos  en  estos  rincones,  con  que  viene  a  librarse  su  remedio  de, 
la  diligencia  de  la  Compañía,  que  sin  oficio  de  pastor,  busca  la  ovejit 
descarriada,  para  traerla  al  aprisco  de  las  demás  que  viven  en  el 
rebaño...  Acúdese  en  toda  la  provincia  al  ministerio  de  la-pFedi<}a- 
ción  en  iglesias,  plazas  y  cárceles,  a  confesar  en  casa,  en  hospita,l^s, 


CAP.    V.— ^t-A    rKOVIXCÍA  DEL  PERÚ  DE   1G15   A   1052  423 

en  monasterios'  de  religiosas- y  en  casas  particulares  a  enfermos.  Las 
éongregaciones  de  los  sacerdotes,  seglares,  legos,  juventud  y  estu'- 
diantes,  van  en  mucho  aumento,  apartándolas  en  ellas  el  domingo 
de  comedias,  juegos  y  otros  divertimientos  profanos.  Las  cofradíaá 
de  los  indios  están  muy  bien  puestas  en  lo  espiritual  y  temporal,  di- 
vididas en  algunas  partes  en  dos,  una  de  indios  varones  y  otra  dé 
mactas'  o  jóVenes,  y  todos  los  de  ellas  acuden  a  comulgar  el  jubileo 
áe  cada  mes  con  otra  mucha  gente,  y  así  a"  una  mano  están  en  toda 
la  provincia  estas  comuniones  muy  asentadas  y  se  celebran  descu- 
briendo  el  Señor  con  el  aparato  posible»  (1). 

Én  el  último  párrafo  de  estas  anuas  se  apunta  el  fruto  espiritual 
que  se  recoge  con  las  congregaciones  piadosas  y  la  gran  variedad  dé 
ellas  que  había  en  el  Perú.  Debemos  añadir  que  también  aquí  empe- 
zaron por  entonces  a  formarse  congregaciones  piadosas  de  mujeres, 
aunque  a  los  principios  se  alarmó  un  poco  el  P.  General,  cuando 
llegó  a  sus  oídos  esta  noticia.  El  21  de  Mayo  de  1622,  escribiendo  ai 
Provincial  del  Perú  le  decía:  «Avísanme  que  en  Lima  se  trataba  de 
fundar  una  congregación  de  mujeres  a  imitación  de  las  de  hombres. 
No  puedo  creer  que  esto  sea  así,  pero  por  lo  que  pueda  suceder,  en- 
cargo que  no  se  dé  oído  a  semejante  plática,  que  sería  ocasión  de 
graves  inconvenientes»  (2).  Tres  años  después,  el  14  de  Octubre 
de  1625,  escribía  el  mismo  P.  General  al  P.  Lyra,  Visitador:  «En  una 
de  21  de  Marzo  de  1622  encargué  al  P.  Provincial  Juan  de  Frías  Herrán, 
que  no  se  fundase  congregación  de  mujeres,  por  los  inconvenientes 
que  de  ella  se  podían  temer.  Ahora  me  avisan  que  después  de  haber 
tenido  este  orden,  entabló  las  dichas  congregaciones  en  Huamanga 
y  el  Cuzco.  V.  R.  se  informe  si  ha  pasado  así,  y  hallando  ser  cierto  lo 
que  queda  dicho,  hágale  dar  un  buen  capelo  en  el  refectorio  por  esta 
falta,  y  ordene  luego  que  las  dichas  congregaciones  de  mujeres,  así 
en  los  dichos  puestos  como  en  cualesquiera  otros  de  esa  provincia,  se 
dejen,  como  cosa  no  usada  ni  practicada  en  la  Compañía»  (3).  A  pe- 
sar de  estas  prohibiciones,  iban  creciendo  las  instanci'as  para  fundar 
congregaciones  de  mujeres,  y  algunos  años  después  vemos  ya  fun^ 
clonar  con  cierta  regularidad  una  congregación  de  unas  600,  princi^ 
pálmente  viudas  y  jóvenes  solteras,  que  habían  formado  una  con- 
gregación en  la  ciudad  de  Juli. 


(1)  Peruana.  Litt.  annnac,  1630.  Abai'can  estas  anuas  el  espacio  de  dos  años. 

(2)  Peruana.  Epiat.  Gen.  A  Frías  Herrán,  21  Marzo  1622. 
(3j    I6¿(/.  A  Lyra,  14  Octubre  1625. 


42  t  LJC.    ir. — PKOVINCIAS   DE    ULTRAMAIt 

Y  pues  hablamos  de  congregaciones,  bueno  será  mencionar  una 
congregación,  o,  mejor  dicho,  institución,  que  empezó  a  formarse 
en  este  tiempo  en  las  provincias  de  América,  y  es  la  de  aquellos 
criados  nuestros,  a  quienes  se  llamó  donados.  Ya  hablamos  en  España 
del  principio  que  tuvo  esta  idea.  Era  tomada,  ciertamente,  de  los 
usos  recibidos  en  otras  Órdenes  religiosas,  que  se  juzgó  conveniente 
aplicar  a  la  Compañía.  Sin  embargo,  al  principio  resistió  el  P.  Vitel- 
leschi  a  semejante  institución.  El  15  de  Enero  de  1625  escribió  estas 
palabras  al  P.  Gonzalo  de  Lyra:  «Necesario  es  que  V.  R.  haga  despe- 
dir los  donados  que  hay  en  el  Cuzco  y  en  cualquier  otro  puesto  de  la 
provincia,  y  ordene  que  en  adelante  no  se  admita  ninguno»  (1).  Con 
todo  eso,  la  idea  no  se  abandonó,  y  unos  cuarenta  años  después  la 
vemos  tan  recibida,  que  un  Visitador  de  las  Américas  escribió  reglas 
para  los  tales  donados. 

4.  Al  mismo  tiempo  que  se  procuraba  santificar  a  los  españoles, 
se  trabajaba  con  fervor  en  el  cultivo  espiritual  do  los  indios.  En  los 
primeros  años  del  P.  Vitelleschi  estaban  muy  atareados  nuestros  Pa- 
dres en  el  centro  de  la  provincia  peruana  con  aquel  ministerio  espi- 
ritual tan  importante,  empezado  en  1610,  cual  fué  la  extirpación  de 
las  ocultas  idolatrías.  Ya  referimos  en  el  tomo  anterior  cómo  empezó 
este  trabajo  provechoso.  Aquí  debemos  añadir  que  en  los  años  si- 
guientes se  continuó  con  fervor  y  se  logró  un  éxito  felicísimo,  des- 
arraigando de  los  indios  en  una  gran  extensión  de  terreno  todos  los 
restos  de  las  antiguas  idolatrías,  que  aun  se  conservaban  ocultas  en 
los  pueblos  pequeños  y  en  los  montes.  Fueron  enviados  algunos  vi- 
sitadores eclesiásticos  por  las  aldeas,  y  con  cada  uno  de  estos  visita- 
dores tres  Padres  de  la  Compañía,  para  catequizar  a  los  indios  y  con- 
fesarlos. Existe  una  relación  bastante  difusa  de  los  pueblos  recorri- 
dos en  esta  forma  y  de  los  bienes  espirituales  que  en  tal  jornada  se 
recogieron.  En  los  años  de  1615  a  1620,  según  esta  relación,  fueron 
visitados  78  pueblos  de  indios,  todos  los  cuales  tienen  por  nombre 
algún  santo  ^  después  alguna  denominación  tomada  de  las  lenguas 
indígenas.  Así  vemos,  por  ejemplo,  el  pueblo  de  Santiago  de  Chilcas, 
San  Francisco  Otuc,  Santo  Domingo  de  Guangu,  etc.  ¡Quién  pudiera 
retener  los  nombres  de  tantos  pueblos  visitados  por  los  misioneros! 
Contentémonos  con  resumir  el  éxito  final  de  esta  felicísima  expedi- 
ción. Según  la  relación  antecedente,  fueron  absueltos  del  pecado  de 
idolatría  in  foro  externo  20.893  indios;  fueron  descubiertos  y  castiga- 


(1)    Vñl.  A  Lyra,  1.5  Enero  1G25. 


CAP.    V. — LA    PROVINCIA   DEL   PERÚ   DE   1G15   A    lG.'2  425 

dos  ligeramente,  1.618  maestros  o  hechiceros  que  promovían  la  ido- 
latría; fueron  recogidos  1.769  ídolos  principales  y  otros  dioses  meno- 
res en  número  de  7.288.  Si  a  esto  se  agregan  1.365  cadáveres  a  quienes 
daban  supersticiosa  veneración  los  indios,  entiéndese  la  gran  multi- 
tud de  objetos  idolátricos  que  nuestros  misioneros  quitaron  de  la 
vista  a  los  infieles  (1). 

Para  promover  el  bien  difundido  entre  los  indios  y  conservaren 
lo  posible  las  buenas  costumbres  entre  ellos,  se  fomentó  la  erección 
do  los  colegios  para  hijos  de  caciques.  El  Príncipe  de  Esquilache 
abrió  dos  casas  en  Lima:  una  para  la  reclusión  de  los  maestros  de  la 
idolatría,  y  otra  para  la  enseñanza  de  los  niños  indios.  Asignó  una 
breve  pensión  para  entrambas,  y  continuaron  no  sin  algún  fruto  es- 
piritual para  la  población  indígena  (2),  También  en  Cuzco  y  en  Po- 
tosí se  establecieron  pequeños  colegios  de  caciques  para  educar, 
según  su  capacidad,  a  los  hijos  de  los  principales  indios. 

Al  mismo  tiempo  que  desarraigaban  del  Perú  nuestros  Padres  los 
restos  de  la  idolatría,  promovían  continuamente  el  bien  espiritual  de 
aquellas  grandes  aglomeraciones  de  indios,  que  rodeaban  en  el  Perú 
a  ciertas  ciudades  españolas.  Sabido  es  que  en  Cuzco,  en  Potosí,  en 
Juli  y  en  otras  poblaciones  era  muy  grande  el  número  de  indios  que 
vivían  en  un  radio  de  algunas  leguas,  dependientes  más  o  menos  de 
los  españoles.  Los  Padres  de  la  Compañía  hacían  con  muchos  de 
estos  indios  el  oficio  de  párrocos,  y,  sobre  todo,  tenían  a  su  cargo 
una  gran  multitud  do  ellos  en  Juli.  Según  indican  varias  cartas  de 
aquellos  tiempos,  no  bajaban  de  17.003  los  indios  evangelizados  por 
los  jesuítas  en  aquella  ciudad  y  en  su  comarca. 

Véase  la  relación  que  enviaba  el  P.  Duran,  Provincial  del  Perú, 
en  1642,  sobre  lo  que  se  hacía  en  la  residencia  de  Juli:  «Tiene  ocupa- 
dos la  Compañía  en  Juli  seis  y  ocho  sacerdotes,  un  Superior  que  los 
gobierna  y  tres  Hermanos  que  los  acompañan,  y  de  ordinario  otros 
cuatro  o  seis  sacerdotes  aprendiendo  la  lengua  para  correrías  y  mi- 
siones entre  los  indios  de  la  comarca,  y  para  suceder  en  los  cuatro 
curatos,  acudiendo  todos  con  gran  diligencia  a  lo  espiritual  y  tem- 


(1)  Todos  estos  números  constan  en  un  documento  conservado  en  el  Archivo  de 
Indias,  70-1-38.  Es  una  «Relación  de  los  medios  que  ae  han  puesto  para  la  cxHrpación  de  la 
idolatría  ds  los  indios  deste  Arzohisimdo  de  los  Reyes  y  de  los  pueblos  que  se  han  visitado  en 
el  tiempo  que  ha  quo  gobierna  el  Exorno.  Sr.  Principe  de  Esquilache»,  mandada  a  Felipe  III 
por  el  mismo  Principe. 

(2)  Arcii.  de  Indias,  70-1-38.  Esquilache  al  Rey.  Callao,  18  Abril  1619.  El  Rey 
aprobó  la  idea,  como  se  ve  en  la  cédula  real  (Madrid»  11  Junio  1G21)  dirigida  al  mis- 
mo Esiuilaclie.  Arch.  de  Indias,  71-3-13. 


426  r-iK-  II. — PKüVJXciA.s  ul  vltua.mak 

poral  de  los  indios.  Hácese  la  doctrina  cristiana  todos  los  días,  pre- 
dícaseles todos  los  domingos  y  fiestas  en  su  lengua,  van  a  confesarlos 
a  sus- estancias  cuando  están  enfermos  o  impedidos,  veinte  y  más  le- 
guas, y  siempre  les  llevan  algún  socorro  o  regalo,  y  es  muy  frecuente 
el  ir  a  estas  confesiones.  Enseñan  a  los  niños  a  rezar,  leer,  escribir  y 
contar,  todos  los  días  en  escuela  aparte,  de  ¿[ue  cuida  un  Her- 
mano de  la  Compañía.  Adminístranse  todos  los  sacramentos,  y  el  del 
bautismo  y  matrimonio  sin  interés  alguno.  Asimismo  sin  ningún  in- 
terés los  entierros  y  sepulturas,  aunque  sean  de  forasteros.  Comulgan 
seis  veces  al  año,  y  cada  vez  dos  o  tres  mil-  personas  que  profesan 
virtud,  y  todos  en  ia  Pascua.  Hácense  tódoslosaños  veinte  mil  con- 
fesiones de  forasteros  que  vienen  de  toda  la  comarca  a  este  pueblo  a 
confesarse  y  a  aprender  las  cosas  de  Dios,  como  ellos  dicen,  de  qué. 
resulta  grande  concurso,  y  es  voz  común  llamarse  este  pueblo  el 
pueblo  santo  y  Roma  de  las  Indias. 

>EÍ  adornó,  música  y  culto  de  las  iglesias  es  superior  a  todas. 
Cada  día  se  reparten  limosnas  suficientes  a  campana  tañida,  un  día 
con  otro  a  doscientas  personas  pobres,  y  en  algunos  tiempos  a  más 
de  cuatrocientas.  Cada  domingo  se  da  limosna  para  sustento  de  toda 
la  semana  á  ciento  cincuenta  personas  impedidas  y  vergonzantes. 
Cada  año  se  reparten  a  los  indios  que  van  a  la  labor  de  la  sierra  de 
Potosí,  en  plata,  carneros,  lana,  comida  y  btros  géneros  a  propósito 
para  su  viaje,  un  millar  de  pesos.  Cada  año,  de  esta  casa  de  la  Com- 
pañía, para  ayudar  a  pagar  el  real  tributo,  un  año  con  otro  se  dan 
dos  mil  quinientos  pesos,  y  monta  Ío  que  ha  dado  desde  1602  más  de' 
noventa  milpeso»^  como  consta  de  los  libros  de  los  caciques  autori- 
dades. Tienen  a  cargo  de  la  Compañía  un  hospital,  donde  se  curan 
como  dos  mil  pobres  en  el  discurso  de  cada  año  y  de  veintisiete  año? 
a  esta  parte  los  cura  un  Hermano  médico  y  cirujano  de  la  misma 
Compañía.  El  adorno  de  las  iglesias  y  las  limosnas  referidas  salen  dé 
una  estancia  de  ganado  vacuno  y  carneros  de  la  tierra  que  está  á 
cargo  de  la  Compañía  y  la  misma  la  fundó  para  este  intento,  y  tam- 
bién sin  ayudarse  para  ello  del  pie  de  altar,  porque  los  religiosos  se 
sustentan  con  sólo  el  sínodo  y  limosna  que  Su  Majestad  les  da»  (1). 

A  estas  noticias  que  nos  suministra  el  P.  Provincial,  queremos 
añadir  las  que  por  cuenta  propia  insinúa  el  Marqués  de  Mancera,  Vi- 
rrey del  Perú,  escribiendo  al  Rey  el  23  de  Julio  de  1642.  Dice  así:. 
«Por  las  noticias  que  tengo  de  estas  doctrinas  de  Juli,  y  las  que  he 


(1)    Arch.  (le  Indias,  70-'2-l'2. 


CAP.    V. — LA    I'KüVlXci.V'bKL   l-ERf    DK    I6l'tí   A    lGr)2  42* 

procurado  especiales  para  lo  que  Vuestra  Majestad  manda  en  la  di- 
cha real  cédula,  y  por  las  relaciones  que  he  tenido  de  personas  de 
toda  certificación  que  lo  han  visto,  puedo  afirmar  a  Vuestra  Majes- 
tad, que  en  la  relación  que  hace  el  P.  Provincial  en  este  informe  eii 
que  pondera  los  buenc^  efectos  que  se  han  seguido  y  siguen  de  que 
la  Compañía  tenga  a  su  cargo  estas  doctrinas,  anduvo  corto,  porqué 
el  arte  con  que  lo  gobiernan,  el  inmenso  trabajo  que  les  cuesta,  lá 
puntualidad  con  que  doctrinan  a  los  indios,  la  piedad  con  que  los 
curan  y  el  valor  con  que  los  defienden  do  las  molestias  que  suelen 
hacerles  los  españoles,  es  todo  digno  de  grande  admiración  y  de  que 
se  atribuya  a^obra  más  que  humana,  que  eso  se  pueda  conseguir  en 
los  indios>  (1).  De  esta  manera  se  esforzaban  nuestros  Padres  en  el 
Perú,  por  cumplir  la  obligación  que  se  habían  impuesto  al  embar- 
carse para  la  América,  de  trabajar  con  todas  sus  fuerzas  en  la  santi- 
ficación de  los  pobres  infieles. 

5.  Una  cosa  observamos  en  esta  provincia,  que  puede  llamarse 
algo  singular  en  las  provincias  ultramarinas,  y  es  que  en  la  primera 
mitad  del  siglo  XVII,  a  pesar  de  varios  conatos  enérgicos,  no  logró 
fundar  misiones  estables  entre  los  indios  separados  del  trato  de  los  es- 
pañoles. Es  verdad  que  en  1618  se  pensó  en  dar  a  la  Compañía  lá  doc- 
trina'de  Lambayeque,  en  la  diócesis  de  Trujillo,  pero  esta  no  era  mi- 
sión propiamente  dicha  de  indios,  sino  una  de  tantas  parroquias  fun- 
dadas en  el  Perú  de  tiempo  atrás,  y  que  se  miraba  como  un  pingüe 
beneficio  eclesiástico.  Deseaban  algunos  ponerla  en  manos  de  la  Com- 
pañía, para  darle  de  este  modo  la  dotación  suficiente  que  necesitaba, 
para  mantener  aquí  una  residencia.  El  Sr.  Obispo  de  Trujillo  se 
opuso  fuertemente  a  la  idea,  alegando  ({ue  esta  doctrina  era  una  de 
las  más  ricas  de  su  obispado,  y  no  era  justo  que  los  jesuítas  despoja- 
sen al  clero  secular  de  una  renta  muy  estimada  por  él  (2).  Desistióse, 
pues,  muy  pronto  del  pensamiento  de  establecer  aquella  residencia. 
La  de  Juli  era  considerada  también  como  una  doctrina  por  nuestros 
Padres,  o,  por  mejor  decir,  como  un  conjunto  de  cuatro  doctrinas, 
pues  e\  número  de  indios  agrupados  en  aquel  centro  era  ciertamente 
tan  crecido,  como  podía  serlo  la  población  indígena  de  cuatro  pa- 
rroquias. 

Aunque  no  tenían  misiones  entre  los  indios  separados  de  los  eu- 


(1)  Arch.  (le  Indias,  71-4-a. 

(2)  Véase  la  carta  enérgica  del  Obispo  a  la  Congregación  provincial  del  Perú,  es- 
crita el  9  de  Julio  de  1G18,  en  el  Arch.  de  Indias,  70-1-38.-  Oti-os  documentos  sobre  este 
mismo  negocio  se  hallan  en  el  mismo  archivo  y  legajo.         •       <         ,■■  ••  v- ' 


428  LIR-    11- — PROVINCIA»    DE    ULTRAMAR 

ropeos,  procuraban  nuestros  Padres  hacer  entradas  en  tierra  de  in- 
fieles, y  atraer  cuanto  podían  a  la  religión  j  a  las  poblaciones  espa- 
ñolas los  indios  que  encontraban  perdidos  entre  los  bosques.  Y  por 
cierto  que  en  una  de  estas  expediciones  logró  la  corona  del  martirio 
un  fervoroso  operario  de  la  Compañía.  Era  el  P.  Bernardo  Reus,  na- 
cido en  Mallorca,  y  que  vivía  en  El  Escorial,  cuando  sintió  la  voca- 
ción a  la  Compañía.  Apenas  admitido  en  ella,  como  pasase  por  Ma- 
drid el  P.  Juan  Vázquez,  Procurador  de  la  provincia  del  Perú,  obtuvo 
el  P.  Reus  que  le  agregasen  al  número  de  misioneros  que  debían 
embarcarse  entonces  para  Ultramar.  Llegó  con  ellos  al  Perú,  siendo 
él  todavía  novicio.  Allí  terminó  primero  el  noviciado  y  después  los 
estudios,  y  en  doce  años  que  le  duró  la  vida  religiosa  dio  siempre 
pruebas  de  espíritu  fervoroso,  de  ánimo  alentado  para  los  trabajos 
apostólicos  y  de  ferviente  deseo  de  la  salvación  de  las  almas.  En  1629 
entró  a  los  indios  llamados  chunches,  en  compañía  de  dos  Padres 
agustinos.  Esperaban  hacer  fortuna  en  la  conversión  de  aquellos 
indios  salvajes,  pero  Dios  nuestro  Señor  se  contentó  con  sus  santos 
deseos  y  les  dio  desde  luego  la  corona  del  martirio.  Apenas  entraron 
a  los  primeros  bárbaros,  éstos,  resentidos  por  no  sé  qué  injurias  o 
disgustos  que  antes  habían  padecido  de  los  españoles,  acometieron 
al  P.  Reus  y  a  ios  dos  religiosos  agustinos,  y  los  asesinaron  sin  pie- 
dad. Ocurrió  este  suceso  el  17  de  Mayo  de  1629  (1). 

Entretanto  nuestros  Padres  no  abandonaban  la  idea  de  fundar 
misiones  separadas  entre  los  indios  infieles.  El  Conde  de  Chinchón, 
Virrey  del  Perú,  escribiendo  a  Felipe  IV  el  30  de  Mayo  de  1630,  le 
advertía  que  en  todo  el  Perú  era  cosa  muy  sabida,  que  existían  mu- 
chas tribus  idólatras  en  torno  de  los  países  habitados  por  los  españo- 
les. Varias  veces  se  habían  hecho  entradas  con  los  soldados,  pen» 
nunca  se  había  conseguido  ningún  fruto  estable,  ni  fundación  alguna 
que  diese  esperanzas  de  algún  progreso,  ni  espiritual  ni  temporal.  El 
único  remedio  posible  que  a  él  se  le  ocurría  era  encomendar  a  los 
Padres  de  la  Compañía  este  negocio,  para  que  ellos  emprendiesen  en 
el  Perú  lo  que  estaban  haciendo  en  el  Paraguay.  Atendido  el  celo 
apostólico  y  la  buena  maña  de  los  jesuítas,  era  de  esperar  que  con- 
quistasen a  los  indios,  yéndose  a  vivir  entre  ellos,  y  que  formasen 
pueblos  con  los  indígenas,  instruyéndoles  poco  a  poco  en  las  verda- 
des de  la  fe  y  en  las  costumbres  de  la  vida  civilizada.  Para  empezar 


(1)    Véaso  la  narración  de  este  suceso,  tomada  do  las  anuas  del  Perú,  on  Cordara, 
Uist.  S.  J.,  P.  VI,  1.  14,  n.  2  J2, 


CAP.  V. — LA  PROVINCIA  DEL  PERÚ  DE  1615  A  1G52  429 

esta  olDra  propone  a  Su  Majestad,  que  se  entreguen  a  los  jesuítas  al- 
gunas doctrinas  de  las  más  lejanas  y  próximas  a  tierra  de  infieles, 
doctrinas  que  podían  considerarse  como  fronteras  entre  el  país  ha- 
bitado por  los  españoles  y  el  desconocido  donde  vagaban  libremente 
los  salvajes  (1). 

Esta  misma  idea  la  comunicó  con  el  Sr.  Arzobispo  de  Lima,  y, 
entendiéndose  los  dos,  resolvieron  entregar  a  la  Compañía  la  doc- 
trina llamada  Chabín  de  Parianga,  Hallábase  este  pueblo,  o,  por  me- 
jor decir,  este  conato  de  pueblo,  en  el  extremo  septentrional  de  la 
diócesis  de  Lima,  algo  al  Norte  del  nacimiento  del  célebre  río  Ama- 
zonas, en  cierta  quebrada  que  formaban  los  Andes,  de  donde  se  ima- 
ginaron algunos,  que  se  abría  la  puerta  para  comunicar  con  nume- 
rosas tribus  de  gentiles.  En  1631  admitieron  los  jesuítas  esta  doctrina, 
y  con  grandes  alientos  se  propusieron  fundar  allí  una  o  varias  re- 
ducciones de  nuevos  cristianos.  El  P.  Pedro  de  Silva,  con  otros 
dos  compañeros,  se  dirigió  a  Chabín.  Desde  allí  avisó  de  su  lle- 
gada a  la  tribu  de  indios  llamados  carapachos,  que  distaba  como 
tres  jornadas,  y  eran  los  más  conocidos  entre  los  que  habitaban 
aquellas  regiones.  Vinieron  a  verle  23  de  estos  bárbaros,  todos  des- 
nudos y  sin  más  adorno  que  una  breve  faja,  con  que  cubrían  lo  más 
indispensable,  y  ciertas  plumas  abigarradas  en  la  cabeza.  El  Padre 
los  recibió  con  toda  caridad,  los  retuvo  a  su  lado  unos  cuantos  días, 
en  los  cuales,  hablando  con  ellos  y  franqueándose  lo  mejor  que  supo, 
les  dio  a  entender  la  buena  voluntad  que  tenía  de  hacer  bien  a  los 
carapachos.  Les  representó  que  podían  reunirse  en  aquel  sitio  có- 
modo y  oportuno  para  sus  sementeras,  y  los  convidó  a  que  viviesen 
perpetuamente  a  su  lado,  con  la  intimidad  y  alegría  con  que  les  veía 
estar  aquellos  días  que  pasaban  juntos.  Recibieron  muy  bien  las  in- 
vitaciones del  misionero,  y  sobre  todo  se  exaltaron  de  alegría,  cuando 
el  Padre  regaló  a  cada  uno  una  camisa,  prenda  que  ellos  estimaron 
como  si  fuera  una  joya  preciosísima.  Volviéronse,  pues,  a  su  tribu, 
y  en  breve  tiempo  convencieron  a  gran  multitud  de  indios  y  les  per- 
suadieron a  venirse  al  lado  del  Padre. 

El  15  de  Agosto  de  163L  se  reunieron  en  el  pueblo,  y  por  conside- 
ración a  la  fiesta  del  día,  puso  el  P.  Pedro  Silva  por  nombre  al  nuevo 
pueblo  La  Asunción.  Ciento  cincuenta  indios  fueron  bautizados  en 
aquel  día.  Animados  con  este  buen  principio,  enviaron  los  Superio- 
res otros  dos  misioneros,  el  P.  Jerónimo  Mejía  y  el  P.  Antonio  de 


(1)    Arch.  de  Indias,  70-2-4. 


43Q  -     ■      Ein.  II.— PROVINCIAS  de  ultramar  .- 

Aguirre.  Uno  y  otro  salieron  de  La  Asunción  y  corrieron ^ hasta  el 
país  en  que  vivían  los  carapachos.  Llevaban  una  imagen  de  María 
Santísima,  y,  reuniendo  los  indios  delante  de  ella,  empezaron  a  en- 
señarles las  verdades  cristianas,  y  muy  pronto  persuadieron  a  casi 
todos  a  que  se  vinieran  a  vivir  a  Chabín  y  recibieran  la  religión 
cristiana.  Desde  este  punto  se  extendieron  los  PadTes  a  la  tribu  de 
los  tuinticanos,  que  tí  vían  enemistados  con  los  carapachos.  Lo  pri- 
mero que  hicieron  fué  reconciliar  a  entrambas  tribus,  y,  atrayéndo- 
les suavemente  al  pueblo  de  La  Asunción,  les  hicieron  conocer  las 
comodidades  de  la  yida  civilizada  y  las  ventajas  que  les  traería  vi- 
yir  al  amparo  de  los  Padres.  En  pos  de  estas  dos  tribus  vinieron  in- 
dios de  algunas  otras,, y  en  un  espacio  no  rauy  dilatado  pudieron  los 
misioneros  fundar  tres  reducciones  (1). 

El  Arzobispo  de  Lima,  en  1633,  visitó  casi  todas  las.  doctrinas  de 
su  diócesis,  y  daba  cuenta  al  Rey  del  fruto  espiritual  que  había  ob- 
servado en  todas  las  parroquias.  Al  hablat  de  las  rcjiucciones  funda- 
das por  los  Padres  de  la  Compañía,  decía  así:  «Los  dichos  Padres  de 
la  Compañía  de  Jesús  se  han  encargado  de  otros  indios,  y  para  ello, 
de  acuerdo  con  el  Virrey,  les  dimos  la  doctrina  de  Chabín  de  Pa- 
rianga.  No  los  pude  visitar,  aunque  llegué  cerca  de  ellos.  Fui  infor- 
mado que  los  Padres  saben  su  lengua  y  han  hecho  catecismo  y  ora- 
ción en  ella,  y  los  más  de  los  indios  son  cristianosy  de  buen  natural, 
y  reciben  bien  lo  que  se  les  enseña.  Están  poblados  en  dos  reduccio- 
nes, y  se  trata  de  hacer  otra.  Mediante  Dios  los  visitaré  en  saliendo  a 
la  visita»  (2).  Efectivamente,  los  visitó  dos  años  después,  en  1635,  y 
escribiendo  al  Virrey  del  Perú  el  31  de  Marzo  de  1636,  le  dice; estas 
palabras:  «Cuando  el  año  pasado' de  35  visité  la  doctrina  de  Chabín 
de  Parianga,  que  Vuestra  Ercelencia  dio  a  los  Padres  de  la  Compa- 
fiía  de  Jesús,  para  que  desde  allí  acudiesen  a  la  conversión. y  doctrina 
de  otros  indios  panataguas,  entendí  que  había  en  tres  poblaciones  a 
que  se  los  tenía  reducidos,  como  trescientos  indios,  sin  niños  ni  mu- 
jeres, y  los  doctrinan  los  dicl;ios  Padres,  con  presentación  en  forma 
de  Vuestra  Excelencia,  y  con  colación  y  canónica  institución»  (3).    , 

Continuaron  estas  reducciones  bastante  florecientes  ceíca  de 
veinte  años  en  manos  de  los  jesuítas,  pero  éstos  y  los  demás  experi- 
mentaron una  decepción  que  no  habían  esperado.  Fué  el  caso  que  en 


(1)  Cordara,  7ii.s¿.  ¿'  J.,  P.  VI,  1.  Ifi,  ii. 

(2)  Arch.  de  Indias,  70-3-10. 

(3)  Jhid.,lQ-%K 


CAr.    V.-^LA    I'ROVIXGIA    UIJL    PF.RÚ    PE    lOl.")    A    1(>:>2  4;,J1, 

un  territorio  bastante  extenso  no  había  población  considerable  de 
indios  infieles,  y  aunque  en  excursiones  particulares  corrieron  los 
misioneros  por  uno  y  otro  lado,  apenas  descubrieron  nuevos  indios 
que  poder  agregar  a  los  pueblos  ya  fundados.  En  1650,  el  P.  Provin- 
cial Lupercio  de  Zurbano  juzgó  oportuno  entregar  estas  doctrinas, 
como  ya  bien  fundadas,  al  Sr.  Arzobispo  de  Lima.  Declaróle  que  la 
Compañía  había  tomado  aquella  misión  de  Chabín,  creyendo  que  con 
.ella  se  abriría  la  puerta  a  la  conversión  de  muchos  infieles  que  se 
pensaba  vivían  diseminados  en  aquellos  montes,  pero  se  han  conven- 
cido todos,  de  que  en  muchas  leguas  a  la  redonda  no  hay  más  pobla- 
,ción  indígena,  que  los  2.000  próximamente  que  forman  ahora  esta 
cristiandad.  La  Compañía  la  ha  catequizado  desde  1631.  Ya  tienen  los 
indios  catecismo  y  confesonario  escrito  en  su  lengua;  ya  están  todos 
bien  instruidos  en  la  fe.  Prop.one,  pues,  el  P.  Provincial  que  el  señor 
Arzobispo  ponga  allí  un  párroco  del  clero  secular,  como  en  otra  doc- 
trina cualquiera,  y  que  los  jesuítas  que  viven  en  aquel  pueblo,  pasen 
a  evangelizar  en  otras  regiones  de  infieles,  donde  estará  mejor  em- 
pleado su  trabajo.  Al  x\rzobispo  le  parecieron  bien  estas  razones;  y 
habiéndolas  conferido  con  el  Virrey  del  Perú,  y  cumplidas  todas  las 
formalidades  del  patronato  real,  proveyó  aquella  parroquia  en  un 
clérigo  virtuoso  (1). 

Una  obra  semejante  se  hizo  en  1636  al  Norte  del  Perú,  en  la  pro- 
vincia de  Cajamarca,  cerca  del  pueblo  llamado  Cajamarquilla.  El 
P.  Antonio  Vázquez,  Provincial,  escribiendo  al  Conde  de  Chinchón 
el  13  de  Mayo  de  1637,  le  decía:  «De  nuevo  se  ha  encargado  la  Com- 
pañía de  otra  entrada  entre  los  indios,  por  el  corregimiento  de  Ca- 
jamarca, frontera  de  infieles,  distrito  de  Trujillo,  para  cuyo  socorro 
se  ha  servido  Vuestra  Excelencia  ayudarnos  con  milpesos  de  limosna 
en  nombre  de  Su  Majestad,  en  las  cuales  misiones  los  religiosos  de 
la  Compañía  entran  a  predicar  el  santo  Evangelio,  sin  llevar  soldados 
ni  otra  defensa  más  que  la  verdad  de  la  santa  fe  y  religión  cristiana, 
bautizando  indios  infieles  y  procurando  reducirlos  a  pueblos,  donde 
s,e  les  pueda  doctrinar  y  administrar  los  santos  sacramentos»  (2).  El 
misionero  encargado  de  esta  obra  fué  el  P.  Luis  de  Teruel  con  otros 
dos  compañeros.  A  los  dos  años  de  haberse  empezado,  escribía  el 
Cabildo  eclesiástico  de  Trujillo  al  Rey  esta  noticia  consoladora:  «En 
breve  el  P.  Teruel  hizo  el  fruto  digno  de  mucho  más  tiempo,  pues 


(1)    Véase  la  relación  de  esta  entrega  en  el  Arch.  do  Indias, 
(•2)    Arch.  de  Indias,  70-2-9. 


432  LIB.    II. — l'KOVINCIAS   DE   ULTKáMAB 

suplió  su  fervoroso  celo  componiendo  un  arte  de  la  lengua  materna 
de  dichos  naturales,  y  en  ella  los  doctrinó  e  instruyó  y  dispuso  de 
suerte  en  orden  al  fin  referido,  que  hoy  se  hallan  en  dos  reduccio- 
nes, la  una  de  la  Concepción  de  los  Cholones,  con  709  personas,  y  la 
otra  de  San  Francisco  Javier  de  los  Jibitos,  con  624,  tan  dóciles  como 
si  no  hubieran  tenido  otro  modo  de  vivir  ni  otra  doctrina»  (1).  Para 
conservar  estos  dos  pueblos  y  promover  entre  los  indios  la  predica- 
ción del  Evangelio,  ruega  el  Cabildo  a  Su  Majestad,  sea  servido  do 
señalar  alguna  pensión  a  aquellos  misioneros. 

6.  De  esta  manera  procuraba  la  Compañía  en  el  Perú  promover 
la  mayor  gloria  de  Dios,  difundiendo  la  verdadera  fe  entre  los  indios 
y  fomentando  la  piedad  entre  los  españoles.  Como  en  todas  partes, 
hubo  de  padecer  algunas  persecuciones,  entre  las  cuales  fué  tal  vez 
la  más  amarga  la  oposición  que  les  hizo  el  Obispo  de  Arequipa  en 
los  años  1627  y  28.  Pronto  pasó  aquel  nublado,  que  se  miró  como  un 
disgusto  pasajero  (2).  No  creemos  necesario  detenernos  a  explicarlo, 
pero  no  podemos  omitir  otra  grave  tribulación  que  empezó  por  esto.n 
años,  y  había  de  hacerse  con  el  tiempo  muy  pesada  a  la  Compañía,  no 
sólo  en  la  provincia  del  Perú,  sino  en  todas  las  regiones  ultramari- 
nas. Aludimos  a  la  grave  cuestión  del  patronato  real.  Con  esta  pala- 
bra se  significaba,  como  ya  sabemos,  no  solamente  la  protección  quo 
el  Estado  español  dispensaba  a  las  misiones,  sino  más  aún  los  dere- 
chos tal  vez  desmedidos  que  so  arrogaba  sobre  ellas,  en  la  nomi- 
nación del  personal  eclesiástico  y  religioso.  Ya  desde  que  entraron 
los  jesuítas  en  el  Perú,  observaron  la  ingerencia  demasiada  de  algu- 
nos virreyes  y  gobernadores  en  sus  negocios.  Fué  necesario  a  los 
pocos  años  pedir  a  Felipe  II  una  cédula  real,  para  que  los  virreyes 
del  Perú  no  impidiesen  a  los  Provinciales  el  trasladar  de  un  pueblo 
a  otro  o  de  una  misión  a  otra  a  los  sujetos  de  la  Compañía,  cuando 
así  lo  juzgasen  conveniente  para  la  mayor  gloria  de  Dios.  A  fines  del 
siglo  XVI  apuntóse  la  idea  entre  los  oficiales  reales,  de  que  los  misio- 
neros de  la  Compañía  deberían  ser  designados  en  las  misiones,  como 
eran  designados  los  párrocos  y  doctrineros  en  el  Nuevo  Mundo,  esto 
es,  por  presentación  hecha  al  Virrey  y  nombramiento  de  éste.  Desde 
luego  pareció  esta  condición  insufrible  a  todos  los  Nuestros.  Pronto 
se  amortiguó  la  idea,  y  en  los  primeros  doce  años  del  siglo  XVII  los 


(1)  I6írf.,  71-3-20. 

(2)  Véanse  varios  documentos  sobre  este  incidente  en  el   tomo  Peruana, 
ria.  I,  n.  119. 


CAÍ'.    V. — h\    PROVINCIA   DEL    PEIIÚ    DE    1613    A    1652  4:5;] 

jesuítas,  naturalmente,  se  callaron  como  muertos  sobre  este  negocio. 
En  1612,  el  Marqués  de  Montesclaros,  aunque  amigo  sincero  de  la 
Compañía,  tuvo  escrúpulos  regalistas  de  haber  dejado  pasar  las  cosas 
sin  urgir  la  ejecución  del  patronato  real.  Lamentábase  en  carta  a  Fe- 
lipe III  del  descuido  en  que  él  mismo  había  vivido,  no  exigiendo  de 
los  jesuítas  la  presentación  de  sus  misioneros.  Atribuía  esto  al  secreto 
con  que  aquellos  Padres,  tan  santos  y  buenos,  sabían  conducir  sus  ne- 
gocios (1).  A  pesar  de  este  triste  recuerdo,  no  sabemos  que  pasara  ade- 
lante el  buen  Marqués  de  Montesclaros  en  sus  exigencias  regalistas. 
Por  fin,  en  1628,  el  negocio  se  propuso  en  toda  su  crudeza  al 
P.  Gonzalo  de  Lyra.  Se  le  advirtió  que  para  nombrar  misioneros  en 
las  doctrinas,  debía  la  Compañía  presentar  tres  sujetos  al  Sr.  Virrey, 
y  éste  escogería  el  que  le  pluguiese  para  ocupar  el  puesto.  Terrible 
golpe  fué  para  nuestros  Superiores  y  para  toda  la  Compañía  la  pro- 
posición de  este  negocio.  El  P.  Lyra  procuró  esquivarlo  buenamente, 
remitiendo  la  solución  de  una  dificultad  tan  grave  a  nuestro  P.  Ge- 
neral. Le  expuso  minuciosamente  todo  el  asunto,  y  esperó  su  res- 
puesta. El  P.  Vitelleschi  la  envió  a  su  sucesor,  P.  Duran,  con  fecha 
8  de  Marzo  de  1631.  Dice  así:  «Preguntóme  su  antecesor  de  V.  R.  qué 
se  hará  acerca  de  lo  que  el  Rey  ha  mandado,  de  que  ningún  rel¡gios<  > 
tenga  doctrina,  sin  que  haya  sido  examinado  y  aprobado  en  su  sufi- 
ciencia de  letras  y  lengua  de  indios  por  los  examinadores  sinodales 
de  cada  Obispado,  y  que  el  Provincial  proponga  tres  sujetos  de  los 
que  hubieren  sido  aprobados  al  señor  Virrey,  o  la  persona  que  admi- 
nistre el  real  patronato,  para  que  de  ellos  escoja  el  que  le  pareciere, 
y  que  éste  y  no  otro  sea  el  cura.  Respondo:  en  cuanto  a  que  los  Nues- 
tros se  sujeten  al  examen,  para  que  conste  de  su  suficiencia  en  letras 
y  lengua  de  indios,  no  hay  dificultad  alguna,  y  así  V.  R.  venga  en  ello 
con  mucho  gusto,  pero  en  esotro  punto  es  menester  suplicar  a  los 
ministros  de  Su  Majestad,  que  tengan  por  bien  que  los  Superiores  de 
la  Compañía  pongan  en  las  doctrinas  que  están  a  nuestro  cargo  los 
sujetos  que  juzgaren  convenientes,  y  que  dejen  también  a  su  dispo- 
sición sacar  a  los  que  conviniere,  porque  esto  es  precisamente  nece- 
sario para  nuestro  buen  gobierno  y  para  el  de  las  mismas  doctrinas, 
y  si  nos  quitan  esta  libertad,  será  fuerza  que  nosotros  las  dejemos, 
y  V.  R.,  con  efecto,  las  deje,  antes  que  sujetarse  a  una  cosa  que  sería 
de  tan  grande  daño  para  nuestro  buen  gobierno»  (2). 


(1)  Arch.  do  Indias,  70-1-3C. 

(2)  PcíMcoía.  Epist.  Gcí!.  A  Duráu,  8  Marzo  1G31. 


4:í4  iin-  II- — rKoviNciAS  de  ultiíamai: 

Esta  resistencia  de  nuestros  Padres  debió  detener  por  algún 
tiempo  la  ejecución  del  proyecto;  pero  desde  Madrid  se  repitieron 
las  instancias,  para  que  se  observasen  las  reglas  del  real  patronato.  El 
Conde  de  Chinchón,  Virrey  del  Perú,  comunicó  el  asunto  con  el 
P.  Nicolás  Duran,  y  éste,  en  14  de  Abril  de  1639,  respondió  al  Virrey 
exponiendo  con  modestia  los  gravísimos  inconvenientes  que  de  esa 
ley  debían  nacer.  Esa  forma  de  instituir  los  misioneros  dará  dere- 
cho al  religioso,  a  que  el  Superior  no  le  pueda  remover  del  curato 
sin  causa.  Si  el  sujeto  no  quiere  obedecer,  acudirá  a  la  Audiencia,  la 
cual  declarará  que  el  Superior  hace  fuerza;  y  con  sólo  un  oidor  que 
favorezca  al  díscolo,  tendremos  pleitos  y  procesos.  Hasta  ahora  el 
Provincial  ha  nombrado  siempre  los  doctrineros  sin  esa  forma  de 
presentación.  El  día  que  esto  se  introduzca,  será  fácil  que  muchos  no 
quieran  evangelizar  en  sitios  difíciles  y  negocien  con  la  Audiencia  o 
con  el  Virrey  el  ser  enviados  adonde  les  agrade.  Parece  imposible 
presentar  tres  sujetos  para  cada  doctrina,  porque  la  Compañía  real- 
mente no  tiene  el  número  de  individuos  necesarios  para  ello.  Hasta 
ahora  nadie  se  quejó  de  desórdenes  que  ocurran  en  nuestros  pueblos. 
Todos  confiesan  lo  bien  que  proceden  las  doctrinas  gobernadas  por 
la  Compañía.  Ruega,  pues,  el  P.  Duran  que  no  se  introduzca  en  nues- 
tras costumbres  una  tramitación  tan  embarazosa  (1).  Con  estas  re- 
presentaciones se  logró  detener  por  algún  tiempo  el  golpe  terrible 
que  amenazaba;  pero,  como  veremos  más  adelante,  no  se  le  evitó,  y 
al  cabo  vino  lo  que  todos  estaban  temiendo.  Como  esto  sucedió  en  la 
segunda  mitad  del  siglo  XVII,  dejamos  paramas  adelante  la  explica- 
ción de  este  desagradable  suceso. 


(1  >    Aroh.  de  lailias,  70-2-l(V 


CAPÍTULO  VI 


LA   VICEPROVINCIA   DE   QUITO   DE    1615  A  1652 

Sumario:  1.  Conato  para  formar  viceprovincia  aparto  on  las  regiones  del  Ecuador. — 
2.  Se  fundan  algunas  residencias  con  el  nombre  de  hospicios.  —3.  Principios  de  las 
misiones  del  Mai'añón  en  1638. — 4.  Viaje  de  los  PP.  Acuña  y  Artieda  por  el  Amazo- 
nas hasta  Marañón  on  1G39.— 5.  El  P.  Cugía  lleva  nuevos  misioneros  al  Marañón 
en  1641. — 6.  Progreso  de  estas  misiones  y  estado  on  que  las  dejó  el  P.  Cugía  en  1653. 

Fuentes  contemporXseas:  1.  Epintolue.  UeneraUum.—2.  Figueroa,  Relación  de  las  mismip-a  t-n 
<'/  pnis  de  los  Maina¡s.~Z.  Acuña,  Nuevo  descubrimiento  del  gran  rio  de  las  Amazonas.— i.  Docu- 
muiitotí  del  Archivo  de  Indias.  — 5.  Norñ  licgni  et  Quilensis.  Historia,  I,    5.  Litterue  unnuar. 

1.  Fué  algo  singular  la  suerte  del  colegio  de  Quito  en  el  primer 
medio  siglo  de  su  existencia.  Como  ya  lo  explicamos  en  el  tomo  an- 
terior, habíanlo  fundado  nuestros  Padres  en  1586,  y  desde  entonces 
había  procedido  siempre  con  toda  regularidad,  santificando  a  los  es- 
pañoles y  evangelizando  cuanto  podía  a  los  indios,  que  tan  numero- 
sos eran  en  los  contornos  de  la  ciudad.  Según  nos  informan  las 
anuas,  existían  a  la  muerte  del  P.  Aquaviva  siete  congregaciones  pia- 
dosas en  el  colegio  de  Quito.  Una  do  sacerdotes,  entre  los  cuales  se 
contaban  los  prebendados  de  la  catedral;  otra  de  seglares  o  caballe- 
ros, en  la  cual  se  habían  inscrito  los  personajes  más  ilustres  de  la 
sociedad  quiteña.  La  tercera  era  de  señoras,  que  entre  sí  voluntaria- 
mente se  habían  concertado  y  recibían  de  los  Nuestros  alguna  direc- 
ción. Recuérdense  las  dificultades  que  tenían  entonces  nuestros  Su- 
periores en  admitir  congregaciones  de  mujeres.  Sin  embargo,  ésta 
parece  que  la  dirigían  como  desde  fuera,  sin  atreverse  a  tomar  sobre 
sí  el  cuidado  de  todas  las  menudencias  que  suelen  ocurrir  en  cual- 
quiera congregación.  La  cuarta  era  de  los  estudiantes,  y  dicho  se 
está  que,  así  como  fué  fundada,  era  también  sostenida  con  amor  y 
fervorosa  diligencia  por  los  jesuítas.  La  quinta  se  formaba  de  los 
mestizos,  hombres  difíciles  de  gobernar,  y  que,  sin  embargo,  gracias 
al  suave  celo  de  los  jesuítas,  se  habían  sometido  a  las  leyes  de  pie- 
dad y  religioso  fervor  que  imponen  las  congregaciones.  La  sexta  era 


486  LIK-    II- PROVINCIAS    DE    ULTIJAMAU 

de  los  indios,  y  la  séptima  de  los  negros  (1).  Si  a  esto  añadimos  que 
desde  1594  tenía  el  colegio  de  Quito  como  anejo  al  seminario  de  San 
Luis,  donde  se  formaba  el  clero  de  la  ciudad,  entiéndese  el  copiosí- 
simo bien  espiritual,  que  aquel  colegio  difundía  en  la  población  y  en 
toda  su  comarca. 

A  los  principios  dependía  este  colegio  de  la  provincia  del  Perú. 
Observando,  empero,  que  distaba  300  leguas  de  Lima,  sintióse  muy 
pronto  la  dificultad  de  gobernar  un  domicilio  tan  separado  del 
asiento  ordinario  del  Provincial.  Cuando  se  formó  la  provincia  del 
Nuevo  Reino,  se  agregó  a  ella  este  colegio  de  Quito,  y  aun  se  pensó 
que  sería  como  el  principio  y  cabeza  de  una  nueva  vicepro  vincia.  Muy 
pronto,  sin  embargo,  se  conoció  que  si  era  difícil  gobernar  a  Quito 
desde  Lima,  más  lo  era  todavía  desde  Santa  Fe  de  Bogotá,  pues  las 
comunicaciones  entre  ambas  ciudades  eran  mucho  más  difíciles.  Vol- 
vió, pues,  el  colegio  de  Quito  a  la  provincia  del  Perú  en  1608.  Algún 
tiempo  después,  el  8  de  Noviembre  de  1617,  dispuso  el  P.  Vitel- 
leschi  (2)  que  el  colegio  de  Quito  fuese  restituido  a  la  provincia  del 
Nuevo  Reino,  que  empezó  llamándos^e  con  estos  dos  nombres:  Nuevo 
Beino  y  Quito.  Muy  pronto,  sin  embargo,  debió  brotar  el  pensa- 
miento de  formar  cuerpo  aparte  con  este  colegio  (3),  sobre  todo  si  se 
conseguía  levantar  algunos  otros  domicilios  en  los  países  vecinos, 
donde  existían  poblaciones  bastante  considerables  de  españoles. 
Había,  sin  embargo,  la  dificultad  de  la  prohibición  real,  que  man- 
daba no  abrir  casas  religiosas  sin  licencia  del  Rey,  y  ponía  de  pro- 
pósito bastantes  dificultades  a  los  nuevos  establecimientos. 

Una  fundación  se  logró  a  los  principios  del  P.  Vitelleschi,  que  fué 
bastante  estimada,  y  se  pudo  considerar  como  primer  paso  para  lle- 
gar a  la  erección  de  la  futura  viceprovincia.  TaFfué  el  noviciado 


(1)  Foruana.  Litt.  cDui.  1612. 

(2)  Novi  Regid.  Epist.  Gen.  A  Arceo,  Provincial,  3  Noviembre  lül7. 

(3)  El  P.  Velasco,  en  su  Historia  manuscrita  de  la  provincia  de  Quito,  afirma  que 
fué  formada  la  viceprovincia  en  1 616,  y  se  apoya  en  el  texto  siguiente  del  P.  Cordara: 
«Cum  longius  abessent  a  Peruviae  ünibus  urbs  S.  Fidel  et  nova  Carthago,  quam  ut 
possent  a  Pei-uano  Praeposito  commode  administrari,  pai'tem  dctraxit  Claudius  Gene- 
ralis,  additisque  Novo  Regno  domiciliis  Quitensi  et  Pauamensi,  novum  et  separatuin 
Provineiae  corpus  coní'ecit,  a  Novo  Regno  appellatum.  Sectum  delude  cst  iterum  istud 
Corpus,  quia  amplum  nimis,  et  immenso  spatio  diffusum,  coaluitque  quam  nunc  Pro- 
vinciam  Qultenscm  dicimus.»  (hlist.  S.  J.,  P.  VI,  1.  1,  n.  238.)  Obsérvese  que  el  P.  Cor- 
dara, aun(iue  pone  este  hecho  en  su  narración  del  año  1616,  pero  no  añrma  que  la  úl- 
tima división  se  hiciera  en  ese  mismo  año.  Hízose  mucho  después,  y  en  toda  la  primera 
mitad  del  siglo  XVII  no  fué  Quito  viceprovincia,  aunque  al  Rector  de  Quito  se  1(>  con- 
cedían a'gunas  facultades  propias  del  Vicoprovincial. 


CAP.    VI. LA    VICEPROVINCIA    DE    QXTITO    DE    ItílT)    A    16r>2  437 

que  se  fundó  en  Quito  el  año  1622.  Don  Juan  de  Vera  y  Mendoza  y 
su  mujer  D.*  Clara  Juana  Núñez  de  Bonilla  ofrecieron  un  capital  de 
30.000  pesos  para  que  con  sus  rentas  se  sustentasen  los  novicios,  y  se 
comprometieron  además  a  edificar  la  casa  de  probación,  con  ciertas 
condiciones  que  añadieron,  según  las  ideas  del  patronato,  tan  reci- 
bidas en  aquel  tiempo.  Aceptó  la  fundación,  en  23  de  Abril  de  1622, 
el  P.  Florián  de  Ayerbe,  Provincial  del  Nuevo  Reino,  y  poco  des- 
pués se  acrecentó  esta  casa  con  otra  donación  cuantiosa  que  hizo 
Juan  de  Clavería,  rico  vecino  de  Quito  (1), 

En  1627,  la  Congregación  provincial  del  Nuevo  Reino  propuso  con 
toda  resolución  al  P.  Vitelleschi,  que  se  formase  viceprovincia  con  el 
colegio  de  Quito,  con  el  noviciado  y  otras  tres  o  cuatro  fundaciones 
que  se  estaban  disponiendo  y  se  esperaban  obtener  juntamente  con 
la  licencia  de  Su  Majestad.  El  P.  General  no  juzgó  necesario  preci- 
pitarse en  este  negocio,  y  dio  esta  prudente  respuesta:  «Sobre  formar 
viceprovincia  se  ha  pensado  ya  y  se  piensa  todavía;  pero  hasta  ahora 
no  están  las  cosas  dispuestas  y  suficientemente  preparadas  para  este 
fin.  Cuando  llegare  el  momento  oportuno,  tendremos  presentes  las 
razones  que  nos  ha  expuesto  la  Congregación  provincial»  (2). 

Tres  años  después,  en  1630,  el  P.  Francisco  Crespo,  nuestro  Pro- 
curador en  Madrid,  presentó  un  memorial  en  el  Consejo  de  Indias, 
suplicando  que  se  nos  concediera  facultad  para  abrir  casas  y  colegios 
en  cuatro  ciudades  que  lo  deseaban  de  las  regiones  de  Quito.  La  pri- 
mera en  Ibarra,  la  segunda  en  Popayán,  la  tercera  en  Latacunga,  y 
la  cuarta  en  Cuenca.  Este  memorial  pasó,  como  era  de  rigor,  a  las 
manos  del  fiscal,  quien  hizo  sus  observaciones  y  puso  bastantes  difi- 
cultades. Su  dictamen  se  resumió  en  estas  palabras:  «Tiene  inconve- 
niente dar  lugar  a  estas  nuevas  fundaciones,  especialmente  en  luga- 
res cortos  y  estando  pendiente  el  pleito  de  los  diezmos  que  se  trata 
entre  las  iglesias  de  las  Indias  y  los  religiosos,  porque  luego  se  ha- 
cen dueños  (los  jesuítas)  de  las  mejores  posesiones  de  los  pueblos 


(1)  La  escritura  do  fundación  de  este  noviciado  so  conserva  on  Roma,  Arch.  di 
Stato,  Varia.  Indias,  t.  XIII.  Está  al  fin  dol  volumon.  La  donación  de  Clavoría  consta 
en  otro  documento  al  principio  dol  mismo  tomo. 

(2)  Acta  Gong.  Prov.  Nqví  Regni  et  Qiütensis,  1627.  Esta  respuesta  del  P.  General  la 
copia  a  la  letra  el  P.  Hernando  Cavcro  en  la  extensa  relación  de  este  negocio  que  es- 
cribió y  dejó  en  Roma  con  feclia  10  de  Octubre  de  1651.  Por  fuera  lleva  este  título: 
'Papel  que  hizo  el  I'.  Hernando  Cavero  cerca  la  división  de  la  provincia  del  Nuevo  Reino  ij 
Quito,  siendo  recf-or  del  colegio  de  Panamá.  Año  de  1651.  El  cual  deja  aqui  en  Roma,  para  qui- 
en adelante  puedan  servir  sus  noticias.^  Consérvase  en  el  tomo  Novi  Regni  et  Quitensis.  IJis- 
torUt,  f.  172. 


438  Lin.  ir. — provixcias  íik  ultkamab 

adonde  fundan  y  de  sus  comarcas,  y  cargan  a  Su  Majestad  las  limos- 
nas de  vino,  aceite,  dietas  y  medicinas,  y  otras  que  se  suelen  pedir. 
Pido  que  se  les  deniegue  y,  por  lo  menos,  que  se  suspenda  hasta  que 
presenten  los  informes  que  se  han  mandado  traer»  (1). 

A  pesar  de  tan  fuerte  oposición,  llevóse  adelante  la  solicitud.  De- 
bieron presentarse,  sin  duda,  todos  los  informes  necesarios,  y  al  cabo 
de  dos  años  largos  se  obtuvo,  por  fin,  el  12  de  Marzo  de  1633,  una  cé- 
dula real,  en  la  cual  Felipe  IV  decía  estas  palabras:  «Doy  licencia  a 
la  dicha  religión  de  la  Compañía  de  Jesús,  para  que  en  la  dicha  pro- 
vincia de  Quito  pueda  fundar  y  funde,  demás  de  las  casas  y  colegios 
que  al  presente  tiene,  otras  dos  casas  en  forma  de  residencias  y  mi- 
siones, que  es  como  los  dichos  religiosos  lo  piden,  y  no  en  otra  ma- 
nera. Las  partes  y  lugares  donde  estas  dos  residencias  se  hubieren 
de  fundar  los  determinen  y  señalen  el  Presidente  y  Oidores  de  la 
Audiencia  Real  de  la  dicha  provincia  de  Quito,  juntamente  con  el 
Obispo  de  la  Iglesia  catedral  de  ella,  a  los  cuales  encargo  lo  hagan, 
habiendo  oído  primero  a  los  religiosos  de  la  dicha  Compañía,  y  lle- 
vando los  unos  y  los  otros  la  atención  a  que  estas  partes  sean  las 
más  cómodas  para  las  misiones  y  entradas  que  ha.de  hacer  la  dicha 
Compañía  para  la  predicación  y  conversión  de  los  indios  infieles»  (2). 

Mientras  se  negociaba  en  Madrid  esta  licencia,  se  activaba  allá  en 
Quito  la  fundación  de  tres  casas  nuevas.  Tan  buenos  informes  se 
mandaron  a  Roma  sobre  estos  proyectos,  que  nuestro  P.  General  re- 
solvió ejecutar  la  idea  apuntada  en  1627  de  formar  viceprovincia  en 
las  regiones  de  Quito.  Respondiendo,  pues,  al  P.  Baltasar  Mas,  Pro- 
vincial, el  6  de  Setiembre  de  1633,  le  dijo  estas  palabras:  «Según  ol 
primer  postulado  de  la  Congregación  provincial  y  otro  que  V.  R. 
trujo  cuando  vino  por  Procurador,  hemos  resuelto  que  el  colegio 
de  Quito  se  aparte  de  esa  provincia  y  de  la  del  Perú,  y  que  de  él  y 
de  otros  tres  cuyas  fundaciones  se  admiten,  se  haga  una  viceprovin- 
cia aparte,  como  la  de  Chile,  que  pertenezca  a  la  del  Nuevo  Reino, 
pero  no  dependa  de  ella  en  el  gobierno,  aunque  sí  en  las  Congrega- 
ciones provinciales  que  se  juntarán  en  esa  provincia,  adonde  envia- 
rán un  Padre  en  nombre  de  la  viceprovincia»  (3).  Aceptaba,  pues,  el 
P.  General  la  idea  de  formar  viceprovincia,  pero  añadiendo  dos  con- 
diciones: una,  que  se  obtuviera  licencia  de  Su  Majestad,  y  otra,  que 


(1)  Arch.  de  Indias,  77-1-34. 

(2)  Ibid.,  77-1-38. 

(3)  Novi  Regni  et  Quitciisig.  Epist.  Gen.  A  Mas,  6  Setiembre  1633 


CAP.    VI. LA   VICEPROVlNCr.V   DK   QUITO   1)1^   1G15   A    1G52  43') 

so  cumplieran  las  condiciones  do  fundación  que  se  habían  explicado 
011  el  memorial. 

Recibida  esta  respuesta  de  Roma,  el  P.  Mas,  Provincial  del  Nuevo 
Reino,  tuvo  escrúpulos  de  ejecutar  lo  dispuesto,  porque,  exami- 
nando el  estado  de  las  cosas,  observó  que  realmente  no  estaban  dis- 
puestas las  proyectadas  fundaciones  para  poder  levantar  sobre  ellas 
el  edificio  de  la  viceprovincia.  Acudió  personalmente  a  Quito,  en- 
teróse minuciosamente  de  todos  los  negocios,  y,  recogidos  todos  los 
datos  que  se  podían  desear  para  decidir  la  cuestión,  juntó  el  19  de 
Setiembre  de  1634  a  los  Padres  más  respetables  en  Santa  Fe,  y  les 
preguntó  lo  que  se  debía  hacer.  Oídos  los  datos  que  el  P.  Provincial 
expuso  a  los  presentes,  todos  opinaron  que  no  estaba  el  negocio  ma- 
duro, ni  las  cosas  conforme  a  la  relación  que  se  había  enviado  al 
P.  General,  y,  por  consiguiente,  debía  suspenderse  la  erección  de  la 
viceprovincia.  Comunicó  el  P.  Mas  este  dictamen  a  Roma,  y,  en  vista 
de  él,  escribió  el  P.  Vitelleschi  las  siguientes  palabras:  «He  leído  con 
atención  el  informe  que  V.  R.  me  hace  de  las  tres  fundaciones  que 
se  proponían  para  hacer  la  viceprovincia  de  Quito,  y  digo  que  me 
conformo  con  el  parecer  de  V.  R.  y  de  sus  consultores,  de  que  las 
dichas  tres  fundaciones  ni  las  otras  que  se  esperaban  no  están  en 
sazón  para  aceptarse,  ni  para  que  se  efectúe  la  separación  de  la  vice- 
provincia. Y  pues  la  relación  que  ahora  se  me  hace  de  las  haciendas 
de  Cuenca,  Latacunga,  Pasto,  Popayán,  etc.,  es  tan  diversa  de  la  que 
se  me  representó  cuando  las  acepté  y  ordenó  que  con  ellas  se  dispu- 
siese una  viceprovincia,  por  ningún  caso  se  ejecute  nada,  hasta  que 
las  cosas  se  mejoren  y  se  me  informe  de  nuevo»  (1). 

Recibida  esta  decisión  del  P.  General,  parece  que  debía  renun- 
ciarse por  entonces  al  proyecto.  Mas  he  aquí  que  con  la  visita  del 
P.  Rodrigo  de"  Figueroa  cambia  de  repente  el  estado  del  negocio. 
Los  entusiastas  de  la  separación  pintaron  las  cosas  al  Visitador  de  tal 
manera,  que  juzgó  ya  bastante  dispuestas  las  fundaciones  para  cons- 
tituir la  viceprovincia.  En  1636  reunióse  la  Congregación  provin- 
cial, y  el  P.  Figueroa  sometió  a  su  consulta  este  delicado  negocio. 
La  mayoría  de  los  Padres  opinó  que  debía  establecerse  la  vicepro- 
vincia, y  el  P.  Figueroa,  sabiendo  los  deseos  que  tenía  el  P.  General 
do  establecerla,  cuando  hubiera  los  elementos  necesarios  para  ello, 
creyó  interpretar  la  voluntad  de  Su  Paternidad,  erigiendo  formal- 
mente la  viceprovincia   de   Quito.    Hízolo,  pues,   el   3  de  Mayo 


(1)    Ibid.  A  Mas,  30  Diciembre  1(!:! 


440  Lin.  ir. — rüoviNriAS  de  xilteajiar 

de  1637  (1).  Envióse  el  acta  de  la  erección  y  cumplida  información 
/de  todo  a  nuestro  P.  General.  Mas  he  aquí  que,  mientras  llegaban 
estos  documentos  por  un  lado,  por  otro  le  informaban  todavía  con 
más  precisión  al  P.  Vitelleschi  de  la  deficiencia  e  instabilidad  de 
aquellas  fundaciones  proyectadas  en  Quito.  Consultó  el  caso  Su  Pa- 
ternidad con  los  Asistentes,  y  juzgó  necesario  deshacer  lo  hecho  por 
el  P.  Visitador.  En  Octubre  de  1638  escribió  al  Provincial  del  Nuevo 
Reino  y  Quito,  que  habiéndose  hecho  la  separación  de  la  vicepro- 
vincia  sin  ningún  aviso  ni  consentimiento  suyo,  juzgaba  conveniente 
reuniría  otra  vez  y  mandar  que  continuase  en  el  estado  anterior,  su- 
primiendo el  cargo  de  Viceprovincial,  que  se  había  establecido  (2). 

El  año  1639  llegó  al  Nuevo  Reino,  designado  por  Provincial,  el 
P.  Gaspar  Sobrino,  uno  de  los  hombres  más  experimentados  en  las 
cosas  do  América,  como  que  había  ocupado  cargos  de  gobierno  en 
Chile  y  en  la  provincia  de  Paraguay  y  había  visto  los  principales 
colegios  del  Perú.  Habiéndole  pedido  informe  desde  Ron]a  sobre  el 
negocio  de  la  división,  lo  estudió  el  P.  Sobrino  con  todo  deteni- 
miento, y  envió  una  carta  muy  extensa  al  P.  General,  explicando  el 
estado  de  las  cosas  y  resumiendo  todo  su  pensamiento  en  estas  dos 
proposiciones:  primera,  en  la  tierra  de  Quito  hay  ciudades  y  territo- 
rios bastantes  para  formar  con  el  tiempo  una  viceprovincia;  segundíi, 
en  el  estado  actual  de  nuestras  cosas,  no  tenemos  los  elementos  nece- 
sarios para  fundarla.  Con  esto  explicaba  la  poca  sustancia  de  cuatro 
o  cinco  fundaciones  que  se  habían  proyectado  y  las  dificultades  gra- 
vísimas que  se  encontraban  para  formar  la  viceprovincia.  Reconocía 
el  P.  Sobrino  la  más  fuerte  dificultad  que  se  ofrecía  en  la  provincia 
del  Nuevo  Reino,  cual  era  la  enorme  distancia  de  Quito  a  Bogotá,  y 
los  dificilísimos  caminos  que  se  debían  atravesar;  pero  observa  que 
a  estas  dificultades  ya  están  y  deben  estar  acostumbrados  los  Supe- 
riores en  América.  En  cambio,  opina  que  sería  mucho  peor  formar 
viceprovincia  con  unas  pocas  residencias  y  no  colegios,  viviendo  de 
este  modo  nuestros  religiosos  diseminados  en  domicilios  insignifi- 
cantes, donde  apenas  es  posible  la  observancia  de  la  disciplina  reli- 
giosa (3). 

Sucedió  al  P.  Sobrino  en  el  cargo  de  Provincial  el  P.  Hazañero, 
y  en  su  tiempo  se  agitó  algún  tanto  la  misma  cuestión.  Empero,  sor- 


(1)  Véase  la  relacióo-del  P.  Cavero,  citada  más  arriba. 

(2)  Ibid. 

('.i)    El  P.  Cavoro,  en  su  relación,  copia  textualmente  la  carta  dd  P.  Sobrino. 


f  AI'.    VI. LA    VICEPROVINCIA    DIC    QUITO   DE    1615    A    1652  441 

prendido  por  la  muerte  al  segundo  año  de  su  oficio,  no  pudo  dar 
resolución  ninguna.  El  P.  Barnuevo,  que  luego  gobernó  la  provin- 
cia, propuso  otra  vez  el  proyecto  de  formar  viceprovincia,  y  de 
nuevo  agitóse  por  algunos  años  la  misma  idea,  hasta  que  en  Roma 
se  pidieron  informes  más  circunstanciados  al  P.  Hernando  Cavero, 
que  había  sido  socio  de  los  dos  Provinciales  anteriores,  había  vivido 
más  de  diez  años  en  aquella  provincia,  visitado  todos  los  jjuestos  y 
examinado  por  sí  mismo  todos  los  negocios.  Este  Padre,  que  fué  uno 
de  los  Superiores  más  ilustres  en  aquellos  tiempos,  redactó  en  1651 
una  extensa  relación  refiriendo  toda  la  historia  de  aquel  negocio  y 
expresando  al  fin  su  opinión  definitiva  sobre  él.  Recordaba  lo  hecho 
desde  1627,  los  informes  enviados  y  las  respuestas  recibidas  en 
varias  ocasiones  de  Roma,  describía  el  estado  de  aquellos  pobres  do- 
micilios que  se  habían  empezado  en  tierra  de  Quito,  y  declaraba 
francamente,  que  todavía  no  estaba  el  negocio  maduro  para  la  sepa- 
ración. «Somos,  dice  al  fin  de  la  carta,  224  sujetos  en  esta  provincia 
del  Nuevo  Reino  y  Quito.  ¿Cómo  es  posible  formar  con  tan  pocos 
sujetos  una  provincia  y  viceprovincia?»  Resuelve,  pues,  al  fin,  que 
es  indispensable  dilatar  para  más  adelante  este  negocio  y  dejar  las 
cosas  como  están  (1).  Y,  en  efecto,  así  quedaron  durante  algún 
tiempo. 

2.  Entretanto,  ya  con  el  deseo  de  establecer  viceprovincia,  ya  para 
extender  la  acción  de  los  misioneros,  se  habían  abierto  dos  modes- 
tos colegios,  uno  en  Cuenca  y  otro  en  Popayán.  Algunos  años  des- 
pués, en  1644,  se  fundaron  cuatro  residencias  pequeñitas  con  nom- 
bre de  hospederías  (2).  Eran  casas  pobrísimas  en  que  vivían  dos  o 
tres  Padres  con  algún  coadjutor,  y  todos  de  limosna.  A  pesar  del  es- 
tado miserable  de  estas  fundaciones,  en  seguida  despertaron  los  celos 
del  clero  secular  y  de  algunos  otros  religiosos.  Los  hospicios  estaban 
en  Pasto,  Ríobamba,  Ibarra  y  Latacunga,  y  se  habían  abierto  con  li- 
cencia del  Prelado  y  de  la  Audiencia  Real  de  Quito.  Es  verdad  que 
los  favorecieron  algún  tiempo  el  Obispo  y  el  Presidente  de  la  Audien- 
cia, y  por  cierto  no  dejaremos  de  transcribir  unas  palabras  que  es- 
cribió el  Presidente,  Martín  de  Arrióla,  al  tomar  posesión  de  su 
cargo  en  Quito.  Escribiendo  al  Rey  el  21  de  Agosto  de  1647,  le  dice 


(1)  Véase  ol  final  de  la  citada  relacióu. 

(2)  En  el  Archivo  de  Indias,  77-1-38,  pueden  verse  las  licencias  dadas  por  el  Obispo 
de  Quito,  D.  Fray  Pedro  de  Oviedo,  y  por  el  Presidente  de  la  Audiencia,  D.  Juan  de  Li- 
zarazu,  para  abrir  estos  domicilios.  Para  cada  uno  hay  dos  decretos,  uno  del  Obispó  y 
otro  del  Presidente.  El  más  antiguo  es  de  23  de  Octubre  de  1643. 


442  I-llí-    II. PROVINCIAS    DE    ULTEAMAli 

que  el  primer  negocio  sobre  que  debe  informar,  es  la  fundación  de 
algunos  hospicios  para  los  misioneros  de  la  Compañía.  Él  los  cree 
muy  oportunos  y  aun  necesarios.  «No  puedo  dejar  de  representar, 
dice,  a  Vuestra  Majestad,  por  la  experiencia  larga  que  tengo  de  todo 
el  Perú,  que  para  la  enseñanza  y  educación,  así  de  la  gente  española 
como  de  estos  miserables  naturales,  parece  que  Dios  trajo  al  mundo 
la  religión  de  la  Compañía  de  Jesús...  Como  quien  visitó  dos  veces 
la  provincia  de  los  Charcas  y  una  la  de  Lima,  y  ha  dado  una  vuelta  a 
todo  el  Perú,  me  tomo  esta  licencia  de  asegurar  a  Vuestra  Majestad 
que  ninguna  cosa  importa  a  su  real  conciencia,  como  es,  que  la  ense- 
ñanza y  educación  de  estos  miserables  naturales  corra  por  la  mano 
de  los  religiosos  de  la  Compañía  de  Jesús»  (1).  Sin  embargo,  un  año 
después,  el  29  de  Agosto  de  1648,  el  Deán  y  el  Cabildo  de  Quito  diri- 
gen al  Rey  un  memorial  muy  serio  y  muy  preocupado,  en  el  cual 
exponen  que,  con  el  título  de  hospicios  u  hospederías,  están  ha- 
ciendo los  jesuítas  varias  fundaciones  «con  que  tienen  adquirida  la 
mayor  parte  de  las  haciendas  de  aquella  provincia,  con  perjuicio  de 
los  diezmos»  (2).  ¡Siempre  lo  mismo!  ¡El  miedo  de  perder  la  ganan- 
cia de  los  diezmos  asombraba  al  clero,  y  he  aquí  que  aquellas  resi- 
dencias, donde  se  morían  de  hambre  tres  o  cuatro  jesuítas,  tienen, 
según  el  Deán,  adquiridas  casi  todas  las  haciendas  de  Quito!  No  ha- 
bían adquirido  ni  una  sola,  y  los  pocos  moradores  de  aquellas  casas 
vivían  de  limosna  (3). 

Perseverando  el  clero  en  esta  oposición,  obtuvo  de  Felipe  IV  una 
cédula  real  en  1653  mandando  cerrar  aquellas  cuatro  hospederías  (4). 
Hubo  de  hacerse  así,  después  de  haber  subsistido  penosamente  unos 
diez  años.  La  gran  facilidad  con  que  de  una  plumada  fueron  des- 
hechas aquellas  fundaciones,  prueba  cuan  pobres  y  desvalidas  eran. 
3.  Mientras  de  este  modo  se  agitaba  el  proyecto  de  formar  vice- 
provincia  en  Quito,  mientras  se  intentaban  fundaciones  de  tan  poca 
sustancia,  que  luego  venían  al  suelo,  concibieron  nuestros  Padres 
el  pensamiento  de  una  empresa  admirable  y  cuyos  benéficos  resulta- 
dos no  pudieron  entonces  indudablemente  vislumbrar.  Aludimos  a 


(1)  Arch.  de  Indias,  77-1 -;{8. 

(2)  Ihid.,  7;M-9. 

(3)  En  cierto  memorial  dirigido  por  los  Nuestros  a  la  Audiencia  de  Quito  eu  l()47, 
se  dice  que,  no  ya  las  hospederías,  pero  aun  los  incipientes  colegios  de  Popayán  y 
Cuenca  ^ se  austentan  pidiendo  limosna  por  no  haber  adquirido  biriics  algunos".  Véase  este 
.memorial  en  el  Archivo  de  Indias,  77-1-38. 

(4)  iWd.,  77-1-38. 


CAP.    VI. — LA    VICKPKOVINCIA    DE    QUITO    DE    1615    A    1(jr»2  44:{ 

las  misiones  del  Marañón.  En  1618  el  capitán  Diego  de  Vaca  de  Vega 
había  obtenido  licencia  del  Príncipe  de  Esquilache,  Virrey  del  Perú, 
para  entrar  al  descubrimiento  de  varias  tribus  de  indios  llamados 
mainas,  cocamas  y  gibaros,  que  vivían  desparramados  en  las  orillas 
del  Marañón,  en  la  parte  en  que  este  río  tuerce  su  dirección,  for- 
mando casi  un  ángulo  recto,  y  empieza  a  dirigirse  de  Oeste  hacia  el 
Este.  Hasta  entonces  no  se  había  podido  averiguar,  ni  remotamente, 
la  extensión  de  ai^uellos  territorios,  y  sólo  existía  una  idea  topográ- 
fica sumamente  vaga  acerca  de  la  extensión  y  de  las  cualidades  de 
aquellos  países.  El  Virrey  concedió  la  licencia,  y  el  capitán  Diego  de 
Vaca  de  Vega,  saliendo  con  68  soldados,  un  sacerdote  seglar  y  dos 
religiosos,  uno  agustino  y  otro  mercedario,  penetró  en  aquellos  bos- 
(i[ues  y  plantó  la  bandera  de  España  en  regiones  hasta  entonces  des- 
conocidas. 

Al  Norte  del  río  Marañón ,  poco  después  del  salto  llamado 
Pongo  de  Manseriche,  fundó  la  villa,  que  aun  subsiste,  de  Borja,  y 
le  impuso  este  nombre  por  respeto*  del  Virrey  del  Perú,  que  se  lla- 
maba Francisco  de  Borja  (1).  Unos  doce  años  continuó  esta  pecjueña 
ciudad  con  varias  vicisitudes,  como  solía  suceder  en  los  nuevos  pue- 
blos de  españoles,  y  en  1630,  habiendo  entendido  nuestros  Padres  la 
población  de  indios  que  se  descubría  por  aquel  lado,  concibieron  el 
pensamiento  de  proponer  a  nuestro  P.  General  y  pedir  al  Rey  la  fa- 
cultad de  fundar  misiones  a  las  orillas  del  río  Marañón. 

Fué  enviado  por  Procurador  a  España  y  Roma  el  P.  Francisco 
Fuentes,  y  llegado  el  año  1632,  obtuvo  sin  dificultad  del  P.  Vitelles- 
chi  la  licencia  necesaria  para  fundar  aquellas  misiones.  Dirigiéndose 
después  al  Cpnsejo  de  Indias,  presentó  un  extenso  memorial,  en  que 
exponía  a  Su  Majestad  el  Rey  la  facilidad  de  dilatar  el  Evangelio  que 
se  abría  en  aquellos  territorios  hasta  entonces  desconocidos.  «Hay  en 
aquella  provincia  de  Quito,  dice,  que  sin  duda  es  la  más  poblada  do 
indios  que  tiene  todo  el  Perú,  muchas  puertas,  y  cada  día  se  abren 
otras  de  nuevo,  para  la  conversión  de  más  de  veinte  provincias  y  na- 
ciones de  gentiles,  como  son  los  Gibaros,  Jeveros  [y  sigue  una  lista 
de  nombres  propios  muy  raros],  sin  otras  muchas  de  que  se  tiene 
noticia  y  no  se  saben  los  nombres  hasta  ahora.  El  número  y  copia  de 
gentiles  en  todas  estas  provincias  es  tan  grande,  que,  según  los  testi- 


(1)  Arch.  de  Indias,  70-l-:^9.  Esquilache  al  Rey.  Lima,  24  Abril  1620.  Dale  curiii;i 
de  la  fundación  de  Borja,  y  le  envía  una  relación  del  suceso,  escrita  por  el  mismo  ra- 
pi  tan  Vaca  de  Vega. 


444  iin-  II- — ^ROVI^"CIAS  de  ultramar  . 

gos  de  vista  y  relaciones  ciertas,  son  muchos  millones.  Sus  trajes  son 
varios,  porque  algunas  naciones  andan  desnudas,  y  las  más  vestidas 
de  algodón,  labrado  curiosamente  de  pincel.  Son  gente  pacífica,  y 
trabajadora  y  curiosa,  de  natural  dócil  y  muy  dispuesta  a  recibir 
nuestra  santa  fe...  Las  tierras  son  de  temple  muy  regalado  y  sano,  sin 
frío  ni  calor  demasiado  que  moleste,  abundantes  do  comidas  como 
maíz,  carne  de  caza  y  pescados  de  los  ríos  de  muchos  géneros.  Las 
entradas  y  caminos  muy  fáciles,  así  por  tierra  como  por  los  ríos,  que 
se  navegan  en  canoas.  Hay  muchas  naciones  ricas  de  oro  y  plata, 
como  es  la  provincia  de  los  plateros,  así  llamados  porque  labran  de 
oro  y  plata  orejeras  y  narigueras  que  traen  pendientes  de  las  orejas 
y  narices...  Viven  en  pueblos  y  lugares  tan  grandes,  que  tienen  una 
y  dos  leguas  de  caserío  y  vecindad.»  En  vista  de  tanta  mies  que  pa- 
recía tan  dispuesta  para  la  siega,  y  obtenida  la  aprobación  del  señor 
Obispo  y  de  la  Audiencia,  pide  el  P.  Fuentes  a  Su  Majestad,  se  sirva 
dar  licencia  a  la  Compañía  para  poner  en  algunas  partes  de  aquel 
reino  vecinas  a  esta  gentilidad,  algunas  residencias  o  misiones  de 
asiento  (1), 

No  hay  duda  que  el  P.  Fuentes  veía  demasiado  risueño  el  estado 
de  las  cosas  en  las  regiones  del  Mara^,ón.  Ni  había  tantas  naciones, 
ni  los  pueblos  eran  tan  grandes,  ni  la  abundancia  de  comestibles  tan 
cumplida,  ni  los  caminos  tan  fáciles,  ni  el  clima  tan  templado  como 
él  se  imaginaba.  Empero  todos  veían  con  claridad,  que  se  abría  una 
puerta  para  difuiiidir  el  Evangelio  entre  muchos  gentiles,  y  la  Com- 
pañía no  quiso  perder  esta  ocasión  de  ejercitar  su  apostólico  celo.  El 
Rey  no  tuvo  dificultad  en  conceder  la  licencia  que  se  le  pedía. 
Vuelto  al  Nuevo  Mundo  el  P.  Fuentes  en  1634,  se  empezó  a  disponer 
lo  necesario  para  fundar  las  misiones  del  Marañón. 

Admitióse  por  de  pronto  un  colegio  en  la  ciudad  de  Cuenca,  que 
ora  la  población  de  españoles  más  cercana  a  la  nueva  región  ocu- 
pada por  los  españoles  (2).  Pobre  y  mezquino  fué  este  colegio  en  sus 


(1)  Véase  el  memorial  íntegro  en  el  Archivo  de  Indias,  77-1-34.  El  P.  Chantre,  en  la 
Historia  de  las  misiones  de  la  Compañía  de  Jestís  en  el  Marañón  español,  pág.  37,  copia  algu- 
nos fragmentos  de  este  memorial. 

(2)  Sobre  los  principios  de  las  misiones  del  Marañón  poseemos  una  breve  relación 
del  P.  Lucas  de  la  Cueva  que  lleva  este  título:  <¡Relación  de  la  misión  d/>  los  Mainaa  que 
enviaron  los  Pudres  Gaspar  Ciigia  y  Lticas  de  la  Cueva  al  P.  Provincial  Gaspar  Sobrino." 
Está  fechada  el  21  de  Octubre  de  1640.  El  P.  Sommcrvogel  atribuye  al  P.  Cugía  esta 
relación.  Debió  engañarle  el  título,  pues  el  contexto  demuestra  claramente  que  os 
obra  de  su  compañero  el  P.  Cueva.  Además  debe  consultarse  el  libro  del  P.  Francisc  > 
(le  Flgueroa,  Relación  de  las  misiones  de  la  Compañía  de  Jesús  en  el  país  de  los  Mainas,  obra 


CAP.    VI.— LA    VICKPROVINCIA   DK    QUITO   DE    1G15    A    1652  445 

primeros  años,  y  reducíase  a  cuatro  Padres  y  uno  o  dos  Hermanos 
coadjutores  que  vivían  penosamente  de  limosna,  enseñaban  un  poco 
de  gramática  y  ejercitaban  los  ministerios  espirituales  con  los  espa- 
ñoles e  indios  de  la  comarca.  Había  de  servir  esta  fundación  como 
punto  de  partida  para  las  nuevas  misiones  y  como  casa  de  refugio 
para  suministrar  lo  necesario  a  los  misioneros.  Establecida  esta  casa, 
deliberóse  por  nuestros  Padres  y  con  el  Obispo  y  la  Audiencia  de 
Quito  sobre  el  modo  de  asentar  la  misión  en  Borja  y  sus  cercanías. 
El  Sr.  Obispo  juzgó  oportuno  designar  al  Superior  de  la  misión  por 
párroco  de  la  ciudad  de  Borja,  pues  hasta  entonces,  aunque  habían 
ido  allí  tres  o  cuatro  sacerdotes  seglares,  ninguno  había  tenido  la 
paciencia  y  virtud  necesaria  para  perseverar  en  la  cultura  de  los  in- 
dios. Aceptada  la  idea  del  Prelado,  el  P.  Rector  de  Quito  designó 
para  esta  empresa  a  dos  misioneros,  sujetos  de  grandes  méritos,  y 
que  han  dejado  santa  y  edificante  memoria  en  la  historia  de  hi 
Compañía. 

Era  el  primero  el  P.  Gaspar  Cugía,  nacido  en  Cerdeña  el 
año  1605.  Debía  ser  Superior  de  la  misión.  El  segundo  llamábase 
Lucas  de  la  Cueva,  y  era  andaluz,  natural  de  Baeza.  Ambos  Padres 
se  pusieron  en  camino  a  fines  del  año  1637,  y  deteniéndose  en  pre- 
dicar y  confesar  a  varios  pueblos  de  españoles,  llegaron  por  fin  a 
Borja  el  6  de  Febrero  de  1638.  Este  día  puédese  llamar  el  de  la  fun- 
dación y  principio  de  las  gloriosas  misiones  del  Marañón  (1). 

Lo  primero  que  hicieron  nuestros  Padres  fué  confesar  y  predicar 
a  los  españoles  de  Borja,  que  por  falta  de  clero  se  hallaban,  natural- 
mente, bastante  necesitados  de  la  asistencia  espiritual  de  los  Nuestros. 
Después  empezó  el  P.  Cugía  a  evangelizar,  por  medio  de  intérprete, 
a  una  multitud  de  indios  mainas  que  vivían  en  Borja  y  en  sus  cerca- 
nías. El  P.  Lucas  de  la  Cueva  se  separó  de  él  a  los  pocos  días  para 
la  misión  que  luego  referiremos.  Una  grave  dificultad  encontró  desdo 
luego  el  P.  Cugía  en  la  instrucción  de  aquellos  indios.  El  primer  Go- 


tcírminada  eu  1661  e  impresa  eu  Madrid,  1904.  El  autor,  quo  fué  misionero  del  Mara- 
ñón desde  1()42,  estaba  perfectamente  informado  sobre  todo  lo  que  se  iba  haciendo. 
Aunque  algo  posterior,  no  deja  de  ser  importante  el  libro  del  P.  Manuel  Rodríguez, 
El  Marañón  y  Amazonas...  Madrid,  1684.  Es  un  tomo  en  folio,  de  444  páginas,  escrito  en 
estilo  muy  difuso,  pero  donde  aparecen  noticias  interesantes  tomadas  de  cartas  de  mi- 
sioneros que  ya  se  han  perdido.  Por  último,  advertiremos  que  la  historia  más  cum- 
plida de  estas  célebres  misiones  la  redactó  en  la  segunda  mitad  del  siglo  XVIII  el 
P.  José  Chantre  y  Herrera,  y  se  publicó  en  Madrid  el  año  1901  con  este  título:  Hist'j- 
ria  de  las  misiones  do  la.  Compañía  de  Jesiis  en  el  Marañón  español. 
(1)    Véase  las  dos  obras  citadas  anteriormente  de  Cueva  y  Figueroa. 


•Í46  I-IB.    II. PROVINCIAS    DE    VLIKAMAI: 

bcniador  de  Borja  los  había  reunido  cuando  estableció  su  ciudad,  y 
después  de  decirles  algunas  cosas  por  medio  de  intérpretes,  los  había 
hecho  bautizar  en  grandes  grupos,  pero  sin  que  los  indios  entendie- 
ran ni  una  palabra  de  lo  que  se  hacía  con  ellos.  Dos  sacerdotes  que 
se  habían  sucedido  en  la  parroquia  de  aquella  población  no  habían 
podido  entenderse  con  los  indios.  Otro,  llamado  Alonso  de  Peralta, 
buen  doctrinero  y  ejercitado  en  tratar  con  los  infieles,  había  catequi- 
zado bien  unos  cuantos  indios  y  los  había  bautizado  con  toda  regu- 
laridad. Éstos  fueron  los  únicos  medianamente  instruidos  que  encon- 
tró el  P.  Cugía,  Juzgó,  pues,  indispensable  empezar  de  nuevo  la  ins- 
trucción y  bautizar  stib  conditione  a  todos  los  demás  indios.  Al  prin- 
cipio se  valía  de  intérpretes,  y  en  esta  forma  ejercitó  su  ministerio, 
hasta  que  al  cabo  de  algunos  meses  logró  entender  lo  bastante  la  len- 
gua de  los  mainas,  y  pudo  instruirlos  directamente  por  sí  mismo. 
Recorrió  una  por  una  las  encomiendas  de  indios  que  habían  for- 
mado los  españoles.  Eran  veintiuna,  situadas  casi  todas  a  las  orillas 
del  Marañón.  El  P.  Cugía  instruyó  a  los  indios  de  estas  encomiendas, 
y  administró  en  aquel  año  1638  un  millar  de  bautismos  a  los  mainas 
ya  reducidos  (1). 

Poco  después  emprendió  el  P.  Cugía  otra  tarea  muy  importante 
para  perfeccionar  la  obra  de  santificación  que  había  empezado  con 
aquellos  indios.  Abrió  una  casita  en  Borja,  donde  reunió  los  niños 
indios,  y  allí  les  enseñaba  la  doctrina  cristiana,  un  poco  de  los  oficios 
mecánicos  que  pudieran  servirles  para  la  vida,  y  también  la  lengua 
general  del  Inga,  por  medio  de  la  cual  se  podían  entender  con  los 
indios  del  Perú.  Otra  casa  semejante  abrió  para  las  niñas,  y  valién- 
dose del  auxilio  de  algunas  buenas  señoras,  mujeres  de  los  colónos 
españoles,  les  enseñaba  a  hilar,  a  tejer,  bordar  y  otras  labores  pro- 
pias de  su  sexo.  Aquí  vemos,  como  en  principio,  aquel  auxilio  que 
las  Órdenes  religiosas  de  mujeres  habían  de  prestar  en  los  tiempos 
siguientes  a  los  misioneros,  enseñando  a  las  niñas  y  consolidando  de 
este  modo  la  sociedad  cristiana,  que  empezaba  con  la  instrucción 
doctrinal  del  misionero  (2). 

Mientras  el  P.  Cugía  se  desvelaba  por  el  bien  de  los  mainas  en 
Borja  y  sus  cercanías,  el  P.  Lucas  de  la  Cueva,  separadlo  de  él  por 
Febrero  de  1638,  enderezó  sus  pasos  a  cierta  región,  donde  se  hallaba 


(1)  Figueroa,  lielacióUf  n.  3. 

(2)  El  P.  Chantre  fija  este  hecho  en  el  año  1642  (1.  III,  c.  7).  El  P.  Figiieroa  (Re- 
iación,  n.  2)  parece  indicar  que  se  hizo  poco  después  de  establecerse  en  Borja  el 
P.  Cugía. 


CAP.    VI. — LA    VICEPROVINCIA    DE    QUITO    DE    1615    A    1652  +47 

un  grupo  de  españoles  que  había  salido  a  castigar  cierta  rebelión  do 
los  mainas.  En  cuatro  días  de  penosísimo  camino  llegó  adonde  es- 
taba el  escuadrón  español.  El  capitán  j  los  soldados  le  recibieron  con 
muestras  de  grande  alborozo,  dispararon  al  aire  sus  arcabuces  y  ma- 
nifestaron a  los  indios  la  extraordinaria  estima  que  hacían  de  aquel 
hombre  que  de  nuevo  aparecía  entre  ellos.  El  P.  Cueva  exhortó 
por  de  pronto  a  los  españoles  que,  pues  entraba  la  Cuaresma,  se  dis- 
pusiesen todos  a  purificar  sus  almas  en  el  sacramento  de  la  Peniten- 
cia. Oyóles  a  todos  en  confesión,  y  los  dejó  tranquilos  y  reposados. 
Al  mismo  tiempo  hizo  otra  cosa  buena,  que  facilitó  lo  que  entonces 
se  deseaba,  cual  era  la  reducción  de  los  mainas.  El  capitán  español 
había  condenado  a  muerte  a  uno  de  los  cabecillas  y  empezaba  a  cas- 
tigar con  bastante  severidad  a  otros  más  culpables  entre  los  rebeldes. 
El  P.  Lucas  de  la  Cueva  intercedió  por  los  jjobres  culpados  y  pro- 
curó con  medios  suaves  atraer  la  voluntad  de  los  indios,  para  que 
recibiesen  de  buen  grado  la  amistad  y  alianza  de  los  españoles. 

Asegurada  esta  paz,  pidió  el  P.  Cueva  que  le  encaminasen  a  la 
región  de  los  geveros,  indios  muy  numerosos  que  habitaban  a  la  ori- 
lla meridional  del  Amazonas,  y  de  los  cuales  se  había  tenido  noti- 
cia como  de  la  tribu  más  dócil  y  menos  mal  dispuesta  para  recibir 
las  enseñanzas  de  la  fe.  El  capitán  se  ofreció  de  buen  grado  a  con- 
ducirle. Reunió  un  buen  grupo  de  mainas,  acomodó  algunas  canoas 
y  emprendieron  el  viaje  hacia  la  región  de  los  geveros.  El  mismo 
P.  Cueva  nos  refiere  en  una  carta  interesante  las  peripecias  algo 
extrañas  de  este  viaje  por  aquellos  bosques  intrincados  y  en  las  co- 
rrientes de  aquellos  ríos,  mucho  más  difíciles  de  navegar  de  lo  que 
nosotros  nos  imaginamos  (1).  Acostumbrados  a  los  ríos  pequeños  de 
Europa,  difícilmente  nos  formamos  idea  de  los  graves  peligros  de 
muerte  que  debían  arrostrar  entonces  los  aventureros,  cuando  en 
frágil  canoa  se  lanzaban  a  navegar  en  aquellos  caudalosos  ríos;  tro- 
pezaban impensadamente  con  troncos  y  peñascos,  eran  arrastrados 
tal  vez  por  las  corrientes  impetuosas,  y  atravesaban  entre  indios  que 
desde  la  orilla  hostigaban  con  sus  flechas  al  navegante.  Al  cabo  de 
algunos  días  llegaron  sanos  y  salvos  al  país  de  los  geveros,  y  pudie- 
ron, por  medio  de  los  mainas,  entenderse  bastante  con  ellos.  El  Padre 
les  manifestó  el  deseo  de  su  bien  que  le  llevaba,  y  el  capitán,  entre- 
gándoles al  misionero,  les  recomendó  que  cuidaran  de  él,  que  oyeran 


(1)    EIP.  Figueroa,  en  su  Relación,  n.  4,  copia  textualmente  esta  carta  del  T.  Cueva, 
fechada  el  16  de  Abril  de  1638.  De  ella  tomamos  los  datos  de  esta  narración. 


448  '  "I.    II. PROVINCIAS    DK    lü/lHAMAK 

SUS  palabras  y  que  hicieran  todo  cuanto  dijese  aquel  hombre,  pues 
todo  había  de  ser  para  mayor  bien  de  ellos.  Los  indios  prometieron 
hacerlo  todo  así,  con  la  facilidad  con  que  ellos  suelen  prometer.  Con 
esto  el  capitán  se  volvió  a  Borja,  y  el  P.  Lucas  de  la  Cueva  se  quedó 
solo  en  aquella  tribu  salvaje  (1). 

Empezó  por  exhortar  a  los  indios  a  que  formaran  pueblo  en  sitio 
cómodo,  para  que  pudiera  mejor  tratar  con  ellos  y  enseñarles  las 
cosas  de  la  religión,  pero  desde  luego  tropezó  con  una  repugnancia 
invencible,  que  todos  sentían  a  abandonar  sus  rincones  y  bosques 
impenetrables.  Observando  esto  el  Padre,  tomóse  el  trabajo  de  ir 
visitando  uno  por  uno  los  escondrijos  en  que  se  metían  estos  indios. 
Habló  también  con  algunas  tribus  distintas  de  los  geveros,  y  durante 
medio  año  todo  fué  correr  por  un  lado  y  otro  sin  conseguir  nunca 
de  nadie  el  reunirse  en  forma  de  pueblo.  Al  cabo  de  algunos  meses 
empezaron  los  geveros  a  cansarse  de  asistir  al  P.  Cueva;  poco  a  poco 
le  iban  dejando  solo  y  no  le  daban  nada  de  comer.  Llegó  el  caso  muy 
natural  de  caer  enfermo  con  tantos  trabajos  y  de  verse  enteramente 
abandonado  en  una  pobre  chozuela.  Allí  estaba  solo,  sin  más  com- 
pañía que  dos  niños  geveros  que  le  tenían  algún  cariño,  y  esperando 
la  muerte,  que  ya  no  podía  tardar.  Escribió  en  un  papel  breves  ren- 
glones contando  al  P.  Cugía  lo  que  le  había  sucedido.  Dejó  esto  pa- 
pel a  su  cabecera,  y  encargó  a  los  niños  que  cuando  él  muriese  lle- 
vasen aquello  al  P.  Gaspar. 

Empero  la  divina  Providencia,  que  velaba  por  su  siervo,  dispuso 
prolongarle  la  vida,  como  en  efecto  se  la  prolongó  por  espacio  de 
treinta  y  tres  años.  Es  el  caso,  que  a  los  ocho  meses  el  Gobernador 
de  Borja  quiso  tener  noticias  del  buen  P.  Lucas  de  la  Cueva,  y  para 
esto  envió  algunos  españoles  que  le  buscasen  en  la  región  donde  le 
habían  dejado.  Llegaron  éstos  al  territorio  do  los  geveros,  y  encon- 
traron al  santo  varón  tendido  en  una  choza,  hinchado  desde  la  cin- 
tura para  abajo,  con  grandes  llagas  en  las  piernas  y  ya  puesto  a  punto 
de  morir  (2).  Llamaron  a  los  principales  indios  y  les  reprendieron  ás- 
peramente por  el  abandono  en  que  habían  dejado  al  misionero.  Tu- 
vieron la  idea,  muy  natural,  de  tomar  al  Padre  en  peso  y  llevárselo  a 
Borja,  pero  le  hallaron  tan  consumido  y  gastado,  que  juzgaron  se  les 
moriría  irremisiblemente  en  el  camino.  Habiéndole,  pues,  dejado  al- 
gunas provisiones  y  regalos  de  lo  que  llevaban  consigo,  volvieron 


(1)  Hasta  aquí  la  carta  citada  del  P.  Cueva. 

(2)  Véase  la  liclución  del  P.  Fígucroa  desde  el  número  4  en  adelante. 


CAÍ'.    VI. — LA    VK'Ivl'ROVIXeiA    DK    QUITO    DK    1615    A    1052  449 

corriendo  a  Borja  y  anunciaron  al  P.  Cugía  el  estado  lamentable  en 
que  habían  dejado  a  su  compañero  de  fatigas. 

El  P.  Cugía  voló  al  instante  al  socorro  del  enfermo;  llevó  consigo 
todos  los  regalos  que  pudo,  y  cuando  se  encontró  con  él  le  halló  un 
poco  más  animado.  Como  su  principal  enfermedad  había  sido  el 
hambre,  con  las  provisiones  que  le  habían  dejado  los  españoles  había 
recobrado  algo  de  vida.  La  compañía  del  P.  Cngía  le  animó  muchí- 
simo, y  al  cabo  de  pocos  días  se  hallaba  otra  vez  bueno  y  animoso  y 
dispuesto  á  continuar  sus  fatigas  entre  aquellos  pobres  infieles.  Los 
geveros,  arrepentidos  de  su  culpa,  le  pedían  mil  perdones,  y  el  Padre 
les  prometió  no  apartarse  nunca  de  su  lado.  Con  esto  se  consiguió 
espontáneamente  y  sin  nuevas  exhortaciones  y  ruegos  del  misionero, 
lo  que  en  ocho  meses  no  había  podido  lograr,  y  fué  que  los  mismos 
indios  se  decidiesen  por  fin  a  vivir  en  pueblos  y  obedecer  mejor  al 
P.  Cueva.  Este  formó  entonces  el  primer  pueblo  de  aquellos  infieles, 
que  dedicó  a  la  Inmaculada  Concepción,  y  por  eso  le  puso  el  nombre 
de  Limpia  Concepción  de  Geveros  (1).  • 

4.  Mientras  los  dos  primeros  apóstoles  del  Marañón  se  esforzaban 
por  echar  los  fundamentos  de  aquellas  gloriosas  misioneg,  ocurrió 
un  suceso  que  no  dejó  de  influir  en  la  suerte  futura  de  aquellos 
trabajos  apostólicos  (2).  El  año  1637  el  capitán  Juan  de  Palacios,  con 
una  compañía  de  españoles,  había  hecho  una  entrada  hacia  el  río 
Aguarico  y  hacia  el  Ñapo,  deseando  establecer  otra  población.  Fue- 
ron a  su  lado  dos  Padres  franciscanos  con  dos  Hermanos  legos,  para 
predicar  la  fe  a  los  infieles  que  se  recogiesen.  No  dio  buen  resultado 
aquella  expedición.  El  capitán,  más  bien  que  do  formar  pueblos, 
trataba  de  cautivar  indios,  y  éstos,  que  no  querían  dejarse  dominar, 
se  rebelaron  contra  los  españoles,  y  todo  anunciaba  un  trágico  des- 
enlace. Los  dos  Padres  franciscanos,  viendo  que  en  el  estado  vio- 
lento a  que  habían  llegado  las  cosas,  nada  podían  hacer  por  el  bien 
espiritual  do  los  infieles,  se  volvieron  a  Quito;  pero  los  dos  legos, 
llamados  Fray  Domingo  Brieva  y  Fray  Andrés  de  Toledo,  concibieron 
una  idea  que  hoy  juzgaríamos  descabellada,  pero  que  entonces  no 
parecía  tan  absurda  a  los  aventureros  españoles  y  piortugueses  de  las 


(1)  Ibid.  Véase  también  la  Relación  de  la  misión  de  los  Maiuas  del  P.  Cueva.  Verdad  es 
que  en  esta  relación  apenas  hace  más  que  insinuar  los  trabajos  que  padeció. 

(2)  Todo  lo  que. decimos  sobre  esta  expedición  por  el  Amazonas  Jo  tomamos  del 
libro  (jue  imprimió  luego  el  P  Acuña  con  el  título  Nuevo  descubrimiento  del  gran  rio 
de  las  Ainasonas.  Madrid,  1341.  Se  ha  reproducido  la  edición  en  Madrid,  1891;  8.",  218  pá- 
ginas. 

29 


450  íiR-  II- — riíoviNciAS  r>E  ultisamati 

Américas.  Reunieron  unos  pocos  soldados,  cargaron  de  provisioneí! 
una  gran  canoa  y  resolvieron  ir  navegando  agua  abajo  hasta  encon- 
trarse con  tierra  de  cristianos.  Siguieron  el  curso  del  Aguarico,  en- 
traron después  en  el  río  Ñapo,  y  al  poco  tiempo  dieron  en  el  cauce 
del  Amazonas.  Siguiendo  el  curso  de  este  famoso  río,  navegaron  sin 
cesar  algunas  semanas,  liasta  que,  por  fin,  después  de  mil  peligros  y 
aventuras,  llegaron  a  la  ciudad  de  Para,  cerca  de  la  desembocadura 
del  río. 

Refiriendo  allí  a  los  portugueses  los  percances  de  su  viaje,  discu- 
rrieron éstos  que  convendría  explorar  el  río  Amazonas,  para  ocupar 
los  puestos  oportunos  y  fomentar  el  comercio  entre  las  regiones  del 
Brasil  y  las  de  Quito  y  Perú.  Prepararon,  pues,  una  expedición,  man- 
dada por  el  capitán  Juan  Texeira,  y  tomando  por  guía  a  los  dos  le- 
gos franciscanos,  navegaron  agua  arrilia  por  el  Amazonas,  subieron 
después  por  el  Ñapo  y  entraron  en  el  Agnarico,  avanzando  hasta 
donde  podía  cómodamente  navegarse.  Allí  saltaron  en  tierra,  y  de- 
jando un  pequeño  grupo  de  portugueses  en  guardia  de  las  canoas,  el 
capitán  Texeira  se  adelantó  con  los  demás  hasta  Quito.  Dio  cuenta  a 
la  real  Audiencia  de  lo  que  había  observado  en  su  viaje.  La  Audien- 
cia lo  comunicó  al  Virrey  del  Perú,  y  todos  juzgaron  que  convendría 
enviar  algunos  exploradores,  que,  dirigiéndose  por  el  río  en  compa- 
ñía de  los  portugueses,  diesen  cuenta  después  a  Su  Majestad  de  todo 
lo  que  hubieran  observado,  para  ver  lo  que  podía  disponerse  en  pro- 
vecho de  la  nación. 

Fueron  escogidos  para  esta  empresa  dos  Padres  de  la  Compañía; 
Cristóbal  de  Acuña  y  Andrés  de  Artieda.  Salieron  ambos  de  Quito 
con  los  portugueses  el  16  de  Febrero  de  1639,  y  después  de  un  viaje 
de  diez  meses,  parte  por  agua  y  parte  por  tierra,  en  el  cual  investi- 
garon lo  que  pudieron  sobre  la  topografía  de  aquellas  regiones  y 
sobre  los  indios  que  las  poblaban,  llegaron  a  la  ciudad  de  Para.  De 
allí  se  embarcaron  para  Europa,  y  en  1640  representaron  a  Felipe  IV 
lo  que  habían  observado  sobre  el  río  Amazonas.  Mientras  ellos  da- 
ban sus  informes,  ocurrió  la  separación  de  Portugal,  y  con  esto  se 
interrumpieron  los  proyectos  que  habían  concebido  ambos  mÍGÍone- 
ros  sobre  ulteriores  exploraciones  en  el  río  Marañón.  Con  todo,  el 
P.  Acuña  imprimió  un  libro  o  relación  de  su  pasado  viaje  (1).  Está 
dividido  en  83  números  o  párrafos  breves,  y  se  lee  con  interés  por 
la  curiosidad  de  los  objetos  que  entonces  se  presentaban  como  nue- 


(1)    Es  el  citado  anteriormcnto. 


CAP.    VI. — t-A    VICKriíOVlXCIA    DE    QUITO    DK    1015    A    l()r)2  J.")) 

VOS  a  los  ojos  de  Europa.  No  es  esto  decir  que  falten  patrañas,  como 
no  habían  de  faltar  en  todas  las  relaciones  de  entonces.  El  P.  Acuña 
admite  con  poca  crítica  algunos  rumores  que  oyó  entre  los  indios, 
con  quienes  pudo  hablar  a  orillas  del  Amazonas.  Así  le  vemos  men- 
cionar en  el  número  63  la  existencia  de  los  gigantes,  y  en  los  71  y  72 
la  de  las  mujeres  amazonas,  fábula  que  díó  lugar  al  nombre  mismo 
del  río.  No  pudieron  conseguir  por  entonces,  como  hemos  dicho, 
todo  lo  que  ellos  habían  esperado,  pero  volviendo  ambos  Padres  á 
la  América,  dieron  noticia  a  los  Nuestros  do  las  tribus  numerosas 
que  poblaban  las  orillas  del  gran  río,  y  contribuyeron  bastante  a  que 
se  estimase  en  mucho  la  misión  empezada  y  a  que  se  despertaran 
muchas  vocaciones  para  ir  a  trabajar  apostólicamente  en  las  orillas 
del  Marañón. 

5.  Entretanto,  los  dos  primeros  operarios  evangélicos  adelanta- 
ban cuanto  podían  la  conversión  de  los  indios.  En  1640  el  P.  Cugíii 
envió  a  su  compañero  a  Quito,  para  que  refiriese  a  nuestros  Padres 
el  estado  de  aquellas  misiones  e  invitase  a  los  que  quisiesen  acompa- 
ñarle en  tan  gloriosas  fatigas.  Presentóse  en  Quito  el  P.  Cueva,  pero 
como  escaseaba  tanto  el  personal  en  nuestras  casas,  hubo  de  volverse 
a  la  misión  sin  llevar  consigo  ningún  nuevo  operario  (1).  En  cambio, 
ninrmurábase  en  Quito  de  que  no  correspondía  el  fruto  a  los  traba- 
jos indecibles  que  sufrían  aquellos  dos  misioneros.  El  P.  Francisco 
Fuentes,  Rector  del  colegio,  llamó  al  P.  Cugía  para  informarse  cunY 
plidamente  sobre  el  estado  de  las  misiones.  Llegóse  a  Quito  el  P.  Cu- 
jía,  llevando  consigo  una  curiosa  relación,  la  más  antigua  que  se 
escribió,  de  aquellas  misiones,  redactada  por  el  P.  Lucas  de  la  Cue- 
va (2).  En  ella  exponía  ante  todo  las  graves  dificultades  que  se  pade- 
cían en  la  misión,  los  caminos  intransitables,  los  bosques  vírgenes, 
las  corrientes  y  ríos  peligrosos,  la  gran  dificultad  de  comunicarse 
con  nuestras  casas  y  colegios. 

Sobre  todo,  es  curioso  lo  que  nos  dice  sobre  el  salto  del  Marañón, 
llamado  Pongo  de  Manseriche,  que  era  hasta  entonces  el  único 
camino  para  llegar  desdo  Quito  a  Borja.  «Tiene  de  largo,  dice  el 
P.  Cueva,  según  dicen,  tres  leguas.  Navegase  con  indecible  velocidad, 
con  el  Jesús  y  Credo  en  la  boca,  porque  el  riesgo  de  la  vida  está 
siempre  a  los  ojos.  En  esta  distancia,  que  todo  es  un  riesgo  conti- 


(1)    Vcaso  la  carta  del  P.  Cueva,  focha  el  1."  Noviembre  IGIO  y  publicada  en  ti  Jíi;- 
morial  histórico  español,  t.  XVI,  pág.  320. 
('2)    Es  la  citada  más  arriba. 


452  LID.    ir. — PROVINCIAS   DE  ÜLTKAMAB 

nuado,  hay  tres  pasos  que  son  los  de  mayor  peligro:  el  Paso  del  Go- 
bernador, porque  en  él  se  volcó  el  que  lo  era  de  Mainas,  perdiendo 
la  hacienda  y  vida  de  dos  indios,  y  éste  es  a  quien  por  antonomasia 
llaman  el  Salto  del  Marañón.  El  segundo  llaman  los  Manseriches'. 
Aquí  bate  el  río  grandes  peñascos  con  tanta  violencia,  que  resur- 
tiendo sus  corrientes,  bullen  hacia  arriba,  abriendo  grandes  olas  y 
muy  profundos  remolinos.  El  último  llaman  los  Hornillos,  por  la 
semejanza  que  de  ellos  tienen  unas  concavidades  que  el  río  ha  he- 
cho en  las  peñas,  donde  abrió  grandes  tragaderos,  olas,  reventones  y 
remolinos.  Luego,  inmediatamente,  está  poblada  la  ciudad  de  San 
Francisco  de  Borja.  No  hay  duda  en  la  verdad  de  estos  riesgos,  pero 
certifico  a  V.  R.  que  siempre  que  los  paso,  me  confunde  el  ver  que 
sus  primeros  descubridores  y  los  que  en  ellos  han  perecido  no  fue- 
ron obreros  del  Santo  Evangelio  ni  recogedores  de  la  sangre  precio- 
sísima de  Nuestro  Señor  Jesucrito.  Mercaderes,  sí,  de  humanos  inte- 
reses, obreros  de  la  vanidad  y  riquezas.  Y  si  la  codicia  de  esta  tierra 
les  hizo  descubrir  con  tanto  riesgo  tanta  tierra,  ¿en  qué  razón  quié- 
rese imposibilitar  tanto  estas  misiones  gloriosas  a  los  operarios  del 
cielo?» 

Explica  después  el  P.  Cueva  el  inconveniente  que  hay  en  llevar 
soldados  al  lado  del  misionero.  Los  tales  hombres  suelen  ser  la  ruina 
de  la  misión,  porque  los  indios  huyen  de  ellos  como  de  la  muerte. 
No  deben  ir  los  soldados  al  lado  del  sacerdote.  También  es  reparable 
la  circunstancia  de  no  poder  estar  dos  misioneros  juntos,  mientras 
sean  tan  pocos.  Es  de  esperar  en  la  misericordia  de  Dios,  que  suplirá 
la  falta  de  compañía,  porque  de  este  modo  se  hará  más  fruto  en  los 
gentiles.  Por  último,  advierte  que  con  el  tiempo  se  podrán  suavizar 
algún  tanto  las  dificultades  de  la  vida  en  aquellas  tierras  salvajes.  Al 
principio  es  necesario  resignarse  a  comer  ratones,  lagartos,  monos  y 
otros  animales  que  causan  horror  a  la  naturaleza;  pero  poco  a  poco 
se  van  aclimatando  las  gallinas,  los  cerdos  y  otros  animales  llevados  de 
Europa,  que  suelen  ser  nuestro  ordinario  sustento.  Propone,  pues,  el 
P.  Cueva,  que  no  se  abandone,  sino  que  se  promueva  aquella  gloriosa 
misión,  con  esperanza  de  mucha  gloria  do  Dios. 

El  P.  Cugía,  llevando  en  Jas  manos  este  relato,  explicó  en  Quito 
al  P.  Fuentes  y  a  los  demás  jesuítas  el  cstauo  de  aquella  empresa 
apostólica  y  las  esperanzas  que  había  de  recoger  mucho  fruto  en  las 
numerosas  tribus  que  habitaban  a  la  orilla  del  Marañón,  Apoyó  los  ar- 
gumentos que  traía  escritos  delP.  Cueva, y  consiguió  que  se  inclinasen 
los  Superiores  a  reforzar  la  misión  en  vez  do  levantarla.  En  1041  so 


CAP.    VI.— tA    VICEPROVINCIA    DE    QUITO   DE    1G15    A    1652  453. 

dieron  al  P.  Cugía  dos  operarios  i'ervoioáos,  que  eran  elP.  Jerónimo 
Pérez  y  el  P.  Francisco  de  Figueroa,  nacido  en  Popayán,  y  que  con 
el  tiempo  había  de  ser  el  protomártir  de  estas  misiones.  Desdo  Quito 
hasta  Borja  tardaron  cinco  meses,  porque  fueron  dando  misiones  en 
todos  los  pueblos  de  españoles  que  encontraban  al  paso.  Por  fin,  ya 
entrado  el  año  1642  llegaron  al  campo  de  sus  fatigas  (1),  y  el  P.  Cu- 
gía dispuso  que  los  otros  dos  misioneros  pasaran  a  la  misión  de  Ge- 
veros,  para  extenderla,  en  compañía  del  P.  Lucas  de  la  Cueva. 

No  fueron  infructuosos  los  trabajos  de  estos  tres  Padres.  Ade- 
más de  los  indios  llamados  jDropiamente  geveros,  con  los  cuales  el 
P.  Cueva  había  formado  la  primera  reducción,  extendiéronse  a  otras 
tribus  de  infieles,  acercándose  hasta  el  río  Huallaga,  y  al  cabo  de  tres 
años  tenían  ya  otras  tres  cristiandades  que  el  P.  Figueroa  llama  ane- 
jos, y  eran:  el  pueblo  do  San  Pablo  de  Pandabeques,  Santo  Tomé  de. 
los  Cutinanas  y  San  José  de  los  Atahuates.  Estos  tres  pueblos  tenían 
sus  pobrecitas  iglesias  cou  campana,  y  allí  so  reunían  los  indios  y 
decía  misa  el  Padre  cuando  los  iba  a  visitar  (2). 

Entretanto  el  P.  Cugía  hizo  otra  excursión  en  busca  de  los  coca- 
mas, por  haber  oído  decir  a  los  indios,  que  éstos  eran  el  pueblo  más: 
numeroso  que  había  en  todos  aquellos. países.  Entró  por  el  río  Hua- 
llaga agua  arriba,  y  se  encontró  con  una  tribu  de  estos  cocamas,  a  los 
cuales,  por  medio  de  intérprete  pudo  convidar  con  la  paz  de  los  in- 
dios cristianos.  Hasta  entonces  habían  sido  perpetuos  enemigos  los 
cocamas  y  los  geveros.  El  P.  Cugía  hizo  todo  lo  posible  para  recon-: 
ciliarlos,  y  aunque  por  entonces  no  consiguió  establecer  cristiandad' 
entre  los  cocamas,  pero  dejó,  como  quien  dice,  preparado  el  terreno, 
para  entablar  algún  género  de  amistad  y  de  alianza  entre  ambos  pue- 
blos. Con  esto  se  volvió  otra  vez  a  Borja,  donde  necesitaba  asistir  de 
ordinario,  para  atender  desde  allí  a  la  dirección  de  las  misiones  (3). 

Algunos  años  después,  el  P.  Jerónimo  Pérez  entró  a  fundar  cris- 
tiandades en  los  pueblos  visitados  por  el  P.  Cugía.  Después  de  mil. 
viajes,  vueltas  y  revueltas  entre  aquellos  ríos  y  bosques;  después  de 
mil  invitaciones,  después  de  mil  tentativas,  logró  por  fin  en  el  año 
16-1:9  reunir  tres  pueblos  de  cocamas,  de  los  cuales  los  principales 
eran  uno  llamado  Santa  María  do  Huallaga,  cercano  a  este  río,  y 


(1)    Dica  elP.  Figueroa  que  cuando  lleg')  al  Marañón  «el  nombre,  coa  que  nos  lla- 
maban los  españoles  e  indios  era  los  Padrea  santos,  y  esto  nombre  hallé  cuando  rlniv 
a  csías  misiones  el  año  de  42». 
.  (a)     Figueroa,  Relación,  n.  4. 
(3)    Figueroa,  llokwión,  n.  5  y  7. 


454  l-IIí-   II. — rKOVINCIAS  df,  ültrasiau 

otro,  Santa  María  de  Ucayale,  vecino  al  grande  río  de  este  nombre, 
donde  vivía  el  principal  grupo  de  cocamas  y  por  lo  cual  le  dieron 
los  misioneros  el  nombre  de  la  Gran  Cocama. 

6,  Progresaba,  pues,  lenta,  pero  constantemente,  la  obra  evangé- 
lica en  las  orillas  del  Marañón.  Consolidábanse  los  primeros  pueblos, 
y  los  cuatro  Padres  iban  adquiriendo  noticia  de  numerosas  tribuís 
que  vagaban  a  no  mucha  distancia  de  aquellas  cristiandades.  Juzgó 
oportuno  el  P.  Cugía  hacer  otro  viaje  a  Quito  para  informar  a  los  Su-' 
periores  de  los  progresos  de  su  misión,  pedir  refuerzos  de  misione- 
ros y  también  el  socorro  de  algunos  regalitos  para  ganar  a  los  indios 
y  atraerlos  a  la  vida  civil.  En  este  segundo  viaje  no  tuvo  dificulta- 
des en  persuadir  lo  que  deseaba.  Las  noticias  más  extensas  y  cum- 
plidas que  ya  se  habían  recibido  en  Quito  sobre  las  misiones  del 
Marañón,  despertaron  muy  pronto  vocaciones  entre  los  Nuestros,  y 
pudú  el  P.  Rector  de  Quito  suministrar  al  P.  Cugía  tres  nuevos  ope- 
rarios, de  los  cuales  el  más  ilustre  fué  el  P.  Raimundo  de  Santa  Cruz. 
En  1651  volvieron  todos  cuatro  a  Borja  y  desde  allí  repartió  sus  com- 
pañeros el  P.  Cugía  por  las  misiones  ya  establecidas.  EIP.  Raimundo 
de  Santa  Cruz  se  distingue  desde  luego  por  su  celo  infatigable  y  por 
su  fervor  apostólico  en  soportar  trabajos  por  amor  de  Dios.  Era  un 
joven  misionero  nacido  en  Ibarra,  hijo  do  un  caballero  aragonés,  y 
estaba  dotado  de  todas  las  prendas  que  hacen  cabal  a  un  operario 
evangélico.  En  muy  poco  tiempo  aprendió  la  lengua  de  los  cocamas 
y  empezó  a  trabajar  en  las  orillas  del  río  Huallaga,  Habiendo  tenido 
noticia  de  que  a  no  mucha  distancia  existían  dos  tribus  llamadas  de 
los  barbudos  y  agúanos,  penetró  hasta  ellos  acompañado  de  algunos 
indios  cocamas,  logró  convertirlos  y  formó  en  breve  tiempo  con 
los  barbudos  el  pueblo  do  San  Ignacio,  y  con  los  agúanos  el  de  San 
Javier.  Estos  indios  le  dieron  noticia  de  otros  que  se  extendían  en  la 
misma  dirección  y  se  llamaban  muniches,  chayavitas  y  paranapuras. 
El  P.  Santa  Cruz  lanzósjO  derecho  a  la  conquista  espiritual  de  estas 
tribus,  y  desde  entonces  hasta  sú  muerte  nunca  cejó  en  esta  empresa 
de  convertir  nuevas  almas  para  Dios  (1). 

Mientras  do  este  modo  se  activaban  los  trabajos  en  las  misiones 
del  Marañón,  el  P.  Cugía  fué  llamado  a  Quito  por  la  santa  obediencia 
para  ser  Rector  de  aquel  colegio  y  como  Viceprovincial  de  todos  los 
Nuestros  que  estaban  en  Quito,  pues  aunque  la  división  de  viccpro- 


(t)    Las  expediciones  del  P.  Santa  Cruz  están  bien  e.vplicadas  por  el  P.  Chaatro 
(íjitt.,  1.  3,  e.  10  y  B¡gs.).  El  P.  Figueroa  las  apunta,  pero  no  con  tanta  precisión. 


CAP.    VJ.— LA   VICEPROVIXCIA    DE   QUITO   DK   3015   A    Kió^  ioi") 

vincia  no  se  había  ejecutado,  pero  el  Rector  de  la  capital  tenía  que 
hacer  las  veces  de  Provincial  en  los  casos  ordinarios.  Abandonó  la 
misión  el  P.  Cugía  después  de  haber  trabajado  quince  años  en  ella  y 
dejando  fundados  los  pueblos  siguientes:  1,  San  Ignacio  de  Mainas; 
2,  Santa  Teresa  de  Mainas;  3,  San  Luis  de  Mainas;  4,  Limpia  Concep- 
ción de  Geveros;  5,  San  Pablo  de  Pandabeques;  6,  San  José  de  Ata- 
huates;  7,  Santo  Tomó  de  Cutinanas;  8,  Santa  María  de  Ucayale  (de 
cocamas);  9,  Santa  María  de  Iluallaga;  10,  San  Ignacio  de  Barbudos; 
11,  San  Javier  de  Agúanos;  12,  Loreto  do  Paranapuras.  A  estas  cris- 
tiandades añade  el  P.  Chantre  (1)  un  anejo  de  pandabeques  y  chin- 
dacuchuscas,  nombre  peregrino  que  por  primera  vez  aparece  en  esta 
relación. 

El  número  de  indios  reducidos  en  estos  pueblos  no  era  todavía 
muy  grande,  pues  aunque  tenían  conocidos  hasta  cerca  de  70.000  in- 
dios en  las  riberas  del  Marañón  y  desús  afluentes,  pero  los  cristianos 
eran  pocos,  porque  los  Padres  bautizaban  a  los  enfermos  de  peligro 
de  muerte  y  dilataban  el  bautismo  a  los  sanos  hasta  que  estuvieran 
bien  instruidos;  y  como  la  rudeza  e  inconstancia  de  estos  indios  era 
mayor  de  lo  que  nos  podemos  imaginar,  íbase  lentamente  en  el 
bautismo  de  los  neófitos,  para  asegurar  mejor  la  perseverancia  de  los 
convertidos  (2).  De  vez  en  cuando  visitaban  estos  pueblos  aquellas 
epidemias  que  tantos  estragos  suelen  hacer  entre  los  indios  y  negros, 
como  eran  la  viruela  y  otras  enfermedades.  Con  esto  se  disminuía  la 
población  cristiana  y  se  acrecentaban  los  trabajos  de  los  misioneros, 
que  difícilmente  podían  remediar  tantos  males.  No  dejaremos  de 
copiar  una  reflexión  profunda  que  el  P.  Francisco  de  Figueroa 
escribió  en  su  relación  acerca  del  poco  aumento,  o,  por  mejor  decir, 
de  la  disminución  de  los  indios,  siempre  que  se  los  reducía  a  pueblos. 
Oigamos  sus  palabras:  «Suelen  traer,  dice  el  Padre,  cuando  se  redu- 
cen, numerosa  chusma  que  era  bastante  a  que  fuese  en  aumento  esta 
provincia;  pero  no  es  así,  sino  que  la  mayor  parte  de  la  que  traen  se 
muere  en  llegando  a  estos  aires  y  temple  de  Borja,  aunque  no  haya 
peste,  y  cuanto  se  fecundan  en  el  monte  y  sus  quebradas,  viviendo  a 
sus  anchuras,  tanto  se  esterilizan  en  este  territorio,  donde  hay  poco 
multiplico  (multiplicación)  y  logro  de  las  criaturas  que  les  nacen, 
quizá  por  no  tener  sus  comidas  en  abundancia  y  verso  en  sujeción 


(1)  L.  III,  c.  14. 

(2)  Véas3  la  Relación  del  P.  Figuex'oa  dosde  el  núra.  12  en  adelante,  y  las  juiciosas 
reflexiones  que  hace  sobre  la  lentitud  con  quo  se  procedía  en  la  administración  del 
bautismo. 


456  '        IIR-    II.— PROVINCIAS   VE   ULTKAMAll 

sin  la  libertad  y  vida  holgazana  en  que  se  crían  y  connaturalizan  en 
estas  tierras,  siéndoles  la  sujeción  contra  su  natural  para  la  procrea- 
ción, como  se  ve  en  las  aves  silvestres,  que,  cogidas  o  enjauladas,  se 
esterilizan»  (1). 

Los  más  fuertes  obstáculos  que  experimentaban  los  misioneros,los 
explica  el  P.  Figueroa  por  estas  palabras:  «Quedan  otras  dificultades 
en  que  no  se  padece  poco,  que  son  algunas  bárbaras  costumbres  in- 
compatibles con  el  Santo  Evangelio  y  leyes  cristianas,  como  son  las 
matanzas  de  unos  contra  otros,  muched.umbre  de  mujeres  en  algunos, 
el  repudio  de  las  que  tienen  para  casarse  con  otras,  supei^sticiones  y 
otroá  vicios,  principalmente  el  de  la  lujuria,  que  quisieran  conser- 
varlos y  ser  cristianos  juntamente.  Las  más  de  esta^  costumbres  se 
vencen  finalmente  con  la  doctrina  y  persuasión  de  los  Padres  y  con 
el  brazo  de  la  justicia,  necesario  y  forzoso,  dándose  las  manos  el 
Evangelio  en  la  enseñanza  y  la  justicia  en  castigar  y  reprimir  des-, 
afueros  y  delitos,  que  los  Padres  no  pueden  por  sí  solos  ni  remediar 
ni  castigar,  pues  no  son  jueces  ni  verdugos  para  ahorcar  ni  efectuar 
otros  castigos,  que  si  no  los.hace  la  justicia  secular,  quedarán  los  ma-' 
■  les  sin  remedio.  Es  error  y  temeridad,  por  falta  de  experiencia  (si  no 
es  por  milagro  que  Dios  obre)  el  tratar  de  predicar  y  entablar  cosa 
de  importancia  en  estas  gentes,  sin  escolta  y  brazo  de  españoles,por- 
que  la  misma  brutalidad  y  costumbres  fuera  de  razón  de  estos  indios, 
están  clamando  por  justicia  que  los  obligue,  corrija  y  reprima»  (2). 
En  estas  últimas  palabras  vemos  la  diferencia  que  había  entre  estas 
misiones  y  las  del  Paraguay.  Los  Padres  del  Paraguay  esquivaron 
absolutamente  la  presencia  de  los  soldados  españoles.  En  cambio,  los 
de  Quito  admitieron  que  estuvieran  los  soldados  en  Borja,  pero  que 
no  anduvieran  al  lado  del  misionero.  Debían  mantenerse  a  lo  lejos  y 
entrar  solamente  cuando  ocurriesen  crímenes  m'ayores  dignos  de 
castigo.  Entonces  intervenía  la  justicia  seglar,  y  de  este  modo  so  po- 
nían las  cosas  en  orden.  Dejamos  para  el  tomo  siguiente  la  prosecu- 
ción de  estas  célebres  misiones  del  Marañón,  que  tanta  gloria  dieron 
a  Dios  a  fines  del  siglo  XVII  y  principios  del  XVIII.  Por  ahora  bás- 
tenos haber  indicado  el  principio  trabajoso  y  heroico  que  tuvieron 
en  tiempo  del  P.  Vitellcschi. 


(1)  Relación,  n.  3. 

(2)  Relación,  p.  15. 


CAPÍTULO  VII 


LA  PROVIÍÍCIA  DEL   NUEVO   REINO  DE   GRANADA  DE    1G15   A.   1652 

Sumario:  1.  Fundaciones  nuevas  y  progreso  de  la  provincia.— 2.  Conatos  de  fundar  Uni- 
versidad en  Bogotá.— 3.  Emprenden  nuestros  Padres  las  misiones  de  infieles  en  loa 
Llanos.— 4.  Se  interrumpen  estas  misiones  por  la  persecuci %  de  D.  Julián  de  Cortá- 
zar, Arzobispo  de  Bogotá.— 5.  Pleito  ruidoso  con  el  Si".  Almansa,  sucesor  do  Cor- 
tázar.—6.  Visita  del  P.  Rodrigo  de  Figiieroa.— 7.  Estado  general  de  Ja  provincia 
on  1652. 

Fuentes  CONTempor-íneas.— 1.  Novi  Regni.  Epistokte  Gmemliiim.- 2.  Novi  Regni  eí  Quitmsis. 
Historia.— &.  Varios  documentos  del  Archivo  de  Indias.— 4.  Novi  Regni  et  Quiten  mu.  Fundationes 
collegiorum. 

1.  La  historia  de  la  Compañía  en  el  Reino  de  Nueva  Granada  du- 
rante la  primera  mitad  del  siglo  XVII  se  nos  presenta  bastante  os- 
cura y  borrosa.  No  hemos  descubierto  ningún  autor  que  describa  con 
alguna  claridad  la  serie  de  los  sucesos  en  estaparte  de  nuestra  Com- 
pañía., Sólo  poseemos  el  libro  antes  citado  del  P.  Casani,  que  sólc 
sirve  para  apuntar  aisladameuto  unos  cuantos  sucesos  y  no  para  tejer 
el  curso  seguido  de  nuestra  historia  en  todo  el  espacio  indicado. 
Mientras  no  aparezcan  nuevos  documentos,  nos  habremos  de  conten- 
tar con  una  relación  algo  fragmentaria,  que  asegure  solamente  los 
principales  acontecimientos  de  nuestra  Compañía  en  aquella  extensa 
región.  -        , 

A  la  muerte  del  quinto  General  empezaba  a  ser  Provincial  del 
Nuevo  Reino  el  P.  Manuel  Arceo;  y  de  cierta  carta  dirigida  a  su  an- 
tecesor por  el  P.  Aquaviva  el  l.*^  de  Enero  de  1615  se  desprende  que 
el  estado  de  la  provincia  era,  en  general,  satisfactorio.  «Por  la  cuenta 
que  V.  R.  da,  dice  Aquaviva,  de  los  sujetos  y  puestos  de  esa  provin- 
cia, consta  que  el  Señor  les  va  haciendo  merced,  de  que  comúnmente 
l^aya  observancia  y  fervor  en  acudir  a  los  ministerios  de  prójimos, 
de  que  damos  gracias  a  Su  Divina  Majestad,  suplicándole  que  lo  Heve' 
adelante  y  despierte  y  avivo  el  cuidado  paterno  en  sus  ministerios, 
para  ayuda  .espiritual  de  los  que  lo  han  menester»  (1). 

Recuérdese  la  extensión  que  entonces  alcanzaba  esta  diminuta 
provincia.  Constaba  de  un  colegio  principal  en  Bogotá,  al  cual  se 


(1)    Novi  Regni.  Epist.  Gen.  A  Lyra,  1."  Enoro  161e 


458  f'íR.  II. — rr.oviNCTAs  de  ulihamar 

había  añadido  como  adjunto  el  seminario  de  San  Bartolomé,  así  lla- 
mado sin  duda  por  respeto  al  Sr.  Bartolomé  Lobo  Guerrero,  Arzo- 
bispo do  Bogotá,  que  había  puesto  en  manos  de  la  Compañía  la  edu- 
cación espiritual  de  su  clero.  Otro  colegio  teníamos  en  Cartagena.  El 
noviciado  se  hallaba  en  Tunja,  y  a  estos  cuatro  domicilios  deben 
añadirse  dos  residencias,  una  en  Panamá  y  otra  en  Cajica.  El  número 
total  de  los  jesuítas  no  pasaba  de  ciento,  según  el  catálogo  de  1610. 
En  los  treinta  años  siguientes  experimentó  esta  provincia  algún  li- 
gero acrecentamiento,  y  podemos  decir  que  realmente  progresó,  así 
en  el  número  de  los  sujetos  como  en  los  ministerios  apostólicos  que 
emprendió  en  provecho  de  las  almas.  Sin  embargo,  el  progreso  fué 
bastante  lento  y  el  éxito  espiritual  se  vio  contrariado  muy  a  menudo 
por  fuertes  contradicciones  de  parte  de  las  personas  de  quienes 
menos  se  debieran  esperar.  Cuatro  colegios  nuevos  abrió  la  provin- 
cia en  este  tiempo.  El  primero  fué  el  de  Honda.  Era  este  pueblo,  si- 
tuado junto  al  Magdalena,  al  Noroeste  de  Bogotá,  una  parroquia  de 
indios  bastante  crecida.  Por  la  deficiencia  del  sacerdote  que  la  admi- 
nistraba juzgaron  el  Sr.  Arzobispo  y  la  Audiencia  que  convendría 
poner  aquella  doctrina  en  manos  de  los  jesuítas,  y,  en  efecto,  así  lo 
hicieron.  Al  poco  tiempo  fué  tal  la  transformación  de  costumbres,  lo 
mismo  en  españoles  que  en  indios,  que  el  Prelado  y  la  Audiencia  so 
quedaron  admirados  de  la  eficacia  de  los  jesuítas  en  convertir  a  las 
gentes  y  en  acrecentar  la  vida  espiritual  en  los  pueblos  que  gober- 
naban. 

En  1625,  escribiendo  al  Rey  la  Audiencia  de  Bogotá,  le  explicaba 
el  éxito  obtenido  en  varios  pueblos  donde  habían  predicado  los  Pa- 
dres de  la  Compañía.  De  acuerdo  con  el  Arzobispo  les  habían  entre- 
gado algunas  doctrinas  administradas  antes  por  religiosos  que,  o  no 
sabían  la  lengua  de  los  indígenas  o,  aunque  la  supiesen,  no  tenían  el 
debido  cuidado  de  la  cultura  espiritual  de  los  infieles.  Apenas  esas 
doctrinas  pasaron  a  manos  do  los  jesuítas,  tomó  otro  semblante  todo 
el  pueblo.  Confióseles  después  el  Puerto  de  Honda,  donde  había  más 
de  700  esclavos  negros,  y  allí  en  pocos  años  han  hecho  los  Padres  de 
la  Compañía  una  conversión  tan  radical,  que  ya  no  se  conoce  ni  a  los 
españoles  ni  a  los  negros  e  indios  que  frecuentan  el  pueblo:  tal  es  la 
moderación,  la  templanza  y  orden  que  han  introducido  en  las  cos- 
tumbres de  todos  (1).  Como  término  final  del  resultado  obtenido  en 


(1)    Arch.  do  Indias,  72-;5-25.  Don  Juan  do  Borja  al  Roy.  Sania  Fo  do  Bosotú,  2(1 
Junio  1G2j. 


CAP.   VII. — LA  PROVINCIA  DEL   í\Uí;VO  JÍEINO  DE   GHAXADA,   3GlÜ-lCr»2  459 

este  pueblo,  pensaron  algunos  asegurarlo  y  perpetuarlo,  fundando 
allí  colegio  de  la  Compañía,  j,  en  efecto,  poco  después,  habiendo 
dado  a  los  Padres  algunos  bienes  cuya  cantidad  y  calidad  no  hemos 
podido  averiguar,  empezó  a  llamarse  colegio  lo  que  primero  era  re- 
sidencia, o,  como  entonces  se  decía,  doctrina  de  Honda. 

En  1625  se  dieron  los  primeros  pasos  para  fundar  colegio  en  Pam- 
plona. Pasaron  a  evangelizar  en  esta  ciudad  dos  Padres  de  la  Com- 
pañía y  obtuvieron  tan  buen  resultado,  que  los  ciudadanos  resolvie- 
ron detener  allí  a  los  jesuítas,  ofreciéndoles  una  modesta  fundación. 
Avisóse  al  P.  General  de  los  ofrecimientos,  y  juzgó  el  P.  Vitelleschi  quo 
seipodría  admitir  y  entablar  en  aquella  ciudad  un  colegio  incoado, 
pues  con  el  tiempo  llegaría  a  poseer  todo  lo  necesario  para  la  mar- 
cha regular  de  nuestros  colegios.  «Atendiendo,  dice  el  P.  Vitelleschi, 
a  la  buena  relación  que  V.  R.  me  da  de  los  buenos  principios  do  la 
fundación  de  colegio  en  la  ciudad  de  Pamplona,  vengo  en  que  sea 
colegio  incoado,  y  pues  el  puesto  es  tan  a  propósito  para  hacer  mucho 
fruto,  ponga  V.  R,  en  él  sujetos  de  celo  y  edificación,  que  trabajen 
bien  y  ayuden  aquellas  almas  a  salvarse»  (1).  Debió  ejecutarse,  sin 
duda,  lo  que  dispuso  el  P.  General,  pues  en  los  años  siguientes  tene- 
mos noticia  del  colegio  de  Pamplona,  queprocedíacon  alguna  penu- 
ria y  trabajo,  pero  con  bastante  regularidad  y  recogiendo  copioso 
fruto  en  la  santificación  de  las  almas. 

En  1629  se  dio  principio  a  otro  colegio  en  la  ciudad  de  Mérida, 
hoy  perteneciente  a  la  República  de  Venezuela.  El  clérigo  Buena- 
ventura de  la  Peña  hizo  donación  a  la  Compañía  de  una  estancia  de 
ganado  que  daba  muy  buena  renta  y,  según  los  cálculos  de  persona?^ 
inteligente?,  podía  producir  sin  mucho  esfuerzo  2.000  pesos  anuales. 
Fiándose  nuestros  Padres  de  estas  cuentas,  hechas  por  otros,  admi- 
tieron la  fundación  el  22  de  Diciembre  de  1629  (2).  Sucedió,  sin  em- 
bargo, lo  que  en  tantas  fundaciones  había  ocurrido,  que  la  estancia 
ofrecida  no  rentaba  tanto  como  se  había  dicho  al  principio.  El 
año  1635,  el  P.  Rodrigo  de  Figueroa,  Visitador  de  la  provincia,  avi- 
saba al  P.  General  que  aquella  fundación  deMérida  se  había  admitido,, 
suponiendo  que  la  yanta  valía  realmente  2.000  pesos,  y  en  este  su- 
puesto se  había  concedido  a  Buenaventura  de  la  Peña  el  título  do 
fundador.  Pero  ahora,  examinadas  y  evaluadas  las  haciendas,  resul- 
taba que  todo  el  producto  era  ordinariamente  de  800  pesos,  y  el  año 


(1)  Novi  Regni.  Epist.  Gen.  A  Aycrbo,  8  Setiembre  1625. 

(2)  Novi  Regni  ct  Quitanais.  Iiindatioms  collagiontm,  I. 


460  1I15-    II- riJOVlNCIAS    Dlí    ULTRAMAlí 

mejor  no  había  llegado  a  1.000.  Proponía,  pues,  el  P.  Visitador,  quo 
se  reconociese  al  clérigo  como  bienhechor  insigne,  pero  no  como 
verdadero  fundador  del  colegio  (1). 

El  P.  Vitelleschi  se  admiró  un  poco  del  grave  engaño  quo  habían 
padecido  los  Nuestros  en  la  apreciación  de  la  estancia  ofrecida. 
«Siendo  su  dotación  tan  tenue,  decía  escribiendo  al  P.  Provincial,  no 
es  tratable  el  confirmarla  yo  y  más  habiéndose  experimentado  estos 
años,  aun  en  su  corta  renta,  tan  considerable  merma,  y  no  habiendo 
esperanza  en  aquella  tierra  de  que  otra  persona  aumente  la  dicha  fun- 
dación, V.  R.  ordene  que  se  entregue  la  hacienda  del  Licenciado 
Ventura  de  la  Peña,  a  quien  él  dispuso,  caso  que  no  se  admitiese  la 
fundación,  o  a  los  deudos  que  por  derecho  les  competa  y  que  los 
Nuestros  que  allí  residen  se  retiren  a  otra  casa»  (2).  A  pesar  de  esta 
orden  no  se  levantó  el  domicilio  de  Mérida,  quizá  porque  se  halla- 
ran medios  de  aumentar  la  fundación.  Ignoramos  los  pasos  que  se 
dieron;  pero  nos  consta  por  los  catálogos  y  cartas  de  entonces,  que 
el  colegio  de  Mérida  siguió  adelante,  aunque  con  poca  vida  y  aliento. 
En  1652  vivían  en  él  tres  Padres  y  tres  Hermanos  coadjutores. 

El  último  colegio  fundado  en  este  tiempo  por  nuestros  Padres  en 
la  provincia  del  Nuevo  Pioino  fué  el  de  Mompox,  población  impor- 
tante junto  al  río  Magdalena,  al  Norte  de  Honda.  Hasta  ahora  sólo 
hemos  podido  saber  que  este  colegio  empezó  por  una  misión  do 
nuestros  Padres  en  el  año  1643.  Nueve  años  después,  en  el  catálogo 
enviado  a  Roma  por  el  Provincial  Gabriel  de  Melgar,  se  nos  advierto 
que  en  el  colegio  de  Mompox  hay  solamente  tres  sujetos  que  viven 
con  suma  pobreza  (3).  Bastante  ruin  debía  ser  la  fundación,  cuando  a 
duras  penas  podían  vivir  con  ella  tres  individuos  de  la  Compañía. 

Además  de  estas  fundaciones  se  pueden  contar  como  nuevos  do- 
micilios las  residencias  o  doctrinas  que  se  admitieron;  pero  de  esto 
daremos  luego  noticia  más  circunstanciada. 

2.  Pudiéramos  también  llamar  fundación  a  la  ventaja  que  obtu- 
vieron nuestros  Padres  en  este  tiempo  de  dar  carácter  cuasi  univer- 
sitario a  su  colegio  de  Santa  Fe  de  Bogotá.  Ya  explicamos  en  el  tomo 
anterior  cómo  empezó  este  colegio  el  año  1604.  Al  principio  conten- 
táronse los  jesuítas  con  enseñar  un  poco  de  gramática;  después  aña- 
dieron las  clases  de  humanidades  y  retórica;  en  1608  empezó  la  filo- 


(i>   ibid. 

(2)  Novi  licgni.  Epist.  Gen.  A  Mas,  Provincial,  1."  Noviembre  163G. 

(3)  Véanse  estas  anuas,  quo  abarcan  el  espacio  do  diez  años  (1642-lCr>2),  en  el  tomo 
Novi  Regni  ct  Qiiitcnsis.  Jlintorta,  1G05-1CÜ9. 


CAÍ'.    VII. — LA   PROVINCIA   DEL   NUKVO   REINO   DE   GRANADA,   lGlü-lGÜ2  461 

sofía,  y  por  último,  el  año  1612,  cuando  se  recibieron  de  Europa  unos 
cuantos  sujetos  aprovechados,  se  dio  principio  a  la  enseñanza  do  la 
sagrada  teología,  poniendo  dos  catedráticos  de  escolástica  y  uno  do 
moral.  Con  esto  abrazaba  el  colegio  de  Santa  Fe  todo  el  círculo  do 
estudios  eclesiásticos  que  entonces  se  reputaban  necesarios  para  la 
completa  educación  y  cultura  espiritual  del  clero.  Por  otro  lado, 
téngase  presente  que,  fundadas  las  Universidades  de  Méjico  y  Lima 
en  el  Nuevo  Mundo,  desearon  otras  ciudades  ilustres  muy  distantes 
de  aquellos  centros  obtener  parecida  ventaja,  pues  era  muy  costoso 
caminar  centenares  de  leguas  para  cursar  en  las  Universidades  de 
Méjico  o  de  Lima.  En  Quito,  en  Córdoba  de  Tucumán,  en  Manila  y 
en  otras  partes  brotaron  deseos  de  tener  Universidad.  Pues  cuando 
en  1612  se  vieron  los  jesuítas  con  la  abundancia  de  maestros,  que  no 
existió  hasta  entonces  en  Bogotá,  trataron  de  elevar  a  la  categoría  de 
Universidad  su  modesto  colegio.  Un  obstáculo  se  ofreció  desde 
luego,  y  era  que  poco  antes  se  había  negado  este  favor  a  los  do- 
minicos. 

Según  nos  dice  la  Audiencia  de  Bogotá  en  un  informe  que  remi- 
tió al  Rey  el  año  1623  (1),  los  Padres  de  Santo  Domingo  habían  in- 
tentado ya  el  año  1594  abrir  diferentes  clases  y  conferir  grados  aca- 
démicos en  Bogotá.  Suspendióse  la  fundación,  aunque  se  expidieron 
dictámenes,  cédulas  reales  y  otros  documentos,  porque  no  se  halla- 
ron los  fondos  necesarios  para  ejecutar  el  pensamiento.  Catorce  años 
después,  al  morir  Gaspar  Núñez,  rico  español  de  la  ciudad,  dejó  una 
manda  de  30.000  pesos  para  la  fundación  de  aquellos  estudios.  Sin 
embargo,  no  se  logró  ésta,  porque  surgieron  bastantes  pleitos  por 
parte  de  otros  coherederos,  y  todo  el  negocio  se  detuvo.  El  año  1610 
abrieron  los  dominicos  sus  cátedras,  y  pidieron  el  favor  real  para 
aquel  establecimiento.  Felipe  lEI  les  concedió  una  cédula  el  7  de 
Febrero  de  1610,  mandando  a  las  autoridades  favorecer  al  colegio  de 
los  Padres  Predicadores;  pero  añadió  esta  restricción:  Con  tal  que  no 
se  funde  Universidad  en  él. 

Existiendo  este  antecedente  de  los  dominicos,  era  difícil  conse- 
guir la  dignidad  de  Universidad  para  el  colegio  de  los  jesuítas.  Sin 
embargo,  nuestros  Padres  resolvieron  tentar  el  vado.  El  P.  Francisco 
de  Victoria,  Rector  de  Bogotá,  dirigió  al  Rey  una  súplica  pidiéndole 
la  facultad  de  conferir  grados  en  filosofía  v  teología  en  nuestro  cole- 


(1)    Véase  este  documento,  que  lleva  por  título  Parecer  de  la  Audiencia  de  Santa  Fe 
subve  fundación  de  Univcrsidadf  en  el  Archivo  de  Indias,  73-3-25. 


462  l-IB.    II. — PROVINCIAS   DE   ULTRAMAU 

gio.  Con  esta  carta  enviaba  dos  recomendaciones,  una  de  la  Audien- 
cia y  otra  del  Sr.  Arzobispo  (1).  La  Audiencia  se  contentaba  con 
indicar  brevemente  cuan  oportuno  sería  conceder  esta  gracia  al 
colegio  de  la  Compañía  de  Jesús.  El  Sr.  Arzubispo  se  mostraba 
mucho  más  expresivo  en  su  recomendación.  Ensalzaba  los  estudios 
de  la  Compañía,  y  decía:  «Si  no  fuera  por  la  solicitud  que  los  Padres 
de  la  Compañía  ponen  en  sus  estudios  y  escuelas,  no  hubiera  per- 
sona secular  y  regular  a  quien  poder  ordenar,  como  lo  he  experi- 
mentado en  las  órdenes  de  la- Santísima  Trinidad,  que  apenas  hallé 
un  religioso  entre  los  muchos  que  vinieron  a  ordenarse,  que  poder 
aprobar.»  Ruega,  pues,  a  Su  Majestad  que  conceda  a  los  jesuítas  la 
facultad  de  dar  grados,  mientras  no  exista,  como  realmente  no 
existe  en  todo  aquel  reino,  otra  Universidad.  El  negocio  debió  pro- 
ceder con  lentitud.  Tres  años  después,  el  25  de  Junio  de  1616,  halla- 
mos un  recuerdo  del  Consejo  de  Indias  a  Su  Majestad,  suplicándole 
que  decidiera  el  negocio  y  mandase  lo  que  en  ello  fuese  servido. 
A  este  recuerdo  respondió  el  Roy:  «Está  bien  lo  que  parece,  y  vea  el 
Consejo  si  será  justo  conceder  a  la  Orden  de  Santo  Domingo  para 
su  colegio  de  Santa  Fe  en  el  Nuevo  Reino  de  Granada  la  misma  fa- 
cultad que  se  concede  a  los  de  la  Compañía,  pues  se  le  denegó  lo  que 
pretendía  de  que  fuese  Universidad»  (2). 

Pasaron  algunos  años  en  demandas  y  respuestas,  y  por  fin,  el  8  de 
Agosto  de  1621  obtuvo  la  Compañía  de  Gregorio  XV  un  breve,  en 
el  cual  disponía  Su  Santidad,  que  los  estudiantes  que  ganasen  curso 
en  la  Compañía  de  Jesús  en  las  regiones  de  Indias,  donde  no  hubiera 
Universidades,  pudieran  ser  graduados  por  los  Prelados  o  los  Cabil- 
dos sede  vacante,  de  bachilleres,  licenciados,  maestros  y  doctores  (3). 
En  pos  del  breve  pontificio  se  consiguió  una  real  cédula  de  23  de 
Marzo  de  1622  mandando  la  ejecución  de  lo  que  disponía  Grego- 
rio XV  (4).  Con  esta  decisión  no  se  detuvieron  los  jesuítas;  empeza- 
ron a  conferir  grados  en  Santa  Fe  de  Bogotá  a  sus  estudiantes, 
grados  que  se  estimaban  realmente  como  si  fueran  universitarios. 
Opusiéronse  los  dominicos  a  esta  obra,  y  alegaron  que  no  era  lícito 
a  la  Compañía  graduar  en  aquella  forma,  recordando  que  poco  antes 
habían  obtenido  también  ellos  parecido  privilegio,  y,  en  caso  de 
concederse  tal  facultad,  debían  ellos  ser  preferidos  a  los  jesuítas. 


(1)  Los  tres  (locumontos  se  hallan  en  ol  Archivo  de  Imlias,  72-3-24. 

(2)  Santiago  de  Chile.  Biblioteoii  Nacional,  Coleccinn  Moría- Vicuña,  XXV. 
i'.i)  Véase  esto  br  ,vü  en  el  Archivo  de  ludias,  74-6-45. 

(4)  IbitL,  72-2-13. 


CAP.   Vil. — LA  PROVINCIA  DEL  NUEVO  HEINO  t)E   GKANAUA,   IGlO-lC")-'  4G;5 

Llevóse  este  negocio  a  Madrid,  y  el  Consejo  do  Indias  pidió  su 
dictamen  a  la  Audiencia  do  Bogotá.  Examinaron  los  oidores  el  ne- 
gocio, y  por  fin  dieron  una  re-puesta  bastante  prudente,  en  la  cual 
se  mantuvieron  firmes  todo  el  tiempo  que  duró  el  litigio.  Opinan 
que  no  debe  concederse  lo  que  pide  la  Compañía  de  fundar  Univer- 
sidad en  toda  regla.  No  se  les  debe  hacer  merced  de  2.000  ducadoa 
que  suplican  para  los  gastos  de  esta  institución.  Como  la  población 
española  es  tan  corta  en  el  Nuevo  Reino  de  Granada,  y  la  hacienda 
de  Su  Majestad  está  allí  gravada  con  muchas  obligaciones,  no  con- 
viene instituir  una  Universidad  con  todo  el  atuendo  de  bedeles,  se- 
cretario, depositario  y  otros  empleados  subalternos,  que  serán  muy 
costosos  a  las  cajas  reales.  Lo  más  prudente  será  conceder  a  los  dos 
colegios  de  Santo  Domingo  y  de  la  Compañía  la  facultad  de  enseñar 
artes  y  teología  y  graduar  en  ellos  a  los  estudiantes.  Con  esto  se  des- 
pertará en  el  pueblo  una  noble  emulación  y  se  tendrá  lo  necesario 
para  la  cultura  intelectual  del  país,  sin  imponerse  los  excesivos 
gastos  que  siempre  lleva  consigo  la  institución  y  sostenimiento  de 
una  Universidad  (1). 

No  se  apaciguaron  los  ánimos  con  este  dictamen  de  la  Audiencia, 
y  tres  años  después  hallamos  el  mismo  litigio  entre  dominicos  y  je- 
suítas. El  17  de  Julio  de  1623  el  P.  Sebastián  de  Murillo,  Rector  de 
nuestro  colegio,  presentó  al  Cabildo  sede  vacante  y  a  la  Audiencia 
de  Bogotá  una  cédula  real,  en  que  se  pedía  informe  sobre  el  estado 
de  nuestro  colegio,  y  rogó  humildemente  a  entrambas  corporacio- 
nes que  se  dignasen  testificar  con  toda  sinceridad  y  verdad,  si  en  el 
colegio  de  la  Compañía  se  enseñaban  cumplidamente  las  letras  y 
ciencia  eclesiásticas  y  si  merecía  el  apoyo  del  favor  real  en  la  pre- 
tensión de  lo  que  deseaba  (2).  Satisficieron  a  los  deseos  de  nuestro 
Rector,  así  la  Audiencia  como  el  Cabildo,  y  debemos  conservar  los 
testimonios  que  en  esta  ocasión  dieron,  porque  indirectamente  ma- 
nifiestan el  inmenso  beneficio  intelectual  y  religioso  que  nuestro 
colegio  de  Bogotá  difundía  en  la  población  española  del  Nuevo 
Reino  de  Granada.  La  Audiencia  testifica  «que  el  mayor  concurso  de 
estudiantes  y  grados  tienen  los  estudios  de  la  Compañía,  que  tiene 
fundados  sus  estudios,  y  pocos  los  de  Santo  Domingo».  Al  fin  de  su 
dictamen  renueva  lo  que  antes  había  dicho,  que  no  conviene  fundar 
Universidad  en  la  ciudad  de  Santa  Fe, 


(1)  Arnh.  de  Indias,  72-3-23. 

(2)  Ibid.,,  73-3-7. 


464  I-II5-    lí- VKOVINCIAS    DE    ULTKAMAU 

El  Cabildo  es  mucho  más  explícito  en  su  testimonio.  «Certifica- 
mos, dice,  que  los  estudios  que  hay  asentados  en  el  colegio  de  la 
Compañía,  de  esta  ciudad,  son  generales,  donde  se  lee  gramática,  re- 
tórica, y  hay  particular  cátedra  de  la  lengua  de  los  naturales,  y  siem- 
pre se  lee  un  curso  de  artes  y  tres  cátedras  de  teología...  También 
certificamos  como  testigos  de  vista,  que  personalmente  habernos  asis- 
tido a  los  actos  públicos,  y  que  los  Padres  de  la  Compañía  no  han 
(excedido  en  el  uso  de  sus  privilegios  en  el  dar  los  grados...  También 
certificamos  que,  aunque  hay  particulares  estudios  en  otros  conven- 
tos de  esta  ciudad,  no  hay  en  ellos  tantos  maestros  como  se  requiero 
para  la  buena  y  conveniente  enseñanza  de  los  que  acuden  a  los  estu- 
dios, ni  acuden  a  ellos  número  de  estudiantes,  porque  de  casi  tres- 
cientos que  se  juntan  de  este  Reino  y  de  otros  convecinos,  doscien- 
tas leguas  alrededor,  a  los  otros  estudios  y  a  todos  ellos  acuden  como 
una  docena  de  estudiantes,  y  a  la  Compañía  todos  los  demás,  por  el 
íiprovechamiento  que  se  conoce  en  letras  y  virtud,  nacido  de  la  cu- 
riosidad con  que  se  enseña  y  del  cuidado  con  que  se  procura  el  bien 
espiritual  de  todo?,  y  colígese  claramente  el  exceso  que  en  lo  dicho 
le  hace  a  los  demás  estudios,  pues  no  obstante  que  aprietan  a  los  es- 
tudiantes, no  sólo  para  que  pongan  diligencia  y  cuidado  en  sus  estu- 
dios, sino  también  para  que  vivan  virtuosamente,  con  todo  eso  acu- 
den con  tanto  exceso  de  mayor  número  a  la  Compañía,  pudiendo 
vivir  en  mayor  anchura  en  otros  estudios»  (1).  Infiérase  de  este  testi- 
monio el  bien  inmenso  que  hacían  los  Nuestros  en  el  colegio  de  Bo- 
gotá, pues  toda  la  juventud  instruida  del  Nuevo  Reino  de  Granada 
recibía  su  cultura  intelectual  y  religiosa  de  los  Padres  de  la  Compa- 
ñía. Continuaron  éstos,  pues,  en  su  colegio,  con  la  facultad  de  dar 
grados  en  filosofía  y  teología  por  medio  de  los  Obispos,  y  con  la  ven- 
taja, allí  muy  estimada,  de  ser  recibidos  estos  grados  como  si  fueran 
obtenidos  en  verdaderas  Universidades. 

,  <  3.  Mientras  de  este  modo  se  afanaban  los  jesuítas  en  la  instrucción 
y  cultura  de  los  españoles,  tenían  vueltos  los  ojos  sin  cesar  a  las  tie- 
rras de  infieles,  donde  deseaban  establecer  alguna  misión  y  difundir 
el  Evangelio  por  aquellos  países,  cuyos  límites  eran  entonces  desco- 
nocidos. El  celoso  Arzobispo  de  Bogotá,  D.  Hernando  Arias  do 
Ugarte,  amigo  sincero  de  la  Compañía,  tuvo  medio  de  ofrecer  pá- 
bulo a  este  celo  de  los  jesuítas.  Visitando  en  1624  el  extremo  orien- 
tal y  septentrional  de  su  vastísima  diócesis,  halló  en  el  territorio  de 


(1)    Ibid.  E.3tá  a  continuación  de  la  súplica  presentada  por  el  P.  Murillo.. 


CAP.   VII. — LA  PROVINCIA  DEL  NUEVO  REINO   DK   (JKANADA,    Kjlü-Ui.j^  465 

la  ciudad  de  Tunja  cuatro  doctrinas,  situadas  al  Nordeste,  habitadas 
por  unos  pocos  españoles,  y  pobladas  de  cerca  de  3.000  indios,  ente- 
ramente desprovistos  de  cultura  espiritual.  La  principal  de  estas  doc- 
trinas se  llamaba  Chita,  y  a  no  mucha  distancia  se  hallaban  otras 
tres,  cuyos  nombres  eran  Amara,  Pauto  y  Morocote.  El  nombre  de 
Chita  subsiste  todavía.  De  los  otros  tres  pueblos  no  sabemos  si  per- 
severan o  si  han  cambiado  de  nombre,  como  sucede  con  algunas  anti- 
guas poblaciones  de  españoles.  La  doctrina  de  Chita  encerraba  tres 
pequeños  pueblos;  la  de  Támara,  cinco;  la  de  Pauto,  otros  cuatro,  y 
la  de  Morocote,  seis.  El  territorio  en  que  se  levantaban  estas  doctri- 
nas se  llamaba  con  el  ambiguo  nombre  de  Llanos  de  Casanare,  sin 
duda  por  el  río  que,  bajando  de  los  Andes,  corría  hacia  el  Este,  a  jun- 
tarse con  el  Orinoco.  La  denominación  de  Llanos  se  debía  a  la  forma 
del  país,  pues  cesando  las  cordilleras  abruptas  que  en  varias  ramifi- 
caciones se  extienden  desde  los  Andes,  empezaba  allí  la  inmensa  lla- 
nura que  se  extiende  hacia  el  Oriente,  y  es  regada  por  el  Orinoco  y 
sus  caudalosos  anuentes. 

Habiendo  entendido  el  Sr.  Arias  Ugarte  la  gravísima  necesidad 
espiritual  de  estas  doctrinas,  pues  para  las  cuatro  sólo  había  un  sacer- 
dote llamado  Gonzalo  Martín,  ya  septuagenario,  e  impedido  por  sus 
achaques  de  desempeñar  los  ministerios  espirituales,  propuso  a  los 
jesuítas  que  tomasen  a  su  cargo  la  administración  de  aquellos  países 
y  en  ellos  formasen  doctrinas  de  indios,  que  podrían  florecer  con  el 
cuidado  solícito  de  la  Compañía.  Admitieron  nuestros  Padres  la  pro- 
posición, y  a  principios  de  1625  trasladáronse  algunos  jesuítas  a  esta 
región,  y  el  Superior  de  todos  se  situó  en  Chita,  como  el  pueblo  más 
frecuentado  por  españoles  (1).  Uno  de  los  misioneros  era  el  ya  cono- 
cido P.  José  Dadei,  que  desde  veinte  años  atrás  había  ejercitado  su 
celo  con  los  indios  del  Nuevo  Reino  en  las  doctrinas  de  Honda,  Hon- 
tivón  y  Cajica.  Avisado  el  P.  General  de  esta  nueva  misión,  la  aprobó 
y  bendijo  con  toda  su  alma.  Bien  lo  manifiestan  las  expresivas  pala- 
bras con  que  escribió  al  P.  Dadei  el  21  de  Setiembre  de  1626.  «Con 
mucho  consuelo  mío,  dice,  he  leído  la  de  V.  R.  de  26  de  Mayo  de  1625, 
en  que  me  escribe  cuan  grande  puerta  se  ha  abierto  para  la  conver- 


(1)  Areh.  de  Indias,  72-3-25.  Don  Juan  de  Borja,  presidente  de  la  Audiencia,  al  Rey. 
Santa  Fe,  26  de  Junio  de  l(j25.  So  anuncia  la  entrega  de  las  cuatro  doctrinas  a  los  je- 
suítas y  las  grandes  esperanzas  que  el  Prelado  y  la  Audiencia  han  concebido  de  ver 
mejorados  aquellos  pueblos.  Véase  también  en  el  legajo  72-3-26  otra  carta  de  la  Au- 
diencia al  Rey,  27  de  Octubre  de  1632,  en  la  que  se  refiere  el  principio  de  esta  mi- 
sión. 

30 


4fi(>  I.II5.    TI. — PROVINCIAS    DE    TILTÜAlIAll 

sión  de  gran  multitud  de  indios  infieles,  y  con  esa  misión  que  llaman 
de  los  Llanos,  y  cuan  contento  está  V.  R.  en  ella.  Mucha  razón  tiene 
de  estarlo,  pues  Nuestro  Señor  le  ha  hecho  merced  de  tomarle  por 
instrumento  para  la  conversión  de  tantas  almas.  M\iy  confiado  estoy 
de  que  corresponderá  a  ella,  aplicándose  con  todo  cuidado  a  em- 
pleo tan  apostólico,  y  no  perdonará  los  trabajos  que  se  ofrezcan  en 
orden  a  ayudar  al  bien  espiritual  de  esos  pobres  naturales»  (1), 

Feliz  suceso  tuvieron  estas  misiones  en  los  dos  primeros  años,  y 
un  número  copiosísimo  de  indios  comenzó  a  reunirse  en  aquellos 
pobres  y  casi  desmantelados  pueblecitos,  reviviendo  la  cristiandad, 
que  parecía  casi  muerta  por  falta  de  obreros  evangélicos. 

4.  Empero  la  alegría  de  estos  principios  se  ahogó  muy  pronto  por 
la  terrible  oposición  que  hallaron  nuestros  Padres  en  quien  menos 
esperaban:  en  el  Sr.  Arzobispo  sucesor  de  D.  Fernando  Arias  de 
ligarte.  Muerto  este  Prelado  en  1626,  había  sido  llamado  para  suce- 
derle  D.  Julián  de  Cortázar,  y  desde  que  tomó  posesión  de  su  iglesia, 
este  Prelado  manifestó  una  aversión  a  la  Compañía,  que  no  cesó  un 
punto  en  los  tres  años  que  le  duró  la  vida.  Ya  el  3  de  Noviembre  del 
mismo  año  1627  escribió  una  carta  a  Felipe  IV,  diciendo  que  la  doc- 
trina de  Honda,  gobernada  antes  por  clérigos,  había  sido  puesta  en 
manos  de  la  Compañía  por  su  antecesor  D.  Fernando  Arias  de  ligar- 
te. Había  observado  que  esta  doctrina  era  el  más  rico  beneficio  de 
todo  el  Arzobispado  de  Bogotá.  Pide,  pues,  a  Su  Majestad  que  sea 
restituida  a  los  clérigos  (2).  A  las  tres  semanas,  el  27  de  Noviembre, 
nueva  carta  del  Arzobispo  al  Rey,  en  que  dice  que  en  Hontivón,  a 
dos  leguas  de  la  capital,  hay  una  doctrina  gobernada  por  Padres  de 
la  Compañía  de  Jesús.  Es  la  más  rica  del  Arzobispado  (antes  érala  de 
Honda);  siendo,  pues,  tantos  los  clérigos  hijos  y  nietos  de  conquista- 
dores que  hay  en  el  Nuevo  Reino  de  Granada,  y  habiendo  entre  ellos 
hombres  muy  capaces  y  suficientes,  ruega  a  Su  Majestad  que  aquella 
doctrina  sea  quitada  a  los  Padres  de  la  Compañía  y  entregada  a  los 
clérigos  0). 

Pensando  que  los  simples  ruegos  harían  poca  impresión  en  el  Con- 
sejo de  Indias,  envió  por  Enero  del  siguiente  año  una  extensa  rela- 
ción de  los  clérigos  beneméritos  que  existían  en  su  Arzobispado. 
Eran  118.  De  ellos  vivían  muchos  en  Santa  Fe,  otros  en  Tunja,  y  había 


(í)     Kovi  Re<i:ii.  lipis'.  Geit.  A  Dadoi,  '21  Set¡oinl.>ro  Ifi'iC 
(2)    Arch.  (le  Indias,  73^-7. 
(:<)    Ihid.,  73-2-2[). 


CAP.   VIT.— LA  rliOVIXCJA  DKL   NUKVO   KKINO  DE   GBANADA,   IGlD-lOoÜ  4(!7 

•alofunos  en  Pamplona  y  en  otras  poblaciones  secundarias.  Propone, 
pues,  que  todas  las  doctrinas  administradas  por  los  jesuítas  sean  tras- 
ladadas a  los  clérigos  dignos  que  hubiera  en  la  diócesis  (1).  Como 
era  de  suponer,  recibida  esta  súplica,  pidióse  de  Madrid  informe  a  la 
Audiencia  Real  de  Bogotá,  y  esta  respetable  Corporación,  con  fecha 
28  de  Junio  de  1028,  remitió  una  grave  carta  a  Su  Majestad,  en  laque 
declara  los  grandes  méritos  de  la  Compañía  y  rebaja  considerable- 
mente los  elogios  que  el  Prelado  tributaba  a  los  clérigos  seculares. 

Después  de  exponer  los  muchos  papeles  que  ya  van  y  vienen  sobre 
este  negocio,  prosigue  así  la  Audiencia:  «La  Audiencia  remite  los 
autos  y  tiene  que  informar  a  Su  Majestad,  que  es  muy  conveniente  al 
servicio  de  Dios  y  de  Su  Majestad  y  bien  de  los  naturales  del  distrito 
de  Chita,  que  las  dichas  cuatro  doctrinas  las  tengan  los  Padres  de  la 
Compañía  de  Jesús,  como  lo  sintieron  el  Arzobispo  Arias  y  el  Presi- 
dente Borja,  porque  es  conocida  la  ventaja  que  en  este  ministerio 
hacen  los  Padres  de  la  Compañía  a  los  clérigos,  por  ser  grande  el  fer- 
vor y  caridad  con  que  acuden  a  la  enseñanza  de  la  doctrina  cristiana, 
sin  llevar  miras  a  interés  ninguno  temporal,  sino  sólo  al  bien  de  las 
almas  y  servicio  de  Dios,  dando  grande  y  loable  ejemplo  de  su  vida 
y  costumbres,  que  es  parte  para  la  conversión  de  los  indios;  y  de  la 
asistencia  de  ellos  a  las  doctrinas  han  resultado  y  resultan  muy  bue- 
nos frutos  por  el  cuidado  de  los  dichos  Padres,  que  es  muy  grande, 
porque  los  que  tienen  a  su  cargo  dichas  doctrinas  son  muy  expertos 
en  la  lengua  de  los  indios,  los  cuales  confinan  con  indios  bárbaros 
gentiles,  a  quien  los  dichos  Padres  procuran  reducir  a  nuestra  fe  ca- 
tólica, de  que  tienen  muy  buenas  esperanzas,  las  cuales  se  frustrarían, 
si  dichas  doctrinas  se  quitasen  a  los  Padres,  los  cuales  en  todo  pro- 
ceden con  mucha  vigilancia  y  desvelo.  Y  para  conservar  y  mantener 
las  tres  doctrinas  han  menester  precisamente  la  de  Chita,  porque  de 
allí  proveen  a  las  demás,  que  están  apartadas  y  faltas  de  lo  necesario 
para  el  sustento.»  Como  en  los  papeles  traídos  y  llevados  sobre  este 
negocio  se  mencionaban  los  derechos  de  aquel  anciano  Gonzalo 
Martín,  advertía  la  Audiencia  en  aquella  carta,  que  pocos  días  antes 
había  muerto  este  sacerdote,  y,  por  consiguiente,  cesaba  el  pretexto 
especioso  que  algunos  alegaban  para  reclamar  la  posesión  de  aquellas 
doctrinas  (2). 

Por  más  que  la  Audi-encia  y  todas  las  personas  prudentes  de  Bo- 


íl)   Ibid.,  73-3-7. 

(2)    Areh.  do  Indias,  73-3- 


468  i-iK.  II. — PROVINCIAS  di:  ultiíamak 

gota  favoreciesen  a  la  Compañía  en  este  pleito,  no  cesaba  el  Arzo- 
bispo de  insistir  por  todos  los  medios  posibles  en  que  las  doctrinas 
debían  volver  al  clero  secular.  En  vista  de  tan  terca  oposición,  juz- 
garon nuestros  Padres,  que  lo  mejor  sería  entregar  lisa  j  llanamente 
aquellas  cuatro  doctrinas  de  los  Llanos  al  Sr.  Arzobispo,  y,  en  efecto, 
el  año  1628  se  retiraron  de  ellas  los  jesuítas,  cediéndolas  al  clero 
secular  (1). 

Generalmente  hablando,  no  rehusaban  los  Nuestros  entregar  al 
clero  secular  las  doctrinas  cuando  ya  estaban  bien  formadas  y  cons- 
tituidas. Recuérdese  lo  que  había  mandado  el  P.  Aquaviva  en  1608  (2) 
y  lo  que  hicieron  los  Padres  del  Perú  con  las  doctrinas  de  Chabin,  y 
queda  referido  más  arriba,  en  el  capítulo  V.  Pero  en  el  caso  presente 
sintieron  abandonar  aquellos  pueblos,  porque  aun  estaban  en  em- 
brión, y  porque,  retirándose  de  allí,  se  les  cerraba  la  puerta  para  ex- 
tenderse por  los  Llanos  de  Casanare,  donde  esperaban  conquistar 
para  Cristo  numerosas  tribus  de  indios. 

Continuando  el  Arzobispo  con  su  tema,  empeñóse  en  despojar  a 
la  Compañía  de  las  otras  doctrinas  de  Honda,  Hontivón  y  Duitama, 
que  poseían  los  Nuestros  desde  mucho  tiempo  atrás  en  el  centro  del 
Arzobispado.  Empero  la  Audiencia,  apoyándose  en  el  real  patronato, 
se  interpuso  firmemente  y  detuvo  al  Arzobispo  en  la  prosecución-de 
su  intento.  Entretanto,  observando  nuestros  Padres  cuánto  nos  difa- 
maba el  Sr.  Cortázar,  no  sólo  de  palabra  en  Bogotá,  sino  también  en 
papeles  dirigidos  al  Rey  y  al  Consejo  de  Indias,  juzgaron  necesario 
dirigir  también  la  palabra  a  Su  Majestad,  y  por  eso  el  P.  Luis  de  San- 
tillán.  Provincial,  escribió  una  carta  al  Rey,  declarándole  con  toda 
claridad  los  manejos  indignos  que  el  Prelado  empleaba  contra  la 
Compañía.  Trasladaremos  los  principales  párrafos  de  esta  carta,  que 
está  fechada  el  día  2  de  Julio  de  1629.  Dicen  así:  «Lo  primero,  el  dicho 
Arzobispo  procura  desacreditarnos  con  V.  M.,  y  con  sus  Consejos,  y 
con  el  Papa,  haciendo  informaciones  secretas  (sin  citación  de  parte 
ni  jurisdicción  que  tenga  para  ello)  de  nuestras  haciendas,  de  nues- 
tro modo  de  vivir,  doctrinar  y  enseñar  a  los  indios,  para  lo  cual 
llama  émulos  de  la  Compañía;  y  cuando  echa  de  ver  por  su  declara- 
ción que  no  lo  son,  los  desecha,  como  desechó  a  D.  Juan  de  Cea,  ve- 
cino morador  de  Santa  Fe. 

¡►Estas  informaciones,  si  se  hicieran  como  conviene,  con  rectitud 


(1)  Véase  la  carta  quo  luogo  copiamos  del  P.  Santillán. 

(2)  Vírase  ol  tomo  IV  de  esta  Historia,  pág.  595. 


CAP.    Vil.— I.A   IROVINCIA  DEL    MEVO   REIXO   DE    GRANADA.    lOI.")- 1G.")2  4(J9 

y  verdad,  antes  fueran  para  corona  de  la  Compañía  que  para  su  des- 
crédito, como  se  ve  que  pretende,  pues  de  la  hacienda  que  tenemos 
en  Santa  Fe  sólo  tenemos  el  dominio,  porque  el  usufructo  casi  todo 
se  gasta  en  pagar  censos  de  ella,  por  haberla  comprado  con  esta 
carga,  por  no  tener  nuestro  colegio  fundador  ni  fundación,  y  so 
deben  de  ellas  hoy  día  40.000  pesos,  de  que  se  pagan  réditos  en  cada 
año,  fuera  de  otros  13.000  de  deudas  sueltas,  que  por  todo  son 
53.000  pesos  los  que  debe  la  casa;  de  manera  que  viendo  que  no 
puede  sustentar  los  religiosos  que  tenía,  y  que  cada  año  se  iba  adeu- 
dando y  empeñando  más,  me  vi  obligado  a  sacar  de  ella  treinta,  los 
más  Hermanos  estudiantes,  y  enviarlos  a  Quito.  Hace  también  el  Ar- 
zobispo informaciones  de  que  no  somos  tan  de  importancia  para 
doctrinar  a  los  indios,  y  que  los  clérigos  hacen  otro  tanto  y  aun  más, 
todo  a  fin  de  desacreditarnos,  siendo  verdad  que  hasta  que  la  Com- 
pañía tomó  a  su  cargo  la  doctrina  de  Hontivón,  llena  de  idolatría,  y  las 
otras  doctrinas,  no  entró  la  fe  católica  en  el  dicho  pueblo  ni  en  otros 
pueblos  del  dicho  Nuevo  Reino,  ni  hasta  entonces  se  les  enseñaba  a 
los  indios  en  su  lengua  natural,  sino  en  la  española,  sin  entenderla, 
ni  se  les  daba  la  comunión,  ni  les  habían  puesto  en  política,  como  ya 
lo  comienzan  a  estar. 

»Lo  segundo,  el  dicho  Arzobispo  nos  ha  pretendido  quitar  todas 
las  doctrinas  que  encomendaron  a  la  Compañía  sus  predecesores  con 
la  presentación  del  Presidente,  que  representa  el  patronazgo  de  Vues- 
tra Majestad,  y  así,  en  muriendo  D.  Juan  de  Borja,  vuestro  Presi- 
dente, se  quitó  la  máscara  y  dijo:  «Ahora  haré  lo  que  tengo  determi- 
»nado,  que  ya  murió  a  quien  tenía  respeto.»  Porque  el  dicho  Presi- 
dente le  iba  a  la  mano,  y  luego  trató  de  quitarnos  la  doctrina  de 
Chita,  puerta  para  San  Juan  de  los  Llanos,  donde  teníamos  otras  tres 
doctrinas  en  tierra  de  indios  desnudos,  donde  estaban  cinco  Padres 
de  grande  aprobación  de  vida  y  santidad,  y  algunos  de  ellos  habían 
aprendido  siete  lenguas  para  sus  feligreses;  muchos  de  ellos  gentiles 
y  otros  cristianos  de  sólo  nombre,  que  de  la  imagen  de  Jesucristo, 
Señor  Nuestro  crucificado,  huían,  pareciéndoles  que  era  algún  otro 
hombre  muerto,  sin  conocerle  por  Dios.  Aquí  estaban  estos  Padres 
en  una  vida  apostólica,  amansando  fieras,  comiendo  maíz  y  raíces,  y 
por  regalo  llegaban  a  alcanzar  bizcocho,  quesos  y  mazamorras;  en 
tierra  tan  húmeda  y  malsana,  que  los  dos  estaban  enfermos;  tan  fra- 
gosa y  áspera  de  ríos  y  caminos,  que  en  seis  meses  del  año  no  se 
podía  entrar  allá.  Y.  cuando  el  Arzobispo  D.  Fernando  Arias  de 
ligarte  alcanzó  de  la  Compañía  que  se  encargase  de  estas  doctrinas. 


470  i-ii:-   ir.-  -niovi.xciAs  m:  i  i.iuamau 

después  de  dos  años  de  batería  que  nos  dio  para  ello,  lloraba  de  de- 
voción y  consuelo  de  haber  remediado  aquella  gente. 

»Pensó  lo  primero  el  Arzobispo  presente  en  quitarnos  la  doctrina 
de  Chita,  por  donde  se  había  de  gobernar  y  hacer  provisión,  entrar 
y  salir  a  las  de  los  Llanos;  y  con  tanta  violencia,  que  envió  al  Visita- 
dor Francisco  Váez  de  Resende,  portugués,  con  clérigos  valentones, 
para  que  violentamente  nos  echasen  del  curato,  como  lo  hizo,  tra- 
tando mal  de  palabra  y  obra  al  P.  Miguel  Jerónimo  de  Tolosa,  Rector 
de  aquellas  doctrinas  de  nuestra  Compañía,  prohibiéndole  el  ingreso 
de  la  iglesia,  publicándole  por  excomulgado  (sin  jurisdicción),  no 
dejándole  decir  misa  por  tiempo  de  un  mes  que  duró  esto;  de  ma- 
nera que  en  altar  portátil,  en  su  casa,  decía  misa  el  Padre,  en  todo 
lo  cual  hubo  escándalo  grande  de  los  indios,  que  son  plantas  tiernas 
en  la  fe,  y  todos  los  capitanes  y  caciques  vinieron  a  Santa  Fe  a  la 
Real  Audiencia,  al  clamor  que  no  les  quitasen  su  cura,  que  les  era 
verdadero  padre,  presentando  petición  y  levantando  alaridos  y  llanto 
en  audiencia  pública.  Mas  el  Prelado  estaba  tan  encarnizado,  que 
decía  que  tenía  a  punto  veinte  muías  para  ir  en  persona  a  echar  de 
allí  a  la  Compañía,  y  ver  si  había  quien  le  impidiese  ser  cura  de  aquel 
pueblo,  que  decía  tenía  ocho  mil  pesos  de  renta.  Por  eso  hice  luego 
dejación  en  manos  de  la  Real  Audiencia  y  del  Prelado  de  las  dichas 
cuatro  doctrinas;  y  la  Real  Audiencia,  temiendo  mayores  males  y  es- 
cándalos, me  lo  aceptó,  mientras  se  daba  aviso  a  Vuestra  Majestad  y 
Iré  proveyeron  curas,  y  yo  saqué  a  mis  religiosos  luego  que  dieron 
lugar  los  ríos. 

»Con  esto  se  pensó  quedaría  satisfecho  el  Arzobispo;  pero  engo- 
losinado con  el  buen  lance,  intentó  luego  que  del  puesto  de  Honda 
(donde  los  de  la  Compañía  son  curas)  se  presentasen  peticiones,  pi- 
diendo en  ellas  curas  clérigos,  haciendo  instancia  por  cartas,  y  vién- 
dose hecha  la  petición,  que  lo  habían  de  presentar  a  él,  mandó  llamar 
a  su  casa  a  todo  el  clero  de  Santa  Fe,  para  que  pusiesen  la  demanda 
por  ésta  y  las  demás  doctrinas,  y  que  todos  diesen  un  tanto  para  las 
costas,  de  manera  que  el  secretario  obligaba  a  que  firmasen  el  con- 
tribuir, diciendo:  O  firmar  o  irse  a  la  cárcel,  haciendo  el  Arzo- 
bispo oficio  de  fiscal  y  solicitador  en  esta  causa,  incitando  y  mo- 
viendo. Recurrimos  a  la  Real  Audiencia,  como  causa  que  es  de  pa- 
tronazgo, temiendo  que  en  dejándole  ésta,  desearía  traslado  de  más  y 
nos  iría  despojando,  porque  así  lo  tiene  prometido  que  nos  las  ha  de 
quitar  todas,  y  que  mientras  fuere  Arzobispo  no  nos  ha  de  faltar 
cruz,  porque  somos  de  los  que  han  de  entrar  jper  angustam  portam,  y 


CAr.   VII.— LA  PROVINCIA  DEL  NUEVO   REINO  DE   GRANADA,   1615-lG-jl'  471 

otras  muchas  cosas  que  dice,  en  que  muestra  la  antipatía  que  tiene 
con  nuestra  religión,  con  lo  cual  se  nos  atreven  muchos  de  sus  cléri- 
gos a  tratar  mal. 

»A  uno  de  ellos,  que  había  de  predicar  en  su  presencia  en  Tunja 
el  día  de  San  Pedro  Apóstol,  le  dijo:  «Démeles  a  los  Padres  en  el  ser- 
món una  buena  vuelta.»  Otros  nos  ponen  pleitos  injustos  acerca  de 
las  cofradías  que  están  en  nuestras  iglesias,  y  hacen  otras  vejaciones. 
Ha  amenazado  que  si  la  Audiencia  declara  que  la  causa  de  Honda  le 
pertenece,  que  ha  de  desenvainar  (son  palabras  suyas  formales)  y  po- 
ner el  pecho  a  todo  cuanto  pudiere,  cueste  lo  que  costare.  Por  todo 
lo  cual,  postrado  a  los  reales  pies  de  Vuestra  Majestad,  como  humilde 
vasallo,  suplico  mande  dar  traslado  de  la  información  que  el  dicho 
Arzobispo  hizo,  a  la  parte  inocente  y  perseguida  sin  causa  ni  ocasión 
más  que  de  antipatía,  sino  es  que  lo  sea  que  la  Compañía  no  paga 
cuartas  ni  otros  intereses  que  se  sacan  de  las  doctrinas,  cuando  son 
de  clérigos,  que  si  Vuestra  Majestad,  conforme  a  las  relaciones  de  la 
Real  Audiencia  y  de  los  Prelados  pasados,  se  tiene  por  servido  de 
que  la  Compañía  le  administre  las  dichas  doctrinas,  haga  que  cese  el 
despojo  violento  que  el  dicho  Arzobispo  procura,  aunque  sea  que- 
dándose con  las  cuatro  de  que  efectivamente  nos  ha  despojado,  y  se 
sirva  de  promover  a  mayor  Iglesia  al  dicho  Doctor  Don  Julián  de 
Cortázar,  donde  las  cosas  estén  más  entabladas»  (1). 

Por  esta  carta  de  nuestro  Provincial,  y  por  los  informes  graves 
de  la  Audiencia  de  Bogotá,  debieron  moverse  en  Madrid  a  detener  la 
furia  del  Sr,  Cortázar  y  a  impedir  que  pasase  adelante  en  el  despojo 
que  había  empezado  de  la  Compañía.  Empero,  muy  pronto  se  ter- 
minó de  otro  modo  este  litigio,  porque  Dios  Nuestro  Señor  llamó  a 
su  tribunal  al  Arzobispo,  que  murió  poco  antes  de  terminar  el 
año  1630.  Con  su  muerte  descansaron  algún  tanto  los  jesuítas,  aunque 
no  mucho,  porque  el  sucesor,  D.  Bernardino  de  Almansa,  ejercitó  de 
otro  modo  la  paciencia  de  la  Compañía. 

5.  Lo  más  doloroso  fué  que  en  este  segundo  caso  los  Nuestros  co- 
metieron imprudencias  inverosímiles,  siendo  así  que  en  tiempo  del 
Sr.  Cortázar  se  habían  portado  con  la  dignidad  y  paciencia  que  con- 
venía a  los  religiosos.  Apenas  entró  en  su  diócesis  el  Sr.  Almansa, 
tuvo  graves  pleitos  con  el  Marqués  de  Sofraga,  Presidente  de  la  Au- 
diencia, con  el  Cabildo  y  con  otras  personas  principales.  Los  jesuítas 
cometieron  la  imprudencia  de  mostrarse  favorables  al  Marqués,  con 


(1)    Arch.  do  Indias,  7a-3- 


472  I-IK-    II- I'HOVl-XCIAS    DE    Ur.TKAMAR 

lo  cual  se  atrajeron  la  aversión  del  Prelado  (1).  Quiso  éste  poco 
después  tomarles  las  cuentas  del  seminario  que  gobernaban,  y  ellos 
se  resistieron  a  este  acto  (2).  Segundo  motivo  de  grave  disgusto 
con  el  Arzobispo.  Así  pasaron  dos  años,  hasta  que,  a  fines  de  1632, 
ocurrió  un  suceso  que  dio  margen  a  un  rompimiento  estrepitoso. 

El  día  de  la  Inmaculada,  8  de  Diciembre,  con  ocasión  de  recibir 
Su  Señoría  Ilustrísima  el  palio  arzobispal,  dispuso  el  deán,  con  apro- 
bación del  Prelado,  algunas  fiestas  aseglaradas,  y  entre  otras  cosas 
hizo  representar  cuatro  o  cinco  comedias,  una  en  el  palacio  arzobis- 
pal y  las  otras  en  la  catedral.  Ya  esto  desagradó  al  pueblo;  pero  sobre 
todo  se  escandalizaron  las  gentes  con  ciertos  entremeses  burlescos  e 
indecorosos,  que  se  recitaron  en  los  entreactos.  Llegó  el  día  de  Año 
Nuevo  de  1633,  y,  predicando  en  nuestra  iglesia  el  P.  Sebastián  de 
Murillo,  aludió alos  tales  entremeses,  y,  aunque  en  términos  modera- 
dos, reprendió  que  se  hubieran  representado  tales  cosas  en  la  iglesia. 
Terrible  fué  la  cólera  que  se  encendió  con  esto  en  el  Sr.  Almansa, 
quien  había  autorizado  aquellas  funciones.  Al  instante,  sin  ningún 
nuevo  motivo,  retiró  las  licencias  de  confesar  y  predicar  al  P.  Mu- 
rillo, y  no  contento  con  esto,  mandó  hacer  información  sobre  una 
entrada  que  había  hecho  años  atrás  a  cierto  convento  de  monjas, 
imputándole  que  había  quebrantado  los  sagrados  cánones,  siendo  así 
que  había  entrado  en  compañía  del  Sr.  Cortázar  y  mandado  por 
él  (3).  Quiso,  además,  el  colérico  Arzobispo  que  se  hicieran  informa- 
ciones sobre  otros  delitos  atroces  e  imaginarios,  que  suponía  había 
cometido  el  P.  Murillo.  Los  jesuítas  acudieron  a  la  Audiencia  en  de- 
manda de  favor.  Ésta  apoyó  resueltamente  a  la  Compañía.  Como  el 
Arzobispo  vio  delante  de  sí  a  la  Audiencia  y  con  tanta  resolución, 
tocó  a  retirada  y  ofreció  alos  jesuítas  reparar  lo  hecho,  publicando 
un  auto  en  que  devolvía  al  P.  Murillo  las  licencias  de  confesar  y  pre- 
dicar. Aceptaron  los  Nuestros  este  ofrecimiento  y  dieron  gracias  al 
Prelado;  pero  poco  después  repararon  en  ciertas  cláusulas  restricti- 
vas que  contenía  el  auto,  y  creyeron  que  no  lo  debían  admitir  (4). 


(1)  Véase  en  el  Archivo  de  Indias,  72-3-26,  la  carta  de  Sr.  Almansa,  fecha  en  Pam- 
plona, 28  de  Marzo  de  1633. 

(2)  Ibid.,  7;5-2-21.  Almansa  al  Rey.  Santa  Fe,  23  de  Octubre  de  1632. 

(3)  Sobre  este  negocio  hay  numerosos  documentos  en  el  Archivo  de  Indias,  73-3-8. 
Véanse  las  cartas  del  P.  Murillo  y  del  P.  Sánchez  Morgáez  al  Presidente  de  la  Audien- 
cia, lechadas  ambas  el  7  de  Febrero  de  1633.  Véase  también  la  carta  del  presidente 
Rodríguez  de  San  Isidro  Manrique  al  Rey,  23  de  Agosto  do  1633. 

(4)  No  hemos  visto  el  texto  de  este  auto,  pero  su  sentido  lo  declara  el  P.  Vitelleschi 
en  la  severa  carta  que  luego  citamos,  dirigida  al  P.  Santillán. 


CAÍ'.   Vil. — I.A   PROVINCIA  DKL   N'UEVO   líEIXO   DE   GRANADA.   1G1~>-1C>~>'2  473 

Devolvieron,  pues,  al  Sr.  Arzobispo  el  auto,  y,  no  contentos  con  esto, 
nombraron  juez  conservador  contra  Su  Señoría  a  Fray  Agustín  de 
Vega,  franciscano,  Prior  del  convento  de  Tunja. 

Déjase  entender  la  furia  en  que  entraría  el  Sr.  Almansa  por  estos 
procedimientos  de  nuestros  Padres.  Al  instante  voló  a  Tunja  para 
coger  preso  al  juez  conservador.  Éste  se  hallaba  entonces  en  Pam- 
plona. Corrió  a  Pamplona  el  Prelado,  armó  cierto  tumulto  entre  la 
gente,  y  logró  por  fin  coger  preso  a  Fray  Agustín  de  Vega  (1). 
Vuelto  a  Santa  Fe,  supo  que  el  presbítero  Dr.  Mateo  Cruzat  había  em- 
pezado a  servir  en  cierta  información  al  juez  conservador.  Al  ins- 
tante le  echó  mano  y  le  metió  en  la  cárcel.  A  estas  violencias  del  Ar- 
zobispo respondieron  los  jesuítas  con  otra  más  absurda.  Enviaron 
un  grupo  de  trabajadores,  los  cuales  rompieron  una  puerta  de  la 
cárcel  eclesiástica  y  pusieron  en  libertad  al  Dr.  Mateo  Cruzat  (2).  No 
pararon  aquí  los  desatinos.  Poco  después,  el  P.  Pedro  Varaiz,  pre- 
dicando un  sermón,  se  quejó  de  las  violencias  que  el  Sr.  Arzobispo 
cometía  contra  los  Nuestros,  y  profirió  algunas  expresiones  que  no 
conocemos,  pero  que,  según  parece,  envolvían  invectivas  contra  el 
Prelado.  A  esta  agresión  contestó  el  Sr.  Almansa  fulminando  excomu- 
nión contra  el  P.  Varaiz  y  contra  algunos  otros  que  habían  profe- 
rido palabras  semejantes  en  sus  conversaciones.  Protestó  el  P.  Va- 
raiz que  aquella  excomunión  era  claramente  injusta  y  nula,  y,  en  con- 
secuencia, continuó  celebrando  Misa  en  público,  sin  atender  a  la  cen- 
sura episcopal  (3). 

Los  consultores  de  provincia  determinaron  entonces  enviar  a 
Europa  al  Hermano  Cristóbal  Muñoz  para  informar  al  Consejo  de 
Indias  del  pleito  que  había  surgido,  y  en  esto  cometieron  otra  falta, 
que  no  se  supo  fuera  de  la  Compañía,  pero  que  desedificó  grande- 
mente dentro  de  las  paredes  domésticas.  Es  el  caso  que  el  P.  Provin- 
cial Luis  de  Santillán  se  hallaba  entonces  ausente  visitando  el  cole- 
gio de  Quito,  y  había  dejado  para  el  tiempo  de  su  ausencia  nom- 
brado un  Viceprovincial.  Éste  quiso  detener  el  torrente  del  negocio. 


(1)  Carfa  de  la  Audiencia  de  Santa  Fe  al  Rey,  23  de  Agosto  de  1633,  dando  cuenta 
de  la  prisión  del  juez  conservador. 

(2)  Véase  en  el  Archivo  de  Indias,  73-3-8,  un  cuaderno  con  este  título:  « Traslado  de 
los  autos  fechos  en  razón  de  la  fuga  del  Dr.  Mateo  Criisat,  y  quebrantamiento  qriepara  ella  hi- 
cieron de  la  cárcel  eclesiástica  los  Padres  de  la  Compañía  de  Jesí'ts.» 

(3)  Aunque  este  episodio  del  P.  Varaiz  se  menciona  en  alguno  de  los  documentos 
citados,  pero  lo  conocemos  con  mucha  claridad  por  la  carta  del  P.  Vitelleschi  al  mismo 
P.  Varaiz,  en  que  lo  reprende  gravemente  lo  que  ha  hecho.  Vide  Novi  Regni.  Epist.  Gen. 
A  Varaiz,  30  de  Noviembre  de  1634. 


474  i'iB-  II- — PHOVI^CI.\s  dk  ultRíVMau 

y  propuso  componerlo  con  suavidad  aplacando  al  Sr.  Arzobispo.  Los 
tres  consultores  de  provincia  se  empeñaron  en  que  debía  seguirse 
adelante,  según  el  rigor  judicial,  y  no  obedecieron  a  las  insinuacio- 
nes que  hacía  el  P.  Viceprovincial  (1).  Por  otro  lado,  la  Audiencia, 
irritadísima  contra  el  Sr.  Almansa  por  otros  motivos  que  pertenecían 
a  sus  negocios  propios,  deliberó  seriamente  si  habría  en  este  caso 
motivo  justo  para  coger  al  Arzobispo,  meterle  en  un  barco  y  enviarle 
a  España  (2).  ¿En  qué  había  de  parar  un  litigio  tan  sangriento  y  con- 
ducido con  una  ira  tan  impetuosa?  La  solución  no  la  dieron  los  hom- 
bres. Intervino  la  divina  Providencia,  que  envió  al  Sr.  Almansa  la 
última  enfermedad,  de  la  cual  murió  el  27  de  Setiembre  de  1633. 

«Con  esta  muerte,  escribían  los  oidores  a  Felipe  IV,  gozan  esta 
Audiencia  y  reino  de  paz  y  quietud»  (3).  Efectivamente,  quedaron 
todos  en  paz  y  quietud;  pero  las  personas  sensatas  sintieron  profun- 
damente las  imprudencias  gravísimas  que  por  una  y  otra  parte  se 
habían  cometido.  Nuestro  P.  General,  Mucio  Vitelleschi,  cuando  fué 
informado  de  este  negocio  se  afligió  sobremanera  y  juzgó  indispen- 
sable hacer  una  severa  demostración  para  satisfacer  de  algún  modo 
a  los  yerros  inexcusables  que  habían  cometido  los  principales  Padres 
de  Santa  Fe  de  Bogotá. 

Con  fecha  30  de  Noviembre  de  1634  dirigió  una  carta  sentidísima 
al  P.  Luis  de  Santillán,  Provincial  del  Nuevo  Reino.  «No  quisiera, 
dice,  entrar  en  los  pleitos  del  Sr.  Arzobispo  con  la  Compañía,  por  no 
renovar  el  dolor  grande  que  he  recibido  con  los  desaciertos  y  desórde- 
nes que  los  Padres  de  Santa  Fe  han  hecho  con  su  ocasión...  No  puedo 
negar,  sino  que  este  Prelado  nos  afligió  mucho  y  sin  bastante  causa; 
pero  también  veo  (y  es  lo  que  más  he  sentido)  que  de  nuestra  parte 
se  cometieron  intolerables  yerros...»  Indica  luego  el  P.  General  los 
hechos  que  hemos  referido;  se  lamenta  de  que  no  hubiera  habido  un 
poco  más  de  serenidad  y  de  paciencia  para  sufrir  los  ímpetus  del 
Prelado  y  proceder  con  más  moderación,  y  después  añade  estas  pa- 
labras: «Yo  no  me  he  atrevido  aquí  a  que  este  pleito  se  tome  en  la 
boca,  por  no  afrentar  a  toda  la  Compañía,  porque  si  aun  estas  cosas 


(1)  Esto  lo  sabemos  por  la  carta  del  P.  Vitelleschi,  que  luego  citamos. 

(2)  Véase  en  el  Archivo  de  Indias,  72-3-26,  el  voto  del  licenciado  Robles  de  Sal- 
cedo sobre  este  negocio.  Como  era  de  suponer,  el  licenciado  es  de  dictamen  que  «ia 
Audiencia  no  puede  echar  deste  reino  al  Arzobispo,  haciéndole  etnharcar para  España*. 

(3)  Arch.  d(!  Indias,  72-3-26.  La  Audiencia  aFelipe  IV.  Santa  Fe,  27  de  Julio  de  1634. 
En  otra  carta  del  Presidente  adjunta  se  precisa  la  focha  vn  que  sucedió  la  muerte  del 
Prelado. 


VAÍ:    vil. I.A   PKOVI.NCIA    Di;],    NUEVO   KKINO    DE    GKANADA,    IGló-lGá^  475 

referidas  con  la  moderación  que  las  escribo,  y  no  todas,  pues  muchas 
dejo  porque  V.  R,  las  sabe,  bastaba  para  ello,  ¿qué  sería  oir  las  que 
los  contrarios  probarían  contra  nosotros?  Y  ¿por  qué  tanto  ruido? 
Porque  un  Prelado  quitó  unas  licencias  de  confesar  a  uno  de  la  Com- 
pañía. ¿Qué  parecería  esto  en  España  y  en  Italia  en  estos  tiempos, 
cuando  están  lloviendo  sobre  nosotros  persecuciones  de  marca  ma- 
yor, sin  causa,  y  nos  hallamos  obligados  a  sufrir  y  disimular  como 
unos  yunques  por  excusar  mayores  males?  Dios  se  lo  perdone  a  to- 
dos los  que  han  sido  ocasión  de  tantos,  que  yo  estoy  bien  lastimado 
y  con  bastante  sentimiento  de  ello. 

«Ya  lo  hecho  no  tiene  remedio,  pero  es  necesario  prevenir  lo  fu- 
turo, para  que  se  aprenda  lo  que  se  debe  hacer  en  semejantes  ocasio- 
nes, y  hacer  una  grande  demostración  con  los  más  culpados,  para  sa- 
tisfacción de  lo  pasado...  Los  más  culpados  en  este  negocio,  según  me 
informan  y  yo  he  visto  por  los  papeles,  son  los  PP.  Juan  Bautista 
Coluchini,  Juan  Manuel,  Juan  Sánchez  y  Moráez,  que  fueron  los 
Consultores  de  Provincia  y  los  que  eligieron  el  juez  conservador  y 
enviaron  a  Europa  al  H.  Muñoz.  Luego  entran  los  PP.  Varaiz,  Damián 
de  Buitrago,  P.  Sebastián  de  Murillo,  por  la  ocasión  que  dio  y  por- 
que al  principio  fué  de  parecer  que  se  nombrase  conservador;  P.  Pe- 
dro Pinto,  P.  José  Dadei  y  el  H,  Cristóbal  Muñoz  y  los  demás 
que  V.  R.  supiere  que  han  fomentado  estos  pleitos.  A  todos  los  dé  V.  R. 
un  buen  capelo,  afeándoles  la  gravedad  de  su  falta  y  leyéndoles  este 
capítulo  do  mi  carta,  aplicando  en  penitencia  a  los  más  culpados  tres 
días  de  ayuno  a  pan  y  agua  en  tres  semanas,  y  media  docena  de  dis- 
ciplinas secretas  y  a  los  demás,  en  proporción,  la  penitencia  que  pare- 
ciere convenir,  según  la  cualidad  de  su  culpa.  Y  no  sería  malo  que 
constase  a  los  seglares  del  sentimiento  que  yo  he  tenido  de  lo  que  los 
Nuestros  han  hecho  y  la  i^enitencia  que  les  he  enviado,  para  que  ya 
que  se  han  desedificado  de  nuestras  faltas,  se  edifiquen  con  la  peni- 
tencia que  se  da  por  ellas  y  del  cuidado  que  se  tiene  de  no  permitir 
tales  desórdenes.  Y  esto  será  mientras  yo  considero  qué  otra  satisfac- 
ción será  bien  dar,  y  V.  R.  me  avise  de  lo  que  ejecutare,  pues  quedo 
con  no  pequeña  pena»  (1). 

6.  Poco  después  de  terminarse  el  litigio  con  el  Sr.  Almansa,  resol- 
vió el  P.  Vitelleschi  enviar  un  Visitador  a  la  provincia  de  Nueva 
Granada.  Movióle  a  ello,  sin  duda,  el  deseo  de  remediar  los  desórde- 
nes que  se  habían  cometido  en  la  pasada  contienda,  pero  más  que 


<1)    Neviliegni.  Epist.  Gen.  A  Santillán,  30  Noviembre  1634. 


476  i-i"-  II- — pr>oviNciAS  de  tTLTRA:MAi: 

este  motivo  influyó  en  la  resolución  la  noticia  que  se  tuvo  en  Roma 
de  que  en  aquella  provincia  se  habían  admitido  muchos  sujetos  poco 
hábiles  para  la  vida  religiosa.  Desde  el  principio  del  siglo  se  había 
observado  que  por  la  escasez  de  población  española,  no  podían  ser 
muchas  las  vocaciones  a  la  Compañía  que  brotasen  en  aquel  país.  El 
P.  Gonzalo  de  Lyra,  siendo  Provincial,  lo  había  manifestado  clara- 
mente en  una  de  sus  cartas  al  P.  Aquaviva.  Corriendo  los  años  se 
observó  la  misma  diñcultad,  y  no  sin  dolor  advirtieron  los  Superio- 
res que  era  necesario  despedir  a  muchos  de  los  novicios  que  se  pre- 
sentaban. Sobre  este  particular  poseemos  un  dato  curioso  en  cierta 
carta  del  P.  Vitelleschi  al  Provincial  P.  Ayerbe,  escrita  el  8  de 
Setiembre  de  1625.  «Los  novicios,  dice  el  P.  General,  que  se  han 
admitido,  así  en  Santa  Fe  como  en  Quito,  han  probado  tan  mal,  que, 
según  V.  R.  y  otros  muchos  Padres  me  escriben,  se  han  malogrado 
la  mayor  parte  de  los  que  se  han  recibido  de  cinco  años  a  esta  parte, 
y  de  los  pocos  que  quedan  ha  de  ser  menester  despedir  algunos.  Esta 
experiencia  me  obliga  a  encargar  y  ordenar,  como  lo  hago,  que  V,  R. 
y  los  que  le  sucedieren  en  el  oñcio  de  Provincial,  no  reciban  sino 
muy  pocos,  y  éstos  sean  antes  bien  examinados  y  probados,  y  no  se 
admitan  hasta  que  hayan  cumplido  diez  y  ocho  años  de  edad,  con- 
forme el  orden  del  P.  Claudio,  de  buena  memoria,  y  los  que  en  el  No- 
viciado no  probaren  bien  despídanse  luego»  (1).  No  debieron  obser- 
varse estas  prudentes  precauciones  encargadas  por  el  P.  General,  y 
con  el  deseo  de  reforzar  la  provincia  se  abrió  la  mano,  recibiendo  en 
la  religión  a  varios  sujetos  que  ni  en  virtud  ni  en  letras  acreditaban 
a  la  Compañía. 

Queriendo,  pues,  expurgar  aquella  provincia  de  gente  inútil,  el 
P.  Vitelleschi,  con  fecha  12  de  Agosto  de  1634,  nombró  Visitador  del 
Nuevo  Reino  y  Quito  al  P.  Rodrigo  de  Figueroa,  uno  de  los  más  res- 
petables que  teníamos  en  Andalucía  (2).  Encargóle  con  mucho  enca- 
recimiento examinar  este  punto  de  las  vocaciones  y  curar  el  defecto 
de  aquella  división  de  ánimos,  que  se  notaba  entre  varios  Padres  de 
la  provincia  del  Nuevo  Reino.  El  Visitador  se  embarcó  en  la  prima- 
vera de  1635,  y  empezó  su  trabajo  en  el  Nuevo  Reino  en  el  mes  de 
Mayo  o  Junio,  a  lo  que  podemos  inferir  de  las  cartas  del  P.  General, 
porque  se  han  perdido  las  que  escribió  el  P.  Visitador  dando  cuenta 
de  sus  acciones.  El  1.°  de  Noviembre  de  1636  le  escribe  Vitelleschi 


(1)  Novi  Regni.  Epist.  Gen.  A  Ayerbe,  8  Setiembre  1625. 

(2)  Baetica.  Epist.  Gen.  A  FJgueroa,  12  Agosto  1634. 


CAP.   Vil. — LA  PROVINCIA   UIX   NUEVO   REINO   DE    GRANADA,   IGIÜ-Kini  477 

acusando  recibo  de  cuatro  cartas  que  ha  escrito  el  P.  Figueroa  en 
Julio  de  1635,  y  se  alegra  de  ver  por  ellas  que  haya  empezado  con 
buen  pie  la  visita  de  la  provincia  (1). 

Continuó  esta  labor  el  P.  Figueroa  en  todo  el  año  1635  y  el  si- 
guiente de  36,  y  debió  terminarla  a  principios  de  1637.  Procuró  re- 
mediar los  males  que  le  había  indicado  el  P.  General,  y,  principal- 
mente, hizo  un  expurgo  de  la  provincia,  despidiendo  a  un  número  de 
ineptos  que  nos  parece  verdaderamente  grande,  si  se  compara  con  el 
número  total  de  sujetos  que  allí  existían.  Oigamos  lo  que  dice  el 
P.  Vitelleschi  aprobando  la  conducta  del  Visitador,  en  carta  del  30  de 
Octubre  de  1637.  «No  se  puede  negar,  sino  que  por  lo  general  los 
hombres  de  esas  partes  no  son  tan  a  propósito  para  las  religiones 
como  los  de  Europa.  Sin  embargo,  lo  son  mucho  algunos  y  los  gozan 
esas  provincias,  y  así,  aunque  es  menester  más  examen  en  su  recibo 
que  en  el  de  otros,  y  esperarlos  más  tiempo,  y  que  sean  de  diez  y  ocho 
a  veinte  años,  para  que  se  experimenten  sus  naturales  y  recibo,  pero 
en  juzgándolos  por  buenos,  no  hay  sino  admitirlos,  porque  de  Europa 
no  pueden  ir  tantos  como  se  piensa,  ni  las  provincias  de  España,  aun- 
que las  ayuden  con  alguna  limosna,  están  en  disposición  de  recibir 
muchos  sujetos.  Crecido  número  es  el  que  me  remite  V.  R.  en  aque- 
lla lista  de  los  despedidos  de  esa  provincia,  pues  llega  a  sesenta  y  cua- 
tro, y  el  trabajo  es  que  no  todos  los  que  quedan  son  lo  que  fuera  ra- 
zón. Con  todo,  es  mal  necesario  y  se  debe  disponer  lo  que  dejo 
dicho»  (2).  No  deja  de  sorprender  ese  número  de  sesenta  y  cuatro, 
pues  si  consideramos  los  sujetos  que  existían  en  aquellas  regiones, 
resulta  que  debió  ser  despedida  la  cuarta  parte  de  los  individuos  que 
componían  la  provincia  del  Nuevo  Reino  y  Quito. 

Una  sola  cosa  reprobó  el  P.  Vitelleschi  entre  las  hechas  por  el  Vi- 
sitador, y  fué  aquella  separación  de  la  viceprovincia  de  Quito,  de 
que  hablamos  en  el  capítulo  anterior.  Fuera  de  este  acto,  el  P.  Gene- 
ral confirmó  plenamente  todas  las  resoluciones  que  había  tomado  el 
P.  Visitador,  y  le  mandó  volverse  a  su  provincia.  Apenas  llegado  a 
ella,  expiró  santamente  el  P.  Rodrigo  de  Figueroa. 

7.  Entretanto  continuaban  trabajando  gloriosamente  los  Nuestros 
en  los  colegios  del  Nuevo  Reino.  Hubo  algunos  conatos  de  restaurar 
la  misión  de  los  Llanos,  abandonada  en  1628,  pero  no  se  dispusieron 
las  cosas  de  modo  que  en  este  tiempo  se  pudiera  entrar  en  aquel 


(1)  Novi  Regni.  Epist.  Gen.  A  Figueroa,  1.°  Noviembre  1636. 

(2)  Ibid.  A  Figueroa,  30  Octubre  1637. 


478  LIK.    IX. PROVINCIAS    DK    rLTJíAMAK 

país.  Algunas  misiones  particulares  se  hicieron  con  grandísimo  fruto 
de  las  almas  a  determinadas  regiones,  y  no  debemos  olvidar  dos  un 
poco  extraordinarias  que  se  mandaron  desde  Bogotá  en  este  tiempo 
Una  fué  a  la  isla  de  Santo  Domingo,  en  1649.  Cierto  español  había 
dejado  en  su  testamento  una  gruesa  manda,  para  que  se  fundase  en  la 
isla  alguna  residencia  de  la  Compañía.  El  P.  Provincial  del  Nuevo 
Reino  envió  a  evangelizar  en  ella  a  los  PP.  Damián  de  Buitrago  y 
Andrés  de  Solís,  con  un  Hermano  coadjutor.  Todos  tres  trabajaron 
gloriosamente  durante  un  año,  y,  sobre  todo,  se  desvivieron  los  Pa- 
dres por  socorrer  espiritualmente  a  los  fieles  en  la  Cuaresma  de  1650. 
Pero  cuando  se  pensaba  dar  los  primeros  pasos  para  establecer  la 
residencia,  he  aquí  que  sobreviene  una  peste,  y  dedicándose  los  dos 
misioneros  al  servicio  de  los  enfermos,  sucumbieron  ambos  víctimas 
de  su  caridad  (1),  Otros  dos  Padres  fueron  enviados  por  el  mismo 
tiempo  a  Guayana,  a  petición  de  D.  Martín  de  Mendoza,  Gobernador 
de  esta  población.  Apenas  llegaron  murió  uno  de  ellos,  llamado  An- 
drés Ignacio.  El  otro  trabajó  apostólicamente  algún  tiempo  entre  los 
españoles  y  algunos  indios  del  contorno,  pero  hubo  de  volverse  a  Bo- 
gotá, porque  no  se  veía  posibilidad  de  establecer  allí  ningún  domici- 
lio de  la  Compañía.  En  este  estado  se  hallaban  las  cosas  cuando  el 
año  1651  quiso  Dios  visitar  a  esta  provincia  con  la  grave  calamidad 
de  una  peste  que  se  llevó  a  muchos  sujetos.  Sólo  en  el  colegio  de 
Cartagena  murieron  de  ella  nueve  individuos.  Imagínese  el  lector 
cómo  se  quedaría  una  provincia  corta  con  la  merma  de  tantos  suje- 
tos. Por  eso  el  año  1652,  en  las  anuas  que  mandó  a  Roma  el  P.  Pro- 
vincial Gabriel  de  Melgar,  vemos  que  toda  la  provincia  del  Nuevo 
Reino  y  Quito  ha  quedado  reducida,  a  ciento  ochenta  y  tres  indivi- 
duos. 


(1)  Novi  liegni  et  Qiiüensis.  Historia.  En  este  tomo  pueden  verse  las  anuas  íirmadas 
por  el  P.  Gabriel  de  Melgar,  que  abrazan  el  decenio  1642-1652.  Allí  se  explica  breve- 
niente  la  misión  de  Santo  Domingo  y  la  de  Guayana. 


CAPÍTULO   VIII 


SAN   PEDRO   CLAVER 

Sumario:  1.  Antecedentes  de  San  Pedro  Claver  hasta  ordenarse  de  sacerdote. — 
2.  En  1G15  se  establece  en  Cartagena  y  empieza  a  doctrinar  a  los  negros.—;?.  Su 
modo  de  proceder.  El  desembarque  de  los  negros.— 4.  La  catcquesis. — 5.  El  bau- 
tismo.— 6.  Asistencia  a  los  enfermos. — 7.  Conversión  de  moros  y  de  herejes. — 8.  Últi- 
ma enfermedad  y  muerte  del  Santo  en  1654  (1). 

Fuentes  conte.mporXneas:  1.  Novi  Eegni  el  OhíIpiisís.  Kpislolae  (Icnrralití)!/.— -2.  Cataloní 
írietinale.s.—li.  ProrvKO  para  In  canonisucián. 

1.  Mientras  la  provincia  de  Nueva  Granada  desplegaba  su  celo  en 
la  santificación  de  los  españoles  y  de  los  indios,  y  padecía  las  con- 
trariedades que  siempre  acompañan  en  este  mundo  al  ejercicio  del 
celo  apostólico,  allá  en  el  colegio  de  Cartagena  vivía  arrinconado 
un  hombre  de  quien  al  principio  se  hacía  poca  estimación.  No  sola- 
mente los  seglares,  sino  los  mismos  Padres  de  la  Compañía  le  mira- 
ron largo  tiempo  como  a  un  hombre  inepto  para  tratar  los  negocios, 
y  sólo  bueno  para  catequizar  a  la  ínfima  plebe  de  la  sociedad,  esto 
es,  a  los  indios  y  negros.  Y  sin  embargo,  ese  oscuro  misionero  nos 


(1)  Las  noticias  que  poseemos  sobre  San  Pedro  Claver  se  han  derivado  principal- 
mente de  los  procesos  que  se  hicieron  en  Cartagena  do  Indias  en  orden  a  la  beatifica- 
ción. En  1657,  tres  años  después  de  morir  el  Santo,  salió  a  luz  su  primera  Vida, escrita 
por  el  P.  Alonso  de  Andrade  y  publicada  con  el  nombre  de  Gerónimo  Suárez  de  So- 
moza.  (Véase  a  Uriai'te,  Catáloyo  razonado  de  obras  anóninias  J  seudónimas,  t.  III,  núme- 
ro 4.564.)  Es  algo  ligera  y  contiene  los  datos  algo  vagos  que  se  habían  recogido  en  las 
cartas  anuas.  El  año  1658  se  empezaron  en  Cartagena  los  procesos  para  la  beatifica- 
ción, y  entre  otros  testigos,  fué  interrogado  con  preferencia  el  H.  Nicolás  González, 
coadjutor,  que  había  tratado  con  el  P.  Claver  dui-ante  veintisiete  años,  los  cinco  pri- 
meros siendo  seglar,  y  los  restantes  entrado  ya  en  la  Compañía  y  sirviéndole  de  com- 
pañero habitual.  El  dicho  de  este  Hermano  llena  130  páginas  en  folio  en  el  ejemplar 
que  conservamos  de  los  procesos,  y  parece  ser  la  fuente  primordial  de  donde  sacaron 
sus  noticias  los  biógrafos  posteriores  del  Santo.  No  es  posible  recusar  las  noticias  de 
este  testigo,  pues  afirma  con  juramento  loque  él  mismo  presenció.  En  1666  salió  a  luz 
en  Zaragoza  la  Apostólica  y  penitente  vida  del  V.  P.  Pedro  Claver,  de  la  Compañía  de  Jesiis. 
Su  autor,  el  P.  José  Fernández,  se  apoya  constantemente  en  los  procesos.  Reciente- 
mente S3  publicó  esta  Vida,  refundida  y  aumentada  por  el  P.Juan  María  Sola,  en  Bar- 
celona, 1888.  A  estas  fuentes  se  refieren  otras  biografías  secundarias  que  se  han  es- 
crito de  este  Santo. 


4S()  IIH.    II. PROVINCIAS    1)K    ULTÜAMAlí 

aparece  hoy  como  la  gloria  más  insigne  de  la  Compañía  de  Jesús  en 
la  primei-a  mitad  del  siglo  XVII. 

San  Pedro  Claver  había  nacido  en  Verdú  (diócesis  de  Solsona  y 
provincia  de  Lérida)  el  año  1580,  de  familia  humilde,  pero  sólida- 
mente cristiana  (1).  Educado  primero  en  su  pueblo  natal,  fué  des- 
pués enviado  a  Barcelona  para  continuar  los  estudios  de  las  letras.. 
Muy  desconocida  nos  es  la  vida  del  Santo  hasta  que  entró  religioso. 
Dos  o  tres  rasgos  generales  se  han  podido  señalar,  y  esos  con  alguna 
indecisión,  porque  el  humildísimo  P.  Claver  parece  que  hizo  especial 
estudio  de  no  hablar  jamás  sobre  su  vida  propia  y  sobre  los  sucesos 
que  de  cualquier  modo  le  tocasen.  En  1602  se  sintió  llamado  a  la 
Compañía  de  Jesús  y  obtuvo  fácilmente  la  admisión  (2).  Hizo  su  no- 
viciado con  extraordinarias  muestras  de  fervor,  y  fué  luego  aplicado 
al  estudio  de  las  humanidades  en  nuestro  colegio  de  Gerona,  para 
perfeccionar  las  que  ya  había  comenzado  a  cursar  en  el  siglo. 

En  1605  le  enviaron  los  Superiores  a  Mallorca  para  estudiar  la 
filosofía,  o,  como  entonces  se  decía,  el  curso  de  artes,  y  el  trienio  que 
pasó  en  aquella  isla  fué  un  momento  decisivo  en  toda  la  vida  del 
Santo,  por  la  dirección  espiritual  que  recibió  del  humilde  portero 
de  Montesión,  San  Alonso  Rodríguez.  Hallábase  este  Hermano  en  su 
última  ancianidad,  y  la  fama  de  su  virtud  corría  por  toda  España. 
Cuando  el  H.  Pedro  Claver  llegó  a  Mallorca,  procuró  cuanto  pudo 
comunicarse  con  el  santo  portero,  el  cual,  sin  darse  aires  de  Pa- 
dre espiritual,  instruyó  poco  a  poco  y  sobre  todo  infundió  en  el 
joven  estudiante  aquel  espíritu  de  humildad  y  devoción  que  él  po- 
seía, y  le  inspiró  principalmente  un  deseo  encendido  de  sacrificarse 
por  Dios,  empleando  el  celo  apostólico  en  ayuda  de  las  almas  más 
desamparadas,  como  son  las  de  los  indios  y  negros  (8).  Hasta  enton- 
ces no  sabemos  que  hubiera  concebido  San  Pedro  Claver  la  idea  de 
pedir  las  misiones  de  la  India,  pero  el  santo  Hermano  Alonso,  así 
como  le  inspiró  otras  muchas  ideas  buenas,  así  también  le  comunicó 
vehementes  deseos  de  servir  a  Dios  en  aquellas  difíciles  empresas. 
Como  recuerdo  perpetuo  de  su  trato  espiritual  con  el  santo  portero. 


(1)  Sobre  el  nacimiento,  patria  y  familia  de  este  Santo  debe  consultarse  la  Vida  de 
San  Pedro  Claver...  por  el  P.  José  Fernávdes...,  refundida  y  acrecentada  por  el  P.  Juan  Ma- 
rta Sola,  S.  J.  Barcelona,  1888.  Debe  leerse  principalmente  el  Apéndice  núm.  II,  pág.  ^A'Á. 

(2)  Ibid.,  pág.  31. 

(3)  Sobre  el  trato  espiritual  de  los  dos  Santos  en  Mallorca,  véase  al  P.  José  Fernán- 
dez (1. 1,  ce.  4, 5  y  6).  Acerca  de  la  revelación  que  tuvo  San  Alonso  Rodríguez  sobro  la 
futura  gloria  de  Claver,  habla  el  H.  Nicolás  González  en  su  testimonio,  f.  14,  citando 
ai  P.  Sobrino,  connovicio  del  P.  Claver,  y  a  otros  tres  Padres  que  se  ia  contai'on. 


CAI-.    VTII, —  KAN    PKDKO    CI.AVIJU  4^1 

conservó  Claver  toda  su  vida  un  libro  manuscrito  de  avisos  espiri- 
tuales, que  le  había  dado  San  Alonso  Rodríguez. 

A  fines  de  1608,  terminado  el  curso  de  la  filosofía,  volvió  al  con- 
tinente San  Pedro  Claver.  Ya  para  entonces  había  escrito  a  los  Su- 
periores pidiendo  la  misión  de  las  Indias.  Ellos  se  detuvieron  algo 
en  concedérsela,  pero  después,  observando  la  vocación  singular  y  el 
fervor  de  espíritu  de  aquel  hombre,  juzgaron  que  Dios  le  llamaba 
para  tan  difícil  empleo,  y  en  el  año  1(510,  debiendo  embarcarse  para 
el  Perú  el  P.  Alonso  Messía  o  Mejía,  diéronle  por  compañero,  con 
otros  sujetos,  al  H.  Pedro  Claver.  Hasta  entonces  había  estudiado  en 
Barcelona  el  primer  año  de  teología  (1).  Desembarcó  en  Cartagena, 
y  por  de  pronto  fué  trasladado  a  Bogotá,  capital  del  Nuevo  Reino, 
donde  la  santa  obediencia  le  empleó  algún  tiempo  en  los  oficios  de 
Hermano  coadjutor,  obra  entonces  muy  necesaria  hallándose  las  fun- 
daciones en  sus  principios,  y  en  este  humilde  estado  perseveró  cerca 
de  dos  años,  porque  entonces  no  había  comodidad  para  cursar  la 
sagrada  teología.  Cuando  en  1612  llegaron  Padres  de  Europa  que 
enseñasen  a  los  Nuestros  y  a  los  seglares  esta  facultad,  mandó  el 
P.  Gonzalo  de  Lyra,  Provincial  del  Nuevo  Reino,  que  el  H.  Claver 
continuase  su  curso  teológico,  y  así  lo  hizo  de  1612  a  1615.  Al  fin  dio 
el  examen  ad  graclum,  y  fué  aprobado  por  los  examinadores  (2). 
Poco  después,  en  Noviembre  de  aquel  mismo  año,  le  envió  la  santa 
obediencia  a  Cartagena,  donde,  al  lado  del  P.  Sandoval,  hizo  Claver 
sus  primeras  armas  en  la  enseñanza  e  instrucción  de  los  pobres 
negros.  En  esta  ciudad  recibió  las  sagradas  órdenes  de  mano  del 
Ilustrísimo  Sr.  D.  Fr.  Pedro  de  la  Vega,  dominico,  Obispo  de  Carta- 
gena. El  21  de  Diciembre  de  1615  se  ordenó  de  subdiácono;  el  23  de 
Febrero  siguiente  recibió  el  diaconado,  y,  por  fin,  el  19  de  Marzo 
de  1616  fué  ordenado  de  sacerdote  (3).  En  aquel  mismo  año  era  lla- 
mado al  Perú  el  P.  Alonso  de  Sandoval,  y  dejaba  al  P.  Claver  todo 
el  cuidado  de  los  negros. 

2.  ¿Qué  cualidades  adornaban  al  nuevo  operario  evangélico  que 
empezaba  sus  fatigas  en  el  colegio  de  Cartagena?  Confieso  que  des- 
conciertan un  poco  los  informes  que  leemos  del  P.  Claver  en  varios 
catálogos  remitidos  a  Roma  desde  la  provincia  del  Nuevo  Reino. 


(1)  Véase  Nooi  Rogni  et  Qiütensis.  Cataloijl  trieunales,  IGIO. 

(2)  Así  lo  dice  el  P.  Vitelleschi  al  concederle  la  profesión.  Hispofoft.  Epiat.  de  pro- 
movendis,  1601-1684.  A  Arceo,  Provincial,  22  Febrero  1621. 

(:l)    Nicolás  González, en  su  testimonio,  f.  27,  cita  los  libros  del  colegio  de  Cartagena 
donde  constan  estos  datos. 

31 


482  I-IB-    II. I'KOVINCIAS   DE   ULTRAMAK 

En  1G16,  en  el  catálogo  secreto,  leemos  estas  calificaciones:  «P.  Pedro 
Claver:  ingenio,  mediano;  juicio,  menos  que  mediano;  prudencia, 
corta;  experiencia  de  ios  negocios,  corta;  aprovechamiento  en  las  le- 
tras, mediano;  talento, sirve  para  predicar  y  tratar  con  indios»  (l).En 
el  año  1642  se  repiten  con  pocas  variantes  las  mismas  calificaciones: 
el  ingenio,  el  juicio,  la  prudencia  y  la  experiencia  llevan  siempre  el 
calificado  de  mediocris;  solamente  se  le  llama  insigne  en  el  ministe- 
rio de  catequizar  a  los  negros.  En  el  catálogo  de  1649  varían  poco 
las  calificaciones,  con  la  diferencia  de  que  el  ingenio  es  bueno  y  la 
prudencia  pequeña,  cxújiia.  Difícil  se  nos  hace  suponer  tanta  media- 
nía en  las  aptitudes  del  P.  Claver,  cuando  por  otro  lado  vemos  que 
siguió  todo  el  curso  de  los  estudios  y  fué  aprobado  por  los  examina- 
dores en  el  examen  ad  gradum,,  por  lo  cual  se  le  concedió  la  profe- 
sión solemne  de  cuatro  votos,  que  hizo  por  Abril  de  1622  (2). 

Observamos,  por  otro  lado,  que  jamás  se  menciona  al  P.  Claver 
cuando  se  trata  de  nombrar  Superiores,  y  eso  que  escaseaban  tanto 
los  hombres  aptos  para  gobernar  en  todas  las  provincias, pero  sobre 
todo  en  la  del  Nuevo  Reino  y  Quito.  Nunca  asoman  indicios  de  que 
le  consultaran  ningiin  negocio,  y  según  se  puede  vislumbrar  por  tal 
cual  anécdota  que  nos  han  conservado  los  biógrafos  del  Santo, parece 
que  los  Nuestros  le  miraban  como  a  un  pobre  hombre  que  no  servía 
para  otra  cosa  sino  para  lo  que  estaba  haciendo:  esto  es,  para  cate- 
quizar a  ¡os  negros  bozales  que  desembarcaban  en  Cartagena  y  luego 
eran  distribuidos  por  otras  ciudades  de  América.  Quizá  contribuyese 
a  esta  estimación  la  extremada  humildad  del  Santo,  que  de  propó- 
sito rebajaba  los  talentos  que  Dios  le  había  dado,  y  llegó  hasta  el  ex- 
tremo de  hacer  un  acto  de  abnegación  que  hoy  no  se  usa  ni  se  debe 
usar,  pero  que  demuestra  el  espíritu  de  humildad  que  siempre  ani- 
mó a  San  Pedro  Claver. 

Era  entonces  bastante  común  entre  los  jesuítas,  como  ya  lo  hemos 
hecho  notar  en  otras  partes  de  nuestra  historia,  el  defecto  de 
ambicionar  demasiado  la  profesión  solemne.  A  muchos  de  los  Nues- 
tros debían  corregir  los  Superiores,  porque  sin  bastantes  méritos 
pedían,  o,  por  mejor  decir,  exigían  el  ser  incorporados  en  la  Com- 
pañía antes  de  tiempo  con  el  último  grado.  Pues  bien:  San  Pedro 
Claver  en  1618  escribió  al  P.  General  dándole  cuenta  do  los  trabajos 


(1)  Imjenhim:  rnoiiocrs.  Jn-licium:  infra  7nediocrita'em.  Prudential  exigua.  Expcricntia 
ivrum:  exigua.  Prof'octiia  in  UHmL:  maiiocriá.  Talen%im  ad  ministeria:  ad  concionandiim  et 
ad  Indos.  Novi  Regni  ct  Qiiitcnsis.  Catalogi  triennaíes,  1616. 

(2)  Así  consta  en  varios  de  los  catilogos  trien  .los. 


CAP.    VIII.— SAN    PEDHO   CLAVEK  483 

que  empezaba  con  los  negros  y  proponiéndole  al  mismo  tiempo,  que 
no  le  diesen  nunca  grado  estable  en  la  Compañía,  sino  que  le  deja- 
sen perpetuamente  en  el  estado  de  los  votos  do  bienio  que  hasta  en- 
tonces tenía.  A  tan  humilde  proposición  respondió  el  P.  Vi,telleschi 
con  estas  palabras:  «El  cuidado  de  doctrinar  y  ayudar  espiritual- 
mente  a  los  morenos,  con  que  V.  R.  dice  en  la  suya  del  23  de  Julio 
del  año  pasado  1618  que  andaba  ocupado,  estimo  y  alabo  muy  mu- 
cho, no  sólo  por  el  grande  provecho  que  de  ello  resultará  en  esas  al- 
mas, con  mucha  gloria  del  Señor  que  las  redimió,  sino  por  el  aven- 
tajado premio  que  Su  Divina  Majestad  tiene  aparejado  a  quien  con 
tanto  fervor  ejercita  esa  obra,  como  entiendo  que  lo  hace  V,  R.,  de 
cuya  modestia  en  pedir  que  le  deje  sin  grado  firme  en  la  Compañía 
quedo  edificado,  pero  tengo  por  mucho  mejor  el  ponerse  en  la  de- 
bida indiferencia  para  lo  que  la  misma  Compañía  resolviere  en  ese 
particular  de  la  persona  de  V.  R.,  pareciéndole  ser  esa  la  voluntad 
del  Señor»  (1). 

8.  Consagrado  el  P.  Claver  a  la  conversión  e  instrucción  cristiana 
de  los  negros,  no  varió  sustancialmente  los  procedimientos  que  ha- 
bía entablado  el  P.  Alonso  de  Sandoval.  Contentóse  con  ejercitarlos 
perpetuamente  con  una  constancia  superior  a  todo  encarecimiento  y 
venciendo  dificultades  que  hoy  nos  asombran,  pues  parecen  superio- 
res a  las  fuerzas  limitadas  de  nuestra  pobre  naturaleza.  Describire- 
mos brevemente  el  curso  ordinario  de  fatigas,  que  periódicamente  se 
imponía  el  Santo  para  la  instrucción  de  los  negros.  Cuando  sabía 
que  llegaban  al  puerto  de  Cartagena  algunas  naves  cargadas  con 
ellos,  se  disponía  inmediatamente  a  visitarlos  (2),  Ordinariamente 
no  se  permitía  el  desembarco  hasta  después  de  algunos  días,  pues  la 
Autoridad  necesitaba  asegurarse  primero  si  los  negros  venían  infi- 
cionados con  la  viruela  o  con  otras  enfermedades  contagiosas,  bas- 
tante frecuentes  entre  ellos  Mientras  los  médicos  hacían  sus  inspec- 
ciones facultativas,  el  P.  Claver  giraba  también  por  las  naves  una 
visita  de  caridad  y  de  preparación  para  la  salud  de  aquellas  almas. 

Saltaba  en  el  bote,  acompañado  de  tres  o  cuatro  negritos  intérpre- 
tes y  llevando  consigo  algunos  saquitos  llenos  de  frutas,  conservas  y 
otros  regalitos  que  pudiera  repartir  entre  los  negros.  Entrando  en  la 
nave,  si  los  intérpretes  sabían  la  lengua  de  los  recién  llegados,  no 


(1)  Novi  Rcgui  et  Quitensis.  EpM.  Gen.  A  Claver,  7  Junio  1619. 

(2)  Todo  lo  que  sigue  está  tomado  del  testimonio  del  H.  JNicolás  González  (ff.  28, 99), 
que  solía  sor  el  compañero  del  Santo  en  estas  fatigas. 


464  i'iií-  II- — rEOVixciAS  de  ultiíamau 

había  dificultad.  Ellos  les  decían  en  breves  palabras  quién  era  el  Pa- 
dre y  los  grandes  deseos  que  tenía  de  su  felicidad.  El  Padre  les  ha- 
blaba: con  palabras  o  con  gestos,  como  podía,  les  daba  a  entender  sus 
deseos  ^g  favorecerles,  y  les  quitaba  ciertas  vanas  aprensiones  quo 
solían  ellos  tener,  de  que  los  traían  a  Cartagena  para  degollarlos  y 
para  servirse  de  ellos  en  oficios  que  les  habían  de  acarrear  infalible- 
mente la  muerte.  Protestaba  el  Padre  que  él  estaba  allí  sólo  para  fa- 
vorecerles; que  él  sería  su  abogado  y  protector,  y,  sobre  todo,  que  él 
les  enseñaría  el  camino  del  cielo,  donde  habían  de  ser  felices  por 
toda  la  eternidad.  Juntamente  repartía  sus  donecillos  y  procuraba 
animarlos  a  todos. 

Para  aquellos  hombres,  tratados  hasta  entonces  con  tanta  dureza 
y  con  soberano  desprecio,  la  presencia  del  P.  Claver  era  como  una 
aparición  celestial  que  les  bañaba  el  alma  de  inefable  consuelo. 
Desde  entonces  le  cobraban  un  cariño  filial  y  no  sabían  separarse  do 
su  lado.  Al  fin  sé  despedía  de  todos,  prometiendo  volver  en  el  mo- 
mento del  desembarque.  Y,  en  efecto,  allí  se  presentaba  elP.  Claver 
acompañado  de  algunos  negros  robustos  y  llevando  en  pos  de  sí  unos 
cuantos  carros  que  él  había  alquilado  para  el  transporte  de  los  enfei-- 
mos.  A  la  orilla  del  mar  estrechaba  el  Padre  las  manos  de  los  negro.s 
que  iban  saltando  en  tierra.  Cuando  había  acabado  el  desembarco  de 
los  sanos,  seguía  la  vez  de  los  enfermos,  y  entonces  el  Padre,  ade- 
lantándose con  algún  negro  robusto,  tomaba  en  peso  al  primer  en- 
fermo y  lo  transportaba  a  los  carros.  Los  otros  negros  que  él  había 
llevado  consigo  repetían  la  misma  faena,  y  en  poco  tiempo  los  en- 
fermos de  la  nave  estaban  acomodados,  bien  o  mal,  en  los  carros 
reunidos  por  el  P.  Claver.  Con  este  cargamento  iba  el  Padre  hastii 
los  almacenes  o  patios  en  que  solían  depositarse  las  cargazones  do 
negros.  Allí  acomodaba  lo  mejor  que  podía  a  los  pobres  enfermos, 
reunía  luego  a  los  sanos  y  fijaba  el  día  y  hora  en  que  se  había  do 
presentar  él  otra  voz,  para  enseñarles  a  todos  el  camino  del  cielo. 

4.  Para  la  instrucción  de  los  recién  llegados  era  necesario  casi 
siempre  recurrir  al  auxilio  de  varios  intérpretes  (1).  Aunque  el 
P.  Claver  pudo  aprender  medianamente  la  lengua  general  de  An- 
gola, pero  siendo  tan  variados  los  idiomas  que  hablaban  los  negros, 
jamás  pudo  prescindir  de  algunos  intérpretes,  por  cuyo  medio  se  en- 
tendía  con  los  africanos.  Al  pi-incipio  pedía  estos  intérpretes  presta- 
dos a  los  amos  españoles,  pero  como  no  siempre  los  tuviera  a  su  dis- 


(1)     Ibid.,  ff.  31  y  32. 


CAT.    VIH. — SAX    1>EDU()   CLAVí;Ji  4SÓ 

posición  cuando  los  necesitaba,  discurrió  el  medio,  muy  natural,  do 
alquilar  por  su  dinero  algunos  esclavos  y  tenerlos  continuamente  a 
su  arbitrio,  para  servirse  de  ellos  cuando  fuera  menester.  Deseando 
asegurar  la  continua  posesión  de  estos  negros,  avisó  el  Santo  a  nues- 
tro P.  General  Mucio  Vitelleschi  de  lo  que  se  había  pensado,  y  pro- 
curó que  Su  Paternidad  apoyase  la  determinación  que  había  tomado, 
de  que  no  le  empleasen  sus  negros  en  otras  ocupaciones  que  les  im- 
pidiesen el  catequizar  a  los  neófitos. 

El  P.  Vitelleschi  respondió  con  palabras  sencillas  y  afectuosas, 
que  merecen  reproducirse,  para  edificación  de  nuestros  lectores. 
Escribiendo  al  Santo  el  2  de  Febrero  de  1628  le  decía  así:  «Con  par- 
ticular consuelo  he  leído  la  de  V.  R.  de  17  de  Julio  de  1626,  en  que 
me  avisa  lo  mucho  que  tiene  que  hacer  en  el  ministerio  de  los  mo- 
renos, que  la  santa  obediencia  le  ha  encargado  y  ejercita  con  tan 
grande  edificación  de  los  de  esa  ciudad  y  no  menos  fruto  de  los  mo- 
renos que  a  ella  acuden.  Edificóme  del  santo  celo  con  que  V.  R.  tra- 
baja en  ese  empleo  de  tan  grande  servicio  de  Nuestro  Señor,  y  le 
ruego  mucho  que  lo  prosiga  con  el  fervor  y  buen  aliento  que  hasta 
aquí,  y  espere  de  Nuestro  Señor  cumplido  premio  de  sus  buenos  tra- 
bajos. Al  P.  Provincial  encargo  ahora,  que  no  se  vendan  ni  truequen 
ni  quiten  a  V.  R.  los  ocho  o  nueve  intérpretes  negritos  que  tiene, 
pues  son  tan  necesarios  para  hacer  como  se  requiere  ese  ministerio. 
Espero  que  lo  cumplirá  puntualmente.  Con  el  mismo  gusto  acudiré 
a  cualquiera  otra  cosa  que  fuera  del  consuelo  de  V.  R.,  como  es  justo 
que  se  haga  con  quien  así  lo  merece»  (1).  En  el  mismo  correo,  escri- 
biendo al  P.  Provincial  Florián  de  Ayerbe,  le  encarga  que  de  ningún 
modo  se  quiten  al  P.  Claver  sus  negritos,  dejándoselos  para  que  le 
ayuden  en  el  santo  ministerio  de  catequizar  a  los  esclavos. 

Llegado,  pues,  el  día  convenido,  el  P.  Claver  se  ponía  un  crucifijo 
al  pecho,  tomaba  una  alforja  de  regalitos  al  hombro,  empuñaba  un 
palo  que  terminaba  en  una  cruz,  y,  acompañado  de  sus  intérpretes, 
se  dirigía  al  patio  principal,  donde  habían  de  reunirse  los  negros. 
Allí  procuraba  acomodarlos  en  bancos,  o  tablas,  o  cajones,  que  él 
buscaba  por  uno  y  otro  lado,  para  que  pudieran  estar  sentados  con 
menos  incomodidad;  hacía  también  llevar  algunas  sillas  para  que  so 
sentaran  los  intérpretes.  El  primer  trabajo  que  se  tomaba  era  averi- 
guar si  estaban  bautizados  los  esclavos.  Uno  a  uno  se  lo  iba  pregun- 
tando, y  en  secreto,  para  que  no  oyesen  los  demás  la  respuesta,  por- 


(1)     Novi  Regni  eí  Qnitsnsis.  Epiat.  Gen.  A  Claver,  2  Febrero  1628. 


486  I1H-  iT.^i'i;ovi.\ciA>s  df,  in/iKAifAB 

que  había  observado,  que  si  la  pregunta  se  hacía  en.  voz  alta,  todos 
respondían  maquinalmente  lo  que  había  respondido  el  primero, 
fuese  o  no  verdad.  Recorriendo,  pues,  de  este  modo  uno  por  uno  to- 
dos los  esclavos,  averiguaba  los  que  no  habían  recibido  el  sacramento 
del  Bautismo.  Solían  ser  casi  todos,  y  aun  los  bautizados  no  lo  esta- 
ban con  tanta  certeza,  que  no  fuese  necesario  renovar  el  sacramento 
siih  conditione. 

Hecha  esta  diligencia  preliminar,  poníase  en  medio  del  patio  el 
P.  Claver,  y  mandaba  a  los  negros  que  hiciesen  lo  que  le  veían  hacer 
a  él.  Los  intérpretes  se  lo  repetían  a  cada  grupo  en  su  lengua.  Empe- 
zaba el  Santo  poniendo  la  mano  en  la  frente  y  diciendo:  Por  la  señal 
de  la  Santa  Cruz.  Repetía  lentamente  las  palabras  y  el  acto  de  sig- 
narse y  santiguarse.  Imitaban  su  acción  los  negros,  y  después  el  Pa- 
dre íbalos  examinando  uno  por  uno.  Si  el  neófito  repetía  bien,  le 
alababa  el  Padre;  si  erraba,  el  santo  varón  le  daba  un  golpecito  en 
el  hombro  y  le  mandaba  atender  otra  vez.  Repetía  delante  de  él  la 
misma  acción  de  signarse  y  santiguarse,  y  no  se  apartaba  de  allí 
hasta  que  el  negro  hubiera  aprendido  lo  que  se  le  enseñaba.  Hecho 
esto,  procedía  a  la  enseñanza  de  los  artículos  de  la  fe  y  de  los  man- 
damientos. Para  este  trabajo,  que  requería  más  largas  explicaciones, 
servíase  generalmente  de  los  intérpretes.  Dividía  a  los  negros  por 
grupos,  poniendo  a  cada  uno  en  torno  del  intérprete,  al  cual  hacía 
sentarse  en  una  silla.  Ellos  hacían  la  instrucción,  y  entretanto  el  Pa- 
dre, tomando  un  cubo  de  madera,  lo  volvía  del  revés  y  allí  se  sen- 
taba, en  medio  de  todos,  presidiendo  aquella  caritativa  instrucción  y 
rogando  a  Dios  por  la  salvación  de  aquellas  pobres  almas. 

Cuando,  después  de  dos,  tres  o  más  horas  de  esta  faena  penosa, 
llegaba  el  momento  de  terminarla,  el  Padre  se  ponía  otra  vez  en 
medio,  empuñaba  el  crucifijo,  y  con  breves,  pero  ardentísimas  pala- 
bras, repetía  en  alta  voz:  «Jesucristo,  Hijo  de  Dios:  Tú  eres  mi  Padre 
y  mi  Madre  y  todo  mi  bien;  yo  te  quiero  mucho;  pésame  en  el  alma 
de  haberte  ofendido.  Señor:  yo  te  quiero  mucho,  mucho,  mucho.» 
Repetía  ol  Padre  estas  palabras  sencillísimas,  que  los  intérpretes  de- 
claraban brevemente  a  cada  uno  en  su  lengua.  El  Hermano  coadju- 
tor Nicolás  González,  compañaro  habitual  del  P.  Claver,  y  que  pre- 
senció innumerables  veces  esto  acto,  confesaba  después  que  el  santo 
varón  se  revestía  en  este  momento  de  tal  fervor  de  espíritu  y  pro- 
nunciaba las  palabras  con  tan  tierna  devoción,  que  todos  los  negros, 
aun  cuando  no  entendiesen  bien  lo  que  él  decía,  se  postraban  como 
electrizados  por  aquel  hombre,  y  repetían  afectuosamente  las  dos 


CAr.    VIII. — SAN   PEDRO   CI.AVER  487 

ideas  sencillísimas  que  el  Padre  les  inculcaba:  arrepentimiento  dolos 
pecados  y  amor  de  Dios  Nuestro  Señor;  y  repetía  cada  uno  como 
podía  aquellas  dos  ideas:  Te  quiero  mucho;  pésame  en  el  alma  do 
haberte  ofendido.  Con  este  acto  de  ternísima  devoción  se  despedía 
el  Padre  de  los  negros  hasta  otro  día  (1).  Repetíase  esta  operación 
durante  varios  días,  hasta  que  el  Santo  se  aseguraba  de  que.  los  ne- 
gros estaban  bien  instruidos  en  el  credo,  en  los  mandamientos  y  en 
las  principales  oraciones  de  nuestra  Santa  Madre  la  Iglesia. 

5.  Dispuestos  así  los  ánimos  para  recibir  el  sacramento  de  la  re- 
generación, les  preguntaba  el  P.  Claver  si  deseaban  de  veras  ser  cris- 
tianos e  ir  al  cielo  para  gozar  de  Dios.  Todos,  naturalmente,  respon- 
dían de  ordinario  que  lo  deseaban  de  todo  corazón.  Asegurado  del 
buen  afecto  y  propósito  de  todos,  disponía  las  cosas  para  administrar 
el  santo  bautismo.  En  medio  del  patio  levantaba  un  modestísimo 
altar,  y  en  él  exponía  a  la  vista  de  todos  un  lienzo  de  pocas  .preten- 
siones artísticas,  pero  que  tenía  eficacia  singular  para  confirmar  a 
los  negros  en  el  deseo  del  bautismo.  Representaba  a  Cristo  Nuestro 
Señor  en  la  cruz,  brotando  por  sus  cinco  llagas  abundancia  de  sangre, 
que  se  recogía  en  una  grande  vasija.  Al  lado  del  crucifijo  aparecían 
pintados  el  Papa,  cardenales,  obispos,  reyes  y  guerreros,  autorizando 
con  su  presencia  el  acto  del  bautismo.  Un  sacerdote  tomaba  con  una 
concha  el  sagrado  licor  que  descendía  de  las  llagas  de  Cristo,  y  lo 
derramaba  sobre  la  cabeza  del  catecúmeno.  En  la  parte  inferior  del 
cuadro  aparecían  en  un  lado  negros  limpios,  aseados  y  gozosos,  re- 
presentando en  su  semblante  la  gracia  que  habían  recibido:  eran  los 
negros  bautizados.  Al  otro  lado  se  divisaba  otro  grupo  de  negros 
sucios,  hediondos  y  rodeados  de  fieras  que  los  querían  tragar:  eran 
los  negros  que  rehusaban  bautizarse.  Mediante  esta  pintura,  tosca- 
mente ejecutada,  infundía  como  por  los  ojos  en  el  ánimo  de  los  po- 
brecitos  negros  el  deseo  de  recibir  el  agua  bautismal.  Con  las  cere- 
monias usadas  por  la  Iglesia  administraba  a  todos  el  santo  bautismo, 
y  tomaba  la  precaución  de  ir  imponiendo  el  mismo  nombre  a  cada 
10  individuos;  se  lo  repetía  una  y  muchas  veces,  y  les  aconsejaba  que 
unos  a  otros  se  lo  repitiesen,  para  que  no  se  les  olvidase.  Por  último, 
les  ponía  en  el  cuello  una  medalla  con  las  imágenes  de  Jesús  a  un 
lado  y  de  María  Santísima  al  otro,  y  esta  prenda  servía  para  distin- 
guir a  los  negros  quo  estaban  ya  regenerados  en  Cristo  (2). 


(1)  Proceso  para  la  canonización.  Testimonio  del  II.  Nicolás  Gonsúles,  ff.  31  y  32. 

(2)  Ibid.,  i.  35. 


488  í-i>:-   T- — raovixciAS  t>k  ui/it.a.mak 

6.  El  trabajo  de  catequizar  a  aquellos  pobrecitos  era  bastante 
para  ejercitar  la  paciencia  y  caridad  de  cualquier  espíritu  fervoroso. 
Pero  anadíase  a  estas  fatigas  otra  muy  ordinaria,  cual  era  el  asistir  a 
los  negros  enfermos,  sobre  todo  en  tiempo  de  epidemias.  Ya  en  las 
naves  adolecían  muchos,  y  nunca  desembarcaban  los  negros  sin  que 
se  viera  entre  ellos  un  número  mayor  o  menor  de  infelices  a  quie- 
nes era  necesario  sacar  de  los  l)uques  en  brazos  ajenos.  Después,  con 
el  clima  ardiente  de  Cartagena,  era  bastante  fácil  desarrollarse  o  la 
viruela  u  otras  enfermedades  contagiosas  entre  aquellos  infelices;  y 
aun  cuando  no  les  quitasen  la  vida,  les  hacían  padecer  horrores  en 
medio  de  un  desamparo  que  daba  compasión.  Los  biógrafos 'de  San 
Pedro  Claver  nos  hacen  unas  descripciones  tan  realistas  de  la  hedion- 
dez y  enfermedades  en  que  caían  estos  negros,  que  la  delicadeza  mo- 
derna se  resiste  a  reproducirlas. 

Nuestro  P.  Claver  era  como  el  confesor,  enfermero  y  asistente 
titular  de  todos  los  infelices,  que  no  tenían  en  el  mundo  otro  amparo 
ni  remedio.  Él  preguntaba  casa  por  casa  los  negros  enfermos  que 
Jiabía;  él  se  infoiunaba  de  lo  que  habían  menester,  y,  sobre  todo  í-.í 
estaban  en  peligro  de  muerte,  él  acudía  para  administrarles  los  últi- 
mos sacramentos,  y  más  de  una  vez  sucedió  quo,  en  sus  brazos  expi- 
raron, consolados,  los  pobrecitos  negros.  Esta  asistencia  le  habla  de 
costar,  como  era  natural,  el  vencer  la  repugnancia  que  producían  las 
asquerosas  llagas,  de  aquellos  enfermos.  No  sabemos  si  en  la  historia 
de  la  Iglesia  se  hallan  prodigios  de  caridad  corporal  como  los  que  se 
cuentan  de  este  santo  varón.  Para  muestra  presentaremos  al  lector 
un  caso  que  nos  refiere  el  H.  Nicolás  González,  presenciado  por  él 
en  1634  (1). 

Avisaron  al  Santo,  que  en  casa  de  D.^  María  de  Maza  se  hallaba  a 
la  muerte  una  pobre  negra  atacada  de  viruela.  La  tenían  encen-adu 
en  un  camaranchón,  en  lo  alto  de  la  casa,  para  que  no  inficionase 
con  su  enfermedad  a  todos  los  demás.  Subió  el  Padre  hasta  el  cuarto 
de  la  enferma,  acompañado  por  el  H.  Nicolás  González.  Cuando 
abrieron  la  puerta,  sintió  el  Hermano  salir  de  aquel  camaranchón  un 
hedor  tan  intolerable,  que  se  quedó  pálido  e  iba  luego  a  desmayarse. 
Conociólo  el  P.  Claver,  y  le  mandó  quedarse  fuera.  Dejó  la  puerta 
abierta,  y  a  una  distancia  de  cuatro  o  cinco  pasos,  puesto  el  Hermano 
en  sitio  en  quo  corriera  el  aire,  y  repuesto  de  su  primera  impresión, 
presenció  lo  que  hacía  dentro  del  aposento  el  P.  Claver.  Por  de 


(1)    Véaso  su  to^t  i moit  \n,  í.  19. 


CAÍ'.    Vlir. — SAX    I'EDIÍO   CLAVKK  489, 

pronto  aplicó  a  los  labios  de  la  enferma  el  santo  crucifijo;  le  anunció 
que  venía  a  consolarla  y  a  remediar  sus  males  en  cuanto  pudiese,  y 
la  indujo  suavemente  a  confesarse  de  sus  pecados,  preparándose  de 
este  modo  para  lo  que  Dios  dispusiera  de  ella.  La  enferma  se  mostró 
enteramente  dócil  a  todo  lo  que  mandaba  el  Padre.  Entonces  ésto 
se  sentó  en  el  suelo,  y  tomando  una  postura  incómoda  para  poder 
escuchar  a  la  enferma,  estuvo  así  todo  el  tiempo  que  duró  la  confe- 
sión. Después  de  haberla  absuelto,  la  administró  el  santo  sacramento 
de  la  Extremaunción. 

Quejábase  la  enferma  de  que  tenía  una  cama  muy  dura,  y  así  era 
la  verdad,  pues  estaba  tendida  en  unos  miserables  sacos  que  hacían 
veces  de  jergón.  El  Santo  llamó  a  un  negro  que  le  acompañaba  como 
intérprete.  Extendió  su  manteo  en  medio  del  aposento,  y  tomando 
con  el  negro  a  la  enferma,  la  puso  sobre  él.  Le  limpió  las  llagas  y  se 
las  vendó  como  pudo,  y  después  removió  aquellos  miserables  sacos 
y  compuso  la  cama  de  suerte  que  fuera  menos  incómoda.  Cuando 
estuvo  esto  arreglado,  tomó  otra  vez  a  la  enferma  con  el  negro  y  la 
acomodó  en  la  cama.  Observó  el  H.  Nicolás  que  cuando  levantaron 
del  suelo  a  la  enferma  quedaba  el  manteo  del  P.  Claver  hecho  una 
miseria,  por  los  grandes  manchones  de  podre  que  la  enferma  había 
dejado  allí. 

Esta  escena  no  era  un  caso  extraordinario  en  la  vida  del  Padre; 
era  en  ciertos  tiempos  faena  cotidiana.  Según  decía  el  H.  Nicolás, 
hubo  día  en  que  fué  necesario  limpiar  siete  veces  el  manteo  del 
P.  Claver  de  las  inmundicias  que  dejaban  los  dolientes,  a  quienes 
tendía  sobre  él  para  componerles  la  cama.  Y,  sin  embargo,  prodigio 
singular,  que  aseveró  el  Hermano  y  confirmaron  otros  testigos: 
aquel  manteo,  contaminado  con  las  hediondeces  de  tantos  enfermos, 
nunca  olía  mal,  y  algunas  veces  hasta  despedía  fragancia  particular, 
premio  con  que  Dios  significaba,  cuánto  se  complacía  en  los  excesos 
de  caridad  que  el  santo  varón  ejercitaba  con  los  enfermos. 

Como  es  de  suponer,  esta  caridad  había  de  costar  al  P.  Claver 
actos  de  abnegación  y  mortificación  increíbles,  para  reprimir  las 
repugnancias  y  bascas  que  algunas  veces  sintió  a  la  vista  de  ciertas 
enfermedades.  Pero  la  victoria  que  obtuvo  en  estos  casos  es  también 
otro  prodigio  del  heroísmo  de  la  caridad,  que  no  sabemos  si  se  ha 
visto  en  el  mismo  grado  en  otro  santo  alguno.  Cierto  día,  al  acer- 
carse a  un  negro  lleno  de  llagas,  sintió  removérsele  el  estómago  y 
experimentó  una  repugnancia  terrible,  que  le  desviaba  del  enfermo. 
Cuando  el  P.  Claver  se  dio  cuenta  de  esta  oposición  de  su  natura- 


490  I-IB-   II- — PKOVINCIAS  DE   ULTEAMAB 

leza,  se  retiró  un  poco,  sacó  unas  disciplinas,  y  después  de  haberse 
ensangrentado  las  espaldas  con  azotes,  se  acercó  decididamente  al 
enfermo  y  juntó  su  rostro  y  su  lengua  con  sus  llagas,  para  vencer 
poderosamente  la  fuerza  de  la  tentación.  Este  mismo  acto  lo  renovó 
muchas  veces,  con  lo  cual  dicho  se  está,  que  Dios  Nuestro  Señor  le 
concedió  durante  toda  su  vida  una  victoria  sobre  su  naturaleza  y 
una  facilidad  en  asistir  a  los  enfermos,  que  todos  miraban  como 
verdaderamente  milagrosas  (1).  Y,  en  efecto,  milagro  debemos 
llamar  el  que  resistiera  un  hombre  tantos  años  a  la  fatiga  de  asistir 
a  enfermos  tan  repugnantes,  en  un  clima  tan  enervante  para  los 
europeos,  y  sobre  todo,  tratándose,  por  otro  lado,  con  un  rigor  de 
penitencia  que  bastaría  para  debilitar  las  fuerzas  de  un  sujeto  ro- 
busto. La  gracia  de  Dios  suplió  en  este  caso  al  defecto  de  la  natura- 
leza, y  el  P.  Claver  tuvo  fuerzas  para  trabajar  con  brío,  para  asistir 
a  los  enfermos  y  para  castigar  a  su  cuerpo,  juntando  la  más  fervo- 
rosa caridad  con  la  más  rígida  penitencia. 

No  se  contentaba  con  servir  a  los  negros  el  P.  Claver.  Ofrecíase 
también  a  los  enfermos  de  dos  hospitales  que  había  entonces  en 
Cartagena.  El  de  San  Sebastián  estaba  a  cargo  de  los  Hermanos  de 
San  Juan  de  Dios,  y  era  como  el  hospital  ordinario  de  la  ciudad. 
Allá  eran  recogidos  los  dolientes  ordinarios,  y  sobre  todo  había  gran 
concurso  de  ellos,  cuando  las  armadas  españolas  se  detenían  en  el 
puerto  de  Cartagena. 

El  P.Claver,  cuando  le  daban  tiempo  las  otras  ocupaciones  forzosas, 
corría  al  hospital  de  San  Sebastián,  presentábase  allí  sin  manteo,  con 
una  pobre  sotana  y  con  la  escoba  en  la  mano,  y  poníase  a  las  órdenes 
del  Hermano  religioso  que  cuidaba  de  los  dolientes.  Era  el  primero 
en  barrer  las  salas,  en  trasladar  los  enfermos,  en  asistir  a  su  cura- 
ción, en  trabajar,  en  fin,  como  el  esclavo  más  sufrido,  y  todo  esto 
sin  querer  tomar  nunca  el  más  leve  refrigerio,  por  más  que  se  lo 
ofreciesen  caritativamente  los  religiosos  de  San  Juan  de  Dios. 

Con  la  caridad  corporal  juntaba  el  Santo  la  espiritual.  Era  bas- 
tante ordinario  tropezar  en  aquel  hospital  con  pecadores  endureci- 
dos en  los  vicios,  con  hombres  ignorantes  del  catecismo,  con  almas, 
en  fin,  olvidadas  de  Dios  y  muy  necesitadas  no  sólo  de  los  consuelos 
y  alivios  corporales,  sino  más  aún  de  la  luz  y  dirección  espiritual. 
El  P.  Claver,  después  de  consolar  a  los  afligidos,  les  inducía  suave- 
mente a  purificar  sus  conciencias  en  el  sacramento  de  la  confesión. 


(1)    Véase  al  P.  José  Fernández,  1.  II,  e.  8. 


CAP.    VIH,— SAN    I'EDRO   CLAVER  491 

De  ley  ordinaria  ninguno  se  le  resistía.  Oyó  allí  confesiones  de  pe- 
cadores que  largos  años  no  se  habían  acercado  a  los  sacramentos,  y 
dejó  más  curados  en  el  espíritu  que  en  el  cuerpo  a  muchísimos  en- 
fermo?:, a  quienes  la  Divina  Providencia  traía  indudablemente  a  las 
manos  de  tan  solícito  Padre  espiritual. 

Las  mismas  y  aun  mayores  finezas  ejercitó  en  el  hospital  de  San 
Lázaro,  donde  solían  recogerse  los  enfermos  de  la  lepra  y  de  otras 
dolencias  incurables.  En  nuestros  días  se  hubiese  llamado  leprosería 
a  este  establecimiento.  El  P.  Claver  visitaba  solícito  a  íos  desven- 
turados que  allí  esperaban  la  muerte.  Él  ei^a  como  su  confesor  m^s 
asiduo.  Él  procuró  con  el  Gobernador  de  la  ciudad  que  se  mejora- 
sen las  condiciones  del  edificio  y  se  facilitasen  los  medios  de  que 
pudiesen  oír  misa  y  recibir  la  comunión  más  a  menudo  aquellos 
pobrecitos  enfermos,  que  cuando  llegó  a  Cartagena  el  P.  Claver 
tenían  muy  poca  asistencia  espiritual  y  corporal.  Asombra  verdade- 
ramente cómo  en  tantos  años  de  fatigas  no  contrajo  el  P.  Claver 
alguna  dolencia  grave,  y  no  perdió  la  vida  entre  el  continuo  tra- 
bajo de  tantas  y  tan  variadas  tareas,  conformes  solamente  en  ser 
superiores  a  lo  que  parece  puede  resistir  nuestra  pobre  natura- 
leza (1). 

Juntamente  con  esto,  era  el  Padre  asiduo  en  el  confesonario,  y 
sobre  todo  los  días  de  fiesta  estábase  en  él  largas  horas  oyendo  las 
confesiones  de  todos  los  que  acudían  a  nuestra  iglesia,  pero  princi- 
palmente de  los  negros,  que  eran  sus  más  frecuentes  parroquianos. 
En  tiempo  de  cuaresma  sucedió  algunas  veces  prolongar  tanto  el 
trabajo  de  las  confesiones,  que  le  daban  algunos  desmayos.  Entonces 
llamaba  al  Hermano  sacristán  Nicolás  González  y  le  pedía  un  pañi- 
zuelo  empapado  en  vino;  aplicaba  esto  a  las  narices  y  con  ello  sentía 
alivio  y  refrigerio,  y  sin  otras  delicadezas  continuaba  adelante  en  el 
trabajo  de  oír  confesiones.  Sin  embargo,  algunas  veces  fué  necesario 
sacarle  en  peso  del  confesonario,  porque  había  perdido  enteramente 
el  sentido  y  se  había  desmayado  con  la  excesiva  fatiga  (2). 

7.  La  caridad  del  P.  Claver  no  se  ejercitó  solamente  con  los  es- 
pañoles y  con  los  negros  que  habitaban  en  Cartagena.  También 
tuvieron  parte  en  sus  beneficios  los  moros  y  turcos  que  desembar- 
caban en  aquel  puerto.  Generalmente  eran  hombres  que  remaban  en 


(1)  Sobre  la  asistencia  del  P.  Claver  en  los  hospitales,  véase  el  testimonio  del 
H.  Nicolás  González,  f.  45. 

(2)  Ibid.,  í.  54. 


492  i-ii>-  ii- — i'KOVixciAS  í)i:  ii.tiiam.mí 

las  galeras  españolas,  pues  en  aquel  tiempo  el  oficio  de  remero  lo 
hacían  muy  comúnmente  los  cautivos:  los  moros  en  galeras  espa- 
ñolas, y  los  cristianos  en  las  musulmanas.  Además  de  estos  galeotes, 
no  faltaban  en  Cartagena  moros  berberiscos  que  atravesaban  el  At- 
lántico, y  desembarcados  en  el  Nuevo  Mundo  buscaban  el  modo  de 
ganar  la  vida,  haciéndose  de  ordinario  criados  y  peones  de  los  es- 
pañoles que  poblaban  aquel  país.  El  celo  del  P.  Claver  no  le  per- 
mitía descuidar  a  estas  almas  tan  abandonadas.  Tropezó  en  la  con- 
versión de  ellas  con  la  dificultad  tan  conocida  del  fanatismo  musul- 
mán, el  más  terco  de  todos  los  fanatismos.  No  había  modo  de  persua- 
dir a  aquellos  hombres  que  renunciasen  a  la  secta  de  Mahoma  y 
abriesen  el  entendimiento  a  las  verdades  de  nuestra  fe.  El  P.  Claver 
tomaba  por  medio  perseverar  constantemente  en  hacerles  los  bene- 
ficios que  podía,  en  atraerlos  con  suavidad,  en  ganarles,  el  corazón, 
y  con  esta  humilde  constancia  logró  insignes  victorias  del  fanatismo 
musulmán. 

Son  conocidos  dos  casos  que  se  refieren  en  la  Vida  del  Santo.  A 
un  moro  estuvo  brindando  con  la  gracia  de  Dios  y  exhortando  a 
convertirse,  por  espacio  de  veintidós  años.  Por  más  que  el  moro  se 
cerraba  siempre  en  su  obstinación,  no  se  cansaba  nunca  el  P.  Claver, 
y  siempre  humilde,  siempre  obsequioso,  siempre  constante,  perse- 
veró en  sus  exhortaciones,  hasta  que  Dios  envió  al  musulmán  la  en- 
fermedad de  muerte.  Fué  entonces  trasladado  al  hospital  de  San 
Sebastián,  y  allí  le  fué  a  buscar  la  caridad  de  nuestro  Santo.  Cuando 
el  fanático  moro  recapacitó  el  larguísimo  tiempo  que  el  P.  Claver  le 
había  estado  exhortando,  cuando  reconoció  la  invencible  paciencia 
de  aquel  hombre  que  había  continuado  con  él  durante  veintidós 
años  tan  buenos  oficios,  no  pudo  resistir  a  tal  exceso  do  caridad,  y 
reconoció  la  santidad  de  una  ley  que  enseñaba  a  los  hombres  a  sa- 
crificarse de  aquel  modo  por  el  prójimo.  Abjuró,  pues,  la  secta  de 
Mahoma,  recibió  el  santo  bautismo,  y  expiró  piadosamente  en  los 
brazos  de  San  Pedro  Claver.  Otro  caso  semejante  le  sucedió  con  otro 
moro,  cuya  conversión  le  costó  treinta  años  de  ruegos  y  de  instan- 
cias. A  los  treinta  años  se  ablandó  aquella  alma  endurecida,  y  el 
P.  Claver  le  regeneró  en  las  aguas  del  bautismo.  Parecidos  ejemplos 
se  refieren  de  otros  turcos  y  moros,  cuyas  almas  ganó  para  Cristo  (1). 
Todas  eran  conversiones  largas,  compradas  a  costa  de  mil  negati- 
vas, de  mil  desaires,  tal  vez  de  insultos  y  despropósitos  que  debía 


(1)    Ibid.,  f.  43.  Véase  también  al  P.  Fernández,  1.  III,  c.  5. 


CAÍ".    Vlir. — SAN    PEDKO   CLAVER  493 

padecer  el  siervo  de  Dios,  sin  cansarse  ni  amilanarse  nunca,  hasta 
que  por  fin  triunfaba  de  la  resistencia  del  enemigo. 

También  tuvo  el  consuelo  nuestro  Santo  de  reducir  al  gremio  do 
la  Iglesia  a  cierto  número  de  herejes.  Don  Fadrique  de  Toledo,  en- 
viado por  nuestro  Rey  contra  una  expedición  de  ingleses  y  holande- 
ses piratas  que  se  habían  establecido  en  una  isla  junto  al  continente 
americano,  logró  cumplida  victoria  sobre  ellos  y  los  llevó  cautivos 
a  Cartagena.  Allí  estuvieron  presos  largo  tiempo  en  las  mismas  naves 
que  los  conducían.  El  P.  Claver  trasladóse  a  ellas  deseoso  de  reducir 
a  la  fe  a  los  ingleses  y  holandeses.  Por  de  pronto  tuvo  medio  de  en- 
tenderse con  uno  a  quien  llamaban  ellos  Arcediano  de  Londres,  y 
era  la  dignidad  más  conspicua  en  el  orden  eclesiástico  que  se  hallaba 
entre  aquellos  cautivos.  Tuvo  el  Santo  largas  conferencias  con  él,  y 
logró  refutar  poco  a  poco  las  principales  ideas  y  errores  que  suelen- 
tener  imbuidas  las  mentes  de  los  herejes.  Aunque  no  se  rindió  por  do 
pronto  el  arcediano,  pero  al  poco  tiempo  envióle  Dios  una  peligrosa 
enfermedad.  Trasladado  al  hospital  de  Cartagena,  abrió  allí  los  ojojí 
a  la  luz  y  volvió  al  seno  de  la  Iglesia,  gracias  a  la  caridad  insaciable  de 
San  Pedro  Claver.  Abjuró  sus  errores,  y  arrepentido  sinceramente 
de  sus  extravíos,  murió  asistido  por  el  Santo  con  claras  muestras  de 
predestinación.  La  conversión  del  arcediano  trajo  en  pos  de  sí  lado 
otros  muchos  herejes,  y  sobre  todo  se  rindieron  al  golpe  de  la  gracia 
muchos  de  ellos  que  se  sintieron  acometidos  de  grave  enfermedad. 
La  proximidad  de  la  muerte  y  la  caridad  solícita  del  P.  Claver  ob- 
tuvieron de  todos  estos  enfermos  que  murieran  en  paz  con  nuestra 
Santa  Madre  la  Iglesia  (1). 

8.  Continuaba  én  sus  fatigas  el  apóstol  de  los  negros  hasta  que 
Dios  le  envió  su  última  enfermedad  en  1650.  Preguntóle  por  enton- 
ces el  H.  Nicolás  González  cuántos  negros,  poco  más  o  menos,  habría 
bautizado  desde  que  empezó  este  ministerio.  Respondió  el  Santo  que 
ya  pasaban  de  300.000  (2).  No  lo  quiso  creer  el  Hermano,  juzgando 
que  no  podían  haber  desembarcado  en  Cartagena  tantos  negros  desde 
que  allí  vivía  el  siervo  de  Dios.  Con  todo  eso,  queriendo  verificar  la 
cuenta,  preguntó  a  los  oficiales  reales  y  a  varias  personas  inteligen- 
tes, y  vino  a  sacar  en  limpio  que,  en  efecto,  desde  el  año  1615  habían 
desembarcado  en  Cartagena  más  de  300.000  negros,  y  como  a  todos 
asistía  y  catequizaba  sin  faltar  el  P.  Claver,  se  infiere  que  todos  ellos 


(1)  Fernández,  1.  III,  ce.  3  y  4. 

(2)  Véase  el  testimonio  del  H.  Nicolás  González,  f.  28. 


494  iin.  II. — rEoviNciAS  dl;  ultkamab 

fueron  otras  tantas  victorias  de  nuestro  heroico  apóstol.  Hemos  leído 
en  otra  deposición  de  los  testigos,  que  se  acercaron  a  cuatrocientos 
mil  los  negros  convertidos  por  San  Pedro  Claven  Pocos  hombres  se 
habrán  presentado  a  las  puertas  del  cielo,  llevando  en  pos  de  sí  un 
ejército  de  almas  tan  numeroso,  como  el  que  rodea  al  incomparable 
apóstol  de  los  negros. 

Ya  se  sentía  anciano,  cuando  le  visitó  el  Señor  con  una  enferme- 
dad que  los  médicos  apenas  pudieron  entender,  ni  mucho  menos 
curar.  Empezóse  a  sentir  débil  en  los  brazos  y  piernas,  y  continua- 
mente le  molestaba  un  temblor  nervioso,  que  no  le  permitía  valerse 
de  las  manos  casi  para  nada  (1).  Al  cabo  de  algunos  meses  le  fué  im- 
posible decir  misa;  hubo  de  contentarse  con  recibir  todos  los  días  la 
sagrada  comunión,  y  lo  hacía  entre  los  fieles  que  acudían  a  nuestra 
iglesia.  Pasó  algún  tiempo,  y  ni  siquiera  esto  le  fué  concedido;  sus 
piernas  y  brazos  rehusaron  todo  servicio,  y  quedó  el  P.  Claver  ente- 
ramente baldado,  sin  poder  ni  vestirse,  ni  andar,  ni  levantarse,  ni 
comer  por  su  mano,  ni  hacer  casi  nada  para  valerse  en  las  necesida- 
des de  la  vida.  Por  otro  lado,  sobrevino  entonces  en  Cartagena,  el 
año  1651,  aquella  peste  calamitosa  que  segó  tantas  vidas  y  llevó  al 
sepulcro  a  nueve  de  los  sujetos  de  aquella  casa.  Esta  desgracia  re- 
dujo el  personal  del  colegio  a  la  última  expresión,  y  sólo  había  en 
casa  los  sujetos  necesarios  para  desempeñar  los  más  indispensables 
oficios  de  la  comunidad.  Con  esto  el  pobre  tullido  quedó  al  cuidado 
de  un  negro  que  se  alquiló  para  este  oficio,  y  que  no  era  ninguna 
especialidad  en  el  cargo  de  enfermero.  Este  negro  le  vestía,  le  daba 
de  comer,  le  trasladaba  en  una  silla  de  un  lado  a  otro,  y  el  santo  varón 
no  podia  hacer  otra  cosa  sino  sufrir  sus  dolores  y  orar  continua- 
mente a  Dios  Nuestro  Señor.  Los  últimos  dos  años,  por  la  mañana, 
entre  el  H.  Nicolás  González  y  el  negro  enfermero  le  trasladaban  en 
peso  en  un  sillón  al  coro  de  la  iglesia.  Allí  le  dejaban  oyendo  las 
misas  que  se  decían  y  rezando  sus  devociones.  De  vez  en  cuando  su- 
bían al  coro  algunos  hombres,  sobre  todo  negros,  que  deseaban  tener 
el  consuelo  d  )  confesarse  con  su  amadísimo  P.  Claver.  Oía  sus  con- 
fesiones desde  la  silla,  y  éste  era  el  único  ministerio  espiritual 
que  pudo  ejercitar  en  los  ú'timos  años  de  su  vida.  Un  consuelo  deli- 
cado le  deparó  en  1653  la  Divina  Providencia.  Llegó  a  Cartagena 
un  ejemplar  de  la  Vida  de  San  Alonso  Rodríguez,  escrita  por  el 


(1)    Sobre  la  enfermedad  y  muerto  del  P.  Claver  véase  el  testimonio  del  H.  Nicolás 
González,  ff.  GO-68. 


CAP.    VIII. — SAN    PEDRO   CLAVER  495 

P.  Colín,  e  impresa  el  año  1652.  El  santo  varón,  que  ya  no  podía  va- 
lerse de  sus  mano3  para  nada,  rogaba  en  ciertos  ratos  al  H,  Nicolás 
González  que  le  traj«  se  el  libro  y  le  fuese  leyendo  la  vida  de  su  an- 
tiguo maestro.  Traíalo  el  Hermano,  y  escuchaba  el  santo  varón  con 
indecible  consuelo  las  relaciones  de  las  virtudes  del  antiguo  portero 
de  Mallorca.  Observaba  el  H.  Nicolás  González  que  algunas  veces, 
mientras  él  leía,  corrían  suavemente  las  lágrimas  por  el  rostro  del 
P.  Claver. 

De  este  modo  se  dispuso  para  el  último  trance,  que  le  llegó  des- 
pués de  cuatro  años  de  penosa  enfermedad.  Ya  al  principio  de  ella  le 
habían  administrado  el  Santo  Viático.  En  los  primeros  días  de  Se- 
tiembre de  1654  advirtieron  todos  que  decaía  visiblemente  el  en- 
fermo y  qXie  su  muerte  no  podía  dilatarse  mucho.  El  día  7,  por  la  ma- 
ñana, le  administró  el  P.  Rector  el  sacramento  de  la  Extremaunción, 
y  poco  después  quedó  inmóvil,  sin  poder  hablar  ni  hacer  casi  movi- 
miento alguno.  Difundida  por  Cartagena  la  noticia  de  que  estaba 
muriendo  el  apóstol  de  los  negros,  acudieron  muchas  personas  a 
verle.  Los  que  no  podían  llegarse  a  su  lecho,  entregaban  al  H.  Nico- 
lás González  sus  crucifijos,  medallas  y  rosarios,  rogándole  que  los 
tocase  al  cuerpo  del  santo  varón,  pues  todos  estaban  seguros  de  que 
Dios  Nuestro  Señor  había  de  hacer  prodigios  por  la  intercesión  de 
un  hombre  cuya  santida,d  era  tan  reconocida.  Inmóvil  perseveró 
todo  el  día  7,  y  por  ñn  el  8  de  Setiembre  de  1654,  entre  una  y  dos 
de  la  mañana,  expiró  plácidamente  San  Pedro  Claver.  Toda  la  Igle- 
sia de  Dios  y  la  humanidad  entera,  sin  diferencia  de  sectas  y  reli- 
giones, no  tiene  sino  una  voz  para  alabar  sin  límites  la  virtud  in- 
comparable de  aquel  hombre,  que  se  sacrificó  tan  heroicamente  en 
bien  de  los  prójimos.  Como  era  de  esperar,  la  Iglesia  le  concedió  los 
honores  de  los  altares,  y  por  cierto  que  este  honor  le  fué  otorgado 
en  compañía  de  su  santo  maestro,  el  humilde  portero  de  Mallorca. 
En  18S8  la  Santidad  de  León  XIII  canonizó  juntamente  a  San  Alonso 
Rodríguez  y  a  San  Pedro  Claver. 


CAPÍTULO  IX 


PROVINCIA   DEL  PARAGUAY.  — FUNDACIÓN  DE  LAS    REDUCCIONES 

Sumario:  3.  lucremento  de  la  provincia  dc\  Pai'agiiay  en  dDiuicilios  «'  individuos  du- 
rante la  primera  mitad  del  siglo  XVIL— 2.  Principio  de  las  famosas  reducciones  en 
1610.  Tentativas  inútiles  para  reducir  a  los  guaycurus. — 3.  Primera  reducción  esta- 
blecida por  el  P.  Lorenzana  con  el  nombre  de  San  Ignacio  Guazú.— 4.  Los  PP.  Ca- 
taldiuo  y  Massetta  empiezan  al  Norte  las  reducciones  del  Guayrá.— 5.  El  P.  Roque 
González  de  Santa  Cruz  entra  al  Uiiiguay  y  empieza  sus  reducciones  en  1620. — 
G.  Gran  progreso  de  las  misiones  guaraníes  por  el  celo  del  P.  Montoya  entre  1620 
y  1630. — 7.  Misión  en  el  Itatín,  junto  al  río  Paraguay,  al  Norte  de  la  Asiinción, 
1631-1635. — 8.  Reducciones  en  el  Tape,  esto  es,  en  el  SudcstQ  del  Brasil  actixal.^- 
n.  Estado  general  de  las  misiones  del  Paraguay  en  1652. 

FCENTES  COXTliMPORÁNEAS:  1.  ¡'(iruqiiityía.  IJitilorni  .  -  2.  l\¡Híihlne  Generalinm.~'i.  Lillcrac 
<ni>i>iae.—i.  ('(il<ilu!j¡  liinnudoít.-  ">.  Montoya,  Cnu'/iiiylii  rKpiriíníi/.  — f>.  Doc-iimentos  del  Archivo 
(le  Indias. 

1.  Entramos  ahora  en  la  parte  más  difícil,  y  al  mismo  tiempo  más 
gloriosa,  de  nuestra  historia  ultramarina:  en  la  provincia  del  Para- 
guay. Si  en  otras  regiones  americanas  la  falta  de  documentos  nos 
deja  a  media  luz  en  la  historia  de  los  antiguos  jesuítas,  en  cambio  en 
las  regiones  del  Paraná  abundan  de  tal  modo  los  documentos  y  se 
cruzan  entre  sí  tan  complicados  los  hechos,  que  el  trabajo  del  histo- 
riador debe  consistir  principalmente  en  escoger  lo  necesario,  orde- 
narlo con  claridad  y  jíronunciar  juicio  recto  en  medio  de  las  contra- 
rias opiniones  y  de  las  acres  controversias  que  se  suscitaron  en  torno 
de  los  principales  hechos  de  nuestra  historia.  Para  mayor  claridad 
dividiremos  la  materia  en  los  principales  grupos  de  hechos,  y  consi- 
derándolos separadamente,  podrá  seguir  el  lector  sin  mucho  tra- 
bajo el  curso  general  de  los  acontecimientos. 

A  la  muerte  del  P.  Aquaviva  contaba  la  provincia  del  Paraguay 
122  individuos,  repartidos  en  18  domicilios  (1).  Téngase  presente,  sin 


(1)  Así  lo  dice  el  P.  Lozano  (t.  II,  pág.  806)  citando  las  anuas  de  161.'),  que  no  hemos 
podido  ver.  Advertimos  que  el  catálogo  de  1616  qne  imprimió  Jouvancy  al  fin  de  su 
libro  XV  (pág.  353),  asigna  solamente  nuevo  domicilios  a  la  provincia  del  Paraguay, 
pero  es  porque  no  cuenta  las  residencias  de  las  misiones,  ni  las  que  fundó  en  Arauco 
fl  P.  Valdivia,  ni  las  que  se  estaban  fundando  en  el  Paraná  y  en  el  Guayrá. 


CAT.  IX. — rUOVlNCIA  DKL  r'ARAGUAV.— ,FrXnACI(").\  VE  LAS  KKDl  CXlOXIs  ■l'J'; 

embargo,  que  una  tercera  parte  de  ellos  se  hallaban  al  otro  lado  de 
la  sierra,  en  las  tierras  de  Chile,  y  que  muy  pronto  se  formó  de  esta 
región  una  viceprovincia,  que  a  fines  del  siglo  XVII  había  de  llegar 
a  ser  provincia  cabal.  En  el  presente  capítulo  prescindiremos  de  la 
Compañía  de  Chile,  a  la  cual  dedicaremos  después  narración  aparte. 
Concretaremos  nuestra  atención  por  ahora  á  los  domicilios  y  misio- 
nes que  se  establecieron  entre  los  Andes  y  el  xA.tlántico.  El  P.  Diego 
de  Torre?,  primer  Provincial  y  podemos  decir  fundador  de  la  pro- 
vincia del  Paraguay,  dejaba  en  1615  cuatro  colegios  al  Oriente  de  los 
Andes:  uno  en  Córdoba,  donde  se  hallaba  también  el  noviciado;  otro 
en  Santiago  del  Estero,  otro  en  San  Miguel  de  Tueumán,  y  el  cuarto 
en  la  Asunción,  capital  de  la  presente  República  del  Paraguay.  En 
los  años  siguientes  esta  provincia,  como  las  demás  de  la  Compañía, 
experimentó  algún  aumento,  pero  debió  principalmente  su  desarro- 
llo a  los.  numerosos  misioneros  que  se  le  fueron  suministrando  desdo 
España,  los  cuales  constituyeron  en  muchas  ocasiones  como  el  ner- 
vio de  toda  la  provincia  (1). 

Sucedió  en  el  provincialato  al  P.  Diego  de  Torres,  según  lo  insi- 
nuamos en  el  tomo  anterior,  el  P.  Pedro  de  Oñate,  venido  del  Perú. 
Este  Provincia],  que  gobernó  por  espacio  de  siete  años,  adelantó 
bastante  los  domicilios  de  la  provincia.  Poco  a  poco  fué  transfor- 
mando en  colegios  algunas  modestísimas  residencias  que  su  antece- 
sor había  empezado.  Así,  por  ejemplo,  a  los  pocos  años  de  su  go- 
bierno empezó  a  llamarse  colegio  la  residencia  de  Buenos  Aires. 
También  estableció  colegio  en  Salta,  en  Santa  Fe  y  en  la  Rioja  (2). 
No  se  crea  que  en  estos  colegios  había  la  abundancia  de  cátedras  y 
maestros  que  se  veían  en  los  de  Europa.  Los  de  la  provincia  del  Pa- 
raguay eran  más  modestos.  Sólo  en  Córdoba  se  cursaban  todas  las 
ciencias  necesarias  para  la  carrera  eclesiástica.  En  Santiago  del  Es- 
tero, en  la  Asunción,  en  San  Miguel  de  Tueumán  y  en  Buenos  Aires, 
se  enseñaba  gramática,  pero  no  sabemos  que  hubiera  ninguna  clase 
de  filosofía-  ni  de  teología.  En  los  otros  colegios  ni  siquiera  se  lle- 
gaba a  eso.  Los  jesuítas  se  empleaban  en  los  ministerios  espirituales 


(1)  En  la  sección  Paraquaria.  Catalogi  triennalcs,  conservamos  siete  catálogos  oiur 
prendidos  entre  los  años  1G14  y  1G52.  Por  ellos  se  conoce  el  número  de  sujetos  y  do- 
micilios de  la  provincia. 

(2)  Todos  estos  datos  constan  en  los  Catalogi  ttiennales  de  los  años  1620  y  1623.  Levan- 
tóse también  un  colegito  en  Esteco,  población  que  ha  desaparecido.  Tuvo  poca  vida,  y 
el  P.  Vitellesehi  mandó  suprimirlo  en  163?.  Vidc  Paraquaria.  Epist.  Gen.  A  Boroii,  Pro- 
vincial, 20  Enero  1636. 


498  LIB-    II. — PEOVINCIAS   DE   ULTEAMAR 

con  los  prójimos,  y  iniede  decirse  que  aquellos  domicilios  se  dife- 
renciaban de  las  residencias  únicamente  en  que  poseían  bienes  esta- 
bles, con  los  cuales  podían  mantenerse  los  religiosos,  aunque  no  sin 
bastante  penuria  y  sin  frecuentes  ahogos  económicos.  El  número  de 
moradores  en  estos  domicilios  era  bien  reducido.  Así,  por  ejemplo, 
en  Salta  vivían  cinco,  cuatro  sacerdotes  y  un  coadjutor;  en  Santa  Fe 
seis,  cuatro  sacerdotes  y  dos  coadjutores.  Algo  más  numeroso  era  el 
colegio  de  la  Asunción,  que  constaba  de  14  individuos,  y  el  de  Bue- 
nos Aires,  donde  vivían  12.  Descollaba  sobre  todos  los  demás  el  co- 
legio de  Córdoba,  donde  solían  morar  de  40  a  50,  y  algunas  veces 
mayor  número  de  sujetos. 

La  pobreza  de  estas  casas  era  en  aquellos  principios  extraordina- 
ria. Ningún  colegio  tenía  dotación  cumplida,  ni  lo  que  se  llamaba 
entonces  fundador,  pues  los  bienhechores  que  más  o  menos  las  ha- 
bían favorecido,  no  habían  dado  tanto  caudal  de  renta,  que  pudiera 
considerárseles  como  fundadores  del  colegio.  La  mayoría  de  estos 
domicilios  sólo  poseía  una  hacienda  rural  y  alguna  vacada  u  otro 
género  de  ganado,  de  cuyos  productos  se  mantenían  pobremente  los 
habitantes  de  la  casa.  No  podemos  precisar  lo  que  valdrían  los  edi- 
ficios habitados  entonces  por  los  Nuestros.  De  ciertas  indicaciones 
que  en  las  cartas  de  entonces  leemos  se  infiere,  que  debían  ser  casas 
pobrísimas,  acomodadas  bien  o  mal  a  la  vida  religiosa,  y  algunas 
bastante  expuestas  a  la  ruina.  Sea  ejemplo  lo  que  sucedió  con  el  co- 
legio de  Salta.  Habiendo  sobrevenido  una  de  aquellas  inundaciones 
tan  frecuentes  en  las  regiones  llanas  de  América,  las  aguas  llevaron 
toda  la  casa  y  la  iglesia  de  la  Compañía,  dejando  a  los  jesuítas  en 
medio  de  la  calle.  ¡Qué  tal  sería  el  edificio!  Recogiéronse  por  de 
pronto  los  Nuestros  en  casa  de  un  amigo,  donde  vivían  con  suma  es- 
trechez, y  pensaron  en  retirarse  para  siempre  de  aquella  población. 
El  P.  Vitelleschi,  a  quien  se  dio  cuenta  de  la  desgracia,  contestó  apro- 
bando el  pensamiento.  «Siento,  dice,  que  el  río  se  llevase  la  iglesia  y 
casa  del  colegio  de  Salta,  y  que  los  Nuestros  hayan  quedado  en  la  calle. 
Si  la  ciudad  no  se  los  reedificase  o  no  se  descubre  otro  modo  para 
acomodarlos,  el  parecer  de  V.  R.  y  de  sus  consultores  es  prudente, 
de  que  no  se  permita  que  vivan  allí  los  Nuestros  con  tanta  indecen- 
cia. Puédense  mudar  a  donde  pareciere  más  conveniente»  (1).  Debie- 
ron sin  duda  ofrecerse  medios  para  perpetuar  la  fundación,  puesto 


(1)     Pítraquaria.  Epiat.  Gen.  A  Boroa,  20  Enero  163G. 


CAP.  IX. — PROVINCIA  DEL  PARAGUAY. — FUNDACIÓN  DE  LAS  REDUCCIONES         499 

que  el  colegio  de  Salta  perseveró  largos  años  después  de  tan  triste 
desventura. 

Por  los  catálogos  trienales  y  por  varias  cartas  anuas  que  se  con- 
servan del  Paraguay  entendemos  el  progreso  que  en  el  número  de 
individuos  fué  haciendo  aquella  provincia.  En  1620  eran  181,  inclu- 
yendo en  Giste  número,  como  entonces  era  costumbre,  los  Padres  y 
Hermanos  de  Chile.  En  1623  llegaban  a  196,  y  en  ese  mismo  año  se  se- 
pararon de  la  provincia  del  Paraguay  todos  los  sujetos  de  Chile,  cons- 
tituyendo viceprovincia  aparte.  Al  llegar  al  año  1631  hallamos  en 
Paraguay  149  individuos;  siete  años  después,  en  el  catálogo  de  1638, 
los  jesuítas  paracuarienses  son  105,  y  por  fin,  en  1647  nos  hallamos 
con  el  número  de  175,  el  más  alto  de  toda  la  primera  mitad  del  si- 
glo XVII  En  1652  hay  un  pequeño  descenso,  pues  los  jesuítas  de  la 
provincia  se  reducen  a  166.  Como  ya  lo  hemos  indicado,  este  acre- 
centamiento se  debió  en  parte  a  varias  remesas  de  misioneros  lle- 
gadas de  Europa.  La  más  importante  fué  la  que  condujo  el  P.  Gas- 
par Sobrino  en  1628,  pues  constaba  de  42  sujetos,  de  los  cuales  seis 
fueron  destinados  a  Chile  y  todos  los  demás  se  quedaron  en  el  Pa- 
raguay. 

La  historia  de  estos  ocho  colegios,  que  formaban  el  núcleo  de  la 
provincia,  puede  decirse  que  es  muy  parecida  a  la  que  tenían  los  co- 
legios ultramarinos  de  nuestra  Compañía,  reduciéndose  sus  ocupa- 
ciones a  predicar  y  confesar  a  los  españoles  de  aquellos  países,  y  a 
evangelizar  a  los  numerosos  indios  que  vivían  al  lado  de  la  pobla- 
ción española.  Ejercitábanse  allí  las  obras  de  caridad  visitando  enfer- 
mos, consolando  a  moribundos  e  instruyendo  a  los  encarcelados, 
como  en  cualquiera  ciudad  de  Europa.  No  faltó,  como  es  de  suponer, 
el  consabido  acompañamiento  de  pleitos  y  disputas  con  las  autorida- 
des, ya  eclesiásticas,  ya  civiles.  Fué  muy  ruidoso,  sobre  todo,  el  pleito 
que  tuvieron  los  Nuestros  en  1623  con  el  Obispo  de  la  Asunción  (1). 
Por  haberse  declarado  los  Nuestros  en  favor  del  Gobernador  en 
cierto  litigio  que  éste  movió  al  Prelado,  llegaron  las  cosas  a  tales 
términos,  que  el  P.  Pastor,  Rector  de  nuestro  colegio,  nombró  juez 
conservador  contra  el  Sr.  Obispo.  Afortunadamente,  el  P.  Provincial 


(1)  En  el  tomo  Pamquaria.  Historia,  I,  n.  41,  puede  leerse  ];i  carta  del  P.  MastrlUi 
Duran,  Provincial  del  Paraguay,  al  P.  Francisco  de  Figueroa,  procurador  en  Madrid, 
refiriéndole  las  calumnias  que  el  Obispo  de  Ja  Asunción  levantaba  a  la  Compañía.  En 
los  números  siguientes,  43-47,  aparecen  otros  documentos  sobre  este  pleito.  Véase  en  el 
tomo  Paraqiiaria.  Epist.  Gen.,  la  carta  del  P.  Vitelleschi  al  P.  Juan  Pastor,  Rector  de  la 
Asunción  (1."  Julio  1624),  reprendiéndole  por  haber  nombrado  juez  conservador. 


50ü  L115.    II, — PROVINCIAS   DE    ULTKAMAR 

apagó  pronto  el  fuego  y  se  procuró  la  necesaria  concordia.  Otros 
Prelados  hubo  en  aquel  país  algo  impresionados  al  principio  contra 
la  Compañía,  y  fué  menester  alguna  paciencia  y  destreza  para  sa- 
berse entender  con  tan  ilustres  personas;  pero,  en  general,  observa- 
mos que,  si  se  exceptúa  el  caso  estupendo  de  D.  Bernardino  de  Cár- 
denas, que  merece  capítulo  aparte,  en  todos  los  otros  conflictos  con 
la  autoridad  episcopal,  supieron  nuestros  Superiores  portarse  digna- 
mente y  soldar  las  quiebras,  que  por  la  imprudencia  de  este  o  del 
otro  jesuíta  se  habían  padecido  en  nuestras  relaciones  con  la  autori-- 
dad  eclesiástica.  No  nos  detenemos,  pues,  en  explicar  la  serie  de  los 
sucesos  en  estos  domicilios  de  la  Compañía,  porque  nos  llama  pode- 
rosamente la  atención  la  obra  más  característica  de  la  provincia  del 
Paraguay,  cual  es  la  fundación  de  las  célebres  misiones  o  reducciones, 
que,  empezando  en  1610,  duraron  hasta  la  supresión  de  la  Compañía. 
2.  Cuarido  el  P.  Diego  de  Torres,  primer  Provincial  del  Paraguay, 
se  afanaba  en  ordenar  los  domicilios  y  trabajos  apostólicos  de  la 
naciente  provincia,  fué  invitado  por  nuestro  grande  amigo  Hernando 
Arias  de  Saavedra,  Gobernador  del  Paraguay,  a  tomar  sobre  sí  la 
conversión  de  muchísimos  indios  que  aparecían  al  Este  y  al  Norte 
de  aquella  extensa  gobernación.  Desde  las  regiones  meridionales  del 
actual  Érasil,  pasando  por  el  Estado  de  Misiones  de  la  Argentina,  y 
corriendo  hacia  el  Noroeste,  hasta  más  allá  de  los  límites  que  ahora 
se  han  fijado  a  la  República  del  Paraguay,  extendíanse  innumerables 
indígenas,  que  se  llamaban  con  el  vago  nombre  de  guaraníes,  divi- 
didos en  pequeñas  parcialidades  e  imposibles  de  reducir  por  las 
armas.  Por  otra  parte,  al  Oeste  de  la  ciudad  de  la  Asunción  se  cono- 
cía a  los  indios  guaycurus  y  otros  muchos  de  estrambóticas  deno- 
minaciones, cuya  situación  y  número  era  imposible  precisar.  Todos 
ellos  vivían  en  el  estado  salvaje,  j  se  les  conocía  principalmente  el 
vicio  de  la^borrachera  y  bastante  el  de  la  antropofagia. 

Cuando  el  P.  Provincial  llegó  en  1699  al  colegio  de  la  Asunción, 
trataron  allí  detenidamente  el  Sr.  Obispo,  Fray  Reginaldo  de  Liza- 
rraga,  el  Gobernador,  Hernando  Arias,  y  nuestros  Padres,  de  los  me- 
dios que  se  podrían  adoptar  para  establecer  misiones  en  medio  de 
tanta  infidelidad  (1).  El  Gobernador,  que  conocía  un  poco  las  gentes 


(1)  Sobre  estas  deliberaciones  y  sobre  el  principio  que  luego  se  dio  a  consecuencia 
d3  ollas  a  las  misiones  del  Paraguay,  véanse  las  Lüterae  annuac  que  conservamos  en 
español  de  aquel  año  1610,  firmadas  por  el  P.  Diego  de  Torres  el  5  de  Abril  de  1611. 
Las  ha  impreso  en  parte  el  P.  Pastclls  en  Ilist.  de  la  Comp.  de  Jesús  en  laprov.  del  Para- 
guay, t.  I,  pág.  157. 


CAP.  IX. — PROVINCIA  DEL  PARAGUAY. — FU.NDACIüX  DE  LAS  REDUCCIONES         501 

y  los  parajes  donde  ellas  vivían,  señaló  tres  puntos  donde  se  podría 
establecer  misión  de  la  Compañía:  uno  al  Oeste  de  la  Asunción,  entre 
los  guaycurus;  otro  al  Sur,  en  las  orillas  del  Paraná,  y  otro,  final- 
mente, en  las  regiones  del  Nordeste,  llamadas  Guayrá,casi  desconoci- 
das entonces,  y  de  las  cuales  sólo  se  sabía  que  estaban  pobladísimas 
de  indios.  El  P.  Diego  de  Torres  se  animó  generosamente  a  empren- 
der estas  gloriosísimas  misiones,  pero  antes  fué  necesario  precisar 
los  medios  que  la  prudencia  humana  exigía,  para  dar  estabilidad  a 
una  obra  tan  considerable.  Propuso,  pues,  al  Gobernador  lo  que  ya 
se  había  propuesto  años  atrás  al  mismo  Rey:  que  para  sustento  de 
cada  dos  misioneros,  que  habrían  de  vivir  juntos  (porque  la  Compa- 
ñía no  toleraba  dejar  solos  a  sus  individuos),  pagase  el  Real  Erario 
la  pensión  que  daba  a  un  solo  párroco  de  Indias.  Con  esta  módica 
pensión  esperaban  los  Padres  tener  lo  bastante  para  vivir  y  para 
hacer  también  algunos  regalitos  a  los  pobres  indios,  a  quienes  desea- 
ban atraer  (1).  El  Gobernador  halló  muy  justa  esta  petición  del  P,  To- 
rres, y  dispuso  que,  en  efecto,  los  oficiales  reales  pasaran  en  se- 
guida a  los  misioneros  la  pensión  indicada  por  nuestro  Provincial,  y 
además  les  suministraran  algunos  ornamentos  y  campanas,  y  tal  cual 
utensilio,  que  se  juzgaba  indispensable  para  el  establecimiento  de  la 
misión  (2). 

Otra  dificultad  muy  seria  hallaba  nuestro  Provincial  para  poder 
convertir  a  los  indios,  y  era  el  temor  que  ellos  tenían  al  servicio 
personal  que  les  imponían  los  españoles.  Juzgaba  imposible  reducir 
a  vida  civil  a  los  salvajes  que  vagaban  por  los  bosques,  si  primero 
no  se  les  aseguraba,  que  no  serían  molestados  por  nuestros  soldados 
ni  sometidos  al  durísimo  régimen  del  servicio  personal.  Aprobaron 
la  idea,  así  el  Sr.  Obispo  de  la  Asunción  como  el  Gobernador  del  Pa- 
raguay; pero  no  contentándose  nuestro  Provincial  con  la  aprobación 
de  estas  personas,  dirigió  una  carta  al  mismo  Rey,  explicándole  la 
naturaleza  de  este  negocio  y  pidiendo  humildemente  que  se  dignase 
proteger  a  los  indios  convertidos,  concediéndoles  la  exención  de 
aquellos  servicios,  que  forzosamente  habían  de  aterrar  y  alejar  de  la 
vida  civilizada  a  los  salvajes.  Suplica,  pues,  humildemente  que  a  los 


(1)  En  el  Archivo  do  Indias,  76-6-5,  puede  verse  la  carta  del  P.  Torres  al  Rey,  fe- 
cha en  la  Asunción  (30  Abril  1610),  en  la  que  expone  las  condiciones  que  él  propuso 
al  Gobernador  y  éste  aceptó.  Ibid.,  74-4-12.  Hernando  Arias  al  Rey  (3  Mayo  1610)  refi- 
riendo el  mismo  hecho. 

(2)  Ibid.,  75-6-5.  Los  oficiales  reales  al  Rey.  Buenos  Aires,  15  Ma3'o  1610.  Avisan  de 
la  pensión  que  empiezan  a  suministrar  a  los  misioneros  jesuítas. 


502  LIB.    II. — PROVINCIAS   DE   ULTKAMAK 

indios  convertidos  no  se  les  pida  ningún  tributo  en  los  diez  prime- 
ros años  después  de  su  reducción.  Además,  propone  a  Su  Majestad 
que  a  los  misioneros  se  les  suministren  ornamentos  y  campanas,  y 
en  cuanto  a  sustento  y  vestido,  se  dé  a  cada  dos  Padres  lo  que  se  da 
a  un  solo  clérigo  doctrinante,  asegurando  a  Su  Majestad,  que  se  qui-, 
tara  del  vestuario  y  de  los  sustentos  necesarios  para  curar  a  los  en- 
fermos y  acariciar  a  los  sanos  (1).  Debió  agradar  en  Madrid  esta  pro- 
posición de  nuestro  P.  Provincial,  pues  en  un  papel  adjunto  del 
Consejo  de  Indias,  fechado  el  21  de  Octubre  de  1P>11,  leemos  estas 
palabras:  «Que  se  confirme  lo  hecho  en  lo  que  hasta  ahora  se  le  ha 
dado  y  se  consulta,  y  pues  lo  pide  y  se  contenta  con  que  a  dos  reli- 
giosos se  dé  lo  que  a  un  clérigo  doctrinero,  se  haga  ansí,  y  en  lo  que 
pide  de  cáliz,  campana  y  ornamentos,  se  les  dé  como  a  los  de  Santo 
Domingo»  (2). 

Aclaradas  estas  ideas,  el  P.  Diego  de  Torres,  con  la  bendición  del 
Sr.  Obispo  y  con  la  aprobación  o,  mejor  diríamos,  con  los  ruegos  e 
instancias  del  Gobernador  Hernando  Arias  de  Saavedra,  destinó  para 
las  misiones  de  infieles  a  tres  binas  de  misioneros.  El  P.  Vicente 
Grifi,  con  el  P.  Roque  González  de  Santa  Cruz,  todavía  novicio,  pero 
que  había  entrado  en  la  Compañía  siendo  sacerdote  muy  virtuoso  e 
.instruido,  debía  pasar  a  la  región  de  los  guaycurus,  y  procurar  redu- 
cirlos al  Evangelio  y  a  la  amistad  con  España.  El  P.  Marciel  de  Lo- 
renzana,  Rector  del  colegio  de  la  Asunción,  que  se  había  ofrecido 
generosamente  el  primero  a  esta  empresa  evangélica,  fué  destinado, 
con  el  P.  Francisco  de  San  Martín,  a  la  misión  meridional,  que  debía 
establecerse  en  las  orillas  del  Paraná.  Finalmente,  los  PP.  José  Catal- 
dino  y  Simón  Massetta,  italianos,  que  habían  llegado  poco  antes  a  la 
provincia  del  Paraguay,  debían  encaminarse  al  Norte,  siguiendo  agua 
arriba  el  Paraná,  hasta  la  vaga  región  que  entonces  se  llamaba 
Guayrá,  y  que  distaba  más  de  150  leguas  de  la  Asunción.  Esta  desig- 
nación de  los  misioneros  se  ejecutó  en  la  segunda  mitad  de  Noviem- 
bre de  1609  (3). 

De  estas  tres  expediciones,  la  que  podía  empezar  más  pronto  sus 
trabajos  era,  sin  duda,  la  destinada  a  los  indios  guaycurus,  pues  con 
sólo  atravesar  el  río  Paraguay,  se  hallaban  en  el  terreno  de  la  misión. 
Desgraciadamente,  sobrevino  un  obstáculo  que  detuvo  largo  tiempo 


(1)  En  la  carta  citada  de  30  de  Abril  de  1610. 

(2)  Ibid. 

(3)  Véase  la  carta  del  P.  Torres  al  Kcy,  citada  más  arriba. 


CAP.  IX. — PROVINCIA  DEL  PARAGUAY. — FUNDACIÓN  DE  LAS  REDUCCIONES         503 

la  acción  de  los  misioneros.  El  P.  Grifl  cayó  peligrosamente  enfermo, 
y  en  cuatro  meses  no  pudo  levantarse  de  la  cama,  ni  curarse  de  una 
postema  peligrosa  que  se  le  formó  en  una  pierna  (1).  Su  compañero, 
que  era  de  los  hombres  más  celosos  que  teníamos  en  el  Paraguay, 
cansado  de  esperar,  resolvió  lanzarse  a  la  empresa  por  sí  solo  y  tan- 
tear el  camino  entre  los  indios  que  vivían  más  cerca.  Atravesó,  pues, 
el  río  por  Mayo  de  1610,  adelantóse  como  dos  leguas  y  presentóse  en 
medio  de  un  grupo  considerable  de  salvajes.  Entendiéndose  como 
pudo  con  ellos,  les  significó  el  deseo  que  tenía  de  su  bien,  la  necesi- 
dad de  servir  aun  Dios  que  domina  en  el  cielo  y  en  la  tierra,  y  los 
bienes  que  en  esta  vida  y  en  la  otra  ganarían,  si  se  decidían  a  formar 
un  pueblo  y  a  vivir  en  él  según  la  ley  de  los  cristianos.  Poca  impre- 
sión hizo  en  aquellos  hombres  el  discurso  del  misionero.  Por  enton- 
ces observaron  tan  sólo,  que  el  río  tenía  muchas  inundaciones  y  no 
era  posible  formar  pueblo,  como  quería  el  Padre,  en  aquel  paraje 
donde  se  hallaban.  Volvióse  el  misionero  a  la  Asunción  con  pocas 
esperanzas.  Ya  sano  el  P.  Griñ,  entraron  ambos  a  los  guaycurus.  Lle- 
garon a  ganar  la  amistad  de  cierto  cacique  que,  sin  ser  cristiano,  se 
llamaba,  no  sabemos  por  qué,  Don  Martín.  Por  medio  de  éste  habla- 
ron, ya  con  unos,  ya  con  otros  indios,  pero  siempre  les  hallaban  re- 
beldes a  sus  instrucciones,  y,  sobre  todo,  con  una  frialdad  e  indife- 
rencia que  descorazonaba  a  los  dos  misioneros.  Al  cabo  de  dos  años 
de  inútiles  fatigas,  alzóse  la  mano  de  aquella  empresa,  y  el  P.  Roque 
González  fué  destinado  a  las  misiones  del  Paraná  (2). 

En  1613  emprendióse  de  nuevo  la  misma  obra.  LosPP.  Romero  y 
Moran ta  fueron  enviad^  s  a  los  guaycurus,  repitiendo  durante  dos 
años  y  más  las  mismas  diligencias  que  habían  hecho  el  P.  Roque 
González  y  el  P.  Griñ.  Empezaron  una  reducción  con  el  nombre  de 
Santa  María  de  los  Reyes  (3),  pero  no  fué  duradera.  Al  cabo  de  algún 
tiempo  se  dispersaron  los  guaycurus,  y  apenas  lograron  los  Padres 
otro  fruto  que  el  bautizar  algunos  niños  enfermos  y  tal  cual  mori- 


(1)  Sobre  este  incidente  desagradable  escribe  el  P.  Roque  González  al  P.  Provin- 
cial. Asunción,  15  Mayo  1610:  «Dame  pena,  dice,  el  ver  se  hayan  pasado  cinco  meses 
sin  hacer  nada.»  Paraquaria.  Historia,  I,  n.  12. 

(2)  Sobi-e  estos  primeros  conatos  de  convertir  a  los  guaycurus  nos  informan  las 
anuas  de  1610, 11  y  12,  que  conservamos  en  español.  Las  de  16i:i  advierten  que  des- 
pués do  dos  años  de  trabajos  infructuosos  so  había  abandonado  la  empresa.  Sobro  el 
abandono  de  aquella  misión  escribe  Pedro  Sánchez  Valderrama,  teniente  de  la  Asun- 
ción, al  Gobernador  Diego  Marín,  en  20  de  Mayo  de  1612.  Arch.  de  Indias,  74-6-21. 

(3)  Río  Janeiro.  Bibl.  Nac.  Mss.  Angelis,  n.  260.  (Certificación  del  P.  Diego  do  Torrea  de 
las  reducciones  que  tiene  la  Compañía.  Dada  en  Córdoba  a  5  de  Marzo  de  1614.  Aquí  se 
menciona  esta  reducción,  que  debió  tener  muy  poca  vida,  y  luego  desapareció. 


;)()4  Lía  II. — PROVINCIAS  di:  ulteamaii 

hundo,  a  quien  pudieron  disponer  lo  bastante  para  ser  regenerado 
con  las  aguas  del  bautismo. 

En  Uiista  de  tanta  esterilidad,  el  P.  Pedro  de  Oñate,  que  había  su- 
cedido en  el  provincialato  al  P.  Diego  de  Torres,  propuso  al  P.  Ge- 
neral despedirse  para  siempre  de  los  guaycurus  y  renunciar  a  aque- 
lla misión.  Sintió  un  poco  el  P.  Vitelleschi  que  se  abandonase  aquel 
campo,  y  en  1617  encargó  a  los  Padres  del  Paraguay  que  considera- 
sen bien,  si  no  habría  algún  medio  para  vencer  la  obstinación  de 
aquellos  salvajes  (1).  Bien  se  esforzaron  los  Nuestros  en  ganar  a  los 
guaycurus,  pero  fué  imposible  conseguir  nada  de  provecho.  En  1626 
Imbo  nueva  tentativa,  animada  con  mucho  fervor  por  el  P.  General 
desde  Roma.  Ruega  el  P.  Vitelleschi  al  Provincial  del  Paraguay  que 
aliente  mucho  al  P.  Pedro  Romero,  para  que  aprenda  la  difícil  lengua 
de  los  guaycurus  y  para  que  pruebe  fortuna  otra  vez  y  vea  si  es  po- 
sible establecer  allí  una  misión  (2).  Inútiles  fueron  todas  las  diligen- 
cias. Al  cabo  de  algún  tiempo  hubo  de  retirarse  el  P:  Romero  con  las 
manos  vacías.  Otros  esfuerzos  se  hicieron  en  todo  el  siglo  XVII  para 
ablandar  la  dureza  de  aquellos  hombres,  y  nunca  se  pudo  conseguir 
resultado  alguno  importante.  Perseveraron  el  10==  en  su  fría  indife- 
rencia y  en  su  feroz  salvajismo,  no  queriendo  admitir  jamás  la  idea 
de  sujetarse  a  vivir  en  pueblos  y  de  tomar  el  más  mínimo  trabajo. 
Según  entendían  nuestros  Padres,  la  principal  dificultad  de  aquellos 
hombres  consistía  en  el  amor  a  la  vida  vagabunda  y  a  la  holgazane- 
ría con  que  vivían  entre  los  bosques. 

3.  Mejor  fortuna  tuvieron  los  dos  operarios  apostólicos  dirigi- 
dos al  Paraná.  Eran  el  P.  Marciel  o  Marcelo  de  Lorenzana,  Rector 
del  colegio  de  la  Asunción,  y  el  P.  Francisco  de  San  Martín,  joven 
sacerdote  admitido  recientemente  en  la  Compañía  El  16  de  Diciem- 
bre de  1609,  acompañados  do  algunas  personas  j^rinciiDales  que  salie- 
ron a  despedirles,  y  de  un  piadoso  sacerdote  llamado  Fernando  de  la 
Cueva,  que  conocía  bastante  a  los  indios  del  Paraná,  enderezaron  sus 
pasos  al  Sudeste  de  la  capital.  Vencidas  algunas  dificultades  que 
siempre  embarazaban  aquellos  caminos,  llegaron  la  víspera  de  Na- 
vidad a  cierto  sitio,  donde  tenía  su  asiento  un  cacique  llamado  Arapi- 
zandú,  que  había  conocido  algún  tanto  a  los  jesuítas  y  se  mostraba 
bien  dispuesto  para  recibir  nuestra  santa  fe.  Los  indios  de  este  caci- 
que rodearon  con  muestras  de  mucho  amor  a  los  Padres,  y  éstos,  en 


(1)  Pumqtiariu.  Epist.  Gen.  A  Oñato,  30  Junio  1Ü17. 

(2)  Ibid.  A  Duran,  21  Setiembre  1G'2G. 


CAT.  IX.--  ;'í;ü\  i-\LiA  DLL  I'AIIAGUAY. !■  UNDACIÜ.X  Dli  LAS  KKDUCCIO.NKS  Mi) 

una  pobrísima  chozuela,  armaron  su  altar  portátil  y  celebraron  las 
misas  de  Navidad.  Invitaron  después  a  otros  caciques  de  la  comarca, 
y  a  los  pocos  días,  como  escribe  el  mismo  P.  Lorenzana,  «nueve  ca- 
ciques, todos  ellos  muy  cuerdos,  se  han  ofrecido  a  venirse  con  su 
gente  desde  luego  y  han  comenzado  algunos  de  ellos  a  hacer  sus  ro- 
zas, que  es  la  mejor  señal  que  podíamos  tener.  Es  contento  ver  el 
amor  con  que  nos  miran  y  con  cuánta  confianza  se  llegan  a  nosotros 
los  niños».  Animado  con  estas  buenas  disposiciones,  empezó  el 
P.  Lorenzana  a  examinar  los  terrenos  circunvecinos  para  escoger 
un  sitio  oportuno  donde  pudiera  fundarse  un  pueblo  cristiano.  En 
esta  situación  se  hallaba  el  4  de  Enero  de  1610,  cuando  escribió  al 
P.  Provincial  la  primera  carta  que  conservamos  suya,  en  la  cual  re- 
fiere su  viaje  al  Paraná  y  su  primer  encuentro  con  los  indígenas  del 
país  (1). 

Pocos  días  después  juzgaron  ambos  Padres  oportuno  hacer  una 
visita  a  Fray  Luis  Bolaños,  misionero  franciscano  que  a  no  mucha 
distancia,  al  Oeste  de  aquel  país,  había  fundado  y  sostenía  algunas 
reducciones.  Visitaron  al  santo  varón,  quien  los  recibió  con  las  en- 
trañas de  caridad  que  de  un  hombre  tan  religioso  era  de  suponer. 
Vieron  los  trabajos  hechos  por  los  franciscanos,  y  tomaron,  sin  duda 
alguna,  noticias  sobre  la  forma  en  que  se  podrían  disponer  las  re- 
ducciones de  cristianos.  Fray  Luis  Bolaños  les  hizo  un  acto  insigne 
de  caridad,  que  nuestros  Padres  estimaron  sobremanera,  y  fué  que 
les  mostró  varios  apuntes  que  él  había  redactado  sobre  la  lepgua 
guaraní.  Ya  la  sabían,  bien  o  mal,  nuestros  misioneros,  pero  necesi- 
taban mucho  perfeccionarse  en  ella.  El  P.  San  Martín  copió  de  prisa 
todos  aquellos  apuntes,  y,  como  él  mismo  lo  dice,  gracias  a  ellos 
pudo  entender  primero  la  conjugación  de  los  verbos  en  guaraní,  y 
después  otras  menudencias  en  la  estructura  de  aquel  idioma  (2). 
Agasajados,  pues,  por  Fray  Luis  Bolaños,  despidiéronse  de  él  nues- 
tros misioneros,  y  enderezaron  sus  pasos  unas  20  leguas  al  Oriente, 
dónde  pensaban  establecer  su  primera  reducción. 

Oído  el  parecer  de  varios  caciques,  escogió  el  P.  Lorenzana  un 
puesto  que  se  llamaba  Yaguaracamigtá,  nombre  enrevesado,  difícil 
de  retener,  y  que  nuestros  Padres  transformaron  en  el  corriente  y 
fácil  de  San  Ignacio  Guazú  (grande).  Allí  se  establecieron  varios  ca- 


(1)  Esta  carta  interesante  puede  verse  reproducida  textualmente  en  Lozano  (Hist.  de 
la  Comp.  en  Iciprov.  del  Paraguay,  t.  II,  pág.  179). 

(2)  Paraquaria.  Historia,  I,  n.  12.  San  Martín  al  P.  Provincial.  Paraná,  20  Abril  1610. 


506  LIB-    II- — PROVINCIAS   DE    ULTRAMAB 

ciques  y  numerosos  indios  a  principios  del  año  1610.  Procedieron 
los  Padres  lentamente  en  la  instrucción  de  aquellos  indígenas.  Gra- 
ves dificultades  sentían  en  quitarles  ciertos  vicioSj  sobre  todo  el  de 
la  borrachera  y  el  de  la  antropofagia.  Después  de  cuatro  meses  de 
esfuerzos,  observaron  los  jesuítas  que  la  gracia  de  Dios  iba  poco  á 
poco  venciendo  a  la  corrompida  naturaleza.  Según  escribía  el  P.  San 
Martín  el  20  de  Abril  de  1610  (1),  la  reducción  de  San  Ignacio 
está  quieta.  Ya  se  van  quitando  las  borracheras  y  acostumbrándose 
los  indios  a  la  práctica  de  rezar.  Entretanto,  los  dos  misioneros  estu- 
dian con  fervor  en  los  apuntes  de  Fray  Luis  Bolaños  y  se  van  sol- 
tando en  el  idioma  guaraní.  Pocos  días  después  el  P.  Lorenzana  con- 
firma las  mismas  noticias,  diciendo:  «Nuestra  reducción  está  quieta 
y  nos  muestran  amor.  Los  niños  saben  casi  todos  la  doctrina  cristiana, 
y  el  catecismo  los  más  de  ellos.  También  lo  saben  algunas  mujeres  e 
indios  mayores,  y  todos  ellos  desean  saber  las  cosas  de  Dios  y  rezan 
en  sus  casas  a  la  noche  y  a  la  mañana»  (2).  Al  cabo  de  once  meses,  en 
que  no  habían  bautizado  sino  a  tal  cual  moribundo,  juzgaron  conve- 
niente administrar  el  bautismo  a  los  mejor  dispuestos,  y  este  acto 
devoto  se  empezó  por  el  ejemplo  singular  de  un  niño  como  de  doce 
años,  quien,  oyendo  una  vez  la  explicación  del  catecismo  hecha  por 
el  P.  Lorenzana,  salió  de  repente  al  medio  del  corro,  y,  puestas  las 
manos  sobre  el  pecho,  dijo  candorosamente:  «Yo  quiero  el  bautismo, 
porque  me  quiero  ir  al  cielo.»  Hizo  impresión  ternísima  esta  súplica 
infaHtil,  y  los  Padres  determinaron  proceder  al  bautismo  de  aquella 
criatura  y  de  otros  indios  que  se  mostraban  más  dóciles  y  morigera- 
dos (3).  Al  fin  de  aquel  año  ya  tenía  el  P.  Lorenzana  230  bautizados, 
y  fuera  de  ellos  concurrían  al  pueblo  gran  multitud  de  otros  indios 
que  escuchaban  la  explicación  de  la  doctrina,  y  poco  a  poco  se  iban 
desprendiendo  de  sus  costumbres  bárbaras  y  disponiendo  más  o  me- 
nos para  recibir  el  agua  del  bautismo. 

No  habían  de  faltar  a  obra  tan  santa  las  contradicciones  que  el 
infierno  levanta  siempre  contra  la  acción  del  Evangelio.  A  poca  dis- 
tancia, en  las  orillas  del  Paraná,  vivían  varias  tribus  de  guaraníes 
más  fieros  y  salvajes,  los  cuales  acometieron  de  pronto  a  ün  pueblo 
distante  de  indios  que,  si  no  cristianos,  eran,  por  lo  menos,  aliados 


(1)  Es  la  carta  citada  anteriormente. 

(2)  Lorenzana  al  P.  Provincial.  Sin  fecha.  Hállase  esta  carta  a  continuación  de  la 
del  P.  San  Martín,  y  por  el  contexto  parece  del  mes  do  Mayo  do  1610.  Paraquaria.  His- 
toria, I,  n.  12. 

(3)  Paraquaria.  Litt.  atimiae,  IGll.  Este  hecho  ocurrió  por  Diciembre  de  1610. 


CAP.  IX. — PEOVINCIA  DEL  l'AKAGUAY. — FUNDACIÓN  DE  LAS  BKDUCCIONKS         507 

y  amigos  de  los  españoles.  Mataron  a  muchos  de  ellos,  cautivaron  a 
otros  y  se  los  trajeron  por  el  río  arriba  con  ánimo  de  devorarlos  en 
alguno  de  sus  banquetes.  Cebados  con  esta  presa,  quisieron  hacer 
otro  tanto  con  los  indios  que  tenía  reunidos  el  P.  Lorenzana  en  San 
Ignacio  Guazú.  Vino  a  entender  el  misionero  la  conspiración  que  se 
preparaba,  y  por  de  pronto  envió  algunos  indios  que  conocían  a  los 
alzados,  a  ofrecerles  proposiciones  de  paz  y  a  manifestarles  el  deseo 
que  tenían  los  dos  Padres  de  hacer  bien  a  todos  los  indios,  donde- 
quiera que  estuviesen.  Los  rebeldes  no  dieron  oídos  a  los  piadosos 
ofrecimientos  del  jesuíta.  Respondieron  con  bastante  brutalidad,  y 
los  mensajeros  enviados  volvieron  contentos  de  no  haber  padecido 
más,  y  de  haber  salido  ilesos  de  las  manos  de  aquellos  hombres  en- 
furecidos. 

Vio  el  P.  Lorenzana  que  era  necesario  preparar  las  armas  contra 
una  embestida  que  no  podría  tardar.  Envió  a  la  Asunción  a  su  com- 
pañero el  P.  San  Martín,  y  entretanto  animó  a  los  caciques  reunidos 
a  resistir  al  enemigo.  Logró  que  escogieran  uh  capitán,  cosa  difícil, 
pues  no  estaban  acostumbrados  a  reconocer  jamás  otro  superior  que 
a  su  propio  cacique;  dióles  alguna  instrucción  sumaria  sobre  ciertas 
precauciones  elementales  que  se  podrían  tomar  para  la  batalla,  y 
con  esto  se  dispusieron  los  indios  cristianos  a  resistir.  Afortunada- 
mente, llegó  de  la  Asunción  un  oportunísimo  refuerzo  de  50  arcabu- 
ceros españoles  y  200  indios  amigos.  Con  este  auxilio  salieron  ani- 
mosos a  la  batalla,  y  quiso  Dios  dar  a  sus  fieles  completa  victoria  de 
los  salvajes  guaraníes  (1).  Huyeron  éstos  vergonzosamente  derrota- 
dos, y  desde  entonces,  aunque  intentaron  de  vez  en  cuando  acometer 
a  los  neófitos,  fueron  muy  poco  de  temer  sus  armas,  ya  porque  los 
cristianos  estaban  bien  prevenidos,  ya  porque  entre  los  mismos  in- 
fieles del  Paraná  juzgaron  muchos  prudentemente,  que  les  estaría 
mejor  ser  amigos  de  los  Padres,  pues  les  constaba  que  éstos  no  ha- 
cían sino  bien  a  todos  los  indios  con  quienes  trataban. 

En  1612,  cuando  ya  iba  prósperamente  la  reducción,  se  dudó  un 
poco  si  convendría  entregarla  a  los  Padres  franciscanos,  que  evan- 
gelizaban a  no  mucha  distancia  al  Oeste  de  aquel  país.  Parece  que 
alguno  de  ellos  representó  a  los  jesuítas,  que  no  sería  conveniente 
mezclar  las  reducciones  de  las  dos  Órdenes  religiosas,  y  pues  ellos 


(1)  Todo  este  episodio  lo  refiere  el  P.  Lorenzana  en  una  carta  que  copian  a  la  letra 
las  anuas  de  1611.  Con  más  brevedad  cuenta  lo  mismo  el  P.  Juan  Romero,  en  cartu 
al  P.  Provincial,  Marzo,  IGll.  (Paraqitaría.  Historia,  I,  n.  16.) 


ÓÚ8  LIB.    II. — PROVINCIAS   DE   ULTRAMAli 

habían  fundado  cuatro  al  Sudoeste  del  Paraguay,  a  no  mucha  distan- 
cia de  la  ciudad  de  Corrientes,  convendría  que  los  jesuítas  no  se 
acercasen  a  aquellos  terrenos,  pues  había  tantas  regiones  donde  se 
podría  explayar  el  celo  apostólico.  Parecieron  muy  justas  las  refle- 
xiones de  los  franciscanos,  y  por  algún  tiempo  discurrieron  nuestros 
Padres  entregar  la  reducción  de  San  Ignacio  Guazú.  Sin  embargo, 
observando  que  distaba  bastantes  leguas  de  las  reducciones  francis- 
canas, perseveraron  con  ella  y  sólo  tuvieron  cuidado  en  adelante  de 
extenderse  por  el  otro  lado  hacia  el  Este,  fundando  sus  pueblos  a  lo 
largo  del  curso  del  Paraná,  siguiendo  el  río  agua  arriba  (1).  El 
P.  Lorenzana  perseveró  en  la  reducción  cerca  de  dos  años,  hasta 
que  la  obediencia  le  mandó  volver  a  su  rectorado  de  la  Asunción. 
Sucedióle  en  aquel  puesto  el  P.  Roque  González,  quien,  abandonando 
a  los  empedernidos  guaycurus,  fué  destinado  a  este  punto,  donde  el 
celo  apostólico  podía  emplearse  con  resultado  más  seguro.  Entre- 
tanto no  debemos  disimular  que,  ya  con  los  trabajos  inherentes  a  la 
misión,  ya  con  los  sustos  y  congojas  que  se  padecieron  por  las  aco- 
metidas de  los  guaraníes  del  Paraná,  el  novicio  P.  San  Martín,  que 
era  de  ánimo  pusilánime,  padeció  graves  congojas  y  hubo  de  ser  re- 
tirado de  la  misión.  Poco  después  descaeció  todavía  más  y  salió  de 
la  Compañía  (2). 

4.  Mientras  el  P.  Lorenzana  daba  tan  buenos  principios  a  la  pri- 
mera reducción  del  Paraguay,  enderezaban  sus  pasos  al  Norte  los 
•dos  Padres  italianos  José  Cataldino  y  Simón  Massetta  (3).  Deseaban 
establecerse  en  la  región  del  Guayrá,  esto  es,  en  la  parte  del  Brasil 
que  confina  con  ol  Nordeste  de  la  actual  República  del  Paraguay. 
Acompañábales  el  sacerdote  Rodrigo  Ortiz  de  Melgarejo,  hombre 
virtuoso  que  deseaba  entrar  en  la  Compañía,  y  había  visitado  tiempo 
antes  las  regiones  del  Guayrá,  donde  le  conocían  algunos  caciques. 
Los  dos  Padres,  siguiendo  el  curso  del  río  Paraná  hacia  el  Norte, 
llegaron  el  1.°  de  Febrero  de  1610  a  Ciudad  Real,  población  española 
cerca  de  la  frontera  septentrional  de  la  actual  República  del  Para- 
guay. Allí  publicaron  un  jubileo  concedido  por  Su  Santidad  Paulo  V, 


( 1 )  Este  incidente  de  Jos  franciscanos  lo  explica  el  P.  Diego  GonzáJc^z  Hoiguín,  Rec- 
tor de  la  Asunción,  on  carta  dirigida  al  P.  Asistente  de  España.  Asunción,  13  Mar- 
zo 1612.  (Faraqtiarki.  Historia,  I.) 

(2)  Vidc  Lozano,  1. 1,  pág.  218. 

(3)  Sobre  este  viaje  de  los  dos  misioneros,  que  duró  medio  año  largo,  poseemos  dos 
cartas,  una  del  P.  Cataldino,  escrita  en  Ciudad  Real  el  5  de  Mayo  de  1610,  y  otra  d(>l 
P.  Massetta,  3  de  Mayo  de  1610.  En  ambas  refieren  sus  trabajos  apostólicos  y  su  en- 
fermedad. (Paraquaria.  Jlistoria,  I,  n.  12.) 


CAP.  IX. PROVINCIA  DEL  PAKAGUAY. — FÜN'DACIÓX  DE  LAS  RLDUCCIONES  ,")09 

y  con  esta  ocasión  predicaron  a  los  españoles  y  oyeron  las  confesio- 
nes de  casi  todos  ellos.  Terminó  esta  faena  apostólica  con  un  inci- 
dente que  nadie  había  esperado.  De  repente  cayeron  peligrosamente 
enfermos  los  dos  misioneros  y  el  Sr.  Melgarejo,  y  llegaron  a  tal  ex- 
tremo, que  hubo  de  administrárseles  el  santo  Viático.  Catorce  días  es- 
tuvieron en  cama  nuestros  Padres,  y  cuando  les  iban  a  administrar  el 
sacramento  de  la  Extremaunción,  quiso  Dios  que  poco  a  poco  revi- 
viesen, y  con  algunas  medicinas  bastante  rudimentarias  que  les  aplicó 
un  español  recobraron  pronto  la  salud.  Desde  Ciudad  Real  diri- 
gieron sus  pasos  a  Villa  Rica  del  Guayrá  (1),  otra  población  española 
donde  también  ejercitaron  los  ministerios  apostólicos.  Por  fin,  en  el 
mes  de  Junio  se  encaminaron  al  Noroeste,  y  entrando  de  nuevo 
en  el  río  Paraná,  fueron  navegando  agua  arriba  hasta  que  tropeza- 
ron con  el  poderoso  afluente  Paranapané.  Este  río  era  como  el  tér- 
mino de  su  viaje,  pues  con  él  designaban  los  españoles  del  Paraguay 
el  límite  septentrional  del  territorio  entonces  conocido  y  visitado 
por  nuestros  colonos.  Este  río  Paranapané  corre  de  Este  a  Oeste, 
constantemente  en  la  misma  dirección,  manteniéndose  a  unos  23  gra- 
dos de  latitud  austral. 

Entrando  por  el  cauce  de  este  río,  los  PP.  Cataldino  y  Massetta 
navegaron  agua  arriba  como  unas  30  leguas,  y  habiendo  saltado  en 
tierra  empezaron  a  tratar  como  podían  con  los  caciques  indios.  El 
Sr.  Melgarejo  conocía  a  uno  u  otro  de  ellos.  Los  donecillos  que  lle- 
vaban los  Padres  atrajeron  la  voluntad  de  muchos  y  dentro  de  poco 
observaron,  que  sin  gran  violencia  les  rodeaban  los  indios  con  mues- 
tras de  algún  afecto.  La  dificultad  más  grave  que  allí  se  ofreció  para 
la  predicación  del  Evangelio  era  la  poligamia,  a  que  eran  muy  dados 
aquellos  indios,  y  también  la  borrachera,  tan  general  en  casi  todas 
las  tribus  salvajes.  Con  todo  eso  no  se  desanimaron  los  dos  Padres, 
y  en  el  mes  de  Julio  de  1610  dieron  principio  en  dos  sitios  oportu- 
nos a  las  dos  primeras  reducciones  del  Guayrá,  que  llamaron  San 
Ignacio  y  Loreto  (2).  El  nombre  de  San  Ignacio  todavía  lo  vemos  en 


(1)  No  se  confunda  esta  poljlación  con  la  ciudad  Yillarica,  que  es  la  segunda  del 
actual  Paraguay. 

(2)  Nótese  el  anacronismo  que  comete  Charlevoix  (1.  V  y  al  principio  del  VI)  su 
poniendo  que  estas  dos  reducciones  fueron  las  más  antiguas  del  Paraguay.  Como  ya 
)o  hemos  visto  por  las  cartas  de  nuestros  misioneros  y  por  el  anua  de  1610,  la  más  an- 
tigua reducción  fué  la  de  San  Ignacio  Guazú,  empezada  por  el  P.  Lorenzana  en  los 
primeros  días  de  IGIO,  siendo  así  que  las  dos  del  Guayrá  no  tuvieron  su  principio  sino 
por  Julio  o  Agosto  del  mismo  año. 


ñlO  LIB.    II. — PROVINCIAS   DE    ULTRAMAR 

algunos  mapas  modernos  (1);  el  de  Loreto  parece  haber  desaparecido 
cuando  veinte  años  después  fueron  trasladadas  aquellas  reducciones 
al  territorio  actual  de  la  República  Argentina. 

En  1612  recibieron  estas  misiones  un  impulso  poderoso  por  me- 
dio de  dos  nuevos  operarios  que  el  P.  Provincial  envió  a  ellas.  Eran 
el  P.  Antonio  Ruiz  de  Montoya,  nacido  en  Lima  en  1585,  y  que,  ter- 
minados sus  estudios  en  Córdoba,  había  pedido  con  instancia  ser 
destinado  a  las  misiones  del  Paraguay,  y  juntamente  otro  joven  de 
su  misma  edad,  el  P.  Martín  Javier  Urtasun  (2),  navarro,  pariente 
remoto  de  San  Francisco  Javier.  Llegados  a  las  reducciones  del 
Guayrá,  lo  primero  que  hallaron  los  dos  nuevos  operarios  fué  la 
grandísima  pobreza  en  que  vivían  los  PP.  Cataldinoy  Massetta.  «Ha- 
llábanse, dice  Montoya,  pobrísimos,  pero  ricos  de  contento.  Los  re- 
miendos de  sus  vestidos  no  daban  distinción  a  la  materia  principal. 
Tenían  los  zapatos  que  habían  sacado  del  Paraguay,  remendados  con 
pedazos  de  paño  que  cortaban  de  la  orilla  de  sus  sotanas.  La  choza, 
las  alhajas  y  el  sustento  decían  bien  con  los  de  los  anacoretas.  Pan, 
vino  y  sal  no  se  gusta  en  muchos  años;  carne  alguna  vez  la  veíamos  de 
caza,  que  bien  de  tarde  en  tarde  nos  traían  algún  pedazuelo  de  li- 
mosna» (3).  En  medio  de  tanto  desamparo  se  consolaban  mucho  los 
recién  llegados  con  el  fervor  religioso  que  observaron  en  los  indios 
de  aquellas  reducciones.  Consérvase  una  carta  edificante  del  P.  Mar- 
tín Javier,  en  que  exponía  candorosamente  sus  primeras  impresio- 
nes al  entrar  en  las  reducciones  del  Guayrá.  «Dentro  de  cinco  o  seis 
días,  dice,  después  que  llegamos,  vino  la  fiesta  de  Nuestro  Padre  San 
Ignacio  (1612),  la  cual  celebramos  con  mucha  solemnidad,  porque 
había  renovación  de  votos.  Este  día  se  dedicó  este  pueblo  a  Nuestro 
Padre  Ignacio  con  muchas  fiestas  y  regocijos.  Este  día  se  eligieron 
alcalde  y  cuatro  regidores  con  su  procurador,  con  mucho  aplauso  y 
concurso  de  otras  partes.  Este  día,  finalmente,  bautizamos  cincuenta 
niños  y  tres  adultos,  habiendo  muy  pocos  días  que  los  Padres  estu- 
vieron en  él  y  bautizaron.  El  pueblo  es  bueno,  que  tendrá  setecien- 


(1)  En  el  AUíjemaiiier  Handaüas,  publicado  por  Scobel  en  1912  (carta  199-200),  pue- 
den verse  las  dos  situaciones  (jue  ocupó  ]a  reducción  do  San  Ignacio  Miní.  La  primera 
al  Norte,  a  orillas  del  río  Paranapaneraa,  y  la  segunda  (donde  hoy  se  ven  las  ruinas) 
al  Sur,  junto  al  Paraná,  cerca  de  Posadas. 

(2)  Así  escribe  este  nombre  el  P.  Montoya,  y  así  lo  han  reproducido  otros  autores. 
Sospecho,  sin  embargo,  que  deberá  leerse  Artasu,  nombre  de  un  pueblo  de  Navarra, 
poco  distante  del  mío.  Así  lo  persuade  la  analogía  de  otros  apellidos  usados  en  Na- 
vai'ra  con  la  misma  terminación,  como  Otazu,  Azpiazu,  Garrastazu,  etc. 

(3) ,   Conquista  espiritual,  C.  9. 


CAP.  IX. — PROVINCIA  DEL  PARAGUAY. — FUNDACIÓN  DE  LAS  EEDUCCIONKS         511 

tos  indios  (es  decir,  familias  de  indios),  los  cuales,  cierto,  es  con- 
tento ver  con  cuánta  voluntad  acuden  a  las  cosas  de  Dios  y  cuan  bien 
las  toman.  Verdaderamente,  Padre,  que  es  un  consuelo  muy  particu- 
lar ver  que  vinimos  ayer  y  que  todos  los  días,  no  ha  bien  anoche- 
cido, cuando  se  oyen  por  todas  partes  alabanzas  de  Dios;  porque 
unos  cantan  la  doctrina,  otros  los  cantares  piadosos,  otros  otras  co- 
sas devotas  que  les  enseñamos.  A  la  mañana,  no  se  comienza  a  tocar 
la  campana  de  las  Aves  Marías,  cuando  ya  de  todas  partes  se  oyen 
oraciones  y  alabanzas  de  Dios.  Él  sea  bendito  para  siempre,  que  cer- 
tifico a  V.  R.  que  hay  por  acá  tanto  consuelo  y  contento,  que  real- 
mente es  amor  propio  el  deseo  de  estar  por  acá.  Yo  no  sé  dónde  es- 
tán los  trabajos  y  dificultades  que  pintan.  Todos  tenemos  salud,  gra- 
cias al  Señor  que  nos  la  da»  (1). 

Pronto  hubo  de  experimentar  el  joven  P.  Javier  los  trabajos  que 
acompañaban  a  la  fundación  de  aquellas  misiones.  Efectivamente, 
descuidándose  los  oficiales  reales  en  pasar  la  cantidad  necesaria 
para  el  sustento  de  los  misioneros,  se  vieron  los  Padres  del  Guayrá 
reducidos  a  la  última  extremidad,  y  se  juzgó  indispensable  que  el 
P.  Cataldino  corriese  más  de  300  leguas  hasta  Santa  Fe,  para  pedir 
auxilio  y  algún  remedio  a  su  indigencia,  que  se  hacía  ya  intolera- 
ble. A  principios  de  1614  el  misionero  hubo  de  hacer  una  informa- 
ción en  Santa  Fe,  para  hacer  constar  los  trabajos  que  se  llevaban 
adelante  en  las  regiones  del  Guayrá,  y  la  necesidad  que  padecían  los 
tres  operarios  que  allí  quedaban  (2).  Con  esta  información  en  la  mano 
presentóse  a  las  autoridades  y  suplicó  humildemente  que  fuesen 
socorridos  los  misioneros.  Obtuvo  lo  que  deseaba  y  volvió  a  toda 
priesa  a  su  amada  misión.  Pero  entretanto  habían  padecido  tanto  sus 
compañeros,  que  el  joven  P.  Martín  Javier  había  sucumbido  de  pura 
hambre  y  necesidad.  El  P.  Montoya  nos  cuenta  con  sentimiento  de 
ternura  la  muerte  de  este  joven  religioso.  «A  la  media  noche,  dice, 
dio  su  alma  al  Señor  con  tanta  paz  y  sosiego,  como  si  durmiera  un 
suave  sueño,  mostrando  en  la  hermosura  y  serenidad  de  su  rostro  la 
hermosura  de  su  dichosa  alma»  (3).  Sólo  tenía  veintiséis  años. 

5.  Mientras  con  tantas  fatigas  se  entablaban  las  reducciones  del 
Guayrá,  afanábanse  con  no  menores  trabajos  los  misioneros  destina- 
dos a  cultivar  las  regiones  meridionales  a  orillas  del  Paraná.  Un  re- 


(1)  Río  Janeiro.  Bibl.  Nac,  Mss.  Angelis,  n.  258. 

(2)  Ibid.,  n.  25Q. 

(3)  Conquista  espiritiial,  C  14. 


512  Liu.  II- — ntoviNCíAs  de  ultramak 

fuerzo  qua  llegó  de  Europa  en  IGIO  suministró  algunos  buenos  ope- 
rarios  a  estas  misiones.  El  más  importante  de  todos  fué  el  P.  Diego 
de  Boroa,  que  se  embarcó  siendo  estudiante  teólogo,  y  llegado  al  Pa- 
raguay recibió  las  sagradas  órdenes  a  los  pocos  meses.  En  1612  era 
enviado  a  la  reducción  de  San  Ignacio  Guazú,  y  allí  concurrió  tam- 
bién el  P.  Salas.  Dejando  a  los  dos  más  nuevos  en  la  reducción,  ade- 
lantóse el  P.  Roque  con  el  P.  Boroa  a  recorrer  los  bosques  situados 
entre  el  Paraná  y  el  Uruguaj^,  y  a  probar  fortuna  para  fundar  nue- 
vas reducciones  (1).  Muy  largo  sería  enumerar  las  penalidades  que 
en  estos  trabajos  padecieron;  pero  éstas  las  sentían  ellos  menos  que 
la  oposición  sorda  y  tenaz  que  los  hacía  gran  parte  de  los  españoles 
del  Paraguay,  quienes  miraban  con  malos  ojos  que  los  Padres  de  la 
Compañía  se  opusiesen  con  tanta  fuerza  al  servicio  personal. 

Esta  contienda  abría  un  abismo  entre  los  encomenderos  y  los  je- 
suítas, y  el  celo  apostólico  se  veía  coartado  más  de  una  vez  por  la 
oposición  que  le  hacían  los  que  fácilmente  hubieran  podido  alimen- 
tarlo, con  sólo  alargar  algunas  limosnas  a  nuestros  pobrísimos  misio- 
neros. «En  una  carta,  dice  el  P.  Boroa,  me  escribieron  del  Paraguaj^ 
que  si  mudásemos  de  dictámenes  en  materia  de  indios  y  tasas,  que 
se  holgaran  sus  encomenderos  que  estuviésemos  aquí  y  acudirían 
con  lo  necesario.»  Continúa  luego  Boroa  explicando  otros  alterca- 
dos que  a  cada  paso  les  ocurren  con  los  españoles,  y  añade:  «En  estas 
idas  y  venidas,  demandas  y  respuestas,  nos  ha  cabido  siempre  nues- 
tra porción  y  parte,  ya  diciendo  que  imponemos  mal  a  los  indios,  ya 
que  somos  engañadores,  ya  que  buscamos  nuestros  intereses  y  ser- 
virnos de  ellos,  y  que  para  qué  nos  quieren  los  españoles  más  que  a 
otros  sacerdotes,  pues  no  saben  de  dónde  venim.os,  hasta  decirnos  en 
nuestra  presencia,  que  donde  estaban  los  Padres  de  la  Compañía, 
eran  los  indios  poco  obedientes  al  Rey»  (2).  Por  esta  maledicencia  y 
oposición  de  los  encomenderos  españoles  se  entiende  la  situación 
dificultosa  en  que  se  veían  nuestros  Padres,  necesitados  de  algún 
socorro  temporal  para  atraer  a  los  indios,  y  desprovistos  por  otro 
lado  de  quien  se  interesara  por  aquellas  misiones  tan  trabajosas. 

A  pesar  de  todo,  el  P.  Roque  González  y  su  compañero  siguieron 
infatigables  adelante.  Ea  1615,  el  día  25  de  Marzo,  fundaron  la  reduc- 
ción que  se  llamó  de  Itapúay  también  Villa  Encarnación,  imponién- 


(1)  Ibid.,  c.  48. 

(2)  Río  Jauoiro.  Bibl.  Nac.  Mss.  Angclis,  n.  85Í).  Es  el  anua  de  la  reducción  de  Todos 
los  Santor,  escrita  por  el  P.  Boroa  y  firmada  el  28  de  Noviembre  de  1614. 


CAP.  IX. — PROVINCIA  DEL  pAiÍAGUAV. — FUNDACIÓN  DÉ  LAS  REDUCCIONES         513 

dolé,  sin  duda,  el  nombro  do  la  fiesta.  Hallábase  situada  al  Sur  del 
rio  Paraná,  a  no  mucha  distancia,  según  podemos  conjeturar,  de  la 
actual  ciudad  de  Posadas.  En  esta  reducción  hicieron  la  profesión 
solemne  por  Octubre  de  1619  los  PP.  Roque  González,  Pedro  Ro- 
smero  y  Diego  de  Boroa  (1).  Después  de  seis  años  de  una  existencia 
algo  penosa,  fué  trasladada  esta  reducción  al  Norte  del  Paraná,  en  el 
sitio  ocupado  hoy  por  la  Villa  Encarnación.  «Pasamos,  dice  el  P.  Bo- 
roa, de  esta  banda  del  Paraná  a  buscar  puesto  para  la  reducción,  y 
Nuestro  Señor  nos  la  deparó  tal  cual  se  puede  desear,  de  alegre  vista, 
de  muchos  montes  y  excelentes  pesquerías,  y  más  sano  que  el  de  la 
otra  banda»  (2).  Efectivamente,  estas  cualidades  posee  Villa  Encarna- 
ción. Ya  no  queda  rastro  de  la  antigua  reducción  de  los  misioneros; 
pero  en  su  lugar  se  levanta  una  bonita  villa  de  algunos  miles  de  al- 
mas, a  orillas  del  Paraná,  que  tiene  allí  como  1.300  metros  de  an- 
chura. 

Con  el  mismo  aliento  siguió  el  P.  Roque  González  fundando  otras 
reducciones  entro  los  dos  grandes  ríos  Paraná  y  Uruguay.  En  1620 
levantó  la  de  Concepción.  Para  1626  ya  tenía  en  pie  las  de  San  Nico^ 
lás,  San  Javier  y  Yapeyú  (ahora  San  Martín).  Hizo  además  una  ex- 
cursión hacia  el  Oriente,  reconociendo  la  sierra  de  Tape  y  regis- 
trando los  sitios  donde  podrían  formarse  nuevos  pueblos.  Vuelto  al 
Uruguay,  entabló  la  misión  de  Candelaria  de  Gazapaminí  y  la  de 
Asunción  del  lyuí.  Por  fin,  el  año  1628,  cuando  estaba  fundando  la 
de  Todos  los  Santos  en  el  Caro,  súbitamente  obtuvo  la  corona  del 
martirio,  por  la  traición  de  un  cacique  falso  a  quien  había  esperado 
convertir  a  Dios.  Llamábase  este  hombre  Necú,  y  aunque  al  principio 
dio  muestras  de  amistad  y  parecía  favorecer  al  P.  Roque  González, 
pero  al  fin  manifestó  su  dañada  intención,  y  mientras  el  Padre  dis- 
ponía y  fabricaba  el  pueblo,  el  cacique  fraguaba  la  conspiración  qué 
había  de  acabar  con  el  Padre  y  con  dos  misioneros  que  le  acompa- 
ñaban. Hallábase  el  P.  Roque  ea  compañía  de  un  Padre  llamado 
Alonso  Rodríguez,  natural  de  Zamora,  llegado  nuevamente  a  aque- 
llas misiones.  El  15  de  Noviembre  de  1628,  después  de  haber  dicho 
misa,  según  nos  refiere  el  P.  Montoya,  y  dadas  gracias  al  Altísimo, 


(1)  Hispania.  Profcssi  4  vot.  Es  la  colección  de  las  fórmulas,  ordenadas  cronológica;- 
raente.  En  el  año  1619  se  ve  la  del  P.  Boroa,  quien  hizo  la  profesión  in  rcducHone  ItcCr 
puana  Divab  Mariae  IncarnaHonis,  (lie  18  mcnsis  Octobris  anuo  1619.  Dc  es:o  hablan  las 
anuas  de  la  reducción  dc  Nuestra  Señora  do  la  Encarnación,  escritas  pocos  días  des- 
pués por  el  P.  Boroa,  que  se  conservan  cu  Río  Janeiro,  Bibl.  Nac,  Mss.  Angelis,  n.  864. 

(2)  Río  Janeiro.  Bibl.  Nac,  Mss.  4M(/e<í8,n.  866. 

33 


614  tlB,    n. PROVINCIAS   DE   ULTRAMAR 

quiso  por  sus  propias  manos  atar  la  lengüeta  a  una  campana,  cosa 
nunca  vista  de  aquella  gente  bárbara,  para  con  su  sonido  regocijar 
la  fiesta.  Apenas  le  vio  el  cacique  Necú  ocupado  en  esta  acción, 
cuando  hizo  seña  a  un  esclavo  suyo,  que  ya  estaba  prevenido,  para 
que  le  matase.  Levantó  este  vil  esclavo  del  demonio  una  porra  de 
armas,  que,  aunque  de  madera,  imitaba  al  hierro  en  su  dureza  y 
forma,  y  dando  al  Padre  un  furioso  golpe  en  el  cerebro,  le  hizo  peda- 
zos la  cabeza.  La  misma  suerte  experimentó  el  P,  Alonso  Rodríguez. 
Dos  días  después,  llegando  una  tropa  de  conjurados  a  otra  choza 
donde  se  hallaba  el  P.  Juan  del  Castillo,  le  acometieron  cruelmente 
y  le  hicieron  pedazos  (1).  Estos  tres  misioneros  fueron  los  primeros 
jesuítas  que  derramaron  su  sangre  por  Cristo  en  las  regiones  del  Pa- 
raguay. 

6.  Entretanto  progresaban  las  misiones  del  Guayrá  por  el  celo  in- 
fatigable de  los  PP.  Cataldino  y  Massetta,  y  más  aún  del  P.  Antonio 
Ruiz  de  Montoya,  que  desde  luego  se  distinguió  como  tal  vez  el  más 
fervoroso  entre  todos  los  misioneros  del  Paraguay.  En  1620  le  nom- 
braron Superior  de  las  misiones  del  Guayrá,  y  poco  después  lo  fué 
de  todas  las  misiones  del  Paraguay,  cargo  instituido  en  aquella  pro- 
vincia por  la  necesidad  de  atender  a  tantos  pueblos  sueltos,  que  for- 
maban como  residencias  aparte  y  necesitaban  de  la  dirección  de  un 
Superior.  El  P.  Provincial  hallábase  tan  distante  y  podía  acudir  tan  de 
tarde  en  tarde  a  estos  pueblos,  que  se  juzgó  indispensable  poner  un 
Superior, que  fuese  comoViceprovincialo  Rector  inmediato  de  todas 
aquellas  cristiandades.  Este  cargo  ejercitó  largos  años  el  P.  Mon- 
toya. Entre  1620  y  1630  no  tuvo  punto  de  descanso,  y  a  su  fervor  so 
debieron  principalmente  los  pueblos  de  San  Javier,  en  la  comarca  de 
Tayatí;  Encarnación,  en  el  territorio  de  Nautingui;  San  José,  en  la 
provincia  o  comarca  de  Tucutí;  San  Miguel,  en  Ibianguí;"San  Pablo, 
sobre  el  río  Iñeay,  A  estos  pueblos  se  añadieron  algunos  distantes: 
San  Antonio,  en  el  Biticoy;  Concepción,  en  la  comarca  de  los  Guala- 
eos;  San  Pedro,  en  la  misma  tierra.  Los  Siete  Ángeles,  en  tierra  de 
Tayaoba;  Santo  Tomás,  y,  por  fin,  la  reducción  de  Jesús  María  (2). 


(1)  Montoya,  Conquistn  espiritual,  cc.  57  y  58.  En  el  tomo  ParaqnnHa  Historia,  T,  exis- 
ten (los  extensas  relaciones  de  este  martirio.  La  primera,  que  se  diee  enviada  al  Gob:ír- 
nador  Hernando  Arias  de  Saavedra,  no  tiene  firma,  y  por  el  contexto  parece  ser  de  al- 
gún misonero  que  habla  con  el  P.  Provincial.  La  segunda  es  del  mismo  Provin- 
cial, P.  Vázquez  TrujiLo,  quien  la  envía  al  P.  General  con  fecha  21  de  Diciembre 
de  1G29. 

(2)  De  todas  estas  fundaciones  habla,  más  o  menos  el  mismo  P.  Montoya  en  su  libro 
Conquista  espiritual;  pero  es  do  sentir  que  lo  baga  con  tan  poco  orden  y  tanta  vaguedad, 


CAP.  IX. — PROVIISrCIADEL  PARAGUAY. — FUNDACIÓN  DE  LAS  REDUCCIONES         515 

Por  todos  estos  pueblos  corría  infatigable  el  P.  Montoya,  evangeli- 
zando a  los  ignorantes,  resistiendo  en  más  de  una  ocasión  a  los  he- 
chiceros, defendiendo  a  nuestros  indios  de  las  asechanzas  de  algunos 
capitanes  españoles,  que  con  un  pretexto  o  con  otro  querían  meter 
la  mano  en  aquellos  pueblos,  y  llevarse  bonitamente  por  esclavos  a 
los  indios  reducidos  por  los  jesuítas.  Referir  los  percances  que  en 
estos  años  le  sucedieron,  las  hambres  que  padeció,  los  peligres  de 
■muerto  que  hubo  de  correr  en  muchas  ocasiones,  sería  tarea  difícil, 
aunque,  por  otra  parte,  interesante. 

Presentaremos  al  lector  un  rasgo  solamente  de  un  lance  que  él 
mismo  nos  refiere  en  su  Conquista  espiritual.  Había  entrado  en  cierta 
tierra  de  indios  con  la  esperanza  de>  reducirlos  a  la  fe.  Llevaba 
consigo  varios  indios  cristianos,  los  cuales  entendieron  muy  pronto 
que  los  salvajes  a  quienes  se  dirigía  el  Padre  estaban  animados  de 
sentimientos  hostiles  y  preparaban  algún  golpe  de  mano  para  acabaí* 
con  el  misionero.  Efectivamente,  al  poco  tiempo  viéronse  asomar 
por  todas  partes  indios  con  flechas  y  que  disponían  sus  armas  para 
matar  al  varón  de  Dios.  Uno  de  los  cristianos  fieles  recurrió  enton- 
ces a  un  ardid  singular:  tomó  el  manteo  y  el  sombrero  del  Padre  y 
encargó  a  sus  compañeros  que  metiesen  al  P.  Montoya  entre  la  es- 
pesura, y  él,  con  el  manteo  y  sombrero,  corrió  por  otro  lado,  atra- 
yendo hacia  sí  las  flechas  y  persecución  de  los  enemigos.  Perdiéronle 
pronto  de  vista  sus  compañeros,  y  el  P.  Montoya  se  dejó  llevar  buena- 
mente por  ellos  adonde  le  quisieron  conducir,  sin  saber  adonde  irían 
a  parar.  Al  cabo  de  algún  rato  volvió  el  indio  con  el  manteo  y  som- 
brero, sin  haber  padecido  ninguna  herida.  Entretanto,  «yo  me  metí, 
dice  Montoya,  por  el  monte  con  tres  indios,  y  por  no  dejar  rastro  nos 
dividimos  por  cuatro  partes  a  vista  unos  de  otros...  ProrCguimos 
nuestro  rumbo  sin  saber  el  que  llevábamos;  topamos  por  gran  ven- 
tura en  un  oculto  camino  por  donde  disimular  el  rastro  que  dejá- 
bamos. Éste  fué  un  acequión  o  pasadizo  y  hozadero  de  jabalíes,  me- 
tido bien  en  la  tierra,  hecho  un  lodazal  continuo  y  tan  cubier  to  y  di- 
simulado con  unos  espinosos  juncos,  que  llevamos  a  gran  ventura 
dar  con  este  escondrijo.  Arrójamenos  por  él,  cuya  anchura  apenas 
daba  lugar  a  que  uno  tras  otro  pasásemos.  El  altor  era  menos,  por- 


8in  precisar  nunca  ni  la  cronología,  ni  mucho  menos  la  topografía  de  esta^  fundacio- 
nes. En  Río  Janeiro,  Bibl.  Nac,  Aí-s.  Ainjelia,  n.  87.3,  puede  leerse  el  Amia  de  las  ridncdo- 
nes  del  Gnaijrá,  firmadapor  el  P.  Montoya  el  2  de  Julio  de  1628.  En  este  escrito  se  ven 
con  mis  breveiad  y  claridad  las  fundaciones  hechas  en  aquellos  años  por  este  célebre 
misionero. 


51p  LIB.    n.— PE0V1NC1A8   DE   ULTBAMAB 

que  yendo  a  gatas,  metiendo  las  rodillas  y  brazos  en  el  cieno  hedion- 
do nos  era  fuerza  llevar  por  él  arrastrando  el  rostro,  pena  de  que  en 
levantando  un  poco  la  cabeza,  topaba  luego  con  las  agudas  espinas  de 
los  juncos.  Aflicción  grande  pasé  en  este  estrecho,  sucio  y  espinoso 
camino,  de  que  salimos  como  suelen  salir  los  jabalíes  del  cieno,  y  yo 
saqué  la  cabeza  lastimada  de  los  juncos,  corriendo  la  sangre  por  el 
fostró,  que  con  lágrimas  de  sus  ojos  me  limpió  uno  de  los  indios 
compañeros».  Poqo  después  hallaron  algunos  indios  que  les  habían 
ido  a  buscar,  y  en  cierta  canoa  los  llevaron  por  el  río  hasta  ponerlos 
en  salvo.  Tales  eran  las  aventuras  que  corrían  nuestros  Padres  en 
medio  de  aquellos  bosques,  entre  gentilidades  tan  abandonadas  y 
entre  peligros  de  todo  género,  que  ellos  soportaban  con  alegría,  a 
trueque  de  reunir  á  tantas  almas  en  torno  de  Cristo  crucificado. 

7.  Las  grandes  esperanzas  de  las  misiones  en  el  Guayrá,  fueron 
súbitamente  interrumpidas  por  las  invasiones  de  los  paulistas,  de  que 
luego  hablaremos.  Estas  invasiones  fueron  un  remedo  de  las  irrup- 
ciones de  los  bárbaros  en  el  siglo  V.  De  12  reducciones  que  ya  estaban 
levantadas  en  el  Guayrá,  destruyeron  los  paulistas  nueve,  y  las  tres 
restantes  fueron  trasladadas  por  el  Paraná  abajo,  a  203  leguas  de 
distancia,  hasta  situarlas  en  el  sitio  donde  hoy  se  pueden  considerar 
todavía  sus  ruinas;  esto  es,  a  pocas  leguas  al  Nordeste  de  Posadas. 

Entretanto,  por  los  años  de  1631  indicaron  al  P.  Montoya,  que  los 
indios  llamados  ifutines  deseaban  tener  Padres  de  la  Compañía.  Vi- 
vían estos  indios  a  orillas  del  río  Paraguay,  en  la  misma  latitud  que 
los  del  Guayrá,  y  cerca  de  la  pequeña  ciudad  española  llamada  Jerez. 
El  P.  Montoya  envió  al  instante  dos  misioneros,  que  fueron  los 
PP.  Ferrer  y  Mansilla  (1),  ambos  belgas,  encargándoles  explorar  él 
terreno  y  anunciarle  después  lo  que  podría  hacerse  en  aquel  país.  Los 
dos  misioneros  hallaron  en  tan  buena  disposición  a  los  itatincs,  que 
al  instante  el  P.  Mansilla  corrió  a  anunciarlo  al  P.  Montoya,  quien 
envió  otros  dos  nuevos  operarios,  y  en  poco  más  de  un  año,  en* 
tre  1631  y  1682,  surgieron  en  aquella  región  cuatro  reducciones:  la 
primera,  llamada  San  José,  y  las  tres  siguientes,  con  los  nombres  de 
Los  Ángeles,  San  Pedro  y  San  Pablo.  También  a  estas  reducciones 
alcanzó  la  plaga  de  las  invasiones  paulistas.  De  las  cuatro,  dos  fueron 
destruidas,  y  las  dos  restantes,  aunque  perseveraron  algún  tiempo  en 
su  primer  puesto,  por  fin  hubieron  de  ser  trasplantadas  a  la  región 


(1)    Llamábanse:  el  primero,  Rangonnier,  y  el  segundo,  Van  Sur,  pero  en  el  Para- 
guay adoptaion  Iob  nombres  españoles  de  Ferrer  y  Mansilla. 


CAP.  IX. — PROVINCIA  DEL  PARAGUAY. — FUNDACIÓN  DE  LAS  REDUCCIONES  517- 

meridional  del  Paraguay,  donde  se  situaron  cerca  de  San  Ignacio 
Guazú  (1). 

8.  Otro  campo  muy  vasto  se  abrió  al  celo  de  la  provincia  del  Pa- 
raguay en  la  región  inmensa  conocida  entonces  con  el  nombre  de 
Tape,  y  que  designaba  vagamente  las  provincias  meridionales  del 
actual  Estado  del  Brasil,  situadas  entre  el  río  Uruguay  y  el  Océano 
Atlántico.  Conocían  los  españoles  la  topografía  de  este  país  por  los 
ríos  que  lo  surcaban  y  por  algunas  sierras  que  dividían  aquellas  vas- 
tas extensiones  de  terreno.  El  P.  Roque  González  de  Santa  Cruz  había 
penetrado  el  primero  en  la  izarte  occidental  del  Tape,  y  dado  los  pri- 
meros pasos  para  fundar  reducciones  de  indios  en  aquel  país  poco 
explorado.  Su  gloriosa  muerte,  ocurrida  en  1628,  interrumpió  la  ex- 
tensión del  Evangelio  por  estas  regiones;  pero  en  1632  el  P.  Romero, 
uno  de  los  más  fervorosos  apóstoles  del  Paraguaj'-,  entró  resuelta- 
mente en  este  país  y  fundó  la  reducción  de  Santa  Teresa.  Vióse  levan- 
tar luego  otro  pueblo,  con  la  advocación  de  San  Miguel;  a  no  mucha 
distancia,  los  PP.  Benavides  y  Bertold  fundaron  otra  reducción  con 
el  nombre  de  Santo  Tomás,  y  do  este  modo,  en  el  espacio  de  unos 
cinco  años  fué  poblándose  de  reducciones  la  región  del  Tape,  entrfe 
los  grados  29  y  30  de  latitud  austral,  y  estas  reducciones  se  hallaban 
S}tuad;is  bastante  al  Oriente  del  río  Uruguay  (2).  La  invasión  de  los 
paulistas  detuvo  el  progreso  del  Evangelio  en  estos  vastos  países. 
Fueron  destruidas  en  1638  las  principales  fundaciones  que  se  habían 
levantado  en  los  seis  años  anteriores.  Los  misioneros  procuraron  sal- 
var lo  que  pudieron  de  aquellos  pueblos,  trasladando  a  los  indios 
hacia  el  Occidente  para  colocarlos  en  puestos  menos  accesibles  a  los 
colonos  del  Brasil. 

9.  Este  movimiento  de  transmigración  del  Norte  hacia  el  Sur  y 
del  Oriente  al  Occidente,  hizo  que  las  reducciones  tomaran  la  po- 
sición que  definitivamente  conservaron  hasta  fines  del  siglo  XVIII. 
Aunque  muy  mermadas  de  lo  que  habían  sido  diez  o  doce  años  antes, 
existían  27  reducciones  en  1647  (3).  A  consecuencia  de  las  gravea 
turbaciones  padecidas  en  el  Paraguay  por  la  causa  de  D,  Bernar- 


(1)  Estas  fundaciones  entre  los  itatines  las  explica  el  mismo  P.  Fcrrcr  en  el  anua 
do  aqucUas  misiones  que  escribió  el  año  1633.  Consérvase  este  escrito  en  Río  Janeiro, 
Bibl.  Nac.  ilíds.  Angelis,  n.  878. 

(2)  Sobre  estas  roduccLones  véanse  dos  memoriales  del  P.  Vázquez  Trujillo,  Pro- 
vincial <uno  de  ellos  dirigido  al  Rey),  fechados  ¿1  2  y  el  6  de  JuLo  dé  1632,  Hállanso 
en  el  Archivo  de  Indias,  75-6-7.  También  habla  algo,  aunque  con  mudha  vaguedad,  el 
P.  Montoya,  Conquista  espiritual,  C.  64  y  sigs. 

(3)  Así  lo  hace  constar  el  CaíítZoí^iís  íWcjwaZís  do  1647. 


518;  IJB.    II. — PROVINCIAS   DE   ULTHAMAn 

dijio  de  Cárdenas,  las  reducciones  de  indios  hubieron  de  sentir  algún 
quebrantamiento,  y  en  1652,  término  de  nuestra  presente  relación, 
el  número  total  de  reducciones  era  de  22.  Hallábanse  situadas  algu- 
nas en  la  parte  Sudeste  do  la  actual  República  del  Paraguay  donde 
todavía  se  leen  los  nombres  de  San  Ignacio  Guazú,  Villa  Encarna- 
ción, Santa  Rosa,  etc.  El  principal  grupo  de  reducciones  echó  raíces 
e.n  el  E-tado  que  actualmente  se  llama  de  Misiones,  y  es  la  parte  más 
septentrional  de  la  República  Argentina,  entre  el. Paraná  y  el  Uru- 
guay; algunas,  en  fin,  se  situaron  al  Esto  del  Uruguay,  pero  a  poca 
distcmcia  de  este  río,  en  territorio  que  hoy  pertenece  al  Brasil,  De 
este  modo  se  logró  que  se  hallasen  más  juntas  unas  con  otras,  y  que 
pudieran  socorrerse  con  más  facilidad  en  caso  de  invasión  y  en  las 
epidemias  y  otras  calamidades  públicas  que  obligaban  a  especiales 
sacriflciiOs  y  dispendios  a. estas  reducciones. 

Véase  el  estado  en  que  se  hallaban  el  año  1652,  según  nos  lo 
dice  el  P.  Francisco  Díaz  Taño,  uno  de  los  misioneros  más  conoci- 
dos, del  Paraguay,  y  que  fué  enviado  a  Roma  por  procurador  en  el 
grave  negocio  de  que  luego  hablaremos.  Interrogado  por  Febrero 
de  1652  sobre  el  origen  y  estado  actual  de  las  reducciones  paracua- 
riensés,  respondió  el  Padre  en  esta  forma;  «Hiciéronse  en  las  pro-í 
viíjcias.del  Paraná  y  Uruguay  48  pueblos,  todos  de  indios  infieles  y 
bárbaros.  Destos,  los  26  los  han  debelado  y  destruido  los  rebeldess 
del  Brasil,  y  llevado  tan  gran  suma  de  almas,  que  afirma  Su  Majes^' 
tad  en  una  real,  cédula,  que  es  de  las  presentadas,  haber  testigos  que 
afirman  pasaban  de  300.ÜOO.  Solamente  han  quedado  22  reducciones, 
las  20  en  los  dos  ríos  del  Paraná  y  Uruguay  y  dos  en  las  provincias  de 
Itatines,  donde  hoy  habrá  en  las  del  Paraná  40.000  almas  entre  mu- 
jeres y  niños  indios,  .que  aunque  eran  muchos  más  mil  lares  y  estaban 
ya  bautizados,  como  consta  de  los  libros'  del  bautismo,  ciento  cin- 
cuenta y  tantos  mil,  parte  de  ellos  llevaron  los  dichos,  y  parte  se  han: 
piuerto  con  las  pestes...  En  las  reducciones  de  los  Itatines  habrá 
como  3.000  almas,  según  el  número  de  casados  que  hay,  quo 
son  800»  .(1).  Tal  es  el  punto  en  que.se  hallaban  las  célebres  reduccio- 
nes del  Paraguay  al  mediar  el  siglo  XVII.  Después  progresaron  bas- 
tante; pero  dejaremos  para  otros  tomos  la  relación  de  la  historia 
siguiente  do  estos  recién  fundados  pueblos. 


:  (1)  Río  Janeiro.  Blbl.  Tíac,  Mss.  Angelis,  n.  332.  Es  un  largo  escrito  con  este  título: 
An^os  en  razón  de  las  reducciones  de  los  rcligioíos  de  la  Compañía  di  Jesús,  y  sobre  la  visita  da 
loi  indios  de  ellas,  y  cómo  se  fundaron  y  con  qué  orden.  Fechos  por  el  Sr.  D,  Attdrós  GaravitO' 
de  León.  ,   '    '      ;  ■      ¡ 


CAPÍTULO  X 


CONDICIÓN  SOCIAL  DE  LAS   MISIONES  DEL    PARAGUAY 

Sumario:  1.  Planta  general  do  los  pueblos.— 2.  Gobierno  espiritual  de  los  mismos.— 
3.  Gobierno  civil.  Exclusión  de  los  españoles.— 4.  Solemnidades  religiosas.  Costum- 
bres cristianas.— 5.  Estado  económico.  Agricultura,  industria  y  comercio  con  la. 
yerba.  El  prQtendido  comunismo.— 6.  Autoridad  judicial,  o,  por  mejor  dec  r,  pater- 
nal, de  los  misioneros.— 7.  Las  armas  de  í'Uogo.  Servicios  militares  prestados  a  Es- 
paña por  los  indios  convertidos.- 8.  Hasta  dónde  se  Legó  en  la  civilización  do  los 
indios  guaraníes. 

FuexteS  contemporXxeas:  1.  Epistolae  Generalium.—2.  Lilterae  mnuae.—S.  Paraquaría.  His- 
io)-ia.—4.  Documentos  del  Archivo  de  Indias.— 5.  Cardiel.  Breve  relación  de  las  misiones  del  Pa- 
ragnat/.—G.  ídem,  Declaración  de  la  verdad. ~7.  Documentos  de  la  Biblioteca  Nacional  de  Ríq 
Janeiro.  ■ 

1.  Hemos  indicado  a  nuestros  lectores  el  origen  histórico  de  las 
principales  y  más  antiguas  reducciones  del  Paraguay.  Ahora  parece 
natural  que  les  expliquemos  el  carácter  de  aquellos  pueblos  funda-, 
dos  por  los  jesuítas,  y  las  condiciones  sociales  en  que  vivían  los  in- 
dios, pues  siendo  tan  diferentes  de  las  que  observamos  en  las  ciuda- 
des de  Europa,  no  puede  juzgarse  por  la  analogía  de  éstas  lo  que  sut 
cedía  en  aquellas  poblaciones,  apartadas  de  todo  comercio  con  los 
europeos.  Es  indispensable  presentar  alguna  explicación  de  aquella 
sociedad,  que  no  ha  tenido  semejante,  ni  la  tendrá  probablemente^ 
en  la  historia,  y  que  ha  dado  lugar  a  juicios  tan  encontrados  entre 
los  historiadores  y  economistas  modernos.  Procuraremos  ser  breves, 
remitiendo  para  más  explicaciones  a  la  extensa  obra  que  ha  publi- 
cado sobre  esta  materia  el  P.  Pablo  Hernández,  S.  J.,  con  el  título  de 
Organización  social  de  las  doctrinas  guaraníes  (1),  y  al  opúsculo  del 


(1)  Misiones  del  Paraguay. — Organización  social  do  las  doctrinas  guaraníes  tic  la  Compa- 
ñía da  Jesús,  por  el  P.  Pablo  Hernández,  S.  J.  Barcelona,  Gustavo  Gili,  editor,  1913.  Dos 
íomos:  I,  601  páginas;  II,  723  páginas  en  4."  Esta  obra  fué  premiada  por  la  Academia 
de  la  Historia  con  el  premio  Loubat,  en  1914.  En  el  tomo  I  estudia  el  P.  Hernández 
la  estructura  de  aquella  sociedad  singular,  el  modo  de  constituirse  la  familia  y  el  mu- 
nicipio, la  sumisión  que  reconocían  a  los  gobernadores  del  Paragüny,  el  vasallaje  que 
prestaban  al  Rey,  la  agricultura,  industria  y  comercio,  el  gobierno  espiritual  do  aque- 
llas doctrinas  y  Jos  procedimientos  usados  por  los  jesuítas  para  fundarlas  y  manto" 


520  l'Il'"    "• — PUOVINCIAS   t)E   ULTRAMAR 

P.  José  Cardiel,  misionero  del  Paraguay,  que  se  ha  publicado  por  Via 
de  apéndice  en  la  misma  obra. 

Empezando  por  el  aspecto  exterior  de  aquellos  pueblos,  adverti- 
mos que  todos  ellos  presentaban  una  figura  bastante  uniforme,  como 
que  estaban  construidos  según  cierta  plantilla  adoptada  por  los  mi- 
sioneros, porque  les  parecía  muy  cómoda  para  el  buen  gobierno  de 
los  indígenas.  Teniendo  libertad  para  escoger  el  terreno,  y  levantando 
sus  construcciones  sobre  solares  llanos,  pudieron  dar  siempre  a  sus 
pueblos  la  configuración  que  les  pareció.  Tomaremos  por  modelo  la 
de  San  Ignacio  Miní,  cuyas  ruinas  visitamos  en  1910  (1).  Es  el  pueblo 
menos  destruido  de  los  antiguos  guaraníes,  y  en  sus  ruinas  puede 
Verse  delineada  la  planta  general  de  aquellas  reducciones.  Levantá- 
base una  iglesia  bastante  capaz;  a  un  lado  se  construía  la  casa  para 
los  misioneros  y  algunas  escuelas;  al  otro  algunas  oficinas  de  artes 
mecánicas,  cuyos  productos  servían  para  el  consumo  del  pueblo. 
También  solía  haber  a  espaldas  de  la  iglesia  algún  pedazo  de  huerta 
o  terreno  cerrado,  donde  pudieran  pasearse  y  explayarse  a  solas  los 
Padres  misioneros.  Delante  de  la  iglesia  se  extendía  una  inmensa 
plaza  cuadrada  o  rectangular,  donde  solía  levantarse  una  gran  cruz  o 
alguna  'pequeña  columna  con  una  imagen  de  Nuestra  Señora.  A  los 
otros  tres  lados  de  la  plaza,  alineadas  con  toda  regularidad,  se  cons- 
truían las  casas  particulares  para  los  indios.  Estas  hileras  de  casas  se 
prolongaban  más  ó  menos,  según  era  mayor  o  menor  la  población  allí 
reunida.  Por  regla  general  se  escogía  para  levantar  el  pueblo  algún 
terreno  bastante  fértil  en  las  cercanías  de  algún  río,  donde  pudieran 
los  neófitoS;  cultivando  la  tierra,  ganar  lo  necesario  para  vivir. 

2.  Empezando  por  el  gobierno  espiritual  de  los  pueblos,  dicho  so 
está  que  lo  tenían  los  Padres  misioneros.  Empero  no  siempre  fué  el 
inismo  el  carácter  y  condiciones  con  que  gobernaron  a  sus  neófitos. 
Al  principio,  la  jurisdicción  espiritual  sobro  aquellas  almas  recién 
reunidas,  no  pertenecía  a  diócesis  alguna,  sino  que  la  recibía  el  Pa- 


ñerías. Ea  el  tomo  II  se  explican  los  buenos  efectos  que  so  lograron  con  el  sistema 
paternal  de  los  jesuítas,  y  se  comparan  con  él  los  muchos  sistemas  (harto  ideales  por 
cierto)  que  otros  políticos  y  proyectistas  presentaron,  para  sustituir  el  régimen,  quo 
ellos  creían  defectuoso,  de  los  jesuítas.  En  ambos  tomos  se  publican,  por  vía  de  apén- 
dice, algunos  documentos  importantes,  entre  los  cuales  llamamos  la  atención,  de  los. 
lectores  sobi'e  el  opúsculo  inédito  del  P.  José  Cardiel,  Breve  relación  da  las  Misiones  del 
Paraguay,  que  so  publica  en  el  tomo  II,  páginas  514-613.  Este  opúsculo,  escrito  por  un 
hombro  que  ejercitó  en  aquellas  tierras  el  oficio  de  misionero  por  espacio  de  vein- 
tiocho años,  es  una  joya  inestimable,  y  nos  retrata  con  admirable  fidelidad  el  carácter 
de  aquellas  misiones  y  lo3  trabajos  que  debían  tolerar  los  misioneras. 
:  (1)    Véaso  un  mapa  do  estas  ruinas  en  el  P.  Hernández,  1. 1,  págs,  lOG,  107. 


CAP.    X. — CONDICIÓN    SOCIAL  DE  LAS   MISIONES   DEL   TAKACUAY  621- 

dre  misionero  del  Sumo  Pontíñce,  por  medio  de' los  Superiores  de 
la  Compañía.  «El  religioso,  dice  el  P.  Hernández  (1),  destinado  a 
convertir  aquellos  infieles  por  la  voluntad  del  Rey  de  España,  a 
quien  los  Sumos  Pontífices  habían  cometido  el  encargo  do  enviar 
varones  aptos  para  la  predicación  del  Evangelio,  penetraba  allí  con 
la  jurisdicción  que  le  provenía  del  Papa,  a  quien  inmediatamente 
estaba  sometido,  y  ejercitaba  todos  los  ministerios  espirituales  nece- 
sarios, sin  depender  de  diocesano  alguno,  sino  solamente  de  su  Su- 
perior.» Sin  embargo,  ya  sabemos  con  qué  condiciones  tomaban 
sobre  sí  rmostros  misioneros  la  dirección  espiritual  de  los  indios 
convertidos.  «No  es  conforme,  decía  el  P.  Aquaviva,  al  instituto  de 
la  Compañía,  encargarse  de  doctrinas  x^erpetuas,  pero  si  so  pueden 
hacer  residencias  en  pueblos  de  indios  con  cargo  de  doctrina,  hasta 
tanto  que  los  dichos  pueblos  estén  bien  informados  en  la  fe  y  vida 
cristiana,  y  se  halle  quien  nos  suceda,  y  en  hallándose,  resignar  y 
dejar  el  dicho  pueblo  y  doctrina  al  Ordinario,  para  que  él  provea  de 
cura  que  continúe  el  fruto  plantado»  (2). 

La  misma  idea  la  vemos  explicada  por  el  P.  Mucio  Vitelleschi 
cuando,  escribiendo  al  Provincial  del  Paraguay  el  30  de  Julio  de  1617,; 
le  decía:  «:Mientras  la  Compañía  atendiere  a  doctrinar  las  reduccio-s 
nes  del  Paraná  y  de  Guayrá,  parece  negocio  forzoso  que  los  Nuestros 
acudan  a  los  indios,  como  lo  hicieran  los  propios  párrocos  o  curas, 
si  los  tuvieran...  Pero  esto  se  entienda  que  ha  de"  ser  con  gusto  del 
señor  Obispo  y  con  ojo  a  salirse  los  Nuestros  de  ese  cuidado,  cuando 
pareciere  expediente,  o  hubiere  quien  le  tome  y  les  acuda  con  satis- 
facción» (3).  Querían,  pues,  nuestros  Superiores  que,  una  vez  consti- 
tuidos los  pueblos  de  indios,  y  sólidamente  asegurados  en  la  fe,  fue- 
sen entregados  a  los  Obispos,  para  que  éstos  pusiesen  párrocos  ordi- 
narios, que  gobernasen  espiritualmente  los  pueblos,  como  sucede  en? 
cualquier  diócesis  de  Europa. 

Pronto  empezaron  a  suscitarse  dificultades  sobreesté  puntó,  por 
la  ingerencia  importuna  de  los  ministros  reales,  que  se  empeñaban 
efi  imponer  a  la  Compañía  la?  leyes  del  patronato  real.  Querían 
estos  señores,  que  pues  el  Rey  subvencionaba  a  nuestros  misioneros, 
se  sujetasen  éstos  en  todo  y  por  todo  a  las  costumbres  que  regían  en 
el  nombramiento  y  remoción  de  los  párrocos  ett  Indias.  Largos  años 


(1)  Tomo  I,  pá^.  324. 

(2)  Kovi  Rar¡ni  et  Quitenais.  EjoisWGcn.  Al  P.  Lyra,  10  Jimio  1608.  Védso  el  tomo  IV, 
página  595,  donde  reproiucimos  todo  el  dccnraentü.  . 

(3)  Paraquaría.  Epist.  Gen.  A  OQate,  30  Junio  1617.  .     , 


522^  LIÍ5-   II.— PROVINCIAS   DE   ULTEAMAE 

ere  disputó  sobre  este  punto.  Los  jesuítas  procuraron  esquivar  cuánto 
pudieron  aquella  suraisión  a  los  ministros  reales.  Algunas  veces  se 
propuso  entregar  lisa  y  llanamente  las  doctrinas  del  Paraguay  a  los 
Prelados  ordinarios,  por  no  creerse  oportuno  someter  el  gobierno 
de  nuestros  religiosos  a  las  exigencias  del  patronato  real.  En  1646, 
el  P.  Juan  Pastor,  procurador  de  la  provincia  del  Paraguay,  pro- 
puso la  dificultad  al  P.  General,  Vicente  Carafa,  y  éste  respon- 
dió en  esta  forma:  «Este  postulado  tiene  más  apariencia  y  fuerza  en 
las  provincias  del  Perú  y  Méjico,  y,  sin  embargo,  mi  antecesor,  el 
P.  Mucio  Vitelleschi,  a  una  y  otra  provincia  respondió  repetida- 
mente, que  los  Nuestros  en  las  doctrinas  se  sujetasen  a  los  Prelados, 
Virreyes  y  Gobernadores,  en  razón  de  examen  de  doctrina  y  lengua,' 
y  esto  siempre  que  los  Prelados  gustasen,  pero  no  de  ninguna  ma- 
nera en  razón  de  proponer  tres,  para  que  elija  el  Prelado  y  Patrono, 
ni  de  que  la  doctrina  y  beneficio  sea  colativo,  de  manera  que  no 
pueda  el  Provincial  mudar  a  un  Padre  de  éstos  en  una  doctrina,  sin 
dar  parte  al  Virrey  y  Obispo  de  la  causa  que  tiene  el  Superior  pura 
mudar  al  tal  sujeto.  Tampoco  se  admita  que  los  Obispos  hayan  de  vi- 
sitar los  Nuestros  de  moribus.  En  todo  y  por  todo  me  conformo  con 
la  respuesta  de  mi  antecesor,  que  es  tan  prudente  y  conforme  a  nues- 
tro instituto'  y  modo  de  ejercitar  nuestros  ministerios  (1).  Y  añadió 
debajo  [el  P.  Vitelleschi]  que  antes  dejaría  la  Compañía  cualquiera 
doctrina,  por  principal  que  fuese,  que  sujetarse  a  condiciones  que  no 
dicen  con  nuestra  profesión.»  Concluye  el  P.  Carafa,  que  con  mayor- 
razón  se  ha  de  hacer  esto  en  la  provincia  del  Paraguay,  «y  por  nin- 
gún caso  conviene  venir  en  iguales  condiciones»  (2). 

Teniendo  una  respuesta  tan  clara  y  decisiva  de  nuestro  P.  Gene- 
ral, el  P.  Juan  Pastor,  que  ya  era  Provincial  en  1652,  viéndose  apre- 
tado por  los  ministros  del  Rey  para  aceptar  una  cédula  real  que  im- 
ponía con  rigidez  las  condiciones  del  patronato,  propuso  ante  la  Au- 
diencia de  la  Plata  renunciar  las  doctrinas  del  Paraguay.  Lo  mismo 
hizo  en  Madrid  el  P.  Julián  de  Pedraza,  procurador  general  de  las 
provincias  de  la  Compañía  en  Indias.  Empero,  ni  la  Audiencia  de  la 
Plata,  ni  el  Consejo  Real  de  Indias,  pudieron  oir  la  proposición  do 
que  los  jesuitns  abandonasen  aquellos  pueblos.  Veían  con  claridad 
^ue  retirándose  la  Compañía,  se  destruiría  de  un  golpe  todo  el  edi- 


.  '(1)    Alude,  sin  (luda,  ol  P.  Caraía  a  la  respuesta  del  P.  Vitelleschi,  citada  más  arriba 
en  el  capítulo  V  do  este  libro. 
(2)    Conrj.prov.  Paraquaria,  1646.  Citado  por  ol  P.  Hernández,  t.  1,  pág.  330. 


CAP.    X. — CONDICIÓN    SOCIAL  DE  LAS   MISIONES  DEL   PARAGUAY  ¿23 

flcio  levantado,  y  por  eso  exigieron  a  todo  trance  que  nuestros  reli- 
giosos continuaran  en  gobernar  aquellos  pueblos.  Sin  embargo,  de- 
seando llevar  adelante  su  idea  y  no  ofender  tanto  a  la  Compañía, 
después  de  oir  a  los  PP.  Pedraza  y  Ojeda,  procuradores  nuestros  en 
Madrid,  se  elaboró  otra  cédula  real,  que  por  fin  se  firmó  el  15  de 
Junio  do  1654,  en  la  cual  se  mandaba  llamarse  doctrinas  a  nuestras 
reducciones  y  sujetarse  a  la  formalidad  de  presentar  los  misioneros 
que  como  curas  ordinarios  las  habían  de  gobernar.  «Declaro,  dice 
Felipe  IV  en  la  citada  cédula,  que  han  de  ser  doctrinas,  y  se  han  de 
tener  por  tales  las  que  llaman  reducciones  y  misiones  los  religiosos 
de  la  Compañía  de  Jesús  que  residen  en  la  provincia  del  Paraguay, 
y  que  en  todas  ellas  hayan  de  presentar  para  cada  una  tres  sujetos 
conformé  a  dicha  cédula,  de  los  que  el  Gobernador  nombre  uno, 
como  se  practica  en  todas  partes.»  Al  fin  de  la  Cédula  concede  el  Rey 
que  el  Superior  de  la  Compañía  pueda  remover  los  curas,  sin  que 
sea  obligado  a  manifestar  las  causas  al  Gobernador  ni  al  Obispo, 
cumpliendo  con  volver  a  proponer  otros  tres  sujetos  (1).  Hubieron 
de  tener  paciencia  los  jesuítas  y  someterse  a  estas  condiciones,  p.ues 
de  otro  modo  el  Rey  hubiera  suspendido  los  subsidios  con  que  ellos 
vivían,  y  la  vida  de  las  misiones  hubiera  sido  de  todo  punto  Imposi- 
ble. Desde  1654  continuaron  las  cosas  con  poca  variedad  en  la  forma 
en  que  las  dejó'  la  cédula  citada  más  arriba. 

3.  Volviendo  ahora  los  ojos  al  gobierno  civil  de  aquellas  reduc- 
ciones, lo  primero  que  suele  llamar  la  atención  del  observador  es  la> 
separación  absoluta  que  los  jesuítas  establecieron  entre  los  indios  y 
todos  los  demás  españoles.  En  esta  separación  creen  ver  algunos  un 
artificio  de  los  Nuestros,  para  apoderarse  de  los  indios  y  formar  con 
ellos,  no  una  colonia  de  vasallos  sometidos  al  Rey  de  España,  sino 
un  imperio  o  reino  jesuítico  (así  se  le  ha  llamado)  destinado  a  pro- 
mover los  intereses  de  la  Compañía  de  Jesús.  Como  ya  hemos  indi- 
cado, la  tal  separación  entre  indios  y  españoles  no  fué  invención  je- 
suítica, fué  una  necesidad  impuesta  por  la  naturaleza  de  las  cosas. 
Cuando  se  empezaron  a  dar  los  primeros  pasos  en  la  conversión  de 
los  infieles,  observaron  los  Nuestros  que  los  indios  estaban  tan  pre- 
venidos contra  el  servicio  personal  y  contra  los  soldados  españoles/ 
que  juzgaron  imposible  decidirlos  a  vivir  en  pueblos,  si  primero  no 
les  prometían  evitar  la  entrada  do  los  españoles  en  ellos.  Explicado" 
el  negocio  al  Gobernador  Hernando  Arias  do  Saavedra,  al  visitador 


(I)    Arch.  do  ludias,  122-3-2.  Vid,  Hernández,  1. 1,  pág.  331,  y  pástejls,  t.  II,  pág,  395 


5^4  ,  MC.   II. — PKOYINCIAS   DE    ULTIÍAMAK 

Alfaro  ya  otras  autoridades,  todos  ellos  aprobaron  que  los  jesuítas 
prometieran  a  los  indios  la  separación  que  éstos  deseaban.  Más  ade-. 
lante  la  confirmaron  el  Consejo  de  Indias  y  el  Rey  de  España.  Esa; 
separación,  pues,  de  indios  y  españoles  era  una  especie  de  cuasicon- 
trato exigido  por  los  mismos  indios,  sin  el  cual  no  era  posible  llegar 
a  la  fundación  de  los  pueblos  (1).  Formáronse,  pues,  las  reducciones, 
del  Paraguay  con  la  expresa  condición  de  que  allí  las  autoridades 
habían  de  ser  indios,  aunque  así  éstos  como  todo  el  pueblo  recono- 
cían la  autoridad  suprema  del  Rey  de  España  y  del  Gobernador  de 
la  provincia,  pagaban  su  modesto  tributo,  socorrían  al  Estado  con' 
levas  de  soldados,  como  veremos  ínás  adelante,  y  se  portaban  en  todo 
como  verdaderos  subditos  del  Rey  de  España. 

Admitida  esta  situación,  impuesta  por  la  necesidad  de  las  cosas, 
véase  la  estructura  de  que  constaba  el  gobierno  de  una  cualquiera 
de  aquellas  reducciones.  «En  cada  pueblo,  dice  el  P.  Cardiel,  hay  un 
corregidor,  dos  alcaldes  mayores  de  primero  y  segundo  voto,  te- 
niente de  corregidor,  alférez  real,  cuatro  regidores,  alguacil  ma- 
yor, alcalde  de  la  hermandad,  procurador  y  escribano,  que  compo- 
nen su  cabildo  o  ayuntamiento,  aunque  el  teniente  de  corregidor  no 
es  propiamente  de  él...  El'  modo  de  nombrar  su  cabildo  es  éste:  El 
primer  día  del  año  se  juntan  los  cabildantes  para  conferenciar  en  la 
elección.  Escriben  los  electos  en  un  papel,  tráenlo  al  cura  para  to- 
mar su  parecer,  porque  hay  ley  para  toda  la  América,  que  se  haga  el 
cabildo  con  dirección  del  párroco.  El  cura  quita  o  pone,  según  le 
parece  más  conveniente  para  el  bien  del  pueblo  (pues  ni  tiene  pa-- 
rientes  ni  cosa  en  que  pueda  prender  la  pasión),  o  los  deja  como  es- 
tán. Pregunta  a  los  electores  qué  les  parece  de  su  dictamen  y  común- 
mente todos  convienen  en  lo  que  el  cura  dice.  Va  este  papel  al  Go- 
bernador y  lo  ai)rueba  y  fij^ma»  (2). 

Preparadas  de  este  modo  las  elecciones  de  las  dignidades,  véase 
la  solemnidad  con  que  se  ejecutaba  la  toma  de  posesión  pocos  días 
después.  «Júntase  todo  el  pueblo,  dice  el  P.  Cardiel,  delante  del  pór- 
tico do  la  iglesia  antes  de  Misa.  En  él  ponen  los  sacristanes  una  silla 
ordinaria  para.el  cura  y  una  gran  mesa  al  lado,  donde  se  pone  el  bas- 
tón del  corregidor,  las  varas  de  los  alcaldes  y  todas  las  demás  insig- 
nias de  los  cabildantes,  y  también  ponen  el  compás  del  maestro  de 
música,  que  es  una  banderilla  de  seda,  las  llaves  do  la  puerta  de  la 


(1)  Véaso  discutirlo  esto  punto  por  r1  P.  Hcrníndez,  t.  IT,  pág 

(2)  Hernáildoz,  t.  II,  pág.  522. 


CAP.   X. — CONDICIÓN    SOCIAL  DB  LAS    MISIONES   DEL   PARAGUAY  525 

iglesia,  que  pertenecen  al  sacristán,  las  de  ios  almacenes,  que  tocan 
al  mayordomo,  y  otras  insignias  de  oficios  económicos,  y  con  ellaa 
\os  bastones  y  banderas  y  demás  insignias  de  los  oficiales  de  guerra, 
que  todos  éstos  los  ponen  también  los  cabildantes  en  su  papel  y  se 
confirman  y  mudan  como  los  del  cabildo,  aunque  sin  la  confirmación 
.del  Gobernador.  Y  delante  de  todo  se  ponen  a  un  lado  y  a  otro  los 
bancos  del  cabildo  vacíos,  para  irse  sentando  los  nuevos  cabildantes, 
■cabos  militares,  etc.,  según  so  fueren  nombrando. 

«Dispuesto  ya  todo,  salo  el  cura  con  su  compañero  o  compañeros 
(que  en  algunos  pueblos  son  tres  y  aun  cuatro  Padres,  aunque  lo  or- 
dinario es  dos),  y  desde  su  silla,  tomando  por  texto  el  Evangelio  de 
aquel  día,  enderezándolo  a  la  función  presente,  va  explicando  las 
obligaciones  del  corregidor,  alcalde  y  demás  oficiales,  el  gran  mé- 
rito que  tendrán  delante  de  Dios  en  cumplirlas,  los  bienes  espiritua- 
les y  temporales  que  se  seguirán  al  pueblo,  los  grandes  males  que 
acarrea  el  no  cumplirlas,  y  los  grandes  castigos  que  tendrán  de  Dios 
si  no  las  cumplen,  etc.  Acabada  esta  exhortación,  nombra  el  corre- 
gidor, y  luego  loa  músicos  con  sus  chirimías  y  clarines  celebran  la 
elección  con  una  corta  tocata,  pero  alegre.  Nombra  los  alcaldes  y  ha- 
cen lo  mismo  los  músicos,  y  los  nombrados,  haciendo  una  genufle- 
xión al  Santísimo  Sacramento  con  gran  reverencia,  van  tomando  de 
ia  mano  del  cura  sus  insignias  y  con  ellas  se  van  sentando  en  los  ban- 
cos del  cabildo.  En  sus  elecciones  no  hay  pendencias,  ni  bulla  ni 
disputas.  En  el  oficio  que  se  les  da,  alto  o  bajo,  nunca  muestran  re- 
pugnancia, todo  se  hace  con  gran  paz.  ¡Quién  creyera  esto  de  gente 
que  en  su  gentilismo  era  tan  sangrienta  y  fiera!  Acabados  de  nombrar 
todos  los  del  cabildo,  nombra  los  que  pertenecen  a  la  iglesia,  sacris- 
tía, maestro  de  capilla,  etc.,  los  otros  jefes  de  otros  oficios  políticos 
y  económicos,  y  últimamente  los  de  la  milicia,  y  después  entra  la 
misa  con  toda  la  solemnidad»  (1).  Con  estas  formalidades,  santifica- 
das, como  se  ve,  con  la  bendición  de  la  Iglesia,  entraban  a  ejercitar 
5U3  oficios  aquellos  humildes  indios,  aconsejados  por  la  voz  paternal 
del  misionero. 

4.  Más  que  el  buen  orden  en  el  gobierno  civil  llama  la  atención 
en  aquellos  jpueblos  del  Paraguay  la  solemnidad  y  devoción  con  que 
so  celebraban  las  solemnidades  religiosas  y  todos  los  actos  que  de  un 
modo  o  de  otro  so  referían  al  culto  cristiano.  Por  de  pronto  cada  pue- 
blo tenía  una  iglesia  grande,  y  tanto,  que  podría  compararse  con  al- 


(1)    Ibid. 


526  UB.    II. — PROVINCIAS   DE   ULTRAMAR 

gunas  catedrales  de  España.  En  esta  iglesia  véase  cómo  se  colocaba 
a  los  indios:  «En  el  presbiterio,  dice  el  P.  Cardiel,  que  es  muy  capaz, 
están  el  que  oficia  o  los  "que  ofician,  con  la  turba  de  monacillos  que 
ayudan  y  sacristanes  que  atienden  a  todo  lo  que  allí  se  ofrece.  Des- 
pués de  las  barandillas  hasta  el  pulpito  están  los  bancos  de  los  cabil- 
dantes y  militares  principales,  a  un  lado  y  otro  de  la  nave  principal, 
que  suelo  ser  de  trpce  o  catorce  varas  de  ancho.  En  medio  los  mu- 
chachos, sentados  en  el  suelo,  con  sus  alcaldes  o  mayorales  en  pío 
con  sus  varas  gordas,  para  castigar  con  ellas  al  que  enreda,  habla  o 
se  duerme.  Desde  éstos  hay  un  vacío  como  de  tres  varas,  división  de 
ellos  a  las  muchachas,  que  siguen  después,  y  tras  ellas  las  mujeres. 
En  las  naves  colaterales  están  los  demás  indios,  desde  el  presbiterio 
hasta  el  pulpito,  y  desde  allá  a  las  mujeres  que  siguen  hay  otro  vacío 
como  el  de  los  muchachos.  En  medio  del  presbiterio  hasta  la  puerta 
hay  una  calle  de  dos  varas  de  ancho  para  entrar  y  salir  en  las  nece- 
sidades ocurrentes.  Así  están,  no  sólo  en  las  solemnidades  y  ceremo- 
nias, sino  también  todos  los  días,  y  todos  con  gran  quietud  y  silen- 
cio, de  que  se  maravilló  mucho  el  mismo  señor  Obispo  que  los  vi- 
sitó... 

»En  cada  pueblo  hay  música  de  treinta  o  cuarenta  entre  tiples, 
tenores,  altos,  contraltos,  violinistas  y  los  de  los  otros  instrumentos. 
Los  instrumentos  comunes  a  todos  los  pueblos  son:  violines,  de  los 
que  hay  cuatro  o  seis;  bajones,  chirimías,  seis  u  ocho;  violones,  dos  o 
tres;  arpones,  tres  o  cuatro,  y  uno  o  dos  órganos  y  dos  o  tres  clarines 
en  casi  todos  los  pueblos.  En  algunos  pueblos  hay  otros  instrumentos 
■más.  Les  buscamos  papeles  de  los  mejores  músicos  de  España  y  aun 
de  Roma,  para  cantar  y  tocar»  (1).  Todos  los  autores  que  hablan  del 
Paraguay  suelen  mencionar  la  grande  afición  a  la  música  que  mos- 
traron los  indios  desde  que  conocieron  a  nuestros  Padres.  Era,  en 
efecto,  bastante  notable  la  aptitud  que  poseían  para  este  arte  y  el 
buen  oído  con  que  aprendían  cualquiera  canción  que  los  Padres  les 
enseñaban.  Procuraron  los  jesuítas  fomentar  esta  buena  cualidad  y 
servirse  de  ella  como  de  un  medio  eficacísimo  para  la  solemnidad  de 
las  fiestas  y  para  la  instrucción  del  pueblo. Una  délas  cosas  que  más 
suele  interesar  en  las  relaciones  do  aquel  tiempo,  es  la  gravedad, 
exactitud  y  devoción  con  que  los  indios  ejecutaban  los  cantos  sagra- 
dos. Oigamos  de  nuevo  al  mismo  P.  Cardiel. 

«Todos  los  días  cantan  y  tocan  en  la  misa...  Al  empezar  la  misa 


(1)    ÁpuíJ.  Hernández,  t.  II,  págs.  636  y  558. 


CAP.   X. — CONDICIÓN    SOCIAL   DE   LAS    MISIOIJES   DEL   PAEAGÜAr  527 

tocan  instrumentos  do  boca  y  a  veces  dG  cuerda,  y  tal  vez  unos  y  otros 
hasta  el  Evangelio.  Al  empezar  éste  cantan  un  salmo  do  vísperas:  lu- 
nes, Dixit  JDomimis;  marte??,  Confttehor,  y  con  este  orden  hasta  la  misa 
solemne  de  la  Virgen  el  sábado.  Una  semana  los  salmos  de  una  com- 
posición, y  otra  de  otra.  A  la  Consagración  o  poco  después  se  acaba 
el  salmo,  excepto  el  del  Landate piieri  y  alguna  composición  de  al- 
gún otro,  que  suele  durar  hasta  el  fin  de  la  misa.  Como  son  do  los 
•mejores  maestros  de  Europa,  suelen  estar  compuestos  al  sentido  de 
la  letra,  causando  notable  devoción.  En  el  Laúdate  comienzan  los  te- 
nores y  demás  músicos  grandes  con  los  clarines  y  chirimías,  instando 
a  los  niños  tiples  Laiidate ijueri,  piteH  laúdate  fiomen  Donüni,  repi- 
pitiendo  e  instando  que  alaben  a  nuestro  Dios.  Comienzan  los  niños 
tiples  SU  nomen  Domini  benedictum,  etc.,  y  después  de  algunos  ver- 
sículos vuelven  los  grandes  a  instar  con  devotísimo  estruendo  de 
instrumentos,  Pueri  laiidate  nomen  Domini.*  Al  llegar  aquí  inte- 
rrumpe el  P.  Cardiel  su  narración  con  esta  frase,  que  es  un  des- 
ahogo ternísimo  de  su  corazón:  «No  se  maraville  si  va  mojado  de 
lágrimas  este  papel»  (1). 

Efectivamente,  el  recuerdo  de  estas  solemnidades,  que  él  había 
presenciado  veintiocho  años  en  el  Paraguay,  debía  hacerle  dulcísima 
impresión  cuando  se  hallaba  desterrado  en  Italia  por  Carlos  III,  a 
miles  de  leguas  de  sus  queridos  indios.  Continúa  después  la  relación 
de  este  modo:  «Vuelven  a  repetir  que  alaben  a  Dios,  y  esto  hacen 
cuatro  o  cinco  veces,  hasta  que  se  acaba  el  salmo.  Al  Gloria  Patri, 
todos  juntos,  altos  y  contraltos,  tiples,  clarines,  bajones,  chirimías-, 
violines,  arpas,  órganos,  cantan  el  gloria,  y  con  tal  armonía,  majestad 
y  devoción,  que  enterneciera  el  cor.izón  más  duro.  Y  como  ellos 
nunca  cantan  con  vanidad  y  arrogancia,  sino  con  toda  modestia,  y 
los  niños  son  inocentes,  y  muchos  de  voces  que  pudieran  lucir  en  las 
mejores  catedrales  de  Europa,  es  mucha  la  devoción  que  causan. 
Acabado  el  salmo,  después  de  la  consagración,  vuelven  a  tocar  un 
poco,  y  luego  entonan  algún  himno,  el  Jesii  dulcís  memoria  o  el 
Avemaris  stella  o  alguna  otra  letrilla  a  Nuestro  Señor,  a  la  Virgen, 
a  San  Ignacio  nuestro  Padre  o  al  santo  de  aquel  día.» 
■  Con  esta  habilidad  en  la  música  .-e  daba  la  mano  un  acto  que  a 
primera  vista  pudiera  parecer  profano,  pero  que  entonces  solía  her- 
manarse muy  bien  con  las  solemnidades  sagradas,  y  eran  las  danzas 
simbólicas  con  que  se  daba  a  entender  y  se  metía  por  los  ojos  el  ob- 


(1)    I6id.,  pág.  529. 


'528  -LiH-  ir. — PROVINCIAS  de  ULTKA^IAIí 

jeto  de  algunas  fiestas  principales.  Escogíanse  para  danzantes  a  los 
niños  más  despiertos.  «Hay  vestidos,  dice  Cardiel,  para  todo  género 
de  naciones:  españoles,  húngaros,  moscovitas,  moros,  turcos,  persas 
•y  otros  orientales,  y  vestidos  de  ángeles  o  como  pintan  a  los  ángeles, 
cuando  los  pintan  garbosos,  ya  con  alas,  ya  sin  ellas.  Danzan  los  ni- 
ños en  todos  estos  trajes.  Nunca  entra  en  danza  mujer  alguna  ni  mu- 
chacha, ni  hay  en  ellas  cosa  que  no  sea  honesta  y  muy  cristiana.»  En- 
tre las  danzas  alegóricas  que  solían  celebrar,  véase  una  que  parece 
haber  sido  la  más  entretenida:  «Sale,  dice  el  P.  Cardiel,  una  danza 
de  nueve  ángeles,  príncipes  de  las  nueve  jerarquías,  con  San  Miguel 
por  caudillo,  con  espadas  y  broqueles  muy  vistosos  en  que  está  es- 
culpido el  timbre  Qiüs  sicut  Leus.  Al  opósito  salen  otros  tantos  dia- 
blos con  sus  negras  adargas,  lanzas  y  trajes  llenos  de  serpientes  y 
llamas,  y  Lucifer  por  su  capitán.  Encuéntranse  y  traban  su  coloquio 
los  jefes,  y  al  ensoberbecerse  Lucifer,  claman  al  arma.  Tocan,  no  vio- 
lines,  sino  clarines  y  cajas  de  guerra.  A  compás  danzan  y  pelean,  ha- 
ciendo las  mudanzas  militares  en  filas  y  escuadras  en  dos  trozos  o  en 
uno.  Vencen  los  ángeles;  tienden  por  el  suelo  a  los  diablos  a  estoca- 
das.  Vuelven  a  levantarse  y  los  persiguen  con  el  palo.  Finalmente 
los  echan  al  inSeino,  de  que  hay  allí  cerca  una  tramoya  pintada  en 
lienzo  que  lo  representa  y  humo  que  de  dentro  sale.  Cogen  los  án- 
geles las  adargas  que  quitaron  a  sus  enemigos,  y  cargados  con  ellas 
y  las  suyas  dan  vuelta  al  campo,  donde  aparece  un  Niño  Jesús  de 
bulto  sobre  una  mesa.  Allí  cantan  el  Jesii  dnJcis  memoria,  en  triunfo 
de  la  victoria,  que  varios  de  ellos  son  músicos,  y  van  de  dos  en  áo% 
presentando  las  armas  enemigas  a  Jesús  con  muchas  vueltas,  reve- 
rencias y  genuflexiones,  siempre  danzando  con  gran  variedad  de  mu- 
danzas y  sin  cesar  los  clarines  y  las  cajas»  (1). 

Tales  eran  las  costumbres  sencillas  y  devotas  con  que  aquellos 
indios  iban  aprendiendo  los  misterios  de  la  fe  y  las  principales  ce- 
remonias del  culto  católico.  En  la  enseñanza  del  catecismo  usaban 
también  los  Padres  un  poco  de  la  música,  pues  hacían  que  reunidos 
todos  los  niños  preguntasen  y  respondiesen  a  coros.  Decía  todo  un 
coro,  a  voz  en  cuello:»  ¿Hay  Dios?  Y  respondía  el  otro  a  voces:  «Si 
hay.»  Continuaba  de  este  modo  las  preguntas  del  catecismo,  y  el  otro 
coro  iba  respondiendo.  Si  a  esto  se  añaden  las  piadosas  costumbres 
que  introdujeron  los  Padres  de  santificar  las  acciones  ordina- 
rias, empezándolas  con  alguna  oración,  de  emprender  los  viajes 


(1)    I6íU,  pág.  560. 


V\¡:    X. — CONDICIÓN    SOCIAL  DE  LAS   MISIONES   DEL   l'AKAGUAY  ')•)>,) 

pidiendo  la  bendición  a  Jesucristo  y  al  sacerdote,  y  de  acompa- 
ñar casi  todos  los  actos  de  la  vida  con  alguna  devota  plegaria,  se 
entenderá  fácilmente  el  gran  fondo  de  piedad  que  los  misione- 
ros infundían  en  aquel  pueblo  tan  rudo  antes  y  tan  alejado  de  todas 
las  costumbres  cristianas  y  aun  de  los  hábitos  propios  de  hombres 
racionales. 

5.  Consideremos  ahora  el  estado  económico  de  aquellas  reduc- 
ciones. Como  supondrá  el  lector,  se  mantenían  los  indios  principal- 
mente de  la  agricultura,  y  ante  todo  debemos  desvanecer  un  erroi- 
que  se  difundió  bastante  en  el  siglo  pasado  y  todavía  es  repetido  poi- 
algunos.  Creen  que  los  jesuítas  establecieron  un  verdadero  comu- 
nismo en  el  Paraguay,  impidiendo  a  los  indios  el  tener  propiedades 
particulares  y  obligándoles  a  trabajar  constantemente  en  propieda- 
des comunes,  que  muchas  veces  producían  no  para  el  pueblo,  sino 
para  enriquecer  a  los  mismos  jesuítas.  Esto  es  falso  de  todo  punto. 
Es  verdad  que  cada  pueblo  poseía  extensos  campos  y  otros  bienes 
comunes,  y  por  cierto  de  mucha  consideración,  pero  también  procu- 
raban los  Padres  que  cada  indio  tuviera  y  gozara  su  propiedad  par- 
ticular. Cuando  se  fundaba  un  pueblo,  repartían  los  jesuítas  entre 
los  indios  los  terrenos  circunvecinos.  «Para  su  mantenimiento,  dice 
el  P.  Cardiel,  a  cada  indio  se  le  señala  una  porción  de  tierra  para 
sembrar  maíz,  mandioca,  batatas,  legumbres  y  lo  que  quisiere.  No 
son  aficionados  al  trigo.  Son  pocos  los  que  lo  siembran,  y  se  lo  co- 
men o  cocido  o  moliéndolo  y  haciende  tortitas  sin  levadura,  quetues- 
tan  en  unos  platos  como  hacen  con  el  maíz...  Alguno  que  otro  suele 
plantar  caña  dulce  y  algunos  árboles  frutales,  pero  son  raros.  Para 
estas  labranzas  se  les  señalan  seis  meses,  en  que  aran,  siembran,  es- 
cardillan y  cogen  su  cosecha.  Con  cuatro  semanas  efectivas  que  tra- 
bajen, tienen  bastante  para  lograr  el  sustento  para  todo  el  año,  como 
sucede  con  los  más  capaces  y  trabajadores,  porque  la  tierra  es  fértil; 
pero  generalmente  es  tanta  la  desidia  del  indio,  que  atentos  a  ella  es 
menester  todo  este  tiempo.  Y  con  todo  esto  el  mayor  trabajo  que  tie- 
nen los  curas  es  hacerles  que  siembren  y  aren  lo  necesario  para 
todo  el  año  para  su  familia,  y  es  menester  con  muchos  usar  de  cas- 
tigo para  que  lo  hagan,  siendo  para  sólo  su  bien  y  no  para  el  común 
del  pueblo»  (1). 

Lo  que  pudo  dar  ocasión  a  juzgar  que  existía  el  comunismo  en  el 
Paraguay,  fué  la  precaución  que  tomaron  los  misioneros  de  deposi- 


(1)    ibid.,  pág.  52r). 


'ÜOVI.XCIAS    DK    II.TIÍAMAll 


tar  en  común  las  haciendas  particulares  de  los  indios,  porque  deján- 
doselas en  sus  casas,  las  malbarataban  en  muy  pocos  días.  «No  basta, 
dice  Cardiel,  el  hacerles  coger  toda  su  cosecha.  Lo  más  que  coge  un 
indio  ordinario  es  tres  o  cuatro  fanegas  de  maíz.  Bien  pudiera  coger 
veinte  si  quisiera.  Si  esto  lo  tiene  en  su  casa,  desperdicia  mucho  y  lo 
gasta  luego,  ya  comiendo  sin  regla,  ya  dándolo  de  balde,  ya  ven- 
diéndolo por  una  bagatela,  lo  que  vale  diez  por  lo  que  vale  uno.  Por 
esto  se  le  obliga  a  traerlo  a  los  graneros  comunes^  cada  saco  con  su 
nombre,  y  se  le  deja  uno  solo  en  su  casa  y  se  le  va  dando  conforme 
se  le  va  acabando.  Toda  esta  diligencia  es  necesaria  para  su  desidia. 
Estas  cosas,  con  otras  de  economía  temporal,  cuestan  mucho  más  a 
los  Padres  que  los  ministerios  espirituales.  Se  pone  mucho  cuidado 
en  ellas,  porque  cuando  lo  temporal  y  necesario  al  sustento  va  bien, 
todo  lo  espiritual  va  con  mucho  aumento  y  fervor...  Si  hay  hambre 
u  otro  trabajo,  no  acude  el  indio  a  Dios  y  a  los  santos,  sino  que  se 
huye  a  buscar  qué  comer  por  los  montes»  (1). 

Como  ya  hemos  dicho,  procuraron  los  Padres  que  cada  pueblo 
poseyese  bienes  comunes  en  abundancia,  con  cuyo  recurso  podían 
remediarse  las  deficiencias  económicas  de  los  indios.  «Estos  bienes 
comunes,  dice  Cardiel,  sirven  para  dar  qué  cOmer  al  que  no  tiene 
por  habérselo  comido  o  perdido,  para  el  sustento  de  la  casa  de  las 
recogidas,  para  avío  y  provisión  de  los  viajes  en  pro  del  pueblo,  para 
dar  qué  comer  a  los  muchachos  y  muchachas,  cuando  van  a  las  se- 
menteras comunes  u  otras  faenas,  para  los  caminantes  para  agasa- 
jarlos, y  a  los  huéspedes,  pues  a  todos,  sea  español,  mulato,  mestizo, 
negro  o  indio,  esclavo  o  libre,  se  le  hospeda  y  da  de  comer  y  aun  se 
le  pasa  en  embarcaciones  por  los  ríos  grandes  que  no  tienen  puente, 
con  toda  liberalidad  de  balde,  gratis  et  amóre,  sin  pedirle  nada,  si  no 
es  que  él  liberalmente  quiere  dar  algo  a  algún  indio,  porque  el  indio 
nada  pide.  Finalmente,  se  emplean  estos  bienes  en  socorrer  a  todo 
enfermo  viejo  y  necesitado»  (2). 

Además  de  la  labranza  se  socorría  a  los  indios  con  la  ganadería. 
Sabido  es  que  en  aquellas  regiones  del  Paraná  se  multiplicaron  asom- 
brosamente las  cabezas  de  ganado  vacuno  y  otros  animales  llevados 
de  Europa.  Espantan  a  primera  vista  los  números  que  cita  el  P.  Car- 
diel de  las  vacadas  que  en  su  tiempo  existían.  Con  facilidad  pasmosa 
se  reunían  rebaños  de  30.000,  50.000  y  80.000  vacas,  que  andaban 


(1)  IbiiL,  pág.  527. 

(2)  Ihid.,  pás.  5'28. 


CAP.    A. — CO.NDICIO.N    SO(  lAL   DE   LAS    MISIONES    DEL    TARAGUAY  ~y¿\ 

perdidas  por  aquellos  bosques  y  íacilmeute  podían  ser  cogidas  y 
aprovechadas.  Procuraron  los  Padres  (]ue  cada  pueblo  tuviese  una 
estancia  de  estas  vacas  y  también  cabezas  de  otros  ganados,  con  lo 
cual  estaba  asegurado  el  sustento  de  carne  para  todo  el  año. 

Cultivaron  también  los  indios  la  llamada  «yerba  del  Paraguay», 
que  todavía  se  usa  en  infusión  como  el  té  y  el  café.  «La  yerba  mate, 
dice  el  P.  Hernández,  no  tiene  de  jí-erba  sino  el  nombre,  porque  no 
es  yerba,  sino  hojas  de  un  árbol,  después  de  tostadas  y  molidas.  El 
árbol  que  la  produce  es  en  su  figura  y  en  su  hoja  muy  parecido  al 
naranjo,  y  alcanza  desde  cinco  metros  hasta  diez  y  doce  de  altura, 
dándose  algunos  ejemplares  que  llegan  a  quince»  (1),  Cuando  llega- 
ron los  Padres  al  Paraguay,  hallaron  ({ue  los  indios  solían  recoger 
esta  yerba  y  servirse  de  ella  como  licor  confortante  y  aun  nutritivo. 
Para  recogerla  necesitaban  a  veces  apartarse  50  y  60  leguas  lejos  de 
sus  tierras,  lo  cual  acarreaba  algún  desorden  en  el  pueblo.  Dispusie- 
ron, pues,  que  cada  una  de  las  reducciones  tuviese  algún  campo 
plantado  de  esta  yerba,  y  estos  terrenos,  que  se  llamaban  yerbales, 
venían  a  constituir  una  riqueza  considerable  para  los  pueblos,  pues 
allí  se  recogía  no  solamente  la  yerba  necesaria  para  el  consumo  de 
los  indios,  sino  también  otra  cantidad  mucho  mayor  que  se  empezó  a 
exportar  hacia  Santa  Fe  y  Buenos  Aires.  Con  el  producto  de  esta 
yerba  adquirían  los  pueblos  guaraníes  las  ropas,  herramientas,  alha- 
jas de  iglesia  y  otros  objetos  de  que  necesitaban.  Sin  embargo,  nues- 
tros Padres  hubieron  de  tomarse  un  cuidado  más  que  regular  para 
el  buen  despacho  de  este  comercio.  Observaron,  en  efecto,  que  en 
Santa  Fe  los  españoles  cometían  con  los  pobres  indios  que  llevaban 
las  cargas  de  yerba  tan  irritantes  injusticias,  que  juzgaron  indispen- 
sable nombrar  un  Padre,  que  fuese  procurador  de  los  indios,  y  que 
con  él,  y  no  inmediatamente  con  los  indios,  se  entendieran  los  com- 
pradores de  la  yerba.  Así  se  evitaron  los  mil  fraudes  y  bellaque- 
rías que  hacían  los  españoles,  pero  se  impusieron  también  los 
jesuítas  un  trabajo  más  que  regular  en  el  manejo  de  tan  pesado  ne- 
gocio (2). 

Si  para  el  sustento  de  los  indios  bastaba  con  la  labranza,  el  ganado 
vacuno  y  el  producto  de  la  yerba,  también  procuraron  nuestros 
Padres  enseñar  a  sus  neófitos  las  artes  y  oficios  mecánicos  que  se  ne- 
cesitan en  todo  pueblo  culto.  Aprendieron  los  indios  bien  aquellos  ofi- 


(1)    Tomo  I,  pág.  198. 

("2)     Cardiel  aptid  Hernández,  t.  II,  pág.  54', 


ry.VI  LIU.    ir. — PltOVlNCIAS    DE    ULTKAMAli 

cios,  aunque  nunca  poseyeron  la  cualidad  de  inventar  en  ninguno  de 
ellos.  «Hay,  dice  Cardiel,  todo  género  de  oficios  mecánicos  necesa- 
rios en  una  población  de  buena  cultura.  Herreros,  carpinteros,  teje- 
dores, estatuarios,  pintores,  doradores,  rosarieros,  torneros,  plateros, 
materos  o  que  hacen  mates,  que  es  la  vasija  en  que  se  toma  la  yerba 
del  Paraguay  llamada  mate,  y  hasta  campaneros  y  organeros  hay  en 
algunos  pueblos.  Sastres  lo  son  todos  los  indios  para  sí,  y  para  los 
ornamentos  de  la  iglesia,  vestidos  de  gala  y  cabildantes  y  cabos  mili- 
tares lo  son  los  sacristanes.  Para  el  calzado  de  éstos  hay  sus  zapate- 
ros. Para  sí  poca  sastrería  necesitan,  porque  como  es  tierra  cálida  y 
sólo  en  los  meses  de  Junio  y  Julio  hace  algún  frío,  usan  poca  ropa  y 
nada  ajustada...  Zapatos,  por  más  que  les  exhortamos  a  ello,  espe- 
cialmente cuando  andan  en  las  faenas  del  monte,  entre  espinas,  no 
hay  modo  de  reducirlos  a  ello.  Sólo  en  sus  festividades  y  funciones 
públicas,  cuando  están  de  gala,  los  usan  para  la  gala  los  princi- 
pales» (1). 

6.  Ningún  hecho  da  idea  más  clara  de  la  vida  sencilla  y  patriarcal 
que  reinaba  en  las  reducciones  del  Paraguay,  que  el  modo  con  que 
se  ejercitaban  las  funciones  judiciales.  El  juez  era  el  Padre,  quien 
ejercitaba  este  oñcio  de  una  manera  muy  sencilla  y  paternal.  «El 
cura,  dice  el  P.  Cardiel,  es  su  padre  y  su  madre,  juez  eclesiástico  y 
todas  las  cosas.  ¿Cayó  uno  en  un  descuido  o  delito?  Luego  le  traen 
los  alcaldes  ante  el  cura,  a  la  puerta  de  su  aposento,  y  no  atado  y 
agarrado,  por  grande  que  sea  su  delito.  No  hacen  si  no  decirle:  Va- 
mos al  Padre;  y  sin  más  apremio,  viene  como  una  oveja,  y  ordina- 
riamente no  le  traen  delante  de  sí  ni  en  medio,  sino  detrás,  siguién- 
doles, y  no  se  huye.  Llegan  a  la  presencia  del  cura:  Padre,  dicen  lo.^ 
alcaldes  o  el  alguacil:  éste  no  cuidó  de  sus  bueyes,  que  llevó  para 
arar  sus  tierras;  se  los  dejó  solos  junto  al  maizal  de  esotro,  y  se  fué 
a  otra  parte.  Entraron  al  maizal  e  hicieron  un  gran  destrozo  en  él. 
Averigua  el  Padre  cuánto  fué  el  daño,  la  culpa  que  tuvo,  oyendo  los 
descargos,  etc.  Pénele  delante  su  delito  al  delincuente,  ponderándo- 
selo con  una  paternal  reprensión,  y  concluye:  Pues  has  de  dar  tantos 
almudes  de  maíz  a  este  tu  prójimo,  y  ahora  vete,  hijo,  que  te  den 
veinticinco  azotes;  y  encarga  al  alcalde  la  ejecución  de  la  paga. 
Siempre  so  les  trata  de  hijos.  El  delincuente  se  va  con  mucha  humil- 
dad a  que  le  den  los  azotes,  sin  mostrar  jamás  resistencia,  y  luego 
viene  a  besar  la  mano  al  Padre,  diciendo:  Dios  te  lo  pague,  Padre, 


(1)     Apud  Hernández,  t.  II,  pág.  52'). 


CAÍ'.    X. CONDICIÓN    SOCIAL   DE   LAS    MISIONES    DEL    PAItAClAV  óíííi 

porque  me  has  dado  entendimiento.  Nunca  conciben  el  castigo  del 
Padre  como  cosa  nacida  de  cólera  u  otra  pasión,  sino  como  medicina 
para  su  bien...  (1).  Con  lo  que  dijo  el  Padre  todos  quedan  contentos. 
No  hay  réplica  ni  apelación.  Y  no  es  esto  tal  cual  vez:  siempre  su- 
cede así. 

>Traen  otro:  Padre,  éste  mató  un  buey  manso  de  los  dos  que  lo 
dieron  para  su  labor,  y  no  teniendo  leña  cogió  el  hacha  e  hizo  peda- 
zos el  arado  o  el  mortero  de  majar  maíz,  y  con  ella  se  lo  asó  y 
comió.  Semejantes  delitos  suceden.  Hácele  cargo  el  Padre:  Pues  ¿por 
qué  hiciste,  hijo,  un  desatino  como  éste?  Y  comúnmente  calla  o  res- 
ponde: Por  ser  yo  un  tonto.  Pues  si  tú,  dice  el  Padre,  matas  un  buey, 
y  el  otro  otro  y  otro,  ya  no  tendremos  bueyes  en  el  pueblo.  Y  suele 
responder  el  indio:  Pues  mi  cuerpo  lo  comió,  que  mi  cuerpo  lo 
pague.  Pues  vete,  hijo,  que  te  den  los  veinticinco.  Va  con  grande 
mansedumbre  y  recibe  sus  azotes,  y  viene  a  besar  la  mano,  dando 
gracias  por  ello.  Estos  son  los  juzgados  que  allí  se  hacen,  atenta  la 
capacidad  de  la  gente  y  el  amor  de  padre  que  se  usa, 

» Ocurren  algunas  diferencias  y  pleitos.  Los  más  ordinarios  son 
sobre  límites  de  tierras,  porque  aunque  hay  títulos  de  ellas  dados  y 
firmados  de  los  Gobernadores  en  nombre  del  Rey,  suelen  con  el 
tiempo  mudarse  los  nombres  de  ríos,  cerros,  etc.,  linderos  de  las  tie- 
rras, de  que  se  siguen  dudas  y  diferencias.  Los  indios  comprome- 
ten a  lo  que  dijeren  los  Padres,  sin  acudir  a  la  Audiencia  de  Chuqui- 
saca,  seiscientas  leguas  distante,  como  hacen  los  españoles  con  tanto 
gasto.  Sucede  en  una  ciudad  que  dos  hombres  de  razón  tienen  su  di- 
ferencia o  pleito  sobre  tierras,  casa  u  otro  interés.  Para  evitar  reyer- 
tas y  gastos,  se  conciertan  en  ir  a  un  ciudadano  inteligente  y  de 
mucha  equidad,  prometiendo  estar  a  lo  que  él  dijere.  Esto  nadie 
puede  condenar,  sino  alabar.  Esto  es  lo  que  hacen  los  indios  con  los 
Padres.  Para  esto  hay  tres  Padres  que  deciden  los  pleitos  del  río  Pa- 
raguay, que  son  diez  y  siete  pueblos;  otros  tres  para  los  del  Paraná; 
de  modo  que  los  del  Paraná  juzgan  los  pleitos  del  Paraguay,  y  los 
del  Paraguay  los  del  Paraná.  No  puede  ser  juez  el  que  ha  sido  cura 
en  alguna  de  las  partes.  Esto  se  hace  para  que  el  afecto  no  incline  a 
más  de  lo  justo;  y  cuando  el  pleito  es  de  un  pueblo  de  un  río  con  el 
de  otro,  entra  un  juez  de  cada  río,  y  el  Superior  es  el  tercer  juez,  y 
éstos  son  los  más  experimentados,  y  tienen  los  libros  que  tratan  de 
las  leyes  de  las  Indias,  cédulas  reales,  etc.,  por  donde  se  guían.  Hacen 


(1)     /6ííí.,  páfí.  57Í 


534  i-iii-  ir.— PRoviXciAS  di:  ri/íUAMAR 

SU  papel  los  indios,  hace  el  cura  el  suyo,  presúntanse  a  los  jueces, 
cotejan  las  dos  partes  y  deciden  a  pluralidad  de  votos.  Con  esto,  sin 
más  gasto,  se  acaba  todo»  (1). 

No  negaremos  que  en  algunas  ocasiones  ocurrieron  en  el  Para- 
guay casos  más  graves  de  los  que  se  pudieran  imaginar  por  la  pre- 
cedente explicación  del  P.  Cardiel.  A  fines  del  siglo  XVII  y  princi- 
pios del  XVIII,  sabemos  que  entre  los  guaraníes  se  cometieron  algu- 
nos crímenes,  que  las  leyes  solían  castigar  con  pena  de  muerte.  Lar- 
gamente se  discutió,  y  por  orden  del  P.  General  Tirso  González, 
sobre  lo  que  debería  hacerse  en  estos  casos  excepcionales.  ¿Serían  en- 
tregados los  indios  a  la  justicia  secular  de  los  españoles?  ¿Bastaría 
imponerles  otras  penas  más  ligeras,  para  evitar  la  intromisión  de  los 
españoles  en  las  causas  de  los  indios?  Después  de  largos  debates, 
optaron  los  Padres  del  Paraguay  por  este  segundo  procedimiento. 
Determinaron  aplicar  cárcel,  al  principio  perpetua,  y  después  de 
diez  años,  a  los  indios  que  hubieran  cometido  algún  asesinato  u  otro 
crimen  horrendo.  En  esto  siguieron  distinto  rumbo  los  Padres  del 
Marañón.  Como  ya  lo  vimos,  éstos  adoptaren  decididamente  la  cos- 
tumbre de  llevar  los  indios  criminalmente  al  tribunal  de  los  espa- 
ñoles. ¿Quiénes  acertaron?  No  es  fácil  decidirlo,  y  quizás,  según  la 
cualidad  distinta  de  los  indios,  más  dóciles  en  el  Paraguay  y  más  fie- 
ros en  el  Marañón,  podría  decirse  que  fueron  acertadas  ambas  reso- 
luciones. 

7.  No  se  contentaron  los  jesuítas  con  instruir  en  la  fe  y  buenas 
costumbres  a  los  neófitos  y  enseñarles  la  agricultura  y  artes  útiles  do 
Europa.  También  les  hubieron  de  industriar  en  el  arte  militar.  Las 
irrupciones  de  los  paulistas,  de  que  luego  hablaremos,  convencieron 
a  nuestros  Padres  de  que  era  imposible  defenderse  contra  tan  fieros 
enemigos  sin  emplear  el  medio  tan  obvio  de  las  armas  de  fuego.  Ha- 
biendo conseguido  el  P.  Montoya  licencia  para  darlas  a  los  indios, 
se  procuró  desde  1640  en  adelante  enseñarles  el  arte  militar.  Por 
medio  de  Hermanos  coadjutores  que  habían  sido  soldados,  y  también 
de  algunos  honrados  españoles  diestros  en  las  armas,  se  fueron  poco 
a  poco  habituando  los  indios  al  movimiento  y  manejo  de  los  ejérci- 
tos europeos.  Como  había  en  los  pueblos  indios  alcaldes,  corregido- 
res, etc.,  también  los  hubo  maestres  de  campo,  capitanes,  sargentos, 
todos  los  grados,  on  fin,  usados  en  la  milicia  (2).  En  esta  parte  no 


(!)■  Ibid.,  pág.  579. 

(2)     Cardiol  opud  llcrnáiulc/,,  t.  II,  pág.  581. 


CAP.    X. COXDICIÓX    SOCIAL   DK   LAS    MISIOXKS    DKL    I'AKAGl  AV  T):];') 

poseían  los  indios  guaraníes  el  valor  audaz  y  acometedor  tan  propio 
de  los  antiguos  aventureros  españoles.  Mucho  menos  aparecieron 
entre  los  indios  las  cualidades  de  previsión,  buen  orden  y  acertada 
dirección  que  deben  distinguir  a  todo  buen  capitán. 

En  cambio,  se  distinguían  por  el  valor  de  resistencia,  por  la  te- 
nacidad en  mantener  las  posiciones  que  les  encargaban  y  la  doci- 
lidad en  obedecer  a  sus  cabos.  Si  les  mandaban  avanzar,  se  ade- 
lantaban todos  en  masa  compacta,  como  un  solo  hombre;  si  se  les 
ordenaba  asaltar  un  fuerte,  veíase  a  los  indios  empujarse  unos  a 
otros  con  los  hombros  hasta  llegar  arriba;  si  se  les  encargaba  defen- 
der un  paso,  plantábanse  en  el  sitió  señalado  como  estacas  clavadas 
en  el  suelo,  y  alli  perseveraban  fijos,  a  pesar  de  la  ruina  y  de  la 
muerte  que  el  enemigo  sembrase  en  sus  filas.  No  se  debe  negar  que 
este  valor  provenía  en  parte  de  su  corta  capacidad,  que  no  les  per- 
mitía ver  el  peligro  de  muerte  a  que  muchas  veces  se  exponían; 
pero  cualquiera  que  fuese  la  causa  del  hecho,  es  lo  cierto  que  este 
valor,  tenaz  y  resistente,  bien  entendido  por  prudentes  capitanes, 
como  Sebastián  de  León  y  Bruno  Mauricio  Zavala,  sirvió  en  algunas 
ocasiones  de  medio  eficacísimo  para  conseguir  la  victoria.  En  todas 
las  acciones  militares  en  que  tomaban  parte  los  indios,  era  indis- 
pensable que  asistiesen  los  Padres  misioneros  como  intérpretes, 
para  explicarles  las  órdenes  del  capitán  español.  Gustará  el  lector 
de  saber  cómo  se  procedía  siempre  que  era  necesario  emplear  a 
los  indios  en  alguna  empresa  militar.  Véase  cómo  lo  explica,  con 
su  acostumbrada  claridad,  el  P.  Cardiel: 

«Cuando  el  Gobernador  quiere  indios  [para  empresas  militaresj, 
no  escribe  a  los  indios,  ni  envía  oficiales  para  intimarles  sus  órde- 
nes, porque  sabe  quiénes  son  y  cómo  se  gobiernan.  Escribe  a  nues- 
tros Provinciales:  Necesito  tres  mil  indios,  v.  gr.,  para  tal  expedición; 
estimaré  que  V.  R.,  como  tan  servidor  de  Dios  y  del  Rey,  disponga 
que  vengan  a  tal  paraje  con  todo  lo  necesario  para  tal  empresa.  Esto 
es,  en  sustancia,  lo  que  escribe.  El  Provincial  al  punto  escribe  al 
Superior  de  las  misiones,  declarándolo  lo  que  dice  el  Gobernador  y 
ordenándole  que  disponga  luego  todo  lo  necesario.  El  Superior  toma 
.  la  lista  de  todos  los  pueblos,  y  repartiendo  la  carga  según  el  número 
mayor  o  menor  de  cada  pueblo,  hace  un  papel  en  que  en  sustancia 
dice:  El  señor  Gobernador,  en  nombre  del  Rey  nuestro  señor,  manda 
que  vayan  tantos  indios  a  tal  expedición.  Del  pueblo  N.  irán  doscien- 
tos; cada  uno  llevará  tres  caballos  para  sí;  cincuenta  llevarán  esco- 
peta con  tanta  pólvora;  cien  llevarán  lanzas,  y  los  cincuenta  restan- 


5:^6  I-Il!.    31. — rROVINCIAS    mZ    ILTRA^fAlt 

tes  llevarán  tantas  flechas  cada  uno  y  dos  o  tres  hondas.  Para  carga 
llevarán  tantas  muías,  en  que  irá  tanta  yerba  y  tanto  tabaco.  Todos 
irán  bien  vestidos  del  común  del  pueblo.  Saldrán  tal  día,  llevando 
para  el  camino  tantas  vacas  para  su  sustento,  hasta  tal  parte,  en  que 
encontrarán  al  P.  N.,  que  cuidará  de  todo  el  cuerpo  y  lo  conducirá 
liasta  entregarlo  al  señor  Gobernador.  Y  así  prosigue  para  todos  los 
demás  pueblos. 

»Este  papel  va  por  todos  ios  pueblos  tiempo  antes  de  la  marcha, 
para  dar  lugar  a  que  se  prevenga  lo.necesario.  Cada  cura  copia  lo  que 
le  toca,  y  lo  pasa  adelante.  Llama  el  cura  al  corregidor  y  al  maestre 
de  campo,  intímales  la  orden  del  Gobernador  y  cómo  para  aquel 
pueblo  están  señalados  tantos  con  tales  y  tales  armas.  Ordénales  que 
escojan  los  hombres  más  a  propósito  y  se  los  traigan  allí  para  verlos, 
y  que  con  los  armeros  y  demás  oficiales  prevengan  las  armas  seña- 
ladas. Vienen  los  señalados  y  ve  el  cura  si  conviene  desechar  alguno. 
Jamás  he  visto  (y  han  sucedido  varias  funciones  de  éstas  en  mi 
tiempo)  ni  he  oído  que  haya  habido  resistencia  en  alguna  ocasión  a 
estas  empresas,  cuando  las  manda  el  Gobernador,  ni  repugnancia 
alguna  de  parte  de  los  Padres  ni  de  los  indios.  A  todo  se  obedece 
puntualmente  por  el  orden  que  aquí  se  dice.  El  indio  nada  pone  de 
su  casa;  todo  se  lo  da  el  común.  En  llegando  al  sitio  señalado,  el  Go- 
bernador ordena  y  dispone  de  los  indios  por  sí  y  sus  oficiales,  va- 
liéndose de  los  Padres,  que  siempre  suelen  ser  dos  o  tres,  como  in- 
térpretes para  intimar  sus  órdenes  y  para  todos  los  usos  de  economía 
que  allí  se  ofrecen.  El  Gobernador  de  Buenos  Aires  y  Teniente  Ge- 
neral D.  Bruno  Zavala  estuvo  dos  veces  en  los  pueblos  con  ocasión 
de  expediciones  militares,  y  alabó  mucho  este  método  de  los  Padres 
en  su  gobierno  militar,  como  en  las  demás  cosas»  (1). 

Aunque  el  principal  intento  de  los  jesuítas  al  pedir  las  armas  de 
fuego  para  los  indios  fué  defender  las  reducciones  contra  las  invasio- 
nes de  los  portugueses,  pero  muy  pronto,  conociendo  los  gobernado- 
res del  Paraguay  y  de  Buenos  Aires  el  auxilio  poderoso  que  podían 
reportar  de  los  indios  cristianos,  empezaron  a  pedir  a  nuestros  Supe- 
riores milicias  más  o  menos  numerosas  de  indios  cristianos,  y  desde  el 
año  1644  en  adelante  ocurrieron  frecuentemente  campañas  en  que  to- 
maron parte  los  indios,  con  manifiesta  utilidad  del  Estado  español  (2). 


(1)  Jbifl.,  pág.  582. 

(2)  El  P.  Hernández,  on  su  torno  II,  págs.  fi;^(57,  presenta  la  serie  de  servicios  mi- 
litaros que  los  indios  guaraníes  prestaron  al  Estado  español  desde  1(544  hasta  la  ex- 
pulsión dolos  jesuítas  por  Carlos  IIL 


CAP.    X. CONDICIÓX    SOCIAL   DE   LAS    MISIONES    DEL    PARAGUAY  537 

8.  Otras  particularidades  pudiéramos  añadir  sobre  la  vida  inte- 
rior y  el  estado  social  de  las  misiones  del  Paraguay,  pero  debemos 
limitarnos,  y  terminaremos  este  capítulo  examinando  brevemente 
hasta  dónde  se  llegó  en  la  civilización  y  moralización  de  los  pueblos 
guaraníes.  Conviene  estudiar  con  detención  este  punto,  para  evitar 
dos  extremos  igualmente  viciosos,  que  aparecen  en  los  autores  al 
juzgar  la  obra  de  las  reducciones  del  Paraguay.  Algunos,  llevados  de 
su  odio  a  los  jesuítas,  rebajan  neciamente  la  obra  de  nuestros  misio- 
neros, creyendo  que  fué  cortísimo  el  resultado  de  sus  esfuerzos. 
Dtros,  en  cambio,  ponderan  de  tal  modo  las  virtudes  de  los  indios 
convertidos,  que  se  imagina  el  lector  que  aquello  era  un  paraíso  te- 
rrenal, sin  las  miserias  que  acompañan  siempre  a  nuestra  naturaleza 
relajada. 

Lo  más  digno  de  admiración  en  las  reducciones  del  Paraguay  fué 
el  conservar  a  tanto  número  de  salvajes,  libres  enteramente  de  los 
vicios  gravísimos  a  que  vivían  entregados  en  su  gentilidad.  Haber 
destruido  las  idolatrías,  hechicerías,  la  antropofagia,  la  poligamia,  la 
embriaguez,  la  crueldad  y  otros  vicios  horribles  que  reinaban  entre 
los  guaraníes;  esto  fué  una  obra  de  la  gracia,  que  merece  los  elogios 
de  toda  persona  prudente.  El  número  de  indios  que  vivían  habitual- 
mente  en  las  reducciones  formadas  por  los  jesuítas  oscilaba  entre  120 
y  140.000.  El  mayor  número  que  hemos  visto  en  los  catálogos  de  en- 
tonces es  de  143.000;  no  sabemos  que  pasara  nunca  más  adelante  el 
número  de  los  reducidos.  Pues  bien;  conservar  en  la  inocencia  de 
costumbres  y  en  la  práctica  de  la  vida  cristiana  a  140  000  salvajes,  es 
una  maravilla  de  la  gracia,  que  no  sabemos  se  haya  repetido  en  otra 
parte  alguna  de  las  regiones  ultramarinas,  y  que  suele  despertar  la 
admiración  de  los  que  saben  la  gran  dificultad  que  siempre  se  expe- 
rimenta en  convertir  y  conservar  en  buenas  costumbres  al  salvaje 
sacado  de  los  bosques.  Sube  de  punto  el  mérito  de  esta  obra,  si  se 
considera  el  alto  grado  do  piedad  a  que  llegaron  los  guaraníes  y  la 
devoción  verdaderamente  ejemplar  con  que  celebraban  sus  solem- 
nidades y  ejecutaban  los  actos  religiosos. 

La  primera  vez  que  pudieron  ver  esto  los  españoles  del  Paraguay 
se  quedaron  verdaderamente  estupefactos.  El  año  1G27,  a  petición  del 
P.  Lorenzana,  que  entonces  gobernaba  el  colegio  de  la  Asunción, 
fueron  enviados  desde  San  Ignacio  Guazú  varios  niños  músicos  y 
danzantes,  para  que  ejecutasen  en  la  iglesia  de  la  Asunción  los  cantos 
y  danzas  que  solían  celebrar  en  su  pueblo.  Véase  la  impresión  que 
causó  en  los  vecinos  españoles.  Habla  ol  P.  Pedro  Comental,  que  re- 


538  LiK.  ir. — PRovjNciAS  di;  ultramak 

fiere  el  hecho:  «No  digo  nada  de  los  cantores,  que  con  el  cuidado  que 
se  tiene  de  ellos  van  adelantando  cada  día  más.  Llévelos  a  la  fiesta 
de  la  Circuncisión,  como  me  lo  pidió  el  P.  Marciel  de  Lorenzana, 
Vicerrector  que  era  del  colegio  de  la  Asunción.  Cantaron  y  danza- 
ron y  tañeron  tan  bien,  que  no  se  hartaban  los  vecinos  y  otros  espa- 
ñoles forasteros  de  oillos  y  de  vellos  y  de  espantarse,  y  daban  mil 
bendiciones  a  la  Compañía,  que  hacía  de  animales  y  bestias  fieras  en 
tan  breve  tiempo  hombres  y  tan  hombres,  que  pudieran  parecer  en- 
tre los  hombres.  Fué  tal  este  cebo,  que  con  hacer  procesión  general 
en  la  iglesia  de  los  dominicos,  acabada  la  procesión,  uno  tras  otro  se 
vinieron  todos  los  seglares,  ni  bastó  ruegos  que  les  hicieron  de  que 
no  vinieran,  de  modo  que  se  llenó  luego  toda  nuestra  iglesia  y  lo 
mismo  hubo  en  las  vísperas,  que  no  suele  haber  gente  en  ninguna 
parte. 

«Envióse  después  para  las  Cuarenta  horas,  y  no  fueron  todos  los 
cantores  ni  todos  los  instrumentos.  Dijéronme  los  Padres  que  no  han 
visto  tan  gran  concurso  desde  que  existe  aquel  colegio...  De  su  devo- 
ción y  bondad  no  digo  más  sino  lo  que  dijo  el  P.  Antonio  Moranta 
en  viéndoles,  que  son  como  unos  novicios  de  la  Compañía.  Oyen  cada 
día  misa,  toman  sus  disciplinas  los  viernes  y  entre  semana,  llevan  ci- 
licio, toman  santo  del  mes,  rezan  su  rosario  cada  día,  oyen  su  plática, 
que  les  hago  cada  semana,  acomodada  a  su  capacidad.  Confiésanse 
algunos  cada  sábado,  otros  cada  dos  meses,  y  otros  el  día  de  su  santo 
del  mes,  y  sé  de  dos  que  entrarán  por  donados,  y  otros  procuran  de 
guardar  con  mucho  cuidado  su  pureza,  ni  miran  a  indias  en  sus  ca- 
ras, aunque  les  hablen  en  sus  casas.  Reprenden  estos  niños  a  sus  pa- 
dres y  madres  de  sus  vicios.  Preguntando  yo  a  una  persona  si  había 
hecho  no  sé  qué,  me  respondió  diciendo:  «Si  yo  lo  hiciera,  mi  hijo 
me  reñiría»  (1).  El  lector  dirá  si  no  es  admirable  transformar  a  sal- 
vajes en  jóvenes  tan  inocentes  y  sólidamente  cristianos. 

También  se  debe  alabar  en  los  indios  guaraníes  la  facilidad  que 
tenían  en  imitar  los  objetos  artísticos  que  les  mandaban  hacer,  y  la 
asiduidad  con  que  trabajaban  largo  tiempo  los  objetos  hasta  darles 
relativa  perfección.  En  cambio,  era  un  defecto  suyo,  que  todos  nota- 
ron, la  falta  absoluta  de  iniciativa  en  todas  las  artes.  Jamás  se  veía 
ningún  indio  que  inventara  lo  más  mínimo.  Acerca  de  la  música, 
oigamos  lo  que  dice  el  P.  Cardiel:  «Yo  he  atravesado  toda  España,  y 


(1)     Kío  Janeiro.  Bibl.  Nac,  Mss.  Aiujelis,  ii.  S7().  K^  el  anua  do  la  reducción  de  San 
Ignacio  Guazú  on  <'l  año  1G27. 


CAP.    X. — CONDICIÓN    SOCIAJ.    DIO   LAS    MISIONKS    DKL    ]>AKA(¡1  AY  Ó39 

011  pocas  catedrales  he  oído  músicas  mejores  que  éstas  [de  los  indios] 
en  su  conjunto.  No  obstante  su  destreza,  y  que  hay  en  todos  los  pue- 
blos un  maestro  o  dos  de  música,  jamás  se  ha  hallado  algún  maestro 
o  discípulo  que  sepa  componer  ni  un  renglón,  como  ni  tampoco  se 
ha  encontrado  indio  alguno  que  sepa  hacer  una  copla  aun  en  su 
idioma,  ni  aun  de  aquellas  que  hacen  los  ciegos  de  España.  Tanta  es 
su  cortedad  de  entendimiento»  (1). 

Junto  con  las  buenas  cualidades  que  indudablemente  poseían  los 
indios,  debemos  notar  algunos  defectos  que  fueron  invencibles  a 
todo  el  celo  apostólico  y  a  la  paciencia  incomparable  de  los  misio- 
neros. Asombra,  verdaderamente,  que  no  pudieran  los  jesuítas  sacar- 
los de  su  rutina  y  flojedad,  sobre  todo  en  algunas  cosas,  en  que  el 
propio  interés  debiera  estimularles  a  mudar  de  costumbres.  Véase  lo 
que  cuenta  el  P.  Pedro  Romero  el  año  1634  sobre  las  enfermedades 
y  desventuras  que  por  entonces  padecían  los  indios:  «No  hay  año 
ninguno,  dice,  en  que  estos  pobrecitos  naturales  no  padezcan  mil  ca- 
lamidades y  desventuras  de  hambre,  frío,  enfermedades  y  mortan- 
dad, de  que  abundan  estas  pobres  tierras,  todo  causado,  sin  duda,  ya 
por  el  poco  gobierno  y  traza  que  tienen  sin  cuidar  do  sus  comidas, 
pues  sólo  están  solícitos  del  día  de  hoy,  y  en  él  acaban  cuanto  topan, 
sin  darles  pena  lo  que  han  de  comer  el  día  de  mañana... 

»De  aquí  provienen  tantas  enfermedades  y  miserias  que  continua- 
mente padecen,  sin  género  alguno  de  alivio,  regalo  o  medicina.  No 
tienen  ningún  alivio,  porque  no  hay  quien  les  consuele  o  alegre 
cuando  están  enfermos,  antes  el  padre  deja  al  hijo,  el  hijo  al  padre  y 
la  mujer  al  marido,  ni  les  hablan  una  palabra  en  todo  el  día,  y  así  el 
triste  enfermo  se  está  consumiendo  de  pura  melancolía  y  tristeza.  Ni 
menos  tienen  regalo  alguno  con  que  puedan  sobrellevar  sus  trabajos 
y  dolor.  En  la  cama  no  le  tienen,  porque  el  más  rico  y  regalado  tiene 
por  cama  unos  hilos  de  algodón  u  hortigas  de  la  tierra  hechos  red, 
en  que  está  siempre  boca  arriba,  sin  poder  extender  los  pies  ni  re- 
volverse de  un  lado  a  otro.  Otros  que  no  alcanzan  tanto  hacen  una 
como  parrilla  de  palos  muy  ralos,  y  en  ellos  ponen  una  estera..: 
Otros,  y  los  más,  el  duro  suelo  tienen  por  cama.  Aquí  están  con  la 
desventura  que  se  puede  imaginar,  comidos  de  piques,  llenos  de  lla- 
gas, flacos  y  en  los  puros  huesos,  imposibilitados  de  poder  sanar.  La 
comida  es  del  mismo  jaez.  La  ordinaria  es  un  triste  vino  que  hacen 
de  maíz  mascado  y  cocido  en  una  poca  de  agua,  y  este  es  el  sumo 


(1)     Declaración  de  la  wrdud,  n.  lOti. 


540  iiR-  II- — PROVINCIAS  di:  ui,tt;.\maií 

regalo  que  más  apetecen,  o  unos  pocos  de  frisóles,  cocidos  con  mera 
agua,  sin  otro  recaudo  ni  especias,  y  cuando  quieren  variar  es  con 
una  harina  que  hacen  de  raíces  podridas  de  propósito,  que  sólo  el 
mal  olor  que  tiene  nos  ahuyenta  a  nosotros  de  ella...  Debajo  de  las 
camas  que  he  dicho  están  poniendo  de  día  y  noche  brasas  encendi- 
das para  calentar,  y  esto  aun  en  medio  de  las  caniculares  y  estando 
ardiendo  de  calentura,  y  así  se  están  asando  en  el  suelo  hasta  que, 
finalmente,  mueren  consumidos... 

«Aunque  nos  cansamos,  y  no  poco,  en  enseñarles  el  modo  que  han 
de  tener  para  conservar  su  comida,  cuidar  de  sus  chacras  y  cultivar- 
las, no  harán  más  de  lo  que  vieron  hacer  a  sus  antepasados,  ni  saldrán 
de  su  paso  por  cuanto  hay  en  el  mundo...  Todo  es  predicar  en  de- 
sierto y  cansarse  de  balde,  porque  no  lo  guardan  ni  guardarán  jamás. 
Si  les  queremos  aplicar  algunas  medicinas,  huyen  y  se  esconden,  y 
muchos  se  dejan  antes  morir  que  tomarlas.  Si  queremos  regalarles 
con  la  pobreza  que  tenemos  y  quitárnoslo  de  la  boca  para  dárselo,  no 
lo  arrostran  ni  comen,  antes  dicen  muchos  o  todos,  que  nuestras  co- 
midas les  matan.  No  hay  padre  ni  madre  que  con  tanto  cuidado  y 
solicitud  vele  por  dar  gusto  a  sus  hijos,  como  los  Nuestros  velan  y  se 
esmeran  en  regalar  a  estos  hijitos  suyos  en  Jesucristo,  por  quien 
nunca  se  cansan  ni  enfadan  de  sufrir  todos  estos  desdenes,  los  cuales 
nacen  también,  no  de  mala  voluntad,  sino  de  poco  caudal  y  entendi- 
miento, criados  siempre  entre  montes,  sin  otro  magisterio  que  el  de 
brutos  animales»  (1). 

Esto  se  escribía  en  1634;  un  siglo  más  adelante  trabajaba  en  estas 
misiones  el  tantas  veces  citado  P.  José  Cardiel.  Pues  por  lo  que  éste 
nos  dice,  entendemos  que  los  indios  no  habían  progresado  nada  en 
punto  a  previsión  y  economía.  Explicando  la  dificultad  que  sentían 
ios  jesuítas  en  hacer  buenos  propietarios  a  los  indios,  dice  así:  «Los 
indios  no  tienen  en  particular  vacas  ni  bueyes,  ni  caballos  ni  ovejas, 
ni  muías,  sino  gallinas,  porque  no  son  capaces  de  más.  Hemos  hecho 
en  todos  tiempos  muchas  pruebas,  para  ver  si  les  podíamos  hacer 
tener  y  guardar  algo  de  ganado  mayor  y  menor  y  alguna  cabalga- 
dura, y  no  lo  hemos  podido  conseguir.  En  teniendo  un  caballo,  luego 
[el  indio]  lo  llena  de  mataduras,  no  le  da  de  comer  ni  aun  le  deja  ir 
a  buscarlo,  y  luego  se  le  muere.  El  burro  es  más  propio  para  su 
genio,  pero  lo  suele  tener  tres  y  cuatro  días  atado  al  pilón  del  corre- 
dor de  su  casa,  sin  comer  ni  beber  ni  echarle  al  campo,  por  no  tener 


(1)    Río  Janeiro.  Bibl.  Nac,  Msa.  Angelis,  n.  903.  Son  las  anuas  dol  año  IfilM. 


CAP.    X. — CONDICIÓN    SCX^IAL    UE   LAS    MISIONKS    ÜKL    PAKAGUAY  541 

el  trabajo  de  ir  a  cogerle  allí,  y  así  luego  se  le  acaba.  Les  damos  un 
par  de  vacas  lecheras  con  sus  terneras  para  que  las  ordeñen  y  tengan 
leche,  y  por  el  corto  trabajo  de  ordeñarlas,  no  las  ordeñan,  las  dejan 
andar  perdidas  por  los  campos  y  sembrados  o  matan  las  terneras  y  se 
las  comen.  Lo  mismo  sucede  con  los  bueyes,  que  los  pierden  o  matan 
y  comen.  Sólo  en  tal  cual  de  los  indios  más  principales  podemos  lo- 
grar, que  tengan  alguna  muía  o  bueyes  y  que  los  conserven.  Todo 
esto  está  de  común,  y  por  esto  tiene  cada  pueblo  sus  dehesas,  pasto- 
reos o  estancias  de  todo  ganado,  con  vacas,  caballos,  muías,  burros 
y  ovejas»  (1). 

Por  aquí  se  entenderá  de  dónde  provino  la  destrucción  final  de 
estas  reducciones  y  cuánto  yerran  los  que  atribuyen  a  defectcs  del 
sistema  establecido  por  los  jesuítas,  lo  que  era  realmente  defecto  de 
los  mismos  indios.  Suelen  decir  que  los  jesuítas  mantenían  a  sus  neó- 
fitos en  perpetua  tutela  y  como  en  niñez  permanente.  No  los  mante- 
nían; los  indios  eran  los  que  se  obstinaban  en  ser  perpetuamente 
niños,  y  con  todos  sus  esfuerzos  no  pudieron  los  jesuítas  conseguir 
que  fuesen  hombres.  Si  un  alumno  se  obstina  en  no  estudiar,  ya  pue- 
den venir  los  maestros  más  doctos  del  mundo,  ya  pueden  ensayarse 
los  sistemas  pedagógicos  más  afamados,  el  alumno  se  quedará  tan 
ignorante  como  al  principio.  Esto  sucedió  con  estos  indios  guaraníes, 
que  por  su  cortedad  de  talento,  por  su  desidia,  por  su  imprevisión  y 
holgazanería  incurables,  faeron  perpetuos  niños,  necesitados  de  la 
dirección  y  continua  vigilancia  de  sus  niñeros  los  jesuítas.  Cuando 
el  decreto  de  Carlos  III  desterró  en  1767  a  los  niñeros  de  aquellos 
indios,  al  punto  decayeron  las  reducciones,  y  medio  siglo  después 
desaparecieron  destruidas  por  los  brasileros  y  paraguayos. 


(1)    Cardiel  apiid  Hernández,  t.  II,  pág.  529. 


CAPÍTULO  XI 


IRRUPCIONES   DE   LOS   PAULISTAS 

Sumario:  1.  Primeras  irrupciones  aisladas  desde  1611  hasta  1627. —2.  Venida  de  Cés- 
pedes por  Gobernador  del  Paraguay.— 3.  Irrupciones  desastrosas  en  el  Guayrá 
de  1628  a  1630.— 4.  Transmigración  délas  reducciones  en  1631.— 5.  Nuevas  irrupcio- 
nes de  los  paulistas  en  1636  y  1638.— 6.  El  P.  Díaz  Taño  es  enviado  a  Roma,  y  el 
P.  Montoya  a  Madrid,  para  pedir  favor  al  Papa  y  al  Rey  contra  los  paulistas.— 7.  El 
P.  Díaz  Taño  vuelve  al  Brasil  con  los  despachos  obtenidos  de  Urbano  VIII.  Tumulto 
terrible  en  Río  Janeiro,  luego  que  son  conocidos,  en  1640.— 8.  El  P.  Montoya  obtiene 
del  Rey  el  dai*  armas  de  fuego  a  los  indios.— 9.  Los  indios  guaraníes,  armados  con 
arcabuces,  vencen  a  los  paulistas  en  1641,  y  se  defienden  sin  miedo  en  adelante. 

FiKNTKS  contk.mporXneas:  1.  Paruquavia .  Epislolae  Generalitim.—2.  Lilterae  anniatr.  -  3.  Mon- 
toya, CoHcpíinlíí  espiiitiicih—4:.  Documentos  del  Archivo  de  Indias.— 5.  Documentos  de  la  Biblio- 
t_'ca  Nacional  tle  Río  Janeiro. 

1.  La  ciudad  de  San  Paulo  es  ahora  una  de  las  más  importantes 
del  Brasil.  Por  la  grandeza  de  su  población,  por  la  fertilidad  de  su 
territorio,  por  la  salubridad  de  su  clima,  mucho  más  fresco  y  agra- 
dable de  lo  que  pudiera  creerse,  atendida  su  latitud;  por  la  industria 
que  se  ha  desarrollado  en  su  seno,  por  el  comercio  activo  que  ha  es- 
tablecido con  otras  grandes  capitales,  la  antigua  colonia,  mirada  al- 
gún tiempo  como  refugio  de  bandidos,  es  ahora  considerada  como 
una  de  las  ciudades  más  prósperas  de  la  América  meridional.  Hace 
trescientos  años  presentaba  esta  población  un  aspecto  bastante  dis- 
tinto. Fundada  en  la  primera  mitad  del  siglo  XVI,  habíanse  esta- 
blecido allí  primeramente  colonos  portugueses.  Después  habían 
concurrido  poco  a  poco  varios  aventureros  españoles  e  italianos, 
atraídos  ciertamente  por  la  fertilidad  de  la  tierra,  pero  todavía  más 
por  la  impunidad  que  esperaban  para  sus  crímenes  en  aquella  ciu- 
dad, algo  retirada  entonces  do  las  autoridades  supremas  del  Brasil. 
Era  uso  corriente  y  como  tradicional  en  las  colonias  portuguesas 
fundadas  en  América  a  orillas  del  Atlántico,  internarse  do  tiempo  en 
tiempo  hacia  el  Occidente,  atravesando  los  vastísimos  bosques  do 
aquellos  países,  para  cautivar  los  indios  y  coger  los  objetos  pre- 
ciosos que  pudieran  serles  de  alguna  utilidad.  Los  colonos  de  San 
Paulo  ejercitaron  tal  vez  más  que  otros  estas  empresas,llamadas  ma- 
locas, y  se  refiere  de  ellos  que  las  hacían  por  espacio  de  meses  y  a 


CAÍ-.    XI. IKRVl'CIO.NK.S    Di:    I.OS    rALLISTAS  7)4^ 

veces  de  varios  años.  De  aquí  resultó  un  fenómeno  etnográfico  que 
no  sabemos  que  se  cuente  de  otras  colonias  europeas.  Cuando  vol- 
vían de  sus  malocas,  que  habían  durado  cuatro,  seis  o  más  años,  traían 
no  solamente  indios  cautivos  y  otras  riquezas  del  suelo,  sino  tam- 
bién algunos  hijos,  que  habían  tenido  en  las  indias  cautivadas  du- 
rante aquellas  expediciones  aventureras.  A  estos  muchachos,  traídos 
de  los  bosques,  los  llamaban  en  San  Paulo  mamaJucos,  esto  es,  hijos 
habidos  durante  las  malocas.  De  aquí,  con  mudar  solamente  una  letra, 
vino  a  aplicarse  a  esta  gente  el  nombre  de  la  tan  conocida  milicia  de 
Egipto,  que,  seguramente,  nada  tuvo  que  ver  con  los  habitantes  de 
San  Paulo.  El  P.  Charlevoix  y  otros  autores  de  la  Compañía  suelen 
llamar  mamelucos  a  los  colonos  portugueses  que  invadieron  las  re- 
ducciones del  Paraguay.  Nosotros  prescindiremos  de  este  mote  ca- 
prichoso, y  llamaremos  sencillamente  paulistas  a  los  invasores  de  los 
pueblos  cristianos  fundados  por  los  jesuítas  españoles. 

La  primera  irrupción  de  los  paulistas  en  las  cristiandades  funda- 
das por  nuestros  Padres  se  remonta  al  año  1611.  Nos  da  noticia  de 
este  hecho  el  capitán  Antonio  de  Añasco,  que  procuró  resistir  en 
cuanto  alcanzaron  sus  fuerzas  al  brío  de  los  invasores  y  arrebatarles 
la  presa.  Escribiendo  al  Gobernador  del  Paraguay,  Diego  Marín,  dice 
que  en  21  de  Octubre  le  llegó  nueva  de  que  gran  número  de  portu- 
gueses, originarios  de  San  Paulo,  avanzaban  por  el  camino  que 
treinta  años  antes  había  seguido  Jerónimo  Leitón  en  sus  malocas  por 
el  Brasil.  Salió  al  instante  con  25  soldados  españoles  a  la  aldea  de 
Paranambaré,  y  halló  el  pueblo  robado  por  los  paulistas,  quienes  se 
habían  llevado  a  los  indios,  diciendo  que  deseaban  colocarlos  en  cier- 
tas aldeas  que  tenían  los  jesuítas  portugueses  en  tierra  del  Brasil. 
Siguiendo  el  rastro  de  los  invasores,  pudo  alcanzar  al  capitán  Pedro 
Báez  de  Barrios,  a  quien  arrebató  varios  caciques  tupíes  que  le  acom- 
pañaban, metiendo  a  dos  de  ellos  en  collera.  Otro  grupo  de  25  pau- 
listas se  dispersó  al  oír  que  les  perseguían  soldados  españoles.  Con- 
cluye el  capitán  representando  que  Su  Señoría  el  Gobernador  y 
el  P.  Provincial  del  Paraguaj'  deberían  escribir  al  Gobernador  de  San 
Paulo  y  a  los  Padres  portugueses,  para  que  impidan  estas  invasiones 
de  los  paulistas  en  jurisdicción  de  los  castellanos,  y  para  que  no  per- 
turben a  los  indios  del  Paraguay,  pues  si  quieren  ser  cristianos, 
ya  tienen  en  su  tierra  reducciones  fundadas  por  Padres  de  la  Com- 
pañía (1). 


(1)    Arch.  de  Im 


544  LiB.  II.— riíoviNciAS  de  ultramau 

Un  año  después,  a  fines  de  1612,  supo  otro  capitán  español  lla- 
mado Bartolomé  de  Torales,  que  andaba  por  aquellas  tierras  un  por- 
tugués, por  nombre  Sebastián  Prieto,  venido  de  San  Paulo,  enga- 
ñando con  dádivas  a  los  caciques  delGuayrá  y  procurando  llevárse- 
los a  su  ciudad.  Trece  caciques  se  resolvieron  á  alzarse  con  su  gente 
e  ir  a  San  Paulo  en  pos  del  aventurero  portugués.  Cuando  esto  supo 
el  capitán  Torales,  salió  con  30  soldados  para  impedir  tal  desercióií. 
No  pudo  alcanzar  a  Sebastián  Prieto,  que  le  llevaba  60  leguas  de  ven- 
taja, pero  alcanzó  a  muchos  de  los  indios  que  le  seguían,  e  hizo  vol- 
ver al  Guayrá  como  a  300  de  ellos  (1).  Estas  entradas  de  los  paulistas 
unas  veces  a  mano  armada,  para  apoderarse  violentamente  de  los  in- 
dios fieles  o  infieles  y  llevárselos  como  esclavos,  otras  veces  con  en- 
gaños y  dádivas  para  atraer  hacia  sí  a  los  infelices  que  vivían  en  las 
selvas,  se  fueron  repitiendo  los  años  siguientes,  y  nuestros  Padres 
deliberaron  que  convenía  resistir  con  las  armas  a  estas  invasiones, 
exhortando  a  nuestros  indios  a  pelear  en  campo  abierto  contra  la 
fuerza  de  los  enemigos.  La  Audiencia  real  de  Charcas  aprobó  este 
dictamen,  y  fué  consultado  sobre  ello  nuestro  P.  General  Mucio 
Vitelleschi.  Éste  confirmó  la  idea,  pero  advirtiendo  que  los  Nuestros 
no  debían  ser  capitanes  ni  empuñar  las  armas  (2).  He  aquí  sus  pala- 
bras: «Lo  que  la  Audiencia  Real  y  los  Padres  Provinciales  Nicolás 
Duran,  Francisco  Vázquez  Trujillo  y  V.  R.  sienten,  de  que  conviene 
que  los  indios  de  las  reducciones  resistan  a  los  portugueses  y  no  se 
dejen  llevar  como  corderos  de  los  lobos,  es  bonísimo  dictamen,  y  el 
mismo  tengo  yo,  y  pues  es  defensa  natural, a  ellos  les  es  lícito  usar  de 
medios  proporcionados,  y  a  nosotros  el  aconsejárselo  alentándolos, 
animándolos  y  esforzándolos,  y  esto  nunca  lo  he  prohibido.  Lo  que 
pretendo  es  que  los  Nuestros  no  se  hallen  a  la  ejecución  del  negocio 
ni  sean  como  sus  capitanes  en  las  armas.  Pueden  industriarlos  y 
guiarlos  los  indios  más  ladinos  y  prácticos,  y  si  hubiese  algunos  es- 
pañoles o  nacidos  en  este  reino,  sería  a  propósito  para  que  los  im- 
pusiese para  la  acción.  Que  bien  rae  persuado,  que  si  una  vez  experi- 
mentasen los  portugueses  había  dificultad  en  llevarse  los  indios,  y  que 
se  ponen  a  riesgo  de  un  gran  trabajo  y  de  perder  la  vida,  que  deja- 
rían la  empresa  constándoles  de  la  resistencia.» 

2.    Mientras  de  este  modo  se  disponían,  aunque  lentamente,  los 
jesuítas  y  sus  indios  a  resistir  al  enemigo,  recibía  ésto  un  socorro  in- 


(1)  Arch.  de  Indias,  74-ü-'21.  Toi-alos  a  Marín.  Ciudad  Real,  1!)  Diciembre  161: 

(2)  Parcrjuaria.  Kpist.  Gen.  A  Eoroa,  20  Enoro  1627. 


CAP.    XI.— IRKUPCIONES   DE   LOS    PAULISTAS  545 

esperado  en  un  Gobernador  español,  que  fué  una  de  las  mayores  cala- 
midades que  pudieran  venir  al  Paraguay.  Por  cédula  real  despa- 
chada en  El  Pardo  a  6  de  Febrero  de  1625  (1),  fué  nombrado  Go- 
bernador y  Capitán  general  del  Paraguay  D.Luis  de  Céspedes  Jeria, 
aventurero  que  había  servido  en  las  guerras  de  Chile,  y  que  se  ha- 
llaba, como  tantos  otros  aventureros  españoles,  con  muchas  glorias 
y  hazañas  que  contar,  pero  sin  un  céntimo  en  el  bolsillo.  Tanta  era 
su  pobreza,  que  le  costó  largo  tiempo  hallar  en  Sevilla  y  en  Lisboa 
el  dinero  indispensable  para  ejecutar  el  viaje  y  presentarse  con  al- 
gún decoro  ante  las  personas  principales  del  Paraguay  (2).  Embar- 
cóse por  fin  en  Lisboa  el  año  1626,  y  llegó  prósperamente  a  Río  Ja- 
neiro. Estaba  prohibido  repetidas  veces  a  los  empleados  españoles 
entrar  en  sus  gobernaciones  de  Paraguay,  Tucumán  y  otras  de  la 
América  meridional,  atravesando  las  tierras  del  Brasil,  pues  aunque 
se  hallaban  unidas  las  Coronas  de  Portugal  y  Castilla,  perseveraban 
muy  separadas  las  colonias,  las  aduanas  y  los  intereses  de  las  gober- 
naciones que  habían  pertenecido  a  los  dos  reinos.  En  este  caso, 
pasando  por  todo,  llegó  Céspedes  Jeria  a  Río  Janeiro,  tuvo  la  buena 
suerte  de  caer  en  gracia  al  Gobernador  del  Brasil,  Diego  Luis  de 
Oliveira,  y  al  poco  tiempo  logró  la  fortuna,  desmesurada  para  él,  de 
casarse  con  una  sobrina  del  mismo  Gobernador. 

Con  esto  se  dio  aires  de  personaje,  y  enderezó  sus  pasos  de  Río 
Janeiro  a  San  Paulo,  deseando  entrar  por  allí  en  el  Paraguay.  Reci- 
bido en  San  Paulo  con  singulares  honores,  manifestó  ya  allí  odio  y 
aversión  a  los  jesuítas,  no  dignándose  corresponder  en  nada  a  las 
muestras  de  cortesía  que  los  Padres  portugueses  de  aquel  colegio 
juzgaron  oportuno  dirigirle.  Al  cabo  de  algún  tiempo  se  encaminó 
de  San  Paulo,  al  Paraguay  y  le  fué  acompañando  gran  multitud  de 
vecinos  de  San  Paulo,  aventureros  que  proyectaban  enriquecerse 
con  las  malocas  hechas  tierra  adentro,  y  que  probablemente  fueron 
durante  este  viaje  trazando  el  itinerario  que  habrían  de  seguir, 


(1)  Arch.  de  Indias,  74-4-15. 

(2)  Los  percances  de  este  viaje  los  cuenta  el  mismo  Céspedes  en  un  escrito  que  secon- 
servaen  el  Archivo  de  Indias,  74-4-15,  y  que  lleva  este  título:  <  Relación  del  viaje  de  Luis 
de  Céspedes  Jeria  desde  que  salió  de  Lisboa  hasta  que  salió  de  San  Paulo  para  el  Paraguay  el 
16  de  Julio  de  1628.»  Esta  relación  escrita,  naturalmente,  con  parcialidad  en  favor  de  su 
persona,  debe  completarse  con  otra  que  redactó  el  P.  Boroa,  y  se  intitula:  «Relación 
de  la  persecución  que  la  Compañía  ha  padecido  en  el  Paraguay  desde  el  fin  del  año  1628  hasta 
el  de  1631."  Aquí  se  explican  más  las  cualidades  del  Gobernador  y  su  aversión  a  los 
jesuítas,  de  que  él  prescinde  en  su  escrito.  La  relación  del  P.  Boroa  está  en  Paraquaria. 
Historia,  I,  n.  34. 


•ROVINCIAS   DE    ULTHAMAR 


cuando  llegase  el  momento  de  poner  en  ejecución  sus  dañados  pla- 
nes (1), 

Entró  Céspedes  en  el  territorio  de  su  gobernación  por  la  parte 
del  Nordeste,  y  pudo  verse  muy  pronto  con  Padres  de  la  Compañía 
que  gobernaban  las  reducciones  del  Guayrá.  Uno  de  los  primeros 
jesuítas  con  quien  se  encontró  fué  el  P.  Antonio  Ruiz  de  Montoya, 
Superior  de  nuestras  reducciones.  Bien  conoció  el  jesuíta  la  poca 
aüción  que  aquel  hombre  tenía  a  los  Nuestros;  sin  embargo,  procuró 
mostrarse  obsequioso  y  no  dar  ningún  indicio  de  recelo.  También 
los  otros  Padres  del  Guayrá  escribieron  cartas  de  bienvenida  al  nuevo 
Gobernador  (2).  Por  su  parte,  Céspedes  les  correspondió  aprobando  las 
dos  últimas  reducciones  que  el  P.  Montoya  había  levantado,  y  eran 
la  Encarnación,  en  el  Nautinguí,  y  otra  llamada  de  San  Pablo,  en  el 
Iñeay.  Al  aprobar  estas  reducciones  mandaba  Céspedes  que  se  acu- 
diera a  los  misioneros  con  el  sínodo  señalado  para  ellos  por  las  cé- 
dulas reales  (3).  Muy  pronto  adivinaron  nuestros  Padres  que  se  pre- 
paraba algo  grave  contra  ellos;  pero  ni  por  asomo  se  imaginaron  la 
horrible  conjuración  que  se  había  ya  fraguado,  y  que  vino  a  mani- 
festarse algunos  meses  después. 

3.  A  fines  de  Agosto  de  1628  aparecieron  de  pronto  en  el  terri- 
torio del  Guayrá  400  paulistas,  acompañados  de  2  000  tupíes,  indios 
feroces  que  solían  ser  auxiliares  constantes  de  los  paulistas  en  sus 
malocas  y  desafueros  (4).  A  8  de  Setiembre  acampó  este  ejército 
junto  a  una  de  nuestras  reducciones.  Al  principio  no  se  mostraron 
enemigos  ni  de  los  jesuítas  ni  de  los  indios  cristianos.  Nuestros  Pa- 
dres, que  bien  se  temían  lo  que  podría  suceder,  visitaron  en  su 
campo  a  los  aventureros,  y  tratándolos  como  amigos,  procuraron 
suavizar  las  relaciones  entre  ellos  y  los  indios.  Entretanto,  conten- 
tábanse los  paulistas  con  cautivar  indios  infieles  que  encontraban 
acá  y  acullá  en  los  bosques.  Un  día,  de  repente,  supieron  los  jesuítas 
que  habían  sido  cautivados  16  indios  cristianos.  El  P.  Montoya  corrió 
al  campo  de  los  paulistas  y  reclamó  aquellos  cautivos.  El  capitán 


(1)  Sobre  esta  entrada  do  Céspedes  en  su  gobernación  debe  consultarse  en  Río  Ja- 
neiro, Bibl.  Nac.,  Mss.  Augelis,  n.  308,  el  memorial  que  redactó  Juan  de  Orsuchi  poi- 
comisión  de  la  Audiencia  de  Charcas,  en  el  que  se  prueban  las  irregularidades  quo 
cometió  el  Gobernador  en  este  viaje. 

(2)  Hasta  nueve  de  estas  eai'tas  ha  registrado  el  P,  Pastells  (t.  I,  págs.  429-4:il),  y 
todas  se  conservan  en  e,l  Ai'chivo  de  Indias,  74-4-15, 

(3)  Río  Janeiro.  Bibl.  Nac,  Mss.  Angelis,  n.  275. 

(4)  Desde  este  punto  seguimos  la  relación  del  P,  Ma^sotta,  quo  luego  citamos. 


CAP.  XI.— IKKUI'CIONES  DE  LOS  PAULISTAS  547 

prometió  dárselos  después,  pero  no  hizo  nada.  Pasaron  así  cuatro 
meses,  y  después  de  muchos  altercados  y  explicaciones  por  una  y 
otra  parte,  por  fin  en  el  mes  de  Enero  de  1629  decidiéronse  los* 
paulistas  a  invadir  a  mano  armada  nuestras  reducciones  y  llevarse 
cautivos  a  todos  los  indios. 

El  30  de  Enero  cayeron  de  repente  ellos  y  todos  sus  tupíes  sobre 
la  reducción  de  San  Ambrosio,  robaron  la  iglesia,  quemaron  las 
casas  y  cogieron  cautivos  a  todos  los  indios  que  no  pudieron  huir  a 
los  bosques.  La  misma  suerte  experimentó  en  el  mes  de  Marzo  la 
reducción  de  San  Miguel.  El  20  del  mismo  mes  acercáronse  a  la  de 
Jesús  y  María,  donde  era  cura  el  conocido  P.  Simón  Massetta.  Este 
benemérito  misionero  salió  al  encuentro  de  los  paulistas  en  son  de 
paz,  llevando  delante  la  cruz  y  «rodeado,  como  él  mismo  lo  dice,  de 
los  indios  mis  hijos,  alcaldes  y  caciques  con  sus  varas  de  paz».  De 
repente  los  paulistas  dieron  la  señal  de  ataque  y  se  apoderaron  de 
los  indios  y  acometieron  a  la  iglesia.  El  P.  Massetta  creyó  que  tal 
vez  los  sentimientos  religiosos  tendrían  alguna  fuerza  para  contener 
la  furia  de  aquellos  forajidos.  Vistióse  una  sobrepelliz,  púsose  la 
estola,  y  con  ademán  solemne  y  respetable  les  exhortó  a  respetar  la 
casa  de  Dios  y  a  no  cometer  tan  increíbles  maldades.  Ellos  por  toda 
respuesta  se  burlaron  de  él,  rompieron  la  pila  del  agua  bendita  en 
la  iglesia,  arrastraron  por  el  suelo  los  ornamentos  sagrados,  derra- 
maron los  santos  óleos  y  destrozaron  todas  las  imágenes  que  había 
en  la  iglesia,  con  un  furor  digno  de  los  hugonotes.  Penetraron  des- 
pués con  grande  algazara  en  la  habitación  del  Padre,  y  no  descu- 
brieron allí  sino  una  pobre  sotana  y  un  saco  de  habas  que  tenía  el 
misionero  para  su  pobre  sustento.  En  vez  de  edificarse  de, tanta  po- 
breza, los  paulistas,  sacando  al  aire  aquella  sotana,  gritaban  a  los 
indios:  «Mirad  lo  que  os  han  de  dar  estos  pobretones;  venid  con  nos- 
otros y  viviréis  más  felices  en  San  Paulo.» 

A  todo  esto,  iban  cogiendo  y  metiendo  en  colleras  a  todos  los 
indios  que  andaban  por  el  pueblo,  y  daba  compasión  al  P.  Massetta, 
como  él  mismo  lo  confiesa,  contemplar  a  sus  indios  recogidos  a 
palos  por  los  paulistas  y  sujetos  con  un  rigor,  cual  no  lo  usaran  ni 
los  turcos  ni  los  herejes.  No  quedó  en  el  pueblo  ningún  indio  cono- 
cido. Habiendo  reunido  toda  la  presa,  decidieron  ponerse  en  marcha 
los  paulistas,  y  antes  de  hacerlo,  ejecutaron  una  crueldad  que  llenó 
de  horror  al  misionero.  Observando  que  no  podrían  caminar  algu- 
nos viejos  y  enfermos,  los  juntaron  a  todos  y  los  arrojaron  a  una 
grande  hoguera  que  encendieron  en  medio  del  pueblo.  Algunos  de 


548  UB.   U. — PROVINCIAS   DE   ULTRAMAR 

aquellos  infelices  pudieron  arrastrarse  fuera  de  las  llamas,  pero  los 
tupíes  que  acompañaban  a  los  portugueses  asieron  a  los  que  salían 
y  los  arrojaron  otra  vez  al  fuego,  hasta  que  allí  se  consumieron 
todos  (1). 

Hecho  esto,  partieron  con  su  presa  camino  de  San  Paulo.  El 
P.  Simón  Massetta,  no  sabiendo  qué  hacerse  para  socorrer  a  sus  que- 
ridos hijos  cautivos,  determinó  seguirlos  hacia  San  Paulo,  y  con 
aprobación  del  P.  Montoya  tomó  el  camino  que  habían  emprendido 
los  paulistas,  acompañado  por  el  P.  Justo  Mansilla.  Cuarenta  y  siete 
días  duró  el  viaje  hasta  la  ciudad  portuguesa.  Lo  que  padecieron 
ambos  misioneros  supera  a  todo  lo  que  se  puede  concebir.  Vieron 
por  aquellos  campos  a  los  indios  que  se  caían  muertos  de  fatiga  y 
eran  abandonados  por  los  paulistas;  contemplaron  a  otros  que  eran 
arrojados  de  las  colleras,  para  que  se  murieran,  cuando  ya  no  podían 
andar.  Entre  otros  casos,  nos  refiere  el  P.  Mansilla  este  hecho:  «Yo 
vi  una  niña  de  cuatro  años  arrojada  .en  el  campo,  machucada  la  ca- 
beza, y  que  en  las  acciones  en  que  estaba  el  cuerpecito,  retorcidos 
los  pies  y  los  brazos,  daba  bien  a  entender  la  cruel  muerte  que 
habían  dado  a  tan  flaco  e  inocente  sujeto»  (2).  Otra  fineza  hizo  el 
P.  Massetta  para  mover  a  compasión  a  aquellos  tigres,  y  fué  meter 
la  cabeza  en  las  mismas  colleras  de  los  indios  para  acompañarlos  en 
su  dolor,  ya  que  no  podía  aliviarlos.  Los  paulistas,  con  soberano 
desdén,  le  arrojaron  de  allí  a  empellones  y  le  mandaron  no  acer- 
carse a  ellos. 

Llegaron  por  fin  los  dos  Padres  a  San  Paulo  y  se  hospedaron  en 
el  modesto  colegio  que  tenían  en  aquella  ciudad  los  jesuítas  de  la 


(1)  Sobre  esta  invasión  espantosa  de  los  paulistas  hablan  casi  todas  las  cai'tas  de 
nuestros  misioneros  en  aquellos  años.  Para  el  más  exacto  conocimiento  de  este  hecho 
recomendamos  principalmente  dos  documentos:  1."  Relación  de  los  agravios  que  hicieron 
algunos  vecinos  de  San  Pablo  de  Piratininga...,  escrita  por  el  P.  Simón  Massetta  y  firmada 
por  él  y  por  el  P.  Mansilla,  en  Bahía  a  10  de  Octubre  do  1629  (Arch.  do  Indias,  74-3-26). 
Aquí  se  explican  las  irrupciones  hechas  en  Febrero  y  Marzo  de  aquel  año  y  lo  que 
padecieron  ambos  Padres  siguiendo  a  los  cautivos.  2."  Información  que  hizo  el  P.  Fran- 
cisco Vásqites  Trujillo,  Provincial...,  para-  dar  aviso  a  Su  Majestad  de  los  graves  daños  que 
han  hecho  los  portugueses  de  San  Pablo  estos  tres  últimos  años  en  seis  reducciones  del  Guayrá. 
Fecha  en  25  de  Febrero  de  1631.  Son  interrogados  los  PP.  Pablo  de  Benavides,  Simón 
Massetta,  Luis  Hernote,  Cristóbal  de  Mendoza,  Justo  Mansilla,  Antonio  Ruiz  de  Mon- 
toya y  José  Doménech.  Todos  responden  con  juramento  atestiguando  lo  que  han  visto, 
así  en  la  irrupción  de  1629,  como  en  la  otra  que  vino  después  en  1630.  El  original  do 
esta  información  se  conserva  en  Madrid,  Bibl.  Nac.  Ms.  18.667.  Una  copia  en  el  Arch.  de 
Indias,  74-3-31.  Otra  copia  en  Santiago  de  Chile,  Bibl.  Nac,  Jesuítas,  Argentina,  283, 
número  6. 

(2)  En  su  respuesta  a  la  Información  citada. 


CAP.   Xr. — IRRUPCIONES  DE   LOS   PAÜLISTAS  549 

provincia  del  Brasil  (1).  A  los  tres  días  presentóse  en  aquel  colegio 
el  P.  Francisco  Matos,  Provincial  del  Brasil,  y  así  él  como  los  otros 
Padres  de  casa  colmaron  de  atenciones  a  los  dos  atribulados  misio- 
neros. Habiendo  entendido  el  trabajo  que  padecían  y  consultado 
el  caso  con  los  otros  Padres  de  casa,  juzgó  el  P.  Provincial  que  sería 
bueno  dirigirse  al  Gobernador  de  todo  el  Brasil,  Diego  Luis  de  Oli- 
veira,  que  residía  en  la  ciudad  de  Bahía.  Encamináronse  allá  los  dos 
PP.  Massetta  y  Mansilla  y  pidieron  favor  contra  los  desafueros  in- 
creíbles de  los  paulistas.  Cuatro  meses  hubieron  de  esperar  en  Bahía 
los  dos  Padres  el  favor  de  los  Poderes  públicos  para  sus  pobrecitos 
indios.  Al  cabo  de  este  tiempo,  el  Gobernador  Oliveira  les  dio  una 
provisión  en  que  se  mandaba  respetar  la  libertad  de  los  indios  con- 
vertidos y  restituir  a  los  PP.  Massetta  y  Mansilla  los  indios  cautiva- 
dos en  las  últimas  malocas  de  los  paulistas  (2).  Entregó  esta  provi- 
sión a  los  Padres  y  les  dijo  que  podría  partir  con  ellos  a  San  Paulo 
un  oidor  u  otra  persona  grave  que  ellos  escogiesen,  y  con  la  provi- 
sión dicha  lograría  que  se  les  restituyesen  los  cautivos.  No  concibie- 
ron grandes  esperanzas  de  un  género  de  remedio  que  se  había  hecho 
esperar  tantos  meses  y  remitía  toda  la  ejecución  del  negocio  a  un 
subordinado,  que  ni  siquiera  se  dignaba  nombrar  el  Gobernador, 
sino  que  ellos  mismos  habían  de  escoger.  Pensaron  entonces  si  no 
sería  mejor  dirigirse  inmediatamente  a  España  y  pedir  favor  al  Rey, 
Inclinábales  a  esto  la  invitación  que  les  hacía  un  piadoso  caballero 
llamado  Diego  de  Vega,  quien  se  ofrecía  a  pagarles  los  gastos  del 
viaje.  Sin  embargo,  opinó  el  P.  Provincial  del  Brasil  que  sería  mejor 
intentar  primero  el  remedio  mediante  la  provisión  que  se  había 
obtenido  del  Gobernador. 

Salieron,  pues,  de  Bahía  los  dos  misioneros  del  Paraguay  el  27  de 
Diciembre  de  1629,  y  llegados  a  la  Capitanía  del  Espíritu  Santo, 
mostraron  la  provisión  al  Capitán  mayor,  Manuel  de  Escobar  y 
Cabral.  Éste  les  recibió  cortésmente,  les  dio  buenas  palabras,  pero 
nada  hizo  de  provecho  para  apoyar  la  causa  de  los  Padres  (3).  Ha- 
llaron éstos  por  fin  un  oidor  honrado  llamado  Barrios,  quien  se 


(1)  La  relación  de  este  viaje  doloroso  de  ambos  misioneros  la  hace  el  P.  Massetta 
escribiendo  al  P.  Crespo,  procurador  en  Madrid.  Bahía,  13  Diciembre  1629.  Vide 
Arch.  de  Indias,  74-3-26. 

(2)  Véase  esta  provisión,  fechada  el  4  de  Diciembre  de  1629,  en  el  Archivo  de  In- 
dias 74-3-26.  Los  pormenores  de  esta  negociación  los  sabemos  por  las  cai'tas  que  luego 
citamos  del  P.  Massetta  al  P.  Crespo,  procurador  en  Madrid. 

(3)  Massetta  a  Crespo.  Río  Janeiro,  25  Enero  1630.  Ibid.,  74-4-2t!. 


550  i.in.  II. — PROVINCIAS  de  ultramak 

(ofreció  a  presentarse  con  ellos  en  San  Paulo  j  poner  en  ejecución  la 
provisión  que  se  les  había  dado.  Con  no  muchas  esperanzas  salieron 
los  Padres  de  Río  Janeiro  (1)  y  se  presentaron  por  fin  en  la  ciudad 
de  San  Paulo.  Apenas  pudieron  conseguir  nada.  Corrió  la  voz  muy 
pronto  en  la  ciudad  de  lo  que  deseaban  los  dos  misioneros,  y  se 
levantó  en  seguida  tal  tumulto  contra  ellos  y  contra  el  oidor  Ba- 
rrios, que  éste  juzgó  imposible  pasar  adelante  en  la  ejecución  de  su 
oficio.  Los  Poderes  públicos  no  le  apoyaron  casi  nada,  y  en  cambio 
los  aventureros  se  mostraban  tan  insolentes  con  él,  que  le  dispararon 
algunos  arcabuzazos,  y  una  vez  entre  otras  le  arrojaron  a  la  ventana 
de  su  aposento  una  saeta,  en  que  iba  cierto  papel  con  estas  palabras: 
«Ésta  va  a  la  ventana;  la  otra  irá  a  la  barriga.»  Asustado  Barrios, 
tomó  la  resolución  de  retirarse  en  silencio  y  volverse  a  Río  Janeiro, 
de  donde  había  salido. 

Entretanto,  los  Padre?,  destituidos  de  todo  favor  humano,  resol- 
vieron volver  al  Guayrá,  para  ver  si  podían  hacer  algo  entre  sus  que- 
ridos indios.  Mientras  ellos  disponían  la  vuelta  por  Julio  de  1630, 
supieron  que  de  un  pueblo  vecino  a  San  Paulo  habían  salido  expe- 
dicionarios a  cautivar  indios.  El  capitán  de  ellos  era  pariente  del 
vicario  del  pueblo.  « Talis  sacerdos,  talis  popuhis,  dice  el  P.  Mas- 
setta  (2).  ¿Qué  se  podía  esperar  de  un  pueblo  cuyos  sacerdotes  dis- 
ponían y  dirigían  tan  criminales  expediciones?»  «Ni  en  tierra  de 
turcos  ni  de  moros,  dice  Massetta,  se  hace  lo  que  en  este  Brasil.  > 
Llegados  al  Guayrá,  trataron  de  restaurar  en  cuanto  podían  las  rui- 
nas de  los  perdidos  pueblos,  pero  al  poco  tiempo  oyeron  decir  que 
se  acercaban  nuevas  expediciones  de  paulistas,  para  consumar  la 
ruina  de  las  reducciones  del  Guayrá. 

No  era  vano  el  rnmor.  Efectivamente,  en  los  últimos  meses 
de  1630  vino  otro  ejército  mayor  y  empezó  a  acometer,  sin  distin- 
ción, a  todas  las  reducciones  que  todavía  perseveraban  en  pie.  El 
P.  Pablo  de  Benavides,  uno  de  los  misioneros,  corrió  en  busca  del 
Gobernador  Luis  de  Céspedes,  que  por  entonces  se  hallaba  de  paso 
en  Villarrica  del  Guayrá,  y  esperó  obtener  de  él  algún  socorro  con- 
tra los  invasores.  Cuando  le  anunció  su  embajada,  el  Gobernador  le 
dijo  por  de  pronto,  con  cierta  frialdad:  «Dejad  a  esos  pobres  portu- 
gueses que  se  socorran  como  puedan  en  su  indigencia.»  Asombrado 


(1)  Debieron  salir  el  1;^  de  Mayo  do.  1630.  Así  lo  anuncia  la  víspera  el  P.  Massetta 
escribiendo  al  P.  Crespo.  Río  Janeiro,  12  Mayo  1630.  Arch.  de  Indias,  74-3-26. 

(2)  Massetta  a  Crespo.  San  Paulo,  22  Julio  1630,  Arch.  de  Indias,  74-3-26. 


CAr.   XI. — IRKUPCIONKS   DE   LOS   PAfLISTAS  551 

el  Padre  de  semejante  respuesta,  rogó  vivamente  que  se  defendiera 
a  los  indios  y  se  impidieran  las  atrocidades  que  solían  cometer  los 
paulistas.  Entonces  el  Gobernador,  montando  en  cólera,  le  dijo:  «De- 
jad que  el  diablo  se  lleve  a  todos  los  indios,  y  escribídselo  así  a  los 
otros  misioneros»  (1).  Volvióse  el  P.  Benavides  con  el  corazón  atra- 
vesado de  dolor,  y  dio  noticia  a  los  otros  Padres  del  triste  despacho 
que  había  obtenido  en  su  embajada. 

Las  circunstancias  de  esta  segunda  invasión  no  variaron  de  las 
que  habían  acompañado  a  la  primera.  En  todas  las  reducciones  hubo 
el  consabido  asalto  al  pueblo,  destrucción  de  la  iglesia,  robo  de  las 
casas,  prisión  de  los  indios,  con  circunstancias  que  destrozaron  el 
corazón  de  los  misioneros.  Los  pobrecitos  neófitos  corrían  a  los  bra- 
zos de  los  Padres,  y  éstos,  no  sabiendo  qué  hacerse,  procuraban  a  la 
fuerza  defenderlos  de  los  paulistas.  Es  triste  lo  que  cuentan  los 
PP.  Luis  Hernote  y  Montoya,  que  se  hallaban  en  la  reducción  de 
San  Javier.  «Llegó  a  tanto,  dice  Hernote,  la  maldad  e  impiedad  de 
los  paulistas,  que  de  la  misma  iglesia  y  de  nuestras  celdas  y  de  nues- 
tros brazos  nos  sacaban  a  los  indios,  hiriendo  y  destrozando  todo  lo 
que  topaban,  y  nos  vimos  obligados  tres  Padres  que  allí  estábamos,  a 
andar  a  los  porrazos  con  ellos,  para  estorbarles  tan  gran  maldad, 
aunque  nos  ponían  los  arcabuces  a  los  pechos  muchas  veces»  (2).  El 
P.  Cristóbal  de  Mendoza,  que  se  hallaba  en  la  reducción  de  San  An- 
tonio, cuenta  que  rasgaron  los  paulistas  una  imagen  de  Nuestra 
Señora  que  estaba  en  el  altar  mayor,  «y  delante  de  mí,  dice,  mataron 
con  sus  escopetas  a  dos  indios  e  hirieron  a  otros  y  nos  robaron  nues- 
tra pobreza,  y  a  mí  y  a  otro  Padre  nos  apuntaron  con  sus  escopetas. 
En  su  palizada  me  dieron  un  flechazo  que  por  poco  me  matan,  y  me 
pusieron  las  espadas  a  los  pechos»  (3). 

Por  entonces  visitaba  las  reducciones  del  Guayrá  el  P.  Provincial 
Vázquez  Trujillo.  Cuando  sobrevino  la  tormenta  juzgó  conveniente 
ir  en  persona  a  Villarrica  y  rogar  al  teniente  del  Gobernador  que 
socorriese  a  los  indios.  El  teniente,  que  debía  tener  un  poco  más  de 
dignidad  que  el  Gobernador,  quiso  salvar  al  menos  las  apariencias 
y  dispuso  que  salieran  80  españoles  y  requiriesen  a  los  portugueses 
de  paz.  Llegó  el  escuadrón  a  la  vista  de  los  forajidos;  los  portugue- 
ses hicieron  una  descarga,  de  que  murió  un  español;  los  españoles 


(1)  Véase  en  la  información  citada  más  arriba  la  respuesta  del  P.  Benavides. 

(2)  Ibid.  Respuesta  del  P.  Luis  Hernote. 
i'i)    Ibid.  Respuesta  del  P.  Mendoza. 


552  LIB-    II- — PROVINCIAS   DE   ULTRAMAR 

contestaron  con  otra,  en  que  mataron  un  portugués,  y  sin  hacer  más 
se  separaron  unos  de  otros,  con  lo  cual  entendieron  nuestros  Padres, 
como  dice  Montoya,  que  aquel  socorro  y  batalla  fué  pura  comedia 
y  ceremonia.  Bien  sabían  ellos  la  complicidad  escandalosa  de  Luis 
de  Céspedes.  «Los  mismos  portugueses,  refiere  el  P.  Montoya  (1), 
nos  dijeron  que  lo  que  hacían  era  con  orden  del  Gobernador,  y  que 
estaba  casado  en  su  tierra  y  que  les  quería  mucho  y  había  venido 
con  ellos  desde  San  Paulo,  y  que  así  no  les  estorbaría,  y  que  si  vi- 
niese allí,  antes  les  ayudaría.»  A  principios  de  1631,  de  11  reduc- 
ciones que  tenían  los  Padres  en  el  Guayrá,  quedaron  asoladas  las 
nueve,  y  sólo  permanecían  en  pie,  aunque  algo  mermadas,  las  prime- 
ras de  Loreto  y  San  Ignacio.  Según  calcularon  nuestros  Padres,  en 
aquellos  tres  años  se  habrían  perdido  cerca  de  200.000  indios,  entre 
muertos,  cautivados  y  dispersos  por  los  bosques,  pues  fueron  innu- 
merables los  que  buscaron  un  refugio  en  las  selvas  y  desaparecieron 
para  no  volver  más  a  la  vida  de  las  reducciones. 

4.  Esta  serie  de  terribles  desgracias,  y  la  seguridad  de  que  era 
imposible  hallar  favor  en  las  armas  de  los  españoles,  movió  a  nues- 
tros Padres  a  tomar  una  resolución,  arriesgada  sin  duda,  pero  que 
pareció  la  única  posible,  para  salvar  algo  de  las  perdidas  reduccio- 
nes, y  fué  trasladar  los  indios  desde  el  Guayrá  hasta  las  regiones  me- 
ridionales del  Paraná,  donde  vivirían  muy  lejos  de  los  paulistas  y 
más  cercanos  a  poblaciones  españolas. 

A  fines  de  1631  resolvió  ejecutar  este  proyecto  el  P.  Francisco 
Vázquez  Trujillo,  Provincial  del  Paraguay.  El  director  de  esta  obra 
magna  fué,  como  se  deja  entender,  el  P.  Montoya  (2),  Superior  de 
todas  aquellas  misiones;  pero  desgraciadamente  no  parece  que  po- 
seía todo  el  talento  administrativo  que  se  necesitaba,  para  llevar  a 
cabo  felizmente  una  empresa  tan  complicada.  Con  todo  eso,  él  y  los 
otros  misioneros  pusieron  manos  a  la  obra.  Mandaron  a  los  indios 
construir  todas  las  balsas  y  canoas  posibles,  para  ir  bajando  agua 
abajo  por  el  Paraná  hasta  el  país  donde  esperaban  establecerlos. 
«Andaba  la  gente,  dice  Montoya,  toda  ocupada  en  bajar  a  la  playa 
sus  alhajas,  su  matalotaje,  sus  avecillas  y  crianzas.  El  ruido  de  las 


(1)  Ibid.  Respuesta  del  P.  Moutoya. 

(2)  El  mismo  P.  Montoya  nos  refiere  la  historia  de  esta  dolorosa  traslación  en  su 
libro,  tantas  veces  citado,  Conquista  espiritual,  nn.  38-43.  Es  de  sentir  que  jamás  precise 
la  cronología  de  los  sucesos  y  que  intercale  en  la  narración  algunos  episodios,  edifi- 
cantes sin  duda,  pero  menudos  y  que  recargan  la  descripción  de  un  hecho  tan  gran- 
dioso. 


CAP,   XI. — IRKUrCIOXES    DK   LOS    PAULISTAS  553 

herramientas,  la  prisa  y  confusión,  daban  demostración  de  acercarse 
ya  el  juicio.  Y  quién  lo  dudara  viendo  a  seis  o  siete  sacerdotes  que 
allí  nos  hallamos  consumir  el  Santísimo  Sacramento,  descolgar  las 
imágenes,  consumir  los  óleos,  recoger  los  ornamentos,  desenterrar 
tres  cuerpos  de  misioneros  insignes  que  allí  sepultados  descansaban, 
para  que  los  que  en  vida  nos  fueron  compañeros  en  nuestros  traba- 
jos, nos  acompañaran  también  y  no  quedaran  en  aquellos  desier- 
tos» (1).     . 

Habilitadas  bien  o  mal  unas  700  balsas,  embarcáronse  unos  12.000 
indios,  que  no  se  pudieron  reunir  más  de  los  cien  mil  y  tantos  que 
antes  se  hallaban  en  las  reducciones  del  Guayrá.  Caminaron  algún 
tiempo  con  tranquilidad,  hasta  que  acercándose  al  gran  salto  del 
Paraná  se  les  ofreció  una  dificultad  inesperada.  Los  españoles  de  las 
villas  del  Guayrá  habían  avisado  antes  al  P.  Montoya,  que  ellos  no 
podrían  defender  a  los  neófitos,  si  se  repetían  las  irrupciones  de  los 
paulistas,  e  indicaron  que  convendría  trasladar  a  otras  partes  los  in- 
dios convertidos.  Ahora,  viendo  que  este  acto  se  ejecutaba,  se  arma- 
ron unos  100  de  aquellos  españoles,  y  formando  un  campo  junto  al 
río,  esperaron  la  llegada  de  los  fugitivos.  Olieron  los  misioneros  las 
malas  intenciones  con  que  allí  se  habían  apostado,  y  efectivamente, 
era  el  intento  de  aquellos  grandísimos  bellacos  arrojarse  de  golpe 
sobre  los  indios  que  se  retiraban  y  cautivar  todos  los  que  pudiesen 
de  ellos.  Noticioso  de  esto  el  P.  Montoya,  adelantóse  a  toda  priesa, 
entró  en  aquel  palenque  de  los  españoles,  y  les  preguntó  si  era  ver- 
dad que  estaban  allí  esperando  para  esclavizar  a  los  indios.  Al  verse 
increpados  de  este  modo,  cinco  españoles  sacaron  las  espadas  y  ame- 
nazaron atravesarle  el  pecho  a  nuestro  misionero.  Él  las  apartó  de 
sí  y  salió  de  en  medio  de  ellos  volviéndose  a  los  indios. 

Consultó  el  caso  con  los  otros  misioneros  y  resolvieron  que  otros 
dos  Padres  se  adelantasen  a  suplicar  a  los  españoles  que  no  cometie- 
sen la  fea  traición  de  cerrar  el  paso  a  los  indios,  y  cautivarlos  como 
pudieran  hacerlo  los  paulistas.  Nada  consiguieron  estos  mensajeros. 
Segunda  vez  se  adelantó  el  P.  Montoya  con  otro  Padre,  y  propuso, 
en  términos  enérgicos,  a  los  españoles  que  desistiesen  de  tan  horri- 
ble maldad.  Como  ellos  perseverasen  en  su  intento,  el  P.  Montoya, 
con  aire  de  hombre  que  toma  una  resolución,  se  despidió  de  ellos 
diciéndoles  que,  pues  no  accedían  a  los  ruegos,  se  decidiría  la  cues- 
tión por  las  armas.  Cuando,  partido  el  Padre,  reflexionaron  los  es- 


(1)     Conquista  espiritual,  n.  38. 


r,t)4  LIE.    ir.— PKOVINCIAS    DR    XiLTRAMAP. 

pañoles  quo  venían  12.000  indios  y  que  habrían  de  llegar  en  son  de 
guerra,  concibieron  razonable  miedo,  y  temiendo  verse  oprimidos 
por  aquel  enjambre  de  enemigos,  enviaron  una  cobarde  disculpa  al 
P.  Montoya  y  se  retiraron  de  allí  (1). 

Adelantóse  la  turba  de  los  pobres  indios,  y  llegando  al  salto  peli- 
groso del  Paraná,  mandó  el  P.  Montoya  que  soltaran  algunas  canoas 
vacías,  para  ver  si  era  posible  atravesar  navegando  aquel  paraje. 
Pronto  se  convencieron  de  que  era  imposible,  porque  el  ímpetu  del 
agua,  los  grandes  remolinos  y  el  arrebatado  movimiento  de  la  co- 
rriente daba  con  las  canoas  en  ásperos  escollos  y  las  volvía  todas 
astillas.  Fué,  pues,  necesario  desembarcar  y  caminar  unas  25  leguas 
a  pie  por  aquellos  bosques.  Juntóse  entonces  otro  gran  grupo  de 
indios  que  había  reunido  el  P.  Pedro  de  Espinosa  entre  los  disper- 
sos de  las  regiones  del  Guayrá,  y  todos  juntos  continuaron  como  pu- 
dieron por  aquellas  selvas  casi  impenetrables.  Pasado  el  punto  peli- 
groso del  río,  volvieron  a  fabricar  balsas,  y  se  arrojaron  otra  vez  al 
agua,  descendiendo  por  la  corriente,  ya  más  suave.  Hubo  percances 
dolorosos,  porque  muchas  balsas,  mal  fabricadas,  se  hundieron,  y 
entre  otros  casos  llamó  mucho  la  atención  el  hundimiento  de  una 
madre  con  dos  niños  gemelo?,  a  los  cuales  ya  se  dio  por  perdidos; 
pero  encomendándolos  a  Dios  el  P.  Montoya,  asomó  algún  tanto  la 
pobre  mujer  a  la  superficie,  y  al  instante  varios  indios,  fuertes  na- 
dadores, asieron  de  ella  y  de  los  niños  y  los  sacaron  felizmente  a  la 
playa  (2). 

Después  de  trabajos  tan  continuados  y  terribles,  llegaron  por  fin 
los  restos  de  las  reducciones  del  Guayrá  al  sitio  que  ahora  ocupan,  a 
la  izquierda  del  Paraná,  las  dos  reducciones  de  San  Ignacio  Miní  y 
Loreto.  Allí  desembarcaron  y  procuraron  los  Padres  buscar  por 
todas  partes  socorros  para  dar  de  comer  a  tanta  gente.  «Vendimos, 
dice  Montoya,  nuestros  librillos,  sotanas,  manteos,  ornamentos, 
cálices  y  arreos  de  iglesias,  enviándolos  a  la  ciudad  de  la  Asunción 
por  semillas,  para  que  sembrasen  los  indios.  El  colegio  que  allí  tene- 
mos y  su  Rector,  que  era  el  P.  Diego  Alfaro,  con  liberalidad  nos 
proveyó»  (3).  Otro  auxilio,  tal  vez  más  oportuno,  les  suministró  un 
hidalgo  honrado  de  Corrientes,  llamado  Manuel  Cabral.  Poseía  este 
hombre  un  grandísimo  rebaño  de  vacas,  de  aquellos  que  se  exten- 


(1)     Ibid. 

(2>    Jbid.,  n.  39. 

(3)     Ibid. 


CAP.   XI. — IRRUPCIONES   DE  LOS   PAULISTAS  ílf).') 

dían  sin  cuento  por  los  bosques  del  Paraguay.  Habiendo  entendido 
la  necesidad  que  padecían  los  pobres  indios  transmigrados,  dio  plena 
licencia  a  los  misioneros,  para  que  entrasen  en  su  estancia  y  cogie- 
sen todas  las  vacas  que  pudiesen  para  socorrer  a  los  indios. 

Aprovechándose  de  esta  licencia,  el  P.  Montoya,  el  P.  Espinosa  y 
un  gran  número  de  indios  entraron  por  aquellos  bosques,  y  con 
buena  felicidad  recogieron  en  poco  tiempo  más  de  40.000  vacas. 
Conducido  este  ganado  a  las  reducciones  de  Loreto  y  de  San  Igna- 
cio, se  mataban  cada  día  12  o  14  vacas,  con  lo  cual  se  daba  a  cada 
indio  una  porción  limitada,  pero  bastante  para  que  no  muriese  de 
hambre.  Era  terrible  la  necesidad  que  aquellos  pobres  padecían. 
«Comían,  dice  Montoya,  los  cueros  viejos,  los  lazos,  las  melenas  de 
los  caballos,  y  de  un  cerco  que  teníamos  de  palos  en  nuestra  casa, 
quitaron  de  noche  las  correas,  que  eran  de  cuero  de  vaca.  Sapos,  cu- 
lebras y  toda  sabandija  que  sus  ojos  veían  no  se  escapaban  de  sus 
bocas»  (1).  Otro  acto  de  voracidad  de  estos  indios  fué  que  todas  las 
semillas  de  maíz  y  de  otras  plantas  que  el  P.  Alfaro  les  había  enviado 
para  hacer  las  sementeras,  en  vez  de  sembrarlas  se  las  comían,  y  fué 
preciso  que  el  mismo  Padre  misionero  se  adelantase  a  recoger  lo 
que  se  enviaba  de  la  Asunción,  y  obligase  a  todos  a  sembrar  en  pre- 
sencia suya,  temeroso  de  que  devorasen  lo  que  habían  de  sembrar. 
De  esta  manera  empezaron,  no  diremos  a  florecer,  pero  sí  a  subsistir 
en  las  orillas  del  Paraná  las  dos  reducciones  de  San  Ignacio  y  Lo- 
reto, que  antes  habían  estado  situadas  al  Norte,  a  orillas  del  Parana- 
pané,  y  se  agregaron  también  a  aquellas  reducciones  los  restos  que 
pudieron  salvarse  de  algunos  pueblos  septentrionales. 

Mientras  de  este  modo  se  afanaban  los  Padres  por  aliviar  la  suerte 
de  los  indios,  fué  sacrificado  repentinamente  por  los  salvajes  el 
P.  Pedro  de  Espinosa,  uno  de  los  que  más  habían  trabajado  en 
aquella  transmigración.  Envióle  el  P.  Montoya  para  buscar  ovejas 
en  Santa  Fe  y  en  otros  pueblos  de  donde  pudiera  traerlas  a  San  Igna- 
cio Miní.  Volviendo  una  vez,  a  media  noche,  con  el  rebaño  que 
había  podido  juntar,  tropezó  de  repente  con  indios  gentiles,  fieros 
y  desalmados,  los  cuales  se  apoderaron  de  las  ovejas,  y  rodeando  al 
P.  de  Espinosa,  le  mataron  a  puros  palos.  Desnudaron  el  cadáver,  y 
lo  arrojaron  allí  entre  los  bosques,  donde  lo  devoraron  los  tigres. 
Algunos  indios  que  pudieron  escapar  de  aquel  desastre  anunciaron 
al  P.  Montoya  la  muerte  del  misionero.  Acudió  para  recoger  sus 


<1)     Tbid. 


556  LIB.    II. — PROVINCIAS   DE   ULTRAMAE 

restos,  «y  sólo  pudimos,  dice  el  mismo  Montoya,  haber  un  brazo  y 
una  pierna,  a  que  dimos  sepultura»  (1).  No  mucho  después,  en  1635, 
alcanzó  también  la  misma  suerte  el  P.  Cristóbal  de  Mendoza,  sacri- 
ficado inhumanamente  por  algunos  hechiceros  de  aquellos  que 
tanto  se  oponían  a  los  trabajos  evangélicos  de  nuestros  Padres  (2), 
5.  Respiraban  algún  tanto,  después  de  tantos  trabajos,  nuestros 
gloriosos  apóstoles,  cuando  el  año  1636  se  repitió  la  misma  tribula- 
ción, y  los  paulistas  que  habían  asolado  antes  las  reducciones  del 
Guayrá,  acometieron  casi  simultáneamente  a  las  de  los  itatines,  al 
Oeste  del  Paraguay,  y  más  aún  a  las  del  Tape,  al  Sur  del  Brasil. 

Pocas  noticias  tenemos  de  lo  que  hicieron  entre  los  itatines  (3). 
Sólo  sabemos  que  cometieron  los  desafueros  acostumbrados  y  los 
degüellos  y  cautiverios  usados  en  otras  reducciones,  por  lo  cual  se 
vieron  obligados  los  Padres  a  trasplantar  las  cristiandades  fundadas 
a  otras  regiones  meridionales,  donde  estuviesen  más  lejos  de  sus 
agresores.  Sobre  la  invasión  del  Uruguay  y  del  Tape  tenemos  noti- 
cias más  circunstanciadas,  por  haberse  hallado  presentes  el  P.  Anto- 
nio Ruiz  de  Montoya  y  el  P.  Diego  de  Boroa,  entonces  Provincial 
del  Paraguay.  El  3  de  Diciembre  de  1636  presentáronse  algunos 
centenares  de  paulistas,  con  un  cuerpo  de  1.500  tupíes,  en  la  reduc- 
ción de  Jesús  María.  Los  indios,  que  ya  para  entonces  estaban  deter- 
minados a  defenderse  como  pudiesen  con  las  toscas  armas  que  usa- 
ban en  su  estado  salvaje,  hiciéronse  fuertes  en  la  iglesia,  y  animados 
por  el  P.  Cura  y  por  un  Hermano  coadjutor,  pelearon  seis  horas, 
resistiendo  firmemente  los  asaltos  del  enemigo.  El  Padre  recibió 
una  herida  en  la  cabeza,  y  el  Hermano  tuvo  un  brazo  atravesado  por 
una  bala.  Probablemente  no  se  hubieran  rendido  los  neófitos  si  los 
enemigos  no  hubieran  acertado  a  prender  fuego  a  la  iglesia.  Ha- 
biendo disparado  varias  saetas  inflamadas,  por  fin  una  de  ellas 
excitó  grave  incendio,  y  los  indios  se  vieron  obligados  a  salir  de 
entre  las  llamas  y  entregarse  a  los  paulistas.  ¿Qué  hicieron  estos 
desalmados?  Oigamos  lo  que  nos  cuenta  el  P.  Montoya:  «Abrieron 
(los  neófitos)  un  portillo,  y  saliendo  por  él  al  modo  que  el  rebaño 
de  ovejas  sale  de  su  majada  al  pasto,  como  endemoniados  acudían 
aquellos  fieros  tigres  al  portillo,  y  con  espadas,  machetes  y  alfanges 


(1)  Ibid.,  11.  44. 

(2)  Ibid.,  n.  71. 

(3)  Véase  en  el  Archivo  de  ludias,  70-2-9,  una  carta  del  P.  Duran  al  Virrey  del 
Perú,  dada  en  Lima  el  16  de  Mayo  de  1638,  en  la  cual  refiere  en  sustancia  lo  que  le 
ha  escrito  desde  el  Paraguay  el  P.  Boroa. 


CAP.   XI. — IRKUPCIONES   DE  LOS   PAULISTAS  557 

derribaban  cabezas,  tronchaban  brazos,  desjarretaban  piernas,  atra- 
vesaban cuerpos,  matando  con  la  más  bárbara  fiereza  que  el  mundo 
vio  jamás,  a  ios  que  huyendo  del  fuego  encontraban  con  sus  alfan- 
ges...  Sin  encarecimiento  digo  que  aquí  se  vio  la  crueldad  de  Hero- 
des,  y  con  exceso  mayor,  porque  aquél,  perdonando  a  las  madres, 
se  contentó  con  la  sangre  de  sus  hijuelos  tiernos,  pero  éstos  ni  con 
la  una  ni  con  la  otra  se  vieron  hartos»  (1). 

A  cuatro  leguas  de  esta  reducción  se  levantaba  otra  llamada  de 
San  Cristóbal.  Los  paulistas,  después  de  cautivar  a  todos  los  indios 
que  les  parecieron  útiles  en  la  reducción  de  Jesús  María,  se  adelan- 
taron, para  hacer  otro  tanto,  a  la  de  San  Cristóbal.  También  en  ésta 
resistieron  los  indios  fieles  por  largas  horas.  «Riñeron,  dice  Mon- 
toya,  porfiadamente  por  espacio  de  cinco  horas,  y  durara  más  la 
batalla  si  la  noche  no  quitara  el  día,  y  con  ser  las  armas  tan  desigua- 
les, los  indios  desnudos,  los  paulistas  fuertemente  armados  hasta 
con  mosquetes,  aquéllos,  con  flacas  cañas  de  saetas,  los  hicieron  re- 
tirar dos  veces  a  un  bosque  y  les  tuvieron  casi  ganada  la  ban- 
dera» (2).  Por  fin,  habiendo  logrado  pegar  fuego  a  la  iglesia,  siguie- 
ron adelante  los  paulistas,  dejando  el  pueblo  de  San  Cristóbal. 

Escenas  parecidas  se  repitieron  en  la  reducción  de  Santa  Ana, 
adonde  llegó  el  enemigo  para  el  día  de  Pascua  de  Navidad.  Concurrió 
a  ella  el  P.  Montoya,  Superior  de  las  misiones,  que  se  hallaba  por 
entonces  algo  lejos.  Corrió  con  toda  prisa  a  la  reducción  de  Santa 
Ana,  «donde  hallé,  dice,  una  confusión  terrible.  Pásamenos  la  noche 
entera  en  el  desvelo  que  pedía  el  remedio  a  tales  males.  La  conclu- 
sión fué  mudar  la  gente  de  este  pueblo  y  la  de  San  Cristóbal  al  de 
Natividad,  por  estar  algo  fuerte  por  un  río  que  sería  de  estorbo  a  los 
enemigos  y  sólo  cuatro  leguas  al  Este».  Allí  se  prepararon  para  la 
defensa,  y  parece  que  el  enemigo  no  se  atrevió  a  acometerlos,  pero 
destruyó  todo  lo  que  pudo  en  la  misma  reducción  de  Santa  Ana.  El 
P.  Diego  de  Boroa,  Provincial  entonces  del  Paraguay,  acudió  tam- 
bién para  ver  si  podía  hacer  algo  en  favor  de  los  pobres  cristianos. 
«Fuímosle  acompañando,  dice  Montoya,  algunos  Padres,  y  hallamos 
en  San  Cristóbal  veinte  cuerpos  muertos  con  crueles  machetazos  y 
balazos.  Detuvímonos  a  darles  sepultura...  Llegamos  después  al  palen- 
que que  habían  hecho  en  Jesús  María  donde  fué  la  primera  refriega... 
Saliónos  al  encuentro  un  hedor  terrible  de  muertos,  cuyo  número 


(1)  Conquista  espiritual,  n.  75. 

(2)  Jbid.,B.76. 


558  LIB.    II.— PROVINCIAS    DE    ULTRAMAR 

nos  vedó  contar  la  hediondez»  (1).  Dieron  sepultura  a  todos  los  ca- 
dáveres, y  el  P,  Provincial,  por  medio  de  otras  personas,  procuró 
dirigirse  a  los  paulistas  y  obtener  de  ellos  alguna  mitigación  en 
aquellos  horrores.  No  pudo  conseguir  nada  por  los  medios  de  cartas 
y  mensajeros  que  empleó. 

Afligido  por  tanta  desventura,  escribió  al  Rey  Felipe  IV  el  28  de 
Enero  de  1637  refiriendo  las  atrocidades  cometidas  por  los  paulistas 
en  el  mes  anterior,  y  al  fin  de  ellas  decía:  «De  mucho  de  lo  referido 
soy  yo  testigo  de  vista,  por  haberme  hallado  en  la  sierra  del  Uruguay 
tres  leguas  de  donde  estuvieron  últimamente  situados  matando  y 
cautivando  gente,  adonde  pasé  con  otros  ocho  religiosos  de  la  Com- 
pañía, y  vi  con  mis  ojos,  con  mucho  dolor  de  mi  alma,  los  templos 
abrasados  y  profanados,  tres  reducciones  o  poblaciones  grandes  des- 
truidas y  quemadas,  y  los  alojamientos  de  aquellos  crueles  enemigos 
de  la  naturaleza  humana,  de  la  fe  y  de  Vuestra  Majestad,  llenos  de 
cuerpos  muertos  y  quemados,  a  los  que  enterré,  con  los  dichos  reli- 
giosos, sin  otros  muchos  de  que  estaban  los  montes  llenos»  (2). 

No  pudo  ver  el  P.  Montoya  las  irrupciones  siguientes,  porque  fué 
enviado  a  Madrid,  y  en  su  lugar  fué  nombrado  Superior  de  las  mi- 
siones el  P.  Diego  de  Al  faro.  Pero  en  el  año  siguiente,  1638,  repitié- 
ronse las  atrocidades  que  hemos  visto  en  Diciembre  de  1636.  El 
P.Boroa  las  resume  en  una  carta  que  dirigió  a  Su  Majestad  el  11 
de  Setiembre  de  1639.  Recogeremos  sus  principales  datos.  «No  con- 
tentos, dice,  con  esto  los  paulistas,  y  con  más  de  veinticinco  mil  al- 
mas que  llevaron  al  Brasil  cautivas,  volvieron  el  año  pasado  de  1638 
y  destruyeron  la  reducción  de  Santa  Teresa,  que  tenía  más  de  cuatro 
mil  almas,  y  en  parte  la  de  San  Carlos  y  la  de  los  Apóstoles,  y  obli- 
garon a  retirarse  con  muchas  muertes  y  pérdidas,*dejando  sus  semen- 
teras y  pueblos  a  otras  tres  reducciones:  la  de  los  Mártires,  la  de  la 
Candelaria  y  la  de  San  Nicolás  del  Pirtainí,  tres  leguas  sólo  del  río 
Uruguay.  Habiendo  en  pocos  meses  destruido  dos  provincias  demás 
de  las  reducciones  dichas,  al  fin  del  año,  como  relamiéndose  con  la 
sangre  derramada  de  parte  de  ellos  en  la  reducción  de  los  Apóstoles, 
se  volvieron  a  situar  en  ella,  corriendo  la  tierra  y  cautivando  y  ta- 
lando las  comidas»  (3). 

En  esta  ocasión  hubieron  do  lamentar  nuestros  Padres  una  pér- 


(1)  Ibid.,  n.77. 

(2)  Río  Janeiro.  Bib).  Nac.  AJss.,  An<jeHt>,  u. 
(¡])     Paraquaria.  Historia,  I,  n.  68. 


CAÍ".    XI. — IRRUPCIONES    DK   LOS    PAULISTAS  559 

dida  dolorosa,  cual  fué  la  dol  Superior  P.  Diego  de  Alfaro.  Cuando 
empezaron  sus  degüellos  los  paulistas,  este  Padre,  ante  todo  como 
Comisario  del  Santo  Oficio  de  la  Inquisición,  que  era  en  el  Paraguay, 
fulminó  excomunión  contra  aquellos  forajidos  (1).  Después  pidió  al 
(iobernador,  Pedro  de  Lugo  y  Navarra,  que  acudiese  con  los  espa- 
ñoles a  la  defensa  de  los  neófitos,  y  el  falso  Gobernador,  queriendo 
demostrar  que  cumplía  con  su  deber,  juntó,  efectivamente,  60  solda- 
dos, y  con  mucha  lentitud  se  fué  acercando  hacia  donde  estaban  los 
paulistas.  El  P.  Alfaro,  por  su  parte,  reunió  gran  número  de  neófi- 
tos, que  pasaban,  según  parece,  de  1.600,  y  les  animó  a  adelantarse  y 
caer  sobre  el  enemigo,haciendo  por  sí  todo  lo  que  pudiesen.  Corres- 
pondieron los  neófitos  a  las  exhortaciones  del  Padre,  embistieron  a 
los  paulistas  y  los  derrotaron  al  primer  acometimiento;  pero  he  aquí 
que  mientras  se  dispersaba  el  enemigo,  un  portugués  oculto  en  una 
cabana,  vio  que  pasaba  cerca  el  P.  Diego  de  Alfaro;  apuntóle  con  su 
arcabuz,  y  con  excelente  puntería  le  atravesó  la  cabeza  de  un  balazo, 
dejándole  muerto  en  el  acto. 

Esta  pérdida  no  impidió  la  victoria  de  los  neófitos,  quienes  ma- 
taron nueve  paulistas  y  muchos  tupíes  auxiliares,  cogieron  presos 
17  paulistas,  pusieron  en  libertad  a  2.000  cautivos  que  tenía  el  ene- 
migo, ya  en  collera  para  llevarlos  a  San  Paulo,  y  entregaron  los  pre- 
sos al  Gobernador,  que  con  gran  fiema  había  ido  acercándose  al 
campo  de  batalla  (2).  Suplicáronle  que  hiciese  justicia  de  aquellos 
hombres  y  castigase  la  muerte  del  P.  Diego  de  Alfaro.  El  Gobernador 
se  excusó  por  de  pronto  de  hacerlo  y  dio  largas  al  negocio.  Llevóse 
a  los  cautivos  portugueses,  y  poco  apoco  do  tal  modo  dirigió  el  nego- 
cio, que  todos  obtuvieron  su  libertad  y  se  volvieron  gozosos  a  San 
Paulo.  Estas  irrupciones  salvajes  de  los  paulistas  y  la  complicidad 
vergonzosa  de  los  españoles,  obligó  a  nuestros  Padres  a  buscar  reme- 
dio eficaz,  no  en  las  autoridades  del  país,  sino  en  Madrid  y  en  Roma. 
6.  En  Agosto  de  1687  habíase  celebrado  Congregación  provin- 
cial (3)  para  elegir  procurador  que  fuese  a  Roma  y,  representando 


(1)  En  Kío  Janeiro,  Bibl.  Xac,  Mss.  Aurjelis,  nn.  331  y  333,  ostá  la  información  que 
iiizo  el  P.  Alfaro  y  la  excomunión  quo  fulminó. 

(2)  Sobre  esta  victoria  de  los  neófitos  hay  una  certiñcación  fecha  En  esta  reducción 
de  Nuestra  Señora  de  la  limpia  Concepción  del  Uruguay  en  13  días  de  Marzo  de  1G38.  Firman 
esta  certiñcación  Gabriel  de  Insaurralde,  maestre  de  campo;  Adrián  di  Esquivel,  alfé- 
rez; Pablo  de  Almirón,  alférez;  Migufl  Ortiz  de  Leguizamo,  sargento,  y  Antonio  Se- 
rrano de  Araya.  Consérvase  este  escrito  en  Santiago  de  Chile,  Bibl.  Nac,  Jesuítas,  Ar- 
gentina, 283,  n.  4.  Otro  ejemplar  en  Río  Janeiro,  Bibl.  Nac.  Mss.,  Angelis,  n.  334. 

(3)  Acta  Gong.  prov.  Paraquaria,  Hy¿7. 


560  LTB.    II. — PROVINCIAS   DE   ULTBAMAK 

las  necesidades  de  la  provincia,  pidiese  al  P.  General  el  socorro  tan 
necesario  de  nuevos  misioneros.  Deliberóse  también  si  convendría 
enviar  a  Madrid  al  P.  Antonio  Ruiz  de  Montoya  para  que  hablase  con 
el  Rey  y  obtuviese  de  Su  Majestad  la  protección  eficaz  que  necesi- 
taban los  pobres  indios  del  Paraguay,  Pareció  indispensable  adoptar 
este  medio,  atendidas  las  difíciles  circunstancias  en  que  se  veían 
aquellas  misiones.  Fueron,  pues,  elegidos  en  la  Congregación  el 
P.  Francisco  Díaz  Taño,  como  Procurador  ordinario  de  la  provincia 
al  P.  General  y  al  Papa  Urbano  VIII,  y  el  P.Antonio  Ruiz  de  Montoya 
como  agente  especial  enviado  a  la  Corte  de  Madrid,  para  obtener  del 
Rey  el  favor  necesario  en  tan  aciagas  persecuciones,  y  sobre  todo,  la 
facultad  de  dar  a  los  indios  armas  de  fuego  para  defenderse  contra 
los  paulistas. 

Embarcáronse  ambos  Padres  poco  después  en  el  puerto  de  Bue- 
nos Aires  (1),  y  dirigiéndose  a  España,  hicieron  escala  en  Río  Ja- 
neiro. Por  circunstancias  imprevistas  hubieron  de  esperar  allí  seis 
meses,  en  los  cuales  el  P.  Montoya  trabajó  apostólicamente  con 
algunos  indios  que  pudo  haber  a  las  manos  y  desde  el  pulpito 
procuró  con  suavidad  insinuar  a  los  portugueses  la  necesidad  de 
mudar  de  conducta  en  el  modo  de  portarse  con  los  indios.  No  se 
atrevió  a  insistir  mucho  en  esto,  porque  vio  muy  mal  dispuesta  la 
materia  para  recibir  advertencias  ni  consejos  de  nadie.  Continuaron 
su  viaje  y  llegaron  felizmente  a  Lisboa,  donde  hubieron  de  apartarse 
los  dos  procuradores.  El  P.  Díaz  Taño  se  encaminó  a  Sevilla  para 
dar  orden  en  los  negocios  ordinarios  de  la  procura,  que  siempre  so- 
lían tener  muchas  menudencias  económicas  que  debían  resolverse 
en  Sevilla,  y  de  allí  se  dirigió  a  Roma  para  verse  con  el  P.  General 
y  con  Urbano  VIII.  El  P.  Montoya  enderezó  sus  pasos  directamente 
de  Lisboa  a  Madrid.  No  he  podido  averiguar  el  tiempo  fijo  en  que 
llegaron,  por  la  gran  negligencia  que  suelen  tener  los  escritores  de 
aquel  tiempo  en  fijar  la  cronología  de  los  hechos.  Probablemente 
debió  entrar  en  Madrid  el  P.  Montoya  en  el  otoño  de  1638  (2). 


(1)  Es  muy  sensible  que  no  podamos  precisar  con  más  exactitud  la  cronología  d<! 
los  hechos.  El  P.  Montoya  parece  que  no  piensa  jamás  en  la  cronología,  y  ni  en  sus 
libros  ni  en  sus  memoriales  apunta  el  día  del  suceso,  a  no  ser  tal  cual  vez  y  como  por 
casualidad. 

(2)  Esto  se  infiere  de  un  memorial  suyo  publicado  por  Trelles  (Revista  de  la  Biblio- 
teca piíblica  de  Buenos  Aires,  i.  III,  pág.  236),  donde  se  dice:  «Dos  años  antes  del  alza- 
miento de  Portugal,  puesto  el  suplicante  a  los  reales  pies  de  Vuestra  Majestad  la  pri- 
mera vez  dijo»,  etc.  Como  el  alzamiento  de  Portugal  fué  el  1.°  de  Diciembre  de  1640, 
resulta  que  la  primera  audiencia  de  Montoya  sería  en  Noviembre  o  Diciembre  de  1638. 


CAÍ'.    XT. IRRrPCIOXES    DE    LOS   PACLISTAS  5(51 

El  P.  Díaz  Taño,  aunque  tardó  quizás  algo  más  en  Uegar  a  Roma, 
despachó  mucho  más  pronto  el  objeto  de  su  embajada.  Dos  cosas  pre- 
tendía principalmente:  la  primera,  informar  al  P.  General  y  a  Su 
Santidad  de  los  excesos  que  se  cometían  en  el  Brasil  contra  los  po- 
bres neófitos.  La  segunda,  pedir  auxilio  de  misioneros  para  trabajar 
en  aquellas  misiones,  tan  fecundas  en  bienes  espirituales.  Sintieron 
profunda  compasión,  así  el  P.  General  como  el  Sumo  Pontífice, 
cuando  oyeron  de  nuestro  enviado  la  relación  dolorosa  de  las  tribu- 
laciones sin  cuento,  que  habían  padecido  los  pobrecitos  indios  redu- 
cidos a  nuestra  santa  fe.  Su  Santidad  expidió  el  breve  Commissum 
Nobis  el  22  de  Abril  de  1639,  mandando  a  su  Colector  en  Portugal, 
que  refrenase  con  censuras  y  con  todos  los  medios  que  estuvieran  a 
sii  alcance  a  los  forajidos  áel  Brasil,  y  que  les  prohibiese  cautivar  y 
esclavizar  a  los  pobres  indios  y  cometer  los  horrores  que  en  los 
anos  anteriores  habían  perpetrado  (1).  Por  sii  parte,  el  P.  Vitelleschi 
hizo  cuanto  pudo  para  reanimar  las  misiones  de  aquella  provincia,  y 
concedió  grata  licencia  para  que  se  embarcaran  en  compañía  del 
P.  Díaz  Taño  muchos  hombres  apostólicos  que  estaban  deseando  y 
pidiendo  las  misiones  ultramarinas,  y  nominalmente  éstas  del  Para- 
guay. Con  tan  buenos  despachos  salió  de  Roma  a  los  pocos  meses  el 
P.  Díaz  Taño,  repasó  las  principales  ciudades  de  España,  y  a  princi- 
pios de  1640  se  embarcó  en  Lisboa,  llevando  en  su  compañía  unos 
30  varones  apostólicos  que  debían  emplearse  en  las  misiones  gua- 
raníes. 

7.  Tomó  puerto  en  Río  Janeii-o  por  Mayo  de  1640.  Visitaba  enton- 
ces la  provincia  del  Brasil  en  nombre  de  nuestro  P.  General  el 
P.  Pedro  de  Moura,  y  habiéndole  comunicado  el  P.  Díaz  Taño  el 
breve  que  llevaba  de  Urbano  VIII,  se  determinaron  ambos  a  darle 
la  debida  publicidad,  para  refrenar  los  desafueros  que  se  cometían 
contra  nuestros  indios.  Esta  publicación  del  breve  pontificio  fué  la 
señal  de  un  tumulto,  cual  no  se  había  visto  hasta  entonces  en  la  ciu- 
dad de  Río  Janeiro  (2).  Amotinóse  la  plebe,  y  un  sinnúmero  de  hom- 
bres armados,  cada  uno  con  lo  que  tenía  a  mano,  acudió  a  nuestra 
casa  gritando  mueras  a  la  Compañía  y  asediando  cierto  edificio,  donde 
habían  empezado  a  reunirse  unas  cuantas  personas  prudentes,  por 


(1)  Puede  verse  este  breve  en  el  Bularlo  de  Turín,  t.  XIV,  pág.  712. 

(2)  Véase  en  Río  Janeiro,  Bibl.  Nac.,  Mss.  Angelis,  n.  342,  una  larga  relación  escrita 
en  portugués  por  el  P.  Luis  López,  compañero  del  P.  Visitador,  en  la  que  se  explican 
los  incidentes  de  esto  tumulto. 


562  i-iii.  II. — riíoviA'tiAs  Di:  i  ltüamau 

cuyas  manos  pasaba  el  negocio  de  la  publicación  del  breve.  Diéronse 
algunos  pasos  para  ver  si  era  posible  aplacar  la  furia  de  la  multitud, 
pero  convenciéronse  los  Nuestros  de  que  no  había  humanamente 
fuerzas  para  apagar  aquel  fuego.  A  cada  paso  se  veían  por  la  calle 
hombres  armados  con  arcabuces,  que  gritaban  como  furiosos:  «Bota 
fora!  Bofa  fora  os  Padres  da  Companhia¡y> 

Angustiados  los  jesuítas  de  Río  Janeiro  por  aquel  tumulto  sin 
ejemplo,  y  temiendo  prudentemente  hasta  el  perder  la  vida  en  me- 
dio de  aquellos  furiosos,  hubieron  de  tomar  un  medio  que  les  pa- 
reció indispensable  para  salir  ilesos  de  aquel  conflicto  espantoso.  El 
P.  Díaz  Taño,  delante  de  notario  y  con  todas  las  formalidades  de  de- 
recho, renunció  públicamente  a  usar  del  breve  de  Urbano  VIII  y 
desistió  para  en  adelante  de  todo  lo  que  pretendía  en  aquel  negocio. 
Publicado  este  documento  por  la  ciudad,  se  aplacaron  los  ánimos; 
pero  el  mismo  P.  Díaz  Taño,  en  el  mismo  día,  que  era  22  de  Junio 
de  1640,  delante  de  testigos  y  con  todas  las  formalidades  de  derecho, 
protestó  que  había  firmado  aquella  escritura  de  desistimiento  única- 
mente por  la  fuerza  y  violencia  inauditas  que  le  hacía  la  multitud,  y 
aconsejado  por  personas  prudentes,  las  cuales  creían  con  certeza 
moral,  que  sería  asesinado  el  P.  Visitador  y  el  mismo  P.  Díaz  Taño, 
y  expulsados  todos  los  jesuítas  de  Río  Janeiro,  si  él  no  firmaba  aque- 
lla escritura  de  desistimiento  (1).  Hizo  esta  declaración  y  la  conservó 
consigo,  por  lo  que  pudiera  valer  en  los  tiempos  sucesivos  para  de- 
fender la  causa  de  los  pobres  indios.  Con  esto  se  salió  de  Río  Janeiro 
y  continuó  su  viaje  a  Buenos  Aires,  desde  donde  él  y  los  misioneros 
que  le  acompañaban  penetraron  tierra  adentro  hasta  las  reduc- 
ciones, 

8.  Más  trabajo  le  costó  al  P.  Ruiz  de  Montoya  obtener  los  despa- 
chos que  deseaba  en  Madrid  (2).  Apenas  llegó  a  la  corte,  pidió  una 
audiencia  del  Rey  y  la  obtuvo  luego  sin  dificultad.  Habló  largamente 
con  Felipe  IV,  expuso  los  horrorosos  desafueros  cometidos  por  los 
paulistas  en  el  Paraguay,  y  puso  en  las  manos  de  Su  Majestad  los  me- 
moriales y  cartas  de  nuestros  Padres,  que  demostraban  la  verdad  de 
los  hechos  por  él  referidos.  Leyó  Felipe  IV  aquellos  escritos  y  se  ve 
que  le  hicieron  profundísima  impresión.  Al  instante  encargó  al  Con- 


(1)  Consérvase  el  texto  de  esta  declaración  en  Río  Janeii'o,  Bibl.  Nac,  Mss.  Angelis, 
n.  341. 

(2)  Sobre  las  negociaciones  del  P.  Montoya  en  Madrid  ha  escrito  dos  artículos  muy 
sustanciales  el  P.  Pablo  Hernández,  S.  J.,  en  la  revista  Razón  y  Fe,  t.  XXXIII,  páginas 
71  y  215. 


CAP.   XI.— IlUtUrCIONES   DE   LOS   l'AULISTAS      '  5(5:} 

sejo  de  Indias  el  remedio  de  aquellos  desmanes,  y  para  el  estudio  de 
este  negocio  señaló  una  junta  especial  de  seis  consejeros:  tres  doi 
mismo  Consejo  de  Indias,  que  fueron  el  Obispo'de  Oporto,  D.  Juan 
de  Solórzano  y  D.  Juan  de  Palafox  (el  futuro  Obispo  de  Puebla),  uno 
del  Consejo  Pi.eal,  Zambrano,  y  dos  del  de  Portugal,  D.  Francisco  Pe- 
reira  Pinto  y  otro  a  quien  no  nombra  el  P.  Montoya  (1),  Discutió 
largamente  esta  junta  sobre  los  hechos  anunciados  por  el  misionero, 
y  sobre  los  proyectos  que  él  proponía.  Fué  oído  el  mismo  Padre  al- 
gunas veces,  quien  logró  además  conferenciar  de  nuevo  con  Fe- 
lipe IV  y  más  aún  con  el  Conde-Dirque  de  Olivares.  Después  de  algu- 
r.os  meses  de  discusión,  por  fin  el  16  de  Setiembre  de  1639  firmó 
Felipe  IV  cuatro  cédulas  reales,  dirigidas  dos  al  Virrey  del  Perú  (2), 
otra  al  Gobernador  de  Buenos  Aires  (3)  y  otra  al  Gobernador  del 
Paraguay  (4).  En  ellas  indicaba  el  Rey  las  enormidades  cometidas 
por  los  paulistas,  mandaba  devolver  a  los  cautivos  su  libertad,  reno- 
vaba algunas  prudentes  disposiciones  tomadas  por  los  Reyes  anterio- 
j/es  para  proteger  a  los  indios,  y  encargaba  la  ejecución  de  algunos 
medios  indicados  por  el  P.  Montoya  para  defender  a  los  neófitos 
contra  la  codicia  desapoderada  de  los  europeos. 

Buenas  eran  estas  cédulas,  pero  no  podían  bastar  a  nuestro  nego- 
ciador. Insistió  principalmente  en  que  Su  Majestad  concediese  a  los 
indios  el  uso  de  armas  de  fuego.  Fuerte  oposición  encontró  en  mu- 
chos esta  idea,  pues  desde  luego  ocurrió  el  pensamiento,  de  que  si  se 
concedía  a  los  indios  el  uso  de  estas  armas,  las  emplearían  contra  los 
españoles  y  sería  imposible  reducirlos  a  la  obediencia  de  Su  Majes- 
tad. Con  todo  esto,  después  de  largas  disputas,  Felipe  IV  se  decidió 
a  hacer  la  concesión,  pero  subordinándola  al  buen  juicio  y  pruden- 
cia del  Virrey  del  Perú,  que  lo  era  entonces  el  Marqués  de  Mancera. 
El  21  de  Mayo  de  1640  firmó  una  cédula  real  (5),  en  la  que,  después 
de  declarar  la  dificultad  que  tenían  los  indios  de  ser  socorridos  por 
los  españoles,  la  proximidad  en  que  se  veían  de  los  aventureros  por- 
tugueses de  San  Paulo,  y  la  facilidad  que  tendrían  de  defenderse  con 
el  consejo  de  los  jesuítas,  remitía  a  Su  Excelencia  este  negocio,  para 


(1)  Véase  explicado  este  negocio  por  las  cartas  del  P.  Montoya  en  los  artículos  cita- 
dos del  P.  Hernández  (Razón  y  Fe,  t.  XXXIII,  pág.  74). 

(2)  Arch.  do  Indias,  122-3-2.  Véanse  explicadas  estas  cédulas  en  Pastells  (t.  II,  pá- 
gina 32). 

(3)  Ibid.,  7G-3-5. 

(4)  ZWd.,  74-6-28. 

(5)  Ibid.,  7(J-3-8.  Pastells,  t.  II,  pág.  49. 


r(64  UB.    II. — rUüVlNClA.S   DK    ULXIUMAJ; 

que,  habiendo  oído  a  los  gobernadores  confinantes,  disponga  lo  que 
le  pareciere  más  conveniente  sobre  el  armar  a  dichos  indios  con  las 
armas  de  fuego  para  su  defensa.  Todavía  se  disputó  bastante  tiempo 
en  Madrid  sobre  este  negocio,  y  entretanto  sobrevino  un  hecho  rui- 
doso que  perturbó  no  poco  los  planes  del  P.  Montoya.  El  1."  de  Di- 
ciembre de  1640  fué  proclamado  Rey  de  Portugal  el  Duque  de  Bra- 
ganza,  y  dos  meses  después,  como  era  de  esperar,  se  hizo  lo  mismo 
en  el  Brasil  aclamando  al  nuevo  Rey.  Con  esto  los  paulistas  ya  no 
eran  subditos  de  Felipe  IV,  y  éste  no  podía  imponerles  directamente 
su  voluntad.  Este  suceso  inutilizaba  algunas  disposiciones  que  se  ha- 
bían tomado,  pero  no  impedía  otros  favores  positivos  que  se  podían 
conseguir  del'  Rey  de  España. 

Mientras  se  activaba  la  consecución  de  ellos  salieron  al  público 
algunos  enemigos  nuestros  y  levantaron  fiera  oposición  y  gravísimas 
calumnias  a  los  jesuítas,  sembrando  las  ideas  que  un  siglo  después 
habían  de  producir  tan  horrible  maledicencia  contra  la  Compañía. 
El  P.  Ruiz  de  Montoya  hubo  de  escribir  una  refutación  muy  larga, 
deshaciendo  nueve  calumnias  que  levantaban  los  enemigos  de  la 
Compañía  contra  nuestros  misioneros  (1).  «Los  jesuítas  tienen,  de- 
cían ellos,  oculto  un  gran  tesoro,  del  que  ellos  solos  se  aprovechan; 
ponen  mal  a  los  españoles  con  los  indios;  no  permiten  a  los  Obispos 
el  visitar  aquellas  doctrinas  ni  quieren  que  sean  visitadas  por  loi? 
Gobernadores;  tratan  y  contratan  con  los  frutos  del  país;  no  toleran 
que  los  indios  sirvan  a  los  españoles;  han  convertido  a  esos  indios 
más  bien  por  armas  que  con  los  medios  de  la  persuasión  evangélica; 
por  último  (y  esto  debió  llegar  más  al  alma  del  P.  Montoya),  los  je- 
suítas despueblan  las  reducciones  de  los  indios  sin  licencia  de  Su 
Majestad  y  los  esconden  en  puestos  donde  no  puedan  verlos  las  au- 
toridades españolas.»  Finalmente  insistían  en  que  daban  armas  de 
fuego  a  los  indios  sin  licencia.  Hubo  de  refutar  muy  despacio  el 
P.  Montoya  todos  estos  absurdos,  algunos  de  los  cuales  tenían  cierta 
apariencia  en  los  hechos  que  ya  conoce  el  lector,  porque,  en  efecto, 
los  jesuítas  habían  empezado  a  industriar  a  los  indios  en  el  comer- 
cio de  la  yerba,  les  habían  hecho  mudar  de  sitio  para  librarlos  de  Jas 
persecuciones  de  los  paulistas,  y  procuraban  buenamente  que  no  en- 
trasen soldados  españoles  en  los  pueblos  cristianos,  para  no  perver- 
tirlos con  sus  vicios. 


(1)     Esta  refutación  lufi  impresa  por  Trolles,  Revista  de  la  Biblioteca  pública  de  Bueuos 
Airea,  t.  III,  pág.  235. 


CAP.    XI. IKRUPCIONKS    DV.    LOS    PAUI.TSTA.S  5(5.5 

Por  este  tiempo  también  dio  a  la  estampa  el  P.  Montoya  su  co- 
nocido libro  Conquista  espiritual  del  Paraguay,  el  cual,  difundido 
entre  las  personas  buenas  do  Madrid,  debió  servir  indudablemen,te 
para  conquistar  las  simpatías  de  muchos  hombres  a  la  causa  de  la 
Compañía.  Otra  ventaja  obtuvo  del  Rey  nuestro  negociador,  y  fué 
una  cédula  real,  para  que  los  indios  no  pagasen  tributos  durante 
veinte  años.  Por  último  se  retiró  de  Madrid  el  misionero  a  fines 
de  1642,  habiendo  obtenido  confirmación  de  la  licencia  para  usar 
los  indios  armas  de  fuego,  pero  siempre  dependiente  de  la  dis- 
creción y  prudencia  del  Virrey  del  Perú  (1).  Por  esta  razón  el  P.  Mon- 
toya, terminados  sus  negocios,  hubo  de  encaminarse  a  su  provincia, 
no  por  Buenos  Aires,  como  era  el  camino  ordinario,  sino  por  el 
Perú. 

Dirigióse,  pues,  al  Virreinato,  después  de  haber  pasado  en  Madrid 
como  unos  cuatro  años,  e  hizo  su  navegación  con  bastante  felicidad 
para  aquellos  tiempos.  En  Lima  volvieron  otra  vez  las  negociacio- 
nes, las  consultas,  los  informes,  las  interminables  explicaciones  que 
solían  darse  en  estos  negocios,  y  también  hubo  allí  la  esperada  opo- 
sición de  muchos  españoles,  que  nunca  miraban  con  buenos  ojos  la 
concesión  de  las  armas  de  fuego  hecha  a  los  neófitos;  pero,  por  fin, 
vencidas  todas  las  dificultades,  el  Virrey  del  Perú,  D.  Pedro  de  To- 
ledo y  Leiva,  Marqués  de  Mancera,  expidió  en  Lima  el  19  de  Enero 
de  1646  una  provisión  (2)  mandando  que  los  indios  pudieran  ser  ar- 
mados con  armas  de  fuego,  y  dando  las  necesarias  disposiciones  para 
que  los  agentes  subordinados  proveyesen  de  la  pólvora  y  otras  mu- 
niciones necesarias  para  el  nuevo  armamento. 

9.  Sin  esperar  a  que  Su  Majestad  decidiese  este  punto,  los  jesuí- 
tas de  América  desde  1639,  se  habían  decidido  a  obrar  por  sí  (3),  y 
habiendo  obtenido  la  aprobación  del  Gobernador  de  Buenos  Aires, 
buscaron  a  toda  prisa  arcabuces  y  municiones  y  empezaron  a  indus- 
triar a  los  indios  en  el  manejo  de  las  armas.  El  Hermano  coadjutor 
Domingo  Torres,  que  había  sido  soldado,  enseñó  a  los  neófitos  el 
manejo  de  los  arcabuces,  y  a  fines  dé  1640  ya  tenían  en  las  reduccio- 
nes algunos  centenares  de  armas  de  fuego;  hasta  llevaron,  no  sabe- 


(1)  Véanse  en  Pastells,  t.  II,  pág.  72,  las  ocho  cédulas  reales  firmadas  en  Zaragoza  el 
25  de  Noviembre  de  1642,  sobre  los  negocios  del  P..  Montoya.  Todas  ellas  están  en  el 
Archivo  de  Indias,  122-3-2,  y  una  en  76-3-8. 

(2)  Arch.  de  Indias,  76-3-8. 

(3)  Esto  se  infiere  de  la  carta  dirigida  al  Rey  por  el  P.  Bproa  el  11  de  Setiembre 
de  1639,  reproducida  por  Pastells,  t.  II,  pág.  68,  nota. 


')GQ  l.II!.    II.— riiOVI.NCIA.S    1)K    I :LTRA:srA7! 

mos  de  dónde,  alguna  que  otra  pieza  pequeña  de  artillería.  Bien  ne- 
cesaria fué  esta  prevención  para  la  nueva  irrupción  de  los  paulistas 
que  se  acercó  al  Paraguay  a  principios  de  1(341.  Venían  450  portu- 
gueses, y  con  ellos  2.700  tupíes  auxiliares,  como  era  costumbre  en 
este  género  de  expediciones.  Descendían  por  el  río  Uruguay  embar- 
cados en  300  canoas.  Apenas  se  tuvo  noticia  de  esta  irrupción,  tocóse 
al  arma  en  todas  nuestras  reducciones,  y  pronto  se  reunieron  en  la 
orilla  del  río  4.200  indios,  de  los  cuales  250  tenían  arcabuces,  y  los 
demás  flechas,  lanzas  y  macanas, 

Al  acercarse  el  enemigo  salieron  de  parte  de  los  neófitos  cinco 
.canoas  como  a  parlamento,  rogando  a  los  paulistas  que  no  pasasen 
adelante.  Como  ellos  no  atendiesen  a  la  proposición  y  empezasen  a 
bajar  con  más  denuedo,  disparóse  la  pieza  de  artillería  contra  aque- 
lla multitud  de  canoas,  y  quiso  Dios  que  el  tiro  fuese  tan  feliz,  que 
atravesó  y  echó  a  pique  tres  canoas.  Debió  ser  una  sorpresa  para  los 
paulistas  verse  combatidos  con  artillería.  Juzgaron  que  tendrían  me- 
jor suerte  por  tierra,  y  con  toda  la  presteza  posible  desembarcaron 
en  las  orillas  del  Uruguay.  Los  neófitos  se  adelantaron  a  recibirlos, 
y  una  banda  de  20  arcabuceros  que  les  precedía  mató  en  la  primera 
descarga  a  dos  portugueses.  Peleóse  aquel  día,  aunque  con  alguna 
desigualdad,  y  al  día  siguiente  se  renovó  el  combate  en  aquellos  bos- 
ques, cambiando  a  cada  instante  de  situación  y  siii  saber  muchas  ve- 
ces dónde  se  hallaba  la  fuerza  principal  del  enemigo.  En  el  primer 
día  murieron  12  portugueses  y  muchísimos  tupíes,  y  de  los  indios 
cristianos  solamente  tres,  y  salieron  algunos  pocos  heridos.  Al  día 
siguiente  el  encuentro  fué  algo  más  fuerte;  pero  separóse  la  batalla 
por  una  tempestad  y  lluvia  grandísima  que  de  repente  cayó  sobre 
los  combatientes.  Los  paulistas  y  tupíes,  viendo  que  no  les  iba  bien 
en  la  batalla,  acordaron  irse  i)oco  a  poco  retirando;  pero  los  neófi- 
tos, que  conocían  mejor  el  terreno,  no  se  dejaron  engañar,  y  al  otro 
día  cayeron  todos  de  golpe  sobre  el  enemigo,  y,  como  dice  la  rela- 
ción enviada  por  el  P.  Provincial,  «dieron  el  más  cruel  Santiago  que 
vieron  jamás  aquellos  montes».  Duró  la  batalla  desde  la  mañana  hasta 
las  dos  de  la  tarde.  El  daño  que  recibió  el  enemigo  fué,  sin  compa- 
ración, mayor,  pues  quedó  todo  aquel  bosque  lleno  do  cuerpos  muer- 
tos, especialmente  de  los  indios  tupíes. 

Por  último,  después  de  ocho  días  de  refriegas  en  medio  de  aque- 
llos bosques  intrincados,  dispersáronse  los  paulistas  y  los  tupíes,  hu- 
yendo cada  uno  por  donde  pudo.  Averiguóse  después  que  habían 
muerto  en  aquellos  encuentros  unos  120  paulistas  y  centenares  de 


CAP,    XI. — IRRUPCIONES   DIO    IOS    I'AUÍ.ISTAS  ,)()( 

indios  tupíes  (1).  Con  esto  desapareció  el  peligro,  y  desde  este  año, 
1641,  se  pudieron  asegurar  las  nuevas  reducciones  y  se  temieron 
poco  las  irrupciones  de  los  paulistas.  El  Gobernador  del  Paraguay, 
Gregorio  de  Hinestrosa,  escribiendo  al  presidente  de  la  Real  Audien- 
cia de  Charcas  (2),  refiere  con  muestras  de  gran  complacencia  la 
gran  victoria  que  los  indios  han  alcanzado  del  enemigo,  y  muestra 
esperar  que  en  adelante  aquellos  indios  convertidos  por  los  jesuítas 
han  de  ser  un  buen  medio  de  defensa  para  las  gobernaciones  del  Pa- 
raguay y  de  Buenos  Aires.  Y  efectivamente  lo  fueron.  Pues,  como 
ya  indicamos  en  el  capítulo  anterior,  en  todos  los  trances  apurados 
de  aquellas  gobernaciones  solían  pedir  los  Gobernadores  de  Buenos 
Aires  y  del  Paraguay  el  socorro  de  los  indios  cristianos,  y  este  so- 
corro fué  efectivo  y  de  mucha  gloria  y  provecho  para  España. 


(1)  Sobre  est;i  victoria  véanse  los  cuatro  documentos  contemporáneos  que  publica 
el  P.  Pastells,  t.  II,  pág.  59,  nota.  Otra  información  en  Santiago  de  Chile,  Bibl.  Nac,  Je- 
f¡ititns,  Argentina,  283,  n.  23. 

(2)  Arch.  de  Indias,  76-3-8, 


CAPITULO  XII 


PERSECUCIONES  DE   D,   BERNARDINO   DE   CÁRDENAS 
PRIMERA  PARTE,   1641-1645 

Sumario:  1.  Noticias  de  D.  Bernai'dino  de  Cárdenas  antes  de  ser  nombrado  Obispo  de 
la  Asunción. — 2.  Se  consagra  Obispo  antes  de  recibir  las  bulas,  en  Octubre  de  1641. 
3.  Toma  posesión  de  su  diócesis  en  Mayo  de  1642,  y  durante  dos  años  litiga  cons- 
tantemente con  el  Gobernador,  con  los  canónigos  y  aun  con  los  dominicos. — 4.  En 
este  mismo  tiempo  so  muestra  muy  amigo  de  los  jesuítas.  Sus  cartas  a  ellos. — 5-  Vol- 
viendo de  una  excursión  por  su  diócesis,  en  el  pueblo  de  Yaguarón  riñe  estrepito- 
samente con  los  jesuítas.— 6,  Intenta  matar  al  Gobernador  y  expulsar  del  Paraguay 
a  los  jesuítas,  pero  se  frustra  su  pensamiento. — 7.  El  Gobernador  le  expulsa  a  él  de 
la  Asunción  en  Noviembre  de  1644,  y  él  se  recoge  a  Corrientes. — 8.  Horribles  inju- 
rias que  con  ocasión  de  este  hecho  padecen  los  jesuítas. 

Fuentes  contemporáneas:  1.  Documentos  del  Archivo  de  Estado  en  Roma.— 2.  Documentos 
del  Archivo  de  Indias.— 3.  Documentos  de  la  Biblioteca  Nacional  de  Santiago  de  Chile.— 4.  Pííiíí- 
(¡uaria.  LiUerae  annuae. 

1.  Después  de  treinta  años  de  incesantes  fatigas;  cuando  la  pro- 
vincia del  Paraguay  tenía  ya  asentados  sus  colegios  y  residencias; 
cuando  estaban  fundadas  las  principales  reducciones  de  los  indios  y 
aseguradas  contra  las  irrupciones  de  los  paulistas;  cuando  parecía 
que  después  de  tantos  afanes  podían  prometerse  los  jesuítas  una 
época  de  tranquilidad,  he  aquí  que  de  repente  se  vieron  sobrecogi- 
dos por  una  borrasca,  la  más  fiera  que  jamás  padeció  la  Compañía 
en  el  Nuevo  Mundo  (1).  El  autor  de  esta  persecución,  loco,  según 


(1)  El  episodio  en  que  culramos  de  D.  Bernardino  de  Cárdenas  es  indudablemente 
el  más  embrollado  de  toda  nuestra  historia  en  América.  Indicaremos  al  lector  las  prin- 
cipales fuentes  históricas  que  existen  para  guiarnos  en  el  laberinto  de  sucesos  tan 
complicados.  Ante  todo,  en  Roma  (Archimo  di  Stato)  se  conserva  un  tomo  enorme- 
mente grueso  con  este  título:  Paraguay-Cárdenas.  Es  la  colección  más  importante  de  do- 
cumentos sobre  este  negocio.  Allí  se  ven  cartas  originales  del  Obispo  del  Paraguay» 
del  de  Tucumán,  de  Padres  jesuítas  y  de  otras  personas.  Allí  se  han  recogido  interro- 
gatorios, informaciones  judiciales,  decretos,  peticiones,  sentencias,  opúsculos  apologé- 
ticos; todo  género,  en  ñn,  de  escritos  redactados  por  los  que  intervinieron  en  esta  po- 
lémica. Lástima  que  no  haya  orden  ni  numeración  en  el  fárrago  de  documentos  tan 
heterogéneos.  En  el  mismo  Archivo  hay  otro  tomo,  Infonnatiomwi,  37,  menos  impor- 
tante sin  duda,  poro  útil  para  la  presente  cuestión.  En  el  Archivo  de  Indias  (Sevilla) 
existen  numerosos  documentos  sobre  este  hecho  ruidoso.  Allí  aparecen  las  cédulas 


CAT.    XII. — i'i:i;si:(X'C]OM:.s    dj;   d.    ukíixaudi.no   íjk   cáuu!:nas  569 

unos,  criminal,  según  otros,  fué  D.  Fray  Bernardinó  de  Cárdenas, 
Obispo  de  la  Asunción  en  el  Paraguay.  Resumiremos  brevemente 
la  historia  de  esta  contienda,  señalando  solamente  sus  episodios  prin- 
cipales, porque  referirlos  todos  sería  tarea  dificilísima  y  extendería 
nuestra  narración  más  de  lo  que  permite  el  carácter  de  esta  obra. 
Por  otra  parte,  son  tan  inverosímiles,  tan  inesperados  y  tan  contra^ 
dicterios  los  hechos  de  D.  Bernardinó,  que  cuesta  trabajo  al  histo- 
riador, no  solamente  establecer  la  verdad  de  lo  que  sucedió,  sino 
también  calificar  a  un  hombre,  que  unas  veces  parece  loco  rematado 
y  otras  criminal  digno  de  un  presidio.  Juzgamos  razonable  lo  que  el 
P.  Charlevoix  observa,  que  en  momentos  de  exaltación  y  de  cólera 
perdía  realmente  la  cabeza  el  Sr.  Obispo  del  Paraguay,  y  no  era  tan 
culpable  como  pudiera  creerse,  si  obrara  con  serenidad  y  conoci- 
miento de  lo  que  hacía. 

Don  Bernardinó  de  Cárdenas  nació  en  La  Paz,  capital  de  Bolivia  o 
Chuquiabo,  como  se  decía  en  el  siglo  XVI  (1).  Su  nacimiento  fué  en 
el  año  de  1579  (2).  Ignoramos  las  particularidades  de'  su  niñez  y  pri- 


roales,  las  provisiones  de  la  Audiencia  do  Cliarcas,  las  órdenes  del  Virrey  del  Perú  y 
variedad  de  cartas,  peticiones,  informes,  denuncias,  etc.  Para  conocer  el  tesoro  de  do- 
cumentos que  se  guardan  en  este  Archivo  sobre  la  presente  materia,  debe  consultarse 
al  P.  Pastells  (Historia  do  la  Compañia  da  Jesús  eu-  la  provincia  del  Paraguay/,  t.  II).  En 
este  tomo  ha  anotado  el  autor  todos  los  documentos  que  allí  hay  desdo  1638  hasta  1668. 
La  Biblioteca  Nacional  de  Santiago  de  Chile  es  otra  mina  de  documentos  parala  pre- 
sente polémica.  En  la  sección  de  manuscritos  titulada  Jesuítas,  Argentina,  se  pueden 
ver  muchos  escritos  originales  de  una  y  otra  parte,  que  sii-ven,  así  para  conocer  a  las 
personas,  como  para  establecer  la  verdad  de  los  hechos.  También  en  la  Asunción  ha- 
llamos algunos  escritos  sobi'e  esta  materia,  principalmente  las  actas  del  cabildo  secu- 
lar. De  los  historiadores  que  han  escrito  sobre  este  punto,  merece  la  preferencia  el 
P.  Charlevoix,  que  dedicó  a  este  hecho  tres  libi'os  de  su  Histoii-e  dn  Paraguay.  Su  relató 
es  verídico  y  animado,  y  sólo  sentimos  que  no  fuera  más  exacto  en  precisar  la  crono- 
logía de  los  hechos. 

•  (1)  No  en  La  Plata  o  Chuquisaca,  como  escribió  el  P.  Charlevoix  (Hist.  del  Paraguay^ 
1.  IX).  La  semejanza  de  estos  dos  nombres,  Chuquiabo  y  Chuquisaca,  debió  inducirle 
a  error. 

(2)  El  P.  Lozano  (Hist  da  la  conquista  del  Paraguay,  Rio  de  la  Plata  y  Tucnmün,  t.  III, 
c.  19,  pág.  524)  atribuye  a  Cárdenas  una  longevidad  inverosímil.  Dice  que  nació 
en  1562;  y  como  consta  que  murió  en  ir63,  resulta  que  vivió  ciento  seis  años.  Así  lo 
repite  en  la  página  523.  El  presidente  de  la  Audiencia  de  Charcas,  Pedro  Vázquez  de 
Velasco,  escribiendo  a  la  Reina  de  España,  el  28  de  Diciembre  de  1668,  lo  anuncia  la 
muerto  de  D.  Bernardinó,  ocurrida  poco  antes  en  aquella  ciudad,  con  estas  palabras: 
«Ha  muerto  Fray  Bernardinó  de  ciento  y  cuatro  años.»  (Arch.  de  Indias,  74-4-7.)  La 
exageración  de  estos  números  so  demuestra  con  un  documento  que  nos  parece  deci- 
sivo. Consérvase  en  Madrid,  Archivo  Histórico  Nacional,  n.  242.  Es  un  Catálogo  do  loa 
colegiales  que  hubo  en  el  Real  de  San  Martin  desds  el  diu  10  de  Agosto  de  1582,  en  que  se  fundó, 
siendo  virrey  Don  Maftin  Henriquez,  hasta  el  12  de  Enero  de  1771.  En  este  catálogo  se  van 
anotando  el  nombre,  edad  y  pati-ia  de  los  alumnos  que  se  reciben,  añadiendo  después 
algunas  notas  sobre  lo  que  fueron.  Leemos,  pues,  en  este  documento:  «Año  do  1594, 


r)70  II i^-  ii;— i'üovixeJAS  m:  li.ti!a.mah 

mera  educación.  Sülamente  nos  consta  que  a  los  quince  años  de 
su  edad,  el  31  de  Julio  de  1594,  fué  admitido  como  alumno  en  el  co- 
legio do  San  Martín,  de  Lima,  gobernado,  como  sabemos,  por  los 
Padres  de  la  Compañía.  Allí  siguió  la  carrera  de  sus  estudios,  y  poco 
después  entró  religioso  en  la  Orden  de  San  Francisco.  En  el  bautis- 
mo le  habían  impuesto  el  nombre  de  Cristóbal;  pero  al  entrar  en 
religión  adoptó  el  de  Bernardino,  quizá  por  la  devoción  que  sentiría 
a  este  famoso  predicador  que  tanto  ilustró  la  Orden  de  los  Menores. 
Ignoramos  si  aprovechó  mucho  en  los  estudios.  Los  sucesos  de  su 
vida  no  nos  muestran  en  este  hombre  ningún  sabio  ni  literato.  Tam- 
poco descubrimos  que  le  atrajese  gran  cosa  la  afición  a  los  libros,  y 
nos  inclinamos  a  creer,  que  su  formación  eclesiástica  fué  bastante 
superficial.  En  cambio,  poseía  algunas  dotes  de  orador,  hablaba  con 
facilidad,  predicaba  con  brillante  imaginación  y  era  escuchado  en 
América  con  profundo  respeto.  Añádase  a  esto  que  muy  pronto  logró 
entre  los  oyentes  la  fama  de  santidad,  ya  por  las  visiones  y  revelacio- 
nes que  fingía  tener,  ya  por  algunos  actos  exteriores  de  penitencia 
que  procuró  ejecutar  en  público  a  la  vista  del  pueblo. 

En  el  año  de  1614  le  hallamos  Guardián  en  el  convento  de  fran- 
ciscanos de  Chuquisaca  (1).  Algunos  años  después,  en  1621,  habiendo 
pedido  predicadores  del  Evangelio  los  indios  chunches,  fué  desig- 
nado Fray  Bernardino  por  el  Comisario  general  de  los  franciscanos, 
Fray  Juan  Moreno  Verdugo.  No  sabemos  lo  que  le  sucedió  en  esta 
expedición;  pero  por  una  carta  de  la  Audiencia  de  Lima  a  Felipe  IV 


núm.  107.  Don  Cristóbal  de  Cárdenas,  de  Chuquiabo.  Entró  en  31  de  jnlio,  de  quince 
años.  Fué  religioso  de  San  Francisco,  donde  se  nombró  Fray  Bernardino.  Fué  lector 
de  teología,  predicador  muy  apostólico,  definidor  de  esta  pi-tovincia,  comisario  visi- 
tador de  idolatrías  por  el  Concilio  provincial  argentino,  donde  quemó  doce  mil  ídolos, 
y  Obispo  del  Paraguay,  donde  pasó  muchos  trabajos,  y  murió  electo  ác¡  Popayán.» 
Aunque  los  datos  sobre  su  vida  y  oficios  se  añadieron  posteriormente,  pero  el  nom- 
bre, la  edad  y  la  fecha  de  su  admisión  en  el  Seminario  se  escribieron  sin  duda  cuando 
se  verificó  este  hecho.  Tenemos,  pues,  que  D.  Bernardino  contaba  quince  años  en  1594, 
y,  por  consiguiente,  nació  en  1579,  y  vivió  ochenta  y  nueve  años,  longevidad  respetable, 
pero  no  inverosímil  como  la  que  le  atribuyen  Lozano  y  Velasco. 

(1)  Éste  y  los  otros  datos  que  siguen  hasta  la  promoción  episcopal  de  D.  Bernar- 
dino los  sacamos  del  alegato  escrito  por  Fray  Juan  de  San  Diego  Villalón,  abogado  de 
D.  Bernardino  en  América  y  después  en  España,  con  este  título:  «Discurso  de  la  vida,  mé- 
ritos y  trabajos  del  llnstrisimo  Señor  Obispo  del  Parar/uaif,  y  Verdades  desnudas.^  (Bibl.  Va- 
ticana, Ottoboni,  3.190.)  Fué  reimpreso  este  discurso  en  Madrid,  1768,  en  la  Colección 
general  de  documentos  tocantes  a  la  persecución...  contra  D.  Bernardino  de  Cárdenas,  etc.  Aim- 
que  este  discurso  es  un  alegato  furioso  en  contra  de  los  jesuítas,  como  todo  lo  que  es- 
cribió este  Villalón,  pero  inserta  textualmente  11  documentos,  que  son  auténticos  y  se 
hallan  en  el  Archivo  de  Indias.  Por  estos  documentos  conocemos  los  cargos  que  dcs- 
em])eñó  D.  Bernardino. 


CAr.     XII. — PEBSECUCIONKS    DE    1>.     KIOJtXAr.DlNO    DE    CAIIDE.XAS  571 

conocemos  indirectamente,  así  la  comisión  que  se  le  dio  como  el  cré- 
dito de  que  gozaba  entre  la  gente  del  pueblo.  «Dieron  los  frailes 
franciscos,  dice  la  Audiencia,  un  Comisario  para  esta  jornada  de  los 
chunchos,  llamado  Fray  Bernardino  de  Cárdenas,  de  los  mejores 
predicadores  de  su  orden,  y  en  quien  parecen  concurrir  las  demás 
partes  necesarias  para  ella.  Llegó  a  la  ciudad  de  La  Paz,  y  allí  se  de- 
tuvo algún  tiempo,  porque  otro  religioso  de  su  mismo  orden,  lla- 
mado Fray  Gregorio  de  Bolívar,  que  había  estado  con  los  chunchos, 
dio  en  contradecirle...  El  Obispo  volvió  a  hacer  otras  juntas  por 
orden  de  este  real  acuerdo,  y  se  resolvió  en  ellas  que  todavía  Fray 
Bernardino  hiciese  su  entrada  con  los  religiosos  que  llevaba.  Ya 
debe  de  andar  en  ella»  (1).  Esto  se  escribió  el  6  de  Mayo  de  1()22. 

No  sabemos  que  perseverase  gi*an  tiempo  entre  los  chunchos,  ni 
que  fundase  misiones  estables  entre  éstos  o  entre  otros  infieles.  Con- 
tentábase con  predicar  de  paso  a  los  españoles  y  a  los  indios  circunve- 
cinos, y  con  destruir  las  idolatrías  que  hallaba  en  los  pueblos  peque- 
ños, quemando  los  ídolos  que  ocultamente  eran  venerados.  En  1629, 
habiéndose  reunido  Concilio  provincial  en  Chuquisaca,  dio  una  co- 
misión especial  a  Fray  Bernardino  para  predicar  la  fe  entre  los  infie- 
les, para  destruir  ídolos,  imponer  censuras  y  gobernar  a  otros  reli- 
giosos que  debían  acompañarle  en  este  empresa  (2).  Corrió  después 
la  fama  que  en  algunos  años  de  predicación  había  quemado  Fray 
Bernardino  más  de  12.000  ídolos  cogidos  a  los  indios.  Un  poco  sos- 
pechoso se  nos  hace  este  número,  y  ocurre  la  idea  de  si  será  una  de 
aquellas  exageraciones  exorbitantes,  a  que  era  tan  inclinado  este 
hombre,  cuando  refería  los  méritos  propios.  Lo  que  no  cabe  dudar 
es  la  opinión  de  santo  que  adquirió  entre  la  plebe  y  el  buen  crédito 
de  predicador  que  tenía  entre  las  personas  cultas.  Uno  de  los  que  le 
oyeron  en  aquellas  tierras  fué  el  famoso  oidor  y  docto  canonista 
D.  Juan  de  Solórzano,  tan  conocido  en  el  orbe  literario  por  su  obra 
De  Indiarum  Jure.  Parece  probable  que  a  la  recomendación  de  este 
hombre,  individuo  entonces  del  Consejo  de  Indias,  se  debió  que  Fray 
Bernardino  fuese  propuesto  por  Felipe  IV  para  Obispo  de  la  Asun- 
ción. La  Audiencia  de  Lima  y  el  Ayuntamiento  del  Cuzco  escribieron 
cartas  al  Rey,  elogiando  la  persona  de  Fray  Bernardino  de  Cárdenas 
cuando  se  trató  de  promoverle  a  la  Silla  episcopal  del  Paraguay  (3). 


(1)  Arch,  de  ludias,  70-3-30. 

(2)  Véase  la  patente  en  el  Discurso  ya  citado  de  Villalóu. 

(3)  Arch.  de  Indias,  74-4-6  y  75-6-8.  Vido  Pastells,  t.  II,  págs.  17-24. 


'Ü2  mi.    II. — rKOVINCIAR    di:    lI.TRA>rAK 

Felipe  IV  le  propuso  al  Papa  a  fines  de  16ÍÍ8.  y  después  de  los 
pasos  ordinarios  en  este  género  de  negocios,  fué  Cárdenas  nombrado 
Obispo  de  la  Asunción  el  18  de  Mayo  de  1640.  Fué  preconizado  tres 
meses  después,  y  las  bulas  que  se  expidieron  para  él  llevaban  la 
fecha  de  18  de  Agosto  de  1640,  Rogamos  al  lector  que  tenga  presen- 
tes estas  fechas  para  los  sucesos  que  luego  han  de  venir. 

Apenas  llegó  a  Lima  la  noticia  de  esta  promoción,  el  humilde 
Fray  Bernardino  empezó  a  darse  tono  y  se  transformó  de  repente 
en  D.  Bernardino  de  Cárdenas,  mostrándose  dondequiera  con  la 
autoridad  e  ínfulas  de  obispo.  Emprendió  el  camino  hacia  el  Para- 
gua}^  pero  con  la  lentitud  propia  de  aquellos  tiempos;  iba  haciendo 
largas  detenciones  en  las  ciudades,  predicando  sermones,  oyendo 
confesiones,  asistiendo  a  moribundos  y  ejerciendo  otros  ministerios 
sacerdotales,  sin  pedir  permiso  a  los  Obispos  de  las  diócesis  y  sin 
atender  a  los  consejos  de  nadie.  Entretanto  oyó  decir  que  habían 
sido  enviados  a  Madrid  algunos  memoriales  contra  su  persona,  y 
que  no  faltaban  enemigos  que  le  quisieran  impedir  el  acceso  a  su 
obispado.  Algo  sorprendido  con  estas  noticias,  que  no  carecían  de 
todo  fundamento,  discurrió  que  el  medio  más  seguro  de  asegurar  su 
posición  sería  consagrarse  Obispo  lo  antes  posible  y  tomar  posesión 
de  su  diócesis.  Empero  para  esto  era  necesario  esperar  a  que  llega- 
sen las  bulas  apostólicas,  y  este  requisito  tardaba  en  cumplirse  ex- 
traordinariamente, por  la  lentitud  con  que  el  servicio  postal  se 
hacía  en  aquel  tiempo  oiitre  Europa  y  América. 

Llegado  a  Salta  en  Agosto  de  1641,  y  algo  impaciente  por  no  reci- 
bir todavía  las  bulas,  preguntó  a  los  Padres  de  nuestro  colegio,  si 
se  podía  consagrar  Obispo  antes  de  recibirlas  (1),  porque  le  constaba 
evidentemente  que  ya  se  habían  expedido,  y  era  de  temer  que  sus 
adversarios  se  las  hubiesen  interceptado.  Para  obtener  la  respuesta 
que  deseaba,  fabricó  una  carta  del  Cardenal  Antonio  Barberini  (2), 
en  la  cual,  sin  hablarle  explícitamente  de  las  bulas,  se  le  dada  tra- 
tamiento de  Obispo,  se  le  pedían  noticias  sobre  sus  ovejas,  se  le  ofre- 
cían amigablemente  los  servicios  que  pudiera  necesitar  en  la  Corte 
romana,  en  una  palabra,  se  le  trataba  como  a  Prelado  que  estuviera 
en  posesión  de  su  diócesis  y  en  el  ejercicio  de  su  cargo.  Una  cosa  ha- 
bía que,  demostraba  patentemente  la  falsedad  de  la  carta,  y  era  la 


(1)  Esto  se  infiere  de  la  carta  del  P.  Boroa,  que  luego  citamos. 

(2)  Puede  verse  el  texto  de  esta  carta  en  Roma,  Arch.  di  Stato,  informationwn,  37, 
en  el  folio  2  (nota)  do  un  impreso  intitulado  Discorsi  apologztici...  scritti  da  Don  Alonso 
Garrir/lio.  ■  ■    ~  ' 


CAP.    Xir. — PEESECUCIONKS    DE    D,    nKaNAltDl-NU    UlC    CÁUDK.NAS  573 

fecha  que  le  puso  D.  Bernardino;  era  ésta  el  12  de  Diciembre  de  1638. 
Cuando  años  adelante  se  tuvo  noticia  de  las  fechas  en  que  se  habían 
verificado  la  presentación  de  D.  Bernardino,  su  preconización  y  la 
expedición  de  las  bulas,  desde  luego  se  conoció  la  superchería  de  esta 
carta  (1).  No  obstante,  allá  en  Salta,  en  el  mes  de  Agosto  de  1641, 
como  no  habían  recibido  los  jesuítas  ninguna  noticia  sobre  este  ne- 
gocio, sino  la  que  les  dio  el  mismo  interesado,  y  como,  por  otra 
parte,  no  debían  tener  frescas  las  ideas  acerca  de  la  consagración  de 
los  Obispos,  firmaron  candidamente  el  parecer  de  que  podía  consa- 
grarse lícitamente  Su  Señoría. 

Obtenido  este  escrito  que  tanto  lisonjeaba  a  D.  Bernardino,  deseó 
apoyar  su  opinión  con  una  autoridad  más  respetable,  j-  escribió  al 
P.  Boroa,  Rector  entonces  de  nuestro  colegio  de  Córdoba  (que  tenía 
carácter  de  Universidad);  le  remitió  el  escrito  del  Rector  de  Salta  y 
le  pidió  que  se  dignase  declararle,  si  los  Padres  de  Córdoba  opina- 
ban del  mismo  modo  acerca  de  su  proyecto  de  consagrarse  antes  de 
recibir  las  bulas.  Nuestro  P.  Rector,  consultado  maduramente  el  ne- 
gocio, respondió  a  D.  Bernardino  con  una  carta  respetuosa  y  mo- 
desta, diciendo  que  los  Padres  de  Salta  no  debían  haber  estudiado 
de  propósito  esta  cuestión,  porque  allá  en  Córdoba  todos  los  teólo- 
gos y  canonistas  que  él  había  consultado  afirmaban  unánimes  que, 
según  el  derecho  corriente,  no  se  podía  consagrar  un  Obispo  sin 
haber  recibido  primero  las  bulas  apostólicas  (2).  Enfurecióse  D.  Ber- 
nardino al  leer  esta  carta  y  la  hizo  luego  pedazos  con  mucha  cólera, 
pero  se  guardó  de  hablar  con  nadie  acerca  de  su  contenido  (3). 

2.  Continuando  su  viaje  llegó  a  Santiago  del  Estero,  donde  residía 
Fray  Melchor  de  Maldonado,  agustino.  Obispo  de  Tucumán,  Prelado 
amiguísimo  de  la  Compañía  y  muy  recto  en  todo  su  modo  de  pro- 
ceder. Don  Bernardino  le  suplicó  que  se  dignase  consagrarle,  ya  que 
le  constaba  del  hecho  de  la  expedición  de  las  bulas,  aunque,  a  la 
verdad,  no  las  había  recibido  todavía.  Negóse  al  pronto  el  Obispo  de 
Tucumán.  Entonces  D.  Bernardino  le  mostró  el  parecer  de  los  Pa- 
dres de  Salta,  pero  se  guardó  muy  mucho  de  mencionar  el  dicta- 


(1)  Muy  bien  lo  demostró  oí  P.  Julián  do  Podraza  en  su  Memorial  iniíircso,  del  que 
se  ve  una  copia  en  Roma,  Avch.  di  Stato,  Paraguay-Cárdoias.  ¿Cómo  podía  darse  el 
tratamiento  de  Obispo  a  D.  Bernardino  en  1638,  si  no  obtuvo  esta  dignidad  hasta 
el  1640?  • 

(2)  £1  P.  Charlevoix  (HisLdel  Pai-wjuay,  1.  IX)  publicó  esta  carta  traducida  ai 
francés. 

(3)  Víase  la  carta  del  Obispo  do  Tucumán,  que  a  continuación  copia  el  P.  Charle- 
voix (ibid.). 


~)~i  LII!.    11.^ — PROVINCIAS    DE    L  LTRAMAlí 

ineii  de  los  de  Córdoba.  Tanto  le  importunó,  tanto  ponderó  el  aban- 
dono de  la  diócesis  del  Paraguay,  la  necesidad  de  aquellas  pobres 
ovejas,  sin  pastor  desde  años  atrás,  tanto  le  molestó  por  uno  y  otro 
lado,  que  al  fin  Fray  Melchor,  fiándose  en  la  ciencia  de  D.  Bernar- 
dino  y  en  el  parecer  de  los  jesuítas  de  Salta,  se  decidió  a  consa- 
grarle Obispo.  En  esto  procedió,  sin  duda,  de  buena  fe.  El  acto  se 
ejecutó  a  mediados  de  Octubre  de  1641,  y  en  él  se  cometió  otra  irre- 
gularidad, de  que  antes  no  se  había  hablado  palabra.  No  habiendo  a 
mano  otros  dos  Obispos  que  hicieran  de  asistentes,  según  es  ley  or- 
dinaria en  las  consagraciones  episcopales,  el  Obispo  de  Tucumán 
hizo  la  consagración  asistiendo  dos  canónigos.  Es  verdad  que  la 
Santa  Sede  s.olía  conceder  fácilmente  dispensa  de  este  requisito  para 
las  consagraciones  hechas  en  América,  por  la  escasez  de  Obispos  y 
la  suma  distancia  en  que  éstos  vivían  unos  de  otros  en  aquellos  di- 
latados países.  Sin  embargo,  necesitábase  dispensa  apostólica  para 
el  hecho,  y  en  el  caso  presente  no  la  había. 

Mucho  se  afligió  oí  buen  Obispo  de  Tucumán,  cuando  después 
conoció  lo  que  habían  dictaminado  los  Padres  de  Córdoba  y  el  yerro 
que  de  buena  fe  había  él  cometido  consagrando  al  Obispo  del  Pa- 
raguay sin  tener  las  letras  apostólicas  y  sin  haber  llegado  la  dis- 
pensa para  hacerlo  en  la  forma  en  que  el  acto  se  hizo.  Él  mismo,  en 
carta  que  después  dirigió  a  D.  Bernardino,  se  lamentaba  de  que  le 
hubiese  ocultado  cuidadosamente  la  respuesta  del  P.  Boroa,  y  pro- 
testaba que  era  inocente  de  una  cosa  ejecutada  con  buena  fe  (1).  No 
debió  conmoverse  mucho  el  Obispo  de  la  Asunción  por  las  lamen- 
taciones de  su  consagrante.  Algo  más  debió  sentir  la  real  cédula  que 
le  dirigió  nuestro  monarca  Felipe  IV,  reprendiéndole  gravemente 
por  haberse  consagrado  antes  de  recibir  las  bulas  (2).  Sin  embargo, 
esto  mismo  no  hubiera  parecido  tan  importante,  pues  la  potestad 
secular  no  tenía  carácter  para  definir  en  materia  teológica  y  canó- 
nica. Lo  grave  y  decisivo  en  este  negocio  fué  la  sentencia  que  años 
adelante  pronunció  la  Congregación  del  Concilio  de  Trento  sobre  la 
consagración  de  D.  Bernardino  de  Cárdenas.  Después  de  largo  y 
prolijo  estudio,  después  de  oír  todas  las  razones  y  excusas  que  pre- 
sentó D.  Bernardino,  después  de  escuchar  la  defensa  de  sus  aboga- 
dos, por  fin  el  año  1657  pronunció  la  sentencia  que  vamos  a  trans- 
cribir a  la  letra,  vertida  fielmente  en  castellano: 


(1)  Charlevoix,  ibid. 

(2)  Está  fechada  ea  Fraga  a  25  de  Julio  de  1G44.  Arch,  de  Indias,  122-3-2. 


CAP.  XII. — ^i'iaísixucio.VKS  vk  d.   i:i:R.\Am)íNo  dk  cárdenas  575 

«El  Obispo  de  la  ciudad  que  se  llama  de  la  Asunción,  de  la  pro- 
vincia del  Paraguay,  en  las  Indias  Occidentales,  tomó  posesión  de  su 
obispado,  habiéndose  hecho  consagrar  por  el  Obispo  de  Tucumán, 
sin  haber  presentado  las  letras  apostólicas,  que,  sin  embargo,  habían 
sido  otorgadas  y  expedidas  ya,  y  de  ello  en  algún  modo  tenía  noticia 
por  avisos  que  había  recibido.  Asimismo  fué  consagrado  por  el  su- 
sodicho Obispo  sin  más  asistentes  que  dos  canónigos,  sin  haber  pre- 
sentado la  dispensa,  que  igualmente  estaba  concedida,  teniéndose  de 
esto  algún  conocimiento  o  por  lo  menos  presunción  (por  ser  cos- 
tumbre que  el  Sumo  Pontífice  otorgue  esta  dispensa  a  los  Obispos 
que  se  han  de  consagrar  en  las  Indias).  Supuestos  estos  hechos,  se 
pregunta  en  primer  lugar,  si  la  sobredicha  toma  de  posesión,  sin 
haber  presentado  las  letras  apostólicas,  ha  sido  legítima.  Segundo,  si 
la  sobredicha  consagración,  hecha  del  modo  expuesto,  fué  válida. 

»A  la  primera  cuestión  respondió  en  1.°  de  Setiembre  de  1657  la 
Sagrada  Congregación  de  los  Eminentísimos  Cardenales  señalados 
por  la  Santa  Sede  Apostólica  para  interpretar  el  Concilio  de  Trente, 
que  la  toma  de  posesión  no  ha  sido  legítima.  Al  segundo  punto  res- 
pondió en  15  de  Diciembre  de  1657  la  misma  Sagrada  Congregación, 
después  de  haberlo  examinado  maduramente,  que  la  sobredicha 
consagración  del  Obispo  del  Paraguay  había  sido  válida  en  cuanto 
al  sacramento  e  impresión  del  carácter,  pero  nula  en  cuanto  al  ejer- 
cicio lícito  de  las  funciones  anejas  al  orden,  y  que  el  Obispo  así 
consagrado,  y  también  el  Obispo  consagrante,  tenían  necesidad  de 
absolución  y  dispensa,  que  la  misma  Sagrada  Congregación  juzgó 
se  les  debía  conceder,  si  así  pareciera  al  Santo  Padre.  El  cual,  oídas 
la  relación  y  las  razones  alegadas,  mandó  a  6  de  Febrero  de  1658, 
por  efecto  de  su  paternal  bondad,  que  se  otorgue  a  los  supradichos 
Obispos  la  absolución  y  dispensa  por  letra  apostólica  en  forma  de 
breve.  F.  Cardenal  Paoliicci,  Prefecto,— Gratis  aun  en  cuanto  al  es- 
crito.—C.  de  Vecchis,  Obispo  de  Chiusi,  Secretario  de  Sus  Eminen- 
cias» (1). 

Aquí  tenemos  el  juicio  que  se  debe  formar  de  la  consagración  de 
D.  Bernardino.  Fué  realmente  hecho  Obispo  en  cuanto  al  carácter  y 
ordenación,  pero  no  pudo  tomar  posesión  de  su  diócesis  ni  ejercer 
acto  de  jurisdicción,  porque  la  jurisdicción  se  recibe  de  manos  del 


(1)  YA  texto  latino  fué  publicado  por  Charlevoix  en  el  apéndice  del  primer  tomo  de 
su  Hist.  del  Paraguay.  La  traducción  que  damos  es  del  P.  Pablo  Hernández  en  la  obra 
del  P.  Charlevoix,  que  publicó  traducida  a  nuestra  lengua  en  Madrid,  1912.  Vid.  t.  II, 
página  470. 


576  i'^5'  II.— i'r.ov]Mi.\«  ni:  ui.THA>rAK 

Papa,  y  éste  no  la  concede  a  quien  no  observa  las  leyes  canónicas  en 
su  consagración  y  en  su  toma  de  posesión  de  la  diócesis.  Este  hecho 
ha  quedado  como  clásico  en  los  tratados  de  Derecho  canónico,  donde 
suele  citarse,  para  probar  la  necesidad  absoluta  que  tiene  el  Obispo 
de  recibir  las  letras  apostólicas,  antes  de  proceder  a  su  consagra- 
ción. 

Alegre  D.  Bernardino,  viéndose  ya  con  el  carácter  episcopal,  diri- 
gió sus  pasos  a  Córdoba,  y  los  Nuestros  se  apresuraron  a  visitarle  y 
obsequiarle  con  toda  cordialidad,  sospechando  la  interior  amargura 
que  aquelhombre  guardaría  por  la  respuesta  desagradable  que  habían 
dado  a  su  consulta.  El  Prelado  disimuló  su  sentimiento.  Al  principio 
no  habló  palabra  sobre  su  consagración,  y,  por  el  contrario,  se  mos- 
tró afectuoso  y  condescendiente  con  los  jesuítas,  ofreciéndose  a  con- 
ferir las  sagradas  órdenes,  si  acaso  en  nuestro  colegio  hubiera  algún 
estudiante  que  estuviera  dispuesto  para  recibirlas.  El  P.  Boroa  le 
agradeció  tal  favor,  aunque  rej)resentó  que  por  entonces  no  era  oca- 
sión de  administrar  las  órdenes,  y  el  presentar  los  religiosos  a  reci- 
birlas pertenecía  al  Provincial,  y  no  al  Rector  de  aquel  colegio.  Con- 
tinuando en  tan  amistosas  relaciones,  los  jesuítas  le  dedicaron  dos 
actos  literarios,  que  se  celebraron  con  todo  el  aparato  y  solemnidad 
que  eran  entonces  de  rigor  en  estas  funciones  universitarias  (1).  Al 
despedirse  pidió  D,  Bernardino  al  P.  Rector,  que  se  sirviera  redactar 
un  escrito  aprobando  el  hecho  de  su  consagración.  Tembló  el  P.  Bo- 
roa al  escuchar  tal  demanda,  y  dijo  que  ya  lo  consultaría  con  los 
otros  Padres  de  casa.  Consultó,  en  efecto,  con  todos,  y  fueron  de  pa- 
recer, que  de  ningún  modo  convenía  acreditar  con  público  escrito  un 
hecho  que  juzgaban  evidentemente  irregular.  Representó,  pues,  el 
Rector  a  Cárdenas  que  no  podía  por  entonces  acceder  a  sus  deseos, 
y  ofreció  servirle  en  todo  lo  demás  que,  dada  su  condición  de  reli- 
gioso, pudiera  hacer  por  Su  Señoría.  Don  Bernardino  se  calló,  y  salió 
de  Córdoba  con  el  corazón  bastante  amargado. 

Cuando  poco  después  llegó  a  Santa  Fe,  por  Enero  de  1642,  des- 
ahogó su  cólera  en  una  carta  furibunda  que  dirigió  al  P.  Rector.  Des- 
pués de  atribuir  a  ceguedad  y  pasión  de  los  jesuítas  de  Córdoba  el 
dictamen  que  le  habían  enviado  a  Salta,  prosigue  así  D.  Bernardino: 
«De  suerte  que,  Padres  míos,  si  no  hubiese  bula  para  que  los  Obis- 


(1)  Faraquaria.  JJtt.  unmme,  1G44.  En  estas  anuas,  que  abarcan  el  espacio  do  unos 
tres  años,  y  están  ürmadas  por  el  P.  Pi-ovincial  liUpercio  de  Zurbano,  leemos  los  poi*- 
menores  de  la  estancia  do  U.  Bei-nardino  en  C(5rdoba. 


CAP.    XII. PEKSECÜCIOXES    DR    D.    BERNARDIXO    DE    CÁRDENAS  577 

pos  de  las  Indias  se  consagrasen  con  sólo  un  Obispo,  tendría  dificul- 
tad mi  consagración,  porque  VV.  PP.  han  buscado  todas  las  dificul- 
tades que  la  perjudican,  con  grande  afecto,  y  no  han  buscado  ni  pon- 
derado con  el  que  debían  las  innumerables  y  fortísimas  razones  que 
hay  en  mi  favor,  porque  cuando  VV.  PP.  quieren,  bien  las  saben  ha- 
llar para  los  casos  más  dificultosos  y  para  hacer  lícitos  los  más  ini- 
cuos tratos  y  para  abonar  usuras  y  logros...  No  se  ha  servido  Dios 
Nuestro  Señor  ni  agradado  de  lo  que  han  hecho  VV.  PP.  conmigo, 
porque  no  se  sirve  l'ioa  de  desagradecimientos  e  injusticias  de  obs- 
tinados pareceres  y  soberbios,  que  précianse  de  que  solos  lo  saben 
todo...  Por  un  puntillo  de  no  desistir  de  su  propio  parecer,  por  lle- 
var adelante  lo  que  dijeron,  no  se  les  da  nada  de  quitar  la  honra  al 
señor  Obispo  de  Tucumán  y  a  mí.»  Después  de  algunas  frases  en  este 
tono,  protesta  que  no  perderá  por  esto  su  amor  a  la  Compañía,  y 
luego  prosigue:  «Esto  bastaba  para  confundir  a  VV.  PP.  y  que  se 
arrepintiesen  de  lo  hecho  y  dicho;  pero  no  han  de  hacer,  porque  es 
propio  de  la  ciencia  de  los  que  les  parece  que  lo  saben  todo,  no  desis- 
tir del  primer  parecer  ni  rendirse  a  alguno.  Más  quisiera  menos  cien- 
cia y  más  humildad»  (1). 

Pudiera  creerse  que  con  esta  carta  declaraba  la  guerra  D.  Ber- 
nardino  a  los  jesuítas  y  rompía  para  siempre  las  hostilidades  con 
ellos;  sin  embargo,  sucedió  todo  lo  contrario.  Tal  era  el  carácter  pe- 
regrino e  ininteligible  de  este  hombre.  Durante  dos  años  se  mostró 
amigo  sincero  de  los  jesuítas.  Entretanto,  el  í*.  Provincial  Francisco 
Lupercio  de  Zurbano,  entendiendo  la  delicadeza  del  negocio,  encargó 
una  y  varias  veces  a  los  Nuestros,  que  jamás  hablasen  palabra  sobre 
este  negocio  de  la  consagración  y  sobre  la  costumbre,  que  empezó 
a  adoptar  entonces  D.  Bernardino,  de  decir  dos  misas  cada  día  (2), 

3.  Despachada  la  carta  a  los  jesuítas  de  Córdoba,  prosiguió  el 
nuevo  Prelado  lentamente  su  camino  hacia  la  Asunción,  y  por  fin 
tomó  posesión  de  su  diócesis  pl  día  20  de  Mayo  de  1642  La  forma  en 
que  lo  hizo  fué  tan  peregrina  como  solían  ser  todos  los  actos  de  este 
hombre  (3).  Por  la  mañana  de  ese  día  acercóse  a  la  ciudad  desde  una 


(1)  Esta  carta  se  ve  en  Roma,  Arch.  di  Stato,  Paraguay-Cárdenas,  al  principio  de  un 
escrito  intitulado  <í  Cláusulas  sacadas  de  algunas  certificaciones...» 

(2)  «Ego,  ne  offensionis  ansam  arriperet...  serio  monui  Nostros,  ut  de  sermonibus, 
quibus  de  facta  Episcopi  Consecratione,  vel  ejus  consuetudine  bis  quotidie  sacrum 
faciendi  damnare  vlderentiir,  omni  sibi  studio  caverent;  sod  potius,  ubicumque  pos- 
sent,  máxime  gratiflcari  conarentur.»  (Paraqnaría.  Litt.  amina",  1644.) 

(3)  Todos  los  pormenores  que  siguen  sobre  la  toma  do  posesión  nos  los  da  el  capitán 
Fernando  Zorrilla  del  Valle,  que  se  halló  presente,  y  los  confirman  otros  nuevo  testl- 


578  LIB-    II- — PROVINCIAS   DE   ULTRAMAR 

chacra,  donde  había  pasado  la  noche,  montado  en  una  muía  rica- 
mente enjaezada.  Llegando  a  los  portales  de  la  iglesia  de  San  Blas, 
parroquia  de  la  Asunción,  apeóse  de  la  muía,  y  acercándose  a  un 
altar,  donde  se  habían  preparado  los  ornamentos  sagrados,  se  vistió 
de  pontifical,  púsose  la  mitra  sobre  la  cabeza,  y  volvió  a  subir  sobre 
la  muía.  En  esta  actitud  se  puso  debajo  del  palio  y  continuó  lenta- 
mente su  camino  hacíala  catedral,  en  medio  de  un  inmenso  concurso 
que  se  había  reunido  para  presenciar  el  acto.  A  la  puerta  se  apeó  de 
la  muía,  entró  en  la  catedral  y  se  dirigió  a  la  capilla  mayor,  donde 
dijo  misa  de  pontifical.  En  ella  predicó  con  el  entusiasmo  que  le  dis- 
tinguía, y  con  la  mitra  en  la  cabeza.  Terminada  la  misa,  invitó  a  la 
gente  a  que  se  acercase  a  besarle  la  mano.  Acercáronse  las  autorida- 
des y  los  principales  caballeros  que  se  hallaban  presentes.  Después 
descendió  el  Prelado  del  altar  y  recorrió  todo  el  concurso,  dando  la 
mano  a  besar  a  las  mujeres  y  niños  y  a  todos  los  que  no  se  habían 
acercado.  Por  fin,  despidió  al  público,  diciendo  que  él  necesitaba 
quedarse  en  la  iglesia  para  continuar  su  oración.  Y,  en  efecto,  allí  se 
quedó  y  allí  mandó  traer  la  comida,  y  no  salió  de  la  iglesia  hasta  la 
tarde. 

Era  entonces  derecho  establecido  que  los  Obispos,  al  presentarse 
al  cabildo  para  tomar  posesión  de  su  diócesis,  no  sólo  mostrasen  las 
bulas  de  su  consagración,  sino  también  jurasen  observar  las  leyes  del 
patronato  real.  Con  esta  formalidad,  el  cabildo  les  entregaba  la  ju- 
risdicción. Don  Bernardino,  ni  ejecutó  esta  ceremonia,  ni  siquiera 
dirigió  una  carta  ni  una  palabra  a  los  canónigos  (1).  Portóse  con  ellos, 
como  si  no  existieran  tales  hombres  en  la  Asunción.  Reunido  el  ca- 
bildo, discutió  lo  que  convenía  hacer  en  vista  de  una  violación  tan 
flagrante  del  derecho  y  de  las  costumbres  establecidas.  Algunos,  por 
temor  de  romper  con  el  Prelado,  propusieron  disimular,  pero  la 
mayoría  decidió  resueltamente  mantenerse  firme,  no  entregar  la  ju- 
risdicción al  Obispo,  y  obligarle,  en  cuanto  pudiesen,  a  cumplir  las 
formalidades  de  derecho.  Esta  resistencia  fué  origen  de  una  con- 
tienda enconosa  entre  D.  Bernardino  y  los  canónigos,  que  nunca  se 
apaciguó,  y  que  fué  causa  de  innumerables  pesadumbres  en  los  años 
siguientes. 

Otro  hecho  hubo  que  despertó  no  pocas  murmuraciones  en  el 


gos  citados  (!n  hi  ^Información  hecha  por  comisión  del  Sr.  Arzobispo  de  Charcas  sobre  la 
consagración  del  Sr.  Obispo  D.  Fray  Bernardino  de  Cárdenas,  en  miiiid  de  una  real  cédula  de 
S)i  Majestad.»  Esta  infoi-raación  se  halla  on  el  tomo  citado  Paraguay-Cárdenas. 
.  (1)    VC'ase  la  Información  citada  on  la  nota  anterior. 


CAP.     XII. — PKKSECUCIONES    DE    D.     15KKNARDINO    DE    CÁRDENAS  079 

pueblo  y  desató  las  lenguas  de  muchos  contra  el  Prelado,  aunque 
otros  lo  interpretasen  en  buen  sentido.  Tal  fué  la  costumbre  de  cele- 
brar diariamente  dos  misas.  ¿Con  qué  derecho  ejecutaba  este  actoV 
Don  Bernardino  escribió  un  opúsculo  defendiendo  aquella  costum- 
bre, pero  observamos  que  todas  sus  razones  eran  de  congruencia 
espiritual,  fundándose  en  que  la  excelencia  del  Santo  Sacrificio,  la 
necesidad  de  las  almas,  la  penuria  de  sacerdotes  y  otros  motivos  muy 
devotos  le  daban  plena  facultad  para  decir  dos  misas  (1).  Estas  razo- 
nes hubieran  probado  que  podía  también  decir  12,  y  tenían  el  vicio 
tan  conocido  de  probar  demasiado.  A  pesar  de  todas  las  murmura- 
ciones, D.  Bernardino  perseveró  en  su  dictamen  y  no  dejó  su  costum- 
bre, por  lo  menos  durante  largos  años.  La  gente  del  pueblo,  que  no 
podía  entender  la  causa  de  este  procedimiento,  y,  por  otra  parte, 
admiraba  las  exterioridades  de  santidad  que  mostraba  el  Obispo,  ala- 
baba sinceramente  la  virtud  de  su  Prelado,  y  las  mujeres  devotas  llo- 
raban de  ternura,  agradeciendo  a  Dios  que  les  hubiera  dado  por 
Obispo  a  un  santo. 

A  los  seis  meses  llegaron  las  bulas  apostólicas  de  su  consagra- 
ción, y  el  Prelado,  haciéndolas  traducir  a  nuestra  lengua,  las  leyó 
con  mucho  aparato  desde  el  pulpito,  delante  de  todos  los  fieles  (2). 
Habíaselas  traído  su  sobrino  Fray  Pedro  de  Cárdenas,  fraile  francis- 
cano como  él.  Al  mismo  tiempo,  sin  consultar  a  las  personas  pru- 
dentes y  sin  examinar  con  el  rigor  que  debiera,  admitió  a  las  sagra- 
das órdenes  a  clérigos  indignos  e  ignorantes,  favoreció  a  sacerdotes 
públicamente  amancebados,  y  parecía  repartir  sui  mercedes  en  los 
sujetos  más  indignos  de  recibirlas.  Pero  lo  más  doloroso  en  este 
primer  período  del  episcopado  de  Cárdenas  fué  la  lucha  constante 
que  tuvo  con  el  Gobernador  D.  Gregorio  de  Hinestrosa  (3).  Era  éste 


(1)  En  ol  tomo  citado  Paraguay- Cárdenas  puede  ver  el  lector  este  opúsculo,  de  unas 
cien  páginas,  escrito  por  D.  Bernardino  para  probar  que  no  sólo  es  lícito,  sino  santo  y 
provechoso,  el  celebrar  dos  misas.  Debemos  añadir  que  un  año  antes  de  su  muerte, 
en  1667,  afirmó  que  tenía  privilegio  del  Sumo  Pontífice  para  celebrar  diariamente  dos 
misas.  (Vide  Pastells,  t.  II,  pág.  732,  nota.)  No  sabemos  que  antes  hubiera  dicho  tal  cosa. 

(2)  En  el  tomo  Paraguay.  Cárdenas,  véase  la  Información  citada  más  arriba,  donde  el 
capitán  Zorrilla  del  Valle  dice  que  el  ObisiJO  hizo  leer  las  bulas  desde  el  pulpito,  pero 
no  las  mostró  al  cabildo.  Añado  Charlevoix  que  en  la  lectura  omitió  algunas  frases 
que  le  pudieran  comprometer. 

(3)  No  podemos  detenernos  a  explicar  los  pormenores  de  la  contienda  entre  el 
Obispo  y  el  Gobernador.  Véase  a  Charlevoix,  quien  dedica  los  libros  X  y  XI  de  su 
Historia  a  este  punto.  Algunos  lectores  so  inclinarán  tal  vez  a  creer  queel  historiador 
francés  exagera.  Nada  de  eso.  Todas  las  fechorías  que  allí  se  refieren  de  D.  Bernar- 
dino son  verdaderas  y  pueden  comprobarse  con  el  tomo  Paraguay-Cárdenas  y  con  los 
documentos  que  existen  en  Santiago  de  Chile. 


580  LIB.    II. — PROVINCIAS    DE    ULTRAMAR 

un  valiente  soldado  que  había  servido  en  las  guerras  de  Chile,  pero 
poco  diplomático,  quien,  con  su  carácter  unas  veces  débil  y  vaci- 
lante, otras  violento  y  arrebatado,  ni  supo  entenderse  con  D.  Ber- 
nardino,  ni  acertó  a  reprimirle  en  los  excesos  que  cometía.  Aunque 
al  principio  ambas  autoridades  se  dieron  mutuamente  aparatosas 
muestras  de  respeto,  pero  muy  luego,  con  ocasión  de  un  sujeto  en- 
carcelado por  el  Gobernador,  excomulgó  a  éste  el  Obispo.  Poco 
después  le  absolvió,  pero  se  enconaron  las  relaciones  entre  am- 
bos por  una  violencia  que  Hinestrosa  ejecutó  en  el  sobrino  del 
Prelado. 

Aquel  Fray  Pedro  de  Cárdenas  tuvo  un  día  la  avilantez  de  insul- 
tar en  medio  de  la  calle  a  Gregorio  de  Hinestrosa.  Éste  le  cogió  la 
noche  siguiente,  le  llevó  a  un  monte  y  allí  le  dejó  en  paños  menores 
atado  a  un  árbol.  Dos  días  le  tuvo  en  aquella  posición  sin  darle  de 
comer,  y  después  le  envió,  con  buena  escolta,  en  un  barco,  a  la  ciu- 
dad de  Corrientes  (1).  Cuando  este  hecho,  que  permaneció  algunos 
días  oculto,  vino  a  descubrirse,  no  es  creíble  la  cólera  que  se  apo- 
deró de  D.  Bernardino.  Excomulgó  de  nuevo  al  Gobernador  y  le  im- 
puso la  obligación  de  pagar  4.000  arrobas  de  yerba  del  Paraguay  si 
quería  obtener  la  absolución.  No  explicaremos  la  serie  interminable 
de  excomuniones  y  perdones,  de  enemistades  y  reconciliaciones,  de 
litigios,  en  fin,  extravagantes  e  inexplicables  que  intervinieron  entre 
D.  Bernardino  y  D.  Gregorio  (2).  Bástenos  saber  que  aquello  fué  un 
infierno  por  la  violencia  arrebatada  del  Obispo  y  por  el  poco  tino 
del  Gobernador,  que  no  acertaba  a  defenderse  bien,  ni  sabía  traer  a 
su  partido  al  público  de  la  ciudad.  La  misma  desventura  alcanzaba 
a  los  subordinados,  a  los  amigos  y  conocidos  de  Gregorio  de  Hines- 
trosa. Por  una  razón  o  por  otra,  en  todos  había  de  recaer  alguna  ex- 
comunión, y  a  todos  les  había  de  imponer  D.  Bernardino  alguna 
multa  cuantiosa,  sin  cuyo  pago  era  imposible  reconciliarse.  Obser- 
varon algunos  donosamente,  que  las  excomuniones  eran  una  bonita 
renta  para  el  Obispo  del  Paraguay. 

También  experimentaron  las  iras  de  este  hombre  los  religiosos  de 
Santo  Domingo.  Estaban  preparando  una  fundación  en  la  capital  del 
Paraguay.  Habían  pedido  la  licencia  del  Rey,  como  se  acostumbraba, 
y  tardando  el  despacho  de  ella  habían  empezado  de  buena  fe  a  cons- 


(1)  Véase  referido  este  hecho  por  el  P.  Zurbano  en  carta  al  P.  Vitelleschi,  puhli 
cada  por  Pastells,  1. 11,  pág.  91. 

(2)  Véase  el  libro  del  P.  Charlevoix  citado  anteriormentp. 


CAP.    Xn. — PERSECUCIONES    DE    D.    BERNARDINO    DE    CÁRDENAS  581 

truir  un  convento,  suponiendo  que  indudablemente  vendría  la  li- 
cencia real.  Entendió  el  Prelado  que  les  faltaba  este  requisito  para 
la  construcción  de  la  casa.  Al  punto,  encendido  en  celo  del  patro- 
nazgo real,  pidió  auxilio  al  Gobernador  para  defender  los  derechos 
de  Su  Majestad.  Tocando  esta  tecla,  tan  delicada  para  las  autoridades 
de  entonces,  no  se  atrevió  D.  Gregorio  a  negar  su  apoyo  a  los  de- 
seos del  Obispo.  Presentóse  éste  delante  del  convento  y  mandó  de- 
rribar inmediatamente  lo  que  se  había  construido.  En  vano  se  postró 
a  sus  pies  el  Superior  de  los  dominicos.  Inexorable  D.  Bernardino, 
persistió  en  su  mandato,  y  las  obras  fueron  demolidas  (1).  A  pesar  de 
este  rompimiento,  algún  tiempo  después  supieron  los  dominicos  re- 
conciliarse con  tan  extravagante  Prelado,  y  tuvieron  maña  para  evi- 
tar por  lo  menos  las  vejaciones  que  de  hombre  tan  loco  les  podían 
venir. 

Muchos  avisos  fueron  enviados  desde  el  Paraguay  a  la  Audiencia 
de  Charcas  o  la  Plata,  en  queja  de  las  violencias  que  cometía  ol 
Obispo.  Era  esta  Audiencia  como  el  Tribunal  Supremo  para  aque- 
llas regiones,  y  la  autoridad  judicial  más  elevada  a  que  se  podía  re- 
currir en  aquellos  países  de  América.  La  Audiencia  envió  algunos 
avisos  al  Prelado,  pero  ninguno  de  ellos  surtió  el  efecto  que  se  de- 
seaba. De  vez  en  cuando  ocurrió  que  algunas  personas  representaron 
modestamente  a  D.  Bernardino,  que  lo  que  hacía  era  contra  cédulas 
reales  de  Su  Majestad.  Imperturbable  el  Obispo,  respondía  que  a  las 
cédulas  reales  se  satisfacía  metiéndolas  en  la  manga  (2).  Pronto  se 
convenció  todo  el  mundo  de  que  en  el  Paraguay  no  había  más  de- 
recho canónico  ni  real  que  la  voluntad  de  D.  Bernardino  de  Cár- 
denas. 

4.  A  todo  esto,  ¿qué  era  de  los  jesuítas?  Cumpliendo  las  órdenes 
de  su  Provincial,  procuraron  éstos  recibir  y  obsequiar  lo  mejor  que 
pudieron  al  Prelado  cuando  se  presentó  en  su  diócesis,  y,  cosa  sin- 
gular, aquel  hombre,  que  reñía  con  todo  el  mundo,  perseveró  osten- 


(1)  No  he  podido  averiguar  el  día  fijo  en  que  sucedió  este  hecho.  Debió  ser  por 
Abril  o  Mayo  del  año  1643.  En  Santa  Fe  de  la  Argentina  (Arch.  general.  Escrituras 
públicas,  1. 1,  fol.  74)  puede  verse  un  poder  otorgado  el  6  de  Junio  de  1643  por  el  Pro- 
vincial de  los  dominicos,  Fray  Baltasar  Verdugo  de  Valenzuela,  al  P.  Fray  Luis  de 
Silva,  para  que  vaya  a  Madrid  y  reclame  contra  esta  violencia.  En  este  escrito  se  .re- 
fiere el  derribo  de  la  obra  y  se  dice  que  el  P.  Silva  se  halló  presente  al  hecho. 

(2)  En  el  tomo  Parugnay-Cárdeuas  véase  uu  escrito  titulado  Informe  del  cabildo  gecii- 
lar  pleno  contra  el  Obispo.  Do  Otra,  ma.no  ÜenQ  este  HUhtítulo:  Depuhio  calumniarum.  Es 
un  documento  firmado  en  1645  por  todos  los  concejales  de  la  Asunción.  En  él  se  con- 
signa esta  y  otras  respuestas  de  D.  Bernardino. 


582  Lia.    II. — I-KÜVI.NCIAK    DE    ULTKAMAlt 

siblemeñte  durante  dos  años  en  la  más  perfecta  cordialidad  con  los 
Padres  de  la  Compañía.  Mes  y  medio  después  de  entrar  en  la  Asun- 
ción, el  6  de  Julio  de  1642,  escribió  una  carta  cariñosa  al  P.  Adriano 
Crespo,  procurador  de  nuestra  provincia.  Parece  contestación  a  al- 
guna otra  que  este  Padre  le  debió  dirigir,  cuando  tomó  posesión  de 
su  obispado. 

Oigamos  las  palabras  de  D.  Bernardino.  «Padre  mío:  muy  gran 
premio  ha  tenido  mi  carta  con  los  favores  que  en  la  suya  me  hace  V.  P. 
con  palabras  y  razones  tan  discretas,  agradecidas  y  santas.  Bien  pa- 
rece lo  es  el  alma  de  donde  nacen,  y  aunque  la  mía  no  lo  es,  soy 
amigo  de  lo  bueno,  y  como  hay  tanto  en  la  Compañía  de  Jesús,  no 
es  mucho  la  estime  yo  sobre  mis  ojos,  que  miran  al  mismo  fin  glo- 
rioso de  la  salvación  de  las  almas,  en  particular  de  las  más  pobres  y 
necesitadas,  que  son  las  de  los  indios.  Y  así  me  he  alegrado  de  ver 
éstos  que  me  envió  V.  P.,  tan  bien  enseñados,  que  se  les  echa  de  ver 
en  la  pinta  y  modestia.  Quisiera  haber  tenido  que  darles  muchas  dá- 
divas, pero  como  recién  venido  y  pobre,  y  estarlo  la  tierra  tanto  que 
ni  aun  qué  comer  se  halla,  no  he  podido  regalarles,  pero  no  faltará 
ocasión.  Sólo  una  poca  de  yerba  les  he  dado,  y  cuentas  de  Santa 
Juana,  que  tienen  muchas  y  experimentadas  virtudes  contra  tem- 
pestades y  enfermedades  y  enemigos.»  Ignoramos  qué  cuentas  de 
Santa  Juana  serán  esas  de  tan  maravillosa  virtud  contra  tempesta- 
des y  enemigos.  Pero  continuemos  con  la  carta  de  D.  Bernardino. 
Pide  al  P,  Crespo  que  por  medio  de  los  indios  carpinteros  le  haga 
un  gran  número  de  crucecitas,  que  pueda  repartirlas  entre  indios  y 
españoles,  después  de  convertidas  en  verdaderos  lignum  crucis.  He 
aquí  una  invención  peregrina,  que  no  sabemos  haya  brotado  sino 
del  caletre  de  D.  Bernardino  de  Cárdenas.  ¡Fabricar  lignum  crucis! 
¿Y  con  qué  procedimiento?  Pues  óigalo  el  lector  al  mismo  D.  Ber- 
nardino. Dice  así:  «En  habiendo  hecho  cantidad  de  cruces,  me  ha  de 
enviar  V.  P.  y  yo  las  consagraré  y  haré  verdaderos  lignum  crucis, 
de  suerte  que  pueda  yo  jurar,  que  ha  estado  el  mismo  cuerpo  de 
Nuestro  Señor  Jesucristo  en  ellas  verdadera  y  realmente  con 
misterioso  modo.  Parece  cosa  increíble,  y  sería  cada  crucecita 
inestimable.  Pues  yo  las  haré,  Padre  nuestro,  y  me  confesará 
V.  P.  que  es  verdad.  Porque  diré  misa  sobre  ellas,  poniéndolas 
debajo  del  corporal,  y  la  hostia  consagrada  sobre  ellas.  Con  esto, 
¿quién  negará  que  estuvo  el  Cristo  en  ellas  y  se  celebró  su  misma 
muerte,  que  eso  es  la  misa,  sólo  diferente  el  modo?  Es  de  fe.  Yo  la 
tengo  con  V.  P.  y  con  que  me  ha  de  ayudar  a  esto,  y  así  no  digo 


CAf.    XII. — PEBSECUCIONES    DE    D.     KERNARDIXO    DE    CÁRDENAS  583 

más»  (1).  ¡Curioso  descubrimiento  de  una  devoción  tan  extravagante 
y  antojadiza! 

El  mismo  día  le  comunicaba  al  P.  Crespo  todas  sus  facultades 
para  administrar  los  sacramentos  y  trabajar  en  bien  de  las  almas. 
«Toda  mi  autoridad  se  la  vuelvo  a  dar  a  V.  P.,  toda  cuanta  puedo  y 
cuanta  viere  convenir  al  bien  de  las  almas  en  todos  los  casos  que  se 
ofrecieren.  Y  para  más  abundancia,  por  la  gran  confianza  que  tene- 
mos de  V.  P.,  le  hacemos  nuestro  vicario  foráneo  con  toda  nuestra 
autoridad»  (2). 

Un  año  después  no  se  mostraba  D.  Bernardino  menos  generoso  y 
amable  con  los  jesuítas.  A  fines  de  Setiembre  había  salido,  como 
luego  veremos,  de  la  Asunción,  para  visitar  alguna  parte  de  su  dió- 
cesis. Llegó  a  nuestra  célebre  reducción  de  San  Ignacio  Guazú,  y 
desde  allí,  el  5  de  Octubre  de  1643,  escribió  una  carta  cariñosa  al 
célebre  misionero  P.  José  Cataldino.  Después  de  muchas  frases  agra- 
decidas y  corteses,  exclama  el  Prelado:  «Quisiera  tenerle  al  lado  de 
mi  corazón,  para  calentarme  al  calor  de  su  fervor  y  ejemplo»  (3). 
No  contento  con  estas  demostraciones,  sabiendo  que  algunos  ene- 
migos de  la  Compañía  difundían  calumnias  contra  los  jesuítas,  creyó 
D.  Bernardino  que  estaba  obligado  a  volver  por  la  honra  de  ellos,  y 
lo  hizo  en  términos  que  ni  los  mismos  jesuítas  pudieran  desear  me- 
jores. Es  necesario  copiar  una  gran  parte  de  la  carta  que  dirigió  al 
Rey  Felipe  IV  el  6  de  Marzo  de  1644.  Hela  aquí: 

«Me  ha  parecido  necesario,  como  cosa  debida  a  mi  oficio  y  al  des- 
cargo de  la  real  conciencia  de  V.  M.  y  mía,  el  proponer  con  breve- 
dad y  llaneza  el  medio  más  eficaz  y  casi  único  para  todo  lo  dicho  y 
para  conservar  y  poseer  V.  M.  en  paz  y  quietud  estas  provincias  del 
Paraguay,  suplicando  a  V.  M.  lleve  adelante,  como  hasta  aquí  lo  ha 
hecho,  a  imitación  de  sus  antecesores  y  padres  de  gloriosa  memoria, 
ayudar,  fomentar  y  amparar  con  su  real  patrocinio  y  socorro  a  los 
celosos  y  apostólicos  religiosos  de  la  sagrada  y  apostólica  religión 
de  la  Compañía  de  Jesús  de  esta  provincia  del  Paraguay,  pocos  en 
número,  pero  equivalentes  a  muchos  en  el  celo  y  trabajo  y  en  el  fru- 
to copioso  de  ellos,  con  que  han  acrecentado  a  la  corona  de  V.  M.  Real 
gran  cantidad  de  naciones  y  número  de  indios  y  a  la  Iglesia  de  fieles 
hijos,  sacándolos  de  la  esclavitud  del  demonio  y  de  la  vida  bárbara  y 


(1)  Esta  carta  autógrafa  de  D.  Bernardino  es  uno  de  los  documentos  que  so  hallan 
«1  principio  del  tomo  Paraguay- Cá¡rdenas. 

(2)  Ibid. 

(3)  En  el  mismo  tomo  Paraguay-Cárdenas,  al  principio.  " 


584  Llíi.    II. — PKOVINCIAS   DE   ULTRAMAK 

como  de  bestias  que  tenían,  sujetándolos  al  suave  yugo  de  Cristo,  buen 
gobierno  y  policía  de  España,  trabajando  no  menos  en  conservarlos 
reducidos  que  en  reducir  los  que  faltan  y  habitan  como  salvajes  los 
montes,  campos  y  desiertos  destas  latísimas  provincias.  Digo,  pues, 
Señor,  en  conformidad  de  lo  que  otras  veces  tengo  dicho  e  infor- 
mado a  V.  M.  y  sus  Consejos  de  los  religiosos  de  la  Compañía  de  Je- 
sús, que  tiene  V.  M.  en  esta  provincia,  en  el  poco  número  de  ellos 
unos  renovadores  del  celo  y  espíritu  de  sus  primeros  padres  San 
Ignacio  y  San  Francisco  Javier,  coadjutores  incansables  del  Pontí- 
fice de  la  Iglesia,  fieles  servidores  y  vasallos  de  V.  M.  y  que  aseguran 
y  descargan  su  conciencia  en  las  partes  donde  asisten  con  el  trabajo 
continuo  y  fruto  copioso  de  la  conversión  y  conservación  en  buena 
doctrina  de  las  almas. 

»Pero  llegando  más  en  particular,  digo,  Señor,  que  en  los  ríos  del 
Paraná  y  Uruguay  y  otras  partes  de  esta  provincia  tienen  los  religio- 
sos de  la  Compañía  de  Jesús  veintidós  reducciones  de  indios  muy 
numerosas,  y  de  las  que  están  en  el  Paraná  y  Uruguay  casi  todas  son 
convertidas  y  hechas  de  poco  tiempo  a  esta  parte  por  los  dichos  re- 
ligiosos, y  asimismo  reducidas  a  la  obediencia  de  V.  M.,  que  antes  ni 
conocían  Dios  ni  Rey  y  eran  enemigos  de  españoles  y  tenían  atemo- 
rizada esta  tierra,  haciendo  asaltos  a  los  pasajeros  y  a  los  pobres  de 
los  vasallos  de  V.  M.  Y  por  la  doctrina  y  trabajos  de  los  dichos  reli- 
giosos están  ya  sometidos,  y  de  bárbaros  e  incultos  hechos  hombres 
y  buenos  cristianos  y  fieles  vasallos  de  V.  M.,  no  sin  costa  de  las  vidas 
y  sangre  que  gloriosamente  derramaron  por  la  exaltación  de  la  fe 
algunos  de  ellos.En  estas  reducciones  asisten  continuamente  unos  cin- 
cuenta religiosos  de  ladicha  Compañía,  gloriosamente  ocupados  en  los 
ministerios  dichos,  descargando  seguramente  la  conciencia  de  V.  M. 
y  mía  en  aquellas  partes,  reduciendo  ellos  y  los  demás  de  la  dicha 
religión  cada  día  nuevos  indios.  Es  del  todo  conveniente  al  servicio 
de  Dios  y  de  V.  M.  y  seguridad  de  esta  provincia,  que  las  dichas  re- 
ducciones e  indios  estén  a  cargo  de  los  dichos  Padres  de  la  Compañía, 
porque,  además  de  los  dicho,  las  defienden  con  valor  e  incansable 
trabajo  de  las  continuas  guerras,  invasiones  y  robos  que  los  portu- 
gueses de  la  villa  de  San  Pablo,  del  estado  del  Brasil,  hacen  y  han 
hecho  a  menudo  en  aquellas  provincias  de  la  corona  de  Castilla, 
para  cuya  defensa  han  hecho  y  hacen  los  dichos  religiosos  grandes 
gastos  a  su  costa  con  armas,  municiones  y  los  demás  pertrechos  de 
guerra,  por  cuya  diligencia  y  medios  se  han  defendido  de  algunos 
años  a  esta  parte.  Y  tienen  por  cierto  que  en  faltando  esta  defensa, 


CAP.    XII. — PEKSECUCIOxNES    DE    D.    BERNAKDINO    DE    CÁllDENAS  585 

fácilmente  serán  destruidas  las  dichas  reducciones  y  las  demás  de 
estas  provincias  del  Paraguay,  y  sus  naturales  reducidos  a  esclavi- 
tud» (1).  ¿Qué  más  pudiera  escribir  el  amigo  más  entusiasta  de  la 
Compañía  de  Jesús? 

Tal  era  D.  Bernardino  con  los  jesuítas  en  sus  dos  primeros  años. 
Elogiábalos  en  el  pulpito,  encarecía  sus  méritos  en  sus  conversacio- 
nes particulares  y  se  complacía  muy  a  menudo  en  dirigir  procesiones 
desde  la  catedral  hasta  la  iglesia  de  nuestro  colegio.  Fué,  sobre  todo, 
muy  sonada  una  de  estas  procesiones,  en  que  el  Prelado,  con  deseo, 
según  decía,  de  aplacar  a  la  ira  de  Dios,  irritado  por  los  pecados  de 
sus  enemigos,  iba  en  la  procesión  desnudo  de  la  cintura  para  arriba, 
disciplinándose  hasta  derramar  sangre  (2).  Cuando  llegó  a  nuestra 
iglesia,  el  P.  Rector  se  quitó  el  manteo  y  cubrió  con  él  al  Prelado. 
La  gente  sencilla  se  edificó  de  aquel  alarde  de  penitencia,  pero  las 
personas  de  juicio  sintieron  malísima  impresión,  y  el  Obispo  de  Tu- 
cumán  creyó  prudente  escribir  a  D.  Bernardino  una  carta  repro- 
bando la  indecencia  de  aquel  acto,  por  más  apariencias  que  tuviese 
de  penitencia  y  austeridad  (3). 

5.  Por  Octubre  de  1643  había  salido  de  la  Asunción  el  Prelado 
para  visitar  algunos  pueblos  de  su  diócesis,  y  había  visto  de  paso  la 
reducción  de  San  Ignacio  Guazú  (4).  Volvió  a  la  capital  a  princi- 
pios de  1644,  y  después  de  despachar  allí  varios  negocios,  salió  de 
nuevo  para  continuar  su  visita,  y  según  parece,  vio  por  sus  ojos  al- 
gunas reducciones  del  Paraná  y  del  Uruguay.  Volviendo  para  la 
Asunción,  por  el  mes  de  Mayo,  detúvose,  no  sabemos  por  qué,  en  el 
pueblo  de  Yaguarón,  distante  ocho  leguas  de  la  capital,  y  allí  perma- 
neció gobernando  su  diócesis  durante  unos  cuatro  meses.  ¿Gober- 
nándola? Mejor  diríamos  trastornándolo  todo  de  pies  a  cabeza,  por- 
que las  excomuniones  que  lanzó,  las  multas  que  impuso,  los  entredi- 
chos que  publicó  y  las  extravagancias  que  hizo,  no  tuvieron  número 
ni  medida  (5).  Celebró  allí  órdenes  sagradas,  y  al  conferirlas  exigía  se- 


(1)  El  original  de  esta  carta  se  conserva  en  Sevilla,  Arch.  de  Indias,  75-6-8.  Hemos 
visto  copias  en  otras  partes. 

(2)  Véase  la  descripción  de  este  hecho  peregrino  en  una  carta  del  P.  Zurbano,  Píx)- 
vincial,  dir.gida  al  P.  Vitelleschi  y  publicada  por  el  P.  Pastells,  t.  II,  pág.  91. 

(3)  El  P.  Chai'levoix  (1.  X)  publicó  esta  carta  íntegra. 

(4)  Así  se  infiere  de  su  carta  al  P.  Cataldino,  que  luego  citamos,  fecha  en  San  Ig- 
nacio Guazú,  y  de  la  que  escribió  al  Rey  por  Marzo  de  1644  desde  la  Asunción.  El 
P.  Charlevoix,  que  es  algo  descuidado  en  notar  la  cronología  de  los  hechos,  no  habla 
de  esta  primera  salida,  sino  sólo  de  la  segunda. 

(5)  Véase  la  relación  de  estas  fechorías  en  Charlevoix  (1.  X  al  fin,  y  1.  XI  al  prin- 
cipio). 


586  I-IB.    II.— PKOVINCIAS   DE   ULTRAMAR 

veramente  de  todos  los  ordenados  un  juramento  formal,  de  que  le 
habían  de  defender  hasta  derramar  la  sangre  si  fuera  preciso.  Con 
estos  ordenados  en  Yaguarón,  con  otros  clérigos  díscolos  que  allí 
concurrieron,  se  fué  formando  en  torno  del  Obispo  un  grupo  de 
gente  armada  que  empezó  a  inquietar  al  Gobernador  (1).  Más  aun 
que  los  clérigos  dieron  cuidado  los  franciscanos,  que  en  este  tiempo 
abrazaron  resueltamente  la  causa  del  Obispo  y  se  mostraron  siempre 
a  su  lado,  no  sólo  para  apoyar  en  el  pulpito  y  en  las  plazas  sus  he- 
chos, sino  para  esgrimir  las  armas  y  defenderle  como  soldados. 

A  todo  esto  temblaban  los  jesuítas  de  lo  que  podía  venir,  y  por 
más  estudio  que  pusieron  en  no  disgustar  al  caprichoso  Obispo,  hu- 
bieron de  sufrir  por  entonces  el  estallido  de  sus  iras.  La  principal 
causa  de  este  rompimiento  fué,  a  no  dudarlo,  el  negocio  de  su  con- 
sagración. No  podía  olvidar  D.  Bernardino  las  dos  negativas  que  re- 
cibió de  los  jesuítas  en  Córdoba,  cuando  ni  antes  ni  después  de  su 
consagración,  quisieron  aprobar  por  escrito  aquel  acto  irregular.  A 
esta  causa  original  se  añadieron  otras  mientras  permaneció  en  Ya- 
guarón, y  no  fué  la  menos  importante  la  codicia  que  se  despertó  en  el 
Prelado  de  las  reducciones  de  la  Compañía.  Vio  lo  bien  ordenados 
que  estaban  aquellos  pueblos,  observó  cómo  estaban  provistos  de 
comida,  vestidos  y  de  lo  más  necesario  para  la  vida,  y  desde  luego 
le  vino  el  pensamiento  de  apoderarse  violentamente  de  aquellas 
reducciones,  y  repartirlas,  como  rico  botín,  entre  sus  clérigos  (2). 
De  este  modo  serían  una  buena  renta  para  el  obispado.  Además, 
apuntó  desde  entonces  la  idea,  que  más  adelante  repitió  sin  cesar, 
de  que  los  indios  debían  ser  sometidos  al  servicio  personal  de  los 
españoles.  De  este  modo  procuraba  D.  Bernardino  atraer  a  su  par- 
tido a  los  clérigos  y  a  los  seglares;  a  los  primeros,  con  la  esperanza 
de  las  parroquias;  a  los  segundos,  con  el  servicio  personal  de  los 
indios,  que  era  uno  de  los  bienes  más  codiciados  de  nuestros  colo- 
nos en  aquellas  tierras  Añadióse  a  esta  causa  un  acontecimiento 
que  pudo  llamarse  fortuito.  Habían  comprado  los  jesuítas  una  estan- 
cia a  Gabriel  de  Vera.  Viola  D.  Bernardino  y  le  pareció  muy  buena 
y  sana  para  pasar  en  ella  algunas  temporadas.  Propuso,  pues,  a  los 


(1)  Véase  en  el  tomo  Parcujuay-Cárdenas  el  escrito  Informe  del  cabildo  secular,  etc.,  ci- 
tado más  arriba. 

(2)  Era  tan  público  el  pensamiento  de  apoderarse  de  nuestras  reducciones,  que  el 
Gobernador  csciribió  una  carta  al  Rey  el  16  de  Setiembre  de  1644,  ponderando  el 
grave  yerro  que  sería  expulsar  a  los  jesuítas  de  aquellos  pueblos  indios.  Véase  esta 
carta  en  el  Arch.  de  Indias,  74-6-28. 


UAF.    XII. — PEKSECUCIOINES    DK    1>.    KERNAKDINO    DK    CÁRDENAS  087 

jesuítas  que  le  vendiesen  aquella  finca  por  el  precio  que  les  había 
costado.  Antes  de  que  respondiesen  a  esta  primera  proposición,  les 
envió  otra  diciendo  que,  pues  eran  tan  ricos,  podían  regalársela  sin 
dificultad.  Como  vio  en  ellos  alguna  resistencia,  les  envió  un  recado 
terrible,  mandando  que  desocupasen  la  estancia  en  el  término  de 
ocho  días  y  amenazando  con  arrojarlos  de  ella  por  la  fuerza  si  se 
resistían  a  complacerle  (1).  Fortuna  fué  que  el  Gobernador,  noticioso 
de  estas  amenazas,  envió  a  la  estancia  una  escolta  para  impedir  cual- 
quier golpe  de  mano. 

Al  mismo  tiempo  manifestaba  D.  Bernardino  en  diferentes  oca- 
siones gravísimo  disgusto  con  los  jesuítas.  Entonces  empezó  a  lla- 
marlos herejes  y  usurpadores  de  la  real  hacienda,  entonces  empezó 
a  proferir  aquel  torrente  de  improperios  que  espontáneamente  bro- 
taban de  su  boca,  cuando  sonaba  en  la  conversación  el  nombre  de 
jesuítas,  Pero  la  ira  de  D.  Bernardino  contra  la  Compañía  llegó  a  su 
colmo  a  fines  de  Setiembre  con  un  acontecimiento  muy  natural.  Ob- 
servando D.  Gregorio  detlinestrosa  el  ejército  de  clérigos,  frailes 
díscolos  y  chusma  del  pueblo  que  rodeaba  al  Obispo,  y  temiendo  una 
verdadera  invasión  de  toda  aquella  gente  en  la  capital  del  Paraguay, 
escribió  al  Superior  de  nuestras  misiones,  pidiéndole  GOO  indios  ar- 
mados para  servirse  de  ellos  contra  las  audacias  de  D.  Bernar- 
dino (2).  Los  Padres  de  la  Compañía  no  tuvieron  inconveniente  en 
obedecer  a  estas  órdenes  y  remitieron  los  600  indios,  bien  armados 
con  arcabuces  y  otras  armas.  Cuando  D.  Bernardino  supo  este  hecho, 
se  desató  en  injurias  contra  los  jesuítas,  y  desde  entonces  sus  impre- 
caciones confundieron  en  uno  al  Gobernador  y  a  los  Padres  de  la 
Compañía.  Lanzó  sobre  ellos  todas  las  excomuniones  y  prohibiciones 
que  podía  lanzar  un  Obispo,  y  desde  aquel  punto  juró  arruinar  para 
siempre  el  colegio  de  la  Compañía  en  la  Asunción. 

6.  Al  cabo  de  cuatro  meses  próximamente  pasados  en  Yaguaróii, 
después  de  haber  tenido  varias  entrevistas  en  aquel  pueblo  con  el 
Gobernador  D.  Gregorio  de  Hinestrosa,  después  de  haberle  excomul- 
gado y  reconciliado  no  sé  cuántas  veces,  después  de  otras  mil  extra- 
vagancias que  sería  prolijo  explicar,  decidióse  por  fin  I).  Bernardino 
a  volver  a  La  capital  con  toda  aquella  gente  que  le  rodeaba.  Hizo  su 


(1)  Paraquaria.  Litt.  annuae.  1G45,  y  lambién  se  repite  en  las  anuas  de  1649. 

(2)  Véase  la  carta  del  Gobernador  en  Santiago  de  Chile,  Bibl.  Nao.,  Jesuítas,  Ar¡/tni- 
tina,  288,  n.  181.  «El  Obispo,  dice  Hinestrosa,  de  intruso  ha  pasado  a  tirano.  Ha  orde- 
nado un  ejército  de  clérigos  y  juramentádolos  a  seguille,  prometiéndoles  las  redue- 
cione«  que  la  Compañía  tiene  fundadas.» 


588  LIB.    II. — l'KOViNCIAS   ÜE   ULTRAMAll 

entrada  el  5  de  Octubre  de  1644;  pero  no  iba  directamente  a  la  ciu- 
dad. Su  pensamiento  era  atacar  de  pronto  el  colegio  de  la  Compañía, 
asaltarlo  al  grito  de  «¡Santiago  y  cierra  España!»,  entregarlo  a  las  lla- 
mas y  desterrar  a  todos  los  jesuítas  del  territorio  de  su  diócesis  (1).. 
Los  Padres  ya  sabían  el  grave  enojo  del  Prelado  contra  ellos,  pero  ni 
por  asomo  se  imaginaban,  que  abrigase  el  pensamiento  de  una  per- 
secución tan  violenta.  Fué  beneficio  de  Dios  que  llegase  a  oídos  del 
Gobernador  la  idea  feroz  de  D.  Bernardino.  Al  instante  avisó  a  los 
jesuítas  de  lo  que  se  tramaba  contra  ellos,  y  tomó  la  precaución  de 
enviar  50  indios  arcabuceros  para  guardar  el  colegio.  Quedóse  él  con 
otros  50,  que  conservó  siempre  a  su  lado,  como  guardia  ordinaria  de 
su  persona.. Cuando  iban  a  entrar  en  la  ciudad  los  clérigos  y  frailes 
del  Obispo,  supieron  la  guardia  que  rodeaba  nuestro  colegio.  Avi- 
saron al  Prelado,  y  éste  renunció  al  asalto,  y  dirigióse,  no  a  la  cate- 
dral, como  habían  todos  esperado,  ni  tampoco  a  su  domicilio  ordi- 
nario, sino  al  convento  de  San  Francisco.  Allí  perseveró  el  mes  de 
Octubre  y  el  de  Noviembre  de  1644. 

Al  instante  tomó  las  disposiciones  necesarias  para  convertir  el 
convento  en  una  verdadera  fortaleza.  Hizo  abrir  aspilleras  en  la  pa- 
red, distribuyó  armas  entre  los  frailes,  y  observaron  todos  que  en 
aquel  convento  se  hacía  la  guardia  por  los  franciscanos  armados  en- 
teramente, como  se  hace  en  los  cuarteles  de  la  tropa.  El  licenciado 
José  Serrano  de  Araya  testificó  después  con  juramento  que  él  vio 
conducir  al  convento  de  San  Francisco  «espadas,  lanzas,  pistolas,  bro- 
queles, rodelas,  cotas,  petos,  espaldares,  morriones,  escaupiles,  cole- 
tos fuertes  y  armas  de  fuego».  Don  Bernardino  repetía  que  si  alguien 
fuese  osado  a  prenderle,  muriesen  todos  por  la  Iglesia  y  por  su  Obis- 
po; ellos  serían  mártires,  y  él  sería  un  San  Ambrosio  (2). 

A  los  pocos  días  de  vivir  en  aquel  convento,  hallándose  un  día  en 
la  iglesia,  le  llegó  aviso  de  que  iba  a  visitarle  el  Gobernador.  Estaban 
al  lado  del  Obispo  tres  eclesiásticos  y  algunos  seglares.  Al  oír  D.  Ber- 
nardino el  aviso,  dijo  impetuosamente  a  los  tres  clérigos:  «Vayan  y  có- 
janle.» Discurrieron  luego  ellos  cómo  podrían  habérselas  para  coger 
preso  a  D.  Gregorio,  y  les  pareció,  que  si  no  podían  prenderle  por  la 


(1)  Dice  el  P.  Zurbano  (Paraquaria.  LitL  annnap..  1644)  que'este  designio  de  asaltar  al 
colegio  lo  afirman  18  testigos.  En  el  escrito  citado,  Cláusulas  sacadas  de  algunas  ccrtifi- 
t-aciones,  afirma  con  juramento  el  cabildo  secular  de  la  Asunción,  que  el  Obispo 
«quiso  quitar  a  los  Padres  su  colegio  y  echarlos  el  rio  abajo». 

(2)  En  el  escrito  Ciáusidaa  sacadas  de  algunas  certificaciones,  véase  la  certificación  do 
José  Serrano  de  Arava. 


CAP.    XII. — PERSECUCIONES    DE    D.    BERNARDINO    DE    CÁRDENAS  589 

fuerza,  picarían  la  cabalgadura  en  que  iba  montado,  para  que  cayese 
en  tierra;  cuando  viniese  al  suelo,  se  arrojarían  sobre  él,  y  de  un  pis- 
toletazo le  acabarían  (1).  Con  esta  resolución,  ordenada  y  aprobada 
por  el  Sr.  Obispo,  salen  los  tres  clérigos  y  algunos  seglares  arma- 
dos con  espadas,  broqueles  y  una  pistola.  No  se  supo  durante  largo 
rato  lo  que  hicieron.  Al 'cabo  de  una  hora  volvieron  todos  cabizba- 
bajos,  diciendo  que  no  habían  podido  hacer  nada  contra  el  Gober- 
nador, porque  le  habían  visto  rodeado  de  50  arcabuceros  indios, 
contra  los  cuales  ellos  nada  hubieran  podido.  Efectivamente,  aque- 
llos 50  indios  no  entendían  de  pleitos  y  papeles,  pero  eran  muy  ca- 
paces de  saludar  a  balazos  a  quienquiera,  a  una  señal  del  Goberna- 
dor. En  la  misma  iglesia,  hablando  con  otros,  el  licenciado  Fernando 
Flores  Bastida  le  oyó  decir  al  Obispo,  que  si  mataban  al  Gobernador 
se  acabaría  todo,  que  a  quien  se  atreviese  a  matarle,  le  daría  cantidad 
de  plata,  y  que  esta  muerte  no  sería  ni  pecado  venial  (2).  La  buena 
guardia  que  rodeaba  constantemente  a  IX  Gregorio  estorbó  la  eje- 
cución de  este  crimen. 

Continuó  D.  Bernardino  en  su  convento,  y  en  varias  ocasiones 
volvió  a  su  tema  de  apoderarse  de  la  persona  del  Gobernador.  Un 
día  en  que  le  fueron  a  visitar  el  maestre  de  campo  Sebastián  de  León 
y  el  capitán  Agustín  de  Insaurralde,  les  comunicó  confidencialmente 
la  idea  que  había  concebido  de  expulsar  a  los  Padres  de  la  Compa- 
ñía de  su  colegio  y  de  quitarles  todas  las  doctrinas  que  tenían  en  el 
Paraguay  y  en  el  Uruguay.  Ellos  le  procuraron  disuadir  de  tal  in- 
tento, y  le  representaron  modestamente  los  graves  escándalos  e  in- 
convenientes que  de  aquí  nacerían,  y  el  general  desconsuelo  que  cau- 
saría en  los  indios  esta  mudanza  tan  radical.  A  esto,  formalizándose 
el  Prelado,  observó  que  si  Sebastián  de  León  como  maestre  de  campo 
no  quería  ayudarle  a  poner  fuego  a  la  iglesia  de  los  jesuítas  y  a  ex- 
pulsar de  aquellas  provincias  a  esos  religiosos,  él  lo  haría  por  sí  solo, 
y  verían  los  militares,  cómo  quemaba  la  iglesia  de  los  jesuítas,  cómo 
lanzaba  del  Paraguay  a  todos  ellos,  y  que  por  esta  grande  hazaña  el 
Sumo  Pontífice  le  había  de  levantar  una  estatua  en  Roma  y  le  había 
de  decir:  «Bernardino,  mañana  te  santificaré.»  Estas  palabras  juró 
después  Sebastián  de  León,  que  se  las  dijo  en  presencia  de  varios 
clérigos  y  religiosos  de  San  Franc¡í;co  (3). 


(1)  Todo  este  diálogo  lo  oyó  y  presenció  el  citado  Sei-rano  de  Araya.  (Ibid.) 

(2)  Ibid. 

(3)  Ibid.  Todo  este  diálogo  lo  refiere  el  mismo  Sebastián  de  León. 


590  Ll».    II. rKOVINCIAB    1)R    ULTIÍAMAi: 

Otra  diligencia  menos  cruel,  pero  más  vil  y  baja,  emprendió  don 
Bernardino  para  acabar  con  los  jesuítas.  Empezó  a  difundir  graves 
calumnias  contra  ellos,  y  sobre  todo  insistió  en  dos,  que  persevera- 
ron bastante  entre  el  público  e  hicieron  profunda  impresión  en  mu- 
chos españoles  de  América.  Era  la  primera  el  llamarlos  herejes  y 
decir  que  en  el  catecismo  guaraní  enseñaban  errores  acerca  de  loé 
misterios  de  nuestra  santa  fe.  Todos  saben  la  profunda  reverencia 
que  los  españoles  del  siglo  XVII  profesaban  a  nuestros  dogmas. 
Decir  que  un  hombre  erraba  en  la  fe  era  tocar  una  tecla  delicadísi- 
ma y  que  producía  penosísima  impresión  Sin  embargo,  todavía  halló 
D.  Bernardino  mayores  crédulos,  cuando  divulgó  la  noticia  de  que  los 
jesuítas  ocultaban  minas  de  oro  que  ellos  habían  descubierto,  y  por 
medio  de  sus  indios  explotaban  silenciosamente  para  sí.  Esto  de  las 
minas  fascinaba  a  los  antiguos  españoles,  y  desde  entonces  hasta  hoy 
nadie  puede  quitar  de  la  cabeza  a  muchos  campesinos  de  América  la 
idea  de  que  los  jesuítas  guardaban  tesoros  ocultos,  cuya  situación 
nadie  sabía.  Para  apoyar  estas  calumnias  tomó  D.  Bernardino  el  ar- 
bitrio de  buscar  firmas  de  personas  buenas  o  malas,  que  las  difundie- 
sen por  el  Paraguay.  En  esto,  como  en  todo,  procedió  con  la  atrope- 
llada violencia  que  le  distinguía.  Hizo  llamar  a  varios  clérigos  y  es- 
tudiantes, y,  presentándoles  escritos  de  este  género,  les  obligaba  a 
firmarlos  sin  permitirles  leerlos  (1).  Fué,  sobre  todo,  muy  conocido 
el  caso  del  estudiante  Antonio  Núñez  Correa,  quien  fué  llamado  de 
repente  al  convento  de  San  Francisco  y  presentado  a  D.  Bernardino; 
éste  le  rnandó  con  toda  solemnidad,  y  so  pena  de  excomunión,  que 
firmase  un  papel  de  diez  o  doce  hojas  sin  leerlo.  Vaciló  el  estudiante 
temiendo  las  consecuencias  que  esto  pudiera  tener.  Como  le'vieran 
reacio  para  firmar,  se  apoderaron  de  él  varios  frailes  y  le  pusieron  a 
cuestión  de  tormento,  hasta  que  el  infeliz,  vencido  del  dolor,  echó  su 
firma  al  pie  de  aquel  escrito,  que  luego  resultó  ser  un  libelo  infama- 
torio contra  la  Compañía  (2). 

7.    Mientras  el  Obispo  de  la  Asunción  se  servía  de  medios  tan  in- 
dignos para  calumniar  a  los  jesuítas  y  preparar  el  destierro  de  todos 


(1>  Ihiíj.  Véase  el  dicho  de  Diego  Ponce  de  León.  Añade  este  testigo  que  él  vio 
:i  los  agentes  del  Obispo  contrahacer  las  firmas  do]  P.  Vicente  Hernández  y  de  otros 
jesuítas. 

(2)  Ibid.  Véase  el  dicho  do)  mismo  Correa.  Poco  después  aparece  en  el  mismo  tomo 
un  escrito  con  este  título:  liifonnatio  circa  indnctiones  et  falsificationes  Eptscopi,  fechado 
o]  ao  de  Setiembro  do  1645.  Contiene  el  dicho  do  varios  clérigos  de  órdenes  monoros, 
que  fueron  obligados  a  firmar  sin  loor. 


CU'.    Xir. PERSECUCIONES    DE    J).     IJKK.NAIIDINO    J)K    CÁRDENAS  591 

ellos,  no  se  descuidaba  Hinestrosa  en  buscar  recursos  para  defen- 
derse a  sí  y  a  los  mismos  jesuítas.  "Varias  veces  le  habían  avisado  el 
Virrey  del  Perú  y  la  Audiencia  de  Charcas,  que  no  se  dejase  atrope- 
llar  por  el  Obispo  y  que  mantuviese  firmes  los  derechos  de  la  auto- 
ridad real  contra  las  intrusiones  aturdidas  de  D.  Bernardino  de  Cár- 
denas. En  esta  ocasión,  habiendo  entendido  el  dictamen  que  habían 
dado  nuestros  Padres  de  Córdoba  sobre  la  ilegitimidad  de  la  consa- 
sagración  episcopal  de  I).  Bernardino,  preguntó  a  los  jesuítas  de  la 
Asunción,  si  era  verdad  lo  que  se  decía,  que  los  jesuítas  de  Córdoba 
juzgaban  ser  ilegítima  la  posesión  de  la  diócesis  por  el  Prelado.  Res- 
pondieron los  Nuestros  afirmativamente.  Acudió  después  el  Goberna- 
dor a  los  Padres  mercedarios  y  a  los  dominicos,  y  les  preguntó  si, 
dado  el  hecho  de  la  consagración  irregular  de  D.  Bernardino,  tenía 
éste  jurisdicción  en  el  Paraguay.  Unos  y  otros  opinaron  que,  en  rea- 
lidad, no  la  tenía.  El  Gobernador  exigió  que  lo  declarasen  por  escrito 
y  lo  firmasen.  Tomando  luego  el  documento,  lo  presentó  a  los  jesuí- 
tas y  les  mandó  que  pusiesen  también  la  firma.  Algo  vacilaron  éstos, 
porque  deseaban,  según  el  precepto  de  su  Provincial,  no  hablar  ni 
intervenir  en  este  negocio  delicado  de  la  consagración  del  Obispo. 
Sin  embargo,  tales  eran  las  circunstancias  y  se  había  divulgado  tanto 
el  parecer  de  los  Padres  de  Córdoba,  que  juzgaron  necesario  com- 
placer a  Hinestrosa,  y  así,  pusieron  la  firma  (1).  Armado  con  estos 
dictámenes,  presentóse  el  Gobernador  al  cabildo  de  la  Asunción  y 
le  propuso  que  inmediatamente  se  anunciase  al  público  la  irregula- 
ridad de  que  adolecía  la  autoridad  del  Prelado;  que  el  Provisor  to- 
mase en  nombre  del  cabildo  la  autoridad  eclesiástica  sobre  la  dióce- 
sis, y  que  al  instante  fuese  expulsado  el  Obispo  intruso,  como  él  se 
encargaba  de  hacerlo,  cuando  el  cabildo  hubiera  cumplido  la  pri- 
mera parte  de  su  plan. 

Ejecutóse  a  la  letra  como  lo  había  trazado  el  Gobernador.  El  día 
5  de  Noviembre  de  1644  fué  convocado  sojemnemente  todo  el  pue- 
blo de  la  Asunción  a  la  iglesia  catedral.  Allí  el  Provisor  y  Vicario 
general  de  la  diócesis,  Cristóbal  Sánchez,  después  de  hacer  oración, 
tomó  un  crucifijo  del  altar  mayor  y  lo  dio  a  besar  a  D.  Gregorio  de 


(1)  Véase  en  el  tomo  tantas  veces  citado  Paraguau-Cárdeuas  un  escrito  tituJado  In- 
formación jurídica  de  los  Nuestros  del  colegio  de  la  Asunción.  Esta  información  la  tomó  ol 
P.  Francisco  Velázquez  el  29  do  Mayo  de  1645,  poi-  orden  del  P.  Provincial,  Luporeio 
(ic  Zurbano,  quien  deseaba  saber,  cómo  se  habían  portado  los  Nuestros  en  la  Asunción, 
durante  la  permanencia  de  D.  Bernardino.  Allí  constan  estos  pormonoros  que  rofe- 


592  LIB.    II. — PROVINCIAS   DE   ULTRAMAR 

Hinestrosa.  Después  se  sentó  en  el  lugar  que  solía  tener  cuando  es- 
taba la  sede  vacante,  y  con  todas  la  solemnidades  usadas  en  estos  ca- 
sos, declaró  delante  del  pueblo  que  tomaba  el  ejercicio  de  las  fun- 
ciones eclesiásticas,  porque  el  actual  Obispo  de  la  Asunción  carecía 
de  jurisdicción  legítima,  por  la  irregularidad  con  que  se  había  con- 
sagrado, Al  instante  mandó  tocar  las  campanas,  arrancó  las  listas  de 
excomulgados  que  tenía  escritos  en  la  tablilla  D,  Bernardino,  y  le- 
vantó el  entredicho  que  también  estaba  puesto  sobre  la  ciudad. 

A  este  acto  del  cabildo  respondió  D.  Bernardino  el  mismo  día, 
publicando  un  edicto,  en  el  cual  se  expresaba  de  este  modo:  «Deci- 
mos que  este  día,  que  so  cuenta  5  de  Noviembre  de  1644,  hemos  sa- 
bido, que  esta  mañana  se  hicieron  contra  la  autoridad,  unidad  y  fe 
de  la  Iglesia  católica  y  de  sus  obispos  tremendas  y  nunca  oídas  in- 
jurias y  cisma  anglicano,  todo  por  traza  diabólica  de  los  Padres  je- 
suítas, que  van  añadiendo  un  yerro  a  otro  y  un  abismo  tras  otro 
abismo.  A  fin  de  estorbarlo  y  con  celo  del  servicio  de  Dios  y  del  Roy 
Católico  y  bien  de  la  cristiandad,  determinamos  hacer  la  visita  de 
las  doctrinas  del  Paraná  y  Uruguay,  descubriendo  una  gran  riqueza 
de  oro  que  los  dichos  jesuítas,  curas  intrusos  sin  patronazgo  real  ni 
institución  canónica,  de  aquellas  doctrinas  sacan  con  abundancia 
para  enviar  a  reinos  extranjeros,  usurpando  criminalmente  a  nuestro 
Rey  Católico  y  Señor  esta  riqueza.»  Después  de  este  párrafo  declara 
D.  Bernardino,  que  fué  acto  cismático  el  nombrar  Provisor;  que  era 
falso  que  él  se  consagrase  sin  bulas,  pues  éstas  estaban  firmadas  ca- 
torce meses  antes  de  la  consagración.  Los  autores  de  todos  aquellos 
trastornos  eran  el  P.  Laureano  Sobrino,  Rector  del  colegio,  y  los 
otros  jesuítas.  En  consecuencia,  manda  el  Obispo  a  todos  los  fieles 
de  su  diócesis  evitar  a  los  jesuítas,  como  cismáticos  y  excomulgados, 
y  pone  entredicho  en  su  iglesia  (1).  Compare  el  lector  este  edicto  de 
5  de  Noviembre  con  la  carta  copiada  más  arriba  del  10  de  Marzo  del 
mismo  año  1644.  ¡Qué  transformación  en  el  mismo  hombre!  ¡Qué 
cambio  tan  inesperado  en  las  ideas  y  en  toda  la  conducta! 

No  se  intimidó  el  Gobernador  por  este  edicto.  Al  día  siguiente 
mandó  tender  la  bandera  en  la  plaza  y  juntarse  allí  a  todos  los  capi- 
tanes con  sus  soldados,  al  Ayuntamiento  con  todos  sus  individuos  y 
a  los  indios  armados,  que  llevaba  constantemente  consigo  como  es- 
colta. En  medio  de  aquel  grandísimo  concurso  declaró  el  Goberna- 
dor que,  en  nombre  de  Su  Majestad,  desterraba  de  la  Asunción  a  don 


(1)    Hállase  este  edicto  en  el  tomo  Paraguay- Cárdenas. 


CAÍ".     XII. PEESECUCIOXES    DE    D.    BEKNARUINO    DE    CÁRDENAS  f)'):] 

Bernardiiio  de  Cárdenas  y  le  ocupaba  todas  sus  temporalidades,  por 
ser  Prelado  realmente  intruso  y  desprovisto  de  verdadera  jurisdic- 
ción. Prohibió  al  instante  que  nadie  se  presentase  en  el  convento 
donde  vivía  D.  Bernardino,  y  esto  lo  prohibió  pena  de  la  vida,  y  para 
dar  a  entender  la  eficacia  con  que  se  había  de  ejecutar,  hizo  que  se 
levantase  la  horca  y  se  pusiese  la  soga  a  la  vista  de  todos.  Nadie  re- 
sistió ni  protestó,  y  todo  el  pueblo  pareció  conformarse  con  lo  que 
había  oído  en  la  iglesia  al  Provisor  y  en  la  plaza  a  D.  Gregorio  de 
Ilinestrosa  (1). 

Entretanto  D.  Bernardino,  aislado  en  su  convento  de  San  Fran- 
cisco, vio  que  era  imposible  sostenerse  por  más  tiempo,  y  así  deter- 
minó obedecer  al  auto  del  Gobernador  y  retirarse  a  Corrientes.  Don 
Gregorio  le  preparó  una  buena  barca  donde  pudiera  ir  río  abajo  en 
compañía  de  los  que  quisieran  seguirle.  El  19  de  Noviembre  de  1644, 
después  de  decir  dos  misas  como  acostumbraba,  después  de  dar  la 
comunión  a  algunas  mujeres  devotas  que  le  seguían,  salió  del  con- 
vento D.  Bernardino  y  se  metió  en  la  barca  con  algunos  clérigos  y 
frailes  que  quisieron  acompañarle.  Desde  allí  fulminó  todos  los  ana- 
temas y  excomuniones  posibles  contra  el  Gobernador,  contra  los  je- 
suítas, contra  el  Provisor  y  cabildo,  contra  todo  ser  viviente  que  no 
se  mostrara  partidario  de  la  dignidad  episcopal.  Hecho  esto,  navegó 
río  abajo  y  se  detuvo  en  la  ciudad  de  Corrientes. 

8.  Con  la  retirada  del  Obispo  renació  la  calma  y  el  orden,  así  en 
la  Asunción  como  en  todos  los  pueblos  de  la  diócesis;  pero  no  ter- 
minaron los  trabajos  de  la  Compañía.  Desde  su  retiro  de  Corrientes 
no  cesaba  D.  Bernardino  de  publicar  infamias  céntralos  jesuítas,  de 
esparcir  escritos  por  uno  y  otro  lado  y  de  exagerar  y  trastornar  de 
tal  modo  los  hechos,  que  apareciesen  siempre  favorables  a  su  per- 
sona. Repitió  mil  veces  que  los  jesuítas  ocultaban  tesoros;  que  tenían 
minas  riquísimas;  que  se  alzaban  con  los  derechos  reales;  que  ense- 
ñaban erroresal  pueblo;  que  mantenían  cisma  anglicano  y  otros  mil 
despropósitos  tan  enormes  como  éstos.  En  Marzo  de  1G45  fué  muerto 
en  la  región  de  los  itatines  el  P.  Pedro  Romero.  Don  Bernardino 
echó  a  volar  la  especie  de  que  este  misionero,  después  de  haber  ven- 
dido a  Cristo  como  Judas,  se  había  ahorcado  también. 


(1)  Este  hecho,  roíerido  bi-ovemente  por  el  I*.  Ferruflno  en  Paraquai-ia.  Litt. 
anuae,  164G-1649,  está  explicado  mejor  en  el  Informe  del  cabildo  secular  pleno  contra  los  del 
Obispo,  redactado  en  Junio  de  1645  y  conservado  en  el  tomo  Paraguan- Cárdenas.  Insiste, 
al  fin,  el  Ayuntamiento  de  la  Asuncicín  en  que  todos  estos  actos  fueron  obra  del  Gober- 
nador, y  que  en  ellos  no  tuvieron  ninguna  parte  los  jesuítas. 

as 


594  I  ir!-     'I- PROVINCIAS    DK    X :I.T]!AMAI¡ 

A  las  calumnias  de  D.  Bernardino  hacían  eco  los  frailes  francis- 
canos, no  solamente  en  la  Asunción,  sino  también  en  Córdoba,  en 
Santa  Fe  y  en  otras  ciudades,  donde  más  o  menos  ejercitaban  los 
ministerios  espirituales.  Fué  terrible  la  tribulación  que  en  todo  el 
año  1645  padecieron  los  jesuítas.  Casi  nunca  topaban  con  religiosos 
franciscanos,  sin  que  oyeran  algún  insulto  o  grosero  desahogo.  En 
Córdoba,  el  P.  Fray  Antonio  de  Quesada  predicó,  dice  nuestro  Pro- 
vincial Lupercio  de  Zurbano,  «que  éramos  cismáticos,  que  a  los 
alumbrados  herejes  les  habíamos  usurpado  el  nombre  de  jesuítas. 
Llamónos  mercaderes,  gitanos,  logreros,  usureros,  ladrones,  judíos 
fingidos,  que  prendimos  al  señor  Obispo  como  los  judíos  a  Cristo  y 
como  Diocleciano  y  Maximiano  a  los  pontífices,  porque  nos  había 
querido  echar  del  templo,  como  Cristo  a  los  logreros  con  el  azote, 
etcétera,  etc.»  Poco  después  predicó  otro  sermón  feroz  un  dominico, 
y  le  aplaudieron  con  mucho  calor  los  franciscanos.  Iba  a  predicarse 
otro  tercer  sermón,  y  corrió  la  voz  en  la  ciudad  de  que  iba  a  ser 
más  terrible  que  los  anteriores,  por  lo  cual  la  autoridad  eclesiástica 
prohibió  absolutamente  que  hubiera  sermón.  Cierto  día,  refiere  el 
mismo  P.  Zurbano,  «Fray  Alonso  Ortiz  siguió  toda  una  calle  arriba 
a  uno  de  los  Nuestros,  y,  según  le  oyeron  decir,  votando  a  Cristo, 
había  de  dar  de  palos  al  teatino.  Llegó  éste  enfrente  de  nuestra 
iglesia,  y  parados  en  la  calle  y  el  Nuestro  arrimado  a  nuestra  porte- 
ría, le  dijo  Fray  Alonso  baldones  e  injurias  de  mucha  afrenta,  y  al- 
gunas de  ellas  tales,  que  por  la  modestia  no  se  ponen  aquí»  (1). 

Tal  era  el  lenguaje  usado  en  los  sermones  y  conversaciones  por 
los  frailes  de  San  Francisco  y  por  otros  clérigos  enemigos  de  la 
Compañía.  Pero  no  se  quedó  todo  en  palabras.  El  día  del  Corpus 
de  1645  ocurrió  un  hecho  que  dio  mucho  que  hablar  y  pudo  tener 
desastrosas  consecuencias,  si  la  misericordia  de  Dios  no  hubiera  pre- 
venido sus  malos  efectos.  Acompañaban  al  Santísimo  en  la  proce- 
sión, como  era  costumbre,  todos  los  religiosos,  y  también  iban  al- 
gunos Padres  de  la  Compañía  con  mucha  devoción.  De  repente  uno 
de  los  franciscanos,  acercándose  a  un  jesuíta,  le  dio  tal  puñetazo  en 
el  pecho,  que  le  derribó  de  espaldas  en  el  suelo.  Habían  pensado  que 
los  otros  jesuítas  saldrían  al  instante  a  la  defensa  de  su  hermano,  y 
originándose  una  lucha,  «iban,  dice  el  P.  Zurbano,  los  religiosos 


(1)  Estos  hechos  y  los  siguientes  los  explica  el  P.  Zurbauo  en  la  carta  que  dirigió 
al  Comisario  Visitador  de  los  franciscanos  el  16  de  Diciembre  de  1G45.  Hállase  en  el 
tomo  Paraguay-Cárdenas,  con  el  título  de  Petición  del  P.  Zurbano.  Otro  ejemplar  en 
Santiago  de  Chile,  Ribl.  Nac,  Jesuítas,  Argentiua,  287,  n.  i:!4. 


de  San  Francisco  apercibidos  para  la  acción  con  garrotes».  P^ra,  en 
realidad,  una  paliza  preparada  de  antemano  que  deseaban  descargar 
sobre  las  espaldas  de  sus  enemigos.  Afortunadamente,  nada  de  esto 
sucedió.  El  jesuíta  acometido  con  tal  violencia  no  hizo  nada  para  de- 
fenderse. Se  levantó  tranquilamente  del  suelo,  y  prosiguió  la  pro- 
cesión sin  decir  una  palabra,  con  admirable  mansedumbre  y  modes- 
tia. Los  otros  jesuítas  tampoco  hicieron  el  menor  gesto  ni  se  alteraron. 
Gracias  a  esta  actitud,  los  garrotes  prevenidos  quedaron  ociosos. 

Difundiéndose  tal  cúmulo  de  calumnias,  y  muchas  de  ellas  tan 
inverosímiles  y  absurdas,  por  los  Padres  franciscanos  contra  la  Com- 
pañía, nuestro  Provincial  escribió  una  carta  respetuosa  al  P.  Fran- 
cisco Román  Altamirano,  Comisario  Visitador  de  la  Orden  de  San 
Francisco,  suplicándole  humildemente  que  pusiese  remedio  a  tan 
horribles  desmanes  (1). 

Por  su  parte,  el  piadoso  Obispo  de  Tucumán  no  pudo  sufrir  tan 
deshecha  borrasca  levantada  contra  la  Compañía,  sin  salir  noble- 
mente a  la  defensa  de  nuestros  Padres.  El  18  de  Diciembre  de  1645 
escribió  una  carta  respetuosa  a  Su  Majestad  Felipe  IV,  defendiendo 
con  sencillez  y  energía  a  los  tan  ultrajados  jesuítas  del  Tucumán  y 
Paraguay.  Copiaremos  las  principales  expresiones  de  este  Prelado: 
«En  los  disturbios,  dice,  que  en  el  Paraguay  ha  habido  entre  el  Reve- 
rendo Obispo  y  el  Gobernador  Don  Gregorio  de  Hinestrosa,  han 
alcanzado  efectos  a  algunas  religiones,  en  particular  a  la  del  Señor 
San  Francisco,  y  como  todo  es  una  provincia,  con  esto  han  llegado 
allá  resultas  furiosas  en  que  la  Compañía  de  Jesús  ha  padecido 
muchos  descréditos,  muchas  injurias  en  los  pulpitos  y  calles,  en  las 
plazas  y  procesiones,  y  sufriendo  palabras  mayores  y  empellones,  no 
han  chistado,  sino  respondido  con  profunda  paciencia.  Yo,  Señor, 
no  me  he  hallado  en  las  ciudades,  porque  en  este  tiempo  he  asistido 
en  una  nueva  conversión  retirado;  pero  he  dado  cuenta  al  Virrey 
del  Perú,  a  la  Audiencia  y  a  los  prelados  y  exhortádoles  a  que  en- 
mienden y  corrijan  aquello,  y  he  apercibido  que  lo  haré  yo,,  como 
lo  haré  y  con  mucho  brío  en  saliendo  de  este  retiro  donde  estoy, 
lie  escrito  cartas  pastorales  a  mi  obispado  enfrenando  tanta  li- 
cencia, 

»La  administración  de  los  sacramentos  en  esta  religión  de  la 
Compañía,  cuanto  la  humana  fragilidad  me  da  a  conocer,  la  hacen 
con  toda  pureza.  Hanlos  maculado  [calumniado]  en  la  religión  de 


(1)    Es  la  Petición  del  P.  Zurbaiio,  citada  autcriorincnte. 


LIB.    II.— PROVINCIAS   DE   ULTKAMAR 


San  Francisco,  en  el  sacramento  de  la  penitencia.  Yo  les  requerí 
específicamente  hecho,  lugar  y  tiempo,  y  probarlo  y  no  decir  cla- 
mores escandalosos,  que  más  escandalizaban  con  motivo  de  odio 
que  con  celo  del  servicio  de  Dios.  Hice  averiguaciones,  y  no  hallé, 
sino  todo  inculpable...  Débese  alentar  a  la  religión  de  la  Compañía 
en  sus  ministerios  y  acreditarla,  porque  ha  padecido  y  padece 
mucho  y  es  la  que  en  este  obispado  sirve  a  Vuestra  Majestad  en  des- 
cargar la  conciencia,  y  se  le  debe  lo  más  en  la  salud  espiritual  de 
los  fieles.»  Después  de  poner  la  firma,  añade  por  vía  de  postdata: 
«El  Provincial  que  hoy  gobierna  la  Compañía  es  Francisco  Luper- 
cio  de  Zurbano,  varón  religioso,  prudente  y  sufrido»  (1).  Verdadera- 
mente, merecía  estos  elogios  nuestro  P.  Provincial.  A  su  acertada 
dirección  se  debió,  en  gran  parte,  que  en  medio  de  tan  deshecha 
borrasca  ninguno  de  los  Nuestros  cometiera  falta  alguna  de  consi- 
deración. Siendo  por  todas  partes  insultados  y  calumniados,  todos 
se  portaron  con  regularidad,  sin  que  sepamos  falta  alguna  que  des- 
dijese de  la  modestia  y  dignidad  religiosa. 


(1)     Koma.  Arüh.  ili  StatO,  l'aratjuaii-CárdMntx 


CAPÍTULO  XIII 


PERSECUCIONES   DE  D.    BERNARDINO   DE   CÁRDENAS 

CONCLUSIÓN,  1647-1651 

Sumario:  1.  Entrando  a  gobernar  el  Paraguay  Diego  de  Escobar  y  Osorio,  vuelve 
D.  Bernardino  a  la  Asunción  en  Febrero  de  1647.— 2.  Calumnias  y  demostraciones  ex- 
travagantes contra  los  jesuítas.  Perjurio  solemne  del  Obispo. — 3.  Escena  tumultuosa 
en  nuestra  iglesia  por  haber  enterrado  allí  a  una  mujer  que  había  muerto  asistida 
por  un  jesuíta.— 4.  Esfuerzos  de  D.  Bernardino  por  atraer  a  su  partido  al  Goberna- 
dor.— 5.  Muere  el  Gobernador  Diego  de  Escobar  y  Osorio  el  26  de  Febrero  de  1649, 
y  D.  Bernardino  se  apodera  tumultuariamente  del  Gobierno  civil.— 6.  Asalto  e  in- 
<íen(lio  de  nuestra  iglesia  y  colegio  el  7  de  Marzo  dé  1649.— 7.  La  Audiencia  de 
Charcas  nombra  Gobernador  interino  a  Sebastián  de  León.  Batalla  oampal  entre  él 
y  los  partidarios  del  Obispo  a  la  entrada  de  la  ciudad.— 8.  Restablécese  el  orden. 
Don  Bernardino,  apremiado  por  repetidas  órdenes  de  la  Audiencia,  sale  por  fin 
del  Paraguay  en  1651  y  vive  retirado  en  Chuquisaca  hasta  su  muerte,  ocurrida 
en  1668.-9.  Actos  de  Garavito  dí^  León  y  Blázquez  de  Velarde  para  restablecer  lo 
que  padeció  la  Compañía. 

Fi'ENTKs  coNTEMPORÁXEAs:  Las  iiiisiiias  que  eix  el  capítulo  anterior. 

1.  Dos  años  largos  perseveró  en  Corrientes  D.  Bernardino  de 
Cárdenas:  desde  Noviembre  de  1644  hasta  Febrero  de  1647.  En  esta 
época  fué  mudado  nuestro  Provincial  del  Paraguay,  y  en  vez  del 
P.  Zurbano,  entró  a  gobernar  la  provincia  el  P.  Juan  Bautista 
Ferrufino.  Al  mismo  tiempo  intervino,  aunque  de  lejos,  en  estos 
negocios  el  P.  Antonio  Ruiz  de  Montoya.  Como  ya  lo  dijimos  en  el 
capítulo  XI,  después  de  negociar  en  Madrid  el  permiso  para  que  los 
indios  usasen  armas  de  fuego,  había  vuelto  este  célebre  misionero  al 
Perú  y  obtenido  del  Virrey  todos  los  despachos  que  se  necesitaban 
pa.ra  concluir  este  negocio  y  poner  en  ejecución  tan  sabia  providen- 
cia. Encaminábase  desde  Lima  a  sus  queridas  misiones  del  Paraguay, 
cuando  de  repente  recibió  en  Salta  la  orden  de  volverse  a  Lima, 
para  proseguir  allí  defendiendo  a  la  Compañía  en  este  enmarañado 
negocio  de  D.  Bernardino  de  Cárdenas  (1).  Obedeció  Montoya  y 


(1)  Así  lo  explica  el  mismo  P.  Montoya  en  carta  al  P.  Baltasar  de  Lagunilla.  Lima, 
VA  Noviembre  1647.  Véase  esta  carta  en  Santiago  de  Chile,  Bibl.  Nac,  Jeauitas,  Argen- 
tina, t.  288,  n.  186. 


,-)98  I-IB.  II. — rROVixciAS  he  ultramar 

volvió  a  la  capital  del  Perú,  donde  asistió  al  lado  del  Virrey  para 
todos  los  incidentes  que  se  ofrecieron  en  esta  causa.  Recuérdese  que 
el  Virrey  del  Perú  era  la  autoridad  española  más  alta  que  había  en 
la  América  meridional,  y  a  él  estaba  subordinado  el  gobierno  del 
Paraguay,  como  el  de  Chile  y  de  otras  regiones.  Convenía,  pues, 
tener  al  lado  del  Virrey  un  procurador  encargado  de  promover  la 
causa  de  la  Compañía  en  la  controversia  con  el  Sr.  Cárdenas.  En 
este  molesto  oficio  hubo  de  perseverar  el  P.  Montoya  unos  seis  años, 
hasta  que  terminó  la  vida  en  Lima  en  1652.  A  él  enderezaban  sus 
cartas  y  relaciones  los  jesuítas  del  Paraguay,  y  de  manos  del  P.  Mon- 
toya recibimos  algunas  noticias,  que  no  debemos  desperdiciar, 
porque  no  aparecen  tan  claras  en  los  otros  documentos  que  po- 
seemos. 

Dos  veces  el  Virrey  del  Perú,  y  otras  tres  por  lo  menos  la  Au- 
diencia de  Charcas,  habían  mandado  a  D.  Bernardino  de  Cárdenas 
comparecer  en  su  tribunal  (1)  para  dar  razón  de  las  enormidades  que 
se  publicaban  de  su  persona.  El  Obispo  nunca  pensó  en  obedecer  a 
semejantes  intimaciones;  dio  respuestas,  envió  súplicas  y  enredó  lo 
mejor  que  pudo  el  negocio  de  modo  que  nunca  hubiera  de  moverse 
de  donde  estaba.  Muy  al  contrario,  tuvo  conatos  de  volver  al  Para- 
guay, pero  hubo  de  retroceder  en  vista  de  la  actitud  siempre  firme 
y  siempre  hostil  que  manifestaba  el  Gobernador  D.  Gregorio  de  Hi- 
nestrosa.  Fué  singular  fortuna  para  D.  Bernardino  la  mudanza  de 
Gobernador.  A  principios  de  1647  sucedió  a  D.  Gregorio  el  caballero 
Diego  de  Escobar  y  Osorio,  venido  desde  Chile  a  ocupar  aquel  puesto. 
No  sabemos  si  por  casualidad  o  por  diligencias  suyas  consiguió 
D.  Bernardino  verse  con  este  hombre,  cuando  pasaba  a  tomar  posesión 
de  su  cargo.  Hablóle  largamente,  dióle  las  aplicaciones  enérgicas  y 
fantásticas  que  él  solía  dar  de  sus  negocios,  con  lo  cual  conseguía 
deslumbrar  algunas  veces  a  los  que  le  oían,  y  otras  intimidarles  con 
los  aires  que  se  daba  de  hombre  inspirado  por  Dios  y  poderoso  en 
la  tierra.  Parece  que  no  consiguió  atraer  a  sus  ideas  al  nuevo  Gober- 
nador, pero  por  lo  menos  le  halló  vacilante  y  algo  condescendiente 
con  él.  Para  decidirle  del  todo  recurrió  a  un  medio  en  que  era  gran 
maestro.  Como  antes  había  falsificado  la  carta  del  Cardenal  Barbe- 
rini,  falsificó  ahora  una  orden  de  la  Audiencia  de  Charcas,  revocato- 


(1)  Véase  en  el  Archivo  de  Indias,  74-6-22,  la  carta  y  provisión  Real  notificada  al 
Obispo  en  Corrientes  el  23  de  Octubre  de  1646,  en  la  cual  se  mencionan  las  órdenes 
anteriores.  En  el  mismo  legajo  aparece  la  respuesta  absurda  que  dio  D.  Bernardino. 


CAP.    XIII. — PERSECUCIONES   DE   D.    BERXARDIXO    DE    CARDEXAS  7)\)\) 

ria  de  las  anteriores,  y  por  la  cual  se  le  permitía  restituirse  a  su  dió- 
cesis (1). 

Escobar  cayó  en  el  lazo.  Creyó  de  buena  fe  la  autenticidad 
de  aquel  escrito  y  dio  permiso  a  D,  Bernardino  para  presentarse  de 
nuevo  en  la  Asunción.  En  vano  los  jesuítas  y  otras  personas  recla- 
maron contra  aquella  determinación;  en  vano  apuntaron  el  fraude 
que,  sin  duda,  contendría  la  nueva  Orden  de  la  Audiencia,  alegada 
por  D.  Bernardino.  Nadie  pudo  resistir  a  la  buena  fortuna  del  Pre- 
lado, el  cual,  con  los  aires  de  austeridad  y  de  santidad  con  que  siem- 
pre se  mostraba  en  público,  apareció  en  la  Asunción  el  día  25  de  Fe- 
brero de  1647  (2).  Había  deseado  que  le  previniesen  un  recibimiento 
aparatoso,  pero  no  consiguió  este  objeto,  y  hubo  de  contentarse  con 
hospedarse  de  nuevo  modestamente  en  el  convento  de  San  Fran- 
cisco, donde  siempre  había  un  grupo  de  frailes  guerrilleros  dis- 
puestos a  romper  lanzas  en  favor  suyo.  Propuso  a  los  capitulares  que 
le  reconociesen  por  su  Obispo,  pero  éstos  resistieron  firmemente, 
diciendo  que  retenían  la  jurisdicción  eclesiástica  y  no  debían  entre- 
garla a  un  prelado  intruso.  Don  Bernardino  se  trasladó  del  convento 
de  San  Francisco  a  la  catedral,  y  empezó  allí  a  ejercitar  sus  funcio- 
nes episcopales.  Los  capitulares  se  recogieron  al  colegio  de  la  Com- 
pañía. Nuevo  motivo  para  que  D.  Bernardino  abominase  de  los  jesuí- 
tas y  se  encendiese  más  la  ira  que  siempre  alimentaba  contra  ellos. 
Al  instante  empezaron  a  funcionar  las  excomuniones,  y  aquello  fué 
una  confusión  cual  nunca  se  había  visto.  «El  Obispo,  escribía  el 
P.  Montoya,  se  defiende  con  excomuniones,  siendo  así  que  no  tiene 
jurisdicción;  la  Sede  vacante  mudó  su  silla  a  nuestra  casa,  y  el  Obispo 
se  quedó  en  la  iglesia  Mayor.  Éste  toca  a  entredicho  y  los  prebenda- 
dos repican;  toda  la  ciudad  está  excomulgada  por  el  Obispo,  con  que 
hay  una  confusión  cual  nunca  se  ha  visto  en  esta  tierra,  y  lo  peor  es, 
que  se  quiere  valer  el  Obispo  de  los  portugueses  de  San  Pablo»  (3). 
2.    Como  era  de  esperar,  empezó  D.  Bernardino  a  difundir  contra 


(1)  No  he  podido  ver  el  texto  do  esta  ordeu  de  la  Audiencia.  El  P.  Montoya,  en  la 
carta  citada  al  P.  Laguuilla,  dice:  « Falseó  [D.  Bernardino]  una  provisión  y  la  autorizó 
de  mano  de  su  secretario,  con  la  cual  se  dejó  engañar  maliciosamente  D.  Digo  de  Oso- 
rio,  gobernador  nuevo,  y  lo  recibió,  contradiciéndolo  el  cabildo  eclesiástico  y  secular 
y  la  Compañía.»  También  menciona  esta  falsiflcación  Antonio  González  del  Pino  en 
su  petición  hecha  el  29  de  Mayo  de  1647  (Arch.  de  Indias,  74-6-22^,  y  el  P.  Manquiano 
en  el  memorial  que  luego  citamos. 

(2)  Al  día  siguiente  lo  escribió  el  P.  Manquiano  en  su  memorial  a  la  Audiencia,  del 
cual  presentó  una  copia  al  Gobernador  Escobar.  Consérvase  este  docuíiiento  en  San- 
tiago de  Chile,  Bibl.  Xac,  Jesuítas,  Argeiituia,  t.  288,  cerca  del  fin. 

(3)  En  la  carta  al  P.  Lagunilla,  citada  más  arriba. 


()()0  i.in.  II. — rROviNciAS  de  ultramar 

la  Compañía  las  más  enormes  calumnias  y  a  divulgarlas  de  palabra 
y  por  escrito.  Él  mismo  nos  dice  en  una  carta  de  6  de  Julio  de  1647 
el  objeto  principal  de  que  nos  acusaba.  «La  principal  causa,  dice,  por 
que  padezco,  es  por  querer  quitar,  como  lo  he  de  hacer,  vive  el  Se- 
ñor, de  las  oraciones  y  doctrina  cristiana  que  están  en  la  lengua  de 
estos  indios,  muchas  herejías  que  han  introducido  los  doctrineros  de 
la  Compañía,  por  la  grande  ignorancia  de  la  lengua,  contra  el  santo 
nombre  de  Dios,  generación  del  Verbo  eterno,  pureza  y  virginidad 
de  Nuestra  Señora,  por  cuya  intercesión  espero  en  el  Señor,  que  he 
de  vencer  a  quien  por  sustentar  su  vanagloria  y  soberbia  resiste  el 
que  sea  alabado  como  debe  ser  Su  Divina  Majestad»  (1).  A  esta  im- 
putación de  herejía,  hecha  por  el  Prelado,  daban  los  Nuestros  dos 
respuestas  muy  obvias  y  que  no  tenían  réplica.  Primera,  el  catecismo 
que  enseñaban  no  era  de  la  Compañía,  sino  el  compuesto  por  Fray 
Luis  Bolaños,  franciscano  de  santa  memoria,  y  aprobado  por  dos 
Concilios  provinciales,  que  habían  mandado  enseñar  a  los  guaraníes 
la  doctrina  cristiana  por  aquel  libro.  Segunda,  el  Sr.  Obispo  del 
Paraguay  no  sabía  el  idioma  guaraní;  ¿cómo  podía,  pues,  juzgar  si 
eran  propios  o  impropios  los  vocablos  con  que  allí  se  explicaban 
nuestros  misterios,  si  contenían  errores  o  verdades  las  palabras  gua- 
raníes? (2).  Dicho  se  está  que  D.  Bernardino  jamás  atendió  ni  a  esta 
respuesta  ni  a  otra  alguna  que  se  le  diese  de  parte  de  los  jesuítas. 

Observando  nuestros  Padres  la  grave  persecución  que  se  levan- 
taba contra  ellos,  oyendo  las  enormidades  que  divulgaba  el  Obispo, 
las  excomuniones  que  disparaba  a  diestro  y  a  siniestro  y  la  situación 
difícilísima  en  que  se  veían  para  ejercitarlos  ministerios  espirituales, 
juzgaron  prudente  ceder  por  algún  tiempo  a  la  tempestad,  y  ence- 
rrándose en  el  colegio,  se  abstuvieron  por  cerca  de  dos  años  de  com- 
parecer en  público  y  de  ejercitar  los  ministerios  de  la  Compañía. 
Sólo  dentro  de  nuestra  iglesia,  y  como  quien  dice  a  puerta  cerrada, 
oían  algunas  confesiones  y  hacían  el  bien  que  podían  a  las  personas 
beneméritas  que  se  les  allegaban.  No  obstante,  era  indispensable  de 
vez  en  cuando  salir  a  la  calle,  y  el  P.  Laureano  Sobrino,  Rector  del 
colegio,  que  había  de  hacerlo  por  urgencias  de  su  cargo,  estuvo  ex- 
puesto a  graves  injurias.  Una  vez  se  encontró  de  repente  con  el  señor 


(1)  Carta  al  Dr.  Francisco  Godoy,  electo  Obispo  de  Guamanga.  Asunción,  (j  Julio 
1(547.  (Arch.  de  Indias,  71-3-16.) 

(2)  Véase  explicadas  estas  respuestas  por  el  P.  Francisco  Vázquez  de  la  Mota,  Pro- 
vincial, en  carta  que  escribió  el  25  de  Octubre  de  1656,  y  fué  publicada  por  Charlevoix 
en  su  Hist.  dn  Paraguay,  t.  II,  apííndicc. 


CAr.    Xlir. PERSECUCIONES    DE    D.    líKRXARDINO    DK    CÁRDENA3  (K)l 

Obispo  en  la  calle,  y  el  Prelado  empezó  a  gritar:  «Cojan  a  ese  hom- 
bre y  échenlo  en  un  cepo.»  No  le  cogieron  los  circunstantes,  pero 
algunos,  más  desvergonzados,  insultaron  groseramente  al  P.  Rector 
y  le  arrojaron  inmundicias  a  la  cabeza  (1). 

Más  significativo  fué  lo  que  dispuso  D.  Bernardino  el  día  del  Cor- 
pus  de  1647.  Durante  la  misa  solemne,  en  vez  de  sermón,  hizo  leer 
desdo  el  pulpito  un  libelo  lleno  de  calumnias  horribles  contra  la 
Compañía,  y  después,  en  la  procesión,  donde  él  mismo  llevaba  el 
Santísimo  Sacramento,  quiso  mostrar  a  los  jesuítas  el  horror  con  que 
los  miraba  como  herejes.  Había  de  pasar  la  procesión  por  delante  de 
nuestro  colegio.  Pues  al  llegar  a  aquel  punto,  mandó  traer  D.  Ber- 
nardino un  velo  negro,  cubrió  con  él  la  custodia  j  la  mostró  así  cu- 
bierta a  los  Padres  de  la  Compañía.  Después  quitó  el  velo  y  continuó 
la  procesión  hasta  la  catedral  (2).  Extravagancia  ridicula  y  muy  pro- 
pia de  la  cabeza  excéntrica  de  aquel  hombre  singular.  Pero  no  se 
contentó  con  esta  inofensiva  demostración;  dispuso  otra  patraña  que 
podía  tener  un  efecto  más  poderoso  en  el  público.  Dióse  a  decir  que 
había  recibido  cédulas  reales,  en  las  cuales  se  le  mandaba  expulsar 
del  Paraguay  a  la  Compañía  de  Jesús.  Para  apoyar  este  dicho,  envió 
un  hombre  a  Corrientes,  le  mandó  hacer  un  paquete  postal  en  la 
forma  en  que  entonces  se  hacían,  y  que  al  cabo  de  algunos  días  se  lo 
viniese  a  entregar  como  si  fuera  el  ordinario  correo  que  le  llegaba 
desde  España.  Al  recibirlo  mostróse  muy  satisfecho  D.  Bernardino, 
pidió  albricias  a  sus  amigos  y  les  indicó  el  contenido  de  aquellas  car- 
tas reales,  pero  no  quiso  mostrar  ninguna  a  los  que  le  rodeaban. 

Preparados  algún  tanto  los  ánimos  con  estas  noticias  misteriosas, 
dispuso  hacer  un  acto  verdaderamente  execrable  y  que  vamos  a  re- 
ferir con  las  palabras  de  quien  se  halló  presente.  He  aquí  cómo  lo 
cuenta  el  P.  Manquiano,  procurador  de  nuestro  colegio  de  la  Asun- 
ción, y  el  que  más  enterado  estaba  de  todas  las  idas  y  venidas  de 
nuestro  adversario.  Escribiendo  al  P.  Baltasar  de  Lagunilla,  procu- 
rador en  Madrid,  le  decía  estas  ¡oalabras:  «Determinó  (el  Obispo)  aco- 
meter a  nuestro  colegio,  demoliéndolo  y  echándolo  río  abajo,  para 
lo  cual  tenía  ya  aparejadas  cinco  balsas  y  algunas  canoas.  Viendo  que 
no  se  hacía  con  la  presteza  que  Su  Señoría  deseaba,  dijo  predicando 
y  diciendo  misa  en  varias  veces  delante  de  concurso  de  gentes:  Pa- 
rece que  estáis  dudosos  de  la  verdad  de  las  cédulas  y  mandatos  rea- 


(1)  Paraquarin.  Litt.  annnae,  H¡46-164!). 

(2)  Ibid. 


(302  LIB.    II. — PROVINCIAS   DE   ULTEAMAU 

les.  Pues  para  que  de  una  vez  creáis,  os  quiero  hacer  juramento  de- 
lante del  Santísimo  Sacramento,  que  veis  descubierto  para  este  efecto. 
¿Creéis  que  en  aquella  hostia  consagrada  está  el  Criador  y  Redentor 
del  mundo?  Respondieron:  Sí,  creemos.  Pues  de  la  misma  manera 
habéis  de  creer  que  tengo  en  mi  poder  las  cédulas  de  Su  Majestad, 
en  que  me  manda  echar  los  de  la  Compañía  de  esta  ciudad  y  provin- 
cia, por  cismáticos,  herejes,  ladrones  y  traidores.  ¿Creéislo  agora? 
Dijeron:  Sí,  creemos.  Pero  como  de  los  semblantes  le  parecía  que 
aún  no  estaban  firmes  y  que  no  daban  del  todo  asenso  a  lo  que  decía, 
diciendo  misa,  después  de  haber  consagrado,  vuelto  al  pueblo,  con 
la  hostia  consagrada  en  las  manos,  les  dijo,  después  de  haber  repe- 
tido aquel  juramento:  Esta  hostia  consagrada  me  sea  de  eterna  con- 
denación si  no  es  verdad  lo  que  os  he  dicho  de  las  cédulas  de  Su 
Majestad»  (1).  El  público  del  Paraguay  hubiera  deseado  que,  en  vez 
de  tantos  juramentos,  mostrase  simplemente  las  cédulas  del  Rey; 
pero  estas  cédulas  nunca  las  pudo  ver  nadie. 

3.  Entretanto  deseaba  D.  Bernardino  que  los  capitulares  recogi- 
dos en  nuestro  colegio  cediesen  por  ñn  en  su  resistencia,  y  le  entre- 
gasen con  las  formalidades  de  derecho  la  jurisdicción  sobre  la  dió- 
cesis. Ellos  no  quisieron  oír  ninguna  proposición  de  las  que  se  les 
hacían  por  interpuestas  personas.  Ocurriósele  entonces  al  Obispo 
tomar  por  medianeros  a  los  jesuítas  para  lograr  esto  objeto,  y  les 
pidió  a  buenas  que  convenciesen  a  los  canónigos  de  lo  que  deseaba. 
Respondió  nuestro  P.  Rector  que  a  ellos  no  les  tocaba  meterse  en  los 
pleitos  de  Su  Señoría  con  los  canónigos,  y  se  excusó  lo  mejor  que 
pudo  de  tomar  parte  en  tan  delicada  cuestión  (2).  Nuevo  acceso  de 
furor  en  D.  Bernardino  contra  los  cismáticos  jesuítas.  Ya  los  había 
excomulgado  y  anatematizado,  no  sabemos  cuántas  veces;  ahora,  el 
15  de  Julio  de  1647  añadió  un  precepto  que  fué  ocasión  de  un  tu- 
multo inesperado.  Prohibió  a  los  jesuítas  confesar  a  los  moribundos 
y  publicó  a  todos  los  fieles,  que  no  se  daría  sepultura  en  sagrado  a 
los  que  hubiesen  llamado  a  los  Padres  de  la  Compañía  para  asistir- 
les en  su  última  hora.  Dio  la  casualidad  que  en  aquel  mismo  día  se 
estaba  muriendo  una  buena  mujer  que  solía  confesarse  con  los  je- 
suítas. Como  era  de  suponer,  había  llamado  a  uno  de  nuestros  Pa- 
dres, y  asistida  por  él  expiró  con  los  sentimientos  de  la  más  acen- 


(1)  Santiago  de  Chile.  Bibl.  Nac.  Jesuítas,  Argentina,  t.  289,  n.  193.  Mencionan  este  per- 
jurio las  anuas  1646-1649,  citadas  más  arriba,  y  el  P.  Julián  de  Pedraza  en  su  respuesta 
al  memorial  de  Villalón,  impresa  en  1654.  (Roma.  Arch.  di  Stato,  FaroQuay-Cárdenas.) 

(2)  Paraquariu.  Litt.  aiumae,  1646-1649. 


CAP.    XIII. — PERSECUCIONES    DE    D.    BERNARDIXO    IJK    CARDEN  \S  60;} 

(Irada  piedad.  A  la  mañana  siguiente  fué  sepultado  su  cadáver  en 
nuestra  iglesia  a  hora  muy  temprana  y  con  poca  solemnidad. 

Supo  D.  Bernardino  este  caso  y  al  instante  promovió  un  tumulto 
nunca  visto  hasta  entonces  en  la  Asunción,  Vistióse  de  pontifical, 
mandó  repicar  las  campanas  de  la  catedral,  reunió  un  escuadrón  de 
unos  cien  frailes,  clérigos  y  otros  partidarios  suyos, y  entró  estrepi- 
tosamente en  nuestra  iglesia.  Estaba  diciendo  la  misa  el  P.  Antonio 
Manquiano,  procurador  del  colegio,  y  oyéndola  bastante  gente  del 
pueblo.  Los  frailes  que  iban  al  lado  de  D.  Bernardino  empezaron  a 
dar  empellones  y  golpes  a  los  que  oían  la  misa.  Otros  diéronse  a 
cavar  la  sepultura  de  la  pobre  mujer,  diciendo  que  habían  de  sacar 
su  cadáver  y  arrojarlo  al  río.  Sintiendo  aquel  tumulto,  el  celebrante 
se  volvió  al  pueblo  y  rogó  en  voz  alta  a  los  presentes,  que  le  dejasen 
acabar  la  santa  misa,  pero  como  observó  que  nadie  le  hacía  caso  y 
que  redoblaba  cada  vez  más  el  ruido  y  el  desorden,  consumió  el 
Santísimo  Sacramento  y  se  retiró  a  toda  prisa  a  la  sacristía.  El  Obispo 
se  encontró  con  un  Antonio  de  .Morales,  familiar  del  Santo  Oficio, 
bastante  conocido  en  la  ciudad,  y  le  preguntó  bruscamente:  «¿Qué 
hacéis  aquí?»  Él  respondió  con  tranquilidad:  «Oír  misa.»  «Préndanle», 
gritó  el  Obispo  a  los  suyos.  Adelantáronse  algunos  a  hacerlo,  pero 
Morales  echó  mano  a  su  daga  y  empezó  a  esgrimirla  contra  los  que 
deseaban  prenderle.  Arrojáronse  sobre  él  algunos,  y  empezó  una 
brega  furiosa  en  la  cual  hubo  tres  hombres  heridos.  Oyendo  el  horri- 
ble tumulto  que  se  había  movido  en  la  iglesia,  el  P.  Laureano  Sobri- 
no, Rector;  el  P.  Diego  de  Boroa,  antiguo  Provincial,  y  otros  de  los 
Nuestros,  bajaron  de  sus  aposentos  para  ver  si  podían  sosegar  la 
turbación.  El  P.  Boroa  dirigióse  al  grupo  en  que  peleaba  Morales,  y 
hablando  a  los  circunstantes  y  favoreciendo  al  agredido  lo  mejor 
que  pudo,  consiguió,  después  de  algunos  esfuerzos,  meterlo  en 
la  sacristía  y  cerrar  la  puerta. 

El  P.  Rector  se  dirigió  hacia  el  Obispo.  Cuando  éste  le  vio  acer- 
carse a  sí,  «se  vino  para  él,  dice  la  relación  contemporánea  que  se- 
guimos, rodeado  de  clérigos  y  frailes,  y  temblando  de  pies  a  cabeza 
de  puro  coraje  y  turbación,  y  le  dijo  qué  buscaba  allí».  Respondió 
modestamente  el  Rector  que,  como  se  hallaba  en  su  casa,  debía  aten- 
der a  lo  que  estaba  a  su  cargo.  El  Obispo  replicó  que  aquella  casa 
era  suya,  y  que  él  la  había  hecho  catedral  (1).  Respondió  el  Rector 


(1)    Aludía  sin  duda  D.  Bernardino  al  hecho  de  que  los  capitulares  se  habían  esta- 
blecido en  nuestro  colegio,  y  desde  allí  ejercían  la  autoridad  pclesiástica. 


{K)4  ur:-  n. — provincias  de  ultramar 

que  no  se  metía  en  eso,  ni  corría  por  su  cuenta  el  saber  si  era  o 
no  catedral.  Entonces  el  Obispo,  con  más  enojo  y  avivando  la  voz 
exclamó:  «Ni  en  Inglaterra  se  hace  lo  que  en  esta  iglesia.»  A  lo  cual 
respondió  dignamente  el  P.  Sobrino  que,  efectivamente,  ni  en  Ingla- 
terra ni  en  Ginebra  se  había  visto  nunca  lo  que  se  estaba  haciendo 
en  aquella  iglesia  por  orden  de  Su  Señoría. 

Mientras  ellos  dialogaban  en  esta  forma,  preséntase  en  la  iglesia 
Sebastián  de  León,  el  conocido  maestre  de  campo  que  por  entonces 
era  alcalde  ordinario  de  la  ciudad.  Acompañábale  alguna  gente,  y, 
según  parece,  con  las  armas  en  la  mano.  El  Obispo,  al  divisarle,  en- 
derezó sus  pasos  a  él  y  con  mucha  cólera  alzó  el  báculo  pastoral 
amagando  descargarlo  sobre  el  alcalde.  Cuando  éste  le  vio  en  esta 
forma, dijo  con  denuedo:  «¿A  mí  con  ésas?»,  e  hizo  ademán  de  atrave- 
sar con  la  espada  al  Obispo  si  éste  descargase  el  golpe.  Los  clérigos 
de  D.  Bernardino  le  asieron  entonces  de  los  brazos  y  le  retiraron  de 
la  presencia  del  alcalde.  Al  mismo  tiempo  viéronse  entrar  en  la  igle- 
sia varios  amigos  de  la  Compañía,  y  algunos  de  ellos  venían  resuel- 
tos a  todo  y  con  las  espadas  desnudas  en  las  manos.  Los  Nuestros, 
conociéndolos,  se  acercaron  a  ellos  y  con  mucho  amor  les  rogaron 
que  se  abstuviesen  de  cometer  ninguna  imprudencia. 

En  este  punto  llegó  por  fin  el  Gobernador  Escobar  y  Osorio. 
Venía-  fatigado  y  lleno  de  sudor,  porque,  como  dice  la  relación,  era 
hombre  bastante  grueso.  Al  entrar  en  la  iglesia,  pidió  un  poco  de 
agua  por  refrigerio.  Diéronsela  de  la  pila  del  agua  bendita.  Cuando 
le  vio  D.  Bernardino,  se  acercó  a  él  y  le  invitó  a  sentarse  en  un 
banco.  Sentáronse  allí  los  dos  y  empezaron  a  platicar  con  mucha  se- 
renidad, como  si  nada  sucediese  en  la  iglesia.  Observando  la  turba 
la  presencia  de  las  dos  mayores  autoridades  de  la  ciudad,  se  calmó 
algún  tanto,  y  poco  a  poco  fué  cesando  como  de  suyo  el  tumulto  y 
polvaredaque  se  había  levantado. Don  Bernardino,  algo  pacificadoy 
pasada  la  primera  cólera,  se  levantó  del  escaño,  se  despidió  del  Go- 
bernador e  hizo  señal  a  los  suyos  para  salir  de  la  iglesia.  Fueron  sa- 
liendo todos,  y  quedó  en  ella  el  Gobernador  con  otras  varias  perdo- 
nas amigas  de  la  Compañía. Entró  luego  al  colegio  Escobar,  hablando 
con  el  P.  Rector,  e  informándose  de  aquel  inesperado  tumulto  que 
allí  se  había  levantado.  Cuando  entendió  el  motivo  de  todo  y  la 
causa  que  había  despertado  la  ira  del  Obispo,  propuso  al  P,  Rector, 
si  no  sería  mejor  para  asentar  la  paz,  desenterrar  el  cadáver  de  la 
difunta  y  entregárselo  al  Sr.  Obispo.  El  P.  Sobrino  se  indignó  al 
oir  semejante  despropósito.  ¿Qué  culpa  tenía  aquella  pobre  mujer  do 


CAÍ'.    XJII. rEKSECUClONES    UK    D.    BEIiXARDIN'O    DE    CARDEN  VS  (>()o 

lo  que  estaba  sucediendo?  ¿Por  qué  se  había  de  cometer  tal  irreve- 
rencia con  los  restos  mortales  de  una  mujer  inocente,  que  había 
muerto  con  todos  los  sentimientos  de  la  piedad  cristiana?  Conven- 
cióse el  Gobernador,  y  se  despidió  buenamente  de  nuestros  Pa- 
dres (1). 

4.  Aunque  D.  Diego  de  Escobar  se  mostraba  tan  flojo  en  favore- 
cer a  la  Compañía  y  tan  condescendiente  con  los  caprichos  del  Pre- 
lado, nunca  pudo  éste  atraerle  del  todo  a  su  partido  y  conseguir  que 
con  toda  la  fuerza  del  poder  real  apoyase  los  designios  depravados 
que  había  concebido  contra  los  Padres  de  la  Compañía.  Quería 
D.  Bernardino  apoderarse  de  nuestro  colegio,  y  echar  río  ahajo — esta 
era  su  expresión— a  todos  los  jesuítas.  El  Gobernador,  aunque  toleró 
muchos  desórdenes,  llamó  a  la  ciudad  a  varios  militares  y  caballeros 
que  habían  salido  de  ella,  porque  deseaba  tener  en  torno  suyo  la  fuerza 
necesaria  para  imponer  su  voluntad  cuando  conviniese.  Entretanto, 
esforzábase  D.  Bernardino  por  todos  los  medios  posibles  en  atraerlo 
a  su  partido,  y  entre  otros  medios  que  excogitó  para  este  fln,  dio  bas- 
tante que  hablar  un  rasgo  de  adulación,  que  sólo  a  la  cabeza  extrava- 
gante de  D.  Bernardino  se  le  podía  ocurrir.  Lo  referiremos  como 
lo  hallamos  en  la  relación  de  los  sucesos  de  aquel  mes  de  Julio,  es- 
crita en  seguida,  y  mandada  a  nuestro  P.  Montoya. 

Seis  días  después  del  alboroto  referido,  esto  es,  el  22  de  Julio,  era 
el  santo  de  la  señora  del  Gobernador,  que  se  llamaba  Magdalena.  En 
ese  día,  por  la  mañana,  D.  Bernardino,  acompañado  de  algunos  de 
los  suyos,  se  dirigió  a  casa  de  Escobar,  diciendo  que  deseaba 
«colgaraD.'^ Magdalena». No  entendiéronlos  acompañantes  lo  que  con 
esta  expresión  quería  decir  el  Obispo.  Entró  sonriente- en  el  aposento 
de  la  señora,  le  dio  los  días,  y  la  felicitó  con  todas  las  expresiones  de 
afecto  que  suelen  emplearse  en  estas  ocasiones.  Después  de  ello  le 
rogó  que  fuese  su  medianera,  para  que  su  marido  le  ayudase  a  asen- 
tar la  jurisdicción  episcopal  en  la  diócesis,  a  reducir  a  los  preben- 
dados que  se  mostraban  rebeldes,  y  a  ejecutar  todos  los  otros  planes 
que  tenía  pensados.  Cuando  hubo  agotado  las  súplicas,  cuando  hubo, 
por  fin,  empleado  todas  las  expresiones  de  delicadeza  y  de  adulación 
que  en  tales  circunstancias  suele  discurrir  el  ingenio,  por  última  de- 


(1)  Todo  esto  episodio  tumultuoso,  que  ocurrió  el  16  de  Julio  de  1G47,  lo  hallamos 
referido  extensamente  en  una  relación  anónima,  poro  que  sería  sin  duda  del  P.  Man- 
quiano,  como  so  inflere  del  contexto,  y  que  lleva  este  título:  Nuevos  avisos  de  los  ancosos 
(le!  Paraguay  y  en  prosecución  de  las  detnás  relaciones  en  esta  materia.  Santiago  de  Chile, 
Bibl.  Nac,  Jesuítas,  Argentina,  t.  289,  n.  178. 


606  i'iB-  II- — rRovixciAS  de  vltiíamar 

mostración  de  su  cariño,  se  quitó  el  pectoral  y  se  lo  puso  al  cuello  a 
la  señora.  He  aquí  lo  que  significaba  aquella  expresión  «colgar  a 
D/'  Magdalena».  Todo  el  mundo  se  quedó  sorprendido  de  aquella 
cortesía  tan  inesperada  y  tan  nunca  vista,  cual  era  el  poner  a  una 
mujer  la  insignia  tan  característica  de  los  Obispos.  Tres  días  des- 
pués, esto  es,  el  25  de  Julio,  era  el  santo  del  Gobernador  Diego  de 
Escobar,  Repitióse  la  cuelga,  como  decía  la  gente,  porque  D.  Bernar- 
dino  le  fué  también  a  saludar  y  felicitar  por  sus  días,  y,  al  terminar 
su  discurso  de  felicitación,  se  quitó  el  pectoral  y  se  lo  puso  al  cuello. 
Esta  vez  parece  que  se  lo  dejó  allí  y  se  retiró  a  su  casa  sin  pectoral, 
porque,  según  la  relación  que  tenemos  a  la  vista,  el  Gobernador  le 
restituyó  en  una  bandeja  el  pectoral,  acompañado  de  una  presea  de 
oro  y  de  otros  regalos  que  le  envió  (1). 

Entretanto  los  Nuestros  procuraban  vencer  con  la  paciencia  las 
persecuciones  de  su  enemigo,  y  no  sabiendo  adonde  volverse,  tuvie- 
ron la  idea  de  recurrir  a  Su  Santidad,  y  ver  si  por  este  camino  les 
llegaba  algún  auxilio  contra  las  violencias  del  Obispo  del  Paraguay. 
Escribió,  pues,  el  P.  Provincial  Juan  Bautista  Ferrufino  a  nuestro 
P.  Vicente  Carafa,  exponiéndole  el  estado  de  las  cosas,  e  indicándole 
si  no  sería  posible  obtener  un  buleto  de  Su  Santidad,  que  nos  sirviera 
como  de  apoyo  en  aquella  agudísima  controversia.  A  mal  tiempo  lle- 
gaba a  Roma  esta  proposición.  Precisamente  por  entonces  se  hallaba 
la  Compañía  en  toda  la  furia  de  la  controversia  con  Palafox,  y  harto 
teníamos  que  hacer  para  desenredarnos  en  Roma  de  aquel  negocio, 
sin  añadir  encima  la  complicación  de  D.  Bernardino.  El  P.  General 
Vicente  Carafa,  respondiendo  al  Provincial  del  Paraguay  el  30  de 
Noviembre  de  1648,  le  agradecía  por  de  pronto  la  paciencia  y  man- 
sedumbre con  que  sufrían  nuestros  Padres  la  persecución  de  sus  ene- 
migos, y  luego  añadía  estas  palabras:  <  Espero  en  Nuestro  Señor  que 
ha  de  mandar  a  los  vientos  que  cesen  y  al  mar  que  se  quiete,  y  hemos 
de  gozar  de  la  tranquilidad  y  bonanza  deseadas,  sin  que  sea  necesa- 
ria la  comisión  y  buleto  de  Su  Santidad  que  pide  V.  R.,  pues  sobre 
ser  más  difícil  de  lo  que  allá  parece  el  conseguirlo,  no  carece  de  gra  - 
ves  inconvenientes  que  se  deben  excusar»  (2).  Desistieron,  pues, 
nuestros  Padres  de  pedir  a  Su  Santidad  ninguna  cosa  en  la  presente 
tribulación.  Continuaron  los  Nuestros  en  la  Asunción  recogidos  en 


(1)     Ibid. 


(i)    loia. 

(2)    Conservamos  o]  original  de  esta  carta  cu  un  tomo  de  Carlas  dePP.  Generales  a 
la  provincia  del  Paraguay. 


CAP.    XIII. PERSECUCIONES    DE    D.    CERXARDIXO    DE    CÁRDENAS  607 

SU  colegio,  orando  a  Dios  Nuestro  Señor  y  sufriendo  con  paciencia 
los  dicterios,  las  persecuciones  y  excomuniones  de  D.  Bernardino  y 
todas  las  pesadumbres  imaginables,  en  los  años  1647  y  1648. 

5.  Varias  veces  había  rogado  el  Obispo,  ya  al  Ayuntamiento,  ya 
al  mismo  Gobernador,  que  le  diesen  la  mano  para  expulsar  a  los  je- 
suítas dé  toda  su  diócesis  (1);  pero  nunca  se  accedió  a  tan  absurda 
petición.  Al  entrar  el  año  1649,  ocurrió  de  pronto  un  suceso,  que  puso 
a  D.  Bernardino  en  las  manos  las  armas  que  necesitaba  para  realizar 
sus  inicuos  planes  contra  la  Compañía.  El  26  de  Febrero  de  ese  año, 
después  de  breve  enfermedad,  expiró  el  Gobernador  Diego  de  Esco- 
bar y  Osorio  (2).  Entonces  creyó  el  Obispo  llegado  el  momento  opor- 
tuno de  poner  en  práctica  una  idea  que  ya  se  agitaba  en  su  mente 
desde  años  atrás.  Había  buscado  varias  veces  una  cédula  real  del  Em- 
perador Carlos  V,  concediendo  a  las  ciudades  deludías  elegir  Gober- 
nador interino,  cuando  muriera  súbitamente  el  propietario  existente. 
Ya  este  derecho  estaba  abrogado,  pero  D.  Bernardino  sacó  a  relucir 
una  real  cédula,  cuyo  contexto  probablemente  era  apócrifo,  pero  que 
determinaba  poco  más  o  menos  lo  que  él  había  deseado.  Presentó 
este  escrito  al  Ayuntamiento  de  la  Asunción,  y  propuso  que  se  pro- 
cediera a  elegir  Gobernador  interino,  sin  esperar  a  que  la  Audiencia 
de  Charcas  (según  debía  hacerse  por  derecho)  nombrase  sujeto  para 
esta  dignidad.  Algunos  concejales  resistieron  a  la  idea,  previendo  lo 
que  iba  a  suceder:  que  D.  Bernardino  obtendría  el  gobierno  civil; 
pero,  a  pesar  de  la  resistencia  de  algunos  pocos,  la  mayoría,  como 
amigos  y  fautores  del  Prelado,  aceptaron  como  auténtica  y  vigente 
la  cédula  real  que  él  presentó,  y  determinaron  proceder  a  la  elección 
de  Gobernador  interino.  Sucedió  lo  que  todos  habían  previsto.  Soli- 
citados por  el  Obispo,  y  amedrentados  los  que  a  buenas  no  querían 
favorecerle,  resultó  elegido  en  el  Ayuntamiento  Gobernador  civil. 
Capitán  general  y  supremo  Justicia  del  Paraguay  el  Sr.  Obispo  don 
Fray  Bernardino  de  Cárdenas  (8).  Desde  este  instante  el  Prelado  em- 


(1)  Véanse  en  Pastolls,  t.  II,  ¡jág.  199,  los  docuinontos  quo  existen  en  el  Arcli.  de  In- 
dias sobre  este  punto. 

(2)  El  P.  Moutoya,  en  su  meniürial  a  la  Inquisición  de  Lima  (Santiago  de  Chile, 
Bibl.  Nac.,  Jesuítas,  Argentina,  t.  289,  n.  197),  atribuye  la  muerto  del  Gobernador  a  cierta 
medicina  envenenada  que  le  hizo  administrar  el  Obispo.  También  el  P.  Julián  de 
Pedraza,  en  su  memorial  impreso,  insinúa  que  aquella  muerte  no  fué  natural.  No  está 
bien  probado  este  crimen  de  D.  Bernardino. 

(;{)  El  acta  de  este  nombranijento  se  conserva  en  el  Paraguay.  Asunción.  Areh.  Na- 
cional, vol.  44,  n.  4.  El  tomo  lleva  este  título:  «Liftro  de  acuerdos  mpittdares  de  los  años 
de  1H4Í)  hasta  16o6.'  Véase  el  día  4  de  Marzo  de  1649. 


'KOVINCIAS    DK    ULTUAMAR 


pezó  a  mostrarse  en  público  en  las  solemnidades,  con  báculo  pasto- 
ral en  la  mano  derecha  y  con  el  bastón  de  mando  en  la  izquierda. 
Sucedió  esta  elección  de  D.  Bernardino  el  4  de  Marzo  de  1649. 

6.  Al  instante  determinó  ejecutar  su  acariciado  proyecto  de  aca- 
bar con  los  jesuítas  del  Paraguay.  Amaneció  el  7  de  Marzo  de  1649, 
día  memorable  para  siempre  en  la  historia  de  la  Compañía  en  el  Pa- 
raguay, día  en  que  presenció  nuestro  colegio  una  tragedia  sin  ejem- 
plo entre  católicos,  y  que  recordaba  las  calamidades  que  de  vez  en 
cuando  habían  padecido  nuestros  Padres  septentrionales  de  manos 
de  los  herejes.  A  la  mañana  de  ese  día  presentóse  ante  nuestro  cole- 
gio un  notario  público,  rodeado  de  mucha  gente,  y  mandó  salir  a  la 
puerta  al  P.  Rector.  Acudió  el  P.  Sobrino,  acompañado  por  algunos 
otros  jesuítas.  El  notario  leyó  un  farragoso  decreto,  en  el  que,  repi- 
tiendo las  calumnias  que  D.  Bernardino  solía  esparcir  contra  la  Com- 
pañía, se  mandaba  terminantemente  salir  del  colegio  a  todos  los  je- 
suítas y  alejarse  de  toda  la  diócesis  del  Paraguay.  Respondió  el  Rec- 
tor, que  ellos  nunca  habían  cometido  aquellos  crímenes  que  se  les 
imputaban.  Ni  Dios  ni  el  Rey  podían  aprobar  la  expulsión  injusta  de 
hombres  inocentes,- que  trabajaban  cuanto  podían  por  el  bien  de  la 
ciudad;  recordó  que  poseían  cédulas  de  Sus  Majestades  Católicas, 
aprobando  su  establecimiento  en  la  Asunción  y  fomentando  los  tra- 
bajos que  ellos  hacían  en  bien  de  las  almas.  Como  vio  el  notario  que 
no  obedecían  los  jesuítas  al  decreto,  se  volvió  con  muy  mal  talante 
hacia  el  Obispo.  Enfurecido  D.  Bernardino,  como  solía,  con  la  más 
ligera  muestra  de  contradicción,  manda  al  punto  repicar  todas  las 
campanas  de  la  ciudad,  llama  a  todos  los  habitantes  con  el  grito  de 
«¡Favor  al  Rey!»,  que  se  usaba  entonces  cuando  se  pedía  el  socorro 
del  pueblo  para  los  actos  solemnes  de  la  autoridad  civil.  Júntanse  en 
torno  del  Prelado  un  centenar  de  clérigos  díscolos  y  desalmados  y 
otra  muchedumbre  de  la  más  baja  hez  de  la  sociedad.  Reunido  este 
ejército,  dirígese  en  son  de  guerra  al  colegio  de  la  Compañía.  Cuando 
el  P.  Sobrino  vio  desde  las  ventanas  la  irrupción  violenta  que  se  pre- 
paraba, hizo  cerrar  prontamente  las  puertas  del  colegio  y  mandó  a 
todos  los  de  casa  reunirse  en  una  capilla  de  la  Santísima  Virgen  y 
permanecer  allí  en  oración. 

La  multitud  se  fué  derecha  a  las  puertas  del  colegio.  Como  las 
vieron  cerradas,  trajeron  una  viga  enorme,  y  empujándola  violenta- 
mente, como  los  antiguos  arietes  romanos,  contra  la  puerta,  lograron 
a  los  pocos  golpes  derribarla  en  tierra..  Entra  tumultuosamente 
aquella  muchedumbre  guiada  por  un  capitán  que,  espada  en  mano, 


CAP.    XIII. — PEKSECÜCIONKS   DE   D.    BEIi.NAKDIXO   DE    CÁRDENAS  009 

precedía  a  todos  los  demás.  Buscaron  a  nuestros  Padres,  primero  en 
sus  aposentos,  y  como  a  nadie  descubrieron,  enderezaron  sus  pasos  a 
la  capilla.  Allí  estaban  todos  reunidos  en  devotísima  oración.  El  ca- 
pitán, con  voces  descompuestas,  mandó  a  todos  salir  de  allí  y  darse 
por  desterrados  del  Paraguay.  El  P.  Sobrino  representó  modesta- 
mente que  ellos  tenían  justo  derecho  para  vivir  en  aquella  casa,  y 
rogó  al  capitán  que  fuese  servido  de  leer  la  última  real  cédula  que 
había  llegado  de  España.  El  capitán  observó  que  él  no  venía  allí  a 
leer,  sino  a  poner  los  jesuítas  en  la  calle,  y  al  instante,  haciendo  una 
señal  a  los  suyos,  se  arrojaron  todos  sobre  los  religiosos,  los  sujeta- 
ron, y  arrastrando,  los  sacaban  de  la  capilla,  dándoles  grandes  gol- 
pes con  los  pomos  de  las  espadas.  El  más  respetable  de  los  jesuítas 
era,  sin  duda,  el  P.  Diego  de  Boroa,  antiguo  Provincial  que  ya  lle- 
vaba treinta  y  siete  años  trabajando  en  el  Paraguay.  Quiso  decir  al- 
gunas palabras  a  aquel  grupo  de  forajidos,  pero  algunos  sin  piedad 
se  arrojaron  sobre  él,  y  tales  golpes  le  dieron,  que  el  pobre  anciano 
cayó  en  tierra  desmayado.  El  P.  Manquiano  recibió  tan  malos  tra- 
tamientos, que  de  resultas  de  ellos  enfermó.  Todavía  inspiró  más 
compasión  a  los  Nuestros  el  ver  que  golpeaban  al  pobre  P.  Bernar- 
dino  Tolo,  ancianito  humilde  que  ya  estaba  ciego  desde  algunos  años 
atrás  y  vivía  recogido  en  el  colegio  de  la  Asunción.  Faltaba  de  la  ca- 
pilla el  H.  Antonio  Rodríguez,  coadjutor,  que  estaba  enfermo  en  la 
cama.  Acudieron  allí  también  los  sicarios,  y  cogiendo  la  cama  con  el 
enfermo,  la  sacaron  fuera  del  colegio  y  la  llevaron  a  la  orilla  del  río, 
donde  dejaron  al  doliente  expuesto  a  los  rayos  del  sol.  Los  otros 
jesuítas  fueron  arrastrados  allí  atados  como  malhechores,  para  embar- 
carlos. 

Al  instante,  a  las  órdenes  de  D.  Bernardino,  empezó  el  despojo 
salvaje  del  colegio  y  de  la  iglesia.  Había  en  ésta  una  estatua  devota 
de  Jesucristo  Nuestro  Señor,  vestida  de  una  túnica  muy  parecida  a 
la  sotana  de  la  Compañía.  «Esa  estatua,  dijo  el  Obispo,  es  de  teatino; 
bájenla  en  seguida.»  Mandó  que  la  aserraran  la  cabeza,  llevóla  con- 
sigo y  entregó  a  las  llamas  lo  restante  de  la  estatua.  Otra  de  San 
Francisco  de  Borja  fué  también  bajada  de  su  nicho  y  llevada  a  la  ca- 
tedral, donde  hicieron  de  ella  después  un  San  Pedro.  La  estatua  de 
San  Francisco  Javier  fué  asimismo  transformada  en  la  de  San  Blas. 
Fueron  saqueados  todos  los  ornamentos  y  alhajas  de  la  sacristía.  Los 
altares,  los  confesonarios,  los  bancos,  las  mesas,  todos  los  muebles 
de  la  iglesia  fueron  hechos  astillas  por  aquella  muchedumbre  de  fo- 
rajidos, que  más  parecía  grupo  de  hugonotes  que  de  católicos  espa- 


GIO  I'IB-  II- l'ROVINCIAS  DE  ULTRAMAR 

ñoles.  En  el  colegio,  dicho  se  está  que  no  quedó  cosa  sana.  Fueron 
robados  todos  los  objetos  de  la  despensa  y  cocina,  fueron  curiosa- 
mente registrados  todos  los  rincones,  aunque  con  el  gran  desencanto 
de  no  hallar  los  soñados  tesoros  que  se  juzgaban  ocultos  por  los  je- 
suítas. Terminado  el  saqueo,  mandó  D,  Bernardino  prender  fuego  al 
edificio  por  cuatro  partes.  Así  se  hizo;  pero  como  observó  que  pro- 
gresaban poco  las  llamas,  gritó  de  nuevo  con  voz  de  energúmeno 
que  aplicasen  el  fuego  por  otras  partes,  y,  en  efecto,  llegó  a  aplicarse 
fuego  por  doce  parajes  distintos  al  edificio.  Sin  embargo,  quiso  Dios 
que  las  llamas  no  progresaran  mucho  y  que  pudieran  ser  contenidas 
poco  después,  cuando  de  allí  se  retiró  el  Prelado  con  sus  fanáticas 
turbas.  Un  rasgo  final  que  no  debemos  omitir  y  que  es  de  lo  más  do- 
loroso que  mencionan  nuestros  Padres  en  esta  invasión  del  colegio- 
Las  turbas  de  D.  Bernardino  llevaron  allí  varias  indias  prostitutas 
y  cometieron  las  abominaciones  que  de  semejante  gente  se  podía  pre- 
sumir. 

Entretanto  los  pobres  jesuítas,  atados  como  malhechores,  espera- 
ban a  la  orilla  del  río  lo  que  de  ellos  dispusiese  el  Prelado.  Con  ellos 
estaba  el  anciano  enfermo  Antonio  Rodríguez,  expuesto  en  su  cama 
a  los  rayos  del  sol.  Por  orden  de  D.  Bernardino  fueron,  todos  im- 
puestos en  una  barca,  y  con  poquísimas  provisiones  enviados  río 
abajo  hasta  la  ciudad  de  Corrientes.  Quiso  la  divina  Providencia  que 
en  esta  ciudad  fuesen  acogidos  y  afectuosamente  tratados  por  algu- 
nos amigos  de  la  Compañía  que  conocían  bastante  a  los  Padres  del 
Paraguay.  Con  esto  se  había  realizado  el  pensamiento  que  tenaz- 
mente asediaba  a  D.  Bernardino  desde  años  atrás:  incendiar  el  cole- 
gio y  echar  río  abajo  a  los  jesuítas.  Si  existe  en  la  historia  eclesiás- 
tica un  hecho  semejante  a  éste,  una  profanación  tan  sacrilega,  un 
destrozo  tan  horrendo  ejecutado  por  un  Obispo  católico  y  por  mano 
de  católicos,  confesamos  ingenuamente  que  no  lo  conocemos.  Crea- 
mos, sí,  que  la  cabeza  de  D,  Bernardino  de  Cárdenas  no  regía  en 
estos  momentos  de  exaltación,  y  que  no  tenía  plena  conciencia  de 
los  horrendos  crímenes  que  por  su  orden  se  ejecutaban  en  la  iglesia 
y  en  el  colegio  (1). 


<1)  Muchos  son  los  documentos  contemporáneos  que  hablan  de  este  trágico  suceso. 
La  más  puntual  relación  la  vemos  en  Paraquaría.  Litt.  annnae,\G\Q-iQ,\d.  En  estas  anuas, 
iirmadas  por  el  P.  Ferruflno,  Provincial,  el  mismo  año  1G19,  s*  explica  el  hecho  con 
todos  los  pormenores  que  suministraron  los  jesuítas  do  la  Asunción.  Véanse  estas 
anuas  impresas,  en  Pastells,  t.  II,  pág.  210.  En  el  Archivo  de  Indias,  74-G-44,  puede  verse 
la  Información  hecha  por  Fray  Pedro  Nolasco  en  los  meses  de  Octubre  y  Noviembre 
de  1649,  como  juez  conservador.  Su  sentencia  ha  sido  impresa  por  el  P.  Hernández  en 


CAP.    XIII. PKKSKCUCIOXK.S    DK    D.    lilRNAnDIXO    I)F.    CÁRDELAS  611 

7.  Desde  el  4  de  Marzo  hasta  el  5  de  Octubre  de  1649,  el  gobierno 
civil  del  Paraguay  estuvo  en  manos  de  D.  Bernardino.  Dicho  se  está 
que  abundarían  las  arbitrariedades  y  extravagancias,  y  que  en  todo 
se  procedería  con  el  ímpetu  fogoso  de  aquel  hombre  tan  dominado 
por  su  cólera  y  sus  tenaces  ideas.  Ciñéndonos  a  lo  que  toca  a  nues- 
tros Padres,  debemos  observar  que  en  este  tiempo  continuaba  el 
Obispo  difundiendo  calumnias  contra  los  jesuítas,  y  sabemos  por  va- 
rios testimonios  de  entonces,  que  estas  calumnias  las  esparcían  los 
franciscanos  desde  el  pulpito.  Varias  veces  se  dio  el  caso  de  mostrar 
al  público  desde  la  cátedra  sagrada  grandes  papelones,  en  que  estaba 
pintado  algún  jesuíta  con  algún  demonio.  Por  entonces  repitió  la 
iniquidad  que  años  atrás  había  ejecutado  de  buscar  firmas  falsas  para 
acreditar  sus  difamaciones.  Sirvióse  en  esto  sobre  todo  de  su  secre- 
tario Gabriel  Cuéllar  de  Mosquera,  quien,  intimidado  por  el  señor 
Obispo,  falsificó  firmas  y  contribuyó  poderosamente  a  difamar  a  la 
Compañía  de  Jesús.  Lo  que  en  este  sentido  hicieron  ambos,  nos  lo 
dice  el  mismo  Cuéllar  en  un  documento  importante  que  ya  se  ha  pu- 
blicado. Es  de  saber  que  dos  años  después,  en  1651,  vino  a  peligro  de 
muerte  este  sujeto. 

Viéndose  próximo  a  comparecer  en  el  tribunal  de  Dios,  apretado 
por  los  remordimientos  de  la  conciencia,  hizo  una  pública  retracta- 
ción de  las  iniquidades  que  había  cometido  obligado  por  el  Obispo 
del  Paraguay.  Copiaremos  de  este  documento  las  frases  más  impor- 
tantes: «Ocupándome  [D.  Bernardino  de  Cárdenas]  con  graves  pe- 
nas y  otros  modos  para  el  oficio  de  secretario,  y  siendo  procurador 
general  contra  los  Padres  de  la  Compañía  de  Jesús,  me  amilanó  y 
obré  todo  cuanto  él  quiso  que  yo  dijese  y  escribiese  y  procurase  que 
otras  personas  escribiesen  y  dijesen  y  firmasen  contra  los  dichos  Pa- 
dres, y  a  ojos  cerrados,  en  la  ciudad  de  la  Asunción,  sin  examinar  yo 


la  traducción  española  de  Charlevoix,  t.  III,  pág.  261.  En  el  mismo  Archivo,  74-6-22, 
se  conserva  la  sentencia,  todavía  más  explícita,  del  deán  D.  Gabriel  de  Peralta,  en  la 
cual  se  explican  con  más  claridad  los  desórdenes  del  7  do  Marzo.  Ha  sido  impresa  por 
Hernández,  ibid.,  pág.  278.  Merece  también  leerse  la  gravísima  carta  del  cabildo  ecle- 
siástico de  la  Asunción  al  Rey  Felipe  IV,  fecha  el  15  de  Enero  de  1G50,  en  la  cual  refie- 
ren éste  y  otros  desafueros  del  Obispo,  y  ruegan  que  Su  Majestad  informe  de  todo  al 
Sumo  Pontífice,  para  que  se  ponga  remedio  a  tantos  males.  (Arch.  de  Indias,  74-6-50). 
En  el  memorial  ya  citado  del  P.  Montoya  a  la  Inquisición  de  Lima  (Santiago  de  Chile, 
Bibl.  Nac,  Jesuítas,  Argentina,  t.  289,  n.  197)  se  copia  a  la  letra  un  informe  del  P.  Fray 
Pedro  Nolasco,  en  que  refiere  éste  lo  que  él  mismo  vio  cuando  entró  en  nuestro  cole- 
gio e  iglesia,  después  que  salió  de  allí  D.  Bernardino  coii  los  suyos,  el  7  de  Marzo. 
Otros  documentos,  en  los  cuales  se  habla  má^  o  menos  del  mismo  hecho,  pueden  verse 
anotados  por  el  P.  Pastells,  t.  II,  desde  la  página  207  en  adelante. 


612  LIB.    II. — PROVINCIAS   DE   ULTEAMAR 

si  era  verdad  o  mentira,  siendo  así  que  hallo  en  mi  conciencia  que 
todo  nacía  de  su  ciega  pasión,  calumniando  a  los  dichos  Padres  de 
cosas  que  no  hay  en  ellos.  Porque  cuanto  se  dijo  y  escribió  acerca 
de  la  poca  fidelidad  de  los  dichos  Padres  contra  Su  Majestad,  que  le 
usurpaban  oro  y  lo  enviaban  a  reinos  extraños,  que  pretendían  qui- 
tar aquella  provincia  al  Rey  Nuestro  Señor  y  que  eran  cismáticos  y 
herejes  e  inquietadores  y  escandalosos  y  perjudiciales  a  la  República, 
todo  es  falso  y  falsísimo,  y  quisiera  tener  una  voz  de  trompeta  para 
publicarlo  a  todo  el  mundo  y  deshacer  las  calumnias  de  los  dichos 
papeles,  que  por  mí  han  pasado,  y  negociado  firmas,  que  hice  firmar 
en  la  ciudad  de  la  Asunción.  Y  cosa  de  treinta  y  cinco  firmas  que  fir- 
maron en  lo  que  gestioné  por  otros,  y  la  firma  de  mi  hijo  D.  José 
de  Cuéllar  y  Mosquera,  que  tenía  siete  años,  la  firmé  yo,  y  todo  lo 
hice,  y  lo  demás  que  se  me  imputa,  por  mandado  del  dicho  señor 
Obispo,  que  me  lo  mandó  como  Gobernador  y  Capitán  general  de  la 
dicha  provincia  del  Paraguay,  en  nombre  de  Su  Majestad,  con  pena 
de  la  vida  y  de  traidor»  (1).  Aquí  tenemos  claramente  resumidas  las 
infamias  que  fué  haciendo  D.  Bernardino  de  Cárdenas  durante  su 
gobierno  civil  del  Paraguay  contra  los  Padres  de  la  Compañía  de 
Jesús. 

Cuando  llegó  a  Córdoba  la  noticia  del  horrendo  estrago  de  nues- 
tro colegio  y  de  las  tribulaciones  sin  cuento  que  padecían  sus  mora- 
dores, el  P.  Provincial,  Juan  Bautista  Ferrufino,  quiso  al  instante 
ponerse  en  camino  para  Chuquisaca,  y  pedir  a  la  real  Audiencia  fa- 
vor contra  tan  inauditos  desafueros.  Empero,  los  otros  Padres  le  di- 
suadieron de  emprender  un  camino  de.  400  leguas,  por  el  grave 
peligro  que  su  salud,  bastante  quebrantada,  podía  correr  en  jor- 
cada tan  prolija.  En  vez  delP.  Provincial  hizo  este  camino  el  P.  Si- 
món de  Ojeda  (2),  Rector  del  colegio  de  Córdoba,  y  con  toda  la  ener- 
gía que  pudo  suplicó  a  la  Audiencia  que  interpusiera  su  autoridad 
para  detener  la  furia  de  aquel  hombre,  a  quien  ningún  derecho  di- 
vino ni  humano  podía  poner  en  razón.  La  Audiencia  entendió,  sin 
duda,  la  gravedad  del  negocio,  porque  estaba  ya  muy  informada  de 
las  extravagancias  de  D.  Bernardino.  Por  de  pronto  resolvió,  usando 
de  sus  derechos,  enviar  un  Gobernador  interino  que  pusiese  orden 
en  la  ciudad  de  la  Asunción.  Escogió  para  este  oficio  al  maestre  de 


(1)  Esta  retractación,  de  la  cual  existo  copia  notarial  en  el  Archivo  de  Indias, 
74-6-22,  fué  publicada  por  Charlcvoix  (Hist.  du  Paraguay,  t.  II,  Piécea  justificatives). 

(2)  rarnqnaria.  lÁtK  anntute,  lfi4G-1649. 


CAP.    XIII. — PERSECUCIONES   DE   D.    BEKXARDINO   DE    CÁRDENAS  613 

campo,  Sebastián  dé  León  y  Zarate,  persona  de  las  más  conocidas  en 
el  Paraguay,  y  que  por  entonces  se  hallaba  ausente  de  resultas  de 
sus  conflictos  con  el  Sr.  Cárdenas.  Al  encomendarle  este  gobierno 
le  encargó  la  Audiencia  muy  encarecidamente  devolver  a  la  Asun- 
ción los  Padres  de  la  Compañía  y  restaurar  las  quiebras  del  incen- 
diado colegio  (1). 

Recibido  este  encargo,  empezó  Sebastián  de  León  a  hacer  los  pre- 
parativos necesarios  para  entrar  en  la  capital  del  Paraguay.  Era  ne- 
gocio delicado  y  no  se  podía  proceder  de  ligero  con  un  hombre  tan 
impetuoso  como  D.  Bernardino.  Suponiendo,  como  era  natural,  que 
no  tendría  las  fuerzas  militares  necesarias  para  imponer  su  voluntad 
en  la  Asunción,  pidió  a  los  Padres  de  la  Compañía,  que  le  enviasen 
un  millar  de  indios  bien  armados,  para  entrar  con  ellos  en  la  capital 
de  su  gobierno.  Él  mismo  se  acercó  a  las  reducciones  de  los  je- 
suítas y  preparó  las  fuerzas  que  debían  acompañarle.  Al  mismo 
tiempo  cuidó  de  enviar  por  diversos  conductos  aviso  muy  cumplido 
de  la  comisión  que  le  había  encomendado  la  Audiencia  (2),  e  hizo  que 
D.  Bernardino  recibiese  tan  claras  noticias  del  hecho,  que  no  pudie- 
ra alegar  ignorancia  ni  disculparse  por  falta  de  haberle  hecho  las . 
prevenciones  necesarias.  Dispuestas  poco  a  poco  las  cosas  necesarias, 
acercóse  a  la  Asunción,  llevando  consigo  20  arcabuceros  españoles  y 
un  millar  de  indios  bien  armados  y  equipados,  a  quienes  acompaña- 
ban, como  siempre,  algunos  misioneros  que  les  servían  de  intér- 
pretes. 

Era  el  5  de  Octubre  de  1649.  En  la  Asunción  había  gran  movi- 
miento y  perplejidad  entre  los  parciales  de  D.  Bernardino,  al  reci- 
birse la  noticia  de  que  se  acercaba  el  nuevo  Gobernador.  ¿Qué  ha- 
cer en  este  caso?  El  Obispo  deseaba,  naturalmente,  conservar  el  bas- 
tón de  mando;  por  otra  parte,  se  vería  obligado  a  renunciarlo  en 
cuanto  entrase  Sebastián  de  León.  Mientras  vacilaba  sobre  el  con- 
sejo que  debía  tomar,  llegó  a  la  ci*udad  un  fraile  que  les  anunció 
las  fuerzas  militares  que  acompañaban  al  nuevo  Gobernador.  Eran, 
según  decía  él,  400  indios  solamente,  incultos,  barrigoncitos  (estapa- 


(1)  La  relación  más  clara  de  lo  que  hizo  Sebastián  de  León  y  Zarate  desde  quo 
recibió  las  órdenes  de  la  Audiencia  hasta  que  entró  en  la  capital  del  Paraguay,  nos  la 
da  él  mismo  en  una  carta  que  escribió  al  presidente  de  la  Audiencia,  fechada  en  Asun- 
ción el  22  de  Octubre  de  1649.  Véase  esta  carta  en  Santiago  de  Chile,  Bibl.  Nac,  Jesuí- 
tas, Argenlina,  t,  289,  n.  195. 

(2)  En  la  Asunción,  Arch,  Nac,  vol.  44,  f.  40,  puede  leerse  la  carta  del  Ayun- 
tamiento a  Sebastián  de  León,  escrita  en  respuesta  al  anuncio  que  éste  le  hizo  do  su 
nombramiento. 


614  LIB.    II. PKOVINCIAS    DE    ULTEAMAB 

labra  usó),  de  esos  que  volvían  la  cara  al  otro  lado  cuando  dispara- 
ban el  arcabuz  (1).  Al  oir  la  pintura  despreciativa  que  hacía  de  los 
indios  el  fraile,  animóse  la  hueste  de  D.  Bernardino  y  se  decidieron 
todos  a  resistir  con  las  armas  a  Sebastián  de  León. 

Don  Bernardino  extendió  al  instante  un  decreto,  del  cual  debe- 
mos recordar  algunas  frases  muy  características  de  aquella  cabeza 
destornillada.  Dícenos  el  Prelado  que  habiendo  recibido  cartas  de 
Sebastián  de  León,  en  que  se  anunciaba  su  nombramiento  y  venida 
al  Paraguay,  «dudamos  fuese  así,  por  lo  cual...»  Esperará  el  lector  que 
D.  Bernardino  hiciese  alguna  diligencia  para  resolver  esa  duda,  y 
preguntase  por  uno  y  otro  lado  lo  que  había  sobre  aquel  hecho  del 
nombramiento  del  nuevo  Gobernador;  pues  bien,  completa  D.  Ber- 
nardino la  frase  con  estas  palabras:  «por  lo  cual  mandamos  hacer  la 
resistencia  dicha.»  ¿Y  en  qué  consistía  esta  resistencia?  Pues  poco  an- 
tes lo  había  dicho  el  Prelado  con  estas  palabras:  «Mandamos quetodos 
se  aprestasen  con  caballos  de  armas  ofensivas  y  defensivas,  con  mu- 
niciones y  demás  pertrechos  de  guerra,  y  a  mayor  fuerza  sacasen  el 
estandarte  real.»  Y  cuando  por  espías  supo  que  estaba  próximo  Za- 
rate, añadió  D.  Bernardino:  «Volvimos  a  mandar  saliesen  a  resistir 
la  dicha  entrada,  y  que  no  se  pusiesen  a  oir  papeles  ni  ponerse  en 
pláticas,  dares  ni  tomares,  sino  que  de  hecho  acometiesen  con  sus  ar- 
mas de  a  pie  y  de  a  caballo,  y  no  consintiesen  la  dicha  entrada»  (2). 
Tales  fueron  las  prevenciones  que  tomó  D.  Bernardino  para  salir  de 
la  duda,  si  aquel  hombre  era  Gobernador. 

Apenas  se  había  dado  esta  orden,  tres  frailes  franciscanos  monta- 
ron á  caballo,  y  el  principal  de  ellos  empuñó  un  robusto  lanzón  (3). 
En  pos  de  estos  frailes  ordenóse  una  hueste  como  de  200  a  300  hom- 
bres, compuesta  de  frailes,  clérigosy  chusma  del  pueblo.  Salieron  re- 
sueltos al  campo,  creyendo  arrollar  fácilmente  a  los  indios  que  acom- 
pañaban al  Gobernador.  Apenas  se  divisaron  los  dos  ejércitos,  Sebas- 
tián de  León  envió  delante  un  trompeta,  para  anunciar  a  los  contra- 
rios su  oficio  y  autoridad.  A  la  primera  intimación  que  hizo  el 
trompeta,  respondieron  los  del  Obispo  disparando  unos  cuantos  ar- 


(1)  Véase  la  Información  del  P.  Nolaseo  en  Santiago  de  Chile,  Bibl.  Nao.,  Jesuítas,  Ar- 
gentina, t.  289,  n.  198. 

(2)  Declaración  satisfactoria  que  hiso  el  Illmo.  ij  Rmo.  Sr.  D.  Fra¡¡  Bernardino  de  Cárde- 
nas. Este  sinfíular  documento,  qae  se  halla  en  Santiago  de  Chile,  Jesuítas,  Argentina, 
t.  280,  n.  239,  ha  sido  publicado  recientemente  por  el  P.  Pablo  Hernández  en  la  traduc- 
ción española  de  Charlevoix,  t.  III,  pág.  257. 

(3)  Así  los  vio  el  testigo  José  Serrano,  quien  lo  afirma  con  juramento  en  la  Infoi- 
mación  ya  citada  del  P.  Nolaseo. 


CAP.    Xm, — FEKSISCUCIONKS    DK    D.    BERNARDINO    DK    CÁRDENAS  615 

cabuces,  una  de  cuyas  balas  atravesó  la  capa  de.  Sebastián  de  León. 
Cuando  éste  vio  aquella  tan  clara  ofensiva,  al  instante  dio  la  señal 
de  acometer.  Los  20  arcabuceros  españoles  dispararon  sus  arcabuces, 
y  desenvainando  las  espadas  cargaron  sobre  los  contrarios.  Los  1.000 
indios  arcabuceros,  a  una  señal  que  les  hizo  el  capitán,  dispararon 
también  sus  arcabuces,  y  todos,  como  un  solo  hombre,  acometieron 
al  enemigo.  La  hueste  de  D.  Bernardino,  muy  inferior  en  número, 
no  pudo  resistir  este  empuje  compacto  de  los  20  arcabuceros  y  de 
los  1.000  indios.  Fueron  arrollados  los  parciales  del  Obispo,  hubo  una 
confusión  espantosa,  y  cada  uno  procuró  huir  por  donde  pudo,  y  a  la 
desbandada  se  fueron  recogiendo  por  uno  y  otro  lado  a  la  catedral, 
donde  estaba  el  Obispo.  En  este  encuentro  murieron  18  hombres  (1), 
Vencida  esta  resistencia,  entró  Sebastián  de  León  con  buen  orden 
y  las  armas  a  punto,  dentro  de  la  ciudad.  Encaminóse  a  la  catedral. 
Allí  estaba  D.  Bernardino  hecho  una  estatua,  con  la  actitud  extática  e 
inmóvil  que  solía  adoptar  en  las  grandes  solemnidades.  Había  hecho 
exponer  al  Santísimo  Sacramento.  Él  se  había  sentado  en  el  trono 
pontifical  y  se  mostraba  con  la  mitra  en  la  cabeza,  el  báculo  pasto- 
ral en  la  mano  derecha  y  el  bastón  de  mando  en  la  izquierda.  Entró 
el  Gobernador  seguido  de  su  gente,  con  mucho  orden  y  reverencia, 
en  la  catedral.  Hizo  genuflexión  profunda  al  Santísimo  Sacramento, 
acercóse  a  D.  Bernardino,  y  besándole  respetuosamente  la  mano  de- 
recha, le  pidió  el  bastón  de  mando.  Don  Bernardino  se  lo  entregó  sin 
decir  una  palabra.  Hizo  de  nuevo  profunda  reverencia  al  Santísimo 
Sacramento  el  Gobernador,  y  se  retiró  con  sus  soldados.  Con  esta 


(í)  Este  número  pone  el  mismo  Sebastián  de  León  en  la  carta  al  presidente  de  la 
Audiencia,  citada  más  arriba.  De  ella  tomamos  ios  pormenores  de  este  encuentro.  El 
P.  Díaz  Taño,  escribiendo  desde  la  Asunción  al  P.  Vázquez  Trujillo  el  17  de  Octubre 
de  1649,  dice  que  los  muertos  fueron  21.  (Véase  esta  carta  en  Río  Janeiro,  Biblio- 
teca Nacional,  Mss.  Angelis,  368.)  Don  Bernardino  vio  las  cosas  de  otro  modo.  Escribe 
él  mismo,  que  de  los  suyos  murieron  algunos  (no  dice  cuántos),  y  de  los  contrarios 
perecieron  trescientos  ochenta  ij  siete  (así  está  escrito  con  letras).  Entre  unos  y  otros  hubo 
esta  diferencia,  que  mientras  los  soldados  del  Obispo  subieron,  "como  munadita  de  pa- 
lomas blancas»,  al  cielo,  los  contrarios  bajaron  «¡contó  cuervos  negros",  al  infierno.  Así  lo 
vio  cierta  persona  contemplatriva.  No  pararon  aquí  las  visiones  de  D.  Bernardino.  Vio, 
además,  que  apenas  entraron  los  indios  en  la  Asunción,  cogieron  a  varios  españoles, 
les  sacaron  las  lenguas  y  se  las  comieron.  A  otro  que  miraba  al  cielo  lo  arrancaron 
los  ojos,  á  otro  hicieron  tajadas  y  se  las  comieron,  a  otro  arrancai-on  el  corazón  y  los 
sesos  y  todo  lo  devoraron.  Esto  lo  hacían  en  presencia  de  los  jesuítas,  quienes  anima- 
ban la  ferocidad  de  los  indios.  Estas  y  otras  enormidades  inconcebibles  escribió  Don 
Bernardino  en  un  libro  de  14  folios  inlitulado:  *  Relación  puntual  y  verdadera  de  los 
lastimosos  sucesos  y  asolación  do  la  ciudad  del  Paraguay,  causados  por  los  Padres  de  la  Com- 
pañía con  Sebastián  de  León.^  Santiago  de  Chile,  Bibl.  Nac,  Jesuítas,  Argentina,  t.  289, 
n.  199. 


616  LIB.    IT. — PROVINCIAS   DE   ULTEAMAR 

victoria  se  allanaron  todas  las  dificultades  en  la  Asunción.  Sebastián 
de  León  j  Zarate  fué  reconocido  universalmente  por  Gobernador 
del  Paraguay,  y  empezó  a  restaurar  todas  las  cosas,  que  buena  nece- 
sidad tenían  de  restauración  y  arreglo. 

8.  Los  primeros  cuidados  del  nuevo  Gobernador  se  dirigieron  al 
colegio  de  la  Compañía.  Quedó  transido  de  dolor,  al  ver  el  estado  la- 
mentable en  que  le  había  dejado  el  incendio  del  7  de  Marzo.  Queda- 
ban, ciertamente  las  paredes  y  muchas  piezas  interiores  intactas,  pero 
en  otras  las  llamas  habían  destruido  no  solamente  las  puertas,  ven- 
tanas y  muebles,  sino  también  los  tejados  y  las  divisiones  interiores. 
Una  torre  que  tenía  el  colegio  se  hallaba  inclinada  y  amenazando 
ruina.  No  se  pudo  saber  adonde  se  habían  llevado  las  alhajas  y  co- 
sas de  valor  que  pudiera  haber  en  el  colegio,  porque  aquel  edificio 
tenía  el  aspecto  de  una  ruina  antigua  arrasada  por  bandoleros.  Pro- 
curó hacer  buenamente  las  reparaciones  indispensables  para  poder- 
lo habitar,  y  en  seguida  escribió  una  carta  cariñosa  a  nuestros  Pa- 
dres que  permanecían  en  Corrientes,  rogándoles  con  mucho  afecto 
que  volvieran  al  Paraguay  y  habitaran  de  nuevo  aquel  colegio, 
donde  tantos  beneficios  habían  recibido  los  españoles  y  los  indios  de 
la  caridad  de  la  Compañía.  Los  Nuestros  volvieron  sin  dificultad,  y 
fueron  recibidos  por  los  españoles  con  muestras  de  afecto  sin- 
cero (1).  Claro  está  que  no  faltaban  enemigos  y  que  por  todas  partes 
se  veían  los  partidarios  del  Sr.  Obispo,  pero  éstos,  sometidos  por 
las  armas,  hubieron  de  reducirse  al  silencio.  Al  mismo  tiempo  el  Go- 
bernador, según  le  había  ordenado  la  Audiencia,  intimó  con  toda 
energía  a  D,  Bernardino  de  Cárdenas  la  orden  de  presentarse  en 
Chuquisaca,  para  dar  razón  de  sus  actos.  Después  de  alguna  resisten- 
cia decidióse  el  Prelado  a  obedecer,  y  a  fines  de  1649  salió  del  Para- 
guay hacia  Buenos  Aires.  Es  algo  singular  este  camino  que  al  pronto 
siguió.  ¿Querría  venir  a  España  en  vez  de  presentarse  en  Chuquisaca? 
No  lo  podemos  saber.  Es  lo  cierto  que  durante  un  año  largo  no  se 
presentó  ante  la  Audiencia  que  le  llamaba. 

Entretanto  los  Nuestros  procuraron  que  un  juez  conservador  for- 
mase proceso  a  D.  Bernardino  y  defendiese  a  la  Compañía,  como 
desde  atrás  lo  habían  pensado.  El  hombre  a  quien  escogieron  para 
este  oficio  delicado  fué  el  P.  Fray  Pedro  Nolasco,  Provincial  de  los 
religiosos  de  la  Merced.  Este  juez  empezó  a  actuar  con  energía  desde 
el  día  en  que  entró  el  nuevo  Gobernador  en  la  Asunción,  esto  es, 


(1)     Paraquaria.  Litt.  annue,  1G46-1649. 


CAP.    XIII. PEP^SECUCIOXES    DE    D.    BKKXAKDIXO    DE    CÁRDENAS  617 

desde  el  5  de  Octubre.  Citó  a  D.  Bernardino  a  su  tribunal,  pero  el 
Prelado  no  hizo  ningún  caso  de  esta  citación.  Fueron  llamados  mu- 
chos testigos,  quienes  refirieron  punto  por  punto  las  atrocidades  que 
ya  conoce  el  lector,  sobre  la  invasión  de  nuestro  colegio  (1).  No  ne- 
cesitaba Fray  Pedro  Nolasco  que  otros  se  las  refiriesen, pues  él  mismo 
había  sido  testigo  ocular  y  había  entrado  en  nuestra  iglesia,  cuando 
salieron  de  ella  las  hordas  de  D.  Bernardino.  Habiendo  escuchado  a 
varios  testigos  de  vista,  pronunció  el  juez  el  día  9  de  Octubre  una 
sentencia  severa,  condenando  las  enormes  iniquidades  del  Obispo 
D.  Bernardino  de  Cárdenas,  y  devolviendo  á  la  Compañía  el  honor 
que  se  le  debía  por  su  digno  comportamiento  (2).  Esta  sentencia  no 
fué  mirada  como  válida  en  los  tribunales  superiores,  porque  el  juez 
conservador  no  poseía  una  cualidad  que  exigían  las  letras  apostóli- 
cas para  desempeñar  este  cargo.  Mandábase,  en  efecto,  que  el  juez 
conservador  hubiera  de  ser  una  persona  constituida  en  dignidad 
eclesiástica,  y  el  Superior  de  Orden  religiosa  no  se  juzgaba  provisto 
de  esta  cualidad.  Por  esto  algún  tiempo  después  nombraron  los  je- 
suítas otro  juez  conservador,  que  fué  el  deán  de  la  catedral  de  la 
Asunción.  Éste  instruyó  proceso  y  pronunció  sentencia  en  1652,  con- 
firmando lo  que  había  dicho  el  P.  Nolasco,  o,  por  mejor  decir,  expli- 
cando más  las  horrorosas  iniquidades  del  Obispo  y  justificando  toda- 
vía mejor  a  los  Padres  de  la  Compañía  (3). 

Mientras  de  este  modo  se  procedía  por  la  vía  judicial,  deseando 
obtener  por  lo  menos  algunos  testimonios  autorizados,  que  acredi- 
tasen en  otros  tribunales  la  inocencia  de  la  Compañía,  procuraban 
nuestros  Padres  restituir  al  Paraguay  los  beneficios  espirituales  que 
siempre  le  habían  dispensado.  Entraron  en  la  Asunción,  como  hemos 
dicho,  a  fines  del  año  1649.  El  Gobernador  hizo  que  se  les  restituye- 
ran algunas  estatuas  y  alhajas  de  la  iglesia,  que  habían  sido  trans- 
portadas a  la  catedral  por  el  Obispo.  Celebráronse  algunas  piadosas 
funciones  para  esta  restitución,  y  sobre  todo  el  día  de  Año  Nuevo 
de  1650,  en  que  la  Compañía  de  Jesús  suele  celebrar  su  fiesta  titular, 
hubo  una  solemnidad  muy  devota,  con  el  concurso  de  casi  todo  el 
pueblo.  «Hecho  esto,  pareció,  dice  el  P.  Ferrufino,  mudarse  el  as- 
pecto de  toda  la  ciudad.»  A  los  insultos  y  audacias  de  los  partidarios 
de  D.  Bernardino,  siguió  el  afecto  sincero  de  todo  el  pueblo.  Fueron 


(1)  Véase  la  Información  citada  más  arriba. 

(2)  Fué  impresa  esta  sentencia  por  Charlovoix  (Hist  du  Paraguay^  t.  II,  Piécea  jiiati 
ficatives). 

(3)  Publicada  ibid. 


618  IJK-    II- PROVINCIAS    DE    ULTRAlfAJt 

restituidas  las  congregaciones  piadosas  que  había  en  nuestra  igle- 
sia; se  entablaron  de  nuevo  las  que  antes  había  de  españoles,  de  ne- 
gros, de  indios  j  de  niños.  Empezaron  los  Nuestros  a  predicar,  salie- 
ron por  las  calles  enseñando  el  catecismo  a  los  niños,  como  acos- 
tumbraban, j  por  fin  abrieron  las  clases  de  primeras  letras,  a  las 
cuales  acudieron  con  mucho  afán  los  hijos  de  los  españoles.  «Espe- 
ramos, dice  el  P.  Ferrufino  al  terminar  las  Cartas  anuas,  que  el  re- 
mordimiento de  la  conciencia  hará  que  vuelvan  en  sí  los  que  nos 
han  perseguido.  Procuraremos  recompensar  con  beneficios  a  estos 
hombres  las  malas  obras  con  que  nos  han  infamado,  para  que  sobre 
ruinas  tan  dolorosas  levantemos  con  el  favor  de  Dios  el  edificio  de  la 
caridad»  heroica  (1). 

De  este  modo  empezaron  a  restablecerse  los  jesuítas  en  el  Para- 
guay. Pero,  como  ya  supondrá  el  lector,  no  terminaron  con  esto  sus 
tribulaciones,  pues  D.  Bernardino  y  los  suyos  seguían  furibundos 
declamando  contra  la  Compañía,  y  durante  varios  años  no  dejaron 
sosegar  a  los  Nuestros,  no  solamente  en  América,  sino  también  ante 
el  Consejo  de  Indias  en  Madrid.  Don  Bernardino,  después  de  pasar 
algún  tiempo  entre  Buenos  Aires  y  Santa  Fe,  por  fin  a  principios  del 
año  1651  se  encaminó  a  Chuquisaca.  Allí  se  detuvo  y  no  salió  de 
aquella  ciudad  en  todo  el  tiempo  que  le  duró  la  vida.  Habíase  pen- 
sado antes  hacerle  Obispo  de  Popayán;  pero  ni  él  admitió  esta  Silla, 
ni  los  ministros  reales  se  inclinaron  a  instarle,  porque  les  constaba 
lo  mal  que  hubiera  gobernado  cualquiera  diócesis.  Pasando  los 
años  ocurrió  el  pensamiento  de  hacerle  Obispo  de  Santa  Cruz  de  la 
Sierra.  Tampoco  se  realizó  este  proyecto,  y  debemos  felicitar  a  una 
y  otra  diócesis  de  que  no  cayese  sobre  ellas  la  calamidad  de  tener 
un  Obispo  como  D.  Bernardino.  Por  fin  expiró  este  hombre  singular 
en  Chuquisaca  en  1668. 

9.  Con  salir  de  su  diócesis  el  Obispo  del  Paraguay  podía  creerse 
terminada  la  persecución  que  había  levantado  contra  la  Compañía 
de  Jesús,  pero  no  fué  así;  durante  varios  años  hubieron  de  sufrir 
nuestros  Padres  las  consecuencias  de  tan  deshecha  borrasca.  Un 
nuevo  Visitador  que  vino  al  Paraguay  favoreció  algún  tanto  a  la 
Compañía.  Era  el  oidor  Andrés  Garavito  de  León.  Ya  estaba  nom- 
brado Visitador  político  de  este  país  en  el  año  1648;  pero  cuando  el 
Virrey  del  Perú  tuvo  noticia  del  incendio  de  nuestro  colegio,  dis- 
puso que  el  Visitador  designado  tuviese  también  el  cargo  de  gober- 


(1)     Paraqtiaria.  JMt.  annnae,  164C-1649. 


CAP.  xiii. — persecucionekS  dk  d,  beknardino  de  cárdenas  H19 

nador  interino.  Comunicóle  todas  las  facultades  que  le  podía  dar 
para  que  restableciese  el  orden  en  la  Asunción  y  restituyese  a  la  Com- 
pañía todo  lo  que  injustamente  se  le  hubiera  arrebatado.  Después  do 
algunas  demoras,  provocadas  tal  vez  por  el  mismo  Garavito,  queno 
se  sentía  muy  animado  a  desempeñar  su  comisión,  por  fin  se  pre- 
sentó en  el  Paraguay  a  fines  de  1650,  cuando  ya  llevaba  un  año  de 
gobierno  interino  nuestro  amigo  Sebastián  de  León  y  Zarate.  Ape- 
nas tomó  posesión  del  gobierno,  mandó  hacer  informaciones  judi- 
ciales sobre  los  hechos  ruidosos  que  se  habían  verificado  en  aquella 
ciudad  y  diócesis.  Citó  a  su  tribunal  a  los  principales  cómplices  de 
D.  Bernardino,  y  ante  todo  a  los  que  habían  sido  alcaldes  ó  desempe- 
ñado algún  oficio  público  en  la  ciudad  mientras  el  Obispo  había  go- 
bernado. Mandó  también  que  se  presentaran  los  que  habían  difun- 
dido los  rumores  de  las  minas  de  oro  y  los  que  habían  atestiguado 
de  oficio  sobre  este  negocio  en  una  información  hecha  por  D.  Ber- 
nardino en  1649.  No  expondremos  todos  los  trámites  que  fué  si- 
guiendo la  causa  de  estos  hombres  durante  unos  siete  u  ocho  meses; 
él  les  hizo  los  cargos,  ellos  presentaron  numerosas  peticiones,  súpli- 
cas, excepciones  y  observaciones  (1),  y,  por  fin,  habiéndolos  oído  a 
todos  y  escuchado  por  parte  de  la  Compañía  principalmente  al 
P.  Manquiano,  procurador  de  nuestro  colegio,  el  17  de  Agosto  de  1651 
pronunció  la  primera  sentencia  contra  los  cómplices  de  D.  Bernar- 
dino de  Cárdenas. 

He  aquí  las  palabras  principales: 

«Fallo  que  debo  declarar  y  declaro  por  nulas,  injustas,  ilícitas, 
todas  las  juntas  que  con  nombre  de  cabildos  se  hicieron  los  años 
de  1648  y  1649,  los  poderes,  instrumentos,  informes  y  los  demás 
acuerdos  en  su  virtud,  por  falta  de  autoridad  legítima,  por  no  tenerla 
los  pueblos,  ciudades  ni  ayuntamientos  y  los  representantes  para  des- 
pedir ni  menos  para  expeler  ninguna  de  las  Órdenes  mendicantes  que 
con  licencia  de  Su  Majestad  se  han  recibido  en  ellas,  y  siendo  como 
es  cosa  reservada  y  de  sus  regalías  (consultada  entonces  con  la  Sede 
Apostólica),  aun  se  debiera  sobreseer  en  la  ejecución,  por  ser  mani- 
fiesta la  injusticia  de  las  causas  y  motivos,  por  más  que  en  ellas  se  pre- 
tendiera buscar  colores  de  bien  público  y  cumplimiento  del  real  pa- 
tronato, admitiendo  un  exhortatorio  del  señor  Obispo  en  grave  des- 
crédito de  los  religiosos  de  la  Compañía  de  Jesús...  En  su  consecuen- 


(1)    Pueden  verse  en  el  Archivo  de  Indias,  74-6-28,  numerosos  documentos  sobre 
este  negocio.  Los  ha  extractado  el  P.  Pastells,  t.  II,  pág..  251  y  sigs. 


fi20  LIB.   II. — PROVINCIAS   DE   ULTRAMAR 

cia,  declaro  haber  traspasado  los  dichos  tenientes  alcaldes  y  regidores 
todas  las  leyes  de  la  naturaleza,  que  enseñan  la  obligación  que  se 
debe  a  los  Padres  espirituales,  contraídas  del  nacimiento.  Y  fuera 
más  que  razonable  declararlos  por  enemigos  de  la  patria,  que  sus 
nombres  se  borrasen  con  perpetuo  olvido,  como  los  que  tan  de  pro- 
pósito para  él  trataron  de  su  ruina,  con  expeler  los  dichos  religiosos, 
desterrando  de  una  vez  la  virtud,  la  modestia  y  religión...  Pero  de- 
seando que  el  castigo  los  reduzca  al  camino  de  la  virtud,  proporcio- 
nándoles por  ahora  según  el  estado  presente,  mando  que  todos  los 
dichos  cabildos,  poderes,  instrucciones  e  informes  se  quiten  de  los 
libros  y  en  mi  presencia,  con  intervención  de  los  dos  alcaldes  y  re- 
gidores de  primer  voto  se  rompan  y  echen  al  fuego,  poniendo  un 
tanto  de  esta  sentencia  al  fin  de  la  presente  el  escribano  que  hubiese 
hecho  la  diligencia  en  su  lugar,  para  que  sirva  de  padrón  perpetuo 
de  sus  desvanecidos  acuerdos  y  satisfacción  ajustada  a  lo  que  se  ha 
podido,  por  la  injuria  con  que  pretendieron  notar  a  los  dichos  reli- 
giosos, su  colegio  y  reducciones,  y  el  dicho  exhortatorio  se  recoja 
para  llevarlo  al  archivo  del  real  acuerdo»  (1).  Después  de  esto  sefíala 
algunas  penas  a  los  principales  individuos  que  cometieron  aquellos 
desórdenes. 

Además  de  esta  sentencia,  publicó  otras  Garavito  de  León,  y  ex- 
tendió varios  autos,  no  solamente  sobre  los  daños  inferidos  a  la  Com- 
pañía, sino  también  sobre  las  calumnias  acerca  de  las  minas  de  oro. 
Entre  ellos  merece  citarse  uno,  por  el  cual  mandaba  a  los  denuncia- 
dores de  minas  salir  al  instante  a  buscarlas,  cosa  que  no  se  ejecutó, 
porque  los  aludidos  dieron  diferentes  excusas  y  retractaciones.  Bueno 
será  advertir  también  que  en  estos  d.os  años  de  1651  y  52,  además  de 
la  retractación  tan  ilustre  de  Gabriel  de  Cuéllar,  citada  más  arriba, 
hubo,  por  lo  menos,  otras  cinco  retractaciones  de  hombres  conoci- 
dos, que  habían  auxiliado  a  D.  Bernardino  de  Cárdenas  en  la  ejecu- 
ción de  sus  planes  inicuos. 

Una  cosa  deseaban  nuestros  Padres  del  nuevo  Visitador,  y  la  soli- 
citaron con  mucha  insistencia.  Tal  era  que  visitase  personalmente 
nuestras  reducciones  del  Paraná  y  del  Uruguay,  para  que  pudiera 
dar  auténtico  testimonio  de  que  no  existían  las  soñadas  minas  de  oro. 
El  P.  Provincial,  Juan  Pastor,  le  dirigió  una  súplica  en  este  sentido. 
El  anciano  P.  Diego  de  Boroa  redactó  un  escrito  de  cuatro  páginas 


1)    Arch.  de  Indias,  74-6-28.  Impresa  en  Charlevoix.  lUii  snpra. 


CAP.    XIII. — PEKSECUCIONES   DE   D.    BEKNAKDINO   DE   CÁRDENAS  621 

en  folio  con  esta  inscripción:  Razones  de  conveniencia,  para  que  el 
señor  oidor  haga  personalmente  la  visita  de  las  reducciones  que  la 
Compañía  de  Jesús  ha  hecho  y  fundado  en  las  provincias  del  Paraná 
y  Uruguay  (1).  Exponía  con  brevedad,  pero  con  mucha  energía,  la 
necesidad  de  esta  visita.  Ella  sería  el  remedio  decisivo  contra  tanta 
maledicencia.  Ya  se  sabe  que  han  llegado  a  oídos  de  Su  Majestad  y 
del  Consejo  de  Indias  esas  calumnias.  Indudablemente  esperarán  en 
España  la  palabra  del  Sr.  Garavito,  como  la  única  y  decisiva  para 
formar  juicio  sobre  este  negocio.  Ruega,  pues,  el  P.  Boroa  a  Su  Se- 
ñoría se  sirva  emprender  esta  visita,  y  los  Padres  de  la  Compañía  le 
facilitarán  todos  los  medios  necesarios  para  que  la  haga  con  la  de- 
bida comodidad. 

A  pesar  de  tantas  instancias,  Garavito  se  fué  excusando  de  un 
modo  o  de  otro  de  emprender  la  visita.  Por  el  contrario,  observaron 
nuestros  Padres,  que  en  aquel  hombre  se  veían  indicios  de  falsa 
amistad.  El  P.  Provincial,  Pastor,  escribió  al  P.  Julián  de  Pedraza, 
nuestro  procurador  en  Madrid,  las  pesadumbres  que  por  este  motivo 
padecían  los  Nuestros  (2).  Ya  hace  dos  años,  dice,  que  está  en  la  Asun- 
ción el  Sr.  Garavito.  En  algo  nos  ha  favorecido,  pero  no  en  todo.  Se 
siente  mucho  que  no  permita  a  la  Compañía  recobrar  todo  lo  per- 
dido. «Su  genio  es  particular  y  no  poco  interesado.»  Con  todo  eso  se 
tiene  paciencia  con  él  y  se  le  sirve  en  lo  que  buenamente  se  puede. 
En  estos  dos  años  se  ha  reedificado  en  el  colegio  lo  que  se  había  de- 
molido, y  nuestros  Padres  ejercitan  tranquilamente  los  ministerios 
espirituales  con  los  prójimos.  Terminada  su  visita,  salió  del  Para- 
guay Garavito  de  León  bien  entrado  el  año  1653. 

Tres  años  después  era  enviado  al  mismo  país  y  con  el  mismo  ca- 
rácter de  Visitador  Juan  Blázquez  de  Valverde.  En  los  tres  años  que 
habían  pasado  entre  la  visita  de  Garavito  y  la  presente,  había  perma- 
necido el  Paraguay  en  suma  paz  y  tranquilidad  bajo  el  gobierno  in- 
terino de  D.  Cristóbal  de  Garay  Saavedra.  Escribiendo  al  Rey  el 
mismo  Valverde,  el  20  de  Diciembre  de  1656,  declaraba  que  con  sa- 
lir el  Obispo  D.  Bernardino  había  todo  quedado  en  suma  paz  y  tran- 
quilidad, y  que  los  enemigos  de  la  Compañía  habían  reprimido,  aun- 
que no  olvidado,  el  odio  a  los  jesuítas.  La  causa  de  este  odio,  añadía, 
es  el  verse  privados  del  servicio  personal  de  tantos  indios  como  hay 
en  las  reducciones  y  que  ellos  esperaban  hacer  suyos,  según  las  pro- 


(1)  Santiago  de  Chile.  Bibl.  Nac,  Jesuítas,  Argentina,  t.  275,  f.  112. 

(2)  Ibid.,  f.  235.  La  carta  ea  do  28  de  Febrero  de  1653. 


(322  IIB.    II. — PROVINCIAS   DE   ULTRAMAR 

mesas  del  pasado  Obispo  (1).  Apenas  entró  en  el  Paraguay,  tomó  muy 
de  propósito  el  negocio  de  averiguar  lo  que  había  sobre  las  dichosas 
minas.  Ya  el  año  1647  había  hecho  una  información  sobre  este  nego- 
cio el  Gobernador  de  Buenos  Aires,  D.  Jacinto  Lariz.  Le  habían  pre- 
sentado un  indio  llamado  Ventura,  o,  como  decían  vulgarmente, 
Venturilla,  quien  se  daba  por  trabajador  en  las  minas  y  testigo  de 
las  operaciones  que  allí  se  ejecutaban.  Empezándole  a  examinar,  se 
huyó  el  indio,  pero  habiéndole  preso  después  y  apretándole  á  que 
declarase  la  verdad,  había  confesado  de  plano  que  todo  ello  era  puro 
embuste  y  ficción  de  algunos  (2). 

En  el  caso  presente,  apareció  otro  indio  denunciador  de  minas. 
Llamábase  Domingo,  y  él  se  decía  tupí.  Ya  recordará  el  lector  que 
estos  tupíes  eran  aquellos  indios  auxiliares  de  los  paulistas  en  sus 
irrupciones  del  Paraguay.  Este  Domingo  atestiguaba  también  haber 
visto  las  minas,  y,  lo  que  es  más  curioso,  difundióse  entonces  por  el 
Paraguay  una  estampa  donde  estaban  toscamente  dibujados  un  cas- 
tillo y  ciertos  edificios  e  instrumentos  que  podían  indicar  de  algún 
modo  el  laboreo  de  las  minas  (3).  El  Sr.  Valverde  prendió  a  Do- 
mingo, citó  a  otras  personas  y  examinó  con  toda  serenidad  el  nego- 
cio. No  le  fué  difícil  descubrir  la  bellaquería  del  indio  y  de  algunos 
españoles  que  le  habían  sobornado.  El  año  1657  pronunció  sentencia 
solemne  sobre  este  negocio,  y  copiaremos  sus  principales  palabras: 
«Fallo,  atento  a  los  autos  y  méritos  de  este  proceso,  que  debo  decla- 
rar y  declaro  por  falsa  y  calumniosa  la  delación  y  declaración  judi- 
cial que  el  dicho  Domingo  hizo  de  los  dichos  minerales  y  haber  men- 
tido gravemente  en  ellas,  y  en  fingirse  cuando  las  hizo,  para  dar 
más  cuerpo  a  ellas,  que  era  indio  tupí  mameluco  de  San  Pablo,  siendo 
nacido  y  criado  en  el  pueblo  de  Yaguarón...  Y  aunque  por  la  culpa 
y  delito  tan  graves  que  ha  cometido,  alborotando  esta  provincia  y 
las  convecinas  con  lo  que  en  ellas  ha  publicado  contra  los  dichos 
Padres,  merece  ser  gravísim amenté  castigado  para  pena  de  su  atre- 
vimiento y  temeridad  y  ejemplo  de  los  demás;  con  todo,  considerando 
su  fragilidad  y  poca  capacidad,  y  que  conociéndola  los  dichos  Padres 
de  la  Compañía  de  Jesús...  le  han  perdonado,  contentándose  con  que 
se  haya  averiguado  su  falsedad  y  mentira,  como  también  la  inocencia 


(1)  Arch.  de  Indias,  74-6-49. 

(2)  En  Pastells,  t.  II,  pág.  173  y  sigs.,  pueden  verse  varios  documentos  sobre  este 
negocio. 

(3)  El  P.  Hernández,  en  su  obra  Organización  social  de  las  doctrinas  guaraníes,  t.  I,  ,pá- 
gina  228,  lia  reproducido  l'ototípicamónte  este  dibujo. 


CAP.    XIII. I'EKSKCUCIOMES    Ulí    D.    KEUNAUDINO    DE    CÁRDENAS  628 

de  los  religiosos,  le  condeno,  moderando  las  penas  en  que  ha  incu- 
rrido, en  la  que  ha  tenido  en  un  año  y  ocho  meses  de  prisión,  y  más 
en  doscientos  azotes  que  se  le  den  por  las  calles  públicas  de  esta 
ciudad»  (1). 

De  esta  manera  se  reprimió  bastante  la  calumnia,  aunque  ni  en- 
tonces se  extinguió  ni  es  de  esperar  que  se  extingan  semejantes  ne- 
cedades, que  los  malos  inventan  y  los  necios  creen  y  divulgan  en  la 
moderna  sociedad  como  en  la  antigua. 

Otra  molestia  afligió  durante  algunos  años  a  nuestros  Padres  á 
consecuencia  de  la  persecución  de  D.  Bernardino.  Recuérdese  que 
desde  1645  había  difundido  la  especie  de  que  los  jesuítas  enseñaban 
herejías  en  el  catecismo  guaraní.  Tanto  lo  repitió  en  los  años  siguien- 
tes, tanto  insistió  en  memoriales  y  escritos  de  todo  género,  que  lle- 
gando las  noticias  de  estas  imputaciones  no  sólo  a  la  Audiencia  de 
Charcas,  sino  al  Consejo  de  Indias,  en  1654,  por  real  cédula  al  Arzo- 
bispo de  la  Plata,  metropolitano  del  Paraguay,  se  mandó  averiguar 
la  verdad  de  lo  que  se  decía  acerca  del  catecismo  guaraní.  El  señor 
Arzobispo  de  la  Plata  dio  comisión  al  Gobernador  eclesiástico  del 
Paraguay,  para  que,  consultadas  las  personas  más  inteligentes,  deci- 
dieran lo  que  debía  pensarse  sobre  este  negocio.  Fueron  convocados 
el  P.  Provincial  de  la  Compañía,  Francisco  Vázquez  de  la  Mota,  el 
señor  deán  de  la  Asunción,  el  P.  Guardián  de  los  Padres  francisca- 
nos. Fray  Pedro  de  Villasante  y  otras  personas  versadas  en  la  lengua 
guaraní  (2).  Examinóse  con  todo  detenimiento  el  catecismo  de  Fray 
Luis  Bolaños,  pesando  el  sentido  de  las  palabras  que  acriminaba 
D.  Bernardino,  y  después  de  largos  debates  convinieron  todos  en  que 
no  existían  las  pretendidas  herejías  y  errores  que  éste  había  pen- 
sado descubrir  en  el  catecismo  de  los  jesuítas. 

Con  el  parecer  de  estas  personas  se  tapó  la  boca  a  los  calumnia- 
dores, y  sobre  todo  a  uno  que  durante  varios  años  hizo  mucho  ruido 
aquí  en  Madrid.  Tal  era  el  lego  franciscano  Fray  Juan  de  San  Diego 
Villalón.  Este  hombre  redactó  farragosos  memoriales,  que  fué  entre- 
gando al  Consejo  de  Indias,  en  los  cuales  repetía  las  mismas  impu- 
taciones de  D.  Bernardino,  defendía  contra  viento  y  marea  todos  los 
actos  del  Obispo  del  Paraguay,  y  calumniaba  horrorosamente  los  di- 


(1)  Arch.  de  Indias,  74-6-28.  Pueden  verse  otros  muchos  documentos  sobre  este  ne- 
gocio en  Pastelis,  t.  II,  págs.  ií  9-511.  Sobre  todo  es  curiosa  la  Confesión  jurada  del  indio 
Domingo  (pág.  476),  en  la  cual  declara  éste  quo  cuanto  dijo  sobre  las  minas  fué  mentira. 

(2)  Los  dictámenes  de  estas  personas  fueron  impresos  por  Charlevoix  (Hid.  du  Pa- 
raguay, t.  II,  Piécps  justificatives). 


j624  LIB.    II. — PBOVINCIAS   DE   XILTKAMAR 

chos  y  hechos  de  los  jesuítas  (1).  Trabajo  costó  aquí  en  Madrid  re- 
sistir a  los  memoriales  de  Villalón;  pero,  al  fin,  poco  a  poco  se  fué 
haciendo  la  luz,  y  todos  se  convencieron  de  que  no  era  de  temer  nin- 
gún cisma  ni  herejía  por  el  catecismo  guaraní  que  empleaban  los  je- 
suítas. Entretanto  éstos,  en  medio  de  tantas  acusaciones,  envidias  y 
odios  de  muchos  enemigos  de  todo  género,  proseguían  trabajando 
fervorosamente  por  la  mayor  gloria  de  Dios  y  evangelizando  aque- 
llas regiones,  con  grandísimo  provecho  de  las  almas. 

Terminemos  este  capítulo  citando  un  breve  párrafo  de  Fray  Mel- 
chor de  Maldonado,  el  conocido  Obispo  de  Tucumán,  quien,  escri- 
biendo al  Papa  Alejandro  VII  el  8  de  Octubre  de  1658,  le  decía  así: 
«Esta  religión  de  la  Compañía  de  Jesús  sustinet  pondus  diei  et  aestus, 
esto  ve  el  Obispo  en  su  obispado.  No  reservan  trabajo,  peligro,  salud 
ni  gasto  cuando  los  llaman,  y  en  los  tiempos  señalados  sin  que  los 
llamen,  y  siempre  con  orden  del  Obispo,  y  dando  cuenta  de  los  re- 
sultados voluntariamente  y  no  compulsos.  Salen  a  correr  todo  el 
obispado  predicando,  confesando  y  administrando  los  sacramentos  y 
refrenando  disolutos,  y  esto  no  sin  riesgos  pequeños  y  con  muchos 
grandes  y  sin  ayuda  de  costas  y  sin  pedirlas...  Da  cuenta  el  Obispo  a 
Vuestra  Santidad  para  que,  informado,  honre  a  quien  tanto  sirve  a 
Dios  y  los  llene  de  gracias  y  dé  su  ayuda  apostólica,  y  a  este  ejemplo 
muchos  corran  a  su  imitación»  (2). 


(1)  Estos  memoriales  tuvieron  la  honra  (mejor  diríamos  la  iguominia)  de  ser  re- 
impresos en  1768  entre  la  multitud  de  libelos  que  se  lanzaban  a  la  publicidad  para 
preparar  la  supresión  de  la  Compañía.  Dieseles  el  título  de  Colección  general  de  docu- 
mentos tocantes  a  la  persecución  que  los  regulares  de  la  Compama  suscitaron..^  contra  el  ilua- 
trisimo  Sr.  D.  Bernardino  de  Cárdenas.  Dos  tomos. 

(2)  Publicada  por  Charlevoix,  Hist.  du  Paraguay,  t.  II,  Piéces  jastificatives. 


CAPÍTULO  XIV 


EL  P.  VALDIVIA   y   LA  GUERRA   DEFENSIVA.— CONCLUSIÓN 

Sumario:  1.  Felipe  III  y  el  Consejo  do  Indias,  oídos  los  informes  del  P.  Valdivia  y  do 
sus  contrarios,  determinan  qne  prosiga  la  ga(>rra  defensiva. — 2.  Ejecútase  lo  re- 
suelto, sin  dificultad,  por  haber  muerto  en  ltíl7  Alonso  do  Ribera  y  entrar  un  Go- 
bernador partidario  de  Valdivia.— 3.  Giro  que  entretanto  llevaba  este  negocio  den- 
tro de  la  Compañía  de  Jesús.  Los  Padres  más  insignes  de  Chile  y  del  Perú  opinan 
que  debe  el  P.  Valdivia  apartarse  d-e  aquel  negocio  de  la  guerra  defensiva.— .4.  El 
P.  Valdivia  escribo  largamente  al  P.  Vitelleschi,  apenas  supo  la  elevación  de  ésto 
al  goneralato. — 5.  El  P.  General  retira  a  Valdivia  la  exención  que  le  había  conce- 
dido el  P.  Aquaviva,  y  le  somete  enteramonte  al  Proviueial  del  Paraguay. — 6.  Por 
Noviembre  de  1619  sale  súbitamente  de  Chile  el  P.  Valdivia.  Causas  de  esta  salida.— 
7.  Detiénese  medio  año  en  Lima,  do  donde  escribe  al  Provincial  del  Pai'aguay  dos 
cartas  quejosas.  Juicio  que  hizo  do  ellas  el  P.  Vitelleschi. — 8.  Llega  Valdivia  a  Ma- 
drid. Esfuerzos  del  P.  General  para  sacarle  de  la  corte. — 9.  Retü-aso  Valdivia  a  Va- 
lladolid,  donde  pasa  los  últimos  veinte  años  de  su  vida. 

Fuentes  contemporXxeas:  1.  Paraquariu.  Epistolae  Gencralium.—2.  Peruana.  Epislolae  Gene- 
ralium. — 3.  Toletana.  Epistolae  Generaliiim.—i.  Castellatia.  Epislolae  Generaliuni.-5.  Chilensis, 
Ilisloria. — 6.  Acta  Conijregationum  provine ialiiim.  Paraqnaria,  1G20.— 7.  Castellana.  Litterue  an- 
nuae.—S.  Memoriales,  cartas  y  otros  documentos  conservados  en  el  Archivo  de  Indias. 

1.  Entremos  ahora  en  Chile,  y,  ante  todo,  terminemos  la  narra- 
ción del  trabajoso  negocio  en  que  se  metió  el  P.  Valdivia,  empeñán- 
dose en  establecer  la  guerra  defensiva.  Como  ya  indicamos  en  el  tomo 
anterior,  presentáronse  en  Madrid  simultáneamente  a  principios 
de  1614,  por  un  lado  el  maestre  de  campo  Pedro  Cortés  y  el  francis- 
cano Fray  Pedro  do  Sosa,  para  impugnar  la  guerra  defensiva,  y  por 
otro,  el  P.  Gaspar  Sobrino,  agento  del  P.  Valdivia,  para  defender  la 
persona  y  los  arbitrios  de  éste.  Dos  años  largos  duró  esta  negociaT 
ción,  de  la  cual  sólo  conocemos  algunos  memoriales  y  cartas  que  se 
presentaron  por  ambas  partes  ante  el  Consejo  de  Indias  (1).  Pedro 
Cortés  ofreció  un  memorial  bastante  descolorido,  que  se  reducía  a 
dos  ideas:  a  explicar  los  desafueros  cometidos  por  los  indios  en  la 
sublevación  de  1599,  y  a  declarar  las  necesidades  que  actualmente 


(1)    Estos  documentos  han  sido  publicados  por  Jos6  Toribio  Medina,  Biblioteca  Uia^ 
paiio-CVu'feHa,  t.  II,  desde  la  página  123  en  adelante. 

41) 


626  LIE-  II- — riJoviKciAS  de  ultramar 

padecía  el  ejército  de  Chile.  Urgía,  según  él,  enviar  poderosos  re- 
fuerzos para  pelear  con  energía  y  levantar  el  crédito  español,  algo 
abatido  por  derrotas  pasadas  (1).  Si  el  maestre  de  campo  no  hizo  otra 
cosa  que  presentar  este  memorial,  suponemos  que  su  acción  debió 
valer  muy  poco  en  pro  de  la  causa  que  defendía. 

Más  importancia  tuvo,  sin  duda,  la  gestión  de  su  compañero  Fray 
Pedro  de  Sosa.  Como  hombre  de  pluma  y  más  versado  en  negocios 
jurídico  %  redactó  este  religioso  largos  y  prolijos  memoriales  para 
impugnar  la  guerra  defensiva  y  para  obtener  del  Rey,  que  se  cam- 
biase radicalmente  el  modo  de  guerrear  que  se  había  adoptado  en 
Chile  por  persuasión  del  P.  Valdivia.  Sus  ideas  principales  eran'  las 
siguientes:  La  guerra  defensiva  es  de  suyo  peligrosa,  pues  deja  ex- 
puestos los  pueblos  de  españoles  a  las  irrupciones  de  los  araucanos. 
La  enemistad  de  éstos  no  procede  de  los  desórdenes  cometidos  en  el 
servicio  personal,  como  pretende  el  P.  Valdivia.  Nace  del  carácter 
indómito  y  atravesado  de  aquellos  indios,  quienes,  acostumbrados  a 
su  salvaje  libertad,  no  pueden  sufrir  ni  el  santo  yugo  de  la  religión 
ni  el  freno  de  las  leyes  civiles.  Sólo  piensan  en  robar  y  cautivar  a 
hombres  y  mujeres  y  enriquecerse  a  costa  de  los  españoles.  Los  pac- 
tos y  promesas  que  han  hecho  al  P.  Valdivia  son  puro  fingimiento. 
Buena  prueba  de  ello  es  la  muerte  que  dieron  a  tres  incautos  jesuí- 
tas, a  quienes  hicieron  creer  qué  si  quedaban  entre  ellos,  adoptarían 
la  ley  cristiana  y  se  harían  sinceros  amigos  de  España.  Apenas  los 
tuvieron  en  sus  tierras,  los  degollaron  sin  piedad.  Siendo  tal  la  con- 
dición de  estos  hombres,  y  padeciéndose  continuamente  tan  graves 
daños  de  ellos,  parece  indispensable  hacerles  la  guerra  como  se  hace 
en  todas  partes  contra  un  injusto  agresor.  La  guerra  ha  de  ser  ofen- 
siva y  a  sangre  y  fuego,  porque  de  otra  manera,  ni  sostendrá  España 
el  crédito  a  los  ojos  de  los  indios  de  Chile,  ni  se  podrán  librar  los 
españoles  de  las  continuas  incursiones  que  hacen  los  indios  en  nues- 
tras ciudades  y  campos.  Todas  estas  ideas  las  apoyaba  Fray  Pedro 
con  numerosos  textos  de  la  Sagrada  Escritura,  con  citas  de  Santos 
Padres  y  con  la  obligada  erudición  de  textos  jurídicos  y  hechos  his- 
tóricos conocidos  en  aquel  tiempo  (2). 

Entretanto  el  P.  Gaspar  Sobrino  presentaba  también  sus  memo- 
riales y  abogaba  por  la  continuación  de  la  guerra  defensiva.  Conce- 


(1)  Ibid.  A  continuación  sigue  otro  memorial  del  mismo  Cortés  pidiendo  recom- 
pensa de  sus  servicios. 

(2)  Medina,  ubi  snpi-a,  págs.  132  208. 


CAP.   XIV. EL   P.    VALDIVIA  Y  LA   GUERRA    DEFENSIVA  627 

día  do  buen  grado  que  el  negocio  tenía  sus  dificultades,  confesaba  la 
pertinacia  y  dureza  de  los  indios;  pero,  con  todo  eso,  era  un  hecho 
que,  a  fuerza  de  trabajo  y  mediante  la  predicación  paciente  del 
P.  Valdivia  y  de  sus  compañeros,  se  habían  reconciliado  muchos  ca- 
ciques, se  habían  mitigado  los  males  de  la  guerra,  y  era  do  esperar 
que,  continuando  las  cosas  por  el  mismo  camino,  se  llegase  poco  a 
poco  a  la  deseada  paz  y  concordia  (1).  A  las  razones  de  Fray  Pedro  de 
Sosa  pusieron  los  Nuestros  una  excepción  que  debió  hacer  mucha 
fuerza  a  los  Consejeros  de  Indias.  Dijeron  que  el  P.  Sosa  era  nuevo 
en  las  regiones  de  Chile,  había  vivido  siempre  en  Santiago  e  igno- 
raba la  lengua  de  los  indios.  Por  consiguiente,  era  hombre  que  ha- 
blaba de  oídas,  y  no  podía  dar  dictámenes  de  lo  que  estaba  suce- 
diendo en  la  guerra  de  aquellos  países  (2).  Puestos  los  Consejeros 
entre  los  informes  de  un  hombre  como  el  P.  Valdivia  y  de  su  com- 
pañero el  P.  Sobrino,  tan  versados  en  el  trato  de  los  indios  y  tan  co- 
nocedores del  país,  y  las  razones  difusas  y  verbosas  de  un  religioso 
que  no  tenía  experiencia  de  aquellos  negocios,  se  inclinaron  fácil- 
mente a  la  parte  del  P.  Valdivia,  y  resolvieron  que  convenía  conti- 
nuar la  guerra  defensiva  (3).  El  21  de  Noviembre  de  1615  firmó  Fe- 
lipe III  en  Burgos  una  cédula  real,  mandando  resueltamente  que  se 
prosiguiese  la  guerra  defensiva,  tal  como  se  había  trazado  años 
atrás  (4).  No  contento  con  esto  el  Rey  Católico,  dirigió  poco  después, 
el  3  de  Enero  de  1616,  una  carta  honorífica  al  P.  Valdivia,  aprobando 
su  modo  de  proceder  y  encargándole  estar  unido  con  el  Goberna- 
dor (5). 
2.    Recibidos  tan  favorables  despachos  del  Rey  y  del  Consejo  de 


..    (1)     27)ifí.,pág.l20. 

(2)  Memorial  del  P.  Francisco  de  Figueroa  apurl  Medina,  ibid.,  pág.  209. 

(3)  En  el  Arch.  de  Indias,  7Y-4-31,  puede  verge  la  Consulta  de  la  Junta  de  guerra  de 
Indias  sobre  la  guerra  defensiva  y  socorro  qtie  piden  Pedro  Cortig,  Fraij  Pedro  de  Sosa  y  el 
capitán  Manjón.  Hácese  relación  de  lo  tratado  en  años  anteriores,  y  se  acuerda  que 
siga  la  guerra  defensiva.  Así  resuelven  cuatro  vocales  de  la  Junta,  contra  dos  que  se 
inclinaban  á  la  parte  contraria. 

(i)  El  28  de  Junio  de  1617  la  Audiencia  de  Santiago  escribe  a  Felipe  III  avisando 
el  rt'cibo  de  esta  cédula  (Arch.  de  Indias,  77-4-3Ó).  Otros  documentos  relativos  a  este 
negocio  pueden  verse  eri  el  mismo  Arch.  de  Indias,  77-6-10. 

(5)  Véase  el  texto  de  esta  carta  en  Eurich  (Hist.  do  la  Cimp.  de  Jesús  en  Chile,  1. 1,  pá- 
gina 317).  Más  aún:  sabiendo  que  Fray  Pedro  de  Sosa  difundía  escritos  malsonantes 
en  descrédito  del  P.  Valdivia  y  de  la  guerra  defensiva,  mandó  el  Rey  recogerlos  todos 
y  entregarlos  a  los  Padres  de  la  Compañía;  y,  por  último,  oyendo  que  estos  escritos  ha- 
bían atravesado  los  mares,  despach  >  cédula  real  en  12  de  Diciembre  de  1619  al  fiscal 
do  la  Audiencia  de  Chile,  Fernando  Machado,  ordenándole  recoger  todos  los  impreáos 
y  m  íuuscritos  del  P.  Sosa,  como  se  había  hecho  en  España.  (Véase  esta  cédula  reáFen 
Santiago  de  Chile,  Bibl.  Nac,  Jesuítas,  Chile,  t.  93,  n.  143.) 


•_628  LIB.    II, — PROVINCIAS   DE    ULTKAMAB 

Indias,  partió  el  P.  Gaspar  Sobrino  para  el  Perú,  y  llegó  a  Lima  el  17 
de  Enero  de  1617  (1).  Había  determinado  el  Rey  que  esta  vez,  como 
la  pasada,  se  estableciese  el  negocio  por  mano  del  Virrey  del  Perú,  y 
así  como  antes  el  Marqués  de  Montes  Claros  había  dado  sus  poderes 
al  P.  Luis  do  Valdivia,  así  ahora  el  presente  Virrey,  Príncipe  de  Es- 
quilache,  ejecutase  lo  que  había  dispuesto  Su  Majestad  para  la  conti- 
nuación de  la  guerra  defensiva.  El  Virrey  del  Perú,  que  era  muy 
amigo  de  la  Compañía  y  partidario  de  las  ideas  del  P.  Valdivia,  no 
puso  ninguna  diiicultad  a  la  ejecución  del  negocio. 

El  día  21  de  Marzo  de  1617  firmó  cinco  reales  provisiones,  que  se 
mandaron  a  Chile.  En  la  primera  dispone,  que  los  indios  cautivados 
después  que  se  promulgó  la  guerra  defensiva  sean  al  instante  dados 
por  libres.  Por  la  segun4a  ordena,  que  no  se  hagan  corredurías  o  ma- 
locas en  las  tierras  de  los  araucanos,  sino  que  se  les  deje  vivir  en  paz. 
Si  acaso  ellos  entrasen  a  robar  en  territorio  español,  nuestros  solda- 
dos les  deberán  resistir  con  las  armas  y  quitarles  la  presa  que  lle- 
ven. En  la  tercera  manda,  que  el  P.  Luis  de  Valdivia  asista  en  el 
reino  de  Chile  a  todo  lo  que  Su  Majestad  le  tiene  encomendado.  Por 
la  cuarta  ordena,  que  los  indios  de  Tucapel,  Arauco  y  Catíray,  que 
dieron  la  paz  a  los  españoles,  se  pongan  eñ  la  cabeza  y  corona  real. 
En  la  quinta,  finalmente,  encarga  con  expresiones  muy  significati- 
vas, que  la  guerra  sea  verdaderamente  defensiva  (2).  Pocos  días  des- 
pués, el  6  de  Abril,  escribió  a  Su  Majestad  el  Príncipe  avisándole  do 
lo  que  había  dispuesto  para  cumplir  con  los  despachos  llevados  por 
el  P.  Sobrino.  Insiste  con  mucho  convencimiento  en  la  convenien- 
cia de  continuar  la  guerra  defensiva  (3). 

Para  urgir  la  ejecución  de  todos  estos  despachos  y  cumplir  de 
hecho  la  voluntad  del  Key  envió  el  Príncipe  de  Esquilache  al  reino 
de  Chile  al  fiscal  do  la  Audiencia  de  Lima,  Fernando  Machado.  La 
noticia  de  lo  resuelto  por  Su  Majestad  y  por  el  Consejo  de  Indias  fué 
una  sorpresa  desagradable  para  la  mayoría  de  los  españoles  que  vi- 
vían en  aquellas  tierras.  Tantas  cartas,  tantos  memoriales,  tantas  in- 
formaciones habían  enviado  a  Madrid,  que  no  dudaban  vencer  en 
esta  contienda  y  obtener  la  revocación  de  los  arbitrios  llevados  por 
el  P.  Valdivia,  Cuando  ahora  vieron  que  en  España  se  inclinaban  al 
lado  del  jesuíta,  hubieron  de  padecer  los  de  Chile  amarga  decepción. 


(1)  Valdivia  a  Felipe  III.  Concepción,  15  Marzo  1617  (Arch.  do  Indias,  77-G-lO). 

(2)  Véanse  todas  estas  provisiones  en  el  Archivo  de  Indias,  70-1-37. 

(3)  Ibid. 


CAP,  XIV. — EL  P.  VALDIVIA  Y  LA  GUERRA  DEFENSIVA  629- 

Una  circunstancia  facilitó  algún  tanto  la  ejecución  de  lo  dispuesto 
en  Madrid,  y  fué  que  por  entonces,  a  9  de  Marzo  de  1617,  murió  el 
Gobernador  Alonso  de  Ribera.  Debió  respirar  el  P.  Valdivia  al  verse 
libro  de  aquel  hombre,  que  tanto  se  oponía  a  sus  ideas.  Escribiendo 
a  Felipe  III  seis  días  después,  le  decía  estas  palabras:  «A  9  de  este  mes 
de  Marzo  de  1617  murió  vuestro  Gobernador  Alonso  de  Ribera,  con 
cuya  muerte  cesará  la  muchedumbre  de  relaciones  e  informaciones 
opuestas  a  la  resolución  de  Vuestra  Majestad  y  las  extraordinarias 
diligencias  que  ponía  en  negociar  firmas  de  Cabildos  y  religiones  y 
capitanes»  (1).  Al  morir  dejó  por  Gobernador  interino  al  licenciado 
Fernando  Talaverano.  Este  hombre,  aunque  al  principio  siguió  la 
corriente  do  los  impugnadores  de  Valdivia,  pero  a  los  pocos  días  se' 
persuadió  que  sería  mejor  unirse  con  el  jesuíta.  Mucho  debió  ale- 
grarse de  esto  cuando  llegaron  los  despachos  del  Príncipe  de  Esquí- 
lache,  por  Junio  de  aquel  mismo  año.  Oigamos  al  P.  Valdivia  lo  que 
entonces  hicieron  ambos  en  Chile:  <Admiróse  todo  el  reino  de  Chile; 
de  los  despachos,  porque  esperaban  todo  lo  contrario,  y  el  nuevo 
Gobernador  se  holgó  mucho  de  haber  mudado  de  parecer  y  unídose 
conmigo,  en  que  se  confirmó  mucho,  porque  a  él  tocaba  leer  las  car- 
tas que  venían  para  su  antecesor  de  Su  Majestad  y  del  Virrey,  y  leí- 
das las  reprensiones  que  en  ellas  venían,  me  las  mostró,  de  que  yo 
tenía  copia  de  España  y  de  Lima,  que  ya  habíaleído,  y  sintió  mucho 
que  hubiese  de  venir  el  fiscal  a  hacerle  cumplir  lo  que  él  ya  había 
cumplido  y  cumplía,  pues  las  provisiones  hablaban  con  el  antecesor, 
y  no  con  él.  Pero  llegado  el  fiscal  (que  fué  fuerza  viniese  a  cumplir 
una  especial  provisión,  en  que  se  le  cometía  poner  en  libertad  seis- 
cientos indios  e  indias  que  en  estos  cinco  años  se  habían  cautivado 
en  entradas  injustas  hechas  contra  la  voluntad  del  Rey),  procuré  sa- 
zonarle para  que  no  usase  de  severidad  con  el  Gobernador,  sino 
que  con  toda  prudencia  se  portase  con  él,  pues  derechamente  las 
provisiones  hablaban  con  el  antecesor,  y  por  vía  de  consulta  los  tres 
juntos  a  solas  vimos  las  provisiones  todas  y  los  puntos  que  no  se 
cumplían  para  que  se  cumpliesen  todos  por  el  dicho  Gobernador,  sin 
que  fuese  menester  en  lo  exterior  hacer  demostración  alguna,  y  se 
vieron  los  puntos  a  que  so  debiera  acudir,  y  procuró  se  guiasen  las 
cosas  de  modo  que  aun  lo  especial  que  a  mí  se  me  comete  lo  hiciese 
el  señor  Gobernador  de  suyo,  y  en  ausencia  suya  lo  hiciese  yo  como 
en  su  nombre,  con  lo  cual  se  fué  el  fiscal  a  su  Audiencia»  (2). 


(1)    Es  la  carta  del  15  de  Marzo  de  1617  citada.más  arriba. 

{2)    Valdivia  a  Yitelleschi.  Concepción,  3  Febrero  1G18.  (CUilensts.  Historia,  I,  n.  11.) 


630  •  IC.    II. — PROVINCIAS   Di;  TTl/rUAMAH 

El  triunfo  del  P.  Valdivia  fué  confirmado,  si  cabe,  con  la  llegada 
del  nuevo  Gobernador  Lope  de  Ulloa,  que  fué  enviado  a  Chile  a  fines 
de  aquel  mismo  año.  Embarcóse  en  Lima  por  Diciembre  y  llegó  a 
su  gobierno  el  12  de  Enero  de  1618.  Llevaba  tres  cartas  del  Príncipe 
de  Esquiladle,  fechadas  el  10  de  Diciembre  de  1617.  La  primera  iba 
enderezada  a  la  Audiencia  de  Santiago,  a  la  cual  el  Virrey  anunciaba, 
como  de  oficio,  la  voluntad  de  Su  Majestad  de  que  prosiguiese  la 
guerra  defensiva  y  se  quitase  de  veras  el  servicio  personal  do  los 
indios.  La  segunda,  mas  extensa,  se  dirigía  al  P.  Valdivia.  En  ella 
aprobaba  el  Virrey  los  medios  suaves  y  pacíficos  que  el  misionero 
había  puesto  por  obra  para  atraer  a  los  araucanos,  le  encargaba  es- 
tar muy  unido  <5on  el  nuevo  Gobernador,  que  iba  muy  animado  a 
quitar  el  servicio  personal,  y  le  anunciaba,  por  fin,  que  por  las  indi- 
caciones del  P.  Sobrino  se  había  resuelto  a  pagar  el  sustento  de  10 
religiosos  jesuítas.  En  la  tercera  carta,  al  Arzobispo  de  Santiago,  lo 
encomendaba  favorecer  al  P.  Valdivia  en  sus  trabajos  apostólicos  (1). 
Como  se  ve,  el  P.  Valdivia  había  triunfado  en  toda  la  línea  contra 
los  partidarios  de  la  guerra  ofensiva. 

Esto  sucedió  a  principios  de  1618,  y  he  aquí  que,  a  fines  del  año 
siguiente,  sale  de  Chile  para  siempre  el  P.  Valdivia.  Esta  salida  es 
un  misterio  para  casi  todos  los  historiadores.  ¿Por  qué  salió  de  Chile, 
cuando  todo  parecía  convidarle  a  quedarse? 

3.  Para  descifrar  el  enigma  que  so  envuelve  en  este  suceso,  pre- 
ciso es  considerar  la  historia  del  P.  Valdivia  dentro  de  la  Compañía 
de  Jesús.  Nuestros  documentos  domésticos  iluminan  claramente  un 
espacio  del  hecho,  adonde  no  llega  la  luz  de  los  documentos  políti- 
cos guardados  en  los  archivos  nacionales.  Es,  pues,  de  saber  que 
desde  que  empezó  a  trabajar  el  P.  Valdivia  en  la  grande  obra  de  es- 
tablecer la  guerra  defensiva,  los  jesuítas  más  ilustres,  no  sólo  de 
Chile,  sino  también  del  Paraguay  y  del  Perú,  opinaron  que  debía 
retirarse  de  aquel  negocio  complicado.  Adviértase  bien.  No  repro- 
baban estos  Padres  el  sistema  de  la  guerra  defensiva.  Muy  al  contra- 
rio, si  hemos  de  juzgar  por  ciertas  cartas  de  entonces  y  por  la  expre- 
sión que  luego  citamos  de  la  Congregación  provincial  del  Paraguay, 
juzgaban  que  aquel  modo  de  guerrear  era  prudente  y  acertado.  Lo 
que  no  podían  sufrir  era  que  un  hijo  de  la  Compañía  dirigiese  aque- 
lla empresa,  que  reputaban  puramente  política  y  militar.  Además 
miraron  con  cierta  extrañeza  la  situación  singullar  en  que  le  había. 


(1)    Las  tres  cartas  en  el  Arch.  do  ludias,  70-1-38. 


CAP.   XIV. EL  P.   VALDIVIA  Y   LA   GUKRRA  DF.FEXSIVA  631 

colocado  el  P.  Aquaviva,  haciéndole  independiente  del  Provincial 
del  Paraguay.  Efectivamente,  ver  a  un  hombre  sin  ninguna  depen- 
dencia del  Provincial,  dentro  del  territorio  de  una  provincia,  hecho 
Superior  de  cuatro  domicilios,  era  una  anomalía  jurídica  que  no  sa- 
bemos se  hubiese  visto  hasta  entonces  en  la  Compañía.  La  Congrega- 
ción provincial  del  Paraguay,  reunida  en  1615,  dirigió  esta  obser- 
vación al  P.  General:  «El  P.  Luis  de  Valdivia  y  las  misiones  que  es- 
tán a  su  cnrgo  no  dependen  del  Provincial.  V.  P.  verá  si  se  ha  de 
pasar  en  esto  adelante  o  lo  que  se  ha  de  hacer  por  muerte  del  P.  Val- 
divia» (1).  Mucho  sentimos  no  conservar  las  cartas  que  los  Padres 
más  insignes  de  aquellas  regiones  dirigieron  estos  años  al  P.  Gene- 
ral. En  cambio  poseemos  las  respuestas  de  Vitelleschi,  enviadas 
desde  Roma,  y  por  ellas  entendemos  el  modo  de  pensar  de  aquellas 
provincias. 

Escribiendo  al  Provincial  del  Perú,  Juan  Sebastián,  el  5 de  Enero 
de  1616  dice  así  Vitelleschi:  «En  la  segunda  carta  dico  V.  R.  cómo 
allá  juzgan,  que  estaría  mejor  a  la  Compañía  que  el  P.  Luis  do  Valdi- 
via se  fuese  retirando  de  las  ocupaciones  que  tiene  en  Chile.  Pero 
es  de  ver,  si  podría  hacerse  sin  asentimiento  de  Su  Majestad  y  de  su 
Consejo,  por  cuyo  orden  se  encargó  de  dicho  negocio.  Si  de  esta 
manera  puede  hacerse,  acá  holgaremos  grandemente  de  ello»  (2). 
Entiéndese  por  estas  palabras  que  no  sólo  el  P.  Juan  Sebastián,  sino 
también  la  generalidad  de  los  Padres  peruanos  opinaban  que  Valdi- 
divia  debía  retirarse  de  la  guerra  defensiva. 

Más  explícito  está  el  P.  Vitelleschi  respondiendo  a  una  carta  del 
P.  Juan  Romero  (3),  Rector  entonces  del  colegio  de  Concepción,  y  que 
había  sido  catorce  años  Superior  del  Paraguay,  y  por  su  experien- 
cia, religión  y  buen  juicio,  era  quizás  el  hombre  más  insigne  que  po- 
seíamos en  Chile.  Véanse  las  palabras  que  le  dirige  el  P.  General: 
*Pues  hemos  experimentado  los  graves  inconvenientes  que  se  siguen 
de  entrometernos  en  los  arbitrios  de  guerra  defensiva  y  órdenes  de 
Su  Majestad,  importa  en  todo  caso  que  no  se  trate  más  de  esta  mate- 
ria, sino  déjese  a  los  ministros  del  Rey,  y  nosotros  atendamos  sola- 
mente a  nuestros  ministerios,  que  esto  es  lo  que  conviene  a  la  ma- 
yor gloria  de  Dios  y  a  la  paz  y  quietud  de  esa  provincia,  y  me  con- 
suela que  V.  R.  esté  tan  puesto  en  ello,  y  me  persuado  que  con  su 


(1)  Acta  Congr.prov.  Paraquaria.  Memorial  presontado  por  ella  en  1616. 

(2)  Peruana.  Epist.  Gen.,  1584-1618.  A  Juan  Sebast  án,  5  Enero  1616. 

(3)  Para'iuaria.  Epist.  Gen.  A  Romero,  17  Mayo  1621. 


6:^2  líB-  "• — i'KovmciAS  de  ultbamar 

mucha  religión  y  prudencia  habrá  aplacado  a  los  que  estaban  senti- 
dos de  la  Compañía».  Por  aquí  se  ve  que  el  P.  Romero  estaba  muy 
puesto,  para  usar  la  expresión  del  P.  General,  en  apartarse  de  la 
guerra  defensiva.  Con  parecidas  expresiones  aprobó  el  P.  Vitelles- 
chi  la  misma  idea  escribiendo  al  P.  Monroy  (1).  Lo  mismo  venía  a 
decir  al  P.  Pedro  de  Ofiate,  Provincial  del  Paraguay;  lo  mismo,  en 
fin,  escribía  al  P.  Sobrino,  quien,  a  pesar  de  ser  el. agente  ordinario 
del  P.  Valdivia,  se  había  convencido  de  que  no  estaba  bien  a  la  Com- 
pañía meterse  en  negocio  semejante  (2). 

Más  peso  que  la  opinión  de  estos  Padres  tan  insignes  debió  tener 
todavía  el  dictamen  de  la  Congregación  provincial  del  Paraguay, 
reunida  en  1620.  Deseando  librar  a  la  Compañía  para  siempre  de  las 
complicaciones  en  que  nos  había  metido  el  P.  Valdivia,  dirige  al 
P.  General  el  siguiente  ruego:  «Ya  que  el  arbitrio  sobre  la  guerra  de 
Chile  encomendado  por  el  Rey  Católico  al  P.  Luis  de  Valdivia,  aun- 
que hasta  ahora  ha  tenido  feliz  resultado  y  es  piadoso  en  sí  y  ejecu- 
tado con  toda  modestia  y  religión  por  el  dicho  Padre,  nos  ha  atraído 
numerosos  y  enormes  inconvenientes  de  murmuraciones,  persecu- 
(?iones  y  alejamiento  de  nuestros  ministerios,  pide  la  Congregación 
que  Nuestro  Padre  no  permita,  que  dicho  arbitrio  se  encomiende  a 
los  sucesores  del  P.  Valdivia  en  el  colegio  de  Concepción  por  la  Ma- 
jestad Católica,sino  que  procure  por  todos  los  medios  alejar  de  ellos 
semejante  negocio.»  Abundando  en  el  sentir  de  la  Congregación, 
respondió  Vitelleschi:  «Bien  entendemos  que  tales  negocios  ni  son 
conformes  a  nuestro  instituto  ni  útiles  para  los  ministerios  de  las  al- 
mas, y  aunque  nos  alegramos  de  que  hasta  ahora  hayan  sucedido  con 
prosperidad,  mucho  hubiéramos  querido  que  jamás  los  hubieran  em" 
prendido  los  Nuestros»  (3).  Entiéndese  por  el  texto  citado  cuan  aje- 
nos eran  nuestros  Padres  al  negocio  político,  en  que  se  había  metido 
con  toda  su  alma  el  celoso  y  no  tan  prudente  P.  Valdivia. 


(1)   jhid. 
"  (2)    Véanse  estas  cartas  en  el  mismo  tomo.  Fueron  escritas  en  los  años  1621  y  22. 

(3)  Cum  P.  Ludovico  Valdiviae  a  Rege  Catholico  arbitrium  circa  bellum  Chilenso 
commondatuni,  licet  pium  admodum  sit,  et  feliciter  hactenus  cesserit,  ct  ab  ipso  Patro 
cum  orani  modestia  etreJiglone  cxccutum,  innúmera  tamen  et  ingentia  nobis  attulcril 
incommoda  oblocutionum,  persecutionum  ct  a  ministeriis  nostris  abaüenationum, 
postulat  Congrogatio,  ut  Patcr  Noster  non  concedat,  ut  idem  arbitrium  sucoessoribus 
P.  Valdiviao  in  collcgio  Conceptionis  commendotur  a  Regia  Majcstate,  sed  omui  ra- 
lione  a  nobis  avertat. 

Respuesta  del  P.  General:  «Satis  intelligiraus  hujusmodi  negotia  ñeque  consenta- 
nea Instituto  nostro  osse,  ñeque  utilia  ministeriis  animarum,  et  quamquam  laetaiJur 
hactenus  prospere  evenissc,  tamen  malloraus  suscepta  numquam.  fuissent.»  Acta  Cong. 
prov.  Paraqttaria,  1620. 


CAP.    XIV. EL  P.   VALDIVIA   Y   LA   GUERRA  DEIENSIVA  (¡33 

4.  Entretanto  proseguía  este  misionero  sus  esfuerzos  para  satisfa- 
cer a  los  españoles  y  reconciliar  a  los  indios  con  la  religión  y  con 
España.  Apenas  supo  la  elección  del  P.  Vltelleschi  para  el  genera- 
lato de  la  Compañía,  le  dirigió  una  extensa  carta  informándole  do 
lo  que  hasta  entonces  había  hecho  en  el  gran  negocio  de  pacificar  a 
los  araucanos.  Empieza  apuntando  lo  que  hizo  el  año  1G05,  cuando 
por  primera  vez  se  insinuó  en  esta  obra  por  indicación  del  Virrey 
del  Perú.  Manifiesta  después  brevemente  la  comisión  que  le  dio  el 
Rey  Católico  y  las  principales  diligencias  que  hizo  para  ejecutarla 
desde  1612.  Refiere  en  pocas  palabras  la  brava  persecución  que  se 
levantó  contra  él  en,  todo  Chile,  y  se  alegra  de  que  haya  aflojado 
tanto  esa  persecución,  que  se  puede  dar  casi  por  terminada.  Merecen 
copiarse  las  palabras  con  que  expresa  esta  idea.  «Acudimos,  dice,  a 
Nuestro  Señor  con  mucha  confianza,  el  cual  acá  ha  mudado  las  cosas 
en  medio  de  esta  persecución  de  manera,  que  con  sólo  callar  y  eje- 
cutar nuestros  ministerios  con  fervor  y  paciencia,  hemos  ganado  de 
nuestra  parte  a  todo  el  reino  de  Chile,  porque  los  vecinos  encomen- 
deros han  venido  en  esto  distrito  a  poner  sus  almas  en  nuestras  ma- 
nos y  desean  se  justifique  el  servicio  personal.  Los  indios  de  guerra 
han  venido  a  quietarse  ya  todos  y  a  ofrecer  ellos  mismos  lo  que 
antes  les  ofrecía  yo,  y  al  presente  despacho  al  P.  Rodrigo  Vázquez* 
Superior  que  era  de  este  puesto  dé  la  Concepción,  al  señor  Virrey 
del  Perú  con  la  buena  nueva.»  Algo  de  color  de  rosa  están  pintados 
los  negocios  de  Chile,  pues  seguramente  ni  los  españoles  ni  los  arau- 
canos estaban  tan  mitigados  en  1616  como  lo  quiere  persuadir  nues- 
tro fervoroso  misionero. 

,  Declara  después  a  Su  Paternidad  los  domicilios  que  tiene  esta- 
blecidos en  tierra  de  los  araucanos  y  los  medios  de  subsistencia  con 
que  van  pasando  aquellos  operarios  apostólicos.  Son  cuatro  las  resi- 
dencias: la  primera  en  Arauco,  la  segunda  en  Castro,  pueblo  princi- 
pal de  la  isla  de  Chiloé,  la  tercera  en  Buena  Esperanza,  junto  a 
los  indios  catirais,  y  por  último  la  principal  en  Concepción,  donde 
puede  decirse  que  hay  un  colegio  en  toda  regla.  Hanse  pasado  an- 
gustias económicas  por  la  disminución  de  la  renta  que  les  daba  pri- 
mero el  Virrey  del  Perú,  pero  con  todo  eso,  a  fuerza  de  economía  y 
con  algunas  limosnas  de  los  fieles  se  han  adquirido  algunas  fincas 
rurales  y  ganado,  cuyo  producto  sostiene  a  los  misioneros.  Véase 
cómo  declara  el  estado  de  aquel  colegio:  «Apretándonos,  con  lo  que 
ha  sobrado  estos  cuatro  años  he  puesto  hacienda  a  este  colegio  de 
Concepción,  para  sustento  de  los  Padres  que  quedaron  sin  él.  Una 


634  l-IB.    II. — Pr.OVINClAS   DE   ÜLTIÍAMAR 

buena  estancia  donde  tienen  cuatro  mil  ovejas,  mil  y  quinientas  ca- 
bezas de  ganado  cabruno,  yeguas  y  vacas.  He  habido  tierras  de  li- 
mosna y  de  merced  y  comprado  más  de  cuatro  mil  cuadras  allá,  sin 
otras  tres  mil  cuadras,  de  a  cuatrocientas  tercias  en  cuadra  cada  una, 
en  otras  partes,y  aquí  en  el  pueblo  una  buena  viña  que  dará  mil  bo- 
tijas de  vino,  con  sesenta  cuadras  de  tierra  junto  a  ella,  que  está  del 
colegio  seis  cuadras  poco  más  de  distancia.  Les  he  comprado  diez  y 
nueve  negros  para  el  servicio,  sin  alguno  más  que  hay  de  indios. 
Con  lo  cual  y  con  una  buena  librería  que  traje  de  España  y  costó 
allá  mil  quinientos  ducados, para  estas  misiones, que  se  ha  aplicado  a 
este  colegio,  tendrá  este  colegio  lo  necesario  sin  que  tenga  necesi- 
dad de  fundador.» 

También  refiere  el  P.  Valdivia  lo  fervorosos  que  eran  sus  compa- 
ñeros en  atraer  a  los  indios,  de  los  que  se  van  convirtiendo  algunos, 
aunque  con  más  lentitud  que  en  otras  partes.  Interpretando  la  vo- 
luntad del  P.  General,  ha  recibido  en  la  Compañía  algunos  Herma^ 
nos  coadjutores,  que  son  en  aquella  tierra  muy  necesarios  para  el 
cultivo  y  administración  de  la  hacienda.  Por  último,  suplica  al  P.  Vi- 
telleschi  que  eche  su  bendición  a  todos  los  hijos  que  tiene  en  aque- 
llas misiones,  y  cierra  la  carta  con  este  párrafo,  un  poco  singular: 
«Olvidábaseme  de  dar  aviso  a  V.  P.  cómo  los  dos  Provinciales  y  el 
Virrey  y  todos  nuestros  Padres  han  juzgado  que  para  la  autoridad 
del  negocio  que  tengo  a  mi  cargo,  en  medio  de  estas  contradiccio- 
nes, conviene  llamarme  Viceprovincial  en  este  Reino,  y  así  lo  han 
usado  ambos  Provinciales  del  Perú  y  Paraguay»  (1).  No  sabemos  í*i 
el  P.  General  aprobó  este  título  que  deseaba  el  P.  Valdivia.  Lo  qué 
sí  nos  consta  es  que  lo  usó  todavía  venido  a  España  en  1622,  pues  en 
cierto  memorial  que  imprimió  refiriendo  las  cosas  de  Chile,  se  daba 
a  sí  mismo  el  título  de  Viceprovincial  de  Chile.  No  sé  si  hará  buena 
impresión  en  nuestros  lectores  este  deseo  afanoso  de  conservar  un 
título  que  había  caducado  desde  años  atrás. 

Esta  carta  se  escribió  el  12  de  Octubre  de  1616.  Como  ya  lo  he- 
mos insinuado,  a  los  pocos  meses  llegaron  los  despachos  favorables 
a  Valdivia,  que  en  Madrid  le  había  negociado  el  P.  Sobrino,  y  las 
provisiones  mandadas  desde  Lima  por  el  Príncipe  de  Esquilache. 
Este  triunfo  de  su  causa  debió  enardecer  sobremanera  al  P.  Valdi- 
via. Reanimáronse  sus  esperanzas,  y  por  lo  visto  se  acrecentó  tam- 
bién su  deseo  de  obrar  en  Chile  con  toda  independencia  y  vigor.  De 


(1)     Chilenais.  Historia,  I,  D.  10. 


CAP.  XIV.— EL  P.  VALDIVIA  Y  LA  GUERRA  DEFENSIVA  635 

nuevo  escribió  ai  P.  General  el  8  de  Febrero  de  1618  una  extensa 
carta  (1)  dándole  cuenta  de  sus  trabajos,  y  pocos  días  después  otra, 
que  no  se  ha  conservado,  en  la  que  dirige  a  Su  Paternidad  aquella 
extraña  petición  de  que  le  alcanzase  las  veces  del  Sumo  Pontífice 
para  el  Obispado  de  la  Imperial.  Ya  dijimos  en  el  tomo  anterior  (2) 
lo  que  el  P.  Vitelleschi  respondió  a  esta  última  demanda. 

5.  Estas  cartas  de  Valdivia, llenas  de  tan  halagüeñas  esperanzas,se 
cruzaron  en  el  camino  con  otras  del  P.  General,  que  indudablemente 
no  eran  esperadas  por  nuestro  famoso  misionero  de  Chile.  La  pri- 
mera que  le  dirigió  Vitelleschi  está  fechada  el  30  de  Abril  de  1616, 
y  fué  escrita,  por  consiguiente,  tinos  cinco  meses  después  de  elegido 
General.  En  ellas  contesta  el  P.  Vitelleschi  a  dos  cartas  de  Valdivia 
dirigidas  al  difunto  P.  Aquaviva.  Dice  así  el  nuevo  General:  «En- 
trambas cartas  que  recibí  de  V,  R.  son  escritas  en  Febrero  del  año 
pasado  de  1615,  con  las  cuales  holgué  grandemente,  asi  por  la  buena 
relación  que  da  de  sus  compañeros  que  andan  en  esas  misiones, 
como  por  entender  lo  mucho  que  Dios  se  sirve  del  empleo  de  V.  R. 
y  de  los  demás  en  ayuda  espiritual  de  tantas  almas.  Lo  que  siento,  y 
no  poco,  es  que  V.  R.  anduviese  con  falta  de  salud,  siendo  así  que 
para  semejante  empresa  es  menester  tenerla  muy  entera,  y  espero' 
que  el  Señor  por  quien  trabaja  se  la  habrá  dado.  Sea  como  yo  deseo. 
Fué  muy  acertado  enviar  al  Virrey  la  visita  que  se  le  encomendó  de 
los  indios  y  descargarse  del  cuidado  y  gobierno  del  obispado  de  la 
Imperial,  y  si  pudiese  V.  R.  salirse  de  lo  demás  sin  contravenir  el 
orden  que  lleva  de  Su  Majestad  y  de  su  Consejo  (ya  que  halla  en  al- 
gunos ministros  tanta  contradicción,  pretendiendo  por  sus  intereses 
que  se  prosiga  la  guerra),  me  persuado  que  se  evitarían  muchas  pe- 
sadumbres y  podría  ser  que  los  indios  diesen  más  entrada,  para  que 
los  Nuestros  les  fuesen  enseñando  las  verdades  de  nuestra  santa  fe. 
Porque  prometiendo  V.  R.  de  parte  de  Su  Majestad  la  paz,  si  los  mi- 
nistros lo  contradicen  y  no  se  les  atiende  a  semejantes  promesas  (como 
dice  que  sucede),  fácilmente  quedarán  los  indios  irritados  contra  los 
Nuestros,  aunque  sin  culpa  y  del  todo  inocentes,  y  no  se  podrá  con- 
seguir lo  que  el  Rey  con  tanta  piedad  pretende,  de  traerlos  al  cono- 
cimiento y  servicio  de  su  Criador»  (3).  Por  estas  cartas  se  ve,  primero 
la  estima  grande  que  el  P.  General  tenía  del  celo  apostólico  de  Val- 


(1)  Ibid.,  n.n. 

(2)  Véase  la  pág.  713. 

(3)  Paracptaria.  Episi.  Gen.  A  Valdivia,  30  Abril  161G. 


636  I.IB.  -IT. — PROVINCIAS.  DE   T7LTEAMAR  ' 

divia,  y  al  mismo  tiempo  el  deseo  de  que  se  fuera  podo  a  poco  des- 
embarazando de  aquel  complicado  negocio. 

Algo  desagradable  sería  para  Valdivia  este  último  párrafo  del 
P.  General;  pero  todavía  le  debió  sorprender  más  lo  que  luego  re- 
solvió acerca  de  su  situación  el  P.  Vitellesehi.  La  observación  citada 
más  arriba  de  la  Congregación  provincial  paraquariense  de  1615, 
despertó  sin  duda  la  atención  del  nuevo  General.  Reflexionó  sobre 
aquella  excepción  tan  singular  que  había  hecho  el  P.  Aquaviva,  cons* 
tituyendo  a  Valdivia  Superior  independiente  de  las  misiones  de 
Chile.  Convencido  de  que  no  convenía  prolongar  tal  anomalía  jurí- 
dica, se  determinó  Vitellesehi  a  suprimirla  de  un  golpe  y  reducir  las 
misiones  de  Chile  al  cauce  ordinario  de  nuestra  administración.  Es- 
cribió, pues,  al  P.  Provincial  del  Paraguay,  Pedro  de  Oñate,  la  si- 
guiente carta,  el  mismo  día  30  de  Abril  de  1616:  «Al  P.  Diego  de  To- 
rres, predecesor  de  V.  R.,  se  escribió  en  26  de  Febrero  de  1613  que 
el  P.  Luis  de  Valdivia  cuidaría  del  gobierno  y  disposición  de  sus  com- 
pañeros, con  dependencia  inmediata  de  acá,  y  que  por  tanto  quedaba 
él  totalmente  libre  de  gobernarlos.  Cuando  lo  sobredicho  se  ordenó, 
juzgóse  ser  lo  que  más  convenía,  según  las  circunstancias  que  enton- 
<?es  hubieron  de  concurrir.  Pero  habiéndose  después  acá  considerado 
más  y  encomendado  al  Señor,  y  conferídose  con  los  Padres,  ha 
parecido  que  al  buen  gobierno  y  unión  de  los  líuestros  y  conser- 
vación y  promoción  de  la  misma  empresa  y  a  la  ejecución  de  la  vo-i 
luntad  de  Su  Majestad  (la  cual  con  todas  veras  encargo  a  V.  R.  que  a 
la  letra  se  cumpla),  conviene,  y  es  muy  necesario,  que  la  disposición 
de  los  sujetos  y  el  proveer  aquellas  misiones  y  las  residencias  a  que 
se  hubiere  dado  principio,  estén  a  cargo  y  gobierno  del  Provincial 
de  esa  provincia,  y  siéndolo  al  presente  V.  R.,  corre  ya  por  su  cuenta 
desde  el  día  en  que  recibiere  ésta  y  le  constare  de  lo  que  en  ella  se 
dice.  Lo  mismo  se  escribe  al  P.  Valdivia»  (1).  Y,  efectivamente,  a 
(continuación  vemos  otra  carta  al  P.  Valdivia  en  que  se  repiten  las 
mismas  ideas.  Gran  desencanto  debió  ser  para  nuestro  misionero  el 
oir  la  determinación  del  P.  General.  Él  insistía  en  que  le  hiciesen 
Viceprovincial,  pedía  que  le  obtuviesen  las  veces  del  Papa,  y  hete 
aquí  que  le  quitan  la  independencia  que  tenía  y  le  someten  en  todo 
y  por  todo  al  Provincial  del  Paraguay. 

6.    Estas  órdenes  recibidas  de  Roma  debieron  engendrar  en  el 
P.  Valdivia  profundo  desaliento.  De  aquí  brotó,  sin  duda,  la  idea  que 


(1)    Ibid.  Con  la  misma  fecha  3.0  Abril  16tG. 


CAP.  XIV.— EL  r.   VALDIVIA  Y  LA  GUERRA  DEFENSIVA  637 

propuso  en  Marzo  de  1619,  do  volver  a  España  para  informar  al  Rey 
acerca  de  sus  negocios  (1).  El  P.  General  no  pudo  resolverse  todavía, 
y  quiso  esperar  algún  tanto,  hasta  saber  si  podía  verificarse  bu 
vuelta  sin  ofensa  de  Su  Majestad.  Respondiendo  á  Valdivia  le  decía 
estas  palabras.-  «De  la  vuelta  de  V.  R.  a  España  no  puedo  decir  cosa 
ninguna  hasta  saberse  lo  que  Su  Majestad  y  su  Consejo  responderán 
a  la  petición  de  V.  R.;  pues  habiendo  ido  allá  por  su  orden  expreso, 
no  conviene  resolver  nada  que  desdiga  de  él,  y  mientras  no  se  su- 
piere su  respuesta,  se  terna  el  debido  cuidado  con  la  salud,  consuelo 
y  alivio  de  V.  S.»  (2). 

Hecha  esta  petición,  que,  como  se  ve,  debió  ser  enviada  por  un 
lado  al  Rey  y  por  otro  a  nuestro  P.  General,  continuó  Valdivia  en 
Chile  algunos  meses,  sin  que  sepamos  cosa  particular  acerca  de  su 
persona.  Empero,  llegados  al  mes  de  Noviembre  del  mismo  año  1619 
nos  hallamos  súbitamente  con  la  extraña  noticia  de  que  el  P.  Valdi- 
via se  había  embarcado  para  Lima,  resuelto  a  no  volver  más  a  las 
tierras  en  que  tanto  había  trabajado.  ¿Cuál  fué  la  causa  de  esta  sa- 
lida inesperada?  Diremos  sin  ambages  la  verdad,  aunque  sea  bas- 
tante amarga.  El  P.  Valdivia  salió  de  Chile,  porque  tuvo  un  encuen- 
tro estrepitoso  con  el  P.  Provincial  del  Paraguay,  Pedro  de  Oñate.  El 
mismo  Valdivia  nos  lo  dice  expresamente  en  una  carta  que  después 
dirigió  al  mismo  Oñate.  aMe  resolví,  dice,  a  dejarlo  todo,  iwr  no  ver-- 
me  en  manos  de  V.  E.,  sino  huir  de  sn  gobierno  tan  apresuradoy>  (3). 
En  otra  carta  escrita  diez  días  después,  refiriendo  que  el  Virrey  del 
Perú  procuraba  devolverle  a  Chile,  añade  Valdivia:  «Fuémo  fuerza 
decirle...  que  por  cuanto  Dios  tiene  criado,  estando  sujeto  a  V.  R.  no 
volvería  a  Chile»  (4).  Y  cerca  del  fin  de  la  misma  carta  exclama  el 
mismo:  «V.  R.  me  culpó  y  me  injurió  y  me  afrentó.» 

¿Cuál  fué  el  acto  particular  a  que  alude  el  P.  Valdivia  y  que  él 
llama  injuria  y  afrenta?  ¿Qué  hizo  el  P.  Oñate  para  que  tanto  se  afli- 
giese Valdivia?  Es  cosa  conocida  que  desde  1612  los  enemigos  de 
nuestro  misionero  murmuraban  continuamente  contra  él,  y  más  do 
una  vez  le  levantaron  falsos  testimonios  en  materia  de  honestidad. 
Difundiéndose  pronto  por  todas  partes  estas  calumnias,  el  P.  Pedro 
de  Oñate  deseó,  naturalmente,  prevenir  cuanto  se  pudiera  cualquiera 


(1)    No  se  conserva  esta  carta  de  Valdivia. 
(•2)    Í6td.  A  Valdivia,  20  Abrill  620. 

(3)  Pai-acLuaria.  Historia,  I,  ii.  'il.  Véanse  en  el  Apéndice  las  dos  cartas  do  Valdivia 
a  Oñate,  escritas  desde  Lima  el  20  y  el  30  de  Abril  de  1620. 

(4)  I6id.,  n.  32. 


638  LiK.    Jl. — PKOVINCIAS   DIO   ULTRAMAR 

ocasión  que  se  pudiera  dar  a  ellas.  Examinando  la  conducta  del 
P.  Valdivia,  parece  que  descubrió  algunos  ligeros  descuidos,  que  pu- 
dieron dar  asidero  a  las  murmuraciones  de  los  malévolos.  Tal  era, 
por  ejemplo,  el  poner  la  mano  sobre  la  cabeza  de  una  mujer,  lo  cual 
había  hecho  Valdivia  consolando  a  algunas  pobres  indias  (1). 

¿Creyó  además  el  P.  Provincial  alguna  culpa  grave  del  P.  Valdi- 
via? Así  pudiera  inferirse  de  cierta  expresión  que  usa  éste  en  la  se- 
gunda de  sus  cartas,  donde  dice:  «V.  R.  escribió...  que  aunque  me  ha- 
bían levantado  muchos  testimonios,  pero  que  era  yo  persona  que  ha- 
bía cometido  esto  y  esto  y  esto,  cosas  tan  graves.»  ¿Se  significa  por 
esta  expresión  algún  pecado  mortal?  Estamos  seguros  de  que  no.  Si  el 
P.  Oñate  hubiera  creído  a  su  subdito  reo  de  culpa  grave,  le  hubiera 
encerrado  y  formado  proceso,  como  se  acostumbraba,  y  ya  que  no  se 
atreviese  a  tanto,  por  ser  tan  principal  en  Chile  la  persona  del  P.  Val- 
divia, de  seguro  hubiera  avisado  al  P.  General,  y  éste,  indefectible- 
mente, hubiera  mandado  averiguar  la  culpa  y  castigarla  severamen- 
te, si  era  verdadera.  Ahora  bien,  consta  por  la  carta  que  luego  cita- 
mos del  P.  Vitelleschi,  que  nunca  éste  dio  importancia  a  los  rumo- 
res difundidos  contra  el  P,  Valdivia,  ni  le  habla  de  ellos  en  el  tiem- 
po siguiente,  ni  manifiesta  la  más  leve  sospecha  en  ese  punto.  Parece, 
pues,  cierto  que  el  Provincial  del  Paraguay  no  juzgó  que  Valdivia 
hubiese  incurrido  en  ninguna  culpa  grave,  y  en  este  juicio  le  debió 
confirmar  poco  después  la  retractación  pública  que  hicieron  algunos 
calumniadores  (2).  Pero  también  se  convenció  de  que  en  el  trato  de 
gentes  había  cometido  Valdivia  algunas  indiscreciones,  que  podían 
dar  pie  a  la  maledicencia  de  nuestros  enemigos. 

Hallándose,  pues,  el  Provincial  por  un  lado  con  aquellas  calum- 
nias, y  por  otro  con  algún  descuido  en  el  proceder  del  misionero, 
creyó  necesario  delante  de  Dios  aplicar  enérgico  remedio  y  hacer 


(1)  «Si  alguna  llaneza  y  compasión  tuve  de  alguna  india  afligida  que  vino  a  mí  a 
ampararse,  y  alguno  me  vio  ponerle  la  mano  en  la  cabeza  o  otra  demostración  con 
afecto  de  compasión»,  etc.  Ibid. 

(2)  No  estará  de  más  advertir  que  el  P.  Cordara  (Hist.  S.  J.,  P.  VI,  1.  I,  n.  249)  ha 
escrito  una  frase  que  se  puede  interpretar  en  mal  sentido.  Después  de  referir  las  gra- 
ves imputaciones  hechas  falsameníe  al  P.  Valdivia,  y  de  avisarnos  que  el  P.  Oñato 
era  crédulo,  prosigue  así:  <-'Provhiciulis,  ctsi  talis  viri  integritate  occtipatiis  eanstís  cognitio- 
nem  non  iiistitnerct,  cum  tamen  piicatim  increpiiit  qi-.a&i  sontcm.i>  Como  no  pone  el  término 
de  este  adjetivo  sontem  (culpable),  juzgará  ol  lector  que,  según  Cordara,  el  P.  Provin- 
cial creyó  a  Valdivia  culpable  de  los  graves  pecados  que  lo  imputaban.  Si  eso  quiso 
decir  el  historiador,  rechazamos  su  afirmación.  El  P.  Oñate  no  creyó  a  Valdivia  reo 
de  culpas  graves,  sino  de  algunos  descuidos  que  podían  dar  ocasión  a  calumnias 
graves. 


CAP.   XIV. — EL   P.   VALDIVIA   Y   LA   GLEKIÍA   DEFENSIVA  639 

todo  lo  posible,  para  librar  a  la  Compañía  de  aquellas  murmuracio- 
nes. Mandó,  pues,  severamente  al  P.  Valdivia  evitar  todo  descuido  y 
alejar  de  sí  toda  ocasión  que  pudiera  dar  pábulo  a  la  calumnia.  Este 
precepto  se  lo  impuso  con  censuras  eclesiásticas  y  se  lo  dio  por  es- 
crito y  firmado  de  su  nombre  (1).  Este  acto  del  P.  Provincial  fué  un 
golpe  terrible  para  el  P.  Valdivia.  Aquel  hombre,  acostumbrado  a 
dirigir  por  sí  mismo  todos  sus  negocios;  aquel  hombre,  que  había  pe- 
dido autoridad  eclesiástica,  civil  y  religiosa,  que  había  insistido  tanto 
para  que  le  concediesen  ser  independiente  de  todos  los  Superiores 
de  América,  aquel  hombre,  en  fin,  tan  acostumbrado  a  mandar,  no 
pudo  sufrir  el  verse  mandado  por  el  P.  Provincial  con  tanto  rigor. 
Al  instante  resolvió  alejarse  para  siempre  de  Chile.  Con  pretexto  de 
informar  al  Virrey  del  Perú  y  a  Su  Majestad  sobre  los  asuntos  chi- 
lenos, pidió  licencia  al  Provincial  para  dirigirse  a  Lima  y  a  Madrid. 
El  P.  Oñate  accedió  a  esta  petición  y  le  concedió  la  patente  para  el 
viaje.  No  sabemos  los  términos  en  que  estaba  concebida.  El  P.  Val- 
divia se  queja  en  una  de  sus  cartas,  de  que  la  tal  patente  iba  redac- 
tada en  términos  algo  ambiguos  y  recelosos.  Obtenida  la  facultad  de 
partirse,  echó  la  voz  Valdivia  de  que  iba  a  España-para  informar  al 
Rey  sobre  los  negocios  de  Chile;  firmó  el  27  de  Noviembre  de  1619, 
con  el  Gobernador  Lope  de  UUoa,  una  nota  sobre  los  asuntos  que 
debía  exponer  en  la  corte  (2),  y  luego  se  puso  en  camino. 


(1)  En  la  primera  de  sus  cartas  dice  Valdivia  que  el  Provincial  eclw  mano  de  las 
censtiras,  y  en  la  segunda  explica  el  precepto  en  estos  términos:  «V.  R.  escribió  aquel 
])apol  y  le  firmó  antes  de  haberme  oído  ni  hablado,  y  en  él  firmó  V.  R.  que  aunque 
me  habían  levantado  muchos  testimonios,  pero  que  era  yo  persona  que  había  come- 
tido esto  y  esto  y  esto,  cosas  tan  graves.  Aquí  pare  V.  R.  y  repare  lo  que  todos  han 
reparado  y  con  razón,  cómo  pudo  V.  R.  afirmar  ni  firmar  cosa  semejante,  antes  de 
hablarme  ni  oirmo,  ni  como  juez  ni  como  padre.  Primero  debiera  V.  R.  llamarme  y 
preguntarme  qué  hay  en  esto  y  en  esto,  y  luego,  oído  yo,  podía  V.  R.,  como  padre  o 
como  juez,  escribir  y  firmar  si  lo  que  yo  decía  no  era  a  propósito;  pero  no  lo  hizo 
V.  R.,  sino  que  sin  oirme  escribió  y  firmó...,  me  leyó  el  papel  todo,  y  yo  respondí  quo 
lo  guardaría  y  tendría,  mas  que  cómo  se  hacía  aquello  sin  haberme  oído.»  Es  de  sen- 
tir que  no  poseamos  ni  el  texto  de  este  precepto,  ni  la  carta  del  P.  Oñate  en  que  ex- 
plicaba el  caso.  Aunque  Valdivia  dice  al  fin  de  esta  carta:  «V.  R.  sin  oirme  me  culpó  y 
firmó  contra  mí  y  me  leyó  sentencia  y  me  injurió  y  afrentó»,  no  se  crea  que  se  tra- 
taba de  sentencia  judicial,  sino  ¿Le  un  precepto,  en  el  cual,  antes  de  escribir  lo  man- 
dado, indicaría  el  P.  Provincial  algunos  hechos  que  le  movían  a  mandar,  y  en  estos 

'hechos  habría  lo  que  disgustó  a  Valdivia.  Que  no  hubo  sentencia  judicial  lo  deja  en- 
tender el  mismo  Valdivia  en  esta  segunda  carta,  cuando  dice:  «V.  R.  me  preguató  si 
quería  que  se  procediese  ordinejudiciaU.  Dije  que  sí,  aunque  vi  el  daño  general  al  ne- 
gocio del  Rey,  que  de  desacreditar  mi  persona  y  de  andar  en  preguntas  se  seguiría. 
Y  V.  R.  de  hecho  me  persuadió  a  callar.»  No  hubo,  pues,  proceso  ni  sentencia. 

(2)  Véase  el  texto  de  esta  nota  en  el  Archivo  de  Indias,  77-5-2.  El  P.  Enrich  (t.  I, 
página  337)  presenta  un  resumen  do  ella. 


040  líi'-    n.-^J'KOVINCIAS   DE   ULTKAlíAIt 

7.  Ignoramos  el  día  preciso  en  que  se  embarcó,  pero  por  una  de 
sus  cartas  dirigidas  al  P.  Oñate  desde  Lima,  deducimos  que  debió  ser 
a  fines  de  Noviembre  de  1619,  pues  dice  que  está  en  la  capital  del 
Perú  desde  hace  cinco  meses  (1).  Llegado  a  esta  ciudad,  desahogó  su 
corazón  con  el  P.  Frías  Herrán,  que  era  de  los  hombres  más  conocir 
dos  suyos,  j  todavía  le  comunicó  más  sus  cosas,  cuando  al  pocq 
tiempo,  muerto  por  Enero  de  1620  el  P.  Álvarez  de  Paz,  empezó  a  ser 
Provincial  del  Perú  el  dicho  P.  Frías  Herrán.  En  esto  no  cometió 
ninguna  falta,  pues  era  muy  natural  que,  como  hombre  afligido,  des- 
ahogase su  pecho  con  quien  podía  consolar  sus  amarguras.  No  hizo 
tan  bien  en  comunicarse  demasiado  con  el  Príncipe  de  Esquilache, 
Virrey  del  Perú,  a  quien  dio  parte  de  sus  congojas  y  declaró  sus  di- 
ferencias con  el  P.  Oñate,  descendiendo  hasta  a  pormenores  económi- 
cos, cual  era  la  repartición  de  la  limosna  que  daba  Su  Majestad  a 
las  misiones  de  Chile.  Así  el  Príncipe,  como  el  P.  Frías  Herrán,  con- 
solaron lo  mejor  que  pudieron  al  P.  Valdivia.  Fuéronle  encargados 
los  sermones  más  honoríficos  en  la  Cuaresma  de  1620.  El  mismo  Vi- 
rrey se  quedó  algunas  veces  en  nuestra  casa  a  comer  con  la  comuni- 
dad, para  tener  el  gusto  de  oir  el  sermón  del  P.  Valdivia,  que  solía 
ser  por  la  tarde.  Fuera  de  esto,  tuvo  largos  coloquios  con  el  misio- 
nero, pidiéndole  noticias  sobre  los  negocios  de  Chile,  y,  según  pa- 
rece, aceptando  de  lleno  las  ideas  del  P.  Valdivia  acerca  del  modo  de 
conducir  la  guerra  con  los  araucanos. 

Por  indicación,  según  dice  el  mismo  Valdivia,  del  P.  Frías  Herrán, 
escribió  dos  cartas  de  satisfacción  al  P,  Oñate,  una  el  20  y  otra  el 
80  de  Abril  de  1620  (2).  Ambas  están  redactadas  con  demasiada  acri- 
monia e  intemperancia.  Nos  parecen  dos  desahogos  poco  dignos,  que 
nianifiestan  a  las  claras  la  falta  de  humildad  y  mortificación  que  en 
esto  suceso  tuvo  el  P.  Valdivia.  Acusa  al  Provincial  del  Paraguay  de 
haber  faltado  a  la  justicia,  a  la  caridad  y  a  la  prudencia;  de  haberle 
condenado  sin  oírle;  de  haberle  tratado  con  poca  nobleza,  y  junto 
con  estas  acusaciones  se  complace  en  referirle  por  extenso  los  hono 
res  que  le  hacen  en  la  capital  del  Perú,  y  la  pretensión  que  allá  tie- 
nen de  que  sea  aplicado  a  aquella  provincia,  como  hombre  insigne  y 
de  quien  se  esperan  grandes  acrecentamientos  a  mayor  gloria  de 
Dios.  Por  fin,  protesta  que  se  dirige  a  España  y  al  P.  General,  para 


(1)  El  licenciado  Canseco,  Visitador  de  Chile,  escribiendo  al  Key  el  31  do  Marz» 
de  1G20,  dice:  «El  P.  Luis  de  Valdivia  ha  cuatro  meses  salió  de  esto  reino.»  (Arch.  de 
Indias,  77-5-2.)  Debió  salir,  por  consiguiente,  hacia  el  '¿O  de  Noviembi'c  de  1GÍ9. 

(2)  Son  las  dos  citadas  iñás  arriba.  Véanse  en  el  ApOndice. 


(Al-.   XIV.— EL   r.   VALDIVIA  Y  LA   GUEKKA  DEFENSIVA  (¡41 

informarles  acerca  de  su  inocencia,  y  perdona  al  P.  Ofiate  las  inju- 
rias que  de  él  ha  recibido.  Cuando  el  Provincial  del  Paraguay  se  en- 
contró con  estas  cartas  en  la  mano,  las  envió  al  instante  al  P.  Gene- 
ral, acompañándolas  con  otra  en  que  explicaba  detenidamente  todo 
lo  que  le  había  sucedido  con  el  P.  Valdivia.  Es  de  sentir  que  no  se 
haya  conservado  esta  carta  del  P.  Oñate,  pues  sería  probablemente 
la  más  cumplida  explicación  de  aquel  suceso  inesperado. 

El  P.  Vitelleschi,  leídas  las  cartas  de  Valdivia  y  la  que  le  dirigió 
el  Provincial  del  Paraguay,  dio  la  razón  plenamente  a  este  segundo. 
Contestándole  el  11  de  Julio  de  1622,  le  dijo:  «Mucha  pena  me  ha  dado 
el  mal  oficio  que  hizo  el  P.  Luis  de  Valdivia  con  el  señor  Virrey  del 
Perú,  y  para  cumplir  con  mi  obligación  no  puedo  dejar  de  advertirle 
su  falta,  y  juntamente  cuan  poca  razón  tiene  de  estar  quejoso 
de  V.  R.,  a  quien  aseguro  que  no  volverá  el  dicho  Padre  a  esa  pro- 
vincia» (1).  Y  efectivamente,  el  P.  Vitelleschi  escribió  a  Valdivia  una 
carta  grave,  que  vamos  a  copiar  a  la  letra,  porque  nos  muestra  el 
juicio  que  había  formado  Su  Paternidad  acerca  de  este  suceso,  des- 
pués de  oír  a  ambas  partes.  «No  me  parece,  dice  Vitelleschi,  que 
cumpliera  con  la  obligación  de  mi  oficio,  si  no  avisara  a  V.  R.  con  la 
claridad  y  llaneza  que  debo,  cómo  han  llegado  a  mis  manos  dos  car- 
tas suyas  de  20  y  30  de  Abril  de  1620,  escritas  al  P.  Pedro  de  Oñate, 
Provincial  del  Paraguay.  Y  si  bien  he  conocido  ser  la  letra  y  firma 
de  V.  R.,  pero  he  extrañado  mucho  las  razones  que  en  ellas  dice,  por 
ser  ajenas  de  la  humildad  y  modestia  de  uno  de  la  Compañía,  y  del 
respeto  que  se  debe  tener  a  un  Provincial,  culpándole  que  había 
creído  de  ligero  y  que  no  había  procedido  en  sus  cosas  guardando 
las  leyes  de  la  caridad,  justicia  y  debida  prudencia.  Y  todo  esto  con 
palabras  picantes  y  que  declaran  bien  el  demasiado  sentimiento  con 
que  V.  R.  estaba.  Persuádeme  de  su  mucha  religión  y  cordura,  que 
habrá  reconocido  el  exceso  y  falta  que  en  esto  tuvo,  y  que  el  dicho 
P.  Provincial  hizo  su  oficio  con  caridad  y  blandura,  sin  aprovecharse 
de  otros  medios  que  lastimaran  más,  como  pudiera, 

«Fuera  de  lo  dicho,  en  dos  cosas  no  sé  cómo  excusar  a  V.  R.  La 
primera  en  haber  dado  a  entender  en  Lima  al  señor  Príncipe  de  Es- 
quilache.  Virrey  que  entonces  era  del  Perú,  las  cosas  que  le  habían 
pasado  con  su  Provincial,  de  lo  cual  no  se  podía  sacar  otro  fruto,  sino 
darle  ocasión  a  que  creyese  que  V.  R.  había  cometido  lo  que  niega, 
o  que  el  dicho  P.  Provincial  por  sus  fines  procuraba  descomponerle. 


(I)     Paraquaria.  Epid.  Gen.  A  Oñate,  11  Julio  1(J22. 


M2 


PROVINCIAS    PK    r 


Todo  lo  cual  se  debió  excusar,  pues  no  había  urgente  causa  que  obli- 
dase  a  darle  a  Su  Excelencia  esa  cuenta.  La  segunda  es,  ¿qué  necesi- 
dad había  de  decir  tan  por  menudo  al  dicho  señor  Virrey  el  modo 
con  que  se  distribuía  y  repartía  la  limosna  que  Su  Majestad  da  para 
las  doctrinas  y  misiones  de  la  Concepción,  y  que  el  P.  Provincial  ha- 
bía tomado  mil  pesos  de  esa  limosna  para  gastos  comunes?  Que  si  en 
lo  uno  y  en  lo  otro  se  había  errado,  a  mí  me  lo  había  de  escri- 
bir V.  R.  para  que  yo  lo  remediase,  y  no  decírselo  al  señor  Virrey, 
metiéndole  en  nuestro  gobierno  y  haciendo  que  nos  ponga  órdenes 
en  lo  que  pertenece  en  todas  las  religiones  a  los  superiores  de  ellas. 
Esto  es  lo  que  me  pareció  deber  advertir  a'V.  R.  con  amor  y  cari- 
dad, como  lo  he  hecho,  con  deseo  de  su  mayor  bien,  y  para  que  si 
tuviera  algo  que  avisarme  acerca  de  ello,  que  yo  no  sepa,  me  lo  es- 
criba, para  que  quede  más  enterado  de  la  verdad.  Guarde  Nuestro 
SeñoraV.  R.»  (1). 

Obsérvese  lo  que  dice  el  P.  General.  En  la  primera  carta  afirma 
que  el  P.  Valdivia  no  tuvo  razón  de  estar  quejoso  del  P.  Oñate;  en 
la  segunda  manifiesta  que  el  dicho  P.  Provincial  hizo  su  oficio  con 
caridad  y  blandura,  y  que  hubiera  podido  emplear  otros  medios  que 
lastimaran  más.  Debemos  añadir,  para  honra  del  P.  Valdivia,  que 
avisado  de  esta  falta,  reconoció  después  humildemente  lo  que  se  ha- 
bía excedido  en  escribir  las  dos  cartas  al  P.  Oñate.  Así  nos  lo  dice  el 
mismo  Vitelleschi  escribiendo  a  Valdivia  tres  meses  después.  «De 
consuelo  y  edificación,  dice,  me  han  sido  las  dos  de  V.  R.  de  16  de 
Agosto,  donde  con  humildad  reconoce  y  confiesa  en  lo  que  excedió, 
y  con  puntualidad  y  verdad  me  cuenta  lo  que  pasó»  (2). 

8.  Habiéndose  detenido  como  medio  año  en  la  capital  del  Perú, 
embarcóse  Valdivia  para  España.  El  24  de  Setiembre  de  1620  estaba 
en  las  islas  Terceras,  y  desde  allí  envió  al  P.  Vitelleschi  el  primer 
,  aviso  do  su  venida.  Poco  después,  llegado  a  Cádiz,  repitió  el  aviso. 
En  contestación  a  estas  dos  cartas  le  dice  así  el  P.  General  el  25  de 
Enero  de  1621:  «Pues  desde  Madrid  me  irá  avisando  V.  R.  de  las  co- 
sas, reservo  lo  que  toca  a  la  disposición  de  V.  R.  hasta  que  con  otras 
cartas  suyas  tenga  más  luz.  Por  ahora  me  contento  con  decirle 
a  V.  R.  que  no  veo  necesidad  qué  le  obligue  a  venir  a  Roma...  En- 
cargo a  V.  R.  muy  mucho  dos  cosas.  La  una,  que  abrevie  su  despacho 
en  esa  Corte,  cuanto  sea  posible,  y  luego  se  pase  a  la  provincia  de 


(1)  Custr.Uana.  EpM..  de».,  1022-1630.  A  Valdivia,  11  Julio  1622. 

(2)  Ihi'l.  A  Valliv¡;i,  ;{1  Ootührc  1(Í22. 


VAI,in\  lA    V    I. A    GUERRA    DKFKNSHA 


Castilla,  donde  descansará.  La  otra,  que  tratándose  de  volverle  al 
Perú,  V.  R.,  como  tan  religioso,  procure  estorbarlo,  valiéndose  para 
ello  de  los  medios  que  sean  posibles.  Eso  es  lo  que  conviene  para  su 
quietud»  (1). 

Por  esta  carta  se  conoce  el  gran  deseo  que  desde  luego  concibió 
el  P.  General  de  no  permitir  a  Valdivia  residir  en  la  Corte.  No  había 
de  ser  tan  fácil  sacarle  de  allí.  Seis  meses  de  esfuerzos,  desde  Enero 
hasta  Julio  de  1621,  le  costó  al  P.  Vitelleschi  obtener  este  objeto. 
Apenas  llegado  a  Madrid  el  misionero,  pidió  audiencia  al  Rey  Feli- 
pe III,  y  la  consiguió  sin  ninguna  dificultad.  Expúsole  el  estado  de 
los  negocios  de  Chile  y  le  presentó  las  amplias  explicaciones,  que 
podía  ofrecer  como  nadie,  pues  había  manejado  los  negocios  más 
importantes  de  aquel  reino.  Su  Majestad  se  mostró  agradecido  a  los 
buenos  servicios  del  P.  Valdivia,  y  le  encargó  informar  de  todo  al 
presidente  del  Consejo  de  Indias.  Hízolo  así  el  jesuíta,  informó  de 
todo  al  presidente  y  amplió  las  explicaciones  que  había  dado  al  Rey. 
También  debió  poner  en  manos  de  Su  Excelencia  algunas  cartas  que 
traía  de  Chile  y  del  Perú.  Varios  autores  han  dicho  que  Felipe  III, 
deseando  recompensar  los  grandes  servicios  de  Valdivia,  le  ofreció 
una  plaza  en  el  Consejo  de  Indias  (2).  No  he  visto  semejante  idea  en 
ningún  documento  de  aquellos  años.  La  primera  vez  que  asoma  esta 
especie  es  en  las  Cartas  anuas  de  1642,  cuando,  al  referir  la  muerte 
de  Valdivia,  se  recuerdan  sus  empresas  y  las  distinciones  que  el  Rey 
y  sus  ministros  le  tributaron  (3).  Este  documento,  veinte  años  pos- 
terior y  escrito  por  personas  ajenas  a  los  negocios  de  Chile,  no  puede 
bastar  para  establecer  un  hecho  tan  peregrino,  como  sería  introducir 
a  un  jesuíta  entre  los  Consejeros  de  Indias.  El  P.  Vitelleschi,  ha- 
biendo sabido  la  grata  audiencia  que  había  tenido  del  Rey,  le  escribió 
felicitándole  por  ello  y  aprobando  lo  que  había  propuesto,  que  le 
permitiese  Su  Majestad  recogerse  para  descansar  de  sus  fatigas.  Es- 
cribiéndole el  22  de  Febrero  de  1621,  le  dice:  «Huelgo  mucho  de  la 
grata  audiencia  que  Su  Majestad  le  dio  en  orden  a  quedar  enterado 
de  las  cosas  de  Chile,  y  de  que  le  haya  pedido  V.  R.  licencia  de  reco- 
gerse, lo  cual  tengo  por  muy  conveniente  a  la  quietud  y  descanso 
de  V.  R.»  (4). 


a)  Toletuitu.  Epiát.  Gen.,  1(J11-1()21.  A  Valdivia,  15  Enero  l(J2i. 

(2)  Cordara,  Hist.  S.  J.,  P.  VI,  1. 1,  n.  250.  Enrich,  1. 1,  pág.  34(j. 

(3)  Castellana.  Lit.  amtuae.  a  mense  Maii  1642  ad  eumdem  anni  1G45. 

(4)  ToMana.  Epist.  Gen.,  1611-1621.  A  Valdivia,  22  Febrero  1621. 


044  1115.    II. — PROVINCIAS   DE    ULTKAMAU 

Es  verdad  que  el  Padre  había  pedido  licencia  de  recogerse;  pero 
nótese  bien,  no  había  pedido  la  facultad  de  retirarse  de  Madrid,  y  en 
este  punto  estuvo  más  de  un  mes  esperando  noticias  el  P.  Vitelles- 
chi,  sin  que  llegase  ninguna  satisfactoria.  El  31  de  Marzo  de  aquel 
año  murió  Felipe  III  y  le  sucedió  en  el  trono  de  España  su  hijo  Fe- 
lipe IV.  Esta  sucesión,  y  el  consiguiente  cambio  que  hubo  en  los  mi- 
nistros y  personas  que  rodeaban  a  Su  Majestad,  debió  también  aca- 
rrear alguna  mudanza  a  la  persona  y  negocios  del  P.  Valdivia.  No 
sabemos  determinadamente  lo  que  le  sucedió.  Sólo  nos  consta  que  o 
el  mismo  Valdivia  u  otras  personas  trataron  de  retenerle  en  la  corte. 
Con  grave  pesadumbre  escribía  el  P.  Vitelleschi  el  20  de  Abril  al 
Provincial  de  Toledo  Rodrigo  Niño  estas  palabi'as:  «Lo  que  V.  R.  me 
escribe  del  P.  Luis  de  Valdivia,  me  ha  dado  cuidado,  porque  no  con- 
viene de  ninguna  manera  quede  en  esa  Corte,  porque  por  haberse 
entrometido  en  estos  negocios,  ha  padecido  mucho  la  Compañía  en 
todo  el  reino  de  Chile,  y  estamos  allá  odiados,  y  se  ha  impedido  el 
fruto  de  nuestros  ministerios.  Y  si  allá  supiesen  que  vivía  en  la 
Corte,  le  atribuirán  todos  los  órdenes  que  el  Consejo  enviare  con- 
tra los  españoles,  y  se  volverán  contra  la  Compañía  y  continuará  la 
persecución  que  hasta  ahora  se  ha  padecido,  y  así  deseo  que  este  ne- 
gocio lo  tome  V.  R.  con  mucho  brío,  y  si  fuere  menester  hable  a  Su 
Majestad  y  al  señor  Presidente  del  Consejo  de  Indias,  y  les  informe  de 
los  inconvenientes  que  se  seguirán,  y  les  suplique  de  mi  parte  den  li- 
cencia para  que  el  P.  Valdivia  se  vaya  a  la  provincia  de  Castilla,  y 
en  orden  a  esto  V.  R.  se  valga  de  las  personas  que  le  pudieran  favo- 
recer, que  esto  conviene  al  servicio  de  Dios  y  del  Rey»  (1).  Las  mis- 
mas instancias  envió  el  P.  General  al  P.  Luis  de  la  Palma,  Rector  en- 
tonces del  colegio  de  Madrid,  encargándole  de  veras  que  en  la  au- 
sencia del  P.  Provincial  activase  él  este  negocio,  hasta  conseguir  de 
hecho  que  el  P.  Valdivia  saliese  de  la  Corte  (2). 

Pasa  un  mes,  y  cuando  el  P.  General  esperaba  el  éxito  de  las  cartas 
anteriores,  he  aquí  que  a  mediados  de  Mayo  le  visita  un  día  el  Duque 
de  Alburquerque,  Embajador  de  España  en  Roma,  y  representándole 
los  deseos  del  ilustre  caballero  Alonso  Núñez  de  Valdivia,  hermano 
del  jesuíta,  le  ruega  encarecidamente,  que  tenga  por  bien  permitir  al 
P.  Valdivia  vivir  en  Madrid.  Con  amarga  sorpresa  recibió  Vitelles- 
chi esta  súplica  de  nuestro  Embajador,  pero  no  cambió  absoluta- 


(1)  Ibid.  A  Rodrigo  Niño,  20  Abril  1621. 

(2)  Ibid. 


CAP.   XIV. — EL   r.   VALDIVIA  Y  LA   GUEKKA  DEFENSIVA  645 

mente  de  dictamen.  Procuró  satisfacer  buenamente  a  Su  Excelencia, 
exponiéndole  los  graves  inconvenientes  que  había  en  condescender 
con  aquella  demanda.  «Yo  le  he  representado,  escribía  el  mismo  Ge- 
neral a  Valdivia,  los  inconvenientes  que  de  su  estancia  resultarían, 
que  son  los  que  en  la  pasada  dije  a  V.  R.,  de  que  se  impedirá  el  fruto 
de  nuestros  ministerios  en  todo  el  reino  de  Chile,  y  se  continuará  la 
persecución  que  la  Compañía  ha  padecido,  de  que  V.  R.  es  buen  tes- 
tigo, y  así  me  he  excusado,  como  lo  haré  a  todos  los  que  en  esta  ma- 
teria rae  hablaren.  Y  para  atajar  semejantes  peticiones,  deseo  que 
con  toda  brevedad  se  despache  V.  R.  y  vaya  a  su  provincia  de  Cas- 
tilla» (1).  Poco  después  otra  súplica.  Representa  el  P.  Valdivia  que 
en  Valladolid,  y  en  general  en  toda  la  provincia  de  Castilla,  le  hará 
daño  a  la  salud  el  demasiado  frío.  Respondió  el  General  que  si  teme 
€ste  contratiempo,  pase  a  vivir  en  la  provincia  de  Andalucía  (2).  El 
Provincial  de  Toledo  avisó  también  los  grandes  deseos  que  muestra  el 
P.  Valdivia  de  quedarse  en  aquella  provincia.  Responde  Vitelleschi, 
que  si  no  quiere  pasar  a  la  de  Castilla  o  a  la  de  Andalucía,  si  persiste 
en  residir  en  la  de  Toledo,  sea  enviado  al  colegio  de  Murcia  o  al  de 
Plasencia.  De  todos  modos,  no  se  le  permita,  ni  ahora  ni  nunca,  vivir 
en  la  Corte  (3). 

Parecía  con  esto  quedar  cerrada  la  puerta  a  todas  las  súplicas; 
pero  he  aquí  que  a  principios  de  Julio  llega  la  más  grave  de  todas. 
Por  entonces  recibió  el  P.  Vitelleschi  una  carta,  nada  menos  que  del 
Rey  Felipe  IV,  pidiendo  que  el  P.  Valdivia  sea  dejado  en  Madrid. 
Respondió  el  P.  General  agradeciendo  por  de  pronto  a  Su  Majestad 
el  interés  que  se  tomaba  por  el  P.  Valdivia,  alegrándose  también  de 
que  éste  hubiera  acertado  a  servir  muy  bien  al  Rey,  como  lo  insinuaba 
la  carta  de  Su  Majestad;  pero  al  fin,  en  cuanto  a  disponer  de  la  persona 
del  P.  Valdivia,  ruega  nuestro  General  a  Felipe  IV,  sea  servido  de  oír 
las  razones  que  representará  en  su  nombre  el  P,  Rector  del  colegio 
de  Madrid  (4).  En  el  mismo  correo  que  llevaba  esta  carta  del  Rey  se 
recibió  también  otra  del  P.  Valdivia  un  poco  singular.  En  ella  pro- 
testaba de  que  no  había  solicitado  la  carta  del  Soberano  y  que  él 
nunca  pretendió,  sino  procuró  impedir,  que  Su  Majestad  escribiese  tal 


(1)  Ibid.  A  Valdivia,  17  Mayo  1621. 

(2)  26tU  Al  mismo,  14  Junio  1621. 

(■{)    Ibid.  AI  Provincial,  14  Junio  1621. 

(4)  Tolctana  Epist.  Gen.,  1621-1628.  A  Felipe  IV,  12  Julio  1621.  En  el  mismo  correo, 
escribía  al  P.  Alarcón,  que  había  sucedido  al  P.  Niño  en  el  prorincialato  de  Toledo 
encargándole  activar  este  negocio. 


()4(?  I.lll.    lí. — PROVINCfAS    T)I-:    XI.TIÍAirAI! 

cosa.  A  ésta  de  Valdivia  dio  el  P.  Vitelleschi  una  respuesta  muy^agaz, 
que  terminó  finalmente  este  negocio.  Hela  aquí:  «La  de  V.  R.  de  20 
de  Mayo  recibí,  y  creo  lo  que  en  ella  me  dice,  que  procuró  estor- 
bar e  impedir  que  Su  Majestad  me  escribiese  acerca  de  su  estancia 
en  esa  Corte;  pero  también  le  puedo  certificar,  que  otros  no  lo  en- 
tienden así,  antes  están  persuadidos  que  esto  se  ha  hecho  por  nego- 
ciación de  V.  R.  y  de  su  hermano,  y  de  ninguna  otra  manera  podrá 
mejor  volver  por  sí,  que  con  ejecutar  con  toda  puntualidad  lo  que  le 
he  pedido  otras  veces,  y  mostrarse  en  esta  ocasión  verdadero  hijo  de 
obediencia,  como  lo  ha  hecho  en  las  demás  qile  se  han  ofrecido,  re- 
tirándose luego  a  su  provincia  de  Castilla,  donde  recibirán  a  V.  R.  con 
mucho  gusto»  (1). 

Viéndose  Valdivia  en  peligro  de  ser  tenido  por  intrigante  y  ne- 
gociador, y  de  que  se  volviese  contra  él  lo  que  se  había  hecho  para 
detenerle  en  Madrid,  resolvió  por  fin  obedecer,  y  el  30  de  Agosto 
de  1621  salió  para  Valladolid. 

9.  El  P.  General,  apenas  tuvo  esta  noticia,  le  escribió  una  carta 
agradeciéndole  lo  que  había  hecho  y  animándole  a  vivir  con  edifi- 
cación (2).  Poco  tiempo  después  le  dirigió  aquella  carta  que  copia- 
mos más  arriba,  para  advertirle  y  reprenderle  de  lo  mal  que  había 
hecho  en  escribir  las  dos  célebres  cartas  al  Provincial  del  Paraguay. 
El  P.  Valdivia  reconoció,  como  dijimos,  humildemente  su  yerro,  y 
escribió  al  P.  Vitelleschi  confesando  su  falta;  pero  también  sincerán- 
dose de  las  calumnias  que  le  habían  levantado  allá  en  Chile,  y  pro- 
testando de  su  inocencia.  EIP.  General  le  consoló  con  esta  respuesta: 
«Ya  yo  tenía  noticia  de  las  cosas  que  habían  dicho  e  impuesto 
a  V.  R ;  pero  no  he  dado  crédito  a  ellas,  así  por  estar  satisfecho  de  la 
mucha  religión  de  V.  R.,  como  también  por  saber  cuan  odiosos  eran 
los  negocios  que  tenía  a  su  cargo,  y  que  los  que  se  mostraban  a  ellos 
tan  adversos  habían  de  pretender  indisponerle.  Y  es  buen  argumento 
del  poco  caso  que  yo  he  hecho  de  estas  cosas,  no  haberle  hecho 
cargo  de  ellas,  como  V.  R.  sabe,  y  haberle  puesto  por  prefecto  de  es- 
tudios mayores  de  ese  colegio  de  Valladolid,  sucediendo  en  este  ofi- 
cio a  una  persona  tan  grave  y  benemérita  como  el  P.  Luis  de  la 
Puente,  y  así,  de  lo  pasado  V.  R.  no  esté  con  cuidado.  En  lo  porvenir, 
espero  de  su  mucha  religión,  prudencia  y  santo  celo,  que  no  ha  de 
servir  menos  a  Nuestro  Señor  y  a  la  Compañía  en  esa  ocupación  y 


(1)  Ibid.  A  Valdivia,  12  Julio  1621. 

(2)  Castellana.  Epist.  Gen.,  1G1:M622.  A  Valdivia,  7  Setiembre  1621. 


CAP.   XIV. — EL   r.   VALDIVIA  Y  LA   GUKRRA   Dl.FKX.SIVA  ()47 

en  cualquier  otra  que  la  santa  obediencia  le  encomendare,  y  puedo 
estar  cierto  que  de  mi  parte  acudiré  siempre  a  su  consuelo,  como 
merecen  sus  buenos  trabajos»  (1). 

De  este  modo  procuraba  el  P.  Vitelleschi  confortar  el  corazón 
afligido  de  Valdivia  y  animarle  a  proseguir  trabajando  por  la  gloria 
de  Dios.  Empero,  por  otro  lado,  no  dejaba  de  corregirle  algunas  fal- 
tas que  podían  desedificar.  Cuando  llegó  a  Yalladolid  el  P.  Val- 
divia aderezó  cumplidamente  su  aposento,  y  con  permiso  del  P.  Pro- 
vincial gastó  en  esto  más  de  cien  ducados.  Para  tal  objeto  la  can- 
tidad era  verdaderamente  exorbitante.  El  P.  General  envió  al  Pro- 
vincial de  Castilla,  que  permitió  ese  despilfarro,  la  siguiente  calenda: 
«El  P.  Luis  de  Valdivia  ha  gastado  más  de  cien  ducados  en  acomo- 
dar su  aposento.  Dícenme  que  lo  hizo  con  licencia  de  V.  R.  Gustara 
yo  mucho  que  no  se  la  hubiera  dado  para  esto,  sino  que  pasara  como 
los  demás.  Tiene  en  él  muchas  cosas  superfinas.  Ordene  V.  R.  que  se 
las  quiten,  y  no  permita  que  tenga  más  de  lo  que  comúnmente  usa- 
mos conforme  a  nuestra  pobreza»  (2).  En  Valladolid  perseveró  el 
P.  Valdivia  los  últimos  veintiún  años  de  su  vida,  hasta  que  expiró 
el  5  de  Noviembre  de  1642  (3).  Al  principio  tuvo  el  cargo  de  Prefecto 
dé  estudios,  después  siempre  vivió  recogido  en  su  aposento  y  entre- 
tuvo los  ocios  de  su  ancianidad  en  escribir  una  historia  de  los  co- 
legios y  varones  ilustres  de  la  provincia  de  Castilla,  que  no  se  dio 
a  la  estampa  (4). 

Tal  fué  el  suceso,  algo  imprevisto  y  doloroso,  do  aquel  hombre 
singular.  Fué  el  P.  Luis  de  Valdivia  insigne  por  más  de  un  título, 
pero  también  tuvo  sus  defectos,  que  le  perjudicaron  notablemente. 
Poseía  gran  cabeza  para  concebir,  pero  faltábale  el  tacto  y  suavidad 
que  se  requieren  para  ejecutar.  Alentábale  un  espíritu  apostólico  in- 
fatigable, pero  fué  deficiente  su  humildad  y  sumisión  a  la  santa  obe- 
diencia. A  ese  defecto  se  debió  su  salida  inesperada  de  Chile  y  el  que 
una  vida  tan  activa  y  laboriosa  terminase  con  veintiún  años  de  mus- 
tia vejez. 


(1)  Ibid.  A  Valdivia,  31  Octubre  1G22. 

(2)  Ibid.  A  Pedrosa,  Provincial,  21  Marzo  1622. 

(3)  Castellana.  Annuue,  1576-1764.  Véause  eu  esto  tomo  las  del  trienio  1642-164').  En 
estas  anuas  se  dedica  al  difunto  un  párrafo  encomiástico,  en  el  cual  apenas  hay 
frase  que  no  envuelva  algún  error  histórico. 

(4)  Véanse  otros  escritos  que  nos  dejó,  en  el  P.  Enrich  (t.  I,  pág.  353),  y  adviértase 
que  la  enumeración  no  os  todavía  completa. 


CAPÍTULO  XV 


LA   COMPAÑÍA    DE   JESÚS   EN   CHILE   DESDE    1615   HASTA    1652 

Sumario:  1.  Estado  de  la  Compañía  en  Chile  los  diez  primeros  años  de  Vitelleschi  (1615- 
1625). — 2.  Erígese  la  viceprovincia  de  Chile,  subordinada  a  la  provincia  del  Perú, 
en  1625. — 3.  Fúndase  noviciado  en  Bucalemu  y  Universidad  en  el  colegio  de  San- 
tiago.—4.  Fundaciones  de  Quillota  y  Valdivia;eluoviciadoestrasladadoa  Santiago.— 
5.  Las  misiones  de  infieles  en  los  primeros  años  de  Vitelleschi. — 6.  Conatos  de  qui- 
tar a  la  Compañía  estas  misiones  y  entregarlas  a  otros  religiosos  (1625-1637). — 7.  Pro- 
gresos de  estas  misiones  en  los  años  siguientes. — 8.  Estado  de  la  viceprovincia  do 
Chile  en  1652. 

Fuentes  contemporáneas:  1.  Famqnan'd.  EpisMnc  Gem-y(tliniii.—2.  Peruana .  Epidolae  Genc- 
riiliitm.S.  Acta  Congregatwnum  provinciuUtim.—i:.  Cltilensis.  Historia . — 5.  Cliilnisis.  Lilícmr 
ainitiar.^C.  Chiknsis.  Catulogi  triennales .—7 .  Dociimentos  del  Arcliivo  de  Indias.  • 

1.  Al  empezar  su  generalato  el  P.  Mucio  Vitelleschi  en  1615  hallá- 
base la  Compañía  de  Jesús  sólidamente  establecida  en  Chile,  pero 
con  pocos  individuos  para  desempeñar  los  muchos  y  variados  minis- 
terios espirituales  que  en  aquellas  tierras  se  solían  ofrecer.  Sus  domi- 
cilios  eran  siete.  Primero,  el  colegio  de  Santiago,  bajo  la  advocación 
de  San  Miguel,  donde  se  enseñaban  la  gramática  y  letras  humanas,  la 
filosofía  y  teología,  como  en  otro  colegio  cualquiera  bien  fundado  de 
Europa  o  de  las  Indias.  Este  colegio  era  como  el  centro  de  toda  la 
vida  jesuítica  en  el  reino  de  Chile.  A  este  colegio  estaba  adjunto 
desde  1611  el  pequeño  seminario,  llamado  entonces  del  beato  Ed- 
mundo Campiano,  y  que  poco  después  mudó  su  advocación  en  la  de 
San  Francisco  Javier,  cuando  Urbano  VIII  prohibió  tributar  el  título 
de  santo  o  de  beato  a  los  que  no  hubieran  obtenido  esta  distinción 
de  la  Sede  Apostólica.  También  se  llamaba  colegio  la  casa  o  residen- 
cia abierta  en  Concepción  por  el  P.  Luis  de  Valdivia.  A  estos  tres 
domicilios,  donde  había  alguna  vida  literaria,  se  añadían  cuatro  resi- 
dencias: la  de  Mendoza,  al  otro  lado  de  los  Andes,  que  muy  pronto, 
pasó  a  la  categoría  de  colegio;  la  de  Arauco,  la  do  Buena  Esperanza 
y  la  de  Chiloé,  El  número  total  de  jesuítas  que  trabajaban  en  Chile 


f'Ar.  XV.— 1..\  comi>a5,ía  de  jio.sCs  kx  chile,  1G15-1652  (¡41) 

no  lo  he  podido  averiguar  con  puntualidad,  aunque  según  cómputos 
aproximados  no  debían  pasar  de  unos  sesenta  individuos  (1). 

En  los  primeros  años  del  P.  Vitellesclii  hallábanse  los  Nuestros  en 
Chile  bajo  la  presión  terrible  de  aquella  adversidad  que  se  había 
levantado  contra  el  P.  Valdivia  y  contra  la  guerra  defensiva.  Los 
jesuítas  no  cesaban  un  punto  de  trabajar  buenamente  en  las  iglesias 
de  sus  colegios,  daban  misiones  de  tiempo  en  tiempo  a  los  españoles, 
y,  sobro  todo,  solicitaban  cuanto  podían  la  conversión  de  los  indios. 
Empero  la  enemistad  general  que  había  contra  el  P.  Valdivia  era 
causa  de  cierta  aversión  contra  toda  la  Compañía,  y  esta  aversión 
impedía  notablemente  el  fruto  de  nuestros  ministerios.  Mientras  vivió 
el  Gobernador  Alonso  de  Ribera,  lamentábanse  nuestros  Padres  de 
que  eran  mal  vistos  en  todo  el  reino  de  Chile. 

Cuando  por  Marzo  de  1617  murió  este  Gobernador,  cuando  poco 
después  llegaron  los  despachos  de  la  Corte,  tan  favorables  al  P.  Val- 
divia, y  se  divulgaron  por  Chile  las  cartas  y  órdenes  encarecidas  del 
Príncipe  de  Esquilache  en  favor  de  nuestro  misionero  y  de  la  guerra 
defensiva,  amainó  bastante,  como  se  deja  entender,  la  oposición  de 
los  contrarios,  y  poco  a  poco  se  fueron  reconciliando  todos  con  la 
Compañía  de  Jesús.  Por  otra  parte,  el  celo  que  desplegaban  nuestros 
misioneros  para  convertir  a  los  araucanos,  la  abnegación  con  que 
tomaban  sobre  sí  los  más  rudos  trabajos  para  conquistar  aquellas 
almas  empedernidas,  no  podían  menos  de  arrancar  el  aplauso  aun  de 
los  hombres  más  prevenidos  contra  ellos.  El  P.  Provincial  Pedro  de 
Oñate,  escribiendo  a  Madrid  por  Mayo  de  1619,  notaba  el  favorable 
movimiento  que  había  en  Chile  hacia  nuestra  Compañía.  Oigamos 
sus  palabras:  «Lo  de  Chile  vengo  de  visitar,  y  nuestro  colegio  de  la 
Concepción  y  las  misiones  y  anejos  están  tan  buenos,  que  no  hay  más 
qué  desear,  y  hacen  grandísimo  fruto  en  las  almas  de  los  indios,  y  lo 
de  la  guerra  defensiva  va  maravillosamente  con  la  unión  que  hay 
entre  el  señor  Gobernador  y  el  P.  Luis  de  Valdivia,  y  mediante  la 
quietud  que  ello  trae,  está  la  tierra  próspera,  poblada  y  abundante,  y 
casi  todos  están  desengañados  y  confiesan  que  aquello  es  lo  que  con- 
viene» (2). 

No  dejó  de  contribuir  a  conciliarios  ánimos  de  los  españoles  con 


(1)  Todas  estas  noticias  constan  en  las  anuas  de  ia  provincia  del  Paraguay  do  161:5 
y  en  otras  más  breves  de  las  misiones  de  Chile,  correspondientes  al  año  1G16;  pero  ni 
en  unas  ni  en  otras  se  precisa  el  número  d(>  los  sujetos  que  había  en  Chile. 

(2)  Santiago  de  Chile.  Bibl.  Nac,  Col.  Moría- Vicuña,  P.  II.  Q.  Oñate  al  P.  Francisco 
de  Fígueroa.  Córdoba  de  Tucumán,  20  Mayo  161!i. 


-rr>oviX(iAs  uv. 


los  jesuítas  el  hecho  tan  consolador  que  ocurrió  en  aquellos  años  de 
las  fiestas  solemnes  en  honor  de  la  Inmaculada  Concepción.  Ya  refe- 
rimos en  otra  parte  el  entusiasmo  indescriptible  que  se  despertó  en 
toda  España  los  años  1616  y  1617,  los  extremos  de  piedad,  las  solem- 
nidades espléndidas,  los  festejos  increíbles  que  se  derrocharon  para 
obsequiar  a  la  Madre  de  Dios  en  este  dulcísimo  misterio.  El  año 
de  1618  llegó  a  Chile  esta  oleada  de  piedad  y  devoto  entusiasmo. 
Recibida  la  orden  de  Felipe  III  de  que  se  celebrase  una  fiesta  solemne 
en  obsequio  de  la  Concepción  Inmaculada  de  María  Santísima,  dis- 
pusiéronse todos,  eclesiásticos  y  seglares,  religiosos  y  legos,  a  honrar 
cuanto  pudiesen  a  la  Madre  de  Dios,  cuya  devoción  era  entonces, 
como  siempre,  la  leche  con  que  se  criaba  el  católico  pueblo  español. 
Dispúsose  en  Santiago  un  octavario  solemne  de  fiestas,  y  se  repartie- 
ron los  días  entre  la  catedral  y  las  Órdenes  religiosas.  El  día  que  le 
cupo  a  nuestro  colegio,  aderezóse  la  iglesia  con  toda  la  magnificen- 
cia posible.  En  la  misa  solemne  predicó  nuestro  Provincial,  P.  Pedro 
de  Oñate,  y  al  fin  del  sermón  invitó  a  todo  el  pueblo  a  que  por  la 
tarde  acudiese  a  la  iglesia  para  asistir  a  una  solemne  procesión  que 
se  ordenaría,  llevando  en  triunfo  la  imagen  de  la  Purísima  por  las 
calles  de  la  ciudad.  A  la  hora  señalada  concurrió  un  pueblo  inmenso 
para  participar  en  la  procesión.  Salió  ésta  de  nuestra  iglesia,  y  ento- 
nando las  célebres  coplas  de  Miguel  Cid,  se  encaminó  a  la  catedral. 
Al  llegar  a  ella  fué  recibida  la  procesión  por  el  cabildo  eclesiás- 
tico. 

El  P.  Alonso  de  Ovalle,  joven  entonces  de  diez  y  ocho  años,  re- 
cordaba después  con  efusión  esta  muestra  nunca  vista  de  piedad  en 
la  ciudad  de  Santiago.  X.os  canónigos,  como  niños,  cantaban  fervoro- 
samente las  populares  coplitas,  y  el  P.  Ovalle,  como  sorprendido, 
exclama  al  referir  esto:  «Ni  yo  lo  creyera,  a  no  haberlo  visto,  por  la 
gravedad  de  aquel  respetable  cuerpo  y  el  carácter  tan  formal  de  mis 
paisanos.»  A  la  solemnidad  religiosa  acompañaron  los  otros  festejos 
de  justas,  torneos,  máscaras  alegóricas,  y,  como  se  deja  suponer,  los 
certámenes  poéticos,  en  que  numerosos  ingenios  versificaban  en 
honor  de  la  Madre  de  Dios,  con  aquella  asombrosa  facilidad  que  en 
el  siglo  XVII  era  tan  general  entre  los  españoles.  Esta  fusión  de  todos 
los  corazones  en  el  amor  y  devoción  a  la  Madre  de  Dios  debió  con- 
tribuir sin  duda  a  que  fuese  más  venerada  y  querida  en  todo  Chile 
la  Compañía  de  Jesús  (1). 


(1)    Véase  explicado  más  latamente  este  liecho  en  el  V,  Enrielí,  i.  I,  páj;-.  3(>0. 


CAP.    XV. — LA   COMPAÑÍA   DE   JESÚS   EX    CHILE,   1G15-1G."2  (J.')!, 

En  el  año  1621,  habiendo  pasado  algún  tiempo  después  que  se 
ausentó  de  allá  el  P.  Valdivia,  y  entrando  como  en  su  curso  ordina- 
rio los  trabajos  de  nuestros  Padres,  anunciaba  a  Roma  el  P.  Rodrigo 
Vázquez  el  aumento  que  habían  recibido  nuestros  ministerios  y  el 
mayor  fruto  espiritual  que  ahora  se  hacía,  desde  que  los  Nuestros  se 
habían  retirado  enteramente  de  la  gran  cuestión  de  la  guerra- defen- 
siva. El  P.  Vitelleschi  se  alegró  notablemente  con  estas  buenas  noti- 
cias, y  contestando  al  P.  Vázquez  el  11  de  Julio  de  1622,  le  dice  estas 
palabras:  «Pues  van  cesando  las  calumnias  que  en  ese  reino  oponían 
a  los  de  la  Compañía,  al  paso  que  los  de  allá  se  van  retirando  del  ar- 
bitrio de  la  guerra  defensiva,  como  V.  R.  me  dice  en  la  del  13  de 
Marzo  del  año  pasado,  muy  conveniente  es  que  de  todo  punto  alce- 
mos mano  de  esto  y  cesarán  tan  graves  quejas  como  se  han  dado  de 
nosotros,  y  haremos  más  fruto  espiritual  con  nuestros  ministerios, 
que  es  lo  que  debemos  procurar  y  pretender,  y  así  ruego  a  V.  R.  en- 
carecidamente que  de  su  parte  ayude  en  cuanto  pudiere  a  que  esto 
tenga  efecto»  (1). 

2.  Poco  tiempo  después  de  escribirse  esta  carta  tomaba  el  P.  Vi- 
telleschi una  grave  resolución,  que  debía  influir  notablemente  en  el 
estado  de  la  Compañía  en  Chile.  Desde  tiempo  atrás  habían  obser- 
vado nuestros  Padres,  cuan  difícil  era  comunicarse  aquellas  regiones 
con  las  del  Tucumán  y  Paraguay,  y  cuan  arduo  resultaba  para  un 
Provincial  el  visitar  a  sus  tiempos  los  domicilios  de  aquella  región. 
Recuérdense  las  enormes  distancias  que  hay  desde  la  Asunción  y  el 
Paraguay  hasta  el  país  de  los  araucanos,  desde  Buenos  Aires  y  Santa 
Fe  hasta  las  costas  del  Pacífico.  A  esta  dificultad  de  la  distancia  se 
añadía  otra,  única  en  aquellas  regiones,  cual  era  la  cordillera  de  los 
Andes,  que,  cubriéndose  de  nieve  durante  los  seis  meses  de  invierno, 
imposibilitaba  el  paso  de  Chile  a  Tucumán.  Llamábase  entonces,  y 
todavía  se  llama,  cerrarse  la  cordillera  al  fenómeno  tan  conocido  de 
cubrirse  de  nieve  los  montes  de  los  Andes,  y  como  esta  nieve  du- 
raba algunos  meses,  era  lo  ordinario  pasarse  casi  la  mitad  del  año 
sin  que  el  P.  Provincial  pudiese  atravesar  la  cordillera  y  sin  que  le 
llegase  ninguna  noticia  de  los  que  estaban  al  otro  lado  de  los  Andes. 
Observaron  también  los  Nuestros  que  el  reino  de  Chile  dependía  en 
todo  y  por  todo  de  las  regiones  del  Perú,  y  aunque  toda  la  América 
meridional  reconocía  por  entonces  cierta  subordinación  al  Virrey, 
que  residía  en  Lima,  pero  no  hay  duda  que  la  dependencia  de  Chile 


(1)    Parnqiuii-iu.  Epist.  Cien.  A  Vázquez,  11  Julio  1622. 


1,11!.  ir.— ^rKoviNciAS  de  tjltkamau 


era  siempre  mucho  más  estrecha  que  la  que  existía  entre  las  regio- 
nes del  Paraná  y  las  autoridades  del  Perú.  En  1618,  por  primera  vez 
que  sepamos,  el  P.  Valdivia,  escribiendo  a  Roma,  apunta  la  idea  de 
que  convendría  formar  viceprovincia  de  los  Nuestros  en  Chile, 
uniéndolos  con  la  provincia  peruana  (1).  A  esta  insinuación  respon- 
dió el  P.  Vitelleschi  solamente  estas  palabras:  «Lo  de  haber  de  tener 
eso  total  dependencia  del  Provincial  del  Perú  y  gobierno  de  Lima, 
por  las  razones  que  V.  R.  apunta,  es  negocio  que  requiere  madura 
consideración»  (2). 

Consideróse,  en  efecto,  y  muy  despacio  este  negocio  en  la  Con- 
gregación provincial  del  Paraguay  el  año  1620,  y  se  resolvió  a  diri- 
gir a  nuestro  P.  General  estas  dos  peticiones  o  propuestas:  «Primera, 
por  la  grandeza  de  la  provincia,  que  el  Provincial  no  puede  visitar 
sino  cada  cuatro  años,  piden  los  Padres  se  dé  algún  corte.»  A  esta 
proposición  respondió  Vitelleschi:  «Es  muy  necesario  hacerlo.»  La 
segunda  propuesta  decía  así:  «Siendo  la  mejor  división  que  las  ca- 
sas del  reino  de  Chile  con  el  colegio  de  Mendoza  se  separasen 
como  viceprovincia,  lo  pide  la  Congregación».  A  esto  respondió  Vi- 
telleschi: «Así  parece;  pero  conviene  aguardar  hasta  que  las  cosas  de 
Chile  estén  más  asentadas,  esperando  que  el  Provincial,  sus  Consul- 
tores y  los  principales  Padres  lo  traten  y  nos  escriban»  (3).  Supone- 
mos que  se  escribirían  estas  cartas,  y,  sobre  todo,  que  el  P.  Rodrigo 
Vázquez,  enviado  de  procurador  a  Roma  por  la  provincia  del  Para- 
guay, suministraría  todos  los  datos  que  podía  desear  el  P.  Vitelles- 
chi para  tomar  la  resolución  final.  Decidióse,  por  fin,  el  año  1624,  y 
determinó  formar  en  Chile  una  viceprovincia  subordinada  a  la  del 
Perú.  El  20  de  Febrero  de  este  año  comunicó  la  noticia  de  oficio  al 
P.  Frías  Herrán,  Provincial  del  Perú  (4),. y  algunos  meses  después, 
el  1."  de  Julio,  escribiendo  al  Provincial  del  Paraguay  y  señalando 
los  Superiores  de  aquella  provincia,  le  mandaba  que  pusiese  por 
Viceprovincial  de  Chile  al  P.  Juan  Romero,  quien  ya  no  dependería 
del  Provincial  del  Paraguay  (5).  Con  esta  carta,  dirigida  al  P.  Duran, 
enviaba  el  P.  Vitelleschi  otra  para  el  P.  Juan  Romero  y  una  instruc- 
ción particular,  indicándole  lo  que  debía  hacer  para  establecer  las 


(1)  ChüoiüM.  HisL,  1. 11.  11.  Valdivia  a  Vitelleschi,  3  Febrero  1618. 

(2)  Paraquaria.  Ejñat  Gen.  A  Valdivia,  9  Setiembre  1619. 

(I{)    Acta  Cong.  Prov.  Paraquaria,  1620.  La  proposición  y  la  respuesta  se  liallan,  no  en 
las  actas,  sino  en  el  memorial  español  adjunto  enviado  a  Roma  por  la  Congregación. 

(4)  Peruana.  Epist.  Gen.  A  Frías  Herrán,  24  Febrero  1629. 

(5)  Paraquaria.  Epist.  Gen.  A  Duran,  1."  Julio  1624. 


CAP.  XV. — LA   COMPAÑÍA   DE  JESÚS  EN   CHILE,   1615-1652  ()5:5 

cosas  con  la  debida  dependencia  del  Provincial  del  Perú  (1).  Ejecu- 
tóse lo  dispuesto  por  el  P.  General  en  el  año  siguiente  1625.  El  primer 
Viceprovincial  de  Chile  fué  el  P.  Juan  Romero,  quien  indudable- 
mente era  el  sujeto  más  insigne  de  la  Compañía  en  aquellas  regiones. 
3.  Apenas  tomó  a  su  cargo  la  viceprovincia,  procuró  asentar  una 
fundación  que  parecía  indispensable,  si  había  de  echar  raíces  la  Com- 
pañía de  Jesús  en  Chile.  Tal  era  la  de  un  noviciado,  donde  se  fuesen 
formando  en  virtud  los  hombres  que  se  admitiesen  a  la  vida  religiosa 
en  aquel  país.  Para  esta  óbrale  deparó  Dios  un  generoso  bienhechor 
en  el  capitán  Sebastián  García  Carreto.  A  18  leguas  al  sur  de  Santiago, 
en  el  pueblo  de  Bucalemu,  había  adquirido  este  caballero  una  extensa 
hacienda  rural.  Unos  doce  años  antes  había  pensado  retirarse  a  este 
pueblo  para  pasar  tranquilo  la  vejez  y  prepararse  a  una  cristiana 
muerte,  como  solían  hacerlo  tantos  veteranos  españoles  de  aquellos 
tiempos.  Una  cosa  le  desconsolaba,  y  era  que  ni  en  Bucalemu  ni  en 
muchas  leguas  a  la  redonda  se  veía  un  sacerdote,  con  quien  pudiera 
confesarse  y  de  cuya  mano  recibiera  la  Eucaristía  y  los  consuelos 
espirituales  que  en  esta  vida  se  necesitan.  Habiendo  conocido  a  los 
Padres  jesuítas  y  observado  el  fervor  religioso  con  que  trabajaban 
en  la  salud  de  los  prójimos,  propuso  al  primer  Provincial  del  Para- 
guay, Diego  de  Torres,  fundar  en  Bucalemu  una  casa  o  colegio  de 
misioneros,  para  que  desde  allí  esparciesen  la  divina  palabra  en  to- 
dos aquellos  contornos,  tan  desprovistos  de  auxilios  espirituales.  No 
desagradó  la  idea  al  P.  Diego  de  Torres;  pero  por  entonces  fué  im- 
posible ponerla  en  práctica  por  la  escasez  de  sujetos  que  padecíamos 
en  Chile. 

Algunos  años  después  repitió  Carreto  la  misma  propuesta  al 
P.  Pedro  de  Oñate,  y  madurado  este  pensamiento,  por  fin  determinó 
el  P.  Provincial  aceptar  la  fundación  con  el  presunto  permiso  del 
P.  General.  Así,  pues,  el  19  de  Octubre  de  1619  el  P.  Juan  Romero, 
entonces  Rector  del  colegio  de  Santiago,  el  P.  Bartolomé  Navarro, 
ministro  de  casa,  y  el  H.  Andrés  Pérez,  procurador,  recibieron  do 
manos  de  Carreto  la  donación  de  la  hacienda,  con  ciertas  condicio- 
nes que  se  estipularon  en  pública  escritura.  La  Congregación  pro- 
vincial del  Paraguay,  celebrada  en  1620,  aprobó  esta  fundación  y  la 
propuso  a  nuestro  P.  General.  También  fué  aprobada  en  Roma,  y  el 
P.  Vitelleschi  reconoció  a  Sebastián  García  Carreto  por  fundador  de 
aquel  colegio,  donde  no  se  trataba  de  regentar  cátedra  ninguna, 


(1)    Véase  el  texto  de  esta  instrucción  en  Chilcnsis.  Historia,  II,  n.  24. 


{\7A  MR.    ÍI. rUOVIXCIAS    DiJ    I'J/l'ÜAilAJ! 

sino  principalmente  de  sustentar  misioneros  que  evangelizasen  en 
aquella  comarca.  Llamábase,  ciertamente,  colegio;  pero  hoy  tendría- 
mos a  aquel  domicilio  por  residencia,  y.  como  tal  continuó  algunos 
años,  viviendo  en  Bucalemu  dos  Padres  y  un  Hermano  coadjutor, 
ocupados  constantemente  en  los  trabajos  apostólicos. 

Cuando  en  1625  el  P.  Romero  se  vio  a  la  cabeza  de  la  viceprovin- 
cia  recién  fundada,  discurrió  poner  el  noviciado  en  la  hacienda  de 
Bucalemu.  Habló  detenidamente  con  el  fundador  Carrete,  le  expuso 
la  grave  necesidad  de  la  viceprovincia,  lo  costoso  que  sería  enviar 
los  novicios  a  Lima  para  hacer  su  noviciado,  y  el  gran  beneficio  que 
recibiría  la  Compañía,  si  la  hacienda  de  Bucalemu  tomaba  sobre  sí  el 
cargo  de  mantener  a  los  novicios  recibidos  en  Chile.  Aceptó  de  buen 
grado  el  fundador  la  idea  del  P.  Romero  e  hizo  constar  en  las  escri- 
turas, que  dedicaba  también  su  hacienda  al  sustento  de  los  novicios. 
El  P.  Romero  tomó  posesión  jurídica  de  Bucalemu  el  año  1627,  y 
como  explica  el  P.  Enricli,  «fué  posesión  jurídica  y  no  real,  por  ha- 
berse dejado  siempre  aquella  casa  y  hacienda  en  poder  de  dicho  se- 
ñor, quien  la  administró  en  lo  restante  de  su  vida  y  la  adelantó  de 
manera,  que  no  sólo  mantuvo  a  los  novicios  y  Padres  misioneros, 
sino  que  al  tiempo  de  morir  la  entregó  con  mucho  aumento  de  ga- 
nado y  con  otras  importantes  mejoras».  El  mismo  P.  Enrich,  que  tan 
largos  años  vivió  en  Chile,  y  debía  estar  bien  informado  de  las  cua- 
lidades y  límites  de  esta  hacienda,  nos  da  sobre  ella  estas  noticias:  «La 
estancia  tenía  ocho  leguas  de  naciente  a  poniente  y  cuatro  de  norte 
a  sur,  con  una  viña  de  seis  a  siete  mil  plantas,  nueve  mil  cabras,  cua- 
tro mil  ovejas,  trescientas  yeguas,  cien  vacas,  doscientos  cerdos,  doce 
negros,  tres  negras  y  una  corta  encomienda,  todo  lo  cual,  junto  con 
el  terreno  y  lo  en  él  edificado,  se  valuó  en  treinta  mil  pesos»  (1).  No 
dejará  de  sorprenderse  un  poco  el  lector  moderno  al  leer  este  úl- 
timo dato.  ¿Treinta  mil  pesos  no  más  valía  una  hacienda  de  ocho  le- 
guas de  largo  y  cuatro  de  ancho?  Nos  consta  que  con  el  tiempo  esta 
posesión  de  Bucalemu  llegó  a  ser  una  de  las  haciendas  más  ricas  y 
hermosas  de  todas  las  regiones  de  Chile.  Pero,  por  lo  visto,  allá 
en  1627,  por  falta,  sin  duda,  de  brazos  que  la  cultivasen,  no  rendía 
ni  con  mucho  el  fruto  que  podía  producir. 

Esta  fué  la  causa  de  que  los  primeros  años  sintiesen  bastante 
nuestros  novicios  los  efectos  de  la  santa  pobreza.  El  P.  Rodrigo  Váz- 
quez en  las  anuas  de  1634,  que  abarcan  aquellos  cuatro  años,  nos  su- 


(1)     Eiii-ich,  t.  I,  pág.  ;!f)5. 


.A   COMPA.MA 


ministra  sobre  el  noviciado  las  siguientes  noticias:  «Tenemos  esta 
casa  en  un  retiro  bien  apartado  del  concurso  de  esta  ciudad  de  San- 
tiago, porque  en  él  nos  dio  el  Capitán  Sebastián  García  Carreto  una 
gruesa  hacienda  para  fundación  de  esta  casa  de  probación,  y  para  que 
desde  ella  salgan  todos  los  años  dos  Padres  por  todas  aquellas  estan- 
cias y  comarcas  a  misión,  estando  la  gente  que  la  habita  bien  nece- 
sitada de  todo  socorro  espiritual.  Viven  diez  o  doce  de  los  Nuestros 
de  ordinario  en  esta  casa,  uno  o  dos  de  primera  probación,  rector  y 
maestro  de  novicios  con  su  compañero  y  los  demás  Hermanos  novi- 
cios. Tienen  su  habitación  hasta  ahora  en  unas  pobres  chozas  sujetas 
a  las  inclemencias  del  cielo,  de  las  cuales  han  experimentado  muchas 
en  este  año  lluvioso  y  destemplado,  y  con  todo  pasan  con  mucho 
gusto,  templando  el  fervor  y  amor  divino  la  destemplanza  delfrío. 
Han  hecho  los  novicios  sus  experiencias  y  proceden  con  la  puntuali- 
dad, modestia,  observancia  de  reglas  y  exacción  en  todos  sus  ejerci- 
cios que  pueden  en  las  más  entabladas  casas  de  probación  de  Euro- 
pa. Con  que  se  movió  el  fundador  a  entregarnos  desde  luego  las  ren- 
tas de  sus  haciendas,  reservando  para  sí  el  quinto  de  ellas,  pues 
antes  vivíamos  a  merced  suya,  pasándolo  muy  parcamente,  aunque 
no  es  posible  menos  sino  que  al  presente  se  experimenten  y  ofrezcan 
mil  incómodos,  como  a  los  que  están  retirados  en  una  Tebaida»  (1). 
Tros  años  después  no- había  mejorado  gran  cosa  en  lo  material  la 
casa  de  Bucalemu.  Según  nos  dicen  las  anuas  de  1636,  este  noviciado 
«hace  ventaja  a  los  otros  en  la  santa  pobreza;  prevención  necesaria 
para  llevar  con  alegría  la  que  tiene  toda  la  viceprovincia,  que  no  es 
pequeña.  Todos  están  sin  mesa  y  sin  sillas,  que  apenas  se  halla  una 
en  todo  el  noviciado,  y  el  que  tiene  un  pedazo  de  madera  para  sen- 
tarse, se  tiene  por  muy  rico.  Los  tinteros  son  unos  calabacinos,  y  los 
candeleros  de  barro,  cuando  más  preciosos.  Pero  mucho  mayor  tra- 
bajo les  da  la  habitación,  porque  toda  ella  se  reduce  a  unos  aposen- 
tos cubiertos  de  paja,  expuestos  con  muchas  aberturas  a  los  calores 
del  verano  y  a  las  lluvias  y  fríos  del  invierno,  tanto,  que  muchas  no- 
ches se  les  pasan  sin  dormir,  huyendo  las  goteras  que  tal  vez  inun- 
dan los  aposentos.  De  manera  que  es  menester  hacer  acequias  y  des- 
agües. Y  lo  que  es  para  alabar  a  Nuestro  Señor  es  ver  la  alegría  con 
que  los  novicios  llevan  todas  estas  incomodidades,  que  son  más  de  lo 
que  se  puede  sigaificar»  (2). 


(1)  Chilemis.  Litt.  annuae,  1634. 

(2)  Chilensis.  Litt.  annuae,  1636. 


(;,")()  l.II!.    II. PKOVINCIAS    DE    ULTEAMAlí 

Otra  que  podemos  llamar  fundación  hizo  el  P.  Romero  por  aquel 
tiempo,  y  fué  dar  cumplimiento  a  la  bula  del  Papa  Gregorio  XV,  que 
autorizaba  a  la  Compañía  para  abrir  Universidad  con  título  de  Estu- 
dios generales  y  con  facultad  apostólica  de  dar  el  diocesano  a  los 
alumnos  los  grados  de  licenciado,  maestro  y  doctor.  En  virtud  de 
esta  bula,  el  colegio  de  Santiago  fué  elevado  a  la  categoría  de  Uni- 
versidad. Este  privilegio  había  sido  muy  deseado  para  las  regiones 
ultramarinas,  donde  era  dificilísimo  recibir  estos  grados  universita- 
rios a  la  mayor  parte  de  los  nacidos  en  aquellos  países,  si  no  los  re- 
cibían en  los  colegios  de  la  Compañía  o  de  otra  Orden  religiosa, 
únicos  Centros  docentes  accesibles  a  la  mayoría  de  los  estudiantes 
en  aquellas  tierras.  No  faltó  algún  ligero  conflicto  en  Santiago  de 
Chile,  como  en  otras  ciudades  de  América,  con  los  Padres  domini- 
cos, pues  como  ellos  tuviesen  también  la  misma  facultad,  entiéndese 
fácilmente  los  choques  y  desabrimientos  que  podían  surgir,  al  poner 
en  práctica  su  privilegio  cada  una  de  las  dos  religiones.  El  P.  Gas- 
par Sobrino  trajo  de  Roma  la  constitución  apostólica  de  Urbano  VIII 
Alias  felicis,  por  la  que  se  confirmaba  para  diez  años  el  privilegio 
de  Universidad  establecida  en  nuestro  colegio  de  Santiago.  Esto  des- 
pertó algún  tanto  el  entusiasmo  por  los  estudios,  que  en  adelante 
florecieron  más  con  el  atractivo  de  los  grados  universitarios. 

4.  No  merecen  olvido  otras  dos  fundaciones  que  se  empezaron  en 
Chile  en  la  primera  mitad  del  siglo  XVII,  pero  que  tuvieron  poca 
vida,  aunque  no  dejaron  de  producir  algunos  frutos  espirituales.  El 
año  1627,  a  ruegos  de  los  habitantes  del  valle  de  Quillota,  fueron  en- 
viados dos  misioneros  que  santificaran  con  sus  trabajos  apostólicos 
a  todos  los  habitantes  del  valle.  Prendados  éstos  de  la  virtud  y  celo 
de  aquellos  jesuítas,  ofrecieron  una  pequeña  hacienda  que  valía  unos 
3.0P0  pesos,  para  sustentar  allá  constantemente  a  dos  o  tres  sujetos  de 
la  Compañía.  Aunque  era  tan  tenue  la  fundación,  el  P.  Romero,  quizá 
con  esperanza  de  que  con  el  tiempo  se  acrecentase,  la  admitió,  y  en- 
vió dos  Padres  que  residiesen  en  Quillota.  Cuatro  años  pasaron  en 
aquel  valle;  pero  como  no  se  viese  posibilidad  de  asentar  firmemente 
la  fundación  ofrecida,  fueron  retirados  de  allí  los  misioneros,  y  se 
renunció  al  ofrecimiento,  aunque  en  los  años  sucesivos  cuidaron 
nuestros  Superiores  de  enviar,  de  tiempo  en  tiempo,  operarios  apos- 
tólicos a  los  piadosos  vecinos  que  moraban  en  aquel  valle. 

Alguna  más  importancia  alcanzó  la  casa  que  se  fundó  en  Valdi- 
via. La  ocasión  de  esta  obra  fué  una  expedición  militar.  El  año  1643 
asomaron  por  los  mares  de  Chile  varios  bajeles  holandeses,  quienes, 


CAP.   XV. — LA   COMPAÑÍA    DE   JESÚS   EN    CHILE,    1615-1652  657 

pirateando  por  la  isla  de  Chiloé  y  por  otras  de  aquel  archipiélago,  se 
fijaron  por  fin  en  Valdivia  e  intentaron  fundar  allí  un  fuerte  y  apo- 
yar a  los  araucanos  en  la  guerra  que  hacían  contra  los  españoles. 
Después  de  varios  accidentes  que  sería  largo  referir,  se  resolvió  en 
Lima  enviar  una  buena  armada  española  para  combatir  a  los  holan- 
deses, los  cuales  se  retiraron  con  tiempo  y  no  aparecieron  durante 
algunos  años  por  aquellos  mares.  La  expedición  española  se  estable- 
ció en  Valdivia,  y  con  los  soldados,  que  eran  como  900,  iban  cua- 
tro Padres  del  Perú,  entre  los  cuales  descollaba  el  célebre  P.  Cas- 
tillo, muerto  en  olor  de  santidad  en  1673.  Una  vez  determinada  la 
fundación  de  aquel  fuerte  y  la  restauración  de  la  ciudad  de  Valdivia, 
que  estaba  casi  arruinada,  pareció  conveniente  fundar  también 
allí  una  casa  de  la  Compañía.  Los  Padres  peruanos  se  volvieron  a  su 
provincia  en  1646,  y  en  su  lugar  acudieron  a  Valdivia  los  PP.  Fran- 
cisco Burgos,  Alonso  del  Pozo  y  Hernando  de  Mendoza,  enviados  por 
el  viceprovincial  de  Chile  para  trabajar  con  los  españoles  y  con  los 
indios.  Todos  tres  sabían  la  lengua  de  los  naturales,  y  desde  que  lle- 
garon recogieron  copiosísimo  fruto  espiritual,  no  menos  en  los  sol- 
dados que  en  los  indios  de  aquellas  comarcas  (1).  No  duró  muchos 
años  esta  fundación;  pero  no  debe  olvidarse  por  el  suave  influjo  que 
tuvo  en  fomentar  las  misiones  de  indios,  que  por  aquellos  tiempos 
recibieron  notable  incremento. 

Entretanto  sentían  nuestros  Padres  la  mala  situación  de  los  novi- 
cios en  el  retiro  de  Bucalemu.  Deseaban  trasladarlos  a  sitio  más  có- 
modo, y  donde  pudieran,  no  solamente  formarse  bien  en  religión  los 
ya  recibidos,  sino  vivir  en  tal  estado,  que  fuese  fácil  el  acceso  a  los 
que  deseasen  entrar  en  la  Compañía.  Pensaron,  pues,  asentar  el  novi- 
ciado cerca  de  la  capital,  y  lo  consiguieron  el  año  1647.  Costearon 
esta  obra  dos  jóvenes  hermanos,  según  la  sangre  y  también  en  reli- 
gión, pues  habían  entrado  juntos  en  el  noviciado.  Llamábanse  Fran- 
cisco y  Gonzalo  Ferreira,  hijos  de  padres  ilustres,  y  que  después  se 
ilustraron  más  por  sus  virtudes  religiosas  y  desempeñaron  cargos 
importantes  en  la  viceprovincia  de  Chile,  Ambos  donaron  a  la  Com- 
pañía la  legítima  que  debían  recibir  de  sus  padres,  la  cual  ascendía 
a  17.000  pesos  fuertes.  Con  éstos  se  compró  una  casa  con  una  viña 
contigua  y  un  molino  a  poca  distancia  de  la  capital.  Los  donantes  no 
admitieron  el  título  de  fundadores  de  aquella  casa,  reservándolo 
para  quien  la  dotara  más  cumplidamente  todavía.  El  P.  General  los 


(1)     Chilensis.  Litt.  annuae,  1647. 


658  LIB.    II. — PEOVIXCIAS   DE   ULTRAMAR 

reconoció  como  bienhechores  insignes,  y  ordenó  que  se  dijesen  por 
ellos  las  misas  prescritas  en  el  Instituto.  En  1647  se  trasladaron  los 
novicios  de  Bucalemu  a  esta  casa,  situada  en  las  afueras  de  Santiago, 
donde  se  gozaba  el  buen  aire  de  la  campiña,  el  silencio  de  la  sole- 
dad y  al  mismo  tiempo  las  ventajas  de  la  próxima  población.  Dióse 
a  la  nueva  casa  la  advocación  del  Beato  Francisco  de  Borja  (1).  En  la 
hacienda  de  Bucalemu  se  dejaron  sólo  los  pocos  Padres  que  debían 
hacer  la  tercera  probación. 

5.  En  todos  estos  años  los  jesuítas  de  Chile  trabajaban  cuanto  po- 
dían por  santificar  a  los  españoles  en  las  ciudades  y  pueblos  habita- 
dos por  éstos.  Mucho  más  ejercitaba  su  paciencia  la  conversión  de 
los  infieles,  que  en  aquel  país  era  singularmente  difícil,  por  el  ca- 
rácter particular  de  los  indios.  Resumiremos  en  pocas  palabras  lo 
que  hicieron  con  ellos  los  jesuítas  en  la  primera  mitad  del  siglo  XVII. 
Al  empezar  el  generalato  del  P.  Vitelleschi  estaba  ya  fundado  el  pe- 
queño colegio  de  Concepción  y  las  residencias  de  Arauco  y  Buena 
Esperanza  con  la  de  Castro,  en  la  isla  de  Chiloé.  Esos  cuatro  domici- 
lios eran  los  que  había  empezado  el  P.  Valdivia  en  los  últimos  años 
del  P.  Aquaviva.  Según  nos  informan  las  cartas  anuas  de  1616,  resi- 
dían por  entonces  ocho  Padres  y  dos  Hermanos  en  el  colegio  de  Con- 
cepción, y  dos  Padres  en  cada  una  de  las  otras  tres  residencias.  Los 
misioneros  del  colegio  tenían  harto  que  hacer  en  evangelizar  a  los 
muchos  indios  que  vivían  en  torno  de  la  población  española  y  a  los 
que  se  iban  convirtiendo  cerca  del  río  Biobio,  en  la  frontera  de  los  in- 
fieles araucanos.  Poco  a  poco  se  iban  presentando  los  principales  cau- 
dillos y  se  esperaba  obtener  de  ellos  la  libre  entrada  de  misioneros  en 
sus  tierras.  En  este  año  1616  se  contaban  al  Norte  del  río  Biobio  como 
2.200  indios,  de  los  cuales  estaban  muchos  bautizados  y  los  otros  bas- 
tante bien  dispuestos  para  hacerse  cristianos.  Por  entonces  llegaron 
a  aquellas  misiones  los  PP.  Torrellas  y  Villaza,  ambos  operarios  in- 
cansables en  procurar  la  salvación  de  las  almas.  Los  de  Chiloé  tenían 
de  ocho  a  nueve  mil  cristianos,  muy  diseminados  por  las  islas  de 
aquel  archipiélago.  Como  la  tierra  era  pobre,  las  lluvias  frecuentes 
y  las  comunicaciones  difíciles,  forzosamente  habían  de  padecer  mu- 
chos trabajos  para  sustentarse  y  para  instruir  a  tantos  infieles  en  las 
verdades  de  la  fe  (2). 


(1)  No  estaba  todavía  canonizado  el  tercer  General  de  la  Compañía,  quien  obtuvo 
este  lionor  en  1C71. 

(2)  Chilensis.  Litt.  anmtae,  1G16. 


CAP.  XV.— LA  COMPAÑÍA  DE  JESÚS   EN   CHILE,   1615-1652  650 

Cuando  en  1617,  con  la  muerte  del  Gobernador  Ribera  y  la  lle- 
gada de  los  despachos  favorables  al  P.  Valdivia,  se  reanimaron  las 
esperanzas  de  este  célebre  misionero,  resolvió  dar  un  empuje  a  la 
conversión  de  los  araucanos,  y  no  hay  duda  que  en  los  últimos  me- 
ses de  este  año  consiguió  notabilísimas  ventajas.  Ofrecióle  Dios  una 
facilidad  inesperada,  que  el  misionero  supo  aprovechar.  Algún 
tiempo  antes  había  sido  cautivado  en  cierta  maloca  por  los  españo- 
les, el  cacique  Pelan taru,  hombre  sexagenario  de  mucha  autoridad 
entre  los  indios,  sobre  todo  en  la  región  de  Puren,  de  donde  era 
natural.  Hablando  con  este  hombre  el  P.  Valdivia,  le  vio  bastante 
accesible  a  las  verdades  de  la  fe  y  no  mal  dispuesto  para  hacer  paces 
con  los  españoles.  Juzgó  que  podría  ser  un  medio  a  propósito  para 
atraer  a  muchos  araucanos,  y  habiéndolo  consultado  con  los  capita- 
nes españoles  y  con  los  otros  Padres  de  la  Compañía,  resolvió  po- 
nerle en  libertad,  para  que  él  trabajase  entre  los  suyos  por  reconci- 
liarlos con  los  nuestros.  Antes  de  despedirle  hizo  saber  lo  que  pa- 
saba a  doce  caciques  araucanos  próximos  al  sitio  donde  él  residía. 
Entendiendo  que  el  P.  Valdivia  pensaba  dar  generosamente  libertad 
al  cautivo,  vinieron  a  verse  con  él  con  muestras  de  agradecimiento, 
y  el  14  de  Octubre  de  1617  tuvieron  una  larga  conferencia  con  el 
misionero,  en  la  cual  éste  les  ofreció  sinceramente  la  paz  y  tranqui- 
lidad de  parte  de  los  españoles,  si  ellos  querían  también  observar 
las  condiciones  de  una  concordia  razonable.  Aceptaron  los  indios 
las  indicaciones  del  Padre,  y  el  día  siguiente,  15  de  Octubre,  fué 
puesto  en  libertad  Pelantaru.  Al  instante  se  dirigió  a  los  suyos  en 
Puren,  y  convocando  a  todos  los  que  pudo ,  les  procuró  persuadir  a 
tener  paz  con  los  españoles.  Muchos  aceptaron  sus  ideas,  pero  se  le 
opuso  fuertemente  aquel  Anganamun  que  había  dado  muerte  a  los 
mártires  de  Elicura.  No  se  desanimó  por  esta  oposición  el  generoso 
Pelantaru,  y  continuó  en  los  meses  de  Noviembre  y  Diciembre  ha- 
blando ya  con  unos,  ya  con  otros,  y  convenciéndoles  de  lo  bien  que 
les  sería  aceptar  los  ofrecimientos  del  P.  Valdivia.  Estas  persuasio- 
nes del  cacique  lograron  que  se  pacificasen  mucho  los  ánimos  en 
toda  la  frontera  española,  aunque  nunca  faltaban  ladroncillos,  envia- 
dos ordinariamente  por  Anganamun,  que  asomaban  acá  y  acullá  para 
robar  caballos  y  hacer  otras  presas. 

Mientras  Pelantaru  hacía  sus  juntas  y  discursos  a  los  araucanos 
allá  dentro  de  su  tierra,  el  P.  Valdivia  trató  fervorosamente  con  los 
indios  de  la  frontera,  y  se  esforzó  en  convertirlos  a  la  fe  y  disponer 
para  el  bautismo  a  los  que  ya  estaban  más  persuadidos  de  nuestros 


(}60  LIE.    II. — PROVINCIAS   DE   ULTKAMAB 

dogmas.  El  suceso  de  esta  excursión  del  misionero  fué  muy  feliz,  y 
lo  vamos  a  referir  con  las  mismas  palabras  con  que  él  lo  escribió  al 
P.  General. 

«Mientras  que  Pelantaru  andaba  asistiendo  en  su  tierra  los  de  allá, 
yo  gasté  los  meses  de  Octubre,  Noviembre  y  Diciembre  [de  1617]  en 
tratar  con  los  indios  de  nuestras  fronteras  que  están  dentro  de  nues- 
tra raya,  de  su  cristiandad.  Púseles  delante  las  mercedes  de  que  go- 
zan y  cuan  bien  se  les  cumplen,  después  de  muerto  el  Gobernador 
Ribera,  lo  mucho  que  me  deben  a  mí  y  a  mis  compañeros,  la  jornada 
mía  a  España,  la  del  P.  Gaspar  Sobrino  por  su  bien,  las  persecucio- 
nes que  a  vista  suya  hemos  padecido  por  volver  por  ellos,  los  dos 
Padres  que  yo  he  enviado  en  dos  veces  a  Lima,  lo  que  Su  Majestad 
desea  el  bien  de  sus  almas,  la  costa  que  hace  con  nosotros  por  el  bien 
de  ellos,  y  que  en  recompensa  de  todo  esto  les  pide  Su  Majestad  ad- 
mitiesen la  enseñanza  de  nuestros  Padres,  y  yo  me  contentaría  que 
me  diesen  sus  hijos  y  hijas  para  que  los  enseñase  y  bautizase,  y  los 
que  aquí  adelante  naciesen.  Mostráronse  agradecidos  los  caciques 
que  envié  a  llamar  de  todas  las  fronteras  del  Biobio  para  este  parla- 
mento. Pedíles  me  dijesen  qué  hallaban  malo  en  la  ley  de  Dios,  pues 
todo  aquello  que  ella  manda  dice  su  corazón  que  es  bueno,  y  todo  lo 
que  prohibe  es  malo.  No  quise  en  este  parlamento  pedirles,  sino  dis- 
ponerles remotamente.  Consintieron  que  bautizase  sus  infantes  y  ca- 
tequizase a  los  adultos  muchachos  y  niños,  y  prometieron  dar  lugar 
a  que  les  enseñase  a  estos  niños  y  a  los  que  naciesen. 

«Comencé  a  8  de  Octubre  el  bautismo  primero  solemne  de  Santa 
Fe  y  Nacimiento,  a  los  cuales  y  a  los  sermones  precedentes  asistió  Pe- 
lantaru y  gente  de  Puren  antes  de  partirse,  y  después  fué  el  segundo 
bautismo  en  Cayehuano,  el  tercero  en  Catiray,  el  cuarto  en  Hue- 
nulaque,  el  quinto  en  Rere,  el  sexto  en  Conibebo,  y  en  estas  partes 
estaban  hechas  enramadas  y  puestas  cruces  con  muchas  flores.  Acom- 
pañábame el  ejército  y  el  maestre  de  campo  por  la  seguridad  de  los 
enemigos.  Bautizáronse  ochocientas  veinticinco  almas  hasta  el  20  de 
Noviembre,  los  más  adultos  y  el  tercio  de  indios  mayores,  y  entre 
ellos  catorce  caciques  principales  viejos  a  quien  Dios  tocó.  Pasé  des- 
pués, a  21  de  Noviembre,  al  estado  de  Arauco,  donde  tuve  muchas 
ayudas  en  los  dos  Padres  Torrellas  y  Agustín  de  Villaza,  que  asis- 
tían allí.  Comenzando  por  Lebo,  donde  se  hicieron  dos  bautismos 
solemnes,  en  los  cuales  no  quedaron  más  de  cinco  por  bautizar, 
pasamos  a  Quirico,  Longonavan  y  Colcura,  y  en  todo  este  estado  de 
Arauco  se  bautizaron  tres  mil  doscientas  almas,  porque  todos  que- 


CAP,   XV. — LA   COMPAÑÍA   DE  JESÚS   EN   CHILE,   1615-1652  661 

rían  ser  cristianos  y  sentían  mucho  el  quedarse  sin  bautizar  los  que 
por  tener  impedimento  para  el  efecto  del  Sacramento  dejamos  sin 
bautizar,  prometiéndoselo  para  otra  ocasión  en  que  tuviesen  mejor 
disposición  para  ello.  Fueron  todos  los  bautismos  desde  el  8  de  Oc- 
tubre hasta  el  22  de  Diciembre  cuatro  mil  doscientos»  (1), 

Tal  fué  el  gran  progreso  que  hizo  la  fe  cristiana  en  la  frontera  de 
los  infieles  a  fines  del  año  1617.  En  los  años  siguientes  se  mantuvie- 
ron constantemente  en  aquellas  regiones  como  unos  6.000  indios  cris- 
tianos a  quienes  doctrinaban  nuestros  Padres.  Más  numerosos  eran 
los  convertidos  en  las  regiones  de  Chiloé.  Carecemos  de  noticias  par- 
ticulares después  de  la  carta  anua  de  1616,  hasta  que  el  año  de  1625 
nos  hallamos  con  algunos  certificados  de  las  personas  principales  de 
Chiloé,  que  nos  dan  noticias  del  feliz  progreso  de  aquellos  isleños  en 
la  fe.  El  capitán  Cristóbal  de  Vera,  nombrado  Visitador  de  la  pro- 
vincia de  Chiloé,  certifica  a  Su  Majestad  que  en  aquellas  regiones  los 
Padres  de  la  Compañía  doctrinan  habitualmente  a  más  de  10.000 
almas,  repartidas  en  unas  20  islas.  Por  medio  de  la  Compañía,  dice 
el  capitán,  «gozan  los  dichos  indios  de  la  luz  del  Santo  Evangelio  y 
de  los  santos  sacramentos,  y  también  los  indios  chonos,  que  habitan 
en  las  islas  cercanas  al  estrecho  de  Magallanes,  los  cuales  indios  cho- 
nos no  han  visto  en  su  tierra  a  otros  sacerdotes  más  de  a  los  Padres 
de  la  Compañía  de  Jesús,  los  cuales  fueron  los  primeros  que  con  celo 
de  la  salvación  de  las  almas  entraron  a  predicarles  el  Santo  Evange- 
lio y  convirtieron  y  bautizaron  a  muchos,  y  en  este  ministerio  y  ocu- 
pación pasan  los  dichos  religiosos  grandísimos  trabajos  de  muy 
grandes  fríos  y  casi  continuas  lluvias,  viviendo  con  un  toldo  los  seis 
meses  del  año  y  embarcándose  para  pasar  los  golfos  del  mar  en  baje- 
les de  solas  tres  tablas  cosidas  con  hilo  gruesd,  y  con  harto  peligro 
suyo.  Acuden  asimismo  los  dichos  religiosos  a  ejercitar  sus  ministe- 
rios de  confesar  y  predicar  a  los  soldados  que  Vuestra  Majestad  tiene 
y  a  los  indios  reducidos,  de  lo  cual  yo  soy  testigo  de  vista»  (2). 

6  Así  procedían  nuestros  misioneros,  conservando  en  la  fe  a  unos 
6.000  indios  en  el  Norte  de  Arauco,  y  a  10.000  en  el  archipiélago  de 
Chiloé,  esforzándose  continuamente  en  acrecentar  esta  pequeña  grey 
del  Señor,  cuando  de  pronto,  a  principios  de  1625,  se  empezó  a  susu- 
rrar que  trataban  ciertas  personas  de  quitar  a  la  Compañía  aquellas 


(1)  Chilensis.  Historia,  1,  n.  11.  Esta  es  la  extensa  carta  escrita  por  Valdivia  a  Vitelles- 
chi  el  3  de  Febrero  de  1618,  que  ya  hemos  citado  otras  veces. 

(2)  Santiago  de  Chile.  Bibl.  Nac,  Col.  Morla-Vicuña,  XXX,  n.  76. 


662  LIB.    II. — PEOVINCIAS   DE   ULTEAMAP. 

misiones  y  entregarlas  a  los  Padres  dominicos,  que  se  habían  ofre- 
cido a  sostenerlas  sin  ninguna  retribución  de  Su  Majestad.  No  enten- 
dieron al  principio  los  jesuítas,  cómo  podía  ser  aquello  de  sostener 
unas  misiones  sin  los  medios  indispensables  para  el  sustento  de  los 
misioneros.  Con  todo  eso,  el  rumor  se  difundía,  y  algunas  personas 
debieron  escribir  a  Lima  y  a  Madrid  manifestando  la  conveniencia 
de  ejecutar  aquella  traslación.  ¿De  dónde  procedió  pensamiento  que 
nos  parece  tan  peregrino?  Una  carta  prudentísima  de  Fray  Gabriel 
de  Covaleda,  Provincial  de  los  dominicos,  nos  da  la  clave  para  enten- 
der el  secreto  de  aquella  negociación. 

Escribiendo  al  Rey  Felipe  IV  el  29  de  Agosto  de  1625,  declara 
Fray  Gabriel  que  su  antecesor  en  el  provincialato,  Fray  Baltasar  Ver- 
dugo, había  ofrecido  tomar  y  servir  las  misiones  de  la  Compañía  de 
Jesús  en  Chile  sin  estipendio,  pero  ese  ofrecimiento  lo  hizo  obligado 
del  presidente  D.  Pedro  Sores  de  Ulloa,  Gobernador  de  Chile,  quien 
prometió  a  los  dominicos  dar  de  su  hacienda  y  casa  el  mismo  esti- 
pendio que  daba  Su  Majestad  a  los  jesuítas.  Habiendo  muerto  el  Pre- 
sidente sin  dejar  nada  para  este  fin,  no  es  posible  pasar  adelante, 
pues  los  misioneros  dominicos  se  verían  faltos  de  los  indispensables 
recursos  para  vivir.  Observa  después  el  P.  Covaleda,  que  esos  misio- 
neros habrían  de  ser  mantenidos  por  los  conventos  de  Concepción  y 
Chillan,  pero  éstos  son  pobrísimos  y  apenas  tienen  para  sí.  Esta  pro- 
vincia dominicana  abarca  todas  las  regiones  de  Chile,  Tucumán,  Pa- 
raguay y  el  Plata,  y  sólo  cuenta  unos  120  religiosos,  bien  ocupados 
en  los  puestos  que  poseen  y  en  las  misiones  que  ya  tienen  con  los 
indios.  Sería  imposible  a  estos  religiosos  tomar  sobre  sí  las  misiones 
de  la  Compañía,  sin  abandonar  en  todo  o  en  parte  lo  que  ahora  están 
haciendo. 

Por  ñn,  añade  acerca  de  los  misioneros  jesuítas  algunas  expresio- 
nes muy  prudentes  que  debemos  copiar  a  la  letra.  Dice  así:  «Pues 
tiene  Vuestra  Majestad  ya  ministros  que  tan  loablemente  y  con  tanta 
perfección  y  puntualidad  acuden  en  el  ejercicio  de  las  dichas  doctri- 
nas, como  son  los  Padres  de  la  sagrada  religión  de  la  Compañía  de 
Jesús,  es  superfino  traer  y  pedir  nuevos  ministros  con  nuevo  gasto  y 
en  tiempo  que  tan  afiigida  está  la  cristiandad  con  guerras  y  enemi- 
gos.» Por  último,  observa  el  P.  Covaleda,  «el  provecho  espiritual  que 
los  ministros  del  Evangelio  hacen,  es  doblado  con  la  paz  y  confra- 
ternidad que  conservan  entre  sí,  tan  agradable  a  Nuestro  Señor  y  tan 
encomendada  por  nuestros  Superiores  y  Capítulos  generales,  en  par- 
ticular con  las  santas  religiones,  y  nosotros  deseamos  conservarla  con 


CAr.   XV. — LA   COMPAÑÍA   DE  JESÚS  EN   CHILE,   1615-1652  663 

la  sagrada  religión  de  la  Compañía  de  Jesús,  y  en  orden  a  esto  hice 
muchas  manifestaciones  y  estorbé  las  ocasiones  que  la  podían  per- 
turbar». Termina  su  carta  manifestando  que  no  se  debe  tratar  de 
despojar  a  la  Compañía  de  las  misiones  que  tan  loablemente  sostiene 
para  gloria  de  Dios  (1). 

Por  entonces  no  pasó  adelante  l^a  idea  de  trasladar  a  otras  manos 
las  misiones  de  los  jesuítas.  Cinco  años  después,  D.  Francisco  Laso, 
que  entró  a  ser  Gobernador  de  Chile,  mostró  a  los  Nuestros  una  cé- 
dula real,  en  que  se  le  encargaba  entregar  a  los  franciscanos  las  tres 
misiones  de  la  Compañía,  de  Arauco,  Chiloé  y  Buena  Esperanza,  por- 
que ellos  las  servirían  de  balde  y  sin  estipendio  alguno  (2).  El  P.Gas- 
par Sobrino,  Viceprovincial  entonces  de  Chile,  explicó  al  Goberna- 
dor lo  imposible  que  era  sostener  aquellas  misiones  sin  el  subsidio 
que  pasaba  Su  Majestad.  Debieron  creer  en  Madrid  que  la  Compañía 
tenía  en  Chile  colegios  y  casas  tan  bien  fundadas,  que  no  necesitarían 
el  auxilio  de  la  pensión  para  mantener  los  ocho  o  diez  misioneros. 
La  situación  de  los  jesuítas  no  era  tan  halagüeña.  «Yo  no  he  de  enga- 
ñar a  Su  Majestad,  dijo  el  P.  Sobrino,  y  pensara  de  cierto  que  le  en- 
gañaba, si  dijera  que  la  Compañía  puede  servir  estas  doctrinas  de 
balde.  Esto  no  es  posible»  (3).  Todavía  agitaron  algún  tanto  esta  idea 
los  oficiales  reales  por  una  razón  qne  nos  puede  explicar  tan  extraño 
proceder.  Es  el  caso  que  la  pensión  de  nuestros  misioneros,  que 
montaba  unos  4.000  pesos,  solía  suministrarse  del  situado  que  se 
enviaba  de  Lima  para  el  ejército  de  Chile.  Como  este  situado  no  bas- 
taba muchas  veces  para  cubrir  todas  las  necesidades  del  ejército,  en- 
tiéndese sin  dificultad  lo  que  sentirían  los  oficiales  reales  y  los  capi- 
tanes, al  ver  desviarse  4.000  pesos  de  aquella  cantidad,  para  socorrer 


(1)  Santiago  de  Chile.  Bibl.  Nac,  Col.  Morla-Vicuña,  XXX, n.  79. 

(2)  Suponemos  que  esta  cédula  real  sería  una  de  1629,  cuya  minuta  se  halla  en  el 
Archivo  de  Indias,  74-4-36.  Va  dirigida,  no  a  D.  Francisco  Laso,  sino  al  Conde  de  Chin- 
chón, Virrey  del  Perú.  En  ella  se  dice  que  por  pavte  del  reino  de  Chile  se  le  ha  referido 
que  se  paga  a  los  jesuítas  del  situado  del  ejército  de  Chile,  y  que  esto  tiene  ciertos  in- 
convenientes, los  cuales  cesarían,  si  los  religiosos  de  San  Francisco,  como  lo  han  ofre- 
cido hacer,  administrasen  a  dichos  soldados  los  santos  Sacramentos  sin  ningún  pre- 
mio ni  interés.  Obsérvese  que  la  propuesta  hecha  al  Rey  no  se  atribuye  a  Laso,  sino 
al  reino  de  Chile,  y  que  los  franciscanos  no  se  ofrecieron  a  sostener  nuestras  misio- 
nes de  infieles,  sino  solamente  a  administrar  los  Sacramentos  a  los  soldados  españo- 
les. Por  fin,  se  encarga  al  Virrey  que  vea  si  por  medio  del  Gobernador  o  del  Obispo  o 
de  la  Audiencia  se  podrán  hallar  otros  i-eligiosos  que  suplan  a  los  jesuítas  y  excusen 
aquel  gasto  en  el  situado  de  Chile.  No  pequeña  confusión  de  ideas  se  advierte  en  esta 
cédula.  Se  conoce  que  los  que  escribieron  a  Su  Majestad  embrollaron  bastante  el  estado 
de  la  cuestión,  a  trueque  de  atraer  hacia  sí  la  pensión  que  se  daba  a  los  jesuítas. 

(3)  Santiago  de  Chile.  Bibl.  Nac,  Col.  Morla-Vienña,  XXX,  n.  88. 


664  LIB.   II. — PEOVINCIAS  DE  ULTEAMAR 

a  los  misioneros  jesuítas.  De  aquí  las  diligencias  que  hicieron  para 
suprimir  aquel  renglón,  y  por  fin,  para  que  se  pagase  a  los  jesuítas 
de  otro  fondo  de  las  cajas  reales. 

A  juzgar  por  una  carta  que  conservamos  del  Conde  de  Chinchón, 
Virrey  del  Perú,  entiéndese  que  toda  aquella  idea  de  trasladar  las 
misiones  de  los  jesuítas,  más  procedía  de  los  militares  y  de  los  ofi- 
ciales reales,  que  de  los  religiosos  de  otras  Órdenes.  Escribiendo  al 
Rey  el  Conde  el  8  de  Agosto  de  1633,  le  dice  estas  palabras:  «Ni  de 
San  Francisco  ni  de  otra  religión  se  me  ha  hecho  ofrecimiento  de 
servir  gratis  las  doctrinas  de  los  jesuítas  que  a  Vuestra  Majestad  se 
refirió...  Si  fuera  posible  que  todas  las  doctrinas  del  Perú  las  tuvie- 
ran a  su  cargo  los  Padres  de  la  Compañía,  se  les  luciera  diferente- 
mente a  los  indios  y  se  excusaran  muchos  excesos  en  materia  de 
granjeria  que  de  allí  se  sacan,  de  que  ya  en  otra  ocasión,  respon- 
diendo a  cédula  de  Vuestra  Majestad,  decía  tengo  de  qué  sentir»  (1). 
Junto  con  esta  carta,  enviaba  una  breve  relación  de  los  trabajos 
apostólicos  de  nuestros  Padres  en  Arauco,  Buena  Esperanza  y  Chi- 
loé,  insistiendo  en  que  no  se  debía  pensar  en  quitar  a  los  jesuítas  tan 
fructíferas  misiones, 

7.  Mientras  se  discutía  sobre  este  negocio  en  las  altas  regiones 
administrativas,  los  humildes  misioneros  de  Chile  continuaban  en  la 
dura  faena  de  evangelizar  a  los  araucanos  y  a  los  isleños  de  Chiloé. 
Por  este  tiempo  empezó  a  figurar  entre  ellos  un  hombre  de  grata 
memoria  en  los  anales  de  Chile.  Era  el  P.  Diego  de  Rosales,  nacido 
en  Madrid  en  1605  y  entrado  en  la  Compañía  en  Lima  el  año  1620. 
■  Apenas  terminó  sus  estudios,  le  aplicaron  los  Superiores  a  las  misio- 
nes de  Chile,  y  desde  1630  eñ  adelante  fué  uno  de  los  hombres  fer- 
vorosos que  regaron  con  sus  sudores  aquella  viña  del  Señor.  En 
estos  años  procuraron  nuestros  Padres  ir  levantando  modestas  igle- 
sias en  los  pueblos  de  indios  que  se  reducían  a  la  obediencia  de  Es- 
paña. Sabemos  que  para  el  año  1638  tenían  nueve  iglesias  en  el 
estado  de  Arauco  y  construyeron  también  algunas  otras  en  la  isla  de 
Chiloé  (2).  Claro  está  que  estos  edificios  no  eran  maravillas  del  arte. 
Un  vasto  local  rodeado  de  toscas  paredes,  cubierto  con  algún  techo 
rudimentario;  un  modestísimo  altar  con  los  objetos  indispensables 
para  decir  misa  y  administrar  los  Sacramentos:  he  aquí  a  qué  se  re- 


(1)  Archivo  do  Indias,  70-2-6. 

(2)  Santiago  de  Chile.  Bibl.  Nac.  Col.  Morla-Vicuña,  XXIX.  Información  tomada  el  15 
de  Enero  de  1638  por  el  maestre  de  campo  Juan  Fernández  Rebolledo  sobre  el  progreso  de  la  fe 
en  Arauco. 


CAP.   XV. — LA   COMPAÑÍA   DE   JESÚS  EN   CHILE,   1615-1652  665 

ducían  las  iglesias  de  aquellas  misiones.  Empero  en  estos  locales 
iban  los  indios  aprendiendo  poco  a  poco  las  verdades  de  la  fe,  se 
acostumbraban  a  presenciar  las  solemnidades  del  culto  cristiano  y 
se  despojaban  lentamente  de  los  usos  y  costumbres  bárbaras,  pro- 
pios de  su  gentilidad. 

Y  por  cierto  que  esto  de  las  costumbres  era  la  mayor  dificultad 
que  padecían  nuestros  misioneros  en  aquellos  países.  Aunque  reci- 
biesen la  fe  y  confesasen  que  era  bueno  lo  que  les  enseñaban  los 
Padres,  les  costaba  trabajo  a  los  araucanos  desprenderse  de  sus  fie- 
ras inclinaciones.  En  las  anuas  de  1630  observa  el  P.  Sobrino,  cuan 
duros  se  muestras  los  indios  reducidos  a  recibir  las  costumbres 
cristianas.  Muchos  de  ellos  seguían  en  sus  borracheras,  se  sabía  que 
tenían  ocultamente  muchas  mujeres  y  cometían  crueldades  atroces 
con  los  indios  enemigos  que  cautivaban.  Aduce  el  caso  de  un  caci- 
que araucano  cautivado  por  los  indios  amigos,  a  quien  el  Padre  mi- 
sionero no  pudo  librar  de  la  muerte.  Los  indios  cristianos  le  abrie- 
ron, le  sacaron  el  corazón  y  se  lo  comieron  (1).  Seis  años  después 
hubo  de  presenciar  el  P.  Rosales  otro  espectáculo  semejante.  Apre- 
sado por  nuestros  indios  un  cacique  enemigo,  por  más  que  el  Padre 
fué  a  suplicar  y  rogar  que  se  abstuviesen  de  sus  habituales  cruelda- 
des, nada  pudo  conseguir  de  ellos.  Al  cabo  los  indios  destrozaron  al 
cautivo  y  cometieron  otras  extravagancias  con  ceremonias  supers- 
ticiosas (2). 

Es  verdad  que  estas  atrocidades  eran  cometidas  muchas  veces 
por  los  indios  amigos  no  cristianos  todavía,  pero  también  partici- 
paban los  cristianos  de  la  fiereza  usada  entre  los  suyos.  Las  cartas 
anuas  de  1636  explican  lo  que  se  procura  hacer  con  aquellos  indios. 
Como  los  infieles  suelen  cometer  atrocidades  con  los  indios  que 
cautivan,  así  éstos  les  pagan  después  en  la  misma  moneda.  «Los  Pa- 
dres, dicen  las  anuas,  procuran  irles  a  la  mano,  ya  rogándoles  a  ellos 
que  les  perdonen  y  sean  piadosos,  ya  pidiendo  a  los  maestres  de 
campo  no  les  consientan  ser  tan  inhumanos;  y  es  fuerza  permitírselo 
alguna  vez,  porque  no  se  les  puede  a  estos  indios  ir  tan  a  la  mano 
en  los  gentiles  usos,  con  el  vigor  que  a  los  del  Perú  o  de  otras  nacio- 
nes, así  por  ser  éstos  sin  comparación  más  altivos,  como  por  estar  de 
guerra  y  ser  fronterizos  y  tan  poco  firme  su  paz,  que  no  ha  mucho 


(1)  Chilensis.  Litt.  annuae,  1630. 

(2)  Chilensis.  Litt.  annuae,  1636.  Estas  anuas  copian  a  la  letra  una  carta  del  P.  Ro- 
sales en  que  refiere  el  suceso. 


f)()6  Lrt:.    II, — PKOVINCIAS   DE   ULTRAMAR 

se  temió  del  principal  de  ellos,  Catumalo,  un  grande  alzamiento  y 
que  tenía  trato  doble  con  el  enemigo.  Por  esta  causa  van  los  Padres 
poco  a  poco  con  ellos  atrayéndolos  con  suavidad  al  yugo  del  Evan- 
gelio, esperando  que  la  gracia  de  Dios  y  el  tiempo  ha  de  ir  desarrai- 
gando de  sus  almas  muchos  vicios,  ceremonias  y  supersticiones»  (1). 
En  el  año  1640  un  suceso  político  fué  causa  de  mejorar  el  estado 
de  estas  misiones  y  dio  nuevos  alientos  a  nuestros  Padres  para  tra- 
bajar en  la  conversión  de  los  infieles.  Es  de  saber  que  el  año  1625, 
después  de  trece  años  de  súplicas  y  ruegos,  había  concedido  Fe- 
lipe IV  a  los  de  Chile  hacer  por  fin  guerra  ofensiva  a  los  araucanos. 
Publicada  la  cédula  real  en  1626  con  extraordinarias  muestras  de 
júbilo,  empezóse  a  disponer  las  armas  y  a  invadir  el  territorio  ene- 
migo con  grandísimos  bríos  y  alientos.  Este  ímpetu  creció  tres  años 
después,  cuando  tomó  el  gobierno  de  Chile  D.  Francisco  Laso  de  la 
Vega,  militar  experimentado  en  los  campos  de  Flandes  y  muy  en- 
tendido en  todos  los  pormenores  de  la  milicia.  Habiendo  reforzado 
su  ejército  y  proveídole  bien,  salió  D.  Francisco  a  campaña,  y  puede 
decirse  que  en  los  nueve  años  y  cuatro  meses  que  duró  su  gobierno, 
no  dio  paz  a'la  espada,  peleando  sin  cesar  con  los  araucanos  (2). 
Muchas  victorias  obtuvo;  empero  los  enemigos,  rotos,  pero  no  venci- 
dos, como  diría  el  romance  antiguo,  se  retiraban  a  los  montes  y 
allí  perseveraban  con  hosca  pertinacia,  sin  rendirse  jamás  al  yugo 
español.  Habiendo  sucedido  a  D.  Francisco  Laso  el  Sr.  Marqués  de 
Baides,  empezáronse  a  notar  ciertos  indicios  de  aproximación  entre 
españoles  y  araucanos,  por  estar  probablemente  unos  y  otros  sobre- 
manera cansados  de  tanta  guerra.  El  Gobernador  aceptó  los  ofreci- 
mientos que  le  hicieron  dos  caciques  principales,  y  los  convidó  para 
un  gran  parlamento  que  se  tendría  en  Quillín  a  principios  de  1641. 
En  este  parlamento  se  asentaron  las  paces  entre  el  Marqués  y  varios 
caciques.  Desde  allí  se  encaminó  el  Gobernador,  acompañado  siem- 
pre de  algún  Padre  de  la  Compañía,  que  muchas  veces  fué  el  P.  Ro- 
sales, a  otros  pueblos  de  la  Araucania,  donde  estableció  también  pa- 
cíficas relaciones  con  los  indios.  Con  esto  empezó  una  era  de  paz 
que  los  jesuítas  aprovecharon  para  promover  sus  misiones.  Merece 
copiarse  la  carta  que  en  1643  dirigió  el  P.  Rosales  al  ya  difunto 
P.  Luis  de  Valdivia,  cuya  muerte  no  era  todavía  conocida  en  Chile. 


(1)  Ibid. 

(2)  Sobre  las  campañas  de  D.  Francisco  Laso  debe  consultarse  al  P.  Rósale?,  su 
compañero  y  amigo,  en  su  Historia  de  Chile. 


CAP.  XV. — LA   COMPAivÍA   DE  JESÚS  EN   CHILE,   1615-1652  667 

Deseando  participarle  las  buenas  nuevas  que  entonces  había  de 
aquellas  misiones,  le  dirigió  una  carta,  en  que  después  de  explicar 
lo  que  se  había  hecho  con  los  indios  en  el  terreno  de  la  política, 
viniendo  a  los  ministerios  espirituales,  le  suministra  estos  datos: 

«En  cuanto  a  lo  espiritual,  hasta  ahora  no  se  había  dado  paso  nin- 
guno. Este  año  fui  a  la  campeada  con  el  campo  de  Arauco.  Pasamos 
por  la  costa  visitando  las  nuevas  poblaciones  de  amigos,  y  en  todas 
partes  nos  salían  a  recibir  a  los  caminos  con  camaricos.  Fuíles  dando 
noticia  de  Nuestro  Señor  y  predicándoles  los  misterios  de  nuestra 
santa  fe,  que  oyeron  con  gusto.  Rezaron  las  oraciones  con  afición.  En 
todas  partes  fui  poniendo  cruces  para  que  el  árbol  de  la  cruz  fuese 
tomando  posesión  de  las  tierras  que  se  conquistaban.  Y  fué  provi- 
dencia particular  del  Señor,  que  los  primeros  a  quien  se  predicase  la 
fe  fuesen  los  que  mataron  a  los  Padres  que  V.  R.  envió  a  predicar; 
que  la  sangre  de  aquellos  santos  mártires  sin  duda  alcanzó  de  Dios, 
en  vez  del  castigo  y  la  venganza,  la  vida  eterna  para  esta  gente  mise- 
rable y  sin  conocimiento  de  Dios.  Fueron  los  de  Purén  con  Angana- 
mun  los  que  les  quitaron  la  vida,  que  aunque  les  mataron  en  Elicura, 
no  fué  la  gente  de  Elicura  los  que  los  mataron,  como  me  lo  dicen 
ellos  cuando  yo  les  digo  que  ellos  mataron  a  los  Padres  que  V.  R.  les 
enviaba  para  que  les  predicasen  y  asentasen  la  paz.  Porque  luego  les 
echan  la  culpa  a  los  de  Purén,  y  dicen  que  ellos  con  mucho  gusto 
habrían  recibido  los  Padres  a  sus  tierras,  y  los  de  Purén  los  vinieron 
a  maloquear.  Dos  veces  he  entrado  por  la  costa  a  predicarles,  y  es 
para  alabar  a  Dios  ver  una  gente,  antes  tan  feroz,  tan  doméstica  y  tra- 
table y  cuan  capaces  se  hacen  de  las  cosas  de  Dios  y  el  gusto  con  que 
reciben  la  fe. 

»En  la  campeada  se  juntaron  con  el  Gobernador  todos  los  caci- 
ques de  la  costa  y  del  litoral,  y  después  de  sus  parlamentos  y  de 
haber  tratado  de  la  firmeza  de  la  paz  y  que  no  fuesen  como  los  otros, 
que  tenían  dos  corazones,  me  dijo  el  Gobernador  que  les  predicase 
los  misterios  de  nuestra  santa  fe  y  les  dijese,  cómo  el  fin  de  Su  Ma- 
jestad en  sustentar  aquí  las  armas  era  para  que  fuesen  cristianos,  y 
que  a  esto  se  enderezaban  estas  paces.  Prediquéles  largamente,  dán- 
doles a  conocer  a  su  Criador  y  los  medios  por  donde  se  habían  de 
salvar,  y  todos  dijeron  que  ya  tenían  un  corazón  con  los  cristianos  y 
querían  ser  de  una  ley  y  religión  y  que  recibirían  el  agua  del  bau- 
tismo. Pidieron  algunos  al  Gobernador  nos  dejasen  allá,  y  el  P.  Fran 
cisco  de  Vargas,  flamenco,  y  yo,  hicimos  hartas  instancias  con  el  Go- 
bernador para  que  nos  dejase  en  la  Imperial,  que  sería  de  gran  pro- 


668  LIB.    II. — PROVINCIAS   DE   ULTRAMAR 

vecho  para  confirmar  aquellos  antiguos  cristianos  en  la  fe  y  bautizar 
sus  hijos.  Mas  como  acababa  de  publicarse  la  guerra  a  los  de  la  cor- 
dillera, que  están  cerca,  no  quiso,  porque  no  corriésemos  algún 
riesgo.  He  salido  razonable  lenguaraz,  y  creo  que  no  anda  en  las  mi- 
siones quien  me  gane,  si  no  es  el  P.  Juan  Hoscoso,  que  es  criollo  y 
ha  más  que  la  ejercita.  Estamos  tres  Padres  aquí  en  Arauco,  tres  en 
Buena  Esperanza  y  cuatro  en  Chiloé.  Mucha  gente  es  menester  ahora 
para  estas  nuevas  misiones,  que  necesitan  de  operarios  fervorosos. 
Dios  nos  dé  su  espíritu  y  nos  lo  envíe»  (1). 

Con  tales  alientos  trabajaron  los  jesuítas  durante  el  gobierno  del 
IVJarqués  de  Baldes,  y  continuaron  en  el  siguiente  de  D.  Juan  de 
Mújica.  Este  hombre,  a  poco  de  entrar  en  Chile,  fué  causa  de  graves 
pesadumbres  para  nuestros  Superiores  y  misioneros.  Influido,  sin 
duda,  por  los  enemigos  de  la  Compañía,  envió  un  informe  siniestro 
a  Su  Majestad,  asegurando  que  los  jesuítas  eran  negligentes  en  evan- 
gelizar a  los  indios,  y  por  eso  apenas  se  encontraba  entre  ellos  uno 
medianamente  instruido  en  las  verdades  de  la  fe.  La  noticia  pareció 
grave,  sin  duda,  en  Madrid,  y  se  creyó  conveniente  que  Su  Majestad 
avisase  de  esto  a  los  jesuítas  de  Chile.  En  cédula  real  de  28  de  Agosto 
de  1648,  decía  el  Rey  a  nuestro  P.  Viceprovincial,  que  los  jesuítas  eran 
descuidados  en  el  trabajo  de  las  misiones,  y  apuntaba  al  mismo 
tiempo  que  la  pensión  de  los  misioneros  podría  rebajarse  de  '800 
a  500  pesos.  Pero  como  la  ejecución  de  esta  mudanza  pudiera  traer 
sus  dificultades,  no  había  querido  ponerla  en  práctica  hasta  oir  lo 
que  le  escribiese  Su  Reverencia  (2),  El  P.  Luis  Pacheco,  Vice- 
provincial de  Chile,  sintió  el  corazón  atravesado  de  dolor,  al  oir 
semejante  reconvención  de  boca  de  Su  Majestad.  Con  fecha  19  de 
Diciembre  de  1649  respondió  a  Felipe  IV,  protestando  que  los  misio- 
neros de  la  Compañía  cumplían  con  su  deber  y  hacían  cuanto  podían 
por  la  salvación  de  aquellos  indios;  pero  los  araucanos  son  los  hom- 
bres más  duros  y  rebeldes  que  hasta  ahora  se  han  descubierto  en 
Oriente  y  Occidente,  en  el  Septentrión  y  Mediodía.  Observa  después 
que  la  pensión  no  se  debe  disminuir,  porque  es  forzoso  al  misionero 
dar  algunas  limosnas  y  regalitos  a  los  convertidos,  y  hace  notar  que 
los  informes  enviados  por  el  Gobernador  no  tienen  tanta  autoridad, 
por  haberse  enviado  cuando  era  recién  venido  a  esta  tierra  (3).  Efec- 


(1)  Chilensis.  Historia,  I,  n.  13. 

(2)  Santiago  de  Chile.  Bibl.  Nao.  Manuscritos,  Historia  de  Chile,  t.  13. 

(3)  Ibid.  Col.  Morla-Vicuña,  XXIX.  Pacheco  al  Rey.  Concepción,  19  Diciembre  1649. 


CAP.   XV. — LA   COMPAÑÍA   DE   JESÚS   EN   CHILE,   1615-1652  (KJÍ) 

tivamente,  el  Gobernador  Mújica  reconoció  después  el  yerro  que 
había  cometido  en  su  informe,  alabó  el  celo  y  fervor  con  que  traba- 
jaban los  jesuítas  y  se  mostró  favorable  a  ellos  en  todo  el  tiempo  de 
su  gobierno. 

8.  Así  procedía  la  Compañía  de  Jesús  en  Chile  hacia  mediados  del 
siglo  XVII.  No  eran  muchos  los  operarios  que  cultivaban  aquellas 
regiones.  En  el  primer  catálogo  de  la  viceprovincia,  que  conserva- 
mos, y  corresponde  al  año  1640,  se  dice  que  los  religiosos  de  la  Com- 
pañía son  79  (1).  El  mismo  número  persevera  en  el  catálogo  de  1648; 
y,  por  fin,  en  1652  desciende  este  número  a  68.  El  estado  económico 
de  la  viceprovincia  dejaba  bastante  que  desear,  y  padeció  gravísimo 
quebranto  en  1647,  cuando  un  terremoto  en  el  mes  de  Mayo  produjo 
estragos  lamentables  en  toda  la  ciudad  de  Santiago,  y  redujo  nuestro 
colegio  e  iglesia  a  un  montón  de  escombros.  Según  las  anuas  de  1648, 
perdió  la  Compañía  en  este  terremoto  más  de  300.000  pesos  (2). 
En  1640  se  celebró  la  primera  Congregación  viceprovincial,  y  fué 
mandado  a  Roma  como  procurador  el  P.  Alonso  de  Ovalle,  nacido 
en  Chile  en  1601.  Este  Padre  procuró  que  fuese  declarada  provincia 
la  región  de  Chile;  pero  examinados  los  sujetos  y  los  elementos  de 
que  constaba,  se  juzgó  que  sería  prematura  semejante  erección  (3). 
Difirióse,  pues,  para  tiempos  mejores.  Entretanto,  los  pocos  opera- 
rios de  la  Compañía  establecidos  en  aquel  reino  solicitaban  con  fer- 
vor la  salvación  de  los  españoles  y  trabajaban  incesantemente  en  el 
terreno  ingrato  de  aquellos  indios,  que  sólo  a  costa  de  grandes  fati- 
gas rendían  poco  a  poco  algunos  frutos  espirituales,  que  se  recogían 
en  las  trojes  del  Señor. 


(1)  Chilensis.  Catalogi  tñennales. 

(2)  Chilensis.  Litt.  anniiae,  1648. 

(3)  En  el  tomo  Chilensis.  Historia,  II,  n.  25,  puede  verse  un  escrito,  redactado,  según 
parece,  por  el  secretario  de  la  Compañía,  Considerationes  aliquae  circa  Vice^n-ovinciam 
Chilensem,  en  el  cual  se  examinan  las  razones  que  presenta  el  P.  Ovalle  para  erigir 
provincia  en  Chile,  y  se  resuelve  que  no  convencen,  y  que  se  debe  esperar  mejores 
tiempos  y  mayor  aumento  de  personal,  para  dar  ese  paso. 


CAPÍTULO  XVI 


LA  COMPAÑÍA  DE  JESÚS   EN  FILIPINAS   DE   1615  A   1652. 

Sumario:  1.  Número  de  sujetos  y  de  domicilios  en  Filipinas. — 2.  Expediciones  de  mi- 
sioneros enviados  de  España. — 3.  Ministerios  ordinarios  de  nuestros  Padres  en  Ma- 
nila y  en  otras  ciudades  de  españoles.^4.  Progresos  de  los  estudios  en  nuestro  cole- 
gio de  Manila  y  competencia  de  los  dominicos. — 5.  Misioneros  en  las  expediciones 
marítimas  contra  holandeses. — 6.  Conquista  de  Mindanao  y  establecimiento  de  la 
Compañía  eií  esta  isla  el  año  16:^7. — 7.  Estado  de  la  Compañía  en  Filipinas  a  media- 
dos del  siglo  XVII. 

Fuentes  contempor.íneas:  1.  Pliilippinanim.  Epistolae  Generalium. — 2.  Lülerae  unnuae. — 
3.  Acta  Congregationum  provinciulium. — 4.  Philippmarmn.  Historia. — 5.  Catalogi  iriennales. — 6.  Do- 
cumentos del  Archivo  de  Indias.— 7.  Documentos  del  Archivo  de  Estado  en  Roma. 

1.  Al  advenimiento  del  P.  Muelo  Vltelleschi,  la  provincia  de  Fili- 
pinas se  hallaba  en  un  estado  que  podemos  llamar  de  tranquila  pros- 
peridad. Asentadas  sus  casas  y  misiones,  ejercitaban  nuestros  opera- 
rios con  mucho  celo  apostólico  los  ministerios  espirituales,  así  con 
los  españoles  de  Manila  como  con  los  indios  de  las  islas  de  Pintados, 
lo  mismo  con  los  militares  en  las  expediciones  marítimas,  que  con 
los  chinos  y  otros  infieles,  a  quienes  podían  dirigir  la  palabra  en  las 
regiones  que  visitaban.  El  número  de  sujetos  que  componían  esta 
provincia  era  bastante  reducido.  En  1615  contábanse  111,  y  en  este 
número  se  incluían  dos  Padres  y  ocho  Hermanos  desterrados  del  Ja- 
pón y  aplicados  a  Filipinas  (1).  Siete  años  después,  en  1622,  hallamos 
en  la  provincia  118  individuos;  en  1626  suben  a  124,  y  por  fin,  en  1632 
hallamos  el  número  de  127,  el  mayor  que  leemos  en  los  catálogos  de 
Filipinas  durante  un  espacio  de  setenta  y  cinco  años.  Desde  entonces 
baja  un  poco  la  provincia,  pues  en  1645  la  vemos  reducida  a  120,  y  en 
1649  a  110.  Otro  pequeño  descenso  en  1651,  pues  entonces  se  reduce 
a  96  individuos  (2);  pero  luego  sube  algún  tanto,  de  modo  que  en  1656 


(1)  Phüipp.  Litt.  annuae,  1G17. 

(2)  Todos  estos  datos  numéricos  los  tomamos  de  las  anuas  de  los  años  citados. 


CAP.    XVI. — LA   COilPAfíÍA  DE  JESÚS  EN   FILIPINAS,   1615-1652  (571 

se  contaban  108  (1).  Se  ve  que,  en  general,  oscilaba  el  personal  entre 
100  y  120  individuos. 

Infiérese  de  estos  números,  que  la  antigua  provincia  de  Filipinas, 
en  la  primera  mitad  del  siglo  XVII,  apenas  llegaba  a  ser  las  dos  ter- 
ceras partes  de  la  actual  misión  de  Filipinas,  dependiente  de  la  pro- 
vincia de  Aragón. 

Si  consideramos  ahora  el  número  y  condición  de  los  domicilios  ha- 
bitados por  los  jesuítas,  observamos  una  cualidad  que  distingue  algo 
a  esta  provincia  de  las  otras  ultramarinas,  y  es  la  poca  estabilidad 
que  tenían  nuestras  casas,  y  la  facilidad  con  que  se  abrían,  cerraban 
o  trasladaban  de  un  punto  a  otro.  Recuérdese  que  ya  el  F.  Diego 
García,  en  su  visita  hecha  el  año  1600,  había  mudado  de  sitio  algunos 
domicilios,  y  formado  de  dos  residencias  una,  para  que  vivieran  jun- 
tos y  en  comunidad  más  número  de  misioneros.  En  el  catálogo 
de  1612,  que  nosotros  reprodujimos  en  el  tomo  anterior  (2),  suenan 
13  domicilios,  los  dos  .colegios  de  Manila  y  Cebú,  el  noviciado  de 
San  Pedro  y  el  seminario  de  San  José,  ambos  en  Manila,  y  las  nueve 
residencias  o  misiones  de  Antípolo,  Silang,  Bool,  Dulac,  Carigara, 
Tinagón,  Palápag,  Arévalo  y  Butúan.  Consúltese  ahora  el  catálogo 
de  1616,  que  copia  el  P.  Jouvancy  (3),  y  se  verán  los  domicilios  redu- 
cidos a  nueve,  y  eso  que  aparece  la  residencia  de  Taytay,  que  se  había 
suprimido  cuatro  años  antes  por  haberse  quemado  el  pueblo.  Tene- 
mos, pues,  que  en  los  cuatro  años  de  1612  a  1616  habían  desaparecido 
cinco  domicilios,  el  seminario  de  San  José  en  Manila  y  las  residen- 
cias de  Butúan  en  Mindanao,  de  Arévalo  en  la  isla  de  Panay,  Silang 
en  Luzón,  y  Palápag  en  la  isla  de  Samar.  Como  algunos  de  estos  do- 
micilios constaban  solamente  de  dos  sujetos,  no  habría  mucha  difi- 
cultad en  levantarlos.  Deducimos,  pues,  de  lo  dicho  que,  a  los  prin- 
cipios del  P.  Vitelleschi,  la  acción  de  la  Compañía  en  el  archipiélago 
filipino  se  extendía  a  la  capital,  Manila,  con  las  dos  vecinas  residen- 
cias de  Antípolo  y  Taytay,  y  a  las  cuatro  islas  importantes  de  Cebú, 
Bool,  Leyte  y  Samar. 

Es  algo  singular  que,  habiéndose  acrecentado  muy  poco  esta  pro- 
vincia en  individuos  durante  el  generalato  del  P.  Vitelleschi,  adqui- 


(i)  Buzón  del  número  de  religiosos,  colegios,  casas  y  residencias  de  la  provincia  de  la  Com- 
pañía de  Jesús,  y  de  las  iglesias,  partidos  y  doctrinas  de  indios  que  administra  en  las  islas  Fi- 
lipinas en  este  presente  ano  de  1656.  Documento  impreso  por  el  P.  Colín  al  fin  de  su  His- 
toria. 

(2)  Véase  la  pág.  504. 

(3)  Hist.  S.  J.,  1.  XV,  pág.  354. 


(J72  L^^-    II- PROVINCIAS    DE    ULTRAMAR 

riese,  sin  embargo,  nuevos  domicilios  y  acometiese  nuevas  empresas 
apostólicas,  y  por  cierto  bastante  difíciles.  En  1622  el  Sr.  Arzo- 
bispo de  Manila,  Fray  Miguel  García  Serrano,  devotísimo  de  la  Com- 
pañía, encomendó  a  los  Nuestros  la  isla  de  Marinduque,  al  Sur  de 
Luzón,  no  muy  extensa,  pero  que  entonces  tenía  cierta  importancia, 
porque  allí  hacían  escala  todos  los  galeones  que  iban  y  venían  de 
Nueva  España  a  Manila.  Entraron  los  jesuítas  con  grande  brío  en  la 
isla,  recogieron  algunos  pocos  cristianos  que  había,  recorrieron  todo 
el  país  predicando  el  Evangelio  a  los  indígenas  que  hablaban  el  ta- 
galo, y  en  no  mucho  tiempo  lograron  establecer  tres  pueblos  de  cris- 
tianos, que  llevaban  los  nombres  de  Bovac,  Santa  Cruz  y  Gasan  (1). 
En  1628  el  Gobernador  D.  Juan  Niño  de  Tabora,  entendiéndose  con 
el  Arzobispo,  hizo  que  se  diera  a  la  Compañía  la  capellanía  del  pre- 
sidio de  soldados  españoles  que  estaba  en  Ilo-Ilo,  al  Sur  de  la  isla  de 
Panay,  con  cierta  doctrina  de  los  indios  que  allí  se  había  fundado. 
De  este  modo  nuestros  Padres,  después  de  una  interrupción  de  doce 
años,  reanudaron  sus  trabajos  apostólicos  en  la  isla  de  Panay. 

Más  importancia  que  las  residencias  mencionadas  había  de  tener 
con  el  tiempo  la  misión  de  Mindanao,  asentada  por  los  jesuítas  algu- 
nos años  antes  de  que  la  isla  fuese  conquistada  por  el  Gobernador 
Hurtado  de  Corcuera.  Desde  años  atrás  habían  hecho  nuestros  Padres 
algunas  entradas  pasajeras  en  el  Norte  de  aquella  extensa  isla.  En  1607 
.el  P.  Pascual  de  Acuña,  yendo  en  una  armada  de  españoles,  desem- 
barcó en  Dapitan,  al  Noroeste  de  Mindanao,  y  reuniendo  a  los  genti- 
les que  pudo  descubrir  cerca  de  la  costa,  les  predicó  el  Evangelio, 
logrando  convertir  unos  200  a  nuestra  santa  fe.  Algún  tiempo  des- 
pués acudió  al  mismo  punto  el  P.  Juan  López,  y  convocando  a  los 
neófitos  bautizados  por  el  P.  Acuña,  les  instruyó  más  de  propósito 
en  la  doctrina  cristiana,  y  agregó  nuevos  convertidos  a  la  pequeña 
grey  de  Dapitan.  Sin  embargo,  no  se  pudo  establecer  todavía  domi- 
cilio firme  de  la  Compañía  en  aquellas  regiones.  Para  no  perder  las 
conquistas  espirituales  ya  adquiridas  en  Mindanao,  procuraban  nues- 
tros Superiores  enviar  desde  los  puestos  más  próximos,  que  eran 
Cebú  y  Bool,  algún  misionero  que  visitase  a  los  indios  de  Dapitan  y 
no  dejase  perder  aquellas  almas  ganadas  ya  para  Jesucristo.  En  este 
ministerio  trabajó  algún  tanto  el  P.  Fabricio  Sarsali  y  después  el 
P.  Francisco  Otazo.  Por  fin,  el  año  1629,  el  Obispo  de  Cebú,  D.  Fray 
Pedro  de  Arce,  juzgó  que  valdría  la  pena  de  fundar  una  misión  esta- 


(1)     Murillo  Veiardc,  Historia  de  la  provincia  de  Filipinas,  1.  I,  c.  7. 


CAP.    XVI. LA   COMPAiÑÍA   UE   JKSÚS   EX   FILIPINAS,    1615-1652  67;{ 

ble  en  aquella  costa  de  Mindanao,  y  rogó  a  los  jesuítas  que  ejecuta- 
sen esta  obra.  El  Provincial  de  Filipinas  aceptó  la  idea,  y  con  el  fa- 
vor del  Obispo  de  Cebú,  hechos  los  preparativos  necesarios,  estable- 
ció la  residencia  de  Dapitan  el  año  1631.  Su  primer  Superior  fué  el 
fervoroso  P.  Pedro  Gutiérrez  (1), 

En  los  últimos  años  del  siglo  XVI  habían  puesto  el  pie  nuestros 
misioneros  en  Butúan,  al  Nordeste  de  Mindanao;  pero  el  P.  Diego 
García,  Visitador,  había  levantado  en  1600  este  domicilio,  que  no  po- 
día sostenerse  (2).  En  1612,  a  ruegos  del  señor  Gobernador  y  de  otras 
personas,  fué  mandada  una  misión  a  Butúan;  pero  esta  empresa, 
como  decía  el  catálogo  redactado  ese  mismo  año,  no  es  cosa  de  asien- 
to (3).  Por  fin,  cuando  se  estableció  la  residencia  de  Dapitan  en  1631, 
resolvieron  nuestros  Superiores  restaurar  la  dos  veces  abandonada 
misión  de  Butúan,  y  lo  consiguieron  con  feliz  suceso  el  año  1633.  Es- 
tablecidos allí  los  jesuítas,  consiguieron  muy  pronto  una  conversión 
insigne,  cual  fué  la  del  reyezuelo  Sirongan,  que  se  bautizó  tomando 
el  nombre  de  Felipe  (4).  Más  renombrada  en  los  tiempos  venideros 
había  de  ser  la  fundación  de  Zamboanga,  al  Sudoeste  de  Mindanao. 
Habiéndose  apoderado  de  este  puerto  los  españoles  en  1635,  acudió 
allí  el  P.  Gutiérrez,  Superior  de  Dapitan,  y  empezó  a  predicar  el 
Evangelio  entre  los  indígenas.  Llevó  consigo  al  P.  Melchor  de  Vera, 
inteligente  en  obras  de  arquitectura  y  fortificación,  y  éste  construyó 
la  fortaleza  de  Zamboanga  en  tales  condiciones,  que,  visitándola 
después  los  militares  más  experimentados  de  Filipinas,  no  hallaban 
cosa  que  reprobar  (5).  Aunque  desde  aquel  año  1635  pudo  darse  por 
empezada  la  residencia  de  Zamboanga,  pero  no  se  asentó  sólida- 
mente esta  fundación  sino  después  de  la  expedición  de  Corcuera,  de 
que  luego  hablaremos.  Tales  fueron  los  domicilios  entablados  en 
tiempo  del  P.  Vitelleschi,  muchos  ciertamente  para  el  escaso  perso- 
nal de  que  podía  disponer  la  provincia  de  Filipinas, 

Lamentábanse  continuamente  nuestros  Padres  en  aquel  archipié- 
lago de  cuan  pocos  eran  los  operarios  para  la  vasta  mies  que  se  ex- 
tendía ante  sus  ojos,  y,  efectivamente,  por  muchos  misioneros  que  se 
les  hubieran  mandado,  siempre  habrían  sobrado  en  las  islas  infieles 
a  quienes  anunciar  el  Evangelio.  Obsérvase  también  que  en  Filipi- 


(1)  Combés,  Hist.  de  Mindanao,  1,  II,  C.  4. 

(2)  Véase  lo  que  dijimos  en  el  tomo  anterior,  pág.  49tí. 

(3)  Ibid.,  pág.  505. 

(4)  Combés,  1.  II,  c.  5. 

(5)  Murillo  Velarde,  1.  II,  c.  1. 


(i74  11"-    If- I'HOVIXCIAS    DE    rLTr.AMAR 

ñas,  tal  vez  más  que  en  otras  provincias  de  Ultramar,  escaseaban  las 
vocaciones  religiosas  entre  los  nacidos  en  el  país.  Era  preciso  enviar 
continuamente  socorros  desde  Europa,  y  gracias  a  estas  expedicio- 
nes auxiliares  podían  sostenerse  los  ministerios  emprendidos  en  pro- 
vecho de  las  almas. 

2.  Bueno  será  recordar  las  principales  exj)ediciones  de  misioneros, 
que  nuestra  España  fué  enviando  a  la  provincia  jesuítica  de  Filipi- 
nas. En  1615,  al  empezar  el  generalato  de  Vitelleschi,  desembarcaron 
en  Manila  20  misioneros  conducidos  por  el  P.  Alonso  de  Humanes. 
A  muy  buen  tiempo  llegaron,  pues,  como  observa  el  P.  Colín  (1),  por 
entonces  habían  ocurrido  en  Filipinas  varias  defunciones,  y  resultó 
que  los  recién  llegados  cubrían  justamente  los  huecos  causados  por 
la  muerte  en  nuestras  filas.  Por  eso,  al  año  siguiente,  1616,  fué  en- 
viado a  Europa  el  P.  Otazo  para  pedir  nuevos  refuerzos  apostólicos. 
A  los  cuatro  años,  en  1620,  volvió  este  Padre  con  20  jesuítas.  Dos  años 
después  llevó  12  él  P.  Villafañe;  en  1625  llegaron  20  con  el  P.  Juan 
de  Aguirre;  seis  años  después,  en  1631,  vemos  al  P.  Francisco  de  En- 
cinas conducir  a  otros  19;  el  P.  Juan  López  llevó  12  en  1635.  A  to- 
dos excedió  el  P.  Diego  de  Bobadilla,  que  volvió  de  Europa  a  Fili- 
pinas llevándose  consigo  nada  menos  que  41  sujetos.  Finalmente, 
en  1651  el  P.  Miguel  Solana  llevó  16,  aunque  se  le  habían  concedido 
hasta  30  (2). 

Otra  observación  debemos  hacer  sobre  estas  expediciones  de  mi- 
sioneros, y  es,  que  como  escaseaba  el  personal  en  las  provincias  de  la 
Metrópoli,  las  cuales  habían  disminuido  algún  tanto,  empezó  a  ser 
costumbre  bastante  general  de  nuestros  procuradores  ultramarinos 
buscar  misioneros  auxiliares  fuera  de  España.  A  principios  del  si- 
glo XVII  acudieron  a  nuestras  misiones  algunos  Padres  de  Italia, 
pero  desde  mediados  de  este  siglo  obsérvase  que  abundan  en  las  In- 
dias españolas  los  misioneros  flamencos  y  alemanes.  En  la  numerosa 
expedición  conducida  por  el  P.  Bobadilla  había  11  misioneros  ex- 
tranjeros, y  por  cierto  que  hicieron  entonces  una  cosa  que  hoy  nos 
parece  singular  y  no  es  digna  de  omisión.  Estos  buenos  Padres,  de- 
seando acomodarse  en  todo  y  por  todo  a  las  costumbres  y  usos  de 
España,  quisieron  adoptar  nombres  españoles,  porque  tal  vez  los  su- 


(1)  Labor  evmiyélica,  1.  IV,  C.  '.V¿. 

(2)  En  el  Archivo  de  Indias,  154-2-1,  pueden  verse  las  cédulas  reales  a  la  Casa  de 
Contratación  de  Sevilla,  mandando  aviar  a  estos  grupos  de  misioneros.  En  ellas  se 
ponen  los  nombres  de  los  expedicionarios,  su  edad,  y  algunas  veces  el  colegio  y  pro- 
vincia de  donde  proceden. 


CAP.  XVI. — r.A  ro^rrAxÍA  de  jesvs  r;x  filipixas.  1G15-1G.j2  (>75 

yos  pudieran  disonar  en  los  oídos  de  nuestros  compatriotas.  Adop- 
taron diversos  sistemas  para  hacer  este  cambio.  Algunos,  guiándose 
solamente  por  el  sonido,  tomaron  un  nombre  español  que  se  pare- 
ciera al  suyo.  Así,  por  ejemplo,  el  P.  Domingo  Waibel  empezó  a  lla- 
marse Valverde;  el  P.  Lemuggi  se  llamó  Lemos;  el  P.  Palliola  se 
transformó  en  Padilla;  el  P.  Spinelli,  en  Espina;  el  P.  Boursin  tomó 
por  nombre  Burgos,  y  el  P.  Zanzini  fué  entre  nosotros  Sánchez. 
Otros  prefirieron  traducir  al  español  su  nombre,  es  decir,  adoptar 
un  nombre  español  que  significase  poco  más  o  menos  lo  que  signifi- 
caba el  suyo  en  su  tierra,  y  a  esto  añadieron,  no  sabemos  por  qué,  el 
mudar  también  el  nombre  de  pila.  Así,  por  ejemplo,  el  P.  Adolfo 
Steinhauser  se  llamó  entre  nosotros  Juan  de  Pedrosa;  el  P.  Jorge 
Eckar  se  mudó  en  Jorge  de  Ángulo;  el  P.  Julio  Sonnemberg  se  dijo 
Ignacio  del  Monte.  Por  fin,  hubo  dos  sujetos  cuya  transformación 
onomástica  no  sabemos  explicar:  el  Hermano  teólogo  Julio  Job  em- 
pezó a  llamarse  Francisco  Antonio,  y  el  P.  Carlos  Receputo  adoptó 
el  apellido  de  Valencia  (1).  Dios  habrá  premiado  a  estos  sus  siervos 
por  la  humildad  3^  obediencia  con  que  para  hacerse  todo  a  todos 
adoptaban,  no  solamente  los  usos  y  costumbres  de  España,  sino  hasta 
los  nombres  usados  en  nuestra  tierra. 

El  P.  Colín,  al  terminar  su  célebre  Historia  de  la  Compañía  en  Fi- 
lipinas, imprimió  un  catálogo  de  los  sujetos  que  había  en  aquella 
provincia  en  1656,  dando  razón  de  las  misiones  y  ministerios  que 
sostenía  la  Compañía  en  aquel  archipiélago.  Este  memorial  empieza 
con  algunos  datos  numéricos  que  debemos  conservar,  por  ser  inte- 
resantes para  nuestra  historia  en  la  primera  mitad  del  siglo  XVII. 
Empieza  así:  «Los  religiosos  de  la  Compañía  que  han  venido  de  Es- 
paña y  de  Nueva  España  a  estas  islas  a  expensas  de  Su  Majestad, 
desde  el  año  1581  que  entraron  los  primeros,  son  por  todos  272.  Los 
151  sacerdotes,  los  198  Hermanos  estudiantes,  y  los  23  coadjutores. 
Hanse  recibido  y  perseverado  eji  esta  provincia  en  espacio  de  se- 
tenta y  cinco  años  que  ha  que  entró  la  Compañía  en  estas  islas,  143, 
los  tres  solamente  sacerdotes,  los  23  Hermanos  estudiantes,  el  resto 
coadjutores.  El  número  de  los  que  hoy  actualmente  goza  la  provin- 
cia es  de  108,  los  64  sacerdotes,  los  11  Hermanos  estudiantes,  y  los  2.3 
coadjutores»  (2).  Por  esta  enumeración  observamos  que  fueron  po- 
cos los  individuos  recibidos  en  Filipinas,  y  la  mayoría  de  ellos  eran 


(1)  Philipp.  Catulogi  trieiinales,  1G42. 

(2)  Véase  la  edición  de  Colín,  anotada  por  el  P.  Pastells,  t.  III,  pág.  741. 


676  LIB.    II. — PBOVINCIAS   DE   ULTRAMAR 

Hermanos  coadjutores.  De  aquí  se  entiende  la  necesidad  de  pedir 
continuamente  misioneros  a  España,  para  sostener  los  ministerios 
habituales  en  aquella  provincia. 

3.  Eran  muy  continuos  y  bastante  penosos  los  trabajos  que  de- 
bían tomar  los  jesuítas  de  Filipinas,  para  fomentar  la  piedad  y  devo- 
ción en  las  poblaciones  españolas.  Abramos  las  anuas  de  1617:  ve- 
mos allí  la  asistencia  continua  que  debían  hacer  nuestros  Padres 
para  oir  las  confesiones  de  los  que  continuamente  asediaban  los  con- 
fesonarios. Había  sermones  dos  veces  por  semana  a  los  españoles;  en 
tiempo  de  cuaresma  se  predicaba  en  nuestra  iglesia  también  muy 
a  menudo  a  la  gente,  y  además  de  la  predicación  ordinaria  se  hacían 
aquí  también  actos  de  contrición  y  disciplina,  en  la  que  tomaban 
parte  muchísimas  personas  piadosas.  En  tiempo  de  cuaresma  de  1617 
ocho  Padres  estuvieron  trabajando  casi  de  continuo  con  los  indios 
que  vivían  en  la  ciudad.  Dos  veces  se  predicaba  sermón  a  los  taga- 
los, y  los  domingos  por  la  tarde  se  les  instruía  en  ciertas  parroquias 
de  la  ciudad.  También  se  hacían  sermones  y  catecismos  en  otras  po- 
blaciones. Sin  esto,  cuidaban  los  jesuítas  de  que  cumplieran  con  la 
Iglesia  casi  todos  los  esclavos  que  había  en  Manila,  cuyo  número  so 
dice  que  pasaba  de  20.000.  La  mayor  parte  de  ellos  se  confesaban 
con  los  jesuítas,  y  era  natural  que  lo  hiciesen,  porque  los  domingos 
por  las  tardes,  dividiéndolos  en  grupos,  les  enseñaban  el  catecismo 
y  preparaban  para  la  confesión  los  Hermanos  estudiantes  de  nuestro 
colegio.  También  se  ha  trabajado,  según  las  anuas,  aunque  no  tanto, 
con  los  chinos,  y  de  tiempo  en  tiempo  se  han  hecho  algunas  obras 
de  caridad  espiritual  y  corporal  en  los  navios  de  guerra  con  los  for- 
zados que  están  al  remo.  Reuniendo  limosnas  de  algunos  ciudada- 
nos piadosos,  se  preparaba  en  casa  una  comida  para  estos  remeros, 
y  después  de  haberles  predicado  y  confesado,  les  regalaban  también 
con  los  obsequios  que  la  caridad  pública  destinaba  a  estos  infe- 
lices (1). 

.Otra  faena  habitual  en  Manila  y  en  Cebú  era  sostener  las  congre- 
gaciones piadosas  que  estaban  fundadas  en  nuestra  iglesia.  La  prin- 
cipal solía  ser  la  Congregación  de  María  Santísima,  que  con  el  nom- 
bre de  Anunciata  se  había  establecido  en  este  colegio  como  en  casi 
todos  los  de  la  Compañía.  Dicen  las  anuas  de  1617  que  esta  Congre- 
gación celebraba  cada  año  catorce  días  de  fiesta,  en  los  cuales  solían 
comulgar  los  congregantes  con  mucha  devoción.  Muchas  fiestas  son; 


(1)     Phifipp.  lAtt.  unnmte,  1617. 


V\V.    XVI. — LA   COMPAÑÍA   DE   JESÚS   EN   FILIPINAS,    1615-1652  H77 

pero  recordemos  que  en  aquellos  tiempos  la  piedad  cristiana  y  el 
gusto  de  las  solemnidades  eclesiásticas  se  hallaban  entre  los  españo- 
les en  el  mayor  esplendor  que  jamás  han  tenido.  Esta  piedad  pública 
solía  manifestarse  de  un  modo  especial  cuando  llegaba  de  Roma 
algún  jubileo  concedido  por  Su  Santidad  con  uno  u  otro  pretexto. 
En  1618  llegó  un  jubileo  de  Paulo  V,  y  durante  algunas  semanas 
nuestros  Padres  no  podían  dar  abasto  a  los  innumerables  penitentes 
que  se  acercaban  a  su  confesonario. 

Este  trabajo  de  confesar  en  una  ciudad  donde  concurrían  hombres 
de  tantas  razas,  de  tantos  países  y  de  tan  variados  idiomas,  era  una 
dificultad  que  daba  mucho  que  pensar  a  nuestros  Superiores.  Mere- 
cen copiarse  las  palabras  del  P.  Murillo  Velarde,  en  que  pone  a  la 
vista  el  trabajo  que  les  daba  en  Manila  el  ejercicio  del  confesonario. 
Dice  así:  «El  confesonario  de  Manila  es,  a  mi  ver,  el  más  dificultoso 
de  todo  el  mundo,  porque  siendo  imposible  confesar  a  todas  estas 
gentes  en  su  propia  lengua,  es  menester  confesarlas  en  español,  y 
cada  nación  tiene  hecho  su  propio  vocabulario  de  la  lengua  espa- 
ñola, con  que  comercian,  se  manejan  y  se  entienden,  sin  que  nosotros 
los  entendamos  sino  con  gran  dificultad  y  casi  adivinando.  Se  verá 
un  sangley  (chino),  un  armenio  y  un  malabar  que  están  hablando  en 
español  entre  sí,  y  nosotros  no  los  entendemos  según  desfiguran  las 
palabras  y  el  acento.  Los  indios  tienen  otro  español  peculiar,  y  más 
peculiar  los  cafres,  a  que  se  añade  el  comerse  la  mitad  de  las  pala- 
bras. Los  sudores  que  cuesta  el  confesarlos  nadie  sino  el  que  lo  ex- 
perimenta lo  puede  declarar,  y  aun  cuando  se  entienda  en  general  la 
culpa,  al  querer  especificar  circunstancias,  es  un  laberinto  inexpli- 
cable, porque  no  entienden  nuestro  modo  regular  de  hablar,  y  así,  al 
examinarlos  dicen  sí  y  dicen  no,  según  se  les  ofrece,  sin  entender 
bien  lo  que  se  les  pregunta,  de  suerte  que  en  breve  tiempo  dicen 
veinte  contradictorios,  con  que  es  preciso  atemperarse  a  su  lengua  y 
aprender  su  vocabulario...  Las  confesiones  anuales  duran  desde  el 
principio  de  la  cuaresma  hasta  el  Corpus.  En  nuestro  Colegio  de  Ma- 
nila está  abierta  la  iglesia  desde  el  amanecer  hasta  las  once  del  día, 
y  desde  las  dos  hasta  el  anochecer,  y  siempre  hay  Padres  para  con- 
fesar, pues  no  sólo  confiesan  los  operarios,  sino  los  maestros,  cuando 
les  deja  la  tarea  escolástica,  y  he  conocido  algunos  que  están  confe- 
sando siete,  ocho  y  más  horas  al  día»  (1). 

En  este  tiempo  fué  ocasión  de  grandísimo  regocijo,  piedad  y  fre- 


(1)     Historia  de  la  provincia  de  Filipinas,  1. 1,  C. 


(578  i-iií-  II- — Pi;ovi.\ciA.s  pío  ultkaíiai: 

cuencia  de  sacramentos,  la  gran  fiesta  de  la  Inmaculada  Concep- 
ción, que  empezó  a  celebrarse  en  Manila  en  1619.  Ya  dos  años  antes, 
cuando  llegó  la  primera  noticia  de  las  espléndidas  solemnidades  de 
Sevilla  y  de  otras  ciudades  de  España,  se  había  despertado  mucho  la 
devoción  a  la  Inmaculada  en  la  capital  de  Filipinas.  Según  nos  dicen 
las  anuas  de  1617,  también  allí  hubo  luminarias  y  procesiones  por 
las  calles,  cantando  las  coplas  de  Miguel  Cid,  y  otras  manifestacio- 
nes en  que  prorrumpía  espontáneamente  la  devoción  popular.  Pero 
cuando  el  año  1619  llegó  la  noticia  oficial  de  la  Constitución  de  Su 
Santidad  y  la  orden  dada  por  nuestro  Rey  Felipe  III  de  festejar  a  la 
Inmaculada  Concepción,  entonces  en  Manila,  como  en  casi  todas 
nuestras  ciudades,  se  desbordó  la  piedad  del  pueblo,  y  hubo  un 
derroche  de  solemnidades  en  que  tuvieron  gran  parte  los  Padres  de 
la  Compañía.  El  Sr.  Obispo  y  los  cabildos  eclesiástico  y  secular  re- 
solvieron celebrar  un  novenario  de  funciones,  empezando  el  día  de 
la  Inmaculada  Concepción,  8  de  Diciembre.  Cada  una  de  las  Órdenes 
religiosas  se  encargó  de  un  día,  y  cuando  tocó  la  vez  a  la  Compañía 
se  dispuso,  no  solamente  una  gran  fiesta  dentro  de  la  iglesia,  sino 
también  la  víspera  una  especie  de  procesión  o  paseo  alegórico,  muy 
del  gusto  de  aquella  época.  Lo  referiremos  con  las  palabras  del 
P.  Murillo  Velarde. 

«Hizo  la  Compañía,  dice,  la  publicación  de  la  fiesta  en  un  solem- 
nísimo paseo  que  hicieron  los  colegiales  del  Colegio  Real  de  San 
José.  Precedían  tres  hermosos  carros  triunfales  cubiertos  de  ramos, 
indicio  de  la  victoria  que  nuestra  gran  Reina  consiguió  en  aquel 
primer  instante  hollando  la  cabeza  de  la  serpiente  infernal.  Vestíanlo 
muchos  lienzos  blancos  tachonados  de  estrellas  de  oro,  tirábanlo 
varios  brutos,  todo  con  alusión  al  triunfo.  En  ellos  iban  muchos  ins- 
trumentos músicos  y  cantores  de  suaves  voces  que  publicaban  al 
compás  de  la  música  y  de  la  letra  las  glorias  de  María.  Seguíales  el 
estandarte  blanco  de  la  Concepción,  que  llevaba  en  un  brioso  caballo 
ricamente  enjaezado  Don  Luis  Fajardo,  hermano  del  Gobernador. 
Acompañábanle  el  maestre  de  campo  y  el  general  de  las  galeras;  se- 
guíanse los  alcaldes  y  los  regidores  en  forma  de  ciudad.  Iban  luego 
los  colegiales  del  Real  Colegio  de  San  José,  cada  par  apadrinado  de 
los  vecinos  más  nobles  de  estas  islas,  y  a  cada  par  precedían  cuatro 
pajes  de  hacha  con  ricas  libreas.  Precedía  un  colegial  con  el  más 
antiguo,  que  en  una  asta  ricamente  adornada  llevaba  una  hermosa 
tarjeta  en  que  iba  escrito  el  juramento  que  el  día  siguiente  habían 
de  hacer.  Los  bonetes,  las  becas  y  las  mangas  iban  cuajadas  de  bri- 


CAP.    XVI. LA   COMPAÑÍA   DK   JESÚS    EX   FILIPINAS,    1615-1G52  G79 

liantes,  joyas  hermosísimas,  perlas  riquísimas,  diamantes  y  otras 
piedras  muy  preciosas,  y  siendo  tanta  la  abundancia  que  hay  de  esto, 
parecía  llevaban  sobre  sí  todas  las  riquezas  del  Oriente.  Última- 
mente se  veía  un  hermoso  carro  triunfal  sobre  cuatro  ruedas,  tirado 
de  varios  salvajes;  adornábanlo  muchos  arcos  de  flores,  muchos 
ángeles  de  bulto  dorados,  y  en  medio  de  un  gran  número  de  luces 
una  bellísima  imagen  de  la  Concepción.  Delante  del  carro  iban  ocho 
niños  vestidos  de  ángel  con  hachas  de  cera,  y  ya  cantando,  ya  reci- 
tando, publicaban  alabanzas  de  esta  soberana  Emperatriz,  y  para 
cumplimiento  de  su  victoria  iba  aherrojado  a  sus  pies  un  demonio, 
que  representaba  el  pecado  original.  Dio  vuelta  el  paseo  por  las 
principales  calles  de  Manila,  pareciéndoles  a  todos  vistosísimo  aquel 
hermoso  y  lucido  aparato,  que  remató  en  nuestra  iglesia,  donde  se 
fijaron  los  muchos  e  ingeniosísimos  geroglíficos  que  llevaban.  Hubo 
aquella  noche  muchos  y  artificiosos  fuegos  de  mil  curiosas  y  lucidas 
invenciones.  El  día  siguiente  dieron  todos  los  colegiales  el  jura- 
mento de  defender  la  opinión  pía  en  la  misa  cantada,  delante  del 
Santísimo  Sacramento,  función  no  menos  tierna  que  solemne»  (1). 

Así'  como  en  Manila  y  en  Cebú  se  promovía  por  medio  de  los  mi- 
nisterios sagrados  la  fe  y  religión  entre  el  pueblo,  del  mismo  modo 
los  misioneros  encargados  de  los  infieles  se  afanaban  todos  los  días 
por  adelantar  el  número  de  los  reducidos  al  aprisco  de  la  Iglesia  y 
por  infundir  las  buenas  costumbres  en  los  salvajes  atraídos  al  cono- 
cimiento de  Dios.  En  las  islas  de  Samar,  Leyte  y  Bool,  en  todas  las 
residencias  que  hemos  visto  fundarse  por  los  Padres  de  la  Compañía 
continuaban  impertérritos  nuestros  misioneros  en  medio  de  las  or- 
dinarias fatigas  de  este  fervoroso  empleo,  y  soportando  más  de  una 
vez  las  persecuciones,  sorpresas  y  rebatos  de  los  piratas,  ya  holande- 
ses, ya  moros,  ya  de  otros  países. 

Una  mudanza  observamos  en  este  tiempo  en  los  trabajos  apostó- 
licos de  nuestros  Padres,  y  es  que  desde  1623  aparecen  misiones 
dadas  por  los  Nuestros  en  otras  parroquias  y  doctrinas.  Como  al 
principio  los  párrocos  eran  religiosos  de  otras  Órdenes,  y  como  el 
clero  secular  iba  muy  poco  a  poco  extendiéndose  en  Filipinas,  se 
habían  imaginado  los  jesuítas  al  principio,  que  jamás  llegaría  el  caso 
de  dar  misión  en  parroquias  de  otros,  pues,  naturalmente,  no  había 
de  parecer  bien  que  metieran,  como  quien  dice,  la  hoz  en  mies 
ajena,  empeñándose  en  santificar  a  los  que  ya  estaban  bien  asistidos 


(1)     Hist.  de  la  proa,  de  Filipimas,  1.  I,  C.  4. 


080  I'IB-    II. — riíOVINCIAS   DE    ULTRAXIAn 

por  religiosos  de  otras  Órdenes.  Empero  desde  el  año  1619,  por  ini- 
ciativa del  Sr.  Obispo  de  Nueva  Cáceres,  dieron  los  jesuítas  una 
misión  en  Bondoe,  y  después  en  la  isla  de  Marinduque,  y  de  este 
modo  en  otros  parajes  donde  no  tenían  residencia  habitual  (1).  El 
fruto  que  correspondía  a  los  sudores  de  los  Nuestros  era  ordinaria- 
mente copiosísimo,  como  se  deja  entender,  atendida  la  piedad  de 
los  antiguos  españoles  y  el  gran  fondo  de  fe  que  perseveraba  aun  en 
los  pecadores  más  alejados  de  Dios.  A  esta  misión  de  Marinduque 
se  debió,  según  el  P.  Murillo  Velarde,  que  les  dieran  poco  después  a 
los  Nuestros  en  propiedad  la  doctrina  de  toda  la  isla,  como  lo  diji- 
mos más  arriba  (2). 

4.  Entretanto  los  maestros  dedicados  a  la  enseñanza  de  la  juven- 
tud promovían,  en  cuanto  alcanzaban  sus  fuerzas,  la  cultura  y  la 
instrucción  de  los  españoles  nacidos  en  aquel  país.  Poco  a  poco 
habían  visto  salir  de  nuestras  aulas  hombres  entendidos  en  gramá- 
tica, retórica,  filosofía  y  teología,  y  al  cabo  de  unos  veinte  años 
deseaban  llegar  en  Manila  al  término,  que  parecía  entonces  como  el 
sueño  dorado  de  los  establecimientos  docentes,  cual  era  el  tener  fa- 
cultad de  conferir  los  grados  académicos.  Como  ya  lo  hemos  indi- 
cado, consiguióse  este  objeto  el  año  1623.  Si  para  otras  ciudades  de 
América  fué  una  dicha  el  tener  Universidad  en  su  seno,  en  Manila 
se  estimó  todavía  más,  por  ser  mayor  la  distancia  que  había  desde 
allí  a  otras  Universidades  españolas.  Miles  de  leguas  debían  andar 
los  nacidos  en  Filipinas  para  poder  asistir  a  la  Universidad  de  Mé- 
jico, que  era  la  más  próxima  en  aquel  tiempo.  De  aquí  resultó  que 
cuando  se  tuvo  en  Manila  la  concesión,  hecha  por  Gregorio  XV,  se 
hizo  una  manifestación  que  parecería  en  otras  partes  demasiada,  pero 
que  en  aquel  entonces  se  recibió  como  muy  natural. 

La  referiremos  con  las  palabras  del  ya  citado  P.  Murillo  Velarde: 
«El  año  de  1623,  dice,  llegó  la  Bula  de  Gregorio  XV  y  la  Pteal  Cédula 
de  Felipe  IV,  para  que  en  nuestro  colegio  de  Manila  se  pudiesen 
dar  grados  en  filosofía  y  teología.  Para  mostrar  el  regocijo  y  publi- 
car la  gracia  se  dispuso  un  paseo  lucidísimo  la  víspera  de  nuestro 
P.  S.  Ignacio.  Iban  delante  los  tambores  y  trompetas  de  la  ciudad 
con  gualdrapas  de  seda;  luego  los  estudiantes,  de  tres  en  tres,  bien 
vestidos  ellos  y  bien  adornados  los  caballos.  Seguíanse  los  colegia- 
les de  nuestro  Beal  Colegio,  cada  uno  en  medio  de  dos  padrinos  de 


(1)  Philipp.  Litt.  aunii,ae.,  1624 

(2)  Tmt.  de  Filipina!,,  1. 1,  o.  7. 


CAP.    XVX. — LA   COMPAÑÍA   DK   JESÚS    EX   FILIPINAS,    1015-1052  081 

lo  más  noble  de  la  ciudad  y  pajes  con  hermosas  libreas;  llevaban  las 
becas  y  bonetes  cuajados  do  riquísimas  joyas  de  oro,  diamantes, 
perlas  y  pedrería,  que  en  varios  excedían  el  valor  de  diez  mil  pesos. 
Los  caballos  iban  primorosamente  enjaezados.  Acompañábanles  los 
principales  vecinos  con  riquísimas  galas;  seguíase  la  ciudad  en  cuerpo 
de  cabildo,  y  detrás  el  cabildo  eclesiástico  con  mucha  clerecía. 
A  todos  presidía,  por  estar  el  deán  indispuesto,  el  chantre  de  la  ca- 
tedral, Don  Miguel  Garcetas,  que  llevaba  en  un  estandarte  blanco  la 
Bula  de  Su  Santidad.  Pasearon  las  principales  calles  de  la  ciudad 
acompañados  de  infinito  pueblo,  hasta  llegar  al  palacio  del  Ilustrí- 
simo  señor  Arzobispo  Don  Fray  Miguel  García  Serrano,  donde  se 
leyeron  la  Bula  Pontificia  y  la  Cédula  Real,  ambas  dirigidas  a  este 
Metropolitano,  y  leídas,  dijo  que  las  obedecía  y  cumpliría,  y  se  vol- 
vieron a  nuestro  colegio  con  gran  aplauso  y  regocijo  de  todo  el  ve- 
cindario» (1). 

Lograda  la  ventaja  de  poder  dar  grados  en  Manila,  promovié- 
ronse los  estudios  con  nuevo  fervor,  y  durante  algunos  años  todo  fué 
tranquilidad  en  nuestras  aulas.  Pero  sobrevino  un  pleito  que  amargó 
bastante  nuestras  alegrías.  Tal  fué  la  competencia  que  suscitaron  los 
dominicos  y  la  pretensión,  que  sostuvieron  tenazmente,  de  que  ellos 
y  no  los  jesuítas  debían  tener  Universidad  en  su  colegio.  Según  ex- 
plicaba el  P.  Miguel  Solana,  enviado  por  la  provincia  de  Filipinas 
como  procurador  a  Madrid  y  a  Roma  en  1644,  el  origen  de  este  liti- 
gio era  la  emulación  general  que  mostraban  los  dominicos  contra  los 
establecimientos  docentes  de  la  Compañía  (2).  Observando  que  los 
jesuítas  habían  obtenido  privilegio  del  Sumo  Pontífice  para  tener 
Universidad,  y  cédula  real  para  que  esto  se  pusiese  en  práctica,  pro- 
curaron ellos  también  obtener  para  sí  las  mismas  ventajas,  y  en 
varias  ciudades  de  América,  como  en  Filipinas,  se  vio  brotar  en  se- 
seguida  el  consabido  pleito  entre  dominicos  y  jesuítas,  pretendiendo 
cada  una  de  las  partes  el  monopolio  de  dar  grados  universitarios. 

En  Manila,  las  razones  inmediatas  que  se  alegaban  eran,  según  el 
P.  Solana,  que  el  colegio  de  Santo  Tomás,  levantado  por  los  domi- 
nicos, era  de  fundación  real,  y  el  nuestro  de  San  José,  de  fundación 
privada,  y  empezado  sin  licencia  del  Rey.  Apoyados  en  este  hecho, 
trataron  los  dominicos  que  fuese  demolido  nuestro  colegio  y  que, 


(1)  Hist.  dfí  la  prov.  de  Filipinas,  1.  I,  C.  7. 

(2)  Roma.  Arch.  di'  Stato,  Varia.  Indias,  t.  X.  Eu  este  tomo,  lleno  de  documentos 
sobre  Filipinas,  se  debe  leer  el  memorial  impreso  del  P.  Solana  al  Consejo  de  Indias, 
donde  se  explica  este  pleito  con  mucha  claridad. 


(J82  I-IB.    II. PROVINCIAS    DE    I'LTlíAirATí 

habiendo  sido  elevado  á  Universidad  el  suyo  de  Santo  Tomás,  por 
bula  de  Inocencio  X  dada  en  1645,  debía  el  otro  o  suprimirse  o  a  lo 
menos  ser  pospuesto  en  todos  los  actos  públicos  al  colegio  de  Santo 
Tomás.  Trataron  además  que  en  adelante  no  se  concedieran  grados 
en  el  colegio  de  la  Compañía,  pues  ya  existía  verdadera  Universidad 
en  el  colegio  real  de  Santo  Tomás  de  Aquino.  A  estos  fundamentos 
jurídicos  alegados  por  ambas  partes,  se  añadieron  ciertas  amarguras 
prácticas  que  no  dejaban  de  indisponer  los  ánimos  de  los  religio- 
sos. Tal  era,  por  ejemplo,  el  altercado  de  si  el  Rector  del  colegio  de 
Santo  Tomás  ha  de  tener  o  no  un  cojín  elegante  para  sentarse  en  los 
actos  públicos  literarios;  tales  eran,  en  ñn,  aquellas  vidriosas  cues- 
tiones de  precedencia,  que  hoy  nos  hacen  sonreír,  pero  que  enton- 
ces se  tomaban  con  extraordinaria  seriedad. 

Fué  llevado  el  pleito,  como  era  natural,  a  la  Audiencia  de  Fili- 
pinas, la  cual,  después  de  maduro  examen  y  de  estudiar  los  docu- 
mentos que  dominicos  y  jesuítas  exhibieron,  falló  el  16  de  Mayo 
de  1647,  que  el  colegio  de  San  José  debía  preceder  al  de  Santo  To- 
más. Un  año  después,  el  7  de  Agosto  de  1648,  el  Rector  de  Santo 
Tomás,  Fray  Martín  de  la  Cruz,  pidió  a  la  Audiencia  que  prohibiese 
a  la  Compañía  el  dar  grados  universitarios.  Dio  un  auto  la  Audien- 
cia mandando  hacerlo  así,  hasta  que  la  Compañía  presentase  los  títu- 
los para  graduar.  No  tuvieron  dificultad  los  jesuítas  en  cumplir  este 
requisito;  mostraron  sus  bulas  y  privilegios,  y  en  consecuencia  de 
esto  la  Audiencia  suspendió  el  auto  anterior,  y  por  otro  auto  de  17 
de  Setiembre  de  1648  amparó  a  la  Compañía  en  la  posesión  en  que 
estaba  de  graduar  a  sus  estudiantes.  Instó  la  parte  contraria,  y  des- 
pués de  largos  debates,  por  fin  la  Audiencia  en  28  de  Junio  de  164Í) 
declaró:  «Que  con  la  erección  de  la  Universidad  de  Santo  Tomás  ha 
cesado  en  estas  islas  la  facultad  de  dar  grados,  concedida  por  Sumos 
Pontífices  a  los  colegios  formados  por  la  Compañía  de  Jesús,  excepto 
a  los  suyos,  a  los  pobres  y  a  los  ricos,  a  quienes  rehusara  dicha  Uni- 
versidad graduar,  conforme  a  los  breves,  y  que  la  dicha  Universidad 
(de  Santo  Tomás)  no  lo  es  real.»  Desagradó  esta  sentencia  a  jesuítas 
y  dominicos:  a  los  primeros,  porque  les  quitaba  el  derecho  de  gra- 
duar; a  los  segundos,  porque  les  había  negado  el  título  de  real 
para  su  colegio. 

Después  de  algunos  años  de  litigio  en  Filipinas,  vino  el  negocio 
a  Madrid  y  se  discutió  largamente  en  el  Consejo  de  Indias.  Por  fin, 
el  12  de  Agosto  de  1652,  el  Consejo  expidió  el  auto  definitivo,  en  el 
cual  se  declaró  «(jue  por  ahora,  y  mientras  y  entretanto  que  no  se 


CAP.    XVI. — LA   COSirAivÍA   Í>E   JüSÚS   KN    F1L1P1AA.S,    1615-1652  ().SI> 

fundara  Universidad  de  estudios  generales  en  la  dicha  ciudad  de 
Manila,  ambos  los  dichos  colegios  de  San  José  y  de  Santo  Tomás 
pueden  usar  de  la  facultad  de  dar  grados,  y  los  den  a  los  que  estu- 
diaren y  cursaren  en  las  facultades  de  artes,  filosofía  y  teología  en 
los  dichos  colegios  y  en  cada  uno  de  ellos.  Y  en  cuanto  a  la  prece- 
dencia, se  la  guarde  a  la  antigüedad  de  los  dichos  colegios  de  San 
José  y  de  Santo  Tomás,  y  en  esta  conformidad  la  tenga  y  goce  el 
dicho  colegio  de  San  José,  como  más  antiguo.  Y  en  lo  que  dicho 
auto  definitivo  de  la  dicha  Audiencia  de  Filipinas  fuere  contrario  a 
éste,  se  revoca,  y  en  lo  demás  se  confirma.  Y  así  lo  proveyeron,  man- 
daron y  señalaron.  De  este  auto  suplicó  la  parte  de  Santo  Tomás 
expresando  agravios,  y  sin  embargo,  a  25  de  Noviembre  del  mismo 
año  se  confirmó  en  todo»  (1).  Con  esto  terminó  por  entonces  este 
pleito  enojoso  que  durante  unos  ocho  años  ejercitó  bastante  la  pa- 
ciencia de  los  jesuítas  en  Filipinas. 

5.  En  otro  ministerio  penoso  hubo  de  manifestarse  el  celo  de 
los  Padres  de  la  Compañía,  y  fué  en  la  asistencia  espiritual  a  las 
armadas  que  bastante  á  menudo  se  hacían  en  Manila  contra  los 
piratas  holandeses,  contra  los  moros  y  otros  indios  de  aquellas  islas, 
que  súbitamente  aparecían  y  desaparecían,  infestando  las  ciudades  y 
costas  ocupadas  por  los  españoles.  Los  bajeles  holandeses  eran  una 
perpetua  pesadilla  para  los  gobernadores  de  Filipinas  y  para  los 
portugueses  de  las  Malucas.  Ni  las  naves  españolas  ni  las  portugue- 
sas que  comerciaban  en  el  Extremo  Oriente,  podían  estar  seguras 
de  un  golpe  de  mano,  y  más  de  una  vez  el  término  de  largas  nave- 
gaciones y  costosas  empresas  comerciales  solía  ser  enriquecer  de 
pronto  a  los  piratas  holandeses  que  sorprendían  a  nuestros  incautos 
navegantes. 

El  año  1615  el  Gobernador  de  Manila,  D.  Juan  de  Silva,  tratando 
con  los  jesuítas  sobre  los  sucesos  ocurrentes,  observó  cuan  oportuno 
sería  juntar  las  fuerzas  de  España  con  las  de  Portugal,  ya  que  ambas 
coronas  estaban  reunidas.  Para  lograr  esta  unión  se  valió  de  dos 
Padres  de  la  Compañía:  el  P.  Juan  de  Ribera,  Rector  del  colegio  de 
Manila,  y  el  P.  Pedro  Gómez,  Rector  de  Témate,  de  la  provincia  de 


(1)  Todos  estos  autos  de  la  Audiencia  y  del  Consejo  de  Indias  están  impresos  en 
una  Relación  de  las  sentencias  qiie  la  Real  Audiencia  y  Chuncilleria  de  estas  islas  Filipinas 
tía  dado  y  ejecutoriado  el  Real  y  Supremo  Consejo  de  las  Indias  en  favor  del  colegio  de  San 
José  y  estudios  del  de  San  Ignacio  contra  el  colegio  y  estudios  de  Santo  Toriiás  de  Manila. 
En  el  tomo  ya  citado,  Varia,  Indias,  X. 


(584  LIB.    II.— PEOVINCIAS    DE    tFLTRAMAK 

la  India  (1).  Ambos  fueron  los  medianeros  para  entenderse  las  dos 
partes,  y  en  efecto,  se  consiguió  que  el  Virrey  de  la  India  enviase 
cuatro  galeones  bien  armados,  para  unirse  con  la  armada  que  debía 
salir  de  Manila.  A  principios  de  Enero  de  1616  hiciéronse  a  la  vela 
en  Filipinas  10  navios:  cuatro  galeras,  un  patache  y  otras  embarca- 
ciones de  menor  porte.  Iban  en  la  armada  como  5.000  hombres,  de 
los  cuales  los  2.000  eran  españoles.  El  Gobernador,  D.  Juan  de  Silva, 
llevó  consigo,  además  de  otros  religiosos  de  varias  Órdenes,  a  seis 
Padres  de  la  Compañía,  que  eran  el  P.  Pedro  Gómez  ya  citado,  el 
P.  Miguel  Ignacio,  Rector  de  Cebú;  el  P.  García  Garcés,  desterrado 
del  Japón;  el  P.  Melchor  de  Vera,  el  P.  Manuel  Ribeiro,  y  un  Padre 
japonés,  cuyo  nombre  no  vemos  expresado.  A  24  de  Febrero  llega- 
ron a  la  isla  de  Timor,  y  sabiendo  que  los  holandeses  estaban  cerca, 
salieron  al  instante  para  darles  caza;  pero  los  piratas,  conociendo  la 
poderosa  armada  que  les  venía  a  los  alcances,  huyeron  a  todo  trapo 
y  no  pudieron  ser  derrotados,  como  lo  hubiera  deseado  el  Gober- 
nador. Éste  se  dirigió  de  allí  a  Malaca,  donde  fué  recibido  con  sumo 
honor  y  debajo  de  palio,  como  si  fuera  el  Virrey  de  la  India.  Des- 
graciadamente, a  estos  festejos  sucedió  muy  pronto  una  desgracia  im- 
prevista. Sobrevinieron  unas  malignas  calenturas  a  D.  Juan  de  Silva, 
y  en  pocos  días  le  acarrearon  la  muerte.  Volvióse  la  armada  con  el 
cadáver  embalsamado  a  Filipinas,  con  bastante  melancolía,  ya  por 
la  muerte  de  su  Gobernador,  ya  por  no  haber  vencido  a  los  holan- 
deses. 

El  año  siguiente,  1617,  nuevas  correrías  de  los  holandeses,  nuevos 
asaltos  de  los  pueblos  españoles  y  nuevos  trabajos  de  nuestros  mi- 
sioneros que  asistían  en  estos  trances  a  los  soldados  (2).  En  la  isla  de 
Panay  quisieron  tomar  los  herejes  cierto  pequeño  fuerte  defendido 
por  los  españoles,  pero  hubieron  de  retirarse  por  haberles  muerto 
en  la  refriega  87  hombres  y  quedarse  heridos  más  de  100.  Hasta  se 
acercaron  en  aquel  año  los  enemigos  a  la  boca  de  la  bahía  de  Ma- 
nila, pero  poco  después,  saliendo  la  armada  española,  les  alcanzó  y 
obtuvo  una  buena  victoria.  En  los  años  siguientes  se  observó  que 
los  holandeses  no  tanto  pretendían  conquistar  fuertes  y  pelear  con 
las  naves  de  guerra  españolas,  como  apostarse  en  sitios  oportunos  y 
esperar  allí  el  paso  de  navios  mercantes  españoles  o  portugueses,  a 


(1)  Véase  explicada  esta  expedición  en  Colín  (ed.  Pastells),  t.  III,  desde  la  pág.  581 
en  adelante. 

(2)  Véanse  las  anuas  de  1617. 


CAP.   XVI. — LA   COMPAÑÍA  DE  JESÚS  EN  FILIPINAS,   1615-1652  ()85 

los  cuales  fácilmente  podían  capturar,  apoderándose  de  las  merca- 
derías (1). 

No  menos  que  los  holandeses  inquietaban  a  los  colonos  españoles 
las  sublevaciones  de  algunos  indígenas,  y  más  aún  las  Incursiones  de 
los  moros,  que  partiendo,  ya  de  Mindanao,  ya  de  Joló,  ya  de  Borneo, 
saltaban  de  repente  en  tierras  de  cristianos,  robaban  en  los  pueblos 
cuanto  podían,  asesinaban  villanamente  a  los  misioneros  si  lograban 
haberles  a  las  manos,  y  luego  desaparecían  antes  de  que  pudieran  los 
españoles  darse  cuenta  tal  vez  del  daño  producido.  En  1618  hubo  una 
grave  sublevación  en  las  islas  de  Bool,  y  hubieron  de  padecer  bas- 
tante nuestros  Padres,  que  eran  los  habituales  misioneros,  de  aquel 
país.  A  la  sublevación  de  Bool  siguió  poco  después  la  de  Carigara,  en 
la  isla  de  Leyte  (2).  Fué  necesario  que  el  P.  Melchor  de  Vera  corriese 
a  Cebú  para  avisar  de  esta  sedición  y  buscar  remedio  en  los  españo- 
les de  aquella  ciudad.  El  capitán  Alcaraz  reunió  a  toda  prisa  una 
armada  de  40  pequeñas  embarcaciones,  en  las  cuales  entraron  muchos 
indios  amigos  con  el  P.  Rector  de  nuestro  colegio  de  Cebú  y  el 
P.  Vera.  Llegando  al  puerto  de  Carigara  saltaron  en  tierra  y  acome- 
tieron denodadamente  a  los  revoltosos.  Aunque  muchos  huyeron, 
lograron  prender  a  varios,  y  en  la  misma  batalla,  sin  saber  quién  era, 
dieron  muerte  al  principal  capitán  o  reyezuelo  que  había  promovido 
la  rebelión,  y  tenía  el  nombre  de  Bancao.  En  1626  se  padeció  una  in- 
vasión bastante  grave  de  los  joloes.  «Casi  todos  los  años,  dice  el 
P.  Murillo  Velarde,  corren  nuestras  islas  los  joloes,  camucones,  borne- 
yes  y  mindanaos,  haciendo  grandes  daños  en  los  pueblos  y  la  cris- 
tiandad» (3).  El  P.  Alonso  de  Humanes,  Superior  de  las  misiones  de 
Visayas,  envió  a  Manila  al  P.  Fabricio  Sarsali,  italiano,  para  exponer 
los  peligros  que  corrían  aquellos  pueblos  y  pedir  algún  socorro  con- 
tra la  invasión  de  los  joloes. 

Juzgóse  oportuno  para  reprimir  estos  desmanes  acometer  a  los 
moros  en  la  misma  isla  de  Joló,  y  para  esto,  el  alcalde  de  Cebú,  Cristó- 
bal de  Lugo,  navegó  con  100  españoles  y  muchos  indios  amigos  hacia 
aquella  isla.  Desembarcaron  todos  sin  dificultad,  pasaron  un  río  con 
el  agua  a  la  cintura,  y  al  verles  venir  los  joloes  desampararon  el  pue- 
blo que  ocupaban  cerca  de  la  costa.  Entraron  en  él  los  españoles  con 


(1)  Murillo  Velarde,  Uist.  de  la  prov.  de  Filipinas,  1. 1,  C  4. 

(2)  Ibid.,  e.  6. 

(3)  Ibid.,  c.  9.  Obsérvese  que  la  mayoría  de  estas  invasiones  se  debía  a  los  moros, 
raza  adventicia  en  Filipinas,  que  había  dominado  y  domina  todavía  on  varios  puntos 
de  aquel  archipiélago. 


'ROVIXCIA8    DE    n.TRAMAI! 


toda  la  muchedumbre  de  indios  amigos,  y  cogiendo  la  presa  que  se 
pudo  aprovechar,  destruyeron  todo  el  pueblo.  Visitaron  después 
otros  sitios  de  la  costa,  y  en  todos  talaron  las  habitaciones  y  las  se- 
menteras de  los  joloes,  dejándolos  con  esto  bastante  atemorizados. 
Volvieron  luego  contentos  los  españoles  a  Cebú.  Un  año  después, 
en  1627,  vemos  a  varios  Padres  nuestros  acompañar  cierta  expedi- 
ción que  se  dirigió  a  la  isla  de  Formosa  (1).  Querían  ocuparla  los 
españoles,  ya  por  la  importancia  de  la  misma  tierra,  ya  para  quitar  a 
los  holandeses  aquel  punto  de  apoyo  para  sus  piraterías.  No  se  pudo 
lograr  lo  que  se  deseaba,  y  después  de  algunas  diligencias  infructuo- 
sas, hubo  de  volverse  la  armada  a  Manila,  donde  descansaron  nues- 
tros Padres  de  no  pequeños  trabajos  que  se  les  habían  ofrecido  en 
aquella  jornada. 

En  algunas  de  estas  expediciones  hubieron  de  experimentar  los 
jesuítas  los  rigores  de  la  cautividad  y,  lo  que  es  más,  la  crueldad  de 
la  muerte.  Hubo  de  vez  en  cuando  algunos  misioneros  cautivos,  entre 
los  cuales  se  refiere  el  caso  del  P.  Juan  Domingo  Bilancio,  a  quien 
prendieron  los  joloes  y  llevaron  a  su  isla.  Allí  permaneció  cerca  de 
un  año  catequizando  a  otros  cristianos  que  gemían  en  prisión.  Tra- 
tóse de  rescatarle,  y,  en  efecto,  al  cabo  de  un  año  iba  a  verificarse 
este  hecho,  cuando  llegó  la  noticia  de  que  había  muerto  en  1633  (2). 

Más  que  las  invasiones  de  los  joloes  fueron  célebres  en  aquellos 
años  las  que  hizo  Cachil  Corralat,  a  quien  llaman  nuestras  antiguas 
relaciones  sultáti,  porque  era  moro  y  dominaba  en  gran  parte  de  la  isla 
de  Mindanao.  En  1634,  habiendo  hecho  grandes  estragos  en  el  archi- 
piélago una  armada  de  22  embarcaciones  que  envió  Corralat,  asaltó, 
por  fin,  varios  puestos  de  cristianos.  El  P.  Andrés  Lanzóla  hubo  de 
huir  por  un  río  arriba,  y  sólo  se  salvó  por  el  valor  de  sus  neófitos, 
que  le  defendieron  en  cierto  sitio  bien  resguardado.  El  P.  Francisco 
Luzón,  habiendo  recogido  todas  las  alhajas  de  la  iglesia,  hubo  de 
andar  varios  días  huyendo  por  los  montes  para  no  caer  en  las  manos 
de  los  soldados  de  Corralat.  No  logró  esta  felicidad  el  P.  Juan  del 
Carpió,  misionero  en  la  residencia  de  Ogniu.  Aparecieron  allí  los 
mindanaos  el  3  de  Diciembre  de  1684,  y  desembarcaron  al  instante 
más  de  400  hombres  armados.  Quisieron  resistir  unos  50  indios  que 
rodeaban  al  Padre,  pero  fuéles  imposible,  y  los  moros,  prevalidos  de 
su  número,  acometieron  a  la  iglesia,  y  desde  allí  dominaron  un  pe- 


(1)  16¿d.,  c.  10. 

(2)  Philipp.  Lüt.,(ainHae,  1()33. 


CAP.    XVI. — r.A   COMPAÑÍA    DK   .TESÚS   F.X    FILIPINAS,    1615-1652  ()K7 

(lueño  fuerte  en  que  se  habían  recogido  los  indios.  Al  mismo  tiempo 
dieron  fuego  a  la  iglesia  y  a  la  casa  donde  vivía  el  misionero,  y  el 
P.  Juan  del  Carpió  hubo  de  salir  entre  las  llamas  y  entregarse  a  los 
moros.  Apenas  le  vio  el  capitán  de  ellos,  mandó  a  los  suyos  que  le 
dieran  la  muerte.  Púsose  el  Padre  de  rodillas,  y  los  moros,  por  de 
pronto,  le  quitaron  los  zapatos  de  los  pies,  y  con  ellos  le  golpearon 
inhumanamente  en  el  rostro;  después  un  moro  le  descargó  un  golpe 
tal  con  el  alfanje,  que  el  misionero  cayó  sin  sentido  en  tierra.  Arro- 
járonse luego  sobre  él  todos  los  circunstantes  e  hicieron  pedazos  el 
cadáver  (1).  Suerte  parecida  hubieron  de  experimentar  algunos  Pa- 
dres de  Filipinas,  ya  en  los  asaltos  de  los  piratas,  ya  presos  en  las 
naves  cuando  se  trasladaban  de  una  isla  a  otra.  Los  daños  de  estas 
piraterías  disminuyeron  bastante  con  la  llegada  del  insigne  Gober- 
nador Sebastián  Hurtado  de  Corcuera  en  1635. 

6.  Habiéndose  hecho  cargo  del  gobierno,  este  hombre  superior, 
empleó  el  primer  año  en  estudiar  el  estado  político  y  económico  del 
archipiélago  y  en  arreglar  algunos  negocios  urgentes  de  la  colonia. 
Después,  considerando  los  peligros  a  que  la  exponían  las  invasiones 
de  los  moros,  determinó  preparar  una  gruesa  armada  para  conquis- 
tar de  una  vez  la  isla  de  Mindanao  y  acabar  con  las  peligrosas  pira- 
terías, que  continuamente  hacían  en  nuestras  islas  los  soldados  de 
Corralat.  Dispuesta  la  armada,  se  hizo  él  mismo  a  la  vela  el  2  de  Fe- 
brero de  1637.  Llegaron  las  naves,  después  de  algunos  percances  ma- 
rítimos indispensables  entonces  en  aquellos  mares,  a  la  vista  de  Zam- 
boanga  el  22  del  mismo  mes.  Habiendo  tomado  las  noticias  que 
pudieron  sobre  la  calidad  del  terreno,  sobre  las  posiciones  que  ocu- 
paba Corralat  y  sobre  las  precauciones  con  que  podrían  penetrar 
tierra  adentro  los  españoles  e  indios  auxiliares,  por  fin  el  4  de  Marzo 
cercó  Corcuera  con  una  compañía  de  españoles  y  una  de  indios  pam- 
pangos  a  un  pueblo  llamado  Lamitan,  donde  residía  Corralat.  Aco- 
metiólo con  brío,  y  con  poca  dificultad  se  apoderó  de  la  población, 
recogiendo  en  ella  alguna  presa  de  objetos  preciosos.  Corralat  se  re- 
tiró a  un  monte  fortificado,  donde  se  propuso  hacer  frente  a  los  es- 
pañoles. El  16  de  Marzo  juntóse  con  el  Gobernador  el  sargento  Ni- 
colás González,  que  llevaba  el  resto  de  la  gente. 

Dividiéndose  en  dos  cuerpos,  acometieron  nuestros  soldados  al 
monte  por  dos  lados.  El  mismo  Gobernador  se  adelantó  con  el  pri- 


(1)     Víanso  explicados  estos  hechos  en  Murillo  Velarde,  Hist.  de  la  piov.  de  filipinas, 
I.I,  c.  18. 


LIB.    II. — PROVINCIAS   DE   ULTKAMAR 


mer  cuerpo  de  sus  tropas,  pero  tropezó  muy  pronto  con  dificultades 
insuperables;  y  después  de  grandes  esfuerzos,  hubo  de  retirarse  con 
unos  21)  muertos  y  80  heridos.  Mejor  fortuna  tuvo  el  sargento  Nico- 
lás González,  que  con  la  otra  fracción  del  ejército  embistió  por  otro 
lado  al  monte  de  los  enemigos.  Halló  acceso  más  fácil,  y  pudo  subir 
hasta  lo  alto,  donde  cogió  algunos  prisioneros  y  muchas  armas.  Co- 
rralat  se  salvó  descendiendo  del  monte  por  ciertos  derrumbaderos 
y  atajos  que  él  conocía,  en  los  cuales  pudo  sustraerse  a  la  persecu- 
ción de  los  españoles.  Deseando  completar  su  victoria,  dispuso  el 
Gobernador  que  el  capitán  Juan  González,  con  100  españoles  y 
1.000  bisayas,  recorriese  la  costa  de  Mindanao  y  diese  una  batida  a 
las  fuerzas  de  Corralat  que  ocupasen  la  costa.  Rodeó  el  capitán  la 
tierra  de  Zamboanga,  hasta  Caraga,  y  destruyó  16  pueblos  de  moros, 
y  degolló  72  de  ellos.  Pacificado  lo  que  se  veía  de  la  isla,  volvió  el 
Gobernador  a  Manila  por  Mayo  de  1637  con  aires  de  triunfador  (1). 

A  su  lado  iban  algunos  Padres  jesuítas,  entre  los  cuales  era  muy 
célebre  el  venerable  P.  Marcelo  Mastrilli,  tan  conocido  en  las  histo- 
rias de  San  Francisco  Javier.  Este  Padre,  curado  milagrosamente  por 
el  santo  Apóstol  de  las  Indias,  había  ofrecido  a  Dios  consagrar  su  vida 
a  las  misiones  del  Japón.  Después  de  muchas  dificultades  había  lle- 
gado a  Manila,  desde  donde  deseaba  encaminarse  por  fin  a  su  des- 
tino. Entretanto  ejercitó  su  celo  en  nuestra  provincia  de  Filipinas  y 
acompañó  al  Gobernador  Hurtado  de  Corcuera  en  esta  facción  de 
Mindanao.  Con  el  P.  Mastrilli  iban  otros,  que  se  quedaron  después 
en  la  isla  y  procuraron  fructificar  entre  los  indios  infieles  que  halla- 
ban a  su  alcance  desde  los  sitios  ocupados  por  españoles. 

El  año  siguiente,  1633,  completó  Corcuera  sus  triunfos  militares 
apoderándose  de  la  isla  de  Joló.  Iban  con  él  varios  Padres  de  la  Com- 
pañía, entre  los  cuales  el  más  insigne  era  el  ya  citado  P.  Gutiérrez. 
Logróse  ciertamente  la  victoria  sobre  los  joloes;  pero  faltó  la  pru- 
dencia a  Corcuera  en  el  término  de  la  jornada,  y  se  malogró  en  buena 


(1)  Conservamos  dos  relaciones  contemporáneas,  impresas,  de  esta  expedición;  la 
primera  es  anónima,  con  este  título:  «Sucesos  felices  que  por  mar  y  tierra  ha  dado  Nuestro 
Señor  a  las  armas  españolas  en  las  islas  Filipinas  contra  el  Mindanao,  y  en  las  de  Terrenate 
contra  los  Holandeses,  por  fin  del  año  1636  y  principios  de  1637.  En  Manila,  por  Tomás  Pimpin, 
impresor,  año  1637.»  La  segunda,  mucho  más  lata,  se  intitula:  «Relación  de  las  gloriosas 
victorias  que  en  mar  y  en  tierra  han  tenido  las  armas  de  nuestro  inviotisimo  Rey...  debajo  de 
la  conducta  de  D.  Sebastián  Hurtado  de  Corcuera...  México,  1638.»  Son  80  páginas  en  4.°  Lo 
más  precioso  de  esta  relación  es  la  extensa  carta  del  P.  Mastrilli  al  P.  Provincial  de 
Filipinas,  donde  refiere  minuciosamente  todo  lo  que  vio  en  la  expedición  acompa- 
ñando a  Corcuera.  Véase  también  a  Combés  (Hist.  de  Mindattao  y  Joló,  1.  IV,  capílu- 
los  7-11). 


CAP.    XVI. — r.A   COMPAÑÍA    DK   JKSÚS    KN    FJLIPJXAS,    101  r>-l(;.j2  G89 

jKirte  lo  que  más  se  deseaba,  cual  ora  el  apoderarse  de  la  persona  del 
Rey  y  de  sus  principales  vasallos.  Es  el  caso  que  habiendo  vencido  a 
los  joloes  y  teniéndolos  cercados  en  un  cerro  fortiftcado,  trataron 
ellos  de  entregarse  a  los  españoles,  por  juzgar  imposible  la  resisten- 
cia. Entraron  en  tratos  con  los  nuestros  mediante  el  P.  Pedro  Gutié- 
rrez, y  no  solamente  el  Rey,  sino  también  la  Reina,  descendieron  del 
cerro  para  tratar  verbalmente  con  el  Gobernador  español.  Éste  no 
quiso  darles  condiciones  definidas,  sino  exigía  solamente  que  se  en- 
tregasen a  discreción.  Temieron  los  infieles  que  serían  degollados  o 
reducidos  a  durísimo  cautiverio,  y  por  eso  tomaron  una  resolución 
desesperada.  Fingiendo  venir  a  tratar  de  paces  y  entrar  en  negocia- 
ciones con  el  Gobernador  español,  bajaron  de  pronto  3.000  joloes  que 
se  hallaban  en  el  cerro,  y  súbitamente  huyeron  a  la  desbandada  por 
todos  lados,  dejando  a  los  españoles  con  el  terreno  material  del  ce- 
rro, pero  sin  la  persona  del  Rey  y  sin  coger  casi  ningún  prisionero. 
Oorcuera  dejó  en  Joló  un  presidio  en  el  cerro  y  otro  en  la  costa, 
guarneciéndolos  con  algunos  soldados  españoles,  cuyo  capitán  era 
Ginés  Rosi  y  Aviles.  Con  este  hombro  quedaron  los  PP.  Francisco 
Martínez  y  Alejandro  López,  El  Gobernador  volvió  como  la  otra  vez, 
triunfante,  aunque  con  un  triunfo  algo  descolorido,  por  haberse  ma- 
logrado en  gran  parte  el  fruto  de  su  jornada  (1). 

En  los  tiempos  siguientes  hubieron  de  padecer  bastante  los  Pa- 
dres que  perseveraron  en  Joló,  no  solamente  por  la  traición  y  doblez 
de  los  moros,  sino  también  por  las  imprudencias  y  groserías  del  ca- 
pitán español,  quien,  por  su  proceder  aturdido  e  irreverente,  puso 
en  peligro  de  perderse  todo  cuanto  se  había  ganado.  Fué  necesario 
que  los  jesuítas  se  quejaran  al  Gobernador  de  Zamboanga,  D.  Pedro 
Almonte,  teniente  de  capitán  general.  Éste  acudió  a  Joló  con  alguna 
fuerza  de  soldados,  reprendió  al  capitán  por  sus  imprudencias  y  dejó 
algún  tanto  asentadas  las  cosas  en  aquella  isla.  Empezaron  a  trabajar 
en  ella  los  Nuestros;  pero  lo  mismo  entonces  que  en  los  tiempos  mo- 
dernos, se  observó  y  se  observa  que  esta  isla  de  Joló  es  muy  fecunda 
en  padecimientos  y  amarguras  y  muy  estéril  en  frutos  espirituales 
para  nuestra  santa  Madre  Iglesia  (2), 


(1)  Sobre  esta  expedición  a  Joló  tenemos  otro  extenso  relato,  impreso  por  Pimpín 
con  este  título:  i- Continuación  de  los  felices  sucesos  que  Nuestro  Señor  ha  dado  a  las  armas 
españolas  en  estas  islas  Filipinas  por  los  fines  del  año  de  1637  y  principios  del  de  1638. ■>  Com- 
bés, ubi  snpra,  I.  VI,  e.  1-4.  Véanse  además  las  cartas  de  Corcuera  al  Rey  y  de  la  Au- 
diencia, del  Arzobispo  y  de  la  ciudad  de  Manila,  publicadas  por  el  P.  PastoUs  on  su 
edición  de  Colín,  t.  III,  pág.  526. 

(2)  Combés,  ibid. 


f59CÍ  1-1 1-  II- — riiovi.NciAS  dk  rLn:AMAií 

7.  Con  las  expediciones  a  Mindanao  y  a  Joló  podemos  decir  que 
cesa  la  expansión  apostólica  de  la  Compañía  en  Filipinas  durante 
muchos  años.  Los  Padres  debían  mantener  las  misiones  que  habían 
fundado,  y  ciertamente  eran  muy  pocos  para  continuar  un  trabajo 
que  hubiera  exigido  el  concurso  de  doble  número  de  misioneros,  si 
se  había  de  lograr  todo  lo  que  en  la  extensión  inmensa  de  aquellas 
islas  se  podía  conseguir.  Hasta  mediados  del  siglo  XVII  podemos 
decir  que  continuó  en  Filipinas  cierto  statii  qtio,  perseverando  las 
mismas  casas  y  misiones,  trabajando  continuamente  los  misioneros, 
y  padeciendo  de  vez  en  cuando  ciertas  tribulaciones,  deque  no  tene- 
mos bastante  idea  en  la  sociedad  más  tranquila  de  Europa.  La  pri- 
mera que  en  estos  tiempos  hubieron  de  experimentar  fué  el  alza- 
miento de  los  chinos,  a  los  últimos  días  de  1639.  Eran  más  de  30  o 
40.000,  según  las  relaciones  de  entonces,  los  que  se  habían  estable- 
cido en  la  ciudad  de  Manila  y  en  sus  cercanías;  y  como  la  población 
española  era  mucho  más  reducida,  creyeron  los  chinos  que  podrían, 
mediante  un  golpe  de  mano,  apoderarse  de  Manila  y  de  todas  sus 
riquezas.  Dada  la  señal,  a  los  últimos  días  de  1639  invadieron  los  chi- 
nos los  pueblos  alrededor  de  Manila,  y  en  los  meses  de  Enero,  Fe- 
brero y  Marzo  de  1640  fué  aquello  una  devastación,  un  saqueo  y  un 
horroroso  trastorno  de  todas  las  cosas,  cual  jamás  se  había  visto.  El 
Gobernador  Hurtado  de  Corcuera  mantuvo  dignamente  el  nombre 
español  en  medio  de  aquel  cataclismo.  Supo  distribuir  bien  las  po- 
cas fuerzas  que  tenía,  esperó  los  momentos  oportunos  para  dar  los 
golpes  y  acometer  a  los  chinos,  fué  poco  a  poco  ocupando  algunos 
sitios  importantes  donde  ellos  guardaban  sus  riquezas,  y  al  cabo  de 
tres  meses  hizo  que  la  victoria  se  decidiera  en  favor  de  los  españo- 
les, a  los  cuales  en  este  apuro  sostenían  generosamente  todos  los  in- 
dios convertidos  hasta  entonces  por  las  Ordenes  religiosas.  Una  vez 
inclinada  la  balanza  en  favor  de  España,  la  derrota  y  degüello  de  los 
chinos  fué  sin  término.  Difícil  de  creer  es  lo  que  nos  refiere  el 
P.  Colín,  que  era  nuestro  Provincial  de  Filipinas,  en  la  carta  anua 
de  aquel  año  (1).  Dice  que  sacadas  las  cuentas  a  fines  del  mes  de 
Marzo,  se  halló  que  habían  muerto  unos  50  españoles  y  300  indios 
amigos,  y  en  cambio  fueron  degollados,  según  el  cómputo  más  mo- 
derado, 22.000  chinos,  número  que  otros  extendían  a  30.000.  Estos 
números  redondos  en  las  batallas  célebres  son  siempre  sospechosos. 
El  juicioso  lector  hará  la  conveniente  rebaja;  pero  de  todos  modos 


<1)     Philipp.  Litt.  anmiac,  1639-1643. 


CAP.    XVI. — LA    COMPAÑÍA   DK   JKbÚS   LN   I'ILIPIMAS,    1G15-1G52  G'.)l 

queda  en  pie  el  hecho  de  que  con  fuerzas  muy  inferiores  logró  el 
Gobernador  Hurtado  de  Corcuera  dominar  una  sedición  que  había 
sido  causa  de  infinitos  males  y  hubiera  acarreado  en  otros  tiempos 
la  ruina  de  toda  la  colonia. 

Poco  tiempo  después  quiso  hacernos  un  favor  insigne  el  mismo 
(irobernador;  pero  Dios  dispuso  las  cosas  de  modo  que  el  favor  se  con- 
virtiese a  los  pocos  años  en  notable  detrimento.  Es  el  caso  que  fundó 
un  colegio,  que  llamó  real,  con  el  nombre  de  San  Felipe,  agregado 
al  colegio  de  la  Compañía  de  Jesús;  creó  20  becas,  determinando  que 
de  las  cajas  reales  se  pagase  cada  año  4.000  pesos  para  costear  los 
estudios  de  20  jóvenes  escogidos.  Esta  fundación  fué  reprobada  so- 
lemnemente por  Su  Majestad.  En  cédula  real  de  16  de  Junio  de  1643 
declaró  Felipe  IV  al  Gobernador  de  Filipinas,  que  hizo  mal  en  dar 
licencia  a  la  Compañía  para  abrir  aquel  nuevo  colegio  con  20  becas, 
sin  tener  facultad  para  ello  y  contra  el  parecer  de  todos  los  minis- 
tros reales.  Resuelve,  pues.  Su  Majestad  anular  esa  fundación  y  que 
se  devuelvan  a  las  cajas  reales  todas  las  sumas  que  hasta  entonces  se 
hayan  pagado  para  el  establecimiento  de  esta  obra  (1).  Lo  dispuesto 
en  esta  cédula  real  lo  ejecutó  tres  años  después  el  inmediato  suce- 
sor de  Corcuera,  que  fué  D.  Diego  Fajardo  y  Chacón.  Mandó  seve- 
ramente a  la  Compañía  restituir  los  12.000  pesos  que  hasta  entonces 
-e  habían  dado  para  el  sustento  de  los  20  estudiantes.  Representaron 
nuestros  Superiores,  que  esta  restitución  la  deberían  hacer  los  estu- 
diantes agraciados,  no  la  Compañía,  quien  no  había  tomado  un  cén- 
timo para  sí;  añadió  nuestro  Provincial  que  el  fisco  debía  por  enton- 
ces 8.000  pesos  a  la  Compañía,  y  en  todo  caso  bastaría  entregar  4.000. 
No  oyó  ninguna  razón  el  Sr.  Fajardo;  mandó  irremisiblemente  que 
los  jesuítas  entregaran  los  12.0i)0  pesos  a  las  cajas  reales  (2). 

Otra  desgracia  de  este  tiempo  fué  el  tremendo  terremoto  que  so- 
brevino en  Manila  el  30  de  Noviembre  de  1645  (3).  En  él  perecieron 
600  personas,  entre  las  cuales  debemos  contar  al  P.  Juan  de  Salazar, 
de  nuestra  Compañía.  No  cayeron  en  tierra  nuestros  edificios  como 
otros  muchos,  pero  quedaron  tan  agrietados  y  estropeados,  que  fué 
necesaria  grandísima  cantidad  de  dinero  para  restaurar  los  desper- 
fectos y  asegurar  la  construcción. 

No  debemos  omitir  que  en  todos  estos  años  la  provincia  de  Fili- 


(1)  Archivo  de  Indias,  154-2-1. 

(2)  Murillo  Velarde,  1.  II,  c.  i:}. 

(3)  Id.,  ibicL,  c.  18. 


(55)2  í'll'-    J^- — l'KOVINCIAS   DE   ULTKAMAK 

pinas,  así  como  trabajaba  fervorosamente  en  la  conversión  de  los  in- 
dios, así  logró  coronar  muchos  de  estos  trabajos  con  el  glorioso  mar- 
tirio de  varios  de  sus  hijos.  En  1642,  pasando  al  Japón  el  P.  Antonio 
Rubino,  Visitador  de  aquella  provincia,  casi  extinguida,  le  fueron 
dados  en  Manila  dos  Padres  insignes  para  que  le  ayudaran  en  su 
obra:  eran  el  P.  Diego  de  Morales,  maestro  de  teología  y  Rector  de 
San  José,  y  el  P,  Alonso  Arroyo,  socio  del  Provincial  (1).  El  primero 
entró  en  el  Japón  acompañando  al  P,  Rubino,  y  poeo  después  con- 
siguió, como  todos  saben,  la  corona  del  martirio.  Era  esta  expedi- 
ción el  último  esfuerzo  que  se  hacía  para  sostener  aquella  cristian- 
dad del  Japón,  que  ya  estaba  casi  abandonada.  Deseaban  los  Nuestros 
hallar  algún  medio  para  no  perder  el  fruto  de  tantos  trabajos;  pero 
Dios  dispuso  las  cosas  de  otro  modo.  Presos  los  Padres  que  forma- 
ban la  expedición,  y  sometidos  a  horribles  tormentos,  fueron  al  fin 
martirizados  a  principios  de  1643.  El  P,  Arroyo  se  embarcó  en  Ma- 
nila con  otros  cuatro  misioneros  para  seguir  de  cerca  las  huellas  del 
P.  Rubino;  pero,  según  se  puede  entender,  no  llegaron  a  poner  los 
pies  en  el  Japón  y  debieron  perecer  en  alguna  fiera  tempestad  de 
aquellas  que  con  tanta  frecuencia  solían  entonces  arruinar  nuestros 
navios. 

En  1639  fué  muerto  en  Mindanao  el  P.  Francisco  de  Mendoza; 
en  otra  entrada  en  Buhayen  fué  sacrificado  por  los  moros  el  28  de 
Diciembre  del  mismo  año  el  P.  Pedro  de  Zamora.  Allí  mismo  los  sol- 
dados de  Corral at  dieron  muerte  cruel  al  P.  Bartolomé  Sánchez. 
En  1648  pereció,  víctima  de  los  moros  de  Mindanao,  el  P.  Francisco 
Palióla  o  Padilla,  como  se  llamaba  entre  nosotros.  Era  un  joven  na- 
politano, que,  habiendo  empezado  fervorosamente  las  misiones,  lo- 
gró la  palma  del  martirio  al  cuarto  año  de  trabajos  apostólicos.  Los 
indios  de  Palápag  mataron  al  P.  Miguel  Ponce  el  año  1649,  y  poco 
después  sucumbió  en  el  mismo  sitio  el  P.Vicente  Damián.  Estos  ge- 
nerosos sacrificios  de  la  vida  nunca  detenían  el  fervor  de  los  misio- 
neros, y  ya  estaban  como  acostumbrados  los  Nuestros  de  Filipinas  a 
exponer  su  vida,  unas  veces  entre  los  moros,  otras  en  el  mar,  donde 
los  solían  sobrecoger  los  piratas,  otras,  en  fin,  entre  laí  ordinarias 
privaciones  que  allí,  como  en  todas  las  Indias,  habían  de  experimen- 


(1)  El  P.  Murillo  Velarde,  1.  II,  c.  15,  explica  brevemente  esta  expodlción,  do  la 
cual  se  habla  en  las  historias  de  la  provincia  del  Japón.  En  el  mismo  autor  y  en  el 
P.  Combés  pueden  verse  con  más  extensión  los  hechos  que  aquí  no  hacemos  más  que 
apuntar. 


CAÍ'.    XVI. LA   COMPAÑÍA   DE   JESÚS   EN   FILIPINAS,    1015-1GÜ2  01)3 

tar  los  predicadores  del  Evangelio.  Bien  pudieran  llamarse  mártires 
algunos  que  sucumbieronpor  los  excesivos  trabajos  a  que  se  sujetaron 
con  el  celo  de  atraer  las  almas  de  los  infieles  al  rodil  de  Jesucristo. 
Tal  era  el  estado  de  la  Compañía  de  Jesús  en  Filipinas  al  prome- 
diar el  siglo  XVIL  El  P.  Juan  de  Salazar,  Provincial,  visitando  las 
misiones  el  año  1629,  quedó  muy  contento  del  fervor  espiritual  con 
que  procedían  casi  todos  los  misioneros.  Escribiendo  al  P.  Asistente 
de  España,  le  dice:  «Lo  espiritual,  gracias  a  Nuestro  Señor  va  muy 
en  aumento, y  lo  que  me  ha  consolado  mucho  es  ver  en  las  dos  visi- 
tas que  he  hecho,  la  observancia  religiosa  con  que  proceden  los 
Nuestros  en  las  doctrinas  y  misiones  y  los  grandes  trabajos  que  pa- 
decen en  tanta  navegación  por  mar  y  caminos  por  tierra,  gran  sole- 
dad y  falta  de  las  cosas  necesarias»  (1).  No  faltaron,  es  verdad,  alguna 
que  otra  caída  grave,  pero  observamos  que  al  instante  fueron  des- 
pedidos de  la  Compañía  los  culpables  y  se  tomaron  las  precauciones 
más  apremiantes  para  evitar  que  se  repitieran  tales  desventuras.  Los 
cien  sujetos  que  formaban  la  provincia  de  Filipinas  a  mediados  del 
siglo  XVII,  eran  verdaderos  y  fervorosos  apóstoles  que  sostenían 
una  de  las  conquistas  espirituales  más  hermosas  que  la  antigua  Es- 
paña ofreció  a  la  Iglesia  Católica. 


(1)     Philipp.  Historia,!!.  195. 


CONCLUSIÓN 


Hemos  terminado  la  historia, o, por  mejor  decir, hemos  delineado 
ligeramente  los  principales  acontecimientos  de  la  Compañía  en  Es- 
paña durante  la  primera  mitad  del  siglo  XVII.  Muy  lejos  estamos  de 
haber  agotado  la  materia.  Empresas  tan  vastas,  acciones  tan  compli- 
cadas, necesitan  obras  especiales  para  su  completa  declaración.  Algo 
habremos  hecho  si  hemos  presentado  a  nuestros  lectores  un  breve 
bosquejo  que,  sometido  después  por  otros  autores  a  estudios  más 
profundos,  podrá  transformarse  con  el  tiempo  en  cuadro  perfecto  y 
acabado.  La  Compañía  de  Jesús  persevera  en  todo  este  tiempo  firme 
en  la  observancia  de  su  instituto,  diligente  en  precaver  los  errores 
on  que  podían  extraviarse  los  ingenios;  cuidadosa  en  conservar  la 
pureza  de  costumbres,  expulsando  sin  miramiento  a  los  religiosos 
indignos;  fervorosa  en  promover  la  conversión  de  los  pecadores,  la 
frecuencia  de  los  sacramentos,  la  devoción  a  la  Inmaculada  Concep- 
ción, las  Congregaciones  piadosas  y  todo  género  de  obras  buenas. 

Al  empezar  el  generalato  de  Vitelleschi  parecía  proceder  la  Compa- 
ñía en  España  con  ímpetu  animoso  hacia  un  crecimiento  muy  dila- 
tado, pero  a  los  pocos  años  el  aumento  de  religiosos  se  detiene,  poco 
después  disminuye,  y  a  mediados  del  siglo  observamos  en  la  Metró- 
poli que,  fuera  de  la  provincia  de  Castilla,  las  otras  tres  han  descen- 
dido bastante  del  número  que  antes  poseían.  Esta  declinación  en  el 
número  de  religiosos  se  observa  también  en  el  florecimiento  cientí- 
fico y  literario.  Durante  esta  época  brillaron  en  España  hombres  de 
primer  orden,  sobre  todo  en  el  campo  de  la  teología,  pero  observa- 
mos que  hacia  la  mitad  del  siglo  van  extinguiéndose  estas  lumbre- 
ras admirables,  y  no  se  levantan  otras  que  puedan  con  el  tiempo  sos- 
tener su  gloria  literaria.  En  1652,  aunque  vivía  aún  el  Cardenal  Juan 
de  Lugo,  cuyos  días  se  prolongaron  hasta  16G0,  pero  ya  habían  des- 
cendido al  sepulcro  los  Ripaldas,  los  Montoyas,  los  Pinedas  y  otros 
hombres  de  primera  magnitud.  Entre  los  jóvenes  que  por  entonces 
salían  a  la  palestra  literaria,  no  vemos  ni  un  teólogo  que  pueda  hom- 
brearse con  Lugo,  ni  un  escriturario  que  alcance  a  Pineda,  ni  un  his- 


('().\cm;si(')X  695 

toriador  que  iguale  a  Mariana,  ni  uu  humanista  que  rivalice  con  La- 
cerda.  En  cambio  domina  en  el  campo  de  las  letras  aquel  gusto  ba- 
rroco y  extravagante,  que  todo  lo  estragó  en  el  siglo  XVII  y  penetró 
también  bastante  en  los  autores  de  la  Compañía.  Era,  pues,  innega- 
ble que  empezaba  una  declinación,  aunque  por  entonces  apenas  se 
sintiese,  en  el  campo  de  las  letras.  Hubiera  podido  amanecer  una 
nueva  aurora  de  progreso  científico  y  literario,  si  hubieran  prospe- 
rado los  estudios  de  ciencias  positivas  que  se  iniciaron  en  el  colegio 
de  Madrid,  si  hubieran  pasado  adelante  aquellos  Estudios  generales, 
como  entonces  se  les  llamó,  en  los  cuales  indudablemente  se  daban 
los  primeros  pasos,  aunque  con  mucha  timidez,  en  las  ciencias  expe- 
rimentales y  en  la  erudición  de  la  Antigüedad.  Desgraciadamente, 
aquellos  estudios  murieron  de  inanición,  y  fueron  un  caso  particu- 
lar de  la  general  decadencia  que  en  todos  los  ramos  manifestaba 
nuestra  España. 

Si  de  la  Metrópoli  pasamos  la  consideración  a  nuestras  provin- 
cias ultramarinas,  da  grandísimo  consuelo  ver  la  expansión  apostó- 
lica que  en  estos  tiempos  logró  la  Compañía.  La  instrucción  de  los 
negros,  empezada  en  tiempo  de  Aquaviva  por  el  P.  Alonso  de  Sando- 
val,  es  adelantada  por  San  Pedro  Claver  con  un  tesón  y  constancia, 
y  sobre  todo  con  un  éxito  espiritual,  que  supera  a  cuanto  hubiera 
podido  concebir  la  imaginación.  La  provincia  del  Paraguay  funda 
las  celebérrimas  reducciones,  que  son  un  prodigio  del  celo  apostó- 
lico y  un  ejemplo  inimitable  que  todos  deben  admirar  y  que  produjo 
espléndidos  resultados  en  la  conversión  de  los  indígenas,  en  medio 
de  las  más  fieras  oposiciones  que  jamás  se  hayan  hecho  a  una  misión 
establecida  entre  infieles.  La  viceprovincia  de  Quito  empieza  las  cé- 
lebres misiones  del  Marañón, modestas  ciertamente  a  los  principios, 
pero  que  con  el  tiempo  habían  do  alcanzar  una  extensión  y  resulta- 
dos parecidos  a  las  del  Paraguay.  La  provincia  de  Méjico  dilata  ha- 
cia el  Norte  sus  conquistas  apostólicas,  atrayendo  al  redil  de  Jesu- 
cristo a  los  mayos,  a  los  hiaquis,  a  los  taraumares  y  a  otras  tribus 
antes  desconocidas  en  las  regiones  septentrionalesde  la  actual  Repú- 
blica mejicana.  Por  fin,  la  provincia  de  Filipinas  inaugura  las  mag- 
níficas misiones  de  Mindanao,  continuadas  gloriosamente  por  la  an- 
tigua Compañía  y  restauradas  en  nuestros  días  por  la  provincia  de 
Aragón. 

No  negaremos  que  entre  tantas  empresas  apostólicas  hubo  algu- 
nas que  pudieran  llamarse  fracasadas,  porque,  en  efecto,  el  resultado 
no  correspondió  a  las  esperanzas  que  se  habían  concebido.  A  este 


número  pertenecen,  por  ejemplo,  las  doctrinas  empezadas  en  los  lla- 
nos de  la  provincia  de  Nueva  Granada,  los  conatos  siempre  inútiles 
de  fundar  reducciones  entre  los  guaicurus,  la  misión,  tantas  veces 
emprendida  y  siempre  abandonada,  en  el  valle  de  Calchaquí.  Estas 
expediciones  espirituales  no  se  frustraron  por  defecto  alguno  de  los 
jesuítas,  y  aunque  al  fin  resultaron  estériles,  pero  deben  reputarse 
como  gloria  de  la  Compañía,  pues  en  ellas  nuestros  misioneros  reco- 
gieron muchas  cruces  y  penalidades,  que  ofrecían  a  Dios,  aunque  no 
pudieran  recoger  todas  las  almas  de  los  infieles  que  hubieran  deseado 
reducir  a  la  fe  de  Cristo.  Mucho  más  hubieran  deseado  trabajar 
nuestros  Padres,  muchos  planes  de  misiones,  muchos  deseos  fervo- 
rosos se  agitaban  en  nuestros  antiguos  Superiores  y  misioneros;  pero 
el  número  reducido  de  los  operarios  hacía  contener  el  vuelo  y  obli- 
gaba a  detenerse  en  el  camino  de  grandes  empresas.  Lo  admirable 
es  que  se  pudiera  hacer  lo  que  se  hizo  con  tan  corto  número  de 
sujetos. 

Tal  es  el  cuadro  general  que  nos  presenta  la  Compañía  a  media- 
dos del  siglo  XVII.  Bendigamos  a  Dios  que  conservaba  nuestra  Or- 
den en  la  observancia  de  su  Instituto  y  que  vivificaba  todas  sus  obras 
con  aquella  interior  ley  de  la  caridad  que  el  Espíritu  Santo  infunde 
en  los  corazones,  y  que  entonces  animaba  y  esperamos  animará  siem- 
pi'e  a  la  Compañía  de  Jesús. 


APÉNDICES 

1. 

El  P.  Valdivia  al  P.  Oñate. 

B^araquaria.  Historia,  I,  n.  31. 

Lima,  20  Abril  1G20. 
Soli. 

r.  G.     . 

Muy  inclinado  estaba  [a]  no  dar  satisfacción  a  V.  R.  de  lo  que  des- 
pués que  V.  R.  se  fué  de  Chile  hubo  en  mi  descargo,  porque  me  pare- 
ció era  mejor  darla  a  N.  P.  General,  a  cuya  presencia  voy.  Pero  por- 
que el  P.  Provincial  desta  Provincia  [del  Perú]  me  ha  ordenado 
escriba  ésta  a  V.  R.,  lo  hago,  significándole  que  voy  con  muy  gran 
queja  y  sentimiento  de  V.  R,,  porque  para  hacer  lo  que  hizo  con- 
migo no  tuvo  más  fundamento  que  el  que  me  dijo,  de  relación  de 
alguno  o  algunos  de  la  Gompañía,  que  le  refirieron  dichos  de  indias, 
a  quienes  ellos  dieron  crédito  sin  más  ni  más  y  V.  R.  lo  dio  sin  haber 
hablado  india  alguna  (como  V.  R.  me  lo  dijo)  ni  tomádole  juramento. 
Y  constándole  a  V.  R.,  como  consta  a  todo  el  mundo,  de  los  testimo- 
nios que  me  han  levantado,  de  que  llevo  yo  auténticos  testimonios^ 
y  de  que  las  materias  que  yo  he  tratado  y  tenido  a  mi  cargo  eran 
para  que  se  me  levantaran  muchos  más,  se  resolvió  V.  R.  a  hacer  lo 
que  hizo  conmigo,  sin  haber^me  primero  dado  avisos  algunos,  ni  or- 
denádome,  ni  aconsejádome,  ni  puéstome  precepto  en  que  experi- 
mentara desobediencia,  echó  mano  a  la  espada  de  las  sagradas  cen- 
suras que  pudo  echar  con  tanto  rigor,  y  que  no  considerase  mis  ocu- 
paciones y  cuidados,  que  nuestro  P.  General  y  el  Rey  me  habían 
puesto,  y  el  peso  de  un  reino  que  tenía  a  mi  cargo,  y  que  en  lugar 
de  consolarme,  me  añidiese  y  desconsolase  tanto,  que  me  obligó  a 
mí  a  dejarlo  todo,  al  tiempo  que  V.  R.  mismo  escribe,  que  era  el  más 
necesitado  de  mi  asistencia. 

Y  así  me  resolví  a  dejarlo  todo  por  no  verme  en  manos  de  V.  B.,  sino 
huir  de  su  gobierno  tan  apresurado  (1),  y,  habiendo  llegado  aquí,  me 
confesé  generalmente  con  el  P.  Juan  de  Frías,  antes  de  ser  Provin- 
cial, que  fué  mi  superior  dos  veces  y  me  conoce,  y  a  su  Reverencia 
mostré  todos  los  papeles  que  había  en  mi  favor  y  cuatro  testimonios 
auténticos,  que  después  que  V,  R.  se  fué  de  la  Goncepción  dieron, 
desdiciéndose  indias,  que  a  Padres  de  la  Gompañía  persuadidas  de 
personas  enemigas  mías  habían  dicho  contra  mí  embustes  y  menti- 


(1)  Subrayado  en  el  original;  poro  no  sabemos  s¡  fué  subrayado  por  el  mismo  Valdi- 
via o  lo  sería  por  el  Secretario  de  la  Compañía,  cuando  se  recibió  esta  carta  en 
Roma. 


Gí)8  ArKNnicKS 

ras.  Y  so  desdijeron  ante  el  P.  M.  Andía,  confesor  del  Gobernador,  y 
ante  el  P.  Bartolomé  Martínez,  hermano  del  P.  Juan  de  Olivares,  y 
ante  el  Vicario  de  Arauco  y  Lebo,  diferentes  indias  y  diferentes  per- 
sonas españolas  que  las  persuadieron,  que  con  juramento  afirman  ser 
mentira  lo  que  me  levantaron,  los  cuales  ha  visto  el  P.  Provin- 
cial, y  yo  los  llevo  a  N.  P.  General,  porque  no  me  puedo  persuadir 
que  V.  R.  dejara  de  habérselo  escrito. 

Y  porque  V.  R.  no  tuvo  más  fundamento  que  éste,  arriba  dicho,  y 
le  tengo  por  cristiano  y  temeroso  de  Dios,  que  no  querrá  dejar  de 
satisfacer  lo  que  a  mi  buen  nombre  y  fama  hubiese  con  buena  fe 
derogado,  me  pudo  persuadir  y  obligar  el  P.  Provincial  [del  Perú]  a 
escribir  esta  carta,  exhortando  en  ella  y  rogando  a  V.  R.  que  se  satis- 
faga de  que  son  mentiras  y  maldades  cuantas  creyó  y  aprehendió  de 
mí.  Cuyo  hecho  conmigo  tan  apriesa  y  sin  oírme  muy  despacio  todos 
le  culpan  por  ajeno  de  justicia  y  caridad,  y  mucho  más  de  la  debida 
prudencia,  de  que  ha  sido  toda  mi  queja,  de  que  le  dará  a  V.  R.  harto 
testimonio  el  tiempo. 

Todo  lo  que  tengo  que  decir  ante  el  tribunal  del  Señor  tengo  di- 
cho al  P.  Provincial  [del  Perú]  en  confesión  y  fuera  de  el]a,  y  ha  juz- 
gado esto  mismo  y  compadecídose  de  mí  y  consoládome  mucho. 
También  he  recibido  cartas  de  N.  P.  General  y  Asistente,  en  que  mo 
dicen  que  sólo  para  que  tuviera  ayuda  subordinaron  aquello  [do 
Chile]  al  Paraguay.  Y  el  Rey  ha  escrito  ahora  al  Señor  Virey  que  está 
muy  gozoso  en  tenerme  en  Chile,  por  lo  mucho  que  allí  le  sirvo  y  la 
luz  que  doy  al  Consejo  y  al  Virey  y  Gobernador  de  todo,  y  que  me 
anime  y  estime  mucho  el  Virey.  Fuéme  fuerza,  porque  no  me  obli- 
gase el  Virey  a  volver,  darle  íntima  cuenta,  como  a  tan  Señor  y 
amigo  de  la  Compañía,  de  mi  pena  y  aflicción,  causada  de  V..  R.  con 
tan  buena  intención.  El  lo  ha  sentido  cordialmente,  y  escribió  una 
carta  a  V.  R.,  la  cual  envió  al  P,  Provincial,  para  que  escribiese  en 
esta  conformidad  con  el  sentimiento  que  Su  Excelencia  escribía,  y 
escribe  a  N.  P.  General,  y  al  Rey,  sobre  todo,  largamente.  La  que 
venía  para  V.  R.  firmada  del  Príncipe  vimos  el  P.  Provincial  y  yo, 
y  juzgamos  no  enviarla  porque  era  muy  rigurosa,  y  fundada  en  razo- 
nes a  su  modo.  Yo  he  procurado  excusar  a  V.  R.  todo  lo  posible  con 
Su  Excelencia,  y  lo  haré  con  Su  Majestad  y  con  N.  P.  General,  por- 
que se  edificarán  del  celo  de  V.  R.  y  de  su  santa  prevención,  y 
no  menos  se  edificarán  de  la  materia  que  he  tenido  de  paciencia 
con  V.  R.  y  de  la  cordura  con  que  lo  dejé  todo,  que  entiendo  ha  sido 
lo  mejor. 

Porque  con  mi  venida  se  han  enterado  aquí  todos  del  buen  camino 
que  se  lleva,  y  de  mí  han  cobrado  los  Nuestros  aquí  muy  diferente 
concepto  del  que  V.  R.  tiene  y  ha  tenido.  Porque  aquí  he  platicado 
las  pláticas  de  las  renovaciones  de  este  Colegio  y  Noviciado,  predi- 
cado las  vocaciones  (1)  y  en  las  cuarenta  horas  y  en  los  domingos  en 
la  tarde  esta  cuaresma  (que  cayó  enfern^o  el  P.  Montesinos),  con  gran 
concurso  y  provecho  a  Dios  gracias.  Y  el  Señor  Virey  se  quedó  dos 
veces  a  comer  en  casa,  por  oírme  'por  la  tarde,  y  en  las  juntas  que 
hizo  Su  Excelencia  en  lo  del  servicio  personal,  antes  que  yo  llegase, 
mandó  después  fuese  oído,  como  Su  Majestad  lo  manda.  Y  me  oye- 


(1)    Esto  sorá,  tal  vez,  las  advocaciones;  esto  es,  las  íi.estas  titulares. 


Al'K.NrUCKS  (i  99 

ron  en  cinco  juntas  y  todo  se  puso  en  mis  manos,  y  hice  la  tasa  y 
ordenanzas,  y  van  con  ésta  tan  a  gusto  de  todos  los  de  la  junta  y  do 
todos  los  Nuestros  y  do  los  Procuradores  que  contradecían  la  tasa, 
que  la  alabaron  todos  y  se  iipprimió  todo,  que  gastó  conmigo  muchas 
horas  Su  Excelencia  en  las  cosas  de  la  guerra,  y  la  ha  resuelto  do 
todo  punto  para  siempre  por  defensiva,  y  escribió  el  Señor  Gober- 
nador [de  Chile]  a  Su  Excelencia  una  carta,  y  otra  al  Rey,  y  otra 
a  N.  P.  General,  que  por  no  convenir  a  la  modestia  no  envío  copia  de 
ellas,  y  son  alabándome  más  de  lo  que  yo  soy.  Y  el  Señor  Virey  le 
sobrepuja  en  las  que  escribe  al  Rey  y  a  N.  P.  General  de  mi  persona, 
que  en  suma  anibos  dicen  que  no  ha  tenido  Su  Majestad  en  las  Indias 
ministro  que  tan  incansablemente  y  con  tanta  fidelidad  y  verdad  le 
haya  servido,  y  lo  mucho  que  he  padecido  por  esto  de  todo  género 
de  gente  y  lo  que  Dios  ha  vuelto  por  mi  inocencia,  y  que  esto  ha 
llegado  a  lo  sumo  que  pudo  llegar  la  persecución.  No  sólo  fuera  de 
la  Compañía,  pero  aun  dentro  comenzaba  ya  el  demonio  a  quererme 
desacreditar. 

No  estaba  claro  que  todos  los  de  aquel  reino,  no  pudiendo,  como 
no  pudieron,  desquiciarme  con  el  Rey  ni  Virey,  viendo  que  por  la 
Compañía  era  el  mejor  modo,  arrojaron  indias  a  Padres  que  dijesen 
los  embustes  (que  después  de  ido  V.  R.  descubrió  Dios  a  todos  los 
Padres  por  falsos),  y  que  topando  con  V.  R.,  que  tiene  el  corazón  tan 
estrecho,  y  lo  creyó  luego,  saldrían  con  echarme  de  allí,  como  salie- 
ron, y  ahora  me  lloran,  y  han  escrito  aquí  de  Santiago  mil  cosas. 
Tengo  que  agradecer  a  V.  R.  con  toda  mi  queja  do  haber  sido  oca- 
sión de  que  yo  salga  de  aquel  reino,  a  donde  tenga  consuelo,  honra 
y  salud  y  muy  buen  nombre,  y  por  todo  lo  dicho  me  debe  Su  Majes- 
tad y  N.  P.  General  dar  muchas  gracias  y  estimar  mucho,  y  que  con- 
viene sumamente  que  no  deje  este  negocio,  sino  que  me  torne  a  en- 
viar a  Chile,  y  se  aparten  los  embarazos  que  hasta  aquí  he  tenido, 
([ue  N.  P.  General  los  prevenga  y  Su  Majestad,  para  que  yo  esté  con 
consuelo,  tratase  de  subordinar  aquello  [de  Chile]  a  esta  Provincia 
[del  Pertí]  (que  N.  Padre  lo  siente  así  y  quiere  resolverlo  de  una  vez). 

Esto  escribe  el  Príncipe  [de  Esquilache],  y  como  no  quiso  que 
dejase  el  cuidado  de  los  negocios  el  Señor  Virey,  sino  que  con  el 
mismo  fuese  a  España  para  volver,  quiso  que  me  corriese  mi  sueldo 
y  el  de  un  hermano,  que  va  conmigo,  que  es  el  H.  Gonzalo  Ruiz,  el 
"tiempo  del  camino  y  estada  en  España  y  vuelta.  Y  de  oficio  nombró 
al  P.  Rodrigo  Vázquez  para  que  tenga  a  su  cargo  todos  los  negocioSi 
del  Rey  y  indios  que  yo  tenía,  porque  sabe  la  lengua  y  el  P.  Sobrino 
no  la  sabe,  y  dio  nueva  provisión  para  que  a  los  seis  Padres  se  les 
de  el  sustento  que  antes,  y  que  se  lo  cobre  aquí  el  Procurador  de 
esta  Provincia,  y  que  el  P.  Rodrigo  Vázquez  tenga  para  su  sustento 
de  cada  Padre  cincuenta  pesos  ensayados,  qu€  se  les  acorta  el  sueldo 
para  el  dicho  Padre.  V.  R.  le  podrá  enviar  sus  veces,  si  quisiere,  que 
así  conviene. 

No  quiere  el  Virey  ni  Dios  (porque  es  contra  conciencia,  y  así  lo 
sienten  el  P.  Provincial  y  P.  Menacho,  y  P.  Juan  Perlín  y  P.  Contro- 
ras  y  todos,  que  es  contra  votimi  imtipertaUs)  que  se  den  de  las  ren- 
tas de  las  Misiones  y  doctrinas  nada  al  Colegio  de  la  Concepción,  y 
que  aquellos  mil  y  doscientos  pesos  que  V.  R.  mandó  dar  no  se  pudo 
dar  con  buena  conciencia,  siendo  sínodos  de  doctrinas,  Y  cierto,  mi 
Padre,  que  habiéndose  enviado  a  V.  R.  do  particiones  más  de  seis- 


700  APÉNDICES 

cientos  pesos  y  mil  en  plata  que  se  llovó,  luego  mandó  que  se  le  en- 
viasen costas  (?)  de  cada  residencia.  V.  R.  no  ve  que  esto  tan  apriesa 
es  destruir  aquello  y  sacar  los  sujetos  que  el  Re}'  envió,  cuando  le 
han  gastado  dos  años  en  balde  en  aprender  lengua,  al  tiempo  que 
comenzaban  sacallos  de  allí. 

Acabo  con  decir  a  V.  R.  que  llegado  aquí  me  ofrecieron  que- 
dase en  esta  Provincia  [del  Perú]  con  muy  grande  estimación,  y  yo 
lo  acepté,  y  con  patente  del  P.  Provincial,  del  Señor  Virey  muy  hon- 
rada, y  cartas  para  todos  los  Provinciales  (no  escatimadas  y  dadas 
con  desprecio  de  mi  persona,  que  otro  que  V.  R.  no  se  atreviera  a 
esto),  sino  muy  honradas,  me  parto,  no  con  doblez,  escribiendo  por 
cumplimiento,  y  de  secreto  apuntando  otra  cosa,  sino  con  sinceridad 
y  verdad.  Y  así  soy  de  esta  Provincia  y  no  volveré  a  ser  de  ésa,  que 
si  es  tan  apostólica  como  V.  R.  la  llama,  las  demás  no  serán  apostóli- 
cas, y  cierto  que  no  son  apostólicas,  para  que  trate  de  quitarnos  a 
Potosí,  donde  está  la  plata.  Ríase  V.  R.  de  ese  pensamiento,  que  acá 
abominan  de  él.  Conténtese  la  apostólica  con  lo  que  le  cupo  del  Pa- 
raguay, todo  ese  campo  espacioso  de  misiones,  y  los  Colegios  de 
Mendoza,  Asunción,  Córdoba,  San  Miguel  de  Tucumán,  Santiago  del 
Estero  y  el  de'Baenosaires  y  tan  gloriosas  misiones.  Esta  Provincia 
no  tiene  ya  otras  misiones  sino  las  do  Chile,  que  son  gloriosísimas 
(que  las  de  Santa  Cruz,  escribe  el  P.  Samaniego  que  se  han  acabado 
los  indios),  y  está  la  cordillera  de  por  medio  que  impide  el  go-. 
bierno. 

Y  cuando  una  vez  viene  [vino]  V.  R.,  con  estar  tan  cerca  a  Arauco 
Y  Bu©na  Esperanza,  no  lo  quiso  ni  pudo  visitar,  y  como  todo  va  tan 
de  priesa,  son  apriesa  los  yerros  en  el  gobierno.  Demás  de  esto  los 
gastos  son  excesivos  de  los  viáticos  a  estas  misiones  donde  el  Rey  los 
envía,  y  los  navios  ya  son  muchos  para  Lima  y  cada  mes  hay  cartas 
de  Lima  donde  está  el  Provincial,  y  nuestro  sustento  depende  de 
aquí  de  Lima  y  nuestros  despachos  en  los  negocios.  Y  no  conviene 
que  quien  tiene  tan  bajo  concepto  de  las  cosas  que  su  Rey  y  su  Ge- 
neral tanto  han  estimado,  y  no  mira  por  la  fama  de  la  persona  a 
quien  la  Compañía  y  su  Rey  ha  fiado  mucho  más  que  a  V.  R.,  sino 
que  le  deja  desacreditado  con  los  Nuestros,  siendo  allí  Superior,  cre- 
yendo ligeramente  y  apriesa  cosas  tan  ajenas  de  razón,  me  tenga  por 
subdito,  certificóle  que  tengo  conmigo  tan  claros  testimonios  de  la 
verdad,  que  no  son  para  que  sean  juzgados  por  ojos  chicos,  sino  por 
grandes  y  de  muy  gran  caudal  de  prudencia, 

V,  R.  me  perdone  que  yo  mucho  más  tengo  que  perdonalle,  y  se 
lo  perdono,  sin  que  me  pida  perdón,  que  tiene  mucho  de  qué  pedirlo 
y  con  todo  cuanto  digo  no  me  queda  en  el  corazón  amaritud,  sino 
que  amo  ex  corde  a  V.  R.  y  daré  la  vida  por  V.  R.  y  por  su  buen  nom- 
bre y  crédito,  y  ruego  que  V.  R.  haga  lo  mismo^  y  se  acuerde  que 
tiene  Superior  en  el  cielo  y  en  la  tierra  y  en  Roma  tiene  N.  P.  Gene- 
ral y  al  Papa,  y  en  Madrid  al  Nuncio,  y  que  el  Rey  me  envió  y  todo 
lo  que  Y.  R.  creyó  luego  se  previno  mucho  antes,  y  no  hay  en  el 
muiído  quien  pueda  decir  esto  vi  con  mis  ojos.  Esto  juraré  ante  el 
P.  General  y  ante  el  Papa,  y  quien  dijere  que  tal  ha  visto,  ha  men- 
tido como  mal  cristiano,  y  todos  se  han  desdicho,  y  Geminiano 
Rabanal  el  primero.  Catorce  desdichos  llevo  conmigo  y  muchas 
certificaciones  de  mi  inocencia.  Cuando  V.  R,  haya  pasado  por  estos 
trabajos  y  portádose  con  el  ánimo  y  valor  que  yo,  que  sólo  esto  era 


Al'É.N  DICES  701 

argumento  evidente  de  las  mentiras,  y  habiendo  contra  mí  uu  Go- 
bernador y  un  reino,  entonces  puede  decir  que  sabe  algo;  que  yo  con 
la  gracia  divina  sé  lo  que  es  sufrir  todo  esto  y  sufrir  a  V.  R.  Ahora 
podrá  V.  R.  comenzar  a  decir  que  sabe  sufrirme  a  mí  algo;  pero  bien 
ve  la  diferencia  de  uno  a  otro.  Mi  Padre  amantísimo,  quede  V.  R.  con 
Dios,  que  me  embarco  de  aquí  a  quince  días,  y  aunque  le  he  hablado 
con  sentimiento,  no  he  podido  más,  que  por  esto  no  le  quería  escri- 
bir. Hánmelo  mandado  y  me  he  moderado  mucho,  y  encomiéndeme 
a  Nuestro  Señor  en  sus  SS.  y  00. 
De  Lima,  y  de  Abril  20  de  1G20. 

Luis  de  Valdivia. 

P.  D.— Si  V.  R.  me  quisiere  mandar  algo,  en  Madrid  me  hallará 
muy  pronto  a  servirle,  que  si  a  mis  enemigos  he  hecho  bien  aquí, 
como  V.  R,  lo  sabrá,  mejor  serviré  al  que  ha  sido  tan  Padre  mío,  que 
si  en  algo  ha  excedido,  ha  sido  por  amor  de  caridad.  Muy  de  veras 
pido  a  V,  R.  me  emplee  en  su  servicio  y  rasgue  esta  carta,  escrita  con 
sentimiento.  Poder  llevo  para  los  negocios  de  esta  Provincia.  Y  allá 
serviré  mejor  aunque  tiene  ella  Procurador.  Pruebe  V.  R.  y  verá  mi 
voluntad. 


2. 
El  P.  Valdivia  al  P.  Oñate. 

Paraquaria.  Historia,  I,  n.  32. 

Lima,  30  de  Abril  de  1G20. 
Solí. 

P.  c. 

Aunque  no  pensaba  escribir  a  V.  R.  ni  volver  por  mí,  con  todo, 
el  P.  Provincial  Juan  de  Frías  me  ha  persuadido  que  lo  haga,  por- 
que mi  sentimiento  y  pena  no  me  daban  lugar  a  ello.  Y  viéndome  a 
la  lengua  del  agua  para  embarcarme,  después  de  haber  escrito 
a  V.  R.  por  Chile  con  mucho  sentimiento,  lo  hago  en  ésta  por  tierra. 

Aquí  he  recibido  gran  caridad  en  cinco  meses  casi  que  he  asis- 
tido en  Lima,  donde  me  han  encargado  los  sermones  de  más  impor- 
tancia y  las  pláticas  de  renovación  de  este  colegio  y  noviciado.  Y  el 
Señor  Virey  ha  sido  extraordinaria  la  merced  que  me  ha  hecho, 
quedándose  a  comer  en  casa  dos  veces  solamente  por  oírme.  Y  con 
haber  resuelto  el  año  antes  en  juntas  graves  lo  que  tocaba  al  servi- 
cio personal,  quiso  que  de  nuevo  se  hiciesen  cinco  juntas  de  oidores 
y  religiosos,  para  que  yo  oyese  lo  resuelto  y  me  oyesen,  y  oído  se 
puso  todo  en  mis  manos,  y  hice  las  ordenanzas  que  van  con  ésta  im- 
presas. Y  esta  Audiencia  y  el  Señor  Virey  y  toda  esta  ciudad  se  han 
desengañado,  y  publicado  el  Señor  Virey  que  no  ha  tenido  Su  Majes- 
tad en  las  Indias  ministro  que  con  más  iidelidad  y  verdad  y  valor  le 
haya  servido.  Y  el  Señor  Don  Lope  de  UUoa  3^  el  Audiencia  de  San- 
tiago lo  escribe  así  al  Rey,  sintiendo  tanto  mi  salida  de  Chile  que  en- 
carecen esto  mucho,  y  el  Señor  Virey  escribe  a  Su  Majestad  maravi- 
llas y  esta  Audiencia  de  Lima  diciendo  mucho  más.  Con  que  la  Com- 
pañía no  ha  perdido  nada  por  mi  causa,  y  me  ha  aviado  Su  Excelen- 
cia en  nombre  del  Rey  y  acomodado,  y  él  me  envía  y  me  fuerza  a  ir 


APEMJlC'liS 


a  Su  Majestad  y  le  piden  que  en  ninguna  manera  me  deje  quedaren 
España,  por  lo  mucho  que  importa  acá  mí  persona. 

El  P.  Provincial  escribe  al  Rey  lo  mismo  pidiendo  me  vuelva  a 
esta  Provincia  de  donde  salí,  y  cuatro  cartas  a  los  Provinciales  de 
España  y  a  nuestro  P.  General  tan  honradas,  pidiéndome  para  esta 
Provincia  con  extraordinaria  animación.  No  digo  esto  por  envane- 
cerme, sino  porque  es  bien  lo  sepa  V.  R.,  a  quien  juro  in  verbo  Sacer- 
dotis  que  no  ha  tenido  subdito  el  P.  Provincial  [del  Perú]  que  con 
más  claridad  le  haya  declarado  su  alma,  que  yo;  y  me  confesé  gene- 
ralmente con  él  y  di  cuenta  de  toda  mi  vida  y  alma,  y  di  cuenta 
fuera  de  confesión  a  los  más  graves  teólogos  nuestros  de  todo  lo 
que  Y.  R.  hizo  conmigo,  y  se  han  admirado. 

Porque  habhmdo  con  verdad  en  el  acatamiento  de  Dios,  V,  R.  es- 
cribió aquel  papel  y  le  firmó  antes  de  haberme  oído  ni  hablado,  y  en 
él  firmó  V.  R.,  que  aunque  me  habían  levantado  muchos  testimonios, 
pero  que  era  yo  persona  que  había  cometido  esto  y  esto,  cosas  tan 
graves.  Aquí  pare  V.  R.  y  repare  lo  que  todos  han  reparado  con  ra- 
zón, cómo  pudo  V.  R.  aiirmar  ni  firmar  cosa  semejante  antes  de  ha- 
blarme ni  oirme  ni  como  juez  ni  como  padre.  Primero  debiera 
V.  R.  llamarme  y  preguntarme  qué  hay  en  esto  y  en  esto;  y  luego 
oído  yo,  podía  V.  R.  como  padre  o  como  juez  escribir  y  firmar  si  lo 
que  yo  decía  no  era  apropósito;  pero  no  lo  hizo  V.  R.,  sino  que  sin 
oirme  escribió  y  firmó.  Esto  cuan  contra  la  ley  de  Dios  sea  ello  en  sí 
bien  se  ve.  Excusar  a  Y.  R.  con  que  hubo  ignorancia  no  puedo.  Con- 
denalle  esto  a  malicia  no  me  es  dado  a  mí,  sino  a  Dios  Conocer  el 
agravio  que  en  ello  me  hizo  y  sentillo  y  quejarme  del  a  Dios  y  a  mis 
mayores  y  a  Y.  R.  me  es  lícito. 

Paso  adelante  si  escribillo  y  firmallo  fué  agravio  sin  oirme. 
Cuánto  mayor  fué  entrarse  Y.  R.  y  en  mi  cara  (que  no  lo  negará 
Y.  R.)  antes  de  ])reguntarme  nada  entró  diciendo  que  desde  atrás 
lastimado  venía  determinado  de  hacer  esta  diligencia  y  me  leyó  el 
papel  todo  y  yo  respondí  que  lo  guardaría  y  tendría;  mas  que  cómo 
se  hacía  aquello  sin  haberme  oído.  Y  se  fué  Y.  R  con  sólo  decir  que 
este  era  nuestro  modo.  Siendo  cosa  tan  contraria  a  la  ley  de  Dios  y 
al  modo  que  debe  guardar  la  Compañía  y  ha  guardado  siempre  en 
cosas  tan  graves.  Y  arrepentido  Y.  R.  otro  día,  que  fué  dos  o  tres  an- 
tes de  partirme,  me  dijo  que  me  quería  oir.  Yo  que  halló  ser  todo 
aquello  falso  y  gran  mentira  que  refirieron  a  Y,  R.  y  Y.  R.  me  refi- 
rió, creyéndolo  como  era  en  general,  sin  l)ajar  a  hic  et  nunc  en  cosa, 
respondí  lo  general  que  a  todo  el  mundo  ha  satisfecho.  Y  se  fué 
Y.  R.  con  tanta  inhumanidad  conmigo,  que  aun  me  negó  cartas  para 
España;  hasta  que  después  arrepentido,  otro  día  me  las  dio  abiertas  y 
la  patente. 

Después  que  Y.  R.  se  fué,  remordidos  algunos  de  Chile  que  inci- 
taron indias  que  a  los  PP.  de  la  Compañía  dijesen  lo  mismo,  con  el 
fin  que  alcanzaron  de  que  lo  dijesen  ellos  a  V.  R.,  pensando  que  me 
echarían  de  la  Compañía  y  del  reino,  se  declararon  ante  varias  per- 
sonas graves.  Ante  el  Maestro  Andía,  capellán  mayor  y  confesor  del 
Señor  Gobernador,  y  ante  el  P.  Bartolomé  Martínez  de  Olivares,  her- 
mano del  P.  Juan  de  Olivares,  que  llegó  aquí  de  Lima  luego 
que  Y.  R.  se  fué,  y  ante  el  Vicario  de  Arauco,  a  cada  uno  diferentes  y 
con  juramento  a  Dios,  que  por  escrito  ante  escribano,  declararon 
haber  hablado  con  ellos  las  indias,  unas  en  Lebo,  otras  en  Arauco, 


APE.NDJCKS 


otras  en  la  Concepción,  y  una  envió  a  la  Compañía  y  declaró  ante 
el  P.  Villaza  un  testimonio.  Y  todos  estos  recaudos  ha  visto  el 
P.  Provincial  de  aquí  y  catorce  testimonios  más  de  personas  des- 
dichas. 

Todos  se  satisfacen  y  V.  R.  no,  y  dijo  V.  Pt.  que  no  ha  hablado  a 
india  de  Chile  jamás,  sino  que  se  lo  reiirieron,  y  no  hay  testigo  que 
deponga  de  vista.  Y  V.  R.  me  preguntó  si  quería  que  se  procediese 
ordine  jiidiciali.  Dije  que  sí,  aunque  vi  el  daño  general  al  negocio 
del  Rey,  que  de  desacreditar  mi  persona  y  de  andar  en  preguntas  se 
seguiría.  Y  V.  R.  de  hecho  me  persuadió  a  callar  y  no  me  dejó  puer- 
ta para  tener  consuelo  con  nadie,  si  no  es  en  confesión.  Y  demás 
desto  reparó  en  mí  en  otras  cosas,  que  se  han  admirado  todos,  una 
persona  como  la  mía,  ocupada  en  cosas  tan  graves  y  de  tanta  im por- 
tan cía  y  peso,  que  cargaba  un  reino  sobre  mí,  reparar  en  si  decía 
misa  dentro  o  fuera,  si  tenía  la  oración  a  la  hora  de  la  comunidad  o 
a  otra,  que  parece  V.  R.  quiso  deshacerme  y  echarme  de  allí,  y  lo 
hizo  de  hecho  al  hurta  cordel. 

Ya  salí  Padre  mío  y  quedo  recibido  en  esta  Provincia,  y  me  envía 
el  Virey  y  el  P.  Provincial  a  Su  Majestad  con  patente  nueva,  que  la 
de  V.  R.  y  sus  cartas,  por  el  Señor  que  me  ha  de  juzgar,  que  no  las 
ha  visto  hasta  hoy  acá  nadie,  ni  fué  menester  mostrar  más  patente 
que  la  del  Gobernador  en  la  Compañía  Tuvo  el  Señor  Virey  un 
capítulo  del  Rey,  estando  yo  aquí,  en  que  le  dice  estoy  muy  gozoso 
de  tener  en  Chile  alP.  Luis  de  Valdivia,  «por  la  luz  que  da  a  este  con- 
sejo y  a  vos  y  al  Gobernador,  y  el  cuidado  y  valor  con  que  ha  intro- 
ducido mis  órdenes.  Ayudalde,  animalde  y  estimalde,  para  que  per- 
severe allí.»  El  Señor  Virey  me  dio  auténtico  el  capítulo  del  Rey  y  le 
vio  el  P.  Provincial  y  quiso  volverme  a  Chile.  Fuéme  fuerza  decirle 
que  V.  R  con  santo  celo  y  prevención  me  había  contristado,  y  que 
por  cuaato  Dios  tiene  criado  estando  sujeto  a  V.  R  no  volvería  a 
Chile.  Esto  me  fué  fuerza  decir  y  mostralle  todas  las  satisfac- 
ciones a  los  testimonios  y  el  tener  acá  muchos  más  que  envío  al 
R.  P.  General. 

Y  V.  R.  por  caridad  mire  por  mi  buen  crédito  en  Chile,  porque 
ha  de  ser  fuerza  volver  a  Chile,  que  no  lo  he  de  poder  evitar,  aunque 
será  subordinado  a  esta  Provincia,  como  lo  escribe  al  Rey  y  a 
N.  P.  General  el  Señor  Virey.  Y  créame  que  le  digo  verdad  que  todo 
cuanto  ha  creído  es  mentira  y  que  no  ha  llegado  a  pecado  mortal  (1) 
cosa  que  yo  haya  hecho  en  esa  materia;  y  si  alguna  llaneza  y  compa- 
sión tuve  de  alguna  india  afligida  que  vino  a  mí  a  ampararse,  y  al- 
guno me  vio  ponerle  la  mano  en  la  cabeza  o  otra  demostración  con 
afecto  de  compasión  (y)  lo  atribuyere  a  mal.  Padre  mío,  cinquenta 
encomiendas  quité  y  puse  en  cabeza  del  Rey,  más  de  otras  doscien- 
tas de  tierra  de  guerra  se  quitaron  para  siempre,  a  once  mil  escla- 
vos injustamente  esclavizados  di  libertad  contra  sus  poseedores,  corté 
la  guerra  de  tanto  interés  contra  la  opinión  de  tantos,  quité  el  servi- 
cio personal  y  antes  de  quitallo  pensaron  quitarme  la  honra,  los  que 
se  cogieron  en  la  guerra  son  libres  ya  a  pesar  de  todos.  Siendo  Go- 
bernador del  Obispado  quitó  cien  mancebas.  Pensaron  desacreditar 
el  negocio  desacreditándome,  toparon  con  V.  R.,  a  quien  Dios  ahu- 


(l)    Estas  do3  palabras  están  con  esta  abreviatura  «p-io  ra. 


704  APÉNDICES 

yentó  la  primera  vez  por  el  bien  de  aquel  reino,  que  pensó  abatirme 
y  hallóme  inmediato  al  P.  General.  Dios  lo  hizo  por  el  hiende  Chile. 
Y  aunque  N.  Señor  vio  que  importaba  mi  salida,  tomó  las  cosas  de 
modo  que  V.  R.  me  contristase  tan  sin  justicia,  no  quiero  decir  de  la 
caridad  ni  de  la  prudencia,  porque  V.  R.  será  el  juez  y  Dios  N.  Se- 
ñor. Sólo  digo  que  soy  inocente,  y  V.  R.  sin  oirme  me  culpó  y  firmó 
contra  mí  y  me  leyó  sentencia  y  me  injurió  y  afrentó.  Yo  le  perdono 
lo  que  puedo,  y  si  en  algo  escribiendo  con  sentimiento  le  he  ofen- 
dido, le  pido  perdón,  porque  voy  in  articulo  mortis  a  embarcarme  y 
le  ruego  me  encomiende  al  Señor. 
De  Lima  y  de  Abril  último  1620. 

Luis  de  Valdivia. 

3. 
El  P.  Vitelleschi  al  P.  Montemayor. 

Castellana.  Epistolae  Generalinni. 

20  Febrero  1623. 

En  la  de  21  de  diziembre  me  escribe  V.  R.  lo  que  siente  acerca  del 
assistir  el  P.  Hernando  de  Salagar  en  las  Juntas  que  se  an  hecho  y 
hazen  en  esa  Corte  en  orden  a  -sacar  algunas  prematicas.  Confiesso 
a  V.  R.  con  la  claridad  que  debo,  que  no  quisiera  verle  tan  inclinado 
a  que  un  Superior  local,  o  un  Provincial  pueden  dispensar  con  tanta 
facilidad  en  un  canon  tan  importante,  como  el  que  hizo  de  este  par- 
ticular la  5''  Congregación;  que  el  General  no  se  atrebe  a  dispensar 
en  el,  y  asi  ni  lo  e  dispensado,  ni  dispensaré  jamás;  los  órdenes  que 
alia  ay  de  que  obedezcan  a  su  Magtd.  en  lo  que  fuere  de  su  real  ser- 
vicio sin  esperar  respuesta  de  Roma,  se  entienden  en  mudanga  de 
sujetos,  o  en  otras  cosas  que  no  son  contra  ntro.  instituto,  ni  pueden 
hazer  daño  a  nuestros  ministerios,  que  quando  faltasen  en  ellos  estas 
circunstancias,  estoy  cierto  de  la  gran  christiandad  de  su  Magtd.  y 
del  zelo  que  tiene  de  nuestra  observancia,  que  gustará  que  le  propon- 
gamos las  difñcultades  que  ubiese  y  los  inconvenientes  que  de  ellas 
se  seguirán,  y  enterado  de  la  verdad,  nos  escusará  de  tales  ocupacio- 
nes, y  quedara  edificado  de  nuestro  modo  de  proceder;  yo  deseo 
que  V.  R.  como  quien  es  tan  zeloso  del  bien  de  la.  Compañía  y  de 
quien  todos  tenemos  la  estima  que  es  ragon,  ayude  a  que  ninguno  de 
ios  nuestros  se  entremeta  en  cosas  agenas  de  nuestra  profession,  sino 
que  se  haga  todo  el  esfuergo  possible  por  sacarle  de  ellas,  informando 
de  lo  que  ay  en  esto  a  qualquier  Señor  que  trate  de  introdugirle  en 
^las  tales  cosas.  Gde.  N.  Br.  a  VR.  en  cuyos  Stos.,  etc. 


4. 
El  P.  Vitelleschi  a  Felipe  IV. 

Toletana.  Epistolae  Gencralúini. 


1G2;5. 


Por  la  de  4  de  Noviembre  [1623]  con  que  V.Mgtd.  a  sido  serbido 
de  faborecerme  conozco  de  nuevo  las  obligaciones  en  que  la  dicha 
V.Md.  pone  a  esta  mínima  compañía  faboreciendola  y  honrrandola 


APÉNDICES  705 

con  muchos  beneficios,  qual  es  este  de  la  fundación  de  Universidad 
que  V.Md.  quiere  liacer  en  ese  ntro.  col'^  Imperial  de  Madrid  dignán- 
dose fiar  de  la  Compañía  obra  tan  grande  y  que  requiere  hombros 
no  tan  flacos  como  los  ntros.  por  el  qual  benellicio  yo  en  nombre  de 
toda  la  Compañía  rindo  a  V.Md.  las  debidas  gracias  y  ofrezco  ntro. 
cornadillo  para  procurar  cumplir  lo  menos  mal  que  pudiéremos  con 
la  obligación  en  que  V.Md.  por  su  gran  clemencia  nos  a  puesto.  A 
los  PP.  Provincial  de  esa  Provincia  y  Rector  de  ntro.  colegio  de 
Madrid  enbio  orden  para  que  con  puntualidad  obedezcan  al  gusto 
de  V.Md.  y  en  presencia  agradezcan  lo  que  yo  aquá  por  escrito  no 
puedo  bastantemente  agradecer  tomando  a  mi  cargo  rogar  a  Ntro.  Se- 
ñor por  la  larga  vida  y  felices  sucgesos  de  V.Md.  qual  sus  Reinos  y  la 
iglesia  catholica  etc. 


5. 
El  P.  Vitelleschi  al  P.  Paz,  Rector  de  Madrid. 

Toletana.  Epistolae  Generalíum. 

162:J. 

Pax  Xti. 

En  esta  responderé  a  la  de  VR.  de  los  últimos  de  octbe.  en  que 
trata  de  la  merced  que  la  mag.  del  Rei  chatolico  hace  a  la  compañía 
de  fundar  Universidad  en  ese  ntro.  colegio  y  porque  con  e.sta  carta 
me  embia  VR.  un  memorial  de  la  consulta  que  sobre  este  punto  se 
higo  en  ese  colegio,  y  lo  que  en  ella  se  resolvió,  e  juzgado  por  con- 
veniente que  este  mi  despacho  llegue  a  noticia  de  todos  los  que  en 
ella  se  hallaron,  y  assi  se  la  mostrara  VR.  con  lo  qual  sin  que  yo  mul- 
tiplique cartas,  sabrán  todos  lo  que  acá  sentimos  en  negocio  tan 
grave. 

Primero,  siento  no  hay  duda  sino  que  el  favor  y  merged  que  su 
Magostad  en  esto  hace  a  la  compañía  es  muy  grande  y  muy  señalada, 
y  como  tal  muy  digna  de  ser  admitida  y  agradecida,  como  lo  hago, 
con  la  carta  que  a  su  Magostad  escribo  y  lo  mismo  al  Sr.  conde  do 
Olivares.  Pero  a  la  par  de  esto  no  puedo  negar  sino  que  las  dificul- 
tades que  al  presente  en  esta  obra  se  ofrecen  y  las  que  se  puede  temer 
que  se  ofrecerán  adelante,  son  y  serán  muchas  y  muy  de  marca  ma- 
yor, porque  aunque  toda  esta  traga  mirada  solo  especulativamente  es 
muy  buena,  en  la  practica  no  sera  assi.  Por  lo  qual  y  por  lo  que  se 
debe  a  la  subordinagion  que  siempre  en  la  compañía  se  a  guardado, 
importara  na  poco,  que  desde  el  primero  paso  que  en  este  negocio 
se  dio  se  fuera  dando  quenta  de  todo  al  general,  atento  que  a  ávido 
tiempo  sobrado  para  ello,  pues  en  el  memorial  se  dice  que  el  P.  Sa- 
lagar  no  higo  cosa  de  que  no  fuese  dando  quenta  a  V.R.  y  assi 
por  V.R.  corría  dárnosla  acá  muy  por  menudo  do  todas,  con  lo  qual 
se  adobaran  muchas  cosas  y  con  mucha  fagilidad,  que  aora,  echo  el 
decreto  del  Rei  o  no  podran  o  abra  de  ser  con  violencia  o  menor 
gusto  de  las  personas  a  quien  deseamos  dársele  muy  grande.  Iré  ad- 
virtiendo aqui  algunas,  para  que  allá  se  vea  que  medios  se  an  de  to- 
mar para  acomodallas,  que  como  los  ntros.  quieran,  no  lo  tengo  por 
dificultoso. 

Primeramente  tanta  partición  de  ligiones  todos  los  que  acá  saven 


70(5  AI'J-.NDJCK.S 

de  estas  facultades  las  tienen  por  superfinas  y  omnino  impractica- 
bles, no  aviendo  que  leer  en  algunas  dellas  para  3  meses.  2.°  no  suena 
bien  que  se  diga  en  el  mundo,  que  la  Compañía  lee  judiciaria  ni  yo 
puedo  pasar  por  ello,  siendo  cosa  prohibida  en  las  bulas,  y  aun  la  cá- 
tedra de  fortificaciones  no  dará  poco  que  decir;  porque  una  cosa  es 
escribir  un  author  ntro.  quatro  o  seis  hojas  de  esta  materia  para  lle- 
nar lo  que  va  tratando  de  la  matemática,  otra  leer  de  proposito  todo 
un  año  un  solo  maestro  esta  materia,  la  qual  leerá  harto  mejoren  tres 
meses  un  soldado  de  Flandes.  3.",  la  apresuracion  tan  grande  en  tan- 
tas cátedras  es  quasi  imposible  que  sea  sin  grande  atropellamiento 
de  fabricas  y  otras  muchas  cosas  que  se  asentaran  muy  sin  sacrón  y 
qm(;si  se  quedaran  como  se  pusieren  la  primera  vez,  que  assí  suele 
acontecer  en  las  cosas  que  no  se  maduran.  4.°,  el  aver  de  correr  por 
la  compañía  y  por  ese  colegio  el  dar  fiancjas  para  los  treinta  mil  duca- 
dos que  le  an  de  prestar  de  bienes  de  difuntos  y  otros  mas  de  40  mil 
de  lo  que  costaran  los  sitios  que  se  han  de  comprar  para  la  fabrica  de 
las  escuelas  y  otros  20  m  que  se  an  de  emplear  en  el  primero  viaje 
de  la  india,  que  con  todos  hacen  90  mil  es  carga  intolerable  y  mas  con 
el  riesgo  de  que  se  tuerga  un  viaje  o  dos  o  mas,  cosa  tan  contingente 
en  los  mares  como  oy  están,  por  lo  qual  yo  no  me  hallo  con  animo, 
ni  aun  con  seguridad  de  conciencia,  para  dar  licencia  que  ese  colegio 
se  obligue  a  tal  carga,  si  no  es  que  aya  quien  le  releve  dellas  y  assi 
lo  digo  aora  a  V.  R.  para  que  se  sepa.  .3.",  el  arbitrio  de  pedir  a  su 
Magestad  que  nos  de  .privilegio  para  imprimir  solos  nosotros  los 
libros  que  se  leyeren  en  estas  escuelas,  de  ninguna  manera  le  aprue- 
bo, y  assi  por  ningún  caso  pase  adelante  el  tratar  del,  porque  ultra 
de  ser  contra  ntros.  decretos,  es  cosa  de  mucho  ruido  y  embarago  y 
no  poco  odiosa  a  los  impresores.  6'.",  el  avcr  ordenado  el  Rei  que  se 
desembarace  el  H.  Franc."  diaz  de  las  demás  ocupaciones  que  tiene, 
porque  quiere  que  atienda  a  esta  del  viaje  de  la  india,  es  cosa  cierta 
que  a  nacido  de  los  ntros.  y  assi  me  a  dado  mayor  pena  do  lo  que 
aqui  podre  significar,  por  los  muchos  y  graves  inconvenientes  que 
para  nuestro  buen  gobierno  pueden  resultar,  si  este  lenguaje  se  in- 
troduce, por  lo  qual  me  hallo  obligado  a  impedillo  y  porque  querría 
que  esto  se  hiciese  con  toda  suavidad,  encargo  a  V.  R.  que  dé  orden, 
cómo  quien  esto  a  echo  lo  deshaga,  dejando  al  dicho  herm."  en  las 
ocupaciones  que  hasta  aqui  a  tenido,. porque  de  otra  manera  me  veré 
obligado  a  escribir  yo  mismo  a  su  Magd.  suplicándoselo.  Estas  son 
las  cosas  que  de  presente  se  me  ofrege  avisar  a  V.  R.  acerca  de  esta 
materia,  las  quales  deseo  muy  mucho  se  acomoden  antes  do  la  acgep- 
tagion  de  la  Universidad,  mas  quando  no  pudiere  ser,  no  por  eso 
es  ntra.  voluntad  que  se  retarde  sino  que  su  Magtd.  sea  obedecido, 
digo,  obedecido  en  todo  lo  que  toca  a  Universidad,  que  en  lo  demás, 
quales  son  el  4.°,  5."  y  6.°  punto,  que  son  cosa  accesoria,  me  confirmo 
en  lo  dicho. 

Y  porque  e  hablado  de  acgeptagion  y  me  parece  que  ay  se  a  du- 
dado si  (1)  por  la  carta  de  N.  P,  Claudio  de  sta.  memoria  y  confirmada 
por  mi  en  que  ordena  al  Rector  de  Madrid  execute  lo  que  el  Roí 
ordenare,^  etc.,  e  querido  desengañar  a  VV.  RR.  de  una  vez  y  dalles  a 


(1)  Aquí  falta  una  idoa  que  parece  necesaria  para  la  inteligencia  del  contexto.  El 
P.  General  (luiso  sin  duda  decir,  «se  ha  dudado  si  podían  diferir  la  accjitación, -por  la 
carta»  etc. 


entender  que  esto  se  entiende  en  materias  quae  ¡ton 2Mtinnti(r  moram 
y  que  no  conciernen  a  jurisdicción,  qual  es  esto  que  como  e  dicho  a 
algunos  meses  que  pudiéramos  aber  sido  abisados  dello,  y  de  tal 
manera  requiere  jurisdicción,  que  si  V.  R.  lo  hubiera  aprovado,  non 
teneret  factnm,  y  claro  está,  Padre,  que  in  (jencrali  concessione  non 
reninnt  qitae  non  venireut  in  particiilari,  como  es  esta  y  las  semejan- 
tes. Ultra  que  aquella  licencia  se  dio  para  casos  repentinos  y  que  po- 
dían causar  offension  al  Rei  no  acerse  luego  por  perderse  la  coyun- 
tura; mas  en  un  caso  como  este  o  la  fundación  de  un  colegio,  ¿qué 
offension  puede  causar  a  su  Magtd.  ni  qué  peligro  ay  en  la  tardanza, 
si  se  le  dice,  Señor,  esto  es  propio  del  General,  abisarle  emos  dello, 
que  al  punto  acudirá  al  gusto  de  V.  Magtd.? 

Aunque  me  olgaré  que  se  dilate  lo  mas  que  fuere  posible  el  comen- 
(^arse  esos  estudios  por  las  razones  que  e  dicho  con  todo  aguardare  a 
que  se  me  abise  que  maestros  son  menester  de  otras  partes  y  quantos 
paraacer  luego  la  diligencia  de  que  se  embien.  Guarde  Dios  a  V.  R,  en 
cuyos  SS.  SS.,  etc. 

6. 
El  P.  Vitelleschi  a  los  Provinciales  de  España. 

Hispaiüa.  Epistohíe  cominiiiies  cid  Proroiiiciales,  1602-1680. 

15  Abril  1626. 

Común  a  todos       Auiendome  pedido   con  instancia  algunos   de   los 

jos  Provincia-  Procuradores  de  Hespaña  y  los  Prouinciales  de  ella, 

ña  en  i?^d¿  ^^®  modere  el  orden  dado  acerca  de  las  idas  de  los 

Abril  do  1626.  nuestros  a  Madrid,  y  propuéstome  las  rabones,  que  para 

esto  tienen,  me  a  parecido,  que  es  justo  acudir  a  lo 

que  me  piden,  y  moderar  el  dicho  orden  en  la  forma 

siguiente: 

A  tres  géneros  de  cosas  se  reducen  las  que  pueden 
ser  motiuo  de  las  idas  a  Madrid:  1.°,  a  negocios  de  la 
Compañía;  2.",  de  los  particulares  de  ella,  y  en  este  nú- 
mero entran  los  de  los  parientes  o  amigos  de  ellos; 
3.°,  a  personas  de  respecto,  que  piden  algunos  Padres 
nuestros  o,  para  ayuda  de  sus  almas,  o,  para  otras  co- 
sas no  agenas  de  nuestro  instituto  (porque  las  que  lo 
Acerca  do  las  son,  a  toda  suerte  de  gente  se  les  a  do  dar  la  negativa) 
idas  a  Madrid,  en  todos  estos  tres  géneros,  si  perículum  non  sit  in 
mora,  y  puedo  ser  anisado,  ^ji-ííjí/híi  no  dispensará  VR." 
para  que  ningún  P.  ni  Hermano  vaya  a  Madrid,  sino 
escríbame  las  raí^-ones,  que  ay  para  dar  la  tal  ligen^ia,  y 
espere  mi  respuesta. 

En  el  primero,  quando  los  negocios  son  de  la  Com- 
pañía, et  perictihim  esf  in  mora,  podrá  VR.  dispensar 
con  las  condiciones  siguientes:  1,  que  pre(;eda  consulta 
de  la  necesidad  y  priesa  del  negocio,  tratándolo  con 
sus  Consultores;  2,  que  avise  primero  al  Rector  del 
Colegio  de  Madrid  de  la  qualidad  del  negocio,  y  de  la 
persona  que  le  a  de  ira  tratar;  para  que  él  vea,  j  avise, 
si  en  lo  uno,  o,  en  lo  otro  ay  algún  inconveniente,  y 


708  APÉNDICES 

aunque  el  dicho  Rector  le  halle,  si  VR.  con  sus  Consul- 
tores no  le  juzgan  por  tal,  podrá  embiar  alguno  al  ne- 
gocio, pero  no  sea  la  persona,  que  el  Rector'de  Madrid 
no  ubiese  aprobado;  3,  que  después  de  auer  embiado 
el  que  pareciese  más  apropósito,  me  avise  de  todo  lo 
más  presto  que  pudiere. 

El  segundo  género  de  cosas  a  que  uno  puede  ir  a 
Madrid  es  a  cosas  suyas,  o,  de  sus  deudos,  o,  amigos,  et- 
cétera, en  el  qual  caso  del  todo  queda  cerrada  la  puerta 
y  reservo  para  mi  el  dar  estas  licencias. 

En  el  tercero  género  de  cosas,  se  avra  VR.  en  todo,  y 
por  todo  al  modo  que  he  dicho  en  el  primero.  Guarde 
Ntro.  Sr.  a  VR.,  en  cuyos,  etc. 
En  la  carta  del       Todo  lo  dicho  arriba  es  copia  de  una  carta  común 
Toledo  se^a  de  ^^®  escribo  a  los  PP.  Prouinciales  de  Castilla,  Aragón, 
añadir.  .Y  Andalucía,  y  embiola  a  VR.,  para  que  sepa  el  corte 

y  resolución,  que  se  a  tomado  en  este  negocio,  no  por 
otro  fin;  que  como  el  orden,  de  que  se  hace  mención 
arriba,  no  fué  para  esa  Prouincia,  sino  solamente  para 
las  demás  de  Hespana,  asi  no  lo  es  la  dicha  mode- 
ración. 


.     7. 
■  El  P.  Vitelleschi  al  Rey. 

Toletana.  Epiatolae  Heneraliiini. 

20  Julio  llJ2o. 

La  obligación  de  mi  oí'flcio,  el  servicio  de  Dios  Ntro.  Sr,  y  do 
V.  Magtd.  y  el  daño  grande  que  voy  experimentando  en  ntra.  compa- 
ñía, me  necesitan  a  postrarme,  como  por  esta  lo  hago,  a  los  pies  de 
V.  Magtd.  y  suplicarle,  como  le  suplico,  se  digne  de  faborecer  esta 
ntra.  minima  compañía  tan  dedicada  a  su  servicio  en  todos  sus  rei- 
nos y  señoríos,  en  que  este  servicio  sea  tal,  que  estendiéndose  a  todo 
lo  que  por  su  vocación  y  profession  a  los  religiosos  della  les  es  perm  i- 
tido,  no  pasen  ni  salgan  de  estos  límites,  por  los  grandes  daños  que  do 
lo  contrario  tenemos  experimentados  y  mayores  que  tememos,  assi  en 
el  mismo  servicio  de  V.  Magtd.  como  en  el  escándalo  que  las  repú- 
blicas reciben  y  el  mal  exemplo  que  a  los  demás  religiosos  se  da, 
viendo  a  sus  hermanos  engolfados  en  cosas  agenas  de  su  instituto  y 
que  sus  superiores  no  ponen  el  debido  remedio,  solo  temerosos  do 
no  ofender  a  V.  Magtd.  y  a  sus  ministros,  y  quigá  por  otra  parte  de- 
seosos de  acudir  a  su  Real  servicio  tanto  como  qualesquiera  otros 
fieles  vasallos  que  V.  Magtd.  tiene  en  sus  reinos.  Pero  yo  Señor, 
como  quien  tiene  a  cargo  mirar  por  el  bien  y  acierto  de  esta  familia 
y  de  todos  los  hijos  della  y  no  está  fuera  de  ¡as  obligaciones  y  deseos 
que  todos  tienen  del  servicio  de  V.  Magtd.  fiado  de  sus  clemencia  y 
piedad  y  del  santo  zelo  que  Dios  a  puesto  en  su  pecho  de  la  conser- 
vación y  buen  progresso  de  las  reliíriones  que  en  sus  Reinos  ampara 
y  favorece,  sin  temor  de  offender,  antes  con  confianza  de  servir;  con 
atrevimiento  desciendo  en  particular  suplicando  a  V.  Magtd,  se  digno 
y  permita  que  los  superiores  aparten  de  cosas  temporales  y  políticas 


APÉNDICES  709 

a  los  PP.  Hernando  de  Saladar  y  P.  Hurtado  de  Mendoq^a  (no  obs- 
tante que  ellos  para  qualquiera  otra  cosa  de  su  profesión  son  muy 
buenos  y  muy  cabales  religiosos)  y  a  qualesquiera  otros  que  en  .se- 
mejantes cosas  entraren,  con  presupuesto  que  en  esto  hará  V.  Magtd. 
a  la  del  cielo  un  gran  servicio  y  a  nuestra  religión  uno  de  los  mayo- 
res y  más  relevantes  beneficios,  que  de  su  Real  mano  ella  puede  re- 
(,^evir,  y  yo  haré  quenta  que  nos  la  libra  V,  Magtd.  de  una  no  pequeña 
ruina  que  la  amenaga,  por  el  qual  beneficio  ella  quedará  de  nuevo 
obligada  a  rogar  a  Ntro.  Señor  de  a  V.  Magtd.  largos  años  y  prospe- 
ridad de  buenos  suc^esos  y  glorioso  fin. 


8. 
P.  Alfonso  del  Caño  al  P.  General. 

Castellana.  Historia,  n.  34. 

8  Marzo  1627. 

M.  R.  P.  General. 

P.  Xti. 

Estos  ruidos  de  Salamanca  an  crecido  no  por  nuevas  ocasiones 
que  de  nuestra  parte  aia  ávido,  sino  porque  los  de  la  Universidad  an 
descubierto  su  ponzoña,  y  que  la  ocasión  de  desincorporarnos  no  fué 
tanto  la  que  entonces  se  tomaron,  que  fué  tan  leve  como  ya  escribi 
a  V.  P.,  sino  la  aversión  que  nos  avían  cobrado  por  razón  de  esos  es- 
tudios generales  que  el  Rei  nos  quiere  fundar  en  esta  corte,  parecién- 
doles  a  las  Universidades  de  Salamanca,  Valladolid  y  Alcalá  (que  son 
las  que  los  contradicen  aiudados  del  Reino  en  sus  cortes)  que  con 
estos  estudios  an  de  quedar  destruidas  y  como  nos  miran  a  todos 
como  de  un  sentimiento,  muestran  el  suio  contra  todos  nosotros. 
Este" a  mostrado  especialmente  la  universidad  de  Salamanca  como 
la  más  poderosa,  encomendando  a  vn  catedrático  suio  el  hacer  un 
memorial,  como  lo  a  hecho  e  impreso  contra  estos  estudios  en  que 
con  grande  libertad  dice  muchas  injurias  contra  los  de  la  compañía 
y  la  pretensión  de  ellos,  llamándola  ambiciosa,  interesada,  engañosa, 
desuanecida,  pretensión  diabólica,  intentada  a  fin  de  desterrar  la  doc- 
trina de  Sto.  Thomas,  diciendo  que  ntros.  discípulos  son  contrarios  y 
enemigos  de  ella,  y  otras  muchas  quemazones  no  sólo  contra  nos- 
otros, sino  contra  su  Magestad  con  quien  habla  el  memorial,  y  con- 
tra sus  grandes  ministros  que  fauorecen  esta  nuestra  pretensión  en- 
gañados de  nosotros  que  encubrimos  con  capa  de  piedad  el  estrago 
del  Reino  y  de  las  universidades.  Este  papel  a  parecido  tan  mal  aun 
a  ks  universidades  de  Valladolid  y  Alcalá,  que  no  le  quieren  admitir, 
antes  protestan  lo  tienen  por  descomedido  y  aun  falto  de  cristian- 
dad. Los  primeros  solicitadores  y  promotores  de  estas  inquietudes  an 
sido  los  PP.  Dominicos  que  con  los  muchos  aliados  que  tienen  de 
otras  Religiones  émulas  nuestras  en  Salamanca,  salen  en  los  claus- 
tros y  Juntas  de  la  Universidad  con  lo  que  quieren  contra  ntro.  cré- 
dito y  lucimiento.  Espero  que  ntro.  Sor.  volberá  por  nosotros  y  que 
este  papel  o  memorial  lo  mandará  recoger  el  consejo  de  jnquisición 
porque  tiene  bastante  paño  para  ello,  y  el  P.  Freo,  de  Guevara  que 
oy  a  hablado  sobre  ello  a  uno  del  consejo  muy  poderoso  en  el  y  grande 


lio  Ai'í:.M)iti:.s 

amigo  del  P.  le  asegura  de  esto.  De  nuestra  parte  se  a  resuelto,  que 
sin  hacer  cuso  de  las  quemazones  que  se  nos  dicen,  se  imprima  el  he- 
cho con  la  escritura  de  fundación  de  estos  estudios  y  quan  proprias 
son  de  Religiosos  de  la  Compañía  las  lecturas  y  doctrina  de  las  ca- 
thedras  que  aquí  se  fundan  y  quan  sin  perjuicio  de  las  universida- 
des, conque  quedará  satisfecho  a  quanto  se  nos  opone,  y  alas  inju- 
rias y  baldones  se  satisfará  sobradamente  con  que  el  sto.  officio  re- 
coja el  memorial  contrario  y  con  el  ruido  que  hará  esto,  espe- 
cialmente si  por  ser  reincidencia  del  autor,  a  quien  an  recogido  otro 
papel  contra  el  gobierno  del  Rei,  le  recogen  también,  o  le  dan  alguna 
reprehensión  que  llegue  a  noticia  de  todos.  Ase  valido  el  demonio 
de  esta  ocasión  para  fomentar  contra  nosotros  a  los  de  Salamanca, 
porque  sabiendo  un  doctor  Cornelio  Jansenio  cathedratico  de  prima 
de  Lobaina  (que  de  allá  a  venido  apleitear  contra  el  colegio  que  allí 
tenemos  y  procurar  favor  para  que  su  sd  revoque  las  Bullas  Apostó- 
licas en  que  se  nos  concede  el  poder  graduar,  y  a  nuestros  discípu- 
los el  ganar  cursos),  sabiendo  pues  este  doctor  lo  que  pasaba  en  Sa- 
lamanca fué  allá  y  peroró  en  claustro  pleno,  diciendo  que  nosotros 
teníamos  destruidas  las  universidades  de  Alemania,  Francia  y  Flan- 
des,  y  especialmente  la  de  Lobaina,  dejándolas  desiertas  de  oientes 
por  razón  de  esta  Bulla,  pidiendo  favor  para  que  su  sd  la  revoque.  La 
universidad  le  concedió  cartas  e  insinuó  que  enbiara  un  Maestro 
de  los  más  graves  que  tiene  para  que  solicite  esto  con  su  sd.  Este  doc- 
tor dijo  que  nuestras  doctrinas  favorecen  las  de  los  Hereges  y  otras 
palabras  para  hacernosi  aborrecibles,  y  si  por  medio  de  lajnquisición 
se  pueden  averiguar  creo  que  con  una  diligencia  que  yo  e  hecho  y 
se  a  remitido  a  los  inquisidores  de  Valladolid  (a  donde  a  pasado  este 
doctor  a  intentar  lo  que  en  Salamanca)  le  atajarán  los  pasos  y  pon- 
drán freno  a  su  lengua.  Viendo  en  tan  mala  disposición  lo  de  Sala- 
manca para  esperar  se  compondrá  por  medios  blandos  y  con  una 
carta  que  el  de  Olivares  avía  offrecido  al  P.  Pedro  Pimentei,  aviendo 
hecho  consulta  sobre  todo  esto  el  P.  Provincial  de  esta  Provincia,  se 
resolvió  en  ella,  se  le  diese  quenta  de  todo  al  conde  de  Olivares  y  se 
le  pidiese  que  dejando  de  (1)  nos  alcanzase  de  su  Magestad 

algún  decreto  en  que  mandase  a  la  universidad  de  Salamanca  redu- 
jese todas  las  differencias  que  con  nosotros  a  tenido  al  estado  anti- 
guo y  que  no  nos  pueda  desincorporar  de  sí  sin  dar  quenta  al  consejo 
Real  y  esperar  su  resolución.  Fueron  sobre  esto  al  conde  los  PP.  Flo- 
rencia y  Pedro  Pimentei,  y  el  P.  Salazar  se  encargó  de  prevenirle  y 
de  assistir  a  la  embajada.  Offreció  el  conde  favorecernos  en  todo 
como  se  lo  pedimos,  y  si  conseguimos  este  decreto  y  se  recoge  el  me- 
morial, saldremos  mejorados.  Por  esta  causa  a  ido  el  conde  dete- 
niendo al  P.  Pedro  Pimentei  porque  le  favorece  mucho  y  no  a  que- 
rido se  vuelba  sin  algún  buen  despacho,  y  porque  el  decreto  del  Rei 
querrá  que  pase  por  el  consejo  tendremos  dispuestos  a  los  consege- 
ros  para  que  no  contradigan,  aunque  la  universidad  de  Salamanca 
informa  y  hace  quanto  puede  por  justificar  sus  actos  contra  nos- 
otros. 

Rebolbieron    los    contrarios    de    S.    Sebastián    contra    nuestra 
fundación  pidiendo  en  consejo  de  estado  no  se  nos  concediese  den- 


(1)    Falla  una  palabra. 


APKXDICKS  711 

tro  de  la  villa,  quiso  Dios  que  lo  supimos  a  tiempo  que  pudimos 
informar  alos  de  él  y  así  salió  en  ntro.  favor,  en  esto  y  en  los 
demás  negocios  que  se  offrecen  y  en  los  de  judias  aluda  el  P.  Gue- 
vara muy  bien  V.  P.  se  lo  agradezca  y  le  aliente  para  que  prosiga 
en  hacer  lo  que  pudiere  por  su  Religión. 

El  P.  Hurtado  se  a  detenido  de  un  término  en  otro,  ahora 
dice  que  sin  duda  se  irá  dentro  de  esta  semana,  y  parece  lo  dice  de 
veras,  a  estos  PP.  les  digo  que  por  su  quenta  corre  el  enbiarle  que 
no  haré  poco  en  recibirle  en  Salamanca  donde  temo  que  el  aver  de 
concurrir  con  otros  que  ay  allí  con  quien  no  se  a  avenido  bien  me 
ha  de  dar  en  qué  entender,  pero  entonces  haré  lo  que  juzgare  debo 
hacer  para  cumplir  con  miofficio.— De  aquí  deseo  despachar  con  bre- 
vedad, pero  hasta  que  este  negocio  de  Salamanca  tenga  mejor  color, 
y  se  concluía  con  una  diligencia  acerca  de  la  situación  de  nuestra 
fundación  en  estas  alcabalas,  haré  aquí  maior  falta,  porque  aunque  el 
P,  Pedro  hace  mucho  con  el  conde  es  menester  aiudarle. 

Vuelbo  a  suplicar  a  V.  P.  nos  haga  caridad  de  conceder  sin  li- 
mitación de  siete  generationes  eljHs  sepulturae  a  los  cavalleros  So- 
lises  de  Salamanca  que  tenemos  allí  necesidad  de  amigos  y  estos 
cavalleros  lo  son  de  corazón  y  se  sentirán  mucho  de  tales  limitacio- 
nes, y  se  quedarán  con  sus  -40-  ducados  y  se  irán  a  otros  conventos 
donde  tienen  antiguos  y  muy  honrados  entierros,  y  todos  los  de  el 
colegio  desean  mucho  nos  haga  V.  P.  esta  gracia  que  con  menores 
fundaciones  se  a  hecho  en  otras  partes  a  personas  de  inferior  cali- 
dad y  que  no  tienen  ni  an  tenido  las  prendas  que  estos  cavalleros  en 
la  compañía  que  tienen  en  ella  un  Hermanó,  y  el  P.  Girón  lo  era  de 
su  padre,  y  el  P.  Provincial  Diego  de  Sossa  es  tío  suio. 

Acerca  de  la  legítima  del  P.  Juan  de  Céspedes  nos  ha  encu- 
bierto su  Hermano  mucha  hacienda,  y  para  reducirle  a  lo  que  nos 
debe  dar  de  la  legítima  de  la  madre,  que  era  muerta  quando  Céspe- 
des hizo  prefessión  a  sido  necessario  amenazarle  con  pareceres  de 
letrados  que  dicen  que  en  virtud  de  la  donación  que  hizo  en  favor 
de  la  compañía  de  ambas  legítimas  antes  de  hacer  professión  tene- 
mos acción  a  ambas,  aunque  murió  el  P.  después  de  hecha  professión 
y  que  no  hablan  ntras.  Bullas  y  constituciones  contra  este  caso  de 
tales  donationes  quando  hacen  incapaces  a  los  profesos  de  heredar 
y  a  la  Religión  ratione  ij^sorum.  A  V.  P.  enbío  copia  de  el  parecer  de 
dos  de  los  maiores  letrados  de  aquí,  y  si  V.  P.  juzgase  conforme 
a  ellos,  nos  valdría  mucha  hacienda,  que  por  estar  el  uso  y  la  opi- 
nión del  P.  Thomas  Sánchez  en  contrario,  dejamos  de  pretender. 
Ntro.  Sr.  gde.  a  VP.  como  deseo.  Madrid  8  de  Marzo  1627. 

Alonso  del  Caño. 


9. 
El  P.  Vitelleschl  al  P.  Juan  de  Pineda. 

Toletana.  Epistolae  Geiiercdimii. 

18  Setiembre  1029. 

No  me  a  contentado  nada  la  relación  délos  Comissarios  délas  Re- 
ligiones, que  hizieron  al  Sor.  Cardenal  Presidente  de  Castilla  sobre 
los  medios  de  concordia  entre  sí,  y  con  la  Ccmp'';  y  no  quisiera. 


712  ■  APÉNDICES 

que  V.  R.  ni  el  P.  Hernando  de  Salazar  ubieran  venido  en  algunas 
de  estas  cosas,  y  sé,  que  si  llegan  a  oydos  de  Su  Sd.  disgustará  de 
ellas,  y  perderemos  parte  de  lo  que  aviamos  ganado  con  lo  que  en 
Córdova,  y  en  otras  partes  an  hecho  los  nuestros.  Bien  sabe  V.  R., 
que  el  espíritu  de  ntro.  Santo  Padre  y  de  S.  Francisco  Xavier  fué 
siempre  reverenciar  mucho  a  los  Obispos  y  Prelados  eclesiásticos,  y 
estar  muy  unidos  con  ellos:  laComp^  a  ido  siempre  por  este  camino; 
y  si  quisieren  examinarnos  mil  Veces,  otras  tantas  hemos  de  ir  a  ser 
examinados,  sin  género  de  resistencia;  y  si  algunas  comunidades  se 
mostraren  ofendidas  de  nosotros  por  esto,  será  sin  causa,  ni  razón, 
pues  haremos  lo  que  debemos.  Yo  deseo  mucho,  que  todos  sirvamos 
con  el  affecto  possible  a  las  Religiones,  y  estemos  muy  unidos  con 
ellas  en  todo  lo  que  fuere  justo;  pero  en  lo  que  entendiéremos  que 
no  lo  es,  nos  perdonarán;  y  si  por  esto  padeciéremos,  llevémoslo 
con  paciencia,  y  cumplamos  con  nuestra  obligación.  Guarde  Nuestro 
Señor  a  V.  R.  en  cuyos  S.  S. 


ÍNDICE  ONOMÁSTICO 


Agosta,  José  de.  S.  J.  292. 

Acuña.  Cristóbal  de,  S.  J:  4.j0  y  451. 

Acuña.  Ñuño  de.  S.  J.  (Véase  Cunha.) 

Acuña.  Tascual.  S.  J.  672. 

Aegidius.  Pedro.  S.  J.  3. 

Aegidius,  Valentín,  S.  J.  270. 

Aguado,  Francisco.  S.  J.  50.  52,  9S,  99, 

112,  164,  167.  183,  199.  203,  207,  231, 

232.  200.  204.  269  y  270. 
Águila.  Juan  del.  S.  J.  235. 
Águila.  Vicente,  S.  J.  327. 
Aguilar,  Diego  de,  S.  .7.  39S. 
Aguilar.  Francisco  de.  S.  J.  279. 
Aguiriíe,  Antonio  de.  S.  .T.  430. 
Aguirre,  Juan  de,  S.  ,T.  674. 
Agustín.   San.  171.  174,  170.  177,  17S. 

180-1S3.  ISS  y  189. 
AiTOXA.  Marquesa  de.  17. 
Alarcóx.  Pedro  de.  S.  .T.  142. 
Alavez,  Luis  de,  S.  J.  345. 
Alber,  Fernando,  S.  J.  1  y  2. 
Alcalá.  59,  85,  94.  115,  153,  154,  155, 

156,  160,  161,  163  y  217. 
Alcántara.  89. 
Alcaraz.  19. 
Alcaraz.  Capitán.  68.5. 
Alciatus.  Terencio,  S.  ,T.  280. 
Alcocer,  Bernardino  de.  S.  J.  211. 
Aldenhoven.  Pedro.  S.  J.  3. 
Alderete. -Dieíro.  151  y  152. 
Alejandro  VII.  624. 
Alemán,  Francisco.  S.  .T.  1.33.  199  y  201. 
Alfaro,  Diego.  S.  J.  554.  555,  558  y  559. 
Alfaro.  El  visitador.  .524. 
Alfonso    María    de   Ligorio,    San.    83 

y  88. 
Alfordus.  Miguel,  S.  .T.  280. 
Alicante.  18. 
Almansa.  Bernardino  do.  S.  .7.  471 .  472, 

473  y  474. 
Almazán,  Nicolás  de,  S.  .7.  2. 


■Almonte,  Pedro.  689. 
Alonso  Rodríguez,  S.'  .7.,  San.  480,  481, 

494  y  495. 
Alvarado.  Lorenzo.  S.  .7.  306,  367  y  407. 
Alvarez,  Gabriel,  S.  J.  75. 
Alvarez,  Juan,  S.  J.  2. 
Alvarez  de  Paz,  Diego.  S.  J.  415,  416 

y  640. 
Alvear.  Gaspar  de.  347  y  348. 
Amara  o  Támara.  465. 
Andrade.  Alonso  de,  S.  J.  100  y  101. 
Anganamun.  667. 
Angeles,  Los.  .516. 
Angelis,  Bernardo  de.  S.  J.  4. 
Ángulo,  Jorge,  S.  J.  675. 
Annatus,  Francisco,  S.  J.  265  y  279. 
Antipolo.  671. 
Antonio,  Diego.  S.  .7.  126. 
Antonio.  Nicolás.  77. 
Añasco,  Antonio  de.  543. 
Apóstoles.  558. 
Aquaviva,  Claudio.  S.  ,7.  1.  8,  14.  16,  .34, 

66.  233.  234,  235,  236,  241.  243,  245, 

246,  248,  249,  2.51,  284,  288,  290-292, 

301,  435,  468.  496  y  521. 
Arauco.  633.  648,  663,  664  y  668. 
Arbizu,  I^upercio  de.  17. 
Arce,  Isidoro  de.  232. 
Arce,  Pedro  de.  672. 
Arceo.  Manuel.  S.  J.  457. 
Argones,  Andrés  Lucas.  S.  .7.  78. 
Arequipa,  Obispo  de.  432. 
Arévalo  (Filipinas).  671. 
Argáiz  Antillon,  Martín.  83. 
Arias,  Alvaro.  S.  J.  52,  100  y  262. 
Arias,  Rodrigo.  S.  J.  289. 
Arias  de  Saavedra,  Hernando.  500,  501 

y  523. 
Arias  de  IJgarte,  Hernando.  464,  465, 

466  y  469. 
Aristóteles.  92  y  283. 


14 


J'.XDU 


O.NO.MASTJCO 


Aumenta.  Juan.  S.  J.  2().">.  2(i(_)  y  27(1. 

AiíXAYA,  Xicolüs  de,  S.  'J.  o,  102,  302, 
303,  307,  308,  318  y  320. 

Abtieda,  Andrés  de,  S.  J.  430. 

Arriaga,  Eodrigo  de,  S.  J.  265. 

Arrióla,  Martín  de.  441. 

Arroyo,  Alonso,  S.  J.  692. 

Asunción  del  Jyní.  513. 

Asunción  del  Paraguay.  497,  498,  500, 
537,  555,  575,  594,  599  y  613. 

Atotonilco.  344. 

Austria,  Margarita  de.  32,  33,  34,  3G 
y  37. 

Avellan,  Miguel  de.  180. 

Avellaneda,  Beruardiuo,  Conde  de  Cas- 
trillo.  26. 

Avellaneda,  Diego  de,  S.  J.  12,  289  y 
290. 

Avendaño,  Juan  de.  415. 

Aviles,  Pedro  de,  S.  J.  212  y  264, 

A  YERBE,  Florián  de,  -S.  J.  68,  309,  437, 
476  y  485. 

AZCOITIA.   12. 

Baburía.  327  y  354. 

Badajoz.  19. 

BÁEZ  DE  Barrios,  Pedro.  543. 

Baeza,  Diego  de,  S.  J.  76  y  77. 

Baides,  Marqués  de.  666-668. 

Balaguer.  17. 

Balboa,  Dr.  154-156,  159,  163,  164,  171, 

174,  179,  182  y  189. 
Baltasar,  Cristóbal,  S.  J.  2  y  3. 
Ballester,  Luis,  S.  J.  75. 
Bancao.  685. 

Banfus,  Fabricio,  S.  J.  264  y  279. 
Bañes,  Fr.  Domingo.  151,  164  y  191. 
Bapthorpus,  Tomás,  S.  J.  281. 
Barberini,  Cardenal  Antonio.  572. 
Barberini,  Cardenal  Francisco.  136, 137, 

222,  224,  225,  226  y  598. 
Barcelona.  13,  48  y  124. 
Barnuevo,  Francisco,  S.  J.  441. 
Baro,  Guillermo,  S.  J.  280. 
Barretus,  Francisco,  S.  J.  265  y  281. 
P.ARRios,  El  oidor.  549  y  550. 
Basile,  Jácome,  S.  J.  250. 
Basilio,  Tomás,  S.  J.  341  y  343. 
Bastianschich,  Matías,  S.  J.  281. 
Bayo.  81. 

Belarmino,  Cartlenal,  S.  J.  101. 
lÍELLT,  Melchor.  S.  J.  280. 
P.enavides,  Pablo  de,   S.  J.  517,  550  y 

551. 


Berdichiades.  Cristiano,  S.  J.  205. 

Bernal,  Dr,  l.jO. 

Berrio,  Francisco  de.  184. 

Bertold,  Juan,  S.  J.  517. 

Bessonus,  Juan,  S.  J.  280. 

BiLANcio,  Juan  Domingo,  S.  J.  OSO. 

Bilbao.  212. 

BiVERUS,  Nitardo,  S.  J.  205  y  279. 

Bocanegra,  Matías  de.  399. 

Blanchette,  Cristóbal,  S.  J.  2S]. 

Blázquez   de   Yalverde,   Juan.   621   y 

622. 
Bosadilla,  Diego  tío,  S.  J.  674. 
Bogotá,  Arzobispo  de.  17. 
BoLAÑos,  Fr.  Luis  de.  505.  506.  600  y 

623, 
Bolívar,  Fr.  Gregorio  de.  571. 
BoMPLANus,  Luis,  S.  J,  280. 
BoNDOc.  680. 

BoNicius,  Bernardino.  S.  J.  265. 
BoNiELLUS,  Claudio,  S.  J.  280. 
BoNiFAZ,  Luis,  S.  J.  309,  312,  3-53.  354 

y  359. 
Bonilla,  Dr.  1.5S. 
BoNNETTüs,  Juan,  S.  J.  265. 
Bool,  671  y  685. 
BoRJA.  443,  445,  446,  448  y  455. 
BoRJA,  Juan  de.  460. 
Boroa,  Diego,  S.  J.  512,  513,  556,  .5.57, 

558,  573,  574,  570,  603,  609,  620  y  621. 
Bosco,  César,  S.  J.  264. 
BosELLUS,  Alejandro,  S.  J.  281. 
Bourghesius,  Juan,  S.  J.  264. 
BouRSiN  (Burgos),  Francisco,  S.  J.  675. 
BovAC.  672. 
BoxA,  Pablo,  S.  J.  2. 
Brandanus,  Luis,  S.  J.  280. 
Brieva,  Fr.  Domingo.  449. 
Brozas.  17. 

Brunner,  Andrés,  S.  J,  280. 
Bruselas.  161. 

BucALEMU.  6.53,  654,  655,  657  y  6.58. 
Bucelleni,  Juan,  S.  J.  280. 
Buena  Esperanza.  633,  64S,  658,  663, 

664  y  668. 
Buenos  Aires.  497,  498,  531  y  560. 
'Bueras,  Juan,  S.  J.  312  y  314. 
BuiTRAGO,  Damián  de.  S.  J.  475  y  478. 
Burdeos.  161. 
Burgos.  2.56. 

Burgos,  Francisco.  S.  J.  657. 
Burgos,  Juan,  S.  J.  ;>54. 
Burguillos.  17. 


I.NDUK    OXOMASTICO 


15 


BusAEUS.  Teodoro,  S.  J.  2. 
Busto,  Di-.  150. 

BüTÚAX.  ()71. 

('abral,  Mauuel.  554. 

<  'abredo,  Rodrigo  de.  S.  J.  307. 
Caghil  Corralat.  6S6  j'  (5SS. 
C-ÍDiz.  S4. 

Cahors.  161. 
Cajamarquilla.  431. 
Cajiga.  45S  y  465. 
Calahorra.  256. 

<  'alatayud.  109  y  117. 

<  alatayud,  Manuel  de.  123. 

<  "alaveronus,    Gnillermo,    S.    J.    2G5  y 

299. 
(  'alchaquí.  696. 
Calderón,  Francisco,  .S.  J.  312.  363,  3GS 

y  369. 
Calderón,  Rodrigo.  19. 
(  'allao.  413  y  414. 
Camacho  de  Córdoba,  S.  J.  256. 
Camassa,  S.  J.  168. 
Campobonus,  Claudio,  S.  J.  3. 
•  'andelaria  de  Gazapajiiní.  513  y  558. 
(  'ano,  Melchor.  404. 

<  'añaíiero,  Fr.  208. 

Caño,  Alonso  del,  S.  J.  23,  24,  53,  62, 
157,  158,  160,  163,  169,  172  y  229. 

(  'apeara,  Alejandro,  S.  J.  3. 

I  'apreolo.  181. 

Carafa,  Vicente,  S.  J.  1.  Asuntos  tra- 
tados antes  de  su  elección,  266-276 ; 
2.  Es  elegido  General,  276 ;  3.  Manda 
celebrar  misas  por  el  Rey  Católico, 
278 ;  4.  Su  acción  en  la  Metrópoli  es- 
pañola, 279  ;  5.  Su  muerte,  279  ;  6.  De- 
cide la  cuestión  del  bonete  de  los 
coadjutores,  300 ;  7.  Juicio  que  forma 
sobre  la  controversia  con  Palafox, 
366 ;  8.  Reprende  ciertas  faltas  en  la 
provincia  del  Perú,  419  y  420 ;  9.  No 
quiere  que  los  Nuestros  en  las  Indias 
se  sujeten  a  las  leyes  del  Patronato, 
522 ;  10.  Recomienda  la  paciencia  a 
los  Padres  del  Paraguay,  606. 

Caravalius,  Francisco,  S.  J.  265. 

Cárdenas,  D.  Bernardino.  518,  568-594 
y  597-624. 

( 'ÁRDENAS,  Fr.  Pedro  de.  579  y  580. 

Cardiel,  José,  S.  J.  520,  524,  526,  527, 
528,  529,  530,  532,  534,  535,  538  y  540. 

('ARDiiX,  Aut.  Francisco,  S.  J.  265. 

Cardón,  Horacio.  92. 


Carigara.  671  y  6ñ5. 

Carletus,  Esteban,  S.  J.  264. 

Carminata,  Juan  Bautista,  S.  ,T.  2. 

Caemona.  18. 

Carpegna,  Cardenal.  393. 

Carpió,  Juan  del,  S.  J.  687. 

Cartagena.  256. 

Cartagena  de  Indias.  458,  478,  479,  481 

y  490. 
Carvajal,  Pedro  de,  S.  J.  251. 
Carranza,  Mariana  de.  39. 
Carrillo,  Alfonso,  S.  .J.  3. 
Carrillo  Pijientel,  Diego.  315. 
Casanus,  Pedro,  S.  J.  264. 
Casaus  y  Menchaca,  Francisco.  42.  . 
Cascina,  Jordán,  S.  J.  2. 
Cassani,  Juan,  S.  J.  126  y  206. 
Castaño,  Bartolomé,  S.  J.  351  y  352. 
Castelnovus,  José,  S.  J.  280. 
Castillo,  Bartolomé  del.  382. 
Castillo,  Francisco  del,  S.  J.  657. 
Castillo,  Juan  del,  S.  J.  514. 
Castillo,  Marcos  del,  S.  J.  262. 
Castoris,  Bernardino,  S.  J.  3. 
Castro  en  Chiloé.  633,  648  y  6.58. 
Castro,  Agustín  de,  S.  J.  206. 
Castro,  Francisco  de,  S.  J.  102. 
Castro,  Ildefonso  de,  S.  J.  405. 
Castropalao,  Fernando  de,  S.  J.  88. 
Cataldino,  José,  S.  J.  502,  508,  5f»9,  510, 

511,  514  y  583. 
Cataluña.  121. 
Catiray.  660. 
Catuíialo.  666. 

Cavero,  Hernando,  S.  J.  441.  - 
Cay'ehuano.  660. 
Cayetano.  92  y  181. 
Cazraeus,  Pedro,  S.  J.  265-279. 
Cea,  Juan  de.  468. 
Cebú.  671,  676  y  679. 
Celada,  Diego  de,  S.  J.  77  y  78. 
Cerros,  Misiones  de  los.  324. 
Céspedes  Jería,  Luis  de.  545,  546,  .550 

y  552. 
Cid,  Miguel.  127,  128,  132,  650  y  678. 
CiNALOA.  99,  324,  326,  337,  340,  341,  352 

y  354. 
CisNÉRos,  Bernarda  de,  S.  J.  345. 
Ciudad  Real  en  el  Guayrá.  .508. 
Claver.   San  Pedro,  S.  J.  120,  479-495 

y  695. 
Claver ÍA,  Juau  de.  437. 


1(5 


ÍNDICE    ONOMÁSTICO 


Clemente  VIII.  5,  24G,  201,  393,  394  y 

397. 
Cobos,  Cristóbal  de  los,  S.  J.  249. 

COLCURA.  660. 

Colín,  Francisco,  S.  J.  674,  675  y  690. 
Colonia.  161. 

CoLUCHiNi,  Juan  Bautista,  S.  J.  475. 
CoMENTAL,  Pedro.  S.  J.  537. 
CoMiTOLi,  Pablo,  S.  J.  297. 

COMOBEAI.  334. 

Concepción,    Inmaculada.    S4,   127-138. 

650,  678  y  679. 
Concepción.  633,  648,  649  y  658. 
Concepción  del  Paraguay.  513. 
Concepción  de  los  Cholones.  432. 
Concepción  en  los  Gualacos.  514. 
Conivebo.  660. 

Continente,  Pedro.  S.  J.  30,  52  y  112. 
CÓRDOBA.  118,  119  y  256. 
CÓRDOBA   DEL  TucuMÁN.   497,   498,   510, 

573,  574,  576,  577,  591  y  594. 
Coria.  256. 

Cornejo,  Francisco.  154,  178  y  179. 
CoRNELY,  Eodolfo,  S.  J.  72. 
Cortázar,  Julián  de.  466,  468  y  471. 
Cortés,  Fernando,  S.  J.  280. 
Cortés,  Pedro.  625. 
Corrientes.  593,  597,  610  y  616. 
Cotón,  Pedro,  S.  J.  121. 
Covaleda,  Gabriel,  O.  P.  662. 
Cracovia.  161  y  164. 
Crespo,  Adriano,  S.  J.  582  y  583. 
Crespo,  Francisco,  S.  J.  231  y  437. 
Crombecius,  Juan,  S.  J.  8.        _ 
Cruciüs,  Santiago,  S.  J.  2, 
Cruz,  Diego  de  la,  S.  J.  333. 
Cruz,  Fr.  Martín  de  la.  682. 
Cruzat,  Dr.  Mateo.  473. 
CuÉLLAR  DE  MOSQUERA,  Gabriel.  611  y 

620. 

CuÉLLAR  DE  MOSQUERA,   José.  612. 

Cuenca.  236,  238,  242  y  256. 

Cuenca  en  Quito.  437,  439,  441  y  444. 

Cueva,  Fernando  de  la.  504. 

Cueva,  Lucas  de  la,  S.  J.  444,  445,  446, 

447,  448,  451,  452  y  453. 
Cujía,  Gaspar,  S.  J.  444,  445,  446,  448, 

449,  451,  453  y  454. 
CuNHA,  Ñuño  de,  S.  J.  265,  277  y  279. 
Cuppis,  Torcuato  de.  205. 
Cuzco.  222,  421,  423,  424  y  425. 
Chabín  de  Parianga.  429,  430,  431    v 

468. 


Chacón,  Juan.  R.  J.  181. 
Charcas.  224,  22.5.  227  y  228. 
Charlevoix,  Francisco,  S.  J.  543. 
Chicorato.  327  y  354. 
Chiloé.  058,  664  y  668. 
Chinchón,  Conde  de.  428,  431,  434,  663 
•  y  664. 

Chita.  465,  467,  469  y  470. 
Chuquiabo.  569. 
Chuqüisaca.  421  y  618. 
Dacazat,  Juan,  S.  J.  264  y  281. 
Dadei,  José,  S.  J.  465  y  475. 
Damián,  Vicente,  S.  J.  692. 
Dandino,  Jerónimo,  S.  J,  3. 
Danglés,  Bernardo,  S.  J.  280. 
Dapitan.  672. 
DÁVALOS,   Juan,   S.   J.  363,  372,  385  y 

398. 
Delingendes,  Claudio,  S.  J.  265  y  279. 
Desbans,  Jacobo,  S.  J.  168. 
Dessi,  Agustín,  S.  J.  265. 
DÍAZ,  Francisco,  S.  J.  142  y  143. 
DÍAZ,  Gabriel,  S.  J.  349. 
DÍAZ,  Juan,  S.  J.  234. 
DÍAZ  Taño,  Francisco,   S.  J.  518,  560, 

561  y  562. 
DicASTiLLO,  Juan  de,  S.  J.  89. 
Diego,  Maestro,  150. 
DÍEZ,  Jerónimo,  S.  J.  309  y  314. 
DiNETTUs,  Jacobo,   S.  J.  264. 
Dole.  161. 
Domingo.  622. 

Domingo  de  Guzmán,  Santo.  173. 
Domínguez,  Gabriel,  S.  J.  30. 
DouAi.  161. 
Drusbiski,  Gaspar,  S.  J.  265. 

DUITAMA.   468. 

DuLAC.  671. 

DuLÍN,  Jacobo,  S.  J.  280. 
Duran,  Nicolás,  S.  J.  544  y  652. 
EcKAR,  Jorge,  S.  J.  675. 
Egidio  Romano.  181. 
Elicura.  667. 
El  Escorial.  428. 

Encarnación  en  Nautingui.  514  y  516. 
Engelgrave,  Juan  Bautista,  S.  J.  280. 
Enrich,  Juan,  S.  J.  654. 
Enrique  IV,  Rey  de  Francia.  121. 
Escalante,  Martín  de,  S.  J.  281. 
Escalona,  Duque  de.  358. 
Escobar  y  Mendoza,  Antonio  de,  S.  J. 
89-91. 


ÍNDICE    OxNOMÁSTlCO 


717 


KísroBAK  Y  OsoRio,  Diego.  59S,  599,  G04, 

(;05,  60G  y  607. 
KscoBAK,  Jacinto  de.  391. 
lOscoBAU  Y  Cabral,  Maiiuel  de.  549. 
KscuDKRO.  Miguel.  S.  J.  12C. 
lOsPAKZA,  Miguel.  S.  J.  125  y  120. 
Espino,  Juau  del.  20.5-212  y  214. 
Espinosa,  Petlro  de,  S.  J.  554  y  555. 
EsQUiLACHE,  Príucipe  de.  425,  443,  G2S, 

«34,  640.  641  y  649. 
Esteban.  Bartolomé,  S.  J.  126. 

ElSTEPA.   17. 

I'abiis,  Fabio  de.  S.  J.  3. 

Fagnano,  Mouseflor.  393. 

Fajardo,  Diego.  S.  J.  65. 

I'a.tardo,  Luis.  G7S. 

1" AJARDo  Y  Chacón,  Diego.  691. 

I-'arnesio,  Monseñor.  393. 

Felipe  II.  148,  236  y  432. 

Felipe  III.  32,  34.  37,  129,  135,  205,  433, 

461.  627,  629  y  643. 
Felipe   IV.   45,   135,   139-147.   167,   168, 

198,  200,  201,  204,  208,  213,  217,  221, 

225,  253,  254,  360,  361,  386,  391,  406, 

438,  442,  4.50,  523,  558,  562,  568,  564, 

570,  571,  572,  574,  595,  644,  645,  668, 

680  y  691. 
Fernández,  Pedro,  S.  .7.  2. 
Fernández  Guerra  y  Orbe,  Aureliauo. 

228. 
Fernández  Xavarrete,  Martín.  170. 
I-'ernández  Xavarrete,  Pedro.  34. 
Fernando  II.  198. 
Fernando,  Cardenal-Infante.  205. 
Ferreira,  Francisco.  S.  J.  657. 
Ferreira.  Gonzalo,  S.  J.  657. 
Ferrer,  Diego,  S.  J.  516, 
Ferrer,  Alonso.  S.  J.  63. 
Ferrer,  Juan,  S.  J.  3. 
Fekrufino,   Juan  Bautista,   S.   J.  597, 

606,  612,  617  y  618. 
FicHETUs.  Alejandro.  S.  J.  205. 
FiGUERA,  Gaspar  de,  S.  J.  100. 
FiGUEROA,  Francisco  de,  S.  J.  453,  4.")5 

y  456. 
FiGUEROA,  Juan  de,  S.  J.  398  y  399. 
FiGUEROA,  Kodrigo  de,  S.  J.  439,  459  y 

476. 
FiRMus,  Santiago,  S.  J.  3. 
FiTERo.  358. 

Fliscus,  Alejandro,  S.  J.  281. 
Florencia.  Jerónimo,  S.  J.  23,  215,  210, 

217  y  220. 


Flores  Bastida,  Fernando.  589. 

Fonseca,  Pedro,  S.  J.  265. 

Fonte,  Juan,  S.  J.  345  y  349. 

FoRERüs,  Lorenzo.  S.  J.  265. 

FoRMosA,  Isla.  686. 

FosTERUs,  Francisco,  S.  J.  280. 

Francisco  de  Borja,   San.  11,   19,  20, 

115,  286,  287  y  609. 
Francisco  Javier,  San.  115  y  609. 
Franco,  Francisco,  S.  J.  2G5  y  279. 
Franchiotti,  Cardenal.  393. 
Frías,  Andrés  de,  S.  J.  126. 
Frías,  Lesmes,  S.  J.  127  y  130. 
Frías  Herrán,  Juau  de,  S.  J.  415,  416, 

423,  640  y  652. 
Frisia.  107. 

Fuen  SALD AÑA,  Condesa  de.  12,  38  y  39. 
Fuentes,  Francisco,  S.  J.  443,  444,  451 

y  452. 
Gallego,  Dr.  150. 
Gandía.  234. 
Garavito  de  León,  Andrés.  618,  620  y 

621. 
Garay  Saavedra,  Cristóbal  de.  621. 
Garcés,  García,  S.  J.  684. 
Garcés,  Miguel,  S.  J.  239  y  240. 
Garcetas,  Miguel.  681. 
García,  Diego,  S.  J.  673. 
García  Carreto,  Sebastián.  653,  654  y 

655. 
García  Sarmiento.  Conde  de  Salvatie- 
rra. 359,  361.  375,  379,  380,  381,  386, 

388.  402  y  406. 
García  Serrano,  Miguel.  672  y  681. 
Garganus,  Ignacio,  S.  J.  280. 
Gasan.  672. 

Gaudaeüs,  Maximiliano,  S.  J.  265. 
Gaurouski,  Estanislao.  S.  J.  2. 
Gayetus,  Juan,  S.  J.  265  y  279. 
Georgius.  Alejandro,  S.  J.  3. 
Gerona.  48. 

Gherardus,  Pirro.  S.  J.  266  y  281. 
Gil,  Pedro,  S.  J.  134. 
GiNETTi,  Cardenal.  393. 
Girón,  Francisco,  S.  J.  8. 
GoDÍNEZ,  Agustín.  373. 
GoDÍNEZ,  Miguel,  S.  J.  (Véase  Wadinff.) 
GoDiNO,  Cornelio,  S.  J.  349  y  35u. 
GÓMEZ.  Jerónimo.  S.  J.  3. 
GÓMEZ,  Juan,  S,  J.  126. 
GÓMEZ,  Xicolás.  368  y  383. 
GÓMEZ,  Pedro,  S.  J.  684. 
GoN^ALVES,  Francisco,  S.  J.  281. 


18 


i:  ü.xomastico 


GoNgALVi:s,  .Sc4tastiini.  S.  J.  .'!. 

(íONFALOXERius,  Beniardo,  S.  J.  2  y  '^. 

(ioNzÁLEz,  Cristóbal.  S.  J.  12(;. 

GoNZÁi.KZ.  Juan.  OSS. 

González,  Nicolás.  (JSS. 

(íoxzÁLEZ,  Nicolás.  S.  J.  4SG,  488,  4.s0. 

491,  493,  494  y  40,-). 
(ioNZÁiiEZ,    Sebastián,    S.    J.    192,    lO.'í. 

207,  214  y  228. 
Go.xzÁLEZ,  Tirso,  S.  J.  12.3  y  534. 
González   Dávila,    Gil,    ,S.   J.   51,   348, 

23G  y  244. 
González  de  Legakra,  Pedro.  S.  .7.  120. 
González  de  Mendoza,  I'edro.  S.  .1.  53, 

55,  201,  203,  223,  260,  2(;4  y  2S(i. 
González  de  Eosende,  Antonio.  357  y 

358. 
González  de  Santa  Cruz,  líoqiie,  S.  J. 

502,  503,  508,  512,  513  y  517. 
GoTiFEEDUS,  Alejandro.   S.  J.  260. 
(íracián,  Baltasar.  S.  .J.  ]09  y  110. 
(ÍRACiÁN,  Tomás.  211. 
(Jrajal.  Conde  de.  123. 
(íran  Cocama.  454. 
(¡RANADA.  3.30  y  2.50. 
Granada  de  Nicaragxw.  .305  y  300. 
(Jranados.  Dieso  de.  S.  J.  53.  84  y  85. 
Gregorio  XTII.   .5,   ]4!i.   150,   102.   385, 

394  y  397. 
(íregorio  XIY.  07  y  .3S5. 
Gregorio  X\'.  :i5i;.  j.".:;.  304,  402.  0.50  y 

680. 
ÍÍRIFI.  A'icento.  S.  .7.  501  y  503. 
(tRIjalra,  Antonio  de.  305. 
<  rRUZEWSKi,  Jnan,  S.  .7.  204. 
Guadalajara.  10. 
Guadalajara  (Méjico).  324. 
GuAD.ux'ÁZAR,  Marqués  de.  303  y  340. 
(Juadanio,  Jnan  líantista.   S.  .7.  2S1. 
Guadiana  (Méjico).  324. 
(ÍL'.\DIX.  2.50. 

(iUASANE.  327  y  354. 

Guatemala.  32.3. 

Gu.\Y.\NA.  478. 

<ÍUEVARA,  Jeróiiinio.  S.  .7.  207. 

Guillen,  Dionisio,  S.  J.  .3. 

(Gutiérrez,  Fr.  I'edro.  34-t. 

Gutiérrez,  I'edro,  S.  .7.  073  y  080. 

(íutiérkez  de  :Mei)Ina,   Cristóbal.  383. 

GuzMÁN,  Dr.  .30. 

GuzMÁN,  Enrique  de.  135. 

GrzMÁN,  Fr.  Féli.x  de.  353. 

ITAiuicr.   Üeniardo,   S.   J.  2si. 


IIamman.  Joa(inín,  S.  J.  205  y  281. 
Hansen,  Gerardo,  S.  .7.  204. 
Hartelius,  Melchor,  S.  J.  2. 
Hasius,  Juan,  S.  J.  2. 
H.\YE,  Jorge  de  la.  S.  J.  281. 
Ii.\ZAÑERo,  Sebastián.  S.  .7.  440. 
Hees,  Francisco  de.  S.  J.  281. 
lÍEMELMAN,  Jorge,   S.   J.  30.  52.   .53.  86 

87,  195  y  199. 
Heredia,  Diego  de.  S.  J.  12:5. 
IIeredia,  Juan  de.  S.  J.  200. 
Heredia,  Jnan.  S.  J.  .349. 
Herenniit.s,  Juan.  S.  J.  2. 
HÉRicE.  ■^'alentín,  S.  J.  83  y  S4. 
IIermosillo,  Gonzalo  de.  348  y  352. 
Hernández.  Tal  do.  S.  J.  519  y  ,531. 
Hernote,  I.uis.   S.  .1.  551. 

IÍERRERA,    J)iail.    37N. 

HiAQUi.  354. 

HiNCZA,  Martín.   S.  J.  281. 

HiNESTROSA,  Gregorio  de.  507,  570.  580, 

581,  587,  588,  589,  .591,  592.  50.3.  505 

y  598. 
HoJEDA,  Esteban.  S.  J.  248. 
Honda.  458.  45!),  405.  400.  40S  a-  47<i. 
HoNDiüAs.  :;()7. 

HoNTivóx.  405.  400,  408  y  400. 
Huamanga.  423. 
huenulaque.  660. 
Huesca.  121. 

HUETE.  217. 

HuM.vNES,  Alonso  de,  S.  J.  074  y  (;s.-. 

Hi'ENirELAUER,  Fraucisco  de,   S.   J.   72. 

Ht  RTADO,  Pedro,  S.  J.  123. 

HuRT.vDO,  Ga.spar,  S.  J.  s."). 

HuRT,\DO  DE  Corcuj:ra.   Sebastián.  ()72 

y  OSS-091. 
HiiiTADo  DE  ^Mendoza.  I'edro.  S.  J.  85, 

NO.  0.3.  218  y  219. 
IlnrrKi:.  Huno.  S.  J.  01. 
IiiAKüA.  4.37.  441  y  4.54. 
Ignacio,  Andrés,  S.  J.  478. 
Ignacio  de  Loyola,  San.  105,  1<>7,  108, 

115,  285  y  392. 
Ignacio,  Miguel,  S.  J.  684. 
Iloii.o.  672. 

iNciioFFEi!,  Melchor,  S,  J.  200. 
Inocencio  III.  234. 
Inocencio  X.  260,   209,   270,   270.   280, 

299,  300,  373,  374.  381.  .392.  .393.  .305. 

390,  400,  403,  405.  4o7.  4 lo  y  0S2. 
Tnsaurrai.df,  Agnslíu  de.  5so. 
Isabel,  Sernia.  Inl'.uila.  102. 


19 


Jtai'VA.  512. 

Jaca.  121. 

Jacquinotius,  DartololuC',.  .^.  .J.  20  L  y 

277. 
Jaén.  231. 

.Taxsenio,  Cornelio.  IGO-IGI. 
.Ii.iJKZ.  i:52. 
.iKsi's  Makía  (imebk)i.  .jU,  .jIT,  ."••".(;  y 

.TiMK.\EZ,  redro.  S.  .T.  ."!. 

.ToD,  Julio,  .S.  J.  G7.J. 

JoLÓ.  690. 

Juan  I  de  Aragóu.  133. 

JUAX  II  de  Aragón.  133. 

.lUDOCUs;  Andrés,  S.  J.  2(i4. 

JiLi.  423.  42.J.  426  y  427. 

Jii.io  III.  272  y  27.".. 

Ji-.sTE,  redro,  S.  J.  2. 

JrsTixiANfs,  Benito,  S.  J.  2. 

Kei.lee,  Santiago,  S.  J.  3. 

Kepple.  Lorenzo,  S.  J.  2S(t. 

Klixgei!,  Andrés.  S.  J.  270. 

KxACEXnAUEií,  José,  S.  J.  73. 

KxoTTi's.  Eduardo.  S.  .1.  2r,4  y  271. 

La  Asuxcióx  iIVmm'd.  4 2!  i  y  4:!0. 

La  lÍEGUEEA.  Alaimcl   iL^iiacio.  S.  T.  Iiiii. 

Lacerda,  Juan  l.uis.  S.  .1.  (>'.»."). 

Lafaille,  Juan  Carlos,  S.  J.  168. 

IvAFUEXTE,  Diego.  1S3  y  1S4. 

Laguxilla,"  Baltasar,  !^.  J.  60L 

Laíxez,  Diego,  S.  J.  2^6. 

Lambayeque.  427. 

Lajxbertexgus,  Pompilio.  .^.  J.  2. 

LAiroRMAixi,  Guillermo.  S.  J.  IOS  y  100. 

Lamparter,  Enrique.   S.   J.  26."). 

Laxcicius,    Nicolás,    S.    J.   3.   26.1,   2S7. 

202,  29S  y  290. 
Laxga,  Domingo.  S.  J.  26.1  y  280. 
Laxov,  Nicolás,  >?.  J.  28."). 
Laxzola,  Andrés,  S.  J.  086. 
Larios,  Diego,  S.  J.  3<i3. 
LÁRiz,  Jacinto.  622. 
Laso,  Francisco.  GG3  y  666. 
Laserxa,  Fernando  de.  362  y  301. 
Lat.\cuxga.  437,  4.39  y  441. 
Lazarraga,  Cristóbal  de.  164.  166.  167 

17.")  y  101. 
Li;!:o.  <;(•.!). 
Legazi'I,  Luis,   í<.  J.  36S,  37n.  .371,  372 

308  y  408. 
T>EiTóx',  Jerónimo.  543. 
Leiva.  Agustín  de,  S.  J.  300. 
laoMo.s  (Lemuggi),  Carlos, '.S.  J.  675. 


Leóx.  S8. 

Leóx  XI.  246-240,  251,  252,  254  y  257. 

Leóx,  Andrés  de.  175. 

Leóx,  Sebastián  de.  535,  .589,  604,  613, 

614,  615,  616  y  610. 
Lepossier,  .Juan,  S.  J.  264. 
LÉRIDA,  48. 

Lerma,  Antonio  de,  S.  J.  60-62.  "i 

Lerjia,  Duque  de.  10,  20  y  21. 
Lessio,  Leonardo,  S.  J.  3. 
Leyte.  671  y  685. 
Lie ja.  161. 

LisrA.  421,  422,  425  y  510. 
Limpia  Coxcepcióx  de  Geveros.  440  y 

4.55. 
LixcE.  líicarr.ií,  S.  J.  123. 
LizARKAGA.  Fr.  Regina  Ido  do.  500. 
r>0BERA,  Cristóbal  de.  24.  • 
Lobera,  Jerónimo  de,  -S.  J.  308. 
Lobo  Guerrero,  Bartolomé.  458. 
LoGROxo.  62,  191  y  193. 
LóifAS,  José,  S.  J.  348. 
Loxgoxavax.  660. 
Í^OPE  DE  Vega.  416. 
LÓPEZ,  Alejandro,  S.  J.  680. 
LÓPEZ.  Andrés,  S.  J.  347  y  31S. 
LÓPEZ.  Antonio.   S.  J.  2S(). 
LÓPEZ,  Baltasar.  S.  J.  .360. 
IjÓpez,  Crisitín.  S.  J.  52  y  57. 
LÓPEZ.  Jerónimo,  S.  J.  112  y  120-125. 
r.óPEZ.  Juan,  S.  J.  126. 
LÓPEZ,  Juan,  S.  .T.  672  y  674. 
LÓPEZ,  Lorenzo,  S.  J.  363,  372  y  308. 
LoEEXZAXA,  Alvaro  de.  322. 
LoREXZAXA,  Marciel  de,  S.  J.  .502,  504- 

508,  537  y  538. 
LoREXZO,  Juan.  S.  J.  .308. 
LoüETO  (l'ar;ignayi.  .500.  510,   .5.52,  .5.54 

y  555. 

LoIiETO    DE    I'ARAXAl'lüAS.    4.5.5. 

LovAixA.  160,  161  y  162. 

LoYOLA,  Casa  de.  11  y  12. 

LrcARixo,  San.  IdO. 

fiUCERO,  Hernando,  S.  J.  243  y  24  1. 

LVGO.  2.36. 

Lugo,  Cristóbal  de.  6n5. 

Ligo.  Francisco  de.  S.  J.  87  y  265. 

Lugo,  Juan  de.  S.  .1..  Cardenal.  81-83. 

88.  01.  136-138  y  604. 
Luco  Y  Navarra,  Pedro  de.  55í). 
Lrzóx.  Francisco,  S.  J.  06. 
Luis  XIII.  IOS. 
LuQVi".  V  Al.vbcóx,  Juana  de.  414. 


i20 


ÍNDICE    ONOMÁSTICO 


Lyra,  Gonzalo  de,  S.  J.  417,  41S,  423, 

424,  433,  47G  y  481. 
Lysius,  Antouio,  S.  J.  2. 
Llanos  de  Casanare.  465,  46G  y  477. 
Llerena.  19. 
Macedonio.  35. 
Madrid.  20,  21,  SI,  124,  139-147,  154. 

156,  162,  167-170,  205,  214,  217,  236  y 

23S. 
Magano,  Juan.  407. 
Maillanus,  Carlos,  S.  J.  3. 
Mairatius,  Luis,  S.  J.  265. 
MÁLAGA.  S6,  222,  236  y  256. 
Maldonado,  Fr.  Melchor  de.  573,  574, 

585,  595  y  624. 
Malescotüs,  Ignatio,  S.  J.  280. 
Mallorca.  27-31,  120,  42S  y  480. 
:\ÍANCEEA,  Marqués  de.  426,  563  y  505. 
Manchado,  Fernando.  62S. 
ISÍANFREDiNus,  Fraucisco,  S.  J.  265. 
Manoionius,  Valentín.  265. 
Manila.  671-693. 
Manquiano,  Antonio,  S.  J.  601,  603,  009 

y  619. 
Mankesa,  48. 

Manresa,  Santa  Cueva  de.  17  y  18. 
Mansilla,  Justo,  S.  J.  516,  548  y  549. 
Manuel,  Juan,  S.  J.  475. 
-AIakaldo,  Monseñor.  393. 
Mahañón,  Misiones  del.  443,  454  y  456. 
Marcén,  Antonio,  S.  J.  245,  246  y  289. 
Marcos,  Miguel,  S.  J.  152. 
Maechesics,  Antonio,  S.  J.  3, 
Margarita,  Condesa  de  Holanda.  107. 
María,  Emperatriz  D.".  358. 
Mariana,  Juan  de,  S.  J.  06-70,  74  y  095. 
Marín,  Diego,  543. 
Marinduque.  672  y  680. 
INIarinengo,  Pedro,  S.  J.  126. 
MÁRMOL,  Diego  de,  S.  J.  42,  45  y  40. 
Martín,  Don.  503. 
Martín,  Gonzalo.  465  y  467. 
Martínez,  Francisco,  s;  J.  689. 
^Martínez,  Manuel,  S.  J.  335  y  354. 
Martínez  de  IIukdaide,  Cristóbal.  344. 
Martínez    de    IIurdaide,    Diego.    330, 

331,  332,  337,  338,  339,  340  y  342. 
Martínez  de  Ripalda,  Juan,  S.  J.  81, 

86,  169,  181  y  694. 
Martinus,  Juan,  S.  J.  3. 
Mártires  (pueblo).  558. 
Marracius,  Juan,  S.  J.  281. 
Mas,  Baltasar,  S.  J.  438  y  439. 


Mxís,  Juan.  27. 

Mascabrunus,  Francisco,  S.  J.  279. 
Mascarenhas,  Antonio,  S.  J.  2. 
Mascarenhas,  Ñuño,  S.  J.  3. 
Massetta,   Simón,   S.  J.  502,  508,  509, 

510,  514,  547,  548,  549  y  550, 
Mastrilli,  Marcelo,  S.  J.  688. 
Mastrilli  Duran,  Nicolás,  S.  J.  416, 

425,  433  y  434. 
Mastrillus,  Carlos,  S.  J.  2. 
Matos,  Francisco,  S.  J.  549. 
Mattos,  Juan  de,  S.  J.  264. 
Mauleonus,  Nicolás,  S.  J.  3. 
Mauricio,  San.  106. 
Mayo  (pueblo).  354. 
Maza,  ^María  de.  488. 
JNIedrano,  Juan  de.  289  y  290. 
Mejía,  Jerónimo,  S.  J.  429. 
MÉJICO.  99,  303,  304,  306  y  322. 
Melgar,  Gabriel  de,  S.  J.  460  y  47S. 
Melián,  Pedro.  374,  375,  379,  380  y  3S6. 
Méndez,  Cristóbal.  S.  J.  296. 
MÉNDEZ,  Juan,  S.  J.  385  y  399. 
MÉNDEZ,  Pedro.  S.  J.  331,  332  y  351. 
Mendieta,  Jerónimo  de,  28. 
Mendo,  Andrés,  S.  J.  123  y  208. 
Mendoza.  648  y  652. 
Mendoza,  Antonio  de.  228. 
Mendoza,  Cristóbal  de,  S.  J.  551  y  .V.íi. 
Mendoza,  Fernando  de,  S.  J.  222  y  225. 
Mendoza,  Francisco,  S.  J.  692. 
Mendoza,  Hernando  de.  OS. 
Mendoza,  Hernando,  S.  J.  657. 
Mendoza,  Martín  de.  478. 
Mendoza,  Pedro  de.  264,  277  y  279. 
Menéndez  r  Pelavo,  Marcelino.  I'i9  y 

418. 
Menochiüs,  Juan  Esteban,  S.  J.  201. 
Mercado,  Diego  de,  S.  J.  245. 
Mercier,  liicardo,  S.  J.  204. 
Mercurián,    Everardu,    S.   J.  287,   2SS 

y  290. 
MÉRiDA  DE  Yucatán.  302  y  32,">. 
MÉEiDA  en  el  Nuevo  Ileiuo.  459  y  -ttiO. 
Merlo,  Juan  de.  362,  364,  308,  371,  376, 

383  y  391. 
Messía,  Alonso.  S.  J.  481. 
MiciiAELis,  Luis,  S.  J.  3. 
MiLLiAEUs,  Antonio.  S.  J.  264  y  271. 
MiNDANAO.  672  y  687-692. 
MocoRiTO.  327  y  354. 
Molina,  Diego,  S.  J.  325. 
Molina,  Luis  de,  S.  J.  305. 


ÍNDICE   ONOMÁSTICO 


721 


MoMPox.  400. 
JNíoNDÉJAE.  77  y  S5. 

AIONDOÑEbO.    2ü6. 

MoNROv,  Diego  de,  S.  J.  365,  370,  372, 

39S  y  399. 
MoNEOY,  Gaspar,  S.  J.  632. 
MONTALVO,  Conde  de.  123. 
MoNTALVO,  Juan  de.  59  y  63. 
MoNTET,  Ignacio  del,  S.  J.  675. 
MoNi'EMAYoR,  Francísco  de,  S.  J,  279  y 

411. 
MoNTEMAYOR,  Juan  de,  S.  J.  2,  24,  5S, 

66,  112  y  294. 
Montes  Claros.  354. 
MoNTESCLAROS,  Mai'qués  de.  413,  433  y 

628. 
MoNTMOREXCY,  Floreucio  de,  S.  J.  265, 

277  y  279. 
MoNTOYA,  Pedro  de.  414. 
Monzón.  236  y  237. 
.Morales,  Antonio  de.  603. 
Morales,  Diego,  S.  J.  692. 
.^ [ORALES,  Salvador  de,  S.  J.  385  y  398. 

MORANTA.    27. 

.MoRANTA,  Antonio,  S.  J.  503  y  538. 

.MoRANTA,  Jerónimo  de.  345. 

Moreno  Verdugo,  Fr.  Juan.  570. 

Morocote.  465. 

Morón.  18. 

Mor  US,  Enrique,  S.  J.  265. 

-Moscoso.  Juan,  S.  J.  668. 

Mota,  Ildefonso  de  la.-  306. 

MouRA,  Pedro  de,  S.  J.  561. 

"Moya,  17. 

'Moya.  Pedro  de,  S.  J.  126. 

MÚJicA,  Juan  de.  668  y  669. 

MuNDOROT,  Gualtero,  S.  J.  264. 

-Muñoz,  S.  J.  123. 

-Muñoz,  Cristóbal,  S.  J.  473  y  475. 

iíuÑoz,  Francisco,  S.  J.  120. 

-Murcia.  59,  125,  126,  217  y  234. 

-MuRiLLO,  Sebastián  de,  S.  J.  463,  472 

y  475. 
MüRiLLO  Velakde,  Pedro,  S.  J.  677,  678 

y  680. 
-Mussicus,  Santiago,  S.  J.  2. 
-Vadal,  Jerónimo,  S.  J.  11,  223  y  224. 
Xa.ta,  Martín  de  la,  S.  J.  120  y  122. 
^Tamur,  Egidio,  S.  J.  279. 
Natividad  (pueblo).  557. 
Navarro,  Bartolomé,  S.  J.  653. 
Navarro,  Valentín,  S.  J.  120. 
Neápolis,  Juan  de.  181. 


Necú.  513  y  514. 

Nerovius,  Juan,  S.  J.  281. 

Nevóla,  Alejandro,  S.  J.  264. 

Nickel,  Gosvino,  S.  J.  265  y  281. 

Nieremberg,  Juan  Eusebio,  S.  J,  90-98, 
100,  104-108  y  108. 

Niklevitz,  Simón,  S.  J.  2. 

Niño,  Rodrigo,  S.  J.  50,  51,  .52,  69,  146. 
147  y  644. 

Niño  de  Guevara,  Cardenal  I).  Fernan- 
do. 51.  • 

Niño  de  Tabora,  Juan.  672. 

ííío.  327  y  354. 

NoLASco,  Fr.  Pedro.  010  y  617. 

NúÑEZ,  Gaspar.  461. 

NÚÑEZ  DE  Bonilla,  Clara   Juana.  437. 

NüÑEZ  Correa,  -\ntonio.  5!Mt. 

NÚÑEZ  Pimienta,  Diego.  S.  J.  120. 

NtJÑEZ  DE  A^aldivia,  Alouso.  644. 

Oajaca.  323. 

Oca,  Alvaro  de.  157. 

OcAÑA,  Bernardo  de,  S.  J.  279. 

OcAÑA,  Francisco  de.  180. 

OcoRONi.  330. 

Octerstet,  Godofredo,  S.  J.  280. 

Ogmu.  686. 

Ojeda,  Simón  de,  S.  J.  523  y  612. 

Olivares,  Conde-Duque  de.  135,  140,. 
141,  143,  158,  159,  164,  167,  168,  183, 
199,  200,  204,  206,  207,  208,  217,  218, 
221,  225,  230  y  563. 

Oliveira,  Diego  Luis  de.  545  y  549. 

OÑATE.  12  y  41. 

Oñate,  Pedro  de,  S.  J.  497,  504,  632. 
636,  637,  640,  641,  642,  649,  650  y  653. 

Ordaz,  Pedro,  S.  J.  398. 

Orejón,  Diego.  383. 

Opozco,  Diego,  S.  J.  345. 

Orozco,  Francisco  de,  S.  J.  126. 

Ortiz,  Fr.  Alouso.  594. 

Ortiz  de  Melgarejo,  Rodrigo.  508  y 
509. 

Ortiz  de  Zúñiga.  126. 

Oruro.  414. 

OsMA.  256. 

Otamendi  Gamboa.  Alonso  de.  391. 

Otazo,  Francisco.  S.  J.  672  y  674. 

í)valle,  Alonso,  S.  J.  266,  650  y  669. 

Oviedo.  244. 

Oviedo,  Francisco.  S.  J.  89. 

Paczanowski,  Pedro,  S.  J.  281. 

l'ACHECO,  Diego.  240. 

l'ACiiEco,  Juan,  S.  J.  57,  199  y  227. 
4G 


722 


ÍNDICE   ONOMÁSTICO 


Pacheco,  Luis,  S.  J.  668. 

Padilla  (Fallióla),  Francisco,  S.  J.  675 

y  692. 
Palacios,  Juan  de.  449. 
Palafox  y  Mendoza,  Jaime.  357. 
Palafox   y   Mendoza,    limo.    Sr.    Juau 

de.  356-3S7,  3SS-411  y  563. 
Palápag.  671  y  692. 
Palencia.  256. 
Palma.  13. 
Palma,  Luis  de  la,  S.  J.  2,  16,  50,  51, 

6S,  69,  94,  96,  142,  143,  199,  200,  201, 

203,  217,  220,  253,  254,  260,  295  y  644. 
Palomar,  IMartín  de,  S.  J.  303. 
Pamplona.  83  y  192. 
Pamplona  en  el  Nuevo  Reino.  459. 
Panamá.  458. 
Panay.  672. 

Panhauss,  Juan,  S.  J.  264. 
Paolis,  Lorenzo  de,  S.  J.  4. 
Paolucci,  Monseñor.  393. 
Paolucci,  F.,  Cardenal.  575. 
Papigochi.  350. 
Pabanambaré.  543. 
Pardo,  Manuel,  S.  J.  280. 
Paredes,  Juan  de.  373. 
"París.  161. 

Parra,  Juan  Sebastián  de  la,  S.  J.  415. 
Parras,  Misiones  de.  324  y  355. 
Pascal.  91. 
Pascual,   Julio,   S.   J.   333,  334,  335  y 

354. 
Pasto.  439  y  441. 

Pastor,  Juan,  S.  J.  499,  522,  620  y  621. 
Paulo  III.  234,  272  y  275. 
Paulo  V.  4,  5,  129,  130,  134,  249,  253, 

254,  296.  297,  385,  397  y  677. 
Pauto.  465. 
Paz,  La.  569  y  571. 
Paz,  Pedro  de  la,  S.  J.  141. 
PÁzcuARO.  324. 
Pedraza,  Julián  de,  S.  J.  411,  522,  523 

y  621. 
Pedrosa,  Adolfo,  S.  J.  675. 
Pi.drosa,  Melchor,  S.  J.  199. 
Pelantaru.  659  y  660. 
Pennequin,  Pedro,  S.  J.  280. 
Pensa,  Oliverio,  S.  J.  264. 
Peña,  Buenaventura  de  la.  459  y  460. 
Peralta,  Alonso  do.  446. 
Peralta, Y  Mapleón,  Esteban  de,  S.  J. 

62-60. 
Pereira,  Fi-ancisco,  S.  J.  2. 


Pereira,  Rafael,  S.  J.  65,  1.36,  193,  208, 
228  y  230. 

Pereira  Pinto,  Francisco.  563. 

PÉREZ,  Andrés,  S.  J.  265  y  653. 

Pérez,  Antonio,  S.  J.  89. 

PÉREZ,  Bartolomé,  S.  J.  453. 

PÉREZ,  Esteban.  180, 

PÉREZ,  Jerónimo,  S.  J.  453. 

PÉREZ,  Martín,  S.  J.  57,  264,  271  y  339. 

PÉREZ  Goyena,  Antonio,  S.  J.  171,  181 
y  183. 

PÉREZ  DE  RiVAS,  Audrés,  S.  J.  312,  341, 
342,  343,  351,  386  y  387. 

PÉREZ  DE  LA  Serna,  Juau.  315. 

Pebpiñán.  4S  y  125. 

Petavio,  Dionisio,  S.  J.  SO  y  81. 

PiccoLOMiNi,  Francisco,  S.  J.  1.  Asiste 
a  la  Congregación  VIII,  264;  2.  Es 
elegido  para  la  comisión  que  ha  de 
preparar  la  respuesta  a  Inocencio  X, 
271;  3.  Asiste  a  la  Congregación  IX, 
279 ;  4.  Es  elegido  General,  280 ;  5.  Su 
muerte,  282 ;  6.  Ordenación  Pro  stu- 
diis  superioribus,  282-284. 

PiKARKi,  Lorenzo,  S.  J.  265. 

Pimentel,  Francisco,  S.  J.  265. 

PiMENTEL,  Petlro,  S.  J.  167,  173,  181, 
184,  207,  216  y  265. 

Pineda,  Juan  de,  S.  J.  71,  133,  134,  197 
y  694. 

PiNELO,  Silverio.  393. 

PiNETUS,  Jacobo,  S.  J.  280. 

Pinto,  Pedro,  S.  J.  475. 

PiÑA,  Juau  de,  S.  J.  264. 

Pío  IV.  234. 

Pío  V.  5,  129,  133,  149,  150,  162  y  393. 

PiQUER,  Jacinto,  S,  J.  31. 

Pisco.  414. 

PizQUEDA,  Gabino,  S.  J.  279. 

Plano,  Fernando  del,  S.  J.  281. 

Plasencia.  256. 

Plumeratus,  Felipe,  S.  J.  280. 

POITIERS.   161. 

PoLTGEUS,  Ricquino,  S.  J.  281. 

PoNCE,  Fernando,  S.  J.  2. 

PoNCE,  Miguel,  S.  J.  692. 

PoNCE  DE  León,  Basilio.  174,  175,  178, 

179  y  185. 
Ponferrada.  76. 
Pongo  de  Mansericiie.  451. 
I 'o  PAYAN.  437,  439  y  441. 
Portocarrero,  Juan  Dionisio.  209. 
PORRE.S,  Francisco  de,  S.  J.  243. 


ÍÍ<DICB   ONOJIÁSTICO 


723 


Potosí.  421  y  425. 

Poza,    Juan    Bautista,    S.    J.   111,    ISO, 

ISl,  201,  212-214  y  231. 
Pozo,  Alonso  del,  S.  J.  657. 
Peado,  Francisco  de,  S.  J.  199. 
Prieto,  Sebastián.  544. 
Puebla.  75,  99,  306,  323  y  35S. 
Puebla,  Gabriel  de,  S.  J.  25. 
Puente,  Luis  de  la,  S.  J.  78  y  101. 
Puente  Huktado,  Pedro,  S.  J.  1S3,  201, 

202  y  204. 
Puente  la  Reina.  S9. 
Pykakdus,  Pedro,  S.  J.  2S0. 
Quekétako.  306  y  324. 
Quesada,  Fr.  Antonio  de.  594. 
QUESADA,  Francisco  de,  S.  J.  296. 
(Juillota.  656. 
QuiNTANADUEÑAS,  Antonio  de,  S.  J.  S9 

y  102. 
Quirico.  660. 
QuiRiNO  DE   Salazab,  Femando,   S.   J. 

23,  73,  74,  135,  140,  142,  198,  206,  215, 

217-232  y  260. 
QüiRüs,  Agustín,  S.  J.  74  y  312. 
QuiRós,  Bernardo.  3S5. 
Quito.  435,  436  y  437. 
Rada,  Andrés  de,  S.  J.  313  y  407. 
Ragusa,  Jo.sé,  S.  J.  3. 
Ramiro,  Antonio,  S.  J.  237  y  238. 
Ranconnier.  (Véase  Ferrcr.) 
Rangel,  Lucas,  S.  J.  230, 
Realejo,  305  y  306. 
Reheleo,  Amador,  S.  J.  2.39. 
Receputo,  Carlos,  S.  J.  675. 
Recupito,  Julio  César,  S,  J,  265. 
Reina,  Tomás,  S.  J.  264  y  277. 
Renaudianus,  Juan,  S.  J.  3  y  264. 
Rere.  660. 

Reüs,  Berna i-ílo,  S.  J.  42S. 
Rho.  Juan,  S.  J.  265. 
Rhodes,  Alejandro  de,  S.  J.  281. 
RiBEiRO,  Manuel.  S.  J.  684. 
Ribera,  Alonso  de.  629,  649  y  G59. 
Ribera,  Cristóbal,  S.  J.  244. 
Ribera,  Francisco  de.  S.  J.  152. 
Ribera,  Beato  Juan  de.  148  y  234, 
Ribera,  Juan,  S,  J.  683. 
Ricardo,  Juan,  S.  J.  264. 
RicHELiEU,  Cardenal.  137. 
RiCHEOME,  Luis,  S.  J.  2. 

RÍOBAMBA.   441, 

RiOJA.  497. 

RÍOS,  Guillermo  de  los,  S.  J.  319. 


RiPOLL,  Ouofre,  S.  J.  28,  29  y  30. 
Roa,  Luis,  S,  J.  181, 
Roa,  Martín  de,  S.  J,  102,  103  y  197. 
■RoALES,  Francisco.  205-212  y  214. 
Robledillo,  Francisco,  S.  J,  207, 
RocAMORA,  Fr,  Tomás  de.  31. 
Rodríguez,  Alonso,  S.  J.  99,  513  y  514. 
Rodríguez,  Antonio,  S.  J.  609  y  610. 
Rodríguez  Montesinos,  Alonso.  390  y 

391, 
Rojas,  Alonso  de,  S.  J.  377. 
Rojas,  Pablo  de,  S.  J.  280, 
Román  Altamirano,  Fr.  Francisco.  595. 
Román  de  la  Higuera,  Jerónimo,  S.  J, 

102, 
Romero,  S.  J.  181. 
Romero,  Juan,  S.  J.  631,  652,  653,  654 

y  656, 
Romero,  Pedro,  S.  J.  503,  504,  513,  517, 

539  y  593. 
Rosales,  Diego  de,  S.  J.  664-668. 
Rosi  Y  Aviles,  Ginés.  689, 
RossANUs,  Francisco,  S.  J.  265. 
RoussELLUS,  Gilberto,  S.  J.  279. 
RuBiNo,  Antonio,  S.  J.  692, 
Ruiz  DE  Montoya,  Antonio,  S,  J.  510, 

511.  513,  514,  515,  516,  534,  546,  548, 

551-558,  560,  562,  563,  564,  565,  597, 

598,  599  y  605, 
Ruiz  DE  MoNTOYA,  Diego,  S.  J.  53,  78- 

81,  91  y  694, 
Ruiz  de  Tapia,  Diego,  147, 
Sachetti,  Cardenal.  393. 
Salamanca,  18,  31-38,  81,   83,  94,  115, 

123,  124,  150-167  y  171-189. 
Salas,  Juan,  S.  J,  512, 
Salazar,  Fernando  de.  (Véase  Quirino.) 
Salazar,  Juan  de,  S.  J.  691  y  693. 
Salazar,  Juan  Ouofre  de.  43,  44  y  45. 
Salazar  Baraona,  Alonso  de.  383  y  384. 
Salgado  de  Araujo,  Paulo.  25. 
Salinas,  Francisco,  S.  J,  75. 
Salta,  497,  498,  572,  573  y  576. 
Salvatierra,  Andrés  de,  S.  J,  126. 
Salvatierra,  Conde  de.  (Véase  Oarcía 

Sannicnto.j 
Samar,  671, 

Sampayo,  Beruardino  de,  S,  J.  281, 
S.\N  Ambrosio  (pueblo),  547, 
San  Andrés  (pueblo).  355. 
San  Antonio  en  Biticoy.  514  y  551. 
San  Carlos  (pueblo).  558. 
San  Cristóbal  (pueblo).  557. 


724 


ÍXDICE   ONOMÁSTICO 


San  Francisco  Javier  de  los  Jibitos, 

432. 
San  Francisco  Otuc.  424. 
San  Ignacio  de  Aoya.  355. 
San  Ignacio  de  Barbudos,  454  y  455. 
San  Ignacio  eu  el  Guayrá.  509  y  552. 
San  Ignacio  Guazú.  505,  507,  508,  512, 

518,  537,  583  y  585. 
San  Ignacio  de  Mainas.  455. 
San  Ignacio  Miní.  520,  554  y  555. 
San  Javier  (pueblo).  513. 
San  Javier  de  Agúanos.  454  y  455. 
San  Javier  en  Tayati.  514  y  551. 
San  José  (pueblo).  516. 
San  José  de  los  Atanates.  453  y  455. 
San  José  en  Tucuti.  514. 
San  Juan,  Melcbor  de,  S.  J.  248. 
San  Juan  de  los  Llanos.  469. 
San  Luis  de  Mainas.  455. 
San  Luis  de  la  Paz.  324. 
San  Luis  de  Potosí.  306  y  324. 
San  Martín,  Francisco  de,  S.  J.  502. 

504,  505,  507  y  508. 
San  Martín,  Pedro  Antonio  de.  27. 
San  Miguel,  S.  J.  368. 
San  Miguel  (pueblo).  517. 
San  Miguel  eu  Ibianguí.  514  y  547. 
San  Miguel  de  Tucumán.  497. 
San  Nicolás  (pueblo).  513  y  558. 
San  Pablo  (pueblo).  516. 
San  Pablo  en  Iñeay.  514  y  546. 
ÍSan  Pablo  de  Pandabeques.  453  y  455. 
San  Paulo  del  Brasil.  542,  543,  544, 

545,  547,  548  y  550. 
San  Pedro  (pueblo).  516. 
San  Pedro  en  los  Gualacos.  514. 
San  Sebastián  (ciudad).  18  y  21-27. 
Sánchez,  Alonso,  S.  J.  413. 
SÁNCHEZ,  Cristóbal.  591. 
Sánchez,  Francisco,  S.  J.  126. 
SÁNCHEZ,  Gaspar,  S.  J.  53  y  71-73. 
SÁNCHEZ,  José.  28-30. 
SÁNCHEZ  Y  MoRÁEZ,  Juau,  S.  J.  475. 
Sandoval,  Alonso  de,  S.  J.  481,  483  y 

695. 
Sandoval,  Prudencio  de.  21  y  24. 
Sangrius,  Carlos,  S.  J.  3,  264  y  280. 
Sanna,  Andrés,  S.  J.  281. 
Santa  Ana  (pueblo).  557. 
Santa  Catalina  (pueblo).  344  y  355. 
Santa  Cruz,  Eaimuudo  de,  S.  J.  454. 
Santa  Cruz  (pueblo).  672. 
Santa  Fe.  497,  498,  531  y  594. 


Santa  Fe   de    Bogotá.    457,    460-464  y 

481. 
Santa  María  de  Huallaga.  453  y  455. 
Santa  María  de  los  Reyes.  503. 
Santa  María  de  Ucayale.  454  y  455. 
Santa  Rosa  (pueblo).  518. 
Santa  Teresa  (pueblo).  517  y  558. 
Santa  Teresa  de  3Iainas.  455. 
Santarén.  106. 
Santarén,  Hernando  de,  S.  J.  230,  345 

y  346. 
Santelices  y  Guevara,  Juan  de.  45. 
Santiago,  Francisco  de.  127. 
Santiago  de  Chilcas.  424. 
Santiago  de  Chile.  648,  650,  656,  658 

y  669. 
Santiago  del  Estero.  497. 
Santiago  de  Papazquiaro.  344. 
Santibánez,  Juan  de,  S.  J.  103. 
Santillán,  Luis  de,  S.  J.  468  y  473. 
Santo  Domingo,  Isla.  478. 
Santo  Domingo  de  Guaugu.  424. 
Santo  Tomás  (pueblo).  514  y  517. 
Santo  Tomé  de  los  Cutinanas.  453  y 

455. 
Sarsali,  Fabricio,  S.  J.  672  y  685. 
Sarria,  Agustín  de,  S.  J.  320. 
Savignacus,  Antonio,  S.  J.  279. 
Schelizius,  Jorge,  S.  J.  265. 
SciiERENUS,  Enrique,  S.  J.  2. 
ScHONiioFr,  Gregorio,  S.  J.  281. 
Schoppe,    Gaspar.    (Véase  Scioppio.) 
Scioppio.  204-212. 
Scribanius,  Carlos,  S.  J.  2  y  13. 
SczYTUSKi,  Estanislao,  S.  J.  279. 
Sebastián,  Juan,  S.  J.  631. 
Segorbe.  18. 
Segovia.  256. 
Seguí,  José,  S.  J.  265. 
Serna,  Fernando  de  la.  307. 
Serra.  Lorenzo,  S.  J.  28. 
Serrera,  Francisco,  S.  J.  264. 
Sevilla.  8,  9,  18,  40-47,  49,  82,  94,  116, 

117,  126,  127,  147,  243  y  263. 
Siessiewski,  Juau,  S.  J.  3. 
Siete  Angeles,  Los.  514. 
SiGUEiRA,  Benito  de,  S.  J.  265. 

SlLANG.  671. 

SiLisDONius,  Enrique,  S.  J.  265. 
Silva,  Juan  de.  683  y  684. 
Silva,  Pedro  de,  S.  J.  429. 
Silvela,  Francisco.  228. 
SiMONET,  Catalina.  27. 


ÍNDICE   ONOMÁSTICO 


723 


SiiiONET,  Miguel.  27. 

■giRMONDUS,  Santiago,  S.  J.  3  y  264. 

Sítala,  Juan,  S.  J.  3. 

Sixto  IV.  129. 

Slaminus,  Blas,  S.  J.  279. 

Smigletius,  Martín,  S.  J.  3. 

Sobrino,   Gaspar.    S.   J.   440,  499,  625, 

626,  62S,  630,  632,  634.  656,  663  y  665. 
Sobrino,  Laureano,  S.  J.  592,  600,  603, 

004,  60S  y  600. 
SociES,  Pedro,  S.  J.  30. 
SoFRAGA,  Marqués  de.  471. 
Solana,  Miguel,  S.  J.  281,  674  y  6S1. 
SoLís,  Andrés,  S.  J.  478. 
SoLÍs,  Gabriel  de.  123. 
SoLÓRZANo,  Juan  de.  563  y  571. 

SONNEMBERG,    JuliO,    S.    J.    075. 

Sonora.  351  y  354. 

Sores  de  Ulloa,  Pedro.  662. 

Sosa,  Diego,  S.  J.  3,  22,  23,  26,  39,  52, 
62,  63  y  312. 

Sosa,  Francisco  de.  180. 

Sosa,  Luis  de,  S.  J.  385  y  399. 

Sosa,  Fr.  Pedro  de.  625,  626  y  627. 

Sotomayor,  Antonio  de.  208. 

Sotomayor,  Fr.  Antonio  de.  1-59. 

Sotomayor,  Pedro  de,  S.  J.  262. 

SoTWELLUS,  Natanael.  S.  J.  281. 

Soxo,  Benito  de,  S.  J.  265. 

Spada,  Cardenal.  393,  409  y  410. 

Spinelli,  Luis,  S.  J.  675, 

Spinellus,  Pedro  Antonio,  S.  J.  2. 

Spínola,  Agustín,  Arzobispo  de  Grana- 
da. 197. 

Steinhauser,  Adolfo,  S.  J.  675. 

SuÁREZ,  Francisco.  S.  J.  273. 

SuÁREz,  Juan  Francisco,  S.  J.  2. 

SuÁREZ  DE  Ovalle,  Juau.  303. 

Suffren,  Juan,  S.  J.  199. 

Suffrenus,  Antonio,  S.  J.  2. 

Sumereker,  Miguel,  S.  J.  265. 

Tablares.  Pedro  de.  S.  J.  12. 

'Tafur,  Bartolomé,  S.  J.  265. 

Talaverano,  Fernando.  629. 

Tamasitla.  327  y  354. 

Tape.  517  y  5.56. 

Tarazona.  109. 

Tavora,  Francisco  de.  S.  J.  279. 

Taytay.  671. 

Taxis,  Federico,  S.  J.  265. 

Tehuacán.  307. 

Tenerapa.  346. 

Tepozotlán.  304  y  323. 


Teruel.  17. 

Teruel,  Luis  de.  S.  J.  431. 

Texeira,  Juan.  450. 

Tinagón.  671. 

Todos  los  Santos  en  el  Caro.  ol3. 

Toledo.  39,  40,  193  y  243. 

Toledo,  Fr.  Andrés  de.  449. 

Toledo,  Basilio  de.  163. 

Toledo,  Fadrique  de.  493. 

Toledo  y  Leiva,  Pedro  de,  (Véase  Man- 

ccra.  Marqués  de.) 
Tolo,  Bernardino,  S.  J.  609. 
TOLOSA.  161. 

ToLOSA,  Miguel  Jerónimo  de,  S.  J.  470. 
Tomás,  Santo.  156,  159,  160,  163,  164, 

171-178,  180-183,  188,  189,  193,  274  y 

283. 
ToMiSLAWSKi,  Estanislao,  S.  J.  281. 
ToPÍA.  355. 

ToppA,  Julio,  S.  J.  281. 
Torales,  Bartolomé  de.  544. 
Toro,  Bernardo  de.  127,  130  y  135. 
Toro,  Juan  de,  S.  J.  265. 
Torréelas,  Pedro,  S.  J.  658  y  660. 
Torres,  Antonio  de,  S.  J.  289. 
Torres,  Diego  de,  S.  J.  497,  500,  501, 

502.  636  y  653. 
Torres,  Domingo,  S.  J.  565. 
Torres,  Luis  de,  S.  J.  85. 
Torres  y  Rueda,  Marcos  de.  388. 
Torres,  Miguel  de,  S.  J.  31. 
Tosantos,  Plácido.  130. 
TovAR,  Hernando,  S.  J.  344. 
Trejo,  Cardenal.  764,  165,  174,  175,  179 

y  197. 
Trigaut,  Nicolás,  S.  J.  4. 
Trigueros.  119. 

Trinckelbus,  Zacarías,  S.  J.  281. 
Trujillo.  17. 
Trujillo  en  el  Perú.  415. 
TUNJA.  4.58,  465  y  471. 
TuRcowsKi,  Jorge,  S.  J.  264. 
Ulloa,  Lope  de.  630  y  639. 
Urbano  II.  237. 
URBANO   VIII.   82,   IOS,   18.5,    189,   198, 

201,  206,  212,  213,  222,  228,  252,  255, 

258,  298,  394,  397,  560,  561,  562  y  656. 
TURBINA,  Pedro.  180. 
Urgél.  48. 
Uriarte,  José  Eugepio  de.  S.  J.  102  y 

131. 
Uribe,  Francisco  de,  S.  J.  398. 


726 


ÍNDICE   ONOMÁSTICO 


ÜKTASUN,   Martín   Javier,   S.   J.  ülO  y 

511. 
ÜREOZ,  Mateo  de.  398. 
Utrera.  18. 

Vaca  de  Vega,  Diego  de.  443. 
VÁEZ  DE  Resende,  Francisco.  470. 
Valdés,  Hernando  de,  S.  J.  262. 
VAI.DÉS  DE   Portugal,   Agustín.  383  y 

390. 
Valdivia,  Luis  de,   S.  J.  104,  625-647, 

648,  649,  651,  652,  658-661  y  666. 
Valdivia  (ciudad).  656  y  657. 
Valdivielso,  Juan  de,   S.  J.  245,  246, 

248  y  250. 
Valencia.  13,  124,  148,  150  y  237. 
Valencia,  Fernando  ^e.  414. 
Valencia,  Melchor.  153. 
Valencia,   Pedro  de,   S.   J.  368,  372  y 

408. 
Valmaseda.  85. 

Valveede  (Weibel),  Domingo,  S.  J.  675. 
Valladolid.  38,  39,  62,  83,  89,  104,  160, 

162,  163,  191  y  235. 
Valladolid  (Méjico).  324. 
Valle,  Juan  del,  S.  J.  345. 
A''allecillo,  Juan  de,  S.  J.  398. 
Van  Sur.  (Véase  MansiUa.) 
Varáiz,  Pedro,  S.  J.  473  y  475. 
Várela,  Gaspar,  S.  J.  327  y  328. 
Vargas,  Francisco  de,  S.  J.  667. 
Vargas,  Juan  de.  381. 
Vázquez,  Antonio,  S.  J.  431. 
VÁZQUEZ,  Fabián.  250. 
A''ÁZQUEZ,  José.  180. 
VÁZQUEZ,  Juan,  S.  J.  3  y  428. 
VÁZQUEZ,  Miguel,  S.  J.  3. 
VÁZQUEZ,  Rodrigo,   S.  J.  633,  651,  6.52 

y  654. 
VÁZQUEZ  DE  Leca,   Mateo.   127,   130  y 

135. 
VÁZQUEZ  DE  LA  MoTA,  Fraucisco.  S.  J. 

623. 
VÁZQUEZ  Trujillo,  Francisco,  S.  J.  544. 

551  y  552. 
Vecchis,  C.  de.  575. 
Vega,  Fr.  Agustín  de.  473. 
Vega,  Diego  de.  549. 
Vega,  Gabriel  de,  S.  J.  3. 
Vega,  Juan  de  la.  390  y  391. 
Vega,  Pedro  de.  174. 
Vega,  Fr.  Pedro  de  la.  481. 
Vegas,  Gaspar  de.  S.  J.  183. 
YKi.Asto,  Diego  de.  .']99. 


Velasco,  Pedro  de,  S.  J.  312,  365,  366, 
36S,  373,  374,  375,  385,  386,  388,  390, 
391  y  407. 

Velázquez,  Antonio,  S.  J.  280. 

Velázquez,  Juan  de,  S.  J.  398. 

Vellser,  Antonio,  S.  J.  3. 

Ventura.  622. 

Vera,  Cristóbal  de.  661. 

'Vera,  Gabriel  de.  586. 

Vera,  Jerónimo,  S.  J.  181. 

Vera,  Melchor  de,  S.  J.  673,  684  y  685. 

Vera  y  Mendoza,  Juan  de.  437. 

Vera  de  Montoya,  Pedro.  414. 

Veracruz.  307  y  323. 

Verdú.  480. 

Verdugo,  Baltasar,  O.  P.  662. 

Vergara,  Antonio  de.  386. 

ViANA,  Juan  de,  S.  J.  3. 

Victoria,  Francisco  de,  S.  J.  461. 

VicH.  18  y  48. 

Vicus,  Pedro,  S.  J.  3. 

ViLCHES,  Francisco  de,  S.  J.  65. 

Villa  Encarnación.  512,  513  y  518. 

Villa  Rica  del  Guayrá.  ,509  y  550. 

Villacastín,  Tomás  de,  S.  J.  101. 

ViLLAFAÑE,  Hernando  de.  S.  J.  674. 

Villalón,  Fr.  Juan  de  San  Diego.  623. 

ViLLALTA,  Cristóbal,  S.  J.  343. 

ViLLANUEVA   DE   LOS    INFANTES.    17. 

Villar,  Gregorio  de.  43. 

Villar,  Lorenzo  de.  43. 

Villar,  Pedro  de,  S.  J.  120. 

Villar  Goitia,  Andrés  del,  S.  J.  41-47. 

ViLLAREJO  DE  FUENTES.   52  y   135. 
ViLLAREICA.   551. 

ViLLASANTE,  Fr.  Pcdro  de.  023. 

ViLLAVERDE,  Coudes  de.  51. 

ViLLAZA,  Agustín,  S.  J.  658  y  660. 

VILLEGAS,  Bernardino,  S.  J.  102. 

ViLLELA,  Juan  de.  143,  146  y  147. 

ViLLEEius,  Bartolomé,  S.  J.  2. 

ViQUE,  Basilio,  S.  J.  294. 

ViTELLESCHi,  Mucio,  S.  J.  1.  Es  elegido 
General,  2;  2.  Empeño  por  adquirir 
la  casa  de  Loyola,  13 ;  3.  Responde 
a    varios   postulados,    13,    14   y   15 ; 

4.  Fundaci  nes    en    su    tiempo,    16 ; 

5.  Envía  al  Duque  de  Lerma  el  cuer- 
po de  San  Fraucisco  de  Borja,  20; 

6.  Reprueba  el  recurso  a  la  Real  Au- 
diencia, 30 ;  7.  Suprímese  la  casa  pro- 
fesa de  Valladolid,  39,  y  la  de  Toledo, 
39 ;  S.  Número  de  sujetos  en  su  tiem- 


ÍNDICE   OXOMÁSTICO 


727 


po,  47;  9.  Reprende  ciertas  faltas, 
54-59;  10.  Declara  la  fuerza  de  la 
renovación  de  los  votos,  64  y  65 ; 
11.  Procura  recoger  el  libro  del  Pa- 
dre Mariana,  67-70;  12.  Avisa  a  los 
maestros  de  Filosofía  y  Teología,  93  ; 
33.  Reprende  el  modo  conceptuoso  do 
predicar,  111-113 ;  14.  Su  actitud  en 
el  movimiento  coucepeiouista,  1.33- 
136 ;  15.  Dificultades  en  la  fundación 
de  los  Estudios  Generales  en  Madrid, 
139;  16.  Reconoce  al  Rey  como  fun- 
dador de  los  Estudios  Reales,  167 ; 
17.  Lamenta  sus  exiguos  resultados, 
169;  18.  Tribulaciones  en  su  genera- 
lato, 190;  19.  Quejas  de  Felipe  IV, 
200;  20.  Las  satisface,  201;  21.  Su 
conducta  con  el  P.  Poza,  212 ;  22.  Re- 
prueba las  ingerencias  en  la  política 
del  P.  Salazar,  218 ;  23.  Su  interven- 
ción en  el  asunto  de  los  diezmos,  251 ; 
24.  Su  muerte,  259;  25.  Cualidades 
de  su  gobierno,  259 ;  26.  Reprende 
ciertos  desórdenes  en  algunas  Con- 
gregaciones provinciales,  261.  27.  Con- 
sulta sobre  la  cuestión  del  bonete  de 
los  coadjutores,  294 ;  28.  Manda  sus- 
pender dos  decretos  de  la  Congrega- 
ción VII,  296;  29.  Número  de  suje- 
tos en  la  provincia  de  ]\Iéjico  en  su 
tiempo,  301 ;  30.  Reprende  al  P.  Ayer- 
be  por  haber  retenido  la  patente  del 
P.  Bonifaz,  309-311 ;  31.  Avisa  de  cier- 
tas faltas  a  la  provincia  de  Méjico, 
319 ;  32.  NtJmero  de  sujetos,  en  su 
tiempo,  de  la  provincia  del  Perú, 
412;  33.  Reprueba  las  Congregacio- 
nes de  mujeres,  423 ;  34.  Desaprueba 
admitir  donados  en  la  Compañía,  424  ; 
.35.  Su  respuesta  sobre  el  Real  Patro- 
nato en  nuestras  doctrinas  del  Perú, 
433 ;  36.  Vicisitudes  de  la  vicepro- 
vincia  de  Quito,  436;  37.  Domicilios 
y  sujetos  en  la  provincia  del  Nuevo 
Reino,  457;  38.  Reprende  el  proce- 
der de  algunos  Padres.  474 ;  39.  En- 


I  vía  Visitador  a  Nueva  Granada,  475 ; 
40.  Escribe  a  San  Pedro  Cía  ver,  483 
y  485 ;  41.  Número  de  sujetos,  en  su 
tiempo,  de  la  provincia  del  Para- 
guay, 499;  42.  No  quiere  que  los 
Nuestros  sean  párrocos,  521;  43.  Su 
respuesta  sobre  el  defenderse  con  ar- 
mas los  indios,  544;  44.  Su  modo  de 
pensar  sobre  la  conducta  del  P.  Val- 
divia en  Chile,  631;  44.  Escribe  al 
P.  Valdivia,  635;  45.  Sujeta  las  mi- 
siones de  Chile  al  Provincial  del  Pa- 
raguay, 636  ;  46.  Juzga  la  conducta  del 
P.  Valdivia,  641 ;  47.  Procura  retraer- 
le de  la  corte  y  que  no  vuelva  al  Perú, 
642 ;  48.  Consuela  al  P.  Valdivia,  re- 
tirado en  Valladolid,  646;  49.  Re- 
prueba ciertos  lujos,  647;  50.  Hace 
viceprovincia  de  Chile  dependiente 
del  Perú,  651 ;  51.  Reconoce  a  García 
Carreto  como  fundador  de  Bucale- 
mu.  653. 

VoGADo,  Jerónimo,  S.  J.  264  y  271. 

Wading,  Miguel,  S.  J.  99,  100  y  329. 

Wael,  Guillermo,  S.  J.  265. 

Watekfort.  99. 

Weenz,  Francisco  Javier,  S.  J.  58. 

WiDMAN,  Nicasio,  S.  J.  264  y  281. 

Yaguaracamigtá.  505. 

Yaguarón.  585,  586,  587  y  622. 

Yapeyú.  513. 

Zabala,  Bruno  Mauricio.  535  y  536. 

Zacatecas.  307,  324  y  402. 

Zahoeowskt,  Jerónimo.  205. 

Zajiboanga.  673. 

Zambrano.  563. 

Zamora.  ^13. 

Zanzixi  (Sánchez),  Josó,  S.  J.  675. 

Zapata,  Cardenal.  20  y  164. 

Zapata,  Juan,  S.  J.  414. 

Zape.  344,  345  y  346. 

Zaragoza.  13,  57,  124  y  135. 

ZucKius,  Nicolás,  S.  J.  280. 

ZuRBANO,  Lupercio,  S.  J.  431,  577,  594, 
596  y  597. 


ÍNDICE  GENERAL 


Páginas. 
Introducción  biblioqrXfica vii 

LIBRO  PRIMERO 
Las  cuatro  provincias  de  España  desde  1615  hasta  1652. 

Capítulo  primero. — Séptima  Congregación  general.— 1.  Elección  de  General  y  de 
Asistentes. — 2.  Discusión  sobre  los  alimentos  de  los  despedidos.— 3.  Decreto  so- 
bre reunirse  periódicamente  la  Congregación  general. — 4.  Disposiciones  so- 
bre los  estudios. — 5.  Decreto  contra  los  calumniadores. — G.  Negocios  secula- 
res y  políticos. — 7.  Independencia  de  ciertas  misiones. — 8.  Otras  disposiciones 
de  menos  importancia  que  se  tomaron  en  esta  Congregación. — 9.  Deseos  de 
adquirir  la  casa  de  Loyola.— 10.  Postulados  de  las  Congi-cgaciones  españolas 
que  no  fueron  propuestos  a  la  Congi-egación  general,  sino  respondidos  por  el 
P.  Vitelleschi 1 

Capítulo  11.— Fundaciones  hechas  desde  1615  hasta  1652. — 1.  Breve  enumeración 
de  las  fundaciones  hechas  o  intentadas  desde  el  P,  Aquaviva  hasta  1652.— 
2.  Tribulaciones  en  la  fundación  de  San  Sebastián.— 3.  Dificultades  en  el  se- 
gundo colegio  levantado  en  Palma  de  Mallorca.— 4.  Consti-ucción  del  actual 
edificio  de  Salamanca.— 5.  Deshácense  las  dos  casas  profesas  de  Valladolid  y 
Toledo.— 6.  Bancarrota  del  colegio  de  San  Hermenegildo,  en  Sevilla.— 7.  Nú- 
mero de  jesuítas  en  las  cuatro  provincias  de  España  el  año  1652 16 

Capítulo  III. — Observancia  regular.— 1.  Hombres  insignes  en  virtud,  que  vivieron 
en  este  tiempo. — 2.  Faltas  ordinarias  que  se  cometían  en  nuestras  casas. — 3.  Al- 
gunas faltas  propias  de  aquella  época  e  imposibles  en  la  nuestra. — 4.  Faltas 
graves  de  los  expulsos:  P.  Antonio  de  Lerma.— 5.  Suceso  del  P.  Esteban  Pe- 
ralta y  explicación  de  un  punto  de  nuestro  Instituto  acerca  de  los  votos.— 
6.  Sucesos  del  libro  del  P.  Mariana  sobre  el  Instituto  en  tiempo  del  P.  Vite- 
lleschi          50 

Capítulo  IV. — Florecimiento  científico, — Escriturarios  y  tcólogoa  desde  1615  has- 
ta 1652. — 1.  Escriturarios  científicos:  Pineda,  Gaspar  Sánchez,  Salazar,  Ma- 
riana, Quirós,  Gabriel  Álvarez,  Ballester.— 2.  Escriturarios  piadosos:  Baeza,  la 
Puente,  Celada,  Areones.— 3.  Teólogos  de  primer  orden:  Montoya,  Ripalda, 
Juan  de  Lugo.— 4.  Teólogos  secundarios:  Hérice,  Granados,  Luis  de  Torres, 
Pedro  Hurtado,  Gaspar  Hurtado,  Francisco  de  Lugo. — 5.  Moralistas:  Lugo, 
Castropalao,  Quintanadueñas,  Dicastillo,  Escobar. — 6.  Juicio  general  sobre 
estos  escritores , 71 

Capítulo  V. — Ascetas  e  historiadores. —  Gusto  literario.  — 1.  Principales  ascetas  que 
florecieron  en  este  tiempo:  La  Palma,  Nieremberg,  Aguado,  Godínez,  Figuera, 
Arias  de  Armenta,  Andrade,  Villacastín,  Castro,  Arnaya,  Villegas,  etc.— 2.  His- 


730  ÍNDICE    GENEEAL 

Páginas. 

toriadores:  Roa,  Quintanadueñas,  Santibáñez,  Valdivia,  Nieremberg,  etc. — 
3,  Credulidad  y  exageraciones  de  estos  historiadores.— 4.  Gusto  literario  y 
gongorino. — 5.  Esfuerzos  de  lo3  Superiores  para  enmendar  el  mal  gusto 94 

Capítulo  VI. — Ministerios  espirituales  con  los  prójimos. — 1.  Solemnidades  religio- 
sas en  nuestras  iglesias.— 2.  Visitas  a  las  cárceles  y  hospitales.— 3.  Congre- 
gaciones piadosas. — 4.  Misiones  por  los  pueblos. — 5.  Trabajos  apostólicos  del 
P.  Jerónimo  López. — 6.  Víctimas  de  la  caridad  en  las  epidemias.— 7.  Fervor  en 
promover  la  devoción  a  la  Inmaculada  Concepción 114 

Capítulo  Vil. — Trihulaciones  de  la  Compañía  en  esta  época. — Estudios  generales  de 
Madrid.— 1.  Primera  proposición  de  esta  obra  en  1623.— 2.  Redáctase  nuevo 
plan  y  se  publica  en  1625. — 3.  Lucha  que  ya  existía  entre  las  Universidades  y 
nuestros  colegios  antes  de  este  tiempo. — 4.  Oposición  terrible  que  hacen  las 
Universidades  al  proyecto  de  los  Estudios  de  Madrid.— 5.  En  Salamanca  es 
desincorpoj-ado  nuestro  colegio  de  la  Universidad. — 6.  Intervención  de  Jan- 
senio,  que  excitó  más  los  ánimos  contra  la  Compañía. — 7.  A  pesar  de  todas  las 
oposiciones  son  creados  los  Estudios  a  principios  de  1629.— 8.  Éxito  mezquino 
de  esta  institución 139 

Capítulo  VIII. — Juramento  y  Estatuto  de  la  Universidad  de  Salamanca  en  1627. — 
1.  Causas  que  prepararon  este  hecho.— 2.  El  Claustro  de  la  Universidad  de 
Salamanca  hace  juramento  de  defender  las  doctrinas  de  San  Agustín  y  de 
Santo  Tomás.— 3.  Estatuto  que  se  proyectó,  mandando  jurar  lo  mismo  a  los 
que  se  graduasen  en  adelante. — 4.  El  Consejo  Real  reprueba  el  Estatuto. — 
5.  También  lo  reprueba  el  Papa  Urbano  VIII 171 

Capítulo  IX. — Contradicciones  abiertas  contra  la  Compañía. — 1.  Invectivas  contra 
la  regla  de  la  corrección  fraterna.— 2.  Oposición  de  otros  religiosos  a  la  Com- 
pañía, porque  ésta  presentó  a  los  Obispos  las  licencias  de  predicar  y  confe- 
sar.—3.  Breve  conflicto  con  Felipe  IV  en  1631.-4.  Calumnias  de  Scioppio, 
Roales  y  Espino  contra  la  Compañía.— 5.  Acto  solemne  de  la  Inquisición  con- 
tra ellos  en  1634,  y  continuación  de  la  guerra  de  Espino. — 6.  Causa  del 
P.  Poza 190 

Capítulo  X. — Peligros  del  auUcísmo.—El  P.  Fernando  de  Salasar.—l.  Defectos  en 
que  incurrían  algunos  Padres  por  introducirse  en  la  Corte.— 2.  El  P.  Fer- 
nando de  Salazar  empieza  a  meterse  en  negocios  políticos.— 3.  En  1629  quiere 
Felipe  IV  hacerle  Obispo  de  Málaga,  y  nuestros  Superiores  lo  resisten. — 4.  In- 
téntase después  hacerle  Obispo  de  Charcas,  y  no  tiene  efecto  este  nombra- 
miento.—5.  Ültimos  años  del  P.  Salazar  y  extraño  modo  de  vivir  que  en  ellos 
observó 21.5 

Capítulo  XI. — La  cuestión  de  los  diezmos  en  tiempo  de  Aquaviva  y  de  Vitelleschi. — 
1.  Estado  de  la  cuestión  al  advenimiento  de  Aquaviva.— 2.  Litigios  con  las 
iglesias  de  Valladolid  y  Málaga  en  1584  y  1585.— 3.  Muchas  iglesias,  invitadas 
por  la  de  Cuenca,  solicitan  en  1586  que  el  Rey  pida  al  Papa  la  derogación  de 
nuestro  privilegio.— 4.  El  P.  Aquaviva  forma  la  estadística  de  lo  que  poseen 
y  de  lo  que  necesitan  los  colegios  de  España  en  1587.— 5.  Revive  el  pleito 
en  1592  a  ruegos  de  la  iglesia  de  Sevilla.— 6.  Tentativa  de  concierto  en  1601. 
7.  Breve  de  León  XI  en  1605,  desastroso  para  la  Compañía. — 8.  Penalidades 
que  por  él  se  padecen;  Gregorio  XV  concede  un  breve  en  1623  favoreciendo 
algo  a  la  Compañía.— 9.  Por  Diciembre  del  mismo  año  lo  deroga  Urbano  VIII. 
10.  Prosiguen  los  debates  en  los  años  siguientes,  hasta  que  se  hace  la  paz  me- 
diante la  concordia  de  la  Compañía  con  las  iglesias  de  Castilla  y  León 
en  1638 233 


ÍNDICE   GENEEAL  731 

Páginas. 

Capítulo  XII.— Congregaciones  generales  VIII  y  IX.— 1.  Muerte  del  P.  Vitelleschi. 
2.  En  los  últimos  años  de  su  generalato  varias  Congregaciones  provinciales 
manifiestan  deseos  de  Congregación  general.— 3.  Reunida  ésta  por  Noviem- 
bre de  1645,  el  Papa  le  dirige  una  carta  mandando  examinar  ciertos  puntos 
de  nuestro  Instituto  antes  de  elegir  General. — 4.  Respuesta  de  la  Congrega- 
ción a  los  puntos  presentados  por  el  Papa. — 5.  Es  elegido  General  el  P.  Vi- 
cente Carafa  el  7  de  Enero  de  1646. — 6.  Principales  decretos  de  la  VIII  Con- 
gregación general.— 7.  Congregación  general  IX  en  1650,  en  la  cual  es  elegido 
General  el  P.  Francisco  Piccoloraini.— 8.  Ordenaciones  dadas  por  este  Padre 
sobre  los  estudios  de  filosofía  y  teología.  Su  muerte,  el  17  de  Junio  de  1651. .      259 

Capítulo  XIII.— Boneíe  de  los  Hermanos  coadjidores.~l.  Estado  de  la  cuestión  en 
los  tres  primeros  generalatos.— 2.  El  P.  Mercurián  procura  ir  suprimiendo 
suavemente  el  bonete  de  los  coadjutores.  Dificultades  en  la  provincia  de 
Castilla. — 3.  En  tiempo  de  Aquaviva  se  agita  algunas  veces  la  cuestión,  pero 
el  P.  General  la  esquiva. — 4.  En  1616  la  VII  Congregación  general  decreta 
que  se  suprima  el  bonete  de  los  coadjutores. — 5.  En  vista  de  las  dificultades 
que  se  ofrecen,  manda  Paulo  V  que  se  suspenda  la  ejecución  del  decreto. — 
6.  La  VIII  Congregación  decide  en  1646  suprimir  a  todo  trance  el  bonete  de 
los  Hermanos  coadjutores  y  se  ejecuta  su  decreto 285 


LIBRO  SEGUNDO 
Provincia  de  Ultramar. 

Capítulo  primero. — La  provincia  de  Méjico  desde  1H15  hasta  1652. — 1.  Número  de 
sujetos  en  esta  época.— 2.  Fundaciones  hechas  en  estos  años. — 3.  Serie  de 
Provinciales  y  carácter  de  cada  uno.— 4.  Visitadores.— 5,  Ministerios  ordina- 
rios con  los  prójimos.-  6.  Faltas  ordinarias:  el  chocolate. — 7.  Indicios  de  un 
proceso  inquisitorial. — 8.  Estado  económico  de  la  provincia  a  mediados  del 
siglo  XVII 301 

Capítulo  11.— Misiones  septentrionales  de  la  provincia  de  Méjico  desde  1613  has- 
ta 1652.— í.  Misión  de  Cinaloa.  Progreso  de  la  fe  y  trabajos  de  los  jesuítas.— 
2.  Misión  del  río  Mayo  y  martirio  de  los  PP.  Julio  Pascual  y  Manuel  Martí- 
nez.—3.  Misión  de  los  hiaquis,  empezada  por  las  expediciones  militares  del 
capitán  Hurdaide.— 4.  Entrada  del  P.  Rivas  y  conversión  de  los  hiaquis.— 
5.  Misión  de  los  tepehuanes.  Martirio  de  ocho  Padres  en  1616.-6.  Restauración 
lenta  de  la  misión  en  los  años  siguientes.— 7.  Misión  de  los  taraumares.  Mar- 
tirio de  los  PP.  Cornelio  Godino  y  Jácorae  Antonio  Basile.— 8.  Principios  de 
la  misión  de  Sonora.— 9.  Proyecto  de  formar  Obispado,  y  estadística  de  aque- 
llas misiones,  hecha  por  el  P.  Burgos 326 

Capítulo  Ul.— Controversia  con  Palafox.— Primera  parte:  Marzo-Diciembre  1647.— 
1.  Antecedentes  de  Palafox  antes  de  indisponerse  con  los  jesuítas.— 2.  Litigio 
sobre  los  diezmos.— 3.  Edicto  del  6  de  Marzo  de  1647,  suspendiendo  a  los  jesuí- 
tas y  pidiéndoles  las  licencias  de  confesar  y  predicar.— 4.  Entrevista  de  los 
jesuítas  con  Palafox  el  día  siguiente,  7  do  Marzo.— 5.  Edicto  público  del  8  de 
Marzo,  prohibiendo  a  todos  confesarse  con  los  jesuítas.— 6.  El  P.  Provincial 
Pedro  de  Velasco  elige  por  jueces  conservadores  a  dos  Padres  dominicos, 
quienes  condenan  a  Palafox.— 7.  Demostraciones  de  Palafox  contra  los  jueces 
conservadores.- 8.  Conatos  de  conciliación  y  fuga  repentina  de  Palafox.— 
9.  £1  Cabildo  de  Puebla  toma  el  gobierno  eclesiástico  de  la  diócesis,  y  los  je- 


r32  ÍNDICE   GENERAL 

Páginas. 


suítas  le  presentan  sus  licencias  de  confesar  y  predicar.— 10.  Vuelve  Palafox      •  >  ' 
a  Puebla,  por  Noviembre  de  1647,  y  se  procura  hacer  las  paces  a  fines  de 
aquel  año 356 

Capítulo  IV. — Controversia  con  Palafox. — Conclusión.  164S-16Bo.—l.  Con  la  mu- 
danza de  Vil-rey  se  enfurece  Palafox  contra  los  jesuítas.  Sus  demostraciones 
desde  Mayo  de  1648.— 2.  Persecuciones  que  mueve  contra  el  Deán,  los  canó- 
nigos y  otros  amigos  de  la  Compañía. — 3.  Llega  a  Méjico  un  breve  de  Inocen- 
cio X. — 4.  Presentan  los  jesuítas  las  licencias  a  Palafox,  y  él  las  confirma  por  : 
Octubre  y  Diciembre  de  1648. — 5.  Primera  y  segunda  carta  de  Palafox  a  Ino- 
cencio X.— 6.  La  Inocenciana.  Vuelve  Palafox  a  España. — 7.  Proceso  de  la 
causa  eu  Roma  durante  unos  cuatro  años.— 8.  Resolución  final  de  la  contro-  > 
versia  en  1653 ;388 

Capítulo  Y.— La  provincia  del  Perú  de  1615  a  1652. — 1.  Incremento  de  la  pro- 
vincia en  estos  años. — 2.  Observancia  regular. — 3.  Ministerios  habituales  con 
los  españoles.— 4.  Extirpación  de  idolatrías  entre  los  indios.— 5.  Doctrinas  y 
conatos  de  misiones  entre  infieles.— 6.  Empieza  la  cuestión  del  patronato  real 
sobre  presentación  de  doctrinei'os ,412 

Capítulo  VI. — La  viceprovinda  de  Quito  de  1615  a  1652. — 1,  Conato  para  formar 
viceprovincia  aparte  en  las  regiones  del  Ecuador. — 2.  Se  fundan  algunas  re- 
sidencias con  el  nombre  de  hospicios.— 3.  Principios  de  las  misiones  del  Ma- 
rañón  en  1638. — 4.  Viaje  de  los  PP.  Acuña  y  Artieda  por  el  Amazonas  hasta 
Marañón  en  1639.-5.  El  P.  Cugía  lleva  nuevos  misioneros  al  Marañen 
en  1641.— 6.  Progreso  de  estas  misiones  y  estado  en  que  las  dejó  el  P.  Cugía 
en  1653 43-') 

Capítulo  VII.— í,a  provincia  del  nuevo  Reino  de  Granada  de  1615  a  1652. — 1.  Fun- 
daciones nuevas  y  progreso  de  la  provincia. — 2.  Conatos  de  fundar  Universi- 
dad en  Bogotá. — 3.  Emprenden  nuestros  Padres  las  misiones  de  infieles  en 
los  Llanos. — 4.  Se  interrumpen  estas  misiones  por  la  persecución  de  D.  Julián 
de  Cortázar,  Arzobispo  de  Bogotá. — 5.  Pleito  ruidoso  con  el  Sr.  Almansa,  su- 
cesor de  Cortázar. — 6.  Visita  del  P.  Rodrigo  de  Figueroa. — 7.  Estado  general 
de  la  provincia  en  1652 457 

Capítulo  VIII.— San  Pedro  Clav3r.~í.  Antecedentes  de  San  Pedro  Claver  hasta 
ordenarse  de  sacerdote.  —  2.  En  1615  se  establece  en  Cartagena  y  empieza 
a  doctrinar  a  los  negros. — 3,  Su  modo  de  proceder.  El  desembarque  de  los 
negros.— 4.  La  catcquesis.- 5.  El  bautismo.— 6.  Asistencia  a  los  enfermos.— 
7.  Conversión  de  moros  y  de  herejes.— 8.  Última  enfermedad  y  muerte  del 
Santo  en  1654 479 

Capítulo  IX. — Provincia  del  Paraguay .— Fundación  de  las  reducciones. — 1.  Incre- 
mento de  la  provincia  del  Paraguay  en  domicilios  e  individuos  durante  la 
primera  mitad  del  siglo  XVII.— 2,  Principio  de  las  famosas  reducciones  en 
1610.  Tentativas  inútiles  para  reducir  a  los  guaycurus. — 3.  Primera  reduc- 
ción establecida  por  el  P.  Lorenzana  con  el  nombre  de  San  Ignacio  Guazií. — 
4.  Los  PP.  Cataldino  y  Massetta  empiezan  al  Norte  las  reducciones  del  Guay- 
rá. — 5.  El  P.  Roque  González  de  Santa  Cruz  entra  al  Uruguay  y  empieza  sus 
reducciones  en  1620. — 6.  Gran  progi-eso  de  las  misiones  guaraníes  por  el  celo 
del  P.  Montoya  entre  1620  y  1630.— 7.  Misión  en  ol  Itatín,  junto  al  río  Pa- 
raguay, al  Norte  de  la  Asunción,  1631-1635.-8.  Reducciones  en  el  Tape,  esto  , 
es,  en  el  Sudeste  del  Brasil  actual.— 9.  Estado  general  do  las  misiones  del 
Paraguay  en  1652 496 


ÍNDICE   GENERAL  738 


Páginas. 


Capítulo  X.—  Condición  social  de  las  misiones  del  Patagnaij. — 1.  Planta  general  de 
los  pueblos.— 2.  Gobierno  espiritual  de  los  mismos.— 3.  Gobierno  civil.  Ex- 
clusión de  los  españoles.— 4.  Solemnidades  religiosas.  Costumbres  cristianas. 
5.  Estalo  económico.  Agricultura,  industria  y  comercio  con  la  yerba.  El 
pretendido  comunismo. — 6.  Autoridad  judicial,  o,  por  mejor  decir,  paternal, 
de  los  misioneros. — 7.  Las  armas  de  fuego.  Servicios  militares  prestados  a 
España  por  los  indios  convertidos. — 8.  Hasta  dónde  se  llegó  on  la  civilización 
de  los  indios  guaraníes 519 

Cajpítülo  XI. — Irrupciones  de  los  paulistaa.—l.  Primeras  irrupciones  aisladas 
desde  1611  hasta  1627. — 2.  Venida  de  Céspedes  por  Gobernador  del  Para- 
guay.—3.  Irrupciones  desastrosas  en  el  Guayi-á  de  1628  a  1630.— 4.  Trans- 
migración de  las  reducciones  en  1631. — 5.  Nuevas  irrupciones  do  los  paulis- 
tas  en  1636  y  1638.-6.  £1  P.  Díaz  Taño  es  enviado  a  Roma,  y  el  P.  Mon- 
toya  a  Madrid,  para  pedir  favor  al  Papa  y  al  Rey  contra  los  paulistas.— 7.  El 
P.Díaz  Taño  vuelve  al  Brasil  con  los  despachos  obtenidos  de  Urbano  VIII. 
Tumulto  terrible  en  Río  Janeiro,  luego  que  son  conocidos,  en  1640.-8.  El 
P.  Moutoya  obtiene  del  Rey  (>1  dai-  armas  de  fuego  a  los  indios. — 9.  Los  indios 
guaraníes,  armados  con  ai'cabuces,  vencen  a  los  paulistas  en  1641,  y  se  defien- 
den sin  miedo  en  adelante 542 

Capítulo  XII. — Persecuciones  de  ü.  Bernardino  de  Cárdenas. — Primera  parte,  1641- 
1645.-1.  Noticias  de  D.  Bernardino  de  Cái'denas  antes  de  ser  nombrado  Obispo 
de  la  Asunción.- 2.  Se  consagra  Obispo  antes  de  recibir  las  bulas,  en  Octubre 
de  1641.— 3.  Toma  posesión  de  su  diócesis  en  Mayo  de  1642,  y  durante  dos  años 
litiga  constantemente  con  el  Gobernador,  con  los  canónigos  y  aun  con  los  do- 
minicos.—4.  En  este  mismo  tiempo  se  muestra  muy  amigo  de  los  jesuítas. 
Sus  cartas  a  ellos. — 5.  Volviendo  de  una  excursión  por  su  diócesis,  en  el 
pueblo  de  Yaguarón  riñe  estrepitosamente  con  los  jesuítas.— 6.  Intenta  ma- 
tar al  Gobernador  y  expulsar  del  Paraguay  a  los  jesuítas,  pero  se  frustra  su 
pensamiento. — 7.  El  Gobernador  le  expulsa  a  él  de  la  Asunción  en  Noviem- 
bre de  1644,  y  él  se  recoge  a  Corrientes.— 8.  Horribles  injurias  que  con  oca- 
sión de  este  hecho  padecen  los  jesuítas 568 

Capítulo  XIII. — Perseenciones  de  B.  Jlertiardino  de  Cárdenas.  —Conclusión.  1647- 
16r,i.—l.  Entrando  a  gobernar  el  Paraguay  Diego  de  Escobar  y  Osorio,  vuelve 
D.  Bern  irdino  a  la  Asunción  en  Febrero  de  1647.-2.  Calumnias  y  demostra- 
ciones extravagantes  contra  los  jesuítas.  Perjurio  solemne  del  Obispo. — 3.  Es- 
cena tumultuosa  en  nuestra  iglesia  por  haber  enterrado  allí  a  una  mujer  que 
liabía  muerto  asistida  por  un  jesuíta.— 4.  Esfuerzos  de  D.  Bernardino  por 
atraer  a  su  partido  al  Gobernador,  -r».  Mucre  el  gobernador  Diego  de  Esco- 
bar y  Osorio  el  26  de  Febrero  de  1649,  y  D.  Bernardino  se  apodera  tumultua- 
riamente del  Gobierno  civil.— 6.  Asalto  c  incendio  de  nuestra  iglesia  y  cole- 
gio el  7  de  Marzo  de  1649.-7.  La  Audiencia  de  Charcas  nombra  Gobernador 
interino  a  Sebastián  de  León.  Batalla  campal  entre  él  y  los  partidarios  del 
Obispo  a  la  entrada  de  la  ciudad.— 8.  Restablécese  el  orden.  Don  Bernardino, 
apremiado  por  repetidas  órdenes  do  la  Audiencia,  sale  por  íin  del  Paraguay 
en  1651  y  vive  retirado  en  Chuquisaca  hasta  su  muerte,  ocurrida  en  1668.— 
9.  Actos  de  Garavito  de  León  y  Blázquez  do  Valverde  para  restablecer  lo  que 
padeció  la  Compañía 

Capítulo  XIV.— EÍ  P.  Valdivia  y  la  guerra  defensiva.— Conclusión.— í.  Felipe  III  y 
el  Consejo  de  Indias,  oídos  los  informes  del  P.  Valdivia  y  de  sus  contrarios, 
determinan  que  prosiga  la  guerra  defensiva.— 2.  Ejecútase  lo  resuelto,  sin  di- 
ficultad, por  haber  muerto  en  1617  Alonso  do  Ribera  y  entrar  un  Goberna- 


597 


734  ÍXDICK    GEXEUAr, 


Págiaas. 


dor  partidario  de  Valdivia. — 3.  Giro  que  entretanto  llevaba  este  negocio  den- 
tro de  la  Compañía  de  Jesús.  Los  Padres  más  insignes  de  Chile  y  del  Perú 
opinan  que  debe  el  P.  Valdivia  apartarse  de  aquel  negocio  de  la  guerra  defen- 
siva.—4.  El  P.  Valdivia  escribe  largamente  al  P.  Vitelleschi,  apenas  supo  la 
elevación  de'  éste  al  generalato.— 5.  El  P.  General  retira  a  Valdivia  la  exen- 
ción que  le  había  concedido  el  P.  Aquaviva,  y  le  somete  enteramente  al  Pro- 
vincial del  Paraguay.— 6.  Por  Noviembre  de  1619  sale  súbitamente  de  Chile 
el  P.  Valdivia.  Causas  de  esta  salida. — 7.  Detiénese  medio  año  en  Lima,  de 
donde  escribe  al  Provincial  del  Paraguay  dos  cartas  quejosas.  Juicio  que 
hizo  de  ellas  el  P.  Vitelleschi.— 8.  Llega  Valdivia  a  Madrid.  Esfuerzos  del 
P.  General  para  sacarle  de  la  corte,— 9.  Retírase  Valdivia  a  Vallado! id,  donde 
pasa  los  últimos  veinte  años  de  su  vida 

Capítulo  XV. — La  Compañía  de  Jesús  en  Chile  desde  1615  hasta  1652. — 1.  Estado  de 
la  Compañía  en  Chile  los  diez  primeros  años  de  Vitelleschi  (1615-lfa25).— 
2.  Erígese  la  viceprovincia  de  Chile,  subordinada  a  la  provincia  del  Perú  en 
1625. — 3.  Fúndase  noviciado  en  Bucalemu  y  Universidad  en  el  colegio  de  San- 
tiago.— 4.  Fundaciones  de  Quillota  y  Valdivia:  el  noviciado  es  trasladado  a 
Santiago.— 5.  Las  misiones  de  ínfleles  en  los  primeros  años  de  Vitelleschi. — 
6.  Conatos  de  quitar  a  la  Compañía  estas  misiones  y  entregarlas  a  otros  reli- 
giosos (1625-1637).— 7,  Progresos  de  estas  misiones  en  los  años  siguientes. — 
8.  Estado  de  la  viceprovincia  de  Chile  en  1652 

Capítulo  XVI. — La  Compañía  de  Jesús  en  Filipinas  de  161o  a  1652. —  1.  Número 
de  sujetos  y  de  domicilios  en  Filipinas. — 2.  Expediciones  de  misioneros  en- 
viados de  España.— 3.  Ministerios  ordinarios  de  nuestros  Padres  en  Manila  y 
en  otras  ciudades  de  españoles.— 4.  Progresos  de  los  estudios  en  nuestro  cole- 
gio de  Manila  y  competencia  de  los  dominicos. — 5.  Misioneros  en  las  expedi- 
ciones marítimas  contra  holandeses.— 6.  Conquista  de  Mindanao  y  estable- 
cimiento de  la  Compañía  en  esta  isla  el  año  1637.-7.  Estado  de  la  Compañía 
en  Filipinas  a  mediados  del  siglo  XVII 

Apéndices 


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